Canción de Acero

Arturo Robsy


Cuento



LA NO MUERTE D'ARTÚS

Aquí se habla de hoy y de mañana. No de ayer. De hombres, acero y piedra.

El mundo solo, nublado, dormido. La Gran Espada clavada en la piedra viva y un joven que la empuña y la saca de su encierro: el mundo se estremece. Todo empieza.

Piedra solitaria.

De la espada se ha hablado. De la piedra viva, pura luz de manantial, nunca. Y era el soporte de un mundo nuevo, el cimiento de otra edad.

—¿Cómo era la piedra? — preguntaron, mucho después, al joven los que jamás la vieron.

—Era — explicó— sílex cóncavo y vibraba como una palabra que se va a decir.

Mago.

El mago, impaciente tras años de tanta y repetida historia, gritó tras la gran mesa:

—¿Es que nadie entenderá al fin que el hierro nace de la piedra y el acero bruñido de la luz? ¿Habrá que decir, de nuevo, que el pedernal, la más dura piedra, sólo existe porque el acero es lumbre?

Rey.

—¿La espada me hace Rey, mago?

—¡Qué juventud! La espada te obliga a ser hombre. Y sólo el hombre es rey.

—¿Rey de qué?

El aire quedó en suspenso: La brisa y el pedernal, el acero y el agua escuchaban:

—Sólo es posible ser rey de una cosa: de Justicia. Y, de uno mismo.

Acero.

Artús es rey. Tiene la espada del Rey, sacada de la piedra antigua y cóncava: entrambas son la Unión de ayer y hoy, de lo moderno y lo antiguo.

Pero es rey de un reino de uno. Menos que eso quizá, porque ni se domina ni se vence. No tienen razón mejor salvo el brillo del acero, cuando lo levanta al sol. Tampoco tiene verdad para llenar un estandarte.

El tiempo nuevo.

Algunos cómites, en la hora miserable del reino dividido y discorde, quieren ver al muchacho que, al sacar la espada hundida en la noche del sílex, venció a la piedra y es rey del nuevo tiempo.

—Hay un pacto de hombres: sería rey el que tuviera la espada, el que la espada eligiese; y el honor siempre es razón, como la verdad nos honra. Cuenta qué sentiste.

—Como miles de palabras a punto de decirse. Una luz dolorosa y un largo peso.

—¿Y satisfacción?

—No. Tiempo. Como si el día durase más y tuviera la misión de reducir la noche.

—¿No quieres mandar hombres?

—Acompañarlos sólo. –Artús mira a los armados guerreros: es un joven transfigurado.— Ya los mando.

Los cómites sacan las espadas, que serán promesas, orden y justicia, y las presentan al rey. Junto al labio.

Mando.

—Todos te obedecerán porque se ha hecho un milagro en ti.

El muchacho roza el pomo de la espada como buscando un fuego de esperanzas:

—Pero yo no he hecho ningún milagro: sólo me ha sucedido uno.

—Hazlo entonces.

El chico, que se desliza de la prisa a la impaciencia, se pregunta qué milagro saldrá de él.

—Manda. — responde el mago y Artús sabe que oye la verdad.

Es magia

—Es fuerte; puede hender la dura piedra y recoger la luz ligera, pero la espada no es mágica.

—La espada no es mágica, joven.

—Un rey sin reino, con una espada.

—No, no: un hombre con una espada que le induce a hacer preguntas. Mandar, chico, es responderlas. Mandar es obedecer esas respuestas. Y eso es magia: que, cuando hables, el mundo calle.

Se nace

El anciano mago lo muestra a la multitud, en la plaza. Quedan restos del mercado. Nada dice: sólo le ha puesto sobre un banco.

Los hombres le miran; las mujeres bajan los ojos. Las lentas nubes pasan. El nuevo Rey se mantiene firme pero silencioso.

Llora una mujer. Se detienen niños que corren. El mozo, desde el banco, señala a tres hombres, que callan en el acto.

—Para mandar, se nace. — dice el mago.

—Como para vivir.

Rey del mundo.

—Eres uno con tu mundo. Quien quiere destruirlo quiere acabar contigo.

Alegre protector del mundo, piensa Artús sin miedo.

El pétreo círculo.

Han llegado muriendo la noche. El ruido de cascos del piafar y el sonar de las armas. Artús, el Mago y pocos pero firmes caballeros.

El Mago quería al Rey allí y a esa hora, en el pétreo círculo de viejas piedras que contiene el embate del tiempo. En el alto cromlech con dinteles que dejaron las edades, porque es hora de que el rey se confirme.

Desde el altar que allí aguarda, el Mago enseña cómo el círculo se abre por doce puertas.

—Sólo una salva, porque ata, Artús. Una hay que puede llevarte a tu deber, que será de fatiga y gloria.

—¿Cuál es? ¿La del Norte y la Polar?

—Por la que amanece el sol del primer día de la blanca primavera. No es cosa pagana, Rey, que Dios hizo la luz al principio de la creación. Aguardemos el amanecer y reza.

Aún se siente algún ruido de armas, de caballeros cansados e inquietos. Las antorchas pierden luz porque se llega el alba. Al fin una punta dorada se asoma.

—Decide. –manda el Mago— O Rey o nada.

El Rey cruza la puerta de las tres piedras, la que abre paso al fulgor del nuevo día y a la vida completa.

Hace la señal de la cruz y la primavera del sol le consagra y le corona.

Oh, el rayo cuando ilumina el alma. Oh, el silencio vibrante de la piedra vieja.

En la tumba olvidada.

El joven Artús, rey sin reino pero con espada, quería ver la tumba de su padre porque creía que aquel era el suelo sobre el que se sostenía su empeño. Nunca conoció al rey Cabeza de Dragón. Pero siempre le presentía.

Una piedra áspera, sin nombre, cubría el hueco final que el mundo hizo a Uther. La piedra anónima entre lianas y pervincas sin su flor solar. Musgo, tiempo y agua eran desolación.

—¿Amaba la tierra, Mago?

—No.

—¿Amaba el cielo?

—¿Cómo saberlo?

El joven rey comprendía la muerte pero más el espíritu. ¿Qué sueños subterráneos, alguna vez luminosos, cubría la áspera losa?

Allá abajo estaban, en polvo, partes de la sangre viva de Artús, de su carne fuerte, de su natural arrojo. Un rey asesinado, olvidado entre las hierbas.

—¿Qué voz tenía?

—La de la victoria

—La mía será la de la justicia.

La umbría, las pervincas sin su flor solar, las lianas, la hierba, la amplia muerte y la piedra. ¿Cómo es la voz de la victoria sin alas?

Trabajos de amor.

—¿Amas este mundo?

—Lo desprecio.

—Mundo de Dios: ¿Entonces por qué luchas por él?

—Por rescatarlo: devolverlo a la verdad y a la justicia.

—¿Quién te lo exige?

—La estirpe.

—Odias este mundo y luchas por él.

—Si te asombra, aún no entiendes nada. No eres todavía desprendido, un caballero. Y si lo temes, mira que el sol, los campos, el verdor, el hombre, son cada vez más pequeños. El mundo de más tarde será mínimo y los hombres no verán fantasías en las nubes.

—¿Por la estirpe, dices?

—Sí: la compañía larga de tus muertos y la soledad corta de tu vida. Ahí está el trabajo del amor.

—¿Ama el mundo y ódialo?

—¡Ay, si te satisface...! El trabajo del amor es restablecer su equilibrio difícil.

El mejor amor, los sueños.

—Tu mejor amor es el que no conoces, porque ni siquiera existe.

—¿El Ideal?

—El Ideal. Los Ideales.

Justicia.

—No creo, alma mía, — se jura Artús— que haya justicia ni que la llegue a haber. Por eso no debes ceder ante la injusticia, que esa sí la hay. Y demasiada.

Cumbre: allá arriba está la luz.

El alma le subió a la cumbre del mundo: ¿Ves a los que se afanan por una reverencia? ¿Percibes a quienes luchan y matan por su codicia? ¿Ves a los que nada creen porque no se creen?

—Lo veo. Y más.

—Pues todo esto NO te daré si clavas en tierra la espada y juras la luz.

Por esto.

—Mira a lo viejo, sin piedad. Recuerda que, cuando jóvenes, pudieron cambiar el mundo y callaron. No acertaron a sufrir.

—¿Por esto?

—Sí: fue por esto. Ama lo que ya no muere.

—¿El Ideal?

Noche clara.

El rey joven, bajo la noche clara, deja la granja del congosto y cruza el Corral. Piafa el caballo. Camina por el prado, que parece terciopelo gris. O franela. Arriba, Venus, mantiene fijo algún azul secreto: el de la amanecida que se acerca.

—Oh, Dios. –dice el Rey

No necesita explicarle más para hacer oración completa. «Oh, Dios.» El mundo gigante que él encierra en el prado del congosto y, aún menos, en la granja del viejo que habla consigo, y en su patio. Dios entenderá. Dios sabe que está solo en Caerleón y que busca un camino vivo y recto.

Una figura le alcanza; plata parece sobre el gris del pasto, como una virgen rodeada de estrellas. Le entrega, a la vez, angustia y gloria:

—La Gran Espada, Artús. Es tu vestido.

El muchacho Artús, con luceros en los ojos, también los ve en los de Enebro. Prende el cincho.

—Sin ella –dice— estoy desnudo.

—Sin ella –dice la mujer— serías hombre capaz de olvidar tu misión.

—¿Qué misión?

—No sé, pero Dios no da el acero a ciegas.

Artús besa su mano. Enebro, tan joven, le muestra el pecho diestro envuelto en las manos. Ambos ganan inocencias.

La espada permanece quieta. Sonríe Dios. Sonríe el mundo.

Vestido de hierro.

Hace poco que el muchacho sacó la espada, madre de luz, de la piedra dura y de la lumbre del mundo áspero. La Luna no ha concluido la vuelta de luces nocturnas en el cielo. El mago, el viejo que habla solo, Enebro, pálido perfume del mundo necesario, forman parte del coro en el patio.

Van a vestir de hierro al joven rey: quien debe dar y devolver justicia ha de ser soldado. Pero Artús es eso con la sola espada, luz y corte, brillo y fuerza.

El mago, que es la sabiduría del mundo viejo pero no cansado. El viejo, que es la tierra conreada sobre la que construir, le van a poner las defensas. Por la cabeza y las mangas le visten la cota, hasta el tobillo. Las grebas, sobre las botas pardas. Los viejos, arrodillados, le calzan espuelas de plata.

Otros acercan la coraza mientras el pueblo mira y aclama. Pero el joven trae la juventud: pone la Gran Espada en horizontal y la clava, sin esfuerzo, en la gala que le acercan.

—Quiero — manda y parece la orden primera del mundo— La blanca camisa de hilo.

Está rompiendo la razón del poder y las buenas gentes temen. No dejes, Dios, que las cosas cambien, cuando son las cosas de siempre. Haz que vista el hierro. Haz que proteja su fuerza.

Pero el joven rey, que sólo tiene espada, se cubre ya con el color blanco del inocente.

—Rey: medita. — le advierte el mago.

—Rey, obra.— ordena el viejo.

—¿Y qué rey seré si la coraza habla de mi miedo? ¿A quién debe temer quien sólo lanzará justicia sobre el mundo?

¿Entienden los demás acaso? El blanco, que son todas las luces, es el brillo del gran acero; será la luz la coraza. Serán las mil lumbres la superior fuerza.

Escévola, el romano.

La escuela del mago acude al Rey, que debe saber para convencer.

—Hijo: Nuncio Escévola puso la mano al fuego ante Porsena. «Esto somos.» «Esto resistiremos.»

Artús entiende:

—La verdad de cuanto digo lo es porque la refrendo con un dolor superior, después de haberla defendido con palabra superior.

—Sí, rey Artús. Pero no ves algo aún mayor: aquel brazo puesto al fuego era la espada del alma, era la carne que se forjaba y una sonrisa la templaba. ¿Sabes qué sonrisa era, qué sonrisa convierte la carne en acero?

—Sí, mago: el valor. Y el valor –añadió antes de permitir que el sabio avanzara por la idea— es la decisión inevitable de ser acero y brillar a la luz.

En alto el arma.

—Aquí somos los romanos que creyeron en la Justicia doscientos años. Justicia era virtud.

Lo dijo el joven rey desnudando la Gran Espada y apuntando a los que se acercaban al Corral de Regir, de hacer justicia desde lo cierto. Atacaba la hueste de los ricoshomes, armada contra la justicia.

—Podemos ser nosotros o dejar de serlo para siempre. –sentenció el Mariscal, señor de los caballos.

—Quien ame la paz del mundo –clamó Artús, corriendo sin defensas hacia las flechas enemigas— que luche o que muera en vida.

—Quien le ame –gritó el mago desde la talanquera— ¡que le siga!

Huía el enemigo por el congosto; hacia poniente. No le ponía miedo lo recio sino lo cierto.

El perro.

Desde la infancia a Artús le sigue un perro. A veces sólo el perro le sigue con esa leal soledad.

—Buen amigo: tú corazón está en el mío.

Pero a Artús ya no le sigue el perro: corzos, linces, jabalíes... la sangre del mundo que calla, que nace y muere sin decir, va tras él. Creen algunos que la Gracia le acompaña.

Resplandece el hombre y, rodeado de soles, ama a las bestias que le acompañan. Se echan a sus pies y sienten el corazón limpio del Artús. El perro ya está viejo. La gran luz le devorará, pero siempre estará en Artús junto a cuantos le han seguido en sus caminos.

—Y pasarán siglos como sueños y sueños como eternas palabras.

Ni por la vida.

De niño Artús, el mago le acercaba a la amistad del universo: la vida es un don de Dios; ya en una bestia, ya en ti, es la misma. Pero estaban en un mundo sin reino, con hombres sin imperio donde el fuerte usaba para sí la fortaleza.

Cuando vio apalear a los humildes supo que la vida, don de Dios, tenía forma como la montaña, como la variable nube, como los dos crepúsculos sin color. Palenque del dolor.

—La de la vida –le explicó el mago— es la forma en que se vive.

Al sacar el acero a la luz, para que la luz diera sentido a la luz, los rayos de plata dura clavaron esa forma en su corazón y sintió la cercanía del caballo, del perro, de la nutria, de los ojos de agua del ciervo. También del enebro, del roble viejo, del espino del alba.

—Cuida la forma de la vida, porque marca el camino de lo justo. –le dijo el corazón atravesado.

Tras el primer combate, cuando el caballero le gritó que no golpeara de plano, más intensa fue la luz. Con forma de arroyo.

Esta historia la contó a la Gran Mesa porque la forma de la vida urgía al caballero, cuya misión es ensanchar la Justicia:

—La vida nos empuja. Es como viento. Puede ser ardimiento, pero los injustos la usan como cadena: por no perderla el hombre se humilla, renuncia a la verdad, a la gran busca, al honor. Todo por no morir. Esa parte de la vida es el miedo, el filo del deshonor.

Los hombres que quieren hacer justicia sienten el lado helado de la existencia y temen el tiempo en que venza el miedo. Del Rey han aprendido que miedo es tiranía y que la vida no puede atarles a más voluntad que a la suya.

El senescal, con madura furia, levanta su acero al cielo:

—¡Ni por la vida!

«Ni por la vida», dicen las otras almas.

La Hermandad avanza. Se hinchan las velas.

Antes de la batalla.

Artús, sin cota, sin grebas, hace que el caballo dé una corveta mientras desenvaina.

Cara a la hueste que le sigue, la razón final de galopar hacia la muerte y la vida:

—Hombres: no hay una batalla final. Jamás la ha habido. Lo que importa es soportar nuestra voluntad de hierro. Sólo debéis temeros. Sólo tened miedo de no cumplir con vosotros ni con vuestra carga.

Los guerreros golpean los escudos. El estruendo inquieta al enemigo, formado al lado distinto del valle. El Alférez lleva el estandarte a la derecha del Rey. El Senescal va a la izquierda.

Se detiene el tiempo: sonará el clarín agudo.

Todo en grito.

El mundo, quieto y nocturno aún, despertó entre gritos que no terminaban: terribles voces que escapaban del infierno. Los ecos, en los cantiles del congosto, daban un temblor de muerte a la granja del viejo que hablaba consigo y el corral de los hombres estaba cercado por la angustia.

Los caballeros habían salido sólo con las trusas y la espada. Entre el corro y la palestra, el joven rey, de rodillas en el pasto, velaba ante la cruz de la brillante Excalix. Salía de un arrobo.

—¿Oyes los gritos terribles, rey?

—He sido yo. Pedía al cielo que no me dejara olvidar jamás la injusticia que juramos combatir.

Los jóvenes guerreros abaten las armas. Los gritos de angustia siguen, tan parecidos a la muerte que hace brumosos los ojos. Aquella noche, en el mundo que aúlla, es interminable. La noche del mundo es interminable.

—Amigos: — sigue el joven Artús— en la vela pedía que todos oyéramos el grito de cada hombre en el instante en que se le hace injusticia... no imaginé este clamor.

—¿Lo oyen todos, Rey?

—Todos, todos. Necesitamos inocencia, mucha de ella. Leguas de ella, y hasta que el corazón conozca que la justicia no necesita justificarse. Ni el justiciero.

—La gente — dice el mago—, después del tiempo, aprenderá a no escuchar los gritos de la injusticia. Hay muchas voces que ya no oye, que sabe ignorar, como la música de los planetas o el roce de las nubes... El universo es un clamor. Permita Dios que los caballeros lo oigan siempre.

Artús levanta la espada, que coge la luz de todas las estrellas y luceros:

—No hay libertad dentro de la libertad. No hay voluntad dentro de la voluntad. ¡A vida!

—¡A vida! — gritan los caballeros alzando las espadas hacia la noche que todo lo oprime. El mundo contiene el dolor de lo inacabado. Los gritos siguen. La noche cierra.

Pero hay aceros que refulgen.

Viejo enemigo.

El cómite Boo, llegó al prado del congosto, donde se hacía el anillo ante la gran mesa del cortil. Venía sin casco y sin escudo. La espada le colgaba de la muñeca por el fiador.

Más que él fue su caballo quien eligió la palestra, donde se ejercitaban con armas romas. Boo no caía porque no le habían desmontado jamás, salvo el rey, y la voluntad resiste sangres y heridas, pero no soporta ceder a la impotencia.

El joven rey llega al cómite y quiere ayudarle, pero Boo, con sus restos apenas, exige:

—Por el Rey, no.

Artús sonríe, desestriba al caballero y pone el pie entre sus manos cruzadas para bajarlo recto. Con dignidad.

Mientras le lavan con el agua clara, el cómite se explica: las gentes de Quer le pidieron justicia. Unos bandoleros hoy, otros hubo ayer y habrá mañana, les robaban, les azotaban. Quienes hicieron frente, fueron asesinados. Boo salió al ejido y, tras seguir una trocha, se enfrentó con siete.

—Ninguno queda. Se ha hecho justicia.

Alguien quiere vendar al cómite, pero Sénex ha vivido más:

—Las heridas, cosidas y al aire. Curan antes y, además, son trofeos.

Tiempo menudo después, los caballeros se sientan a la mesa. Artús los ha convocado porque necesita darles una consigna:

—Boo ha hecho justicia. Necesitamos un mundo donde la gente, por estar aquí, ni corra peligros ni muera sin razón. Sólo seremos hombres cuando no tema nadie, cuando vivir no sea un peligro. Si mueren hombres en un reino, no hay reino. La vida es un ánfora que debe llenarse, no romperse. Nadie en precario. Y ahí está la misión que os digo concisa: Honor estricto.

Cristianos confusos.

El mago siente el espíritu contundido ante los cómites de Artús. Son cristianos pero débiles cristianos. La justicia les ha enamorado, y aún no comprenden que lo justo les perjudicará en sus modestas riquezas.

—Dar justicia es más que dar oro. — dice en la gran mesa.

—Dar justicia, — responde Boo— es como regir la brisa que acaricia junto al mar.

Siente el mago que la tarea le supera y pide un rey con la mirada.

—La justicia es un acto de fe. Creemos en lo que no vemos y, también, en el hombre mejor. Quien no se exija todo nunca será caritativo.

—¿Eso significa que hay que perdonar?

—Si hay justicia, no es necesario el perdón.

—¿Y si no la hay?

Artús, en silencio, toca la Gran Espada

La justicia es una gran fuerza.

Matar a un hombre es matar un mundo.

El Rey ha vencido. El enemigo, en el suelo, aguarda lo natural, la muerte. Artús apoya sobre el corazón del rey de Vesex la Gran Espada, cuyo señor jamás será vencido. En torno al palenque, el pueblo, las gentes, los ricoshomes, se levantan : Artús comprende que aún aman el espectáculo de la sangre.

Para no estar inclinado ante el derrotado, porque la espada es corta, se arrodilla al lado. El cuero y el bronce serán traspasados por el buen acero.

—¿Crees que tengo más razón porque he tenido más fuerza? — pregunta el joven rey que está ganando su reino.

—¡Sí! — grita el cómite Boo, rey de Vesex. Hace milenios que las estirpes piensan eso. La justicia es la fuerza.

El silencio corre tras la empalizada del palenque. La muerte está presente: gira siempre con el universo atrapado desde el Paraíso. Pero ni ella ni el vulgo cuentan con el espíritu superior de Artús.

—¿Crees que la razón me asiste?

—Así debo.

—Pues no yo. Cualquiera puede matar.

Artús se incorpora y envaina. Levanta el ánimo y la voz:

—Matar un hombre es matar un mundo y necesitamos todos los mundos; todas las almas. Si mi victoria te humilla, me duele la victoria.

Se vuelve hacia el vencido, que sigue echado y quieto, poco seguro de lo que significa. El vulgo tampoco entiende o, quizá, sólo entiende que sucede lo inesperado, que ha caído sobre él un tiempo nuevo.

—¡De rodillas, rey! — grita el joven Artús.

El de Vesex siente como si un resorte le alzara del polvo. Queda rodilla en tierra.

—Coge tu espada — manda quien puede—. Y álzala para que el sol la vea.

Artús, en pie, sin la presunción de la victoria, porque juró ante una tumba que su voz sería de justicia, desenvaina y le pone la Gran Espada, plana, sobre la cabeza.

—¿Quieres vencer al mundo que llevas dentro?

El cómite calla. No se debe hablar cuando se va a morir.

—¿Quieres ser mi caballero?

El Rey de Vesex humilla entonces su arma. Algo en él ha hecho cordura y ahora manda el corazón, no incrédulo ya.

—Sí. — dice.

Artús levanta la espada y la gira a los puntos cardinales.

—La fuerza sólo es fuerza. — grita al norte, al sur, al oeste y al este de la estrella.— La grandeza está en la voluntad.

Leyes primeras.

Artús es alto. Salta sobre una flor de granito, gira con los brazos en cruz para señalar los cardinales todos. Por un momento es el baile de la Rosa de los Vientos en el congosto, en el pradillo a su mitad, contemplado por el hombre viejo que sólo habla consigo. Pronuncia las primeras leyes:

—Serás rey si ves. Serás rey si escuchas. Serás Rey si mandas al acero dureza o dulzura, según te lo dicte el alma. Serás rey si nada te arrastra a la mentira. Serás rey si al amor le sabes unir la cortesía. Serás rey si no ambicionas. Serás rey si tienes todo que decir. No serás rey por donde estés si no por dónde les pongas.

—Rey en el patio de una granja. — dice el viejo solitario.

—Y la verdad será la misma allí que en la más aguda montaña envuelta en nieve del cielo.

La gloria no es nada.

El Rey va adónde van los hombres. Los halla en los campos, en las obras, en las casas; a la lumbre en las tabernas.

—He venido a mandaros.

—¿Para qué?

—Para ser uno ante el mundo y muchos ante nosotros.

Colonos.

—¿Qué mantiene viva esta triste compaña?

Pregunta Artús, que oye el silencioso grito de justicia del colono:

—Las costumbres, la fuerza... —le dicen

Los colonos del viñedo, ceñidas las cinturas por puro cáñamo, se han ido acercando a la palabra del rey.

—Pero más la conformidad necia, la falta de misión, la pereza al buscar la idea, el valor huido; el heroísmo que no se siente...

—Podamos, basureamos las viñas. Todas las labores. Rey, ¿dónde podemos tener el heroísmo?

Artús siente que la vista se le escapa por las filas de cepas que parecen líneas y cuadros; un ejército formado. Luego regresa a esos hombres que no quieren ser lo que son.

—Todo este equilibrio que veo lo mantenéis vosotros. Pero quien no quiera su cruz y ansíe la luz nueva, sepa que nosotros aramos los viejos campos para sembrar semillas nuevas y hacer avanzar la justicia, la pequeña y la grande, con palabra y espada. Si no sois lo que necesitáis, seguidme.

—¿Adónde?

—A luchar por los demás.

No le siguen. La viña, impasible, vence.

Camino.

Eran los tiempos de recorrer el mundo y confirmar su nombre a cada cosa viva o inerte. Los tiempos de abrir la tierra para sembrar esperanza.

Pocos los hombres, pero escogidos. No pedían sino asistir a los nacimientos que vendrían.

—¿Véis el camino de las pequeñas bestias, que se acomoda a todo y serpentea sin osar al esfuerzo? El camino de los hombres será recto. Pero el paseo del hombre por él será como los senderos de los animales. Aquí estamos para unir todos los mundos.

Aquel mundo.

En aquel el reino, tan lejano, llovía de contino. Todo parecía un siglo. Su mapa no señalaba ni caminos ni ciudades ni el lugar donde viven los monstruos.

El Mariscal, señor de los caballos, contaba el recuerdo a la Gran Mesa, al círculo. Qué reino tan perdido si no sabía siquiera dónde vivían sus monstruos.

—En aquel reino un día dejó de llover, y así todos supieron que siempre había llovido, milenio tras milenio, y que aquella mancha, antes desleída en el cielo, era un sol radiante.

Los caballeros veían las mil caras posibles de la historia y les conmocionaba saber de un reino que hubiera estado tan solo, tan lejos, pero, a la vez, tan feliz al descubrir tarde la luz del día.

El Mariscal terminó:

—Tras el día de sol y la noche estrellada, volvió a llover para siempre y el recuerdo se hizo tan borroso como el horizonte de la lluvia.

El joven rey, con los aladares pintados de blanco como por encanto, suspiró mientras se santiguaba.

Grande.

Artús vive en un gran mundo de sueños y desde ellos habla:

—Os diré una palabra dura y blanda:« La espada junto labio.» La ponéis en el tahalí, la colgáis del cincho, la empuñais... pero cómo es la espalda sólo se sabe al ponerla junto al labio. En el camino de la voz. La voz es el hombre y el hierro.

En la Mesa.

En la Gran Mesa los caballeros hablan de las hazañas, pero no de lo que fueron sino de lo que significaron, de lo que se debe aprender de ellas, libros de la vida.

—Nuestra misión, dice el Senescal, es responder a esta pregunta: ¿Qué es el hombre? Sólo el caballero hallará la respuesta como sólo el caballero hallará el Grial.

Cerca del alba en que empezará la batalla, el jefe de la mesnada se lo grita: «Por Dios lo digo: entre vivir y morir no hay diferencias.»

Fórmula de caballeros.

La discusión ha sido larga. Todas las voces pesan, todas las ideas avanzan. En el patio de una granja, hecho centro del reino, se discute qué se tiene que ofrecer como misión al nuevo caballero. Las armas, sin duda. Velarlas junto al pozo ante Dios.

—¿Y las palabras?

Ha llegado la madrugada apuntada por el lucero del alba, cuando todos aceptan lo importante: la voz que consagra.

«Dios nos ayude a ser, contigo, portadores del fuego, del agua, de la lumbre de ayer, de la esperanza de mañana y de la justicia. Así suceda.»

La guerra de los ricoshomes.

El mundo contiene el dolor de lo inacabado. Lo vive el hombre, inacabado también, casi oculto en la nada.

«En la nada.» — se dice Artús cuando los ricoshomes llegan al congosto con caballos enjaezados y séquito.— «Mi reino son dos: el de la justicia y el del poder. La riqueza contra la independencia.»

Los notables tienen las tierras y las forjas. De ellos salen las espadas y el pan, las azadas y la carne, y sus almas sólo admiten servidumbres. Hay dos reinos; hay dos mundos y Artús debe cabalgarlos y conducirlos por el camino de los hombres.

Los ricoshomes indican al Rey lo posible y lo imposible. Sin ellos, sólo hambre; sin ellos, pobreza. Pero con ellos, peores hambres: con ellos, servidumbres.

—Siempre fue igual: sin nosotros nada permanece: se esparce el hombre. El poder, rey, es la costumbre y la costumbre ata la fuerza de la espada al universo del oro.

En el prado han hecho un corro con sillas curules. Artús mira sus rostros terribles porque no tienen expresión y sus ojos sin vida. Sabe lo que le están diciendo: «sin nosotros no serás.» Cierto que el mundo está inacabado y que dos nunca serán uno.

La espada y el oro, dicen los ricoshomes. La fuerza dividida; el Reino partido; la esperanza encadenada a la tierra y la libertad sacrificada a la necesidad de unos y a la codicia de otros.

—Sé rey, Artús, y deja que las necesidades sean el cimiento del orden. Nos somos como vos, y más numerosos. Otros reyes nos escuchan y reinan.

«Quieren arrebatarme la misión; quieren embridarme para que nadie haga los futuros necesarios.»

Artús saca la espada prodigiosa y la luz del día se hace, en ella, como rica plata y como frío hielo.

—Dios da. —dice— Vosotros, cogéis.

Sólo habrá un mundo y una espada y una fuerza: la necesaria, que es la justa.

Los ricoshomes fingen no entender. A su señal, los siervos ponen a los pies de Artús un cofre.

—El oro — sigue el joven rey— nada vale sin un hombre que lo crea detrás, sin una ambición encima. Es para malvados. Hasta hoy, el universo lo han desmandado ellos.

—No tocaréis el cielo ni el viento ni el lucero. No tocaréis el mañana que vendrá; ni el ayer oculto. Sotaréis de las garras de la tierra, porque la riqueza es el hombre, portador de luz, y no la piedra fundida en hierro. Saqué de la dura piedra la luz: no está ya cautiva. No la ataréis vosotros.

—¿Declaras la guerra a los poderosos, rey?

Artús, en pie, toma una moneda de oro, la pone sobre el granito y la corta con un rápido golpe de la Gran Espada:

—¿Dónde está vuestro poder? Vuestra guerra se llama conspiración; la mía, honor estricto. Si no codiciamos, no venceréis jamás.

No hay dos señores: o se aman las cosas o la libertad. Y Dios no da el acero a ciegas.

El batallón.

El batallón de los ricoshomes, sus régulos y cómites leales, esperan al lado distinto del valle y oyen los aceros de Artús golpeando escudos de madera y bronce.

Avanza la hueste del joven rey. Van en silencio los hombres. No abrumados por el peso de las armas ni por el de la misión que ahora es suya. «Honor estricto,» se dicen, y avanzan al paso de la sonrisa. Nada mejor que saber por qué lucharán.

El batallón, armado por los ricoshomes, ve la marcha. Sigue inquieto. La sangre se va a derramar: los de Artús lo harán con fe y ellos con obediencia ciega.

—Ceguera para el Oro. – dice, como pidiéndola, el Mariscal enemigo que dirigirá la batalla. Lleva en su estandarte un dragón, pero no desea servir a los dragones.

La caballería forma la línea. Quien la tiene, apoya en el ristre su lanza: en ambos bandos. Los infantes son, en uno, siervos; en el otro, entusiastas, y entrarán con sus armas elementales cuando las líneas se rompan.

El joven Artús, con la mirada, exige a los cómites Senescal y Alférez, que tasquen su paso entusiasta. Espolea y, solo, avanza por la parte del mundo que deberá sangre esa mañana.

Caracolea el caballo. El enemigo, a señal de un cómite, suspende la maniobra. Las lanzas vuelven a la cuja y los hombres contemplan al joven rey marchar a ellos sin señal de parlamento.

—¿Por qué vais a morir? — grita Artús, siempre sin escudo. Un buen arquero puede pero no quiere traspasarle.

El mariscal enemigo calla.

—Hoy — sigue— vencerá la muerte. No la vida. Desde el alcor vigilan los amos de este mundo: guardan la riqueza y gastan otras vidas.

—Vete, joven rey. Aquí hay reyes también. — advierte el estratega. El dragón de su estandarte no parece ya notable: no le arrastra.

—¡Hombres! — clama Artús, rey.— Cristo lo dijo ya: he venido a traer la guerra, a enfrentar a padres contra hijos. La guerra a este mundo injusto.

—Haga mi Dios — sigue— que, en los muchos siglos, nadie diga que el reinado de Artús fue un lago de lámina quieta. Y vosotros, sed justos y haced vuestra voluntad. No la de otros.

—Aquí nadie teme morir.

—¿Y morir dará la victoria?

Varios caballeros clavan sus agudas lanzas en tierra. Piensan los siervos.

—Hay un deber que cumplir. — dice el Senescal enemigo.

—Sí. El de la paz justa.

El caballo de Artús hace otra corveta y, de manos, gira hacia las líneas del joven rey. Luego, al paso, regresa a ellas.

Detrás, el batallón guarda las armas. Levanta las lanzas. Ondean las grímpolas. Le siguen. Cantan canción de amor, no de guerra.

El centro.

Varios cómites han salido del congosto al mundo, a reparar el delicado mecanismo de las almas, el mecanismo que, en los débiles, lleva al abuso o al silencio.

—Tened compasión con firmeza. — les ha dicho el mago.

—Honor estricto. — ha repetido el rey.

Siguen llegando hombres para instruirse en el nuevo mundo que será mañana. Si llevan hasta ella la cruda idea de hoy.

Al fondo del prado, cerca ya de los tajos, aflora el arroyo con anea y flores, se desliza hacia el Este y vuelve a enterrarse. Allí cantan las ranas de San Juan y viven escuerzos. Allí el mago instruye a todos y al joven Artús, que atiende echado en la hierba dulce.

—El mundo de la justicia, el reino que se hace con nosotros, necesita fuerza desinteresada y jóvenes que sepan contener las armas.

—¿Espada, lanza, maza, hacha? ¿Qué arma es la mejor, mago? — pregunta un cómite reciente.

—El alma entregada a una empresa. El alma que no es atrapada por la costumbre. No son los días iguales, aunque hagamos siempre lo mismo. No son los hombres iguales, aunque piensen igual.

Artús escucha, pero mira los ojos del perro que se ha echado al lado. Ojos llenos y, por eso, tristes. Una tristeza leal.

—Vivir — sigue el mago— es estar solo. La mejor mujer, los padres, el mejor amigo, no pueden llenar los páramos del alma. Vosotros mismos os abandonaréis en ocasiones. Os negaréis. Si no cedéis a ello habréis vencido, porque el hombre que manda se debe mandar.

—¿Y la espada?

—La espada — dice el joven Artús— sólo es la señal de nuestra decisión.

Sigue mirando la tristeza leal del perro y piensa en las tristezas que todos los hombres ocultan. Es urgente la alegría: nadie vencerá si no tiene esa decisión que es el entusiasmo:

—Dime, mago: ¿Dónde está el centro de nuestro mundo?

—Los griegos dijeron que en la isla de Delfos, donde se cultivaba la profecía. Para los romanos, en Roma. Para muchos, en el monte Olimpo o en Jerusalén. Pero cada ser es el centro verdadero.

Pone la palma en el corazón:

—Aquí reside el centro de todos. En el mismo sitio en todos; en el mismo músculo en todos, pero en cada pecho. Que no os avergüence tener razón.

—Ni amar lo que no se ve. — termina el rey.

Amar lo que no se ve es lo único que permite juzgar el corazón del hombre.

Acaricia la cabeza del perro y se pregunta por el alma clara que ve por el arcaduz de los ojos.

—También tú estás solo — le susurra— y de esa soledad ardiente nace tu lealtad.

El Rey desconocido.

Cuando la gloria de Artús va en bocas y no puede estar entre su pueblo sin aclamaciones, conoce un extraño sufrimiento.

Un día, y en torno a la Gran Mesa, los cómites hablan de que han llegado a esos sitios difíciles, al arma que salva, como desarmados; desde la mano vacía. Nada eran y ahora son misión. Siguen a Artús. El joven rey es su amparo. El Senescal lo resume todo:

—Rey: mandas porque destacas.

Artús no ha recibido una alabanza sino un golpe del destino:

—Esto es lo que rezo en maitines ante la cruz de la espada: Señor, hazme desconocido. Hazme secreto. Dame el temple de los que van de la cuna a la sepultura sin ser conocidos.

El joven Artús ha debido mandar. El alma tiende a llenar el vacío del hombre; luego, el del mundo.

La missa.

La misa la van a empezar. La Casa es pequeña. Sobre el ara, que mira al Levante, preside el Crismón con sus griegas letras: la ro y la ji. El rey llega con los caballeros.

La Casa es pequeña: hay pocos cristianos en este mar campesino, pagano. Pero lo pequeño no afecta a la grandeza de la fe, a la voluntad de servicio.

El rey Artús, día tras día, ha impuesto una liturgia humilde. Entra con sus pares; desnuda pecho y espalda y el prelado le vierte un jarro de agua: es renovación diaria del bautismo, de la sencillez del alma lavada.

Pero hoy sucede más: cuatro caballeros, sin galas, entran en andas una piedra en la que se envaina una espada grande. Avanzan lentos, solemnes. Los fieles dan fe, y lo dirán luego, desde las calles: los pares depositan la piedra sobre el altar. La espada se cimbrea al recoger la luz de los candiles y bien se ve que es un Calvario y que la empuñadura con gavilanes forma la Cruz de Cristo.

—Que el instrumento de muerte sea ahora camino de vida. — dice el Rey— Que la Cruz sea la insignia de la Justicia.

Los pares, dos al norte, dos al sur, miran hacia la espada que es cruz y luz y así estarán hasta que termine la reunión. El prelado, recuerda:

—Esto no es una conmemoración; no es una nostalgia. Cristo va a morir y resucitar hoy, aquí, a vuestros ojos.

La misa empieza, pero no acabará. Los caballeros son y serán sin fin. La Cruz es más exacta que el Crismón.

—El ideal — dice Artús al salir a la brisa— es otra clase de vida y otra clase de fuerza.

¿Dónde está la verdad?

El Senescal, el que manda en la batalla, vio cómo el arma se volvía símbolo en la Casa de la Cruz y cómo se proclamaba lo que fue tortura como camino de vida.

—Artús —dice—, ¿qué mundo llamaría paz a la guerra?

—Uno falso donde no hubiera justicia.

—¿Y por qué la cruz para matar ha de ser signo de vida?

—Porque buscamos otra forma de vivir, Senescal. ¿No forman Cruz con tu acero los gavilanes? ¿No te protegen?

La guerra no puede llamarse paz, pero la Cruz defiende el brazo y la cabeza cuando se blande la espada.

—La espada, Senescal, envainada: así será el reino nuevo. Y en él la guerra se llamará guerra, pero la paz se llamará justicia.

—¿Cueste lo que cueste, Artús?

—Lo que cueste.

Recuerda.

Tras el banco donde se sienta el rey a la gran mesa, y por su orden, han clavado una horca. De ella pende, como baldaquín terrible, el afilado acero que amenazará la preclara vida.

—No seas temerario, Artús.

—Es para el recuerdo. No he querido corona: permita Dios que esa espada que me apunta sea mi señal de realeza.

Al sentarse Artús, la tizona gira y hace círculo sin señalar jamás al Rey, al juez.

Los cómites se maravillan. Artús, no: Él ha provocado el prodigio. Él le ha abierto la puerta. Y el alma.

El rey quiere ser como todos.

El joven rey alcanza la madurez. Camina solo por la trocha que sale del congosto hacia el este, las manos atrás y el ojo en alto. El alma conversa con él.

—Me paro al sol. Callo, porque cuanto debo se dice con el pensamiento. No tengo hijo. Y, si lo tengo, lo desprecio.

El sol tiñe la mañana y quema el corazón, pero sólo hay una palabra en el mundo y vale lo que el universo. La vida es como un sueño poderoso. La muerte, también. Y, entrambas, nada.

Clarín.

Cuando el mago formaba con delicadeza al joven Artús, le instruía tanto en lo visible como en lo invisible. ¿Acaso alguien ha visto la música? Pero existe.

—Dime, Artús: ¿Qué quieres de esta vida y de esta muerte?

—Lo mayor: un alto clarín que suene por mí. Y que nada me pertenezca. Ni yo.

«Quien desee las cosas será su esclavo. Quien las venza, su amo. Quien se venza, será rey de su mundo.» —se dicen sin usar palabras.

—Sólo hay que sacar la espada de la piedra; la espada del corazón.

Y así me atrajo la polar.

Y así me atrajo la Polar. La voz larga, la voz ancha de un muchacho que se dispone a renacer grita: «Todo es nada».

Y leo mi corazón, que es el de todos. «Quien me ame, que me olvide.»

Un siervo cargado con hacina le reconoce:

—¿Eres el rey?

—Soy su espada.

—Su brillo entonces.

—Su brillo entonces.

Aprendió a ser principio.

Estas cosas dijo alguna vez el rey:

—No os temo: temedme.

—Voy de dónde vengo.

—Este es el conjuro de la tierra. Conocer es sólo olvidar lo inmediato.

La idea del joven.

Aunque ya rey, los años de formación no terminaron y el mago siguió esculpiendo su espíritu.

—Sepamos por qué y sabremos que nada importa sino el dolor de la vida y la caricia de la muerte. No hay más, salvo la espada de Dios, que no reconoce escudos. Ríe, canta, llora, batalla: estás solo. Siempre solo. Para siempre solo. Sin remedio solo.

La misma soledad parece suspirar. ¿Quién le arrebatará la presa del hombre?

—Renacerás sólo.

—No quiero renacer. Sólo cumplir el gran ritual del hombre, para serlo.

No quieras.

No lo dicen los hombres, pero sienten la música de lo profundo. La marcha triunfal, la naturaleza absoluta que llora por el héroe, por la muerte de Sigfrido. Oyen la canción de los pasos y, con ellos, voces eternas. Artús lo sabe. Artús escucha.

—No quieras demasiado ni odies demasiado. Luchar es amar. Consentir es odiar.

—Nadie te aguardará. Pero si eres acero él te llevará arriba, al pensamiento superior. Y más aún, a la victoria, porque debes saber que el mundo no está gobernado por nadie más que la voluntad de Justicia.

—Si tienes un enemigo, que lo sea para siempre.

—Si conservas el corazón alerta, ni la vida ni la muerte pueden vencerte. Los destruidos siempre dicen «derrotados pero no vencidos.» Locura. Sólo hay un modo de no ser derrotado: ser el vencedor. Y eso es velar. Velar, tan necesario para servir, para creer, para vencer. Y así, sólo así, con el corazón alerta y firme, nada te vence. Ni la muerte.

—Nada puede obligarte a tratar con quien no deseas.

Luz y muerte.

En el funeral del viejo campeón, el Rey dijo al «obstinado cadáver»:

—Hacías alumbrar la sala con cientos de bujías y las hachas y teas y los candiles de aceite puro, y el fuego de los braseros que luego se llenaban de rubíes. Querías luz, la mayor luz.

Medita. Algo falta en las palabras.

—Ahora, al verte yerto, comprendo más: la luz es alegría.

Acometer de acero.

El joven rey enseña a blandir la espada a la infantería de la mesnada, pero más enseña las verdades de la vida difícil que han elegido los hombres incorporados, de pie.

—Vivir es acometer.

—¿A quién?

—Al tiempo.

Artús sabe bien que el tiempo lo es todo y, también, que el alma es intemporal. Se obliga a pequeños detalles:

—Acometer al cansancio de la vida, a la nada, a la soledad, a la mentira, al odio, a la usura, a la muerte. Vivimos cada día porque acometemos a la oscuridad de la profunda tierra.

¿Quieres ser libre?

Los hombres que huyen de los campos y llegan a los viejos y derruidos burgos son libres. Los que se acercan al congosto del Rey reciben más: justicia.

—¿Quieres ser libre?

—Sí.

—Pues olvida la libertad. Sólo hay que ser justo. Justo al mirar. Justo al decir. Justo al recordar. Si fuerte con caridad, justo. Y justicia es no olvidar ni perdonar sino exigir lo que se debe exigir, y dar lo que se debe dar.

—¿Y la caridad?

—Conocer a cada hombre y a todos.

Como el Señor San Agustín.

—Se justo y haz lo que quieras.

—¿Tan fácil es?

—Tan difícil. ¿Cuántos serán fieles a su propia medida? ¿Cuántos resistirán a toda la mentira, incluso a la de sus ojos?

Caballero sin tacha.

Llega Teodor, un caballero sin tacha: ha usado bien todas las armas. Es fuerte. Usa peto sobre la cota, y altas grebas. En la palestra corta un grueso leño y, con las espadas de madera, vence a cinco cómites.

—Quiero consagrar mi vida a la justicia. ¿Qué me mandas, rey?

—Primero veré lo ducho que eres con el arado y la semilla.

Ayuda.

La primera vez que le pidieron ayuda al Rey, el joven Artús sintió que parecía una alarma sucedida en lo profundo de la caverna del cuerpo: una llamada al alma.

—Apenas puedo ayudarme — le dijo al mago— y otro me pide que le socorra. ¿Ese es el trabajo de rey?

—No: es el trabajo de hombre. El de rey es que todos sepan que deben pedirte ayuda porque la darás. Y porque no pensarás en ti mientras.

Ricohome.

Torloe, hombre rico de los Siluros de Camaeleón, sale a las escaleras avisado por sus criados. Torloe es dueño de dos minas, de dos villas agrícolas romanas y de muchas casas. Es dueño de las cosas y está empezando a serlo de las personas.

El joven Artús está donde las escaleras se unen al suelo. Es hombre alto, delgado, nervudo y recio que mira como si todo fuera nuevo, y el pueblo comenta que abre una edad distinta. Los paganos le creen metamorfosis del dios Mercurio Artario que, desde Avalón, vela por la agricultura próspera.

Torloe no decide bajar la escalera entera. El rey mozo le impresiona. Viste su camisa blanca de hilo, y ceñida por el cincho que carga la espada mágica que sacó de la piedra a la luz: desde entonces parece vivir a medias en los sueños y en la tierra oscura.

Torloe teme el tamaño, teme la espada y, más, la sencillez tranquila y sonriente del hijo del rey de la Cabeza del Dragón. También teme a la conciencia.

El joven Artús, a pie, sonríe con paz en el alma y más sonríe cuando aparece Torloe. Le señala con los ojos tranquilos.

—Las cosechas han terminado y es el tiempo de las labores. — dice— Nadie ha de tener hambre.

El ricohome asiente con la cabeza:

—Nadie la tendrá.

—Y en las veladas largas que llegan, todos han de oír historias de provecho y hombres.

—Las oirán.

Artús se aleja. Las gentes miran desde las puertas. No hay hambre. Se oyen claras historias. Torloe no siente ira. Ni miedo.

Nuevas leyes.

—Si desprecias al espía y prohíbes el secreto y la voz baja, serás rey.

—Si lo temes que el corazón arda ni que tu fuego encienda otros, serás rey.

Sobre la piedra que es casi eterna y bajo el cielo, que lo es del todo, Artús dice normas para siempre:

—Si se que la soberbia de la riqueza me alejará de la virtud, seré rey.

—Si soy pobre con los débiles, seré rey.

—No serás rey si atropelladas. No serás rey si cierras los ojos. No serás rey si hablas mucho o si callas mucho. No serás rey si no te crees ni te creen. No serás rey si no curas del mundo. No serás rey si no dejas nacer. No serás rey si no andas por los sueños. No serás rey si, ayudado, no ayudas. No serás rey si dejas que la vida importe más que el hombre. No serás rey si no sabes que el hombre es una misma aventura. No serás rey sin arar el campo viejo ni sembrar la semilla nueva.

—Todos sepan que no hay tierras del asilo sino hombres de asilo.

—Así lo digo y así lo cumplo.

Pálido aroma del mundo.

Enebro, mujer de caballo y reja, tan alta y delgada que se la presiente pura, tiene el aroma pálido y permanente de la resina de los tres árboles asombrosos, que no viven en tierra de enebros sino de hombres, aunque los hombres entonces no huelen a resinas blancas sino a vuelos ansiados.

Enebro toma la mano de Artús y son más jóvenes juntos que separados: se consolida, al tocarse, un mundo decidido a ser eterno.

—Hombre y mujer — dice el viejo que, como padre, une dos caminos de vida.—. Mujer y hombre. Dios lo dijo: llenad la tierra.

—¿De hijos?

—Con hijos se llenarán soledades. La tierra quedará completa cuando la cubran valentías y esperanzas. Y la luz del sol que el acero guardó.

El sol, nuestro Señor, entra en el Este del congosto pero no lo llena de luz sino de promesas. Los hombres levantan las picas. Y los ojos.

Lejos.

—Nos estamos en este cortil, en este corral del prado del congosto, no para que estéis lejos de nosotros. Estamos aquí, y en el patio, al aire, a la lluvia y al sol, para que estemos lejos de vosotros, y que nadie crea que acercarse será un escalón para torcer justicias.

—El cortil es el coro del pueblo, el anillo del pueblo, y se cierra en torno al dedo de señalar lo que todos ven; lo que todos verán.

Así hablaban los caballeros en la gran mesa sintiéndose sacerdotes del tiempo por venir.

El beso.

Todos lo saben pero nadie lo mira. Artús duerme desnudo y solo sobre tablas de haya que cubre con una manta. Saberlo tampoco abruma a Enebro cuando usan de la libertad.

Todos lo saben y nadie lo mira. Artús, lavado y con sus ropas crudas de hilo, se ciñe la espada y todas las mañanas, bajo el primer sol, desenvaina y besa la luz del acero, que despierta y echa a girar el mundo.

Necia traición.

Tras un año de enfermar vísceras con la discordia, Teodor, rey de Corn, que fue caballero sin tacha, ha cuarteado la Gran Mesa y se obstina en romper el anillo de misión, el círculo de justicia.

Manda a locos de Corn, que quieren estar a solas con su locura y con sus recuerdos falsos. Tuerce las palabras de Artús; retuerce las del mago; burla al Senescal que, doloroso, obedece la quietud que el Rey le manda. La obra de tantos excelentes caballeros hiere el corazón de Teodor y, sin percibirlo, ha regresado al partido de la nada y de la destrucción, al de los ricoshomes que le arman y le enervan.

El ánimo esforzado de Teodor, ahora es obeso, y el alma limpia se le ha vuelto hidrópica y quiere toda el agua bautismal y toda la sangre. La codicia de Teodor ha salido de su secreta cápsula y los ojos se le han vuelto a la tierra, listos para cambiar el lucero por la mina negra. Ha dejado los grandes sueños por las ilusiones cortas.

—Rey — dice en la Gran Mesa—. Para ser justo es necesario ser uno mismo.

—Para ser justos — rechaza el mago—, hay que ser uno. Uno en el esfuerzo; uno en la fe.

—Eso es imposible, rey, porque los de Corn no somos los de Camaeleón. Si somos distintos, lo justo es hacer la diferencia.

Artús calla y en el círculo ve como el reino vacila. El joven rey vino a traer la guerra porque imponía la paz. El mal es pertinaz y no tiene descanso.

—Serás rey de muchos reinos — insinúa Teodor, que va vestido de púrpura.—. Recuerda que nosotros, antes que romanos, fuimos fenicios e hispanos que llegaban a la Costa del Estaño y se asentaban.

Algún cómite asiente con la cabeza. Otros están olvidados de sí y dan mérito a la herramienta, la paz, y no al objetivo: la justicia. La duda les arranca los sueños.

—¡La luz del acero! — gritan Sénex y el Mariscal— ¡La noche de la vaina!

Llegan cuatro caballeros. El cansancio no manda en ellos. Hacían justicias con otros, en Corn. Vieron cómo la gente enloquecía despacio y hablaba de «el yugo de Artús.» Los ricoshomes pedían libertad, ser libres de la justicia que imponía el joven rey.

—Siete de nosotros han muerto — informan, ya sentados, pero sin desarmarse.—. Los demás justicieros, también han contraído la locura nueva. Las mesnadas, que mandan nuestros otros hermanos, asolan villas y marchan hacia ti. ¡Justicia, rey!

El Senescal, callado por orden suprema, dice por los ojos «¡A las armas!» Artús oye la mirada y siente como la piel se contrae. No duda. No anticipa: cumple el rigor de escuchar a todos y, luego, a sí. Es el juez.

—No lucharemos entre nosotros. — proponen ciertos comités.

—¿Tendré que ver cómo los hermanos de la luz aceptan a los de la tiniebla?— pregunta el viejo que habla consigo.

—Todas las voces se oyen siempre — dice Boo —, pero no todas son ciertas. Artús: nos has hecho oír el grito de la injusticia. Oye ahora el clamor.

—La verdad nos hace libres, rey — insiste Teodor, que viste ya la púrpura —. Ves formas en las nubes y en las familias de estrellas: cambian a los ojos, pero son nubes y estrellas. También la forma de los pueblos y burgos cambia. ¿Dónde está el mal? ¿Dónde la injusticia? Al hacer lo mejor para mí, beneficio al Reino.

Marco, el joven, toca donde debiera estar el puño de la espada.

—¡Estoy desarmado, Rey!

El acero que pende de la cuerda de la horca se detiene. Apunta a la espalda del Rey. No lo percibe Artús, pero los cómites palidecen. Los caballeros sin espada. El rey sin la palabra de ardimiento de otros días.

Toma la Gran Espada que, desde la mesa, le señala siempre al corazón. Salta a la Tabla enorme y levanta el acero. De pie, al cielo. La luz se muestra en la hoja y no es sólo emoción. Arde la lumbre en los ojos del joven:

—Corazón volador, hombre de viento, hermano de la luz, sueño de Alba: desde todo eso, y desde el dolor, os juzgo. — dice con vigor.

Da un paso, dos, tres, hasta Teodor, que ya viste la púrpura, y le traspasa la garganta. El rey de Corn cae, ya sin mentiras en la boca, y la bruma se hace con sus ojos.

—Permita Dios la verdad y los sueños de justicia. A las armas, que es la hora de matar. No dejéis a nadie atrás. Ni delante. No sois hombres desbravados.

El silencio que otorga, es la tiniebla de la verdad. Y la verdad es larga visión. Una visión. Sólo una.

La hueste marcha. Ansía el toque altísimo del clarín, luz del oído.

Llanto de rey.

Sentado en el granito, de blanco como el mediodía, el rey Artús llora. El caballero Novo ara un paño de tierra y deja que la mente vague por el ideal. La bella Enebro bate la nata a un paso del umbral. El caballero Sénex piensa en un mundo donde todos sean reyes que hagan justicia.

Ven llorar al mozo Artús y se diría que no sienten la importancia de las lágrimas. Artús, acomodado en el granito, frota el blanco acero con media cebolla, para que el brillo permanezca.

Y llora.

¿Quieres la verdad?

—La verdad es la obligación del Rey, Artús.

—Vivo en la verdad.

—Eso es fácil, jovenzuelo. Tienes que pensarla en cada tiempo menudo hasta que, sin sentirlo, ella sea tu mente. No vivas en la verdad: que la verdad viva en ti.

Saber de hombres.

— Saber de hombres es saber de todo. — dice Artús a su caballo. Andan ambos de la brida, vestidos de hierro bruñido. El animal cabecea, como suele.

—Me hacen leer a Homero.

Caminan algo más y el joven rey se detiene y confiesa al bruto:

—Creo que amo a Nausikaa.

La jura.

—Juraste unas palabras, pero jurabas el mundo.

—¿Es que las palabras son un mundo?

—No. Sólo lo hacen.

Libro.

El muchacho que era rey escribía un libro. Se retiraba a la celda, desceñía y apoyaba, plana, la espada. A la vista.

«En mal día desenvainé la espada de la vida de su funda de cóncava piedra, porque la piedra sólo es una cosa y hasta el acero es cosa, aunque le dimos alma. Pero el hombre es más que uno y que doce. El hombre no es una cosa, aunque esté asediado por ellas.»

Eso escribía el joven rey en la celda ante su espada y se sentía más que sólo. Más que sólo, más que lejos.

Tras cada párrafo añadía con letra menuda: «¿Qué amará un rey?»

Todo lleno de voz.

Era y no era huérfano. La infancia de soledad también fue la nube cuya forma se hacía cien veces, el grillo cantarín, la hierba peinada, la hermana hormiga, la tierra, que no vibraba con vida y era rígida sin muerte.

Y estar todo lleno de voz. Esa voz sencilla: sube a la luz y la luz bajará a ti.

Luego, la del mago:

—Desenfunda la espada.

Fue como coger la luz, ¡Y cuánto lo había deseado!

En la batalla.

En la batalla Artús se sorprende. No es un desorden, sino una fuerza que abarca y un pensamiento que rige y manda. Ve al amigo y al enemigo. Oye el dolor y la alegría.

—Rey. — le grita el Senescal. — ¡No des de plano!

—No mataré a mi gente.

Un punto rojo se alumbra sobre el pecho. Crece a flor y al fuego y señala un hilo hacia la tierra. La sangre cae con su peso y con su vida.

Terminada la batalla, hombres de a pie corren al Rey y le quitan la camisa blanca que siempre lleva. Cortan la prenda ensangrentada y en el pecho, la piel limpia, sin mancha y sin herida.

—No es posible. — dice el Caballero Alférez.

No lo sabe. Nadie quizá. Es la sangre de un rey saliendo, dolorida, ante un pueblo atrapado por la muerte.

El mundo al sol; el sol al cielo.

Artús jamás fue herido. Pensó al principio que el acero le protegía. Imaginó luego que era su luz y, después, desde su mundo de sueños, que el deber era la coraza.

—Extraña misión — dijo al mago—. Hacer una Era mientras Enebro no me da hijos.

—No se te puede hacer otra vez, Artús.

Los hombres de armas, propietarios de tierra, la cambiaron por la esperanza y estaban en el congosto: labraban, sembraban, segaban, ordeñaban. Se asolejaban en brazos de la primavera y del verano. Salían a impartir justicia, misión del Caballero y obligación del hombre cuando se comprende hombre entero.

—Mago: ¿Por qué debe costar así un mundo limpio?

—No hay respuestas, muchacho: sólo preguntas.

En un sueño de verdad Artús ha visto a Constantino el Grande. Salió de allí, quizá del congosto, a embridar el mundo y vio el Crismón en los cielos. Ni doscientos años pasaron desde entonces. Pero cuando se duerme se es eterno.

Constantino el grande oyó: «Con este signo vencerás.» Tuvo que llevar a Roma, por eso, la Cruz, el lignum crucis. Artús ha oído también la voz de la luz.

—Llama a los sirios. Traen mi eternidad.

Don Gibraleón los requiere. Los sirios se pasean por la entera tierra comprando y vendiendo. Gente de carreta y buey.

—Tenéis algo para mí.

Uno, bien parecido, lleva un pez de hierro al cuello, como una gola que protege. Observa los ojos del rey, el caballo del Rey, el aire movedizo entorno al calor de su rostro. También, la Gran Espada: un rico gladio limpio como la Polar, trabajado luego con oro y cobre. Quizá lo hicieron cinco siglos antes. O durante cinco siglos.

—Lo tengo, Rey Artús. — responde tocando el pez de hierro de la garganta

Encajada en exacta huella de la madera, está la copa de piedra.

—Le llaman — dice — el Cáliz Esmeralda. Siglos ha viajado pero ya ha llegado al final, porque encuentra a su custodio. Beberás de ella, pero no aguas ni vinos. La llenarás contigo y te quitará la gran sed de la vida.

Artús la coge. El Cáliz Esmeralda que pone en la piel otra luz: la que es origen del acero.

—El Grial. — murmura.

El sirio no baja la cabeza: siente con fuerza la alegría del trabajo hecho:

—Os esperaba. Ahora sois más que Rey: Custodio.

—¿Te quejabas por no tener hijo de tu carne? — pregunta el mago, casi malicioso. — Más alto lo tienes, padre de muchos, que siempre serás el Rey.

La Aurora.

—La Aurora, de peplo azafranado — tradujo Artús con dificultad. —. La Aurora, de rosados dedos.

En el prado del medio del congosto, leía trozos de Homero al viejo que hablaba consigo, ese anciano delgado de la gran nariz.

—Eos, La Aurora, inquietaba a aquel poeta que la gente creyó ciego. Si ciego, llamaba demasiado al nacimiento de la luz. Más de mil años después, aquí, en lo verde, entre las grandes cortaduras, quisiera una respuesta suya.

—No hay respuestas nunca. — murmuró el viejo.

—¿Cómo se hace un Aurora? ¿Cómo se hace, Homero?

Nacen las cruces.

El joven Artús vive en el mundo de los sueños largos y los manda. Junto al símbolo del Pez, junto al Crismón, ha puesto la señal de la Cruz, señal de muerte para renacer. Señal de vida interminable.

El muerto Teodor, rey de Corn que quiso llevar la púrpura, decía que hacer lo mejor para ti beneficia a los demás. Artús, de otra profundidad, sabe lo distinto: hacer lo mejor para los demás te beneficia. Por eso la Casa de Dios, la espada hecha Cruz y la renovación diaria del bautismo: sostener la voluntad de justicia.

Artús reza a la primera señal de la aurora, cuando la oscuridad más negra tiembla de presentimiento. Ha besado la Cruz de la Gran Espada y, sin usar jaculatorias, sus sueños han subido a Dios. Cristo también es hombre y Dios al que los sueños movieron y sabe que muchos han de velar para ser lo que deben; que están la fe de la luz y la fe del hecho.

—Hágase. — dice desde una de las muchas salas del Reino del Padre.—. Que vean y sepan. Que sepan y vean.

Con las primeras pálidas luces, antes de la presencia del padre sol, las negras tierras se abren y les crecen cruces de piedra berroqueña en cada lugar donde murió un hombre desde el principio del tiempo.

El mundo cubierto de cruces y el rey de rodillas, asiendo, hasta cortarse, el acero que gobierna la lumbre del alma. El mundo cubierto de Cruces, mostrando los lugares de muerte y dolor, de angustia y sangre.

—El universo es la Cruz — dice Artús cuando le advierten del prodigio—. Y la Cruz es el hombre.

Limpio fuego.

Sin Enebro.

Cuando Artús perdió a Enebro, se obstinaba en mirar el horizonte, la lejana línea que podía ser de esperanza.

—No esperes nada. –le enseñó el Mago.— Vivir es sufrir y sobreponerse. Aunque la lágrima se afloje, el héroe tiene alma fuerte. La lágrima es del cuerpo; la fuerza, del ánimo. Los héroes no se equivocan.

—Enebro no está, pero está el reino. Los ojos te contemplan. Viste el blanco. Brilla. Date y se te darán. Reza y serás rezado.

El rey decide y rechaza el horizonte:

—No morir es un gran esfuerzo. Pero, tras la lágrima, hay un alma esforzada. En mi soledad me acompañará el hierro.

El corazón se romperá a su tiempo.

Artús, traspasado.

Artús siguió los pasos de Enebro como persiguió los sueños. No rastreaba ni a la mujer ni a la amiga sino la clara idea femenina que ella transmitía. Buscaba un resplandor.

Adentrado en la mala tierra de sajones, fue acometido y luchó, como siempre, con dolor y empuje. Superado al fin, apoyó la espalda contra un roble y fue traspasado.

La Gran Espada, al sentir cómo se iba la sangre de su dueño, se apagó. La luz había sido de los dos y se iba de ambos.

Los sajones contaban sus muertos y rodeaban después a Artús. Su jefe aprovechó el último hilo de la vida del rey, cuando aún veía el mundo, para hacer sitio al honor del enemigo y rindió armas: tiró la espada a los pies del que moría. Los hombres hicieron lo mismo.

Artús sintió la luz de nuevo y, al salir del cuerpo, se imaginó halcón en vuelo, dueño de la distancia, libre y cruzando un aire de sueños nuevos y recuerdos.

Artús voló sabiendo que había aún muchos caminos. Un halcón con alas blancas.

Los sajones, en la tierra, cabe el roble, silenciosos, no veían a un hombre muerto.

Seguir al señor.

El viejo perro, el de la soledad leal, el de la amistad generosa y de la desprendida fidelidad, viejo y sencillo, aulló al mediodía. Supo que Artús, lejano, salía de la carne al viento y volaba.

El viejo amigo aulló, aullido largo y agudo. La muerte, decía, es despertar y abandonar los sueños y se ha de tomar a su hora. Los perros saben cosas que les duelen, y sufren y no quieren más vida cuando falta la amistad preclara.

Tras una hora de llanto, partió el viejo amigo. Cansado de la edad, sacaba bríos del amor.

Los últimos le vieron caminar a tierra de sajones. Se perdió en el tiempo. Pero halló el roble donde, con la sangre, su claro amo dejó huella de su espíritu.

El agudo silencio por Artús.

Artús estaba perdido. Entró solo en tierra de sajones. Tras Enebro y tras la muerte quizá. Nada más supieron del rey, salvo los romances y la orfandad del reino.

Boo, el más joven cómite, cabalgó hasta la tierra sin causa: la de sajones. Oía en la memoria la voz del rey. Buscó un otero en la mala tierra.

De espaldas al sol, porque la luz volvía a ceder al tiempo, alzó el clarín y desató un toque de silencio: un largo y agudo grito de metal y aliento en la quietud de la tarde.

Un grito blanco, como la flor de azahar.

Artús no ha muerto.

En la villa han visto a Artús. Ha pasado en su caballo blanco. Iba con yelmo, gola, peto y grebas de plata. Las vestes blancas y alba la capa. Portador de luz.

Los hombres se han descubierto. Las mujeres, de rodillas. Artús vive, miradlo. Artús vuelve por no desampararnos.

Un muchacho le ha pedido: «Vuelve a llenar el mundo, Señor. Danos doradas cosechas.»

En las caras se reconocía la ardiente lealtad y la luz de la lágrima consentida.

Algunos hombres en su edad corrían tras él:

—Artús: deja que te sigamos.

Y el rey pasó hacia el sur. Vivo o muerto no se sabe.

El Blanco Caballo de Artús.

El blanco caballo de Artús llega al congosto y se diría cargado de luz. Trae rota la brida pero impoluta la gualdrapa. Cuelga del arzón el escudo del Dragó, el que jamás usó Artús. Protege el codillo del caballo.

Relincha el blanco amigo del rey en el congosto abandonado. Nadie puede saber cómo huyó de las tierras sajonas, pero el animal ha sido transportado por su corazón. Vio a Artús traspasado, pero no cree en la muerte. No la imagina.

Relincha. Piafa. Un casco de la mano arranca chispas del sílex que antaño fue vaina de la luz. Tampoco cree en la soledad: llama a su rey.

El anciano que habla consigo atraviesa el corral y mira al blanco caballo que resplandece por prodigio.

—Todos te llaman, Artús. Has dejado demasiada vida.

Acaricia el suave belfo del bruto:

—Viejo amigo: compañero de Artús. Galopabais por el viento. Has regresado a la soledad sin misión y sin amigo.

El caballo, quieto, mira la tierna hierba donde, echado, solía soñar Artús. Aguarda el milagro de los amigos.

No hay palabras.

Antes de salir a la batalla, los cómites, desnudos, levantan un túmulo piedra a piedra. Despacio, poniendo en cada una un pensamiento que ansía ser eterno. En el arroyo hacen un bautismo final, que los confirma.

Se visten después las armas. El Mago trae la espada larga que el rey no usaba y la encaja en lo alto: cruz con gavilanes; hierro al alba.

Los caballeros alzan los mejores aceros para que los bendiga el sol de la alborada. Ésos no beberán sangre hoy ni se alzarán en la marea de la batalla. Quedan, en círculo, hincados en la negra tierra. Queda también un pergamino, quieto en el túmulo de la memoria: HIC FUIT ARCTHURUS REX MAGNUS.

No hacen falta más palabras para tanta memoria.

La última Batalla.

Los Cómites de Artús, en sus caballos, abandonan el congosto. Aguardan afuera sus mesnadas para formar la hueste. Todo es silencio; tanto silencio que van los corazones mudos.

El aire es turbio, como antaño. Pasan, sin forma, las nubes. El día se desliza, oscuro, por el suelo y el tiempo, de tan opaco, no transporta ya ni recuerdos.

Un mundo huérfano que los Cómites no saben reanimar: ha perdido la sangre del futuro, la música del mando recto.

El clarín toca la contraseña del rey. Los hombres bajan las celadas y mueven los penachos. El Senescal se adelanta y, a su lado, el Alférez ondea el estandarte. A su voz, cierran las líneas y se levantan las lanzas.

Frente a ellos, otro ejército más de los señores del oro. Todo Artús será destruido. El mundo, sin orden. El cielo, sin testigo.

Para que termine el mundo de los sueños la tierra ha de beber sangre en esta mañana turbia. Para que haya memoria de una nueva edad que comenzaba y moría, hay que entregar la vida.

Los Cómites se arrancan las corazas y todos visten la camisa blanca de Artús: ella recogerá la limpia sangre.

Suena el clarín; se aprietan las lanzas contra los pechos descubiertos. Los caballos, al paso, sueñan con el galope eterno. Tocan la contraseña de Artús y empieza la carga. Hay clamor del enemigo y silencio de los hombres libres.

La libertad es bruma. La sonrisa de la muerte baja a la nava.

Hierro todo y, después, nada.

La nube.

Cuando la batalla ha terminado y los muertos descansan entre las espadas frías, el caballo de Artús, resplandeciente, pasa por el campo, entre los muertos formados, como si el rey revistara a su hueste, ahora eterna.

Los heridos creen que es prodigio; que el rey, invisible, les contempla. Alzan los ojos y las nubes, horas antes sin forma, son la apariencia de Artús: su casco de plata, su cabello de hierro, su rostro de acero y de acero una mano levantada que saluda al que sangra y al que ya se ha adentrado en los interminables sueños.

—¡Rey! –grita el Mariscal, señor de los caballos.

La nube se difumina.

—Rey. –dice el Mariscal con la voz muy queda, casi muerta.

Credo.

En la dulce Avalón, isla del mar y del cielo, verde y tierra, azul y vieja juventud, Artús pasó seiscientos años cuidado por nueve hadas, que es decir por nueve musas que hacían arte del encantamiento de Avalón.

Según nuestra angustia del Tiempo, en 1189 hallaron el sepulcro del Creador de Edades. Artús sacó la espada de la oscuridad en el 516 y se adentró en tierras enemigas y en misterios en el 542.

Nadie le vio muerto. Las hadas sólo.

Entre el cielo y el mar de Avalón, azul como la paz, hallaron las armas de Artús: su cota, su coraza, su escudo. Así supieron que fue tan grande de cuerpo como de alma.

—No está la Gran Espada. –dijeron los campesinos al santiguarse. Cuervos sabios, silenciosos por primera vez, se posaban en torno.

—No están sus huesos; los de esas manos que regían, daban y exigían.

Callaban los cuervos algún secreto. Hablaban los hombres: Artús, ausente, confirmado como gigante. La espada, quizá vuelta a la luz y a la hermandad del acero. De lo profundo sólo una inscripción romana; un sacerdote la recita, como oración casi:

HIC JACET ARTHURUS, REX QUONDAM REXQUE FUTURUS

Así se lo lee a las gentes de Avalón, la dulce:

«Aquí descansa Artús, rey en el pasado y rey futuro.»

Se ponen de rodillas.


LAUS DEO


Publicado el 13 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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