El Maniquí de Mimbre

Anatole France


Novela



I

En su estudio, ensordecido por el piano, donde sus hijas ejecutaban —pared por medio— ejercicios difíciles, el señor Bergeret, catedrático de Literatura de la Universidad, preparaba su lección acerca del octavo libro de la Eneida. El estudio del señor Bergeret sólo tenía una ventana, de bastante anchura, que abarcaba casi todo un lienzo de pared, por la cual solía entrar más frío que luz, pues los postigos no ajustaban, y a poca distancia de las vidrieras se alzaba un muro muy alto.

Colocada junto a los cristales, recibía la mesa del señor Bergeret los apagados reflejos de una claridad avara y sórdida. Ciertamente, la estancia donde sutilizaba el catedrático sus agudos conceptos de humanista era un rincón deforme, o, mejor dicho, un doble rincón junto a la caja de la escalera, cuya monstruosa panza casi dividía el estudio en dos porciones angostas e irregulares. Oprimido por aquel incómodo saliente, oprobio de la geometría y del buen gusto, apenas encontró el señor Bergeret un plano que sirviera de apoyo a las tablas de pino donde ordenaba su biblioteca, sumergida en la oscuridad.

Junto a los cristales, el pobre señor escribía sus reflexiones, heladas por un filo de aire molesto; pero se sentía dichoso cada vez que, al entrar en su estudio, no encontraba las cuartillas en desorden o mutiladas y las plumas de acero abiertas de puntos. Era el rastro que solían dejar su esposa y sus hijas cuando anotaban sobre la mesa del catedrático la cuenta de la compra o la lista de la ropa sucia.

Y, por añadidura, la señora de Bergeret tenía guardado en el estudio el maniquí, chisme indispensable para confeccionar sus vestidos.

Tieso, en pie, imagen conyugal, el maniquí de mimbre rozaba las ediciones eruditas de Catulo y de Petronio.

Mientras preparaba su lección acerca del octavo libro de la Eneida, aquel trabajo sería para el señor Bergeret no digamos un goce profundo, pero sí la paz del espíritu y la tranquilidad inestimable del alma, si no turbara el estudio minucioso de la métrica y de la lingüística (en los cuales debía fundar sus razonamientos para definir el genio, el alma y la forma de aquel mundo antiguo cuyos textos analizaba) con el deseo inoportuno de visitar las playas doradas, los montes rosados, el mar azul y la hermosa campiña por donde conduce a sus héroes el poeta.

Deploraba amargamente verse privado de recorrer, como Gastón Boissier, como Gastón Deschamps, la ribera donde se alzó Troya, de contemplar los paisajes virgilianos y de respirar en el ambiente de Italia, de Grecia y de la santa Asia. Por esto, su estudio le parecía triste, y el desaliento invadía su corazón. Era infeliz por su culpa, ya que todas las miserias que nos agobian son interiores y emanan de nosotros mismos. Suponemos que las recibimos de lo exterior, cuando, en realidad las formamos a nuestras expensas de nuestra misma sustancia.

El señor Bergeret, así oprimido por la enorme panza de cal y canto, se complacía en construir su tristeza y su hastío; pensaba que su vida era pobre, monótona y encarcelada; que su mujer tenía un alma vulgar y un cuerpo ya marchito; que sus hijas no le querían, y que los combates de Turno y Eneas carecen de todo encanto.

Libróle de sus preocupaciones dolorosas la visita de Roux, su discípulo, que se presentó con pantalón encarnado y capote azul, por hallarse en su año de servicio obligatorio.

—¡Hola! —dijo el señor Bergeret—, han disfrazado a mi latinista predilecto; de pronto lo han convertido en un héroe.

Y como Roux no admitía el calificativo, el catedrático replicó:

—Yo me entiendo. Llamo «héroe» a todo el que ciñe una espada. Si, además, lo hubieran obligado a llevar una gorra de pelo, entonces lo llamaría «héroe famoso». Lo menos que merecen los mozos elegidos para que se maten en un poco de adulación. Se paga barato su oficio. Celebraría mucho, amigo mío, que no se inmortalizase usted por un acto heroico, y que debiera únicamente a sus conocimientos de la métrica latina las alabanzas de los hombres. El amor que le tengo a mi patria me inspira este deseo. La historia me ha enseñado que sólo aparecen los actos heroicos en las derrotas y en los desastres. Roma, pueblo menos belicoso de lo que se dice y vencido con frecuencia, no tuvo un Decio hasta los mayores apuros. En Maratón, el heroísmo de Cinégiro responde al punto flaco de los atenienses, los cuales pudieron contener al Ejército bárbaro, pero no pudieron evitar que se embarcara con toda la Caballería persa de regreso en la llanura. Tampoco parece probado que los persas mostrasen mucho arrojo en aquella batalla.

Roux dejó su sable en un rincón del estudio, fue a sentarse cerca de su maestro, que le había ofrecido una silla, y dijo:

—En cuatro meses no pude oír una sola frase meditada y culta. Yo mismo, durante cuatro meses, he concentrado todas mis potencias para ser agradable al cabo y al sargento, a los que sólo vencen dádivas. Es la única instrucción militar que poseo perfectamente. Sin duda, es la más importante. Pero he perdido toda mi aptitud para discurrir acerca de ideas generales y sutiles. Por esto me llenan de confusiones los juicios que usted pronuncia acerca de la batalla de Maratón y el carácter bélico de los romanos. Mi cabeza es una olla de grillos.

El señor Bergeret respondió tranquilamente:

—Dije que los bárbaros sólo fueron contenidos por Milcíades. En cuanto a los romanos, fácil es comprender que no eran esencialmente invasores, porque hicieron conquistas provechosas y durables, al revés de los verdaderos héroes, que todo lo conquistan y nada conservan.

»También es conveniente observar que la Roma de los reyes no admitió a los extranjeros como soldados, hasta que en tiempo del bondadoso rey Servio Tulio, poco satisfechos los ciudadanos de disfrutar ellos solos el honor de las fatigas y de los peligros, invitaron a los extranjeros domiciliados en la ciudad. Hay héroes, pero no pueblos heroicos, ni ejércitos heroicos. El soldado sólo avanza bajo pena de muerte. El servicio militar fue odioso hasta entre los pastores del Lacio, que ganaron para Roma el imperio del mundo y la gloria de los dioses. Tan pesados y molestos juzgaban los arreos, que su nombre, arumna, significó pronto fatiga, cansancio agotamiento, miseria, desdicha, desastre. Bien conducidos, resultaban, si no héroes, útiles jornaleros y soldados; poco a poco invadieron el mundo, y lo cubrieron de carreteras y de malecones. Los romanos no perseguían la gloria, porque no era su fuerte la imaginación. Sólo sostuvieron guerras por intereses de los cuales no podían prescindir. Fue su triunfo el de la paciencia y el de la sensatez.

»Déjanse arrastrar los hombres por la influencia más poderosa. Entre los soldados, como entre todas las muchedumbres, la influencia más poderosa es el miedo. Avanzan contra el enemigo porque de todo lo que temen, es lo que menos temor les causa.

»El arte de la guerra consiste en ordenar las tropas de tal modo, que no puedan huir. Los ejércitos de la República vencieron porque se mantenían con extremado rigor las costumbres del antiguo régimen, relajadas en los campamentos de los aliados. Nuestros generales del año segundo eran sargentos La Ramee, y hacían fusilar diariamente media docena de reclutas para infundir aliento a los demás; como dijo Voltaire, “les comunicaba así un impulso patriótico”».

—Es posible —repuso Roux—. Pero también existe otra razón: el goce instintivo de la fusilería. Ya sabe usted, mi estimado maestro, que no soy un animal destructor ni partidario del militarismo; tengo ideas humanitarias muy avanzadas, y supongo que la fraternidad universal debe ser la obra del socialismo triunfante. Profeso el amor de la Humanidad, y, sin embargo, al echarme un fusil a la cara, quisiera disparar sobre todo bicho viviente. Lo llevamos en la sangre…

Era Roux un guapo mozo, robusto, y adquirió en el cuartel mucha desenvoltura. Los ejercicios violentos convenían a su naturaleza sanguínea; y como era excesivamente astuto, no se aficionó al oficio del soldado, pero encontró manera de hacer soportable aquella vida sin perder la salud y el buen humor.

—No desconoce usted, mi estimado maestro, la fuerza de la sugestión. Basta darle a un hombre un fusil con bayoneta calada para que la hunda en el vientre del primer transeúnte y, como dice usted, se transforme en un héroe.

Vibraba todavía el acento meridional de la última palabra de Roux, cuando la señora de Bergeret entró en el estudio, adonde casi nunca la conducía el deseo de ver a su marido. El señor Bergeret notó que su mujer lucía su bata más elegante, rosa y blanca.

Mostróse muy sorprendida al encontrar allí a Roux. Había entrado —según dijo— para pedir a su marido un volumen cualquiera de poesías con que entretenerse.

El catedrático notó, sin darle importancia, que su mujer se presentaba muy amable y casi hermosa.

El joven Roux dejó libre un viejo sillón de gutapercha, donde reposaba el Diccionario de Freund, para que la señora de Bergeret pudiera sentarse. Miraba el catedrático, alternativamente, los volúmenes dejados en el suelo contra la pared y a su esposa, que los había sucedido en el asiento, y reflexionaba que ambas agrupaciones moleculares, tan diferentes por su condición, por su aspecto y por los usos a que se prestan, habían presentado una semejanza de origen durante mucho tiempo conservada, mientras el uno y la otra, el diccionario y la mujer, flotaban aún en el estado gaseoso de la nebulosa primitiva.

«Es indudable —se decía— que Amelia navegó en edades remotas, informe, inconsciente, diseminada en sutiles emanaciones de oxígeno y de carbono. Las moléculas que, a través del tiempo, contribuirían a formar este léxico latino, gravitaron también durante un largo período en la nebulosa, de la cual salieron, al fin, monstruos, insectos y gérmenes de inteligencia. Se ha necesitado una eternidad para producir mi diccionario y mi mujer, monumentos de mi vida triste y desdichada, formas defectuosas y con frecuencia inoportunas. Mi diccionario está lleno de inexactitudes y errores; Amelia guarda un espíritu procaz en un cuerpo desfigurado. Seguramente no es justo prometerse que una eternidad nueva origine, al fin, la ciencia y la hermosura. Nuestra vida es corta para una importante labor; pero de nada serviría vivir eternamente. Ni espacio ni tiempo faltaron jamás a la Naturaleza; y… ¡ya vemos lo que hizo!».

El señor Bergeret proseguía sus meditaciones perturbadoras:


«El tiempo ¿es algo más que las variaciones de la Naturaleza?, ¿puedo yo suponerlas cortas o largas?

»La Naturaleza es cruel y vulgar; pero ¿quién me lo ha dicho? ¿Cómo sustraerme a ella para conocerla y juzgarla? Es creíble que me pareciera el Universo más tolerable si la fortuna me hubiese reservado un sitio mejor».
 

Terminada su reflexión, se inclinó para equilibrar la pila de libros, que se tambaleaba.

—Vuelve usted un poco moreno, amigo Roux —dijo la señora de Bergeret—, y hasta me parece que adelgazó algo; así está usted mejor.

—Los primeros meses de servicio son fatigosos —respondió Roux—, hacer el ejercicio a las seis de la mañana, en el patio del cuartel, a ocho grados bajo cero, es desagradable, y tampoco se acostumbra uno fácilmente a las repugnantes faenas de la cuadra. Pero la fatiga es un poderoso remedio, y el embrutecimiento, un recurso magnífico. Se vive atolondrado, y como de noche se duerme poco y mal, de día nunca está uno despierto del todo. Esta especie de automatismo letárgico es favorable a la disciplina, conforme con el espíritu militar, útil para el buen orden físico y moral del Ejército.

En resumen: Roux no estaba muy quejoso; pero un compañero suyo, alumno de la Escuela de Lenguas orientales —donde sólo estudiaba el malayo—, era víctima del servicio, que le apesadumbraba sobremanera. Deval, inteligente, culto resuelto, pero rígido, inflexible de cuerpo y de alma, desmañado y distraído, tenía una idea muy exacta de la justicia, con arreglo a la cual determinaba oportunamente sus derechos y sus deberes; y este juicio atinado era su desdicha mayor. A las veinticuatro horas de hallarse recluido en el cuartel, mientras hacían el ejercicio, le preguntó el sargento Lebrec —con palabras que Roux vióse obligado a suavizar para que pudieran ser oídas por la señora de Bergeret— «quién sería la re…ísima señora que se permitió dar a luz un zopenco malamente alineado como el número cinco». Deval no comprendió, al pronto, que se trataba de su persona, que allí era el número cinco y hasta verse arrestado no se dio cuenta de que sólo a él se referían aquellas palabras. Y aun después no comprendía por qué ultrajaban el honor de la señora Deval a consecuencia de que su hijo no guardase una perfecta alineación. La responsabilidad inconcebible de su madre, referida por el sargento, contrariaba la idea exacta que de la justicia concibió el joven Deval, y a los cuatro meses aún sentía el escozor doloroso de aquella desventura.

—Su amigo el recluta —dijo Bergeret— había dado una torcida interpretación a la marcial arenga del sargento, cuyas palabras deben ser fructíferas para el buen servicio, deben excitar la emulación de los hombres y esforzarlos a ganar con su comportamiento unos galones que les permitan poder espresar de aquel modo la superioridad evidente de quien así habla, comparado a quien por obligación tiene que oírle y aguantarle. No se deben disminuir, en modo alguno, las prerrogativas de los jefes militares como lo hizo en una reciente circular un ministro de la Guerra culto, discreto y civil, quien, para mantener la dignidad siempre respetable del ciudadano en la milicia, se propuso que oficiales y sargentos no tutearan a los reclutas. Al ordenar esto, aquel ministro infeliz olvidaba, tal vez, que el menosprecio hacia el inferior es un gran principio de emulación y base de la jerarquía. El sargento Lebrec hablaba en el estilo de un héroe que se propone convertir en héroes a los reclutas. Como soy filólogo, sin gran esfuerzo reconstruyo la frase principal de su arenga. Pues bien: afirmo sin reticencias que me parece sublime un sargento al asociar en una frase tan rotunda el honor de una familia y la torpe alineación de un recluta en cuyo garbo militar pueden fundarse muchas glorias, muchos triunfos.

»Me dirán, acaso, que incurro en la extravagancia, común a todos los comentaristas, de atribuir a mi autor intenciones que jamás cruzaron por su magín. Estoy conforme; debo conceder que hubo una parte de inconsciencia en el discurso memorable del sargento Lebrec. Así es precisamente como se manifiesta la inspiración genial: brilla, estalla, sin darse cuenta de su poderío».

Contestóle Roux, sonriente, que también él atribuía casi por completo a inconsciencia la comentada genialidad o incongruencia del sargento Lebrec.

Pero la señora de Bergeret dijo con sequedad a su marido:

—No te comprendo, Luciano: te hace reír todo lo que para los demás no es cosa de risa, y nunca puedo saber si hablas en broma o en serio. No es posible sostener una conversación contigo.

—Mi mujer opina como el decano de la Facultad, y es preciso dejar satisfechos al uno y a la otra; siempre les daré la razón.

—¡Ah, eso es lo que debes hacer, eso: ridiculizarle! ¡Pon al decano en solfa! Hiciste cuanto era posible para serle desagradable, y ahora te roes los puños por tu inconveniencia. Y como si no bastara, también quedaste mal con el rector. El domingo lo vi en el paseo; iba yo con las niñas, y apenas me saludó.

Cambió el tono, encaróse con el soldado, y dijo:

—Mi marido tiene predilección por usted, su mejor discípulo, y le augura un brillante porvenir.

Roux, atezado, rizoso, con una dentadura muy blanca, rió satisfecho. Ella insistió:

—Convenza usted a mi marido para que no maltrate a las personas que pueden sernos útiles. Todos nos abandonan.

—¡Ah, no lo imagine usted siquiera! —murmuró el estudiante; y dio en seguida otro giro a la conversación—. Se les hacen muy duros a la gente del campo los tres años de servicio. Padecen, pero no manifiestan su dolor, y nadie lo adivina. Lejos de su país, que les inspira un cariño bestial, arrastran su tristeza monótona y profunda, sin tener, cautivos y desterrados, más distracciones que la fatiga del oficio y el temor a los jefes. Todo les parece difícil y extraordinario. Hay en mi compañía dos bretones que no pudieron acostumbrarse, en mes y medio, a retener el nombre de nuestro coronel. Todas las mañanas, alineados frente al sargento, damos lección de… nombre porque la instrucción militar es común a todos. Y el coronel se llama Dupont. Ocurre lo mismo con las demás enseñanzas. Los reclutas avispados y hábiles repiten indefinidamente las mismas cosas, como los estúpidos.

El señor Bergeret preguntó si los oficiales cultivaban la elocuencia marcial del sargento Lebrec, y Roux le dijo:

—Tenemos un capitán que, por el contrario, nos trata con una delicadeza exquisita. Es un esteta, un rosacruz. Pinta imágenes y ángeles muy pálidos en cielos verdes y sonrosados. Mientras Deval hace servicio de cuadra, yo estoy de servicio con el capitán, que me manda escribir versos. Mi capitán es un hombre admirable, se llama Marcelo Lagere, y en su arte usa el seudónimo de Cisne.

—¿También es un héroe? —preguntó Bergeret.

—Un San Jorge —dijo Roux—. Concibe de un modo místico la carrera de las armas; la supone estado ideal que, sin darnos cuenta, nos conduce al fin desconocido. Se consagra, piadoso casto y solemne, a sacrificios misteriosos y necesarios. Mi capitán es un hombre delicioso; lo inicié yo en el verso libre y la prosa rimada, y compone «prosas» acerca del Ejército. Es feliz; vive tranquila y suavemente. Una cosa le martiriza: la bandera. Siente que azul, blanco y rojo forman un conjunto chillón, con una violencia inicua. Le agradaría una bandera rosa o malva. Imagina banderas primorosas y celestiales. «Aún sería tolerable —dice— si los tres colores partiesen del asta, como tres gallardetes de oriflama; la disposición vertical es absurda. Cuando el viento agita la bandera, los pliegues flotantes dibujan horrores». Padece con esto, pero es muy sufrido y tenaz. Un San Jorge.

—Tal como usted lo retrata resulta muy simpático a mis ojos —dijo la señora de Bergeret; y luego miró agriamente a su marido.

—Pero ¿no choca entre los oficiales un hombre así? —preguntó el señor Bergeret.

—De ningún modo —respondió el estudiante—. En la mesa, en las tertulias, calla como uno de tantos.

—Y los reclutas, ¿qué opinan de su capitán?

—Desconocen su vida y sus costumbres fuera de los actos de servicio.

—Comerá usted con nosotros, amigo Roux —dijo la señora—. Tendremos un verdadero placer en verle hoy sentado a nuestra mesa.

Esta frase le sugirió al catedrático la idea de una empanada. Cuando la señora de Bergeret hacía de pronto una invitación, era sabido que se aumentaba la comida con una empanada; iban por ella a la pastelería de Magloire, y solían llevarla de pescado, porque son más finas. El señor Bergeret imaginó, desde luego —sin gula ni ansia de goloso, por un fenómeno exclusivo de su inteligencia—, una empanada rellena de huevos o pescado, que humeaba en la fuente redonda con filete azul sobre un mantel adamascado. Visión profética y vulgar. Luego discurrió que su esposa, Amelia, debía de sentir por su discípulo una señalada preferencia, pues raras veces hizo tales ofrecimientos. Amelia se preocupaba, con razón, del gasto excesivo y del trajín que ocasiona un convite en una mesa modesta. Los días en que tuvo algún invitado se distinguieron siempre por un estrépito de vajilla rota, chillidos horribles y lágrimas tumultuosas de la joven criada, Eufemia; por un humo asfixiante que difundía en toda la casa un tufillo de cocina, y al invadir el estudio donde Bergeret se recogía para trabajar disipaba las imágenes de Eneas, de Turno y de la tímida Lavinia. Sin embargo, le satisfizo mucho saber que su discípulo predilecto comería con ellos aquella noche, porque le agradaba el trato social, y se complacía en las conversaciones prolongadas.

La señora de Bergeret añadió:

—Por supuesto que la comida será como todos los días. No haré ningún extraordinario.

Y salió para dar sus órdenes a Eufemia.

Bergeret dijo a su discípulo:

—¿Aún pregona usted las excelencias del verso libre? Sé perfectamente que las formas poéticas varían según los tiempos y los lugares; no ignoro que ha sufrido el verso francés incesantes modificaciones en el curso de los siglos; y bien pudiera yo, escudado en mis apuntes de métrica, sonreír discretamente del prejuicio religioso de los poetas, a quienes lastima imaginar que pueda someterse a la crítica el instrumento consagrado por sus aspiraciones. Advierto que no justifican las reglas a las cuales obedecen, y me inclino a creer que la justificación debe hallarse no en la estructura del verso mismo, sino en el canto que primitivamente le acompañaba. En una palabra: me juzgo apto para concebir innovaciones, precisamente porque me guía el procedimiento científico, que por su naturaleza, es menos conservador que las inspiraciones artísticas. Y he de advertir que no me penetro del verso libre, cuya definición me parece poco precisa. La incertidumbre de sus límites me turba, y…

Un hombre, joven aún, afable, de finas facciones bronceadas, entró en el estudio. Era el comendador Aspertini, de Napóles, filólogo, agrónomo, diputado en el Parlamento italiano, que desde diez años atrás sostenía con el señor Bergeret una docta correspondencia, semejante a la de los famosos humanistas del Renacimiento y del siglo XVII. No dejaba de visitar a su corresponsal ultramontano en cada uno de sus viajes a Francia. Carlos Aspertini era muy estimado en el mundo erudito por haber descifrado en uno de los rollos carbonizados de Pompeya un tratado entero de Epicuro. Actualmente se consagraba a estudios y experiencias de agricultor, a la política y a los negocios; pero sentía un apasionamiento invencible por la numismática, y sus manos elegantes no hubieran sabido prescindir nunca de tocar medallas antiguas. Tanto como la satisfacción de visitar al señor Bergeret, le llevaba el goce voluptuoso de ver una vez más la incomparable colección de monedas antiguas legadas a la biblioteca de la ciudad por Boucher de la Salle. Y también le interesaba cotejar las cartas de Muratori archivadas allí.

Los dos hombres, unidos y hermanados por la ciencia, se colmaron de felicitaciones mutuas; y cuando el napolitano se dio cuenta de que había un militar en el estudio, el señor Bergeret le advirtió que aquel soldado era un joven filólogo, entusiasta latinista.

—Este año —dijo el señor Bergeret— aprende a marcar el paso, y aparece convertido en eso que nuestro brillante general Cartier de Chalmot llama «el instrumento elemental de la táctica»; dicho vulgarmente, un soldado. Mi discípulo Roux es un soldado, y con ello se honra como bien nacido. A decir verdad, esta honra la comparte con todos los jóvenes de la bélica Europa, de la que también disfrutan como él vuestros napolitanos desde que su patria es una temible nación.

—Sin menoscabar en lo más mínimo la lealtad que me une a la Casa de Saboya —dijo el comendador—, he de reconocer que los impuestos y el servicio militar obligatorio pesan de tal modo sobre Nápoles, que muchas veces hacen desear al pueblo una regresión a la época feliz del rey Bomba y a la dulzura de vivir sin gloria bajo un Gobierno suave. No es grato pagar ni servir; el legislador ha de hacer un estudio profundo que le descubra las necesidades y las conveniencias de la vida nacional. Ya sabe usted que a todas horas he combatido la política de los megalómanos, y que deploro la formación de los grandes ejércitos, que son remora del progreso intelectual, moral y material en la Europa continental. Es una inmensa y ruinosa locura que acabará en el ridículo.

—No preveo cómo acabará —respondió el señor Bergeret—; nadie lo desea, nadie quiere que acabe, si se exceptúan algunos sabios y filósofos, gente sin poder y sin influencia. Los jefes de Estado no se atreven a desear el desarme que dificultaría sus funciones y les quitaría un admirable instrumento de poder, porque las naciones armadas se dejan conducir dócilmente; la disciplina militar las educa en la obediencia, y no hay que temer insurrecciones, disturbios ni asonadas. Mientras el servicio militar es obligatorio para todos; mientras todos los ciudadanos van a las filas, todas sus fuerzas sociales se hallan dispuestas a proteger el Poder y hasta la total ausencia del Poder, como se ha visto en Francia.

Llegaba el señor Bergeret a este punto de sus reflexiones políticas, cuando estalló en la inmediata cocina un rugido violento de grasa que se prende al caer sobre la lumbre. El catedrático infirió que la joven Eufemia había volcado la sartén sobre la hornilla, como acostumbraba en los días de convite. Dedujo que semejante desacierto se producía con el rigor inexorable de las leyes que rigen al mundo. Un olor asqueroso de chicharrón y chamusquina invadió el estudio del catedrático, el cual siguió el desarrollo de las ideas con estas palabras:

—Si no estuviese acuartelada toda Europa, estallarían insurrecciones como en otros tiempos, ya en Francia, ya en Alemania o en Italia. Pero las energías ignoradas que de tarde en tarde produjeron alguna sublevación y desempedraron las calles de la capital, hoy encuentran un oficio regularizado en las faenas del cuartel en las maniobras y en el patriotismo.

»El grado de sargento, manejado con oportunidad, es un aliciente para invertir la energía de los jóvenes héroes que, libres y arrastrados por sus impulsos, hubieran construido barricadas donde ofrecer un desgaste a sus bríos. Precisamente acabo de averiguar que un sargento llamado Lebrec pronuncia sublimes arengas. Si vistiera blusa, un hombre de su carácter aspiraría, seguramente, a la dichosa libertad; con el uniforme aspira sólo a sostener la tiranía y a conservar el orden. La paz interior es fácil de mantener en las naciones armadas, y es de advertir que si en el transcurso de veinticinco años hubo un momento de agitación en París fue porque la promovió un ministro de la Guerra.

»Un general pudo realizar lo que no lograría un tribuno, y cuando ese general dejó de pertenecer al ejército, quedóse de pronto inhábil, sin fuerza. Ya sea el Estado monarquía, república o imperio, a sus jefes interesa mantener el servicio militar obligatorio, porque más fácil es conducir un ejército que gobernar una nación.

»El desarme, que los jefes de Estado no desean, tampoco lo desea el pueblo. El pueblo soporta con gusto el servicio militar, que, sin ser delicioso, armoniza bien con los instintos de ingenuidad y violencia de la mayoría de los hombres, se les impone como la expresión más sencilla, más firme y severa del deber, los subyuga por la grandeza y el brillo aparatoso, por la abundancia del metal, y los exalta con las únicas imágenes de poderío y de gloria que son capaces de concebir. Se precipitan cantando alegremente, y si no lo hacen les obligan a la fuerza. Por estas razones me parece muy lejano el término de la conformación honorífica del Estado, que empobrece y embrutece a Europa».

—Se abren dos puertas —adujo el comendador Aspertini—: la guerra y la bancarrota.

—¡La guerra! —exclamó Bergeret—. Es indudable que los grandes ejércitos la retrasan, porque la presentan más horrible y de un éxito más dudoso para cada uno de los adversarios. En cuanto a la bancarrota, no hace muchos días que la predije, sentado en un banco de piedra del paseo, de charla con el padre Lantaigne, rector del Seminario. Pero no se puede confiar en mis argumentaciones. Usted ha estudiado profundamente la historia del Bajo Imperio, mi estimable señor Aspertini, y no ignora que se ofrecen a los negocios de los pueblos recursos misteriosos, imprevistos por los más sagaces economistas. Una nación arruinada puede vivir quinientos años de tributos y rapiñas, y ¿cómo calcular hasta qué punto la miseria de un gran pueblo puede abastecer a su ejército de cañones, de fusiles, de pan deplorable, de zapatos inservibles, de paja y de avena?

—Este razonamiento es engañoso —replicó el comendador Aspertini—. Yo creo que alborea en lontananza la paz universal.

Y el amable napolitano, con una voz tan armoniosa que parecía un cántico, refirió sus ensueños y esperanzas, acompañados por el repiqueteo del trinchante que, manejado sobre la mesa de la cocina por la joven Eufemia, preparaba un picadillo dispuesto para obsequiar a Roux.

—Usted recordará —decía el comendador Aspertini— una página del Quijote, donde se lamenta Sancho de la prisa con que se suceden las desventuras, y el ingenioso hidalgo le responde que las borrascas preceden al buen tiempo y pronto han de mejorar las cosas, «porque —dice— no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca». Las continuas mudanzas…

El final de la frase confundióse con la explosión de una botella de agua caliente, acompañada por chillidos inhumanos que lanzaba Eufemia, al salir escapada de la cocina.

Entonces, el catedrático, dolido y amargado por la prosa y la torpeza de su vida miserable y ruin, imaginó el placer de hallarse instalado en una elegante vivienda, junto a un lago azul, donde, sobre un terrado blanquísimo, razonaría dulcemente con su discípulo Roux y con el comendador Aspertini, acariciado por el perfume de los mirtos a la hora en que la luna se muestra sobre un cielo puro como la mirada de los dioses buenos y suave como el aliento de las diosas.

Pero abandonó el ensueño de un instante para intervenir de nuevo en la conversación, y dijo:

—La guerra ofrece resultados múltiples. Una carta de mi excelente amigo William Harrison me advierte que la ciencia francesa es despreciada en Inglaterra desde mil ochocientos setenta y uno, y que no se menciona siquiera en las Universidades de Oxford, de Cambridge y de Dublín el Manual de Arqueología, de Mauricio Raynouard, que pudiera ser para los alumnos de mayor interés y provecho que cualquiera otra obra semejante pero no se avienen a seguir la escuela de los vencidos, Para estar acreditado un profesor que nos habla de los caracteres del arte eginético o de los orígenes de las porcelanas griegas, debe pertenecer a la nación que fabrique mejores cañones. Por la sencilla razón de haber fracasado MacMahón en Sedán y de haber perdido el general Chanzy su ejército en el Maine durante la guerra de mil ochocientos setenta, a mi compañero Mauricio Raynouard le desdeñan en mil ochocientos noventa y siete las Universidades inglesas. Tales son, y por tan extraviados caminos aparecen, las consecuencias ineludibles de la inferioridad bélica.

No es dudoso que de un mandoble dependa, tal vez, la gloria de las Musas.

—Amigo mío —dijo el comendador Aspertini—, voy a contestarle con toda la libertad permitida a un amigo. Reconozcamos que el pensamiento francés circula, como antes, por el mundo entero. El Manual de Arqueología de su colega y sabio compatriota Mauricio Raynouard no se halla instalado en los pupitres de las Universidades inglesas; pero las obras del Teatro francés encuentran acogida en todos los escenarios del globo, y las novelas de Alfonso Daudet, las de Emilio Zola, se traducen a todos los idiomas; los cuadros de los pintores franceses son admirados en las galerías de pinturas de ambos mundos; las experiencias y las teorías de los sabios de Francia brillan y se reflejan aún en la cultura universal. Si el alma francesa no vibra ya en el alma de otras naciones ni hace latir con su ritmo el corazón de toda la Humanidad, es porque los franceses ya no son los apóstoles de la justicia y de la fraternidad; porque ya no salen de sus labios las santas frases que fortalecen y consuelan; porque Francia ya no es la defensora del género humano, la hermana de los pueblos; porque ya no abre las manos para esparcir la semilla de libertad, en otro tiempo arrojada por el mundo con tal abundancia y gallardía, que todo pensamiento humanitario pareció un pensamiento francés; porque ya no es la Francia de los enciclopedistas y de la Revolución; porque ya no hay en las buhardillas próximas al Panteón y al Luxemburgo jóvenes inspirados y gloriosos que, de noche, sobre una mesa de pino, escriban páginas que hagan estremecer a los pueblos y hagan temblar a los tiranos. No se lamenten de haber perdido la buena fama.

»Y, sobre todo, no digan que sus calamidades provienen de sus derrotas; digan que provienen de sus culpas. Una batalla perdida no quebranta más a una nación que a un hombre sano un rasguño recibido en un duelo a espada. Es un contratiempo que sólo debe producir un malestar pasajero en la economía, un desfallecimiento reparable. Bastan para remediarlo entereza, juicio y un poco de astucia. La más notoria habilidad, la más necesaria y, seguramente, la más fácil, consiste en sacar de una derrota cuanto honor militar sea posible. Si se procede con tacto, la gloria de los vencidos puede igualar a la de los vencedores, y es más interesante. Para que un desastre resulte digno de admiración, aconseja la prudencia que se hagan muchos elogios del general derrotado y se publiquen episodios que prueben la superioridad moral de aquella desdicha.

»Los hay hasta en las retiradas más ignominiosas. Deben los vencidos, ante todo, adornar, exaltar, glorificar su derrota, revestirla con tirones de grandeza y hermosura. En Tito Livio se advierte que los romanos no dejaban de hacerlo nunca, y que rodearon de laureles y de palmas las rotas espadas de la Trebia, del Trasimeno y de Cannes. Hasta la desastrosa inacción de Fabio encontró glorificaciones; a tal punto, que se admira durante veintidós siglos la prudencia del Cuntactor, que sólo era un estúpido. Es el arte más conveniente para los vencidos».

—Y en Italia se cultiva también —advirtió el señor Bergeret—. Así lo han hecho después de Lissa, de Novara y de Adua.

—Amigo mío —repuso el comendador Aspertini—, cuando un ejército italiano capitula, invariablemente juzgamos gloriosa la capitulación. El Gobierno que presenta una derrota en condiciones estéticas, adquiere la confianza de los nacionales y la simpatía de los extranjeros. Me parece que no es cosa despreciable. Ustedes pudieron conseguirlo en mil ochocientos setenta. Si al recibir la noticia de la rendición de Sedán, las dos Cámaras y todas las corporaciones oficiales hubieran felicitado pomposamente al emperador Napoleón III y al general MacMahón, ¿supone que el pueblo francés no hubiera celebrado la derrota de su ejército como una gloria espléndida, y que no expresara su decidido propósito de triunfar? No me permito, señor Bergeret, la impertinencia de aleccionar a su país en celo patriótico; de ninguna manera; le ofrezco solamente algunas anotaciones marginales, que, después de mi muerte, aparecerán en mi ejemplar de Tito Livio.

—No es cosa nueva —dijo el señor Bergeret— que un comentario de las Décadas tenga más importancia que el texto. Continúe.

Sonriente, prosiguió su discurso el comendador Aspertini:

—Obra bien la patria cuando arroja a manos llenas una lluvia de flores para cubrir sus desgarraduras militares. Después, discreta, silenciosa, rápida, ocultamente, estudia su llaga. Si la herida es honda, si las energías del país quedaron muy lastimadas, intenta un convenio. La mejor época para tratar con el vencedor es cuando el triunfo está reciente. Asombrado y satisfecho de su gloria, le complace ver que sus comienzos afortunados hallan consagración definitiva. Faltóle tiempo aún para enorgullecerse de un acierto constante o irritarse por una resistencia continua. Como sus pérdidas fueron escasas, no puede pedir indemnizaciones enormes. Acaso no se consiga una paz barata; pero, seguramente, se pagaría mucho más con el tiempo, cuando nuevos triunfos aumentaran la codicia del vencedor. La prudencia exige que se negocie antes de poner de manifiesto la debilidad inevitable, y se obtiene así la paz en condiciones menos duras, que la intervención de las potencias neutrales acaba de suavizar. Obstinarse desesperadamente para conseguir una victoria definitiva es impropio de una época en la cual, por una parte las conveniencias industriales y mercantiles, y por otra, la extraordinaria cifra de hombres a que asciende un ejército cuyo equipo y manutención cuestan diariamente un capital, no permiten que se prolonguen las hostilidades, porque agotan los recursos y desbaratan los negocios. La Francia de mil ochocientos setenta, que se inspiraba en muy nobles ideas, razonablemente debió de negociar al sentir los primeros reveses. El Imperio pudo y debió entonces asumir esa responsabilidad en condiciones muy aceptables; el buen sentido aconsejaba que se pidiese aquel servicio a última hora. Pero la nación, que lo había sufrido veinte años, se apresuró a derribarlo precisamente cuando podía ser útil, y a sustituirlo por otro Gobierno que no se creía responsable de los desaciertos y comenzaba de nuevo la guerra sin aprontar nuevas energías para resistir.

»Se proyectó un tercer Gobierno, que hubiera intentado por tercera vez la guerra. Los franceses querían a todo trance salvar su honor; habían derramado ya su sangre por dos honores: el honor del Imperio y el honor de la República, y estaban dispuestos a sacrificarse nuevamente por el honor de la Commune aun cuando es indudable que un pueblo, el más gallardo y brioso del mundo, sólo tiene un honor que satisfacer. El exceso de generosidad produjo su agotamiento, del cual se libra ya felizmente».

—Es cierto —dijo el señor Bergeret— que si hubiera sido Italia derrotada en Wissemburgo y en Riecshoffen, esas derrotas le valieran la posesión de Bélgica. Pero Francia es un pueblo heroico, y en todas partes imagina traiciones. Lo mismo siempre. Vivimos en plena democracia, la situación más difícil para entablar negociaciones. No puede negarse nuestra sostenida y valerosa defensa. Dícese también que somos agradables, y lo creo. Por lo demás, todos los arranques de orgullo nacional fueron siempre y en todo el mundo patochadas lúgubres, y los historiadores que muestran algún orden en la sucesión de los acontecimientos lo consignan con suma elocuencia. Bossuet…

Apenas había el catedrático pronunciado este nombre, cuando la puerta del estudio se abrió con estrépito, derribando el maniquí de mimbre, que se desplomó a los pies del militar, atónito. Presentóse una moza, rubicunda, bizca, de rostro achatado, y cuya maciza fealdad, rebosante de juventud y fuerza, relucía. En sus mofletes y en sus desnudos brazos reinaba el rojo triunfante. Plantóse frente al señor Bergeret con la badila enarbolada, y exclamó:

—¡Que me voy!

La joven Eufemia se despedía, después de un altercado con la señora y repitió insolente:

—¡Que me voy ahora mismo!

El señor Bergeret repuso:

—Vaya, vaya, muchacha, no escandalices.

Ella no se cansaba de repetir:

—¡Que me voy; que me voy ahora mismo! La señora me hace volver tarumba.

Y añadió con bastante sosiego, ya depuesta su actitud amenazadora:

—Suceden aquí tales horrores, que vale más no verlos.

El señor Bergeret, sin propósito de recoger y aclarar aquellas palabras misteriosas, dijo a la criada que nadie la sujetaba, y que, por consiguiente, podía irse cuando quisiera.

—Ya lo creo; ¡en cuanto me paguen! —exclamó la moza.

—Vete de aquí —respondió el catedrático—, ¿no ves que interrumpes una visita interesante? Anda, vete de aquí; luego me dirás lo que tengas que decirme. Pero Eufemia, enarbolando nuevamente la pesada y negra badila, vociferó:

—¡Venga mi dinero! ¡Mi salario! ¡Déme usted mi salario!

II

Al apearse del vagón, en París, a las seis de la tarde, tomó el padre Guitrel un coche de plaza y se hizo conducir, entre la lluvia espesa y la oscuridad sembrada de puntos luminosos y oscilantes, al número 5 de la calle de Panaderos. Allí, en lo más empinado y angosto, sobre las tonelerías y comercios de corchos, habitaba su viejo amigo, el padre Legenil, capellán de monjas de las Siete Llagas y predicador muy estimado para sermones de Cuaresma en una de las más aristocráticas parroquias parisienses. En aquella casa tenía el padre Guitrel costumbre de hospedarse, y llegaba esta vez afanoso de avanzar algo en el camino de su lenta fortuna. Infatigable, recorría calles y subía escaleras; la suela de sus zapatos con hebillas deslizábase cautamente sobre los pisos de casas muy diversas. Por la noche cenaba con el padre Legenil, y los dos viejos condiscípulos del Seminario se referían cuentos chistosos, informábanse del precio de las misas y sermones, y jugaban un rato a la manilla. A las diez, Nanette, la criada, tendía en el comedor una cama de hierro para el padre Guitrel, quien, al despedirse, de regreso a su ciudad, no dejaba nunca de regalarle un franco nuevecito.

Aquella vez, como siempre, dejó caer el padre Lenil su manaza de hombre alto y robusto sobre el hombro de Guitrel, y después de saludarle con su voz de órgano, le interpeló inmediatamente, según acostumbraba de antiguo, en tono jovial:

—¿Me traes, por lo menos, doce docenas de misas o insistes en reservar, como siempre, sólo para ti, el oro que a manos llenas te dan tus devotas provincianas, viejo cicatero?

Hablaba de aquel modo, alegremente, porque no ignoraba en su pobreza que Guitrel era también un cura pobre.

Guitrel, que supo siempre recibir las bromas, aunque no era bromista ni sentía inclinación a serlo, respondióle que le llevaban a París varios asuntos entre los cuales era el principal hacer algunas adquisiciones de libros, y preguntó a su amigo si podía hospedarle un día o dos, tres a lo sumo.

—¡Habla con sinceridad siquiera una vez en tu vida! —le dijo el padre Legenil—. Tú vienes a la caza de una mitra, ¡garduña redomada! Mañana, en cuanto sea hora, irás muy encogido y solapado a ver al nuncio. ¡Guitrel, mereces una mitra!

El cura de las monjas de las Siete Llagas, el predicador de Santa Luisa, con un respeto irónico en el cual se reflejaba, tal vez, una instintiva deferencia, después de inclinarse ante la jerarquía futura de su amigo, recobró la rudeza de su rostro, donde resplandecía el alma de un Olivier Maillard.

—Entra, hombre, y descansa.

El padre Guitrel, siempre reservado, descubrió en un fruncimiento de su boca la contrariedad que le hicieron sentir aquellas adivinaciones. En efecto, era el único motivo de su viaje asegurar algunos apoyos importantes a su candidatura, y no sentía el menor deseo de confiar sus tortuosas diligencias a un amigo naturalmente ingenuo, que había llegado a convertir su ingenuidad no sólo en virtud, sino en sistema político.

—No creas… ¿Cómo pudiste suponer…?

El padre Legenil encogióse de hombros, y le dijo:

—¡Siempre con tapujos!

Llevó a su amigo hasta su alcoba, y sentado junto al quinqué, prosiguió una tarea comenzada: la compostura de unos pantalones. El padre Legenil, predicador estimado en las diócesis de París y de Versalles, remendaba su ropa vieja para evitar un trabajo a su anciana criada y por gusto de habérselas con las agujas, que aprendió a manejar en los años abrumadores de su juventud eclesiástica. Y el coloso de recios pulmones, que desde las alturas del pulpito fulminaba contra los incrédulos, allí, sobre una silla de paja, entretenía sus manos fuertes en labores de aguja. Interrumpió su trabajo para levantar la cabeza y dirigir al padre Guitrel su mirada bondadosa y arrogante:

—¡Aún jugaremos a la mamila esta noche, viejo embrollón!

Pero el padre Guitrel, tímido y obstinado, insistió en que le urgía salir después de comer. Tenía sus proyectos. Activáronse los preparativos de la comida, y el padre Guitrel comió apresuradamente, contrariando a su amigo, que gustaba de comer despacio y hablar mucho. Se levantó de la mesa sin esperar el postre, se retiró para vestirse de seglar con un traje que llevaba en la maleta, y volvió a presentarse a su amigo con una levita larga, negra, austera, que tenía todo el aspecto de un disfraz. Cubría su cabeza un sombrero de copa, un claque descolorido y de altura extraordinaria. Mientras sorbía el café, masculló algunas palabras corteses, y se fue de prisa.

El padre Legenil le gritó en la escalera:

—Al volver no tires de la campanilla, despertarías a Nanette. Quedará la llave debajo de la puerta. Conste que sé adonde vas. Fíjate mucho en cómo declaman, y aprende lo que deseas, viejo Quintiliano.

El padre Guitrel siguió hacia abajo por los muelles, entre la niebla húmeda; pasó el puente de los Saints-Peres; se codeó en la plaza del Carrousel con los transeúntes indiferentes, que apenas reparaban en su descomunal sombrero, y se detuvo a la sombra del peristilo toscano de la Comedia Francesa. Leyó el cartel, para cerciorarse de que representaban aquella noche Andrómaca y El enfermo de aprensión.

Luego pidió en la segunda taquilla un asiento de patio.

Acomodóse como pudo en la estrecha grada, ya casi llena, detrás de las butacas aún vacías, y sacó del bolsillo un periódico atrasado, no para leerlo, sino para tomar una actitud en torno suyo. Tenía muy buen oído, y esto le permitía ver por las orejas cómo el señor Worms-Clavelin escuchaba por la boca. Sus compañeros de grada eran dependientes de comercio y obreros de arte, a quienes habían proporcionado entrada gratuita algunos empleados viejos de la casa; un mundo ingenuo, satisfecho de sí, ansioso de diversiones, entretenido con apuestas y bicicletas; juventud tranquila, un tanto ordenancista, democrática y republicana sin pensarlo siquiera, conservadora hasta en sus bromas contra el presidente de la República. El padre Guitrel, de las frases aisladas, cogidas al vuelo, deducía las tendencias de aquellos ciudadanos, y al recordar las ilusiones del padre Lantaigne, que, desde su apartado retiro, suponía posible conducir al pueblo hacia la monarquía teocrática, sonreía irónicamente tras el papel impreso.

«Estos parisienses —imaginaba— son lo más acomodaticios que hay en el mundo. En provincias no los juzgamos acertadamente. Ya quisiera yo que los republicanos y librepensadores del obispado de Tourcoing fuesen como éstos; pero el carácter de los franceses del Norte resulta siempre amargo como el lúpulo de sus llanuras. Me veré rodeado en mi diócesis por socialistas violentos y católicos exaltados».

Conocía las tribulaciones que le aguardaban en la silla del bienaventurado Loup; y lejos de temerlas, suspiraba por ellas de tal modo, que hizo volver los ojos a su vecino, el cual, sin duda, le creyó indispuesto. En la cabeza del padre Guitrel se removían las preocupaciones episcopales, entrecortadas por el murmullo de las frivolas conversaciones, por el golpear de las puertas y el ir y venir de las acomodadoras.

Pero cuando vio que, pausadamente, se levantaba el telón, entregóse por completo al espectáculo. Le preocupaban mucho la dicción y el gesto de los cómicos. Observaba minuciosamente sus entonaciones y sus maneras, los rasgos cambiantes de su fisonomía y de sus actitudes con el interés de un viejo predicador, ansioso de sorprender aposturas gallardas y acentos conmovedores. En los parlamentos largos redoblaba su atención, y sólo se lamentaba de que aquella noche no se representara una obra de Corneille, autor más abundante en arengas, más lucido en brillanteces oratorias y que marca bien las distintas partes de un discurso.

Cuando el actor que representaba el papel de Orestes recitó el exordio, puramente clásico.

Antes que todos los griegos…

… el profesor de Elocuencia Sagrada se dispuso a fijar en su imaginación todas las actitudes y todas las inflexiones de voz. El padre Legenil conocía bien a su viejo amigo, y no ignoraba que el sutil maestro de Elocuencia Sagrada iba al teatro en busca de recursos declamatorios.

El padre Guitrel reparaba poco en las actrices. Sentía por la mujer un desprecio profundo, lo cual no es motivo para afirmar que siempre fue casto de pensamiento. Padeció en el sacerdocio las inquietudes y turbulencias de la carne. De qué modo había eludido, vuelto del revés o quebrantado el sexto mandamiento, ¡sábelo Dios!, y no es oportuno andar a la rebusca de las infelices que pudieran saberlo también. Si iniquitates observaveris, Domine, Domine quis sustinebit? Pero, como buen cura, le inspiraba repulsión el vientre de Eva y execraba el perfume de las cabelleras largas. Al dependiente de comercio, su vecino de grada, que le ponderó mucho los brazos de la actriz, le respondió con un desdén que nada tenía de hipócrita. Oyó atentamente la tragedia hasta el fin y se prometió transportar los furores de Orestes, como los había matizado un hábil actor, a cualquier sermón donde se pintaran las torturas de un incrédulo recalcitrante o las agonías del pecador. Y aprovechó el entreacto para modificar mentalmente, conforme a lo que acababa de oír, un resabio de acento provincial que afeaba su dicción. «La voz del obispo de Tourcoing —pensaba— no debe tener ese dejo ario que recuerda el vinillo de nuestras laderas del Centro».

Divirtióle mucho la comedia de Moliére que representaron aquella noche. Inepto para descubrir las ridiculeces, le agradaba que se las mostrasen. Sobre todo, le satisfacían extremadamente las humillaciones jocosas de la carne, y reía como un bendito al ver en escena lances algo escabrosos.

A mitad del último acto sacó un panecillo y se lo comió disimuladamente a pellizcos. Se ponía la mano en la boca para que nadie lo viera; no le agradaba cenar en público y con tanta frugalidad; pero le obligaba la hora, porque tenía que decir misa a la mañana siguiente en la capilla de las monjas de las Siete Llagas.

Acabada la función, regresó a su refugio paso a paso, a través de los muelles desiertos. El murmullo de la corriente invadía el espacio en el silencio de la noche. Guitrel avanzaba entre la niebla rojiza, que, agigantando los objetos, proyectaba su alto sombrero con proporciones enormes, y al deslizarse junto a las paredes viscosas del antiguo Hospital general, una moza marchita, enorme, fea, coja, despeinada y, con los pechos rebosantes bajo una blusa blanca, le salió al encuentro, lo detuvo, lo agarró de la solapa y le hizo proposiciones. Pero antes de que se decidiera él a desasirse, huyó la moza, gritando:

—¡Un cura! ¡Vaya un encuentro! ¿Qué nueva desdicha me ocurrirá? Lástima de…

No desconocía el padre Guitrel que muchas mujeres ignorantes y supersticiosas juzgan de mal agüero tropezar con un cura; pero le sorprendió que aquella infeliz hubiese adivinado su condición a través de su traje seglar.

«Es el castigo de los que abandonan los hábitos —pensaba—. El sacerdote subsiste a todas horas, y no hay fingimiento que pueda ocultarlo. Tu es sacerdos in aeternum, Guitrel».

III

El señor Bergeret abandonó el paseo por no aguantar el viento del Norte, que lo combatía sobre la tierra helada bajo los olmos deshojados, y se encaminó hacia la cuesta Duroc. Por la calzada ponía el pie sobre los pedruscos desiguales; más allá de la fragua del herrador de la vaquería, en cuya pared hay pintadas con bermellón dos vaquitas, y de los bajos muros de las huertas, iba derecho a un límite borroso, que cerraba el horizonte con una sombra violácea. Después de preparar la décima y última lección acerca del octavo libro de la Eneida, repasaba maquinalmente de memoria las particularidades métricas y gramaticales que habían merecido fijar su atención, y ajustando la cadencia de sus pensamientos a la de sus pasos, repetíase acompasadamente, al andar, estas palabras: Patrio vocat agmina sistro… Pero con frecuencia, en su imaginación curiosa y varia, surgían apreciaciones críticas algo extemporáneas. Le abrumaba la retórica militar de aquel octavo libro y le parecía ridículo qué Venus entregase a Eneas un escudo cuyos relieves representaban escenas de la historia romana desde su principio hasta la batalla de Actium y la huida de Cleopatra. Patrio vocat agmina sistro. En la glorieta de las Zagalas, que domina el monte Duroc, frente al ventorrillo del tío Maillard, sucio, desierto, cerrado y lóbrego, se le ocurrió que los romanos, a cuyo estudio consagraba su vida, eran insoportables por su énfasis y su insuficiencia. Con el progreso de las edades y del gusto, solamente le parecían admisibles Catulo y Petronio; pero ya no tenía más remedio que insistir en la senda que se había marcado. Patrio vocat agmina sistro. «Virgilio y Propercio —reflexionaba— dan a entender que el sistro, cuyas notas agudas acompasaban las danzas frenéticas y piadosas de los sacerdotes egipcios, era también la música de los marinos y de los guerreros. Y no se concibe».

Al bajar por el camino de las Zagalas dejó a su espalda el monte Duroc, y se sintió de pronto envuelto en un ambiente suave. Por aquella parte se hundía el camino en un terreno calcáreo, donde arraigaban con dificultad pequeñas encinas. Al abrigo del viento, bajo el sol de diciembre, que lucía en el cielo sin fulgores y sin lumbre, repitió el catedrático plácidamente: Patrio vocat agmina sistro. Sin duda, Cleopatra escapó de Actium hacia Egipto; pero escapó burlando a la flota de Octavio y de Agripa, que pretendía cerrarle el paso.

Y, complacido por lo apacible de aquel paraje resguardado, el señor Bergeret sentóse para descansar en una de las piedras que, arrancadas en otro tiempo de la montaña, se cubrían lentamente de un musgo negro. A través de las ramas veía el cielo violáceo con salpicaduras de niebla oscura, y le producía un triste sosiego comentar sus reflexiones en aquella soledad.

«Antonio y Cleopatra —se decía— sólo se propusieron abrirse paso al atacar a las galeras de Agripa, que los rodeaban. Y esto precisamente fue logrado por Cleopatra, que pudo escapar con sus sesenta naves al bloqueo que las ponían». Y el señor Bergeret, en la hondura del camino disfrutaba la inocente gloria de precisar la fortuna de los héroes en las famosas aguas de Acarnania. Pero cuando alzó los ojos, vio sentado frente a él, sobre un montón de hojarasca, a un viejo que apoyaba su cabeza en el muro gris. Era una fisonomía tan agreste, que apenas se diferenciaba de los objetos circundantes. Su rostro, sus barbas y sus andrajos presentaban los mismos tonos de la piedra negruzca y de las hojas caídas. Se entretenía en raspar tranquilamente un palo con un cuchillo roto y muy desgastado por la piedra de afilar.

—Buenos días —murmuró el viejo—. El sol calienta poco. Sin embargo, no lloverá.

El señor Bergeret reconoció a Pie de Alondra, el vagabundo a quien el juez de instrucción, Roquincourd, había complicado en el crimen de la casa de la reina Margarita sin razón alguna, y al que tuvo encerrado seis meses en la cárcel con la esperanza de que apareciesen cargos imprevistos. La detención se justificaba sólo con prolongarse, acaso por malquerencia contra un inocente que hizo sufrir una equivocación a la Justicia. El señor Bergeret simpatizaba mucho con los miserables, y respondió bondadosamente a las palabras afectuosas de Pie de Alondra.

—Buenos días, amigo. Conoce usted los parajes más deliciosos. Aquí puede uno guarecerse contra el viento, y se respira un aire tibio.

Pie de Alondra, después de un breve silencio, respondió:

—Sí; conozco los mejores parajes; pero están lejos. Para frecuentarlos, hay que ser bastante andarín. Con los pies descalzos ando perfectamente; con botas, me cansaría. No resisto unas buenas botas, porque no estoy acostumbrado a llevarlas. Cuando me dan unas botas, las rajo si no lo están ya.

Alzó el pie, que tenía hundido entre la hojarasca, para mostrar un dedo que asomaba envuelto en trapos.

Callóse, y prosiguió su tarea. Raspaba el duro palo.

El señor Bergeret volvió a sumergirse de nuevo en sus preocupaciones:

«Pallentem morta futura. Los galeones de Agripa no pudieron cortar el paso a la escuadra con velamen purpurino de Antonio. Por lo menos, aquella vez la paloma escapó al gavilán».

Pie de Alondra dijo:

—Me han quitado la navaja.

—¿Quién?

El vagabundo alzó el brazo y señaló con el índice hacia la ciudad, sin dar otra respuesta; pero proseguía el desarrollo tardo y sencillo de su pensamiento, porque luego añadió:

—Y no me la devuelven.

Quedóse perplejo, mudo, impotente para expresar las ideas que mariposeaban en su inteligencia oscura. Su navaja y su pipa eran los únicos bienes que poseía en el mundo. Con la navaja partía el pan duro y las cortezas de tocino que le daban en los cortijos, los alimentos que sus encías desdentadas no podían masticar; también picaba con su navaja las colillas del puro, cuyo tabaco le servía para cebar la pipa, y con su navaja raspaba la parte mala de las frutas podridas y escarbaba entre los desperdicios a la rebusca de cosas comestibles. Con su navaja cortaba los palos en que apoyarse al ir de camino, y ramas con que hacer un lecho de hojas para dormir en el bosque. La navaja le servía también para labrar en una corteza de encina barquitos, que daba a los niños, y en blanca madera de pino muñequitas, que daba a las niñas. Le servía para todo su navaja; con ella ejercía todas las artes, las más precisas y las más sutiles; hambriento a todas horas y con frecuencia ingenioso, se valía de su navaja para satisfacer muchas necesidades, y a veces con un trozo de caña convertía un manantial en límpida y sonora fuente, que los señores de la ciudad aprovechaban luego muy complacidos.

Porque aquel hombre, rebelde al trabajo, ejercía todos los oficios. Al salir de la cárcel, no consiguió que le devolvieran su navaja, y tornó a sus andanzas, desarmado y desprovisto, más débil que un chicuelo miserable y errabundo. Aquello le hizo llorar.

Lágrimas incoloras, menudas, abrasaron sus ojos enrojecidos. Luego recobró sus bríos, y en los arrabales de la ciudad tuvo la suerte de descubrir, entre un montón de basura, un cuchillo roto. Le hizo un mango de laya con una rama que cortó en el bosque de las Zagalas.

Lo dicho acerca de su navaja le recordó su pipa:

—La pipa no me la quitaron.

Y sacó de una funda mugrienta, que llevaba en el pecho, un pequeño recipiente pegajoso y negruzco, sin rastro de cañón ni boquilla.

—Señor mío —exclamó Bergeret—, tiene usted trazas de criminal muy temible. ¿Cómo se las compone para que le metan en la cárcel a cada momento?

Pie de Alondra no tenía costumbre de sostener un diálogo. Gracias que respondiese a sencillas preguntas o manifestase alguna idea. Y, a pesar de ser grande su penetración, le costaba mucho, tal vez por falta de práctica, descifrar el sentido de las frases que le dirigían. No respondió inmediatamente al señor Bergeret, el cual hacía rayas con la contera de su bastón en el blanco polvo del camino.

Al fin, Pie de Alondra le dijo:

—Yo no cometo maldades. Me castigan por otras causas.

Y la conversación comenzó a encadenarse más rápida y sin tropiezo.

—¿Supone usted que se encarcela a un hombre que no cometió actos punibles?

—Yo sé quiénes realizan actos punibles; pero si lo dijera, sería peor.

—¿Conoce usted a los vagabundos y malhechores?

—Usted quiere sonsacarme. ¿Conoce usted al señor juez Roquincourd?

—Un poco. Es muy severo, ¿verdad?

—El señor juez Roquincourd habla bien. No he oído a nadie hablar tan bien y tan de prisa. No se le puede responder siquiera. Ninguno habla tanto, ni tan serio, ni tan bien.

—¿Le tuvo en la cárcel varios meses y usted no le guarda rencor? ¡Qué ignorado ejemplo de clemencia y de magnanimidad!

Pie de Alondra volvió a ocuparse en raspar su mango de cuchillo. A medida que su trabajo avanzaba, se le veía más contento, como si recobrase la paz de su alma. De pronto, preguntó:

—¿Conoce usted a uno que le llaman Corbón?

—¿Quién es Corbón?

Le resultaba difícil explicarlo. Pie de Alondra hizo un movimiento indescifrable; con el brazo extendido señaló a varios puntos del horizonte. Debía de preocuparle aquella persona que acababa de nombrar, porque repitió:

—Corbón.

—Pie de Alondra —le dijo entonces el catedrático—, según mis informes carece usted de todo, y nunca roba nada; es usted un vagabundo extraño a pesar de vivir entre ladrones y de conocer asesinos.

Pie de Alondra respondió:

—Unos piensan de un modo, y otros piensan de otro. Antes de hacer nada malo, si tuviese yo un mal pensamiento, abriría un hoyo al pie de un árbol del monte Durco, y enterraría la navaja. Los que hacen daño, lo hacen porque se dejan convencer por su navaja, que los empuja; también su orgullo los empuja. Yo, desde muy joven, perdí el orgullo, porque los hombres me hacían burla, y las mujeres, y los muchachos, y todos me hacían burla.

—¿Nunca sintió usted un impulso violento, una perversidad?

—Sí; cuando encontraba una moza en un camino, por la idea que tenía yo de las tales mozas. Pero todo pasa.

—¿Y aquello no vuelve, no le ciega ya nunca?

—Sí, a veces.

—Pie de Alondra, usted profesa una libertad bien entendida. Vive sin trabajar, es dichoso.

—Hay otras gentes dichosas; yo, no.

—¿Dónde imagina usted que viven los dichosos?

—En los cortijos.

El señor Bergeret se levantó, dio cincuenta céntimos al menesteroso, y le dijo:

—Pie de Alondra, supone usted que la dicha está bajo techado, junto a la chimenea y en una cama de plumas… Le creía más cuerdo.

IV

Por ser el primer día de año, el señor Bergeret, desde que se levantó, se puso la levita, que se había deslucido ya mucho, y sobre la cual se reflejaba la claridad mustia de un día nublado con tonos cenicientos. Las palmas de oro pendientes del ojal por una cinta morada brillaban chillonamente, como si pregonaran que no era quien aquello lucía caballero de la Legión de Honor. Envuelto en aquella ropa, sentíase más que nunca pobre y desmedrado. Su corbata blanca le parecía un pingajo miserable, y es cierto que su blancura dejaba mucho que apetecer. Cuando hubo luchado vanamente con la pechera de su camisa, se convenció de la imposibilidad absoluta de mantener sujetos los botones de nácar en los ojales ensanchados por el uso. Esto le afligía: lamentaba no ser un hombre de buena sociedad; sentóse, y meditó:

«¿Hay, realmente, una sociedad escogida y hombres de buena sociedad? Me parece que lo llamado “buena sociedad” es algo como esas nubes de oro y de plata suspendidas en el azul del cielo. A distancia, brillan; pero si estuviéramos dentro, nos parecerían sólo una oscura niebla. En realidad, las agrupaciones sociales son muy confusas. Agrúpanse los hombres con arreglo a sus prejuicios y a sus gustos; pero los gustos combaten, con frecuencia, los prejuicios, y el azar lo arrolla todo. Sin duda, una buena fortuna y el ocio de que se acompaña determinan costumbres y un género de vida especial. La característica de los hombres de buena sociedad se reduce a manifestaciones de cortesía, a cuidados higiénicos y a ciertos ejercicios inútiles. Hay, pues, costumbres de buena sociedad, pero sólo son exteriores, y por esto más divertidas. Hay modales y palabras de buena sociedad, pero no hay almas de buena sociedad. Lo que nos caracteriza: pasiones, ideas, ternuras, no puede llevar el sello de la buena sociedad, que no se refleja en lo íntimo, en lo profundo, en lo verdaderamente humano».

Y, a pesar de semejantes reflexiones, le producían alguna inquietud las deficiencias de su corbata y de su camisa. Fue al salón para ponerse delante del espejo. La imagen pareció confusa en el fondo tras una enorme canastilla de flores, colocada sobre el piano entre dos bomboneras. Tenía la forma de un carro construido con mimbres, la adornaban cintas de seda roja y relucían sus ruedas con dorado brillo de purpurina. Sujetaba un alfiler una tarjeta de Roux en el punto más visible, por ser la canastilla un obsequio a la señora Bergeret.

El catedrático no se decidió a quitar de allí aquella enramada, y le bastó verse en el espejo un ojo entre las flores para juzgarse benévolamente. No creía que nadie sintiera estimación hacia él en este mundo ni en los otros, y acaso por esto se trataba a sí mismo con piedad y simpatía. Era cariñoso consigo, como lo era con los desdichados. Renunció a un estudio más detenido acerca de su corbata y de su camisa, y reflexionó:

«Tú, Bergeret, explicas el escudo de Eneas, y tu corbata está sucia y ajada. Caes dos veces en ridículo. No eres un hombre de buena sociedad. ¡Si al menos vivieras de tu vida interior y cultivaras en ti mismo un hermoso jardín!».

Aquel día, primero de año, le sobraban motivos para quejarse de su fortuna, porque se veía obligado a visitar y atender a hombres tan brutales y descorteses como el rector y el decano de la Facultad. El primero, señor Leterrier, no podía soportarle. Su antipatía era de tal naturaleza, que iba en aumento sucesivamente como un vegetal, y daba de año en año sus frutos. El señor Leterrier, catedrático de Filosofía y autor de un Manual donde se juzgaban todos los sistemas filosóficos, profesaba las rígidas convicciones de la doctrina oficial. No concebía jamás pequeña duda respecto a las determinaciones de lo bello, lo bueno y lo verdadero, cuyos caracteres había definido punto por punto en su obra (páginas 216 a 262). Consideraba hombre peligroso y perverso a Bergeret, quien reconocía la sinceridad perfecta de los juicios del señor Leterrier, y no se rebelaba contra ellos; hasta le hicieron sonreír, a veces, con indulgencia. Pero sentía un desasosiego cruel cuando tropezaba con el decano de la Facultad, señor Torquet, exento de aprensiones intelectuales y que, atiborrado hasta no poder más de literatura, conservaba el espíritu de un ignorante. Aquel hombre barrigudo, con el cráneo reducido y la frente muy estrecha, se ocupaba, sobre todo, en contar los terrones de azúcar almacenados en su despensa y la fruta de su jardín; pero al recibir la visita de uno de sus colegas de Facultad, ponía paño al púlpito para desplegar enfadosamente su actividad y un género de inteligencia que al señor Bergeret le dejaba confundido. Esto reflexionó el catedrático mientras se ponía el gabán para ir a casa del señor Torquet y decirle que le deseaba un venturoso Año Nuevo.

A pesar de todo, alegróse al salir de su casa, porque al aire libre se le ofrecía la más grata ventura: la libertad filosófica. En la esquina de la calle de Tintelleries, frente a los Dos Sátiros, detúvose para contemplar cariñosamente la acacia del jardín de Lafolie, que asomaba por encima del muro su copa desnuda ya de verdores, y pensó:

«En invierno, los árboles muestran una hermosura íntima que no aparece jamás en ellos cuando se cubren de hojas y de flores. Muestran su delicada estructura, sus abundantes ramificaciones, que no tienen las apariencias de un esqueleto, sino de múltiples miembros, en los cuales reposa la vida. Si yo fuera pintor de paisajes…».

Mientras hacía estas reflexiones, un hombrachón pronunció su nombre al tiempo que, sin detenerse, lo cogía por un brazo. Era el señor Compagnón, el más popular de los catedráticos, el maestro preferido, que daba su curso de Matemáticas en el espacioso anfiteatro de la Universidad.

—¡Eh!, le deseo mil felicidades, amigo mío. Apuesto a que va usted, como yo, a casa del decano. Iremos juntos.

—Me place —respondió el señor Bergeret—, así me acercaré apaciblemente a un fin desagradable; porque, lo confieso: de buena gana me volvería sin visitar al señor Torquet.

Al oír esta confidencia que no había provocado, el señor Compagnón retiró, fuera por casualidad o por instinto, la mano que apoyaba en el brazo de su colega.

—No lo ignoro; ya sé que tiene algún disgustillo con el decano; pero el señor Torquet no es un hombre de mal carácter.

—Con mi franqueza de costumbre le diré —repuso el señor Bergeret— que ni remotamente me preocupa la inquina con que me trata el decano. Me desconsuela y me anonada hallarme cerca de una persona falta en absoluto de imaginación. No son las injusticias ni los odios lo que abruma y entristece, ni el espectáculo de los dolores humanos. Al contrario: las desdichas del prójimo nos harán reír en cuanto se nos presenten sin hacernos temer. Pero los espíritus macilentos y sin reflejo alguno, las almas en que parece ya extinguido todo el Universo, me desuelan y me desesperan. Verme obligado a relacionarme con el señor Torquet es una de las más crueles desventuras de mi vida.

—Se preocupa usted por muy poco —dijo el señor Compagnón—. Es nuestra Facultad una de las más brillantes de Francia, por el saber de sus catedráticos y por la buena disposición de sus locales. Únicamente dejan aún algo que desear los laboratorios; pero es justo suponer que, gracias a la solicitud constante del rector y a la de un político tan influyente como Laprat-Teulet, este lamentable descuido se verá remediado.

—También sería bueno —añadió el señor Bergeret— que no se diera el curso de Literatura latina en un sótano malsano y oscuro. Al cruzar la plaza de San Exuperio, el señor Compagnón señaló con el brazo extendido hacia la casa de los Deniseaux:

—Ya nadie se preocupa de la iluminada que tenía relaciones directas con Santa Radegunda y con otros santos del Paraíso. ¿No fue usted a verla, señor Bergeret? Yo estuve cuando más daba que decir; me llevó Lacarelle, secretario del prefecto. Vi a la iluminada en un sillón, con los ojos cerrados y una docena de personas la interrogaban acerca de la salud del Papa, sobre las consecuencias que tendría la alianza franco-rusa; si se votaría por fin, el impuesto sobre la renta, y si era posible hallar un remedio contra la tisis. Ella contestaba en estilo poético y con cierta facilidad. Cuando me llegó el turno de interrogarla me limité a preguntar una cosa muy sencilla: «¿Cuál es el logaritmo de nueve?». ¿Y usted supone que me respondió 0,954?

—No lo supongo —dijo el señor Bergeret.

—No respondió nada —prosiguió el señor Compagnón—, absolutamente nada. Quedóse muda. Y entonces yo insistí: «¿Es posible que Santa Radegunda ignore cuál es el logaritmo de nueve?». Allí había coroneles retirados, curas, médicos y señoras mayores. Adiviné una consternación profunda en sus rostros; y la nariz de Lacarelle como si repentinamente se marchitara, se le desplomó hacia el ombligo. Fui objeto de una censura general M.

Mientras el señor Compagnón y el señor Bergeret atravesaban la plaza y discurrían tranquilamente, vieron pagar a Roux, que sembraba de tarjetas la ciudad, por ser hombre de muchas relaciones.

—Ahí va mi discípulo predilecto —dijo el señor Bergeret.

—Parece un mozo robusto —advirtió el señor Compagnón, partidario de la preponderancia física—. Un hombre así no debiera estudiar latines.

Al oír esto, el señor Bergeret preguntó irónicamente al matemático si creía oportuno reservar el estudio de las lenguas clásicas a los tullidos, a los enfermos, a los enclenques y a los deformes.

Pero ya el joven los abordaba, y al saludar, sonriente, lucía su blanca dentadura de lobo. Se mostraba muy satisfecho. Su perspicacia feliz, que antes le descubrió el secreto del servicio militar, acababa de proporcionarle un triunfo nuevo: había obtenido aquella mañana una licencia de quince días para curarse un imaginario dolor en la rodilla.

—¡Hombre dichoso! —exclamó Bergeret—. Para engañar no le hace falta mentir. —Y dirigiéndose al catedrático de Matemáticas, prosiguió—: Mi discípulo Roux es una esperanza de la métrica latina. Por su extraño contraste, este joven humanista, que mide tan escrupulosamente los versos de Horacio y de Catulo, compone versos franceses desiguales, cuyo ritmo indeterminado, lo confieso, no pude nunca precisar. En una palabra: mi discípulo Roux hace versos libres.

—¿Versos libres? —repitió el señor Compagnón amablemente.

El señor Bergeret, dispuesto siempre a instruirse y amigo de novedades, rogó a Roux que recitara su reciente poema, La metamorfosis de la ninfa del cual hasta entonces sólo tuvo el catedrático de Literatura vagas referencias.

—A ver, a ver eso —dijo el señor Compagnón—. Me pondré a la izquierda, porque del otro lado tengo el oído torpe.

Acordaron que recitaría Roux el poema de La metamorfosis mientras iban hacia la casa del decano, el cual vivía en lo alto de los Torreones. La pendiente, muy suave, no era un obstáculo, pues al poeta le sobraban alientos.

Roux comenzó a recitar con lentas, prolongadas y armoniosas entonaciones, La metamorfosis de la ninfa, cuyos versos frecuentemente cortaba el rodar estruendoso de los carros:

La ninfa blanca
deslizábase presurosa
por la curva orilla del río;
en la isla de sauces grises
se vestía como Eva
con hojas ovaladas,
y huía pálida.

Luego se muestran sutiles en cuadros cambiantes:

Verdes ribazos
con sus figones,
y las frituras de pececillos.

Naturalmente, la ninfa escapa, inquieta, recelosa. Y en la ciudad se verifica la metamorfosis.

La dura piedra de malecón, desgasta
y borra las curvas de sus caderas.
En su pecho, una mata de crin bravia crece
y el sudor, amasado con polvo, la ennegrece…
La ninfa
se transforma ya…
Descarga en la estación
carbón.

Y el poeta canta el río que atraviesa la ciudad:

El río, desde allí municipal e histórico,
digna corona de archivos, de anales, de fastos,
¡de gloria!

Solemnemente, y a veces con pereza, refleja muros grises: y se arrastra bajo la sombra pesada y abacial
donde aún reviven Eudes y Adalbertos
entre la riqueza ornamental;
obispos, que no bendicen a los ahogados anónimos,
anónimos
no de cuerpo, sino de alma;
su alma de ahogados, que ninguno entiende:
y van allende,
tropezando en las islas que tú bordeas
en todo semejante a embarcaciones planas
que tuvieron por mástiles tubo de chimeneas.
¡Y los ahogados van allende!
Párate, río, junto a los doctos parapetos
en cuyas rendijas duermen los secretos
de la magia.
Sus franjas rojas
las cubre un plátano con la lluvia de sus hojas
marchitas.
Acaso nos reveles inscripciones felices
en las piedras mohosas, o en aceros escritas
porque tú no ignoras el mérito de las ruinas
y tampoco la importancia de rasgos cabalísticos.

Hasta llegar a la puerta del decano prosiguió la descripción del río ilustre. Allí puso fin al poema.

—Me parece muy bien —dijo el señor Compagnón, benévolo con toda clase de literatura; pero tan poco aficionado a ella que no hubiera distinguido un verso de Racine de uno de Mallarmé.

Y el señor Bergeret reflexionó:

«¿Y si, a pesar de todo, fuese una obra maestra?». Por temor a profanar una belleza oculta, estrechó, en silencio, la mano de su discípulo.

V

Al salir de la casa de su decano, el señor Bergeret encontró a la señora de Gromance, que volvía de misa, y le alegró un tanto el encuentro, porque la presencia de una hermosa mujer será siempre considerada como una buena fortuna para un hombre honrado. Al catedrático le parecía aquella señora la más apetitosa de las mujeres, y le agradecía que se vistiera con un arte docto y discreto de que ninguna otra supo hacer gala en la ciudad; le agradecía que al andar cimbreara su talle flexible con el contoneo de sus caderas robustas, imágenes de cuya realidad no disfrutaba el pobre humanista oscurecido, pero cuyo recuerdo le permitía ilustrar oportunamente un verso de Horacio, de Marcial o de Ovidio. Le agradecía que fuese para todos agradable y que derramara un perfume de amor a su paso. En lo íntimo de su naturaleza también le agradecía la generosidad voluptuosa de su temperamento, aun cuando no se prometiese compartir aquellas dichas con los favorecidos. Falto de toda clase de relaciones con la sociedad aristocrática, nunca la trató, y sólo por una casualidad imprevista, en las fiestas de Juana de Arco, y después de la cabalgata, le presentaron a ella en la tribuna del señor de Terremondre. Por lo demás, como el señor Bergeret era un hombre culto y tenía la intuición de lo armónico, no deseaba siquiera proximidades halagadoras; dábase por satisfecho, al encontrarla casualmente, con admirar aquella deliciosa figura, y también le agradaba recordar cuanto en la librería de Paillot se dijo de sus ligerezas. Por esta razón, le debía ratos agradables y le profesaba una especie de gratitud.

En la mañana de aquel primer día del año, apenas la vio salir del pórtico de San Exuperio, con una mano empleada en recoger el vestido, que así dibujaba la suave flexión de la rodilla y la otra en llevar un voluminoso devocionario con tapas de tafilete rojo, el señor Bergeret le rezó una breve oración mental, para agradecerle que fuera un goce delicado y la fábula encantadora de la ciudad. A su paso, mientras la contemplaba, tradujo su pensamiento en una sonrisa.

La señora de Gromance se formaba otro concepto de la gloria femenina, confundiendo en ella muchos intereses sociales, y, como persona bien educada, tenía el prurito de guardar las apariencias. No desconocía los múltiples comentarios que se hacían en torno de sus condescendencias amorosas, y se mostraba despreciativa con todas aquellas gentes a las cuales nunca le interesó agradar. Como el señor Bergeret figuraba en este número, juzgó inoportuna la sonrisa del catedrático y le asestó una mirada insolente y altanera que le hizo ruborizarse. Mientras proseguía su camino, el señor Bergeret reflexionaba:

Un poco desvergonzada me ha parecido, pero yo estuve algo estúpido. Ahora lo comprendo. Reconozco, aunque tarde para remediarlo, que mi sonrisa era inconveniente, puesto que significaba: «Señora, me complace verla y la considero un goce público, del cual me corresponde una parte». La deliciosa criatura, cuya filosofía no está libre de vulgares preocupaciones, no supo comprender mi delicadeza; no puede imaginar que yo estimo su hermosura entre las mayores virtudes humanas y que me complace saber cómo la emplea. Carezco de tacto, y es vergonzoso para mí. Como todas las gentes honradas, he quebrantado algunas veces la ley, sin arrepentirme ni dolerme; pero algunas acciones de mi vida que se mostraron contrarias a ciertas delicadezas imperceptibles y superiores a las conveniencias sociales me dejaron un pesar angustioso y una especie de remordimiento. Ahora mismo quisiera ocultarme; la luz me avergüenza. En lo sucesivo, evitaré la proximidad agradable de la señora de cuerpo flexible, crispum… docta movere latus. ¡Principié de mala manera el año!

—¡Muy feliz Año Nuevo! —dijo una voz entre una barba espesa y un sombrero de paja raído.

Era el archivero señor Mazure. Desde que le había negado el ministro las Palmas académicas, por considerarlo falto de títulos que justificaran semejante distinción, y sus conocidos no querían visitar a la señora de Mazure, que fue la cocinera y la querida, todo a la vez, de los dos archiveros que sucesivamente le habían precedido en la custodia y ordenación de los documentos provinciales, el señor Mazure sentía un odio hacia el Gobierno, un asco por la sociedad y un desprecio por todo, que le precipitaron en la más desastrosa misantropía.

Y en aquel día consagrado al amistoso visiteo y a las felicitaciones respetuosas, para ostentar mejor la indiferencia que le inspiraba el género humano, habíase puesto un traje descolorido y andrajoso, un gabán con los ojales deshilachados y un sombrero de paja que su mujer, la bondadosa Margarita, tuvo en la punta de una caña como espantapájaros mientras maduraban las cerezas del jardín. Se fijó, compasivo, en la corbata blanca del señor Bergeret, y dijo:

—Se ha quitado usted el sombrero para saludar a una solemne bribona.

Hirióle al señor Bergeret un lenguaje tan despreciable y falto de intención filosófica; pero como le inspiraban piedad los misántropos, decidió emplear un tono suave para reprender la indelicadeza del señor Mazure:

—Mi estimable señor Mazure, me prometía de su conciencia profunda un concepto más juicioso acerca de una señora que no hace daño a nadie.

Replicó el archivero, con brusquedad, que no le agradaban los farsantes; y esto no era la expresión de un convencimiento arraigado; no se guiaba el señor Mazure por una doctrina; sus juicios obedecían solamente a su agrio humor.

—¡Sí! —dijo, suspirando, el señor Bergeret—. La señora de Gromance ha cometido una gravísima falta. Debió nacer a mediados del siglo dieciocho, y ningún hombre de talento la injuriaría por sus costumbres.

Lisonjeado por estas palabras, suavizóse algo el señor Mazure. No era un puritano terrible, pero respetaba el matrimonio civil, dignificado por los insignes legisladores de la Revolución. Concedía, sin embargo, derechos al sentimentalismo y a la carne, seguro de que la Naturaleza hizo a unas mujeres frágiles y a otras incorruptibles.

—A propósito —añadió—, ¿cómo sigue la señora?

En la plaza de San Exuperio soplaba de lo lindo el viento Norte, y el señor Bergeret veía enrojecer la nariz del señor Mazure bajo el ala levantada del sombrero de paja. También el catedrático, que sentía frío en les pies y en las rodillas, pensaba en la señora de Gromance para entrar en calor. Era un goce intenso y vivo aquel pensamiento.

La librería de Paillot estaba cerrada. Juntos, en la calle, sin lumbre y sin refugio los dos eruditos se miraban uno a otro con simpática tristeza, y el señor Bergeret meditaba, piadosamente, para sí:

«Cuando me aparte de mi compañero, cuya imaginación es tosca y limitada, me rodeará otra vez la soledad implacable de nuestra población hostil. Esto es horrible».

Permanecía inmóvil, como si tuviera los pies clavados a las piedras puntiagudas que formaban el suelo de la plaza, mientras el viento le escocía las orejas.

—Andemos, si le place, señor Bergeret; le acompañaré hasta la puerta de su casa.

Avanzaban juntos, y con frecuencia devolvían un saludo a otros hombres bien vestidos y cargados de juguetes y bomboneras.

—La condesa de Gromance —dijo el archivero— es de la familia Chapón. Sólo se tiene aquí noticia de un Chapón, su papá, el mayor usurero de la provincia; pero si desenterramos el protocolo de los Gromances, familia noble de la comarca, descubrimos, desde luego, que a una señorita de Gromance, llamada Cecilia, en mil ochocientos quince le hizo una barriga un cosaco. Es un asunto interesante para escribir un artículo en un periódico local. Preparo una serie, todos análogos.

El señor Mazure no exageraba. Enemigo rabioso de sus coterráneos, diariamente, de sol a sol, aislado en los desvanes polvorientos de la Prefectura, compulsaba con implacable ferocidad los seiscientos treinta y siete mil documentos que allí se archivaban, con el objeto exclusivo de buscar escandalosas anécdotas referentes a las más encopetadas familias de la comarca; y entre los pergaminos góticos y los papeles timbrados durante dos siglos con las armas de seis reyes, dos emperadores y tres repúblicas, envuelto en polvo, reía al descubrir las pruebas, casi devoradas por las polillas y los ratones, de crímenes antiguos y complacencias expiadas.

A lo largo de la tortuosa calle de Tintelleries refería sus hallazgos crueles al señor Bergeret, quien se mostraba indulgente para las faltas de los antepasados y curioso de sus usos y costumbres. Al decir de Mazure, había encontrado en el archivo antecedentes de un Terremondre, terrorista y presidente del Club de los descamisados en 1793, que renunció a sus nombres, Nicolás Eustaquio, para llamarse Marat-Peuplier. Y Mazure se apresuró a facilitar a su colega de la Sociedad de Arqueología, el señor de Terremondre (Juan), monárquico resellado y clerical, noticias acerca de su olvidado antepasado Marat-Peuplier de Terrernondre, autor de un himno a la santa guillotina.

Asimismo había descubierto un antepasado al señor vicario general del arzobispado: un señor de Goulet, o más exactamente, como firmaba el mismo, un Goulet Trocard, abastecedor del ejército, condenado a presidio en 1812 por haber servido como carne de vaca la de unos caballos con muermo; y las pruebas de aquel proceso habían sido publicadas en un periódico de la localidad. El señor Mazure prometía revelaciones más terribles acerca de la familia Laprat, incestuosa reincidente; de la familia Courtrai, deshonrada en 1814 por un crimen de lesa traición; de la familia Dellion, enriquecida en el agio de cereales; de la familia Quatrebarbe, cuyos progenitores eran dos bandidos, macho y hembra, que fueron ahorcados por los labriegos en un árbol del monte Duroc durante la época del Consulado, y en 1860 algunos ancianos recordaban aún que, siendo niños, vieron pendiente de una rama de encina una forma humana en torno de la cual ondeaba una larga cabellera negra.

—¡La mujer estuvo colgada tres años! —dijo el archivero—; y su nieto es Jacinto Quatrebarbe, arquitecto de la diócesis.

—Resulta muy curioso; pero esas noticias no deben propalarse —advirtió Bergeret.

Mazure no lo atendía. Pensaba publicarlo todo, todo absolutamente, darlo a conocer todo, a pesar del prefecto Worms-Clavelin, el cual opinaba «que debía evitarse aquello que pudiera ser motivo de un escándalo y causa de rencillas», y amenazaba al archivero con un traslado si persistía en divulgar antiguos secretos de familia.

—¡Oh! —exclamaba Mazure, relamiéndose y en tono burlón—, sabrá todo el mundo que una señorita de Gromance parió un cosaquito en mil ochocientos quince.

Ya en la puerta de su casa, el señor Bergeret empuñó el tirador de la campanilla.

—¡Qué poco vale todo eso! —dijo—. La pobre señorita hizo lo que pudo. Ya murió ella y el cosaco también. Nuestros juicios, al recordarlos, deben ser indulgentes y piadosos. ¿No es cierto? ¿Qué deseo le arrastra, mi estimable señor Mazure?

—¡Es preciso hacer justicia!

El señor Bergeret, sin replicarle, tiró de la campanilla de su puerta, y luego dijo:

—Adiós, amigo Mazure; más vale ser indulgente que justo. Le deseo esta felicidad para el Año Nuevo.

El señor Bergeret miró —a través del cristal sucio de la portería— para descubrir alguna carta o algún impreso a su nombre; subsistía en su imaginación la curiosidad ansiosa de noticias inesperadas y de revistas nuevas; pero sólo vio tarjetas de personas tan pálidas e inconscientes como la cartulina que llevaba escrito su nombre, y una cuenta de Rosa, modista de la calle de Tintelleries. Aquella cuenta le hizo pensar que la señora Bergeret se volvía derrochona y que los gastos de la casa eran mayores cada vez. Los sentía como si pesaran sobre sus hombros, y en el vestíbulo parecióle que se le venía el techo encima y que lo llevaba todo a cuestas, incluso el piano del salón y el terrible armario de los vestidos, que devoraba su poco dinero sin verse nunca bien equipado. Así, oprimido por los ahogos familiares, agarróse a la barandilla de hierro que desarrollaba en curvas lentas su enrejado florido, y comenzó a subir, con la cabeza gacha y falto de aliento, los escalones de piedra desgastados, negruzcos, rotos, remendados, guarnecidos con baldosines viejos, aquellos escalones que en la época de su lustre y novedad fueron pisados por nobles caballeros y lucidas muchachas, presurosos ellos y ellas de ser agradables al traficante Pauquet enriquecido con los despojos de toda la provincia. Porque Bergeret habitaba en la que fue residencia de Pauquet de Saint-Croix, ya decaída y falta de gloria, despojada de sus riquezas, democratizada por un humilde cielo raso en lugar de su elegante cornisa y de sus techos majestuosos, tétrica y falta de luz, porque habían edificado casas en sus jardines, adornados en otro tiempo con mil estatuas y surtidores, y hasta en el patio principal donde Pauquet mandó construir un monumento alegórico a su rey, que le hacía vomitar sus rapiñas cada cinco o seis años y le dejaba de nuevo hartarse de toro.

Aquel patio, rodeado por un soberbio pórtico toscano, desapareció en las reformas locales de 1857, y la parte conservada de la famosa residencia de Pauquet de Saint-Croix quedó reducida a una pobre casa de alquiler, mal atendida por unos porteros ya caducos, el matrimonio Gaubert, los cuales despreciaban al señor Bergeret por su carácter apacible, y no estimaban su efectiva generosidad por considerarle hombre falto de recursos, mientras agradecían sobremanera las propinas del señor Raynaud, que daba muy poco, pero que tenía mucho, y cuyas monedas de plata ofrecían el atractivo de ser partículas de un tesoro.

Al llegar el señor Bergeret al primer piso —donde vivía el acaudalado señor Raynaud, dueño de solares próximos a la nueva estación del ferrocarril— miró, como tenía por costumbre, un bajo relieve que coronaba la puerta y presentaba al viejo Sileno sobre su asno, entre una turba de ninfas. Era todo lo que quedaba del antiguo decorado de aquella residencia señorial construida en la época de Luis XV, cuando el estilo arquitectónico francés, al imitar con acierto lo antiguo consiguió adquirir ese vigor, esa delicada sencillez y esa elegancia noble que se admiran, sobre todo, en los proyectos de Gabriel. Precisamente había sido trazada la residencia de Pauquet de Saint-Croix por un discípulo de aquel famoso arquitecto; pero en años sucesivos la deslucieron metódicamente. Si bien, por economía o por descuido, al reformar la casa dejaron allí el bajo relieve de Sileno y las ninfas, en cambio, le dieron una mano de pintura, como a toda la escalera, para que pareciese de granito rojo. Una tradición local suponía que aquel Sileno era la efigie del traficante Pauquet, reputado como el hombre más feo de su época y el preferido por todas las mujeres; pero al señor Bergeret no le hicieron falta muy profundos conocimientos artísticos para descubrir en aquella figura, grotesca y sublime a un tiempo, un tipo consagrado por las antigüedades griega y romana y por el Renacimiento. Libróse cautamente del error común, a pesar de que Sileno, rodeado de ninfas, le recordaba siempre, por una sencilla ilación de ideas, a Pauquet, que había gozado todos los placeres del mundo entre aquellas paredes donde soportaba el catedrático una vida molesta y dificultosa.

«Ese traficante —discurría en el descansillo— saqueaba a las rentas del rey, que, a su vez le despojaba; y así hubo equilibrio. No será prudente alabar mucho a los negocios de la monarquía, puesto que, al fin, las deudas y los ahogos del Erario acabaron con el régimen. Es de advertir que por entonces era el rey único propietario de todos los bienes muebles e inmuebles del reino. Todas las casas pertenecían al rey, por lo cual, aquellos que las disfrutaban hacían esculpir las armas reales en el hogar».

No fue acogido al derecho de requisa, fue con el derecho que tiene un propietario a disponer de su propiedad, como dispuso Luis XV que se acuñase la plata de la vajilla de sus vasallos para atender a los gastos de la guerra. También mandó fundir los tesoros de las iglesias, y hace poco leí que se recogieron hasta los ex votos de Nuestra Señora de Liesse, donde se hallaba el pecho que la reina de Polonia depositó a los pies de la Virgen para recordar su curación milagrosa. Todo en aquellos tiempos era del rey; es decir, del Estado; y ni los socialistas, que reclaman al presente la nacionalización de las propiedades particulares, ni los propietarios, que defienden sus fincas, han pensado que esa nacionalización sería algo muy semejante al antiguo régimen. Se disfruta un goce filosófico cuando se advierte que, a la postre, la Revolución se hizo para los acaparadores de bienes nacionales, y que la declaración de los derechos del hombre se ha convertido en el privilegio de los propietarios.

«El tal Pauquet, que reunía en su casa las más deliciosas mujeres de la Opera, no fue caballero de San Luis. Actualmente lo sería de la Legión de Honor, y los ministros de Hacienda vendrían a recibir sus órdenes. En su tiempo disfrutó los goces de la riqueza, y en éste, además, disfrutaría los honores. Porque la nueva civilización ha ennoblecido el dinero. Es nuestra única aristocracia, y derrocaremos las otras para entronizar ésta, la más opresiva, la más insolente y la más pujante de todas».

Interrumpió estas reflexiones del señor Bergeret la presencia de un grupo de hombres, mujeres y niños que asomaron a la puerta de Reynaud. Supúsoles parientes pobres que fueron a felicitar el Año Nuevo al rico, y le pareció que salían todos con un palmo de narices. Continuó subiendo la escalera, porque vivía en el piso tercero, al cual llamaba «tercer aposento», para decirlo como en el siglo XVII. Y solía ilustrar este nombre anticuado con la cita de los versos de La Fontaine, que dicen:

¿De qué les vale nunca su estudio y su talento? Para el sol y la nieve usan el mismo sayo, habitan de continuo el tercer aposento y, a sus espaldas, llevan su sombra por lacayo.

Acaso abusaba de los mil veces repetidos versos y de semejante razonar, exasperación de la señora Bergeret, satisfecha de vivir en una casa del centro, donde había inquilinos pudientes.

«Lleguemos al tercer aposento», se dijo, y miró el reloj; sólo eran las once, había supuesto que hasta las doce no regresaría, porque pensaba guarecerse durante una hora en la tienda de Paillot, cuyas puertas encontró cerradas. Los domingos eran aburridos para él, precisamente porque Paillot no abría su tienda, y como aquel primero de año tampoco pudo hacer la estación acostumbrada, se apesadumbró.

Ya en el tercer piso, metió en la cerradura la llave, abrió y dirigióse al comedor pausadamente, sin hacer ningún ruido. El comedor, oscuro, sombrío, sólo provocaba la indiferencia del señor Bergeret; pero la señora lo creía bien alhajado y de buen gusto por el quinqué de bronce colgado del techo, por el aparador y las sillas de roble tallado que se arrimaban a las paredes, por el juego de tazas que lucía en un estantecito de caoba y, sobre todo, por los platos de loza con relieves de colores que formaban una cornisa espléndida. Al entrar en el comedor por la oscura antesala, quedaba a mano izquierda el estudio, y a mano derecha, el salón. El señor Bergeret solía siempre dirigirse hacia la izquierda y empujar la puerta del estudio, en donde le aguardaban sus zapatillas, sus libros y la soledad. Aquel día primero de año se inclinó hacia la derecha sin motivo, sin decisión alguna, inconscientemente. Abrió la puerta, y al avanzar un paso en el salón vio en el sofá dos bultos enlazados en actitud febril, que lo mismo asemejaba un arrebato de amor que un lance de lucha, pero que sólo era un acoplamiento de voluptuosidad. No se advertía la expresión del rostro de la señora Bergeret, inclinado y oculto; pero expresaba lo suficiente su enagua, roja y flotante. La fisonomía de Roux, alargada, rígida, fosca, obstinada, era la característica indudable del acto, cuya contemplación es poco frecuente, y estaba en consonancia con el desorden del traje. Todo se transformó en menos de un segundo, y a los ojos del señor Bergeret se ofrecieron de pronto dos personas distintas de las que había sorprendido; su actitud era decorosa, pero su turbación les daba un aspecto inquieto y cómico. El señor Bergeret pudiera sospechar que se había ofuscado, si no se hallase ya grabada la otra imagen en sus ojos, con una fuerza igual a su rapidez.

VI

En presencia de aquel flagrante atentado, el primer impulso del señor Bergeret fue como de un hombre sencillo y violento, como de un animal feroz. Descendiente de una larga cadena de abuelos desconocidos, entre los cuales había, sin duda, espíritus rudos y bárbaros; heredero, como todos los hombres, de innumerables generaciones de antropoides y de salvajes bestias, el catedrático de Literatura recibió en sus gérmenes vitales instintos destructores propios de la Humanidad antigua. El choque violento despertó aquellos instintos. Ansias de muerte y destrucción secaron su garganta, y quiso matar a Roux y a la mujer; pero hubiera querido aniquilarlos al punto, sin violencia y sin crueldad. Su instinto feroz se había transformado, como los cuatro colmillos de lobo que tenía en la boca y como las uñas de carnívoro que armaban sus dedos; la primitiva fiereza se hallaba muy amortiguada. El señor Bergeret quiso destruir a Roux y a la señora sin empuje ni esfuerzo; fue salvaje, cruel pero sin fiereza, durante un tiempo tan corto que ningún acto externo pudo surgir de aquel sentimiento, y ni siquiera la expresión del sentimiento pudo ser advertida en su rostro por los dos testigos interesados en adivinarla. En un segundo, el señor Bergeret dejó de sentirse puramente impulsivo, prehistórico y destructor, sin dejar de sentirse irritado y celoso. Al contrario, su indignación iba en aumento. En ese nuevo estado su idea no era ya primitiva, era social, y barajaba confusamente restos de viejas teologías, fragmentos del Decálogo, jirones éticos, máximas griegas, escocesas, alemanas, francesas, rasgos dispersos de legislación moral que, al golpear su cerebro como gatillos de fusil, lo abrasaban. Y sucesivamente creíase patriarca, padre de familia, según las costumbres de Roma; señor y justiciero. Concibió la idea virtuosa de castigar a los culpables. Después de haberse propuesto matar a su mujer y a Roux por instinto sanguinario, se propuso matarlos en atención a una idea de justicia. Fulminó contra ellos penas ignominiosas y terribles.

Agotó para ellos los rigores de las costumbres góticas. A través de las épocas de sociedades constituidas se entretuvo más, casi empleó en ello dos segundos, que los cómplices aprovecharon para dar a su actitud apariencias discretas, que desfiguraban por completo el carácter de sus relaciones.

Por fin, después de sumergirse unas tras otras en su imaginación las ideas morales y religiosas, el señor Bergeret sentía solamente un desasosiego, un hastío que apagaba los ardores de su cólera como un torrente de agua sucia. Tres segundos habían pasado sin que se decidiera, y se hallaba ya sumergido en un abismo de irresolución. Obediente a su instinto confuso, amortiguado, pero muy propio de su carácter, desde un principio apartó la vista del sofá y la fijó en un velador que había junto a la puerta, cubierto con un tapete de fondo aceitunado, en el cual, unos caballeros de la Edad Media lucían su figura estampada en varios colores, a imitación de los tapices antiguos. Durante aquellos segundos interminables, el señor Bergeret distinguió claramente a un paje que sostenía el casco de uno de los caballeros. De pronto, sobre aquel velador y entre los libros encuadernados en tela roja y dorada, que la señora tenía en aquel lugar como nobles adornos, reconoció la cubierta amarilla del Boletín de la Facultad, que había dejado él mismo allí la noche antes. La presencia del cuaderno le sugirió una resolución, la más conforme a su carácter: extendió el brazo, cogió el Boletín y salió de la sala, donde había tenido la desdichada ocurrencia de meterse con tan poca oportunidad.

Solo en el comedor, sintióse infeliz y abrumado. Se agarró a los respaldos de las sillas para no caerse; quería llorar para tranquilizarse; pero su desventura, como un cáustico, secaba sus lágrimas en los ojos. El comedor, donde había estado momentos antes, le pareció un lugar conocido, pero en otra existencia. Imaginó que en una vida anterior y lejana le rodearon el aparador de roble tallado, el juego de tazas puesto en el estantecito de caoba, los platos de loza con relieves de colores, que formaban una cornisa espléndida; recordó que se había sentado en torno de aquella mesa redonda con su mujer y con sus hijas. No, no destruyeron su dicha, porque nunca fue dichoso; era su pobre vida familiar lo que se aniquilaba, su existencia íntima, siempre molesta y difícil, pero, en lo sucesivo, confusa y deshonrosa.

Cuando la joven Eufemia entró para poner los cubiertos, el catedrático estremecióse como si viese alzarse una sombra de aquel mundo, insignificante y desvanecido ya, donde antes vivía.

Y fue a encerrarse, solo, como siempre, en su estudio; sentóse junto a la mesa, hojeó el Boletín de la Facultad, que llevaba en la mano, para leer maquinalmente:


«Notas acerca de la pureza del lenguaje. Podríamos comparar los idiomas a bosques vírgenes, donde las palabras se desarrollan como quieren o como pueden. Las hay extrañas y las hay monstruosas. Reunidas en el discurso forman espléndidas armonías, y sería bárbaro podarlas como se podan los tilos de los paseos públicos. Hay que respetar lo que llamo el gran descriptivo, “la cumbre indeterminada”».
 

«¡Y mis hijas! —pensaba el señor Bergeret—. ¡Mis hijas! Amelia debió acordarse de que tiene dos hijas; debió acordarse de nuestras hijas…».

Continuó su lectura, sin enterarse de lo que leía:

«Hay palabras que son verdaderas monstruosidades El idioma tiene un origen popular. Hállase plagado de ignorancias, errores, fantasías, y hasta en sus bellísimos aciertos se descubre la ingenuidad. Fue creado por ignorantes que sólo conocían la Naturaleza. Su origen es muy remoto, y los que nos lo transmitieron distaban mucho de ser gramáticos ilustres».

Reflexionaba:

«Viviendo como vive…, ¡y a su edad! Porque tiene disculpa una mujer elegante, solicitada, ociosa… Pero ¡ella!».

Por su costumbre de leer constantemente, sin proponérselo entonces leía:

«Sirvámonos del idioma como de una herencia y no analicemos demasiado. Para la conversación y hasta para la literatura es peligroso preocuparse mucho de las etimologías…».

«Y él, mi discípulo predilecto…, admitido en mi casa, ¿no estaba obligado…?».

«La etimología nos enseña que “Dios” quiere decir “lo que brilla”, y que “alma” significa “soplo”; pero la Humanidad dio a esas palabras un sentido que antes no tuvieron…».

«¡Adúltera!».

La palabra se le vino a la boca tan recia, que le pareció sentirla entre los labios como una chapita de metal, como una medalla tenue: «¡Adúltera!».

Imaginó al instante cuanto esa palabra tenía de usual, de doméstico, de ridículo, de torpemente dramático, de cómico estúpido, y, a pesar de su tristeza, sonrió.

Había leído y releído a Rabelais, a La Fontaine y a Moliére, y se aplicó con propiedad el nombre que indudablemente le correspondía, pero sin hacerle tanta gracia como le hizo hasta entonces.

«Sin duda —reflexionaba—, este suceso es frecuente y de poca importancia. Pero soy, entre los hombres, una persona insignificante, y como todo es relativo, resulta enfadosa para mí cualquiera pequeñez. No debo considerar vergonzoso un dolor motivado por semejante causa».

Esta reflexión le sumergió en su dolor. Apiadado de sí mismo como de un enfermo, evitó las imágenes desapacibles y las cavilaciones importunas que revoloteaban, confundidas, en su cerebro ardoroso. Lo que había sorprendido le produjo una repugnancia física; y se ocupó, al punto, de investigar el origen de aquel estado, porque su imaginación era, naturalmente, filosófica.


«Los objetos relacionados con los más violentos deseos que pudieran conmover nuestras fibras y nuestra sangre —advirtió— no serán observados jamás con indiferencia, y en cuanto no inspiran voluptuosidad, causan hastío. No quiero suponer que Amelia fuese capaz de hacerme sentir semejantes alternativas, porque, sin duda, es una de las manifestaciones menos emocionantes y para mí nada misteriosa; pero no deja de ofrecer los caracteres precisos de la Venus, atracción de los hombres y de los dioses. Y asociada su imagen a la de mi discípulo Roux, en un afán mutuo y en un sentimiento recíproco, encaja de lleno en la forma típica elemental, que sólo puede inspirar atracción voluptuosa o repulsión invencible. Así, observamos que todo símbolo erótico enciende o apaga el deseo, y atrae o ahuyenta la mirada con igual energía, según el estado fisiológico del espectador.

»Esta observación induce a reconocer el verdadero motivo que ha obligado en todas las épocas a realizar secretamente los actos eróticos, para no producir en el público emociones violentas y contrarias. Llegóse a encubrir todo lo que pudiera recordar aquellos actos. Así nació el pudor, que reina entre todos los hombres, y con preferencia en los pueblos más lascivos.

»Una casualidad me ha permitido descubrir el origen de esa virtud, la más variable de todas por ser la más generalizada, el pudor, que los griegos llamaron vergüenza. Preocupaciones ridículas habíanse adherido a esa costumbre, originada en una manera de ser especial del hombre, común a todos los hombres, y que oscurece su carácter. Pero ahora me hallo en situación de constituir la verdadera teoría del pudor. Newton descubrió, al pie de un árbol y a menos costa, las leyes de la gravedad».
 

Así reflexionaba el señor Bergeret, hundido en el sillón de su estudio, y tan perturbado, que de pronto giró en derredor su mirada sanguinolenta. Sus dientes rechinaron, y, al apretar los puños, clavóse las uñas en la palma de las manos. La imagen de Roux, su discípulo predilecto, se le ofrecía con una exactitud implacable en aquella situación que no ha de ser vista nunca, según las observaciones tan metódicamente razonadas poco antes por el catedrático. No carecía el señor Bergeret de la facultad que se distingue con el nombre de memoria visual, y sin que los ojos le ofrecieran una riqueza de recuerdos, como al pintor que almacena inmensos e innumerables cuadros en un repliegue de su cerebro, representaba, sin esfuerzo alguno y con bastante precisión, visiones de objetos que le habían interesado; cuidadosamente guardaba en el álbum de su memoria el diseño de un árbol magnífico, de una mujer atractiva, que sólo una vez se reflejaron en sus ojos.

Pero nunca una imagen mental se le apareció tan clara, tan precisa, tan brillante, minuciosa, intensa, compacta sólida y potente como se le aparecía la de su discípulo Rous enlazado a la señora. Aquella representación, del todo conforme a la realidad, era odiosa, era inicua, porque prolongaba indefinidamente un acto de suyo pasajero. La ilusión perfecta que determinaba revestía todos los caracteres de una cínica obsesión y de una intolerable insistencia. De nuevo el señor Bergeret sintió impulsos de muerte contra su discípulo Roux, y aquel pensamiento, desarrollado con toda entereza de un acto que se realiza, le dejó abatido.

Reflexionó, y, lentamente, suavemente, se perdió luego en un laberinto de incertidumbres y contradicciones. Sus ideas, poco a poco, se diluían, se mezclaban, se desleían como los colores de acuarela en un vaso de agua; y, al fin, perdió hasta la emoción de aquel suceso.

Al tender en torno una mirada, observó que los ramajes de papel de la pared estaban mal ajustados en varias partes y a diferentes alturas, de tal suerte, que las dos mitades de un clavel no se unían. Contempló después los libros alineados en los estantes de pino sin barnizar y la bola de crochet que le había hecho Amelia muchos años antes para que limpiase las plumas, regalo de un día de santo. Emocionóse ante la intimidad, ya para siempre destrozada. Nunca estuvo enamorado de su mujer; se casó con ella conforme a las indicaciones de algunos amigos, incapaz de semejante decisión por cuenta propia. No la quería, y, sin embargo, Amelia representaba una gran parte de su existencia. Pensó en sus hijas, que se hallaban con su tía en Arcachón, y le preocupó más la mayor, que se le parecía y era su predilecta. Se le cubrieron los ojos de lágrimas.

De pronto, a través de su llanto, vio el maniquí de mimbre donde la señora de Bergeret entallaba sus vestidos y que tenía la costumbre de colocar en el estudio, frente a la biblioteca, sin atender las quejas del catedrático, el cual se lamentaba de que le obligasen a danzar con la muñeca de mimbre cada vez que necesitaba un libro del estante. Siempre había molestado al señor Bergeret aquel armatoste, que aun tiempo le recordaba las polleras de los campesinos y un ídolo de junco trenzado que de niño vio dibujado en el Manual de Historia antigua, usado, según cuentan, por los fenicios para quemar a sus esclavos; pero, sobre todo, le recordaba a la señora, y —aun cuando el maniquí no tenía cabeza— esperaba que de un momento a otro comenzase a gruñir y a regañar. Aquel día el maniquí le pareció la propia señora en cuerpo y alma, la señora de Bergeret odiosa y grotesca. Lanzóse a ella, la oprimió, hizo crujir entre sus brazos los mimbres resecos, la derribó, la pisoteó, la mutiló y, al fin, cogióla en alto, la tiró por la ventana y la vio caer en el patio del tonelero Lenfant, donde quedó aplastada entre los cubos y las artesas. Tenía el convencimiento de haber realizado un acto verdaderamente simbólico, aunque no menos absurdo y ridículo; y era indudable que le produjo cierta satisfacción. Cuando Eufemia entró en el estudio para decirle que la comida estaba en la mesa, el señor Bergeret encogióse de hombros, atravesó resueltamente el comedor solitario, descolgó el sombrero de la percha de la antesala y bajó la escalera.

En el portal se le ocurrió que no sabía qué hacer ni adonde ir, y que no había tomado ninguna resolución. En la calle notó que llovía y que no llevaba su paraguas. Aquella minúscula contrariedad le distrajo. Mientras dudaba si se lanzaría o no a recibir el chubasco, descubrió en la fachada, por debajo del tirador de la campanilla, un dibujo hecho, al parecer, por un chiquillo. Era un muñeco. Dos puntos y dos rayas dentro de un óvalo formaban la cara, y un óvalo más alargado servíale de cuerpo; los brazos y las piernas eran sencillas rayas que, por su disposición, daban un aspecto cómico a la figura, ejecutada en el estilo clásico de las grotescas ilustraciones murales. No era obra reciente, a juzgar por lo borrosos que aparecían algunos rasgos; pero el señor Bergeret sólo en aquel momento reparó en ella, tal vez porque sus facultades observadoras se habían exaltado de pronto.

«¡Un grafitto!», exclamó el catedrático mentalmente.

Y pudo notar que adornaba la cabeza del muñeco una cornamenta, sobre la cual se leía su nombre: «Bergeret».

«¡Ya lo sabían! —reflexionó—. Los pilluelos que van a la escuela se burlan de mí, lo publican en las paredes, y soy el escarnio de la ciudad. Es posible que Amelia me haya engañado mucho tiempo y con toda clase de gentes. El grafitto me instruye más que una larga y minuciosa investigación».

Bajo la lluvia, con los pies hundidos en el barro, examinó el grafitto; pudo apreciar que las letras de la inscripción eran irregulares, y los trazos del dibujo análogos a los de la escritura.

Y al irse calle arriba, sin preocuparse de la mojadura, recordaba los grafittos de la antigüedad trazados por manos ignorantes en los muros de Pompeya, que se descifraban siglos después, recogidos e ilustrados por los filólogos. Recordó también el grafitto del Palatino, los rasgos informes hechos con las uñas en la pared del Cuerpo de guardia.

«Dieciocho siglos transcurrieron desde que aquel romano hizo la caricatura de su camarada Alexandros en adoración delante de un Dios crucificado y con cabeza de burro. Ningún monumento ha sido tan minuciosamente analizado como el grafitto del Palatino. Se halla reproducido en una infinidad de colecciones y documentos, Ahora ya tengo, como Alexandros, mi grafitto. Si un cataclismo sumergiera mañana esta sucia y triste ciudad, ¿qué dirían los arqueólogos del siglo XXX al descubrir mi grafitto? ¿Comprenderán su grosero simbolismo? ¿Hallarían la equivalencia de mi nombre trazado en caracteres de un alfabeto perdido?».

Cuando el señor Bergeret llegó a la plaza de San Exuperio llovía menudo, y al ver entre dos contrafuertes de la iglesia el barracón donde había de muestra una bota encarnada, recordó que las suelas de sus botas, desgastadas por el uso, le hacían sentir la humedad. Pensó que, en lo sucesivo, debería preocuparse de su ropa y de su calzado, atenciones que hasta entonces correspondieron a Amelia, y se dirigió derechamente al tabuco del zapatero, que claveteaba unos tacones.

—Buenos días, Piedagnel.

—Muy buenos los tenga, señor Bergeret. ¿En qué puedo servirle, señor Bergeret?

Y el pobre viejo alzó su angulosa cabeza para dedicar al cliente una sonrisa de su boca desdentada. Su rostro flaco, donde se marcaban unas ojeras profundas, rematado por una barbilla saliente, correspondía, por su miseria, por sus tonalidades amarillentas, por su aspecto desdichado, al estilo duro de las figuras de piedra esculpidas en el pórtico de aquella vetusta iglesia, junto a la cual nació, junto a la cual vivía, y moriría, sin duda.

—Conservo las medidas, y no he olvidado que le gustan las botas anchas. No lo he olvidado, señor Bergeret. Obra usted con acierto, señor Bergeret, cuando prefiere su comodidad a presumir de pie pequeño.

—Pero ya sabe que tengo el empeine muy alto y la planta del pie arqueada. Cuide bien de la hechura —objetó el señor Bergeret.

Al catedrático no le envanecía la forma de sus pies. Había leído que Lamartine mostraba orgullosamente su pie desnudo, con el empeine muy pronunciado y la planta muy arqueada; y ante el ejemplo del hombre ilustre sentía el señor Bergeret alguna complacencia, porque sus pies no eran lisos y planos. Sentóse en una silla de anea, y contempló la bota encarnada pendiente del dintel. En la pared, blanqueada y resquebrajada, un ramito de boj asomaba entre los brazos de una cruz negra; y el pequeño Cristo de cobre clavado en aquella cruz inclinaba la cabeza sobre un zapatero clavado en su taburete, detrás del mostrador donde se amontonaban trozos de suela y hormas con suplementos de cuero indicadores de las excrecencias dolorosas que tenían los pies de los clientes. Una estufilla de hierro fundido calentaba el cajón, donde se aspiraba un penetrante olor de pieles curtidas y de guisado.

—Veo con gusto —dijo el señor Bergeret— que tiene usted trabajo de sobra.

Pero el zapatero dejó escapar sus lamentaciones confusas, indecisas y sinceras. No trabajaba como en otros tiempos. Hacíase difícil, cada vez más difícil, competir con la fabricación de calzado. Muchos compraban ya en los almacenes las botas hechas, lo mismo que se acostumbra en París. Se me muere la clientela —añadió—. Acabo de perder al párroco señor Rieu. Apenas hago más que remiendos. Este trabajo no luce. Ante aquel miserable zapatero de gótica fisonomía que se lamentaba, resignado, al pie de su crucifijo, el señor Bergeret se entristeció, y, con alguna inquietud, le preguntó:

—Su hijo, ¿tiene ya veinte años? ¿Qué hace?

—¿Fermín? Acaso no ignora usted —respondió el pobre hombre— que salió del Seminario porque no tenía vocación. Pero los curas tuvieron la bondad de interesarse por él, después de prohibirle que acabase la carrera. El padre Lantaigne le proporcionó un empleo de ayo en casa de un marqués de Poitou. Fermín, rabioso, no quiso aceptarlo; se fue a París, y está de pasante en un colegio; pero gana muy poco.

El zapatero añadió tristemente:

—Lo que me convendría…

Interrumpióse, y luego prosiguió:

—Enviudé hace doce años. Lo que me convendría es una mujer, porque sin una mujer no hay casa posible. La mujer es el sostén de la casa.

En silencio puso tres clavos en la suela, y después dijo:

—… cuando es una mujer seria.

Aplicóse a su trabajo. De pronto, alzó su rostro macilento y enfermizo hacia el cielo encapotado:

—¡Es muy triste vivir solo! —dijo.

El señor Bergeret tuvo un movimiento de satisfacción. Acababa de ver a Paillot asomado a la puerta de su librería.

Levantóse, y dijo:

—Buenos días, Piedagnel. Sobre todo, el empeine muy alto.

Pero el zapatero le retuvo con una mirada suplicante, y le preguntó si conocería, por ventura, cualquiera mujer, ya no muy joven, hacendosa, viuda, que aceptase los ofrecimientos de un viudo con una modesta industria.

El señor Bergeret miró estupefacto al infeliz que pretendía casarse.

Y el zapatero prosiguió:

—He pensado en la repartidora de la tahona de la calle de Tintelleries; pero le gusta el aguardiente. No es despreciable para mí la criada del difunto párroco de Santa Águeda, pero está muy orgullosa de su posición; tiene bastantes ahorros.

—Piedagnel —dijo el señor Bergeret—, écheles medias suelas a las botas de nuestros conciudadanos; continúe solo, recluido, satisfecho en su barracón, y no se case, no se case, Piedagnel; sería una imprudencia.

Empujó la vidriera para salir, atravesó la plaza de San Exuperio y entró en la librería.

Paillot estaba solo. Era un hombre adusto y nada instruido; corto de palabras, y preocupado únicamente por su comercio y su casa de campo del monte Duroc. Pero al señor Bergeret le inspiraban la librería y el librero un encanto inexplicable; allí estaba siempre satisfecho, y sus ideas fluían con mayor abundancia.

El señor Paillot era rico, y no se quejaba nunca. A lo sumo, indicó alguna vez que ya no se ganaba tanto como antes con los libros de texto. La costumbre de remesar en firme disminuía el negocio, y las continuas reformas de los programas dificultaban la adquisición de material para escuelas.

—En otro tiempo —decía— todo era más duradero.

—No opino lo mismo —afirmaba el señor Bergeret—, el edificio de nuestras enseñanzas clásicas está en constante reparación. Es un monumento vetusto en cuya estructura se hallan vestigios de todas las épocas. Luce un frontón del estilo Imperio sobre un pórtico jesuítico; tiene galerías de rocalla y columnatas como las del Louvre, salones góticos, una cripta romana, escaleras del Renacimiento, y si hurgáramos en la base, hallaríamos el opus spicatum y el cemento romano. Sobre cada una de las diferentes partes pudiéramos poner una inscripción conmemorativa de su origen: «Universidad Imperial de 1808». «Rollín». «El Oratorio». «Port-Royal». «Jesuitismo». «Retóricos latinos de Autun y de Burdeos». Cada generación hizo alguna reforma, dio algún ensanche al Palacio de la Sabiduría.

Paillot miraba estúpidamente al señor Bergeret y acariciaba sus barbas rojas sobre su mandíbula enorme. Luego, abrumado, fue a cobijarse tras el mostrador. El señor Bergeret abrevió su discurso:

—Gracias a las adaptaciones sucesivas el edificio se conserva en pie. Se derrumbaría en cuanto dejaran de reformarlo constantemente. Conviene reparar lo ruinoso y añadir algunas dependencias de arquitectura reciente; pero son de temer desplomes funestos.

Como el honrado Paillot se libraba mucho de contestar a estas consideraciones tenebrosas, que le asustaban, el señor Bergeret hundióse, mudo, en el rincón de pergaminos y pastas viejas.

Aquel día, como todos los días, cogió el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes. Aquel día, como todos los días, el libro se abrió por la página 212. En aquella página se le aparecieron al señor Bergeret, enlazadas, las imágenes de Amelia y de Roux…, y releyó el texto, mil veces leído, sin reparar en su lectura, embargado por la reflexión de sus actuales circunstancias:

«… un camino hacia el Norte. A este contratiempo, dijo… “(No es una situación extraordinaria ni singular que pueda sorprender y aturdir a un espíritu filosófico)… debemos la fortuna de haber podido visitar de nuevo las islas Sandwich… (Es un fracaso doméstico. Destruye mi casa. Ya no tengo casa)… y enriquecer nuestro viaje con un descubrimiento… (Ya no tengo casa, no tengo casa)… que, a pesar de ser el último… (Moralmente recobro mi libertad. Esto merece ser tomado en consideración)… tiene muchas trazas de ser el más importante que los europeos hicieran en toda la extensión del Océano Pacífico”».

El señor Bergeret cerró el volumen. Había entrevisto su rescate, su libertad, una vida nueva, un resplandor en su camino tenebroso; lejano, pero brillante y persistente. ¿Cómo saldría del túnel? ¿Cómo? Lo ignoraba. Era siempre un consuelo vislumbrar algo de luz en alguna parte. Aún conservaba la impresión visual de Amelia enlazada con Roux, pero esa imagen incongruente ya no le producía repugnancia ni odio; se le aparecía como el frontispicio belga de un libro lascivo, como un dibujo cualquiera. Sacó el reloj: eran las dos. Había necesitado noventa minutos para llegar a un convencimiento prudente.

VII

Cuando el señor Bergeret, después de coger sobre el velador el Boletín de la Facultad, salió de la sala silenciosamente, la señora de Bergeret y Roux exhalaron a un tiempo un hondo suspiro.

—No ha visto nada —murmuró el joven, deseoso de no agravar la aventura.

Pero Amelia, que pretendía lo contrario, se dispuso a sacudir sobre su cómplice toda su responsabilidad eventual, y movió la cabeza para expresar una duda cruel. Estaba inquieta; más que inquieta, contrariada, como si se avergonzase de haberse dejado sorprender estúpidamente por una persona tan falta de malicia y a la cual despreciaba por su mucha credulidad. Sentíase lanzada en ese descontento inevitable a que nos conduce toda situación difícil y nueva.

Roux quiso convencerla de lo que hubiera querido convencerse:

—No nos ha visto, estoy seguro; sólo ha mirado hacia el velador.

Y como Amelia no se tranquilizaba, afirmó el discípulo que desde la puerta no podían verse las personas recostadas en el sofá. La señora quiso hacer la experiencia, y se colocó junto a la puerta, mientras Roux, despatarrado en el sofá, representaba el grupo de los amantes sorprendidos.

No dio un resultado bastante decisivo aquel experimento. A su vez, fuese a la puerta Roux, y la señora de Bergeret se encargó de reconstituir la escena amorosa.

Varias veces repitieron el ensayo, seriamente, fríos el uno para el otro y hasta un poco desapacibles. Roux no logró que la señora de Bergeret venciera sus incertidumbres.

Al fin, él exclamó, impaciente:

—Pues bien: si nos ha visto, es un gran…

Y empleó una palabra cuyo significado apenas barruntaba la señora de Bergeret, que la consideró, desde luego, inoportuna, grosera y torpemente injuriosa. Lamentó que su amigo Roux la hubiese pronunciado.

Seguro Roux de que su presencia perjudicaría más a la señora de Bergeret cuanto más prolongase la visita, y temeroso —por motivos de laudable delicadeza— de verse encarado con su bondadoso maestro, a quien ofendía, murmuró al oído de Amelia unas palabras convenientes para tranquilizarla, y de puntillas, con la mayor prisa posible, se dirigió hacia la escalera. La señora de Bergeret, ya sola, se retiró a meditar en su gabinete.

Lo que acababa de hacer no le parecía punible de suyo. Desde luego, si bien con Roux no se halló hasta entonces en aquella situación, con otros —no muchos, a decir verdad— había hecho lo mismo sin el más pequeño sobresalto. Porque semejante aventura, juzgada como un delito monstruoso, en la práctica se ofrece con toda la sencillez de su mecanismo y con toda su natural inocencia. El prejuicio desaparece ante la realidad. No era la señora de Bergeret una de esas mujeres arrebatadas a su destino doméstico y vulgar. Tenía un temperamento algo febril, por fuerzas invencibles, ocultas en el misterio de su existencia; pero era razonable y cuidadosa de su reputación. No buscaba las ocasiones. A los treinta y seis años había engañado al señor Bergeret sólo tres veces, lo suficiente para que no extremase la importancia de su desliz. Porque ya sabía que su tercer amante sólo era una repetición del segundo, el cual, a su vez, lo fue del primero; y ninguno le ofreció amarguras ni goces de los que dejan un recuerdo imborrable. No se alzaba temible, ante sus ojos grandes y glaucos de matrona, el fantasma del remordimiento. Se creía una mujer decente, arrepentida sólo de haberse dejado sorprender por un marido que le inspiraba desprecio profundo. Y esta desdicha era, sobre todo, sensible por ocurrir en el ocaso, en la edad tranquila de las reflexiones prudentes. Las otras dos aventuras comenzaron también de igual modo que la tercera. Enorgullecía mucho a la señora de Bergeret la impresión que pudo causar a un hombre correcto y agradable. Las manifestaciones de semejante impresión le interesaron hasta el punto de no parecerle nunca excesivas, y se creyó muy apetecible y turbadora. Dos veces antes de su tropiezo con Roux se había deslizado hasta un límite donde sería necesario, para detenerse, vencer una inmensa dificultad física sin conseguir ninguna ventaja moral. Su primer amante fue un hombre talludo, hábil, nada egoísta, que se propuso agradarla; pero la turbación consiguiente a un primer desliz menguó aquel goce. La segunda vez estuvo más interesada en su aventura; pero, desgraciadamente, carecía de la necesaria experiencia. Por fin, Roux le ocasionó un trastorno demasiado grave para que Amelia se preocupase de lo que hizo con él antes de la inconcebible sorpresa; y si procuraba recordar sus actitudes en el sofá, era sólo para deducir lo que vio el catedrático y precisar hasta qué punto podría sostener el engaño y la mentira.

Sentíase humillada, exaltada, ridícula; se avergonzaba al pensar en sus hijas, pero sin temor alguno, segura de convencer, de acorralar a su marido con sufrimientos y astucias, confiada en su mucha superioridad sobre aquel hombre bondadoso, inocente y tímido.

Ni un momento dejaba de suponerse muy por encima del señor Bergeret. Esta convicción inspiraba sus actos, sus palabras y su silencio. Amelia tenía un orgullo dinástico. Se llamaba Poully, era hija de Poully, el inspector de la Universidad; sobrina del Poully del Diccionario, sobrina de otro Poully que publicó en 1811 la Mitología para señoritas y la Abeja de las damas. Habíala fortalecido su papá en ese orgullo doméstico y arrogante. Junto a una Poully, ¿qué representaba un Bergeret?

Por esto no sentía la menor inquietud acerca del resultado favorable de la disputa prevista, y aguardaba tranquilamente a su marido con astuta insolencia. Pero cuando a la hora del almuerzo le oyó bajar la escalera, sintió alguna inquietud. Ausente, aquel infeliz la intranquilizaba, y se convertía para ella en un ser misterioso, casi temible. Amelia fatigaba su cerebro en conjeturas acerca de lo que le diría el catedrático a su regreso, y preparaba contestaciones pérfidas o violentas, según el caso. Erguíase y engallábase para repeler al enemigo. Imaginaba rasgos patéticos, amenazas de suicidio, escenas de reconciliación. Al anochecer sintióse desalentada; lloró, mordió su pañuelo. Ansiaba, requería explicaciones, insultos, atropellos. Aguardaba con ardorosa impaciencia el regreso del señor Bergeret. A las nueve de la noche reconoció sus pisadas en la escalera; pero él no entró en el gabinete. Al poco rato, la criada fue a decirle, entre socarrona e insolente:

—Me ha ordenado el señor que le ponga la cama de hierro en su estudio.

Abrumada, la señora no supo qué responder.

Durmió tranquila toda la noche; pero había fracasado su audacia.

VIII

El padre Guitrel tenía invitado al párroco de San Exuperio, el arcipreste Laprune, y almorzaban sentados a una mesita redonda, sobre la cual puso Josefina una tortilla al ron rodeada de llamas.

La sirvienta del padre Guitrel había cumplido ya, desde larga fecha, la edad canónica, lucía grandes bigotes y distaba mucho de ser corporalmente como la pintaban los calumniadores en cuentos libertinos, que luego corrían de boca en boca por la ciudad. Su rostro desmentía las joviales murmuraciones que circulaban desde el café del Comercio hasta la librería de Paillot, y desde la farmacia radical del señor Mandar al salón austero del señor Lerond, abogado fiscal jubilado. Y si bien era cierto que el profesor de Elocuencia Sagrada sentaba a la sirvienta a su mesa cuando no tenía invitados, y si no era dudoso que se repartían entre los dos aquellos pasteles elegidos en la confitería de la señora Magloire con tal estudio, cuidado y precauciones, obedecía todo al inocente y puro afecto que mereció al sacerdote la vieja solterona, rústica, pero precavida; fiel, cuidadosa y capaz de hacer traición al Universo entero para servir a su amo.

Seguramente daba el reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, excesivo crédito a las fábulas eróticas acerca de Guitrel y su doméstica, fábulas que la ciudad entera repetía, sin que nadie las creyese verosímiles, ni el propio señor Mandar, farmacéutico de la calle de Labradores, hombre de ideas avanzadas, el más radical de los concejales, quien había ilustrado con excesivas invenciones aquellos graciosos cuentos, a los que no daba ningún carácter de autenticidad. Eran muy numerosas las aventuras picarescas atribuidas al clérigo y a su criada; y si el reverendo padre Lantaigne hubiese leído el Decamerón, el Heptamerón y las Cien novelas nuevas, descubriría el origen verdadero de tal aventura cómica o de cuál diálogo risible que se apuntaban generosamente a la cuenta del padre Guitrel y de Josefina, su sirvienta. Tampoco el señor Mazure, archivero municipal, dejó de atribuir al padre Guitrel cuantas lascivias eclesiásticas descubría en papeles antiguos; y sólo el reverendo padre Lantaigne creía lo que todos comentaban sin creerlo.

—Paciencia, señor, paciencia —decía la criada—. Voy a darle una cuchara para rociar la tortilla.

Cogió en el aparador una cuchara de estaño con el mango muy largo y se la dio al padre Guitrel. Mientras el cura rociaba con el ron encendido los terrones de azúcar, que, al arder, crepitaban y esparcían olor de caramelo, ella con los brazos cruzados y los codos sobre el aparador, fijaba los ojos en el reloj de música pendiente de la pared y con un marco dorado, donde se veía un paisaje suizo con una locomotora que salía de un túnel, un globo entre las nubes y la esfera de esmalte en la torrecita de la iglesia. Entretanto, la solterona no dejaba de observar a su amo, cuyo brazo excesivamente corto se fatigaba en el manejo de la cuchara caliente. Y le animaba:

—¡De prisa! Muy seguido, señor. No lo deje apagar.

—Esta golosina —dijo el señor arcipreste, párroco de San Exuperio— exhala un perfume agradable y apetitoso. La última vez que lo hice preparar en mi casa, rompióse la fuente con el calor de la llama, y se derramó sobre los manteles el ron encendido.

Me impresioné muy desagradablemente, sobre todo al ver la cara de susto del señor Tabarit, que comía conmigo.

—¡Ahí tiene usted lo que son las cosas! —dijo la criada—. En la mesa del señor arcipreste se usa porcelana fina. Todo es poco para servir al señor arcipreste. Y la porcelana, cuanto más fina, se romperá antes con el fuego. Esa fuente no se romperá: es de loza ordinaria, que resiste al frío y al calor. Cuando mi amo sea obispo, le servirán las tortillas al ron en una fuente de plata.

Extinguióse, de pronto, la llama, porque el señor Guitrel dejó de rociar la tortilla para mirar severamente a la criada.

—Josefina —dijo— le ordeno que reprima sus inconveniencias y que no hable de lo que no debe hablar.

—A mi juicio —insinuó el párroco de San Exuperio— sus palabras no han sido inconvenientes y sólo podría ponerles algún reparo la modestia de usted, padre Guitrel. Preciosos dones intelectuales y una sabiduría profunda le adornan; sería muy justo que le viéramos elevado a una silla episcopal. ¿Quién sabe si esta buena mujer nos anticipó una verdadera noticia? Pues qué, ¿no ha sonado su nombre como uno de los más dignos entre los que pueden ocupar la vacante de Tourcoing?

El señor Guitrel oía complacido y miraba de reojo.

Sentía inquietud. No presentaban sus asuntos buen cariz. En la Nunciatura sólo había conseguido vagas promesas; la prudencia romana le tenía un poco asustado, y creyó adivinar que la candidatura del padre Lantaigne sería favorablemente informada por la curia. En su reciente viaje a París recogió impresiones dolorosas. Obsequiaba con un almuerzo al arcipreste, seguro de su intimidad con los amigos del padre Lantaigne, y se proponía sonsacarle, de sobremesa, el secreto de su adversario.

—¿Por qué —insistió el arcipreste— no ha de llegar usted a obispo algún día, como el padre Lantaigne?

A este nombre siguió un silencio, y el reloj de música tocó en aquel instante una piececita chillona y vieja. Eran las doce.

Con mano un poco temblorosa, el padre Guitrel hizo al arcipreste los honores de su almuerzo.

—Muy agradable; tiene un sabor muy agradable —dijo el invitado—. Se deja sentir el dulce; pero apenas está dulce. En su punto. Su cocinera es excelente.

—¿Qué decía usted del padre Lantaigne? —preguntó el padre Guitrel.

—Decía que será obispo —respondió el párroco de San Exuperio—. No precisamente porque le suponga designado ya para la silla vacante de Tourcoing, no. Afirmarlo, aun en confianza, sería precipitar los acontecimientos. Pero acabo de saber, por una persona informada por el propio vicario general, que ya estamos en vísperas de un acuerdo entre la Nunciatura y el ministerio, y que se designa al padre Lantaigne. La noticia no está, sin duda confirmada. El señor de Goulet pudo confundir su esperanza con la realidad. Pone todo su empeño en apoyar al rector del Seminario, y su triunfo, sin que sea hasta ahora innegable, nada tiene de inverosímil. Hace muy poco tiempo, la intransigencia que se atribuye a las opiniones del padre Lantaigne habría dado que temer a los poderes públicos, animados contra el clero por una dolorosa desconfianza; pero el aspecto de la cuestión ha cambiado: se disipan los nubarrones que amenazaban tempestad, y ciertos personajes ajenos a la política empiezan a influir en las altas esferas gubernamentales. Se asegura que ha obtenido preponderancia el apoyo prestado por el general Cartier de Chalmot a la candidatura del padre Lantaigne. Son éstos los rumores, los comentarios que pude recoger.

Josefina, la sirvienta, no estaba presente, y su sombra, en acecho constante, se asomaba a la puerta entornada.

El padre Guitrel, silencioso, no tenía apetito.

—Esta sabrosa tortilla —dijo el arcipreste— regala el paladar con una mezcla de gratos aromas que deleitan y no permiten precisar la causa del deleite. ¿Me autoriza usted para pedir a su cocinera la receta?

Una hora después, cuando el arcipreste se había ido ya, el padre Guitrel, pensativo y cabizbajo, se encaminó hacia el Seminario por la oblicua y tortuosa calle de Chartres, y cruzó el balandrán sobre su pecho para defenderse del viento helado que soplaba en aquel ángulo de la catedral. Era el rincón más frío y oscuro de la ciudad. Apretó el paso hasta la calle del Mercado y se detuvo allí ante la carnicería de Lafolie, enrejada como un jaulón de leones. En el fondo, apoyado en el tajo de madera donde partía la carne, a la sombra de los medios corderos, pendientes de los ganchos, dormitaba el carnicero. Había empezado su trabajo al amanecer, y la fatiga quebrantaba la fortaleza de su cuerpo. Con los brazos desnudos, cruzados, y la chaira colgada todavía en la cintura, despatarrado bajo el delantal con salpicaduras por la sangre, balanceaba lentamente la cabeza. Su rostro, enrojecido, relucía, y las venas de su cuello se hinchaban, oprimidas por el cuello vuelto de su camisa color de rosa. Respiraba salud y fuerza. El señor Bergeret le comparaba a los héroes homéricos por ser algo semejante su existencia y porque diariamente derramaba la sangre de sus víctimas.

El carnicero Lafolie dormitaba. Junto a él dormitaba su hijo, robusto y grandote como el padre, con las mejillas arreboladas. El mozo de la carnicería dormitaba también sobre el mármol del mostrador con la cara entre las manos. En su caja de cristales, a la entrada, erguida, con los ojos fatigados por el sueño, estaba la señora Lafolie, de pecho enorme, gorda como si rechupara la sangre de los animales. Aquella gente ofrecía un aspecto de fuerza brutal y soberana, un aspecto de bárbara majestad.

El padre Guitrel los observó un rato; sus vivaces ojillos iban del uno al otro; pero se fijaban con mayor interés en el amo, en el coloso cuyos bigotazos rubios cruzaban los rojos carrillos y cuya sien, junto a los ojos cerrados, mostraba las pequeñas arrugas reveladoras de un carácter astuto. Satisfecho ya por la contemplación de aquel salvaje brutal y artero, sujetó con más fuerza bajo el brazo su viejo paraguas, cruzó nuevamente su balandrán sobre su pecho y prosiguió su camino, ufano y animoso, mientras reflexionaba tranquilamente:

«Ocho mil trescientos veinticinco francos del año anterior. Mil novecientos treinta de este año. El padre Lantaigne, rector del Seminario, debe diez mil doscientos cincuenta y cinco francos al carnicero Lafolie, y el carnicero Lafolie no es un acreedor complaciente y bondadoso. No será obispo el padre Lantaigne».

Desde tiempo atrás conocía las deudas del Seminario y los apuros del padre Lantaigne. Su criada Josefina le notificó las bravatas del carnicero, que amenazaba con llevar a los tribunales al rector y al arzobispo. Mientras avanzaba, el padre Guitrel, a pasos menudos, reflexionaba:

«No será obispo el padre Lantaigne. Es honrado, pero administra mal, y un obispado es una administración… Bossuet lo elijo con estas mismas palabras en la oración fúnebre que consagró al príncipe de Conde».

Y recordaba con gusto el rostro feroz del carnicero Lafolie.

IX

El señor Bergeret releyó los pensamientos de Marco Aurelio. Simpatizaba mucho con el esposo de Faustina. Sin embargo, advertía en aquella obra un sentimiento de la Naturaleza tan falso, una física tan deplorable, un desprecio tal de las caridades que no pudo saborear a su placer toda su grandeza. Leyó enseguida los cuentos del señor de Ouviüe y los de Eutrapel; inmediatamente leyó Cymbalum, de Desperiers; Les matinées, de Choliére, y Les serées, de Bouchet. Esta selecta lectura le satisfizo. La consideró más apropiada a sus circunstancias y, por consiguiente, más edificante, a propósito para comunicar una tranquilidad serena, una celestial placidez a su alma. Y dio gracias a los amables narradores que, desde la Mileto antigua, donde ya fue conocido el cuento del cubero, hasta la Borgoña salada, la dulce Turena y la grasienta Normandía, enseñaron al hombre la risa bondadosa y dispusieron a la plácida indulgencia los corazones irritados.


«Esos narradores —pensaba— que hacen fruncir el entrecejo a los moralistas austeros, a su vez son moralistas excelentes, a los que debemos admirar y bendecir por haber insinuado lindamente las soluciones más sencillas, más naturales, más humanas, a domésticas dificultades, que los orgullos y los odios encendidos en el corazón fiero del hombre pretenden resolver con el asesinato y la destrucción. ¡Oh narradores milesianos!… ¡Oh sutil Petronio!… ¡Amable Noel-du-Fail! ¡Oh precursores de La Fontaine!

»¿Qué apóstol hubo más prudente y mejor que vosotros? ¿Por qué os llaman desvergonzados?… ¡Oh bienhechores, que nos enseñasteis la verdadera ciencia de la vida, un benévolo desprecio de los hombres!».
 

Y el señor Bergeret se persuadía de que nuestra soberbia es la causa principal de nuestras desdichas, que solamente nos diferencia de los monos el traje; que aplicamos con solemnidad principios de honor y de virtud en circunstancias que nos ridiculizan; que el Papa Bonifacio VIII discurría cuerdamente al considerar como pequeñeces agigantadas los más graves asuntos; que Amelia y Roux eran tan indignos de alabanza o de censura como una pareja de chimpancés. Sin embargo, tenía la imaginación demasiado clara para olvidar su parentesco íntimo con ambos primates. El mismo se creía un chimpancé meditabundo, y esto exaltaba su vanidad, porque siempre flaquea en algo el juicio.

Tampoco logró armonizar completamente sus máximas y su conducta. No tuvo violencias; pero no fue indulgente. No parecía un discípulo de aquellos narradores milesianos, latinos, florentinos, galos, cuya risueña filosofía era, en su opinión, la más conveniente para la ridícula Humanidad. No reprochó la conducta de la señora. No le dijo una palabra, ni la miró siquiera. Comía sentado frente a ella como si no la viese, y al tropezarla en alguna de las habitaciones de su aposento, cruzaba por su lado como si ella fuera para él un ser invisible.

Acostumbróse a ignorarla como si nunca hubiera existido. La suprimió de su conciencia externa y de su conciencia interna. La borró. En la casa, entre las múltiples atenciones de la vida común, no la veía ni la oía, ni reparaba en ella.

La señora de Bergeret fue siempre una criatura insultante y grosera; pero, al cabo, criatura humana y viviente. La consumía no poder prorrumpir en voces, en insultos, en gestos amenazadores, en chillidos: la desesperaba no sentirse ya la dueña de la casa, el alma de la cocina, la madre de familia, la matrona; se dolía de no influir, de no ser considerada no ya como una persona indiferente, pero ni siquiera como el objeto más despreciable. De buena gana se hubiera convertido en silla, en plato, en cualquier cosa de las mil que se necesitan y se atienden. Si el señor Bergeret le pusiera de pronto un cuchillo en la garganta, la sorpresa terrible, a pesar de su miedo instintivo, le hubiera causado alegría. Pero no preocupar, no intervenir en todo, no ser tomada en consideración era horrible para su naturaleza opaca y tosca. El suplicio monótono y continuado que le impuso el señor Bergeret le producía tales angustias, que se tragaba el pañuelo para contener los sollozos. Y el señor Bergeret, desde su estudio solitario, la oía sonarse ruidosamente en el comedor, mientras él clasificaba las papeletas de su Virgilius nauticus, tranquilo, sin amor y sin odio.

Amelia sentía invencibles y constantes deseos de sorprender a su marido en el estudio, que también le servía de alcoba y de impenetrable asilo de un pensamiento impenetrable, para pedirle perdón o injuriarlo con los más groseros insultos, rajarle la cara con el cuchillo de la cocina o clavárselo a sí misma en el pecho; cualquiera cosa mientras fuese advertida; sólo se proponía fijar su atención, existir para él. Aquello que se le negaba le parecía tan indispensable como el agua, el pan, el aire y la sal.

Despreciaba, como siempre, a Bergeret, porque su desprecio era hereditario, de familia, lo llevaba en la sangre. Dejaría de ser una Pouilly, sobrina de Pouilly, el del Diccionario, si hubiera reconocido alguna igualdad entre su marido y ella. No le despreciaba por haberle burlado, sino por ser ella una Pouilly de cuerpo entero y él un insignificante Bergeret. Tenía el buen criterio de no conceder a su aventura excesiva importancia, de no apoyar en su engaño su prestigio, y a lo sumo le molestaba que a su marido le hubiese faltado coraje para matar a Roux en aquel momento. Su desprecio constante y fijo no era susceptible de aumento ni disminución; pero no le odiaba, no le repugnaron jamás los roces y contactos con su marido en la vida matrimonial. Le atormentaba, le irritaba y le reprochaba que manchase la ropa, que no hiciese lo necesario para satisfacer a todos; le refería interminables cuentos y chismes de vecindad; le narraba historias vulgares y absurdas en las cuales todo era dudoso y pobre, hasta su malevolencia y su picardía. Un soplo de vanidad inflaba su espíritu, que nunca destiló venenos terribles ni pócimas complicadas.

La señora de Bergeret había nacido, sin duda, para vivir en buena inteligencia junto a un compañero al cual burlaría y oprimiría con la serena exuberancia de sus fuerzas en el funcionamiento normal de su organismo. Era sociable por la energía de su cuerpo y por su carencia de vida interior.

El señor Bergeret, de pronto insensible a su influjo, le hacía tanta falta como el marido ausente a una mujer virtuosa. Y, por añadidura, endeble y todo, considerado siempre insignificante y despreciable, aunque nunca molesto, aquel hombre le infundía temor. Al borrarla de su vida el señor Bergeret la convenció de su propio acabamiento. Amelia sentía un vacío dentro de sí; la anonadaban la tristeza, el espanto de aquella situación desconocida, inesperada, incomprensible, semejante a la soledad y a la muerte. Por la noche aumentaba su angustia cruel, porque su naturaleza era sensible a las influencias del espacio y de las horas. Desde su lecho miraba con horror el maniquí de mimbre que le había servido para entallar sus trajes durante muchos años, que se alzó, arrogante, sin cabeza, siempre tieso, en el estudio del señor Bergeret, y que al presente, chafado, torcido, se apoyaba contra el armario del espejo, a la sombra de los cortinajes de reps, color de vino. El tonelero Lenfant, que lo halló en su patio, entre las artesas donde nadaban y se lavaban los tapones de corcho, lo había entregado a la señora de Bergeret, la cual, sin atreverse a colocarlo de nuevo en el estudio, lo cobijó —informe, inservible, víctima de una venganza emblemática— en la alcoba conyugal, como representación de un maleficio siniestro.

Padecía mucho. Al levantarse una mañana, mientras un sol amarillento se deslizaba entre los cortinajes y clavaba sus rayos tristes en el maltrecho maniquí de mimbre, sintió, como nunca, su miserable infortunio, y se juzgó inocente, convencida ya de que su marido era cruel. Indignóse; no podía tolerar que Amelia Pouilly sufriese a causa de un Bergeret. Consultó mentalmente con el espíritu de su padre, y de este modo fortaleció su convencimiento: el señor Bergeret, hombre insignificante, no podía tener la pretensión de martirizarla. Su orgullo la tranquilizó, y aquel día tuvo ánimos para emperejilarse. Fue la misma de siempre, segura de que no había desmerecido poco ni mucho.

Era el santo de la señora de Leterrier, la esposa respetable del rector de la Universidad. La señora de Bergeret fue a visitarla y en el salón azul en presencia de la señora de Compagnón, esposa del catedrático de Matemáticas, lanzó —después de los más corteses preámbulos— un suspiro profundo, pero no de víctima; un suspiro de luchador que se apresta.

Y cuando tuvo preparado al auditorio, la señora de Bergeret dijo:

—Hay muchas causas de sufrimiento en la vida, sobre todo si no se tiene un carácter acomodaticio que nos permita pasar… ¡por lo que debemos pasar! ¡Usted es feliz, señora de Leterrier! ¡Usted es feliz, señora de Compagnón…!

Y la señora de Bergeret, prudente púdica, discreta, calló ante las miradas compasivas de las dos señoras universitarias, pues había dicho lo bastante para dar a entender que su marido la desatendía y la humillaba. En la ciudad se comentaban las asiduidades obsequiosas de Roux con Amelia; pero desde aquel día la señora de Leterrier alzóse contra la calumnia; y presentó a Roux como un joven correctísimo. Al hablar de la señora de Bergeret, con los ojos humedecidos por una lágrima, decía:

—Esa pobre señora merece compasión y respeto. En mes y medio, la buena sociedad quedó convencida, y se ocupaba con elogio de la señora de Bergeret. Se dijo que el catedrático era una mala persona, refractario a las visitas, porque despreciaba el trato cortés y ameno. Se dijo que manchaban su vida vicios ocultos y desórdenes vergonzosos. El señor Mazure —su amigo, su compañero en la tertulia de la librería, su camarada— creyó haberle visto cierta noche meterse de tapadillo en el café de la calle de Seminarios, centro de corrupción.

Mientras condenaban de tal modo al señor Bergeret las personas cultas y pudientes, el pueblo le creaba otra reputación. La caricatura grosera y simbólica dibujada en la puerta de su casa ofrecía rasgos borrosos; pero como en varias calles habían aparecido muñecos de la misma especie, no podía ir el señor a la Universidad, ni al paseo, ni a la librería sin descubrir en alguna pared, entre inscripciones obscenas, eróticas o triviales, algún retrato suyo, en el estilo rudimentario común a los pilluelos de todas las ciudades, trazado con un carbón, con un lápiz o con algún instrumento punzante, y acompañado siempre de un rótulo explicativo.

El señor Bergeret examinaba esos grafittos sin cólera ni turbación, asombrado solamente al ver cómo aumentaba su número. Había uno en la pared blanqueada de la vaquería de Goubeau, en la calle de Tintelleries; otro en la fachada amarilla de la Agencia Deniseau, plaza de San Exuperio; otro, en la esquina que forma la calle de la Manzana con la plaza del Mercado Viejo; otro, en el hotel Nivert, contiguo al hotel de Gromance; otro, en la Facultad, junto a la portería; otro, en la tapia del jardín de la Prefectura. Y cada mañana el señor Bergeret solía descubrir alguno más. Observó que los grafittos no habían sido trazados todos por una sola mano. En unos, la figura estaba hecha de un modo rudimentario; en otros, ofrecía un conjunto más perfecto, sin que ninguno alcanzara remotamente un parecido ni el menor asomo de arte; y en todos, la insuficiencia del dibujo estaba suplida por el rótulo. Nunca faltaban los cuernos sobre la cabeza en las repetidas efigies populares del señor Bergeret. Pudo advertir que la cornamenta salía unas veces del cráneo descubierto, y otras, del sombrero de copa.

«¡Dos procedimientos o escuelas diferentes!», pensó.

Y, a pesar de su mucha tranquilidad, sentía un poco mortificado su instinto de hombre delicado.

X

Con el señor Worms-Clavelin almorzaba su antiguo camarada Jorge Fremont, inspector de Bellas Artes, que había ido a visitar aquel departamento. Cuando se conocieron en los estudios de pintor de Montmartre, Worms-Clavelin era muy joven, y Fremont, joven aún. Nunca tuvieron una idea común; jamás opinaron lo mismo. A Fremont le agradaba contradecir siempre; Worms-Clavelin le sufría; la palabra de Fremont era violenta y abundante; Worms-Clavelin cedía a la violencia y hablaba poco. Se hicieron muy amigos; después, las circunstancias los alejaron; pero cuando se veían por casualidad, se alegraban, se trataban con afectuosa confianza, y les divertía disputar. Jorge Fremont, envejecido, aplomado, condecorado, famoso, conservaba en sus discusiones el fuego de su juventud. Aquella mañana, sentado a la mesa entre la señora de Worms-Clavelin y el señor Worms-Clavelin, ambos en traje de mañana, refería —encarado con la señora— que había encontrado en los desvanes del Museo, cubierta de polvo, una figurita en madera de puro estilo francés, una Santa Catalina con traje de burguesa del siglo XV, de una expresión maravillosamente delicada y un aspecto de pureza tan candoroso, que, mientras le sacudía el polvo, la contemplaba, enternecido. El prefecto preguntó si era una estatua o un cuadro. Jorge Fremont, que afectuosamente le despreciaba, respondió con dulzura:

—¡Worms! No trates de comprender lo que le digo a tu esposa. Eres absolutamente incapaz de concebir lo bello en cualquiera de sus manifestaciones. Las armoniosas líneas y los pensamientos nobles para ti serán siempre ininteligibles.

El señor Worms-Clavelin encogióse de hombros, y dijo:

—¡Cállate, comunista!

Jorge Fremont era, efectivamente, un viejo comunista. Parisiense, hijo de un constructor de muebles del barrio de San Antonio, discípulo de la Escuela de Bellas Artes, alistóse a los veinte años —cuando la invasión alemana— en una compañía de guerrilleros, que la Defensa no quiso destacar. Fremont no perdonó a Troncher semejante desdén, y en los días de la capitulación fue de los más exaltados entre los que vociferaban que París había sido traicionado. Como no era tonto, quería decir con esto que París estuvo mal defendido, cosa indudable. Opinaba que debía proseguir a todo evento la guerra, y al proclamarse la Commune se hizo comunero. A propuesta el ciudadano Charlier, delegado de Bellas Artes —un viejo ebanista que trabajaba en los talleres de su padre—, le nombraron subdirector del Museo del Louvre. No tenía sueldo, y desempeñaba su cargo pertrechado con polainas, cartuchera, fusil y un sombrero tirolés con plumas de gallo. Las telas habían sido arrolladas los primeros días del sitio, metidas en cajas y transportadas a seguros almacenes, que Fremont jamás pudo conocer. Su cometido se redujo a fumar pipa tras pipa, a recorrer las galerías, transformadas en cuerpo de guardia, y a conversar con los ciudadanos guardias nacionales, ante quienes denunció a Napoleón III por haber mandado restaurar estúpidamente los Rubens; y fundaba su denuncia en referencias de un periódico y las afirmaciones del académico Vitet. Los federales lo oían tranquilamente, sentados en banquillos, con el fusil entre las piernas y sin dejar de beber, porque hacía mucho calor; pero cuando los versalleses penetraron en París por la derribada puerta de Point-du-Jour, mientras el tiroteo se aproximaba a las Tullerías, Jorge Fremont vio con inquietud que los guardias nacionales federales rodaban por la galería de Apolo barriles de petróleo. Trabajo le costó disuadirlos de su intento, pues querían embadurnar las maderas y prender fuego. Convidólos a beber y los despidió. Cuando se hubieron ido, auxiliado por los celadores bonapartistas, hizo rodar los barriles incendiarios hasta el pie de la escalera, y luego, hasta la orilla del río; pero al saberlo el coronel de los federales, sospechó que Fremont era enemigo de la causa del pueblo y mandó que lo fusilasen. Ya estaban muy cerca los versalleses, y entre la humareda de las Tullerías incendiadas, Fremont escapó fraternalmente acompañado por los que debían ejecutarle.

Denunciado a los versalleses dos días después, fue perseguido por la Justicia militar como insurrecto contra un Gobierno en regla. Y era evidente que el Gobierno de Versalles se hallaba constituido con toda regla, puesto que reemplazó al Imperio el 4 de septiembre de 1870 y conservaba las formas regulares del Gobierno precedente, mientras la Commune, sin haber logrado nunca disponer de las comunicaciones telegráficas indispensables para que un Gobierno se regularice, se hallaba deshecha y vencida, en una extrema irregularidad. Por otra parte, la Commune surgió de un levantamiento revolucionario efectuado frente al enemigo, y el Gobierno de Versalles no podía perdonar aquel origen que recordaba el suyo. En tales circunstancias, un capitán del ejército victorioso, cuya misión era fusilar a todos los insurrectos del barrio del Louvre, persiguió a Jorge Fremont, el cual estuvo escondido quince días en un desván de la plaza de la Bastilla; al fin, salió de París con una blusa y un látigo en la mano, detrás de un carro de hortalizas. Mientras un Consejo de guerra establecido en Versalles le condenaba a muerte, Fremont, refugiado en Londres, confeccionaba, para un rico aficionado, el catálogo completo de la obra de Rowlandson. Inteligente, laborioso y honrado se dio a conocer y se hizo estimar entre los artistas ingleses. Era un apasionado en arte, y en política, un indiferente. Por lealtad y por vergüenza de abandonar a sus amigos en la derrota, no dejó de ser comunista; pero vestía con elegancia y frecuentaba salones aristocráticos. Era infatigable, y sabía sacar provecho de su trabajo. Su Diccionario de los monogramas le dio reputación y dinero. Cuando el último envite de guerra civil fue contenido por la proposición del prudente Gambetta; cuando hubo amnistía, desembarcó un gentleman sonriente y arrogante, de agradable presencia, fatigado por una labor excesiva, joven, pero con algunas canas; correctamente vestido, con un maletín lleno de manuscritos y dibujos. Jorge Fremont se instaló modestamente en Montmartre, y tuvo pronto amigos artistas. Por desgracia, los trabajos que en Inglaterra le producían lo suficiente para vivir, en Francia le reportaban sólo satisfacciones de amor propio.

Gambetta le nombró inspector de Museos, y desempeñó sus funciones con mucha conciencia y habilidad. Tenía un gusto artístico sincero y delicado. La sensibilidad nerviosa que, adolescente, le conmovió ante las desdichas de la patria, ya maduro le conmovía en presencia de los desequilibrios sociales; le interesaban mucho las manifestaciones elegantes del espíritu, las formas delicadas, los perfiles correctos, la gallardía y arrogancia de las figuras. Patriota en todo, hasta en arte, no juzgaba irónicamente la escuela de Bourgogne, fiel a la política sentimental y seguro de que Francia derramaría la justicia y la libertad por todo el Universo.

—¡Viejo comunista!… —repetía el prefecto Worms-Clavelin.

—¡Cállate, Worms! Tienes un alma insensible y una inteligencia obtusa. No significas nada por tu mérito propio; eres un personaje representativo, como ahora se dice. ¡Santo Dios! ¡Pensar que tantas y tantas víctimas durante un siglo de guerra civil se han sacrificado para que tú y otros como tú llegarais a ser prefectos de la República! Worms, tienes mucha menos importancia que un prefecto del Imperio.

—¡El Imperio!… —insinuó Worms-Clavelin—. No se puede hablar del Imperio. Yo hago todo lo posible para desacreditarlo, porque nos condujo a la derrota y porque soy prefecto de la República. Pero se hace vino, se cultiva el campo, se muele y se amasa como en la época del imperio; se juega en la Bolsa como en la época del Imperio; se bebe, se come, se goza como entonces. Y si en el fondo la vida es igual, ¿cómo pueden ser distintos el Gobierno y los gobernantes? Hay algunas diferencias, ya me comprendes; más libertad, acaso demasiada libertad. Y también más tranquilidad. Se vive seguro; disfrutamos de un régimen conforme a las aspiraciones populares. Somos, en cuanto se puede, los dueños de nuestros destinos. Equilíbranse casi todas las energías sociales. Dime si se impone variar algo. Tal vez el color de los sellos de correos, y… ¡aún, aún…!, como decía el viejo Montessuy. No, amigo mío; a no ser que se varíen los franceses, no se puede variar nada en Francia. Naturalmente, soy progresista. Es preciso decir que todo adelanta, que prospera todo, aunque sólo sea una excusa para no moverse. «¡Adelante! ¡Adelante!». ¡Lo que había influido La Marsellesa para que los franceses no se precipitasen hacia la frontera!

Jorge Fremont fijaba en el prefecto una mirada cordial y despreciativa mientras seguía escuchándolo atentamente.

—¿Todo está bien, amigo Worms?

—No me hagas hablar como un imbécil. Nada es perfecto, todo se apoya, se apuntala se ayuda. Es como la medianería de Mulot que se descubre desde aquí, por encima del invernadero. La ves agrietada, inclinada y alabeada. El imbécil de Quatrebarbe, arquitecto de la diócesis, hace veinticinco años que se para todos los días frente a la casa de Mulot, apunta con la nariz al cielo y, despatarrado, cruza las manos por detrás, al decir: «¡No me explico por qué no se cae!». Y los mozalbetes que salen de la escuela gritan a su espalda, imitando su voz cavernosa: «¡No me explico por qué no se cae!». Se vuelve; no ve a ninguno; mira después al suelo, como si el eco de su voz saliese de las losas, y al irse, murmura: «¡No me explico por qué no se cae!». Pues no se cae porque nadie la toca, porque Mulot no mete albañiles ni arquitectos en su casa y, sobre todo, porque se libra muy mucho de pedir parecer a Quatrebarbe. No se cae porque siempre se ha sostenido. Y con el Estado sucede lo propio. No se cae, viejo utopista, porque no se reforma el impuesto y no se revisa la Constitución.

—Es decir, que se mantiene con el fraude y la iniquidad —replicó Jorge Fremont—. Nos hemos hundido en un pozo de vergüenza. Nuestros ministros de Hacienda están a las órdenes de los banqueros cosmopolitas. Y lo más lastimoso es que Francia, vieja libertadora de pueblos, al presente cuida sólo de mantener en Europa los derechos de los tenedores de papel, de los rentistas. Hemos permitido que sacrificaran trescientos mil cristianos en Oriente, y éramos, por tradición, sus protectores augustos y venerados.

Nos hacemos traición a nosotros mismos cuando somos traidores contra la Humanidad. En las aguas de Creta veía navegar a la República, entre las demás potencias, como una gallina entre una bandada de gaviotas. ¡A eso nos condujo la nación amiga!

El prefecto protestó:

—Fremont, ¿qué puedes reprocharle a la alianza rusa? Es el mejor de los reclamos electorales.

—¡La alianza rusa! —prosiguió Fremont, enardecido—, me parece una risueña esperanza… Y su primer acuerdo fue declararnos partidarios del sultán asesino, ir a Creta y arrojar bombas de melinita sobre cristianos culpables de haber padecido una larga miseria. Pero no tratábamos de complacer a Rusia, no; servíamos a los banqueros poderosos, que tenían sus capitales comprometidos en valores otomanos. Ya viste la bárbara victoria de la Canea, saludada por los millonarios judíos con generoso entusiasmo.

—La tuya es —dijo el prefecto— una política sentimental. Y de sobra sabes adónde conduce. ¿Qué pudo inclinarte a favor de los griegos? A nadie interesan.

—Tienes razón amigo —repuso el inspector de Bellas Artes—. La razón te sobra. Los griegos no interesan… porque son pobres. ¿Qué tienen? Su mar azul, sus colinas violáceas, los despojos de mármoles antiguos. La miel de Rimeto no se cotiza en la Bolsa. Los turcos, al contrario, son dignos del interés de la Europa metalizada. Pagan mal y pagan mucho. Se puede negociar con ellos. Cuando sube la Bolsa, todo anda bien. Ahí tienes las inspiraciones de nuestra política exterior.

Con un gesto de reproche, Worms-Clavelin le interrumpió apresuradamente:

—¡Fremont! ¡Fremont! Discutes de mala fe. Ya sabes que no tenemos política exterior porque no podemos tenerla.

XI

—Según parece, será mañana —dijo el señor de Terremondre—, apenas hubo entrado en la librería de Paillot.

Todos comprendieron que se trataba de la ejecución de Lecoeur, el mozo de la carnicería condenado a muerte como asesino de la viuda Houssieu. El joven criminal había interesado a todo el mundo.

El juez Roquincourt, hombre de buena sociedad y caballero muy galante, acompañó a las señoras Dellion y de Gromance para que viesen al condenado en la cárcel por la reja del calabozo, donde Lecoeur jugaba tranquilamente a las cartas con su carcelero.

Además, el director de la cárcel, señor Colot, condecorado con las palmas académicas, hacía, gustoso, a los periodistas y a las personas eminentes de la ciudad, los honores de su condenado a muerte.

Ossian Colot había comentado, con mucha competencia, diversos asuntos penitenciarios. Hallábase orgulloso del establecimiento que dirigía, dispuesto conforme a los últimos adelantos, y no era insensible a la notoriedad. Los visitantes que miraban a Lecoeur curiosamente suponían el género de relaciones que pudo tener un mozo de veinte años con la viuda nonagenaria que debía ser luego su víctima y se quedaban anonadados ante aquel monstruoso bruto.

Sin embargo, el padre Tabarit, cura de la cárcel, refería con lágrimas en los ojos que la pobre criatura manifestaba sentimientos edificantes de contrición y de piedad. Hacía ya ochenta y dos días que Lecoeur jugaba a las cartas con sus carceleros y hacía los «acuses» en su propia jerga, porque se habían educado todos entre la misma gente. Sus frases no revelaban los padecimientos de su alma oscura; pero el mozalbete, rojo y mofletudo, que diez meses antes silbaba siempre mientras recorría la ciudad, con el cesto en la cabeza y el delantal blanco sujeto al talle vigoroso, tenía ya el rostro pálido, macilento, y temblaba dentro de su camisa de fuerza, con aspecto de hombre maduro y enfermizo. Su hercúleo cogote había menguado, y sobre sus hombros, caídos, se alzaba un cuello delgado y largo.

Sus conciudadanos agotaron con él su odio vengativo, su compasión y su curiosidad; ya era hora de que aquello terminara.

—Mañana, a las seis; me lo ha comunicado el propio Sorcoux —dijo el señor de Terremondre—. Los instrumentos de la justicia llegaron ya.

—Me alegro —dijo el doctor Fornerol—. Que sea pronto lo que ha de ser. Hace tres noches que la multitud aguarda en las cuatro calles, y hubo que lamentar varios accidentes. El hijo de Julián se cayó de un árbol y dio en el suelo de cabeza, con tan mala fortuna, que me será difícil salvarle. Al condenado nadie le puede librar, ni el mismo presidente de la República. Ese joven, sano y vigoroso antes de ir a la cárcel, está en el último período de tisis.

—¿Lo ha visto usted en el calabozo? —preguntó Paillot.

—Varias veces —repuso el doctor Fornerol—, y hasta le prodigué mis cuidados facultativos a ruegos de Ossian Colot, el cual se preocupa mucho de la salud y de la moral de los presos.

—Colot es un filántropo —dijo el señor de Terremondre—, y no se puede negar que nuestra cárcel, en su género, es de lo mejor, con sus calabozos blancos y limpios, irradiados todos hacia el observatorio central, de manera que un preso está vigilado siempre y no advierte nada. No se puede pedir más; todo está previsto, modernizado, a la altura del progreso. En mi último viaje a Marruecos, hace un año, vi en una plazuela de Tánger, a la sombra de una morera, una casuca de barro y de yeso, frente a la cual dormitaba un moro harapiento. Era un soldado, y en vez de fusil llevaba un garrote. Por las ventanas angostas asomaban algunos brazos curtidos que sostenían cestas de mimbre; los presos ofrecían así a los transeúntes el producto de su trabajo indolente, a cambio de una moneda de cobre. Su voz gutural modulaba súplicas y lamentos, de cuando en cuando bruscamente interrumpidos por imprecaciones y gritos de furor. Porque, amontonados en una cuadra, reñían ansiosos de asomar todos a la vez sus cestas por las angostas ventanas. Las disputas, ya muy ruidosas, despertaron al moro, quien a garrotazos limpió el muro de cestos de mimbre y de brazos suplicantes. Pero pronto reaparecieron otros brazos curtidos y con tatuajes azules como los primeros. Impulsado por la curiosidad, me acerqué a ver el interior de la cárcel por una rendija de la puerta, y a la difusa luz de aquel recinto, descubrí una muchedumbre desharrapada sobre la tierra húmeda: cuerpos de bronce revueltos con harapos rojizos; rostros adustos con barbas venerables; mozalbetes ágiles que trenzaban cestas. Aparecían de trecho en trecho sobre unas piernas hinchadas unos trapos mohosos, encubridores de úlceras. Sentíase zumbar y crecer la miseria; pero de cuando en cuando circulaba, ruidosa y tiente, una ráfaga de alegría. Una gallina negra picoteaba el fango. El centinela, que no había interrumpido mis observaciones, al verme partir, me tendió una mano pedigüeña. Entonces consagré un recuerdo al director de nuestra cárcel, y me dije: «Ossian Colot se asombraría si viera esta odiosa promiscuidad».

—En el cuadro que usted nos pinta —dijo el señor Bergeret— reconozco la barbarie de los moros. La barbarie, menos cruel que la civilización. Los presos allí sólo sufren la indiferencia y, a veces, la ferocidad irascible de sus guardianes; pero no han de temer a los filántropos. Su vida es llevadera, puesto que no se les impone un régimen celular. La más odiosa cárcel resulta cómoda y grata si la comparamos con la celda que han inventado nuestros egregios criminalistas. Existe una ferocidad propia, especialísima, de los pueblos civilizados; las imaginaciones incultas no discurren de modo tan cruel. Un criminalista es mucho más refinado que un salvaje… Un filántropo inventa suplicios desconocidos en Persia y en China. El verdugo persa mata de hambre a sus prisioneros; solamente a un filántropo se le ocurre hacerlos morir de soledad. Esto realiza la cárcel moderna, mucho más atroz que todo suplicio. Gracias que los condenados enloquecen, y su locura los acompaña, los consuela. Para justificar semejante abominación, aducen los criminalistas la necesidad de sustraer a los criminales a la dañina influencia y evitar de sus compañeros que practiquen actos inmorales o criminales. Los que así discurren son demasiado estúpidos para que podamos creerlos hipócritas.

—Tiene usted razón —dijo el señor Mazure—; pero no seamos injustos con nuestra época. La Revolución, que supo realizar la reforma jurídica, mejoró también la existencia de los presos. Los calabozos del antiguo régimen eran, en su mayoría, infectos y oscuros.

—Ciertamente —replicó el señor Bergeret—, los hombres han sido perversos y crueles en todas las épocas, y siempre fue un goce atormentar a los desdichados. Pero cuando no había filántropos, se limitaban las torturas de los hombres a un sentimiento de odio y de venganza, y no se perpetraba el mal en provecho de las buenas costumbres.

—¡Olvida usted, amigo mío —afirmó el señor Mazure—, que prosperó en la Edad Media la filantropía más abominable, la más odiosa: la filantropía espiritual! No es otro el espíritu de la Santa Inquisición. Ese tribunal llevaba a los herejes a la hoguera por caridad pura; sacrificaba los cuerpos —así lo decía— para salvar las almas.

—No decía eso —insistió Bergeret—, ni lo pensaba siquiera. Víctor Hugo creyó seguramente, que Torquemada hizo quemar a los herejes por su bien, a fin de asegurarles, a costa de un breve suplicio, la salvación eterna; y en esta idea fundó el desarrollo de un drama plagado todo él de antítesis, pero esa teoría no es admisible. Y no comprendo que un erudito, atiborrado, como usted lo está, de viejos códices, pueda tomar en serio los embustes de un poeta. La verdad es que la Inquisición, cuando condenaba a los herejes, lo hacía para amputar el miembro dañado y que la Iglesia entera no se contaminara. La suerte futura del miembro amputado se confiaba a la misericordia divina. Tal es el espíritu de la Inquisición, terrible, pero nada romántico. Donde aplicaba el Santo Oficio lo que usted califica exactamente de filantropía espiritual, era en el tratamiento infligido a los «reconciliados». Los condenaba caritativamente a encierro perpetuo y los emparedaba para conseguir la salvación de sus almas. Pero yo me refería sólo a las cárceles civiles, tal como fueron en la Edad Media y en épocas posteriores, hasta el reinado de Luis Catorce.

—Seguramente —opinó el señor de Terremondre— no ha producido el sistema de prisión celular todos los brillantes resultados que prometía respecto a la educación moral de los presos.

—Ese régimen —dijo el doctor Fornerol— provoca frecuentemente desórdenes mentales de cierta gravedad. Es justo añadir que los delincuentes son muy propensos a perturbaciones de tal naturaleza. Ya se reconoce al delincuente como un degenerado. Gracias a la cortesía de Ossian Colot, he podido estudiar atentamente a nuestro asesino Lecoeur, y he descubierto en él vicios fisiológicos. La dentadura, por ejemplo, es anormal. Considero su responsabilidad algo atenuada.

—Vea usted lo que son las cosas —dijo Bergeret—. Una hermana de Mitrídates nació con dos hileras de dientes en cada mandíbula, y Mitrídates la creía magnánima por esto precisamente. Tanto la quiso, que al huir de Lúculo la mandó estrangular por un siervo, temeroso de que los romanos la hiciesen prisionera. Ella no desmintió el buen concepto en que su hermano la tenía; recibió la cuerda con serenidad gozosa, y dijo: «Agradezco al rey que atienda solícito a mi honor y se ocupe de mí entre tantos y tan graves cuidados». Basta mi ejemplo para probar que una dentadura anormal no impide ser heroico.

—Lecoeur —insistió el médico— presenta otros caracteres muy significativos para un hombre de ciencia. Como la mayoría de los criminales de nacimiento, es poco sensible. Y pude observar, en los tatuajes de su cuerpo, que le obsesiona una fantasía lúbrica, a juzgar por los atributos y escenas que ha dibujado en su piel.

—¡Es muy curioso! —dijo el señor de Terremondre.

—Tan curioso me parece —añadió el doctor Fornerol—, que me agradaría poder conservar la piel de Lecoeur para nuestro Museo. Pero lo más original y significativo no son los asuntos de los tatuajes, sino el número y distribución que alcanzan sobre todo el cuerpo. Ciertas fases de la operación debieron causar al paciente un dolor tan agudo, que un hombre de sensibilidad normal no podría soportarlo.

—En esto ya no estamos conformes —dijo el señor de Terremondre—. Sin duda, no conoce usted a mi amigo Jilly, a pesar de ser muy conocido. Jilly, muy joven todavía, en mil ochocientos ochenta y cinco hizo un viaje alrededor del mundo con el inglés Tumbridge, en el yate Old Frined; y juraba por su honor que durante la travesía, ni él ni su compañero asomaron a cubierta, entretenidos en el camarote bebiendo champaña con un viejo gaviero de la Marina real que había recibido lecciones de tatuaje de un cacique tasmaniano. El gaviero, durante aquel viaje alrededor del mundo, tatuó a los dos amigos desde la nuca al talón. Y Jilly volvió a Francia cubierto por una cacería de zorros que no contiene menos de trescientos veinticuatro figuras entre hombres, mujeres, caballos y perros. Suele mostrarla después de cenar alegremente con amigos. Ignoro si Jilly tiene una sensibilidad anormal, pero aseguro que su postura es distinguida, su trato correctísimo y agradable, y le creo capaz…

—Ahora bien —adujo el señor Bergeret—: puesto que usted admite, doctor, que hay criminales natos, y supone que la responsabilidad contraída por el carnicero Lecoeur puede considerarse atenuada por una predisposición congénita, ¿le parece a usted honrado aplicarle como único remedio la guillotina?

El doctor encogióse de hombros para responder:

—¿Y qué quiere que hagan?

—Seguramente —repuso Bergeret— ese individuo, me interesa menos que a nadie; pero soy refractario a la pena de muerte.

—Veamos cómo razona y justifica Bergeret su afirmación —dijo el archivero Mazure, fanático del 93 y del Terror, que admiraba en la guillotina una especie de virtud misteriosa y de belleza moral—. Yo suprimiría la pena de muerte en el Derecho común, pero la restablecería en las causas políticas.

En aquel momento, el señor Fremont, inspector de Bellas Artes, asomóse a la librería de Paillot, donde le había citado el señor de Terremondre. Debían visitar juntos la casa de la reina Margarita. El señor Bergeret miró con algún recelo al señor Fremont, por creerse insignificante junto a una figura de tal importancia. Las ideas nunca le desconcertaban, pero era tímido ante los hombres.

El señor de Terremondre no tenía la llave de la casa. Mientras iba por ella León, el dependiente de la librería, invitaron al señor Fremont a que tomase asiento en la tertulia.

—El señor Bergeret —dijo el señor de Terremondre— nos ponderaba la excelencia de las cárceles del régimen antiguo.

—Eso no —advirtió el señor Bergeret, algo confuso—. No es eso lo que yo decía. Eran cloacas. Los infelices estaban encadenados en sus calabozos. Pero no estaban solos; tenían compañeros; y algunos burgueses, caballeros y señoras, iban a visitarlos para cumplir una de las siete obras de misericordia. No se le ocurre a nadie, hoy día, visitar a los presos, como no sean amigos. Además, el reglamento de Penales tampoco lo permite.

—Verdad es —dijo el señor de Terremondre— que antes era costumbre visitar a los presos. Tengo en mis colecciones una antigua estampa de Abraham Bosse, en la cual se ve a un señor con plumas en el sombrero y a una señora que lleva un camisolín de blondas venecianas y un corpiño de brocado, entre los miserables que hormiguean en un calabozo, vestidos apenas con andrajos mugrientos. Dicha estampa corresponde a una serie de siete, que poseo completa, todas de la edición antigua, y es fácil confundirse, porque se han hecho posteriormente nuevas tiradas con los mismos cobres.

—La visita de cárceles —dijo el señor Fremont— es un asunto frecuente del arte cristiano en Italia, en Flandes y en Francia. Ha sido interpretado con acento vigoroso de verdad por los Della Robbia, en el friso de tierra cocida y coloreada que rodea con su rica ornamentación el hospital de Pistoia… ¿Conoce usted Pistoia, señor Bergeret?

El catedrático vióse obligado a confesar que no estuvo en Toscana.

El señor de Terremondre, que se hallaba junto a la vidriera, tocó en el brazo a Jorge Fremont para advertirle:

—Señor Fremont, mire hacia la plaza, por el ángulo derecho de la iglesia, y verá pasar a la mujer más bonita de nuestra ciudad.

—La señora de Gromance —dijo Bergeret— es encantadora.

—Y da mucho que decir —añadió el señor Mazure—. Su padre fue un Chapón, abogado y prestamista; un terrible prestamista. Sin embargo, ella tiene verdadero tipo de aristócrata.

—Lo que se llama tipo aristocrático —dijo Fremont— es un puro concepto espiritual. Realmente sólo existen los tipos clásicos de la Bacante y de la Musa. Muchas veces he reflexionado acerca de cómo se fijó en la conciencia popular el tipo de la mujer aristocrática. Procede, según imagino, de muy diversos elementos reales, entre los que figuran las heroínas de comedias y dramas, las actrices del antiguo Gimnasio y del teatro Francés y hasta las del bulevar del Crimen, que ofrecieron durante un siglo, a los franceses amantes del teatro, figuras infinitas de princesas y nobles damas. Hay que añadir también los modelos que nuestros pintores modernos han elegido para las reinas y las duquesas de sus cuadros de historia y de género. Tampoco se debe olvidar la influencia más reciente, menos general, pero muy activa, de los figurines de carne que vistieron los modistos, hermosas muchachas arrogantes y esbeltas. Pero las actrices, las modelos y los figurines de modisto son mujeres de humilde condición; y colijo que se formó el tipo de aristócrata con gracias plebeyas reunidas. No me sorprende hallar ese tipo en la señora de Gromance, hija de Chapón. Tiene soltura, y, cosa extraña en estas ciudades mal adoquinadas, cuyas aceras, fangosas, no se prestan a ello, sabe andar, y anda bien; pero la encuentro demasiado escurrida: le faltan caderas. ¡Es una lástima! ¡Un grave defecto!

El señor Bergeret asomó la nariz por encima del volumen XXXVI de la Historia general de los viajes para admirar al parisiense de barba roja —como si estuviera encendida—, que podía juzgar en frío, con severidad, la belleza deliciosa y la forma deseada de la hermosa señora de Gromance.

—Ahora que ya conozco sus opiniones —dijo al señor Fremont el señor de Terremondre—, quiero presentarle a mi tía Courtrai. Por su descomunal anchura, sólo puede sentarse en una butaca de familia, que, desde hace trescientos años, recibe, complacida, entre sus brazos, abiertos desmesuradamente, a todas las ilustres damas de Courtrai-Maillán. El rostro de mi tía no desdice de lo demás: colorado como un tomate, con bigotes rubios y lacios. ¡Ah! El tipo de mi tía Courtrai dista mucho de ser el de las actrices, modelos y figurines, a quienes hizo usted referencia.

—Tendré un verdadero gusto en saludar a su señora tía —dijo el señor Fremont.

—La nobleza rancia —insinuó Mazure— vivía en otros tiempos como viven ahora los agricultores. Iguales costumbres deben imprimir el mismo aspecto.

—Es indudable —añadió el doctor Fornerol— que la raza se debilita.

—¿Indudable? —preguntó el señor Fremont—. Los más nobles caballeros italianos y franceses, en los siglos quince y dieciséis, eran muy enjutos. Las armaduras principescas de fines de la Edad Media y del Renacimiento, hábilmente forjadas, cinceladas y damasquinadas con exquisito arte, son tan encogidas de hombros y tan estrechas de cintura, que uno de nosotros no puede, sin apuros, embutir su cuerpo en ellas. Fueron construidas casi todas para hombres de poca talla y sin mucho desarrollo. En efecto: los retratos franceses de los siglos quince y dieciséis, y las miniaturas de Jean Foucquet nos presentan una sociedad bastante desmedrada.

León volvió con la llave, muy animado, y al entrar dijo a su principal:

—Es mañana. El verdugo y su ayudante han llegado en el tren de las tres y media. Fueron al hotel de París, donde no los han admitido, por lo cual buscaron hospedaje más modesto en el mesón del Caballo azul, hacia Duroc; un verdadero refugio de asesinos.

—En la Prefectura oí hablar de un condenado a muerte —dijo el señor Fremont—. A todos preocupa esta ejecución.

—No se habla de otra cosa —insinuó el señor de Terremondre—. ¡Como hay tan escasas distracciones en provincias…!

—Pero esa distracción —dijo el señor Bergeret— resulta repugnante. Se mata, legalmente, casi de tapadillo. ¿Por qué hacerlo aún, si avergüenza ya? Le bastó al presidente Grévy, hombre muy culto, no aplicar nunca la pena capital para dejarla virtualmente abolida. ¡Si cuantos le han sucedido hubieran imitado su ejemplo! En las modernas sociedades no se garantiza la seguridad con el terror de los martirios. La pena de muerte fue abolida en varias naciones europeas, en las cuales no se cometen más crímenes que donde perdura tan odiosa costumbre.

Hasta en los países que la conservan, languidece y se debilita. No tiene fuerza ni virtud. Es una monstruosidad inútil; sobrevive a su causa. Las ideas de justicia y derecho que derribaron cabezas majestuosamente, vacilan, inseguras, ante la moral fundada en las ciencias naturales. Y puesto que, a todas luces, la pena de muerte agoniza, será una prueba de sensatez dejarla morir.

—Tiene usted mucha razón —dijo el señor Fremont—. La pena de muerte se ha convertido en una práctica intolerable desde que no envuelve la idea teológica de la expiación.

—El presidente hubiera querido indultar —intervino con audacia León—; pero el crimen era demasiado espantoso.

—La prerrogativa para indultar —dijo el señor Bergeret— era uno de los atributos del derecho divino. Indultaba el rey porque, sobre todos los poderes de la justicia humana, era el representante de Dios en su reino. Pero al pasar del rey al presidente de la República, esa prerrogativa perdió su carácter verdadero y su legitimidad; ahora constituye una magistratura sin fundamento, un poder judicial no superior, sino ajeno a la justicia; crea una jurisdicción arbitraria desconocida para el legislador. No es malo que se aplique, puesto que disminuye los castigos que sufren los desgraciados; pero es absurda.

La misericordia del rey era la misericordia de Dios.

¿Conciben ustedes al presidente Félix Faure adornado con atributos divinos? Thiers, que no se creía ungido por el Señor ni fue consagrado en Reims, transfirió el derecho de indulto a una Comisión encargada de ser misericordiosa en nombre del presidente.

—Y que lo hizo bastante mal —insinuó el señor Fremont.

Un soldado entró en la librería y pidió el Perfecto auxiliar para escribir cartas.

—Restos de barbarie salpican aún la civilización moderna —dijo Bergeret—, nuestro Código de Justicia militar, por ejemplo, nos hará odiosos en el futuro. Es un Código redactado para los ejércitos de bandidos uniformados que desolaban a Europa en el siglo dieciocho. Lo conservó la República del noventa y dos y lo sistematizaron más adelante. Cuando al ejército mercenario sustituyó la nación armada, nadie tuvo presente la necesidad imprescindible de rehacerlo; no se puede atender a todo. Y esas leyes terribles, concebidas para refrenar a forajidos, se aplican a los mozos ignorantes de nuestros campos y de nuestras poblaciones, se aplican a los reclutas, que se dejarían conducir suavemente guiados por la reflexión. Todo se hace con la mayor naturalidad y nadie protesta.

—¡No le comprendo a usted! —exclamó el señor de Terremondre—. Nuestro Código militar, preparado, según creo, en la época de la Restauración, data solamente del segundo Imperio. Hacia mil ochocientos setenta y cinco lo reformaron y lo ajustaron a la nueva organización del ejército. ¿De dónde saca usted que se hizo para refrenar a los mercenarios del antiguo régimen?

—Lo digo y lo sostengo —replicó Bergeret—, porque nuestro Código es una compilación de las Ordenanzas referentes a los ejércitos de Luis Catorce y de Luis Quince. Nadie ignora que se formaron con la chusma contratada por los reclutadores y dividida en grupos que los capitanes, a veces casi niños, adquirían por su dinero. Manteníase la obediencia de aquellas muchedumbres con amenazas constantes de muerte. Ya todo ha cambiado.

»A los soldados de la Monarquía y de los dos Imperios los reemplazó una profusa y tranquila guardia nacional. No hay que temer ahora violencias ni sediciones. Y, sin embargo, por el más leve motivo se amenaza de muerte a los mansos rebaños de campesinos y obreros que visten de mala manera el uniforme. Resulta casi ridículo el contraste de costumbres tan apacibles y leyes tan feroces. Si lo reflexionamos, nos parecerá grotesco y odioso infligir la pena de muerte por atentados merecedores, a lo sumo, de ligeros castigos correccionales».

—Pero —dijo el señor de Terremondre— los ejércitos de ahora están armados como los de otros tiempos, y es indispensable que la oficialidad, indefensa por su corto número, asegure la obediencia y el respeto de una muchedumbre de hombres provistos de fusiles y de carruchos. Todo estriba en esto.

—Es una rancia preocupación —dijo el señor Bergeret— suponer que la pena es necesaria y asegurara que las penas más terribles son las más eficaces. La pena de muerte por atentado contra un superior fue establecida cuando el oficial era noble y plebeyo el soldado. Ese castigo se conservó en los ejércitos de la República. Brindamour, nombrado general en mil setecientos noventa y dos, puso las costumbres del antiguo régimen al servicio de la Revolución, y fusiló con magnanimidad a los voluntarios. Al menos, Brindamour, convertido en general de la República, en lucha tenaz, lo sacrificaba todo a los apremios de la guerra; el caso era vencer. No se trataba de la vida de un hombre sino de la salvación de la patria.

—Lo que más castigaban y con más inexorable severidad los generales del año segundo —insinuó el archivero Mazure— era el robo. En el ejército del Norte fusilaron a un cazador por haber sustituido su viejo morrión por otro nuevo. Dos tambores, el mayor de los cuales tenía dieciocho años, fueron fusilados por apoderarse de unas humildes joyas en una granja. Eran tiempos heroicos.

—No solamente se fusilaba de continuo —replicó Bergeret— a los merodeadores en los ejércitos de la República. Se fusilaba también a los rebeldes. Esas tropas, tan glorificadas luego, eran conducidas y tratadas como carne de presidio, y apenas les daban de comer. Verdad que algunas veces tenían exigencias raras, como lo atestiguan los trescientos artilleros de la brigada treinta y tres, que, para pedir el año cuarto, en Mantua, lo que se les debía de sus haberes, apuntaron con los cañones a sus generales.

»¡Con aquellos mozos no era conveniente bromear! Hubieran ensartado, a falta de enemigos, a una docena de sus jefes. Tal es el espíritu heroico. Pero Dumanet aún no es un héroe. En la paz no se desarrolla semejante semilla. El sargento Brindoux no puede temer nada en su cuartel tranquilo. Y, sin embargo, le complace pensar que si un recluta le diese una bofetada sería fusilado a son de tambores. En tiempo de paz y de moderadas costumbres resulta excesivo, y, sin embargo, nadie lo dice; tal vez nadie lo piensa y a nadie preocupa. Es verdad que las penas de muerte sentenciadas en Consejo de guerra sólo en Argelia se cumplen, y se procura por todos los medios posibles evitar en Francia esas ceremonias marciales, que producirían, sin duda, mal efecto. Esto constituye la reprobación tácita del Código militar».

—Sería muy expuesto modificar la disciplina —dijo el señor Terremondre.

—Si ha visto usted en el patio del cuartel —adujo el señor Bergeret— a los nuevos reclutas que ingresan en las filas, no es posible que suponga necesario amenazar de muerte a esos jóvenes sumisos para mantenerlos en la obediencia. Sólo se preocupan, entristecidos y recelosos, de acabar los tres años de servicio; el sargento Brindoux se enternecería y compadecería lacrimosamente su lastimosa docilidad si no se viese obligado a infundirles terror para gozar de su poderoso prestigio; y no porque sea el sargento Brindoux más desalmado que otro cualquiera, sino porque, a un tiempo déspota y esclavo, se halla doblemente pervertido. No sabemos aún si Marco Aurelio, con los galones de sargento, hubiera tiranizado también a los reclutas. Sea como fuere, basta ésa tiranía para mantener la sumisión atemperada por el disimulo, que resulta la virtud más necesaria del soldado en la paz.

»Hace tiempo que los códigos militares, con sus aparatosas amenazas de muerte, debieran estar sólo en los museos de horrores, junto a las llaves de la Bastilla y a las tenazas de la Inquisición».

—Las reformas del ejército han de ser meditadas muy prudentemente —dijo el señor de Terremondre—. Para el ciudadano, el ejército es la tranquilidad y la esperanza; también es la escuela del patriotismo. ¿Dónde, como en el ejército, podríamos encontrar abnegaciones y sacrificios voluntarios?

—Es cierto —añadió el señor Bergeret— que los hombres, como primera obligación social, aprenden a matar metódicamente a sus prójimos, y en los pueblos civilizados, la gloria carnicera es la mayor de las glorias, Al fin y al cabo, al Universo no le interesa mucho que sea o no sea el hombre incurablemente dañino y ruin, porque la Tierra no es más que una gota de lodo en el espacio, y el Sol, una burbuja de gas inflamada y al punto consumida.

—Veo —adujo el señor Fremont— que no profesa usted el credo positivista, y lo deduzco precisamente de la indiferencia que le inspira el ídolo gigante.

—¿A qué llama usted ídolo gigante? —preguntó el señor de Terremondre.

—Usted no ignora —respondió el señor Fremont— que los positivistas consideran al hombre como un animal reverenciador; Augusto Comte cuidó mucho de satisfacer sus necesidades, y después de reflexiones detenidas, laboriosas, dióle un ídolo, y ese ídolo fue «la Tierra». No por ateo; al contrario, Augusto Comte se afirmaba en la existencia de un principio creador; pero suponía difícil llegar al conocimiento de Dios. Y sus discípulos, que son hombres muy religiosos, celebran el culto de los muertos, el de los hombres útiles, el de la mujer y el del ídolo gigante: la Tierra. Se consagran a la dicha de los hombres y se preocupan de arreglar el planeta para que nos proporcione la mayor felicidad posible.

—Pues no ha de faltarles trabajo —dijo el señor Bergeret—, desde luego, se nota que son optimistas; demuestran serlo con exceso, y esta predisposición de su mentalidad me sorprende. Resulta penoso imaginar que hombres reflexivos y sensatos como los positivistas acaricien la esperanza de hacer, con el tiempo, soportable y grata la existencia en una bolita que torpemente da vueltas en tomo de un sol amarillento y casi apagado, y nos arrastra como a unas pobres liendres sobre su corteza enmohecida. El ídolo… gigante no merece adoraciones.

El doctor Fornerol, conciliador, murmuró al oído del señor de Terremondre:

—Tendrá el señor Bergeret muchos motivos de disgusto para quejarse del Universo. A mí, no me parece del todo malo.

—Evidentemente —dijo el señor de Terremondre.

XII

Los olmos del paseo comenzaban a revestir sus ramas negruzcas de un verdor pálido, suave y tenue, y en la falda del monte Durco, sobre ruinosas tapias, los árboles floridos de los huertos lucían ya la sonrosada blancura de sus copas a la tibia y palpitante claridad que sonreía entre dos nubarrones. A lo lejos, el agua del río, hinchado por las lluvias primaverales, se deslizaba, clara y limpia, lamiendo en sus orillas los pies de sauces débiles, voluptuosa, invencible, fecunda, eterna, divina como en otros tiempos, cuando los pescadores de la Galia romana le ofrecían monedas y erigían en su honor, ante el templo de Venus y de Augusto, una estela votiva, que llevaba esculpidos toscamente una barca y sus remos. En el valle anchuroso, la encantadora y tímida juventud del año se estremecía sobre la tierra antigua; y el señor Bergeret, solo, indeciso, cansado, andaba entre los olmos del paseo con la imaginación distraída, errabunda, cambiante, antigua como la tierra, lozana como las flores del manzano, falta de reflexión y repleta de imágenes confusas; desolada y anhelante, dulce, inocente, lasciva, triste, se arrastraba, fatigosa, y perseguía las ilusiones, los ensueños cuyo nombre, cuya forma, cuyo carácter le eran desconocidos. Llegado al banco donde solía, en primavera, sentarse a la hora en que los pájaros enmudecen y donde muchas veces compartió su apacible reposo con el padre Lantaigne al pie de un olmo, testigo de sus interesantes pláticas, observó los rasgos que una inhábil mano había escrito con yeso en el espaldar verde. Sobrecogióle cierta inquietud ante la idea de leer su nombre, que andaba en lenguas y senda de mofa; pero lo que vio era una inscripción erótica y conmemorativa, por la cual Narciso publicaba, en una forma breve y sencilla, grosera y malsonante, los placeres gozados allí, protegido por la oscuridad indulgente de la noche y en los brazos de Ernestina.

El señor Bergeret, ya dispuesto a ocupar el sitio de costumbre, donde había derramado tantas nobles y risueñas reflexiones, donde tantas veces le apoyaron y asistieron las gracias púdicas juzgó impropio de un hombre decente sentarse a descansar en un monumento lascivo, consagrado a la Venus de las plazuelas y de los jardines. Apartóse del banco memorable y prosiguió su paseo mientras meditaba:


«¡Inútil ansia de inmortalidad! Aspiramos a vivir en la memoria de los hombres, y, a excepción de los muy cultos y educados, todos queremos esculpir nuestras dichas y nuestras pasiones, nuestras penas y nuestros odios. No serían para Narciso bastante sabrosos los favores de su Ernestina si le prohibieran publicarlos. También Fidias trazó un nombre adorado en el dedo pulgar de un pie de Júpiter Olímpico.

»¡El alma necesita difundirse, derramarse, vivir en otras almas! “Hoy, en este banco Narciso ha…”.

»Y, sin embargo —discurría el señor Bergeret—, la simulación es la primera virtud del hombre civilizado y la base de la sociedad. Es tan indispensable ocultar nuestro pensamiento como vestir nuestra desnudez. Un hombre que dice todo lo que piensa, como lo piensa, es tan indecoroso como si fuera por las calles desnudo. Si, por ejemplo, yo explanara en la librería de Paillot, donde la conversación es bastante libre, las imaginaciones que pueblan mi espíritu, las ideas que ahora cruzan por mi cerebro como se precipita por una chimenea una muchedumbre de brujas montadas en escobas, y si describiese de qué modo me represento de pronto a la señora de Gromance, las actitudes obscenas que le atribuyo, la visión de sus encantos, más absurda, más quimérica, más rara, más desenvuelta, más impúdica, más lasciva mil veces que la famosa figura labrada en el pórtico Norte de San Exuperio en la escena del Juicio final por un obrero prodigioso que, asomado a la mirilla del infierno, vio a la propia Lujuria, si pusiera de realce las enormidades de mis divagaciones, me supondrían víctima de una locura odiosa. Y, sin embargo, ni soy un monstruo ni he dejado aún de ser un hombre correcto, amable, de naturaleza pacífica, meditabundo, modesto, consagrado a los apacibles goces intelectuales, enemigo de todo exceso y temeroso del vicio como de una deformidad».
 

Mientras paseaba y discurría de tal modo, el señor Bergeret vio al reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, y al padre Tabarit, cura de la cárcel. Agitaba el padre Tabarit su cuerpo larguirucho, rematado por una cabecita puntiaguda, y sostenía, con sus brazos angulosos, el peso de sus palabras, oídas por el reverendo padre Lantaigne con la cabeza erguida, el pecho saliente, sujeto el breviario bajo el brazo, grave, con los ojos altivos y la boca cerrada entre dos carrillos que nunca llegó a surcar una sonrisa.

El padre Lantaigne contestó al saludo afectuoso del señor Bergeret con un gesto y una frase corteses:

—No se aleje de nosotros, amigo Bergeret; al padre Tabarit no le horrorizan los descreídos.

Pero el cura de la cárcel, preocupado por sus ideas, prosiguió su discurso:

—¿Quién pudiera, sin emocionarse, ver lo que ya he visto? Ese mozo nos ha edificado a todos con la sinceridad de su arrepentimiento, con la manifestación verdadera de un espíritu cristiano. Su aspecto, sus ojos y sus palabras, toda su persona, revelan ternura, humildad, sumisión a los decretos divinos. Ni un instante dejó de ofrecer el espectáculo más consolador y el más cristiano ejemplo. Su prodigiosa conformidad, su ardiente fe, largo tiempo dormida en su alma; su anhelo infinito hacia Dios piadoso, tales fueron los frutos de mis pláticas.

Enternecía al viejo la sencillez de los corazones puros, ligeros y vanos. Lágrimas dolorosas humedecían sus ojos muy saltones y su rojiza y chata nariz. Después de lanzar un largo suspiro, encarado con el señor Bergeret, prosiguió:

—¡Ah, señor! En el ejercicio de mi difícil ministerio hay espinas en abundancia pero también ¡qué frutos! Muchas veces, en mi ya larga vida, he arrancado a un infeliz de las uñas del demonio, que lo tenía bien cogido; y ahora puedo asegurar que ninguno de los reos que acompañé al patíbulo se mostró en sus momentos últimos tan edificante como el mozo Lecaeur.

—¡Es posible! —dijo el señor Bergeret—. ¿Hablaba usted del asesino de la viuda de Houssieu? Pero ¿no es público…?

Disponíase a decir lo que unánimemente atestiguaban cuantos asistieron a la ejecución: que le habían subido a la guillotina, inerte, muerto de espanto. Se contuvo para no contristar al pobre viejo, el cual prosiguió:

—No hizo largos discursos ni manifestaciones ruidosas; pero ¡si oyeran ustedes los sollozos, los monosílabos con los cuales expresaba su arrepentimiento! En el tránsito doloroso de la cárcel al patíbulo, mientras yo evocaba la santa memoria de su madre y el recuerdo suavísimo de su primera comunión, ¡de qué modo lloraba!

—Seguramente —dijo el señor Bergeret— la viuda de Houssieu también reviviría.

Después de oír estas palabras, el padre Tabarit volvió sus ojos de Oriente a Occidente. Solía buscar en torno suyo, y no dentro de sí mismo, la solución de las cuestiones metafísicas; y al verlo reflexionar de tal modo en la mesa, su vieja criada le decía: «¿Busca el tapón de la botella, señor cura? Lo tiene en la mano».

Aquella vez, la mirada errante del padre Tabarit se posó en un hombre grueso y barbudo que cruzaba el paseo en traje de ciclista. Era Eusebio Boulet, redactor jefe de El Faro, periódico radical.

Se despidió apresuradamente del rector del Seminario y del catedrático de Literatura latina, y a grandes zancadas alcanzó al periodista; le saludó enrojecido por la emoción de aquel grato encuentro, sacó del bolsillo unos papeles arrugados y se los entregó con mano temblorosa. Eran rectificaciones y notas complementarias acerca de los últimos momentos del mozo Lecoeur. El humilde sacerdote, al fin de su ignorada vida y de su oscuro apostolado, se mostraba ansioso de notoriedad, insaciable de informaciones verbales y de artículos.

Mientras el pobre viejo de cabeza de pájaro entregaba al periodista radical sus garrapatos, el reverendo padre Lantaigne casi esbozó una sonrisa:

—¡Qué lástima! —dijo al señor Bergeret—. Las perniciosas influencias del siglo perturbaron a ese hombre que se encamina a la tumba entre sus abundantes méritos y virtudes. La publicidad ha roído hasta en el corazón del anciano, humilde y modesto sobre todas las cosas. Desea ver su nombre impreso, a todo trance, aunque sea en un periódico anticlerical.

Se arrepintió al punto de lo dicho, y para enmendarlo, añadió:

—No es punible, pero es ridículo.

Silencioso, replegóse de nuevo en su tristeza.

El padre Lantaigne, que tenía espíritu dominador, condujo a Bergeret hacia el banco de costumbre. Indiferente a los fenómenos vulgares —que sirven a la mayoría de los hombres para fundar sus juicios acerca del mundo exterior— no hizo caso del erótico letrero de Narciso y Ernestina trazado claramente con letra cursiva, y al sentarse con una quietud magnánima tapó un tercio del monumento epigráfico.

Antes de sentarse, el señor Bergeret extendió su periódico para cubrir el espaldar sobre la parte del texto que juzgaba de sobra expresivo, y, en su opinión, era el verbo, palabra que —según dicen los gramáticos— indica la existencia de un atributo en un sujeto. Pero sin proponérselo, no hizo más que sustituir una inscripción inconveniente por otra. En efecto: el periódico encabezaba con letras muy gruesas la noticia de uno de los incidentes que abundan en la esfera parlamentaria desde el memorable triunfo de las instituciones democráticas. Las Estaciones alternadas y las Horas sucesivas fijaron en aquella primavera, con astronómica exactitud, el período de los escándalos. Algunos diputados fueron procesados; y el periódico, desdoblado por el señor Bergeret, anunciaba en caracteres pomposos:

UN SENADOR EN LA CÁRCEL — PROCESO DEL SEÑOR LAPRAT-TEULET.

Aun cuando el suceso no era nada extraordinario en la marcha regular de las instituciones, el señor Bergeret creyó que pudiera suponerse jactancioso y provocativo sacar así aquel nombre a la vergüenza en un banco del paseo y a la sombra de los olmos, en el mismo sitio donde tantas veces el respetable señor Laprat-Teulet había recibido los honores que saben otorgar los demócratas a los ciudadanos ilustres. Fue allí en el paseo, donde —sentado a la derecha del presidente de la República, en una tribuna de terciopelo granate— había dirigido al público de los festejos regionales y nacionales, de las inauguraciones varias y solemnes, frases oportunas para exaltar las ventajas del régimen y recomendar a la muchedumbre laboriosa y sufrida la paciencia y la constancia.


Laprat-Teulet, antiguo republicano, desde su juventud era el caudillo indiscutible y poderoso de los oportunistas en el departamento.

Encanecido por la edad y por las luchas parlamentarias, erguíase como una encina engalanada con banderas tricolores. Había enriquecido a sus amigos y arruinado a sus enemigos. Lo trataban con respeto. Era venerable y bondadoso. En la distribución de premios, todos los años hablaba a los niños de su pobreza. Podía llamarse pobre sin perjudicarse, porque nadie lo creía, y eran muy conocidos los orígenes de su fortuna, los mil canales por donde su inteligencia y su trabajo engrosaban su bolsa. Se sabía cuánto le produjeron todos los negocios apoyados por su arraigo político, todas las concesiones aseguradas por su influencia parlamentaria. Era, sin duda, un famoso diputado traficante, un excelente orador administrativo. No ignoraban sus amigos, ni sus enemigos, lo que le valieron el Panamá y otros asuntos. Prudente, cuidadoso de no cansar a la Fortuna, moderado, bisabuelo de la democracia laboriosa e inteligente, diez años antes, al empezar la tormenta, renunció a los prodigiosos chanchullos; no volvió a ser diputado, y desde entonces lucía su prudencia como buen senador, consagrado a la República. Era influyente y precavido; sólo hablaba en el seno de alguna Comisión donde aún solía desplegar sus brillantes disposiciones, tan estimadas por los poderosos banqueros cosmopolitas. No dejaba de ser el mantenedor valeroso del sistema fiscal inaugurado por la Revolución, que se funda, como es sabido, en la justicia y en la libertad. Defendía el capitalismo con la persuasión emocionante de los antiguos oradores. Hasta los resellados veneraban en Laprat-Teulet un espíritu plácido y verdaderamente conservador, un genio tutelar de la propiedad individual.

«Tiene sentimientos honradísimos —aducía el señor de Terremondre—, y es lástima que hoy sufra las consecuencias de un pasado turbulento». Pesaban mucho contra él sus enemigos encarnizados. «Merecí sus odios —confesaba el señor Laprat-Teulet noblemente— por defender los intereses que otros me confiaron».

Sus enemigos le perseguían hasta en la sombra venerable del Senado, allí donde las desdichas pasadas fortalecieron su carácter augusto en los tiempos difíciles, cuando estuvo en grave riesgo por la torpeza de un ministro de justicia que no formaba parte del Sindicato y lo entregó imprudentemente a un tribunal asombrado. Ni el respetable señor Laprat-Teulet, ni el juez, ni el defensor, ni el fiscal, ni siquiera el propio ministro previeron ni podían comprender la causa de aquellos desquiciamientos parciales y súbitos de la máquina gubernativa, catástrofes ridículas como el hundimiento de un barracón de feria y terribles como una consecuencia de lo que llamaba el orador «la justicia inmanente», que por momentos iba derribando a los más conspicuos legisladores de una y otra Cámara. El señor Laprat-Teulet, melancólicamente sorprendido, se negó a sincerarse ante los jueces, y sus poderosos cómplices le salvaron. Hubo sobreseimiento, recibido modestamente por Laprat-Teulet, y ostentado luego por él mismo en las esferas oficiales como una certificación exacta de su inocencia. «Dios Nuestro Señor —decía la señora de Laprat-Teulet— nos ha favorecido con este sobreseimiento». Y todo el mundo sabe que puso como devoto, en la capilla de San Antonio, una lápida de mármol con esta inscripción:

Por un favor inesperado: una esposa cristiana.

Tranquilizó aquel sobreseimiento a los aliados políticos del señor Laprat-Teulet, el enjambre de personajes y ex ministros que le acompañó en la época heroica y en los años fructíferos, y había conocido las siete vacas flacas y las siete vacas gordas. El sobreseimiento era un escudo protector. Al menos así lo creían, así pudieron creerlo durante muchos años.
 

De pronto, por una desdichada casualidad, por un desastre de los que se producen sorda y pérfidamente, como las averías en un barco viejo, sin razón política ni moral, un hombre respetable, un sostén de la democracia, un «hijo de sus obras», el que pocas horas antes era recordado por el señor Worms-Clavelin en los comicios como un ejemplo digno de imitarse, un hombre de orden y progreso, el apoyo de ministros y presidentes, el senador Laprat-Teulet, abroquelado en un sobreseimiento, fue detenido y encarcelado en unión de otros representantes del país. El diario regional anunciaba con letras gruesas:

UN SENADOR EN LA CÁRCEL PROCESO DEL SEÑOR LAPRAT-TEULET.

El catedrático de Literatura latina, con exquisita delicadeza, dobló el periódico para que se mostrase otra plana sobre el espaldar del banco.

—¿Le parece a usted oportuno lo que ocurre? —preguntó el padre Lantaigne con voz enérgica—. ¿Y cuánto opina que durará esto?

—¿A qué hace referencia? —repuso el señor Bergeret—. ¿Al escándalo parlamentario? Pero hay que saber a qué se llama «escándalo». Escándalo es la sorpresa que ordinariamente produce la revelación de un suceso desconocido. Los hombres no suelen ocultarse más que para proceder contra las costumbres y contra la opinión. Escándalos públicos los hay en todas las épocas, en todos los países, y son más frecuentes cuando el Gobierno disimula poco. Naturalmente, la democracia no sabe guardar secretos de Estado. La muchedumbre de cómplices, y los odios implacables de los partidos, provocan la indiscreción, ya redomada, ya estruendosa. Es necesario tener presente hasta qué punto multiplica la prevaricación el sistema parlamentario y pone a una muchedumbre en condiciones de prevaricar. Luis Catorce fue saqueado magníficamente por un Fouquet. Ahora, mientras el presidente melancólico elegido para dar buen aspecto a la situación asomaba su rostro de Minerva con barbas en los departamentos conmovidos, unos innumerables libros de cheques se deshojaban sobre la Cámara. El daño no era mucho en sí. Forma parte del Gobierno una turba de necesitados; exigirles a todos integridad es exigir virtudes sobrehumanas. Lo que han robado esos pobrecitos ladrones, al fin y al cabo, no es mucho, si se compara con lo que nuestra honrada Administración derrocha todos los días. Observo una sola particularidad, y es importante: cuando los mercaderes de otros tiempos acaparaban las riquezas de toda la provincia, como Pauquet de Saint-Croix, en el hotel cuyo «tercer aposento» habito, eran impúdicos bandidos que despojaban a su patria y a su príncipe sin la menor inteligencia con los enemigos del reino; y nuestros sobornadores parlamentarios entregan la nación a una potencia extranjera: el dinero. El dinero constituye, hoy por hoy, una potencia independiente, y podríamos decir del dinero lo que se dijo de la Iglesia: que representaba en todas las naciones el papel de una extranjera ilustre. Nuestros mandatarios, sobornados con ese dinero, además de rapaces, son traidores; todo en pequeño, miserablemente. Cada uno de por sí da lástima; su constante bullir, su multiplicación, es lo que asusta.

»¡Por de pronto, el respetable senador Laprat-Teulet está en la cárcel! Y lo encerraron el día en que debió presidir aquí el banquete de la Defensa Social. Ese arresto, efectuado pocas horas después de votarse los suplicatorios, fue una sorpresa para Worms-Clavelin, quien propuso que presidiera el banquete de la Defensa Social el señor Dellion, hombre intachable, de reconocida honradez, garantizada por una herencia cuantiosa y por treinta y nueve años de prosperidad en los negocios. El señor prefecto deplora que las más elevadas personalidades de la República se hallen expuestas a una suspicacia continua, constante, y se felicita de las buenas disposiciones de sus administrados, que no dejan de mostrarse adictos al régimen, a pesar del empeño, de la insistencia empleada en desacreditarlo. Comprueba, en efecto, que los incidentes parlamentarios como el que acaba de producirse, después de tantos otros, dejan absolutamente indiferentes a las masas laboriosas de la región. El señor Worms-Clavelin está en lo cierto. No exagera cuando supone la tranquilidad infinita de estas gentes, a las que nada sorprende. La muchedumbre diseminada que, sin inmutarse, ha leído en los periódicos la noticia del encarcelamiento del senador Laprat-Teulet, recibiría con igual quietud otra noticia referente al mismo personaje; por ejemplo: que le nombraban embajador en alguna de las cortes europeas. Acertado es pensar que, al verse envuelto por los tribunales, el señor Laprat-Teulet formará parte de la Comisión de Presupuestos, y nadie duda que vuelvan a votarle sus conciudadanos en las próximas elecciones».

El Padre Lantaigne atajó al señor Bergeret con estas palabras:

—Señor mío, toca usted un punto flaco y hace resonar lo hueco. El público, acostumbrado a las inmoralidades, no diferencia el bien del mal; he aquí el peligro. Sin cesar vemos caer en el silencio vergüenzas y oprobios. Durante la Monarquía y el Imperio hubo una opinión pública; y ahora no hay opinión pública. El pueblo, antes ardiente y generoso, se ha convertido en una masa neutra, incapaz de odio y de amor, de admiraciones y desprecios.

—También me ha chocado esa transformación —dijo el señor Bergeret—, y busco inútilmente sus causas. En los cuentos chinos háblase, con frecuencia, de un geniecillo de aspecto fatigado, pero de imaginación sutil y muy propenso a las burlas. De noche penetra en las alcobas; abre, como abriría una caja, el cráneo de un durmiente; le quita el cerebro, pone otro en su lugar y después deja el cráneo bien cerrado. Su gusto es ir de casa en casa divertido en estos juegos; y cuando al amanecer el geniecillo jovial se retira a su templo, despierta el mandarín con ideas de cortesana, y su hija moza con los ensueños de un bebedor de opio. Es indudable que un geniecillo así cambió los cerebros de los franceses por los de un pueblo desidioso, abatido, que arrastra sin ambiciones una existencia triste, indiferente a lo justo y a lo injusto. Lo que somos no tiene relación alguna con lo que fuimos.

El señor Bergeret encogióse de hombros, hizo una pausa, y luego prosiguió, suave y lánguidamente:

—Es un síntoma de la edad y un resultado de la experiencia. La infancia se asombra de todo; la juventud se impacienta por todo. El progreso de los años conduce a una tranquilidad indiferente que nos asegura la paz interior y exterior.

—¿Lo dice usted de veras? —preguntóle el padre Lantaigne—. ¿No presiente usted catástrofes próximas?

—La vida es para mí una catástrofe —adujo el señor Bergeret—, es una catástrofe continua, puesto que sólo se produce en el desequilibrio, y su condición esencial es lo inestable de las fuerzas que la originan. La vida de un país, como la de un individuo, es un desenvolvimiento constante, una serie interminable de fracasos, miserias y crímenes. Nuestra nación, la más hermosa del mundo, sólo subsiste, como las otras, por la renovación constante de sus infortunios y de sus pecados. Vivir es destruir; edificar es dañar; pero actualmente, la más hermosa nación del mundo ni destruye ni daña, porque ni edifica ni vive apenas; y esto es tranquilizador. No descubro en el horizonte señales de tormenta; no preveo desdichas próximas en esta suave y apacible comarca. Usted, que anuncia la catástrofe reverendo señor, podrá decirnos, y le ruego que lo diga, si la ve llegar de afuera o producirse dentro.

—El peligro está en todas partes —dijo el padre Lantaigne—, y usted sonríe, como si no lo creyera probable.

—No me río —insistió el señor Bergeret—. Casi nada me hace reír en este mundo, en este globo terráqueo donde habitan seres en su inmensa mayoría, odiosos o ridículos; pero no creo que amenace nuestra paz y nuestra independencia ningún poderoso contrincante. No molestamos a nadie; no nos hacemos temer de nadie; somos prudentes y dóciles; nuestros caudillos no tienen, que yo sepa, gigantescos designios cuyo éxito, bueno o malo, pudiera comprometer nuestro futuro o asegurar nuestra soberanía; no aspiramos al imperio del mundo. Somos ya soportables a Europa. Es una situación plausible.

»Vea usted, al pasar junto al escaparate de la papelería de la señora Fusillier, los retratos de nuestros eminentes políticos, y dígame si alguno tiene cara de provocar una guerra o de asolar el mundo. Carecen de genio; son incapaces de hacer una atrocidad; no se remontan, vuelan bajo; gracias a Dios, podemos dormir tranquilos. Además, Europa entera, tan amada siempre, tampoco es belicosa. La guerra exige una generosidad que, al presente, molesta. Consentimos que luchen los turcos y los griegos, y cruzamos apuestas, como en las riñas de gallos. Augusto Comte anunció en mil ochocientos cuarenta el fin de la guerra. La profecía no era, sin duda, exacta en el sentido literal, riguroso; pero acaso la perspicacia de aquel insigne maestro profundizaba en lo por venir. La guerra es el destino constante de una Europa feudal y monárquica. El feudalismo ha muerto, y combaten a los antiguos tiranos las nuevas energías. La paz y la guerra ya no dependen tanto de los reyes absolutos como de la poderosa Banca internacional, el más tirano de todos los poderes. La Europa bancaria muestra un humor pacífico; es indudable que la guerra no inspira sentimientos románticos. Además, no puede mantener su infecunda energía contra el impulso de la revolución obrera. La Europa socialista será, probablemente, partidaria de la paz. Porque habrá una Europa socialista, señor clérigo; y llamo socialismo a lo ignorado que avanza».

—Señor mío —dijo el padre Lantaigne—, sólo se cierne una Europa en lo por venir: la Europa cristiana. Siempre habrá guerras; la paz no es de este mundo. ¡Es preciso que recobremos el valor y la fe de nuestros antecesores! Soldado de la Iglesia militante, sé que sólo acabará esta lucha en la consumación de los siglos. Imploro a Dios, como el Ajax de Romero, que se luche a la luz del día. Lo que me aterra no es el número y la arrogancia de nuestros enemigos; lo que me aterra es la indecisión, el apocamiento de nuestra gente. La Iglesia es un Ejército, y me aflige que le falten caudillos; me indigna ver que se alistan los infieles y que los adoradores del Becerro de Oro se ofrecen a velar el santuario. Me apeno porque se lucha en la confusión de las tinieblas, favorables a los viles y a los traidores. ¡Hágase la voluntad de Dios! Al cabo, el triunfo es de quien lo merece, y no dudo que serán vencidos el crimen y el error en el día postrero, el de la Gloria y de la Justicia.

Irguióse con la mirada triste, pero su rostro languidecía; en su corazón reinaba la tristeza, y no sin motivo. El Seminario, ruinoso; agotados los recursos; enormes las deudas; amenazas del carnicero Lafolie, a quien debía diez mil doscientos treinta y un francos; temor de que le amonestara monseñor el cardenal-arzobispo. La mitra se desvanecía al tender hacia ella la mano, y se imaginaba reducido a una parroquia rural… Obsesionado por estos pensamientos, dijo al señor Bergeret:

—Las más terribles calamidades caerán pronto sobre Francia.

XIII

El señor Bergeret se acostumbró a pasar una hora todos los días en el café de la Comedia. Le censuraban esta nueva costumbre; pero allí sentía un goce, un calor, una luz que no eran, seguramente, matrimoniales. Leía los periódicos y veía rostros de personas que no le deseaban ningún mal. Solía encontrar algunas veces a Goubín, su discípulo predilecto desde la traición de Roux. El señor Bergeret gustaba de sentir preferencias, porque su espíritu estético se complacía en la elección. Goubín era su preferido, sin llegar a interesarle. En verdad, Goubín distaba mucho de ser un mozo agradable. Delgado, enclenque, disminuido pobre de carnes, de pelo, de voz y de inteligencia; de ojos lacrimosos y labios macilentos; con pies y alma de señorita, era puntual y minucioso. A su cara, menuda como todo él, se adherían las orejas enormes, abarquilladas y puntiagudas, lo único abundante de aquel organismo indigente. Goubín tenía el don natural y el arte de escuchar.

El catedrático de Literatura disertaba con su discípulo Goubín ante los vasos de cerveza y al rumor de las fichas arrastradas por los jugadores de dominó sobre las mesas de mármol. A las once se levantaba el señor Bergeret. Goubín hacía lo mismo; se iban juntos por la desierta plaza del Teatro y por las calles poco alumbradas, hasta llegar a la triste de Tintelleries.

Andaban así en una hermosa noche de mayo. Lluvias tormentosas habían renovado el aire sutil, impregnándolo con olor de tierra mojada y de hojas nuevas. El cielo, sin luna y sin nubes, tachonaba su oscuridad profunda con puntos luminosos, blancos en su mayoría como el diamante, y algunos rojos o azules. El señor Bergeret alzó la vista para contemplar las estrellas; reconocía fácilmente las constelaciones, y guió con la punta de su bastón las miradas indecisas y turbias de Goubín hacia la de los Gemelos, mientras murmuraba esta estrofa:

Sea porque un fulgor suave —de los hermanos de Helena el mar Jónico encadena— cuando lo surca tu nave. Sea porque a las orillas de Poestrum…

De pronto se interrumpió y dijo:

—¿Sabe usted que se reciben de América noticias de Venus, y que no son muy satisfactorias las tales noticias?

Cuando Goubín se preparaba con docilidad a la busca de Venus, el catedrático le advirtió que Venus ya se había ido a dormir.

—Esa hermosa estrella es un infierno helado y ardiente. Lo sé por el propio Camilo Flammarión, que me entera cada mes de todas las novedades celestes en sus interesantes artículos. Venus presenta siempre al Sol, como la Luna a la Tierra, el mismo hemisferio; así lo afirma el astrónomo del monte Hamilton; según él, uno de los hemisferios de Venus echa lumbre, y el otro es puro hielo y sombra. Por tanto, la estrella más brillante, al amanecer y en las primeras horas de la noche, sólo es un desierto silencioso donde reina la muerte.

—¡Caramba!, ¿será posible? —dijo Goubín.

—Así lo aseguran este año —respondió el señor Bergeret—. Por mi parte, me siento inclinado a suponer que la vida, tal como nos la ofrece la Tierra, es decir, el estado constante de actividad que presenta la sustancia organizada en los animales y en las plantas, no es más que una erupción perturbadora en la economía de nuestro planeta, un producto mórbido, una sarna, cualquier cosa repugnante que no se halla en los planetas sanos y bien constituidos. Esta idea me sonríe y me tranquiliza, porque resulta muy triste imaginar que todos los soles encendidos en el espacio den calor a mundos miserables como éste, y que todo el Universo copie y multiplique el dolor y la fealdad.

»Nada podemos decir de los planetas dependientes de Sirio o de Aldebarán, de Altar o de Vega; de los granos de polvo que pueden acompañar a las gotas de fuego esparcidas en el espacio, puesto que de su existencia solo tenemos barruntos, fundados en ciertas analogías de nuestro Sol con los demás del Universo; pero si hacemos deducciones referentes a los astros de nuestro sistema, no es para imaginar en ellos una vida indecorosa, como suele serlo aquí; no es posible suponer que haya organismos semejantes a los nuestros en el caos de los gigantes Júpiter y Saturno. Urano y Neptuno carecen de luz y de calor.

»Así, pues, el género de corrupción que llamamos vida orgánica no puede producirse allí; y aún es menos creíble que aparezca en la ceniza de astros dispersa en el éter entre sus órbitas de Júpiter y de Marte. El pequeño Mercurio sin duda es demasiado abrasador para producir un moho semejante a la vida vegetal y animal. La Luna es un mundo muerto.

»Acaba de averiguarse que no es propia la temperatura de Venus para cobijar lo que llamamos organismos. No es posible suponer, en vista de todo esto, que haya en el sistema solar algo semejante al hombre, como no sea en el planeta Marte, que, por desdicha suya, ofrece mucha semejanza con la Tierra. Dicen que allí hay agua y aire; acaso haya también una sustancia de qué hacer bichos como nosotros».

—¿Es verdad que lo suponen habitado? —preguntó Goubín.

—Se tuvo casi por cierto —respondió el señor Bergeret—. Su configuración es aún mal conocida; parece variable y agitada sin cesar. Se advierten canales cuya naturaleza y origen se ignoran, y no estamos seguros de que seres análogos a los hombres entristezcan y degraden ese mundo vecino. El señor Bergeret se detuvo a la puerta de su casa, y dijo:

—Me complace suponer que la vida orgánica es una calamidad exclusiva de nuestro mezquino mundo. Sería desconsolador cerciorarse de que también se come y se devora en otras regiones del espacio infinito.

XIV

El coche de punto en el cual atravesaba París la señora del prefecto se deslizó por la Puerta Maillot entre las verjas rematadas cívicamente como hierros de lanza junto a las que dormitaban al sol los polvorientos vigilantes del resguardo y curtidas ramilleteras. El coche dejó a la derecha la calle de la Rebelión, cuyas tabernas miserables, rojizas, mohosas, y cuyos pobres merenderos se alzan frente a la capilla de San Fernando, achaparrada, pequeña, próxima al sombrío foso militar revestido de hierba mustia; se metió por la calle de Chartres, melancólica, siempre cubierta con el polvillo de las piedras labradas, y llegó a los hermosos y sombreados paseos del Parque Real, ya convertido en fútiles propiedades burguesas. Sobre la tranquila calzada por donde rodaba el coche lentamente entre dos hileras de plátanos se veían cruzar a cada instante como insectos veloces —encorvados y con la cabeza baja para hender el aire— silenciosos ciclistas con trajes claros; y su veloz carrera, su vuelo tendido, adquiría gracia en la soltura de los movimientos y belleza en las amplias órbitas descritas. Entre los troncos de los árboles que orillaban el camino, la señora de Worms-Clavelin veía —detrás de las verjas— los paseos, los estanques, las terrazas, los pabellones de un gusto dudoso, y ansiaba vagamente poder pasar la vejez en una casa como aquellas cuyo claro revoco y cuyas grises pizarras asomaban entre la verdura del follaje; porque la señora de Worms-Clavelin era prudente, moderada en sus deseos, y sentía caer en su alma una enorme afición a criar gallinas y conejos. Salpicaban las amplias avenidas importantes edificios: capillas, colegios, conventos y sanatorios; la iglesia protestante con sus caballetes de un gótico frío; las residencias católicas, de plácido recogimiento, con su cruz sobre la puerta y sus negras campanas en lo alto.

Luego el coche se hundió en la región baja y solitaria de los viveros, donde los cristales de las estufas brillan al final de los paseos arenosos, donde se alzan los absurdos quioscos rústicos y las imitaciones de troncos de árbol construidos con greda por un ingeniero decorador de jardines. En el Bajo-Neuilly se sienten la frescura del río próximo y el vaho de la tierra humedecida aún por las aguas que allí durmieron en una época, reciente según los geólogos: las evaporaciones de los pantanos, donde mecía las cañas el viento hace mil o mil quinientos años apenas.

La señora de Worms-Clavelin miró por la ventanilla; ya faltaba poco para llegar. Ante sus ojos, las puntiagudas copas de los álamos del río asomaban al extremo de la avenida. Renacía la vida varia y presurosa. Los altos muros, los caballetes de los tejados se sucedían sin interrupción. El coche se detuvo ante un edificio moderno y espacioso, construido con visible parsimonia, con tacañería, y hasta con desdén manifiesto de la gracia y el arte, pero decoroso y de buen aspecto, con aberturas alargadas, entre las cuales se distinguían, por los vidrios de colores emplomados, las de una capilla. Sobre aquella fachada sin ornamentación, las buhardillas triangulares coronadas por un trébol recordaban muy discretamente las tradiciones del arte nacional y cristiano. En el frontón de la puerta principal habían esculpido una redoma que representaba el frasquito donde fue recogida la sangre del Señor, empapada en un guante de José de Arimatea. Era el distintivo de las Damas de la Preciosa Sangre, cuya Congregación, fundada en 1829 por la señora de Laitrelle, fue reconocida por el Estado en 1868, gracias al empeño de la emperatriz Eugenia. Las Damas de la Preciosa Sangre se dedican a la enseñanza.

La señora de Worms-Clavelin apeóse del coche y tiró de la campanilla; entreabrieron la puerta con moderación y miramiento, y la dejaron pasar a la sala de visitas, mientras la hermana portera avisaba por el torno a la señorita de Clavelin que había llegado su mamá. La sala de visitas estaba amueblada con sillas de crin; tenía blanqueadas las paredes, libres de todo adorno; y en una hornacina se veía una Virgen de suaves entonaciones, de aspecto amanerado, con los brazos tendidos, erguida y con los pies ocultos. Muy espaciosa y destartalada, ofrecía la sala un carácter de tranquilidad, de orden, de rectitud. Allí se adivinaba un poder secreto, una fuerza social oculta.

La señora de Worms-Clavelin respiró muy satisfecha el aire de la sala de visitas, un aire húmedo con emanaciones de cocina conventual. En los humildes colegios de Montmartre, donde la tuvo anteriormente, su hija chorreaba tinta, se pringaba los dedos con dulces humedecidos, aprendía a diario frases malsonantes y muecas indecorosas. Complacía mucho a la señora de Worms-Clavelin la educación austera, religiosa y aristocrática. Hizo bautizar a la niña, para que fuese admitida en algún elegante colegio de monjas. «Cuanto mejor educada esté Juanita —pensaba—, mejor boda puede hacer». Juanita recibió el bautismo a los once años, en la más absoluta reserva, porque gobernaba entonces un Ministerio radical. Después hubo entre la República y la Iglesia recíprocas aproximaciones; pero, por no desagradar a los puritanos de su departamento, la señora de Worms-Clavelin ocultaba que su hija se educaba en un colegio de monjas. A pesar de todo, no faltó quien lo averiguase, y, de cuando en cuando, el periódico clerical del departamento solía publicar algún sueltecillo, que el señor Lacarelle, secretario de la Prefectura, señalaba con lápiz azul para que lo viera el señor prefecto.

«¿Es verdad que nuestro judío intolerante, colocado por los francmasones al frente de la administración del departamento para combatir a Dios entre nuestros fieles conciudadanos, educa en un colegio de monjas a su hija?».

El señor Worms-Clavelin se encogía de hombros y tiraba el periódico al cesto de los papeles. A los tres días, el redactor católico publicaba otro suelto, con secuencia lógica del anterior.


«He preguntado al prefecto judío Worms-Clavelin si es verdad que tiene a su hija en un colegio de monjas. Como ese francmasón supone que basta no responder, yo mismo doy la respuesta. Sí; es verdad que nuestro judío ignominioso, después de consentir que bautizaran a su hija, la educa en un centro católico.

»La señorita Worms-Clavelin se halla en Neuilly-sur-Seine con las Damas de la Preciosa Sangre.

»¡Da gozo ver hasta qué punto extreman la sinceridad… y la frescura!

»La educación atea, homicida, laica, es muy conveniente para el pueblo; pero los que la imponen al pueblo no la juzgan aceptable para sus hijos».
 

El señor Lacarelle, secretario de la Prefectura, después de señalar el suelto con una raya de lápiz azul, dejaba el periódico extendido sobre la mesa del prefecto, quien lo tiraba al cesto de los papeles. El señor Worms-Clavelin había ordenado a sus periódicos oficiosos que no entablasen polémicas; y aquel asunto caía en el olvido, en el insondable olvido, en la noche tenebrosa, donde se hunden, a su vez, todas las glorias Y todas las vergüenzas, todas las arrogancias y todos los escándalos de la política. La señora de Worms-Clavelin, que admiraba el poder y la fortuna de la Iglesia, obstinóse más y más en que Juanita siguiera en el colegio de monjas, donde adquiría una educación y unos modales convenientes. En la sala de visitas del colegio, sentada con mucho recogimiento y modestia, ocultó los pies bajo el vestido, como la Virgen, blanca, rosa y azul, de la hornacina; de las puntas de sus dedos colgaba una caja de bombones.

Juanita entró como un relámpago. Parecía muy espigada, envuelta en su traje negro, ceñida con el cordón rojo de las «medianas».

—¡Buenos días, mamá!

La señora de Worms-Clavelin la contempló con afecto maternal, y con su poderoso instinto de chalanería, la cogió para mirarle de cerca los dientes, la hizo erguirse, volverse, observó su talle, su espalda y sus hombros. Al parecer, quedó satisfecha.

—¡Cuánto crece! ¡Dios mío! ¡Qué brazos!

—Mamá, no me asustes. No sé cómo ponerlos.

Al sentarse, cruzó sobre las rodillas sus manos coloradas, y respondió con bastante desenvoltura y algo impaciente a las preguntas de su madre acerca de su salud, a los consejos de higiene, a las instrucciones relativas al aceite de hígado de bacalao.

Luego preguntó:

—¿Y papá?

La señora de Worms-Clavelin quedóse algo sorprendida ante aquella pregunta, no porque su marido le fuera indiferente, sino porque nada se le ocurría de pronto acerca de aquel hombre frío, invariable, permanente, que no estaba nunca enfermo y que nunca hacía ni decía nada que tuviese algo de particular.

—¿Tú papá? ¿Qué puede ocurrirle a tu papá? «Somos» de primera clase y no aspiramos a otra cosa.

Al mismo tiempo reflexionó que ya era oportuno pensar en el ascenso, que asegurase una jubilación decorosa: el Tribunal de Cuentas o el Consejo de Estado. Y la visión del futuro enturbiaba sus ojos brillantes.

Juanita quiso participar de sus pensamientos, y la señora respondió a la pregunta de la niña:

—Pienso que acaso volveremos a París. Me gusta. París; me gusta mucho. Pero representaríamos en él un papel muy secundario.

—¡Si papá tiene muchas aptitudes! Lo dice sor María de las Angustias. En clase me dijo: «Señorita de Clavelin, su papá dio pruebas de tener muchas aptitudes administrativas».

La señora de Worms-Clavelin movió la cabeza.

—Hace falta mucho dinero para instalarse con algún decoro en París.

—Tú prefieres París, mamá, y a mí me gusta el campo.

—Si no conoces París, hija mía.

—No puede gustarme lo que no conozco.

—Es muy sensato lo que dices.

—¿Sabes, mamá? He obtenido un diploma de honor en la clase de Historia. Sor Ana de San José ha dicho que sólo yo había tratado el asunto a fondo.

La señora de Worms-Clavelin preguntó lánguidamente:

—¿Qué asunto era?

—La Pragmática Sanción.

La señora de Worms-Clavelin volvió a preguntar, esta vez con sorpresa y asombro:

—¿Qué significa eso?

—Una falta de Carlos Séptimo; tal vez su falta más grave.

Aun cuando la señora de Worms-Clavelin juzgase aquella respuesta oscura, no pidió explicaciones más detalladas porque le tenía sin cuidado la historia de la Edad Media. Pero Juanita, satisfecha de sus conocimientos, añadió gravemente:

—Sí, mamá, es una falta capital; una violación ignominiosa de los derechos de la Iglesia; una expoliación del patrimonio de San Pedro. Esta falta la reparó, afortunadamente, Francisco Primero… ¡Ah! ¿Sabes, mamá? Hemos averiguado que la institutriz de Alicia, en su juventud, fue una mujer galante ¡Con energía imponente!

La señora de Worms-Clavelin recomendó a Juanita que, en lo sucesivo, no hiciera entre sus condiscípulas semejantes investigaciones. Y añadió en un tono que revelaba su disgusto:

—Es ridículo pronunciar palabras cuyo verdadero significado se ignora.

La niña calló prudentemente; luego, dijo de pronto:

—Mamá, todos mis pantalones ya están en un estado deplorable. De mi ropa blanca no te cuidas mucho; no me quejo; a unas les gustan más los vestidos; a otras, las joyas; a otras, la ropa blanca, ¿verdad? A ti lo que más te gusta son las joyas. A mí, en cambio, la ropa blanca me gusta más que todo… También hicimos una preciosa novena. He rezado mucho por ti, por papá… ¡Oh! He ganado cuatro mil novecientos treinta y siete días de indulgencias.

XV

—Con preferencia me inclino siempre hacia la religión —dijo el señor de Terremondre—; pero juzgo inconveniente las frases pronunciadas en Notre-Dame por el padre Olivier. Todo el mundo es de mi opinión.

—Seguramente usted le censura —replicó el padre Lantaigne— por haber explicado esa catástrofe como una lección dada por Dios al orgullo y a la incredulidad. Usted le reprocha que haya presentado a la nación preferida súbitamente castigada por sus abandonos y sus rebeldías. ¿Fuera más oportuno renunciar a la significación de tan horrible drama?

—Estaba obligado —repuso el señor de Terrernondre— a guardar atenciones. La presencia del presidente de la República merecía, por lo menos, alguna templanza.

—Es verdad —añadió el padre Lantaigne— que desde el púlpito el fraile se atrevió a decir, a la cara del presidente y de los ministros de la República, de los poderosos y de los ricos, autores o cómplices de nuestros desastres, que Francia olvidaba su vocación secular cuando consentía que millares de cristianos fuesen degollados en Oriente, y se declaraba, cobarde, en favor de la Media Luna contra la cruz. Se atrevió a decir que la patria, durante siglos y siglos fiel a Dios, lo arrojó, al fin, de sus congresos y de sus escuelas. Y esto es lo que juzga como un crimen, señor de Terremondre, usted mismo, uno de los jefes del partido católico en este departamento.

El señor de Terremondre hizo constar su adhesión indiscutible y su absoluto rendimiento a los intereses religiosos; pero se permitía también sus apreciaciones particulares. Por de pronto, no simpatizaba con los griegos y era partidario de los turcos; ponía sobre todas las cosas su tranquilidad. Estaba seguro de que muchísimos católicos veían con absoluta indiferencia la causa de los cristianos de Oriente. Y ¿era lícito herir a esos católicos en sus convicciones legítimas? No estaban obligados a ser helenófilos; tampoco lo era el Papa. Y, por fin, dijo al padre Lantaigne:

—Le oigo con el respeto que usted se merece, mi reverendo señor; pero insisto en afirmar que se imponía en el pulpito un lenguaje más comedido y conciliador, precisamente calando el duelo y la esperanza iban a sellar, sin duda, la reconciliación de las clases.

—Y, entretanto, el alza de la Bolsa comprobaba el acierto de Francia y de toda Europa en los asuntos de Oriente —añadió, irónico, el señor Bergeret.

—Sí —adujo el señor de Terremondre—, debemos apoyar a un Gobierno que sabe combatir al socialismo y a cuyo amparo las ideas religiosas y el espíritu conservador prosperan visiblemente. Nuestro prefecto, el señor Worms-Clavelin, a pesar de ser judío y francmasón, muestra por el clero mucha solicitud. La señora de Worms-Clavelin hizo bautizar a su hija y la educa en un colegio de monjas de París. Puedo asegurarlo, porque la señorita Juana de Clavelin asiste a las mismas clases que mis sobrinas de Ancey. La señora de Worms-Clavelin patrocina varias obras piadosas, y, a pesar de su origen y de su posición social, difícilmente oculta sus instintos aristocráticos y religiosos.

—Lo creo sin que lo jure —dijo el señor Bergeret—, y puede usted afirmar también que hoy día el dinero judío es en Francia el más firme apoyo de la Iglesia católica.

—Está usted en lo cierto —prosiguió el señor de Terremondre—. Los judíos auxilian con donativos cuantiosos a todas las fundaciones católicas… Pero lo que sorprende más en el discurso del padre Ollivier, lo que más asombra es que supone a Dios cómplice de la catástrofe. De sus palabras pudiera deducirse que Dios mismo incendió el bazar. Mi tía de Ancey asistió a la ceremonia y salió indignada. Usted no puede admitir semejantes deslices, mi reverendo señor; estoy seguro.

El padre Lantaigne no solía entablar discusiones teológicas inconvenientes con personas poco versadas para sostenerlas. Aun cuando la controversia fue su constante pasión, sus costumbres y su respeto al decoro sacerdotal le contenían, y, en ocasiones frívolas como aquélla, guardaba silencio.

El señor Bergeret encargóse de contestar al señor de Terremondre.

—Usted hubiera preferido, sin duda, que el fraile disculpara a Dios por la catástrofe sobrevenida en un lugar, al parecer, desatendido un momento por su Divina Previsión, y pintase al Creador apesadumbrado y dolorido ante la desgracia, triste y cuidadoso como un prefecto de Policía.

—Usted se burla de mí —dijo el señor de Terremondre—, ¿le parece a usted oportuno que hablara el fraile de víctimas expiatorias y del Ángel Exterminador? Son ideas de otros tiempos.

—Son las ideas cristianas de todos los tiempos —replicó el señor Bergeret—. El padre Lantaigne podría explicárselo.

Y como el sacerdote continuara en silencio, el señor Bergeret prosiguió:

—Hay en un libro, cuyas doctrinas aprueba el padre Lantaine; hay en el magnífico Estudio acerca de la indiferencia, una teoría de la expiación que merece conocerse, y se la recomiendo a usted. Guardo en la memoria uno de sus conceptos, que puedo repetir letra por letra: «Una ley fatal —dice Lamennais—, una inexorable ley nos abruma; no podemos evitar su influencia; esa ley es la expiación, eje inquebrantable del mundo moral, en torno de la que giran todos los destinos humanos».

—Perfectamente —adujo el señor de Terremondre—. Pero ¿es posible suponer que Dios desatara su encono contra mujeres puras y caritativas, como mi prima Courtrai, como mis sobrinas Laneaux y Felissay, que fueron horriblemente abrasadas en el incendio? Dios no es injusto ni cruel.

Después de asegurar su breviario con la presión del brazo izquierdo, el padre Lantaigne se dirigió hacia la puerta; y de pronto, con la mano derecha levantada, miró al señor de Terremondre, y le dijo, severo:

—Dios no fue injusto ni cruel con esas mujeres al convertirlas, misericordioso, en hostias y en imágenes de la Víctima sin mancha. Pero ya que hasta los cristianos han perdido la idea del sacrificio y la significación del sufrimiento, sumergidos por su culpa en la ignorancia de los más santos misterios de la religión, cuando por ellos deberían salvarse, hay que aguardar advertencias más terribles, avisos reiterados y señales mayores. Hasta más ver, señor de Terremondre. Le dejo en compañía del señor Bergeret, el cual no se interesa por la religión; pero, al menos, evita las miserias y las vergüenzas de la religión fácil. Con débiles recursos intelectuales, faltos de todo sentimiento, le confundirá a usted y lo dejará hecho un lío.

Alejóse, arrogante, con paso firme.

—¿Qué le ocurre? —preguntó el señor de Terremondre—. Se ha disgustado conmigo. Es un hombre digno de respeto; pero tiene un carácter insoportable. Se agria en constantes polémicas. Ha regañado con el arzobispo, con todos los profesores del Seminario, con la mitad, por lo menos, de los curas de la diócesis. No creo que llegue a obispo, y empiezo a convencerme de que para él y para la Iglesia es mejor que siga como está. Sería un obispo muy peligroso por su intolerancia. ¡Empeñarse ahora en alabar el sermón del padre Ollivier, que todo el mundo reprueba!

—Yo, al contrario —dijo el señor Bergeret.

—Pero usted es diferente —repuso el señor de Terremondre—, usted se burla. Usted no es religioso.

—No soy religioso —replicó el señor Bergeret—; pero soy teólogo.

—Yo, al contrario —dijo el señor de Terremondre—. Soy religioso y no soy teólogo. Me siento indignado porque se ha dicho en el pulpito que Dios condenó a perecer entre llamas a infelices mujeres para castigar los crímenes de nuestra patria, que no es la primera nación de Europa. ¿Le parece muy sencillo al padre Ollivier, en las circunstancias actuales, ser la primera nación de Europa?

—No debe parecérselo —respondió el señor Bergeret—. Pero usted, que, según acabo de oír, es uno de los jefes del partido católico en este departamento, no ignorará que su Dios mostró ya en otras épocas, en las edades bíblicas, bastante inclinación hacia los sacrificios humanos, y que debe de serle grata la sangre. Se complacía en los degüellos y celebraba los exterminios. Tal era su carácter, señor de Terremondre. Sanguinario, como el señor de Gromance, que dispara su escopeta sucesivamente, según las épocas del año, contra los corzos, las perdices, los conejos, las codornices, los patos, los faisanes, las tórtolas y los cuclillos, inmolaba inocentes y culpables, guerreros y vírgenes, a pluma y a pelo. Puede afirmarse que devoró con verdadero gusto a la hija de Jefté.

—No es cierto —adujo el señor de Terremondre—. Le fue consagrada; pero no hubo allí sacrificio sangriento.

—A usted se lo refieren suavizado —insinuó el señor Bergeret—, por miramientos a su mucha sensibilidad. Pero, realmente, fue degollada; Jehová se mostraba ansioso de carne fresca. No ignoraba el niño Joas, criado en el tiempo, hasta qué punto le apetecían los niños al Dios. Cuando la buena Josabet le puso la diadema regia, el niño, con extrema inquietud, hizo esta pregunta:

»¿Tal vez en holocausto, me consagra la suerte —como en pasados tiempos a la hija de Jefté— para calmar la cólera del Señor con mi muerte?

»En aquel tiempo Jehová ofrecía muchos puntos de semejanza con su rival, Chamos: era feroz, injusto, cruel. Y decía: “Por los muertos que encontraréis en vuestro camino sabréis que soy el Señor”. No se haga usted ilusiones, y vea cómo al pasar de los judíos a los cristianos se conservó rudo y sanguinario. No diré que no se haya suavizado un poco en este siglo. Próximo a la madurez, envejecido, puesto en la pendiente de facilidad y de indiferencia que a todos nos arrastra, dejó, al fin, de mostrarse a cada punto amenazador y violento. Actualmente sólo anuncia sus castigos por boca de la señorita Deniseau, a la que todos abandonan sin que nadie se preocupe de sus augurios; pero los principios de Jehová son los mismos de siempre; su moral no ha variado».

—Usted es un enemigo implacable de nuestra religión —dijo el señor de Terremondre.

—De ningún modo —repuso el señor Bergeret—. Advierto en ella lo que pudiéramos llamar dificultades intelectuales y morales; también advierto rigores. Pero los rigores antiguos se suavizaron con el tiempo, como las piedras arrastradas por la corriente de un río; y ahora ya casi resultan inofensivos. Me inspiraría mayores recelos una religión de nuevo cuño. Aun cuando procediese de la moral más encantadora y más indulgente, al principio funcionaría con un rigor incómodo y con una exactitud fatigosa. Prefiero la intolerancia embotada y enmohecida que la caridad aguda y ardiente. Al fin y al cabo, el padre Lantaigne padece un error; yo padezco también un error, y sólo usted está en lo firme, señor de Terremondre. Sobre la vieja religión judeocristiana pasaron ya tantos siglos de apasionamiento, de odios y de amores terrestres, tantas civilizaciones bárbaras o refinadas, austeras o voluptuosas, implacables o tolerantes, humildes o soberbias, agrícolas, pastoriles, bélicas, industriales, oligárquicas, aristocráticas, democráticas…; tanto pasó, que todo se ha reducido y allanado al fin. Las religiones no modifican mucho las costumbres, y son como las costumbres quieren que sean…

XVI

Horrorizan a la señora de Bergeret la soledad y el silencio. Desde que su marido no le dirigía la palabra, en absoluta separación se turbaba Amelia, y al entrar en su alcoba palidecía como si entrara en un sepulcro. Si estuvieran sus hijas en casa no le faltarían, sin duda, el movimiento y el ruido indispensables a su naturaleza; pero en otoño hubo una epidemia de tifus y las mandaron a casa de su tía, la señorita Zoé Bergeret, avecindada en Arcachón, donde pasaron el invierno y donde, por conjeturas verosímiles, podía suponerse que su padre resolvió dejarlas. Amelia tenía un espíritu doméstico; el adulterio sólo fue una expansión de su vida conyugal, un apéndice de su matrimonio. Entregóse tanto por femenil orgullo como por deseos de su carne, ansiosa y fecunda. Creyó siempre que sus relaciones amorosas con Roux no pasarían del goce físico y secreto; un adulterio sosegado, el cual presupone, implica y confirma el matrimonio que las gentes honran, que la Iglesia bendice y que dignifica la condición privada y social de la mujer. La señora de Bergeret era una esposa cristiana. Reconocía en el matrimonio un sacramento, cuyas consecuencias, augustas y durables, no podían anularse por una falta como la que había cometido, grave, sin duda, pero también merecedora de perdón y de olvido. Juzgaba su comportamiento con poco sentido moral; suponía su falta leve, sencilla, sin la intención maliciosa ni el apasionamiento que reviste una falta con la grandeza del crimen y pierde a la culpable. No podía sentirse criminal; pensaba sólo que tuvo poca suerte. Las inesperadas consecuencias de aquel insignificante asunto se desarrollaban para ella con una tétrica y espantosa lentitud; padecía horriblemente al verse abatida y sola en su casa; le faltaba su doméstica soberanía, se creía despojada, por decirlo así, de sus disposiciones, a caseras y culinarias. El sufrimiento no la fortalecía ni la purificaba, sólo pudo inspirar a su pobre inteligencia ora la rebeldía, ora la humillación. Diariamente, a eso de las tres, salía a la calle muy erguida y pomposamente ataviada, con los ojos brillantes, las mejillas arreboladas, terribles; y a grandes zancadas recorría las casas de sus amigas. Solía visitar a la señora de Torquet, esposa del decano; a la señora de Leterrier, esposa del rector; a la señora del director de la cárcel; a la señora del escribano Surcoux, a todas las señoras de burgueses medianamente acomodados, ya que nunca la quisieron tratar las nobles ni las ricas. Y en todas partes se lamentaba de su marido, y lanzaba contra él todos los agravios que le sugería su imaginación mezquina, pero intencionada. Principalmente le acusaba de alejarla de sus hijas, de tenerla sin dinero, de abandonar el domicilio para ir a los cafés y acaso a los garitos. En todas partes hallaban sus quejas un eco de simpatía; en todas partes inspiraba interés y ternura. Poco a poco subió, extendióse, agigantóse aquella ola compasiva. La señora del ingeniero Dellion, que no podía recibirla en su casa porque no era propio de su encumbramiento intimar con personas modestas, sin embargo, le hizo llegar la noticia de que la compadecía de veras y que reprochaba la conducta odiosa del señor Bergeret.

Así, Amelia satisfacía y avivaba todas las tardes, en continuo visiteo, sus ansias de consideración social; pero al anochecer, ya en la escalera de su casa, le faltaban ánimos hasta para levantar un pie; olvidaba su orgullo, sus venganzas, las injurias, las frivolidades calumniosas que había sembrado entre sus amigas por toda la ciudad; la obsesionaba un deseo ardiente de que su marido la perdonase para no verse tan sola. Esta idea, en la cual no hubo ni asomo de perfidia, rebosaba, naturalmente, de su alma dócil. ¡Vanos deseos! ¡Inútiles preocupaciones! El señor Bergeret no reconocía la existencia de la señora.

Aquella noche, la señora de Bergeret dijo en la cocina:

—Eufemia, pregúntale al señor cómo quiere los huevos.

Era una táctica nueva preguntarle al dueño de la casa lo que prefería de comer. Poco antes, en tiempo de su inocencia irascible, solía imponerle aquellos platos que más le desagradaban porque no los digería su estómago débil de hombre sedentario y estudioso. La joven Eufemia era una moza de limitados alcances, pero equitativa y cabal. Advirtió a la señora con mucha entereza —como lo había hecho ya otras veces en semejantes ocasiones— que resultaba por completo inútil hacerle al señor una pregunta de parte de la señora; no respondería nada porque seguían de morros.

Pero la señora Bergeret, con la cabeza inclinada y los ojos entornados en señal de obstinación, repitió la orden que acababa de dar:

—Eufemia, calla y obedece. Pregúntale al señor cómo quiere los huevos, y dile también que son fresquísimos, que acabas de traerlos de casa de Trecul.

Entretanto, el señor Bergeret, recogido en su estudio, trabajaba en el Vigilius nauticus, que un editor le pidió para enriquecer una edición erudita de La Eneida, preparada por tres generaciones de filólogos, y de la cual ya se habían impreso, al cabo de treinta años, los tres primeros pliegos. El catedrático de literatura redactaba, papeleta por papeleta, su léxico especial. Admirábase de su ímproba labor y se felicitaba con estas frases:

«Resulta que yo, terrestre que jamás ha navegado, como no sea en una lancha de vapor que remonta el río todos los domingos de verano y conduce a las costas de Tuillieres, donde se bebe un vino espumoso; yo, el ciudadano francés que sólo ha visto el mar de Villers; yo, Luciano Bergeret, soy el intérprete de Virgilio náutico; explico los vocablos náuticos usados por un poeta fiel, ilustrado, preciso a pesar de su retórica, matemático, mecánico y geómetra; de un italiano muy despierto a quien los marineros, tumbados al sol en las playas de Nápoles y de Mesina, instruyeron en las costumbres del mar; que acaso poseía una embarcación y que surcó las aguas azules de Nápoles a Atenas bajo el fulgor suave de los dos hermanos de Helena. Y lo consigo por la excelencia de mi sistema filológico. Mi discípulo Goubín lo conseguiría lo mismo que yo».

El señor Bergeret se complacía en aquel trabajo que ocupaba su inteligencia sin zozobras ni agitaciones. Sentía una verdadera satisfacción al trazar sobre una hoja de papel grueso letras diminutas y de un carácter fijo, imágenes y testimonios de la rectitud intelectual que la filología exige. También los sentidos participaban algo de aquel goce reservado a la inteligencia; tan cierto es, que se ofrecen al hombre múltiples voluptuosidades, muchas veces ni siquiera imaginadas. Gozaba el señor Bergeret la delicia suave de redactar esto:

«Supone Servio que Virgilio escribió Attoli malos en vez de Attoli vela, y el argumento en que funda su interpretación es que cum navigarent, non est dubium quod olli erexerant arbores. Ascensio admite la opinión de Servio porque olvida, y acaso ignora que, a veces, en el mar se desarbolaban los navíos. A veces el mar se enfurecía de tal modo, que la arboladura…».

El señor Bergeret había llegado a este punto de su trabajo, cuando la joven Eufemia empujó la puerta del estudio, con el estrépito que acompañaba a sus menores movimientos, para transmitirle un recado afectuoso de su esposa.

—La señora me manda que le pregunte cómo prefiere usted los huevos.

El señor Bergeret, por toda respuesta, después de rogar afablemente a la moza que se retirase, continuó escribiendo:

«… pudiera sufrir un percance: desprendían los mástiles del hueco donde su pie se encaja…».

La joven Eufemia se quedó junto a la puerta, y el señor Bergeret acabó su nota:

«… y los recostaban sobre un punto o un caballete».

—Señor, la señora también me manda decirle que acaba de comprarlos en casa de Trecul, y que son fresquísimos.

—Una homnes ferece pedem.

Dejó la pluma y se sintió invadido por una repentina tristeza. En aquel momento acababa de advertir la insignificancia de su trabajo. Tenía la desdicha de ser bastante inteligente para no ignorar su insuficiencia, que a cada instante se le aparecía sobre la mesa, entre la papelera y el tintero, como un personaje diminuto, endeble y desgarbado. Al reconocerse no podía estimarse. Hubiera querido contemplar su propia imaginación bajo el aspecto de una hermosa ninfa de lozanos contornos, pero se le aparecía en su forma verdadera, raquítica, sin atractivo, y le causaba angustia porque turbaba la delicadeza de sus gustos y la elevación de sus pensamientos.

«Señor Bergeret —se decía entonces—, no me cabe duda; es usted un catedrático distinguido, un provinciano inteligente, un erudito estudioso, un pobre humanista divertido entre las curiosidades infecundas de la filología, ignorante de la verdadera ciencia del lenguaje que descifraron ya imaginaciones más amplias, firmes y poderosas. Señor Bergeret, no es posible que se le cuente nunca entre los insignes maestros que reconocen y clasifican los caracteres del lenguaje, porque usted es incapaz de reconocerlos y de clasificarlos. Miguel Breal no pronunciará nunca el nombre despreciable de Bergeret, víctima sin gloria, cuyos oídos nunca serán acariciados por los elogios de los hombres…».

—Señor, señor —dijo la joven Eufemia, impaciente—, dígame algo. Tengo mucho que hacer en la cocina. La señora pregunta cómo prefiere usted los huevos. Los he comprado en casa de Trecul; son del día.

El señor Bergeret, sin levantar la cabeza, respondió a la moza con una dulzura implacable:

—Ya te dije que no me importunes, que no entres mientras yo no te llame.

Y el catedrático de Literatura latina se sumergió de nuevo en sus reflexiones.


«¡Feliz Torquet, nuestro decano! ¡Feliz Leterrier, nuestro rector! ¡Felices ellos! Ninguna desconfianza en sí mismos, ninguna duda indiscreta puede turbar su carácter satisfecho. Son parecidos al anciano Mesange, que fue académico y profesor del Colegio de Francia sin haber estudiado nada, sin ampliar en toda la vida sus conocimientos de griego desde que lo aprendió a los quince años. Al morir, hace poco, se agitaban aún en su cabecita las ideas mitológicas puestas en circulación por los poetas del primer Imperio. Pero yo, inteligencia endeble como la de aquel viejo helenista que tuvo nombre y cabeza de pájaro; yo, tan falto de método y de inventiva como el decano Torquet y como el rector Leterrier; yo, triste y fatuo escamoteador de palabras, ¿por qué siento cruelmente la insuficiencia, la inutilidad risible de mis trabajos? ¿No expresa este sufrimiento un carácter de nobleza intelectual y un signo de mi superioridad en el dominio de las ideas generales? Mi Vigilius nauticus, por el cual me juzgo y condeno, ¿es, verdaderamente, una obra mía, un fruto de mi reflexión? Es un trabajo impuesto a mi pobreza por un librero sórdido asociado a catedráticos artificios que, so pretexto de libertar la ciencia francesa del método alemán, restauran la manera frívola de antaño y me imponen los pasatiempos filológicos de moda en 1829.

»¡Recaiga la culpa sobre ellos y no sobre mí! La codicia del lucro y no el ansiado afán de ciencia me lanzó a intentar ese Vigilius nauticus que hace tres años me ocupa y que me valdrá quinientos francos, en esta forma: doscientos cincuenta cuando entregue el manuscrito, y otros doscientos cincuenta el día en que se dé a luz el volumen donde se incluya mi trabajo. He querido saciar mi abominable ansia de oro. He fracasado, no por la inteligencia, sino por el carácter. ¡Y es muy diferente!».
 

Así conducía el señor Bergeret el coro de sus vagos pensamientos, cuando la joven Eufemia, que aún aguardaba junto a la puerta, se insinuó por tercera vez:

—Señor…, señor…

Pero su voz, ahogada entre sollozos, se le atascó, de pronto, en la garganta.

Cuando el señor Bergeret alzó la vista, observó que rodaban por las mejillas de la moza lagrimones gordos y brillantes.

La joven Eufemia quiso hablar y no pudo; producía solamente sonidos roncos, muy parecidos a los que al anochecer arrancan al cuerno los pastores de su aldea. Levantó a la altura del rostro sus brazos desnudos hasta el codo, cuya carne blanca y maciza surcaban largos rasguños rojizos, y restregó sus ojos con el revés de sus manos morenas. Su angustia sacudía el pecho angosto y el vientre excesivamente abultado por haber padecido a los siete años atrofia mesentérica, de cuya enfermedad quedóse mal conformada. Luego dejó caer los brazos sobre su cuerpo, escondió las manos bajo el delantal, contuvo sus gemidos, y en cuanto las palabras pudieron salir de su garganta, vociferó agriamente:

—En esta casa no se vive; no, no puedo aguantarlo; ésta no es vida. Prefiero irme para no ver lo que veo.

Era su voz a un tiempo colérica y dolorida, y se clavaban en Bergeret sus ojos irritados.

La conducta del señor la sublevaba. No porque tuviese mucho cariño a la señora, que poco antes, aun en los días prósperos y soberanos, la cubrió de injurias y de humillaciones y apenas le daba de comer; no porque ignorase la falta de la señora ni la creyera inocente, como la creían la señora Dellion y las amigas de Amelia. Lo mismo que la portera, la panadera y la criada del señor Raynaud, conocía detalladamente las relaciones amorosas de la señora con el señorito Rous: las había descubierto antes que Bergeret. No porque le parecieran lícitas aquellas relaciones amorosas, en su fuero interno severamente recriminadas. Que una moza, dueña de sí, tuviese un amante, a su juicio, no era muy punible, pues no ignoraba cómo suele suceder eso. Poco le faltó para realizarlo cierta noche de un día de fiesta, sentada en un desmonte con un mozo que tenía muchas ganas de broma. No ignoraba la frecuencia y la sencillez de tales deslices; pero la sacaba de quicio el desliz en una mujer casada, respetable por su edad y madre de familia. Eufemia dijo a la panadera una mañana que su señora le parecía horrible; que si ella fuese hombre y no hubiera otra mujer en el mundo con quien hacer hijos, el mundo se acabaría; y puesto que la señora pensaba de otro modo, podía recrearse con su marido. Eufemia juzgaba que la señora cometió un pecado muy feo, pero no concebía que una falta, por grave que fuese, no tuviera perdón, al fin y al cabo. En su niñez, antes de ponerse a servir en casas de señores, había trabajado con sus padres en las viñas y en las mieses. Veía cómo el sol abrasaba los racimos, cómo el granizo arrasaba las espigas de un campo; y al año siguiente, otra vez el padre, la madre y los hermanos mayores cavaban la viña y sembraban en el surco abierto. En aquella existencia sufrida y natural aprendió por instinto que no hay en este mundo —ardiente y helado, bueno y malo— nada irreparable; y que de igual modo que perdonamos a la tierra, debemos perdonar al hombre y a la mujer.

Así lo hacía la gente de su pueblo, que no valdría mucho menos que la de la capital. Cuando la mujer de Robertet, la Leocadia, regaló unos tirantes al mozo de su casa para decidirle a que le hiciese aquello que deseaba ella, Robertet no dejó de advertirlo; sorprendió a los amantes en su empeño y dio a la mujer tales y tantos latigazos, que no le quedaron ganas de repetir. Desde aquel día la Leocadia es una de las mujeres más formales de la comarca; su marido no le reprocha nada. Es necesario portarse así, como Robertet, que sabe hacer andar muy derechos a los animales y a las personas.

Muy zurrada por su padre venerado, y a su vez sencilla y brutal, Eufemia comprendía la violencia y le hubiera parecido bien que el señor Bergeret, a estacazo limpio, sobre las costillas de la culpable señora rompiera las dos escobas de la casa, de las cuales una, la más nueva, se pelaba por momentos, y la otra, que ya no barría, se usaba envuelta en un paño para limpiar el ventanillo de la cocina. Pero que guardara el señor un rencor interminable y rudo, a juicio de la joven campesina, era odioso, contra la Naturaleza, endiablado. Principalmente notaba Eufemia los excesos del señor Bergeret por lo difícil que se le hacía servir de aquel modo. Era necesario darle de comer al señor, que ya no quería sentarse a la mesa con la señora, y luego a la señora, cuya existencia, obstinadamente negada por el señor Bergeret, no podía prescindir, sin embargo, de tomar alimento.

«Esta casa parece un figón», suspiraba la joven Eufemia. La señora de Bergeret, a la cual no daba dinero el señor Bergeret, le decía: «El señor te tomará la cuenta». Cada noche llevaba Eufemia, temblorosa, el cuaderno de la compra para darle al señor la cuenta: y el señor Bergeret, que apenas podía costear aquellos gastos, cada vez más crecidos, la trataba con gesto imperioso. Abrumada por dificultades invencibles, en aquel ambiente insano perdió la moza su alegría; ya no mezclaba sus risotadas y sus chillidos con los choques de las cacerolas, el crepitar del aceite derramado en el fogón y el golpeteo de la macheta sobre la carne. Ya no tenía ni gloria ni pena, gusto para nada, ni expansiones ruidosas. Pensaba solamente: «Me vuelvo idiota en esta casa». Le inspiraba compasión la señora, que al final tuvo para ella continuas amabilidades; y juntas por la noche hasta la hora de acostarse hacíanse confidencias a la luz del quinqué. Con el corazón sumergido en tales emociones, la joven Eufemia dijo al señor:

—Quiero irme. Usted se porta mal, es malo. Quiero irme.

Y de nuevo rompió a llorar copiosamente.

Aquel reproche no exaltó a Bergeret. Quedóse como si no lo hubiese oído. Le sobraba discreción para comprender que los atrevimientos de una lugareña zafia debían ser oídos con indiligencia. Y hasta sonrió interiormente, satisfecho porque guardaba en lo más recóndito, bajo la vestidura de prudentes ideas y hermosas máximas, el instinto primitivo que subsiste en los hombres modernos, aun en los más cultos y apacibles, y que se satisface cuando se los juzga seres feroces; como si la fuerza que permite dañar y destruir fuese la energía culminante, la virtud esencial y la hermosura suprema. Si bien se reflexiona, es así; puesto que la vida sólo se conserva y se acrece por la destrucción, se consideran los mejores aquellos que más destruyen; y los que por instigaciones de raza y de apetito se muestran más feroces, llegan a generales y agradan a las mujeres, por naturaleza inclinadas a elegir los más dominadores, e incapaces de diferenciar la fuerza fecundante de la fuerza destructiva, que se ofrecen indisolublemente ligadas en la Naturaleza. Obediente a un impulso de su inteligencia razonadora, cuando la joven Eufemia, con su voz campestre como una fábula de Esopo, le dijo que obraba mal y era malo, creyó el señor Bergeret oír un murmullo halagador, que al final del breve discurso de la sirvienta reflexionaba:

«Entiende, Luciano Bergeret, que tú eres malo en el sentido vulgar de la palabra, como si dijéramos que tú eres capaz de dañar y destruir, que te hallas en plena posesión de la vida, propicio a defenderte y a conquistar. Sabe que tú eres, a tu manera, un gigante, un monstruo, un ogro, un hombre terrible».

Pero de continuo propenso a la duda y refractario siempre a aceptar, sin previo examen, las opiniones de los hombres, se analizó para saber si era verdad lo que decía Eufemia. De las primeras observaciones que hizo dentro de sí dedujo que, generalmente, no era un ser temible, y, por el contrario, se convenció de que tenía un alma piadosa y sentimental, que simpatizaba con los infelices, que estimaba a sus prójimos; que su gusto sería satisfacer todas las necesidades, remediar todas las miserias, consentir todos los deseos lícitos o pecaminosos. No encerraba su caridad con el género humano en los limites de un sistema de moral; suponía inocente lo que no redunda en perjuicio de nadie, y por esto era más tolerante de lo que permiten las leyes, las costumbres y las religiones de los pueblos. Después de analizarse dedujo, en consecuencia, que no era malo, y quedó algo confuso; le apenó atribuirse las inútiles dotes intelectuales que no fortalecen la vida.

Con excelente método indagó si se habría excedido en algunas ocasiones, a pesar de su carácter bondadoso y de su condición pacífica, precisamente respecto a la señora de Bergeret. Y no le fue difícil estimar que había procedido en este caso concreto contra sus máximas generales y sus acostumbrados sentimientos; que su conducta ofrecía en este punto varias particularidades; y se fijó en las más notorias.

«Particularidades más notorias: finjo que la creo criminal y obro como si efectivamente lo creyese. Mientras que Amelia se juzga en su conciencia culpable por haber fornicado con mi discípulo Roux, yo considero inocente su fornicación porque no redunda en perjuicio de nadie. Amelia tiene una moralidad mayor que la mía; pero al mismo tiempo que se juzga culpable, se perdona. Yo no la juzgo culpable, y, sin embargo, no la perdono. Mi reflexión es, respecto a ella, inmoral y suave; mi conducta, moral y cruel. Lo que yo condeno sin piedad no es el hecho, incongruente y ridículo a mis ojos; la condeno a ella, no por lo que hizo, sino por ser como es. La joven Eufemia tiene razón: ¡soy malo!».

Agradóle su razonamiento, y devanando sus nuevas reflexiones, prosiguió:

«Soy malo, porque realizo. No me hacía falta la experiencia de ahora para saber que no hay acción inocente, y que para realizar algo es indispensable dañar o destruir. Desde que principié a realizar, soy un malvado».

No sin motivo discurría de aquel modo acerca de sí, porque realizaba una acción sistemática, persistente, continua, en daño de la señora de Bergeret, a la cual hacía imposible la existencia, privada de todo lo necesario a su torpe humanidad, a su carácter doméstico, a su espíritu sociable; y acabó por extirpar en su casa la esposa importuna y desapacible que le puso, con el engaño, en situación muy ventajosa.

No la desaprovechaba; insistía en sus propósitos; con una tenacidad impropia de un carácter débil. Porque de ordinario el señor Bergeret era indeciso y falto de voluntad; pero en aquella ocasión un Eros invencible, un deseo le impulsaba. Son los deseos fuerzas más firmes que las voluntades, y después de haber creado el mundo, lo sostienen. El señor Bergeret iba guiado en su empresa por un inefable deseo, por el Eros de no ver más a la señora. Y ese puro, ese diáfano deseo, no turbado por odio alguno, tenía la violencia encantadora del amor.

Aguardaba la joven Eufemia que el señor contestara, por lo menos, con algunas palabras violentas. Semejante a la señora de Bergeret en este punto, la moza consideraba el silencio más cruel que la injuria y el oprobio.

Al cabo, el señor Bergeret habló, y dijo sosegadamente:

—Quedamos en que te despides, y saldrás de mi casa dentro de ocho días. Sólo replicó la joven Eufemia con un grito de conmovedora bestialidad. Estuvo inmóvil un momento; luego se retiró a la cocina, estúpida y desalentada.

Veía tristemente las cacerolas, que sus brutales golpes abollaron como armaduras en lo más recio del combate; veía tristemente la silla rota, donde casi nunca pudo sentarse; la fuente, cuyo grifo, dejado por descuido abierto algunas veces —después de fregar de noche—, inundó toda la casa; el fregadero casi siempre obstruido, la mesa destrozada por la macheta, los hornillos de fundición resquebrajados por las llamas, la carbonera, los vasares cubiertos con papeles recortados, la caja del betún, la botella de lejía… Y entre aquellos testigos de su difícil existencia lloró.

Al día siguiente —que lo era de mercado— el señor Bergeret, muy de mañana, fue a casa de Deniseau, que tenía una agencia de colocaciones, y en la sala del piso bajo vio a unas veinte campesinas; las había de todas edades, jóvenes y viejas: unas, rechonchas, coloradas y mofletudas; otras, altas, enjutas y descoloridas; todas eran diferentes por su talle y por su rostro, pero semejantes por el ansia con que fijaban los ojos para descubrir su propio destino en cada visitante que abría la puerta. El señor Bergeret contempló al paso aquella variedad abundante de mozas de servir, y entró luego en el despacho adornado con almanaques de pared; allí estaba el propio Deniseau, sentado detrás de su mesa, entre mugrientos registros y desgastadas herraduras que servían de pisapapeles.

Pidió una criada, y sin duda la quería de condiciones excepcionales, porque, después de conversar con el agente diez minutos, salió desalentado; pero en un rincón oscuro de la sala descubrió una moza, a la que no había visto al entrar. Era larguirucha, sin edad ni sexo determinado, con la cabeza huesuda y calva y con una frente colocada como una esfera enorme sobre una roma nariz. Asomaban a su boca unos dientes de muía, y su labio inferior, caído, apenas encontraba mandíbula en que apoyarse.

Abstraída, con los ojos bajos, embutida en el rincón, no mostraba la inquietud de las otras, acaso porque supondría imposible colocarse mientras fuesen muchas a pretender. Vestía como las mujeres de la tierra pantanosa donde abundan las calenturas. Enredadas en su toquilla de punto, se veían algunas briznas de paja.

El señor Bergeret la observó detenida y minuciosamente, y dijo a Deniseau:

—Me conviene aquélla.

—¿María? —preguntó el agente, sorprendido.

—Sí —respondió Bergeret.

XVII

El señor Mazure, archivero municipal —quien se veía condecorado, al fin, con las Palmas académicas—, juzgaba ya con indulgente suavidad al Gobierno; pero como era de suyo irritable y su cólera no admitía ninguna tregua, arremetió contra los clericales y denunció la conspiración de los obispos. Al verse una mañana con el señor Bergeret en la plaza de San Exuperio, le puso en autos acerca del peligro clerical.

—Como no pudieron destruir la República —dijo—, ahora quieren acapararla.

—Lo mismo ambicionan todos los partidos —respondió el señor Bergeret—, y es la consecuencia natural de las instituciones democráticas. La democracia se reduce precisamente a la lucha de los partidos, porque los afectos y los intereses del pueblo se hallan diseminados.

—Pero —insistió el señor Mazure— no es posible tolerar que los clericales, con la máscara de la libertad, seduzcan a los electores.

A lo cual replicó el señor Bergeret:

—Todos los partidos excluidos del Gobierno reclaman la libertad que fortalece la oposición y debilita el Poder. Por esta misma causa, el partido gobernante cercena todo lo posible la libertad y en nombre del pueblo soberano promulga las más tiránicas leyes, pues no hay Constitución que garantice la libertad contra las determinaciones de la soberanía nacional. El despotismo es democrático; teóricamente, no tiene límites; por sus consecuencias y en los tiempos actuales, no inspira confianza.

—Señor Bergeret —dijo el señor Mazure—, ¿quiere oír un prudente consejo? Si es usted republicano, respete a sus amigos y calle sus faltas; a nada que nos descuidemos, nos regirá un Gobierno de curas. La reacción avanza de un modo terrible. Los blancos siempre son blancos y los azules siempre son azules, como decía Napoleón. Usted es azul, señor Bergeret. El partido clerical no le perdona que llamase a Juana de Arco «mascota». Yo mismo se lo perdono difícilmente, porque Juana de Arco y Dantón son mis ídolos. Usted es librepensador; ¡defienda, como nosotros, la sociedad civil! ¡Unámonos! Únicamente la concentración puede ofrecernos la victoria. Tenemos todos un interés común contra el clericalismo. ¡Combatamos al clericalismo!

—Veo en ello, esencialmente, un interés de partido —adujo el señor Bergeret—. Si yo necesitara pertenecer a un partido, me afiliaría al de ustedes, el único donde puedo alistarme sin mucha hipocresía; pero afortunadamente no he llegado aún a ese caso ni pienso, por ahora, encasillarme como político. Sus disputas no me interesan; conozco su vacuidad. Lo que les distingue a ustedes de los clericales, en el fondo, no es nada. Si, al cabo, ellos lograran adueñarse del Poder, no variaría la condición de las personas, y la condición de las personas es lo único importante en un Estado. Las opiniones políticas no pasan de ser floreos de retórica. Diferencian a los clericales de ustedes las opiniones políticas y nada más; no pueden ustedes oponer una moral a su moral, por la sencilla razón de que no hay en Francia una moral civil que haga frente a la moral religiosa. Las apariencias engañan a los que lo ven de otro modo; lo comprenderá usted fácilmente.

»Hay en cada época ciertas condiciones de vida que determinan una manera de pensar común a todos los hombres. Nuestras ideas morales, no son fruto de la reflexión, sino consecuencia de las costumbres; los que se someten a esas ideas son honrados y se infama a los que las repudian, por lo cual nadie se decide a combatirlas abiertamente. La comunidad entera las practica sin examinarlas, aparte de las creencias religiosas y de las opiniones filosóficas, y las mantienen con el mismo rigor los que las rechazan como normas de sus acciones y los que se obligan a obedecerlas. Únicamente se discute su origen. Mientras las imaginaciones llamadas libres hallan en la Naturaleza las reglas de su conducta, las almas piadosas las deducen de la religión, y esas reglas vienen a ser las mismas, con escasa diferencia; no porque sean absolutas, a un tiempo divinas y naturales, como se gozan algunos en decir, al contrario: porque son propias de tiempo y lugar, porque proceden de las mismas costumbres y se deducen de las mismas preocupaciones. Cada época tiene su moral reinante, que no resulta de la filosofía ni de la religión, sino de las costumbres, única fuerza capaz de reunir a los hombres en un mismo sentimiento, ya que todo lo que se puede razonar los divide; y la Humanidad sólo subsiste a condición de no reflexionar acerca de lo que constituye la esencia de su vida. La moral informa las religiones, a cada punto sujetas a discusión, pero la moral no es discutida.

»Y, precisamente porque la moral es el conjunto de prejuicios comunes, no pueden existir dos morales contrarias en una misma época y en una misma región. Fácil me sería robustecer esta verdad con infinitos ejemplos, pero no hay ninguno tan elocuente como el del emperador Juliano, cuyas obras leí hace poco y las he meditado mucho, juliano, que tenía tanta entereza de corazón como espíritu inteligente; Juliano, adorador del sol, profesaba todas las ideas morales de los cristianos; como ellos, despreciaba los placeres de la carne y ensalzaba la eficacia del ayuno, que pone al hombre en comunicación con la Divinidad; como ellos, mantenía la doctrina de la expiación. Seguro de que purifica el sufrimiento, se iniciaba también en misterios que responden, como los de los cristianos, a un vivo deseo de pureza, de abnegación, de amor divino. En fin, su neopaganismo parecía, en lo moral, un hermano del naciente cristianismo. No es posible que sorprenda, porque son los dos cultos hijos gemelos de Roma y de Oriente. Respondían uno y otro a las mismas costumbres humanas, a los mismos instintos arraigados en el mundo asiático y en el mundo latino; sus almas eran semejantes, pero se distinguían el uno del otro por el nombre y por el lenguaje. Bastó esta diferencia para que fueran enemigos mortales. Frecuentemente, los hombres disputaban por unas palabras; por unas palabras matan y se dejan matar con entusiasmo. Se preguntan los historiadores con ansiedad de qué modo se hubiera encaminado la civilización si el emperador filósofo hubiese obtenido una victoria, merecida por su constancia y su prudencia, sobre el Galileo. No es fácil rehacer la Historia; pero se adivina claramente que, vencedor Juliano, el politeísmo, ya entonces reducido a una especie de monoteísmo, más y más reformado con el tiempo, con las costumbres nuevas de las almas, tomara, por fin, la misma expresión moral que tiene ahora el cristianismo. Analice las ideas de los mayores revolucionarios y diga si uno solo, ni uno, hace innovaciones en la moral. Robespierre tuvo siempre, acerca de la virtud, las mismas ideas que sus maestros los curas de Arras.

»Usted es librepensador, amigo Mazure y supone usted al hombre obligado a buscar sobre la tierra la mayor suma posible de goces. El señor de Terremondre, católico, supone que vivimos aquí en expiación constante para ganar con el sufrimiento la gloria celestial; y, a pesar de la contradicción patente de sus creencias, tienen casi la misma moral el uno y el otro, porque la moral es independiente de las creencias».

—Usted se burla —dijo el señor Mazure— y me dan tentaciones de mandarle a paseo por toda respuesta. Las ideas religiosas entran por mucho en la formación de las ideas morales. La existencia de una moral cristiana es indudable. Pues bien: yo la repruebo.

—Pero, amigo mío —respondió el catedrático suavemente—, hay tantas morales cristianas como épocas atravesó el cristianismo y tantas como países ha subyugado. Las religiones, como los camaleones, toman el color de la tierra por donde pasan. La moral única para cada generación (y en esto consiste su sola unidad), cambia con los usos y costumbres, cuya representación exactísima puede ser la sombra que se agranda sobre una pared. De manera que la moral de los católicos actuales que tanto le irritan, es muy semejante a la moral de usted y muy diferente de la de un católico del tiempo de la Liga. No hablemos ya de los cristianos de las edades apostólicas, los cuales parecerían al señor de Terremondre seres monstruosos. Amigo mío, sea usted razonable y justo en lo posible: ¿en qué se diferencian esencialmente su moral de librepensador y la moral ordinaria de las gentes piadosas que van a misa? Ellos profesan la doctrina de la expiación, fundamento de su creencia, pero se indignan tanto como usted cuando un sacerdote intransigente y severo explica desde el púlpito esta doctrina. Creen saludable y grato a Dios el sufrimiento; pero ¿tiene usted noticia de que se martiricen? Usted ha proclamado la libertad de cultos; ellos contraen matrimonio con la hija de un judío y no achicharran al suegro. ¿Qué idea tiene usted que no tengan los católicos acerca de la unión de los sesos, acerca de la familia y acerca del matrimonio, como no sea que permite usted el divorcio, pero sin aconsejarlo? Ellos imaginan que desear a una mujer es pecaminoso. Las mujeres de los católicos, ¿asisten a los bailes y a los banquetes menos escotadas que las de los librepensadores? ¿Llevan para salir de paseos vestiduras que impidan admirar sus formas? ¿Recuerdan lo que dijo Tertuliano acerca del traje de las viudas? ¿Ocultan sus cabellos y se velan? Y ustedes, ¿no se conforman con las mismas costumbres? ¿Pide usted que las mujeres vayan desnudas porque sabe que no se cubrió Eva con la hoja de higuera cuando la maldijo Jehová? ¿Qué ideas opone usted a las ideas de los católicos acerca de la patria, que también ellos quieren servir y defender, como si no fuera su patria el cielo? ¿Y respecto al servicio militar obligatorio, al cual se someten? ¿Y de la guerra, que los hallaría dispuestos en cuanto los llamasen, a pesar de que Dios les dice: “No matarás”? ¿Es usted internacionalista o anarquista para disentir de los católicos en aspectos de la vida social tan importantes? ¿Qué ideas propias tiene usted? Hasta el duelo es admitido por su elegancia en las costumbres de unos y de otros, a pesar de que a ellos los curas y el rey se lo prohíben, y a usted la sensatez debiera prohibírselo, porque supone la increíble intervención de Dios. ¿No tienen ustedes idéntica moral acerca de la organización del trabajo, de la propiedad, del capital, de todo el sistema económico de la sociedad presente, cuyas injusticias y abusos padecen los unos y los otros? Es necesario que se declare usted socialista para que así no suceda, y cuando usted se decida, ellos lo serán también. Algunas desigualdades del antiguo régimen, que aún perduran, las tolera usted siempre que le son ventajosas; y, por otra parte, sus adversarios de fachada y de rutina admiten las consecuencias de la Revolución cuando se trata de recoger una fortuna que proviene de algún antiguo comprador de bienes nacionales. Ellos, como usted, aceptan el Concordato, y la propia religión los une.

»Como su fe no modifica sus afectos, viven, como usted mismo, apegados a esta existencia que debieran despreciar y a los bienes que pueden ser un obstáculo para la salvación de su alma. Por tener casi las mismas costumbres, unos y otros tienen la misma moral. Usted los ataca en asuntos que sólo importan a los políticos y que son ajenos a los intereses de la sociedad. Esclavos de las mismas tradiciones y sumergidos en las mismas tinieblas, mutuamente se devoran como los cangrejos en un cesto. Ante sus luchas de ratones y de ranas, resulta difícil tomar en serio sus teorías».

XVIII

María entró en la casa como la muerte. La señora de Bergeret comprendió al punto que los tiempos habían cambiado.

La joven Eufemia, que sentía por sus amos y por la casa de sus amos un afecto profundo, brutal, de que no se daba cuenta; una especie de fidelidad perruna, quedóse mucho rato sentada en la silla rota de la cocina, inmóvil y silenciosa, con los carrillos arrebolados. No lloraba, pero tenía fiebre. Se despidió de la señora con la serenidad de un espíritu rústico y religioso. Durante los cinco años que había servido en aquella casa padeció las violencias injuriosas y la infame avaricia de Amelia, que le regateaba los alimentos; ella tuvo, por su parte, rasgos de insolencia y de rebeldía; también murmuró de la señora en sus conversaciones con otras criadas; pero era cristiana, y en su corazón sabía honrar a sus amos como a su padre y a su madre. Con la voz enronquecida por el dolor, dijo:

—Adiós, señora. Ya rezaré por su felicidad. Me hubiera gustado mucho despedirme de las señoritas.

La señora de Bergeret, al mismo tiempo que la infeliz moza, sintióse despedida de aquella casa; pero creyó conveniente ocultar su emoción.

—Vete, hija mía. El señor te pagará el salario.

Después de ajustarle la cuenta el señor Bergeret, a vueltas con el dinero, ella lo pasaba y repasaba de una mano a otra, y removía los labios como si rezara. Sonó una por una las monedas, con la inquietud propia del que no distingue las falsas, y, al fin, guardó en su bolsillo aquella cantidad, toda su fortuna, debajo del pañuelo, bien sujeta con la mano.

Luego, dijo:

—Señor, usted ha sido siempre bueno para mí; pero hoy me despide de su casa.

—Me creías malo; me dijiste que me portaba mal —repuso el señor Bergeret—, y si prescindo en mi casa de ti es con sentimiento y por necesidad, mi buena Eufemia. Si de algo puedo valerte, lo haré con gusto; ya lo sabes.

Eufemia se restregó los ojos con el revés de la mano, sorbió, y dijo con ternura, mientras corrían por sus carrillos gruesas lágrimas:

—Aquí no es malo nadie.

Se retiró, y al cerrar la puerta, hizo el menor ruido posible.

El señor Bergeret se la imaginaba ya en casa de Deniseau, con su cofia blanca y su paraguas de algodón azul entre las rodillas, en un rincón de la sala, con los ojos fijos en la puerta, entre la triste muchedumbre de mujeres desacomodadas.

Y María, moza de un establo, que sólo había cuidado bestias, encogida y estúpida en la cocina de aquella casa de señores, contemplaba las cacerolas. No sabía guisar; no hizo en su vida más que sopas de aceite, y sólo entendía el dialecto de su región. Ni siquiera llevó referencias aceptables. Parece ser que se dejaba gozar por los pastores y que bebía mucho aguardiente.

La primera vez que abrió la puerta fue para el comendador Aspertini, que, de paso en la ciudad, iba a saludar a su amigo el señor Bergeret. Debió de producir una profunda impresión al erudito italiano la presencia de la campesina, porque apenas cambió con el señor Bergeret las rutinarias frases de cortesía, trató de la moza con el interés que inspira la fealdad cuando es mucha y terrible.

—Su criada, señor Bergeret —dijo el comendador—, me recuerda una expresiva figura que Giotto pintó en una bóveda de la iglesia de Assisa, cuando, inspirado en un terceto de Dante, representó «Aquella a quien nadie abre su puerta sonriente».

»Y a propósito —añadió el italiano—, ¿ha visto usted el retrato de Virgilio, en mosaico, que los franceses acaban de hallar en Argelia? Figura un romano con la frente deprimida y alargada, con la cabeza redonda y ancha la mandíbula inferior; no se parece al hermoso joven que nos pintan. El busto que durante mucho tiempo fue tenido por un retrato del poeta es, en realidad, una reproducción romana de un busto griego del siglo IV, y representa la imagen de un dios adorado en los misterios de Eleusis. Antes que nadie creo haber definido el verdadero carácter de aquella figura en la Memoria que redacté acerca del Niño Triptolemo. Pero ¿tiene usted noticias anteriores del Virgilio en mosaico, señor Bergeret?».

—A juzgar por la fotografía que yo vi —adujo el señor Bergeret—, el mosaico argelino copia un retrato que, sin duda, es digno de atención. Ese retrato parece ser el de Virgilio, y no creo inverosímil que reprodujera con exactitud sus facciones. Los humanistas italianos del Renacimiento, señor Aspertini, nos ofrecen al autor de la Eneida como un sabio. En las antiguas ediciones venecianas de Dante, que yo he hojeado en la Biblioteca, hay muchos grabados en madera que nos representan a Virgilio con la barba filosófica. Más recientemente se le atribuyó la belleza de un dios mozo. Ahora resulta con la mandíbula vigorosa y el cabello sobre la frente, a la moda romana. El concepto que su obra merece no es menos variado. Cada época literaria la interpretó a su manera, y son muchas y muy distintas las interpretaciones. Aun cuando se prescinda de los cuentos de la Edad Media, que suponen a Virgilio hechicero, las admiraciones que inspira el poeta de Mantua obedecen a criterios muy diferentes. Macrobio reconoció en Virgilio la sibila del Imperio. Dante y Petrarca estiman su filosofía. Chateaubriand y Víctor Hugo le consideran precursor del cristianismo. Yo le creo un hablista feliz, y sólo hallo en sus libros asunto para divagaciones filosóficas. Usted, señor Aspertini, admira en él un profundo conocimiento de las antigüedades romanas, y acaso éste sea el mérito mayor de la Eneida. Colgamos nuestras ideas en los antiguos textos; cada generación reviste de nuevo las obras clásicas, y así les comunica una inmortalidad mudable. Mi colega Pablo Stapfer ha escrito respecto a este asunto muy atinadas reflexiones.

—Muy atinadas —repitió el comendador Aspertini—. Pero no le inspira el derrumbamiento de las opiniones humanas ideas tan desoladoras como las de usted.

De este modo, aquellos dos hombres pacíficos y excelentes agitaban en su conversación imágenes de gloria y de belleza que engalanan la vida.

—¿No me dice usted nada —preguntó el comendador Aspertini— de aquel soldado latinista que me presentó aquí; de aquel estudiante que parecía saber lo que vale una gloria militar, puesto que desdeñaba los galones de cabo?

El señor Bergeret respondió, en frases concisas, que su discípulo Roux se había incorporado nuevamente al regimiento.

—En mi último viaje a esta ciudad —prosiguió el comendador Aspertini—, el día dos de enero, si no me equivoco, sorprendí a ese joven erudito en el patio de la Biblioteca y a la sombra del tilo, de charla con la hija del conserje, la cual tenía las orejas coloradas. Ya sabe usted lo que indica esto: sin duda, le oía con una inquietud amable. No contemplé jamás nada tan delicioso como aquella menuda concha carmínea que asomaba sobre un cuello blanquísimo. Fingí no verlos, por discreción y por no parecerme al personaje del filósofo pitagórico, que en el Metaponte desconcertaba la dicha de los enamorados. La tal muchacha es muy seductora, con el pelo rubio encendido, con el cutis muy suave, muy blanco, donde se transparenta un tenue sonrojo como si estuviera iluminado por dentro. ¿Se ha fijado usted en ella, señor Bergeret?

El señor Bergeret, que se había fijado bastante porque la muchacha era muy de su gusto, respondió afirmativamente con un gesto. Era comedido, se preocupaba mucho de su dignidad y le sobraba discreción para no permitirse libertades con la hija del conserje de la Biblioteca, pero el suave y transparente cutis, la figura sutil y flexible, y el atractivo de aquella criatura, más de una vez flotaron, incitantes y provocadores ante sus ojos mientras recorría las amarillentas páginas de Servio o de Domat.

Se llamaba Matilde, y se le suponía muy afectuosa con los buenos mozos. El señor Bergeret solía mostrarse indulgente para los enamorados, y, sin embargo, le desagradó pensar que Matilde se interesara por su discípulo Roux.

—Los vi a la caída de la tarde cuando iban a cerrar —prosiguió el comendador Aspertini—. Yo había copiado tres cartas inéditas de Muratori, tres cartas que no cita el catálogo. Al cruzar el patio, donde se hallan juntas las reliquias de los monumentos antiguos que hubo en esta ciudad, vi, a la sombra del tilo, cerca del pozo, no lejos de la estela de los Barqueros galorromanos, a la hija del conserje, a la criatura de cabellos rubios y encendidos, con los ojos bajos; mecía el manojo de llaves que tenía pendiente de la punta de un dedo y escuchaba las frases del estudiante discípulo de usted. Lo que le dijo no sería, sin duda, muy diferente de lo que dijo a la pastora el vaquero de Oaristis, y de las consecuencias de su discurso no era posible dudar. Comprendí que le daba cita. Gracias a la costumbre adquirida en la interpretación de los monumentos antiguos, pude interpretar de pronto la significación de aquel grupo.

—Señor Bergeret, no aprecio como quisiera los matices de su hermoso idioma; pero decir «moza» o «muchacha» no me parece bastante para designar a una criatura como la hija del conserje de la Biblioteca Municipal. Tampoco me atrevo a usar la palabra «doncella», que ha envejecido, ignoro por qué. Sería impropio llamarla «una joven». A mi juicio, sólo se le debe dar el nombre de «ninfa». Naturalmente, señor Bergeret, usted guardará en secreto lo que acabo de comunicarle acerca de la ninfa de la Biblioteca, temeroso de perjudicarla. Es preciso evitar que lleguen esas noticias a conocimiento del alcalde y de los bibliotecarios. Me desazonaría ocasionar un disgusto a su ninfa encantadora.

«Sí; en verdad es encantadora mi ninfa», pensaba el señor Bergeret.

Quedóse malhumorado, y no sabía en aquel momento qué reprocharle más a su discípulo Roux, si haber seducido a la hija del conserje o haber gozado a la señora de Bergeret.

—Su patria —dijo el caballero Aspertini— ha llegado a la mayor cultura intelectual y moral. Pero aún se resiente como consecuencia de la barbarie prolongada en que vivió sumergida; se resiente, repito, de indecisión, de apocamiento al juzgar lances y goces de amor. En Italia, el amor para los enamorados lo es todo; pero a nadie más le importa. La sociedad no se considera interesada en esas acciones que, realmente, sólo interesan a los que las ejecutan. Un concepto justo y equilibrado de la pasión y de la voluptuosidad nos preserva de ser hipócritas y crueles.

El comendador Aspertini continuó sus eruditas divagaciones acerca de varios asuntos de moral, de arte, de política. Luego se levantó para despedirse, y al ver a María en el recibimiento, se creyó obligado a decir al señor Bergeret:

—Le ruego que no se agravie por lo que antes dije de su cocinera. También Petrarca tuvo una criada espantosamente horrible.

XIX

Desde que le quitó el manejo de la casa a la «suprimida» señora, el señor Bergeret lo disponía todo, y todo lo disponía mal. Es cierto que la criada nueva no pudo cumplir sus órdenes por no haberlas comprendido; pero como se impone hacer algo, y la vida es movimiento, María no paraba, y su roma imaginación le inspiraba las determinaciones más enfadosas y los actos más desatinados; no era extraordinario que finalizaran sus bríos en una borrachera. Un día que bebió el alcohol de quemar, estuvo cuarenta horas tumbada, inmóvil en el suelo de la cocina. Sus letargos eran terribles, y al volver en sí, cada movimiento suyo producía una catástrofe. Hizo lo que nadie hubiera hecho: rajar con una palmatoria el mármol de la chimenea. Todo lo guisaba en la sartén con chirridos abrumadores, y llenaba la casa de humo grasiento, irrespirable. No se podían comer sus guisos.

La señora de Bergeret, sola en la estancia conyugal, gritaba con furia y lloraba con dolor sobre las ruinas de su hogar. Su desventura tomó formas nuevas, imprevistas, que le crispaban y contradecían su espíritu de orden. Todo iba de mal en peor. No recibía ningún dinero del señor Bergeret, el cual, poco antes le daba mensualmente su paga íntegra, sin reservarse siquiera para fumar; y como Amelia gastó mucho en vestirse para ser agradable a Roux en su período voluptuoso, y más aún después, cuando se dedicó a ganarse la simpatía de las gentes haciendo visitas a todo el mundo, comenzó a recibir recados apremiantes de la costurera y de la modista. La casa de confecciones de Achard, que no la trataba como a una dienta antigua, lanzó contra ella una demanda judicial, y la hija de los Pouilly, consternada, estremecióse una tarde al recibir el pliego de papel sellado. Reflexionó que tantas desdichas eran la consecuencia inesperada, pero indudable, de su desliz, y dedujo la importancia del adulterio. Recordaba entonces, confusa, todo lo que le enseñaron en su juventud acerca del crimen incomparable, único, al cual acompaña la vergüenza que nunca fueron impuestas a la envidia, a la codicia ni a la crueldad.

Junto a la cama, en pie, al acostarse, Amelia entreabría su camisón, y con la barba hundida en el cuello contemplaba un instante las dilatadas formas de sus pechos y de su vientre, que, recubiertos por la batista, daban la impresión de un hacinamiento de almohadones de blancura suave, dorada por los reflejos del quinqué. Y, sin preocuparse de su belleza —porque ignoraba el desnudo y sólo comprendía las formas de figurín—, sin envanecerse ni lamentarse de su figura, sin despertar memorias de voluptuosidades gozadas, heríala una inquietud, una turbación, a la vista de aquella carne, cuyas emociones íntimas produjeron tan tristes consecuencias domésticas y sociales.

Comprendía que un acto natural, sencillo, al ser juzgado, adquiere una importancia enorme; porque su alma era moral y religiosa, bastante metafísica para no dudar acerca del valor absoluto de una sota o de un as en los juegos de naipes. No sentía remordimientos, por falta de imaginación, porque tuvo siempre una idea razonable de Dios y porque se creía de sobra castigada. Pero sin hacer objeciones al supuesto de que resida el honor de la mujer donde generalmente se le supone y sin lanzarse a la monstruosa empresa de trastornar la moral universal para confeccionarse una inocencia escandalosa, vivía desasosegada, intranquila y sin gozar un momento de la paz interior.

Sus tribulaciones la hostigaban con el misterio de su duración indefinida. Se ofrecían continuamente como el bramante rojo del ovillo encerrado en una caja de madera, sobre el mostrador de la señora Magloire en su confitería de la plaza de San Exuperio. La señora Magloire tiraba del bramante que asomaba por un orificio, para atar uno tras otro innumerables paquetes de golosinas; la señora de Bergeret ignoraba cuándo llegaría el término de su desventura, que su tristeza y su arrepentimiento adornaban con cierto encanto misterioso.

Por la mañana, con los ojos fijos en la ampliación de un retrato de su padre, que murió al año de casarla con Bergeret, llorosa, pensaba en su niñez, en las blancas tocas de su primera comunión, en los paseos de los domingos, cuando merendaban un vaso de leche recién ordeñada sus primas las Pouilly del Diccionario y ella; también pensaba en su madre, que aún vivía, muy anciana ya, en su pueblo natal: un pueblo del Norte, al otro extremo de Francia. El padre de Amelia, Víctor Pouilly, autor de una edición muy estimable de la Gramática de Lhomond, tuvo en su vida una elevada idea de su dignidad social y de sus méritos intelectuales.

Oprimido y protegido por su hermano mayor, el famoso Pourlly del Diccionario sometido a la disciplina universitaria, se desquitaba con el resto de los mortales, orgulloso de su nombre, de su Gramática y hasta de su reuma —que no era flojo—. Su actitud expresaba la dignidad propia de un Pouilly; su retrato parecía decir: «Hija mía; ignoro, quiero ignorar todo aquello que no es decente ni digno en tu conducta. Piensa que todos tus males proceden de haberte dado un marido inferior a ti. Yo me propuse elevarlo a mi altura, y nada logré. Luciano Bergeret es un hombre ineducable. Tu falta capital y el origen de todas tus amarguras ha sido tu matrimonio, hija mía». Y la señora de Bergeret saboreaba este discurso, la prudencia y la bondad de aquellas palabras paternales fortalecían un poco su ánimo decaído. Sin embargo, cedía insensiblemente a su contraria fortuna. Suspendió sus visiteos, en los que había fatigado la curiosidad con sus monótonas inculpaciones matrimoniales. Ya se sospechaba, hasta en casa del rector, que las noticias referentes a Amelia y a Roux no eran fábulas. Aburría, y le hicieron comprender su difícil posición ante las insistentes murmuraciones. Ya sólo conservaba simpatías en casa de la señora Dellion, que hizo de la mujer del catedrático una imagen alegórica de la vida abatida por la desgracia. La señora Dellion, de otra clase social, se permitía compadecerla, estimarla y admirarla; pero no se dio el gusto de recibirla. Así, pues, quedóse la señora de Bergeret sola y desventurada, sin marido, sin hogar, sin hijas y sin dinero.

Una vez más trató de recobrar sus derechos. Fue al día siguiente de una fecha muy dolorosa y triste. Después de sufrir las reclamaciones insultantes de Rosa la modista, del carnicero Lafolie y de averiguar que María, la criada, se guardó tres francos y sesenta y cinco céntimos destinados a la planchadora, la señora de Bergeret acostóse tan atribulada y dolorida, que no le fue posible dormir.

Sus infortunios la inclinaban al romanticismo, y en la oscuridad nocturna imaginó que María la envenenaba por mandato del señor Bergeret. Al amanecer se disiparon sus terrores confusos. Vestida con cierta pulcritud, se decidió a entrar, suave y afectuosa, en el estudio de su marido.

Su decisión imprevista encontró la puerta entornada.

—¡Luciano! ¡Luciano! —dijo.

Invocó el cariño de sus hijas inocentes, rogó, suplicó, expresó acertados juicios acerca de la situación lamentable de la casa, prometió para lo sucesivo ser buena, fiel, económica y sumisa; pero no pudo arrancar de los labios del señor Bergeret ni una palabra. Se arrodilló, gimió, se retorció los brazos, antes imperiosos. El señor Bergeret no se dignó ver ni oír nada.

Amelia puso a sus pies una Pouilly; Luciano cogió el sombrero para marcharse, y entonces ella, erguida, con el puño enarbolado y los labios palpitantes de cólera, completamente fuera de si, le dijo:

—No te quise nunca, ¿sabes?, ¡nunca! Ni al casarme contigo. Eres feo, eres ridículo, eres… ¡cualquier cosa! Todo el mundo te conoce bien: eres un estólido; sí, un estólido.

Esta palabra, que Amelia sólo había oído al Pouilly del Diccionario, muerto veinte años antes, se le ofreció de pronto maravillosamente. Amelia no atribuía ningún sentido a esa palabra, pero la supuso muy provocativa y molesta, y la repitió varias veces a gritos, mientras el señor Bergeret bajaba la escalera:

—¡Estólido! ¡Estólido!

Fue la última tentativa.

Y a los quince días se presentó de nuevo a su marido, tranquila, resuelta:

—No puedo sufrir más —le dijo—. Tú lo quisiste. Me voy con mamá. Envíame a Mariana y a Julia. Te dejo a Paulina.

Paulina era la mayor, la que recordaba la fisonomía de Bergeret, aquella con quien él simpatizó siempre.

—Supongo —añadió la señora— que señalarás una pensión decente a tus dos hijas menores. Yo no quiero nada tuyo, nada.

Mientras reflexionaba lo que había logrado con su prudente constancia, el señor Bergeret procuró contener su alegría, temeroso de que, al verle satisfecho, Amelia se arrepintiera de una decisión que él juzgaba muy agradable.

Y no dijo ni una palabra; pero meneó la cabeza en señal de asentimiento.


Publicado el 25 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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