El Héroe Asustado

Arturo Robsy


Novela


o "El Comando Madrid Muerto a Besos".

Dedicado a todos los incomprendidos
y sufridos terroristas, exhortándolos
a entregar, cuanto antes, su última
gota de sangre.

TITULOS DE CRÉDITO

Este libro quisiera inducir a muchos a abrir los ojos, a no creer, al menos, hasta disponer de ciertas seguridades, dentro de la imperfecta inteligencia humana. No obstante se citan aquí a personas que merecen eso y mucho más.

Título: Este es un libro en que se dice «¡Oscuridad!»

Escribano: Arturo Robsy

Dedicado a:

D. Ángel Palomino, premio Nacional Miguel de Cervantes, entre otros, que tuvo y tiene la paciencia de enseñarme los modos más eficaces y elegantes de usar nuestra lengua para decir y no para callar. Su amor a la verdad es ejemplar. Y es mi amigo.

D. Juan Luis Calleja, premio Mariano de Cavia, hombre de inteligencia tan afilada que puede afeitar a veinte pasos y al que debo sabiduría, consejo, críticas verdaderas, lógica serena y la importancia del amor a la verdad—. Y es mi amigo.

Ambos intelectuales tanto montan.

Recordados obligadamente, con cariño.

D. Marcelo Arroita—Jáuregui, que hizo el tránsito.

D. Antonio Izquierdo, que hizo el tránsito.

D. José María Arias—Salgado y de Cubas, que hizo el tránsito y Doña Andrea Josefina Robsy, mis tíos.

Teniente General Manuel Nadal. Que hizo el tránsito.

Coronel Jesús Flores Thies.

Mi hijo, que debe distinguir en este mundo.

Mi profesor de filosofía Juan Vayá Menéndez, que hizo el tránsito muy joven.

Mi profesor de filosofía, latín y humanidad, D. Rosendo Gispert Calderón. Amigo.

Profesor Gregorio Salvador, de la RAE y su esposa, Dñª Ana Rosa Carazo: amables.

Profesor Ricardo Senabre.

D. Fernando Vizcaíno Casas, que me salva el alma de la soledad.

Al Padre Petrus, líder natural que se apuntó a Dios.

A Alfonso López Gradolí, AMPLÍSIMO poeta.

A Joaquín de la Serna Sturla, que hizo el tránsito, hombre de lealtades.

A Miguel Argaya Roca, poeta trasterrado.

A Emilio Álvarez Frías, trabajador constante.

A Jesús López.

A Gustavo Morales.

A todos los que fueron mis profesores y no consiguieron acertarme en la cabeza.

A mis padres. A mis antepasados.

A Antonio Gibello.

A Alberto Torresano.

A María José, María Teresa, Ana María y María Helena Arias—Salgado Robsy, mis primas hermanas, sólo que más hermanas que primas.

A los Coroneles Couceiro, Zapata, Quevedo, Cubí, Flores Thies, Adolfo Dominguez Sancho, Eduardo Fuentes, Carlos de Meer. Castaño de Meneses.

Al Gran Capitán y a los Canutos, premio a la constancia, aunque no diga qué o quienes son.

A la Hermana Muerte.

Antidedicatoria:

No se dedica el libro a los que siguen, quizá por la sospecha de andar varios palmos por debajo de la superficie y no ser fruta en sazón:

Arturo Robsy, que no se lo merece.

* * * * *

TODOS LOS SÁBADOS, casi con el gallo, Josemari llevaba su alma inmortal a oxigenarse en el Parque del Oeste. Dejaba que los agujeros de ventilación trabajaran con arreglo a su naturaleza y, después, bajo algún árbol gaseado, se entregaba a los ritos del Tai—chi, gimnasia china a cámara lenta que alababan mucho todos los aficionados al cine oriental.

Como sabemos, en sábados por la mañana, a solas, nada mejor que perpetrar: mejora el humor, aunque argüir contra la segunda alma tampoco va mal. La gente, parece mentira, no ve argucias ni perpetraciones. Hasta Josemari, que lo producía, en ocasionales raptos de sensatez, daba la razón a Eurípides y citaba: «¡Acerca de qué cosas tan inútiles divaga mi espíritu!»

Con deportes y con lecturas de Emmanuel Kant, en el lavabo para mejor meditar en el perverso Idealismo, Josemari relajaba el viejo y esponjoso dilema que llamado mente, siempre dentro de los límites del encéfalo. Una mente, puestos a especificar, que sólo los expertos hubieran distinguido de la Estación de Chamartín: la de Josemari era más compleja, pero menos concurrida. Muy útil para abismarse si se trataba con un recitado mental que Josemari, valiéndose de su trabajo de Profe de Literatura, había escrito mezclando los pies clásicos con la rima romance:

Tengo, tengo, tengo,
tú no tienes nada,
tres botones rojos
para abotonar el alma.
Tengo tres botones,
tres botones tengo
para sujetar el pecho
a los ojales del alma.
Tengo, tengo, tengo,
tú no tienes nada,
un corazón en marcha:
tres botones rojos
me lo alientan con España.

Por eso los sábados, mañanita de solaz, aparentaba ignorar la grave confusión de sus circunvoluciones cerebrales, muy añudadas, y expandía el espíritu por varios metros cúbicos de parque; oreaba las cañerías poco ventiladas, trotaba como un pequinés asustado y se hacía la ilusión moderna de profesar culto a su cuerpo contemporáneo, inundado por un pensamiento gratinado por la tele.

Josemari, cuyo secreto se revelará en lugar más oportuno e iluminado, tenía cara de pájaro curioso, pintacilgo quizá. La sabia naturaleza se había complacido en fabricarle con los planos de un gorrión distraído, de manera que muchos temían que brincara hacia la primera rama y empezara a gorjear saludando el alba.

En Méjico, y en lugares proletarios, le hubieran llamado señor licenciado, quizá escuincle; pero aquí, con la posmodernidad y el IVA, no pasaba de ser un simple profesor cooperativista que, con sus iguales, creó un colegio privado y subvencionado, en el que mil quinientos bárbaros absorbían con cánula la cultura necesaria para llegar a la edad electoral distinguiendo la derecha de la izquierda, y La Moncloa de La Zarzuela en los casos de perspicacia.

Treinta horas semanales de aulas sin roturar, en barbecho, se combatían con dos de parque y perpetración, más la precaria soledad de un piso compartido por cuatro, institución democrática que acumula basura en los rincones, colillas en ceniceros, platos sucios en el agua estancada y podrida del fregadero y estuches de preservativos sin estrenar en los cajones de las mesillas.

Cuando un profe de literatura, con cara de pajarito, ha hecho tai—chi al principio de una mañana soleada, mañanita de crujir, en el Parque del Oeste, normalmente sale por el Paseo de Moret, lo cruza con altanería y enfila por Ferraz rumbo a Plaza de España. Con viento de popa, si lleva la cangreja izada y el estómago vacío, un profe de estas características puede hacer sus buenos cuatro nudos, confiar el timón al piloto automático y pensar en musarañas o en mujeres mientras navega, pendiente abajo, poniendo en orden alfabético sus sueños.

Si usted ha conocido alguna vez a un hombre con cara de pájaro sabrá, sin duda, que esta variedad humana es áptera pero se zambulle en las fantasías como una foca en un banco de sardinas y deja a los tropismos el control del movimiento armónico.

El banco de sardinas del que Josemari se solía alimentar los sábados se llamaba Bea y tenía los ojos verdes y el pelo negro como alma de político. Unas veces la rescataba de un incendio en el colegio que devoraba a la directora y a la A.P.A. en pleno. Otras, descubrían la tumba de un faraón que vino a ser enterrado en las proximidades de la Dehesa de la Villa y, más a menudo, la libraba del acoso de un maleante navajero cuyo rostro coincidía, grano a grano, con el del argentino profesor de educación física.

Bea ofrecía variados problemas, empezando porque era bastante más lista que Josemari. Era profesora de Ciencias Naturales y estaba a punto, la desconsiderada, de licenciarse en derecho. Además, había leído y saboreado al Duque de Rivas, lo que, por sí sólo, indicaba la firmeza de su carácter. Coqueteaba, si puede expresarse así, con el gimnasta argentino, transoceánico capaz de dar palique a uno de los leones de las Cortes y convencerle para salir de copas y guardara su dinero en el “Corralito”.

No siempre a las mujeres de ojos verdes y pelo negro les gustan los hombres con cara de pajarito. No siempre caen en sus brazos para declamarle, entre susurros, su amor. Con voz de locutora. Estas cosas sólo sucedían con seguridad, en la cabeza humeante de Josemari, los sábados por la mañana y algunas tardes laborables.

Con tales asuntos de la mano, caminaba automáticamente, fiado en el servocontrol y ajeno al mundo de los vivos que, bien mirado, era universo de sombras y de automóviles: en él Platón no hubiera tardado ni treinta segundos en imaginarse el Mito de la Caverna, aunque Don Quijote debería de pasarse sin Dulcinea y hasta sin Molinos, o sea, sin sueños. Los palos, en cambio, tampoco le hubieran faltado.

Su siguiente contacto con la realidad tomó la apariencia de codazo en la tetilla izquierda. Un joven, al que empezaba a sobrepasar por una nariz, comenzó a extraerse algo de las entretelas de la pelliza y, también distraído en pensamientos más gordos, le había encajado el codo puntiagudo en las costillas.

Velis nolis, Josemari echó un vistazo de reojo mientras murmuraba la excusa del hombre bien educado aunque sin corbata, pero el reojo en cuestión le despertó la vieja memoria de sargento de complemento: lo que el tipo de la pelliza se sacaba de las profundidades ni era una cajetilla ni era una cartera. Lo reconoció, acalambrado por la súbita descarga de lógica: se trataba de un artefacto —o, quizá, de un artilugio— negro y de líneas aerodinámicas que coincidía, punto por punto, con la idea universal de un subfusil.

—¡Vaya! ¡Una Zeta! —comunicó la memoria antigua del sargento Josemari a su conciencia actual.

Ya sea porque las respiraciones a la china, con su desconsiderado acopio de oxígeno, causan borrachera de las profundidades, ya porque Josemari estaba como recién caído de un guindo, el caso fue que el pérfido microbio de la Fiel Infantería, que no es más que una religión de hombres honrados si es que le quedan hombres, volvió a burbujear a lo largo de kilómetros de sus mejores arterias y le inflamó la Plaza Mayor del corazón, hoy de La Constitución.

Cuando recibió el codazo estaba lidiando con tres quinquis que quería robarle el bolso a Bea, de manera que prosiguió la aventura y se agarró con las dos manos al subfusil antes de que su dueño pudiera enfilarlo en cualquier dirección. La vida, aunque breve, está llena de estos momentos larguísimos en los que uno puede permitirse el lujo de ese no pensar que se llama valor.

El de la pelliza se cansó pronto de tirar del arma y empezó a dar patadas en silencio. Callado, pero diligente. Josemari bailó, para esquivarlas, sin soltar la Zeta. En uno de los vaivenes el profe soñador consiguió conectar la rodilla en alguna parte blanda de su enemigo, que se vino abajo. Hubo todavía algún forcejeo y, por último, se vio dueño de una ceja abierta, de un labio rasgado, de un pómulo reventado y del subfusil. Entonces, por puro método intelectual, echó un vistazo al resto del universo:

Un hombre de pelo blanco, que bailaba en la cuerda de los sesenta, estaba a poca distancia, quizá paralizado, quizá en hibernación, sin quitar ojo del evento. Del lado del bordillo un muchacho salía de Renault barato con otra Zeta levantada, pero no apuntaba hacia el laberinto de piernas y de brazos que formaban Josemari y su víctima, sino al hombre canoso que, por fin, restauró el sistema de sus viejas bisagras e hizo un cuerpo a tierra de competición.

Josemari era apolítico como un gusano de seda, del sector decepcionado—sin taco. En sus tiempos había gastado barba y votado libertad, o sea, socialismo, hasta que un desaprensivo le prendió fuego a la razón. Sin ir más lejos, el otro profesor de literatura aún decía «Las metáforas sólo son posibles en libertad.»

Como el dolor aviva las funciones intelectuales y a él le habían zurrado con firmeza, percibió que estaba en medio de un atentado terrorista. Volvió a ver el bigote estrecho del hombre echado al suelo, su pliegue del labio inferior, y quedó convencido de que la futura víctima era un militar casi en estado puro, sólo mezclado con estrellas.

Apretó los dientes, envidia de caballos, montó el arma e hizo fuego al nivel de la nariz. El segundo enemigo cayó como pichón y él, ya de héroe, saltó y se apoderó del arma que había dejado caer para mejor acariciarse una pantorrilla agujereada. Rambo, sin duda, hubiera aprovechado la ocasión para degollarle con su machete, pero Josemari no lo llevaba encima y se conformó con arrearle una patada en la boca. Y no muy fuerte.

Fue, en dos nerviosos brincos de jilguero, hasta la presunta víctima, le entregó el arma supernumeraria y regresó al lado del terrorista con el que había forcejeado, sólo para meterle la boca de fuego entre los dientes, a la americana, con pocos miramientos y sin ningún respeto hacia el dentista que tendría que reparar un puñado de incisivos.

—Joé con la ETA. —dijo por fin, resumiendo todo un mundo de emociones profundas.

Sólo después llegó la policía para hacerse cargo o cargarse, según, a los dos presuntos, y de las armas, que las carga el diablo. Josemari, sonriente, se acercó entonces al hombre cuyo pellejo se habían querido cobrar: estaba todavía pálido y luchaba por recuperar el control de sus dispositivos: las extremidades le vibraban y gruñía con sordina un selecto resumen del diccionario secreto de los generales. Capítulo «Gruñidos tras atentado.»

De algún lugar por debajo del bigote rectilíneo, se sacó una sonrisa y luego, muy sobrio, extendió la mano hacia Josemari:

—Muchas gracias, muchacho. —dijo con la voz contenida como un caballo antes de tomar un obstáculo.— Si no es por usted...

Al profe tampoco se le ocurrió nada histórico qué decir, salvo aquello de “nuestras vidas con como los ríos...”. Le estaban entrando muchas ganas de reír, la reacción histérica e histórica sin duda, pero un sexto sentido le advertía que mejor sería dejar las carcajadas para otro momento de más confraternidad.

—¡Qué tíos! —comentó.

—Unos cabronazos. —corroboró el otro de buena gana. En esta materia tenían almas gemelas: dos pensamientos y un mismo corazón o al revés. Algo de eso.— Los hay detrás de cada esquina.

Josemari cloqueó con simpatía. Estaba dispuesto a añadir una nota de color haciendo referencia a las pobres madres de aquellas mentes leporinas y con contracanto a cargo de las Abuelas de Mayo, que ya habían escapado del Corralito. Si se presentaba la oportunidad, naturalmente. Pero dos mujeres, parientes sin duda, se echaron sobre su interlocutor para hacerle víctima de una escena de sentimientos a la intemperie.

Se sintió desplazado del centro de la acción. Alguna impresión, sin duda errónea, le había llevado a verse como el protagonista de la aventura, pero la fuerza de las circunstancias, muy bien entrenadas por la OTAN, le degradaba a actor secundario con dos líneas de diálogo.

Volvía ya sus filosóficas grupas cuando un sargento de la poli nacional le paró:

—¿Ha sido usted el que ha detenido a esos dos?

—Sí. Una casualidad, ¿sabe? Yo bajaba...

—¿Quiere acompañarnos?

Mucho le habían hablado a Josemari de lo inconveniente que es interferirse en las actividades de los delincuentes y, más aún, herirles en legítima defensa. Todos decían lo mismo: acaba uno ante el juez y pagándoles el hospital y el dentista.

—¿A la comisaría?

—Sí, señor. Habrá que hacer un informe.

—¿Cree usted —dijo con timidez Josemari— que allí habrá coñac?

* * * * *

EL GENERAL CARLOS MARTÍNEZ DE LA CHOPERA, según expresión castrense, las había pasado canutas. Al salir de casa con la intención de tomar un taxi que le llevara a El Alcázar, donde, con la excusa de tomar café con varios conmilitones, pretendía llamar su atención sobre ciertos graves asuntos que suponía estaban a punto de suceder en Melilla. De repente reparó en dos individuos que forcejeaban en silencio cerca de él. Poli bueno, poli malo.

Luego, alargando el ojo, descubrió el negro contorno del arma automática y empezó a sospechar que él también estaba convidado al festejo. No iba armado. Se supone que un buen general ha de hacer caso de las recomendaciones de su ministro y cargar con la pistola, pero las pistolas hacen bultos, son duras, incómodas y, además, las carga el diablo.

Casi inmediatamente vio al segundo pistolero salir del coche y apuntarle. Entonces estuvo seguro de pisar su última porción de sábado sobre esta tierra. Pensó algo como «repámpanos, me tocó». Al oír los disparos se le apareció la capilla mortuoria, la gorra sobre la bandera y sin políticos. A raíz del asesinato de Ynestrillas lo había dejado muy claro por escrito: ni un político ni un discurso ni una maldita lágrima de cocodrilo. Profesaba la doctrina de que a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga, pero nunca creyó que le fuera a tocar a él si era que aún no pasaba de él el cáliz. El Grial.

Vio que sí. Que el presunto caía y que era el chaval del chándal el que había hecho fuego. Sintió cierta decepción, pues se perdía todas las cosas hermosas que dirían de él, y la medalla. Quieras que no, y puesto que el miedo ya lo había pasado, un tiro en una pata o en el pulmón hubieran sido una bendición de Dios.

—Carlos Martínez, sí, hombre, ése al que la ETA le pegó un tiro. ¡Qué suerte! Ahí está para contarlo. Bien puestos los tiene.

Lo demás fue confuso. Hasta entonces las actividades habían sucedido a cámara lenta, con insistencia, por así decir. Pero el momento siguiente sólo trajo jolgorio hispánico: el joven del chándal le dio un subfusil, la gente gritaba para hacer ambiente, sonaban las sirenas, correteaban , muy serios y precavidos, los policías y, por último, su mujer y su hija se le echaron encima como oleaje de lágrimas. Practicaban sus tendencias obsesivas hacia la genuflexión.

Cuando reaccionó ya no estaba allí el chaval del chándal. Quedaban solamente público en general y dos guardias: uno plantado al lado de la poca sangre vertida, diciendo «circulen, circulen», y otro, cerca de él, hablando con un coronel indignado que le informaba de que la presunta víctima era el general don Carlos Martínez de la Chopera, Jefe de Personal del Ministerio.

—¿Y el chico del chándal?

—En la comisaría. Tiene que prestar declaración.

—¿Detenido?

—No, señor. —luego, como sabía lo erráticos que eran los procedimientos, puntualizó:— Vamos, no creo.

—Estamos todos locos. —rugió el general, echando a correr en busca de un taxi. Tras él gritaron las señoras y el coronel. El guardia, intranquilo, siguió mirando hacia las casas quietas. De un momento a otro llegaría gente especializada para organizar una batida en el barrio, comprobar si el maldito Renault barato tenía bomba en el maletero, y permitir que los perros hicieran su pis de la mañana.

* * * * *

NO PUEDE AFIRMARSE CON ABSOLUTA CERTEZA que la ilusión de la vida de Josemari fuera ser conducido a una comisaría y almacenado en un banco en la dulce compañía de dos policías, azules como un municipal. Tampoco puede negarse categóricamente, claro está, porque los hombres pajarito suelen tener una imaginación de vastas posibilidades. Las caras estrechas, las cabezas ahuevadas y las narices largas han explorado todos los abismos y no pocas discotecas.

Lo que sí es cierto del todo es que su alma inmortal, de la que ya se ha hablado antes, se hallaba ahora encogida sobre sí misma, huérfana de la heroica euforia anterior y sometida a la resaca de la evaporación de los varios litros de adrenalina que antes habían inundado las principales cañerías del gorrioncillo metido a caballero andante. Una segunda voz le resonaba en el hemisferio izquierdo: “Vascos, sí. ETA, no.” ¡Qué finos tan moderados! Josemari había desfecho un buen entuerto pero se hallaba metido en otro puntiagudo, a punto de caer en manos de algún juez carnívoro.

¿Dónde estaban los abrazos? ¿Dónde los hombres ansiosos de prenderle filas de medallas en el noble pecho? Allí, no. Sólo dos policías tras el mostrador, no muy chispeantes, y varios guardias , todos contemplándole con ojos impasibles, ojos que ven hasta los movimientos peristálticos. De seguir más tiempo sometido a tal inspección, Josemari acabaría confesando alguna cosa innoble para rebajar la tensión.

Al cabo de un par de eternidades, —quizá de tres— un sobrio servidor del orden público, elemento de los cuerpos represivos del Estado, le acercó un vaso de papel con algún tónico medicinal, envejecido en roble, que a Josemari no le supo a nada: tenía la lengua pegada al paladar y saboreaba tanto como pueda hacerlo un buzón. El policía, orientándose por el chándal más que por la constitución física, inició una conversación para pasar el rato:

—¿Practica usted karate?

—Tai—chi

—¿Algo más duro todavía?

—Oh, no. Uno finge ser gato o buey o avestruz... Se mueve muy despacio y muy concentrado.

—¿Buey? —respondió el funcionario, no muy seguro de pisar un terreno sólido.— De modo que capturó a los dos terroristas fingiéndose buey.

—¿Son terroristas de verdad?

—Ajá. Presuntos como la copa de un pino, y de los esos les cuelga un marchamo que lo confirma. En mi vida he visto a alguien más presunto.

—Temía haberme equivocado. —confesó, con modestia, Josemari. Rumió un poco sus nebulosos recuerdos y se estremeció:

¡Uf! —dijo, a modo de resumen psicológico.

Los otros le animaron a que contara su historia, pero a Josemari se le estaba enfriando el susto y sólo pensaba en huir hasta su casa y dar con el camino más fácil a debajo de la cama. Volvió a resumir su aventura con otro «uf», procurando, en honor de la concurrencia, darle nuevos matices. Héroe de pocas palabras, sin duda.

—¿Me van a detener? Le he pegado un tiro a ese pobre chico y sé de un estanquero que acabó en la cárcel por dar a un atracador.

—Esas son cosas del juez. —le tranquilizó otro de los policías.— Usted se ha portado bien, aunque no le acertara en mitad de la cabeza.

El arrugado corazón se le fue poniendo terso de nuevo. Hidratado. En circunstancias más gloriosas y bajo una luna más favorable, Josemari era un aceptable charlatán. Sin mucho esfuerzo relató al fin su batalla. Acometer molinos no es nada comparado con arrancar una Zeta de las manos de un etarra cargado de intenciones vascas y con pensamiento prominente como la nariz de un oso hormiguero. No era por presumir, pero no todo el mundo está dispuesto a meterse en harina con un terrorista.

Cuando le recibió el comisario, Josemari llevaba otra vez la cabeza caliente, el corazón en su sitio y el estómago cómodamente anestesiado por unas cuantas gotas gordas de coñac policiaco capaz de carcomer el plástico de los vasos y el marfil de los colmillos. Había desechado todo temor, salvo el de que le partiera un rayo. Si le hubieran azuzado en aquel momento, se habría enganchado en la Legión por no menos de quince años, siempre que le echaran unos cuantos ilegales con chilaba antes del desayuno. Si fuera necesario él ponía la patera

El comisario se sorprendió al oír su nombre y se lo hizo repetir por si era una jugarreta de la acústica:

—Josemari Aznar González. No nos tocamos nada ni yo le dejaría. —especificó.— Y, si quiere saber mi opinión, es una faena: Tengo que tragar demasiadas críticas al gobierno en estos tiempos de frailes laicos. Y demasiados chistes. «Oye, tú que te llamas igual, ¿sabes por qué Josemari tiene los ojos tan p'adentro?» Prefiero que me corten una oreja a decir cómo me llamo mientras pasa una manifestación de obreros. Una faena si definitivamente descartamos la palabra «cruz»

El comisario escuchó el relato de los hechos mientras tomaba nota de ellos un escribano, silencioso como un coche nuevo. Cuando Josemari terminó, y mientras le preparaban el papel para firmarlo, el policía se volvió comunicativo:

—Los dos tipos le acusan a usted de haberles atacado con las armas, sin motivo ninguno, como en un pronto. Dicen que salían del coche y que les encañonó, por lo que tuvieron que luchar hasta que llegó la policía. Qué dramaturgos ha perdido la escena, pero el juez no tendrá más remedio que investigar esa versión.

Josemari se deshinchó:

—Eso es mentira. Yo... —tomo una resolución viril:— Yo me voy de aquí y eso lo firman ellos. Me han traído por equivocación. ¡Mira qué leche! Ni un pelo les toqué, aunque hubiera quedado bien “escalparlos”. Más higiénico

* * * * *

CUANDO EL GENERAL CARLOS MARTÍNEZ DE LA CHOPERA llegó a la comisaría, lo hizo tan confundido como Josemari. Había escapado del algo muy serio y, en el tumulto, dejó de prestar atención al hombre que le salvó la vida, y eso no puede permitírselo un oficial general. Para ayudar a la rancia confusión española, en el corto trayecto, su taxi fue parado tres veces por los controles de la policía nacional.

—Por lo visto —le confesó el taxista a la tercera parada— se han cargado a un ministro por ahí arriba. Una bomba debajo del culo.

El general guardó un silencio parecido a la meditación de la ostra. Estaba acostumbrado a la transformación de las órdenes al correr por la boca de sus oficiales y a que su chófer le fuera a recoger de donde no estaba, de modo que aprovechó el trayecto para felicitarse por conservar la piel: añosa pero todavía útil. De morir, la prensa habría caído sobre su persona y seguro que le hubieran sacado fama de ultraderechista y hasta relaciones con el 23—F para que los pobres terroristas tuvieran su justificación. Sobre todo en cuanto se enteraran de que dejaba escrito su deseo de funerales apolíticos. El ministro sacándose de la manga cualquier barbaridad típica de los jurídicos no le cumpliría el último deseo con alguna argucia: era vox populi que tenía el corazón del tamaño de un cacahuete del Opus

También aprovechó para llamarse imbécil. De estar en sus cabales no hubiera tomado un taxi de su casa a Rey Francisco, a la comisaría de Universidad: apenas dos manzanas de distancia y con todo el embotellamiento causado por la policía. España, tierra de botellas. Vacías.

En la comisaría tampoco sabían del héroe. Con las prisas nadie se había enterado aún de que el general era la presunta víctima y tuvo que dar, a dúo con su amigo el coronel, un recital del ansia altiva de los grandes hechos.

—¿Se encuentra usted bien? —le decían de tanto en tanto

—Lo que quiero es ver al hombre que me ha salvado la vida.

—Naturalmente, pero tiene usted que prestar declaración. —ahora que le tenían no le dejarían ir fácilmente.— Precisamente pensábamos ir a...

Hasta que no contó la historia completa y la firmó al pie, no le dijeron que Josemari, Josemari Aznar González, ya ve usted qué ironías, había sido trasladado a la casa de socorro más próxima, Jardines de Ferraz, 9. A la sección de remiendos probablemente.

—El muchacho está algo alterado. No se sabe si por el coñac o por las emociones. Tiene una ceja que necesita un pespunte y un pómulo que cualquier vegetariano tomaría por coliflor.

También el general estaba alterado y poco católico a pesar de sus oraciones de gracias. Le dolía el estómago, como cada vez que se enfadaba, y empezaba a temer el volumen de explicaciones que tendría que dar hasta el día de su muerte, como expiación por haber salido con vida.

El cuerpo, y hasta el coronel, le pedían que regresara a casa, pero Carlos Martínez de la Chopera necesitaba, más que las zapatillas y un cafelito, dar seriamente las gracias a su salvador. Deber la vida —pensaba— no es deber el plazo del coche. Deber la vida es como tener un hijo o un nieto: algo que requiere protocolo. Besuqueo, no.

Para bajar hasta la clínica, esta vez se decidió por el coche de San Fernando. Gran rey. Ignoraba que el comisario le había puesto una escolta, dispuesto a que no lo remataran en el partido de vuelta. Tampoco sabía que la radio estaba dando, confusa pero insistentemente, la noticia de su muerte, llamándole, alternativamente, coronel, general y almirante.

* * * * *

"TUMBÁRONME, TOCÁRONME SENOS Y COSENOS": ASÍ pensaba resumirse el zurcido Josemari ante los amigos del colegio. Senos frontales, pero senos. Antes le habían pinchado aquí y allá para anestesiarle, pero eso no quita la vista y hay que ver lo que parecen las agujas curvas y los hilos cuando a uno se los pasan a un centímetro del ojo desconfiado.

Dos policías habían ejercido de padrinos y de testigos pese a las protestas del médico, que se pasó la primera parte de la reparación rezongando en voz baja, pero no tanto que no la pudiera oír Josemari:

—Primero los sacuden y luego me los traen a que les arregle los desperfectos, como si fuera el chapista. Pues a éste le va a quedar una cicatriz de no te menees.

—No fueron ellos. —dijo Josemari, siempre fiel a la verdad por dura que fuese.

—No se acoquine y presente denuncia. Yo le apoyo.

El médico se detuvo en medio de una puntada y miró profesionalmente el aspecto general de su paciente: como no tenía pinta de hampón, decidió que le habían arreado por cuestiones trascendentales:

—¿Dónde fue la manifestación?

—Fueron unos terroristas.

El médico, agnóstico como cura marca Vaticano II, puso la cara de no creerse nada, chascó la lengua y siguió su trabajo canturreando el coro de los esclavos de Nabuco, en versión de Ana Mouskouri, que el viento se llevó. Sólo paró un momento para ofertar un servicio extra:

—Para el pómulo hemos llegado tarde: esas grietas sólo pueden taparse con cemento, pero podríamos coser también el labio. Si no se cura se puede usted quedar sin pronunciar la zeta nunca más.

Josemari, que sólo había aceptado la mesa de curas y los remiendos como medio para abandonar la comisaría, tuvo reparos— reparos:

—Me importan un pito las zetas.

—Allá usted, allá usted. Pero no se acuerde de mí si acaba hablando como Ruiz Giménez.

Josemari buscaba una réplica contundente que, a la vez, recordara al médico que la Real Academia admite el seseo y le hiciera pensar en su desconocido padre, hotentote sin duda, cuando entró el general Martínez de la Chopera seguido por su fiel coronel:

—Amigo mío: nos han separado antes de que pudiera darle las gracias que usted se merece. Me llamo Carlos Martínez de la Chopera y de no mediar usted, querido Josemari, a estas alturas estaría en una bonita capilla ardiente después de soportar una divertida autopsia.

—Dejen trabajar. —gruñó el médico que, definitivamente, se manifestaba enemigo de cualquier orden establecido.— Aunque esto es una mierda, se sigue llamando quirófano.

—¿Le duele, muchacho? —se interesó el general, menos grandilocuente ya.— Espero que al otro terrorista le tengan que cortar la pata, qué diablos.

—No me pareció bien matarle. —respondió Josemari, que padecía de buenos sentimientos.

—Esa es la diferencia —intervino el coronel, considerando que ya había callado cuanto exigía el escalafón— . A unos les parece bien matar y a otros, no. No obstante, al enfrentarse usted a dos terroristas armados, se ha convertido en un héroe.

—Héroe dolorido. —puntualizó el interesado.

El médico aprovechó para volver a pedir soledad y silencio:

—Cuando termine, lo pueden llevar a una exposición de héroes, pero, de momento, guarden silencio y déjenme trabajar.

Los médicos, aún los mal educados, disponen de gran autoridad mientras se mueven por sus dominios: se la confieren los instrumentos afilados que llevan en la faltriquera y las actas de defunción que firman alegremente. No obstante, generales y coroneles tampoco se achican, así que ni se molestaron en hacerle caso.

—Ahí fuera —siguió el general— había periodistas. Cuando este señor se calle y le termine el tapiz que le está bordando en la ceja, haremos frente juntos a la carga de los mamelucos. — carraspeó— Por cierto, ¿tiene algún compromiso para comer?

—¿Usted cree que está para comer con este labio que le han puesto?. —intervino el médico, con su peculiar estilo libre. Tuvo una idea:— Pollo con pajita.

Por fin, y a pesar de las interrupciones, le terminaron de hacer el último nudo sobre la ceja: nunca volvería a ser la misma pero, al menos, no se le caería sobre el ojo, estropeándole las películas de televisión.

* * * * *

FUERA, EN UNA SALA DE ESPERA BONITA Y LIMPIA, se habían ido concentrando los periodistas más rápidos del mundo, de los que hacen cien noticias a la hora sin repostar. Nadie sabe exactamente los métodos que usan para comunicarse las abejas, las hormigas y los periodistas, pero tiene algo que ver con un frotamiento de antenas y un baile ritual. El caso es que las abejas llegan siempre a su flor, las hormigas a su tortilla de patatas y los periodistas a su atentado.

Si los archivos no se equivocaban , Josemari era el primer ciudadano que frustraba uno y capturaba a los presuntos con sus propias manos. Una auténtica joya a la que preguntar sobre lo divino y sobre el desconocido ganador de la liga. Lástima que la burocracia hubiera metido sus organizados dedos en aquel asunto y, mucho antes de poder echar el ojo al protagonista, una nube de policías cayera sobre los informadores, les identificara por métodos primitivos y, por último, les hiciera pasar ordenadamente a una segunda sala donde les esperaban, sentados tras una mesa de diseño involuntario, el general y el muchacho del chándal. Ya reparado tenía el aspecto de un superviviente de Sagunto después de que lo pisara el elefante de Aníbal.

Alguien había convertido aquello en una rueda de prensa y no hubo forma de evitar que cada uno de los interesados contara su historia en lugar de dejársela extraer a pedazos por los expertos.

El general lo hizo muy comedido, sin mencionar ni una sola vez los sentimientos que pudo tener mientras le sucedía el fin del mundo y sin exigir sangre fresca de vasco cerril en lugar de la botella de agua que le habían puesto delante.

El hombre de la cara de pajarito, en cambio, terminó diciendo le estaba saliendo el susto, como cuando aparece el cardenal al rato de un golpe. Con todo, lo que más sensación causó fue la casualidad de su nombre:

—¿Dice usted que se llama Josemari Aznar González?

Josemari llevaba catorce años soportando aquella cruz, que si era familia, que si era de centro central por simpatía...y supo que tampoco aquella vez pasaría de él el cáliz. Le había caído encima el estigma político y lo llevaba con sonrisa arcaica, como el Auriga de Delfos.

—Pero no he hecho nada malo. —respondió.

Algunos rieron y algunos le echaron miradas torvas, según sus carnés. Siempre es igual: o amigo o enemigo. Prohibido bromear, peligro de muerte.

—¿Qué opina usted de la política del presidente Aznar?

—No la conozco. Creo que no la conoce nadie fuera del despacho de Rokefeller.

—¿Por qué se enfrentó a los terroristas usted solo?

—¿Usted me hubiera ayudado si se lo pido? Me pareció una buena idea y resultó más fácil que hablar aquí.

—¿Es que usted no tiene opiniones? —volvió a preguntar el que trataba de desviar las cosas hacia la política.

—Sé lo que me gusta y lo que no. —respondió con cautela de cazador de avutardas.— No me gusta el terrorismo. No me gusta la política y podría mencionar a otra persona que tampoco me gusta, pero hoy ya me he peleado una vez.

Estaba claro que no se puede tener un encontronazo con una banda armada sin tomar partido como por inspiración divina y ayudar a alguna de las campañas electorales . Josemari, que tantas cosas había dicho a lo largo de su vida, chistes de Morán y de Guerra o versos de Neruda, sin ir más lejos, se encontraba sin palabras, como si el médico le hubiera cosido al final el labio.

—¿Está usted casado? —preguntó una chica que buscaba información digerible por el público femenino.

Todos tenían su cuestión y se la echaban encima:

—¿Cree que el terrorismo está cercado? ¿Vendrá Bus?

—¿Considera útiles las medidas de reinserción?

—¿Perdona usted a sus enemigos?

—¿Piensa que la aceptación del «Soberanismo» con obispos incluidos, acabaría con los atentados?

Los toros deben sentir así cuando, con un estoconazo hasta la bola, la cuadrilla les hace la rueda. Josemari rascaba el interior de su cráneo Cro—Magnon en busca de alguna idea.

—Creo —dijo al fin, rompiendo amarras con la cautela y enseñando un pedazo de corazón que llevaba encajado en las amígdalas— que a los terroristas habría que matarlos. Más que nada para que tengan una divertida sorpresa. Y si no, jamás seremos libres por mucho que a ustedes les dejen piar.

Le miraron seriamente, para que comprendiera que acababa de cometer un gran pecado.

—¿Es usted ultra? —preguntó el portavoz de todas las miradas democráticamente ofendidas, como meditando qué clase de cerebro enfermo podía pensar en exterminar ciudadanos por tener equivocadas algunas ideas sobre la participación en la vida pública.

—Creo que no, pero me acaban de dar de puntos de sutura y no se sabe.. Además, me parece injusto que la democracia prohíba defendernos de una banda de asesinos. ¿Por qué la gente tiene que esperar tranquilamente a que la maten a traición?

—La Constitución prohíbe la pena de muerte. ¿Lo sabe usted?

—Yo, sí. Pero los terroristas, no. Y los presos tampoco: demasiada gente muere en las cárceles o contrae enfermedades mortales. Cuando el juez te manda a la cárcel, te condena a muerte por lotería.

—¿Se le ha ocurrido pensar que ahora ellos pueden querer vengarse de usted? Ha capturado a dos, uno herido. Es el único que ha hecho algo así y no deben estar muy satisfechos por ello. Cosas de prestigio, ya sabe.

A Josemari no se le había ocurrido. Aquella nueva línea de pensamiento abría peligrosas panorámicas y, como unos momentos antes al general, le inducía a practicar la genuflexión.

* * * * *

BEGOÑA, QUE HUBIERA PODIDO ILUSTRAR cualquier definición sobre lo curvilíneo y lo aerodinámico, ( o sea, «ergonómica») radiografiaba a aquel hombrecillo desmedrado, de huesos y rostro de gorrión, y no conseguía imaginárselo haciendo frente a dos chicarrones del norte armados con metralletas y con fanatismos de 98 octanos.

Begoña no era exactamente una periodista, pero lo parecía. Begoña vestía braga vista y ombligo saltarín, pero ocultaba lo mejor de sí misma. Peinaba melena leonina, con mechas para aureolar su cara de pómulos altos y ojos como plazas de toros al sol: dorados y con un toque de cansancio que parecía madurez.

Había recibido la información del atentado frustrado porque tenía la costumbre de escuchar la frecuencia de la policía. También tenía el equipo necesario.

Allí estaba con su máquina fotográfica, con su carné de estudiante de periodismo y con sus faldas braga vista que eran carísimas y posmodelnas, diseñadas por psicólogos para hacer cohetes con los impulsos carnales.

El interés que pudiera tener en la noticia era uno de los tantos misterios que la gente no se molesta en resolver, pero ella era interesante y nadie tiende a cuestionarse las caras bonitas.

Fue quien hizo la última pregunta. Quería saber si aquel pobre hombre comprendía lo que significaba ponerse en el punto de mira de la ETA, y quería, también, demostrar a los otros informadores que el triunfalismo de la noticia podía ser un simple prólogo para el próximo funeral del gorrioncillo. O sietecolores.

Más adelante, cuando ya se habían hecho todas las preguntas y se esparcía la bandada de periodistas, se acercó al hombrecito, muy segura de sí:

—Siento haberle aguado la fiesta. —le dijo.— Creí que usted se daba cuenta de que, cuanto más le alaben los periódicos, más interés tendrán los terroristas en darle un escarmiento a medida. No sólo los buenos necesitan ser ejemplares.

—Como es la primera vez que me sucede algo así... —se disculpó Josemari. Pasado el primer trago, seguía considerándose insignificante frente a los vastos planes de matanza de la ETA.— No obstante usted puede explicar que dudo mucho que vuelva a repetir la escena: los proyectiles de artillería no caen nunca en el mismo embudo. Lo dicen Remarque y otras autoridades como Chaplin. Creo que también Hemingway se manifiesta a favor de esta teoría siempre que se incluya una ambulancia.

—Pero es usted un símbolo. No interesa que vayan por ahí ciudadanos distraídos obstaculizando el libre tráfico de la dinamita francesa... Seguro que hasta policías piensan que ha practicado algún tipo de intrusismo.

—Pues desengáñeles. Ya he cumplido y me vuelvo a casa cargado de ramitas de olivo. Si es preciso, buscaré una espada para convertirla en un buen arado.

Ella le sonrió:

—¿Y qué pasará con las medallas y con los homenajes?

—¿Dan medalla?

—No creo que dejen escapar la oportunidad. Con las elecciones próximas y las huelgas encima, le pondrán en un escaparate: ciudadano ejemplar y cosas así. Antes, probablemente, le hubieran silenciado, pero ahora tienen un éxito gratis, un ciudadano constitucional, o sea un Patriota Constitucional, que lucha por la democracia, igualito que el presidente, que por poco vuela. O sea, que le llevarán a televisión, al Club Siglo XXI y al Zoo si les apetece. Le pondrán una cruz blanca al mérito militar, por lo menos, y los parlamentarios le dedicarán algún discurso y un minuto de aplausos antes de que toque el minuto de silencio. Hasta los comunistas, no le digo más

—¿Y cuándo trabajo yo?

—Cuando le tengan bien exprimido y no sea ya noticia. El olvido le cubrirá dentro de unas semanas y, zas, la ETA a cobrarse los agravios y a reconvertirle de símbolo a funeral, para que el próximo elector que se cruce en un proyecto se quede quietecito y piense sólo en el puñado de cebada que le aguarda en su establo.

—¿Y tú qué sacas asustándome, niña? Eres una optimista muy potente.

Begoña se encogió de hombros, pero se apañó para que sus hombros manifestasen simpatía. Desde su punto de vista, que era tan hermoso como sus ojos dorados, estaban llegando a la parte positiva de la entrevista.

—Quizá tengas una oportunidad. —dijo, aceptando el tuteo.— Podría hacerte una «interviú» que leerán los terroristas. Te crearía una buena imagen. Diríamos, por ejemplo, que te pasaste media vida luchando contra Franco, según reconoció el Parlamento; que te encerraron alguna que otra vez, antes y después del Mayo del 68, y que tu máxima ilusión es una Euzkadi libre, marxista—leninista, gobernada, a ser posible, por un aizkolari.

—¿Tantas majaderías hay que decir para salvar el pellejo? Porque en 1968 apenas si había nacido.

Begoña exageró, sin duda, pero no estaba de acuerdo en que el “soberanismo” fuese una tontería, sino un derecho natural de los pueblos, y más aún de los que tenían un idioma pastoril repleto de kaes, equis y zetas.

—Hay otra cosa. —siguió como sin intención.— Nadie se ha creído que tú estuvieras en la calle Ferraz por casualidad, por mucho chándal y por mucha cara de infeliz subterráneo que te pongas. He oído que lo comentaban otros periodistas.

—¿Y por qué no puede uno pasar por esa calle, según se baja del Parque del Oeste?

—Pues hay quien dice que debes ser de “Los Servicios” y que andabas vigilando al general Martínez de la Chopera. Por eso mismo conseguiste actuar tan a tiempo. Reconoce que tu versión es mucha casualidad: no se la creerían ni al Josemari Aznar Primero.

—¿Cómo crees que, con esta cara, puedo ser del Cesid? Sargento del Imec en días mejores que estos, porque hasta había pelotones. Días de vino y galones, por así decir.

Begoña hizo unos gestos preciosos; adelantó los labios y, en general, cualquier observador hubiera jurado que manifestaba toda su simpatía por la causa del héroe acosado y le buscaba un beso, si bien no daba tres cuartos por la integridad de sus componentes.

—Lo tienes crudo. —le confirmó.— Creo que será mejor que empecemos cuanto antes a hacerte una nueva imagen. Quizá una transparente. Tal vez no podamos evitar que te conviertan en héroe, pero podemos presentarte como uno arrepentido. No estaría de más —añadió pensativa— que enviaras unas flores al muchacho herido. Sería un detalle de interés humano.

—¿Crisantemos o algo más alegre? Creí que la política sólo les pasaba a los políticos...

—Y a los que se meten donde no les importa. En fin: ¿Empezamos ahora mismo?

Josemari había quedado en comer con el general y así lo explicó. Cuando uno salva la vida de un general de división, lo menos que puede hacer por él es aceptarle una comida: hay una serie de obligaciones inherentes al cargo de salvador. No se pueden «obviar».

—¿Se dice obviar de veras o es más apropiado «soslayar»?

Naturalmente, Josemari prometía no echar en saco roto los avisos de Begoña. Cuanto antes aclarara que intervino en el asunto sin mala intención, por reflejo condicionado durante la época de Franco, en que el terrorismo estaba mal visto pues sospechaba que el Caudillo era un poco dictador, pues mejor. Begoña y él podían verse más tarde y poner por escrito un cántico general de la gallina.

—Pasaré por tu casa. ¿Te parece bien? Llevaré el magnetófono y ganaremos tiempo.

—Estupendo, estupendo. —Josemari consideró que debía añadir algo más de optimismo, para mantener las tradiciones del gremio de los héroes:— Bien, bien, bien. Espero que tengas una prosa capaz de emocionar a un militante empedernido.

—Pero aún no soy adivina. ¿Me das tu dirección?

Y el bueno de Josemari fue y se la dio

* * * * *

LAS LENGUAS MEJOR ENTERADAS, quiere decirse las lenguas de las cabezas mejor enteradas, que eran pocas (las cabezas) y tirando a silenciosas (las lenguas), mantenían una inconmovible unanimidad sobre un asunto que jamás interesó al gran público ni tampoco al pequeño: Federico, (A) El Siete, era el mejor. Tenían razón al cien por cien y Federico, (A) El Siete, era un tipo fuera de serie que daba mucho juego y que, en los momentos oportunos, donde ponía el ojo ponía la bala y donde ponía la bala, indefectiblemente había que colocar una lápida de mármol. Un Tiro Fijo a la española.

Federico era alto, delgado y fuerte, construido con una aleación ligera, pero de gran tenacidad, que anteriormente se había usado en la fabricación de navajas de Albacete. Si se descontaba la cicatriz que le cruzaba la nariz, carecía de señas personales notables. Tenía, eso sí, angélicos ojos de un azul tan pálido que era difícil decir dónde empezaba el iris malvado y donde terminaba la esclerótica asesina..

Su única debilidad conocida era que no podía resistirse a los cánticos de sirena de las máquinas tragaperras, a las que gustaba de averiar cuando le eran adversas, ya con destornillador, ya con un juego de imanes que tenía para el menester.

Federico era médico, aunque jamás descendió a curar ni un catarro si no le dejaban extirpar el pulmón. En su D.N.I, por innata discreción, no figuraba tal detalle. En realidad en su D.N.I no se hablaba para nada de él, sino de alguien llamado Armando Roldán Pérez, agente comercial colegiado, nacido, por capricho de Armando y Leonor, en Hospitalet de Llobregat un siete de febrero de 1957. Como se ve, Federico era reservado sobre su persona, del mismo modo que era amante de las emociones fuertes.

Este Federico anduvo por la sala de espera y escuchó al general y a Josemari explicar sus respectivos memorandos. Pasó el tiempo chupando un bolígrafo, en su caracterización de plumífero profesional. Así fue como El Siete no perdió detalle de la aproximación de Begoña cuando terminó el aquelarre periodístico y como se las ingenió para enterarse del argumento de la charla.

Tenía ojo Federico, (A) El Siete, de manera que se enmascaró en las proximidades de la puerta, fingiéndose compungido familiar de un recién operado de próstata. Estaba dispuesto a seguir a la moza que le había infundido graves sospechas.

Afortunadamente —aunque ello no hubiera sido un problema para El Siete, que aceptaba todos los desafíos— Begoña despreció los taxis, cruzó la Plaza de España sorprendiendo al aire con el vaivén de su minifalda tenística a braga vista y acabó tomando el proletario metro, Moncloa—Legazpi, con trasbordo en Sol, para volver a la luz y a la primavera en Príncipe de Vergara (antes Gral. Mola) y avanzar hasta una panadería de la calle Jorge Juan.

Federico, fingiéndose un joven viudo que hace la compra en un descanso de la oficina, acechó durante unos minutos en torno a la puerta de la Tahona Jorge Juan. Sólo al cuarto de hora entró a pedir tres pistolas, que harían cuatro con la suya.

En el establecimiento había mujeres; la una con aire de gallina clueca; la otra híbrida de chacha por alfabetizar y militante feminista, y la tercera, delgada y tristona, víctima de algún culebrón venezolano. Ninguna de las tres era Begoña, ni tampoco el hombre que repartía el pan: llevaba bigote.

Así se encontró Federico dueño de tres barras y de una información. Paciente, siguió todavía merodeando un buen rato y comiéndose trozos crujientes de dorada corteza. Por más que todavía no se puede percibir en toda su crudeza, valía mucho Federico. Tenía pálpitos que para sí quisieran los negros que escriben discursos institucionales.

* * * * *

A VECES UNO, EN SU CANDIDEZ, adquiere arquetipos fiado solamente en la información de la televisión y en los chistes de la prensa. Aquello del capitalista con sombrero de copa de Chummy, o aquello del capitalista con sombrero de copa y gafas de Forges.

Así es como hombres elegidos para fines más altos acaban representándose a los terroristas como seres encapuchados que viven en el interior de oscuras madrigueras llamadas zulos y que pasan el tiempo sacando brillo a las armas o poniendo los cebos a hermosos paquetes de Goma—2, Amonal o Gelignita.

Únicamente las mentalidades escogidas, con tracción a las cuatro ruegas y sólida cultura se los imaginan viviendo en pisos con ascensor y calefacción y hasta con lavabos aunque, eso sí, se los suponen al acecho, con el oído pegado a la pared, sobresaltados cada vez que suena el timbre y condenados a vagar por túneles do prospera el vampiro, expuestos a contraer palideces graves y privación de chacolí.

La culpa la tienen la televisión y los dibujantes humorísticos, porque no hay profesional que soporte, en el tercer milenio, tal esclavitud laboral ni la maquinaria ruidosa: la psicosis acecha al obreraje, de modo que la ETA ha estudiado a fondo la salud psíquica de sus matones y les facilita tan cómodos ambientes como cualquier otro empresario capitalista preocupado por la productividad de sus empleados o de sus vacas: mucha música.

El llamado Comando Madrid, antes llamado España, ése que ha sido varias veces desarticulado con arreglo a las mejores técnicas del márketing político, no es, en principio, un «comando», sino un grupo de personas tan perfectamente honorables como los conocidos sepulcros blanqueados. Disponen de trabajos fijos e independientes. Gracias a ellos se mantienen a salvo de la fatiga de combate.

Hay una panadería, como ya se está imaginando Federico, (A) El Siete, y también una librería muy luminosa donde se venden los libros de García Serrano, Palomino, Vizcaíno Casas y otros autores decididamente poco proclives al soberanismo y el chistu, que es, como si dijéramos, la polar de los encapuchados. Ni a la chapela. Luego existe un restaurante gallego que sirve unas nécoras que sólo son cangrejos distinguidos, y un taller de reparación de coches.

La gente funciona bien. Mantiene al día los ficheros con las rutinas de individuos pasaportables y usa un telefax para enviar, sin interferencias, los informes a su estado mayor, el encargado de pensar por mandato del reglamento y por disponer de la chapela más grande.

El tiempo se desliza para ellos como el agua clara de un arroyo. Cenan juntos algunos días festivos. Van al cine de uno en uno o en tumulto. A dos o tres les han robado en mitad de la calle como a cualquier hijo de vecino. Y cada mañana compran el ABC para que todos sepan los buenos sentimientos que les inspira la derecha de ladrillos refractarios.

De tarde en tarde se les comunica que dos o tres buenos chicos se hospedan en tal hotel, nunca inferior a tres estrellas, y allí les hacen llegar el estudio exacto, con planos y horarios, con fotos y croquis, para que los recién llegados hagan su trabajo sin sufrir situaciones desagradables ni perderse por esas calles.

Cuando esto sucede, los protagonistas de la matanza no llegan a saber nada del Comando Madrid, o sea, de la panadería, la librería, el restaurante y el taller. Sólo pueden acordarse de unos sobres, de unas instrucciones o de una maleta que les llega por mensajero al hotel.

Normalmente, tras el atentado, los ejecutores van al cine o al parque de atracciones. Tampoco les impide nadie aprovechar y hacer sus compras en El Corte Inglés, o correrse una solana, saboreando la decadente corrupción capitalina. Dinero no les falta e impunidad tampoco.

Lo tonto sería huir de Madrid, corretear por las carreteras donde les espera la rencorosa guardia civil, o esconderse bajo tierra en lugar de seguir tan a gusto, en un buen hotel, comiendo bien y, como simple medida precautoria, llevando una banderita española en la pulsera del reloj.

Así es como de verdad está montada la matanza urbana. Sin tratos directos con gentes de mal vivir ni con políticos ni con nadie. El Comando Madrid vigilaba como un buitre a quienes le ordenaban, auxiliado en muchos casos por el listín telefónico: rara es la víctima que no vaya a la misma iglesia, que no use el mismo garaje o que no compre la prensa en su kiosco habitual. ¿De qué sirve variar los itinerarios si se sabe siempre de dónde salen y adónde llegan? Para un terrorista bien instalado casi todo el monte es orégano y corre sólo los riesgos de la gran ciudad: la grúa, los cepos, los vendedores del semáforo y los chaperos excitados. Ni uno más mientras no se anuncie en las páginas amarillas.

Esta vez, sin embargo, se había roto la plácida rutina. Los dos muchachos forasteros, uno estudiante en Deusto dispuesto a pasarse originales vacaciones y otro ingeniero técnico en el paro, se habían dejado atrapar como patos y, de creer a Begoña, por un enclenque.

El mundo no iba a llegar a buen puerto con actuaciones tan lamentables. Si los luchadores por la libertad y la independencia no podían actuar en paz y a su antojo, a salvo de ciudadanos distraídos, habría que replantearse toda esa historia de los derechos humanos.

Esta vez le habían encargado a Begoña andurrear por las calles para asegurarse del normal desarrollo de la escabechina. No era aficionada a la sangre, pero le había tocado y, aunque tan arriesgado como confiarse a la seguridad social, por allí estuvo a la hora exacta y presenció como aquel hombrecillo, que era apenas chasis sin ninguna concesión a la carrocería, se volvía como picado por una avispa y se enzarzaba con los chicarrones.

Relató los hechos en la trastienda de la panadería. Javier, gordo, narizotas y con bata blanca desabrochada, desaprobaba el fracaso escandalizado. Era la primera vez que fallaba una cosa así, si uno no contaba las granadas contracarro lanzadas a Hernández Gil, pero ellos sabían que eran granadas de instrucción y que la misión, aun sin su muertecito y su velorio, había sido un éxito. En esta ocasión no sucedía lo mismo. Había caído una mancha en su brillante hoja de servicios y no era raro que a Javier le doliera el pundonor.

—Pero el general ese no llevaba escolta. —meditó el panadero a costa de indecibles sufrimientos.— ¿Crees que en el Ministerio le seguían la pista por algún otro motivo, Begoña, guapa?

—Ya sabes que en el Ministerio les sobra y que esa era parte de la operación. Estoy casi segura de que ha sido una casualidad verdadera.

—Casualidad... Si uno fuera a creer en las casualidades a estas alturas, dentro de tres meses andarían reinsertándonos, muchacha.

—Es un profesor de literatura. —explicó, sabiendo de antemano que para Javier tal profesión sería síntoma de locura grave— Si hay un tipo con pocas ganas de jarana es ése, te lo aseguro. Le he dicho que ahora él es un blanco de primera clase, de esos que se cuelgan sobre la chimenea ya disecados, y se ha llevado un susto de muerte. Está completamente arrepentido.

—No importa: hay que cargárselo, no sea que nos tomen por aficionados o maricas. Es cuestión de profesionalidad.

—Pues a mí me da pena. ¿Puedes creerte que me ha dicho su dirección a la primera, el animalito?

Javier se puso a meditar. No era exactamente un trabajo laborioso para él, pero se le notaba mal entrenado.

—Malo. —dijo al fin— Malo. Está allí. Ataja a dos chavales bien preparados y les detiene. Luego le explicas que le vamos a cazar como a un conejo y te da su dirección. Moza: ¿quién está cayendo en la trampa de quién? Hay gente muy mala suelta por el mundo, Begoña. Pocas cosas huelen más a trampa.

Mirado así, como aquel que dice atentos sólo a los parámetros objetivos, Begoña reconocía que el asunto tenía muy mal aspecto. El primero que se dejara caer por aquella dirección podía terminar mal. Pero ella había visto la cara de Josemari y creía imposible que fingiera tan bien.

—¡El nombre! —gritó, como quien dice eureka.— Está claro que no es una trampa por el nombre de ese tipo. Se llama Josemari Aznar González. Ya te puedes imaginar que ningún policía, ninguno del CESID—como se llame, daría un nombre semejante: es llamar la atención demasiado.

Javier volvió a abismarse en sus circunvoluciones euskaldunas, sólidas y no especialmente sutiles, y preguntó la solución al oráculo de sus antepasados.

—Josemari Aznar González... —aquí rumió un poco más el nombre. —González, ¿qué?

—Hay chacurras muy osados.

—Demasiado parecido. Demasiado para no ser una imitación. Ya veo los titulares: Josemari Aznar captura con sus propias manos a dos peligrosos etarras. Josemari Aznar salva de un atentado al general de división don Fulano de Tal. Josemari Aznar es primo de Superman, lo menos. El tío ese, por mucha cara de pajarito que tenga, es uno de Presidencia, y de los más peligrosos. De esos entrenados para matar. Ojo, Begoñita.

Begoña hacía lo posible por ver la luz, pero sin la gloria del éxito. Observó en directo la acción y charló con el héroe, de manera que su intuición de mujer sabía que el tal Josemari era un tímido cobardón súbitamente metido en follones, porque la vida da muchas vueltas y hace bailar de coronilla al que menos se lo espera.

—Los nuestros no nos conocen y robaron el coche por sus propios medios. O sea, que cuando hablen, no tenemos de qué preocuparnos. En el hotel no hay nada peligroso. La trampa viene del otro lado, del pajarito. Debe estar dando su dirección a todo el mundo, y el primero que se presente por allí...

Javier suspiró, impresionado por la malévola inteligencia de los servicios de Presidencia: unas veces palmadas y otras, cantazos en los dientes.

—No hay ni que soñar en cazarle allí. —pero el dormido coraje racial se le encabritó en el pecho:— De todas formas hay que sacrificarlo antes de una semana. Si pasa más tiempo ya no será noticia.

Le fastidiaba la esclavitud que los tiempos modernos imponen a la política honesta. Todo se ha de hacer pensando en la publicidad y, claro, de prisa y corriendo es muy fácil caer en la chapuza.

—Tienes que averiguar más cosas de él, Begoñita. Que no se te note nada y no le des pistas de ti, que seguro que investiga a todos los que se le acerquen. Mucho ojo, niña. Es un hombre peligroso.

* * * * *

AL HOMBRE PELIGROSO LE HABIAN DADO una camisa y una corbata porque a la mujer del general Carlos Martínez de la Chopera le pareció mal ponerse a cocinar para invitados después de aquella emotiva mañana en la que frisó la viudez. La solución mejor y más segura era irse a comer a El Alcázar, al restaurante a la carta de aquella residencia militar. Para entrar en él se exigía, gracias a Dios, llevar la corbata del hombre civilizado y rebasar la vigilancia de los guardas jurados.

Salían muchos comensales: el coronel que tan bien se había portado y su mujer. El ayudante de su marido. La hija con el novio, que contemplaba ahora a su futuro suegro bajo otra luz. Y el salvador de la familia, del que la buena señora, influida por el chándal, sospechaba que tendría problemas con los cubiertos.

A última hora raro sería que no se les añadiera algún oficial de escolta. Además, corrían el riesgo de ser interrumpidos por locutores o por cámaras de televisión que no suelen tener ningún respeto por los entremeses o por las chuletas con patatas.

El general, por su parte, se sentía como cuando en Arcila había experimentado con la grifa: exultante, que es una forma culta de estar alborotado. Más tarde, y a solas, tendría que concentrarse sobre el por qué del atentado. Ya le había recomendado semejante ejercicio el coronel, que había hecho muchos cursos y manejaba con soltura la mente.

Por muchos generales por kilómetro cuadrado que tenga Madrid, es forzoso admitir que el terrorismo, como los políticos profesionales, discrimina a la hora de escoger a sus víctimas. Martínez de la Chopera, por ejemplo, en la última semana había hablado demasiado sobre cierto proyecto secreto para poner a Melilla bajo la administración conjunta de Marruecos y España. No lo podían hacer los socialistas sin resistencias, pero sí los liberales.

Puede uno imaginarse que aquella fiesta estuvo bien guardada. Ni Salomón, en todo su esplendor, dispuso de tanto jenízaro: casi los de un subsecretario. Había personas de cuatro secciones distintas y, sobre todo, Górriz, archiespecialista que llevaba dos años tras la pista del Comando Madrid y del que algunos envidiosos comentaban que no hay más Dios que Alá ni más policía que Górriz.

Decían malas lenguas, y algunas que no lo eran tanto, que Górriz, además de estar loco, era una mala bestia. Lenguas hay de todas las medidas, mientras que el vero Górriz era de clase extra y había hecho cuestión de honor dar con los terroristas.

Tipo amargado. Charlatán como un cartujo. Miraba torcido desde mucho antes de pasar al contraterrorismo y se mostraba siempre desconfiado, como un masón en el momento de ponerse el mandil. Tenía, además, la mano larga; mentía por costumbre; abusaba de su autoridad; jamás había consultado el Espasa para leer la acepción oficial de «disciplina» y disfrutaba apretando las tuercas a los sospechosos y absorbiendo coñac barato como una bomba aspirante. Más que un policía era una locomotora con demasiado vapor en la caldera, pero valioso y listo.

Por eso figuraba también entre los que protegían aquella reunión. Algunas ideas, fabricadas de artesanía por su industriosa cabeza, le hacían imaginar que el próximo movimiento de la ETA se llevaría a cabo sobre uno de aquellos dos tableros: el del general, para corregir el fallo, o el de Josemari, para escarmentar a los aficionados.

—O contra los dos. —le decía su espíritu de la contradicción, siempre rebelde.

Perseguir a la ETA no era un simple trabajo. Bien es cierto que no amaba a sus semejantes, a ninguno, y que difícilmente se dolería de alguna muerte: era de los que se llevaban el bocadillo a los funerales.

No. A él, nada menos que a Górriz, la Eta le había hecho estallar una bomba bajo los pies. Desde la época en que el hombre había sido expulsado del paraíso no existió serpiente más rastrera que la que usaba la ETA para adornar el hacha de su emblema.

Górriz salió de entre un montón de chatarra y cadáveres con graves heridas. No sabía siquiera qué sangre era la suya. Desde entonces los terroristas y él tuvieron un asuntillo personal y un día u otro llegarían a las manos. Los que él cazara, además, tendrían difícil la reinserción si monseñor Setién no recuperaba su poder, se metía en milagritos y los resucitaba, porque Górriz no olvidaba que andaba por el mundo con dos palmos de intestinos menos que los reglamentarios, sin bazo, y con unas costuras que habían hecho exclamar a más de una mujer que el poli les recordaba un plano de carreteras.

Se había conseguido un asiento de primera fila en el restaurante «de corbata» de El Alcázar, compartiendo los manteles con un muchacho al que entrenaba para esbirro mientras le enseñaba el abecé de la cacería y del ojeo. Desde allí veía no sólo la mesa de las cuasi víctimas, sino también a dos del grupo de información de la guardia civil, a dos de Presidencia, a un inspector de la comisaría de Universidad y a tres tipos grandotes que, a la fuerza, debían de ser de alguna unidad de policía militar. Posibles etarras, ninguno, puesto que los camareros eran de confianza y no habían llegado los políticos.

La comida aquella del general y del mozo del chándal le parecía bien a Górriz, pues partía del conocimiento de que los insensatos corren menos peligro frente al terrorismo. Los asesinos, tras el atentado frustrado, podían haber previsto un nuevo golpe con arreglo a los hábitos del general: pero difícilmente se les podía ocurrir que don Carlos Martínez de la Chopera, luego del tiroteo, fuera a banquetearse por ahí. En cuanto al otro paisano, un absoluto desconocido, no correría verdadero peligro hasta que la ETA le hubiera vigilado y dispusiera de suficiente información sobre él.

Por supuesto que Górriz, gracias a la tecnología punta, ya sabía lo necesario: treinta y cuatro años, sargento de complemento, profesor de lengua, domiciliado en la calle de la Luna, en un piso compartido sobre el que ya se había establecido una discreta vigilancia. Los terroristas podían saberlo también por cualquier otro medio o por algún maldito infiltrado, que los había.

Górriz razonaba que el general no volvería a ser atacado. Primero, se dijo con los entremeses, porque el general andaba tan alerta como perro al que acaban de cortar el rabo. Segundo, porque se le mantendría una escolta. Y, tercero, porque si le mataban en partido de vuelta sería mucho menos el impacto publicitario sobre la gente.

La cosa cambiaba con el otro tipo. La ETA podía tomárselo como un asunto personal, como un pésimo ejemplo para la ciudadanía, y liquidarlo para escarmiento. Claro que también podían dejarlo correr, porque la importancia del hombrecillo era mínima. Seguro que, metódicos como eran, los terroristas indagarían sobre Josemari Aznar, qué sarcasmo, y en eso confiaba Górriz.

Mal comparado, el profesor haría las veces de perdigacho, atrayendo con sus cánticos a los otros pájaros, y allí estaría Górriz con la escopeta a punto. ¡Buena caza, compañero, buena caza!

* * * * *

TODAVÍA HABÍA ALGUIEN MÁS EN EL ALCÁZAR aquel día. Si cualquiera, llevado de celo profesional, le hubiera pedido el DNI, sabría que se trataba de Andrés Piris, gerente de Bisba, Bisutería Balear, en viaje de cachondeo con dietas. Allá el que se lo creyera, desconociendo que estas cosas pueden pasarle a cualquiera que trabaje a sueldo del Estado. Andrés Piris era el teniente coronel Fulgencio Coll, que cogió la afición en el viejo Servicio de Documentación de Carrero Blanco, hoy muerto pero mal enterrado.

Fulgencio Coll había comprobado que el restaurante no admitía ni un espía más. Se había quedado en el bar desde el que arrancaban las escaleras al comedor. Tomaba cocacola con rodajita y revistaba el tráfico humano. El teniente coronel Coll, como algunos semidioses, participaba de una doble naturaleza: era un gato al acecho y, por otro lado, un perro viejo: la combinación de ambas virtudes le convertía en un cazador solitario, dispuesto a hacer un buen trabajo y a dar, no con un asesino, sino con el centro de los asesinos en aquel Madrid babilónico. Le movía la profesionalidad y, también, el convencimiento de estar luchando en una guerra por España en la que muchas trincheras habían sido substituidas por despachos oficiales.

A veces leía en la prensa que no se acogotaba al terrorismo por falta de voluntad de hacerlo. Pues él, sin ir más lejos, tenía más que todo el Parlamento junto y, encima, sin la servidumbre de echar discursos sobre las masas desprevenidas.

Sabía, claro, que la política interfería mucho la cacería, y que una cosa era atrapar, cada varios meses, al fantasma del Comando Madrid, y otra muy distinta decidirse a aceptar una batalla por la paz, con todas sus consecuencias. O sea, con morteros y bayonetas. Soberanismo y ni siquiera a España le quedaba soberanía.

Los dos terroristas trincados por la mañana, por ejemplo, habían resultado tan boquiflojos como de costumbre: sin chapela se vuelven pusilánimes. Luego, también como de costumbre, jurarían haber sido torturados. Pero los tipos respondían sin reparos a las preguntas formuladas con exquisita corrección, y hasta apelaban a la Convención de Ginebra para ser tratados como miembros de un ejército regular.

Habían llegado en tren el día anterior. Se alojaban en un hotel discreto y cómodo y allí les habían entregado, vía mensajero, un sobre con todas las instrucciones y un paquete con las armas de fuego. Eran unos simples ejecutores que, la tarde anterior, reconocieron el campo de operaciones antes de ir a hacer unas compras particulares a La Vaguada y luego meterse en un café teatro.

No conocían a nadie en Madrid. No habían visto a nadie. Encima, no habían llegado ni a matar ni a herir y, por supuesto, seguían insistiendo en que las armas las llevaba el hombre del chándal, se contradijeran o se contradizcaran, los cínicos. Cuando les mostraron los documentos que estaban en su habitación se echaron a reír y afirmaron que la policía centralista los había puesto allí en un acto de malevolencia hacia el pueblo vasco.

El teniente coronel Coll sabía que no sacarían más de ellos, como sabía que los «informativos» de ETA, tarde o temprano, se aproximarían a Josemari Aznar. Era probable que, en principio, no creyeran que se trataba de un auténtico elector que regresaba de orear sus pulmones y hasta que sospecharan algún truco. Antes o después le vigilarían, y allí estaría Coll, arma al brazo y en lo alto las estrellas, para tratar de descubrirlos y echarles algún mal de ojo a través del punto de mira de su pistola.

* * * * *

SI USTEDES SABEN A LO QUE NOS REFERIMOS, ser héroe por un día es una especie de tiniebla. Al que le toca la china, le empiezan a dar palmadas en la espalda y a descubrirle virtudes que ni su madre, en un momento de optimismo, hubiera visto.

Josemari sabía bien hasta qué punto era heroico y juraría que, si el terrorista no le da aquel codazo, habría huido de allí como una lagartija al escuchar el primer disparo. Cuando no hay otra cosa, las circunstancias lo son todo

Se alegró de que aquel follón sirviera para salvar la vida del general que ahora le estaba abrumando con su agradecimiento. Hubiera quedado igualmente bien invitándole a un vermú en la esquina y, caso de parecerle poco o de mala marca, enviándole una caja de puros en Navidad. Pero el zipizape debió abrirle el apetito y no le soltó hasta tenerle sentado en El Alcázar, rodeado de víveres por el norte, por el este y por el oeste. Pero, lo peor, las personas sometiéndole a interrogatorios de confesionario:

—¿Es usted casado? —otros preferían lo contrario:— ¿Es usted soltero?

—¿Qué piensa del terrorismo? —Ya se sabe que una de las principales misiones de un héroe que se precie es pasarse el día elucubrando sobre esto y aquello.

—¿Es usted de Madrid?

—Del Atleti

—¿Dónde vive usted?

¡Que le asparan si lo decía! Ya le habían advertido de que anduviera con cuidado y, mientras no se demostrara lo contrario, hasta los filetes a la pimienta verde tenían orejas o magnetófonos.

Josemari aliviaba la tensión pensando en una periodista, muy buena chica, que se había apiadado de él. A juzgar por su busto, debía esconder un gran corazón. Begoña se llamaba, y a él le atraían las mujeres cuyo nombre empezaba con be, como Brigitte Bardot o Barilyn Bonroe y Bea. Begoña, pobrecita, opinaba que había un cierto riesgo de que le dieran el matarile. Las mujeres tienen un sexto sentido que no conviene echar en saco roto.

Siempre podía resultar que la ETA se tomara a mal el asunto de la mañana. Según Begoña, alguna mente, calenturienta además de vasca, sería capaz de creer que Josemari era un escolta de general o hasta un ultraderecho de esos que quieren quitar el pan de la boca del político.

Era probable que le consideraran un enemigo y decidieran librar a la sociedad de sus servicios, si saben a lo que nos referimos. O sea que, por motivos de salud general, era conveniente no soltar prenda en lo que tocaba a su dirección. La casa de un español es su castillo. ¿O es la casa de un inglés? La del español pasa por ser la de Tócame Roque

Hay que decir que la gente es muy amable con los héroes amateurs. Josemari sospechaba que le tomaban por un patriota ferviente, y conste que no tenía nada contra la Patria, salvo que una buena porción de ella para reparar en él había necesitado que se liara a tiros. Se ve que con el ruido no tuvo más remedio que mirar y allí estaba él, en chándal, con un susto de todos los demonios.

A su lado el general hacía belicosos sonidos, valiéndose de la sopa y del equipo estereofónico de su nariz. Pese a su aire aguerrido, Josemari se daba cuenta de que un fuerte lazo de cariño se había establecido entre los dos: quizá, a los postres, Martínez de la Chopera le propusiera adoptarle. Su mujer, en cambio, se hacía un lío a causa del nombre:

—Josemari tendría que hacer algo en serio contra el terrorismo. Quiero decir Josemari Aznar. Oh, bueno. El presidente, ya sabe usted.

Levaba desde el 90 oyendo hablar del falso Josemari González. Falso, por lo menos, en el sentido de que no era él... Pero así funcionaba aquella comida mientras Josemari parecía ejercer sobre todo el personal visible una fascinación fatal. ¿Le gustaban las ostras? Sí. ¿Pero acaso menos que la langosta, ese carro de combate de los mares? ¿De manera que sargento de Infantería? ¿En qué regimiento había hecho las prácticas? ¿Qué opinaba él, en su sabiduría, del Ejército?

En estado silvestre, sin estar acorralado por coroneles y generales, pensaba que el ejército necesitaba unas cuantas reformas, como añadirle gente, pero hechas por amigos en lugar de por enemigos de colorines; una manita de pintura y, muy especialmente, dejar de escatimar el material y de atarlo con alambres. Pero en aquella delicada situación le pareció oportuno ver el lado bueno de las cosas:

—Glorioso.. —dijo sin comprometerse.

—Sí. —dudó el general— Puede que ya sólo le quede la gloria de otros días. Su viejo y multicolor esplendor.

El antiguo sargento reconoció las huellas literarias del himno de la Infantería: El esplendor de glorias de otros días tu celestial figura ha de envolver, y todo lo demás. Pero sabía que cuando los militares critican al ejército no conviene ayudarles: encajan mal la colaboración en este campo.

Además, las conversaciones duraban poco. Cada tres minutos exactos, comensales de otras mesas se acercaban con la mano por delante:

—Mi general, ¡cuánto me alegro de que esté bien!

—¿Conoces a Josemari Aznar? —preguntaba el general, creando no poco desconcierto. La gente ponía cara de pensar que Martínez de la Chopera había sido alcanzado por un golpe en la cabeza y, bajo sus efectos, creía estar comiendo con el presidente. Luego no había más remedio que hacer levantar a Josemari, el Héroe de Ferraz.

—Le debo la vida. —concluía indefectiblemente el general.

El interesado estrechaba manos que quemaban de patriotismo y otra vez a la comida, hasta que llegaba el siguiente turno y volvía a plantearse la cuestión de si conocía o no a Josemari Aznar.

La última interrupción, cuando el general hacía panegíricos sobre el café en relación con el cerebro y Josemari acababa de liquidar una naranja helada, la protagonizó el mismísimo JEME, lleno de amistosa unción pese a vivir en las alturas de las cumbres borrascosas.

—Oye: —le dijo al general— Que ahora mismo viene el ministro con la televisión.

—Por cierto —le respondió don Carlos, siguiendo una reciente tradición— ¿Conoces a Josemari Aznar?

El teniente general, con no poca precaución, echó un vistazo, parecido a una patrulla, sobre las mesas adyacentes, no fuera a estar allí el vero Josemari de la Moncloa. Luego, como todos los anteriores, inspeccionó en detalle la cabeza de Carlos Martínez de la Chopera, en busca de huellas físicas, chichones o restos de fuga de masa encefálica que explicaran la pregunta.

—Este señor «también» es Josemari Aznar. Me salvó la vida con absoluto desprecio de la suya.

Eso no era verdad, pero con el estómago lleno Josemari no tenía costumbre de contradecir o contradizcar a los generales de división en presencia de un JEME, príncipe de la milicia. Se dejó estrechar la mano y procuró dar a entender que, a lo mejor, aquellos terroristas estaban un poco desentrenados. Luego, como el advenimiento del ministro le pareció excusa de superior rango, propuso eclipsarse.

—De ningún modo, de ningún modo. —dijo aquel JEME implacable.— Usted es el héroe de la jornada. —le miró en detalle, tratando de percibir sus ocultas virtudes. Debió de fracasar.— ¿Sabe usted que no se parece en nada a Josemari Aznar?

—Quizá con un régimen de engorde... —aventuró Josemari, presto a complacer.

El general de la Chopera que, con el estómago cuidado, había recuperado ya algunas de sus facultades intelectuales, se apresuró en cambiar de tema y subió las escaleras pidiendo raciones complementarias de coñac.

Coñac gabacho o güisqui británico, de todo iba a necesitar Josemari para afrontar, a la vez, a un ministro y a la televisión.

* * * * *

HABIA UNA CORRIENTE DE PENSAMIENTO que insistía en que a Federico se le llamaba El Siete por reflejo de James Bond, 007 con licencia para matar. Otros, los materialistas, oponían que lo de El Siete le venía de la costura que campeaba sobre su altanera nariz. La verdad, como siempre, no tenía partidarios, porque Federico se llamaba El Siete por ser el séptimo hijo de un matrimonio católico, no poco apostólico y nada romano, que le tuvo ocho años después que a su anterior hermano, cuando papá y mamá creían haber terminado con su ciclo reproductor y dedicaban su pasión a las quinielas.

El Siete les salió algo raro, todo hay que decirlo, pero siempre fue un hijo cariñoso que les escribía dos postales al año. El candor de la juventud y cierta avidez por el dinero fácil le llevaron a cursar medicina. Descubrió muy tarde, cuando ya era médico, que no sentía el menor interés por la salud de sus prójimos y que el dinero fácil ya se había desviado a otros campos de la actividad humana. Entrenado como estaba en destripar cristianos y manipular cadáveres, se metió en la política práctica y, hoy por hoy, estaba a sueldo de un grupo de despiertos empresarios que tenían cuentas que saldar con la ETA.

Por si se presta a torcidas interpretaciones por parte de periodistas plumíferos, es necesario disipar la sospecha de que Federico fuera en tiempos del Gal, qué risa. A él le pagaban empresarios franceses multinacionales que contraatacaban por cuenta propia, en defensa de sus intereses, convencidos de que el distraído Estado Español no se los protegía de ningún modo desde que la dulce Francia cazaba terroristas por él. El Estado Español, por lo visto, había encontrado un buen laurel, y dormía sobre él, ligeramente anestesiado para no ser estorbado por los gritos de Bush.

La orden no era despachar al comando Madrid, sino identificarlo y, con esa información, pactar una duradera tregua que permitiera los placeres económicos de la paz, y las delicias de Capua. Incluso sería fácil sugerir al terrorismo que cascara a ciertas compañías japonesas, si es que no podía resistirse a la lucha contra el capitalismo opresor.

El bueno de Federico, El Siete, valía para su trabajo. Sabía, por ejemplo, que por dinero baila el perro, que conviene dar a uno pan para llamárselo, y que todos los hombres tienen su precio, en papel moneda o en especie. Una sólida preparación filosófica.

Además tenía olfato. Olió a Begoña con la facilidad con que un braco husmea a una pintada. Fue una feliz corazonada, porque una chica que sale de entrevistar a una víctima del terrorismo no suele tener motivos lógicos para irse a encerrar en la trastienda de una tahona de la calle Jorge Juan.

Tras una hora de espera, la chica salió en busca de espacios abiertos. Lejos de ir a la deriva, la longitud del paso y la abstracción de su rostro hacían suponer que seguía un rumbo previsto en su plan de vuelo. Se desplazaba, de Este a Oeste a unos buenos cinco kilómetros por hora, a pesar del viento en contra. El cielo era azul, pero ese detalle no parecía motivarla para convertir el trotecillo en paseo.

Quizá a causa de una malformación congénita de su cerebro, no tomaba precauciones. No miró atrás ni una sola vez; no utilizó ni un maldito escaparate como retrovisor; no dio un alegre rodeo ni trató de confundirse entre la multitud de los grandes almacenes.

Se portaba con la inocencia de una oveja y era evidente que se sentía por completo a salvo, tan inmune como un parlamentario con tres legislaturas de experiencia y cargo en el Consejo de Europa.

Llegó por fin a un lugar llamado «El Palacio del Percebe. Restaurante Gallego». Como sucediera en la panadería, El Siete no descubrió a Begoña entre el público cuando entró algo más tarde, así que se quedó copeando en la barra y viéndoselas con un rojo pulpo que era manteca pura. Una larga práctica en el acecho le había dado conformidad y mil trucos para matar el tiempo. El pulpo a la gallega era uno de ellos; el ribeiro, otro. Su lema podía resumirse así: carpe diem.

* * * * *

BALBINO, QUE YA SON GANAS DE LLAMARSE cuando uno es clandestino, ejercía de monarca absoluto desde sus cazuelas: amaba restaurar a los maketos. El panadero Javier ya le había puesto en antecedentes por teléfono: un Josemari Aznar que aborta una acción bien planeada y salva, a mano, a todo un general sentenciado por la fuerza de la estrategia política, es más sospechoso que una ley de expropiación forzosa.

Balbino había meditado con la fuerza que le prestaban todas sus arrobas y, como estaba tocado de cierto desprecio hacia los demás, propio, según decía él, de los de su altiva raza, consideraba que valía la pena arriesgarse y ver qué había detrás de aquellos hechos extraordinarios.

Begoña debía de ser cauta, por mucha cara de pajarito que le viera al tal Josemari. Debía de averiguarlo todo y tomar nota de las costumbres diurnas y nocturnas del metomentodo. Luego Balbino, que para eso era el jefe, decidiría con conocimiento de causa.

Begoña, en cambio, tenía su particular concepto de la disciplina y el difícil vicio de pensar por su cuenta. Matar a un profesorcillo encanijado no sólo no tendría mérito, sino que podría parecer una simple chapuza. Mala gente habría capaz de decir: «Así, cualquiera». En cambio sería mucho más propagandístico convencerle para que hiciera declaraciones a favor de la autodeterminación, de la “kale borroca”, de Batasuna y hasta podría recitar versículos de Sabino Arana si se le motivaba bien.

¿No tendría su impacto que el hombrecillo, después de salvar a todo un general centralista, se arrepintiera públicamente? Begoña era capaz de hacerle pedir perdón por sus excesos filantrópicos y hasta de enseñarle a dar la patita moviendo el rabo.

—Es un hombre tímido. Le cuesta mirarme a los ojos, Balbino. Te aseguro que, con un poco de tacto, podemos convertirle en el mayor éxito propagandístico desde la muerte de Txomin. Cosa buena para nuestra hoja de servicios. Imagínate los titulares: Josemari Aznar se disculpa con ETA. Josemari Aznar a favor de la Autodeterminación. Josemari Aznar entona cánticos electorales de Batasuna, ilegalizada sólo de palabra.

—Mientras no sea un hombre de Ballesteros... —suspiró Balbino, suspicaz: hacían falta varias yuntas para sacarle de una decisión.

Si tú le enviaras una carta con membrete oficial, explicándole con detalle las desagradables perrerías que puedes hacerle y lo irreconocibles que pueden quedar sus restos después de tu patriótica intervención, te aseguro que nos apuntamos un éxito mayor que el del bombardeo del Ministerio del Ejército o el de la captura del Comando Madrid—España.

—Tal vez. Quizá. —dudó Balbino— Pero conste que sigue mereciendo que lo despanzurremos. El terror, hija mía, es como la caballería andante: tiene sus códigos.

* * * * *

SI UNO NO SE DEJA LLEVAR POR EL ESNOBISMO ni se deslumbra por el boato arábigo de una cara famosa entrevista en un Salón Mudéjar como el de la Residencia El Alcázar, resulta que un ministro se parece mucho a un ser humano con pies de puntillas y costumbre de dialogar con huevos. ¿Cómo les diría? Un ministro se compone de cuerpo y cargo y, en lo que respecta al cuerpo, no hay nada nuevo bajo el sol.

Apenas habían llegado el JEME, el general y Josemari al Salón Mudéjar cuando se les apareció en todo su esplendor, sonriendo como si fuera un viajante dispuesto a venderles docenas y docenas de sábanas, de cajas de botones y de pasamanería surtida, y venga de estrecharles las manos con la vista baja, quizá para vigilar posibles patadas: un ministro con más de un año de ejercicio está ya resabiado.

—¿Cómo está usted? —les decía, uno a uno, con aquel acento que resonaba como catedral.— Mi general, ¡qué alegría tengo!

Hizo sentar a su lado a Josemari y se puso a palmearle la rodilla como si fuera la cabeza de un niño bajito. Sin duda era un acreditado método político para crear climas de confianza, aunque ciertos travestís usan maniobras semejantes cuando la pasión empieza a cegarles.

—Cuente, cuente. Usted me ha salvado a un general. Usted es el héroe del día.

Josemari, como el resto de los héroes, sabía que en esa profesión se aprecian la parquedad, el laconismo y, si hay comida por en medio, la frugalidad. Los espartanos hicieron aquello de Las Termópilas por no escatimar virtudes así. Por eso no consideró necesario comunicar a su excelencia que, si le volvieran a dar un codazo por encima del bazo bajando por la calle Ferraz, correría como un podenco hasta no ser más que una borrosa mancha en el aire matinal.

Se ciñó, pues, a los hechos, omitiendo los estados de opinión, delicadeza que conviene tener con los ministros de Defensa. Acabó el relato del heroico episodio con un encendido canto a la paz, algo así como:

—Ya va siendo hora de que les demos nosotros a ellos.

Conviene advertir que la autoridad a él adyacente sonreía como actor de cine, miraba como una estrella, pero no lo era, así que no respondió a la última proposición del profesor. Más aún: le soliviantaban los que no entendían la urgencia de la negociación.

—Creo —dijo, guiñando los ojos a la hermosa lámpara del techo— que, cada día que pasa, el terrorismo se siente más acorralado. El hecho de que falle en sus atentados es una señal más de su nerviosismo y de su falta de preparación.

Gracias a aquellas sentidas palabras Josemari pudo comprender que las cámaras de televisión estaban grabando la escena patriótica.

—El terrorismo —siguió el ministro con la soltura del galán que se dispone a besar a la protagonista— , el terrorismo, ¿eh?, es una conducta inmadura. Quisiera que nos desestabilizáramos. Quisiera que le respondiéramos con su mismo lenguaje.

Dijo aún las demás cosas hermosas que le faltaban por decir y lo hizo con tal unción que Josemari mismo quedó convencido de que todo aquello de la calle de Ferraz había sido una pintoresca anécdota que bien se podía pasar por alto.

A continuación, el general Carlos Martínez de la Chopera explicó sus primeras impresiones, más o menos bajo el lema «salvado de las aguas». Aunque algunos decían que dar la sangre es cosa que entra en el contrato laboral de todo militar, en su caso no darla había servido para demostrar dos cosas importantísimas: que los ciudadanos anónimos, como Josemari, seguían siendo capaces de reacciones heroicas, aunque democráticas, faltaría más, y que la ETA andaba algo floja de puntería.

—¿Ha reivindicado el atentado alguna organización, señor ministro? —preguntó entonces el locutor, que vivía de su sueldo.

—No, no. Nadie se lo ha atribuido.

—¿Cree usted que ha sido la ETA? —insistió el locutor, ya decididamente en busca de un ascenso.

—Cabe esa posibilidad, ¿eh?. Cabe, cabe, pero hemos de asegurarnos. Somos serios, nosotros. —advirtió el ministro, guiñando confidencialmente los ojos a varios millones de telespectadores.

A continuación fueron por Josemari, que refulgía bajo los focos como una canica de vidrio:

—¿Qué piensa usted del terrorismo, señor Aznar?

Recordó a Begoña y digamos que su lado sensato le advirtió de las complicaciones que puede sufrir un pobre profesor que se mete en pendencia con tipos que, donde ponen el ojo, ponen la bomba. Estaba poco motivado para ofrecerles la otra mejilla:

—Pienso muy mal. —advirtió.— Uno de ellos me ha abierto la ceja, me ha partido el labio y me ha dejado este pómulo que casi no se puede distinguir de una lombarda. El otro, si no espabilo, me cose a tiros. Me parece un tiempo bien invertido el que uso en pensar mal.

Sabía que no estaba bien visto en sociedad decir que quien a hierro mata a hierro debe morir y otras cosas tomadas del Evangelio, porque el Evangelio no es solamente poner la otra mejilla. De todos modos, moderó la chispa de sus bujías, metió la primera y avanzó con precaución por la senda constitucional, más democrático que un arzobispo posconciliar después de asistir a una conferencia de Helder Cámara.

—El terrorismo —advirtió, consciente de su originalidad— está en el cepo. En habiendo democracia, carece de justificación, porque la democracia lo acepta todo. Tiene que cambiar las bombas por las palabras y, siguiendo un ejemplo bucólico, hacer rejas de arado con el acero de sus metralletas.

Todavía tuvo tiempo de añadir otras lindezas de la misma cosecha bajo la mirada alerta del ministro, que sospechaba que allí había tomadura de pelo, pero carecía de pruebas. No es que la inteligencia de Josemari fuera tan espesa como la de un diputado, pero quería darle un alegrón al bueno del ministro de Su Majestad y, a la vez, no hacer un feo muy gordo a los terroristas. Con gente tan peculiar y flamígera, siempre con una metralleta en la alacena y su poquito de goma—2 en la fiambrera, mejor era granjearse la amistad de quienes le pudieran proteger.

El general aprovechó un descuido de la cámara para enviarle una mirada no poco desconcertada. Se había comido sus manjares, había encharcado el gaznate con sus vinos y ahora le salía con versiones oficiales y descafeinadas. Puede que, al mirarle así, Don Carlos Martínez de la Chopera llevara razón, pero, si después de enfrentarse con los terroristas, Josemari se indisponía con los políticos, ¿cuánto valdría su pellejo a partir de mañana?

Estaba tan ensimismado haciendo semejante presupuesto que no se enteró de que el ministro, cambiando lo lírico por lo épico, le llamaba paradigma de no sé qué, ciudadano de la democracia y ejemplo vivo —hasta el momento— de que el pueblo, o sea, él, rechazaba la violencia viniera de donde viniera. Se hallaba, sin duda, confuso con las direcciones, pero no era el momento de corregirle: viene del Norte, señor Ministro. Viene de la extrema izquierda.

—La democracia, como demuestra este señor, ¿eh?, es irreversible. Los ciudadanos la defienden no sólo en las urnas sino en las calles: muestra acabada del Patriotismo Constitucional. Los ciudadanos saben que no podemos caer en la trampa. —terminó, dejando a todos bajo la impresión de que a la democracia le daban caza como a una liebre.

Luego, «off the record», cuando chocaban las copas, sonrientes, el buen ministro preguntó a Josemari si albergaba algún temor en el fondo de su ánima.

—Usted está bajo protección oficial, ¿eh? —le dijo— Usted no tiene que preocuparse por nada.

En vista de lo cual Josemari se empezó a preocupar, porque sabía hasta qué punto fiarse de las promesas políticas. Su esperanza, según lo veía entonces, residía en hacer lo que le había sugerido la chica mona de la mañana, angelito: convertirse a EKIN, cualquiera de fuera, y, si era necesario, enviar bonitas flores a los dos muchachos de las metralletas. Crisantemos, no.

Curándose en salud, por un capricho de su díscola mente, empezó a componerse epitafios. Estaba a punto de escribir los tres que le parecían dignos de pasar a la semifinal cuando un hombre, que era todo cejas y labios apretados y parecía esconderse tras gruesos costurones, dijo ser de la Brigada Antiterrorista y llamarse Górriz.

Górriz pertenecía a la misma escuela psicológica del ministro y empezó comunicándole que no tenía nada que temer, porque el Comando Madrid elegía a sus víctimas sólo entre las fuerzas armadas.

—Si usted muriera —siguió, empeñado en tranquilizarle— la ETA desestabilizaría mucho menos que cargándose a un guardia civil. No sería usted un buen negocio para ellos, si es que le interesa saberlo. Los terroristas son muy mirados en estas cosas.

—No obstante —siguió, cuando juzgó que ya estaba tranquilo— , vamos a ponerle vigilancia. Tal vez sientan curiosidad por usted y se le acerquen. Sería una oportunidad estupenda para detectarlos.

—Vendrán, como aquel que dice, sin malas intenciones y sin granadas, ¿no es eso? Sólo a que les detecten

—Por supuesto, por supuesto. —siguió Górriz, dando gracias al Altísimo por haber tropezado con un cretino que le facilitara las cosas.— Según yo lo veo, los terroristas están locos de atar, posiblemente a causa de una mala y abundante alimentación. Saben que usted ha conseguido detener a dos de ellos y eso debe causarles perplejidad.

—Se explica. También a mí.

—¿A usted? Usted es un valiente, Josemari. Usted, además, no es policía ni militar. ¿Qué puede temer?

—Quizá, que me confundan. No siempre el toro cumple con su obligación y embiste al capote.

Górriz comprendió entonces que, con razón o sin ella, Josemari no las tenía todas consigo. Cambió de estrategia, con su confianza puesta en el vil metal:

—¿Y qué piensa hacer con el dinero?

El dinero es algo sórdido, pero tiene la rara virtud de captar la atención involuntaria. A los ciudadanos de los países enfangados en el capitalismo se nos implanta, desde la tierna infancia, un reflejo condicionado que nos obliga a levantar la cabeza y, en ocasiones, el corazón al mencionar la pasta. Górriz había oído hablar del fenómeno. Josemari, también.

* * * * *

EL BUEN MINISTRO, PREZ DE LOS EJERCITOS, tenía mirada de abogado, sonrisa de abogado, y era abogado, como la mayor parte del gobierno y de los diputados. Había leído en su juventud a Maquiavelo y, en plena madurez, a Agatha Christie, de modo que era un hombre con recodos y pasillos, y hasta con una puerta secreta en la esquina derecha del hipotálamo.

Nadie se extrañe, pues, de que, al enterarse del atentado frustrado contra el general Martínez de la Chopera, quedara embargado por una honda inquietud. Aquel general se empecinaba en sostener que un ejército sin hombres difícilmente sería más operativo, y que era una vergüenza que se gastara tanto en personal y en todos aquellos soldados del Ejército Republicano hechos comandantes y coroneles, cuando no teníamos aviones ni para un cuarto de hora de guerra y nuestros carros de combate alquilados no llevaban todo su armamento técnico. Un hermano de generalato había propuesto desfiles conjuntos: Ejército Profesional y Bandas de “majorettes”

Por si fuera poco, el general había escrito unas cartas confidenciales, que los chivatos de plantilla habían fotocopiado para su Excelencia: afirmaba en ellas que había un plan para poner a Melilla bajo la administración conjunta de Marruecos y España, como paso previo para su cesión a la morería. A los socialistas no les hubieran dejado hacerlo, pero la derecha lo conseguiría. No se podía olvidar que Mojamé VI era Hermano

En otras palabras: el terrorismo no había elegido mal del todo, aunque no contó con la eficacia del ángel de la guarda de servicio en la guarnición de Madrid. Esto significaría cambiar importantes detalles que pasaran al general por los tribunales en lugar de por los cementerios. Pero para que el general no entrara en sospechas que pudieran llevarle a acciones irreparables, convenía que creyera que el Gobierno Globalista velaba por él como por el resto de los decadentes poderes fácticos.

Tan pronto como Górriz se llevó aparte al héroe Josemari, el cofrade ministro pasó a su labor de intoxicación, trabajo fácil y rutinario para quien llevaba ya quince años en la política. El general tragaría:

—¿Qué le ha parecido nuestro hombre? —empezó, con una jugada preparatoria del mate del pastor.

—¿Quién es «nuestro hombre»?

—Llamémosle «Josemari Aznar». En estos momentos hay más de cien Josemaris prestando servicio en Madrid.

El general, que no era torpe, dijo «diablos» para sus adentros y volvió a echar un vistazo al hombre delgadito que le seguía pareciendo más un balandro a la deriva que un agente secreto.

—Todos los cargos del Ministerio tienen su «Josemari». —siguió el ministro sin ocultar lo satisfecho que estaba de su previsión.— Sabíamos que se preparaba un atentado de altos vuelos en Madrid y, gracias a esta operación de los Josemaris, se ha evitado hoy una catástrofe.

—¿Quiere decirme que ese muchacho con cara de gorrión es un agente del Cesid?

—De la Segunda de Capitanía. —mintió el político, con arreglo a su naturaleza, en el apogeo de su inspiración.— La lucha antiterrorista es un objetivo fundamental, mi general, y la estamos ganando gracias a los nuevos métodos.

Carlos Martínez de la Chopera dudaba como un jugador de siete y medio. Se resistía a considerar a su salvador como un aguerrido antiterrorista y, encima, militar profesional: hay cosas que no escapan al ojo de un general con dos cursos de interpretación de fotografía aérea. Sin embargo el político siguió largando detalles:

Generales, almirantes y no pocos coroneles enchufados tenían un escolta especializado, disfrazado de ciudadano anónimo. Si entraba en acción, además de proteger la vida, que siempre es sagrada para un ministro, se daba la imagen del pueblo llano luchando, desarmado, contra el terrorismo antidemocrático, o sea, por la libertad y la conciencia.

—Buen golpe de efecto, ¿eh? Los ciudadanos contra la ETA. Cientos de hombres anodinos rechazando el terror a puñetazos. El viejo valor español, la hombría, los huevos en suma, sueltos por las calles para defender el orden constitucional que nos dimos—a—nosotros—mismos.

Y lo de llamarse Josemari Aznar era una obra maestra de la psicología. No fuera a creer el general que la motivación era electoralista, no. Serviría para meter en la cabeza de los responsables del terror, bien que de modo subliminar, que el Presidente del Gobierno era su peor enemigo; que el gobierno les negaría reposo y cuartel. Si hubiera sido otro el general atacado, no se podía dudar que su salvador también se hubiera llamado Josemari Aznar.

El hombre de armas, atacado en plena digestión, estaba sorprendido, pero, al contrario que las boas, no se aletargaba después de nutrirse. Le parecía bueno que se luchara en serio contra los asesinos. Le parecía bueno haberse librado de la muerte, más gracias a un plan que por pura casualidad. Pero no olvidaba que aquel ministro era de los que habían prometido casi todo lo que no habían hecho. De manera que cuanto más miraba hacia Josemari, menos se creía a su jefe supremo.

Maliciándose las últimas dudas, el ministro intentó disiparlas:

—Es un experto en karate. Un hombre terrible.

El general, en la intimidad de su corazón, se moría de risa, pero el ministro creyó que aquel gesto extraño que emergía por debajo de su bigote era la mueca de la decepción.

* * * * *

ESCASAMENTE CONSCIENTE DE SER UN HOMBRE TERRIBLE, sucursal autorizada de Atila y compañero de Calígula en sus veleidades con la espada, Josemari atendía a Górriz, dispuesto a desentrañar la última pregunta que éste le había dirigido: «¿Qué piensa hacer con el dinero?»

Como se vio después, no era una pregunta tonta que requiriera un oído necio. ¿Acaso no había leído en alguna parte el profesor que el Ministerio del Interior tenía ofrecidas recompensas por la captura de etarras? ¿Acaso no había visto películas a base de cazarrecompensas, esos tipos que iban limpiando el Oeste de alimañas mientras bebían güisqui? Sin ir más lejos, Clint Eastwood era uno de los más conocidos, a causa de su costumbre de fumar puritos apretándolos con los dientes. No todos los cazadores de hombres necesitaban fumar por la comisura de los labios; Josemari, por ejemplo. Pero eso no era óbice, ni obstáculo, ni cualquier otra palabra por el estilo, para que hubiera pillado a dos altos ejecutivos de una banda armada. Millón y medio por el herido y tres por el golpeado: así se habían cotizado aquellos dos en la Bolsa del Ministerio.

—Cuatro millones y medio por unos minutos de trabajo no se los pagan ni a un hermano Guerra.

Josemari no sentía necesidad de compararse con un hermano Guerra aquella tarde, pero convino en que ese dineral tenía su encanto, aunque estuviera medido en pesetas. ¿Iba en serio el policía o se dejaba llevar por su fantasía?

Nadie, argumentó Górriz, pretendía convertir en venal la clara nobleza de intenciones que Josemari usó como combustible. Al contrario: Josemari era, hoy por hoy, el hombre de España, el ejemplo vivo (a Dios gracias) de que se puede dar un capón a los asesinos y contarlo.

—Cuatro millones y medio, libres de impuestos el primer año, como la lotería. —insistió Górriz que, además de entender algo de cuentas, quería motivar al pobre diablo.— Y la posibilidad de ganar bastante más.

Josemari siguió mostrándose tan interesado como un perro por un conejo lejano. No era un hombre de negocios, pero tampoco tenía nada en contra de las grandes sumas. Había oído que algunos opinaban que corrompen, pero él estaba seguro de poder evitarlo gracias a su voluntad de hierro. ¿Qué es una amenaza de corrupción moral para un tipo que se lía a tortas con unos asesinos?

Antes, en su primera conversación, Górriz se había preguntado si Josemari tragaría. Los hombres muy hombres, una vez que han prestado un gran servicio a la Patria, acostumbran a repetir, porque le cogen gusto al asunto. ¿Entendía Josemari a lo que Górriz se estaba refiriendo con tanta delicadeza?

—No. —respondió con la franqueza que cimentaría una sólida amistad entre ellos.

No todos los hombres, en estos tiempos de materialismo y anuncios de hamburguesas, son capaces de servir a su Patria, pero Górriz había oído que, llegado el caso, los sargentos de complemento no lo dudaban. El servicio, ya se sabe, no es un lecho de rosas: tiene alguna espina que otra. Pero como Josemari era un hombre de mundo, con amplia mentalidad, seguramente podría soportar la dura realidad sin correr a hacerse un seguro de vida:

Los terroristas, según los últimos soplos contrastados, eran gentes fanfarronas y altivas; algo así como los clubes de fútbol y los partidos políticos, que no suelen encajar la derrota con una sonrisa deportiva. Josemari era, inevitablemente, el símbolo de esa derrota y, encima, se llamaba Josemari Aznar, lo que le garantizaba un éxito de crítica en los medios manipulados por las nóminas del Estado. No habría periódico ni revista que no se hiciera eco de su hazaña y eso, tratando con individuos que no eran unos caballeros, podía terminar muy mal, con su nombre puesto en primer lugar de la apretada agenda de trabajo de ETA.

—Antes dijo usted...

—Tanteaba, hombre. Tanteaba.

Claro que Josemari podía intentar esconderse bajo la tierra, en túnel privado, y soportar calladamente todas las molestias que suelen sufrir las lombrices, pero también podía dar un paso al frente y aprestarse a la lucha. ¿Sabía de algún sargento del Imec que hubiera hurtado su cuerpo a las balas?

—De ninguno, pero es que no les suelen tirar.

—Eso son excusas.

Górriz estaba seguro de que Josemari amaba a su Patria. Se lo notaba en la mirada alerta. Y había decidido decirle que su Patria estaba en peligro: hasta un famoso alcalde lo había confesado así, a pesar de ser alcalde. Una pura guerra sucia, y Josemari, aunque pareciera mentira, podía ser la clave de la próxima batalla. La ETA, para decirlo pronto y con espartana concisión, se le arrimaría.

—Como hay Dios que se le arrima. Por eso vamos a protegerle, pero sería tonto que dejásemos al enemigo elegir el campo de batalla, ¿verdad?

Muy tonto, si Josemari tenía que andar por él. Ya estaba señalado y, como aquel que dice, perdido. Si luchaba, en lugar de esconderse, prestaría utilísimos servicios. Hasta la fecha la ETA había golpeado aquí y allá sin que nadie hubiera podido prever quién sería la víctima. Por primera vez podían arrebatarle esa ventaja, pues todos los especialistas estaban seguros, absolutamente seguros, de que irían por Josemari.

—Pues me está dando una alegría... Esta mañana ya me han dicho algo por el estilo y... ¿Son de fiar los chalecos antibalas?

Le darían uno: italiano, elegante y cómodo; caliente en invierno y fresco en verano. También le darían pistola, aunque Górriz le advertía noblemente que las pistolas eran inútiles cuando a uno le entraban por la nuca.

Lo fundamental, de todas formas, no estaba en el equipo, en la vil materia, sino en la psicología. Si Josemari se la ajustaba por un momento a la masa encefálica, quizá pudiera responder por qué a veces los toreros dan patadas a los toros. Para que embistan, ¿verdad? Pues Josemari tenía que dar patadas, salir en los periódicos y en la tele y poner verdes a los terroristas. Animarles y enfadarles para que la gente de Górriz les detectara. Como el radar, pero en psicológico.

Si las cosas iban bien, podrían pillar al Comando España. ¿Sabía Josemari cuántas vidas se salvarían con su detención? Y, por otro lado, ¿sabía la de dinero que podía ganar? El Comando, como mínimo, tendría seis o siete homúnculos, y eso era una pasta.

—Ya le digo: —remató Górriz— de todas formas irán por usted, así que cooperar conmigo es lo más sensato.

—Antes me pareció oír algo sobre esconderme bajo tierra. ¿Cuál es mejor? ¿La arcillosa o la arenosa?

—Ahí es donde quieren verle los terroristas: justo bajo la tierra.

La despejada mente de Josemari operó a partir de los datos recibidos. Le habían hecho un razonamiento en dilema, o sea, la puñeta: más le valdría defenderse, como le ofrecía Górriz, y, en el primer rato libre, hacer dos visitas urgentes: al confesor y al notario.

—El mundo moderno —comentó para Górriz y para su copa— está lleno de sorpresas. Si muero a los treinta y cuatro, hay que ver la de dinero que me ahorro y la de trabajo que dejaré de hacer.

—Ese, justamente ése, es el punto de vista de un valiente. ¿Qué es la vida, aparte de una sombra y una ficción? Un continuo pagar impuestos.

* * * * *

CUANDO BEGOÑA LLEGÓ POR FIN a la calle de la Luna, céntrica y desconocida como un museo, caía la noche ya y no sabía lo que pudiera haber sido de Josemari. Llevaba todo el día pensando en él, pobre bípedo, y se le hacía antipático imaginarle como enemigo de su causa.

Sus amigos, que no le conocían, estaban más o menos empeñados en suponerle un agente español, centralista como el Kilómetro Cero. Pero a ella, debilidad de mujer, le parecía un hombre que, simplemente, no sabía dónde se había metido. Sería fácil convencerle para que hiciera declaraciones favorables a la autodeterminación y volver así el impacto político de su nombre propio en contra de la política del gobierno central.

Begoña era guapa y muy seria. Estudiaba periodismo desde hacía tres años y vivía en una residencia. Creía bastante en lo que estaba haciendo, como esas mozas con boina y bicicleta que salen en todas las películas de la resistencia francesa. Ella era un soldado que combatía en una guerra lícita y muy romántica: el pequeño contra el grande; el invadido contra el invasor y los demás tópicos. Si los españoles fueran alemanes la cosa estaría clarísima para todos los aficionados al cine. O sea, que Begoña no luchaba contra el pueblo.

Y aquel Josemari tenía cara de pueblo y color de pueblo. Seguramente era tan apolítico como un perrito y, además, desvalido e insignificante. Había tomado como asunto personal sacarle del lío.

Begoña subió al último piso y luego bajó por las viejas escaleras hasta el segundo, que era el de Josemari. Segundo— B, de borrico. Suponía, con razón, que durante algún tiempo la policía vigilaría la casa, pero eso apenas si le preocupaba. Ella verdaderamente era una colaboradora de la prensa y, además, no daba el tipo de «la terrorista»: ni hombruna ni promiscua.

Casi un minuto después de llamar, la puerta se abrió de golpe, entre grandes voces, y la bombardearon con confeti bajo un estruendo de trompetas de cotillón. Por entre la nube de papel oyó vivas al «Héroe de Ferraz» y varios olés, que se cortaron cuando los agresores comprendieron que se habían equivocado de víctima.

—¿Vienes buscando a Josemari? ¿A Josemari Segundo? No estaremos metiendo la pata, ¿verdad? ¿Realmente es él el del atentado? Lo han enseñado un momento por la tele, pero la tele, ya se sabe...

Los tres compañeros de piso, inocentes como colegiales, le habían preparado una recepción oficial: trompetillas, espantasuegras, confeti, champán, latas de anchoas y de mejillones sobre la mesa.

Todos estaban orgullosos de Josemari. A pesar de tener esa carita, era un tío: claro que el profesor que se enfrenta diariamente a muchachos de catorce años en estado silvestre, está más preparado que cualquiera para afrontar las metralletas con una sonrisa.

Imposible saber dónde se habría metido. Normalmente los sábados comían en la vecina calle de la Estrella. Después, el que podía, salía y el que no, se apoltronaba frente a las películas de las teles..Tenían la esperanza de que el retraso se debiera a que le hubieran prendido media docena de medallas y, después de pasarle por las Cortes para que le ovacionaran los bien entrenados diputados, se lo hubieran llevado a una entrevista con el rey. Seguro que Su Majestad le estaría diciendo, a aquellas alturas, alguna cosa graciosa, que es siempre lo que hacen los reyes con los héroes.

Begoña era una mujer con la mente clara: empezó a absorber información por todos sus terminales conectados al exterior. Si los compañeros de Josemari no la restringían, ¿quién era ella para despreciarla?

Los tres hombres, y las dos mujeres que descubrió más tarde en la cocina preparando pinchos de tortilla, operaban bajo la impresión de que Begoña tenía que hacerse con el perfil humano del interesado, con estrictos fines periodísticos:

—Porque lo más probable es que Josemari no te diga más que sí o que no, suponiendo que esté dicharachero. Las chicas le dais un miedo terrible: parálisis emotiva. Puede enamorarse casi de cualquier cosa que lleve faldas, pero es incapaz de declararse ni a una estatua. Hay gente así: la fabrican con algún circuito defectuoso o, al contrario, con todo tan bien acabado y sensible que se pasan la vida sufriendo como leprosos.

Entre tanto paisaje interior, salieron a relucir el colegio en el que trabajaba, los lugares a los que acudía habitualmente y hasta los periódicos que leía. Begoña, en efecto, se hacía con el perfil humano de Josemari Aznar, un tímido al estilo de Woody Allen, con más complejos que años, con varias capas de acreditado barniz cultural y demasiado honesto para ir por el mundo sin escolta. Quizá era una imagen demasiado clásica, pero le servía como hipótesis de trabajo a falta de otra de precisión.

Cuando el héroe en persona llegó y le hubieron bombardeado con el confeti sobrante a los acordes de una marcha triunfal entonada con trompetillas, el presunto hombre tímido se abrazó a ella con la pericia de un pulpo, la besó donde pudo y le advirtió que, además de ser guapísima, tenía otras cosas que decirle; cosas que la sorprenderían y que bien podían hacer que el mundo bailara un charlestón sobre su eje.

Luego tocó silencio y puso en marcha el televisor para las noticias de las ocho y media, mientras advertía a la concurrencia de que, con menos de lo que iban a ver, se habían cimentado carreras estelares en Hollywood.

—Procuré en todo momento que me tomaran por mi perfil bueno. Llamo vuestra atención sobre la escena en que el ministro me toca la rodilla: está cargada de seducción.

Los del telediario, sin embargo, habían hecho de las suyas y, nada impresionados por las dotes de Josemari, concedieron todo el montaje a las parrafadas del ministro. Sólo al final compareció el profesor, en plano americano, diciendo aquello tan hermoso:

—El terrorismo está en el cepo.

—¡Macho, cómo te explicas! —le comunicó uno de los espectadores.— ¿Se te ha ocurrido a ti solito o lo estabas leyendo de un pizarrón?

Al menos, salió casi íntegro el panegírico que le dirigió el ministro: a su embrujo, Josemari creció varios centímetros. A ver, a ver de cuál de los presentes un ministro había dicho tantito así, ¿eh? En cuanto a las palmaditas en la rodilla, seguramente las censuraron para que la oposición, que es muy mala, no empezara con dimes y diretes .

Hasta Begoña, que era una conocida reciente, percibía que algo había cambiado en la maquinaria interna de Josemari. Se despidió de él dejándolo acobardado y triste, y lo encontraba exultante y envanecido. Sus amigos de siempre estaban prácticamente en éxtasis y, disimuladamente, olfateaban su aliento: pensaban que sólo unos cuantos metros cúbicos de güisqui podían esconder el secreto de aquel cambio. Algo como lo de Jeckyll y Hyde, un bebedizo que hacía leones melenudos de los ratoncillos. El gusano se había convertido en mariposa; el huevo blanco en buitre negro; la lagartija en cocodrilo; el ciudadano en militante, o casi.

Josemari se permitió unas cuantas críticas sarcásticas hacia los servicios informativos, a los que acusó de tener un espíritu infantil, concretamente de pirulí. Establecido esto, comunicó a su selecto auditorio que, más tarde, en Infamia Semanal, se pondría a flote. Como si lo estuviera oyendo, la locutora que cerraba el parte sonrió y ratificó la noticia: deseaba hacer quedar bien a Josemari.

—Ante la importancia de la reacción popular contra la lacra antidemocrática de las bandas armadas, Informe Semanal les ofrecerá esta misma noche un reportaje sobre el terrorismo, con la intervención de Josemari Aznar.

Begoña preguntó, sorprendida:

—¿Intervienes tú?

—En cuerpo y alma. Pero se refieren también al otro. Dando un solo nombre cumplen con los dos.

—¿No comprendes que te están manipulando, Josemari?

Como diría un parlamentario, era "consciente" de ello. Le manipulaban y hasta le manumitían, pero también lo hacían los fabricantes de electrodomésticos, los importadores de perfumes y las marcas de coches y los bancos. Por un elemental deber de hombría, propio de los héroes, no podía darles detalles, pero tenía razones de peso no manipuladas, de manera que les desafiaba a ver Infamia Semanal y a enterarse de lo que valía un peine.

—Voy de estrella invitada. —concluyó.— Me reconoceréis enseguida porque soy el que tartamudea.

—Esta mañana parecías pensar un poco más en el futuro.

Ciertamente aquella mañana, con el auxilio de Begoña, había pensado en el futuro, pero gracias a Górriz, un buen amigo, ahora pensaba todavía más y mejor en él. ¿Qué hubiera sido de Colón si se hubiese conformado con una carabela pudiendo echar mano de tres?

Sus amigos, que asistían estupefactos a la eclosión de la nueva personalidad aznarina, charlatana, nerviosa y despreocupada, le preguntaron si notaba algo raro en la cabeza.

—Los golpes ahí son muy traicioneros. Se te puede haber desconectado alguna resistencia, o encanecido la materia gris a causa del sufrimiento.

Josemari no estaba para pamemas. Tenía, según explicó, una robusta psicología; antishock, antimagnética y waterproff, como la mejor maquinaria suiza. Su viejo complejo de inferioridad no era tal sino la lógica consecuencia de ser un nadilla, un tipo que ni había escrito un libro ni había plantado un árbol ni había tenido un hijo ni se había puesto a charlar con un ministro.

—Si ayer me hubiera atropellado un camión —dijo, pulsando la nota trágica— no hubiera pasado de ser un número estadístico: profesores muertos al pasarles un camión por encima, doscientos. Hoy, en cambio, si me resfrío...

Se acercó a la ventana y separó algo el visillo:

—Si miráis con cuidado, veréis a hombres llenos de amor que van a velar mi sueño. No me garantizan que vaya a ser feliz, pero sí que mañana seguiré vivo.

Begoña y otra mujer se asomaron. Alguien, en efecto, se apoyaba contra la pared de enfrente.

—Se supone que soy como la mosca para la trucha; lo que el gusano para el gorrión; lo que el grito de Tarzán para la mona Chita; lo que Mowgli para Shere Khan. Dejad que los terroristas vengan a mí: con suerte puedo abrirles el reino de los cielos.

Begoña lo sintió profundamente por Josemari. Ahora sí que se la había cargado.

—Cuando salgáis —siguió Josemari, embalado— procurad no pisar la alfombra: puede que debajo haya algún buen policía en acto de servicio.

—Hoy —añadió— he probado drogas maravillosas: la anestesia local, el güisqui, el miedo, el valor, el agradecimiento, la importancia, los ministros, la televisión y el riesgo. Si fuera imbécil, diría que me he realizado.

Y, en la intimidad, lo pensaba.

* * * * *

EXITÍA LA OPINIÓN EXTENDIDA DE QUE JOSEMARI era un pobre hombre. ¿Por qué? Porque hacía favores incluso cuando no se los pedían y porque cedía los asientos del metro y daba limosnas a los pedigüeños. También contribuía a esta fama el hecho de haber escrito versos hasta mucho después de terminar la adolescencia. Con antecedentes así la gente acaba pensando que se las ve con un bobo clandestino y se sorprende cuando el tal bobo decide aprovecharse de una situación.

Después de comer con el general, Josemari estaba dispuesto a retirarse para empezar a renegar de sus hechos heroicos, con el inapreciable auxilio de Begoña. Ella le convenció de que se había metido en un lío del que únicamente podría escapar negando ochocientas o novecientas veces antes de que el gallo cantara.

Górriz, que pertenecía a la escuela realista gracias a su apariencia de Rey de Bastos, dejó muy claro que ya era una futura víctima y que los forenses se estaban reuniendo para discutir la forma mejor de recomponer sus restos y dejarlos presentables en el ataúd.

Josemari, por puros méritos de guerra, se había quedado el primero en el escalafón de asesinables. La ETA, en opinión de ciertas lenguas, mataba primero y razonaba después. ¿Acaso nadie había leído sobre los múltiples asesinados por error, por llevar un coche parecido o por pasar un semáforo determinado?

Un tipo, en su situación, sólo tenía dos opciones: o regresar a casa y aguardar debajo de la cama a que fueran por él, sólo confortado por las oraciones de su infancia, o pasar a la ofensiva, perfectamente custodiado. Mejor que un ministro de gira por Vascongadas, si es que eso era posible.

Podía ejercer de cebo o de ratonera, a elegir, con menos riesgos que si huía. Y conseguir notoriedad, fama, respeto, medallas, alabanzas y un número indeterminado de millones que, colocados al interés de mercado, le liberarían de muchas miserias y, también, de la comida del colegio: allí operaba de cocinero un pariente lejano de los Borgia.

Sin contar los reportajes que vendería, el libro que escribiría y la inmensa y más aleatoria satisfacción de consolidar la democracia: un Madrid sin Comando España sería un Madrid con más patos y jardines, más ecológico en una palabra, donde hasta los políticos podrían pasear con la mitad de sus escoltas.

Cuando le recibieron con confeti y latas de anchoas al llegar a casa, se dio cuenta de lo mucho que habían cambiado las cosas. Aquellos amigos, en cualquier otra ocasión, le hubieran tirado un libro a la cabeza. No cabía duda de que la vida era un laberinto: condenadamente intrincada.

Para demostrarles que no erraban en la apreciación de su importancia, conectó el telediario, que también suele ser intrincado, hasta que su ectoplasma electrónico se manifestó en la pantalla: no todos los mortales llegan a ser imágenes retransmitidas y no todos se aparecen al público mientras un ministro les da palmaditas en las rodillas.

La vida tiene altibajos, olas, crestas, televisión y, también, policías pelándose de frío en la calle para que a uno no le pase nada. Los policías —añadió para tranquilizar la conciencia social de su auditorio— están especialmente entrenados para aguantar la intemperie nocturna sin que se les hiele el radiador.

Se fijó en que la chica periodista, impresionada, tomaba buena nota. En realidad lo hacían todos, porque, por primera vez, el espíritu hablaba por su boca. Ya no era el tipo silencioso ni el tímido ni el solitario que todos imaginaban: había pasado a la historia. Al menos por aquella noche de gloria.

Dejó, para escarmiento de inocentes, la tele en marcha recitando su Informe Semanal y, como quien no quiere la cosa, se llevó a la periodista a un rincón de la cocina. En aquella situación, enmascarado tras la cara tumefacta, le pareció la cosa más fácil del mundo conducirla por la cintura: parte del misterio que siempre envuelve a las mujeres se había desvanecido ante sus ojos. Las mujeres son un servicio público y van por ahí esperando a que se las coja por la cintura, se las bese o se les haga cualquier otro tipo de homenaje

—A la vista de los hechos —le dijo junto a las aguas turbulentas del fregadero— habrá que aplazar tus proyectos. Después de meditarlo con cuidado, no me parece ético negar mis propios méritos.

Sencillas palabras para explicar hechos sencillos. Ella, sin duda anonadada, le siguió mirando en silencio.

—Me querías ayudar y no cabe duda de que tu plan estaba bien urdido, pero el mundo está lleno de gente que dice que no ha sido suya la culpa: fíjate en las campañas electorales. No me añadiré a esa multitud. Además, ya has visto a la policía: me guardarán como a un billete de mil euros.

—Tal vez te han cogido cariño.

Josemari creyó percibir cierto sarcasmo:

—Podría ser. Los afectos entre los hombres son más nobles, más desprendidos. Pero, dejando aparte los limpios sentimientos, ellos piensan como tú: puede que los terroristas quieran hacerme un apaño.

—Ajá. —dijo ella, lacónica.

—Proponías que escurriera el bulto... llamémosle la solución A, de acongojado. Ellos tienen la solución B, de bigilancia: si aparece un etarra, lo pillan y, tirando del hilo o de cualquier otro órgano doloroso, llegan presumiblemente al ovillo, que es como la Polar de los marineros. Yo, a cambio, no tengo que pedir perdón a los asesinos y hasta puedo llamarles eso, asesinos. Con la solución B sigo disfrutando de la plenitud de mis derechos constitucionales.

—Y del dinero. —soltó Begoña, a traición.

—¿Qué dinero? —la alusión al vil metal podía empañar su gloria.

—¿No te han hablado de las recompensas?

—Ya que lo mencionas...

—Podrás pagarte un hermoso ataúd.

A uno siempre le emociona que tengan hacia él bellos sentimientos. No sabía qué le había dado a aquella chica, pero era evidente que empezaba a desarrollar en torno a él una considerable actividad maternal. Dicho fuera sin presunción, a él las mujeres nunca le habían hecho caso, así que cuando una le trataba como a un perrito, tendía a mover el rabo lleno de agradecimiento.

Sólo por tranquilizarla, le volvió a contar que la ETA estaba en el cepo; aquello era vox populi y ningún periódico se embolsaría el dinero de la esquela de Josemari. Además, y puestos en lo peor, era de prever que el ejército o cualquier otra institución agradecida corriera con los gastos: las palmadas del ministro en su rodilla no podían interpretarse de otra forma.

—La ETA —dijo Begoña con sorprendente inteligencia— no está en el cepo, alma de cántaro. Sabe perfectamente que tú eres ahora una trampa cazarratones, y raro sería que no tuvieran ya tu dirección.

Josemari supuso que quería asustarle, en su afán de protección, y se enterneció no poco. Veía claramente que Begoña era una chica humanitaria y pacífica.

—Y no tengas tanta confianza en tu escolta. ¿Qué pasará si dentro de una semana nadie ha dado señales de vida? ¿Cuánto tiempo seguirán protegiéndote? Y luego, cuando vuelvas a estar solo y desamparado...

Aquel capítulo no figuraba en el manual de instrucciones de Górriz, y era, en verdad, muy importante.

—Pero tú ya te has dejado usar para la propaganda política. Ya han convertido en suyo tu éxito. Mañana, si les conviene, pueden convertirte en un elemento de ultraderecha y justificar así tu muerte, que es cosa segura.

—No te pases, Begoña: tengo planes interesantes para el futuro. Mañana, por ejemplo, antes de que me abandonen mis protectores, me gustaría llevarte a echar pan a los patos del Retiro. ¿Te has fijado en que padecemos una verdadera invasión de patos?

Ella movió la cabeza, desalentada. No era probable que admirara su valor, pero sin duda no era inmune al halo de heroísmo que le rodeaba. Lo cierto es que aceptó y manifestó ser admiradora de los cisnes negros que navegaban a todo trapo por el estanque del Palacio de Cristal; unas criaturas cuya belleza, más que en los pies planos, reside en el misterioso interrogante de su cuello.

—Y ahora veamos Infamia Semanal. —terminó.— Más de un terrorista se retirará esta noche a su zulo echando espumarajos por la boca. Yo hago el papel de pueblo sublevado contra la violencia fascista, venga—de—donde—venga.

—No es violencia. —dijo Begoña.— Es guerra.

* * * * *

BEGOÑA, MEDITABUNDA, ASISTIÓ AL PROGRAMA de televisión que explotaba descaradamente la inocencia de Josemari, suponiendo que fuera inocencia aquel aire de cachorro siempre dispuesto a mover el rabo.

Salió el presidente en primer lugar, tras su mesa de echar discursos largos, toqueteando una pluma para que el personal se percatara de que estaba alfabetizado como el que más: «Quiero hacer constar una cosa muy importante. Muy im—por—tan—te. —dijo dos o tres veces, pues también los duros de mollera y los sordos son españoles, y votan.— Y es que el terrorismo se termina. El terrorismo va a terminarse. Tenemos el decidido propósito de terminarlo porque, en democracia, no tiene sentido. Ningún sentido. Y nos ayudarán los aliados.»

Afortunadamente Demóstenes no estaba allí para apreciar cómo había evolucionado el noble arte que le hizo tan querido de Filipo de Macedonia.

—Presidente: —dijo una locutora invisible— Este atentado parece desmentir que se acabara con el Comando Madrid.

—Al contrario. Me parece que es al contrario. Los dos terroristas capturados hoy actuaban con poco apoyo, con poca preparación y hasta con poca información. —sonrió para dar tiempo a que la idea se filtrara hasta en las cabezas más necesitadas.— El general atacado, por ejemplo, no tenía mando directo de fuerza. Mi homónimo, que les detuvo, era un ciudadano normal que pasaba por allí. No un profesional ni un escolta.

—¿Cómo normal? —preguntó Josemari desde su casa.

El presidente no se dio por aludido y se lanzó, por amor a su causa, a demostrar lo poco democrático que era el terrorismo fascista de la Eta. Tan poco, que hasta los individuos poquita cosa que iban a oxigenarse (Oxígeno Europeo, no sucedáneos) al Parque del Oeste le salían respondones. Si fue una viejuca la que dio el grito primero contra la francesada, esta vez le había correspondido el honor a un profesor de literatura que o tenía la frente más despejada que el futuro del euro o empezaba a quedarse calvo.

—No sé quién me ha dicho que el Presi usa peluquín. —consolaron al héroe en su casa.

La entrevista tocaba a su fin.

—La casualidad de que este hombre del pueblo se llame como yo no es más que una casualidad —se explicaba, con palabras algo arrastradas, al estilo Fraga, pero con gallo. El presidente, que sobre esto tenía las ideas muy claras esquivaba cualquier .relación entre los nombres— Se llama Josemari como podría llamarse Rato, pero lo importante era que su gesto había servido para decir a los etarras: Basta ya, señores. Los españoles hemos votado a la paz y a la libertad. Nadie nos impondrá su ley a tiros. Ni los manifestantes salvajes ni los terroristas.

—¿Eso dije? Debió ser en parábola.

La locutora contaba ya la «película» de los hechos y le salía como una superproducción norteamericana con muchos extras. La ausencia del exigible love—interest no la desazonaba y lo suplía con el ecologismo de una mañana primaveral en que un hombre vestido de chándal acudía al parque en busca del arrullo de los pajaritos, posiblemente empujado por un espíritu verde, progresista y moderno. Tolerante hasta con las garrapatas.

Varios vecinos de Ferraz, presentados bajo sospecha de ser testigos presenciales, juraron haber oído los tiros. Uno de ellos precisó que «eran tres, como en tumulto, ¿no?, y el general empezó a disparar.» Una señora habló de «uno muy delgado que estaba en el suelo, pobrecico, yo creo que malherido. Es una vergüenza.» Y un policía, también presencial, afirmó que «nos los llevamos detenidos a todos, menos al general, pero no sabíamos muy bien qué coño había pasado. Estas cosas —añadió, lleno de filosofía— nunca están claras: todo el mundo grita. Y miente.»

Por último intervino el héroe de la jornada, repitiendo su acreditada versión grabada desde un asiento de primera fila: Bajaba con el viento a favor y le dieron un codazo. En un principio no fue consciente de lo que pasaba ni se percató de quién podía ser la víctima. Luego ya no tuvo lo que se dice tiempo de fijarse en nada más e hizo lo que pudo.

—Se trata —insistió la locutora— de un hombre modesto. ¿Qué piensa del terrorismo un ciudadano que acaba de enfrentarse a él?

El electrónico ectoplasma de Josemari se agitó en la pantalla, visiblemente tentado por la verdad. Miró a los lados, donde alguien debía de hacerle señas, y colocó, por fin, el bonito tópico de que la violencia no tenía justificación en una democracia. Las urnas —llegó a afirmar— son un proyecto de paz y de convivencia: por eso las metralletas no pasan por su rendija y nos hemos dotado con el Patriotismo Constitucional. José Mari no puedo aguantar ese punto con entereza y dio un toque de espuela: «Aquí, donde me ven, soy Patriota de la Ley de Arrendamiento Urbano.» La frase, todo hay que decirlo, quedó muy aparente.

—¿Te pagan al contado o a plazos? —le preguntó uno de sus compañeros de piso.

—¿Qué sintió usted cuando descubrió que aquel hombre iba a empuñar un arma? ¿Indignación? ¿Sorpresa?

—Supongo que miedo. Lo que sucede cuando uno está cogido a un arma que empuña otro es que, si suelta, se gana un tiro con absoluta seguridad, así que ni se me ocurrió abandonar la partida. Lo de la sorpresa —siguió el Josemari televisivo— vino después, cuando comprobé que la cosa fue sencilla. Si me mira con atención descubrirá que no soy un musculitos. Pues todo ese asunto de los campos de entrenamiento para etarras debe ser un camelo. No diré yo que no les enseñen a tirar de un gatillo o a colocar los cebos en los cartuchos de dinamita, pero la verdad es que a ese terrorista le hubiera venido bien un poco de gimnasia sueca. A veces hacemos demasiado hincapié en la técnica y olvidamos el músculo.

La locutora parecía querer cambiar de tema, pero Josemari iba ya lanzado y acelerando:

—Creo que el tipo ese todavía se pegó un susto mayor que yo cuando vio que me agarraba el dispositivo. Ahora que lo medito con calma comprendo que no se escapó por la misma razón que yo: el que suelta el arma se lleva el tiro.

Rumió un poco, sin escuchar las preguntas de la locutora:

—Un mito. —dijo al fin— Cualquier soldado profesional podría con los terroristas de hoy en día. Se valen de la fama de terribles, del miedo que meten, y eso es culpa de toda la tinta que han hecho correr.

Begoña, al oírlo, miró a escondidas a Josemari: se contemplaba en la tele, casi a punto de creerse palabras propias. Ella, en su modestia, sabía algo de terroristas, y aquel sargentito del Imec, al que le sobraban veinte kilos para recordar a un spaghetti, hacía méritos para tener un hermoso entierro, con ministros y bandera.

—No me explico —seguía en la tele— cómo un puñado de tipos inmaduros pueden dar tanto miedo. La verdad es que, si se les deja de temer y proteger, habrán perdido la partida.

Begoña, que sabía lo vigilada que estaba la casa, hizo tiempo suficiente para salir a la vez que las otras chicas. En contra de su naturaleza femenina, era discreta y había aprendido a no llamar la atención ni a enseñar el ombligo..

Aquel hombre delgado, dotado de tan curiosa cabeza atómica, seguía recordándole a un perrito callejero, a un corderillo de esos que hacen cola confiadamente a la puerta de una matadero. Conocía a demasiados hombres duros y problemáticos para no apreciar la inocencia de Josemari y para no divertirse con su infantil exaltación. Un hombre así debía ser hogareño y complaciente. Fácil de manejar en familia. El ideal como reposo de la guerrera.

Cuando se despidieron en la puerta, Josemari Aznar González besó a cada una de las novias de los otros y, vuelto hacia Begoña, titubeó ostentóreamente. Como no era hombre capaz de mantener impenetrables sus ideas se leía en su mente como en libro.

Fue Begoña la que le ofreció la mejilla con naturalidad. ¿Acaso no podía ser aquella la última oportunidad de hacer feliz al hombrecillo después de que ella, minutos antes, entrara un momento en su dormitorio? ¿Acaso ella, en cumplimiento de su sagrado deber bélico, no había colocado bajo su cama lo que suele llamarse un artefacto, mil de los mejores gramos de plástico explosivo, con su bonito detonador por radio? Llegado el caso, le dolería accionarlo, animalito. Tenía el pobre un algo tierno, de gorrión caído del nido o de perro desamparado, que despertaba sus buenos instintos y la incitaba a llamarle Toby rascándole detrás de las orejas.

Toby también se notaba cariñoso, así que se agarró a la cintura de la mujer con la habilidad de una sanguijuela y hozó largamente a lo largo de su mejilla. Le empujaba un día de someter a sus glándulas suprarrenales a intenso trabajo, forzadas a las horas extras ya a causa de los terroristas, ya por culpa de las cámaras de televisión.

Por fin encontró un resquicio y llegó alegremente a los labios de la muchacha. Besó, pues, como los mejores, aunque retrocedió, asustado de su osadía. Conviene que los héroes sean osados y temerarios: peor, sin duda, hubiera sido besar al ministro, abusando de la permisividad de la sociedad moderna.

—Co...Co...—cacareó tomando carrerilla— Comeremos mañana, ¿verdad? Es domingo —precisó, por si Begoña no tenía acceso a calendarios de confianza.— El día de los restaurantes.

—Te llamaré. —respondió ella, dispuesta a hacerlo si conseguía aplazar la ejecución. Podía ser la oportunidad de presentarle en sociedad en El Palacio del Percebe, donde sus conmilitones, constituidos en tribunal popular en torno a alguna mariscada, dictarían sentencia con todos los elementos de juicio a su disposición.

* * * * *

FEDERICO (A) EL SIETE HABÍA PASADO LA TARDE disfrazado de huésped de pensión económica. Se introdujo en la casa siguiendo a Begoña y subió hasta la última planta, «Hostal Ponferrada», donde alquiló una habitación a nombre de Carlos Pérez, comerciante desplazado a la capital para echar varias canas al aire, en rápida sucesión.

Federico, por el ojo de la escalera, presenció las despedidas y, también consciente de que hay que obrar con cautela para abandonar una casa vigilada por la poli, tomó la apariencia de inquilino antiguo que salía, como de costumbre, a respirar esa mezcla de azufre y de óxido de carbono que los siempre optimistas madrileños llaman aire.

Los atentos guardias, con ojos capaces de apagar una vela a veinte pasos, sólo vieron salir a cuatro personas, posiblemente los invitados de Josemari. Además, el riesgo estaba en los que entraban en el portal y no entre quienes lo abandonaban. Federico, ayudado por la luz de las farolas, se mantuvo con facilidad en la freza de la muchacha. Caminaba entre la noche espesa con el corazón alegre: aquel día había ganado su sueldo y él estaba en contra de los zánganos que parasitan la sociedad.

Cuando averiguara donde pernoctaba la mujer, podría regresar a su hotel, marcar un discreto número de teléfono y decirle al contestador algo tan sugerente como «Setenta y siete, dos, veintiuno» que, como casi nadie podría deducir, significaba «He establecido contacto sin novedad».

* * * * *

COMO FEDERICO, EL SIETE, HABIA PREVISTO con su genética clarividencia, Górriz subió a la terraza del edificio y, súbitamente inspirado, quiso echar un vistazo a la lista de clientes del Hostal Ponferrada, el peso de cuyo equipo recaía en cinco estudiantes variados —un burgalés, tres de Castilla—La Mancha y un catalán de Lérida— , tres señoritas discretísimas y limpísimas, ausentes a causa de su horario laboral, un camarero, un empleado del gas muy soltero todavía, una semianciana teñida de azul y un comerciante que acababa de rellenar la ficha aquella tarde mismo, casi a la hora en que Josemari regresara del Pirulí.

Górriz enderezó las orejas, por supuesto que en sentido figurado y, con el carné del tal Carlos Pérez en la mano, más su conexión radiofónica, estuvo en disposición de explicar a Josemari que «No te lo tomes muy a pecho, pero me parece que un asqueroso etarrata ha andado por aquí cerca: está hospedado en el piso de arriba».

—Pues ya no tenéis más que subir y esposarlo.

—¿Qué te apuestas a que no regresa? Ahora están registrando su habitación por si ha preparado alguna inocentada a base de divertida bomba incendiaria o alegre petardo de trilita. Ya sabes que esta gente despilfarra el material.

Josemari cayó en un silencio contemplativo: volvía a componer epitafios y hubiera dado cualquier cosa por saber en qué hospital colocarían su capilla ardiente. Górriz, tan sensible y delicado como un elefante africano, no había dicho la última palabra:

—Esto va bien. bien. No me explico cómo, pero ya saben dónde cazarte. Hay que reconocer que no les faltan redaños: comprenden que eres un cebo y, sin embargo, aquí están como unos hombrecitos. Volverán. Quizá usen una granada contracarro o traten de pillarte, como a un pichón, de camino al trabajo.

—¿No crees que con un susto ya cumplirían?

—No, no. Las cosas no son tan sencillas. Los que te han localizado son informativos, algo así como la oreja. Propondrán un plan a su Estado Mayor, que puede estar aquí, en Vascongadas o en el brillante París. La Ville Lumière, ¿sabes? Luego, cuando hayan decidido cómo liquidarte, vendrán los ejecutores, tipos que no conocen a nadie aquí... Si son éstos los que te matan, aunque les cojamos habremos fracasado y estaremos igual que esta mañana.

—Una lástima, ¿verdad?

—Pero si la cosa les urge, si les has cabreado lo suficiente por tele y alguno de los de aquí pasa a la acción... Entonces sí tendremos una pista para llegar al auténtico Madrid. ¿No crees? ¿Cómo podríamos provocarlos más? ¿Con un fandango?

Josemari se hubiera dejado despellejar antes de aportar nuevas ideas. Nada tenía en contra de los millones prometidos y hasta era decidido partidario de la lucha contra el terrorismo con efusión de sangre, pero veía claramente que Górriz quería capturar a los etarras mucho más que protegerle a él. Las lombrices de cierta cultura deben albergar pensamientos semejantes cuando las ponen en el anzuelo: parco consuelo les resulta saber que el pez que las muerda terminará sus días en una sartén.

—No podemos olvidar que mañana toda la prensa se hará eco de tu hazaña y que saldrás en los telediarios y en los dominicales. El lunes seguirán contigo los informativos y te llevaremos al programa de la sobremesa, a comadrear un poco: harás que se estremezcan las amas de casa. Si aprovechas entonces para decir que la raza vasca es un subtipo del bereber y no auténticos paleolíticos del Pirineo, que es lo que les gusta (te lo digo yo, que soy vasco), y declaras encima que vale más un gazpacho fresco que un bacalao al pil—pil... Se trata de ponerles frenéticos por cualquier medio.

Josemari Aznar no sabía hasta qué punto los etarras dispondrían de suficiente sentido del humor, de manera que volvía a acariciar la posibilidad de entonar un público mea culpa y encabezar una manifestación exigiendo que el levantamiento de piedras, tanto cilíndricas como cuadradas y redondas, se considerara deporte olímpico.

Sólo para empezar. Luego podría expresar simpatías varias, pero intensas, a los buenos bueyes vascos que arrastraban esos increíbles bloques, y a los altos hornos arruinados y a las chapelas, precursoras del paraguas, y hasta jurar odio eterno a los miserables romanos que empezaron el ciclo interminable de la invasión de los caseríos.

Górriz, siempre práctico, hacía sus propios planes, forzando al máximo su equipo de pensador:

—No es probable que usen una bomba. Esta calle tan estrecha no les da oportunidad ninguna para emplear el lanzagranadas y, además, tenemos ocupadas las terrazas. Si yo estuviera en su lugar, te pegaría un tiro con alza telemétrica, pero ese es un método que no han usado jamás: se presta a fallar. Así pues, pueden empujarte al metro camino del trabajo, pero eso es poco espectacular, aunque doloroso. Me apuesto algo a que tratarán de cazarte en un semáforo: pegarte un tiro y fiar el resto de la estrategia a la sorpresa y a la velocidad punta de las piernas.

—Supón, sólo supón, que deciden esperar a que pasen quince días y no dan señales de vida. —propuso Josemari, recordando lo que Begoña le había comunicado.— ¿Cuánto tiempo seguiréis protegiéndome?

—Si ellos se lo toman con calma, estás perdido, muchacho. Tu única posibilidad es que se muevan de prisa. Por eso tienes que meterte a fondo con las sardinas de Santurce y con el chacolí agrio. Tampoco estaría de más que te burlaras de los batallones de gudaris que tan bien supieron rendirse y que dijeras que el roble de Guernica es moderno. Claro que...

—¿Qué?

—No vendría mal dar facilidades. Ir al cine, por ejemplo. Pasear solo de verdad. Hacer footing en el parque, como hoy... En una película de Belmondo salía una furgoneta que llevaba escrito «Me cachondeo de la muerte», o algo por el estilo. Eso resume la idea: despreciarles olímpicamente. La moral de Señores y la de siervos, que decía Nietszche en noches de copas.

—Suponte, sólo con fines dialécticos, que se lo toman en serio...

—Tranquilo, palomo. Estos tíos no toman decisiones en media hora. Puedes hacerte el chulo todo el día de mañana con absoluta seguridad. Mirarán y apretarán los dientes con coraje, pero sólo eso y comer purrusalda con hoz y martillo. Es algo euskaldún, inevitable, como eso de los indios que no atacaban de noche. El lunes, cuando crean que todo el monte es orégano, ¿te imaginas la sorpresa?

Josemari se la imaginaba, no en vano era un soñador confeso. Con el hemisferio cerebral de babor se veía sonriendo mientras le imponían cuarto y mitad de medallas; pero con el hemisferio de estribor, el derecho, no hacía más que oír a sus viejos amigos diciendo «no somos nada, ¿quién le mandaría meterse a héroe?»

El dilema era de tal índole quye dudaba en dedicar sus últimas horas a las mujeres, al coñac de quemar o al Kempis. No estaría de más restaurar la vieja confianza en la inmortalidad de su alma, habida cuenta de que su cuerpo, como aquel que dice, estaba en el alero. Los hombres fuertes acaban confiando a Dios la defensa de sus terrenales intereses, sobre todo si les protege la policía de un Estado laico.

* * * * *

UN GENERAL, COMO TODO EL MUNDO SABE, es un ser particularmente endurecido: una mañana el chofer no llega a su hora; otras, el ayudante ha olvidado algo fundamental y, las más, los terroristas pretenden disparar sobre él. Por éstas y por otras muchas cosas, como el mando de una división o el inevitable pase a la reserva, los generales son hombres que sufren con entereza y que no dicen tacos en presencia de señoras, curas y políticos con cargo. Pero tienen su corazón, latiendo justo debajo de donde se prende la Gran Cruz de San Hermenegildo, el primer santo que intentó un golpe de Estado.

Don Carlos Martínez de la Chopera, tras contemplar el telediario y el informe semanal, sufría con entereza: se había engañado con aquel muchacho delgado de cara de gorrión. Era un Josemari Aznar de pacotilla, una pieza de la campaña electoral del partido del ministro. Siempre es tiempo electoral en España, pero al general le fastidiaba haber ayudado a la profundización de la democracia bananera al salvar el pellejo en el atentado. En Balerares a eso le llaman “punyir”, o sea, joder.

Estaba seguro de que su salvador no era un esbirro puesto para protegerle, luego suponía que se había vendido por el habitual plato de lentejas. Más grave era preguntarse si sus presuntos asesinos podían ser unos mandados. A ciertas alturas escasea el aire respirable, y él sospechaba de antiguo que en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira sino del color del partido que legisla. Campoamor era un tío, qué penetración psicológica.

Había oído decir más de una vez en los últimos quince años que nadie podía fiarse de nadie, ni siquiera de los profesores de literatura delgaditos. La tele le había izado a la categoría de héroe contraterrorista y, armada con su nombre, se había lanzado a la loa de los éxitos del gobierno. Mientras se pretendiera luchar contra los asesinos a base de propaganda, los leales asesinos vivirían sin sobresaltos. Igual que en el referéndum en Irlanda, para la Unión Europea y su crecimiento de 15 a 27. Salió que no, y a los prohombres se les ocurrió lo de siempre: haber otro referéndum después de más propaganda.

Al general le tocaba, pues, apretar los dientes y sufrir como hombre, vigilado a sol y a sombra por huestes amigas, tal como le acababa de explicar el Tcol. Coll, que había acudido de incógnito a interesarse personalmente por su ánimo.

Coll había servido como capitán a las órdenes del recién ascendido coronel Martínez de la Chopera. Era Coll un tipo extraordinario: dominaba cuatro idiomas y usaba pasablemente el arameo como recurso expresivo. Había estado en Montaña y en toda clase de cursos y, encima, guardaba intacta la virtud de la lealtad a pesar de ocuparse en labores de espionaje.

—El terrorismo —le advirtió el Tcol. Coll— es tremendamente selectivo. Por eso hasta se disculpa cuando se equivoca de blanco. Para ellos no se trataba de matar a un general, sino de matar al general Martínez de la Chopera.

Algo así venía temiéndose el interesado.

El Tcol. Coll estaba en una delicadísima posición. Trabajaba a las órdenes de un gobierno con el que no partía un piñón y, por la naturaleza de su trabajo, sabía cosas imposibles de comentar fuera del servicio. Sabía, por ejemplo, que recientemente se habían vuelto a celebrar conversaciones entre la ETA y algunos personajes de los ministerios del Interior y de Defensa, que es como un vicio para esos cargos. Iba a procederse a una nueva retirada de más fuerzas en Vascongadas: quedaría aquello con u cabo gobernador; y en Melilla, mientras estaba a punto de legalizarse definitivamente la Asociación para defensa de la Constitución en los cuarteles, amparada por la figura del Delegado de Defensa en substitución de los gobernadores militares. Además, había leído unas recientes cartas firmadas por el general.

—Siempre que se va a tomar una medida grave con respecto al Ejército, suele suceder un atentado selectivo. Provoca una corriente de indignación muy definida contra el terrorismo que hace que no se analicen en profundidad las decisiones del Consejo de Ministros y se mire de cerca el islote del cabrón. O sea, Peregil

—¿Quieres decir que la ETA, a cambio de ciertas concesiones, colabora en determinadas chapuzas?

—No quiero decir nada exactamente, mi general. Pero tampoco puedo olvidar esas cartas que acaba de escribir, opinando que vamos a compartir con Marruecos nuestra soberanía en Melilla, por imposición del Mercado Común y por el asunto de los caladeros: a lo mejor tienen que ver con el atentado de hoy. Además, están los petróleos secretos de Canarias. Cualquiera con dos dedos de frente ve que se ha alcanzado el objetivo: un ejército mandado e inspeccionado por políticos de toda confianza.

El general no deseaba creer en ciertas cosas, pero reconocía que gobierno y terrorismo compartían el anticuado amor al dirham como origen, lo que no era ninguna buena recomendación por su vieja proclividad hacia la dinamita.

—Tal vez con el tiempo se le ocurra otro buen motivo para que atentaran contra usted, mi general. —dijo Coll— Cuando hace unos años se detuvo al llamado Comando Madrid, seis tipos en la calle Río Ulla y en un chalé de Morazarzal, se estaba en vísperas de conseguir un pacto en Vascongadas para que un socialista fuera lendakari y también se nombraba a civiles como altos cargos de Defensa. También entonces se retiraron hombres de Vascongadas y vinieron el atentado de Zaragoza y la explosión de muchas bombas aquí y allá. La detención de esos seis maleantes había lavado previamente la cara al gobierno de aquella época.

—Hum. —dijo el general.

—Hum. —le coreó el teniente coronel.— Si se busca a quién favorece un atentado, juraría que usted está clasificado como «obstáculo que remover».

—Hum. —volvió a opinar el general.— Parece que mis problemas no han hecho más que estarse quietos.

* * * * *

CUANDO EL TIEMPO, IMPLACABLE COMO UN INSPECTOR DE HACIENDA que llevara meses sin devorar a un contribuyente, decidió echar el cierre a aquel sábado movido, el mundo había dado una vuelta sobre su eje, decidido a ser fiel a su tradición..

Begoña conferenciaba en el Palacio del Percebe. No sabía por qué, pero pretendía conservar la vida a Josemari.

El Siete, disfrazado de sombra de noctámbulo, aguardaba para descubrir el domicilio de la muchacha. Seguramente ella era la parte más débil del equipo terrorista.

El ministro tomaba su copa medicinal de medianoche y sonreía. Al verse en el espejo en noches como aquella, le era difícil reprimirse: «Adónde has llegado, muchacho». Una oleada de honrado orgullo le invadía, electrizando cada pelo de su venerable corte.

El Tcol. Coll charlaba en algún lugar próximo a la Carretera de La Coruña.

El general de la Chopera, sin mover los labios, casi a escondidas, rezaba. Tenía motivos pero, además, tenía ganas.

Górriz dormitaba en el sofá de un piso de la calle de la Luna.

Josemari Aznar, quieto y relajado, soñaba en hermosas cosas acostado sobre mil gramos de amonal que, por el momento, dormían en espera de dar lo mejor de sí mismos.

Un poeta, a la vista de tanta paz, no hubiera tenido más remedio que concluir que el músculo dormía y la ambición casi, mientras el domingo, nuevecito, silenciosamente, se instalaba a oscuras en la capital de España.

* * * * *

EL SOL, AL SALIR POR LA DERECHA, según se mira hacia el ministerio de Defensa desde el carro de la Cibeles, tuvo un sobresalto al comprender que le tocaba iluminar uno de esos días falsificados en que la primavera, para seguir la tónica de la nación, se declara en huelga por pura malevolencia y llena el cielo de nebulosas pancartas.

No obstante, y a causa de su profesionalidad, el sol se rehizo como un hombre y, dando lo mejor de sí mismo, llegó a tiempo de obsequiar a la ciudadanada con un mediodía tibio, dorado como una hoja de otoño pintada por Velázquez. Trabajó como un vendimiador, pero el resultado le compensó de los esfuerzos.

Los periódicos de la mañana dominical, distribuidos en piquetes por los kioscos, se disponían a iluminar las mentes de los transeúntes. Un pueblo sin opinión —se decían los periódicos para darse ánimos— es un pueblo que necesita leer para creer.

En cada portada, con más o menos color y con letras en tipografía, en hueco y hasta en offset, Josemari Aznar saludaba al nuevo día y a la afición. Aunque el original siguiera empapado en sueños e inconsciente, sus millares de réplicas sonreían al viandante desprevenido y le comunicaban, gozosas, que la ETA, además de estar en el cepo y en cualquier otra parte que mandaran los gobernantes, tenía matones flojos, poco coraje y motivos más que sobrados para avergonzarse de ella misma: era lesbiaba, a lo moderno.. ¿Acaso se podía meter la metralleta por una urna? ¡Pues entonces!

Las mencionadas reproducciones de Josemari venían dicharacheras y llenas de alegría primaveral. Con un manojo de ellas, El País proclamaba que «El pueblo no tiene miedo. Todos contra la violencia venga—de—donde—venga». Y, en letra más menuda, que el presidente felicitaba a su homónimo porque ambos eran dos hombres pacíficos que, además, decían a coro que basta a la muerte, salvo para los que ya lo estaban. Los europeos, los dos Josemaris europeos y Cro—Magnones, estaban a favor de la vida como no podían imaginar los lectores. De la vida y de los millones.

Más o menos por las mismas razones, el ABC opinaba que la democracia se defendía a sí misma, de perfecta que era, de popular que estaba llegando a ser y de duradera que sería un día u otro. «Un hombre de paz ha luchado por la paz» —decía un hermoso titular, muy parecido a aquellos tan bonitos que solía poner los Primeros de Abril— . «Probablemente sea recibido en breve por S.M.»

El Mundo decía lo que los anteriores, pero más revuelto, y filtraba de buena fuente que «se teme por la vida de Josemari Aznar tras su intromisión en un atentado perfectamente preparado por ETA».

Para Josemari, cuando salió del letargo nocturno, las cosas no se presentaron tan simpáticas como para la prensa. Desde su punto de vista, un héroe tenía sus limitaciones y nada le debiera comprometer a seguir siéndolo para siempre. Sin embargo eso era lo que pretendía Górriz al echarle a la calle sin protección de pistoleros.

Le puso, sí, un emisor en el bolsillo, para que los radioaficionados escucharan a distancia cómo se divertía con los patos del Retiro. Y con los cisnes negros.

—Hoy no te pasa, nada, macho. Disfruta del domingo. Firma autógrafos a las masas que te aclamarán por las aceras. Paséate en barca por el estanque y entrégate a otros vicios menores.

—Algo así como un Adiós a la Vida, ¿verdad?

¡Qué tonterías decía por las mañanas! ¿Creía que Górriz, siendo como era, iba a perderse un cebo tan bueno si pensara que los terroristas podían trazar y ejecutar un plan en veinticuatro horas? No, hombre, no.

—Y ponte guapo que aquí te esperan, en la entrada, unos periodistas de Radio Nacional para que les cuentes el domingo que te piensas pasar. No escatimes la alegría y, por mí, puedes echarle también socarronería, chulería y fantasmada en dosis masivas. Un enemigo cabreado, que se precipite, es lo que más queremos.

—¿Lo queremos de verdad o es un decir?

España, que es diferente, le ofrecía guaridas maravillosas: Sierra Morena, sin ir más lejos, estaba muy acreditada entre el gremio de los fugitivos. Hasta Don Quijote fue partidario Tampoco vendría mal un batiscafo en lo profundo de la laguna de Peñalara o una excursión por el Coto de Doñana, preferiblemente disfrazado de ánade. ¿No era un poco vulgar quedarse en Madrid? La gente podía pensar que lo hacía por los aplausos, para presumir. Los verdaderos héroes, una vez que han cumplido como los buenos, regresan a casa en silencio, a labrar la tierra, y vuelven con serenidad al anonimato del que salieron.

—La vida, por otro lado, es un don de Dios y nadie tiene derecho a despilfarrarla. Puedes preguntárselo a cualquier párroco, Górriz.

Pero Josemari no era hombre de mantener sus convicciones durante mucho tiempo seguido. Su personalidad no había existido, a fines contables, hasta el día anterior y todavía no la manejaba con soltura, así que empezó a considerar plausible la teoría de Górriz y a ver ciertas ventajas en ir sin escolta por el ancho mundo: tenía cierta práctica.

—Dice un periódico de la mañana —le comunicó un locutor bien amaestrado— que en ciertos medios oficiales se teme por su vida.

—¿El de Tosca? ¿Y por qué? No creo que metiéndose conmigo vayan a desestabilizar la democracia ni el bacalao al pilpil —Górriz le hizo el gesto de «aprieta el acelerador, coño» — Por otro lado, vivo en una nación que un día será libre y quiero ser un ciudadano libre. ¿Por qué cambiar por haber ayudado a detener a dos presuntos ineptos?

—¿Quiere usted decir que no teme las consecuencias?

¡Vaya si las temía! Pero los hombres que son hombres se crecen ante las dificultades, como la masa ante la levadura.

—Creo que es la ETA la que debe temerlas. Mañana puede atacarles un botones. Pasado, una alumna de las ursulinas y, a la próxima, un ciego de los de cupón. Hoy me voy a pasear y, luego, a comer por ahí. Mañana, a mi trabajo.

—¿Desafía usted a la ETA?

—Me temo que la ETA nos ha desafiado a todos. —dijo Josemari, tragándose algo rasposo, posiblemente miedo, que reblandece el relleno de hombre.— En lo que a mí respecta, ya he perdido la paciencia y no estoy dispuesto a dejarme asustar. A ver si tendré que darles algunos mamporros suplementarios. En la napia, claro.

Todavía dijo mucho más, recurriendo a sus lecturas de novelas del Oeste. La idea era que los etarras le escucharan, pero Josemari rogaba a Dios con fuerza para que los chicarrones del norte emplearan los domingos en actividades más viriles que la simple escucha de la radio.

Quedó bien. Despidió a los periodistas con una sonrisa confiada, parecida a la de John Wayne cuando estaba a punto de repartir leña en cualquier saloon. Luego, ya sin testigos, hizo ademán de ir a la puerta y, distraídamente, se encaró con Górriz:

—¿Me vas a dejar ir sin una mala pistola que echarme al bolsillo y sin un mal chaleco antibalas que cubra mis vergüenzas?

Górriz, apiadado, le dio un revólver.

—¿Y munición?

—¿Pero cuántas veces crees que te van a dar tiempo a disparar? —le respondió el policía, dispuesto a animarle.

* * * * *

SI ESTO FUERA UNA PELÍCULA, HABRÍAMOS LLEGADO al momento de poner la música de piano más romántica y enseñar como dos jóvenes corren por el césped, se fotografían a contraluz junto a un lago, se sonríen, se periscopean y van y vienen en alas de la brisa, cogidos de la mano hasta que, de repente, se quedan serios, abstraídos, se miran a los ojos y se besan con mucha emoción y dulzura, ante los ojos comprensivos de un abejorro.

El mismo Josemari hubiera estado encantado con seguir semejante programa y que aquella mañana primaveral fuera la de una película de tales características, en la que Begoña, disfrazada de Bo Derek, descubriera que el amor carcomía sus preciosos huesos y manifestara urgencias de besos, achuchones y demás intimidades humanas.

Pero Josemari Aznar González, que en sueños había sido pistolero, legionario, boina verde y cosmonauta de la escuela de Flash Gordon, siempre salvando a preciosidades que corrían peligro, estaba desbordado por la realidad y, ya héroe público, reconocía que no somos exactamente como nos imaginamos ser, llenos de personalidad e inteligencia hasta los bordes, valientes como gallos de pelea, impávidos, seductores, ocurrentes y guapetones. El que más y el que menos, a resguardo, se hace ilusiones que resisten muy poco un tratamiento de choque con la vida diaria, o sea, consuetudinaria.

Apuró su ración de miedo mientras iba a reunirse con Begoña. Nunca había reparado en la cantidad de rostros terribles que van y vienen por las calles de Madrid un domingo por la mañana. Probablemente se habían abierto las prisiones para que los más acreditados delincuentes y matahombres tomaran el sol por las aceras.

El etarra, como el camaleón y algunos políticos de rapiña, podía tomar cualquier apariencia y caer aullando sobre él, ávido de sangre honrada. Si hasta un simple guardia de la porra, al salirle por detrás, le levantó tres palmos del suelo a causa de la sorpresa y de unos sospechosísimos bigotes. Cuando un joven le pidió fuego, se lo negó fríamente, casi con altivez: en alguna parte había leído que, cuando uno echa mano del mechero, queda a merced del agresor.

Vendedores de periódicos y viejecitas merodeaban por todas partes, acechándole. La red terrorista se iba cerrando en torno suyo. Quizá el maniquí aquel del escaparate estuviera también en el ajo... Su alma atormentada había perdido la antigua confianza en la bondad natural de la especie.

Sólo se relajó cuando distinguió a Begoña junto a la verja del Retiro, para ir hacia el estanque por la avenida de las estatuas de las que, razonablemente, no podía sospechar demasiado.

Begoña, según sus alcances, era de confianza. Una buena chica que se manifestó reiteradamente a favor de su pellejo en peligro. Alguien, en suma, a quien abrir de par en par las puertas de su corazón y a quien decir «Adelante, esta es tu casa. Pasemos a la salita». Josemari era sensible a la belleza, más a la física que a la espiritual, pero sensible de todas maneras. Y a la nata montada.

Demócrata de toda la vida y, además, poco afortunado en lo tocante a mujeres, lo aceptaba todo: lo rubio, lo castaño, lo rojo y lo negro; lo alto y lo bajo; lo rotundo o longuilíneo.

A Begoña no le podía hacer ascos ni siquiera uno con un paladar más educado: morenita de ojos dorados, alta y decidida, tremendamente seductora aquella mañana, después de haber cambiado sus «braga vista» por una falda negra y larga, acuchillada pierna arriba, dejando ver relámpagos de carne a cada paso.

Fueron hasta el estanque. A sentarse, porque el romanticismo de Josemari no incluía una sesión de remo. Cuando ella le tuvo acomodado en una silla, a salvo de desmayos, le entregó el pliego de periódicos con un suave «Para que te empapes de donde te has metido, idiota.»

—Algún mal intencionado diría que en un buen lío, pero era mejor mirarlo por el lado bueno: no me negarás que he hecho una gran obra. Una familia que se ha ahorrado muchos trajes de luto; los políticos, un disgusto; los amigos, un funeral y la ciudad, un baldón. Si me aprietas...

—No te aprieto. —Begoña le miró de frente con cierta simpatía.— Es que es la primera vez que trato con un héroe asustado y me gustaría ayudarte.

La mejor ayuda que podía recibir Josemari entonces era, por ejemplo, una declaración de amor que animara sus decaídos glóbulos rojos y le coloreara los blancos. Con tristeza comprobó que aquello no entraba en el horizonte inmediato de la chica.

—Te he oído en la radio. ¿Es verdad que andas por ahí sin protección?

—Del todo. Un muchipolicía, algo parecido a King Kong, piensa que la Eta no puede actuar sobre la marcha: necesita rellenar impresos por cuadruplicado, pasarlos a la firma, pedir confirmación y quién sabe cuanta burocracia más después de ponerle las pólizas exigidas.

—¡Vaya! No se me habría ocurrido.

—Por lo tanto, no corro peligro por ahora y, encima, cabreo a los terroristas, les encono, por así decir, paseando por ahí en lugar de esconderme bajo la cama, que no creas que no me apetece. Fíjate en ese de la barandilla, el que nos mira y come...¿qué come? ¿A que podría ser un etarra tomándome las medidas?

Estaba llenándose la cabeza con aquella idea cuando se le vino encima alguna lectura caballeresca y romántica:

—Mejor será que nos separemos, Begoña. No quiero que corras peligros por mi causa. ¿Es que a ti no te da miedo todo esto?

Era, sin duda, una buena pregunta. Un hermoso detalle, teniendo en cuenta que cualquiera en su sano juicio hubiera huido de Josemari a buen paso. Una terrorista de pura raza se hubiera vuelto suspicaz pensando en alguna trampa oculta tras la interrogante. Begoña, no. Desde el primer momento había contado con la ingenuidad irresistible de Josemari. Casi era imposible imaginar a alguien con mayores síntomas de acabar de caerse de un guindo. De un guindo muy alto.

—No me da miedo. Ya sé que debiera, pero, la verdad, tú me preocupas más.

Aquello era halagador. Quizá Josemari dispusiera de un buen puñado de encantos ocultos, de los que no se había percatado, ideales para el halago. A veces suceden semejantes descuidos, y es que los hombres ponen poca atención en el caudal de sus gracias. Él, que de todas formas tenía miedo, se encontraba mejor achacándolo en aquel momento a la preocupación que sentía por la seguridad de Begoña.

—En días así —dijo, abismándose en la contemplación de un pato tornasolado— uno acaba pensando en la eternidad. Adónde vamos, de dónde venimos, quién pagará el taxi y esas cosas. Por buena salud que tengas, estás, como aquel que dice, a la orilla de un misterio: hoy aquí y mañana allá. Ya sabes.

Begoña se preguntaba cómo un hombre tan apocado se había metido en aquel berenjenal. Quizá dándole alguna bebida espirituosa entrara en reacción y echara a correr hacia las Hurdes para ponerse a salvo disfrazado de cretino endémico.

Josemari, pulsada la nota metafísica, seguía preguntándose sobre el variado universo en el que estaba hundido hasta las cejas:

—¿Has meditado alguna vez en el terrorismo, Begoña?

Ella, que manejaba una variada gama de armas letales y que entendía de detonadores y cebos, negó haber encaminado sus esfuerzos mentales hacia aquel concreto problema:

—Las mujeres —dijo— no nos interesamos gran cosa por la política.

—Ni los hombres. Pero tendrás que reconocer que no parece algo muy positivo. Yo ni siquiera voté en las últimas elecciones. En las anteriores le di mi confianza a Josemari, más que nada porque un compañero me azuzó, venga, hombre, que sois como de la familia... No me parece nada bien que los terroristas se metan con los apolíticos. Si te fijas, soy una gota en el océano.

—Pero una gota que se ha hecho famosa.

El reparó entonces en una banderita española, de las de águila, que Begoña llevaba pegada en el reloj y se sintió invadido por un cierto espíritu de cuerpo. Hizo fuerza mental, tragó varios litros de saliva y se pasó a la lírica de un brinco. Siempre se ha sabido que la proximidad de la muerte aviva el impulso genésico.

—Ayer te besé. —dijo sin mirarle a la cara.— Un beso no es gran cosa, pero, ¿qué te pareció?

—Precipitado.

—Ya, claro. Te conozco desde hace tan poco...

—No: precipitado porque estábamos en la escalera.

Josemari fue rebotando sobre su silla hasta aproximarla por completo a la de Begoña: fue como un avance de la caballería ligera.

—Ni he escrito un árbol ni he plantado un hijo ni he tenido un libro. —empezó a resumirse con cierta confusión— Seguramente creerás que soy raro, pero ni siquiera he llegado a la Revolución Sexual, y eso que ya está obsoleta con lo del sida. Todo el mundo hablaba de ella, pero jamás la vi por ninguna parte. Quiero decir que si te besé fue porque...

—¿Porque te sentías solo?

Josemari cogió aire, muchos litros, y, aprovechando la inspiración, pasó el brazo por los hombros de Begoña:

—Por vicio. —confesó.— No estaba decidido a irme al otro barrio sin darte un beso. Varios besos, si no es abusar.

Así pues, no fue un abuso el siguiente. Begoña entreabrió los labios, quizá para contestar, y allí estaba ya Josemari colocando su angustiado beso.

—No sé si te has dado cuenta de que soy un poco tímido.

—Me gustas así. — Begoña no quería hacerle un feo y que el pobre se retirara a lamerse las heridas en el cubil, o cao. Tenía que llevarle al Palacio del Percebe y, si era necesario hacerlo a golpe de besos, pues no habría pegas.

—Pues yo no me gusto así. Si fuera un héroe de verdad, esta mañana hubiera ido a que me hicieran un par de tatuajes y ahora te tiraría del pelo hacia atrás, así, para levantarte la cara, y luego...

Al besarla notó que los labios de la chica cambiaban de forma: la condenada se reía.

—Vosotros, los héroes, sois seductores.

—¿Ah, sí? Debe ser cosa de la adrenalina. ¿Qué te parece si vamos a ver a los cisnes negros del Palacio de Cristal?

Begoña no tuvo inconveniente. Luego le llevaría al Palacio del Percebe —de palacio a palacio— y le expondría a la curiosidad de sus compañeros de armas. ¿Qué soldado fogueado cometería la bajeza de querer despachar a un hombre así, tan dócil como un gatito?

* * * * *

AUNQUE NO SE TRATE DE UNA VERSIÓN OFICIAL, aquellas expansiones amorosas, que bien podían llevar la música del Adiós a la Vida, fueron seguidas por dos pares de ojos, cuatro ojos en total, especializados en mirar con atención para que sus propietarios sacaran consecuencias y, a la vez, enriquecieran su experiencia personal.

Federico, El Siete, elevaba a definitivas sus conclusiones sobre Begoña: ella era la parte débil del Comando España y, por lo tanto, el flanco por donde golpear con más comodidad.

Podía raptarla y obligar a parlamentar al resto; o raptarla para conseguir una posterior cita de negocios. Cuando la ETA y H.B. obtuvieran el reino de Euzkadi en exclusiva, ¿no seguirían siendo europeos? ¿No se verían obligados a comerciar con Francia, por ejemplo? Pues valía la pena que dejaran en paz a ciertas empresas. Si su fogoso marxismo les seguía azuzando contra la economía de mercado, ¿por qué no dirigir sus desvelos contra japoneses y norteamericanos? Los negocios, como saben hasta los concejales, están por encima de la política.

Los otros dos ojos observadores pertenecían al Ejército de Tierra y estaban encajados en el resto de la estructura mortal del Tcol. Coll. Acababa de comprobar que, en efecto, nadie más que él protegía a Josemari, como había convenido con Górriz, si bien alguien había llegado siguiendo a la muchacha. Por las demostraciones de cariño con que se obsequiaron, la chica aquella debía de ser una vieja amistad en trance de convertirse en una nueva experiencia cpn ombligo.

El Tcol. Coll era un gran filósofo del terrorismo y sabía, tras años de estudio, que parecía una partida de billar a muchas bandas en la que cada carambola estaba perfectamente estudiada y llegaba a producirse después de muchas trayectorias desconcertantes.

En España se mezclaban partidos, Internacionales, droga, intereses comerciales y tantísima mala leche como la nación había generado en los últimos veinticinco años. El terrorismo era una especie de subproducto de la democracia apresurada y, también, el mayor suministrador de funerales oficiales.

Pero la misión de Coll no era detener a los terroristas ni proteger la vida de aquel pobre muchacho distraído, sino averiguar las relaciones que el Comando España mantenía en Madrid. Quizá lo consiguiera y quizá no.

Por eso puso su mejor paciencia a contribución y aguantó, impasible, los arrumacos de la pareja. Incluso llegó a acodarse junto a ellos en la verja del estanque, vigilando con simpatía las evoluciones de seis cisnes negros y gordos en torno al surtidor de agua a presión que brotaba del centro. Mientras, meditaba:

Si aquel hombre disfrazado de dominguero aburrido no era un policía, y seguía a la muchacha, podía tratarse de un terrorista o, quizá, del representante de alguien que también pretendiera localizar al comando.

* * * * *

EL PALACIO DEL PERCEBE ERA UN RESTAURANTE CARO disfrazado de comedor económico; largo, estrecho, relativamente oscuro y con un servicio lento y no del todo profesional. Era, pues, un típico restaurante convertido en restaurante típico, pero, a cambio, daban buena comida y eran maestros en ciertas salsas que tonificaban el espíritu. Decía le mis antigua: Laetificant juventutem meam.

Josemari, tal como sabía que hicieran los más famosos pistoleros, eligió la silla que ponía su espalda contra la pared. Seguramente algún terrorista le había acompañado durante su paseo y estaba ahora por allí cerca, distraído con algún aperitivo o enfangándose en algún asado de ternera al estilo de Lugo. La sensación era como en el parchís, cuando el adversario saca cinco al pasar tú. Los ciervos acosados por sabuesos entienden de cosas por el estilo.

Begoña, muy natural, recorría la carta con sus ojos dorados y manifestaba recordar con emoción unos mejillones a la marinera al estilo de Perbes, tierra de Fraga: había sentido una gran tristeza al abandonar las cáscaras en el plato.

En otro rincón, bajo la foto de Santa Cristina y dos zuecos floreados colgados del techo, estaba reunido el tribunal popular y revolucionario: Javier el panadero, y señora, muy proclive ésta a discutir en torno a las ventajas de la Goma—2 sobre el amonal y, a la vez, enemiga del calibre «parabellum» o nueve especial.

Balbino era el restaurantero, gordo gallego falsificado conocido por su adhesión a Fraga, al que siempre mencionaba como gallego ejemplar y ejemplar de gallego destinado, bajo ambas acepciones, a salvar a España de las aguas. Andrés, propietario de la librería «Novedad», comparecía con su hijo, estudiante de filología y militante del CDS por alguna perversión del gusto. Álvaro era el mecánico, gordo y pelirrojo, y tendía a comer por igual los espárragos y los puros. Natalia, la supuesta prima de Álvaro, compensaba la gordura de éste con una estampa que, de dejarse las patillas, la hubiera llevado a parecerse al Che Guevara, cananeo.

La parte del mundo que abarcaban sus ojos era un aguafuerte de ciudadanos nutriéndose por medio de muy variados métodos, no todos consagrados por el uso. El mismo Josemari estaba empleando el cubierto de carne para deshacer el pescado y se llevaba la servilleta a los labios a cada bocado. Un hombre tan melindre normalmente se hace antipático a cualquier grupo de terroristas fogueados que para abrir las ostras no tienen más que lanzarles una mirada aviesa.

Desde Álava, la provincia buñuelo, les habían señalado las tres como hora límite para dictaminar si aquel tipo pertenecía a algún servicio de información o si se trataba de un simple entrometido. Si era un profesional, y por el aquello del compañerismo, tal vez conviniera esperar unos días para cazarle como se merecía. Si, por el contrario, era un aficionado, no haría falta enviar un comando y cualquiera de ellos, el más aburrido, podría reverdecer viejos laureles y hacer unas breves pero intensas prácticas a su costa.

Habían oído, claro está, que el muy asno pretendía pasearse por Madrid sin escolta alguna. Begoña, al ir a los lavabos, se lo había confirmado a Balbino que merodeaba por las proximidades: el mozo loco estaba solo y confiaba su vida al rumor de que la Eta no hace matanzas pasionales y rápidas. También había insistido la chica en que el hombrecillo era buena persona, un pobre infeliz que cruzó por el atentado de Ferraz sin ninguna mala intención.

—Begoña —comunicó Balbino a la concurrencia— no quiere que muera ese angelito. Dice que no conduce a nada. Sin embargo, parte de nuestro prestigio se basa en que somos implacables: recordad a Yoyes y a Txomin. Con razón o sin ella, el que la hace, la paga.

A un hombre de los servicios no se le mata así como así, porque puede traer complicaciones políticas y, también, porque a veces es difícil saber de parte de quién está. Pero si Begoña, que había estudiado el caso, afirmaba lo que afirmaba, lo único que debían discutir los alegres comensales era qué clase de armas usarían y dónde.

—Una bomba en el coche. —propuso el mecánico que era hombre no poco corporativo y aficionado al automóvil letal como conquista de la modernidad.

—Ese gilipollas no tiene coche.

Mientras tanto, el gilipollas, ajeno al debate que se sostenía sobre sus postrimerías, hacía delicadas confidencias:

—¿Sabes por qué tengo cara de viejo? No es porque esté seco como una pasa, sino porque hasta ahora he vivido sin una ilusión concreta en la vida. Un hombre tiene que desear algo por encima de todo. Ha de perseguir una estrella o algo por el estilo. Quizá un asteroide. Hoy por hoy mi gran ilusión es llegar a mañana.

—Si va en metro al trabajo —decían de él unos pasos más allá— le podemos apiolar a la salida.

—Un hombre solo, Begoña, no es un hombre; lo mismo que una mujer. Las cosas hay que hacerlas de dos en dos; hay que vivir de dos en dos. Yo era muy fantasioso hasta ayer. Cerraba los ojos y me iba al desierto, a galopar en camello blandiendo alfanjes, o participaba con igual facilidad en una batalla espacial. Pero ahora se me ha agarrotado el mecanismo de los sueños, no sé si porque vivo una pesadilla o porque te he conocido.

—Teniendo en cuenta que ahora no está vigilado y que el palomo nos ha venido a domicilio, ¿ a que estaría bien meterle un veneno en el café?

—¿Y el ruido? ¿Y la propaganda? Hay que pensar en todo: no se puede matar a un tipo en un callejón como si fuéramos navajeros. Hay que hacerlo en un sitio céntrico, con público. Pareces un novato.

—¿Y qué hay del paquete que Begoña le puso debajo de la cama?

—Ella tiene el mando a distancia ajustado a la frecuencia, y cualquiera se lo pide.

Una vez explicados los rasgos fundamentales de su carácter y el hecho de haber llegado a héroe por la fuerza de las circunstancias más que por la de sus convicciones, Josemari consideró llegada la hora de recibir confidencias a cambio:

—¿No tienes novio, Begoña?

—No. —hay profesiones que vedan a la mujer abrir su corazón de par en par. Begoña ejercía una de ellas.

—¿Cómo es posible? Guapa, joven, culta, atractiva, con esos ojos hechos con lingotes del Banco de España, pero o de los del Tercer Reich... ¿No tendrás el corazón destruido? ¿No serás de las que piensan que mejor se está sola que abandonada?

—De todas formas —deliberaba el tribunal revolucionario— , era una lástima desperdiciar eso de que el tío se pasease sin protección. Es lo que se dice un pichón. Caería como un bolo (o billla ) y, encima, lo mal que quedarían los tipos listos que creen que no podemos repentizar una obra de arte.

—Pero comprometeríamos a Begoña. No es que ella importe demasiado: tirando de su presencia podrían llegar hasta nosotros.

—¿Y si la chica también cae? —dijo Natalia, que nunca se había llevado bien con ella por pura envida cosmética.

Se pusieron a meditarlo, mirando de reojo como la parejita atacaba una abundante ración de chipirones en su tinta sin casi prestarles atención: hallábanse enredados en los misterios de las respectivas almas, que es el primer paso para convenir explorar, más adelante, los respectivos cuerpos.

—La vida, —decía Josemari entre bocado y bocado, cargado de razón— da muchísimas vueltas. Ayer comía en El Alcázar con un montón de personas que me miraban como a la octava maravilla. Hoy como contigo; puede que algún terrorista me vigile, y, ¿sabes?, no sé aún cómo me miras tú.

Begoña, para cumplir, le echó un vistazo rápido. De verdad que no quería complicaciones sentimentales mientras sus compañeros estaban decidiendo si vivía o si moría Josemari.

—Te miro con buenos ojos.

Al hombrecillo le pareció un detalle de amor..

* * * * *

HACIA LA MITAD DE LA TARDE PRIMAVERAL, de esforzada artesanía, Josemari ya había relatado su vida de siete maneras distintas, todas ellas aburridas, y Begoña había tomado la decisión de salvarle la piel.

Si hubiera dispuesto de una hipotética hermana a la que hacer confidencias, le hubiese resumido así la situación: «Es encantador ver cómo al fabricarle olvidaron poner mala fe en su radiador. Es tierno sin darse cuenta de que lo es, como debe sucederles a los filetes de ternera, y te aseguro que cualquiera, hasta un vendedor de libros a domicilio, haría lo que quisiera de él. Gerardo Diego pensó en él cuando escribió: «registrad mi bolsillo/ encontraréis en él plumas en virtud de pájaro/ migas en busca de pan...»

Si se mira desde cierto prisma, y el prisma es de espato de Islandia, es forzoso reconocer que la profesión terrorista, aunque moderna y de gran porvenir por tratarse de un sector en expansión mundial, pese a las cabezonadas de USA, causa graves perjuicios a la mujer que la practica. Exige, como ciertas órdenes religiosas, vida retirada, fe a toda prueba, celibato (o, como mucho, matrimonio entre profesionales) y dedicar muchas horas a la contemplación, ya de la futura víctima, ya de los planes concebidos.

Además, provoca un alto grado de deformación profesional que, en el caso de la mujer, la vuelve desconfiada, suspicaz, no poco furtiva y descuidada en el cultivo de sus sentimientos.

Cuando una mujer así, no poco encallecida, desciende de sus olimpos guerreros y convive con gente que ni en sueños ha tenido la intención de cepillarse a sus semejantes, se encuentra sola y desconcertada. Las modas la dejan fría. La cocina no le interesa. Ni siquiera las rebajas son capaces de causarle una definida emoción.

No hay hombre, por fuerte que sea, que la impresione, porque suele llevar una pistola en el bolso, y si algún despistado, por casualidad, la llama cara de ángel o algo por el estilo, sólo es capaz de pensar «Si tú supieras, pardillo». Una mujer, en suma, que tiene sus sentimientos enterrados bajo tierra, como boniatos.

Si se desea cautivar la voluntad de una de tales hembras, no hay que intentar dominarlas y sí, en cambio, ofrecerles paraísos artificiales desconocidos por ellas: echar comida a patos y a cisnes; pasear a la deriva hablando, por ejemplo, de la forma de las nubes; y enloquecerlas con una entrada de sesión continua donde ver películas de risa en la tranquila oscuridad benefactora mientras, tímidamente, se evoluciona para aferrarle, como por casualidad, una de sus blancas manos.

Una tarde aburrida hasta para una colegiala de la Calidad de Ensenanza reformada puede convertirse en una experiencia inolvidable para una terrorista que, invariablemente, tiende a soñar en pisos coquetones, en niños rubitos y en preparar, los domingos, el desayuno para el hombre que ama. Las personas son frágiles aunque sean fuertes sus ideas: de vez en cuando sienten la tentación de bajar la guardia y, en lugar de apretar gatillos, dar besos hasta irritarse los labios.

Begoña estaba satisfecha al ver como el amor había penetrado en Josemari hasta las amígdalas. Aquello significaba que seguía siendo una mujer y que, por lo tanto, atraía a los hombres como el queso a los ratones, si es que algo tan etéreo y espiritual puede expresarse así.

Por amor la gente se condena o se salva, como dice el torpe romanticismo, pero, desde luego, no se queda como está. El amor, ¿cómo lo diría yo?, es una emoción de campeonato, sólo un punto menos intensa que tres tragos de tabasco en ayunas.

Claro que, aparte el amor, quedaban otras emociones intensas que, a veces, asaltaban a los hombrecillos con cara de gorrión que, al salir del cine, van andando con una mujer hacia un aparcamiento subterráneo con el decidido propósito de recoger un R—5. Suelen pagar ellos el recibo porque, a fin de cuentas, los hombrecillos así están a punto de hacerse ricos sirviendo de cebo a terroristas soliviantados.

La emoción, lógicamente, no consiste en pagar la factura ni en ir a solas en el coche con una mujer impresionante. La emoción intensa sucede cuando, al poco tiempo, la chica empieza a acelerar y a mirar por el retrovisor, haciendo ruidos algo primitivos y opinando para sí misma:

—No se atreverán. Están locos.

La emoción se desarrolla, impetuosa, cuando el R—5 se salta el primer semáforo. Y continúa, gloriosa, cuando la piloto hembra y vertebrada, pregunta a bocajarro:

—¿Llevas pistola?

Los hombres con cara de pajarito que llevan pistola, tal como Josemari, suelen sobresaltarse y notar como la barba se les eriza, pero, buenos chicos, confiesan que sí, que la llevan justamente pillada entre el cinturón y el bazo, a mano izquierda según se baja.

—Nos está siguiendo una moto. —dicen en situaciones así las mujeres que conducen como locas.— En cuanto paremos por una u otra razón, se nos pondrán al lado y nos dispararán.

Josemari había leído semejante método dialéctico en la crónica de algún atentado con muertos, así que no tuvo dificultades excesivas para hacerse cargo de la raíz del problema. En casos así su cerebro era capaz de hacer los cien metros en 8", de manera que se volvió al instante y pudo comprobar que sí, que llevaban una moto detrás. A falta de una observación más detallada, sacó la impresión de que su faro les miraba con intenciones aviesas.

—Dispárales cuando les veas el blanco de los ojos. —le aconsejó Begoña.

—¿Y si les doy?

—Que se jodan.

Josemari entretuvo la espera pensando que, hoy en día, no se puede ir por ahí sin una piel blindada. Dichosos los rinocerontes y más aún los ministros. ¿Quién le había dicho a él que los terroristas no eran capaces de reaccionar en veinticuatro horas? Es muy feo el vicio de la mentira.

—¿Será la Eta? —preguntó, lleno de incertidumbre.

Begoña no solo conducía. Sus pensamientos, convertidos en vapor por el calor del enfado, impregnaban tres cuartas partes de su cerebro y veía las cosas con extraordinaria claridad: si sus queridos amigos habían decidido cargarse a Josemari mientras estaba con Begoña, significaba que también a ella la habían condenado a muerte.

Si sobreviviera, se convertiría en noticia y no dejaría de ser investigada. A través de ella se podría dar con el verdadero cogollo del Comando Madrid, así que los dos de la moto tirarían sobre ella sin pestañear.

La moto, ajena a esta red de razonamientos lógicos, iba aproximándose. Se le notaba en el gesto que aguardaría para disparar al momento en que se hubieran situado en paralelo, quizá para ahorrar munición o quizá para hacer un blanco de concurso.

Sucedió, al fin, lo inevitable y Begoña se encontró con una muralla de coches detenidos por la luz roja de un semáforo impasible y, ciertamente, sin entrañas. La chica, de perdidos al río, pidió a Josemari que se sujetara y se preparara a entrar en acción con la mente puesta, a ser posible, en cualquier película de James Bond.

Frenó de golpe, por si conseguía que se le empotraran en la trasera y se dispuso a viajar hacia la eternidad si Josemari no mataba a la primera estocada.

El piloto se desvió a la derecha, frenando, pero nada más sucedió. Ni Josemari ni los presuntos terroristas hicieron fuego.

—Je. —dijo el hombre, aliviado.— Nos hemos preocupado por nada.

—Mátalos y déjate de pamplinas. Ellos no tirarán hasta que se abra el semáforo.—respondió Begoña, tratando de hacerse con el revólver de él— Date por muerto si esperas a la luz verde.

Josemari se debatía en un mar de dudas con galerna. ¿Y si no eran lo que decía Begoña y él se cepillaba a dos jóvenes, inocentes como obispos de la Conferencia Episcopal? Pero, ¿y si eran y se lo cargaban a él? Tanta era su concentración que, en aquel momento, su expresión confirmaba que el hombre desciende del mono o, mejor todavía, de un besugo particularmente distraído. Durante su largo ascenso hacia la inteligencia, generaciones de seres inconscientes y duros de mollera, como el mismo celacanto, habían puesto caras semejantes a la de Josemari.

Se abrió por fin el semáforo y los coches de delante empezaron a mostrar signos de movimiento ondulatorio. Entonces, y sólo entonces, los motoristas se volvieron a mirarles desde dentro de sus cascos de cristal oscuro. Begoña no esperó más y se echó al carril contrario a toda velocidad. La moto sorteó a los coches que arrancaban en primera y les siguió a menos de una nariz, con la avidez de un galgo que ha decidido comer liebre para cenar.

Cuando se dispara un revólver en los reducidos límites de una cabina de R—5, uno tiene la impresión de que le hayan puesto un barreno en cada oído. Todos debieran saberlo y acumular experiencia. Josemari se lo contaría a sus nietos, si sobrevivía, apenas supieran decir papá y mamá: No disparéis revólveres en un R—5. Yo lo hice en la década de los 02 y sé lo que me digo.

Quizá por el efecto de las dos detonaciones, quizá obedeciendo a un plan preconcebido, Begoña dio un volantazo y ambos tuvieron la mística satisfacción de ver a la moto y a los motoristas, mezclados como los elementos de una ensalada, desparramándose por el suelo. Sin aceite de oliva.

Tal vez Josemari había herido a uno; quizá Begoña hubiera pisado a otro, pero lo cierto es que rodaron como canicas y que pronto quedaron perdidos detrás de la línea del horizonte.

—Tenías que haberles disparado en el semáforo— dijo Begoña con un deje de reproche, pues debía llevar los riñones flotando en un mar de adrenalina— ¿No comprendes que nos han querido matar a los dos?

Ahí le dolía: «a los dos». Hubiera sentido la muerte de Josemari y hasta le hubiera llevado flores al cementerio los primeros aniversarios, pero en modo alguno se encontraba dispuesta a mirar su propia muerte con la indiferencia que Séneca aconseja a los humanos.

Balbino, Andrés, Javier, Álvaro y los demás la iban a oír en alta fidelidad en cuanto dejara a salvo a aquella especie de calamar sentimental que llevaba de pasajero.

—¿Cómo nos habrán localizado? —se preguntaba Josemari mirando, pensativo, el cristal roto de su ventanilla.— Me parece que esto de hacer de cebo tiene sus desventajas: han querido matarnos.

—Olvídate de eso. Voy a dejarte en tu casa, donde me imagino que podrás sobrevivir hasta mañana.

—También tú eres ahora una superviviente. —dijo Josemari, pulsando la nota filantrópica— Ya corres tanto peligro como yo. Será mejor que te quedes conmigo. Górriz nos mantendrá vivos.

—¿Sí? Eres tú el que está metido en un buen lío, Josemari. Mañana, lunes, prueba a que te hagan un seguro de vida. Por la expresión del agente comprenderás cuánto debes preocuparte. Si hubieras hecho lo que te dije, si hubieras hablado de lo justa y necesaria que es la Alternativa Kas y de que, en estos tiempos, no se puede negar el derecho de autodeterminación ni a las lombrices, no hubiera pasado nada.

—O me hubieran liquidado los de Górriz. —dijo el muchacho, inhalando un chorro de puro aire contaminado de la Gran Vía, por la que ya circulaban rumbo al primer embotellamiento. — ¿Me llamarás al menos?

Josemari opinaba que, cuando se comparte un peligro de muerte, las almas involucradas quedan unidas por fuertes lazos, en cuyo caso es ir contra la naturaleza el mantener alejados los cuerpos. Además, a él el miedo le había abierto el apetito carnal. A un gallo que escapara por los pelos del cuchillo del matarife también le embargarían pensamientos semejantes y correría en busca de dos o tres centenares de gallinas.

Pero lo malo de la humanidad es que las mujeres no acostumbran a reaccionar como los hombres: Begoña se limitó a desembarcarle en el cruce de Silva con la calle de la Luna, aconsejándole que se quedara quietecito en casa.

—Si ese tal Górriz te vuelve a aconsejar que te pasees por ahí, clávale el sacacorchos en la lengua.

—Pase lo que pase, me gustaría volver a verte. —respondió Josemari, cerrando la puerta del coche. Su estado de ánimo era tal que Dante, a su lado, pasaría por un alegre juerguista y Bécquer por un optimista chistoso.

* * * * *

DE LOS DOS HOMBRES QUE SE HABÍAN PASADO EL DIA siguiendo a la pareja, Federico y el Tcol. Coll, sólo uno, El Siete, no se quedó desorientado cuando Begoña y Josemari se metieron en el aparcamiento y abordaron su R—5. El Siete sabía la existencia de este coche, porque había seguido a la muchacha desde casa, pero el teniente coronel tuvo que echar a correr en busca de un taxi y, en suma, perdió el contacto.

Sólo Federico, El Siete, fue testigo del ataque de la moto y pudo acercarse de los primeros a las dos figuras cuando fueron derribadas como bolos por el volantazo de Begoña. Los tipos, con el casco puesto, echaron a correr por una calle lateral bajo la verosímil sospecha de que la policía acabaría por dejarse caer por el lugar de autos, o de motos, que de todo hubo involucrado en el episodio.

El Siete los rebasó, aparcó y continuó a pie el seguimiento hasta la tahona Jorge Juan, donde los presuntos se detuvieron ,posiblemente a dar las novedades y tomar un bollo relajante. Para El Siete, disfrazado de juerguista aburrido apoyado en un portal oscuro, sólo quedaba una duda razonable: ¿Hubieran matado también a la chica?

Impasible como un cocodrilo del Nilo, fue analizando las posibilidades y hasta la puntería que puede uno hacer cabalgando una moto a sesenta o setenta por hora. La chica hubiera muerto sin remedio, pues las balas no discriminan. Además, de quedar viva, hubiera servido a la policía para seguir la pista del resto.

Segundo punto: Begoña, a pesar de partir con el handicap de unos sesos femeninos, ¿llegaría a la misma conclusión? Si sucedía así, no seguiría dispuesta a fiarse de sus compañeros, ni ellos de Begoña, con lo que perdía todo su interés para El Siete: no podría negociar a cambio de su rescate.

La chica tampoco iría a la policía, porque un terrorista como Dios manda no comete ciertos pecados. O sea que El Siete tendría que volver a confeccionar otro plan de acción. Conocía la panadería y el restaurante, pero necesitaba saber más: seguro que existían otras tapaderas y él era un profesional meticuloso que entregaría a su multinacional un informe completo, con fotografías, para que la plana mayor de Eta llegara a negociar, en inferioridad de condiciones y sin cartas marcadas, el alto el fuego contra los intereses franceses.

En esas estaba, a punto ya de abandonar la lógica para ponerse a meditar sobre los fatales resultados del fútbol, que le habían desquiciado la quiniela, cuando vio llegar al R—5. De algún modo su dueña se las apañaba para transmitirle al coche un aire irascible: se diría que era una máquina con el ceño fruncido.

Begoña entró en la tahona con escaso consumo de pasos y Federico, El Siete, volvió a repasar de mala gana su lógica: ¿Aquella tarugo —o taruga— no había comprendido aún que la hubieran despachado sus amigos, de poder? ¿Lo sabía y, sin embargo, iba a hacerles una escena dramática?

* * * * *

EN EL INTERIOR, JAVIER, EL PANADERO TERRORISTA, acababa de enterarse del fracaso de sus dos motoristas cuando llegó Begoña zumbando como un abejorro que acara de descubrir una nariz donde clavar.

Estaba —según manifestó— muy poco satisfecha de sus camaradas. Cierto que, ya antes, siempre les supuso con la misma dosis de buena fe que un buitre, pero, ¿podían explicarle qué pretendían atentando contra su propio coche?

—¿No se os ocurrió que yo podía resultar herida?

Los demás pusieron cara de que no se les había ni pasado por la cabeza. Natalia, que era la que debió disparar, además se consideró ofendida:

—Tengo muy buena puntería, yo.

—¿No será, más bien, que estabais dispuestos a terminar conmigo?

—Los accidentes, querida, no pueden descartarse, pero...—empezó Javier con suavidad— pero las órdenes... La causa... En fin: sabes que este es un trabajo con riesgo y batasuna.

—Y sin seguridad social. —puntualizó Álvaro.

—Además, era lógico después de lo que ese tipo ha largado por televisión —siguió Javier— y lo que ha dicho esta mañana por la radio. ¿Le has oído? Que la próxima vez nos puede atacar un botones o una alumna de las ursulinas. ¿Te das cuenta? ¿Dónde queda nuestro prestigio si no le despachamos ipso facto?

—Nos preocupaba, no te vayas a creer, nos preocupaba lo que te pudiera pasar, ¿verdad? —tomó Álvaro el relevo.— Pero, después de todo lo que ha hecho, no puede llegar vivo a mañana.

—Es un tipo inofensivo. —le defendió Begoña, buscando una última oportunidad para salvarle la vida. Había decidido dejar a quienes estaban dispuestos a liquidarla si convenía, y aquel podía ser el primer paso de su reinserción en el mundo civilizado.— Ahora que le habéis pegado ese susto, estoy segura de que hará todas las declaraciones que queramos a favor de la Soberanía. Si se desdice, imaginaos dónde quedará todo el tinglado propagandístico que han montado en torno a él.

—Peor quedará, Begoña, si nos lo cargamos en su casa. Imagínate tú la superproducción: El Estado Español protege de la Eta a un tipo, en su mismísima capital centralista, lo rodea con sus mejores hombres y le garantiza una larga vida. Y, entonces, se lo ejecutamos en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero no podéis.

A veces uno tiene la sensación de estar olvidando algo importante. Begoña la notó cuando contempló las sonrisas de calavera de sus ex—amigos. El romanticismo moderado del día y los hechos trepidantes del atardecer le había hecho pasar por alto algo fundamental, que recordó en cuanto Javier le arrancó el bolso y sacó de él un mando a distancia:

—Podemos.

¡Ella misma había dejado mil de los mejores y más explosivos gramos debajo de la cama del pobre Josemari! Calculando por lo bajo, a gramo por kilo, aquella carga podía despachar a diecisiete Josemaris y medio o hacer un agujero en el suelo que los vecinos confundieran con una boca del Metro.

—No te veo ansiosa por colaborar. —comentó Natalia, con la alegría de una hiena que olfatea carroña— ¿Es que ya no eres de los nuestros?

Begoña, cogida por sorpresa, se encontró preguntándose eso mismo: ¿Soy de los suyos? ¿Soy como esta asquerosa marimacho que prefiere la sangre a la colonia?

—Ojalá te hubieras roto el alma cuando os he tirado de la moto. —dijo, vengativa— Claro que difícilmente se te puede romper lo que no tienes. No te ha pasado nada porque debes de haber caído de cabeza, ¿no?

Natalia no perdonaba la humillación:

—Tú le salvaste. ¿Oís vosotros dos? Ese pájaro está vivo todavía porque ella le protegió.

Natalia hacía teatro trágico. La verdad era que nunca había soportado a Begoña y aquella tarde, durante la persecución en moto, estuvo mucho más ansiosa por disparar sobre ella que por hacerlo sobre el hombrecillo, que no soportaría ni medio tiro del veintidós.

Pero las acusaciones ya eran inútiles. Javier había tomado la decisión de detonar la carga y, aunque era tan sutil como una apisonadora, percibía claramente que no se podía fiar de Begoña.

Pobrecita: ahora que sabía que estuvieron dispuestos a descarnarla, a separarle el alma del cuerpo por métodos poco ortodoxos, no se le podía censurar si la venda caía de sus ojos y dedicaba algún pensamiento que otro a hacerles la pascua. A muchas mujeres les cuesta comprender los sacrificios que, a veces, impone el cumplimiento de la sagrada militancia.

—Te quedarás aquí mientras arreglamos esto. —resolvió Javier— Natalia, que te aprecia como a una hermana, te cuidará para que no hagas ninguna tontería.

Natalia aprovechó para echar a su presunta hermana una mirada de cien mil voltios: sólo un palmo menos de distancia y Begoña hubiera resultado carbonizada.

Álvaro, sensible a la belleza para desesperación de Natalia, consoló a la prisionera cuando salían:

—Cuando desde arriba nos pregunten de quien es el mérito, diremos que tú pusiste la bomba. Ya verás qué orgullosa te sientes luego.

Algo, al menos, quedaba claro: no todas las bombas acaban cayendo en Guernica, como algunos se creen. También las hay al servicio del pueblo.

* * * * *

EL SIETE, DISFRAZADO DE VECINO que busca las llaves en un bolsillo equivocado, vio como salían los dos hombres de la panadería. Por sus sonrisas dedujo que alguien iba a recibir la demostración de que el cuerpo es perecedero, tal y como se advierte en los ejercicios espirituales para que los hombres pongamos más interés en las riquezas del alma.

El Siete pensó, por un momento, que la otra muchacha también podía haber pasado a mejor vida. A causa del continuo besuqueo en el cine, se podía haber encariñado con Josemari, en cuyo caso era lógico que se negara a seguir participando en su matanza: el sentimentalismo de las mujeres no conoce límites.

Debido a su corazón emotivo y tierno, El Siete sintió el impulso de rescatar a la mujer, pero lo supo reprimir en cuanto comprendió que los dos hombres podían conducirle hasta otros terroristas todavía desconocidos. En lo que hacía referencia a la chica, la pobre no tendría más remedio que seguir su hado y aplicarse aquel interesante verso de Espronceda: «Un muerto más, ¿qué importa al mundo?» Con el corazón del Siete se podría rayar perfectamente el vidrio o, por capricho, hacer ligeras erosiones en la cara de un político profesional.

Los seguidos Javier y Álvaro no tenían prisa. Los domingos por la tarde la mayor parte de los terroristas tienen el espíritu alegre de los marineros francos de ría y aprecian el bullicio de la ciudad, los escaparates, las luces multicolores y el jamón serrano. El Siete les fue rastreando sin dificultad de abrevadero en abrevadero, cada uno más cerca que el anterior de la zona centro, hasta que echaron el anclote en un lugar esquinado llamado Cafetería Éboli, en la plaza de Santa María de la Soledad, esquina Luna.

Cuando un terrorista con años de rodaje va a hacer estallar una carga bajo la cama de un profesor de literatura entrometido, dispone de varias alternativas para refrescarse el gaznate. Una de las más excitantes es tomarse una cigala con cerveza y dejar que la mente se relaje para que el músculo obre con facilidad y sin inhibiciones. Por otro lado, un terrorista pundonoroso no vuela las casas ajenas a una hora en que el pichón puede no estar refugiado en su cálido nido.

* * * * *

EN EL INTERIOR DE LA PANADERIA, desde que salieron los dos hombres, los segundos avanzaban con el freno de mano echado y los minutos pasaban, bamboleantes, como una caravana de camellos repostados con agua del Lozoya. El tiempo no es sólo relativo, sino desesperante cuando no se tiene otra cosa por mirar que una Natalia vestida con vaqueros agarrada a una pistola como un cañón de costa.

No amenazaba directamente a Begoña con ella. Eran compañeras y luchaban por los colores del mismo equipo, pero a Natalia le parecía buena idea hacerle comprender que, camaradas y todo, la perforaría sin remilgos si intentaba salir de allí. Siempre es bueno para la salud tener un resumen de los pros y de los contras.

Ambas mujeres aprovecharon el tiempo con una guerra de ojos que no les llevó a parte ninguna. Con miradas así podía resultar gente herida, pero no ellas, muchachas que sólo disfrutaban entre el estruendo de las bombas o llenándose los pulmones con el humo de la pólvora.

La segunda fase de las operaciones corrió a cargo de los insultos, material económico que uno puede despilfarrar sin problemas de conciencia. También para esta clase de luchas estaban preparadas, porque en la profesión, de un tiempo a esta parte, se oían llamar de todo al día siguiente de un trabajito, y no como antes, que siempre eran heroínas de la libertad.

—Lo que no entiendo, —profundizó Natalia— es cómo te puedes interesar por un alambre con patas como ese Josemari.

—¿Quién se interesa? Si le matamos perdemos una oportunidad de oro para demostrar ante todos que la gente nos tiene miedo de verdad. En cualquier caso, un alambre con patas siempre es mejor que un boniato con ojos, tal que Álvaro.

—Claro: a ti te interesa la causa sobre todo. De ombligo para abajo.

La sangre de Begoña empezaba a hervir, como si le hubieran puesto sal de frutas por vía intravenosa:

—Lo que no me interesa es que una motorista enmascarada me pegue cuatro tiros a traición. ¿Crees que mi misión hace un rato era dejarme matar?

Las hostilidades llegaron a un empate. Begoña sonreía por fuera, pero en el interior su ánima chaparreaba. Natalia, que sentía una pasión morbosa por el Fortuna Light, se entregó momentáneamente a ella mientras confeccionaba un catálogo mental de las cosas que le gustaría hacer con su compañera.

Poco a poco languideció la conversación entre ambas. El gato siamés que por allí rondaba tampoco tenía nada que decir. Eran dos mujeres en una situación límite, (Jaspers lo inventó) pero no se decidían a pronunciar hermosas frases sobre la vida y la muerte.

El tiempo, por su parte, se arrastraba sin rumbo, como una lombriz miope. Los relojes de las mujeres eran electrónicos pero, de todas formas, se oía su tictac obsesivo. Begoña, para distraerse, pensaba en la extraordinaria ligereza con que sus compañeros aceptaron pasarla por las armas junto a Josemari.

—Me parece —dijo cuando estuvo lo bastante enfadada— que hemos ido demasiado lejos. Es lógico que me sentara mal que fuerais por mí, ¿no? Pero comprendo que tú no eres la responsable, sino...

—El brazo ejecutor, ¿verdad? —terminó Natalia. Le gustaba ser instrumento ciego del destino: hacía romántico.

—Pero no podemos consentir que se debilite el grupo. ¿Que hay que liquidar a ese delgaducho? Pues se le liquida y en paz. La desconfianza me duele aún más. —tuvo una idea brillante para rematar el período:— A fin de cuentas tú y yo vamos en el mismo barco.

Hasta qué punto Natalia creyó en aquellas palabras es cosa que no sabremos nunca, pero no se llega a terrorista de primera división siendo una persona confiada. Mantenía a Begoña en observación intensiva, pues temía que huyera en un descuido. Lo que no se le ocurrió, pues tenía la pistola, fue que prefiriera el ataque a la desbandada.

—¿Quién está ahí? —dijo de repente la cautiva— ¿No has oído?

La principal deformación profesional del terrorista consiste en imaginarse continuamente pasos de guardia civil silvestre, de manera que Natalia no pudo resistir la tentación de pegar la oreja contra la puerta.

Como sabemos todos, cuando uno tiene apoyada la oreja en una puerta y recibe un puñetazo en la otra, alguna complicada ley física, que tiene su origen en la acción—reacción, hace que el simple golpe se convierta en un puñetazo al cuadrado, bajo cuya influencia los sesos tienden a bailar mientras se oscurecen los ojos más transparentes. Así, al menos, fue como Natalia se explicó su desvanecimiento súbito, la desaparición de su pistola y el amargo despertar atada de pies y manos y embargada por múltiples dolores, tanto de naturaleza física como espiritual.

De no haberse ausentado temporalmente del mundo sensible, hubiera sido testigo de cómo Begoña daba dos o tres patadas a los puntos más prominentes de su envoltura carnal, y salía en busca de la calle, donde los hombres son más hombres y los espacios más libres.

Begoña poseía sangre de noventa y ocho octanos por lo menos, un espíritu lleno de calorías y un motor sin marcha atrás. En lugar de subirse al cochecillo, corrió hasta la primera cabina telefónica dispuesta a llamar a Josemari Aznar González, el famoso vecino de la calle de la Luna, para ponerle al tanto de la problemática que le amenazaba aquella noche.

Antes quizá hubiera sentido alguna piedad por aquel hombre con sólo diez trienios y medio de vida activa, pero ahora deseaba salvarle, caso de que no le hubiesen volado todavía, por una razón más poderosa: fastidiar a los compañeros que estuvieron dispuestos a despacharla como a una res.

Eran las once y pocos minutos cuando empezó a marcar el primer número. Las farolas brillaban, pálidas de anemia. Javier y Álvaro miraban los relojes con la boca llena de mejillones a la marinera. El Siete, disfrazado de alcohólico anónimo, al lado de una máquina tragaperras, su vicio natural. Ciento veintisiete mil madrileños bostezaban o acababan de hacerlo. El largometraje de la tele no hubiera contado con la aprobación de Orson Welles. Górriz, en un sofá, se preguntaba por qué la Eta había actuado tan rápidamente. Josemari dormitaba sobre su cama, por fin a salvo. El domingo se aproximaba con urgencia a su guarida para morir, como un hombre, a solas frente al lunes. Los calendarios seguían diciendo que era primavera.

* * * * *

Josemari, al desembarcar en su calle, miró al soslayo y galopó como un ñandú hacia el cobijo de su casa. Los guardias que por allí rondaban tuvieron dificultades para reconocerle a causa de su envidiable velocidad de crucero. Las escaleras ni siquiera tuvieron tiempo de sentir el peso viril de sus pies, probablemente porque, con las prisas, ni siquiera tocaban el suelo.

El mismo Górriz, acampado en el comedor—sala de estar, no consiguió levantarse del sofá donde meditaba antes de ser atacado por un torrente de jadeos en el que flotaban algunas palabras confusas.

Si no entendía mal, a Josemari alguien le había hecho una mala jugarreta y el tal Josemari preguntaba con amargura por lo que Górriz había estado haciendo mientras él encanecía prematuramente y se liaba a tiros en mitad de la calle de Alcalá.

—¿Eras tú? —preguntó el policía, que había oído por su radio el relato escueto del incidente. Se manifestó dispuesto a que ahora se lo narraran con adornos literarios y con los tropos de dicción que vinieran al caso.

La relación de desventuras y sustos se llevó su tiempo y dos copitas de la botella de coñac con que Górriz solía caldear las largas tardes dominicales. Josemari, pese a la urgencia, necesitó cuarenta y siete elipsis, catorce pleonasmos, no poca anfibología y hasta tres verbos defectivos para dar una idea aproximada de los hechos y de su angustia subsiguiente, siempre insistiendo en que, en el momento de disparar, supo exactamente lo que es sentir el corazón como un huevo escalfado, a lo que Górriz sólo supo responder que le convenía hacerse un electro cuanto antes.

—Corazón helado; corazón encogido; corazón disparado y hasta dislocado... Lo he tenido de todas las maneras, pero no escalfado: no me gusta nada ese síntoma.

Cuando dejaron aparte las groseras descripciones físicas de la cuestión, Josemari se preguntó, mientras vibraba como un tubo de órgano, a quién se le había ocurrido que la Eta era burocrática como un ministerio y que, por lo tanto, no era capaz de reaccionar en poco tiempo y con inteligencia.

—Si me hubierais seguido... O si yo no hubiera hecho el indio con esas declaraciones a la radio... Mañana, por mi padre que me voy a la tele a cantar el Eusko Gudiarak o como se llame, y a echar manifiestos en favor de la Alternativa Kas, del Cara de Chino, de Otegui y de las sendas madres que les parieron. Y, si es necesario, me matriculo en la Universidad del País Vasco.

—No te excites. Lo de UPV, o Deusto si quieres prestigio, puede ser muy grave.

—Pero, por primera vez, Josemari se encontraba dicharachero como un grillo en la noche. Él se había criado en un mundo adormilado y pacífico, lleno de gobernadores civiles que lo más grave que hacían era llevar el bigote recortado. Dos días de andar a tiros por las calles quizá forjaran su carácter pero, desde luego, herían su sensibilidad.

—Aunque me pagaras diez millones por cada etarra que acuda a mí como una mosca a la miel... —empezó.

—Te ha estado siguiendo un tipo del Cesid. —le interrumpió Górriz.

—¿Y qué coño hacía mientras nos perseguía esa moto con cara de avispa nerviosa?

—Os perdió al entrar vosotros en un parking. El no sabía que la chica hubiera acudido en coche. En cuanto os escapasteis, llamó aquí para ponerme en guardia. Cuando has llegado, nubes de policías habían empezado a cubrir el cielo en tu busca.

El instinto de conservación, se diga lo que se diga, funciona con más precisión que un reloj de cuarzo. El de Josemari, al menos, no atrasaba ni un nanosegundo y el hombre gastó su buena media hora en explicar a Górriz que abandonaba la aventura.

—Soy un profesor soltero. —remató— Como comprenderás, no quiero irme de este mundo sin haber contribuido a la superpoblación y sin haber escrito un drama moderno. Quiero llevar a mis hijos al Zoo, al Circo y al Museo del Prado.

Aquellos elevados pensamientos le pusieron romántico:

—Ni siquiera tengo un seguro de vida ni un heredero a quien le beneficie. Debo a mis padres, a tres bancos y aún no he enviado mi declaración de la renta. ¿No pretenderás que sacrifique un futuro tan halagüeño, verdad?

Luego cayó en la profundidad de una enorme compasión por sí mismo, de la que Górriz pretendió extraerle dándole noticias de los dos amigos que compartían con él el piso:

—Como las cosas no van lo que se dice finas, se han mudado a un hotel. No quieren interferir en tu misión.

—En mi misión de señuelo para halcones narizotas. —gruñó Josemari— ¡Vaya par de amigos!

—Te aprecian, te aprecian. Fíjate que me encargaron varias veces que no dejara de avisarles de la hora del funeral.

El desánimo que, a partir de ahí, acometió a Josemari fue más químico que moral: la adrenalina, cansada de navegar por todos sus capilares, se disipaba de puntillas, por no molestar, mientras el pobre hombre, con la sangre purificada y sin cuerpo, se entregaba a una anémica desesperación.

Por último, y para no seguir recibiendo alegres nuevas de Górriz, se echó en la cama y quedó dormido antes de poder soñar en Begoña, aquella santa que le había salvado la vida.

* * * * *

LE DESPERTÓ EL TIMBRE DEL TELÉFONO Y, medio sonámbulo, avanzó por el pasillo como un explorador por el desierto. Górriz se había puesto unos auriculares y aguardaba a que Josemari descolgara para grabar la conversación.

—No tengo tiempo ahora. —dijo la voz de Begoña tan pronto como identificó el balido de Josemari.— Atiende bien: te espero en la esquina de Reyes, al lado del metro: Noviciado. Pase lo que pase, no te metas en la cama.

Górriz interpretaba una versión castiza del baile de San Vito: movía en círculos una mano en torno a su cabeza, apartaba moscas invisibles con la otra y subía y bajaba el mentón como a motor. Era su forma de decir por señas «dale carrete, que siga, que se explique». Pero Josemari se trataba de un infeliz poco acostumbrado a las contraseñas:

—Espera, que creo que Górriz me quiere decir algo.

—Pregúntale por qué no puedes irte a la cama, asno. —bramó el policía.

—Que por qué no me puedo acostar, Begoña.

—Hay una bomba debajo de tu cama y dos terroristas rondando dentro del área de alcance de su detonador por radio. Pueden explosionarla en cualquier momento.

Górriz movió esta vez las manos de sur a norte, enarcó aquellas cejas importadas del mar de los Sargazos y levantó la cara hacia el cielo raso de escayola.

—¿Qué? —dijo Josemari.

—Pueden estallarla en cualquier momento. Por eso no debes entrar en el dormitorio.

—No era a ti. Era a Górriz, que hace cosas raras.

—¿Cuándo la han puesto? —gruñó Górriz, que había enrojecido como una langosta puesta a hervir en vivo.

—¿Cómo ha llegado la bomba a mi cama?

—No lo sé. —respondió Begoña con precaución.— Pero te aseguro que está. No la intentes buscar.

Górriz había estado escribiendo cosas en un papel que puso bajo la nariz de Josemari:

—¿Canto explosivo? —preguntó éste

—¿Cómo?

El hombre retiró un poco el papel y volvió a leer:

—¿Cuánto explosivo?

—Un kilo. Tengo que cortar. Te espero en Reyes, pero no salgas ahora: podrían verte los terroristas. Dame media hora.

Górriz corrió al dormitorio pero no pasó de la puerta. Puso la cara contra el suelo, por si veía algo. Desistió. Dio un paso hacia adelante y otro hacia atrás: las bombas le tenían traumatizado. Habría embestido a un león hambriento, pero hasta un petardo le intranquilizaba.

* * * * *

Javier ERA UN PENSADOR LENTO, PERO SEGURO, que sólo podía concentrarse en una cosa cada vez: cañones o mantequilla; cerveza o detonador. Samuelson ha explicado detalladamente esta paradoja de la mente metafísica. Javier era fruto de los amores de una madre vasca y de un padre catalán: el cruce de sangres tan dispares le había hecho su víctima, condenado a debatirse entre el Mediterráneo comercial y el Atlántico de arenques y de prados.

Como catalán se sentía panadero hasta la raíz del pelo y soñaba en crear un emporio harinero. Como vasco, generaciones de antepasados con boina corrían por su sangre dando mueras a las legiones romanas y a Carlomagno.

Se había metido en aquella guerra de muy jovencito, pero ya había cambiado buena parte de sus ilusiones por una espaciosa barriga y su alma soleada se había cubierto de sospechas: no estaba tan claro que se pudiese echar a los españoles con unos cuantos tiros. Los españoles tenían bien clavados los colmillos en el norte y, maketos y todo, aguantaban, los tíos.

Tampoco estaba claro el objetivo: ellos eran como el mosquito sobre la piel de un gran toro y Javier no veía la forma de herirle con las pequeñas picaduras. Los políticos se llevaban la gloria y él se estaba haciendo un héroe viejo y cansado, con ganas de dejar el frente pero con miedo a los jóvenes lobos que venían detrás, gritando a todos «traidores, traidores.»

Ni siquiera un psicólogo conductista se atrevería a afirmar que en aquel momento Javier rebosara de vascuence entusiasmo, a pesar de llevar un buen rato en provechoso diálogo con la república de sus tripas. Los terroristas, a causa de algún artículo del reglamento de su cofradía, tienen prohibido sonreír y ni siquiera la perspectiva de apretar el botón del detonador y desencarnar el alma pecadora de un Josemari Aznar González apócrifo le decidía a poner buena cara.

Álvaro, aquel chicarrón que conducía motos y gastaba también una barriga a propósito para colgar de ella leontinas y hasta el Guernica de Picasso, tenía todo el aspecto de una corona de crisantemos con lazos negros. A pesar de llevar cromosomas de aquellos tipos que vestían pieles, usaban garrota y pintaban cuantas cavernas les venían a las manos, ambos terroristas eran víctimas de la fatiga de combate.

Habían hablado poco, ya por tener la boca llena, ya por andar con la cabeza vacía. Ninguno ignoraba que ellos no eran un grupo de primera línea, un joven comando ejecutor y, aunque la urgencia del caso lo recomendara, no les hacía gracia ninguna estar allí, a pocos metros de una casa muy vigilada, jugueteando con el detonador y pendientes de un reloj que se negaba a avanzar lo necesario.

—¿Qué haremos con Begoña? —dijo Álvaro al cabo de un larguísimo silencio consumido en meditar en las ventajas del rioja sobre el valdepeñas.

—Las muchachas son criaturas semisalvajes. No se las somete a la misma doma que al hombre y tienen de la disciplina una idea muy particular. —filosofó Javier.

—¿Entonces?

—Diga lo que diga más tarde, ya no es de confianza. Si Natalia no ha pasado a mayores, mañana mismo la devolveremos al punto de origen. Es tozuda y no parece que nos vaya a perdonar lo del tiroteo de esta tarde.

—¡Qué tiroteo ni qué niño muerto! El único que disparó fue ese desgraciado: menudo susto nos pegó a Natalia y a mí.

Tomaron, despaciosamente, otra consumición. El disparador debía apretarse con cierta seguridad de que la víctima se hubiera metido en la cama y no les parecía oportuno llamar por teléfono para cerciorarse.

—Me encanta el jamón. —afirmó, espiritualmente, Javier a los once y veinticinco.

A las once treinta hizo unos cuantos ruidos amistosos. Su hogar espiritual podía ser una caverna repleta de huesos de antepasados, pero no les hacía ascos a las cafeterías.

A las doce menos veintidós, Álvaro salió de una íntima comunión con su conciencia para preguntar si, tras la faena, se tomarían unos chiquitos más o si se perderían en la noche como almas en pena.

A las doce menos cuarto, distraídamente, Javier se asomó a la puerta y apretó el botón, no muy seguro de que la tecnología japonesa se le mostrase propicia. Un ruido sordo, como de cacahuete aplastado en el hueco de la mano, rodó hacia él por el asfalto.

Federico (A) El Siete, disfrazado de parroquiano a medios pelos ya, supo que alguien había pasado a mejor vida y tuvo un pensamiento piadoso.

Álvaro, siempre sensible, pero práctico, hizo un hermoso resumen:

—Las bombas son más cómodas que las metralletas. Más limpias, pues.

Pese al éxito, Javier no era feliz. Le estaba empezando un desagradable ardor de estómago y uno siempre sufre más cuando está lejos de la Patria. Lanzó una desapasionada mirada al culo de su vaso y resopló como anticiclón de las Azores:

—¿Tenéis bicarbonato? —preguntó al camarero.

Las penas del alma, con bicarbonato, son más llevaderas.

* * * * *

MIENTRAS JOSEMARI TIRABA DEL NOBLE BRUTO DE GORRIZ para apartarle de la puerta del dormitorio, tuvo la sensación de que algo distinto sucedía. En la vida de todo hombre hay un momento en que las circunstancias lo son todo y juegan con sus sentimientos mientras la realidad sobrepasa cualquier capacidad de análisis.

Seguramente por eso no comprendió que era transportado por el aire, vibrado, centrifugado y, posteriormente, tendido entre una serie de objetos heterogéneos que ningún matemático sensato sumaría.

Su cerebro, ahumando como un arenque de calidad, empezó a percatarse de que el mundo había dado un vuelco o, si por casualidad no era un vuelco entero, al menos el tabique de su habitación había hecho un desafortunado ejercicio circense, pasando de tabique a montón de cascotes y obstinándose en reposar sobre su delicada espalda de profesor de literatura.

Aquellos pocos metros cuadrados de España se habían vuelto particularmente ásperos, casi visigóticos. Górriz, no menos sorprendido e invisible bajo los escombros, relataba los hechos a su manera, con un lenguaje que ruborizaría a Camilo José Cela. Las cucarachas de recibidor, escandalizadas por los intempestivos estruendos, habían salido de sus escondrijos para ver qué era aquel zafarrancho.

Un hombre fogueado seguramente se hubiera tentado la cabeza y las extremidades para ver si faltaba a lista algún elemento característico y, luego, con indiferencia heroica, se hubiera puesto a pensar en la clase de explosivo usado o en lo que costaría restaurar todo aquel desorden. Pero Josemari, en las emergencias, era más partidario de la acción:

«Ándate con ojo, Josemari Augusto Pedro Aznar González». —se dijo como primera providencia en lenguaje asequible a cualquier mentalidad.

Obedeciéndose, pegó el salto de un salmón con prisas y esparció cascotes en dirección norte y este. El hombre que no deja que sus músculos se conviertan en manteca disfruta de tales habilidades.

Todavía en el aire, aceleró de cero a cien en tres segundos, sin ningún respeto hacia su carburador. Un momento antes estaba en su cubil, rodeado de desolación, de brazos y de piernas de Górriz, y uno después zumbaba por las escaleras como un fórmula uno trucado.

Los policías que subían a investigar la explosión apenas si se percataron de su figura, borrosa a causa de la velocidad. Hay momentos en que los hombres muy hombres necesitan correr en tanto la razón restablece sus comunicaciones con el resto del equipo.

Cuando terminó su raylle tuvo la firme sospecha de que se le había caído el hígado al cruzar la calle de San Bernardo, rumbo a Noviciado, mientras que su corazón había aprovechado el tumulto general para mudarse al interior de su cráneo y, desde allí, darle patadas en los oídos. Ciertas experiencias traumáticas destruyen la fortaleza de un hombre joven y diligente.

El día anterior Josemari había andado a tiros y a puñetazos con dos terroristas homologados. Aquella misma tarde unos motoristas habían pretendido ametrallarlo, y justo tres segundos antes —o quizá cuatro— acababa de reventarle una bomba a dos palmos de las narices.

El propietario del piso tendría algo que decir al respecto, pero se vería obligado a esperar al próximo milenio, porque Josemari Aznar González, hijo y nieto de Aznares y González, levantaba el campo definitivamente y ponía en marcha un cuidadoso plan de enmascaramiento.

Acodado en la barandilla del metro, semiprotegido por el kiosco de la prensa, filtraba litros y litros de aire de las lindes del barrio de Malasaña mientras trazaba sus planes de huida. Estaba acorralado como un ministro que va a contestar en el Parlamento preguntas sin respuesta y descubre que no se ha tomado el valium.

Muy poco después lo encontró Begoña, que había dejado el coche mal estacionado en la culta acera del Cardenal Cisneros. Fue una identificación intuitiva, porque la cara de Josemari, ya maltratada el sábado, con el episodio de la bomba y del tabique derrumbado había tomado la apariencia de un vertedero. Tenía, además, los ojos de un besugo que hubiera sufrido un grave dolor moral y padeciera insomnio, mientras que algo en el movimiento de sus brazos hacía sospechar que los nervios se le habían enroscado por dentro formando una tupida masa de bordones de guitarra.

—No aletees, Josemari. —le dijo como saludo.

—El hombre dio un respingo, enrojecido como una gamba a la plancha:

—Ha estallado la bomba. Posiblemente he muerto y soy mi fantasma, desorientado por el shock, listo ya para vagar por las calles. ¿Has traído alguna cadena que me siente bien?

—Menos mal que te avisé.

Josemari no tenía, aún esforzándose, la misma apreciación del mal menor. Con la explosión, algunas de sus neuronas habían establecido nuevas conexiones hasta el punto de generar la siguiente sospecha:

—¿Cómo sabías tú que allí había una bomba?

—Porque la puse yo misma. —confesó Begoña, decidida a ahorrarse complicadas excusas. Yo me dedico al terrorismo, ¿sabes?

El corazón de Josemari, que ya había vuelto a su lugar habitual, sangró ligeramente. Los hombres que se relacionan con mujeres hermosas han de estar dispuestos a sufrir pequeños desengaños.

—Un sector en expansión. ¿Y por qué me has salvado? —insistió, mientras rogaba a Dios que Begoña no fuera de las que prefieren trabajar al aire libre, con las estrellas brillando en lo alto.

Ella, sin rehuir la respuesta, empezó a empujar aquellos restos mortales hacia su coche mal estacionado.

—No te he salvado todavía. Como eres así de discreto, seguro que el policía sabe dónde te has citado conmigo. Si viene, tú recuperarás tu empleo de cebo y yo acabaré en la cárcel, de presunta.

La última vez que Josemari vio a Górriz, éste se hallaba a sus buenos tres palmos de profundidad, pero, hombre activo, ya habría cavado un túnel. En cuanto le pegaran los trozos de cabeza arrancados por la explosión, recordaría el telefonazo de Begoña y zarparía con la primera marea. Este pensamiento le ayudó a cubrir la distancia hasta el R—5, ganando a su dueña por una nariz.

Podría decirse que, a partir de entonces, la noche les cubrió con su negro manto y que dos nombres salieron de la crónica para penetrar en la leyenda, pero no sería cierto: Madrid seguía con las farolas encendidas, como luciérnagas; con el tráfico como columna de hormigas y, sobre todo, ajena a las peripecias de dos personas ante las que se abría un futuro peor que un discurso de Moción de Censura.

* * * * *

CUANDO SE ES EJECUTIVO DE LA MÁS IMPORTANTE empresa terrorista nacional, la seguridad social ocupa una parte importante de los pensamientos profesionales. El Comando Madrid ya sabemos que usaba ejecutores de fuera, que venían en visita de negocios y partían después con la brisa del alba.

Estos matarifes profesionales iban y venían sin saber nada de quienes les facilitaban el proyecto ni las herramientas, de modo que, si eran detenidos por un capricho del hado, en poco podían ayudar a la policía para capturar a sus conmilitones.

Pero también entraba dentro de la posibilidad, aunque remotamente, que cayera uno de los fijos: Javier, Balbino, Andrés, Álvaro o la misma Begoña. Esa eventualidad obligaba a cada uno a tener su refugio secreto, sólo conocido por él mismo, para poderse quitar de en medio sin problemas y esperar tiempos mejores a resguardo. La misma Eta les dotó de un capitalito para atender a esa eventualidad.

La guarida privada de Begoña resultó ser un apartamento en Doctor Esquerdo, con garaje al lado mismo. Estaba decorado razonablemente y, desde luego, contaba con todas las comodidades de la vida moderna, incluido un modesto arsenal en un mueble cuyo diseñador tuvo la esperanza de que sirviera de aparador a gentes menos complicadas.

Cuando llegaron al piso, ya habían racionalizado su situación con exactitud: A Josemari le perseguía la Eta por una de esas frecuentes faltas de entendimiento que se dan entre el individuo y la corporación. A Begoña la perseguiría la Eta en cuanto comprobara el chichón de Natalia y el fracaso del último ataque a Josemari. Lo de la Eta, como se ve, era perseguir.

A Begoña, tan pronto como Górriz estuviera en condiciones de sumar dos y dos, también la perseguiría la brigada antiterrorista y quién sabía cuántos organismos más, por no hablar de los siempre temibles inspectores de Hacienda. A Josemari, con la excusa de protegerle, también le buscarían hasta debajo de las piedras.

Cuando un macho y una hembra de la especie comparten los mismos peligros y son amenazados por idénticos depredadores, no hay nada que objetar al hecho de que se sientan unidos y decidan compartir un piso, por supervivencia más que por relajo o sensualidad. Dos cabezas, si lo de Josemari todavía lo era por debajo de las brechas y de las moraduras, suelen ajustarse a la tradición y pensar mejor que una.

Josemari, aunque cansado, se hallaba verdaderamente dispuesto a pensar. Cierto que Begoña tenía los ojos dorados de una gaviota argéntea, una voz espesa y dulce como jarabe y unas piernas de largometraje, pero los mejores pensamientos surgen bajo el influjo de poderosos estímulos.

Ella, casi maternal, se puso a lavarle las heridas con agua oxigenada y su rostro fue saliendo a la luz como el hombre de la caverna.

—Estamos en un buen lío. —confesó Begoña cuando pudo verle dos ojos y un trozo de nariz.

Hubiera sido difícil encontrar en toda la autonomía de las siete estrellas a un profesor de literatura con el corazón más atribulado y con los dientes más apretados. Sin embargo la casta española no había degenerado en él: fijándose bien, podía parecer un numantino enflaquecido por el largo asedio.

Consciente de que tenía una tradición que mantener, hizo uso de las últimas migajas de indiferencia que le quedaban:

—Ya no soy aquel hombre sufrido de invariable buen humor. Me han echado diez años encima desde un piso treinta. —recapacitó, midiendo en detalle aquella imagen literaria:— Años puntiagudos, además, y puede que envenenados con curare.

Observó con cierto cariño a aquella mujer que le ponía bombas y luego le curaba las heridas. Horas antes la había besado, de manera que bien podía ir lo uno por lo otro: en algún momento podría explicar a sus alumnos el verdadero significado de los amores explosivos.

—¿Sabes hablar en vascuence? —preguntó, súbitamente interesado por el aspecto lingüístico del terrorismo.

—Estamos metidos en un buen lío. —insistió ella, que padecía de ideas fijas y algo lógicas.— ¿No se te ocurre nada?

—Llamar a Górriz. —propuso Josemari— Es un poco violento y puede que ande con dolor de cabeza, pero si le explicamos donde puede coger al Comando España, estoy seguro de que ni nos perseguirá ni tendrá ya motivos para usarme de cebo.

Begoña también lo había pensado: un pacto es siempre una medida inteligente cuando uno ha sido descubierto, y ella, además, se consideraba liberada de sus compromisos guerreros desde el momento en que comprendió que la habrían asesinado junto a Josemari. Sin embargo...

—No quiero decir nada ofensivo para el colectivo de profesores de literatura: también yo he leído El Quijote, pero, ¿en qué mundo vives, Josemari Aznar González?

Josemari, sólo por cerciorarse, echó un vistazo a la porción de ese mundo que le caía al lado: un alicatado color salmón con florecitas y material sanitario de un blanco azulado.

—Según Hesíodo, el mundo nació del Caos, pero algo hemos prosperado desde entonces.

—En primer lugar, en cuanto mis amigos sepan que me he escapado y que tú te has salvado del bombazo, sospecharán lo que podemos hacer y se quitarán de en medio. En segundo lugar, ese Górriz tuyo tiene autorización para cazar terroristas usándote de cebo, pero el Comando Madrid es un asunto de política, te lo digo yo. No creo que al gobierno le interese tirar de la manta estando de conversaciones.

—¿Te queda alguna reflexión más?

—Sí: que tendré que irme a vivir al extranjero después de esto. De todos modos, si llamas a ese policía, no le digas dónde estamos: no es miedo; es mucho miedo.

* * * * *

EL MINISTRO DEL INTERIOR HABÍA LLEGADO a la última esquina de la noche primaveral con la agradable y semicomercial sensación de que el mundo era un puzle de mil piezas, recién terminado, en el que, gracias a su inteligencia, todo encajaba. Cualquier observador podía reconocer en él a una sociedad laica, progresista, estable, avanzada y capaz de votar progresismo durante los próximos tres o cuatro milenios, pese a los hermanos Guerra y a Zapatero.

El gorrión dormía en la rama. El policía velaba en la puerta. La luna cascabelera sonreía, pálida, desde lo alto. Vascongadas era otra vez gobernable mientras se conversaba en Holanda con el terrorismo. Uno volvía a pisar Europa al cabo de tantos siglos, y el último güisqui que paladeaba había sido importado desde las más acreditadas tierras altas de Escocia.

Su mente vagabunda, aunque satisfecha, iba y venía del último episodio en el Parlamento, cuando él, con su habitual sangre fría, todo un inglés si no fuera por esa cara que Dios le había dado, impasible como un vizconde, había afirmado una vez más que se estaba ganando la batalla contra el terrorismo, como había quedado demostrado con la última desarticulación del recalcitrante Comando Madrid, y con otros detalles que él se sabía, secretos por el momento, pero podían creerle sus señorías, coño. Mentira le parecía que, después de repetirlo tanto, siguieran sin tragárselo por entero.

Un portavoz suplente de la oposición, poco enterado de los «pactos entre caballeros», se había parapetado tras el atril y había empezado, el muy loco, a hablar de filosofía presocrática: «Diógenes fundó la escuela cínica —arrancó misteriosamente— y se pasó la vida con un candil encendido, buscando a un hombre y viviendo en un tonel, como un perro. A pesar de sus reiteradas declaraciones, es indudable que el señor ministro no es un cínico, pues ni dispone del candil ni busca a sus hombres, los terroristas.» Terriblemente rebuscado y chusco, pero el episodio le volvía a la memoria todas las noches: no estaba seguro de haber comprendido su significado oculto y, por otro lado, no había podido insultar al portavoz en los pasillos del congreso. Una lástima democrática.

Menos mal que ahora, con la aparición de ese entrometido muchacho que había desarmado a los terroristas, fastidiando una operación de Estado, al menos podría sacarse la espina: «Cuando el pueblo colabora, el terrorismo es impotente. Más le valdría a la oposición colaborar pues, de hacerlo, el terrorismo ya habría sido vencido.»

Un argumento tan sólido como su cabeza y, además, envenenado. Por otro lado la Eta no se lo tomaría a mal después de haberles liberado a unos cuantos presos en Francia y de estar tragando con el asunto de la alta velocidad.

Se puso a pulir la frase: «Al oponerse al gobierno, la oposición se opone también a su política antiterrorista». Bien, ¿eh? Nadie podía coger con tanta perfección el rábano por las hojas. «Uno se pregunta si la oposición desea que fracase la lucha contra el terrorismo sólo porque la llevamos a cabo los liberales progresistas. Claro que puede tener otros motivos ocultos.»

Siempre queda bien sembrar sospechas por aquí y por allá, aparte del placer que da ver saltar a los diputados enemigos en sus escaños y aullar como chacales.

Se le acababa de ocurrir otro período aún más brillante cuando sonó el teléfono. Aunque muy pocos tuvieran aquel número, cuando uno es ministro los teléfonos sobresaltan y alteran ese mundo idílico en el que se piensa para apaciguar la conciencia e inducirla al sueño.

Al subsecretario le había llamado el jefe de la brigada antiterrorista que, a su vez, acababa de estar en estrecho contacto con un tal Górriz —sí, un tipo lleno de costurones y con cara de asesino— . Nada: que había estallado o explosionado una bomba en la casa de aquel infeliz que atrapó a los terroristas.

Górriz —sí, el de las cicatrices y la cara— tenía un brazo roto y prácticamente le habían tenido que volver a pegar una oreja en su sitio, pero, al extremo al que había llegado Górriz con la otra bomba, aquello no podía más que embellecerle.

En cambio, el otro, Josemari Aznar González, parecía que había salido zumbando como un abejorro atareado. La información del subsecretario era confusa, porque no pudieron apreciarle los detalles a causa de la velocidad de su desplazamiento mecánico. Si era él la especie de corriente de aire que la policía sintió por la escalera, podía tratarse de un reflejo agónico, como las moscas que siguen volando con la cabeza cortada, en cuyo caso encontrarían sus restos en algún portal.

Lo malo era que, poco después, una voz que juraba ser la suya, comunicó a Górriz que disponía de los nombres y direcciones de los miembros del Comando España. Pedía inmunidad para uno de ellos y los millones prometidos.

El ministro, al llegar a este punto, casi se atragantó con una palabra malsonante de las suyas:

—¿Nombres y direcciones del Comando España? —baló.

—Sí. ¿Actuamos?

El ministro recurrió a su mejor estilo parlamentario de vizconde inglés mal hablado, aquel que hacía burbujear a los infelices de la oposición. Tenía práctica, porque no pasaba semana sin que uno u otro «detectara» a un comando y a él le tocaba siempre dejar las cosas quietas, en observación. De lo contrario, se le llenarían las comisarías y las cárceles de etarras.

—El Comando España fue desarticulado hace unos años, como sabemos todos. Me suena a trampa.

—Ni el jefe de los antiterroristas ni Górriz lo creen así.

—Entonces detuvimos a unos jugadores de bolos, ¿no? Si cogimos al Comando España —argumentó en un estallido de lógica pura que decía mucho sobre su recién adquirida preparación intelectual— , ¿cómo es posible volverlo a detener?

—A lo mejor es otro con el mismo nombre. —razonó impecablemente el subsecretario.

—Paparruchas. A las doce de la noche los Comandos España están todos detenidos. Además, ésta es una decisión política que no puedo tomar yo sólo.

—¿Entonces?

—Esperaremos a mañana. Ahora no puedo despertar al presidente.

—Dicen los comisarios que si esperamos mucho los terroristas acabarán sabiendo que fallaron el golpe y comprenderán que fueron traicionados. Entonces se esconderán como topos y ya no será posible dar con ellos.

El ministro respiró más aliviado: el tiempo trabajaba a su favor y, con un poco de suerte, pasaría de él aquel cáliz. No podía detener al comando por obvios pactos pre y post electorales y por su intervención en la futura cuestión de Melilla como cortina de humo, pero tampoco podía darlo a entender así.

—Mañana actuaremos con toda la rapidez que los hechos reclamen. Pero mañana.

Colgó. Meditó someramente y se puso a marcar otro número secreto. Se lo sabía de memoria. A tanto llegaba su mente entrenada.

* * * * *

EL MINISTRO DE DEFENSA ACABABA DE APAGAR la luz cuando el teléfono se puso a sonar con un dindón melodioso que era el último grito en tecnología telefónica para advenedizos cursis. Todos los progresistas de categoría superior a concejal se lo habían puesto en casa como demostración de refinamiento.

Estiró los ojos, como lo haría un caracol súbitamente arrancado de las sábanas, hasta que localizó las gafas sin las que le era imposible orientarse por la casa. Los teléfonos, a medianoche y si a uno le molesta el estómago, son un mal presagio. Desde que una gitana le predijo, en la lejana dictadura, que podía tener problemas con la ley, se veía en sus pesadillas con un traje a rayas y con un mazo para picar piedra.

—¿Hola? —dijo, contemplando la bocina con curiosidad

—Soy yo. ¿Eres tú? —le preguntó la bocina con una mezcla de acentos castellanos y políticos. Mientras la gente siguiera pronunciando así, tan distinto al francés, tan sin canturreo, no llegaríamos a integrarnos de verdad en Europa.

—Yo mismo. —confesó sin ambages. No era un hombre sincero, pero a veces tenía detalles.

—Hay un loco que quiere dar a la policía el nombre y la dirección de los miembros del Comando España.

—¡No fastidies! ¿A estas horas?

Aquel hombre que, con los brazos cruzados, miraba de hito en hito a generales y pasaba indemne por entre espesas filas de coroneles, quedó hondamente afectado a pesar de la brevedad del mensaje:

—¿Estás ahí? —preguntó cuando volvió a ser dueño de su lengua blanca.

—Hola, hola. —dijo el otro compañero de gabinete, que había creído cortada o intervenida la comunicación por alguna oreja afecta a vicepresidencia. Le relató entonces el episodio de la bomba, la oreja colgante de Górriz, la desaparición de Josemari Aznar González, el apócrifo, que había maniobrado con la ligereza de un misil Exocet. Sin embargo, no quiso terminar sin una nota de esperanza:— Parece ser que, si los etarras se enteran de que la bomba no lo mató, sospecharán enseguida que los han delatado y desaparecerán.

—¿Cuándo?

—¿Cómo voy a saber yo cuándo desaparecerán?

—¿Cuándo empezarán a sospechar?

—Mañana, seguramente. Quizá ahora mismo.

Hay en la vida un momento en que uno está tan alto que sólo puede bajar, a no ser que se agarre con uñas y dientes. Tal momento quizá había llegado a la del ministro... Toda la banda había salido muy resentida de las descalificaciones a Franco en el Congreso, para caer de lleno en las huelgas y en los motines, que eran un malísimo síntoma.

Había un grave riesgo de perder las municipales y, si eso sucedía, las huelgas podrían convertirse en verdaderas batallas mientras no se convocaran elecciones generales anticipadas. Eso, justamente eso, podía quitarles el poder si no espabilaban. La simple propaganda electoral, usando la tele hasta que saltaran chispas, no iba a servir, de manera que ante ellos había sólo dos opciones: el pucherazo o el ligero autogolpe.

Se podían convertir las algaradas en una situación mucho más explosiva que justificara, por vía de urgencia, una serie de medidas de «salvación», desde la «Unión en la Corona», con autodeterminación incluida, al cumplimiento, ya exigido por quienes podía hacerlo, del pacto que entregaba Melilla.

El ministro esperaba que el ejército, después de haber sido reducido y desarticulado en su línea de mando y sin aquellas reliquias que se llamaron soldados, sería un convidado de piedra más en aquel festín. Incluso se le presentaría como responsable de la situación desencadenante: el incidente fronterizo en Melilla.

El general Martínez de la Chopera, «de alguna manera», se había olido parte del plan y se lo había comunicado a otros oficiales generales. De haber muerto a causa del atentado, hubiera sido la excusa perfecta para que «varios militares, llevados de la indignación, abrieran fuego en Melilla». Pero era inútil llorar sobre la leche derramada. Por eso, con las cartas escritas por el general en la mano, se demostraría que pertenecía a una nueva intentona golpista y, a raíz de su descubrimiento, «varios militares, al ver fracasado su proyecto, abrirían fuego en Melilla». En Melilla sucedería lo que tenía que suceder por orden de la Unión Europea y de Rokefeller. Por eso era preciso dar con una excusa que salvara la cara política de quienes tomaran la medida.

Nunca hay mal que por bien no venga y ya que el ministro, como Josemari II, nada podía contra los elementos, se aprovechaba inteligentemente de ellos.

La Eta no sólo tenía la misión de silenciar al general, sino de llevar a cabo una campaña de terrorismo de derechas, coincidiendo con los incidentes de Melilla, para que la izquierda en pleno apoyara las urgentes medidas que tomaría el pobre gobierno en defensa, por supuesto, de la democracia amenazada.

Recordó, con horror, cómo la última vez que un acuerdo había salido mal cañonearon el ministerio en un acto de chulería política que dio muchísimos disgustos y varias arrobas de tensiones desestabilizadoras.

Si ahora, por culpa de un aficionado, el Comando España era desarticulado, la mayor parte del plan se volvería imposible. Habría que repetir las elecciones, hacer frente a algún atentado contra políticos en vez de contra militares y, encima, la gente acabaría sospechando extrañas relaciones y contubernios, justo cuando no quedaba ya español sin su correspondiente pancarta de protesta en verso.

—Esto es muy grave, ¿eh? —emitió unos cuantos ruidos en lengua aramea para ejercitar las amígdalas— Esto hay que pararlo ahora mismo, ¿eh?

—Ya lo he aplazado hasta mañana. Algo es algo.

—Pero muy poco. Hay que coger a ese Josemari Aznar, que es el que parece saber los nombres y direcciones. Aunque no sé cómo. Hay que aislarlo.

—Ahora mismo diré que me lo cacen. Tiene que llamar a ese Górriz para saber si hay pacto. Como es un atolondrado, espero que le puedan localizar por los números que escribe el teléfono o engañar de alguna otra forma.

—Mira, hombre: —gruñó el ministro, compadeciéndose de su pobre cuerpo cansado y abrumado por las dificultades de medianoche.— Me has quitado el sueño con estas noticias.

Cinco minutos después, gracias a que era un hombre tenaz, se quitó las gafas, recogió en sus estuches los ojos de caracol y cayó dormido después de contar solamente doce legionarios saltando una trinchera. A veces dormirse le costaba ver el brinco de toda una bandera mandada por Millán Astray

* * * * *

NI EN SUS MOMENTOS MAS RISUEÑOS GÓRRIZ consiguió, entre su gremio, fama de disponer de elevados y nobles sentimientos. Por alma tenía algo rasposo, como una escofina de buen acero. Claro que la verdad era que los buenos policías, como los mejillones, tienen que ocultar su sensibilidad tras una negra concha. La de Górriz era de calidad extra: de mejillón resabiado.

Después de los primeros remiendos de urgencia casi volvía a ser el mismo: un odio poderoso y de graduación corría por sus venas como un aguardiente. Era la segunda bomba que los terroristas le hacían estallar en las narices y estaba decidido a tomar medidas antes de que aquello se convirtiera en el principal entretenimiento de los fines de semana.

Después de hablar con su comisario y comprender que, de orden del ministro, se encontraba con las manos atadas, podía elegir entre sentirse frito, escalfado, a la brasa u horneado: cualquiera de estas sensaciones describía perfectamente su estado. Un buen cocinero no dudaría en añadirle unas hojitas de laurel y servirlo, humeante, en una fuente de porcelana.

Sólo pensar que alguien le ofrecía los nombres y direcciones del Comando España y que él debía rechazar la información, le disparaba las válvulas de seguridad. No sería raro que, de un momento a otro, nubes de vapor envolvieran su maltrecho, pero todavía duro, cráneo.

Y no sólo eso: debía detener al confidente, para que nadie pudiera hacerse ilusiones sobre la justicia humana.

Si Górriz no leía mal en los presagios, la politicada intentaba que los terroristas tuvieran tiempo de averiguar el fracaso de su atentado y, en consecuencia, salir por pies hacia sus caseríos de origen. Allí, con la boina hasta las orejas, serían felices levantando piedras, cantando zorcicos y comiendo pajaritos fritos.

—Y una leche. —comunicó a su conciencia, por si ésta no se había hecho una idea de la rabia que le ahogaba.

Górriz, pensando mal, acertaba, como otros aciertan las quinielas sin pensar siquiera: por eso no tenía un buen pensamiento desde su más tierna infancia y, como aquel que dice, la maquinaria de producirlos yacía en el desván, víctima del óxido y de la falta de lubricantes.

No obstante, tras considerables esfuerzos, consiguió algunos resultados a los diez minutos de concentración: como una lucecita en el horizonte oscuro. Suponiendo que los cocodrilos sonrían, se puso a hacerlo como uno de ellos mientras se contemplaba bajo aquel inesperado ángulo intelectual.

—Diablos. —informó a los presentes, o circunstantes— He tenido una idea. Casi diría que dos.

Acabó de extraérsela de la mollera, apenas sin dolor, y se dispuso a entrar en acción:

—Tú —dijo al más próximo de sus policías, un novato que aún no había aprendido a apartarse de sus superiores como de las locomotoras— : Empieza a llamar a la Agencia Efe y, luego, a los periódicos. Les dices que ha estallado la bomba y que Josemari Aznar, pobre hombre, ha subido al cielo entre fuegos de artificio. Y no te olvides de las emisoras de radio.

Los hombres, al principio impresionados por la luz que despedía su inteligencia, le miraban ahora con una sonrisa cómplice. De vez en cuando les gustaba portarse como si de verdad lucharan contra el terrorismo.

—Si los asesinos creen que el hombrecillo ha muerto, no huirán.

—Si no huyen —continuó su razonamiento— quizá podamos encontrarlos.

—Y si los encontramos —culminó alegremente su escalada a las cumbres de la razón pura— os enseñaré cómo hacían los aztecas los sacrificios humanos. Primero abrían el pecho con un cuchillo mellado de piedra, arrancaban el corazón de un tirón, a base de mucho juego de muñeca...

Quizá por asociación de ideas, comprendió que olvidaba un importantísimo detalle:

—Di también que ha muerto una joven llamada Begoña cuando intentaba salvar al difunto héroe.

Los cabos quedaban tan atados que, en breve, serían ascendidos a sargentos.

* * * * *

MENTES MAS BRILLANTES Y CORAZONES MAS DUROS que los de Josemari flaquean en ocasiones cuando una bomba entra en sus vidas inopinadamente. Josemari, en cambio, una vez que huyó como una liebre, hizo funcionar sus electrizadas neuronas y empezó a elaborar un proyecto de futuro.

En realidad, la culpa fue de Begoña que, para matar el tiempo, empezó a hablarle de Belén y de Macario, los que acompañaban a Txomín durante su tránsito a la eternidad desde una carretera de Argelia. Txomín, como Yoyes y otros fallecidos, había sido de los matadores de Carrero Blanco y el canalla estuvo dispuesto a negociar con los secretos de su alma.

El gobierno central, más que presionado por la necesidad del pacto postelectoral en Vascongadas, y por la misma Eta, había aceptado que Batasuna siguiera ilegal pero en paz y retiraba policías, guardias civiles y ejército de Euzkadi, por llamarle algo. Eliminaba la ley antiterrorista, o sea, las multas a los kaleborrocos distraídos, congelaba determinadas operaciones, intercedía por los soberanismos, pagaba sueldos a los desterrados y aceptaba, por segunda vez, a un lendakari separatista en lugar de imponer a uno de verdad.

Pero antes de eso, más o menos cuando Yoldi salió de la cárcel para hacer un discurso en el parlamento autonómico, Txomín empezó a reclamar más sin atenerse al calendario establecido: indultos totales y publicitarios a los suyos, nuevo estatuto, referéndum sobre la autodeterminación... cosas así, con la amenaza de soltar aquella lengua que Dios le había dado y explicar quiénes anduvieron en la trama contra Carrero Blanco.

Fue así como, pensando en el bien de todos, una mente despierta descubrió que Txomín sería más útil como cadáver heroico y que ello serviría para que el gobierno se apuntara un éxito mientras consolidaba ciertos planes que satisfacían a todos. También, claro, distraía la atención de donde verdaderamente estaba el peligro.

—¿Lo vas entendiendo, hombre de buena fe? — .preguntó Begoña— ¿Cómo crees tú que el gobierno, visto el ejemplo de Txomín, va a aceptar desarticular «de verdad» al Comando España, justo cuando éste le estaba prestando un señalado servicio? Se pueden romper los pactos en firme, y los nuevos que se van a sellar en Holanda. Se pueden destapar muchas cosas como, por ejemplo, por qué se atentaba ayer contra ese general que, desde luego, no está de acuerdo con la retirada de unidades de Euzkadi, de Melilla, de Madrid y de Barcelona.

—O sea, que Górriz tendrá las manos atadas.

—Con estachas.

Así fue como Josemari se hizo con papeles timbrados con el cuño de Eta y se puso a escribir en ellos su testamento. Mañana podía ser demasiado tarde y él, al no legar bienes de fortuna, quería, al menos, dejar tras sí un puñado de frases hermosas.

Terminado su trabajo literario, se pusieron en contacto con Górriz que, con vocabulario de urgencia, explicó la situación: al parecer el gobierno sentía muy poca curiosidad por los domicilios del Comando España. Cada vez había en las altas esferas más gente adicta al lema de vive y deja vivir.

—Pero te diré lo que haremos, Aznarín.

—No hables mucho. —advirtió Begoña. — Esos tienen ya nuestro número.

—¿Estáis intentando averiguar desde donde llamo? —preguntó aquella alma de cántaro.

—Sólo para protegerte. Me imagino que estás con esa terrorista: no es gente de la que te debas fiar... Pero deja que te explique mi plan.

—Otro día será. —contestó, haciendo caso de las señas de la exasperada Begoña.— Con tantas emociones, ahora sólo hallaré consuelo contando ovejas negras.

Colgó y, sentado como estaba, pareció por un momento primo hermano del Pensador, de Rodin, ligeramente embellecido y humanizado a causa de los chichones y de las abolladuras. Si tenían ya el número, gracias a los modernos teléfonos soplones, el ordenador les habría dado ya la dirección de Doctor Esquerdo.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en morir? —preguntó, ocultando hábilmente su pesimismo.

Begoña era mujer de acción y la muerte no entraba en sus previsiones a medio plazo. Llevaba varios nanosegundos elaborando un plan al margen de cualquier adiós a la vida, así que extrajo del aparador—arsenal varios instrumentos de su oficio antes de tomarse un respiro para contestar:

—Otros hay que tienen el pellejo más en el alero. —dijo, anticipando oscuros designios.

Josemari había oído decir que hasta las bestias más dóciles acaban atacando cuando se sienten acorraladas. Supo que era verdad nada más tocar una Zeta, Gran Reserva del aparador: inmediatamente se sintió tan hambriento de sangre como un vampiro sometido a régimen lácteo.

—Eres —dijo, admirado— una gran mujer. Harías un buen papel en el Parlamento Europeo.

Un hombre en su sano juicio, convencido de que podía morir mañana, hubiera invertido la noche en despedirse de los placeres de la carne. Pero Josemari había destilado adrenalina con la eficiencia de un alambique al fuego y, antes de poder concentrarse en cualquier anteproyecto erótico, se quedó dormido como una gallina en su percha.

Fueran cuales fueran los designios que Begoña tuviera sobre las próximas horas con el hombre, se limitó a quitarle los zapatos y a cubrirle con una manta. Todavía meditó furiosamente unos minutos más en torno a las madres de Natalia y de los otros cofrades y luego se entregó, a falta de otras mejores, a las caricias del sueño.

Fuera, la luna, a mitad de jornada, se había tomado un descanso a pocos centímetros del cenit, con aire de tajada de melón olvidada a los postres. Un lucero entretenía sus ocios parpadeando como un semáforo en ámbar, mientras las farolas iluminaban cientos de calles que, pensativas, elucubraban sobre las angustias que trae la soledad.

Los ministros dormían; los cacos velaban. Górriz gruñía como virtuoso mientras se abrevaba en un gran vaso de coñac. El general Martínez de la Chopera había terminado de repasar todo el material que tenía sobre Argel, Holanda y Melilla, y empezaba a dar gracias a Dios por haberla guardado para mayores empresas.

Mientras, en un rincón del Palacio del Percebe, seis personas descorchaban una botella de champán catalán, cuyo tapón sonó al estilo de los coches bomba. Echaban de menos a Begoña, pero la felicidad perfecta es imposible: cualquier otro día se harían con su cabellera.

* * * * *

DESDE LO ALTO DEL ALBA la mañana se precipitó sobre la gran ciudad con la bien definida intención de repartir luz y sonrisas. A pesar de sus buenos propósitos primaverales, tuvo que admitir que era bien difícil su misión, con medio Madrid manifestándose con pancartas y el otro medio embotellado en los atascos. Hizo lo que pudo y luego, meditabunda, se instaló en lo alto de las azoteas, dejando pasar el tiempo que la separaba del crepúsculo. No todas las mañanas animosas triunfan en su empeño.

La cara de Josemari había pasado del discreto blanco y negro al espectacular technicolor, mientras que su alma inmortal, antaño parecida al Jardín Perfumado del Jeque Nefzaquí, tenía todo el aspecto de una catacumba. Su estructura corporal respondía al más puro estilo gótico flamígero, sobre todo en aquellas cejas como arbotantes y en el ojo derecho, que superaba a las vidrieras multicolores de los mejores rosetones.

La cara de Górriz, que hubiera causado envidia a Picasso en su época cubista, expresaba, como buenamente podía, su firme voluntad de dar con el Comando España para ponerlo al horno a fuego lento. A gratinar. Un buen observador que se concentrara en ese rostro viril durante algunos minutos, hubiese acabado reparando en un extraño retorcimiento de la parte baja, a mano derecha:

Górriz sonreía porque acababa de oír por la radio la espantosa noticia de que aquel joven llamado Josemari, y Aznar por más señas, había muerto cruelmente sin que nada se pudiera hacer por sus despojos.

Afirmaba la emisora responsable que resultó horriblemente mutilado, trozo aquí y trozo allá, junto con el cuerpo de una muchacha sin identificar y que difícilmente lo sería en adelante. ¿Pecaban juntos?, se preguntaba el locutor, en busca de un enfoque en función de compañeros sentimentales.

Aquel retorcimiento de la parte baja del rostro se ensanchó para dejar paso a un gañido: Górriz reía y trataba de hacerse una imagen mental del aspecto del ministro cuando se percatara de que los terroristas no huirían tras el fracaso de su matanza.

Disponía Górriz de casi veinte horas para dar con Josemari y extraerle, con o sin anestesia, la información necesaria.

* * * * *

EL GENERAL MARTINEZ DE LA CHOPERA LLEGÓ A SU DESPACHO herido doblemente por la pena de los lunes y por la de la muerte de su salvador. El general creía conocer una serie de relaciones políticas con el terrorismo. Esto le había llevado a escribir a varios conmilitones sus sospechas de que ciertas historias iban a repetirse. Apenas una semana antes había explicado a algunas personas, con un estilo poco florido pero lógico, los siguientes hechos:

1º.— La administración había hecho posibles las huelgas y algaradas, justo a partir del último pacto de gobierno en el País Vasco, al ordenar un límite salarial inferior al 5% y negarse a discutir cualquier otra actitud. No se podía hacer más por excitar a la «sindicalancia».

2º.— Habían empezado las huelgas, muy especialmente las de los grupos que incomunicaban la nación.

3º.— Rockefeller, aliado del alma de Mojamé VI, había visitado rápidamente Madrid.

4º.— Poco después lo hacían el Lendakari y el Honorable.

5º.— Una España en la que artificialmente se provocaba tal colapso, no podría evitar la «renegociación» de ciertos estatutos de autonomía o sea, el nuevo que pedía Pujol, que se convertirían en el penúltimo paso para la «autodeterminación dentro de España». Tampoco la «internacionalización» de Melilla, según reclamaba el Mercado Común, que quedaría administrada en comandita por España y por Marruecos en cuanto ciertos elementos provocaran un incidente fronterizo.

6º.— Existía un informe que demostraba que las FAs ya estaban suficientemente mentalizadas ante lo inevitable de la cesión de Melilla, de modo que cualquier problema interno bastaría para distraerlas de la gravedad de los asuntos africanos.

Cinco días después se había atentado contra Martínez de la Chopera y sólo la intervención casual de Josemari había desbaratado el asesinato. Cabía dentro de lo posible que alguno de los que leyeron sus opiniones hubiera corrido a comunicárselas a ciertos políticos.

El caso era que el general, aquel lunes, disfrutaba de un humor particularmente tétrico y poco dado a la expansión festiva. Consideraba que se vivían momentos de gran riesgo para la unidad de España y trataba, inútilmente, de dar con una fórmula mágica que detuviera, al menos, lo que él creía planes cuidadosamente trazados y agazapados tras el islote Perejil y la OTAN.

Aunque en ningún momento pensó en un alzamiento militar, imposible de organizar y de ejecutar con las oficinas tomadas por los paisanos progresistas y sus canutos para hacer las oes, sí creyó que dar a conocer los supuestos proyectos podía, simplemente, aplazarlos y permitirle ganar tiempo. Lo que no se le ocurrió fue que alguien, sobre la marcha, decidiera convertirle a él en «problema interno», en víctima a la que se lloraría mientras se consumaba el penúltimo acto de la división de España. Josemari, en opinión de Martínez de la Chopera, había salvado algo más que su vida.

El Tcol. Coll, que, en principio, compartía los temores del general, se presentó en su despacho con los periódicos que explicaban en primera página el tránsito, óbito o asesinato de Josemari Aznar. Consideraba que se trataba de una exhibición de soberbia y de prepotencia por parte del terrorismo:

—«Sepan todos —explicó— que quien nos combate muere irremisiblemente». Esto es lo que significa la noticia. Nadie hubiera podido proteger a ese chaval sin meterle en un carro de combate.

Se detuvo el teniente coronel para repasar mentalmente el discurso que llevaba preparado. Era difícil de decir y más aún de justificar: un problema entre lealtad personal y lealtad a su servicio, que no jugaba limpio:

—¿Ha pensado, mi general, que, si es cierta la teoría de que alguien necesita desencadenar un problema interno en el ejército, las cartas que usted escribió pueden hincharse hasta parecer un intento golpista?

El general, bien temprano, había quitado de en medio kilos de papeles. Sabía que la filosofía política de algunos empezaba donde Atila la dejó en el momento de su muerte.

—¿Has oído algo, Coll?

—Usted debe de tener enemigos hechos por un fabricante de sacacorchos. —respondió el teniente coronel.— En general, los militares seguimos siendo personas non gratas para el staff político, a pesar de lo mucho que nos vigilamos los unos a los otros y de lo quietos que estamos, casi como si de verdad fuéramos ciegos: total no tenemos fuerzas... Usted puede haber acertado en sus suposiciones sobre ese plan, y puede no haberlo hecho. Pero escribir lo que escribió es algo que no pueden permitir y que, sin duda, usarán en su provecho. Vienen elecciones y les vienen de canto tras el Congreso regañando a Franco a lo retroactivo, de manera que resucitarán el fantasma golpista.

—¿Cuándo? ¿Es inmediata la cosa?

—Organizar una acusación que se sostenga mínimamente les llevará unos días. Usted no ha viajado a Libia, mi general, ni se ha entrevistado con dirigentes de la ultraderecha. Pero usted ha pensado en voz alta y por escrito. De todas formas, ya sabe que empapelar a un militar siempre es un buen método para aplacar a la gente.

—Claro que... si lo que usted piensa es verdad y están haciendo una agitación programada que enmascare y justifique ciertas medidas políticas... Imagínese, por un momento, que alguien abriera fuego contra los marroquíes en Melilla, etarras o polisarios llegados de Argelia, y que luego se supiera el contenido de sus cartas...

Martínez de la Chopera se lo imaginó con disgusto y, por un momento, sospechó que ser español equivalía, de sol a sol, a vivir entre alacranes.

—Se podría decir —siguió el teniente coronel— que usted excitó los ánimos en ese sentido. Luego se hablaría de la intolerable agresión española y el gobierno, para evitar una guerra, recurriría a internacionalizar la ciudad como primera medida. O sea, órdenes de la Unión Europea.

El general se dio cuenta de que le quedaban pocas escapatorias:

—Dígame, ¿ya habían pensado en provocar el incidente antes de que escribiera yo esas cartas?

—Sí, mi general.

—Me quita un peso de encima. No me gustaría haberles dado la idea.

—Creo que, gracias a salvarse del atentado, usted al menos ha conseguido retrasarlo.

El general se puso en pie, consciente de estar más cercado que Moscardó. No tenía intención de invertir los próximos días en la autocompasión mientras esperaba ser detenido.

—Hemos de impedir todo esto, Coll. ¿Se da usted cuenta de que es España lo que está en juego por una turbia necesidad de intereses internacionales?

Pero no siempre David vence a Goliat. Las mejores hondas tienen a veces días tontos.

* * * * *

LA MAÑANA A LA QUE HEMOS HECHO ALUSIÓN había sido apreciada en todo su esplendor por personas, que la contemplaron con la satisfacción del deber cumplido.

Javier, que, como panadero, era el más madrugador, captó la noticia a través de la emisora de radio con la que solía defenderse del hastío de ver. todas las mañanas, su cara recién despertada mientras la enjabonaba para afeitarla.

El Josemari Aznar apócrifo había sido devuelto al lugar de origen, al polvo que era, convenientemente acompañado por Begoña. Nunca soñó Javier tener tanta suerte y matar dos pájaros de una sola bomba. Eso hacía desaparecer la última nube del horizonte del Comando España: la gente que desertaba sentía a veces la triste pulsión de ir a sincerarse con la policía. Toda la cuadrilla había pasado, por este motivo, una noche algo agitada.

La noticia del día no fue para ellos la muerte de Josemari sino la de Begoña. Gozosamente se lo comunicaban unos a otros por teléfono. Apenas Javier colgó después de hablar con el librero, tuvo que levantarlo para oír a Álvaro dando gritos de júbilo. Balbino, más moderado, tuvo un momento para el cristiano recuerdo de las muchas virtudes de la difunta. «Desde donde esté —añadió— debe de haber comprendido que su muerte ha sido útil para la causa.»

Natalia, dejándose llevar por su innata bondad, fue la que más grandeza de alma demostró:

—Le perdono el porrazo de anoche. —confesó a Álvaro mientras desayunaban.— Esa mala pécora había empezado a traicionarnos, pero la perdono.

* * * * *

CUANDO LA NOTICIA SE ABRIÓ PASO hasta lo más puro y eficaz del cerebro del ministro del Interior, su dueño emitió una serie de relinchos que cualquier caballo traduciría. Alguien se había puesto a jugar con los sentimientos del ministro y hasta con su digestión, porque hay sustos que no se deben dar un progresista de derechas después del desayuno.

Construido como estaba con arreglo a los planos de los más acreditados sacacorchos, no le cupo duda de que estaba siendo víctima de una conspiración policial. Años y años estudiando a las hienas habían hecho de él un político de éxito, y sabía que sólo hay una forma de tratar con los traidores: degollarlos mientras no se defienden. Varias veces, si es necesario.

Todo esto, y algún escatológico detalle más, fue retransmitido a Górriz a través de un inocente hilo telefónico que estuvo a punto de fundirse. Los estudiosos de la vida salvaje saben que el animal político macho, en primavera, es muy cazador: capaz de seguir años y años a su presa hasta acorralarla y devorarla entre grandes manifestaciones de amor al pueblo. Górriz ya podía disponer su espíritu a pagar con sangre su desobediencia:

—¿Quedó o no quedó claro que ese tal Josemari debía ser arrestado?

Solo que para Górriz ya estaban lejanos los días en que la disciplina había sido útil para la formación de su alma que, por otro lado, se le había escapado por los agujeros que la otra bomba abrió en su pellejo. Desalmado como estaba, había tenido toda la noche para poner en orden su plan: en La Paz había un cadáver despachurrado con una etiqueta colgada del dedo gordo del pie derecho. En ella se afirmaba, rotundamente, que su dueño había atendido, en días más alegres, por el conocido nombre de Josemari Aznar.

El cuerpo prestado para el engaño perteneció, también en mejores días, a un joven que mezcló inadecuadamente volante y güisqui y al que habían tenido que sacar con alicates de entre las piezas del motor. Una muchacha, que resultó seriamente perjudicada al arrojarse al tren, víctima del mono, suplantaba perfectamente a los presuntos restos de Begoña.

Por eso el bueno de Górriz escuchó la filípica de reglamento con el desapasionamiento de un león ahíto de carne de zulú y, cuando se percató de que el ministro se quedaba sin palabras, herido por un ahogo de ira o por un insulto enredado en sus amígdalas, conectó de nuevo la maquinaria de pensar que respondió, dócil a sus instrucciones:

Él, si la memoria no le fallaba, había vuelto en sí sobre un montón de cascotes y con los huesos pidiendo a gritos pegamento de calidad. Un guardia cercano, sobresaltado por la explosión, corrió en busca del médico, y los que subían entre horrorosos lamentos, dado lo borroso de los rasgos del mensajero a causa de la velocidad, le confundieron con Josemari Aznar.

Media hora más tarde, cuando se removieron los escombros, habían podido comprobar que el auténtico Josemari, junto con una muchacha llamada Begoña, dormía el sueño eterno. Nadie había querido molestar al ministro una segunda vez pero, ahora que estaba allí de teléfono presente, Górriz aprovechaba para someterle el importante asunto de la capilla ardiente:

—¿Tiene derecho a funeral oficial o se le despacha en la sala de velorios del hospital? Lo digo porque ayer mismo era una especie de héroe nacional que luchaba contra el terrorismo con las manos desnudas y rescataba a generales en trance de muerte.

El ministro chirrió como un grillo. El, en sus años de lucha y rosas, había creído que el Estado era El Dorado, pero nadie le advirtió de que estuviera poblado por funcionarios capaces de atribularle más que las encuestas sobre la intención de voto.

—¿Cómo? —dijo, haciendo alarde de sus dotes intelectuales.

Górriz, paciente y desapasionado, repitió el grave asunto de la capilla ardiente: hablar con un hombre de tal inteligencia le producía la sensación de nadar en un plato de puré de patata. Los ministros no son gratos interlocutores a las nueve de la mañana, cuando a uno le ha reventado una bomba en las narices, pero la policía sabe sufrir en silencio.

—Claro, claro. —respondió el político cuando se hizo cargo. Por desconfiado que fuera no podía ni soñar en que un poli se atreviera a inducirle a rezar frente a cadáveres falsificados.— Supongo que debemos, al menos, una despedida a ese pobre diablo.

—¿Y la chica?

—Esa, nada. ¿No es una terrorista?

—Lo digo por si la reclama el gobierno autónomo o el cura trabucaire de su pueblo, dispuesto a subirla a los altares. Ya sabe lo que pasó con Txomín.

—Txomín era otra cosa. La chica, nada. Que la incineren cuanto antes y así nos curamos en salud. —el ministro se las arregló para dar la impresión de que meditaba a través del hilo telefónico— Entonces, todo ese asunto sobre las direcciones de los componentes del Comando España, ¿de dónde salió?

Un cerebro de mosquito en un cuerpo de elefante, se dijo Górriz, que tenía prevista una respuesta necia muy oportuna para el momento:

—Hemos calculado que debieron ser los terroristas, que llamaron para comprobar si habían tenido éxito con la bomba. No es la primera vez que recurren a trucos telefónicos.

El que habló de los aristócratas de la conducta no había visto en acción ni a Górriz ni al ministro. Quizá por eso mencionó impunemente tan descabellada idea.

* * * * *

CUANDO LA AURORA, DE ROSADOS DEDOS y de peplo azafranado en ocasiones, tomó un poco más de consistencia, Federico (A) El Siete, desarrolló sus actividades con la precisión de un satélite de comunicaciones.

Había trasnochado, vigilando, disfrazado de bebedor impenitente, las actividades del Comando España en el Palacio del Percebe. Era un tipo sufrido y acerado que extraía toda su inspiración de las arengas de Napoleón: tan inflexible consigo mismo como con los demás, por una cuestión de simple higiene mental. En vez de psicología tenía un manual de instrucciones.

Recién estrenadas las nueve, ya se había comunicado con sus patrones, que se mostraron encantados de tener en el cepo al Comando España, debidamente identificado.

—Ahora —le dijeron— no tiene más que amenazarlos: o dejan de atentar contra nuestros intereses o habrá que tirar de la manta.

«Gabachos», se dijo El Siete, lleno de patriótico desprecio. Los mercaderes tendían a pensar que todas las cosas se resolvían con un simple juego de intereses.

—¿Y si eso no les impresiona?

—Destrúyalos. Puede que así los siguientes se muestren dispuestos a colaborar.

Por supuesto que El Siete se sentía perfectamente capacitado tanto para liquidar a todo un comando terrorista como para despenar a un consejo de ministros en pleno, pero subsistía una cuestión de orden:

—Cabe dentro de lo posible que ellos tengan la idea de hacerme lo mismo a mí. —dijo.

—¿Cuanto más? —le preguntaron aquellos hombres, conocedores de su psicología.

—Cien mil dólares. Resultados garantizados. —El Siete, modesto por naturaleza, se subvaloraba, pero no quería que las malas lenguas le acusaran de ir por ahí dándoselas de supervedette

Y esta fue la razón por la que Balbino, al regresar con la furgoneta de comprar marisco fresco en la lonja, se encontrara con un tipo que le empujó en los riñones con una pistola que parecía un cañón de costa mientras le manifestaba sus vehementes deseos de hablar en privado con él.

Instalados en el interior del restaurante, y con el pistolón ejerciendo de moderador de la charla, Balbino quedó informado de lo que ciertos franceses adinerados esperaban de él y de su organización.

—Es —resumió El Siete— una propuesta de paz. Si se fija bien, es un favor: la Volkswagen es más famosa que la Renault, del mismo modo que el Manhatann Bank es más conocido que el Credit Lionés. Conseguirán ustedes mucha más resonancia si cambian de objetivos.

—Yo no puede decidir. — se disculpó Balbino, cansado ya de insistir en que no sabía de qué Eta le hablaban.

—Naturalmente. —dijo El Siete, siempre comprensivo, mientras apretaba con curiosidad la barriga de Balbino por si se trataba de una carpa de circo.— Usted será el alado mensajero. Pero no se olvide de comentar con sus jefes que, de no hacer lo que nos conviene, les mato a todos.

El terrorista quedó silencioso como una iglesia. Consiguió refrenar con las amígdalas la palabrota que se le venía a la boca, pero a costa de un gran escozor. Se conformó con palidecer: no podía decirse, aún intentándolo, que fuera una palidez ebúrnea ni cerúlea, pues estaba más cerca del color de la tripa de un lenguado, pero le sirvió al menos para expresar su ira contenida.

Claro que al Siete las iras ajenas le daban igual. Era un mal nacido con todas sus consecuencias y las pasiones humanas le parecían animalejos del zoo. En cambio la barriga de Balbino le tenía hipnotizado, así que volvió a empujarla con la pistola con fines experimentales.

—Supongo —dijo científicamente— que para despanzurrarte hará falta un bazooka. Lo tengo. —añadió.

Balbino entretenía la espera calculando cuánto tardaría, al quedarse a solas, en coger la pistola, salir y tirotear al intruso. Pero El Siete leía parte de sus pensamientos, de manera que, a riesgo de parecer pesado, repitió las últimas instrucciones:

—Mañana tiene que haber una respuesta a mi propuesta comercial. Ya te llamaré para confirmarlo.

Luego, con la precisión de un martillo pilón, estrelló la pistola en la cabeza del gordo. Lo hizo sin temor pues, aún sin boina, era uno de los lugares más sólidos de aquella norteña encarnadura.

* * * * *

TAL COMO SE HA DICHO HACE POCO, la mañana iluminó la colorida cara de Josemari Aznar, cerciorándose de que podría participar, sin desdoro, en una exposición de arte naîf. Al rato de ser iluminado, Josemari estableció contacto con la dura realidad que, por el momento, había tomado la apariencia de sillón.

Se estiró con estudiada delicadeza y acabó moviéndose como una culebra ligeramente achispada. Quien esperara encontrar en él alegría de vivir, esperaría en vano.

A pesar de los setecientos veinte dolores que le taladraron, cualquier joven espartano, con las tripas a medio roer por un zorro, hubiera descubierto al primer golpe de vista que Josemari no era uno de los suyos. Establecido este punto, el hombre ululó soto voce y, luego, con firme voz de tenor, vocalizó varios ayes de alta calidad. De “Tablao”.

Begoña acudió a la llamada de la selva. Vestía con los colgajos típicos de la Moda de España, lo que le haría pasar desapercibida en medio de cualquier anuncio de grandes almacenes. Pero en su interior seguía siendo la misma y sus amarillos ojos de gaviota eran como soles emitiendo chorros de rayos ultravioleta.

—¿Te duele algo?

—Algo, no. —dijo Josemari, dispuesto a ser veraz.— Algo, no.

En una película de Dustin Hoffman, había visto a un indio exclamar: ¡Hace una hermosa mañana para morir! Aquel indio sabía algo de la vida.

—Pues ponte en pie de una vez. —le animó Begoña.— Tenemos trabajo gratis por hacer.

Un poderoso flujo de electrones partió, como un relámpago, de su bulbo raquídeo para llevar un alegre mensaje de acción a piernas y brazos, que seguían en estado letárgico. El sistema mecánico de Josemari tosió y carraspeó como un coche viejo pero acabó funcionando y el pobre hombre anduvo por la habitación hasta que le interceptó el aparador.

—La más elemental estrategia aconseja quedarse en casa mientras nos buscan. —dijo de un tirón.

—Con esa cara no creo que nadie te pueda reconocer. —argumentó Begoña con toda razón. Era una chica de abordaje acostumbrada a desenvolverse en un mundo donde es mejor saber usar un multiplicador que dominar el arte del ganchillo.

Josemari hacía rato que se observaba en el espejo del aparador, pero sólo entonces se dio cuenta de que aquella cosa rayada y multicolor era él. Tuvo un sobresalto:

—He decidido adoptar el nombre de Caballero de la Triste Figura, amigo Sancho. A no ser que esté mirando al rucio por un comprensible error de bulto.

—No seas quejica. Han intentado matarte tres veces. ¿No te parece que ya es hora de que tú mates a alguno?

—¿Así, en ayunas?

Perdieron algún tiempo nutriéndose mientras Begoña le explicaba que había que golpear en el punto más débil. Tal punto, en su opinión, era el taller mecánico de Álvaro y de Natalia, donde con sólo seis o siete kilos de explosivo quedarían como los ángeles: la gasolina y el aceite de los coches harían el resto, y maldito si alguien distinguía a Álvaro y a Natalia de la ceniza de un faria.

Los leones tienen un renombrado corazón, pero están por escribirse las virtudes del de los sargentos de complemento de la Infantería Española, gracias a la ventaja de estar bautizados. Con todo, el amor por su actual compañera parecía haberse desvanecido como la bruma al sol; sus fantasías endémicas habían remitido y el realismo, en forma de chichones, brechas y angustiosa lumbalgia, le había hecho su esclavo. Parecía evidente que había llegado al dilema de tantísimos héroes de las praderas del Oeste: matar o ser muerto.

Sólo había otra opción para su futuro: integrarse en la clase política, que daba acreditada inmunidad con el terrorismo. Pero las listas estaban ya cerradas, de manera que mejor era ponerse a matar cuanto antes, compensando la falta de experiencia con algún exceso de entusiasmo.

Generaciones de antepasados le enviaban su bendición al enterarse de esta decisión: hubo Aznares en Bailén, en Castillejos, en el Barranco del Lobo y en la Batalla del Ebro. Incluso uno había sido desvalijado por los Siete Niños de Écija a la vez y otro fue mordido por un liberal durante la Primera República. Cuando uno se mete a héroe y sobrevive, tiene la obligación moral de morir matando a la primera oportunidad que se le presente.

Así fue como Begoña y Josemari regresaron al mundo desde su retiro espiritual y comenzaron a pecar con decisión y empuje.

* * * * *

AUNQUE ENTRE LAS OBLIGACIONES DE UN MINISTRO no figure la búsqueda de la verdad, el de Defensa estuvo satisfecho cuando se enteró por el del Interior de la suerte de Josemari: aquel gorrioncillo metido a héroe había cumplido como los buenos pasando a disfrutar de la vida eterna, con lo que seguramente se rebajarían los niveles de agresividad del terrorismo.

Sus pequeños ojos de caracol, de ordinario inexpresivos, dejaron entrever unos cuantos miligramos de emoción pura: la Eta se había vengado; el Comando España permanecería intacto, ateniéndose a los pactos. Habría un bonito funeral para que la prensa plumífera y los militares tuvieran un entretenimiento inocente y piadoso y, coincidiendo con la urgente Ley de Defensa contra las huelgas franquistas, se produciría la tensión internacional en Melilla y el general Martínez de la Chopera sería convenientemente estabulado por peligroso golpista, culpable de casi todo, con lo que se obedecería, sin traumas, la orden de la Unión Europea que imponía que España no debía tener trozos en África en la rebotica. Se pedirían disculpas a Marruecos por la peligrosa y antidemocrática cerrilidad del general y aquí, paz, y, después, nómina para muchos años.

El ministro era hombre ceñido a la realidad y no hay realidad que obligue más que la de continuar con el culo en la poltrona. Por eso a las doce, como un solo hombre que era, se presentó en la capilla ardiente, rodeado por personal adicto. No había deudos a quienes manifestar su sincera condolencia, pero se conformó con una docena de micros:

—El terrorismo— dijo con la soltura de la práctica— ha descendido a lo más bajo, a la ilegítima venganza que ya nada tiene que ver con ninguna opción política. Las urnas son el único camino para la acción.

Algo crujió en su mente y contempló el mundo con infinita claridad:

—Ser demócrata— añadió bajo la gozosa impresión del momento— es sentirse orgulloso al ver como los hombres del pueblo dan la vida en defensa de las libertades.

El ministro del Interior, que no solía quedarse atrás en las manifestaciones post—mortem, comprendió que le habían quitado las palabras de la boca, pero se puso a repentizar sin rebozo ninguno, aprovechando viejos materiales:

—Este hombre ha muerto por negarse a aceptar el chantaje de unos canallas. Ha muerto por la libertad y ha muerto libre. Ha sido la Eta quien lo ha matado, pero estoy seguro de que hubiera dado alegremente la vida luchando también contra el terrorismo involucionista de Al—Gaida o de los Nazis: la Eta y el golpismo son los dos únicos enemigos de nuestro pueblo.

El general Martínez de la Chopera, impasible y firme, sabía que escuchaba los considerandos de su próxima e inevitable condena. En el infierno de los militares, los diablos se ponen gafas y hablan de mejorar la efectividad a base de disminuir la fuerza, mientras llenan los despachos de paisanos enchufados. Pero los generales, como los mejillones, tienden a ocultar con entereza sus sentimientos dolidos.

Por otro lado, mientras contemplaba el féretro, un rayo de luz iluminaba su alma en tinieblas: el Tcol, Coll, un momento antes de que Martínez de la Chopera partiera hacia la capilla ardiente, le había comunicado el resultado de ciertas concomitancias con Górriz:

El apócrifo Josemari Aznar estaba vivo y, posiblemente, coleando. El bombazo le dispersó, pero no sólo alentaba sino que se había enterado del domicilio particular de los integrantes de Comando España, a quienes un elemental sentido de la discreción obligaba a no figurar en las páginas amarillas.

—Ahora mismo le rastrean. Si damos con él en los próximos días, quizá las cosas de Melilla no sigan adelante, mi general. Bastaría con detener a los etarras y permitir que cantaran. Cante jondo, desde luego.

—¿Qué siente usted ante el cadáver de su salvador? —le preguntó un periodista que, cansado de las mascaradas políticas, buscaba una pincelada psicológica y de interés humano.

—Este muchacho no está muerto. —respondió el general con toda sinceridad, convencido de que los españoles son tan listos que toman las afirmaciones escuetas como material simbólico.— Prestará un gran servicio a España. Espero que me oiga dondequiera que esté: Josemari, hijo mío, no te rindas.

A la salida, grupos de ultras tiraron las habituales monedas, bajo la errónea impresión de que el gobierno no hacía nada, cuando para el general era obvio que el gobierno hacía demasiado. Luego se sucedieron los malentendidos, los guardias desenfundaron las porras y el féretro acabó cayéndose al suelo.

* * * * *

QUIENQUIERA QUE HICIERA A BEGOÑA, había sustituido todo el equipo de nervios por cables de acero inoxidable. Con semejante ventaja a su favor, anduvo tirando de las portezuelas de todos los coches de la calle hasta que una cedió a sus manejos. Un bostezo de puerta prohibida.

Josemari, escondiéndose tras farolas y buzones, la seguía con una bolsa deportiva en la mano. Era demasiado temprano para que los madrileños decentes consideraran que había empezado otro día lleno de agradables incógnitas. Las calles, pues, estaban desiertas, pero Josemari no se escondía por miedo a ser visto cometiendo un delito, sino por simple vergüenza.

Tres días antes era un hombre honrado, pero bastaron unos tiros y unas bombas para ponerse a robar coches cargado con un saco de explosivos. Menos mal que el gasto de serenidad corría a cargo de Begoña, porque Josemari no hubiera sabido hacerse ni con un cochecillo de niño: había tenido una floja educación en su infancia.

Tan pronto como la mujer de los ojos amarillos abrió el vehículo, Josemari cruzó la zona desprotegida corriendo de puntillas, como un villano de melodrama, y se zambulló en él. Ella hizo el puente, gracias a su esmerada educación, y, al cabo de varios minutos de travesía silenciosa, se detuvo para instalar el paquete de explosivos justo debajo del asiento del copiloto.

El hombre, que nunca había aspirado a sentarse sobre el mundo, se encontró de repente sentado sobre un polvorín, que también es expresión acreditada por el uso. «Llevaba la muerte en el culo», se dijo, entrando en profundidades filosóficas: un gran desaliento se apoderó de sus partes nobles.

—Las bombas —le advirtió Begoña cuando captó su inquietud— son lógica pura. Si cumples las condiciones, podrías jugar al fútbol con ellas.

Josemari, por el momento, no se sentía motivado hacia el fútbol. Parecía sufrir del estómago pero, en realidad, era la única cara de que disponía para la ocasión.

—No es el momento para tener miedo. —insistió la mujer.— Ira, sí. Miedo, no. Matar a una persona es considerablemente más fácil que matar a un toro y, además, no es necesario marearla a capotazos.

Josemari rezaba para que hubiera algún ángel custodio entre la concurrencia del lugar de autos. Mientras, su pulso latía regularmente dos veces por segundo; su cerebro no sobrepasaba los cien grados a la sombra y el caudal de sus cápsulas suprarrenales no llegaba al cuarto de litro de adrenalina por minuto. Un hombre en tan óptimas condiciones físicas no tiene por qué temer por su vida.

—Como a mí me conocen, tú entregarás el coche en el taller. A las nueve. El difunto Álvaro no llega hasta las diez menos cuarto, porque es un marxista con rebabas de explotador. Dices que vas a irte de viaje y que quieres una puesta a punto. Das los datos que te pidan, y te largas.

—¡Vaya que si me largo!

—Pero procura no correr hasta que estés desenfilado. Desde la cafetería veremos cuando llega Álvaro y, entonces, mientras nos tomamos una cerveza, procederemos a facilitarle su viaje al infierno de los mecánicos.

—Hasta Nero Wolfe aprobaría un plan así, a causa de la cerveza. —dijo Josemari, que aliviaba su ansiedad con recuerdos de literatura de consumo— Sí: es un plan directo, sincero, sin adornos barrocos... Donde esté una buena bomba que se quiten los maquiavelos.

Josemari era la clase de tipo sin voluntad que da dinero a todos los mendigos y que no sabe resistirse a los sablazos. Un corazón sano, sí, pero tierno. Un alma sencilla y fácil de embarcar en arriesgadas especulaciones.

—Cuando esto termine —siguió— , si no necesito un enterrador, caeré en las garras de alguna agencia de viajes: que me expliquen qué punto del globo está más alejado de Madrid.

Ella, mientras, condujo en silencio hasta las cercanías del taller. Desmontó e hizo ponerse a Josemari tras el volante.

—Dios me ampare. —dijo él al despedirse— Hoy voy a hacer dos cosas trascendentales por primera vez: poner una bomba y conducir un coche.

* * * * *

BALBINO ACABABA DE PROCESAR LA INFORMACION, que es como se dice, en lenguaje de ejecutivo, lo que antes era dar un simple recado. La visita de El Siete había sido un rudo golpe para su hígado delicado y, encima, cada vez que se tocaba aquella barriga de buey pensaba en el bazooka con el que contaba El Siete para desparramársela por el suelo.

Mientras uno pega tiros en la nuca con anónima discreción, pocas cosas pueden decirse en contra de una profesión patriótica y lucrativa. Pero cuando empiezan a llegar tipos empeñados en hurgarle a uno la panza con un pistolón y en describir las obscenidades que tienen intención de hacer con ella, el alma vacila, desagradablemente vejada, y se corre peligro de añorar los prados donde pastó en su infancia, confortablemente cobijado bajo su boina.

Tal vez el alto mando no estuviera dispuesto a sacrificar la infraestructura creada en Madrid gastando largamente los impuestos revolucionarios. Quizá, y por pura costumbre, decidieran despachar al tipo amenazador. A lo mejor resultaba que daba lo mismo meterse con la General Motors o con Nissan que con Citroën, Renault y los bancos franchutes: las prácticas de marxismo pueden ser muy flexibles, sin dejar por eso de sacrificar militares y guardias.

Embebido en sus secretos dolores y en contacto directo con aquel cardo que él usaba por alma, tardó algún tiempo en percatarse de que los ruidos que le distraían eran lamentos mezclados con imprecaciones y, también, con alguna que otra impetración.

Natalia, en rigurosa apariencia mortal, hacía de fantasma de la ópera por entre las mesas del cerrado comedor: aquí derribaba un cenicero, allí se cebaba con un candelabro neutral. Una ligera observación de la realidad y un cuidadoso análisis sintáctico llevaron la luz al denso cerebro de Balbino:

El taller de Álvaro había sido purificado por el fuego, como antaño Gomorra, con Álvaro mismo en el patio de butacas del hornillo. Un tipo desconocido, de cara difícil y expresión peculiar, había dejado un coche para la revisión y el tal coche había petado.

«¡Ya está!», se dijo Balbino, que siempre trabajaba sobre la hipótesis más peligrosa. «El canalla ese ha querido reforzar sus razonamientos.»

Álvaro había perdido todo el pelo del cuerpo, como cuando se depila a un gorrino con un soplete el día de la matanza. Negro como zulú, sector Inkata, se lo habían llevado al pabellón de quemados de La Paz y, por lo visto, le habían metido en una bañera de vaselina y allí se estaría hasta que le crecieran la piel y el pelo. Seguramente su vieja piel se rescataría de entre los escombros, como la camisa de una culebra.

Balbino, llevado de su buen corazón, suministró varios vasos de coñac medicinal a la plañidera mientras divagaba sobre su propia circunstancia: Amaba el Palacio del Percebe y rezaba para que el bárbaro aquel no le enviara un bogavante explosivo o un cabrales cebado con napalm.

—¿Quién puede ser? —preguntaba Natalia con palabras que olían a barrica de roble.— Si no fuera porque la guarra de Begoña ha muerto, no me haría falta ni pensarlo. Begoña —añadió, reflexionando intensamente sobre antiguas observaciones psicológicas— es una maketa mestiza.

Balbino trataba de luchar contra una fuerte depresión, que invadía su espíritu con los métodos de una bandera de la Legión que le ha pegado duro a la grifa. Su mundo se desmoronaba:

—Hemos sido descubiertos.

Cuando se encaminaron al fax para dar parte de los hechos al alto mando, la emoción les embargaba a ambos como lo haría un voraz ayuntamiento.

* * * * *

EL BUENO DE GÓRRIZ, TRAS SU CHARLA con el ministro, burbujeó durante un buen rato, como si se hubiera criado en cava desde pequeño: Era un policía espumoso y gasificado que necesitaba encontrar una aguja en un pajar, para pinchar con ella el culo de un político híbrido de anguila y de babosa.

El hecho de que la aguja se llamara Josemari no añadía nuevos puntos de vista a la cuestión. De un lado estaba Madrid, con todos sus vericuetos, y del otro, Josemari Aznar, escamado personaje que no parecía dispuesto a seguir sirviendo de blanco.

Si uno, por capricho de la imaginación, añadía un tercer punto, se encontraba con la clase política, convencida de que el gorrioncillo aquel había hecho su tránsito: tarde o temprano, por desgracia, la verdad resplandecería y Górriz, de usar barba, ya la tendría en remojo.

No era raro que, ante esta repajolera situación, tendiera a abismarse y recorriera sus propios infiernos con un candil, en busca de un hombre. Hasta la más acreditada gente de acción cae en el feo vicio de pensar cuando nadie la observa.

Suspendió su honda metafísica a causa de la visita del Tcol. Coll, primo hermano por el lado del viejo Cesid, como aquel que dice. Coll no se anduvo por las ramas: no las había cerca.

El general Martínez de la Chopera estaba prácticamente acorralado y él, oficiante del viejo atavismo de la lealtad, quería que pasara de su jefe aquel cáliz y, a la vez, que algunos más altos se bebieran la cicuta: tanta como necesitaran para convertirse en cadáveres políticos.

Convinieron, tras ligeros intercambios de inteligencia práctica, que la clave podía estar en el huido Josemari, que conocía los domicilios del Comando España. Si ellos echaran mano de los terroristas y éstos cantaran según su costumbre, tendrían con qué negociar y hasta con qué exigir alguna dimisión que otra.

Pero, ¿qué hace un profesor de literatura cuando huye de una bomba que estalla bajo su cama? ¿Dónde se esconde? ¿Sale a comprar el pan y la leche o ayuna por el bien de su cuerpo? ¿Se queda en el centro pensando que se le buscará en los extrarradios? Cuando un hombre tiene el cerebro repleto de novelas clásicas y modernas, es tan imprevisible como la acometida de un drogadicto. Y, si la fatalidad ha hecho que lea a Doyle, a Agatha, a Stout y a otros enredadores, no hay mentalidad capaz de prever sus reacciones.

—Un soldado que quiera pasar desapercibido —razonó Górriz con un conmovedor esfuerzo intelectual— se esconderá en el cuartel; un político, en el Congreso, encima o debajo del escaño. ¿Por qué un muerto oficial no va a ir a esconderse en su funeral?

El Tcol. Coll admitió aquello como una hipótesis de trabajo. Era un razonamiento literario, pero posible. Por otro lado, ¿cuántos hombres renunciarían a presenciar sus honras fúnebres después de haber leído a Espronceda o a Byron, el Estudiante de Salamanca o Don Juan Tenorio?

La cofradía policial hubiera continuado reunida, practicando sus ritos secretos, si no les hubieran comunicado un nuevo y fundamental dato: a las diez había estallado una bomba, o sea, que había explosionado un artefacto, en un taller de automóviles, dejándolo listo para la reconversión industrial.

Górriz creyó en los Reyes Magos hasta los once años y en ese esfuerzo gastó toda su inocencia, de manera que sospechó enseguida que ahí estaba la mano de Josemari, el eslabón perdido para el descubrimiento del primate:

—Es él. Está con la terrorista y han llegado a la conclusión de que su mejor seguro de vida es pasaportar a los asesinos.

—Me extraña. —argumentó el Tcol. Coll.— Los terroristas les creen muertos, luego no corren peligro inmediato.

Pero el policía ya se ponía la chaqueta y reía de todo corazón. Y cuando Górriz se reía siempre existía el peligro de que acudieran los grajos.

* * * * *

CUANDO JOSEMARI HUBO CONTEMPLADO EL ESTALLIDO desde la cafetería, algo encandilado con las llamas posteriores, pareció el lugarteniente de la Santa Compaña recién escapado de un bosque gallego. Si hubiera nacido caballo de carreras, hubiera galopado hasta su refugio, ganando por varios cuerpos a cualquier Maserratti trucado. Pero, pacífico profesor como le había hecho la naturaleza, no tuvo más remedio que permanecer sentado, mirando la dulce expresión de Begoña.

—¿Cuántos habrán muerto? —preguntó por sacar un tema de conversación.

—Nunca se sabe con las bombas. Hay tipos a los que arrancas los dos brazos y una pierna, les saltas los ojos, les dejas el páncreas al aire, y sobreviven como si nada: adelantos de la medicina.

Josemari estaba resultando ser uno de los cobardes más valientes de Madrid, pero su conciencia seguía siendo la de un lector de Quevedo y de Balmes: matar, como aquel que dice, no estaba bien. Conseguía resistir porque se había puesto otro corazón de león, de recambio.

—Es la primera vez que mato, ¿sabes?

—También yo. —confesó Begoña, quizá avergonzada por declararse primeriza.— Hasta ahora he sido una especie de agente secreto: me entero de esto y de lo otro y paso la información.

Josemari, al subir al coche para continuar el combate, echó un último vistazo a las llamas:

—Aquí quisiera ver al profesor Pangloss diciendo que este es el mejor de los mundos posibles. —exclamó, airado hasta en la elección de las citas literarias de Voltaire.

—¿Quién es ese pájaro?

—El maestro de Cándido. ¡Vaya cretino!

—¿Alguien de tu colegio?

Josemari no hizo caso de la confusión, deslumbrado por los cachivaches explosivos que la mujer estaba sacando de una bolsa de plástico.

—¿También esto es necesario para que se cumplan las escrituras?

Begoña fue inflexible: quien algo quiere, algo le cuesta. El truco está en apretar los dientes y esforzar el corazón. Así pues, Josemari, impasible como un indio bravo o como un guardia civil, empezó con una sola queja:

—En la panadería nos conocen a los dos.

Pero diez minutos después un bípedo peludo, bien barbado y enmascarado con gafas como ojos de libélula, se filtraba hasta la tahona ya conocida por el lector. Parecía construido por un taxidermista amante del art—decó bajo los efectos del pernod. Era, desde luego, difícil imaginar que aquello fuera una criatura de Dios, pero lo era. También en su día los triceratops tuvieron críticos, decididos a negarles la divina manufactura, y, sin embargo, sirvieron para fomentar la paleontología millones de años después. Josemari, tras su apariencia, podía estar convirtiéndose en el precursor de algo muy notable.

Desde el punto de vista de un experto en literatura, lo más bonito de una tahona es el nombre y el exotismo de la hache intercalada, pero el hecho de que en ella se vendieran esas rosquillas americanas llamadas donuts y esas rebanadas de sucedáneo de pan duro empaquetadas en cartón y en plástico, justificaba a sus ojos la faena que les preparaba: cuando se es aprendiz de dinamitero, ayuda mucho actuar bajo los efectos de una intensa motivación.

Según Begoña, para cargarse una tahona lo mejor es comprar un poco de todo y pagar con un billete grande. Aprovechar entonces la sorpresa y abandonar la cesta de la compra, rebosante de lechugas, tomates y patatas que enmascaran la bomba incendiaria, o sea, el artefacto.

Nueve de cada diez veces la bolsa es descubierta minutos después y va a la trastienda, en espera de que su dueño regrese desolado por la pérdida de tanto vegetal del que depende su defensa contra el escorbuto. Un malvado sagaz sabe, por instinto, que ese es el momento de apretar el botón y perderse en la distancia.

Josemari, pues, cargó con barras, colines, panecillos, pan tostado, a la brasa, integral y hasta con un paquete de magdalenas plastificadas. Exhibió un papiro de cien eurípides y, en la confusión subsiguiente entre las parroquianas víctimas de una nación en paro, abandonó su cesta de verduras, trincó el cambio y buscó la salvación en la huida, como ya hacían los legionarios romanos descritos por Salustio Crispo.

—¿Qué piensas? —le preguntó Begoña cuando entró de nuevo en el coche. Era incapaz de leer en su cara porque se trataba de un simple decorado en aquel momento.

—Pienso «mmmm». Que quiere decir exactamente «mmmm»

Luego tuvo una idea y decidió difundirla:

—Años y años de trabajo honrado me han conducido a incendiar garajes y a volar panaderías.

—La vida —respondió Begoña, que guardaba un periódico en la manga— me recuerda un túnel de la risa. Mientras te esperaba me he llegado al kiosco. Ahora veremos qué tal andas de sentido del humor.

Josemari leyó los titulares. Los profesores de literatura hacen cosas así cuando se les entrega un periódico. Era un hombre que sabía dominarse, de modo que sólo brincó tres palmos sobre su asiento, gracias a que el techo del coche le frenó la inercia.

—Ya te dije ayer que había muerto. Sólo convertido en ectoplasma me hubiera atrevido a ir repartiendo bombas como castañas calientes. Y tú también eres ectoplasma aunque me enseñes las piernas. —dijo, a medida que encajaba el golpe.

La voluntad de duraluminio de Josemari empezó a experimentar la fatiga del metal: como un Boeing.

—Si no nos persiguen ya, ¿qué falta hacen las bombas?

Begoña siempre era varios palmos más experta:

—Tu amigo el poli, que iba a cubrirte de billetes, sabe de sobra que andamos sueltos. Eso quiere decir que tiene un plan y que nos busca.

—Ocultos designios. —tradujo Josemari al idioma culto.

—De ocultos, nada: pincharte como a una lombriz en el anzuelo. Y, puesto que los políticos no aceptaron el trato, ese Górriz anda conspirando. Mezclarse con conspiradores, ¿sabes?, es como embarcarse en el Titanic mientras ves ochocientos icebergs.

—Témpanos.

—Lo que tú quieras, pero más te valdría comerte medio kilo de goma—dos, bien regada con nitroglicerina.

Preocupado y todo, Josemari había llevado la cuenta de las entradas y salidas de la tahona. Según su modesta aritmética, Xn=0, siendo X un ser humano y "n" el número de bípedos agenciándose pan en un momento determinado.

—Lo que tengas que hacer, hazlo ya. —dijo, citando un conocido texto sagrado aplicable a la mala gente.

Y Begoña lo hizo: a fin de cuentas, la acción libera de muchísimas angustias.

* * * * *

GÓRRIZ Y EL TCOL.COLL LLEGARON al garaje cuando las llamas habían dejado paso a los bomberos y los guardias pedían a la gente que circulaba que siguiera haciéndolo.

Una cosa azul y negra parecía haber sido, sólo una hora antes, un obrero y navegaba por los alrededores explicando que nadie sabría lo que es un susto hasta estar en su pellejo. Circunstancia, por otro lado, improbable.

—Bombas para la democracia. —comentó Coll a la vista del obrero excitado.

—Esto es cosa de Josemari: la cara de pajarito no tiene arreglo, pero parece que va espabilando. —razonó Górriz.— Los españoles seguimos siendo una gran raza. ¿A ver qué inglés pasaría, en sólo tres días, del Duque de Rivas al petardo? Nuestra adaptabilidad es un don inapreciable.

Se metieron en la cafetería cercana donde, en efecto, identificaron la mayor parte de las contusiones de la cara de Josemari. Estaban a punto de decir ¡Bingo! cuando el funcionario adscrito al coche trajo la noticia de una segunda bomba: una panadería acababa de entrar en la explosiva historia de España. El estallido proyectó barras de pan al exterior, rompiendo cristales en varios metros a la redonda y conmocionando a un vendedor de lotería.

—Este hombre está lleno de recursos. —suspiró Górriz, tratando de concentrarse.— O uno de los golpes le descolocó el espíritu y suelta bombas al azar, por pura diversión insana, o está poniendo los huevos en los nidos de los terroristas. Un cuco.

—Lo cual confirma las sospechas: el Comando España está formado por gente vulgar, de la que te cruzas en la calle. Sin capucha, vamos.

Górriz se preguntó cuántas bombas más estallarían hasta el día siguiente. Él mismo estaba empezando a portarse como un carroñero, describiendo círculos en torno a los cadáveres: no había más que verle el cuello afeitado.

—¿Y qué trola le largaremos ahora al ministro? —se dijo

—¿Qué le vas a decir? —suspiró el teniente coronel— Que la Eta está dando los últimos coletazos. Seguro que le suena.

—No sé si los ministros son capaces de tragarse sus propios inventos. Si no cuela, lo más conveniente será jurarle que estamos sobre la pista de un fascista italiano que, probablemente, tiene una foto de Girón, lo cual vete a saber con qué trama negra le relaciona.

* * * * *

EL POBRE BALBINO, FIRMEMENTE AUXILIADO por el Ron Negrita, se había repuesto del golpe del garaje y su espíritu había pasado de la galerna cantábrica a la marejadilla mediterránea cuando le llegaron noticias fidedignas de que a Javier le estaban operando para extirparle un acceso de panes, incrustados en sus órganos vitales.

Menos mal que las entrañas, endurecidas por largos años de ejercicio profesional, habían resistido bastante bien la prueba. Tal vez quedara tonto, sordo o manco, pero eso no figuraba en la tabla de inutilidades para el servicio activo: de un terrorista tonto puede salir un perfecto kamikaze, y dar con un kamikaze en nuestros materialistas días es como encontrar una mina de bombas de mano.

Aunque sea un duro golpe contra los ritos de hermandad entre los terroristas, se impone advertir que al bueno de Balbino, el pitecántropo de la Villa y Corte, le tenía sin cuidado la buena salud de las vísceras de su camarada Javier, terrorista de la promoción del setenta. Así le pagaba treinta y tantos años de ejercicio profesional pulcro.

Para Balbino había otras urgencias estratégicas y morales: dos bombas en el plazo de una hora forzarían a algún policía avispado a interrogar a Álvaro y a Javier. Si tocaba las teclas oportunas, ambos cantarían a dos voces, en un simulacro de orfeón, y Balbino tendría que abandonar su querido Palacio del Percebe. No era un riesgo inmediato, porque ni Álvaro ni Javier estaban de momento para alegrías, pero la amenaza se cernía sobre la cabeza del restaurantero con la circular presencia del buitre leonado.

Otra urgencia era aún más grave: hasta para las entendederas de Balbino era evidente que el mercenario de los intereses franceses, conocido en el siglo por El Siete, se había tomado con excesiva seriedad y urgencia el encargo y aplicaba su propio sistema para presionar. La próxima traca podía reventar en el fregadero del restaurante o debajo de la fuente de percebes.

Si desde el norte se negaban a negociar, Balbino, el futurólogo, auguraba la próxima desaparición del Comando España por falta de efectivos. Así lo transmitió por el fax, apenado porque un hombre solo, con su sonrisa de lobo, estaba a punto de conseguir el éxito donde habían fracasado todas las fuerzas de seguridad del Estado. Una vergüenza.

* * * * *

POR UNA VEZ LA PSICOLOGÍA DE GÓRRIZ había brillado como una luciérnaga en la noche al adivinar que su hombre, con los circuitos sobrecargados de literatura, no se resistiría a la contemplación de sus restos, sacados en hombros por servidores del Estado escogidos entre los más musculados.

A la hora que las emisoras habían predicho para el acto, Josemari y Begoña se adhirieron a todos aquellos madrileños que se amontonaban en la puerta del Ministerio del Interior, donde estaba la capilla ardiente.

Alguien, que conocía bien la representatividad de los altos cargos de la democracia, había desplegado un par de compañías de policía nacional, con casco y escudo, siguiendo las rescatadas tradiciones feudales de la democracia popular.

Tampoco era fácil saber si el público se concentraba para dar el último adiós a un desconocido que, todo lo más, plantó cara a los terroristas, o si buscaba el sano regocijo de abuchear a ministros y subsecretarios, maniobra de las que más ayudan a sentirse libres. Explicar a la concurrencia de la cafetería en qué parte del ministro dio nuestra moneda de diez duros, además de un placer de la carne, es una manera original de pagar impuestos supletorios.

Josemari había llegado con todo el esplendor de Fidel Castro bajando de las montañas como un nuevo Moisés. No le empujaba ningún afán revolucionario sino el legítimo interés de ver qué clase de despedida le dispensaba España. Mil veces había leído que aquí uno empieza a ser alguien cuando fallece y quería comprobarlo directamente.

No sabía que hombres de pelo en pecho infestaban aquellas olas populares, con una foto del profesor en la mano y un ojo en cada cara cercana. Josemari, tras el tradicional apedreamiento de autoridades, se emocionó al paso de su propio féretro. Valiente, valiente, le gritaban las turbas, y a él le entraba mucha pena de estar muerto y no poder corresponder.

A pesar de haber sido un votante socialista in illo tempore, por una zona le cantaban «Yo tenía un camarada» y por otra contestaban con «Fidelidad». Hacía años que se habían abandonado estas sanas costumbres, pero las revivían en su honor. Nadie le había conocido en vida, pero todos parecían agradecerle la muerte. Así que, a pesar de ser tan apolítico como un perro de aguas, se juró que votaría por aquellos cantores desinteresados, si conseguía averigüar a qué grupo pertenecían: a fin de cuentas, la música amansa hasta a las fieras más acreditadas.

Pero los cánticos, que tanto gustaron a Josemari, debieron enervar a alguien, a algún alto cargo que se lamía las heridas en la seguridad de su coche blindado y que, en tiempos, cantó de motu proprio todas aquellas cosas. En cumplimiento de sus órdenes políticas, la policía avanzó con los escudos en alto y las porras trazando signos cabalísticos en el aire estremecido por las voces y sus ecos.

Al ministro, por ejemplo, le divertía mandar a policías de porra y casco contra los cantores del Cara al Sol. Había algo poético en tener los bandos cambiados y, sobre todo, en estar a la espalda de los guardias en lugar de frente a ellos. Como aquel que dice, uno guiñaba el ojo y se pasaba por la piedra los ominosos cuarenta años: el Parlamento daba ejemplo. Lástima que el mismísimo Franco no estuviera allí para verlo y mandarles “Fir... més”

La primera carga pilló desprevenidos a los callejeros maestros cantores. Salvo tirar monedas a las jerarquías, que no deja de ser una prueba de que la democracia avanzada funciona, no habían hecho nada que perjudicara su buen nombre. Las primeras filas, sorprendidas, se desbandaron y, en la confusión, cayó al suelo el féretro de Josemari.

Enseguida entró de refresco la retaguardia, ofendida al ver el ataúd de un héroe por los suelos. Casi homérica la cosa: Ajax desafiaba a Eneas, Ulises a Paris, Patroclo a Hipoloco y Aquiles al inevitable Héctor. Se dirigían desafíos de urgencia y se trababan en feroz combate. Las filas de hoplitas empujaban desde los respectivos flancos, de manera que la línea de batalla, comprimida, no daba ni para las más elementales maniobras.

Josemari, ni por credo ni por edad ni por formación era un guerrero urbano, pero algo había en la masa que le enervaba y que le hacía apetecible echarse un traguito de sangre para refrescar el gaznate después de los gritos. Se sentía como un macho de discoteca, todo envuelto en cadenas y remaches, así que arremetió contra los molinos entonando cánticos de guerra, su versión particular del Peán de los griegos.

Un guardia experto, y nada mal intencionado, le rechazó con un simple y amistoso porrazo en el hombro: ya se sabe que los soldados no inician las guerras, pero tienen que terminarlas.

Josemari retrocedió, bailando como un derviche, lo que llamó la atención de otro policía nacional que acababa de encajar tres patadas seguidas en la rótula y necesitaba comerse algún hígado urgentemente. El probo funcionario embrazó el escudo, dio su más querido grito de batalla y cargó sobre lo que se le antojó una víctima fácil.

Pese a los esfuerzos del ministro del ramo, ciertos policías de paisano conservaban el vicio de pensar, como si la constitución no dijera que ese es trabajo de político profesional. Por eso, los dos hombres que habían identificado al Josemari de la Triste Figura y le habían seguido por entre las hordas combatientes, supusieron con razón que el hombrecillo podía ser detenido de un momento a otro y descubrir así que vivía y coleaba como los buenos. Tal circunstancia les costaría un grave disgusto con el ministro.

Cuando parecía que el atacante iba a arrancar la cabeza de Josemari al primer intento, los dos polis de Górriz entraron en línea con todos sus recursos bélicos a punto y allí mismo desplumaron al agresor como a un pollo incauto. Cumplida su misión, arrastraron a Josemari fuera de la refriega y se lo devolvieron, aceptablemente entero, a Begoña.

El profesor, agradecido, les invitó a un blanco con limón mientras, en la distancia, Górriz y el Tcol. Coll se estrechaban las manos: con sólo espabilar un poco, trincarían a la parte del Comando España que no hubiera sucumbido bajo las bombas del profe de literatura.

* * * * *

EL MINISTRO DE BOMBAS, ALGARADAS Y FUNERALES había encajado mal su última actuación pública. Una tradición de doscientos años al servicio de la escoria del pensamiento no contribuía a dotarle de la necesaria objetividad liberal y, además, no todos los homínidos disfrutan participando en una escena de pasiones al desnudo: al desnudo, las pasiones tienen peor aspecto que un político nada más perder su escaño.

Aunque el telediario de las tres daría una bonita e idílica versión de los hechos, si en aquel momento alguien le levantara la tapa de los sesos y, tras apartar las telarañas, echara un vistazo a su interior, vería miles de murciélagos fabricando guano. Una simple mirada a su estructura externa demostraba, además, que no es cierto que los hombres nazcan iguales: aquella cara era como una cruz. Con ella, no le quedó más remedio que hacerse liberal—conservador, o sea, contradicción pura, porque Hollywood le hubiera rechazado hasta para papeles de mafioso segundo.

En estas y en otras graves cuestiones de autocompasión y rabia entretenía sus flujos nerviosos cuando, ya refugiado en el ministerio mientras fuera resonaba aún la batalla, le informaron de que le teléfono rojo llamaba. El aparato no comunicaba ni con Washington ni con Moscú; ni siquiera con la Moncloa. Su número se había difundido a través de las revistas más democráticas para que la Eta supiera adonde acudir para las consultas urgentes.

Quienquiera que llamara, no quería vérselas con subsecretarios ni con directores generales. Exigía un persona—a—persona, o su equivalente sin evolucionar, con el ministro.

Estaban sucediendo —le dijeron desde algún lugar de los prados euskaldunes do hombres y bueyes trabajan al unísono— cosas inaceptables además de increíbles: las bombas estalladas en aquella cálida mañana habían planchado a dos guerreros de primera, por si el señor ministro no había llegado aún a semejante conclusión. Había un tipo, al servicio de los intereses capitalistas de la dulce Francia, que exigía que dejaran en paz a las multinacionales gabachas.

No había opción intermedia: o un alto el fuego total e inmediato o el exterminio. El muy asesino había empezado el bombardeo antes de expirar el plazo y era necesario —ne—ce—sa—rio insistió la voz, que sonaba como un concejal atrapado en una urna de plástico— echarle el guante. El ministro debía ayudar, si es que esperaba una manita en la cosa aquella de Melilla.

Item más, urgía una cumbre de plenipotenciarios para fumarse un calumet, restablecer el pacto de no agresión, amenazado por la triste propaganda que se hizo a costa de Josemari Aznar, y fijar definitivamente el día en que comenzaría la presión que debía conducir a convertir los techos autonómicos en azoteas y a defender la unidad en la corona por el hermoso camino de la autodeterminación subvencionada. De lo contrario, ya podían irse olvidando de que existió una vez el tren de Alta Velocidad, o sea, el AVErías.

No se aceptaría a ningún mandado, aparte que el capitán de etarras no se imaginaba al ministro tan tonto como para usar correveidiles que pudieran filtrar los secretos. O sea, que el ministro acudiría, Dios mediante, adonde las otras veces, a las seis de la tarde.

Este, por su acreditada militancia, era de la escuela filosófica de los tirantes de Fraga: un alto cargo no puede ser más que conservador por motivos obvios. Pertenecía a una generación perdida que había conseguido, por fin, encontrar su alma en los escaños del Congreso y, en esas condiciones, debía seguir su destino de tal manera que no volvieran a separarse el ánima recién hallada y el fondillo de sus pantalones.

Las raíces del ministro se hundían en la noche de los tiempos. Un retatarabuelo suyo había sido retratado en el abrigo de Cogul (el del fondo a la derecha, con los perendengues colgando más de la cuenta) y a otro le corneó el bisonte de Altamira: un hombre definitivamente progresista que no toleraría que fracasaran los planes de su internacional y de su gabinete para modernizar definitivamente a España.

Así es que a las seis, como aquel que dice, definitivamente en el convento. Y, caso de no saberlo, el agente francés acabaría enterándose de lo que vale un peine.

* * * * *

AL SIETE, EL TELEDIARIO DE LAS TRES le equivocó, como si hubiera tenido que parir a sus hijos con dolor: Ola de bombas en Madrid. Ultras enloquecidos derriban, a mala fe, el ataúd de un héroe.

«Diablos», se dijo, lleno de sinceridad consigo.

A pesar de tener casi toda la experiencia del mundo, se le pusieron las orejas de punta y por sus engramas cerebrales corretearon ideas en santa peregrinación. A cualquiera con menos estudios se le hubiera ocurrido que estaba metido en una partida a tres bandas sin haberse percatado antes.

La policía, distraídamente, podía haber dado con el cogollo terrorista; pero la policía no solía recurrir a las bombas. Los progresistas, sí, pero casi nunca desde el poder. A lo mejor los etarras eran admiradores de Hernán Cortés y estaban procediendo a hundir sus barcos antes de que se los trincara el enemigo: con una faena así privarían, los muy perros, al Siete de la mayor parte de sus argumentos para negociar.

Tampoco se debía olvidar que sus jefes habían recibido toda la información pertinente: podían haber puesto en marcha a un segundo elemento, hasta entonces secreto, que fuera desbrozando el campo de batalla.

Eran sus jefes demasiado listos para enfangarse en la venganza, pero si mientras tanto habían ubicado, o sea, localizado, algún santuario de más peso en la organización, la voladura en masa del Comando España podía ser una especie de advertencia.

En fin: que El Siete había dejado de tener los diferentes parámetros bajo estricto control, y un profesional no puede permitirse juzgar mal la situación sin arriesgar la piel. Por eso, a las cuatro menos veinte, se personó en la puerta del Palacio del Percebe, cerrada a cal y canto y con un letrero que advertía que la cosa era atribuible al «descanso del personal».

Hombre de recursos, y muy habilidoso con las manos, forzó la cerradura y, a despecho de la alarma que se puso a aullar como con dolor de muelas, se precipitó en el interior.

Balbino, inicuo obeso, había recibido dos órdenes absolutamente claras y, por lo tanto, fáciles de asimilar por el disciplinado guisante que él usaba por cerebro: a las cinco y media aguardaría al ministro en el punto de reunión Alfa (en código Nato), para entregarle documentos y un par de quejas y ultimátumes. La segunda cuestión hacía referencia al Siete: despacharlo en el momento en que se pusiera a tiro.

Nadie como el que las ha puesto bajo el sieso de sus semejantes está más capacitado para vivir en santo temor de las bombas. Más por miedo que por precaución, había cerrado el restaurante: a él no le dejarían un petardo pegado debajo de una mesa o en un bolso abandonado.

Desde el mediodía había combatido la depresión comiendo. A las cuatro y media acababa de zamparse tres platos colmados de chopitos. Si moría, nadie disfrutaría de las riquezas de su frigorífico industrial.

Sometido a tan bárbaro tratamiento, se había situado en ese estado de beatitud, que buscan los budistas con el zen y con el yoga, que consiste en disfrutar de un paisaje interior como el Sahara; un nirvana digestivo que mantenía plano su encefalograma y el miedo, en el desván, amarrado por una circunvolución cerebral bien entrenada.

Con todo, tenía sobre el regazo un subfusil al que acariciaba como a un gatito negro. Con amor. Gracias a su preparación espiritual y al formidable dominio que ejercía sobre sí mismo, cuando la sirena empezó a aullar sólo saltó cuarenta y siete centímetros sobre sus posaderas.

En las emergencias se descubre a los hombres de acción. Cuando la situación se hace compleja, lo mejor es cerrar los ojos y apretar el gatillo. Sólo gracias a esto El Siete pudo salvar la pelleja mientras los proyectiles del nueve zumbaban como abejorros por todo el Palacio del Percebe.

—¡Toma bombas! —gritaba Balbino, con no poco subjetivismo— ¡A ver dónde tienes ese bazooka!

Como El Siete no disponía en ese momento del mencionado artefacto, consideró la posibilidad de una retirada táctica. A fin de cuentas, una cosa sabía ya: el barrigón aquel le hacía responsable de las bombas, ergo el terrorismo no estaba aplicando el viejo truco de la tierra quemada. Algún otro animal carnívoro cazaba en la espesura.

Hizo dos o tres disparos, para demostrar que él también disponía de recursos, y se retiró con discreción, satisfecho de abandonar la ruidosa compañía de Balbino.

El etarra, cuando se encontró de nuevo a solas con su circunstancia, puso la mente en una caja de langostinos que le aguardaba en la nevera y partió con rumbo a la cocina, dispuesto a compartir con ellos sus penas.

* * * * *

A LAS CUATRO EN PUNTO BEGOÑA MANDO ALTO, justo frente a la puerta del restaurante. Llevaban el instrumental quirúrgico en una bolsa deportiva y Josemari tapaba, con un periódico «paisano» el montado subfusil: aquel periódico era una fábrica de pasteles, pero usaba un papel de tamaño y calidad aceptables.

—Cerrado por descanso del personal. —leyó Josemari, sin ánimo de presumir de ilustrado.— Habrá que volver otro día.

—Hay algo en ti que me atrae. Debe de ser tu forma de hacer el cretino. —respondió Begoña, que ya se había percatado de que la puerta estaba abierta.

Balbino, en su precipitación por vérselas con los langostinos, había desconectado la alarma pero olvidó echar el cierre de nuevo: aquellos crustáceos eran como una segunda patria para él y, cuando los venteaba, olvidaba hasta las más elementales precauciones.

En un credo, mientras daban un hervor los pálidos langostinos, había hecho una mayonesa y, a las cuatro en punto, estaba pringando en la dorada salsa colas de crustáceo que luego reexpedía, con sello de urgencia, a su barriga capitalista.

Así pues, fue como cazar a un hipopótamo a la hora del almuerzo. Ni siquiera pudo rugir ante el peligro de expulsar el botín que llevaba en la boca. Por un momento pareció un diputado al que la policía pide que vacíe sus bolsillos por si lleva droga o un pijama robado: era la emoción de verse encañonado y descubrir a dos muertos manejando el arma, uno de ellos hembra y, como aquel que dice, criada a sus pechos. Cosas de las tornas, que no hacen más que cambiar.

Cuando la voluntad triunfó sobre la carne y volvió a ser dueño del uso de su gaznate, estropeó la espiritualidad del momento con unos cuantos dichos populares, de baja estofa pero bastante bien escogidos para la situación imprevista. Luego comprendió que se le apuntaba por alguna razón y emitió una cortina de humo:

—Fue Javier el que disparó la bomba.

Begoña manifestó su opinión de que la clave de la justicia estaba en dar a cada uno lo suyo, como comprobaría Balbino en breve. Cualquiera —continuó— podía darse cuenta de que, muerto el perro, se acabó la rabia, por expresarse de acuerdo con la sabiduría veterinaria popular más comprensible.

Begoña, cruel como una feminista, disfrutaba viendo a un terrorista de doce arrobas enrojecer como pimiento madurado al sol. Balbino se cocinaba en su propia salsa.

—Este y yo sostenemos la tesis de que, si te matamos ahora mismo, no habrá forma de que tú nos mates a nosotros.

—Puede usted exponer sus argumentos en contra. —le invitó Josemari, lleno de magnánimo.

Balbino, que no tenía una maldita idea desde su tierna infancia, rebuscó en los rincones del talego que usaba para hacer las veces de memoria:

—Todo ha sido un error. —dijo, original.

Josemari, admirado, empujó con el cañón de su arma el acolchado vientre del terrorista. Algo tendría aquella panza cuando todos sucumbían a la tentación de pincharla.

—Esto que vamos a hacer nosotros también es un error, si te sirve de consuelo. —gruñó Begoña.— Ya sabes que, en peligro de muerte, te sirve un acto de contrición rápido, conque aligeremos.

Ni Josemari ni Balbino eran, en aquel momento, partidarios de matar a un hombre a sangre fría, aunque por motivos distintos. Begoña, sin embargo, sabía que, de ser otras las circunstancias, el gordo hubiera hecho morcillas para una fabada con ellos. Empezó, pues, a dar órdenes:

—Fuera el jersey y la camisa.

—¿No será demasiado castigo? —preguntó Josemari, que de ningún modo quería presenciar cómo se desparramaban las carnes de aquel gordo malvado.

—¿Recuerdas a Viola y a Bultó? Le voy a poner una bomba justo en la punta del esternón. Tarde o temprano estallará, pero, como él no sabrá cuando, sudará tinta china hasta que despierte en la bonita caldera de Pedro Botero.

Las mantecas de Balbino se agitaron, blancas y delicadas, como las hojas de un álamo bajo la tempestad. No era, en absoluto, un convencido de aquel procedimiento. Con un esfuerzo, reunió algo de valor y emprendió un trotecillo hacia el subfusil que había dejado sobre la plancha de la cocina.

Puesto en movimiento, a Balbino sólo se le podía parar como a los rinocerontes, de un tiro en el ojo y, aún así, la inercia haría que su cadáver atravesara varios tabiques antes de caer agonizante.

Begoña, que lo sabía, corrió más que él, atrapó el arma y, siguiendo la costumbre de aquel lugar, la incrustó en la barriga del etarra. Josemari, convencido ya de que había que usar métodos severos, colocó unas esposas al proyecto de víctima. La mujer, siempre detallista, enumeró las cosas desagradables que estaban a punto de acontecer.

Balbino, aunque fatalista, estiró las orejas un par de centímetros, quizá tres, no más de cuatro: las palabras entrarían con facilidad por aquel túnel y llegarían sin dificultades notables hasta un cerebro ansioso de aprender. Por fin, resignado ante lo inevitable, entró de lleno en la fase de la negociación:

—No podéis hacer esto. —dijo, cargado de razón.

—¿Es que nos dejamos algo importante?

—Matándome no os salvaréis. —argumentó, muy dialéctico.— Detrás de mí vendrán muchos más.

—Yo he visto esa película. Los indios le creen, cortan sus ligaduras y, casi enseguida, el Séptimo de Caballería pasa a cuchillo a todo el poblado. —comentó Josemari.

Quien oye una vez el rugido de un Balbino excitado no lo olvida jamás: pasa años entrometiéndose en sus pesadillas. Fue, de todas formas, un rugido breve, porque había armas por en medio y porque es más fácil salvar la vida sonriendo al enemigo que nos ha capturado.

—Vuestra única oportunidad para no ser perseguidos durante lo poco que os quede de vida —siguió— es atrapar a quien tiene poder para cerrar todo este asunto.

—El Superjefe.

—No hay superjefes en Madrid. —apuntó Begoña— Mandaba Balbino.

—A las cinco y media tengo que entrevistarme con él en un sitio que yo solo sé.

—¡Café! —canturreó una cuarta voz a sus espaldas.. Luego, con seriedad de ejecutivo, dio nuevas instrucciones para seguir con aquel juego:— «Bienaventurados los que se vuelvan sin haber soltado las armas, porque ellos verán a Dios».

El Siete, cargado de humor silvestre, no había abandonado la partida. El mundo, según él, estaba lleno de infraestructuras como, por ejemplo, tres personas que se ponían a hablar de superjefes en la intimidad de una cocina llena de langostinos a medio devorar.

* * * * *

ALGUIEN CON MENOS TEMPLE QUE FEDERICO (a) EL SIETE, después de una balacera enloquecida en el interior de un restaurante, hubiera ido a lamerse las heridas en la intimidad mientras meditaba en lo cambiantes que son las cosas de los hombres. Pero él llevaba años sobreviviendo entre pirañas gracias a que, en vez de usar chaleco antibalas, procuraba informarse de los detalles chocantes.

Si alguien ponía bombas en los nidales de terroristas, y habían estallado dos en una sola mañana, había un cincuenta por ciento de posibilidades de que aquella misma tarde se dejara caer por el palacio del Percebe, dispuesto a interpretar el acto segundo de la tragedia. Por eso, disfrazado de mirón de escaparates, rondó por la calle con la paciencia de un gorrión ante la guarida de un gusano.

En realidad, no le habían dejado de zumbar los oídos a causa de los disparos cuando vio llegar a sus viejos conocidos, la muchacha guapa que se había hecho pasar por terrorista y aquel hombrecillo con cara de pájaro echando la pluma. Aunque les suponía descarnándose en uno de los más acreditados cementerios, resistió bien la sorpresa.

Mira por dónde aquella pareja, escondida en la muerte, componía los terceros en discordia, bomba va, bomba viene. No lo hubiera podido soñar ni con suplemento de LSD

Así fue como El Siete asistió, desde las bambalinas, a toda la representación. El argumento era algo flojo y los actores acusaban cierta inexperiencia: él no hubiera tardado tanto en esposar al gordo y, desde luego, le hubiera pegado un tiro en la rótula para acelerar los trámites de la confesión.

Los asuntos entre el joven héroe y el terrorista le tenían absolutamente sin cuidado. En principio fue partidario de la no intervención, siempre y cuando no le mataran a Balbino, que debía vivir hasta darle la respuesta de su estado mayor vasco. Dejaría, pues, que encajara guantazos y hasta alguna puñalada benigna, pero impediría que le pasaportaran hasta enterarse de si los altos mandos accedían a dejar en paz a las buenas compañías francesas o preferían abrir un segundo frente contra Sociedades Anónimas que no dependían de ningún absurdo código moral.

Pero cuando oyó que Balbino tenía que entrevistarse a las cinco y media con un Superjefe, consideró que había llegado el momento de pegarle ese bendito tiro en la rótula y escuchar cuanto tuviera que participarle el dueño del Palacio del Percebe. Así lo manifestó cuando hubo desarmado a los otros dos y, enseguida, puso varios paños de cocina y un mantel junto al gordo.

—Con eso podrás hacerte un torniquete y restañar la sangre. —dijo, tomando puntería. Solía cascar limpiamente las rótulas hasta a quince pasos.

Balbino consideró la posibilidad de desmayarse de miedo para ganar tiempo, pero tuvo la seguridad de que el tipo aquel dispararía de todas formas y, más aún, después del tiroteo de hacía media hora.

—Te diré donde lo tengo que encontrar.

—Claro: en cuanto dispare me dirás lo que yo quiera.

—Pero herido no podré llevarte hasta allí. —contrargumentó Balbino, a quien el susto espabilaba no poco.— Tú solo no entrarías ni sabrías las contraseñas.

El Siete no había hecho cuestión de honor de aquello de partirle la rótula de un balazo: la vida es ir transitando por los distintos círculos inciáticos, y a cada nuevo conocimiento esotérico hay que responder con una apropiada acción. Bajó, pues, el arma y fue a apoyar la espalda contra una pared: las paredes son de confianza para un profesional.

—¿Quién es ese jefe? —preguntó, siguiendo una impecable lógica.

—No me creerás nunca. —comenzó Balbino, mientras trataba de urdir un cuento lo bastante veraz. Si decía la verdad, podía contar con un funeral abertzale de cinco ikurriñas, pero si mentía pasablemente sólo se quedaría renco de por vida: ¡Infeliz del hombre que cae en las garras de un ideal!

El Siete, que estaba dispuesto a decidir él mismo si creía o no, volvió a enfilar el arma hacia la parte del jamón donde sus conocimientos médicos le hacían sospechar que se acurrucaba la rótula entre los miembros de la raza pirenaica.

—Es el delegado de la General Motors. —dijo el otro, rápidamente.

La cosa, bien mirada, tenía su sentido. Uno está cansado de oír que la industria norteamericana del automóvil financia huelgas en las europeas para que tengan que subir los precios. ¿Por qué no despachar a bombazos la competencia de la Renault o de la Citroën? Sólo para asegurarse, fingió tomar puntería.

—¡Te lo juro! —gritó Balbino, que siempre podía desdecirse un momento después.

El Siete se relajó y contempló a los otros dos: no parecían comprender ni hacerles falta.

—Queda abierto el consultorio. —les informó. El Siete veía muchas películas de detectives americanos. Con un güisqui en la mano lo hubiera dicho con más gracia todavía.

—¿Qué diablos tiene que ver la General Motors conmigo? —preguntó Josemari Aznar.

—Supongo que nada.

—¿Eres de la policía? —dijo la siempre práctica Begoña.

—Esa pregunta dice mucho sobre mi aspecto, ¿verdad? Alto, distinguido, inteligente, eficaz, decidido... Soy una especie de agente contraterrorista.

—¿Del Gal? —preguntó el inocente de Josemari.

—El Gal es una entelequia, tonto. —le regañó Begoña.— ¿Francés?

Federico, El Siete, aunque halagado como una estrella de incógnito, consultó la hora y se acercó al heterogéneo grupo:

—Tenemos cita con un hombre de negocios. —comentó. Si salía con vida, aquel descubrimiento de las implicaciones norteamericanas le valdría un éxito clamoroso y bastante dinero extra como para entrar en el Mundo de las Grandes Aventuras jugando, por ejemplo, a la Bolsa.— Quítale las esposas, enano.

—Eso es. —corroboró una voz que, a fuerza de oscura, podía salir de una mina de carbón.— Se las quitas al gordo y se las pones al listo.

Aquella cocina, después de los grandes almacenes, era el sitio más frecuentado de Madrid. Alfonso Paso hubiera hecho con ella una magnífica comedia de enredo.

* * * * *

AQUELLOS DOS MUCHACHOTES QUE, EN cumplimiento de su misión, desplumaron al policía que amenazaba el pellejo de Josemari Aznar, le siguieron el rastro como acreditados perros pachones. En su momento fueron relevados por otros y, así, sucesivamente hasta que a las cuatro en punto vieron a la pareja introducirse en el Palacio del Percebe y se lo comunicaron a Górriz.

—¡Ya les tenemos! —aulló Górriz sobre el discreto oído del Tcol. Coll. Los pensamientos corrían por su cabeza como por una alcantarilla cuando se tira de la cadena.— Ese Palacio del Percebe es otra de las tapaderas del Comando España. ¡Toque de carga, mi teniente coronel!

Antes de las cuatro y media su vanguardia, en un audaz movimiento, había rebasado el comedor del restaurante y se fortificaba en los alrededores de la cocina. Los escuchas de la unidad informaron entonces que el enemigo andaba confuso y desorganizado: uno estaba esposado; dos, desarmados y el cuarto, asno como él solo, daba la espalda a la línea de combate, poniéndose en inmejorables condiciones para que le dieran un golpe de mano o de cualquier otro objeto contundente.

A partir de entonces no fue difícil hacer una clara idea de maniobra y, trabajando sobre la hipótesis más probable, Górriz inició las hostilidades al pronunciar con su negra voz la frase que ya hemos oído todos: «Eso es: se las quitas al gordo y se las pones al listo». Ejércitos más bravos, pillados por la espalda, no reaccionaron mejor que El Siete, hombre a fin de cuentas cuidadoso con su piel y más que seguro de que España es toda subsuelo.

Dejó caer el subfusil y levantó las manos, cumpliendo escrupulosamente las reglas que Hollywood ha difundido por todo el mundo. El Tcol. Coll, al frente de la reserva por si había que trabajar con la hipótesis más peligrosa, acudió a recoger la mercancía después de cachearla.

—¡Górriz! —exclamó Josemari, que temía ver aparecer a alguien más por la puerta.

—¿Quién es éste? —preguntó el policía, dando golpecitos en la frente del Siete y dejando para otro momento las expansiones sentimentales. Le había salvado la vida, sí, pero probablemente la vida de Josemari valía menos que una promesa electoral.

—No tengo ni idea. De la Interpol, quizá.

—Quizá, ja. —dijo Górriz, escueto. Sacudió ligeramente al Siete y repitió la pregunta: — ¿Quién eres tú, listísimo?

Pero quedó claro enseguida que de aquel camarada no sacarían una palabra ni aun usando abrelatas. Pertenecía al tipo leptosomático. Cerebrotónico si se prefiere. Gente tozuda y reservada, los cerebrotónicos. Begoña también se mostraba reservada como la cartera de un ministro y Balbino, que meditaba sobre las ventajas de salir de la sartén para caer en el fuego, decidió no abrir el pico hasta que le achucharan un pelo más de lo que permiten los derechos humanos. Sólo cedería ante la tortura, para luego contarle una bonita historia al juez.

Josemari era el único que tenía la conciencia suficientemente en paz para dar conversación a sus salvadores:

—Por lo visto hay una reunión a las cinco y media con un mandamás del gremio de los dinamiteros. El gordo dice que se trata del delegado en España de la General Motors, y el delgado parece que lo encuentra lógico.

—Me importan un pito los delegados. —dijo Górriz, que también se adhirió a la costumbre ancestral y se puso a empujar la barriga de Balbino con la punta de su pistola: el manejo producía cierto malsano placer a las multitudes.

Mientras el policía se ponía a pensar en truculencias de posible aplicación sobre el descamisado Balbino, el Tcol. Coll meditaba sobre como usar aquellos trofeos de caza, antes de colgarlos de la chimenea, para bloquear los extraños planes del gobierno sobre Melilla, sobre las autonomías «históricas», qué cara, y sobre su apreciado general: dar la noticia a la prensa y armar un gran alboroto no evitaría que a Martínez de la Chopera le acusaran de golpista ni que los provocadores organizaran el incidente fronterizo. Si, por el contrario, atrapaban a un alto ejecutivo norteamericano, quizá se pudiera negociar el abandono del proyecto bajo ciertas amenazas.

Josemari también pensaba, para variar, y temía que le usaran de nuevo como oveja para cazar tigres, atado por una pata a cualquier árbol del Retiro.

Górriz, en cambio, sin necesidad de meditar, había llegado casi a la misma conclusión que el Tcol. Coll: él tenía sólidos instintos donde otros llevaban sofisticados mecanismos lógicos, hijos del nefando racionalismo francés.

—¿Sabes lo que te digo? —le preguntó a Balbino como recurso retórico— Que te vas a poner los sostenes y la camisa y nos vas a llevar a esa reunión. Ya verás como, con unos güisquis, todos congeniamos.

Balbino soportó la sevicia con altivez, entre otras cosas porque no sabía lo que era una sevicia. Procuró, además, que la altanería se le trasluciera por los ojos, pero Górriz no disponía de sensibilidad suficiente para apreciarla: se limitó a darle un papirotazo en la nariz cuando el gordo no manifestó intención de obedecerle en el acto.

—Este no habla si no le amenazas de muerte. —advirtió Josemari— Le va la marcha cantidad: cuando entraste, el otro iba a pegarle un tiro en la rótula.

—¡Qué sanguinario! —se admiró el poli, mirando con una nueva simpatía hacia El Siete: quizá dispusieran de almas gemelas.

Pero Balbino sabía que, si traicionaba al ministro, ni una sola compañía de seguros querría hacer negocios con él. Sabía también que la policía, en según qué cosas, tiene las manos atadas, así que afianzó sus doce arrobas y pico sobre el gres de la cocina y se puso a pensar en que un día u otro pondrían su nombre a una calle de Bilbao.

—Si crees que te basta con cerrar el pico y esperar a que te reinserten —le dijo Górriz confidencialmente— , patinas. Tú serás el próximo Nani, a pesar de lo que me cueste hacer un agujero de tu tamaño... Claro que, si te descuartizamos primero, puedes ir en varias bolsas de basura.

Balbino sintió como lo que él consideraba férrea voluntad se tambaleaba rápidamente. Sabía quién era Górriz y por qué le habían remendado los médicos sin estar seguros de si todas las piezas que juntaban eran del mismo equipo. Tenía muy mala fama Górriz entre el círculo de Balbino y, además, era también vasco y muy capaz de hacer cosas desagradables. Aún así, decidió callarse unos segundos más.

Górriz los aprovechó en elegir el teatro de operaciones: el buche de un hombre gordo es tentador, pero los pies suelen ser delicados a causa del peso bruto que soportan. Ante la duda, pisó primero y golpeó después la barriga como si fuera un bombo de banda de cornetas. Balbino, debidamente tañido, hizo lo que pudo y emitió música dodecafónica en HIFI.

—Ea, ea. —le tranquilizó Górriz, tirándole de las orejas con la aviesa intención de arrebatárselas de la estructura.— ¿Qué es el dolor para un euskaldún omnívoro?

Poco después partieron todos en dirección al desenlace, convencidos de que iban a atrapar a un norteamericano cuando, en realidad, se las iban a ver con un indio.

* * * * *

AUNQUE SER MINISTRO ES SER SACERDOTE del círculo interior y, salvo perdonar los pecados y leer a Marx y a Savater, lo puede todo, el del Interior llegó a la cita con cinco minutos de adelanto: practicaba la elegancia europea de la puntualidad y sólo daba plantones a sus funcionarios.

El coche, camuflado además de blindado, llevaba la matrícula oficial en el maletero y sólo dos guardaespaldas en los asientos delanteros: no era un servidor público ostentoso ni quería que hubiera demasiados testigos de ciertas idas y venidas. Es una suerte que un buen guardaespaldas no piense más que cuando hay peligro y, hasta entonces, consuma su tiempo fumando, escuchando por el sonotone que le sueldan a la oreja como emblema iniciático, y jugando a los chinos con su compañero más cercano.

Pero, para mejor enmascararse, se había puesto un clavel en la solapa y hacía ver que acudía a una cita de amor: hasta los guardaespaldas saben que los ministros son de carne y nómina y que tienen que dedicar algún tiempo a asuntos tan perecederos como la lujuria y la lectura de la prensa diaria.

Le fastidiaba descender a las labores propias de un correveidile, pero los terroristas eran gente de raza tozuda y desconfiada. Se consideraban, como mínimo, representantes de un Estado; algo medieval, pero Estado: de ahí que se empeñaran en tratar de tú a tú con el gobierno.

Y en esta ocasión le resultaban necesarios: en primer lugar el orden público estaba gravemente herido a causa de las manifestaciones de todas las tribus carpetovetónicas, hasta el punto de que el gobierno podía caer aun antes de las municipales. En segundo lugar, las municipales mismas, de no suceder un milagro, estaban perdidas a pesar del uso masivo de las televisiones domésticas. La derrota impondría, como lógica consecuencia, la celebración anticipada de las generales, que podían perderse también. Y nadie es tan tonto como para que se le escapen unas elecciones desde el poder, aunque viva en una democracia en túnel, o sea, como la visión en túnel.

La Eta, además de destapar ciertos pasteles, podía romper su colaboración a la hora de crear un supuesto peligro nacional en Melilla, estropeando así varias jugadas maestras. En realidad, al fallar el tiro con Carlos Martínez de la Chopera, había retrasado la operación. Si moría el general, unos disparos fronterizos en Africa, efectuados por militares «nerviosos» ante el nuevo atentado, desencadenarían todo lo demás.

Ahora era preciso invertir el orden de los factores: primero los tiros y, luego, como responsable de ellos, el general. En el tumulto, bombas en Vascongadas y en Cataluña y tanques en Marruecos para que el ejército se atolondrara y los díscolos callaran de una maldita vez y dejaran hacer a los que de verdad entendían.

Sólo que los etarras eran atacados, en Madrid, por los intereses franceses, que siempre consideraron a España como territorio colonial o sopera. Quizá la Eta sospechara que era cosa del gobierno. Pero aquella historia podía ser algo bueno si lo negociaban: La Eta falla un atentado; la Eta se venga del tipo ese, Josemari A.; el general, milagrosamente salvado, pierde los nervios y trata de dar un golpe. Los militares, a través de sus servicios y previamente mandados por el general, ponen las bombas para empezar a desestabilizar, lo que conduce al motín en Vascongadas y en otras partes... Un bonito panorama informativo. Lástima que no se pudiera convertir en película.

La vida de un ministro transcurre entre complicadas partidas de ajedrez. Pero, al menos, sigue siendo ministro, o sea, favorito de los dioses.

* * * * *

LE ABRIO LA PUERTA UN TIPO SERIO que le miró a los ojos y, luego, vaciló: No sólo porque no sabía si debía coger las flores. ¿Acaso no le esperaban? —se preguntó el ministro. El puertas se rehizo como pudo y le condujo hasta un saloncito mal decorado donde alguien había estado fumando hasta poco antes.

—Espere un momento. —dijo el tipo silencioso.— Voy a avisar a Balbino.

Cinco segundos después de recibir la información, Górriz agarraba por el cuello al gordo abertzale, tratando de encontrar la nuez por debajo de las tres o cuatro papadas que la protegían en los momentos difíciles:

—Hijo y nieto de canallas —decía, mientras seguía la búsqueda— ¿Conque el delegado de la General Motors?

Balbino sabía desde el principio que tal momento llegaría, pero había apostado por la disciplina: calculaba que, ante la importancia de la visita, los policías recularían frente a su ministro y saldrían de estampida rumbo a alguna remota comisaría, donde se pondrían a rezar al Santo Angel de la Guarda.

No era así. Las zarpas de Górriz en su cuello no expresaban temor ni claudicación, sino mucha más ira de la que puede caber en un mameluco de grandes proporciones. La jugada no había salido, de manera que Balbino, hombre bien adaptado al terreno, decidió entregarse del todo:

—Haré lo que quieras. —dijo a través del trozo de tráquea que todavía la policía no había cerrado al tráfico. De repente había encontrado grandes reservas de adhesión inquebrantable, como España en otros tiempos, pero Górriz sabía que durarían solamente hasta que dejara de empujarle la nuez.

El problema del policía contaba con no pocos encantos para una mente amante de los desafíos: tenía en una habitación a su propio ministro y en la otra a un etarra traidor. Debía imponer a ambos su viril voluntad, de suerte que se salvaran el general y Melilla, fueran castigados los miembros del Comando España y, a ser posible, quedara a salvo el honor de la Patria.

Era un impacto demasiado fuerte para un alma pura como la suya, porque a un ministro no se le ponen las esposas ni se le dice tira p'alante a la comisaría ni se le acusa de complicidad con bandas armadas sin correr graves riesgos de deshonrosa ejecución: buenos eran los políticos para confiar en que, anonadados por la culpa, confesaran sus pecados ante los magistrados. Ahí estaban Barrionuevo, Vera, Roldán, Aída y tantos otros para probarlo. De actuar así, Górriz sería fusilado al amanecer de cualquiera de los próximos días.

Recurrió a su vieja maquinaria de maquinar, por si había dejado alguna idea olvidada en cualquier rincón poco iluminado. Pero su inteligencia, después de la deslumbrante idea de falsificar los cadáveres de Begoña y de Josemari, se había quedado mano sobre mano, languideciendo como una rosa estrangulada por un puño obrero.

Menos mal que el Tcol. Coll entró de refresco: él no había derrochado como Górriz los bienes que Dios le dio, de manera que en cinco minutos de intensos cuchicheos acertó a darle una acabada idea de maniobra.

—Tú —dijo Górriz a aquel pobre novato que nunca acertaba a apartarse a tiempo de sus mandos naturales— , hazte con dos capuchas negras en el acto. Las pintas, si quieres, pero que funcionen.

—Begoña: prepara un magnetófono. Si hay que robarlo, baja con cualquiera de estos policías para que te ayude.

Volvía a ser el Górriz de siempre. Las cosas no le sucedían a él: él sucedía a las cosas con la fuerza ciega de un proboscídeo lanzado al galope.

—Y tú, Josemari, en honor a tu cara martirizada por el sufrimiento, usarás la capucha más negra. Muchos han intentado torear ministros pero muy pocos viven para contarlo: tienen una mordedura que se infecta siempre.

Un momento después el ministro entró como una brisa primaveral y hasta con un rayo de sol bailando alegremente en sus pupilas. Gracias a su capacidad de observación, se percató casi enseguida del hombre gordo y lustroso que desbordaba de su silla de despacho: ya se había entrevistado con él en otra ocasión.

Luego, afinando la vista, vio a dos encapuchados tras él, en riguroso uniforme de terrorista: la expresión de aquellos tipos quedaba vedada a sus penetrantes ojos, pero tenían un aire muy poco tranquilizador; sobre todo el de la derecha, que se le acercó y le cacheó sin los miramientos debidos a su empleo.

—Esto es muy irregular. —dijo, sometiéndose como un cordero, pero airado en su interior: aquellos mal nacidos ni siquiera le invitaban a tomar asiento. Ya no era el estreptococo reluciente que entró por la puerta.

—Ministro: —dijo Balbino, ligeramente tembloroso pero firme el ademán.— Más irregular es que nuestra infraestructura haya sido atacada esta mañana.

—Me han dicho que se trata de un agente francés, ¿verdad?

—Eso pareció al principio porque, en efecto, el agente en cuestión había presentado un plazo para la negociación que no expiraba hasta mañana. Hemos podido hablar con él posteriormente y no ha tenido nada que ver con la ola de bombas.

El ministro no era tan lerdo como hacía suponer la estructura ósea de su cráneo, y tuvo el presentimiento de que aquellos norteños locos, eliminado uno de los sospechosos, había decidido que aquel papel lo representara él: el detalle de los encapuchados en uniforme de gala no hacía más que confirmarle la desagradable percepción extrasensoria.

—Usted —dijo uno de los enmascarados, con una voz que parecía emitida a través de un bombardino— ha roto los pactos. Ustedes han querido aprovechar el supuesto éxito que les proporcionó ese Josemari Aznar que se sacaron de la manga y han desatado un ataque contra el soberanismo y el tirito inocente.

Al ministro hacía mucho tiempo ya que no le daban patadas en la tripa, pero aquel párrafo fue un buen sucedáneo. Una especie de sexto sentido empezó a leerle al oído los titulares del día siguiente: «El cuerpo del ministro, con tres tiros en el pescuezo, ha aparecido en las cercanías del vertedero municipal...» «Manifestaciones de dolor en toda España.» «A las doce se guardará un minuto de silencio mientras todos los partidos condenan el bárbaro atentado, venga de donde venga.»

—Oigan oigan. —miró al rostro de Balbino y lo encontró muy a propósito para un funeral.— ¿Cómo iba yo a atacarles, si queda todo ese asunto de Melilla? ¿Eh? Si yo fuera como ustedes creen, ¿habría venido aquí voluntariamente?

—Sea un hombre y no se nos acojone tan pronto. —le aconsejó el enmascarado.

El político, muy nervioso, arrastró una silla y tomó asiento. Prefería dedicar sus fuerzas a pensar que a sostenerse en pie:

—Dentro de unos días tiene que suceder lo de Melilla. Sacaremos entonces unas cartas que ha escrito ese general que se les escapó y le acusaremos de golpismo, de involucionismo y de lo que haga falta.

Se pasó sus buenos seis minutos explicando hermosísimos proyectos destinados a demostrar su buena disposición de ánimo hacia la organización de aquellos tres caballeros a los que, sin duda, las circunstancias confusas habían hecho creer que el gobierno era beligerante, cuando en realidad su comportamiento era transparente como un barreño de agua limpia. Su dialéctica nunca fue excepcional, pero terminó con la sensación de haberse superado a sí mismo.

—¿Eh, eh? —preguntó, lleno de esperanza.

—Mucho mejor será que usted se de cuenta de que nosotros no somos electores. Los hechos son los hechos y su gobierno ha desatado una campaña contra nosotros. Acto seguido empiezan a estallar bombas. ¿Usted qué creería, de estar en nuestra situación?

—Hombre, yo... Trataría de ser objetivo. Lo primero es la objetividad.

—Hemos perdido hombres valiosos y nos gusta igualar los tanteos. —siguió el enmascarado— ¿Quién cree usted que le sustituirá como ministro del Interior?

El ministro, sometido a las tantas tensiones de su cargo, perdió el dominio y decidió poner pies en polvorosa: hizo una buena salida de velocista, pero su espectacular carrera fue detenida por el negro ojo de una pistola cuando apenas había empezado a dar lo mejor de sí. Le condujeron muy amablemente a su silla otra vez y empezaron a atarle.

—Vamos, vamos, no se nos desfonde usted que no es para tanto. Recuerde que los hombres de valía mueren dando vivas a la causa.

La tierra no se lo tragó porque estaba cansada de tragarse a tipos de su calaña. Se conformó con saborearle un poco y volverle a escupir al mundo exterior, donde todo amenazaba con convertirse en llanto y crujir de dientes. Y de molares.

El hombre, enfrentado a la eternidad, o sea, en las postrimerías, no podía menos que sentirse demasiado joven para morir. Su conciencia, que se hallaba situada bajando hacia el estómago, a mano derecha, empezó a desempolvar retazos de oraciones olvidadas por poco explotadoras: era una traición a la ideología de su partido pero, por desgracia, en Córcega no llegarían a descubrirlo jamás.

—No pueden hacer eso.

Los enmascarados parecieron sorprenderse y se le acercaron, llenos de inocente curiosidad:

—¿Por qué no? Le tenemos aquí solo y desarmado. No se nos ocurre cosa más desestabilizadora que cepillarnos a un ministro, episodio que llenará de vergüenza al gobierno y de júbilo a nuestro secuaces. Además, un ministro, salvo el de Agricultura, vale por quince o veinte generales, o sea que tendremos cientos, miles de páginas de propaganda gratuita y, encima, el desfondamiento electoral de su partido. ¿Cómo nos van a proteger a nosotros —se dirá la gente— si no son capaces ni de ponerse a salvo ellos mismos?

—Podemos llegar a un acuerdo. —insistió el político, sin argumentos. Era evidente que, desde el punto de vista de un terrorista, un ministro del Interior era un maravilloso trofeo, aunque esperaba que no colgaran su cabeza disecada cerca de alguna chimenea.

Aquellos terroristas no estaban ya para discusiones banales: le pegaron un ancho y quirúrgico esparadrapo sobre la boca. Condenado al silencio, el hombre se puso a pensar en las muchas veces que había dicho aquello de que no se detendrían, cayese quien cayese. Demonios: eso estaba bien mientras caían policías, guardias y militarotes... no se le ocurrió que le pudiera pasar a él y que algunos desaprensivos quisieran convertirle en cadáver frío, mordido por el rigor mortis, tirado sobre un charco de sangre.

Si pudiera volver atrás en la vida, ¡a buenas horas iba a tener contemplaciones con aquella gentuza! Ley de fugas al canto: a la antigua. Suicidios colectivos en las Herrico Tabernas, como les pasó a los terroristas alemanes. Menuda locura había sido consentir que aquello siguiera y pensar que uno se podía valer de una cuadrilla de asesinos, locos por el uso inmoderado del chacolí.

Luego, de repente, fue incapaz de pensar: alguna válvula encasquillada, sin duda. La mente, o lo que fuera aquello donde le aparecían imágenes y palabras, se le quedó apagada en cuanto vio como los dos encapuchados montaban las pistolas y tomaban puntería en dirección a su famosa nariz de sabueso. Lo peor fue, además, la cara del gordo: no hacía más que sudar y mirar con los ojos muy abiertos, sin duda ávido de ver correr sangre ministerial por su alfombra y, tal vez, chuparla..

—¿Has oído? —preguntó uno de los encapuchados, bajando el arma.

—¿Qué?

—Que si has oído.

—¿Qué tenía que oír?

—Ruido. Pasos.

En lo oscuro del pecho, el corazón del ministro canturreó como un ruiseñor. ¡Qué cierto que la esperanza es lo último que se pierde!

—Voy a ver. —siguió el terrorista.— ¿Esperabas a alguien más, Balbino?

Balbino, directamente interrogado, hizo unos borborigmos que no parecían pertenecer a ningún idioma culto o inculto. Balbino llevaba mucho tiempo petrificado y creía que ya le estaban naciendo estalactitas y estalagmitas en torno a las amígdalas. Sólo una vaga conciencia le empujaba a seguir respirando y, quizá, también la esperanza de ver entregar el alma a un miembro del Gabinete: sería un bonito recuerdo que acariciar en la eternidad.

—¿Cómo dices, Balbino?

Insistió en sus borborigmos: tal vez una cáscara de langostino le hubiera lesionado gravemente el gañote. El otro enmascarado pareció entenderle de todas formas y tradujo:

—Dice que no.

—Pues voy a ver.

El buen ministro rezaba, lleno de celo, a la más alta velocidad de crucero que pudo conseguir: Santa María, Santa María... Que los asnos del coche hayan decidido subir. Haz que suban. Que suban y tiren a la barriga, Santa María. Pero tampoco él había oído nada de lo que preocupaba al terrorista.

—Voy —repitió el encapuchado.— Si pasa algo, ya sabes: en la nuca no sobreviven.

—En la nuca. Agur. —Josemari, que tal era el Encapuchado Segundo, quiso poner algo de color lingüístico a su personaje:— Gora Euzkadi. Askatuta. Presoak kalera. Eso.

Pasaron lentos, espesos como jarabe, unos cuantos minutos: entraban por la puerta, sonreían, saludaban a la concurrencia sin prisas y se clavaban en el corazón alterado del ministro.

De repente el angustioso silencio se vino abajo hecho añicos por una serie de gritos, ráfagas y tiros sueltos. Alguien abrió de una patada la puerta. El encapuchado disparó. Los que llegaban, también. Y cuando el prisionero abrió los ojos se encontró con el rostro noble y maravilloso del general Martínez de la Chopera, pistola en mano, liberándole como nadie le había liberado hasta entonces.

Quizá fue un poco brusco al arrancarle el esparadrapo, pues le dejó afeitado para tres o cuatro días, pero, ¿qué importa un poco de dolor si uno salva el pellejo?

Górriz y dos más tenían encañonados a Balbino y al encapuchado. Una muchacha que el ministro no conocía sacaba instantáneas con un flash que le hizo llorar de emoción. En general, todo era satisfactorio para quien, hasta un minuto antes, estuvo con un pie aquí y el otro allá.

* * * * *

EL MINISTRO HABÍA VUELTO A NACER y, todo hay que decirlo, su nueva encarnación sostenía una nada favorable opinión de la Eta. El agradecimiento no figuraba entre sus habilidades pero, aún así, sentía algo bueno y cálido en su corazón hacia el general, hacia Górriz y hacia todo aquel mundo como un puzle en el que no había habido un hueco para su sepultura.

Salvado de las garras de la muerte, fue transportado hasta lugar seguro y sabiamente tonificado con güisqui de las Tierras Altas de Escocia, que tenía grandes poderes sobre los sustos y los vuelcos de corazón.

Cuando el alcohol de calidad llegó en grandes oleadas a la masa de su sangre, el ministro empezó a sentirse de nuevo dueño de su destino y aquella mente curiosa, que le había llevado a convertirse en jefe supremo de la policía, comenzó a hacerse preguntas:

¿Cómo habían dado con él, guardado como estaba en un piso de seguridad de los terroristas? ¿Cómo era posible que él hubiera visto, con aquellos ojitos, a los dos difuntos que acababan de enterrar al mediodía? Recuperado del letargo del miedo, comprendió que mejor era preguntar a esperar ser preguntado: que le colgaran si sabía cómo llegar a explicar su presencia en aquel nido de etarras, con un coche oficial esperándole abajo.

Górriz, plantado sobre la alfombra como un obelisco egipcio, lleno de misterios, confesó al ministro algunos de sus engaños. No le dijo, por elementales normas de seguridad, que él había sido el encapuchado que le metió el miedo en el cuerpo, pero sí que, en cumplimiento de las órdenes del ministro allí presente, había capturado a Josemari Aznar y a Begoña. Persuadido de que se trataba de una operación secreta, falsificó unos cadáveres para que el terrorismo se diera por satisfecho.

—Podía haberme avisado usted, Górriz. No se lo tomo en cuenta, pero podía haberme avisado usted. — el ministro padecía un acceso de magnanimidad, del todo disculpable.— Y el general, ¿qué tenía que ver con todo eso?

Bueno... Eso era algo de tipo psicológico fácil de comprender: Josemari Aznar, después de tantas emociones, no se fiaba de nadie, sólo del general, y se empeñó en compartir con él, sólo con él, su oscuro conocimiento de la trama terrorista. Así fue como capturaron a dos en su cubil —la Librería Novedades— y, dueños ya de un hilo, empezaron a tirar hasta el ovillo que conocía ya el señor ministro. Menos mal que le encontraron: por la forma de estar atado en la silla, Górriz deducía que tenían previsto pegarle un tiro en la nuca a su excelencia.

El resto de los terroristas estaba siendo cazado sin piedad. Antes de medianoche dispondrían de su colección de cabelleras.: el Comando España estaría verdaderamente desarticulado y listo para ser arrojado a las fauces de algún juez hambriento de justicia.

Esa era una buena noticia, al menos. El terrorismo, si Górriz sabía a lo que el ministro quería referirse, era un cáncer de la sociedad y, también, una bandada de asesinos de la peor ralea, incapaces de dejar en paz hasta a los legítimos representantes del pueblo. Hasta sospechaba que robaron Vascongadas a sus legítimos dueños, los cántabros. No obstante...

—No obstante —dijo después de varios carraspeos— , no considero oportuno difundir su captura, debido al hecho de que me tenían secuestrado. Sería, ¿eh?, un golpe para el prestigio de las Instituciones, una especie de derrota moral, que se supiera que habían conseguido raptar a un ministro de su majestad. ¿Para qué permitirles ciertas victorias pírricas?

Górriz lo comprendió. Górriz lo comprendía todo, ahí donde le veía el ministro, con esa pinta huraña de cangrejo desconfiado. Lo importante, en efecto, era que el Comando España había caído por fin y ahí acababa su trabajo. Ahora bien...

—El general Martínez de la Chopera registró aquella madriguera y parece que los etarras estaban grabando los últimos momentos de la vida de usted. Quizá pensaran usarlo en sus cursillos de entrenamiento. Eran, sin duda, unos pervertidos.

De nuevo el político tuvo la conocida sensación de estar siendo tragado y escupido por la tierra, mientras una voz oscura susurraba en su conciencia: «apenas te quedan un par de güisquis de vida pública.» Echó un vistazo a Górriz, que parecía un monumento alegórico a La Inocencia:

—¿Eso hacían?

—Como lo oye. El general tiene la cinta, por cierto.

—Me gustaría... en fin, me gustaría conservarla como recuerdo.

* * * * *

PERO NO TODOS LOS HOMBRES ERAN CARNE DE URNA ni inaccesibles a las promesas preelectorales. El general, al menos, manifestó estar a salvo de todas esas debilidades y, en consecuencia, dispuesto a conservar aquel trofeo arrebatado al enemigo.

—Una cinta muy interesante. —insistió.

La conversación se desarrollaba por teléfono y eso permitía al ministro dejar a su rostro en libertad para reflejar una variada gama de emociones. El mismísimo Delacroix hubiera tenido dificultades para captarlas todas: ni un solo náufrago de La Medusa tuvo tan mal aspecto como aquel carpetovetónico hablando por teléfono con un militar que, hasta minutos antes, era el candidato predilecto para hacer el papel de Gran Golpista.

—Gracias a que le hemos rescatado —siguió don Carlos Martínez de la Chopera— , tengo la impresión de que podrá reanudarse con éxito la lucha antiterrorista en toda España y hasta conjurar esos peligros que amenazan Melilla, ¿no es así?

Si el ministro no espabilaba, podía quedar para pasto de subsecretarios. Aquel maldito soldado le tenía en sus manos o a sus pies o de cualquier otro modo igualmente sumiso y vejatorio. En resumidas cuentas: habría que prescindir de aquella hermosa operación de Melilla, tan bien organizada que era un primor en sí misma.

De una forma u otra habría que hacérselo pagar a la Eta, que había estropeado, con su cerrilidad, una operación de altos vuelos.

—Pierda usted cuidado, mi general. —dijo con una voz que parecía El Lamento de los McGregor interpretado por una docena de gaitas. Gracias a esta operación hemos librado a España de gravísimos riesgos.

—Eso mismo pensaba yo. —respondió el general con no poca insolencia.— Estoy encantado de haberle podido prestar este servicio.

—Cuente con mi agradecimiento.

Al colgar, uno y otro estaban agotados por una tan larga conversación con segundas intenciones. Ambos coincidían en su juicio: la política era una de las actividades que más acercaban al hombre y al gusano. No los genes.

* * * * *

AUNQUE LA MAÑANA HABIA LLEGADO A BORDO de tres coches bomba, que estallaron en el Cuartel General de la Armada, en el del Ejército del Aire y en la Dirección General de la Guardia Civil, Josemari Aznar, en cuanto que héroe, había pasado a la reserva y disfrutaba de unas vacaciones, debidamente recetadas por su médico neurólogo:

—Tal como tiene usted los nervios, cualquier feriante se haría con ellos una montaña rusa de alta velocidad.

Górriz que, de repente, tenía un gran ascendiente en el ministerio, había conseguido que entregaran al héroe las recompensas: seguramente le alcanzarían para comprar las toneladas de tranquilizantes que le habían recetado en un intento de convertirle de nuevo en elemento útil para la sociedad.

El general le llamaba de vez en cuando para invitarle a café y enseñárselo a sus amigos como una de las piezas favoritas de su colección: un verdadero sargento de complemento útil para el cuerpo a cuerpo.

El general, según todos los indicios, había superado la crisis y no sería presentado a España como paladín del Golpismo Involucionista. No sólo había salvado a un importante ministro sino que se había hecho con una serie de argumentos magnetofónicos capaces de modificar la historia contemporánea: no había más que ver cómo en Melilla nadie se había puesto a fabricar incidentes fronterizos y, por el momento, Mojamé, Rockefeller y sabe Dios cuántas Internacionales habían tenido que meter en la nevera sus proyectos africanos.

Lo mejor, de todas formas, había sido la guerra que estalló entre progresismo liberal y terrorismo. Tras la captura del Comando España y la ruptura de los pactos, vino un contraataque de la Eta contra la Casa del Pueblo de Portugalete. A eso replicó el gobierno con la captura de cuatro nuevos comandos y una serie de declaraciones viriles en contra de aquel sector de la actividad política. En represalia reglamentaria, la jueza empezó a citar a guardias para ruedas de reconocimiento y, claro, el gobierno se vio en la obligación de encontrar una camada de zulos y de entregar al poder judicial unos nuevos papeles secretos, muy parecidos a los de Sokoa. Esto había conducido a la explosión de los tres coches bomba aquella mañana.

Según las cortas entendederas políticas de Josemari, era bueno que, momentáneamente, se volviera a llamar comunista a la Eta: la gente entendía mejor por qué mataban. Bueno para España, pues hasta la conflictividad laboral había descendido desde que al watusi Fidalgo le lanzaran una bomba de mano.

Sin embargo, Josemari era incapaz de apreciar toda la belleza que le brindaban la vida y la contemplación de su cuenta corriente. La vida, sin ir más lejos, había cambiado muchísimo para él, que ya no era un simple profesor de literatura sino un héroe cansado, angustiado por la soledad y relleno de preguntas trascendentales del estilo de ¿adónde vamos? y ¿de dónde venimos?

Quizá echaba de menos la fugaz notoriedad que le hizo tartamudear y sonreír en las hermosas pantallas de televisión. Quizá era cierto que el riesgo, como el blanco con limón, creaba hábito: la vida sin carreras, tiros, bombas y trompadas le parecía como un estanque en otoño, todo cubierto de hojas muertas flotando lánguidamente.

Pero más probablemente sus pensamientos se encaminaban hacia la linda Begoña, la de los ojos de gaviota, aquella terrorista que, además de salvarle la vida, había abierto una buena brecha en las murallas de su corazón solitario.

Había desaparecido de su vida. Górriz, hábilmente interrogado, acabó confesando que le habían proporcionado un nuevo carné de identidad, o sea, una nueva vida que la protegiera, en parte, de las lógicas venganzas.

Con palabras de Amado Nervo, Josemari se interrogaba junto al estanque del Palacio de Cristal, en el Retiro, encandilado en la contemplación de los seis cisnes negros, testigos de su amor como aquel que dice:

¿En qué estrella estás?
¿En qué espacio vuelas?
¿En qué mar rielas?
¿Cuándo volverás?
Nunca. ¡Nunca más!

A cada miga de pan que echaba contra el pico de los cisnes, más se enfangaba en un romanticismo tardío, nada primaveral, que se nutría de compasión y dolor de estómago.

¿Qué podía hacer él si Begoña le había causado una impresión tan duradera? En una sociedad progresista, amar era cosa ridícula: bien lo sabía él. El amor se hace, cuerpo a cuerpo y, cuando está hecho, se deja en una repisa o, todo lo más, en un álbum de fotos. Pero él, que era tonto, no había hecho el amor sino el enamoramiento.

Forzado por los fármacos relajantes, había vuelto a sus hábitos fantásticos con renovados ímpetus. Pero tan pronto como conectaba el equipo de fantasear, Begoña ocupaba toda la pantalla: la encontraba en el desierto, comiendo dátiles a la orilla de los oasis de las Mil y Una Noches; o bajo los cocoteros de las playas de las Islas Vírgenes, donde nadaban desnudos en las aguas azules sembradas de perlas de luz y de tiburones.

En ocasiones Begoña llegaba a su casa, perseguida por cien o doscientos primos carnales y cárnicos de Balbino. Josemari no tenía más remedio que desenfundar y hacer una matanza de separatistas cimarrones.

Pero el hombre languidecía. Si en sus buenos tiempos pareció un gorrión sufrido, humilde y simpático, ahora recordaba mejor a una tórtola semi—asfixiada en el bolsillo secreto de un prestidigitador: mala cosa parecerse a una tórtola sometida a los vaivenes del mundo laboral, atrapada en los engranajes comerciales de una sociedad materialista y decadente.

Iba ya a tirar el último mendrugo de pan, el cantero, tomando puntería sobre el ojo frío del cisne negro más cercano, para que aprendiera a no recordarle los viejos tiempos maravillosos, cuando una mano le detuvo el brazo:

—¡Begoña!

—Ahora me llamo Margarita. Como Margarita Gautier, ya sabes. —dijo ella, suministrándole un punto de referencia literario. — Y soy de Lugo.

—He recorrido la muralla. —comentó Josemari por decir algo— Redonda y muy grande.

Begoña o Margarita, o ambas, le miraban con muy buenos ojos. La verdad es que la mujer, como los elefantes y los sionistas, no había olvidado y seguía encontrando un encanto exótico en aquel hombre sencillo a quien la fortuna y las bombas habían golpeado de firme.

—¿Has pensado en mí? —preguntó.

—A todas horas. Aquí mismo, si no recuerdo mal, te di una tanda de besos al natural.

—Aquí mismo. —confirmó ella.

—Y más allá, —siguió Josemari, en manos de sus recuerdos— te cogí por los hombros, bien apretada.

—Sí, un poco más allá.

—¿Conque una nueva vida, eh?

—Una nueva vida, sí.

—La mía es vieja, pero planchándola un poco... —Josemari hacía considerables esfuerzos para saltar la trinchera de su timidez.— Supongo... quiero decir que en el tercer milenio tal vez sea ridículo que te de un beso de bienvenida.

—No estoy muy segura. —dijo ella, dominando una carcajada traidora que le empujaba las mejillas.

Y Josemari, que antaño desafiara a dos terroristas cargados de armas mortíferas, se lanzó tan a fondo y tan de prisa que sólo consiguió chocar con la frente de Begoña. Pero el dolor, en primavera, es algo muy relativo.

Górriz, a cierta distancia, sintió un amago de ternura en su corazón berroqueño. Después de acompañar a la chica se había quedado allí, fisgando a causa de su deformación profesional. Las costuras de la cara se le tensaron y un colmillo asomó por encima del pálido y tozudo labio inferior: aquella sonrisa heló los huesos de la tibia mañana de mayo.

El amor lo puede todo o, al menos, lo intenta. Pero donde no hay bombas.

Delenda est Euskadi.


FIN

Laus Deo


Publicado el 12 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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