La Asamblea de Mujeres

Aristófanes


Teatro, comedia


PERSONAJES:

PRAXÁGORA.
UN HERALDO.
VARIAS MUJERES.
TRES VIEJAS.
CORO DE MUJERES.
UNA JOVEN.
BLEPIRO, marido de Praxágora.
UN JOVEN.
UN HOMBRE.
LA CRIADA DE PRAXÁGORA.
CREMES.

La escena representa una plaza, en Atenas, donde están la casa de Praxágoras y otras dos casas. Praxágoras sale de la suya disfrazada de hombre con una lámpara en la mano.

PRAXÁGORA.—(Parodiando ciertos prólogos trágicos.) ¡Oh lámpara preciosa de reluciente ojo que tan bien iluminas los objetos visibles! Vamos a decir tu nacimiento y tu oficio; labrada sobre el ágil torno del alfarero tus brillantes narices rebrillan como soles. Lanza con tus llamas las señales convenidas... Tú eres la única confidente de nuestros secretos, y lo eres con motivo, pues cuando en nuestros dormitorios ensayamos las diferentes posturas del amor, tú sola nos asistes y nadie te rechaza como testigo de sus voluptuosos movimientos. Tú sola, al abrasar su vegetación feraz, iluminas nuestros recónditos encantos. Tú sola nos acompañas cuando furtivamente penetramos en las despensas llenas de báquicos néctares y sazonadas frutas; y, aunque cómplice de nuestros deleites, jamás se los revelas a la vecindad. Justo es, por tanto, que conozcas también los actuales proyectos aprobados por las mujeres, mis amigas, en las fiestas de los Esciros. Pero ninguna de las que deben acudir se presenta; ya empieza a clarear el día y de un momento a otro dará principio la Asamblea. Es necesario apoderarnos de nuestros puestos, que, como ya recordaréis, dijo el otro día Firómaco, deben ser los otros, y una vez sentadas, mantenernos ocultas. ¿Qué les ocurrirá? ¿Quizá no habrán podido ponerse las barbas postizas, como quedó acordado? ¿Les será difícil apoderarse de los trajes de sus maridos?—¡Ah! Allí veo una luz que se aproxima. Voy a retirarme un poco, no sea un hombre.

MUJER PRIMERA.—Ye es hora de ponerse en marcha; cuando salíamos de casa, el heraldo ha cantado por segunda vez.

PRAXÁGORA.—Y yo me he pasado toda la noche en vela esperándoos. Paro ... un momento; voy a llamar a esta vecina arañando suavemente su puerta, porque es preciso que su marido no note nada.

MUJER SEGUNDA.—Ye ha oído, al ponerme los zapatos, el ruido de tus dedos, pues no estaba dormida; mí marido, querida, es un marinero da Salamina; me ha estado atacando toda la noche bajo las sábanas; hasta ahora no he podido cogerle este manto que ves.

MUJER PRIMERA.—¡Ah! Ahí veo a Clináreta y Sóstrata, que vienen con su vecina Filéneta.

PRAXÁGORA.—¡Dáos prisa! Glice ha jurado que la que llegue la última pagará en castigo tres congios de vino y un quénice de garbanzos.

MUJER PRIMERA.—¿No ves e Melística, la mujer de Esmicitión, como viene corriendo con los zapatos da su marido? Creo que esa es la única que habrá podido separarse sin dificultad da su marido.

MUJER SEGUNDA.—Mirad a Gensístrata, la mujer del tabernero, con su lámpara en la mano, acompañada de las mujeres de Filodoreto y Querétades.

PRAXÁGORA.—También veo a otras muchas flor y nata de le ciudad, que se dirigen hacía nosotras.

MUJER TERCERA.—A mí, querida mía, me ha costado un trabajo ímprobo poder escaparme sin que me vieran. Mí marido ha estado tosiendo toda le noche por haber cenado demasiadas sardinas.

PRAXÁGORA.—Bien sentaos; y puesto que ya estamos reunidas, decidme sí habéis cumplido todo lo que acordamos en la fiesta de los Esciros.

MUJER CUARTA.—Yo sí. Lo primero que hice, como convenido, fue ponerme los sobacos más hirsutos que un matorral. Después, cuando mí marido se iba al Agora, me untaba con aceite de pies e cabeza y me tostaba al sol durante todo al día.

MUJER QUINTA.—Yo también he suprimido el uso de la navaja, para estar completamente velluda y no parecer en nada una mujer.

PRAXÁGORA.—¿Traeis las barbas con que dijimos que nos presentaríamos en la Asamblea?

MUJER CUARTA.—¡Sí por Hécate! Yo traigo esta, que es muy hermosa.

MUJER QUINTA.—Y yo, otra más bella que la de Epícretas.

PRAXÁGORA.—Y vosotras, ¿qué decís?

MUJER CUARTA.—Dicen que sí, con le cabeza.

PRAXÁGORA.—También veo que os habéis provisto de lo demás, pues traéis calzado lacedemonio, bastones y ropas da hombre, como dijimos.

MUJER SEXTA.—Yo traigo el bastón de Zemia, e quien se lo he quitado mientras dormía.

PRAXÁGORA.—Es uno da aquellos bastones sobre los que se apoya para expulsar sus flatos.

MUJER SEXTA.—Sí, ¡por Zeus salvador! Si ese hombre se pusiera la piel de Argos, sería el único para administrar la cosa pública.

PRAXÁGORA.—Ea, mientras todavía quedan estrellas en el cíelo, dispongamos lo que debemos hacer, pues la Asamblea, para la que venimos dispuestas, empezará con la aurora.

MUJER PRIMERA.—¡Por Zeus! Tú debes tomar asiento al píe de la tribuna, frente e los Pritánaos.

MUJER SÉPTIMA.—Yo me he traído esta lana para cardarla durante la Asamblea.

PRAXÁGORA.—¿Durante la Asamblea? ¿Pero qué dices desgraciada?

MUJER SÉPTIMA.—Sí, por Artamis, sí. ¿Dejaré de oír porque esté cardando? Tengo a mis hijitos desnudos.

PRAXÁGORA.—¿Pero estáis oyendo esto? ¿Ponerse a cardar cuando es preciso no dejar ver a los asistentes ninguna parte de nuestro cuerpo! ¡Estaría bonito que en medio da le multitud una de nosotras se lanzase a la tribuna, se alzase los vestidos y dejase ver su... Formísío . Por el contrario, sí envueltas en nuestros mantos ocupamos los primeros puestos, nadie nos reconocerá; y si además sacamos fuera del embozo nuestras soberbias barbas y las dejamos extenderse sobre el pecho, ¿quién sería capaz de no tomarnos por hombres? Agirrio , gracias a la barba de Prónomo , engañó a todo el mundo: antes era mujer, y ahora, como sabéis, ocupa el primer puesto en la ciudad. Por tanto, yo os conjuro por el día que va nacer, a que acometamos esta audaz y grande empresa para ver si logramos tomar en nuestras manos el gobierno de la ciudad; porque lo que es ahora ni a remo ni a vela se mueve la nave del Estado.

MUJER SÉPTIMA.—¿Y cómo una Asamblea de mujeres con sentimientos femeninos podrá arengar a la masa?

PRAXÁGORA.—Nada más fácil. Es cosa corriente que los jóvenes más disolutos sean en general los de más fácil palabra, y, por fortuna, esta condición no nos falta a nosotras.

MUJER SÉPTIMA.—No sé, no sé; mala cosa es la inexperiencia.

PRAXÁGORA.—Por eso mismo nos hemos reunido aquí, para preparar nuestros discursos. Vamos, poneos pronto las barbas, tú y todas las que se han ejercitado en el arte de hablar.

MUJER OCTAVA: Pero, querida, ¿qué mujer necesita ejercitarse para eso?

PRAXÁGORA.—Ea, ponte la barba y conviértete cuanto antes en hombre. Aquí dejo las coronas ; ahora me voy yo también a plantar la barba, por si acaso tengo necesidad de decir algo.

MUJER SEGUNDA.—Querida Praxágora, ¡mira qué ridiculez!

PRAXÁGORA.—¿Cómo ridiculez?

MUJER SEGUNDA.—Es como ponerle las barbas a unos calamares asados.

PRAXÁGORA.—Purificador, da la vuelta con la comadreja; adelante; silencio. Arifrades, pasa y ocupa tu puesto. ¿Quién quiere usar de la palabra?

MUJER OCTAVA.—Yo.

PRAXÁGORA.—Pues ponte la corona, y buena suerte.

MUJER OCTAVA.—Ya está.

PRAXÁGORA.—Puedes hablar.

MUJER OCTAVA.—¿Y he de hablar antes de beber?

PRAXÁGORA.—¿Qué es eso de beber?

MUJER OCTAVA. Pues si no, querida, ¿para qué necesito la corona?

PRAXÁGORA.—Vete de aquí; allí nos hubieras hecho lo mismo.

MUJER OCTAVA.—¿Y qué? ¿No beben también ellos, aunque sea en la Asamblea?

PRAXÁGORA.—¡Y dale con la bebida!

MUJER OCTAVA.—Sí, por Artemis, y vino del más puro. Por eso, a los que los examinan y estudian detenidamente les parecen sus insensatos decretos resoluciones de borrachos. Además, si no hubiese vino, ¿cómo harían las libaciones a Zeus y demás ceremonias? Por otra parte, suelen maltratarse como personas que han bebido demasiado, y los arqueros se ven obligados a llevarse de la Asamblea a más de un borracho revoltoso.

PRAXÁGORA. Vete y siéntate; no sirves para nada.

MUJER OCTAVA.—SÍ, por Zeus; mejor me hubiera valido no ponerme la barba pues, por lo que veo, me voy a morir de sed.

PRAXÁGORA.—¿Hay alguna otra que quiera hablar?

MUJER PRIMERA.—Yo.

PRAXÁGORA.—Pues bien, corónate, que la cosa urge. Procura hablar virilmente, como es debido y bien apoyada sobre el bastón.

MUJER PRIMERA.—Hubiera deseado ciertamente que cualquiera de los que están avezados a las lides oratorias me hubiera permitido con lo excelente de sus proposiciones permanecer tranquilo en mi lugar; mas no puedo consentir, por lo que a mí respecta, que en las tabernas se construyan aljibes. ¡No¡, por las dos diosas...

PRAXÁGORA.—¡Por las dos diosas! ¿En qué estás pensando desdichada?

MUJER PRIMERA.—¿Qué ocurre? Aún no te he pedido de beber.

PRAXÁGORA.—Cierto, por Zeus; pero, siendo hombre, como lo eres ahora, has jurado por las dos diosas. En lo demás has estado bien.

MUJER PRIMERA.—Tienes razón, por Apolo.

PRAXÁGORA.—¡Basta, pues! No daré un paso para ir a la Asamblea hasta que todo quede perfectamente ensayado.

MUJER PRIMERA.—Dame la corona; voy a arengar de nuevo. Ahora ya creo que lo he pensado bien: En cuanto a mí, ¡oh mujeres aquí reunidas...!

PRAXÁGORA.—¡Desdichada! ¿Otra vez te equivocas diciendo «mujeres» en vez de hombres?

MUJER PRIMERA.—Epígono tiene la culpa. Le estaba mi¬rando, y he creído que hablaba delante de mujeres.

PRAXÁGORA.—Vete tú también y siéntate allá lejos. Yo misma hablaré por vosotras y me ceñiré la corona, pidiendo antes a los dioses que concedan un éxito feliz a nuestra empresa. (Iniciando su discurso.) La felicidad de este país me interesa tanto como a vosotros, y me conduelen y lastiman los desórdenes de nuestra ciudad. La veo, en efecto, siempre gobernada por detestables jefes, y considero que si uno llega a ser bueno un solo día, luego es malo otros diez. ¿Quiéres encomendar a otro el gobierno? De seguro que será peor. Difícil es, ciudadanos, corregir ese vuestro descontentadizo humor, que os hace temer a los que os aman y suplicar incesantemente a los que os detestan. Hubo un tiempo en que no teníamos asambleas y pensábamos que Agirrio era un bribón; hoy que las tenemos, el que recibe dinero no tiene boca para ponderarlas; mas el que nada recibe, juzga dignos de pena capital a los que trafican con las públicas deliberaciones.

MUJER PRIMERA.—¡Muy bien dicho, por Afrodita!

PRAXÁGORA.—¡ Infeliz, has nombrado a Afrodita! Nos dejarás lucidas si te sales con esa pata de gallo en la Asamblea.

MUJER PRIMERA.—Allí no lo hubiera dicho.

PRAXÁGORA.—Bueno será que no te acostumbres. (Siguiendo su discurso): «Cuando deliberábamos sobre la alianza todo el mundo decía que era inminente la perdición de la ciudad si no se llegaba a hacer; hízose por fin, y todo el mundo lo llevó tan a mal, que el orador que la había aconsejado huyó y no ha vuelto a parecer. Es necesario armar naves —sostienen los pobres—. No es necesario –opinan los labradores y los ricos—. ¿Os indisponéis con los corintios? Ellos os pagan en la misma moneda. Ahora, pues, que los tenéis amigos, sedlo vosotros también. El argivo es ignorante; pero Hierónimo es un sabio . ¿Asoma una ligera esperanza de salvación? Pero Trasíbulo está enojado; nadie ha acudido a pedirle que vuelva.

MUJER PRIMERA.—¿Qué hombre tan inteligente!

PRAXÁGORA.—(Esta vez me has elogiado como conviene.) «¡Tú oh pueblo, eres la causa de todos estos males! Pues te haces pagar un sueldo de los fondos del Estado, con lo cual cada uno mira sólo a su particular provecho, y la cosa pública anda cojeando como Esimo. Pero si me atendéis, aún podéis salvaros. Mi opinión es que debe entregarse a las mujeres el gobierno de la ciudad, ya que son intendentes y administradoras de nuestras casas.

MUJER SEGUNDA.—Bien, muy bien, por Zeus. Sigue, sigue hablando...

PRAXÁGORA.—Yo os demostraré que las mujeres son infinitamente más sensatas que nosotros. En primer lugar, todas, según la antigua costumbre, lavan la lana en agua caliente, y jamás se las ve intentar temerarias novedades. Si la ciudad de Atenas imitase esta conducta y se dejase de innovaciones peligrosas, ¿no tendría asegurada su salvación? Se sientan para freír las viandas, como antes; llevan la carga en la cabeza, como antes; celebran las Tesmoforias, como antes; amasan las tortas, como antes; hacen rabiar a sus maridos, como antes; ocultan en casa a los galanes, como antes; sisan, como antes; les gusta el vino puro, como antes, y se complacen en el amor, como antes. Y al entregarles, ioh, ciudadanos! las riendas del gobierno, no nos cansemos en inútiles disputas ni les preguntemos lo que vayan a hacer; dejémoslas en plena libertad de acción, considerando solamente que, como madres que son, pondrán todo su empeño en economizar soldados. Además, ¿quién suministrará con más celo las provisiones a los soldados que la que les parió? La mujer es ingeniosísima, como nadie, para reunir riquezas; y si llegan a mandar, no se las engañará fácilmente, por cuanto ya están acostumbradas a hacerlo. No enumeraré las demás ventajas; seguid mis consejos y seréis felices toda la vida.

MUJER PRIMERA.—¡Divina, admirable, dulcísima Praxágora! ¿Dónde has aprendido a hablar tan bien, amiga mía?

PRAXÁGORA.—Durante las proscripciones , viví con mí esposo en el Pnix y, a fuerza de oír a los oradores, acabé por instruirme.

MUJER PRIMERA.—Ya no me extraña que seas tan hábil y elocuente. Tú serás nuestro jefe; procura poner en práctica tus proyectos. Pero sí Céfalo se lanza sobre tí para ínjuriarte, ¿cómo le replicarás en la Asamblea?

PRAXÁGORA.—Le diré que delira.

MUJER PRIMERA.—Eso lo sabe el mundo.

PRAXÁGORA.—Que es un atrabiliario.

MUJER PRIMERA.—También eso se sabe.

PRAXÁGORA.—Que es tan buen político como mal alfarero.

MUJER PRIMERA.—¿Y si te insulta el legañoso de Neóclides?

PRAXÁGORA.—A ése le diré que vaya a mirar por el trasero de un perro.

MUJER PRIMERA.—¿Y sí te tumban de espaldas?

PRAXÁGORA.—Tambíén les tumbaré yo; en ese ejercicio pocos me ganarán.

MUJER PRIMERA.—Esa es una cosa que no hemos pensado: sí te llevan los arqueros, ¿qué harás?

PRAXÁGORA.—Me defenderé poniéndome así, en jarras, y no dejaré que me cojan por el talle.

MUJER PRIMERA.—Sí te sujetan, nosotras les obligaremos a que te suelten.

MUJER SEGUNDA.—Todo está perfectamente dispuesto; pero en lo que no hemos reflexionado es en cómo podremos acordarnos de levantar las manos en la junta, puesto que sólo estamos acostumbradas a levantar las piernas.

PRAXÁGORA.—Eso es lo difícil, y, sin embargo, no hay más remedio que alzar las manos, descubriendo el brazo hasta el hombro. Vamos levantáos las túnicas y poneos pronto los zapatos lacedemoníos, como habéis visto que lo hacen nuestros maridos cuando salen para dirigirse a la Asamblea. En cuanto os hayáis calzado perfectamente, sujetaos las barbas; después de atadas éstas con todo esmero, envolveos en los mantos sustraídos a vuestros esposos, y marchad, apoyándoos en los bastones y entonando alguna vieja canción, a imitación de los campesinos.

MUJER SEGUNDA.—Bien dicho; pero cojámosles la delantera, pues creo que otras mujeres vendrán al Pnix, directamente desde el campo.

PRAXÁGORA.—Apresuraos; ya sabéis que los que no están en el Pnix desde el amanecer, se van sin recibir nada.

EL CORIFEO.—Llegó el momento de partir, ¡oh hombres! palabra ésta que no debe caérsenos nunca de la boca por temor a un descuido, porque, en verdad, no lo pasaríamos muy bien, sí se nos sorprendiera fraguando este golpe de audacia en las tinieblas.

EL CORO.—¡A la Asamblea, oh hombres! El Tesmoteta ha dicho que todo el que a primera hora, y antes de disiparse las tinieblas de la noche, no se haya presentado cubierto de polvo, contento con su provisioncilla de ajos, y mirando severamente, se quedará sin el trióbolo. Cartímides, Escímito, Draces, apresuraos y procurad no olvidar nada de lo que es preciso hacer. Cuando hayamos recibido nuestro salario sentémonos juntos para votar decretos favorables a nuestras amigas. ¿Pero qué digo? Quería decir nuestros amigos. Procuremos expulsar a los que vengan de la ciudad; antes, cuando sólo recibían un óbolo por asistir a la Asamblea, se estaban de sobremesa charlando con sus convidados, pero ahora la concurrencia es extraordinaria. En el arcontado del valiente Mirónides nadie se hubiera atrevido a cobrar sueldo por su intervención en los negocios públicos, sino que todo el mundo acudía trayéndose su botita de vino con un pedazo de pan, dos cebollas y tres o cuatro aceitunas. Hoy, en cuanto se hace algo por el Estado, en seguida se reclama el trióbolo, como cualquier obrero albañil. (Se va el Coro.)

BLÉPIRO.—(En la puerta de su casa, calzado con pérsicas y vestido con las ropas de su mujer.) ¿Qué es ésto? ¿Adónde se ha marchado mi mujer? Está amaneciendo y no aparece por ninguna parte. Largo rato hace que, atormentado por una perentoria necesidad, ando a oscuras buscando mi manto y mis zapatos sin lograr encontrarlos; y como lo que aquí me aprieta (señalando el vientre) . llama impaciente a la puerta, me he visto obligado a coger este chal de mi mujer y a calzarme los borceguíes pérsicos. ¿Dónde encontraré un lugar libre donde poder aliviar el cuerpo? ¡Eh!, de noche todos los sitios son buenos, y nadie me verá. ¡Pobre de mí! ¡Qué desgracia, haberme casado viejo! ¡Merezco que me muelan a golpes! De seguro que mi mujer no habrá salido para nada bueno. Pero sea lo que sea, desahoguémonos.

Un HOMBRE.—¿Quién va? ¿No eres mi vecino Blépiro? Sí, por Zeus, es el mismo. Dime, ¿qué es eso de color marrón? ¿Cinesias te ha llenado quizá de inmundicia?

BLÉPIRO.—No; he salido de casa con el vestido azafranado que suele ponerse mi mujer.

EL HOMBRE.—¿Pues dónde está tu manto?

BLÉPIRO.—No lo sé; lo he estado buscando mucho tiempo sobre la cama y no he podido encontrarlo.

EL HOMBRE.—¿Y por qué no le has dicho a tu mujer que lo buscase?

BLÉPIRO.—Porque no está en casa. Se ha escurrido yo no sé cómo y temo no me esté jugando alguna mala partida.

EL HOMBRE.—¡Por Poseidón¡, entonces te ocurre lo mismo que a mí. También mi mujer ha desaparecido, llevándoseme el manto que suelo ponerme; y no es eso lo peor, sino que también me ha cogido los zapatos, pues no he podido encontrarlos en ninguna parte.

BLÉPIRO.—Ni yo mi calzado lacedemonio, por Dionysos; y como apremiaba la necesidad, me he puesto a toda prisa sus coturnos, no fuera a ensuciar la colcha, que está recién lavada.

EL HOMBRE.—¿Qué puede haber sucedido? ¿Le habrá convidado a comer alguna de sus amigas?

BLÉPIRO.—Eso creo yo, porque ella no es perversa, que yo sepa.

EL HOMBRE.—Pero ¿estás haciendo cordilla? Ya es hora de ir a la Asamblea; aunque lo peor es que he de encontrar un manto, pues no tengo más que el que he perdido.

BLÉPIRO.—Y yo también, en cuanto acabe. Una maldita pera silvestre me obstruye la salida.

EL HOMBRE.—Será la misma que se le atravesó a Trasíbulo cuando aquello de los Lacedemonios.

BLÉPIRO.—¡Por Dionysos, que no hay quien la arranque¡ ¿Qué haré? Porque no es sólo el mal presente lo que me aflige, sino el pensar por dónde habrá de salir lo que coma. Este maldito Acradusio ha cerrado la puerta a cal y canto. ¿Quién me traerá un médico? ¿Y cuál? ¿Cuál es el más entendido en esta especialidad? ¿Quizá Aminon? Pero no querrá venir. Buscadme a Antístenes a toda costa; a juzgar por sus suspiros, debe ser práctico en esto de estreñimientos. ¡Santa Patrona de los Partos, no me dejes morir de esta obstrucción para que los cómicos se burlen después de mí!

CREMES.—(Que viene de la Asamblea.) ¡Eh, tú, ¿qué haces? ¿Tus necesidades, por lo que veo?

BLÉPIRO.—Ya no; terminé, por Zeus y me levanto.

CREMES.—¿Cómo te has puesto el vestido de tu mujer?

BLÉPIRO.—Lo cogí sin darme cuenta, en la oscuridad. Y tú ¿de dónde vienes?

CREMES.—De la Asamblea.

BLÉPIRO.—Pues qué, ¿se ha concluído?

CREMES.—Ya lo creo, casi al amanecer. Por Zeus, que me he reído a gusto viendo la pintura roja extendida con profusión por todo el recinto.

BLÉPIRO.—¿Habrás recibido el trióbolo?

CREMES.—¡Ojalá! Pero llegué tarde y eso es lo que siento: volverme a casa con el zurrón vacío.

BLÉPIRO.—¿Cómo ha sido eso?

CREMES.—Ha habido en el Pnix una concurrencia de hombres como no hay memoria. Al verles, les tomamos a todos por zapateros, pues sólo se veían rostros blancos en aquella muchedumbre que llenaba la Asamblea; por eso no he cobrado el trióbolo, y como yo, otros muchos.

BLÉPIRO.—¿De suerte que yo tampoco lo cobraría, aunque fuera.

CREMES.—No, por cierto; aunque hubieses ido al segundo canto del gallo.

BLÉPIRO.—¡Infeliz de mí! «¡Oh, Antíloco! Llórame más vivo sin el trióbolo que muerto con él; perdido soy» . Pero ¿por qué acudió esa multitud tan temprano?

CREMES.—Los Pritáneos habían resuelto abrir un debate sobre el medio de salvar la ciudad. Al instante se plantó en la tribuna el pitañoso Neóclides; pero al punto gritó el pueblo en masa (ya puedes figurarte con qué fuerza) : «¿No es una indignidad que, tratándose de la salvación de la ciudad, se atreva a arengarnos ése, que ni siquiera ha podido salvar sus pestañas?» Entonces Neóclides, ha dicho, replicando y mirando en derredor: «Pues ¿qué debía hacer?»

BLÉPIRO.—Machacar ajos, con jugo de laserpicio y euforbio de Lacedemonia y untarte con ello los párpados todas las noches, le hubiera contestado yo, de estar presente.

CREMES.—Después de Neóclides, el pobre Eveón se ha presentado desnudo, según creían los más, aunque él aseguraba que llevaba manto y ha pronunciado un discurso lleno de espíritu popular. «Ya véis, decía, que yo mismo tengo necesidad de ser salvado, y que me hacen falta precisa dieciséis dracmas ; sin embargo, no por eso dejaré de hablar de los medios de salvar a la ciudad y a los ciudadanos. En efecto, si al empezar el invierno los bataneros suministrasen mantos de abrigo a los necesitados, ninguno de nosotros sería atacado nunca por la pleuresía. Además, propongo que los que carezcan de camas y de colchas, vayan después del baño a dormir a casa de un curtidor, el cual, si se niega a abrir la puerta en invierno, debe ser condenado a pagar tres pieles de multa.»

BLÉPIRO.—¡Excelente idea! Pero hubiera debido añadir (y de seguro que nadie le contradice) que los vendedores de harina tendrán obligación de dar tres quénices a los indigentes bajo las más severas penas; así, al menos, Nausícides podría ser útil al pueblo.

CREMES.—Luego ha subido a la tribuna un hermoso joven, muy blanco y parecido a Nicias, y ha empezado por decir que convenía entregar a las mujeres el gobierno de la ciudad. Entonces la muchedumbre de zapateros empezó a alborotarse y a gritar que tenía razón; pero la gente del campo se opuso vivamente.

BLÉPIRO.—Y le sobran motivos, ¡por Zeus!

CREMES.—Pero eran los menos. En tanto el orador continuaba vociferando a más y mejor, haciendo mil elogios de las mujeres y diciendo pestes de tí.

BLÉPIRO.—Pues ¿qué dijo?

CREMES.—Ante todo que eres un bribón.

BLÉPIRO.—¿Y tú?

CREMES.—No me preguntes todavía. Además, un ladrón.

BLÉPIRO.—¿Yo solo?

CREMES.—Sí, por cierto; y un sicofante.

BLÉPIRO.—¿Yo solo?

CREMES.—Tú y también, por Zeus, todos esos. (Designa a los espectadores.)

BLÉPIRO.—¿Y quién dice lo contrario?

CREMES.—«Las mujeres, proseguía, están llenas de discreción y dotadas de especial aptitud para atesorar; las mujeres no divulgan jamás los secretos de las Tesmoforias; al paso que tú y yo (añadía) revelamos siempre lo que tratamos en nuestras deliberaciones».

BLÉPIRO.—Y no mentía, ¡por Hermes!

CREMES.—«Las mujeres, continuaba, se prestan unas a otras vestidos, alhajas, plata, vasos, a solas; sin testigos; y se lo devuelven todo religiosamente, sin engañarse nunca, lo cual no hacemos la mayor parte de los hombres.»

BLÉPIRO.—¡Por Poseidón! es cierto, aunque haya habido testigos.

CREMES.—«Las mujeres jamás delatan ni persiguen a nadie en justicia, ni conspiran contra el gobierno democrático.» En fin, que concluyó concediéndoles todas las buenas prendas imaginables.

BLÉPIRO.—¿Y qué se resolvió por último?

CREMES.—Encomendarles la dirección del Estado; es la única novedad que no se había ensayado en Atenas.

BLÉPIRO.—¿Eso se decretó?

CREMES.—Sí, por cierto.

BLÉPIRO.—¿De modo que quedan a cargo de las mujeres todas las cosas que estaban antes a nuestro cargo?

CREMES.—Eso es.

BLÉPIRO.—¿Y en vez de ir yo, será mi mujer la que vaya al tribunal?

CREMES.—Y tu mujer, y no tú, será la que en adelante alimente a los hijos.

BLÉPIRO.—¿Y no tendré que bostezar desde al amanecer?

CREMES.—No, por cierto; todo es ya cosa de las mujeres; tú te quedarás en casa con entera comodidad.

BLÉPIRO.—Sólo una cosa es de temer para las personas de nuestra edad, y es que en cuanto se apoderen de las riendas del gobierno, no nos obliguen por la violencia...

CREMES.—¿A qué?

BLÉPIRO.—A... fornicarlas.

CREMES.—¿Y si no podemos?

BLÉPIRO.—No nos darán de comer.

CREMES.—Pues bien, arréglatelas de modo que puedas... cumplir y comer.

BLÉPIRO.—Siempre es odioso lo que se hace por fuerza.

CREMES.—Pero cuando el bien del Estado lo exige, debemos resignarnos; hay un proverbio antiguo que dice: «Todas las decisiones descabelladas e insensatas que tomamos son las que suelen dar mejores resultados para nosotros». ¡Ojalá sea ahora así, oh Augusta Palas y demás diosas! Pero yo me voy. Pásalo bien.

BLÉPIRO.—Igualmente, Cremes. (Vanse.)

EL CORO.—En marcha, adelante. ¿Nos sigue algún hombre? Vuélvete y mira; ten mucho cuidado, porque hay una multitud de redomados bribones que espían por detrás nuestro talante. Haz al andar el mayor ruido posible. Sería para todas la mayor vergüenza el ser sorprendidas por los hombres. Envuélvete bien, mira a todas partes, a la derecha, a la izquierda, no fracase nuestra empresa. Apretemos el paso; ya estamos cerca del lugar donde partimos para la Asamblea, ya se ve la casa de nuestra estratega, la atrevida autora del decreto aprobado por los ciudadanos. Vamos, no hay que retrasarse y dar tiempo a que alguien nos sorprenda con barbas postizas y nos denuncie. Retirémonos a la sombra, detrás de esa pared y, mirando con precaución, cambiémonos de traje y vistámonos como de ordinario. No hay que tardar. Mirad, ya viene de la Asamblea nuestra estratega. Apresuraos todas; es ridículo tener aún puestas estas barbas, mucho más cuando aquellas compañeras (mostrando a Praxágora y a las otras mujeres) ya vuelven con su habitual vestido.

PRAXÁGORA.—¡Oh, mujeres!, todos nuestros proyectos se han visto coronados por el éxito más favorable. Antes de que ningún hombre os vea, arrojad los mantos, quitaos ese calzado, desatad las correas lacedemonias y dejad los bastones. Encárgate tú del tocado de esas mujeres; yo voy a entrar con precaución en casa antes de que me vea mi marido, y a poner el manto y demás prendas en el sitio de donde las cogí.

EL CORO.—Ya están cumplidas todas tus instrucciones; dínos ahora lo que debemos hacer para demostrarte nuestra sumisión, pues nunca he visto mujer más competente que tú.

PRAXÁGORA.—Quedaos para que me aconsejéis sobre el ejercicio de la autoridad de que acabo de ser investida. Allá, en medio del tumulto y de las dificultades, ya me habéis dado la prueba de vuestra gran virilidad. (Entra en su casa.)

BLÉPIRO.—(Saliendo.) ¡Eh, Praxágora! ¿De dónde vienes?

PRAXÁGORA.—¿Te importa mucho, querido?

BLÉPIRO.—¿Qué si me importa? ¡Vaya una pregunta!

PRAxÁGORA.—Supongo que no dirás que vengo de casa de un amante.

BLÉPIRO.—No de uno sólo, quizá.

PRAXÁGORA.—Pues puedes averiguarlo, si lo deseas.

BLÉPIRO.—¿Cómo?

PRAXÁGORA.—Comprueba si mi cabeza huele a perfumes.

BLÉPIRO.—¿Es que los perfumes son indispensables para hacer el amor?

PRAXÁGORA.—Para mí, sí.

BLÉPIRO.—¿Adónde has ido tan temprano y tan callandito, llevándote mi manto?

PRAXÁGORA.—Me ha enviado a llamar una compañera y amiga con dolores de parto.

BLÉPIRO.—¿Y no podías habérmelo dicho antes de marcharte?

PRAXÁGORA.—Pero hombre, ¿cómo dejarla sin asistencia en un trance tan urgente?

BLÉPIRO.—Bastaba una palabra. Aquí hay gato encerrado.

PRAXÁGORA.—¡No, por las dos diosas! Fui como estaba, porque me decía que acudiera a toda prisa.

BLÉPIRO.—¿Y por qué no llevaste tus vestidos? Por el contrario te apoderas de los míos, me echas encima la túnica y te largas, dejándome como a un cadáver, salvo que no me has puesto coronas ni una lamparilla a mi lado.

PRAXÁGORA.—Hacia frío, y como soy débil y delicada, cogí tu manto por llevar más abrigo; además, marido mío, te dejé bien calientito bajo las colchas.

BLÉPIRO.—¿Y para qué te llevaste los zapatos lacedemonios y mi bastón?

PRAXÁGORA.—Para defender el manto. Cambié mis zapatos por los tuyos, y me fui, como si fueras tú mismo, pisando fuerte y golpeando las piedras con el bastón.

BLÉPIRO.—¿Sabes que te has perdido un sextario de trigo, que me hubieran dado en la Asamblea?

PRAXÁGORA.—No te apures: ha tenido un niño.

BLÉPIRO.—¿Quién? ¿La Asamblea?

PRAXÁGORA.—No, por Zeus, la mujer que me ha llamado. Pero, ¿de veras que se ha celebrado la Asamblea?

BLÉPIRO.—Si, por Zeus; ¿no recuerdas que te lo dije ayer?

PRAXÁGORA.—Si, ahora lo recuerdo.

BLÉPIRO.—¿Y no sabes lo que se ha decidido en ella?

PRAXÁGORA.—No.

BLÉPIRO.—Pues hija, en adelante ya puedes quedarte ahí sentada mascando calamares; dicen que os han confiado el poder a las mujeres.

PRAXÁGORA.—¿Para qué? ¿Para hilar?

BLÉPIRO.—No, por Zeus, sino para gobernar.

PRAXÁGORA.—¿Para gobernar qué?

BLÉPIRO.—Todos los asuntos de la Ciudad, sin excepción.

PRAXAGORA.—¡Por Afrodita, y que dichosa va a ser la Ciudad de ahora en adelante!

BLÉPIRO.—¿Por qué?

PRAXÁGORA.—Por mil razones. No se permitirá a los des¬vergonzados que la deshonren, levantando falsos testimonios, ni acumulando infames delaciones.

BLÉPIRO.—¡No vayáis a hacer semejante cosa, en nombre de los dioses! ¡No vayáis a cortarnos los víveres!.

EL CORO.—No seas tonto y deja de hablar a tu mujer.

PRAXÁGORA.—A nadie le estará ya permitido robar, ni envidiar a los vecinos, ni ir desnudo, ni ser pobre, ni injuriar, ni tomar prendas a los deudores.

CREMES.—Si, por Poseidón; grandes cosas, en verdad, con tal de que sean ciertas.

PRAXÁGORA.—Yo os digo que las realizaré. (Al Coro.) Tú me serás testigo; y él (designando a su marido) no tendrá nada que objetar.

EL CORO.—Ahora es la ocasión de poner en juego los recursos de tu ingenio y de probar tu amor al pueblo y lo que sabes hacer en favor de tus amigas. Ahora es la ocasión de desplegar en provecho de todos esa hábil inteligencia que colme de infinitas prosperidades la vida de un pueblo culto, demostrando su inagotable poder. Ahora es, sí, la ocasión, porque nuestra Ciudad necesita de un plan sabiamente combinado. Pero cuidemos de hacer cosas nunca hechas ni dichas; porque nuestros hombres aborrecen lo que están acostumbrados a ver. No tardes; pon enseguida manos a la obra. La diligencia es lo que mejor conquista el favor del público.

PRAXÁGORA.—Confío en la bondad de mis consejos; pero mucho me temo que los espectadores no quieran aceptar mis novedades y se aferren a las antiguas y habituales prácticas; esto es lo que me inquieta.

BLÉPIRO.—No temas por tus innovaciones; al contrarío, el apetecerlas y aceptarlas es nuestro flaco, así como el despreciar lo antiguo.

PRAXÁGORA.—(A los espectadores.) Pues bien; que nadie me contradiga ni interrumpa antes de conocer mi sistema y de haberme oído. Quiero que todos los bienes sean comunes, y que todos tengan igual parte en ellos y vivan de los mismos; que no sea éste rico y aquél pobre; que no cultive uno un inmenso campo y otro no tenga donde sepultar su cadáver; que no haya quien lleve cien esclavos y quien carezca de un solo servicio; en una palabra: establezco una vida común e igual para todos.

BLÉPIRO.—¿Cómo podrá ser común a todos?

PRAXÁGORA.—(Con un movimiento de impaciencia.) Comiendo tu estiércol antes que yo.

BLÉPIRO.—¿También será común el estiércol?

PRAXÁGORA.—¡No, por Zeus! Pero me has interrumpido. Iba a decir que haré primero comunes los campos, el dinero y las demás propiedades. Y después, con todo este acervo de bienes, os alimentaremos, administrándolos económica y cuidadosamente.

BLÉPIRO.—¿Y el que no posea tierras, sino dinero, dáricos y otras riquezas que no están a la vista?

PRAXÁGORA.—Las aportará al acervo común; de lo contrario será reo de perjurio.

BLÉPIRO.—Es decir, por lo mismo como las ganó.

PRAXÁGORA.—Pero no le servirán absolutamente de nada.

BLÉPIRO.—¿Por qué?

PRAXÁGORA.—Porque nadie hará nada impelido por la pobreza. Todo será de todos: panes, pescados, pasteles, túnicas, vinos, coronas, garbanzos. ¿Qué provecho se obtendría de no ponerlo todo en común? Dinos tu opinión sobre esto.

BLÉPIRO.—¿Los que disfrutan de todas esas cosas no son, hoy, los que más roban?

PRAXÁGORA.—Hasta ahora, sí, amigo mío; pero cuando todo sea común, ¿qué provecho podrá haber en no traer su parte?

BLÉPIRO.—Si alguno ve a una linda muchacha y desea gozar de sus encantos, con los bienes reservados podrá hacerle un obsequio, y de este modo obtener su amor, sin dejar de percibir su parte de los bienes comunes.

PRAXÁGORA.—Es que lo podrá obtener gratis. Pues yo haré que las mujeres sean también comunes, de suerte que puedan acostarse con los hombres y hacer hijos con cualquiera.

BLÉPIRO.—¿Pero cómo podrá ser así si todos se dirigirán a la más bonita y tratarán de poseerla?

PRAXÁGORA.—Las más feas e imperfectas estarán junto a las más lindas, y todo el que solicite a una de éstas deberá antes consumir un turno con las primeras.

BLÉPIRO.—Pero ¿no ves que, conforme a tu sistema, los ya machuchos flojearemos cuando lleguemos a las hermosas?

PRAXÁGORA.—No les dará ningún cuidado.

BLÉPIRO.—¿De qué?

PRAXÁGORA.—Tranquilízate, no les importará gran cosa.

BLÉPIRO.—¿El qué te digo?

PRAXÁGORA.—Acostarse o no acostarse con viejos como tú.

BLÉPIRO.—Veo que, en cuanto a vosotras, habéis tomado todas las precauciones para que ninguna carezca de galán. Pero ¿y los hombres? ¿Qué haremos? Porque es de suponer que las mujeres rechazarán a los feos y se entregarán a los hermosos.

PRAXÁGORA. Los feos acecharán a los hermosos al salir de los banquetes y en los lugares públicos y tampoco se permitirá que las mujeres cohabiten con los buenos mozos sin haber cedido antes a las instancias de los deformes y chiquitejos.

BLÉPIRO.—De suerte que la nariz de Lisíscrates, el chato, podrá competir ahora con los más gallardos mancebos.

PRAXÁGORA.—¡Sí, por Apolo! Esta decisión es eminentemente democrática. ¡Qué mortificación para esos vanitontos que llevan los dedos cargados de sortijas, cuando un viejo calzado con gruesos zapatones le diga: Amigo mío deja el paso al más anciano; espera a que yo haya concluido; resígnate a ser plato de segunda mesa.

BLÉPIRO.—Pero si vivimos de esa manera, ¿cómo podrá cada cual reconocer a sus propios hijos?

PRAXÁGORA.—¿Y para qué? Los jóvenes considerarán como padres a todas las personas de más edad.

BLÉPIRO.—Pero entonces, a pretexto de ignorarlo, ¿no estrangularán sin ningún empacho a todo viejo, cuando ahora lo hacen, sabiendo a ciencia cierta que son sus padres?

PRAXÁGORA.—Nadie lo permitirá, de ahora en adelante. Antes, a nadie le importaba que apaleasen a los padres ajenos; pero ahora todo el mundo, en cuanto oiga que ha sido maltratado un anciano, le defenderá en la duda de si será su propio padre.

BLÉPIRO.—En eso no andas descaminada. Pero te aseguro que pasaría un mal rato si Epicuro o Leucólofas se me acercasen llamándome papá.

PRAXÁGORA.—Peor rato pasarías...

BLÉPIRO.—¿Cómo?

PRAXÁGORA.—Si Aristilo te besara pretendiendo que eres su padre.

BLÉPIRO.—¡Pobre de él, si se atreviera!

PRAXÁGORA.—Pero tú olerías a calamento . Además, como ha nacido antes del decreto, no tienes que temer sus besos.

BLÉPIRO.—No podría aguantarlo. Pero ¿quién cultivará la tierra?

PRAXÁGORA.—Los esclavos. Tú no tendrás otro quehacer que acudir limpio y perfumado al banquete cuando sea de diez pies la sombra del cuadrante solar.

BLÉPIRO.—¿Y quién nos proporcionará los vestidos? Quisiera saberlo.

PRAXÁGORA.—Usad por de pronto los que tenéis; ya os daremos después otros.

BLÉPIRO.—Una sola pregunta: Si los magistrados condenan a uno a una multa, ¿de dónde tomará el dinero para pagarla? No es justo que sea del tesoro común.

PRAXÁGORA.—Ni siquiera habrá ya más procesos.

BLÉPIRO.—¡La de gente que veo en la ruina!

PRAXÁGORA.—Así lo he decidido. Además, ¿para qué había de haberlos?

BLÉPIRO.——¡Para mil cosas, por Apolo! En primer lugar, para el caso de negarse una deuda.

PRAXÁGORA.—Siendo todos los bienes comunes, ¿de dónde habría de sacar dinero el prestamista? Sería un ladrón manifiesto.

BLÉPIRO.—¡Sí, por Deméter! Y ahora, otra cosa: los que después de bien bebidos maltratan a los transeúntes, ¿con qué pagarán la multa correspondiente? Esto sí que no lo resuelves.

PRAXÁGORA.—Con su ordinaria pitanza: con este castigo de estómago no volverán a excederse así como quiera.

BLÉPIRO.—¿Y tampoco habrá más ladrones?

PRAXÁGORA.—¿Quién ha de robar lo que en parte ya posee?

BLÉPIRO.—¿No despojarán por las noches a los transeúntes?

PRAXÁGORA.—No, por cierto. Lo mismo si duermes en tu casa que si duermes fuera de ella, como sucedía antes, todo el mundo tendrá con qué vivir. Si alguno quiere despojar de sus vestidos a otro, éste se los cederá de buen grado; ¿a qué ha de oponerse? Ya sabe que podrá recibir del fondo común otros mejores.

BLÉPIRO. Y los hombres ¿ya no jugarán a los dados?

PRAXÁGORA.—No; ¿qué podían jugarse?

BLÉPIRO.—¿Qué género de vida vas a organizar?

PRAXÁGORA.—El mismo para todos. Pretendo hacer de nuestra ciudad una sola habitación, derribando todas las separaciones, hasta la más pequeña y de tal modo que todos sean libres de circular por todas partes.

BLÉPIRO.—¿Dónde se darán las comidas?

PRAXÁGORA.—Todos los pórticos y tribunales se convertirán en comedores.

BLÉPIRO.—¿Y para qué servirá la tribuna?

PRAXÁGORA.—Para colocar las cráteras y los cántaros de agua; un coro de niños celebrará desde ella la gloria de los valientes y el oprobio de los cobardes; así, si hay alguno de éstos, se retirará de la mesa avergonzado.

BLÉPIRO.—¡Buena idea, por Apolo! ¿Y dónde colocarás las urnas de los sorteos?

PRAXÁGORA.—Las pondré en el Agora junto a la estatua de Harmodio: iré sacando de ellas los nombres de los ciudadanos, hasta que todos se vayan contentos, sabiendo la letra donde les corresponda ir a comer ; así, el heraldo pregonará que los de la letra Beta vayan a comer al pórtico Basílico; los de la Zeta, al de Teseo, y los de la Kappa, al mercado de las harinas.

BLÉPIRO.—¿Para atracarse de trigo?

PRAXÁGORA.—No; por Zeus; sólo para cenar.

BLÉPIRO.—Y al que no le toque en suerte ninguna letra para cenar le arrojarán de todas partes.

PRAXÁGORA.—Eso no sucederá, porque tendremos especial cuidado en dar copiosamente de todo a todos; de manera que cada cual se retirará del banquete ebrio con su corona y su antorcha. Entonces las mujeres os saldrán al encuentro, cuando volváis del festín, diciendoos: «Ven acá, tenemos una hermosa muchacha.» Aquí hay una, hermosa y blanca como la nieve —les gritará otra desde un piso alto—, pero antes es preciso que compartas mi tálamo.» Los hombres feos seguiréis a los jóvenes gallardos, exclamando: « ¡Eh, tú! ¿A qué tanta prisa? No has de conseguir nada por mucho que corras; la ley nos ha concedido a los feos el derecho de prelación; mientras tanto podéis entreteneros en el vestíbulo, jugando con las hojas de higuera y haciéndoos... caricias.» Vamos, dime, ¿no te agrada este sistema?

BLÉPIRO.—Muchísimo.

PRAXÁGORA.—Ahora tengo que ir al Agora a recibir los bienes que vayan depositándose, y a escoger por heraldo una mujer de buena voz. Es un deber ineludible que me impone mi rango de jefe y la necesidad de proveer a la mesa común, si he de daros hoy, como pienso, el primer banquete.

BLÉPIRO.—¿Desde hoy ya?

PRAXÁGORA.—Sí, os digo. Luego quiero que las cortesanas cesen todo tráfico, todas sin excepción.

BLÉPIRO.—¿Por qué?

PRAXÁGORA.—Está claro. (Se vuelve hacia las mujeres del Coro): para que no se nos lleven la flor de la juventud. No es justo que unas esclavas bien adornadas les roben sus placeres a las mujeres libres. Ya no podrán acostarse más que con los esclavos, y sólo para ellos emplearán sus artilugios.

BLÉPIRO.—Vamos; yo te acompañaré, para que me vean los transeúntes y digan: «Mirad el marido de nuestra generala.»

(Vánse Blépiro y Praxágora.)

CREMES.—Voy a preparar mis enseres para llevarlos al Agora, y hacer inventario de toda mi hacienda. (Dirigiéndose sucesivamente a cada objeto.) Ven, hermosa zaranda, tú eres mi bien más precioso; ven, llena aún con la harina de la que has cernido tantos sacos, a servir de Canéfora en la procesión de mis muebles. ¿Dónde está la portasombrilla? . Esta olla hará sus veces: ¡qué negra está, justo cielo! No lo estaría más si en ella se hubiesen cocido las drogas con que Lisícrates se tiñe las canas. Ponte a un lado, lindo tocador; y tú, trípode, desempeña las funciones de hidriáfora; a tí, oh gallo, cuyo canto matinal me ha despertado tantas veces para ir a la Asamblea, te reservo el papel de citarista. Adelántate, escacéfora , con el gran cuenco de la miel cubierto por entrelazadas ramas de olivo, y traéte también los dos trípodes y la alcuza . Los pucheros y demás menudencias, que se queden ahí.

UN HOMBRE.—¿Yo entregar mis bienes? ¡Qué insensatez! ¡Qué locura! Jamás lo haré, por Poseidón. Veamos antes lo que pasa, y después meditemos mucho sobre la tal medida. ¿Cómo he de sacrificar sin más ni más el fruto de mis sudores y economías antes de saber a fondo todo lo que hay? —¡Eh, tú! (dirigiéndose a Cremes.) ¿Qué significan esos muebles? ¿Con qué objeto los has sacado? ¿Vas a mudarte de casa, o los llevas a empeñar?

CREMES.—No.

EL HOMBRE.—¿Pues para qué has puesto en fila todo tu ajuar? ¿Envías una procesión a leron, el pregonero?

CREMES.—No, por Zeus; voy a depositarlo en el Agora, conforme a la última ley.

EL HOMBRE.—¿A depositarlo?

CREMES.—Sí.

EL HOMBRE.—¡Por Zeus salvador, tú estás loco!

CREMES.—¿Cómo?

EL HOMBRE.—¿Cómo? Es fácil comprenderlo.

CREMES.—Pues qué, ¿no debo obedecer las leyes?

EL HOMBRE.—¿Qué leyes, desdichado?

CREMES.—Las que se acaban de promulgar.

EL HOMBRE.—¡Pero qué imbécil eres!

CREMES.—¿Yo imbécil?

EL HOMBRE.—Naturalmente; y el mayor de todos.

CREMES.—¿Porque cumplo las prescripciones legales?

EL HOMBRE.—¿Qué hombre sensato cumple lo que está prescrito?

CREMES.—Todos.

EL HOMBRE.—Tu estupidez no tiene límites.

CREMES.—¿Pero tú no piensas depositar tus bienes?

EL HOMBRE.—Me guardaré muy bien, antes de ver lo que hace la multitud.

CREMES —¿Puede ser otra que la de llevar al fondo común todos los bienes?

EL HOMBRE.—Cuando lo vea, lo creeré.

CREMES.—Por las calles no se habla de otra cosa.

EL HOMBRE.—Se hablará.

CREMES.—Todos dicen que van a llevar su parte.

EL HOMBRE.—Se dirá.

CREMES.—Me matas con tu desconfianza.

EL HOMBRE.—Se desconfiará.

CREMES.—¡Qué Zeus te confunda!

EL HOMBRE.—Se te confundirá. ¿Crees que todo ciudadano que tenga un átomo de juicio ha de llevar nada? No estamos acostumbrados a dar; sólo nos gusta recibir, en lo cual imitamos a los dioses. Para convencerte, no tienes más que mirarles a las manos: sus imágenes, cuando les pedimos dones y mercedes, nos alargan las manos vueltas hacia arriba; no en actitud de dar, sino de recibir.

CREMES.—Bueno, ya está bien. Déjame cumplir con mi deber. ¿Dónde está mi correa?

EL HOMBRE.—Pero ¿de veras lo vas a llevar?

CREMES.—SÍ, por Zeus; mira, ya he atado este par de trípodes.

EL HOMBRE.—¡Qué locura! ¿Por qué no esperas a ver lo que hacen los demás, y después...?

CREMES.—Después, ¿qué?

EL HOMBRE.—Esperar de nuevo y dar tiempo.

CREMEs.—¿A qué?

EL HOMBRE.—Esperar a que se produzca un temblor de tierra, o un incendio desfavorable, o a que pase una comadreja, y verás, insensato, como nadie lleva nada al depósito.

CREMES.—¡Tendría gracia que por estar esperando no encontrase dónde depositar mis cosas!

EL HOMBRE.—Si fuera para tomar no habría peligro de que pudieras hacerlo; pero para dejar, estate bien tranquilo aunque sea pasado mañana.

CREMES.—¿Cómo?

EL HOMBRE.—Conozco muy bien a esa gente. Se precipitan para dictar una disposición que luego no se cumple.

CREMES.—Todos aportarán sus bienes, amigo.

EL HOMBRE.—¿Y si no lo hacen?

CREMES.—No te quepa duda de que lo harán.

EL HOMBRE.—Y si no lo hacen ¿qué?

CREMES.—Les obligaremos.

EL HOMBRE.—¿Y si son más fuertes?

CREMES.—Dejaré mis muebles y me iré. ¡Ojalá revientes!

EL HOMBRE.—Y si reviento ¿qué ocurrirá?

CREMES.—Que habrás hecho bien.

EL HOMBRE.—¿Te obstinas, pues, en querer depositarlo?

CREMES.—Sí, por cierto, pues ya veo a mis vecinos que se disponen a llevar los suyos.

EL HOMBRE.—¿Quién? ¿Antístenes? . Ese preferiría mil veces estarse treinta días seguidos sentado en un bacín.

CREMES.—¡Vete al infierno!

EL HOMBRE.—Y Calímaco , el maestro de Coros, ¿qué llevará a la comunidad?

CREMES.—Más que Calias.

EL HOMBRE.—¡Este hombre quiere arruinarse!

CREMES.—¡Maldiciente!

EL HOMBRE.—¿Maldiciente? ¿Pues no estamos viendo todos los días decretos semejantes? ¿No te acuerdas de aquel que se dio sobre la sal?.

CREMES.—Me acuerdo.

EL HOMBRE.—¿Y de aquel otro sobre las monedas de cobre? ¿Te acuerdas?

CREMES.—Ya lo creo. ¡Como que fue un desastre para mí lo de aquella maldita moneda! Con la venta de mis uvas me había llenado la boca de monedas de cobre, y me dirigí al mercado a comprar harina: tenía ya abierto el saco para recibirla, cuando, de pronto, el pregonero grita: «Nadie debe recibir en adelante la moneda de cobre; sólo será corriente la de plata».

EL HOMBRE.—Y hace poco, ¿no jurábamos todos que el impuesto de la cuadragésima, ideado por Eurípides , proporcionaría quinientos talentos al Estado? No había quien no pusiese en las nubes al inventor; pero cuando, vista la cosa con detenimiento, se comprendió que era, como suele decirse, «la Corinto de Zeus» , y que no producía nada, todo el mundo se desató contra Eurípides.

CREMES.—Las circunstancias han variado. Entonces éramos nosotros los que gobernábamos, mientras que ahora son las mujeres.

EL HOMBRE.—¡Por Poseidón, ya tendré buen cuidado de que no se orinen en mis barbas!

CREMES.—No se qué sandeces dices. Tú, pequeño (a un servidor): cárgate ese fardo.

EL HERALDO.—(Representado por una mujer.) Ciudadanos, acudid todos, pues empieza a regir la nueva ley; presentaos a nuestra generala, para que la suerte designe el lugar donde cada uno debe comer; ya están las mesas dispuestas y cargadas de manjares exquisitos; y los lechos adornados de colchas y tapices; ya el agua y el vino se mezclan en las cráteras junto a la fila de las mujeres encargadas de los perfumes; ya se asan pescados, se clavan liebres en los asadores, se tejen coronas y se fríen pastelillos; las jóvenes cuidan de guisar las habas que hierven en las ollas, y entre ellas Esmeo con su uniforme de caballería les hace la limpieza; Geron , con una hermosa túnica y finos zapatos, se presenta riendo con otro jovencito; ya se ha desprendido del manto y de su grueso calzado. Venid, el panadero os espera; preparad bien las quijadas.

EL HOMBRE.—Sí, iré. ¿Por que me había de quedar aquí cuando la Ciudad lo manda?

CREMES.—¿Adonde vas sin haber depositado tus bienes?

EL HOMBRE.—Al banquete.

CREMES.—Si las mujeres tienen un átomo de juicio, no lo consentirán antes de que hagas el depósito.

EL HOMBRE.—Ya lo haré.

CREMES.—¿Cuándo?

EL HOMBRE.—Te aseguro que no seré de los últimos.

CREMES.—Y mientras tanto, ¿vas a comer?

EL HOMBRE.—Pues ¿qué he de hacer? Todo hombre sensato debe prestar su apoyo al Estado, en la medida de sus posibilidades.

CREMES.—¿Y si te prohiben entrar?

EL HOMBRE.—Bajare la cabeza y entraré.

CREMES.—¿Y qué harás si te azotan?

EL HOMBRE.—Las citare a juicio.

CREMES.—¿Y si se ríen de tí?

EL HOMBRE.—Me apostaré a la puerta...

CREMES.—¿Y que harás?

EL HOMBRE.—Arrebataré las provisiones a los que las traen.

CREMES.—Ven, pues, detrás de mí. Vosotros, Sicon y Parmenón (dirigiéndose a unos esclavos), cargad con mis enseres.

EL HOMBRE.—¡Por Zeus! Es preciso, sin embargo, hallar un medio de conservar mis bienes y participar de la comida común. ¡Ah, tengo una idea luminosa! ¡Pronto, pronto, a comer! (Vale.)

(A las ventanas de dos casas próximas se asoman una Vieja y una Joven.)

LA VIEJA.—!Cómo no Vendrá ningún hombre? Ya Va siendo hora. Aquí estoy llena de albayalde, Vestida de amarillo, cantando entre dientes, loqueando y dispuesta a arrojarme en brazos del primer Viandante. ¡Oh, Musas! Descended a mis labios e inspiradme una Voluptuosa canción de estilo jonio.

LA JOVEN.—¿Te has asomado a la Ventana antes que yo, Vieja podrida? Creías, sin duda que, yo ausente, ibas a vendimiar la viña abandonada y atraer a alguno con tus canciones. Si cantas yo también cantaré; pues aunque a los espectadores les parecerá gastado y fastidioso el procedimiento, no dejarán de encontrarlo un tanto cómico y divertido.

LA VIEJA.—(Enseñándole un dedo.) Habla con éste y vete de ahí. (A un flautista que la acompaña). Tú, mi joven flautista, coge tus instrumentos y toca una melodía digna de tí y de mí. (Se pone a cantar acompañada del flautista.)

Quien quiera placer

que se venga conmigo;

las jovencitas carecen de experiencia

y es cosa de mujeres maduras.

Ninguna como yo, estad seguros,

querrá al amante que se le una,

pues volará hacia otro.

LA JOVEN.

No tengas celos de las jóvenes

porque la voluptuosidad nació

y se encuentra entre sus tiernos muslos

y florece en sus redondos senos.

A ti, oh vejestorio depilado,

y todo embadurnado,

sólo la muerte te dirá: "te quiero".

LA VIEJA.—

Así se te obstruya la vaina

y se te desmorone el lecho

cuando quieras que te ensarten;

y que sea una sierpe lo que oprimas contra el pecho

cuando vayas a besar a tu amante.

LA JOVEN.

¿Qué será de mí? ¡Qué pena!

Mi compañero no llega

Me dejan aquí sola; mi madre

se fue por otro lado.

¿A qué decir más?

Vamos, abuela, te lo ruego,

puedes llamar a Ortágoras

y que sea una sierpe.

Hazlo pronto, pues ya veo que, al estilo de Jonia,

Te pica ... la cuestión, mi pobre amiga.

También debes ser hábil

en las cosas de Lesbos,

pero no podrás arrebatarme mis placeres,

ni aventajarme ni suplantarme jamás.


LA VIEJA.—¿Por qué me hablas? Si tan poco te importo ¿por qué me hablas?

LA JOVEN.—Y tú, ¿por qué te asomas de ese modo a la Ventana?

LA VIEJA.—No hago más que cantarme a solas una canción en honor de mi amigo Epigenes.

LA JOVEN.—¡Ah! ¿Es que, además del viejo Geres, tienes otro amigo?

LA VIEJA.—El mismo Epígenes te lo probará, pues va a Venir dentro de poco. Míralo, ahí está.

LA JOVEN.—¡Pero ya no tiene ningún deseo de ti, calamidad!

LA VIEJA.—¡SI, por Zeus, pequeña peste!

LA JOVEN.—Que nos lo pruebe él mismo; yo me retiro de la Ventana.

LA VIEJA.—Y yo también, para que Veas que no me engaño.

EL JOVEN.—¡Oh! ¡Si pudiera estrechar entre mis brazos a la joven sin tener que sufrir antes las caricias de la Vieja! Esto es intolerable para un hombre libre.

LA VIEJA.—¡Por Zeus! Las sufrirás, mal que te pese. No son cosas del tiempo de Carixena; y ahora, la ley ha de cumplirse porque vivimos en régimen democrático. Me retiro para observar sus movimientos.

EL JOVEN.—Haced, ¡oh dioses¡, que encuentre sola a aquella linda muchacha por la que vengo aquí, después de bien bebido, y que deseo desde hace mucho tiempo.

LA JOVEN.—He engañado a la maldita Vieja. Se retiró, creyendo que yo me iba a estar en casa. Pero ahí está el joven. Es el mismo, el mismo de quien hablamos. Ven aquí, amor mío, Ven a pasar la noche entre mis brazos. Los bucles de tus cabellos me tienen loca de amor; una pasión frenética arde en mi pecho y me consume. Oye mis súplicas, oh Eros, y haz que Venga a compartir mi tálamo.

EL JOVEN.—¡Aquí! ¡Oh, aquí! Baja a abrir la puerta si no quieres verme morir en su dintel! ¡Oh, amada mía! Quiero embriagarme con tus caricias. ¡Oh Cipris! ¿Por qué me inspiras este frenético deseo? —Oye mis súplicas, Eros, y haz que venga a compartir mi tálamo. ¡Qué impotente es la palabra para pintar mi pasión! Abre la puerta dulce amiga; estréchame entre tus brazos; pon fin a mi tormento. ídolo mío, hija de Cipris, abeja de las Musas, capullo de las Cárites, retrato de la Voluptuosidad, abre la puerta, estréchame entre tus brazos; pon fin a mi tormento.

LA VIEJA.—¡Eh, tú! ¿Por qué llamas? ¿Es a mí a quien buscas?

EL JOVEN.—¿Cómo dices?

LA VIEJA.—Digo que por qué llamas y si es a mí a quien buscas.

EL JOVEN.—¡Antes morir!

LA VIEJA.—¿Qué andas, pues, buscando con esa antorcha?

EL JOVEN.—Busco a un hombre de Anaflisto.

LA VIEJA.—¿Quién?

EL JOVEN.—No es el que tú esperas, sin duda.

LA VIEJA.—A quien espero es a ti, por Afrodita; y hasde venirte conmigo, lo quieras o no.

EL JOVEN.—Pero es que hoy no nos ocupamos de las mayores de sesenta; las guardamos para después. Hoy sólo atendemos a las que no llegan a los veinte.

LA VIEJA.—Pero eso era bajo el antiguo régimen, querido mío; ahora la ley dispone que seamos las primeras en ser atendidas.

EL JOVEN.—Eso será, si yo quiero, de acuerdo con la regla del juego de dados.

LA VIEJA.—Pero tú no comes con arreglo a la ley del juego de dados.

EL JOVEN.—No sé lo que quieres decir; Voy a llamar a esta otra puerta.

LA VIEJA.—¿Después de haber llamado a la mía?

EL JOVEN.—Lo que ahora necesito no es una criba. (La vieja baja y sale de la casa.)

LA VIEJA.—(Que ha bajado y sale de su casa.) Sé que me amas, sólo que estás asombrado de Verme fuera. Anda, adelanta la boca ...

EL JOVEN.—Pero, amiga mía, tengo miedo a tu amante.

LA VIEJA.—¿A cuál?

EL JOVEN.—Al mejor de los pintores.

LA VIEJA.—¿Y quién es?

EL JOVEN.—Al que pinta las lámparas mortuorias. Vete, vete, y que no te vea aquí en la puerta.

LA VIEJA.—Ya sé, ya sé lo que tú quieres.

EL JOVEN.—También sé yo, por Zeus, lo que quieres tú.

LA VIEJA. —Y te juro, por Afrodita, mi favorecedora, que no te he de soltar.

EL JOVEN.—No divagues, viejecita mía.

LA VIEJA.—Como quieras; pero te llevaré a mi casa.

EL JOVEN.—¿Qué necesidad hay de comprar ganchos para sacar los cubos de los pozos? Con echar a esta vieja se conseguirá el mismo objeto.

LA VIEJA.—Déjate de burlas que me afligen y sígueme.

EL JOVEN.—Nada me obliga, a menos que hayas pagado por mí al Estado el impuesto de la quingentésima.

LA VIEJA.—Por Afrodita, es preciso que vengas porque yo siento mi gran placer cuando me acuesto con los jóvenes de tu edad.

EL JOVEN.—Pues a mí nada me desagrada tanto como el amor de tus iguales; jamás consentiré.

LA VIEJA.—Pero esto, por Zeus, te obligará.

EL JOVEN.—¿Y qué es eso?

LA VIEJA.—Un decreto en Virtud del cual tienes que entrar en mi casa.

EL JOVEN.—Léelo para Ver qué puede ser eso.

LA VIEJA.—Escucha, pues: las mujeres han decidido que "cuando un hombre desee a una muchacha no deberá tener comercio con ella antes de haber colmado a la vieja. Si él se niega y sigue deseando a la joven, las mujeres maduras podrán arrastrar impunemente al joven agarrándole del clavo".

EL JOVEN.—¡Ay de mí! Voy a convertirme hoy en un nuevo Procusto.

LA VIEJA.—Es necesario obedecer nuestras leyes.

EL JOVEN.—¿Y si alguno de mis amigos o conciudadanos viniese a rescatarme?

LA VIEJA.—Ningún hombre puede disponer de cosa alguna cuyo valor exceda al de una medimna.

EL JOVEN.—¿Y no podré librarme jurándote que... ?

LA VIEJA.—No hay excusa que valga.

EL JOVEN.—Alegaré que soy comerciante.

LA VIEJA.—Y yo haré que te arrepientas de haberlo alegado.

EL JOVEN.—¿Qué debo, pues, hacer?

LA VIEJA.—Seguirme aquí, hasta mi casa.

EL JOVEN.—¿Es absolutamente indispensable?

LA VIEJA.—Como si lo ordenase el mismo Diomedes.

EL JOVEN.—Pues bien, extiende una capa de orégano sobre cuatro ramas; cíñete de bandas la cabeza, y coloca junto a ti los vasos de perfume y en la puerta el cántaro de agua lustral.

LA VIEJA.—¿También me comprarás una corona?

EL JOVEN.—¡Sí, por Zeus! Y será de cirios, pues creo que expirarás en cuanto entres en tu casa.

LA JOVEN.—(Saliendo precipitadamente de su casa). ¿Adónde arrastras a ese joven?

LA VIEJA.—A mi casa; porque es mío.

LA JOVEN.—Es una locura. Es demasiado joven para acostarse contigo; mejor podrías ser su madre que su esposa. Con ese sistema vais a llenar el mundo de Edipos.

LA VIEJA.—Calla, sierpe. La envidia te hace hablar así: pero me vengaré de ti.

EL JOVEN.—¿Por Zeus salvador! ¡Qué gran servicio me prestas intentando librarme de esta vieja! Esta noche te daré una prueba grande y gorda de mi gratitud.

VIEJA SEGUNDA.—(Que aparece en escena dirigiéndose a la joven.) ¡Eh, tú! ¿Adónde te llevas a ése? Según la ley, tengo derecho preferente a acostarme con él.

EL JOVEN.—¡Oh, desventurado de mí! ¿De dónde sales tú ahora, vieja condenada? Esta es una peste aún más terrible que la primera.

VIEJA SEGUNDA.—Ven por aquí.

EL JOVEN.—(A la Joven.) ¡Por todos los dioses! No dejes que esta otra vieja me obligue a seguirla.

VIEJA SEGUNDA.—¡Pero si no soy yo! Es la ley la que te obliga.

EL JOVEN.—Nada de ley, sino una Empusa con todo el cuerpo plagado de úlceras hediondas.

VIEJA SEGUNDA.—Sígueme, corazoncito, y déjate de tonterías.

EL JOVEN.—Déjame que Vaya a hacer una necesidad, a ver si así puedo recobrarme un poco. De lo contrario el miedo me obligará a pintar de marrón el dintel de esa puerta.

VIEJA SEGUNDA.—Ven, nada temas; ya lo harás en casa.

EL JOVEN.—¡Oh! Temo hacer mucho más de lo que quiero; déjame y te daré dos fiadores seguros.

VIEJA SEGUNDA.—No los admito.

(Aparece en escena una tercera Vieja.)

VIEJA TERCERA.—(A1 Joven.) ¡Eh, tú! ¿Adónde Vas con esa mujer?

EL JOVEN.—No Voy, me llevan. Pero quienquiera que seas que el cielo te colme de bendiciones, por venir a ayudarme en este duro trance. (Al decir esto repara bien en la tercera Vieja que acaba de interpelarle.) ¡Oh Heracles! ¡Oh Panes! ¡Oh Coribantes! ¡Oh Dióscuros! Ese monstruo es infinitamente más horrible. Pero ¿qué es Zeus poderoso? ¿Es una mona rebozada en albayalde o el espectro de una bruja que vuelve de los infiernos?

VIEJA TERCERA.—Nada de burlas y sígueme por aquí.

VIEJA SEGUNDA.—No, por aquí.

VIEJA TERCERA.—Ya puedes estar segura de que no lo soltaré jamás.

VIEJA SEGUNDA.—Ni yo tampoco.

EL JOVEN.—Me Vais a descuartizar, viejas malditas.

VIEJA SEGUNDA.—Es a mí a la que debes seguir por disposición de la ley.

VIEJA TERCERA.—En absoluto, como no se presente otra más fea.

EL JOVEN.—Pero si me matáis así, ¿cómo he de poder irme con ninguna?

VIEJA TERCERA.—Arréglatelas como puedas; por de pronto, obedéceme.

EL JOVEN.—¿A cuál de vosotras debo ensartar primero para quedar en paz?

VIEJA TERCERA.—¿No lo sabes? Ven aquí.

EL JOVEN.—Pues que me suelte esta otra.

VIEJA SEGUNDA.—No, ¡aquí!

EL JOVEN.—Iré, cuando ésta me suelte.

VIEJA TERCERA.—Pues yo no te dejaré. ¡De ningún modo, por Zeus!

VIEJA SEGUNDA.—Ni yo.

EL JOVEN.—Haríais, en verdad, muy malas barqueras.

VIEJA TERCERA.—¿Por qué?

EL JOVEN.—Porque despedazaríais a los pasajeros tirando a un lado y a otro.

VIEJA SEGUNDA.—Cállate y Ven aquí.

VIEJA TERCERA.—No, por Zeus, sino aquí.

EL JOVEN.—Habré de conformarme con el decreto de Cannonos pues tengo que partirme en dos para daros gusto. ¿Y cómo manejaré a las dos como dos remos?

VIEJA SEGUNDA.—Muy fácilmente, en cuanto te hayas comido un puchero de cebollas.

EL JOVEN.—¡Ay de mí! ¡Ya, me tienen junto a la puerta!

VIEJA SEGUNDA.—(A la Vieja Tercera.) Nada conseguirás porque entraré contigo y me echaré encima.

EL JOVEN.—¡No por los dioses! Mejor es un mal que dos.

VIEJA TERCERA.—Quieras o no así ha de ser por Hécate.

EL JOVEN.—¡Negro infortunio! ¡Permanecer todo el día y toda la noche en brazos de una Vieja hedionda y para fin de fiesta caer de nuevo entre los de esa rana cuyas mejillas parecen dos alcuzas. ¿Hay desgracia como la mía? Sin duda nací con mal sino pues tengo que nadar entre estos monstruos. Si algún mal me sucede al navegar sobre estas fétidas letrinas acordaos de sepultarme bajo el mismo dintel de la puerta; y a la que me sobreviva, untadle todo el cuerpo de hirviente pez. Cubridla hasta el tobillo de fundido plomo y colocadla sobre mi tumba a guisa de lámpara funeraria.

(Mientras que el Coro danza, llega la criada de Praxágora, que sale del festín y viene medio ebria.)

LA CRIADA.—¡Qué felicidad de pueblo! ¡Qué felicidad la mía! ¡Y sobre todo, qué felicidad la de mi señora! ¡Felices todos vosotros, vecinos y conciudadanos, y cuantos estáis a nuestras puertas; y feliz con ellos yo, simple sirvienta que he llenado mi cabellera de perfumes! ¡Y qué exquisitos, Zeus soberano¡ Pero el perfume de las ánforas llenas de vino de Tasos es más exquisito todavía: este aroma se conserva largo tiempo; los otros se desvanecen en seguida. ¡Sí, excelsos dioses: el perfume de las ánforas es mil y mil veces preferible! ¡Echadme vino! Echadme, pues, alegra toda la noche a la que ha sabido elegirlo. Pero, amigas, decidme dónde está mi dueño, el marido de mi señora.

EL CORIFEO.—Si te quedas ahí creo que lo encontrarás.

LA CRIADA.—Perfecto; ya viene a cenar. ¡Oh, dueño mío! ¡Hombre feliz! ¡Hombre mil veces feliz!

EL DUEÑO.—¿Yo?

LA CRIADA.—Sí, tú, por Zeus, y más feliz que ninguno. ¿Puede haber nadie más dichoso, puesto que en una pobla¬ción de treinta mil ciudadanos eres el único que no ha cenado?

EL CORIFEO.—Un hombre verdaderamente feliz; esa es la palabra.

LA CRIADA.—¿Adónde, adónde vas?

EL DUEÑO.—A cenar.

LA CRIADA.—Sí, por Afrodita, y eres, con mucho, el más retrasado. Sin embargo, mi señora ha dicho que te lleve; y, contigo, a esas muchachas. Aún queda mucho vino de Quíos y otras mil cosas buenas. ¡Ea, despachemos! Los espectadores que nos favorecen, y los jueces imparciales, pueden venir también; les daremos de todo.

BLÉPIRO.—¿Y por qué no invitas generosamente a todo el mundo sin omitir a nadie; viejos, jóvenes y niños, que tendrán cena dispuesta para todos ... si se van a sus casas. Yo corro al festín, llevando mi antorcha con gracia. ¿Qué esperas tú? ¿Por qué no vienes con esas muchachas? Mientras bajas con ellas, yo entonaré un canto a propósito para abrir el apetito.


Publicado el 31 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
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