Diálogo de Mercurio y Carón

Alfonso de Valdés


Diálogo



En que allende de muchas cosas graciosas y de buena doctrina se cuenta lo que ha acaecido en la guerra desde el año de mil quinientos veintiuno hasta los desafíos de los reyes de Francia e Inglaterra hechos al Emperador en el año de MDXXVIII

Proemio al lector

La causa principal que me movió a escribir este diálogo fue deseo de manifestar la justicia del Emperador y la iniquidad de aquéllos que lo desafiaron, y en estilo que de todo género de hombres fuese con sabor leído, para lo cual me ocurrió esta invención, de introducir a Carón, barquero del infierno que, estando muy triste porque había oído decir ser ya hecha la paz entre el Emperador y el rey de Francia, de que a él venía mucha pérdida, viene Mercurio a pedirle albricias por los desafíos que el rey de Francia y el rey de Inglaterra hicieron al Emperador. Por ser la materia en sí desabrida, mientras le cuenta Mercurio las diferencias de estos príncipes, vienen a pasar ciertas ánimas que con algunas gracias y buena doctrina interrumpen la historia. Esta invención me pareció al principio tanto buena cuanto a la fin me comenzó a desagradar, de manera que lo quise todo romper. Mas siéndome después loado por algunas personas cuya prudencia está lejos de engañarse en semejantes cosas, y de cuya gravedad y bondad no se puede presumir ni tener sospecha de adulación, quise dar más crédito a su parecer que al mío. Y mostrelo a uno de los más señalados teólogos, así en letras como en bondad de vida que en España yo conozco, por cuyo consejo enmendé algunas cosas de donde los calumniadores pudieran tener achaque para calumniarme. Aconsejábame allende de esto que así como pongo ánimas de muchos estados que se van al infierno y sola la ánima de un casado que va al paraíso, pusiese de cada estado de aquéllos un ánima que se salvase, diciendo que de otra manera los otros estados se podrían quejar, siéndoles aquí los casados preferidos, y que con esto no solamente quedaba excluida la calumnia, mas la obra muy perfecta. Y aunque en esto no me pareció tener menos razón que en las otras cosas de que me había avisado, excuseme diciendo que mi intención había sido honrar aquellos estados que tenían más necesidad de ser favorecidos, como es el estado del matrimonio, que al parecer de algunos está fuera de la perfección cristiana, y el de los frailes que en este nuestro siglo está tan calumniado. Y a esta causa, poniendo un casado que subía al cielo hice mención de un fraile de San Francisco que había llevado aquel camino. De manera que (a mi parecer) ninguna razón tendrán los otros estados de quejarse de mí ni decir que quise favorecer mi partido, pues ni yo soy fraile ni casado. Todavía por no desechar el consejo de un tal varón, si viere agradar lo que ahora publico, no se me hará de mal de añadir en otra edición lo que en ésta parece faltar. Algunos eran de parecer que debía poner aquí mi nombre, y no lo quise hacer por que no pareciese pretender yo de esto alguna honra no mereciéndola, porque si la causa del Emperador está bien justificada, muchas gracias a él, que la justificó con sus obras. Si la invención y doctrina es buena, dense las gracias a Luciano, Pontano y Erasmo, cuyas obras en esto hemos imitado, y pues a mí no me queda cosa de que gloria alguna deba esperar. Locura fuera muy grande si, poniendo aquí mi nombre, diera a entender que pretendía debérseme. Y si hubiere alguno tan curioso que quiera saber quien es el autor, tenga por muy averiguado ser un hombre que derechamente desea la honra de Dios y el bien universal de la república cristiana.

INTERLOCUTORES PRINCIPALES

MERCURIO.
CARÓN.

Parte 1

MERCURIO.— Despierta, despierta, Carón.

CARÓN.— Mejor harías tú de callar.

MERCURIO.— ¿No me conoces?

CARÓN.— No me conozco a mí velando, y ¿conocerete a ti durmiendo?

MERCURIO.— Luego, ¿duermes tú ahora?

CARÓN.— Ya tú lo ves.

MERCURIO.— Véote los ojos cerrados, mas la boca abierta, hablando.

CARÓN.— ¿Nunca viste hablar a nadie durmiendo? Déjame ya.

MERCURIO.— Cata que soy Mercurio y te vengo a pedir albricias.

CARÓN.— ¿Albricias, Mercurio? ¿Así te burlas de los mal vestidos?

MERCURIO.— Si me burlo o no, ahora lo verás. Mas dime primero, ¿por qué estás tan triste?

CARÓN.— Necedad sería encubrirte mi dolor. Has de saber que los días pasados vino por aquí Alastor. Y dándome a entender que todo el mundo estaba revuelto en guerra, que en ninguna manera bastaría mi barca para pasar tanta multitud de ánimas, me hizo comprar una galera en que no solamente eché todo mi caudal mas aun mucho dinero que me fue prestado. Y ahora que la cosa está hecha, me dicen que la paz es ya concluida en España. Y si esto, Mercurio, es verdad, serme ha forzado hacer banco roto.

MERCURIO.— ¿Qué me darás de albricias si te quito de ese cuidado?

CARÓN.— Ya sabes, Mercurio, que cuanto yo tengo es tuyo. Pide lo que quisieres.

MERCURIO.— Pues eres tan liberal, no quiero sino que a todos los sacerdotes que hubieren vivido castos hagas exentos del pasaje.

CARÓN.— Poca cosa me pides.

MERCURIO.— ¿Eres contento?

CARÓN.— Y aun recontento.

MERCURIO.— Pues hágote saber que oí en este día los reyes de Francia e Inglaterra han desafiado públicamente con mucha solemnidad al Emperador.

CARÓN.— ¿Qué me dices Mercurio?

MERCURIO.— Esto que oyes, Carón.

CARÓN.— ¿Mándasme que te crea?

MERCURIO.— Sí, y aun más te quiero decir (porque no pienses haber comprado tu galera en vano), que aún no sé si te bastará para pasar tanta y tan pesada gente como vendrá.

CARÓN.— Dime, por tu vida, la causa porque te acabe ya de creer.

MERCURIO.— Has de saber que yo dejo toda la cristiandad en armas, y en sola Italia cinco ejércitos que, por pura hambre, habrán de combatir. Tu amigo Alastor, solicitando al papa que no cumpla lo que ha prometido a los capitanes del Emperador que lo pusieron en su libertad, mas que en todo caso procure de vengarse. Allende de esto, el Vaivoda de Transilvania no ha dejado la demanda del Reino de Hungría. El rey de Polonia hace gente para defenderse de los tártaros. El rey de Dinamarca busca ayuda para cobrar su reino. Toda Alemania está preñada de otro mayor tumulto que el pasado a causa de la secta luterana y de nuevas divisiones que aún en ella se levantan. Los ingleses murmuran contra su rey porque se gobierna por un cardenal y quiere dejar la Reina, su mujer, con quien ha vivido más de veinte años y mover guerra contra el Emperador. El rey de Francia tiene sus dos hijos mayores presos en España. Los franceses, pelados y trasquilados hasta la sangre, desean ver principio de alguna revuelta para desechar de sí tan gran tiranía. ¿No te parece, Carón, que habrás bien menester tu galera?

CARÓN.— La vida me has dado Mercurio. Nunca tú me sueles traer sino buenas nuevas. ¿Cómo no me dices nada de España?

MERCURIO.— No, porque sola esa provincia está en paz y mantiene fuera de casa la guerra.

CARÓN.— ¿De dónde les vino a ésos tanta felicidad?

MERCURIO.— Tienen tal príncipe, que él es causa de toda su felicidad.

CARÓN.— ¿No habría modo para revolverlos?

MERCURIO.— Con mucho trabajo y poco fruto ha entendido en eso tu amigo Alastor.

CARÓN.— ¿Cómo?

MERCURIO.— ¿Bien has oído hablar de un teólogo que llaman Erasmo?

CARÓN.— Y aun no pocas veces he deseado que me viniese a las manos ese hombre, porque me dicen ser él muy enemigo de la guerra y que no cesa de exhortar a todos los hombres que vivan en paz.

MERCURIO.— Tal le aprovecha. Procuró, pues, tu amigo Alastor, que todos los frailes se levantasen contra él, diciendo que era hereje porque sabía haber muchos que se pondrían en defenderlo y pensaba sacar de aquí algún alboroto con que desasosegase a toda España, porque así como so especie de religión se contienen los ánimos de los hombres en obediencia y sosiego, así cuando en ésta hay alguna división o discordia, todo lo sacro y profano anda alborotado.

CARÓN.— ¡Oh, qué sabio consejo! Veamos, y eso, ¿no hubo efecto?

MERCURIO.— No, porque tienen los españoles por inquisidor general un don Alonso Manrique, arzobispo de Sevilla, que bastaría su prudencia y bondad para apaciguar cuantos escándalos en el mundo levantar se puedan.

CARÓN.— Luego, ¿ese arzobispo estorbó el buen consejo de mi amigo Alastor?

MERCURIO.— No solamente lo estorbó, mas apaciguó la cosa de manera que ya no queda memoria de contienda ni debate.

CARÓN.— ¡Ojalá me viniese a las manos ese arzobispo, que le traería al remo diez años en pena de su maleficio! Veamos, Mercurio, ¿no habría medio para enviar alguna otra discordia?

MERCURIO.— Eso allá lo has de platicar con Alastor, que yo soy más amigo de concordia.

CARÓN.— Dime, Mercurio, ese rey de Francia que dices haber desafiado al Emperador, ¿es por ventura un Francisco primero de este nombre que fue preso en la batalla de Pavia y llevado en España y de allí por el Emperador puesto en su libertad?

MERCURIO.— Ese mismo.

CARÓN.— ¿Es posible que reine entre los hombres tanta maldad que quiera ahora ese Rey en lugar de dar gracias por el beneficio recibido mover guerra a aquél de quien lo recibió?

MERCURIO.— ¿Quién te ha hecho Catón, tan religioso?

CARÓN.— No pienses que lo digo porque de lo hecho me pese, que bien sé no me lo creerías, mas porque todos tenemos este don de natura, que así como un rey se huelga con la traición hecha en su provecho mas no con el traidor, así nosotros holgamos con una cosa mal hecha si de ella pensamos haber provecho, mas no con el que la hace.

MERCURIO.— Querría que dieses una vuelta por el mundo y vieses de qué manera está y el trato que anda entre los hombres y verías cuán al revés está de como tú te lo finges.

CARÓN.— No me pesaría de verlo si tuviese seguridad muy cierta que no me harían quedas allá; mas, pues tú, Mercurio, lo has visto, bien me lo podrás contar.

MERCURIO.— ¿Tendrás tanto espacio para escucharme?

CARÓN.— Guiará entre tanto mi lugarteniente la barca, y nosotros sentados en este prado podremos hablar y a las veces reírnos con algunas ánimas que vendrán a pasar.

MERCURIO.— Soy contento, mas mira, Catón, si la barca se anega, no quiero que sea a mi costa.

CARÓN.— No seas, Mercurio, tan temeroso y acaba ya de contarme eso que dices, pues estamos de nuestro espacio.

MERCURIO.— Tomome el otro día un ferventísimo deseo de ver muy particularmente todas las tierras del mundo y las leyes, usos y costumbres, ceremonias, religiones y trajes de cada una de ellas. Y después de todo ello con los ojos bien mirado, con el entendimiento bien considerado y comprehendido, no hallé en todo él sino vanidad, maldad, aflicción y locura. Enojado comigo mismo de ver en toda parte tanta corrupción, con deseo de ver algún pueblo que por razón natural viviese, acordándome de lo que Jesucristo instituyó y habiendo visto aquellas santísimas leyes que con tanto amor tan encomendadas les dejó, determiné de buscar aquéllos que se llaman cristianos, pensando hallar en ellos lo que en los otros no había hallado. Informándome, pues, de las señales con que Jesucristo quiso que los suyos fuesen entre los otros conocidos, rodeé todo el mundo sin poder hallar pueblos que aquellas señales tuviesen. A la fin topando con tu amigo Alastor, y sabida la causa de mi peregrinación, me dijo: «De pura compasión te quiero desengañar, Mercurio. Si tú buscas ese pueblo por las señales que Cristo les dejó, jamás lo hallarás. Por eso, si tanto deseo tienes de conocerlo, toma la doctrina cristiana en la mano y, después de bien leída y considerada, acuérdate de todos los pueblos y provincias que has en la tierra andado y aquéllos que, viviendo con más policía exterior que otros, viste vivir más contrarios a esta doctrina cristiana, sábete que aquéllos son los que se llaman cristianos y los que con tanto deseo tú andas buscando». Como yo esto oí (aunque no diese entero crédito a las palabras de Alastor), todavía, por saber si era verdad, atiné hacia Europa donde me acordé haber visto ciertas provincias que por la mayor parte vivían derechamente contra la doctrina cristiana. Y llegado allá, por poderlo mejor comprehender, subime a la primera espera y desde allí comencé a cotejar lo que veía en aquellos pueblos con la doctrina cristiana, y hallé que donde Cristo mandó no tener respecto sino a las cosas celestiales, estaban comúnmente capuzados en las terrenas. Donde Cristo mandó que en Él sólo pusiesen toda su confianza, hallé que unos la ponen en vestidos, otros en diferencias de manjares, otros en cuentas, otros en peregrinaciones, otros en candelas de cera, otros en edificar iglesias y monasterios, otros en hablar, otros en callar, otros en rezar, otros en disciplinarse, otros en ayunar, otros en andar descalzos, y en todos ellos vi apenas una centella de caridad. De manera que muy poquitos eran los que en sólo Jesucristo tenían puesta su confianza. Y donde Cristo mandó que menospreciadas las riquezas de este mundo, tengan solamente por fin enriquecer con virtudes sus ánimas, vilos andar por el mundo robando, salteando, engañando, trafagando, trampeando, hambreando. Y de aquellas riquezas que Cristo les mandó menospreciar y de aquellas que les mandó buscar vi en ellos muy poco cuidado. Hallaba en la doctrina cristiana ser verdadero sabio el que sabía abrazar la doctrina de Jesucristo y vi que tenían por necio al que ella se allegaba y por sabio al que de ella se apartaba. Más adelante hallaba ser aquel verdaderamente poderoso que podía domar y sojuzgar sus apetitos y pasiones, y vi que no tenían por poderoso sino al que podía hacer mucho mal, aunque por otra parte de todos los vicios se dejase vencer. Hallaba ser bienaventurado el que, menospreciadas las cosas del mundo, todo su espíritu tiene puesto con Dios, y vi tener entre ellos por bienaventurado al que, allegando muchas cosas mundanas, ningún respecto tiene a Dios. Hallaba mandar Jesucristo que no tuviesen unos de otros envidia, y vi que en ninguna parte tanto como entre ellos reina. Hallaba serles mandado que, a imitación de los ángeles, guardasen sus cuerpos muy limpios de la suciedad de la lujuria, y vi que entre ellos ningún género de ella se deja de ejercitar. Quiso Jesucristo que no jurasen, mas que tuviesen tanta sinceridad que con su simple palabra fuesen creídos, y veíalos a cada paso jurar, blasfemar y renegar, y que tan poca verdad reina entre ellos que ninguna cosa, aun con juramento, unos a otros se creen. Hallaba serles mandado que menospreciasen toda ambición y vanagloria, y veía los unos tan hinchados con dignidades, que ni aun a sí mismos conocían, y los otros tan hambrientos de vanagloria, que ninguna maldad dejaban de poner por obra por alcanzar una dignidad. En muchas partes hallaba reprendidos los que hacían diferencias de linajes, teniéndose en más los unos que los otros, dando a entender ser verdadera nobleza solamente la que con virtud se alcanza y por el contrario, vileza la que de vicios es poseída, y vi entre ellos tantas diferencias por venir unos de un linaje y otros de otro, que allende las muertes que a esta causa a cada paso se cometen, es cosa extraña ver cuán hinchado está entre ellos el noble con su nobleza y cuán sometidos y abatidos los que no lo son. Quiso Jesucristo que no se enojasen unos con otros ni se dijesen malas palabras, mas que procurasen de hacer bien a los que les hiciesen mal, y vilos no solamente decirse unos a otros injurias, mas matarse y lisiarse como brutos animales y tener por muy gran afrenta no vengarse de la injuria recibida. Díceles Jesucristo que den sus limosnas secretamente, en manera que no sepa la izquierda lo que da la derecha, y ellos solamente hacen secreto las malas obras dignas de castigo, y si dan alguna limosna o hacen alguna obra pía, luego las armas pintadas o entalladas y los letreros muy luengos, para que se sepa quien la hizo, mostrando hacerlo no por amor de Dios, mas por respecto del mundo. Díceles Cristo que no daña al ánima lo que entra por la boca, mas los vicios que salen del corazón y ellos en el comer muy supersticiosos y en el pecar tan largos y abundantes, que al que yerra en aquello no tienen por cristiano, y al que se guarda de esto, otro reputan por bestia y es de todos menospreciado y escarnido. Cristo loa la pobreza y amenaza los ricos, y ellos huyen la pobreza como enemiga y siguen y adoran las riquezas prefiriéndolas a cualquiera otra cosa y haciendo su dios de ellas. Reprende Cristo a los que procuran los primeros asientos y lugares en las congregaciones, y ellos con tanta ambición los buscan que aun aquéllos que se alaban de seguir la perfección cristiana están en continua discordia sobre sus precedencias, y aun muchas veces se quiebran a esta causa las cabezas, cosa por cierto digna que de unos sea reída y de otros muy llorada. Quiso Jesucristo que estuviesen tan apartados de tener pleitos, que si alguno por justicia les pidiese la capa, le diesen también el sayo antes que pleitear con él, y en todo el mundo junto vi tantos pleitos como entre ellos. Y vi que por defender cada uno lo suyo y aun por ocupar lo ajeno tienen de contino no solamente pleitos, mas muy crueles guerras, y finalmente los vi a todos tan ajenos de aquella paz y caridad que Jesucristo les encomendó, dejándosela por señal con que los suyos fuesen conocidos, que en todo el mundo junto no hay tantas discordias ni tan cruel guerra como en aquel rinconcillo que ellos ocupan. De manera que cotejando en estas y en otras muchas cosas la doctrina cristiana con la vida de aquella gente, hallé que aquéllos debían ser los que Alastor me había dicho. Y por mejor informarme, bajado a la tierra pregunté qué gente era aquélla y todos me decían que eran cristianos. Cuando yo aquello oí comencé a decir: ¡Oh, cristianos, cristianos! ¿Ésta es la honra que hacéis a Jesucristo? ¿Éste es el galardón que le dais por haber derramado su sangre por vosotros? ¿No tenéis vergüenza de llamaros cristianos, viviendo peor que alárabes y que brutos animales? ¿Así os queréis privar de la bienaventuranza de que en este mundo y en el otro, siguiendo la doctrina cristiana podríais gozar? ¿Este ejemplo dais de vosotros a todas las otras naciones? ¿Para qué queréis conquistar nuevos cristianos si los habéis de hacer tales como vosotros? Estas y otras palabras me verías decir con tanto enojo, que parecía arrancárseme las entrañas. Quise ver más particularmente lo que hacían, y vi venir unos tan hinchados con poco saber, otros con riquezas, otros con favores y otros con falsa especie de santidad, que no estaban en dos dedos de hacerse adorar por dioses. Y vi a otros andar en hábitos de religiosos, y que por tales les hacían todos reverencia hasta el suelo, y aun les besaban la ropa por santos. Y como yo veía lo que debajo de aquel hábito andaba encubierto parecíame que representaba alguna farsa. Entré en los templos y vilos llenos de banderas y de escudos, lanzas y yelmos, y pregunté si eran templos dedicados a Marte, dios de las batallas, y respondiéronme que no, sino a Jesucristo. Pues ¿qué tiene que hacer (decía yo) Jesucristo con estas insignias militares? Vi asimismo tantos y tan suntuosos sepulcros, y pregunté si eran de santos. Respondiéronme que no, sino de hombres ricos. Salido fuera, vi enterrar un hombre fuera de la iglesia, y pregunté si era moro o turco, pues no le enterraban en la iglesia como a los otros. Dijéronme que no, sino tan pobre que no tuvo con qué comprar sepultura dentro de la iglesia. Pues, ¿cómo?, decía yo, ¿al que más dinero tiene se hace más honra en la iglesia de Jesucristo? En otras iglesias veía tantos pies, manos, brazos y niños pintados en tablas y hechos de cera, y en muchos de ellos cosas tan vergonzosas que aun por las plagas cuanto más en los templos, no deberían ser admitidas, y pregunté qué era aquello. Dijéronme que una imagen que allí estaba hacía milagros. Y a la verdad, ninguno vi que hubiese presentado cosa alguna por haberse librado de la sujeción de los vicios y puesto en la libertad de las virtudes. Vi que estaban muchos hombres y mujeres hincados de rodillas para recibir el cuerpo de Jesucristo, que tan gran bien en la tierra les quiso dejar, y quíseme juntar a recibirlo con ellos, y llegó un sacristán a pedirme dineros. Y como no los tenía, le dije: ¿Y así también vosotros dais por dineros el cuerpo de Jesucristo? Salime de allí gimiendo, y queriendo entrar en otro templo. Hallelo cerrado. Rogué que me abriesen, y dijeron que estaba entredicho y que no podía entrar si no tenía bula. Y sabido adonde tomaban las bulas, fui a tomar una, y pidiéronme dos reales por ella. ¿Cómo?, (digo yo) ¿no deja Jesucristo entrar en sus templos sino por dineros? Quisiéronme echar mano, diciendo que blasfemaba; yo escapeme huyendo. Pregunté cómo vivían los sacerdotes de Jesucristo y mostráronme unos sentados al fuego con sus mancebas e hijos, y otros revolviendo guerras y discordias entre sus próximos y hermanos. Entonces dije yo, ¿y cómo?, ¿los ministros de Jesucristo, autor de paz, andan revolviendo discordias? Pregunté dónde estaba la cabeza de la religión cristiana, y sabido que en Roma, me fui para allá, y como llegué estuve tres días atapadas las narices del incomportable hedor que de aquella Roma salía, en tanta manera que no pudiendo allí más parar, me pasé en España donde hallé hombres que de noche andaban a matar ánimas por las calles con deshonestísimas palabras. Fuime a un reino nuevamente por los cristianos conquistado, y diéronme de ellos mil quejas los nuevamente convertidos, diciendo que de ellos habían aprendido a hurtar, a robar, a pleitear y a trampear. Hube compasión de los unos y de los otros, y harto de ver tanta ceguedad, tanta maldad y tantas abominaciones, no quise más morar entre tal gente, y maravillándome de los incomprehensibles juicios de Dios que tales cosas sufre, me torné a ejercitar mi oficio. Todo esto te he querido decir porque de oí, mas no te maravilles de cosa que oyeres decir.

CARÓN.— Con tan elocuente compañero no sentiría yo el trabajo de guiar la barca. Dime, Mercurio, ¿crees tú que Jesucristo se huelga que tal gente como ésa se llamen cristianos?

MERCURIO.— Si se huelga o no, allá se lo haya. Cuanto por mí, yo te prometo que me tendría por muy afrentado si se llamasen mercurianos.

CARÓN.— Lo mismo me haría yo, y aun los castigaría muy bien si, no queriendo seguir mi doctrina, se quisiesen honrar con mi nombre.

MERCURIO.— Así me parece que hace ahora Jesucristo.

CARÓN.— ¿De manera que no esperas ver el fin de los males que padecen hasta que se hayan enmendado?

MERCURIO.— En ninguna manera lo espero.

CARÓN.— Con razón. Ven acá, Mercurio. Entre tanta multitud de cristianos ¿no hallaste alguno que de veras siguiese la doctrina cristiana?

MERCURIO.— Hallé tan pocos que me olvidaba de hacer mención de ellos, pero esos que hay dígote de verdad que es la más excelente cosa del mundo ver con cuánta alegría y con cuánto contentamiento viven entre los otros, tanto, que me detuve algunos días conversando con ellos y me parecía conversar entre los ángeles. Mas como los cuitados por la mayor parte son en diversas maneras perseguidos no osan parecer entre los otros ni declarar las verdades que Dios les ha manifestado; mas por eso no dejan de rogar continuamente a Jesucristo que aparte del mundo tanta ceguedad, viviendo siempre con más alegría cuando más cerca de sí ven la persecución. ¿Has oído lo que los filósofos disputan de las virtudes de la ánima?

CARÓN.— Muchas veces.

MERCURIO.— ¿No te parece cosa imposible que algún hombre pudiese alcanzar aquella perfección?

CARÓN.— Y aun más que imposible.

MERCURIO.— Pues si vieses de la manera que éstos (que te digo) viven, conocerías haber muchas imperfecciones en la doctrina de esos filósofos que a ti te parece tan dificultosa de seguir, comparada a la vida de éstos.

CARÓN.— Espantado me has con eso. Yo te prometo de informarme muy bien de la primera ánima que viere subir por la montaña de cómo habrá vivido. Y ahora pues tan cumplidamente me has eso contado, y tenemos bien proveída la barca, no se te haga de mal contarme lo que entre ese Emperador y reyes de Francia e Inglaterra ha pasado.

MERCURIO.— De buena voluntad lo haré, porque en este camino yo me he muy bien de todo informado; mas no querría que los jueces me estuviesen esperando.

CARÓN.— De eso seguro puedes estar, que hoy vacaciones tienen.

MERCURIO.— Pues que así es, está atento, y porque mejor me entiendas de muy lejos quiero comenzar. Has de saber que muerto un rey de España llamado Fernando que para sí y sus sucesores ganó nombre de Católico porque éste fue el que acabó de echar los moros de España que la ocuparon y señorearon por muchos tiempos, sucedió en todos aquellos reinos de España un Carlos, su nieto, que ahora es Emperador, y como al tiempo de su sucesión hallase guerra entre su predecesor y este rey de Francia, no queriendo comenzar a reinar con guerra, hizo con él paz, y teniendo más respecto al bien público que a su particular provecho, se obligó a ciertas cosas a que en ninguna manera era obligado, queriendo más desigual paz que justa guerra. Murió en este medio el emperador Maximiliano, su abuelo, y levantose competencia entre él y el rey de Francia sobre cuál de ellos sería elegido por Emperador. Vencieron a la fin la bondad y virtudes de este don Carlos, rey de España, a la solicitud y dádivas del rey de Francia, de manera que de común consentimiento todos los electores del Imperio, (estando él en España), lo eligieron por Emperador, de que el rey de Francia quedó muy corrido y con inicuo ánimo buscaba oportunidad para hacerle mal. Y después que muchas revueltas hobo tramado, a la fin, estando este Emperador en Alemania entendiendo en la gobernación del Imperio, viendo el rey de Francia revuelta a España por la ausencia de su príncipe, pareciole tener buena ocasión para ejecutar su mal propósito, y determinado de mover guerra contra el Emperador, que en vano trabajaba de evitarla, no pudiendo bastar justificaciones ni ofrecimientos para apartarle de tan pernicioso propósito, a la fin envió un ejército en España, y hallándola desproveída de defensas y muy ocupada de guerras civiles, fácilmente conquistó el reino de Navarra, y aun entrando en Castilla combatió la ciudad de Logroño, mas los españoles que al tiempo de necesidad a sus príncipes y señores naturales jamás faltaron, dejadas las armas civiles se juntaron a resistir el ímpetu de los franceses, y sin esperar a ser por su Rey requeridos les dieron la batalla y los desbarataron e hicieron volver huyendo a sus tierras. Y aquí comenzó Dios a declarar al mundo la justicia que este príncipe tenía, dándole una tan impensada victoria, mas tampoco bastó esto para que el rey de Francia se quisiese desistir de la guerra. Cuando esto vio el papa León décimo, conociendo por una parte la justicia del Emperador, y por otra la malicia del rey de Francia, declarose por su enemigo en favor del Emperador, y juntó sus ejércitos en Italia. Ese mismo año echaron los franceses del Estado de Milán, que tiránicamente le tenían ocupado, restituyendo en él al duque Francisco María Esforcia. Y a un mismo tiempo se rindió al Emperador la ciudad de Tornay, que de mucho tiempo antes franceses tenían ocupada.

CARÓN.— No te pese Mercurio si alguna vez por ser mejor informado, te quisiere algo preguntar. Veamos, ¿qué tenía que hacer el Emperador en echar los franceses de Italia?

MERCURIO.— El Estado de Milán es feudo de Imperio y toca al Emperador proveer, no solamente que lo posea el que por derecho lo debe poseer, mas que los súbditos de él sean bien tratados. Había, pues, tiránicamente el rey de Francia ocupado aquel estado y los súbditos de él eran por los franceses maltratados y era obligado el Emperador a quitarlo de las manos del violento ocupador, librando el pueblo de la tiranía que padecía.

CARÓN.— Y veamos, ¿pertenecía a ese duque Francisco Esforcia que has nombrado ese estado de Milán?

MERCURIO.— A la verdad, más derecho tenía a él el mismo Emperador, así por ser feudo que llaman Comiso como por tener de él investidura concedida por el emperador Maximiliano, con consentimiento del rey de Francia.

CARÓN.— Ahora te quiero hacer dos preguntas: la una, que pues ese estado pertenecía al Emperador, ¿por qué él no lo tomaba para sí?; y la otra será que pues era el Emperador obligado a echar del Estado los franceses que tiránicamente lo poseían, ¿por qué no lo había hecho antes?

MERCURIO.— Mira, Carón, las leyes y los príncipes y señores fueron ordenados para provecho del pueblo, y el buen príncipe no ha de mirar solamente a lo que la ley manda, ni a lo que el derecho ordena, sino a la intención de los que las leyes ordenaron, que es el bien del pueblo, y si ve que de seguir el derecho o ejecutar la ley vendrá más daño al pueblo que de disimularlo, débelo disimular hasta que vea tiempo cómo sin daño del pueblo lo pueda mejor hacer. Viendo, pues, el Emperador ser menor mal que los milaneses padeciesen lo que padecían que no el que de excitar nueva guerra se podría seguir, dilató aquello hasta que le vino esta oportunidad para librarlos de aquella tiranía, y librados, aunque pudiera él quedarse con aquel estado, conociendo cumplir más al sosiego de Italia y bien de los milaneses darles un duque de quien fuesen gobernados que tomarlo para sí, posponiendo su interese particular al bien universal, lo dio al duque Francisco Esforcia.

CARÓN.— Dígote que nunca vi tanta virtud en un príncipe, cuanto que si muchos de ésos hubiese, bien me podría asentar cabe mi ganancia.

MERCURIO.— No hayas miedo, que yo te prometo que de ellos hay tanta falta como de moscas blancas. El año siguiente tornaron los franceses en Italia, pensando cobrar lo perdido, y no solamente perdieron parte de su ejército en la Bicoca y se volvieron vergonzosamente, mas también perdieron a Génova con todo lo que de más le quedaba en Italia.

CARÓN.— Y de esa Génova, ¿qué hizo el Emperador?, ¿tomola para sí?

MERCURIO.— Antes la puso en su libertad según sus fueros y costumbres y quedaron al gobierno de ella los adornos, porque conociesen todos que no se movía a echar los franceses de Italia por ambición ni hambre de señorear, mas solamente por lo que debía a la justicia.

CARÓN.— Dígote que ésa fue una virtud muy grande.

MERCURIO.— Dices la verdad, según lo que ahora se usa en el mundo. Pues ese mismo año estando el Emperador en sus señoríos de la baja Alemania, determinó de pasarse en España por acabar de asosegar los ánimos de los españoles que por su absencia habían andado alborotados, y por estar allí como en fortaleza para defenderse de sus enemigos.

CARÓN.- ¿A qué llamas baja Alemania?

MERCURIO.— Flandes, Brabante, Holanda, Celanda, Artoes, Namur, Henao, y otras tierras que también llaman Galia Bélgica.

CARÓN.— Ya lo entiendo.

MERCURIO.— Determinado, pues, el Emperador de volverse a España, venido en Inglaterra como tenía concertado, el rey le hizo mucha honra y muy gran recibimiento en aquel su reino y concertó de darle su hija por mujer y se declaró por enemigo del rey de Francia, con que el Emperador le prometió pagarle ciento treinta mil escudos que le daba el rey de Francia cada año hasta que hubiese ganado equivalente recompensa en Francia con que se tornase a concertar con el mismo rey de Francia.

CARÓN.— Recia obligación fue ésa.

MERCURIO.— Dices verdad, pero convenía al Emperador hacerla, porque si él no ganara de su parte, aquel rey de Inglaterra, pudiérasele concertar con el rey de Francia y el daño fuera mayor. Estaba también el Emperador en Inglaterra y por fuerza había de hacer lo que los ingleses querían, y aun con todo esto creo que no se obligara como se obligó, si el cardenal de Inglaterra no le dijera que aquello no se hacía con intención, que él hubiese de pagar aquellos dineros, mas porque los del consejo del Rey y todo el reino viesen como ningún daño recibía el Rey en declararse por enemigo del rey de Francia.

CARÓN.— A osadas que de esas palabras nunca yo me fiara.

MERCURIO.— Piensa el ladrón que todos han su corazón. Mas mira, no se te olvide ese paso, porque lo habrás menester para después.

CARÓN.— Soy contento, pero mira también tú aquella ánima con cuánta soberbia viene. Algún sátrapa debe ser. Vamos a hablarla, que luego tornaremos a nuestra plática. Dime, ánima pecadora, ¿quién eres?

ÁNIMA.— De los más nombrados predicadores que hubo en mis días. Nunca me puse a predicar que la iglesia no estuviese llena de gente.

CARÓN.— ¿Qué arte tenías para eso?

ÁNIMA.— Fingía en público santidad por ganar crédito con el pueblo y cuando subía en el púlpito procuraba de enderezar mis reprensiones de manera que no tocasen a los que estaban presentes, porque como sabes, ninguno huelga que le digan las verdades.

CARÓN.— De esa manera no aprovechaba tu sermón sino para que el malo perseverase con mayor obstinación en sus vicios.

ÁNIMA.— Ni aun yo quería otra cosa.

CARÓN.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Mira, hermano, si yo les dijera las verdades, quizá se quisieran convertir y vivir como cristianos, y fuera menester que de pura vergüenza hiciera yo otro tanto; y de esto me quería yo bien guardar.

CARÓN.— De manera que so color de predicar Jesucristo predicabas Satanás.

ÁNIMA.— Yo no sé qué cosa es predicar Jesucristo ni jamás aprendí otra arte sino ésta, y con ella he vivido más a mi sabor que un papa.

CARÓN.— Pues paga el pasaje, que allá te mostrarán a qué sabor has de vivir de aquí adelante.

ÁNIMA.— ¿Yo, pasaje? ¡Como si no supieses tú que los frailes somos exentos!

CARÓN.— Eximios vosotros cuanto queráis en el mundo, que aquí o me pagarás o me dejarás el hábito.

ÁNIMA.— ¿El hábito? De muy buena voluntad. ¡Ojalá me lo hubieras quitado en el mundo!

CARÓN.— ¿Pesábate de traerlo?

ÁNIMA.— Así burlando.

CARÓN.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— ¿Piensas que es poco trabajo haber todavía de fingir santidad contra su voluntad?

CARÓN.— Ahora serás quito de ese trabajo. ¿Qué te parece Mercurio? Ahora no me maravillo que vivan tan mal los cristianos, pues tienen tales predicadores. Dime, ¿hay muchos semejantes a éste?

MERCURIO.— Más que sería menester.

CARÓN.— Acá les mostraremos cómo han de predicar. Y tú, prosigue adelante.

MERCURIO.— Venido el Emperador en España usó de una gran liberalidad y clemencia, perdonando a todos los que en su ausencia por falsas relaciones contra su autoridad real se habían levantado, excepto algunos cuyos delitos fuera crueldad dejar sin castigo. El año siguiente el rey de Francia tornó a enviar nuevo ejército en Italia, pensando cobrar aquel Estado de Milán, y después de haber tardado el dicho ejército en Italia ocho meses fue otra vez por el mes de mayo del año siguiente echado de Italia, y el ejército del Emperador siguiendo la victoria entró en Francia y tomó muchos lugares de la provincia de los romanos que ahora llaman Provenza, y estando sobre Marsella el rey de Francia, so color de la necesidad que tenía de defender el Reino, sacó mucho dinero de sus súbditos y ayuntado un poderoso ejército, dejando el del Emperador en su tierra, el mismo en persona tomó la vía de Italia, pensando cobrar el Ducado de Milán que a la sazón de gente estaba desproveído.

CARÓN.— ¿Es posible, Mercurio, que haya tanta locura entre los hombres que, con peligro de muerte y tantos trabajos, vayan buscando una cosa que aun rogándoles con ella, si fuesen discretos, no la habrían de querer aceptar? ¿Qué cosa es más miserable ni más trabajosa hay en el mundo que reinar? Déjame un poco, Mercurio, filosofar contigo. ¿Puede ser mayor miseria que estar un hombre en lugar donde ha de temer a todos, tener sospecha de todos y donde si es bueno, es de los malos, (que son la mayor parte), aborrecido, y se es malo, buenos y malos lo querrían ver muerto? Pues aquella congoja, aquel desasosiego, aquel ser de todos importunado por una parte y por otra, dame, dame, dame; si da, llámanle pródigo y si no da, dícenle que no es digno de ser rey. Pues si al libre llamamos bienaventurado, ¿qué mayor sujeción que la del príncipe que a tanta gente y de tantas y tan diversas condiciones, él solo ha de contentar?¿Qué mayor sujeción que andar siempre cercado de gente y en ninguna cosa poder vivir a su voluntad? ¿Y que sobre todo esto anden los hombres tan hambrientos por reinar? ¿Y que este Rey de quien me hablas pudiendo vivir pacíficamente en su Reino se vaya ahora a conquistar los extraños con tantos trabajos de su persona y vida? Que del ánima según lo que me has contado poca cuenta debe hacer. ¡Cuánto más bienaventurado es el labrador que, dando su tributo al rey porque lo mantenga en justicia vive a su placer sin ser notado de alguno! ¡Cuánto más a su sabor come y duerme el que de sola su casa tiene cuidado, que aquellos que en administrar reinos y señoríos ponen su felicidad! Verdaderamente, o Mercurio, o en el mundo no hay medicina contra la locura o no debe aun por los hombres ser conocida, teniendo de ella tanta abundancia como tienen.

MERCURIO.— Cata que me has espantado, Carón y, ¿quién te vezó tanta filosofía?

CARÓN.— Parte me ha vezado la razón natural y parte aprendí de Sócrates.

MERCURIO.— ¿Tú de Sócrates? ¿Y cuándo?

CARÓN.— Pasando en mi barca iba mareado y revesó tanta filosofía que nos cupo de ella parte a todos los que íbamos en la barca y yo como el más principal, tomé la mejor y téngola bien guardada. Pero dejemos ya la filosofía y prosigue tu historia.

MERCURIO.— Pasado el rey de Francia en Italia, fue forzado el ejército del Emperador que estaba en Francia a volverse como se volvió con gran diligencia en Italia. No embargante esto el rey de Francia ocupó brevemente mucha parte del Estado de Milán con la principal ciudad de él.

CARÓN.— En estas idas y venidas que hacían los unos y los otros, ¿quién cree que el pobre pueblo no padecía?

MERCURIO.— Ya tú los puedes bien pensar.

CARÓN.— Quiérote, pues, poner una cuestión, Mercurio. Los príncipes, ¿para qué fueron instituidos?

MERCURIO.— Para bien y provecho de la república.

CARÓN.— Pues, ¿qué razón hay para que con tanto daño de la república anden los hombres riñendo sobre quién gobernará este reino (o el otro)? Claro está que los que tienen respecto a hacer en su reino solamente aquello para que fueron instituidos, que no querrían serles causa de tanto mal como de la guerra se sigue.

MERCURIO.— Nunca vi tan sabio barquero. Dime tú si sabrás sanar la locura de los hombres y luego te daré yo eso remediado.

CARÓN.— ¿Remediado, Mercurio? Ese remedio daño y no pequeño sería para mí, porque si los hombres tuviesen sola una gota de entendimiento, por maravilla vendría alguno a pasar por mi barca.

MERCURIO.— Estuvo, pues, muchos días con tan gran triunfo el rey de Francia en Italia, que casi todos los amigos y confederados del Emperador le dejaron y se pasaron a la parte del rey.

CARÓN.— Deben ésos andar a viva quien vence.

MERCURIO.— A ratos, como ya en toda parte se usa.

CARÓN.— ¿Y cuentas también entre esos al Papa que llaman vicario de Jesucristo?

MERCURIO.— En los primeros.

CARÓN.— Yo no te entiendo. ¿Tú no me dijiste ahora poco ha que el Papa se declaró contra el rey de Francia en favor del Emperador?

MERCURIO.— Sí que te lo dije.

CARÓN.— Pues, ¿cómo es posible que se mostrase ahora contra el Emperador en favor del rey de Francia?

MERCURIO.— Si te acuerdas bien de lo que al principio te dije del malvivir de los cristianos, no te maravillarías de eso, cuanto más que el que se declaró por el Emperador era el Papa León Décimo, y éste es otro que llaman Papa Clemente VII que sucedió a Adriano VI, maestro del Emperador.

CARÓN.— Ahora te entiendo mejor, aunque, por decirte la verdad, poco menos feo me parece lo uno que lo otro.

MERCURIO.— Pues, ¿qué dirías si supieses lo que el Emperador por este Pontífice había hecho?

CARÓN.— No es cosa nueva que los romanos pontífices se muestren ingratos a los que son causa de ponerlos en aquella dignidad.

MERCURIO.— Dices muy gran verdad, y aun es muy bien empleado que acaezca eso a los que tienen más respecto a sus propósitos e interés particular que al servicio de Dios y bien universal en la creación del supremo pastor de la Iglesia.

CARÓN.— Pues tornando a nuestro propósito, ¿qué también el Papa se juntó con el rey de Francia contra el Emperador?

MERCURIO.— Así es, mas poco les aprovechó, porque los capitanes del Emperador se dieron tan buena maña, que ayuntando su ejército vinieron a buscar el rey de Francia, que estaba con el suyo sobre la ciudad de Pavia, y le dieron gentilmente la batalla el día de Santo Matía, año de Mercurio DXXV, y lo vencieron y desbarataron y prendieron al Rey y a los principales capitanes y señores que con él iban.

CARÓN.— Así, así, de esa manera los castigan en mi tierra. ¿Quiéresme dejar aquí un poco filosofar, Mercurio?

MERCURIO.— No me perturbes ahora. Vieras venir luego de todas partes al Emperador, unos excusando sus faltas y otros, habiéndolo deservido, dándole a entender que le habían servido. Franceses se temían que el Emperador mandaría pasar su ejército en Francia, venecianos que lo enviara sobre sus tierras, el Papa que a lo menos le querría quitar las ciudades de Parma y Plasencia que por su consentimiento tenía en el Estado de Milán, y que después, si se le antojase haría otro tanto de todo el patrimonio de San Pedro.

CARÓN.— ¿A qué llamas patrimonio de San Pedro?

MERCURIO.— A todas las ciudades, villas y lugares que poseen los romanos pontífices llaman patrimonio de San Pedro.

CARÓN.— Ésa te digo yo, Mercurio, que es una gentil invención. Yo me acuerdo de ver subir por aquella montaña un Pedro que decía haber sido Vicario de Jesucristo, y me dijo que no solamente no tuvo patrimonio en el mundo, mas que para ser Vicario de Cristo fue menester que dejase esa miseria que tenía. ¿Ahora dícesme tú que tiene tan gran patrimonio?

MERCURIO.— Buena memoria tienes, pero mira Carón, ¿qué sabes tú si entonces convenía que San Pedro dejase lo que tenía y ahora conviene que sus sucesores tomen a los otros lo que tienen?

CARÓN.— ¿Quieres que te diga la verdad Mercurio? Así como yo me huelgo que ellos lo hagan como tú dices, así me parece que convendría a ellos y a todos que hiciesen lo contrario.

MERCURIO.— ¿De barquero te nos quieres tornar consejero? Calla, pues, si quieres que prosiga mi historia.

CARÓN.— Soy contento, pero veamos primero lo que quiere decir esta ánima que no va a pasar con las otras.

ÁNIMA.— ¿Cómo, Carón? ¿Tanta soberbia has cobrado que has menester un lugarteniente para tu barca? ¿De cuándo acá te vino?

CARÓN.— ¿Eres tú, por dicha, procurador de los embargos?

ÁNIMA.— ¿A qué llamas procurador de los embargos? Yo he sido más de treinta años uno de los principales del consejo de un rey muy poderoso, y tenía muchas tierras que gobernaba.

CARÓN.— Mal podías gobernar a los otros si no te supiste gobernar a ti.

ÁNIMA.— ¿Cómo no?

CARÓN.— Porque si bien te gobernaras, no vinieras al infierno.

ÁNIMA.— ¿Cómo que no viniera al infierno? ¿Parécete que venir aquí es venir al infierno?

CARÓN.— A la fe, hermano, si te piensas otra cosa, estás muy engañado.

ÁNIMA.— ¡Oh, desventurado de mí! ¿Que al infierno tengo de ir?

CARÓN.— De esto ninguna duda tengas.

ÁNIMA.— Apenas te puedo creer.

CARÓN.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Cata que yo era cristiano y recibí siendo niño el bautismo y después la confirmación. Confesábame y comulgábame tres o cuatro veces en el año. Guardaba todas las fiestas, ayunaba todos los días que manda la iglesia y aun otros muchos por mi devoción y las vigilias de nuestra señora a pan y agua. Oía cada día mi misa y hacía decir muchas a mi costa. Rezaba ordinariamente las horas canónicas y otras muchas devociones, fui muchas veces en romería, y tuve muchas novenas en casas de gran devoción. Rezaba en las cuentas que bendijo el Papa Adriano. Daba limosnas a pobres, casé muchas huérfanas, edifiqué tres monasterios e hice infinitas otras buenas obras. Allende de esto, tomé una bula del Papa en que me absolvía a culpa y a pena in articulo mortis. Traía siempre un hábito de la merced. Al tiempo de mi muerte tomé una candela en la mano de las del Papa Adriano. Enterreme en hábito de San Francisco, allende de infinitas mandas pías que en mi testamento dejé. ¿Y que con todo esto haya yo ahora de venir al infierno? Aína me harías perder la paciencia.

MERCURIO.— Mira hermano, tú has contado muchas cosas buenas, mas a mi ver sabías de ellas mal usar, teniendo más respecto a cumplir con tu voluntad que ni con la de Dios ni con tu oficio. Bueno es guardar las fiestas, pero no las guarda el que se quiere estar ocioso dejando de despachar los negocios que tiene a cargo, no teniendo respecto a lo que gastan y pierden aquéllos a quien hace esperar por no despacharlos el día de fiesta. ¿No sabes que haciendo bien al próximo no se rompe la fiesta? Bien era ayunar como se acostumbra, y mejor ayunar a pan y agua, pero si a causa del ayuno te venía alguna mala disposición que causaba dilación en los negocios que tenías a cargo, dígote de verdad que pecabas donde pensabas merecer. Bueno es oír misa y bueno rezar las horas canónicas, pero si mientras oías tu misa y rezabas tus horas dejabas de oír y despachar los que habían de negociar contigo y eras causa que se comiesen sus capas en el mesón, dígote de verdad que te valiera mas no oír misa ni rezar. Si no, dime, por tu fe, ¿tenías siempre tiempo de oír los negociantes?

ÁNIMA.— Muchas veces me faltaba.

MERCURIO.— Pues ves ahí, ¿no valiera más que mientras ensartabas aquellos salmos que tú no entendías, oyeras y despacharas los negocios que tenías a cargo?

ÁNIMA.— ¿No querías que rezase?

MERCURIO.— Cuando hubieras cumplido lo que eras por razón de tu oficio obligado, bien era que te pusieses en oración a Dios, demandándole gracia para que a servicio suyo y bien de la república pudieses ejercitar tu oficio. Mira, hermano, no hay oración más grata a Dios que cumplir Su voluntad y sabiendo tú ser ella que se haga bien al próximo, ¿pensabas servirlo rezando, con daño del próximo? Por cierto, muy gentil oración era la tuya.

ÁNIMA.— Cuanto que si a eso va, los más de los que tienen oficios públicos caen en ese pecado.

MERCURIO.— Pues créeme tú a mí que los que en él cayeren, con él se vendrán al infierno. Si tanto les agrada la oración (aunque no sé si se puede llamar oración el ensartar salmos como lo hacéis) no se ocupen en la administración de la república. Dices después que anduviste muchas romerías y tuviste muchas novenas, y entre tanto dejarías los pobres negociantes desesperados, esperando tu vuelta. Dígote de verdad, que con esas tales romerías y novenas ofendías muy reciamente a Dios. Cuentas que edificaste monasterios y diste muchas limosnas a pobres, y que casaste muchas huérfanas. Veamos, ¿de dónde tenías dinero para ello?

ÁNIMA.— De mis rentas.

MERCURIO.— Y estas rentas, ¿cómo las hubiste?

ÁNIMA.— Parte me dio el príncipe a quien servía y parte me allegué yo.

MERCURIO.— ¿Pedíaselo tú al príncipe o dábatelo de su voluntad?

ÁNIMA.— Bueno estaba yo si hubiera de esperar que él me lo diera; a la fe, pedíaselo yo y aun si no bastaba pedírselo, importunábalo por ello, allende otras granjerías que tenía para sacárselo.

MERCURIO.— ¿Qué granjerías?

ÁNIMA.— Procuraba de andar siempre a su voluntad y nunca decirle cosa que le pesase. Si él decía algo en consejo, aunque fuese muy malo, decía yo que era lo mejor del mundo, y como yo tenía opinión de santidad los otros no osaban contradecirme, especialmente siendo el príncipe de mi parte. Con esto hacía dos cosas: ganaba la gracia y amor del príncipe y mucha reputación con el vulgo.

MERCURIO.— ¿Tú no veías que eso era contra Dios, decir bien de lo malo y mal de lo bueno? ¿Nunca leíste: Vae qui dicitis bonum malum et malum bonum?

ÁNIMA.— Bien lo veía, pero decían que era muy gentil arte para medrar y ganar honra en el mundo, y que la ofensa que en ello se hacía a Dios con los ayunos, limosnas, misas, oraciones, novenas y peregrinaciones se recompensaba.

MERCURIO.— ¿Quién te decía eso?

ÁNIMA.— Mis confesores.

CARÓN.— ¿Dábasles algo?

ÁNIMA.— No de mi hacienda, pero hacíales haber buenas dignidades y aun obispados.

MERCURIO.— Y aun por eso procuraban ellos de contentarte. Veamos, y para allegar lo que tú mismo dices, ¿qué arte tenías?

ÁNIMA.— De muchas maneras se allega que serían largas de contar. Cuando la consciencia abre la boca no falta por donde las riquezas entran, especialmente en los que están cabe los príncipes.

MERCURIO.— Pues veamos, ¿querías tú hacer servicio a Dios con lo que ganabas con su ofensa? ¿No sabes que el que sirve a Dios con bienes mal ganados es como el que sacrifica al hijo en presencia de su padre?

ÁNIMA.— ¿Qué sé yo? A la fe, ni en las confesiones ni en los sermones no decían nada de eso.

MERCURIO.— De manera que procurando de agradaros os envían al infierno. Dime, cuando estabas enfermo, ¿pesábate mucho de morirte?

ÁNIMA.— Pues, ¿no me había de pesar?

MERCURIO.— Si tú te acordaras que aquel cuerpo no era sino una cárcel en que estabas preso y que no eras morador sino caminante en aquel mundo, no solamente no te pesara mas holgaras de salir de él. ¿No has leído de David que se quejaba porque vivía tanto, diciendo: Heu mihi, quia incolatus meus prolongatus est; y San Pablo:Infefix ego homo! Quis me liberabit de corpore mortis huius? Y otra vez, cupio dissolvi et esse cum Christo. Mas como tú no tenías respeto a más de aquella vida y quizá dudabas si había otra y para aquélla enderezabas todas tus cosas y por satisfacer al mundo hacías tus buenas obras, no me maravillo que se te hiciese de mal dejarlo.

ÁNIMA.— El diablo te lo dijo, mas veamos, ¿y la bula del Papa Adriano no me ha de aprovechar?

MERCURIO.— Sé que la bula del Papa no era sino contra las penas del purgatorio, y tú ahora vienes al infierno.

ÁNIMA.— ¿Y el habitico de la merced que traía?

MERCURIO.— Si como lo traías al cuello por de fuera lo trajeras dentro en tu ánima aprovechárate, pero, ¿de qué sirve traerlo sobre el cuerpo no teniendo alguna señal de él en el ánima?

ÁNIMA.— ¿Y los Pater Nostres y Ave Marias que recé en las cuentas del Papa Adriano?

MERCURIO.— ¿Cómo quieres tú que te dé Dios premio porque le pidas una cosa si procuras con tus obras lo contrario a ella? Pides a Dios que se cumpla su voluntad en la tierra como se cumple en el cielo, y tú en todas tus obras vas contra la voluntad de Dios. ¿Pídesle que te perdone tus pecados como tú perdonas a los que te ofenden y nunca perdonándolos tú a ellos quieres que te perdone Dios a ti y después quieres que la Virgen María ruegue por ti, ofendiendo tú continuamente a su hijo?

ÁNIMA.— Luego, ¿ninguna gracia de allí el Papa?

MERCURIO.— Sí, da a los que procuran con obras cuanto en ellos es, que se haga aquello que demandan a Dios.

ÁNIMA.— ¿No sería razón que nos dijesen eso?

MERCURIO.— Sí, por cierto, pero harto ciego está el que no lo conoce.

ÁNIMA.— ¿Y la candela del Papa Adriano que me pusieron en la mano cuando me quise morir?

MERCURIO.— ¿Cómo querías tú que te aprovechase, muriendo sin arrepentimiento de tus pecados y con intención de tornar a ellos?

ÁNIMA.— ¿Y el hábito de San Francisco en que me mandé enterrar?

MERCURIO.— Ven acá; ¿conocerías tú una raposa en hábito de ermitaño? ¿Y piensas que Dios no conoce un ruin, aunque venga en hábito de bueno? Si tú vivieras como San Francisco, aunque no murieras en su hábito, te diera Dios el premio que dio a San Francisco, mas viviendo tú contrario a la vida de San Francisco, porque al tiempo de tu muerte te vistieses su hábito, ¿pensabas salvarte con San Francisco? Gentil necedad era la tuya.

ÁNIMA.— Pues dicen que ninguno puede ir al infierno con el hábito de San Francisco.

MERCURIO.— Dicen la verdad, que el hábito allá en la sepultura se queda, mas por eso el ánima no deja de venirse al infierno.

ÁNIMA.— Y los treintanarios, oficios, misas y limosnas que se han de decir y hacer por mí ¿tampoco me han de aprovechar?

MERCURIO.— A los clérigos aprovecharán los dineros que para ello dejaste, que a ti poco fructo pueden hacer acá, viniendo como vienes al infierno.

ÁNIMA.— Pues haz tú ahora una cosa por amor de mí, déjame tornar al mundo para que siquiera me vengue de aquéllos que así me tuvieron engañado.

MERCURIO.— Tarde acordaste, antes habrás de estar aquí penando hasta que tu cuerpo sea enterrado.

ÁNIMA.— ¿Por qué?

MERCURIO.— Porque ningún ánima puede pasar en mi barca cuyo cuerpo no fuere enterrado, y tú tuviste del tuyo tanto cuidado que, muriendo en Chipre, lo mandaste enterrar en Carmona como si la tierra de Chipre no fuera tan buena para consumir un cuerpo como la de Carmona.

ÁNIMA.— ¿No querías que me enterrase en mi capilla, habiendo gastado una infinidad de dineros en la sepultura que allí tenía hecha?

MERCURIO.— Por cierto, mejor fuera que tuvieras cuidado de ganar el cielo que de la tierra que había de consumir tu cuerpo. Anda pues ahora, malaventurada de ti, que acá serás para siempre atormentada. Y tú, Carón, mira si quieres que prosiga mi historia.

CARÓN.— Prosigue.

MERCURIO.— Luego que el Papa supo la rota y prisión del rey de Francia, hizo liga con el Emperador.

CARÓN.— Cata que no me dices lo que el Emperador hizo cuando le llegó una tan gran nueva como fue la victoria de Pavia.

MERCURIO.— Estaba entonces el Emperador en una villa que llaman Madrid y como le llegó la nueva, retrújose en su cámara y dio gracias a Dios porque así había querido manifestar su justicia, mas porque fue con derramamiento de sangre cristiana no quiso que en su corte se hiciesen alegrías como en semejantes casos hacer se suelen.

CARÓN.— Veamos, y, ¿no mandó luego que su ejército pasase en Francia?

MERCURIO.— Antes envió a ofrecer la paz a los franceses si le querían restituir lo que le tenían usurpado.

CARÓN.— Cata que no te puedo creer.

MERCURIO.— Así pasa, y mientras que el Emperador ofrecía a sus enemigos vencidos la paz, mandando deshacer el ejército que tenían en Milán, el Papa y los otros señoríos de Italia, no osándose fiar de la bondad y clemencia del Emperador, se confederaron secretamente contra él, y como esto se descubriese, fue menester no solamente entretener el ejército, mas que los capitanes del Emperador tomasen en su poder el estado de Milán para asegurarlo, de que creció en gran manera la sospecha que tenían los señores de Italia, pensando que el Emperador quería tomar aquel Estado para sí y que después haría lo mismo con ellos, conociendo cada uno tener parte de su tierra contra razón y justicia ocupada.

CARÓN.— ¿No me dijiste ahora que el Papa había hecho nueva liga con el Emperador?

MERCURIO.— Así es verdad que se hizo, mas no curó de él sino que dure lo que durare como cuchar de pan.

CARÓN.— Ésa es una gentil cosa, cuanto que si unos a otros no se guardan fe, ¿cómo se podrá vivir entre ellos?

MERCURIO.— En este medio, el rey de Francia procuró que lo llevasen, como lo llevaron, preso en España, y el Emperador le mandó hacer en sus reinos mucha honra, no como a preso, mas como a su propio hermano.

CARÓN.— Maravillas me cuentas de ese Príncipe.

MERCURIO.— Pues más te diré, que estando el rey de Francia en la fortaleza de Madrid (la cual le había sido dada por prisión), cayó tan malo que estuvo en peligro de muerte, y en diciendo al Emperador que si él lo iba a visitar, dándole esperanza de su libertad, el consuelo que de esto recibiría, sería mucha parte para su salud, luego lo fue a consolar y ver con tanta humanidad y verdadera caridad como si fuera su propio hermano. Y, no obstante, los malos tratos en que (aun estando preso) andaba de que el Emperador era bien avisado, a la fin, no solamente fue contento de soltarlo, pareciéndole convenir así al bien de la cristiandad, mas aun quiso darle por mujer la Reina Doña Leonor, su hermana mayor, que era entonces la segunda persona en la sucesión de todos sus reinos y señoríos, y por arrancar de raíz todas las ocasiones de donde solía nacer la guerra, quiso que el uno al otro renunciasen cualquier derecho que pudiesen tener o pretender el uno en las tierras que poseía el otro, porque no quedase más causa de contienda ni debate entre ellos.

CARÓN.— Dígote Mercurio que eso era tan malo para mí como bueno para ellos. Veamos, ¿y no le pidió algo el Emperador por su recate?

MERCURIO.— Ninguna cosa, solamente quiso que le restituyese el ducado de Borgoña que contra toda razón y justicia le tenía usurpado por ser cosa muy antigua de su patrimonio, y aun una parte de él era contento de dar en casamiento a la Reina, su hermana. Allende de esto, que también le restituyese la villa de Hedín que el año de MDXXII le había tomado en el condado de Artoes. Y el rey de Francia fue contento de restituirle todo lo que dicho es, y aun él mismo de su propia voluntad ofreció al Emperador mucho más de lo que él le demandaba. Allende de esto ofreció, juró y prometió de contentar al rey de Inglaterra de todas las deudas que el Emperador le podía deber, pues él había sido causa de ellas. Y este concierto se concluyó a XII de enero del año MDXXVI.

CARÓN.— Pues, ¿en qué estuvo el rompimiento?

MERCURIO.— Decía el rey de Francia que no podía restituir ni cumplir lo que había prometido hasta que estuviese en su Reino. El Emperador fue contento de soltarlo, con condición que para seguridad que cumpliría lo que había prometido, dejase en España sus dos hijos mayores en rehenes, jurando él y prometiendo de volver a la prisión en caso que dentro de cuatro meses después de la conclusión de la capitulación no cumpliese lo que había prometido, y que entrando en su reino tornaría a dar la fe de volver en el dicho caso a la dicha prisión, y en la primera villa de su Reino donde entrase, ratificaría la capitulación del concierto que se había hecho, y desde a seis semanas lo haría también ratificar por todos los Estados de Francia.

CARÓN.— De esa manera ya debían pensar todos que no habría más guerra en la cristiandad.

MERCURIO.— Antes, por decirte la verdad muy pocos eran los que tenían esperanza que el rey de Francia cumpliría ni guardaría lo que al Emperador había prometido porque conocían su condición.

CARÓN.— Pues, ¿por qué se quería fiar de él el Emperador?

MERCURIO.— Mira, Carón, el Emperador veía los males que padecía la cristiandad a causa de la guerra que él tenía con Francia y quiso más poner en peligro todo su Estado que dar lugar a que se pudiese decir que pudiéndolo él remediar no lo quería hacer. Pensaba también que el rey de Francia con aquellas dos adversidades de su prisión y de su enfermedad, se habría reconocido y no querría más tentar a Dios. Y aun no contento con estas consideraciones, por asegurar más esta amistad, luego que el concierto fue hecho partió de Toledo para Madrid a verse con el rey de Francia y allí lo trató con tanto amor y tanta humanidad como si fuera su propio hermano, y de allí se vinieron juntos a Illescas a ver la Reina doña Leonor y se ratificó el casamiento por palabras de presente. ¿No te parece que bastaban estas obras para convertir una piedra cuanto más un corazón humano?

CARÓN.— Maravillado me tienes con la bondad de ese príncipe y con la ingratitud de ese otro.

MERCURIO.— Pues más te contaré que yendo una vez juntos de camino, ya que se habían de apartar el uno del otro, el Emperador dijo al rey de Francia estas palabras: Hermano, ya ves los males que la cristiandad ha padecido a causa de nuestras discordias y los que padecería si las hubiésemos de continuar; por donde es cierto que para remedio de tantos males permitió Dios lo que ha sucedido. Lo que yo por mis embajadores os he demandado y vos de vuestra propia voluntad habéis ofrecido. Y yo también por mi parte (os he otorgado) todo ha sido por parecerme que cumple así a la paz, sosiego y acrecentamiento de la cristiandad, y si otra cosa pensase, nunca en ello habría consentido. Y así como me parece ser éste un buen medio para el bien de la cristiandad, así conozco que sería la entera destrucción de ella si de aquí se tornase a levantar otra guerra y pues estamos aquí juntos donde lo podemos todo remediar, y sabéis cuánto somos a ello obligados, yo os ruego que muy claramente como de hermano a hermano digáis lo que sentís acerca de esto y si tenéis intención de serme buen amigo y guardarme lo que me habéis prometido o no, porque antes que nos partamos el uno del otro lo dejemos todo concertado de manera que no quede más causa de rompimiento.

Y yo os prometo y doy mi fe y palabra real que no por eso deje yo de poneros en vuestra libertad hablando vos libremente lo que en esto pensáis de hacer.

CARÓN.— ¡Oh, qué palabras de Príncipe verdaderamente cristiano! Y veamos, ese otro que llaman cristianísimo ¿qué respondió a eso?

MERCURIO.— Hizo mil juramentos, que tenía entera voluntad de conservar aquella amistad y de cumplir muy enteramente lo que en la capitulación de Madrid había prometido sin falta alguna, y así lo juró ante una cruz que topó en el camino. Entonces le dijo el Emperador: lo mismo os prometo y juro yo de seros buen hermano y amigo y guardaros todo lo que por mi parte se os ha prometido, y también os prometo de teneros por vil y ruin si vos no me guardáis lo que me prometéis. Y con esto se despidieron el uno del otro, y el Emperador tomó el camino para Sevilla y el rey de Francia muy contento fue llevado a Fuenterrabía donde había de ser puesto en su libertad.

CARÓN.— ¿Y es posible que ese Rey viniese después a romper lo que con tantos juramentos había prometido?

MERCURIO.— Yo te diré que tanto, que en poniendo los pies en su reino, luego comenzó a romper el concierto que había hecho, no queriendo tornar a dar la fe de volver a la prisión, en caso que no cumpliese lo que había prometido.

CARÓN.— ¿Qué me dices? ¿Que no tuvo vergüenza de romper tan presto su fe?

MERCURIO.— Maldita aquélla. Había también prometido de ratificar la capitulación de Madrid en la primera villa de su reino y nunca lo quiso hacer.

CARÓN.— Veamos, ¿decía claramente que no quería cumplir con el Emperador ni ser su amigo?

MERCURIO.— Antes escribió muchas veces de su propia mano al Emperador que no tuviese a mal la dilación que había en el cumplimiento de lo que prometió, porque se hacía por buen respecto, y que tuviese por muy cierto que cumpliría enteramente todo lo que le había prometido.

CARÓN.— ¿Tenía quizá entonces intención de hacerlo?

MERCURIO.— ¿Sabes qué tal intención tenía? Que desde antes que entrase en su reino no solamente tenía determinado de no cumplir lo que había prometido y jurado, mas trataba de concertarse con el Papa y otros potentados de Italia por hacer guerra al Emperador.

CARÓN.— Pues, ¿por qué escribía al Emperador que lo quería todo cumplir, si no tenía intención de hacerlo?

MERCURIO.— Por tomar al Emperador desproveído.

CARÓN.— ¿Es posible, Mercurio, que sufra la tierra una cosa como ésa? ¿No bastaba dejar de cumplir lo que tenía prometido y jurado, sino que también quiso hacer guerra al que de siervo y esclavo lo puso en su libertad y de enemigo lo quiso tomar por amigo y cuñado? ¡Y sobre todo quererlo traer siempre engañado y escribir de su propia mano desde su reino que cumpliría lo que no tenía intención de hacer!

MERCURIO.— Ahí verás tú cuánto se extiende la maldad que reina hoy entre los Cristianos, pues llamándose ése cristianísimo, hacía lo que has oído, y a la fin cuando le pareció tiempo de publicar en Francia la liga que tenían hecha el Papa, el mismo rey de Francia, venecianos y florentinos contra el Emperador, envió a excusarse, diciendo que en ninguna manera podía cumplir lo que por la capitulación de Madrid había prometido, especialmente en lo de la restitución de Borgoña, porque los Estados de su Reino no querían venir en ello. El Emperador le respondió que si no podía cumplir aquello, que hiciese a lo menos lo que no podía negar que no estuviese en su mano, que era volver a la prisión como había prometido y jurado. Mas nunca él lo quiso hacer.

CARÓN.— ¡Oh, hideputa y qué Marco Régulo o qué rey Juan de Francia para hacer una cosa como ésa! A eso se andaba.

MERCURIO.— Mira, mira, Carón, con cuánta arrogancia viene aquella ánima.

ÁNIMA.— Pásame luego, barquero.

CARÓN.— Espérate que vengan otros. ¿Piensas que por ti sólo ha de hacer un viaje mi barca?

ÁNIMA.— Nunca vi barquero tan grosero. ¿Tú no miras con quién hablas?

CARÓN.— Di, pues, ¿quién eres?

ÁNIMA.— El Duque.

CARÓN.— Pues mira, hermano, duques, reyes, papas, cardenales y ganapanes, todos son iguales en mi barca. Si tú tanto te estimabas, ¿por qué no procurabas de subirte al cielo?

ÁNIMA.— Yo harto lo deseaba, mas diéronme a entender que rezando la oración del conde no moriría en pecado mortal ni podría venir al infierno. Pues para el purgatorio tenía yo diez o doce bulas del Papa que me libraban de él. De manera que nunca pensé que el paraíso se me había de escapar de las manos.

CARÓN.— Veamos, y entre tanto, ¿cómo vivías?

ÁNIMA.— Como los otros, comer y beber muy largamente, y aun a ratos no me contentaba con mi mujer, y todo mi cuidado era de acrecentar mi señorío y sacar dineros de mis vasallos. Y porque me tuviesen por buen cristiano y por dejar memoria de mí, edifiqué y fundé muchos monasterios y hacía muchas limosnas a frailes, porque me publicasen por hombre de buena vida.

CARÓN.— Pues, si esas buenas obras hacías por el mundo, ya tienes el galardón del mundo. ¿No fuera mejor hacerlas por Dios?

ÁNIMA.— Mejor, mas no pensé yo haberlas menester, teniendo yo por cierto que no se me había de escapar el cielo, pues tenía mis bulas y decía mi oración cada día.

CARÓN.— Pues, ¿cómo se te escapó?

ÁNIMA.— Estando para morir, aunque me había confesado y comulgado y me parecía tener algún arrepentimiento de mis pecados, nunca acabé de dejar del todo la voluntad de tornar a ellos. Allende de esto, había allí tanta gente llorando que me tuvieron muy ocupado en hacer mi testamento y en ordenar la pompa con que mi cuerpo se había de enterrar, juntamente con la angustia y congoja de dejar tantos bienes de que veía no poder más gozar, que nunca me pude acordar de Dios ni demandarle perdón de mis pecados. Tenía también dos frailes, uno de una parte y otro de otra, que me estaban leyendo no sé qué oraciones que ni ellos ni yo las entendíamos, y perturbábanme el entendimiento de manera que muriendo con aquella congoja cuando pensé subir al cielo me hicieron bajar acá al infierno.

CARÓN.— Con razón. Cómo, ¿y tan necio eras tú que sin querer hacer nada de lo que te mandó Jesucristo te quisieses aprovechar de los méritos de su sangre y pasión?

ÁNIMA.— ¡Como si fuese yo solo! A buena fe, si vas al mundo en todas partes lo halles lleno de semejantes necios. La barca está ya llena, no me detengas más.

CARÓN.— ¿Qué me dices, Mercurio? ¿Has oído lo que ha pasado?

MERCURIO.— Si te pones a escuchar lo que te dirán ánimas semejantes nunca acabaremos.

CARÓN.— No te pese, pues sabes que no tengo otra recreación, y prosigue tu historia.

MERCURIO.— Publicada la liga contra el Emperador, el rey de Francia envió un embajador en España, el cual, juntamente con el nuncio del Papa y embajador de venecianos, requirieron al Emperador, que a la sazón estaba en Granada, que restituyese al rey de Francia sus hijos que tenía en rehenes, tomando por ellos algún honesto rescate, pues él no podía cumplir lo que había prometido. El Emperador, no sin alguna alteración, y muy razonable, viendo una tan grande desvergüenza, le respondió que si el rey de Francia quería libertar sus hijos, que se viniese él a poner en la prisión donde ellos estaban, como lo tenía prometido y jurado, que de otra manera no entendía dárselos. Y demás de esto, dijo al embajador de Francia estas palabras: «Embajador, decid al Rey vuestro amo que lo ha hecho muy ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que él mismo me dio estando él y yo solos, y que esto le mantendré yo de mi persona a la suya».

CARÓN.— Gentiles palabras y de gentil príncipe fueron ésas. Cierto, a mí mejor me parecería que si los príncipes tienen entre ellos algunas discordias, que entre sí las averiguasen con armas o como ellos quisiesen, y que dejasen vivir en paz los pobres pueblos, que de sus diferencias ninguna culpa tienen. Gentil cosa es que por vengarse un príncipe de otro que le hace una injuria, quiera destruirle sus vasallos, de quien ningún daño ha recibido. Y según me parece, por la mayor parte acaece padecer aquéllos más daño que menos culpa tienen de la guerra, y por eso te digo que me ha mucho contentado esa respuesta del Emperador. Pero, sepamos ¿qué respondió a eso el rey de Francia?

MERCURIO.— Lo que suelen responder los que quieren tener la pelleja sana: disimulolo muy gentilmente.

CARÓN.— No se esperaba menos de un hombre que tan poco caso hace de su fe.

MERCURIO.— Vieras luego pasar franceses en Italia, y el Papa y los venecianos enviar sus ejércitos contra el que el Emperador tenía en Lombardía, diciendo que querían restituir en su Estado al duque Francisco Esforcia, por dar color a lo que hacían.

CARÓN.— Maravíllome del Emperador que viendo lo que el rey de Francia hacía no procuraba él de concertarse con el Papa y con esos otros que ahí nombras.

MERCURIO.— ¿Cómo querías tú que el Emperador se temiese del Papa, habiendo él sido, después de Dios causa principal de ponerlo en el estado en que estaba? Y aun con todo eso, cuando sintió las tramas en que andaban, le envió a ofrecer todo lo que él quería, porque no se tornase a revolver guerra en Italia, mas no le aprovechó nada.

CARÓN.— ¿Qué intención piensas tú que tenía en eso el Papa?

MERCURIO.— Mira, Carón, aquí no dijimos sino que hablaríamos de las diferencias entre el Emperador y el rey de Francia. Si tú no lo has por enojo, dejemos lo del Papa para otro día.

CARÓN.— Yo más quisiera que lo lleváramos todo a hecho, mas pues tú así lo quieres, dime ahora, ¿qué causas daba el rey de Francia para excusar el rompimiento de su fe?

MERCURIO.— Decía que lo que prometió y juró había sido por temor y no estando en su libertad, y que no era obligado a guardar lo que había prometido.

CARÓN.— No era mala razón ésa.

MERCURIO.— ¿Cómo no? Antes muy mala y muy perjudicial a toda gente de guerra, la cual tiene por costumbre muy loada, recibida, y usada, que el prisionero que deja su fe empeñada y no cumple o no vuelve a la prisión queda y es tenido por infame. De manera que ninguna dificultad ponen en fiarse unos de otros y soltarse sobre su fe. Pues si entre simples caballeros y aun soldados se hace esto, ¿cuánto más se debería hacer entre tan grandes príncipes? Y si ésos lo dejan de hacer, dando ejemplo para que los inferiores de ellos hagan otro tanto y peor, ¿quién se querrá ni osará ya fiar de la fe de otro? Y no fiándose, ¿cuántos pobres caballeros y soldados morirán en prisiones que ahora sobre su fe salen a buscar y enviar sus recates? ¿No te parece que queda de hoy más gentil achaque a todos los ruines que no quisieren cumplir su fe con decir que tampoco la cumplió un rey de Francia? De manera que, no solamente es falsa y mala esta razón, mas tan perjudicial a toda gente de guerra, que ni aun los mismos vasallos del rey de Francia deberían sufrir una cosa tan mal hecha como ésta, y de que tanto daño viene, no solamente a ellos, mas a toda la natura humana, quitándole una de las más principales virtudes, que es la fe, sin la cual todo el mundo quedaría en confusión. Cuanto más, que esa razón frívola, vana e inicua, aunque pudiese valer a alguno, en ninguna manera se puede ayudar de ella el rey de Francia, pues aunque fuese verdad que haya tratado y capitulado estando fuera de su libertad, y que la tal capitulación fuese de ningún vigor, lo que tampoco se debe conceder, veamos, pues, el mismo rey de Francia después que fue libre de la prisión y estando ya en su libertad y en su reino, escribió al Emperador por cartas de su propia mano y firmadas de su nombre, que guardaría y cumpliría enteramente todo lo que había prometido, ¿con qué cara o con qué razón se podrá él ahora excusar, diciendo que no estaba en su libertad cuando capituló, pues estando ya libre, por las tales cartas prometió de nuevo, cumplir lo capitulado, las cuales, ciertamente deben bastar por entera ratificación?

CARÓN.— Digan lo que quisieren, mas yo nunca creeré que en un tal príncipe quepa tan poco respecto de su honra si por malos consejos no fuese a ello instigado.

MERCURIO.— Así lo creo yo, mas esta excusa no es bastante, pues harta culpa tiene el príncipe que, conociendo claramente ser un hombre malo, quiere tenerlo cabe sí, porque da causa que se piense de él lo que se ve en su privado, pues es cosa muy averiguada que así como un malo no admite en su compañía algún bueno, así un bueno no debería admitir algún malo, y el que lo admite y conocido lo sostiene, es causa que él también sea tenido por malo. Tornando, pues, a nuestro propósito, el ejército del Emperador se defendió muy bien en Milán. Y acaeció aquel mismo año que un don Hugo de Moncada, capitán del Emperador entró impensadamente en Roma, juntamente con los coloneses y los soldados, a pesar de los capitanes, saquearon el palacio del Papa, el cual huyó al castillo de Santángel.

CARÓN.— ¿Cómo permitió Jesucristo que un desacato tan grande como éste se hiciese a la cabeza de su iglesia?

MERCURIO.— Mira, Carón, estaba aquella ciudad tan cargada de vicios y tan sin cuidado de convertirse, que después de haberlos Dios convidado y llamado por otros medios más dulces y amorosos, y estándose siempre obstinados en su mal vivir, quiso espantarlos con aquel insulto y caso tan grave, y como, aun con esto no se quisieron enmendar, vínoles después otro más recio castigo.

CARÓN.— Esto quiero que me cuentes primero.

MERCURIO.— Que me place, mas, despacha tú esa ánima que nos está aquí escuchando.

ÁNIMA.— ¡Ah, barquero! Pásanos.

CARÓN.— ¿Estás solo y dices «pásanos» como si fueseis muchos?

ÁNIMA.— ¿Tú no ves que soy obispo?

CARÓN.— ¿Y pues?

ÁNIMA.— Los obispos, por guardar nuestra gravedad, hablamos en número plural.

CARÓN.— Sea mucho de enhorabuena, y tú, ¿sabes qué cosa es ser obispo?

ÁNIMA.— ¡Mira si lo sé, habiéndolo sido veinte años!

CARÓN.— Pues por tu fe que me lo digas.

ÁNIMA.— Obispo es traer vestido un roquete blanco, decir misa con una mitra en la cabeza y guantes y anillos en las manos, mandar a los clérigos del obispado, defender las rentas de él y gastarlas a su voluntad, tener muchos criados, servirse con salva y dar beneficios.

CARÓN.— De esa manera, ni San Pedro ni alguno de los apóstoles fueron obispos, pues ni se vestían roquetes, ni traían mitras, ni guantes, ni anillos, ni tenían rentas que gastar ni que defender, pues aun eso que tenían dejaron para seguir a Jesucristo, ni tenían con qué mantener criados, ni se servían con salva. ¿Quieres que te diga yo qué cosa es ser obispo? Yo te lo diré: Tener grandísimo cuidado de aquellas ánimas que le son encomendadas, y si menester fuere, poner la vida por cada una de ellas. Predicarles ordinariamente, así con buenas palabras y doctrina como con ejemplo de vida muy santa, y para esto saber y entender toda la Sacra Escritura, tener las manos muy limpias de cosas mundanas, orar continuamente por la salud de su pueblo, proveerlo de personas santas, de buena doctrina y vida que les administren los sacramentos, socorrer a los pobres en sus necesidades, dándoles de balde lo que de balde recibieron.

ÁNIMA.— Nunca yo oí decir nada de eso ni pensé que tenía menester para ser obispo más de lo que te dije. Yo me precié siempre de tener mi tabla muy abundante para los que venían a comer comigo.

MERCURIO.— ¿Quién? ¿Pobres?

ÁNIMA.— ¿Pobres? Gentil cosa sería que un pobre se sentase a la mesa de un obispo.

MERCURIO.— De manera que si viniera Jesucristo a comer contigo, ¿no lo sentaras a tu mesa porque era pobre?

ÁNIMA.— No, si viniera mal vestido.

MERCURIO.— ¿Teniendo tú lo que tenías por amor de él, ¿no le quisieras dar de comer a tu mesa? ¿Parécete ésa gentil cosa?

ÁNIMA.— Déjate de eso. ¿Cómo había de venir Jesucristo a comer conmigo? Eso es hablar en lo excusado.

MERCURIO.— No dice él que lo que se hace a un pobrecillo se hace con él y lo que se deja de hacer con un pobrecillo se deja de hacer con él? ¿Parécete que era gentil cosa tener llena tu mesa de truhanes y lisonjeros que representaban a Satanás y no admitir los pobrecillos que representaban a Jesucristo, habiéndote sido dados aquellos bienes que gastabas para mantener los pobres de que tú no hacías cuenta, y para reprender los viciosos que sentabas a tu mesa?

ÁNIMA.— También a los pobres hacía dar de comer en la calle lo que sobraba a mí y a mis criados.

MERCURIO.— Pues por cierto que tenían ellos a tu renta más derecho que tus criados.

ÁNIMA.— ¿Por qué? Sé que los pobres no me servían a mí.

MERCURIO.— Y las rentas de los obispos, sí que no fueron instituidas para sus criados, sino que con ellas mantuviesen los pobres.

ÁNIMA.— Nunca me dijeron nada de eso.

MERCURIO.— Pues, ¿por qué no lo leías tú?

ÁNIMA.— A eso me andaba. ¿No tenía harto que hacer en mis pleitos, con que cobré muchas rentas y preeminencias que tenía perdidas mi iglesia y en andar a caza y buscar buenos perros, azores y halcones para ella?

MERCURIO.— Por cierto, tú empleabas muy bien tu tiempo en cosas muy convenientes a tu dignidad. Veamos, y los beneficios, ¿a quién los dabas?

ÁNIMA.— ¿A quién los había de dar sino a mis criados, en recompensa de servicios?

MERCURIO.— Y ésa, ¿no era simonía?

ÁNIMA.— Ya no se usa otra cosa. Entre ciento no verás dar un beneficio sino por servicios o por favor.

MERCURIO.— Y aun con eso, tal está como está la cristiandad, no dándose los beneficios por méritos, sino por favor o servicios. Pues, veamos, ¿no os mandó Jesucristo que dieses de balde lo que de balde recibiste?

ÁNIMA.— Así lo dicen, pero a mí nunca me dieron nada de balde.

MERCURIO.— ¿Y el obispado?

ÁNIMA.— Bien caro me costó de servicios y aun de dineros. Y habiéndome costado tan caro, ¿querías tú que diese sus emolumentos de balde? Sí, por cierto, a eso me andaba yo.

MERCURIO.— ¿Predicabas?

ÁNIMA.— Sé que los obispos no predican; hartos frailes hay que predican por ellos.

MERCURIO.— ¿Ayunabas?

ÁNIMA.— El ayuno no se hizo sino para los necios y pobres. ¿Querías tú que comiese pescado para enfermarme y no poder después gozar de mis pasatiempos?

MERCURIO.— ¿Cómo moriste?

ÁNIMA.- Yendo a Roma sobre mis pleitos, me ahogué en la mar con cuantos conmigo iban, y esto me hace ahora tener miedo de entrar en esta barca.

CARÓN.— Pues entra: no hayas miedo, que allá te mostrarán qué cosa es ser tal obispo.

ÁNIMA.— Una cosa te quiero rogar. Que si viniere por aquí una dama muy hermosa que se llama Lucrecia, le des mis encomiendas y la hayas por encomendada.

CARÓN.— ¿Quién es esa Lucrecia?

ÁNIMA.— Teníala yo para mi recreación, y soy cierto que como sepa mi muerte, luego se matará.

CARÓN.— Calla ya, que no le faltará otro obispo.

ÁNIMA.— Hazlo, por mi amor, si por dicha viniere.

CARÓN.— Soy contento. ¿Qué te parece Mercurio? ¿Qué tal debe andar el ganado con tales pastores?

MERCURIO.— Pues es verdad que hay pocos de estos tales.

CARÓN.— Torna a tu historia, mas mira que primero me cuentes lo que el año pasado se hizo en Roma.

MERCURIO.— Que me place, mas será brevemente. Has de saber que como don Hugo y los coloneses entraron en Roma, el Papa, que se retrajo en el castillo de Santángel, hizo con ellos treguas por cuatro meses, y con esto se salieron de Roma, dejando al Papa y a la ciudad libre. En este medio, el infante don Hernando, archiduque de Austria que ahora es rey de Hungría y de Bohemia, hermano del Emperador, envió obra de diez mil alemanes en Italia en favor del Duque de Borbón, lugarteniente y capitán general del Emperador que a la sazón estaba en Milán, y con la venida de éstos, el dicho Duque salió en campo, y después de haberse juntado con ellos, determinó de tomar la vía de Roma, porque era certificado que el Papa había rompido la dicha tregua y que su ejército por mar y por tierra destruía y ocupaba el Reino de Nápoles.

CARÓN.— ¿Qué me dices? ¿Que rompió el Papa la tregua que había hecho con don Hugo y los coloneses?

MERCURIO.— Así pasa.

CARÓN.— Según eso, también se olvidan de guardar su fe los vicarios de Cristo.

MERCURIO.— Siempre lo verás, do nace el mejor vino, beberse lo más ruin, y el zapatero traer los zapatos rotos y el barbero jamás andar peinado.

CARÓN.— Bien me agrada la comparación aunque no es todo igual.

MERCURIO.— Siguiendo, pues, el ejército del Emperador el camino de Roma, el Papa, que de ello fue avisado, por estorbar la venida suya hizo una tregua por ocho meses con el visorrey de Nápoles en nombre del Emperador, y hecha, enviáronla a notificar al ejército para que se volviese.

CARÓN.— A osadas que si yo fuera que ellos, nunca me volviera.

MERCURIO.— ¿Por qué?

CARÓN.— ¿Qué seguridad, tenían ellos que el Papa les guardaría esa tregua mejor que guardó la que hizo con don Hugo?

MERCURIO.— Ninguna y aun por eso el ejército nunca se quiso volver, por mucho que el Duque de Borbón lo procurase.

CARÓN.— Ese Duque, ¿no era capitán general?

MERCURIO.— Sí.

CARÓN.— Pues si él quería, ¿por qué no los hacía volver?

MERCURIO.— No era en su mano por dos respectos: el uno, como el dicho ejército no era pagado, no obedecía, y el otro, porque los alemanes estaban ya determinados de vengarse de Roma por el grande odio que le tenían.

CARÓN.— Debían ser luteranos.

MERCURIO.— Antes no, mas como los alemanes se pusieron en pedir remedio de algunos agravios que recibían de la Sede Apostólica, los Romanos pontífices nunca habían querido entender en ello por no perder su provecho, y a esta causa habían sucedido en Alemania tantas discordias, muertes y daños irreparables, en manera que queda cuasi destruida. Por estos dos respectos le tienen los dichos alemanes ese odio.

CARÓN.— ¿Así que no fue posible hacerlos volver?

MERCURIO.— En ninguna manera; antes con una extrema diligencia llegaron a Roma y la entraron y saquearon e hicieron en ella cosas que jamás fueron vistas ni oídas porque como les faltó el Duque de Borbón, su capitán, a la entrada de Roma, donde fue muerto, no fue posible ponerlos en razón.

CARÓN.— ¿Cómo? ¿Que el Duque de Borbón es muerto?

MERCURIO.— ¿Y ahora lo sabes?

CARÓN.— Cierto. Él no ha venido a pasar por mi barca.

MERCURIO.— Sin duda murió aquel día.

CARÓN.— Según eso, tomaría el camino de la montaña.

MERCURIO.— No me maravillo, porque era virtuoso.

CARÓN.— Dime, Mercurio, ¿hallástete aquel día en Roma?

MERCURIO.— ¡Mira si me hallé!

CARÓN.— ¿Querrasme contar algo de lo que allí pasó?

MERCURIO.— Sí, mas brevemente, porque no me falte el tiempo para acabar lo comenzado. Has de saber que como yo vi la furia con que aquel ejército iba, pensando lo que había de ser, me fui adelante por verlo todo y subido en alto como desde atalaya, estaba muerto de risa viendo cómo Jesucristo se vengaba de aquéllos que tantas injurias continuamente le hacían y veía los que vendían ser vendidos, y los que recataban ser recatados, y los que componían ser compuestos, y aun descompuestos, y los que robaban ser robados, los que maltrataban ser maltratados. Y finalmente me estaba concomiendo de placer, viendo que aquéllos pagaban la pena que tan justamente habían merecido. Mas cuando vi algunas irrisiones y desacatamientos que se hacían a las iglesias, monasterios, imágenes y reliquias, maravilleme, y topando con San Pedro, que también era bajado del cielo a ver lo que pasaba en aquella su santa sede apostólica, pedile me dijese la causa de ello. Respondiome, diciendo: «Si ella perseverara en el estado en que yo la dejé, muy lejos estuviera de padecer lo que ahora padece». «Pues, ¿cómo, San Pedro? -digo yo-, ¿así quiere Jesucristo destruir su religión cristiana que él mismo con derramamiento de su sangre instituyó?». «No pienses -dijo él- que la quiera destruir, antes porque sus ministros la tenían ahogada y casi destruida, permite él ahora que se haga lo que ves para que sea restaurada». «Según eso -dije yo-, esto que ahora se hace, ¿por bien de la cristiandad lo ha Dios permitido?» «De eso -dijo él-, ninguna duda tengas y si lo quieres a la clara ver, mira cómo esto se hace por un ejército en que hay de todas naciones de cristianos y sin mandado ni consentimiento del Emperador, cuyo es el ejército, y aun contra la voluntad de muchos de los que lo hacen. Vimos luego venir soldados vestidos en hábitos de cardenales y decíame San Pedro: «Mira, Mercurio, los juicios de Dios. Los cardenales solían andar en hábitos de soldados, y ahora los soldados andan en hábito de cardenales». Vimos después despojar los templos, y decía San Pedro: «Pensaban los hombres que hacían muy gran servicio a Dios en edificarle templos materiales, despojando de virtudes los verdaderos templos de Dios que son sus ánimas y ahora conocerán que Dios no tiene aquello en nada si no viene de verdaderas virtudes acompañado, pues así se lo ha dejado todo robar». Vimos luego aquellos soldados sacar las reliquias y despojarlas del oro y de la plata en que estaban encerradas. Y decíame San Pedro: «Conocerán ahora los hombres en cuánta mayor estima deban tener una palabra de las epístolas de San Pablo o de las mías que no nuestros cuerpos, pues los ven así maltratar, y la honra que hacían a nuestros huesos, haranla de hoy más a nuestro espíritu, que para su provecho en nuestras epístolas dejamos encerrado». Y como viese yo un soldado hurtar una custodia de oro donde estaba el santísimo Sacramento del cuerpo de Jesucristo, echando la hostia sobre el altar, comencé a dar gritos. Y dijo el buen San Pedro: «Calla, Mercurio, que ni aun aquello se hace sin causa, para que los bellacos de los sacerdotes que abarrajan a dos y obstinados en sus lujurias, en sus avaricias, en sus ambiciones y en sus abominables maldades no hacían caso de ir a recibir aquel Santísimo Sacramento y echarlo en aquella ánima hecha un muladar de vicios y pecados, viendo ahora lo que aquellos soldados hacen, cuanto más ellos lo acriminaren, tanto más a sí mismos se acusen y tanto más confundidos se hallen en pensar cuánto es mayor abominación echar el dicho sacramento en un muladar de hediondos vicios que en el altar, donde con ninguna cosa se ofende sino con la intención del que lo echó. ¿Piensas tú, Mercurio, que no se ofende más Dios cuando echan su cuerpo en un ánima cargada de vicios que cuando lo echan en el suelo?» En estas y otras cosas estábamos hablando cuando vimos subir un grandísimo humo, y preguntando yo al buen San Pedro qué podría ser aquello, en ninguna manera me lo podía decir de risa. A la fin me dijo: «Aquel humo sale de los procesos de los pleitos que los sacerdotes unos con otros traían por poseer cada uno lo que apenas y con mucha dificultad rogándoles con ello habían de querer aceptar». Y preguntándole yo la causa por que tan de gana se reía díjome: «Yo me río de la locura de los hombres que andarán ahora muy despachados, tornando a formar sus pleitos, y ríome de placer en ver destruida una cosa tan perjudicial a la religión cristiana cuanto es traer pleitos, como si Jesucristo expresamente no les dijera que si alguno les pidiese por justicia la capa que le dejen también el sayo antes que traer pleito con él». «¿Piensas -dije yo- que cesarán ya tantos males y tanta ceguedad como hay entre los hombres y señaladamente en la cristiandad?». «No, por cierto -dijo él-, antes creo no ser aun llegada la fin de los males que esta ciudad, y aun toda la cristiandad con ella, han de padecer, porque así como las maldades de los hombres son grandes, así el castigo ha de ser muy severo». Allí estuvimos platicando sobre cada cosa de las que veíamos y de las causas y causadores de la guerra, y de los agravios de que se quejaban los alemanes y de las necesidades que había para que la iglesia se reformase y de la manera que se debía tener en la reformación. Preguntele cuándo había de ser. Dijo que no me lo podía declarar. Y después que hubimos visto todo lo que pasaba, él se tornó a subir al cielo.

CARÓN.— Por amor de mí, Mercurio, que me cuentes todo eso que dices haber con ese Pedro platicado, que me será cosa muy sabrosa de oír.

MERCURIO.— Soy contento, mas no ahora. Quédese para otro día.

CARÓN.— Sea como tú quisieres y prosigue ahora tu historia.

MERCURIO.— Como esta nueva se comenzó a derramar entre los cristianos, qué cosa era ver los juicios que unos y otros hacían, unos echando la culpa de ello al Emperador, por haberlo hecho su ejército, y otros al Papa porque siendo Vicario del autor de paz, excitaba y mantenía guerra; otros al rey de Francia que había sido causa de todas las revueltas de donde aquella destrucción de Roma había emanado, y generalmente estaban todos atónitos de oír una cosa tan recia cual nunca jamás fue vista ni oída.

CARÓN.— ¿Qué hizo entonces el Emperador?

MERCURIO.— El Emperador, aunque en todas sus cosas se conformó tan de verdad con la voluntad de Dios que ni las prosperidades le dan demasiada alegría ni las adversidades tampoco tristeza, todavía como temeroso de Dios, no sabiendo la causa por qué hubiese permitido una cosa tan ardua y tan grave, quiso declarar a todos los príncipes cristianos cómo aquello no se había hecho por su mandado ni por su culpa ni consentimiento, mas enteramente contra su voluntad, y para esto les escribió sendas cartas.

CARÓN.— ¿Viste tú acaso alguna de ellas?

MERCURIO.— Y aun de la una traigo aquí traslado.

CARÓN.— Hazme este placer, que me la leas.

MERCURIO.— De muy buena voluntad. Cata, cata, Carón, ¿tú no miras cuál viene aquella ánima?

CARÓN.— Parece que está desollada. Sepamos quién es.

ÁNIMA.— ¿Vosotros no veis que soy cardenal?

CARÓN.— Ése tengas en el ojo.

ÁNIMA.— Mas aína la tendrás tú si me haces tomar este remo.

CARÓN.— ¿De cardenal te quieres tornar galeote?

MERCURIO.— No lo consientas, Carón.

CARÓN.— ¿Por qué, Mercurio?

MERCURIO.— Porque si guía tu barca como guió la iglesia de Jesucristo, yo te la doy por perdida.

ÁNIMA.— Dejémonos de esas gracias, Mercurio, que ya se pasó vuestro tiempo, pues que no sois ya alcahuete de Júpiter. ¿Cómo? ¿Que por tan ruin me tenías que hubiese de tomar tan ruin oficio?

CARÓN.— ¿Por tan necio me tenías tú a mí que había de fiar mi barca a un hombre como tú?

MERCURIO.— Ea, dinos, ¿cómo gobernaste la barca de la iglesia de Jesucristo?

ÁNIMA.— No sé qué te dices.

MERCURIO.— ¿Quieres que te hable más claro? Pues eras columna de la iglesia y tenías cargo de la gobernación de ella. Dime, ¿cómo la gobernaste?

ÁNIMA.— ¿Quiéresme hacer un placer? No me metas en esas honduras, como si yo no tuviera que hacer sino gobernar la iglesia.

MERCURIO.— Dinos, pues, ¿qué hacías?

ÁNIMA.— Buscaba dineros para mantener la guerra, poniendo nuevas imposiciones, haciendo y vendiendo oficios.

MERCURIO.— Y aun quizá beneficios.

ÁNIMA.— No digas eso. Cata que te haré descomulgar. Allende de esto, vendíamos rentas de iglesias y monasterios y aun de hospitales.

MERCURIO.— ¿De hospitales? ¿No tenías vergüenza de vender las rentas que fueron dadas para mantener pobres, porque sirviesen para matar hombres?

ÁNIMA.— Déjate de esas necedades. A osadas que me lo osaras decir hoy a diez días.

CARÓN.— Pues si te parecen necedades, pasa a la barca y conocerás que son grandes verdades.

MERCURIO.— Déjalo. Váyase.

CARÓN.— Pues comienza tú ya a leer aquella carta de que hablábamos.

MERCURIO.— Soy contento. Está, pues, atento.

CARÓN.— Comienza.

MERCURIO.—

Carta del Emperador al rey de Inglaterra,
trasladada de latín en lengua castellana

Don Carlos, por la divina clemencia, Emperador de los Romanos, etc., rey de Alemania, de las Españas, etc. Al Serenísimo Príncipe don Enrique, rey de Inglaterra y de Francia, nuestro muy caro y amado tío y hermano, Salud con continuo aumento de fraterno amor. Serenísimo príncipe muy caro y muy amado tío y hermano. Aunque seamos cierto que por muchas partes habréis sido avisado del desastre que nuevamente ha acaecido en Roma y que con vuestra mucha prudencia lo habréis todo tomado como de razón se debe tomar, y como aquél que de nuestra intención está muy bien informado, no hemos querido dejar de hacéroslo saber porque siendo más enteramente certificado del caso cómo ha pasado y de nuestra intención cerca de ello, podáis mejor aconsejarnos y ayudarnos en lo que convendrá sobre esto hacer para honra de Dios y bien universal de la república cristiana. Verdaderamente pensamos haber hecho tantas y tan buenas obras por la paz y sosiego de la cristiandad y por la honra y conservación de la Santa Sede Apostólica, que creemos ninguno de sano juicio pueda de nuestra buena intención dudar, pues cuanto a lo primero, pudiendo muy fácilmente vengarnos de los agravios y demasías que el rey de Francia nos había hecho y cobrar todo lo que contra razón y justicia nos tiene ocupado y usurpado, quisimos más por el bien universal de todos soltarlo, dejando de cobrar antes lo que justamente nos pertenece que mantener la guerra por nuestro interese particular. Pues de la iglesia romana notorias son las quejas que, estando Nos en Alemania, los Estados del Imperio nos dieron, suplicándonos que entendiésemos en el remedio de ellas, y Nos, viendo no poderse aquello poner por obra sin mucho detrimento y disminución de la autoridad de los romanos pontífices, aunque con gran pesar nuestro quisimos más descontentar a toda Alemania que a sólo el Romano pontífice, de lo cual, aunque se hayan seguido muchos males, no pensamos tener de ello culpa, pues nuestra intención era siempre buena, la cual, conocida por el Papa León X y Adriano VI, con armas espirituales y temporales favorecieron siempre nuestra justicia. Mas como después sucediese en el Pontificado nuestro muy santo padre Clemente VII, no acordándose de los beneficios que en general a la Sede Apostólica y en particular a él mismo habíamos hecho, se dejó engañar de algunos malignos que cabe sí tenía, de manera que en lugar de mantener como buen pastor la paz que con el rey de Francia habíamos hecho, acordó de revolver nueva guerra en la cristiandad y luego que el dicho rey fue suelto de la prisión, hizo Su Santidad con él y con otros potentados de Italia una liga contra Nos, pensando echar nuestro ejército de Italia y tomarnos y ocuparnos nuestro Reino de Nápoles, el cual tenían ya entre sí repartido. Y aunque libremente le enviamos a ofrecer todo lo que él mismo nos había demandado, no embargante que a todos pareciese claramente injusto, nunca él lo quiso aceptar, pensando todavía podernos ocupar el dicho nuestro reino de Nápoles. Viéndonos, pues, así desamparados de todos, habiendo hecho una tan buena obra como fue soltar al rey de Francia por el bien de todos, y que por fuerza habíamos de tomar las armas para defender los súbditos que de Dios tenemos encomendados, temiendo lo que ahora ha acaecido, por más justificar nuestra causa delante de Dios y todo el mundo, antes que tomásemos las armas, requerimos así al Papa, como también al Colegio de los Cardenales, porque ninguno con razón se pudiese quejar, que dejasen las armas y no nos quisiesen así provocar a la guerra con tan evidente daño y perjuicio de toda la república cristiana, donde les protestamos que si de esta guerra la Sede Apostólica algún daño o detrimento padeciese, a sí mismos echasen la culpa, pues tan a la clara daban causa para ello. Mas nuestro requerimiento y protestación valieron tan poco para con ellos, que no solamente continuaron la guerra comenzada, mas aun contra toda razón y justicia rompieron la tregua que en nuestro nombre don Hugo de Moncada había con ellos hecho. Viendo, pues, cómo en ninguna parte hallábamos fe, por no faltar a lo que a nuestros súbditos debemos, enviando una armada desde estos nuestros Reinos de España para defensa del dicho nuestro Reino de Nápoles, hicimos también bajar nueva gente de Alemania en socorro del ejército que teníamos en Milán. Y como las cosas viniesen a tal estado que el Papa nos tenía ya ocupada mucha parte del dicho nuestro Reino, queriendo nuestro ejército socorrer aquella parte do veía el peligro más cercano, sin esperar nuestro parecer ni mandado, tomó la vía de Roma, lo cual sabido por el Papa, temiendo la venida de aquel nuestro ejército, hizo una tregua con nuestro visorrey de Nápoles por tiempo de ocho meses, y aunque las condiciones de ella eran tales que se conocía bien la voluntad que algunos de los que cabe Su santidad estaban a nuestras cosas tenían, con todo eso, quisimos más ratificarla con perjuicio nuestro (como luego la ratificamos), que esperar la justa venganza que casi teníamos en las manos, mas como tuviese ya Dios determinado lo que había de ser, antes que nuestra ratificación llegase, temiendo nuestro ejército que habría en esta tregua el mismo engaño que hubo en la que hizo don Hugo, quisieron, a despecho y contra voluntad de los capitanes, continuar su camino hasta llegar a Roma donde, faltándoles el capitán general, hicieron el insulto que habréis oído, aunque a la verdad no creemos ser tan grande como nuestros enemigos han por todas partes sembrado. Y aunque vemos esto haber sido hecho más por justo juicio de Dios que por fuerzas ni voluntad de hombres, y que ese mismo Dios en quien de verdad hemos puesto toda nuestra esperanza, quiso tomar venganza de los agravios que contra razón se nos hacían, sin que para ello interviniese de nuestra parte consentimiento ni voluntad alguna, hemos sentido tanta pena y dolor del desacato hecho a la Sede Apostólica que verdaderamente quisiéramos mucho más no vencer que quedar con tal victoria vencedor. Mas pues que así ha placido a Dios (el cual por su infinita bondad suele de semejantes males sacar muy grandes bienes, como esperamos que también ahora hará), conviene que dándole gracias por todo lo que hace y permite procuremos cada uno por su parte de pensar y enderezar nuestras obras al remedio de los males que en todas partes la cristiandad padece, en lo cual hasta la propia sangre y vida pensamos emplear. Y porque conocemos en vos otra tal intención y voluntad, muy afectuosamente os rogamos, muy caro y muy amado tío y hermano, que nos enviéis vuestro parecer de lo que en este caso debemos por nuestra parte hacer, ayudándonos por la vuestra a remediar los males que padece la cristiandad y en ella la honra de Jesucristo porque más brevemente podamos volver las armas contra los enemigos de nuestra fe cristiana. Serenísimo príncipe muy caro y muy amado tío y hermano, Dios nuestro señor os dé perpetua felicidad. Hecha en Valladolid a dos días del mes de agosto, año de MDXXVII.

Vuestro buen hermano,

Carlos.

Alfonso de Valdés.

MERCURIO.— ¿Qué te parece, Carón?

CARÓN.— Paréceme que no debe ser ese Emperador el que hace tantas cosas como aquí me has contado.

MERCURIO.— ¿Cómo no?

CARÓN.— Porque averiguadamente se conoce ser Dios el que las hace por él. Mirad, por vuestra vida, aquel requerimiento y aquella protestación que hizo antes que tomase las armas. ¿No parece que el mismo Dios le profetizaba lo que había de ser? Notadme aquel ratificar de la tregua, porque todos conociesen su justificación y haberse hecho lo de Roma contra su voluntad. Considera después aquel demandar a los príncipes cristianos consejo de lo que sobre ello se había de hacer. Veamos, ¿no era cerrarles el camino para que ninguno con razón se pudiese quejar? Pues decir que fue hecho por justo juicio de Dios, que de semejantes males suele sacar muy grandes bienes, ¿qué era sino tener su ánima puesta continuamente con Dios? Mas, dime, Mercurio, esa carta que me has leído, ¿fue solamente al rey de Inglaterra?

MERCURIO.— Lo mismo se escribió a todos los otros príncipes cristianos, mas quísete yo leer ésta porque me tengo después de aprovechar de ella.

CARÓN.— Y ese Rey, ¿qué respondió a ella?

MERCURIO.— Ninguna cosa.

CARÓN.— ¿Por qué?

MERCURIO.— Yo te lo diré. Mas, es menester que tomemos la historia de más arriba.

CARÓN.— Sea así, pero vemos primero, qué quiere decir esta ánima. Sepamos quién es y qué nuevas trae.

ÁNIMA.— Ya sé lo que queréis. Yo fui del consejo del rey de Inglaterra y lo que traigo de nuevo es que allá nuestro Rey está concertado con el rey de Francia de hacer juntamente guerra al Emperador y lo han ya enviado a desafiar. Albricias me deberíais ahora de dar vosotros.

CARÓN.— Tienes razón, si primero que tú no lo supiéramos.

ÁNIMA.— ¿Cómo es posible que lo hayáis sabido primero que yo, que me hallé presente cuando se concertaba?

CARÓN.— Pues te hallaste presente, no te pese de contarnos las causas que movieron a tu Rey a hacer guerra al Emperador, con quien tanto debo y amistad y ninguna enemistad tenía.

ÁNIMA.— Sola una causa hubo.

CARÓN.— ¿Una sola?

ÁNIMA.— Digo que una sola.

CARÓN.— ¿Cuál?

ÁNIMA.— La avaricia y ambición de un cardenal que tiene cabe sí, por cuya mano se deja gobernar.

CARÓN.— ¡Oh, hideputa, qué gentil cardenal! Veamos, ¿muévele a hacer eso el amor que tiene al rey de Francia o alguna enemistad que tenga al Emperador?

ÁNIMA.— Al rey de Francia maldito el amor que tiene, ni aun a hombre del mundo más de cuanto piensa aprovecharse a sí mismo.

CARÓN.— ¿Qué me dices?

ÁNIMA.— Así pasa.

CARÓN.— Según eso, debe tener alguna enemistad al Emperador que le hace mover esta guerra.

ÁNIMA.— Dígote que diste en el blanco.

CARÓN.— ¿Tiene alguna causa para ello?

ÁNIMA.— Una sola.

CARÓN.— ¿Qué?

ÁNIMA.— Que el Emperador es bueno y virtuoso y él al contrario. Y como tú sabes, siempre los malos suelen tener odio a los buenos. Y aun otra cosa hay: que nunca pudo acabar con el Emperador que lo hiciese papa por fuerza.

MERCURIO.— ¿Cómo?, ¿y osaba ese cardenal procurar una cosa tan infame y abominable como ésa?

ÁNIMA.— ¡Mira si osaba! Y aun de lo que no osa y hace me maravillo.

CARÓN.— Ea, dinos, ¿con qué colora él esta enemistad y guerra que quiere mover?

MERCURIO.— Déjate de eso, Carón, que yo te lo contaré todo por orden. Dime, ánima pecadora, ¿y tú dabas tu voto para que se hiciese y moviese una guerra tan injusta como ésta?

ÁNIMA.— Sabe Dios cuánto me pesaba de darlo, mas no podía hacer otra cosa, si yo no quisiera que me echaran del consejo.

MERCURIO.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Porque si contradijera a la voluntad del cardenal, no quedara sólo un día en el consejo.

MERCURIO.— ¿No te valiera más estar fuera de él por bueno que venir al infierno por malo?

ÁNIMA.— Sí, mas ¿la honra?

MERCURIO.— Pues quisiste más la honra del mundo que la vida eterna; acá pagarás tu mala elección.

CARÓN.— Déjala ir, Mercurio, y comienza tú ahora lo del rey de Inglaterra.

MERCURIO.— Ya te dije cómo el año de veintidós cuando el Emperador pasó en España, se concertó con el rey de Inglaterra.

CARÓN.— Así es.

MERCURIO.— Pues este concierto duró hasta que, muerto el Papa Adriano, aquel cardenal de Inglaterra hizo mucha instancia al Emperador que mandase llegar su ejército hacia Roma para constreñir y forzar los cardenales que lo eligiesen a él por papa.

CARÓN.— ¿Es posible?

MERCURIO.— Así pasa.

CARÓN.— Ahora te digo que andan buenos los Vicarios de Cristo si se han de elegir por fuerza de armas.

MERCURIO.— Nunca el emperador lo quiso hacer.

CARÓN.— Buena vida le dé Dios.

MERCURIO.— Mira lo que acaeció, que, como el Emperador no lo quiso hacer, el bueno del Cardenal quedó tan injuriado que luego concibió en sí un pernicioso odio contra el Emperador, diciendo que él haría que se arrepintiese de no haberlo hecho, aunque se debiese perder todo el Reino de Inglaterra.

CARÓN.— ¿Qué me dices? ¿Hay tal cosa en el mundo? Y ese rey de Inglaterra, ¿no tiene mala vergüenza de dejarse gobernar de un hombre como ése?

MERCURIO.— No le debe conocer.

CARÓN.- Y todo aquel reino, ¿no exclama?

MERCURIO.— No hay quien ose hablar.

CARÓN.— Harta mala ventura tienen el Rey y el reino.

MERCURIO.— Luego comenzó este cardenal a entender en tramas con franceses para romper la amistad del Emperador. Y después de haberla en diversas cosas rompido, a la fin concertó su Rey con franceses el año de quinientos veinticinco, estando el rey de Francia preso en España. Y después de esto, cuando el rey de Francia fue suelto y comenzó de hacer guerra al Emperador, el rey de Inglaterra pública y secretamente le ayudaba con dineros a entretenerla.

CARÓN.— Cata, que me dices una cosa monstruosa. Veamos ese rey de Inglaterra, ¿no se llama defensor de la fe? ¿Y cómo ayudaba al que tan descaradamente la había rompido?

MERCURIO.— Pues aun más hay, que luego como se supo lo que había pasado en Roma, pareciéndole a aquel Cardenal que tenía ocasión para hacer que se declarase su Rey por enemigo del Emperador, pasó luego en Francia a procurar de concertar la guerra contra él, y por dar algún color a lo que pensaba hacer, ordenó que los embajadores de su Rey instasen con el Emperador que atendiese a la paz con el rey de Francia, y el Emperador a veinte días de julio de MDXXVII. Les respondió que por amor del rey de Inglaterra él era contento de sobreseer la restitución del ducado de Borgoña en que estaba toda la dificultad, y tomar por el rescate de los hijos del rey de Francia que tenía en su poder, y en recompensa de los gastos que por haber el rey de Francia rompido su fe, le había convenido hacer la suma de dos millones de ducados que él mismo había ofrecido al visorrey de Nápoles con condición que en lo demás se cumpliese la capitulación de Madrid. Y aun demás de esto, dijo que por amor del rey de Inglaterra sería también contento si él así lo quisiese, de dejar parte de lo que el mismo rey de Francia había ofrecido. Mas como aquel Cardenal había ya determinado de revolver la cristiandad, ninguna impresión hicieron las justificaciones y graciosas respuestas del Emperador. Antes no embargante esto, ni la carta del Emperador que te he leído, tan amorosa, tan humana, tan santa y tan católica, a la cual nunca quisieron responder, siguiendo su mala intención y propósito, se concertaron de comenzar la guerra esta primavera contra el Emperador, por tener mejor tiempo para ejecutar lo que habían pensado.

CARÓN.— Cata, cata, Mercurio. ¿Tú no miras cuál viene aquel monstruo?

MERCURIO.— Debe ser algún tirano, aunque ya todos se llaman Reyes.

CARÓN.— Veamos qué nos dirá. ¿Dónde vas, ánima?

ÁNIMA.— A la barca.

CARÓN.— Dinos primero, ¿quién eras?

ÁNIMA.— Rey de los Gálatas.

CARÓN.— Veamos, ésos, ¿no son cristianos?

ÁNIMA.— Sí que son cristianos.

CARÓN.— Pues, ¿cómo se dejaban gobernar de un infiel como tú?

ÁNIMA.— ¿A qué llamas infiel? ¿Sabes si me enojo?

CARÓN.— Cierto, tú no pareces otra cosa sino puro infiel.

ÁNIMA.— Bien estás en la cuenta; dígote que fui más que cristiano.

CARÓN.— Antes creo que no tenías señal de cristiano. Si no, espera, tomarete cuenta de cómo gobernaste tu reino.

MERCURIO.— Déjalo ir ya. Yo conozco ese monstruo. Dirate mil desvaríos.

CARÓN.— Espera un poco, Mercurio, ten paciencia, y verás si sé yo qué cosa es ser príncipe.

MERCURIO.— Sea como tú quisieres.

CARÓN.— Veamos, ¿tú pensabas que eras rey para provecho de la república o para el tuyo?

ÁNIMA.— ¿Quién es rey sino para su provecho?

CARÓN.— A la fe hermano, el que piensa ser rey para su provecho y tiene más cuidado de lo que cumple a sí mismo que a la república, aquel tal no es rey sino tirano. Dime, ¿cómo administrabas tu Reino?

ÁNIMA.— Yo nunca entendía en nada de eso. Allá lo tenía encomendado a los de mi consejo.

CARÓN.— Y tú, ¿nunca te juntabas con ellos a ver y entender lo que hacían?

ÁNIMA.— Algunas veces, mas, pocas, y ésas más por el decir de la gente que porque yo entendiese en lo bueno ni remediase lo malo que ellos hacían.

CARÓN.— Pues, dígote de verdad que tu principal ejercicio había de ser gobernar bien tus súbditos.

ÁNIMA.— ¿No basta que algunas veces estaba en consejo de estado?

CARÓN.— ¿Qué tratabas en ese consejo?

ÁNIMA.— De aumentar mi señorío, juntando a él otras tierras.

CARÓN.— Y parécete que era mejor aumentar tu señorío que bien gobernar el que ya poseías? ¿No sabías administrar el tuyo y querías conquistar los ajenos? ¿Qué medio tenías para conquistar?

ÁNIMA.— Guerra.

CARÓN.— ¿Guerra? ¿Qué me dices?

ÁNIMA.— Así pasa.

CARÓN.— Veamos, los príncipes, ¿no fueron instituidos por amor del pueblo?

ÁNIMA.— Así lo dicen.

CARÓN.— Y tú usabas de tu señorío como si el pueblo fuera instituido por amor de ti y llamábaste cristiano y movías guerra por aumentar tu señorío, teniendo ejemplo de príncipes gentiles que se mataron a sí mismos por cuidar la guerra que por su causa se armaba contra sus súbditos.

ÁNIMA.— A la fe, en esto ya pocos hallarás que no vivan como yo vivía.

CARÓN.— ¿En qué te ejercitabas?

ÁNIMA.— En jugar, cazar, burlar y andar entre mujeres.

CARÓN.— Y cómo, ¿no te bastaba tu mujer?

ÁNIMA.— Sobrábame si yo me quisiera contentar, mas, si alguna vez me enamoraba, fuese de doncella o de casada, por fuerza o de grado, había de gozar de ella.

CARÓN.— ¡Oh, qué vergüenza! Veamos, ¿no hay ley que castigue los que eso hacen?

ÁNIMA.— Sí hay, mas la ley no comprende al rey.

CARÓN.— Dices la verdad, porque el rey debería ser tan justo, tan limpio y tan santo, y tan apartado de vicios, que aun en un cabello no rompiese la ley, y por eso dicen que ella no le comprende, mas el que vive como tú hacías, muy más gravemente debería ser castigado de lo que la ley manda, porque así como el buen rey hace mucho fruto con su ejemplo, y, por tanto, debe ser de sus súbditos muy amado, y en más tenido y estimado, así el malo hace mucho daño con el mal ejemplo, y debe, por tanto, ser de los suyos aborrecido, castigado, y aun del reino privado.

ÁNIMA.— Buen medio tenía yo para guardarme de ese inconveniente.

CARÓN.— ¿Qué?

ÁNIMA.— Tenía mis súbditos en tanto temor y tan amedrentados que no osaban rebullirse, cuanto más levantarse contra mí, por malo que yo fuese.

CARÓN.— Eso era pura tiranía.

ÁNIMA.— Llámala tú como quisieres, que yo no hallé otro remedio para mantenerme en mi reino y hacer lo que yo quería.

CARÓN.— Pues malaventurada de ti, ¿pensabas que tu vida y que tu tiranía habían de durar para siempre, pues conocías cuánto es frágil y breve la vida humana, y que de tus obras malas y buenas había de quedar perpetua memoria? ¿No te valiera más haber gobernado tus súbditos con amor y que después de tus días se dijera de ti lo que se dice de aquel emperador Trajano, de Marco Antonio Aurelio, y Alejandro Severo, que no lo de Calígula, Nerón y Heliogábalo? ¿No te valiera más que tu nombre fuera a los oídos de los hombres agradable, que no haber vivido de tal manera que de ti para siempre quede en boca de la gente abominable relación, y a ti de haber vivido tan mal un perpetuo remordimiento de consciencia más grave que cuantos tormentos hay en el infierno? No sé cómo se puede sufrir entre los hombres una tan grave pestilencia.

ÁNIMA.— Tarde vienes con tus reprensiones.

CARÓN.— Pues, dime, ¿qué gente tenías cabe ti?

ÁNIMA.— De todos, malos y buenos.

CARÓN.— ¿Cómo los tratabas?

ÁNIMA.- A los malos trataba bien y hacía mercedes, y a los buenos no quería ver ni hablar.

CARÓN.— Mala señal era ésa, cuanto que en esto bien dabas a conocer que eras tú malo.

ÁNIMA.— Diga cada uno lo que quisiere, que esto me estaba a mí bien.

CARÓN.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Porque los buenos nunca me hacían sino ladrar a las orejas, diciendo que trataba mal mis súbditos y que no hacía lo que debía, y por esto los tenía aborrecidos. Los otros nunca me decían cosa que me pesase, mas todo lo que hacía, aunque fuese lo peor del mundo, lo aprobaban ellos por muy bueno. ¿No querías pues que yo hiciese favor y mercedes a estos tales?

CARÓN.— No, por cierto, porque el príncipe mucho más se debe holgar con quien le reprende que no con quien le lisonjea. ¿Hiciste algunas leyes?

ÁNIMA.— Yo no; los del mi consejo hacían algunas.

CARÓN.— Y en ellas, ¿a qué tenían respecto?

ÁNIMA.— ¿A qué lo habían de tener sino a aumentar las penas que se aplicaban a mi fisco, en que yo solía hacer a ellos mercedes?

CARÓN.— El buen príncipe cuando hace las leyes no debe tener respecto en manera alguna a su provecho ni a la avaricia ni ambición de los que cabe sí están, sino sólo al bien de la república. Y demás de esto, debe estar muy sobre el aviso de no hacer mercedes a los jueces en las condenaciones, porque harán como el viñadero, que se esconde porque alguno venga y se coma las uvas y después llegue él y le haga pagar la pena, porque las uvas no son suyas y la pena sí. De manera que buscando su provecho son causa del daño del príncipe y del pueblo. Dime, ¿tenías muchos amigos?

ÁNIMA.— Antes muy pocos.

CARÓN.— Y a esos pocos, ¿teníasles buena amistad?

ÁNIMA.— Cuando me cumplía.

CARÓN.— ¿Guardabas la fe que les dabas?

ÁNIMA.— Mientras que me estaba bien guardarla, la guardaba y cuando no, nunca faltaba algún achaque con que romperla.

CARÓN.— ¿No tenías de eso mala vergüenza?

ÁNIMA.— ¿Por qué? ¿No dijo aquel Julio César: Ius iurandum violandum est, regnandi causa violandum est?

CARÓN.— Julio César era gentil, y tú dices que eras más que cristiano. Y aun esa sentencia de gentil, como inicua y mala, fue por gentiles reprobada, pues, ¡cuánto más la deberíais reprobar los que os llamáis cristianos!

ÁNIMA.— Repruébela quien quisiere, que ya entre cristianos no se usa otra cosa.

CARÓN.— Bien lo creo entre ruines cristianos. Veamos, y tus rentas, ¿en qué las gastabas?

ÁNIMA.— En hacer guerra.

CARÓN.— De manera que el propio sudor del pueblo convertías tú en su destrucción. ¿Hacías algo por amor de Dios?

ÁNIMA.— ¡Mira si hacía!

CARÓN.— ¿Qué?

ÁNIMA.— Guerra contra los turcos.

CARÓN.— ¿De qué manera?

ÁNIMA.— Haciéndoles todo el mal que podía.

CARÓN.— ¿Y cómo pensabas tú hacer servicio a Dios en eso? ¿Tú no veías que cuanto más mal hacías a los turcos más odio cobraban ellos contra Jesucristo y más obstinados estaban en su opinión?

ÁNIMA.— Pues, ¿cómo querías tú que los hiciésemos tornar cristianos?

CARÓN.— Cuando tú hubieras tan bien gobernado tus reinos que los tuvieras en mucha paz y sosiego y que tú y ellos vivierais ya como buenos cristianos, entonces fuera bien que procuraras de convertir los turcos, primero haciéndoles muy buenas obras para atraerlos a la fe con amor, como hicieron los apóstoles que predicaron la doctrina de Jesucristo, y después, si por amor no se quisieran convertir y pareciera cumplir a la honra de Cristo procurar de hacerlos convertir por fuerza, entonces lo habías de hacer con tanta moderación, que los turcos conocieran que no les hacían guerra por señorearlos ni por robarlos, mas solamente por la salud de sus ánimas. ¿Mira tú ahora si lo hiciste así?

ÁNIMA.— Ni lo hice yo así, ni nunca hombre me aconsejó que lo debía hacer.

CARÓN.— Pues créeme tú a mí, que de otra manera antes os tornaréis vosotros peores que turcos que tornar los turcos cristianos. Mira ahora cuán gran servicio hacía tú a Dios en hacer guerra a los turcos.

ÁNIMA.— Bien creo yo que dices verdad, más juntamente con hacer servicio a Dios quería yo aprovecharme, acrecentando mi señorío en las tierras que tomase a los turcos.

CARÓN.— De esa manera más te movía tu interés particular que la honra de Jesucristo.

ÁNIMA.— No te lo puedo negar.

CARÓN.— ¿Qué más hacías?

ÁNIMA.— Edifiqué muchos templos y monasterios.

CARÓN.— Si el dinero que en eso gastaste ganaras con el trabajo de tus manos, pudiérate aprovechar, mas tú hurtabas el puerco, y dabas los pies por Dios. Fatigabas con exacciones indebidas tus súbditos y después pensabas aplacar a Dios con edificar templos.

ÁNIMA.— Mi confesor me decía siempre que con aquello me iría al paraíso, aunque en lo demás gozase muy libremente de mis vicios.

CARÓN.— Quizá le cumplía a él decirlo así. Veamos, ¿nunca te reprendía tus vicios?

ÁNIMA.— Reprendíame aquéllos que él mismo conocía tener yo voluntad de dejar, y por los otros pasaba muy livianamente por no descontentarme.

CARÓN.— ¡Oh, qué pestilencia! ¿Rezabas?

ÁNIMA.— Las horas de Nuestra Señora.

CARÓN.— ¿Entendíaslas?

ÁNIMA.— Ni aun sabía lo que me decía.

CARÓN.— ¿Cómo?

ÁNIMA.— Porque aunque las entendiera, jamás podía acabar conmigo de estar atento a ello.

CARÓN.— Pues, ¿de qué te aprovechaba tu rezar?

ÁNIMA.— Por cierto, yo no lo sé.

CARÓN.— ¡Mira qué ceguedad! Que pensases tú hacer servicio a Dios haciendo lo que no era de tu oficio, ensartando salmos sin saber lo que te decías, dejando de hacer lo que eras obligado por razón de tu oficio.

ÁNIMA.— ¿A qué llamas oficio? Sé que yo rey era, que no oficial.

CARÓN.— Si piensas que ser rey es otra cosa que oficio, estás engañado. Dígote de verdad que ser rey no es sino oficio, y aun muy trabajoso.

ÁNIMA.— ¡Ojalá pudiese yo tornar a ese trabajo!

CARÓN.— Por cierto, tú tienes un ruin deseo. Ea, dime, ¿cómo moriste?

ÁNIMA.— No sé qué enfermedad se me decretó de mis travesuras de mancebo de que morí medio desesperado.

CARÓN.— De tal vida como tú me has contado no se podía esperar otro fin. ¿Tú creías que había Dios?

ÁNIMA.— Sí.

CARÓN.— ¿Creías que había infierno y paraíso y que en el infierno habían de ser los malos castigados y en paraíso los buenos galardonados?

ÁNIMA.— Todo eso creía.

CARÓN.— Pues, malaventurado de ti, creyendo todo esto, ¿vivías como si ninguna cosa de ello creyeras?

ÁNIMA.- Fiábame en las bulas y confesionarios, indulgencias, y perdones que los papas me tenían concedido y también en la misericordia de Dios.

CARÓN.— ¿Parécete que sería misericordia perdonar tan grandes maldades como las tuyas, hechas y cometidas a sabiendas? Antes, porque es Dios misericordioso quiere que tú y los a ti semejantes seáis muy rigurosamente castigados, porque tratáis mal aquel pobre pueblo cristiano por cuyo bien fuisteis vosotros reyes instituidos. ¿No te pareciera crueldad si dejaras de castigar un público ladrón, salteador de caminos y capeador?

ÁNIMA.— Sí, por cierto.

CARÓN.— Pues la misma sería si Dios dejase de castigar a ti, peor que ladrón, capeador, y salteador de caminos. ¡Oh, desdichado de ti! Aunque no creyeras que había Dios, ni paraíso, ni infierno, sólo por huir la fama que dejas en el mundo te habías de apartar de tan mal vivir. Anda, pues, monstruo maldito, que acá te vezarán cómo se deben tratar los súbditos y gobernar los reinos. Torna tú, Mercurio, a tu historia.

MERCURIO.— Determinados los reyes de Francia e Inglaterra de hacer guerra al Emperador por tenerlo siempre en necesidad, esperando que viniese la primavera, sin haber consideración a la honra de Dios ni al bien de la república, enviaron un nuevo ejército en Italia, diciendo que iban a libertar al Papa.

CARÓN.— Ya el Emperador, ¿no les había escrito que le enviasen su parecer de lo que debía hacer en eso del Papa?

MERCURIO.— ¿No te digo que lo disimulaban por tener achaque para ejercitar su mal propósito y por descuidar al Emperador para que no proveyese a las cosas de Italia? Pues juntamente con enviar su ejército enviaron nuevos embajadores a España, porque tratando de la paz tuviesen al Emperador descuidado, como siempre suelen los franceses artificiar, que entonces se muestran más deseosos de la paz cuando más se aperciben para la guerra, por tomar desproveídos a sus contrarios.

CARÓN.— No es ése mal ardid de guerra.

MERCURIO.— Dices la verdad, para los que a su fe tienen perdida la vergüenza. Pasado el ejército de franceses en Italia, como el ejército del Emperador estaba todavía en Roma, medio amotinado, sin querer abajar en Lombardía, los franceses tomaron la ciudad de Génova y comenzaron a ganar tierra en el Estado de Milán. En este medio los embajadores de Francia e Inglaterra que eran venidos a tener en palabras al Emperador en Palencia, después de diversas comunicaciones y dilaciones en que los franceses andaban por descuidar más al Emperador, vinieron en esta conclusión, que se quitase de la capitulación de Madrid el capítulo que habla de la restitución de Borgoña, quedando su derecho a salvo al Emperador, y que el rey de Francia le pagaría por su recate dos millones de ducados de oro, de los cuales se descontase lo que el Emperador debía, de dineros prestados, al rey de Inglaterra, y que demás de esto, el rey de Francia conforme a la dicha capitulación de Madrid tomaba a su cargo de pagar al mismo rey de Inglaterra lo que le debía el Emperador, por razón de la indemnidad que le prometió pasando por Inglaterra.

CARÓN.— ¿A qué llamas indemnidad?

MERCURIO.— ¿No te acuerdas que te dije que el Emperador prometió al rey de Inglaterra que le pagaría lo que le pagaba el rey de Francia hasta que se tornase a concertar con él o ganase equivalente recompensa en Francia?

CARÓN.— Sí que me acuerdo.

MERCURIO.— Pues a esto llaman indemnidad, como quien dice, librarlo del daño que de mostrarse enemigo del rey de Francia se le seguía.

CARÓN.— Ya lo entiendo.

MERCURIO.— Allende de esto, prometieron los franceses que antes de entregárseles los rehenes, restituirían el Estado de Génova como era antes de ocupado, y también lo que más hubiesen ocupado en Italia, conforme al capítulo segundo de la capitulación de Madrid.

CARÓN.— Luego, ¿por qué habían enviado el ejército si pensaban restituir lo que tomasen?

MERCURIO.— ¿Restituir? Nunca tal cosa les pasó por pensamiento. ¿No te digo que no lo hacían sino por entretener en pláticas al Emperador? Allende de esto, cuanto al Estado de Milán, el Emperador ofreció que nombraría jueces sin sospecha para que viesen de derecho lo que se debía hacer, y que si ellos declarasen estar el duque Esforcia sin culpa, el Emperador lo restituiría en su estado y le daría la investidura de él, y si fuese por ellos condenado, quería el Emperador usar y disponer de aquel Estado de Milán a su voluntad, y como el derecho le otorga y que en todo lo demás, excepto algunas cosillas de poca importancia se guardase lo capitulado de Madrid. Con esto pensaban ya el Emperador y los de su parte que tenían la paz hecha. Mas cuando llegaron al atar de los trapos dijeron los franceses que ellos no tenían poder para concluir, y fue menester que tornasen a enviar a Francia todo lo platicado para ver si su Rey quería pasar por aquellas condiciones o no. Con esta conclusión, hecha a los quince de septiembre del año pasado de quinientos veintisiete, esperando la respuesta, se vino el Emperador a Burgos, y los embajadores de Francia e Inglaterra lo entretenían siempre, diciendo que cada día esperaban la respuesta. Otras veces decían que el rey de Francia había enviado a consultar con el rey de Inglaterra la plática, y que no podía mucho tardar la respuesta. Y todo esto hacían porque el Emperador se descuidase en proveer de remedio a las cosas de Italia, con esperanza que le harían restituir todo lo que allá hubiesen tomado, como habían prometido; y ellos en este medio iban ganando siempre tierra, y tomaron Alejandría, Pavia y otros lugares del Estado de Milán.

CARÓN.— Aína me harías enojar. ¿Cómo?, ¿que en tanto tiempo no conocía el Emperador el engaño?

MERCURIO.— El que no sabe engañar tarde presume que otros le engañen. Y por decirte la verdad, yo creo que se fiaba del rey de Inglaterra.

CARÓN.— De ése me fiara yo menos, teniendo cabe sí aquel Cardenal.

MERCURIO.— Dices la verdad, mas es cierto que la bondad no puede dejar de pensar bien. Tuvieron, pues suspenso al Emperador, hasta que ya pareciéndoles que si más tardaban en enviar la respuesta, se descubriría el engaño, envió el rey de Francia un secretario suyo, nombrado Bayart en España, que en la una mano llevaba ciertos capítulos con que entretener todavía al Emperador, y en la otra dos carteles, uno del rey de Francia y otro del rey de Inglaterra, para desafiarle cuando les pareciese tiempo. ¿Tú no ves, Carón, con cuánta soberbia aquella ánima entra en tu barca? ¿Qué me quieres apostar que es algún francés?

CARÓN.— ¿En qué lo conoces?

MERCURIO.— Llámalo y verlo has.

CARÓN.— Ven acá, ánima, ¿dónde cobraste tanta soberbia? ¿Eres por ventura francés?

ÁNIMA.— Sí que soy francés.

CARÓN.— Habla paso, que es la casa baja. ¿Qué oficio tenías?

ÁNIMA.— A lo menos no barquero ni galeote como tú.

CARÓN.— Pues, ¿qué eras?

ÁNIMA.— Secretario.

CARÓN.— ¿De algún consejo, o de quién?

ÁNIMA.— ¿Búrlaste? No, sino del Rey.

CARÓN.— ¿Del Rey? Sea mucho en hora buena. ¿Hiciste alguna cosa señalada que nos cuentes?

ÁNIMA.— Allegué en menos de diez años más de ochenta mil ducados.

CARÓN.— Hombre eras de buen recaudo.

ÁNIMA.— A la fe, sí, que buen recaudo y buena maña es menester para ello.

CARÓN.— ¿A qué llamas buena maña?

ÁNIMA.— ¿Piensas que te lo tengo de decir por tus ojos bellidos? A buena fe, no lo sepas si no me lo pagas bien.

CARÓN.— ¿Qué quieres que te dé?

ÁNIMA.— Que me hagas franco del pasaje.

CARÓN.— Soy contento.

ÁNIMA.— Daca la mano.

CARÓN.— Mas dame tú la tuya.

ÁNIMA.— No quiero.

CARÓN.— Estás tan acostumbrado de tomar que nunca querías dar como el fraile que se estuvo tres días en un silo por no dar la mano a los que lo querían sacar. Ahora, sus, no quede por eso, toma la mano.

ÁNIMA.— Pues está atento. Lo primero que yo hacía era dar a entender a todos que tenía tanta parte con el rey, que hacía de él lo que yo quería y que ninguna cosa él determinaba sin mí. Con esto hacía que todos los negociantes acudiesen a mí, y a los que me daban algo, hablaba yo con el bonete en la mano y les daba a todas horas audiencia; a los otros, mostraba muy mala cara hasta que les sacaba algo. Si vacaba o se había de proveer alguna cosa y la pedían dos o tres, a todos prometía yo de ayudar, si me prometían ellos de pagármelo y a las veces no hablaba por ninguno. Mas, cuando se proveían, aunque yo no hubiese hecho nada, todavía levaba por entero lo que me habían prometido, dando a entender que yo lo había hecho; y muchas veces, había sido contrario. De manera que de cuánto se proveía por mis manos y aun a ratos por las ajenas, llevaba yo mi repelón. Y con esta arte, prometiendo yo a entrambas partes, no se me podían escapar. Allende de esto, si se determinaba alguna cosa en consejo en favor de alguno, luego se la hacía saber con diligencia, dándole a entender que tal y tal le habían sido contrarios y que yo solo le había mantenido, siendo esto muchas veces al contrario, que ellos lo favorecían y yo solo lo acusaba.

CARÓN.— Veamos, ¿cómo sufrían eso los del consejo?

ÁNIMA.— Procuraba yo de tenerlos discordes. Iba al uno y decíale que el tal había dicho tal y tal cosa contra él y que lo quería mal, encargándole que no me descubriese, y después iba al otro y decíale otro tanto, de manera que como yo sembraba discordia entre todos y no se osaban fiar unos de otros, cada uno procuraba de agradarme por tenerme de su parte, y así los traía a todos a mi voluntad, y ninguno osaba abrir la boca contra mí.

CARÓN.— Gentil manera era ésa.

ÁNIMA.— De esta manera tenía yo tan tiranizada aquella corte, que unos me daban seda, y otros plata, otros buenos ducados.

CARÓN.— ¿No gastabas nada?

ÁNIMA.— Muy poco, porque yo muchas veces comía fuera de mi casa y otras convidaba a otros que me daban de comer en mi propia casa; a otros hacía jugar comigo cosas de comer, y si ellos perdían, pagaban, y si yo, ni ellos me lo osaban pedir, ni yo me comedía a pagarlo, pues mis criados con mejor apetito se levantaban que no se sentaban a la mesa. Allende de esto, como el Rey se fiaba de mí, hacíale yo firmar lo que quería, y aprovechábame muy gentilmente de ello, de manera que con éstas y otras tales granjerías, ganando mucho y gastando poco, que es la verdadera alquimia, me hice presto rico.

CARÓN.— Ésas, ¿no eran falsedades y aun traiciones, cohechar y vender humo a los negociantes y engañar a tu señor que se fiaba de ti?

ÁNIMA.— ¿Qué se me daba a mí? Hiciese yo mi provecho y fuese como quiera.

CARÓN.— Y al Rey, ¿hiciste algún señalado servicio?

ÁNIMA.— Así burlando, el mayor que nunca criado hizo a su señor.

CARÓN.— Alguna gran cosa debe ser ésta.

ÁNIMA.— Sabes qué tan grande, que yo fui el primero que le aconsejase que ofreciese al Emperador todo lo que pidiese por salir de prisión, y que después de salido, no cumpliese cosa alguna de lo que él le hubiese prometido. Y con este mi buen consejo él quedó libre y el Emperador engañado.

CARÓN.— A osadas, de tal consejero tal consejo.

ÁNIMA.— Y aun te prometo que el Rey no me lo tuvo en poco.

CARÓN.— Con razón.

ÁNIMA.— Pues más hice, que desde antes que el Rey saliese de España tenía ya yo concertado con el Papa y con otros potentados de Italia que juntamente con él hiciesen guerra al Emperador, como la hicieron, y allende de esto trabajé de ganar de nuestra parte al rey de Inglaterra, de manera que se concertaron el año pasado de mover muy cruel guerra contra el Emperador, e hice yo que mientras ellos se aparejaban para la guerra, porque el Emperador no la barruntase, le enviasen, como le enviaron, embajadores para entretenerlo con esperanza de paz y ahora nuevamente han enviado los reyes de armas con sus carteles de desafío para intimarle la guerra, así que o yo me engaño o a esta hora él es desafiado.

CARÓN.— Por cierto, grandes servicios son ésos, robar los negociantes, engañar tu Rey y señor que se fiaba de ti, y después de esto darle consejos con que perdiese su honra y fama para siempre.

ÁNIMA.— Mira, hermano, todo mi intento era dejar muy gran estado, y para hacerlo no tenía mejores medios que éstos. No, sino sed bueno, y viviréis toda vuestra vida pobre.

CARÓN.— ¿Es posible que en la Corte de un príncipe cristiano se sufra una pestilencia como tú?

ÁNIMA.— Antes para andar en la Corte éstas y otras semejantes artes son más que necesarias si no queréis más ser de todos burlado y menospreciado con vuestras virtudes, que con esta buena maña ser loado por buen cortesano.

CARÓN.- ¿Cómo? ¿Buen cortesano llamáis vosotros a un monstruo como tú te me has aquí representado?

ÁNIMA.— Hermano, menester es vivir como en la tierra donde hombre se halla, y pues se requiere esto para vivir en las Cortes de los príncipes, no te maravilles que yo me conformase con la costumbre. Es verdad que, acordándome de cuanta obligación tienen los hombres a ser perfecto cada uno en su oficio, trabajeme yo tanto de serlo en este mío, que a ninguno de los pasados pienso haber dejado de sobrepujar, ni a alguno de los venideros lugar para que me pueda alcanzar.

CARÓN.- ¿De manera que saliste en tu bellaquería perfecto?

ÁNIMA.— Perfectísimo.

CARÓN.— ¿No hay leyes que castiguen tan grandes maldades?

ÁNIMA.— Sí hay, mas, ¿quién osará tomarse con un privado de un príncipe? Allende de esto, son cosas que se tratan secretamente, de manera que cuando vengan en juicio non se pueden probar y aunque se probasen, nunca falta alguno del mismo oficio que tome su defensión, de suerte que por maravilla vemos castigar tales cosas, cuanto que yo no le he oído, salvo de un Turino que hizo matar Alejandro Severo con humo a las narices.

CARÓN.— Hízolo aquel gentil, ¿y no lo hacen los cristianos? Mas, pues, quisiste ser malo, aquí pagarás la pena de tu maldad.

MERCURIO.— ¿No te parece, Carón, que se conforma esto con lo que yo te he dicho?

CARÓN.— Así me parece. Y teniendo los príncipes cabe sí tal gente, no me maravillo sino del mal que no hacen.

MERCURIO.— Tornando, pues, a nuestro propósito, el secretario del rey de Francia, de quien te hablaba, llegó a Burgos donde a la sazón el Emperador estaba a doce días del mes de diciembre, diciendo que traía la resolución de la paz y venidos todos los embajadores de Francia e Inglaterra al Emperador, disimulando los carteles que tenían para desafiarlo, dijeron que le darían por escrito lo que el rey de Francia por amor de la paz y por cobrar sus hijos quería hacer, y dieron una escritura que allende de otras muchas cosas que quitaban de lo que en Palencia habían ofrecido, querían que el Emperador, a humo muerto, restituyese en su Estado al duque Francisco Esforcia, aunque se hallase haberlo ofendido, y de la restitución de Génova y condado de Aste no hablaban palabra ni querían retirar el ejército que tenían en Italia fasta que hubiesen cobrado los hijos del rey de Francia que estaban en poder del Emperador en rehenes. Cuando el Emperador esto oyó, maravillose y hízoles decir que hablasen claramente si tenían comisión de ofrecer otra cosa o no. A la fin, respondieron, satisfaciendo algunas dificultades de las que parecía haber en la primera escritura, y principalmente que, cuanto al Estado de Milán que los reyes de Francia e Inglaterra eran contentos que el Emperador nombrase luego jueces no sospechosos para que viesen y determinasen si el duque Francisco Esforcia merecía ser privado o no, y que todos pasasen por los que aquéllos determinasen.

CARÓN.— ¿De manera que ya en eso no quedaba dificultad?

MERCURIO.— Ninguna.

CARÓN.— Según eso, parece que ellos estaban inclinados a querer paz.

MERCURIO.— Esto hacían ellos por dar a entender que se allegaban a razón y para venir al rompimiento dejaban atrás el punto principal, que no querían restituir a Génova ni a Aste, ni retirar el ejército de Italia hasta que hubiesen cobrado los hijos del rey de Francia.

CARÓN.— Y para hacerlo, ¿no ofrecían alguna seguridad?

MERCURIO.— Decían que el rey de Francia se obligaría a restituir Génova y Aste y retirar su ejército dentro de cierto término después que hubiese cobrado sus hijos, so pena de trescientos mil ducados, y para seguridad de la paga de ellos, daría rehenes en poder del rey de Inglaterra. ¿No te parece que era gentil seguridad ésta?

CARÓN.— Gentil, para fiarse de un hombre que tan poco caso hace de romper su fe.

MERCURIO.— Vista, pues, por el Emperador la final conclusión presentada por los embajadores de Francia e Inglaterra el primer día de este año MDXXVIII les mandó responder por escrito que en lo que pedían del Estado de Milán, aquello era lo mismo que muchas veces les había ofrecido, pero en cuanto a la restitución de Génova y Aste y al retirar del ejército que franceses tenían en Italia, porque no quedase causa de venir a otro rompimiento de guerra, el Emperador quería que en todo caso restituyesen lo que habían de restituir y que retirasen su ejército antes que se les entregasen los rehenes.

CARÓN.— Paréceme a mí que en eso el Emperador tenía mucha razón. Y veamos, ¿por qué no querían los franceses venir en ello?

MERCURIO.— Decían que si ellos retiraban su ejército y restituían lo que habían de restituir antes que cobrasen sus rehenes, podrían quedar burlados si el Emperador después no se los quisiese dar, pidiéndoles otras condiciones, demás de las ya asentadas.

CARÓN.— No decían mal.

MERCURIO.— Antes no podían decir peor, ni cosa más contra razón, pues cuanto a lo primero, ellos no tenían causa de desconfiarse del Emperador, porque nunca les había rompido su fe. Allende de esto, pues antes que ellos hubiesen tomado Génova ni Aste, ni tuviesen ejército en Italia, el Emperador era contento de restituir al rey de Francia sus hijos, casi con esas mismas condiciones, ¿qué razón había para pensar que no lo había ahora de hacer? Antes en no querer ellos retirar su ejército daban claramente a entender la intención que tenían de no guardar ni cumplir lo que prometían sino comenzar nueva guerra en habiendo cobrado sus hijos, así como han hecho ahora, porque ninguna razón había de querer los franceses hacer tantos gastos en entretener su ejército en Italia desde la conclusión de la paz hasta después de la restitución de los rehenes, si no tenían intención de continuar la guerra. Y aun más hizo el Emperador que, habiéndole los embajadores de Francia e Inglaterra declarado que toda la dificultad estaba en la restitución de Génova y Aste y en el retirar del ejército antes o después de la restitución de los rehenes, y que si en aquellas dificultades se daba algún corte, luego se podría concluir la paz. El Emperador les dijo que si era así como ellos decían, porque una cosa tan santa, tan saludable, y tan provechosa, como era la paz no quedase por tan pequeña causa sin conclusión, que él les daría a ellos las mismas seguridades que ellos le habían ofrecido a él y aun mayores si mayores las quisiesen.

CARÓN.— No era la cosa igual, la restitución de los hijos del rey de Francia con la restitución de dos ciudades y retirar un ejército.

MERCURIO.— Dices verdad, que la cosa no era igual, mas también quedaba a los franceses en su poder lo que habían de dar por cobrar sus hijos. Y allende de esto, las seguridades que daba el Emperador eran, de restituirles lo que ellos hubiesen entregado, y más trescientos mil ducados para tornar a hacer el ejército que hubiesen deshecho. De manera que, aunque el Emperador no quisiera cumplir por su parte, lo que en manera alguna no es verosímil, no podía el rey de Francia recibir en ello daño alguno, lo que por el contrario se puede decir del Emperador, que si él viniera en hacer lo que los franceses querían, y ellos otra vez le engañaran, le fuera muy gran afrenta haberse dejado dos veces tan claramente engañar.

CARÓN.— Ahora te entiendo. Pues veamos, ¿qué respondieron a eso los embajadores de Francia?

MERCURIO.— ¿Qué querías que respondiesen? Andaban en dilaciones, diciendo que les parecía que el Emperador se ponía en razón, mas que ellos no tenían poder para aceptar lo que les ofrecía, y menos comisión para enviar, mas a comunicarlo con su Rey, y que les pesaba que por tan poca cosa viniesen en rompimiento, y no dejaban de solicitar al Emperador que quisiese aceptar las condiciones que le ofrecían.

CARÓN.— ¿De manera que la cosa no estuvo en más de no se querer fiar el uno del otro?

MERCURIO.— A la fe, estuvo en que el rey de Francia, no queriendo paz, buscó este achaque para mover la guerra.

CARÓN.— Así me parece. Mas, mira, Mercurio, cuál viene aquel espantajo de higuera tan largo como una blanca de hilo.

MERCURIO.— Sin duda, debe ser algún hipócrita, déjame con él. ¿Adónde vas, ánima?

ÁNIMA.— Al cielo.

MERCURIO.— ¿Al cielo? Ea, dime ¿cómo viviste en el mundo para que pienses subirte al cielo?

ÁNIMA.— Fui de los cristianos que se llaman perfectos.

MERCURIO.— ¿Parécete que va poca diferencia de llamarse perfecto a serlo?

ÁNIMA.— Bien sé que hay mucha, mas yo no solamente me lo llamaba, mas éralo.

MERCURIO.— Muy gran señal es de no haberlo sido pensar tú que lo eras.

ÁNIMA.— ¿Mas muy gran necedad sería mía pensar yo no ser perfecto siéndolo?

MERCURIO.— Ea, veamos, ¿cómo lo eras?

ÁNIMA.— Yo era cristiano.

MERCURIO.— También lo son muchos ladrones.

ÁNIMA.— Era sacerdote.

MERCURIO.— De ésos hay muchos ruines.

ÁNIMA.— Dejé toda mi hacienda por seguir la perfección cristiana.

MERCURIO.— También la podías seguir teniéndola.

ÁNIMA.— ¿Cómo?

MERCURIO.— Porque la pobreza más consiste en la voluntad que en la posesión.

ÁNIMA.— Decía cada día misa, y allende las horas canónicas rezaba muchas oraciones por mi devoción. Ayunaba todos los días que manda la iglesia a pan y agua. Nunca dormí en cama ni aun estando enfermo. Nunca me vestí camisa. Andaba los pies descalzos. Disciplinábame tres veces en la semana. Ha más de treinta años que no comí carne, aunque ahora cuando me quise morir, los físicos me decían que estaba en peligro de muerte; de manera que todos me besaban la ropa por santo.

MERCURIO.— Todos ésos eran buenos medios para seguir la doctrina cristiana si armaban a tu complexión, mas, por decirte la verdad aún no te he oído decir cosa por donde te debieses llamar perfecto ni esperar de subir al cielo.

ÁNIMA.— ¿Cómo no? Aína me harías tornar loco.

MERCURIO.— Porque esas obras eran exteriores y solamente medios para subir a las interiores y tú fiábaste tanto en ellas que no curabas de otra cosa; si no, respóndeme a lo que te preguntare.

ÁNIMA.— Di.

MERCURIO.— ¿Tenías caridad?

ÁNIMA.— ¿A qué llamas caridad?

MERCURIO.— Si amabas a Dios sobre todas las cosas y a tu próximo como a ti mismo.

ÁNIMA.— Eso era lo principal que yo hacía.

MERCURIO.— Sepamos, pues, cómo lo hacías. Dime, ¿difamabas y murmurabas por dicha algunas veces de tu próximo?

ÁNIMA.— ¿Por qué no? De los que decían mal de mí y presumían de reprenderme.

MERCURIO.— Porque eras obligado a dar bien por mal, y en esto dabas mal por bien, como era reprenderte lo que mal hacías. ¿Parécete que era gentil caridad esa? Veamos, ¿qué decías de ellos?

ÁNIMA.— Decía que eran malos hombres y que perseguían la religión cristiana.

MERCURIO.— Y eso, ¿pensabas tú que fuese verdad?

ÁNIMA.— Bien sabía que no era verdad, mas no tenía otro medio de vengarme de ellos.

MERCURIO.— Luego, según eso, ni tú amabas a tu próximo como a ti mismo, pues los perseguías sin razón, ni a Dios sobre todas las cosas, persiguiendo a Jesucristo en sus miembros.

ÁNIMA.- Esto yo lo confieso, mas, ¿por qué me daban ellos causa para que lo hiciese? Sé que, aunque yo fuera malo, no era razón que me reprendiesen, porque quitaban la devoción que la gente tenía conmigo.

MERCURIO.— ¿Qué decían de ti?

ÁNIMA.— Andábanme acechando, y si alguna vez me veían entrar en casa de alguna mujer, luego lo publicaban.

MERCURIO.— Y, ¿cómo? ¿Tenías tú que hacer con mujeres?

ÁNIMA.— Pocas veces, cuando la carne mucho me vencía, mas procuraba de hacerlo muy secretamente. Allende de esto, decían que toda mi santidad no era sino para ganar crédito con el vulgo y porque me diesen algún obispado.

MERCURIO.— Veamos, y en eso, ¿decían verdad?

ÁNIMA.— Sí decían, mas no era bien hecho publicarlo. Decían asimismo que era envidioso, y que de envidia perseguía a los que vivían mejor que yo.

MERCURIO.— Y tú, ¿hacíaslo?

ÁNIMA.— Algunas veces.

MERCURIO.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Porque me impedían mi ganancia. Decían también que andaba yo engañando las mujercillas con mil supersticiones.

MERCURIO.— Harto malo era eso, si es verdad.

ÁNIMA.— Yo no lo niego, mas si no lo hiciera así, muchas veces muriera de hambre.

MERCURIO.— ¿No fuera mejor guardar tu hacienda y vivir de ella, o si ya no querías tenerla, ganar de comer con el trabajo de tus manos, que no dejarla para venir después a ofender a Dios buscando de comer?

ÁNIMA.— No era honesto, que siendo yo sacerdote, trabajase.

MERCURIO.— San Pablo, ¿no era sacerdote?

ÁNIMA.— Sí.

MERCURIO.— Pues él mismo, ¿no dice que trabajaba de noche con sus manos para ganar de comer por no ser molesto al próximo?

ÁNIMA.— Así lo he oído.

MERCURIO.— Pues, haciéndolo San Pablo, ¿parécete que no te fuera honesto hacerlo tú?

ÁNIMA.— No tuviera tiempo para decir mis horas y rezar mis devociones.

MERCURIO.— Por cierto que te valiera mucho más no rezarlas que por rezarlas ponerte en peligro de pecar, porque pecando como dices que pecabas, poco te aprovechaban tus misas, tus ayunos, tus disciplinas, ni tus oraciones.

ÁNIMA.— Veamos, en parte, ¿no son preceptos de la iglesia?

MERCURIO.— Sí.

ÁNIMA.— Pues, ¿por qué nos los mandan hacer si no nos dan de aprovechar?

MERCURIO.— Mándalo la iglesia hacer porque es medio para seguir la perfección cristiana, que consiste más en cosas interiores que en exteriores, y los que no entendiendo esto, las toman por fin como tú has hecho, hállanse como tú te hallas ahora, burlados. Ven acá. Si tú tuvieses una villa muy fuerte y queriendo poblarla de gente muy esforzada, prometieses que darías a los que entrasen en ella por combate muy lindas casas en que morasen y heredades de que viviesen, prometiendo de ayudar a los que animosamente se allegasen a los muros, y los capitanes de la gente que viniesen a combatir tu villa, viéndola de muchos enemigos cercada, aparejados para resistirles la entrada, mandasen a los combatidores que se armasen muy bien y se vistiesen todas sus libreas, repartiéndolos por sus capitanías y que velasen y no comiesen demasiado, porque al tiempo del combate se hallasen más ligeros. Si uno de estos combatidores se armase de todas armas mejor que los otros, y se vistiese de librea más galán que los otros, y estuviese más sobrio que los otros, y al tiempo del combate se quedase en las tiendas, y después de ganada la villa y abiertas las puertas, viniese a pedirte el premio que habías prometido porque vino entre los combatidores y se armó y vistió de librea y estuvo muy sobrio, veamos, tú, ¿daríaselo?

ÁNIMA.— ¿Por qué se lo había de dar?

MERCURIO.— ¿Qué le responderías?

ÁNIMA.— A la fe, diríale yo, hermano, no prometí mis casas ni mis heredades al que se llamase combatidor ni al que se armase, ni al que se vistiese de librea ni al que comiese sobriamente sino al que entrase en mi villa por combate, armado o desarmado, vestido o desnudo, ayuno o harto. Esos eran medios para alcanzar esto otro. Y pues tú te contentaste con ellos, no solamente no habrás galardón, mas eres digno de muy recio castigo, porque llamándote mío te escondiste al tiempo de la necesidad y diste causa a otros para hacer lo mismo.

MERCURIO.— Tú lo has dicho muy gentilmente. Has, pues, ahora de saber que Jesucristo, queriendo poblar su doctrina de gente esforzada, prometió el Reino del cielo al que lo siguiese. Y para que más seguramente lo pudiesen seguir, ordenó la iglesia ciertos mandamientos como medios con que alcanzasen la perfección cristiana, como el ayuno contra la lujuria, la oración contra la soberbia, y así de los otros. No te prometió a ti la iglesia el cielo porque guardases estos sus mandamientos, más dícete que son muy buenos medios para alcanzar y seguir la doctrina cristiana, que es la villa que tú tenías, por la cual has de haber el cielo, que son las casas y heredades que tú prometiste a los que en ella entrasen por combate. Pues si tú ahora vienes a pedir a Dios el cielo, diciendo que eras cristiano y sacerdote, que ayunaste a pan y agua, que rezaste y te disciplinaste y hiciste todas las otras cosas que me has contado, ¿no te parece que diría Dios lo mismo que tú dices que dirías al otro? Hermano, yo no prometí el cielo a los que se llamasen cristianos, ni sacerdotes ni a los que hiciesen esas otras cosas sino a los que siguiesen mi doctrina. Y porque más seguramente la siguiesen, fueron dados y ordenados esos mandamientos. Si tú las siguieras, aparejado te fuera el premio que yo prometí, mas pues no lo hiciste por haber tomado y guardado los medios que fueron dados y ordenados para ello, más digno eres de pena que de galardón. A lo menos no podrás ahora tú negar que esta sentencia no sea justa.

ÁNIMA.— ¿Cómo es posible que así se pierdan tantas y tan buenas obras?

MERCURIO.— ¿No has leído lo que escribió San Pablo a los Corintios? Que aunque tuviese todas las otras virtudes, si le faltaba caridad, no le valía todo nada.

ÁNIMA.— Así lo decían.

MERCURIO.— Pues así te acaece ahora a ti, que todos tus trabajos y todas tus buenas obras no te aprovechan, porque vinieron desnudas y vacías de caridad.

ÁNIMA.— No te puedo creer.

CARÓN.— Entra, pues, en la barca que presto lo creerás, y tú, Mercurio, prosigue adelante.

MERCURIO.— Ya que los embajadores de Francia habían llegado sus cosas a término que el concertado desafío no quería más dilación, faltaba que los embajadores de Inglaterra buscasen también ellos algún achaque para hacer y notificar su desafío, y no teniendo otro, pidieron al Emperador que luego sin dilación alguna pague al rey de Inglaterra su señor todo lo que le debe en dinero contado. El Emperador les respondió que se maravillaba de una demanda tan súbita como aquélla, que él nunca había negado lo que al rey de Inglaterra debía, antes había estado y estaba aparejado para pagárselo todo muy cumplidamente, y demandoles que diesen por escrito lo que pretendían debérsele. Pidieron, pues, ellos tres cosas: la primera, cerca de trescientos mil ducados que en diversas veces el rey de Inglaterra había emprestado al Emperador; la segunda, quinientos mil ducados que fueron puestos de pena a aquél por quien quedase de cumplirse el casamiento concertado entre el Emperador y la hija del rey de Inglaterra, no siendo más de cuatrocientos mil; y la tercera, la indemnidad de que poco ha hicimos mención, la cual querían que el Emperador pagase por cuatro años y cuatro meses. El Emperador les respondió que cuanto a la primera partida que era del dinero prestado, que siempre estuvo y estaba aparejado para pagarlo y preguntoles si tenían allí sus obligaciones y prendas que por la dicha deuda había dejado al Rey por su seguridad, porque cobrándolas luego pagaría y respondieron ellos que no. Díjoles el Emperador que ordenándose un lugar a entrambas partes seguro, donde se pudiese hacer la paga de la dicha deuda y cobrar sus obligaciones y prendas, pagaría luego sin alguna dilación lo que debía. Cuanto a las otras dos partidas que pedían, de la pena de casamiento e indemnidad, el Emperador les dijo que quería enviar una persona a informar al Rey de lo que en aquello pasaba, diciendo que cumpliría lo que pareciese que por derecho debiese, que a la verdad, era nada.

CARÓN.— Luego, ¿todo eso era buscar tranquillas para venir al desafío que tenían ya concertado?

MERCURIO.— Dices muy gran verdad y si lo quieres saber más de veras, ya en Inglaterra habían avisado a sus mercaderes que no llevasen sus mercaderías en tierras del Emperador, mostrando tener determinado el rompimiento de la guerra.

CARÓN.— ¿No tiene mala vergüenza un rey de Inglaterra de mover guerra por dineros, aunque el Emperador, debiéndoselos, se los negara cuanto más ofreciendo de pagarle luego lo que le debía?

MERCURIO.— Todo lo hacía aquel Cardenal.

CARÓN.— Espérate, Mercurio, veamos quién es éste.

ÁNIMA.— Acaba, si quieres pasarme.

CARÓN.— ¿Quién eres tú que vienes tan de prisa?

ÁNIMA.— Teólogo.

CARÓN.— Y siendo teólogo, ¿te vienes al infierno? Según eso, no tenías más del nombre de teólogo.

ÁNIMA.— ¿Cómo no?

CARÓN.— Porque si fueras de veras teólogo, supieras qué cosa es Dios, y sabiéndolo, imposible fuera que no lo amaras, y amándolo, hicieras por donde te subieras al cielo.

ÁNIMA.— No sabes lo que te dices; sé que eso no es ser teólogo.

CARÓN.— Pues, ¿qué?

ÁNIMA.— Saber disputar pro y contra, y determinar cuestiones de teología.

CARÓN.— Y en eso, ¿eras grande hombre?

ÁNIMA.— ¡Mira si era! Daba a entender todo que yo quería con falsos o verdaderos argumentos.

CARÓN.— ¿De qué manera?

ÁNIMA.— Yo te pondré un ejemplo tan grosero como tú. Dime, ¿quién eres tú?

CARÓN.— Carón.

ÁNIMA.— ¿Qué quieres apostar que te hago conocer que eres cabrón?

CARÓN.— ¡Que no!

ÁNIMA.— Vaya el pasaje, ¿que te pague doblado o que no te pague nada?

CARÓN.— Soy contento.

ÁNIMA.— El cabrón tiene barbas y nunca se las peina; tú tienes barbas y nunca te las peinas, luego tú eres cabrón.

CARÓN.— Por cierto, tú lo has muy gentilmente probado; yo me doy por vencido. Mas espérate, veamos si seré yo mejor sofista que tú. ¿Qué me quieres apostar que te hago conocer que eres asno, no por sofisma, mas por gentiles argumentos?

ÁNIMA.— ¿Qué va que no?

CARÓN.— ¡Vaya esa arrogancia que tú traes contra mi barba de cabrón!

ÁNIMA.— Ahora, sus, soy contento.

CARÓN.— Dime, pues, ¿qué cosa es asno?

ÁNIMA.— El asno es animal sin razón.

CARÓN.— ¿Qué cosa es razón?

ÁNIMA.— Entendimiento para seguir lo bueno y desviar lo malo.

CARÓN.— Pues, luego si tú, estando en el mundo, no tuviste entendimiento para seguir lo bueno que es la virtud, y apartarte de lo malo que son los vicios, síguese que no tenías razón y no teniéndola, tus propias palabras te convencen que eres asno.

ÁNIMA.— Eso yo nunca hallé en mi teología.

CARÓN.— ¡Gentil teología era la tuya!

ÁNIMA.— Yo nunca aprendí otra.

CARÓN.— ¿Nunca leíste las epístolas de San Pablo?

ÁNIMA.— Ni aun las oí nombrar sino en la misa.

CARÓN.— ¿Y los Evangelios?

ÁNIMA.— Lo mismo.

CARÓN.— Pues, ¿cómo eres teólogo?

ÁNIMA.— ¡Como si para ser teólogo fuesen menester las Epístolas ni Evangelios!

CARÓN.— Pues, ¿qué leías?

ÁNIMA.— Scoto, Santo Tomás, Nicolao de Lira, Durando y otros semejantes doctores, y sobre todos, Aristóteles.

CARÓN.— ¿Y los Testamentos Viejo y Nuevo, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Agustín, y los otros santos doctores, ¿no los leías?

ÁNIMA.— Algunas veces, mas pocas, porque no tienen esa sutileza de estos otros.

CARÓN.— De esos lodos vienen estos polvos. Andáis vosotros toda vuestra vida leyendo y aprendiendo disputas, cuestiones, dudas y dificultades por dar a entender a los simples que sabéis algo porque os tengan por letrados, y no curáis de leer la Sagrada Escritura ni aquellos doctores de que podríais sacar la verdadera doctrina cristiana, y así cual es vuestro ejercicio, tal es el fruto que hacéis para vosotros y para todos.

ÁNIMA.— Ven tú ahora a predicarme. Mejor harás de mandar que no me pidan el pasaje, pues te lo he ganado.

CARÓN.— Soy contento, anda, vete.

MERCURIO.— Está atento, Carón, que ya andamos al cabo. Venidos ya los embajadores de Francia e Inglaterra al punto de lo que querían para desafiar al Emperador, pareciéndoles la cosa no sufrir más dilación, y ser ya tiempo de aparejarse para comenzar muy de veras la guerra esta primavera, y sabiendo secretamente cómo el Papa había sido libertado por los ministros del Emperador, porque su prisión era la principal causa que ellos tenían puesta en sus carteles de desafío, viendo que si el Emperador viniera a saber la libertad del Papa antes que ellos lo desafiaran, perdiera mucha de su autoridad el desafío, determinaron de hacer lo que tenían concertado.

CARÓN.— Dime tú ahora, Mercurio, habiendo el Emperador escrito al rey de Inglaterra la carta que me leíste en que le pide consejo de lo que debe hacer sobre lo del Papa, y no habiendo él querido responder a ello, ¿qué razón había o qué achaque podía él sacar de allí para desafiarlo? ¿Quién no verá que si el rey de Inglaterra, o por mejor decir, aquel su cardenal, deseaban la libertad del Papa, que primero no lo escribieran al Emperador, pues le había demandado su parecer sobre ello antes que tan inicuamente venir a desafiarlo?

MERCURIO.— Yo te confieso que no había razón, y que el achaque era muy necio, pero algo habían de fingir para poner por obra lo que querían hacer. Pues ayer fueron a palacio del Emperador juntos los Embajadores de Francia e Inglaterra, Venecia y Florencia a despedirse del Emperador como quien tenía la guerra por rompida.

CARÓN.— Y el Emperador, ¿qué les respondió?

MERCURIO.— Respondioles que le pesaba que los reyes sus amos mirasen tan mal lo que cumplía al bien de la cristiandad, mas pues ellos así lo querían, que se fuesen en hora buena, pero que él no quería que saliesen de sus reinos hasta que los embajadores que él tenía en Francia, Inglaterra y Venecia estuviesen en lugar seguro donde se pudiese hacer el trueque de los unos embajadores con los otros. Y con estas respuestas se despidieron.

CARÓN.— Mira también tú cómo se va aquella ánima por la cuesta arriba. Vamos tras ella.

MERCURIO.— Vamos.

CARÓN.— ¡Torna acá, ánima! ¿Dónde vas?

ÁNIMA.— En eso estaba pensando.

CARÓN.— ¡Sabes si me enojo!

ÁNIMA.— Darás de coces a tu barca.

CARÓN.— Espera a lo menos, mira que te quiero preguntar.

ÁNIMA.— Qué me place.

CARÓN.- ¿De dónde vienes?

ÁNIMA.— Del mundo.

CARÓN.— ¿Dónde vas?

ÁNIMA.— Al cielo.

CARÓN. - En hora mala ello sea. De esa manera, no pasarás por mi barca.

ÁNIMA.— Así me parece.

CARÓN.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Porque así plugo a Jesucristo.

CARÓN.— Pues no puedo haber de ti otra cosa. A lo menos yo te ruego que me cuentes cómo viviste en el mundo, pues así vas a gozar de tanta gloria.

ÁNIMA.— Aunque se me hace de mal detenerme en tal jornada, no quiero dejar de satisfacer a tu voluntad. Has de saber que, siendo mancebo, aunque naturalmente aborrecía los vicios, malas compañías me tuvieron muchos años capuzado en ellos. Cuando llegué a los veinte años de mi edad, comencé a reconocerme y a informarme qué cosa era ser cristiano, y conociendo ser la ambición muy contraria a la doctrina cristiana, desde entonces determiné de dejar muchos pensamientos vanos que solía tener de adquirir muchos bienes temporales, y me comencé a burlar de algunas supersticiones que veía hacer entre cristianos, mas no por eso me aparté de mis vicios acostumbrados. Cuando entré en los veinticinco años comencé a considerar conmigo mismo la vida que tenía y cuán mal empleaba el conocimiento que Dios me había dado e hice este argumento diciendo, o esta doctrina cristiana es verdadera o no; si es verdadera, ¿no es grandísima necedad mía vivir como vivo, contrario a ella? Si es falsa, ¿para qué me quiero poner en guardar tantas ceremonias y constituciones como guardan los cristianos? Luego me alumbró Dios el entendimiento y conociendo ser verdadera la doctrina cristiana, me determiné de dejar todas las otras supersticiones y los vicios, y ponerme a seguirla según debía y mis flacas fuerzas bastasen, aunque para ello no me faltaron, de parientes y amigos, infinitas contrariedades: unos decían que me tornaba loco, y otros que me quería tornar fraile, y no faltaba quien se burlase de mí. Sufríalo yo todo con paciencia por amor de Jesucristo.

CARÓN.— ¿No te metiste fraile?

ÁNIMA.— No.

CARÓN.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Porque conocí que la vida de los frailes no se conformaba con mi condición. Decíanme que los frailes no tenían tantas ocasiones de pecar como los que allá fuera andábamos, y respondía yo que tan entera tenían la voluntad para desear pecar en el monasterio como fuera de él, cuanto más que a quien quiere ser ruin, nunca ni en algún lugar le faltan ocasiones para serlo, y aun muchas veces caen más torpe y feamente los que más lejos se piensan apartar. Bien es verdad que una vez me quise tornar fraile por huir ocasiones de ambición, y fuime a confesar con un fraile amigo mío, y cuando me dijo que tanta ambición había entre ellos como por allá fuera, determineme de no mudar hábito.

CARÓN.— ¿Tenías conversación con ellos?

ÁNIMA.— Sí, con aquéllos en quien veía resplandecer la imagen de Jesucristo.

CARÓN.— Pues, ¿hicístete clérigo?

ÁNIMA.— Tampoco.

CARÓN.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Sentíame indigno de tratar tan a menudo aquel Santísimo Sacramento y hacíaseme de mal haber cada día de rezar tan luengas horas, pareciéndome que gastaría mucho mejor mi tiempo en procurar de entender lo que los otros rezaban y no entendían, que no en ensartar salmos y oraciones sin estar atento a ello ni entenderlos. Allende de esto, me decían que no era bien dar órdenes a quien no tuviese beneficio, y sabidas las trampas y pleitos que en los beneficios eclesiásticos había, no quise meterme en aquel laberinto.

CARÓN.— Pues, ¿qué manera de vivir tomaste?

ÁNIMA.— Caseme.

CARÓN.— En harto trabajo te pusiste.

ÁNIMA.— En trabajo se ponen los que se casan teniendo respecto a la hermosura exterior, a los bienes temporales, pero yo, sin mirar a nada de esto, escogí una mujer de mi condición con quien viví en mucho contentamiento. Si yo quería una cosa, ella decía que era muy contenta, y lo mismo hacía yo cuando ella quería algo.

CARÓN.— ¿Nunca reñíais?

ÁNIMA.— Alguna vez, cuando el uno por complacer al otro, no nos determinábamos en lo que habíamos de hacer.

CARÓN.— Ese reñir era tener paz.

ÁNIMA.— Así es.

CARÓN.— ¿Fuiste en alguna romería?

ÁNIMA.— No, pareciéndome que en todas partes se deja hallar Jesucristo a los que de veras lo buscan, y porque veía a muchos volver de ellas más ruines que cuando partieron, y también me parecía simpleza ir yo a buscar a Jerusalén lo que tengo dentro de mí.

CARÓN.— De esa manera, no tenías tú por buenas las peregrinaciones.

ÁNIMA.— Así como pensaba no serme a mí necesarias, así alababa y tenía por buena la santa intención con que algunos se movían a hacerlas.

CARÓN.— ¿Oías misa?

ÁNIMA.— Los días de fiesta sin faltar alguno, y también los otros días cuando no tenía qué hacer.

CARÓN.— ¿Ayunabas?

ÁNIMA.— Cuando me sentía bueno, ayunaba todos los días que manda la iglesia, y demás de esto todas las veces que me parecía serme el ayuno necesario a la salud del cuerpo o del ánima.

CARÓN.— Y en esos días que ayunabas por tu voluntad, ¿comías carne?

ÁNIMA.— Sí.

CARÓN.— Y cómo, ¿comiendo carne ayunabas?

ÁNIMA.— ¿Por qué no? Pues que para el fin que yo lo hacía me convenía más la carne que no el pescado.

CARÓN.— ¿Rezabas?

ÁNIMA.— Continuamente.

CARÓN.— ¿Cómo es eso posible?

ÁNIMA.— En cualquier parte y en cualquier tiempo procuraba de enderezar mis obras y palabras a gloria de Jesucristo. Y esto tenían por oración.

CARÓN.— ¿Nunca pedías a Dios algo?

ÁNIMA.— Pedíale perdón de mis pecados y gracia para perseverar en su servicio, conociéndome siempre por el mayor pecador del mundo.

CARÓN.— Veamos, ¿y no era malo mentir? ¿No sabías tú que había otros muchos en el mundo que vivían peor que tú?

ÁNIMA.— Sí, mas también conocía que si Dios, por su infinita bondad, no me tuviera de su mano, hiciera yo obras muy peores que alguno de los otros hombres, y por esto me conocía por más pecador que todos, atribuyendo a Dios solo el bien, si en mí alguno había.

CARÓN.— ¿Nunca pedías a Dios bienes temporales o corporales?

ÁNIMA.— No, solamente le rogaba que me los diese o me los quitase como él conocía cumplir a su servicio y a la salud de mi ánima.

CARÓN.— ¿Edificaste alguna iglesia o monasterio?

ÁNIMA.— No, pareciéndome que en aquello por la mayor parte interviene ambición, y eso que había de gastar quería yo más repartirlo y esconderlo entre los pobres donde veía evidente necesidad, que no en otra parte.

CARÓN.— De esa manera, ¿poco ganaban contigo los frailes?

ÁNIMA.— Dices verdad. Aquéllos en quien yo no veía necesidad y aquéllos que me parecía quererlo para cosas curiosas, mas a los que veía tener de ello necesidad nunca dejaba de darles de lo que tenía.

CARÓN.— ¿Estuviste en Corte de algún príncipe?

ÁNIMA.— Sí, hasta que me casé.

CARÓN.— Y estando en la Corte, ¿podías seguir la virtud?

ÁNIMA.— ¿Por qué no?

CARÓN.— Porque en las Cortes de los príncipes siempre los virtuosos son maltratados y perseguidos.

ÁNIMA.— Dices verdad, por la mayor parte, mas yo acerté a vivir con un príncipe tan virtuoso, que tenía muy gran cuidado de favorecer los que seguían la virtud, y de aquí procedía que como en las Cortes de los otros príncipes hay muchos viciosos y malos, así en la suya había muchos virtuosos y buenos. Porque es cosa muy averiguada que cual es el príncipe, tales son sus criados, y cuales son los criados, tal es el príncipe.

CARÓN.— Veamos, y en la Corte ¿nunca hallabas contrariedades para tu propósito?

ÁNIMA.— Hartas, pero sabía yo convertirlas en ocasiones para seguir con mejor ánimo mi buen camino.

CARÓN.— ¿Cómo?

ÁNIMA.— Pongo por caso, si veía alguno andar hambreando bienes temporales, en verlo, tomaba yo de ello aborrecimiento. Si veía alguno que por fas y nefas allegaba riquezas, tomábame deseo de dejar las que yo tenía. Si me hallaba alguna vez en compañía de mujeres deshonestas, tomaba tanto asco de ellas, que a mí era remedio lo que a otros ponzoña. Las cosas que tocaban a mi oficio ejercitaba como aquél que pensaba ser puesto en él, no para que me aprovechase a mí, sino para hacer bien a todos. Y de esta manera, me parecía tener un cierto señorío sobre cuantos andaban en la Corte, y aun sobre el mismo príncipe.

CARÓN.— ¿En qué pasabas tiempo?

ÁNIMA.— El tiempo que me sobraba después de haber cumplido con lo que a mi oficio era obligado, empleaba en leer buena doctrina o escribir cosas que a mí escribiéndolas y a otros leyéndolas aprovechasen. Y no por eso dejaba de ser conversable a mis amigos, porque ni me tuviesen por hipócrita ni pensasen que para ser los hombres buenos cristianos habían de ser melancólicos.

CARÓN.— ¿No temías la muerte?

ÁNIMA.— Mucho más temía los trabajos e infortunios de la vida.

CARÓN.— ¿Deseaste alguna vez morirte?

ÁNIMA.— Siempre estaba aparejado para recibir la muerte cuando Dios fuese servido de llamarme, pero sólo una vez la deseé, viendo morir un fraile de San Francisco con tanta alegría y contentamiento que me tomó gana de irme tras él.

CARÓN.— ¿Cómo te habías de las enfermedades y adversidades que te venían?

ÁNIMA.— Todo lo recibía de buena voluntad, conociendo venirme de la mano de Dios, y que no me lo enviaba Él sino para mayor bien mío.

CARÓN.— ¿Qué remedio hallabas contra la soberbia?

ÁNIMA.— Acordarme que era mortal.

CARÓN.— ¿Y contra la ambición?

ÁNIMA.— Acordarme de los trabajos que pasan los que más altos están subidos y cuánto más cerca están de caer.

CARÓN.— ¿Nunca deseaste tener riquezas para hacer bien a muchos por amor de Dios?

ÁNIMA.— No.

CARÓN.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Sabía tener Dios harto cuidado de mantener sus pobres y que nunca me pediría a mí cuenta de lo que no me hubiere dado. Allende de esto, conocía el peligro a que se ponen los que desean riquezas.

CARÓN.— ¿Qué remedio hallabas contra las malas lenguas?

ÁNIMA.— Vivir bien.

CARÓN.— ¿Cómo te habías con clérigos y frailes?

ÁNIMA.— Honrándolos como a ministros de Dios. Cerraba mis orejas a sus fábulas e invenciones.

CARÓN.— ¿Confesábaste?

ÁNIMA.— Cada día me confesaba a Dios, y cuando quería recibir el santísimo Sacramento, si sentía mi conciencia agravada de alguna ofensa hecha a Dios, confesábame a un sacerdote, allende de esto, me confesaba una vez en el año por cumplir el mandamiento de la iglesia.

CARÓN.— ¿Ganabas muchos jubileos e indulgencias?

ÁNIMA.— Sí, mas siempre me holgué de ir más por el camino real que de buscar atajos, y más de entrar por la puerta que de subir por la ventana, y con esta intención, mis jubileos y mis indulgencias eran procurar de seguir la doctrina de Jesucristo, que me parecía camino tan real que no se pudiese errar.

CARÓN.— ¿Nunca fuiste por eso reprendido?

ÁNIMA.— Muchas veces, mas yo les decía, hermanos, tomad vosotros el camino que mejor os pareciere y dejadme a mí tomar el que yo quisiere, pues ved que no es malo.

CARÓN.— Sé que bien podías hacer lo uno y lo otro.

ÁNIMA.— Dices verdad, mas yo tenía un propósito muy firme solamente de Jesucristo.

CARÓN.— ¿Cómo moriste?

ÁNIMA.— Sentíame un día mal dispuesto, y conociendo en mí que se llegaba la hora que había de ser librado de la cárcel de aquel grosero cuerpo, hice llamar el cura de mi parroquia para que me confesase y comulgase. Hecho esto, me preguntó él si quería hacer testamento; díjele que ya lo tenía hecho. Preguntome si quería mandar algo a su iglesia o entre pobres y monasterios. Respondile que mientras vivía había repartido aquello de que me parecía poder disponer dejando proveídos mi mujer e hijos, y que no quería mostrar de hacer servicio a Dios con aquello de que ya no podía gozar. Preguntome cuántos dobles quería yo que diesen las campanas por mí, y díjele que las campanas no me habían de llevar a paraíso, que hiciese él tañer lo que le pareciese. Preguntome dónde me quería enterrar y díjele que el ánima deseaba yo enviar a Jesucristo, que del cuerpo poco cuidado tenía, que lo enterrasen si quería en un cementerio. Preguntome cuántos enlutados quería que fuesen con mi cuerpo y cuántas hachas y cirios quería que ardiesen sobre mi sepultura y cuántas misas se dirían el día de mi enterramiento, y con qué ceremonias y cuántos treintanarios quería que se dijesen por mi ánima. Yo le dije: «Padre, por amor de Dios, que no me fatiguéis ahora con estas cosas. Yo lo remito todo a Vos, que lo hagáis como mejor os pareciere, porque yo en sólo Jesucristo tengo mi confianza. Solamente os ruego que vengáis a darme la extrema unción». Díjome que si él no me hubiera confesado, me tuviera por gentil o pagano, pues tan poco caso hacía de lo que los otros tenían por principal. Yo le satisfice lo mejor que supe, y a la fin se fue medio murmurando. Cuando ya la enfermedad me aquejaba, echeme en la cama, rogando a todos que no estuviesen tristes, pues que yo estaba muy alegre en salir de la cárcel de aquel cuerpo, y así en ninguna manera consentí que llorasen por mí. Y llamada mi mujer aparte, le encomendé mucho mis hijos, y a ellos mandé que fuesen a ella siempre obedientes, y a todos generalmente estaba siempre rogando y encomendando que perseverasen en aquella caridad y bondad cristiana en que yo los había puesto. Y conociendo llegarse ya la hora de mi muerte, mandé que me trajesen la extrema unción, y aquélla recibida, me preguntaron si quería que llamasen dos religiosos que me ayudasen a bien morir. Rogueles que no se curasen de ello, que pues viviendo no les había dado trabajo, tampoco se lo quería dar muriendo. Preguntáronme si quería morir en el hábito de San Francisco y díjeles yo: «Hermanos, ya sabéis cuánto me guardé siempre de engañar a ninguno. ¿Para qué queréis que me ponga ahora en engañar a Dios? Si he vivido, como San Francisco, por muy cierto tengo que Jesucristo me dará el cielo como a San Francisco, y si mi vida no ha sido semejante a la suya, ¿qué me aprovechará dejar acá este cuerpo cubierto con hábito semejante al suyo?». Era ya tarde y rogueles a todos que se fuesen a reposar y solamente me dejasen allí un mi amigo que me leyese lo que yo le señalase de la Sagrada Escritura y principalmente el sermón que Jesucristo hizo a sus apóstoles en la última cena, y cada palabra de aquéllas me inflamaba y encendía con un ferventísimo deseo de llegar a la presencia del que aquellas palabras había dicho. A la mañana me pusieron una candela encendida en la mano y yo, haciendo rezar aquel salmo que dijo Jesucristo estando en la cruz, estaba atento y sentía comenzarme ya a salir de aquel cuerpo, y diciendo: «Jesucristo, recibe esta mi ánima pecadora», me salí de aquella cárcel y voyme a gozar de la gloria que Jesucristo tiene a los suyos prometida. Ves aquí que te he contado la manera de mi vida y de mi muerte; perdóname, que no puedo detenerme más.

MERCURIO.— Mira, Carón, éste es uno de aquéllos que yo te dije que seguían muy de veras la doctrina cristiana.

CARÓN.— A la fe, si muchos de estos hubiese en el mundo, asentarme podría yo cabe mi ganancia.

MERCURIO.— No hayas miedo. Mira, si quieres que nos tornemos a asentar y acatar, y acabaremos nuestra historia que ya estamos al cabo.

CARÓN.— Sea así.

MERCURIO.— Despedidos que se hubieron del Emperador, los embajadores de Francia e Inglaterra, Venecia y Florencia, esta mañana vinieron a palacio del Emperador dos reyes de armas uno del rey de Francia y otro del rey de Inglaterra y pidieron al Emperador que les diese audiencia, la cual él les quiso dar públicamente, porque ya sabía que lo querían desafiar, y sentose con mucha pompa en la principal sala de su palacio, y alrededor de él estaban muchos grandes señores y perlados de todas naciones, que en su corte se hallaron.

CARÓN.— ¿Vístelo tú eso, Mercurio?

MERCURIO.— Mira si lo vi, y noté cuánto se hacía.

CARÓN.— La mitad de mi barca diera por haberlo visto.

MERCURIO.— Yo diera una de mis alas por no haberme hallado presente.

CARÓN.— ¿Por qué?

MERCURIO.— ¿Piensas tú, Carón, que poco trabajo sentía yo en ver la iniquidad de aquellos príncipes que sin alguna causa ni razón enviaban a desafiar al Emperador, el uno sobre haber rompido su fe, y el otro llamándose defensor de la fe, favoreciendo al rompedor de ella? Los reyes de armas que estaban al cabo de la sala con sus cotas de armas en los brazos izquierdos se vinieron derechos para el Emperador, y hechas tres reverencias hasta el suelo, se hincaron de rodillas en la grada más baja del estrado donde el Emperador estaba, y desde allí el rey de armas de Inglaterra en nombre de entramos, dijo que conforme a las antiguas leyes y costumbres se presentaban ante su majestad para decirle algunas cosas de parte de los reyes de Francia e Inglaterra, sus amos; que le suplicaban les diese seguridad mientras esperaban la respuesta, mandándolos guiar seguramente hasta sus tierras. El Emperador les respondió que dijesen lo que les era mandado, que sus privilegios les serían guardados, y en sus tierras ningún enojo les sería hecho. Luego, el rey de armas de Francia leyó un cartel, y por decirte la verdad, al principio yo pensé que quería predicar, según las palabras con que comenzó.

CARÓN.— Así era menester, que para decir una cosa absurda y fea comenzase por palabras santas y buenas.

MERCURIO.— A la fin, decía que el rey de Francia su amo, viendo que no quería aceptar las condiciones de paz que le había ofrecido, ni dejarle sus hijos ni libertar la persona del Papa, ni pagar al rey de Inglaterra lo que le debía, se declaraba por su enemigo, notificándole que le haría en sus tierras y súbditos todo el mal que pudiese.

CARÓN.— Tres cosas te quiero notar sobre eso, Mercurio. La primera será, pues, sabían ya que el Papa estaba libre, ¿a qué propósito decían que el Emperador no quería libertar la persona del Papa?

MERCURIO.— Porque, como he dicho, ése era el principal achaque que ellos pensaban tener para hacer su desafío, y no sabían cómo la noche de antes había el Emperador recibido cartas de Italia en que le avisaban de la libertad del Papa y de la manera como había pasado.

CARÓN.— ¿Qué me dices? ¿Que esa misma noche llegó la nueva?

MERCURIO.— Así pasa.

CARÓN.— Dígote la verdad, que nunca oí llegar cosa a mejor tiempo. La segunda será preguntarte si antes de este desafío el rey de Francia hacía cuanto mal y daño podía al Emperador.

MERCURIO.— Ya tú lo has oído.

CARÓN.— Luego, ¿de qué servía declararse ahora por su enemigo?

MERCURIO.— Pienso haberlo permitido Dios porque el Emperador se despertase y proveyese lo que convenía.

CARÓN.— Yo así lo creo, y tengo por muy gran necedad la que franceses hicieron en desafiarlo. Pues lo tercero será que me parece una muy grande iniquidad lo que dice que haría todo el mal y daño que pudiese en los súbditos del Emperador. Veamos, pongo por caso, que el rey de Francia tenga mucha razón de quejarse del Emperador, ¿qué culpa tienen sus súbditos?

MERCURIO.— Ve tú a disputar eso con él y déjame a mí acabar. Como el rey de armas de Francia hubo leído su cartel, el Emperador mismo, por su propia boca le respondió que se maravillaba que el rey de Francia lo desafiase, pues siendo su prisionero de justa guerra no lo podía ni debía hacer, y que pues se había también defendido en siete años que le había hecho guerra, sin desafiarlo, ahora, que lo avisaba, él se tenía por medio asegurado. Y en lo que decía de la restitución de sus hijos, que él se había puesto en más de lo que por razón se había de poner, con voluntad de restituírselos. De manera que la libertad de ellos no quedaba sino por él. Cuanto a la deuda del rey de Inglaterra, que él estaba aparejado a pagar lo que debía, como muchas veces había dicho. Cuanto a lo del Papa, le dijo que la noche de antes le habían venido nuevas de como era puesto en su libertad. Y a la fin, le dijo que pues su cartel era largo, y en él habían escrito todo lo que se les había antojado, que él mandaría responder en otro papel que no contendría sino verdades.

CARÓN.— ¿Dícesme de verdad, Mercurio, que el Emperador mismo dio esa respuesta?

MERCURIO.— Él mismo y aun mucho mejor que yo lo digo.

CARÓN.— Dígote de verdad que no oí mejor cosa en mi vida.

MERCURIO.— Esto hecho, el rey de armas de Inglaterra, como hombre más experto en el oficio, quiso decir de palabra lo que en escrito le habían dado que dijese, y en conclusión contenía lo mismo que el cartel del rey de Francia, sino que venía muy más soberbio y muy más desvergonzado, diciendo que por fuerza de armas le haría hacer lo que no quería por amor.

CARÓN.— ¡Oh, hideputa! ¡Qué roldones! ¿Por fuerza de armas? ¿Cómo? ¿Tirando flechas en el aire? ¿Sabes que pienso Mercurio? Que ha permitido Dios que aquel Cardenal que me decías esté cabe el rey de Inglaterra, porque haciendo lo que hace sean los mismos ingleses causa de su propio castigo.

MERCURIO.— Ninguna duda tengas de eso. El Emperador le respondió que se maravillaba de lo que el rey de Inglaterra hacía, y creía no estar él bien informado de lo que había pasado, mas pues que así él lo quería. No podía hacer sino defenderse, y rogaba a Dios que el rey de Inglaterra no le diese a él más causa de hacerle guerra de lo que pensaba habérsela él dado.

CARÓN.— ¿Por qué decía el Emperador eso?

MERCURIO.— Porque había sabido lo que al principio te dije, que el rey de Inglaterra andaba por dejar la Reina su mujer, con quien ha estado casado más de veinte años, y tomar otra.

CARÓN.— ¿Es posible?

MERCURIO.— Así pasa.

CARÓN.— Ahora te digo, Mercurio, que no queda fe en el mundo, pues ese Rey se pone en hacer cosa tan fea como ésa. ¿Da alguna causa para ello?

MERCURIO.— Dice que la dispensación que hubieron del Papa para casarse, habiendo ella sido casada primero con un hermano del mismo Rey, no es bastante.

CARÓN.— Pues, ¿no está aí el Papa que les dará otra?

MERCURIO.— Antes el Emperador tiene en su poder la mesma dispensación y es más que bastante.

CARÓN.— Pues, ¿qué desvergüenza es ésa?

MERCURIO.— Tiénela perdida aquel Cardenal que es de ello causa. Siendo, pues, esa Reina tía del Emperador, claro está que, queriendo el rey de Inglaterra hacerle una tan grande injuria, de razón, él no la había de sufrir, y por eso le dijo que pluguiese a Dios que no le diese más causa el rey de Inglaterra para hacerle guerra, que él pensaba habérsela dado.

CARÓN.— Dígote que tiene mucha razón de no sufrirlo.

MERCURIO.— Lo mismo creo que hará el rey de Portugal, pues también es el sobrino de esta Reina, y aún le toca a él más esto que no al Emperador, pues siendo bastante la dispensación, si el rey de Inglaterra persevera en dejar la Reina, su mujer, vendría a impugnar el poder del Papa. Y si tal cosa se sufriese, luego tampoco habría sido legítimo el matrimonio del rey don Manuel de Portugal con la Reina doña María, su mujer, madre de este rey de Portugal y de la Emperatriz.

CARÓN.— Aún no había yo caído en ello. ¿No miras, Mercurio, cuántos inconvenientes se seguirán si perseverase el rey de Inglaterra en lo que dicen haber comenzado?

MERCURIO.— Pues aun más hay. Que muy más verosímil es que el Papa tenga poder para dispensar en el matrimonio de Inglaterra que no en el de Portugal, porque en la ley dada al pueblo de Israel, está mandado que si el marido muriere sin hijos, su hermano segundo se case con la mujer viuda, como hizo el rey de Inglaterra, por donde parece que el casamiento de Inglaterra no solamente no es prohibido de iure divino, mas era en la ley mandado que así se hiciese lo que no se puede decir del matrimonio de Portugal. Y habiéndose después prohibido por constitución humana, el que dudare que el Papa no tiene poder para dispensar en ello, debería ser tenido por hereje.

CARÓN.— Ahora te digo, Mercurio, que si a semejantes cosas se da lugar, no me arrepentiré yo de haber hecho mi galera.

MERCURIO.— Pues allende de esto, porque el rey de armas de Inglaterra había dicho al Emperador que la haría que hiciese por fuerza lo que no había querido hacer de grado. Respondiole el Emperador que hasta ahora él había siempre condescendido por amor del rey de Inglaterra a hacer más de lo razonable, y pues él ahora decía que se lo haría hacer por fuerza, él hablaría de otra manera y esperaba en el ayuda de Dios y en la lealtad de sus súbditos de guardar tan bien los hijos del rey de Francia, que nunca se los habría de tornar por fuerza.

CARÓN.— Ves ahí una respuesta no menos de ánimo esforzado que modesta.

MERCURIO.— Allende de esto, pedían en los carteles que de la una parte y de la otra se diesen cuarenta días de término a los mercaderes para retirar sus personas y bienes.

CARÓN.— Eso bien lo concederá el Emperador.

MERCURIO.— No hará, porque los franceses e ingleses ha ya muchos días que tienen avisados sus mercaderes, y bástales aquel término para retirar sus mercaderías, lo que no hace a los súbditos del Emperador, porque no están avisados ni lo podrían en tan breve tiempo hacer.

CARÓN.— Eso no entiendo yo.

MERCURIO.— Yo te lo diré. Como los franceses e ingleses sabían a qué tiempo el Emperador había de ser desafiado, y eran ciertos del rompimiento, avisaron a sus mercaderes con tiempo que no llevasen sus mercaderías a tierras del Emperador.

CARÓN.— ¿Cómo sabes tú eso?

MERCURIO.— Selo, porque los ingleses hicieron esto públicamente ocho meses antes del desafío, y los franceses estaban también prevenidos, esperando el rompimiento que tenían por cierto, como parecía por el cartel que el rey de armas de Francia leyó, hecho a XI de noviembre.

CARÓN.— ¿Es posible que diese cartel con esa fecha? Ahora te digo. Mercurio, que ha Dios cegado a los franceses el entendimiento, no queriendo que sus trampas queden encubiertas. No vi mayor necedad en mi vida que dar un cartel en que desafiaban por cosas no ocho días antes pasadas hecho dos meses y medio antes. ¿Cómo? ¿Que tan necios eran los embajadores y su rey de armas que no sabían mudar aquella hecha?

MERCURIO.— Si ellos la mudaran, ¿cómo se pudiera saber de cierto el engaño? Créeme, Carón, que no hace Dios las cosas sin causa. Y porque no se me olvide, te quiero decir cómo, cuando los reyes de armas acabaron de leer y decir sus carteles, se vistieron las cotas de armas que traían en los brazos.

CARÓN.— Ea, declárame esa ceremonia.

MERCURIO.— Como después de hecho el desafío quedan declarados enemigos del desafiado, vístense sus cotas de armas por seguridad de sus personas, que antes de declararse por enemigos no lo han menester.

CARÓN.— ¿Qué semblante tenía el Emperador cuando todo eso pasaba?

MERCURIO.— No vi cosa allí de que me holgase sino de la gravedad y majestad que el Emperador tenía, así cuando oía como cuando respondía, sonriéndose algunas veces de oír las desaforadas mentiras que aquellos reyes de armas de parte de sus reyes se dejaban decir. Y hecho esto, el Emperador se levantó y llamó a sí al rey de armas de Francia, al cual dijo que dijese al Rey su señor que le restituyese todos sus súbditos que después del concierto de Madrid contra razón y justicia había hecho o permitido prender y maltratar; donde no, que él trataría los súbditos del Rey que están en sus reinos como él tratase los suyos y que no respondiéndole a esto dentro de cuarenta días, él se tendría por respondido. El rey de armas dijo que lo haría, y el Emperador le tornó a decir. Pues decid más al Rey, vuestro señor, que no sé si ha sabido lo que en Granada yo dije al presidente de Burdeos, su embajador, que es cosa que mucho le toca. Y en tal caso le tengo yo por tan gentil Príncipe, que si lo supiese, me habría ya respondido; que hará bien de saberlo, y conocerá cuánto mejor le he yo guardado lo que en Madrid le prometí que no él a mí lo que me prometió.

CARÓN.— ¿Qué fue eso que dijo el Emperador al Embajador de Francia?

MERCURIO.— ¿No te acuerdas de lo que te conté que le había dicho cuando juntamente con los otros embajadores de la liga le requirieron que le restituyese sus hijos?

CARÓN.— Sí, sí, ya te entiendo. Dígote que ésas fueron palabras de verdadero Príncipe, y que sus súbditos le son en mucha obligación pues quiere poner al tablero su vida, porque ellos no reciban daño. ¿Crees tú que el rey de Francia responderá a eso?

MERCURIO.— Pienso yo que buscará alguna arte con que en alguna manera satisfaga al vulgo y se guarde él de peligro, queriendo más destruir sus súbditos que su persona por ellos. Acabados, pues, los actos del desafío, el Emperador mandó que los reyes de armas fuesen muy bien tratados, y que ningún enojo les fuese hecho. Y yo, volando soy venido a hacerte saber estas nuevas, a ti tan agradables como a mí enojosas.

CARÓN.— Veamos, Mercurio. Siendo el rey de Francia prisionero del Emperador, y no pudiendo de derecho hacer desafío, ¿cómo es posible que venga ahora a desafiar a aquél en cuyo poder tiene empeñada su fe?

MERCURIO.— Si las cosas anduviesen por razón entre los hombres, bien me parecería lo que dices, mas, andando como andan al revés, no te debes maravillar que ese Rey haya querido hacer una cosa tanto a derecho y razón contraria.

CARÓN.— Digo que él la quisiese hacer; el Emperador, ¿por qué aceptó el desafío, pudiéndolo con justicia rehusar?

MERCURIO.— ¿Para qué querías que lo rehusase? Pues así como así, le hacía guerra, y le cumple más que ya que se ha de hacer, sea abierta que no solapada como estaba.

CARÓN.— Dígote de verdad, Mercurio, que yo me siento tan obligado a ese rey de Francia y a ese otro Cardenal de Inglaterra, que si en el mundo tanto yo mandase como aquí, luego les haría más de mil mercedes. Mas, pues, allá nada puedo, a lo menos cuando vengan a pasar por mi barca, yo te prometo de darles sendos remos de los mejores de la banda, que nunca me precié de ser desagradecido. Y aun a ti, Mercurio, no quiero dejar sin premio de tu trabajo. Desde ahora te prometo la ganancia de todas las monjas y frailes que no se hayan arrepentido.

MERCURIO.— No te quedarían a ti muchos.

CARÓN.— Ni aun a ti mucha ganancia de ellos. Mas, dime, Mercurio, los españoles, que por una parte se precian de muy valientes y esforzados, y por otra de muy leales a su Príncipe, ¿cómo pudieron sufrir con paciencia que sobre una causa tan injusta les viniesen a desafiar su Rey dentro en su reino?

MERCURIO.— Cuanto al sufrir con paciencia el desafío, obligados eran a no hacer otra cosa, pues no es en su mano hacer de los locos sabios, pero en el vengarse del menosprecio que franceses e ingleses les han hecho, yo tengo por cierto que se mostrarán tan valientes y leales como siempre se han mostrado y no querrán ser desagradecidos del bien que reciben en tener un Príncipe que en tanta paz y justicia los mantiene.

CARÓN.— Yo tal concepto he siempre tenido de ellos.

MERCURIO.— Ya se va haciendo tarde. Si te parece será bien que nos pasásemos de la otra parte.

CARÓN.— Bien dices, y si hubiere tiempo, me contarás lo que comenzaste del Papa, que, por decirte la verdad, esto es lo que más saber deseo.

MERCURIO.— No tengo de contradecirte.

CARÓN.— Entra, pues, en la barca y siéntate a la popa mientras yo ordeno estas ánimas. Ven acá tú, ánima, ¿Quiéresme hundir la barca con ese plomo?

ÁNIMA.— ¿Tú no ves que es consagrado de lo que hacíamos en Roma los sellos de las bulas?

CARÓN.— ¿Para qué lo traes acá?

ÁNIMA.— Háseme vendido tan mal este año pasado, que me sobró todo lo que ves y tráigolo para aprovecharme acá, si fuere menester.

CARÓN.— Pues échalo en el agua, si no quieres que te eche a ti con ello. Y tú, Cartujo, ¿qué quieres hacer de esa barba? O la cortarás o no entrarás en mi barca.

ÁNIMA.— ¿Con qué quieres que la corte?

CARÓN.— Llégate acá, que con esta sierra la aserraremos. Y vosotros, filósofos, ¿para qué metéis tantos méritos y supersticiones? No hay acá necios a quien engañéis con eso. ¿No miráis cuál viene el otro, cargado de ceremonias? Ahora, sus, déjalas luego y toma ese remo. ¿Qué argumentos traes tú debajo el sobaco? ¿Quiéresnos revolver el infierno? Ea, pues, sentaos todos y comenzad de remar.

ÁNIMA.— Mira, Carón, que se me pone éste delante; sé que los frailes de San Francisco siempre solemos preceder a los dominicos.

CARÓN.— ¿Qué precedencias son éstas? Sabéis si me enojo, cómo os haré estar en paz. Nunca viste tal cosa, Mercurio; más trabajo tengo en concertar estos frailes que en guiar la barca. El otro día me la quisieron anegar riñendo sobre si la Virgen María era concebida en pecado original o no.

MERCURIO.— ¡Qué gente tan especial! Pues estamos de esta parte, quiérote leer un epitafio que han puesto a la paz mostrando estar ya sepultada.

CARÓN.— ¿A qué llamas epitafio?

MERCURIO.— A lo que escriben sobre las sepulturas de los muertos.

CARÓN.— Y a la paz, como a cosa muerta, ¿le han puesto también epitafio?

MERCURIO.— Sí.

CARÓN.— Pues no dejes de leérmelo.

MERCURIO.— ¡Qué me place! Está atento, porque es en latín y no sé si lo entenderás.

CARÓN.— ¡Como si yo no entendiese latín tan bien como cuantos nebrisenses hay en el mundo!

MERCURIO.— Ea, pues, en tu cuenta me fío.

Parte 2

MERCURIO.— ¿Dónde hallaría yo ahora a Carón para holgarme un rato con él y quitarlo de la congoja en que el cuidado debe estar? Porque si ha sabido cómo el rey de Francia desafió tan contra razón y justicia al Emperador, queriendo combatir con él de persona a persona, y cuán liberalmente el Emperador aceptó el combate, pudiéndolo por muchas y muy claras razones rehusar, sin duda alguna él estará desesperado, creyendo y aun teniendo por cierto que si estos dos príncipes viniesen a combatir, el rey de Francia con la mala causa que tiene, quedaría o muerto o preso en el campo, y el Emperador, quedando victorioso, pondría luego fin a las guerras de la cristiandad como hizo después de la victoria de Pavia. Y hallándose el mezquino haber comprado aquella galera que por merced que Dios le haga, si no le vienen muchas venturas de las que ahora, con tantos franceses como han muerto en Nápoles, le han venido en estos dos años no acabará de pagar, bien podéis pensar en qué confusión el buen marinero se hallará. Por esto, querría saber dónde está y librarlo de este trabajo. He ido a la barca y no lo hallo, en la galera mucho menos. También he rodeado estos campos de una parte y de otra; he corrido toda esta ribera. No he dejado a Plutón, a Proserpina a Minos, a Eaco. A todos he preguntado y ninguno me sabe dar nuevas de él. De manera que ya no sé adónde a tal hora me lo vaya a buscar, si por dicha no estuviese el bellaco en algún bodegón con las Furias banqueteando. Mas, no es nada servidor de damas. ¿Qué había de hacer allá? ¿Qué digo yo? Quizá estará procurando con ellas que vayan a estorbar este combate. Mas no, que las Furias con Proserpina están. Pues Alastor no está acá, que ahora poco ha lo dejé yo en Francia. ¿Dónde iré? Quiero dar voces, porque quizá está tras algún árbol durmiendo. ¿Carón?, ¿Carón?, ¿Carón? No responde. ¿Carón?, ¿Carón?, ¿Carón? No aprovecha nada. Sin duda se ha echado en la laguna de desesperado. Mas, no lo tengo yo por tan necio.

CARÓN.— Oigo voces de hacia la ribera. No sé quién me llama. Ya, ya. Mercurio es aquél. ¿Qué me quiere? Quizá piensa que no sé cómo han de combatir el Emperador de los cristianos y el rey de Francia y querrá venir a darme estas malas nuevas. No sé si me vaya allá o si me esconda, que parte de prudencia es no querer hombre oír cosa de que sabe haber de recibir pesar, si no lo puede remediar; mas, visto me ha y viene hacia acá volando.

MERCURIO.— ¿Qué andas, Carón, por aquí buscando? Sabes cuán mal parecen los marineros por las montañas.

CARÓN.— ¿Nunca viste ladrón, no hallando qué hurtar, de desesperado meterse fraile?

MERCURIO.— Mas de cuatro.

CARÓN.— ¿Y maravillaríaste si demás que desesperado me metiese yo aquí ermitaño?

MERCURIO.— Tú te guardarás bien de esa locura. Mas dime, así goces, ¿qué haces en esta montaña?

CARÓN.— ¿Qué quieres que haga? Pues que de hoy más, no tendré que pasar ánimas al infierno; quiérome estar aquí salteando las que suben al cielo. Sabes cuán poca diferencia va de un oficio a otro.

MERCURIO.— Y, ¿qué quieres hacer de esa porra que tienes en la mano?

CARÓN.— Mas no, sino vente a saltear las manos vacías e irás por lana y volverás trasquilado. Mas dejémonos ahora de esto, y pues que con tanta congoja me andas buscando, dime ya, ¿qué es lo que me querías?

MERCURIO.— Dime tú primero a mí, ¿qué desesperación es ésta?; o, ¿por qué determinas dejar tu barca?

CARÓN.— Porque ni la barca ni la galera no tendrán de hoy más qué hacer.

MERCURIO.— ¿Por qué?

CARÓN.— ¿No sabes cómo el rey de Francia ha de combatir con el Emperador?

MERCURIO.— ¿Y pues?

CARÓN.— ¿Tú no ves que no podrá dejar de perder el rey de Francia?

MERCURIO.— ¿Y bien?

CARÓN.— Perdiendo él, yo soy luego perdido.

MERCURIO.— ¿Por qué?

CARÓN.— Quedando el Emperador victorioso o el rey de Francia será muerto o preso. Si es preso, luego el Emperador querrá hacer esta negra paz universal que tanto anda procurando, y si sale con ella, vesme a mí al hospital. Pues si el rey de Francia muere en el combate, allí pierdo yo el mayor y mejor amigo que tengo entre cristianos. Allí pierdo yo el causador de toda mi ganancia. Allí pierdo aquél en cuya esperanza me empeñé para comprar aquella galera. Allí te digo yo que puedo decir haber juntamente perdido la galera y la barca.

MERCURIO.— Ea, pues, no te fatigues Carón, que no te buscara yo sino para quitarte de este cuidado.

CARÓN.— ¿Búrlaste?

MERCURIO.— Antes lo digo de verdad, y hasme tú hecho andar perdido por acá y por acullá, buscándote.

CARÓN.— Dime, pues, lo que me querías.

MERCURIO.— Ni he dejado galera ni he dejado barca; todo lo he andado.

CARÓN.— Ya me has hallado.

MERCURIO.— Buscábate río abajo y río arriba, buscábate por aquellos campos a una parte y a otra.

CARÓN.— Vesme aquí.

MERCURIO.— Pregunté primero a los jueces; no te habían visto. Pregunté a Plutón y a Proserpina. No me supieron dar nuevas de ti hasta que de desesperado me vine por aquí voceando.

CARÓN.— No me hagas tanto desear eso que me has de decir. ¿No sabes que da dos veces el que presto y liberalmente da y el que tarde no le es agradecido?

MERCURIO.— Estoy tan ronco que apenas puedo hablar.

CARÓN.— Acaba ya, pues, de decir lo que me quieres decir o te ve mucho de en hora mala, que ya no me podrá saber bien lo que me dijeres, habiéndomelo hecho tanto desear.

MERCURIO.— Ea, pues, agúzame bien esas orejas, que ya te lo voy a decir.

CARÓN.— Y aun la porra aparejaré para darte con ella si me burlares.

MERCURIO.— ¿Qué es eso, Carón? ¿A los dioses?

CARÓN.— Estoy aquí para saltear los santos que suben al cielo, ¿y tendré mucho respecto a los espíritus del infierno?

MERCURIO.— ¡Ha, Ha, He!

CARÓN.— ¿De qué te ríes?

MERCURIO.— De verte enojado.

CARÓN.— ¿Quién tendrá paciencia para esperar tus frialdades?

MERCURIO.— No te quiero más enojar. Hágote saber que tu rey de Francia ha hoy en este día públicamente rehusado el combate.

CARÓN.— ¿Qué me dices?

MERCURIO.— La verdad de lo que pasa. Enójate ahora comigo.

CARÓN.— ¿Que me enoje? Nunca yo tal haré, si es verdad lo que me has dicho.

MERCURIO.— No pongas duda en ello.

CARÓN.— Pues abrázame, Mercurio.

MERCURIO.— ¿Que te abrace? ¿Dónde tienes tú el seso?

CARÓN.— Perdona mi atrevimiento y dame siquiera la mano. ¡Oh, rey de Francia!, ¡cómo pensé ya haberte perdido! ¡Oh, Francisco de Angulema!, ¡cómo pensé ya carecer de las mercedes que cada día y cada hora recibo de ti! ¡O, si te concediese Dios más años que a Néstor, más larga vida que a Matusalén, o si tuviese una docena de tales amigos como tú, cuán bueno andaría mi partido! Ahora te digo yo, Mercurio, que quiero dejar la tristeza y la malenconía y holgarme aquí un rato contigo.

MERCURIO.— Antes te quiero luego dejar.

CARÓN.— Eso no harás tú si yo puedo. ¿Cómo?, ¿y así piensas dejarme la miel en los rostros?

MERCURIO.— Pues, ¿qué quieres?

CARÓN.— Quiero que me cuentes desde el principio lo que entre aquel Emperador y el rey de Francia sobre este su desafío ha pasado, y cómo rehusó el combate, y si te hallaste tú allí presente y hablas como testigo de vista o si lo has oído decir?

MERCURIO.— Larga me la levantas y yo tengo que hacer.

CARÓN.— Mira Mercurio, más hay días que longanizas. Mañana podrás hacer lo que no hicieres hoy. Y pues me has comenzado a alegrar, no me dejes así suspenso, sino sentémonos. Así goces aquí en este prado y cuéntame toda esa historia muy de tu espacio.

MERCURIO.— Contentareme con que tengas paciencia y consientas que a todas las ánimas que por aquí pasaren hacia el cielo preguntemos de qué manera en el mundo vivieron.

CARÓN.— Quizá estarás ocho días antes que alguna venga.

MERCURIO.— Yo sé que vendrán hoy más de cuatro.

CARÓN.— Sea como tú quisieres, que por oír esas buenas nuevas no hay cosa que no sufra de buena gana. Vesme aquí a mí sentado; siéntate tú si quisieres.

MERCURIO.— Que me place, mas, espera; veamos. Cata que viene hacia acá un ánima y trae una corona en la cabeza. Rey debe ser.

CARÓN.— Cosa es que muy pocas veces acaece subir reyes por esta montaña.

MERCURIO.— No me maravillo, pues hay pocos. Sepamos quién es y de dónde. ¿No miras cuán resplandeciente y con cuánta gravedad y señorío viene? Creo que no nos querrá hablar.

CARÓN.— Sí hará, que por la mayor parte acaece ser los más altos más humanos, y por el contrario los más viles, más soberbios.

MERCURIO.— Alleguémonos, pues.

ÁNIMA.— No tengáis miedo hermanos, ni os espante mi dignidad, pues ni aun en el mundo a nadie espantó. Llegaos sin recelo y preguntad lo que queráis.

MERCURIO.— ¡Oh, Rey bienaventurado! Aún aquí muestras la humanidad de que en el mundo usabas.

ÁNIMA.— En el mundo no alcanzamos más de una semejanza de virtud, y acá se viene todo a perfeccionar, mas el que allá no lo comienza a poner por obra, mal recaudo trae para acá.

MERCURIO.— Tu presencia muestra tu poder. Tu habla manifiesta tu saber y tu camino, tu bondad. De manera que muestras bien cuánto cuidado tuviste de parecer a aquel gran Dios de quien vas a gozar.

ÁNIMA.— No te maravilles que trabaje ser semejante a Dios, el que dejándolo de hacer sería figura del diablo.

MERCURIO.— Maravíllome por ser cosa que pocas veces suele acaecer un rey tan ornado de virtudes como tú te me representas.

ÁNIMA.— Ya también yo anduve un tiempo en la red con los otros, más sacome aquél que sólo me pudo sacar, y vemos por la mayor parte hacer más fruto aquéllos que más ofendieron. Sólo a San Pablo te quiero poner por ejemplo.

MERCURIO.— Gran recreación sería para mí oír la manera como en el mundo viviste, si me atreviese a te lo preguntar.

ÁNIMA.— Muy gran afrenta hace al rey el que teme pedirle cosa virtuosa, y pues yo esto después que soy rey a nadie negué; tampoco lo quiero a ti negar. Has de saber que yo no supe antes de ser príncipe qué cosa fuese ser hombre, y como fui criado y doctrinado como los otros, la simiente de ambición que en mi ánimo echaron prendió tan presto, y se arraigó de manera en mí, que todo mi pensamiento y todo mi cuidado era no en cómo regiría bien mis súbditos y gobernaría mis reinos, mas en como ensancharía y aumentaría mi señorío. En esto ponía yo mi fin, y en esto pensaba consistir todo mi ser y toda mi felicidad. Y como los corazones de los mancebos sean por la mayor parte a cosas nuevas inclinados, y para esto en lugar de freno hallase yo espuelas con aquella ferocidad que la natura puso en los ánimos no experimentados, me metí en un laberinto de que no así fácilmente me podía desenredar.

MERCURIO.— ¿Cómo?

ÁNIMA.— Yo te lo diré. Trabamos tan cruda guerra otros príncipes mis vecinos y yo, y vino la cosa a tanto extremo, que al cabo de muchos años, aunque los unos y los otros deseábamos vivir en paz, ningún medio hallábamos para desasirnos. De manera que me parecía tener, como dicen, el lobo por las orejas. Por una parte, ver mis reinos destruidos y las provincias sobre que debatíamos perdidas y casi asoladas, movido a compasión me convidaba a dejarlo todo y vivir en paz. Por otra parte, acordándome de las sinrazones que mis enemigos me habían hecho y me hacían, y la sinjusticia que tenían en lo que me demandaban y defendían, pareciéndome afrenta no llevar la cosa adelante, pues en ella tanto había gastado y consumido, tenía por muy gran poquedad no llegarla hasta el cabo. Pero cuanto más pensaba caminar adelante, aunque la fortuna me era casi siempre favorable, las más veces era mayor la pérdida que la ganancia. De manera que ocupado en esto mi juicio y empleados en ello todos mis sentidos, de ninguna cosa tenía menos cuidado que de la buena gobernación de mis súbditos, que debía ser el principal. Fatigábame a mí, fatigaba mi pueblo. Yo estaba desabrido con ellos y ellos comigo. No dormía de noche ni comía con gana de día. Hallábame tan perplejo; hállabame tan turbado que muchas veces me era enojo el vivir. Veía que no hacía lo que debía para con Dios ni para con mis súbditos. Veía que no podía alcanzar lo que deseaba para con el mundo. Quería ir adelante, y no podía. Quería volver atrás y no sabía, ni a nadie osaba descubrir el secreto de mi corazón, no osándome fiar enteramente de nadie.

MERCURIO.— ¡Oh, qué vida tan trabajada!

ÁNIMA.— ¿A ésta llamas vida? A la fe, dígole yo muerte. Estando, pues, yo en esta perplejidad que oyes, un día, paseando solo en mi cámara, vino un criado mío con quien yo tenía poca y aun casi ninguna conversación, y trabándome por el hombro, me remeció diciendo: «Torna, torna en ti, Polidoro». Yo, espantado de ver un tan gran atrevimiento, no sabía qué decir. Por una parte me quise enojar, y por otra me parecía no ser sin algún misterio aquella novedad. A la fin, viendo él que yo no hablaba, me tornó a decir: «Veamos, ¿tú no sabes que eres pastor y no señor, y que has de dar cuenta de estas ovejas al señor del ganado que es Dios?». Diciendo esto se salió de la cámara y me dejó solo y tan atónito que no sabía adónde me estaba. Mas luego torné en mí y comencé a pensar en las palabras que me dijo, que era pastor y no señor y que había de dar cuenta a Dios de mis ovejas. Luego se me representó cuánta multitud de ellas había perdido después que comencé a reinar, cuán poco cuidado había tenido de apacentarlas y gobernarlas y cómo las había tratado, no como padre a sus hijos, ni pastor a las ovejas de su amo, mas como señor a sus esclavos. Representóseme, por otra parte, de cuántos males aquella guerra en que andaba envuelto había sido causa. ¡Cuántas ciudades, villas y lugares habían sido destruidos y saqueados! ¡Cuántas vírgenes, casadas y viudas forzadas, cuántos monasterios violados, cuántas iglesias despojadas, y todo esto con tanto daño, con tanta infamia y afrenta del nombre cristiano! Entonces comencé a reñir conmigo diciendo: «¿Cómo? ¿Y esto es ser Príncipe? ¿Esto es ser rey? ¿De esta manera se apacienta el ganado?, ¿de esta manera se gobiernan los reinos? Veamos, estas ovejas, ¿no son de Dios? Tú, ¿eres sino pastor? Pues, ¿para qué quieres más de ellas de lo que él te quisiere encomendar? ¿Cómo? ¿Y por allegar otras has de perder y maltratar las que te son encomendadas? Mala señal es cuando el pastor quiere más ovejas de las que el señor le quiere encomendar. Señal es que se quiere aprovechar de ellas y que las quiere, no para gobernarlas, mas para ordeñarlas. Desecha, pues, de ti esta dañosa opinión. Veamos, si pudieses conquistar todo el mundo con otro tanto daño como de doce años a esta parte la república ha padecido, ¿no escogerías ser antes un hombre pobre que causa de tanto mal? ¿No te acuerdas que hay infierno y paraíso, y un Dios a quien has de dar muy estrecha cuenta de cómo hubieres en este mundo vivido? ¿Parécete que si ahora te llamase, darías buena cuenta de ti y que dejarías muy gentil fama en este mundo habiéndolo, como has, maltratado tu reino? ¿Parécete que se habría muy bien aprovechado tu reino con tu gobernación? Tomástelo rico y próspero, y, ¿dejaríaslo pobre y destruido? ¿Ésta es la gloria y fama que los buenos príncipes suelen alcanzar? ¿Es razón que por ti solo padezca tanta gente? ¿Es justicia que, por mandar tú a una o dos provincias de más, se destruyan así tantas y tantas tierras? ¿En qué andas? ¿Qué es lo que buscas? ¿Qué es lo que con tanta aflicción y trabajo deseas sino eterna infamia en este mundo y perpetuos tormentos en el otro?». Pensando en éstas y en otras semejantes cosas pasé toda aquella desasosegada noche, y otro día por la mañana hice decir misa en una capilla donde la solía oír e hincado de rodillas ante el santísimo Sacramento, con lágrimas vivas que del corazón me saltaban, comencé a decir: «Jesucristo, Dios mío, Padre mío, y Señor mío: Tú me criaste y me hiciste de nada y me pusiste por cabeza, padre y gobernador de este pueblo, y pastor de este ganado; yo, no conociendo ni entendiendo el cargo que me diste, he sido causa de los males que toda la república padece. Si tú, Señor, lo permites por castigarme a mí, toma en mí y no en el pueblo la venganza. Si yo soy causa de estos males, quiero que como a Jonás me hagas echar en las ondas del mar. Mas si tu ira es contra el pueblo, vuelve ya tu misericordia. Conténtese tu justicia con lo que ha padecido, y pues tuviste por bien de ponerme aquí por padre, rey y pastor. Dame gracia y saber para que lo gobierne a tu voluntad que ya has experimentado por una parte mi malicia y por otra mi ignorancia y poquedad, dejándome en la invención de mis manos. Pues de hoy más, acuérdate, Señor, que soy mozo, lleno de tantos defectos, y sin tu ayuda, muy insuficiente para gobernar tanta multitud de gente. Por eso, Dios mío, o me quita el reino, proveyendo tus ovejas de otro buen pastor, o me trae tú la mano como a niño que aprende a escribir para que guiándome tú no yerre. Desde ahora, Señor, protesto que no quiero ser rey para mí, sino para ti, ni quiero gobernar para mi provecho, sino para bien de este pueblo que me encomendaste. No me desampare, pues, Señor, tu gracia, ni me niegues una tan justa suplicación, pues prometiste de oír a los que en justicia y en verdad te llamasen». De esta oración me levanté tan alegre que, a mi parecer, hasta entonces nunca lo había estado tanto, y dando gracias a Dios que me había librado de una tan ciega tiniebla y de una tan trabajosa ceguedad, queriendo ejecutar el buen deseo que me dio, conociendo cuán pernicioso es al príncipe tener cabe sí hombres viciosos, especialmente de avaricia y ambición notados, y como es más dañoso a la república que el rey tenga mal consejo, aunque él sea bueno, que no ser el rey malo, aunque los que están cabe él sean buenos, antes que cosa alguna otra comenzase a ordenar, aparté primero de mi compañía viciosos, avaros y ambiciosos. A unos daba cargos fuera de mi corte y a otros enviaba a reposar a sus casas y a otros, cuyos delitos eran manifiestos, mandaba castigar, porque fuesen ejemplo a los nuevos ministros que había de recibir. Hecho esto y apartada esta pestilencia de mi lado, halleme tan libre y tan contento, que me parecía haber sido hasta allí siervo y esclavo de tan ruin gente, y desde entonces comenzar a ser rey. Luego escogí personas virtuosas y de buena vida y los puse en lugar de aquéllos, declarándoles que todas las veces que conociese en ellos ambición o avaricia o que por este respecto o por cualquiera otra pasión o afición particular me aconsejasen cosa alguna que no cumpliese al bien de mis reinos o que fuese contra justicia, a la misma hora los apartaría vergonzosamente de mi compañía. Tras esto, eché de mi corte truhanes, chocarreros, y vagabundos, quedándome solamente con aquéllos de que tenía necesidad. Y por evitar la ociosidad, de que nacen infinitos males, ordené que todos mis caballeros vezasen a sus hijos artes mecánicas juntamente con las liberales en que se ejercitasen. Y sabiendo cuánto importa que el dador de la ley la comience a guardar, luego comencé a poner mis hijos e hijas en que aprendiesen oficios; y con esto me siguieron todos. Reformada mi casa y Corte, me puse a reformar mis reinos, tomando muy estrecha residencia a todos los jueces y ministros que tenían cargos de justicias o gobernación. Y a los que hallé limpios, hice de mi propia voluntad sin que ellos me lo pidiesen muy grandes mercedes; a los malos y culpados desterré en una isla despoblada. Y de allí adelante, como mis ministros esperaban premio, siendo buenos, y muy recio castigo siendo malos, gobernaban de manera que muy pocas o ningunas quejas me venían de ellos. Jamás proveía de obispado ni beneficio a los que me los pedían, porque sólo en pedírmelos juzgaba ser inhábiles para tenerlos. Muchos días con infinito trabajo estuve perplejo en la provisión de los obispados, porque como en los obispos se requieren virtudes interiores, y éstas se pueden mal juzgar por actos exteriores, las más veces me salían peores aquéllos que por de fuera se me mostraban mejores, y como yo no tenía facultad para castigarlos, pasaba muy grande y para mí incomparable trabajo con ellos, hasta que por pura importunidad alcancé una facultad del Papa muy amplia para que el mal obispo que no hiciese lo que es obligado con sus ovejas lo pudiese yo privar y poner otro en su lugar. Y con esto, y con tres o cuatro que desterré en las islas despobladas, no había hombre que no procurase de hacer lo que debía. Hacíalos residir ordinariamente en sus iglesias, y muy pocas veces les mudaba los obispados si no era cuando las virtudes de uno me parecían necesarias para otra parte, y entonces no tenía respecto a la renta sino a la necesidad de las ovejas, y jamás les consentía que admitiesen pleitos sobre beneficios eclesiásticos, mas procuraba que los hiciesen servir y gastar las rentas de ellos, de manera que fuese menester andar rogando con ellos. De esta manera, os maravillarías cuán presto floreció la religión y piedad cristiana en mis reinos. Reformé luego las leyes, de suerte que muy pocos pleitos duraban más de un año. Hacía castigar los abogados que defendían causas manifiestamente injustas. Las mercedes que había de hacer tenía en dos partes divididas: unas eran de cosas que podía yo dar a quien quisiese sin perjuicio del pueblo, y otras de administraciones de que dependía el bien o el mal de la república. Para la provisión de éstas, tenía un memorial de personas virtuosas y en quien cabían los tales cargos, cada cosa por su parte, y esto sin tener respecto a favores ni linajes, ni servicios, mas solamente al bien de la república; y para las otras tenía otro de aquellos que me habían bien y lealmente servido, cada uno en su grado. De manera que no era vacada ni se había de proveer una cosa que ya no tuviese yo señalada en mi libro la persona a quien la había de dar. Y con esto, ninguno me pedía ni me importunaba con cosas semejantes, que me era un muy gran alivio y un muy gran contentamiento a todos, especialmente acordándose del tiempo pasado, que acaecía muchas veces cuando yo daba una cosa, haber gastado aquél a quien se daba mucho más en esperarla y procurarla de lo que ella valía. Usaba de mucha clemencia con aquéllos que veía por ignorancia o por algún desastre haber pecado y a los que conocía por malicia y con obstinación errar, castigaba con mucho rigor, especialmente si eran criados, ministros o oficiales míos. Si algún juez tenía fama de haber cohechado, aunque enteramente no se le probase, tanto odio le tenía que no podía consentir que me viniese delante. Hacía casi siempre tener mis puertas abiertas, dando audiencia a todos los que me querían hablar y de mejor gana y con más dulce cara oía los pobres y pequeños que los ricos y grandes; y, sobre todo, aquéllos que de mis ministros se venían a quejar. Y hacía de manera que ninguno se partía descontento de mí, aunque no le otorgase lo que demandaba, si no eran aquéllos cuyos manifiestos errores merecían no solamente castigo, mas presencial reprensión, porque esto pone temor a los malos, y alcanza el príncipe mucha gracia del pueblo. Visitaba a tiempos mis reinos, procurando siempre que de mi estada o pasada algún fruto sintiesen. En unas partes hacía reparar o edificar cosas necesarias, especialmente hospitales, puentes y cosas semejantes. Quitaba las imposiciones que me parecían graves o deshonestas. Casaba huérfanas y otras pobres doncellas; remediaba viudas y otras personas necesitadas. Tenía tanto cuidado en que mis cortesanos no hiciesen mal ni daño donde mi corte estaba o por donde pasaba, que no parecía sino un convento de frailes buenos. Amaba y hacía mercedes a los que de algo me amonestaban y reprendían. Aborrecía y no podía ver a los que andando a mi voluntad me lisonjeaban. Procuraba saber lo que de mí se decía y perseveraba en lo bueno y enmendaba lo que parecía malo. Siempre tenía por mejor seguir el parecer de hombres sabios y virtuosos, y en quien conocía celo del bien de la república, que no el mío. Aborrecía tanto los vicios y trataba tan mal los viciosos, que ninguno de ellos me osaba parecer delante, especialmente aquéllos que con hábito de religión y vanas supersticiones o se entremetían, pensando ganar crédito conmigo. A éstos tenía yo por peores y trataba peor que a los viciosos públicos, aborreciendo en gran manera la superstición. El que veía seguir muy de veras la doctrina cristiana ponía yo sobre mi cabeza. Con esto procuraban todos en mi Corte de vivir como cristianos, y de allí se esparció y derramó tanto esta buena doctrina por todos mis reinos que desde a pocos años los jueces eran los menos ocupados y las salas de mis audiencias se hallaban muchas veces vacías, sin tener pleitos que ver, de manera que se vivía en todas partes con tanto placer, amor y caridad, procurando cada uno de vencer al otro con buenas obras que desde allá comenzábamos a sentir aquella bienaventuranza de que gozan los santos en el cielo. Acudió después de reinos extraños a vivir en los míos, cuando se comenzó a divulgar esta fama, tanta gente, que no cabiendo en los lugares, fue menester edificar otros muchos de nuevo. Allende de esto, muchas provincias, así de moros y turcos como de cristianos, me enviaban a rogar que los tomase por súbditos, ofreciéndose de servirme y seguirme con toda fidelidad. Muchos infieles venían de su propia voluntad a recibir bautismo, deseando ser cristianos por vivir entre mis súbditos. Otros me enviaban a rogar que les enviase personas que los instruyesen en la fe, recibiéndolos yo por míos, mas de tal manera yo los recibía, que no llevando provecho alguno de ellos, conocían claramente no desear yo señorearlos, y conociendo ellos esto, me tenían tanto amor que de su propia voluntad me hacían tomar por fuerza mucho más de lo que yo con tiranía les pudiera sacar. Y de esta manera, sin armas, sin muertes de hombres, y sin derramar sangre cristiana, conquisté muchos reinos, sojuzgué muchas provincias, así infieles como cristianas, y convertí muchas gentes a la religión cristiana. Ya cargaba sobre mi cuerpo la vejez y las enfermedades que ella suele acarrear. Me comenzaban ya de apasionar cuando plugo a la bondad infinita de Dios sacarme de la cárcel de aquel cuerpo y llevarme a gozar de lo que yo tanto deseaba y porque tantas veces y tan continuamente suspiraba, y sintiendo ya llegarse el tiempo en que había de dejar a mi hijo, que yo con no menos trabajo que cuidado había criado y doctrinado, la gobernación de mis reinos, y poner fin a aquella luenga y trabajosa peregrinación, estando él y muchos de mis parientes y criados presentes, acompañándome con mucha aflicción lo mejor que pude, alcé la cabeza y sentado en la cama, después de haber rogado a todos que escuchasen, les dije: «No sin causa amigos y hermanos míos muy amados temen y lloran los hombres la muerte, porque, como lo más ordinario sea vivir mal, y tras esto se espere pena sumamente grave y eterna, y se tenga esta carne no como cárcel donde se purga el ánima, ni como choza o mesón en que como peregrina mora, mas como compañera de aquélla en que han puesto el fin de su felicidad, con razón les ha de pesar cuando vieren el fin de ella, como al culpado y condenado a muerte es dolorosa la salida de la cárcel. Mas los que en este mundo, no como naturales ni moradores de él, mas como caminantes y extranjeros han vivido y tenido esta carne, no por compañera de deleites mundanos, mas por una venta en que como viandantes posaban, y por una cárcel en que esperando el premio de vida eterna les parecía estar presos, por cierto no de otra manera se deben gozar al tiempo de la muerte, que se gozan los que después de una luenga, trabajosa y peligrosa prisión envía el juez a holgar a su casa, con grandes mercedes enriquecidos. Y así como los amigos y parientes vienen con mucho gozo y alegría a sacar a éstos de la prisión, así deberíais venir vosotros, y aun con muy mayor regocijo, a verme morir. Y pues, hermanos míos, os he yo entre todos mis súbditos con tanto cuidado escogido, no me deis tan mal galardón, haciendo tanto sentimiento por mi muerte, y tened firme esperanza en la bondad de Dios, que no me manda salir de esta cárcel para que muera, mas porque perpetuamente viva. Alegraos, hermanos, conmigo. Catad que con esa tristeza me disfamáis, dando a entender haber sido mi vida tal que mi muerte sea digna de ser llorada». Respondiéndome ellos a esto que no lloraban por mí, mas por sí y por toda la república, que un tan verdadero padre en mí perdía. Torneles a decir, ni aun eso os debe tanto doler, pues os dejo aquí Alejandro, mi hijo, que como mancebo, podrá mucho mejor que yo sufrir el trabajo que para la gobernación de tantos y tan grandes señoríos se requiere. Una cosa os ruego: que no lo desamparéis, porque en vuestro lugar no sucedan otros que corrompan y estraguen lo que yo en él he trabajado y plantado, mas el amor que todos me tenéis emplead en aconsejarlo y guiarlo en que ponga por obra los consejos que yo le he dado, pues, a la verdad, la masa es tan blanda y tan buena que podréis imprimir y formar en ella lo que queráis. Ya habéis experimentado en mí cuán perniciosa cosa es un príncipe mal enseñado, y, por el contrario cuán santa y saludable sea el bueno y bien doctrinado. Haced, pues, hermanos míos, de manera que no se pierda por vosotros lo que yo he trabajado, ni se gaste esa joya que os dejo encomendada. Y tú, hijo mío, siempre delante tus ojos tendrás el trabajo y aflicciones que yo pasé, como muchas veces te he contado al tiempo que me goberné mal, y cuán cerca estuve de perder mis reinos procurando de conquistar los ajenos, y con cuánta alegría y contentamiento, después que aquel deseo de mí aparté, he vivido, y con cuánta paz y felicidad he mis reinos y señoríos ensanchado. Muy gran carga te dejo a cuestas, pero siendo tú bueno y virtuoso, muy ligera de llevar. Haz, pues, hijo, de manera que tus súbditos no lloren a tu padre, quiero decir, que en bien tratarlos, regirlos y gobernarlos, trabajes a sobrepujarme. Y porque juntamente con dejarte el reino te queden también armas con que lo defiendas, te las quiero ante que muera entregar.

Lo primero, hijo mío, has de considerar que todos los hombres sabios enderezan sus obras a ganar fama en este mundo y gloria en el otro; buena fama digo, no por vanagloria suya, mas para que Dios sea honrado con el buen ejemplo que de su vida y obras podrán tomar los que después vendrán. Esto debes tú también desear. El buen príncipe juntamente puede alcanzar lo uno y lo otro, y sin lo uno con dificultad alcanzará lo otro. No debes tener por fama la que adquirió aquél que quemó el templo de Diana ni aun la que adquirió Alejandro Magno ni Julio César, pues fue con tanto daño de todo el mundo. La buena fama con buenas, no con malas, obras se alcanza.

Si quisieres alcanzar de veras lo que todos buscan, antes procura de ser dicho buen príncipe que grande.

Ten más cuidado de mejorar que no de ensanchar tu señorío, procurando de imitar aquéllos que bien gobernaron su señorío y no a los que o lo adquirieron o lo ensancharon. Ca muchos buscando lo ajeno, perdieron y pierden lo suyo.

Cual es el príncipe, tal es el pueblo. Procura, pues, tú de ser tal cual querrías fuese tu pueblo. Si fueres jugador, todos jugarán.

Si dado a mujeres, todos andarán tras ellas. Si ambicioso, todos, a tuerto o a derecho, procurarán de acrecentarse. Si fueres supersticioso, verás reinar la superstición. Si, por el contrario, religioso, ¡oh, cuánto provecho harás!

Si quieres quitarte de acuestas una muy gran carga de importunos e importunidades, muestra desplacerte la ambición. Si ésta pudieres tener fuera de tu casa y de tu reino, entonces te puedes llamar bienaventurado.

Si tú pusieres por premio de tus trabajos la virtud, nunca vivirás descontento y harás que los tuyos hagan otro tanto. Si esto pudieres alcanzar, bien podrás dormir seguro.

Finalmente, te acuerda que cual tú fueres, tales serán tus súbditos. Trabaja, pues, de ser bueno, si quieres que ellos lo sean.

La mayor falta que tienen los príncipes es de quien les diga verdad. Da, pues, tú, libertad a todos que te amonesten y reprendan, y a los que esto libremente hicieren, tenlos por verdaderos amigos.

Cuanto sobrepujas a los tuyos en honra y dignidad, tanto debes excederlos en virtudes.

Acuérdate que no se hizo la república por el rey, mas el rey por la república. Muchas repúblicas hemos visto florecer sin príncipe, mas no príncipe sin república.

Cuando alguna cosa quisieres comenzar o ordenar, mira primero si te cumple a ti o a la república.

Procura ser antes amado que temido, porque con miedo nunca se sostuvo mucho tiempo el señorío. Mientras fueres solamente temido, tantos enemigos como súbditos tendrás; si amado, ninguna necesidad tienes de guarda, pues cada vasallo te será un alabardero. Si quisieres ser amado, ama, que el amor no se gana sino con amor. Así ames a tus súbditos, que siempre pospongas tu afición o interese particular al bien universal.

Sé tan amigo de verdad, que se dé más fe a tu simple palabra que a juramento de otros.

Ten más cuidado de mandarte a ti mismo, refrenando tus apetitos, que no a tus súbditos; porque si tú no te obedeces, ¿cómo quieres ser de otros obedecido?

De tal manera ten la gravedad que conviene al príncipe que por otra parte seas blando, benigno y afable. Mira cómo viven y vivieron otros príncipes, imitando lo bueno y huyendo lo malo.

Jamás por tu boca salga palabra injuriosa o deshonesta. Nunca hables ni castigues con enojo, acordándote de aquel dicho de Archita que, estando enojado con su mayordomo, le dijo: «¡Cuál te pararía yo si no estuviese enojado!».

No te cieguen las opiniones del vulgo, mas abrázate siempre con las de los filósofos, acordándote de lo que decía Platón: «Ser bienaventuradas las repúblicas que por filósofos son gobernadas o cuyos príncipes siguen la filosofía».

Gobierna tus súbditos de manera que todo tu deseo sea trabajar que ninguno te haya excedido, ni esperes que te haya de sobrepujar. Mientras fueres mozo, anda recatado de ti mismo, y ten siempre ante los ojos que no solamente eres príncipe y pastor, mas aprende de coro la doctrina cristiana, haciendo cuenta que a ninguno conviene más enteramente seguirla que a los príncipes.

Procura de parecer en todas tus cosas cristiano, no solamente con ceremonias exteriores, mas con obras cristianas.

Anda muy recatado en no ofender a Dios, pues lo has jurado por señor. ¿Con qué cara osarás tú castigar uno que te haga traición si tú la haces a tu Señor?

Cuanto el príncipe es más poderoso, tanto más recatado debe andar, no mirando lo que puede, mas lo que debe, hacer. Haz cuenta que estás en una torre y que todos te están mirando, y que ningún vicio puedes tener secreto. Si no pudieres defender tu Reino sin gran daño de tus súbditos, ten por mejor dejarlo, ca el príncipe por la república y no la república por el príncipe fue instituido. Acuérdate de Codro y de Oto, los cuales, aunque eran gentiles, quisieron más morir que defender su señorío con derramamiento de sangre humana; y ten por mejor de ser hombre justo que príncipe injusto. Muy gran premio merece el buen príncipe y muy gran pena y castigo el malo.

El buen príncipe es imagen de Dios, como dice Plutarco, y el malo figura y ministro del diablo. Si quieres ser tenido por buen príncipe, procura de ser muy semejante a Dios, no haciendo cosa que Él no haría.

Tres cosas ponen principalmente en Dios: Poder, saber y bondad. El que tiene la primera y carece de estas otras no es rey, mas tirano. Cata que no se hace diferencia del rey al tirano, como dice Séneca, por el nombre sino por las obras. Si hicieres obras de tirano aunque mientras vivieres te digan rey, después de muerto serás llamado tirano.

¿Quieres ver la diferencia que pone Aristóteles entre el rey y el tirano? El tirano busca su provecho y el rey el bien de la república. Si todas tus obras enderezares al bien de la república, serás rey, y si al tuyo, serás tirano.

Procurar de dejar tu Reino mejor que ahora lo hallas, y ésta será tu verdadera gloria.

Cata que hay pacto entre el príncipe y el pueblo, que si tú no haces lo que debes con tus súbditos, tampoco son ellos obligados a hacer lo que deben contigo. ¿Con qué cara les pedirás tus rentas si tú no les pagas a ellos las suyas? Acuérdate que son hombres y no bestias y que tú eres pastor de hombres y no señor de ovejas.

Pues que todos los hombres aprenden el arte con que viven, ¿por qué tú no aprenderás el arte para ser príncipe, que es más alta y más excelente que todas las otras? Si te contentas con el nombre de rey o príncipe, sin procurar de serlo, perderlo has y llamarante tirano; que no es verdadero rey ni príncipe aquél a quien viene de linaje, mas aquél que con obras procura de serlo. Rey es y libre el que se rige y manda a sí mismo, y esclavo y siervo el que no se sabe refrenar.

Si te precias de libre, ¿por qué servirás a tus apetitos, que es la más torpe y fea servidumbre de todas? Muchos libres he visto servir y muchos esclavos ser servidos. El esclavo es siervo por fuerza y no puede ser reprendido por serlo, pues no es más en su mano, mas el vicioso, que es siervo voluntario, no debe ser contado entre los hombres. Ama, pues, la libertad, y aprende a ser de veras rey.

Ten tanto cuidado de la buena gobernación de tus súbditos, que nunca te acontezca dormir una noche entera sin él. No debes pensar en qué pasarás tiempo, mas en como no lo pierdas. Los reyes bárbaros, especialmente en Persia, con esconderse y no mostrarse al pueblo, mantenían su majestad. Tú por el contrario ten siempre tus puertas abiertas, y más a los pobres que a los ricos, pues aquéllos más que éstos tienen de tu favor necesidad. En el responder toma el consejo de Aristóteles, dando tú mismo las dulces y buenas respuestas, y las agrias o malas déjalas dar a tus ministros; y haz de manera que ninguno se parta con razón descontento de ti.

Lo que has de dar, dalo presto alegremente, de tu propia voluntad. Y no des causa que agradezcan a otros las mercedes que tú mismo haces.

Aparte de ti los que andan inventando nuevas formas con que peles tus súbditos. Y acuérdate que no pagan pechos o servicios los ricos, mas los pobres. Inclínate antes a poner sisas o imposiciones sobre la seda que sobre el paño, sobre las viandas preciosas que sobre las comunes, porque aquello compran los ricos y esto otro los pobres.

Sé tan amigo de hacer bien que hagas cuenta habérsete perdido el día en que a ninguno hubieres ayudado.

Honra más a los buenos y virtuosos que a los ricos y poderosos, y harás que todos sigan la virtud.

No admitas en tu reino hombres ociosos, y evitarás una fuente de males.

A los pobres, lisiados, clérigos y frailes, mendicantes o mercenarios, ordena como les sea dado de comer y no los consientas andar mendicando.

Procura que todos tus súbditos, varones y mujeres, nobles y plebeyos, ricos y pobres, clérigos y frailes, aprendan alguna arte mecánica, y esto alcanzarás fácilmente si como yo le he hecho aprender a mis hijos, así lo vezarás tú a los tuyos.

Sé fácil a perdonar tus injurias, porque si te la hizo otro como tú, no te puedes vengar sin daño de tus súbditos y de los suyos, que no tienen culpa. Si te injurió un hombre bajo, cuanto más poder tienes para vengarte, tanto mejor te parecerá la clemencia.

Tus ejercicios sean honestos, santos y buenos y a la república provechosos.

¡Cuán bien parece al príncipe oír las quejas de sus súbditos y remediarlas! No imites aquéllos que se descargan cuanto pueden de las cosas de justicia, pues éste es tu principal oficio. Nunca dejes de pensar medios con que sobrellevar el pueblo y cargarlo lo menos que fuere posible. Procura siempre de saber la natura y costumbres, no solamente de tus súbditos, mas también de los extraños. Con tus vecinos procura siempre de tener paz y buena amistad, y no entres en contrataciones ni afinidades con ellos, porque de aquí nace la mayor parte de las discordias, guerras y enemistades.

Ten por mejor y más seguro casar tus hijas en tu reino que no fuera de él, que de ello te seguirán muchos provechos.

Aprende, antes por las historias que por la experiencia, cuán mala y cuán perniciosa es la guerra.

A menos costa edificarás una ciudad en tu tierra que conquistarás otra en la ajena.

Determínate de nunca hacer guerra por tu enemistad ni por tu interés particular, y cuando la hubieres de hacer no sea por ti, sino por tus súbditos, mirando primero cuál les estará mejor, tomarla o dejarla. Si les estará mejor tomarla, sea con extrema necesidad. Y procura primero algún concierto, porque más vale desigual paz que muy justa guerra, de la cual te debes apartar, aunque no sea sino por la honra del nombre cristiano, por ser cosa a él muy contraria. Contra infieles debes mover guerra, porque de otra suerte no solamente harían sus esclavos los cristianos y con tormentos los harían renegar la santa fe católica de Cristo, mas aun la cristiandad destruirían y los templos de Cristo profanarían y su santo nombre desterrarían de sobre la haz de la tierra. Mas no te pase por pensamiento hacerles guerra por tu interese particular ni por ambición. Cata que debajo de este hacer guerra a los infieles va encubierta gran ponzoña. Y cuándo los hubieres conquistado, procura convertirlos a la fe de Cristo, con buenas obras, principalmente porque, ¿con qué cara les aconsejarás que sean cristianos si tú y los tuyos hacéis obras peores que de infieles? Muy gran parte será para conquistar los moros y los turcos si en ti y en los tuyos vieren resplandecer las virtudes cristianas; con esto, procura, pues, principalmente de convertirlos.

Mucho va en que tu conversación sea buena o mala, quiero decir, en que converses con buenos o con malos, y por esto mira de recibir siempre en tu compañía buenos y virtuosos y apártate de los malos y viciosos. Ama los que libremente te reprendieren, y aborrece los que te anduvieren lisonjeando. No mires qué compañía te será agradable, mas cuál te será provechosa; no hay bestia tan ponzoñosa ni animal tan pernicioso cabe un príncipe como el lisonjero, y tras éste el ambicioso. Como el vulgo no conversa con el príncipe, siempre piensa que es tal cuales son sus privados: si son virtuosos, tiénenlo por virtuoso; y si malos y viciosos, por malo y vicioso. Mira, pues, cuanto cuidado debes tener en escoger los que han de andar y conversar contigo.

Principalmente debes escoger un confesor limpio, puro, incorrupto y de muy buena vida y fama y no ambicioso. Huye la opinión de los que se confiesan con viciosos, diciendo que saben mejor confesar y conocer los pecados. Créeme tú a mí que no lo hacen sino por decirlos con menos vergüenza. ¿Con qué cara te reprenderá tus vicios si él sabe serte a ti notorio que los suyos son mayores?

La principal parte de la buena gobernación de tu reino va en que tú seas bueno. La segunda en que tengas buenos ministros. Por eso, mira bien como provees oficios, beneficios y obispados. Dice Platón no ser digno de administración sino el que la toma forzado y contra su voluntad. Nunca, pues, proveas tú de oficio, beneficio, ni obispado al que te lo demandare, mas en demandándotelo él por sí o por tercero, júzgalo y tenlo por inhábil para ejercitarlo, porque, o sabe lo que pide o no. Si no lo sabe, no lo merece; si lo sabe y lo pide, ya se muestra soberbio, ambicioso y malo.

No encomiendes cargos de justicia sino a personas incorruptas y buenas, y que los acepten rogados. No quiere Aristóteles que el juez tenga emolumentos de su oficio más del salario porque no hay cosa más perniciosa que cuando el juez espera ganancia si hay muchos culpados. Hagan todos los jueces residencia y no dejes tú de ocuparte en verla, y al buen juez dale muy buen galardón, y al malo castígalo con todo rigor. En esto no quiero que admitas clemencia. Tampoco la debes usar con tus criados que no hacen lo que deben, mas castigarlos con más rigor que los otros así porque estando cabe ti tienen más obligación a ser buenos, como porque de su infamia te alcanza a ti parte. A los testigos y acusadores falsos harás siempre castigar por la pena del talión.

En las leyes que hicieres, ten siempre ojo al bien público, y no al tuyo particular. Lo que vieres ser provechoso a tus súbditos hazlo sin esperar que te lo rueguen ni que te lo compren.

Sé diligente y resoluto en lo que has de hacer, porque ni la obra pierda sazón ni el beneficio la gracia.

Generalmente has siempre de tener ojo a ganar antes buena fama que riquezas ni señoríos, porque esto hasta los malos lo alcanzan con dineros, y lo otro no, sino los buenos con las virtudes.

Ama y teme a Dios, y Él te vezará todo lo demás y te guiará en todo lo que debieres hacer.

Muchos días ha que deseaba decirte esto. Yo te ruego que de tal manera lo recibas y plantes en tu corazón, que jamás mientras vivieres se te olvide.

Diciendo esto, me faltaba ya el aliento para hablar y se comenzaban a helar los pies, de manera que torné a poner la cabeza sobre una almohada, y diciendo: «Hijo, amigos y hermanos míos, yo me voy. Jesucristo quede con vosotros». Me salí de la cárcel de aquel cuerpo y me voy a gozar de la bienaventuranza que a los suyos tiene Dios aparejada.

MERCURIO.— Dentenlo, Carón, no se vaya.

CARÓN.— ¡Ojalá se hubiera ido antes! Sabes qué placer me ha sido oír aquí la filatería que nos ha aquí contado. Cuanto que si los otros príncipes fuesen como éste, bien podría yo tener vacaciones. Mas, con todo eso, me huelgo de una cosa, que su hijo queda en el reino, porque casi nunca se vio un señalado varón dejar hijo útil a la república; de esto te podría dar mil ejemplos. Pero mejor sería que nos dejásemos ahora de esto y comiences ya tú a contar eso que me has de decir.

MERCURIO.— Sea como tú quisieres. Bien te acordarás de lo que los días pasados te conté que el Emperador había dicho al rey de armas del rey de Francia cuando lo desafió en Burgos.

CARÓN.— Mira si me acuerdo.

MERCURIO.— Pues, está atento. Has de saber que como el rey de armas francés refiriese al Embajador del rey de Francia, que estaba aún en España, lo que el Emperador le había dicho, el embajador, por excusar la cobardía de que su amo había usado en no haber respondido al Emperador, fingía no acordarse de lo que le dijo en Granada, y, por consiguiente, daba a entender ninguna cosa haber escrito de ello a su amo, pidiendo que si algo el Emperador le quería decir, se lo enviase por escrito, y él haría la relación. Y tanto era el deseo que el Emperador tenía de venir a las manos con un hombre de quien tan descaradamente había sido engañado, que fue contento de hacer lo que el embajador del rey de Francia le pedía y escribiole una carta del tenor siguiente:

Carta del Emperador al Embajador de Francia

Magnífico Embajador: Yo he visto la carta que me habéis escrito sobre las palabras que os dije en Granada, y también he visto la copia de vuestra relación verbal, por donde conozco bien que no os queréis acordar de lo que entonces os dije que hicieseis saber al rey de Francia vuestro amo, porque os lo torne a decir otra vez. Por cumplir vuestro deseo lo quiero hacer, y es que después de muchas razones que por ser de poca sustancia no conviene aquí repetir, yo os dije que el rey vuestro amo había hecho vilmente y ruinmente en no guardarme la fe que me dio por la capitulación de Madrid, y que si él esto quisiese contradecir, yo se lo mantendría de mi persona a la suya. Veis aquí las propias palabras sustanciales que del rey, vuestro amo, yo os dije en Granada, y creo que son aquéllas que Vos tanto deseáis saber, porque son las mismas que en Madrid yo dije a vuestro amo el Rey, que lo tendría por vil y ruin si no me guardaba la fe que me había dado. De manera que diciéndolas, le guardo yo mejor lo que le prometí que él a mí lo que me prometió. He Vos las querido escribir firmadas de mi mano porque de hoy más ni Vos ni otro pueda en esto dudar. Hecha en Madrid a XVIII de marzo de mil quinientas veintiocho.

Charles.

CARÓN.— A la fe, esa carta bien parece de hombre que desea más hechos que palabras.

MERCURIO.— Dices muy gran verdad, mas el rey de Francia, por el contrario, quería más palabras que obras. Todavía, sabido lo que el Emperador había dicho a su rey de armas, y viendo la cosa venida a términos que a ninguna excusa ni achaque había quedado lugar, antes que esta carta le viniese a las manos, estaba muy perplejo y congojado; por una parte, veía que no podía con su honra ni sin manifiesta infamia y deshonra dejar de responder al Emperador y respondiendo, desafiarle de persona a persona; por otra parte, conociendo claramente ser verdad lo que de él el Emperador había dicho, temíase de combatir sobre tan mala e injusta causa, pues perdiendo el campo perdía no solamente la honra, mas la vida y la ánima. Considerado, pues, esto, no sabía qué hacer ni a qué parte se tornar. A la fin, después de haber muchos días en esto pensado, halló un medio con que a su parecer satisfaría siquiera el vulgo y se quitaría de aquel peligro, enviando un cartel al Emperador con que disimulase, no lo que de él había dicho, pues no lo podía negar, o fingiese otra cosa que ni el Emperador jamás dijo ni le pasó por pensamiento, ni era verosímil que lo hubiese dicho, pareciendo al Rey que el Emperador se contentaría con negarlo, sin más insistir en el negocio, y él en alguna manera cumpliría con su honra, habiendo como quiera respondido.

CARÓN.— ¡Oh, qué bueno y qué astuto consejo! Mira, por vuestra vida, ¿y era tanto necio yo que pensase haber sido ese desafío de veras?

MERCURIO.— ¿Y no lo podías ver en el mismo cartel del Rey, que ni tiene pies ni cabeza, no escribiendo como los que el combate quieren ejecutar, mas como los que con solas palabras se piensan y quieren salvar, hablando de manera que no merezcan respuesta, como sin duda no la merecía este cartel?

CARÓN.— ¿Tiéneslo tú por dicha que yo no lo he visto?

MERCURIO.— Mira si lo tengo, y aun escrito en pergamino.

CARÓN.— ¿Quiéresmelo leer?

MERCURIO.— De muy buena voluntad, mas primero has de saber que como el rey de Francia supo que su rey de armas había, el mes de enero pasado como te conté, desafiado al Emperador, hizo una cosa que hasta ahora nunca de príncipe cristiano fue vista ni oída: que no contento con mandar prender el embajador del Emperador que estaba en su corte, le mandó también tomar todas sus escrituras y lo tuvo más de cuarenta días preso, y a la fin, cuando supo que el Emperador no quería dejar salir de España los embajadores de Francia si a un mismo tiempo no le restituyesen el suyo, viendo que era forzado a soltarlo, quiso primero hacer un donoso acto, y para él, a los veintiocho de marzo mandó ayuntar todos los prelados, caballeros y embajadores que estaban en su corte, y en su presencia hizo allí venir el embajador del Emperador, no como Embajador mas como prisionero, y sin haberlo avisado ni aun dicho palabra del acto que quería hacer, entre muchas cosas que le dijo, dándole licencia para que se volviese en España, le rogó mucho que él mismo llevase al Emperador el cartel de desafío que allí tenía hecho, el cual hizo leer públicamente, pensando con aquello satisfacer a su honra; decía pues el cartel de esta manera.

Cartel de desafío del rey de Francia al Emperador

Nos, Francisco, por la gracia de Dios, rey de Francia, señor de Génova,etc., a Vos, Carlos, por la misma gracia, electo Emperador de Romanos, rey de las Españas, hacemos saber cómo Nos, siendo avisado que Vos, en algunas respuestas que habéis dado a los Embajadores y reyes de armas que, por amor de la paz os hemos enviado, queriéndoos sin razón excusar, nos habéis acusado, diciendo que tenéis nuestra fe y que sobre ella contraviniendo a nuestra persona, nos éramos idos de vuestras manos y de vuestro poder para defender nuestra honra que en tal caso sería contra verdad muy cargada, os hemos querido enviar este cartel, por el cual, aunque en ningún hombre guardado pueda haber obligación de fe, y que esta excusa nos sea harto suficiente, todavía queriendo satisfacer a cada uno y también a nuestra honra, la cual hemos siempre guardado y guardaremos, si a Dios place, hasta la muerte, os hacemos saber que si Vos nos habéis querido o queréis cargar, no solamente de nuestra fe y libertad, mas de que hayamos jamás hecho cosa que un caballero amador de su honra no debe hacer, os decimos que habéis mentido por la gorja y que tantas cuantas veces lo dijerais mentiréis, estando deliberado de defender nuestra honra hasta la fin de nuestra vida. Y pues contra verdad nos habéis querido cargar, no nos escribáis más, sino aseguradnos el campo y llevaremos las armas, protestando que si después de esta declaración a otras partes escribís o decís palabras contra nuestra honra, que la vergüenza de la dilación del combate será vuestra, pues venido a él cesan todas escrituras. Hecha en nuestra buena villa y ciudad de París a XXVIII días de marzo MDXXVII años, antes de Pascua.

François.

CARÓN.— ¿Quieres que te confiese verdad, Mercurio? A la fe muy mal ordenado me parece ese cartel. Mira qué gentil razón, habiéndolo el Emperador soltado de su voluntad, recibiendo, como me dijiste, los rehenes, dice que se había huido de su poder. Y allende de esto, ¡qué deshonestidad usar de aquellas palabras entre príncipes, «mentís por la gorja y mentiréis»! ¡Oh, qué hermosa valentía!, y, ¿qué más dijera un rufián a otro?

MERCURIO.— ¿Cómo? ¿Y osas tú hablar contra el rey de Francia?

CARÓN.— No te quiero negar que yo no lo quiera mucho más que a ese otro, pero a la fin, ni me puede parecer mal lo bueno, ni bien lo malo.

MERCURIO.— ¡Oh, qué santa persona! Leído, pues, el cartel, estaba el Rey tan vanaglorioso como si fuera ya vencedor del campo.

CARÓN.— Una duda te quiero preguntar, Mercurio, ¿por qué dice el rey de Francia en ese cartel que le asegure el Emperador el campo y que él llevará las armas?

MERCURIO.— Está recibido en costumbre que el desafiador ha de dar y asegurar el campo y el desafiado traer y escoger las armas con que ha de combatir, aunque las leyes en arbitrio del desafiado ponen lo uno y lo otro.

CARÓN.— Luego de esa manera, o el Emperador, pues era provocado, había de escoger lo uno y lo otro, o dar el rey de Francia el campo y el Emperador las armas, y según me parece, ese cartel dice lo contrario.

MERCURIO.— Dices verdad, mas ¿tú no ves que el rey de Francia quería dar a entender ser provocado o desafiado y el Emperador desafiador?

CARÓN.— Bien lo entiendo, pero no alcanzo en qué se pudiese él para ello fundar, pues fingía no saber lo que el Emperador había en Granada dicho a su embajador, y aunque lo supiera y confesara saber, no se entiende desafiar aquel que dice la injuria, mas el que pretende hacer desdecir al otro de ella.

MERCURIO.— Y aun ahí puedes tú conocer qué gana tenía de combatir el rey de Francia, comenzando ya de poner escrúpulos y dificultades en una cosa tan clara, y averiguada como ésta. Leído, pues, el cartel, quisiera el rey de Francia que el embajador del Emperador le llevara, mas él se excusó de hacerlo, respondiendo al Rey tan prudente y honestamente como si muchos días antes de aquel acto estuviera prevenido. Entonces el Rey le dijo que, pues no lo quería llevar, él lo enviaría con uno de sus reyes de armas, para el cual le rogó le hubiese un salvoconducto del Emperador.

CARÓN.— ¿Cómo? ¿Salvoconducto para rey de armas? ¿Quién nunca tal oyó? Sé que los reyes de armas facultad y libertad tienen para ir libremente por doquiera, aun entre bárbaros cuanto más entre cristianos.

MERCURIO.— Dices verdad, mas ¿no sabes que piensa el ladrón que todos han su corazón? Pensaba el rey de Francia que yendo su rey de armas con tan desvergonzada embajada, el Emperador le mandaría hacer alguna afrenta, como sin duda merecía el que lo enviaba, y por esto se quiso primero asegurar especialmente, que siendo como es el rey de Francia, prisionero y esclavo del Emperador, como él mismo confiesa por cartas escritas y firmadas de su mano, no había de osar desafiar ni enviar rey de armas a su señor sin su expresa licencia. De manera que no hizo sino muy bien en pedir salvoconducto. Mas, tornando a nuestro propósito, ¿qué has, Carón?

CARÓN.— Cata, cata.

MERCURIO.— Ya lo veo; obispo parece en el hábito. Atajémosle el camino que va muy aprisa.

CARÓN.— Corre tú, pues eres más mozo, que a la fe, a mí días ha que me nacieron canas.

MERCURIO.— Hacia acá viene. Esperemos. Veamos lo que dirá.

ÁNIMA.— Como conocí que me querías hablar, me vine hacia vosotros. Por eso, preguntad y decid lo que queráis.

MERCURIO.— Tu resplandor nos ciega y espanta, y tu humildad y benigna habla nos convida a que no dejemos de rogarte que nos digas el estado que tuviste en el mundo y de qué manera en él te gobernaste, pues tanta gloria mereces alcanzar.

ÁNIMA.— Lo uno será muy fácil de hacer y lo otro holgaré yo brevemente de contar, no por alabarme a mí, mas por divulgar la manera cómo tanto bien he alcanzado porque me puedan otros seguir y alcanzar lo que yo alcanzo. Habéis de saber que yo fui obispo, y para tan alto grado y trabajoso lugar elegido de treinta años. Digo elegido, porque ni yo jamás lo pedí, ni aun me pasó por pensamiento desearlo, conociéndome tan inhábil e insuficiente para ello, que en ninguna manera lo osara desear, antes, siéndome ofrecido, lo rehusé, diciéndoles que mirasen bien lo que hacían, que no se habían de proveer así los obispados; que se acordasen de lo que San Pablo escribe a Timoteo de los dones y virtudes que ha de tener el obispo, diciendo: Oportet episcopum irreprehensibilem esse, unius uxoris virum, sobrium, prudentem, ornatum, pudicum, hospitalem, doctorem, non vinolentum, non percusorem sed mode estum, non litigiosum, non cupidum, sed suae domui bene praepositum. Y otra vez el mismo San Pablo a Tito: Oportet episcopum sine crimine esse, sicut dei dispensatorem, non superbum, non iracundum, non vinolentum, non percussorem, non turpis lucri cupidum, sed hospitalem, benignum, prudentem, sobrium, justum, santum, continentem, amplectentem eum qui secundum doctrinam est, fidelem sermonem, ut potens sit exhortari in doctrina sana, et eos qui contradicunt, arguere. Pues si miráis vosotros cuán lejos están de mí estas virtudes y cuán necesarias son a la dignidad y cargo que me queréis dar, soy cierto que no me lo daréis, especialmente que, dado que en mí las hubiese, mi edad os las debería hacer tener por sospechosas. Con estas y otras semejantes razones me excusaba cuanto podía de tomar aquel cargo, nombrando personas que (a mi ver) mucho mejor que yo pudieran cumplir con un cargo tan importante pero, cuanto más yo me excusaba de tomarlo, tanta más gana venía a todos de importunarme que lo tomase. Y a la fin, lo hube de hacer y, no olvidándome ni disimulando saber qué era lo que había tomado a cargo, y considerando ser oficio del reprensor que en él no haya qué reprender, trabajé de ordenarme a mí y a mi casa de manera que, ni en mí, ni en mis criados hallase ninguna cosa notable que reprender, porque de otra manera, ¿cómo reprenderé yo al ambicioso, si me ven andar a mí, procurando de trocar mi obispado por otro que rente más? ¿Cómo reprenderé al avaro si yo no menosprecio el dinero, cuanto más andar hambreando tras él? ¿Cómo reprenderé al lujurioso, si yo no soy casto y al soberbio si yo no soy humilde, y al comilón si tengo por Dios mi vientre y al jugador si a mí me pasa toda la noche jugando, y al clérigo cazador si mi casa está llena de perros, halcones y gavilanes? Y finalmente, pareciéndome que si yo tenía en mi casa algún vicio, no lo osaría reprender en otro y cuando bien lo quisiese hacer, no tendría vigor mi reprensión, procuré con mucho cuidado de ser yo tal que osase reprender los otros y tuviese mi reprensión autoridad. Después de esto, porque no basta dar buen ejemplo si no se amonesta al pueblo lo que ha de hacer, trabajaba de enseñar a todos la doctrina cristiana, pura y limpia, sin mezcla de vanidades ni supersticiones, y de apartarlos de vicios y pecados, atrayendo unos con dádivas y halagos, y a otros con castigos y amenazas, pero de tal manera que conociesen no moverme a ello afición ni pasión ni interese mío particular, mas solamente el provecho general. Para esto tenía mis predicadores que me ayudaban, no tomados de por ahí sino muy escogidos, teniendo no menos respecto a su buena vida que a sus letras, y ellos por una parte y yo por otra, nunca dejábamos de predicar y trabajar. Mas, porque allende de esto, convenía y era muy necesario quitar los inconvenientes y secar las fuentes de donde manan los vicios, y buscar y plantar árboles de donde cojan y tomen virtudes, conociendo cuánto corrompen las buenas costumbres y santos propósitos, las malas, sucias y deshonestas palabras, porque comúnmente tales son nuestras obras cuales las palabras, corrompiéndose lo uno con lo otro, ponía mucho recaudo en que no se consintiesen decir, mas que como torpe y sucio y corrompedor de buenas costumbres, desterrasen de la ciudad al que las dijese; especialmente usaba mucho rigor contra una manera de gente infernal que de noche se anda echando pullas por las calles con mucho daño de las tiernas doncellas y de las religiosas que lo oyen. Al principio, se me opusieron algunos, diciendo no ser aquel delito digno de castigo. Entonces dije yo, ¿cómo? Castigáis al que con cosas hediondas inficiona la ciudad, porque es cosa dañosa a los cuerpos, ¿y no castigaréis a éstos que con sus abominables palabras esparcen tanta ponzoña en las ánimas? Después de esto, considerando de cuántos males y errores son causa muchos libros y escrituras compuestas o por hombres simples o por viciosos y maliciosos, teniendo solamente respecto al interese suyo particular, yo mismo pasé y examiné todos los libros vulgares que había en mi obispado, y aun libritos de rezar y oraciones que se vendían apartadas, y bien visto todo, y comunicado con personas sabias y virtuosas, vi que no se vendiesen libros de cosas profanas e historias fingidas, porque con aquéllos se inficionaban los ánimos de los que leían y de los que oían y con estos otros se pierde el tiempo sin poderse de ellos sacar fruto. En esto hubo poco que hacer, porque la cosa se estaba de suyo clara. Mas en los libros que tenían título de religión y castidad tuve muy gran trabajo e incomportables contradicciones, porque las cosas que con este título entran son muy malas de desarraigar. Todavía insistí tanto en ello, viendo la necesidad que de esto había, y la multitud de engaños que de aquí manaban, y las impertinencias y disparates que en muchos libros a cada paso hallé, que al fin quité muchas cosas apócrifas y otras que ofuscaban más que edificaban los leyentes. Y finalmente aparté todo aquello que parecía ser en alguna manera contrario, no solamente a la fe, mas a la doctrina cristiana. Allende de esto de libros y horas de rezar quité muchas oraciones por idiotas e ignorantes ordenadas más para sus intereses que por otro respecto en que hallaba no poca superstición y aun idolatría tan manifiesta, que apenas podía leerlas sin llorar, viendo a cuánta ceguedad éramos venidos los cristianos y a cuán buen sueño duermen los perlados que aquello sufren. En otras oraciones quité los títulos que decían unos que el que la dijese no moriría en pecado mortal, o que le serían perdonados todos sus pecados o que vería a Nuestra Señora tres días antes de su muerte o que le diría la hora de ella, hallando por mi cuenta que muchos, fiándose en estas oraciones y en otras semejantes devociones, o por mejor decir, supersticiones que traen entre las manos, nunca dejan de pecar, pensando que sus devociones les darán la gloria, aunque por otra parte perseveren continuamente en ofender a Dios, engaño por cierto, digno de llorar. Determinando, pues, qué libros se habían de leer y qué de vedar y dejar, y puesto en orden, enmendado y aderezado lo que se había de leer, así de cosas sacras como profanas, hice imprimir de todo ello una muy gran multitud de libros, así en latín como en vulgar e hice trasladar el Testamento Nuevo y otras cosas latinas que me parecieron provechosas para el vulgo. Y cuando lo tuve todo impreso, publiqué por todo mi obispado la orden que en esto se había dado, rogando y mandando a todos, so pena de ser echados de la iglesia, que trajesen luego los libros que tenían, nuevos y viejos, a mí o a mis deputados, y por cada libro que daban de aquellos corruptos, falsos y malos, les daba yo otro de los buenos y enmendados que había hecho imprimir, sin consentir que se les llevase por ello un solo dinero. Y de esta manera, no había persona que no holgase y aun tuviese en mucha gracia que le trocasen su ruin libro por uno bueno sin que le costase nada y cuando los tuve todos recogidos, como a malhechores, los desterré de todo mi obispado. Y como de allí adelante la gente se empleaba en leer cosas santas y de puramente buena doctrina y limpia de supersticiones y engaños, maravillaríaos con cuanta felicidad y cuán presto floreció en mi obispado el vivir verdaderamente cristiano, y a mi ver ésta fue una de las mejores obras que yo en mi obispado hice. Allende de esto, ordené un colegio en que cien niños aprendiesen a vivir como cristianos, y ciencia para que lo supiesen enseñar a otros, no poniendo en él personas por favor ni por otra granjería, sino los que a mi parecer hubiesen de salir más útiles a la república, dándoles los más insignes maestros que en letras y en bondad de vida hallaba. A estos colegiales proveía yo de los beneficios que vacaban, conforme a la habilidad y letras de cada uno. Procuré que se quitasen los vagabundos especialmente los que andaban pidiendo por Dios pudiendo trabajar; tuve manera que cada pueblo mantuviese ordinariamente sus pobres, no dejándolos andar por las iglesias ni por las calles, y que a los extranjeros diesen de comer en cada lugar por tres días y no más, echándolos al tercero día fuera, si no estuviesen notablemente enfermos. A los frailes mendicantes hacía dar muy bien de comer en sus monasterios, no consintiendo que saliesen de ellos sino a predicar o a confesar. A los huérfanos, viudas y otros pobres vergonzantes proveía yo de mi casa, preciándome de visitarlos, consolándolos y ayudándolos en sus necesidades, cuanto mi renta se podía extender. Cada mes visitaba los hospitales, proveyéndolos de lo que habían menester. A mis clérigos tenía tan sujetos y obedientes, que unos por virtud y otros por vergüenza o temor no osaban hacer lo que no debían pleito sobre beneficio nunca lo consentí; los otros pleiteantes entendía siempre en concertar, mostrándoles aun al vencedor ser más la pérdida que la ganancia. No podía sufrir ni consentir enemistades. Trabajaba que todos viviesen en paz y caridad, andando yo de casa en casa procurándolo. A ninguno ordenaba de corona si no tenía beneficio y suficiencia para ser clérigo. A los malos clérigos castigaba con mucho rigor; a los buenos abrazaba con muy gran amor. Yo mismo visitaba todo mi obispado, no para cohechar ni llevar lo suyo a ninguno, mas para darles yo de lo que Dios me había dado que dispensase. Reparé muchas iglesias, otras proveí de ornamentos, tomando de unas que tenían demasiado y dando a otras que tenían falta. Tuve siempre mucho cuidado de casar huérfanas y ayudar a otras personas necesitadas, no dando lugar que alguna doncella se perdiese ni aun se metiese monja por necesidad, y si me faltaban dineros para esto, no pudiendo tanto cumplir mis rentas, no dejaba de tomar de la plata que algunas iglesias tenían sobrada, y también de las fábricas para emplear en una tan buena obra como ésta, porque no se perdiesen aquellas ánimas que son verdaderos templos de Dios y ornamentos con que huelga de ser servido.

MERCURIO.— ¿Y no había quién murmurase contra ti por eso?

ÁNIMA.— Bien creo que no faltaba, mas como mis obras no les daban causa que pensasen mal de mí, los buenos lo tenían por bueno, y los malos no osaban hablar.

MERCURIO.— Por cierto, aunque santa, trabajosa vida tenías.

ÁNIMA.— ¿Cómo trabajosa? Antes muy descansada en comparación de la que otros obispos tienen; unos andan en la corte procurando de trocar su obispado por otro, no en que puedan mejor servir a Dios, mas en que mayor renta tengan con que sirvan así. Y sabe Dios cuántos trabajos, afrentas y befas que a cada hora reciben. Otros, si residen en sus iglesias, es con continua discordia que tienen con sus cabildos; otros juegan lo suyo y lo ajeno; otros mantienen caza como hombres profanos, y nevando y lloviendo, se andan un día entero por cazar una pobre perdiz; otros andan tan sin vergüenza entremetidos en mujeres como si ni fuesen obispos ni cristianos. Y allende del trabajo, que para mantener estos vicios los cuidados pasan, que a la verdad es mucho más y mayor que el que yo tenía, ¿quién no sabe cuánta hiel y amargura les viene mezclado con aquellos deleites, acordándose que por una parte ofenden a Dios, no haciendo lo que son obligados, y haciendo lo que en ninguna manera deberían hacer? Y, por otra, adquieren una gran infamia en este mundo. ¿No os parece que recibía yo más verdadero deleite en mejorar las costumbres de mi obispado que los otros en trocar los suyos por otros más ricos? ¿No os parece que me holgaba yo más en vivir en paz con mi cabildo que los otros en andar a puñadas con él? ¿No os parece que holgaba yo más en gastar mi hacienda con pobres y necesitados que aquéllos en jugarla y comerla y gastarla con chocarreros y desperdiciarla? ¿No os parece que era muy mayor gozo el que yo tornaba en ganar un ánima que el de aquéllos en matar una perdiz? Pues si añadimos a esto el desasosiego con que de continuo, muriendo viven, y viviendo temen la muerte, y por otra parte el alegría y contentamiento con que yo, deseando dejar aquel cuerpo, vivía, claramente conoceréis la ventaja que aun allá en el mundo les tenía.

MERCURIO.— De esos tales me maravillo yo con qué cara osan pedir obispados para usar tan mal de ellos, y aun mucho más de los que se los dan.

CARÓN.— Yo te diré, Mercurio, los que los piden, o son idiotas o letrados; si idiotas, no saben lo que se piden; si letrados, créeme tú que no creen firmemente lo que leen, pues los que se los dan, de la misma manera, o ellos no saben ni les dicen lo que dan o si lo saben y se lo dicen, no sienten bien de la religión en que viven. Si no, decidnos Vos si es así verdad.

ÁNIMA.— Allá se lo hayan, que yo me entremeto en juzgar vidas ajenas ni puedo aquí más parar.

CARÓN.— Di, Mercurio, ¿cuántos perlados como éste hallaste entre cristianos?

MERCURIO.— ¿Cuántos, me preguntas? Dígote que anduve toda la cristiandad y ni aun éste pude hallar, mas mira si quieres que tornemos a nuestra plática.

CARÓN.— Más quiero eso.

MERCURIO.— Cuando el rey de Francia hubo leído o publicado su cartel, aunque dijo quererlo luego enviar al Emperador, todavía lo dilató muchos días, pareciéndole ya que en alguna manera había cumplido con el vulgo y que, hecho aquello, lo mejor era dilatar cuanto pudiese la conclusión en que no podía dejar de perder la vida y la honra, o a lo menos la honra sola, no queriendo venir al combate.

CARÓN.— Como cuerdo. Pésale al tabernero cuando le horadan el cuero, ¿y no se guardará un rey que no le rompan la pelleja?

MERCURIO.— A osadas, cual tú, tales son tus razones. A la fin de pura vergüenza fue forzado a enviar un rey de armas con su cartel. Y como el Emperador fue avisado de su venida, porque no se detuviese, esperando el salvoconducto, o no lo tomase por achaque para volverse, le envió a tres partes de la frontera de Francia tres salvoconductos y mandó a sus capitanes y gobernadores de las fronteras que, viniendo, le hiciesen muy buen tratamiento y lo enviasen acompañado hasta su corte, porque ningún enojo le fuese hecho de manera que los salvoconductos del Emperador llegaron a la frontera antes que el rey de armas del rey de Francia. A la fin él entró en España y llegó a la corte del Emperador, que a la sazón estaba en Monzón, a siete días del mes de junio, donde fue muy bien recibido, y el día siguiente el Emperador le dio audiencia pública, en presencia de muchos grandes y prelados.

CARÓN.— ¿Viste tú aquel acto?

MERCURIO.— ¡Mira si lo vi! Estaba el Emperador en su estrado imperial, y a sus lados todos aquellos señores que lo acompañaban. En esto llegó el rey de armas, vestida su cota con las armas del rey de Francia, y hechas cinco reverencias hasta el suelo, se hincó de rodillas ante el Emperador, suplicándole le diese licencia para usar de su oficio, y después facultad para que libre y seguramente pudiese volver al Rey, su amo. El Emperador se la dio muy liberalmente, diciéndole que cuanto a lo demás él lo haría muy bien tratar. Entonces el rey de armas se levantó en pie, y queriendo presentar su cartel dijo cómo el rey, su amo, avisado de las palabras que contra su honra el Emperador había dicho, y queriendo cumplir con lo que debía, y era obligado a no dejarse injustamente injuriar, le enviaba aquel cartel, firmado de su nombre, por el cual vería cuán enteramente satisfacía a todo aquello de que era acusado. El Emperador le preguntó si le era mandado que él mismo leyese aquel cartel. El rey de armas respondió que no, pidiendo licencia para irse.

CARÓN.— Como necio. Mira, ¿quién viene con tal embajada que no se desea ver libre de ella?

MERCURIO.— El Emperador tomó el cartel, diciendo que él lo vería y respondería de manera que su honra sería bien guardada, lo que al rey de Francia sería cuasi imposible hacer.

CARÓN.— Ni aun él se quería poner en esos trabajos de cumplir con su honra.

MERCURIO.— Luego el canciller del Emperador hizo una protestación, diciendo que su majestad, por cosa que en aquella materia hiciese, no entendía perjudicar a lo que por la capitulación de Madrid de derecho le pertenece.

CARÓN.— ¿A qué propósito son estas protestaciones, pues a la fin el más fuerte lo ha de llevar? ¡Cómo si las cosas entre los príncipes se ordenasen o hiciesen por las leyes y no por las armas!

MERCURIO.— Dices muy gran verdad, mas quien con franceses trata, lo uno y lo otro ha menester. Hecha la protestación, el Emperador, enderezando sus palabras al rey de armas, habló en esta guisa: «Rey de armas, aunque por muchas causas y razones el Rey, vuestro amo, debe ser tenido y es inhábil para un acto como éste contra cualquier hombre, cuanto más contra mí, todavía por el deseo que yo tengo de averiguar por mi persona estas diferencias, evitando mayor derramamiento de sangre cristiana, consiento que el rey vuestro amo haga este acto y desde ahora lo habilito solamente para él».

CARÓN.— Gana tenía ese príncipe de venir a las manos; a osadas que nunca el rey de Francia lo habilitara a él para ese efecto.

MERCURIO.— Hecho esto, el rey de armas dijo que si por respuesta el Emperador le quería dar seguridad del campo, él la llevaría, donde no, que suplicaba a su majestad no le mandase llevar otra respuesta. El Emperador le dijo que él quería responder y enviar con la respuesta uno de sus reyes de armas, y pues él para España había pedido salvoconducto, que procurase de enviar también salvoconducto de su rey para el rey de armas que él en Francia enviaría, y diciendo el rey de armas que en ello no habría falta, se despidió. Luego el Emperador mandó leer el cartel del rey de Francia en alto para que lo pudiesen todos entender y fue leído.

CARÓN.— ¿Por qué no me dices siquiera lo que contenía?

MERCURIO.— ¿Ya no te lo leí palabra por palabra?

CARÓN.— Ya, ya, ¿el que leíste denantes debe ser?

MERCURIO.— Ese mismo.

CARÓN.— ¿No se rieron todos de oír tan crueles badajadas?

MERCURIO.— ¿Habíanse de reír en presencia de su Príncipe?

CARÓN.— Cuanto yo, aunque estuvieran presentes cincuenta Plutones y otros tantos Vulcanos, bien sé que no me pudiera tener de risa oyendo tales disparates.

MERCURIO.— No son todos como tú. Leído, pues, el cartel, vieras al Emperador hacer una habla con tanta gravedad, humanidad y bondad que quedaras enamorado de sus dulces y cristianas razones.

CARÓN.— ¿Qué decía?

MERCURIO.— Contoles allí brevemente lo mucho que por el rey de Francia había hecho, y las malas obras que en lugar de agradecimiento de él había recibido y que habiendo ya tentado todos los medios que le habían sido posibles para vivir con él en paz, y no habiéndola podido alcanzar, le parecía ya no quedar por hacer sino que ellos dos por sus personas determinasen estas diferencias y que por su parte, él estaba determinado a poner su vida al tablero por redimir y recatar con derramar su propia sangre los males y daños que padece la cristiandad.

CARÓN.— ¿De esas palabras me había yo de enamorar, Mercurio? ¿Dónde tienes tu seso?

MERCURIO.— ¿No dijiste que ni te puede dejar de parecer mal lo malo ni bien lo bueno? Pues, ¿qué palabras pudieran ser en el mundo mejores ni más santas que éstas?

CARÓN.— Sean cuan buenas y cuan santas tú quisieres, que a la fin muy dañosas son para mí.

MERCURIO.— Después de esto, concluyó diciendo que, pues la cosa era venida a los términos que veían, y él no era de aquéllos que por su sola cabeza se quieren gobernar; cada uno por su parte pensase bien en ello y le dijese libre y fielmente lo que en este caso debiese hacer. Todos loaron la buena y santa intención de su majestad, ofreciéndole no solamente consejo, mas de poner sus vidas como buenos y leales vasallos por la suya.

CARÓN.— No me parece bien que así públicamente pidiese el Emperador para esto consejo, mostrando que no sabía lo que debía hacer.

MERCURIO.— Estás engañado. Antes se debe tener por muy gran virtud cuando el príncipe pide y guía sus cosas por consejo y parecer de los suyos y por muy gran falta y tacha cuando solamente se rige y gobierna por el suyo, sin escuchar ni creer a los que están cabe él. Bien es verdad que debe mucho mirar a quien pide y de quien toma consejo.

CARÓN.— ¿No miras, Mercurio, qué prisa lleva aquella ánima? Parece haberse escapado de manos del lobo.

MERCURIO.— Vamos allá.

ÁNIMA.— Vosotros, ¿qué me queréis?

MERCURIO.— Que nos digas quién eres.

ÁNIMA.— Me detendría con vosotros.

MERCURIO.— Dínoslo, siquiera por amor de Jesucristo.

ÁNIMA.— Con ese conjuro alcanzaréis vosotros de mí lo que queráis, hermanos, pues, lo queréis saber. Yo en mi mocedad me puse no solamente a deprender mas también a experimentar la doctrina cristiana, pareciéndome aquél solo ser el verdadero camino, y todo lo otro vanidad y como mi intención era buena y mi estudiar era siempre mezclado con oración, pidiendo a Dios continuamente su gracia, no fiando en mi ingenio ni fuerzas propias, hízoseme tan clara la sagrada escritura y yo me di tan de veras a ella, que en poco tiempo se hallaban ante mí confundidos muchos teólogos que toda su vida, estudiando en sus inútiles sotilezas, habían gastado. Y por no ser castigado como aquel siervo que escondió el talento de su señor, conociendo cuán abundantemente había Dios conmigo repartido su gracia, no quise haberla recibido en vano, mas al principio entre amigos en particular y después por los púlpitos comencé a publicar y sembrar lo que Dios me había dado, conociendo ser su voluntad que así le sirviésemos los hombres en la tierra, como es servido de los ángeles en el cielo. Ésta era mi muy firme intención y a este fin enderezaba yo todas mis palabras y obras, no curándome de que mis sermones fuesen muy altos ni muy elegantes, con que fuesen cristianos, ni dándoseme nada que me dijesen idiota y mis sermones no ser de letrado, con que conociesen ser de cristiano. Sobre todo procuraba siempre de conformar mis obras con mis palabras, teniendo por cosa muy fea hallarme yo culpado en aquello que en los otros reprendía. E conociendo cuán poco fruto hace el predicador vicioso, aunque sus palabras sean las mejores del mundo, y cuánta fuerza tiene la doctrina del que libremente y sin respecto puede hablar como hombre en quien ningún vicio puede ser notado, antes que me pusiese en el púlpito, rogaba con mucho fervor y devoción a Dios que inspirase en mí su gracia para que de mis palabras se siguiese a él mucho servicio y provecho a su pueblo, rogándole también que no me dejase hablar a mí, mas que su espíritu hablase por mi boca. Subido, pues, en el púlpito, ni me acordaba de mí ni pensaba en otra cosa sino inflamado y ardiendo en fuego de caridad y amor de Dios y de aquellos mis próximos, decía aquello y más me parecía poderles aprovechar.

MERCURIO.— ¿Cómo ordenabas tus sermones?

ÁNIMA.— Al principio antes que comenzase a hablar, amonestaba y rogaba a todos que, hincadas las rodillas en el suelo y levantados los espíritus a Dios, le pidiesen gracia para que sus ánimas se convirtiesen y edificasen con lo que allí habían de oír y los vicios y malas inclinaciones se desterrasen, de manera que saliesen de allí nuevos hombres.

MERCURIO.— Sé que la gracia a la Virgen María se suele pedir al principio del sermón, que no a Dios.

ÁNIMA.— También algunas veces hacía yo que llamasen a ella por intercesora, mas que principalmente la pidiesen a Dios, pues él sólo puede darla.

MERCURIO.— ¿No les hacías decir el Ave María, como los otros predicadores suelen hacer?

ÁNIMA.— Pocas veces.

MERCURIO.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Porque mucho más se edifica el ánima cuando ella misma se levanta a suplicar una cosa a Dios, de que conoce tener necesidad, que no cuando le dicen palabras que las más veces el mismo que las dice no las entiende, y mucho más alcanza de Dios un ánima con suspiros y santos deseos, que no la boca con muchas palabras, estando como no pocas veces está el ánima, en la plaza y aun en lugares más profanos.

MERCURIO.— Luego, ¿tú no tenías por buena la oración vocal?

ÁNIMA.— Antes la tenía por muy santa y necesaria, mas también tenía por muy mejor la mental, porque hallaba muchas veces en la Sagrada Escritura reprendidos los que oraban con la boca, teniendo el corazón apartado de Dios, y hallaba en la doctrina cristiana que los verdaderos adoradores adoraban al Padre en espíritu y en verdad porque como Dios sea espíritu, quiere ser con el espíritu adorado.

MERCURIO.— Pedida la gracia, ¿qué les decías?

ÁNIMA.— Si el Evangelio era pequeño y la epístola no grande, dividía mi sermón en tres partes: en la primera declaraba la epístola y en la segunda el Evangelio, no curándome de tratar allí sutilezas ni de mover dificultades, mas solamente declarando el sentido literal y alguna cosa que manifestase la grandeza y bondad de Dios, con que arrebatase en su amor las ánimas de los oyentes. Si la epístola o el Evangelio era muy largo, tomaba, para declarar lo uno o lo otro los lugares donde me parecía haber más doctrina, y de las dos partes hacía una.

MERCURIO.— ¿No tomabas tema para tu sermón?

ÁNIMA.— Ni en mis sermones, ni en otra cosa quería tener tema con nadie.

MERCURIO.— No digo eso, sino cuando predicabas, ¿si tomabas un tema en que fundabas tu sermón?

ÁNIMA.— Bien te entiendo, y por eso te digo que no, dejando eso para los temosos o curiosos, que por traer todo lo que dicen al propósito del tema, que al principio tomaron, aunque sea por fuerza, y de los cabellos estirado, se andan buscando rodeos con que pierden tiempo y ningún fruto ganan. La tercera parte gastaba en amonestar y reprender, mas esto hacía yo de manera que pudiesen todos conocer no moverme a ello ambición, pasión ni afición, mas solamente el bien universal. Lo primero, yo me informaba muy bien de la calidad de aquella gente a quien predicaba y de su manera de vivir. Y si hallaba andar entre ellos algunas supersticiones o necedades en las cosas de la fe y doctrina cristiana, procuraba ante todas cosas de remediarlas y desarraigarlas, conociendo cuánta pestilencia traen cosas semejantes en los ánimos de los simples, y en esto procuré siempre de decir la verdad pura y limpia, sin tener temor ni respecto a nadie, y sabe Dios los trabajos, peligros y persecuciones que yo a esta causa pasé, mas todo lo sufría alegremente por amor de Aquél que por mí había padecido mucho más. Después de esto, me informaba muy particularmente de los vicios que principalmente allí reinaban, y aquéllos reprendía yo, no de manera que espantase a los viciosos para que no viniesen más a mi sermón, mas con tanto amor y dulzor que los convidaba a venir otras veces y a los que principalmente veía notados de algún vicio señalado, yo mismo iba a sus casas a predicarles y amonestarles que se apartasen de ellos, y no solamente abominaba y afeaba los vicios para que los dejasen, mas por otra parte loaba y hermoseaba las virtudes para que en lugar de ellos las encajasen. Nunca reprendía cosa sino en su tiempo y lugar, pareciéndome muy mal lo que muchos predicadores hacen, reprendiendo los viciosos ausentes y halagando, y aun a las veces manteniendo los presentes. A los príncipes, perlados y justicias holgaba más de reprender en sus casas en secreto que desde los púlpitos en público, porque el vulgo no les perdiese la reverencia, obediencia y acatamiento que les debe tener, de que conocía seguirse muchos y muy grandes inconvenientes, pero cuando los veía obstinados y que por sus particulares intereses, pasiones o aficiones dejaban de hacer lo que debían y eran obligados, no dejaba yo de reprenderlos y afear públicamente lo que hacían y mostrarles lo que debían hacer, porque de vergüenza viniesen a hacer lo que no querían de grado, acordándome que San Pablo bien osó en público reprender a San Pedro, como él mismo escribe a los Gálatas.

MERCURIO.— Andándote de esa manera a decir verdades no te faltarían persecuciones.

ÁNIMA.— Hasta la muerte nunca me faltaron, mas todo el mal que ellos me procuraban hacer era todo el bien que yo deseaba alcanzar.

MERCURIO.— ¿Cómo es posible?

ÁNIMA.— ¿Qué mayor bien podía yo desear que padecer aflicciones por amor de Jesucristo?, y, ¿qué mayor gloria que morir por mantener y manifestar su verdad?

MERCURIO.— ¿Y la infamia?

ÁNIMA.— Infamia es vivir mal y en ofensa de Dios, y muy buena fama la del que por su servicio muere, aunque por los del mundo sea menospreciado.

MERCURIO.— ¿Y tu cuerpo?

ÁNIMA.— Mi cuerpo era tierra y me hace muy poco al caso que o en la sepultura o en otra parte se convierta en tierra, pues así como así, resucitará en el juicio, entero.

MERCURIO.— ¿No te duele que aquella carne en cuya compañía tantos años viviste sea maltratada?

ÁNIMA.— Los que en tal manera se confederaron con su carne que ninguna cosa le negaban de las que ella quería, procuran de regalarla aun después de muertos, mas yo, que tenía continua guerra con ella, no solamente no quería regalarla, mas me vengo y huelgo de que aquella mi enemiga sea muy maltratada.

MERCURIO.— ¿Y la infamia de tus parientes?

ÁNIMA.— Cuanto más mis parientes fueren abatidos y menospreciados del mundo, tanto serán más sublimados y preciados por Dios, si como yo lo tomo, lo quisieren tomar ellos.

MERCURIO.— ¿Y tus bienes?

ÁNIMA.— Mis bienes tenía yo para servir con ellos a Dios, y pues son suyos, él dispondrá de ellos lo que más fuere servido.

MERCURIO.— ¿De manera que tú te partes muy contenta de aquel mundo?

ÁNIMA.— Sabes que tan contenta que me venía huyendo con la prisa que viste, porque no me tornasen a llamar. Ya yo he hecho lo que me rogaste, también os ruego yo que no me detengáis más.

MERCURIO.— ¿Qué me miras, Carón?

CARÓN.— Estoy tan atónito de oír lo que esta ánima nos ha contado, que no puedo acabar de tornar en mí. Cuanto que si muchos tales como éste se levantan entre cristianos, bien me podrán dar a mí cien azotes por vagabundo.

MERCURIO.— No cures, que por muchos que haya, se hallan siempre muchos más que los persiguen y espantan, de suerte que no se osan mostrar.

CARÓN.— No te entiendo, Mercurio.

MERCURIO.— Hay entre cristianos un género de gente que tiene usurpado el nombre de perfección y santidad, y están muchos de ellos tan lejos de lo uno y de lo otro como nosotros de subir al cielo, y como éstos ven que alguno con obras o con palabras comienza a mostrar en qué consiste la perfección cristiana y la religión y santidad que los cristianos deben tener, luego aquéllos como lobos se levantan contra él y lo persiguen, interpretándole mal sus palabras, y levantándole que dijo lo que nunca pensó, lo acusan y procuran de condenar por hereje. De manera que apenas hay hombre que ose hablar ni vivir como verdadero cristiano.

CARÓN.— ¡Oh, qué buenos amigos! ¡Ojalá pudiese yo hacer algo por ésos! Dime, ¿en qué los conoceré?

MERCURIO.— Traen tantos y tan diversos hábitos que no te podría dar regla cierta. Todavía, si me lo pagas, decirterelo mas al oído.

CARÓN.— ¿Por qué no lo dirás alto?

MERCURIO.— Tengo miedo que me levanten a mí que rabio.

CARÓN.— Dílo, pues, como quisieres.

MERCURIO.— Llégate acá.

CARÓN.— ¡Ha, ha, he! Yo jurara que eran ésos. Déjame con ellos y tornemos a nuestro propósito.

MERCURIO.— Habido, pues, por el Emperador el parecer de los de su consejo y de los grandes y perlados de sus reinos, respondió al rey de Francia por un cartel no menos prudente que animoso.

CARÓN.— ¿Tiéneslo por dicha?

MERCURIO.— Mira si lo tengo, y aun escrito en pergamino.

CARÓN.— ¿Querrásmelo leer?

MERCURIO.— Antes te ruego yo que lo oigas.

CARÓN.— Comienza, pues, por tu vida, aunque sea largo.

MERCURIO.— No pudo ser más corto, porque va resumiendo lo que dice el otro; por eso, has de estar muy atento.

CARÓN.— Vesme aquí patitendido.

MERCURIO.—

Cartel del Emperador al rey de Francia

Carlos, por la divina clemencia. El Emperador de Romanos, rey de Alemania y de las Españas, etc. Hago saber a Vos, Francisco, por la gracia de Dios, rey de Francia, que a ocho días de este mes de junio, por Guiena, vuestro rey de armas, recibí vuestro cartel, hecho a XXVIII de marzo, el cual, de más lejos que hay de París aquí pudiera ser venido más presto y conforme a lo quede mi parte fue dicho a vuestro rey de armas, os respondo. A lo que decís que en algunas respuestas por mí dadas a los embajadores y reyes de armas que por bien de la paz me habéis enviado, queriéndome yo sin causa excusar, os haya a Vos acusado. Yo no he visto otro rey de armas vuestro que el que me vino en Burgos a intimar la guerra, y cuanto a mí, no os habiendo en cosa alguna errado, ninguna necesidad tengo de excusarme, mas a Vos vuestra falta es la que os acusa. Y a lo que decís tener yo vuestra fe, decís verdad, entendiendo por la que me distes por la capitulación de Madrid, como parece por escrituras firmadas de vuestra mano, de volver a mi poder como mi prisionero de buena guerra en caso que no cumplieseis lo que por la dicha capitulación me habíais prometido, mas, haber yo dicho como decís en vuestro cartel, que estando Vos sobre vuestra fe, contra vuestra promesa os erais ido y salido de mis manos y de mi poder, palabras son que nunca yo dije, pues jamás yo pretendí tener vuestra fe de no iros sino de volver en la forma capitulada; y si Vos esto hicierais, ni faltarais a vuestros hijos, ni a lo que debéis a vuestra honra. Y a lo que decís que para defender vuestra honra, que en tal caso sería contra verdad muy cargada, habéis querido enviar vuestro cartel, por el cual decís que aunque ningún hombre guardado puede haber obligación de fe, y que ésta os sea excusa harto suficiente; no obstante esto, queriendo satisfacer a cada uno y también a vuestra honra, que decís, queréis guardar y guardaréis, si a Dios place hasta la muerte, me hacéis saber que si os he querido o quiero cargar no solamente de vuestra fe o libertad mas aun de haber jamás hecho cosa que un caballero amador de su honra se deba hacer, decís que he mentido y que cuantas veces lo dijere mentiré, siendo deliberado defender vuestra honra hasta la fin de vuestra vida. A esto os respondo que, mirada la forma de la capitulación, vuestra excusa de ser guardado no puede haber lugar, mas pues tan poca estima hacéis de vuestra honra, no me maravillo que neguéis ser obligado a cumplir vuestra promesa. Y vuestras palabras no satisfacen por vuestra honra, porque yo he dicho y diré sin mentir, que Vos habéis hecho ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que me diste conforme a la capitulación de Madrid. Y diciendo esto, no os culpo de cosas secretas ni imposibles de probar, pues parece por escrituras de vuestra mano firmadas, las cuales Vos no podéis excusar ni negar. Y si queráis afirmar lo contrario, pues ya os tengo yo habilitado solamente para este combate, digo que por bien de la cristiandad y por evitar efusión de sangre y poner fin a esta guerra, y por defender mi justa demanda, mantendré de mi persona a la vuestra ser lo que he dicho verdad. Mas no quiero usar con Vos de las palabras que Vos usáis, pues vuestras obras, sin que yo ni otro lo diga, son las que os desmienten y también porque cada uno puede desde lejos usar de tales palabras más seguramente que desde cerca. A lo que decís que, pues contra verdad os he querido cargar, de aquí adelante no os escriba cosa alguna, mas que asegure el campo y Vos traeréis las armas, conviene que hayáis paciencia de que se digan vuestras obras y que yo os escriba esta respuesta, por la cual digo que acepto el dar del campo y soy contento de asegurároslo por mi parte por todos los medios razonables que para ello se podrán hallar. Y a este efecto, y por más pronto y expediente, desde ahora os nombro el lugar para el dicho combate sobre el río que pasa entre Fuenterrabía y Andaya, en la parte y de la manera que de común consentimiento será ordenado por más seguro y conveniente, y me parece que de razón no lo podéis en alguna manera rehusar ni decir no ser harto seguro, pues en él fuiste Vos soltado, dando vuestros hijos por rehenes y vuestra fe de volver, como dicho es, y tan bien visto que, pues en el mismo río fiaste vuestra persona y las de vuestros hijos, podéis bien fiar ahora la vuestra sola, pues pondré yo también la mía. Y se hallarán medios para que no obstante el sitio del lugar ninguna ventaja tenga más el uno, que el otro, y para este efecto y para concertar la elección de las armas, que pretendo yo pertenecerme a mí, y no a Vos, y porque en la conclusión no hayan longuerías ni dilaciones, podremos enviar gentiles hombres de entre ambas partes al dicho lugar, con poder bastante para platicar y concertar, así la igual seguridad del campo, como la elección de las armas, el día del combate y la resta que tocará a este efecto, y si dentro de cuarenta días después de la presentación de ésta no me respondéis ni avisáis de vuestra intención, bien se podrá ver que la dilación del combate será vuestra, que os será imputado y ayuntado con la falta de no haber cumplido lo que prometiste en Madrid. Y cuanto a lo que protestáis que si después de vuestra declaración en otras partes yo digo o escribo palabras contra vuestra honra, que la vergüenza de la dilación del combate será mía, pues que venidos a él cesan todas escrituras, vuestra protestación sería bien excusada, pues no me podéis Vos vedar que yo no diga verdad, aunque os pese. Y también soy seguro que no podré yo recibir vergüenza de la dilación del combate, pues puede todo el mundo conocer el afición que de ver la fin de él tengo.

Hecha en Monzón, en mi reino de Aragón, a veinticuatro días del mes de junio de mil quinientos veintiocho años.

Charles.

CARÓN.— A la fe, Mercurio, el que ese cartel escribió más quería que palabras.

MERCURIO.— Dices la verdad, y aún si bien lo has ponderado, con no menos prudencia que ánimo lo escribió.

CARÓN.— A la fe, no había yo menester esos ánimos ni esas prudencias.

MERCURIO.— Calla, Carón, ¿no miras con cuánta gravedad sube esta ánima? Sepamos quién es.

CARÓN.— Pregúntaselo tú si quisieres.

MERCURIO.— Dinos, ánima bienaventurada, ¿qué estado tuviste en el mundo?

ÁNIMA.— Fui cardenal.

MERCURIO.— ¿Cardenal? ¿Qué me dices?

ÁNIMA.— Así pasa.

MERCURIO.— Dínos, pues, por caridad, ¿cómo alcanzaste aquella dignidad que se da pocas veces por amor de Dios, y cómo te gobernaste en ella?

ÁNIMA.— Considerando yo cuán perdida estaba la cristiandad y cuánta necesidad tenía en muchas cosas de reformación, deseoso de entender en una tan santa y tan necesaria obra, y viendo que el más conveniente lugar para ello era estar cabe el Sumo Pontífice, deseaba hallar medio para ser Cardenal, y sabido que no se alcanzaba aquella dignidad sino o por dineros o por manos o por favor de príncipes o por luengo servicio, tomé por mejor partido comprarla, y de verdad me costó más de veinticinco mil ducados, y aun yo os prometo que ante de veinte días me hallé bien arrepentido.

MERCURIO.— ¿Por qué?

ÁNIMA.— Como comencé a entrar en consistorio y vi las cosas que allí se trataban y los reveses y contradicciones que hallaba en lo que por el bien público yo proponía, halleme tan turbado que no sabía disponer de mí. A la fin, me pareció que, pues no podía aprovechar a otros, menos mal era aprovecharme a mí que no perderme yo también con ellos, y no un mes después que recibí el capelo, les dejé su Roma, su púrpura, y su consistorio y me retraje en una abadía que yo tenía, donde en la administración de mis frailes y de los otros mis súbditos, mediante la gracia de Jesucristo, me goberné de manera que en recompensa de aquellos pequeños trabajos ha placido a Dios darme la vida eterna.

MERCURIO.— A buen amo serviste; razón es que hayas buen galardón. ¿Quieres que prosiga, Carón?

CARÓN.— No querría otra cosa.

MERCURIO.— Ordenado que hubo el Emperador su respuesta, firmada de su mano, la dio a uno, de sus reyes de armas, mandándole que con toda diligencia la llevase al rey de Francia y él mismo públicamente se la leyese, y si no la quisiese oír, se la diese en sus manos y habida su respuesta, luego se volviese. El rey de armas se fue para Fuenterrabía, donde pensaba hallar el salvoconducto del rey de Francia, y como no hubiese memoria de él, envió un trompeta al gobernador de Bayona, rogándole que, si lo tenía, luego se lo enviase, porque él allí no esperaba otra cosa. El gobernador, a cabo de nueve días, le respondió que el rey de Francia, su amo, le había enviado el salvoconducto que pedía, mas con tal condición que no se lo enviase sin ser primero certificado que traía la seguridad del campo y no otra cosa. El rey de armas le respondió que él llevaba la seguridad del campo y cargo de decir otras cosas tocantes al combate, y respuesta al cartel del rey de Francia. El gobernador replicó, diciendo que si traía solamente la seguridad del campo, sin otra cosa alguna, le dejaría entrar libremente en Francia y le haría muy buen tratamiento, pero que si traía otra cosa, él no lo podía dejar entrar, diciendo que el Rey, su amo, no quería palabras sino obras.

CARÓN.— A la fe, tenía razón. ¿Qué cumplen palabras cuando se puede venir a las manos?

MERCURIO.— No sabes lo que te dices. Antes no se puede venir a las manos sin que precedan primero muchas palabras en que se determine y acabe la causa por qué se combate; de otra manera parecería batalla, no de príncipes, mas riña de locos. Y si bien lo miras, hallarás aquí dos cosas muy recias: la una, impedir la entrada a un rey de armas que suelen, aun entre gente bárbara tener libertad para ir y venir seguramente por doquiera; y la otra, que el rey de Francia así absolutamente pidiese la seguridad del campo, sin aclarar primero qué es aquello sobre que quería combatir o si el Emperador confesaba o negaba haber dicho lo que al rey de Francia había sido referido.

CARÓN.— Veamos, ¿él no lo envió escrito y firmado de su mano al embajador del rey de Francia?

MERCURIO.— Dices verdad, mas aquella carta no era llegada en Francia cuando el rey publicó su cartel, ni puede el Rey con verdad decir que ella lo moviese a desafío. Allende de esto, hay mucha diferencia de lo que dice la carta a lo que contiene el cartel. La carta dice que el rey de Francia lo había hecho vilmente y ruinmente en no cumplir lo que había jurado y prometido, y el cartel refiere haber dicho el Emperador que el rey de Francia se había ido y soltado de su poder, contraviniendo a la fe que le había dado, cosa que ni nunca el Emperador dijo, ni tampoco, había por qué lo dijese, habiéndolo él de su propia voluntad soltado y puesto en libertad, sin nunca tomarle su fe que no se iría, mas, que si no cumpliese lo capitulado, volvería a la prisión. De manera que queriendo el rey de Francia disfrazar las palabras por hacer su causa, de manifiestamente mala, claramente buena, justo era que aquello se averiguase antes que viniesen al campo, porque negando el Emperador haber dicho lo que el rey de Francia refería, quizá él no quisiera combatir sobre las otras palabras que el Emperador afirmaba haber dicho, y así, ni hubiera sobre qué combatir, ni necesidad de la seguridad del campo que él tan impertinentemente pedía. Allende de esto, el Emperador pudiera responder que el rey de Francia, siendo su prisionero de justa guerra, era inhábil para desafiar a nadie, cuanto más a su señor, hasta que, cumpliendo lo capitulado, recatase o libertase la fe que en su poder dejó empeñada. Asimismo, podía alegar que no se puede venir al combate cuando la diferencia se puede probar por escrito o por testigos, como aquí muy fácilmente se pudiera hacer.

CARÓN.— ¿Cómo?

MERCURIO.— El Emperador dijo que el rey de Francia lo había hecho vil y ruinmente en no guardarle la fe que le había dado. Conviene, pues, aquí probar si romper un hombre su fe es ruindad y vileza, y si el rey de Francia la rompió o no. Lo primero es cosa tan clara y tan averiguada que sería vergüenza traerla en disputa, pues no hay hombre tan pérfido o malo que no confiese y tenga por vileza romper el hombre su fe. Para probar lo segundo, ahí está la capitulación de Madrid, firmada de la mano propia del rey de Francia y de los embajadores de la regente, su madre, en que jura, promete y da su fe de cumplir todo lo en aquella capitulación contenido en ciertos términos y a ciertos tiempos allí declarados, y que en caso que no lo cumpliere, volverá dentro de cierto tiempo a la prisión. Pues si el rey de Francia dio su fe de hacer esto, y lo prueba y muestra por escritura firmada de su propia mano, talmente que no lo puede negar y después, no solamente no lo cumple, mas claramente dice que no lo quiere cumplir, ¿no está claro que rompe su fe? Y si el que ésta rompe, hace vileza y ruindad, cosa averiguada es que él queda por vil y ruin, y que con verdad se puede decir haberlo hecho ruinmente en romper su fe. Y pues esto se podía probar por escrituras auténticas y claras, muy bien pudiera el Emperador alegar que no había necesidad de combate. Y aunque el Emperador quisiera, como quiso, disimular todas estas causas por donde cesaba el combate, habilitando él al rey de Francia (como lo habilitó), para combatir con él, y señalando luego lugar seguro para la batalla, habiéndose querido el rey de Francia llamar defensor por usurpar y atribuirse la elección de las armas, ¿no era razón que, siendo el Emperador desafiado, se examinase y determinase primero cuál era provocador y defensor antes que venir al combate? Pues para esto sé que menester eran demandas y respuestas, y no pedir a humo muerto la seguridad del campo, la cual con todo, el Emperador le enviaba, mas juntamente con enviarla respondía al cartel del rey de Francia como has oído, queriendo llevar la cosa por sus términos y guiarla como quien que deseaba venir a la conclusión de ella y no contentarse de palabras, como el rey de Francia.

CARÓN.— Ahora, sus, tú vienes armado para defender al Emperador. No quiero disputar contigo; prosigue adelante.

MERCURIO.— Esa salida les queda a los que se ponen, como tú ahora has hecho, a defender una mala causa, mas sea como tú quisieres. En Fuenterrabía estuvo el rey de armas del Emperador obra de cincuenta días, importunando continuamente por su salvoconducto, hasta que, de pura vergüenza, se lo hubieron de enviar, mas todavía con condición que llevase la seguridad del campo y no de otra manera.

CARÓN.— ¿Ves ahí otra ánima que sube la montaña? Mira si le quieres preguntar algo.

MERCURIO.— Ya la veo; vamos hacia allá y sepamos quién es.

CARÓN.— Oído nos ha; escucha. Veamos qué dice.

ÁNIMA.— ¿Qué pedís, hermanos?

MERCURIO.— Querríamos saber quién eres y qué estado tuviste en el mundo.

ÁNIMA.— Yo fui un pobre fraile, y mi estado era servir a Jesucristo.

MERCURIO.— Sirviendo a tal señor, ¿te osas llamar pobre?

ÁNIMA.— Pobre me llamo cuanto al mundo, y pobre de virtudes que de estado y mercedes me recibí de mi señor, más fui que rico y bienaventurado.

MERCURIO.— Bien se te parece, mas dinos, ¿por qué te metiste fraile?

ÁNIMA.— Bien sé por qué me lo preguntáis. Vosotros pensáis haber yo sido de aquéllos que piensan consistir la religión en andar vestido de una o de otra color o en traer el hábito de ésta o de aquella hechura, o en andar calzado o descalzo, o en traer camisa de lana o de lienzo, o en tocar o dejar de tocar dineros. A la fe, hermanos, muy engañados estáis, que antes que me metiese fraile estaba de todo eso muy bien informado.

MERCURIO.— Pues sabiendo y entendiendo tú eso, ¿quién te engañó que tomases una vida tan puesta en razón y tan fuera de razón?

ÁNIMA.— ¿Tú sabes lo que dices?

MERCURIO.— Ahora lo verás. ¿Qué cosa puede ser más puesta en razón que levantarse todos a las seis, comer a las diez, dormir desde las doce hasta las dos, cenar a las seis, acostarse a las siete, estar tantas horas en el coro y tantas en el refitorio y tantas en la cama? Veamos, ¿a quién esto oyere, no le placerá como cosa muy razonable? Pero si por otra parte considera la diversidad de las complexiones, condiciones e inclinaciones de los hombres, que a uno le conviene mucho dormir para su salud y a otro daña lo que a aquél aprovecha; a uno es saludable el madrugar y a otro dañoso; uno sana y otro enferma ayunando; a uno es sano un manjar y a otro le causa enfermedades; a uno da la vida y a otro daña el sueño de medio día; a uno conviene traer poca ropa y otro ha menester mucha; uno se huelga de andar descalzo y otro enferma si no anda calzado; y aun un mismo hombre está muchas veces dispuesto para una cosa y otras no. Habiendo, pues, en estas y en otras cosas tanta diversidad en los hombres, ¿qué cosa más fuera de razón puede ser que limitarles las horas que han de comer, dormir, velar, rezar y cantar, como si todos fuesen de una misma complexión?

ÁNIMA.— Mira, hermano, tú eres un poco más agudo que sería menester. Si los hombres se metiesen frailes por fuerza, podríanse quejar si les diesen manera de vivir fuera de su natural, mas pues a ninguno se hace fuerza, ninguno tiene causa de quejarse. La regla está ahí; cada uno la puede ver y saber. El que se contenta de ella, pareciéndole conformarse con su condición, tómela mucho en buena hora; el que no, déjela, que a ninguno se hace fuerza y el que neciamente se mete fraile, neciamente se muere, y aun quizá se va al infierno; y lo mismo podemos decir del clérigo y del casado. Yo, hermano, viendo la corrupción del mundo y a mí en estado que a cada paso hallaba mil embarazos en que tropezar, determiné de recogerme en un monasterio, no porque no conociese poder servir tan bien a Dios fuera de él, mas porque me inclinaba más a aquella manera de vivir que a otra alguna. Determinado, pues, de meterme fraile, anduve muchos días con mucha curiosidad, informándome de la regla y forma de vivir de cada orden y después tomé aquélla que me pareció más conforme a mi complexión.

MERCURIO.— ¿Nunca te arrepentiste?

ÁNIMA.— Aquéllos se arrepienten que no miran lo que toman, mas yo, ¿por qué me había de arrepentir, yendo como iba tan informado de todo lo que hallé? De manera que ninguna cosa me era nueva y de lo bueno gozaba y lo malo disimulaba y sufría con paciencia.

MERCURIO.— Dice que monjas y frailes no saben sino pedir.

ÁNIMA.— Eso hacía yo continuamente, pedir gracia a Nuestro Señor para que me encaminase e hiciese perseverar en su servicio.

MERCURIO.— No digo sino cosas mundanas.

ÁNIMA.— Ésas nunca pedí yo, ni aun las quería recibir de los que me las daban, mostrándoles por la obra que las menospreciaba y que también ellos las debían menospreciar, porque mucho más persuaden obras que palabras.

MERCURIO.— Dices verdad, mas, ¿cómo te proveías de lo que habías menester?

ÁNIMA.— Poco han menester los frailes, allende lo que les dan en la orden, sino para curiosidades, de que yo huía mucho, y aquello de que tenía necesidad, procuraba de ganar trabajando con mis manos.

MERCURIO.— ¿Tenías oficio?

ÁNIMA.— Cuando determiné de meterme fraile me puse a deprender un oficio con que pudiese ganar y proveer mis necesidades sin ser molesto a ninguno, y aun lo que me sobraba repartía con mis compañeros, especialmente con predicadores y confesores, porque no lo anduviesen pidiendo a los seglares.

MERCURIO.— Dice que muchos se meten frailes por ser ociosos y no trabajar y ganar de comer.

ÁNIMA.— Yo no sé lo que otros hacen. De mí te sé decir que me metí fraile por poder honestamente trabajar y no estar ocioso, porque ni mi linaje ni mi estado me consentían trabajar si no mudaba el hábito.

MERCURIO.— ¿Cómo te agradaba la hipocresía que suele ser compañera de los frailes?

ÁNIMA.— Dígote que muchos días me detuve de meterme fraile por no obligarme a fingir santidad. Tanto aborrecía la hipocresía, mas a la fin, cuando determiné de ser fraile, determiné juntamente de vivir de manera que no tuviese necesidad de mostrar de fuera más de lo que había dentro.

MERCURIO.— Por la mayor parte los frailes siembran y mantienen supersticiones.

ÁNIMA.— Eso hacen los que, o no quieren trabajar para sus necesidades, o andan buscando cosicas para sus curiosidades, los cuales por esto han de buscar invenciones con que sacar del vulgo lo que quizá de otra manera les sería negado; mas el que huye las curiosidades y trabaja con sus manos para proveerse de lo necesario, muy lejos está de sembrar y mantener supersticiones.

MERCURIO.— Dice que es natural vicio en los frailes la murmuración y ser maldicientes.

ÁNIMA.— El que siendo seglar tenía estos vicios puede ser que no los deje en el monasterio, mas el que siendo seglar los aborreció, mucho más los aborrece fraile.

MERCURIO.— Los frailes son tenidos por ambiciosos, así en procurar prelacías en sus órdenes como buenos obispados y aun capelos fuera de ellas.

ÁNIMA.— Como la ambición sea vicio a todos estados común, no te maravilles que reine también entre los frailes, que son hombres como los otros; de mí te sé decir que siempre la aborrecí y hui de ella como de cosa muy pestilencial, contentándome de tener cargo de mí mismo.

MERCURIO.— Gran trabajo debe ser sufrir un prior o guardián necio.

ÁNIMA.— Trabajo es para los que lo tienen por trabajo, mas ya sabes que no hay cosa tan fácil que no sea dificultosa si la haces forzado, ni tan difícil que no sea fácil si la hicieres de buena gana.

MERCURIO.— Sí, pero recia cosa es de sufrir un hombre grosero.

ÁNIMA.— Si te parece y la tienes por recia, recia será, mas si considerando tú que eres hombre como aquél, y del mismo metal que aquél y que te pudiera Dios hacer tan necio o grosero como aquél, cuántas más groserías y necedades en él vieres, tantas más gracias darás tú a Dios que te libró de ellas, y te holgarás de verte libre de ellas.

MERCURIO.— Bien pero, ¿no es recia cosa que se den cargos a semejantes personas?

ÁNIMA.— Hermano, mira, en todos estados y géneros de hombres está ahora el mundo de manera, que por maravilla se dan cargos, ni oficios ni beneficios sino a los que con artes y granjerías los andan procurando y como ningún hombre prudente, bueno y virtuoso se quiere poner a pedir y procurar cosas semejantes, pareciéndole que de razón le deberían rogar con ellas, es forzado que por la mayor parte los cargos, oficios y beneficios caigan en ruines e ignorantes. Yo me he detenido más de lo que pensaba, y me voy con vuestra licencia.

CARÓN.— Antes lo hubieras hecho, ¿no miráis de qué me sirven a mí estas filosofías? Ea, pues, tú, Mercurio, acaba si quieres contarme esa tu historia. No me la hagas tanto desear.

MERCURIO.— Habido por el rey de armas el salvoconducto del rey de Francia, a la misma hora partió de Fuenterrabía y vestida su cota de armas entró en Francia, protestando que por haber pedido salvoconducto no entendía de rogar a los privilegios y preeminencias de su oficio, y así siguió su camino hasta cerca de la ciudad de París, donde pensaba hallar al rey de Francia. Mas el Rey, temiendo su venida y por dilatar de oír lo que de parte del Emperador traía, andaba por las florestas cazando, no permitiendo que el rey de armas le viniese a hablar, mas como él continuase en sus protestaciones, viendo que sin muy grande infamia no podía más detenerlo, se vino a París donde en presencia de muchos grandes señores, perlados y caballeros, así franceses como de otras naciones, fingió querer dar audiencia al rey de armas, mas en tal manera lo fingía que por otra parte mostraba bien la poca gana que tenía del combate.

CARÓN.— ¿Cómo?

MERCURIO.— Antes que el rey de armas entrase, el rey de Francia hizo un muy largo razonamiento a todos los que estaban presentes, diciendo las causas porque los había ayuntado, y colorando su causa con palabras muy ajenas de la verdad lo menos mal que pudo, concluyendo que en ninguna manera quería oír palabra alguna al rey de armas del Emperador si primero no le daba la seguridad del campo, porque no quería sufrir que con palabras vanas se dilatase el efecto de aquel combate.

CARÓN.— Harto animosamente lo hacía.

MERCURIO.— ¡Cómo eres o finges ser gran badajo! Había detenido al Rey de armas cincuenta días en Fuenterrabía y otros ocho o nueve andándose cazando, y temía de esperar siquiera media hora mientras que el rey de armas decía lo que le había sido mandado, como si el Emperador estuviera y en el campo esperando y no hubiera lugar de esperar ni aun media hora. Allende de esto, si el rey de Francia deseaba tanto este combate, veamos, ¿con qué se dilataba más, con oír o con dejar de oír al rey de armas? No oyéndole, quedaba la cosa no solamente dilatada, mas del todo deshecha, porque si el desafiador no quiere oír la respuesta del desafío, claro está que rehúsa el combate y confiesa el delito y no queda más que proceder en la causa. Oyéndolo, o traía aparejado lo que convenía para el combate o no; si lo traía, ya el Rey tenía lo que demandaba, y si no, todo era tornarlo presto a enviar, y la dilación fuera muy poca en comparación de la que hasta allí él mismo había causado. Y a los menos conocieran todos que no quedaba por él. De manera que declarando no querer oír al rey de armas, declaraba no tener gana del combate. Acabado su razonamiento, entró el rey de armas del Emperador, y antes que el cuidado pudiese abrir la boca para hablar, el rey de Francia, por espantarlo y hacerle que se turbase para que no le diese la seguridad del campo que sabía él bien que traía consigo, le comienza con palabras furiosas a preguntar si había hecho lo que debía a su oficio, que se acordase de lo que había escrito de Fuenterrabía y con qué condición le había sido enviado el salvoconducto. El rey de armas, sin responder a esto le suplicó (como es costumbre), que le diese licencia para hacer su oficio. El rey de Francia insistía en que no le consentiría hablar palabra si primero no le daba la seguridad del campo, que fuese hecha y ordenada como convenía. El rey de armas, por otra parte, decía haberle sido mandado que él mismo la leyese y que si él la quería oír, que se la leería, donde no, que se la daría en sus manos con condición que le dejase después usar de su oficio. Entonces el rey de Francia, no sabiendo qué responder a esto, ni queriendo recibir el cartel del Emperador, se levantó diciendo muy rigurosas palabras y se dejó allí el pobre rey de armas sin quererlo oír ni recibir el cartel que llevaba.

CARÓN.— ¿Qué me dices?

MERCURIO.— Esto que oyes.

CARÓN.— Pues veamos, ¿qué hará ahora el Emperador?

MERCURIO.— ¿Qué quieres que haga si el rey de Francia no quiere oír sus reyes de armas ni recibir sus carteles?

CARÓN.— Arrastrarale las armas y pintaralo como en semejantes casos se suele hacer.

MERCURIO.— Antes me persuado yo tanto de su modestia y bondad que no se pondrá en hacerle una afrenta como ésa, porque aunque sea su enemigo, a la fin es príncipe y cristiano y es honesto que se le tenga algún respecto, pues los buenos con virtud se precian vencer.

CARÓN.— ¿De manera que no habrá ya memoria de ese combate?

MERCURIO.— Ninguna.

CARÓN.— Si supieses de qué cuidado me has quitado, maravillaríaste que de verdad ha muchos días que no estaba en mi seso, pensando en el mal que de este combate se me recrecía. Siempre me sueles tú alegrar con mil buenas nuevas y yo nunca hago nada por ti. Si te parece que es hora, vamos a holgar un rato con Proserpina.

MERCURIO.— Soy contento, mas sepamos primero qué ánima es ésta que viene cantando.

CARÓN.— Parece mujer.

MERCURIO.— Así es.

CARÓN.— No sé si huirá de nosotros.

ÁNIMA.— A las veces, las que más huyen son las que más presto se dejan alcanzar, pues en el mundo no hui de hombres (de quienes me podía temer), teniendo en mí firme propósito de vivir castamente, ¿por qué huiré ahora de vosotros de quienes ninguna afrenta puedo esperar?

MERCURIO.— ¡Oh, ánimo no de mujer mas de hombre muy esforzado! ¿Querrasnos decir qué tal fue tu vida en el mundo?

ÁNIMA.— Y aun de muy buena voluntad. El mayor bien que mis padres me dejaron fue vezarme a leer y un poco de latín y aficioneme tanto a leer en la Sacra Escritura que de ella sabía mucho, y juntamente con saberla, procuraba de conformar mi vida y costumbres con ella, no dejando de enseñar a mis amigas y compañeras que conmigo conversaban aquello que Dios a mí me había enseñado, mas con tanta modestia y templanza que no pudiese ser reprendida, conociendo cuánto era mi sexo y edad peligrosa, y cuán recatada debía andar de mí misma, porque sin duda las mujeres mucho más que los hombres tenemos necesidad de tener por sospechosa cualquier opinión en que caemos hasta que se haya muy bien primero examinada y comunicada, y porque el callar en las mujeres, especialmente doncellas, es tan conveniente y honesto como malo y deshonesto el demasiado hablar; siempre procuraba yo que mis obras predicasen antes que mis palabras. De esta manera viví muchos años sin voluntad de ser monja ni de casarme viendo la una vida ser muy ajena de mi condición y los peligros y trabajos que en la otra hay. Especialmente temía que me darían algún marido tan apartado de mis fines que o me pervirtiese a mí o tuviese muy trabajosa vida con él. A esta causa determiné de no casarme, mas a la fin, todo bien considerado, acordándome de las excelencias que del matrimonio había leído, y pareciéndome cosa dificultosa guardar (como se debe guardar) la virginidad, aunque aquel estado sea más alto y excelente y por Jesucristo con ejemplo y con palabras y después por San Pablo aconsejado, y por muchos santos seguido, tomé por seguro para mí casarme. Mas como no sea lícito y honesto a las mujeres escoger el marido que ellas quieren, mas parecen obligadas a tomar el que sus padres, hermanos o parientes quieren darles, aunque yo no pocas veces les rogaba que no mirasen a linaje ni a bienes mundanos ni a hermosura del cuerpo, sino a las virtudes del ánima, porque con éstas me entendía yo casar, a la fin me dieron un marido con quien sabe Dios lo que al principio yo pasé, pero todavía lo sufría con paciencia, esperando en la bondad de Dios que yo lo atraería antes a él a mi condición que él a mí a la suya. Y dime tan buena maña, contraminando sus vicios con virtudes, su soberbia con mansedumbre, su aspereza con halagos, su prodigalidad con templanza, sus juegos y lujurias con castos y santos ejercicios, y su ira con paciencia, gobernándome siempre con él con profunda y entera humildad, a tiempos disimulando unas cosas, a tiempos tolerando y permitiendo otras, y a tiempos reprendiendo dulcemente aquellas cosas que claramente me parecían dignas de reprensión, que poco a poco le amansé de manera que le hice dejar todos sus vicios y malas costumbres y abrazarse tan de veras con las virtudes, que desde a pocos días yo aprendí de él lo que él aprendía de mí. Y así, vezándonos el uno al otro, y procurándonos de contentar el uno al otro, vivíamos en tanta paz, amor y concordia, que todos se maravillaban de verlo a él tan mudado y de lo que yo con él había trabajado y de la conformidad que ya teníamos.

MERCURIO.— ¿Hubiste hijos?

ÁNIMA.— Muchos años estuvimos sin ellos.

MERCURIO.— ¿No tenías pena de verte estéril?

ÁNIMA.— Pena tienen de no parir las que viven y querrían parir para sí, mas yo, que no vivía ni quería nada para mí, no tenía de qué tener pena. Mientras Dios no me daba hijos, dábale muchas gracias por ello, persuadiéndome que así convenía a mi provecho y a su servicio. Cuando me los dio, las mismas gracias le daba, suplicándole los enderezase y enseñase para su servicio, procurando cuanto en mí era de industriarlos para este efecto.

MERCURIO.— Maravíllome de eso que me dices, porque suelen las mujeres con mucha curiosidad importunar a Dios que les dé hijos.

ÁNIMA.— Yo era muy contraria a esa opinión, no porque no tuviese yo los hijos por un especial don de Dios, mas porque siéndome incierto qué tales habían de ser, no osaba desearlos, sino que Dios hiciese lo que fuese su voluntad, teniendo por cierto que aquello que él ordenase, sería lo mejor, y las mujeres que son de esta mi opinión, Dios sabe de cuántas supersticiones se escapan, que por haber hijos a cada paso se hacen con no poco deservicio de Dios y detrimento de la religión cristiana.

MERCURIO.— ¿Tuviste hijos o hijas?

ÁNIMA.— Hijas.

MERCURIO.— ¡Qué trabajo!

ÁNIMA.— ¿Trabajo? Antes es muy gran descanso para las madres tener hijas con quienes se puedan descuidar y a quien puedan doctrinar, que las buenas madres más se huelgan con las hijas que con los hijos, porque las hijas las acompañan y sirven hasta la muerte y nunca les pierden el amor, mas los hijos, aun no son nacidos cuando se van por ahí, que ni conocen ni tienen amor a padre ni a madre. Allende de esto, por maravilla veréis una hija desobediente y muy raros son los hijos obedientes. Pocas veces vemos hijas desconformes de sus padres y a cada paso hallamos hijos perseguidores de sus madres.

MERCURIO.— Gran trabajo es el que pasan las madres en guardar las hijas.

ÁNIMA.— Habías de decir las ruines madres, porque cual es la madre tal es la hija, y por eso, cuanto es dificultoso y trabajoso a las ruines guardar que sus hijas no lo sean, tanto es fácil a las buenas hacer que sus hijas les parezcan.

MERCURIO.— ¡Qué de congojas pasan las madres con las hijas!

ÁNIMA.— Muchas más con los hijos, que desde que nacen andan sujetos a mil peligros: cuando niños de descalabrarse o lisiarse, y cuando grandes de perder la vida, y a la fin no falta un camino largo o una guerra en que mueren, dando mortal congoja a sus padres.

MERCURIO.— Gran trabajo es buscar y aun comprar casamientos para las hijas.

ÁNIMA.— De ese trabajo fui yo bien libre, porque crié mis hijas tan virtuosas y había tantos que las deseaban por mujeres, que tuve bien en qué escoger. Verdad es que el dote suele trabajar a los padres, mas como yo no tuviese respecto a la vanagloria del mundo y me inclinase antes a casar mis hijas con virtuosos que con ricos ni poderosos, fácilmente y con poco trabajo las casé todas, y aun mucho a mi voluntad y con cuatro hijas cobré cuatro yernos que tuve yo siempre por hijos, y ellos a mí por madre, lo que no acaece a las que casan hijos, que con tantas nueras cobran tantas enemigas.

MERCURIO.— ¿Cómo te habías con tus criados y criadas?

ÁNIMA.— Como con mis hijos, doctrinándolos y guiándolos en aquello que debían hacer para servir a Dios.

MERCURIO.— ¿Hacíaslos ayunar, rezar y disciplinarse?

ÁNIMA.— Yo te diré. Las cosas que en sí son siempre y en todo lugar buenas, y que sin pecado no se pueden dejar, les encomendaba yo sobre todo, procurando que solo un punto no se apartasen de ellas. De las otras que a unos son buenas y arman y a otros no; en unos tiempos se halla la persona dispuesta para ellas y en otros no, a unos sanan y a otros matan, a unos aprovechan y a otros dañan, les encomendaba que usasen con mucha discreción, apartando siempre y desterrando de mi casa toda manera de superstición y de hipocresía, queriendo que hubiese mucho más en lo interior de lo que se mostraba en lo exterior.

MERCURIO.— ¿De qué edad moriste?

ÁNIMA.— De cincuenta años.

MERCURIO.— ¿Hiciste testamento?

ÁNIMA.— Todo eso dejo encomendado a mi marido y yo me voy a gozar de aquel sumo y perfecto bien por mí tanto deseado; por eso no me detengas más.

CARÓN.— Déjala ir, Mercurio. Cata que se hace tarde.

MERCURIO.— Que me place, mas ves aquí otra ánima que viene a más andar. Sepamos quién es.

CARÓN.— ¿Tú no ves que es monja?

MERCURIO.— Vámosla a hablar.

CARÓN.— Déjala. Así goces que a la fin es mujer y monja, y si comienza, nunca acabará. Vamos, que ya nos estará esperando Proserpina.

MERCURIO.— Vamos.


Publicado el 9 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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