La Diosa de la Tierra

Arturo Robsy


Cuento


El sol temprano, limpio y reluciente, bajó en un vuelo rasante por la calle de Alcalá, pasó por los ojos de la puerta neoclásica y se detuvo sobre la cabeza de La Cibeles.

La vieja diosa de piedra seguía saludando desde su carro pero, sobre su corona, sucedía algo insólito: en difícil equilibrio, un hombre se mantenía allí con los brazos abiertos y un gesto adusto.

Mucho después, cuando Madrid había puesto en circulación a su humanidad motorizada y a su pueblo de infantería, la gente empezó a reparar en el tipo de los brazos abiertos. Vestía de negro y procuraba no caerse al agua de la fuente.

—¡Eh! —dijo, por fin, un guardia. Lo hizo con timidez porque no había pedido permiso a la superioridad e ignoraba si el equilibrista incumplía alguna ordenanza o si disponía de permiso para saltársela.

—¡Eh! —insistió. Pero el hombre aquel era como Rubén Darío cuando quería volverse piedra dichosa «porque esa ya no siente» ni el dolor de ser vivo ni la pesadumbre de estar consciente. Posiblemente ese era el caso.

La policía nacional llegó después y también probó suerte:

—¡Eh!

El interesado, corona inmóvil de la diosa, siguió mirando obstinadamente a levante, a oriente. Quizá a Belén, quizá a La Meca: a distancia ni se le apreciaba la raza ni la religión, y sólo se podía sospechar que se trataba de un presunto loco o de un artista famoso decidido a promocionar su obra.

—¡Eh! —insistió la policía nacional , más perseverante que la municipal.

El tipo miró en torno y, poco satisfecho, decidió que necesitaba algún ruido supletorio:

—Llamen —dijo— a los bomberos.

Poco discretos, éstos llegaron con sus sirenas y sus luces y, entonces, una mínima multitud se congregó en torno a la fuente y en las esquinas del Banco de España y de Correos.

—¡Eh! —dijeron los bomberos, también dubitativos.— ¿Quiere que le bajemos?

—No. Paren las sirenas, por favor. —pidió el equilibrista.

Cumplido esto y embotellado el tráfico, consideró que era el mejor momento:

—¡Destruiré el mundo! —clamó en aquel concurrido desierto.

Las dudas se desvanecieron: un presunto loco que se había despertado creyéndose familia de Dios.

—¿Cómo? —le preguntó el guardia municipal— ¿Con un rayo?

—¿Cómo? —respondió el de arriba con una sonrisa sarcástica.— Dejándoos sueltos.

La gente, tranquila, se reía. Los locos tienen salidas.

Un poco más a poniente, el sol llegó, en su ronda matutina, al Edificio de las Naciones Unidas. Las enormes cristaleras le devolvieron los rayos: allí dentro se prefería la luz eléctrica, más civilizada.

En la gran sala, hombres cuerdos y decididos se disponía a arreglar la crisis que habían desatado el día anterior. Su delicado trabajo no era sino la última versión del tapiz de Penélope y servía para dar salida a los impuestos que pagaban los ciudadanos del mundo.

Un hombre alto, enjuto y sano, sostenía que habían sido violadas varias cosas importantes y consideraba que la libertad estaba amenazada. En su opinión, otro hombre no tan alto, no tan enjuto pero igualmente sano, debía retirar los soldados que ocupaban determinado lugar lejano. Sus botas no hacían más que aplastar la tierna planta de la libertad que crecía allí.

Los demás delegados, no afectados por el problema, leían los periódicos o repasaban las palabras que pensaban pronunciar cuando les llegara el turno. Todos los días alguien le hacías algo a la libertad y lo raro era que la libertad, recibiendo tan mal trato, se obstinara todavía en circular por el planeta.

El que debía retirar soldados del remoto lugar, después de mover la cabeza, manifestó que las amenazas oídas eran inaceptables, recordando, por si se olvidaba, que su ejército era tan bueno como el que más y con mayor número de bombas, si cabía.

La «Hora» que, de creer a Quevedo, cogió a tanta gente durante el Siglo de Oro y les obligó a decir la verdad, atrapó al primer orador. Se destapó como una caja de resorte y emitió un ultimátum:

Si aquellos lejanos soldados no salían, en pocas horas, de aquel remoto lugar, la defensa de la libertad amenazada le obligaría a lanzar sus mejores misiles. La destrucción del mundo sólo sería atribuible a la irresponsabilidad del otro bando, que lo sacrificaría todo a sus intereses.

Nadie pensó que el orador estuviera loco. Nadie fue capaz de preguntar cómo destruiría el mundo, porque todos sabían que disponía de los recursos necesarios.

A la misma hora, después de bajar al extravagante de la cabeza de La Cibeles, un médico le había inyectado un poderosos sedante y apelaba a su razón:

—Hombre de Dios. —le decía— ¿Cómo tiene esa idea de destruir el mundo?

—La tienen muchos. —murmuró el visionario, deslizándose hacia el sueño.

Caía ya en él cuando abrió un ojo sonriente:

—Pero si yo hubiera podido destruirlo —añadió— nadie me hubiera puesto una inyección ni me hubiera llamado loco.

Afortunadamente las tropas lejanas, una vez más, se retiraron, no sin conseguir que alguien firmara un crédito para sus poderosos gobernantes. Y el mundo siguió girando bajo las ruedas del carro inmóvil de la diosa de la Tierra. Ignorante.


Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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