El Olmo del Paseo

Anatole France


Novela



I

El salón gris perla, donde recibía las visitas el cardenal-arzobispo, estaba guarnecido con maderas talladas, y fue decorado en tiempo de Luis XV. Descansaban sobre los ángulos de la cornisa figuras de mujer entre varios trofeos. El espejo de la chimenea, rajado transversalmente, se hallaba cubierto, en su parte baja, por un terciopelo carmesí, sobre el que realzaba su blancura nivea una imagen de Nuestra Señora de Lourdes con su lucido manto azul. Suspendidos en las paredes veíanse retratos en colores de Pío IX y León XIII, bordados y esmaltes devotos en marcos de peluche grosella, recuerdos vaticanos o de piadosas damas. Había sobre las consolas, doradas, modelos en yeso de iglesias góticas o romanas; el cardenal-arzobispo era muy aficionado a las obras de arquitectura; se hubiera pasado la vida construyendo edificios. Del florón central colgaba una lucerna merovingia, cuyo dibujo era obra del señor Quatreberbe, arquitecto diocesano y caballero de la Orden de San Gregorio.

Monseñor, junto a la chimenea, recogiéndose la sotana para calentarse, dictaba una pastoral, mientras el padre Goulet su vicario, escribía sobre una mesa grande con incrustaciones de concha y de latón, al pie de un crucifijo de marfil: «Para que nada pueda turbar ni arrebatarnos los goces del Carmelo…».

Monseñor dictaba maquinalmente, sin mística unción. Hombre de menguada estatura, erguía su cabezota y su rostro envejecido; sus facciones eran vulgares, ordinarias; pero se advertía en ellas cierto imperio, una especie de superioridad, seguramente adquirida por el ansia y la costumbre de ser obedecido.

—«… los goces del Carmelo…». Continúe usted expresando sentimientos de concordia, respeto, cordura y sumisión a los poderes que rigen… Amóldese al espíritu, que ya conoce, de otras pastorales mías.

El padre Goulet, alzando la cabeza, pálida y fina, coronada por un hermoso pelo, rizado como una peluca Luis XIV, dijo:

—¿No sería conveniente ahora mostrar alguna reserva en cuanto se refiere a las autoridades civiles, quebrantadas por luchas y desacuerdos, incapaces de ofrecer una seguridad, una satisfacción de que no disfrutan? Sin duda, monseñor, habrá observado que la decadencia del régimen parlamentario…

El cardenal-arzobispo inclinó la cabezota, oscilante:

—Sin reservas, padre Goulet, sin reservas de ningún género. Admiro y respeto su mucha sabiduría y su exaltada piedad; pero el viejo prelado puede aún darle ciertas lecciones de prudencia, muy necesarias, mientras la muerte no le arrebate de las manos el gobierno de la diócesis, entregándolo a tan batalladoras energías. ¿No hay motivos más que suficientes para que nos mostremos agradecidos al señor prefecto Worms-Clavelin, que mira con buenos ojos nuestras fundaciones y nuestras obras? ¿No sentamos a nuestra mesa, mañana mismo, al general jefe de la división y al presidente de la Audiencia? Y, antes de que se me olvide, ¿qué les daremos de comer?

El cardenal-arzobispo examinó minuciosamente la lista de platos, la corrigió, la varió y añadió, recomendando con insistencia que no dejasen de pedir unas perdices a Rivoíre, cazador de la Prefectura.

Un criado entró, presentándole una tarjeta sobre una bandejita de plata.

Después de leer el nombre del reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, dijo monseñor a su vicario general:

—Apuesto a que viene contra el padre Guitrel; de seguro.

El padre Goulet se levantó para retirarse; pero monseñor le detuvo.

—Quieto. Le invito a oír al reverendo padre Lantaigne, que goza fama de ser el más elocuente orador de la diócesis. Porque, si nos fiáramos de lo que dice la opinión pública, pensaríamos que predica mejor que usted. Pero yo no lo creo. Aquí, en confianza, le diré que no me convencen su frase ampulosa y su ciencia infusa. Razona de una manera que… aburre, y por eso no quiero que me deje usted solo; ayúdeme a librarme, lo antes posible, de su visita.

Al entrar en el salón, un sacerdote alto, corpulento, grave, sencillo, meditabundo hizo una reverencia.

—¡Buenos días, reverendo padre Lantaigne! —dijo monseñor, alegremente—. Al punto de anunciarse, hablábamos de usted, del predicador más elocuente de la diócesis; y bastaría su Cuaresma en San Exuperio para demostrar excepcionales condiciones oratorias y extraordinarios conocimientos. El reverendo padre Lantaigne se turbó. Era sensible al elogio, único punto del orgullo por donde podía llegarle a su alma el enemigo.

—Monseñor —dijo con el rostro agraciado por una sonrisa, que se desvaneció pronto—, el concepto que merecí a su eminencia me fortalece y endulza el principio de una conversación penosa. Es una queja lo que ofrece a los oídos paternales de su eminencia el rector del Seminario.

Monseñor le interrumpió:

—Dígame, reverendo padre Lantaigne: ¿se han impreso los sermones de su Cuaresma en San Exuperio?

—La Semana Católica de la diócesis publicó un extracto. Me conmueven, monseñor, las atenciones que se digna conceder a mis trabajos apostólicos. ¡Ay! Hace muchos años que predico la fe. Ya en mil ochocientos ochenta podía cederle al padre Roquette, que ha llegado a obispo, algún sermón cuando me sobraban encargos.

—¡El padre Roquette! —dijo monseñor, sonriente—. Yendo el año pasado, ad limina apostolorum, lo conocí; entraba lleno de júbilo en el Vaticano. A los ocho días encontréle orando en la basílica de San Pedro; buscaba en la oración lenitivo a la pena que le produjo no conseguir el capelo.

—Y, ¿a santo de qué —preguntó el padre Lantaigne, haciendo vibrar sus palabras como latigazos—, a santo de qué iban a cubrir con la púrpura cardenalicia los hombros de un infeliz, adocenado por sus costumbres, nulo por la doctrina, ridículo por su torpeza intelectual y sólo recomendable por haber comido junto al señor Presidente de la República en un banquete de francmasones? El padre Roquette se asombraría de ser obispo si para verse pudiera remontarse por encima de su propio nivel. Atravesamos tiempos difíciles, de cara a un futuro oscuro, de dulces promesas y terribles amenazas, y convendría formar un clero poderoso por su carácter y por su ciencia. Precisamente, monseñor, el objeto de mi visita no es otro que hablar a su eminencia de un sacerdote incapaz de resistir el peso de sus difíciles obligaciones, una especie de padre Roquette, un profesor del Seminario, el padre Guitrel…

Monseñor interrumpióle riendo, como si una ocurrencia importuna, de pronto, le hubiera distraído, y preguntó si el padre Guitrel estaba ya en camino de obtener una mitra.

—¡Qué idea, monseñor! —exclamó el padre Lantaigne—. Si ese hombre ocupara, por intrigas, una silla episcopal, veríamos resurgir los tiempos de Cantinos, cuando un prelado indigno degradaba la silla de San Martín.

El cardenal-arzobispo, acurrucado en su butaca, dijo plácidamente:

—Cantinos, el obispo Cantinos… —por primera vez oía pronunciar ese nombre—. Cantinos, que ocupó la silla de San Martín… ¿Está usted seguro de que su conducta era tan desastrosa como se dice? Es un punto interesante de la historia eclesiástica de las Galias, y tengo curiosidad por conocer la opinión que le merece a un sabio tan discreto como usted, padre Lantaigne. Veamos.

El rector del Seminario se irguió.

—Monseñor, las afirmaciones de Gregorio de Tours merecen absoluto crédito. El sucesor del bienaventurado San Martín derrochó en sus lujos los tesoros de la basílica, de tal manera, que al poco tiempo de su administración, todos los cálices habían ido a parar a manos de los judíos. Y si he mencionado a Cantinos, cuando trataba del infeliz padre Guitrel, hícelo porque hay semejanzas entre uno y otro. El padre Guitrel arrebaña los objetos preciosos, maderas talladas, vasos artísticamente cincelados que aún hay en las iglesias de los pueblos bajo la custodia inútil de cofradías ignorantes, y todo lo adquiere para ofrecérselo a los judíos.

—¿Para ofrecérselo a los judíos? —preguntó monseñor—. ¿Qué dice usted?

—Para ofrecérselo a los judíos —insistió el padre Lantaigne—, para enriquecer los salones del prefecto Worms-Clavelin, israelita y francmasón. La señora gusta mucho de objetos antiguos; por mediación del padre Guitrel ha podido adquirir unas capas pluviales, conservadas en la sacristía de la iglesia de Lusancy durante más de tres siglos, y ha forrado con ellas unos almohadones y unos taburetes.

Monseñor bajó la cabeza.

—Unos taburetes y unos almohadones… Pero si la venta de los ornamentos retirados ya del culto se hizo autorizadamente… no veo la semejanza entre Cantinos y el padre Guitrel, ni que sea un crimen espantoso comprar lo que su dueño vende. No hay motivo para venerar como reliquias de santos unas capas pluviales que usaban en tiempos remotos los humildes curas de Lusancy. No es un sacrilegio vender antiguallas ni forrar con ellas almohadones y taburetes.

El padre Goulet, que, desde un principio, inmóvil y silencioso, mordía el mango de la pluma, no pudo contener una exclamación. También deploraba que las iglesias fuesen despojadas de todas las preciosidades artísticas por los infieles. El rector del Seminario prosiguió enérgicamente:

—Dejemos aparte, monseñor, ya que lo juzga de otra manera, el tráfico a que se haya entregado el amigo del señor prefecto israelita Worms-Clavelin, y permítame que formule contra el padre Guitrel, profesor del Seminario, dos quejas, dosacusaciones. Yo le acuso, en primer lugar, por sus doctrinas, y en segundo lugar, por sus costumbres. Apoyo mi acusación primera en cuatro motivos, a saber…

El cardenal-arzobispo extendió los brazos como para defenderse contra un chaparrón de razonamientos.

—Reverendo padre Lantaigne, hace rato que veo al señor vicario general mordisqueando la pluma; comprendo su impaciencia. El impresor aguarda nuestra pastoral, que debe ser leída el domingo en todas las iglesias de la diócesis. Perdone si antepongo a todo lo demás la redacción de un documento que puede servir de alguna utilidad y de algún consuelo a nuestros párrocos y a nuestros feligreses.

El reverendo padre Lantaigne, saludando, se retiró muy triste, y cuando el cardenal-arzobispo supuso que ya no les oía, dijo al padre Goulet:

—Ignoraba yo que sea tan amigo del prefecto el padre Guitrel, y agradezco al rector del Seminario esta noticia. El padre Lantaigne tiene una sinceridad incomparable; me agradan su franqueza y su rectitud. Con él sabe uno siempre adonde va… y —rectificó— adonde puede ir.

II

El reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, trabajaba en su gabinete, cuyas paredes, blanqueadas con cal, estaban revestidas en sus tres cuartas partes por estanterías de pino sin barnizar, llenas de libros; toda la Patrología de Migne, las ediciones económicas de Santo Tomás de Aquino, de Baronio y de Bossuet. Una virgen, semejante a la de Mignard, coronaba la puerta, en un marco dorado, viejo y con desconchaduras. Sillas, nada envidiables ni tentadoras, con asientos de crin, descansaban sobre los rojos ladrillos, al pie de las ventanas, por las cuales, y a través de las cortinas de algodón, entraba el vaho desapacible del refectorio.

Encorvado sobre su mesita de nogal, hojeaba el rector las notas de comportamiento que le iba presentando el padre Perruque, prefecto del Seminario.

—Veo —dijo el padre Lantaigne— que han vuelto a encontrarse golosinas en la celda de un educando. Tales infracciones reprodúcense con demasiada frecuencia.

En efecto: solían esconder los seminaristas pastillas de chocolate entre los libros de estudio. A esto lo llamaban la «teología del cacao». Por las noches reuníanse dos o tres en una celda para saborear aquel requisito.

El padre Lantaigne aconsejó al prefecto de estudios que impusiera fuertes castigos.

—No debe tolerarse nunca el desorden, y mucho menos cuando podría ser origen de faltas más graves.

Pidió las notas de la clase de Elocuencia; pero al presentárselas el padre Perruque, apartó la vista el rector, angustiado, al pensar que la Elocuencia Sagrada tuviera en el Seminario por maestro a un sacerdote cuyas costumbres y cuya doctrina dejaban mucho que desear, y dijo para sus adentros: «¿Cuándo tendremos la fortuna de que vea claro el cardenal-arzobispo en la deplorable conducta del padre Guitrel?».

Luego, ahuyentando esta preocupación amarga, tuvo que sentir las amarguras de otra preocupación.

—¿Y Piedagnel? —dijo.

Hacía dos años que Fermín Piedagnel no cesaba de causarle inquietudes. Hijo único de un zapatero que tenía su barraca entre dos contrafuertes de San Exuperio, era, por su clarísima inteligencia, el más brillante alumno de la casa. De carácter sosegado, su conducta no merecía reproche. Tímido y débil, ni la curiosidad ni las tentaciones debieron de poner en peligro la pureza de sus costumbres. Pero carecía de intuición teológica y de vocación sacerdotal; ni siquiera su fe religiosa estaba del todo arraigada. Gran conocedor de almas, al padre Lantaigne no le atemorizaron jamás en los jóvenes educandos las crisis violentas y saludables a veces, que amortiguaba la Divina Gracia; pero le daban mucho que temer esas languideces de un alma suavemente indócil; creía difícil evitar su caída cuando tranquilos razonamientos la inclinaban poco a poco hacia la irreligión. Esto acontecía con el inteligente hijo del zapatero. El padre Lantaigne, por sorpresa, por uno de aquellos bruscos artificios habituales en él, pudo examinar hasta un espíritu prudente y reservado. Entonces advirtió con asombro que Fermín sólo retuvo de todas las enseñanzas del Seminario las elegancias de latinidad, la destreza sofística y una especie de misticismo romántico; y le consideró en adelante un ser débil y temible, infeliz y malvado. A pesar de todo, le quería; le quería con ternura; era su preferido; le agradaba su ingenio, la flor del Seminario; le agradaba su manera de hablar, su frase correcta y expresiva; le agradaba también la incertidumbre de aquellos ojos miopes, vagos, que no podían resistir el sol. Se complacía con frecuencia imaginándole víctima de las enseñanzas del padre Guitrel, cuya pobreza intelectual y moral —a su juicio— debían ofender y descorazonar a un educando tan perspicaz e inteligente. Y luego imaginaba que, mejor atendido en lo por venir, el muchacho encauzaría sus pensamientos, y si era débil para ofrecer a la Iglesia un caudillo bien pertrechado con las necesarias energías, era bastante para convertirse con el tiempo en un Péreyve o en un Guerbert, para prestar a la Religión el apoyo que la prestaron esos dignos clérigos de corazón maternal. Pero, incapaz de adormecerse con ilusiones halagadoras, el padre Lantaigne desvanecía pronto esa esperanza incierta, viendo en el joven Fermín un Guéroult o un Renán; y un sudor angustioso helaba su frente. Su temor consistía, instruyendo a esta clase de alumnos, en que acaso preparaba enemigos terribles para la fe. Sabía de sobra que dentro del templo se forjaron los martillos que destruyeron el mismo, y con frecuencia razonaba: «Es tanto el poder de la disciplina teológica, que sólo a ella es dable formar terribles impíos; un incrédulo que no haya recibido nuestra educación carece de fuerza y de armas para el triunfo del mal. Sólo de nuestra enseñanza se deriva toda ciencia, y hasta la blasfemadora impiedad».

A la turba de los educandos exigía solamente aplicación, rectitud y obediencia, preocupándose nada más de hacer con ellos buenos oficiantes; pero en los elegidos lo temía todo: la curiosidad, el orgullo, la perspicacia intelectual y hasta las virtudes que han perdido los ángeles.

—Padre Perruque —dijo de pronto—, veamos las notas del educando Piedagnel.

Con el pulgar de la mano derecha humedecido, el prefecto de estudios hojeó los papeles, y al cabo subrayó con su dedo índice, cuya uña llevaba una orla negra, estas observaciones:

1. El señor Piedagnel hace preguntas inconvenientes.
2. El señor Piedagnel es propenso a la tristeza.
3. El señor Piedagnel rehuye todo ejercicio muscular.

El rector balanceaba la cabeza. En la margen de otra hoja leyó:

El señor Piedagnel ha razonado mal un ejercicio acerca de la unidad de la fe.

—¡La unidad! —exclamó entonces el padre Lantaigne—. La unidad: eso no le ha cabido nunca en la cabeza. Y, sin embargo, es el concepto que más raíces debe tener en el entendimiento de un sacerdote; porque no es posible poner en duda que dicho concepto lo inspira Dios, y es, por decirlo así, la forma en que se revela más claramente a los hombres.

Dirigió al rostro del padre Perruque su mirada profunda y negra.

—Este concepto de la unidad de la fe, padre Perruque, me sirve de piedra de toque para conocer la virtud o falsedad de las almas. Las inteligencias más elementales, cuando no Perdieron la rectitud en sus juicios, deducen de la idea de unidad consecuencias lógicas, y los más hábiles, en ese principio cimentan una consoladora filosofía. Tres sermones completos he consagrado a explicar la unidad de la fe, y no he agotado la materia; podría seguir explicándola en muchos sermones más.

Continuó leyendo:

«El señor Piedagnel ha copiado en un cuaderno que guardaba en su pupitre, donde aparecen de su puño y letra, fragmentos de poesías eróticas de Leconte de Lisie, de Paul Verlaine y de varios autores más, todos libertinos; y la elección de los asuntos corrobora las intenciones poco piadosas de quien los ha recogido».

Empujó bruscamente las notas.

—Lo que hace falta —exclamó dolorido— no es inteligencia ni conocimientos; lo que hace falta es intuición teológica.

—Reverendo padre —dijo el prefecto—, el ecónomo quisiera consultarle asuntos urgentes. El contrato de Lafolie para el abastecimiento de carnes acaba el día quince, y como lo que nos ha servido Lafolie deja mucho que desear, el ecónomo quisiera preguntar al reverendo padre rector qué se decide.

—Haga entrar al ecónomo —dijo el padre Lantaigne.

Y cuando el padre prefecto se fue, apoyando la cabeza entre las manos, el rector suspiraba:

«O quando finieris et quando cessabis universa vanitas mundi? Lejos de ti, Dios mío, ¿qué somos los hombres? No hay crímenes tan horrorosos como los que se cometen contra la unidad de la fe. ¡Inclina, Señor, todas las inteligencias hacia esa unidad gloriosa!».

Después de almorzar, cuando el rector atravesó el patio, a la hora de recreo, los seminaristas jugaban a la pelota. Se agitaban los rostros encendidos asomando sobre la negrura del traje talar, como si agarrotaran las cabezas mangos de cuchillos negros; rimando contorsiones violentas oíanse gritos desentonados, frases pronunciadas en todos los dialectos rurales de la diócesis. El prefecto de estudios —el padre Perruque—, recogiéndose la sotana, tomaba parte, con frecuencia, en el juego, con el ardor propio de un campesino encarcelado; ebrio de gozo, de aire, de movimiento, con un atlético puntapié lanzaba la inmensa pelota de cuero a gran altura.

Viendo al superior, suspendieron la partida; el padre Lantaigne hizo una señal para que prosiguieran, y avanzó entre las dos filas de pobres acacias que bordeaban el patio por la parte de la muralla y de la campiña. Tropezóse con tres educandos que, de bracete, paseaban y discutían. Por emplear de aquel modo la hora de recreo, los llamaban los «peripatéticos». El padre Lantaigne llamó al menor de los tres, un adolescente pálido, encogido; revelábase cierta ironía en sus labios finos y timidez en sus ojos. El muchacho hallábase distraído, y su compañero tuvo que advertirle:

—Piedagnel, te ha llamado el rector.

Piedagnel se acercó al padre Lantaigne, saludando con una cortedad casi graciosa.

—Hijo mío —le dijo el rector—, ¿quisiera usted ayudarme la misa mañana?

El joven se ruborizó. Era una preferencia muy codiciada entre los colegiales la de ayudarle al rector la misa.

El padre Lantaigne, llevando su devocionario bajo el brazo, salió por el postigo que se abre sobre la campiña, y tomó el camino acostumbrado en sus paseos, un camino polvoriento, bordeado por cardos y ortigas, al pie de las murallas.

Reflexionaba:

«¿Qué sería de esa pobre criatura si de pronto lo arrojásemos de aquí, solo, en la calle, inútil para el trabajo manual, enfermizo, débil y temeroso? ¡Y qué desolación en la barraca de su padre, viejo y lisiado!».

Avanzaba por el árido camino. Al llegar a la Cruz de la Misión se quitó el sombrero, y, secándose la frente sudorosa, dijo en voz baja:

—Dios mío, inspírame lo más acertado, aunque sacrifiques mi paternal corazón.

A la mañana siguiente, serían las seis y media cuando el padre Lantaigne acababa de rezar su misa en la capilla severa y solitaria. En uno de los altarcitos laterales, un sacristán viejo adornaba con rosas de papel unos floreros de porcelana, bajo la dorada imagen de San Josc. Una opaca luz difundíase perezosamente, y la lluvia golpeaba los cristales empañados. El oficiante, en pie, a la derecha del altar, leía el último Evangelio.

—El Verbum caro factum est —dijo, doblando la rodilla.

Fermín Piedagnel, que ayudaba la misa, se arrodilló al mismo tiempo sobre el escalón, junto a la campanilla: luego se levantó, y, acabado el rezo, dirigióse a la sacristía guiando al sacerdote.

El padre Lantaigne depositó el cáliz con el corporal, aguardando a que le ayudara el acólito a quitarse los ornamentos sacerdotales. Fermín Piedagnel, sensible a las influencias misteriosas de todo, sentía el encanto de aquella escena tan sencilla en la forma, y, sin embargo, sagrada. Su espíritu, penetrado entonces por una unción apacible, saboreaba con ternura la grandeza familiar del sacerdocio. No había sentido nunca tan irresistibles deseos de ordenarse y celebrar a su vez el santo sacrificio. Habiendo besado y doblado primorosamente la casulla y el alba, hizo al padre Lantaigne una profunda reverencia, dispuesto a retirarse; pero el rector del Seminario indicóle, con una seña, que aguardara, y lo miró con tanta nobleza y dulzura, que Fermín recibió aquella mirada como un regalo piadoso y como una bendición. Después de un largo silencio, dijo el rector:

—Hijo mío, celebrando esta misa que usted me ayudaba, recé para que Dios me inspirase; y Dios me da fuerzas para cumplir con mi deber. Fermín Piedagnel, ya no es usted alumno del Seminario.

Oyéndolo, quedóse Fermín como estúpido; le pareció que se hundía el suelo. Sus ojos, llenos de lágrimas, avizoraban, temerosos, el camino desierto, la lluvia, una existencia miserable y trabajosa. Le producían espanto su flaqueza y timidez.

Miró al padre Lantaigne. La dulzura de su resolución, la tranquila firmeza, la quietud inalterable de aquel hombre le irritaron. De pronto, un sentimiento brotó y se arraigó en su alma: el odio al clero; un odio implacable y fecundo; un odio tal, que sería suficiente para llenar toda su vida.

Sin decir una palabra, se alejó a grandes pasos.

III

El padre Lantaigne, rector del Seminario de***, dirigió a monseñor el cardenal-arzobispo la carta siguiente:


Monseñor:

Cuando el día 17 del mes de julio tuve la honra de ser escuchado por su eminencia, temí abusar de sus bondades paternales y de su mansedumbre pastoral exponiéndole con amplitud necesaria el asunto de que fui a enterarle. Pero como este asunto corresponde a su elevada y santa jurisdicción e interesa no poco al gobierno de una diócesis que figura entre las más antiguas y hermosas regiones de la Galia católica, me creo muy obligado a exponer los hechos que la rectitud vigilante de su eminencia debe juzgar con el pleno conocimiento que reclaman de consuno su autoridad jerárquica y sus muchas luces.

Presentando a su eminencia tales hechos cumplo un deber ineludible que pudiera calificar de penoso para mi corazón si yo ignorase que un deber cumplido es manantial inagotable de consuelos para un alma, y que no es mérito suficiente obedecer a Dios cuando se discute o se retarda el acto de obediencia.

Los hechos que voy a comunicarle, monseñor, se refieren al padre Guitrel, profesor de Elocuencia Sagrada en el Seminario. Procuraré trasladarlos con la mayor concisión y exactitud posibles.

Refiéreme: primero, a la doctrina; segundo, a las costumbres del padre Guitrel.

Comenzaré por los referentes a la doctrina.

Leyendo los apuntes que sirven de texto a sus lecciones de Elocuencia Sagrada, he observado varias opiniones que no concuerdan con la tradición de la Iglesia.

Primero. Condenando el padre Guitrel, en sus conclusiones, los comentarios a la Santa Escritura hechos por incrédulos y por los que se dicen reformadores, no los rechaza en su principio y en su origen, y esto constituye un error lamentable. Porque, habiendo sido confiada la custodia de los libros sagrados a la Iglesia, la Iglesia es la única intérprete posible de las Escrituras que sólo ella guarda.

Segundo. Seducido por el ejemplo de un religioso que aspiró a los aplausos del mundo, el padre Guitrel se propone reconstruir las escenas del Evangelio valiéndose de una supuesta pintura del «medio» y de la falsa psicología, de la cual hicieron los autores alemanes buen acopio; y no repara en que, avanzando por el camino de los incrédulos, bordea el abismo donde se precipitaron. Fatigaría inútilmente la venerable atención de su eminencia poniendo ante sus ojos piadosos aquellos lugares de las lecciones del padre Guitrel donde se describen, con una puerilidad lastimosa y entresacando referencias de viajeros, «las barquichuelas del lago de Tiberíades», y con una falta inconcebible y reprobable de respeto y decoro, «estados de alma» y «crisis psicológicas» de Nuestro Señor Jesucristo.

Estas novelerías inconvenientes y estúpidas, censurables para toda persona de regulares principios, no serían tolerables ni en un seglar, preceptor de jóvenes israelitas. Con estos antecedentes, me produjo más aflicción que sorpresa enterarme de que un alumno de lo mejor de la casa —y al cual me vi obligado a expulsar por sus malas inclinaciones— calificase al profesor de Elocuencia de «sacerdote de fin de siglo».

Tercero. El padre Guitrel se apoya con punible complacencia en las improbables afirmaciones de Clemente de Alejandría, que no figura en el martirologio. Esto pone de relieve la dañina ligereza de su criterio, seducido por el ejemplo de los llamados espiritualistas, que suponen haber hallado en los Estrómatas una interpretación simbólica de los misterios más fundamentales de la fe cristiana. Y, sin merecer aún que lo juzguemos heresiarca, el padre Guitrel se muestra en este concepto inconsecuente y frívolo.

Cuarto. Como la depravación del gusto es una de las consecuencias inmediatas de los errores doctrinales, y los organismos que no pueden resistir una sustanciosa y saludable alimentación se atracan de golosinas, el padre Guitrel recoge modelos de elocuencia para ofrecérselos a sus alumnos hasta en las conferencias del padre Lacordaire y en las homilías del padre Gratry.

Pasemos a las costumbres del padre Guitrel, que también juzgo dignas de censura:

Primero. El padre Guitrel frecuenta la casa del señor prefecto Worms-Clavelin solapada y asiduamente, con lo cual desatiende la reserva que un eclesiástico de inferior categoría debe imponerse y conservar en cuanto a sus relaciones con los Poderes públicos; reserva que no hubo motivo para infringir en el caso presente y tratándose de un funcionario israelita. El disimulo empleado por el padre Guitrel, que oculta su intimidad con esa familia entrando en la casa por una puerta excusada, prueba que no ignora lo incorrecto de su proceder; y, a pesar de todo, continúa sin evitarlo.

Es también cosa probada que desempeña el padre Guitrel cerca de la señora Worms-Clavelin un oficio más comercial que religioso. Dicha señora gusta mucho de reunir antigüedades, y, a pesar de su origen israelita, no desdeña los ornamentos del culto si reúnen méritos artísticos o de antigüedad. Es, desgraciadamente, indudable que se ocupa el padre Guitrel en proporcionar a la señora Worms-Clavelin, por un precio irrisorio, los objetos antiguos de las parroquias rurales abandonados a la guarda ignorante de pobres cofradías. Así, maderas talladas, paños de altar, casullas, cálices, custodias, pasan de las sacristías de los pueblos de su diócesis, monseñor, a las habitaciones particulares de la señora Worms-Clavelin. Y sabe todo el mundo que ha forrado almohadones y taburetes con las magníficas y venerables capas de Saint-Porchaire. No supongo que obtenga el padre Guitrel ningún beneficio material y directo en tales negocios; pero basta, monseñor, para que se aflija el corazón de nuestro venerable prelado, saber que un sacerdote de su diócesis contribuye a despojar las iglesias de objetos valiosos que atestiguan —hasta en opinión de los más incrédulos en materia religiosa— la superioridad del arte cristiano sobre el arte profano.

Segundo. El padre Guitrel consiente, sin lamentarlo ni protestar, que se propale y cunda la noticia referente a su elevación al obispado, fundada en el supuesto deseo del señor ministro de Cultos y presidente del Consejo, que le indica para la sede vacante de Tourcoing. Esta suposición es, además, ofensiva para el ministro, que, aun siendo librepensador y francmasón, debe administrar y defender pulcramente los intereses de la Iglesia, como su representante civil, y no es justo ni posible que ofrezca la silla del bienaventurado Loup a un sacerdote como el padre Guitrel. Remontándose al origen de la noticia, tal vez fuera fácil demostrar que ha sido el propio padre Guitrel uno de sus primeros propaladores.

Tercero. Habiendo consagrado los ocios de su juventud a una traducción en verso francés de las Bucólicas, del poeta latino llamado Calpurnio —que los mejores críticos, de acuerdo en este particular, relegan al montón de las insulseces declamatorias—, el padre Guitrel, ya maduro y profesor de Elocuencia en el Seminario, con un descuido que me complazco en suponer inconsciente, permite que su manuscrito corra de mano en mano. Y una copia fue remitida por alguien a El Faro, periódico librepensador de la región, el cual publicó estrofas donde se leen conceptos que avergüenzan; ofrezco al juicio paternal de su eminencia el más leve de todos:

La gloria celestial, como un regazo amante.

Y el periódico acompañaba estos versos de comentarios poco halagüeños para la manera de ser y el gusto literario del padre Guitrel. Como si esto no bastara, el redactor de El Faro, cuya malignidad conoce bien su eminencia, tomaba pretexto en este desliz de pluma para suponer ideas libidinosas y deshonestas a todos los profesores del Seminario y a los curas de la diócesis en general. Por este motivo, sin preocuparme de las razones que pudieran inducir al padre Guitrel como latinista, deploro la divulgación de su obra como la causa de un escándalo que seguramente para el piadoso corazón de su eminencia fue amargo como el acíbar.

Cuarto. El padre Guitrel tiene la costumbre de acudir todas las tardes a la pastelería de la señora Magloíre, plaza de San Exuperio, y curioseando en los mostradores y escaparates, examina con profundo interés y laboriosa prolijidad todas las golosinas. Al fin, descubriendo el sitio donde se hallan ciertos pastelitos que, según me dijeron, se llaman bizcotelas y babas, con la punta del índice toca uno, luego toca otro, y manda envolver esas «bagatelas bucólicas» en un papel. No es mi propósito acusarle de sensualidad por la elección minuciosa y extravagante de algunos dulces. Pero, teniendo presente que acude a la pastelería el padre Guitrel a la hora en que afluyen allí las personas elegantes de uno y otro sexo, entre las cuales nuestro profesor de Elocuencia Sagrada es una especie de hazmerreír, toma proporciones atendibles un hecho que provoca juicios desfavorables para el decoro sacerdotal. En efecto: la malicia de las gentes interpreta la diaria elección de un par de pasteles asegurando que uno es para él y otro para su criada.

Puede, sin duda, compartir con la persona que le sirve un regalo del paladar —sobre todo si la sirvienta alcanzó la edad canónica—; pero la torpeza de las gentes da siempre a la intimidad afectuosa el sentido más lastimoso; a tantas y tales hablillas dieron pábulo entre gentes de muy varia condición las relaciones del padre Guitrel y su criada, que ni puedo repetirlas ni darles crédito. Sin embargo, su eminencia juzgará seguramente al padre Guitrel culpable de haber fomentado la calumnia con sus indiscreciones.

Expuse los hechos conforme son.

Y concluyo suplicando a su eminencia que releve al padre Guitrel (Joaquín) de sus funciones de profesor de Elocuencia Sagrada en el Seminario de***, usando, para esto, de sus poderes y prerrogativas, fundadas en el decreto de 17 de marzo de 1808.

También le suplico, monseñor, que ampare con su clemencia paternal a quien, dirigiendo el Seminario de la diócesis, no desea más que ofrecer a su eminencia pruebas de su afanoso interés y del respeto profundo con que tiene la honra de considerarse, monseñor, su más humilde y obediente siervo.

Lantaigne.
 

Cerró después la carta, y la selló con lacre.

IV

Sin duda, el padre Guitrel, profesor de Elocuencia Sagrada en el Seminario de ***, tenía relaciones incesantes con el señor prefecto Worms-Clavelin y con la señora Worms-Clavelin, hija del señor Coblentz. Pero el padre Lantaigne no estaba en lo cierto al suponer que frecuentaba los salones de la prefectura el padre Guitrel, pues, de hacerlo, hubiera intranquilizado igualmente al arzobispo y a las logias masónicas. El prefecto era V. del Sol. Lev. En la pastelería de la señora Magloíre, plaza de San Exuperio, adonde iba cada sábado, por la tarde, a comprar dos pastelitos de quince céntimos, uno para su criada y otro para sí, es donde había conocido el padre Guitrel a la señora del prefecto, la cual estaba comiendo babas en compañía de la señora Lacarelle, casada con el secretario particular de Worms-Clavelin.

Por sus maneras, a la vez obsequiosas y prudentes, que permitían esperarlo todo sin dejar temer nada, el profesor de Elocuencia, desde un principio, agradó a la señora Worms-Clavelin, que adivinó en el clérigo el alma, los modales y casi el sexo de aquellas corredoras de alhajas, amigas tutelares de su juventud en los tiempos dificultosos de Batignolles y de la plaza de Clichy, cuando Noemi Coblentz, siendo ya una mujercita, se marchitaba en la agencia de negocios de su padre Isaac, entre los embargos y los registros de la Policía. Una de aquellas vendedoras, que la estimaban, la señora Vacherie, la sirvió de medianera con el joven abogado activo y de porvenir, Teodoro Worms-Clavelin, quien, suponiéndola prudente y útil, la hizo su esposa después de venir al mundo su hija Juana, y a quien ella, en agradecimiento, ayudó a escalar las alturas administrativas, trabajando para conseguir que le ascendieran pronto. El padre Guitrel se parecía mucho a la señora Vacherie. La mirada, los gestos, la voz, todo. Esta semejanza, de buen augurio, bastó para inspirar a la señora Worms-Clavelin una súbita simpatía. Siempre había respetado al clero católico, por considerarlo una de las potencias que rigen el mundo, y constituyóse, cerca de su marido, en protectora del padre Guitrel.

Worms-Clavelin, que reconocía en su mujer una virtud misteriosa y profunda, un acierto, un tacto especial, acogió afectuosamente al clérigo, viéndolo con frecuencia en la platería Rondonneau, hermano, de la calle de Tintelleries.

Fue una vez para elegir unas copas de plata, ofrecidas por el Estado como premio en las carreras organizadas por el Fomento de la Raza Caballar; y luego frecuentó la platería, sintiendo la perdurable atracción de los metales preciosos. El padre Guitrel buscaba ocasiones propicias de curiosear en el establecimiento de Rondonneau, fabricante de utensilios de iglesia: candeleros, lámparas, incensarios, cálices, patenas, custodias, tabernáculos. El prefecto y el cura se miraban con simpatía, encontrándose, con frecuencia, en los almacenes del piso principal, solos y libres de curiosos, ante un mostrador atestado, y entre las imágenes y lámparas, entre los mil objetos de metales preciosos destinados al culto, a los cuales Worms-Clavelin había dado el nombre de «santurronerías». Repantigado en el único sillón del establecimiento, saludaba con la mano al padre Guitrel, que, gordo y negro, se deslizaba como un enorme ratón entre las vitrinas.

—Buenos días. Me alegro de verle, señor cura.

Y era verdad. Sentía vagamente que junto al sacerdote de sangre campesina, tan francés por su carácter y por su apariencia como los renegridos muros de San Exuperio y los viejos árboles del paseo, su espíritu se afrancesaba, naturalizándose, desprendiéndose de los dejos alemanes y asiáticos de su raza. La intimidad con un sacerdote le halagaba, saboreando, sin darse cuenta, el orgullo del desquite. Someter, auxiliándole, a un tonsurado, a uno de aquéllos que durante dieciocho siglos consagrábanse a predicar la excomunión y la exterminación de los circuncisos, era para un judío el mayor gusto posible. Además, aquella sotana vieja y sucia que le hacía reverencias era respetada en lugares donde a un judío no se le permitía entrar. Los aristócratas de la región veneraban los hábitos humillados ante el soberbio levitón del prefecto. El saludo respetuoso de un sacerdote le parecía casi un triunfo alcanzado sobre la rebelde aristocracia rural que le había hecho sentir dolorosamente una indiferencia claramente despreciativa.

El padre Guitrel, humilde y delicado, hacía valer su afabilidad.

Tratado como un señor poderoso por aquel político de la iglesia, el jefe de Administración civil pagaba en atenciones lo que recibía en respetos, prodigando frases conciliadoras:

—No faltan sacerdotes respetables e inteligentes. Cuando el clero limita su acción a sus legales atribuciones…

El padre Guitrel inclinóse humildemente, y el señor Worms-Clavelin añadió:

—La República no sostiene contra el clero una lucha sistemática. Si las Congregaciones hubieran querido someterse a la ley, evitarían muchas contrariedades.

El padre Guitrel dijo con mesura:

—Hay una cuestión de derecho: yo la resolvería siempre a favor de las Congregaciones. Hay otra cuestión de hecho: las Congregaciones realizaban una buena obra.

El prefecto dio por terminado el asunto con estas frases:

—No hay para qué insistir en lo ya consumado; pero la nueva orientación es conciliadora.

Y el padre Guitrel inclinóse nuevamente, mientras Rondonneau, hermano, hundía la cabeza entre las hojas de un libro comercial, y sobre su calva paseaban algunas moscas.

Una tarde, viéndose obligada la señora de Worms-Clavelin a dar su opinión acerca de una copa que debía de entregar el prefecto al vencedor en las carreras de caballos de tiro, fue con su esposo a la platería de Rondonneau, hermano, y encontró al padre Guitrel en el despacho del platero. El sacerdote hizo ademán de retirarse, pero le suplicaron que se quedara. Luego consultaron su opinión acerca de las ninfas que, arqueadas hacia atrás, formaban las asas de la copa. Al prefecto le hubiera gustado que fuesen amazonas en vez de ninfas.

—Cierto: amazonas —murmuró el profesor de Elocuencia Sagrada.

La señora Worms-Clavelin hubiera preferido centauros.

—Efectivamente: centauros —dijo el profesor de Elocuencia Sagrada.

Entretanto, Rondonneau, hermano, alzaba el modelo en cera y sonreía satisfecho, admirándose de la perfección de su obra futura.

—Señor sacerdote —preguntó el prefecto—, ¿sigue proscribiendo la Iglesia el desnudo en las artes?

El padre Guitrel respondió:

—La Iglesia no ha proscrito nunca por completo el desnudo; pero siempre ha moderado con prudencia su empleo.

La señora Worms-Clavelin, mirando al sacerdote, notó que se parecía de un modo extraordinario a la señora Vacherie. Hablóle de su gusto por las antigüedades y del encanto que le proporcionaban los brocados, terciopelos y encajes antiguos. Le confesó las ansias que había sentido desde los tiempos en que arrastraba su miseria juvenil ante las vitrinas de los anticuarios de la calle de Breda. Le dijo que soñaba con tener un salón decorado con viejas capas pluviales y antiguas casullas, y que desearía encontrar esas joyas centenarias.

El padre Guitrel respondió que, sin duda, los ornamentos sacerdotales ofrecían a los artistas modelos preciosos, lo cual probaba claramente que la Iglesia no era enemiga de las artes.

Desde aquel día, el profesor de Elocuencia Sagrada se dedicó a descubrir en las parroquias de los pueblos antigüedades suntuosas, y no dejó pasar una semana sin que llevase a casa de Rondonneau, hermano, una casulla o una capa pluvial, diestramente arrebatadas a un cura sencillo.

El padre Guitrel remitía sin tardanza el donativo de veinte francos, a lo sumo, que le daba el prefecto para corresponder al despojo y pagar el brocado, los galones o el terciopelo.

En medio año el salón de la señora Worms-Clavelin llegó a parecer un tesoro de catedral; parecía desprenderse de tanta riqueza un suave perfume de incienso.

Una mañana de verano, el padre Guitrel, acudiendo, como de costumbre, a la platería, encontró en los almacenes del piso principal al señor Worms-Clavelin fumando satisfecho, radiante de júbilo. Había conseguido colar a su candidato, un joven realista resellado, y contaba con la benevolencia del ministro, el cual, siempre cauteloso, prefería los nuevos republicanos a los antiguos, porque le resultaban más humildes y menos exigentes.

Dejándose arrastrar por la satisfacción embriagadora que le hacía expansivo, dio al sacerdote una prueba de confianza tocándole sobre un hombro.

—Señor mío, es necesario que haya muchos curas como usted, ilustrados, tolerantes y sin prejuicios, porque usted no tiene prejuicios, conocedores de las conveniencias actuales y de los anhelos de la sociedad democrática. Si se inspirasen el episcopado y todo el clero francés en sentimientos a la vez progresistas y conservadores, como los profesa la República, el futuro se ofrecería muy hermoso.

Y, envuelto en el humo de su magnífico cigarro, expuso acerca de la Religión ideas reveladoras de una ignorancia tal, que íntimamente consternaron al padre Guitrel, que hizo un esfuerzo para contener sus impresiones. El prefecto decía ser más cristiano que muchos cristianos, y en un lenguaje de logia masónica exaltaba la moral de Jesús, despreciando y confundiendo la superstición y los dogmas fundamentales; haciendo una ensalada con las agujas que dejan caer en la piscina de San Pal las mozas casaderas y la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. El padre Guitrel, acomodaticio en todo, pero incapaz de la más pequeña concesión tocante al dogma, balbuceó:

—Hay que distinguir unas cosas de otras; hay que distinguir, señor prefecto.

Para variar de asunto, sacó de la sotana un pergamino y lo extendió sobre la mesa. Era una página de canto llano, con el texto en caracteres góticos, orlada y con una hermosa titular.

El prefecto fijó en el pergamino sus pupilas redondas y salientes como dos bolas de cristal. Rondonneau, estirando el cuello, acercó su cabeza pelada y rubicunda.

—La miniatura de la titular es bastante primorosa —dijo—; Santa Agueda, ¿eh?

—Sí; el martirio de Santa Agueda —respondió el padre Guitrel—. Vean a los verdugos atenazando los pechos de la santa.

Y prosiguió con su voz dulzona, que se deslizaba como un jarabe espeso:

—Tal fue, según las actas auténticas, el suplicio a que la condenó el procónsul. Una hoja de antifonal, señor prefecto; una pequeñez, una insignificancia; pero acaso encuentre su lugar en las colecciones de la señora Worms-Clavelin, tan amante de nuestras antigüedades cristianas. Representa esta página un paso de la historia de Santa Agueda.

Y, marcando mucho la acentuación tónica, descifró el texto latino:

—Dum torqueretur beata Agata in mamilla graviter dixit ad judicen: «Impie, crudelis et dire tyranne, non et confusus amputare in femina quod ipse in matre suxisti? Ego habeo mamillas integras intus in anima quas Domingo consecravi».

El prefecto, que recordaba un poco todavía sus latines de bachiller, comprendió a medias, y por significarse como verdadero vástago de raza francesa, dijo que la página leída era provocante.

—Ingenua —repuso el padre Guitrel—, sólo ingenua.

El señor Worms-Clavelin reconoció que seguramente había mucho de ingenuo en el lenguaje de la Edad Media.

—Y mucho de sublime —dijo el padre Guitrel.

Pero el prefecto, continuaba dispuesto a encontrar en el latín de la Iglesia un algo de maliciosa intención, y, sonriendo entre irónico y testarudo, arrollaba el pergamino y agradecía con frases afectuosas el obsequio.

Luego, llevando suavemente al padre Guitrel hasta el alféizar de la ventana, murmuró a su oído:

—Mi estimable Guitrel, en cuanto haya oportunidad, haré algo en su favor.

V

Muchos consideraban al padre Lantaigne, rector del Seminario, como un sacerdote merecedor de una silla episcopal y digno de que le concedieran la sede vacante de Tourcoing, que honraría seguramente, para entrar con la mitra en la cabeza, el báculo en la mano y la amatista en el dedo —a la muerte de monseñor Chariot— en la metrópoli testigo de su carácter, de su talento y de sus virtudes. Tal era el proyecto del venerable señor Cassignol, antiguo presidente de la Audiencia, que ya contaba veinticinco años de jubilación; y profesaban también las mismas ideas el señor Lerond, fiscal dimisionario en la época de los decretos, y al presente abogado en ejercicio, y el reverendo padre Lalande, viejo cura de regimiento y limosnero actual de las Damas de la Salud, los cuales, arrastrando la opinión de las personas más sensatas de la ciudad, pero no las más influyentes, constituían el núcleo principal de partidarios del padre Lantaigne.

Rogóle que honrara su mesa el presidente Cassignol, y en presencia de los señores Lalande y Lerond, también invitados, le dijo:

—La hora se acerca. Obligados a elegir entre nuestro reverendísimo padre Lantaigne, que sirve noblemente a la Religión y a la Francia católica, sosteniendo con la palabra y con la pluma, con la reconocida autoridad que le conquistaron su talento y su carácter, la causa de la Iglesia tantas veces traicionada; obligados a elegir, repito, entre un virtuoso maestro y el padre Guitrel, no es posible dudar. Y cuando todos los indicios permiten suponer que nuestra metrópoli ha de honrarse dando un obispo a la sede vacante de Tourcoing, los fieles de la diócesis aceptan el sacrificio de una separación temporal, posponiendo su gusto y su exclusivo interés al interés del episcopado y de la patria católica.

Y el venerable señor Cassignol, que acababa de cumplir ochenta y nueve años, añadió sonriendo:

—Acaricio la profunda convicción de que nos veremos reunidos nuevamente, porque nuestro reverendísimo padre Lantaigne volverá a Tourcoing.

El padre Lantaigne contestó:

—Señor presidente, no ambiciono cargos ni honores, pero siempre acudo adonde la obediencia y el deber me llaman.

Deseaba y se prometía verse ocupando la vacante del muy llorado monseñor Duclou; pero como su dignidad era mucho más poderosa que su ambición, aguardaba que le ofrecieran la mitra.

Una mañana el señor Lerond fue al Seminario para enterarle del arraigo que iba teniendo en el ministerio de Cultos la candidatura del padre Guitrel. Sospechábase que todo era debido a la decidida protección del prefecto, el cual apretaba en el ministerio todo lo posible, valiéndose de sus amistades y de la influencia masónica. Le habían dado aquellas noticias en la redacción de El Liberal, diario católico y conservador de la región. Las disposiciones del cardenal-arzobispo permanecían aún absolutamente ignoradas.

La verdad era que monseñor Charlot, dudando, no atreviéndose a decidirse por ninguno de los dos candidatos, ni apoyaba ni combatía. Los años aumentaban su natural prudencia, y era imposible adivinar sus opiniones. Disimulaba, por gusto de sustraer sus juicios a los comentarios, cómo jugaba por las noches al besig con su vicario general. Ciertamente, nada tenía que ver en la elevación de un sacerdote de su diócesis a un obispado independiente de su autoridad. Pero querían interesarle, querían que tomara cartas en el asunto. El prefecto Worms-Clavelin, a quien monseñor deseaba ser agradable siempre, se prometía el apoyo de su eminencia, quien, estimando en su valor la sagacidad y la dulzura de que había dado tantas pruebas en la diócesis el padre Guitrel, creíale al mismo tiempo capaz de todo. «¿No pudiera ser —pensaba— que, lejos de retirarse a esa oscura y aislada metrópoli de la Galia septentrional, aspire a que le nombren pronto coadjutor mío? Y si ahora lo conceptúo digno del episcopado, ¿no autorizo a pensar que le supongo aptitudes para compartir conmigo los deberes diocesanos?».

El miedo a que le nombrasen un coadjutor envenenaba la vejez del cardenal-arzobispo.

Respecto al padre Lantaigne, le sobraban razones para callar y reservarse. No apoyaría la candidatura del digno sacerdote, por la sencilla razón de que seguramente no prevalecería. Monseñor Charlot no era hombre para declararse partidario de los vencidos. Además, no podía sufrir al rector del Seminario.

En verdad, aquel odio, sentido por un alma suave y acomodaticia como la suya, no contrariaba del todo a las ambiciones del padre Lantaigne. Para librarse de su presencia y tenerle muy lejos, monseñor Charlot consintiera en que le nombrasen obispo y Papa. El padre Lantaigne gozaba de bien adquirida reputación por su virtud, su elocuencia y saber; no era posible, sin desdoro, declararse contra él. Y monseñor Charlot, popular y atento siempre a ganarse todas las opiniones, aceptaba también la de las gentes honradas.

Desconociendo las reservadas intenciones del cardenal-arzobispo, el señor Lerond sabía positivamente que no mostraba preferencias por ninguno de los candidatos; y creyendo posible influir en el ánimo de monseñor, confiando en sus virtudes pastorales, apremió al padre Lantaigne para que fuera inmediatamente al arzobispado.

—Pídale a su eminencia consejos paternales para saber lo que le conviene decidir si le ofrecieran, como está previsto, la sede vacante de Tourcoing. La visita no puede ser más oportuna, y hará un efecto excelente.

—Me conviene aguardar una designación definitiva —objetaba el padre Lantaigne, resistiéndose.

—¿Puede haber una designación más definitiva y solemne que la expresada por los deseos de tantos católicos fervientes, que repiten su nombre con unanimidad semejante a las antiguas aclamaciones populares que saludaron a los Medardos y los Remigios?

—Pero, señor mío —replicaba el razonable rector del Seminario—, esas aclamaciones que usted recuerda, y constituyeron una costumbre abolida ya, procedían de los fieles de la diócesis que aquellos santos varones eran llamados a gobernar. Y no ha llegado aún a mi noticia que los católicos de Tourcoing me aclamen.

El abogado Lerond dijo entonces lo que procedía:

—Si usted no le ataja, saliéndole al encuentro, el padre Guitrel entro en el episcopado.

Al día siguiente se puso el padre Lantaigne su manteo de ceremonia, que flotaba sobre su tronco robusto, y caminando hacia la residencia del arzobispo rezaba para que Dios librase a la Iglesia francesa de un desdoro inmerecido.

Cuando el padre Lantaigne se inclinó ante su eminencia el cardenal-arzobispo, acababa éste de recibir un oficio de la Nunciatura pidiéndole noticias confidenciales acerca del padre Guitrel. No velaba el nuncio su inclinación favorable a un sacerdote «inteligente, afanoso, capaz de negociar provechosamente con el Poder civil». En vista de lo cual, había dictado al punto su eminencia una expresiva nota, favorable al candidato de la Nunciatura.

—¡Cuánto me alegro de verlo, padre Lantaigne! —dijo la voz temblorosa y agradable del anciano cardenal-arzobispo.

—Monseñor, vengo a pedir a su eminencia un consejo paternal, para el caso en que nuestro Santísimo Padre, viéndome con ojos piadosos, me designara…

—Me complace mucho que haya venido, padre Lantaigne, y ¡llega muy a tiempo!

—Me atrevo a solicitar de su eminencia, si no me juzga indigno de…

—Reconozco en usted, padre Lantaigne, un teólogo eminente y un profundo conocedor del Derecho canónico. Su opinión constituye autoridad en los difíciles asuntos de disciplina. Juzgo sus consejos insustituibles en materia litúrgica y en todas las cuestiones que interesan al culto. Si hoy no hubiese venido usted, le rogaría yo que viniera; el padre Goulet podrá decirle si tenía encargo de verlo. Necesito aconsejarme de su mucho saber.

Y monseñor, con su mano gotosa y acostumbrada a bendecir, indicó al rector del Seminario que podía sentarse.

—Óigame, padre Lantaigne; óigame con atención: el párroco de San Exuperio, el reverendísimo padre Laprune, acaba de verme. Ha tenido la desdicha de que se ahorcase un hombre dentro de su iglesia. ¡Considere su apuro! No sabe qué hacer. Ni yo me atrevo tampoco a decidir sin consultar antes las más elevadas y sapientísimas opiniones. ¿Qué resolvemos? Dígalo.

Meditó el padre Lantaigne un momento, y luego, en tono doctoral, expuso las tradiciones relativas a la purificación de las iglesias:

—Los Macabeos, después de lavar el templo profanado por Antíoco Epifanio, en el año ciento sesenta y cuatro antes de la Encarnación, celebraron el ofrecimiento. De ahí se origina, monseñor, la ceremonia llamada Hanicha, que se traduce renovación…

Y continuó desarrollando el concepto.

Le oía monseñor, al parecer, admirado, y el padre Lantaigne continuaba recogiendo sin cesar, en los rincones de su memoria ilimitada, oportunos datos relativos a las ceremonias de purificación, precedentes, argumentaciones, comentarios.

—Juan, capítulo diez, versículo veintidós… El pontifical romano… Beda, el venerable… Baronio…

Habló cerca de una hora.

Y entonces el cardenal-arzobispo repuso:

—Es necesario advertir que apareció el ahorcado en el cancel de la puerta lateral, junto a la Epístola.

—¿El cancel estaba cerrado? —preguntó el padre Lantaigne.

—¡Una cosa difícil de precisar! —dijo monseñor—. El cancel no estaba por completo cerrado… ni francamente abierto.

—¿Entreabierto, monseñor?

—Sin duda; entreabierto.

—Y el ahorcado, monseñor, ¿de qué lado estaba? Es un punto que interesa esencialmente. Su eminencia conoce la importancia de un detalle, al parecer, nimio.

—Es verdad, padre Lantaigne; mucha verdad.

Y volviéndose hacia su vicario general, prosiguió:

—Padre Goulet, ¿no dijo que un brazo asomaba por la parte del presbiterio?

El padre Goulet respondió, violentándose mucho, algunas palabras ininteligibles.

—Puede asegurarse —repuso monseñor— que, si no el brazo entero, asomaba parte del brazo.

El padre Lantaigne dedujo de todo ello que la iglesia de San Exuperio estaba profanada. Refiriendo antecedentes, dijo cómo se procedió en la iglesia de San Esteban del Monte después del execrable asesinato de monseñor el arzobispo de París. Remontóse a lo largo de la Historia; se detuvo en la Revolución, cuando fueron convertidas las iglesias en parques de Artillería; recordó a Tomás Beckett y al impío Heliodoro.

—¡Cuánta ciencia! ¡Qué admirable doctrina! —dijo monseñor, poniéndose en pie y dando a besar el anillo al sacerdote—. Debo a usted un servicio de importancia, padre Lantaigne; un servicio que sólo de su mucho saber podía prometerme. Se lo agradezco y le doy mi bendición pastoral.

Despedido ya el padre Lantaigne, advirtió que no había dicho ni una palabra referente al objeto de su visita. Pero resonando aún en su cerebro sus divagaciones rebosantes de ciencia y de razón, bajaba la escalera del palacio arzobispal muy satisfecho, argumentando a solas acerca del ahorcado que apareció en San Exuperio y de la urgente purificación de la iglesia. Y salió del portal pensando en lo mismo.

En la tortuosa calle de Tintelleries encontróse con el párroco de San Exuperio, el reverendo padre Laprune, que, parado frente a la tonelería de Lenfant, contemplaba los tapones de corcho amontonados en el escaparate.

Se le agriaba el vino, y atribuía ese daño a que las botellas no se taparon con buenos corchos.

—¡Es una desdicha! —murmuraba.

—¿Y ese ahorcado? —le preguntó de pronto el padre Lantaigne.

Al oír la pregunta, el digno párroco de San Exuperio abrió desmesuradamente los ojos y preguntó a su vez, sorprendido:

—¿Qué ahorcado?

—El ahorcado de San Exuperio, el infeliz suicida que hoy han encontrado en un cancel de la iglesia.

El padre Laprune, angustioso, dudando, por lo que acababa de oír al padre Lantaigne, cuál de los dos hallábase falto de juicio, contestó que no había en su iglesia ningún ahorcado.

—¡Cómo! —replicó el padre Lantaigne, sorprendiéndose—. ¿No ha visto un ahorcado en el cancel, junto a la Epístola?

El párroco, en señal de negación, hacía girar sobre los hombros la cabeza; y en su cara resplandecía la verdad.

El padre Lantaigne vacilaba como un hombre víctima de un vértigo.

—Pero ¡si monseñor acaba de decirme que usted encontró un ahorcado en su iglesia!

—¡Oh! —repuso el padre Laprune, tranquilizado súbitamente—. Monseñor bromea. Ya conoce usted su carácter malicioso. Tiene ocurrencias graciosísimas; pero no se propasa nunca, eso no; sabe hasta dónde pueden llegar las bromas.

El padre Lantaigne, dirigiendo al cielo una mirada triste y ardorosa, exclamó:

—¡El arzobispo me ha engañado! ¿Ese hombre no dice nunca la verdad? ¡Sin duda la dice oficiando, al coger entre sus manos la hostia santa, y repetir Domine, non sum dignus!

VI

Desde que perdió el gusto de montar a caballo y vivía retirado en su alcoba, el general Cartier de Chalmot representaba el cuerpo de ejército a su mando por fichas, distribuidas en cajoncitos de cartón, que ponía cada mañana en su escritorio, y cada noche sobre unos tableros de pino, encima de su lecho de hierro. Tenía sus fichas colocadas con una exactitud escrupulosa, y en orden tal, que le llenaba de satisfacción. Cada ficha era un hombre. La forma bajo la cual representaba jefes, oficiales o soldados, satisfacía su ansia de regularidad, y expresaba su concepto de la Naturaleza. Cartier de Chalmot fue siempre considerado como un excelente oficial. El general Parroy, que lo tuvo algún tiempo a sus órdenes, le juzgó con estas palabras: «En el capitán Chalmot, el espíritu de obediencia y las condiciones de mando se contrabalancean. Prerrogativa rara y precisa del verdadero militar».

Cartier de Chalmot había sido esclavo de su deber. Honrado, tímido, excelente calígrafo, había descubierto, al fin, un sistema propio de su genio, y lo aplicaba con implacable rigor, ordenando el cuerpo de ejército a su mando valiéndose de las fichas.

Aquel día levantóse, como de costumbre, a las cinco de la mañana, y, después de lavarse, comenzó a trabajar en su escritorio. Mientras el sol iba remontándose con augusta lentitud sobre los olmos del arzobispado, el general organizaba maniobras con sus cartoncitos, efigies de la realidad, idénticos a la realidad para la inteligencia de aquel hombre, demasiado respetuoso con los símbolos.

Había pasado más de tres horas con el pensamiento y el rostro sobre las fichas —pálidos y tristes como las propias fichas—, cuando un ordenanza le anunció la visita del padre Lalande. Al oírlo se quitó las gafas, enjugóse los ojos enrojecidos por el trabajo, y, levantándose, miró hacia la puerta, dando una risueña expresión a su rostro, que había sido perfecto de líneas en la juventud y que no expresaba carácter alguno en la vejez. Tendió al visitante una mano ancha, casi exenta de surcos, y su voz, insegura y ahuecada, revelando a un tiempo la timidez del hombre y la infalibilidad del jefe, saludó al sacerdote.

—¿Cómo está usted, mi reverendo padre? Yo, muy complacido al verle llegar a esta casa.

Ofrecióle una de las dos butacas de crin que amueblaban, con el escritorio y la cama, la estancia, limpia, clara y severa. El sacerdote se sentó.

Era un viejecito maravillosamente ágil. En su rostro, del color y el aspecto de un ladrillo resquebrajado a la intemperie, lucían dos ojos azules, infantiles.

Un momento se miraron el uno al otro con simpatía, en silencio. Fueron amigos desde la juventud, compañeros de armas. Antes de ser cura de monjas el padre Lalande, había sido cura de regimiento, y, como tal, estuvo a las órdenes del coronel Cartier de Chalmot en 1870; formaba parte de la división ***, y se halló en Metz con el ejército del mariscal Bazaine en la guerra de 1870.

Cada vez que se veían recordaban aquella extraordinaria y lamentable aventura, pronunciando invariablemente las mismas palabras.

El cura empezó:

—¿Y nuestras amarguras de la guerra, faltos de medicamentos, de forrajes, de sal?

No era el padre Lalande sensible a los goces materiales, y lo mismo le daba comer soso que salado; pero le hizo sufrir mucho aquella privación del ejército; sentía no poder entregar a sus hombres un paquete de sal, como les entregaba un paquetito de tabaco, muy bien envuelto.

—¡Ah, señor mío, ni un grano de sal!

Cartier de Chalmot contestaba:

—En cierto modo, se la suplía sazonando los alimentos con pólvora.

—¡La guerra es una calamidad horrible!

De carácter inocente y amigo del soldado, hablaba de corazón. Pero el general no podía conformarse a que se condenara en absoluto la guerra.

—No, señor cura. La guerra es una inevitable necesidad, y en ella lucen los oficiales y el soldado sus méritos y su valentía; ¡en la guerra, ignoraríamos aún hasta dónde alcanzan el tesón y el arrojo de los hombres! Se la tacha de cruel con justicia, pero se la defiende recordando que también es gloriosa.

Y, muy seriamente, añadió:

—La Biblia establece la legitimidad de la guerra, y mejor que yo sabe usted que la Sagrada Escritura da el nombre de Sabaoth a Dios, llamándole así Dios de los ejércitos.

El sacerdote sonreía maliciosa y cándidamente, descubriendo los tres únicos dientes que le quedaban, muy blancos los tres.

—¡Pchs!… Desconozco el idioma hebreo, y, por consiguiente, no sé lo que significa Sabaoth. Pero hay tantos nombres hermosos aplicables a Dios, que bien puedo prescindir de llamarle Dios de los ejércitos. ¡Ah, señor mío, cuánta gente murió sacrificada bajo las órdenes de aquel general en jefe!

Al oír estas palabras, el general Cartier de Chalmot comenzó a repetir lo que había dicho ya cien veces.

—¡Bazaine!… Fíjese bien: inobservancia de los reglamentos concernientes a lugares fortificados; vacilaciones punibles en el mando; proyectos cavilosos frente al enemigo, y frente al enemigo no hay que tener cavilosidades… Capitulación a campo raso… ¡Merecía su desgracia! Y, además, hacía falta una víctima.

—Por mi parte —repuso el cura de monjas— me guardaré mucho de pronunciar una sola palabra que pueda ofender la memoria del infortunado general en jefe. No estoy autorizado para juzgarlo ni debo pregonar sus deslices, aunque los conociera. Me hizo un favor, que le agradeceré mientras me dure la vida.

—¿Un favor? —preguntó el general—. ¿Un favor, él? ¿A usted?

—Sí; un favor muy grande, muy hermoso. Me concedió el indulto para un pobre soldado, al cual iban a fusilar por una falta de subordinación. En memoria de aquel favor ofrezco una misa todos los años al descanso de su alma.

El general Cartier de Chalmot insistía, hostil y arrogante:

—¡Capitulación en campo raso!… Fíjese bien… Humillación ante Bismarck… ¡Merecía su desgracia!

Y para esforzar su ánimo habló de Canrobert y del valeroso comportamiento de la brigada ***, en Saint-Privat.

El cura refería sucesos grandiosos con su poquito de moraleja:

—¡Oh, Saint-Privat, señor mío! La víspera de la batalla, un picaro carabinero fue a buscarme. Aún me parece verlo, negruzco, envuelto en una piel de oveja. Y me dijo: «Mañana empieza el tiroteo, y acaso yo pierda la piel. Confiéseme, señor cura, confiéseme pronto. Necesito ponerme a bien con Dios». Le contesté: «Por mí no queda, hijo mío; andando: ¿Recuerdas tus pecados? ¿Qué pecados cometiste?». Miróme con asombro, y: «¡Todos!». «Pero ¿sabes lo que dices? ¿Todos?». «Todos; los he cometido todos». «Muchos me parecen, hijo mío… Dime: ¿has maltratado a tu madre?». Al oír esta pregunta, irguiéndose mi hombre, alzó los brazos, y dijo: «Señor cura, usted se burla de mí». Le contesté: «Cálmate, cálmate; ya ves cómo no habías cometido todos los pecados…».

Así el cura de monjas refería sucesos graciosos del regimiento. Y apuntaba inmediatamente la moraleja:

—De buenos católicos fórmanse buenos soldados. No conviene descuidar la religión y sus prácticas en el ejército.

El general Cartier de Chalmot aprobaba estas afirmaciones:

—Siempre lo he dicho, señor cura. Destruyendo las creencias religiosas, el espíritu militar languidece. ¿Cómo se le podrá exigir a un hombre que sacrifique su vida cuando se le quitó la esperanza de la gloria celestial?

Y el cura de monjas, sonriendo con bondad, con alegría inocente, apoyaba:

—Volveremos, ya lo verá usted; volveremos a refugiarnos en la religión. Ya principia en todas partes a sentirse. Los hombres no son tan malos como parece, y Dios es infinitamente bueno.

Llegando a este punto, creyó conveniente declarar el objeto de su visita:

—Vengo, mi general, a pedirle un favor importante.

Cartier de Chalmot lo oía muy atentamente. Su rostro, siempre triste, se oscureció más aún. Estimaba mucho al antiguo cura de regimiento y quería serle agradable. Pero la sola idea de hacer una concesión alarmaba su inflexibilidad reglamentaria y severa.

—Sí, mi general. Vengo a interesarle, a pedirle que me preste su ayuda en servicio de la Santa Iglesia. Ya conoce usted al padre Lantaigne, rector del Seminario. Es un sacerdote digno de todo merecimiento, eminente por sus virtudes y por su ciencia; es un gran teólogo.

—Varias veces he tenido el gusto de saludar al padre Lantaigne, y su aspecto y su conversación me han sido gratos. Pero…

—¡Ah, señor mío! Si usted acudiese, como yo, a sus conferencias, ¡le asombraría tanto saber! Me asombra, sí, señor, me asombra; y eso que sólo pude apreciar una pequeña parte, lo que me permiten mis pobres conocimientos. Pasé veinticinco años de mi vida en el hospital, reconciliando con Dios a los soldados enfermos. Entre mis consejos espirituales, también les daba cigarrillos. Hace veinte años que confieso monjas, vírgenes del Señor, muy santas, probablemente; pero mucho menos agradables para ti que los soldados. Nunca me quedó tiempo que dedicar a la lectura de los Santos Padres. Me faltan estudios y talento para saborear, como lo merece, la teología del padre Lantaigne; tiene por cerebro una biblioteca; pero puedo asegurarle, mi general, que vive como predica, diciendo lo que hace, haciendo lo que dice.

Y el anciano cura de monjas, con un guiño malicioso, añadió:

—No todos los eclesiásticos, por desdicha, viven como aconsejan en sus pláticas.

—Ni todos los militares —repuso el general, sonriendo con una débil sonrisa.

Y cruzaron una mirada muy afectuosa, revelando su común aversión a la intriga y al engaño.

El padre Lalande, que, a pesar de todo, usaba de cierta picardía, terminó su elogio del padre Lantaigne con este rasgo:

—Es un excelente sacerdote, y en la milicia sería un excelente soldado.

El general preguntó bruscamente:

—¿Qué puedo hacer en su favor?

—Ayudarle a ponerse las medias moradas, que bien merecidas las tiene, mi general. Apoyar su candidatura en la vacante de Tourcoing; hacerle obispo. Yo le ruego a mi general que haga valer su influencia con el señor ministro de Cultos. Me dicen que lo conoce personalmente.

Contrariado, el general meneó la cabeza. Jamás había pedido al Gobierno el más insignificante favor. Cartier de Chalmot, monárquico y católico, reservaba tenazmente a la República una desaprobación completa, silenciosa y sencilla. Sin leer ningún periódico y sin hablar con nadie, menospreciaba por convicción un poder civil cuyos actos desconocía. Era obediente y callado. Los aristócratas de la región admiraban su dolorosa prudencia, inspirada por el cumplimiento de su deber, fortalecida por un desprecio profundo hacia todo lo que no fuese militar, arraigada por una creciente dificultad para concebir y expresar las ideas, conmovedora por los visibles progresos de una dolencia hepática.

Sabían todos que el general Cartier de Chalmot continuaba siendo hasta los tuétanos partidario de la fiel Monarquía; pero ignoraban que un día del año 1893 había sentido su alma una conmoción sólo comparable a aquella que la Gracia Divina emplea para levantar los corazones; una conmoción violenta como un trueno; una dulzura inesperada y penetrante.

Tuvo lugar este suceso el 4 de junio, a las cinco de la tarde, y se produjo en el salón de la Prefectura. Entre las flores que la señora Worms-Clavelin había prodigado, el señor presidente, Carnot, de paso en la ciudad, recibió a los oficiales de la guarnición. El general Cartier de Chalmot, seguido por su Estado Mayor, veía por primera vez al presidente de la República, y de pronto, sin visible motivo, sin razón explicable, fue arrastrado a súbitas admiraciones. En un segundo, ante la dulce gravedad y la casta rigidez del jefe del Estado, se derrumbaban todos los prejuicios del general. Desatendiendo la idea de que aquel soberano era sólo un personaje político, lo admiró y lo reverenció. Sintióse, de pronto, ligado, por atracciones de simpatía y de respeto, al hombre descolorido y triste —como él—, pero augusto y sereno como un vástago de sangre real. Pronunció, mascullándolas marcialmente, las frases reglamentarias que poco antes había embutido en su flaca memoria, y el presidente le dijo: «Os agradezco el saludo en nombre de la República y de la patria, que reconocen y estiman vuestra lealtad». Todo el afecto que durante veinticinco años reservaba el general a «su príncipe» lo consagró, de pronto, al presidente, cuyo rostro plácido conservaba una inconcebible quietud, y cuya voz lamentable se producía sin el más leve movimiento de las mejillas ni de los labios, invadidos por la negrura de la barba. En aquel rostro de cera, en aquellos ojos tranquilos y suaves, en aquel pecho de poca vida, magníficamente cruzado por el gran cordón rojo de la Legión de Honor; en toda su figura de autómata dolorido, él adivinaba la dignidad del jefe y la desdicha del hombre nacido en aciaga hora, el hombre que no ha reído jamás. Y reforzaba su admiración con su ternura.

Un año después enteróse del trágico fin del presidente Carnot, por quien diera gustoso la vida, y cuya imagen reapareció en su pensamiento, rígida y negra, como una bandera de regimiento arrollada en el asta y metida en la funda.

Desde aquel día no volvió a saber ni el nombre de señores y dueños, árbitros de los destinos de la patria. Le interesaba sólo conocer a sus jefes y superiores jerárquicos, a los cuales obedecía con tétrica exactitud.

Apesadumbrado, no sabiendo cómo justificar su negativa, reflexionó un momento, y pudo, al fin, ofrecer esta disculpa:

—Cuestión de principios. Jamás he pedido al Gobierno el más insignificante favor. ¿Verdad que usted aplaude mi conducta? En cuanto uno emprende una marcha…

El cura lo miró tristemente, como si en aquella mirada lanzase toda la tristeza que podía nublar su viejo y apacible rostro.

—¡Ah!, ¿cómo puedo aplaudir su conducta yo, que pido a todo el mundo? Soy un pordiosero incorregible. Para servir a Dios y a los pobres, he suplicado a todos los poderes de la Tierra: pedí a los ministros de Luis Felipe, a los del Gobierno provisional, a los de Napoleón III y a los de la República. Todos me ayudaron a realizar el bien. Y puesto que tiene usted amistad con el ministro de Cultos…

En aquel instante, una voz aguda gritaba en el pasillo:

—¡Pablóte, Pablóte!

Y una señora gruesa, en peinador, con sus cabellos blancos arrollados en horquillas, entró corriendo. Era la señora del general Cartier de Chalmot que lo llamaba para el desayuno.

Había ya zarandeado a su esposo con una ternura imperiosa, voceado una vez más: «¡Pablóte!», cuando reparó en la presencia del clérigo.

Pidió excusa por su desaliñado porte. ¡La mañana era tan atareada para ella! Tres niñas, dos muchachos, un sobrino huérfano y su esposo; total: ¡siete a quienes atender!

—¡Ah, señora —dijo el cura—; Dios la envía! Será usted mi providencia.

—¿Su providencia, señor sacerdote?

Cubiertas por una bata gris, ofrecían sus abultadas formas la amplitud majestuosa de la maternidad antigua. En su encendido bigotudo rostro resplandecía el orgullo de la matrona; sus ágiles movimientos revelaban, a la vez, la desenvoltura de una mujer hacendosa y el aplomo de una señora muy acostumbrada a recibir homenajes oficiales. El general no hubiera sido nada sin Paulina, su fortuna doméstica y su ángel tutelar; ella sostenía con su actividad y su esfuerzo toda la carga de aquel hogar, pobre y fastuoso a la vez; era por necesidad planchadora, cocinera, costurera, institutriz, tapicero, boticario, hasta modista, con un gusto inocentemente llamativo; en los banquetes y en las recepciones lucía con imperturbable corrección su perfil correcto y su escote apetitoso aún. Entre militares opinábase que si el general llegase a ser algún día ministro de la Guerra, la generala desempeñaría muy bien su cometido, haciendo admirablemente los honores en la residencia del bulevar Saint-Germain.

Y no se limitaba su actividad a sus cuatro paredes; prodigábase y extendíase fuera en obras piadosas y caritativas. La señora Cartier de Chalmot era protectora de tres Casas-cunas y de doce obras pías recomendadas por el cardenal-arzobispo. Monseñor la profesaba una predilección especial, diciéndola, a veces, con su amable sonrisa de hombre sociable: «Usted, generala, es un general en el Ejército de la caridad cristiana». Y como juzgaba propio de su condición exaltar siempre la buena doctrina, jamás dejaba de añadir: «Excluyendo la caridad cristiana, en el mundo no hay caridad. La Iglesia católica es la única llamada a resolver los problemas sociales, cuyas complicaciones agitan sin cesar a todas las almas y ocupan muy particularmente la solicitud de nuestro corazón paternal».

Lo mismo creía la generala Cartier de Chalmot. Era piadosa con entusiasmo, con franqueza, casi con esplendor, a veces demasiado vistoso, de su voz vibrante y de su tocado atrayente. Su fe, desbordada y decorativa como el pecho donde se abrigaba, derramábase con esplendidez en los salones. Con la sinceridad amplísima de sus arraigadas creencias religiosas, perjudicó bastante a su marido; pero a ninguno de los dos les hizo mella. También el general profesaba doctrinas católicas, aun cuando no fueran obstáculo para prender al cardenal-arzobispo, si recibiese la orden, por oficio, del ministerio de la Guerra. Sin embargo, era recelado por la democracia, y hasta el prefecto Worms-Clavelin, tan desaprensivo, juzgaba peligroso al general Cartier de Chalmot. Paulina era bastante ambiciosa, pero no hasta el punto de olvidar jamás sus deberes religiosos y sociales.

—¿Cómo puedo ser ahora su providencia, señor mío?

Y cuando supo ya que se trataba de influir para que nombrasen obispo de Tourcoing al padre Lantaigne, sacerdote de tan reconocidas y elevadas virtudes, animóse y mostró su arrogancia.

—Obispos así necesita la Iglesia. El padre Lantaigne debe ser elegido.

El anciano cura de monjas comenzó a servirse de aquel intermediario valeroso.

—Convenza usted al general, señora, para que inmediatamente haga la recomendación a su amigo el ministro de Cultos.

Ella meneó la cabeza, sobre la que oscilaba su diadema de mechones enroscados en horquillas.

—No es posible, señor mío; no escribirá esa carta. Sería inútil insistir. Opina mi esposo que un militar no debe pretender nunca ningún favor. Y está en lo cierto. Mi padre pensaba lo mismo. Usted lo conocía, y sabe que fue un hombre de honor y un buen soldado.

El cura se dio una palmada en la frente.

—¡Ya lo creo! ¡El coronel Balny! Era creyente y heroico.

El general Cartier de Chalmot intervino:

—Mi suegro, el coronel Balny, era principalmente notable, por saber de memoria todo el reglamento de las maniobras de caballería, publicado en mil ochocientos veintinueve. Un reglamento con tantas complicaciones, que pocos oficiales conseguían dominarlo. Cuando fue suprimido, el coronel Balny lo sintió, hasta el extremo de que apresuró su muerte aquel disgusto. El reglamento simplificado tiene la ventaja indiscutible de su más fácil aplicación; pero aún dudo si prefiero el antiguo. Hay que Pedirle mucho al jinete para conseguir algo, y ocurre lo mismo con la infantería.

El general se puso a mirar cuidadosamente las fichas ordenadas en los cajoncitos.

La señora Cartier de Chalmot había oído muchas veces repetir esto mismo con las mismas palabras. También era siempre igual su respuesta. Sólo en este último caso añadió:

—¡Pablóte! ¿Cómo dices que papá murió del disgusto, sabiendo que murió de apoplejía durante una visita de inspección?

El anciano cura encauzó la conversación hacia donde le convenía con un ingenuo ardid.

—¡Ah, señora! Su excelente papá, el coronel Balny, hubiera estimado mucho al padre Lantaigne, haciendo lo posible para que se premiaran su talento y su carácter en el episcopado.

—También yo lo deseo —dijo la generala—. Mi esposo no puede, no debe recomendar nada; pero yo estoy dispuesta, si de algo puedo servir, a decirle a monseñor lo que sea necesario. No me intimida el arzobispo.

—Es posible que, si usted lo viera —murmuró el anciano cura—, monseñor Charlot no la desatendería…

La generala prometió ver al arzobispo en la inauguración del Pan de San Antonio, y…

De pronto, interrumpióse:

—¡Las chuletas!… Con su permiso…

Corrió a disponer arreglos de cocina.

Al poco rato, apareciendo nuevamente, prosiguió:

—Y hablándole a solas, en ocasión oportuna, le rogaré que interese al nuncio en favor del padre Lantaigne. Así, ¿queda usted satisfecho?

El anciano sacerdote hizo ademán de cogerle una mano, pero sin llegar a cogérsela.

—Muy satisfecho. Estoy seguro de que San Antonio bendito nos ayudará también, persuadiendo a monseñor Charlot con su celestial influencia. Es un santo incomparable, aun cuando no ayuda, como imaginan las mujeres, a encontrar las joyas perdidas. Tiene otras ocupaciones más importantes. Pedirle novios y gollerías resulta excesivo; pero pedirle pan que satisfaga el hambre de los pobres, pedir eso, es muy acertado; lo concede, sí; está usted en lo firme, señora. El Pan de San Antonio es una fundación admirable. Me ocuparé con el detenimiento que merece, aunque sin decírselo a mis buenas hermanas.

Quería referirse a las monjas de la Salud, en cuyo convento estaba.

—Tienen ya muchas intenciones piadosas. Y son unas mujeres irreprochables; pero demasiado apegadas a las miseriucas de la rutina.

Suspiró, recordando la época en que fue cura de regimiento; los días trágicos de la guerra, cuando, acompañando a los heridos llevados en camillas de las ambulancias, los reanimaba con un sorbo de aguardiente. Así ejercía su apostolado.

No pudo resistir al deseo de recordar una vez más las batallas de Metz, y relató algunas anécdotas, muchas de las cuales referíanse a cierto gastador, nacido en Lorena, llamado Larmoise, hombre de inagotables recursos.

—No le dije a usted nunca, mi general, que aquel diablo de gastador me llevaba diariamente un saco de patatas. Cuando le pregunté dónde las cogía, me respondió: «En el campo enemigo». Yo le dije: «¿No ves que puede costarte la vida?». Entonces me refirió que había encontrado gente de su tierra en las patrullas del Ejército alemán. «¿Paisanos tuyos?». «¡Vaya! Hombres que viven y trabajan donde yo nací, porque solamente la frontera divide nuestras labores. Al vernos en el campamento, nos abrazamos y hablamos de los parientes, de los amigos. Después me dijeron: “Coge todas las patatas que necesites”».

Y el anciano cura de monjas añadió:

—Este sencillo caso me hizo comprender, mejor que todos los razonamientos, la crueldad y la injusticia de la guerra.

—Sí —repuso el general—. Esas promiscuidades inconvenientes nunca faltan en los puntos de contacto de los ejércitos enemigos. Hay que reprimirlas duramente, sin dejar de tener en cuenta las circunstancias.

VII

Aquella tarde, paseando, como de costumbre, al pie de las murallas, el padre Lantaigne, rector del Seminario, encontró al señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras, bien reputado por su talento, aunque se le consideraba un poco extravagante. Perdonábale su escepticismo el padre Lantaigne, y departía con él agradablemente, siempre que se presentaba ocasión, bajo los olmos del paseo. Por su parte, complacíale mucho al señor Bergeret estudiar de cerca el alma de un sacerdote piadoso y tan inteligente. No era un secreto para ninguno de los dos que sus conversaciones desagradaban igualmente al arzobispo y al decano de la Facultad; pero el padre Lantaigne desconocía en absoluto la prudencia humana, y el señor Bergeret —rendido, triste y descorazonado— no pensaba en guardar inútiles miramientos.

A pesar de ser irreligioso —con decoro y delicadeza—, las devociones frecuentes de su mujer y los interminables catecismos de sus hijas le habían hecho sospechoso, tildándole de clerical en las oficinas del ministerio, mientras ciertos juicios que se le atribuían eran explotados contra él por los católicos de partido y los patriotas de profesión. Malogrado en sus ambiciones, quiso vivir a su gusto, y no habiendo conseguido ser agradable, trató, discretamente, de no ser molesto.

En aquella tarde tranquila y luminosa, viendo llegar al rector del Seminario, el señor Bergeret apresuró un poco sus pasos para salirle al encuentro a la sombra de los primeros olmos.

—Me agrada este lugar favorecido por la fortuna —dijo el padre Lantaigne, que se complacía, con frecuencia, en inocentes escarceos literarios.

Algunas vagas frases les bastaron para comunicarse la mucha compasión que les inspiraba el mundo en que vivían. Pero el padre Lantaigne deploraba la decadencia de la ciudad antigua, tan afanosa de saber y tan docta para discurrir en la Edad Media, mientras que, al presente, la mangoneaban algunos francmasones mercachifles; y el señor Bergeret, sosteniendo un juicio contrario en parte, decía:

—Los hombres eran antes como ahora: siempre los mismos; algo buenos y algo malos. De ahí no pasan.

—¡Sí! —replicó el padre Lantaigne—. Los hombres eran vigorosos por el carácter y por la doctrina cuando Raimundo el Grande, a quien llamaban el Doctor Balsámico, enseñaba en esta ciudad el resumen de todos los conocimientos.

El sacerdote y el catedrático se detuvieron junto a un banco de piedra, donde se hallaban sentados ya dos ancianos lentos, descoloridos y silenciosos. Frente a ellos descendía suavemente, hasta los sauces que bordean el río, la pradera verde y velada por una tenue bruma.

—Señor eclesiástico —dijo Bergeret—, he hojeado, como cualquiera, en el Archivo municipal, el Hortus y el Tesaurus, de Raimundo el Grande. Además, he leído la obra reciente del padre Caceaux acerca del Doctor Balsámico. Y lo que me choca en ese libro…

—El padre Caceaux ha sido alumno mío —interrumpió el padre Lantaigne—. Su obra en que trata de Raimundo el Grande ofrece muchos hechos, muchas noticias, y, sobre todo, se funda en doctrina, lo cual es meritorio y poco frecuente, porque la doctrina se va perdiendo en esta Francia desventurada, que fue la más poderosa nación del mundo mientras era la más teológica.

—Ese libro del padre Caceaux —prosiguió el señor Bergeret— lo he juzgado interesante desde varios puntos de vista. Careciendo yo de grandes recursos teológicos, me perdí algunas veces entre sus intrincadas revueltas. Pero me ha parecido comprender que nuestro venerable Raimundo, monje profundamente ortodoxo, reivindicaba para el señor el derecho de profesar dos opiniones contradictorias: una conforme a la revelación, a la teología, y otra puramente humana, sugerida por el razonamiento, por la experiencia. El Doctor Balsámico, cuya estatua se yergue severa en el patio del palacio arzobispal, sostenía, por lo que acierto a comprender, que un hombre puede negar, como argumentador y observador, las verdades que como cristiano cree y confiesa. Y me parece también que la opinión del padre Caceaux no rechaza un sistema tan extraño.

El padre Lantaigne, animándose con lo que acababa de oír, sacó del bolsillo un pañuelo rojo, lo extendió como quien despliega una bandera, y con el rostro encendido, la boca de par en par y la cabeza erguida, se arrojó con ardimiento en la disputa planteada.

—Señor Bergeret, que se puedan tener sobre un mismo caso dos opiniones distintas, una teológica, de origen divino, y otra puramente racional o experimental, de concepción humana, es un asunto que resuelvo afirmativamente. Y le demostraré ahora cómo se desvanece al punto esa contradicción, poniéndole un ejemplo vulgar. Cuando, ante su escritorio, lleno de libros y papeles, dice usted: «¡Parece increíble!; acabo de soltar la plegadera, y no la encuentro por ninguna parte», razonando así, expone usted, señor Bergeret, dos opiniones contradictorias referentes al mismo caso: la una, que la plegadera está en el escritorio (porque la puso allí su mano poco antes), fundada en la razón; la otra, que la plegadera no está en el escritorio (puesto que allí no la descubre, por más que hace), fundada en la experiencia. Vea, pues, refiriéndose a un mismo caso, dos opiniones contradictorias y simultáneas. Afirma usted a un tiempo la presencia y la falta de la plegadera. Dice usted: «Aquí estará, estoy seguro»; y en el mismo instante demuestra, buscándola inútilmente, que allí no está.

Y, habiendo terminado, el padre Lantaigne sacudió su pañuelo rojo como agitaría la triunfante bandera escolástica.

Pero el catedrático de la Facultad de Letras no se había convencido. No tuvo que hacer un gran esfuerzo para demostrar lo engañoso del sofisma, y respondió, suavemente, con su voz débil, siempre mesurada, que buscando su plegadera sentía, no simultánea, sino alternativamente, un temor de perderla y una esperanza de hallarla, efecto de una incertidumbre que no podía perdurar; porque, al cabo, es fácil convencerse de si la plegadera estaba o no estaba en el escritorio.

—Nada, señor eclesiástico —añadió—; nada en el ejemplo de la plegadera es aplicable al juicio contradictorio que nuestro venerable Raimundo, el padre Caceaux, o usted mismo, podrían establecer acerca de tal o cual pasaje de la Biblia, dándole a un tiempo como falso y como verdadero. ¿Me permite que ponga también un ejemplito que se me ocurre y tomo de la historia de José deteniendo al Sol?…

El señor Bergeret, se relamía ya, sonriendo, porque, sin duda, le animaba un secreto espíritu volteriano.

—Señor eclesiástico, ¿puede usted afirmar simultáneamente que Josué detuvo al Sol y que no lo detuvo?

El rector del Seminario discurría con firme criterio. Famoso controversista, clavó en su contrincante una mirada luminosa, tomando aliento.

—Acerca de la justa interpretación, a la vez liberal y espiritual, del pasaje del Libro de los Jueces, a que hace usted referencia, y en el cual muchos incrédulos aturdidos tropezaron, contestaré sin temor: Sí; profeso dos opiniones distintas y simultáneas. Como físico, deduzco de leyes físicas, o sea de la observación, que la Tierra gira en torno del Sol, inmóvil. Y como teólogo, creo que Josué detuvo la marcha del Sol. Aparece la contradicción, pero no es irreductible. Voy a probárselo inmediatamente. La idea que tenemos del Sol es puramente humana; sólo concierne al hombre, y no puede convenir en absoluto a Dios. Para el hombre, no gira el Sol en torno de la Tierra; lo admito, dando la razón a Copérnico. Pero no podré nunca obligar a Dios para que se ajuste a las teorías de Copérnico, como yo me ajusto, ni trataré de investigar si en la idea de Dios el Sol gira o no gira en torno de la Tierra. Sin duda, no me hacía falta un texto del Libro de los Jueces para saber que la astronomía humana es diferente de la astronomía de Dios. Las observaciones acerca de los astros, el número y el espacio, no abarcan el infinito, y es necio presumir que podemos comprometer al Espíritu Santo con una dificultad física o matemática.

—¿De modo que usted supone permitido tener dos opiniones contradictorias, una humana y otra divina —preguntó el catedrático—, hasta en matemáticas?

—No me apura lo que usted ha creído un terrible aprieto —repuso el padre Lantaigne—. Las matemáticas ofrecen una exactitud que las acerca bastante a la verdad absoluta. Los números no son temibles; al contrario: sólo es temible la razón humana, que, ansiosa de hallar un principio, se ofusca y, extraviándose, reduce a un sistema de números el Universo. Es un error condenado ya por la Iglesia. De cualquier modo, no afirmaré atrevidamente que las matemáticas humanas difieran de las matemáticas divinas. Entre unas y otras no habrá contradicción, sin duda, y me complazco en pensar que usted no se promete oírme decir que, para Dios, tres y tres pudieran ser nueve. Pero conocemos algunas propiedades de los números, y Dios las conoce todas. Predicadores y publicistas católicos, tenidos por eminentes, afirman que la Ciencia puede armonizarse con la Teología. Detesto semejante indiscreción, semejante impiedad, porque me parece impío medir con el mismo rasero la verdad inmutable, absoluta, y la verdad imperfecta, provisional, llamada Ciencia. El insano deseo de armonizar realidades y apariencias, el cuerpo y el alma, producen muchas opiniones miserables y funestas en las que los apologistas actuales explayan su temeraria cobardía. Uno, perteneciente a la Compañía de Jesús, admite la pluralidad de los mundos habitados; acepta que seres provistos de inteligencia puedan poblar Marte y Venus, y se conforma con mantener para la Tierra el privilegio de la Cruz, que la realza y singulariza entre todos los mundos creados. Otro, en la cátedra de Teología que hubo en la Sorbona, se resignó a que los geólogos pudieran desenterrar vestigios de preadamitas, reduciendo la génesis bíblica a la organización de un distrito del Universo para residencia de Adán y de sus crías. ¡Oh necias locuras! ¡Oh vergonzoso atrevimiento! ¡Oh viejas novedades, cien veces condenadas ya por la Iglesia! ¡Oh triste ruptura de la solemne unidad! Es preferible, como lo hicieron Raimundo el Grande y su historiador, proclamar que la Religión y la Ciencia no deben confundirse, apartadas como lo relativo y lo absoluto, lo finito y lo infinito, la sombra y la luz.

—Señor eclesiástico —dijo Bergeret—, desprecia usted la ciencia.

El sacerdote meneaba la cabeza.

—No, señor Bergeret; eso, no. Muy al contrario: sigo el ejemplo de Santo Tomás de Aquino y de todos los doctores que supieron estimar la ciencia y la filosofía. Despreciando la ciencia, despreciaríamos la razón; despreciando la razón, despreciaríamos al hombre; despreciando al hombre, despreciaríamos a Dios. El escepticismo imprudente, que vitupera la razón humana, es el primer paso hacia el escepticismo criminal, que hace mofa de los misterios divinos. Yo estimo la ciencia como un favor del Cielo. Pero si Dios ha dado al hombre la ciencia, no le ha dado «su» ciencia. Su geometría no es nuestra geometría. Nuestra geometría se reduce a las tres dimensiones del espacio; la geometría de Dios abarca el infinito. Dios nunca nos ha engañado, por lo cual pudo formarse una ciencia humana; pero no poseemos el conocimiento de toda la verdad, por lo cual es impotente nuestra ciencia: sus diminutas verdades aún están muy lejos de la verdad infinita. Y no me desanima su desacuerdo evidente, porque no dice nada contra el Cielo ni contra la Tierra.

El señor Bergeret juzgó tan hábil como atrevido ese razonamiento, y conforme a los intereses de la fe.

—Pero no es ésa la doctrina de nuestro arzobispo. Monseñor Charlot habla con frecuencia en sus pastorales de las verdades de la religión confirmadas por los descubrimientos de la ciencia y muy especialmente por las experiencias del doctor Pasteur.

—¡Oh! —repuso el padre Lantaigne con voz nasal y algo displicente—. Su eminencia, por lo menos en filosofía, se atiene a la santa pobreza.

En aquel instante pasó junto a ellos un sacerdote desmayado y barrigudo.

—Baje un poco la voz —dijo el catedrático—; el padre Guitrel está oyéndolo.

VIII

El señor prefecto Worms-Clavelin hablaba con el padre Guitrel en el establecimiento de platería y joyería de Rondonneau. Repantigado en el sillón, tenía una pierna montada en la otra, de manera que la suela de la bota enderezábase hacia la barba del suave sacerdote.

—Usted, señor Guitrel, razona con mucho acierto, y es un hombre ilustrado; usted considera la religión como un conjunto de prescripciones morales, como una disciplina necesaria y no como un amasijo de rancios dogmas, de misterios cuyo absurdo no es ya nada misterioso.

Observaba el padre Guitrel, digno sacerdote, reglas de conducta excelentes, una de las cuales consistía en evitar el escándalo y callarse, para no exponer la verdad a las burlas de los incrédulos. Y como esta preocupación era muy propia de su prudente carácter, ni por asomo dejaba nunca de atenderla. Pero el señor Worms-Clavelin era indiscreto. Su nariz carnosa y grande, sus labios gruesos, parecían aparatos poderosos de absorción, mientras que su frente comprimida y sus ojos pálidos le declaraban rebelde a cualquier delicadeza moral. Insistió, lanzando contra los dogmas católicos argumentos de logias masónicas y de cafés literarios, para concluir asegurando que no era posible a un hombre inteligente creer ni una palabra del Catecismo. Luego, dejando caer sobre un hombro del sacerdote su manaza, llena de sortijas, dijo:

—Usted no contesta nada, señor cura, porque opina como yo.

El padre Guitrel, mártir hasta cierto punto, viose obligado con esto a confesar su fe.

—Perdone usted, señor prefecto; ese librito que los partidarios de ciertas ideas tienen a gala despreciar, el Catecismo, contiene más verdades que muchos voluminosos libros de filosofía ruidosamente admirados. El Catecismo reúne la metafísica más elevada y la sencillez más eficaz. Este juicio no es mío, es de un filósofo eminente, de Julio Simón, que pone al Catecismo por encima del Timeo, de Platón.

El prefecto no se atrevió a contradecir las opiniones de un ex ministro; vínosele de pronto a la memoria que su superior jerárquico, el ministro actual del Interior, era protestante, y dijo:

—Como funcionario, todos los cultos me inspiran igual respeto, así el protestantismo como el catolicismo; pero como ciudadano independiente, soy librepensador, y si tuviese una preferencia dogmática, permítame decirle, señor cura, que me inclinaría siempre hacia la Reforma.

El padre Guitrel repuso en tono lastimero:

—Hay, sin duda, entre los protestantes, hombres cuyas honrosas costumbres merecen ser estimadas y, casi me atreveré a decir, prudentes personas de verdadera ejemplaridad, por lo que al mundo se refiere. Pero la Iglesia reformada no es más que un miembro amputado a la Iglesia católica, y el corte sangra todavía.

Indiferente a esta rotunda frase —aprendida en Bossuet—, el prefecto encendió un hermoso cigarro, alargando luego la petaca.

—Fume usted uno, señor cura.

En absoluto ignorante de la disciplina eclesiástica, suponía que a los clérigos no les era permitido fumar, y para comprometerle y turbarle ponía los cigarros ante sus ojos, creyendo inducirle a pecar, a ser desobediente, sacrílego y casi apóstata. Pero el padre Guitrel cogió tranquilamente un cigarro, y, guardándolo en el bolsillo de la sotana, dijo que se lo fumaría después de cenar.

Así platicaban el prefecto Worms-Clavelin y el profesor de Elocuencia Sagrada en el piso principal de la platería. Junto a ellos, Rondonneau, hermano, proveedor del arzobispado y de la Prefectura, presenciaba las entrevistas discretamente, sin meter baza en la conversación. Despachaba, entretanto, su correspondencia, y su cráneo, reluciente, se balanceaba sobre los libros comerciales y las muestras y modelos que había sobre su escritorio.

El prefecto se puso en pie bruscamente, y empujando con suavidad al padre Guitrel hasta el otro extremo del salón, cuando estuvieron junto a la ventana, le dijo al oído:

—Ya sabe usted que se halla vacante la silla episcopal de Tourcoing.

—Sí; ya tuve noticia del fallecimiento del señor Duclou —respondió el sacerdote—. Fue una gran desgracia para la Iglesia. Monseñor Duclou era sabio y modesto como ninguno. Sus pastorales pudieran servir de modelo para el estudio de la elocuencia parenética. Lo conocí en Orleáns, cuando todavía era párroco de Santa Heriberta, y me honró con su amistad bondadosa. Su muerte prematura, porque no era muy viejo aún, es para mí en extremo dolorosa.

Callóse, haciendo con sus labios una mueca de aflicción.

—No se lo recuerdo para que lo llore —dijo el prefecto—. Murió, y lo que importa es cubrir su vacante.

La expresión del padre Guitrel había cambiado. Sus ojillos, redondos, eran semejantes en aquel momento a los de un ratón que descubre un tarro de manteca.

—Usted comprenderá, mi excelente amigo —prosiguió el prefecto—, que no es de mi particular incumbencia este asunto. No me corresponde la elección de prelados; no soy ministro de Cultos, ni soy nuncio, ni Papa, y ¡Dios me libre de serlo!

Interrumpióse de nuevo para reír.

—A propósito: ¿está usted en buenas relaciones con el nuncio?

—El nuncio, señor prefecto, me considera como a un hijo respetuoso y obediente del Padre Santo; pero no puedo suponer que se haya fijado en mi pobre persona y me distinga entre los demás que ocupan, como yo, una posición humilde, y Dios me la conserve.

—Mi excelente amigo, le hablo del particular, confiando en su prudencia, porque se trata de cubrir la vacante de Tourcoing con un clérigo de nuestra diócesis. Noticias de buen origen me aseguran que se ha lanzado el nombre del padre Lantaigne, y como es probable que me pidan referencias confidenciales, pregunto aquí, en la intimidad: ¿Qué opinión le merece a usted el rector del Seminario?

El padre Guitrel, bajando los ojos, contestó:

—No es dudoso que honraría el padre Lantaigne la silla episcopal de Tourcoing, santificada en tiempo remoto por el venerable Loup, con preclaras virtudes y con los dones preciosos de la elocuencia. Las Cuaresmas que predicó en San Exuperio fueron, con justicia, estimadas por la exactitud rigurosa de sus ideas y la brillantez de sus frases, y todo el mundo sabe que para ser perfecta su oratoria carece sólo de la unción religiosa, del óleo perfumado y bendecido que penetra en los corazones.

»El mismo párroco de San Exuperio se complacía en afirmar que la elocuente palabra del padre Lantaigne honraba el pulpito de la más venerable basílica de la diócesis con su ardimiento fervoroso, excesivo alguna vez, pero siempre inspirado en su intención piadosa.

»Deplora solamente las incursiones del orador en los dominios de la Historia contemporánea. Es necesario confesar que pisotea el padre Lantaigne, con la mayor tranquilidad, cenizas aún calientes. Las grandes virtudes y el mucho saber del rector, lo hacen digno de ocupar las más elevadas jerarquías. ¡Lástima que un sacerdote de tales prendas viva obstinado con el prurito de ostentar su adhesión (el motivo es loable y las consecuencias reprensibles) a una familia desterrada, que le honró favoreciéndolo! Se complace mostrando una Imitación de Cristo, que recibió, encuadernada en púrpura y oro, de la señora condesa de París, y hace gala inconveniente de su fidelidad y de su agradecimiento inquebrantable.

»Lástima es también que la soberbia, disculpable acaso en su alta intelectualidad, lo arrastre a proferir sin reparo, a voces, en un paseo público, duros conceptos depresivos para su ilustrísima, en palabras tan inconvenientes, que mi lengua se resiste a repetirlas. Aun cuando yo lo callara, todos los olmos del paseo pudieran publicar una frase proferida por el padre Lantaigne, rector del Seminario, en presencia del señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras. Dijo textualmente: “Su eminencia, por lo menos en filosofía, se atiene a la santa pobreza”. Y es muy aficionado a zaherir con una frase. Pues ¿no le oímos en la última ordenación, cuando su eminencia se adelantaba revestido con todos los ornamentos pontificales, que lleva con tanta nobleza y dignidad, a pesar de su corta estatura; no le oímos decir “Báculo de oro y obispo de palo”? Censuraba, inoportunamente, la magnificencia de monseñor Charlot, cuya esplendidez aparece tanto en los oficios divinos como en los banquetes oficiales.

»Las aproximaciones amistosas entre la Prefectura y el arzobispado violentan extremadamente al padre Lantaigne, por desgracia decidido a sostener, contra los preceptos de San Pablo y contra las enseñanzas de nuestro santo padre León Trece, los dolorosos desacuerdos que perjudican de igual modo a la Iglesia y al Estado».

En cuanto Worms-Clavelin fijaba su atención se le abría la boca. Oyó al sacerdote con la boca muy abierta, y luego dijo:

—¡Ese Lantaigne alienta la más detestable manifestación clerical!… ¿Por qué me odia? ¿Qué puede reprocharme? ¿No protege a los católicos mi tolerancia? ¿No he cerrado los ojos para no ver que, sin cesar, llegaban monjas y frailes? ¿No he consentido que se construyesen conventos y escuelas? ¿No ven que mantenemos con firmeza las leyes esenciales de la República, pero que apenas las aplicamos? ¿Qué más desean esos curas incorregibles? ¡Todos iguales! En cuanto no se les consiente que nos opriman, se dicen oprimidos. Y… ¿qué murmura de mí ese Lantaigne?

No es posible precisar un reproche contra el proceder administrativo del señor prefecto Worms-Clavelin; pero un intransigente como el padre Lantaigne no le perdona su afiliación masónica ni su procedencia israelita.

El prefecto sacudió la ceniza de su cigarro.

—No tengo amistades con los judíos, ni siquiera estoy bien relacionado en su mundo; pero yo le respondo a usted, señor cura, que me sobran influencias para impedir que sea obispo ese Lantaigne. No lo será, Guitrel; aseguro que no lo será, fin mi juventud yo era pobre. Hice relaciones con personajes, algunos de importancia. Y las relaciones valen mucho, tanto como el dinero. Ya cuidaré de que no se realicen los deseos de Lantaigne, de que no se ponga la mitra el muy… Además, tengo una candidatura recomendada por mi mujer: ella quiere que se nombre obispo de Tourcoing a su amigo el padre Guitrel.

—¡Ocupar yo la silla santificada por el bienaventurado Loup y por tantos piadosos apóstoles de la Galia septentrional! —dijo el sacerdote, bajando los ojos y levantando los brazos—. ¿La señora Worms-Clavelin tuvo semejante idea?

—Sí, amigo mío; quiere verlo con mitra. Y le aseguro a usted que, si ella se lo propone, lo conseguirá. Tampoco me disgusta procurar a la República un obispo republicano. Convenido, señor cura, convenido; entiéndaselas con el arzobispo y con el nuncio; mi mujer y yo no descuidaremos este asunto en el ministerio.

El padre Guitrel murmuraba con las manos unidas:

—¡La silla santificada y venerable de Tourcoing!

—Un obispado modesto, de tercera clase; por algo se principia. ¿Dónde se figura usted que desempeñé por vez primera el cargo de subprefecto? ¡En Céret!, un rincón de los Pirineos Orientales. ¿Quién lo diría? ¡Vaya!, no me gusta perder el tiempo… charlando. Buenas tardes… monseñor.

El prefecto le oprimió la mano. Y el padre Guitrel se fue por la tortuosa calle de Tintelleries, humilde, arqueado, urdiendo provechosas diligencias y prometiéndose, para cuando cubriese con una mitra su cabeza y empuñase un báculo, defenderse, como un príncipe de la Iglesia, contra las campañas liberales del Gobierno y atacar a los masones, anatematizando los principios del libre pensamiento, de la República y de la Revolución.

IX

Un artículo de El Liberal reveló a la ciudad de *** que albergaba una profetisa. Era la joven Claudina Deniseau, hija de un agente de colocaciones para mozos de labranza. Llegó a los diecisiete años la señorita Deniseau sin que nadie observase ninguna perturbación de sus facultades mentales ni de su salud. Rubia, de buenas carnes, baja, ni bonita ni fea, ofrecía un aspecto atractivo y un carácter alegre. «Ha recibido —afirmaba el periódico— buena educación burguesa, y fue siempre devota, sin exageración». Al cumplir dieciocho años, el día 3 de febrero de 189… a las seis de la tarde, mientras disponía los cubiertos en la mesa del comedor, parecióla oír la voz de su madre diciéndola: «Claudina, vete a tu cuarto». Fue a su cuarto y vio, entre la cama y la puerta, un resplandor, y en aquel resplandor, la voz resonaba: «Claudina, es preciso que gente de la ciudad y de los campos haga penitencia, para evitar males terribles. Te lo advierte Santa Radegunda, reina de Francia». La señorita Deniseau vio aparecer entre la claridad un rostro luminoso y transparente, que llevaba una corona de oro y piedras preciosas.

Desde aquella tarde, Santa Radegunda visitaba todos los días a la señorita Deniseau, revelándola secretos y haciendo profecías. Predijo las heladas, que agotaron las viñas en flor, y anunció que no vería las fiestas de Pascua el padre Rieu, párroco de Santa Ana. El anciano padre Rieu, efectivamente, murió el día de Jueves Santo. No cesaba de anunciar a la República y a la nación males terribles y próximos: incendios, inundaciones, degollinas. Pero anunciaba también que Dios, cansado ya de castigar al pueblo rebelde, le daría, con un rey, la paz y la prosperidad.

Santa Radegunda reconocía y curaba difíciles enfermedades. Inspirada por ella, la señorita Deniseau pudo preparar el ungüento que alivió al peón caminero Jobelin de una anquilosis en la rodilla, de tal modo, que pudo volver a trabajar.

Tales prodigios atrajeron la curiosidad hacia la casa que servía de albergue a los Deniseaux, en la plaza de San Exuperio, sobre las oficinas del tranvía. La joven fue observada por clérigos, por militares retirados y por doctores en Medicina. Creyeron advertir que, repitiendo las inspiraciones de Santa Radegunda, su voz tomaba entonaciones más sonoras, en su rostro aparecía una expresión más grave y su cuerpo adquiría mucha rigidez. Advirtióse también que usaba palabras que no son frecuentes en la conversación de las jóvenes, frases y conceptos que no era fácil explicarse de un modo natural.

Indiferente y burlón al principio, el señor prefecto Worms-Clavelin veía luego con inquietud el extraordinario rumbo que iban tomando las predicciones de la inspirada al anunciar el fin de la República y el entronizamiento de la Monarquía cristiana.

Había coincidido el primer nombramiento del señor Worms-Clavelin con los escándalos que hubo en el Elíseo, siendo presidente Grévy.

En adelante fue testigo de los canallescos negocios, ahogados frecuentemente, pero que renacían sin cesar, en descrédito del Parlamento y de los poderes públicos. Juzgando natural y sencillo aquel espectáculo ignominioso, concibió una tolerancia indulgente, que aplicaba sin escrúpulo a todo género de corrupciones administrativas. Un senador y dos diputados de su departamento hallábanse bajo el peso de una causa criminal. Los personajes más influyentes del partido, ingenieros y agiotistas, estaban en la cárcel o pasaban la frontera huyendo las persecuciones de la Justicia. En tales circunstancias, satisfecho de la adhesión de los pueblos al régimen republicano, no les exigía un celo administrativo extraordinario ni miramientos, que ya juzgaba él mismo antiguallas y símbolos de viejas costumbres. Los sucesos recientes habían ensanchado los horizontes de su limitada inteligencia. La gigantesca ironía de las cosas, envolviendo su alma, le hizo asequible a todo, sonriente y ligero. Convencido pronto de que los comités electorales eran la sola y temible autoridad que subsistía en el departamento, mostrábase dócil y dispuesto a servirlos, escondiendo su íntima resistencia. Ejecutaba sus órdenes, templando mucho el rigor. Al cabo, de oportunista llegó a ser liberal y progresista. Dejaba decir y hacer sin reparo, hasta cierto límite, pues era de sobra prudente para no consentir excesos ruidosos, y procuraba, por todos los medios, como celoso funcionario, que no sintiera el Gobierno una oposición manifiesta, y que los ministros pudiesen gozar tranquilamente de la indiferencia que, poco a poco, apoderándose de sus enemigos como de sus amigos, aseguraba su arraigo y su tranquilidad.

Agradábale ver que los diarios gubernamentales y los de las oposiciones, comprometidos unos y otros en los chanchullos agiotistas, habían desacreditado sus alabanzas y sus injurias. El periódico socialista, único libre de prevaricación, atacaba rudamente, pero no era muy leído; y como el triunfo posible de sus ideas inspiraba grandes inquietudes, la brecha que abrían sus certeros golpes la cerraba el temor de las gentes que, para evitar mayores males, fortalecían al Gobierno con apoyos inesperados. Así, pues, el señor Worms-Clavelin comunicaba sinceramente al ministro del interior que todo el departamento se adormecía en un reposo político absoluto, cuando la iluminada de la plaza de San Exuperio turbó la tranquilidad.

La señorita Deniseau profetizaba (repitiendo las revelaciones de Santa Radegunda) la caída del Ministerio, la disolución de las Cámaras, la dimisión del presidente de la República y el fin del régimen, derrumbado en el lodo. Era mucho más violenta que El Liberal y más creída, por no ser muchos los lectores de El Liberal, mientras que los juicios de la señorita Deniseau interesaban a toda la población. El clero, los ricos propietarios, la nobleza, la Prensa clerical acudían a su casa, tomando como artículo de fe sus palabras.

Reunía Santa Radegunda los dispersos adversarios del régimen actual, alistando a los «conservadores»; alistamiento inofensivo para los Poderes, pero inoportuno. Inquietaba más que todo al señor Worms-Clavelin la posibilidad de que un diario de París diese pábulo al asunto, «que tomaría entonces —tal era su opinión—escandalosas proporciones, exponiéndole a una reprensión del ministro». Resuelto a emplear un suave recurso para conseguir que la señorita Deniseau, callándose, pusiera término al conflicto, tomó informes acerca de la moralidad económica de sus padres.

La familia de los Deniseau no estuvo nunca bien considerada en la ciudad; la posición de todos ellos era humilde. Tenía el padre de Claudina una especie de agencia de colocaciones, ni mejor ni peor que las demás agencias de colocaciones; los amos y los criados lamentábanse de sus muchos descuidos, pero no dejaban de acudir.

En 1871 Deniseau había proclamado la Commune en la plaza de San Exuperio. Más adelante, cuando la expulsión de los padres dominicos, manit militan resistió a los gendarmes, dando motivo para que lo prendieran. Luego presentóse candidato socialista en las elecciones municipales, obteniendo un escaso número de votos. De ideas muy exaltadas, faltábale, para su realización, la fortaleza del espíritu. Se le juzgaba honrado.

La familia de la madre, Nadal de apellido, gozaba de más consideración que la de Deniseau, por ser de labradores acomodados y de honradez notoria. Una tía de Claudina, padeciendo alucinaciones, fue recluida en un manicomio durante algunos años. Los Nadales eran devotos y bienquistos entre los clericales. A esto se redujeron las noticias que pudo reunir el señor prefecto.

Acerca del asunto habló una mañana con su secretario particular, el señor Lacarelle, perteneciente a una muy antigua familia de la región y bien informado en todo lo referente al departamento.

—Amigo Lacarelle, hay que ver la manera de acabar con esas locuras de la señorita Deniseau, porque la señorita Deniseau es una pobre loca.

Lacarelle respondió con cierta expresión de importancia, inherente a sus largos bigotes rubios:

—Señor prefecto, están divididas las opiniones acerca del particular, y muchos aseguran que las facultades mentales de la señorita Deniseau gozan de un perfecto equilibrio.

—Pero es indudable que usted, al menos, dista mucho de suponer a Santa Radegunda en conciliábulos matinales con la señorita Deniseau para dejar como un guiñapo al jefe del Estado y al Gobierno en masa.

Lacarelle creía que se exageraba mucho, que los enemigos de la República explotaban aquella manifestación extraordinaria; y era, en realidad, extraordinario que la señorita Deniseau recetase medicinas infalibles a enfermedades incurables, devolviendo la salud al peón caminero Jobelin y a un antiguo alguacil, llamado Favru; era extraordinario también predecir sucesos que después ocurrirían como fueron anunciados.

—Puedo acreditar uno, señor prefecto. Hace ocho días, la señorita Deniseau dijo: «Hay un tesoro escondido en el campo Faifeu, en Noiselles». Se hicieron excavaciones en el sitio indicado, y se descubrió una losa de piedra que cerraba la boca de un subterráneo.

—De todas maneras, no es admisible que Santa Radegunda…

Se contuvo, pensativo y curioso. Ignoraba completamente la hagiografía de la Galia cristiana y las antigüedades nacionales; pero había estudiado, en el Bachillerato, manuales de Historia, y esforzóse para despertar sus recuerdos adolescentes.

—Santa Radegunda, ¿era la madre de San Luis?

El señor Lacarelle conocía las tradiciones regionales, y pudo responderle pronto.

—No, señor; la madre de San Luis era doña Blanca de Castilla, Santa Radegunda pertenece a tiempos más antiguos.

—Sea como sea, no puedo permitir que las revelaciones de la señorita Deniseau preocupen a todo un pueblo. Y usted, mi querido Lacarelle, se lo hará comprender al padre de la muchacha, para que dé unos azotes a su hija y la encierre una temporada.

Lacarelle se retorcía los bigotes.

—Señor prefecto, sería muy conveniente que viera usted a la señorita Deniseau. Resulta interesante. Y estoy seguro de que le concedería una sesión particular, exclusivamente para usted solo.

—Imposible; yo no puedo hacer tal cosa; no puedo ir a ver a una rapaza que me diga que mi Gobierno es una pandilla de bribones.

Worms-Clavelin era incrédulo; sólo consideraba las religiones desde un punto de vista puramente administrativo. Sus padres no le habían legado creencia ninguna, careciendo en absoluto de supersticiones como de patria. Su alma no se alimentó de antiguas aprensiones, quedando vacía, incolora y libre. Por incapacidad metafísica y por instinto de acción y de pertenencia, encastillado en la verdad tangible de buena fe, la juzgaba positiva. Bebiendo bocks de cerveza en los cafés de Montmartre con algunos químicos afiliados a la política, se declaró partidario incondicional de los métodos científicos, y más tarde los preconizaba en las logias, dirigiéndose a los maestras francmasones. Le agradaba revestir con agradable aspecto de sociología experimental sus intrigas políticas y sus expedientes administrativos, y apreciaba mucho la ciencia, porque la creía muy útil para él. «Sinceramente profeso —decía— la fe absoluta en los hechos, carácter principal de un sabio, de un sociólogo». Y por afirmarse tanto en los hechos, por blasonar de positivista, el asunto de la iluminada comenzó a inquietarle.

Su secretario particular, el señor Lacarelle, le había dicho: «La señorita Deniseau ha curado a un peón caminero y a un alguacil. Son hechos. Indicó el sitio donde podía descubrirse un tesoro, y haciendo excavaciones allí, se descubrió, efectivamente, una losa de piedra que cerraba la boca de un subterráneo. Es un hecho también». El señor prefecto Worms-Clavelin, se libraba instintivamente del ridículo, y tenía el sentimiento de lo absurdo; pero la palabra «hecho» subyugaba su inteligencia; ofrecíale vagamente su memoria los nombres de médicos ilustres, como Charcot, que hicieron estudios minuciosos en enfermos dotados de facultades extraordinarias. Recordando ciertos fenómenos de histerismo y casos de visión doble, se preguntaba si la señorita Deniseau era una histérica de bastante interés para librarse de sus predicciones, confiando su experimentación a famosos alienistas.

Y reflexionaba:

«Yo puedo exigir, de oficio, la reclusión de la señorita Deniseau en un manicomio, como puedo exigirla de cualquier persona cuya locura comprometa el orden público y la seguridad de los ciudadanos. Pero los enemigos del régimen pondrían el grito en el cielo; ya oigo al abogado Lerond acusarme por secuestro arbitrario. Hay que desenmarañar la intriga, caso de que los clericales de la región hayan forjado alguna. Porque no es tolerable que la señorita Deniseau proclame diariamente, como dictado por Santa Radegunda, que nuestra política es un lodazal. Efectivamente, se han cometido actos lastimosos y hasta censurables, hay que reconocerlo. Se imponen cambios parciales, en la representación nacional sobre todo; pero el régimen es aún bastante fuerte, gracias a Dios, para que yo lo sostenga».

X

Sentados en un banco del paseo, el padre Lantaigne, rector del Seminario, y el señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras, discutían conforme a su veraniega costumbre. Tenían opiniones diametralmente opuestas en todo; nunca hubo dos personas más distintas, por sus estudios y por su carácter; pero eran los únicos en la ciudad que se interesaban por las ideas generales. Esta simpatía los unió. Filosofando a la sombra de los olmos cuando hacía buen tiempo, se consolaban, el uno, de su celibato; el otro, de los engorros de la familia, y ambos, de las molestias profesionales y de su idéntica impopularidad.

Aquella tarde veían, desde el banco donde estaban sentados, el monumento de Juana de Arco, enfundado aún. Habiendo la Doncella hecho noche una vez en la ciudad, en el domicilio de una honrada señora, llamada la Gausse, para conmemorar aquel suceso histórico, el municipio, con el concurso del Estado, elevaba, en 189…, un monumento. Dos artistas, hijos del país, uno escultor y otro arquitecto, habían ejecutado la obra, poniendo sobre un pedestal a la virgen «armada y pensativa».

Habíase fijado para el domingo próximo la inauguración. El ministro de Instrucción pública, seguramente, asistiría; lo aguardaban. Se daba por segura una abundante distribución de cruces de la Legión de Honor y de Palmas académicas. Los burgueses iban al paseo para contemplar el lienzo que cubría la figura de bronce y el pedestal de piedra. Se instalaban los feriantes junto a las murallas, y en los barracones construidos para servir de cafetines, apoyados en los olmos, fijándose tiras de percalina con semejantes letreros: Única cerveza Juana de Arco: gran café de la Doncella.

Viéndolo, afirmaba el señor Bergeret que merecía elogios el concurso de los ciudadanos reunidos para honrar a la libertadora de Orleáns.

—El archivero municipal —añadió—, el señor Mazure, se ha significado escribiendo una Memoria para demostrar que la famosa tapicería histórica donde se representaba la entrevista de Chinon, lejos de haber sido tejida en Alemania, próximamente hacia 1430, lo fue, sin duda, en uno de los talleres que por aquella época hubo en la Francia flamenca. El señor Mazure sometió las conclusiones de su Memoria al dictamen del prefecto Worms-Clavelin, que las calificó de eminentemente patrióticas, aprobándolas y haciendo concebir a su autor la esperanza de verse condecorado con las Palmas académicas al pie de la estatua de Juana. También se asegura que en su discurso de inauguración el señor prefecto dirá, con la mirada fija en los Vosgos, que Juana de Arco es una hija de Alsacia-Lorena.

El padre Lantaigne, poco aficionado a las burlas, lo oía sin que su rostro perdiera gravedad, como si le hablaran en serio, y sin hacer intención de responder. Creía muy loables, en principio, los festejos dedicados a Juana de Arco. El mismo, dos años antes, había predicado en San Exuperio un panegírico de la Doncella, estudiando en la heroína la noble patriota y la buena cristiana. No le parecía cosa de burla solemnizar glorias de la patria y de la fe; patriota y cristiano, dolíale solamente que todo el clero, con el arzobispo a la cabeza, no figurasen allí en primera linca.

—Lo que determina la continuidad de la patria francesa —dijo— no son los reyes, ni los presidentes de la República, ni los gobernadores de provincia, ni los prefectos, ni los servidores de la corona, ni los funcionarios del régimen actual: es el episcopado, que, desde los primeros apóstoles de las Galias, ha subsistido hasta nuestros días sin interrupción, sin cambio, sin reforma, constituyendo, por decirlo así, la sólida armazón de la historia de Francia; el poder del obispado es espiritual y perpetuo. Los poderes de los reyes, legítimos, pero transitorios, están ya emplazados al nacer. No depende la duración de la patria de lo que duren ellos. La patria es toda espíritu, y la sostienen la moral y la religión. Así, pues, aun cuando materialmente no figura en los festejos civiles, el clero hará sentir en el alma su verdadera representación. Juana de Arco nos pertenece, y es inútil que los incrédulos nos la quiten; siempre será nuestra.

—Es natural, sin embargo, que la inocente Doncella, convertida en un símbolo de la patria, sea reivindicada por todos los patriotas.

—No concibo, ya se lo he dicho a usted, otras veces, la patria sin religión. Todos los deberes emanan de Dios, y el deber del ciudadano en este punto no es distinto de los demás. Cuando se alejan de Dios, todos los deberes terminan. Será un derecho y un deber librar del invasor el suelo de su patria, no en virtud de un supuesto derecho de gentes, que no ha existido nunca, sino conforme a la voluntad de Dios. Esta conformidad aparece clara en las historias de Jael y Judit. Resplandece más aún en el Libro de los Macabeos. Puede adivinarse también en los heroísmos de la Doncella.

—Usted, señor eclesiástico, supone según veo, que Juana de Arco pudo recibir una misión divina; que obraba por mandato de Dios. El supuesto ha de vencer muchas dificultades. Yo sólo quiero formular una, porque subsiste aún dentro de las creencias de un católico. Se refiere a las voces y a las apariciones que se manifestaron a la campesina de Domrémy. Admitiendo que Santa Catalina se apareció realmente a la hija de Jacquot d’Arc, en compañía de San Miguel y de Santa Margarita, se tropieza en una dificultad muy grande cuando se averigua que Santa Catalina de Alejandría no existió jamás, y que su historia es una deplorable novelucha griega. Esto se probó ya en el siglo diecisiete, y no se debe la información a un libertino malvado, sino a un sapiente doctor de la Sorbona. Hombre piadoso y de buenas costumbres, Juan de Launoy. El juicioso Tillemont muy sometido a la Iglesia, considera una invención absurda lá historia de Santa Catalina. ¿No son ésos testimonios molestos para cuantos afirman que hablaron a Juana de Arco voces del Cielo?

—El martirologio, señor mío, por muy verdadero que sea, no es artículo de fe; y es posible, como lo hacen Tillemont y el doctor Launoy, dudar de Santa Catalina de Alejandría. Por mi parte, no he llegado a tal extremo, y me parece temeraria una negación absoluta. Reconozco la procedencia oriental de la historia de Santa Catalina, recargada, es cierto, de pasajes fabulosos; pero, a mi juicio, esas labores de imaginación se bordaron sobre una trama verdadera. Ni Launoy ni Tillemont eran infalibles. No está negada en absoluto la existencia de Santa Catalina, y si por acaso la prueba histórica se hiciese, perdería todo su valor ante las afirmaciones contrarias de la prueba teológica, habiendo sido las apariciones milagrosas de referencia verificadas por el ordinario y solemnemente reconocidas por el Papa. En buena lógica, las verdades científicas no pueden imponerse contra las verdades de un orden superior. Pero no se conoce todavía la opinión de la Iglesia respecto a las revelaciones de la Doncella. El nombre de Juana de Arco no se ha escrito aún en el Canon de los Santos, y los milagros que hizo y que se hicieron por ella están sujetos a discusión; yo no los niego ni los afirmo, y desde un punto de vista puramente humano, descubro en la historia de la prodigiosa Doncella de Orleans el apoyo que presta Dios a Francia.

—Me parece, señor eclesiástico, haber comprendido que usted no tiene por milagro comprobado la singular aventura de Fierbois, cuando Juana de Arco reveló, según dicen, una espada escondida en el muro. Tampoco afirma que la Doncella resucitara (como aseguró haberlo hecho) una criatura de Lagny. A mi juicio, tienen uno y otro suceso interpretación natural Admito que la espada estuviese ofrecida como exvoto en el muro de la iglesia, y en lugar visible, por tanto. En lo tocante al niño que la Doncella resucitó un momento para administrarle el bautismo, y que volvió a morir en cuanto la ceremonia hubo terminado, me limitaré a recordar que se veneraba cerca de Domrémy la imagen de Nuestra Señora de los Ariots, cuya especialidad consistía en reanimar, durante algunas horas, a los niños que nacían muertos. Supongo que la devoción aquella sirve de base racional a las ilusiones de Juana de Arco, al decir que había resucitado a una criatura para bautizarla.

—En su razonamiento hay mucha incertidumbre, señor mío, y antes de adoptarlo suspenderé mi juicio, que se inclina siempre hacia el milagro, por lo menos en cuanto se refiere a la espada de Santa Catalina. Porque los textos en este punto son claros: la espada estaba «en el» muro, dentro del muro, y fue necesario abrir un boquete para encontrarla. Tampoco es imposible que Dios, cediendo a la oración agradable de una Virgen, permitiese que reviviera una criatura para recibir el bautismo.

—Habla usted, señor eclesiástico, de «la oración agradable de una Virgen». ¿Admite usted, conforme a las creencias de la Edad Media, que hubiese una virtud, un poder extraño en la virginidad de Juana?

—Evidentemente, la virginidad es agradable a Dios, y Jesucristo se complace en el triunfo de sus vírgenes. Una doncella libró a Lutecia de Atila y sus hunos; otra libró a Orleáns, haciendo consagrar al rey legítimo en Reims.

El señor Bergeret quiso adoptar, hasta cierto punto, las últimas palabras del sacerdote, vertiéndolas en estas otras:

—Ciertamente, Juana de Arco fue una «mascota».

Pero no le oyó el padre Lantaigne, quien, levantándose, dijo:

—La misión de Francia en la cristiandad no se ha cumplido aún. Presiento que Dios ha de valerse todavía de la nación que fue la más fiel y la más infiel de todas.

—Por esa circunstancia, tal vez aparecen profetisas, como en los tiempos ignominiosos de Carlos Séptimo. Hay una en esta ciudad cuyos comienzos han sido mejores que los de Juana, pues a la hija de Jacquot d’Arc la creyeron loca sus padres, y la señorita Deniseau cuenta entre sus fervientes admiradores a su mismo padre. Sin embargo, no considero su fortuna muy grande ni duradera. Nuestro prefecto el señor Worms-Clavelin carece de cultura, pero no es tan simple como Baudricourt; y no tienen costumbre los presidentes de la República de recibir a las iluminadas. A Félix Faure no le aconsejará su confesor que atienda y pruebe a la señorita Deniseau. Contra lo que digo, podría usted argumentarme, señor eclesiástico, valiéndose de un sencillo ejemplo: Bernardette de Lourdes ha ejercido en las circunstancias actuales una influencia que no alcanzó jamás Juana de Arco. Ésta derrotó a unos centenares de ingleses hambrientos y desocupados; aquélla puso en marcha millares y millares de Peregrinos que dejan millones y millones de francos en una montaña de los Pirineos. ¡Y mi venerable amigo el señor Pedro Laffitte me asegura que atravesamos una época de filosofía Positiva!

—En lo que se refiere a Lourdes —repuso el padre Lantaigne—, sin meterme a crítico ni caer en una excesiva credulidad, reservo mis juicios, que serían arriesgados, por cuanto a la iglesia no ha decidido todavía. Pero en el entusiasmo y la fe de las peregrinaciones veo un triunfo de la Religión, como usted verá indudablemente, un fracaso de la filosofía materialista.

XI

Al caer el Ministerio, Worms-Clavelin no había sentido sorpresa ni disgusto. En su fuero interno, lo juzgaba muchas veces agitado y agitador en demasía, teniendo siempre inquietos a los agricultores, a los traficantes y a los humildes que reducen su ambición al ahorro. Sin turbar la feliz indiferencia de las masas, había ejercido aquel Gobierno, con harto dolor de Worms-Clavelin, una desastrosa presión en la masonería, que, desde quince años atrás, abarcaba y mangoneaba toda la vida política del departamento. El prefecto supo transformar las logias masónicas en centros autorizados para designar en qué personas debían recaer los cargos públicos, las funciones colectivas y los favores del Gobierno. Ejerciendo así atribuciones amplias y precisas, las logias, tanto oportunistas como radicales, se reunían, confundiéndose, para una acción general, y trabajaban de común acuerdo en beneficio de las ideas republicanas. Dichoso el prefecto al ver que las ambiciones de los unos moderaban el deseo de los otros, y atendiendo a las indicaciones comunicadas por las logias, reclutó un personal de senadores, diputados, alcaldes y agentes electorales, todos igualmente afectos al régimen y de opiniones bastante distintas y bastante morigeradas para satisfacer y tranquilizar a los grupos republicanos, menos a los socialistas. El señor Worms-Clavelin realizaba esta obra de prudencia, y el Ministerio radical había interrumpido tan suave concierto.

Fue una desgracia que un ministro cualquiera de los menos importantes —el de Agricultura o el de Comercio—, atravesando el departamento, se detuviera horas en la capital. Bastó que pronunciase un discurso filosófico y moral en un círculo para que se agitaran los elementos de todos los círculos y se dividieran las logias, hubiera rivalidades entre los hermanos, y el ciudadano Mandar, farmacéutico y venerable de la Nueva Alianza, radical, se alzara contra el señor Tricoul, vinicultor, venerable de la Santa Amistad y oportunista.

Otro reproche tenía embotellado el señor Worms-Clavelin contra el Gobierno dimisionario por haber distribuido Palmas académicas y cruces del Mérito agrícola profusamente, y sólo entre radicales-socialistas, privando así al prefecto de un arma de gobierno tan poderosa como las condecoraciones, que se deben prometer y otorgar con mesura en pago de servicios. El señor prefecto expresaba con claridad su pensamiento, murmurando —a solas en una habitación— estas frases amargas:

«¡Pensaría hacer política mientras desbarataban mis pacíficas logias, adornando con palmas y cruces, tan convenientes cuando se manejan bien, hasta las colas de los perros! ¡Lucidos quedan! ¡Qué gentes!».

Por este motivo, no le impresionó la crisis ministerial.

Pero, de todas maneras, nunca le sorprendían esos cambios previstos. Su política administrativa se fundaba en el convencimiento de que un ministro «se desgasta pronto».

Estudiaba la manera de servir al ministro del Interior, sin afanarse demasiado. Rehuía las pruebas de adhesión y cualquier servicio extraordinario que le singularizase. Este proceder, nunca exagerado, sin acarrearle jamás la enemiga de un ministro, le valía siempre la benevolencia del sucesor, que aprovechaba el prefecto para servirle con la misma indiferencia y con igual despego, tan gratos y tan merecedores a los ojos del ministro futuro. Y así de continuo. El señor prefecto Worms-Clavelin era escasamente oficinesco; nada más comunicaba con sus jefes lo indispensable, y sin esfuerzo alguno, con buen equilibrio, se defendía.

En su despacho, por cuyas ventanas abiertas entraba el perfume de las lilas florecientes y el clamoreo de los gorriones, meditaba con apacible tranquilidad acerca de la quietud que, poco a poco, siguió al escándalo que por dos veces había cercenado las cabezas del partido. Entreveía los tiempos, lejanos aún, pero seguros en lo por venir, que permitirían reanudar los negocios. Pensaba que, a despecho de las dificultades pasajeras y de la discordia, importunamente sembrada en las logias masónicas y en los comités electorales, conseguiría un triunfo en las elecciones municipales. Los alcaldes eran excelentes en aquella región agrícola. El espíritu del pueblo era tan sumiso y bondadoso, que hasta los dos diputados comprometidos en varios chanchullos de Hacienda y envueltos en una causa criminal conservaban, a pesar de todo, su influencia en el distrito. No era posible, por ningún procedimiento, conseguir más favorables resultados. Reflexiones casi filosóficas revoloteaban por su imaginación acerca de lo fácil que resultaba gobernar a los hombres. Representábase confusamente a la Humanidad como un rebaño que se deja conducir, arrastrando ante la vigilancia del perro pastor su inagotable y triste docilidad.

Entró en el despacho el señor Lacarelle con un periódico en la mano.

—Señor prefecto, la dimisión de los ministros, aceptada Por el presidente de la República, aparece ya en el Diario Oficial.

El prefecto, señor Worms-Clavelin, continuaba entregado a sus divagaciones, y el señor Lacarelle, retorciéndose los bigotes, hacía girar sus pupilas de vidrio azul, señal inequívoca de que pensaba decir algo; y, en efecto, dijo:

—Circulan por ahí diferentes versiones acerca de la crisis ministerial.

—Sí, ¿eh? —pronunció el prefecto, que seguía ensimismado.

—Y ahora, señor prefecto, nadie puede negar que la señorita Claudina Deniseau predijo la inmediata caída del Ministerio.

El señor Worms-Clavelin se encogió de hombros. Era demasiado experto para no comprender que semejante profecía nada tenía de milagrosa. Pero Lacarelle, con un exacto conocimiento de los asuntos locales, una simpleza maravillosamente comunicativa y el instinto poderoso del error, dióle noticia de tres o cuatro fábulas nuevas que circulaban por la ciudad, entre las cuales destacábase la referente al conde de Gromance, a quien Santa Radegunda, contestando al oculto pensamiento del visitante, había dicho por boca de la señorita Deniseau: «Tranquilícese usted, señor conde; lo que se agita en las entrañas de su esposa es un fruto legítimo». Luego Lacarelle insistió en lo del tesoro. Se habían hallado en las excavaciones dos monedas romanas. Continuaban los trabajos de exploración. También hizo referencia el secretario particular a dos curas milagrosas; pero sus informes eran vagos y prolijos.

El señor prefecto Worms-Clavelin oíale anonadado. La señorita Deniseau era su martirio: le entristecía y le turbaba. Estaba resuelto a evitar la influencia que sobre una muchedumbre de ciudadanos ejercían las revelaciones de la iluminada; pero no sabía cómo intervenir en aquel asunto de orden psíquico. La inseguridad, la desconfianza en sí mismo, le hacían perder la firmeza que tantas veces empleó con acierto en circunstancias normales. Oyendo a Lacarelle, temió que le convenciera, que le fanatizara; instintivamente defendióse gritando:

—¡No creo esas farsas! ¡Un hombre como yo no debe darles crédito!

Pero la duda, la inquietud le sumergían. Deseó conocer la opinión que le mereciera el asunto al padre Guitrel, juzgándolo inteligente y culto. Era la hora en que solían encontrarse en el almacén del platero, y allí se fue.

Rondonneau, hermano, estaba en la trastienda clavando un cajón, y el padre Guitrel examinaba minuciosamente un vaso de plata con mucho pie y una tapa semiesférica.

—Hermoso cáliz, ¿no es cierto, señor cura?

—Es un copón, señor prefecto; un copón o vaso destinado ad ferendos cibos. En el copón se conservan las hostias consagradas, que son el alimento espiritual. Antiguamente guardaban el copón en una paloma de plata suspendida sobre la pila bautismal, sobre los altares o sobre las tumbas de los mártires. La ornamentación del que admiramos corresponde al siglo trece. Un dibujo austero y magnífico, muy en armonía, señor prefecto, con el carácter de los objetos destinados al culto, especialmente de los vasos sagrados.

El señor Worms-Clavelin apenas le atendía, pero estudiaba el perfil inquieto y prudente de sus facciones. «Me interesa —pensaba— conocer lo que opina éste de la iluminada y de Santa Radegunda».

Y el prefecto de la República avivaba su ingenio y erguía su alma para no aparecer débil de inteligencia, supersticioso y crédulo ante un eclesiástico.

—El estimable señor Rondonneau, hermano, hizo labrar esta magnífica joya con arreglo a un diseño que dibujó valiéndose de antiguos documentos. Me siento inclinado a suponer que no lo hicieran mejor los plateros de la plaza de San Sulpicio, en París, de fama tan notoria.

—A propósito, señor cura: ¿qué me cuenta usted de la iluminada?

—¿Qué iluminada, señor prefecto? ¿Se refiere usted, acaso, a la infeliz criatura que pretende recibir inspiraciones de Santa Radegunda, reina de Francia? ¡Oh señor prefecto! Es imposible que la piadosísima esposa de Clotario dicte a esa desventurada joven tanto dislate, simplezas y rapsodias, que no están conformes con el buen sentido, ni mucho menos con la teología. Infundios, señor prefecto; infundios nada más.

El señor Worms-Clavelin, que había preparado algunos conceptos irónicos y burlones contra la credulidad fanática de los clérigos, no supo, de pronto, qué decir.

—Ciertamente —prosiguió el padre Guitrel, sonriendo—; repito que no es posible atribuir a Santa Radegunda esas trivialidades y esos chismes, tanta superchería, tanto juicio ligero, vano y heterodoxo con frecuencia, como profieren los incultos labios de la joven Deniseau. Las palabras de Santa Radegunda fueron muy diferentes; no hay manera de confundirse.

—Después de todo, Santa Radegunda no es muy conocida.

—No está usted en lo firme, señor prefecto; no está en lo firme. Santa Radegunda, venerada por la cristiandad entera, es objeto de una devoción especialísima en Poitiers, ciudad en donde se manifestaron sus méritos.

—Como usted mismo dice, señor cura, «especialísima»…

—Los más incrédulos contemplaban admirados aquella hermosa figura. ¡Qué sublime cuadro, señor prefecto! Después del asesinato de su hermano, víctima del marido, la esposa ilustre de Clotario toma el camino de Noyon, y presentándose al obispo Medardo, le ruega que la consagre como sierva del Señor. Duda San Medardo, sorprendido, e invoca la indisolubilidad del matrimonio. Pero Radegunda cubre su cabeza con el velo de las enclaustradas, y se arrodilla a los pies del Pontífice, que, vencido por la obstinación piadosa de la reina y desafiando la cólera del feroz monarca, ofrece a Dios aquella bienaventurada víctima.

—Pero, señor cura, ¿le parecerá a usted bien aprobar la conducta de un obispo como ése, que atenta contra los derechos del Poder civil, pisotea las leyes y apoya la rebeldía, sosteniendo a la esposa contra el esposo, contra el poder ejecutivo? ¡Demonio! Si piensa usted así, le agradeceré mucho que lo diga francamente.

—¡Ay, señor prefecto! Yo no podría guiarme, como el bienaventurado Medardo, por las inspiraciones divinas, obligado a discernir, en circunstancias extraordinarias, la voluntad de Dios.

»En los tiempos que alcanzamos, afortunadamente para los que no tenemos don de santidad, están bien precisadas las relaciones de los obispos con el Poder civil. Y el señor prefecto me honrará, sin duda, cuando me recomiende al señor ministro para la sede vacante de Tourcoing, teniendo en cuenta que reconozco todas las obligaciones resultantes del Concordato. Pero ¿a qué relacionar mi humilde persona con sucesos históricos de importancia? Santa Radegunda, revestida con el velo de las profesas, fundó en Poitiers el monasterio de Santa Cruz, donde vivió durante más de medio siglo en la más ruda penitencia. Observaba los ayunos con tal rigor…».

—Amigo mío, deje las pláticas para el Seminario. Usted niega que Santa Radegunda se relacione con la señorita Deniseau; es muy laudatorio que un cura piense así, y ¡ojalá todos los del obispado fueran tan razonables como usted! Pero basta que la histérica (porque se trata, indudablemente, de un caso de histerismo) ataque al Gobierno, para que los curas vayan en montón a escucharla con un palmo de boca abierta y aprueben todas las torpezas que la iluminada vomita.

—¡Oh!, se reservan, señor prefecto; se reservan. La Iglesia les ha enseñado a usar de una extremada prudencia en sus juicios cuando se les ofrece un hecho con apariencias milagrosas. Y, por mi parte, le aseguro que me inspiran grandes recelos todas las novedades extraordinarias.

—Dígalo claramente ahora que nadie nos oye: no cree usted en milagros.

—Para los milagros que no tienen la sanción de la Iglesia, no soy, en verdad, nada crédulo.

—Confiéselo con franqueza. Confiese usted que ni hubo milagros, ni puede haberlos; que todo es una engañifa.

—Muy al contrario, señor prefecto: el milagro es posible, y en ciertos casos evidente. Sirve para la confirmación de la doctrina, y su mucha utilidad está probada por la conversión de los pueblos.

—¿De modo que no supone usted ridículo pensar que Santa Radegunda, una señora de la Edad Media…

—Del siglo dieciséis, del siglo dieciséis.

—… una señora del siglo dieciséis, pueda en mil ochocientos noventa… perder el tiempo charlando con la hija de un agente de colocaciones acerca de la conducta política del Ministerio y de las Cámaras?

—Las comunicaciones entre la Iglesia triunfante y la Iglesia militante son posibles; la Historia comprende numerosos e imputables ejemplos. Pero, en este caso particular, no me permito suponer que la joven de quien se trata sea favorecida por una revelación semejante. A sus discursos les falta el sello especial de las revelaciones divinas. Cuanto dice trasciende a…

—Una farsa.

—También pudiera ser; pero no es increíble que la infeliz sea una endemoniada.

—¿Qué dice usted? No me asombre, señor cura. Un hombre inteligente, un futuro obispo republicano, ¿admite la existencia de una endemoniada? Eso es una ranciedad, una preocupación de tiempos ignorantes. He leído un libro de Michelet acerca del asunto.

—Usted no debe olvidar, señor prefecto, que la posesión es un hecho reconocido no solamente por los teólogos (y fuera bastante), sino también por los sabios, incrédulos en su mayoría. Y el propio Michelet, a quien usted alude, creía en los endemoniados de Loudún.

—¡Qué fatalidad! Todos los curas discurren lo mismo… ¿Y si Claudina Deniseau fuese una endemoniada…, como usted supone?

—Sería necesario exorcizarla.

—¿Exorcizarla? Pero ¿es posible que a usted, señor cura, no le parezca una cosa ridícula?

—De ningún modo, señor prefecto; de ningún modo.

—¿Y cómo hacen… eso?

—Hay reglas establecidas, una fórmula, un ritual, para estas prácticas religiosas, que no han estado nunca en desuso, la misma Juana de Arco tuvo que someterse a ellas en la Villa de Vaucouleurs, si no recuerdo mal. El párroco de San Exuperio sería el designado para exorcizar a la señorita Deniseau, por contarse la infeliz entre sus feligreses. El padre Laprune, señor prefecto, es un sacerdote venerable. Cierto que para este caso especial, se halla en situación difícil, que pudiera influir en su carácter, y hasta cierto punto inclinar su espíritu sensato y prudente, que la edad no ha debilitado todavía, y que, al parecer, tiene aún resistencia para no rendirse al peso de los años y a las fatigas de un largo e importante ministerio. Me refiero a que habiendo acontecido en los límites de su parroquia el desdichado suceso de supuestas revelaciones que algunos conceptúan milagrosas, el respetable y celoso padre Laprune, tal vez turbado por una especie de orgullo, ha consentido que su pensamiento divagara un tanto, con la ilusión de que la iglesia de San Exuperio pueda ser privilegiada por Dios hasta el punto de preferirla entre todas las de la ciudad para realizar una manifestación de la Gracia Divina por boca de uno de sus humildes feligreses. Alimentando esa frágil esperanza, es posible que sintiera un entusiasmo inconveniente y que acaso lo comunicara también a sus respetables vicarios. Error y seducción muy excusables, atendiendo a las circunstancias. En efecto: ¡cuántas bendiciones atraería un milagro reciente sobre la iglesia parroquial de San Exuperio! El fervor de los fieles aumentaría; la abundancia de los dones enriquecería los muros respetables y gloriosos, pero pobremente revestidos, de la noble y antigua basílica. Las preferencias del cardenal-arzobispo endulzarían los últimos años del padre Laprune, que ha llegado al término de su apostolado y al agotamiento de sus energías.

—De las palabras de usted, amigo mío, creo lógico deducir, sin exponerme a error, que han sido el párroco macilento y caduco de San Exuperio y sus vicarios los que dieron vuelos al asunto de la iluminada. No se puede negar que los curas tienen mucha influencia. En París, en el ministerio, lo desconocen y lo niegan, pero es verdad; los curas tienen mucha influencia. De modo que nuestro venerable padre Laprune, párroco de San Exuperio, es el organizador, el empresario, tal vez, de las sesiones de espiritismo clerical, del espectáculo a que asiste la ciudad en masa para oír horrores del Parlamento, del presidente de la República y de mí, porque no se me oculta que mi nombre danza en las famosas revelaciones de Santa Radegunda y en los conciliábulos de la plaza de San Exuperio.

—Le aseguro a usted, señor prefecto, que no me ha cruzado siquiera por las mientes la intención de suponer al respetable párroco de San Exuperio interesado en urdir una trama. Tanto es así, que abrigo el convencimiento de que, si ha dado, en cierto modo, vuelos a ese calamitoso asunto, reconocerá fácilmente su error empleando todos los recursos imaginables para destruir sus efectos en lo posible… Pero no estaría de más, en su interés mismo y en interés de la diócesis, anticiparse y enterar a su eminencia de lo sucedido, porque lo ignora, sin duda. En cuanto monseñor conozca las verdaderas causas, atajará el mal inmediatamente.

—Me parece una idea muy oportuna. ¿Quiere usted encargarse de la comisión, amigo mío? Yo, como prefecto, debo ignorar que hay un arzobispo, excepto en los casos prevenidos por la ley, como en lo referente a las campanas y a las procesiones. Reflexionándolo, es un convencionalismo absurdo, porque mientras el arzobispado se provea y funcione… Pero la política tiene sus necesidades. Conteste a mi pregunta con franqueza: ¿Está usted en buenas relaciones con el arzobispo?

—Su eminencia se digna escucharme y atenderme. La mansedumbre de su eminencia no tiene límites.

—Pues bien: confieso a usted que no es posible tolerar esa resurrección de Santa Radegunda, sin más objeto que fastidiar a los senadores, a los diputados y al prefecto; que ya interesa tanto a la iglesia como a la República cerrar el pico a la indómita esposa de Clotario. ¿Le dirá usted a su eminencia todo esto?

—Le diré… algo parecido; cuanto a usted le conviene que sepa.

—Sí; hágalo usted a su gusto, señor cura; pero demuéstrele, con todos los argumentos necesarios, la conveniencia de prohibir a los sacerdotes que se acerquen a casa de Deniseau y hasta que hablen del asunto. Consiga usted que aplique un correctivo al párroco Laprune; que desmienta en la misma Semana Católica las afirmaciones insensatas hechas en sus columnas, y que invite oficiosamente a los redactores de El Liberal para que pongan fin a su campaña, en la cual se preconiza un milagro anticonstitucional, y, por añadidura también, opuesto a lo convenido en el Concordato.

—Trataré de lograrlo, señor prefecto; le aseguro que trataré de lograrlo. Pero ¿qué represento yo, humilde profesor de Elocuencia Sagrada, ante su eminencia el cardenal arzobispo?

—El arzobispo es un hombre inteligente; comprenderá que juega en este asunto su propio interés… y el crédito de Santa Radegunda, ¡qué demonio!

—Sin duda, señor prefecto; sin duda. Pero su eminencia, un amante de los intereses espirituales de la diócesis, considera, tal vez, que la prodigiosa influencia ejercida por esa infeliz muchacha entre gentes de todas clases prueba el ansia de fe que sienten las nuevas generaciones, tan atormentadas por la duda; acaso vea en ello una prueba de que la religiosidad vive como nunca en las muchedumbres, un ejemplo muy conveniente para ofrecerlo a la meditación de los hombres de Estado. Es posible que si esto supone y juzga, no se precipite mucho a contener las manifestaciones populares, a suprimir la prueba y el ejemplo. Es posible…

—Que se ría de todos. Lo creo muy capaz.

—¡Oh, señor prefecto! Es una suposición infundada la suya. Pero ¡cuánto facilitaría el éxito de la misión a mis pobres fuerzas encomendada; cuánto más adelantaríamos en caso tan urgente si, como la paloma de Noé, llevase yo una ramita de olivo; si me autorizara usted para decirle a monseñor, para decírselo sin que nadie pudiese ni siquiera sospecharlo, que los haberes de ocho pobres parroquias de la diócesis, cercenados por el anterior ministerio de Cultos, quedaban restablecidos!

—Está bien; toma y daca. ¿No es eso lo que usted pide? ¿Favor por favor? Conformes. Reflexionaré… Telegrafiaré a París, y en casa de Rondonneau, hermano, recibirá usted la respuesta. Buenas tardes, mi querido diplomático.

A los ocho días, el padre Guitrel había desempeñado con prudencia y fortuna la misión que le confiara el prefecto en su conferencia secreta. La iluminada de la plaza de San Exuperio, desautorizada por el arzobispo, abandonada por el clero, renegada por El Liberal, interesaba ya solamente a dos individuos de la Academia de Ciencias Físicas, uno de los cuales veía en la señorita Deniseau un sujeto digno de estudio, mientras el otro la creía una farsanta peligrosa. Libre de aquella loca y satisfecho de las elecciones municipales, que se hicieron buenamente, sin dar a luz nuevas ideas ni hombres nuevos, el señor prefecto Worms-Clavelin sentíase triunfante, y rebosaba el gozo en su corazón.

XII

Tenía su comercio de libros el señor Paillot en el ángulo que forma la plaza de San Exuperio con la de la calle de Tintelleries. Casi todas aquellas casas eran antiguas; las más próximas a la iglesia ostentaban letreros pintado s o esculpidos. En muchas, el violento declive de los tejados formaba un frontón picudo, y sus fachadas lucían las cruces del entramado. Una de aquellas casas, conservando sus viejas vigas labradas, era una verdadera joya en su género, que los inteligentes admiraban. Las carreras estaban sostenidas por modillones tallados: unos, en forma de ángeles con escudos, y otros, representando un fraile acurrucado. A la izquierda de la puerta, en un pilar, se alzaba una figura de mujer, mutilada, con la frente ceñida por una corona de grandes florones. Las gentes de la ciudad suponían que representaba a la reina Margarita. Y aquella casa era conocida por este nombre: Casa de la reina Margarita.

Creíase, fundando la creencia en afirmaciones de Dom Mauricer, autor de un Tesoro de antigüedades, impreso en 1703, que Margarita de Escocia vivió en dicha casa durante algunos meses del año 1483. Pero el señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Agricultura y Arqueología, prueba, en una Memoria sólidamente razonada, que dicho edificio lo construyó en 1488 un rico burgués llamado Felipe Tricouillard. Los arqueólogos de la ciudad, que acompañan a los curiosos en sus visitas, al hallarse frente a la casa, y aprovechando un momento en que las señoras estén distraídas, señalan con el dedo los blasones insinuantes de Felipe Tricouillard, grabados en un escudo sostenido por dos angelitos. Esos blasones, que Terremondre compara, muy juiciosamente, con los de Coleoni de Bérgamo están igualmente representados en un modillón que apoya el extremo izquierdo del dintel de la puerta principal.

La composición es muy confusa, y sólo comprensible para los que van advertidos. Respecto a una efigie de mujer, coronada, que se adosa a la gruesa viga perpendicular, el señor de Terremondre asegura, sin que le cueste mucho esfuerzo probarlo, que se trata de una imagen de Santa Margarita. En efecto: se distinguen aún a los pies de la santa vestigios de un cuerpo deforme, que será, sin duda, el diablo; y el brazo derecho, que a la figura principal le falta, debía enarbolar el hisopo que la bienaventurada sacudía sobre el enemigo del genero humano. Se concibe que Santa Margarita se vea representada en semejante lugar, teniendo en cuenta el documento encontrado por el señor Mazure, archivero del departamento, en cuyo documento consta que Felipe Tricouillard, contando en 1488 cerca de los setenta años, habíase casado poco antes con Margarita Larrivée, hija de un juez. Por una confusión, Que no debe sorprender a nadie, la gloriosa patrona de Margarita Larrivée ha sido confundida con la joven princesa de escocia, cuya residencia en la ciudad había dejado un imborrable recuerdo. Pocas damas legaron más grata y amable memoria que esa delfina, la cual murió a los veinte años, diciendo: «¡Mal haya la vida!».

La casa del señor Paillot, librero, está medianera a la casa de la reina Margarita. En otros tiempos, lucía también su fachada las cruces del entramado, y cada una de sus vigas descubierta y cada uno de los modillones que las apoyaban ofrecían tallas curiosas. Pero en 1860, Paillot, el viejo librero del arzobispado, la hizo derribar para reedificarla en estilo moderno, sencillamente, sin la menor ostentación de riqueza ni de arte, cuidando mucho de habilitarla del mejor modo posible para su comercio y para vivienda. Un árbol genealógico, estilo Renacimiento, cuya altura era igual a la de la casa, ocupando la esquina que forman la plaza de San Exuperio y la calle de Tintelleries, fue derribado, como todo; pero no destruido. Habiéndolo descubierto el señor de Terremondre con una oportunidad en un corralón, lo adquirió para el Museo. Es un monumento de alguna importancia. Desgraciadamente, las figuras de los patriarcas y de los profetas que surgían de las ramas como frutos maravillosos, y la Virgen florecida en la cúspide del árbol profético, fueron mutiladas por los terroristas el 1793, y el árbol sufrió nuevos destrozos en 1860, cuando lo llevaron al corralón, cargándolo como leña para quemar.

El señor Quatrebarbe, arquitecto diocesano, ha hecho un detenido estudio de tales mutilaciones en un interesante folleto titulado Los vándalos modernos. «Desconcierta y sobrecoge los ánimos —dice— pensar que tan preciosa reliquia de un siglo eminentemente católico pudo, en la época presente, ser astillada y quemada como leña».

Esto, dicho por un hombre cuyas tendencias clericales eran públicas, mereció las aceradas críticas de El Faro en un articulillo anónimo, en el cual se reconoció —con más o menos causa— la mano del archivero señor Mazure.

«En veintiséis palabras —decía el publicista— nos ofrece varios motivos de sorpresa el señor arquitecto diocesano. Lo primero que nos ha sorprendido es que pueda sobrecoger ni desconcertar a nadie la destrucción de un madero esculpido medianamente, y tan mutilado, que apenas tiene un detalle perceptible. Lo segundo es que sea ese madero, para el clerical señor Quatrebarbe, la reliquia de un siglo eminentemente católico, pues data de 1530; es decir, del año en que se reunió la Dieta de Augsburgo. Lo tercero es que omita el señor Quatrebarbe una pequeña noticia de importancia, y es que la preciosa reliquia fue arrojada en el corralón por su propio suegro, el señor Nicolet, arquitecto diocesano, quien transformó, en 1860, la casa de Paillot, dejándola como está. Lo cuarto que nos ha sorprendido es que ignore o haya olvidado también el señor Quatrebarbe que fue precisamente quien descubrió ese árbol genealógico en el corral de Clouzot, donde se pudría, el señor Mazure, archivero, el cual hizo una indicación al señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Agricultura y Arqueología, quien lo adquirió para el Museo después».

En su estado actual, tiene la casa del señor Paillot, librero, una fachada lisa y blanca, con tres pisos. La tienda, cuya estantería es verde, lleva un rótulo en letras doradas:

PAILLOT, librero.

En el escaparate lucen esferas terrestres y celestes de varios órdenes, libros de texto, estuches de matemáticas, manuales del servicio militar y varias novelas y publicaciones recientes, lo que nombra el señor Paillot «sección literaria». Otro escaparate menos ancho y más profundo, por la calle de Tintelleries, contiene obras de Agricultura y Derecho, completando así los instrumentos indispensables a la vida intelectual de la población. Dentro de la tienda, sobre un mostrador, amontónanse obras de literatura, novelas, crítica, memorias.

Las «ediciones de los clásicos» abarrotan los estantes, y en el fondo, junto a la puerta que se abre al pie de la escalera, reúnense, alineados en las tablas, una porción de libros antiguos. Porque la librería del señor Paillot es «moderna y antigua», dedicándose también al negocio de «libros de lance».

Aquel rincón oscuro de los pergaminos y pastas viejas atraía la curiosidad insaciable de los bibliófilos, que habían hecho allí muy felices hallazgos. Hablábase de cierto ejemplar en buen estado de la edición del Tercer libro de Pantagruel, descubierto en 1871 por el viejo señor de Terremondre, padre del actual presidente de la Sociedad de Agricultura y Arqueología, en el rincón de los pergaminos y pastas viejas. Hacíanse referencias misteriosas a un Mellin de Saint-Gelais, que tenía en el reverso de la portada un autógrafo de María Estuardo, descubierto por el señor Dutilleul en el mismo rincón y en la misma época, y adquirido por tres francos. Pero a esto se redujeron las historias y los hallazgos misteriosos. Nadie volvió a referir nuevas fortunas, y el rincón de los pergaminos y pastas viejas, monótono y triste, no sufría la más insignificante alteración. Allí estaban, perdurables, un ejemplar del Compendio de la historia de los viajes, en 56 volúmenes, y algunos tomos descabalados del Voltaire de Kehl, edición de lujo. El hallazgo del señor Dutilleul, dudoso para muchos, era negado por algunos, los cuales fundaban su opinión diciendo que Pudo muy bien mentir para darse tono el antiguo notario, y que, al tiempo de su muerte, no apareció en la biblioteca del señor Dutilleul ningún ejemplar de las poesías de Mellin de Saint-Gelais. A pesar de todo, los bibliófilos de la ciudad, yendo a la librería de Paillot con alguna frecuencia, no dejaban de sondear el rincón de pergaminos y pastas viejas, por lo menos, una vez al mes. El señor de Terremondre era de los más asiduos.

Bien afincado en el departamento, vivía con holgura, dedicándose a la cría de ganados y cultivando mucho sus aficiones artísticas. Dibujaba los figurines de trajes históricos para las cabalgatas, y era presidente del comité constituido con objeto de levantar sobre las murallas un monumento consagrado a Juana de Arco. Pasaba cuatro meses del año en París, y se le atribuían algunos galanteos. A los cincuenta años conservaba una figura esbelta y un elegante porte. Bien reputado entre todas las clases sociales de la capital, habíasele ofrecido varias veces la diputación; nunca la quiso admitir, alegando que juzgaba indispensable para su vida la independencia y la tranquilidad. Pero se buscaban otras causas para explicar su retraimiento político.

El señor de Terremondre había querido comprar la casa de la reina Margarita para establecer allí un Museo de Arqueología local y regalárselo a la ciudad, y la dueña de aquel inmueble, señora viuda de Houssieu, no aceptó las proposiciones que se la hicieron. A los ochenta y tantos años vivía en el antiguo caserón, sola, con una docena de gatos. Tenía fama de rica y de avarienta. Era necesario aguardar a su muerte. Al entrar en la librería de Paillot, el señor de Terremondre preguntaba invariablemente al librero:

—¿La reina Margarita continúa viviendo aún?

Y Paillot contestaba que sola y encerrada siempre, a su edad, cualquier noche moriría sin que nadie lo advirtiera. Entretanto, era de temer que prendiese fuego a la casa.

El vecino se preocupaba con esta idea; vivía sobresaltado, temiendo que la vieja señora tuviese un descuido y ardiera como un leño el caserón antiguo. Era una constante amenaza.

Interesábale mucho al señor de Terremondre la señora viuda de Houssieu. Sentía curiosidad por cuanto pudiera decir o hacer la que llamaba él reina Margarita. La última vez que la visitó, ella le había enseñado una estampa de la Restauración, que representaba malamente a la duquesa de Angulema oprimiendo contra su pecho los retratos de Luis XVI y de María Antonieta, guardados en un medallón. Dicha estampa, puesta en un marco negro, adornaba la salita del piso bajo. La señora viuda de Houssieu había dicho, mostrándola:

—Es el retrato de la reina Margarita, que antiguamente habitó esta casa.

Y el señor de Terremondre se había preguntado cómo una estampa con la figura de María Teresa Carlota de Francia puede parecer un retrato de Margarita de Escocia ni a la gente más inculta ni a las inteligencias más romas. Desde un mes atrás le preocupaba esto.

Entrando en la librería de Paillot una tarde, le dijo:

—¡Ya lo sé!

Y explicó a su amigo el librero las razones, muy verosímiles, de aquella confusión maravillosa.

—Es muy sencillo. Atiéndame, Paillot. En vez de Margarita Larrivée, suponen a Margarita de Escocia; confunden a Margarita de Escocia con Margarita de Valois, duquesa de Angulema. Y a esta duquesa de Angulema la confunden con la duquesa de Angulema, hija de Luis Dieciséis y de María Antonieta. Vea la sucesión de los errores: Margarita Larrivée, Margarita de Escocia; Margarita, duquesa de Angulema, duquesa de Angulema. ¿Eh?

»Me satisface mucho que se me haya ocurrido esa manera lógica de puntualizar los errores; para todo es necesario acudir a la tradición. Cuando la casa de la reina Margarita sea nuestra, restauraremos algo la memoria del amable Felipe Tricouillard».

Esto decía el señor de Terremondre, cuando entró de pronto en la tienda, con su impetuosidad acostumbrada, el doctor Fornerol, visitador infatigable de los dolientes, llevando siempre consigo la esperanza y el consuelo.

Gustavo Fornerol era un hombre grandón y bigotudo. Poseyendo unas haciendas que le llevó su mujer en dote, afectaba los modales de un propietario rural; hacía las visitas con sombrero blando, chaleco de caza y polainas de cuero. Aun cuando limitaba su clientela entre modestos burgueses, comerciantes y campesinos, tenía fama de ser uno de los médicos más hábiles de la ciudad.

Amigo de Paillot —como de todos sus conciudadanos—, era raro que le hiciera una visita inútil y que se detuviera hablando en la tienda. Sin embargo, en aquella ocasión echó mano a una de las tres sillas de anea que, ocupando el rincón de los pergaminos y pastas viejas, dieron a la librería Paillot extraordinario renombre de hospitalidad literaria, docta, cortés y académica.

Arrellanóse, tomó aliento, saludó con la mano a Paillot y al señor Terremondre con alguna más reverencia; después dijo:

—¡Estoy fatigado!… ¿Y qué me cuenta usted, amigo Paillot, qué me cuenta del espectáculo de ayer? ¿Qué opinión le merecieron a la señora Paillot la obra y los cómicos?

El librero no manifestó ninguna opinión determinada. Creía que un comerciante prudente no debe formular juicios rotundos en su tienda. Iba poco al teatro, en familia nada más El doctor Fornerol era el médico de la empresa, y por esta razón iba diariamente a ocupar su butaca.

Una compañía, de paso, con Paulina Giry de primera actriz, la noche antes había representado La maríscala.

—Es admirable siempre Paulina Giry —dijo el doctor.

—Eso es lo que opina la gente.

—Comenzó muy joven su carrera —dijo el señor de Terremondre, mientras hojeaba curiosamente el volumen XXXVIII de la Historia general de los viajes.

—¡Caramba, no tanto! —replicó el doctor—. ¿Sabe usted que no se llama Giry?

—Su verdadero apellido es Girou —dijo con autoridad el señor de Terremondre—. Yo he conocido a su madre, Clemencia Girou. Hace quince años, Paulina Giry era morena y encantadora.

Se afanaban los tres, metidos en el rincón de los pergaminos, calculando la edad que debía de tener la cómica. Pero como sus datos eran inseguros o falsos, deducían consecuencias discordantes, cuando no absurdas, que les dejaban poco satisfechos.

—Estoy fatigado —insinuó el doctor—. Ustedes, al acabarse la función, se fueron a la cama. Yo, a medianoche, tuve que asistir a un viejo labrador que padece una hernia estrangulada. Su criado me dijo: «Ha vomitado todo lo que tenía en el cuerpo. Está en un grito constante. Se muere». Mandé que engancharan y salimos en dirección a Duroc, pasado el arrabal de Tramayes. Encontré a mi hombre berreando en la cama. Facies cadavéricas, vómitos estercorarios. ¡Muy bien! Su mujer me dijo: «Le mina por dentro el mal».

—Tiene cuarenta y siete años Paulina Giry —anunció el señor de Terremondre.

—Muy posible —dijo Paillot.

—Déjenla en los cuarenta y siete —repuso el doctor—. La hernia era doble y de mala índole. ¡Muy bien! Procedo a su reducción por el taxis. Aun cuando sólo es preciso apretar ligeramente con la mano, a los treinta minutos de semejante maniobra se tienen doloridos los brazos y los hombros. Y hasta el décimo intento, después de luchar cinco horas, no logré la reducción.

Estaba en esto el doctor Fornerol, cuando su amigo tuvo que levantarse y servir a dos señoras que pedían libros interesantes para leer en el campo. El médico, encarándose con el señor de Terremondre, prosiguió:

—Me sentía ya molido. Y dije al hombre: «Hay que guardar cama, boca arriba, mientras el ortopédico le construye un braguero conforme a mis indicaciones. Permanezca bien estirado y quieto para que no se presente de nuevo la estrangulación. ¡Ya sabe usted que la cosa es divertida! Eso, aparte de que un día no podrá resistirlo. ¿Comprende?». «Sí, señor». ¡Muy bien!

»Salgo al corral y me lavo en la bomba. Comprenda usted que, después de aquella maniobra, se imponía un lavatorio; me desnudo hasta la cintura y me froto los brazos, el cuello, el pecho durante un cuarto de hora. Vuelvo a vestirme. Bebo un vaso de vino blanco, ¡buen vino!, que me ofrecen. Ya clarea el cielo y cantan las alondras. Vuelvo a entrar en la alcoba del enfermo. Está oscura. Grito, dirigiéndome hacia la cama: “¿Comprende?, absoluta inmovilidad hasta que le traigan el braguero, que yo encargaré, dando mis instrucciones al ortopédico. Lo que usted padece no es cosa de cuidado. ¿Comprende?”. No contesta. “¿Se ha dormido?”. A mi espalda oigo la voz de la vieja, que me dice: “Señor médico, mi hombre no está en casa; tenía precisión de ir a la viña”».

—Reconozco en eso el carácter de nuestros campesinos —dijo el señor de Terremondre.

Meditó un momento, y repuso:

—Doctor, Paulina Giry tiene ahora cuarenta y nueve años. Debutó en mil ochocientos setenta y seis en el teatro del Vaudeville, y acababa de cumplir entonces veintidós; no me cabe duda.

—En ese caso —dijo el doctor—, sólo tendría cuarenta y tres; porque de setenta y seis a noventa y siete van veintiuno; estamos en el año mil ochocientos noventa y siete, y veintiuno y veintidós hacen cuarenta y tres.

—No es posible —dijo el señor de Terremondre—; porque Paulina Giry le lleva, por lo menos, seis años a Rosa Max, la cual ha cumplido hace tiempo los cuarenta.

—¿Rosa Max? No se lo discuto; pero es una hermosa criatura —dijo el doctor.

Estiróse, bostezando, y continuó:

—A las seis de la mañana, de regreso, y al entrar en mi domicilio, dos amasadores, que me aguardaban en el recibimiento, me anunciaron que su ama, la panadera de la calle de Tintelleries, hallábase a punto de dar a luz.

—Pero —interrogó el señor de Terremondre— ¿para dar ese aviso hacían falta «dos» amasadores?

—Había ido primero uno, y luego otro —respondió el doctor—. Les pregunté si ya se habían presentado síntomas característicos. No contestaron a mi pregunta: pero llegó un dependiente de la panadería en la tartana de su amo. Subo al vehículo, me siento junto al dependiente, que lo guiaba, el caballo da media vuelta para volver por donde vino, y he aquí que ruedo sobre el ladrillo de Tintelleries.

—¡Eso, eso es! —gritó el señor de Terremondre, que no abandonaba su idea—. En mil ochocientos sesenta y nueve debutó en el Vaudeville. Y el año setenta y seis fue cuando mi primo Courtrai la conoció… y la trató íntimamente.

—¿Habla usted de Jacobo Courtrai, el capitán de dragones?

—No; me refiero a su hermano Agenor, muerto en el Brasil… Paulina tiene un hijo, que terminó su carrera militar hace un año.

Así hablaba el señor de Terremondre, cuando el señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras, entró en la librería.

Al señor Bergeret se le reconocía derecho a una de las tres sillas académicas de casa Paillot, y era el más asiduo contertulio. En el rincón de pergaminos y pastas viejas hojeaban suavemente sus expertas manos las obras antiguas y las obras modernas, y aun cuando jamás compraba ni un libro, temiendo que lo arañasen, al saberlo, su mujer y sus tres hijas, era muy atendido por Paillot, que le demostraba sumo aprecio, estimándolo como un pozo de sabiduría y un alambique de los conocimientos bibliográficos, tan útiles para los libreros.

El rincón de la librería era el único sitio de la ciudad en donde podía el señor Bergeret respirar absolutamente satisfecho, porque en su casa le perseguía su mujer de habitación en habitación, sin dejarle punto de reposo por diversas causas de economía doméstica; en la Facultad, el decano, que le tenía malquerencia, obligábale a dar su curso en la peor de las aulas, una especie de cueva oscura y malsana, y en cualquiera de las tres clases sociales de la ciudad le ponían mal gesto por haber llamado a Juana de Arco «mascota militar».

El señor Bergeret se deslizó hasta el rincón de pergaminos y pastas viejas, el rincón académico.

—Buenos días, caballeros. ¿Hay novedades?

—Una, en la panadería de la calle de Tintelleries; puedo certificarla; en veinte minutos despachó la panadera, gracias a mis auxilios; y no dejaron de presentarse complicaciones; ahora pensaba referírselo al señor de Terremondre.

—La criatura —replicó el catedrático— no estaría decidida a nacer. Y estoy seguro de que ni a tirones la echarían al mundo si, dotada ya de inteligencia y de previsión, conociera el triste porvenir del hombre; sobre todo, en esta ciudad.

—Es una preciosa chiquilla —dijo el doctor—, una chiquilla que tiene una frambuesa en el costado izquierdo.

La conversación prosiguió animada entre el señor de Terremondre y el médico.

—¿Una preciosa chiquilla con una frambuesa en el costado izquierdo? Sin duda, la panadera sintió inevitable deseo de comer frambuesas mientras se quitaba el corsé. Un deseo de la madre no basta para imprimir la copia de lo deseado en el fruto de sus entrañas; precisa que la madre apoye una mano en su propio cuerpo. Y la imagen se formará en el sitio correspondiente. ¿No es eso lo que afirman, doctor?

—Eso es lo que afirman las pobres mujeres ignorantes —respondió el doctor Fornerol—. Y hay hombres, hasta médicos, lo cual es ya más lastimoso, que parecen mujeres en ese punto, y comparten la credulidad sin fundamento de las nodrizas. En cuanto a mí, la experiencia de muchos años que llevo en el ejercicio de la Medicina, el estudio de las observaciones de los sabios y, sobre todo, la comprensión general de la embriogenia, me impiden aceptar esos errores, populares.

—¿Así, pues, doctor, usted opina que los llamados «antojos», que presentan algunos niños, no se diferencian de otras manchas de la piel ni tienen signo conocido?

—¡Entendámonos! Los «antojos» ofrecen un carácter especial. No contienen vasos sanguíneos ni son eréctiles como los tumores, con los cuales 110 sería difícil que usted los confundiera.

—Reconociendo que tienen una constitución propia, distintiva, ¿no supone usted nada respecto a su origen, doctor?

—Absolutamente nada.

—Pero si esas manchas no son realmente «antojos», y usted les niega un origen…, ¿cómo llamarlo?…, un origen psíquico. No puedo explicarme la generalización de un supuesto que se menciona ya en la Biblia, y que tantas gentes afirman como una verdad comprobada. Mi tía Pastré, señora inteligente y nada crédula, murió a los setenta y siete años, en la primavera última, creyendo con la mayor certidumbre que las tres grosellas que tenía su hija Berta en la espalda eran de origen augusto, procedentes del parque de Neuilly, donde, hallándose ya encinta, fue presentada, en el otoño de mil ochocientos treinta y cuatro, a la reina María Amelia, que la hizo pasear por un sendero bordeado de grosellas.

El doctor Fornerol no tuvo réplica para este argumento. No le agradaba dejarse arrastrar por una discusión contradiciendo las opiniones de su clientela rica. Pero el señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras, volvió la cabeza, inclinándose sobre su hombro izquierdo, proyectó una mirada en el espacio, como hacía siempre antes de comenzar un discurso, y dijo:

—Señores, nadie me negará que los llamados «antojos» ofrecen poquísima variedad, reduciéndose a representar, según su forma y su color, fresas, grosellas, frambuesas, manchas de vino y de café. También puede añadirse a ese tipo (el más corriente) otro de manchones amarillos y difusos, a los que se atribuye la representación de pedazos de torta o de empanada. Pero ¿es posible suponer que a las mujeres encinta solamente les obsesiona el deseo de beber vino, de tomar café o leche, de comer frutos rojos, tortas o empanadas amarillas? Tal supuesto es un escarnio para la filosofía natural. El deseo, que según ciertos filósofos, es el creador único del mundo y el único sostén de la vida, ejerce su poder en las mujeres embarazadas, como en todos los seres animados, con la mayor amplitud y variedad. Las hace sentir secretos afanes, odios ocultos y extrañas perturbaciones. Sin recurrir a los efectos de su estado particular sobre los apetitos comunes a todo lo que vive, incluso los vegetales, reconoceremos que tal estado, lejos de provocar indiferencia, pervierte y exaspera con más facilidad los instintos profundos. No duden que si los recién nacidos recordaran los «antojos» de sus madres, veríamos impresas en su piel imágenes bien distintas de las inocentes fresas y gotas de café, que divierten la ignorancia de las matronas.

—Ya lo entiendo —expresó el señor de Terremondre—. Las mujeres deliran por las joyas; muchos niños nacerían con brillantes, rubíes y esmeraldas en los dedos; con brazaletes de oro en las muñecas y collares de perlas al cuello. Y menos mal que no sacaran otros dibujos, porque, al fin y al cabo, ésos pueden mostrarse.

—Precisamente —repuso el señor Bergeret.

Y cogiendo de la mesa, donde lo había dejado el señor de Terremondre, el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes, el catedrático sumergió la nariz entre las páginas 212 y 213 del libro. Hacía seis años que, al abrir, por un movimiento irresistible, aquel mismo volumen, le aparecían fatalmente aquellas páginas y nunca otras. En esto pudo ver una lección constante de su monótona vida, un símbolo de los uniformes trabajos universitarios y de las ocupaciones provincianas que preceden al día de la muerte y al trabajo del cuerpo en la sepultura. Como cientos de veces, aquella vez leyó el catedrático de la Facultad de Letras, en el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes, el principio de la página 212:

«… un camino hacia el Norte. “A este contratiempo —leyó— debemos la fortuna de haber podido visitar de nuevo las islas Sandwich y enriquecer nuestro viaje con un descubrimiento que, a pesar de ser el último, tiene muchas trazas de ser el más importante que los europeos hicieran en toda la extensión del Océano Pacífico”. Las dichosas predicciones que se anunciaban así, desgraciadamente no se vieron realizadas».

Y aquella vez, como un ciento de veces anteriores, la lectura de aquel párrafo entristeció profundamente al señor Bergeret. Mientras el catedrático reflexionaba, Paillot recibía, desdeñoso y altanero, a un pobre soldado que iba en busca de un cuadernillo de papel para cartas.

—Yo no tengo papel de cartas.

Y habiéndole dado semejante respuesta en tono despreciativo, le volvió la espalda.

Luego quejóse de León, su dependiente, que a todas horas buscaba excusas para salir, y una vez en la calle, siempre le parecía pronto para volver, por cuyo motivo el dueño de la casa, el propio Paillot, veíase molestado sin cesar por las impertinencias de gentes ignorantes. Pues ¡no iban a pedirle papel de cartas!

—Recuerdo con tal motivo —insinuó el doctor Fornerol—, que un día de mercado una mujer campesina vino a pedir un papel epispástico, y le costó a usted mucho disuadirla de su empeño y evitar que, alzando los refajos, mostrase al desnudo la parte dolorida que reclamaba la urgente aplicación del remedio.

Paillot no tuvo respuesta para este recuerdo anecdótico, dejando traslucir en su expresivo silencio que tales confusiones de gentes ignorantes herían su dignidad.

—¡Cielos! —clamó el señor de Terremondre, a quien inspiraban los libros un respeto cariñoso—. ¡El docto almacén de nuestro Frobein, de nuestro Elzevir, de nuestro Debure, confundido con la oficina farmacéutica de Thomas Diafoírus! ¡Qué ultraje!

—Ciertamente —replicó el doctor Fornerol—, la pobre mujer no pensaba ofenderle mostrando a Paillot la parte dolorida. Pero no hay que juzgar a todas las campesinas capaces de alzarse los refajos en público. En general, se resisten hasta para dejarse ver por el médico. Mis compañeros rurales me lo hacen observar con frecuencia. Mujeres del campo que padecen terribles enfermedades no se prestan a la exploración científica, y defienden su pudor con una energía y una terquedad que nunca muestran en las mismas circunstancias las mujeres de las ciudades, y mucho menos las de las clases más elevadas. Una labradora de Lucigny murió, hace poco, víctima de un tumor interno por no permitirme que la reconociera.

El señor de Terremondre, presidente de varias Academias locales, tenía prejuicios académicos, y aprovechó, contra Emilio Zola, estas indicaciones documentadas, deduciendo que había calumniado ignominiosamente a los campesinos en su libro La Tierra. Oyéndole, salió el señor Bergeret de su meditabunda tristeza, y dijo:

—Tenga usted por seguro que los campesinos fácilmente son incestuosos, borrachos y parricidas, como los presenta Zola. Si a sus mujeres las repugna prestarse a las observaciones clínicas, no es por impulsos de la castidad, que ignoran, sino por obedecer a preocupaciones propias de su inteligencia limitada.

»Las preocupaciones más difíciles de combatir son aquellas cuya simplicidad es mayor. La preocupación contra la desnudez perdura en el campo, y disminuye, de día en día, entre personas inteligentes que frecuentan museos, exposiciones de arte, que tienen la costumbre de tomar baños o duchas. También contribuyen a destruir esa preocupación el sentimiento estético y el gusto de sensaciones voluptuosas, además de otras causas puramente higiénicas y de salud. Estas consecuencias pueden sacarse de lo que nuestro doctor ha observado».

—Es de advertir —dijo el señor de Terremondre— que las mujeres bien formadas…

—Apenas hay algunas —interrumpió el médico.

—Su afirmación me hace recordar lo que me dijo un día mi pedicuro —expresó el señor de Terremondre—. Pues me dijo lo siguiente: «Si el señor de Terremondre fuera pedicuro como yo, le inspirarían menos entusiasmo las mujeres».

Paillot, librero, habiendo permanecido un rato con la oreja pegada a la pared, comunicó sus observaciones, diciendo:

—Algo debe de ocurrir en la casa de la reina Margarita, porque suenan voces y estrépito de muebles empujados con violencia.

Su preocupación constante hacíale temer una desdicha.

—Esa pobre anciana es capaz de prender fuego, y como el entramado es de madera, todo arderá.

Ninguno le respondió; ninguno trataba de tranquilizarle, despreciando sus temores. El doctor Fornerol, incorporándose con dificultad y estirando, no sin esfuerzo, los brazos entumecidos, fuese seguidamente a visitar a su clientela.

El señor de Terremondre se puso los guantes, dirigiéndose hacia la puerta. Observó a través del cristal que un caballero enjuto y estirado cruzaba la plaza de San Exuperio, dando zancadas, y dijo:

—Allí va el general Cartier de Chalmot. Celebraré que no tropiece al prefecto en su camino.

—¿Por qué? —preguntó el señor Bergeret.

—Porque no le convienen mucho al señor Worms-Clavelin semejantes encuentros. El domingo último, paseando en coche nuestro prefecto, vio al general Cartier de Chalmot a pie, acompañando a la señora y a las niñas. Repantigado en su victoria, en vez de llevarse la mano al sombrero, el señor Worms-Clavelin saludó sin ceremonia levantando el brazo, y dijo: «Buenos días, general». Encolerizado el general, se puso rojo como un tomate. La cólera es muy violenta en los tímidos. El general Cartier de Chalmot se descompuso, y con terrible intención, ante la ciudad entera que paseaba, imitó el gesto familiar del señor Worms-Clavelin, gritando con voz atronadora: «¡Buenos días, buenos días, prefecto!».

—Ya no se oye nada. Quedó absolutamente silenciosa la casa de la reina Margarita —dijo Paillot.

XIII

El sol del mediodía lanzaba su luz penetrante y blanca. Ni la sombra de una ligera nube, ni el más pequeño soplo de aire. Sobre la quietud absoluta que todo lo envolvía en silencio, la inmensa claridad transparente inundaba con sus fulgores el espacio. En el paseo desierto proyectábase la inerte y pesada sombra de los olmos. Un peón caminero dormía en la cuneta que bordea las murallas. Los pájaros no se atrevían a cantar.

Sentado en la sombreada punta de un banco de piedra, en cuyas tres cuartas partes hería de lleno el sol, Bergeret olvidaba, protegido por los árboles clásicos y por la soledad apacible, a su mujer y a sus tres hijas; olvidaba su angustiosa vida en el hogar mezquino. Gozando, como Esopo, de su independencia intelectual, dejaba divagar libremente su imaginación analizadora entre los vivos y entre los muertos.

El reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, apareció al extremo del hermoso paseo, como siempre, asido a su breviario. Para ofrecer al eclesiástico la punta del banco de piedra resguardada por la sombra del olmo, el señor Bergeret se levantó. El padre Lantaigne aceptó la fineza sin hacer extremos de cortesía, con la dignidad austera tan propia de su carácter, que resultaba en sus acciones, libres de afectación y engreimiento, la sencillez suma. Sentóse a su lado el señor Bergeret, en la parte del banco donde el sol jaspeaba la piedra filtrado entre las hojas; su traje negro cubríase de oscilantes discos de oro, y sus ojos deslumbrados parpadeaban sin cesar. Insinuó la conversación pronunciando estas palabras halagadoras:

—Dicen por ahí, señor eclesiástico, y lo he oído a muchos, que le nombran a usted obispo de Tourcoing.

El augurio fue grato, en él confío…

»Pero con bastantes dudas y temores, porque me parece demasiado atinada la elección. Ya sabemos que no es costumbre hacer tan pulcramente las cosas. Tiene usted fama de monárquico, y eso le perjudica mucho. ¿Por qué no se hace usted republicano, como el Papa?».

—Soy republicano, como el Papa; es decir, vivo en paz y no en guerra con el Gobierno de la República. Pero la paz no es el amor. Yo no puedo estimar la República.

—Supongo los motivos. Reprocha usted la hostilidad republicana contra el clero y la propaganda librepensadora.

—Ciertamente. Reprocho su impiedad y las persecuciones de que hace al clero víctima. Pero esta impiedad y esas persecuciones distan mucho de ser esenciales en el régimen actual. Son capricho de los republicanos, y no imposiciones de la República. Disminuyen o aumentan, según que lleguen al Poder tales o cuales personas. Hoy son más llevaderas, menos impetuosas que ayer; acaso mañana se agiganten. Acaso llegue un tiempo en que desaparezcan por completo, como no existían bajo la presidencia del general Mac-Mahón, al menos en los engañosos albores de su política, y bajo el Ministerio falaz del dieciséis de mayo. Esa impiedad y esas persecuciones derivan de las personas y no del régimen. Pero aun cuando la República fuera respetuosa con la Religión y sus ministros, yo la odiaría.

—¿Por qué?

—Porque la República es la diversidad. Y ésta es esencialmente perniciosa.

—No acabo de comprenderlo, señor eclesiástico. Y quisiera comprenderlo.

—Usted no me comprende porque le falta base teológica. En otro tiempo, la educación era muy distinta, y esa base teológica, de que ahora carecen hasta los hombres ilustrados, cualquier estudiante la poseía; era una enseñanza fundamental. En el siglo diecisiete, los hombres algo instruidos argumentaban razonando; hasta en los poetas. La doctrina de Port-Royal sostiene la Fedra, de Racine. Pero desde que la Teología tuvo que reducirse al Seminario, ya nadie razona, y los hombres de sociedad son casi tan ignorantes como los poetas y los sabios. ¿Pues no me ha dicho ayer el señor de Terremondre, paseando por este mismo lugar, y convencido en absoluto de que hablaba muy cuerdamente, que deberían hacerse mutuas concesiones? Nadie sabe nada y nadie medita nada. Frases y frases inútiles cruzan el espacio. Volvemos a la Torre de Babel. Usted, señor Bergeret, se resiente de haber leído a Voltaire con muchísima frecuencia, y muy poco a Santo Tomás.

—No lo niego. Pero decía usted, señor eclesiástico; decía usted que la República es «la diversidad», y que por eso resulta esencialmente perniciosa. Como no lo comprendo, quisiera que usted me lo explicara. Tal vez me convenza también.

»Soy bastante más teólogo de lo que usted imagina. He leído a Baronius con la pluma en la mano».

—No pasa Baronius de ser un analítico, aun cuando sea el más notable de todos, y estoy seguro de que solamente aprovecha usted de su lectura nimiedades históricas. Bastaría que tuviese usted unas ligeras nociones de teología para que no le sorprendiese ni le desconcertase mi afirmación.

»La diversidad es perniciosa. El carácter del mal es, precisamente, ser diverso. Este carácter se manifiesta en el Gobierno republicano, que se aleja de la unidad más que ningún otro Gobierno. Sobre carecer de unidad, carece también de independencia, de permanencia y de eficacia. Falto de todo indicio, ignora lo que debe hacer, y decide a ciegas, en absoluto desconocimiento. Aun cuando se mantiene para nuestro castigo, no es durable, porque la idea de duración implica la de identidad, y la República varía por momentos; lo que hoy sea, ni lo fue ayer ni lo será mañana. Ni siquiera sus vicios y su fealdad son propios de su naturaleza. Ya se ha visto que no la deshonran, que no la imposibilitan. Vergüenzas y escándalos que hubiesen derribado al imperio más fuerte la envolvieron sin turbarla. No es destructible, porque todo en ella es destrucción. Es la dispersión, es la discontinuidad, es la diversidad, es el mal».

—¿Habla usted en términos generales de la República, o sólo se refiere a la República francesa?

—Claro está que no tomo ahora en consideración la República romana, la República helvética, ni otras Repúblicas. Me refiero a la Francia republicana. Cada República se gobierna con leyes distintas y sólo tienen de común el nombre; por eso no me supondrá usted, señor mío, tan Cándido que agrupe cosas diferentes juzgándolas por su nombre, por una palabra nada más o por una tendencia que las opone todas, al parecer, a la Monarquía; oposición que no creo, en principio, vituperable. Pero la República francesa es un reino donde falta el rey, donde se carece de autoridad. La patria era muy vieja para sufrir amputaciones, y por eso es de temer un desenlace funesto.

—La enferma tiene aún mucha energía, mucha salud. Ha sobrevivido veintisiete años al Imperio, cuarenta y ocho a la Monarquía burguesa y sesenta y seis a la Monarquía legítima.

—Tal vez sería más atinado, más verdadero decir que durante un siglo Francia, herida de muerte, viene arrastrando, con alternativas de furor y de abatimiento, un resto miserable de vida. Y no suponga usted que me seduce lo pasado, ni que me descorazona ver mi tiempo tan distante de una edad de oro que nunca existió. Conozco la triste condición de los pueblos. Cada hora señala un peligro, cada día una desventura. Y es justo, es necesario que así sea. Los pueblos, como los hombres, no se darían cuenta de su vida si se hallaran exentos de pruebas rudas. La historia de Francia está llena de crímenes y de expiaciones. Dios castigó sin descanso a esta nación con el celo de un cariño inextinguible, y su bondad no quiso librarla de ningún sufrimiento mientras hubo reyes. Pero, siendo entonces cristiana, sus propias desdichas, consecuencia de sus desaciertos, eran provechosas y ejemplares. En ellas aparecía el carácter augusto del castigo; la servían de lección y de consejo, y le ofrecían la salud, la fuerza y la gloria. Pero ya el sufrimiento sólo representa dolor, ya no tiene significación consoladora; por eso no se comprende, y desespera; sin poder evitarlo, se le rechaza; por eso a todo trance, insensatamente, se busca la felicidad. Cuando se pierde la fe sagrada, con la idea de lo absoluto se borra la inteligencia de lo relativo y hasta el sentimiento de la Historia. Sólo Dios enlaza con lógica los acontecimientos humanos, que sin El no logran sucederse de una manera inteligible y clara. De cien años acá, la historia de Francia es un enigma para los franceses. Y, sin embargo, hubo en nuestros días una hora solemne de ansiedad y de esperanza.

»El caballero que a la hora señalada por Dios llega oportunamente, y que recibe cada vez nombre distinto en las distintas épocas de la Historia, llamándome Salmanasar, Nabucodonosor, Ciro, Cambises, Memmio, Tito, Alarico, Atila, Mahomet Segundo, Guillermo, el enviado de Dios había pasado sobre Francia, la cual, humillada, ensangrentada, mutilada, miró al cielo. ¡Que su buena intención le sea tenida en cuenta!

»Recobrando con la fe la inteligencia, parecía comprender la significación consoladora de sus providenciales e inmensas desdichas. Indujo a hombres justos y cristianos a formar una prudente asamblea, y aquellos hombres renovando una costumbre soberana consagraron la Francia dolorida y triste al corazón de Jesús. Viéronse, como en los tiempos de San Luis, alzarse basílicas en las cumbres de los montes, atrayendo las miradas ansiosas de las ciudades penitentes; viose a los ciudadanos elegidos preparar la restauración de la Monarquía…».

El señor Bergeret masculló:

«Primero, la asamblea de Burdeos; segundo, el Sagrado Corazón de Montmartre, y la iglesia de Fourvieres, en Lyón; tercero, la Comisión de los Nueve y la misión del señor Chesnelong».

—¿Qué murmura usted entre dientes?

—Nada. Preparo notas para la continuación del Discurso acerca de la Historia Universal.

—No haga burla, ni se niegue a la evidencia. Se aguardaba, como si alguien oyera ya en la lejanía de los caminos, el trote de los caballos blancos del coche regio; ¡volvía el rey! Enrique Dieudonné acababa de restablecer el principio de autoridad que da origen y arraigo a las dos fuerzas sociales: el mandato y la obediencia; acababa de restaurar con la fe divina el orden humano, y con la exaltación religiosa los principios de la política: la jerarquía, la ley, el precepto, la verdadera libertad, la unidad.

»Renovando sus tradiciones, la nación hallaba de nuevo, al orientar su futuro, el secreto de su fuerza y el indicio de su victoria.

»Dios no lo consintió. Aquellos grandiosos intentos, atropellados por el enemigo, a cuyos odios no basta la cruel hartura, siempre insaciable, combatidos por muchos franceses, mal apoyados por sus propios adalides, fueron destruidos en un día. Las puertas de la patria se le cerraron a Enrique Dieudonné, y el pueblo se precipitó en la República, lo cual equivale a decir que repudió su herencia, que renunció a sus derechos y a sus deberes, para gobernarse a su gusto y vivir a sus anchas en esa libertad que Dios reprime y que destruye sagradas imágenes, el orden y las leyes. En lo sucesivo, el error, entronizado como un rey, publicaba sus mandatos, y la Iglesia, víctima de incesantes vejaciones, fue pérfidamente colocada entre una imposible abdicación y una culpable rebeldía».

—¿Usted clasificará, sin duda, entre las vejaciones intolerables que se impusieron a la Iglesia, la expulsión de las Congregaciones?

—A todas luces, la expulsión de las Congregaciones parece como la obra de una intención malsana y como el fruto de un pensamiento impío. Es además, cierto de toda certeza que los religiosos expulsados no eran acreedores a semejante rigor. Se procedió contra ellos en la convicción de que los golpes recibidos por las Congregaciones quebrantarían la Iglesia. Pero no fue así: la Iglesia robusteció su autoridad recobrando las parroquias todo su prestigio y todos los recursos que durante algún tiempo se habían inclinado mucho hacia las capillas de varias Ordenes religiosas. Nuestros enemigos desconocen la Iglesia; en aquella ocasión iban guiados por un jefe menos ignorante que los otras, y, por consiguiente, seguro de que no podía destruirnos; sólo para satisfacer las ansias de los exaltados ordenó una guerra simulada y aparatosa. No era un ataque decisivo la expulsión de las Congregaciones. Merecen toda clase de honores, y se les tributaron sinceramente, las víctimas de aquella persecución desdichada; pero estimo que nuestro clero secular puede cumplir la piadosa misión a que se le destina, gobernando las almas y administrando el culto católico, sin ampararse ni servirse de los regulares. ¡Ay!, la República infirió a la Iglesia heridas menos cacareadas y más dolorosas. Usted se interesa bastante por cuanto se refiere a la enseñanza, señor Bergeret, para que sea necesario descubrirle asuntos que, sin duda, conoce; pero la herida mayor que ha recibido la Iglesia, herida cruel y envenenadora, fue la intromisión de sacerdotes imbéciles, por su carácter y por sus ideas, elevándolos al episcopado. Ya he dicho bastante. Pero ¿cómo se consuela el patriota? Juzgando con serenidad, se advierte que todos los miembros del Estado fueron invadidos por la corrupción y la gangrena. En veinte años, ¡cuántos progresos hizo el mal! Tenemos un jefe de Estado cuya única virtud es la impotencia, y que resulta criminal en cuanto se le supone dispuesto a tomar una iniciativa o a pensar en que sería razonable tomarla; ministros en absoluto sometidos a un Parlamento inepto, con fama de prevaricador, y cuyos individuos, cada vez más ignorantes, fueron amaestrados, preparados y designados por las asambleas impías de los francmasones para realizar un daño superior a sus fuerzas, pero que sobrepujan con su inacción turbulenta las mayores desdichas; un funcionarismo que acrece sin cesar, profuso, ávido, indecoroso, en el que la República supone crearse un apoyo, y al cual nutre para su ruina; una magistratura reclutada sin orden ni concierto con tanta frecuencia imbuida por el Poder, que sería difícil no suponerla en demasía complaciente; un Ejército que absorbe sin cesar, como toda la nación, precupaciones funestísimas de igualitaria independencia, y que devuelve a la ciudad y a los campos una juventud averiada por el cuartel, inútil para los oficios y para las trabajosas labores, envilecidas por el ocio; un profesorado sin otra misión que hacer cundir el ateísmo y la inmoralidad; una diplomacia falta de tiempo y de prestigio para los asuntos de Estado, que deja las funciones de política exterior y la conclusión de alianzas en manos de vinateros, dependientes de bazar y periodistas; en una palabra: todos los poderes, legislativo y ejecutivo, judicial, militar y civil, aparecen mezclados, revueltos, entrechocando y destruyéndose unos a otros; impera un Poder irrisorio, cuya flaqueza devastadora dio al pueblo los dos principios más disolventes y mortales que la impiedad fabricó en tiempo alguno: el divorcio y el maltusianismo. Todos, todos los males de que acabo de hacer una rápida enumeración pertenecen a la República y emanan del espíritu republicano; la República es, esencialmente, perniciosa. Es perniciosa proclamando una libertad que Dios no ha instituido: el Señor absoluto de todo lo creado delegó una parte de su autoridad entre sacerdotes y reyes; la República es perniciosa proclamando una igualdad que Dios no ha instituido: el Señor absoluto de todo lo creado estableció jerarquías y dignidades graduadas en el Cielo y en la Tierra; es perniciosa instituyendo la tolerancia que Dios no puede admitir en su inmensa bondad, porque lo malo es intolerable; también es perniciosa cuando atiende a la opinión del pueblo como si la muchedumbre de ignorantes debiera prevalecer contra el corto número de inteligentes que respetan la voluntad de Dios, la cual gravita en todos los actos dei Gobierno, como un principio cuyas consecuencias no tienen límite; por fin, es perniciosa declarando libres los cultos religiosos, y esto equivale a proteger con su indiferencia la impiedad, la incredulidad, el escarnio, la diversidad que todo lo daña y lo aniquila.

—¿No se decía usted hace un momento, señor eclesiástico, tan republicano como el Papa, y decidido a vivir en paz con la República?

—Naturalmente. Obligado a vivir en su seno, serán mis armas la sumisión y la obediencia. Rebelarme contra el Gobierno republicano sería poner en práctica sus principios y contradecir mis creencias. La rebelión, aun siendo contra ellos, me asemejaría más a ellos que a mí mismo.

»El dogma no consiente servirse de la maldad contra los malos. Para la patria francesa, para nosotros, la República es el soberano. Si usa mal de su poder, o si no lo ejerce, suyo será el crimen, y que de sus crímenes responda. Yo debo solamente obedecer, cumplir la misión que me ha sido encomendada. Humilde sacerdote, rector del Seminario, tal vez obispo, nunca negaré a la República ningún servicio a que venga obligado. Recuerdo que San Agustín, en Hipona, sitiada por los vándalos, murió siendo obispo y ciudadano romano. Yo, tan lejos de todo merecimiento por mi pequeñez apostólica, me propongo seguir el ejemplo del más glorioso doctor de la Iglesia y morir en Francia como sacerdote y ciudadano, rogando a Dios que me libre de la barbarie invasora».

Los olmos del paseo comenzaban a inclinar hacia Oriente su tupida sombra. Un airecillo fresco, efluvio de una tormenta lejana, estremeció las hojas de los árboles. Mientras una mariquita paseaba tranquilamente por su manga derecha, el señor Bergeret contestó al padre Lantaigne del modo más afable:

—Señor eclesiástico, acaba usted de retratar a grandes pinceladas, con una elocuencia digna de los mayores encomios, el carácter del régimen democrático. Este régimen, sin duda, es muy parecido a la imagen en que usted lo representa; pero, aun así, es el que yo prefiero. En él se rompen todas las ataduras, lo cual debilita mucho los poderes del Estado, pero alivia un poco a los individuos y ofrece a las gentes una facilidad para vivir y una libertad que, por desgracia, las tiranías locales destruyeron.

»Indudablemente se hace más notoria la corrupción republicana que la monárquica, y esto depende solamente del número y la diversidad de personas que llegan al Poder. Esta corrupción resultaría menos visible y escandalosa teniéndola en secreto. La falta de secreto y de continuidad hacen imposible cualquier empresa para la República democrática; pero como las empresas de las Monarquías han arruinado a los pueblos con mucha frecuencia, no me siento disgustado por vivir a la sombra de un régimen incapaz de gigantescos designios. Lo que me agrada más de nuestra República es la sincera decisión que sustenta de no guerrear en Europa. Nuestra República es militar, pero no belicosa. Discurriendo acerca de los resultados probables de una guerra, los Gobiernos de otros países abrigan sólo el temor de la derrota; el nuestro sabe temer tanto la derrota como el triunfo. Y este saludable temor nos asegura la paz, que, sin duda, es el más valioso de todos los bienes.

»El defecto más grande que presenta el régimen actual es que resulta muy caro. No gasta ostentaciones y fastuosidades; no se distingue por su lujo en mujeres y caballos; pero, bajo una humilde apariencia, con su aspecto desaliñado, es costoso. Hay una turba de parientes pobres y de amigos a quienes a la fuerza es necesario servir. En eso derrocha; y lo más triste de todo, lo más abrumador, es que pesa sobre una tierra fatigada, cuyas energías no se renuevan. Y este régimen exige mucho dinero. Cuando advierte que se halla comprometida su fortuna, sus compromisos ya son mayores de lo que imagina. Y aumentarán aún. El mal no es nuevo. De la misma dolencia murió el antiguo régimen. Señor eclesiástico, le diré una verdad irrefutable: mientras el Estado se contenta con los recursos exigidos a los pobres; mientras embolsa las contribuciones que le asignan los obreros manuales con una regularidad mecánica, vive dichoso, tranquilo y estimado. Los economistas y los hombres de negocios reconocen su honradez y la pregonan. Pero en cuanto el Estado, a impulsos de la necesidad, se propone sacar dinero a los que lo tienen, y en cuanto impone a los ricos una ligera carga, se le hace comprender la enormidad intolerable de su crimen; se le dice que viola derechos y escarnece lo sagrado; que destruye la industria y el comercio; que aplasta a los pobres tocando a los ricos. No se le puede ocultar que se deshonra con tales procedimientos, y consigue que todo buen ciudadano le desprecie sinceramente. La ruina, entretanto, avanza lenta y segura. El Estado toca entonces a la renta y a la propiedad. Está perdido.

»Nuestros ministros se burlan de nosotros hablando del peligro clerical y del peligro socialista. No hay más que un peligro amenazador: la escasez de dinero. La República lo va notando por experiencia. La compadezco, y lamentaría su desgracia. Me crié bajo el imperio, en el amor de la República. “La República es la justicia”, me decía mi padre, profesor de Retórica en el colegio de Saint-Omer. No la conoció bien. La República no es la justicia: es la facilidad. Señor eclesiástico, si tuviera usted miras menos elevadas, menos graves, más accesibles a las ideas risueñas, le confesaría que la República actual, la de mil ochocientos noventa y seis, me agrada y me conmueve por su modestia. No la impacienta no ser admirada, y, sin exigir más que muy elementales respetos, renuncia en absoluto a la estimación. Se contenta con vivir. No desea otra cosa, y su deseo es legítimo. Hasta las más humildes criaturas insisten y se agarran a la vida. Temerosa de morir, como el leñador en la fábula, el boticario de Mantua en la tragedia de Romeo y Julieta, ese temor no le deja lugar a otros y se apodera de su espíritu, inextinguible, único. Recela de los príncipes y de las milicias. En peligro de muerte, sería muy cruel; trastornando su naturaleza el miedo, es creíble que despertara en ella instintos feroces. Pero mientras no atente nadie contra su vida y todos procuren su bienestar, es bondadosa. Un Gobierno así me complace y me tranquiliza. ¡Tantos otros fueron implacables por su soberbia! ¡Tantos otros afirmaron con excesos crueles su derecho, su grandeza y su prosperidad! ¡Tantos otros regaron con su sangre sus reales prerrogativas! La República no tiene soberbia ni majestad, ¡carencia feliz que nos la conserva inocente! Sólo vivir le satisface, y vive a gusto. Gobierna poco. Esto me parece acaso lo más digno de alabanza. Y como gobierna poco, es perdonable que gobierne mal. Sospecho que los hombres de todas las épocas exageraron mucho la necesidad de un Gobierno y las ventajas de un Poder inquebrantable. Seguramente, los poderes inquebrantables determinan la prosperidad y la grandeza de los pueblos. Pero los pueblos han padecido tanto a través de los siglos con su grandeza y su prosperidad, que no me parece extraño verlos renunciar a tales ventajas. La gloria les ha costado mucho; no nos lamentemos, pues, de los gobernantes, preocupados, a lo sumo, en luchas coloniales. Y si, al cabo, se demuestra la inutilidad completa de todo Gobierno, a la República de Carnot habrá que agradecer la experiencia de tan inapreciable principio. Nadie como él contribuyó a demostrarlo. Reflexionando así, me siento muy apegado a nuestras instituciones».

De tal modo hablaba el señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras.

El reverendo padre Lantaigne se levantó, sacándose del bolsillo un pañuelo a cuadros azules; restregóse los labios, guardólo nuevamente, y sonriendo, contra su costumbre, aseguró el breviario debajo del brazo, y dijo:

—Usted razona de un modo muy agradable, señor Bergeret. Los retóricos discurrían así de la fortuna en Roma cuando Alarico entró con sus visigodos. Pero los retóricos de la quinta centuria lanzaban sobre los terebintos del Monte Esquilino pensamientos menos vanos. Porque Roma era cristiana entonces y usted ahora no lo es.

—Señor clérigo —respondió el catedrático—, sea usted obispo muy pronto, pero nunca rector de la Universidad.

—Es cierto, señor Bergeret —dijo el sacerdote con risa franca—; es cierto que si yo fuera rector de la Universidad, le cerraría la cátedra.

—Tal vez me hiciera con ello un buen servicio. Porque, sin cátedra, me vería obligado a escribir en los periódicos mis ideas, como Julio Lemaitre, y acaso lograra, como él…

—¡Ah! No haría usted mal papel entre los publicistas de talla. Y la Academia Francesa gusta de ingenios libres.

Dicho esto, se alejó con paso firme, grave y decidido. El señor Bergeret quedóse ocupando el banco de piedra, cuyas tres cuartas partes ya estaban en la sombra. Una roja mariquita que sobre su hombro sacudía sus élitros, voló al fin. El señor Bergeret mostrábase caviloso. No era feliz. Su ingenio punzante no tenía todos los aguijones orientados hacia lo exterior, y con frecuencia se lastimaba su propio ser con los alfilerazos de su ironía. Anémico y bilioso, tenía el estómago más debilitado, procurándole más disgustos y sufrimientos que goces y satisfacciones. Sus palabras eran imprudentes, y emitía sus juicios con tanta inoportunidad, que parecían, por lo exactos y seguros, de una malicia refinada. Con arte sutil aprovechaba todas las ocasiones en que pudiera perjudicarse. Inspiraba una lógica y general aversión entre los hombres, y esto le dolía, siendo sociable y propenso a comunicarse con sus semejantes. No había conseguido nunca formar discípulos, y daba su curso de Literatura latina solitario, en una especie de cueva húmeda y sombría, donde le sumergió la odiosidad fogosa de su enemigo el decano. El edificio era, sin embargo, espacioso. Construido en 1894, el nuevo local destinado a Universidad —como dijo el prefecto Worms-Clavelin en la inauguración—, atestiguaba la solicitud cariñosa del Gobierno republicano por la difusión de las luces. Había un anfiteatro decorado por León Glaize, con figuras alegóricas representando las ciencias y las letras, y allí daba el señor Compagnon su famoso curso de Matemáticas.

Mas los otros doctores, con la borla encarnada o amarilla, divulgaban distintos conocimientos en las aulas anchurosas y claras. Bergeret era el único de la casa que, sometido a la mirada irónica del bedel, bajaba, seguido por tres alumnos, al subsuelo tenebroso.

En aquel ambiente frío y malsano explicaba la Eneida con toda la ciencia de un profesor alemán y toda la delicadeza de un conferenciante francés. Allí, con su pesimismo literario y moral, afligía a su oyente más aprovechado, el señor Roux, de Burdeos; allí revelaba nuevos puntos de vista, de aterradoras consecuencias; allí salieron de sus labios aquellas palabras, repetidas y famosas, que hubieran debido quedar enterradas en las lobregueces del subterráneo:

«Fragmentos de procedencias varias, engarzados malamente unos con otros, constituyen la Ilíada y la Odisea. Tales son los modelos de literatura imitados por Virgilio, por Fenelón y, en general, por todos los poetas y prosistas que representan la gloria y el orgullo de todas las literaturas clásicas».

El señor Bergeret no era feliz. No había recibido ninguna distinción honorífica. Es cierto que despreciaba las condecoraciones y diplomas; pero imaginaba que sería más agradable despreciarlos después de recibirlos. Viviendo completamente oscurecido, le conocían menos en su ciudad natal por sus talentos que al señor de Terremondre, autor de una Guía del viajero; que al general Milher, polígrafo notable de aquella región; menos que a su propio discípulo Alberto Roux, de Burdeos, autor de Nicea, poema en verso libre. Cierto es que despreciaba la gloria literaria, sabiendo que la fama europea de Virgilio se apoyaba en dos contrasentidos, un absurdo y un despropósito. Pero le dolía no relacionarse con escritores tales como Emilio Faguet, Renato Doumic y Jorge Pelliser, cuya manera de juzgar le parecía tan semejante a la suya. Hubiera querido conocerlos, vivir en París y frecuentar su trato; escribir como ellos, en las revistas, contradecirlos, ponerse a su nivel, sobrepujarlos. No desconocía su propia y delicada percepción intelectual, y había escrito algo, a su entender, meritorio y agradable.

Pero no era dichoso. Pobre, metido con su mujer y sus tres hijas en un tabuco, donde se disfrutaban con exceso las incomodidades e impertinencias de la vida común, entristecíale hallar sobre su escritorio un mechón de pelo y ver sus manuscritos chamuscados en los bordes por las tenacillas de rizar. No había para él en todo el mundo retiro más apacible y seguro que aquel banco del pasco, a la sombra de un olmo centenario, y el rincón de pergaminos y pastas viejas en la librería de Paillot.

Reflexionó un instante acerca de su triste condición. Luego abandonó su banco de piedra para encaminarse a su rinconcito de la librería.

XIV

Cuando el señor Bergeret entró en la tienda, el librero Paillot, con un lápiz sobre la oreja, preparando las «devoluciones», amontonaba libros, cuyas cubiertas amarillas expuestas algún tiempo al sol en el escaparate, se broncearon, salpicándose, además, con las injurias de las moscas. Eran los ejemplares invendibles y volverían a las casas editoriales que los ofrecieron. El señor Bergeret reconoció, entre las «devoluciones», obras por él estimadas; pero no le causó tristeza el abandono en que las veía, deseando a sus autores preferidos algo más honroso que los favores de la muchedumbre.

Metióse, como de ordinario, en el rincón de pergaminos y pastas viejas, y cogió maquinalmente, según costumbre inveterada suya, el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes. De badana verdosa eran las cubiertas de aquel volumen, que se abrió, como siempre, por la página 212, y el señor Bergeret leyó una vez más, aquellas líneas fatales:

«… trar un camino hacia el Norte. “A este contratiempo —leyó— debemos la fortuna de haber podido visitar de nuevo las islas Sandwich”».

Y el señor Bergeret se hundió en sus melancolías.

El señor Mazure, archivero del departamento, y el señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Agricultura y Arqueología, teniendo ambos reservada en el rincón su silla de anea, fueron a reunirse con el catedrático. Era el señor Mazure un paleólogo de bastante mérito; pero sus costumbres distaban mucho de ser elegantes. Se había casado con la criada del archivero, su antecesor, y andaba por las calles con un sombrero de paja muy destrozado. Sus radicales ideas le inducían a publicar documentos históricos de la capital durante la Revolución. Hablaba con insolencia de los realistas del departamento; pero habiendo solicitado inútilmente una condecoración, su insolencia salpicaba también a sus amigos políticos, y especialmente al señor prefecto Worms-Clavelin.

Insultante por naturaleza, la costumbre profesional de lanzar secretos le disponía para la maledicencia y la calumnia. Sin embargo, era de un trato agradable, sobre todo, en la mesa, donde cantaba báquicas canciones oportunas, invitando a beber.

—Ustedes no ignoran —dijo al señor de Terremondre, y al señor Bergeret— que el prefecto acude a la platería de Rondonneau, hermano, para ver a tal o cual señora. Lo han sorprendido. También el padre Guitrel frecuenta mucho el establecimiento. Y, precisamente, la casa donde tiene Rondonneau su comercio es llamada, en un catastro de mil setecientos ochenta y tres, «casa de los dos sátiros».

—Pero —dijo el señor de Terremondre— a la platería de Rondonneau, hermano, nunca fueron mujeres de vida pecaminosa.

—Pues… las hacen ir al presente —replicó el archivero Mazure.

—A propósito —dijo el señor de Terremondre—, tengo noticias, mi estimado señor Bergeret, de que usted provoca en el paseo a mi viejo amigo Lantaigne con las cínicas declaraciones de la inmoralidad política y social que a usted le son gratas, porque, según dicen, para usted no hay leyes ni freno…

—Exageran mucho —respondió el señor Bergeret.

—Ni leyes ni freno… Así ve con soberana indiferencia cuanto se relaciona con la política.

—Son exageraciones; pero, a decir verdad, no le doy excesiva importancia. Los cambios de régimen, las formas del Estado apenas varían la condición de las personas. No dependemos de las Constituciones ni de los decretos; dependemos de los instintos y de las costumbres. De nada sirve cambiar el nombre de las necesidades públicas, y solamente los imbéciles y los ambiciosos pueden intentar revoluciones.

—Hace apenas diez años —replicó el señor Mazure— me hubiera dejado cortar el cuello por la República. Hoy, aun cuando la viera caer de cabeza y estrellarse, me quedaría tan fresco, sin mover un pie ni alargar una mano en su auxilio. A los viejos republicanos los desprecia la República, y solamente otorga sus favores a los advenedizos, a los resellados. No lo digo con la intención de molestar a usted, señor de Terremondre. Pero la situación actual me disgusta. Y observando las cosas como las observa el señor Bergeret, llegué a convencerme de que todos los Gobiernos han sido, son y serán ingratos.

—Son todos impotentes —dijo el señor Bergeret—, y llevo en el bolsillo un corto relato, que de buena gana leería si ustedes me lo permitieran. Lo escribí aprovechando una anécdota que mi padre me contó varias veces. De su contenido se deduce que hasta el Poder absoluto es impotente. Me agradaría conocer la opinión de ustedes acerca de mi trabajito. Si no les disgusta, lo enviaré a la Revista de París.

El señor de Terremondre y el señor Mazure aproximaron cada uno a la del señor Bergeret su correspondiente silla, y el señor Bergeret sacó del bolsillo un cuaderno, comenzando su lectura con voz débil y clara:

Un sustituto.

Se reunían los ministros en Consejo…

—Si me lo permiten —dijo Paillot—, escucharé. Aguardo a León, que tarda. Cuando sale siempre le parece pronto para volver y me obliga, contra mi gusto, a servir y contestar a toda clase de importunos. Disfrutaré, al menos, una parte de la lectura. Me agrada mucho instruirme.

—Así me gusta, Paillot —dijo Bergeret.

Y empezó de nuevo:

… Un sustituto.

—Se reunían los ministros en Consejo bajo la presidencia del emperador, en una sala de las Tullerías. Napoleón III, silencioso, hacía rayas con un lápiz sobre un plano de barriada obrera. Su rostro, alargado y descolorido, se diferenciaba mucho, en su tristeza suave, de las robustas cabezas de hombres prácticos y de las enrojecidas facciones de hombres laboriosos. Alzó los párpados, tendió en torno de la ovalada mesa el dulce y vago mirar de sus ojos, y preguntó:

—Señores, ¿no hay otro asunto urgente?

Su voz, ahogada, como si los gruesos bigotes la impidieran vibrar, parecía venir de muy lejos.

Entonces el ministro de Justicia hizo a su colega del Interior una seña, que no fue advertida. Era en aquella época ministro de Justicia el señor Delarbre, nacido en la magistratura, que había demostrado en el desempeño altas funciones judiciales, flexibilidad honesta, de cuando en cuando sacudida bruscamente por violencias de una inflexible dignidad profesional. Murmurábase que, sostenido por la confianza de la emperatriz y de los ultramontanos, el jansenismo de ilustres abogados (toda su progenie) rebosaba con frecuencia en su espíritu. Pero los que más de cerca le trataban juzgábanlo sólo muy susceptible, algo extravagante, indiferente a los graves asuntos de Gobierno, que su limitada inteligencia no pudo abarcar nunca, obstinado en fruslerías y pequeñeces, a que se amoldaba su espíritu de intriga.

Con las manos apoyadas en los dorados brazos de su sillón, el emperador estaba dispuesto a ponerse en pie, cuando Delarbre, al observar que el ministro del Interior hundía las narices entre los papeles de su cartera evitando mirarlo, resolvióse a decir:

—Le pido mil excusas, mi respetable colega; pero me creo en el caso de recordar un asunto relacionado con su departamento y con el mío. Convinimos en que usted explicaría en este Consejo la situación dificultosa que ha creado un prefecto del Oeste a un digno magistrado.

El ministro del Interior encogióse un poco de hombros, mirando a Delarbre con alguna impaciencia. Tenía la expresión a la vez atractiva y dura, propia de los que saben agitar a las muchedumbres y someter a los hombres.

—¡Ah! —exclamó—. Son habladurías, chismes ridículos, embustes desatinados, y me avergonzaría que llegaran por mi conducto a imperiales oídos; pero mi colega de Justicia les da una importancia cuyos motivos no están, seguramente, a los alcances de mi corto entendimiento, porque, para mí, todo ello no vale la pena.

Napoleón cogió de nuevo el lápiz y prosiguió haciendo rayas en el plano de la barriada obrera.

—Trátase del prefecto del Loíre Inferior —prosiguió el ministro—. En su departamento circulan rumores que lo acreditan de hombre afortunado con las mujeres; y la galante leyenda que se forma en torno de su nombre contribuye, sin duda, tanto como lo ameno de su trato y su adhesión inquebrantable al régimen, a que goce de una popularidad muy conveniente. Sus asiduidades cerca de la señora Mereau, esposa del fiscal de la Audiencia, siendo notorias, han sido comentadas. Reconozco y declaro que la crónica escandalosa de Nantes puso en lenguas el nombre del señor prefecto Pelisson, que se ha juzgado muy severamente su conducta en los círculos burgueses de la capital, y, sobre todo, en los salones frecuentados por la magistratura. También reconozco y declaro que las asiduidades tenidas por el señor prefecto Pelisson con la señora Mereau, a la cual, y atendiendo a los deberes de su cargo, debería proteger contra todo intento equívoco en vez de provocarla, serían lastimosas y punibles prolongándose. Pero los informes que yo he recibido me permiten afirmar que la señora Mereau no se halla seriamente comprometida, y que ningún escándalo se hace temer. Para que todos recobren su tranquilidad y se olviden pasadas inconveniencias, bastará que moderen sus ímpetus una y otra parte, y eviten, con prudente disimulo, molestos comentarios.

Habiendo hablado así el ministro del Interior, cerró su cartera y se reclinó en su butaca.

El emperador proseguía en silencio.

—Permítame usted, respetable colega —dijo secamente el ministro de Justicia—. La esposa del fiscal de la Audiencia de Nantes ha sido y continúa siendo la querida del prefecto del Loíre Inferior. Semejante situación, pública y notoria, es intolerable y conduce al desprestigio de la magistratura. Juzgo el asunto de tal importancia, que lo considero digno de someterlo a la resolución de su majestad.

—Sin duda —insistió el ministro del Interior, con los ojos fijos en las alegorías del techo—, sin duda, son lamentables ciertos deslices; pero hay que tener un criterio firme y no dejarse influir por exageraciones aventuradas. No dudo que haya sido el prefecto del Loíre Inferior algo imprudente y la señora Mereau algo ligera; pero…

El ministro dedicó el final de su frase a las mitológicas figuras que vagaban entre las nubes del cielo pintado. Hubo un instante de silencio, durante el cual se oía el insistente piar de los gorriones posados en los árboles del jardín y en las cornisas de la fachada.

El señor Delarbre, mordiscando sus delgados labios y tirándose de las patillas austeras, pero muy acicaladas, prosiguió:

—Sería inútil insistir. Los informes confidenciales que me han comunicado no dejan lugar a duda, y con toda claridad explican la clase de relaciones que median entre la señora Mereau y el señor Pelisson, cuyas relaciones tienen ya dos años de fecha. Queda probado así: En septiembre de 18…, el señor prefecto del Loíre Inferior invitó al fiscal de la Audiencia, insistiendo para que fuese de caza con el señor conde de Morainville, diputado por el tercer distrito de su departamento, y, en ausencia del fiscal, se introdujo en las habitaciones de la señora Mereau, entrando furtivamente por el jardín. Al día siguiente, vistas huellas del escalo, el jardinero dio parte a la Justicia. Se hicieron diligencias y hasta se detuvo a un vagabundo que, no sabiendo probar claramente su inocencia, sufrió algunos meses de prisión preventiva; era un hombre malquisto y desagradable; no hubo quien se interesara en su favor. El fiscal de la Audiencia insiste acusándolo; pero son ya muy pocos los que mantienen la creencia que hizo suponer al vagabundo culpable de allanamiento de morada con fractura. La situación así mantenida es intolerable, lo repito, y atentatoria para el prestigio de la magistratura.

El ministro del Interior, al rectificar, pronunció, según costumbre, algunas frases contundentes, de ésas que ponen término a un asunto y lo ahogan con el peso de rotundas afirmaciones. Ejercía —dijo— una poderosa influencia en todos los prefectos; bastábale advertir al señor Pelisson, para que todo se resolviera satisfactoriamente sin recurrir a extremos de rigor contra un funcionario inteligente y adicto, que administraba su departamento a gusto de todos, y era inestimable, insustituible «desde el punto de vista electoral». Ninguno podía considerarse más interesado que el ministro del Interior en mantener la paz y la concordia entre las autoridades judiciales y gubernativa de un departamento.

Entretanto, el emperador mostraba la expresión vaga y soñadora en que, por lo regular, envolvía su silencio; recordando, sin duda, tiempos ya lejanos, de pronto, dijo:

—He conocido al padre del prefecto Pelisson. Llamábase Anacarsis Pelisson y era hijo de un republicano de mil setecientos noventa y dos; republicano a su vez, Anacarsis Pelisson escribía en los diarios de la oposición bajo el Gobierno de Julio. Durante mi cautiverio en el castillo de Ham, dirigióme una carta muy afectuosa. No pueden ustedes imaginar la satisfacción que a un prisionero proporciona la más insignificante prueba de simpatía. Luego seguimos direcciones distintas. El pobre murió sin que nos hubiéramos encontrado ni una sola vez cara a cara.

El emperador encendió un cigarro, estuvo un momento pensativo, y, al fin, poniéndose en pie, terminó:

—Señores, no los retengo más.

Con el andar pausado y oscilante de un pájaro de alas enormes, así avanzó el emperador hacia sus aposentos particulares, y salieron los ministros, uno tras otro, cruzando la fila de salones, recibiendo al pasar el saludo melancólico de los ujieres. El general, ministro de la Guerra, presentó al ministro de Justicia la petaca.

—¿Quiere usted que vayamos a pie, señor Delarbre? Necesito estirar un poco las piernas.

Y mientras avanzaban por la calle de Rívoli, junto a la verja que circunda la terraza de Feuillants.

—Tocante a cigarros —dijo el general—, sólo me gustan los de cinco céntimos, bien curados. Los otros me parecen golosinas y dulzuras. ¿Comprende usted?…

Se le cortó la idea, interponiéndose otra en su magín, y repuso:

—El señor Pelisson, de quien hablaban ustedes en el Consejo, ¿es un hombrecillo enjuto, moreno, que cinco años atrás era subprefecto en Saint-Dié?

Delarbre respondió que, sin duda, era el mismo, porque Pelisson había sido subprefecto en los Vosgos.

—Por eso me decía yo: «Conozco a Pelisson». Y me acuerdo Perfectamente de la señora Pelisson, a cuyo lado he comido en Saint-Dié, adonde fui para inaugurar un monumento. ¿Comprende usted?…

—¿Y qué tal de aspecto la señora Pelisson?

—Es pequeñita, morena, delgada. Delgada… en apariencia.

Por la calle, con el cuello del vestido cerrado, nadie se fija en ella; no abulta nada; pero de noche, vestida para la mesa con el escote abierto y guarnecido con flores está muy agradable, muy apetecible.

—¿Y moralmente, general?

—¿Moralmente? No me acuerdo. Yo no debo de ser un imbécil, ¿eh?, y, sin embargo, nunca he comprendido ni una jota de moralidad femenina. Sí me parece que la tachaban de un exagerado sentimentalismo… y de inclinaciones manifiestas hacia los buenos mozos.

—¿Las dejó traslucir con usted, general?

—En modo alguno. A los postres me dijo: «La oratoria es lo que me divierte más; un discurso brillante, un lenguaje florido me cautivan». No pude adivinar en esto una insinuación. Es verdad que yo había pronunciado por la mañana un discursito; pero me lo había redactado mi ayudante, oficial de Artillería, miope. Lo escribió con una letra tan pequeña, que me costaba trabajo leer. ¿Comprende usted…?

Llegaban a la plaza Vendóme. Delarbre tendió al general su mano esquelética y entró en el ministerio.

***

A la semana siguiente, terminado el Consejo, cuando los ministros se retiraban, el emperador apoyó su diestra en un hombro del ministro de Justicia, y le dijo:

—Mi estimado señor Delarbre, por casualidad, he sabido (en mi posición, sólo por casualidad llega uno a enterarse de algo) que una plaza de juez suplente queda vacante en la Audiencia de Nantes. Le ruego que tenga presente, cuando provea dicha plaza, el nombre de un joven doctor en Derecho, que demostró una inteligencia y un estudio nada vulgares en su tesis doctoral acerca de las Trade’s Unions. Se llama Chanot, sobrino de la señora Ramel. Si hoy le pide audiencia, como supongo, me complacerá usted recibiéndolo y esperanzándolo. Y si me propone usted su nombramiento, lo firmaré con gusto.

El emperador había pronunciado con ternura el nombre de su hermana de leche, a la cual siempre tuvo cariño, mientras ella, republicana contumaz, había rehusado todos los ofrecimientos del señor, y, viuda pobre, indignábase libremente (careciendo en su buhardilla de todo) contra el golpe de Estado. Pero transcurridos quince años, cediendo al fin, a la obstinada benevolencia de Napoleón III, fue como signo de reconciliación, a solicitar del príncipe una gracia, no para ella, sino para un joven sobrino, Chanot, doctor en Derecho y orgullo de la Universidad, según el testimonio de sus catedráticos.

Lo que la señora Ramel solicitaba de su hermano de leche no era un favor excesivo. Abrir la carrera judicial a un joven inteligente y digno como Chanot, a nadie podía parecerle un paso violento, un atropello, una imposición autoritaria e injusta. La señora Ramel deseaba solamente que fuera enviado su sobrino al departamento del Loíre Inferior, porque allí vivían sus padres. Hasta ese detalle comunicó Napoleón III al ministro de Justicia.

—Conviene mucho —dijo— que a mi recomendado se le conceda la vacante de Nantes, porque allí tiene su familia. Esta circunstancia es de interés para un joven de pocos recursos pecuniarios y de vida metódica.

«Chanot…, inteligente, laborioso, pobre…», murmuró el ministro.

Y añadió que inmediatamente quedaría complacido el deseo expresado por su majestad. Sólo temía que le hubiese propuesto ya un sustituto el fiscal de la Audiencia de Nantes, y no era lógico prometerse que se le hubiera ocurrido proponer a Chanot. El fiscal de la Audiencia de Nantes era, precisamente, Mereau, de quien hablaron en el Consejo anterior. El ministro de Justicia no quería contrariarle, pues bastante le contrariaban sus desdichas y la impertinencia del prefecto; pero haría todo lo posible para que se resolviese el asunto conforme al deseo expresado por su majestad.

Haciendo un saludo reverente, pidió permiso para retirarse. Aquel día lo era de audiencia en su ministerio. Al entrar en el despacho preguntó a Labarthe, su secretario, si había mucho público aguardándole. Había dos presidentes de Sala, un magistrado del Tribunal Supremo, el cardenal-arzobispo de Nicomedie y una muchedumbre de jueces, abogados y sacerdotes. Preguntó el ministro si estaba entre todos el abogado Chanot. Labarthe repasando las tarjetas, encontró, al fin, la de Chanot, doctor en Derecho, premiado por la Facultad de Derecho de París. El ministro diole preferencia, recomendando que lo hicieran pasar por los corredores de servicio, sin que nadie pudiera notarlo y hubiese pretexto de molestias entre la magistratura y el clero.

Al ocupar el ministro su poltrona reflexionó las palabras del general: «… Cierto sentimentalismo… Admiraciones manifiestas hacia los buenos mozos… Que hablen un lenguaje florido…».

El portero introdujo en el despacho a un joven larguirucho, encorvado y con lentes, de frente despejada y cráneo capaz, cuyo aspecto, falto de toda gallardía, revelaba las timideces del solitario y las audacias del pensador.

Examinándolo de pies a cabeza, el ministro de Justicia reparó en sus mejillas de niño, en su estrecha espalda y en sus hombros débiles. Indicóle que podía sentarse, y el pretendiente apoyando apenas las nalgas en un sillón, cerró los ojos al comenzar con desenvoltura su abundante discurso.

—Excelentísimo señor, vengo a solicitar de su mucha benevolencia la entrada en la carrera judicial. Acaso el señor ministro juzgue suficientes méritos para esta pretensión los diplomas obtenidos durante mi carrera y el premio que me otorgó la Universidad por mi tesis del doctorado, en la cual hice un estudio acerca de las Trade’s Unions; tal vez considere al propio tiempo atendible mi parentesco próximo con la señora Ramel, hermana de leche del emperador.

El ministro le interrumpió, levantando su manecita flaca y amarillenta.

—Sin duda, señor Chanot, sin duda; una protección tan elevada y su propio saber, demostrado en sus triunfos universitarios, le favorecen. Ya tengo noticia de lo mucho que se interesa por usted el emperador. Vamos a cuentas, y precisemos bien, señor Chanot; usted pide una plaza de juez suplente, ¿no es eso?

—El señor ministro —se apresuró a decir Chanot— colmará todas mis ambiciones nombrándome juez suplente de la Audiencia de Nantes, en cuya ciudad vive mi familia.

Delarbre clavó en Chanot sus pupilas de plomo, y dijo secamente:

—No hay vacante alguna en la Audiencia de Nantes.

—Perdone su excelencia, yo me había enterado…

El ministro se puso en pie.

—Allí no hay vacante que ocupar.

Y mientras Chanot, retirándose desconcertado, hacía reverencias y buscaba la salida entre los cortinajes blancos, el ministro le dirigió en tono persuasivo y casi confidencial, estas palabras:

—Le aconsejo, señor Chanot, que procure convencer a la señora Ramel, evitando en absoluto repetidas e insistentes recomendaciones, que pudieran, al cabo, perjudicarle más que favorecerle. Para su tranquilidad, sepa que tiene usted en el emperador un decidido apoyo, y que yo he de servirle también en cuanto pueda.

Libre ya del pretendiente, llamó el ministro al secretario:

—Labarthe, haga entrar a su recomendado.

***

A las ocho de la noche, Labarthe se metió en su casa de la calle de Jacob, y, subiendo hasta lo más alto de la escalera, dijo a voces:

—¡Apresúrate, Lespardat!

Se abrió la puerta de una buhardilla. Sobre un estante se amontonaban algunos libros de Derecho y novelas deshojadas; había sobre la cama una careta de terciopelo negro con barba je puntilla, un ramo de violetas marchitas y dos floretes; pendiente de la pared, un retrato de Mirabeau, grabado en madera, poco artístico; en el centro de la habitación hacía gimnasia, con pesas de hierro, un joven fornido, moreno, de cabellos encrespados, fosca y estrecha frente, ojos pardos muy dulces y risueños, nariz palpitante, como las narices de los caballos, y boca de labios rojos, entreabiertos por una tirantez agradable, que le permitía lucir sus dientes de lobo.

—Te aguardaba —dijo.

—Labarthe se impacientó; ya tenía mucho apetito. ¿A qué hora iban a comer?

Lespardat, después de soltar las pesas de hierro en un rincón, se quitó la chaqueta, descubriendo su hercúleo cogote, que sujetaba la cabeza, redonda, sobre los anchos hombros.

«Debe de tener lo menos veintiséis años», pensó Labarthe.

Así que se hubo puesto Lespardat un traje de paño, tan delgado que moldeaba las contracciones fáciles y briosas de los músculos, Labarthe le dio prisa, empujándolo hacia la escalera.

—En tres minutos llegaremos a casa de Magny. He traído el coche del ministerio.

En el figón pidieron un reservado, porque, teniendo que hablar, querían verse libres de curiosos.

Después de comer unos lenguaditos y cordero asado, Labarthe abordó el asunto de frente:

—Óyeme bien, Lespardat: mañana te presentaré al ministro; el jueves propondré tu nombramiento al fiscal de la Audiencia de Nantes, y el lunes lo firmará el emperador. Se lo presentarán cuando esté tratando con Alfredo Maury de cómo se determina el emplazamiento de Alesia. El emperador firma todo lo Que se le pone delante mientras las investigaciones topográficas de la Galia en tiempo de César absorben su atención. Pero fíjate en tu misión verdadera: es preciso que seduzcas a la señora del prefecto, y que vuestros amores alcancen la necesaria publicidad. Sólo así quedará vengada la magistratura.

Lespardat se atracaba y oía, satisfecho, sonriente, rebosando ingenua fatuidad. Al fin, dijo:

—¿Cómo ha podido germinar semejante idea en el cerebro del señor Delarbre? Yo le juzgaba piadoso y austero.

Empuñando en su diestra el cuchillo, Labarthe le contestó:

—Lo primero que te corresponde, amigo mío, es ignorar en absoluto si lo que te propongo es o no es idea del ministro; no ser indiscreto. Nosotros lo convenimos, y en paz. El ministro es ajeno a esta intriga. Pero, ya que nombras a Delarbre, te participo que su austeridad es puramente jansenista. Es, en segundo grado, sobrino del diácono de París, y su tío materno era el señor Carré de Montgeron, que tuvo agallas para defender ante un Parlamento a los convulsivos fanáticos del claustro de San Medardo. Has de saber que los jansenistas ejercen con frecuencia su austeridad en el secreto de las alcobas; tienen predilección por las bribonerías diplomáticas y canónicas. Debe de ser el resultado natural de su absoluta pureza. También se preocupan mucho de estudiar la Biblia, y en el Antiguo Testamento hay bastantes historias análogas a la que te propongo, y en la que serás el héroe, mi querido Lespardat.

Lespardat no escuchaba; divagando en su íntima y Cándida satisfacción, preguntábase: «¿Qué dirá mi padre? ¿Qué dirá mi madre?», ansioso de sentir cómo juzgarían aquel rápido encumbramiento. Sus padres eran tenderos, presuntuosos y sin recursos, en Agen, y su naciente fortuna le parecía como un remedo, como una sombra de Mirabeau, su predilecto entre todos los hombres famosos. Desde niño había soñado en un futuro compartido entre la oratoria y el amor; en una celebridad sostenida por el goce de las mujeres y por las fogosidades de los discursos.

Labarthe sacó a Lespardat de su abstracción con estas interesantes reflexiones:

—Ya sabes, al ser nombrado juez suplente, que no se trata de un destino inamovible. Y si en un cierto plazo no consiguieras los favores de la señora Pelisson, «los últimos favores», como dicen los poetas, ostensiblemente acordados, podrías despedirte para siempre de la carrera judicial y de todas las ventajas que ahora se te brindan.

—Pero dime —preguntó, candorosamente, Lespardat—: ¿qué tiempo me concedéis para seducir a la señora Pelisson y dar a mi triunfo la publicidad conveniente?

—Hasta las vacaciones —respondió con gravedad el secretario del ministro—. Además, te ofrecemos todas las facilidades apetecibles: comisiones reservadas, licencias, etcétera, etcétera. Todo lo que no sea dinero. Dinero, no. Aun cuando la gente lo ponga en duda, este Gobierno es honrado. Algún día será notorio que no vivimos de la trampa. Delarbre, ya lo ves, tiene las manos muy limpias. Además, dispone sólo de un presupuesto de gastos secretos el ministro del Interior, el del marido. Has de limitarte a tus dos mil cuatrocientos francos de sueldo y a tus atractivos personales para seducir a la señora Pelisson.

—¿Es bonita la señora? —interrogó Lespardat.

Hizo esta pregunta sencillamente, sin exagerar la importancia que pudiera tener, tranquilo, como un joven para el cual todas las mujeres tienen algún encanto. Queriendo responderle de un modo persuasivo, puso Labarthe sobre la mesa la fotografía de una mujer delgada, con sombrerillo redondo y pelo abundante.

—Ahí tienes el retrato de la señora Pelisson. Lo pedimos a la Prefectura de Policía, que nos lo envió marcado con el sello del Servicio de Seguridad, como puedes ver.

Lespardat lo cogió con ansia entre sus robustos dedos.

—Me parece bastante bonita —dijo, contemplándola.

—¿Meditaste algún plan? ¿Algún sistema lógico de seducción inevitable? —preguntó Labarthe.

—Ninguno —respondió tranquilamente Lespardat.

Labarthe, que presumía de intelectual, indicó la conveniencia de llevarlo todo bien calculado, prevenido y dispuesto, para no dejarse, a última hora, sorprender por circunstancias imprevistas.

—Por ejemplo —añadió—: te invitarán a los bailes de la Prefectura, y debes aprovechar en ellos todas las ocasiones que te aproximen a la señora Pelisson. ¿Bailas bien? A verlo.

Cogiendo una silla para que le sirviera de pareja, Lespardat, que ofrecía el aspecto de un oso amaestrado y amable, dio unas vueltas de vals.

Labarthe lo contemplaba minuciosamente a través de su monóculo.

—Bailas con dificultad, con pesadez, sin la gentileza irresistible que…

—Mirabeau bailaba desastrosamente —objetó Lespardat.

—Sin duda —insinuó Labarthe—, bailarás mejor ciñendo a una señora que agarrado a una silla.

Cuando avanzaban por la calle de Contrescarpe, húmeda y estrecha, se cruzaron con varias mozas de placer, que iban y venían de las cuatro calles de Buci a las tabernas de la calle Dauphine. Al tropezar una de las infelices, fatigada, triste, llena de barro, con Lespardat, a la luz de un farol, agarróla el mozo Por la cintura, bruscamente, y dio con ella —sosteniéndola casi en vilo sobre las aceras cubiertas de barro— dos vueltas de vals antes de que la mujer se diera cuenta de lo que la sucedía.

Recobrada pronto de su asombro, comenzó a proferir insultos groseros contra su pareja, que no la soltaba, obligándola, con impulso irresistible, a valsar, metiendo los pies en los charcos del arroyo. El propio Lespardat hacía también de orquesta, lanzando al aire su voz de barítono, vibrante y avasalladora como una charanga. Giraban con tantísima rapidez, que, salpicados por completo de agua y de lodo, tropezaban en las varas de los coches y sentían junto al cuello la respiración ardiente de los caballos. Habiéndose rendido, al fin la mujer, ya sin cólera, se abandonó dulcemente, y, apoyando la cabeza en el pecho del hombre, le murmuró al oído:

—Eres un guapo mozo. Las mujeres te querrán mucho, ¿eh?

—Basta: ya me convenciste, amigo —exclamó Labarthe—. Suspende la danza, que pudiera conducirte a la Prevención. ¡Estoy seguro de que vengarás a la magistratura!

Cuatro meses después, a la dorada luz de un día de septiembre, pasando el señor ministro de Justicia y Cultos por los soportales de Rívoli, en compañía de su secretario, reconoció a Lespardat, juez suplente de la Audiencia de Nantes, mientras el joven abogado entraba muy de prisa en el palacio del Louvre.

—Labarthe —preguntó el ministro—, ¿tenía usted noticia de que su recomendado está en París? Por lo visto, ¿no hay nada que lo retenga en Nantes? Hace tiempo que no me comunica usted notas confidenciales, dando cuenta de su comportamiento. Sus primeras gallardías me interesaron; pero ignoro aún si justifica el favorable concepto que a usted le merece.

Labarthe defendió a su amigo, recordando al ministro que Lespardat estaba en París con licencia, que se había conquistado en Nantes la confianza de sus superiores jerárquicos y que había conseguido establecer amistosas y frecuentes relaciones con el prefecto.

—Hasta el punto —añadía— que ya no se hace allí nada en que no intervenga directamente Lespardat; él ha organizado los conciertos de la Prefectura.

Discurrían así el ministro y el secretario mientras avanzaban hacia la calle de la Paz, bajo los soportales, deteniéndose de cuando en cuando para ver las muestras de los fotógrafos.

—Hay demasiadas y escandalosas desnudeces en estos escaparates —dijo el ministro—. Será necesario reprimir los abusos, limitando las autorizaciones para exponer fotografías en público. Los extranjeros nos juzgan por las apariencias, semejantes espectáculos nos hacen desmerecer ante sus ojos, contribuyendo a formar opiniones desfavorables acerca del país y del régimen.

Cuando llegaban a una esquina de la calle de la Escalera, Labarthe advirtió al ministro de Justicia y Cultos para que se fijara en una señora encubierta y apresurada que iba en dirección opuesta. Examinándola minuciosamente al pasar junto a ellos, el ministro la juzgó bastante vulgar, demasiado menuda y sin elegancia.

—Ni un calzado primoroso —dijo—. Nada que acredite gusto ni distinción. Es una provinciana.

—Precisamente, por eso mismo se la hice notar a su excelencia, que 110 se ha equivocado al juzgarla. Es la señora Pelisson.

Al oír este nombre, interesándose, volvió el ministro la cabeza, y tuvo intención de retroceder para seguir a la señora. No se atrevió, contenido por un vago sentimiento de dignidad; pero advertíase todo su prurito curioso en su mirada.

Labarthe le animó:

—Juraría, señor ministro, que sé adonde va, y es muy cerca de aquí.

Retrocedieron, apresurando su andar, y observaron que la señora Pelisson avanzaba por los soportales, dirigiéndose a la plaza del Palais-Royal; que una vez allí, mirando a derecha e izquierda con inquietud notoria, decidióse y entró en el palacio del Louvre.

Una sonrisa muy alegre retozó en los labios del ministro. Chisporrotearon sus ojos plomizos, y pronunció entre dientes una frase, más adivinada que oída por el secretario:

—¡La magistratura está vengada!

Habiendo fijado su residencia en Fontainebleau, aquel mismo día el emperador fumaba cigarrillos en la biblioteca del palacio. Inmóvil, con la expresión melancólica de una ave marítima, estaba reclinado en el armario donde se conserva la cota de mallas de Monaldeschi.

Viollet-le-Duc y Mérimée, sus dos íntimos, lo acompañaban.

Hizo esta pregunta:

—Señor Mérimée, ¿por qué le gustan con preferencia las obras de Brantóme?

—Señor —contestóle Mérimée—, veo en esas obras el espíritu de la raza francesa, todo lo bueno y todo lo malo del carácter nacional, que decae y empeora cuando falta un jefe que guíe hacia un fin glorioso.

—¿De veras —dijo el emperador— las obras de Brantóme revelan eso?

—Y también revelan —añadió Mérimée— la influencia de las mujeres en los negocios del Estado.

La señora Ramel entró en la galería. Napoleón había ordenado que la dejaran llegar hasta él siempre que se presentase. Viendo a su hermana de leche, iluminó su rostro macilento y rígido, con una mueca de alegría.

—Mi estimada señora Ramel —dijo, acercándose a ella—, ¿qué le escribe de Nantes aquel sobrino suyo? ¿Está satisfecho?

—¿Ignora vuestra majestad que la vacante fue para otro? —dijo la señora Ramel.

—No lo comprendo —murmuró el soberano, pensativo.

Después, apoyando su diestra en un hombro del académico, dijo:

—Señor Mérimée, suponen que mi voluntad gobierna en Francia, que rige, acaso, los destinos del mundo, y no puedo conseguir, con todo mi empeño, nombrar un juez suplente, de sexta clase y con un haber de dos mil cuatrocientos francos…

XV

Al terminar su lectura, doblando el señor Bergeret su manuscrito, lo guardó.

El señor Mazure, archivero; el señor Terremondre y el señor Paillot inclinaron tres veces la cabeza, silenciosos.

Luego, el señor Terremondre, posando su diestra en una manga del señor Bergeret, dijo:

—Lo que acaba de leernos, mi estimado señor, es verdaderamente…

León se presentó de pronto, agitado, brusco; su emoción y la importancia del suceso no le obligaban a ser más comedido:

—¡Han asesinado a la señora Houssieu!

—¿Es posible? —interrumpió el señor de Terremondre.

—¡Ya lo creo!, en su misma cama la estrangularon. El cadáver está en descomposición; los médicos aseguran que debió de cometerse hace tres días el crimen.

—¿Hace tres días? —indicó el archivero señor Mazure—. Pues el crimen tuvo lugar el sábado.

Paillot, librero, que había enmudecido, quedóse como embobado, con la boca entreabierta, porque la muerte le infundía mucho respeto. Haciendo memoria, y ordenando sus indicios, precisó:

—El sábado, a las cinco de la tarde, oí voces ahogadas y el ruido que produce un cuerpo al desplomarse. Tal vez recordarán ahora dos de los caballeros aquí presentes —indicando al señor de Terremondre y al señor Bergeret— que supuse debía de pasar algo extraordinario en la casa de la reina Margarita.

Ninguno confirmó la supuesta perspicacia del librero, quien solamente por la constante atención de su oído y la sutileza de su razonamiento —derivadas una y otra de un recelo que siempre le roía— pudo concebir una vaga sospecha del suceso mientras, pared por medio, se desarrollaba.

Después de un silencio respetuoso, prosiguió:

—En la noche del sábado al domingo, dije a mi mujer: «No se oye el más pequeño ruido en la casa de la reina Margarita».

El señor Mazure preguntó cuántos años tenía la interfecta.

Paillot afirmó que la señora Houssieu tendría, seguramente, los ochenta; de no haberlos cumplido ya, le faltaría poco. Medio siglo llevaba viuda; era propietaria de algunas tierras, de valores cotizables y de un capital en oro que tendría escondido para gozarse avaramente contemplándolo. Era tan roñosa, que vivía sin criados, haciéndose la comida en la chimenea de su estancia, siempre sola entre los muebles desvencijados y las valijas rotas, que guardaban polvo de veinte años. Hacía, en efecto, más de veinte años que no se dio un barrido en el interior de aquella casa. La señora Houssieu salía poco, adquiriendo víveres para una semana, y sólo franqueaba su puerta al muchacho de la carnicería y a dos o tres chiquillos recaderos.

—¿Aseguran que se cometió ese crimen el sábado por la tarde? —preguntó el señor de Terremondre.

—Lo suponen, sí señor; el cadáver apesta y da espanto verlo —dijo León.

—El sábado por la tarde —afirmó el señor de Terremondre— estábamos reunidos aquí. Mientras al otro lado de la pared medianera se cometía un crimen horrible, discurríamos con la mayor tranquilidad acerca de cosas indiferentes.

Hubo un silencio prolongado. Todos reflexionaban. Después, ciertas preguntas referentes al asesino quedaron sin respuesta. León, a pesar de su ansioso deseo, no pudo satisfacerlas; ignoraba si el asesino fue preso al pronto, si era público su nombre, si había sospechas fundadas contra ése o aquél.

Una sombra, cada vez más densa y de fúnebre aspecto, se proyectaba en las vidrieras de la librería; era la muchedumbre de curiosos, apiñados en la plaza, frente a la casa del crimen.

—Sin duda, esperan al jefe de Policía y al Juzgado —insinuó el archivero Mazure.

Paillot, cuya prudente previsión jamás descansaba, temiendo que le rompiesen los cristales, mandó a León que pusiera los tableros en la fachada principal, dejando sin cerrar el escaparate de la calle de Tintelleries.

Fue una orden acertada, que los asiduos del rincón aprobaron sin vacilar. Pero como la estructura de la calle de Tintelleries no deja mucho campo a la luz y los cristales de aquella fachada están, precisamente, destinados a exhibir los modelos de dibujo y los carteles, hundióse la tienda en tenebrosa oscuridad.

El rumor de la muchedumbre, imperceptible al pronto, creciendo en la sombra, se propagó sordo, grave, hasta cierto punto imponente y terrible, patentizando de manera clara la unanimidad manifiesta de un sentimiento moral.

Conmovido el señor de Terremondre, dio forma de nuevo a la idea que le preocupaba.

—Es particular. Mientras el crimen hacía presa en la víctima tan cerca de nosotros, hablábamos de cosas indiferentes.

Al oír esto, el señor Bergeret, inclinando la cabeza sobre su hombro izquierdo, dijo:

—Creo conveniente advertirle, señor mío, y perdone mi atrevimiento, que no es nada extraño lo que a usted le preocupa. Lo extraño sería que, al realizarse un acto criminal oculto, en algunas leguas a la redonda o en algunos metros de radio, las conversaciones triviales cesaran y un silencio inconveniente respondiera, respetuoso, al estertor de las víctimas. Un impulso, aunque provenga del juicio más depravado, sólo produce las consecuencias naturales.

El señor de Terremondre no contestó a este razonamiento, y las demás hicieron patente al señor Bergeret, con un gesto de inquietud, su desagrado y su desaprobación.

A pesar de todo, el catedrático de la Facultad de Letras prosiguió:

—¿Cómo es posible que un acto natural y frecuente, pues frecuente y natural es el asesinato, provoque particulares y extraños efectos? Matarse los unos a los otros, ejercer la violencia, es costumbre generalizada entre los animales, y, sobre todo, entre los hombres. Durante mucho tiempo, el asesinato fue considerado en las sociedades humanas como una prueba de bravura, como una gallardía, y en las costumbres, en las instituciones actuales, queda rastro aún de la estimación que inspiraban los asesinos en otras épocas.

—¿Qué rastro de barbarie queda? —preguntó el señor de Terremondre.

—Por de pronto, lo encuentra usted —respondió el catedrático— en los honores que reciben los militares.

—Hay mucha diferencia entre soldados y asesinos —repuso el señor de Terremondre.

—Seguramente —dijo el señor Bergeret—. Pero todas las acciones humanas tienen por móvil inmediato el hambre o el amor. El hambre adiestró a los bárbaros en el asesinato, les hizo concebir la guerra y proyectar las invasiones. Los pueblos civilizados, como los perros de caza, siéntense impulsados por el instinto que les obliga torpemente a destruir sin causa ni provecho. La sinrazón de las modernas luchas recibe los nombres de interés dinástico, nacionalidad, equilibrio europeo, honor. Este último pretexto es, acaso, el más extravagante de todos, cuando no hay en el mundo una sola nación que no se haya envilecido cometiendo todos los crímenes imaginables y cubriéndose con todas las vergüenzas posibles. Tampoco se vio libre ninguna de sufrir todas las humillaciones que la suerte pueda sembrar sobre una miserable muchedumbre. Y si, a pesar de todo, conservaran las naciones algo de honor, sería un modo singular de atenderlo provocar la guerra, lo cual equivale a cometer cuantos crímenes deshonran a un ciudadano: incendios, robos, asesinatos, violaciones. El amor no suele conducir a fines menos violentos, menos desastrosos, menos crueles, y, en consecuencia, el hombre debe ser clasificado entre los animales feroces. Ahora falta investigar por qué me doy cuenta de semejante ferocidad y por qué me inspira dolor e indignación. Si existiera sólo el mal, sería desconocido como la sombra de la noche si la luz del sol no contrastara con ella.

El señor de Terremondre acababa de ofrecer una prueba de ternura y dignidad humanas, lamentando que hablaran ligera y alegremente, pared por medio, en el mismo instante del crimen: y sin embargo, empezó a discurrir acerca del fin trágico de la señora Houssieu, como de un sencillo accidente cuyas consecuencias pueden aquilatarse.

Reflexionaba que ya no le sería difícil adquirir la casa de la reina Margarita para conservar allí sus colecciones de muebles, porcelanas y tapices, creando una especie de Museo municipal. Se prometía recibir, en premio a su generosidad y a sus meritorias y pacientes adquisiciones, la cruz de la Legión de Honor, y acaso el título de socio corresponsal de la Academia de Inscripciones. Le apoyarían, sin duda, sus buenos amigos, dos o tres académicos, machuchos e incansables como él, a quienes encontraba, con frecuencia, en París, almorzando juntos en un figón y comunicándose historias de amoríos. No habiendo «corresponsal» en la región, sería más fácil conseguir que le nombraran a él.

Seguro de que no se lo disputarían, comenzó a despreciar el inmueble ansiado.

—Es una casa ruinosa la de la reina Margarita —dijo—. Las vigas de los techos, apolilladas, se deshacían como serrín sobre la cabeza de la pobre octogenaria. Restaurarla exige gastos considerables.

—Lo mejor sería —opinaba el archivero Mazure— que la derribasen, y llevaríamos al patio del Museo la fachada. No se debe abandonar a los contratistas el escudo famoso de Felipe Tricouillard.

La muchedumbre, arremolinada ruidosamente, resistíase a los polizontes que procuraban abrir calle al Juzgado para que pudiera entrar en la casa del crimen.

Paillot, después de asomar las narices entre los filos de la puerta, dijo:

—Ya llegaron. El señor Roquincourt, juez instructor, y el señor Surcouf, escribano, entran ya en la casa.

Y salió a la calle de Tintelleries. Los tertulios del «rincón de pergaminos y pastas viejas», uno tras otro, salieron también observando los vaivenes de la muchedumbre reunida en la plaza de San Exuperio.

Paillot reconoció en aquel agitado mar de cabezas la del presidente Casagnol. Había salido el venerable anciano a dar su paseíto de costumbre, y se vio, de pronto, envuelto por la multitud, que lo arrastraba; pero, a pesar de sus ojos casi ciegos y de sus piernas temblonas, iba erguido, sobresaliendo su rostro enjuto y su cabellera blanca.

Paillot precipitóse a su encuentro, y, cogiéndolo por un brazo, le invitó a descansar en la librería.

—¡Qué imprudencia, señor Casagnol, atravesar la plaza entre un gentío alborotado! Esto parece un motín.

¡Un motín! El antiguo presidente de Audiencia, que llevaba ya veinticinco años de jubilación, sintió reverdecer las memorias revolucionarias del siglo. ¡Un motín! ¡Había presenciado muchos en los ochenta y siete años de su vida!

Guiándolo Paillot, pudo llegar a la librería, y lo recibieron muy respetuosos los contertulios, ofreciéndole una silla de anea. Entre sus muslos descarnados temblaba su bastón bajo su mano débil. Tenía la espalda tan derecha como el respaldo que le servía de apoyo. Se quitó los anteojos para limpiarlos, y tardó mucho en ponérselos. No recordaba las fisonomías; a tal punto, que, a pesar de ser torpe de oído, reconocía sólo a las gentes por la voz.

Indagó en discretas preguntas el motivo de hallarse invadida la plaza por la muchedumbre, y se hizo apenas cargo de las contestaciones del señor de Terremondre. Su cerebro, sano y endurecido como una momia viviente, no fijaba ya ninguna impresión nueva, guardando sólo las antiguas, claras e imborrables.

El señor Bergeret, el señor de Terremondre y el señor Mazure lo rodearon. Desconocían su historia, envuelta en el silencio de lo pasado. Sólo barruntaban que fue discípulo, amigo y compañero de Lacordaire y de Montalembert, que resistió a las imposiciones del Imperio en los justos límites de su cargo y de la ley que había soportado las afrentas de Luis Veuillot, y que no dejaba ningún domingo de ir a misa, con su voluminoso devocionario. Veíanlo, como lo veía todo el pueblo, escoltado por su venerable honradez y por la gloria de haber defendido siempre, durante una larga vida, la causa de la Libertad. Pero los contertulios del «rincón de pergaminos y pastas viejas» no podrían precisar la forma de su liberalismo, porque desconocían todos la contundente frase contenida en un folleto publicado por el señor Casagnol en 1852, con motivo de los asuntos de Roma: «Sólo puede llamarse verdadera libertad aquella que se funda en la fe de Jesucristo y en la dignidad moral del hombre».

Decíase que, habiendo conservado su laboriosa y activa entereza de carácter, se ocupaba en clasificar su correspondencia y en escribir un libro acerca de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Hablaba con soltura y brío.

En el curso de la conversación, que seguía difícilmente por su torpeza de oído, cogió al vuelo el nombre del señor Garrand, fiscal de la República, y, clavando la mirada en el puño de su bastón, el solo testigo viviente que pudiera compartir con él memorias de tanta fecha, dijo:

—Conocí en Lyón, y en el año mil ochocientos treinta y ocho, a un fiscal del rey que había concebido una elevada idea de su cargo. Sostenía que una de las condiciones fiscales era la infalibilidad, y que un fiscal del rey no podía equivocarse, infalible como el rey mismo. Se llamaba Clavel, y publicó libros muy estimables acerca de la instrucción de procesos.

El anciano calló, aislándose con sus recuerdos.

Paillot, en el umbral de la puerta, divertíase curioseando.

—El señor Roquincourt sale ya de la casa.

El venerable Casagnol, abstraído en lo pasado, continuó:

—Empecé mi carrera judicial a las órdenes del señor Clavel, quien me repetía con frecuencia: «Desentrañé todo el sentido que la siguiente máxima encierra: “el interés del acusado es sagrado; el interés de la sociedad es dos veces sagrado, y el interés de la justicia es tres veces sagrado”». Los fundamentos metafísicos obraban más poderosamente sobre las inteligencias entonces que ahora.

—Es muy cierto —dijo el señor de Terremondre.

—Sacan una mesa de noche, un lío de ropa y un cochecillo de paralítico —dijo Paillot—. Sin duda, serán esos objetos las pruebas de convicción.

El señor de Terremondre, cediendo, al fin, a su curiosidad, salió también a la calle. De pronto, frunciendo el ceño, exclamó:

—¡Demonio!

Y como si respondiese a una interrogadora mirada que le dirigía el curioso librero, dijo en seguida:

—Nada, nada.

Inteligente, perspicaz, había descubierto entre los muebles retirados por la Justicia un jarro de porcelana de la reina, y se prometía, cuando terminaran las actuaciones, tratar el asunto con el escribano Surcouf, hombre muy razonable. Usaba infinitos recursos para coleccionar objetos de arte.

«Hay que valerse de todo; atravesamos tiempos difíciles…» y con esta reflexión tranquilizaba su conciencia.

—Fui nombrado juez suplente a los veintidós años —prosiguió Casagnol—. Entonces, mi abundante cabellera rizada, mis rubicundas e imberbes mejillas me daban un aspecto de juventud verdaderamente desconsolador. Para infundir todo el respeto que mi cargo exigía, mostré una gravedad bien estudiada y actitudes muy dignas. Premiando mi aplicación, me ascendieron, y a los treinta y tres años era fiscal en la Audiencia de Puy.

—Es una ciudad muy pintoresca —intercaló el archivero Mazure.

—En cumplimiento de mis nuevas funciones, me vi obligado a intervenir en un asunto poco interesante por la naturaleza del delito y la humilde condición del acusado, pero que tenía importancia por tratarse de una pena de muerte. Un rico labrador amaneció asesinado en su cama. Pasaré por alto las circunstancias del crimen, aunque las recuerdo perfectamente, por ser vulgares. Bastará decir que desde las primeras diligencias del Juzgado recayeron sospechas en un mozo de labranza. Era hombre de veintinueve años, y se llamaba Poudrailles, Jacinto Poudrailles. Había desaparecido a las pocas horas de perpetrado el asesinato. Lo hallaron en una taberna, donde hizo gasto de alguna importancia. Fundadas presunciones designábanle como autor del crimen, y al registrarle, resultó que tenía en su poder sesenta francos, cuya procedencia no pudo justificar. Se reconocieron en sus ropas manchas de sangre. Dos testigos declararon que vagaba por los alrededores de la hacienda la noche del suceso. También se presentó un testigo de descargo, pero era hombre de malos antecedentes.

»Instruyó el proceso con habilidad consumada un juez muy práctico y celoso. El acta de acusación aparecía sólidamente razonada. Pero Poudrailles no había confesado su crimen. Y en la Audiencia, durante la vista, se aferró en su negativa, de la que nadie pudo sacarle. Tenía yo preparada la acusación en términos ajustados a la conciencia y al saber de un joven resuelto a mostrarse competente y digno en el desempeño de las elevadas obligaciones propias de su cargo. Pronuncié mi abrumador informe con arranque varonil; y como la mujer de Cortot, declarando que Poudrailles había pasado en su casa de Puy toda la noche del crimen, era un obstáculo a mi razonamiento, arremetí contra esa coartada para destruirla; supuse falso el testimonio de la mujer, y uno de mis argumentos produjo verdadera sensación en el Jurado y le impresionó favorablemente. Recordé que, según las declaraciones de los vecinos, los perros no ladraron: luego conocían al criminal; era uno de la casa; era el mozo de labranza; era el propio Poudrailles. Terminé pidiendo la pena de muerte, y la obtuve. Poudrailles fue condenado por mayoría, y cuando le hubieron leído la sentencia, gritó: “¡Soy inocente!”.

»Aquel grito engendró en mi conciencia una duda espantosa. Consideré que, al fin y al cabo, la inocencia de aquel hombre no era inverosímil, y que yo me había complacido en inculcar a los jurados una certeza que no arraigaba en mí. Mis compañeros y superiores, mis amigos, hasta el abogado defensor del reo, me felicitaron por la terrible y vigorosa elocuencia, que me proporcionaba un verdadero triunfo. Sus alabanzas me complacían. Ya conocen ustedes, amigos míos, la delicada reflexión de Vauvernarges acerca de los primeros resplandores de la gloria. Sin embargo, el grito de Poudrailles resonaba en mi cerebro: “¡Soy inocente!”.

»No se desvanecieron mis dudas, y a solas, constantemente, me obligaban a razonar, a reconstruir mis firmes acusaciones.

»Cuando fue denegado el recurso de apelación al defensor de Poudrailles, acrecieron mis incertidumbres. En aquella época no eran frecuentes los indultos. Poudrailles imploró, en vano, que se le conmutara la pena. El mismo día señalado para la ejecución, por la mañana, cuando ya el patíbulo se alzaba en Martouret, fui a la cárcel, y me hice introducir en el calabozo del reo. A solas con él, dije: “Nada puede alterar el fallo de la Justicia; se cumplirá la sentencia. Pero si guarda su corazón un honrado sentimiento, Poudrailles, por la salud de su alma le pido que me diga si es o no culpable del crimen que le condena”. Mirándome fijamente, callaba. Nunca podré olvidar aquel semblante achatado, la boca extendida y silenciosa. Pasé un momento de angustia horrible. Inclinando la cabeza, convencido ya de que no había esperanza, el reo murmuró, con voz débil y clara: “Sí, yo lo asesiné. Y me costó mucho trabajo. Era duro y brioso el viejo; se defendía bien”. Respiré, libre de mi angustia. Semejante confesión me devolvía la tranquilidad».

El señor Casagnol hizo una pausa, fijando los ojos débiles, casi apagados, en la empuñadura de su bastón, y terminó con estas palabras:

—Durante mi larga carrera en la magistratura, no tuve noticia de un solo error judicial.

—Semejante afirmación tranquiliza —dijo el señor de Terremondre.

—A mí —repuso el señor Bergeret—, semejante afirmación me da escalofríos.

XVI

Aquel año, como los anteriores, el señor prefecto Worms-Clavelin asistió a las cacerías de Valcombe, invitado por el señor Dellion, dueño de una metalúrgica y diputado provincial, cuyas fiestas cinegéticas fueron las más famosas de la región.

El señor prefecto se divertía mucho en Valcombe; le enorgullecía codearse allí con algunas personas de la sociedad aristocrática, especialmente los Gromances y los Terremondres, y era un goce muy grande para él matar faisanes. Paseaba por el bosque radiante de satisfacción. Disparaba separando las piernas, alzaba los hombros y arqueaba la espalda, inclinando la cabeza y guiñando los ojos, como los tiradores que frecuentan el Bois-Colombes, gente ordinaria, sus primeros compañeros de caza. Tenía costumbre de proclamar indiscreta y ruidosamente las piezas que había matado; y atribuyéndose algunas veces las que sus vecinos derribaron, alentaba contra sí antipatías y odios, que luego desvanecían su afectuoso trato y la seguridad completa de que no tuvo propósito de molestar a nadie. Armonizaba convenientemente la importancia de su elevada posición política y la sencillez bulliciosa de un invitado que sólo piensa en divertirse y agradar. Pronunciaba los títulos de las personas que podían ostentarlos como nombres de intimidad amistosa, y conociendo (por ser pública y notoria en todo el departamento) la propensión de la señora de Gromance a distracciones amorosas, cada vez que se cruzaba con el marido, sin que razón aparente lo justificara, solía dar unas palmaditas afectuosas en la espalda tirante de aquel hombre ceremonioso. Creíase bienquisto entre los congregados habituales de Valcombe, y no erraba del todo al suponerlo. Mientras no disparaba, con desplantes inoportunos y con destempladas gallardías, fogonazos o impertinencias al rostro de las gentes, era tenido por muy tratable, y hasta se le suponía un tacto especial.

Aquella temporada lo acogieron mejor que nunca los rentistas, agradecidos a sus opiniones contrarias al impuesto sobre la renta, que había calificado —en una frase feliz— de inquisitorial. Recibió en Valcombe los plácemes de todos ellos. La señora Dellion le sonreía, suavizando en su honor el acerado azul de sus ojos y la dureza de su frente, que ceñía una corona de cabellos grises.

Al salir de su habitación, ya vestido para la comida, vio deslizarse por el oscuro pasillo, con rumores de sedas y de joyas, la inquieta figura de la señora de Gromance, cuyo descotado pecho parecía más desnudo en la tenue penumbra crepuscular. Alcanzóla de un salto, y, cogiéndola por el talle, le dio un beso en la nuca. Ella se desligó rápidamente, y él dijo, a manera de reproche:

—¿No podré contarme entre los favorecidos, condesa?

Quedóse muy extrañado al recibir un cachete.

Encontró en el vestíbulo a Noemí, la cual, muy decorosamente vestida con traje de tul negro y viso de raso negro, estiraba sus guantes en torno de sus brazos. Worms-Clavelin hizo un gesto cariñoso. Era buen marido, y le inspiraba su mujer, además de mucho afecto, bastante admiración.

Ella lo merecía. Sólo una sutileza incomparable como la suya pudiera conseguir que la sociedad antisemita de Valcombe transigiese y aceptara sin reparo su origen semítico. No solamente consiguió que la recibiesen; pudo lograr que la estimasen, y, lo que resulta más difícil aún, aparecía como una de tantas entre aquellas mujeres distinguidas por su linaje y por su nacimiento.

En aquel salón provinciano y frío, Noemí afectaba una cortedad modesta y una placidez sencilla, que podrían decir poco en favor de su ingenio, pero que acreditaban su recato, su dulzura y su bondad. En presencia de la señora Dellion y de sus amigas, limitábase a oír y admirar en silencio. Y cuando un hombre a quien pudiera suponérsele algún talento y hábitos de sociedad se dirigía particularmente a ella, Noemí, exagerando su placidez y su modestia, con los ojos bajos, tímida, y segura de que nadie más pudiera oírla, soltaba, de pronto, un atrevimiento inconcebible, y el caballero se relamía juzgándolo un favor único, tanto más agradable y sabroso por ofrecérselo unos labios tan prudentes y un alma tan pulcra. Era el encanto de los galanteadores maduros. Inmóvil, prudente, sin esgrimir siquiera el abanico, sólo con una suave oscilación de los párpados o un gesto imperceptible de la boca, les insinuaba ideas que los enorgullecían. Sedujo así al propio señor Mauricet, muy práctico en semejantes lides, el cual decía a Noemí:

—No ha sido nunca una mujer bonita ni hermosa: pero ha sido siempre… una mujer.

En la mesa colocaron al señor Worms-Clavelin entre la señora de la casa y la señora del senador Laprat-Teulet, una figurita melancólica y pálida, cuyas facciones borrosas parecían estar cubiertas por un velo. Desde muchacha la empaparon de religión. Casada con un hombre hábil que la eligió por su dote, se obstinaba en una pegajosa piedad; mientras el marido intervenía en todos los negocios anticlericales y laicos, entregábase la mujer a constantes prácticas religiosas; y profundamente apasionada por su esposo, cuando se presentó en el Senado un suplicatorio para procesar a Laprat-Teulet y algún otro senador, ella puso dos velas en la parroquia de San Exuperio a los pies de la imagen de San Antonio para conseguir de tan poderoso bienaventurado que por su intervención se denegara semejante solicitud, como aconteció. Discípulo de Gambetta, el señor Laprat-Teulet guardaba papeles abrumadores, y enviadas en hora oportuna reproducciones fotográficas de los mismos al ministro de Justicia, surtieron el efecto deseado. La señora Laprat-Teulet, segura de la intervención divina, para eternizar su agradecimiento hizo poner en la capilla del santo, como exvoto, una lápida con la siguiente inscripción, redactada por el padre Laprune, párroco de San Exuperio:


A SAN ANTONIO, POR UNA GRACIA INMERECIDA, EN SEÑAL DE AGRADECIMIENTO.

UNA ESPOSA CRISTIANA.
 

Desde aquello, el señor Laprat-Teulet comenzó a encumbrarse. Había dado serias garantías a los conservadores, que proyectaban utilizar sus profundos conocimientos económicos en la lucha contra el socialismo. Su influencia política fue grande, a condición de no excederse demasiado y de que su nombre no figurara entre los representantes del Poder. Y, con sus manos de cera, la señora Laprat-Teulet bordaba, entretanto, sabanillas de altar.

—Señora —la dijo el prefecto al principio de la comida—, ¿prosperan su fundaciones? La generala Cartier de Chalmot es la única señora que preside tantas obras benéficas como usted.

No le respondió. Recordando entonces que la ilustre beata era sorda, el prefecto se dirigió hacia su izquierda.

—Tenga usted la bondad, señora, de instruirme algo en la obra de San Antonio. La señora Laprat-Teulet me hizo pensar en ello. Mi mujer dice que se trata de una devoción reciente que tiene muchos entusiastas.

—La señora Worms-Clavelin está en lo cierto. Somos todas muy entusiastas de San Antonio.

Oyóse al señor Mauricet, el cual, respondió a una frase del señor Dellion perdida en el bullicio, decía:

—Me lisonjea usted mucho, señor mío. El Pozo del Rey, de antiguo muy descuidado, no es comparable con Valcombe. Allí es difícil encontrar alguna caza. Sin embargo, un cazador furtivo, llamado Rivoire, una perla entre los cazadores, que honra al Pozo del Rey con sus visitas nocturnas, mata muchos faisanes. ¿Y sabe usted qué maravillosa herramienta usa? Es un arma digna de un museo. Tengo que agradecer a Rivoire que me haya permitido en una ocasión examinar despacio su escopetucho. Imagínese un…

—Me han asegurado, señora —dijo el prefecto—, que los devotos dirigen al santo sus peticiones por escrito, en pliego cerrado, y que se paga solamente al recibir el objeto que se pide.

—No se burle usted —repuso la señora Dellion—, San Antonio hace muchas mercedes.

—… un cañón roñoso —proseguía el señor Mauricet—, un cañón de fusil antiguo, cortado y sujeto a una especie de charnela …

—Creí —replicó el prefecto— que San Antonio tenía una sola especialidad: la rebusca de objetos perdidos.

—Por esta razón le dirigen tantas peticiones —dijo la señora Dellion: y añadió suspirando—: ¿Quién sobre la Tierra no ha perdido algún bien estimado? El sosiego del corazón, la paz de la conciencia, un afecto de la infancia, un cariño de familia… El amor de un esposo el santo lo devuelve.

—O su compañero —añadió Worms-Clavelin, desatado ya por los vinos, y cuya inocente ignorancia no distinguía entre San Antonio de Padua y San Antonio ermitaño.

—Pero —preguntaba el señor de Terremondre— Rivoire ¿no es el cazador oficial de la Prefectura?

—Padece usted una confusión —dijo el prefecto—. Reviste a Rivoire una dignidad más respetable todavía: es cazador oficial del arzobispado. Surte de caza la mesa de monseñor.

—Y a veces nos honra también ofreciendo su valioso concurso a los pobres magistrados —insinuó el señor Peloux, presidente de la Audiencia.

El señor de la casa dijo a la señora Cartier de Chalmot:

—A mi Gustavo le toca ya el servicio militar este año. Me complacería mucho que lo destinasen a las órdenes del general Cartier de Chalmot.

—No pida usted semejante cosa —respondió la generala—. Mi esposo es enemigo de tolerancias y avaro de licencias; quiere que los hijos de familias ilustres den ejemplo de trabajo a los humildes. Ha inculcado sus ideas a todos los coroneles.

—… Ese cañón de fusil —proseguía el señor Mauricet— no corresponde a ningún calibre catalogado, y Rivoire no encuentra balas que ajusten. Comprenderá usted fácilmente…

Worms-Clavelin hizo manifestaciones encaminadas a conseguir que la señora Dellion se interesara por la defensa del régimen, y las coronó con esta frase trascendental:

—Mientras el zar dispone su viaje a Francia, es necesario que la República se identifique con las elevadas clases de la nación y, al realizarse la visita, las ponga en contacto con nuestra aliada Rusia.

Entretanto, los pies de Noemí acogían con una calma imperturbable a los del presidente Peloux, insinuantes y acariciadores.

El joven Gustavo Dellion decía muy bajo a la señora de Gromance:

—Supongo que no me tendrás de plantón, como el otro día, mientras el ridículo Mauricet se aprovechaba de tus ligerezas. Oyéndoos, para entretenerme desmonté la máquina del reloj. ¡No es un entretenimiento muy agradable!

—¡Qué buena es la señora Laprat-Teulet! —exclamó la señora Dellion, arrastrada por ímpetu afectuoso.

—Incomparable —dijo el prefecto, mientras engullía un pedazo de manzana—. Lástima de sordera. Su marido también es una excelente persona, de claro entendimiento. Veo con gusto que le atienden ya, que reconocen su importancia. Pasó las de Caín; una época difícil. Enemigos de la República intentaron desacreditarlo para desacreditar al régimen. Ha sido víctima de maniobras ruines, que se proponían excluir del Parlamento elevadas personalidades del mundo bursátil. Esas restricciones rebajarían el nivel de la representación nacional y serían deplorables por todos conceptos.

Quedóse pensativo un momento y prosiguió con cierta melancolía:

—No hay manera de que se produzcan escándalos. Nadie se atreve a plantear negocios. ¡Triste consecuencia de la campaña difamatoria dirigida con tan inaudito atrevimiento!

—¡Es imposible! —suspiró la señora Dellion, inspirada y meditabunda.

Y de pronto, como si obedeciese a un impulso del corazón, dijo:

—Señor prefecto, que nos devuelvan los frailes, que reingresen las Hermanas de la Caridad en los hospitales y que la doctrina cristiana sea el primer texto en la escuela. Que nadie nos impida educar a nuestros hijos en el santo temor de Dios y será… posible que podamos entendernos.

Al oír tales palabras, el prefecto Worms-Clavelin alzó las manos, empuñando su diestra un cuchillo, cuya punta embotaba un pedazo de queso, y exclamó sinceramente:

—¡Señora! Pero ¿no ha visto las calles de la capital negras de tanto cura, y que asoman frailes detrás de todas las rejas? En cuanto a la educación de los hijos…, no me remuerde la conciencia de privar a su Gustavo que oiga veinte misas diarias, en vez de perseguir a las mozas.

El señor Mauricet acababa la descripción del maravilloso escopetucho, entre las conversaciones confusas, las risas alborotadas y el repiqueteo de las cucharillas en los platos.

El señor prefecto Worms-Clavelin, deseoso de hacer un poco de humo, pasó el primero a la sala de billar. En seguida compareció el señor Peloux, presidente de la Audiencia, y el prefecto le ofreció un habano.

—Fume. Son excelentes.

Mientras el señor Peloux le daba finalmente las gracias, le mostró la caja de regalías, diciendo:

—No me lo agradezca; son de la casa.

Era una broma que le agradaba mucho.

El señor Dellion presentóse, al fin, con los otros huéspedes, que, más galantes, habían acompañado un poco a las damas. Oía plácidamente al señor de Gromance, cuya disertación tenía por objeto probar la conveniencia de medir a ojo exactamente las distancias antes de hacer disparos.

—Una liebre —decía— parece alejada en un terreno desigual, mientras que sobre un campo raso, a cincuenta metros se le suelta un tiro. Lo cual explica…

—Vamos a ver —dijo el prefecto Worms-Clavelin, cogiendo un taco—, Peloux: ¿una partida?

El prefecto era buen jugador, pero el presidente de la Audiencia no le iba en zaga.

Modesto procurador normando, a consecuencia de un enojoso chanchullo, viose obligado a traspasar el despacho; y por aquel tiempo, en que la República saneaba la carrera judicial, nombráronle juez. Enviado repetidas veces de un extremo a otro de Francia para que restableciera la integridad jurídica en Tribunales que apenas la recordaban, su carácter capcioso le hizo útil, y sus relaciones políticas le procuraron fáciles ascensos. Pero el insistente rumor de sus fechorías, vagando en torno de su nombre, le privaba de verse bien considerado. Supo, con prudente cordura, soportar humillantes desprecios. Tropezaron las afrentas en su templanza.

El señor Lerond, entonces fiscal suplente y luego abogado con bufete abierto en la capital de la región, lo juzgaba diciendo: «Es hombre de grandes recursos y tiene bien medida la distancia que hay desde la poltrona del presidente al banquillo de los acusados». Al fin, la estimación pública favorecióle de pronto, después de huirle durante largo tiempo, y sin que hubiera mostrado inquietud por alcanzarla. Como impulsado por un resorte, cambió el concepto general, y la conducta del presidente Peloux pareció la de un hombre intachable. Produjo admiración su arrojo cuando tranquilo y sonriente condenó a cinco años de presidio a tres anarquistas culpables de repartir en los cuarteles hojas impresas exhortando a la fraternidad universal.

—Doce a cuatro —anunció el presidente de la Audiencia.

Habiendo practicado mucho en los casinos de provincias, adquirió una seguridad y un pulso de maestro. Sabía reunir las bolas en un rincón y conservarlas muy juntas, haciendo una serie fabulosa. El señor Worms-Clavelin jugaba en el estilo amplio, sublime y arriesgado, propio de los cafés de Montmartre y de Clichy, atribuyendo a las malas condiciones de la mesa el desastroso fruto de sus gallardías temerarias.

—En la Tuilière —dijo el señor de Terremondre—, mi primo Jacobo tiene un billar del tiempo de Luis Quince, instalado en un aposento de bóveda muy baja. Conserva todavía la siguiente inscripción: «Se ruega encarecidamente a los caballeros que no froten los tacos en las paredes ni en el techo». La súplica no era ya necesaria o fue poco atendida, pues aparecen muchos agujeros en las paredes y en la bóveda, y la inscripción ha servido solamente para que no quedaran dudas de ninguna clase acerca de su origen.

Varias personas interrogaron al señor Peloux, pidiéndole noticias del crimen descubierto en la casa de la reina Margarita. El asesinato de la señora Houssieu había conmovido a toda la región y aún excitaba la curiosidad. Era notorio que se hacían cargos abrumadores a un dependiente de carnicero llamado Lecoeur, mozo de veinte años, al cual se le franqueaba la puerta de la viuda Houssieu dos veces por semana. También eran públicos otros rumores referentes a dos aprendices de tapicero, de catorce y de dieciséis años, y se afirmaba que ciertas particularidades anexas al crimen hacían su relato muy dificultoso.

El presidente de la Audiencia, irguiendo su cabeza, redonda y rubia, que tenía inclinada sobre la mesa de billar, y guiñando un ojo, dijo:

—La instrucción ha terminado. Reconstituyóse la escena del asesinato con todos los detalles. No juzgo posible que pueda quedar la menor duda respecto a los actos viciosos que precedieron al crimen y facilitaron su perpetración.

Acercándose a la boca una copita, paladeó un sorbo de fino aguardiente, y castañeteando la lengua, exclamó:

—¡Era una alhaja la señora!

Y al verse rodeado por un círculo de curiosos que imploraban concretas noticias, el presidente de la Audiencia hizo, a media voz, revelaciones que provocaron murmullos de sorpresa y gestos de repugnancia.

—¿Es posible? —repetían—. ¡Eso, una octogenaria!

—No es un caso excepcional —dijo el señor Peloux—. Mi experiencia de juez puede afirmarlo. Y algunos jóvenes, encanallados en el vicio, lo saben mejor que nosotros. El crimen cometido en la casa de la reina Margarita pertenece a un género conocido y clasificado. En seguida me dio en las narices la depravación senil; pero el juez Roquincourt, a quien le correspondía instruir el proceso, encaminaba mal sus pasos. Hizo detener, como de costumbre, a todos los vagabundos y a todos los ambulantes en diez leguas a la redonda. Todos inspiraron sospechas, y lo más triste del caso fue que uno, llamado Sieurin, de apodo Pie de alondra, confesó.

—¿Es posible?

—Se aburría, sin duda, y así que le ofrecieron un poco de tabaco de la cantina, confesó. Dijo mil atrocidades. Ha sido condenado treinta y siete veces por vagabundo; pero Sieurin es incapaz de hacerle daño a una mosca, y no se le atribuye ningún robo. Es inocente, inofensivo A la hora del crimen unos gendarmes lo vieron a la orilla del río cortando cañas y construyendo barcos de corteza para entretener a los niños.

El señor Peloux se puso a jugar, prosiguiendo a la vez su relato:

—Noventa por cuarenta… Entretanto, Lecceur, divertido con las rameras del barrio de Carreaux, les contaba su aventura. Las amas de aquellos lupanares entregaron a la Policía los pendientes, la cadena y varias joyas de la viuda Houssieu, que regalaba Lecaur a sus favoritas. El mismo se delató; pero el juez Roquincourt, furioso aún, tiene incomunicado a Pie de alondra. Noventa y nueve… Ciento.

—¡La buena!… —dijo el señor Worms-Clavelin.

—Parece mentira —murmuraba el señor Dellion— que una señora de ochenta y tres años …

El doctor Fornerol, opinando como el presidente de la Audiencia, repetía que no se trataba de un caso excepcional, y dio explicaciones fisiológicas, las cuales fueron oídas con sumo interés. Luego hizo mención de otras aberraciones del sentido genésico, y terminó diciendo:

—Si el Diablo Cojuelo nos llevase consigo y, levantando las techumbres de las casas, nos ofreciera el espectáculo de la vida interior, descubriríamos complicaciones abominables y nos horrorizaría ver en la ciudad tantos maniáticos, tantos pervertidos, tantos locos y tantas locas.

—¡Bah! —dijo el prefecto Worms-Clavelin—. Es preciso verlo de otro modo. Tal vez nuestros conciudadanos, en detalle, son lo que usted supone; pero, en conjunto, constituyen la población de una magnífica y gloriosa capital.

Sentado en la elevada banqueta de la sala del billar, el senador Laprat-Teulet, acariciando sus venerables barbas, tenía la majestad silenciosa de un río caudaloso.

—En torno mío —insinuó— sólo descubro rastros del bien. Adondequiera que dirija los ojos, aprecio virtud y honestidad. Probaría, si fuese preciso, con ejemplos numerosos, que las costumbres de las mujeres francesas nada en absoluto dejan que desear desde la Revolución, y entre las clases medias principalmente.

—No soy tan optimista —replicó el señor de Terremondre—; pero no se me hubiera ocurrido nunca sospechar que los muros decrépitos de la casa de la reina Margarita cobijaran tan repugnantes vicios. Algunas veces visité a la señora Houssieu; la tuve por desconfiada y avarienta; me pareció algo loca, pero como una de tantas. En fin: repitamos lo que se decía en los tiempos de la reina Margarita: «Dios consiente y no para siempre». Ya no desdora con sus desenfrenos el escudo glorioso de Felipe Tricouillard.

Saludaron ese nombre algunas risas, que iluminaban el semblante de todos. Era el orgullo íntimo de la ciudad aquel escudo emblemático, testimonio de la triple potencia, que igualó al burgués rudo con el caudillo de Bérgamo. Los habitantes de *** admiraban a su vigoroso ascendiente, contemporáneo del rey de los Cien cuentos nuevos, y antiguo regidor: Felipe Tricouillard, que, a decir verdad, sólo era famoso por aquella gracia que la Naturaleza le concedió al nacer y a la cual debía su ilustre sobrenombre.

Dijo el doctor Fornerol que se citaban muchos ejemplos de semejante anomalía, no faltando autores que la creyeran hereditaria, seguros de que tan respetable monstruosidad se transmitía de padres a hijos perpetuada en la descendencia. Desgraciadamente, doscientos años atrás murió el famoso Felipe sin rastro de sucesión directa.

El señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Arqueología y Agricultura, refirió a este propósito una historia verdadera:

—Nuestro archivero, el sabio señor Mazure, hace poco descubrió en los desvanes de la Prefectura, documentos relativos a un proceso por adulterio, intentado en la misma época en que floreció Felipe Tricouillard, a fines del siglo quince, por Juan Tabouret contra Sidonia Cloche, su cónyuge. Habiendo parido Sidonia tres criaturas de una sentada, Juan reconocía como suyas dos nada más, afirmando que otro añadió, sin duda, la tercera, seguro como estaba de que su complexión le permitía sólo engendrar dos a la vez. Su argumento era entonces comprobado por la opinión de los peritos, pues matronas, cirujanos, barberos y boticarios afirmaban que un hombre normal solamente puede producir dos gemelos, y, por consiguiente, sería fraudulenta una procreación si rebasa el número de testigos que al acto concurrieron. Fundado en tales afirmaciones, el juez convenció a Sidonia de que había cometido una infidelidad, condenándola por ello a ser montada en un asno, desnuda, y mirando hacia la cola, y conducida por el verdugo hasta los abrevaderos, donde sufrió tres zambullidas. Pena que, sin duda, evitara, si al ruin marido le hubiese dotado generosamente la Naturaleza como al famoso Felipe Tricouillard.

XVII

Junto al postigo de casa Rondonneau, el prefecto miró hacia la derecha y hacia la izquierda, temeroso de ser espiado. No ignoraba las murmuraciones de la ciudad, suponiéndole galanteos a la sombra de la platería, y asegurando que la señora Lacarelle iba de tapadillo a la casa del platero, por otro nombre Casa de los Dos Sátiros. Le agriaban el humor esas mezquindades; pero le roía un disgusto de más importancia: un diario conservador, El Liberal, que siempre tuvo delicadezas para juzgar sus gestiones, de pronto le atacaba con motivo de los presupuestos, afirmando que se incluían solapadamente los gastos de la campaña electoral.

Worms-Clavelin era hombre de una honradez intachable. Respetaba el dinero, por el cual sentía cariño y veneración. Los «valores» inspirábanle un sentimiento casi religioso, como a los perros la luna. Profesaba la religión de la riqueza.

Su presupuesto aparecía honradamente confeccionado. Aparte de ciertas irregularidades imprescindibles, impuestas por la mala organización administrativa y comunes a todo el mecanismo de la República, no era reprochable. Worms-Clavelin estaba convencido, seguro, satisfecho de su integridad; pero los ataques de la Prensa lo impacientaban. La violencia de sus adversarios y el encono de los partidos, cuyas fuerzas creyó haber neutralizado, entristecían su alma. Era para él una decepción dolorosa no conseguir la condescendencia de los conservadores, preferida en su fuero interno a la confianza de los republicanos. Y era preciso inspirar a El Faro réplicas hábiles y contundentes, dirigir una polémica viva y larga tal vez. Semejante reflexión, turbando la profunda pereza de su espíritu, alarmaba su prudencia, que veía en todo impulso un origen de peligros. Por eso estaba de mal talante y usó una desacostumbrada sequedad al dirigirse a Rondonneau preguntando por el padre Guitrel, que no había llegado aún. El señor Worms-Clavelin quiso distraerse fumando y leyendo un periódico; pero ni las ideas políticas ni el humo del tabaco pudieron borrar las imágenes tormentosas que le desalentaban. Leyendo y fumando sólo tenía Presentes los ataques de El Liberal. ¡Una conversión! En toda la ciudad no había cincuenta personas que supiesen lo que significa la palabra; sin embargo, todos los imbéciles del departamento repetían con gravedad la frase del periódico: «Sentimos que no se decida el señor prefecto a romper con la práctica detestable y punible de las conversiones». Meditó. La ceniza del cigarro le caía en el chaleco. Se propuso atar cabos: «¿Por qué me ataca El Liberal? Apoyé siempre su candidatura. En mi departamento es donde un mayor número de adictos ejerce funciones electorales». Y volviendo la hoja, seguía echando cuentas: «No he ocultado el déficit. Las cantidades concedidas para diferentes créditos no se han invertido en otros gastos. No saben leer un presupuesto y, además, tienen mala intención». Resignado, encogióse de hombros; olvidóse de sacudir la ceniza del cigarro, que le caía sobre la pechera, y se abstrajo en su lectura.

El periódico daba, entre otras, la siguiente noticia:

«Un horrible incendio producido en un barrio de Tobolsk, haciendo pasto de las llamas sesenta casas de madera, ha dejado sin hogar y sin recursos a más de cien familias».

El prefecto Worms-Clavelin lanzó un suspiro profundo, algo así como un desahogo triunfal, y dando un puntapié al mostrador del platero, dijo:

—Tobolsk debe de ser una ciudad rusa, ¿eh?

Rondonneau, levantando su cabeza, inocente y calva, respondió que Tobolsk era, efectivamente, una ciudad rusa, de la Rusia asiática.

—¡Divino! —exclamó el prefecto Worms-Clavelin—. Daremos una fiesta para socorrer a las víctimas del horrible incendio que ha devorado sesenta casas en Tobolsk.

Y añadió entre dientes:

—Les enjareto una fiesta rusa… Motivos de conversación… Y no volverán a ocuparse de los presupuestos.

El padre Guitrel, con la mirada inquieta y el sombrero bajo el brazo, entró en el almacén de platería.

—¿Sabe usted, señor cura —le dijo el prefecto—, que, a ruego de muchas gentes piadosas, autorizo una fiesta para socorrer a las víctimas del incendio de Tobolsk: concierto, funciones de gala, tómbola, venta de caridad, etcétera, etcétera? Espero que la Iglesia no dejará de asociarse a tan caritativo propósito.

—La Iglesia, señor prefecto —respondió el padre Guitrel—, tiene las manos llenas de consuelos para los afligidos que la invocan. Y nuestras oraciones…

—A propósito, señor cura; el asunto no marcha. Vengo de París, y en las oficinas del ministerio me han dado malas noticias. Malas, malas. Por de pronto, se reúnen dieciocho pretendientes.

—¿Dieciocho…?

—Sí; dieciocho candidatos a la sede vacante de Tourcoing. Es el primero el padre Olivet, párroco de una de las más ricas iglesias de París, candidato del presidente; le sigue luego el padre Lavardin, vicario general en Grenoble, contando con el apoyo de la Nunciatura.

—No conozco los méritos del padre Lavardin, que, sin duda, son muchos; pero no le creo candidato de la Nunciatura. Es posible que tenga el nuncio su candidato; pero nadie puede sospechar quién sea, porque la Nunciatura no solicita favor para sus protegidos: los impone.

—¡Ah, señor cura! ¿El nuncio se cree una potencia?

—Señor prefecto, no es el nuncio, es la tradición secular que le ofrece apoyo. Es una fuerza, señor prefecto, una fuerza enorme.

—¡Sí, sí! Decíamos que hay candidato de la Presidencia y candidato de la Nunciatura. También hay candidato del cardenal-arzobispo, monseñor Charlot. Al principio creí que se trataba de usted; pero no; el candidato del arzobispo es otro. ¿A que no adivina usted quién? Apuesto a que no lo adivina.

—Será mejor que no apueste, señor prefecto; no apueste, porque perdería. Monseñor propone a su vicario general, el padre Goulet.

—¿Usted lo ha sabido antes que yo?

—Su eminencia teme que le nombren un coadjutor; lo teme tanto, que amarga con ese pensamiento su vejez augusta y serena. Teme que la presencia del padre Goulet en el arzobispado provoque la designación, recayendo en tan digno eclesiástico, que lo merece por sus virtudes y por el dominio que tiene de los asuntos de la diócesis. Monseñor, además, desea verse libre de su vicario, porque, figurando la familia del padre Goulet entre las más encopetadas y antiguas de la región, el digno sacerdote brilla en sociedad con distinciones que ofuscan a su eminencia. ¡Es lástima que a monseñor no le halague ser como San Pablo, hijo de un humilde tapicero!

—Ya sabe usted que también está propuesto el padre Lantaigne. Le ayuda el general Cartier de Chalmot. Y el general Cartier de Chalmot, a pesar de sus opiniones clericales y reaccionarias, tiene mucho arraigo en el Gobierno. Se le considera como uno de los más inteligentes y de los más hábiles, una de las primeras figuras del ejército. Sus opiniones, en las actuales circunstancias, más le favorecen que le perjudican. De un Ministerio de concentración, los reaccionarios obtienen cuanto les place. Sirven de balancín para sostener el equilibrio, y, además, el convenio de alianza con Rusia y la visita del emperador obligan a restaurar los viejos prestigios del ejército y de la aristocracia. Estimulamos la República imponiéndola cierta distinción intelectual y mundana. Una tendencia de autoridad y estabilidad se afirma. A pesar de todo, no veo en favor del padre Lantaigne muchas probabilidades. Yo di malísimos informes, presentándolo como un realista de acción, poniendo muy de relieve su intransigencia y su altivo carácter. En cambio, hice de usted un retrato de maestro, en el cual resaltaba la moderación de sus costumbres y su flexibilidad, su política prudente y su respeto a las instituciones republicanas.

—Quisiera tener ocasión de probarle cuán obligado me dejan sus caritativos elogios. Y… ¿qué opinaban, señor prefecto?

—¿Qué opinaban? ¡Prepárese a escucharlo! «Conocemos —decían— otros eclesiásticos del mismo corte de su padre Guitrel. En cuanto pescan la mitra son peores que los demás, y nos contradicen con rudo empeño».

—¿Es posible, señor prefecto, que opinen así en regiones elevadas?

—¡Y tan posible! ¡Me dijeron más aún! Oiga usted las palabras de un influyente personaje: «No me gustan para obispos los candidatos que rinden culto exagerado a nuestras instituciones. Si mi opinión prevaleciera, siempre nombraríamos “de los otros”. Preferir en el orden civil y político los funcionarios más afectos al régimen, los más entusiastas, me parece bien. Pero no hay eclesiásticos afectos ni entusiastas de la República. Para evitar disgustos, deben preferirse los más honrados».

Y el señor Worms-Clavelin, tirando la colilla de su cigarro, terminó con estas palabras:

—Ya ve usted, señor cura, que sus asuntos no marchan.

El padre Guitrel balbuceó:

—No adivino, señor prefecto, no adivino qué pudo impresionar su ánimo en esas frases que me repite, produciendo en su espíritu ese… desaliento. A mí, esas frases me hubieran inspirado… confianza.

El señor Worms-Clavelin, mientras encendía otro cigarro, dijo, riendo:

—¿Y si tuviesen razón?… No se intranquilice; no lo abandono, señor cura. Vamos a ver: ¿de qué fuerzas disponemos?

Abrió la mano izquierda para contar por los dedos.

Y reflexionaron.

Estaban de su parte: un senador, que aleteaba ya, libre de las consecuencias del escándalo último; un general retirado, político y publicista; el obispo de Ecbatane, muy estimado en el mundo artístico, y Teófilo Mayer, el amigo de todos los ministros.

—Señor cura —exclamó el prefecto—, no tiene usted más que metralla.

El padre Guitrel soportaba esas bromas, pero no le hacían gracia ninguna. Mirando al prefecto con los ojos tristes, cariacontecido, apretó sus labios.

El señor Worms-Clavelin, que no se gozaba en el mal ajeno, quiso animar al viejo sacerdote diciéndole:

—¡Vaya!, no son tan malos protectores. Y… ¡cuente con el apoyo de mi mujer! Ella se basta y se sobra, como se la meta en el moño, para consagrar a un obispo.


Publicado el 26 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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