El Ancla del Espíritu

Arturo Robsy


Cuento


Allá cuando la infancia se convierte en ensueño y el bozo apunta, el director espiritual del instituto, hombre santo llamado Alberto, que cerraba los ojos para atreverse a hablar del espíritu a los alumnos, percibió la clave de Julio. Se la reveló en el confesonario, después de la absolución:

—Julio: tú eres un místico.

Por si acaso, el mozo miró en el diccionario. Hubiera preferido ser guitarrista por ciencia infusa, o donjuán con arte de embaucamiento, pero era místico a decir del clérigo.

Como dolía poco, lo dejó estar, no antes de leer los poemas de Juan de la Cruz. Se le clavaron en el pecho y, en cada herida, sintió florecer una rosa. Una sensación muy extraña, pero un joven no puede presentarse en la consulta del médico y explicarle que hay poemas que le perforan el pecho, circunstancia que aprovechan las rosas para florecer por los intersticios. Hasta un especialista pensaría mal y recetaría baños fríos.

Los años, a falta de mejor ocupación, le fueron esculpiendo. Empezó a parecerse a un árbol que tendiera las ramas hacia el cielo. Los ojos se le hicieron grandes y le servían por igual para mirar hacia adentro y hacia afuera. Las estrellas, malévolas, cogieron la costumbre de reflejarse en ellos.

También se le alargaron las manos y los dedos. Cualquier literato hubiera diagnosticado sin dificultad: Manos sensitivas. De poeta, de artista, de pianista. Pero Julio, que no lo sabía, se hacía un lío con ellas.

Julio prendía hogueras para encandilarse con el baile de las llamas. Seguía sus arabescos con la vista y, perdido en el laberinto, penetraba en mundos ignorados. Estaba cansado de contemplar soles azules. Alguna que otra vez había visto mares blancos, de plata. Hasta en una ocasión le pareció percibir el aire perfumado de las alas de un ángel dándole en la cara.

Con sólo poner los ojos en una canica se aislaba del universo. Revoloteaba prendido de las hojas del otoño. Casi todo era capaz de causarle un trance menos, quizá, las calificaciones finales.

"Cosas de la infancia", decían los padres, convencidos, como el resto, de que su Julio no servía para nada.

Como los místicos no son necesariamente sordos, Julio sufría. Probaba a vivir con los demás, consumiendo grandes cantidades de tesón. Hablaba de fútbol, por ejemplo, y de motos, de campeones automovilísticos y de ídolos de la música ruidosa. Pero seguía oyendo el aletear de los ángeles y sabía que Dios le había hecho para una ocasión mejor.

Guardaba sus ojos grandes, cuajados de estrellas como de costumbre; sus manos espirituales; sus dedos sensitivos, para el momento en que tuvieran que entrar en acción y trabajar de firme para la mística que le había descubierto tempranamente don Alberto, su director espiritual.

Este insistía para que Julio, durante sus ensueños, viera en la bruma las puertas del seminario. Y allí hubiera acabado, sin duda, de no cruzarse en su camino Jan, Juani de niña.

Si Julio tenía un sobrante de espíritu, Jan lo tenía de carne, de ésa que sólo está a disposición de las muchachas de diecisiete años que pasan, al menos, dos meses en la playa. Junto con la carne, posiblemente en su interior, Jan disponía de sentimientos, unas cosas pequeñas y amantes de los espejos.

Juan había salido con Joaquín que, en un momento dado, se vio forzado a decir "uf". Con énfasis. Luego se dejó acompañar por Carlos, que tenía una Setenta y Cuatro con un metrakit instalado: entre los dos metían un ruido glorioso. Rompieron durante un baile de Santo Tomás en el que Jan se sintió inclinada a besar a Tim y a beber cubalibres. No mucho después Tim sintió una profunda vocación por la informática y ella se las arregló para caer en una profunda crisis espiritual.

En contra de las apariencias, Jan disponía de espíritu, así que lo invirtió en autocompadecerse. Especialmente durante el recreo. Se autocompadecía cinco minutos, echaba un vistazo al su alrededor y repetía. Confiaba en que Joaquín, Carlos o Tim acudirían a darle una palmada y a reanudar las cosas donde las interrumpieron.

No resultó. Lo único que llegó a ver en los descansos de sus sufrimientos, fue a Julio, aquel tipo retraído que siempre andaba en las nubes. Era tan solitario y soñador que Jan no pudo evitar ponerse a calcular cuanto tiempo tardaría en hacerle su esclavo. Quizá bastaría con tomar una de sus manos y sonreírle. Seguramente lo conseguiría con sólo pronunciar su nombre con voz ronca.

Cualquier chica, aunque no sea moderna, sabe lo útil que resulta hoy en día disponer de un esclavo. Y comprende que elegir al desecho de la clase puede mortificar seriamente a los amores anteriores.

Jan, cansada de ahondar en su alma dolorida, salió de ella con ímpetu. Se acercó a Julio y pronunció`su nombre con voz ronca para estudiar los efectos. El muchacho aleteó. Las estrellas abandonaron temporalmente sus ojos, que fueron presa de los cabellos de oro de la chica.

Por continuar con el experimento, puso la mano sobre la de él y Julio, por fin, supo qué ventajas daba disponer de dedos sensitivos: sentían tanto como les era posible.

Cuando, tras la última clase, Jan se obstinó en caminar al lado de Julio por las calles, éste ya se había convertido en el esclavo por antonomasia. El pobre atendía a la conversación con la mitad de su cabeza y, con la otra media, ora fabricaba versos, ora comparaba el rostro de Jan con el de una Venus del Renacimiento. No era así, por supuesto, pero la mística se complacía en gastarle una jugarreta.

Desde aquel momento Julio durmió con los ojos abiertos, sin distinguir definitivamente lo real de lo imaginario, aunque lo real, paulatinamente, tomó forma de labios de mujer, de cintura de mujer, de seno de mujer que él palpaba, tembloroso, preguntándose por qué la vida era tan maravillosa. Cierto que Jan decía banalidades o parloteaba sin dirección fija, pero el joven había tomado la costumbre de no escucharla y de oir sólo a los sentimientos que amenazaban con reventarle los depósitos interiores.

Con todo, algún tiempo después alcanzó a distinguir una frase de su adorada: Mis padres -decía- han salido hasta mañana. ¿Vienes a casa?

Julio creía tener una idea de lo que le esperaba. Había hojeado láminas y leído croquis sobre la cuestión. En consecuencia, el corazón le ocupaba todo el espacio disponible entre el cuello y los calcetines y latía a escape libre. Cuando ella cerró la puerta y se echó en sus brazos, uno de esos latidos estuvo a punto de romper la cristalería cercana.

Jan podía parecer una virgen del Renacimiento, pero no lo era y había elegido aquella tarde para hacérselo saber a Julio. Además, en fracciones de segundo comprendió que el muchacho era quien más semejanza tenía con ellas, circunstancia excitante y encantadora.

En ese momento que los manuales más pudibundos llaman del éxtasis, Julio supo a qué se referían. Quedó arrobado, lejos de todo y, quizá, cerca del centro del universo. A lo lejos creía oir un órgano.

No era sino los gritos de Jan: echada sobre la cama, desnuda, alzaba sus ojos hacia el techo donde Julio, en una extraña postura, flotaba. Un éxtasis verdadero que, sin embargo, le alejaba un tanto de las puertas del seminario.

Qué chico tan raro. -decía Jan, sorprendida, haciendo descender a su novio con la ayuda del mango de la escoba y meditando sobre la posición más conveniente para consumar el acto. Sin duda su propio peso, con ser ligero, bastaría para que su amante no volviera a salir por los aires.

No fue así. Tan pronto como Julio volvió a sentirse arrebatado, ella cayó, descabalgada y algo nerviosa.

Por último, muy preocupados por las dificultades que la naturaleza les imponía, Jan rodeó a los dos con un cinturón de albornoz, hizo un sólido nudo de marinero e instantes después volaban por la habitación en alas de la pasión.

Hasta que ella, más práctica, se agarró a la lámpara, anclando durante unos instantes los sueños del espíritu.


Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.
Leído 8 veces.