Quilapán

Baldomero Lillo


Cuento


Quilapán, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.

Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las hierbas y malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.

¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!

Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan bellos y vastos horizontes.

¡Vender, enajenar…! ¡Eso, nunca! Pues, mientras el dinero se va sin dejar rastro, la tierra es eterna, jamás nos abandona. Como madre amorosa nos sustenta sobre sí en la vida y abre sus entrañas para recibirnos en ellas cuando se llega la muerte.

Y aquel asedio de que era víctima no hacía sino acrecentar su cariño por el terruño cuya posesión le era más cara que sus mujeres, que sus hijos, que su existencia misma.

A su espalda álzase la desamparada choza, en cuyo interior dos mujeres envueltas en viejos chamales atizan la llama vacilante del hogar. Los vagidos de la criatura dominan las sordas crepitaciones de la chamiza seca, y afuera, en una esquina del rancho, un niño de diez años, vestido a la usanza indígena, se entretiene en tirar del rabo y las orejas a un escuálido mastín que, con las patas estiradas, tendido de flanco, dormita al sol.

La mañana avanza. Mientras las mujeres trabajan con ahínco en las faenas domésticas y el chico corretea con el descarnado Pillán, el padre sigue echado sobre la hierba, absorto en una muda contemplación. Sus ojos se fijan de cuando en cuando en la lejana casa del fundo, cuya roja techumbre asoma allá abajo por entre el ramaje de los sauces y las amarillentas copas de los álamos. Un poco a la derecha, en el patio cerrado con gruesos tranqueros, se ve un numeroso grupo de jinetes. Los plateados estribos y las complicadas cinceladuras de los bocados y las espuelas brillan como ascuas en la intensa claridad del día.

En medio del grupo, montado en un caballo tordillo, está el patrón. Sin saber por qué, Quilapán experimenta cierta vaga inquietud a la vista de esos jinetes, inquietud que se acentúa viendo que se ponen en movimiento y, apartándose de la carretera, marchan en derechura hacia él. Y su recelo sube de punto cuando su vista de águila distingue en el arzón de las monturas las hachas de monte, cuyos filos anchos y rectos lanzan relámpagos a la luz del sol.

De súbito la expresión de su rostro cambió bruscamente. Sus pómulos se enrojecieron y sus recias mandíbulas se entrechocaron con un castañeteo de furor. Con la mirada llameante recogió su elástico cuerpo y de un salto se puso de pie.

Entretanto la cabalgata, unos veinte jinetes, se acerca rápidamente a la hijuela de Quilapán. Don Cosme, el patrón, galopa a la cabeza del grupo. A su lado va José, el mayordomo. Ambos hablan en voz baja, confidencialmente. El amo soporta bastante bien sus cincuenta años cumplidos. Muy corpulento, de abdomen prominente, posee una fuerza hercúlea y es un jinete consumado, diestro en el manejo del lazo como el más hábil de sus vaqueros.

Hijo de campesino, heredó de sus padres una pequeña hijuela en el centro de una reducción de indígenas. Como todo propietario blanco, creía sinceramente que apoderarse de las tierras de esos bárbaros que, en su indolencia, no sabían siquiera cultivar ni defender, era una obra meritoria en pro de la civilización. Tenaz e incansable, habilísimo en procedimientos para el logro de sus fines, su heredad creció y se ensanchó hasta convertirse en una de las más importantes de todo el distrito. Quilapán, inquieto y receloso, vio de día en día aproximarse a su choza los alambrados del señor, preguntándose dónde se detendrían, cuando un desgraciado incidente que le atrajo el enojo de un elevado funcionario judicial, impidió a don Cosme dar fin a su empresa. Obligado, por prudencia, a parlamentar con el vecino, agotó los recursos de su sutilísimo ingenio para adquirir de un modo o de otro la mísera hijuela. Mas el terco propietario, encerrado en una negativa obstinada, desoyó todas sus proposiciones. Este contratiempo llenó de amargura el alma del hacendado, pues consideraba que aquel pedazo de tierra enclavado dentro de las suyas era un lunar, algo así como una afrenta para la magnífica propiedad. Todas las mañanas, al saltar del lecho, lo primero que hería su vista tras los cristales de la ventana era la odiosa techumbre del rancho, destacándose negra y desafiante en medio de la rubia y dilatada sementera extendida como un áureo tapiz más allá de los feraces campos. Crispaba entonces los puños y palidecía de coraje, profiriendo en contra del indio terribles amenazas.

Pero un día, don Cosme recibió una noticia que lo llenó de alborozo. Aquel funcionario judicial desafecto a su persona, acababa de ser trasladado a otra parte y en su lugar se había nombrado a un antiguo camarada, con el cual había hecho en otro tiempo negocios un tanto difíciles.

Don Cosme, después de frotarse las manos de gusto, se acercó a la ventana y mostrando el puño al odiado rancho, exclamó:

—¡Ahora sí que te ajustaré las cuentas, perro salvaje!

Lo que Quilapán ignora esa mañana, viendo aproximarse la hostil cabalgata, es que su enemigo regresó a la hacienda la tarde anterior trayendo en su cartera una copia de la escritura de venta que le hacía dueño del codiciado lote de terreno. Dos rayas en forma de cruz trazadas al pie del documento eran la firma del vendedor, firma que con toda llaneza estampó el indígena Colipí, previo el pago de una botella de aguardiente.

Cuando derribada la cerca a caballazos, el hacendado y su gente se acercaron al rancho, el indígena y su familia formaban un apretado haz en el hueco de la puerta. De pie en el umbral, con el fiero rostro lívido de coraje, Quilapán los miró avanzar sin despegar los labios.

Los jinetes se detuvieron formados en semicírculo, dejando al centro a don Cosme, quien haciendo adelantar unos pasos al hermoso tordillo, dijo a su mayordomo.

—Lea usted, José.

El viejo servidor, aquietando su brioso caballo con un sonoro ¡chits!, sacó de bajo de la manta un papel cuidadosamente doblado, y desplegándolo, leyó con voz gangosa y torpe una escritura de compraventa.

Mientras el campesino leía, don Cosme saboreaba con íntima fruición su venganza, y murmuraba entre dientes sin apartar la vista del sañudo rostro que tenía delante.

—¡Al fin me las pagas todas, canalla!

Quilapán oyó la lectura del documento sin comprender nada. Sólo una idea penetró en su obtuso cerebro: que le amenazaba un peligro y había que conjurarlo.

Por eso, cuando don Cosme gritó a los suyos, señalándoles el rancho:

—Muchachos, desmóntense y échenme abajo esa basura —de los ojos del indio brotaron dos centellas. Dio un paso atrás y con un rápido movimiento se despojó del pesado poncho. Un segundo después plantábase, lanza en mano, delante de la puerta. Su bronceado cuerpo desnudo hasta la cintura, sus nervudos brazos con músculos tirantes como cuerdas, su poderoso pecho y sus anchos hombros sobre los cuales se alzaba echada atrás la descubierta cabeza con la faz convulsa por la cólera, formaban un conjunto tal de firmeza y resolución que los acometedores quedáronse en suspenso un instante contemplándolo recelosos, amedrentados por la fiereza de su ademán.

Pero aquella indecisión duró muy poco, los que llevaban las hachas echaron pie a tierra y aproximándose al rancho empezaron en el acto su tarea demoledora.

El plan de los asaltantes era abrir brecha en los muros de la choza para atacar por detrás a aquel testarudo y apoderándose de él y de los suyos derribar en seguida la vivienda. A los primeros hachazos la endeble construcción se estremeció toda entera. El barro de las paredes desprendíase en grandes trozos que rebotaban en el suelo, levantando nubes de polvo. Las mujeres, que hasta entonces habían permanecido inactivas, al ver aquella catástrofe, se armaron con los tizones del hogar y lanzando aullidos de rabia se aprestaron a la defensa, guardando las espaldas a su dueño y señor. Hasta el pequeño Pancho, empuñando la vara de roble que en los días de juego era su caballo de batalla, azuzaba con sus gritos a Pillán, el cobarde Pillán que, con el rabo entre las piernas, acurrucado en un rincón, se limitaba a ladrar sin moverse del sitio. Lo que lo hacía tan cauto era que divisaba allá, por entre las patas de los caballos, al formidable Plutón, el enorme perro de presa de don Cosme.

Entretanto, Quilapán, armado de lanza, un largo colihue con un mohoso hierro en la punta, parecía haber echado raíces en el suelo. La fiereza de su actitud y llamarada que brotaba de sus ojos dábanle el aspecto iracundo de aquel Caupolicán, su antepasado legendario.

Pero cuando don Cosme repetía por tercera y cuarta vez a sus inquilinos acobardados:

—¡Vamos, hombres, acérquense, no tengan miedo de ese espantajo! —el indio, distendiendo de improviso sus férreos jarretes, dio un salto hacia adelante y con la cabeza baja, lanza en ristre, se precipitó sobre su enemigo. Fue tan rápida la agresión, que ni el amo ni los servidores tuvieron tiempo de evitarla; mas el brioso caballo que montaba el hacendado, viendo venir aquel alud, se encabritó levantándose bruscamente de manos. Aquel movimiento salvó a don Cosme. El golpe que le estaba destinado hirió al animal en la base del cuello, donde el hierro se hundió en toda su longitud, rompiéndose el asta con un ruido seco.

El bruto retrocedió algunos pasos, dobló los cuartos traseros y se tumbó de flanco. Los campesinos se precipitaron en auxilio del patrón y lo liberaron del peso que oprimía su pierna derecha. Atontado por la recia caída, permaneció algunos minutos junto al caballo moribundo, recostado contra la montura, casi sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor.

Mientras el animal en los estertores de la agonía azota la cabeza en la ensangrentada hierba, Quilapán, después de una terrible lucha, agobiado por el número, ha sido derribado y maniatado sólidamente.

Las mujeres que se habían lanzado a la refriega repartiendo mordiscos y arañazos entre los agresores, abandonaron el campo al oír que alguien gritaba:

—¡Fuera los chamales! ¡Desnúdenlas, desnúdenlas!

Aquella amenaza que la mujer indígena teme más que a la muerte, manteníalas alejadas a cierta distancia, pero no cesaban de vociferar, como poseídas, toda clase de conjuros y maldiciones.

Pasada la primera impresión, los que manejaban las hachas habían reanudado vigorosamente la tarea. Cortado el maderamen que lo sostenía, el rancho se había hundido y el fuego del hogar comunicándose a la pajiza techumbre convirtió en breves instantes en una hoguera la inflamable construcción.

Tras el derrumbamiento de la choza vino una escena que divirtió grandemente a los campesinos. Pillán, que había permanecido oculto en su rincón; al oír el estruendo de la caída salió disparado de su escondite y se lanzó al campo seguido de cerca por Plutón, que le iba velozmente a los alcances. Mas, acorralado por los jinetes, hubo el fugitivo de volver sobre sus pasos. Durante algunos momentos pudo escapar de su perseguidor, hasta que de un salto se refugió encima de un grueso tronco. Plutón, viéndose burlado, empezó a brincar en torno, lo cual visto por el pequeño, enarbolando en alto la vara, corrió lleno de coraje a defender al camarada de sus juegos infantiles. El dogo, sorprendido por aquella brusca acometida, se revolvió contra el niño y lo derribó en tierra rompiéndole un brazo de una dentellada. Algunos jinetes se precipitaron en su socorro, pero antes de que llegase aquel auxilio, Pillán, el escuálido Pillán, abandonando su refugio donde hacía un instante estaba despavorido y tembloroso, cayó sobre Plutón y lo aferró de una oreja.

Mientras la madre se llevaba a su hijo tratando de acallar con sus besos sus desesperados gritos de dolor, la pelea de los canes absorbió por completo la atención de los labriegos. El corpulento dogo agitaba con furia la enorme cabeza para coger a su adversario, lo que era imposible conseguir a pesar de sus rabiosos esfuerzos. Pillán, que comprendía lo ventajoso de su situación, apretaba las mandíbulas como tenazas. De pronto, la oreja, como una tela que se rasga, se desprendió en parte, dejando en los colmillos del mastín un jirón sangriento. La lucha concluyó en un segundo; Plutón, rápido como el rayo, asió por la garganta a su enemigo y lo sacudió en el aire como un pingajo. La escena perdió desde ese instante todo interés y los campesinos se diseminaron para dar remate a la faena que allí los había llevado. Mientras unos activaban el fuego para que las llamas consumiesen los últimos restos del rancho, otros derribaban las cercas y borraban todo vestigio del límite divisorio.

Don Cosme, a quien el dolor del miembro magullado impedía moverse, permanecía sentado sobre la hierba. Habíase despojado de la charolada polaina y friccionábase suavemente con ambas manos la parte dolorida, lanzando de cuando en cuando sordos rugidos de dolor. Delante de él yacía el blanco cuerpo del caballo con el cuello estirado y las patas rígidas. A su derecha destacábase Quilapán y más allá, próximo al tronco, veíase un inmóvil grupo: junto al cadáver de Pillán, la silueta del dogo sentado sobre sus cuartos traseros, observando atentamente a su víctima, listo para ahogar en su principio todo conato de resurrección.

Cuando la demolición de la cerca estuvo terminada, los inquilinos se aproximaron al caballo y empezaron a despojarlo de sus arreos. El amo contemplaba la operación con lágrimas en los ojos. Un río de sangre se había escapado de la honda herida, y el hermoso animal, inmóvil sobre uno de sus costados, provocaba en los labriegos exclamaciones de lástima, acompañadas con una serie de frases que eran un panegírico de las cualidades del difunto:

—¡Qué buen caballo era el tordillo!

—¡Qué dócil!

—¡Qué buena rienda!

—¡Y pensar que, si no fuera por él, tendríamos tal vez que cargar luto por el patrón!

A estas últimas palabras, don Cosme se puso de pie y ordenó a su mayordomo:

—José, tráeme tu caballo.

Todos los ojos estaban húmedos cuando el patrón, ayudado de su servidor, subió en su nueva cabalgadura. Una vez que se hubo afirmado en los estribos desabrochó el lazo trenzado que colgaba del arzón de la montura y tirando parte del rollo a los pies de un joven vaquero, le dijo, indicándole con un gesto a Quilapán:

—¡Antonio, ponle el lazo!

El muchacho cogió la extremidad de la cuerda y se acercó al preso y cuando se inclinaba para cumplir la orden le asaltó una duda.

Se detuvo y preguntó resueltamente:

—¿Del pescuezo, patrón?

—No, de los pies.

Pero apenas pronunciadas estas palabras, don Cosme recogió la soga. Acababa de ocurrírsele una nueva idea.

Preparó rápidamente una estrecha lazada y cuando estuvo lista ordenó con energía:

—¡Desátenlo!

Con cierta extrañeza se acogió aquel mandato que dos de los campesinos cumplieron en un instante, y Quilapán, libre de las ligaduras, se enderezó como un resorte. Con los brazos cruzados sobre el pecho paseó en torno su mirada desafiante, torva, cargada de odio, de desprecio, de rencor.

Buscó el sitio donde había existido el rancho y a la vista de la delgada columna de humo que subía del montón de cenizas, último vestigio de la habitación, su salvaje furor estalló de nuevo y, como un relámpago, se abalanzó sobre una de las hachas que había ahí cerca: pero don Cosme, que acechaba aquel instante, le lanzó de través la certera lazada que le cogió ambos pies a la altura de los tobillos.

Detenido por el violento tirón que lo echó de bruces sobre la hierba, Quilapán se sintió arrastrado súbitamente por el áspero suelo con progresiva velocidad.

El terreno, con ligeras ondulaciones, cubierto de malezas en las cuales el cuerpo del indio abría un ancho surco, se extendía libremente hasta la carretera.

Adelante galopaba don Cosme, guiando con la diestra la tirante cuerda, y más atrás, en dos filas, cerraba la marcha la escolta de campesinos. El sol, muy alto en el horizonte, lanzaba sobre las campiñas la blanca irradiación de su antorcha deslumbradora. A espalda de los jinetes un clamoreo lejano indicaba la presencia de las mujeres que con sus hijos a cuestas corrían en pos de la comitiva.

Quilapán, echado sobre el vientre, había sentido desde un principio la extraña sensación de que la tierra, su amada tierra, huía de él, resbalando en una vertiginosa carrera bajo su cuerpo, arañándole al pasar y desgarrando con crueles zarpazos sus carnes de reprobo. Entonces, enloquecido, había hincado sus uñas en el suelo, tratando de retener a la fugitiva. Sus manos crispadas arrancaban puñados de hierba y sus dedos dejaban largos surcos en la tierra húmeda. Mas todo era inútil; mientras los campos huían cada vez más de prisa, su rostro y su busto azotado por los tallos flexibles de los hierbales se iban convirtiendo en una llaga sangrienta. De pronto sus ojos cesaron de ver, sus manos de asir los obstáculos y se abandonó, como un tronco insensible a aquella fuerza que lo arrancaba tan brutalmente de sus lares y a la cual no le era dado resistir.

De vez en cuando interrumpía el silencio una batahola de gritos:

—¡Suelta, Plutón: déjalo!

Era el dogo que, excitado por la carrera, se abalanzaba sobre aquella masa sanguinolenta y clavaba en ella sus colmillos con rápidas dentelladas.

Don Cosme detuvo bruscamente su cabalgadura y se volvió. Estaban en el polvoroso camino inundado de sol. Uno de los jinetes echó pie a tierra y desabrochó la soga quedándose un instante con la vista fija en el inmóvil cuerpo de Quilapán.

El patrón, que enrollaba tranquilamente el lazo, viendo aquella actitud del labriego, con tono irónico preguntó:

—¿Qué hay, Pedro, está muerto?

El interpelado se enderezó y repuso con tono zumbón:

—¡Qué muerto, señor! Estos demonios tienen siete vidas como los gatos.

La voz del mayordomo resonó:

—Registra si tiene alguna herida.

—No tiene nada. Apenas unas cuantas rasmilladuras. Pero, como los novillos bravos que se emperran al sentir el lazo, ahora se está haciendo el muerto. Ya verá usted que en cuanto lo dejemos solo se levanta y dispara como un venado.

Luego, para probar sus argumentos, cambiando de tono agregó resueltamente:

—¿Quiere su merced que lo haga pararse a rebencazos?

Don Cosme, que había concluido de enrollar el lazo, quiso dar una lección de clemencia a sus servidores. Dada la magnitud del crimen, el castigo le parecía insignificante; pero se propuso demostrarles que llegado el caso, él, a pesar de su severa rectitud, sabía ser también noble, generoso y magnánimo.

Contempló por un momento el inanimado cuerpo del indio y con tono conciliador dijo al mozo que aguardaba con el látigo en la mano:

—Déjalo, por ahora. Aturdido, como está, no sentiría los azotes.

Y torciendo riendas avanzó al galope por la dilatada y rojiza cinta de la carretera.

Durante algunos días, Quilapán, como un fantasma, vagó por los alrededores. Don Cosme había dado orden a sus inquilinos de arrojarlo a latigazos si tenía la osadía de penetrar en la hacienda, pero aquella ocasión no se había presentado, pues el indígena se mantenía siempre fuera de los límites prohibidos. Veíasele a toda hora tendido en la hierba o acurrucado bajo un árbol con el rostro vuelto en dirección de la loma, de aquella tierra que era suya y en la que no podía asentar el pie.

Una mañana, al clarear el alba, apenas don Cosme había abandonado el lecho, le anunciaron la presencia de su mayordomo, a quien hizo pasar inmediatamente a su despacho. En el semblante del viejo servidor había una expresión de júbilo mal disimulada. Se acercó al hacendado y murmuró algunas palabras en voz baja.

A la primera frase don Cosme se irguió bruscamente y con los ojos chispeantes interrogó:

—¿Estás seguro?

—Sí, señor, segurísimo, no le quepa a usted duda.

Algunos momentos después, el amo y el servidor galopaban a rienda suelta por los potreros cambiando entre sí frases rápidas:

—¿De modo que está muerto?

—Y bien muerto, señor. Cuando lo divisé creí que estuviese dormido… Le ajusté unos cuantos rebencazos y, como no se meneaba, me bajé.

Lo primero que se presentó a la vista de don Cosme al ascender la loma fue el montón de tierra que cubría la fosa del caballo, lo que hizo revivir en él su odio rencoroso por el matador. Después de echar una ojeada a aquel túmulo en cuya superficie asomaban ya los vigorosos tallos de la hierba y donde innumerables gusanos trazaban blanquecinos y viscosos surcos, avanzó al paso de la cabalgadura hacia el sitio donde había existido el rancho. Sobre los calcinados escombros, encima de la ceniza, estaba boca abajo el cadáver de Quilapán. Con los brazos abiertos parecía asirse de aquel suelo en una desesperada toma de posesión.

A una señal del hacendado, el mayordomo echó pie a tierra, y cogiendo por una mano al muerto lo tumbó boca arriba, mientras decía convencido:

—Es seguro, señor, que se ha dejado morir de hambre. ¡Son tan soberbios estos perros infieles!

Don Cosme apartó con disgusto la vista del cadáver y pasó una mirada distraída sobre el luminoso panorama de los campos, que despertaban rasgando con bostezos soñolientos la brumosa envoltura del amanecer. Por entre las desgarraduras y jirones de la niebla surgían los valles, las praderas, el combado perfil de las lomas y las líneas negras y sinuosas de las barrancas.

Erguido sobre la montura examinó en torno largamente el horizonte, sin que una sola vez viera alzarse en la soledad de la campiña el cono ominoso de las rucas aborígenes. Su poderoso pecho aspiró con fuerza el aire embalsamado que subía de las vegas. Había extirpado de la tierra la raza maldecida y su semblante se encendió de júbilo.

De pronto resonó en el silencio la voz cascada del mayordomo:

—Señor, ¿qué hacemos con esto?

Y don Cosme, con tono apacible e impregnado de una serena dulzura que el viejo servidor no le había oído nunca, contestó:

—Cava un hoyo y tira esa carroña adentro… ¡Servirá para abonar la tierra!


Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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