El Pez de Oro

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


En una isla muy lejana, llamada isla Buián, había una cabaña pequeña y vieja que servía de albergue a un anciano y su mujer. Vivían en la mayor pobreza; todos sus bienes se reducían a la cabaña y a una red que el mismo marido había hecho, y con la que todos los días iba a pescar, como único medio de procurarse el sustento de ambos.

Un día echó su red en el mar, empezó a tirar de ella y le pareció que pesaba extraordinariamente. Esperando una buena pesca se puso muy contento; pero cuando logró recoger la red vio que estaba vacía; tan sólo a fuerza de registrar bien encontró un pequeño pez. Al tratar de cogerlo quedó asombrado al ver que era un pez de oro; su asombro creció de punto al oír que el Pez, con voz humana, le suplicaba:

—No me cojas, abuelito; déjame nadar libremente en el mar y te podré ser útil dándote todo lo que pidas.

El anciano meditó un rato y le contestó:

—No necesito nada de ti; vive en paz en el mar. ¡Anda!

Y al decir esto echó el pez de oro al agua.

Al volver a la cabaña, su mujer, que era muy ambiciosa y soberbia, le preguntó:

—¿Qué tal ha sido la pesca?

—Mala, mujer —contestó, quitándole importancia a lo ocurrido—; sólo pude coger un pez de oro, tan pequeño que, al oír sus súplicas para que lo soltase, me dio lástima y lo dejé en libertad a cambio de la promesa de que me daría lo que le pidiese.

—¡Oh viejo tonto! Has tenido entre tus manos una gran fortuna y no supiste conservarla.

Y se enfadó la mujer de tal modo que durante todo el día estuvo riñendo a su marido, no dejándolo en paz ni un solo instante.

—Si al menos, ya que no pescaste nada, le hubieses pedido un poco de pan, tendrías algo que comer; pero ¿qué comerás ahora si no hay en casa ni una migaja?

Al fin el marido, no pudiendo soportar más a su mujer, fue en busca del pez de oro; se acercó a la orilla del mar y exclamó:

—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

El Pez se arrimó a la orilla y le dijo:

—¿Qué quieres, buen viejo?

—Se ha enfadado conmigo mi mujer por haberte soltado y me ha mandado que te pida pan.

—Bien; vete a casa, que el pan no les faltará.

El anciano volvió a casa y preguntó a su mujer:

—¿Cómo van las cosas, mujer? ¿Tenemos bastante pan?

—Pan hay de sobra, porque está el cajón lleno —dijo la mujer—; pero lo que nos hace falta es una artesa nueva, porque se ha hendido la madera de la que tenemos y no podemos lavar la ropa; ve y dile al pez de oro que nos dé una.

El viejo se dirigió a la playa otra vez y llamó:

—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

El Pez se arrimó a la orilla y le dijo:

—¿Qué necesitas, buen viejo?

—Mi mujer me mandó a pedirte una artesa nueva.

—Bien; tendrás también una artesa nueva.

De vuelta a su casa, cuando apenas había pisado el umbral, su mujer le salió al paso gritándole imperiosamente:

—Vete en seguida a pedirle al pez de oro que nos regale una cabaña nueva; en la nuestra ya no se puede vivir, porque apenas se tiene de pie.

Se fue el marido a la orilla del mar y gritó:

—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

El Pez nadó hacia la orilla poniéndose con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia el anciano, y le preguntó:

—¿Qué necesitas ahora, viejo?

—Constrúyenos una nueva cabaña; mi mujer no me deja vivir en paz riñéndome continuamente y diciéndome que no quiere vivir más en la vieja, porque amenaza hundirse de un día a otro.

—No te entristezcas. Vuelve a tu casa y reza, que todo estará hecho.

Volvió el anciano a casa y vio con asombro que en el lugar de la cabaña vieja había otra nueva hecha de roble y con adornos de talla. Corrió a su encuentro su mujer no bien lo hubo visto, y riñéndolo e injuriándolo, más enfadada que nunca, le gritó:

—¡Qué viejo más estúpido eres! No sabes aprovecharte de la suerte. Has conseguido tener una cabaña nueva y creerás que has hecho algo importante. ¡Imbécil! Ve otra vez al mar y dile al pez de oro que no quiero ser por más tiempo una campesina; quiero ser mujer de gobernador para que me obedezca la gente y me salude con reverencia.

Se dirigió de nuevo el anciano a la orilla del mar y llamó en alta voz:

—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

Se arrimó el Pez a la orilla como otras veces y dijo:

—¿Qué quieres, buen viejo?

Éste le contestó:

—No me deja en paz mi mujer; por fuerza se ha vuelto completamente loca; dice que no quiere ser más una campesina; que quiere ser una mujer de gobernador.

—Bien; no te apures; vete a casa y reza a Dios, que yo lo arreglaré todo.

Volvió a casa el anciano; pero al llegar vio que en el sitio de la cabaña se elevaba una magnífica casa de piedra con tres pisos; corría apresurada la servidumbre por el patio; en la cocina, los cocineros preparaban la comida, mientras que su mujer se hallaba sentada en un rico sillón vestida con un precioso traje de brocado y dando órdenes a toda la servidumbre.

—¡Hola, mujer! ¿Estás ya contenta? —le dijo el marido.

—¿Cómo has osado llamarme tu mujer a mí, que soy la mujer de un gobernador? —y dirigiéndose a sus servidores les ordenó—: Cojan a ese miserable campesino que pretende ser mi marido y llévenlo a la cuadra para que lo azoten bien.

En seguida acudió la servidumbre, cogieron por el cuello al pobre viejo y lo arrastraron a la cuadra, donde los mozos lo azotaron y apalearon de tal modo que con gran dificultad pudo luego ponerse en pie. Después de esto, la cruel mujer lo nombró barrendero de la casa y le dieron una escoba para que barriese el patio, con el encargo de que estuviese siempre limpio.

Para el pobre anciano empezó una existencia llena de amarguras y humillaciones; tenía que comer en la cocina y todo el día estaba ocupado barriendo el patio, porque apenas cometía la menor falta lo castigaban, apaleándolo en la cuadra.

—¡Qué mala mujer! —pensaba el desgraciado—. He conseguido para ella todo lo que ha deseado y me trata del modo más cruel, llegando hasta a negar que yo sea su marido.

Sin embargo, no duró mucho tiempo aquello, porque al fin se aburrió la vieja de su papel de mujer de gobernador. Llamó al anciano y le ordenó:

—Ve, viejo tonto, y dile al pez de oro que no quiero ser más mujer de gobernador; que quiero ser zarina.

Se fue el anciano a la orilla del mar y exclamó:

—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

El Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:

—¿Qué quieres, buen viejo?

—¡Ay, pobre de mí! Mi mujer se ha vuelto aún más loca que antes; ya no quiere ser mujer de gobernador; quiere ser zarina.

—No te apures. Vuelve tranquilamente a casa y reza a Dios. Todo estará hecho.

Volvió el anciano a casa, pero en el sitio de ésta vio elevarse un magnífico palacio cubierto con un tejado de oro; los centinelas hacían la guardia en la puerta con el arma al brazo; detrás del palacio se extendía un hermosísimo jardín, y delante había una explanada en la que estaba formado un gran ejército. La mujer, engalanada como correspondía a su rango de zarina, salió al balcón seguida de gran número de generales y nobles y empezó a pasar revista a sus tropas. Los tambores redoblaron, las músicas tocaron el himno real y los soldados lanzaron hurras ensordecedores.

A pesar de toda esta magnificencia, después de poco tiempo se aburrió la mujer de ser zarina y mandó que buscasen al anciano y lo trajesen a su presencia.

Al oír esta orden, todos los que la rodeaban se pusieron en movimiento; los generales y los nobles corrían apresurados de un lado a otro diciendo: «¿Qué viejo será ése?»

Al fin, con gran dificultad, lo encontraron en un corral y lo llevaron a presencia de la zarina, que le gritó:

—¡Ve, viejo tonto; ve en seguida a la orilla del mar y dile al pez de oro que no quiero ser más una zarina; quiero ser la diosa de los mares, para que todos los mares y todos los peces me obedezcan!

El buen viejo quiso negarse, pero su mujer lo amenazó con cortarle la cabeza si se atrevía a desobedecerla. Con el corazón oprimido se dirigió el anciano a la orilla del mar, y una vez allí, exclamó:

—¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!

Pero no apareció el pez de oro; el anciano lo llamó por segunda vez, pero tampoco vino. Lo llamó por tercera vez, y de repente se alborotó el mar, se levantaron grandes olas y el color azul del agua se obscureció hasta volverse negro. Entonces el Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:

—¿Qué más quieres, buen viejo?

El pobre anciano le contestó:

—No sé qué hacer con mi mujer; está furiosa conmigo y me ha amenazado con cortarme la cabeza si no vengo a decirte que ya no le basta con ser una zarina; que quiere ser diosa de los mares, para mandar en todos los mares y gobernar a todos los peces.

Esta vez el pez no respondió nada al anciano; se volvió y desapareció en las profundidades del mar.

El desgraciado viejo se volvió a casa y quedó lleno de asombro. El magnífico palacio había desaparecido y en su lugar se hallaba otra vez la primitiva cabaña vieja y pequeña, en la cual estaba sentada su mujer, vestida con unas ropas pobres y remendadas.

Tuvieron que volver a su vida de antes, dedicándose otra vez el viejo a la pesca, y aunque todos los días echaba su red al mar, nunca volvió a tener la suerte de pescar al maravilloso pez de oro.


Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
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