Jeremiada

Arturo Robsy


Cuento


Jeremías, pese a no faltarle motivos, no era jeremiaco. Razonablemente infeliz en un mundo en que nadie es feliz, cultivaba los frutos de su miseria con la conformidad de un eremita.

Sus hijos se libraron de él a los setenta años, cuando decoraron de nuevo la casa y lo descubrieron allí, junto a los muebles viejos, silencioso estorbo con la tapicería raída. Comía sopa y veía la tele. En ocasiones, preguntaba al nieto como iban las cosas.

—Bah. —decía el muchacho, con la expresividad de su generación.

Como en la casa había que hacer reformas, Jeremías acabó en el asilo. Le llamaban Residencia de la Tercera Edad, pero era un asilo con un dormitorio enorme donde los ancianos, en largas filas, roncaban de noche hasta que el insomnio de la mucha edad les despertaba con la cabeza llena de pensamientos secos .

Como eran dolorosos, muchos fingían seguir durmiendo y roncaban con más fuerza para engañar al gusano que roía la memoria y escupía trozos de vida a la cabeza, memorias de juventud perdida y recortes de amargura próxima.

Jeremías se escapó una noche. Descalzo, por no meter ruido. Otros lo vieron y, envidiosos, roncaron más. Descalzo se fue por el mundo, con sus viejos pantalones y una camisa de verano. A rayas.

En el campo hubiera encontrado el hueco de una mata, la cabaña de un pastor o una cueva. Cerca, alguna hierba, alguna fruta. Pero en la ciudad la miseria de un anciano es más sórdida, menos apta para que la cante un poeta.

Jeremías, animoso, disputaba a los gatos las bolsas de basura, donde siempre había restos que sus viejas tripas digerían sin protestas. Había también periódicos para atárselos a los pies desnudos con tiras de plástico. Y confortables subterráneos donde, a veces, era posible echarse durante un trozo negro de la noche.

Jeremías dormía. Pensaba a veces en la comida; en él, nunca. ¿Para qué? No compartía nada. No le quedaban amor ni recuerdos. Ni siquiera el mundo turbio en que vivía se parecía a cualquier otro mundo.

A veces, y sólo para entretenerse, se imaginaba a la muerte saliéndole. Se daban un largo saludo el muerto en vida y la vida de la muerte antes de bailar con los demás la danza final en la que todos debían ser iguales y no lo eran. Unos se llevarían un pesado ataúd de maderas nobles y adornos de bronce. Acolchado y con ventana. Jeremías, ni un hatillo.

Cuando parecía tener ciento siete años y sólo contaba setenta y cinco, un joven periodista le vio comer mondas de patata. Negras. Oxidadas. El plumífero salía, con los depósitos llenos, de una discoteca y se manifestaba dispuesto a comerse el mundo.

Ver al anciano masticando peladuras no excitó su caridad sino su codicia. Una reacción extraña, sólo al alcance de quien trabaja con palabras y acaba perdiendo su sentido.

—Yo te haré famoso. —dijo el cubalibre por su boca.

Y pronto se supieron cosas del hombre más pobre del mundo. Si otros miserables dormían en un paso de peatones, a él le había expulsado para tener más sitio. Si otros obtenían de la basura filetes mordisqueados, Jeremías sólo hallaba frutas podridas. Ni zapatillas viejas tenía, sino papeles atados con trozos de plástico y una camisa de verano convertida en todo estar. Eso sí: con rayas.

El periodista sabía algo de su oficio y, oficioso representante, llevó a Jeremías a contar su historia a las televisiones y a las radios. Tanto insistió que al final el anciano fue inscrito en el libro de los «records» como el Hombre Más Pobre del Mundo, sobre todo cuando se le pudieron hacer análisis que demostraron anemia, desnutrición y escorbuto.

Famoso ya, la gente quiso saber lo que pensaba Jeremías y, en su nombre, cayeron sobre él los informadores:

—Pagando. —advirtió el periodista descubridor.

—¿Qué piensa usted de la vida?

—¡Ah! —exclamó Jeremías, sorprendido al recordar que había vida.

—Oye, que responda. Por ese dinero ha de decir algo más.

—Está muy bien. —dijo el abuelo.

Ya vivía en un piso, con una enfermera por turnos. Comía poco, pero bien, y tenía zapatillas de deporte con calcetines y todo, pero para las entrevistas se vestía del Jeremías anterior, del inscrito en el Libro de los «Records». Aún así, él no se refería a su vida actual sino a LA vida. Siempre pensó que estaba bien. Una especie de milagro.

—¿Ha sufrido mucho?

—¿Y quién no? Y, sobre todo, ¿qué es el sufrimiento? —decía el viejo— A mí me echó la familia de casa: no me querían y no hay forma de obligar a eso. Luego me escapé del asilo y anduve descalzo muchos días. Y con hambre. Pero hay gente que come muy bien y viaja en primera y es más desgraciada.

—¿Más? ¿Seguro?

—Pues, a lo mejor, no.

Si hay que ser algo, ser «el más» siempre ayuda: el rey de los miserables, como Jeremías, o el de los comedores de huevos duros en una hora. Ser «el más» es ser alguien y, entonces, la gente tampoco se apiada pero, de un modo u otro, suelta dinero para aproximarse a la celebridad. Por eso es difícil seguir siendo el campeón de los pobres: hay competencia y miserias morales.

—Hola, abuelo. —dijeron los hijos y el nieto, muy arreglados, cuando acudieron a verle.

—Ah. —murmuró Jeremías, que llevaba tiempo sin pensar en ellos. Quizá fueran de su sangre, pero los análisis decían que estaba anémica.

—¿Quieres volver a casa? Hemos arreglado también tu cuarto.

—No. —dijo el periodista que le descubriera.— Jeremías es lo que es porque no tiene casa.

—Sí que la tengo: ésta. Pero este señor me hace salir de madrugrada a escarbar en los cubos y en las bolsas mientras me sacan fotos. Y, luego, me encierra. Como en el asilo.

—¡No!

—Pues también como vosotros, pero al revés, que no me dejabais salir, y menos cuando había una visita.

Aquella partida quedó en tablas porque había cosas más urgentes: un competidor roía huesos y ni siquiera se envolvía en periódicos. Además, su «mánager» le hacía enseñar una llaga que tenía en el pecho. Competencia desleal.

—Hay que andarse con ojo. —gruñía el periodista.

Para no perder puntos, llevó a Jeremías a descampado, a las ruinas de un establo, y lo instaló sobre los cascotes caídos del techo.

Tras dos días de calentar el ambiente con la desaparición del hombre más pobre del mundo, los dueños de la finca donde estaba el establo en ruinas recibieron el soplo y llamaron a la guardia civil: no querían inquilinos.

—Usted no puede estar aquí. —le dijeron las autoridades.

El periodista, disimulado, sacaba fotos.

Los guardias, viendo tanta miseria, se apiadaban, pero pensaban, no en latín, «dura lex, sed lex». Y se llevaron a Jeremías fuera de los lindes, a la carretera, sin que el plumífero dejara de fotografiar las durísimas escenas de conformidad y de miseria moral.

Sólo entonces se derramó sobre el anciano un chorro de luz y comprendió la situación en que se hallaba: explotado por un lado y expulsado, por el otro, de una especie de hogar para él solo.

—¡Si hubiera sido un perro! —exclamó.

—¿Cómo dice, abuelo?

—Que si hubiera sido un perro nadie me hubiera echado de aquellos escombros.

Los guardias, en silencio, volvieron la espalda. Tampoco ellos querían mirar el mundo. Podían llegar a verlo.


Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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