La Máquina

Arturo Robsy


Cuento


Lo vi por última vez la mañana del sábado en el mercadillo de la plaza. Parecía que la alegre primavera se adelantaba y florecía en toldos de colores, en vestidos estampados que vendían gitanas dicharacheras y morenas, en la vestimenta ecléctica, en las guapas mozas que sonrerían y en todo el aire limpio que vibraba con las voces de la gente.

Él era un joven pobre, muy delgado. Un parado de ojos tristes y, quizá, iluminados. Otras veces le había visto vendiendo relojes japoneses, mecheros y bolígrafos. Tuvo también una máquina que tomaba la tensión por veinte duros. Todo automático, papelito impreso que escupía una ranura. La chocante electrónica en un mercado moruno, hasta cierto punto alegre, colorido y miserable.

Se notaba que era un chico decidido y emprendedor. Otros jóvenes vendían arenas de colores, tenedores retorcidos como brazaletes, cajitas de estaño para el hachís, cuentas de vidrio y otras cosas de la triste industria del desamparado.

El que dicho estaba solo siempre y no era artesanal ni quincallero. Era un pobre tecnológico, un electrónico desempleado, extraño personaje casi limpio del siglo veinte, trasplantado al bazar callejero y cutre, al ruído medieval de la plaza del mercado, donde la pobreza se exhibía entre saldos, alpargatas, usados artificios y artesanías falsas. Él, en cambio, ofrecía la exactitud de los relojes de cuarzo, la precisión de las máquinas, las ondas hertzianas de las diminutas radios, y hasta la arterial tensión impresa por un brillante aparato que apenas si zumbaba. La tranquilidad por veinte duros. La salud por veinte duros, la disculpa, acaso, para saltarse el régimen e ir a reposar al bar con la copa prohibida o con el café dulce y negro.

Este sábado de casi primavera que digo, el zoco era más dicharachero al amparo del sol y de la brisa tibia. Había mujeres que miraban y, también, había mujeres hermosas como flores nuevas, jovencitas con pechos como brotes tiernos, madres sonrientes y niños corredores, como conejitos blancos. Mil pequeñas cosas estaban a la vista, blancas y negras, relucientes y oscuras, voluminosas y minúsculas. Y, en el centro de todo ello, la cabeza clara del joven, la sensata cabeza al sol, tal vez llena de altos pensamientos; tal vez trono de ricas ilusiones.

El sábado que digo tenía un nuevo instrumento, una máquina con electrodos, abrazaderas y casco, que llevaba escrito en lo alto "Reactometer" y una hojita de papel que lo explicaba todo: "Mida usted su inteligencia. Aparato Americano. 200 pesetas en moneda."

Y estaba solo. Algún maleficio o el sentimiento mágico del vulgo había establecido un círculo vacío alrededor; un margen de respeto, la tierra de nadie de la superstición y el miedo. Algunos jóvenes se acercaban a mirar y sonreían, pero vigilaban a los otros, a los testigos posibles, y no depositaban sus cuarenta duros. Cacareaban un poco, se empujaban y al final se iban sin querer saber la medida de su inteligencia.

Tengo que reconocer que, entonces, mi interés pasó de aquel muchacho maquinista a su público. Cierto morbo sarcástico hizo que me fijara bien en toda aquella gentecilla. Había tipos populares, achulados, charlatanes que discuten sobre lo divino y lo humano. Otra gente, pobremente pulcra, jubilada, silenciosa, no tenía ya interés por su posible inteligencia ni tal vez las doscientas pesetas del precio de la prueba.

También se veía a estudiantes, conocidos míos, y, sin esfuerzo, distinguí a un médico, a una licenciada en historia, a un batallador concejal, a un periodista y a un empleado de banca. Había personas bien vestidas y otras exóticas. Varios barbudos limpios y con gafas redondas llevaban el uniforme, con bufanda larga sobre el jersey, de los antiguos intelectuales progres. Otros vestían de filósofos pacifistas, si ustedes quieren aceptar como tal esa cuidadosa dejadez en el aspecto y la triste mirada.

De repente comprendí que se estaba llevando a cabo un desafío. El joven aquel no quería ganar dinero en este sábado que digo. Por algún arranque poético y rebelde nos enfrentaba a todos con una máquina y establecía una curiosa pendencia entre la verdad electrónica y la apariencia.

Silencioso y de pie junto a su artefacto, en realidad nos preguntaba a todos: ¿os atrevéis? ¿Estáis seguros de ser tan listos como decís? Demostradlo. Y, en efecto, así lo percibíamos, y ahí estaba el círculo vacío rodeándole y la gente que lo evitaba mientras los osados hacían al pasar algún comentario jocoso.

Sin testigos, muchos de los presentes hubieran hecho la prueba, pero entre el gentío nadie correría el riesgo de ser desmentido por la máquina. Y el joven miraba suavemente a todos mientras yo empezaba a ver en su rostro impasible un cierto aire de desprecio.

Quizá percibir todo esto sólo estaba al alcance de espíritus superiores. Quizá muy pocos se daban cuenta de que el muchacho aquel, impasible y mecánico, estaba vejando al hombre, a la imagen y semejanza de Dios, al enfrentarle a su propia medida, al desafiarle a competir contra un puñado de circuitos, relés y plásticos.

Sí. En aquel zoco, entre africano y medieval, todo era humano; pobre, pero esencialmente humano, menos el hombre joven y su máquina "Reactometer" de donde había colgado el letrero: "mida usted su inteligencia. Aparato amercano. 200 ptas. en moneda."

Aquel era el siglo veintiuno que venía a invadir nuestras miserias. La América del Shock del Futuro, espacial y pragmática, atacando al siglo veinte derrotado y consumido. La negación del humanismo. El triunfo del tornillo. Y lo peor, lo más cruel, es que todos los presentes lo temíamos. Todos, sin excepción, estábamos rendidos.

Las sarcásticas caras de los que pasaban no ocultaban el pensamiento general: "¿Y si no soy tan listo como me siento? ¿Y si todo lo que me imagino ser es un camelo?" Ciertamente si una máquina nos diagnosticara estupidez o simple tontería, ¿dormiríamos tranquilos? Se puede desementir a un hombre, pero no a un engendro. Todos creeríamos en los resultados, porque llevamos ya demasiados años aceptando insensiblemente el alma infalible de los artefactos, la precisión perfecta de lo eléctrico.

La situación se prolongaba bajo el sol amigo y la brisa tibia, mientras la gente que iba y venía fingía no ver el desafío y hablaba en voz más alta al pasar junto al joven extraño. Pero nadie se engañaba, porque aquellas maniobras era una franca confesión de vergüenza y miedo.

Así fue como atravesé el círculo vacío y le entregué, también yo impasible, mis dos monedas al muchacho. No quería hablar yo. Sabía que no debía hacerlo porque todo lo que dijera sonaría a justificación. Y, aún así, dije mirando al aparato:

— Veamos qué saben los americanos del pensamiento.

El joven me puso unas bandas en las muñecas y en los codos, unos electrodos en la frente y en la proximidad de los ojos. Por fin, un casco en el que noté finas puntas metálicas apoyándose sobre mi cráneo.

La máquina zumbó, emitió unos sonidos inconexos. Luego hizo sonar una música y encendió y apagó luces de colores. Por último escribió unos números muy pequeños en su pantalla minúscula y entregó un papelito blanco por su ranura quedándose en lo que yo llamaría jocoso silencio.

No me importa que ahora digan que yo he sido su único cliente, señor mío. Siento mucho que hayan encontrado a ese muchacho con la cabeza rota, muerto; pero insisto en que no se puede ir por la vida haciendo lo que él y provocando desafíos.

Sí, sí, ya sé que es usted el comisario. Yo soy catedrático de matemáticas y también sé lo que me digo. ¿El papel? Lo perdí. ¿Quién hace caso de máquinas de feria? Un hombre inteligente como yo no hace lo que usted sospecha. Y, si quiere comprobar algo, ¿por qué no pone cuarenta duros en esa tonta máquina?

Y ya le he dicho a usted que la mancha del zapato no es más que barro seco.


Publicado el 17 de abril de 2017 por Edu Robsy.
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