El Hábito del Monje

Arturo Robsy


Novela



Una Prodigiosa Guerra en España

SOL DE ESPAÑA

El coronel de Estado Mayor Asensio Torrado salió del despacho de Largo Caballero y pareció reparar por primera vez en lo solo que se encontraba metido en aquel nueve de septiembre de 1936.

El sol, ajeno a la peripecia española, irradiaba a los justos y a los pecadores, sin duda satisfecho de sí mismo y de su imparcialidad. Se sentía tan bien solo que también irradiaba al coronel Asensio Torrado, a pesar de constarle que era un elemento de Estado Mayor y que cargaba con un ánimo lúgubre y sombrío.

El acongojado militar entornó los ojos y aprovechó para pensar cosas desagradables de los hombres y mujeres con mono que abajo, sobre la acera, se esforzaban en componer estampas revolucionarias.

Pensó por un momento en España Pero, decepcionado, volvió a su tema favorito de meditación: la negra suerte. Desde que Largo Caballero, el Lenin Español, había resultado Presidente del Consejo el pasado día cuatro, Asensio Torrado había subido de simpatizante a colaborador fundamental del líder proletario de los ojos fríos.

Y el líder, después de escucharle Durante más de media hora, acababa de prometerle un ascenso a general de brigada, pero al coronel no se le ocultaba que, por el momento, no había ningún ejército sobre el que "generalear" como sería de su gusto.

Y, además, en aquellos días de septiembre, el empleo no estaba bien visto: el general Castelló, ministro de la Guerra del recién caído Giral, se había refugiado en una embajada a principios de Agosto y ya estaba en Francia. Su sucesor, el teniente coronel Sarabia, había sido, únicamente, un buen marxista.

Ahora, en menos de un mes, el tercer ministro de la Guerra era Prieto , muy capaz de no ascender a Asensio Torrado para fastidiar a Largo Caballero: todos sabían que los dos jerarcas del PSOE andaban a la greña.

Las calles de Madrid eran un hervidero de revolucionarios que gritaban y operaban sin dirección alguna. Matar, sí mataban en el acaloramiento del verano, pero se diría que no eran capaces de comprender que unas columnas avanzaban hacia la ciudad. Soldados de verdad, disciplinados y organizados, venían hacia Madrid con el decidido propósito de ajustar las cuentas a todos, incluido Asensio Torrado. Pero los milicianos pululaban por las calles al buen tuntún, como si las Columnas del Sur no tuvieran nada que ver con ellos.

Y los políticos, que tampoco parecían enterarse de la guerra, se peleaban, se traicionaban; conspiraban como en sus mejores tiempos parlamentarios. Encima, depuraban lo poco que quedaba del ejército.

Por eso aquella mañana el coronel había tomado una heroica decisión, disuelta en un culín de coñac: había entrado en el despacho de Largo y le había dicho la verdad, tan cruda como pudo cocinarla.

Largo estaba aún embebecido en sus últimos discursos: ganaría la guerra. Haría un gran ejército. Haría la Revolución y todo le saldría redondo. Lo había repetido mucho en sus últimos cinco días y, evidentemente, se lo había llegado a creer. Lo malo era que, para Largo, ganar la guerra sólo significaba tomar el Alcázar de Toledo. Ya había estado allíí, de riguroso mono, y había pronunciado juramentos solemnes.

Aún así, Largo era inteligente y escuchó lo que Asensio tenía que decir:

— Señor Presidente: ayer tarde las Columnas del Sur y el Ejército del Centro tomaron contacto. Los rebeldes pueden ir ya de Algeciras a La Coruña.

Al atardecer del día anterior un grupo de Regulares de Alhucemas, que perseguían a unos milicianos fugitivos tras la caída de Talavera, se habían encontrado con la caballería del Coronel Monasterio, que bajaba de Avila. En Arenas de San Pedro.

Asensio Torrado aguardó a que el Presidente del Consejo de Ministros interpretara la buena nueva. A Largo le estaban cayendo de canto: nada más nombrarle, se hundía Talavera y, para colmo, las zonas norte y sur facciosas conseguían comunicarse. El camino hacia Madrid, si no espabilaban todos muchísimo, quedaba abierto.

Largo encajó bien: había querido el cargo y, virilmente, no se quejaba de las contrariedades. Aunque el coronel no lo supiera aún, las Potencias se habían reunido en Londres y, en vez de darles la razón a ellos y, con la razón, dinero y armamento, habían decidido formar un Comité de No Intervención.

El Presidente era un experto en comités y sabía muy bien que sólo servían para no hacer nada de una forma organizada y elegante. Eden, el gilipollas, seguía presumiendo de estar a favor de la causa republicana, aun siendo Largo Caballero la causa en cuestión. Chamberlain, tan en las nubes como siempre, temía a los alemanes y a los italianos y pedía una buena jofaina para lavarse las manos .

— ¡Jolín! — dijo al fin el Presidente. Franco apretaba desde el sur; Mola desde el norte. El Ejército de la República, depurado una vez al día desde el 19 de Julio, no existía. Los milicianos se desbandaban a cada oportunidad, como en Extremadura y en Talavera. El Alcázar no caía. Muchos diplomáticos se habían ido ya de Madrid, olfateando el hundimiento. Las Potencias no querían intervenir. Y Rusia caía tan lejos...

A cinco días escasos de su ascenso a Presidente del Consejo, la conciencia de Largo Caballero se retorcía víctima de la soledad. Ahí estaba él, lleno hasta el borde de los máximos poderes, y ni siquiera tenía derecho a decir en voz alta la conclusión a la que había llegado elucubrando como un intelectual antifascista.

Asensio Torrado, preocupado, le contemplaba ojo avizor. Por fin sus miradas se encontraron y cada uno halló en la del otro la misma angustia:

— Tenemos la guerra perdida, Asensio. — dijo el Presidente, confiando en la discreción del otro. Si lo repetía por ahí, aquel coronelito acabaría en lo que quedaba de la Cárcel Modelo. — Yo no soy dado a las frases, como Prieto, pero veo la realidad. — añadió.

Prieto, el 22 de Agosto, quince días antes, también había vaticinado la derrota cuando se enteró de la matanza «espontánea» de la Cárcel Modelo. «Hoy hemos perdido la guerra», dijo. Prieto era un canelo que juzgaba con sus sentimientos y que, por entonces, no era todavía ministro: por eso dijo lo que dijo. Largo, por el contrario, todos sabían que sumaba dos y dos: la frase era la misma, pero el Presidente la decía después de analizar la situación con toda frialdad.

— Siempre se ha dicho que Talavera es la llave de Madrid. Con Napoleón resultó cierto. — dijo el coronel, aportando una nota erudita al optimismo ambiental.

Largo se paseó un poco sobre su alfombra de Presidente enjaulado. El mundo y aquel sol de justicia eran injustos con él. Se había pasado toda la vida luchando y cuando, al filo de los setenta, llegaba a Presidente, de estuquista a Presidente, ahí es nada, resultaba que una partida de fascistas le iban a echar del cargo. Adiós, la Revolución. Adiós, la Sociedad Comunista. Adiós, la Dictadura del proletariado. Adiós, los discursos ardientes. Una lástima.

El coronel, elegantemente, apartó los ojos del jefe entregado a sus sentimientos y los puso en el gran mapa donde estaban señaladas, más o menos, las líneas enemigas.

— Si les pudiésemos atacar por abajo, desde Málaga... — comentó consigo mismo. Largo paró en seco y se puso a mirar el mapa. Todo había empezado con el paso del Estrecho o, mejor, con una marina que no sabía dónde tenía el babor y dónde el estribor. En efecto: si un ejército atacara por Algeciras y llegara a Cádiz, la guerra cambiaría de curso... Pero no tenían ese ejército: ahí estaba la clave. No lo tenían y Chamberlain, el muy asno, se había inventado aquella tontería de la no intervención.

— ¡Chamberlain! — gritó, presa de una idea que no le cabía toda en la boca. Una idea enorme.

Asensio Torrado tuvo un sobresalto: al no reconocer el nombre del político inglés, creía habérselas con un insulto, soviético seguramente, dirigido a su militar persona, y los militares eran, en aquellos aciagos días, las víctimas de moda.

Largo se había calado las gafas y parecía olfatear el extremo sur del mapa: era un galgo a punto de dar con su liebre.

— ¡Gibraltar! — dijo al fin, clavando un dedo belicoso en el Peñón.— ¡ Aquí Ya te daré yo a ti, Chamberlain de los...!

Se volvió hacia Asensio y le hizo sentar en el diván próximo: un diván de derechas, faccioso, estilo Luis XVI, pero cumplía sus fines prácticos:

— ¿Y si consiguiéramos que el ejército inglés atacara a Franco por aquí abajo? ¿Eh?

Franco tenía su fama, pero el ejército inglés era una cosa muy seria y muy grande y muy bárbara. Por un momento Largo y Asensio se imaginaron a cientos de gaiteros saliendo por La Línea, rumbo a Algeciras, Tarifa y lo que hiciera falta, y pegándole a Franco un susto de muerte.

Luego se impuso el realismo, uno de los grandes defectos del Estado Mayor:

— Sería la victoria, pero los ingleses, Chamberlain, están con eso de la No Intervención.

Largo Caballero se echó a reír:

— ¿Y si los fascistas atacan Gibraltar? Entonces sí que no le valdrá a Chamberlain la No Intervención: toda Inglaterra pedirá venganza.

Al coronel aquello le seguía pareciendo una posibilidad remota:

— Dudo mucho que Franco o Queipo cometan un error tan gordo.

— Yo también. — concedió el Presidente.— Por eso hay que ayudar a la suerte.

En opinión de Largo Caballero bastaría con que fueran ellos los que atacaran Gibraltar, convenientemente disfrazados de moros y de falangistas. Pim, pam, pum, unos cañonazos, unos asaltos y a ver qué pasaba.

Miaja acababa de dejar aquel frente, llamado a Madrid tras el desastre de Talavera. El general había explicado a Largo Caballero, de primera mano y sin la habitual faramalla propagandística, que la línea había quedado en el arroyo Baquero, a la salida de Estepona hacia Gibraltar. El Presidente quería saber si, empujando, unas buenas unidades llegarían hasta La Línea.

— Mala pata. — dijo Asensio, dejando su lengua en poder de la legendaria sabiduría del Cuerpo de Estado Mayor— : todo está empleado en Córdoba y en Ronda.

Pero eso no era lo más grave. No sólo no disponían de unidades, sino que había otra evidentísima pega: que los ingleses no eran tontos. Si empujaban por Estepona, a tiro limpio, cuando las fuerzas leales llegaran a Gibraltar todos sabrían que eran leales, por muy disfrazados de moros que fueran: esas cosas no se ocultan y, además, bien que lo pregonaría el bandido de Queipo por la radio, con aquella lengua de fuego que tenía.

Pero un estuquista no llega a Presidente del Consejo si no es hombre capaz de defender hasta el final sus ideas: ¿Aliviaría o no que el ejército inglés atacara por Gibraltar, que la Royal Navy, también llamada Home Fleet, cortara el Estrecho y cañoneara la costa?

— Naturalmente, señor Presidente. Cambiaría la guerra.

— Pues eso hay que hacer. No sé cómo, Asensio, pero hemos de conseguir que los ingleses lo crean.

— ¿Hay que engañarlos?

Largo Caballero se echó a reír: tenía los estudios suficientes como para apreciar el sarcasmo de la situación:

— No sé si alguien ha engañado a los ingleses alguna vez, pero, gracias a Dios, Chamberlain es un pardillo.

En la intimidad Largo hablaba con toda naturalidad e incluso mencionaba a Dios con soltura: era un ateo católico, como tantos de sus correligionarios. también hablaba de Chamberlain con el corazón en la mano.

Luego se puso a pensar en cómo cortar el paso a los facciosos en Talavera: alguien le había hablado del talento del general Masquelet para fortificar. Lo de Gibraltar era un poco menos urgente.

— Lo dejo en sus manos, Asensio. — dijo con tranquilidad.— El mes que viene quiere reunirse en Suiza el Comité de No Intervención. Pero antes Inglaterra tiene que haber intervenido en la guerra.

He aquí la razón de que el coronel Asensio Torrado disfrutara de tan tétrico humor. Los Presidentes son así: hágame esto, Asensio. Que Inglaterra entre en guerra antes del uno de octubre.

— Un día de estos, coronel, va a ser ascendido. — añadió Largo para quitar hierro a la cosa. Veía la cara de Asensio y le suponía entregado a la más negra desesperación.

Franco, se decía el coronel, jamás le hubiera encargado una cosa así. Franco, realista como buen gallego, jamás pedía imposibles: vaya y que Inglaterra declare la guerra al enemigo.

Tal vez se había equivocado de bando. El 19 de Julio, con todo el follón recién reventado, Asensio creyó estar frente a otra sanjurjada y su natural agudeza de Estado Mayor le impulsó a jugar la carta de la fidelidad. Por otro lado, tampoco le habían avisado de las intenciones; no habían contado con él; no le habían dado la oportunidad de ser desleal.

Y allí estaba, al lado del Presidente del Consejo, del cuarto Presidente desde el 18 de Julio, y vivo todavía. Madrid en verano y en guerra, con las calles llenas de asesinos más o menos incontrolados y con Largo repleto de brillantes ideas, era un lugar peligroso para cualquier coronel.

El sol, lejos de desentenderse de la actitud hostil del coronel, se esforzó un poco más y bien pronto consiguió que su frente se empapara de sudor. Era el sol del mediodía, pero Asensio atribuyó el fenómeno a la intensa concentración. Probablemente se estaba quedando sin fósforo.

Y tendría que seguir concentrado varios días si quería dar con una idea. Pero, por si había alguna hecha ya, se puso a la sombra y tocó el timbre del ordenanza:

— A ver — le dijo— :que venga el capitán Camazón

JUGARRETA.

No sólo había una guerra en marcha, sino un profundo cambio de moda, y un millón de ciudadanos que se apresuran en vestir de otro modo causa no poco revuelo. Alguien, seguramente un agente de las fábricas, empezó a correr la voz de que el mono era lo elegante. El mismo Azaña, en un paseo a la sierra, consagró la prenda. Giral no picó y, posiblemente por eso, cayó su gobierno. Largo, en cambio, la usaba con cariño y devoción.

Aunque las calles de Madrid eran, a veces, más peligrosas que el frente, la gente seguía correteando por ellas. Derechas e izquierdas, para demostrar su comunión metafísica con la causa republicana, habían metido mano a sus ropas más cochambrosas bajo el lema de que dos remiendos eran mejor que uno. En tanto ser leal equivaliera a vestir de cualquier forma, Madrid seguiría teniendo el aspecto de un vivero de miserables. En medio de aquel paisaje de harapos se erguía, si era antes del décimo jerez, una figura clásica, tan de derechas como la lana de Shetland: Bernabé Stanhope, teniente del Regimiento de la Guardia Escocesa, destinado en la embajada británica gracias a la influencia de su tío Andrew que deseaba pasar los últimos años de su vida sumido en la paz y en el oporto, lejos de su sobrino Barmy .

Bernabé todavía no había encontrado una buena razón para prescindir de sus trajes de Bond Street ni de la gomina del pelo, ni de los sombreros. Como única concesión a la democracia española, usaba de los flexibles en lugar del entrañable hongo, nunca apreciado en su justo valor más abajo de Dover a causa de las películas de Laurel y Hardy.

Barmy avanzaba por Madrid como una goleta con todo el trapo desplegado. El contraste entre la vestimenta de los aborígenes y la suya era tal que muchos se paraban a verle pasar, algunos con odio, otros con envidia y, aún más, con admiración: ¿Quién era aquel tipo que osaba circular engalanado? ¿Un ruso quizá?

El Inglés, impasible, se deslizaba entre las multitudes cochambrosas vertido en el interior de un traje de franela, supuestamente fresco, y ceñido por un reflectante cuello duro unido a una corbata con los colores de su regimiento. Le constaba que se movía entre indígenas hostiles, pero aquello no hacía más que añadir unas gotas de aventura a su monótona vida.

En cualquier caso, Bernabé no soportaba quedarse entre los muros de su embajada. Un tory como él, demócrata pero sensato, no veía con buenos ojos los pasillos y despachos atestados de refugiados. Cierto que aquellos refugiados españoles vestían mejor que los del exterior, y se lavaban una vez al día y sonreían, pero seguía siendo desagradable sortearlos en el despacho o tropezárselos debajo de las mesas.

Como el embajador y los funcionarios de mayor rango se habían marchado a Londres, cansados de la situación y agobiados por los insultos que proferían los milicianos ocho horas diarias bajo sus ventanas, Bernabé disponía de toda la libertad para calarse su sombrerito flexible y salir a la relativa soledad de las calles.

Algunos compañeros, no educados en una Public School, habían optado por pasear con un brazalete con la Union Jack en el brazo izquierdo, una especie de escudo que los protegía de los interrogatorios callejeros. Él mismo gobierno español, no muy capaz de meter en cintura a sus milicianos, había recomendado tal medida a todo el personal diplomático.

Pero Barmy era, sencillamente, incapaz de ponerse una banderita sobre cualquiera de sus trajes bien cortados y parecerse a un elemento del Ejército de Salvación. Un hombre bien educado no mancilla su apariencia sólo para evitar un riesgo, y menos aún cuando sale a la calle con el decidido propósito de entregarse al vermú.

Pero estas sutilezas del honor británico no eran fácilmente comprendidas por los milicianos que habían tomado a su cargo el orden público. A Barmy le paraban cada dos por tres para exigirle la documentación. Eso le llenaba de orgullo: hasta aquellos barbarotes habían oído hablar de lo que significaba el pasaporte británico. Tal vez en sus montaraces cromosomas quedara un recuerdo genético de que Wellington echó a Napoleón de España para devolverles la libertad.

Su tío Andrew, del que había heredado todo menos la calva, al enterarse de que por fin le habían destinado a España le dio un vasito de oporto y un consejo: «No discutas con los fellahs: usa la fusta.» Su tío había servido en la India y en el Sudán, que también están en el extranjero, y se había labrado su propia filosofía. Barmy, prudente, no usó la fusta, pero tampoco discutió con los fellahs, ya que no encontró fellahs con los que hacer tertulia.

Es más: hasta el mismo 19 de julio Barmy creyó vivir en un país civilizado, amante del cuello duro y del jerez. Los españoles eran irremediablemente extranjeros, pero sin turbante y sin pendientes . Locos, pero amables. Insensatos, pero definitivamente olvidados de la antropofagia.

Luego probaron la sangre y todo cambió. Algo debe de tener la sangre capaz de causar hábito y cambiar una sólida sociedad clasista como la española en el paraíso del mono y de la alpargata.

Barmy, en su modestia, filosofaba sobre las aceras, camino del vermú. Peripateaba, por así decir, sobre España y las muchas revoluciones que habían comenzado todas a la vez, casi cada español con la suya, como una epidemia. La filosofía callejera le ayudaba a soportar el calor de septiembre y a mantener rígido y brillante su cuello duro.

Aquella mañana, sin embargo, un hombrecillo le sacó de su abstracción tirándole varias veces de la manga. Barmy descendió de sus alturas intelectuales sin apenas esfuerzo, pues más de siete minutos de meditación solían despertarle dolor de cabeza, y se encontró con un rostro mal afeitado, a la moda como quien dice, empeñado en hacerle guiños.

— ¿Eh? — preguntó el inglés, que todavía no traducía guiños ni otros efectos especiales.

El hombrecillo miró a los lados, como cerciorándose de algo, y guiñó todavía un par de veces antes de hablar:

— Viva Franco. Arriba España. — dijo inesperadamente.

Como era costumbre de algunos gentlemen del Siglo de Oro, una vez pronunciado su parlamento requirió la boina, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

«Este hombre — se dijo Barmy reanudando el paseo venteando vermú en las cercanías— necesitaba hacer una confidencia y, al verme bien vestido, me ha considerado un patriota.»

Pero aún no había empezado a desarrollar su nueva tesis sobre los efectos de los trajes de Bond Street sobre el patriotismo español, cuando dos milicianos, fusil terciado, le detuvieron:

— ¿Qué te ha dicho ése?

Pese a su distante aspecto, Barmy sabía de sobra en qué mundo vivía. Alguien de la embajada le había hablado del método: los sans— culottes, cuando veían hablar a dos por la calle, les paraban y, por separado, les preguntaban sobre su conversación. Si había alguna contradicción, lo más probable es que se acabara en la cárcel.

— «Viva Franco. Arriba España.» — respondió Barmy obedientemente.

— ¡Cómo! — gritó uno de los sans— culottes.

Barmy repitió cuidadosamente el mensaje, esmerándose con el acento esta vez.

— ¿Cómo te atreves a dar gritos facciosos? — le preguntó el otro sans— culotte, empezando a descolgarse el arma.

— Yo no doy gritos.

— A ver, documentación. Los papeles.

Aquellos desgraciados miraron, pues, los papeles de Barmy, aunque poca sabiduría extrajeron de ellos. Uno, tras leer o hacer algo parecido a la lectura, dio una cuidadosa vuelta en torno a él y acabó tocándole el traje de franela: aquel traje era una evidente prueba de culpabilidad.

— ¿Y la bandera? — preguntó el otro— ¿El brazalete?

El británico empezó a explicar lo que pensaba de las banderas puestas en el brazo: un verdadero atentado contra el buen gusto.

— ¿Sabes lo que te digo? — le preguntó uno de los sans— culottes, mirándole con un solo ojo para aquilatarle mejor.— Pues que eres un espía «facista».

Su compañero se mostró de acuerdo. Todo el mundo sabía en Madrid que los «facistas» se ponían trajes de franela y, no contentos con eso, usaban corbata y sombrero: no ponérselos era superior a sus fuerzas.

— Te vas a venir «pa» que te interroguen.

Entre las miradas y las palabras que pudo entender, Barmy se había hecho cargo de la situación: aquellos hombres creían que él les había dicho, bajo su exclusiva responsabilidad, «Viva Franco. Arriba España.» Como si en tiempos de Cromwell alguien le hubiera dicho a un cabeza redonda «Viva el Rey Jack.»

— Yo no he dicho «Viva Franco. Arriba España.» — empezó— Lo ha dicho el señor que me ha parado para hacerme guiños. Ustedes me han preguntado por lo que...

— Manos arriba, para empezar. — le aconsejó uno.

El sol del mediodía, como hiciera con el coronel Asensio Torrado, se puso a irradiar la escena, profundamente interesado por el argumento: en los últimos meses había visto unos millares de detenciones y en aquella no se cumplían los ritos: nadie había cacheado al inglés. Nadie le había golpeado. Ni siquiera le había comunicado de quién le consideraban hijo. Al contrario: allí estaban los milicianos muy quietos, sin apuntar al detenido, medio sonriéndose aunque el pañuelo al cuello no dejara percatarse bien del hecho.

O los dos milicianos gozaban de un humor extraordinariamente apacible que les incitaba a la tolerancia, o, sencillamente, estaban ejecutando ese viejo ritual español llamado paripé.

El paripé, como todos los de su especie, consistía en llevar al alma del detenido la idea de que corría un extraordinario peligro, pero los oficiantes habían sido seriamente advertidos de que al extranjero no podía pasarle nada malo de verdad. Los ingleses, les habían dicho, no entienden las revoluciones proletarias y enseguida envían acorazados.

— ¿Te acuerdas del espía de ayer? — estaba diciendo un proletario al otro, decidido a captar la atención de Barmy— Parecía un hombre normal, pero llevaba un reloj de plata.

— Menos mal que se lo vimos. ¡Menudo «facista»!

Otro de los vicios «facistas» era usar reloj de plata y, en ocasiones, polainas y gomina. Barmy llevaba gomina.

— Creo que, para que hablara, tuvieron que arrancarle nueve uñas. Iban a arrancarle la última, pensando que se les acababa el material de interrogatorio, cuando habló: un primo suyo vive en Sevilla, con Queipo de Llano.

Barmy atendía, interesado. Probablemente aquellos hombres escondían también turbios designios sobre sus uñas, y un oficial de la Guardia Escocesa siente por ellas un cierto apego. Hizo un rápido cálculo mental, valorando cada uña en no menos de un duro, y ofreció a los milicianos el resultado de su matemática de urgencia:

— Les doy diez duros.

Pobres, pero orgullosos, aquellos hombres se encorajinaron y empezaron a recordarle que en los pies también hay.

— Veinte duros. — dijo Barmy, multiplicando por dos en un segundo, a pesar de calcular en moneda extranjera.

— ¡Arriba las manos! — replicaron los ofendidos milicianos cuando Barmy hizo intención de sacarse la cartera.— Cuando se nos terminen las uñas empezaremos por los dientes y...

— ¿Qué me dices de las orejas?

— De postre. Las orejas siempre a lo último.

Barmy sudaba. Estaba claro que en Madrid, a primeros de septiembre y vestido de franela, uno no puede estar al sol subiendo y bajando los brazos sin ponerse a sudar, pero cualquier observador hubiera jurado que aquellas gotas de su frente y de las aletas de su nariz no tenían nada que ver con la temperatura.

Y el observador, que existía convenientemente refugiado en un portal, se hizo visible: un capitán. Posiblemente loco, pues vestía el uniforme de los opresores del pueblo.

— ¿Qué sucede aquí?

BARMY

— Es posible que usted sea un hombre hecho a la sequedad del desierto, capitán, pero acepte mi palabra sobre la naturaleza benéfica del vermú italiano: uno es poco; dos son pocos; tres son pocos; cuatro son...

— Pero cinco serían excesivos, Bernabé. — puntualizó el capitán Camazón. Tras rescatar a Barmy de un presunto destino peor que la muerte, éste se había convertido en una especie de cachorro juguetón y parecía empeñado en inundar con vermú el mundo a su alcance.

— Cinco es un hermoso número. — argumentó Barmy— Las Cinco Gracias. Las cinco estaciones. Los cinco conciertos de Brandeburgo. Los cinco jinetes del Apocalipsis. Los cinco Evangelistas y, como somos militares, las cinco guerras púnicas.

Barmy, risueño y bienhumorado, hacía señas al camarero de Chicote agitando el mantel recién arrancado de una mesa vecina: ya que conservaba todas las uñas, los dientes y las orejas, estaba decidido a entregarse a los placeres de la carne o, al menos, a los del gaznate.

— Esos milicianos — añadió cuando tuvo la certeza de haber sido visto por el camarero— tenían una visión demasiado elemental de la vida. ¿Cree usted que sospechan, al menos, que el mundo se extiende más allá de Madrid?

Camazón sonreía. La mitad de la sonrisa era de Martini y la otra mitad de Rossi; pero, aún así, le resultaba agradable escuchar al inglés: siempre es bueno que el trabajo se convierta en placer.

El coronel Asensio Torrado le había explicado la situación. A Largo Caballero se le había aparecido una idea cuando se sumió en la contemplación del mapa: Gibraltar, además de la llave del Estrecho, era un enclave en la retaguardia del enemigo. Si Inglaterra atacaba por allí y, de paso, cortaba el camino al Ejército de Africa...

Camazón, hecho a esquivar patrullas de milicianos, había alcanzado altos niveles de rapidez y se hizo cargo de la idea: se la echó al hombro y la ponderó con hermosas palabras. Un coronel, aún en aquellos tristes tiempos, confiaba en que sus capitanes le bailaran el agua, exactamente igual que en la Monarquía.

— ¿Así que le gusta, Camazón?

A Camazón le gustaba. Los coroneles seguían teniendo derecho a que sus ideas gustaran a los capitanes.

— En breve tengo que salir para Talavera. Masquelet va a fortificar y conviene reagrupar a las unidades: hay milicianos huidos por todo el Tajo.

Asensio Torrado hizo una pausa destinada a permitir que Camazón usara su intuición. El capitán, lógicamente, la usó y se puso pálido:

— Yo, mi coronel...

— Usted se encargará de que Inglaterra declare la guerra a Franco, capitán. Es más fácil que parar a los legionarios y a los Regulares. Anda por ahí el bruto de Ríos Capapé.

— ¡Es imposible!

— Más imposible es sacárselo de la cabeza a Largo. Para el mes que viene se reúne en Ginebra el Comité de No Intervención. Si para entonces Chamberlain no ha cambiado de idea habremos perdido la guerra, claro que...

Claro que, si Camazón no conseguía cumplir su misión, eso demostraría a Largo que era un maldito faccioso y, lógicamente, el capitán bien podría no ver la derrota final, si es que el coronel se explicaba con claridad.

— Mírelo usted así: — dijo el coronel en un arranque de optimismo— A otros les llevan al paredón sin darles la oportunidad de declarar la guerra a Inglaterra.

Y allí estaba ahora, un día después, en compañía de Bernabé Stanhope, del Regimiento de la Guardia Escocesa. Lo que Casto Camazón había maquinado en veinticuatro horas no cabría en un solo libro, aun suponiendo que el presunto editor usara papel biblia.

Por ejemplo, no es fácil distinguir al ser más cándido de una embajada. Tampoco resulta sencillo conseguir que dos milicianos que han catado la sangre se avengan a cumplir un plan. Todo en veinticuatro horas. Pero, gracias a Dios, Barmy había reaccionado como un buen escolar de Eton y, entre trago y trago, informaba a las copas allí reunidas de su agradecimiento:

— El capitán Camazón me ha salvado la vida.

— Vamos, vamos. — replicaba Casto Camazón de tanto en tanto.

— Entre caballeros... — empezó Barmy, pero perdió el hilo vigilando las evoluciones de un lejano camarero.— Entre caballeros, ni usted puede decirlo, ni yo dejar de pregonarlo.

El inglés analizó la frase, muy satisfecho de haber alumbrado algo tan sutil. ¡Y no creía habérselo escuchado a nadie! Sin duda los sustos aguzan las facultades mentales.

— Creo que esta frase requiere otro traguito. — propuso, admirado de sí mismo.— Hay que desinfectar el gaznate, no sea que termine hablando como Gunga Din. Kipling, ya sabe.

Camazón permitió que le llenaran el vaso, pero no lo libó como se esperaba de él. La suposición de que ambos eran caballeros le había rascado una fibra sensible, quizá del miocardio, quizá de la piamáter: no es precisamente caballeresco liar a un extranjero atolondrado, convencerle para que se haga su amigo y, por último, hacer que su nación se meta en una guerra sangrienta.

Por otro lado, Casto Camazón tampoco era partidario de permitir que ejércitos extranjeros ocuparan suelo español. Y menos los ingleses, que casi nunca se van de donde ponen el pie.

— Perdone la alusión a Kipling. — se disculpó Barmy después de tener otra idea.— Usted es uno de esos hombres fuertes y silenciosos sobre los que escribe. Seguramente usted hubiera conquistado la India a poco que le dieran una oportunidad y un puñado de cipayos.

El capitán Camazón se tragó el sapo de su autoestima y se sacó de algún lugar una de sus mejores sonrisas:

— ¿Qué le parece si le invito a comer, Bernabé?

— Cualquier cosa que caiga en mi estómago morirá ahogada. — respondió el otro alegremente.— Pero no es bueno combatir al destino.

CLAVES Y ENIGMAS.

El capitán Camazón desarrolló una notable actividad durante los dos días siguientes, probablemente empujado por los vientos del pueblo. Baste decir que sostuvo largas conversaciones con casi todo el mundo: con el coronel Asensio Torrado, con el general Miaja y, por último, fue introducido al despacho del mismísimo Largo Caballero. Una especie de simpatía de compañero a compañero les llevó a la contemplación conjunta del gran mapa de España.

— Aquí está la clave. — dijo Largo golpeando sobre el Peñón de Gibraltar. Es posible que los gibraltareños sintieran cómo la tierra temblaba bajo sus pies y no supieran a qué atribuirlo.

Casto Camazón eligió otro punto, más a la izquierda, y también le asestó un buen golpe:

— Aquí está la clave, señor Presidente.

Largo le miró con aquellos ojos descoloridos, suspicaces, penetrantes como berbiquíes. Desde que era presidente, si daba un golpe en un punto del mapa todos se apresuraban a golpear en el mismo lugar.

— Aquí. — dijo volviendo a caer sobre Gibraltar y vigilando las osadas manos de Casto Camazón.

Asensio Torrado hizo un gesto subrepticio: «No sea asno, Camazón, que sólo son unos centímetros.» Pero el capitán era hombre de ideas fijas, así que, absteniéndose de tocar el mapa, pronunció un nombre:

— ¡Casares!

— ¿Qué pinta en esto Casares Quiroga? — preguntó Largo Caballero, sorprendido en su buena fe.

— Casares. — insistió Camazón, señalando delicadamente un lugar por encima de Estepona.— Un pueblo andaluz muy cerca de las líneas enemigas.

Se hizo un breve silencio. Los presentes esperaban a que la información penetrara en el cerebro de Largo Caballero. El mismo Presidente, también.

— ¿Y qué demonios pasa allí?

— Desde las alturas se ve Gibraltar, si es un día claro, por supuesto. Además, un extranjero no tendrá forma de saber si es zona nacional... quiero decir rebelde.

— ¡Ajá! — exclamó Largo al comprender que tenía que decir algo que no le comprometiera.

— ¡Ajá! — dijeron Miaja y Asensio Torrado.

Casto Camazón se irguió, hinchó el pecho como le enseñaron en la academia y pidió el género preciso:

— Necesito una brigada en Casares. — Esperaba sacar un regimiento, pero conocía cómo hay que pedir las cosas en el ejército.

— Un brigada. — ofreció Miaja, que sabía que los desastres de Talavera y del Tajo en general no habían hecho más que empezar.

— Una brigada. — repitió el capitán.— Si hay que conquistar Gibraltar, ¿qué menos que una brigada?

Era una buena razón. Un brigada, en cambio, apenas si se notaría en el Peñón: sería una especie de gesto poético, si no aprovechaba para pasarse.

Largo, callado hasta el momento, se dio unos paseos sobre su hermosa alfombra. La alfombra le ayudaba a pensar.

— Ya veo. — dijo, taladrando con la mirada el mapa.— ¿Por dónde quiere hacer pasar a las unidades?

— Por ninguna parte. ¡No pasarán!

Los presentes se estremecieron, percibiendo en la frase una especie de premonición.

— ¿No pasarán? — aquel capitán debía llevar años y más años sin comer sardinas y andaba sin reservas de fósforo: una brigada que no tenía que pasar por ninguna parte, era una extraña petición.

— No hace falta. — insistió Camazón.

Largo, hombre inteligente, era respetuoso con lo desconocido, así que le alargó un puro:

— Fume usted. Y hable.

Casto Camazón se puso a hablar. Y a fumar.

* * * * *

El bueno de Bernabé había encontrado en Casto Camazón una especie de alma gemela. Camazón, por ejemplo, amaba el oporto, cosa casi increíble en un español, siempre dados a tomar licor después de las comidas. Poco licor, encima.

Camazón también sabía hacerse el tonto casi tan bien como Barmy, y eso que a él le entrenaron desde la tierna infancia para esconder cualquier rasgo de inteligencia que pudiera hacer sospechar que en él se escondía un lector de Bernard Show o de Joyce.

Bernabé, convencido de haber dado con un gentilhombre, recibió a Casto Camazón en su embajada, reprimiendo a duras penas el impulso de soltar palomas blancas y disparar cohetes.

Cuando le anunciaron la visita, salió de su atestado despacho y se encontró con Camazón plantado en un pasillo y contemplando gravemente a los refugiados. El rostro del capitán, aunque no fuera el espejo de su alma, subía y bajaba por una variada gama de expresiones: debía ser un duro ejercicio pues Casto Camazón aparecía mustio y quieto, fatigado.

— ¡Ah! — le saludó Barmy. — El héroe cansado.

Casto Camazón no hizo ningún gesto. Miraba a una mujer con el vestido arrugado que le devolvía una mirada altiva. Al lado, un niño con las piernas flacas abría unos ojos como platos. Un anciano pulcro descansaba sobre un parco colchón y miraba al techo con obstinación. Contemplaban al enemigo

Barmy, aun a riesgo de parecer sentimental, se llevó a su amigo del brazo, quitándole de la contemplación de sus compatriotas hacinados.

— ¿Son sus enemigos esa gente? — le preguntó.

— No. — respondió Camazón, tajante.— Españoles en desgracia. España en desgracia.

— Puede que ahí fuera se convirtieran en enemigos. Puede que murieran.

— No todos. — Casto reprimió un estremecimiento:— Ahí fuera hay amigos míos en un bando y en otro. Puede que los de este lado se quieran ir al otro, y los del otro, venirse a éste. — Barmy, educadamente, miró hacia otra parte. Cuando un español hablaba del drama de su Patria no le parecía correcto contemplar el dolor íntimo.

— Afortunadamente Chicote está de esta parte, ¿no? Y el Ritz, y esa tasca a la que usted me llevó a comer jamón con moriles.

El capitán español no encontraba su humor: los ojos de los refugiados le habían acusado de muchas cosas en muy poco tiempo. Sacó, pues, su misión sin darse tiempo a ponerle un prólogo:

— Hay que acabar con esto. Por eso he venido a verle. — Barmy se sorprendió. Uno puede parecer tonto pero, en puridad, no hay ningún tonto en una embajada del U.K. : los suele coger el Intelligent Service para espiar a las Trade Unions.

— ¿Va a ser usted capaz de romper una hermosa amistad y hablarme de socialismo o, lo que es peor, de ametralladoras?

— ¿Tú oyes a Queipo de Llano? — preguntó, bajándose al tú.

— ¿Por quién me tomas? Tenemos a uno que cobra para escucharlo. Abajo. Todo el día con la oreja puesta.

— Pero sabrás que una de las premisas de los nacionales, apoyados por Mussolini y Hitler, es unificar España.

Si Barmy hubiera tenido la desgracia de no nacer inglés, también hubiera querido unir su Patria. Como inglés, en cambio, sabía que era más útil dividir las de los demás.

— O sea, que quieren echaros de Madrid.

Camazón se rió:

— Y a vosotros de Gibraltar.

— Hace doscientos años que los españoles queréis eso. Es como una obsesión. Mira: nosotros, en cambio, no queremos echar a los españoles del Peñón, y eso que no trabajan demasiado. Es una cuestión de talante humanitario: también tenemos moros, judíos y algún catalán.

Los dos oficiales cruzaron una mirada seria pero zumbona. Camazón, que se debía a su sagrado ministerio, se puso a iluminar a su amigo sobre los oscuros procesos de la política fascista.

— ¿Por qué unos decís fascista y otros «facista»?

— ¿Por qué unos ingleses pronunciáis las haches y otros no?

— ¡Ah, claro! Un misterio de la Naturaleza, como que el pollo al curry sea un plato típico inglés.

Camazón despejó, todavía, algunas dudas de menor importancia y se lanzó a fondo:

— El Ejército de Africa es la clave del avance de las columnas del sur. Un línea de suministro tan larga les debilita.

— Sí: ya me he enterado de su «debilitación» en Talavera.

Camazón ignoró la sorna:

— Lo cierto es que los nacionales necesitan el control absoluto del Estrecho para pasar hombres de refresco, municiones, alimentos... Gibraltar protegería absolutamente el paso de los convoyes marítimos. Sus aviones trabajan veinticuatro horas al día, pero no les bastan.

Esta vez le tocó a Barmy mantenerse serio. El Foreign Office había pensado cosas por el estilo desde el 19 de julio. Los del Foreign Office eran capaces de usar gabardinas, como los americanos, pero tenían sobre los hombros una sólida cabeza con su bombín y, de vez en cuando, la llenaban de pensamientos.

— Esas son cosas con las que siempre se especula.

— Sí, claro: hay toda una brigada especulando a un tiro de cañón de Gibraltar. Dentro de poco será una división. Se mantienen no muy lejos, pero a cubierto, para desencadenar un ataque relámpago. Diez o doce mil hombres especulando con morteros y ametralladoras, y con esas «baterías eléctricas» de los italianos, pueden crear una especie de filosofía del asalto a la bayoneta.

Resumía muy bien Camazón, a pesar de ser por la mañana, en opinión de don Bernabé Stanhope. Él no había hecho aún ninguna guerra, pero tendía a creer que diez o doce mil hombres pueden hacer diabluras en cuanto se les da el material oportuno.

Por otro lado, lo que parecía nacionalismo exacerbado en el bando contrario, hacía muy creíbles los oscuros designios sobre Gibraltar. Quedaba, sin embargo, un detalle: no era normal que un español quisiera que Inglaterra retuviera el Peñón. ¿Sería verdad lo que decían las emisoras nacionales y que un buen número de republicanos, por enfermedad o por esnobismo, se hubieran vuelto extranjeros? Ser extranjero, a juicio de un hombre como Barmy, era siempre una especie de pecado. Miró con aires de mochuelo a su amigo y, con toda cortesía, desconfió como era su obligación:

— ¿Por qué me cuentas esto?

Camazón, algo sonrojado, declaró ser un caballero profesional en una tierra en la que, según Napoleón, el pueblo en masa se comportaba como un caballero, claro que en 1808.

— Estuviste a punto de sufrir serios contratiempos. Fuiste maltratado por unos hombres a los que mi gobierno y yo tenemos la obligación de controlar. En este sentido, la España leal y yo mismo estamos en deuda contigo.

— ¿De verdad crees que me hubieran arrancado las uñas? — preguntó Barmy, estremeciéndose.

— Una tras otra. Te cuento esto de Gibraltar como desagravio.

Camazón decidió añadir un toque maestro:

— Para nuestros objetivos militares, si los nacionales atacan Gibraltar, cederá la presión en la línea del Tajo, lo que, quizá, nos permitiría pasar a la ofensiva. No obstante...

Barmy dio las gracias: a su regreso a casa tendría que hablar seriamente con su tío. Ni un sólo fellah en España. Sólo unos cuantos barbarotes entremezclados con unos caballerazos. «A pesar de las ganas que tienen de quitarnos Gibraltar — le diría— me pusieron en guardia por una cuestión de honor. Tal vez esta manía del honor les hizo perder el Imperio.»

Sí: sobre este asunto tendría que escribir un día una carta al director de The Times. Cada inglés tiene su honor, pero Inglaterra tiene sólo intereses. En cambio, el honor de cada español es el de España. Esto hace evidente que nunca ganarán una guerra contra nosotros.

Camazón le veía meditar. Nunca había presenciado el espectáculo de Barmy meditando y en modo alguno podía sospechar que el joven oficial organizaba, in mente, una futura carta al Times y algunas observaciones para su tío. Al capitán, más bien, le parecía que Bernabé Stanhope reflexionaba sobre la verdad y la mentira siguiendo los sabios consejos de Campoamor.

— ¿Tomaremos el te esta tarde? — preguntó por fin el extranjero.

— De acuerdo. Cuando estamos en retaguardia, los soldados somos perfectamente capaces de tomar te por la tarde.

— Claro que, ya que estamos en España, podemos sustituir el te por el sherry. El sherry, — añadió lleno de oscuros presagios— ha caído en manos de los nacionales y preveo, en breve, una angustiosa penuria.

Mientras le acompañaba por los pasillos atestados hacia la salida, y con la mente puesta en el jerez, todavía añadió:

— No sólo de pan vive el hombre: habéis cometido un grave error dejando en manos del enemigo Jerez y La Rioja.

Pero el capitán Casto Camazón no estaba para analizar la incidencia del vino en los éxitos militares: contemplaba a todos aquellos españoles acogidos bajo la protección de una bandera extranjera. ¡Claro que el hombre no vivía sólo de pan! Vivía de milagro. ¿Cómo era posible que el español resultara siempre, en todas las épocas, el peor enemigo del español? ¿Quién había derramado tanta injusticia sobre unos y otros, sobre los nacionales y los rojos, sobre los seres más soñadores de la creación?

Se estrecharon la mano al despedirse, comprometiéndose a que el five o'clock tea procediera de las bodegas de Terry. Luego, mientras Barmy se orientaba hacia la sala de cifra, Camazón pasó despacio, muy despacio, entre las filas de los milicianos que vigilaban el exterior de la embajada.

— Papeles. — le dijo uno.

— Vete a la mierda. — le respondió Camazón.

Y le dejaron pasar. Aquel capitán estirado hablaba el idioma del pueblo con el mejor de los acentos.

* * * * *

Barmy llegó al te de las cinco con la resolución del explorador perdido en el desierto. Su cuello duro refulgía al sol de la tarde, deslumbrando a los transeúntes vestidos a la moda proletaria. Cualquier observador que llevara semanas vigilando a Barmy hubiera concluido que no era humano.

¿Cómo — se habría dicho el observador— este tipo viste de franela y cuello duro sin derramar ni una sola gota de sudor al sol de septiembre?

Su tío Andrew, un auténtico Pukka Sahib con arteriosclerosis, a la vez que le aconsejaba usar la fusta con los fellahs, le había comentado que un hombre blanco no puede mandar a una raza inferior si está bañado en su propio jugo. «Sólo se puede sudar jugando al fútbol y al criquet. Montando a caballo ya es incorrecto.»

— ¿Y si a pesar de ser de raza superior me pongo a sudar, tío?

— Pues serás un imbécil: no tienes más que tomar varias píldoras de sal al día. La sal es mala para el corazón y los riñones, pero estupenda para el decoro. El mismo Gordon se atiborraba de sal. Ni cuando le cortaron la cabeza en Kartum sudó una gota.

Camazón también se mostró a la altura: la tirilla almidonada, el cuello cerrado, la guerrera de buen paño y, para que el inglés no le mojara la oreja, con los guantes puestos.

En los últimos dos meses había sido interrogado en la calle cientos de veces por vestir el uniforme. Algunos compañeros, para evitarse problemas burocráticos, habían optado por el mono sobre el que se pegaban las estrellas y se ceñían el correaje. Pero no Casto Camazón

El recordaba, por ejemplo, a la gente del Cuartel de la Montaña, caída en el patio con sus uniformes limpiamente cubiertos de sangre. Allí murieron muchos amigos, grandes tipos. A estas alturas Camazón no sabía ya si murieron con razón o sin ella, y ni siquiera deseaba pensarlo; pero lo que le pasara a él, bueno o malo, le sucedería correctamente uniformado. Seguramente consuela morir vestido de lo que se es.

El caso era que, bajo aquel sol de septiembre de 1936, Barmy y Camazón no parecían estar enterados ni de la guerra ni de la revolución. Eran como aristócratas franceses llevando la peluca para desafiar a Madame Guillotina: las pelucas también daban un calor de todos los diablos.

Ambos habían aprovechado sus respectivas mañanas. Barmy, por ejemplo, se había puesto en contacto con Londres: «Parece que Franco prepara una invasión a Gibraltar». En Londres siempre daban la impresión de no creerse nada, pero se lo creían todo. Gibraltar era una especie de joya de la corona, vaya usted a saber por qué ese amor a aquel peñasco.

— ¿Eso es verdad?

— Parece que sí

— ¿Tiene fotos? — nada es verdad en el Foreign Office si no hay fotos.

— Tengo la palabra de un capitán.

Hubo una especie de cloqueo que bien podía equivaler a lo que pensaban en Londres de los capitanes del resto de Europa.

— ¿Y si es mentira? — dijeron después de cloquear.

— ¿Y si es verdad? — preguntó Barmy. A todos los efectos, las conversaciones diplomáticas parecen diálogos galaicos.

— Hágase con las pruebas necesarias.

Barmy sabía, por experiencia, que, vista desde Inglaterra, España es muy pequeña, así que recordó a sus superiores que entre Madrid y Gibraltar había casi seiscientos kilómetros y, por si fuera poco, dos ejércitos zurrándose la badana. Uno puede ser teniente de la Guardia Escocesa y no por ello un andarín prodigioso.

Camazón, en cambio, había redactado cuidadosamente un pliego de instrucciones que debían seguir al pie de la letra todos los efectivos que se estaban reuniendo en Casares. Todos los que supieran leer, al menos. En Casares, provincia de Málaga, tenía que haber una brigada nacional. Tenían que ser «nacionales». Tenían que aprenderse el Cara al Sol. Tenían que izar la bandera bicolor y, si era necesario, tenían que ponerse escapularios y detentes.

Asensio Torrado leyó el pliego por encima y se puso a reír: por menos de una décima parte de aquellos consejos gente había que pasó a mejor vida. El coronel Asensio haría lo posible con aquellos teléfonos locos del momento. A ver si le entendían.

— Lo más probable — añadió— es que en Málaga crean que el enemigo ha tomado una de nuestras posiciones y les está gastando una broma. Estaba fresco en su memoria cuando, desde la zona del Tajo, alguien llamó al Ministerio de la Guerra y dio un recado al secretario del ministro. Algo como «Socorro: Valencia se ha levantado y ya es nacional». ¡Vaya revuelo!

— Es fundamental que en Málaga se convenzan de que esto es serio, mi coronel.

Asensio echó un vistazo a su alrededor, buscando algo que fuera serio. Se detuvo en un retrato de Marx, barba al viento, pero lo desechó como demostración. Miró la bandera tricolor y titubeó:

En fin: Asensio Torrado no encontró nada serio. La única seriedad de las guerras está en el frente, y no en todas las ocasiones: sólo cuando un amigo cae destrozado o cuando la intendencia se equivoca de camino y uno vive tres días sin suministros.

— Seriamente entonces, Camazón: ¿Usted cree que todo este trajín servirá para algo?

Camazón se había vuelto cauto: también miró hacia el retrato de D. Carlos Marx para inspirarse:

— Si el inglés llega a creer que Franco prepara un ataque sobre Gibraltar, no diré que Inglaterra entre en guerra, pero puede que Chamberlain se retire del Comité de No Intervención, ¿verdad?

— Pero, ¿lo creerá?

— Bernabé es un tipo demasiado atolondrado para ser cierto. Imagino que en Inglaterra enseñan a las clases dirigentes a hacerse los tontos: una especie de deporte nacional. Pero esos jóvenes larguiruchos y engominados son otra cosa.

Camazón estaba seguro de que Barmy había hablado ya con Londres. también calculaba que, de un modo u otro, el teniente de la Guardia Escocesa haría lo posible para ver con sus propios ojos lo que se preparaba contra Gibraltar, y esos ojos, aunque saltones y enrojecidos por bebidas espirituosas, podían descubrir más de la cuenta, cosa que no le desagradaría: Camazón tenía dos planes, por lo menos.

En efecto: Bernabé Stanhope planteó el asunto desde la primera copa: que le asparan si entendía por qué su gobierno amaba Gibraltar, aquel nido de hebreos y contrabandistas. Su gobierno, dicho con absoluta reserva, también amaba otros lugares estrambóticos como las Islas Mauricio, donde vivió el pájaro dodo, o Hong— Kong, donde los chinos se dedicaban a tirar de carritos por alguna oscura razón oriental mientras Somerset Maugham les retrataba a pluma.

— No te lo tomes a mal — confesó— pero, cuando les dije que había obtenido la información de un capitán, cloquearon. Creo que los capitanes españoles deberían jugar al criquet en lugar de al dominó: eso les daría prestigio en el Foreing Office, donde están hartos de hacer rompecabezas.

Camazón se felicitaba: el inglés se iba metiendo en su terreno, pero una elemental cautela le impedía invitarle a hacer una gira por el campo nacional: tenía que proponérselo el británico.

— Quieren fotos. Santo Tomás, en estas fechas, también hubiera pedido fotos. ¡Epoca realista y sin concesiones a la imaginación, Camazón!

— ¿Y cómo vas a sacarlas?

Barmy meditó unos momentos, contemplando la ventana al trasluz de su copa:

— Preveo que con una cámara Agfa que me regaló mi prima Angela en el 35. — decidió añadir un detalle esclarecedor:— Tiene filtro.

Tres elementos de la Fai, con sus puntiagudos gorros rojos y negros, entraron en Chicote con la urgencia de comunicar al camarero que el pueblo tenía sed, no sólo de justicia sino de líquidos extraordinariamente menos metafísicos. Ellos, añadieron, estaban haciendo una guerra y estaba feo que los señoritos les dejaran morir de sed.

El camarero, que entendía todos los dialectos revolucionarios, les entregó una botella de soberano. Los anarquistas la cogieron riendo:

— Ya no hay soberanos en España. ¡Viva el comunismo libertario!

El camarero, impasible, les presentó una botella de Veterano que pareció calmar sus ímpetus republicanos. Se llevaron las dos, saludando puño en alto.

Barmy se había distraído, contemplando la estampa llena de tipismo. Los gorros rojos y negros sólo eran comparables con los tricornios de la guardia civil y con las monteras de los toreros.

— Estoy seguro— añadió— de que mi Agfa de 6X9 hace fotos capaces de satisfacer hasta al secretario del ministro.

Camazón no puso en duda la técnica alemana, habida cuenta de los Junkers que atravesaban el estrecho. Los alemanes construían para la eternidad, como Keops, Kefren y Micerino, pero probablemente a Barmy no se le había ocurrido que

a).— Debía salir de Madrid.

b).— Debía cruzar solo media España.

c).— Debía atravesar las líneas enemigas, con riesgo de caer en manos de los moros y

d).— Usar entonces su maravillosa Agfa, regalo de la prima Ángela.

— Dos cabezas piensan mejor que media. — reconoció Barmy, palpándose la suya.— Antes, como usaba hongo, todas las ideas quedaban retenidas ahí debajo, pero sin hongo es muy difícil evitar que se dispersen. Como indiscutiblemente eres benevolente, a lo mejor me puedes dar una pista.

— ¿Por qué iba a hacerlo? — dijo Camazón con indiferencia. Según su plan, debía dejarse convencer por el inglés.

— Porque quieres que Inglaterra intervenga en este asunto, amiguísimo mío. — respondió Bernabé, dejando que la inteligencia le asomara a la lengua por primera vez.— No me preguntes cómo he llegado a esta conclusión, porque sería largo de contar, pero si fueras un caballo, apostaría por ti hasta los cordones de las botas.

El capitán decidió que era necesario suministrar algo más de sherry a su cofrade de la Guardia Escocesa y, de paso, pensar urgentemente en una respuesta.

— ¿Cuento con tu discreción?

— ¡Off course! No sé lo que significa «discreción», pero cuentas con toda ella.

— Ya sabes que el ejército se ha levantado contra el pueblo.

Algo había oído Barmy. Así pues, ¿podía dar crédito a aquella información?

— Más o menos. Yo estaba entonces enfermo. No pude morir con mis compañeros en el Cuartel de la Montaña.

Barmy sabía lo doloroso que puede ser no morir con los compañeros en un momento dado. ¿Había leído Camazón Las Cuatro Plumas? Apostaba a que los capitanes del otro bando se aprestaban a enviarle a Camazón una almohada llena.

Casto Camazón miró hacia cuantos puntos cardinales estaban a su alcance y bajó la voz:

— Cuando te libré de aquellos milicianos que hablaban de tus uñas, estaba en contacto con la Quinta Columna.

— ¿Qué es eso?

— Hay cuatro columnas que avanzan hacia Madrid. La quinta es la de los madrileños que, a escondidas, luchan para que triunfe el alzamiento.

— Un nombre poético: La Quinta Columna. El quinto toro. El quinto coño... Les gusta lo de quinto a los españoles, pero no dejes que te distraiga: sigue, a ver si vamos a Gibraltar con la Agfa o no.

— El caso es que ahora me esperan ya en el otro lado. Aquí — hizo una señal amplia— me ahogo. Pero lo difícil es salir de Madrid sin despertar sospechas, con todos los permisos en regla. Entonces se me ocurrió que, contándote lo de Gibraltar y, luego, informando a mis jefes de que querías verlo con tus propios ojos, dispondría de todas las ventajas para pasarme a la zona nacional.

A Barmy un anciano profesor de lógica le había medido más de una vez las posaderas por no recordar aquellas palabras de los silogismos: Barbara, darii... Cada vez que un razonamiento le sonaba a falso le escocían las viejas heridas:

— ¿Y qué dirán tus nuevos jefes cuando sepan que me has revelado sus planes para la conquista de Gibraltar? No creo que pretendas traicionar a tu nueva causa, de modo que lo más probable es que me hagan prisionero nada más cruzar las líneas.

¡Y parecía tonto el teniente de la Guardia Escocesa! Seguramente les ponían esos altísimos morriones peludos para disimular que tenían todos una gran cabeza.

— Me estás forzando a poner todas las cartas boca arriba. — exclamó el capitán mientras empezaba a pensar en tales cartas. Bien dijo Asensio Torrado que eso de engañar a un inglés no es cosa que pueda hacer cualquiera. Una raza desconfiada.

— Sigo creyendo que eres un caballero. — dijo Bernabé Stanhope— Nadie que no fuera un caballero se pondría guantes en septiembre aquí, pero temo que tu sentido del honor y tu sentido del deber chocan. Los míos — añadió— chocan constantemente. Hay noches en que no puedo dormir del ruido que meten.

Casto Camazón había oído decir que el buen general es el que convierte las sorpresas que le da el enemigo en un elemento más de su táctica, así que se puso en pie y dio un ligero taconazo:

— Capitán Casto Camazón, del S.I.M. — dijo, procurando tener un cierto aire prusiano. Hecha la nueva presentación oficial, recurrió al halago que, por las habladurías que llegan a Madrid, abre muchas puertas.

— Comprendo que estés destinado en un puesto de importancia de la embajada, Bernabé.

— Yo también: mi tío Andrew se negó a soportarme ni un minuto más después de que le hiciera agujeros a su chistera nueva para ponérsela a mi caballo.

— La guerra — siguió Camazón— tiene dos frentes y tú has sabido verlos con extraordinaria claridad.

— El Frente del Norte, en Somosierra y el del Sur, en Talavera y Extremadura.

— Bueno, pues tres: está la inteligencia.

— ¡Oh, la inteligencia! — exclamó Barmy lleno de admiración. La inteligencia es cosa respetable entre los ingleses, pero francamente snob.

Camazón, mientras, calculaba. A veces la mejor mentira es, sencillamente, la verdad. Todo un riesgo, pero él tenía órdenes tajantes de llevarse a Barmy hasta Casares y dejarle que tomara fotos del ejército rebelde. Sólo así podía llegar allí él mismo.

— Es cierto que estoy en tratos con la Quinta Columna: en mi trabajo es imprescindible ir de un lado a otro.

— Ya entiendo: una inteligencia viajera. Mi tío Andrew también es una inteligencia viajera pero, afortunadamente, la arteriosclerosis se la ha estacionado en el campo de Wessex.

— Yo juré la bandera de la República — siguió Camazón, salvando su honor particular— y, lógicamente, soy fiel a la República. Ahora estamos en un mal momento tras los descalabros de Extremadura y de Talavera. Por eso, al enterarnos de los preparativos de Gibraltar, decidimos que sería bueno que Inglaterra fuera informada.

— Y entonces me echaste encima a aquellos dos milicianos que no paraban de hablar de mis uñas. Bueno — añadió Barmy deportivamente— : Cosas peores me hicieron en Eton. ¿Te han metido alguna vez una lombriz en el tazón de porridge? Se trata de una experiencia altamente aleccionadora sobre lo que puede esperar de la vida un tierno escolar. Probablemente queréis que Inglaterra declare la guerra a la España Nacional.

— ¡Hombre de Dios! ¿Por quiénes nos tomas? — Camazón descubría en él extraordinarias aptitudes para el teatro— Si quisiéramos que Inglaterra entrara en el juego nos hubiéramos callado. Tras el ataque, os habríais defendido. Para una cosa tan sencilla yo no era necesario. Ni tú.

— En eso aciertas: salvo para dar cuerda a las pianolas, la gente suele necesitarme poco.

— No olvides que somos un pueblo orgulloso: lavamos entre nosotros los trapos sucios, y aún hay más: si Inglaterra atacara al otro bando de españoles, probablemente nos uniríamos todos contra el invasor. Napoleón mismo sabía esto.

— Wellington, no.

— No discutamos: mi gobierno lo que quiere es que el Comité de No Intervención desaparezca. Quiere desenmascarar en los foros internacionales la conspiración fascista. No se conformarán con ocupar Madrid: luego querrán Gibraltar y después, con Italia y Alemania, Europa entera.

Cómo estaría de interesado Barmy que había olvidado por completo los aromáticos productos del señor Terry. El mismo Camazón se daba palmaditas mentales sobre un hombro también mental. El, un elemental capitán de infantería, se estaba revelando como un magnífico espía.

— Eso — dijo Barmy al fin— sí tiene sentido. Es perfectamente honorable que cada uno persiga sus fines.

Reparó en los bebedizos del señor Terry y rellenó los recipientes a su alcance:

— Tú haces política y yo hago fotos con mi Agfa. (Por cierto: el filtro es dorado y no ahumado) ¿Cuándo me llevas a la Zona Nacional?

— Mañana podemos emprender viaje.

— ¡Ah, mañana! Me parece que algún clásico dijo algo en latín sobre el mañana.

— Casi todos.

— Por eso me suena. Y, dime, antes de apurar los cálices: ¿Los nacionales fusilan a los espías extranjeros o se limitan a los productos de la tierra?

— A todos.

Barmy contempló con flema el local y dejó que se le escapara una sonrisa juvenil:

— Si las cosas van mal, mi tío sabrá cuidar de mi caballo.

RUMBO AL SUR.

Sudor ,polvo y traqueteo, el citroën requisado se adentró en la llanura y enfiló hacia Toledo, siguiendo la ruta de las personalidades que iban todos los días a ver cómo caía el Alcázar.

Camazón, al volante, había cambiado el uniforme por un brazalete de la UGT y una gorra. Barmy, por necesidades del espionaje internacional, llevaba abierta la camisa por debajo de su chaqueta de hilo, blanca como una luna llena. Atrás, confundido con la cesta de mimbre que atesoraba provisiones de boca, sólidas y líquidas, iba un mozalbete de quince o dieciséis años: el asistente de Camazón, un voluntario con pañuelo rojo anudado al cuello y apenas bozo en las mejillas.

Viajar por España, a pesar de los firmes especiales de Primo de Rivera, el dictablando, siempre fue una aventura extraordinaria. Las sorpresas del paisaje se combinaban con las gallinas y las ovejas y, cuando ni paisajes ni gallinas ni ovejas aportaban sus notas coloristas, intervenían las diferentes milicias de los comités, pidiendo papeles para darse el placer de deletrearlos mal.

Cientos de caballeros andantes, impávidos frente a un dragón o frente a una doncella, hubieran renunciado a sus espuelas al vérselas con un control, no sólo impresionados por el aspecto astroso de los demócratas de pueblo sino por los variados olores que difundían por el espacio.

Camazón, como cientos de españoles leales a la República, se imaginaba la España Nacional como un lugar idílico: soldados bien uniformados y untados con Varón Dandy; carreteras sin baches, con las cunetas cuajadas de humildes florecillas; curas en cada altozano, bendiciendo a la amable naturaleza, y otros portentos como, por ejemplo, mujeres sin pancarta y políticos sin tribuna.

Barmy, al carecer de la fantasía española, acunaba los ojos en la llanura o los hacía trepar a las viejísimas mesetas de La Alcarria. Algo le decía que amar a España era empresa de titanes, como besar a tío Andrew debajo de un ramo de muérdago en Navidad.

Pero le gustaba España: aquellos hombres silenciosos, casi mudos que, de repente, rompían todos a gritar sin previo aviso. Aquellos rostros pétreos e impasibles que, inesperadamente, ponían en circulación una sonrisa o una lágrima. Aquella fe en que el mundo podía ser, mañana, distinto de como siempre había sido.

— No entiendo el paisaje. No entiendo a los hombres, pero me gusta España. — dijo después de que un bache le arrancara de sus ensueños.— Su historia es rápida, pero todo lo demás parece eterno aquí.

Camazón lo agradeció en silencio. En uno y otro bando sólo estaba permitido hablar mal de España a los españoles. Y eso era así porque ningún español entendía a su Patria: por eso se limitaba a sentirla, como al viento y a la luz.

Ya permanecieron silenciosos hasta bordear Toledo. El cañón sonaba, persistente. El asistente mozo miraba por la ventanilla trasera con los ojos redondos, de cachorro asustado, mientras Camazón se obstinaba en no separarlos de la carretera. Barmy, en cambio, pidió un favor:

— Para.

Salieron del coche. Del Alcázar subían varias columnas de humo. El cielo de Toledo no era como el que se ve en los cuadros del Greco, sino azul purísimo y contra él rebotaban los estampidos de la artillería.

— No puedo creer que haya gente ahí dentro. — dijo, al cabo, Bernabé Stanhope.

Camazón sí lo creía, y sentía unas enormes ganas de cuadrarse y saludar. Hay que respetar al enemigo. Pero, además, aquellos hombres y mujeres encerrados en el Alcázar no eran el enemigo se mirara como se mirara. Aquellos hombres, solos entre escombros y hambre, estaban ganando la guerra esforzando el alma.

Barmy, súbdito inglés sin miedo a las represalias políticas, se quitó el sombrero y se cuadró. Camazón hizo lo mismo y ambos permanecieron así, silenciosos, unos momentos, sintiendo la vibración artillera del aire en los rostros emocionados.

— Por motivos de edad, que no es preciso enumerar, me perdí lo de Sagunto y lo de Numancia, pero mis nietos y mis biznietos sabrán que vi Toledo.

El joven asistente volvió el rostro, como si fuera a llorar. Camazón mantuvo el silencio. Aquella guerra era, toda ella, una equivocación, pero, si existía alguna verdad, estaba sin duda en el temple de los hombres que la hacían. ¡Dios le amparara! No tenía más remedio que pensar que los héroes no se equivocan.

— Ea, ea. — dijo Barmy al fin, dirigiéndose al coche.— Esto os está doliendo demasiado a vosotros dos.

Casto Camazón se puso al volante. Arrancó el automóvil y los pensamientos:

— No me duele.— comentó— ¡Qué va a dolerme! Ahí hay gente que sufre y que muere, pero no me duele. Perdona que hable de mis sentimientos, pero siento una oleada de orgullo.

— ¿Pero no son rebeldes?

Camazón recordó que él era, oficialmente, un elemento del SIM, pero se le atragantaban algunas palabras.

— ¡Claro que son rebeldes! — gruñó.— Pero, ¡qué tíos!

* * * * *

La noche se asomó al cielo por la amura de estribor y echó un vistazo a la llanura, embebiéndose en el reflejo rojizo de las mieses que maduraban. Si no fuera por ella y por sus mantos negros y estrellados, los hombres no dejarían de ir y venir nunca. Los hombres, en su opinión, buscaban algo. Llevaba milenios observándoles y estaba segura de que no hacían otra cosa que buscar y buscar.

La noche se dejó de filosofías. Se estiró un poco más, de puntillas, y abarcó el horizonte para empezar a distribuir, aquí y allá, las estrellas reglamentarias. Quizá — volvió a decirse la noche, arremangándose,— los hombres también buscaban estrellas. Y sangre. Y magia. Y vino. Buscaban todo, pero encontraban poca cosa.

Dotada de buena vista, distinguió al citroën que avanzaba por la carretera desierta. El coche, valiéndose de ciertas evidentes señales, también descubrió a la noche alzándose por levante y haciendo guiños a la tierra quieta. Corría entre los pámpanos verdes, primitivos taparrabos, de las proximidades de Valdepeñas. El citroën, racionalista como buen francés, decidió hacer noche allí y depositó a su gente frente a la Casa del Pueblo, donde reinaba un señor con boina que firmaba como «El Comité».

El Comité, puesto en pie, reparó en las tres visitas y dio a entender que aquellas chaquetas no le gustaban nada. Pero que nada. Iba a cumplir con la liturgia de su ministerio y a exigirles los papeles cuando el tipo del brazalete se le adelantó:

— Papeles. — dijo— De prisa. ¿Quién es usted? ¿Quién manda aquí?

El Comité, desorientado, hurgó en un cajón con una mano y en una especie de bolsillo trasero del mono con la otra.

Camazón le arrebató los papeles; un carné de la UGT, otro del PSOE y otro de la FAI. El Comité, sabio como buen campesino, procuraba estar a bien con casi todos. En realidad, pasados los primeros malos momentos, había salvado a más de uno. Tenía escondido en casa a un concejal de Primo de Rivera y, en principio, consideraba que su alma era pura.

— Venimos de Madrid. — le advirtió Camazón, consciente de que tal información podía describir su peligrosidad mejor que cien palabras escogidas. ¡De Madrid y en coche! ¡Peces gordos!

— Estoy a vuestras órdenes, compañeros.

— Eso espero. — gruñó Camazón amenazador, mirando las paredes con aire inquisitorial.— ¿Y el retrato de Stalin?

— ¿No basta con Pablo Iglesias y con Marx? — preguntó el Comité, señalando a los interesados.

— Nunca vienen de más un Stalin y un Lenin.

El campesino no entendía especialmente de decoración, pero prometió que pondría tantos Stalin como le cupieran, aunque tuviera que quitárselos a tiros a los comunistas.

— Compañeros comunistas. — le corrigió Camazón.

— Bien se nota que vienes de la capital. Aquí ésos no son compañeros de nadie. Quieren arrancar viñas. — confesó escandalizado.— Y digo yo: ¿qué tendrán que ver las viñas con los explotadores del pueblo?

Era una verdad agraria, pero no por ello menos cierta.

Además, los explotadores de verdad no bebían valdepeñas, que era vino de frasca en agua, de taberna donde estaba prohibida la palabra soez y, en ocasiones de importancia pública, la blasfemia.

Pero Camazón, como antes la noche, se dejó de filosofías: necesitaba un teléfono, tres cenas y un lugar donde pasar la noche. Y en ese mismo orden: era imprescindible informar.

— ¿De lo del Stalin que falta? — preguntó el compañero comité algo amostazado.

— De cosas más graves. — el capitán quería comprobar si todo estaba dispuesto para el día siguiente.

— Pues no hay teléfono. Había uno en el cuartel de la guardia civil, pero lo cortamos entonces.

«Entonces» era una forma delicada de hablar del tumulto del 19 de julio, cuando guardias civiles y militantes del frente popular se liaron a tiros. No obstante, el compañero pareció tener una idea para paliar la ausencia de teléfono:

— Podemos reunir al Comité. — dijo.— Necesitamos palabras de aliento, porque la gente se está enfriando.

— No venimos a soltar discursos, nosotros.

Pero fue inútil: les llevaron a la fonda, les sentaron delante de unos platos bien surtidos y en torno a ellos fue apiñándose la militancia más destacada del pueblo. Eran, sobre todo, artesanos y peones. Quien más, quien menos, tenía, además, una pequeña viña, pero de eso no se hablaba porque eran todos unos buenos proletarios.

— Así que de Madrid.

Camazón siguió comiendo. Su conocimiento del lenguaje revolucionario era escaso.

— ¿Y éste también es de Madrid?

— Es un compañero de la Internacional. Inglés.

No habían visto nunca a un inglés de cerca, y miraron en detalle a Barmy, que maniobraba con sus cubiertos como si estuviera ejecutando un ballet.

— Pues no parece socialista. — comentó otro, desconfiado ante modales tan refinados.— Tiene todo el aire de un señorito.

Barmy se sintió en peligro: todos los ojos clavados en él lo único que conseguían era aumentar la rigidez de sus movimientos. Comprendió que tenía que decir algo, así que dejó cuchillo y tenedor y se encaró con la concurrencia:

— Sé mover las orejas. — dijo inesperadamente.— Miren aquí.

Y, en efecto, movió la oreja izquierda. Los buenos socialistas no se perdían aleteo, muy impresionados. Aquella habilidad, por lo visto, disipaba muchas dudas políticas.

— Compañeros... — empezó Camazón.

— ¿Mueve también la otra?

Barmy, en rápida sucesión, subió y bajó la derecha, y luego, como apoteosis, las dos a la vez. Bernabé Stanhope era un hombre de recursos. Si era preciso, sabía pillar al vuelo una patata frita o meter, sin romperle, un huevo duro en una botella.

— ¡Qué tío! — dijo la concurrencia.

— Compañeros. — insistió Camazón.

La gente se volvió hacia él de mala gana. No cabía duda de que Barmy era la estrella de la noche.

— ¿Cuál es la situación aquí, en Valdepeñas?

— No hay situación ninguna. — dijo un compañero lleno de orgullo.— Los guardias civiles que quedaron se fueron hacia Despeñaperros, en carros, con las familias. Las viñas no han sufrido daño. El último cura que quedaba, cuando fuimos a buscarlo, tiró los hábitos por la ventana.

— Ya, pero el sacristán...

— No le haga caso. El sacristán es viejo y no hace daño a nadie. Solamente toca las campanas.

— Ya, ya... ¿No me diréis que no va todas las tardes a rezar a gritos el rosario delante del ayuntamiento?

— ¿Lo hace por provocar? — preguntó Casto Camazón.

— ¿Qué sabemos nosotros? Él va y reza. Su hijo, que es de la FAI y muy bruto, ha dicho que se carga al que lo moleste.

— Compañeros. — siguió Camazón, sirviéndose queso.— El compañero Largo me ha enviado por toda esta zona para saber cómo estáis de moral.

El presidente del Comité tomó la palabra, muy orgulloso:

— Puedes decirle que, de moral, nada de nada. Ya no hay sermones. Nadie confiesa. Y en la iglesia hemos puesto el mercado de los viernes.

Barmy pareció atragantarse. Cuando la risa ataca por sorpresa puede llegar a ser muy dolorosa.

— ¡Bien! — dijo con su media lengua— Largo Caballero estará contento. ¿Y qué hay del amor libre?

La gente remoloneó.

— Verás, compañero, no diré yo que el amor libre no sea una buena cosa revolucionaria, pero lleva su tiempo. Las mujeres no acaban de entenderlo y, además, muchos padres no quieren ni oír hablar de ello. Felipe, aquí presente...

Felipe desenfundó los dientes:

— Mi hija se casa como Dios manda o no se casa de ninguna forma. Y el tipo ese de Ciudad Real vale más que se ande con cuidado, porque la próxima vez no tiraré con sal, por mucho carné del partido que ponga por en medio.

El tipo de Ciudad Real, desde un rincón, miraba con malos ojos. Estaba de pie y rumiaba públicas cuitas.

Cuando la cena estuvo terminada, los buenos socialistas se arrellanaron en los bancos de la fonda y se dispusieron a gozar del discurso prometido. Camazón, puesto en pie, arrancó lo mejor que pudo:

— ¡U.H.P! ¡U.H.P!

— ¡ U.H.P. ! — respondieron todos, reverentes.

— Eso es lo que hay: es necesario que nos unamos los hermanos proletarios, porque unidos... bueno, porque es mejor, ¡qué diablos! Y los facciosos están perdidos. El pueblo defiende su revolución y, por si fuera poco, el pueblo manda.

Aquí agotó sus recursos oratorios. El era un hombre de armas que podía pasarse horas mandando firmes y descanso a la concurrencia, pero no tenía idea de cómo provocar éxtasis proletarios a la concurrencia.

— ¡U.H.P.! — repitió, seguro de cosechar aplausos.

— Permíteme, compañero. — le interrumpió Barmy, consciente de que había llegado el momento de sacar a su amigo del atolladero y, a la vez, de aprovechar su ascendencia sobre aquellos admiradores de orejas.— Creo que es el momento de repetir las palabras de Marx que, como sabéis sin duda, escribió mucho en inglés cuando vivía en Londres. Atentos:

« Awake ! ye sons of Spain! awake! advance!
Lo! Chivalry, your ancient goddess, cries,
but wields not, as of old, her thirsty lance,
nor shakes her crimson plumage in the skies:
Now on the smoke of blazing bolts she flies,
and speaks in thunder through yon engine's roar:
In every peal she calls — «Awake! arise!«
Say is her voice more feeble than of yore,
when her war— song was heard on Andalusia's shore?»

Y así siguió, estrofa tras estrofa, felicitándose por haber recibido una educación esmerada. Cuando contara en su club que recitó a una partida de socialistas revolucionarios gran cantidad de versos del Childe Harold's Pilgramage, la gente vacilaría sobre sus grandes pies.

El pueblo atendía, sereno. Camazón, de vez en cuando, asentía gravemente con la cabeza, en especial en el pasaje que dice «¿No hay término medio entre la esclavitud y la tumba, entre el triunfo de la rapiña y la destrucción de España? ¿Será que el Dios que adoran los mortales ha decretado su ruina, dejando de escuchar su suplicante voz? ¿Serán inútiles los prodigios de la valentía?»

Aquellos hombres del Comité oían por primera vez a Lord Byron en inglés, pero aquellas palabras, aun incomprensibles, les hablaban de su España. Poco importaba si las imaginaban escritas por Marx: España, a trancas o a barrancas, también estaba en ellos.

— He aquí el mensaje de la libertad. — terminó Barmy.

Y le aplaudieron.

Cuando por fin la noche cerró del todo y los buenos socialistas fueron a hacer compañía a sus buenas socialistas, Barmy explicó que había sentido la inspiración acosado por el influjo maléfico de la luna y emocionado por la contemplación de las raciales boinas. Un hombre educado no deja de disculparse si ha caído en la tentación de recitar versos.

El asistente, hasta entonces silencioso, dijo con una fina y cultivada voz:

— «Así son los hijos de España. ¡Qué destino tan raro! Combaten por la independencia, ellos que no fueron nunca libres.»

Barmy, si puede expresarse así, levantó las orejas y contempló más en detalle al insignificante muchacho. Camazón se llevó un dedo a los labios y mandó silencio a su asistente.

— Puedes retirarte. — le ordenó.

Cuando salía el muchacho, se volvió a oír la voz del inglés:

— «El orgullo les indica el camino que conduce a la libertad.»

— Por cierto — añadió— . ¿Por qué no duerme con nosotros ese soldadito?

— ¿Dónde se permite a los soldados confraternizar con los oficiales, Bernabé? ¿En el Regimiento de la Guardia Escocesa?

CELOS DE ESPAÑA.

Como horas antes la noche, el día se puso en pie por la amura de estribor y estiró el cuello para hacerse cargo de la situación, que era singularmente compleja: al norte, mister Chamberlain se disponía a desayunar unos arenques. Al este herr Hitler se repeinaba el bigote, mientras que el camarada Mussolini se afeitaba su cráneo de genio universal.

Más abajo, hacia el centro, Largo Caballero estaba volviendo lentamente de un sueño agitado y, ya definitivamente al sur, un citroën se había colado de rondón en Andalucía, avanzando por la vieja tierra de los vándalos, no definitivamente erradicados de la Península, según se venía demostrando desde Julio.

El día, como hacía todas las mañanas, guardó el alba en su estuche, sopló sobre las mínimas brumas de los valles sombríos, calentó los arroyos, puso color en cada piedra y en cada hoja y, cumplida la rutina, llamó al hermano sol para que hiciera sudar a aquellos esforzados españoles que se buscaban los unos a los otros arma al brazo y con poco recomendables intenciones.

El trío había abandonado Valdepeñas aún de noche, renunciando así al placer de dirigir un nuevo discurso a aquel rebaño de buenos socialistas agrarios que, gracias a Dios, ya no tenían moral, aunque se quejaban de un cierto sacristán loco.

Camino abajo, camino arriba, se dejaban ganar por la sensación de aventura. Tenían, en realidad, cada uno la suya. Con aventura y todo, Camazón luchaba contra el citroën, un ser poco menos tozudo que las mulas, pero más ruidoso. El asistente, en la trasera, meditaba con los ojos bajos. Bernabé Stanhope pronunciaba nombres andaluces: Los migueletes — decía— . José María el Tempranillo.

— Camazón: ¿Cómo se llamaba cada uno de los Siete Niños de Ecija?

— Melchor, Gaspar y Baltasar.

Faltaban cuatro, pero Barmy no esperaba del capitán una sabiduría enciclopédica. Procuraba distraerse imaginando maravillas: un pueblo moro escondido en lo profundo de un valle inaccesible, rezando todo el día a Alá y construyendo harenes. Ellos llegaban a él por esas extrañas cosas de la guerra y...

Pero lo que le preocupaba era el asunto de cruzar las líneas. Desde los tiempos de la Anábasis, el mismo Jenofonte ya había explicado que no se trataba de un juego de niños. En la guerra de Yugurta, según Salustio, los tránsfugas a veces sufrían serios contratiempos y acababan con la cabeza por aquí y el resto por allá. Y César, otro experto en la cuestión, no recordaba bien qué había hecho en cierta ocasión en que dirimía pequeñas diferencias con los Arévacos.

Desde Madrid uno dice «me voy a cruzar las líneas» y la conciencia responde: «bueno». Pero, desde más abajo, esa misma conciencia adopta un aire definitivamente pesimista y le da por recordar marcas de ametralladoras, números de calibres y fotografías de la Gran Guerra, todas llenas de hombres agujereados colgando de las alambradas.

— ¿Te he hablado de mi tío Andrew? En el Sudán tuvo que disfrazarse de derviche loco para cruzar la Cuarta Catarata.

Camazón apartó los ojos de la carretera para mirar a Barmy: acababa de comprender que el inglés, a su modo, desconfiaba del éxito de la expedición.

— Mi tatarabuelo se tuvo que disfrazar de gitana para entrar en Cádiz y, por el camino, no tuvo más remedio que echarles la buenaventura a un mariscal, dos coroneles y siete sargentos que, además, querían forzarlo.

— ¿Iremos también de gitanos nosotros? — A Barmy le parecía una idea demasiado típica. Cualquier nacional sospecharía de tres gitanos, sobre todo si uno de ellos hablaba en inglés de Oxford y exclamaba ¡By Jove! de vez en cuando.

— Nos disfrazaremos de españoles. — dijo el capitán— Los españoles, en estos tristes tiempos, nos dividimos entre los que lo somos y los que no lo somos.

— Unos son y otros no son. — creyó comprender Barmy.

— Todos lo somos y no lo somos, hombre de Dios. Desde este lado los nacionales son extranjeros al servicio del fascismo internacional y del Vaticano . Desde allí, nosotros somos comunistas, lacayos de Stalin. O sea, que, estemos donde estemos, no somos españoles.

Barmy descompuso la información en diferentes partes digeribles y las fue deglutiendo con esfuerzo. Era milagroso que un pueblo, con las ideas tan confusas, alcanzara a distinguir quiénes eran unos y otros.

— Pues yo no creo que el pueblo lo distinga muy bien. El pueblo sí es español y se hace a todo, a Don Oppas, al Cid, a liberales y absolutistas, a rojos y a nacionales, porque no es nada de eso.

— ¿Y tú?

Camazón se encogió de hombros:

— Puede que lo averigüe algún día. De momento, me conformo con ser español.

Barmy, claro, no comprendía cómo alguien se conformaba con ser español, sin lamentarse de no ser inglés. El mundo estaba lleno de gente rara, incapaz de preocuparse por la raya de sus pantalones o de amar a sus caballos más que a sus esposas. Los españoles, sin ir más lejos, eran incapaces de aceptar a la única España que tenían, de modo que se mataban en nombre de la España de sus sueños, tan felices.

— Nosotros — dijo— amamos a Inglaterra como a una vieja tía a la que seguramente heredaremos: con calma y con paciencia, si es que me explico acertadamente.

«Una vieja tía». — pensó Camazón con desprecio.

— Vosotros amáis a España como a una joven esposa que os está traicionando. — siguió Barmy, impasible.— Lo vuestro son celos de España.

Le gustó el símil y se atrevió a ser descortés en su nombre:

— Y, por eso, la matáis.

Camazón cayó en un silencio meditabundo. Quedaban muchos kilómetros hasta la costa de Málaga.

* * * * *

El coronel Ariza, a las afueras de Estepona, contempló a su ejército sin saber si sentirse orgulloso o avergonzado. El coronel Ariza se llamaba Pepe y, para empezar, no era coronel, sino empleado de banca afecto a la UGT. Un hombre de toda confianza que había conseguido quedarse en Málaga cuando el ejército y los más exaltados subían a Granada.

Luego, de repente, le habían dado un sargento y habían dejado caer sobre él una enormidad de órdenes, increíbles pero firmadas por la superioridad. Alguien había pensado que Ariza era el único capaz de entender aquel endiablado asunto y, por lo tanto, le cargó con él y con el sargento, para empezar. Poco después llegaron los milicianos y unos cuantos cientos de hombres con hambre y sin trabajo.

Pepe Ariza, a pesar de sus gafas, quedaba nombrado coronel de la Legión. Coronel faccioso. Y tanto el sargento como aquella multitud de desarrapados tenían que convertirse en una brigada de nacionales y ocupar Casares que, por cierto, estaba ocupado ya.

Junto con todo aquello le dieron un uniforme y un caballo. El uniforme, pese a ser un símbolo odioso de la opresión, le sentaba bien. El caballo, no. Todos los caballos tenían el maldito hábito de parecer más altos desde arriba que desde abajo, y el suyo, además, no hacía más que volver el cuello, mirarle a los ojos y enseñar los dientes, como si se riera del presunto jinete.

Y lidiar con el caballo burlón no había sido nada en comparación con el momento en que el sargento y él habían puesto en cueros al millar de hombres y, tras unas sentidas y revolucionarias palabras, les habían hecho entrega de los nuevos uniformes.

Aquella gente, normal dentro de lo posible mientras estuvo en pelota, quedó anonadada al vestir las nuevas prendas y contemplarse: la mitad moros y la mitad cristianos.

— ¡Compañero Pepe! — le gritó uno, haciendo que el caballo burlón diera peligrosas muestras de querer mover una pata.— ¡Esto es una incalificable ofensa!

Mil y pico hombres vestidos de moros y de legionarios enmudecieron para no perderse el desenlace. El reciente coronel Pepe miró al sargento, que ahora iba de teniente coronel y que había robado a varios soldados Regulares de otras unidades para hacerse con ellos la plana mayor: soldados expertos que, además de saber marcar el paso, eran capaces de presentar armas o de armar pabellones. Joyas en bruto.

— Que le den diez palos. — dijo el sargento.

Le dieron, pues, diez palos ante el general regocijo de la concurrencia.

— ¿Tienes bastante? — preguntó Pepe.

El díscolo había meditado, a cada garrotazo, sobre las indiscutibles ventajas de la disciplina en tiempo de guerra.

— Sí. — dijo con lacónico estilo castrense.

— ¿Alguien sabe ayudar a misa? — preguntó entonces el coronel. Un nuevo silencio se extendió por entre las filas: no estaban los tiempos como para responder a esa pregunta. El caballo cabeceó y pareció decir que sí con un cortado relincho, pero Ariza no podía encomendar aquella misión a un caballo.

— ¿Quién sabe ayudar a misa? — preguntó de nuevo.

— Mi coronel. — dijo el sargento, ya impuesto en los nuevos tratamientos.— Esos no van a soltar prenda. Déjeme a mí.

Fue andando entre la tropa y acabó plantándose frente a un chaval delgaducho que parecía recién extraído de un seminario.

— Dóminus vobiscum. — le dijo.

— Et cum spíritu tuo. — respondió el otro automáticamente.

— Tú eres cura.

— Le juro por mis muertos que no. — dijo el soldado.— Son cosas que he oído a mi madre de pequeño.

— Idiota. — gruñó el sargento— Tú harás de cura. Y vas a rezar como los ángeles en cuanto te pongan la sotana.

El sargento volvió junto al coronel Pepe, que vigilaba atentamente las orejas de su caballo. Un alma caritativa le había explicado que si las echaba para atrás, ojo.

— Atended: ése es el cura. Y le vais a tratar con todo respeto. Sí, padre. No, padre. Confesaréis con él cada semana. ¿Queda claro? No quedaba claro, pero todos habían visto caer diez palos sobre el lomo de un protestón, así que se mostraron encantados de tener cura.

— Escuchad con atención. — dijo el coronel, y el caballo, obediente, echó las orejas hacia atrás, llevando la confusión a su espíritu. Todos decían del noble bruto que era una hermana de la caridad, pero a Pepe Ariza no le gustaba nada esa sonrisita que ponía.— Ahora somos fascistas.

Miró a la tropa para ver cómo encajaba la revelación. La tropa lo encajó divinamente, sobre todo la mora, que andaba distraída tratando de hacerse con el uso de los zaragüelles. ¿Lo decía el compañero Pepe? Pues eran fascistas y santas pascuas.

— Pero, ¡ojo! No somos fascistas de verdad.

Bueno: eran fascistas de mentira. Tampoco había que ser demasiado exigentes. Cuando el mundo se vuelve loco, lo mejor es no llevarle la contraria.

— Somos — siguió el coronel, desarrollando el tema en profundidad— unos buenos republicanos disfrazados de legionarios y de moros. Vosotros me diréis: ¿para qué?

— ¿Para qué? — le dijeron, obedientemente.

— Para prestar un servicio a la República.

Ahora que estaban al cabo de la calle, reconocieron que ya podían habérselo olido. La cosa estaba clara: eran buenos republicanos disfrazados de malos facciosos para hacerle algo a la República.

— ¿Quién sabe el Cara al Sol? — preguntó de nuevo el coronel Pepe.

Alto ahí: los hombres podían creer o no creer lo que les contaban, pero, vistieran de lo que vistieran, no eran tontos. Allí nadie, ni moro ni cristiano, había oído el Cara al Sol ni una sola vez.

— ¡Ejem! — dijo el coronel, sonrojándose. El sargento le miraba, zumbón, lo mismo que el caballo.— Repetid conmigo: Cara al sol con la camisa nué— eeeva que tuuuú bordaste en rojo ayer.

La tropa lo repitió sin mostrar el menor embarazo. Pudiera ser que las cabezas pensaran cosas chocantes, pero las lenguas se mostraban dóciles.

Aquello siguió durante todo el día, consiguiéndose, poco a poco, ligeros progresos. El soldado elegido fue vestido de cura sin que exhalara gritos apreciables ni cuando le obsequiaron con un misal. Le pusieron frente a las mulas y, vigilado por un soldado regular con galones de sargento falso, tuvo que predicar a las mulas las obras de misericordia. Las mulas, todo hay que decirlo, habían hecho la campaña de Africa y conocían la psicología humana.

El resto de la gente se dividió en compañías. Formaban, cantaban himnos subversivos que en otras circunstancias les hubieran llevado al paredón, y rompían filas. Los legionarios aprendían a echarse el gorrillo sobre la oreja derecha y a no abrocharse más que los dos últimos botones de la camisa. Los moros, bien vigilados, hacían prácticas de chapurreo y aprendían a andar a zancadas sin enredarse con los zaragüelles.

El coronel Pepe confraternizaba con el caballo y con el sargento: no sabía gran cosa de ambos, pero procuraba amoldarse para mejor servir a la causa.

Por fin fueron trasladados a Estepona en camiones conducidos por incrédulos choferes que, en silencio, sospechaban alguna traición. Y este es el punto en el que empezamos el capítulo, con el coronel Ariza más o menos encajado en su caballo, contemplando a sus compañías formadas, firme el ademán. Sus flamantes capitanes le rodeaban, también montados en plácidos caballos.

— Los de Casares — ordenó el coronel— deben creerse que han sido liberados por el enemigo. Desde ahora somos nacionales.

— ¿Y si disparan contra nosotros algunos compañeros?

— ¿Y si no disparan? — preguntó el coronel, que no quería pensar en cosas tristes?

Volvió a mirar a sus huestes, aquilatándolas.

— Cura. — dijo— Bendíceles.

— Se dice páter y se me trata de usted. — dijo el tímido soldado, dispuesto a defender sus nuevos privilegios.— Hay que hacerlo igual que el enemigo, ¿no?

— Páter. — dijo el coronel, tragándose una afilada espina— Bendígales.

Si le vieran sus compañeros de Málaga no vacilarían en borrarle de las listas de la honrada UGT.

— Sanctus, sanctus, sanctus, dóminus nostri. — dijo el cura, haciendo efectistas gestos con la manos.

— ¡Amén! — respondieron todos.

— ¡Alto! — gritó el sargento teniente coronel, que ya estaba agotado.— Mataré al primer moro que se me santigüe. Los moros no creen en Dios, sino en Alá, que es un Dios Falso.

Los moros dijeron, compungidos, que era verdad. Se había tratado de un lapsus.

— ¡Hala! — ordenó el coronel.— Vamos a liberar Casares.

Los capitanes se pusieron al frente de sus compañías y arrancó por fin la comitiva.

— ¡A cantar! — mandaron.

Un teniente, a caballo tras el coronel, desplegó la bandera bicolor mientras la buena tropa republicana caminaba a los acordes del Cara al Sol. Dos minutos después sonaron los primeros tiros.

— ¡Cabrones! — gritó el sargento teniente coronel.

Era evidente que la mínima guarnición de Estepona, más o menos desplegada en la salida hacia Cádiz, estaba dispuesta a luchar hasta el final. Sabían que el enemigo estaba más allá, tras arroyo Baquero, y, al ver avanzar por su retaguardia a legionarios y moros cantando descaradamente el Cara al Sol, nada pudo evitar que tiraran del gatillo.

El «ejército» del coronel Pepe, como si llevara años de adiestramiento, desapareció de la vista. Sólo el caballo sonriente del coronel, que debía de estar algo sordo, se quedó quieto, mirando cara a cara el peligro.

— ¡Alto el fuego! — gritó el coronel Pepe, muy gallardo, tan incapaz de salir de la zona batida como de bajar del caballo.

— Estamos rodeados. — decían los agresores.

— Seguramente los moros se están arrastrando por ahí para degollarnos. — propuso un optimista.

El sargento teniente coronel, valiéndose de los pies y del mostacho, consiguió que unos cuantos «moros» se pusieran en pie.

— ¡Gritad! — ordenó.

La morería malagueña gritó lo mejor que pudo. Los que seguían tumbados, por compañerismo, hicieron otro tanto.

— ¡Eh! — dijeron los de enfrente.

— ¡Eh! — respondió el coronel que, pese a sus rudos esfuerzos, seguía sin conseguir que el caballo se echara cuerpo a tierra, como era su obligación militar.

— ¡Viva España! — le respondieron los defensores de aquella parte de Estepona.— Nos pasamos. No tiréis.

— ¡Abajo el terror rojo! — añadió alguno más, tratando de dar una nota veraz.

— ¿Y ahora qué? — preguntó el coronel. Socialista de corazón, sentía cómo se le desgarraba el alma al ver lo que duraban las fidelidades a la República.

— Que se pasen. — dijo el sargento, hombre práctico además de bigotudo.— Les dejaremos aquí, defendiendo la posición. Cuando lleguen los nuestros, vestidos de los nuestros, se volverán a pasar y todo quedará en orden.

Sí: el orden natural se restablecería solo. El destacamento de Estepona volvería a la lealtad republicana tan pronto como ellos se perdieran de vista.

La tropa formó de nuevo. Los moros, de cualquier forma, como se les había enseñado. Los legionarios, con gallardía. El cura dijo «sursum corda» a los recién pasados, que se santiguaron con unción.

— Soy valiente y leal legionario... — empezó a cantar el coronel, y el increíble ejército volvió a ponerse en marcha hacia Casares, que estaba al fondo a la derecha. Tras ellos, un mar de manos alzadas saludaba a la España en que volvía a amanecer.

* * * * *

Poco después del mediodía, justo cuando el sol había escalado lo más alto del cielo y se preguntaba cómo bajar de ahí, el citroën llegó a las afueras de Estepona. Llevaban una visible bandera roja sobre la aleta derecha y avanzaban confiados por todo aquel territorio leal a la República.

A la izquierda del eje de la marcha yacían unos cuantos botes echados de costado sobre la arena. Aunque no de costado, también yacían dos hombres reviejos que remendaban pacientemente un boliche con sus agujas de hacer red.

— ¿Vamos bien para Casares?

Los dos reviejos se miraron y contemplaron la banderita roja del coche y el brazalete rojo del capitán Camazón.

— Más bien van mal.

— ¿No está Casares por allí y, luego, a la derecha?

— Como estar, sí que está. — dijo uno.

— Pero bien temprano han ido para allá miles de hombres. Legionarios y moros.

— Yo — aconsejó el segundo reviejo— cambiaría la bandera. Claro que cada cual es cada cual.

Camazón se alegró. Cuando llegaran, Bernabé Stanhope se encontraría con un terrible ejército haciendo los preparativos para caer sobre Gibraltar como una nube de langosta. Bernabé se alegró también: con tantos kilómetros entre Madrid y Estepona, no había podido impedir que su cerebro diera señales de vida y empezara a sospechar que estaba siendo llevado a un engaño. Casto Camazón era un caballero, off course, pero sus jefes, no.

Aquellos pescadores eran aceptablemente apolíticos: su guerra era contra el chanquete, contra el jurel y contra la sardina, pero la gorra de visera de Casto Camazón había despertado en ellos un cierto espíritu de clase:

— No iréis muy lejos: los valentones de ahí delante, cuando vieron a tanto moro, se pasaron. Os pegarán cuatro tiros en cuanto atraveséis el pueblo.

— ¿Quieren decir que los leales de aquí ahora son leales de allí? — preguntó Barmy, intentando hacerse cargo de la situación.

— En todas partes hay gente que confunde la lealtad con la geografía. — murmuró Camazón, dando marcha atrás al citroën.— Parece que el frente se ha adelantado unos kilómetros: eso es todo.

Llegaron a un recodo del camino y sacaron el baúl de mimbre de las provisiones. En él, bien plegados, iban unos uniformes nacionales. El de Camazón, de capitán. El de Barmy, de teniente. Para el asistente, otro de alférez de la Legión.

Barmy se desprendió de sus ropas en menos tiempo del que se tarda en decirlo: dos compañeros de guerra y la quieta presencia de un nopal y varias jaras no bastaban para poner en marcha su pudor. Con ocasión de una noche de regatas, había hecho lo mismo en presencia de un guardia y de varios cientos de compañeros a medios pelos.

— ¿Qué pasa? — dijo, viendo cómo el capitán y el soldado permanecían quietos y algo tensos.— ¿No han visto nunca un antojo en la nalga? Dicen los expertos que recuerda el perfil del Jungfrau a contraluz.

El soldado se dio la vuelta con su uniforme bajo el brazo y se perdió tras el nopal. Camazón empezó a quitarse la chaqueta.

— En España — dijo— tenemos algunos tabúes: apedreamos a los naturistas.

Barmy miró hacia las matas donde se había refugiado el asistente de Casto Camazón:

— ¿No será un poco...? Ya sabes a lo que me refiero: uno les da la mano y se la besan.

— Sólo es muy joven y tímido.

La operación secreta había sido culminada en aquel quieto recodo del camino: tres oficiales nacionales se contemplaban en detalle. Cada uno tenía, al respecto, una opinión: a Barmy el gorrillo con la borla no le parecía serio. A Camazón las botas altas no le parecían lógicas para moverse a pie entre las breñas. Al asistente, por oscuras razones, la camisa verdosa no le parecía decente. Pero el destino había caído sobre ellos en forma de uniforme y ellos lo aceptaban con paciencia.

Tras poner en la antena del citroën una bandera bicolor, volvieron a Estepona. Los pescadores reviejos seguían tejiendo el boliche estropeado, pero les lanzaron una mirada antigua: la que pudieron poner sus antepasados al ver a Don Julián conduciendo a la morería del otro lado del Estrecho.

— ¿Qué? — les preguntó Camazón— ¿Pasaremos ahora?

Los reviejos ni contestaron. ¡Valiente empeño en pasar, en ir, en venir! Lo que importa es estar, pero ésa es una filosofía demasiado profunda para explicársela a alguien que no haya cumplido los sesenta.

Siguieron por la calle que daba a la playa, bien visibles, iluminados por la bandera que Carlos III eligió para que se distinguiera claramente en mitad del mar, a millas y millas de distancia. El pueblo, a su derecha, subía lentamente por la colina.

— Más nacionales. — dijeron los presuntos republicanos que se habían pasado a las filas del coronel Pepe.

— Y sólo son tres. — advirtió uno, enseñando lo que le quedaba de una hilera de dientes.

— ¡Viva la República! — gritó un tercero. Uno no debe ser socialista ni republicano frente a varios miles de moros y de legionarios, porque trae malas consecuencias para la salud, pero uno vuelve a serlo cuando sólo tres facciosos avanzan en coche rumbo a sus fusiles.

Así que se liaron a tiros, convencidos, en contra de los manuales de táctica más acreditados, de que sí hay enemigo pequeño. Camazón, sorprendido pero no desconcertado, giró a la derecha y se puso al abrigo de una casucha humilde y blanca.

— No se habían pasado a los nacionales. — explicó Barmy.

— No: se han vuelto a pasar a nosotros, pero ellos creen que nosotros somos los otros.

Una frase histórica que sólo se puede entender mientras se está parapetado tras una casa blanca a cincuenta metros del mar Mediterráneo. Pese a estar formulada con prisas, Barmy la entendió sin dificultad.

— La naturaleza humana es inconstante. — dijo, sintetizando un pensamiento profundo nacido en su cabeza peinada con gomina. Puso un ejemplo para que quedara bien explicado:— Como las nubes.

De todas maneras, cuando el inglés instruido se pone a cruzar líneas de frente, de aquí para allá, cuenta siempre con verse mezclado en algún tiroteo. Sólo el extraordinario buen humor de los españoles les lleva a creer que cambiar de bando es un proceso enteramente natural, una especie de baile de disfraces.

Los tiros habían cesado. Los republicanos recientes, aunque disparaban con pólvora del rey por así decir, habían vuelto a tener otra idea y la analizaban. Dejaron de disparar para poder escuchar sus propios pensamientos:

La tal idea podía resumirse así: ¿Y si aquellos tres no eran más que la avanzadilla de otro millar de legionarios y de moros? El grueso de la fuerza podía aparecer de un momento a otro, con lo que aquellos inocentes defensores de la legalidad volverían a encontrarse metidos en problemas. Además, ¿dónde se ha visto que un enemigo serio ataque por retaguardia? Nada más que cuando los defensores han sido embolsados.

— Y cuando a uno le embolsan — dijo un cabo.— quiere decir que ha perdido.

— ¡Eh, vosotros! — les gritaron desde detrás de la casa.— ¿Sois rojos o nacionales?

— ¿Ah? — respondieron con cautela.— ¿Qué sois vosotros?

— ¿Ah? — gritaron desde la casa.— Vosotros primero.

Luego ambos grupos consumieron unos cuantos minutos en pensar en sus propios pellejos y en la forma de continuar enfundados convenientemente en ellos.

Barmy, que no había estudiado mucha historia militar española, aprovechó para instruirse un poco:

— ¿Siempre hacéis las guerras así de mezclados?

— Sólo distinguimos bien a los franceses. — confesó Camazón— Creo que a causa del acento.

— ¿Qué sois? — volvieron a preguntar los que les tenían dominados.

Camazón sacó la bandera roja y se asomó por la esquina de la casa, agitándola:

— ¡Somos republicanos!

Tate, pensaron los bravos elementos del Frente Popular. Si ahora les decimos que nosotros también, en cuanto llegue el grueso de la columna no nos salva ni Dios. El arte de la guerra exige siempre profundas reflexiones y ponerse en el lugar del enemigo.

— ¡Pim, pam! — sonaron los disparos. Camazón oyó los silbidos peligrosamente cerca y volvió al amparo de la casa.

— ¿Qué son entonces? — preguntó Barmy, hecho un lío.

— Republicanos, por supuesto. — dijo Camazón, muy comprensivo.— Pero deben de creer que detrás de nosotros vienen más hombres y, por ahora, se han vuelto nacionales.

Puso en marcha el coche:

— A ver si aprovechamos la clarita.

Mientras Barmy, pálido y abrazado a su Agfa, calculaba si al morir pensaría en Inglaterra o en Deborah, que también tenía sus encantos, el capitán Camazón, con gran presencia de ánimo, llevó otra vez el coche a la carretera:

— ¡Sois unos animales de bellota! — gritó al enemigo.

El enemigo, probablemente, pensaba lo mismo, puesto que no hizo ningún comentario. Casto Camazón, en primera, siguió avanzando y amenizando la marcha con un recital de vocabulario militar, tradición recogida de los Tercios de Flandes. Pocas madres de los allí presentes dejaron de ser mencionadas por orden de antigüedad.

— ¿Y quién se puede fiar en estos días de prueba? — le respondieron: ellos mismos eran los tipos de menos confianza de los contornos.

— Pues a ver si os andáis con ojito cuando venga mi batallón. — tronó Camazón— Esos no aceptarán excusas de ningún tipo.

Los milicianos se miraron unos a otros satisfechos de su previsión. ¿Qué te decía yo? — transmitían sus ojos. Estaban orgullosos de su práctica inteligencia.

— No se preocupe, mi capitán. Nosotros estamos a las órdenes del coronel Ariza, que está liberando Casares.

— ¿Y los uniformes? — Camazón, ya tranquilo, tenía curiosidad por ver hasta dónde llegaba la imaginación de aquella gente. Pero aquella gente, andaluza y mediterránea, era depositaria de las grandes virtudes de la raza:

— Vestidos así, si se acercan los rojos les confundiremos. Ellos no saben todavía que esto es zona nacional.

— O sea, que ya hemos cruzado las líneas. — suspiró Barmy, liberando a la Agfa de su mortal abrazo.

— Sencillo, ¿no?

— No: confuso. Pero supongo que eso es debido a que, después de cenar en Valdepeñas, uno no está con el estómago lo bastante perceptivo.

— ¿Ordena alguna cosa más, mi capitán? — preguntó el cabo

— Que os andéis con ojo. ¡Arriba España! — añadió.

— ¡Arriba España! — le respondieron como un solo hombre— ¡Ave María Purísima!

LA RECONQUISTA.

El caballo del coronel Ariza coronó la cuesta, se volvió para sonreír amistosamente a su mando natural y decidió tomarse un descanso. Allí la carretera, cansada también de trepar, describía una perezosa curva a la derecha y, sin pretenderlo quizá, se convertía en un mirador sobre el valle.

En la gran hoya rodeada de alturas medianas se alzaba una colina con forma de embudo puesto a revés. En el embudo los casareños habían decidido construir un pueblo blanco, recoleto, que arrancaba desde lo alto del castillo y se dejaba caer, refulgente y hermoso, hasta las pocas tierras de labor que lo rodeaban.

El caballo volvió a girar la cabeza, sonriente, hacia su coronel, sin duda para comprobar si era un hombre de sensibilidad ante los paisajes hermosos. «¿Bonito, eh?», le preguntó con un suave relincho.

— ¡Este caballo está loco! — clamó el coronel.— No hace más que mirarme a los ojos.

El sargento teniente coronel se colocó a su lado y retorció la oreja del noble bruto: de algún modo tenía que recordarle que allí todos estaban sometidos a la disciplina de la Legión, que prohibe a un caballo confraternizar con los oficiales.

El caballo, dolido en sus fraternales sentimientos, pensó con nostalgia en su juventud, cuando no le obligaban a cargar con desconsiderados, y notó como su noble alma se aproximaba a los planteamientos sociales de don Carlos Marx.

— Casares. — dijo el coronel, sin ocultar nada.— Ahora hemos de «liberarlo». Ellos también tienen que creer que somos nacionales.

— A sus órdenes. — dijo el sargento.— ¿Fusilamos a todos los elementos del Frente Popular?

— No, hombre, no. — bajó la voz por si algún aldeano escuchaba tras una adelfa silvestre.— Nosotros mismos somos elementos del Frente Popular.

El sargento se conformó enseguida:

— Además, apostaría las botas a que los de aquí hacen lo mismo que los de Estepona.

El coronel Pepe suspiró: lo malo del pueblo español era que entendía más de las cosas de la tripa que de las de la política.

— Vamos p'allá. — dijo marcialmente. Miró el pescuezo del caballo, un pescuezo a todas luces ofendido, y le suplicó:— Arre, bicho.

El caballo se hizo el sordo. No era rencoroso, pero todavía le dolía la oreja injustamente tratada.

— ¿No sería mejor enviar una avanzadilla? — dijo el sargento teniente coronel. — No creo que los nacionales liberen nada sin enviar antes una patrulla de reconocimiento.

Mientras la avanzadilla se destacaba, el coronel tuvo tiempo de llegar a un acuerdo con el caballo. Le enseñó la fusta y le confesó que en breve podía haber pelo volando. Un método que un caballo sin sindicar debía aquilatar en su justo valor.

Poco después penetraron en el pueblo. Mil doscientas gargantas, sin contar ni a los caballos ni a las mulas, entonaban la canción del legionario. La llevaban apenas cogida con alfileres, pero contaban con que los vecinos de Casares se la supieran todavía menos:

«Cada uno será lo que pueda.
Nada na— na su vida mejor,
pero juntos llevamos bandeeera...»

Los sufridos españoles de Casares habían puesto mantas, toallas y hasta calcetines en las ventanas, improvisando reposteros de urgencia. Dos o tres auténticas banderas rojas y gualdas de antes del 31 pendían de algunos balcones. Señoras de negro riguroso y pañuelo en la cabeza y labrantines requemados agitaban trapos que más valía no inspeccionar de cerca.

El coronel Pepe, con su sargento teniente coronel, se sentían auténticos liberadores. Era una sensación hermosa ésa de ser aclamados y bendecidos. Una mujer gorda se le había cogido de la pierna y gritaba aleluyas. El caballo la miraba de reojo, serio: si él le contara. Pero estaba sujeto, por el momento, a la disciplina militar y a la amenaza de la fusta.

— Que venga el cura. — dijo el coronel. Tenía una idea muy exacta de lo que hacían los nacionales al liberar una ciudad.— ¡Todos de rodillas! La gente resultó tener también una idea muy precisa de lo que se esperaba de ella: se quitó las boinas y se hincó de hinojos.

— Un rosario. — ordenó el coronel Pepe, preguntándose si un nacional auténtico rezaría el rosario a caballo o si desmontaría.

— ¿No es mucho? — preguntó el cura.

— Pues medio, pero de prisita.

Y allí, en la plaza blanca, al sol puro de Andalucía que, dicho sea de paso, no salía de su asombro, rezaron todos dos misterios y medio. Gloriosos, por supuesto.

— Esto va bien, mi coronel. — le animó el sargento.— Además, a esta gente no creo que la hayan liberado nunca desde lo de los liberales.

Aquella gente, como toda, sin embargo había gritado en otros tiempos abajo los Borbones, viva la República y, en general, cuantos gritos habían sido consagrados por la bendición política. Pero el Pan Nuestro lo rezaban de verdad: tenían la sospecha de que los libertadores se disponían a vivir sobre el terreno y, hasta en Casares, los campesinos tienen apego a su trigo.

* * * * *

Una vez rebasada Estepona y tomada la desviación a Casares, el capitán Camazón se permitió contemplar una panorámica de su propia alma. Él, a pesar de lo que confesara a Barmy, el 20 de Julio había salido del Cuartel de la Montaña para enlazar con el Regimiento de Transmisiones del Pardo. En el camino tuvo que quitarse el uniforme, acosado por varios tipos y, por último, fue detenido. Si San Pedro negó tres veces, Camazón le superaba al menos en veinte negaciones: una marca que, desde entonces, llenaba de oscuridades lo que antaño fue un alma de infantería.

Luego se le dio por leal mientras no se demostrara lo contrario; pero, leal y todo, vio los cadáveres desparramados por el patio del cuartel y pudo tocar la sangre de su comandante: ya estaba seca, pero igualmente le manchó la conciencia. En esas condiciones, corrió a casa de su superior, viudo, donde sabía que quedaba una muchacha de dieciocho años, Magdalena.

— Fuera de aquí. — le dijo.— Ni maletas ni nada. Esa gente vendrá de un momento a otro.

Magdalena le conocía, pero no era mujer capaz de salir de casa en un minuto. Quería, por ejemplo, una buena razón y Camazón no tenía, en cambio, tiempo para ser delicado:

— Fanjul se equivocó. El Cuartel de La Montaña ha sido tomado por milicianos y guardias civiles. Tu padre ha muerto como un soldado. — se miró en el reflejo de una vitrina y añadió:— Yo, no.

Magdalena encajó todo con entereza. Apenas si parpadeó. Su padre se había despedido de ella. Le había dicho a lo que iba: a parar esto o a morir, hija. La muchacha contuvo las lágrimas: ya había llorado bastante oyendo el cañón.

— Hay gente armada por las calles. Paran a quien les parece. En las últimas horas Madrid ha cambiado del todo. Y, ahora, vamos.

Camazón estaba seguro de que, antes o después, el pueblo en armas, conducido por los agitadores políticos, visitaría los domicilios de todos los que lucharon en La Montaña, y él debía algo a su comandante. Le debía, por ejemplo, no haber muerto a su lado; le debía un chorro de sangre fiel y la vergüenza de haber negado y negado para salvar su vida.

Llevó a Magdalena a su casa y allí la tuvo a salvo día a día. La chica hablaba poco, lo que significaba que pensaba demasiado. Aguardaba el final de la guerra, pero el final, pese a los avances de las columnas del sur, tardaba demasiado.

— Me voy — le dijo un día a Camazón.— Me pasaré por el norte. Por donde sea.

Y, entonces, Asensio Torrado le había ordenado que Inglaterra declarara la guerra a la España nacional.

— Magdalena: nos iremos juntos, pero al sur. Viajaremos en coche con todos los papeles en regla. Mañana te pondrás este mono, sin olvidarte del pañuelo rojo. Y no hables con nadie hasta estar a salvo.

— Gracias. — dijo ella.

Y allí la llevaba, vestida de alférez. Nadie en su sano juicio, se decía Casto Camazón, podía dejar de ver que era una mujer, sólo que la gente no espera que los alféreces o los soldados lo sean y, hasta entonces, todo había marchado.

Barmy Stanhope le había echado un par de miradas suspicaces, pero a Bernabé, por lo visto, le habían extirpado en Eton todo vestigio de imaginación con la ayuda del criquet y de ciertas lecturas de Lord Tennyson que los escolares soportaban con irregular entereza.

Algo más le llenaba de confianza: si Barmy hubiera sospechado que el asistente era una mujer, ni diez lanzadores de troncos escoceses le hubieran forzado a quitarse los pantalones en su presencia.

Coronada la última cresta, el capitán Camazón echó un vistazo a Casares: era un pueblo aislado pero, desde allí, andando hacia poniente, estarían en verdadera zona nacional en muy poco tiempo. Debía a su comandante el poner a su hija a salvo y, en cuanto a él, confiaba en poder ser útil, en luchar y, si así lo quería Dios, dar la vida que debía desde que salió del Cuartel de la Montaña para contactar con el Regimiento de Transmisiones .

Barmy, que estaba en funciones de espía, pidió un alto y sacó varias fotos del pueblo que descansaba en la hondonada. Había pasado las líneas sin novedad, pero ahora le preocupaba algo mucho más grave: vestía un uniforme que no era el suyo y se introducía en un ejército que tampoco era el suyo. Hasta el más cegato lector de la Convención de Ginebra diría, de ser preguntado, que Bernabé Stanhope era un espía en ejercicio y, por lo tanto, un elemento perfectamente fusilable.

— ¿Qué piensas decirles de mí? — preguntó.— Tal vez sea curiosidad exagerada por mi parte, pero si planean atacar Gibraltar como dices, ¿no es posible que decidan usarme para las prácticas?

Iban a subir de nuevo al coche cuando un legionario asomó tímidamente por detrás de un lentisco. Era, sin duda, un legionario introvertido, pues se les quedó mirando sin pronunciar palabra.

Hablar, no hablaba, pero pensar, lo hacía a toda máquina: tenía delante de él a tres auténticos facciosos , de los de verdad, de ésos que fusilaban a los buenos republicanos sin darles tiempo ni a cantar la Internacional. Tomó, por fin, una decisión:

— ¡Abajo el comunismo! — les gritó, brazo en alto. Calculaba que eso diría cualquier legionario con las manos manchadas de sangre de pueblo.— ¡Muera el pueblo!

Casto Camazón se estremeció: Bernabé era un militar y no dejaría de extrañarse ante tan singulares modales entre una tropa famosa por su disciplina. Barmy, en efecto, se extrañaba, pero de no huir como un conejo.

— ¿No te han enseñado a saludar, imbécil? — tronó Casto Camazón.

— A la orden de Usía. — dijo el otro, siempre brazo en alto: estaba a punto de rendirse. Si el capitán aquel le volvía a gritar, echaría a correr y pasarían varios años antes de que le encontraran vagando por la serranía de Ronda.

— ¿Dónde está el coronel Ariza?

— Abajo, mi Usía, en el pueblo Me parece que tiene que fusilar a quinientos rojos y a dos vacas. — decidió aclarar la cosa:— Las vacas, para comer.

Barmy, gracias a un férreo dominio de su persona, volvía a atender a la realidad. ¿Tendría él que asistir a una masacre tal y, encima, dar muestras de unción patriótica?

— Esto va en serio. — dijo a Camazón muy bajo— Ya puestos, si fusila a quinientos, lo mismo le darán quinientos tres.

Camazón prefería a Barmy asustado. Sabía que Stanhope, tras una apariencia de asno de postín, disponía de ilimitados recursos mentales. Mientras el miedo le impidiera usarlos y sospechar, todo iría bien.

Avanzaron cuesta abajo, hasta la curva final, que era a la izquierda y daba acceso a los bajos del pueblo. Allí, dos pobres infelices con turbante se atrevieron a ponerse frente al citroën.

— Tú para. Tú para. — chapurrearon, agitando las fusilas . Estaba claro que hacer de moro resultaba más fácil que hacer de legionario.

— ¡Cabo gualdia! — dijo uno de ellos cuando el coche se detuvo.

El cabo llevaba galones de sargento y era, en realidad, un soldado de los de antes de la guerra. Le habían dicho «Tú, sargento», y él lo era con todas sus consecuencias, así que le pegó una patada al primer moro:

— Sargento, idiota. Tres galones de oro: cuenta.

Barmy conocía a algunos sargentos coceadores entre los Higlanders. No los disculpaba, pero los comprendía. Aquella simple patada le hizo sentirse como en casa. Si su tío Andrew no mentía, un pukka sahib no hacía más que eso en sus andanzas por la India.

— ¡A la orden, mi capitán! — se cuadró el soldado sargento.— Sin novedad.

— Quiero ver al coronel Ariza.

— En estos momentos está retirado en oración con sus oficiales. — respondió el soldadito, bien aleccionado. Era cosa sabida que los nacionales rezaban tanto como podían. A la primera oportunidad, ahí estaban, reza que te reza.

— Tú. — dijo tirándole otra patada al moro que, prevenido, la esquivó.— Corre a avisar al coronel.

El «sargento» se subió al estribo. Visto de cerca era aún más sospechoso: lucía tres detentes sobre la camisa y un escapulario del tamaño de una tarjeta de visita se vislumbraba por entre la pelambre del pecho.

Ariza, desde que horas antes liberó Casares, había estado estudiando el decorado. Los de Madrid iba a llegar de un momento a otro y, por alguna extraña razón, uno debía quedar convencido de que servían fielmente a Franco y otro de que servían fielmente a la República. Nunca creyó que la guerra pudiera ser tan paradójica pero, metido en harina, pensaba hacerlo lo mejor posible.

Hacía dos horas que tenía a medio pueblo en la plaza, aprendiendo canciones patrióticas. A un lado de la iglesia, treinta presuntos moros sostenían a treinta gallinas. El treinta y uno sostenía un reloj de pared al hombro. Quince legionarios, rodeados de botellas vacías en la taberna, aguardaban órdenes, y él mismo, en la iglesia, tenso y angustiado, rebotaba bajo un palio. Era su primera obra de teatro y sentía los nervios del estreno.

Llegó por fin un moro que se recogía con las manos los zaragüelles para mejor correr:

— ¡Ya! — dijo.

¡Plaf! Un sargento, fiel mantenedor de la disciplina, le acababa de dar un cachete:

— ¿Y las zancadas? Los moros andan a zancadas, pase lo que pase. ¿ Y el acento? ¿Y el saludo?

— Mi colonel. — dijo el pobre soldado. — Todos vinir aquí.

— Ajá. — asintió Ariza, dando la señal de arranque.

En cumplimiento de las órdenes recibidas, los treinta moros soltaron a las treinta gallinas y empezaron a perseguirlas con grandes manifestaciones de descontento por parte de las gallinas. El director del coro de los palurdos cantores les hizo atacar de firme la estrofa que todos se sabían mejor:

«Cada uno será lo que quiera,
nada na— na su vida mejor,
pero juntos llevamos bandera...»

Los quince legionarios de la taberna, haciendo religión de la conocida bravura de su cuerpo, empezaron a pelear y a romper botellas. Se pegaron de mentirijillas hasta que uno fue alcanzado de lleno: a partir de ahí pusieron todo el corazón y se aplicaron en darse una memorable somanta.

— Tú: — dijo el coronel al moro que acababa de avisarle— Coge esa máquina de coser y paséate por ahí con ella al hombro.

— Mi colonel, yo istar pachucho. — dijo el interesado, por si colaba: era una vieja Singer de hierro que debía pesar sus cuarenta quilos.

— ¡A pasear! — aconsejó el sargento más próximo.

— Cura. — ordenó el coronel, desplegando toda su actividad.

El páter trasladó la orden a una docena de beatas supervivientes, reclutadas entre el pueblo. Todas se sabían la Salve Regina y así, a sus acordes, Ariza salió de la iglesia bajo palio, en una mano el bastón de mando y en la otra la gorra. Estaba convencido de ofrecer un hermoso espectáculo a sus visitantes distinguidos.

— ¡Cielos! — dijo el capitán Camazón, frenando el coche a la entrada de la plaza. Doscientos o trescientos rústicos cantando la canción del legionario, rodeados por gallinas y moros, revoloteando cada cual como mejor sabía, herían la sensibilidad de cualquier hombre sensato. Alguien había dado un hervor a la plaza y en su interior todo borboteaba. La España esperpéntica, como de costumbre, asomaba al primer descuido detrás de cualquier esquina.

«Cada uno será lo que pueda,
nada na— na su vida mejor...»

Repetían los rústicos con unción. En tiempos mejores también habían cantado al obispo durante su última visita pastoral. Dos pobres diablos, cargados con un reloj de pared y con una máquina de coser, paseaban a la deriva, sudando como forzados. Los niños, mientras, les seguían riendo y lanzándoles puyas.

— Yo cogerti aluego. — decía uno al niño más cercano, sin descuidar para nada el acento.

Y, presidiendo el pandemónium, el coronel salía bajo palio de la iglesia, rodeado de beatas negras que le cantaban la Salve Regina llenas de devoción. Un curita, semienterrado bajo sus propios ornamentos bordados, le sahumaba con incienso.

— ¡Cielos! — repitió Camazón, puesto en pie sobre el coche.

Disimuladamente, echó una mirada hacia Bernabé Stanhope, pero Barmy disfrutaba como un niño de la escena. Era como volver a los tiempos del cine mudo y ver una versión de Hollywood de Los Ultimos Días de Pompeya: todo bien abigarrado.

— Sois maravillosos. — exclamó el inglés al fin.— Nadie debiera morirse sin ver el Taj Mahal y sin ver una guerra en España. — meditó un poco:— Casi me resulta imposible creer que pueda haber muertos.

A Camazón lo imposible le parecía que hubiera vivos. Sobrevivir entre tales elementos descerebrados era casi un milagro.

— ¿Crees que puedo sacar una foto sin que el coronel crea que soy un espía, Casto? Cuando un día describa la escena en el mess, si no presento pruebas, seré expulsado ignominiosamente.

El coronel Ariza reparó en ellos teatralmente, viró de abordo y puso rumbo noroeste, seguido de cerca por el palio, cuyos portores se desorientaron con la rápida maniobra. Los rústicos cantores, contagiados por el barroco momento, degollaron con bríos la siguiente estrofa:

«Somos héroes incómodos todos,
nada na— na saber quién soy yo.
na— na na— na, de diversos modos,
¡el correr de la vida forjó!»

Un par de gallinas, con su moro correspondiente pisándoles los talones, se enredaron con el palio, que envolvió por unos instantes la figura del coronel. El bulto, sin embargo, saludó efusivamente:

— ¡Arriba España! ¡Viva Cristo Rey, mi capitán!

Las gallinas, con sus moros respectivos, se alejaron. El palio se elevó y el coronel Pepe volvió a ser visible: se había puesto una sonrisa de viejo compañero de armas y, sospechando que la tela había embozado sus palabras, las repitió encantado:

— ¡Arriba España! ¿Trae las órdenes para marchar sobre Gibraltar? ¿Se incorpora hoy mismo la segunda brigada?

— A la orden, mi coronel. — saludó militarmente Casto Camazón, mano al botón de la gorra.— Aún no traigo ninguna orden.

Barmy, impresionado, se cuadró. Sólo había visto a un coronel semejante a aquel, uno de Dragones de Lancastershire, que era capaz de fumarse un puro puesto de punta en el interior de su pipa sin sentir ningún ridículo.

El joven inglés miró una vez más la panorámica, prestó atención al palio y al cuadro de oficiales que retozaban en torno a él y pidió, muy bajito, a Camazón:

— Pellízcame.

Casto Camazón, de ser un hombre menos curtido por la vida, se hubiera puesto a llorar sobre el parabrisas. Reaccionó a tiempo, como los buenos, y permaneció en posición de firmes.

— Baje de ahí, capitán. Este sol de septiembre es muy malo. Véngase aquí debajo, a la fresca.

Camazón obedeció. El coronel volvió a hacer gestos parecidos a los de un cura cuando, en plena misa, dice «orate fratres» de cara al respetable. La oficialidad no pudo resistirse al embrujo y se acercó aún más para las presentaciones:

— El teniente coronel Sánchez.

Se hicieron los saludos de rigor. El siguiente era un ser injertado de albóndiga y con los vivos colores del crepúsculo en el rostro. Llevaba guantes blancos y monóculo:

— El comandante Gutiérrez de la Oca. — presentó el coronel.— El comandante Gutiérrez de la Oca es «aristrócata.»

— Un señorito andaluz. — corroboró Gutiérrez muy en su papel.— Hay que acabar con la chusma.— Lo de chusma lo sabía decir muy bien, no en vano había pertenecido a ella desde su más lejana juventud.

— Nosotros, los «aristrócatas» — añadió— , sólo podemos estar con Franco y con Mola. La chusma — dijo confesando un secreto celosamente guardado— no nos quiere.

Cuando terminaron las presentaciones, el coronel Pepe ordenó a un asistente que instalaran al teniente y al alférez en alguna buena casa.

— En una que tenga el retrete dentro.

Luego echó a andar hacia la taberna de enfrente, donde los legionarios, agotados, se topaban con la cabeza, incapaces ya de levantar los puños. Los portores del palio se apresuraron a seguir los pasos de su coronel.

— A la iglesia, hala. — les ordenó su jefe natural, esquivando a una gallina por poco.— Bajo palio no se entra en un bar.

AMOR Y MUERTE.

Bernabé y Magdalena fueron conducidos por el asistente que, sin miedo a perderse, se adentró por las callejuelas blancas y estrechas. Cuando veía una casa que le infundía confianza, dejaba las maletas en el suelo, llamaba y preguntaba, siguiendo la consigna de su coronel:

— ¿Tienen ustedes el retrete dentro?

— Al fondo del patio.

— Pues nada.

Barmy caminaba abstraído al principio. Meditaba en aquel ejército rebelde y trataba de calcular cómo sería el leal, si el leal era el que se retiraba una y otra vez.

Bernabé Stanhope miró de reojo al joven alférez. Viera lo que viera, guardó silencio sobre ello. Un extranjero, en tierra extraña, a veces ve alucinaciones y no es cosa de infringir tabúes a tontas y a locas.

— ¿Crees que la guerra terminará pronto? — en Inglaterra las conversaciones de compromiso versan sobre el tiempo, pero en España el tiempo era de guerra y había que atenerse a ello.

Magdalena recordó los consejos de su capitán y volvió a los monosílabos. Le apetecía, después de dos meses de encierro, una larga conversación seguida de un poco de cotilleo, pero se abstuvo valientemente:

— No.

— Suponiendo que a estas alturas sepamos de quiénes somos nosotros, ¿crees que ganaremos?

— No.

— ¿Tienen el retrete dentro? — preguntó el asistente por décima vez.

— Sí. — respondió una mujer gorda que lucía un delicado bigotillo rubio.

— Aquí les dejo. — murmuró el asistente. Y huyó. Había oído que a los asistentes a veces les hacen limpiar las botas.

La gorda desobstruyó la puerta, dejando el paso expedito al aire y a las visitas. Estaba muy contenta, porque escondía a su hermano que una vez dijo que los ricos tenían que repartir y ahora temía las represalias. Con dos oficiales en casa lo más probable es que no le hicieran ningún registro. Al hermano, por si las moscas, le había disfrazado de desertor.

Les condujo por la casa parloteando sobre las maldades de los rojos. Lo creyeran o no, les habían robado todos los jamones. Los chorizos, no, porque los enterraron en unas frascas. Tampoco se lo creerían aquellos caballerazos, pero arramblaron con todos los duros de plata. Sintiéndolo mucho, aquella humilde gorda y su familia no tenían con qué contribuir a la causa nacional. Se le abrían las carnes con sólo pensarlo.

— Este es el comedor. — decía, descansando entre lamento y lamento. — Esta es la cocina.

¿Y qué decir de su hermano? Se le habían llevado a Ronda, pero él, cuando vio aquello, en julio mismo, salió por pies. Bien valiente era, pero no había querido luchar contra su Patria.

— Por aquí, antes de salir al patio, está el excusado. — explicó, coronando así el desenlace de la aventura de su hermano que, por cierto, pensaba apuntarse la primera bandera de Falange que pasara por el pueblo. Era muy patriota.

— Y aquí estarán como los ángeles. — terminó, abriendo la puerta de un dormitorio de matrimonio.— Nosotros tenemos un cuartín arriba y ya nos apañaremos.

La andaluza sonreía, expectante. Nunca había sobornado con su propio dormitorio a unos oficiales, pero esperaba que agradecieran la gentileza.

— Gracias. — respondió Bernabé entrando con sus bultos.

— ...Pero no queremos ser una molestia. — dijo Magdalena, con la voz más oscura que pudo encontrar en su esbelta garganta.

— De ningún modo. De ningún modo.

En opinión de la gorda, los soldados debían descansar bien entre batalla y batalla, y aquella cama disponía de un buen colchón de lana, vareada al principio del verano.

— ¡Ah! — dijo Barmy, suponiendo que varear los colchones podía ser un método para matar las pulgas a palos. La sabiduría popular no tiene límites.

— Es un abuso. — insistió el falso alférez.

— De ningún modo. De ningún modo. — repitió la gorda, empujando a Magdalena al interior del dormitorio.— Lávense y duerman si quieren.

Barmy y Magdalena, a puerta cerrada, se miraron. Ella sabía perfectamente lo que veía; él, no. Pero sería difícil conseguir que la situación siguiera así: en la familia de Bernabé había algunos casos de lucidez.

— ¡Ajá! — decía el interesado en aquellos momentos, rebotando alegremente sobre la cama y recordando el duro pasado:— ¡Veinte horas de coche!

Las guerras, en su opinión, tenían valores positivos cuando se las mezclaba con colchones de lana recién vareados y con sábanas limpias.

— Ven acá y ponte a caballo sobre mis botas, alférez.

Magdalena conocía el sofisticado método para descalzar a un oficial, así que cabalgó de espaldas sobre una y otra bota de Barmy y se dejó dar la patada cuartelera.

— ¡Cielos! ¡Tengo pies! Todavía me quedan. — dijo Barmy entre ronroneos de placer. Encendió un cigarrillo y se arrellanó en la cama, dispuesto a hacer filosofía de campaña.

— ¡La guerra! — exclamó admirativo.— Los españoles hacéis las guerras más originales del mundo.

De abajo llegaban unos temblores de guitarra. El hermano desertor, para matar el tiempo y el miedo, tocaba El Vito, y lo hacía con sentimiento.

— La guerra — siguió, desarrollando el tema— nos hace recordar lo solos que estamos. La guerra es soledad.

En aquellos momentos pensaba en el buen vino andaluz para remediar un poco la compañía, pero no por eso se mostraba menos profundo.

— ¿Tienes familia?

— No. — respondió, corto y oscuro, aquel falso alférez llamado Magdalena.

— Mejor. — Barmy había encontrado una frase ingeniosa:— Hoy estás aquí, subido a un hermoso colchón, y mañana, allá. Muy lejos. — resumió.

Pensaba en las contradicciones de la vida: a los españoles no les gustaba la guerra, pero no hacían otra cosa que meterse en ellas. Una y otra vez. Los españoles sí eran un pueblo solitario y reconcentrado, a pesar de las guitarras.

— Morir — añadió— tiene sus inconvenientes, ¿verdad? Vosotros, los españoles, sois expertos en la muerte. Me dijeron, confidencialmente, que no hacéis otra cosa que pensar en ello.

El falso alférez se volvió de espaldas, como si se pusiera a mirar por la ventana. El uniforme y la caracterización se lo impedían, pero Magdalena se hubiera puesto a llorar muy a gusto. ¿Cómo no pensar en la muerte cuando la muerte está por todas partes? La guerra a ella la había dejado sola para toda la vida.

— Un día bajaréis las espadas. — profetizó Bernabé como si se hiciera cargo del dolor ajeno. — Os quedará una tierra llena de héroes y los días os parecerán más brillantes. La paz sólo vale después de una guerra.

— Sí. — dijo Magdalena.

Barmy se frotó los pies y abrió la mesilla de noche, por si la gorda, obsequiosa, había dejado allí algo de jerez. Había un orinal.

— Esta guerra se hace porque todos creéis en el futuro. Todos tenéis esperanzas e ilusiones. No sé cómo se las apaña, pero España es siempre una nación joven. Quizá por eso tiene ganas de morir heroicamente.

Meditó un poco más: jamás hubiera creído posible evacuar tanta sabiduría en tan poco tiempo:

— Y si te quitas las botas verás las cosas con más optimismo. ¿Sabes que se inventaron para que los soldados pusieran una cara capaz de espantar al enemigo?

El falso alférez se rió, aun con las botas puestas.

* * * * *

Instalados en la tasca, el coronel y su plana mayor conferenciaban con el capitán Camazón. Estaba claro que Camazón era un oficial de carrera y la sangre ugetista de Pepe Ariza corría más ligera por sus kilómetros de venas rojas: se mirase como se mirase, los militares eran enemigos del pueblo verdadero: Esos tíos sabían hacer la guerra y estaban en trance de dar un palizón a los verdaderos revolucionarios.

Camazón les acababa de regañar, y siguió regañándoles hasta que las orejas de la concurrencia despidieron luz propia a causa de la incandescencia. ¿De quién había sido la idea de pasearse bajo palio por la plaza del pueblo? ¿Qué hacían aquellas gallinas y aquellos moros alborotándolo todo?

— Color. Daban color. — se defendió el coronel Ariza. — O somos nacionales, quiero decir fascistas, o no lo somos. Y si los moros no roban gallinas y relojes de pie, que venga Dios y lo vea.

Los milicianos, se dijo, también metían mano a las gallinas, pero solían preferir los relojes pequeños.

— Además — añadió el falso teniente coronel— ¿qué pasa con nuestros sentimientos? Nosotros somos buenos republicanos y tenemos que fingir ser enemigos del pueblo y creer en Dios a sabiendas de que Dios no nos puede ni ver.

— Este — añadió un falso capitán, señalando a otro— quería fusilar a los conserjes de la Casa del Pueblo.

— Para dar color. — se defendió el interesado.— Todo el mundo sabe que los nacionales «afusilan» mucho.

Para Camazón fue muy difícil convencer a la concurrencia de que Bernabé Stanhope, aunque extranjero, no era tonto. Dos conceptos distintos: los tontos, una cosa: los extranjeros, otra.

— ¿Y por qué no se les entiende, eh?

— A éste, sí.

En efecto: a aquel se le entendía. Las palabras le rodaban algo por la lengua y alguna se le enredaba en el colmillo, pero se le entendía.

— Y, además, es listísimo.

Eso sí que no lo podían creer. Que no fuera tonto, bueno. Pero que un hombre listísimo fuera extranjero era harina de otro costal. Los listos, como sabía todo el mundo, eran españoles y del Frente Popular.

— ¡Viva Lenin! — gritó un capitán, rezumando entusiasmo.

— Y hay otra cosa. — siguió el coronel.— ¿Va en serio eso de atacar Gibraltar? Yo necesitaré un caballo que se ría menos y que no se quede quieto cuando disparan. Un caballo que sepa echarse cuerpo a tierra.

— Y yo necesitaré un coronel de verdad. — dijo el sargento teniente coronel.

— Pase usted arrestado. — respondió Ariza, que ya se había aprendido mejor su papel.

Cuando se restableció el orden, Camazón trató de iluminar a aquellas pobres mentes. Gibraltar, ¿entendían?, estaba allí. Ellos, aquí. Echaron una gota de vino allí y aquí para ilustrar el croquis.

— El inglés está aquí también.

— Y Gibraltar allí. — dijo Ariza para demostrar que era de rápido entendimiento.

— Sólo hay que convencer al inglés de que somos nacionales y que queremos tomar Gibraltar. Que saque fotos de los soldados y que las envíe a Inglaterra.

— Eso está muy lejos. — dijo un ilustrado.

— Mucho.

— ¿Y qué coño les importa a ellos lo que hagamos aquí?

— Nadie sabe lo que les importa a los ingleses.

Era una gran verdad. El inglés más cercano, en camiseta y calcetines, se lustraba las botas y entretenía la lengua con aquel silencioso alférez:

— ¿Tienes novia?

— No. — respondía Magdalena, fiel a su método.

— Para las guerras no hay nada mejor que las novias. Uno puede pensar en ella en las noches sin luna o escribirle cartas llenas de sinceridad, convenciéndola de que es un héroe.

— A veces — añadió, repartiendo generosamente el betún— la gente lucha exclusivamente por su novia.

— Sí. — dijo el alférez.

— Y, si quieres ser un héroe, nada como una mala novia; una que te dé calabazas y te escriba una carta confesando que ama a tu mejor amigo. El ser humano es una criatura muy frágil y tímida y sólo el amor de una mujer consigue estimular sus instintos sanguinarios...

— No será tanto. — negó el alférez Magdalena, herido en el orgullo de su sexo.

El coronel Pepe no sabía tampoco lo que les importaba a los ingleses ni lo que les importaba a los españoles. Sabía, en cambio, lo que le importaba a él: ¿Podían ir a pie los coroneles de infantería? ¿Se podía enseñar a un caballo a resguardarse de las balas?

— Con mucha paciencia.

La misma que habría que usar para convencer a un británico de que la cuadrilla de inútiles que invadía el pueblo sería capaz de tomar Gibraltar.

— Si yo tuviera una novia — decía Barmy en el mismo momento— me sentaría en el alféizar de la ventana y me pondría a pensar en ella con ternura.

— Ah. — dijo el alférez sin comprometerse.

— Lo bueno es darles un beso suave en la mejilla. Y, luego, otro en la frente. Y cogerles de la mano. Eso es lo que se debe pensar de las novias que no están con uno: mucho romanticismo y delicadeza. Hay que imaginarse que se está dispuesto a morir por ella y que, luego, la mujer vestirá de negro y se pondrá a derramar lágrimas y flores sobre tu tumba. Imaginar cosas así es bueno para un guerrero.

— Es bonito.

Barmy comprobó que su rostro se reflejaba en las botas. A la hora de lustrarlas, él era un profesional.

— Claro que, si uno tiene la novia al lado, la cosa cambia. — siguió.

— ¿Por qué?

— Pero, ¿tú de qué mundo sales? Si tienes a una mujer al lado en estos atribulados días en que todos tiran contra ti, y te limitas a besarle la mejilla y la frente y a cogerle la mano, eres idiota.

— ¡No! — dijo el alférez Magdalena, que había empezado a simpatizar con el presunto romanticismo del inglés.

— Sí, te digo. Y el enemigo acaba enterándose y te mata; con muchísima razón además. Ahí va el idiota de enfrente — se dice el enemigo— : se pasa el tiempo besando mejillas. Y no paran hasta freírte.

Magdalena le miraba, algo desconcertada.

— Yo creí...

— Tú eres un crío sin experiencia, vestido de alférez. ¿No sabes aún la diferencia que hay entre la mujer que sueñas y la que agarras, a solas, mientras pegas gritos de cacería?

El coronel, puesto que nadie le daba ideas sobre lo que hacer con su caballo, manifestó tener un plan: interrogarían a un gibraltareño en presencia del inglés. Tenían a uno que estaba en Málaga vendiendo tabaco el 20 de julio y no pudo regresar. Ariza se lo había traído, precisamente para interrogarle. Si le pagaban bien...

— Si le pegaban bien... — corrigió un bromista.

— No: si le pagamos bien el tío representará lo que sea necesario. Los gibraltareños son andaluces con rey y bandera de rayas. Pero andaluces.

— ¡Señora! — gritó Barmy, asomado a la puerta.

— Usted no es de por aquí. — dijo la gorda atusándose el bigote.

— De más al norte.

— Se lo he notado en el acento. — confirmó la señora, satisfecha de su oído.— Por aquí no se habla tan claro.

— ¿Dónde hay chicas?

— ¡Ah, pillín! Si yo tuviera diez años menos.

Barmy dio gracias al Padre Tiempo por haber pasado.

— Para el alférez. Tiene que practicar. Ponerse en el alféizar y pensar que da un beso en la mejilla de su novia.

— No tengo novia.

— Y luego — siguió Barmy— ponerse en cualquier otro sitio y dar unos cuantos besos de verdad. El chico cree que las mujeres son como las estampas.

— ¡Ah! — dijo la gorda, desordenándose de nuevo el bigote al resoplar.

— No creo eso. — protestó el falso alférez.

— Los niños — confesó Barmy— no vienen de París. Te hago una faena, lo sé, pero te hubieras enterado un día u otro.

— De dondequiera que vengan — confesó la gorda a su vez— no traen un pan debajo del brazo.

Otro desengaño.

— Mi teniente. — dijo entonces un legionario descamisado al que la borla se le metía en un ojo produciéndole tormentos medievales.— El coronel quiere que se presente a él.

— De acuerdo.

— Y que lleve usted su Agfa.

* * * * *

Tardaron ,sin embargo, en llegar a la plaza del pueblo. La tarde era perfecta. El blanco de las casas, contra el azul del cielo, llenaba el mundo reducido de Casares de luz y de alegría. Lejos, muy lejos, probablemente había una guerra, pero aquellas calles estaban repletas de paz y no había señal alguna de que pudiera quebrarse.

Magdalena sonrió: tal era el efecto de la luz y del cielo, azul como la mar poco profunda. La suave brisa traía perfumes de brezo y jara; una nube solitaria volaba como una paloma blanca; y si los astros azules no tiritaban a lo lejos todavía, se debía más a la hora temprana que a una manifiesta falta de voluntad para colaborar con el general encanto de la tarde.

— ¿Lleva la Agfa, mi teniente?. — preguntó el soldado, que había sido cuidadosamente adiestrado por su coronel putativo— Desde el campanario dicen que se ve Gibraltar. — añadió, dando detalles incitantes.

— Oh, ah. — exclamó Barmy. Le inquietaba que todos estuvieran ansiosos de que sacara fotos.

— Pero a Gibraltar lo veremos así por poco tiempo. Quiero decir, de lejos. — siguió el soldado, abriendo su conciencia a sus mandos naturales.— Con esto de la guerra, acabaremos con esta vergüenza. Me ha dicho el furriel que es cosa de días.

Bernabé Stanhope carraspeó y tomó una nota mental para su informe: «Un legionario con patillas de cuatro pulgadas me confirmó la sospecha: ésta es una fuerza cuyo objetivo es Gibraltar.»

En el cruce con la siguiente calle tuvieron que detenerse: avanzaba una columna de carros tirados por mulos que se entretenían enseñando sus dientes amarillos a los curiosos. Conscientes de su protagonismo, sonreían a la multitud y avanzaban moviendo las ancas con presunción de coristas. El legionario se quitó el gorro y se santiguó un número indeterminado, pero alto, de veces, mientras se ponía a murmurar larguísimas letanías.

Los carros iban cargados de grandes cantidades de hombres amontonados. Su inmovilidad y muchos litros de sangre desparramados aquí y allá, hacían inútil preocuparse por su salud o por su comodidad.

— Están muertos. — informó el legionario.— Aquí puede usar su Agfa. Los carros de muertos tienen un no sé qué.

Eran carros con copete de muertos. Por los lados colgaban brazos y piernas. Los rostros de los cadáveres de más abajo tenían muecas de dolor infrahumano que hablaban bien a las claras de una muerte dolorosa o, como era el caso, de la angustia de cargar sobre el lomo los cuerpos de decenas de compañeros.

— Son rojos. — siguió el legionario.— Diabólicos rojos, hijos de Lenin y La Pasionaria. Dios les perdone y les queme en el infierno durante toda la eternidad.

El cura, que pasaba rodeado por monaguillos con velones, dijo su línea de papel:

— Ora pro nobis.

— Ad Deum qui laetificat juventutem meam. — dijeron los monaguillos militares.

— Alea jacta est. — remató el cura, que contaba con una culturita casera.

— Et cum spiritu tuo. — respondieron los acólitos.

— Páter — pidió el legionario— : el teniente quiere sacar una foto de recuerdo.

Barmy, perplejo por el latín oído y por la iniciativa del soldado, contempló como la triste comitiva se detenía. Los que portaban hachones se los acercaron al rostro para iluminar mejor las facciones y salir favorecidos. El cura sonrió y ofreció su mejor perfil.

— ¿Así? — preguntó.

¡Oh, España! ¡Tierra en la que la muerte parece una chapuza! ¡Procesiones de cadáveres arrastrados por mulos sonrientes y tozudos! ¡Clérigos coquetuelos y muertos por arrobas!

Bernabé Stanhope sacó la foto para evitar que la comitiva siguiera posando horas y más horas. En el Foreign Office tendrían algo en qué pensar, aun sin haber oído el diálogo latino entre el cura y sus ayudantes.

— Arre. — dijo el sacerdote cuando todo hubo acabado.

— ¡Recién muertos! — presumió el legionario cuando prosiguieron el camino. Un novio de la muerte tiende a llevarse bien con ella.— Cayeron como pajaritos.

— No he oído los tiros. — comentó Barmy.

El legionario se detuvo, visiblemente desconcertado. Se palmeó la frente para hacer salir a las ideas de su escondrijo:

— Ni usted ni el enemigo. — dijo al fin— Les hemos pasado a cuchillo para no delatar nuestra presencia.

Antes de que Barmy pudiera hallar otra pregunta comprometida ya habían llegado a la plaza, y fueron depositados en los amorosos brazos de coronel Ariza, que había instalado un sillón en lo alto del kiosco de la música.

— ¡Ah, teniente! ¿Trae usted su Agfa?

El teniente exhibió el artefacto. Incluso apretó el botón superior para que el fuelle se abriera automáticamente, causando con ello gran sensación y ganándose los parabienes de casi todos los presentes.

— Nuestro aliados alemanes — dijo el falso teniente coronel y verdadero sargento— son unos técnicos de aquí te espero.

— ¿Qué esperan aquí los alemanes? — preguntó Barmy, que siempre fallaba con las extrañísimas frases hechas de los españoles?

— De «aquí te espero, comiendo un huevo.» — le tradujeron.

— Ah, oh. Claro, el huevo.

Al contrario que la gorda bigotuda, ninguno de aquellos curtidos militares parecía haber notado el curioso acento del inglés: por lo que a ellos se refería, Barmy era un Castelar o, mejor aún, un «Botas».

El coronel carraspeó, como viera hacer a su caballo: estaba convencido de que aquello le daba un aire más militar. Enseñó los dientes, también como el caballo.

— Me ha comunicado el Capitán Camazón que está usted aquí porque visitó Gibraltar antes de la guerra. Nos será útil para señalarnos los puntos más débiles.

— No me enseñaron la fortaleza, mi coronel. — respondió Barmy que, por el momento, se dejaría despellejar antes de traicionar a su Patria.— Vi calles y muelles: nada más.

— Bah, bah. — le restó importancia el coronel Pepe.— Tenemos a un gibraltareño contrabandista que ya nos ha contado casi todo. Usted quizá dirija una de las primeras compañías de asalto, dado su conocimiento del terreno. Moros. — añadió, para dar confianza al teniente.— Degollarían a su abuela canturreando una de esas cosas imbéciles que ellos se creen que son música.

— Ah, moros. — dijo Barmy, mirando a su alrededor: ni ellos ni las gallinas estaban a la vista.

— ¡A ver! — gritó el coronel Pepe— Que me traigan al contrabandista. Lo sacaron de la taberna misma, visiblemente sometido a los efectos del más antiguo suero de la verdad. In vino veritas, aunque eso no fuera siempre cierto con los contrabandistas fogueados. Un moro le acompañaba con una gumía desenvainada que brillaba fríamente al sol de la tarde.

— Salam aleikum, mi colonel. A la orden de sía.

— Tú. — dijo el coronel, mirando altivamente al gibraltareño.

El interesado miró tras él; luego, a los alrededores. Poco a poco, comprendió:

— Yo. — dijo.

— Sólo para que te escuche el teniente, que tiene una Agfa: ¿Nos puedes hacer entrar en Gibraltar?

— Si me devuelven mi barca, detenida en... detenida en...

Se le había olvidado el texto.

— En Al... — le ayudó un falso capitán.

— Detenida en Algeciras. — dijo, de corrido, el contrabandista.— ¿Verdad?

— Tengo — informó a la concurrencia— una hermosa barca detenida en Algeciras. ¿Qué les parece? ¿Eh?

— ¿Qué le parece, teniente? — dijo el coronel.

— Habría que ver la barca.

— Es muy grande. Blanca como una paloma. Y tiene unos motores que cantan ópera.

— Sigue ya.

— Pues subimos a los moros...

— Salam aleikum. — dijo el moro, considerando que era su turno de nuevo.

— ¡A callar! Sigue tú, maldito inglés.

El contrabandista, británico como el que más, recordó que tenía que decir algo en inglés:

— How do you do?

— Salam aleikum. — insistió el moro.

Y el contrabandista, vencido por el vino, cayó en una especie de duermevela. Se mantenía en pie pero su alma era inaccesible: vagaba por las regiones superiores.

A una señal, el moro le pinchó con la punta de la gumía.

— ...Y desembarcamos cien cajas con cien mohamés dentro y, por la noche, salen y nos liamos a tiros. — terminó. La primera parte del plan se le había quedado enganchada en el limbo.

— ¿Comprende? — preguntó el coronel Pepe a Barmy.

— No, mi coronel. — respondió Barmy.

— ¿Qué hizo Ulises? — le preguntó Camazón para darle una pista.

— Enamorarse de Nausikaa.

— Antes, hombre. Lo del Caballo de Troya: metió aqueos en un caballo de madera. Nosotros meteremos moros en cajas de puros, los desembarcaremos en los muelles y, de noche, daremos un golpe de mano. Organizaremos un movimiento de diversión y, mientras, nuestros bravos legionarios entrarán desde la Línea a la bayoneta.

Aquello era tan posible que a Barmy no le gustó. Aquellos moros que él había visto eran muy perrunos, muy capaces de dejarse encerrar en cajas de puros mientras besaban las manos a sus sargentos. Si no se ponía remedio, los nacionales tomarían Gibraltar a pesar de ser como eran.

— Yo haré lo que me pidáis. — dijo el contrabandista, retomando su papel varias líneas más abajo.— Pero, por favor, no me peguéis más. ¡Ay! ¡Huy!

Barmy miró con más atención. Quienquiera que hubiese sacudido al gibraltareño traidor, además de vengar a Inglaterra, lo había hecho con extraordinaria rapidez: una mano más rápida que la vista, sin duda.

— ¡Hablaré, hablaré! — gimió el Gibraltareño, definitivamente confundido de líneas.

— ¡Si ya has hablado, desgraciado!

El hombre se registró los bolsillos y miró en torno:

— ¿No hay vino por aquí?

Rápido como el rayo, el falso teniente coronel le dio una bofetada: aquel hombre se había comido medio papel ensayado y se había bebido media barrica. Si seguía mezclando el diálogo, hasta un inglés se pondría a sospechar. Incluso un inglés listísimo, como decía Camazón.

— ¡Coño! — dijo el gibraltareño, improvisando su texto. Luego volvió a repetir líneas:— ¡Hablaré, hablaré!

Se volvió hacia el teniente, que era el único espectador inocente del drama:

— Hacéis esto conmigo porque... porque...

Ya se había encasquillado otra vez. Probó a tomar su papel un poco antes:

— Me obligáis a traicionar a mi Patria porque...

— Maldita sea tu mujer. — le dijo el capitán soplón.

— Eso: porque tenéis a mi mujer y a mis pobres hijos y me amenazáis con «degüellarlos».

— Puedes jurar que los «degüellaremos» si no cumples. — le confirmó el coronel Pepe. — Y usted, teniente, ¿por qué no saca una foto de recuerdo?

Barmy estaba sorprendido: o Camazón le había presentado como reportero gráfico o el coronel era un enamorado de la fotografía. Jamás a un espía le pusieron las cosas tan fáciles.

— ¿Le hincho un ojo para que quede más propio? — preguntó el moro en muy buen español.

— ¡Tu padre! — dijo el gibraltareño.

Pero se lo hincharon de todas formas y Barmy pudo fotografiar a su británico torturado por los nacionales, no sin mirar a los ojos de Camazón: ¿seguro que nadie estaba sufriendo alucinaciones? ¿Seguro que todo estaba en orden, Casto?

ADIÓS.

Desde lo alto del campanario resultó que no se veía Gibraltar. El pueblo estaba en una hoya y no había nada que hacer, salvo subir a las laderas por la carretera y, desde allí, retratar el Peñón.

Nutridos grupos de moros y de legionarios iban y venían de un lado a otro procurando entrar en campo.

— Gibraltar parece una tajada de queso, ¿verdad, teniente?. — le decían los más simpáticos.

— Cuando entremos allí — insistían los mejor adiestrados— lo pasaremos a sangre y fuego. No quedará un maldito contrabandista ni un condenado guardia de casco blanco.

Mientras esto sucedía, el alférez Magdalena se entrevistaba con el capitán Camazón. Ambos se felicitaban porque ningún hombre, por extranjero que fuera, dejaría de sospechar de semejante puesta en escena.

— Los moros se santiguaban también al paso de los muertos. — dijo Magdalena como ejemplo.

— Y el contrabandista se ha equivocado en todo.

Camazón, pese a las órdenes en contra de Largo, no tenía la menor intención de que Barmy creyera en la posibilidad de un ataque nacional sobre Gibraltar. No obstante Bernabé Stanhope, educado en las tradiciones de su neblinosa Patria, no permitía que nadie leyese en su rostro lo que pasaba por el resto de su cabeza. Además, nunca confesaría tener un cerebro capaz de funcionar: los jóvenes de las clases altas inglesas, como los oficiales de la Caballería Española, tenían a gala presumir de duros de mollera.

Ni Magdalena ni Camazón debían preocuparse por Bernabé Stanhope. Bajo su apariencia atolondrada había una auténtica cabeza. El falso coronel y su falso ejército jamás conseguirían engañarle; Inglaterra no se sentiría amenazada y, por lo tanto, los nacionales ganarían aquella guerra doméstica.

Por otro lado, dejar a Barmy oficialmente en la ignorancia era una forma de protegerle: él, inocente como un palomo, podría regresar a Madrid bajo la protección de la República, y tanto más seguro estaría cuanto más diera a entender que se tragaba el anzuelo.

Camazón había decidido pasarse aquella noche mismo. Tenía una clara idea de dónde estaban las líneas nacionales y pretendía acercarse a ellas con el coche hasta la distancia de un tiro de piedra. Después, suerte y al toro.

Ambos partirían con una canción en los labios, satisfechos de dejar tras sí una España conocida que rabeaba en la agonía, y más satisfechos aún por encaminarse hacia una España desconocida y cambiante, hacia una nueva oportunidad de la historia.

Magdalena volvería a ser mujer. Saldría a las calles de sol vestida de mujer y nadie la perseguiría por ser hija de un defensor del Cuartel de la Montaña. Iría a misa. Encargaría funerales. Encontraría el tiempo para llorar a su muerto y, si era posible, se incorporaría a alguna empresa que ayudara a ganar la guerra.

Casto Camazón tendría, en cambio, que someterse a largos trámites. Sería depurado. Se averiguarían sus relaciones con Asensio Torrado y con el mismo Largo Caballero. Tendría que demostrar su comportamiento en el Cuartel de la Montaña.

Con suerte, algún antiguo compañero le protegería y, tarde o temprano, volvería sobre las armas, porque necesitaba sacarse varias espinas que le habían infectado el corazón. Lavarse las manos, pero no como Pilatos, no: con jabón, y aceptando la parte de culpa y la parte de silencio que en justicia le pertenecían.

Dejarían ambos al inglés detrás, con su Agfa. Aunque procurara fingirse lelo, él sabría comprender. El había pasado por el Alcázar humeante. Él había visto el funcionamiento de los comités revolucionarios y la autoridad en manos de analfabetos sectarios. Él había contemplado la entronización de los fanáticos. Él sabría comprender, como oficial, dónde estaba el sitio de Camazón, como sabría comprender que el coronel Pepe y sus secuaces no eran más que un ejército de imitación, un mal sucedáneo.

Lo que no podían era llevarse a Barmy con ellos. Para bien o para mal, Inglaterra seguía teniendo relaciones con lo que quedaba de la República Española, si es que quedaba algo, y aquella no era la guerra de Stanhope, ni la ira de Stanhope ni el miedo de Stanhope. Barmy regresaría a Madrid sano y salvo y con algunas nuevas experiencias. Nada más.

Cuando Camazón urdió el plan, contó con ello. Como contó también con la imposibilidad de disfrazar de verdaderos soldados a una partida de milicianos y emboscados. Contó con que el engaño que hacía a Barmy era temporal y con que, en modo alguno, Inglaterra caería en la trampa que Largo Caballero le tendía.

¿Cómo Camazón, oficial español y español a secas, iba a permitir una nueva invasión de su Patria? ¿Cómo dejaría que una cruel pendencia doméstica se convirtiera en una más cruel guerra internacional? En cuanto a Magdalena, también pensaba en Barmy: daba gracias por no tener que pasar la noche con él, en la misma habitación. Barmy le había caído bien desde el primer momento, con aquella sonrisa alegre y confiada, alumbrada por unos ojos muy bonitos y juguetones, pero, ¿qué clase de excusas habría tenido que dar?

— Te hubiera puesto de guardia o, mejor, le hubiera dado la guardia a él: que velara, por ejemplo, el sueño del coronel Ariza.

Como si dijera «¿me llamaban?», el coronel en pleno se presentó junto a ellos, al resol de la plaza. Estaba tan satisfecho de sí mismo como sólo lo puede estar un asno de respetables dimensiones. Algún grave error en el entramado de su cerebro le llevaba a creer que las cosas estaban saliendo redondas. En su opinión, ningún coronel nacional parecería tan nacional como él, si se exceptuaba al caballo loco que no disponía de espíritu militar alguno.

— El inglés sigue sacando fotos. — dijo.— Hago que los soldados suban campo a través, que se dejen ver como si estuvieran francos de servicio y, luego, que bajen al galope para volver a empezar la noria. Después de todo, ¿no se parecen todos los legionarios y todos los moros?

Ariza se frotó las estrellas de la bocamanga contra el estómago para quitarles el polvo: le gustaba su brillo dorado. Si le ofrecieran trabajo de coronel en el otro bando, posiblemente titubeara durante dos minutos antes de pasarse.

— Y ahora — dijo.— rezaremos un rosario. Tengo al cura y a una partida de legionarios avisando de casa en casa: Rosario a la puesta de sol, seguido de Cara al Sol, charla moral e insultos a Lenin. A continuación, el pueblo, en manifestación espontánea, avanzará hasta el ayuntamiento para exigir la muerte del Camarada Largo Caballero.

Miró hacia los lados con cautela y confesó:

— Ya comprenderá que es de mentira. Pero, si hay que ser «facista», hay que serlo. Además, en el ayuntamiento no hay nadie: nuestros camaradas les corrieron el mismo 19 de julio. Será como gritar a la orilla del mar y creo que Largo entendería mi postura.

— Claro, claro. Largo Caballero, que es un obrero, daría su vida por España.

— ¿Por España o por Rusia? — preguntó el coronel Pepe, desconcertado. El había oído que Rusia era la Patria de todos los proletarios y que conducía a las masas a la revolución y a la felicidad.

— Por ambas, pero más por Rusia, por supuesto.

Ariza se tranquilizó: las cosas volvían a encajar en su esquema del mundo. Largo era un obrero, amigo del pueblo soviético, que ya había pedido que se proyectara en todas partes El Acorazado Potemkim. Corrían voces de que un tal Rosemberg estaba llegando de Moscú, con un montón de generales, para ganar la guerra. Y, para colmo, más de la mitad de los terratenientes debían de estar ya muertos. Un poco más y sería la hora del Gran Reparto.

Ariza no pensaba aceptar ni una vaca, ni un caballo, ni unos olivos. Un cargo fijo y nada más. De coronel, por ejemplo, ya que los sabía imitar.

La gente del pueblo se iba reuniendo, poco a poco, en la plaza. Los amigos del rezo avanzaban desconfiados, como los conejos castigados de un coto. Los que les convocaban eran nacionales, sí, pero un rosario público, aunque reconfortante, inquietaba: sólo un día antes aquello podía costar la pelleja y el hombre es animal de costumbres, sean buenas o malas.

Los que ayer mismo opinaban, con el gobierno legítimo, que la religión era el opio del pueblo, habían encontrado rosarios en el fondo de los viejos cajones y procuraban mantenerlos bien visibles mientras componían gestos devotos.

En resumidas cuentas, los católicos verdaderos parecían recelosos y a disgusto, y los comecuras, al contrario, se estremecían a impulsos del viento de la fe. Y, con razón: esperaban que Dios les confundiera entre la multitud y nadie les señalara como a enemigos de la religión. Rezarían de corrido no uno sino doscientos rosarios con sus correspondientes letanías.

Barmy no hubiera comprendido jamás estas paradojas. No cargaba con los dos mil años de historia que los españoles se pasaron detrás de los curas. O con el cirio o con el bastón, pero detrás de ellos. Como en la Inglaterra de Enrique Octavo, en España la religión fue siempre parte de la política y viceversa: la política, una parte de la religión.

Pero Barmy estaba en lo alto de la ladera, por donde la carretera coronaba, se detenía a descansar e iniciaba el descenso al pintoresco valle. En grupos de siete, habían pasado frente a él miles de legionarios y de moros, interponiéndose entre su Agfa y el no lejano Peñón. Le era tan difícil creer en aquellos soldados aficionados al paseo bucólico como creer que aquel farallón, blanquecino en la distancia, fuera suelo inglés.

Inglaterra estaba demasiado lejos, y más distancia aún había entre una mente inglesa y la despiadada desnudez de aquellas piedras bravas. Acongojado, se preguntaba si sería traición empezar a pensar que Gibraltar era España. Pertenecía, por semejanza, a aquellos hombres toscos y mal vestidos que le sonreían; a aquellos caminos de polvo y adelfas; a aquellos cielos azules mojados en mar.

La tarde avanzaba, de este a oeste, hacia él, hacia el Peñón, hacia la guerra extraña que vivía aquella impenetrable península, y Barmy, melancólico, meditaba. ¿Cuántos follones habían organizado en el mundo los nativos de aquellas soledades? ¿No necesitó Roma dos siglos para vérselas con los díscolos españoles?

España se había encerrado en sí misma desde la invasión napoleónica: un pueblo grande y terrible dormía, contemplándose, desesperado, el ombligo y mirando, todo lo más, o hacia atrás o hacia su propia soledad. ¿Qué loco lo despertaría con una guerra internacional? ¿Qué loco volvería a enseñarle el camino hacia Europa? Mister Bernabé Stanhope, no.

Aquellos legionarios de pega, sonrientes, pasando una y otra vez por su lado, eran españoles de verdad a fin de cuentas. Hacían descalzos una guerra. Hacían hambrientos y sucios una guerra, pero sonreían. «¡Ojo, Bernabé! Esta gente, aun con no tener nada, todavía tiene demasiado.»

Los rayos del sol de la tarde se iban haciendo densos, dorados como brazos de mujer que atraparan el cielo enorme. Y, al fondo, Gibraltar era más español y duro que nunca, aún para los ojos de un oficial de su Majestad Británica, Dios le perdonara el pensamiento.

Hipnotizado por la luz y por la distancia, Barmy se preguntaba una y otra vez por lo que estaba sucediendo: aquéllos no eran soldados de verdad ni africanos de verdad: les oía jurar en español legítimo. Pero, ¿qué eran? ¿Qué hacían allí, armados, mirando también hacia Gibraltar con rabia? ¿Quiénes eran?

El ejército nacional quizá no disponía de auténticos soldados pero, por algún motivo, pretendía hacer creer que sí. Con aquella medida, ¿quería que Chamberlain y los demás aceleraran la constitución del Comité de No Intervención? ¿Era una especie de aviso? Si ayudáis a Largo y a los suyos Gibraltar caerá cueste lo que cueste.

Un moro le sacó de las meditaciones tocándole suavemente un hombro. Era un moro sucio, de ojos azules, que a duras penas ocultaba una sonrisa zumbona:

— Mi tenente: — dijo— Va a empezar el santo rosario.

Ni los españoles, que habían cristianizado medio mundo, habían conseguido convertir a un solo marroquí, aunque algunos solían bautizarse para obtener regalos. Se bautizaban varias veces, pero un musulmán jamás diría santo rosario.

Un buen anglicano y un falso musulmán descendieron al valle envueltos en sus propios pensamientos. El falso musulmán, por ejemplo, no sabía lo que hacía allí vestido de mamarracho, pero aceptaba su destino con absoluta indiferencia y una pizca de humor. El buen anglicano conocía, en cambio, su misión, pero dudaba de que tuviera un solo punto de realidad.

Desembocaron en la atestada plaza mayor. El páter y el coronel, subidos al kiosco de la música que levantó la dictadura, dominaban a la masa de fieles. Cerca, pero al nivel del suelo, la oficialidad aguardaba, reverente, meneando los pies con impaciencia. El caballo del coronel, tan risueño como de costumbre, contemplaba la escena atado a una argolla de la tasca: un gitano neutral le echaba calculadoras miradas.

La legión, formada por compañías, mantenía una hierática posición de firmes. Sus sargentos habían hecho correr la voz de un destino peor que la muerte para el que pestañeara: cantor del coro.

Los musulmanes, más o menos en desorden, se buscaban piojos y otros oscuros habitantes de sus ropas. Infieles o no, de orden del coronel que hicieran bulto. Cuando se iniciara el rosario ellos no desgranarían avemarías, pero se volverían hacia el este y, de rodillas, apoyarían la cara contra el suelo: la guerra tiene sus misteriosas servidumbres.

— Hermanos. — dijo el coronel tan pronto como vio que Barmy se hallaba entre ellos.— Roguemos a Dios para que nos ayude a matar a todos los rojos.

Era su versión rudimentaria de la caridad cristiana, pero nadie estaba dispuesto a sacarle de su error. Estaba duro e inflexible, como un buen hombre de las cavernas, enemigo del progresismo y de la Revolución de Octubre: un auténtico católico de los que hablaba El Socialista. A poco que le empujaran, repartiría caramelos envenenados entre los niños a manos llenas y con una sonrisa en los labios.

— La primera tanda de misterios va por la toma de Madrid. — advirtió.

— ¡Bien! — gritó la Legión a pleno pulmón.

— Pero antes... — apuntó su nariz hacia un grupo de tímidos soldados.

— Cantemos al amor de los amooores. — dijeron con música.

— Cantemos aaal señooor.

— ¡Dios está aquíiiii! — siguió el pueblo, muy interesado en que fuera cierto y la guerra se parara de una vez o, al menos, se llevara a la soldadesca unos kilómetros más lejos: corría la voz de que los moros, siguiendo sus ancestrales costumbres, pensaban violar a todos al amparo de la noche.

— ¡Venid adoradooores! — se añadió el coronel, inesperadamente pío.— ¡Adooreeemos a Cristo Redentor!

Aquellas palabras le desgarraban algo en la garganta. Si el episodio llegaba a oídos de algunos camaradas del Comité de Málaga, nunca más podría pasear con la cabeza alta ni encargarse de la correspondencia de la Casa del Pueblo. «¿Ariza? — dirían— Nos salió chupacirios. Tendríais que haberle visto organizando rosarios en Casares.»

No obstante, un hombre sabe cuándo tiene que sacrificarse por la causa, así que abrió el pecho y atacó el verso siguiente con la ciega determinación de un escuadrón de dragones:

— ¡Gloria a Cristo Jesús!

Cuando los cánticos no dieron más de sí y tropa y paisanos se habían ganado una merecida afonía, se pasó al siguiente punto del orden del día:

— Cura. — ordenó el coronel Ariza.— Digo, páter: duro con ellos.

— Hoy vamos a considerar los misterios gloriosos, porque somos un ejército glorioso. — explicó el clérigo.— Que se enteren los rojos que con Dios no se juega.

Dios, discreto, decidió no tomar medidas por el momento y se abstuvo de fulminar al pueblo con una buena lluvia de fuego celestial. Dios, como siempre, sí era un buen demócrata y dejaba al hombre libertad suficiente para hacer el asno a su capricho.

— ¡Ole! — dijo una voz anónima, con cierto acento de Frente Popular.

— ¡Viva Franco! — dijo otra.

— A ése me lo localizáis. — ordenó Ariza muy bajito.— Cuando se vaya el inglés habrá que dar un escarmiento en este pueblo.

No sería lo mismo presentarse en Málaga con la fama de organizar rosarios masivos que después de quemar la iglesia y haber despachado a medio centenar de fascistas. Claro que el que daba vivas a Franco era, precisamente, un antiguo cargo local de la UGT de la tierra, un tipo que, ayer mismo, explicaba en la taberna lo que había que hacer con el traidor Queipo de Llano si se dejaba caer por allí.

— Padre nuestro que estás en los cielos... — empezó el falso cura la oración verdadera.

— Saca voz de cura o te mato. Es: Paaadre nueeestro que estáaas en los cieeelos, santi...ficado... ¿Te enteras?

— A la orden: Paaadre nueeestro...

Iba por el séptimo misterio, ante la perplejidad de los creyentes y el entusiasmo de los ateos, cuando al fondo de la plaza se organizó un pequeño revuelo. Tapando el murmullo de la oración popular llegaron algunos gritos exaltados:

— ¡Arriba España! — decían los gritos.

— ¡Viva Franco! — insistían, para que no cupieran dudas.

— ¡Viva el rey! — seguían, con manifiesto desconocimiento de la realidad política. El caso era gritar todo lo que había estado prohibido.

— Es el alcalde. — dijeron los paisanos más próximos al kiosco.

El alcalde había sido el cacique del pueblo, después de heredar el cargo de su difunto padre. Aguantó a Alfonso XIII, a Primo de Rivera, a Aznar, a Don Niceto y a Azaña. Cuando las cosas se pusieron peliagudas, se quitó de en medio con sus sobrinos y con algún esbirro demasiado comprometido.

De Julio a Septiembre había estado en una carbonera abandonada, matando el tiempo con la confección de listas negras y preparándose para la vuelta de la tortilla. Avisado por un propio de los recientes acontecimientos, entretuvo la tarde por las cercanías, espiando todos los movimientos: eran legionarios y moros. ¡Bien! Pero lo que venció su natural precaución fue aquel rosario larguísimo: ¿Qué rojo haría algo así sin reventar al segundo misterio?

A grito limpio, pues, finalizó el rosario. Suponía el alcalde — de Gil Robles— que ya habían dado a Dios lo suyo y era hora de empezar a dar lo del César, o a devolverlo. Atravesó el gentío como un cuchillo candente y se cuadró frente al kiosco, brazo en alto:

— ¡Cara al sol con la camiiisa nueeeva! — empezó.

Ariza, qué remedio, levantó su brazo, a la romana, y se añadió al jolgorio fascista:

— ¡Que túuu bordaste en rojo ayeeer!

— Que me lo apunten. — volvió a ordenar por lo bajo.

El pueblo, como un solo hombre, alzó el brazo, a ser posible el que empuñaba el rosario. Legionarios y moros, contagiados por el ejemplo, hicieron lo propio. Aquel era, hasta nueva orden, un pueblo falangista , fuera lo que fuera la Falange.

— Pero, ¿quiénes son los falangistas? ¿Los moros o los legionarios? — dijo un paisano a otro paisano.

— Chis. Creo que es el alcalde.

— ¿Y qué quieren?

— ¡Chis, te digo! ¿Qué van a querer? Mandar en vez de los que mandan. Si no, ¿de qué estos cirios?

Filosofía clandestina, pero popular. Resquemor ancestral hacia el poder y, sobre todo, desconfianza hacia los cambios de la historia. En ningún sitio la historia cambia tan de prisa que un pueblo se acueste rojo y se levante nacional, que se acueste monárquico y se levante republicano. En sitios así, al que enseña la oreja hoy, se la cortan mañana, y ahí queda el hombre, desorejado.

El cántico terminó:

— ¡España! — gritó el alcalde, que había oído las radios nacionales.

— ¡Viva! — dijeron unos.

— ¿Eh? — dijo el coronel Pepe.

— ¡Una! — gritó Camazón, al tanto de las últimas modas en gritos rituales.

— ¡Una! — gritaron todos.

— ¡España! — gritó el alcalde.

— ¿Es que no tiene bastante con una? — gruñó el coronel.

— ¡Grande! — dijo Camazón.

— ¡Grande!

— ¡España! — insistió el alcalde. Era un tipo insaciable.

— ¡Libre! — apuntó Camazón.

— ¡Libre! — rugió la multitud, que desde siempre sintió simpatía por la libertad.

Terminados los rituales, el alcalde pasó a la práctica:

— Pepe Rubio me robó tres vacas. — empezó— Alfonso Lebrijano se me llevó una majada. Paco Martínez y sus hermanos me saquearon la casa.

Era un hombre práctico y con buena memoria.

— ¿Que los detengan? — preguntó el coronel.

— Que los detengan. Luego les haremos más cosas.

Los interesados hacía ya tiempo que corrían entre la multitud, tipos previsores como eran. Qué hombres se habían perdido las Olimpiadas Populares de Barcelona. Qué fuelle. Qué agilidad.

Ya hemos dicho que el alcalde tenía las ideas políticas muy claras:

— Pepe Expósito tiene toda mi plata.

Pepe Expósito, pensaron los forasteros, debía ser aquel que trepaba al balcón del fondo: manos de mosca tenía, y tres moros a la zaga.

— Además... — siguió el alcalde.

— ¡Alto! — ordenó el coronel Ariza, que veía cómo el rosario se le desintegraba.— Ya me dará usted una nota detallada, pero aquí estamos dando gracias a Dios por ser los buenos.

Le echó una mirada apreciativa:

— Supongo que usted es un buen creyente, dispuesto a dar gracias a Dios.

El alcalde plegó velas. Hasta entonces había estado navegando a todo trapo, pero se conformó con dejar sólo un foque: él era creyente porque era de derechas.

— ¡Cura! — ordenó el coronel.

El falso páter señaló a su coro de forzados, y éstos arrancaron con un himno más o menos patriótico:

— ¡Juventudes católicas de España!
¡Galardón del ibérico solar!
¡Si la fe del creyente te anima,
su laurel la victoria te...!

El pueblo, buenamente, se adhirió al nuevo cántico. El pueblo español suele ser experto en himnos, por poco interés que tenga por la música.

* * * * *

Los astros, que antes hemos mencionado que no podían tiritar, azules, dado lo temprano de la hora, habían hecho acto de presencia y cumplían como los buenos. Parpadeaban en la noche y, muy probablemente, hacían comentarios entre ellos cada vez que posaban sus ojos sobre España. Nadie en la esfera celeste rechaza un buen espectáculo.

La luna no rielaba en el mar, pero hacía lo que podía sobre las hojas de plata de los olivos. No había lona sobre la que el viento pudiera gemir, pero tampoco había viento, sino el bochorno de la noche de verano en la Baja Andalucía. Y en cuanto al blando movimiento, un falso moro avanzaba sobre una adormecida gallina que había estado esquivándole durante horas.

Otro apreciable movimiento, aunque menos sutil, acontecía entre Casto Camazón y Bernabé Stanhope. Se habían estrechado las manos en señal de suerte y despedida porque, cumpliendo órdenes superiores, Camazón se aproximaba a Gibraltar a echar un vistazo, o eso decía al menos. Largo tenía la sospecha de que las fuerzas inglesas no extremaban su vigilancia y a él le tocaba comprobarlo sobre el terreno.

— Mañana estaremos el alférez y yo de regreso.

— ¡Ah! — dijo Barmy. La pálida luz de la luna velaba su expresión, pero parecía preocupado.— ¿Crees que es muy mal síntoma que me gusten las narices de un alférez?

— ¿A qué te refieres?

— A ese montoncito de carne sonrosada que tiene por encima de sus labios gordezuelos. Si mi tío Andrew oyera esta conversación, echaría a mis caballos de su establo, lleno de legítimo desprecio. Seguramente mi carne es de las más débiles que existen.

— Eres demasiado listo, Barmy.

— ¿De veras? La gente normal mira a un alférez y ve a un alférez. Yo, en cambio, veo un cuello fino, sin nuez, y un... bueno: unas caderas suena mejor.

— Es la hija de un compañero, muerto en el Cuartel de la Montaña. La he sacado de Madrid para dejarla a salvo en la zona nacional. Allí es la hija de un traidor. Aquí, la de un héroe.

— ¡Ajá! Luego siguen sin gustarme las narices de los alféreces. ¡No sabes qué peso me quitas de encima! Hubiera tenido que darme de baja en mi club.

— Ahora me la llevo a La Línea o a Algeciras, para que pueda tener una vida normal. Aquí, entre tanto moro y legionario, no era conveniente que se supiera su condición de mujer.

— Buena suerte. — deseó Barmy mientras sacaba otro ovillo siguiendo aquel hilo. Lo sacaba en silencio, para su coleto.

* * * * *

El alférez Magdalena estaba en la habitación, recogiendo el reducido equipaje. El alférez Magdalena soñaba suavemente en la libertad. Dentro de pocas horas se jugaría la vida al pasar las líneas verdaderas, pero, a despecho del peligro, se dejaba encandilar por la luna grande y blanca que hacía pereza tras la ventana andaluza.

Todo estaba terminando o, quizá, todo estaba empezando. Un día, cuando tuviera hijos, extirparía de sus cabezas la idea de la guerra, pero la guerra, vista tras la ventana de un pueblo del sur, era en aquellos momentos como una historia quieta, como una fotografía.

Y no era más que el tiempo, que pasaba despacito, el que provocaba tal fenómeno óptico. Ella misma se movía despacito. Pensaba, suavemente también, en Barmy:

En su opinión, era un hombre sensible poniéndole trabas a su sensibilidad; era un hombre inteligente riéndose de la inteligencia; era un guerrero riéndose de la guerra y mirándolo todo con unos ojos como palomas mensajeras.

Tal vez no le volviera a ver, aunque no le olvidara. Tal vez Magdalena estuviera muerta dentro de tres horas. Tal vez Barmy estuviera muerto dentro de tres días: sería, por cierto, un muerto hermoso sobre el que valdría la pena llorar. Pero España entera estaba muerta y, sin embargo, luchaba por resucitar. Ella misma, en Algeciras, tal vez resucitara. Barmy, de regreso a Inglaterra, quizá resucitara también.

— Ah, ah, alférez. — dijo una voz que empujaba la puerta del cuarto valiéndose de manos humanas.— Me dice Casto que nuestros caminos se separan. Un poeta diría que somos como barcos que se cruzan en la noche, o, quizá, como trenes: tengo que consultar el libro. Los poetas siempre están diciendo cosas por el estilo.

Ella se volvió a mirarle, de frente por primera vez. No sabía por qué, pero creía deberle algo a aquel hombre: su alegría de vivir quizá.

— Todo esto es una trampa. — le dijo.

Barmy, temporalmente sordo, avanzó un par de pasos:

— Me gusta su nariz, alférez. Acabo de comentárselo a Camazón, por si conocía algún antídoto. No es bueno que tenientes y alféreces lleguen a ciertos extremos que la Biblia prohibe tajantemente: ni ovejas ni alféreces, si no me engaña la memoria.

— Me llamo Magdalena.

— Lo cual descarta a las ovejas. — murmuró Barmy que, pese a su apodo, llevaba varias horas separado de los caldos españoles. Barmy, en el lenguaje familiar de los clubes, quiere decir «fermentado».

Lo estuviera o no, acercó su mano y rozó el dorso de la de la muchacha. Un poderoso flujo de electrones fue del uno al otro, regresó y se entretuvo erizándoles el vello. Los electrones, en tiempo de guerra, hacen cosas así todos los días.

— Magdalena. — dijo Barmy. Era un nombre que le gustaba aún mal pronunciado.

— Magdalena. — insistió, paladeando la palabra. — No te vayas ahora.

— Me voy con el capitán. El me cuidará.

Barmy, aunque destinado en el servicio diplomático, no podía seguir haciéndose el loco:

— Estamos en zona roja, ¿no? Todos esos milicianos disfrazados, con ese coronel que teme a los caballos, son unos buenos republicanos, pero unos pésimos actores.

— Casto sabía que te darías cuenta. No creas que te hemos usado para huir.

— Sí, claro. Pero tú vas a intentar pasar las líneas de verdad. Allí los soldados no serán de guardarropía. Tirarán.

— O no.

— Debiera raptarte para proteger tu vida. — dijo al fin.— Y para otras cosas: Paris raptó a Helena por mucho menos, ¿sabes? No quiero que te pase nada, alférez.

— Tengo que ir.

Barmy pasó las manos por el corto pelo de la muchacha:

— Crecerá. — dijo.— Pero crecerá en zona nacional mientras yo vuelvo a Madrid a fingir que no pasa nada y me dedico a poner telegramas: Gibraltar es de piedra. Stop. Gibraltareños, también.

— Nos veremos cuando todo termine. — ofreció Magdalena, sabiendo que decía una mentira.

Barmy se encogió de hombros y dijo una cosa filosófica, Dios le perdonara:

— Nada termina realmente.

Se separó de la chica. Volvía a ser el Barmy atolondrado con su Agfa a cuestas. Abrió la puerta:

— A propósito: no le digas a Casto que sé dónde estoy. ¿Qué sería de los tenientes si la gente sospechara que sabemos lo que hacemos? ¿Cómo nos ganaríamos la confianza de nuestros coroneles?

SANGRE Y FUEGO.

Casto Camazón se presentó en aquel momento en la apariencia de capitán pensativo. Tenía una clara idea de su deber y, también, una lógica sensación de miedo: cruzar las auténticas líneas era tan preocupante como había dicho Barmy.

Tanto, que sus voces interiores llevaban varias horas exponiéndole proyectos infinitamente más sensatos: terminar de cumplir su misión y regresar a Madrid; luego, si las cosas iban mal, refugiarse en la embajada de Barmy. Quitarse de en medio y olvidar.

Lo que iba a ser un levantamiento había tomado ya las dimensiones de una guerra. Había sangre en los cuatro rincones de España y Casto seguía sin comprender exactamente para qué era necesaria. ¿Era verdaderamente imprescindible dar la vida por algo?

Los manuales decían que sí, que a la Patria, todo; pero el corazón era otra cosa y no se dejaba convencer por las palabras de general aceptación. Casto no era un chaval de 18 años, capaz de ir a la muerte cantando lleno de coraje. Lo había hecho dos meses antes y todavía el recuerdo de aquello era una pesadilla. Casto, en la soledad de su alma, pensaba a veces en huir de la guerra. La habían provocado políticos locos que no morían en ella. Sectarios ambiciosos habían acorralado a una de las dos Españas por lo menos.

Pero había otras cosas. Estaba su orgullo. Estaba Magdalena, la hija de su comandante muerto. Al encerrarse en el Cuartel de la Montaña, ¿tuvo aquel comandante las mismas dudas? ¿Quería verdaderamente dar la vida o no tuvo más remedio que hacerlo? ¡España! Dios mío, qué España. ¿Por qué nacer en un lugar tan despiadado y exigente?

Pero Magdalena no podía seguir más en zona roja. Tanto si las columnas conseguían llegar desde Talavera a Madrid en el próximo mes, como si Largo Caballero conseguía dar la vuelta a la guerra, Casto Camazón debía tomar una decisión absoluta, sin retorno: o con unos o con otros. Una decisión que no se parecía en nada a adherirse a la aventura del 18 de julio, que todos imaginaban un incruento golpe militar.

Camazón, pues, había llevado el citroën a la puerta de la casa: se iba a pasar por todo lo que había visto desde el 18 de julio. Iba a pasar las líneas porque se sentía culpable ante la memoria de su comandante. También las iba a pasar porque tenía miedo a su miedo. Tal vez hiciera lo conveniente y tal vez no, pero esperaba, al menos, hacer lo justo. Tenía ganas de gritar ¡Arriba España! hasta hacerse daño en la garganta, pero no se engañaba: aquella noche no se arriesgaría solamente por España, sino por amor propio. Y su ligero sudor no nacía del septiembre andaluz sino del miedo.

Resultó que Barmy estaba todavía en la habitación con Magdalena. Sonreía como de costumbre.

— Bien. — dijo— Supongo que mañana volveremos a vernos y es un poco ridículo despedirnos.

Casto hizo que sí con la cabeza, pero no pudo ponerse ninguna sonrisa en la cara.

— No obstante... — suspiró Bernabé, tendiendo la mano y sonrojándose a causa de su sentimentalismo.

Casto Camazón se la estrechó. Barmy, con aquella especie de indiferencia ante la vida y ante la muerte, sería un magnífico oficial avanzando con la bandera en una mano y la pistola en la otra, como en los cuadros.

— Buen viaje. — le deseó el inglés, retirándose hacia la puerta.

— Espera. — ordenó Camazón.— El coronel Ariza y todos los demás son milicianos disfrazados. El plan era convencerte de que los nacionales preparaban un ataque contra Gibraltar para que Inglaterra tomara partido en esta guerra.

Camazón se sintió ligeramente aliviado. Imaginaba que Barmy se había enterado de todo por sus propios medios y por la observación directa del material humano, pero confesárselo disipó una parte de su oscuridad interior:

— Nosotros — añadió— nos vamos a pasar a los nacionales esta noche.

Barmy Stanhope valoró la confesión de Barmy: era una señal de amistad y de honradez. Pero tenía muchas cosas que hacer:

— Ah. — dijo. Miró intensamente al capitán y al alférez Magdalena.— Cuidaos mucho.

* * * * *

El citroën se paró en unas oscuras soledades. Mirando hacia el sur, a la derecha quedaban un barranco, negro de noche, y unas alturas recortadas a tijera sobre el cielo azulado y quieto.

La luna no rielaba en el mar a causa de la distancia a la que le quedaba el mar, no por falta de vocación. En la lona de la capota del coche no gemía ningún viento, pero sí había un blando movimiento en las hojas de las plantas más cercanas. Los astros, a lo lejos, se asomaban a la escena, comunicándose en voz baja la noticia más reciente: un capitán y una jovencita van a pasarse.

Para demostrarlo, allí estaba el capitán, saliendo del coche y tratando de ver algo en el barranco negro. La muchacha también miraba: había una gran paz en el ambiente, pero ambos sabían que, entre la oscuridad, hombres armados hacían guardia. Hombres con miedo a la vida y con miedo a la muerte.

Los fugitivos caminaron un poco, buscando un camino más fácil: — Yo iré primero. — dijo Camazón.— Avisaré de lo que pasa y regresaré a por ti cuando esté seguro de que no van a dispararte.

— Vamos juntos. — pidió ella. Magdalena no conocía aquel peligro más que de oídas, y temía quedarse a solas, aguardando con el corazón encogido.

Avanzaron un poco más, en silencio. Bajaron parte de la pendiente y el aire les trajo el olor del humo. Había hombres en las cercanías: milicianos o nacionales; o, quizá, de ambas clases, preguntando todos ellos muchas cosas a la oscuridad del campo.

— Quédate aquí hasta que regrese. — susurró el capitán.

Ahora o nunca, se dijo. Se santiguó cara a la luna y echó a andar con el máximo sigilo.

La noche pareció oscurecer, seguramente a mala idea. La columna de minutos, cansada de correr a sesenta por hora, hizo un alto. Mil sonidos empezaron a corretear aquí y allá: las viejas tierras de Andalucía parecían desperezarse. Infinitas ramas chascaban; la hojarasca se agitaba; los árboles crujían. Todos los ruidos del silencio hacían acto de presencia y envolvían a Magdalena en un cerco de angustia.

Se oyeron, por fin, voces: ¿Quién va? ¿Qué pasa? Algo o alguien corrió entre las sombras. ¡España! — dijo otra voz más aguda. Y, de repente, un estampido que dejó al mundo, sorprendido, en silencio durante unos segundos. Luego el fuego se corrió por toda la línea y el aire se llenó de sustos, de tiros y de voces.

Magdalena, en pie, echó a correr hacia adelante. Una voz la llamó por su nombre a sus espaldas. Trató de mirar hacia atrás entre los estampidos y cayó.

— ¡Magdalena! — volvieron a gritar, pero ella sentía un gran dolor en el costado y mucho miedo en las piernas.

— ¡My God! — dijo la voz, ya sobre ella.— ¡Magdalena!

— Barmy.

El fuego cesó repentinamente y aquel sarcástico nombre inglés quedó bailando, por unos momentos, solo en el aire. Luego sonaron todavía tres disparos aislados.

— ¿Qué tienes, Magdalena? — preguntó el británico, asustado. Sus manos recorrieron la cara de la muchacha y fueron bajando sin miramientos: sólo buscaban una explicación.

El costado derecho estaba mojado y caliente y el tacto de la camisa era espeso.

— Dios mío. — volvió a decir Bernabé.— Sangre. ¿Te han dado?

— No lo sé. — le parecía imposible no saber lo que le pasaba. Ni siquiera sabía si tenía miedo a morirse.

— ¿Puedes andar?

Sí podía. Era como si otra persona hiciera sus movimientos, porque ella se sentía lejos. Cansada. Anduvieron unos pasos, pocos. Magdalena se abrazó a Barmy y rompió a llorar; necesitaba, sin duda, el alivio de las lágrimas, porque estaba más sola que nunca.

— ¿Y Casto? — preguntaba.— ¿Le habrán matado?

— Eso no es tan fácil, Magdalena. Anda un poco más.

Se oían voces relativamente próximas. Aquellas voces querían saber también lo que había pasado. Las guerras nocturnas están llenas de misterios: a veces un búho organiza un tiroteo y a veces te dan un golpe de mano sin que se oiga ni a una mosca.

* * * * *

Barmy Stanhope, al despedirse de Casto y de Magdalena no había ido a rumiar sus pensamientos por las calles oscuras del pueblo. Le pareció mejor idea meterse en el baúl trasero del citroën, plegar cuidadosamente las diferentes secciones de su envoltura mortal y aguardar acontecimientos.

Barmy era famoso en el mess por seguir sus impulsos con la impremeditación del sabueso que olfatea al zorro. El, primero se metía en el baúl y, luego, procuraba averiguar para qué le serviría semejante maniobra.

Tal vez también se pasara al enemigo, siguiendo la vieja costumbre española. Quizá contemplara cómo lo hacían, sin novedad, Casto y Magdalena, y regresara luego con el coche a casa. A lo mejor los baches del camino le inutilizaban para cualquier acción posterior.

Pese a ello, consiguió seguir a los fugitivos. Fue testigo directo de cómo se encendía el tiroteo y de la imprudente carrera hacia adelante del falso alférez.

— ¡Magdalena! — gritó, y un instante después la vio caer. ¿Un tropezón o una bala? Al tocarla y palpar la sangre sólo pensó en devolverla a casa. Le ordenó apretarse la herida con su pañuelo y condujo como alma que lleva el diablo.

— ¿Qué sucede, señorito? — dijo la gorda, destaponando la puerta.— ¡Vienen ustedes con sangre!

Magdalena, pálida, no decía nada. Sentía quemazón en el costado y poca cosa más. Se sostenía bien de pie pero eso no significaba nada por el momento. En su opinión, lo mismo podía estar muriéndose que llegando al final de un sueño.

— Traiga alcohol, agua, vendas. — ordenó Barmy— Vino.

Puesta Magdalena sobre la cama, el inglés pudo echarle la primera mirada seria: tenía una mancha de sangre del tamaño de una mano en el costado derecho, en el borde del pecho.

Echó a la gorda, que pretendía ayudar con su presencia y su curiosidad, y empezó a desabotonar la camisa:

— Lo siento. — dijo. No se le ocurría otra forma de llegar hasta la herida y curarla.

Magdalena cerró los ojos. Bajo la camisa, una venda apretaba sus pechos para evitar que traicionaran su condición. Por debajo de ella, un corte en diagonal, profundo hasta las costillas. Pero nada más que un corte, hecho, al caer, por alguna piedra o por alguna rama con malas intenciones. Nada de tiro. Nada de muerte.

Llegado a este punto, Barmy tuvo que escoger entre soltar un suspiro capaz de partir un ladrillo a veinte pasos o romper a reír. En ambos casos debía soltar todo el aliento que venía aguantándose desde el momento del tiroteo, y aliviar la presión de su pecho.

Y rió. Primero, una carcajada. Después, dos. Luego cuatro y dieciséis... Pura progresión geométrica. El alférez Magdalena abrió los ojos, preocupada, a la vez, por sus oídos y por la salvación de su alma.

— ¡Vaya! — dijo, profundamente abochornada. Temía que la presencia de aquellas vendas encerrando sus pechos fuera la causa del jolgorio.

Barmy hizo un alto para destapar la botella de jerez que había traido la gorda. Dio un trago, para reponerse de tantas emociones, y entonó una nueva carcajada, cuidando de empezar una octava más abajo: corría el riesgo de soltar gallos al acercarse a los registros más altos.

— Perdón. — dijo al tropezarse con la mirada de la chica.— Es un corte. Un bonito corte de cinco o de seis dedos.

Magdalena se incorporó sobre los codos y miró, como pudo, el teatro de operaciones de su costado. Si el corte tenía una forma profundamente humorística, ella era incapaz de apreciarlo desde aquel ángulo. Echó a Barmy una mirada capaz de avergonzarle. Una mirada muy femenina a la que todos los casados han tenido que hacer frente tarde o temprano.

Tal rayo cegador alcanzó a Barmy de lleno, obligándole a atragantarse con aquel jerez que era botín de guerra.

— No tienes un tiro, mujer. — dijo, dando explicaciones más precisas.— Seguramente sufres, pero ese corte es una gran noticia: en mitad de un tiroteo un corte es una bendición de Dios.

Ella descendió unos pocos grados por debajo del punto de ebullición y así tuvo la oportunidad de recordar que Barmy, llamándola a gritos, se había adentrado por el tiroteo con absoluto desprecio de su vida. Si, luego, el hombre deseaba desollarse la garganta con carcajadas y buen vino, Magdalena le debía guardar ciertas consideraciones.

— Gracias por todo. — murmuró más aplacada, empezando a cerrarse la camisa.

— ¡Alto ahí! — ordenó el inglés, avanzando hacia ella.— Hay que limpiar eso y dejarlo a punto para que la naturaleza obre su curso.

— ¿Alcohol? — preguntó ella.

— Alcohol. — confirmó él, empezando a verterlo sobre la herida con su acostumbrada generosidad con tal líquido.— Quizá sea desperdiciarlo, pero prescindiré de él.

Siete minutos después la herida estaba limpia y vendada. Espalda contra espalda, Barmy miraba a la pared mientras Magdalena se ponía otra camisa: era una situación delicada que requería tacto por parte de todos. Tacto en sentido figurado: verdadero tacto, no.

— Tal vez me meto donde no me importa...

— Sí. — respondió ella con el laconismo de los antiguos hispánicos.

— Pero tendrías que quitarte las vendas. — Barmy comprendió que no expresaba bien sus pensamientos.— Las vendas de arriba y no las de abajo: ya sabes, las que te aprietan... Las que te aprietan más arriba.

Ella se abstuvo de responder y él de comprobar si sus sugerencias eran tenidas en cuenta: a veces la mente femenina y las necesidades terapéuticas tienen entre sí profundas divergencias.

— Hay que dejar que la sangre fluya libremente por el, ejem, el tórax. Hay que respirar sin restricciones.

— A mis caballos — siguió con un ejemplo práctico que disiparía cualquier duda— no les gusta que les apriete la cincha. De hecho, tengo que propinarles un rodillazo para que suelten el aire y les ajuste bien.

— Gracias. — dijo ella, siempre lacónica: las antiguas celtíberas debían hablar así a los oficiales romanos que les daban consejos sobre cómo aflojarse los refajos.

Barmy descubrió que la botella pendía de su mano y aprovechó para obsequiarse con algo más de jerez.

— Casi hombro con hombro. — dijo, soñador.— Espalda contra espalda.

— Puedes volverte ya. — autorizó Magdalena.

Para Barmy fue evidente que sus indicaciones habían tenido buena acogida. La forma en que las prendas masculinas sientan bien a las mujeres es uno de los más inescrutables misterios de la naturaleza. Las camisas hechas para torsos planos y peludos, hacen un hueco aquí y otro allá y se produce siempre un agradable milagro.

— Diablos. — dijo, siguiendo sus instintos primitivos.— ¿Cómo se dice esa cosa de las orugas y los capullos?

— La seda.

— No. Es como la metempsícosis, pero sin espíritu: ¡la metamorfosis! He visto en un solo día cómo un asistente se convertía en alférez y, luego, en una mujer hermosísima. Creo — añadió reflexivo— que ningún zoólogo en el mundo ha visto algo semejante. Tal vez deba escribir una comunicación a la Royal...

Se detuvo para apreciar mejor la escala de colores que iba apareciendo en el rostro de Magdalena: era como el cine en color alemán, pero mucho más intensa. Barmy, hasta entonces desterrado en una embajada repleta de refugiados, se sentía presto a enamorarse de cualquier alférez que presentara tan vivo colorido.

— Cuando todo esto termine, ¿querrás escribirme y ser mi madrina de guerra? — preguntó, ofreciéndole un vaso de vino.— No sustituye a la sangre que has perdido, pero hace que te rías de ella.

Magdalena, aun sin vino, se sentía moderadamente feliz. Le gustaba volver a ser mujer y, también, pensar que se había escapado de una buena. Experimentaba pujos de orgullo al recordar el eventual valor que había tenido mientras sonaban los tiros. También le gustaba lo que Barmy decía.

— No es tu guerra. — le dijo.— Nunca será tu guerra.

Barmy tenía mucho que decir al respecto. Sentó a la muchacha en la cama y empezó:

— ¿Puedes negarme que estoy dentro de una guerra? ¿Las balas de hace un momento sabían que yo soy súbdito de su majestad?

Las balas aquellas, reconoció Magdalena, no podían estar tan bien informadas.

— Además — siguió Bernabé Stanhope— , un verdadero militar nunca está al margen de una verdadera guerra. Un médico español tampoco estaría indiferente ante una epidemia de tifus en Francia, si es que no la había provocado él.

Más allá del tifus no quedaban nuevos campos que explotar con la conversación o, mejor dicho, no quería hablar de ellos: al margen de la guerra y de las enfermedades contagiosas, eran un hombre y una mujer, jóvenes y con buena salud, metidos en la misma habitación a las tantas de la madrugada. Y con una sola cama.

Una cama amplia, sin duda, y con un colchón de lana que parecía ser la niña de los ojos de su gorda propietaria. Pero no era lo bastante amplia para que ciertos pensamientos se quedaran lejos de las respectivas cabezas, ni para que la más estricta decencia cerrara los ojos y se desentendiera.

— Yo — dijo, al cabo, Bernabé— me voy a la cocina. A ver si está ahí la guitarra de ese desertor. Me interesan las guitarras.

— ¿Y qué les dirás cuando vean que no duermes aquí? ¿Que soy una mujer? Pensarán lo mismo.

¿Lo mismo que pensaban entonces ellos dos, por casualidad? Barmy era hombre muy decente, a pesar de estar equipado con toda clase de sentimientos y pasiones y a pesar de haber dicho lo que se ha de hacer con una mujer cercana en tiempo de guerra. Todo — se decía— menos saltar sobre Magdalena.

— Diré que estás herida y que necesitas espacio para revolcarte de dolor. Todo el mundo sabe que cuando un alférez se revuelca de dolor necesita tener varias millas a su disposición.

Llegó, decidido, a la puerta. Tuvo una idea de compromiso entre su decencia y su corazón, algo que le permitiera no sentirse un despreciable tonto. Regresó, abrazó a Magdalena y la besó sin decir esta boca es mía. Después, satisfechos parte de sus instintos, huyó dispuesto a pasarse la noche en arrebatada contemplación de la guitarra.

* * * * *

El coronel Ariza, desagradablemente sorprendido por el toque de diana, echó un vistazo a la plaza: una multitud de moros y de legionarios formaban a la carrera, expertamente estimulados por sus mandos naturales. El caballo también estaba presente y, como siempre, sonreía: era un espíritu alegre que se tomaba las cosas con humor.

— ¿Pasamos revista, mi coronel? — le preguntó el experto teniente coronel.

— ¿A caballo?

— El asistente puede llevarlo detrás de usted, de la brida.

El coronel Pepe se sintió algo más confortado. Pasar revista a pie le parecía más tolerable a aquellas tempranas horas. Además, tenía intención de celebrar una misa de campaña y no estaría bien que un caballo se mezclara en las cosas sacras: quizá el pueblo devoto murmurara que el coronel abusaba de su empleo dando a su caballo un puesto de preferencia.

Llegó a la calle, ajustándose todavía las trinchas sobre su camisa legionaria, e inspiró varios litros de aire saturado de poesía andaluza: había adelfas y geranios en las proximidades, y pajarillos entonando cánticos al sol y a la Virgen y, seguramente, algún gitano dispuesto a robar naranjas para tirarlas al río hasta volverlo de oro. Quien no estaba era el inglés.

Camazón no había dejado claro si se podía o no aplicarle la disciplina al extranjero de la Agfa. Lo que había dicho, en cambio, era más críptico: «Que el inglés no sepa que sabéis que es inglés.»

— ¿Y el acento?

— Fingid que lo creéis gallego o catalán o algo por el estilo. Preguntadle lo que opina de la sardana o de la muñeira.

Bueno: pues fingirían que le creían teniente español y le pasarían revista con los demás.

— Que lo traigan. — ordenó el coronel Pepe.— No vamos a hacer representaciones gratuitas. Este se nos traga la misa de campaña.

— Será protestante. — le disculpó un oficial, el «aristrócata», para más señas.

A aquellos ateos convencidos les daban pena los protestantes: no creer en Dios, bueno; pero creer mal en él era ganarse el infierno de todas, todas.

El cura, a disgusto en su sotana, se acercó rosario en mano. Quería saber si, según el día de la semana, los misterios serían dolorosos, gozosos o gloriosos.

— Hoy, misa. — ordenó el coronel.

El cura tembló dentro de sus hábitos como un mártir cristiano al pensar en los leones:

— Eso sí que no. — dijo con una vocecilla.— Misa, no.

Decir misa sin ser sacerdote era más que un pecado: era un sacrilegio. El, si era necesario para la causa de la República, odiaba a Dios, pero no iba a cometer un sacrilegio para irse al infierno de cabeza.

— Te la vas a cargar. — amenazó el coronel.

— ¿ Y a ver cómo les explica al inglés y a los del pueblo que es usted nacional cuando vean que maltrata a un cura?

En efecto: el coronel Pepe tenía, por el momento, las manos atadas. Cómo sería el poder de la Iglesia que hasta un cura falso era capaz de domeñar el altivo espíritu de un ugetista destacado.

El caballo, que había reconocido a su amo en la distancia, aprovechó para relinchar y esbozar una de sus sonrisas llenas de dientes amarillos: definitivamente se divertía contemplando a Ariza cuando tenía problemas.

— Entonces — dijo el coronel después de reflexionar y bajar hasta lo más profundo de su mente— , harás un sermón. Los sermones no son sacrilegio: los puede decir cualquiera.

— Animarás a la gente a morir rescatando Gibraltar. ¿Qué es la muerte, dirás, si Gibraltar vuelve a ser español?

El cura lo repitió para sí y miró desconfiado a la tropa formada:

— ¿Y si me creen y se escapan?

— Oye, tú. — le increpó el teniente coronel.— Nosotros somos rojos, pero tan españoles como siempre. ¿Es que a ti no te gustaría echarles?

El coronel Pepe Ariza consideró la ortodoxia de la cosa: tenía entendido que ellos luchaban por la hermandad internacional de la clase proletaria y por la desaparición de las naciones, esos instrumentos de opresión de los que se valían los burgueses y los curas. Definitivamente, lo que decía el teniente coronel no contaría con la aprobación de Marx, ni de Lenin ni de Largo.

— Echarles de Gibraltar — dijo, salvando la herejía— , pero no por patriotismo, sino porque los ingleses son monárquicos y nosotros republicanos. ¿Está claro?

Pero, ¿a quién le interesaban las cosas claras en aquellos momentos de prueba?

VENGANZAS POPULARES.

Barmy no regresó hasta casi el mediodía a la casa donde la gorda trajinaba en la cocina mientras su hermano se había vuelto a apoderar de la guitarra y tocaba para las gallinas próximas.

Le habían sacado muy de mañana de sus sueños contemplativos que tenían lugar sobre el asiento de anea de una silla vieja. De orden del coronel, que era diana. Y las dianas solían exigir de los tenientes una presencia activa en la plaza, donde la tropa pensaba desatarse en cánticos de alabanza al Dios de los ejércitos.

En efecto: cuando Barmy llegó la tropa se había ya desatado en cuanto el coronel dispuso y atacaba, con mañanero brío, la canción del legionario:

«Cada uno será lo que quiera,
«nada na— na su vida anterior.»

Una vez despejadas y desolladas las bélicas gargantas y ensanchados los pechos anhelantes de la infantería, el coronel Pepe avanzó por entre las filas. Le seguían el «aristrócata» y algunos otros de su círculo interior, incluido el caballo sonriente, que disfrutaba de uno de sus días más jocundos y miraba con ojos alegres a cada uno de los legionarios y a cada uno de los moros.

El caballo era, con mucho, el más sentimental de la comitiva e, inundado de amor a la humanidad, se detenía a lamer a unos y a otros, más a aquellos que contaban con su especial simpatía.

Barmy, desde los peldaños de acceso al atrio de la iglesia, era invitado a aprovechar las modernas cualidades de su Agfa:

— ¡Qué escena más marcial y patriótica! — le incitaba el sargento teniente coronel.— ¿Por qué no toma una foto de recuerdo?

Barmy, dócil y disciplinado, obedecía: hacía dieciocho horas que había terminado su provisión de carretes. De todas formas, ninguna Agfa, a pesar de su acreditada óptica Zeiss, era capaz de captar el ambiente. Los legionarios, descamisados, miraban hacia el campanario cuidando de sacar el pecho y de meter la barriga. Los moros se removían y perseguían en su interior insectos de toda condición y pelaje. Algunas gallinas osadas, supervivientes de la exhibición del día anterior, seguían al coronel con un paso enérgico y sincopado, entonando melodías de alabanza.

El caballo, de la mano del asistente, continuaba dando la paz a sus semejantes de dos patas, lleno de impulsos amistosos. El coronel le vigilaba de reojo, presto a evitar un lengüetazo traidor. El «aristrócata», fiel a la tradición de los señoritos andaluces, golpeaba a los legionarios que parpadeaban o cometían cualquier otra falta grave de disciplina.

Algo después, el cura, desde el kiosco, había pronunciado una homilía al gusto del coronel. En su clerical opinión, el ángel de la muerte corría suelto por España. Era un ángel particularmente activo sobre el que el cura quería prevenir a los allí presentes.

Los presentes, en efecto, miraron hacia los lados con precaución, pero el ángel no estaba allí por el momento. El ser más peligroso a su alcance era el caballo del coronel, decidido a todo con tal de resultar simpático.

España — siguió el cura— les había reunido allí. No Franco. No Queipo de Llano. Ni siquiera el coronel Ariza, dicho fuera con el debido respeto. No. ¿Qué se habían creído? Estaban allí porque España les convocaba.

— ¡Arriba España! — gritó el «aristrócata», poniendo en circulación una dosis de fervor patriótico.

¿Y para qué les convocaba España, que era su madre? Les convocaba para morir. Bueno: a vencer o a morir. Los allí reunidos tenían que tomarse esto como un gran honor.

Los reunidos, cuidando de mantener la vista fija en el campanario, no renunciaron, sin embargo, a meditar sobre la cuestión. Se vestían de legionarios. Se vestían de moros. Cantaban himnos fascistas y rezaban como beatas, todo por amor a la República y a la causa del proletariado indigente. U.H.P., decían sus corazones. Pero si lo de vencer o morir iba en serio, quizá debieran tomar alguna medida supletoria para esquivar un destino tan glorioso.

— Estamos aquí — concretó el cura— para tomar Gibraltar a toda costa. Gibraltar — añadió, filosofando por lo metafísico— no era un peñón: era una vergüenza. Los Borbones se lo habían entregado a los ingleses.

— ¿Quiénes estar los Bobones? — preguntó un moro a otro, respetando las normas fonéticas dictadas por su coronel.

— Deben estar la guardia civil. — respondió el otro moro, siempre confidencialmente.

Pero allí estaban ellos — les interrumpió el falso clérigo— , y estaban enardecidos.

— ¡Arriba España! — volvió a gritar el «aristrócata».

Mañana, pasado o, quizá, el otro, caerían sobre Gibraltar con todo aquel enardecimiento y con el resto del equipo, incluidas las raciones de campaña. Y morirían como leones.

Era la hora de intercalar la frase dictada por el coronel: ¿Qué es la muerte si Gibraltar vuelve a ser español?

La concurrencia se puso a pensarlo con muy poca confianza. Gibraltar, por momentos, les gustaba cada vez menos. Tampoco a Barmy le gustaba, pese a que sus raíces estaban clavadas en aquella tierra cercana. Sabía que todo era una mascarada, menos Gibraltar y el odio que despertaba en los españoles. Probó a imaginarse a Dover en poder de los franceses y se sintió enfermo.

— Recemos, pues, — terminó el cura, aportando unos gramos de piedad cristiana— para que podamos matar a todos los ingleses. Padre nuestro que...

Miró al coronel y leyó en su mirada, de modo que volvió a empezar con la entonación adecuada:

— Paadre nueeestro que estaaas...

Terminada la revista, la tropa subió a lo alto de las montañas a mirar Gibraltar y a lanzarle improperios, para ir encendiendo convenientemente su ardor guerrero. El coronel Pepe introdujo a Barmy en su círculo interior y, dentro de él, lo arrastró a la taberna para suministrarse el mismo ardor guerrero, pero astutamente extraído de las barricas. Cosecha de 1935.

— ¡Ah! — dijo Barmy, concentrándose en el caldo más que en las palabras. Si el general Gordon, en el Sudán, hubiera dispuesto de la cosecha de 1935, El Mahdí lo hubiera pasado muchísimo peor aún. Tío Andrew hizo la campaña siguiente sólo con coñac y pescó unas tercianas.

Hicieron correr un poco más de vino, rojo como la sangre o como un crepúsculo, y, a su influjo, todos coincidieron en que Gibraltar tenía los días contados. Y Barmy vio que lo que decían ya no era teatro: sentían verdaderamente la urgencia de tomar el Peñón y vengar más de dos siglos de oprobio.

— Y lo peor — se decía Barmy— es que todos saben que soy inglés. ¡Inglés y monárquico! — se insistía. Una ronda más y podían decidirse a hacer prácticas con su insignificante persona, a despecho de lo que tuviera fotografiado en el carrete de su Agfa.

La situación, sin embargo, no llegó a producirse. El alcalde, perdido y hallado, penetró en la taberna rodeado por un aura de fervor político. Se había hecho con una camisa azul, con unas trinchas y con una pistola. En la calle, custodiando dos maletas grandes, siete de los suyos, también encamisados, aguardaban.

— Arriba España, coronel. — saludó, brazo en alto. Tenía una clarísima idea de lo que era España: Casares otra vez bajo su mando.

El buche que el coronel Pepe se estaba suministrando en aquel momento penetró por el camino equivocado, contra dirección, y recuperó la libertad a través de las narices. A un buen ugetista que bebe vino no se le puede saludar de según qué forma sin que le sucedan accidentes.

Enrojeció, miró de reojo a sus compañeros y a Barmy y, por fin, concedió que «arriba».

El alcalde, desde que se volvió a hacer visible a la hora del rosario, había trabajado como un castor y había reorganizado el poder civil. Para empezar, había formado una centuria de falangistas, todos dispuestos a mirar cara al sol y a ponerse cualquier camisa nueva que hallaran en las proximidades. Lo de las camisas era una especie de compulsión política de las Falanges de urgencia.

El orden volvía al pueblo, como muy pronto sabrían algunos vecinos. El alcalde, por ejemplo, había requisado todo el aceite de ricino de la farmacia y había alistado al barbero. No sabía muy bien por qué razones, pero era fama que un buen fascista suministra aceite de ricino a diestro y siniestro mientras rapa cabelleras.

Pero el alcalde no llegaba a la taberna para recoger las felicitaciones del mando militar. Sabía que les había impresionado agradablemente: no había más que ver la expresión del coronel, con los ojos brillantes de satisfacción y ruborizado.

No: el alcalde llegaba a la taberna porque era un hombre taimado y lo primero que se le había ocurrido era sobornar al ejército para que no se inmiscuyera en sus asuntos. A una señal suya, entraron una de las maletas: contenía jamones, embutidos y tres botellas de coñac.

— Un obsequio del pueblo a nuestros gloriosos liberadores. — explicó mientras sacaba las primeras lonchas con mano diestra y generosa. Nada de virutillas.

El jamón no es incompatible con la UGT. Otras cosas, sí, pero no el jamón, porque Dios hizo por el estilo el gaznate de proletarios y de caciques. Así pues, Pepe Ariza y los suyos podían recibirlo sin menoscabo de su honor. Y lo mismo se aplicaba a los chorizos y al coñac.

La vida, observó el alcalde con muy buenas palabras, era un toma y daca. Siempre al servicio de España, desde luego. Y la centuria con que el alcalde contaba para meter en vereda a los elementos subversivos, esos desagradecidos de la UGT y de la FAI, estaba lastimosamente desarmada:

— Cinco escopetas. — dijo dando la medida exacta de su potencia de fuego.

El coronel, que con tanto gusto se enfrentaba al jamón, disponía en abundancia de fusiles y de bayonetas.

— Sí. — dijo Pepe Ariza, sugestionado por la idea de ver al alcalde fascista frente a esos fusiles y bayonetas.

— Gracias. — respondió el alcalde, fingiendo tomar una afirmación por otra: el mundo es de los decididos que oyen sólo lo que quieren oír:— ¿Los podemos coger ahora mismo? Tengo aquí una lista de elementos subversivos y, allí, el ricino y el barbero.

Ariza boqueó de nuevo. Su círculo interior también, por simpatía. Ni en sus sueños más dolorosos acertaron a verse entregando armas a los elementos de la reacción, a los pancistas y a toda la estirpe de enemigos de la República. Sin embargo, allí estaba aquel maldito inglés, que debía seguir en la creencia de estar en pleno bando nacional.

— El comandante le dará lo que pide. — dijo cuando consiguió dejar de boquear. Para aliviarse, se metió otra loncha de jamón en la boca.

El alcalde se deshizo en alabanzas y en vivas a Franco, bendiciendo el 18 de julio y al mes de julio entero. Cómo confiaría en él, y qué poco en sus conciudadanos, que le pedía un segundo favor: ¿le custodiaría unas cosillas de valor que él, heroicamente, había salvado de la rapiña de las turbas?

A un gesto suyo, dos elementos de su centuria entraron la segunda maleta, que fue abierta sin protocolos. «La verdad, desnuda», parecía pensar la maleta al mostrar cuberterías de plata, candelabros, collares, anillos y un número indeterminado, pero inquietante, de monedas de oro y de plata.

Esta vez Ariza no boqueó: se relamió. Podía atribuirse al salado del jamón, pero no era por el jamón. Se le estaban ocurriendo un millar de jugarretas a la vez y su cabeza estaba más saturada de inteligencia práctica que nunca lo estuvo.

— Sé que con usted todo estará seguro. — dijo aquel pobre alcalde sin vista. Santa Lucía en modo alguno se la había conservado.

— ¡Ah! — dijo Ariza sin disimular, enfangándose en el dorado tacto del oro. Eran monedas monárquicas, con efigies de reyes en la cara, pero el coronel Pepe estaba dispuesto a no caer en los tristes fanatismos que habían sido la perdición de España en épocas pasadas. Era un hombre tolerante con el dinero.

— ¡Ah! — repitió, hundiendo un poco más la mano en el tesoro y deplorando gozar de tanta compañía.

— Comandante. — ordenó.— Entregue al Excmo. Sr. Alcalde todo los fusiles que quiera. ¿Le valdría para algo un puñado de moros?

Se sentía generoso:

— Y bombas de mano. Y un mortero. Nosotros — dijo, sin retirar la mano de las profundidades— apoyamos a los patriotas.

* * * * *

Aunque la voz corrió como un reguero de pólvora y hubo muy buenas carreras campo a través, antes del mediodía la centuria del alcalde se había hecho con catorce o quince desgraciados. En vano enseñaban rosarios y brazaletes o se confesaban víctimas de las circunstancias y de la envenenada demagogia del Frente Popular: Habían sido encerrados en un granero y puestos a disposición del barbero.

— Yo soy un mandado. — decía éste en voz baja, haciendo correr su maquinilla sobre las atribuladas cabezas.

Barmy, acompañado por el «aristrócata», contemplaba la escena típica. La guerra en España adquiría curiosas dimensiones. El, por ejemplo, era incapaz de imaginar al tío Andrew rapando a los derviches o a sir Winston Churchill haciendo lo propio con los desventurados boers.

La guerra en España, se decía, no perdía ninguna oportunidad para disfrazarse de pantomima. La gente moría y, además, sabía hacerlo con grandeza, pero entre tanto le llegaba el turno, se entregaba a rituales que harían fruncir el ceño a los redactores de la Convención de Ginebra.

El alcalde, consciente de cumplir un patriótico deber, llenaba toscos vasos con turbio aceite de ricino. Por su mente había pasado la idea del fusilamiento, pero el «aristrócata» se la extirpó con unas sencillas palabras:

— El ricino primero, para que se purifiquen.

Tiempo habría para lo otro. ¿Acaso podía huir alguien con un buen vaso de ricino cosquilleándole las entrañas? Y, de hacerlo, ¿no dejaría una pista fácil de seguir?

— Primero — añadió el «aristrócata» muy en su papel de señorito— , que sufran.

Y los interesados sufrían. Seguramente, y ya que habían caído en manos de sus enemigos, aceptarían la muerte gritando U.H.P. o cualquier otra palabra hermosa, pero el ricino era otra cosa. Les vejaba.

Si un día cambiaban las tornas, y las tornas cambian en cuanto se les da una oportunidad, ellos suministrarían al alcalde y a toda su parentela una dosis colmada de jalapa, que también veja. Su único error fue no cazarle en el momento oportuno, pero es que el alcalde había demostrado ser uno de los caciques más corredores de la comarca y ellos, poco previsores, habían preferido saquearle la casa y meter miedo a su mujer.

El primero en recibir el tratamiento fue arrastrado hasta el vaso. Le pinzaron la nariz para obligarle a abrir la boca: procedimiento de probada eficacia.

— ¡Alto! — gritó. — Yo zolo.

Los centuriones miraron al alcalde. Purgar estaba bien, pero sin ofender. No podían negarle algo así a un condenado.

— Yo zolo. — insistió el otro, muy digno.

Le soltaron. La dignidad del hombre ante todo. Y el hombre en cuestión levantó el vaso, lo olió, consciente del sacrificio, y lo vació de un trago.

— Así revientes. — le deseó el alcalde.

— Tus muertos. — respondió el otro, resplandeciendo de desdén.

Poco a poco todos se dieron el mal trago. El alcalde podía o no disfrutar, pero prefería hacerse a la idea de estar cumpliendo un desagradable deber que contribuiría, sin duda, al esfuerzo de guerra. El «aristrócata», que también estaba dotado de la facultad de raciocinio, apartaba una y otra vez de sí la idea de que él podía también apurar aquel cáliz si se descubría la superchería.

Barmy, neutral, completaba interesantes observaciones sobre el alma española: él veía, con extraordinaria lucidez, a unos republicanos permitiendo que otros republicanos fueran purgados en contra de las más elementales leyes de la guerra: sangre, sí; ricino, no.

Cuando esta guerra termine, pensaba, y gane quién gane, ¿cómo llegarán estos hombres a estrecharse las manos y a trabajar hombro con hombro? ¿Qué bando olvidará antes?

* * * * *

Eran las doce. El sol, en el centro mismo, se preguntaba si ir hacia la derecha o hacia la izquierda, exactamente igual que millones de españoles. En el patio de la casa un puñado de gallinas hacían observaciones sobre el salvado mojado que les habían ofrecido como manjar: había quien estaba a favor y quien no.

La gorda agitaba el soplillo frente a la ventanilla baja de la cocina de hierro, en su lucha diaria contra el potaje: los potajes nutritivos de aquella ama de casa no se hacían solos. Había un ruiseñor en una rama cercana, pero guardaba silencio: había terminado el turno de noche. Los gorriones, en cambio, meditaban en la conveniencia de mezclarse con las charlatanas gallinas y, en la confusión, apoderarse de parte del salvado.

El alférez Magdalena, vestida otra vez de alférez y con las vendas oprimiendo parte de su fe de bautismo, acababa de escuchar las novedades que le facilitaba Barmy y preguntaba por Casto Camazón. Debía mucho a Casto y le preocupaba su suerte, especialmente si había sido mala.

Barmy sostenía que, de noche, no es posible acertar a un capitán bien entrenado y temeroso de la ecuación de los gases. Además, y ésta era la demostración definitiva, hubiera hecho ¡Ah! al caer como un bravo.

Magdalena prefería otra versión de los hechos: desde la matanza del Cuartel de la Montaña había visto cómo Camazón se volvía amargo. A veces parecía que Camazón tenía ganas de morir y terminar. Sufría en silencio y eso, sin duda, le reconcomía.

Magdalena, que había leído Don Alvaro o La Fuerza del Sino, sabía que Camazón, al ser herido, jamás hubiera dicho ¡Ah!, sino «Infierno, abre tu boca y trágame. Húndase el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destrucción...»

Una oratoria tan desesperada no suele estar al alcance de un herido de bala durante los primeros instantes. Según Barmy, que era de la profesión, la gente prefiere los monosílabos, que hacen más ruido, y algunas grandes palabras que no suelen venir en los diccionarios.

Esas palabras no habían sido pronunciadas, por lo que había que concluir que Casto Camazón, capitán de infantería, había cruzado las líneas felizmente. Si no volvió a recoger a Magdalena no fue porque la muerte se lo impidió, sino porque algún sargento, receloso con los tránsfugas, lo había hecho imposible con los trámites. Y, además, ¿acaso le habían esperado después del susto del corte?

Magdalena temía por el capitán Camazón, sí, pero también por ella. Allí estaba, rodeada por los mismos que mataron a su padre, lejos de casa, disfrazada de hombre y sola. Tenía todo el derecho a preguntarse qué sería de ella.

Pero Bernabé Stanhope aquella noche, sobre su silla de anea que no facilitaba los sueños pero sí las vigilias, había trazado planes. Para comunicarlos con más claridad, puso una mano sobre la cabeza de Magdalena y la palmeó como se hace con los cachorros. Magdalena seguía teniendo un protector.

Ella le miró: Barmy no parecía un protector. No era uno de esos hombres fuertes y silenciosos que lo arrostran todo. Parecía un joven capaz de jugarse la paga en una noche y celebrar la pérdida ingiriendo grandes dosis de moriles o de cualquier otro tóxico.

Barmy era un hombre al que reeducar y cuidar hasta convertirle en material humano aprovechable y, con aquella cara divertida y con aquellos modales despreocupados, no era el tipo adecuado al que decir «mi vida está en tus manos.»

— En cuanto haya anochecido — dijo, explicando los planes que trazó en compañía de la silla de anea— nos subimos al citroën y regresamos a Madrid. Pasamos como una brisa entre los milicianos que hacen la revolución y te refugias en mi embajada. Te garantizo que en poco tiempo estarás en Inglaterra.

— Sola y en el extranjero. — dijo ella en vez de alabar la sencillez táctica de Barmy. La idea de salir de España no le hacía feliz.

Barmy dejó de darle palmaditas en la cabeza. Su sentimental trama psicológica le aconsejaba otros métodos, de manera que le pellizcó la barbilla y le obligó a levantar la cara:

— No estarás sola.

— Sí, lo estaré. Rodeada de extranjeros.

Estaba ahora rodeada de presuntos revolucionarios, quizá capaces de ajusticiarla o de encadenarla por ser hija de un rebelde, pero temía vivir entre pacíficos británicos que, todo lo más, le obligarían a tomar grandes cantidades de te con pastas.

Ahora la sentimental trama psicológica de Barmy le llevó a apoyar la mano libre, la derecha, en el cuello de la muchacha, entre la oreja y la nuca.

— Estarás conmigo. — dijo.

Magdalena le miró profundamente a los ojos. Era una mujer y se había dado cuenta de todo: allí se estaba cociendo un beso y le parecía que un beso aliviaría considerablemente la angustia. Pero un beso reposado, no aquella especie de embestida con que le obsequió Barmy la noche antes.

— ¿Contigo? — preguntó al notar que los ánimos del inglés flaqueaban. Era un hombre desenvuelto, pero tímido, porque en Eton no enseñan cómo dar un beso a una chica vestida de uniforme.

— Conmigo. — dijo titubeando. Avanzó la cara unos centímetros y notó el aliento de Magdalena sobre su piel. Era una dulce sensación. El aliento de sus caballos, por ejemplo, no se la producía.

— Estarás conmigo. — insistió para llenar el hueco que se abría entre ambos pares de labios. Observó que la mujer no respondía. Se dijo que el mundo es de los osados. Cerró los ojos y atacó de firme.

Ella, con los suyos abiertos, tuvo que maniobrar de prisa para que los labios coincidieran. Si se descuida, Barmy la besa en el puente de la nariz, lleno, eso sí, de unción. Confiaba demasiado en la naturaleza y había descuidado una elemental toma de puntería.

Apenas acababa de empezar el beso y ambos estaban aguardando a que sonaran las campanas y sucedieran otras románticas maravillas, cuando a sus oídos llegó, inconfundible, una descarga de fusilería. Y, luego, otra. Y otra más.

En tales condiciones aquel beso no podía continuar, por más voluntad que los interesados pusieran en ello. No sólo no era propicio el ambiente, sino que aquella curiosa y extravagante guerra española había llegado al pueblecito.

Barmy se desprendió de la dulce atadura y se asomó a la ventana con el tiempo justo de ver al alcalde seguido por varios de los suyos. Galopaban a buen ritmo, rumbo a sus queridos montes, dedicándose unos a otros voces de ánimo:

— ¡Vamos! ¡Vamos! — se decían— Que no nos cojan.

Pero de la próxima calle salieron seis hombres con mono y mosquetón, cortándoles el paso hacia la libertad.

— Manos arriba, fascistas. — gritaron.

El alcalde frenó, posiblemente convertido en estatua de sal. Los que venían tras él frenaron, pero sin evitar atropellarlo y derribarlo. Sobre el suelo quedó un confuso montón de elementos fascistas experimentando cómo el cielo se derrumbaba sobre sus cabezas.

La escena se vio interrumpida por la gorda, que salió de la casa llena de aparente júbilo:

— Arriba — dijo— tengo a dos oficiales fascistas. Me obligaron a alojarles. ¡Viva la República!

Una tercera voz sonó, pero dentro del cuarto: era el hermano desertor, aquel virtuoso de la guitarra que no había despegado los labios en las últimas cuarenta y ocho horas:

— De prisa. — dijo— Vengan conmigo. Pueden salir por el patio.

Mientras le seguían, el buen hombre se disculpaba:

— A veces las mujeres no tienen ni idea de lo que no se puede hacer. Y no se puede denunciar a uno que vive en tu casa. No hay derecho.

— ¿Usted es nacional? — preguntó Barmy mientras atravesaban el conciliábulo de gallinas, reunidas en asamblea en el patio para tomar medidas ante las nuevas circunstancias.

— ¿Yo? Yo soy rojo. — dijo el hermano, destilando legítimo orgullo.— Pero hay cosas que se pueden hacer y cosas que no. Huyan por aquí, y disculpen.

VIVA LA REPUBLICA.

El coronel Pepe, de acuerdo con lo que se imaginaba que eran los horarios en el ejército nacional, había formado a la tropa para el Ángelus. Ni él mismo se explicaba cómo el enemigo, con tanto rezo, tenía tiempo para ir ganando la guerra, pero su misión no era meditar sobre el reglamento de régimen interior de los facciosos. Allá ellos.

Pepe Ariza no era un hombre feliz, y sus sentimientos humanitarios eran discutibles, pero, a su manera, gozaba viendo a su disciplinada grey reunida en oración. Eso no lo habían conseguido ni los mejores curas de la comarca. El Frente Popular tenía méritos que ni el Vaticano igualaba.

— Cura. — ordenó, concentrándose en una nubecilla blanca. Los santos de las estampas no hacían otra cosa cuando se ponían a rezar.

La gente rezó. Los moros, distraídos, también repitieron «y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo». Eran unos musulmanes europeizados a los que traicionaba su subconsciente. El mismo coronel musitaba la oración: su buena madre se hubiera alegrado, porque siempre lo tuvo por uno de los seres más refractarios a la luz divina.

El alcalde, presente, no se perdía rezo: estaba claro que rezar era una de las nuevas obligaciones políticas y rezaba como una docena de ciudadanos. Pensaba, como Ariza, que la religión era el opio del pueblo y estaba dispuesto a anestesiar a las masas hasta que no se le resistieran. No obstante, le chocó ver a los moros rezando como buenos cristianos y se lo señaló al coronel.

— No les podemos obligar a creer, — dijo Ariza, acorralado— pero les podemos obligar a rezar. Un sargento con un garrote basta.

El alcalde reconoció que era una buena idea y prometió ponerla en práctica con sus detenidos marxistas. Y, además, la oración no les haría daño.

— Menos que el sargento. — confirmó el coronel, siempre realista.

Puesto a bien con Dios, el alcalde bajó a las estribaciones de la política. Quería saber cómo estaban las cosas: a los fusilables, ¿les condenaba el ejército o la autoridad civil? Es decir, ¿quién hacía el juicio imparcial antes de fusilarlos?

— ¿Rojos? — preguntó el coronel para asegurarse.

— Claro: rojos.

— No se les puede fusilar. — dijo el falso militar, y añadió algo que había oído por las emisoras facciosas:— Ellos fusilan; nosotros, no. Nosotros combatimos sin odio.

El alcalde no se rascó la cabeza, pero estuvo a punto. Ahora le salía aquel tipo con lo del odio: cómo se notaba que no le habían perseguido monte arriba.

— Nosotros — insistió el coronel, viendo el lado místico de la situación— luchamos por amor.

El alcalde, caso de luchar, lo haría por algo más sustancioso, como por el contenido de su maleta o por un rebaño de ovejas: por sólidos valores bien alejados de la aleve filosofía. Luchar por amor era una actividad que no disculpaba.

— ¿Y si se fugan y hay que dispararles?

— No se fugan.

— ¿Y si se caen a un pozo? — insistió el alcalde, al que le costaba arrinconar las buenas ideas.

— Si se le caen, bajará usted a buscarlos.

Hacer una guerra para dejar vivos a los enemigos era una vergüenza, pesó el alcalde, profundamente escandalizado. Llevaban dos meses de guerra y todavía nadie había muerto en el pueblo. Un día sus nietos le dirían «¿qué pasó en la guerra, abuelo?», y él tendría que bajar la cabeza y preguntar: ¿Qué guerra?

Iba a insistir en sus ideas, dejando entrever que aquel coronel podría ser considerado un traidor por el poder político, cuando sonó una descarga cerrada.

La tropa y sus mandos naturales, y hasta el alcalde, enderezaron las orejas y ventearon el aire como ciervos acosados. Todos pensaban que «las carga el diablo.»

Un moro, con los zaragüelles recogidos con las manos, entró a unos buenos cuarenta por hora, procedente de la carretera.

— Venen, venen. — decía, cuidando de su africana pronunciación.— Están rojos.

Mientras el moro hendía las filas en dirección oeste, dispuesto a desaparecer, sonó una segunda descarga. El alcalde, fortalecido por muchas semanas de vida en la sierra, aceleró de cero a cien en segundos y desapareció dejando tras él nubecillas de polvo. Había creído entender que llegaban los rojos y los rojos, probablemente, no harían los ascos del coronel a la hora de limpiar de enemigos la zona.

La tropa consideraba la situación con su habitual realismo: los tiempos eran difíciles para los soldados. Una de las dos Españas les helaba el corazón, y eso era justo; pero se daba el caso de que ya no sabían cuál de las dos Españas debía helárselo.

Si, como decía el moro habilitado, llegaban los rojos, todo estaba en orden ¿no? Se quitaban aquellos harapitos; se ponían otros más proletarios y aquí paz y después gloria. Las guerras son guerras y no juegos del escondite.

Por eso, cuando entró en la plaza un solo soldado con mono y gorro bicolor de la CNT— FAI, todos le aclamaron saludándole con vivas a su madre y a la República. Se trataba de un anhelo largamente reprimido.

El soldadito quedó petrificado ante el espectáculo. Su sargento le había dicho «adelántate», y, cuando vio la plaza llena de tropas, se encomendó a todos los santos: incluso a gorrazos podían acabar con él tantísimos hombres. No obstante, y por uno de esos misterios de la guerra, le aclamaban.

Hizo de tripas corazón y ordenó las cosas de precepto:

— ¡Manos arriba!

Ya las tenían. Levantaban ambos brazos y, bien arriba, los agitaban coreando los gritos de júbilo: de nuevo todos sabían quiénes eran. ¡Qué mentira aquello de que «nada importaba saber quién soy yo»! ¡Qué gran mentira!

El soldadito hizo fuego al aire y, al ruido, acudió su sargento con refuerzos.

— Manos arriba. — dijeron los refuerzos. Había unidad de doctrina.

— Oye, oye. — decían los moros y los legionarios disfrazados.— Cuidado.

Para reforzar su postura ética, insistían:

— ¡Viva Lenin! ¡Viva La Pasionaria!

El sargento les echó encima el primer jarro de agua fría:

— ¡A otro perro con ese hueso!

La verdad, aunque con dificultades, acabó abriéndose paso por los recovecos de sus cerebros: aquellos rojos , compañeros del alma, compañeros, les tomaban por nacionales. Los uniformes de disfraz debían de ayudar a ello. Y los reunidos para rezar el Ángelus, sabían muy bien lo que los rojos hacían a los nacionales siempre que tenían la ocasión de cazarles como a patos.

— ¡Fascistas! — les gritó el sargento, reforzando las conclusiones a las que había llegado el falso regimiento con su coronel a la cabeza.

Como antes el alcalde, que había demostrado su extraordinaria viveza, los hombres de Ariza arrojaron las armas e iniciaron una estampida capaz de asolarlo todo.

Pepe Ariza, dada la urgencia del caso, se subió al caballo él solo: cuatro patas — se decía— corren mejor que dos.

Pero fue inútil: el pueblo estaba rodeado y todos acabaron con las manos detrás de la nuca y con el espíritu entre tinieblas. Habían caído prisioneros de sus propias fuerzas y eso no era una bicoca. Tarde o temprano empezarían los fusilamientos.

* * * * *

Mientras sus soldados eran almacenados en el campo de fútbol y custodiados por fieros milicianos, Pepe Ariza y sus presuntos oficiales fueron conducidos a presencia del vencedor: se trataba de un coronel gordo y distraído, retirado por la Ley Azaña, y que había sido puesto de nuevo en funcionamiento para contribuir al esfuerzo de guerra. El Paredón le llamaban sus subordinados, haciendo referencia a las similitudes psicológicas que había entre ambos.

Junto a él estaban cuatro o cinco tipos que, a despecho del mes de septiembre, llevaban chaquetones de cuero y gorros de pieles. Hasta alguien menos experto que Ariza hubiera comprendido enseguida que se trataba de consejeros rusos en período de aclimatación.

— A la orden. — dijo Ariza, sumiso. A fin de cuentas, allí se había producido un malentendido y bastaría con deshacerlo.

— ¿Eh? — dijo el coronel, poniéndoles en guardia sobre lo difícil que era llegar a lo más noble de su materia gris.

— Somos soldados de la República. — insistió Ariza.— Estábamos aquí disfrazados de nacionales para que un teniente inglés, también disfrazado de nacional, pensara que íbamos a tomar Gibraltar.

El coronel, tan justamente llamado El Paredón, se concentró en las noticias, pero éstas rebasaban su capacidad de análisis:

— ¿Y lo tomaron?

— ¿El qué?

— Gibraltar.

— No.

— Ya me lo figuraba. — murmuró el coronel. La vida le había hecho desconfiado.

— Somos buenos republicanos de Málaga.

Uno de los rusos se adelantó:

— Camarada coronel: dejar que yo interrogue mentiroso.

Ariza se sintió presa de vértigos: había leído cosas muy buenas de los rusos. Buenas, claro, cuando se las aplicaban al enemigo.

— ¿Eh? — dijo el coronel, siempre situado en algún lugar próximo a los cerros de Ubeda. Si le hirvieran los sesos sólo conseguirían mejorárselos.

Miró, desorientado, al ruso, y volvió a planear sobre la realidad observando, de paso, a Pepe Ariza: aquel extraño coronel le estaba contando algo, pero había perdido el hilo:

— ¿De qué República?

Ariza experimentó lo que tantos y tantos al tratar con El Paredón: un insoportable hormigueo que, desde detrás de las orejas, penetraba profundamente. Se contuvo y decidió insistir sobre su principal argumento:

— Somos buenos republicanos de Málaga.

— ¡Cielo santo! — exclamó el coronel sorprendido.— ¿Ha caído Málaga en manos de los rojos?

— No ha caído: Málaga siempre ha sido leal.

— ¿Eh? Ah, leal.

Aquel peculiar coronel miró a sus colaboradores más cercanos, que fermentaban en silencio. En algún momento del interrogatorio, les dijo con sus ojos desvalidos, se había perdido. Que le colgaran si sabía, siquiera, en qué parte de Africa se hallaba.

Un ser de cejas negras y, probablemente, pobladas de fieras, se adelantó. Pasaba por ser el comisario Agapito y olfateaba fascistas a varias leguas de distancia.

— Tenemos aquí a un regimiento faccioso que ha traído tropas extranjeras a luchar contra los españoles, camaradas.

— ¿Extranjeros? — preguntaron a la vez ambos coroneles.

— Los moros, ¿son o no son extranjeros? — dijo Agapito .— Y los demás llevan los uniformes del enemigo. Rezan el Ángelus en mitad de la plaza con una desvergüenza digna de frailes. Confraternizan con una centuria de falangistas, camaradas.

Los camaradas estaban al cabo de los hechos. Aunque los relatara Agapito eran verdad.

— ¿Y qué es lo que dicen cuando nuestros heroicos camaradas, despreciando la vida, les acorralan y les desarman? ¿Aceptan su traición a la República? ¿Eh?

— ¿Eh? — dijo El Paredón. Creía haber oído algo.

— Nos dicen — estalló Agapito después de una pausa llena de tensión contenida.— que son buenos republicanos de Málaga.

La gente que no estaba acusada, rió con toda la razón.

— Cumpliendo órdenes secretas del camarada Largo Caballero. — puntualizó el «aristrócata», que hilaba fino en los detalles.

— ¡Ah! — exclamó Agapito, visiblemente ofendido en su inteligencia.

— ¿Ah? — preguntó El Paredón, siempre atento a la evolución de los hechos.

— Teníamos que engañar a un inglés: hacerle creer que los nacionales iban a tomar Gibraltar.

Agapito hizo unos extraños malabarismos con sus cejas: mala señal.

— ¿Para qué?

— Para que Inglaterra declare la guerra a Franco.

El comisario Agapito había llevado a los acusados justo a una encerrona:

— A ver: ¿dónde está el inglés?

Nadie lo sabía. En el tumulto se les había perdido. Quizá, dotado de una superior estrategia, se les había filtrado por algún sitio.

— Yo os diré lo que pasa, camaradas: no hay inglés.

— Sí lo hay. — se revolvió Ariza.— Aunque fingimos que es gallego, se trata de un inglés.

— ¿Saben ustedes — preguntó El Paredón, aportando una nota erudita— que los ingleses atacaron Galicia también durante el siglo pasado?

— ¡Nunca había oído una patraña semejante! — bramó Agapito. Y había más:— ¿Qué me dicen del cura, entonces? A lo mejor tampoco es cura, camaradas.

— Tampoco. Sí, señor. Ya va usted comprendiendo el busilis. Nada es lo que parece.

— ¿Y esto? — preguntó Agapito, poniéndole ante las narices una pistola ametralladora Mauser.

El coronel Pepe y sus oficiales recularon: ellos, que eran buenos republicanos, sabían perfectamente cómo se las gastaban los comisarios políticos. Desde pequeños se les alimentaba con carne cruda para reforzar sus convicciones y, llegados a la edad viril, eran iniciados bebiendo sangre fresca. Eso, al menos, decían las fuentes bien informadas sobre sus costumbres.

Agapito hizo más creíbles estas sospechas riéndose como una hiena.

— Adelante. — dijo El Paredón.

— Sólo me reía, mi coronel.

— ¡Canastos! — dijo el coronel, abismándose en la contemplación de una mosca en la ventana. Agapito aprovechó para volver a reírse a sus anchas: olfateaba la sangre precisa para su dieta.

— ¿Hacen falta más pruebas de su culpabilidad?

— Sí. — dijeron Ariza y los suyos.

— Cojan al inglés y... — Ariza se detuvo. A pesar del septiembre andaluz, había quedado congelado: el inglés, si le apretaban las tuercas, sólo podría decir que eran nacionales dispuestos a atacar Gibraltar: le habían engañado demasiado bien.

— ¡No hay inglés! — insistió Agapito.

— Quizá. Quizá. — murmuró Ariza

El Paredón, aburrido de la mosca en la ventana, volvió a la vida y se encaró con Pepe Ariza:

— Y, dígame, hijo mío: ¿de qué compañía es usted?

— ¡Es un prisionero! — trompeteó Agapito. Levantó un poco más la voz: — ¡Un nacional!

— ¡Cielos! — dijo el coronel, mirando hacia los lados.— U.H.P. ¿verdad?

Dichas estas misteriosas palabras, se retiró a un discreto segundo plano. Aquella confusa mañana rebasaba todas sus posibilidades.

Agapito les dirigió una compasiva mirada:

— Oléis a cadáver. — dijo.

* * * * *

En lo alto del pueblo unas ruinas y unas cuevas habitables habían servido de refugio provisional a Barmy y al alférez Magdalena. Mientras durara su manifiesta inferioridad numérica, no tendrían más remedio que vivaquear en descampado.

A sus pies, las casas del pueblo parecían apretarse más unas a otras para darse valor: en los últimos días estaban pasando por circunstancias para las que no fueron construidas.

En el campo de fútbol, cientos de moros y de legionarios, sentados, tumbados y de pie, meditaban sobre las contingencias de la vida militar. Algunos, fiados en que la palabra es lo más humano del hombre, trataban de dialogar con sus guardias:

— Camarada: — decía un moro— somos rojos. Por Dios bendito que somos rojos.

— ¡Venga ya! — le respondía el plantón, incrédulo.— ¿Y esos zaragüelles?

Mientras, el pueblo estaba siendo reacondicionado para permitir una vida digna a sus conquistadores republicanos. Patrullas de milicianos recorrían todos los rincones con buenos botes de pintura y mejores brochas al servicio de la libertad de pensamiento:

«Biva la República» — escribían en las paredes con grandes letras rojas.— «U.H.P. Muera Franco.»

«Hijos sí. Maridos no.» — ponían un poco más abajo.— «Viba el Comité. Biva Rusia.»

Uno, más libertario y rebelde que los demás, desdeñaba lo político e iba directamente a lo humano:

«Joder» — escribía.— «Coño.»

La España airada decía lo que pensaba.

Los rescatados bebedores de ricino, dueños otra vez de la situación, se habían restablecido milagrosamente. Rondaban en torno al campo de fútbol con los bolsillos cargados de piedras y, de tanto en tanto, procuraban alcanzar al ex— alcalde que, todavía con su camisa azul, se resguardaba entre la multitud.

— No queda ricino, c***. — le gritaban— Pero tragarás jalapa.

— ¡Calvos! — respondía el otro furioso, lejos de la zona batida por las piedras.— ¡Pelones!

Cualquier observador imparcial hubiera comprendido que todas las guerras en España son una continuación de la Segunda Guerra Púnica. Y, en ocasiones, no muy distintas.

Aquellos hombres purgados, purificadas sus entrañas y afilado su entendimiento, acabaron por comprender que nunca meterían mano al ex— alcalde sin el apoyo de los libertadores, de manera que se fueron a pedir su cabeza al coronel victorioso:

El coronel les escuchó sonriendo como un niño. Cuando le hubieron informado de todo, les dedicó una comprensiva mirada:

— ¿Y quién de ustedes es el alcalde?

Aquel hombre podía desmoralizar a varias divisiones orgánicas, pero no a un puñado de buenos republicanos pelados al cero y obligados a consumir dosis masivas de aceite de ricino:

— El alcalde— dijeron, distinguiendo las diferentes localizaciones— está en el campo de fútbol.

— ¿Va ganando?

— Está prisionero en el campo de fútbol. — especificaron.

— ¡Dios mío! — dijo el coronel, convencido de haber vuelto a meter la pata.— Que lo suelten inmediatamente.

— Es un fascista.

— ¡Ah, bueno! Entonces, que siga jugando al fútbol.

Mientras los vejados vecinos trataban de dialogar con semejante coronel, otros elementos libertadores habían ocupado la taberna y habían pintado sobre la puerta su nuevo nombre: Liberatorio de Prostitución. Faltaban las prostitutas dispuestas a luchar por la causa, pero no parecía que el pueblo fuera a aportar ningún material aprovechable.

Los más descamisados habían formado una especie de orfeón y, sobre el kiosco testigo de la historia del pueblo, cantaban una y otra vez:

Cuando sepan los curas y frailes
la paliza que les vamos a dar,
bajarán del coro cantando
libertad, libertad, libertad.

Sólo cuando perdían el aliento con la endiablada velocidad de la copla, se reponían con un ritmo más lento y conservador:

Agrupeeeemonos tooodos
en la luuucha finaaal...

El pueblo llano, después de esconder los rosarios, miraba todo aquello con ojos llenos de antigua sabiduría. ¿Quién les decía a ellos que mañana no iba a llegar un obispo a bendecir los campos? Sería lo que tuviera que ser y, entretanto, se llamaban camaradas, se saludaban puño en alto y contemplaban a los cinco o seis chalados que vestían, bajo aquel sol, chaquetón de cuero y gorro de piel.

— ¿De dónde sois?

— Rrrussoss . — respondían los interesados entre gota y gota de sudor.— Konsegueros rrussoss. Vivva Rrussia.

Sobre lo alto de todas aquellas circunstancias, Barmy Stanhope meditaba. La vida, se decía, era una cosa muy rara: tenía, por ejemplo, derviches aulladores que gastaban jugarretas a tío Andrew en su juventud, tenía guerras y tenía españoles.

El hombre de derechas, asustado ante tal variedad, trataba de someter la vida a un orden: ponerle puntos de referencia y hasta una brújula para navegar por ella. Pero el orden y la vida, bien lo veía él desde las ruinas, no tenían nada que ver. Simplemente sucedían a la vez.

El, como caballero, apostaba por el orden, pero era una batalla perdida, como demostraba la multitud hacinada en el campo de fútbol. ¡Qué diablos! Sólo existía la lucha entre el orden y el desorden: en España se podía tener más miedo a la vida que en cualquier otra parte, seguramente porque había más vida. Y menos orden.

— Estamos solos. — confesó al alférez Magdalena.— Quiero decir que estamos solos en la vida.

Magdalena lo sabía de sobra pero lo aceptaba de sobra. Un español nace para morir; nada más que para eso. Y era un consuelo saber que a los poderosos y a los rufianes y a los millonarios también les pasaba lo mismo. La vida en España seguía siendo una danza de la muerte medieval o, como dijo Calderón,

¿Que hay quien intente reinar
viendo que ha de dispertar
en el sueño de la muerte?

Bernabé se encaró con Magdalena:

— Y lo peor es que no sois fatalistas. Nunca he visto a gente más decidida a cambiar su destino. Pero luego...

— ¿Qué? — preguntó ella desafiante, muy española.

— Luego no os importan ni la vida ni la muerte.

Los dos callaron, compartiendo filosofías. Parecían haber olvidado que, cuando sucedió la última catástrofe, estaban empezando a besarse. Empezar las cosas es mejor que terminarlas, sin duda. Cuando terminaran la guerra, por ejemplo, los españoles no pondrían en ello ni la mitad de energía que cuando la empezaron.

Pero Barmy, sajón, había dado cuanto podía como filósofo y ya estaba atareándose en las cosas del mundo sensible. Un hombre práctico tiende a flotar como un tapón dentro de una botella:

— La única explicación — decía después de abandonar la contemplación de la muerte— es que una unidad republicana, no advertida de la comedia, haya caído sobre esos infelices.

— A estas alturas se lo habrán explicado ya.

— ¿Y tú les creerías?

Nadie en su juicio creería una historia así, desde luego. Pero eso no desvirtuaba el hecho de que ellos andaban de uniforme por territorio enemigo. Barmy, pues, ya tenía una misión en este mundo: evitar que les capturaran y depositar a Magdalena sana y salva en algún lugar seguro.

— Habrá que esperar al anochecer.

— ¿Para qué? — dijo una voz que no había sido invitada.— Así os veo perfectamente.

Mezclado con la voz, había otro sonido: era el ruido del cerrojo del fusil accionado por una mano derecha.

TODO CAMBIA, TODO FLUYE.

El comisario Agapito, cuando disfrutaba de su intimidad, desconectaba sus cejas amenazadoras y dejaba que una sonrisa cómoda se paseara por su cara mientras sus pensamientos eran

...................los libros
donde en papel de diamante,
en cuadernos de zafiro,
escribe con líneas de oro,
en caracteres distintos,
el cielo nuestros sucesos,
ya adversos, ya benignos.

Así pues, mientras el cielo escribía sus sucesos en Agapito, Agapito contemplaba satisfecho la caligrafía y hacía pereza. Ahí donde estaba, tenía un secreto y tenía una esperanza.

Además, estaba satisfecho de lo «habitable» que se había vuelto el pueblo, bien pintado con mensajes y propagandas políticas, y con su liberatorio de prostitución, que era el último grito en progresismo. Aquella era una insuperable España leal a la República que hasta tenía su cura prisionero, aunque Agapito no se decidía a hacer con él ninguno de los habituales escarmientos: torearle, por ejemplo, o exigirle que escupiera a la cruz en presencia del populacho.

En cuanto a su secreto, estaría mal divulgarlo por el momento. Su esperanza, en cambio, era bien sencilla: que apareciera el inglés al que los nacionales del coronel Pepe fingían tomar por gallego para limar las asperezas de las relaciones internacionales.

— Mi ca... — el soldado que había abierto la puerta se detuvo y reconstruyó la frase:— Mi co...misario: tenemos aquí fuera a un teniente y a un alférez. Estaban en las ruinas de arriba.

Ah, dijo Agapito para su coleto mientras volvía a conectar sus cejas negras y el mecanismo de despedir fuego fanático por los ojos: se tomaba en serio su trabajo y, de momento, le satisfacía ver que la República cobraba siempre su pieza

— Da aviso a los rusos — ordenó— y pásame a los detenidos.

— ¿Qué hacían ustedes infiltrados en nuestra zona? — preguntó en cuanto tuvo a la vista a los prisioneros.

Era una pregunta demasiado directa para un diplomático británico, aunque se tratara de un ayudante del agregado militar. No obstante, se dijo Barmy, cuando todo está perdido, el último cartucho es decir parte de la verdad:

Todo empezó cuando a Barmy le detuvieron dos milicianos en Madrid y él les dijo que viva Franco y Arriba España. Agapito hizo avanzar en buen orden a sus dos cejas, que quedaron apostadas en espera de abrir fuego.

Quizá Barmy debiera retroceder un poco más: un tipo extraño le había hecho confidencias en la calle. En Madrid también. Viva Franco y Arriba España, le dijo sin venir a cuento; y, entonces, los milicianos le preguntaron, y...

Se detuvo: no le causaban temor las cejas de Agapito, porque eran simples aprendices al lado de las de tío Andrew. Barmy acababa de comprender que no podía revelar que Largo había querido tender una trampa a Inglaterra: si se descubría que él sabía que era un ardid, dejaría de ser útil para la causa republicana y eso podía tener dolorosas consecuencias.

— ¿Para qué alargarme? — resumió— Me disfracé para pasar desapercibido entre los nacionales. ¿Sabe lo que querían hacer? ¡Atacar Gibraltar!

— ¡No! — dijo Agapito.

— ¡Sí! — le corrigió Barmy.— ¡Atacar Gibraltar!

— ¡Qué marranos!

Una corriente de simpatía parecía haberse establecido entre los dos hombres. Ambos desaprobaban sin reservas aquellos locos proyectos.

— O sea, que usted estaba espiándoles. — razonó Agapito al cabo de unos instantes.

— Sí, y con una Agfa. Al regresar a Madrid hubiera informado de todo.

— ¡Fiu! — silbó Agapito.

— ¡Fiu! — silbó Barmy.

— Vaya catástrofe si lo llegan a hacer. — dijo Agapito, abriendo de par en par las puertas de su corazón.— ¿Sabe usted algo de política internacional?

Barmy afirmó con la cabeza: conocía las cuatro reglas de aquel arte, que se podían resumir en una sola: conseguir que los demás trabajaran en provecho de uno.

Según Agapito, Gibraltar, como Inglaterra, era neutral, aunque de derechas. Algeciras y Tarifa, de Franco. Pero, si los cañones de Gibraltar se ponían a hacer su trabajo, los nacionales no podrían seguir pasando más soldados a la Península: cortarían a los rebeldes por la cintura.

Barmy aseguró que comprendía la idea de maniobra y que había oído hablar muy favorablemente de los cañones de Gibraltar.

— Pero... — dijo Agapito tristemente— , siempre hay un pero: los ingleses se han inventado el Comité de No Intervención y, si por casualidad metemos mano a Gibraltar para disparar nosotros mismos los cañones, es casi seguro que Inglaterra ayudará a los rebeldes.

— Casi seguro. — asintió Barmy, dejando entender que deploraba una postura tan tozuda por parte de Albión.— Mala pata.

— Pero... — insistió Agapito, demostrando que siempre hay un pero a punto— ¿Y si Gibraltar se convierte en territorio soviético? ¿Y si son los rusos los que se adueñan de él?

— ¡Canastos! — dijo Barmy, que nunca había considerado aquella posibilidad.

— ¿Se atreverá Inglaterra contra Rusia, ahora que la necesita para contrarrestar a Alemania y a Italia? Un enfrentamiento entre ambas favorecería al fascismo internacional. Y, bueno...

— Bueno. — dijo Barmy, manifestando su preocupación.

Los rusos, con sus chaquetones y sus gorros de piel, entraron en aquel momento. Avanzaron con el puño en alto, murmurando algo como «salud, tovarich». Posiblemente su alma eslava ponía un toque de sufrimiento en sus rostros congestionados. Sudaban a causa de aquellas ropas revolucionarias o a causa de sus hirvientes pensamientos proletarios, pero todo era por el bien de la causa.

— Buenas noticias llegando. — dijeron.— Aviones para bombardeo masivo están aquí mañano.

— ¡Chis! — dijo Agapito, señalándoles a Barmy y al alférez. No sólo las paredes tenían oídos en aquella habitación.

* * * * *

La tarde suave de septiembre, asomada por encima de las montañas, gozaba de una inmejorable panorámica del teatro de operaciones. Desde que las tardes son tardes, el mundo había cambiado mucho, pero los hombres, no.

Sentados al resol, una veintena de viejos hieráticos miraban pasar la historia a su alrededor. Y la miraban con desconfianza, no en vano la vida les había enseñado a no fiarse de sus sentidos y menos aún de los forasteros. Habían llegado unos y les habían hecho rezar rosarios formados en la plaza. Habían llegado otros y pintarrajeado las paredes. Los rosarios no hacían daño, pero habría que blanquear las paredes un día u otro.

Y lo que veían entonces la tarde y los viejos, al alimón, era el saqueo o, mejor dicho, la requisa. Grupos de hombres cejijuntos, con sacos a la espalda y botellas en los bolsillos, iban por las casas facilitando información: «somos la horda marxista y venimos a saquear».

Los vecinos les hacían sitio para que pasaran libremente por las puertas y les dejaban cumplir con su deber. ¡Qué remedio! El que tenía recursos había puesto fotos de Stalin o de Lenin en el comedor y las señalaba en cuanto le era posible:

— Gracias — decía a los saqueadores— por habernos rescatado de los fascistas que, por cierto, se nos llevaron todo. Los moros, ¿saben ustedes?

— ¡Anda ya! — respondía la horda, y se ponía a abrir los cajones y a mirar encima de los armarios y debajo de los colchones.

Solía ser en vano, porque el pueblo tiene su sabiduría ancestral, que incluye un sexto sentido para esconder los duros de plata, los jamones y, si es necesario, los relojes del abuelo. Todo lo más caían una o dos gallinas o un pollo.

La horda, antes de retirarse, esparcía algunas consignas: A las seis en la plaza para manifestarnos contra el fascismo y la intervención extranjera. Hay que llevar pancarta de Viva Rusia o de Muerte a los Facciosos. Exigiremos el fusilamiento de Franco.

Y a las seis, en la plaza, el pueblo que ayer rezaba el rosario hoy se manifestaba opinando que era del todo urgente que se unieran los hermanos proletarios y que Rusia parara los pies al fascismo internacional. También pedían que el coronel saliera al balcón a recoger aquellas aspiraciones del pueblo libre y, armado con ellas, procediera a despoblar la zona enemiga.

— ¿Es necesario? — preguntaba el coronel que todos conocían como El Paredón.

Agapito le decía que sí y le empujaba hacia la balaustrada. No quedaba otro remedio que dejarse aclamar por aquella espontánea manifestación y, de paso, recoger cuantas aspiraciones populares le mostraran.

Barmy y Magdalena, desde abajo, participaban de la emoción popular, tomando buena nota de los imprevisibles entusiasmos del pueblo. Como aquel que dice, el pueblo estaba hoy aquí y mañana allí, pero siempre había alguien en un balcón, dispuesto a recoger sus vítores.

Barmy le hubiera dado la mano a Magdalena, para confortarla más que nada, pero la presencia inmediata de uno de los rusos le impedía entregarse a según qué manejos con un alférez. El hecho de ser un espía de Largo Caballero parecía haberle granjeado el respeto de Agapito pero, así y todo, habían puesto al ruso a su disposición. Se lo habían entregado como un preciado regalo:

— Este ruso mirará por ustedes.

Y, en efecto, miraba sin darse descanso, vigilando cada uno de los movimientos de la pareja: no deseaba que olvidaran lo que significa la libertad en una economía marxista.

El coronel, respetuosamente arrastrado, se asomó por fin al balcón y, algo turbado, se puso a recoger las seculares aspiraciones del pueblo. Rescatarle de la oscuridad en que le había sumido la Ley Azaña no había sido una buena idea, porque la inactividad había deteriorado una buena parte de sus mecanismos de precisión.

— ¡Viva el Rey! — gritó, creyéndose en los prolegómenos de su salida para Alhucemas. Cuando se ponía nervioso era peor.

— ¡Viva! — respondió el pueblo, siempre deseoso de complacer.

— ¿Eh? — dijo El Paredón, volviéndose hacia el interior, desde donde Agapito le daba explicaciones. Estas le ayudaron a corregirse:

— Ah. ¡Viva la República!

— ¡Viva! — coreó el pueblo, con la misma inquebrantable adhesión.

El coronel se quedó embebido durante un rato. Había perdido la inspiración y, sin duda, la buscaba inútilmente entre las caras del público. El mismo 18 de julio se presentó voluntario y, quien fuera, le había admitido sin examinarle los detalles. Para describirle, bastaría decir que en una carrera de obstáculos él haría de obstáculo.

— ¿Qué fiesta es hoy? — preguntó, de nuevo vuelto hacia el interior.

Barmy, inconscientemente, puso cara de entender el problema. Barmy, a fuerza de experiencia, desconfiaba de todo lo que hacían los españoles cerca de él.

El coronel ya estaba comunicándose otra vez con el populacho:

— Ha sido una gran victoria. — le decía.

Aquello podía prolongarse durante horas, porque no era previsible que algún vecino se deshiciera del orador de una pedrada.

* * * * *

El capitán Casto Camazón miraba la plaza por la esquina de una ventana del ayuntamiento. Agapito, a su lado, hacía lo mismo: entre ambos captaban los más mínimos detalles del color local y las expresiones que iban y venían por la cara de Barmy.

— No le engañaréis. — confesó Casto al cabo de un rato. Te dije que esto era una locura y eso que no sabía la clase de coronel que ibais a traer.

— No íbamos a coger a uno en el apogeo de su inteligencia: ésos son necesarios en otra parte. — explicó Agapito.— Estoy seguro de que el inglés cree que somos verdaderos rojos que, no enterados de tu proyecto secreto, hemos caído sobre nuestros compañeros como el rayo de la guerra.

Casto Camazón volvió a mirar hacia la cara del extranjero que era su amigo. A distancia parecía una cara de infeliz normal: sonrosada y con un bigotillo color tabaco. Pero los diplomáticos suelen ponerse caras que no sean el espejo del alma.

— ¿De quién fue la idea de poner a rusos con chaquetones de cuero y gorros de piel en septiembre?

Agapito dijo que suya: todo el mundo sabía que estaban llegando rusos y no se podía vestir a un ruso de español y esperar que el inglés le distinguiera entre la multitud.

Agapito era en realidad el capitán Alfonso Gómez Alt, pero se había rebautizado como Agapito, consciente de que aquel nombre popular sentaría mejor a un comisario político. Alfonso, además, estaba en el sector por donde se pasó Casto Camazón y pudo avalarle porque ambos se conocían de antiguo.

Juntos Casto y él habían vuelto al lugar donde Magdalena debía aguardar, pero no fueron capaces de dar con ella.

— Me vuelvo al pueblo. — decidió Camazón.

— No. — dijo Alfonso Gómez Alt sacando la pistola. Camazón era un amigo antes del 18 de julio pero, después de tal fecha, nadie podía confiar en los amigos que estaban en la otra zona. Casto pudo haber pasado a observar las líneas nacionales y luego, con una buena excusa, regresar a informar a sus mandos.

— Oye, que esa chica me necesita, Alfonso.

La luna, que aquella noche no rielaba en el mar a causa de la distancia, aprovechó para rielar en los ojos de Alfonso. Gracias a ello Casto Camazón comprendió que su amigo hablaba completamente en serio y no tuvo más remedio que regresar con él.

Ya en la chabola de mando, con calma, el capitán Camazón explicó a su amigo y a los otros oficiales la increíble historia. Quería que le dejaran volver por Magdalena y no escatimaba detalles para hacerse creer.

— ¿Un inglés de la embajada? — le preguntaban a medida que el relato iba tomando forma.

— ¿Largo Caballero quiere que Inglaterra luche a su favor? ¿Quiere convertir esto en una guerra internacional?

Casto decía que sí.

— Dentro de un mes estamos en Madrid. — prometía el sector mejor informado.— Después de Talavera tenemos el camino abierto. Pero si Inglaterra ataca por aquí abajo y nos separa de Marruecos...

— Primero — opinaban otros aún mejor informados— liberaremos el Alcázar. ¡Jesús, lo que están haciendo esos hombres! Primero el Alcázar y, luego, un paseíto de Toledo a Madrid.

— Dejad que siga Camazón.

Y Camazón contaba los siguientes episodios de su historia.

— Pero, ¿has hablado con Largo y todo? ¿Es tan cabrón como dicen?

— No sé. Yo sólo le he visto dar golpes en el mapa.

— ¿Y cómo está Madrid? — preguntaban otros con nostalgia.

Camazón hablaba un poco de aquella peste de milicianos y de los ladrones disfrazados de soldados. Según su modesto parecer, eran los mejores aliados que podía tener Franco por el momento. También le ayudarían el empleo masivo que hacían los rojos de la ley del más fuerte, del desorden y del miedo. Luego Camazón seguía con su historia una y otra vez.

— O sea, que están ahí al lado, en Casares, pegándosela al inglés.

— El sabe ya que todo es una farsa. Yo se lo he dicho antes de irme, aunque sospecho que ya estaba enterado. Sabe que quieren convencerle de que vosotros amenazáis Gibraltar para que Inglaterra intervenga. No hay ningún peligro.

Un comandante — Quintana— se había quedado pensativo. Quintana, en otra época, había publicado tres cosas en Blanco y Negro y creía disponer de una imaginación portentosa. Por eso se había abismado en la contemplación del plan rojo: jamás soñó que Largo llegara a tener ideas tan brillantes. Pero si él las tenía siendo sólo estuquista, Quintana sería capaz de superarlas.

— Mi coronel — dijo— : podemos volver el plan contra los rojos.

Cualquier cosa que se pudiera volver contra los rojos era tomada en consideración en aquella tertulia. Las guerras se ganan haciendo uso de todo el material disponible.

— Si tomamos Casares y convencemos al inglés de que somos rojos verdaderos, de los que no están enterados del proyecto, y luego le hacemos creer que nosotros sí vamos contra Gibraltar para... — meditó unas décimas de segundo— para dárselo a Rusia, por ejemplo...

Aquella nueva forma de ver las cosas agradó a la concurrencia. Además, si el tal Ariza y su caballo eran como Camazón los describía, les serviría para darse un paseo y divertirse. Cuando un oficial joven no puede jugar, languidece.

— No se puede engañar así como así a ese inglés. Sólo es extranjero. — advirtió Camazón noblemente.

— Pero, haciéndolo bien...

— Habrá que consultar con Sevilla. — dijo el coronel.

Y de Sevilla enviaron al Paredón, que no hacía más que molestar por los pasillos del Gobierno Militar pidiendo un destino de primera línea. Lo transportaron durante la noche, sosteniendo entre sus distraídas manos la orden ansiada: tomar Casares y seguir hasta el final con el proyecto.

Y allí estaban todos, representando, una vez más, algo que podría llamarse el gran teatro del mundo: ver como un pueblo, amanecido rojo, rezaba un rosario al anochecer cantando al amor de los amores y, horas después, gritaba U.H.P. y cuanto se le indicara.

Camazón se avergonzaba. La juventud de España se apuntaba a la muerte en aquellos días. Había chavales que falsificaban su edad para poder luchar y morir por lo que creían. Había ancianos que cogían una escopeta y plantaban cara. Había, en fin, una guerra verdadera, pero ellos estaban allí haciendo teatro, jugando a la gallina ciega con un extranjero.

— Creo que el coronel está escandalizando a nuestro inglés. — dijo Agapito— Alfonso.— Me parece que hace comentarios sardónicos a la chica.

A todo esto, el coronel había vuelto a acordarse perfectamente de su misión, pero no tenía ni la más remota idea de cómo cumplirla: ¿Qué haría un coronel rojo de estar subido a un balcón y tener que decir que Rusia estaba llena de hermanos y que, por eso, había que tomar Gibraltar?

Os hemos liberado de la presencia de los nacionales. Los nacionales — añadió, explicando su postura personal sin exageraciones— no nos gustan.

— ¡Abajo los nacionales! — gritó la plebe, dando a entender que captaba el pensamiento.

Por suerte sólo a aquellos tiempos reservada, ya se acercaba o ya era llegada la edad gloriosa que prometía, ejem, el... materialismo dialéctico, en que, vencido Franco, se venciera al rey de Inglaterra.

Aquellos buenos proletarios podían creerle, porque un coronel que está en el balcón no puede decir mentira , exactamente igual que Abenámar: Gibraltar caería al primer empujón, como una ciruela madura, y sería tal la gloria que se alcanzaría que el coronel no estaba dispuesto a dejar sin ella a aquellos simpáticos pueblerinos: podrían apuntarse todos para la toma de Gibraltar.

El entusiasmo público bajó unos cuantos grados en la escala de Celsius. Una cosa es vitorear, se decían los simpáticos pueblerinos, y otra dar trigo o ir a que los ingleses le peguen a uno un tiro.

Agapito— Alfonso se impacientó. La idea que tenía su coronel de una arenga vibrante que enardeciera al populacho era más bien pobre.

— ¿Eh? — preguntaba el coronel al pueblo mundo. No estaba seguro de que le hubieran oído bien.

— ¡Ah! — bramó Agapito, compareciendo en el balcón.— ¡Pueblo pusilánime que desprecia la gloria y, sobre todo, que no está con la sagrada causa del proletariado!

— Eso mismo decía yo. — murmuró el coronel.

El pueblo estaba con la causa del proletariado como el que más. Para demostrarlo, se puso a corear lo de U.H.P.,significara lo que significara.

— ¿Qué dirán nuestros aliados rusos que, por cierto, están entre vosotros en esta plaza?

Los buenos pueblerinos miraron a su alrededor: habían oído decir que los rusos eran muy brutos. Podían tomarse a mal que ellos no quisieran ir a pelear por Rusia contra Gibraltar.

— Nuestro coronel cuenta con vuestro entusiasmo. — advirtió Agapito manipulando sus expresivas cejas.

El pueblo llano decidió exhibir un entusiasmo digno de crédito.

— Nuestro coronel cuenta también con vuestro decidido apoyo.

El pueblo en masa puso cara de arrojado. Los rusos — se decía mientras— debían ser aquellos tíos grandotes que no hacían más que sudar, de fervor y ímpetu revolucionario seguramente. Tipos peligrosos, a juzgar por el fusil ametrallador que llevaban al hombro.

— ¡Échanos al cura! — gritó el pueblo, dispuesto a dar pruebas indiscutibles de su arrojo.

Una nube de puños cerrados no dejaba entrar al sol en la plaza. Querían batirse, en desigual empeño, contra un clérigo. Y, si el clérigo se reservaba para espectáculos más oficiales, que les echaran al alcalde: también se atrevían con él.

Y, en eso, entraron los toros, nerviosísimos con el griterío. La carrera por las calles les había obligado a concebir malos pensamientos y a hacerse una pésima opinión de las costumbres humanas.

* * * * *

No se hablará nunca lo bastante de lo ciegas que son las fuerzas de la Historia. Incluso Marx y Engels se mostraron tímidos a la hora de calificarlas, porque deseaban que trabajaran a su favor y temían ofenderlas.

Pero, en efecto, las fuerzas de la Historia, como los rinocerontes, ven poco y eso les hace embestir en cuanto alguien agita un trapo. Y hay que convenir que en Casares llevaban dos días agitando trapos continuamente. Allí la gente no hacía más que provocar a las fuerzas de la Historia.

Ellas, por fin, se cercaron a una mujer que lloraba:

— Rosario. — le dijeron.

— ¿Qué? — dijo la señora, contemplándolas.

— ¿Vas a dejar esto así?

Rosario era la mujer del alcalde y estaba definitivamente cansada de la política. Primero el marido se le escapó a los montes con la excusa de salvar la piel. Después regresó y, el muy asno, entregó los tesoros familiares al coronel nacional. Luego, y sin apenas tiempo para reanudar la vida matrimonial, se lo habían vuelto a encerrar.

Su madre, que había vivido bastante, le había sido franca: Esta vez te lo matan, Rosario. Te quedas sin marido y sin duros. Estos rojos que han venido son profesionales, no como los del pueblo.

Y, entonces, llegaron las fuerzas ciegas de la Historia y empujaron hasta que Rosario reunió a las otras mujeres afectadas por el encierro de sus maridos:

— Alejo es el hombre. — dijeron después de estudiar la problemática.

Alejo era apolítico, pero todo un hombre. Trabajaba en Las Picas, una finca que El Comité había requisado para los proletarios del pueblo. Los proletarios subieron a Las Picas, se metieron en casa de Alejo y, lo que no pudieron robar, se lo rompieron.

Cuando Alejo dijo que no, que eso sí que no, le dieron una paliza que le tuvo veinte días en la cama y le dejó una cicatriz en la ceja. Por debajo de la ceja, en lo profundo, también le quedaron marcas espirituales, y era de todos conocido que andaba buscando el modo de desquitarse. Pero no en plan mezquino, sino a lo grande, haciendo algo muy sonado que quedara escrito en los anales del pueblo.

Las mujeres fueron adonde Alejo y le ofrecieron dinero y algunos objetos de oro. El miró a la riqueza y le hizo un gesto altivo:

— No es eso. — dijo— Lo que yo tengo que hacer lo haré gratis.

Alto, joven, bravo, miraba hacia poniente y se pasaba un dedo por la cicatriz. Las heridas no le habían dolido ni la mitad que la humillación: apaleado delante de la mujer y de los niños. Eso no se le hace a un hombre, porque se le obliga a lavar su nombre para que los hijos puedan usarlo.

— Gratis. — repitió, pensativo.

Las mujeres le explicaron lo que esperaban de él: había que sacar al alcalde y a los suyos del campo de fútbol. Si lo hacía, a Alejo no le faltaría un trabajo cuando toda aquella locura pasara. Si pasaba. El alcalde quizá fuera un fascista, pero era un hombre cabal. No besaría los pies de Alejo, pero no le olvidaría nunca.

— ¿Se te ocurre algo, Alejo?

El hombre seguía contemplando el poniente mientras se daba con una vara en la caña de la pierna. Venía, como tantos, de una raza de tácticos de urgencia, de guerrilleros hechos a luchar a pedradas y a aprovechar los recursos de la tierra.

— Mucho ruido. Eso es lo que se me ocurre. — dijo al cabo.

A las seis había una manifestación de ésas en la plaza. Alejo subiría a Las Picas y se bajaría unos toros. Por el camino les iría enemistando con el mundo y, cuando estuvieran negros de ira, los empujaría a la plaza. Aquello, sin duda, haría el ruido suficiente.

Las mujeres, con dos escaleras, irían por detrás del campo y, cuando los guardias se dirigieran al otro lado, a mirar en dirección a la plaza, no tendrían más que apoyarlas en la pared y decir al alcalde y a los suyos que saltaran. Alejo sospechaba que no haría falta repetírselo dos veces: ganarían la libertad a fuerza de piernas.

— ¿Y tú, Alejo?

— Me reiré, que falte me hace.

Así fue como, a la hora prevista, entraron cinco toros al galope en la plaza. Eran toros buenas personas, porque quien se hace al aire libre y, de noche, mira las estrellas, nunca sale malo. Pero les habían separado de la manada y les habían hecho correr sin mediar explicación ninguna.

Alejo, tras ellos, les daba con una vara en partes que cualquier caballero desea que permanezcan intactas. Y les decía palabras malsonantes destinadas a hacer hervir su sangre honrada. Por eso, al descubrir frente a ellos a cientos de personas apiñadas ante el balcón del ayuntamiento, el corazón les bailó en el pecho: «Hombre — se dijeron los toros, embargados por la emoción.— : esta sería una buena oportunidad para demostrar nuestro concepto de la furia española.» Eran toros comprometidos con el tiempo que les había tocado vivir.

Pero la casta tuvo la última palabra. La multitud les daba la espalda y otras zonas posteriores de su encarnadura y ellos eran lo bastante caballerescos como para no aprovecharse de las ventajas: corretearon por la plaza, pisaron a algunos despistados, pero cornear, no cornearon a nadie.

El público, de acuerdo con la mejor tradición española, unió la acción al pensamiento: los de la izquierda corrieron hacia la izquierda; los de la derecha, hacia la derecha; y los del centro, cercados por los acontecimientos, optaron por los árboles y las rejas. Todo se realizó como si estuviera largamente ensayado.

Alejo, quieto en la bocacalle por donde había metido a los toros, contemplaba la escena muy satisfecho y tranquilo. De vez en cuando se tocaba la cicatriz de la cara. A unos metros de distancia, su mujer sostenía de las manos a los dos niños: todos miraban el festival taurino y recuperaban el orgullo de ser hijos de quien eran. Alejo había sido apaleado ante los niños y ante los niños debía desquitarse.

Barmy y Magdalena, cogidos en medio del tumulto, se habían apretado contra la pared y vigilaban estrechamente a los toros. El ruso que les acompañaba se había descolgado el fusil ametrallador y apuntaba ora a un bicho, ora al otro. No abría fuego por miedo a hacer una matanza entre el pueblo corredor y porque siempre fue cosa ruin matar a los toros con armas de fuego, sin darles una oportunidad.

El coronel y Agapito se habían acomodado en el balcón y no se perdían detalle del espectáculo taurino.

— ¡Nos han echado toros! — decía Agapito orgulloso.— Como a los gabachos de Napoleón. La tradición no ha muerto.

Desde el punto de vista de la tradición aquella escena tenía su encanto; pero desde el punto de vista del manifestante medio, abandonado a su suerte a ras del suelo, las tradiciones podían irse al diablo. Ellos procuraban quitarse de en medio.

— ¡Que os j***! — decía Alejo de tanto en tanto, aportando una nota altiva.

Luego se acercó a su mujer con ese paso indiferente y engallado de los toreros. Se puso un hijo en cada brazo y los apretó fuerte contra el pecho:

— Nunca dejéis que os hagan una injusticia.

Altanero, miró al soslayo. El sol, en silencio, le coronaba con los rojizos rayos de la tarde y el aire, emocionado, le abría un hueco en el camino.

— Ni una injusticia. — insistió, dándose la vuelta.

Hacía un hermoso desplante al pueblo entero y, despacio, con los niños contra el pecho y la mujer a su lado, salía de la plaza como triunfador indiscutido. No había aplausos porque, sencillamente, el público tenía otras preocupaciones: de quinientos kilos.

FUGAS Y VENGANZAS.

Las operaciones en el frente del campo de fútbol siguieron el plan previsto. Las mujeres, con algunos hijos mozos, llevaron las escaleras a la parte trasera. Cuando empezó el alboroto en la plaza se asomaron a lo alto del muro:

— ¡Ramiro! — llamó la alcaldesa.

Ramiro, a cierta distancia, levantó las orejas y se hizo cargo de la situación de una ojeada: todavía se le estaban levantando cuando sus piernas devoraban la distancia, insensibles al esfuerzo.

Aún así, el coronel Ariza le iba ganando por una nariz: tal vez estuviera mejor alimentado o tal vez Dios le insufló un espíritu más alerta cuando le atornilló el alma al cuerpo. Tras ellos, una multitud de hombres, angustiados pero decididos, ganaban terreno en silencio.

La segunda escalera ya había sido puesta por el interior para que los prisioneros escalaran el muro con la necesaria facilidad. Pero la escalera había sido diseñada con capacidad para una plaza; para dos todo lo más, no para los treinta hombres que llegaron a la vez y que a la vez pretendían servirse de ella.

— ¡Rosario! — gritaba el alcalde, luchando como un bravo. Ariza se le encaramaba a la espalda para acceder mejor a los travesaños superiores.

Los guardias, distraídos al pronto por los ruidos que llegaban de la plaza, recuperaron su sentido del deber y tomaron medidas: su estrategia consistió en llegar lo antes posible al lugar donde se hallaban los que ayudaban a la fuga, dando la vuelta por el exterior del campo. Una vez allí, apuntaron con sus armas a los que pretendían saltar y dejaron que el sentido común de los fugitivos corriera con el peso de las operaciones.

Así fue como el alcalde y el coronel Pepe Ariza, al quedar a caballo sobre la pared, contemplaron a siete hombres y a un cabo encañonándoles con sus fusiles. Su hirviente sangre española descendió unas docenas de grados y su osadía se evaporó bajo el caliente sol de la tarde.

— ¡Ajá! — dijo el cabo.

— ¡Ajá! — dijeron los soldados, siguiendo el ejemplo de su superior.

— ¡Jesús! — dijo Rosario.

Ariza y el alcalde Ramiro renunciaron a añadir las suyas a aquel coro de exclamaciones: ellos mismos eran una exclamación, con las cejas levantadas hasta la raíz del pelo.

— ¡Fascistas! — opinó el cabo después de rebuscar un rato entre sus recuerdos del idioma republicano.— Facciosos. — añadió: significara lo que significara, los fascistas solían ser facciosos.

Por un momento la acción se detuvo y el sol iluminó a sus anchas una escena que, de estar Goya presente, hubiera pasado a las pinacotecas con el nombre de «Fascistas trepando por un muro justo un momento antes de ser fusilados por la horda roja». Si las mujeres allí presentes hubieran tenido un solo dedo de frente, se hubieran dirigido a buscar mortajas y otros elementos funerarios.

Pero nadie puede parar una estampida. Y detrás de Ariza y del alcalde había, justamente, una estampida: cientos de hombres trataban de hacerse un sitio en las escaleras con la definida idea de trepar a lo alto y, desde allí, emprender un largo vuelo hacia la libertad.

La marea humana, a pesar de los «ajá» amenazadores del cabo y sus soldados, desbordó por el muro, despidiendo a lo lejos al alcalde y al coronel Ariza. Tras ellos, otros muchos seres sin identificar fueron cayendo del cielo, expresando a gritos sus heridos sentimientos. Salvo los que se dañaban el equipo en la caída, aquellos hombres desaparecían en la distancia apenas tocando el suelo y dejando tras sí breves remolinos.

El cabo tiró al aire por fin. Sus soldados, disciplinados como pocos, le respaldaron. Los fugitivos que estaban todavía sobre el muro regresaron a la seguridad del campo de fútbol. Los que caían en pleno salto, aletearon como avutardas que trataran de levantar el vuelo. Los que tenían los pies sobre la tierra libre, corrieron en busca de una madriguera.

Pero para entonces el coronel Pepe y el alcalde Ramiro se encontraban ya en paradero desconocido. Algunos de sus más notables órganos internos acusaban el esfuerzo, pero no se quejaban de su suerte.

— ¡Ah! — se decían el uno al otro, compartiendo hondos sentimientos y profundas miradas.

— ¡Fiu! — insistían.

Ambos constataban, con singular satisfacción, que habían salvado el cuerpo y que, caso de disponer de alma, la mantenían bien atada a la carne. Un alma que no vuela al cielo, se mire como se mire por un coronel y un alcalde, ofrece ventajas.

— ¡Vaya! — dijeron todavía. El aliento ya daba para palabras de dos sílabas y para pensamientos aún más complejos: no toda la vil materia se había salvado.

— ¿Dónde está la maleta con el dinero y las joyas? — preguntó el alcalde, formulando ya una auténtica oración que hubiera resistido el examen de cualquier académico: una verdadera oración interrogativa.

Ariza, que no desesperaba de hacer comprender a los hermanos proletarios que ocupaban el pueblo que él también era hermano y proletario, trató de desviar la cuestión:

— Demos gracias a Dios.

— Gracias — respondió obedientemente el alcalde Ramiro.— Pero, ¿dónde guardó usted la maleta?

— En mi habitación.

El alcalde tuvo una sospecha legítima:

— ¿No estará debajo de la cama? La gente siempre mira debajo de las camas Y la horda, más.

— Encima del armario. — le tranquilizó el coronel.

— Esta noche — decidió el político— iremos por ella.

Un buen alcalde de derechas puede perder la vida si es preciso, pero nunca una maleta cargada de riquezas. Cuestión de ideología.

* * * * *

Cualquiera que no fuera poeta hubiera opinado que la noche estaba cuajada de estrellas. La Vía Láctea parecía dispuesta a caer a plomo sobre la tierra y la luna estaba tan pálida que hasta el más lerdo comprendía que la cena debía haberle sentado mal. Por lo demás, Arturo, la conocida estrella de la constelación de Boyero, anunciaba en el horizonte la proximidad del otoño, una estación que se había hecho famosa por masacrar a las hojas de los árboles.

Pese a que España entera se debatía, el aire no llevaba hasta allí los gritos de guerra. Del reciente Liberatorio de Prostitución y antigua taberna, llegaban cánticos soldadescos que advertían que «si alguien quería escribir a los cantores, ya sabía su paradero: en el frente de Casares, primera línea de fuego». En la distancia, otras voces más místicas insistían en que había que ir a las barricadas, varias veces, por el triunfo de la Confederación.

El aire no traía sutil perfume de azahar , dado lo avanzado de la estación, pero, aparte de las canciones, hacía lo que podía trayendo de acá para allá aromas de fritanga, entre los que sobresalía el de los huevos fritos.

El mundo, en suma, proseguía su avance por el espacio infinito, llevando a horcajadas sobre su lomo a la vieja y joven estirpe de los españoles que, en guerra como en paz, freían huevos, cantaban y, en ocasiones, disponían de alguna ojeada que echar al cielo estrellado. Los españoles, aun los más empedernidos, echaban la tal mirada y, para cumplir con su tradición, se preguntaban durante un momento adónde iban y de dónde venían. En ocasiones especiales, se preguntaban también por su lejana mujer o por su lejana novia.

Apretaban entonces las quijadas, con la vista perdida, sentían la mano del destino en torno al cuello y, si estaban bien constituidos, se echaban un trago del vaso de aluminio más cercano.

Todavía en el ayuntamiento, el comisario Agapito acababa de pasar por la experiencia: las estrellas, la pálida luna, el recuerdo emocionado y el vino. El alma, tras la concesión a la nostalgia, se le había concentrado en la lengua y, desde allí, se manifestaba:

— ¡Qué lástima! — decía el alma por la boca del comisario Agapito.

El alma de capitán Camazón, también presente, tomaba buena nota y, de tanto en tanto, comulgaba con la de su compañero de armas. En aquellos momentos, por ejemplo, estaba de acuerdo en que algunas cosas eran una lástima.

— Desde la francesada no nos hemos peleado con ningún ejército extranjero en el continente, descontando a los cien mil hijos de... bueno: de San Luis, San Luis me lo perdone.

Agapito, también conocido como capitán Gómez Alt, deploraba aquella circunstancia:

— Daría cualquier cosa porque fuera verdad que íbamos a asaltar Gibraltar.

— ¿Eh? — dijo Casto Camazón, cuya alma, por unos instantes, se le había desprendido.

— Que no sería tan mala idea atacar Gibraltar. Si los ingleses se callaban para evitar males mayores, bien. Si intervenían contra nosotros, mejor: tendríamos una guerra decente contra un enemigo extranjero. ¿Sabes? Es terrible luchar contra españoles.

— La misma sangre. — confirmó Camazón, echando un segundo vistazo a las estrellas.

— La misma mala leche. — negó Gómez Alt. Luego, algo de la poesía ambiente debió de transirle, porque aceptó el punto de vista de su amigo:— Y, también, la sangre. ¿Crees que había derecho a que los políticos enzarzaran a un pueblo tan decente?

— Somos pobres. Si fuéramos ricos daríamos más valor a nuestro pellejo.

Gómez Alt escanció nuevo vino. Su profesión, se dijo, no era la guerra, sino la paz: volver a hacer posible la convivencia elemental. Uno lucha para traer la paz.

— «El paso alegre de la paz». — dijo.

Camazón bebió. Ese paso alegre sólo sería para los vencedores. Y, vencer por vencer, él prefería vencer a los extranjeros, a los ingleses como había dicho su amigo. Un segundo trago tuvo la virtud de avivarle la memoria, y dejó atrás los peligrosos sentimientos fraternales:

— He vivido lo de Madrid. — dijo.— El Cuartel de la Montaña, la Cárcel Modelo, la cabeza de Ochoa... Hay que ganar, Alfonso. Hay que ganar aunque no sean ingleses. Pero esto de Gibraltar me parece una tontería: la gente muere mientras nosotros jugamos a la gallina ciega con Bernabé.

— ¿Y crees tú que la gente no quiere morir?

Camazón se lo preguntó a su propia conciencia: ¡Dios mío! Aquella tierra estaba llena de gente que, de verdad, deseaba morir por España. Eso ponía las cosas más difíciles, porque habría que hacer una España que no defraudara a la sangre vertida.

En silencio, siguieron mirando lánguidamente ora hacia la noche, ora hacia el vino.

* * * * *

En contra de lo que el Evangelio especifica para los de su gremio, la noche no caía para todos por igual. Sobre el coronel, por ejemplo, caía con más perseverancia y su inteligencia, ya oscura durante el día, se sumía en un profundo eclipse.

Así que, eclipsado por completo, el coronel penetró en la estancia: quizá hubiera olfateado el vino a distancia, quizá buscara a quien hacer confidencias. Su expresión era como la del bacalao de los anuncios de aceite de hígado.

— ¿Eh? — dijo, siguiendo su costumbre. Los capitanes le veían abrumado: lo mismo podía haber olvidado donde se encontraba que estar tratando de descubrir con cuál de los dos bandos hacía la guerra.

Pero, por una vez, el coronel sabía perfectamente dónde estaba: al cabo de la calle. Tras el episodio de los toros encerrados, un grupo de buenos republicanos también se había encerrado con él en el antiguo despacho del alcalde para regalarle un retrato de Lenin que habían salvado de la invasión fascista del día anterior.

Se lo colgaron de la pared, tras el asiento, mientras el militar lo miraba todo con sus asombrados ojos de pez.

— Siéntese, siéntese. — le invitaban, pero él mantenía la vista en la barba puntiaguda de Lenin y dudaba: nadie en su sano juicio daría la espalda a un tipo con aquella cara.

Los bravos vecinos, entre unas cosas y otras, no habían podido presentarse ni ofrecerle sus servicios. Eran el Frente Popular del pueblo en pleno. Unos buenos republicanos marxistas y unos buenos republicanos anarquistas que querían poner al coronel en guardia. ¿Les recordaba? Eran los que antes le habían estado hablando del alcalde.

— ¿Eh? — dijo el coronel, siempre fiel a sus métodos.

Alejo había sido el que soltó a los toros en la plaza. Un mal elemento, Alejo, al que ya tuvieron que apalear en otra época. Pero esta vez no soltó a los toros para gastar una broma pueblerina, sino para favorecer la fuga del ex— alcalde fascista, o sea, de Gil Robles, y del coronel nacional que tenía la obsesión de obligar a los proletarios a rezar unos rosarios larguísimos.

Lo de Alejo era un acto de guerra, ¿verdad?

— ¿Ah? — preguntó el coronel, recogiendo el papel que le tendían. Leyó:— Alejo Rubio. Calle Alta, 17.

Al pronto, no entendía.

— Alejo — le explicaron— es un enemigo de los trabajadores.

Había que fusilarle cuanto antes por el bien de la libertad y del progreso. Y había unas cuantas personas más que bien podían acompañar a Alejo en su tránsito. Muchas de ellas, gracias a Dios, seguían detenidas en el campo de fútbol.

Le pasaron otra lista, mucho más larga.

Luego, estaban las mujeres y los hijos. Había chavales de quince y dieciséis años que ya eran un peligro. Tampoco eran de fiar ni la mujer del ex— alcalde ni su suegra.

Otra lista más pasó a manos del coronel, envuelta en una hermosa tanda de palabras políticas. Aquellos republicanos habían sufrido por la causa. Aquel mismo día, sin ir más lejos, los fascistas les habían hecho tragar grandes dosis de aceite de ricino: todo el que quedaba en el pueblo.

Pero, en lugar de ir a su casa a recuperarse, laboraban por el triunfo de la Confederación y por la unión de los parias de la tierra. Allí estaban con sus listas aconsejando al coronel que no se anduviera con chiquitas y limpiara el mundo de unos cuantos elementos pestíferos.

— Afusílelos. — le dijo uno de la Fai, poniendo en su voz toda la persuasión de que estaba dotado.

El coronel, tras profundo análisis, creyó comprender lo que se esperaba de él, siempre por el bien de la causa. Se le escapaba lo que el aceite de ricino tenía que ver con la necesidad de librar al mundo de la clase explotadora, pero, en líneas generales, creía saber lo que haría un verdadero rojo.

— ¡No me diga que ha mandado fusilar a toda esa gente! — exclamó el capitán Alfonso Gómez Alta cuando llegaron a esa parte del relato.

— ¿Eh? — dijo el coronel.

— ¿Ha mandado fusilarles, mi coronel?

— ¿Fusilarles? Creo que no. — hizo memoria— Es decir, a lo mejor. Ellos me dijeron «afusílelos» y yo dije «bien, pero...»

— ¿Qué más?

— Respondieron «gracias». Y se acaban de ir.

Los capitanes se miraron entre sí y, luego, al coronel. Años de disciplina les impedían expresar sus pensamientos, pero estaba claro que la noche se presentaba movida.

* * * * *

Parece ser que Francisco Primero de Francia tuvo buenas razones para escribir que todo se había perdido, excepto el honor y la vida, que nunca vienen mal. Pero ni el mismo Francisco I hubiera podido decirlo de contarse entre los indefensos seres que iban siendo apoyados contra la pared de la iglesia.

— Aquí estaréis bien. — les decían sus conductores cargados de humor macabro.— Es casi seguro que subiréis al cielo al primer intento.

El Frente Popular del pueblo, a pesar de tener su organización un poco debilitada por los cánticos al amor de los amores y el abuso del ricino, había actuado como en los mejores tiempos. Aquellos hombres leales se habían echado las escopetas al hombro y, con diligencia de clase, habían reunido a una treintena de vecinos. Estaban dispuestos a facilitarles una vida mejor.

El primero de la lista, silencioso y quieto, Alejo. Después de lo de los toros no había querido huir. Contemplaba, impasible, los preparativos de su tránsito: había oído decir que muchos españoles habían hecho el mismo camino que le organizaban a él y pensaba que podía soportar perfectamente lo que otros. No estaba resignado, pero tampoco estaba sorprendido.

— ¿No vais a fusilar también a los toros? — preguntó, zumbón.— ¿Os basta con esta mujer?

«Esta mujer» era Rosario, la del alcalde, que se apoyaba en el muro con cara de muy pocos amigos.

— Ordenes del coronel. — decían los del Frente Popular, lavándose las manos.— El lo ha mandado.

Los condenados miraron hacia el balcón del ayuntamiento, por donde solía aparecerse el coronel. Miraban, pensaban en sus asuntos y no se molestaban en traducirlos a palabras. Compartían la opinión de que había llegado el momento de desinteresarse de las cosas del mundo. Ni siquiera intentaban comprender de qué modo su muerte ayudaría a la victoria del gobierno de Madrid.

— ¡Ajá! — gritó en mitad de la noche el capitán Gómez Alt en su caracterización de comisario Agapito. Dios le había dado el don de entrar en escena haciéndose notar.— ¡Fascistas!

Se notaba que el descubrimiento le llenaba de contento. Sus gritos hacían que todos los vecinos de la plaza se asomaran a las ventanas. Las habían cerrado para librarse del doloroso espectáculo, pero las voces de Agapito salvaban todas las barreras, incluidas las de idioma y religión: el propio Barmy fue uno de los que se asomó. Acababa de regresar de la taberna y el ruso les había dado el antiguo alojamiento del coronel Pepe, a escasa distancia de la iglesia.

— Ya puede llamar al pelotón de fusilamiento. — dijeron muy ufanos los frentepopulistas al camarada comisario. Ellos habían hecho su trabajo y entregaban la mercancía a los especialistas.

— ¿Eh? — Agapito les miró como si se hubiera tropezado con un grupo de emboscados, posiblemente fieles al Papa y a Mussolini.— El pelotón sois vosotros. ¿No les habéis traído? Pues, hala con ellos.

Hubo visibles síntomas de intranquilidad: una cosa era ser un buen republicano y otra ponerse a matar a los del pueblo. Cuando hay que matar, es preferible hacérselo a desconocidos y, sobre todo, sin testigos. Las tornas no hacen más que cambiar y, quien pone a gente en el paredón, acaba en el paredón en ocasiones.

— Nosotros sólo tenemos escopetas de caza. — dijo uno.

— Y no se puede fusilar con perdigones. — insistió otro, agarrándose a la idea.

¿Qué tenían — dijo Agapito— los héroes que asaltaron el cuartel de la Montaña? ¿Y qué tenían los que aplastaron la sublevación de Barcelona? ¿Y los que expugnaban el Alcázar de Toledo?

— Fusiles.

— Y cojones. Para defender a la República, cualquier instrumento sirve.

— Pero, con perdigones de codorniz...

— ¡Sargento! — llamó Agapito.— Tráigame machetes. Veinte. Treinta. Los buenos republicanos volvieron a removerse, inquietos. Olfateaban la tormenta. Enviar a la muerte a unos vecinos, se decían, no es lo mismo que matarlos. Es otra cosa. Más limpia.

El comisario Agapito también aguardó el regreso del sargento meditando sobre los delatores. Cuando el hombre perdía la norma, era un bicharraco varias brazas por debajo de la altura moral de las hienas. No todos los hombres, gracias a Dios: los que iban a ser fusilados llevaban su desgracia con dignidad. Incluso le dirigían miradas altivas.

— A la orden. — dijo el sargento de regreso, arrojando a sus pies las armas blancas pedidas.

— Ahora verá el mundo cómo trata la República a sus enemigos. — gritó Gómez Alt. Se le había despertado un gran talento trágico.— Los vais a fusilar a machetazos.

Eso mismo se temían los buenos republicanos.

— ¡Qué honor el vuestro! — seguía Agapito.— Verteréis sangre enemiga. Si dais en una arteria, os salpicará la cara. La sangre os correrá por los codos, lavando los siglos de explotación de la clase obrera.

— Oiga... — dijo uno.

— Se harán charcos de sangre negra aquí mismo. — siguió Agapito, entusiasmado.— Podréis chapotear en ellos sintiendo cómo se colma la venganza.

— Oiga, oiga. — insistió el mismo.

— ¿Qué?

— Nosotros no somos matarifes. Un tirito, bueno; pero esto de la sangre salpicando y tal...

— Y no os olvidéis de hurgar bien en la herida. Primero se clava el machete y, luego, se retuerce. Los que tengan tacto, notarán la muerte en la vibración del acero.

— ¡Pero eso es una marranada! — gritó otro. Sin querer, todos se habían puesto a reflexionar.— Así no se mata a los hombres.

Agapito despidió unas cuantas llamas por los ojos:

— ¿Ah, no? ¿Cómo se mata a los hombres, maricas? ¿De un susto? ¿Poniendo su nombre en un papel y corriendo a lavarse las manos?

Los buenos republicanos bajaron la cabeza. No se gustaban y tenían la sospecha de que tampoco le gustaban al comisario. Ellos, en efecto, habían pensado que para matar a un hombre sólo había que escribirle en un papel, pero aquel salvaje les daba machetes y se ponía a hablar de goterones de sangre.

— Tal vez no haya como para matarlos. — dijeron.— Nosotros hemos sufrido lo nuestro y, quizá, no hemos pensado en...

— ¡Pensar! — exclamó Agapito.— Si pensáramos, ¿estaríamos aquí? ¿Andaríamos por los montes matando a los vecinos?

— Quien dice pensar, dice darle vueltas. — se disculparon.

— Venga, venga: coged los machetes y terminemos de una vez.

— No los cogemos, ea.

— ¿Estos ya no son fascistas peligrosos?

— No lo son. Algún cabrón hay, — dijeron mirando a Alejo— pero ningún fascista.

— ¿Y por qué queríais matarlos?

— Cosas. — respondieron, arrastrando los pies— Cosas nuestras, del pueblo.

— ¡Cagüenlá! — gritó Agapito, pateando el suelo.— Idos antes de que os mande fusilar a vosotros. Si no os vais os juro que...

No le hizo falta seguir: los buenos republicanos ya salían a buen paso de la plaza: no se hubieran portado igual de suceder el hecho a principios del movimiento, cuando estalló el odio. Los detenidos seguían contra la pared de la iglesia, tratando de comprender. Aquel discurso sobre su sangre que debía salpicar aquí y allá les había inquietado.

Agapito les miró con otros ojos. Agapito les habló con otra voz:

— A casa. — les dijo.— Queda suspendida la matanza.

Las víctimas también miraban a Agapito de otro modo. Empezaba a penetrar en sus atribuladas cabezas que aquel comisario les había salvado la vida. ¿Por qué? Su idea sobre los enemigos era primitiva: podía esperarse de ellos todo lo malo y nada de lo bueno.

— Gracias. — dijo Alejo, menos altivo que hasta entonces.— No me olvidaré.

Miró hacia las sombras:

— Ni de ellos.

Agapito le hubiera dado un par de consejos morales: no olvides, pero perdona. Perdona un poco. Y, sobre todo, busca la paz, Alejo. Uno hace las guerras porque la paz es imposible. La venganza sólo cabe en las cabezas pequeñas.

Pero un presunto comisario no debe moralizar con un puñado de fusilables, de modo que Alfonso Gómez Alt, alias Agapito, les miró salir en silencio. Cuando se quedó sólo, levantó la vista a la luna: sonreía. El, también.

Iba a meterse en el ayuntamiento cuando oyó un aplauso lento, solemne: asomado a la ventana, el inglés le aplaudía. ¿Había comprendido que estaba al final de una representación?

¿Y qué más daba?, se dijo el capitán. Él hacía la guerra con lo que tenía y procuraba echarle corazón. Sin el extranjero se llegaba a enterar del engaño, seguiría sin haber nada nuevo bajo el sol. Sólo los muertos de siempre. Sólo los vivos de siempre. Sólo la España de siempre, desgarrada.

Miró hacia la ventana y saludó militarmente. El inglés le respondió de igual modo. Entre ambos circuló, por unos instantes, una corriente de simpatía. Por encima de las guerras los soldados se reconocían. Sabían lo que cuesta la paz.

VINO, ESPAÑA Y AMOR.

La última vez que ofrecimos una visión de conjunto de Barmy, tuvimos el privilegio de verle con la espalda pegada a la pared, detrás del ruso del chaquetón, contemplando la negrura de los toros y el resplandor de luna de sus cuernos.

Aunque se notara menos a la vista, su alma también mantenía una postura de reserva: se había encogido para abultar lo menos posible y consideraba el riesgo que supondría volcar a varios millones de españoles sobre Europa y permitirles emplear su exuberante arte de la guerra.

Aún después de pasada la alarma de los toros, cuando consiguió que el ruso les llevara al liberatorio de prostitución para restaurar con néctar su fe ciega en la victoria, siguió considerando el grave asunto español: era un pueblo desconcertante y, también, desconcertado. No parecía percibir bien la diferencia que hay entre la paz y la guerra. Tampoco distinguía del todo entre los sueños y la realidad.

Barmy, a medida que aspiraba e impelía el vino fresco, obtenía conclusiones: los españoles hacían aquella guerra para seguir sus propios sueños. Al parecer, todos querían una España mejor y, en vez de arreglar la que tenían, la destruían de común acuerdo.

— ¡Ah! — dijo para resistir la presión de sus profundos pensamientos. También a él le empezaban a invadir los sueños y soñaba comprender parte del enigma de España: el romanticismo más activo mezclado con el más descarnado realismo.

— ¿Vino malo? — preguntó el ruso, solícito.

— Vino, bueno. — telegrafió Barmy.— Tripas, bien. Cabeza, si esto es una cabeza, confusa.

— Alférez, guapo. — añadió, guiñando un ojo a Magdalena.

El ruso, hombre posiblemente culto, puso una nota psicológica y tópica, riendo:

— Los españoles estar tan locos como los rusos. Alma desesperada, pincha.

— Sí. Pincha.

Pero convinieron en que no hay alma que pinche que no quede despuntada con vino. Unas veces hace falta más y otras, menos, pero, en general, cuando uno rebasa la primera botella, las almas punzantes dejan de resistirse y se sumen en un cómodo letargo.

Alcanzado el benéfico estado, el ruso y Barmy descubrieron que la guerra estaba muy lejos, como si la miraran con los prismáticos al revés. Gibraltar también estaba lejos y, posiblemente, lleno de gaiteros con faldas. Cada pueblo tiene sus rarezas: los rusos, aquellos gorros.

— ¡Jo! — dijo el ruso, que comprendía a la perfección el asunto de los gorros.

— Los escoceses, las faldas; los moros, los turbantes; los ingleses, el te o los mayordomos. Y los españoles, pueblo noble, los toros. Nadie se salva de ser raro a los ojos del otro.

Los dos hombres meditaron brevemente sobre aquella gran verdad de la ciencia antropológica. La humanidad estaba profundamente chalada.

* * * * *

Cuando estuvieron de acuerdo en todo lo humano y en casi todo lo divino, el ruso les condujo a su nuevo alojamiento, por cuyo balcón Barmy se asomó poco después para contemplar el espectáculo del fusilamiento a arma blanca: una genial improvisación.

Pasado el revuelo de la plaza, ya a solas del todo, el alférez Magdalena pudo exponer sus angustias por primera vez desde que fueron capturados por los rojos: ¿Qué iba a ser de ellos? ¿Cuánto tiempo tardarían en darse cuenta de que ella era una mujer? ¿Cómo conseguiría llegar a la zona nacional? Y, sobre todo, ¿qué habría sido de Casto Camazón?

Barmy, dulcificado por el vino, tendía al moderado optimismo. En su opinión, Magdalena debía considerar los lirios del campo y las aves del cielo. ¿Sabía que tales seres felices ni hilaban ni tejían?

— Es de dominio público: ni hilan ni tejen, pero Salomón, en todo su esplendor, quedaba a muchas millas tras ellos.

Estaba claro que ellos dos no eran aves del cielo, y Barmy daba gracias por no haber sido comparado jamás con un lirio del campo, pero su filosofía vital tenía que ser la misma: tener confianza y no preocuparse por nada. Algo le decía a Bernabé que, si se cuidaban de no hilar y de no tejer, acabarían sucediendo cosas.

— Para ti — añadió— hacer de lirio es considerablemente más fácil. No sé si son esas prendas militares o esos ojos un poco asustados, pero, con un poco de constancia, serías un lirio de primera magnitud.

— ¿Te ha hecho daño el vino?

— Al contrario: me ha hecho mucho bien. El vino — añadió para completar el pensamiento— también es del campo. Sólo hay que tener cuidado de no echar el vino nuevo en los odres viejos o, quizá, de no echar los odres nuevos en el vino viejo. Sé que ese es uno de los principales peligros que corre el vino .

Magdalena era más práctica que Barmy, además de más hermosa, y no había hecho uso del mencionado vino ni había relajado su alma ni aflojado la tensión de sus músculos. Como tantas de su sexo, era capaz de insistir en una idea las veces necesarias:

— ¿Qué vamos a hacer?

— ¿Descartando lo de los lirios?

— Descartándolo.

— Meternos en la cama. Quiero decir, cada uno en su trozo de cama.

— Estos — dijo ella, tratando de iluminar la mente de Barmy— no son rojos disfrazados.

— No son rojos disfrazados. — concedió él.

Pero, aún así, no era el mejor momento para huir. No disponían, por ejemplo, de apoyo logístico. Ni de mapas, ni de brújula. Uno no debía ignorar la técnica y echar a correr a la antigua.

— Tengo miedo. — reconoció, al fin, Magdalena

Barmy, a quien el vino no había anestesiado más de lo normal, la cogió entre sus brazos. Cuando una mujer está asustada se la pone entre unos brazos masculinos y se le suministran palmaditas rítmicas en la espalda mientras se murmura «pequeña, pequeña» o «pobre pequeña». La fórmula está en casi todas las novelas.

Magdalena permitió que le administrasen el tratamiento. Las circunstancias, o cualquier otra cosa por el estilo, habían unido su destino al del extranjero. Sucesos de este tipo también estaban bien documentados en las novelas: dos desconocidos se conocían en momentos extraños y sus sinos quedaban encadenados, revueltos el uno con el otro. Según el mal humor del autor, la cosa solía terminar en muerte o en boda.

— ¿No podemos hacer nada? — preguntó al cabo.

Por Barmy, podían seguir ocupados en los mismos menesteres en tanto no se le cansaran los brazos. En tiempo de guerra las chicas están donde deben dentro del abrazo del guerrero y los soldados, que quizá tengan que morir cinco minutos después, no deben perder el tiempo: todo lo que no sea abrazar a una chica es olvidar parte de sus deberes.

— Estoy seguro de que todo está hecho, Magdalena. Todo está consumado.

Magdalena se desasió. Miró a través de los visillos. Se asomó al espejo del armario ropero e hizo otras cosas destinadas a demostrar su inquietud, aunque ya no se sentía en peligro; el abrazo de Barmy había obrado sus efectos.

— Siéntate. — ordenó él, señalando la cama. Ambos se instalaron en ella y se dieron las manos.— ¿Por qué crees que no nos han encerrado como al resto de los falsos nacionales?

— Porque has dicho que venías de Madrid a espiar.

— Y, en estos duros tiempos de guerra y desconfianza, han creído en mi palabra de caballero, ¿verdad?

Expuestos así los hechos, no dejaban de llamar la atención de la muchacha.

— ¿Crees — siguió Barmy— que puede darse una confusión tan grande que lleve a los rojos a detener a sus compañeros? Ya sé que vosotros pensáis que todo es posible en España, pero hasta el surrealismo más desatado tiene sus límites.

Sí: hasta la imaginación más desbordante encontraba lugares inaccesibles.

— ¿Y crees que el falso coronel nacional se ha dejado detener sin explicar detalladamente quién es y lo que hace en este pueblo?

Magdalena tuvo suficientes evidencias para sospechar que el juego seguía:

— ¿No corremos ningún peligro?

Dependía. Estaban más o menos detenidos, pero, seguramente, por los nacionales. Lo más probable era que estuvieran aprovechando el plan de los rojos para engañar a Barmy, sólo que esta vez pretendían que creyera que los rusos se iban a quedar con Gibraltar.

— ¿Por qué todos los españoles creéis que los extranjeros somos tontos? En mi tierra, por ejemplo, pensamos que los extranjeros son maleantes, pero no imbéciles.

Magdalena le miró a los ojos y le apretó las manos:

— ¿Qué pensarás de nosotros?

— Que sois maravillosos. Que estáis absolutamente vivos. Que tenéis una gran imaginación y un corazón grande como una plaza de toros. Pero no sabéis mentir a pesar de lo mucho que mentís. Una mentira engaña, pero más de cien, escarmientan.

— Si las cosas son como nos imaginamos — siguió— , no tenemos más que esperar: ellos se encargarán de sacarnos de aquí y de ponernos a salvo para que yo telegrafíe a Londres y advierta de los serios peligros que se ciernen sobre Gibraltar.

Era penoso estar dentro de una guerra sin nada más que hacer que aguardar. Miles de jóvenes acudían a la guerra cantando canciones de amor; la gente moría dando gritos de ánimo para su causa. Ahí estaban el Cuartel de Simancas, El Alcázar, Santa María de la Cabeza: verdaderas gestas.

Y él, en cambio, estaba allí, sentado en una cama, obligado a meditar sobre la apariencia de las cosas, viendo a rojos que eran nacionales y a nacionales que eran rojos. El único consuelo de Barmy, según afirmó, era la cálida presencia de Magdalena: hacer una guerra con una mujer al lado era un privilegio; el colmo de los más románticos sueños.

— ¿De veras? — preguntó ella para que le dijera más piropos.

Podía creerle con los ojos cerrados. Cualquier hombre daría sus botas por ser visto por una mujer guapa en el momento de llevar a cabo una acción arriesgada. O en el momento de vencer. Incluso en el de morir heroicamente si es que no había otro remedio.

— Anoche fuiste muy valiente al rescatarme.

— ¿Sí? Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Además, yo soy neutral: el que me pegara un tiro se buscaría un buen lío.

Calló un poco: había llegado el momento de tratar los asuntos personales y sentía una desagradable timidez. Pero hay cosas que los hombres deben hacer alguna vez en la vida:

— ¿Qué pensaste cuando te besé esta mañana? — dijo al fin.

Magdalena, como entonces, comprendió el cariz que tomaban las cosas: dos personas de distintos sexo, aunque vistan de uniforme, no pueden estar mucho tiempo solos en una habitación sin que surjan en ellas pensamientos extremadamente amistosos. La guerra no para de organizar cosas así: los amores prenden en ella como la llama en la sabana. Quizá ni son amores, sino urgencias, soledades y miedos. Pero si hay un momento en que el ser humano necesita amar y ser amado es en tiempo de guerra.

— No pensé nada. — respondió Magdalena después de pensarlo bien.— Me gustó. Tenía miedo.

— Y ahora, ¿no tendrás miedo por casualidad?

— Un poco.

Según Barmy, la cosa estaba todo lo clara que podía estar viniendo de una mujer. Sea lo que sea el amor, siempre es una verdad a medias, un acertijo en el que hay que adivinar lo que el otro quiere. Por ejemplo, si Magdalena volvía a tener un poco de miedo, a pesar de no existir ninguna razón para ello, lo más probable es que lo usara para que Bernabé la protegiera.

Partiendo de tal hipótesis de trabajo, un hombre sensato reemprendería la tarea donde la dejó abandonada por la mañana. Barmy, sensato, reconstruyó el abrazo del mediodía; tomó las medidas necesarias para alcanzar su objetivo y avanzó los labios como lo haría cualquier oso hormiguero.

Aquellos besos solitarios seguramente no conducían a nada: un día después, o dos, la guerra esparciría sus restos. La guerra les separaría y todo entraría en el grueso archivo de los recuerdos. Pero la guerra era la que les enseñaba a cortar la flor del día, a vivir sólo lo que tenían delante y a no hacer planes: sólo besos.

Quizá no sólo besos, dado que la cama y la soledad, las puertas cerradas y la noche suministraban tentaciones sólo disculpables en caso de guerra, pues en esa circunstancia la sangre fluye con más fuerzas y, como ya se ha indicado, el mañana y la eternidad son casi la misma cosa.

Uno pone la mano aquí; la otra, allá. Los cuerpos, tan emocionados como las almas, se desequilibran, buscan mejor acomodo y, lo que es un beso inocente, se convierte en un revoltijo de miembros arrojados sobre la colcha, en unas mejillas cada vez más sonrosadas y en unos ojos brillantes que lo dicen todo a fuerza de no decir nada.

Pero el destino en España, tras dos mil años de cristianismo, velaba como un párroco celoso. Si algo se había dicho el destino desde que empezó aquella historia era «Ojo con éstos, que no se me queden solos».

Ya había abortado las efusiones de la noche anterior, cuando la herida de Magdalena desató la ternura de Barmy. Aquella misma mañana, cuando de nuevo se habían puesto de acuerdo para besarse, el celoso destino consiguió que sonaran vigorosas descargas de fusilería.

Haciendo honor a sus métodos, esta vez el destino abrió la puerta del cuarto e introdujo por ella al coronel Ariza y al alcalde Ramiro, que se habían infiltrado al amparo de las sombras y perseguían como podencos la maleta donde el alcalde había guardado sus riquezas.

— ¡Cielos! — dijeron los visitantes, sorprendidos al ver a un teniente acosando a un alférez sobre la cama. Practicaban ideologías opuestas, pero compartían la idea de que cuando los tenientes y los alféreces se entregaban a ciertas prácticas era señal de que los tiempos se acercaban a su fin.

Barmy rebotó en la cama y cayó de pie después de ejecutar una arriesgada pirueta: leía en el corazón de las visitas como en un libro abierto y deseaba deshacer los malentendidos:

— Es una mujer. — dijo directamente.

La pequeña lucha que habían mantenido Magdalena y él daba verosimilitud a la afirmación. Bastaba con mirar un poquito para ver que el alférez era una mujer, en cuyo caso el problema dejaba de afectar a coroneles y alcaldes: sólo podría ponerse en manos de clérigos, y clérigos no quedaban por aquellos andurriales. La guerra, siempre cruel, había acabado por ahuyentar a los que sobrevivieron a la cacería.

El enfriamiento rápido que experimentó Barmy le permitió volver a usar su cerebro casi de inmediato y, mientras se metía en su sitio los faldones de la camisa, se preguntaba por qué aquellos dos seres tan dispares, el fascista y el ugetista, no sólo estaban metidos en la misma aventura sino que habían ido a correrla en el interior de su habitación.

Los mencionados seres dispares habían creído entrar en una habitación desocupada o que albergaba, todo lo más, a un ruso sumido en alguna clase de sueños revolucionarios. El proyecto básico era meter mano a la maleta y volverse a perder en la noche. Si había ruso, el plan presentaba una ligera variante: darle en la cabeza con alguna cosa muy sólida, porque las cabezas rusas podían ser resistentes, y, con la maleta en las manos, perderse también en la noche.

El nuevo aspecto de la situación les obligaba a dar explicaciones y no se les ocurrían así como así:

— Hemos huido del campo de concentración. — dijo Ariza.

— Del campo de fútbol. — corrigió el alcalde.

— Y tenemos que disfrazarnos. — siguió el coronel Pepe.— No podemos ir por la zona leal disfrazados de coronel nacional y de alcalde «facista».

Era una aspiración razonable, dijo Barmy. A los coroneles y a los fascistas parecía pasarles lo que a los políticos: unas veces eran bien vistos y otras ni se les podía ver. Un sino extraño.

— ¿Quieren una sábana? — ofreció, solícito.

— Tenemos una maleta. — respondió Ariza.— Esta era mi habitación antes y hay una maleta en lo alto del armario. Con la ropa de los domingos. — añadió para dar verosimilitud a los detalles. Calculaba que los coroneles, los domingos, se ponían ropa de paisano para denotar humildad y abandono de los fastos humanos a los que tan proclives eran durante la semana. Y también era sabido que los alcaldes fascistas se quitaban, de tanto en tanto, la camisa azul.

Barmy, dentro de su nueva postura de fatalismo oriental, consideraba que sólo sucedería lo que tuviera que suceder y, en buena lógica, debía ver la nueva situación como el paso que estaban dando los encargados de hacerle creer aquella patraña de Gibraltar amenazado por rusos y republicanos.

Pero se le hacía muy cuesta arriba encajar la presencia del coronel Pepe y del alcalde. La mente que había organizado aquel plan desbordaba imaginación además de hispanidad. Sólo Dios sabía lo que daría de sí aquella guerra de España cuando Hollywood la reciclara y usara, por ejemplo, los recursos de candidez de Gary Coopper.

— Lo inevitable es lo inevitable. — dijo.— ¿Tenemos que hacer algo nosotros?

— Sostenerme la silla. — dijo rápidamente el coronel al observar que ésta cojeaba. Repasó sus planes y añadió el último detalle.— Y darme su pistola.

— ¡Eh, eh! — exclamó el desconfiado alcalde: nunca es bueno un aliado mejor armado que tú.

Ambos socios se miraron y sus voluntades se debatieron en un duelo mientras Barmy sostenía la pistola desenfundada.

— ¿Cómo vamos a huir por territorio enemigo sin un arma? — argumentaba el coronel mientras tanto.

— Pues usted lleva la maleta y yo la pistola. — decía el alcalde.— Se anda muy mal con las dos manos ocupadas.

— Al contrario. — rebatió Ariza:— Uno va desequilibrado con una mano vacía. Y, además, yo soy un profesional de las armas.

— Y yo el dueño de la maleta. ¿Desconfía usted de mí?

Era evidente que de eso mismo se trataba. Aquellos dos lagartos no estaban dotados con los mecanismos precisos para fiarse de nadie y, en su duelo de voluntades, habían llegado a un empate.

Barmy, perplejo, aguardaba. Según sus noticias, el coronel Ariza era un rojo de verdad mientras el alcalde era un verdadero ex— alcalde de la derecha. ¿Sería posible, como hipótesis, que aquellos dos no tuvieran nada que ver con la feria de los engaños?

— ¿Por qué no se ponen aquí la ropa y así no tendrán que ir cargados con la maleta? — preguntó, evacuando una propuesta razonable.

El coronel pareció reflexionar al respecto mientras el alcalde lanzaba miradas brillantes hacia la maleta. No sólo no se fiaba de Ariza: tampoco el armario le parecía de confianza.

— Si el alférez es una mujer — dijo al fin Ariza— no nos podemos cambiar aquí.

— Estoy de acuerdo. — aprobó el alcalde: no había poder en el mundo capaz de hacerle abrir la maleta ante testigos.

El coronel Pepe, siguiendo los impulsos de su clase social, había decidido desvalijar al alcalde a solas, al amparo de la noche y, además, en descampado: calculaba que el alcalde no se dejaría robar sin expresar unas cuantas groseras opiniones en voz alta.

La fuerza de las circunstancias, sin embargo, le obligaba a reconsiderar su plan. Quizá fuera el momento de prescindir del disimulo y de añadir un poco de acción a los ingredientes de la escena.

— Tiene desabrochados algunos botones del pantalón, teniente. — dijo, apelando a un viejo subterfugio.

Barmy se sonrojó violentamente y dejó la pistola sobre la cama para enviar las manos libres en auxilio de su pudor amenazado.

— ¡Ajajá! — exclamó Ariza empuñando el arma.

En aquel momento había dejado de ser proletario. A todos los efectos, la revolución había triunfado para él y ya sólo tenía que pasarse a los nacionales y establecerse como honrado ciudadano. Con una misa diaria y con unos ejercicios espirituales por Semana Santa, se convertiría en un puntal de la España Nacional— Sindicalista.

Ser de izquierda teniendo dinero es una estupidez aún mayor que ser de derecha con los bolsillos vacíos: el hombre del pueblo lucha por su barriga, no por su cabeza. La cabeza la empieza a usar cuando tiene algo qué contar.

— Ay. — dijo el alcalde, leyendo con claridad los pensamientos de Ariza. Su opinión sobre los coroneles nacionales se había modificado sensiblemente.

* * * * *

Casto Camazón se puso las botas altas después de consultar la hora. Había llegado el momento de entrar en escena y no había forma de que pasara de él aquel cáliz. Tendría que apurarlo bajo la atenta mirada de Alfonso Gómez Alt, alias Agapito.

— ¿Para esto me he pasado a los nacionales? — dijo.— Hasta ayer mismo estaba seguro de que los rojos perderían la guerra, sencillamente porque todo en su zona es desproporción y exageración. Son ridículos hasta en lo más pequeño. Pero, ¿dónde está vuestra seriedad, Alfonso?

— ¿Qué quieres? — preguntó Gómez Alt encogiéndose de hombros.— Siempre nos hemos tomado las bromas en serio y las cosas serias en broma: rojos y nacionales. Es la leche que nos han dado.

— Pero, ¿de veras crees que hay alguna posibilidad de engañar a ese inglés?

— Cara de tonto no le falta. — aventuró Gómez Alt con cierta esperanza.

— Eso es cara de extranjero. Y la sonrisa es de cortesía: no te confundas tú también.

Gómez Alt siguió fumando. El había tomado su decisión antes del 18 de Julio. Lo suyo era hacer la guerra, conducir a buenos hombres hacia el fuego enemigo, hacia la victoria o hacia la muerte. Quizá él mismo muriera un día de aquellos. Hacer de maquiavelo, por lo tanto, le molestaba profundamente, pero:

— ¿Y si le engañamos y esto ayuda a que la guerra termine antes? ¿Cuántas vidas podemos salvar si los extranjeros dejan de apoyar a los rojos?

Casto Camazón rezongó:

— Es la primera vez que me exigen hacer el tonto como acto de servicio. El inglés lo sabe todo.

El capitán Camazón, puesto en pie, pisó fuerte para acabar de ajustarse las botas. La noche, se dijo, era lo bastante negra para que Barmy no le viera ruborizarse. Se puso el gorro y sonrió a su amigo Alfonso:

— Al menos, ¿confiáis en mí después de haberme pasado?

— Yo, sí. Los demás, ni un pelo, salvo el coronel, que no sabe aún que existas. Un día acabará por descubrir que esta no es la guerra de Africa.

Camazón abrió la puerta y, puesto que iba a hacer el ridículo, se sintió con derecho a pronunciar una frase histórica:

— Ay de nosotros si no hacemos una España mejor. Ay de nosotros si estamos luchando por los políticos de siempre.

— Sí. — le respondió el capitán Gómez Alt, flemático.— Y no olvides ensuciarte la cara: se supone que te has arrastrado por el monte.

Y, con la cara sucia, abrió la habitación donde estaban almacenados Magdalena y Barmy a la espera de que se cumpliera su destino. No fue poca sorpresa encontrarse con el coronel Ariza armado con una pistola.

— ¡Ah, Camazón! — dijo Ariza al comprobar que había un alma gemela en las cercanías.— ¿Dónde se había metido usted?

Camazón, antes de responder, se hizo cargo de la situación: había un alcalde de pie, sobre una silla coja y, no contento con esto, parecía ocupar su tiempo en pensar barbaridades. Había un falso coronel, dominando el panorama con una pistola. Estaba Magdalena, silenciosa, y estaba Barmy, con la expresión del caballo que, sintiéndolo mucho, ha decidido no saltar el obstáculo. Con mucho, la pistola era el elemento más importante de la reunión.

— Me pasé a los nacionales anoche, pero ni el teniente ni el alférez pudieron seguirme. Ahora me he infiltrado para llevármelos.

Si Ariza pudiera hacerse con el contenido de la maleta, o deshacerse del alcalde, no dudaría en unir su suerte a la de Camazón y los demás: cuando uno es pobre está con la República de Trabajadores a ver si pesca algo; pero cuando uno es rico, maldito si va a repartir con alguien.

Su único problema estribaba en cómo birlar la maleta a su dueño. Camazón y los demás sabían que el alcalde era un verdadero fascista, de manera que no podía acusarle de rojo y expropiarle allí mismo. Y tenía muy poco tiempo para pensar un plan.

«Claro que, quien tiene una pistola, no necesita disponer de muchas ideas», se dijo con absoluta objetividad.

— Manos arriba, traidor. — exigió, recuperando una buena parte de su ética revolucionaria.— Saque su pistola con dos dedos y tírela al suelo.

Mientras esto sucedía, el alcalde rompió a llorar en silencio. Nunca se había fiado de aquel coronel, pero, al descubrir que se trataba de un rojo disfrazado, quedó convencido de que tendría que decir adiós para siempre a su maleta. Sus más hondos sentimientos se tambaleaban en difícil equilibrio sobre la silla.

— Y tú, — dijo Pepe al verle en tan difícil situación.— termina de bajar esa maleta.

Como buen empleado de banca, Ariza hizo balance: tenía dos pistolas, una maleta y cuatro prisioneros. No podía matar a los prisioneros porque el ruido que armarían atraería a algún guardia. No podía atarles: cuando se dedicara a amarrar a uno, los otros tres le gastarían alguna jugarreta. No podía hacer que uno atara a los demás, pues harían trampa con los nudos... Tampoco podía salir corriendo como una liebre, pues los demás le seguirían hasta cazarle en la noche: cosa fácil porque Ariza, con la maleta a cuestas, no podría desarrollar su velocidad de crucero.

Sin duda Camazón, Barmy y el alcalde hacían los mismos cálculos y preparaban algún tipo de horrible venganza.

— Esto es un empate, ¿verdad? — preguntó Camazón, leyendo la preocupación en Pepe Ariza.

Los ojos del falso coronel, cada uno por su lado, vagaban por la habitación como almas en pena. Su mente, práctica y socialista, calculaba gastando ingentes cantidades de energía. ¿Qué hacer? ¿Proponerles un reparto al cincuenta por cien?

De repente, uno de sus ojos vagabundos reparó en algo nuevo: llamó al otro y ambos analizaron los detalles. Dándose por satisfechos, comunicaron los resultados a la inquieta mente de Ariza, reclamando urgentemente su atención.

— Al armario. — ordenó.— Dentro del armario.

— ¡Oiga! — dijo Camazón, preocupado. Si se dejaba encerrar, ¿cómo huir a la zona nacional durante la noche?

— Al armario. — repitió Ariza, inflexible. En aquellos breves días había desarrollado una indiscutible voz de mando.

Barmy fue el primero en doblegarse. Seguía convencido de asistir a una complicada puesta en escena, fruto de la desbordante imaginación española. Sin duda no querían que él pensara que su fuga a zona nacional había sido fácil y descansada.

Abrió las dos puertas y se instaló sobre los cajones. Magdalena y el alcalde ocuparon su lugar y lo hicieron sin sentir la necesidad de despegar los labios: el fatalismo español actuaba sobre sus espíritus y aceptaban el armario. El alcalde, además, aprovechaba el tiempo formulando juicios de valor sobre Pepe Ariza y sobre quienes, desconsideradamente, le trajeron al mundo.

Casto Camazón gastó un tiempo precioso contemplando las dos pistolas de Ariza: como profesional de las armas les atribuía la fuerza necesaria para encerrar a la gente honrada en los armarios, pero, como caballero español, consideraba humillante plegarse a determinados caprichos:

— Ladrón. — le dijo.

Desde el punto de vista del coronel Pepe, la profesión de ladrón contaba con todas sus simpatías:

— Al armario.

— Lo pagará caro.

— Tengo con qué. — concedió Ariza, echando una amorosa mirada a la maleta de la discordia. Como era de quien era, contaba con disponer de cien años de perdón. A buen seguro que el cacique había amasado aquella fortuna con sudor de pueblo.

A regañadientes, pero consciente de que Ariza seguía practicando el código moral del Frente Popular, Casto Camazón ocupó su lugar en el interior del armario. Si en sus años de academia algún proto le hubiera asegurado que uno de los riesgos de la guerra moderna era aquel, no hubiera podido creerle.

Un cuarto de hora después se oyó algo muy semejante a la risa de la hiena entre los montes próximos a Casares: era el coronel Pepe Ariza felicitándose por su buena estrella y convirtiéndose, al influjo de la luna, en un «facista» decidido a defender sus privilegios de clase.

Ariza no volvió a ser visto hasta 1938, convertido en sólido elemento de Fet y Jons. Don José. Un patriota ejemplar y muy devoto.

SIEMPRE JAMÁS.

El capitán Alfonso Gómez Alt vio desde la ventana del ayuntamiento cómo Casto Camazón se introducía en la casa donde estaban Barmy y Magdalena. Según el plan, Camazón les rescataría, robarían el citroën y, al amparo de la noche, se deslizarían hasta La Línea, donde el inglés haría transbordo y aprovecharía para transmitir a Londres que hordas de comunistas y de rusos afilaban sus armas para caer sobre Gibraltar.

El plan era hijo de la improvisación más que de un detallado estudio de los factores y, por eso mismo, tenía muchas posibilidades de funcionar: la improvisación es al arte de la guerra lo que las tablas de logaritmos a la trigonometría. Y en España, más.

Pero el tiempo pasaba más allá de lo razonable; se había ido ya y ni Camazón ni sus liberados huían. Sólo, al cabo de mucho, vio salir una figura cargada con un bulto. La figura, además, parecía dotada con potentes motores que le permitían desarrollar velocidades hasta entonces vedadas a los humanos.

Pensó, al principio, que Camazón había fingido ir a reconocer el terreno, pero diez minutos de espera le convencieron de que algo anormal estaba sucediendo en la cercana casa. A ella se dirigió y descubrió un armario que, alternativamente, retumbaba o emitía lastimeras palabras.

— No volveré a ver esa maleta. — decía el armario de profundis.

— No gima y siga haciendo fuerza con la hebilla del cinturón. — se respondió el armario a sí mismo.— Si salta la cerradura estaremos libres.

— Tengo — dijo una tercera voz con acento extranjero— una clara idea de lo que sienten las carcomas. Una guerra en España — añadió, reflexiva.— es lo que cualquier ser humano necesita para abrir su mente a los prodigios.

— ¡Ay! — siguió el armario.— Me he pillado un dedo. ¿Nadie tiene una hebilla más grande?

Alfonso Gómez Alt, aunque no había sido de los primeracos de su promoción, no se dejó confundir por el singular armario parlante. Un sexto sentido le advirtió de que, por una u otra razón, sus amigos se habían quedado encerrados en él y, en la oscuridad, luchaban denodadamente por regresar al mundo sensible.

Lo más sencillo para él hubiera sido dar la vuelta a la llave. Pero era el comisario Agapito y en modo alguno podía dejarse ver por quienes, en teoría, iban a fugarse de su tiránico dominio. Tampoco podía encargar el trabajo a alguno de sus falsos milicianos. La naturaleza, por más que lo sintiera Agapito, debería obrar su curso. Disponiendo de sólidas hebillas militares, la naturaleza acabaría saliéndose con la suya. Por otro lado, la noche era larga además de estrellada.

— Esto cruje. — dijo el armario, expresando una esperanza.

— Apalanque más y apriete. — siguió el mueble.

— ¿Y los dedos? — preguntó.— ¿Qué hago con los dedos, con el pulgar sobre todo?

El mueble volvió a crujir y Gómez Alt se retiró a su anterior observatorio. Desde allí, sólo él y los luceros fueron testigos de la salida de los prisioneros: caminaban contra la pared, silenciosos a pesar de tener tanto qué comentar.

Minutos después se oyó el ruido del motor del coche, intentando una y otra vez ponerse en marcha. Tosía, algo descompuesto por el relente nocturno. Por fin, tras unos resoplidos asmáticos, arrancó definitivamente. Poco a poco su sonido se fue perdiendo en la distancia.

Alfonso estiró las piernas y las apoyó en una silla cercana. Algo le sugería que era el momento de hacer una cita militar. Sin embargo, dejó pasar la oportunidad:

— ¡Joé! — dijo, exhalando un poderoso suspiro.

* * * * *

El sol abrió un ojo enrojecido , dispuesto a tomar puntería para acertar de lleno al mundo con sus rayos vivificantes. No pudo menos que reparar en el citroën: en los últimos días aquel aparato no hacía más que correr de aquí para allá, husmeando los cuatro rincones de Andalucía

Aquella mañana, como las demás, el inquieto coche navegaba a todo trapo, esta vez por las proximidades de La Línea. Y el sol, que no discriminaba entre justos y pecadores, le irradió, aplicando sus conocidos métodos.

Irradiados, pues, llegaron todos a la extraña frontera que España e Inglaterra compartían frente a las costas de Africa. Guardias con casco blanco les echaron una suspicaz mirada que no hubiera contado con la aprobación del tolerante sol. Los guardias, claro, veían llegar a tres oficiales del ejército español y a uno de esos que, con camisa azul, solían acudir a insultarles todos los días.

— Estamos al final del arco iris. — dijo Barmy, haciendo una frase tal que hasta Shelley firmaría con los ojos cerrados. Señaló a Gibraltar:— Sólo que en vez de haber una olla de monedas hay una olla de grillos.

Era la primera vez que veía Gibraltar de cerca y no tenía forma de convencerse de que aquel peñón brillante y aquel mar azul fueran Inglaterra. Una cosa era la necesidad de dominar el Estrecho y otra muy distinta no comprender que Gibraltar era una locura psicológica.

— La historia ha terminado. — añadió— Y os pido ayuda para saber cómo.

— Sin bajas. — aventuró Casto, saliendo del coche para estirar las piernas.

Todos empezaron a pasear, incluido el alcalde a pesar de no tener cabeza más que para el recuerdo de su maleta. Los guardias gibraltareños no les quitaban ojo.

— Dentro de un rato tendré que telegrafiar a Londres. ¿Qué les puedo decir? ¿Nos van a atacar los rojos o nos van a atacar los nacionales?

Camazón se detuvo. Ambos soldados se miraron a los ojos e, incapaces de contenerse, se echaron a reír.

— Tú has cumplido con tu deber. — dijo Barmy.— Gracias a ti, además, he tenido un atisbo del alma española. Profunda — añadió.— Profunda y compleja. Los unos son los otros y los otros son los unos, si es que sabes a lo que me refiero.

Riendo todavía, Camazón dijo que no, como era su obligación.

— Creo — dijo Barmy— que la humanidad sólo puede hacer una cosa sensata con vosotros: dejaros en paz. Estáis alumbrando una nueva España: eso es seguro gane quien gane. Pero también estáis repitiendo una larga historia. ¿Te das cuenta, Casto, de que el pueblo español no quiere la guerra?

— Quiere la paz. Creo que por eso hacemos la guerra.

Bernabé Stanhope decidió emitir una verdad como un templo:

— Siempre habrá guerras. — dijo.— Dios nos de la oportunidad de hacer solamente las que sean justas. No quiero meterme en vuestros asuntos, pero lo que he visto en Madrid en los últimos dos meses no es justo.

Se volvió a reír:

— Y lo que he visto en Casares en los últimos dos días es una lección: si no tuvierais política, los españoles seríais los seres más felices de la creación. Os bastaría con fingir que sois españoles, con disfrazaros de lo que imaginéis que deben ser los españoles.

Camazón se sonrojó. Debía decirle a Barmy «lo segundo fue también otro engaño». Barmy, además, lo sabía ya, pero Casto tenía que atenerse a las órdenes y depositar en Gibraltar a un inglés supuestamente engañado. Así eran los azares de la guerra.

Ambos miraron hacia el Peñón. A los dos les parecía imposible que aquel trozo de mundo estuviera en paz: era un milagro y una ofensa.

— Me voy a una guerra de verdad. — dijo Camazón al fin, tendiendo la mano para despedirse.

Barmy se la aceptó:

— ¿Me envidias la paz?

El capitán Casto Camazón ya había reflexionado y no era el mismo que, antes de pasarse, se debatía en dudas. Había tomado partido.

— Todo el mundo está huyendo de Madrid: embajadores, artistas, intelectuales... Tú has visto tanto como yo. ¿Puede permitirse una paz así, una paz en mono y alpargata? ¿Se puede estar del lado de la desproporción?

— Yo también lucharía contra la locura. — dijo Barmy— Y, si cayese, me gustaría caer del lado de la razón.

Se soltaron las manos. Se palmearon el hombro. Se separaron casi seguros de que no volverían a verse. Entre ellos quedaban la guerra, el espacio, el tiempo y el recuerdo.

Magdalena se acercó, a solas:

— Gracias. — le dijo.

Barmy la miró con ternura. La experiencia le enseñaba lo de prisa que las caras se olvidan y él no tenía intención de olvidar la de Magdalena. No obstante, ¿con quién estarían ellos un año después? ¿Qué conservarían de aquellas aventuras? Hoy Barmy sería capaz de decir que estaba enamorado, pero, ¿y mañana?

— Que ganes tu guerra y que ganes tu paz. — le deseó. Un diplomático no debe decir cosas así. Es neutral.

Barmy se irguió con los talones muy juntos y, luego, besó cortésmente la mano de Magdalena. Todo un caballero.

— Dios te bendiga. — susurró ella.— Cuídate.

Magdalena regresó al coche a la carrera y Barmy se quedó allí, quieto, hasta que el citroën se perdió de vista. Reaccionó entonces y lanzó una mirada al guardia que cubría la entrada de Gibraltar.

Barmy sacó sus documentos, confiando en que el otro supiera leer en inglés. Miró el mar: condenado mar. Miró el cielo: condenado cielo. Miro a España: ¡Dios! Se quedaba atrás, como Magdalena.

TRES DE SEPTIEMBRE.

Tres años después, el tres de septiembre de 1939, Barmy avanzaba por la Gran Vía como un galeón con todo el trapo desplegado. Vestía como de costumbre, como corresponde al hombre blanco civilizado, pero su presencia no chocaba ya en las calles de Madrid. La gente volvía a llevar trajes de buen corte y los sombreros habían vuelto a caer sobre las cabezas hispanas, ayudando a conservar en ellas el rescoldo de la sensatez.

Acababa de pedir, por conducto reglamentario, su destino a Inglaterra, donde tenía la intención de incorporarse al cuerpo expedicionario que, sin duda, saldría para reforzar al ejército francés. El 31 de Agosto Hitler había atacado Polonia. Hoy, tres de septiembre, Inglaterra y Francia acababan de declarar la guerra a Alemania. A Rusia, el otro agresor, no. Barmy, algo dolorido, lo comprendía perfectamente y se abstenía de hacer comentarios.

Aún tardaría algunos días en abandonar España pero, fiel a su apodo, zumbaba por la Gran Vía, antigua Avenida del Obús, presto a regarse con buenos vinos. Preveía que en el frente francés no dispondría de tales oportunidades. Una larga carestía: eso es lo que tendría en el frente francés.

Mientras navegaba con el rumbo fiado a su olfato de catador, se despedía de la extraña capital de España. Cinco meses después del último tiro, ¿qué había sido de los monos, de las mujeres despeinadas aullando detrás de las pancartas y de las consignas?

Una vez más España había dado otro bandazo. Nubes de clérigos, por ejemplo, iban y venían entre la admiración y el respeto del público. Los niños corrían a besarles las manos. El jabón, también por ejemplo, parecía haber vuelto a ocupar un lugar en la vida de los españoles, lo mismo que las corbatas, largo tiempo proscritas por las poco sensatas doctrinas políticas.

El mismo sol de septiembre, nostálgico, echaba de menos los días aquellos en que irradiaba al coronel Asensio Torrado y a los grupos de milicianos que hacían una revolución que no conducía a parte alguna. El sol se aburría con toda aquella normalidad y al mediodía, sin tiros y sin griterío, se adormilaba echado en el centro del cielo azul.

Barmy, de acuerdo con sus métodos, ejercía de peripatético: España recuperaba la paz y él, la guerra. Una curiosa paradoja. España no era la misma de 1935 ni la de 1937. En cuatro años Barmy había visto tres Españas. ¿Volvería a ser Inglaterra alguna vez la misma que era hoy? ¿Cuántos tendrían que morir para hacer un mundo distinto? ¿Cuánta sangre más derramaría en el siglo la ambición de unos cuantos hombres?

En España ambos bandos habían hecho, cada uno, una revolución y una guerra. Inglaterra, en cambio, se disponía a luchar contra una revolución sin hacer ella misma la suya. Eso — se dijo Barmy— podía costarle la victoria.

¡Y qué hermosa era la victoria! El había visto la de España: un ejército entrando en Madrid sin apenas precauciones y un pueblo en masa aclamándolo. Casi como en Casares. Había derrotados, pero quedaban eclipsados por la luz de la victoria. En el metro, que no dejó de funcionar, iban oficiales del ejército rojo y oficiales del ejército nacional aquel 28 de Marzo. Durante la noche, algunos jefes rojos habían guiado a los nacionales por los vericuetos de las trincheras. Negrín llegó a disponer sólo de ochenta milicianos fieles... ¿Y qué decir de las jovencitas en flor montadas en los carros de combate?

Tal vez, la guerra, al ser civil, la hubieran perdido todos, pero, indudablemente, la habían ganado todos también, menos los extranjeros. Lo cierto era que el eterno vaivén de la vida continuaba: las muchachas atraían a los hombres; los hombres pagaban vermuts a las chicas. Los guardias urbanos habían recuperado sus pitos y amenizaban el tráfico de las calles.

Aquella forma de ver las cosas sólo indicaba que Barmy se había españolizado en exceso. Probablemente la guerra contra Alemania le devolvería la razón. Y eso que Barmy veía una España oficial excesivamente obrerista; una España excesivamente desconfiada con la burguesía y deslizándose hacia otra revolución diferente. Estaba claro que aquella nación, tras la guerra, no soñaba en restaurar nada, ni Monarquía ni República ni Democracia Burguesa.

Todo aquello había fracasado en España. Todo aquello era viejo en España aunque a Barmy no le gustara aquel nuevo estado de cosas. No comprendía el influjo de los falangistas y su especie de izquierda nacional, por llamarla de algún modo: las guerras siempre modernizan demasiado el mundo que destruyen.

Consultó su reloj: llevaba cinco minutos y medio razonando, lo que era un grotesco desafío a sus convicciones. El era un hombre que se iba a una guerra, hecho que le disculpaba de malgastarse en pensamientos. Su misión era horaciana: cortar la flor del día, carpe diem, o, para ser exactos, liquidar la botella del día para llegar a los campos de batalla perfectamente en forma y con el alma en paz frente a aquel mundo belicoso.

Apresuradamente, penetró en el primer bebedero a mano derecha, haciendo expresivos gestos a los camareros: alguno acudiría en auxilio de un sediento.

Sucedió como esperaba: los camareros españoles eran unos buenos samaritanos con pajarita y chaqueta blanca y se mostraban ansiosos de suministrar los más variados líquidos a cuantos sufrían a causa de la sed.

Al terminar de hacer el encargo reparó en que un militar, hasta entonces de espaldas, se volvía hacia él, atraído, quizá, por su cálida voz. Barmy proyectó sus ojos hacia adelante, como haría cualquier caracol.

— ¡Barmy! — dijo aquel militar!

Era Casto Camazón, que también se había refugiado allí, víctima de la sed. Un problema, por lo visto, común entre los jóvenes guerreros. Algo relacionado con los uniformes.

— Hace un buen día. — empezó Barmy. Tres años sin verse, después de aquellas titánicas aventuras que corrieron, y el muy bribón se ponía a hablar del tiempo.

— No has cambiado. — le dijo Camazón.

— Tú, tampoco. ¿Cómo sigues siendo capitán después de lo mucho que ha corrido el escalafón? ¿En tres años de guerra no has sido capaz de meterle mano a una estrella de ocho puntas? ¿Es que no pudiste hacerle la rosca a ningún general?

Barmy no había metido el dedo en la llaga: había metido el paraguas, y Casto se cerró como una ostra: cualquier alusión a sus tres estrellas le causaba efectos secundarios.

— Es que yo estuve en zona roja. — confesó al fin.— Traté con Asensio Torrado y con Largo. No morí en el Cuartel de la Montaña. No me pasé con el Regimiento de Transmisiones. Creo — añadió, rebosando de sarcasmo— que todavía no confían en mi.

Ambos guardaron un minuto de silencio. Un delicado presente a los signos de los tiempos. Pero sólo un minuto, porque había una pregunta que Barmy necesitaba hacer:

— ¿Y el alférez Magdalena?

Casto abandonó sus recuerdos de guerra y se fijó un poco más en Barmy: empezaba a recordar algunas cosas. En casos extremos, se dijo, lo peor era andarse por las ramas: alguien acababa cayéndose de ellas.

— Se casó.

Barmy, a través de los cristales, miró al sol, que seguía irradiando profesionalmente. Lo cierto era, pensó otra vez, que el eterno vaivén de la vida continuaba. Lo único cierto. Eso, y el camarero con pajarita que, afortunadamente, llegó cuando más falta hacía.

— Por los viejos tiempos. — brindó.— Cuando tú estabas en guerra y yo estaba en paz.

Casto levantó la copa:

— Oye: lo siento. Ahora os ha tocado a vosotros.

— Sí. — dijo Barmy, arrancándose con dificultad el vaso de los labios.— Ahora me voy yo a pegar tiros.

Camazón, desde su autoridad moral de guerrero fogueado, le hizo una advertencia de orden psicológico:

— Cuando uno va a la guerra, oye marchas de Strauss. Cuando uno está en ella, oye marchas de Wagner, con mucho abuso del timbal. Créeme: la guerra es solemne. Esta guerra tuya también será solemne.

Barmy no lo creía: trincheras en la llanura, alambradas y barro. Gases y cosas por el estilo son ridículas, aunque hagan muertos. Sospechaba que los alemanes no les echarían toros.

— Vosotros — siguió Camazón— no tenéis que arreglar vuestra propia convivencia: ese fue nuestro principal motivo. Vosotros, y perdóname, queréis meter mano al mundo. No es justo.

Volvieron a emitir señales, fácilmente descifrables, en dirección al camarero. Camazón levantó un dedo y trazó varios círculos en el aire. El camarero dijo que sí con la cabeza. Era muy profesional.

— ¿Cómo es el marido de Magdalena? — preguntó Barmy después de sonrojarse.

— Muy serio.

— Una lástima, ¿verdad? ¿Por qué, después de una guerra, la tierra se llena de gente seria?

— Ya lo descubrirás. — profetizó Casto Camazón con un toque de filosofía profunda.

Barmy fingió despreocuparse. Recogió su nueva dosis de manos del camarero. Siguió las evoluciones de una mosca próxima. Suspiró.

— ¿Viven en Madrid?

— En Sevilla.

— ¡Ah. — era lo que se venía diciendo: el eterno vaivén de la vida continuaba de tal modo que hasta afectaba ya a la lejana Sevilla.

— ¿Tú dirías — preguntó al cabo de un rato— que nos hemos quedado antiguos? Habéis hecho, a tiros, un mundo que ya no es el nuestro. Nosotros dos somos del otro.

Camazón volvió a describir círculos con el dedo. El camarero se mostró de acuerdo. Dos rondas eran pocas. Tres, también.

— Pues verás el que vais a fabricar vosotros.

Barmy se había prohibido pensar y no pensó. Para ser exactos, el mundo le importaba un pimiento en aquellos instantes. Se conformaba con que el camarero no derramara nada de lo que traía para ellos.

— Y lo que es peor: — siguió Casto, penetrando en la psicología social— dentro de cuarenta años, o antes, los alemanes y vosotros volveréis a ser amigos. Dentro de cuarenta años, también, los vencedores pueden ser los derrotados.

— Y viceversa. — ayudó Barmy. Viceversa era una palabra muy buena para mezclar con vino.— ¿Quieres decir que no importa nada lo que hagamos ahora, lo que hayamos hecho hasta ahora, porque la historia nos toma el pelo a todos?

— No. Quiero decir que hay mucho cabrón. La historia no tiene nada que ver con esto. Unos renuevan el mundo y otros lo envejecen. Lo gastan.

Los años de guerra quizá habían amargado un poco a Casto Camazón.

— ¿A qué se dedica el marido? — preguntó Barmy, volviendo sobre el tema principal.

— Política. Te sorprendería saber en la de cosas que cree. Tengo entendido que quiere cambiar España.

Se echaron a reír: eso de cambiar España era una especie de chiste.

— ¿Te lo imaginas? — preguntaba Camazón— Cambiar España ahora. ¡Ahora!

Veían clarísimo que, cuando los políticos terminaran los cambios, volverían a estar como al principio.

— Oye — dijo Barmy, a quien la edad ya había hecho algún daño en el hígado.— : me encuentro mal.

— Será miedo. O será rabia.

No era nada de eso. Quizá tampoco fuera el hígado. La flor del día que Barmy había cortado resultaba que no le cabía en la boca.

— Me voy a ir.

A lo mejor se volverían a ver al cabo de los años. A lo mejor, nunca. La vida junta y separa bajo su exclusiva responsabilidad.

— Le diré a Magdalena que te he visto.

— No estoy bien. — afirmó Barmy, muy seguro.— No le digas nada.

— Yo pago. — invitó Camazón, estrechándole la mano. Por alguna extraña razón ambos se sentían despojos de otra época.

Barmy salió a la calle sin más. Caminó cara al sol, como gustaba entonces a tantos. Seguía diciéndose lo mismo: el eterno vaivén de la vida continuaba. Allí mismo, a su alcance, había un guardia urbano con el pito en la boca. Y una chica que se reía al lado de un muchacho. Y unas nubes blancas.

¡Diablos! , se dijo Barmy, considerando el mundo tal cual se le presentaba. Se tiró de la chaqueta. Cuadró los hombros. Juntó los talones. Levantó la altiva barbilla. Sonrió.

«Cuando uno tiene que hacer historia, no puede perder el tiempo mirando si hay vaivén o si no hay vaivén.»

Dio varios pasos en dirección norte.

— Nada menos que un político. — murmuró con una sonrisa.— Y en Sevilla.

Barmy se acordó toda su vida de aquel instante hasta que, en 1940, en Dunkerque, dejó definitivamente de hacer historia. Mientras moría oyó el canto del jilguero. Magdalena no lo supo nunca. Nadie llegó a enterarse. Pero aquí está el mundo que hicieron Camazón y Stanhope. No lo juzguen a la ligera ni den mucha importancia a que fuera traicionado.


FIN


NOTAS FINALES: Este libro no es una novela histórica aunque todos los hechos y personajes reales mencionados responden a la realidad. Se ha pretendido hacer una meditación sobre las tornas, que no hacen más que cambiar, y sobre la fidelidad de los hombres, que suele ser una entelequia.

Ello disculpa la adulteración del clima psicológico de 1936, que no era tan amable ni comprensivo. Así, cuando el comisario Agapito desafía a los frentepopulistas de Casares para que degüellen a los detenidos, la novela les hace reaccionar con humanidad. Por desgracia, en aquel tiempo y en aquellas tierras, se dieron casos de extrema crueldad, de bárbara matanza que el autor, sin olvidar, ha preferido orillar en beneficio de la paz de espíritu de los lectores y de cuantos no conocen el formidable drama que fue aquella revolución loca que, como dice uno de los personajes, no conducía a ninguna parte.


LAUS DEO


Publicado el 13 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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