¿No se Reparan?

Arturo Robsy


Cuento


Como suele suceder a veces en naciones felices y dormidas, en Vardulia llegó al poder un hombre iluminado, ya que no de muchas luces. Lanzaba palabras ardientes al espacio libre y ellas, al caer sobre las cabezas de pueblo, le explicaban que había un destino histórico que cumplir y una exigencia racial que mantener.

El iluminado, cuando abandonaba los abstractos, era absolutamente preciso y escueto: quería Trevín. Muy posiblemente quisiera algo más al año siguiente pero, de momento, Vardulia sólo sería libre y feliz si metía mano a Trevín que, desafortunadamente, pertenecía a Austrigonia.

Los austrigones, aunque herederos de una brillante tradición militar, eran pacíficos comedores de cacahuetes, bebedores de refrescos y fumadores de tabaco rubio. No disponían de iluminados que los despeñaran por el destino pero, aún así, estaban encariñados con Trevín, un lugar lleno de panorámicas y muy ducho en la crianza y preparación del cordero.

El vecino ardiente sabía, sin embargo, que los condes de Trevín, en el Siglo XII, habían emparentado con la segunda dinastía de síndicos de Vardulia y, aunque el matrimonio no fue consumado por la debilidad sanguínea del primo del síndico Leocadio I pese a someterse al vino fuerte y a sahumerios aplicados por debajo del halda, el Papa lo declaró nulo tras cobrar varios miles de ducados—oro. Pero subsistía que por unos meses Trevín perteneció a la familia reinante en Vardulia. Había pues sobrados motivos para la reivindicación histórica.

—¡Venga ya! —dijeron los austrigones, muy divertidos con aquellas locuras y sin dejar de comer cacahuetes y de beber refrescos.

Fue una exclamación malhadada. Muy ofendido el iluminado, lanzó sobre Trevín varios batallones de soldados várdulos que creían firmemente en que, gracias a su arrojo, Vardulia sería más feliz y más libre.

Los austrigones, aunque pacientes, se aprestaron a la defensa y movilizaron a su más osada juventud después de sacarla de las salas de fiestas.

La guerra por Trevín estuvo llena de valor. Hechos heroicos por ambos bandos hacían estremecerse a los lectores de revistas. Los heridos, evacuados a hospitales de retaguardia, eran aclamados. Los muertos, se enterraban entre cánticos patrióticos y descargas cerradas de fusilería automática.

Pero un año después ni los várdulos habían ocupado Trevín ni los austrigones consiguieron liberarlo por completo. Habían acumulado gloria para varias generaciones, pero, en guerra, eso no se consigue sin sembrar profusamente la tierra con cadáveres que caían, en muchas ocasiones, gritando el nombre de su Patria. Si el tiempo les daba, también aprovechaban para llamar a su madre que, luego, recibía una medalla con los colores de la bandera.

Pero como las guerras son, también, impuestos para pagar el material, ya que lo único barato es la sangre, las respectivas retaguardias, formadas por contribuyentes que, aunque dieran hijos, no querían seguir entregando dinero, el Iluminado de Vardulia y el Rey de Austrigonia se reunieron en un palacio fronterizo y, después de una montería de cortesía, iniciaron las conversaciones de paz.

Uno y otro querían el reconocimiento público de su victoria, acompañado por el cobro de reparaciones de guerra. ¿Acaso —decía el austrigón— no nos habéis atacado sin provocación por nuestra parte? ¿Es menos cierto —respondía el várdulo— que Austrigonia pagó al Papa, en el Siglo XII, miles de ducados oro para que deshiciera un matrimonio que, de continuar, hubiera integrado Trevín en Vardulia?

Por fin, y para salvar el honor, Austrigonia entregó cien mil millones como reparación, pero Vardulia entregó otros tantos por el mismo concepto. Ambos estadistas pudieron presumir, con razón, de haber obligado al enemigo a pagar los destrozos.

Emitieron un alegre comunicado conjunto, porque siempre es grato proclamar la paz.

«Nos hemos puesto de acuerdo. —terminaron— Todo será reparado».

—¿Ya saben, entonces, cuándo resucitarán los muertos y podrán regresar a casa? —preguntó una madre, algo díscola, que no se conformaba con la medalla y tenía intención de saber por qué había muerto su hijo.

—Mujer, los muertos... —dijeron el Gran Várdulo y el Gran Austrigón.

—¿No los reparan? ¿Sólo va a ser cosa de bolsillo?

Como se ve, una conversación bastante tonta. Increíble que aquella madre, y otras que se iban añadiendo, no supieran que los muertos no se arreglan. Usar y tirar es su lema.

Pero no era momento de empañar la voz alegre de la paz con una discusión, y los jefes austrigón y várdulo, que habían comido con buen vino de la tierra, prometieron también reparar a los muertos. Cosas más difíciles se creen los pueblos si se les explican con medias palabras.

Los meses, en buen orden, se encargaron de dejar la guerra atrás. Luego fueron los años los que hicieron el trabajo sin que, mientras, la reparación de los difuntos se iniciara. No se observaba ninguna actividad en los cementerios de guerra, tan bien diseñados, con sus largas filas de cruces blancas que contenían el nombre, la graduación y el número de serie.

En el quinto aniversario de la paz, el Gran Austrigón y el Gran Várdulo acudieron a ellos. Cada uno al suyo, a depositar coronas de flores al soldado conocido y perdido.

—Vosotros —dijeron ambos más o menos a la vez, pero en distinto idioma— seguís vivos en nuestra memoria.

Y, de la memoria de todos cuantos les conocieron en vida, empezaron a brotar los muertos, aquellos jóvenes heroicos, con el uniforme limpio y el cabello peinado. A veces el mismo cadáver resucitaba de hasta quince memorias, convirtiéndose en quince soldados, todos con derecho al sueldo de mutilado de guerra.

Para cumplir los compromisos contraídos con aquellos muchachos que regresaban tarde de la guerra sólo se podían subir los impuestos de nuevo. Y entonces, los ciudadanos, heridos en lo hondo del bolsillo, borraron sus recuerdos de aquella juventud perdida y hallada y, sobre las blancas cruces de los campos de batalla, cayó el olvido con que la vida paga a los que mueren sin dejar tras sí nada.


Publicado el 12 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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