Brenda

Eduardo Acevedo Díaz


Novela



En una casa situada en las afueras de Montevideo, a altas horas de una noche de verano que lucía algunas estrellas, y cuyo aire tibio formaba nebulosas con los vapores flotantes de la niebla alrededor de los reverberos, cruzaban por el patio varias sombras calladas e inquietas, personas que andaban sobre la punta de los pies comprimiendo sus alientos y evitando el más leve rumor. Algo grave ocurría. En ese hogar frío, en efecto, una mujer moribunda luchaba aún por conservarse al cariño de los suyos, asida a los últimos hilos de la vida, como quien puede estarlo a las ramas delgadas y flexibles de un arbusto espinoso, que crujen y se doblan por instantes, a medida que el cuerpo sin fuerzas y aterido gravita más hacia el abismo. Todo respiraba esa soledad abrumante que invade de súbito el ánimo, y que precede al vacío que deja un dolor severo. En el campo, en las arboledas, en las granjas vecinas no se percibía ruido alguno: tan sólo en la carretera que se extendía delante, las ruedas de algún carro que pasaba, a intervalos, lentamente, interrumpían la quietud de aquellas horas. La casa solitaria parecía una tumba. Pero el espíritu estaba lleno de zozobra y agitado allí dentro, en presencia de un cuadro que se renueva todos los días, y cuya impresión sin embargo no se borra nunca. ¡Tan difícil es acostumbrarse a la idea de que una vez ha de convertirse nuestro cuerpo en polvo, y de que hay un sueño sin ensueños, bajo el dosel de una noche eterna!

El médico había mirado a la enferma, la última vez, desde lejos, con expresión indefinible y actitud helada; esa expresión que indica el deseo de no asistir al último suspiro que la ciencia no ha podido retardar, y esa actitud que denuncia la impaciencia de abandonar un sitio en donde, al olor de la droga del récipe, va a seguirse el más especial aún, de un cadáver. Después había dicho, al retirarse:

—El sistema está muy alterado, y es difícil restaurar por estos medios las fuerzas perdidas…

Velaba el mísero descanso, mudo e inmóvil junto a la cabecera, un joven a quien apenas apuntaba la barba, y en cuyo semblante de rasgos acentuados y viriles se esparcía la sombra de una pena rígida. Sus ojos, de un reflejo firme y enérgico fijos en el lecho de la doliente, denunciaban un carácter, a la vez que los profundos anhelos de una pasión filial intensa y concentrada. Con la cabellera revuelta y caída en parte sobre la frente amplia y tersa, el labio contraído y los brazos cruzados, parecía esperar el final de un sueño, precursor de aquel otro sin fatigas ni delirios.

La lámpara arrojaba desde el fondo del gabinete una claridad mortecina. De vez en cuando, él inquiría con solicitud extrema los menores estremecimientos de la enferma, cuya respiración entrecortada no era más que un leve hálito. El rostro de la enferma se sonrosaba a intervalos ligeramente, para recobrar bien presto una palidez marmórea; las mejillas hundidas no tenían ya carnes, y la piel pegada a los huesos, arrugada y seca, permitía ver algunas venas violáceas en donde parecía moverse apenas la sangre. La fría humedad de sus sienes trasmitía una impresión penosa a la mano que buscaba con triste afán el latir de la arteria empobrecida. Notábase en los labios cárdenos un ligero temblor, y era entonces cuando se crispaban las manos surcadas por largas huellas color de plomo, al oprimir la del joven con fuerza misteriosa.

Desde luego, su sueño era corto y levísimo, a pequeñas treguas. En esos lapsos dolorosos levantaba sus párpados hasta la mitad de las órbitas, y detenía en el rostro del hijo sus ojos azules, iluminados por el delirio. Pero su boca permanecía muda. Ya no articulaba acentos.

Después de las tres operose una reacción favorable. Acordose el joven de que el médico había recomendado cierta dosis de éter para ayudar a reanimar aquel organismo deshecho. Pero las perlas se habían concluido. Alguien le reemplazó en ese instante en su puesto y resolviose a salir. Miró una vez más a la enferma, y de allí se apartó con paso indeciso, como si presintiera toda la amargura que le reservaba el regreso.

Atravesó el patio maquinalmente, en momentos en que descendía más densa la bruma; y a poco viose en la carretera.

¿Adónde iba?

Aquello ya no tenía remedio.

Caso común, pero cuyos efectos sólo se sienten bien cuando lastiman la fibra propia. ¡El dolor personalísimo es, a no dudarlo, el gran dolor comprendido! En esos instantes en que se confunden todos los pesares para formar un solo sufrimiento, grave y profundo, siempre una débil esperanza alienta y consuela, y grato es a quien halaga, el llevarla al corazón de los demás.

Llenó, pues, en la farmacia más próxima el objeto que lo llevaba, y resolvió regresar por una calle oscura que abreviaba el camino. Esa calle le era muy conocida. Acostumbraba a transitarla diariamente, cuando iba y regresaba del centro de la ciudad, no sólo porque reunía las ventajas de la recta, sino también porque se la habían hecho interesante ciertas circunstancias y detalles locales, que para otros pasaban inadvertidos. Era la suya, una de esas preferencias excéntricas, que rara vez varían; un hábito constante, y hasta una exigencia del gusto. Por lo demás, la calle, a excepción de una cuadra, compuesta de edificios nuevos y elegantes con jardines al fondo, no presentaba nada de notable; y el mismo número de familias era muy reducido. Nunca se había preocupado, pues, el joven, de descubrir en esa vía solitaria algún rostro bello o cabeza seductora, que sirviese de aliciente a su pasaje cotidiano; la única que llamara su atención, desde un mes atrás, era la de una niña de diez a doce años, blonda, blanca, de correctísimos perfiles, que llevaba luto, y a quien solía ver de regreso de la escuela, o sentada con un libro en las manos, junto a la ventana de una de esas casas airosas y esbeltas a que nos referimos, que el arte moderno erige por encanto en los más apartados sitios. Pero sólo la había mirado como un modelo escultural, digno del más delicado gusto estético, sin sentir otra emoción que la de admiración de la belleza; persuadido, al contemplarla, que la naturaleza superaba al genio del artista, cuando hacía obra de filigrana en carne y nervios.

En la noche de que hablamos, si él hubiera retrasado pocos minutos su pasaje por el sitio en que ella habitaba, la habría visto salir a la calle enmedio de la mayor desolación, y correr, hasta perderse en las sombras, arrastrada por una fuerza superior al miedo y al escrúpulo, en busca quizás de un auxilio que consuela siempre a la inocencia, aunque junto a él camine y con él penetre sonriendo irónico en la estancia triste, el ángel del sepulcro.

Debían encontrarse, sin embargo.

Hemos dicho que el joven había resuelto su regreso por la vía solitaria, como andaba aprisa, pronto se puso en ella.

A sus espaldas, las luces de la ciudad dormida formaban en la atmósfera una nube rojiza al irradiar en el impalpable tul de la neblina, que contrastaba con las purísimas líneas de la parte de cielo despejado, hacia el levante, parecidas a pintorescas fajas de un chal de bayadera; y a otro rumbo, tinieblas salpicadas con las últimas estrellas pálidas y temblorosas, cual esas esperanzas que titilan en ciertas horas en la penumbra de la duda.

Una vez en aquella calle, oyó de pronto algunas voces de alguien que se quejaba.

Creyó haber escuchado mal y se detuvo.

Los lamentos se repitieron de una manera distinta, y entonces pudo percibir en la vereda opuesta una pequeña sombra, proyectada contra el muro de una casa silenciosa.

No le quedó ya duda de que alguno lloraba allí. Los que sienten el vacío de algo irreparable y se encuentran así al azar, simpatizan sin esfuerzo y danse la mano con cariño. En este encuentro, por atracción instintiva, suele haber un consuelo. El infortunio vincula y a veces forma hermanos.

Al aproximarse, se halló delante de una niña acongojada y llorosa, a quien no impuso el fantasma negro. La luz del farol dio de lleno en el rostro del joven, y en el de ella, que se había vuelto con presteza al ruido de sus pasos.

La niña llevaba luto. Un gran crespón negro cubría su cabeza y algunas guedejas color de oro de su cabello asomaban por las sienes. Tenía el rostro muy bello, aunque cubierto de esa blanca palidez que los organismos delicados conservan desde el albor de la vida.

¿Qué hacían allí aquellas tristes auroras?

Así que el desconocido se acercó, cesó ella de sollozar, clavando en él, sin moverse, sus ojos grandes y oscuros, que enjugaba a veces con el extremo del pañuelo que le servía de cofia.

Ambos parecieron reconocerse.

—¿Por qué llorabas? —preguntó aquél.

Ella ocultó el semblante entre sus manos delgadas y nerviosas, balbuceando algo incomprensible.

El joven cogió su cabeza entonces con dulzura, y la apoyó en el pecho, sin que la niña opusiera resistencia; pero bien pronto ésta la echó hacia atrás, apartándose suavemente, y dejando ver su semblante inundado por las lágrimas.

—Mi madre está muy mala —dijo.

—¡Ah! Y ¿qué deseas?

—Busco al médico… He llamado a esta puerta mucho tiempo y nadie responde. ¿Es que no vive ahí el médico, señor? ¡Ya estoy cansada de llamar!

Había en su voz toda la confianza ingenua del que espera y reposa en la bondad extraña.

Penetrose el joven de aquella grande aflicción a que su espíritu no era ajeno, pues que se encontraba, por una triste coincidencia, en estado de medir su profunda intensidad.

Era aquélla, en efecto, la casa de un médico.

En letras negras, sobre chapas de bronce clavadas en la madera, se podía leer un nombre y un título.

Veíase luz en el consultorio, a través de las rendijas de la ventana. El médico había vuelto de un sarao hacía pocos instantes.

La niña observaba al compañero que le deparaba la suerte, con honda ansiedad.

Lanzó de pronto un suspiro, mirando al cielo, y murmuró entre un sollozo:

—¡Se hace tarde… ! ¿Quiere usted llamar a esa puerta?

Llamó él en el acto, pero nadie acudió.

La infeliz cogió su mano, agitada y nerviosa, agregando con hondo desaliento:

—Otra vez… A usted tendrán que abrirle.

El joven, callado y adusto, insistió de un modo recio; la puerta permaneció cerrada. En cambio abriose la ventana del consultorio y un hombre apoyó la cabeza en la reja, para examinar atentamente el grupo, tanto como podía permitírselo la semioscuridad del sitio. El joven cambió con él un diálogo rápido y animado. El médico inquiría hechos y causas, de mal talante.

A breve momento, y cuando la niña con las manos juntas, triste y suplicante, asomaba su pálido rostro al rayo de luz, como una tierna imagen de desolación, aquel hombre se negó en términos rudos a socorrer en esa hora la desgracia, cerrando tras de sí la ventana con violencia.

El joven, indignado, reprimió un movimiento de cólera, volviendo a fijar una mirada atenta en las chapas de bronce. Parecía que quería grabar bien en la memoria el nombre allí escrito.

—Es preciso que te vuelvas —dijo luego con calma—. La buena madre querrá que su ángel esté a su lado…

—¿Sin el médico? —prorrumpió la pobre criatura aterrada.

—Pronto será de día, y podrás conseguir que vaya, no éste, a cuya puerta has llamado en vano, sino otro más noble y bueno. ¿Dónde vives?

—Usted sabe… ¡Allá!

Y extendió su mano hacia el rumbo que llevaba el joven, dejándola caer con desaliento.

—¡Ah, sí! Recuerdo. Ven.

La niña echó a andar a su lado.

Caminaban en silencio.

De vez en cuando ella se detenía, a pretexto de molestarle alguno de los lindos zapatitos que resguardaban sus pequeños pies, pero en realidad para volver su rostro compungido y observar si la puerta se había abierto. No podía persuadirse de tan cruel impiedad.

Seguía después su marcha, alzando los ojos a su misterioso acompañante, con aire de angustia resignada.

—¿Tienes padre? —preguntó éste.

—Murió en la guerra, hace meses —respondió con melancólica seriedad—. Iba solo y fue al pasar un río.

El joven sintió una conmoción extraña.

—Y ¿cómo sabes tú eso?

—Le hizo recoger herido una buena señora que se hallaba en su estancia y que vio el hecho desde el balcón. Ella nos lo contó todo, después…

—Démonos prisa en llegar —repuso el joven, dominado por una emoción fuerte y penosa, que pareció agravar el estado de su ánimo.

A los pocos momentos, la niña se detuvo a la entrada de uno de los elegantes edificios a que hemos hecho referencia. En ese instante, una de las sirvientas, que salía sin duda en su busca, lanzó al verla una exclamación de contento.

—Aquí es —dijo la niña temblando.

La puerta estaba entreabierta. En el fondo de un zaguán de paredes estucadas, percibíase una claridad viva de gas, que alumbraba dos o tres cabezas afligidas.

El joven saludó en silencio a la huérfana, deteniendo en su rostro una mirada dulce y compasiva. Ella entrose mirando hacia atrás con un gesto inexplicable, y los ojos puestos en el joven. Éste se detuvo un instante, hasta ver desaparecer a la pobre rubita en el interior de aquella morada, como la suya, perturbada y triste.

Cuando siguió su camino iba absorto y pensativo. De esa cavilación viose pronto libre, al pasar por delante de una ventana, por cuyos intersticios salía un ligero resplandor. Sintió que la niña lloraba. Apresuró entonces con violencia el paso, como si hubiese oído allá a lo lejos una voz que le llamaba… y se despedía.

Entró bien pronto en el camino de las quintas.

Espléndidas coronas de azul y escarlata habían reemplazado al blanco y tenue rosa del alba; la niebla en descenso se desgarraba en anchos jirones rozando el suelo en caprichosas volutas, y las gotas depositadas en las hojas caían para desvanecerse en el manto de esmeralda de los prados. Rumores, estridulaciones, concentos, gorjeos, susurros, armonías semejantes a risas infantiles, luz y calor, vida y movimiento, exuberancia de savia estival, lozanía y brillo de juventud, riqueza de colores y de frutos, músicas y aromas agrestes confundidas: ¡qué hermosa se presentaba la naturaleza en aquella magnífica mañana!…

Capítulo 1. Zelmar

En el estío de 187… Raúl Henares habitaba en uno de los sitios más pintorescos de las cercanías de Montevideo. La casa quinta ocupaba una posición alta con vistas deliciosas a diversos rumbos, y la circuían bosquecillos de árboles frutales, a su vez resguardados por largas paralelas de sauces de lujoso verdor. La belleza del conjunto, la corrección de los detalles, la armonía de las líneas y la elegancia de las formas, denunciaban en el edificio fuerte, sobrio de adornos y relieves, higiénico y proporcionado, la morada y la obra de un ingeniero de buen gusto y talento. A un flanco, a manera de seto, se extendía una línea de tunas e higueras silvestres, lugar de cita de los bulliciosos tordos, que acudían en bandas desordenadas en la época del celo a disputarse sus amores y esparcirse como negros presagios sobre los terrenos de labranza. Al frente veíase el mar, cuyas irritadas olas en días de tormenta cubrían todo el lecho de arenas de las playas para romperse luego contra deformes peñas, asemejándose con sus dilatadas crestas de bullente espuma a considerables escalones de jinetes adornados de penachos blancos, que vinieran a estrellarse a toda brida contra sólidos cuadros de veteranos. Detrás, a poca distancia, divisábase otra hermosa quinta, cuya vegetación simétricamente distribuida, indicaba una mano inteligente y cuidadosa. Enmedio de tupidas arboledas, surgía una casa blanca y risueña, que servía de estancia estival a una familia opulenta, si bien compuesta sólo de dos miembros, según el dato comunicado a Raúl por su doméstico Selim, que en materia de indagaciones minuciosas de vecindad no desdecía de la costumbre de sus congéneres.

Algún tiempo hacía que Raúl Henares habitaba aquel sitio, sin que hasta entonces hubiese tenido ocasión de contraer alguno de esos vínculos pasajeros o durables que la proximidad forma entre personas que residen dentro de una zona determinada.

No le faltaban, sin embargo, deseos de descubrir el secreto de la casa solitaria, y el rostro de cualquiera de las dos damas que en ella hacían vida veraniega; pues damas eran, y este detalle, bien importante por cierto, bastaba a azuzar su interés.

Confiaba satisfacerlos por medio de uno de esos encuentros que la casualidad proporciona en la estación de campo, y que no ofrecen el inconveniente de la observancia de fórmulas exigibles en otro teatro.

Él no tenía tampoco motivos de contar con amistades y relaciones francas y familiares. Pocos meses habían transcurrido desde su regreso de París, en donde cursó ingeniería y obtuvo con las mejores notas su diploma.

Los años de ausencia fueron compartidos con Zelmar Bafil, su amigo y compañero de la infancia, a quien una circunstancia imprevista obligara a abandonar sus estudios de medicina al concluir el sexto año. Con él volvió a Montevideo. Bafil se proponía someterse a prueba ante la facultad de Buenos Aires, y recibir en ella su título académico.

Algo debemos decir sobre él, ante todo por exigirlo así el interés de nuestro relato.

Era Zelmar uno de esos raros jóvenes de talento y originalidad, para quienes no presenta rigores la lucha por la vida. Animoso, despreocupado, espiritual y sincero, consideraba el obstáculo, por insuperable que fuera, inferior al esfuerzo; su mayor placer consistía precisamente en encontrarse enfrente de lo difícil. Tenía el don de imponerse, o de congraciarse al menos el afecto extraño. Heredero de una valiosa fortuna, confiaba, no obstante, más en sus fuerzas que en su herencia, creyendo que la dignidad personal necesitaba de los golpes de la suerte para acrisolarse y adquirir verdadero temple, del mismo modo que en la edad media sin espaldarazos ajustados y precisos, nadie podía considerarse armado caballero. A favor de este criterio, tenía derecho a pensar que él era una excepción notable entre la muchedumbre de seres opulentos; alcanzaba a penetrarse de la triste inferioridad de la riqueza material ante los triunfos decisivos de la inteligencia y de las grandes pasiones en acción, y de lo mísero y deleznable del orgullo exagerado que imagina enmedio de la abundancia poder más que la idea, única fuerza indestructible que agiganta, glorifica, inmortaliza o avergüenza, humilla y abate al nacer humilde y difundirse después como una ola de luz, por la misma atmósfera en que se remueve y palpita la inmensa vanidad envuelta en estéril pompa.

Sabía de memoria a Saint—Evremont, a Heine y a Alfredo de Musset; pero nunca había ceñido su conducta a las exageraciones de estos últimos. Amaba el placer, sin apurar la dorada copa del sensualismo hasta el extremo de ver la borra en el fondo. Ajustaba el gusto de sus embriagueces a cierta regla higiénica; el límite de lo dulce y el principio de lo amargo determinaban la reacción, y lo hacían sobrio. Las uvas habían de gustarse sin hollejo, el licor sin residuos extraños, y la mujer sin impurezas. La ley del goce era el uso conveniente, llevado hasta donde su elasticidad lo permitiera: aquella que podría dar de sí el arco de Eros sin crujidos, o la teoría epicúrea en su acepción legítima.

De inteligencia clara y bello espíritu de observación, bastábale a veces un simple detalle para formular un juicio exacto sobre cuestiones arduas; lo que le hacía decir con gravedad que enhebraba agujas a la luz de las estrellas. Realista por sistema, vehemente por temperamento, su educación científica unida a una voluntad enérgica, templaba la crudeza de sus arranques y el rigor de sus opiniones, y era por esto simpático y atrayente aun para aquellos que no lo conocían. Encauzado en la corriente de las nuevas ideas positivistas, no daba importancia, sin embargo, a la hipótesis, ni aceptaba aquéllas en absoluto, reservándose un criterio individual en la apreciación reflexiva de ciertos problemas sociales y psicológicos.

En medicina nunca se había resuelto a abrazar decididamente sistema alguno; en su sentir debía reposarse en el estudio y observación práctica y constante de los hechos, males y medios. Por el hecho, creía de buena fe que esta ciencia había adelantado muy poco desde el tiempo de Hipócrates, constituyendo en sus aplicaciones prácticas una sucesión de esfuerzos, que diferían escasamente en sus resultados; los sistemas no salían del círculo primitivo, y la pericia actual carecía hasta de la novedad y del misterio en que se envolvía la sabiduría antigua. Con este motivo, dirigía una vasta visual a las épocas realzadas por médicos y químicos de genio, desde Herófilo que disecó criminales vivos, según Tertuliano, hasta Boerhaave, que tenía por clientes a los reyes, enseñó clínica y trató en vano de conciliar escuelas discrepantes. Recreábase así su memoria, en conversaciones familiares, en recorrer los dominios de la ciencia, desde sus primeros tortuosos senderos, resucitando nombres ilustres e ideas capitales, que apenas se han modificado al de Asclepíades con su teoría del pasaje de los cuerpos por los poros, y sus remedios—ambrosías, que deberían de ser sin duda alguna, como pastillas de chocolate o cabellos de ángel; al de Paracelso, que en su vida errante estudia la naturaleza en sus mismas fuentes de sempiternos dualismos, mira con altivez a griegos y árabes, echa el primer germen robusto de la química médica y da amplitud a la farmacopea, utilizando las virtudes secretas del reino mineral al de Van Helmont, que rechaza todas las doctrinas, reniega de la medicina, enfermo de sarna, —dolencia que le arranca un empírico con un remedio sulfuroso mercurial, que no era por cierto el néctar de Asclepiades—, vuelve a su profesión por la química, como quien vuelve al punto de partida por una senda inexplorada, busca una panacea universal para combatir el absurdo en la ciencia —expedición de argonauta en los reinos de la utopia—, se engolfa en el mar de las dudas y de los misterios, como los soñadores de la piedra filosofal y del movimiento perpetuo, asigna a cada órgano del cuerpo humano una vida diferente, y descubre en vez de la realidad de su ensueño el aceite de azufre y el espíritu de asta de ciervo; al de Hoffmann el Excelso, que se prestigia con su licor anodino, y aumenta el solidismo viviente; al de Stahl, médico profundo, lleno de inspiraciones místicas, químico ilustre, campeón del animismo, que nos exhibe al alma como causa superior, inmediata y directa de todos los fenómenos propios de la vida; y en pos de estos nombres venerables, los de otros muchos, que son como aureolas superpuestas en la cima del monumento que a la ciencia han ido levantando las edades. Todos estos sabios eminentes, a pesar de sus inmensos esfuerzos, no habían conseguido identificarse en ideas y teorías; y sus sistemas han reinado por épocas, sustituyéndose los unos a los otros con igual éxito. La verdad completa en la nobilísima profesión médica no era patrimonio de ninguno.

Bafil hallaba elementos en la fisiología para corroborar la opinión de que, aparte de los grandes vacíos que en medicina dejaban tras de sí los debates entre altas autoridades, aún subsistían problemas insolubles, problemas que llevábamos en nuestro organismo, fundados en sus funciones normales. Así para explicarnos el origen de ciertos fenómenos, había que ampararse a una causa vital, tan indefinible, como oscura; y a esa causa desconocida debía atribuirse en la sangre la disolución de la fibrina cuando la vida acaba, el papel de los ganglios desde que se dejó de considerárseles como pequeños cerebros, la actividad nerviosa desde que se redujo a sombra la teoría del fluido eléctrico, los movimientos del corazón y contracciones musculares.

Un velo impenetrable parece cubrir su «razón primitiva y absoluta». ¿Lo habían levantado acaso, Virchow y Bichat, en la misma definición de la vida? La vida explicada como una actividad de la célula, no se nos presenta más definida que cuando se asegura que es el conjunto de las funciones que resisten la muerte. Bernard afirmaba que la causa inmediata de sus fenómenos no se encontraba en la psiji de Pitágoras, ni en el alma fisiológica de Hipócrates, ni en el espíritu de Ateneo, ni en el arjeo de Paracelso, ni en el ánima de Stahl, ni en el principio vital de Barthez: discernía el triunfo a las propiedades vitales de Bichat.

—Yo me permitiré —añadía Bafil—, ir más allá que el respetable Bernard; no me quedo con ninguna teoría, y renuncio a comprender aquella causa. No me atrevería a decir, en cuanto a sistemas, que el verdadero sea el fisiológico—medical que hace intervenir el alma como causa y acción en los fenómenos de la economía; o el que atribuye nuestros males a la alteración de los humores; o el que los refiere a las lesiones de las partes sólidas del organismo, porque la difícil e intrincada ciencia de que emanan tales doctrinas, opiniones y sistemas, puede anunciar por boca de alguno de sus intérpretes ante el último que prevalezca con efímero reinado, esto mismo que un profesor anunciaba al frente de uno de sus innumerables trabajos científicos: «Esta memoria anula todas las precedentes».

Lo cierto es que al templo de Esculapio, aquel que tuviera por maestro un centauro, se entra casi siempre con la turbación y la duda en el ánimo; como si la verdad que se busca como norte y guía luminosa del criterio científico se hubiese eclipsado con el centauro entre la obscuridad de la vida y el misterio de la muerte.

Los romanos arrojaban los esclavos enfermos a un islote del Tíber, y a muchos de ellos los curaba allí la naturaleza —médico primitivo, agreste y sencillo—, cuyas poderosas facultades de acción y reacción bastaban a reconstituir los organismos abatidos y desgastados por la ímproba labor. Servir de auxiliares a este médico impersonal e irresponsable que propinaba las panaceas en estado de materia prima, y baños en las fuentes a la luz del sol, y oxígeno vital en el aire libre, y alimentos sanos en el seno de los bosques, era ya bastante aun para los grandes maestros.

Ayudándola, seguiremos nosotros como ellos, a tres mil años de distancia. Salvo algunos progresos de detalle, ese largo periodo no nos separa del alfa de la ciencia; aunque muchos se imaginen que hemos llegado al omega.

Eso sí, del cirujano que curaba al gladiador en el spoliarium, al cirujano actual que amputa un miembro sin perjudicar al tronco, la diferencia es notable. La cirugía avanza y se perfecciona para honor del profesorado. La medicina, ha dicho el sabio, mientras se limite al arte de cuidar los enfermos, no es una ciencia: es un tanteo; lo que hace que ella concluya por caer en el capricho y lo arbitrario. Bosquillón, entrando una mañana en su sala, dijo a los estudiantes de su clínica estas palabras tan conocidas. «¿Qué haremos hoy? Mirad, vamos a purgar todo el costado izquierdo de la sala, y a sangrar todo el costado derecho». En cirugía felizmente no hay que buscar «soluciones en las más grandes profundidades de los misterios de la vida», según la frase del mismo sabio; la duda desaparece y cesa la inseguridad. Se sondea y se trabaja en carne viva, se enderezan entuertos y se recomponen huesos. La mano del cirujano inteligente que se posa en la gangrena y mutila el miembro, arranca un grito de intenso dolor: pero ese grito es el de la vida que renace y que sólo difiere en el vigor del que lanza el hombre al nacer. En las salas del hospital me he sentido más de una vez indeciso, atribulado y escéptico al fin en presencia de esos casos fatales que provocan la anemia al cerebro o las cavernas en los pulmones, o de pacientes que luchaban brazo a brazo con el ángel negro, sin otro consuelo que relegarse al «islote del Tíber», ni otra esperanza que los aires puros, aguas termales o cambios de clima…

Pero en verdad nunca experimenté satisfacción mayor, ni admiré tanto el poder que dan el estudio y el talento, como en presencia de un enfermo de anemia extrema, cuyas venas eran ya invisibles; cuyo pulso filiforme pasaba de ciento treinta y cinco grados, cuyo rostro lívido y miembros inermes denunciaban pronta terminación; a quien un cirujano grave y tranquilo abrió la vena ya incolora junto a la arteria humeral, sin que de ella brotasen más de dos o tres gotas de sangre miserable, haciéndole la transfusión directa, de otra pura y robusta que llevaba calor al pecho y consuelo a las entrañas; y devolviendo por último a un ruin Lázaro, fresco y lozano a las alegrías del mundo. Tuve desde entonces una fe profunda en estos milagros del arte, que suelen operarse con la misma exactitud que un trabajo matemático; y de ahí mi consagración especial a la cirugía, que tan ilustre ha hecho el nombre de tantos apóstoles de la ciencia.

De esta índole eran las conversaciones de Zelmar en ciertos días. Henares le escuchaba atentamente, y se vengaba luego disertando sobre cosas de ingeniería, que le traían preocupado. Los túneles, canales, vías férreas, puentes flotantes, aguas corrientes, nivelaciones, caminos reales y hasta molinos harineros, surgían en fantásticas creaciones como arterías y protuberancias de otro organismo, cuyas formas era necesario modificar en beneficio de nuestras necesidades. La escuela politécnica desenvolvía gravemente sus planos y gráficas demostraciones exactas y precisas, como un contraste a las dudas y vacilaciones que sugerían los problemas de la medicina.

A pesar de estimarse mucho ambos amigos, disentían en modo de ser, y en ideas, a ocasiones, y si bien Zelmar concluía generosamente por ceder, no lo era antes de recordar a Raúl la imagen del filósofo espiritualista para aplicarla al carácter de uno y otro.

—Aunque la comparación es un poco material —decía—, y de ello tiene la culpa el viejo griego soñador, tú eres el caballo blanco, y yo el caballo negro, flotando en los aires: símbolo de inexplicables anhelos y de ideales vagarosos, el uno; el otro, emblema de amargas realidades y de dolores positivos. Sabes que van unidos. En vano, con las crines revueltas, las narices dilatadas y el ojo encendido —¡romántico corcel!— el blanco puja por lanzarse al infinito, como si fuera propio perderse en el vacío y servir a nadie de satélite, sin gloria ni beneficio. El caballo negro con el ala firme, tendido el cuello, hinchados los músculos por el esfuerzo —¡bizarra caballería!— puja para abajo, buscando por instinto noble la corteza en que ha de afirmar los cascos. La cordura de la intención tiene que centuplicar sus fuerzas, pues raro es el instinto que supera al de la conservación propia; y por el hecho, el blanco ha de ceder a la larga, antes que lo sobrevenga la cinchera, como se dice en veterinaria.

Por esto, agregaba, no me aflige tu obstinación sobre ciertas cosas, y dejo el éxito al tiempo. No quieres persuadirte de que en la región de los ideales y de las utopías, es donde los espíritus más superiores se mueren de nostalgia. Pero he de vigilarte siempre, mi querido amigo; tú te apasionas y te reservas poco. Los puros y blancos ensueños de la fantasía excitada, no están de más: sirven de velos al pudor, y hasta cierto punto, educan y morigeran el instinto, suavizándolo por algún tiempo; mas no me negarás que al final de los poéticos desvaríos, Venus está detrás de toda esa muselina, y se transparenta… La materia hermosa, fuerte y arrogante, llena de fibras templadas y de palpitaciones vigorosas, constantemente mantenidas por un músculo sano y robusto, refractario al histérico y a la melancolía: ahí tienes mi Prometeo. Puede soportar sobre su dorso todo el peso de la vida sin doblar nunca la cerviz. No entiendo de otro modo la grandeza moral. Medita, pues, sobre el hipogrifo negro: él es la lucha, el valor, la fuerza, la audacia, el denuedo, la abnegación, y hasta el pensamiento, de que lo hizo símbolo el filósofo, que buscan afrontarse con todas las más opuestas pasiones, en la adversidad y en el combate, aunque queden desgarradas todas las fibras y disipados todos los sueños; que la existencia es, como debía ser, dada la imperfección de nuestro organismo, un compuesto de pecados y de purezas que acompañan al hombre, en implacable brega confundidos, hasta el borde del sepulcro. No me cansaré de inculcarte que dejes a un lado juicios hipotéticos, y que no te preocupes mucho de lo que no se ve ni se palpa, como hacen los médicos con ciertas enfermedades diabólicas que penetran sin saberse cómo por un órgano cualquiera, y se esparcen a manera de fluido por todo el sistema, destruyendo nervios y tejidos. Mira: tu teoría del alma humana me recuerda a un pobre cisne enfermo, en cuyo albo cuello vi una vez enlazadas con apretados anillos, varias víboras negras. El ave hermosa cuanto infeliz, nívea como la ilusión de una virgen, habíase quedado inerte, con las alas tendidas y el pico abierto, ¡mirando al cielo! Pon en la balanza los ideales, las dudas y preocupaciones de nuestro ser, y compara.

—De otro punto de vista —añadía—, tu modo de sentir y tu fe profunda en hechos que vendrán, fuera del cálculo positivo, pero que evidentemente nunca suceden, deben traer perjuicio a tu reputación científica. ¿Qué ha de decirse si no de un ingeniero que se ocupa simultáneamente del idilio, de la espiral, de la curva, de una operación geodésica cualquiera, y de la trama de un poema más o menos dulce y sentimental? ¡Cosas de antaño! Es forzoso reaccionar.

Raúl no se disgustaba por esto, a partir de que su amigo exageraba un poco y lo decía todo con vehemente sinceridad.

Jamás le interrumpía en tales desahogos expansivos, a no ser cuando le ponía en el caso de defender sus actos y resoluciones. De esa manera conservábase inalterable una amistad que databa del colegio, y que no había tenido otra tregua que la de algunos meses de vida militar, antes de su traslación a París, para seguir los estudios de ingeniería.

Por lo demás, Zelmar Bafil era un bizarro joven de veinticuatro años, ojos y cabellos negros, tez de un ligero color moreno, y mirar inteligente y atrevido. Alto, robusto y bien conformado, unía a su persona ese aire de distinción irreprochable que viene desde la cuna, que no se compra ni se canjea, que no logra disipar la misma pobreza vergonzante, y que acrece y da su sello especial al hombre en contacto frecuente con la sociedad escogida.

Zelmar se veía diariamente con Raúl.

Caía la tarde de un día caluroso, cuando su voz alegre y vibrante, y el ruido de su break, advirtieron al joven ingeniero de su llegada.

Capítulo 2. Paso del molino

Encontrábase Raúl Henares inclinado sobre su mesa de estudio, en el gabinete del fondo, observando ciertos diseños y dibujos, cuando Zelmar entró ruidosamente según era su costumbre, exclamando con una voz de un precioso timbre claro y vibrante:

—¡Te haces más misántropo cada día! Deja libros y planos, que la hora de la labor debe haber pasado ya en tu reloj; y vámonos a dar una gira por el camino del puente. La tarde está espléndida, y no acepto excusas.

Sonriose Raúl, doblando lentamente un plano topográfico que había absorbido hasta ese momento su atención, después de oprimir con fuerza la mano de su amigo. Levantose luego y contestó:

—No puedo rehusarme, pues a la par que placer en acompañarte, siento en realidad deseos de movimiento. ¡A tus órdenes!

—Seguiré haciéndote presentaciones de simple vista, y al trote largo del tronco, como quien se limita a indicar los detalles resaltantes de una feria. Ya sabes que nuestros círculos son reducidos, y que no se trata de recorrer aquellas avenidas parisienses en que los rostros diferentes aparecen y se ocultan en un torbellino cada vez más vertiginoso y creciente, enmedio del cual uno concluye por aturdirse. Aquí, el conjunto, por seductor que sea, no absorbe los detalles, y las cabezas encantadoras sobresalen en la confusión, a manera de las altivas copas de palmas diseminadas a lo largo de los bosques que festonean nuestros ríos. Las hay tan erguidas, que para cogerles el fruto, puedo asegurarte que es necesario atacarlas por la base o escalar las cimas con riesgo de vértigo.

—Alguna te obliga a ese criterio.

—Tal vez. No ignoras cuánto me halaga lo difícil.

El break que estaba a la puerta lucía un tronco de magníficos alazanes, primorosamente enjaezados, que Selim tenía de las riendas, reprimiendo sus impaciencias y escarceos. Los dos jóvenes se colocaron en la delantera. Zelmar cogió las bridas, agitó el látigo, y la pareja arrancó veloz sacudiendo con brío las crines.

En poco tiempo recorrieron el trayecto que separaba la quinta de la calle de la Agraciada, aun cuando el espacio era considerable. Allí hubo que moderar el paso, ante un crecido número de jinetes, tílburis, landós, cupés y americanas que en pintoresco desorden se dirigían al Paso del Molino.

El break se detuvo junto a un landó ocupado por dos damas, con quienes cambió Zelmar atento saludo. La una de fisonomía semejante a muchas, no preocupó la mirada de los jóvenes; la otra despertó interés en Raúl por más de un concepto. Presentaba una carta de introducción demasiado estimable en su figura.

Era una joven de rostro hermoso y expresivo, cuya mirada viva y brillante partiendo como flecha de luz de dos pupilas negras y profundas, revelaba un pensamiento altivo y una imaginación inquieta; como algo de orgullo y soberbia su labio inferior un tanto saliente, de un encarnado subido, al recogerse para dar paso a alguna sonrisa fugaz y fría, que formaba graciosos hoyuelos en las mejillas tersas de un tinte purísimo, en notable contraste con las obscuras ondas de su cabello.

Elegante, airosa y esbelta, de movimientos rápidos y desenvueltos, esta joven parecía deber atraer, más que por las condiciones de su belleza, por la fuerza y los arranques de su carácter que se reflejaban en el rostro móvil e inteligente cual brillos misteriosos en la superficie de un alma diáfana e insondable. Estas irradiaciones externas de un alma ardiente, hacen presentir a veces un exceso de energía en las pasiones. Imponen o subyugan.

Cuando el carruaje ya se movía, acercó ella su mano blanca de afilados dedos al seno alto y turgente, como para aproximar a su rostro la perfumada flor que habíase honrado con tan delicioso nido; y detuvo sus ojos llenos de reflejos en el compañero de Zelmar con aire de viva curiosidad. Enseguida, la visión pasó.

—Interesante mujer —dijo Raúl—. A juzgar por su figura, creo que de ella me has hablado alguna vez.

—En efecto —contestó Bafil, azuzando el brioso tronco—. Es Areba Linares, sobrado ingeniosa y rara para ser muy sensible.

—No lo parece, y tu frase encierra historia. Concluye el esbozo.

—Siempre que en Areba ha nacido o alboreado siquiera un sentimiento de amor, dícese que ha hecho intervenir una reflexión fría, y ahogádole en germen. De ahí que se le considere como una Medea a su manera, que sofoca sin piedad los ensueños o impulsos de su ser. Sus íntimos no la extrañan. Has visto que esa joven es hermosa, atrayente, de luces y sombras dignas de una tela de mérito; debo, por mi parte, añadir que es espiritual, de gustos artísticos y capaz de narrar con talento ciertas historias del centro elegante en que se agita.

—Rasgos de mujer dominante.

—Exactamente. Pero a pesar de todo, ha resistido siempre a la lisonja y al halago, estrellándose las pretensiones de muchos admiradores en su desdén o indiferencia. Esto ha exacerbado todos los anhelos y apetitos, como puedes suponerlo, y preparado campañas cuyo éxito nadie se aventura a presagiar. Ella ríe, y lo hace bien; la escena del mundo es de máscaras. Bajo ese aspecto de su carácter, que es el principal, podría servir de modelo a un literato en libro de sensación.

Conoces el dicho de Rabelais: más vale escribir risas que lágrimas, porque lo propio del hombre es la risa.

—Debería serlo; el error está en atribuirle en propiedad lo que no posee, sino a intervalos, como la naturaleza sus aromas y colores.

—¡Empezó la geometría en el espacio!

—¿Quién es ése que cabalga en dirección a nosotros? —preguntó Raúl volviendo la cabeza hacia un jinete de garbo y brío que sujetaba su corcel junto a un carruaje, en ese instante.

—¡Ah! Ése es mi conocido el doctor Lastener de Selis, que cursó en el extranjero y ahora es médico de moda.

—¿Cirujano notable?

—No diré yo tanto; la preocupación, más que la ciencia, suele hacer la fama de un facultativo. Bien sabes que el hombre de calidades se ve siempre, aunque no se exhiba: me lo figuro delante de una linterna de Rhumkorff bañado de arriba abajo por el chorro de luz eléctrica, y a la muchedumbre en la sombra. Ahí le tienes. No ignoras tampoco que son muchos comúnmente los que se acogen a una profesión cualquiera, con aptitudes o no para su ejercicio o apostolado; no siendo pocos los casos en que los más ineptos llegan a adquirir una posición espectable sobre los idóneos y dignos. Nada sería esto, si la patente no exonerara de reproche serio a la insuficiencia, como la bandera neutral de todo peligro a la mercancía; y de aquí que acaezca que con mejores títulos no otorgados en parte por autoridad falible, véanse algunos en la necesidad de elevar a la altura del mérito propio, a otros de haldas largas y poca ciencia.

Y ¿por qué extrañarlo, si rara vez es la calidad la que se impone? Dicen que en las democracias la mayoría hace ley; pero el beneficio común de las instituciones acarrea facilidades que impiden sobresalir una o más espigas a las otras en el campo de la labor, al menos sin ajarlas, y éste es el efecto pernicioso del exceso de virtud que en sí contiene el principio de la igualdad. Así como es de raro el talento de iniciativa y audacia, es de vulgar la acción osada de lo mediocre, a quien auxilia un favoritismo inevitable de circunstancias, o una blandura caritativa y piadosa. Recorre sino la escala de las actividades humanas, desde la política, que se va haciendo una ciencia lucrativa, hasta la última profesión útil, y dime si en rigor predomina o no en cada una de ellas el elemento que reemplaza con el tanteo y la osadía la falta de otros medios superiores en el combate por la existencia. Y volviendo al caso, puedo asegurarte que en su profesión, éste de que te hablo, favorecido en algo por facultades de relativo valor, y en algo por el error común de apreciación, se ha visto de repente en el cuadro de luz, y en él se mantendrá hasta que la novedad de la moda pase. Es rico y ha ocupado elevados puestos. La posición equivale a medio talento.

Henares escuchaba al parecer atentamente, pero en realidad preocupado con algún recuerdo surgido por las palabras de Zelmar. El nombre de Lastener de Selis se mezclaba en su memoria a algún hecho particular de su vida, antes de su viaje a París, de una manera vaga y obscura…

Rodaba el break por un declive cubierto de arena y conchilla, a lo largo de las quintas y caprichosos palacios de verano, siguiendo precisamente la huella que dejaba el landó de Areba: Lastener de Selis pasó a largo galope, sujetó bridas delante del landó y descubriose, para seguir luego su carrera hacia el puente.

—¿Inicia él también campaña? —preguntó Raúl.

—Por ahora se reserva. Hay quien le atribuye una pasión vehemente por una bellísima joven llamada a heredar una gran fortuna, calculada en millones. Aparece recién y llamase Brenda Delfor. Te advierto que es huérfana y se halla bajo la tutela de una anciana viuda que la ha adoptado como hija.

Es amiga de Areba, aun cuando difieren notablemente en carácter e inclinaciones. En verdad afirmo que no concibo la alianza de un carácter tan realista con otro sentimental, aun bajo la forma de simple vínculo amistoso. El hecho es que se estiman mucho y se quieren en la misma medida.

—Azuza los caballos —dijo Raúl—, ya que has azuzado mi curiosidad. Deseo encontrar nuevamente los ojos de esa mujer.

Zelmar movió el látigo, riendo en silencio. Los fuertes alazanes en soberbio balance tomaron el gran trote y fueron a detenerse al costado izquierdo del landó.

Ofrecíanse a la vista por todos lados deliciosas perspectivas. Parecían rebosar la animación y el placer en las hermosas casas que convierten en un edén aquellos lugares predilectos.

Enmedio de la espléndida vegetación, ornada con las galas primorosas del estío, surgían las delicadas creaciones del arte en forma de elegantes torrecillas, atrevidas agujas, blancas pilastras, airosos pabellones, columnas y capiteles, cuyas formas esbeltas doraba el sol poniente, formando en los cristales de los miradores como enormes planchas de oro con sus fantásticos reflejos. Y más altos que las copas de los grandes árboles cruzados por una banda de luz, distinguíanse los mástiles de cien naves adornados de vistosos gallardetes, meciéndose en suave columpio sobre las aguas de la bahía.

El antiguo puente del Molino y todas las próximas avenidas, puntos concéntricos de la cita, presentaban una animada escena en que se detenían o cruzaban jinetes, carretelas y victorias en perpetua agitación.

El landó de Areba se detuvo breves instantes en el centro de la bulliciosa escena. Luego siguió hacia el Prado, llevando a Lastener de Selis junto a la portezuela. Gran parte de la concurrencia empezó a afluir hacia aquel sitio, en brillante oleada.

El break de Zelmar se estacionó a un lado de la avenida.

—¿No has observado —decía el joven— la expresión rara de sus ojos cuando en ti se fijaron? Paréceme que empiezas a herir el sensorio.

—Me exhibo recién, y por el hecho ha de favorecérseme con algunas miradas de curiosidad. Las mujeres están siempre dispuestas a observar con benevolencia lo desconocido; y por otra parte tú has negado a esa joven la facilidad de impresionarse como las demás.

—Así es —replicó Bafil, encendiendo un cigarro habano, después de brindar con otro a su amigo—. La novedad tiene su atractivo. Pero, pensando a veces si Areba sería capaz de alimentar un ideal, me he contestado que en todo caso lo sería un hombre como tú.

—Gracias: ¿volvemos a las singularidades opuestas?

— Precisamente, aquí sucedería lo que en los fenómenos físicos: fuerzas contrarias se atraen. Lo dudoso sería que, por lo mismo, el estrago no fuera la consecuencia final.

—Desecha toda inquietud; el lance parece reservado al doctor de Selis.

Al pronunciar estas palabras, Raúl púsose de pie mirando al extremo de la vía, y añadió:

—Algo grave ocurre allá, pues noto tumulto y dispersión de carruajes y jinetes.

—¡De Selis corre junto a un coche desbocado! —exclamó Zelmar. Vas acertando.

—Vienen hacia aquí. Preparémonos.

En el fondo de la avenida, en efecto, se había producido extraordinario desorden. El landó de Areba, saliendo de la confusión con terrible celeridad, hasta el punto de percibirse apenas los rayos de las ruedas y las llantas bruñidas que lanzaban chispas entre una nube de arena, se precipitaba con furia en la avenida, arrollándolo todo al esfuerzo de dos tordillos negros llenos de espuma y de pavor. El conductor había sido lanzado violentamente a una orilla del camino, y rótose la lanza en su delantera en el choque contra el poste de hierro de una encrucijada.

El vehículo, fino y elegante, crujía en el furor de la carrera, a los botes vigorosos de los caballos, despidiendo astillas. Parecía que iba a quebrarse por completo a una nueva sacudida, concluyendo a la vez con la existencia de las dos damas aterradas, que con los brazos enlazados al cuello y la cintura, lívidas y temblorosas, esperaban el minuto fatal del desastre.

A la derecha del landó abríase un foso algo profundo, lleno de agua, y de poca extensión, que precedía a una tapia de escasa altura, cubierta de enredaderas silvestres. Los caballos asustados y heridos en el pecho por las duras astillas del rejón, se dirigieron con ímpetu terrible a la parte del foso, precipitados por las voces y galopes de los que venían detrás.

El doctor Lastener de Selis, a fuer de buen jinete, había logrado por dos veces echar mano del rendaje del tronco desviándolo un tanto del peligro, y desgarrándose con el guante la piel; pero en una nueva tentativa, su palafrén cogido por las ruedas se encabritó, negándose a la brida y al látigo.

Todos los ojos anhelantes y los labios trémulos, indicaban la violencia de la emoción. Presentíase un desenlace desastroso. El carruaje rodaba sobre los guijarros con espantosa rapidez y el vuelco era inminente al borde del foso, en donde el más atlético esfuerzo muscular no sería bastante a detener la furiosa carrera.

La desesperación y el vértigo dominaban ya a las dos jóvenes. Una ansiedad profunda, de esas que obligan a velar las pupilas a impulsos del terror, oprimía todos los ánimos. Parecía que todo iba a concluir.

De repente Areba desprendió sus brazos del cuello de su amiga, y arrojó un grito ahogado, extendiendo las manos crispadas y temblorosas hacia adelante…

El break de Zelmar había sido lanzado a escape.

Momentos antes, Raúl había empuñado las riendas con vigor, murmurando:

—¡Van a sucumbir!

—¿Y qué piensas hacer?

— Evitarlo de cualquier modo…

—¡El choque puede ser funesto!

—Verás que no… Fustiga y déjame obrar.

—¡Me vences por esta vez! —exclamó Bafil—. Y bien: ¡sea!

Arrojó un grito enérgico, y descargó el látigo.

La fogosa pareja arrancó como una centella, en formidables sacudidas, bajo la fuerte mano de Raúl, y se dirigió con la violencia de un ariete sobre el tronco de tordillos negros, cogiéndolo por un flanco, con los pechos y la lanza, antes que el landó llegase a la hondonada. El choque fue terrible: uno de los tordillos se desplomó ensangrentado, trabando al otro con el correaje, mientras saltaba en astillas con los bujes y la loriga la delantera del landó ya detenido, y los poderosos alazanes rechazados por el choque, hacían retroceder el break en parte destrozado, para rodar por el suelo destilando, por las narices una espuma de sangre.

La violencia arrancó a los jóvenes de sus asientos, haciéndoles caer de rodillas sobre la arena; pero sólo los valerosos tiros sufrieron los efectos de la fuerte colisión.

Mientras Areba y su amiga recibían oportuno auxilio, ambos jóvenes pusiéronse de pie, estrechándose las manos con cariño. Algunos ligeros rancajos habían dejado en ellas surcos sangrientos.

Zelmar pasose un pañuelo por la frente, y dijo con gravedad:

—Ahora afirmo que eres recalcitrante.

Capítulo 3. La losa negra

El dos de noviembre fue un día hermoso y apacible. La afluencia considerable de gente que llenaba por completo las anchas aceras de la calle 18 de julio, en continuo y agitado vaivén, mantuvo por largas horas una animación inusitada en los suburbios y en el cementerio central, punto en que se detenía la concurrencia para rendir ofrendas a los muertos. El itinerario era forzoso, en ese día consagrado por la costumbre popular.

Una cita tácita y solemne reunía en el recinto fúnebre a pobres y opulentos, alegres y tristes, humildes y soberbios, honrados y viciosos, cultos e ignorantes, escépticos y creyentes, cual si todos hubiesen acordado persuadirse una vez más de la nivelación absoluta que de las grandezas y pequeñeces humanas hace la madre tierra al abrir sus antros de eterno reposo. A lo largo del trayecto resaltaban los contrastes que luego se disipan al refundirse en el misterio de la nada; aquellas extrañas degradaciones de fisonomías y esa diversidad de trajes que un escritor notaba en antigua ciudad populosa, y que hacían de cada trozo de barrio un mundo distinto, y de toda la zona recorrida una larga escala de costumbres.

Cierto que esto se veía en un teatro más modesto; pero también lo es que por doquiera que more el hombre lo acompañan las diferencias de raza, estado o destino. La blusa del obrero alternaba con la levita del propietario; el sencillo vestido de percal, sin adornos ni crujidos, con el de rica seda; las lujosas prendas y atavíos de raso y plumas negras, con los tenues velos y humildes crespones que cubrían en parte cabezas de jóvenes frescas y lozanas como flores recién bañadas por el rocío. No de otro modo alternaban las coronas tejidas de filigrana de oro y guirnaldas de finas perlas en panteones de regia pompa, con las pálidas rosas y jazmines naturales esparcidos sobre las blancas piedras, dispersos y ya mustios, sin duración mayor que el perfume mismo de una vida, disipado a veces con una ilusión o esperanza en las borrascas de juventud.

De todas las desigualdades en roce, de todas las intenciones en contacto, de tan distintas existencias en proximidad sensible, quizás surgía un pensamiento único y levantado desde el interior de las almas como expresión del culto que cada memoria guarda, y que a adquirir forma semejaría al alto ciprés de apiñadas hojas que remonta en los aires su copa melancólica, como símbolo de una plegaria eterna que pide para las tumbas la profunda paz del infinito.

La necrópolis presentaba un aspecto interesante y poético. Por la mañana había caído una ligera lluvia, cuyas gotas cristalinas pendientes de las hojas de los robustos coníferos se deslizaban todavía sobre la arena de las sendas en vívidos cambiantes. Numerosas aves pequeñas mezclaban sus gorjeos en tranquila posesión de los claveles, rosales y madreselvas; las golondrinas rozaban sus negras alas trinando en las cimas de los árboles, y de todos los ámbitos venían ecos y cantos, esparciendo alegre concierto por el fúnebre paisaje. Música menos grave que la del órgano y el salmo bajo las bóvedas de los templos; pero sí dulce, espontánea e inocente con que artistas alados e impecables celebran al despuntar cada mañana la misa solemne de los espacios para terminarla enmedio de la tristeza del crepúsculo; hora en que las leyendas levantan a los muertos y bajan en flébil vuelo los genios invisibles de la noche, a departir con ellos los problemas, que sella dura e implacable la piedra del sepulcro.

Esta presencia de las plantas y de los pájaros, es la sonrisa cariñosa con que la naturaleza reemplaza el recuerdo y la gratitud; pues no son muchos los que conservan de sus ternuras pasadas perfume más delicioso y casto, ni en el idioma del corazón frases más suaves y elocuentes que ofrecer como excelso tributo en un canto funeral. La tierra, conjunto de inmensos despojos de los cuales vivimos, acoge los que la piedad sepulta, y se nutre a su vez. La vil materia, que al corromperse da vida a la oruga y llena el aire de emanación mefítica, da también a la raíz de las plantas la fecunda savia que produce embriagante aroma, como si tratase de no repugnar a los vivos perfumando con su espíritu sutil la atmósfera que rodea su miseria; y en el interior de huecos cráneos por donde pasara quizás como un turbión la sangre poderosa y una llamarada el pensamiento, y se anidasen tempestades, concede asilo al ave tímida, emblema del ser impecable, que allí celebra tranquila la noche blanca de sus bodas.

En el día de que hablamos circulaban en numerosas bandas, o aislados grupos, los pequeños cantores del aire, convidándose al amor enmedio de complicados trinos y susurros; mas estos delicados músicos recogiéronse de improviso en los lugares solitarios, y enmudecieron las arpas caprichosas, una vez que allí afluyó la concurrencia humana diseminando por todos los ámbitos el rumor extraño de sus dolores, pasiones y vanidades. Pareció entonces que los muertos se quedaban solos.

Hasta la caída de la tarde, conservó la ceremonia su esplendor. Las clases sociales confundidas desfilaron delante de las tumbas cubiertas de galas y ofrendas, a paso mesurado y grave continente múltiples veces, con la oración en los labios y algo de vago, confuso y lejano en el espíritu, que no era sino el fantasma cada día más incoloro y tenue de existencias extinguidas; y con los últimos cánticos sagrados que en graves notas resonaban bajo la cúpula de la rotunda, fuéronse luego retirando en grandes grupos, hasta dejar desierta la mansión del descanso. Sobre sus huellas impresas en la arena quedaron pétalos, cintas negras y verdes hojas, y en los mármoles, jaspes, columnas y mausoleos, a manera de flamantes adornos en un día de fiesta, un cúmulo de coronas y de flores en que rivalizaban la sencillez y el artificio y se confundían laureles, siemprevivas, falsas perlas, doradas placas, cristales límpidos, fragantes ramos, y sueltos nardos y pensamientos, aquí y allá arrojados al pasar, entre lánguidos suspiros. Tras de los últimos grupos que salían, los guardianes empezaron a recoger las guirnaldas de oro que se exhibieran por un momento, y a levantar los paños de terciopelo sembrados de lágrimas de plata, en los pequeños altares de los ricos panteones.

A las siete, sólo se veían algunas personas rezagadas que se movían con lentitud entre los árboles, absortas en la meditación y algún recuerdo reciente y palpitante.

La bella feria había concluido, dejando espacio y soledad al dolor callado de cercana fecha que se increpa y subleva ante el olvido, y esclaviza el ánimo, destemplando una a una todas sus fibras.

Los postrer los rayos solares herían débilmente las cúspides de las pirámides y conos de piedra, y a los profusos rumores del día seguíase en una atmósfera saturada de emanaciones, ese helado silencio que parece surgir de la sombra en que se destacan inmóviles y rectos los tristes cipreses y álamos gigantes.

Uno de aquellos paseantes solitarios, saliendo del segundo compartimiento, más sencillo que el primero en el número y calidad de mármoles y adornos, detúvose a examinar con atención las obras artísticas que dan verdadero realce y suntuoso aspecto a este lugar privilegiado del hermoso jardín fúnebre. Seguía a treguas su paseo, observando acaso que todas las grandes pasiones humanas, como todos los fanatismos, tenían allí su tipo, su símbolo, su atributo: el amor, la amistad, la abnegación, el sacrificio, la gloria, el martirio, como la proeza obscura, las hazañas sombrías, las memorias siniestras, reproducidas a perpetuidad en el granito o en el bronce, antes de haberse olido y acatado el fallo severo e inapelable de la historia, que es la que funde el molde de los inmortales.

Enmedio de este examen minucioso y detenido, llamó especialmente su atención de pronto un epitafio modesto, grabado en un sepulcro de basamento negro. Leíase en la lápida un nombre y una fecha. Esta última evocaba recuerdos en la mente de todo aquel que hubiese sido actor en los terribles dramas de las guerras civiles. El paseante parecía hallarse en este caso; le impresionó la cifra, pero el nombre nada dijo a su memoria.

Raúl Henares, que él era, no pudo sustraerse al leer esa fecha de alguna reflexión penosa, como si en realidad el secreto de aquella tumba se ligara en cierto modo con las aventuras de sus primeros años juveniles. No pudo menos que recordar que, en fecha igual, hacía ya mucho tiempo, arrastrado por la corriente de la época y su entusiasmo generoso, combatía en las filas de un partido, creyendo con fervor que el medio violento, como el látigo de Jesús, debía emplearse siempre contra la demencia en el poder; y si algún episodio dramático reproducía constantemente su memoria en ciertas horas, era el de esa fecha grabada en el mármol negro, para él, tan llena de emociones imborrables.

Circuía el sepulcro una verja de hierro, y hallábase al final de una calle de árboles umbríos, separados de trecho en trecho por esbeltas columnas blancas. Nadie había puesto allí una flor, y la pequeña pirámide de jaspe como la lápida tendida en su base estaban desnudas de todo ornamento. Mansión aislada, enmedio de tantas ofrendas tiernas y fastuosos homenajes.

Quizás fuera Raúl el único que allí se hubiese detenido. Largos instantes permaneció inmóvil y caviloso, inclinado sobre la verja, con la vista fija en el epitafio. Del sitio al fin se arrancó, para encaminarse a otra tumba que ya había visitado una hora antes, y de la cual parecía querer despedirse al partir.

Apenas cumplido ese deseo, llamaron su atención, a breve espacio, dos personas que se habían detenido junto a un ciprés, y que recién penetraban en el recinto.

Era una de ellas señora ya anciana, de semblante noble y distinguido, a que daba mayor realce una cabellera muy blanca, abierta al medio de la frente surcada por los años. Notábase en sus ojos un cansancio extremo, que su joven compañera persistía en atenuar con cariñosa solicitud, haciéndola aire con un abanico negro, en tanto que la mantenía de la cintura con su brazo izquierdo, apoyada en el tronco del árbol.

Aquella joven era muy bella, y singularmente pálida. Diríase al primer golpe de vista un observador atento, que reunía en su conjunto todos los perfiles y detalles del tipo más selecto y del organismo más delicado. La nítida blancura de su rostro y de sus manos, que hacía resaltar sobremanera un traje negro de irreprochable elegancia y sencillez, daba un interés especial a su esbelta figura. Alta y delgada, flexible y donosa, de un pie pequeño y bien modelado, traía al recuerdo ciertas pinturas ideales del arte superior. Tenía el cabello dorado, como el que ostentan las vírgenes de los artistas de genio. Sus hermosas trenzas se descubrían en parte bajo el crespón ligeramente plegado hacia atrás con natural coquetería, y caído sobre una de las sienes.

Sentaba bien esa especie de sombra a las purísimas líneas de su semblante. Parecían al principio negros sus ojos, circuidos bajo los párpados inferiores por ligeras ondas obscuras, pero en realidad eran de un azul sombrío más profundo que el del zafir, de una dulce e inefable expresión, velados por sedosas y luengas pestañas. Notábase sin embargo, en ese rostro, lleno de serenidades y encantos, como un reflejo de pasadas amarguras: acaso de esas que en la historia de los hogares nacen con los supremos infortunios, y no abandonan sino a largos lapsos a un alma capaz de afectos profundos y duraderos.

Raúl experimentó al contemplarla un estremecimiento extraño, una de esas sensaciones rápidas cuyo origen no se explica a veces, que nos domina por completo en un momento determinado, y que concluyen por introducir en el ánimo una preocupación tenaz y persistente. Una secreta atracción le impulsó adelante hasta el punto de aproximarse a pocos pasos del interesante grupo.

La anciana parecía haber sido víctima de un ataque inesperado, si bien de leves consecuencias, a juzgar por su aspecto. Tosía con alguna fatiga, y tenía inclinada la cabeza sobre el seno de la joven.

Raúl se acercó, con el sombrero en la mano, y ofreció cortésmente su ayuda, un tanto trémulo e indeciso.

Al eco de su voz, suave y simpático, alzó la joven la mirada sorprendida, fijándola en el rostro de su interlocutor. Algo semejante a un temblor agitó su cuerpo, y destellaron sus grandes pupilas viva luz.

La conmoción había sido recíproca. ¿Unía, acaso, algún vínculo a aquellos dos seres? Los dos se contemplaron breves momentos con cierta ansiedad visible.

Haciendo un esfuerzo para reponerse, la joven rompió por último el silencio, con un acento en que se notaba cierta aflicción:

—Esto no es nada, señor. Pronto pasará.

—Advierto, no obstante, quebranto en esta señora, y quizás pudiera ser útil…

Ella le miró sonriente, viendo venir la reacción, y replicó con dulzura:

—Gracias, ya está bien. Padece un poco, y se empeñó en que viniésemos al cementerio, a pesar de mi resistencia.

—Quería que colocáramos juntas una corona en la tumba de mis padres —agregó luego— como si dirigiese la palabra a un amigo.

—¡Ah! Esta señora, entonces…

Raúl se detuvo turbado. ¿Con qué derecho inquiría cosas íntimas?

—Es mi noble protectora —murmuró la joven con aire de ingenua confianza estrechando contra su pecho la cabeza venerable.

Henares dio un paso atrás para retirarse.

Ella, que le observaba atentamente con esa insistencia singular que revela un interés marcado, dijo en voz baja y triste:

—¿Tiene usted también sus muertos queridos?

—Es cierto. A ninguno excluye esta casa del recuerdo.

En ese instante la anciana levantó la cabeza y aspiró el aire con placer, como si hubiese arrojado lejos de sí un peso intolerable. Parecía no haber escuchado nada. Cuando al divagar sus ojos se detuvieron en Raúl, recién se animaron con un brillo inusitado.

¿Renovó en ella la presencia del joven alguna impresión de otro tiempo, o trájole a la memoria ya debilitada por los años, alguna reminiscencia importuna?

Era posible. La impresión había sido en la joven agradable, casi placentera; pero lo fue en ella de disgusto y desazón.

Sus labios se removieron como para pronunciar una frase, y sombreose algo su frente. Todo fue rápido, disipándose en el momento.

La joven se apresuró a decir:

—El señor se ha acercado a nosotras, madre, temiendo fuera grave el accidente.

—¡Ah! exclamó la señora cogiéndose al brazo de la niña y haciendo a Raúl un leve saludo. Agradezco mucho, caballero…

Henares inclinose y se alejó lentamente.

Ningún transeúnte se veía en los senderos, y empezaban a tenderse las primeras sombras, Raúl se paró en el extremo de aquella calle silenciosa que conducía a la puerta de salida, sobre cuya arcada una campana de bronce enviaba por intervalos al espacio como un eco de oraciones. Desde allí se volvió para mirar otra vez a las dos damas y conocer el término de su excursión solitaria. La joven le miraba también, de pie junto a una verja.

Como lo había supuesto, sin darse clara razón de ello, se habían detenido delante del sepulcro, ante el cual meditara él momentos antes, y en cuya lápida negra había leído este nombre, junto a la fecha que tanto le preocupó: Pedro Delfor.

Coincidía este detalle, insignificante al principio, con otro que acababa de suscitarle viva sospecha. En la corona de aromas y jazmines que la joven llevaba al brazo, vio inscrito en un corto lazo de seda negra, este otro nombre: Brenda.

Sabía, pues, lo bastante. Aquella joven debía ser la amiga de Areba, y la misma de quien le había hablado Zelmar, en su paseo por el puente del Molino. Algo más. Imaginábase haberla visto en sueños; haberla conocido un día. ¿De dónde provenía esta creencia? Era una alucinación quizás. Algunos años de ausencia de su país, en el que aún era desconocido, no le habían dejado el derecho de mantener vínculos y afectos duraderos. ¡Casi todo era extraño y frío para él! Las memorias de su hogar ya disperso, y de los primeros años de su juventud, consagrados a las aulas, y en parte a los azares de la vida militar, fuera lo único que llevase al extranjero, para traer en cambio a su regreso un caudal de ciencia y de ricos sentimientos que le asignasen un puesto meritorio en la sociedad de su patria.

Su corazón estaba entero; respiraba grandes alientos. Un carácter firme y enérgico, una voluntad resuelta y tenaz en los propósitos, como en la acción, lo habían preservado de las grandes corrupciones morales y de las costumbres pervertidas.

Sentíase con aptitudes para dar temple a sus pasiones, como a un acero que ha de recibir choques; cualidad nada vulgar que denuncia en el ánimo una guardia permanente. Así, cuando más de una vez se le había ocurrido penetrarse y leerse a sí mismo, mérito raro en todos los tiempos, se halló siempre intacto como espada de fábrica que espera la hábil diestra que ha de esgrimirla.

En aquellos instantes, bajo una emoción desconocida, que podía traducirse efecto de causas complejas, mediatas y lejanas, en que se delineaban confusos recuerdos junto a nuevas perspectivas para su espíritu, presintió las delicias del amor, y los azares y vicisitudes de una lucha. Regocijose de su fortaleza, que el estudio de las matemáticas había coronado de sólidas almenas; sin pretender por esto que él fuese uno de los tipos más aptos para disputar el triunfo sin contrastes en la batalla de la vida. ¿Qué armadura de carne resiste a ciertos golpes morales, lanzadas sutiles de la suerte, que penetran en el pecho sin arrancar una gota de sangre? Ninguna, bien lo sabía. Pero tampoco él ignoraba que la facultad de descubrir la intención en el pensamiento de los que pueden dañarnos, era una coraza incontrastable ante la cual tenían que embotarse los mejores proyectiles.

Al asaltar, pues, su ánimo aquellos presentimientos, sintió la necesidad de recogerse, de medir nuevamente sus fuerzas y de concentrar una mirada investigadora en los puntos obscuros o dudosos de la escena que se abría ante sus ojos.

Íbase pensativo, en verdad preocupado.

Cuando subió en su carruaje, notó la presencia de un lacayo, que se paseaba en la plazuela, junto a una elegante victoria.

—Pertenece a las señoras que acaban de entrar —dijo Selim— observando su interés.

—Lo presumía. ¡En marcha!

Capítulo 4. Un punto matemático

Mientras rodaba el carruaje hacia la quinta, tentado estuvo Raúl en diversas ocasiones de ordenar a Selim que esperase la victoria para seguir su rumbo. Pero, antes de dejar la calle de Yaguarón, el experto sirviente, adivinando lo que pasaba por el ánimo del joven a quien había visto asomarse varias veces por la portezuela, inquiriendo algo en el trayecto recorrido, aventuró una frase.

—La señora de Nerva es vecina del señor —dijo sacudiendo el látigo sobre la pareja de airosos zainos.

—Bien informado pareces —repuso Henares halagado a la par que sorprendido—. Luego ¿es ésa, la señora viuda de Nerva?

—Sí, señor. Habita con la señorita que la acompaña, la quinta que está al frente. Son personas solas, pero es mucha la servidumbre. Lo sé por Zambique, que es de mi relación.

—Me basta el primer dato.

Lo que acababa de comunicársele era sobrado interesante para que no hicieran fuerza en su espíritu ciertos incidentes a que no había dado importancia hasta entonces, y que en aquel momento adquirieron en su imaginación un vivo colorido. Recordó, que a altas horas, en noches calladas y serenas, había tenido oportunidad de oír armonías de piano; y que más de una vez se sintió dulcemente impresionado al escucharlas, por la elección de los motivos y la maestría de la ejecución. ¿Quién podía ser el intérprete de esas piezas escogidas clásicas y sentimentales, cuyas notas vibraban ahora más que nunca en sus oídos, sonoras y metodiosas, como si recién brotaran del noble instrumento? El nombre de Brenda asomaba a sus labios, no podía ser otra que ella. Preguntábase entonces por qué él había mirado con indiferencia tan distinguida vecindad, y a qué hechos casuales se debía que en alguna ocasión no hubiese descubierto el nido encantador, circuido de flores, y casi al alcance de su mano. Reprochábase este frío retraimiento, y se decía: ¡si su alma fuera tan bella como lo es su gentil figura!… Quien arranca tales armonías delicadas, haciendo vagar en el ambiente de la noche los ensueños de Schubert o de Bellini dando nueva frescura, por decirlo así, a sus ideales artísticos, debe tenerla blanca y pura como una luz de estrella. ¡Suave estrella, con un nimbo de oro por cabellera y un infinito azul por esperanzas!

Persistía en su duda. ¿La había visto él brillar alguna vez?

No sabía por qué; pero a través de los años, allá, cuando él era todavía niño, creía ver en el fondo de sus primeros infortunios, ya borrados, algo que alumbraba débilmente sus recuerdos y se vinculaba a sus emociones recientes de una manera misteriosa.

Era un punto en el espacio.

Sin darse cuenta de ello, mortificábalo el pensamiento de la amistad estrecha que Zelmar atribuía a Areba y Brenda.

La hermosa joven a quien su amigo adornaba de resaltantes calidades de ingenio y cultura, pero también de un fondo de indiferencia, que es la incapacidad de amar y de sentir los goces y tormentos de la pasión, se le representaba en la mente después del último episodio, bajo las fases rígidas y multiformes de la más complicada figura geométrica.

¿Qué lazos de profunda simpatía podían existir entre las dos jóvenes? Imaginábase un lirio inclinado sobre la superficie tersa y transparente de una laguna insondable; una tímida gacela junto a una leona núbil; un copo de blanca espuma en la cresta de una ola inquieta y sombría. Diferían en temperamento y en criterio: frialdad y cálculo de una parte; de la otra, pasión y sencillez. Álgebra y poesía, ecuación e idilio. ¿Qué afecto serio y duradero podían generar estos contrastes, que no fuese un vínculo híbrido y deleznable?

Tal vez Zelmar hubiera exagerado respecto de una y otra; quizás hubiera afirmado también un hecho cierto. Discrepando en ideas frecuentemente, ¿no mantenían ellos una amistad sincera y firme? La excepción podía extender su beneficio, del mismo modo, a la de Areba y Brenda.

Su amigo le había precedido en los centros de sociedad escogida, y ese antecedente le daba derecho para analizar tendencias, definir hábitos y clasificar caracteres; al propio tiempo que a indicar el mejor viso a las facultades de su espíritu, en un teatro que resiste todavía al exceso de refinamientos y desmedidas exigencias de convención, muy distinto en este sentido al de otras sociedades, cuyo ambiente aristocrático llega a semejarse a la atmósfera enrarecida, en que los gases respirables se restringen y reclaman excelentes condiciones biológicas de cada uno de sus actores.

Bajo ese aspecto, hacía plena justicia a la sociabilidad de una república que vive del trabajo; pero no dejaba de sorprenderle la presencia de ciertas costumbres extrañas a la sencillez nativa, que flotaban sin ser asimiladas por el conjunto.

De regreso del extranjero, en donde propiamente se había formado, sin que a su vez asimilase las preocupaciones y defectos que enmedio de su cultura caracterizan a las grandes sociedades, encontrábase en el caso ahora de conceder por el momento a los juicios y opiniones de Zelmar un grado de autoridad indispensable, para entrar con su apoyo en un terreno desconocido.

Creía, sin embargo, que en el asunto que le preocupaba, su amigo podía haberse engañado de buena fe. Las ideas positivistas de Zelmar no excluían una sinceridad profunda: pensaba y obraba con firmeza, por inspiración propia, y con claro conocimiento de la naturaleza humana, que había estudiado en la teoría y en la práctica por la índole propia de la profesión a que pensaba consagrarse. Pero su misma severidad de criterio para sondar conciencias, debía hacerle incurrir más de una vez en error.

Resistíase el joven a creer que una mujer de atractivos seductores, rebosante de vida y vigor moral, para quien cada sentimiento pudiera ser un poema en acción, se amparase en el instante mismo de las grandes emociones a una lógica triste, glacial, estéril, en pugna con todo arranque apasionado, más próxima a la misantropía que al buen sentido, especie de Valkiria para el amor sexual, o de planta marina espléndida y sin perfume. En verdad que este interés sobre la personalidad incomprensible de Areba, sólo era en Raúl relativo, en cuanto ella podía ligarse con Brenda Delfor; presentía que iba a encontrarla en su camino, y que al final hallaría algo bien diferente a un prisma de muchas caras, o a una máscara de piedra, o a un caso patológico común.

Momentos hacía que había dado otro giro a sus reflexiones, cuando el carruaje se detuvo a la puerta de la casa quinta, ya entrada la noche.

Una escalinata de mármol conducía al vestíbulo, elegantemente enlosado y guarnecido de distintas plantas. A la derecha estaba la sala de recibo, adornada de buenas telas y un hermoso mobiliario, con ventanas ojivales frente a las columnas del pasaje, y por lejanas perspectivas, las playas y las ondas. Seguía el dormitorio, embellecido en sus detalles por diversos objetos de gusto delicado; luego el comedor, en que descollaban ricos bronces, y dos grandes jarrones llenos de magníficas flores; y por último, cuadrando el patio provisto de árboles e iluminado en su punto céntrico, en que se elevaba una pequeña fuente de mármol jaspeado con dos surtidores, una pieza de estudio, con ventana al campo y vistas a la quinta de Nerva. Delante de esta ventana, hacia la izquierda, brindando grata sombra, elevaba su copa un ombú frondoso y gigante, al pie de cuyo tronco asomaban las raíces a flor de tierra, a manera de formidables culebras que sepultasen sus cabezas en los enormes huecos de su base carcomida.

Entre otras dependencias, a la parte lateral, notábase una cochera, con gran portada, por donde Selim hizo penetrar luego su vehículo.

Raúl bajó junto a la verja, subió la escalinata y atravesó lentamente las habitaciones, sentándose a la mesa, que le esperaba servida, siempre silencioso y meditabundo.

Media hora después, pasaba a su salón de estudio. Estaba inquieto y desasosegado.

Una vez allí, cogió maquinalmente diversos periódicos que se veían esparcidos sobre la mesa y que ya había leído por la mañana. Contenían referencias y detalles de la aventura del Paso del Molino, más o menos exagerados por la fantasía de los cronistas, y descritos con curiosas variantes. Dos diarios serios la narraban con estricta verdad. Al parecer el hecho había encontrado repercusión; Raúl, especialmente, había sido objeto de honrosas demostraciones por parte de las familias interesadas. Se creía en el principio de un romance; pues era inverosímil hasta la misma sospecha de un supremo desprendimiento. ¿Cómo suponer que nadie exponga su vida por una mujer joven, hermosa y opulenta, sin que haya mediado el móvil propulsor de una recompensa proporcionada al sacrificio? Esta hipótesis parecía la más fundada, a partir de las circunstancias especiales que precedieron al suceso, y de la calidad de los personajes que en él desempeñaron un papel trascendente.

Recogiendo tales impresiones en una nueva lectura de los periódicos, no dejaba de felicitarse el joven de aquel acto generoso, que sin haber sido sugerido por la intención divulgada a capricho, venía a realzar su personalidad desconocida y a esparcir en su modesto retraimiento como un aroma de dulces afectos y simpatías. Pero esta satisfacción sólo halagaba al amor propio. No era en rigor el hecho sensacional que semejantes efectos produjera, el que absorbía su ánimo; otros más modestos, obscuros y hasta pueriles, que rozaban no obstante sus fibras íntimas, sin conexión alguna con el episodio, habían puesto a prueba su memoria, lanzándola a buscar como un punto matemático preciso en la confusión de líneas del pasado, el origen o antecedente necesario de las raras emociones de aquel día. Estaba persuadido de que ellas se ligaban con el recuerdo, eslabones de una cadena interrumpida en su principio, que se reanudaban por una causa ocasional, para concluir tal vez en una pasión profunda. Aquel punto lejano que lucía en su memoria le recordaba en su influencia sensible, los fenómenos de aberración producidos por la refrangibilidad de una luz blanca. Parecíale a veces que esta luz blanca adquiría las formas de Brenda, más niña y más infeliz…

Largos instantes permaneció inmóvil, con la mirada vaga y perdida, ora deteniéndola en las nutridas columnas de los periódicos, ya en el espacio de cielo que se extendía al frente limitado por la ventana, y cubierto de vapores. Ardía sobre la mesa de mármol una lámpara con pantalla de tela azul, que irradiaba sobre las paredes del gabinete una luz violácea, y hacia afuera, algunos rayos débiles. De repente el joven arrojó con viveza los diarios que había conservado en la mano, y se levantó, llevándola a la sien como iluminado por una revelación súbita. A pasos lentos dirigiose enseguida a la ventana, cuya celosía acabó de descorrer y clavó sus ojos en la quinta vecina, que dibujaba en las sombras sus grandes árboles, a manera de mudos y trémulos fantasmas.

¿Qué pretendía descubrir allí?

Reinaba un viento tempestuoso de la parte del mar, y deformes nubes negras interceptaban la difusa claridad de las alturas: nada podía, pues, percibirse en el fondo tenebroso; pero en la mente de Raúl, obscura también hasta entonces, cruzó alguna aparición blanca y serena, tan visible y fugaz como una estrella errante. El hecho es que él extendió la mano hacia aquel sitio solitario, y murmuró sonriendo de una manera singular.

—¡Ella era!

Capítulo 5. Temas íntimos

En la tarde del día siguiente, Zelmar entraba al gabinete de estudio de Henares, a quien no había visto desde aquel día en que ocurriera el lance, tema obligado de todas las conversaciones. Como era natural, la de los dos jóvenes versó sobre el hecho. Zelmar se hallaba de vena, y el comentario fue detenido.

—Debí empezar por pedirte mil disculpas —dijo Raúl, abriendo un paréntesis al diálogo—. Conozco que expuse tu vida, y contrarié acaso…

—Nada de eso. Los hombres son hijos de las circunstancias, y por esa vez me venciste; he quedado envuelto simplemente en un episodio romancesco, cuyas consecuencias sólo a ti en el fondo favorecen. Fui héroe por fuerza.

—Bien sé que en tu corazón honrado jamás prevalecen las tendencias egoístas, y que sin necesidad de mi iniciativa habrías acometido sólo empresa más ardua.

Zelmar hizo un movimiento de hombros, y sacándose sus guantes de hilo color lila, observó:

—No vives en tu época, y por lo mismo tú tocas siempre los extremos. Tienes la rigidez de la secante, que en algo se asemeja a un lanzón de caballero.

Apoyó Raúl con suavidad y sonriendo, la diestra en el brazo de su amigo.

—Defectos de temperamento en todo caso —dijo—. Aparte de eso, ¿no crees que alguna cooperación prestan a nuestro carácter los hábitos, la educación, el clima, la índole propia del país en que uno ha nacido? La hidromiel del uso, de la tradición y de los instintos locales, vale tanto en la formación del hombre como la leche de la nodriza. Uno empieza a alimentarse desde niño con entusiasmos y pasiones ardientes, cuyo calor rodea la misma cuna, dejándose después poco espacio a los cálculos y egoísmos de esa cultura refinada, que apenas despunta en nuestras sociedades incipientes.

—Mucho de verdad hay en eso —repuso Bafil con acento reposado—; pero, ni el suelo, ni los antecedentes de raza, ni las preocupaciones constantes que tanto influyen en el desarrollo de los caracteres, son parte a evitar que las nuevas corrientes reemplacen los instintos de que hablas con un criterio frío y positivo, ni a inhibir a un hombre de calidades que amolde su conducta al espíritu de la época. Precisamente lo que necesitamos es esa segunda cultura del buen sentido que viene detrás de las pasiones extremas, como iba Sancho en pos del pobre caballero, para mezclarla a la de origen y contener los excesos de energía, de ambición o de fiereza que desbordan como espumas de nuestra sangre. Supongo no pretendes que siga siendo nuestro alimento espiritual, el vicio de herencia, exactamente lo mismo que el tuétano de leones y panteras para los héroes antiguos.

—De ninguna manera. Tú en cambio, tendrás que convenir en que si algo se pierde de la esencia primitiva, mucho queda; y esto es lo que forma el fondo del carácter de las sociedades. Los elementos que en lo sucesivo se le incorporan pueden modificarlo, pero no extinguir el tipo originario. Los que hemos permanecido algunos años en el extranjero podríamos servir siempre de agentes intermediarios de las costumbres que andan, vagan y se radican al fin; pero, lo que de la patria hemos llevado en el corazón y en el alma, jamás se cambia, ni se da ni se altera. La ley que preside la evolución fatal no destruye propiamente, ni mutila: conserva y perfecciona. Por eso nuestra sociedad, pasible como todas, de fenómenos extraños y transformistas, cuya gestación laboriosa apenas trasciende, no ha perdido todavía en el fondo y en la vida exterior, ese sello especial de sencillez que la distingue y la hace amable aun al extranjero.

—Por lo que a mí afecta, he renunciado hace mucho a la salsa negra.

—Así que la sustituyeron los espartanos por el manjar del sibarita, perdieron el músculo; y con él, los triunfos de la firmeza y de la audacia. Entre nosotros, casi todos la saborean, sin darse cuenta de ello. Los hábitos son modestos, como la esfera en que vivimos; satisfacemos sin lujo nuestras necesidades, y nos atraemos elementos extraños, más por lo que ellos puedan servir a robustecer una sociabilidad inconsistente y a conservar lo ya adquirido que por lo selecto de su calidad: elementos ganados para la lucha y no para el deleite, que fortalecen el músculo brutal del trabajo como una corriente de sangre, más que la oculta fibra de los goces delicados y de los anhelos artísticos.

Tan sencillo se presenta el conjunto, que apenas se bosquejan las grandes vanidades, signos evidentes de los estragos del gusto. De mí sé decir que en mi corto tiempo de permanencia, no me he hallado ante un poliedro, al detener una mirada reflexiva sobre el cuadro. La visual ha resbalado en líneas y perspectivas risueñas, y detenídose muchas veces en ojos de expresión franca y comunicativa, en sonrisas dulces y gratas, en rostros hermosos, llenos de claridad, en cuerpos graciosos y gentiles, en mujeres de una belleza seductora que esparcen a su paso como un perfume de poesía, y en las que imposible fuera no palpitasen los sentimientos adorables, que creen casi desterrados el moralista y el sociólogo en los grandes focos sociales. Esa sencillez de que te hablo, parece preservarlas; la sencillez a que se atribuye con razón el mérito de salvar los rasgos más puros de la naturaleza humana y los tonos elevados de la pasión, sin mezcla ni conflictos, y que hace resurgir de nuestra vida interna y de familia todo lo noble y delicado que mantiene intacto el secreto del asilo.

Pues bien: en hechos de esta índole me fundo para avanzar que entre nosotros poco ha abdicado el corazón de sus bellas y naturales propensiones, y que hay algo en lo íntimo de nuestro ser que nos es peculiar, ingénito, propio, cuyos impulsos genera y estimula una ley de raza y de herencia.

¿Persistirías en negar entonces esta espontaneidad singular de nuestro carácter, en arranques por lo mismo sinceros, del género de aquel en que tú y yo expusimos la vida?

Zelmar, que en ese momento modulaba con seriedad un aire de ópera en la ventana, con las manos en los bolsillos, se volvió con rapidez diciendo:

—Vas ahondando mucho el tema, a fe mía; y ahora te encuentras en el peristilo, temo que en breve me lleves en el ascensor a un coronamiento ideal inesperado. Pero no me disgusta un encaje como promedio, que dé realce a la aventura; al final, presiento, concluiremos por colocar como adorno en lo más alto la estatua de Areba, esculpida en mármol, helada, severa, pero hermosa y correcta. Objetaré, ahora; y al hacerlo, has de permitirme que mi pensamiento discurra libremente y varíe de formas e intención, según convenga; le daré así en sus fases cierta similitud con los dibujos y flores caprichosas y raras que deben adornar un frontis de edificio ideal, que uno así es el que tú levantas con manifiesto abuso de tu habilidad de ingeniero.

Desde luego, para completar tus juicios, has debido añadir que no hay virtud que por exceso no genere hábitos perniciosos. Virtudes y vicios pasan sucesivamente, por orden lógico, del aduar a la aldea, de la aldea a la villa, de la villa al pueblo, del pueblo a la ciudad, con todos los buenos o malos sabores del terruño, y la particularidad de que en toda capital o metrópoli de la importancia que sea, las virtudes merman y los vicios acrecen en proporción geométrica a medida que la vida regalada se difunde, se propaga el lujo y la austeridad de carácter afloja y se disuelve como la sal en el líquido. Es el proceso serio y gradual de la transformación interna. Las necesidades psíquicas que un nuevo estado provoca, reclaman satisfacciones distintas y aumentan las tendencias malsanas. La faz social primitiva entonces se va borrando y desapareciendo bajo una nueva levadura; a la ingenuidad de un período pasajero se sucede la intención sagaz, pomposas ostentaciones a las formas sobrias, un patriotismo irresoluto a la pasión virgen y estoica del sacrificio; y como las virtudes privadas dan su oxígeno a las virtudes cívicas, del mismo modo que el aire puro al pulmón robusto, lógico es pensar que viciada la fuente, tiene que difundirse por todo el cuerpo colectivo una vida menguada, y enfermiza. Por eso, yo no me sorprendo de que en sociedades que pasan estas crisis, y donde se logra derribar un Régulo, por raro capricho de circunstancias, la parte sana se procure otro, prefiriendo la perversión de uno solo al vicio de los más. ¿Será que, según lo afirmaba un publicista, el buen sentido, la razón, están siempre de parte de las minorías?

Pero, me llamo al punto de partida, para formular opiniones concretas. Apelo a tu memoria.

Alguna vez en las capitales europeas, de por sí pequeñas naciones de fábricas, palacios y tugurios, donde todo ha pasado por el crisol de más subidos refinamientos, ¿te asombraste acaso de aprender a no extrañar ciertos fenómenos increíbles, efectos de una moral desconocida y de dramas psicológicos sombríos que destruían en una hora toda una herencia de virtud y de honor; conjunto de deslices fatales, tristes infidelidades, profundas caídas, sangrientas censuras, amargas injusticias, lúbricas torpezas dignas de la fusta de Rabelais, el más terrible de los bufones; o del anatema rígido de Hugo, el incorruptible apóstol de los poetas? ¿Te sorprendiste de la fragilidad de convicciones, de lo accesible de las conciencias, de los triunfos del impudor, del servilismo empedernido y de las bajezas del talento, esclavo de los apetitos sensuales? ¿Te espantó la llaga cancerosa de la miseria y del vicio, junto a los placeres y delicias de las clases elevadas, el predominio absoluto de errores seculares sobre las almas del enjambre y el imperio permanente de la fuerza que debilita la energía del trabajo y se sustenta no obstante de sus sudores? ¿Llegó a hacerte estremecer la monstruosidad de ciertos delitos infandos, la usurpación de las fortunas privadas, las enormes quiebras fraudulentas, las lúgubres tragedias del amor y el adulterio, las pasiones absorbentes del lujo, del juego y de la orgía? Pues, lo que allí sucede no puede extrañarte que ocurra en todas partes, en mayor o menor escala. La naturaleza humana no varía, y si apenas se escuda; el mismo apetito virgen suele alcanzar los extremos de apetito estragado, y si a esto agregas los gustos de relajación que se importan a manera de un virus o sobrevienen por acto espontáneo con la decadencia de las costumbres, te convencerás de que actualmente no existe sociedad alguna sencilla que no haya sido presa de lo ilícito y corruptor. Basta en el organismo invadido, un bacillus para el contagio, un esporo para la reproducción. No hay atmósfera social que no esté cargada de corpúsculos, ni generación nueva que no los absorba febril y delirante, con todo el fuego de la sangre y la impetuosidad de los deseos, en tanto baja la antigua los últimos peldaños con el rostro ajado y las piernas temblorosas, llena de hastío y desencanto.

No por otras causas se observa en los centros selectos de las mismas sociedades limitadas, en estrecho contacto con las viejas, esa fría política, que encubre todos los móviles, desde la vanidad más pueril hasta el más cruel egoísmo; círculos donde debe penetrarse por lo mismo, con el corazón preparado para el amor como para el pesar. Cierta propensión imitativa, que su índole cosmopolita entraña, hace suyos las tendencias, debilidades y defectos cuya faz externa brilla y ofusca a la distancia. Así, distraídas de su natural crecimiento las fuerzas propias de la tierruca, se injerta en nuestro organismo la savia que ha de producir la variedad o el subgénero consiguiente: una sociedad americana vestida a la europea.

¿No son ellas, acaso, superiores a la doncella que el buen escudero criaba para condesa?

La nuestra no es ninguna Cenicienta, en la familia de las repúblicas. ¡Oh! que asoman las grandes vanidades, no lo dudes; y que las acciones caballerescas encuentran espíritus prevenidos contra el móvil, menos puedes desconocerlo. Se vive ya de lo real. Lo sublime andante provoca ironías. ¿Creerás que no ha faltado quien te critique por la aventura? La belleza unida a los millones —se ha dicho—, bien vale un lance peligroso; y por la puerta de la gratitud salen los favores. ¡Por ahí anda un caballero que busca radicarse!… Y se entra en tu conciencia sin escrúpulos, se habla, se comenta, se exagera, se prejuzga, se absuelve y se censura; cosas todas de tu sociedad sencilla, que no lo es tanto para torcer los móviles, desnaturalizar la intención, y difundir, bien urdida, la sospecha.

Raúl, que había escuchado a su amigo sin desplegar los labios, observó impasible:

—Creo eso muy natural. Una sociedad modesta, de toques y perfiles hermosos, en mi opinión, a pesar de la tuya tan franca y sinceramente emitida, daría prueba de exiguo gusto e indiferencia, si no la preocupase la novedad. De ella hacen vida el espíritu, y juegos de elegantes frases los salones. Debo con todo presumir que Areba Linares —esa interesante mujer que parece una excepción en nuestro medio, a juzgar por tus informes—, aprecie bajo otros aspectos un acto en el cual has compartido el riesgo… Tal vez esperase con algún derecho de ti, la iniciativa y las consecuencias.

—Se sabe que la arrojada acción te corresponde, pues yo mismo te he discernido el mérito. Areba es una personalidad excéntrica, con su cortejo de adoradores, que ella alimenta con miradas y sonrisas; pero dudo que su corazón haya dejado de pertenecerle. Puedes creer que no hay ningún preferido, y que por mi parte no he aventurado empresa contra un cristal de roca.

—En verdad —repuso Raúl entre sonriente y caviloso—, concibo claramente a una mujer imbécil, de físico admirable, realzado por galas soberbias, que interprete una frase galante por injuria y la gracia más espiritual por ironía, que viva encastillada en pueriles pensamientos y, en el más obcecado amor propio, sin perspicacia bastante para distinguir el mérito ni valorar los efectos de su amistad o simpatía; y la concibo como un nido de vulgar sensualismo, en que sólo se mueven los vibriones de una existencia mórbida, obscura e infeliz. Pero no puedo explicarme todavía, como otra de las cualidades de Areba, juegue un papel pasivo en los torneos de amor, cuando debiera figurar en el número limitado de sus reinas escogidas.

—Es un carácter. A un entendimiento delicado reúne un poder de dominio sobre sí misma que le es peculiar, mezcla de orgullo y de superioridad, de sombra y de luz, semejante a una planta erguida en el valle obscuro, cuya copa sola dora el sol. Nadie le ha conocido preferencias definidas: su idiosincrasia la preserva. De esta disposición particular juzgarás alguna vez, si, como imagino, hallas de tu agrado el deseo, que ella no disimula, de cultivar tu amistad.

—No tengo mayor interés —dijo Raúl fríamente—, en precipitar esa aproximación. La dejaremos al tiempo.

—Querría, sin embargo, por mi parte, que te acercases a ella —replicó Bafil, con cierto tono singular—; y la oportunidad ha de ofrecerse en estos días. La temporada de campo ha reunido como de costumbre en la zona de Atahualpa y Paso del Molino, gran número de familias con la mejor porción del bello sexo, dignas de hacer competencia a las más frescas corolas, y con este motivo se anuncian saraos en la casa—quinta del señor Samuel Stewart, miembro espectable del comercio, y aquí establecido desde muy joven, en que abandonó New York. Su familia, ligada a las principales de Montevideo, cuenta a la de Areba entre las de mayor intimidad. La ocasión no puede ser, pues, más propicia, y me reservaré allanarte el camino, aunque tú no necesitas batidores… Conque, ¿aceptas y vendrás conmigo?

—No debes dudarlo.

—Tienes valor en plaza, y te inicias con el atractivo de esa novedad a que te has referido. Se diluirán sobre ti miradas de luz, se han de dibujar ante tus ojos cien sonrisas provocativas, y llegarán a tus oídos palabras y voces vagas, un tanto confusas, pero de clara intención. En realidad, un objeto a la moda tiene fases y relieves que nadie ha percibido antes, y que aun cuando se hayan antes percibido, se notan ahora con asombro… Estos ingresos inesperados a la escena, absorben todos los espíritus, si ella es limitada; y su prestigio opera comúnmente el fenómeno de suplantar en el acto y sin violencia, unas personalidades por otras.

—Bien sabes que no buscaré el éxito, ni el entusiasmo de que hablas, y cuya corta duración sé estimar.

—No importa: eso no privará que seas el blanco de todas las apreciaciones sensatas o de todos los comentarios pueriles. Areba será el intérprete del criterio general. Por mi parte, he declinado un honor que no merezco, pues fue tuya la iniciativa, sin que esto importe declarar a la dama indigna del sacrificio. ¡Sea todo por ella!

Pero, a fuer de leal y franco, debo confesar que no lo habría hecho por la compañera, aquella joven de busto especial, cuello largo y facciones salientes, de una tez morena subida, ojos redondos, vivaces y pobladas cejas negras, con la cabellera crespa y amotinada sobre la frente comba, y un lunar color café cerca del labio inferior grueso, colgante y encendido, a manera de casco de granada madura. Te lo aseguro, a fe mía: tengo mejor gusto estético.

Me recordó un caballo de ajedrez enmedio del tablero revuelto, en actitud de jaque doble. ¡También heroína de por fuerza como tantas!

Debes creerme: me subleva la presunción del jaque.

No pudo menos Raúl de reír sin escrúpulo, ante esta ocurrencia genial de su amigo, pues la pincelada había sido de mano maestra, a juzgar por sus reminiscencias sobre la persona a que Zelmar aludía.

—Areba, ya es cosa distinta —continuó éste—; una diva bien vale que dos hombres se expongan ciegamente y rueden por la arena, siquiera sea por capricho o lujo de valor; pero lo que es por aquel hipocampo, el asunto habría tenido ecos lamentables en la crónica.

Para mayor calamidad, somos vecinos. ¡Es el colmo!

—Fuerte prevención parece que le tienes.

—¡Calla, un ídolo egipcio junto a una diosa de Fidias, o si quieres una garza mora, irguiéndose al lado de un cisne blanco y elegante! Lo peor no es eso y conviene que te instruyas. Julieta, considerada del punto de vista de la moral social, es una de las tantas intérpretes correctas de la censura agria, o de la hipocresía gazmoñera, el cant del septentrión, que derrama cal viva o llanto de saurio sobre las faltas expiables, o el infortunio simple, según la naturaleza del caso. Representa una de las formas ocultas de tu sociedad ingenua e inocente, como si dijéramos la malicia vigilante y erguida, a manera de sierpe atenta al rumor. Pero no la quiero mal, aunque siempre riñamos. Es traviesa, suspicaz, cuculina y vanidosa; me entretiene, y parece que ella se solaza escaramuzando conmigo. Su señor padre, el abogado don Matías Camandria, la exhibe en todas partes como un dije primoroso; y pues conviene que te instruyas, he de informarte de algo sobre este caballero.

Don Matías, en su treintena, fue un hombre de buena talla, ancho de espalda y de cuello, de gravedad abdominal, barba negra, ya bastante calvo, estudiante de los últimos bancos, y letrado, con un punto de mayoría, después de dos postergaciones injustas, ¡en su sentir! Con esto, ya digo que no era un jurisconsulto, ni un abogado inteligente, como tantos que honran su título y constituyen altas promesas entre nosotros; pero ahí verás. Apenas se caló mi hombre el bonete académico, y púsose tieso y rígido —que no convenían aires torcidos a un intérprete del derecho—, cuando ocurriósele mandar grabar en sus chapas de bronce la pequeña inscripción, cuyo texto auténtico vas a oír: Doctor Matías E. Canzandria —Abogado de la matrícula—. Se halla en actitudes, por sus profundos estudios, y su diploma, de desempeñar con la misma competencia y acopio de erudición, desde el cargo de Teniente Alcalde hasta el de Presidente de la República inclusive; sin excluir el de consejero por vida, en el Estado, Congresos internacionales, Academias y Liceos. Tiene estudio abierto, en el barrio aristocrático de la ciudad, junto a los tribunales, al habla directa por teléfono con los Jueces inferiores y superiores, que muchas veces necesitan de sus luces y sabiduría para dirimir los más gravísimos conflictos sobre estatutos Real y Personal. —Consultas gratis a los pobres—. Las mujeres deberán venir munidas de memorándum.

—Te chanceas.

—Nada de eso: he tenido el original en mi poder. Pero don Matías es hombre de suerte, y no faltó quien lo disuadiera de semejante ocurrencia. No transcurrió mucho tiempo sin que su posición mejorase, y hoy es un magistrado de nota, entre los que sólo ven las exterioridades; de ahí que se permita decir que su aventajada hija merece por compañero algo más que un abogadillo ramplón o doctorzuelo menesteroso, todavía sin levadura de ley, de los que pululan alrededor del gran banquete público en busca de una silla desocupada, en defecto de pleitos, de competencia y de dignidad. Y observa que esto dice quien dejó que las dictaduras le usurpasen su oficio más de una vez, a pretexto de que así era más cómoda y barata la justicia.

La hija se considera copartícipe de la reputación equívoca del padre; y por su propia iniciativa bocinera, aparece como versada en ciencias y conocimientos arduos, capaz de mantener el contrapunto en cualquier debate de trascendencia. Para mí tengo, sin embargo, que esos estudios profundos han de ser un pozo artesiano de ilusiones perdidas.

—La tratas con crueldad.

—Es lo real y verídico; no puedo yo hacer a Julieta de otro modo, sin corregir la naturaleza. Las tareas en la sala de disecciones, me han dejado la maña de descarnar. No creas que ella renuncie a vengarse bien: ya la has visto al lado de Areba con sus aires de buen tono, participando en cierto modo de los triunfos de su amiga, y lo que es más intolerable, mezclada por el suceso a un principio de romance. ¡Ya la tienes buena!

Raúl extendió el brazo, sonriendo, hacia un jarrón, y dijo:

—Por lo pronto me aproxima a tu Julieta ese espléndido ramo de jazmines que ves ahí, de cuya ofrenda debes participar.

—Muchas gracias. Ya me lo presumía. ¡Qué iniquidad!

Bafil aproximó la nariz al perfume, y la retiró con gesto displicente. Miró enseguida el reloj, añadiendo con viveza:

—¡Las siete en punto! Tengo compromiso a esta hora, y te abandono. Adiós. Te avisaré el día.

Estrechó luego la mano de su amigo, y dijo al salir:

—Observa bien el interior de esas flores, Raúl, no sea que alguna culebrilla negra se agite dentro.

Capítulo 6. Sonámbula

Largos momentos permaneció Raúl pensativo, de pie frente a la ventana, sintiendo tal vez no haber revelado a su amigo sus impresiones del día anterior, en grata confidencia. Silencioso y meditabundo siempre, descendió al jardín y encaminó sus pasos por una alameda que terminaba en un soto de matas y malezas, línea divisoria de la propiedad de Nerva. Sentíase con disposición de aspirar buenas ráfagas de la fresca brisa que soplaba de las playas, trayendo el rumor de las olas.

¿Acaso, con fuerza superior a sus hábitos, algún impulso secreto le arrastraba a esos sitios solitarios, de donde partían en esa hora armonías de piano, vibrando todas las noches a la distancia de una manera dulce y encantadora? Era posible. Nunca le había parecido aquella soledad tan llena de seducciones, ni sus menores detalles tan conmovedores y bellos. En esos instantes, la naturaleza se exhibía poética y solemne al reclinarse majestuosa en su lecho de sombras.

La brisa producía en las hojas su concierto de murmullos, harto leves para dudarse de la suavidad de sus besos; no resonaba el monótono canto que brota de las lagunas como una queja de la creación que vive bajo el limo, ni los tristes aullidos que se alzan en las huertas al son de las cadenas: la calma era profunda. Distraíase a veces la mirada en el fondo de los cielos, cuando surgía una chispa de oro para perderse sin ruido en el mar inmenso, donde navega la duda, en bajel sin brújula; o en los puntos lucientes de la tierra, caprichosos grupos de luciérnagas, que vagaban en fantásticos juegos formando grandes columpios de luz amarillenta, o se cernían en rápidos volteos y pálidos nimbus sobre las cimas de los árboles. En las higueras obscuras y espinosos agaves habían ya escondido sus cabezas bajo el ala los negros tordos, y sólo algún ave nocturna de pluma blanda, fina y callado vuelo, lanzaba sus resoplidos lúgubres, manteniéndose en la altura con las alas en perpetuo movimiento, enclavada en un punto del espacio, como un pensamiento triste palpitando en el vacío.

A medida que Raúl avanzaba, aumentaba la dulce emoción que no había pretendido sofocar en su pecho; una irresistible simpatía señalábale el asilo discreto, oculto entre los grandes árboles, como punto céntrico de sus actuales preocupaciones y acaso de sus futuros afectos. Creía sentir ahora en aquellos lugares una atmósfera amable, perfumes desconocidos y ecos interesantes que parecían promesas de palabras ardientes y ternuras delicadas.

Sonreíase ante la ilusión de un camino sembrado de rosas deshechas; de un ambiente sin rumores discordantes; y de un amor puro y sereno sin el pecado de los excesos sensualistas, ni el exceso de idealismo, que desprende al ángel de la carne.

Quería para su amor una levadura humana, y no un misticismo vaporoso: el amor que sueña, que alienta, que encariña, que enternece, que conmueve lo íntimo con la sensación del beso, que suaviza las rudezas del arranque, que calma el instinto exasperado, que ríe o solloza en las horas de paz o de duelo, que conserva las ilusiones caras o engendra otras nuevas, que aduna el deleite frágil al goce moral, las fruiciones psíquicas a un ideal permanente del espíritu; ansiaba un amor así, que acompaña y estimula, que no mutila otros amores como él profundos, no fruto de los sentidos, ni tampoco forma intangible de un éxtasis o de una abstracción; río providente cuyo origen puede ignorarse, pero que fecunde siempre, aunque el cauce enjuto alguna vez y abrasado reciba sólo a intervalos la sed de vida de su limo misterioso. Amor sencillo y verdadero, fuerte vínculo de naturaleza, honda afinidad de sentimientos llamados a confundirse y formar un solo fiel de dos vidas, equilibrando las purezas y debilidades del hombre, de manera que la carne no pese más que el espíritu, y que la razón no calle cuando se increpe el instinto en pos de una ilusión que muere.

Y sonreía, ante la perspectiva de una pasión semejante, pensando que, tal vez, siendo posible y adecuada a la capacidad del sentimiento, propia de un anhelo mesurado, armónica con el criterio severo de lo real, no tuviese en rigor más brillo ni duración que tantos afanes y energías que ponen a prueba el temple de un carácter firme y noble, sin más efecto que arrebatarle en estériles luchas la esencia de su vigor. Con todo, no era ésta sino una mera presunción sugerida por la sospecha de perversiones morales, que no había palpado, y que él reducía a un círculo estrecho, en la sociedad en que vivía.

¿Por qué negarse al placer de acariciar el pensamiento de una felicidad, que humanamente debe incluirse en el secreto de nuestro destino, y buscarse a través de las crudezas de la vida, como se busca enmedio de las arenas ardientes el agua refrigerante en el oasis de reposo?

Si es verdad que las pasiones muy raras veces dejan de hacerse la aridez por delante, cuando no el vacío que engendra el hastío o la indiferencia, no es menos cierto que, una, fertiliza, genera y triunfa casi siempre: el amor de lo humano, contenido en los límites de la realidad palpitante, sin negarle raptos sublimes o embelesos superiores al fugaz deleite de la fruición sensual. Sin este sentimiento, delicadamente pulido por la educación, el culto del bien, de lo bello y de la gloria, carecería del fervor que acompaña a esa fe luminosa, cuyo plácido rayo nos viene a través de la mujer. Y así como ese amor existe en plena armonía con nuestras facultades y deseos, sin que pueda confundirse en ningún caso con los delirios del vicio, debe haber entonces para él una humanidad sensible y pensadora, muy diferente a la porción que refina en cierto modo los apetitos de la bestia, para revolverse y hozar en su propio fango deletéreo.

Acariciaba Raúl la idea de que esta dicha relativa no era un imposible, especialmente en la sociedad de su país, nueva, lozana y robusta, donde el rudo embate de pasiones funestas no había logrado aniquilar en los hogares las virtudes austeras y los delicados anhelos del espíritu. Por natural asociación de ideas, traía andando a su mente las imágenes de dos mujeres, que se diseñaban bajo formas e impresiones distintas y que parecían resumir dos fases de la sociabilidad de su patria. La una Areba, que representaba a sus ojos el elemento variable que crece y se desarrolla dentro de los gustos e inclinaciones de las clases laboriosas venidas de otros climas, que se vinculan a nuestro suelo y van alejándose de sus fuentes primitivas en proporción al grado de influencias locales. Esta bella rosa mosqueta, no dejaba, sin embargo, de deberlo todo al sol de la tierra.

La otra, Brenda, presentábasele como una expresión pura y correcta de la familia antigua, sin otros lazos de cohesión con la nueva, que los formados lentamente por comunes ideales y aspiraciones. Con dificultad podría escogerse entre el derivado y el tipo primitivo en cuanto a belleza, ¡cómo discernirse en plantas de selección natural e inconsciente el premio a la mosqueta o a la rosa pálida!… Pero el orgullo debía ser en una el complemento de lo externo; en la otra la sencillez adorable. ¿Sería, en efecto, aquella alma algo de extraño y fantástico cual una armonía de Wagner? ¿Sería ésta algo de dulce, y tierno como una trova melodiosa?

En esos momentos sonó un aire de Sonámbula. Raúl, poniendo atención a las melodías que escapaban del teclado bajo la presión de una mano maestra, volviose a sonreír, como si en realidad hubiesen sido aquéllas una contestación precisa y adecuada a la fórmula de su soliloquio.

Fuese acercando lentamente hasta llegar al cerco formado de arbustos entrelazados por alambres. Percibíase en el centro de la quinta, en parte oculta por el tupido follaje de grandes manzanos, una glorieta cubierta de madreselva, con dos entradas, de donde partían senderos de fina arena. Destacábanse a los flancos hermosos medallones, verdaderos criaderos de flores escogidas que embalsamaban fuertemente el aire. Una fuente de piedra rústica sin pulimento, dejaba escapar de la boca de un pez de conchilla y greda un hilo de agua cristalina, semejante a un arco de acero a la luz lunar, que caía con un murmurio leve en su taza de granito.

Aunque próximo, no se alcanzaba a dominar el edificio desde aquel sitio a causa del ramaje; pero la claridad que salía de una ventana de la fachada principal permitía distinguir la verja de hierro sostenida por pilares, y en gran parte invadida por plantas trepadoras. Nada de pompa en aquella mansión de campo: todo parecía respirar el mismo gusto sencillo de los jardines laterales. Apenas les servían de adornos algunas estatuas de caprichosos minerales del país, dispersas entre los árboles, asomando en el follaje sus cabezas y bustos a manera de furtivos paseantes que se hubieran detenido y quedado inmóviles, al sentir el rumor de sus propios pasos.

Apoyado en el seto escuchó Raúl hasta su conclusión el trozo de ópera; y por algún tiempo se mantuvo allí, extinguida ya la última nota, como embargado por una dulce atracción. Caía sobre él toda la sombra proyectada por varios árboles sin frutos, que por lo mismo parecían haber hecho alianza sólida, y estrecha confundiendo sus torcidos brazos en apretados anillos y enmarañada trama. Al observar esta red singular, el joven, que tenía su pensamiento en los obstáculos secretos del futuro, creyó ver en esa alianza de los árboles estériles el fiel trasunto de la que celebrarían contra él tal vez muy pronto, los espíritus sólo aptos para el enredo y la intriga en los bastidores de la comedia social.

Asaltáronle presentimientos vagos; a su influjo pensó en el regreso, y decidiose a hacerlo, cuando de súbito el ligero roce de una falda sobre la arena del sendero cercano le retuvo en su sitio. Perfectamente encubierto como lo estaba, no hesitó en observar, avistando, bien luego en la callecita de arena una sombra blanca que se dirigía a la glorieta a pasos retardados.

Una vez en el centro del claro que formaba la luna, esa sombra se detuvo irresoluta; y pudo entonces Raúl reconocer a Brenda, en poético descuido, con los ojos inclinados y sueltos los dorados cabellos. Breves instantes permaneció ella así: echó luego atrás su hermosa cabeza como para aspirar mejor el aire puro de la noche, y en esa actitud que descubría una garganta admirable, la claridad plateada iluminó aquel rostro de azucena, que Raúl soñara haber visto en otros tiempos.

La joven entró a la glorieta. Encaminose de repente al cercado, hacia el sitio en que se encontraba Raúl, y deteniéndose a pocas varas de él, extendió sus lindas manos, separando las ramas con sigilo. Felizmente aquel lugar era demasiado sombrío y no podía ser visto. La red protectora encubría sus menores estremecimientos. ¡Estaba más cerca de lo que él hubiera imaginado, momentos antes, la causa de sus emociones!

Brenda asomó por entre dos arbustos su bella cabeza, con rapidez, temerosa de la obscuridad, y en actitud de volver pronto sobre sus pasos.

Desde allí no podía distinguirse más que la casa de Raúl. ¿Dirigía a ella su mirada? La lámpara ardía en el gabinete de trabajo, y un pálido rayo de luz teñía las ramas salientes del ombú y se dilataba hacia el campo.

Allí tenía puestos sus ojos…

Conservó algunos instantes, trémula y agitada, los gajos entre sus dedos, y arrancose de improviso a su contemplación, alejándose con presteza a lo largo de la arboleda.

Viola Raúl cruzar frente al pabellón, sin ruido, ligera y vaporosa, y perderse en el bosquecillo, entre aquellas imágenes de piedra que asomaban sus cabezas con aire de grave misterio veladas, por guirnaldas y espirales de yedras.

Reprodújose entonces en su memoria la de una niña que vestía luto, entrevista en una noche de bruma a altas horas, a la puerta de un consultorio, donde implorara en vano el auxilio de la ciencia para la amada madre, que como la de él sucumbía. Algunos años habían transcurrido desde el doble deceso, y aquel vínculo de común desgracia parecía reanudarse a la distancia para servir de precedente necesario a una profunda simpatía.

Capítulo 7. Estrella del mar

Cuando Zelmar dejó a Raúl, bajó preocupado las gradas del vestíbulo, puso un pie en el estribo de su carruaje, y antes de subir hizo una seña al cochero, que se acercó para recibir ciertas instrucciones en voz baja. Enseguida el vehículo arrancó, rodando sin estrépito sobre un suelo de tierra firme.

Empezaban a cubrir todos los objetos las primeras sombras. El carruaje siguió por la calle de Cebollatí, vía despoblada y solitaria, apenas favorecida por algunos setos y ombúes ramoneados, hasta la de Santa Lucía, no menos triste y obscura, llena de huecos y sotos, terrenos incultos y altas yerbas secas y amarillas. A lo lejos veíase una que otra luz oscilante de coches que cruzaban por caminos más frecuentados, o el fulgor color sangre de las linternas convexas de los tranvías.

Una vez en la calle de Santa Lucía, dobló a la derecha y prosiguió su rápida marcha por la de Isla de Flores, de manzanas retaceadas y faroles dispersos, a manera de escuchas, especialmente en las proximidades del cementerio Central, que parecía trasmitir a aquellos barrios silenciosos de una tranquilidad profunda, como una sombra fría y funeraria.

Se deslizó por esa calle largo trecho sobre un afirmado enriscado y difícil, propio para tumbos y vaivenes, hasta llegar a la de Andes, que recorrió breve espacio. En la usina del gas brillaban vivas luces que esparcían en redor una claridad blanca y extensa, en tanto que de lo alto de su chimenea, prolongada pirámide perdida en las tinieblas, se desprendían otras de tinte rojizo entre una pequeña humaza azulada.

El carruaje se detuvo en la callecita de Valles, estrecha y reducida. Ésta forma, con la de Miní, sobre un terreno mal repartido, ocho rectángulos con edificios desiguales y angostos en su mayor parte, y ambas corren paralelas a la de Isla de Flores hasta el pequeño cabo o punta de tierra en que concluye la tortuosa calle de Ciudadela, divisoria de la ciudad. Las dos callejuelas tienen entrada por la calle de los Andes, y salida hacia la costa por los claros de la de Ciudadela, formando con las adyacentes un ángulo casi recto.

Se notaba en la de Valles a esa hora, poco movimiento. Uno que otro transeúnte, cruzando las aceras, y algún organillo haciendo oír en la esquina desapacibles sones, constituían toda su animación. Por la de Andes solían atravesar cuadrillas de obreros con las blusas al hombro para soportar mejor el peso del pico o la pala, los sombreros raídos en las nucas, callados y sudorosos, dirigiéndose a paso lento y uniforme hacia las posadas favoritas, donde formar mesa redonda, y escanciarse el grueso vino tinto, propio para llenar de vapores densos el cerebro y matar la pena más gruesa aún de la jornada.

Zelmar bajó rápidamente del coche, y dijo sin detenerse:

—Puedes regresar. Mañana a las seis ven a esperarme en este mismo sitio.

Enseguida, desandando parte del trayecto, encaminose hacia la costa, deslizose por la rampa, y volviendo sobre la izquierda, se detuvo a corta distancia, ante una casa modesta, con frente y ventanas al río.

Toda esa costa al este, y en su prolongación hacia el sur, resguardada al final de los declives por murallones provistos de mesillas y peldaños de gneis, que terminan en el terreno peñascoso de la orilla, marca el estuario o constituye verdaderamente el litoral sinuoso en que se percibe de una manera sensible el doble movimiento de las aguas marinas. El caudaloso río no mantiene ya allí con el océano la porfiada lucha, y su corriente marcha con el paso tardo e inseguro del paladín abrumado por la fatiga de muchas horas de combate rudo. La extensión acuosa empieza a dilatarse a todos rumbos gradualmente; y el dorado de los fondos dulces retrocede en sus excursiones atrevidas, apenas siente el sabor amargo del líquido en que sobrenadan las medusas y toninas, apuntan rudimentos de algáceas y coralinas, y asoman más adelante, cerca del cabo, las aletas dorsales de algunos escualos vagabundos. En días de tormenta las verdosas olas, encrespadas y bullentes, levantando o sumergiendo como frágiles corchos las barcas de los pescadores, en sus lomos indomables y en sus movibles curvas, parecen reclamar los derechos del océano al romperse con imponente furia en las rocas del litoral, cuyas eminencias rasan y salvan en masas de brillante espuma.

La casa frente a la que se detuvo Zelmar dominaba desde sus ventanas la líquida llanura, y grandes grupos de peñascos, hacinados, que formaban una costra consistente, cubierta de protuberancias deformes, negras y erizadas.

Era ya entrada la noche, cuando el joven llamó suavemente a la puerta.

—¿El señor Bafil? —preguntó alguien con acento quedo, entreabriéndola con lentitud.

—El mismo, Gertrudis.

—¿Ocurre novedad?

—Ninguna —respondió una mujer, dejándole el paso libre, y cerrando tras él la hoja.

—La pobrecilla sentía impaciencia, y me ha interrogado por usted varias veces.

Un reverbero alumbraba desde el fondo del zaguán esta escena.

La llamada Gertrudis era una persona de cuarenta años, más o menos; fisonomía colorada y llena, pelo de un rubio deslustrado, boca lasciva, desprovista de algunos dientes, ojos redondos y perspicaces, con cejas ralas y casi blancas, nariz de vómer muy hundido, anchas fosas y sin duda de olfato fino, y frente de piel rugosa con huellas de paño.

Medida, reposada, discreta en sus modales y expresiones, tenía el aire marcadísimo de un trotaconventos. Debía ser hábil para llenar las formas, husmear los desfallecimientos de la inocencia y tentar al candor en cierto cuarto de hora en que la mirada está absorta en el abismo.

Respiraba esencia de romero. Vestía decentemente traje de seda negra, con escote, y lucía en su cuello grueso y algo escoriado, una cadenilla de oro con relicario.

Aunque se había dado escofina, nada disimulaba lo tosco y grotesco de su persona. El polvo aplicado a su rostro y cuello formaba líneas blanquizcas en las sajaduras, dejando al descubierto las partes rojas y amoratadas, semejantes a verdugones reacios al emplasto y al colorete. En la diestra ostentaba una sortija con piedra de ágata, en que se leía la palabra Recuerdo. Dábase aire con un abanico adornado de plumas de flamenco y cisne, y conversaba encima del oído manteniendo con la mano izquierda levantada la falda, en actitud de la que cree que aún conserva tesoros codiciables.

Zelmar miró su reloj, y dijo:

—En verdad me he retrasado, y lo siento, pero estoy en tiempo de reparar la falta.

—La mesa está dispuesta, y ella aguarda. Puede usted entrar.

Gertrudis acompañó a Zelmar a través de una salita y un retrete, que se encontraban en tinieblas y se detuvo ante una puerta, diciéndole siempre en su voz baja y meliflua:

—Ahí está la hermosa. Me vuelvo y dejo a usted libre.

Y aquella mujer, en cuyo acento se conocía un origen extranjero, empujó dulcemente al joven, desapareciendo luego sin ruido en las sombras.

Apenas puso Zelmar su mano en el pestillo, abriose de súbito la puerta, demasiado tiempo cerrada a la impaciencia del amor, y una joven se arrojó en sus brazos, estrechándole con ardiente cariño.

—¿Por qué has venido tan tarde? —preguntó con solicitud extrema, volviendo a enlazar el cuello de su amante—. ¡Cuántos días hace que no nos vemos!

Él la besó en la boca diciendo:

—Perdóname, pues que me reconozco culpable. Pero si no hubiese demorado, ¿tendrías esta ocasión de reprocharme, y yo de prodigarte mayor afecto, si posible fuere?

—¡Oh, sí! Yo lo quiero todo. Estoy temblando no sé por qué, y ahora que tú has llegado, siento más grande este temblor…

—Vamos a cenar.

—Perfectamente —dijo Zelmar arrojando su sombrero—; el amor no excluye el apetito, y es regla higiénica no dejar transcurrir la hora. Desecha ideas tristes, Cantarela, pues me duele esa zozobra, y siéntate aquí, a mi lado, alegre y expansiva como en otras horas, para probar del mismo manjar y libar de la misma copa.

La joven sonriose y tomó asiento, abandonando una mano entre las de su querido.

—Quisiera estar así para agradarte —repuso luego—; ¡pobre de mí! Tengo miedo al pensar en la vuelta de mi padre y de Gerardo, que le acompaña, y a quien él me quiere dar por marido.

Ciñó con sus manos, al decir esto, la cabeza del joven, mirándole en los ojos con ternura.

Zelmar, que se había quedado un momento pensativo, la atrajo hacia sí suavemente, hasta unir su rostro al de ella.

—¿Será muy pronta esa vuelta? —preguntó.

—Hace mucho que se fueron a la pesca de lobos, pues necesitaban de su trabajo, con ese motivo en la isla; y por otro lado, daban poco entonces las pesqueras de la costa. Esto los decidió y se dieron contentos a la vela.

Mi padre me recomendó sus redajas y la red de grande de jorrar, cuyas mallas yo componía siempre tendiéndola en las toscas bajas de la playa…

En eso estaba una tarde, cuando me conociste.

Y retiró lentamente la joven, cabeza y manos, fijando otra vez en su amante unos ojos negros, rasgados y expresivos, de pobladas pestañas y cejas de crespón, llenos de ese brillo y fuerza misteriosa que revelan la voluntad y pasión ardiente.

Tenía Cantarela la tez morena, pequeña la boca, rojo subido el labio y muy blancos los dientes; una nariz fina, una ligera sombra sobre el labio superior formada por un vello diminuto, sedoso y suave, y fugaces tintas de rosa, esparcidas en las mejillas, que eran como otros tantos besos de la brisa de las playas, daban al conjunto esa gracia e interés que aumenta el encanto de la juventud y del amor. Su hermosa melena negra, caída en onda sobre la frente, y recogida por detrás en gruesas trenzas, podía servirle de manto. La cintura delgada, la espalda algo estrecha y el seno saliente y mórbido, completaban las formas de esta ondina, arrancada a su elemento amargo por el prestigio de la ilusión. El sol y el viento de la ribera habían rasado su piel, sin dejar en ella rastro sensible; pero en cambio los peces al saltar veloces de la barredera a la barca o a la arena, habían hincado más de una vez las punzas de las aletas en sus manos dejándoles ligeras huellas. Con todo, aquellos dedos que sabían arrancar branquias y tejer redes, eran hábiles también para improvisar bucles en la cabellera de su querido.

Amaba con vehemencia, sin reserva, sin escrúpulos, sin cálculos, con todo el corazón. ¡Y así quería ser querida! Entregarse sin interés, creyendo en la sinceridad ajena como en la propia, era para ella lo natural; aquel elegante y gallardo mancebo se sentía satisfecho de sus caricias, y como ella debía ser siempre la misma, ¡nada más embriagador que ese eterno delirio!

Zelmar volvió a oprimir su mano.

—¿Por qué sospechas tan mal de mí? —contestó en tono insinuante y persuasivo—. Desde el día que recuerdas reinas en mi corazón, que pareces haber envuelto en sal marina para reservártelo todo entero; ingrato sería si no compensara tu amor con otro idéntico, y ofreciese a tus deseos más mínimos dulce satisfacción. ¿No estás contenta en este asilo? ¿Temes el regreso de los ausentes? ¿Te es ya, acaso, odioso el sitio en que nos vimos y donde empezamos a amarnos? Si así fuera, pronuncia una sola palabra, y tendrás todo, que yo no he de abandonarte. Y ahora ¡un beso en ese labio de coral!

—Uno, no…

—¡Entonces muchos!

—En la tarde vine con la cabeza que me ardía; y era porque al pasar me miraban con mal gesto los hombres de la orilla, como si encontraran alguna vergüenza negra; y al pensar que pronto no me querrías, sentía andando, una pena que me hincaba el pecho como un cuchillo.

—Nada te importen esas gaviotas grises, amándote yo, y no recuerdes que bajaron a tu estela, lanzando sus roncas quejas. Acerca bien tu silla y cenemos.

La joven pasose la mano por los ojos, como para ahuyentar amargas preocupaciones, y quedose silenciosa.

Aromadas flores de vivos matices rodeaban en artística guirnalda la mesa.

La atmósfera saturada de perfumes contribuyó con los líquidos generosos a excitar la fantasía, a medida que la cena tocaba a su término, y mil palabras dulces se cruzaron envueltas en ternezas. Relegáronse al olvido, sin mucho esfuerzo, las dudas y presentimientos que habían embargado el ánimo, y empezaron a germinar las ideas incoherentes, entre frases sentidas y apasionadas.

De una misma copa bebieron los amantes, echando cada uno en ella su porción de dicha, para saber quién se la libaría toda; y disputaronse la copa, besándose en los labios, hasta que sorbió al fin Cantarela su último resto.

Reía y parecía feliz. Sus ojos estaban húmedos y lucientes, el seno palpitante y entreabierta la boca, ornada de perlas.

—¡Cómo bramaba anoche la tormenta! —exclamó de súbito, y parecieron velarse aquéllos con una sombra.

—¡Pobres de los que andaban en el mar! Tú no sabes eso… se piensa entonces en la Virgen, y se reza…

—No quiero pensar; hay aquí mucho veneno…

—Las flores embriagan sin sentirlo —dijo Zelmar enlazando su cintura con el brazo izquierdo, mientras libaba con la diestra una copa de champagne.

Los ojos de Cantarela brillaron con un fulgor sombrío, y sin contestar nada, arrastró a su amante al retrete, que se conservaba en tinieblas. Zelmar cedió sin resistencia, empeñado en cantar una romanza cuya letra había olvidado en ese momento.

Dirigiose a la ventana, con paso firme, y la abrió por completo. Zelmar volvió a enlazar su talle, atrayéndola con dulzura, y ella dejó caer la cabeza en su hombro, aspirando con fuerza el aire fresco y puro de la ribera.

La noche estaba estrellada y tranquila.

Percibíase apenas el escarceo de las olas al lamer mansamente las peñas de la costa, destellando pálidos reflejos; y a la distancia, en el fondo obscuro del horizonte, las luces rojas o azules de algunas naves que entraban a marcha lenta en la bahía.

Mecíanse varias barcas en suave cabeceo en las pequeñas abras de la costa, ceñido el paño, y sujetas a la maroma; en tanto que otras, haladas sobre terrenos areniscos, semejaban extraños cetáceos muertos, depositados allí por la marea.

De improviso hizo resaltar la solemnidad de este silencio un canto lejano modulado con un tono acompasado y melodioso, cuyas voces eran claras, vibrantes y bien distribuidas, extendiéndose a lo largo de la orilla como una plegaria llena de fe.

Cantarela se estremeció, alargando su brazo hacia afuera con un movimiento rápido y nervioso.

Era un coro de pescadores.

Una de esas barcarolas o playeras graves y profundas, en que suelen descollar voces de un timbre soberbio, mezcladas a las bajas notas de pechos enérgicos y cavernosos parecidas a rumores de ondas, himnos del mar inspirados por la tristeza de las playas, la majestad de las aguas, la magnitud del peligro, la aridez de las rocas, el calor de las arenas, la fosforescencia de las espumas, la placidez de la bonanza, o la furia de las tormentas; y cantadas con sentimiento que conmueve, en la hora silenciosa del descanso, sobre las peñas, con la mirada perdida en la línea de las dos inmensidades, sin otra música que el monótono son de la marea y el columpio de las barcas al impulso de la brisa; cánticos sencillos y sonoros que arranca el cansancio de la lucha, y que consuelan y retemplan para la lucha de mañana, en que se levará al nacer el sol el ancla, con una esperanza nueva.

Sobresalía entre aquellas voces una argentina y melodiosa, de una frescura y vigor admirables, a través de la distancia, que daba al coro melancólico encanto.

La pescadora se había quedado inmóvil, casi anhelante, con el oído hacia la ribera.

—¡Esa voz! —murmuró—, ¿no la conoces?

—Podrá ser: es muy simpática. Pero dudo que alcance al do sobreagudo.

—No me siento bien aquí.

—¿Hay también veneno en la brisa de las playas? —preguntó Zelmar, riendo y cerrando la ventana.

No le daremos entonces paso; y ven a mí sin angustia, mi más caro afecto. Al pasar, la habré oído tal vez, pero todos mis sentidos estaban seguramente concentrados en otra parte, y era en aquella donde vivía la más linda mujer, en todo el largo de las costas, oculta como una concha delicada. La amé, y la ofrecí todo un tesoro de sentimientos que ella aceptó, dejando entre las toscas redes los míseros ensueños de una existencia obscura.

—¿Te has arrepentido, acaso?

—¡Oh, no… !

Puso ella la mano en la boca del joven, y por un momento permanecieron estrechados, en voluptuoso deliquio.

Ya no hablaron más.

Media hora después un silencio profundo reinaba en la cámara obscura.

Oíase, en tanto, a lo lejos, el canto de los pescadores, menos alto y sonoro, pero más triste y sentido, dilatándose en monótonas cadencias por la soledad del mar.

Capítulo 8. Rayos dorados

En la mañana siguiente, entre risueño y pensativo, el joven tomó asiento en su carruaje, que le esperaba en el sitio designado.

Pensativo, decimos, porque las impresiones de la noche, en su sentir, diferían un poco de tantas otras análogas por él experimentadas, y de las que no había conservado muy prolija memoria. Era ya esto un motivo de preocupación; ciertas aventuras suelen concluir en drama. En sus gustos —según él los calificaba—, había consultado siempre la «variedad» sin comprometer la energía de sus pasiones en luchas decisivas, aun cuando fuera de su agrado consumir en su misma raíz las ajenas, por completo. Conservarse entero, conmover, sin sentir fuertes emociones en realidad, importaba una resolución de conciencia difícil de sufrir quebranto. Creía garantirse o por lo menos preservarse, con su segunda educación, de las traiciones del sentimiento.

Por esta vez, sin embargo, temía haber ido más allá, en los entusiasmos de su amorío, y no dejaba de inquietarle la sospecha de complicaciones futuras, muy posibles, dado el carácter de la pasión que había inspirado. A pesar de eso le halagaba su conquista, y se decía con cierta complacencia que Cantarela era quizás «la única playera que no olía a pescado», aunque hubiese crecido entre redes, o sepultádose muchas veces entre espumas de salobres ondas.

En estos amores ligeros, de cariño áspero, de afanes mal disimulados, de exigencias sin mesura, en que por una parte se da todo, como único medio de llenar la capacidad de una pasión ingenua, y por la otra no se impone tributo sino a la fantasía, para mantener una temporada de celo y de apetito no bien repleto; en esos poemas de último orden, por decirlo así, en que la correspondencia es nula en el fondo, y apenas creíble en la forma, como tantos vínculos vulgares a que se da importancia en la vida de ella careciendo, suele suceder que el corazón apasionado concluya por dominar al que no lo está; que la amante eleve al seductor hasta su nivel, y que de una manera insensible destruya su superioridad y le haga siervo de su propia ligereza, más por los escrúpulos que la preocupación social suscitaría en un espíritu, de suyo escéptico en otro género de lances, que por el amor de la carne, la diversión de los sentidos o la fiebre del placer. Aun en los caracteres cínicos nótase el fenómeno de una sensación dolorosa ante la fuerza del reproche, si bien provenga con frecuencia de otros más dignos de él, lo mismo que puede producirla el escalpelo al penetrar en un órgano lesionado y es porque hay algo parecido a una violencia moral en el cariño que no se retribuye, el que cuando no logra atar con cadenas de oro, tiene en su apoyo las mismas preocupaciones y temores del que lo ha provocado.

Zelmar recordaba aquellas palabras de Gabriel Riquetti, de tan clara verdad, en sus cartas a Sofía:

—Cuando una mujer se entrega por completo a un amante, debe haber conocido bien al hombre que su amor le ofrecía. El don de su aprecio y su confianza han precedido necesariamente al de su corazón.

Ya es mucho que la mujer penetre en las recámaras y circunvalaciones del pensamiento del hombre a quien se prodiga, y vaya allí mismo a sorprender los planes del futuro y las infidencias del presente, armada de esa pasión celosa y vigilante que todo atisba y nada perdona, en obsequio a su natural egoísmo.

En estos y otros pensamientos semejantes, iba absorto, cuando vino a apartarle de ellos un incidente pasajero.

El coche, que había rodado por la calle de Andes, detúvose de pronto al llegar a la del 18 de julio, para dar paso a un elegante cupé que conducía a una dama. El encuentro fue inesperado y de sensación.

Zelmar se apresuró a asomar la cabeza, descubriéndose con respetuoso afecto.

Enseguida pensó:

—Viene de misa. ¿Adónde irá?

La dama, que era Areba Linares, al contestar aquel saludo con una sonrisa graciosa, concluyendo de ajustarse un guante, reiteró alguna orden a su cochero.

Mientras el carruaje de Zelmar seguía su marcha al centro, el cupé continuó hacia el este por los rieles de la ferrovía, cruzó por delante del cementerio inglés, y cambió en Médanos de rumbo. A breve trayecto por esta calle, prosiguió velozmente por la de Estanzuela, en dirección a la quinta de Orfila de Nerva.

Los sitios que el cupé recorría han sufrido, transformaciones notables de algunos años atrás, especialmente los comprendidos en la zona ribereña, hasta el Buceo.

Estos lugares, que conoció Azara, y que alumbraron los vivacs de las tropas británicas, después de gloriosos combates, eran a principios del siglo terrenos agrestes e incultos, de pintorescas colinas, cubiertos de médanos, y matorrales sombríos, en los que apenas se alzaban, bajo tiro de cañón de la ciudadela, algunos edificios dispersos de irregulares proporciones. De una parte hacia el levante, casas aisladas, la escuela práctica, el horno de Viana y el matadero de Sierra; hacia el mediodía el cuartel de Blandengues y corrales de Silva, y más al este los de Martínez y de Pérez, y el cuartel de los Indios, con una que otra población solitaria de pesada arquitectura, en sus cercanías.

El tiempo ha pasado su mano sobre esas construcciones de una sociedad vieja, dejando apenas en pie, como vestigio melancólico, alguna obra ruinosa, de aspecto conventual, con sus palomares de antaño, sus corredores húmedos y obscuros, sus enrejados de presidio, sus paredes de caserna de una solidez extraordinaria, y sus chimeneas rectas y macizas, por donde parece aún escaparse el humo de las veladas coloniales.

Bajo la acción del progreso y del cambio que corrige ideas y costumbres, el panorama ofrece hoy muy diversas perspectivas y paisajes deliciosos. Han desaparecido con los lugares desiertos esos edificios negros y tristes, diseminados en las alturas, a manera de centinelas de piedra de la tradición, vigilantes y fieles a la consigna, hasta caer a fragmentos bajo el pico del obrero. El gas alumbra los antiguos matorrales convertidos en paseos; el riel de acero trepa las colinas y se desliza por las pendientes; blancas y alegres moradas se elevan en la espesura de vegetaciones lujuriosas, con toda la belleza y gallardía del arte; fábricas y escuelas se levantan junto a las capillas y monasterios de moderna arquitectura, como indicando que hay una actividad febril y creadora capaz de absorber las fuerzas que la preocupación o la inercia desvían y esterilizan por el momento; el buen gusto se ha difundido con la vida regalada, y ha impreso su sello en las casas de campo, jardines, avenidas, sitios de recreo, formando vías de comunicación fácil y estrecha con la ciudad antigua, cuya traza incorrecta y tortuosa, contrasta singularmente con el plano topográfico de una parte de la nueva, y cuyas escasas condiciones higiénicas impulsan a las familias de regular fortuna a buscar más puro ambiente en los suburbios en la temporada ardorosa del estío.

La casa—quinta de la señora Orfila de Nerva, como la que habitaba Raúl, reunían en su conjunto sencillo y elegante, todos los encantos y alicientes propios para una temporada festival, cerca de la costa, y perpetuamente acariciadas por la brisa marina. El retiro era allí solitario, agradable y tranquilo; verdaderas mansiones campestres, sin el bullicio ensordecedor de la ciudad, y sin la soledad monótona del desierto.

Como de costumbre, hallábase Brenda de pie desde muy temprano esa mañana.

Recorría la quinta con un gajo de nardo lleno de flores en la mano, y un sombrero de pajilla de anchas alas, suspendido del brazo con una cinta de moaré, cuando le anunciaron la visita de su amiga.

Corrió en el acto a su encuentro con el rostro radiante de placer. Era para ella muy grata la presencia de Areba, a quien la ligaba esa dulce e interesante amistad que tanto embellece y tiñe de brillantes colores las horas de la mujer, poniendo de relieve sus sentimientos tiernos y acendrados, mientras la sombra de pasiones absorbentes no empaña, el cristal de sus purezas, marchita la edad la fe del corazón.

Prodigáronse caricias, y muchos de esos besos armoniosos que las mujeres lindas se dan en los labios, sin reserva, y con naturalidad encantadora.

—Vengo a pasar contigo el día —dijo Areba—. ¿Me aceptas?

—Debiera decirte que no, para que no te se ocurran esas cosas. Sabes cuánto gozo con tu presencia, y qué agradables momentos nos proporcionas. Verás qué contento el de mi madre, que no te esperaba hoy ciertamente.

—Me agradan las sorpresas: ¿sigue bien?

Brenda hizo un gesto de disgusto.

—Se ha restablecido de sus últimos quebrantos —contestó luego con acento en que se traslucía alguna pena—; pero ha quedado bastante débil y abatida…

—Eso es natural al salir de una dolencia, y no veo motivo de alarma. Tú estás bien siempre, querida amiga: ¡cada día más bella!

Brenda se puso encendida, y sonriose.

—¿Será porque te regalé esta flor, Areba? La pondré en tu seno, y verás como aparece menos linda que tu rostro.

Y arrancando del gajo un nardo lleno de aroma y de frescura lo colocó en el pecho de su amiga, poniéndose delante de ella, y buscando con los suyos los bermejos labios de aquella hermosura altiva, que sólo parecía enternecerse al suave halago de una amistad profundamente sincera y delicada.

—¡Aduladora! nada me dejas que decirte —repuso Areba con voz blanda y cariñosa, levantándose el velo blanco que cubría sus ojos de grandes y profundas pupilas, para fijarlos mejor en el célico semblante de Brenda.

Luego puso sus manos en los hombros de la joven, y agregó con un suspiro:

—Hoy tocarás el piano, y yo cantaré: ¿te parece bien? Escogeremos la música de Schubert y de Weber, que tanto te gusta, y que impresiona a tu noble protectora; esa música que nunca envejece y que subyuga siempre…

—¡Oh, sí! la elección no puede ser más acertada y ella prueba tu buen gusto. ¡Qué hermosos momentos vamos a pasar! Recorreremos el jardín y toda la quinta, la choza de Zambique, el estanque, la huerta; y después iremos a la costa para conversar con los pescadores, y recoger conchillas y piedrecitas de colores en la playa…

—No tendré tal vez tiempo para tanto, mi amada Brenda; pero algunas de mis horas te pertenecen. Hablaremos de ti, de tus sueños, de tus esperanzas, de tus dichas…

—Y tú me narrarás con más reposo que la última vez el episodio del paso del Molino, en que tan expuesta estuvo tu vida, y del que aún se habla como de un tema preferente.

—¿Por qué no? —dijo Areba, tratando de disimular una emoción—. No olvidaré el menor detalle de aquellos que haya podido dominar con mi vista, y que conserva fielmente mi memoria. ¡Bien hiciste en no acompañarme aquel día!

—Bien… ¿dije?

Y Areba quedó un instante en suspenso.

Pero, muy pronto añadió entre risas armoniosas:

—La pobre Julieta hubo de ser también víctima de aquel suceso; no puedes imaginarte cuánto sufrió en los momentos críticos; y aún, mucho después, parecía que le habían puesto apagadores en la voz… ¡Pero luego conversaremos de esto! Llévame ahora adonde está la buena anciana, que ansío verla.

—¡Vamos allá!

Y las jóvenes, cogidas del brazo, atravesaron con rapidez el espacio que las separaba del vestíbulo, enlosado primorosamente, penetrando enseguida en un gran patio rodeado de corredores, sostenidos por finas columnas estucadas, como las paredes. Cubrían el suelo, en caprichosas formas, gran número de plantas de mérito, circuidas de boj; en el centro una fuente con basamento de mármol estriado despedía dos chorros de agua, a los dos flancos; y trepaban las madreselvas y enredaderas de coral por las columnas, en pintoresca confusión con otras de florecillas azules y encarnadas. Un gran globo de vidrio color violeta, pendía de la airosa arcada del medio, y a los lados dos canastillos caprichosos, figurando largos nidos de colibríes, llenos de claveles del aire.

Oíase canto de canarios, prisioneros en preciosas jaulas de formas chinescas que colgaban de los arcos, rozándose con el follaje terso y verde de los naranjos; y uníanse a sus gorjeos seductores las notas de barítono de un cardenal blanco con penacho rojo, que hinchaba su garganta, firme en un palillo, allá en el extremo opuesto, como escuchándose ufano y satisfecho, a pesar de los trinos melodiosos que encantaban el espacio.

—¡Cuántos como ése pululan por ahí! —exclamó Areba, que no pudo menos de fijar su atención en la petulancia del cantor mediocre.

—¿Has visto? —dijo Brenda, riendo con alborozo—. Es lo más engreído; pero se ha hecho querer, y hay que dispensarle los mimos.

Las plantas, en su colocación, formaban un hexágono regular, con senderos de arena y conchilla. Uno de éstos partía del extremo del zaguán, en línea recta, y terminaba al pie de la arcada opuesta, en cuyo fondo una gran puerta daba salida a la quinta. Dos de los arcos de las galerías, situado el uno frente a la sala de recibo, y el otro al comedor, aparecían cubiertos en parte y sustentaban en serie de lozanas y verdes coronas, multitud de guías de plantas trepadoras, cuajadas de flores, en cuyo seno se veían dos lámparas con bombas de cristal, color rosa y celeste.

Pasadas eran ya las siete de la mañana, cuando las dos jóvenes, con demostraciones de dulce regocijo, entraban en el dormitorio de la señora de Nerva, cuyo suelo había concluido.

Fue como una entrada triunfal, que llenó de júbilo a la anciana; y por largos momentos la asediaron aquellas dos primaveras, hablándole de todo, y comunicándole en cierta manera, con sus parloteos y alegrías, algo de ese entusiasmo de juventud que remueve fibras ya insensibles en los últimos lustros de la existencia.

Capítulo 9. Primeros celajes

La señora Orfila de Nerva, viuda de un hombre distinguido, viose a la muerte de su esposo sin familia y poseedora de una importante fortuna. Aunque retirada desde entonces de los círculos sociales en que había sido objeto de merecidas simpatías, conservaba sin embargo el grado de consideración que se conquista una mujer de virtudes, reapareciendo en aquellos de vez en cuando para recibir las mismas elocuentes pruebas de aprecio. Si bien esto era un consuelo a su soledad, lo fue más la compañía de Brenda, en quien concentró sus mayores afectos. Había vinculado al principio a su existencia a la niña huérfana, inspirada por sentimientos de piadosa filantropía y como un tributo a la memoria del padre, de quien su esposo recibiera nobilísimos servicios, propios de una amistad leal y sincera; pero, a medida que avanzó el tiempo, lo que sólo había sido objeto de un acto de conciencia, convirtiose en verdadera pasión. Un cariño acendrado reemplazó al vacío del aislamiento. El generoso corazón de la anciana pudo compensarse sin esfuerzos de las horas amargas de pasados duelos. Brenda reunía todas las preciosas calidades de estas almas, tanto más elevadas y austeras, cuanto han conseguido salir ilesas del seno del dolor y la desgracia, en pos de una lucha tenaz y ruda. ¡Raro ejemplo! Pero no es sólo el brillante el que soporta la prueba del fuego: hay joyas de carne de mayor valla, que la tentación acosa y rodea enmedio de la miseria y de la noche, sin lograr que su virtud flaquee o empalidezca su brillo. Han nacido como la perla solitaria, y en su crecimiento noble se mantienen ocultas y adheridas, en el interior de su alcázar de nácar, donde resisten el olaje de las pasiones y la presión fatal de fuerzas ciegas para lucir más tarde puras y hermosas en las guirnaldas del amor y de la dicha. Brenda pertenecía a esas naturalezas exquisitas y delicadas, cuya sensibilidad profunda ofrece a la vejez doliente, la lumbre y el calor vital que amengua el frío de sus años. Su cariño entibiaba y removía las fibras como un aliento de primavera: había adquirido el hábito de amar más en la hora del rigor de la suerte, que en los días plácidos y serenos, y nunca se había preocupado de sí, sin pensar a la vez en el deber de conservar entero el culto a su noble protectora. ¡No conocía todavía ningún drama íntimo de conflicto de deberes! Era amada con pasión entrañable. Orfila de Nerva había sabido concentrar en su corazón recogido y envuelto entre los pliegues del recuerdo, el caudal de ternuras no prodigadas por sino de la suerte, y que ella debía gozar más tarde sin reservas. Por esto mismo, sin duda en el exceso de su cariño y creyendo reinar sin rival en aquella alma joven e ingenua, la anciana se proponía la felicidad de su pupila sobre la base de una obediencia respetuosa que Brenda no desmintió en sus días tranquilos. Pensaba no proceder con egoísmo de esta manera. Una niña honesta, según las reglas de las antiguas costumbres y de la educación de otras épocas, tenía asignada en los proyectos de la potestad doméstica la elección casi irrevocable de su destino. Lógica inflexible la de aquel corazón viejo, y en el fondo tiernísimo; no recordaba quizás que también tuvo pasiones vehementes y espontáneas; y por eso, hablando más en ella la dura práctica del tiempo, parecía dispuesta a reñir los ideales juveniles, a burlarse mansamente del ensueño y hacer gesto desdeñoso a la ilusión dorada. Algo de positivismo frío y severo se mezclaba al cariño inefable, el último tal vez que le hacía grata la vida; y al prodigarlo sin reserva, le agregaba un poco del criterio suspicaz del desengaño de que hiciera en el mundo abundante cosecha. Imaginábase así que podía indicar la fórmula de la ventura posible y evitar a la joven las asperezas y dificultades del problema, sin tener presente que toda naturaleza virgen debe a la prueba del dolor su tributo, aunque fuere dejando la mayor parte de sus bellos ideales a lo largo del camino. ¡Cuán difícil, sin embargo, podría ser una transición suave de la actual dicha apacible a una felicidad futura, sin pesares, sin obstáculos, sin fantasías peligrosas!

Brenda había sido instruida y educada con esmero. La solicitud de su protectora siguió siendo extrema a este respecto. Inteligente, juiciosa y contraída, la joven pudo alcanzar ese grado de instrucción que no sería impropio calificar de sólida y eficiente, dados los horizontes que por lo común se asignan al desarrollo intelectual de la mujer en otras partes, y que hanse ensanchado en Montevideo hasta el punto de ofrecer una carrera honrosa al sexo débil. La señora de Nerva, no la proporcionó sino en parte esta educación que ella traía ya de su primer hogar; pero en cambio, al contemplarla, adunó a sus beneficios la de los sentimientos morales y estéticos. Brenda cultivó la música y la pintura, inclinándose más a aquélla que parecía guardar mejor armonía con su espíritu.

El mágico arte constituyó uno de sus placeres predilectos, a la vez que el grato solaz de la anciana. Cuando acompañaba a Areba en el piano, y se confundían en deliciosa conjunción formando un solo idioma indefinible los sonidos de las teclas, bajo dulce o vigorosa pulsación, y las notas arrebatadoras del canto entonado con una voz fresca, llena y melodiosa, la señora de Nerva caía en embeleso como si los ecos de aquel lirismo seductor esparcieran en la atmósfera miles de átomos impalpables del recuerdo. Recién entonces surgían en su memoria, pálidos, los muertos ideales de juventud.

De las predilecciones de Brenda, nada se sabía; pero era notorio que la señora de Nerva consideraba digno y ventajoso su enlace con el doctor Lastener de Selis, que había logrado de tiempo atrás cierto ascendiente en su espíritu, en su calidad de médico de cabecera y de antiguo amigo.

No se ignoraba tampoco que Brenda había respondido a las reiteradas insinuaciones, con estas simples palabras:

—Sabes que soy dichosa: ¿por qué quieres arrancarme de tu lado? Tiempo hay de pensar en lo otro, cuya necesidad no siento, y cuyos desconocidos goces no cambiaría por los actuales.

Y el tiempo había pasado sin que la joven se manifestase abiertamente, y sin que la señora de Nerva, por su parte, insistiera en sus maternales exhortaciones. No era dudoso, sin embargo, que en la época a que nos referimos se hubiesen renovado con alguna exigencia. Brenda tenía sus momentos de melancólico retraimiento, como si algo de grave y solemne inclinara su espíritu a la meditación.

¿Qué de extraño —recordando los beneficios pasados, y reconocida al favor del presente—, que la joven sostuviera una lucha quizás superior a sus fuerzas entre los designios formales de su protectora y los secretos impulsos de su propio corazón?

Esto era posible, como posible es que de causas en apariencia ínfimas y pequeñas, cuando no desconocidas, nazca el infortunio, sobrevenga el drama y se perturbe la paz de la familia.

De una existencia cómoda, la joven, todavía niña, había pasado a la orfandad y al aislamiento, y de esta amarga situación, a una vida de opulencia en que un amor extraño, pero sincero y profundo, reemplazaba bien los halagos del primer hogar. En este último período era que había fijado recién sus ojos en el mundo, que le ofrecía sinnúmero de encantos y misteriosos deleites, y comprendido que su deuda de corazón sólo podía ser cubierta por excesos de ternura y de respeto. Explicábase, pues, la tribulación de su espíritu, que ella ahogaba en la más discreta reserva, y en un absoluto silencio.

En la mañana de que hablamos, en instantes en que Brenda no se hallaba presente, la señora de Nerva dirigiéndose a Areba, díjole en tono de afectuosa confianza:

—Bien sé que usted anhela como yo la felicidad de mi pupila, y no ignora que ella aún se muestra irresoluta. Conoce usted mis propósitos, a cuya realización nada se opone, y en los que a mi juicio se funda el futuro bienestar de Brenda. Esta dolencia que me aqueja y no me abandona, me hace pensar seriamente en esas cosas, y cuento para el éxito con la excelente intervención de usted. Ella es dócil y accesible, y su amistad mucho puede. Sueño con esta criatura, Areba; es mi único afán, mi sola preocupación y mi último cariño. Sus escrúpulos de niña serán disipados fácilmente al menor esfuerzo de su parte, y espero de usted tan señalada bondad.

Areba escuchaba entre atenta y pensativa, pasando entre sus dedos la borlilla del abanico.

Pareció animarse, cuando la anciana aproximándose bien a ella, añadió en voz muy baja, como temiendo ser oída:

—He notado que algo de nuevo pasa por el ánimo de Brenda, y mucho me aflige que no sea eso efecto exclusivo de mis cariñosos consejos. ¡Quizás yo me engañe, y dichosa sería! Pero algunas cosas han pasado que me tienen inquieta, y tiemblo a la idea de un amor…

Interrumpiose, y se volvió con presteza para cerciorarse de que estaban solas, con el índice en los labios, y el gesto especial de quien titubea en revelar un secreto.

Brilló la mirada de Areba, que murmuró solícita, e impaciente:

—De un amor, decía usted…

—Sí, ¡de un amor imposible!

—Es grave.

—Lo considero así, y por eso me apresuro a prevenir las ocurrencias. ¿Puedo contar con el prestigio de su afecto?

En ese momento apareció Brenda en el umbral, abriendo y cerrando un quitasol de raso celeste.

—Ya estoy pronta, querida amiga —exclamó con alborozo—, para una gira por la quinta. Andaremos entre los árboles, mientras el sol no queme; de aquí hasta la choza de Zambique, y de allí el regreso: ahí tienes mi itinerario. ¿Verdad que es bastante, madre, para lo que resta de la mañana?

—Así es —contestó la anciana sonriendo—; pero tengan cuidado con la cachimba, y no se aproximen demasiado al estanque grande del fondo…

—Iremos con juicio —dijo Areba levantándose, y arreglando ligeramente su tocado—. Está tan puro el aire de la mañana, que invita de veras al ejercicio.

La señora de Nerva las acompañó hasta la arcada, e hizo allí una seña expresiva a Areba, al dejarlas.

Las jóvenes se internaron en la quinta, por una calle de árboles frutales, hojosos y sombríos.

—¿Son agradables las vistas vecinas? —preguntó Areba con aire distraído—. Nada me has dicho sobre el particular, y éste es un detalle muy importante para la que como tú pasa todo el verano en el campo.

—Todas las vistas son muy bellas —respondió Brenda, cuyo semblante se tiñó de un fugaz carmín—; y difícilmente podría indicarte preferencias. Aparte de las colinas y médanos que se extienden más allá del estanque, que se encuentra al fondo, todos los alrededores están llenos de quintas y chacras muy bien cultivadas. Después, la costa, que es tan pintoresca. ¿No te gustan las olas, y el aire de la playa?

—Sí —repuso Areba meditabunda—; todo eso me halaga por momentos. La naturaleza es como una persona a quien hemos visto desde muy niños, y que se conserva a nuestros ojos casi inalterable con singular artificio, a pesar del tiempo que ha destruido nuestras ilusiones, sin convertir en calva su cabeza, ni en caverna su boca. Esta especie de Fausto se hace monótono, a semejanza del solterón empedernido cuyas gracias pasan de moda; y es preciso refugiarse en la soledad, con nuestras tristezas profundas, para encontrar algo de nuevo en el cuadro de todos los días, y en los contrastes de todas las horas. Enmedio de la alegría, o por lo menos de satisfacciones naturales que nos rodean, en sociedad o en familia, el espíritu se preocupa más de lo que le afecta de cerca y ha de constituir su contentamiento más duradero; así acaece que se busque en lo real lo que resalta y proviene del refinamiento de gusto, y puede identificarse con nuestro ser… Dime: ¿No se te ha ocurrido cosa semejante, al pensar en un hombre, que es encarnación y no sombra, que has visto, que has hablado, cuya mano has estrechado tal vez, sin notar en ella el hielo del mármol, sino el dulce calor de la sangre que comunica otra vida a las venas, y despierta emociones desconocidas hasta entonces?

Al decir esto, la joven fijó en su amiga una mirada penetrante y extraña, que produjo en ésta alguna turbación.

—Parece que hubieras amado mucho, Areba —respondió Brenda estrechándole la cintura con su brazo con fuerza nerviosa, mientras hacía girar en el aire con el izquierdo la sombrilla.

—Sabes que me consideran indiferente, o por lo menos demasiado vanidosa, para entregar sin lucha mi corazón. Las grandes comodidades que me rodean, no bastan a desviar la sospecha indigna de que uso balanza en amores que aún no he sentido, pero que me han atribuido siempre, pretendiéndose haber sondeado mis sentimientos íntimos; y pienso a veces que se desea que yo represente el papel que se me asigna, y que mucho temo concluya por agradarme. Pero no se trata ahora de esas cosas. Hablemos de ti, pues a ello consagro estos instantes. No has contestado todavía a mi pregunta.

Guardó Brenda un breve silencio, y luego dijo con acento tembloroso:

—Allí cerca del seto hay un banco de piedra, cubierto ahora por la sombra de altos naranjos. Si quieres nos sentaremos en él, y conversaremos sin fatiga, antes de ir a la choza. Lo único que puede molestarnos es la marímbula de Zambique, pero tal vez no esté hoy tan filarmónico.

—¿Qué es eso?

—El instrumento músico del viejo negro, que tú no sabes es casi todo su idioma, pues él habla poco o casi nada, hasta el punto de entenderle nosotras solas.

—Bien: iremos al banco de piedra.

—¡Qué hermosos árboles! Se siente uno con placer aquí.

¿El seto adonde vamos, mira hacia el mar?

—Sí… pero hay otra quinta por medio, que sin embargo no priva por completo de la vista.

—¡Ah! Y ¿qué familia ocupa esa quinta?

—Familia… ninguna. Parece ser un hombre solo.

—¿Joven?

—Sí.

—¡Qué vida solitaria!

Debe pasar horas muy melancólicas ese joven, querida amiga, aun cuando el romanticismo le absorba.

—Tal vez…

Sonrojose Brenda al pronunciar esta frase.

Una leve sonrisa entreabrió los labios de su amiga, quien mudando de tono, se apresuró a decir alegremente:

—Desde aquí veo una parte del seto, y algunos pitacos gigantescos que mucho me agradan porque reúnen colibríes en sus flores amarillas. ¡Lleguemos cuanto antes!

Precipitaron ambas el paso, y en pocos momentos estuvieron junto al sitial de piedra; pero apenas acababan de sentarse, cuando resonó a cierta distancia una detonación, seguida de un silbido suave y de un ruidoso aleteo, como de ave de vuelo tardo y pesado.

Segundos después, una hermosa perdiz salvaba el seto con las alas tendidas, que arrolló bien presto, para caer verticalmente sobre el musgo delante de las jóvenes, destilando sangre por el pico.

Recogiola Brenda en el acto, y pasó con cariño su mano por el sedoso plumaje, levantando la vista hacia el seto, trémula y afligida.

—¡Pobrecilla! —prorrumpió Areba con su aire abstraído—. ¡La han herido en la entraña!

Capítulo 10. Los esteros de Carrasco

A algunos kilómetros de Montevideo, hacia el oriente, los campos presentan una sucesión de oteros más o menos elevados, que domina el brazo del agrónomo. El cultivo de la costra arable, a todos rumbos, ha reemplazado la dehesa del pastoreo; las pacíficas vacas lecheras al ganado arisco; y regadas vegas, caseríos y villorrios, a las antiguas propiedades de riqueza pecuaria. La semilla y el grano, la verde gramínea y la espiga dorada, germinan, brotan y se elevan donde antes crecían el trébol, la gramilla y el árido cardo de penachos azules; surgiendo a la vez con la agricultura que todo lo suaviza, empezando por la dura costra que reposa sobre el limón pampeano, las pequeñas industrias productivas, que atraen nuevos agentes, y útiles más perfectos a la labor fecunda.

En los contornos de los esteros de Carrasco, nótase ese aspecto risueño de vida y de trabajo. Estos sitios fueron en otros años los predilectos de los buenos cazadores, y por entonces, los perdigueros levantaban fácilmente de los altos pastizales excelentes piezas de caza menor y poblaban las ciénagas numerosas becasinas. Pero, en la época a que nos referimos, el monte no presentaba sino anchas brechas; y el álveo del arroyo no escondía sus ondulaciones de culebra entre el doble festón de producción arbórea, que el hacha del leñador ha ido talando lentamente.

Solían, sin embargo, bajar allí retozando los patos silvestres, las otras aves, codiciadas siempre por su hermoso plumaje. Esta circunstancia estimuló a Raúl a trasladarse al sitio, antes de apuntar el alba de aquel día.

Era la caza una de sus pasiones favoritas, y hacía periódicamente excursiones lejanas, en busca de campos abundantes en perdices y piezas mayores.

Esta vez había limitado hasta allí su paseo, y escogido la parte menos frecuentada de la orilla, —parajes que visitarán poco los numerosos cazadores que usaban todavía las viejas armas de baqueta y pistón, el cuerno de la pólvora gruesa y el largo municionero de resorte y piel de cabra, señalando su trayecto con un reguero de humeantes tacos sobre las secas yerbas—. Como su objeto no era, a semejanza de muchos de estos aficionados, cazar con perdigones de plata, se esforzó en recorrer los sitios más solitarios a la par que pantanosos, propicios a las aves, cubiertos de juncos o de nutridas masiegas.

No se explicaba él, bien claro, el motivo de haber limitado hasta aquellos esteros su excursión; pero la verdad es que temía alejarse demasiado del lugar de su residencia, que ofrecíale encantos mayores, y oportunidad quizás al regreso de pasear sus vistas por los vecinos jardines.

En tales lugares sorprendiole la aurora; una aurora de estío, fulgurante, tibia y serena, con nubecillas de coral sobre un fondo de zafir.

Habíase sentado al pie de unos talas, al acecho de los patos que pasaban de vez en cuando, en parejas o en grupos sobre el arroyo, con las alas arqueadas, en engañosa actitud de descender, lanzando roncas notas, al dirigir el movible cuello a uno y otro ribazo con manifiesta inquietud.

En vuelo lento y majestuoso, que contrastaba con la rapidez de estos palmípedos, solía venir entre ellos alguna cigüeña blanca de manchas negras y dentado pico; o algún fenicóptero de alas color de fuego y pecho albo rosa flotando en el espacio como suspendidas por el aire, a manera de enormes pandorgas teñidas de brillantes colores.

Agitábase todo en derredor, cual si al aparecer la aurora, una onda prodigiosa de vida se hubiese desprendido del horizonte, bañando los paisajes en oxígeno y luz nueva. Era un despertar risueño y seductor, con cuadros llenos de variedad e interés.

En un árbol partido por su cúspide, en forma de cilindro oblicuo, y provisto aún de algunas ramas de escasas hojas, veíanse dos nidos de lodo, a poca distancia el uno del otro; moradas ingeniosas que los pequeños arquitectos consolidan con cerdas y hebras vegetales, con un tabique que resguarda los huevos de la hembra y separa los compartimientos destinados al sueño de los esposos.

Las puertas de estas viviendas singulares, rara vez miran al oriente: ya se fabriquen sobre las ruinas, o en el extremo de los troncos verticales, o en la horqueta del sauce melancólico, o en el robusto brazo del pitaco adornado de ramilletes dorados, tan parecidos a charreteras flamantes sobre un paño verde obscuro.

—¿Temen acaso los horneros rojos la lluvia de rayos de fuego, durante las primeras horas del día? Hacíase Raúl con interés esta pregunta, sin encontrarle respuesta satisfactoria, mientras salían en doble pareja los horneros, y se colocaban sobre el cieno endurecido para saludar de consuno la mañana, con esos agudos cantos que tan bien remedan irónicas y nerviosas carcajadas.

Algo más lejos, y sin preocuparse de aquel concierto bullicioso, otra ave cogida con sus largas uñas a la corteza, en posición vertical, con las alas flojas y la cola abierta en forma de tijera, horadaba con su duro pico el tronco de un sauce —ejemplar hermoso, que deslizaba las guedejas de su verde cabellera hasta la superficie tranquila del agua en lánguido desmayo. El ave buscaba el corazón del árbol, para bifurcar luego el camino hacia abajo, y construir allí su nido, como un perito hábil que mide exactamente un ángulo recto, curioso detalle que hizo sonreír al joven, pensando que de todos los seres alados, fuera éste quizás el único que no empleara la curva.

Ocurría, en tanto, una escena pintoresca en un grupo de árboles, que formaban isleta, sobre la ribera.

Dos o tres criaturas descalzas, traviesas y madrugadoras como las aves, que habían salido poco antes de un cobertizo próximo con las rodillas a la vista, las greñas secas y enmarañadas sobre las sienes, el codo al aire, la blusa prendida con un botón encima de la carne, y el semblante lleno de polvo, pero alegres y robustos, se entretenían en coger pichones de loros, prendidos a las ramas de los espinillos; en cuya operación se servían de largos gajos provistos en las extremidades de un pequeño escobillón de lana, recogida en los zarzales, que introducían con la mayor algazara en los nidos colgantes y guarnecidos de punzas y espinas. Los loros se aferraban con sus largas garras al escobillón, y salían entre rabiosos chillidos, atrayendo a los grandes, que revoloteaban coléricos a poca altura, en movible banda de esmeralda de preciosos metálicos reflejos.

Muy cerca de allí otro de los niños daba fuego con un yesquero a un haz de ramas secas, colocado debajo de un camuatí, a fin de espantar las avispas y atraparse los panales.

El humo que subía en gruesas volutas, llegó a las narices de algunos loros, que vinieron a estornudar ruidosamente cerca del cazador, en el viejo tronco de los horneros.

La violación del domicilio produjo una protesta airada, que fue desoída; y con este motivo, trabose la lucha a pico y garra sobre los nidos; intervino en ella, el carpintero creyéndose agredido, o por el solo prurito de bregar, dejando algunas plumas en el combate; y quedaron por el momento victoriosos los monos emplumados, concluyendo en paz sus interrumpidos estornudos. Mas, a poco volvieron los horneros con refuerzos, animose el carpintero magullado, y recomenzaba la lucha encarnizada, formándose en el aire un grupo compacto, en pintoresco entrevero de plumajes y colores, cuando un guijarro diestramente lanzado de la honda por uno de los pequeños vagabundos derribó maltrechos varios de los combatientes, dando fin a la batalla.

Raúl, que se había puesto de pie, apoyado en el cañón de su escopeta de fábrica inglesa, tendió una mirada a lo largo del ribazo, en busca de algo más interesante para él. Fuera de algún cauno chavaria que vagaba pesadamente, hundiendo en el lodo sus piernas encarnadas, huesosas y torcidas, ninguna pieza de caza se veía entre las plantas acuáticas, donde retozaban las gallaretas negras en amena conversación, como buenas comadreras de los lugares bajos a quienes nunca falta asunto que tratar en asamblea.

Percibíase en la orilla opuesta, una garza blanca que parecía espuma de leche, firme sobre una de las zancas, y la que, satisfecha ya sin duda, ocultaba el cuello entre las dos alas, para volverlo a estirar de vez en cuando, y formar una curva de alabastro, al hundir su afilado pico amarillo en el plumaje, y poner en fuga los avisugos.

Hacíale compañía una espátula elegante, de rosada vestidura, que a su vez sumergía en el cieno su verdoso pico de cuchara, agitada y nerviosa, sin dejar de dirigir a cada momento sus ojos coralinos a la sospechosa vecindad.

En complemento del paisaje, multitud de avecillas oscuras y humildes, con bullicioso contento, picoteaban los insectos aglomerados sobre los hongos que nacen y crecen en los troncos caídos.

Se elevaba el sol en el horizonte entre rojizos velos, empezaban a zumbar sordamente el tábano y el estro; y los ictinos voraces, brotando en legiones de los sitios blandos y húmedos, se detenían delante de las dulces flores agrestes, trémulas las alas, color del hielo de los pantanos. El aire se hacía denso; y ya era hora de regresar.

Ante la hermosa túnica de ilusión de la espátula —a falta de piezas nobles—, Raúl se sintió con deseos de satisfacer los instintos de cazador, y por dos veces levantó el arma con móvil siniestro.

Pero, de improviso, una bandada de patos picazos se abatió tumultuosamente en el agua en compacto regimiento; algunos humedecieron apenas las puntas de las plumas, advertidos del peligro, y levantáronse los otros en línea vertical, graznando con pavor.

La evolución fue tardía, porque el cazador se había echado ya la escopeta a la cara. Resonaron dos descargas con breve intervalo, dirigida la una a la superficie del arroyo, y la otra al vuelo, quedando numerosas víctimas removíéndose temblorosas en las aguas, teñidas de granate.

Todavía, al revolverse en las alturas, veloces y azorados, sin tino ni rumbo, dos de los palmípedos que llevaban granos de plomo en las entrañas, doblaron de súbito la cabeza hacia abajo, como tirados de un lazo de acero, cayendo en línea recta con sordo golpe sobre el campo.

Raúl extrajo las cápsulas, y volviose, al concluir de colocar nuevos cartuchos en las recámaras de su escopeta.

A pocos pasos de él, con los dos patos en la mano, encontrábase uno de aquellos diablillos que habían librado batalla con los loros y avispones, y que acababa de acudir presuroso al ruido de los disparos.

—Gracias —dijo Raúl—, cogiendo las piezas que le alargaba el oficioso recién venido, y colocándolas en su saco de caza. ¿Cómo te llamas?

—Roberto me llamo, para servir a usted.

—De ello ya tengo prueba. ¿Sabes nadar?

—Un poco. Ése es un remanso, y hay hondura.

Dijo esto Roberto con un mohín expresivo, que indicaba no serle desconocido el arte, acercándose al ribazo, donde se detuvo, rascándose con el dedo mayor de un pie el tarso del otro, y con la diestra la mollera.

Sonriose Raúl, mirando con fijeza el semblante abierto y despejado del pequeño sagaz, y añadió:

—Medio real cuesta cada pato, y allí hay ocho.

—¡No es por interés, señor! ¡Aquí hubo de irse al fondo uno no hace mucho! Pero voy a probar. Los patos son diez…

Y así hablando, tiró de la blusa y del calzón deshilachado, en un momento; dio un salto hasta el borde del arroyo, humedeció dos de sus dedos —con los que se hizo en la cara la señal de la cruz— echose en el pecho un poco de agua y se arrojó de cabeza, escurriéndose bajo la superficie como un pejerrey —en balance flexible y gracioso—, hasta asomar sus mojadas renegridas greñas por entre las anchas hojas de un camalote. Pronto entró al remanso, y minutos después, él y las piezas estaban en la orilla.

Raúl cumplió la promesa con usura.

—Tus medios reales han ganado interés, simpático Roberto —le dijo—; pues has tenido que perseguir hasta entre dos aguas a los heridos. Aquí tienes el premio.

Roberto, que se había escurrido a dos manos el cabello, y puéstose las ropas con la misma facilidad con que se desvistiera, recogió el dinero sin escrúpulo.

Luego repuso con la mayor ingenuidad:

—Para que vea usted. Suelo deslizarme así, entre dos semanas, sin encontrarme con un vintén. Hoy es distinto. ¡Había habido hueva en el remanso!

Riose Raúl de la ocurrencia, echose la escopeta al hombro y se alejó diciendo:

—Adiós Roberto. Espero que nos volveremos a ver.

Encaminose enseguida a pasos largos, con el morral pendiente de un costado, a una colina próxima. Pocas cuadras más allá encontrábase Selim con el carruaje. Raúl hízole una seña.

Selim era un cambujo vigoroso de veinte años, en cuyo rostro resaltaban los rasgos del indio sobre los del negro, acentuados y enérgicos, con sus pómulos salientes, los labios delgados, el hueso frontal un poco hendido en su parte superior y enarcado de una manera notable sobre las cuencas; ojos negros, pequeños y brillantes, de mirar rápido y vivo, bigote ralo, crespo y retorcido, y cuello ancho y robusto bien plantado en un tronco formidable por lo macizo del esqueleto y del músculo. Difícilmente se encontraría mejor conductor de cuadriga en un juego olímpico, ni auriga más diestro en una confusión de vehículos de plaza. Sabía afirmarse bien en los lomos de un redomón, y sujetar por el bocado un tronco rebelde, y aun correrse por la lanza, hasta ceñir con sus dedos cortos y fornidos, a manera de tenazas, las narices de los potros, que al fin daban con ellas en los guijarros, llenos de roja espuma. Había nacido enmedio de las sierras de los Tambores, en una de aquellas habitaciones pajizas levantadas sobre algunas rocas de las vertientes, colgantes del abismo, sacudidas por las rachas de los ventisqueros, como un nido de buitre; y aunque habíase trasladado desde muy joven a Montevideo, contrayendo otros hábitos y costumbres, conservaba algo de las energías indómitas, propias de la savia semisalvaje que circulaba por sus venas.

Astuto, leal y entendido, granjeose desde el principio la simpatía de Raúl, por quien él sentía respeto y afecto profundo.

Acudió en el acto al llamado, guiando un ligero break, a propósito para excursiones de este género.

Raúl le dio el morral.

—Pesa —dijo Selim.

—Muy poco, apenas una docena de patos. Sólo he hecho dos disparos.

—Eso dije yo, señor. El monte va perdiendo hasta los escondrijos, y la caza está huida; si quedan nutrias y aves viajeras, ya es mucho aventurar. Perdices, ¡ni el rastro!

—Así es. De becasinas, ni una pluma.

El cambujo se refregó sus anchas narices, arreglando el rendaje, y añadió con un cierto aire de malicia:

—En el baldío de Zambique, del lado acá de la quinta, en donde abundan los rastrojos, suelen silbar perdigones.

—Déjame allí —repuso secamente Raúl.

Selim dirigió con la mayor gravedad a los caballos una palabra imperiosa, y el break arrancó con rapidez.

Eran ya cerca de las ocho cuando llegaron al sitio. Bajose Raúl con su escopeta y morral vacío, ordenando a Selim que se fuese por un camino vecinal; y él se entró al baldío, salvando de un salto una zanja estrecha, y ya casi cegada por los aluviones.

Por allí vagó algunos minutos, hallando en efecto regular número de perdices entre muy viejos rastrojos, pues hacía meses que nadie cultivaba aquel terreno fue bastante afortunado para apoderarse de todas ellas, y recorría todavía los extremos, cuando sintió cansancio y sed.

A fin de aplacarla, antes de efectuar el regreso, a lo largo del seto —camino el más corto para llegar a su morada— buscó con la vista en rededor, algún edificio. Había uno cercano, seto por medio, y dirigiose a él, resueltamente, trasponiendo los agaves por un portillo angosto, que daba entrada a una huerta espaciosa y atendida con esmero, a juzgar por su aspecto halagador.

Capítulo 11. Zambique

En la parte este de la quinta de Nerva se alzaba una especie de choza africana, de forma cónica y paredes de adobe, coronada por una Cúspide pajiza. Constaba de una sola pieza, con una puerta tosca y una ventanilla de dos vidrios azules, encuadrados en un marco de pino blanco sin postigo. Algunos medallones de flores silvestres arreglados con cierta simetría, y cinco o seis sauces rodeaban esta choza. Las enredaderas comunes en los cercos serpenteaban en el frente y cubrían la entrada, formando una bóveda caprichosa de la cual pendían moradas campanillas, en cuyo hojoso centro fabricaban los colibríes sus complicados nidos, semejantes a delicadas escarcelas que guardasen finísimas perlas.

El interior presentaba un aspecto pintoresco. En un extremo veíase un lecho singular, consistente en una piel vacuna bien extendida y sujeta en cuatro estacones de guayabo, a medio metro del suelo, un colchón delgado de paja, y un cobertor de algodón de fuertes colores, con borlillas negras. Había junto a esta cama una mesa llena de extraños objetos y utensilios, yerbas, al parecer medicinales, marcela hembra y apio cimarrón, separadas en pequeños manojos, vajilla de latón, ollas de tierra cocida, y ejemplares dispersos de periódicos e ilustraciones, en curiosa mezcla y desorden.

En el medio, y contorneando el grueso madero que sustentaba el peso de la choza, una banqueta circular que servía sin duda de asiento permanente; del madero pendían diversos objetos: sogas, canas de gramíneas, diferentes clases de mates de retorcidos picos, sombreros viejos, bolsas de lona, espuelas de grandes rodajas y hasta un par de botas de media caña, con las punteras abiertas y el hilo formando arco dentario, a manera de fauces de un pez hambriento. En este raro museo, las arañas tejían vastas telas concéntricas.

Pero, lo más curioso del ajuar consistía en un instrumento —convenientemente colocado bajo el ventanillo—, que va desapareciendo ya con la generación importada en otras épocas de las riberas africanas, y que constituía, por decirlo así, toda la delicia del arte musical congo o cafre, para el canto y la danza. Tal instrumento, con sus monótonos sones, trasladaba la mente del negro a, los climas del trópico, bajo la sombra del baobab y de los datileros del oasis: cual si remedara en cierto modo los rugidos de los leones en el cardizal ardiente y en la estepa desolada, o las broncas quejas de la pantera en sus noches de amor y celo entre los juncos, a la orilla de aquellos grandes ríos inmóviles plateados por la luz de las estrellas, que se perdían en la inmensidad del desierto en curvas gigantescas como fiel trasunto del destino incierto, oscuro y vago de una raza infeliz. Sus ecos parecían recordarle así los aires de la tierra, rumores del edén salvaje donde se desenvuelven los dramas de la sociedad primitiva, o roncos lamentos de esas pasiones sensuales que marcan el límite intermedio del instinto y de los nobles anhelos del ideal humano.

Los primeros esclavos y los viejos libertos no conocían otra música más agradable a sus oídos, y conservaron por largos años una costumbre que parecía suavizar el rigor de la nostalgia.

Ese instrumento tosco y grosero era la marimba.

Consistía aquélla de que hablamos en una olla de hierro de regulares dimensiones, vieja y carcomida, con un pie de menos, si bien reemplazado por otro de espinillo; y cubierta perfectamente con piel de carnero curtida, estirada de modo que no hiciera arrugas, y ceñida al ancho cuello de la marmita con los tientos que se usan en el campo para trenzas de apero, y que en esta última forma resisten en la extremidad del lazo toda la pujanza soberbia de un toro. ¡Muchas veces habíanse posado allí las manos del tocador, a juzgar por las huellas que se notaban en la piel y cierto detrimento en el medio, donde precisamente debían apoyarse los pulgares y el índice con más vigor y consistencia. La marimba parecía contar algunos años según el aspecto.

El habitante de esta choza, y el dueño de este extraño tambor era un negro senil, llamado Zambique.

Ninguno tan curioso como este ejemplar de la raza africana, ni nada más tristemente oscuro que su historia. Arrebatado de su patria en edad adulta, y en época en que la mercancía humana se estimaba a trescientos duros por cabeza, había sido esclavo por muchos años de la familia de Nerva. Siguiendo la suerte de los libertos, a quienes se impuso luego una contribución de sangre y de servicios que no difería mucho del extributo del trabajo ímprobo, batiose en largas guerras, de las que conservaba como recuerdo una tercerola de pedernal, tan pesada como una culebrina, y algunas cicatrices profundas en su piel; y concluyó por volver a buscar apoyo en los que más que amos, habían sido sus bienhechores, con esta gratitud singular que absorbe todos los sentimientos y se constituye en inspiradora y consejera permanente en el fondo de las almas atormentadas, para quienes el mundo es tan pequeño, que no tiene para ellas sitio disponible.

Zambique no podía dar razón de la fecha de su nacimiento; pero afirmaba que él no era de este siglo.

Se le veía con frecuencia cruzar cerca de la playa, adonde recurría en busca de pescado fresco, vestido de calzón corto —pues no le llegaba al tobillo— y pie desnudo; camisa rayada a listas rojas, levita negra de doble botonadura, legado de sus señores, y sombrero alto de felpa en forma de tubo, de ala estrecha, cuya data era dudosa e imposible de constatar. Un aro de plata en la oreja izquierda, era el único lujo que se permitía. Observábase en su fisonomía una expresión constante de extrema mansedumbre y de triste humildad. Llevaba con donaire el sombrero de felpa sobre una cabeza ancha, de occipucio lleno de prominencias y deprimido en el frontal, provista todavía de algunos mechones lanudos color ceniza esparcidos acá y acullá en el cráneo reluciente, a manera de yerbas de la piedra en una tosca ennegrecida. Ángulo facial, sesenta y ocho grados. Su mirada, casi sin brillo, animaba apenas dos pupilas color de plomo, rodeadas de un velo rojizo que simulaba en la córnea amarillenta una lágrima de sangre inyectada y expandida; pero era dulce y bonancible, sin reflejos siniestros. Algo peculiar le distinguía de los demás de su clase, que no eran por cierto la sajadura de su rostro en ambas mejillas, hechas a navaja, verdaderas huellas de barbarie que las razas desgraciadas llevan hasta el sepulcro. El detalle consistía en cuatro o cinco verrugas, que de mayor a menor bajaban una en pos de otra desde el nacimiento de la frente hasta el de su aplastada nariz de anchas fosas, remedo de un rosario de bellotas o de cuentas negras de muy regulares formas y magnitud decreciente en proporción, hasta alcanzar la última el tamaño de un guisante.

Este archipiélago de excrecencias notables daba extraña singularidad a la fisonomía de Zambique, especialmente cuando una sonrisa dilataba sus grandes labios y le obligaba a descubrir un diente y dos colmillos de una blancura extraordinaria.

Al apuntar el alba, y después de mediodía, bajo el sol ardiente, cuando sólo se escuchaba el canto de la cigarra o el zumbido de las langostas en las espigas y cardos, Zambique hacía oír su tambor, acompañando el movimiento de sus dedos, tardo y monótono, con cierta cantinela ahuecada y bronca. Si se hubiesen escrito las palabras de este guirigay, no hubieran sido más descifrables que un jeroglífico casi borrado. Difícilmente un concierto de los tipos gruñones de que habla Landois, producido con toda la fuerza de sus ancas, élitros y antenas, podría dar idea de los ecos de la marimba de Zambique. Tenían algo del trueno en lontananza, y del fuego graneado por hileras.

La primera vez que percibió Raúl aquel ruido o música cafre, preguntó a Selim de dónde provenía.

—Del fondo vecino, señor —dijo el doméstico—. Es el viejo gorila que golpea el tamboril.

Raúl veía siempre pasar a Zambique por delante de sus ventanas, hablando solo, y mirando con fijeza el suelo, encorvado y abatido, como un ente que considera estar de más en la colmena, y que aún resiste a la dura ley de la lucha, por algún vínculo superior al egoísmo del último descanso. Según la versión de Selim, sucedíale con frecuencia cosa distinta, una vez dentro del seto de la quinta, cuando tropezaba en el sendero de su choza con una joven pálida y bella, que era sin duda la reina de aquellos sitios. Zambique descubríase entonces con respetuoso cariño, balbuceaba las más sonoras palabras que aprendiera del idioma nacional, se sonreía, y arrancaba solícito hermosas margaritas y florecillas celestes para obsequiar a la paseante solitaria. Selim creía que esta joven era a quien él veneraba más en la tierra, con todo el fervor supersticioso de su raza.

Parece que ya se extinguió con la antigua servidumbre ese género de lealtad noble y consecuente, muy distinta a la obediencia muda impuesta por el rigor de la cadena, y que hacía para perpetuarse al calor de los hogares lo mismo que la planta invariable cuyo verde risueño no empalidece al soplo de los tiempos. En el alma del viejo negro había una siempre verde: la gratitud, que engendra al amor, la abnegación y el sacrificio.

Capítulo 12. La pieza de mérito

El extraño edificio a que se acercara Raúl, era la choza de Zambique, en terreno de Nerva.

El viejo negro se encontraba a algunas varas de la puerta, sentado en una osamenta de buey de que él había improvisado una banca; despojo arrancado a algún médano, o terreno de aluvión, notablemente aumentado de volumen por la acción de la humedad o de las sustancias térreas, y desprovisto de cornamenta, que algún sabio de afición habría confundido fácilmente —como ya ha sucedido— con la cabeza de algún ejemplar de raza prehistórica.

Zambique hacía ramojos con todo afán y esmero. Ceñía su frente un pañuelo encarnado, que sin cubrirle por completo la cabeza, dejaba ver en el cráneo varios rulillos cortos y plomizos. Con la vista baja y fija en su obra, no advirtió la entrada del joven.

Dirigiole éste la palabra, parándose a poca distancia.

Al sonido de aquella voz, Zambique pareció conmoverse, arrojó el ramojo y púsose de pie.

Enseguida acercó la mano trémula y callosa a sus ojos fatigados, para formar visera, y miró al rostro de su interlocutor con curiosidad.

Raúl estaba apoyado en la escopeta, y a su vez lo miraba con aire de dulce benevolencia.

Removiéronse los labios de Zambique para balbucear algunas frases ininteligibles, en las que se mezclaban palabras claras a otras de un dialecto extraño.

Raúl sólo entendió al principio, las de su merced y capitán, pronunciadas y repetidas con humildad, como títulos aplicados en prueba de reconocimiento y gratitud por hechos pasados, a los que se ligaba indudablemente la personalidad del joven.

Empezando a interesarle los guiños, momos y visajes que usaba el negro decrépito, verdaderas muestras de afecto expresadas con una viveza de movimientos en él inusitada —Raúl empleó medios ingeniosos para hacerlo explicar con claridad, consiguiendo al fin que se manifestase de una manera comprensible. Zambique parecía sorprendido, cual si su memoria ya muerta para todo, recuerdo que no fuese el de beneficios recibidos, hablara súbitamente a su conciencia de una deuda que nunca se prescribe, y que va ganando intereses hasta el último momento de la vida.

Sus amoricones eran tan expresivos como elocuentes, y con una verbosidad pasmosa habló varias veces de una batalla, enmedio de cuyas peripecias su caballo había caído en la hondonada.

—¡Ah! —exclamó Raúl al oír este detalle, y fijándose con mayor atención en las curiosas facciones del negro— ya recuerdo… ¡Hace años de eso!

Zambique se amorró, contando con los dedos. Luego levantó la mano, y con una sonrisa semejante a una mueca, que enseñaba sus tres dientes firmes y muy blancos todavía, murmuró en voz bronca y apagada:

—El capitán era niño; pero de a caballo y guapo.

Tras de estas palabras, dirigiose con pasos inseguros hacia el montón de ramojos, recogió del suelo una cuchilla corta y la esgrimió nerviosamente, como amagando con ella a algún vencido imaginario, que estuviese imposibilitado de defenderse.

Sonriose Raúl, y dijo:

—Fue un mal trance el de aquel día, en que tuve la suerte de auxiliarte. Veo que eres agradecido, y eso me place. Por única retribución te pido ahora un poco del agua de tu cachimba.

Zambique arrojó el arma con presteza y se entró en la choza sin decir palabra. A poco volvió a aparecer con una vasija de barro, piporro o botijo de asa y pico, y se encaminó siempre callado y trémulo sin mirar al joven, hacia el fondo del jardincillo.

Raúl le siguió, sintiendo agolparse a su memoria en impetuoso tumulto, episodios de otro tiempo que habían reposado en sus recónditos, y que aquel encuentro removiera, como una piedra caída sin saberse de dónde en la laguna tranquila.

Cachimba se llama en Cuba a la pipa de fumar, y entre nosotros sabido es que se denomina así a un pozo vertical, a flor de tierra, bordeado en su boca por trozos de gneis malamente unidos, y cuya agua, un tanto transparente, de un color de caña, tiene un sabor peculiar amargo y salitroso, pero de una frescura propia de los manantiales En los lugares solitarios de los alrededores de Montevideo, se ven todavía algunas de estas cachimbas, formadas muchas veces por la filtración subterránea de las aguas de los arroyuelos en los esteros, junto a los albardones y terrenos arenosos.

Zambique sumergió la vasija en el pozo sin brocal, y la brindó con respeto al joven, con mano convulsa, la mirada baja y cierto aire de contento íntimo, unido a esa actitud propia del que trata con un superior y ha adquirido, el penoso hábito de creerse sin derechos.

Raúl bebió con gusto, y devolvió la vasija diciendo:

—Mucho celebro, Zambique, este encuentro, y más aún el grato recuerdo que de mí has conservado tanto tiempo. Eso prueba tu excelente corazón. ¿Eres aquí feliz?

—Siempre viví tranquilo. Ahora está enferma el ama, y la niña triste.

Al expresarse así nubláronse los ojos del liberto bajo una emoción de pena. El joven lo saludó con cariño, y se preocupó a su vez. Aquellas palabras lo pusieron sombrío.

Cuando salía, ciertos pensamientos y reminiscencias acudieron en tropel a su cerebro. La agradable sorpresa experimentada por una demostración de reconocimiento que estaba él lejos de esperar, fruto de uno de tantos gérmenes del bien arrojados sin cálculo ni egoísmo en el camino de la vida, desvaneciose bien pronto para ceder su puesto en el ánimo a otro género de impresiones.

Al hablar consigo mismo, caminando a paso lento por la orilla del seto, reproducía en su memoria las escenas angustiosas y terribles en que se produjo el hecho a que había aludido Zambique. Algo, en efecto, hizo entonces por él. Pero este recuerdo se enlazaba con el de otro incidente grave del mismo día, que levantaba como un fantasma en su imaginación herida, la figura de un bizarro caudillo, muerto en combate singular… ¡Pocos recuerdos tan claros y de tan fuerte colorido… ! Bien plantado en la montura, altivo y ceñudo, cabeza de león sobre un tronco de atleta, blanco el rostro adornado de barba negra, mirada dominante e imperiosa, brazo enérgico, y palabra dura y breve como punta de puñal. No supo él nunca el nombre de este adversario vencido; más de vez en cuando venía su sombra a interponerse, como en el momento actual, oscureciendo las risueñas perspectivas de una existencia serena y henchida de esperanzas.

Había recorrido largo trecho con la escopeta al hombro, bajo la influencia de estas impresiones morales, cuando vino a distraerle la presencia de una hermosa perdiz entre las yerbas, reavivando sus entusiasmos de cazador.

El ave huía con la celeridad de un reptil enmedio de caprichosas ondulaciones, lanzando un silbido flébil y continuado, e irguiendo a veces su elegante cabeza entre el césped, después de echarse azorada por breve instante, creyéndose bien oculta detrás de ligeras matas o endebles tréboles, para incorporarse de nuevo a la proximidad del peligro, y proseguir agazapándose, su curiosa fuga, enhiesto el movible cuello, por los sitios más cubiertos. El silbido, los movimientos serpentales, las rastrerías de la fuga de esta culebra con plumas, según la hipótesis de Darwin, tan verosímil quizás como la que se refiere a la metamorfosis de la magnolia en cisne, excitaron el ardor del cazador, que obligó a la pieza a levantarse para dispararle al vuelo. Sucedió así, si bien el ave herida no cayó, prolongando sus volidos regular distancia hasta cambiar de rumbo y atravesar el seto, en donde fue a desfallecer descendiendo de súbito, al voltear a plomo la cabeza.

La juzgó Raúl perdida, y siguió su marcha sin detenerse, aunque lamentando que la pieza que él reputaba de mérito, como real el tiro, dado el lugar del episodio, no hubiese caído a su frente. Ya sabemos en qué manos se había refugiado, moribunda.

Avanzaba la mañana, y con ella el deseo del pronto regreso. Apresurose el joven, atravesando la distancia en línea recta, a pesar de los pequeños charcos del tránsito, que podía desafiar impunemente con sus largas botas color ante, de vivo contraste con el azul marino del traje que había escogido para su excursión.

Iba a pocos pasos de la línea de pitas que a aquella altura dividía las dos propiedades, sin separar la vista de la quinta colindante, por atracción más fuerte que su voluntad.

Al tropezar sus ojos con el bellísimo grupo que formaban las dos jóvenes, junto al banco de piedra, no pudo menos de experimentar un sentimiento de placer, tan vivo, cuanto era de inesperado.

Vio a Brenda de pie, con la perdiz herida entre sus manos, y conservando todavía en su actitud la aflicción del primer momento; de Areba sólo percibía el busto.

Este cuadro encerraba para él un interés profundo, y pudo deleitarse muy de cerca, hasta con sus menores detalles; pues tan selecta era la cantidad como la calidad de las bellezas allí reunidas, que el acaso le ponía delante en un minuto feliz.

¡El clavel del aire, al borde de un abismo lleno de poético misterio!

Brenda estaba pálida, inmóvil, con los ojos fijos, reflejando en su semblante una emoción contenida, y haciendo resbalar suavemente su mano por el plumaje del ave. A la vista de Raúl hizo un movimiento como para arrojarla, que reprimió enseguida.

—Actitud de compasión y pena —se dijo el joven—. ¡Pero a ella se ha sucedido una dulce expresión de simpatía!

La cabeza de Areba se erguía sobre el seto, firme y altanera, mirándole con insistencia. Al verla en esa posición, llena de orgullo y de reserva, fría y severa, pareciole que alguien acechaba verdaderamente, al paso, su destino. Presintió fuerza y soberbia. Por primera vez la encontraba después de la aventura, y creía hallarla en rebeldía con el peso de la gratitud.

—¡El ángulo facial de esa cabeza —pensó estremeciéndose—, alcanza bien a las reglas consagradas por la estatuaria antigua!

Un saludo mesurado y respetuoso había acompañado a estas rápidas reflexiones.

Cuando el joven pasó, Areba volvió su mirada incisiva y penetrante como aguja pasada al fuego, hacia su amiga, en momentos en que ésta levantaba los párpados ornados de largas hebras de oro, para dirigirla otra tímida y suave, como una luz serena y azulada.

Brenda la apartó, dando un suspiro, y la perdiz cayó muerta de sus manos.

Capítulo 13. Crepúsculo de la tarde

Desde algunos años atrás llamaba la atención en la sociedad de Montevideo cierto médico, a quien habían dado fama algunos triunfos relativos a su profesión. Se le concedían cualidades superiores, y esto era bastante para asignársele un puesto distinguido en los buenos círculos sociales, que en realidad ocupaba, con el brillo propio de quien había venido con diploma de Europa y escuchado en la cátedra la palabra de Brocca y otros sabios notables, y recibido de ellos elogios y frases de aliento. En verdad, el doctor Lastener de Selis era un hombre feliz: lo que Juvenal llamaría hijo de gallina blanca.

Al principio había vivido obscuro, enmedio de esas medias tintas del retraimiento que parecen favorecer el desarrollo gradual y paulatino de los gérmenes de ambición y profundos anhelos, especie de bómbices laboriosos que en el silencio y la sombra van fabricando lentamente, y sirviéndose hasta de la misma retama, sus admirables capullos color de oro. Nada se decía de ese período más o menos largo de su primer profesorado, y la novedad debió empezar desde su iniciación en los centros de buen tono, que no acostumbran a indagar el pasado cuando les interesa o seduce el esplendor del momento. De Selis sabía que el desliz o la caída una vez desvanecido el prestigio, es lo único que puede inducirles a mirar atrás para recoger lo que de ilícito o reprochable se ha sembrado en el camino, y acumularlo sin piedad sobre el que ha decaído en el favor. El criterio común suele así fascinarse o sentirse deslumbrado ante lo que cree una fuerza en acción, un poder prestigioso, una superioridad consagrada; sella el labio en presencia del mérito que se le impone sin esfuerzo, y sólo lo despliega azuzado por los émulos y por el goce del instinto maligno que vegeta en el fondo de la naturaleza humana, así que el hechizo se evapora, el talento se humilla y el carácter se quiebra. ¡Recién entonces se recuerda, se comenta y se ríe con franca ironía!

El doctor de Selis, personaje obligado, estaba tranquilo a este respecto, persiguiendo con hábiles combinaciones el medio eficiente de conservar la supremacía conquistada, por un enlace ventajoso y envidiable que diera mayor solidez a su posición social. De este criterio frío y positivo, sin atmósfera de ilusiones pueriles, prometíase resultados matemáticos; nada había para él como la realidad de las cosas, es decir, lo que se ve y se palpa, ni método más acertado que el experimental, partiendo del concepto de que basta un buen procedimiento científico para rendir un corazón, pasando por encima de sus inocentes ensueños y de sus ideales candorosos.

Para encontrar la verdad, como el amor, el sistema era infalible, aun cuando había que proceder conforme a reglas y leyes, por medios delicados y tacto exquisito, especialmente en el último caso, a fin de no comprometer el éxito, estudiar el carácter, los sentimientos, los deseos, avanzando como en la disección que descubre poco a poco la estructura de un organismo, sus partes constitutivas, el secreto de sus relaciones recíprocas y el de las circunstancias diversas que se vinculan a la vida fisiológica; y ceñir al resultado sus pruebas ingeniosas de amante, lo mismo que ajustaba su habilidad facultativa a los preceptos anatómicos teórico—prácticos al sondar la fuente misteriosa de los males. La panacea aplicada a un caso patológico, debía concordar moralmente, según su sistema, con el medio de vencer repugnancias y escrúpulos pueriles. El corazón de una mujer virgen, dulce y sencilla no podía ofrecer al doctor de Selis más resistencia que la de un músculo; las grandes palpitaciones del sentimiento no eran sino movimientos más o menos acelerados de la sangre, que podían regularse fácilmente; los blancos ensueños que todo lo llenan en las profundidades del alma, y fuera de ella, en la atmósfera saturada de aromas que rodea la cabeza poética de una bella enamorada, eran entusiasmos de la imaginación que recién empieza a sentir las engañosas caricias exteriores, sin deleite más verdadero que el de la flor de nieve en cuyo cáliz se anida por vez primera un rayo de sol primaveral; la voluntad de querer, la elección en el amar, esa fuerza de irresistible simpatía que arrastra un corazón a entregarse a un dueño soñado y apetecido con toda la ternura extrema que ha aumentado la ilusión, era una facultad ficticia que cedería por sugestión al desvanecerse los mirajes de la fantasía inocente y sobrevenir la amarga realidad del mundo por una de las puertas secretas del desencanto.

Una hipnotización recíproca: ¡tal vez eso sea el amor! Pero, en el fenómeno no entra por nada el fluido de unos ojos cuya expresión no se busca o es indiferente; ni suplanta el yo frío y apático del que calcula a la fuerza irresistible del que siente, ni alumbra otra lámpara de magnesio que la que arde en el altar de dos almas apasionadas, invisible para todos menos para aquellos que se buscan entre la muchedumbre y se creen solos, confundiendo al mirarse en un solo hilo de luz sus vínculos de atracción, por donde se envían latidos, ternuras, cariños, adioses inefables, en raudo vuelo, más trémulos y ardientes que los átomos del aire.

El doctor de Selis tenía buen cuidado de no divulgar sus teorías sobre el amor, resguardándose de toda sospecha con ese aspecto grave y reposado que caracteriza a casi todas las profesiones liberales, y que no excluía en sus maneras la distinción peculiar que interesa, ni el decir ingenioso que seduce. Era hombre de escuela, o de sistema, si se quiere, diestro en dominar situaciones y en hallar la solución airosa en los casos difíciles. Un raciocinio maduro precedía todos sus actos de importancia, y aparentaba convicciones que estaba lejos de abrigar, sobre todo en política, escollo de los médicos que no han estudiado nunca ninguna enfermedad social, y que difícilmente encuentran alteración en el pulso del ente colectivo, aunque la fiebre pase de cuarenta grados. No se daba cuenta de que el anfiteatro era distinto, que el enfermo era invisible, y el remedio una idea, más o menos oportuna y feliz. ¡La idea en acción contra otras ideas, también es una medicina eficiente en casos determinados! Esto no privaba que el doctor de Selis ocupase una senaturía y salvara el decoro del gremio, manteniéndose serio e inconmovible enmedio de todos los cambios de situación que él atribuía a las pasiones malsanas, demagógicas o guerreras, naturales en un temperamento nacional reacio a la disciplina, cuya modificación en sentido favorable, esperaba de los gobiernos paternales que suprimen toda libertad para salvar mejor los derechos del hombre, y toda ley tutelar, para salvar sus principios genitores.

En política, salvo excepciones, estos médicos no curan. Son los médicos que enferman. Su ciencia desaparece ante los espasmos o delirios de la opinión, que ellos consideraban como una burbuja de lucientes colores, antes de conocerla y experimentar el vigor de sus aplausos o protestas.

El doctor Lastener de Selis frisaba en los treinta años, estatura regular, cabello castaño, rostro de piel blanca y tersa, un tanto espartano de bigote, nariz de noble curvatura, y ojos pardos, vivaces y penetrantes. Tenía el defecto de contemplarse mucho en sus frases y opiniones, creyendo que era condición precisa de su profesión el abusar en cierto grado de conocimientos poco vulgares. Su boca de labios finos y delgados, recogida en sus extremos, en forma de abrazadera musical, denotaba esa expresión volteriana, que en determinadas y análogas entidades parece manifestarse con una especie de silbido tenue por las pequeñas y cerradas curvas de los lados, cuando conversan y sonríen nerviosamente. Diríase a veces, que por esas válvulas estrechas se escapa un aire envenenado. En cambio, el conjunto de sus dotes, la elocuencia del concepto y el arte de agradar, disimulaban bien las cualidades poco simpáticas de su carácter o de su físico.

Era este caballero el que, en la tarde del mismo día en que Raúl hiciera su excursión a los esteros, se encontraba en la quinta de la señora de Nerva, en compañía de las dos jóvenes, y en el mismo sitio en que las dejamos por la mañana. Después de su concierto de piano y canto, y de algunos desahogos expansivos, las dos amigas habían resuelto pasear por la quinta, recorrer sus sitios más pintorescos y la choza de Zambique, eligiendo a su regreso como punto de descanso el del banco de piedra. El doctor de Selis, que había reconocido a su enferma y dispuesto lo conveniente a su estado actual, se sintió con excelentes disposiciones para el paseo a que fuera invitado, y del que se prometió agradables resultados.

Habíase formado grupo junto a los naranjos.

Brenda estaba cavilosa y seria, y entretenía sus lindas manos modificando a capricho una piocha de plumas de garza.

Areba debatía con el doctor de Selis la procedencia de unos huevos de diferentes formas y tamaños, distribuidos en un collar curioso, regalo de Zambique, de matices muy hermosos y extraños. Los había esféricos, ovales, ovados y ovicónicos, percibiéndose apenas el paso de la hebra.

—Parece un rosario de bruja —decía Areba—. Ya sé que éste es de perdiz; tal vez de una que hemos visto morir esta mañana, y que causó a Brenda mucha pena. Diga usted, doctor, ¿de qué ave será éste, oval? Parece que fuera de pájaro selvático…

—Es de gavilán, señorita.

—Poco simpática es esa especie —repuso Areba con sorna—, nunca dejan en paz a las palomas más jóvenes. Vea usted este globular… y este otro de tinte rosado.

—Más bello es ese pequeñito, que se pierde en el conjunto como una perla oblonga. Si lo coloca usted en el hueco de su mano, producirá la ilusión completa, pareciéndonos verla en su concha de nácar, recogida.

—Gracias por el molusco, doctor; que el nácar nada gana. Es de colibrí.

Brenda puso a un lado la piocha, y mirando al caballero, preguntó con aire candoroso:

—¿Y qué es una ilusión?

El doctor de Selis se puso sobre sí, un tanto contrariado, y preparábase a contestar, cuando Brenda se levantó de pronto y corrió hacia el seto, exclamando con infantil regocijo:

—¡Mira Areba, qué bellas mariposas! ¡Nunca he podido hacerme dueña de una celeste!… Pero esta vez no escapará…

En ese instante habían cruzado, en efecto, en graciosos volteos por el aire, juguetonas o irritadas, confundiendo sus diminutos cuerpos en estrechos abrazos, una danaís color café con manchas rojas y blancas en el festón, y otra del género morfo de un celeste suave y delicado.

Riose Areba sin escrúpulo y murmuró:

—¡Rara coincidencia!

Sin esperar la respuesta del doctor de Selis, Brenda se lanzó tras ellas llena de entusiasmo; los brillantes lepidópteros se separaron, quedando sólo la danaís al alcance de la joven. La mariposa hacía esfuerzos rápidos y violentos para huir, ora ondulando hacia arriba, ora descendiendo en desesperados volteos, hasta rozarse con las altas yerbas que bordeaban el seto; pero al fin, ya fatigada y rendida, fue presa de sus temblorosas manos, merced a una red tendida con el tul. Volviose Brenda jadeante y encendida, con el sombrerillo de paja casi suspendido de sus doradas crenchas en desorden; mas, al mirar por entre sus dedos de marfil el extremo de un ala, ya sin el destellante polvo que constituía su primitivo encanto, escapó a sus rojos labios una expresión entre alegre y pesarosa:

—¡Ay, qué mustia está!

—¿Cuál fue la víctima? —preguntó Areba riendo todavía, pero de una manera extraña.

—La de color café, que yo no quería.

El doctor de Selis, que se había avanzado unos pasos al encuentro de la joven, pareció satisfecho del desengaño, y dijo con acento sentencioso, en el que iba envuelto el amor propio herido:

—¿No quería usted, señorita, saber lo que era una ilusión? La respuesta es elocuente, y decirse puede que palpa usted la realidad.

Brenda volvió a mirar con tristeza a la pobre prisionera, y levantando el brazo la lanzó con fuerza al espacio. Como azorado de su corta esclavitud, el lepidóptero se remontó a grande altura en prolongada espiral, perdiéndose entre la arboleda.

La joven se frotó las manos con suavidad, elevando sus ojos al doctor de Selis.

—¿Esa es una ilusión? —preguntó con voz mesurada y grave.

—Al menos, de las que menos viven.

Brenda volvió lentamente su cabeza encantadora hacia la morada de Raúl, como si buscara el azul del mar, y moviéndola con una gracia que no se define, dijo dando un golpecito con su menudo pie en el césped:

—¡Ah, no!

El doctor de Selis aventuró una sonrisa.

Areba sintió una punzada enmedio del pecho,

Caía ya la tarde, llena de lejanos y confusos, rumores, una de esas tardes melancólicas, de sombras vagas y flotantes, y uno que otro canto alegre enmedio de las oscilaciones de la luz moribunda.

Los árboles duplicaban en el suelo su gigantesca estatura, en fantásticas siluetas; plegaban sus corolas las moradas campanillas de las trepadoras del seto; y en lo alto de las pitas, inmóvil y esponjado, el chingolo solitario repetía sus monótonas notas, como una oración del crepúsculo.

Areba dijo:

—Ya es hora. ¿Volveremos?

El doctor de Selis se inclinó.

—Como gustes —contestó Brenda—. Si parece a ustedes bien, daremos la vuelta al estanque, ese sitio que tanto te ha agradado, Areba.

—Convenido, querida amiga. Suplico el favor de su brazo, doctor, pues la falta de costumbre me hace fatigoso el ejercicio.

—Entonces no…

—Al contrario: quiero adquirir el hábito.

—Excelente resolución —repuso el doctor de Selis, ofreciendo galantemente su brazo a la joven—. Eso hará, a usted bien, en definitiva. Puede usted observarlo en Brenda, que en este momento nos da una nueva prueba de su actividad infatigable.

—Así es —dijo Areba con gesto risueño, viendo a la joven alejarse un poco, en pos de algún brillante insecto alado—. Conserva aún sus aficiones de niña.

—Algo, sin embargo, denuncia ya sus graves preocupaciones de mujer —replicó de Selis pensativo.

—¿Lo ha advertido usted? Paréceme que eso tiene mucho de cierto.

—Feliz del que pudiera penetrar sus secretos sin pecar de imprudente.

—No es tan difícil. Hay cosas que se denuncian por sí mismas, como usted lo ha observado.

—¿Será que ella sienta amor?

—Quizás. La habilidad estaría en cortar la corriente antes que desborde.

Areba sintió un rápido temblor en el brazo de su caballero.

—Entonces ¿hay un principio de vida nueva cuyo origen podría buscarse fuera de las relaciones de familia?

—Eso creo. Un ingeniero ha tendido sus hilos telefónicos por estas cercanías, y entiendo que no es de los que quedarían rezagados para echar un puente sobre el abismo.

—Lo presumía, sin atreverme a manifestarlo.

—El amor con ayuda de la ciencia se hace muy refinado e ingenioso, según he oído decir a usted; y es el caso que el rival no ha hecho otra cosa que aguzar el ingenio toda su vida. Esto duplica en mi opinión la potencia y justifica de la otra parte una alianza que mantenga el equilibrio de la lucha, con la igualdad de condiciones.

—Estoy dispuesto a sellarla, si la potencia amiga ha de ser usted.

—No veo inconveniente en que la concertemos —repuso Areba con una sonrisa forzada, y sintiendo en el fondo una angustia indecible—. Pero parta usted del concepto de que no se van a contrariar simples devaneos juveniles, y que es preciso tomar en cuenta el corazón, cuyos impulsos no se aquilatan, ni se miden en su intensidad profunda, por más que los que piensan como usted no crean en las pasiones insondables y duraderas.

—Empezaré por modificar mis ideas al respecto, como una concesión al aliado.

Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de la joven.

—¡Siempre el cálculo en el fondo! —se dijo. La mano descarnada oculta bien sus dedos armados de ventosas bajo el guante, y el ojo, el fulgor de la ambición en la retina.

Luego, con la vista fija en Brenda, que se acercaba, agregó con firmeza:

—Concesión a la verdad.

—Sea.

Aproximose Brenda radiante de placer, y apartándose las guedejas de la frente húmeda:

—¡Me burlan las mariposas! —exclamó, respirando buena porción de perfumado ambiente, de modo que al entreabrir su boca deliciosa, quedó al descubierto un correcto arco dentario, de una blancura que hacía resaltar aún más el coral de sus encías.

Cogiola Areba de la mano, diciendo:

—¡Eres infatigable, amiga mía! A fin de que no vuelvas a abandonarnos, colocaremos al doctor de Selis en el medio. Apelo a su galantería.

—Perfectamente —repuso Brenda con sencillez—. Haremos columna por esta callecita de arena.

Apresurose de Selis a tomar la posición designada, y marcharon breves instantes en silencio.

Recayó luego la conversación sobre la señora de Nerva, cuya dolencia resistía al régimen, si bien no revistiera una gravedad alarmante.

El doctor de Selis aprovechó la oportunidad para disertar acerca de la influencia de las fuertes impresiones morales en el ánimo de la enferma, y de la necesidad de evitarle toda desazón inconveniente. El estado de su salud era delicado, y exigía un tacto exquisito para prevenir que se alterase por cualquier motivo, teniéndose muy presente lo avanzado de su edad y la naturaleza de la dolencia.

—Felizmente —prosiguió—, el cariño filial siempre afectuoso, tierno y esmerado, tiene una participación activa y eficaz en toda mejoría radical, especialmente en casos como éste, por la solicitud extrema que provoca en los nobles seres la conservación del vínculo irreemplazable que amenaza romperse. Una anciana enferma reclama en el afecto y en la cura, la misma contemplación y la misma delicadeza de cuidados que un niño anémico; y mayor todavía aparecerá el celo, si no se olvida que la reconstitución es lenta y difícil, dadas las condiciones del organismo que ha pasado por todas las crisis, y abandonado a períodos gran parte de sus fuerzas, como un tributo rendido a los años y vicisitudes violentas de la vida. El espíritu de la ancianidad doliente exige, pues, halagos, ternuras y complacencias, en razón directa de la dosis considerable de natural egoísmo que domina y acalla todos los sentimientos, concentrando como en un foco que le dará dulce calor, necesario al frío de sus venas, las caricias inagotables de esa pasión filial, honda y sincera, que no la contraría, y que todo lo sacrifica al deber y al culto del hogar, deshojando hasta su misma corona de esperanzas en aras de la gratitud y del amor.

Las jóvenes escuchaban silenciosas, con esa atención respetuosa que se dispensa al que tiene alguna autoridad para merecerla.

Cuando el doctor de Selis hizo una pausa, Areba miró con rapidez y al soslayo a su amiga, oprimiendo suavemente el brazo del caballero.

Brenda seguía el paso, con dignidad y rostro tranquilo. Ni una sombra leve obscurecía su frente.

Dieron vuelta por el estanque, lleno de pececillos de vivos colores, cuyas escamas relucían en el agua serena; mientras se deslizaban en otro compartimiento, separado de aquél por una división de alambre de finísima trama —como elegantes esquifes alados, provistos de timón que jamás conduce al escollo—, algunos gansos blancos manchados de canela, y dos cisnes de cuello negro, cuyos plumones habían sido retaceados por la tijera de Zambique.

Al dirigirse hacia la casa, Brenda dejó resbalar por la barandilla de hierro su mano izquierda, acortando el paso, con la mirada perdida en las doradas copas de los árboles.

Areba fijó sus ojos en el doctor de Selis, de una manera significativa e insinuante.

De Selis volvió sobre el tema, con acento suave y persuasivo. Sus palabras eran discretas y elocuentes, fluyendo llenas de brillo y colorido; alguna vez atrajo sobre sí aquellos relámpagos azules que nunca buscaban el verdoso resplandor de sus pupilas.

—Bella piedad la del amor filial, que así se sobrepone a las mismas seducciones de una dicha incierta, aunque brindada quién sabe por qué labio pérfido, para consagrarse por entero al deber y al reconocimiento, como se sustrae al halago de las ficciones que la fantasía aumenta y reviste de lucientes galas, al influjo de una sonrisa o de una frase calculada para sembrar estériles ensueños en el fertilísimo campo de la inocencia, y feliz de la madre tierna a quien tal amor evita penas en el descenso de la vida, fiel a sus mandatos, accesible a los deseos, dócil al consejo elevado, y concienzudo, que señala al candor los peligros, su puerto seguro a la esperanza, a la mujer lo augusto de su destino, revelando a su corazón sensible o inexperto, el secreto de paz y de ventura.

En el poema de la familia, todo esto constituye, cuando el culto es sincero, esa belleza y esa bondad selectas que los bardos creen sólo patrimonio de sus heroínas místicas e ideales.

—Como en la leyenda de Locki y Según, por ejemplo —prorrumpió Areba con un dedo en el labio.

—Exactamente.

—¡Oh, alma carnal! —pensó la joven— ¡cómo mientes y te engañas!

—En el caso que nos interesa —continuó de Selis, procurando disimular la emoción de su voz—, el facultativo reposa por completo en la enfermera: la panacea apenas devuelve la salud; pero es ella quien puede prolongar una existencia que ve el cielo en sus ojos, luz en sus cabellos y absorbe aroma en sus palabras.

—Gracias por ella —dijo Brenda con dulzura—. Las daría también por mí, si me reconociera en esa hada tan bella que usted ha esbozado con poéticos conceptos.

—Esbozo, en verdad, Brenda: difícilmente se conocería bien en él al modelo.

—¡Cómo canta el cardenal! —exclamó Areba mordiéndose los labios y volviendo el oído en dirección a la casa—. ¿No le sientes, amiga mía, gorjear con entusiasmo?

—Sí que le oigo —respondió la joven sonriéndose a su pesar—; las atenciones que con él se guardan lo estimulan. Razón hay para esperar que se prodigue.

—Luego, ¿ha logrado hacerse querer? —preguntó el doctor de Selis con finura—. ¡Cierto que canta con primor!

Las jóvenes guardaron silencio. Entraban ya en la arcada que conducía al patio. La señora de Nerva ocupaba una silla de hamaca en el corredor del frente, descansando su cabeza en lo alto del respaldo.

Incorporose con visible contento para recibir un beso de Brenda, e investigar con la mirada el semblante de Areba. Le pareció indiferente y frío.

En ese instante cambiaba algunas frases rápidas y enmedio tono con de Selis: era sin duda la ratificación del pacto.

—Celebraremos conferencia en el día indicado, —concluyó diciendo Areba—. La tarea es ardua.

El doctor de Selis se inclinó en señal de asentimiento, y despidiose enseguida de las damas, recomendando a la enferma el mayor cuidado de su persona.

Momentos después, apoyada en Areba y Brenda, la anciana se dirigía a la sala de recibo.

—Antes de irme, querida amiga —decía Areba—, deseo oír nuevamente el Ständchen de Schubert. No sé por qué me parece que no hay sitios más hermosos y solitarios que estos, y por lo mismo más escogidos, para deleitarse sin perder una nota, con las brillantes armonías de esa serenata, que se creería compuesta para reunir en tu vergel todas las hadas del silencio.

—¡Ay! más bellas son las arpas de la noche, que ellas pulsan cuando una está dormida —respondió Brenda con un aire dulce o ingenuo.

—¡Anda, soñadora, que tienes la cabeza toda llena de visiones! —exclamó Areba entre risas armoniosas.

—Así es —repuso la anciana, reprimiendo un acceso de tos—. ¡La juventud!… Usted debería comunicarle un poco de su criterio tan sensato e inteligente, que le sentaría muy bien.

—¡Ah! ¿que me sienta mal eso, madre? yo creía que no era triste pensar en lo que deberíamos ser, después de habernos preocupado en las horas de afán de lo que puede afligir a los que amamos.

—Calla, mi corazón, esas cosas que no entiendes; y siéntate al piano, que no es la hora de tus hadas.

Brenda obedeció. La anciana y Areba ocuparon un canapé colocado junto a la ojiva que daba al jardín.

Resonaron preludios raros y caprichosos. A poco las teclas dieron trinos; sucediéronse luego los primeros compases, melancólicos y graves; después un raudal armónico, como un hervor de intensos anhelos que se elevaran en coro y rozasen al vibrar la dormida fibra del sentir profundo.

Areba miraba las plantas, la mano puesta en la mejilla, absorta al parecer en sus recuerdos. La anciana seguía el compás con un movimiento imperceptible de los dedos, la cabeza baja y el gesto triste.

De pronto salió de esa abstracción, como de un sueño, volviéndose hacia su joven amiga.

—¡Y bien! —susurró muy bajo.

Areba desahogó su pecho, y movió la cabeza de uno a otro lado.

—Las cosas están al principio —respondió en el mismo tono, arrellanándose en el canapé.

—¿Será inútil todo, entonces?

—No me atrevería a suponer tanto. La obra es del tiempo y de la reflexión.

Siguiose un breve intervalo de silencio.

La serenata tocaba a su fin, y empezaban a descender las sombras.

La joven se acercó a la señora de Nerva, y resbaló a su oído estas palabras:

—Haré cuanto pueda… Por el momento, la vigilancia debe recaer en la choza; Zambique dijo hoy algo a Brenda que le produjo emoción, pero en ese lenguaje raro que le es peculiar. El pobre negro adora a la que él llama su reina. Esas tristes almas se dan por entero a la dicha de las que veneran, y cierran sus labios con la llave de las tumbas. Ya me comprende usted. Sería un Galeoto temible.

Las escasas cejas de la anciana se contrajeron con una expresión de enojo, y un ligero temblor agitó sus labios secos e incoloros.

Perdíanse en el aire tranquilo, flébiles y dulces, a manera de súplicas envueltas en una ilusión que se renueva, las últimas notas del Ständchen.

Capítulo 14. "La madrépora"

En las primeras horas de una noche tormentosa, un morador situado cerca de la punta de Piedras Negras, que se dibuja al norte de la del Buceo como un lomo de saurio hundido en el cieno, habría visto deslizarse a la luz de los relámpagos, sobre las aguas agitadas y sombrías, una sumaca frágil y ligera, con una luz a mitad del palo, luchando con las fuertes rachas del sudeste. Aunque recogida en parte la latina vela de polacra que llevaba a proa, sin gavia, lisa y fina, como un pez sin escamas, saltaba sobre las olas siniestras con una velocidad asombrosa, a manera de langosta de mar sorprendida en la superficie por la borrasca, que pugnase por volver a la quietud de los fondos.

Tenían estos pocas brazas entre Piedras Negras y la ensenada de Santa Rosa, de empinados cantiles y áridos médanos. La ocasión no era oportuna para arribar a aquellas rocas cortadas a pico, en donde se deshacían mugiendo las aguas turbulentas; y la sumaca navegando de bolina rasaba las crestas con maniobra firme hacia el Buceo, cuya punta se prolonga en anchas faldas centenares de metros río adentro, y remata en un arrecife áspero y riscoso cubierto por el flujo. A la claridad diurna, en situación idéntica, y al chocar de las ondas en los flancos, habríase podido comparar con un cetáceo lleno del verdín submarino, de cabeza sembrada de púas, hundida en la marea; y cuyas aletas enormes batieran con furor los bajíos, convirtiendo las enconadas olas en lluvia de espumas.

Ningún resplandor bajaba del cielo. Espesos vapores corrían al levante, rasgados de vez en cuando por rojizos centelleos de sordas explosiones, cuyos ecos se extendían a lo lejos, haciendo temblar la atmósfera, cual si pasasen en vertiginosas trayectorias; gigantescos proyectiles trabados por la misma cadena. Imponentes espirales verdinegros se erguían soberbios y amenazadores sobre la borda, orlados de blancas ampollas rebramantes, y espumeando al rostro de los audaces marineros; crujían el costado y la popa al embate violento y combinado de la ráfaga y de la ola, y la mojada lona se encogía e hinchaba con estrépito, después de sacudirse y azotarse contra las cuerdas y el mástil; y ora se sumergía la proa hasta desafiar con el bauprés en su misma base el oleaje iracundo, en tanto aleteaba el timón en el vacío, ora se levantaba en el movible y monstruoso lomo entre un torbellino de niebla, rechinante el aparejo, como un potro que se encabrita y eleva alto la cabeza de alborotadas crines entre una nube de polvo, tasca el freno, dobla los corvejones y sienta en el suelo la grupa, para reincorporarse con terrible balance haciendo brillar en el aire sus uñas de hierro.

Enmedio de aquellos tumbos formidables, y de aquellos ruidos pavorosos, la débil embarcación parecía próxima a zozobrar: habíase apagado la luz del farol a los redobles del viento, las tinieblas formaban por delante un solo abismo con las aguas; y al enroscarse con indecible furia las impetuosas olas, rompíanse en cascadas sobre la borda saltando hechas pedazos por encima del frágil leño, para convertirse en rocío al batir de las enormes alas de la tormenta.

Algo servía, sin embargo, de guía seguro a la mísera nave.

Distinguíase a un flanco, brillando a intervalos como un bólido encendido que eclipsasen nubes negras, enhiesto en la cúspide de un coloso de cuarenta metros sobre el haz de las aguas, resplandeciente a gran distancia para indicar al marino su derrotero, un faro de foco poderoso que giraba impasible en lo más alto de graníticos peñascos, señalando a todos los rumbos el peligro del escollo y los bajíos del naufragio. La linterna refulgente incendiaba con sus rayos las movibles colinas de la furiosa oleada, y cual ojo rojizo de la tempestad, que pestañease por instantes al sordo golpe de los encontrados elementos, parecía observar cómo se estrellaba con estruendo la masa líquida al pie de la altiva columna, haciendo temblar las deformes rocas que la sustentan.

La embarcación seguía corriendo, casi arriado el velamen por completo, desflocadas las jarcias y aumentado el lastre con gran cantidad de agua.

Una voz exclamó de repente:

—La farola pestañea.

El que había hablado aludía sin duda a uno de los intervalos de obscuridad en la revolución del faro.

—La isla queda a barlovento —dijo otra voz enérgica—. ¡Firme a la caña!

El que primero había hablado volvió a clamar enmedio de los rugidos del huracán:

—¡Cuidado con el islote de la Luz!

—Está negro como una angustia —repuso la voz enérgica—. ¡Arría el resto, Carolo!

Cinco hombres iban en la sumaca, pescadores de la costa sur, sufridos e intrépidos. De vuelta de la isla de Lobos, les había sorprendido la borrasca a pocas millas de la ribera, y obligádoles a navegar de bolina, corriéndose a lo largo de la costa, erizada de peligros. Pero llevaba el timón Gerardo, el más hábil y valiente marinero de los que cruzaban la zona del mediodía, en faena perseverante y ruda, en pos de esa fortuna triste que persigue el pescador, y que a cada instante se desvanece entre las brumas como un hada vaporosa de las algas.

Sus compañeros le querían y respetaban. En esta emergencia peligrosa, se revelaba esa fe en una obediencia sin réplicas, que daba mayor seguridad a la maniobra.

En tanto, era necesario evitar el arrecife riscoso del Buceo a sotavento, y el islote de la Luz a la otra borda, situado a poca distancia, y en ese momento batido de flanco con imponentes choques y circuido hasta muy arriba de su nivel por una especie de humaza, que formaban en el aire las despedazadas moléculas del agua.

El sondeo da en ese canal una profundidad media de cuatro a cinco metros.

A los lívidos resplandores eléctricos, podíase percibir en aquella noche, a manera de ancha estela, una superficie blanquizca y bullidora en el centro correntoso; mientras se dilataban a los lados rodando en espantoso culebreo inmensas sábanas sombrías para escurrirse en roncas cataratas en las concavidades de las peñas o por encima de las mesetas con la violencia del torrente.

El pasaje tenía que ser veloz por la doble fuerza del viento y las aguas; la sumaca pasó por allí como una saeta, evitando el escollo de la punta del Buceo, y deslizose casi descubriendo la quilla, dominada a lo lejos por la claridad del faro, con rumbo a las piedras del Buen Viaje, distante tres millas, cabezas de cachalotes que sobresalen a regular altura en tiempo de bonanza, y que en la hora de esta aventura temible asomaban apenas, entre un hervidero de espumas.

Era, sin embargo, allí, en un fondeadero para cala de tres metros cómodo y resguardado, que abarcaba la extensión comprendida entre las piedras y la restinga de Punta Brava, barrida perpetuamente por las mareas, en donde los intrépidos pescadores pensaban hallar refugio y echar el ancla, al abrigo de ráfagas violentas y de oleajes tumultuosos, cuya intensidad parecía disminuir por momentos.

Ya cerca, en efecto, de los grandes peñascos, la embarcación caminaba con menos ligereza, habíase descorrido al sur una parte de la lóbrega cortina, y sucedíanse con más frecuencia intervalos de calma, en relación a los ímpetus del viento poco antes de formidable vigor.

—¡Pon el anclote a la pendura, y afloja la gumena, Carolo! —ordenó Gerardo con acento firme y vibrante.

El pescador así nombrado, saltó a la banqueta afirmándose a la borda, y destrincó el ancla con extrema diligencia.

—Está listo el anzuelo de dos lengüetas.

—Echa y ¡a pescar la tosca!

El arpón de hierro se deslizó al fondo, pero no consiguió amarrar la sumaca, que seguía arrastrada en dirección a la restinga, con una velocidad todavía considerable.

Íbase a picar el ancla cuando ésta pareció aferrarse por la banda de estribor, paralizando el movimiento acelerado de la nave, que revolviose en fuertes sacudimientos, y embarcó más de una ola amarga.

—¡Mordió! —dijo Carolo alegremente, y devolviendo el líquido al mar con una vasija de madera; en cuya operación sus brazos y los de sus compañeros se movían con una celeridad asombrosa.

—No es así —repuso Gerardo—, La Madrépora empieza a garrar. Leva, y ¡todo a babor!

La sumaca arrastraba en efecto el ancla por un fondo de arena, y luego entre dos aguas, al verilear a lo largo de la restinga, si bien a prudente distancia de los bajíos pedregosos. Con todo, su marcha era, más lenta; cedía el viento, y las ondas no se agolpaban con la misma furia.

Trincado nuevamente el anclote, alargose un rizo y se formó una ampolla en la vela. La celeridad aumentó en proporción, pero sin grandes salteos ni columpios: el pequeño barco mantenía ahora menos empinado el costado de babor, enderezándose por minutos, a medida que aflojaba el vendaval.

Estaba próxima la Punta Brava, con su restinga encubierta de ásperos y escarpados riscos, apéndice de una lengua de tierra que convida a arribar al navegante inexperto, penetrando en las aguas en suaves ondulaciones; arrecifes ocultos, pérfidos y temibles, en acecho, sobre los cuales corre sin ruido el agua mansa.

Pero el timonel de La Madrépora conocía bien los riesgos y las asechanzas siniestras de los bajíos, en sitios por él recorridos para buscar profundidades convenientes a las redes de jorrar; y gobernaba con seguridad y firmeza, guiado por los fulgores de la farola, inmóvil e impasible sobre la caña, a pesar de la fiereza de los embates contra su capote impermeable que concluía en punta al cubrir su cabeza, sobre la cual saltaban en vano con el estridor de fuertes aletazos fragmentos de olas, a modo de raudos engrosados por el légamo por encima del granito inerte e inconmovible.

Debajo de la capucha endurecida, podían descubrirse a la claridad eléctrica, unas facciones varoniles tostadas por el sol y el viento; perfiles vigorosos de juventud, audacia y resolución, dominando el conjunto ese aire especial de triste conformidad con su suerte que caracteriza los actos de ciertos hombres, serenos, mansos y resignados, rudamente sufridos, mientras no se les hiere esas fibras más duras que la desgracia, que reposan sin estremecimiento alguno hasta la hora de prueba.

Tendido, en el hueco formado por el combés de popa, en cuyo extremo más abrigado brillaba una linterna de vidrio convexo, podía verse también un hombre viejo, al parecer enfermo, envuelto en una manta, con la cabeza reclinada en un rollo de cabos. Alguna inquietud se traslucía en su semblante demacrado, de rasgos prominentes, barba canosa, cejas espesas, largas y revueltas, y ojos vivaces muy encajados en las órbitas —esos ojos hundidos en los últimos camaranchones del cerebro—, según la frase de Cervantes.

Este hombre se llamaba Carlo Roveda, pescador de la costa sur, y era dueño de La Madrépora. Sintiéndose mal de salud en la costa de Maldonado, en el segundo viaje que realizara en esos días, pensó en el regreso, y sus compañeros se apresuraron a poner la proa hacia los Pocitos y la Caleta.

La linterna colocada en el fondo del camarote, alumbraba con sus reflejos otros tres marineros que se movían en la cubierta baja, bañándolos de claridad amarillenta hasta la mitad del pecho. Tenían algo de fantásticos aquellos troncos iluminados y aquellas cabezas negras sumergidas en las sombras, que se agitaban sin cesar, cual lúgubres visiones semiteñidas de fósforo, cabalgando entre ruidos pavorosos sobre los lomos de la tempestad.

Sólo uno permanecía quieto y sombrío en el combés, con la mano convulsa en la caña del timón, y el ojo bien abierto, fijo en las tinieblas, procurando como la procelaria audaz descubrir y evitar los peñascos al rozarse rauda y veloz con las olas irritadas. Era Gerardo.

¿Echaría de nuevo el ancla cerca de los veriles, en donde la sonda señalaba a no dudarlo en esos momentos más de siete metros, o llevaría a embicar La Madrépora a la arenosa ensenada de los Pocitos?

Tal vez no fuese necesario lo último, pues la tormenta se disipaba por instantes. La mar, sin embargo, seguía gruesa y rugiente. Con todo, una fuerza misteriosa impelía al joven pescador hacia aquel rumbo; y quizás se había felicitado en lo más íntimo de llevar por vehículo a la borrasca: ¡el mejor tren expreso de un ausente ardoroso y apasionado que aspira pisar cuanto antes la ribera!

La embarcación pasó con felicidad la brava punta —tumba de marinos—, ilesa en el casco, gallarda y esbelta, si bien con alguna relinga flotante, pues el viento había rasgado el paño en varios sitios en su hora de mayor violencia. Las últimas ráfagas cruzaban a intervalos silbando, y en ellas envueltas, como si precisasen de tan enorme hálito de vida, gaviotas color de niebla.

De pronto Gerardo, llamó a Carolo.

—Empuña la caña —dijo—. El viento amaina, y las nubes ruedan lejos, pero el agua hace gemir todavía la sumaca. ¡Afirma bien!

—De buena nos libró Dios, para que yo lo eche todo a perder. Vete confiado.

Gerardo se deslizó al entrepuente, y quedándose afirmado con las manos en el borde, bajó la cabeza para mirar a Carlo Roveda, diciendo:

—Algo se ha movido La Madrépora, patrón Carlo, para no haberle hecho sentir mayor molestia. ¿Cómo va el cuerpo?

—Así, así. Algún cuidado tuve, pero tú llevabas la caña, y esto me daba fe. ¡Valiente timonel… ! Se unía la pena de no ayudarte, a los achaques que me duelen. ¡Allá va el posma para la pobre Cantarela!

—Ansiedad tendría, si supiera la mala loba que hemos pescado, repuso Gerardo con emoción.

—No puede pensar que la vuelta sea tan pronto y le daremos sorpresa. ¿En dónde se aferra?

—No sé, patrón Carlo. La mar está fuerte. Echaría el anclote a la entrada de la Caleta, a sotavento si amarrase.

—Aferra.

Gerardo calló.

Luego, dirigiéndose a Carolo, mandó con voz robusta:

—¡Virar para avante!

Despasó bien pronto el viento por la proa, a pequeñas rachas, produciendo en el aparejo ese rumor tan semejante a los bufidos del toro que acomete con furia y se detiene de súbito.

La embarcación hizo la bordeada con éxito. Percibíanse muy próximas las luces de la ciudad, en las calles que concluían en la costa, cuando Gerardo echó el ancla a cierta distancia, con el corazón palpitante por algo extraño a los peligros de esa noche.

El hierro arañó las piedras, y a poco se afirmó, en tanto los marineros ceñían el paño y daban luz al farol rojo de proa.

—¡Bien por Gerardo! —exclamó Carolo.

Mañana hay que cumplir la promesa… ¡Sí: la cantata en las peñas antes del descanso!

—Bien está —dijo Gerardo con acento tembloroso—. Cantaremos.

Media hora después, una lancha tripulada por pescadores animosos y resueltos, los conducía a la orilla. Los aguardaban en ella brazos cariñosos y ardientes simpatías. Las mujeres salían a las puertas para dar la bienvenida, rodeadas de prole tan numerosa como sus redes. No se veía allí a Cantarela. Los ojos de Gerardo miraban todo desierto: nada significaba para él, sin ella, la dulce fraternidad de la ribera.

Carlo Roveda fue llevado a su morada humilde.

¡Estaba sola! Se sentía allí una atmósfera fría, como si en mucho tiempo no se hubiera encendido el hogar. El viejo pescador registró el primer departamento con ojos febriles, lleno de sospecha y de zozobra. Las redajas estaban colgadas en sus sitios, los muebles bien distribuidos, el pavimento limpio, las relingas de grandes corchos y plomadas para redes nuevas, dispuestas con orden y simetría, a lo largo de las paredes. Todo indicaba el celoso esmero de otros tiempos.

Roveda había entrado a su domicilio apoyado en el brazo de Gerardo y de Carolo. Tres o cuatro pescadores que le precedieron, de pie y silenciosos, observaban con las frentes bajas aquel nido sencillo y pulcro, ¡pero abandonado y yerto!

El patrón Carlo dirigiose al de mayor edad, preguntando con profunda extrañeza:

—¿No está aquí Cantarela?

—Marchose hace días.

—¿Y adónde?

A esta nueva pregunta, turbáronse los rostros y cambiáronse miradas en silencio. Los ánimos parecían confundidos y tristes.

—¡Todos callan!

—¿Qué dices tú, Marcelo? —insistió el patrón Carlo, trémulo y sofocado, presintiendo algo muy grave en aquella reserva.

—¡Oh, yo nada digo!… Ella se fue sin decir tampoco nada… Hace tiempo que se iba callada tu hija, y en estos días muy pocos la han visto en la costa…

El viejo pescador movió a uno y otro lado la cabeza, con indecible pena, mirando con desvarío todos los semblantes.

Gerardo experimentó una cosa parecida al desgarre de una extraña.

El que había hablado volviose hacia el compañero más próximo, confuso y pálido, sepultando la tosca mano en su pelo desgreñado, como pidiéndole auxilio.

Éste estrujó lentamente la gorra entre sus dedos, moviendo a su vez la cabeza con la vista en el suelo, y murmurando entre dientes:

—¡Yo he visto a ella… junto a la rampa; mas no sé… ! ¡Por ahí anda algún cangrejo de mar!

Carlos Roveda dejó caer la cabeza sobre el hombro, tras una rápida convulsión, y quedó con los labios cárdenos y los ojos enormemente abiertos; flaquearon sus piernas y extendió temblando la diestra arrugada y callosa, que agitó con la congoja del náufrago en el vacío.

¡Se le iba todo su consuelo!

Pareció luego serenarse, y pasose abiertos por el rostro los nudosos dedos, cual si quisiera espantar una quimera, y prorrumpió por fin, señalando un extremo de la pieza:

—Allí rezaba cuando yo me iba… ¡Mira Gerardo si la vela ha ardido!…

Sobre una mesita de pino veíase un cuadro representando una Virgen entre nubes, y debajo una roca con una ancla encima, combatida por las olas. Tenía delante una bujía de sebo, que no había sido encendida.

Gerardo miró el grabado, ornado al través con una ramita de palma; enseguida la bujía, pálido y ceñudo.

—¡Ya no hay rezos! —dijo con amargura.

Los ojos del viejo pescador rebosaron de lágrimas; quiso arrojar una imprecación, pero un nudo se atravesó en su garganta: apenas salió un quejido.

Capítulo 15. Personajes eternos

Empezaban recién extenderse las ligeras sombras de una tarde apacible, cuando el ingeniero Raúl Henares atravesaba a pasos lentos por delante del seto de la quinta de Nerva. Discurría a solas sobre graves compromisos de su profesión. Su palabra ya empeñada de tiempo atrás, con una empresa de ferrocarriles establecida en Río Grande, a la que había prestado servicios de importancia, le obligaría muy en breve a abandonar Montevideo por un mes; contábase con su concurso para robustecer el de otros ingenieros, como él llamados a practicar los estudios de una vía férrea en proyecto. Éste debía coincidir con el de su amigo Zelmar a Buenos Aires, ante cuya facultad de medicina pensaba rendir el joven sus pruebas y coronar su carrera. Preocupaba a Raúl el plan de la labor que iba a emprender y lo arduo de los trabajos encomendados por la empresa constructora; con este motivo, se dibujaban ante sus ojos como en un mapa ideal, áridos terrenos, pedregosas serranías, ríos de alvéolos profundos, valles estrechados por cinturones de cerros, senderos escabrosos, mesetas elevadas, y por ilación lógica de imágenes e ideas, difíciles desmontes, lentas nivelaciones, pesada fábrica de puentes colgantes con sus cadenas de atar colosos y enormes pilastras… Con todo, la tarea que se le reservaba a él personalmente, sólo debía detenerlo, un mes. ¿Cómo conciliar sino el compromiso con el interés apasionado que le inducía a disminuir el plazo de la ausencia en lo posible?

La verdad es que la preocupación cesó muy pronto de molestarle, cuando ocurriósele gozar un momento de los encantos del paisaje que se desplegaba a su vista poético y tentador, cual si le ofreciera alguna sorpresa grata en el secreto asilo de sus arborescencias. Los sentimientos dulces remplazaron entonces a las ideas y cálculos científicos. Con la cabeza descubierta para refrescar la frente húmeda, apoyose en el seto divisorio, compuesto en esa parte de apiñados arbustos engrosados por diversas enredaderas silvestres que se elevaban en espirales por los delgados troncos, y se bifurcaban horizontalmente hasta enlazar las mismas hojas de los agaves, que enseguida erguían sus agudas púas en todas direcciones, a manera de bayonetas dispuestas contra ataques de caballería.

En esa posición, notó a Brenda en el sendero de arena, sin que se le hubiese ocurrido minutos antes la posibilidad de que se realizara su presentimiento. La emoción fue viva: no podía compensarse mejor su afectuoso interés. El piano no había resonado, pero ella se presentaba a su vista, y era la más hermosa melodía que pudiese halagarle alma y sentidos,

Vestía la joven de color celeste, con sencilla elegancia. Traía en el pecho algunas flores que aspiraba de vez en cuando, muda y pensativa, como si en realidad dijeran y recordaran todo, al prodigar su perfume en venganza de su muerte temprana: encantos de la niñez, primeras ilusiones, dolores precoces, deliquios del candor, nostalgias de la orfandad, preludios de la dicha, dulces sensaciones de alma enamorada… Las flores son como caracteres gráficos con que la naturaleza escribe sobre su tapiz verde esperanza, la palabra «juventud». Por eso es que todas en conjunto o cada una de ellas por separado hablan al sentimiento de la mujer en un lenguaje elocuente y embriagador. No la cautiva menos una violeta humilde que una magnolia soberbia. Todas son productos de una savia que no se agota, y de un consorcio perennal. ¡El ensueño de una virgen sería ser como una flor! Nunca les halla más riqueza de colores ni belleza más perfecta, que cuando siente más conmovido su ser por el fuego de la pasión: con sus confidencias íntimas, depositarias de suspiros y lágrimas en el seno o en la almohada, en las altas horas, sin causar nunca rubor a las santas castidades.

Brenda íbase aproximando al sitio en que se encontraba Raúl, con la mirada vaga al parecer, pero dirigida a aquél donde él vivía.

Inadvertida o deliberadamente, habíase colocado esta vez en paraje en que podía ser visto, si la joven asomaba el rostro por algún claro de los arbustos próximos. Al menos no pensó en moverse: pareciole su conducta natural y honesta, poniendo a su conciencia por juez. Estaba ahí porque le arrastraba un prestigio poderoso, a cuya atracción creía no deber oponer resistencias, que, por otra parte, él se hacía la grata ilusión de no suscitar. Si no procedía por otros medios para llegar al fin, era sin duda por razones que él mismo no precisaba matemáticamente, pero que le inducían a suspicacia, respecto al criterio de las personas que rodeaban a la joven. De todos modos, dos almas que se comprenden no necesitan sino de sus fuerzas propias para encontrarse: en su concepto, eran como dos arroyos de opuestas nacientes que bajan en hilos delgados de las faldas graníticas hasta el llano estéril que salvan veloces; cruzan praderas en incansables curvas, engrosan en el camino, saltan por encima de las piedras o las evitan cambiando su corriente, relegan la broza a los ribazos y van, por último, límpidos y susurrantes a unir sus caudales en estrecha alianza y a confundirse en el río, para rodar siempre y mezclarse en el ancho mar de las pasiones, de las calmas y de las tormentas.

El hecho es que Raúl no pudo seguir haciendo filosofía sobre esta materia, y que de pronto se sintió sobrecogido. El caso era imprevisto.

Una mano blanca había aparecido apartando con cuidado las ramitas, casi a su lado, y enseguida una cabeza seductora… Él comprimió el aliento. Ella miró hacia la ventana sombreada por el ombú, haciendo sobresalir en el seto su gallardo busto.

No me ha visto, se dijo formalmente Raúl, cruzándose de brazos para reprimir un poco los golpes dentro del pecho.

De repente los ojos de Brenda vagaron en torno; y al percibirlo tan cerca de ella, pálido y silencioso, en actitud de ruego, ahogó una exclamación de sorpresa, mezclada de ingenua expresión de afecto, ¿Sería aquél un acto inocente?

—¡Ah! ¿estaba usted ahí? —dijo, como si se conocieran hacía mucho tiempo, deteniendo en el rostro del joven sus grandes ojos, donde se pintaban el rubor y la simpatía.

—Y por ello pido a usted perdón, si he osado perturbar sus paseos solitarios…

—De ningún modo. La buena vecindad nunca molesta.

—¡Cuánto agradezco a usted esas palabras!… Desde aquella casa he escuchado siempre con placer las armonías del piano; me seducían de una manera singular, don privilegiado de quien las arranca. Pero eso no era suficiente. Quería gozar del encanto más de cerca, y adquirir el hábito de aproximarme a cierta hora, en que por lo general se hacían oír.

—Se ve que gusta usted mucho de la música… Me cree usted una profesora, y no es así. Hay teclas que se ríen a veces de mis dedos, en vez de quejarse. Prueba de mi insuficiencia… Parece que la música tiene tantos amigos como hay de corazones sensibles. ¿No cree usted?

—Así es. De mí sé decir que me deleita. ¿No piensa usted que es un consuelo para alegres y tristes, por más que los primeros aparenten estarlo siempre?

Brenda inclinó la cabeza con inquietud, guardando silencio. Pareciole sin duda que había aventurado mucho. Luego dio algunos pasos indecisa, y miró hacia la verja.

Raúl avanzó unos pasos, a su vez, suplicando… Ella se detuvo temblorosa.

—Hermosa música la de su voz, Brenda —dijo el joven—. He soñado que hace años la oí… ¡No sé si sólo será sueño!

Brenda volvió a acercarse con lentitud, callada, fijas en el joven sus pupilas de un azul sombrío, y en el semblante retratada una emoción indecible. La había conmovido aquella invocación al recuerdo.

—Y la oí al pasar, siendo yo muy joven; en hora de desgracia… Han pasado los años, pero no se ha oscurecido la memoria: brilla el recuerdo, cual luce allí la estrella del crepúsculo…

Brenda sofocó un suspiro, y repuso con acento dulce, ledo y trémulo, alzando los ojos a la estrella:

—Sí… Pero hoy la noche está serena. No hay nieblas como entonces: ¿verdad?

—Cierto. Aquella era muy oscura y fatídica, sin piedad ni paz. Por otra parte, ¡noche bendita! pues en ella se reveló el secreto de un destino futuro…

—¡Calle usted! —prorrumpió ella volviendo a un lado su semblante de lirio—; el recordar le enardece… Yo lloraba: ¿y cómo no hacerlo, si me dolía toda el alma? Usted estaba callado. ¿Por qué callaba usted? Fue bueno conmigo, y esto nunca lo pude olvidar.

—¿Podía yo acaso ser de otro modo? Vi a una sollozante, y acerqueme.

Tenía usted el velo de crespón que llevaba en la cabeza, todo lleno con la niebla. Pensé después cómo tendría el corazón apenado; y cuando puse la mano en el mío, me persuadí de que compartía con el suyo el mismo pesar.

—Mi madre murió esa noche.

—La mía también.

El seno de Brenda palpitó con violencia, y más aún, cuando dijo con aire grave:

—Creí entonces adivinar la causa de su amargura: tenía usted la cara amarilla, así como los cirios, lo que proviene, según dicen, de estar junto a los que mueren… Esa noche fue muy cruel para mí. Comprendí recién entonces que estaba sola; y después que mi protectora me arrancó de allí, muchos meses transcurrieron sin que pudiese darme cuenta de lo pasado… Pero ¿qué interés tienen estas cosas?

—¡Oh, mucho! ¿Puede usted dudarlo? Yo conservé siempre en mi memoria hasta el menor detalle de aquel suceso, y a usted, a quien vi sufrir. ¡Cuán grato es reproducirlos ahora a la distancia!

La joven se había callado un tanto confusa e inquieta. Mas tras una breve pausa, balbuceó, como impelida por un sentimiento de gratitud:

—Cuando las noches tenían niebla, yo me acordaba…

—Continúe usted —dijo Raúl, observando que las mejillas de Brenda se teñían de rosa e inclinaba la vista quizás arrepentida de sus confidencias.

—Sí, me acordaba de su noble conducta en aquella ocasión, y me decía si ya no volvería a verle para expresarle mi reconocimiento.

—¿Por qué? Mi mejor satisfacción fue la de volver a encontrar a usted en mi camino, tranquila, amada y dichosa. A poco recordé aquel trance, y reprodújose nuevamente en mi mente la imagen de la pequeña huérfana. El acaso nos puso entonces al uno junto al otro, errantes por la misma pena, como niños sonámbulos; hoy repite el mismo hecho en situaciones para los dos distintas, como si se complaciera en acercar dos antiguos y buenos amigos después de algunos años de ausencia. Eso es todo: una conversación triste interrumpida casi en la niñez, y reanudada en la edad adulta bajo una faz más alegre y atrayente; una amistad vieja en nuestros corazones jóvenes que en ellos renace de pronto y los acerca…

Calló Raúl; y los dos se miraron con asombro, sorprendidos de aquella aproximación y de la naturalidad de sus actitudes y palabras, pensando quizás que era cierto que habían encontrado de consuno el último eslabón de un vínculo amistoso, perdido como el cable que se rompe en lo hondo de los tiempos. ¿A qué atribuir sino esa confianza casi familiar, por no decir íntima, que revelaban las menores frases y la conducta de cada uno? Cierto que un sentimiento nuevo, recíproco, más egoísta e intenso, parecía ya envolver sus almas en ese común cendal que a todas aísla del mundo externo, reduciéndolo a un solo objeto, al reducirse toda la energía del sentir en limitado espacio, bajo la influencia cada día creciente de la pasión. Notábase en sus ojos, en sus frentes, en sus labios, los signos, manifestaciones y reflejos de un amor que nacía con fuerza, empezando por dominar los sentidos y por agitar los ensueños de la mente, dándoles un tipo, una imagen real, digna de elevarlos a certidumbres venturosas. Las esperanzas e ilusiones de una nueva vida subjetiva temblaban, si se nos permite decirlo así, en las pupilas y en los labios de los jóvenes, cual si temieran surgir a la luz.

El hecho es que los dos siguieron diciéndose cosas raras y mirándose con afán y deleite, como si hubiesen olvidado la hora y el sitio. En uno de esos instantes, de una manera casi inconsciente, Raúl posó su mano en la de la joven.

Brenda sonrió, al retirar lentamente su mano, las juntó a la altura de su garganta con un movimiento pausado, púsose seria, y murmuró al fin con cierta agitación, viendo pasar a Zambique gruñendo a corta distancia:

—En aquella noche no tuve miedo alguno; pero hoy siento…

—¿Por qué esa inquietud, Brenda?

—No sé… ¿Usted no se marcha?

—Si es una orden, sí.

La joven dio unos pasos, restregose las manos con ansiedad, volviolas a unir y las dejó caer hacia adelante, observando a Raúl en silencio.

—Verdad —dijo éste—, la noche cae…

Saludó ella con un movimiento seductor, casi infantil, y se alejó presurosa… Henares vio perderse su vestido color de cielo entre los árboles, y ocurriósele pensar en las hadas que nacen y se desvanecen al pálido rayo de la luna.

Capítulo 16. La glorieta

El ensanchamiento de fronteras siguiose bien luego al primer avance. Dos días después, a la misma hora Raúl en vez de detenerse en el seto, lo salvó tranquilamente, y encaminose meditabundo al centro del jardín en esa parte, con paso firme y sereno.

Había visto a Zambique regando unos criaderos, al propio tiempo que modulaba a media voz uno de los aires especiales de su marimba. Esta circunstancia desvaneciendo sus escrúpulos, le impulsó tal vez a penetrar en el recinto con ánimo confiado. Zambique dominaba aquella zona, relegada exclusivamente a su cuidado y vigilancia.

Así que le percibió cruzose el viejo negro de brazos, siguiendo la regla de sus mocedades cuando era esclavo, en presencia de sus señores. No eran de menos valía los títulos del joven a la gratitud y al respeto del liberto. Ya próximo a él, Raúl hízole una seña, como indicándole que iba a entrarse en la glorieta.

Zambique halló aquello muy natural, y, sonriose, así que penetró en ella, prosiguiendo con sus tareas la interrumpida cántiga. Había presentido desde algún tiempo atrás algo raro en la atmósfera y observado también que de esa rareza se resentía la reina, como él llamaba a la joven. Para convencerse del fenómeno bastáronle algunas indicaciones inusitadas de Brenda que introdujeron ciertas variantes en su vida sedentaria, sin otras preocupaciones hasta entonces que el amor a sus bienhechores y el lleno de sus deseos y caprichos en lo relativo al cuidado de las plantas y selección de las flores.

La glorieta era un asilo poético. Varios cristales de colores defendidos por una red delgada de alambre, formaba la techumbre; las rejillas de madera en todo el circuito aparecían escondidas totalmente bajo las hojas y las flores. Los últimos resplandores del día teñían el interior con bellos reflejos, cada vez más tenues y macilentos, a medida que iban surgiendo las sombras. Veíase un banco de piedra pulida en uno de los ámbitos, de cuyos brazos se habían apoderado también algunos gajos de madreselva, como protesta en favor de su derecho al dominio. Respirábase allí un aire denso, impregnado de fuertes aromas.

Se encontraba Raúl en una de las puertas, la que miraba al centro del jardín, cuando observó a Brenda, junto a un grupo de manzanos, donde se había detenido indecisa.

Recién entonces ocurriósele pensar que su osadía podía disgustarla, y hasta hubo de resolverse a abandonar la glorieta; sin embargo de que al venir allí había cedido a la idea de que en luchas de amor el terreno ya adquirido se conserva, extendiendo la conquista, y llevando lo más lejos posible las fronteras de convención, hasta hacer prevalecer las naturales, si algunas reconoce la pasión en sus irrupciones impacientes e irresistibles.

Pero, no tuvo oportunidad de realizar su determinación ni de ponerse en pugna con impulsos de esa índole; pues la joven con movimientos de infantil confianza fuese acercando, ya deteniéndose a aspirar ciertas flores del tránsito, ya girando alrededor de los medallones, como una falena juguetona que se complace al principio en trazar grandes círculos en torno de una luz brillante. En verdad que se aproximaba a la llama, cuyo calor sentía de lejos; y que difería mucho de esas azul—verdosas, que no queman, y que se elevan en el aire con la tenuidad de un gas, en forma de lágrimas impalpables y luminosas.

Zambique, a pretexto de regar matas de pensamientos de múltiples matices que allá en un extremo solitario había, con más esmero que el que muchos emplean para mantener la frescura y lozanía de los del propio espíritu, haber dirigido breves palabras a la joven con momos expresivos y cierto júbilo mal disimulado. Después, había cruzado por delante de la verja sin que nada le dijese la reina, rezongando su música extraña, y volviendo a la faena con nuevo ahínco, si bien con el oído puesto a los rumores.

Brenda caminaba, moviendo de atrás para adelante un abanico que traía pendiente de la muñeca, y mirando a todas direcciones con tranquila continencia.

Ya muy cerca de la glorieta recogió un poco el ruedo de su vestido, enseñando el pie breve y correcto; puso el extremo del abanico en la mejilla, y siguió mirando en silencio hacia un lado, ondulante el pecho, que en parte descubría cerca de la garganta el nacimiento de sus mórbidos y anacarados tesoros.

Fue después de un intervalo regular que volvió la vista plácida y serena al joven, que a su vez la contemplaba embelesado.

—Usted no teme que lo riñan —dijo, saludándolo con adorable gesto de reproche, y apartando nuevamente sus ojos—. Sólo usted cruza el campo a estas horas, y se entra al jardín ajeno, como si le negasen a usted flores…

—Imploro su gracia… Sólo yo puedo regar la flor—reina que en este jardín busco.

Brenda sonrió, dio un paso más, y abrió el abanico para agitarlo suavemente.

Raúl fue retrocediendo con lentitud, fijos los ojos en ella, cual si pretendiera atraerla con la mirada.

Brenda dio otro paso, a pesar suyo tal vez, echando el cuerpo hacia atrás, y reprimiendo un suspiro.

—¡Qué atmósfera embriagadora! —exclamó Raúl con esfuerzo, y una inflexión dulce e insinuante—. Se respira como en un ambiente de sándalo, y el corazón es ahora un reloj que marca horas singulares, de esas cuyas impresiones se deben gustar, porque pueden nunca más volver…

Hermosa, esta pequeña escultura de mármol que sobresale en el pie de madera colocado sobre el banco. Simboliza al parecer un gladiador. Se ve que ama usted el arte…

¿No entra usted, Brenda?… Querría que examináramos juntos esa miniatura.

¡Acerados músculos, ademán fiero, ceño que revela fortaleza de ánimo y resolución de disputar la vida, como si en ese pecho estallara la esperanza, asomando a los labios con un nombre de mujer! Me seduce; pero no conozco al artista…

¿Servirá a usted para meditar alguna vez, este asilo, mi bella amiga? ¡Dichoso pabellón que habrá oído confidencias más gratas que sus perfumes! Aromas, silencio, blancos ensueños del candor: yo bien sé que han hecho aquí alianza secreta… que el amor sin castidades es un simple lujo de los sentidos.

¿Por qué no se aproxima usted más, Brenda? ¡Es tan delicioso este retiro!

La joven siguió avanzando, pálida y silenciosa… Se detuvo de nuevo, rozando ya sus pies la entrada, para mirar hacia atrás, conmovida.

Volviola bien pronto con rapidez al rostro de Raúl, y apoyó el semblante en el marco, con tal expresión de suave ruego, que aquél quedó inmóvil y callado en el centro de la glorieta.

Los postreros reflejos del poniente se difundían a medias en aquel sitio y hacían resaltar el perfil de Brenda, rielando en su mejilla de azucena: húmeda estaba la pupila, ondulante el seno, entreabiertos los labios, y lleno de ansiedad el espíritu.

Raúl retrocedió paso a paso hasta la puerta del fondo; inclinose, e iba a salir, cuando ella dijo dulcemente:

—¡No!…

—¿Y bien?

Brenda se entró en la glorieta.

Tendió él su brazo con impulso irresistible; y aunque las blancas manecitas de la virgen se juntaron trémulas, delante de él, no pudo ella evitar que su cabeza reposara en el pecho del joven y que su frente sintiera el calor de su boca.

—Este hálito no ha de marchitar las azucenas… Es para ungir la ilusión.

—Bien que lo he sentido. ¡Ay, temo que la queme… ! Hay un ruido… ¿Oye usted?

Los jóvenes guardaron silencio, de pie, y cogidos de las manos.

Poco después, Zambique pasó por delante de la puerta, sin mirar, gruñendo su canción africana, y derramando el contenido de la regadera sobre las plantas del sendero, guarnecido de bejuco. El exceso de los años había hecho algo inseguro su andar; pero iba tranquilo y alegre como nunca, con el sombrero alto de felpa encima de la oreja izquierda, y desabotonada una levita sin faldones, que era la del trabajo diario. Fue su pasaje como el aleteo de un murciélago, cuyo zumbido se desvaneció pronto.

Los jóvenes se miraron con aire de contento.

Brenda se desprendió sin esfuerzo, y arrancó una flor de madreselva. La aspiró un momento, y diósela luego a Raúl, diciendo:

—Para señalar una página en algún libro… Cuando esté viejita y sin olor, la dicha de este instante será también un pálido recuerdo.

—¡Oh, no! todas se marchitan, menos la pasión.

¡Qué suave contacto el de ese cabello rubio en mi mejilla, y qué destello el de los ojos azules, que manan esencia de bondad! ¡Así! Es muy grato sentir cómo late el pecho, y cómo su calor sube. Hay fiebre en nuestras frentes y temblor en las manos; en sus labios se ha quedado una sonrisa tan dulce y cariñosa, que es en vano plegarlos, pues volvería a dibujarse…

Brenda le miraba de hito en hito, sonriendo, en efecto, de un modo inefable, caída la cabeza sobre el hombro del joven, en esa actitud de abandono y embeleso que acusa una absorción de la voluntad por el sentimiento.

De pronto Raúl acercó sus labios encendidos a los de ella, y al sellarlos con un beso ardiente, murmuró, como un ruego, lleno de misterio:

—¡Perdón, Brenda!

Al sentir la impresión, la joven pareció salir de un éxtasis; rechazole con suavidad, y dio algunos pasos fuera de la glorieta, como una sonámbula.

Oyó él luego que decía:

—¡Perdón! ¿Y por qué?… Ya es hora, adiós… ¡Del sueño con que empieza el amor, no se debería nunca despertar!

Capítulo 17. En la choza

Preocupado estaba Raúl delante de planos diversos extendidos en su mesa de estudio, pocos días después de lo que queda relatado, y a la hora habitual de sus tareas.

Exigencias de su profesión le retuvieron toda la mañana en la ciudad, destinando unos buenos momentos a su amigo Bafil, con quien compartiera el almuerzo y mantuviese animadas conversaciones sobre asuntos de interés. Había recibido Raúl una carta de Río Grande, en que la empresa constructora le pedía tratase de ponerse en viaje en esos días, asignándole quince de espera a lo sumo, en virtud de haberse resuelto la iniciación de los trabajos de movimiento de tierras y nivelaciones para fines de mes, y ser indispensable su presencia como director de los que debían practicarse en una zona determinada.

Se estaba a principios de diciembre, y desde luego podíanse aprovechar bien los días de plazo acordado. Los amigos convinieron en realizar símultáneamente su respectivo viaje, para volverse a encontrar en Montevideo en la primera quincena de febrero, si, como creía Zelmar, no se oponía obstáculo alguno a su solicitud presentada a la Facultad, que contaba con el valioso apoyo de muy influyentes personas, en el sentido de abreviar el término en que debería someterse a prueba. Laboriosa y difícil era ésta, por cuanto tenía que rendir exámenes parciales en varios días consecutivos, y luego el general y de tesis, con arreglo a las severas formalidades que rigen el profesorado y consagran el título de hombre de ciencia.

Por su parte, Raúl presumía verse libre en ese lapso de tiempo, prometiéndose multiplicar su actividad para conseguirlo. Sabemos bien que a este respecto el propósito no podía ser más firme y sincero; a juicio del joven, todo estribaba en la observancia de una especie de procedimiento logarítmico. La simplificación posible en las operaciones más arduas y complicadas, con éxito completo, era, a no dudarlo, uno de los progresos matemáticos… especialmente en este caso, en que la regla debía tener dura aplicación. Cierto es que en estos cálculos, el ingeniero no se preocupaba mucho de Neper, ni de los tabularios de Briggs o Vlacq: sencillamente ponía su criterio científico al servicio exclusivo del corazón, verdadero logaritmo hiperbólico, tratándose de esos «medios proporcionales» que se llaman pasiones o impulsos irresistibles, según el mayor o menor vigor del músculo noble.

De muchas cosas habían hablado los jóvenes, sin reserva, a no ser para las del sentimiento. Sin ofenderse el de la amistad, los demás pueden a veces replegarse delicadamente a semejanza de ciertos pétalos de flor, en extremo susceptibles, hasta tanto la mano cariñosa no adquiera la misma suavidad de la hoja. Con este motivo, Zelmar había dicho, entre una y otra ocurrencia frívola:

—Me ocultas algo, porque noto que no eres el mismo…

—Y tú también.

Los dos amigos se habían reído en silencio, como una promesa tácita de descubrirse en oportunidad, sin insistir más al respecto. Como Raúl recordase a Areba Linares, en uno de los giros de la conversación, con el interés natural que inspira una persona de mérito, Zelmar había replicado tranquilamente:

—Pronto la conocerás. ¡Oh, eterno femenino! El lunes se baila en lo de Stewart, te refresco la memoria. Aparte de la mecánica insulsa de la danza, ¡qué gratos instantes de expansión! Me los reservo, y te aseguro que has de pasar por entre los tules de fantasía de mi jolgorio… Mira, Raúl: que no se te ocurra abordar formalmente a Areba: te lo digo con la misma licencia con que me permito sazonar el pastel por medio de esta copa de jerez viejo… Sería igual que tú echases tus rieles sobre un puente sospechoso… La habilidad estaría en que tendieras un hilo eléctrico que pasara por encima, rasando, de manera que ella sola sintiera el vibrante rumor del acero zaherido por el viento, sin recoger ni una frase que le diera luz… Ya me entiendes: ¡es un fondo que asusta! Muchas ingeniosas intrigas brotan de ella, mansas, casi imperceptibles, hilos de agua que nacen quién sabe en qué ojos escondidos de la tierra; pero Julieta Camandria es el órgano caracterizado, como si dijéramos el hilo fino y plateado convertido en raudo que salta bullicioso y golpea a la piedra del escándalo, hasta repercutir en la trompa más rebelde… ¡Deliciosa e incomparable Julieta! En lo que no puede revelarse, está su fuerte; el día en que no hubiera secretos, se moría de nostalgia… ¡Cuidado Raúl, que ella o la otra se haga la ilusión de descubrirte alguno, o de inventarlo al menos, para rodear tu personalidad de una atmósfera ficticia!

Algo turbaron el pensamiento de Raúl estas y otras frases, proferidas con la más marcada sencillez y amistosa afabilidad, y por largas horas conservó en el fondo cierta inquietud mortificante que no le era fácil desvanecer. Tentado estuvo de comunicarse con entera franqueza, a condición de que su amigo le aclarase los oscuros conceptos, que hallaban su espíritu tan bien preparado para engendrar dudas y sospechas; pero la discreción, que era una de las cualidades notables de su carácter, le aconsejaba guardar todavía algún tiempo el secreto que Bafil no tardaría, por otra parte, en adivinar o descubrir, si es que ya contra sus designios, no había levantado una punta del velo.

Agitábase el joven ingeniero en estas ideas, doblando y extendiendo planos en su mesa, con una excitación nerviosa que no le permitía aislarse y quedarse a solas con las rectas y curvas, líneas y cálculos, demasiado fríos y rígidos para conformarse con el demonio interior o familiar, entretenido en los instantes de que hablamos, en bosquejarle paisajes con pincel de luz, encantadores y atrayentes, poblados de imágenes extraterrestres de alas blancas que se movían esparciendo perfumes desconocidos al mundo, como las del ángel de Milton, en redor de otra imagen de cabellera luminosa, cuyos ojos parecían hechos con el azul profundo que resalta en ciertas noches sin luna serenas y estrelladas del estío.

Y cuando por una volición enérgica lograba que su vista percibiese clara y distintamente algunos puntos señalados en un mapa de la provincia brasilera, sin perderse en la enmarañada trama de los ríos, villas, ciudades, serranías, lagunas y accidentes, tan confusa y entretejida como una selva virgen toda enroscada por lianas gigantescas, entonces escribía algunas notas y apuntes, y buscaba en el estante con mano firme y cierta, textos de consulta y cuadernos de diseño, reconcentrado con toda gravedad en el helado tema matemático. Pero, a semejanza del jugador de ajedrez, que coge una pieza por otra y la sienta, sin apartar la vista de aquella cuyo ataque se presume en la táctica del gambito, aconteciole una vez que sin mirar los rótulos para no distraerse de cierta asociación de ideas, alargase la diestra con la firmeza que da el hábito, extrayendo en lugar del que quería, un elegante y lujoso volumen impregnado de olor muy distinto al que exhalan los sesudos libros de ciencias exactas, por lo común de encuadernación sólida y prosaica como su contenido.

Lo apoyó sin poner atención sobre la mesa, y cual si obedeciera al roce de sus dedos, abriose el volumen por la página en que debía, hiriendo entonces su vista una flor de madreselva en ella adherida por la última humedad de su jugo y la presión de las hojas; sin perfume y ya marchita, pero intacta y venerable como un recuerdo indeleble. ¡Indiscreto volumen!

Contenía las poesías de Petrarca, el gran precursor del lirismo moderno y el estro más melódico del soneto, en cuyos versos el sentimiento del amor y la pasión del patriotismo se elevan a un tono que superan al gusto de su época. Se conocía al primer golpe de vista que sus páginas no habían sido vueltas con mucha frecuencia, y esto habría resaltado abriendo las poesías de Foscolo y de Leopardi que ocupaban el puesto inmediato en el estante; pero fuere casual o de intento, la flor de madreselva distendida, había dibujado su forma con tintes amarillos y purpúreos sobre una composición que terminaba con estos versos:

Ove sia chi per prova intenda amore,
spero, trovar pietá, non che perdono.

No pudo menos Raúl de contemplar con placer el dulce recuerdo, y de fijar algunos instantes su atención en los versos con marcado interés… Los planos se convirtieron bien luego en líneas confusas y perdidas, bajo la mirada vaga y pensativa; una de esas miradas sin expresión ni luz, en que los ojos parecen haber vuelto las pupilas hacia el interior del cerebro, absortas en algún cuadro de magia esbozado en la cúpula y mantenido por un exceso de fluido nervioso, con todo el vigor del colorido y la frescura de las imágenes de un lienzo ideal.

Las manos inquietas empezaron por enrollar un plano; luego otro; después el mapa; y por último cerraron el libro, despacio, con cuidado, cual si temiesen estrujar una ilusión.

Levantose enseguida Raúl, y estuvo mirando largo tiempo por la ventana.

Declinaba el día, nublado y ventoso. Ráfagas tibias, cual si hubiesen pasado por un foco incandescente, sacudían con ruido monótono las ramas del ombú y se entraban veloces al gabinete, oreando la frente del joven y haciendo remolinos en su cabello. Pero aquellas ráfagas, verdaderos resuellos de fuelle, sólo se producían a intervalos, presagiando una calma profunda.

Apartose él de allí.

Algunos minutos después cruzaba a paso lento la arboleda, y seguía a lo largo del seto, hacia la choza. Sólo una vez puso los ojos en la quinta de Nerva, sin detenerse, y lo fue para experimentar una impresión agradable. Brenda le había visto desde el sendero de los manzanos. Daba el brazo a la anciana y caminaba con la cabeza erguida y ese aire de severa dignidad que la mujer emplea para ocultar alguna sombra importuna, o mirar de más alto algún detalle insignificante para otros ojos que los suyos.

Pronto llegó Raúl a la choza, en donde, como de costumbre, después de medio día había resonado implacable la marimba. No estaba Zambique en ella, presumiendo el joven que a esa hora se encontrara inclinado sobre ciertas plantas predilectas limpiando sus hojas y dispensándoles generoso riego. Sentose en un banco rústico de madera, cuyos pies estaban sólidamente encajados en el suelo, y esperó.

Este banco se descubría apenas entre un enjambre de guías de enredaderas silvestres que envolvían al elevarse algunos de sus anillos en el glauso follaje de los agaves, y dejaban flotar más de uno de sus extremos a merced del viento. Delante se mecían en sus tallos combados por el peso grandes dalias amarillas y punzoes, lujosas y sin esencia, como las frágiles vanidades. A la izquierda se abría una calle de eucaliptus que guiaba al estanque, formando allí una plazoleta circular, para extenderse más allá en línea recta hasta la gran puerta del edificio que daba paso a la quinta.

Calmábanse las ráfagas del este; el aire estaba denso y caliente, el cielo cubierto de nubes plomizas, y enmedio de la siniestra serenidad reinante las golondrinas rasaban el suelo; volvían las abejas en tumulto a la colmena, y los pececillos del estanque saltaban sobre la superficie, como aturdidos, anunciando de consuno próximos fenómenos atmosféricos.

Raúl se encontraba demasiado sometido a las tiranías del sentimiento, las únicas que se soportan sin protesta y se arrostran sin humillación ni pena, para preocuparse mucho de lo que ocurría en las alturas, en esos instantes. Ansiaba ver a Brenda.

Por dos veces se asomó a la calle de eucaliptus para inquirir algo a la distancia, con el corazón palpitante, poseído de la impaciencia que hace rebosar al deseo y aumenta la excitación de ánimo. No se veía su falda en el sendero enarenado.

Así transcurrieron algunos minutos.

Decidíase a aproximarse al estanque, cuando de súbito su mirada irradió de satisfacción, permaneciendo inmóvil en su sitio de espera.

Brenda acababa de aparecer seguida de Zambique, saliendo de entre los árboles por un flanco, más bella y seductora bajo aquel cielo gris y tristemente envelado, como si en su cabeza adorable llevase un nimbus luminoso que dorara todos los objetos alrededor.

Escapó al joven una exclamación vehemente y apasionada:

—¡Qué hermosa surges, mi bien!

Oyole ella, y avanzose esbelta y levantada, con ese paso rimado y gallardo que descubre todo el pie y hace ondular la cabellera en el cuello de rosa y perla. Risueña, un tanto pálida y trémula, le extendió su mano, diciendo:

—Está vendada, no la oprima usted mucho. ¡Cuántos días que no veía a usted, señor Henares!

Cogió Raúl aquella mano, cubierta en efecto en parte por una pequeña venda, y sin pronunciar palabra la llevó a sus labios en un arrebato, que no le hubiera sido fácil reprimir. Quiso ella retirarla, pero él la retuvo, acercola a su corazón y puso encima sus dos manos, mirándola con profundo deleite.

—¿Qué hace usted?

—Probar con esos latidos que la he extrañado yo mucho más.

—¿Más?… Si fuera cierto…

—¿Qué?

—¡Cuánta dicha! Como ahora está, estuvo estos días el cielo para mí.

Raúl acercó su rostro al de Brenda.

—Triste como vese el cielo, alumbra ahora un sol toda mi alma y la enardece.

Zambique sin mirar para nada aquella escena, inclinose con la mayor calma, recogió un pico delgado de carpir, y pasó muy cerca de los jóvenes, lenta y sosegadamente. Para él, parecía no haber nadie allí.

Al entrarse por la calle de eucaliptus, cuando estuvo seguro de no ser visto, parose temblando, dilatáronse sus gruesos labios con una mueca rara, cerráronse sus ojos, y brotó de su boca una especie de quejido ahogado. Restregóselos luego con el brazo, empuñó el pico y siguió su camino, cantando su aire africano con una expresión extraña e indecible de melancolía y de contento.

En tanto, decía Raúl:

—¿Cómo tuvo usted esta pena?

—No fue mucha, pero al principio me hizo sufrir. Vea usted. Cuido un jazmín con esmero: todos los días lo visito, y al siguiente de nuestra última conversación, me acerqué a la planta temerosa de las hormigas. No había ninguna: mas como viese una abeja de esta colmena que ahí tiene Zambique, haciendo destrozo dentro de un pimpollo, blanco que era una nieve, quise ahuyentarla, pues estaba yo en verdad enojada… y se estuvo quieta, ¡como si tal cosa! Entonces sacudí las hojas, y la abeja se posó aquí y me hizo sangre… ¿No ve usted?

—Sí que veo… El cruel insecto creyó sin duda, Brenda, que esa mano era una azucena; y más ha sufrido ella que la flor al perder ésta tan sólo el polen de sus estambres.

—Así dijo el jardinero, quien pretendía para consolarme que era la reina del abejar la autora del delito.

—Celos entre reinas… ¿Y quién curó esa herida?

—El doctor de Selis, que vino más tarde. Aseguró que esto no era de importancia y que pronto estaría bien… Se ha ido el poco de fiebre.

—¡Se pone usted triste!

—No…

—Si la flor no era para él —agregó la joven con acento candoroso—. Mire usted. La traigo aquí.

Y llevó la izquierda al seno, envolviendo al joven en una de sus miradas límpidas y serenas, que dejaba sin embargo traslucir un dulce enfado y un cariñoso reproche. Él quedó contemplándola mudo y atraído, como si en ella pusiera sus ojos por vez primera.

Tenía Brenda recogido el cabello en redor de su cabeza, hasta formar detrás nutridas madejas que rozaban el cuello en ondas, y despedían un perfume delicado, dejando al descubierto pequeñas orejas naturalmente encendidas por un suave carmín, sin adorno alguno. Vestía un traje de encaje crema con falda de volantes guarnecidos de cintas de otomano azul pálido; y de este mismo color era el lazo abolsado del cinturón. Plegábase a la cintura el elegante corpiño, haciendo sobresalir las modeladas formas de su busto esbelto. Las mangas ceñidas, y algo cortas, dejaban ver bajo sus adornos de blonda crema parte del brazo torneado, blanco y terso, sin la menor sombra que empañara la límpida transparencia de su piel. Se exhalaba de esta hermosa criatura como un aroma sutil y embriagante de vergel, que iba a la cabeza y tentaba el vértigo.

Antes que Raúl saliese de su abstracción, alargó ella el brazo y le ofreció el jazmín, después de aspirarlo en silencio. Cogiolo él con emoción, y Brenda, apartando lentamente la vista:

—Mejor es que nos veamos aquí —dijo—. En la glorieta se respira un aire demasiado aromático, y eso hace daño… Aquella noche no dormí bien… Sin duda por eso. Me dolían mucho las sienes, y los ojos se negaron a cerrarse. Mas ya pasó.

—¿Y usted, amigo mío?

—Sería casual, pero acompañé a usted en el insomnio…

—¿Ve usted? —repuso Brenda con un ceño adorable y una sonrisa incitante—. A mí me han quitado el jarrón de flores primorosas que tenía al lado de mi cama, y no ha habido medio de recuperar tan grata compañía…

Raúl no la dejó concluir. Arrastrola suavemente hasta el banco de madera, y al sentarse a su lado bien juntos, enlazado su brazo a la flexible cintura, balbuceó trémulo y febril:

—¡Te engañas, Brenda! tus párpados no se cerraron porque hubiese excitado el cerebro el ambiente de la glorieta… ¡Oh, tampoco a mí!… ¿Por qué no has dicho que el hada de tus ensueños cesó esa noche de hablarte de los devaneos pueriles y te inició en el primer misterio de una pasión profunda, ardiente, inmensa, que ya desborda en mi alma y me arrastra ciego a adorarte Mira en mi rostro, lee en mis ojos, palpa en el pecho jadeante, y sabrás por qué el más hondo y oculto anhelo brota de las pupilas; por qué late veloz la arteria y arde en las venas la sangre; por qué mi brazo hace estremecer tu tronco de hada, y mi labio encendido busca sellar con fuego en tu boca la eterna promesa de amor. ¡Amor, dije! ¿Llevose acaso el aura la esencia pura que dejé en aquella glorieta solitaria, cuando abriose el corazón como una urna —¡única vez que se abre y toda escapa en el sentir primero!— para prodigarla en los altares de este culto cuya imagen eres tú?

—La llevé yo —dijo ella con los ojos húmedos, tierna y enamorada, poniendo sus manos en el pecho del joven, respirando con fuerza y mirándole con hondo arrobamiento.

Yo la llevé… Era una esencia de fe más delicada que ninguna otra aroma, y la aspiré casi sin sentirla. Por eso, es verdad, no dormí; pero fui dichosa. Tienes el alma tan noble —¡oh, yo bien lo sé, mi único amigo!— que esa ofrenda tenía que hacerme creer y bendecir. No me la quitarás nunca más, ¿verdad? No tienes por qué engañarme. Hace tiempo, cuántas veces me decía en las horas tranquilas: ¿qué será de él? ¡Cuánto daría por volverle a ver!… Y en mis alegrías yo no te olvidaba, pues eso no era posible, que estaba siempre delante de mis ojos el que había enjugado mis lágrimas ¿te acuerdas?… sí en aquella noche oscura y sin consuelo. Pero aquel afecto no era como el que ahora llena todo mi ser y me enajena, haciéndome pensar que dejaré de sentirlo con la vida.

—Y yo también, pues emoción mayor no habría fibra que resistiera. ¡Puedes creerlo! Si tu mirar penetrase en mi espíritu verías que ninguna ruina dejó allí otra pasión, de esas que secan la savia y matan en germen la esperanza de amar con la misma fe… joven me fui muy lejos a labrar con una carrera mi porvenir, dejando afectos, amistades, recuerdos; joven regresé lleno de ansias y alegrías, y bajo el cielo de la patria todo exhibiose extraño a mis ojos, todo lo que yo había amado y mantenido en mi memoria sin sacrificar el menor detalle al olvido… Afectos profundos, amistades de los primeros años de juventud, extinguidos o dispersos; ni una palabra ardiente, ni una sonrisa cariñosa de otros tiempos, asomándose a algún semblante como un consuelo a la amargura de haber sido demasiado ingenuo gustando con exceso el placer de la vuelta, tan intenso como el pesar de la partida… Fieles sólo fueron los recuerdos, esos que trasladan lejos el pensamiento y presentan los años como jornadas de un segundo; conmigo volvieron, y al pisar la ribera renovaron con más fuerza los cuadros y escenas animadas, en sitios ya perdidos bajo zarzas y breñas… En uno melancólico refundiéronse todos, y al vagar por un sitio que poco se frecuenta, para consagrarlo tras una larga ausencia esta memoria triste despertó otra inefable a tu presencia, compensándose así la pena de haber soñado en las simpatías e impresiones duraderas. Llevabas una corona que colocaste en una losa negra; tu presencia hizo latir mi corazón, y yo que siempre había amado el pasado, agradecí a mi propia fe, porque de su fondo venía la luz que irradiaría en mi porvenir. ¡Qué hermosas horas vinieron después!

De ésta, mi bien, que parece precursora de dichosos días, no quisiera empañar con una duda el miraje del encanto…

—¿Una duda?

—Sí, y cruel. ¿Podrías tú disiparla?

—¡Oh, habla!

Y mirole ella con fijeza, estremecida, como si rompiendo los lazos del prestigio volviese de súbito a la realidad fría e implacable, que estrechaba los horizontes de su existencia.

—Anhelo conocer —repuso Raúl con voz temblorosa—, si la señora que ha concentrado en ti sus cariños entrañables no ha buscado ya también preferencias a tu corazón…

Brenda dejó caer su frente en el hombro del joven, guardando algunos instantes silencio. Su seno palpitaba con violencia. Cuando levantó el rostro, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¡Lloras! ¿Te hice daño, acaso?

—¡Ah, no! pero me recuerdas que al elegirte como dueño de mi suerte, contrarío intenciones tan puras, como santo es el amor que las inspira. ¿Sabes cuán acendrado es el cariño que me profesa aquella a quien todo debo, y cuán grato está mi corazón a su bondad; y lucha por inclinarme a otro que tú, no porque de ello dependa nada que afecte su posición o su destino, sino porque así se lo aconseja aquel amor que me tiene y que yo retribuyo con todas las fuerzas de mi alma. Mas ¡ay! que ellas me faltan, y débil, sólo las siento renacer a tu lado, ahora que sin ser dueña de mí misma, he llegado a comprender que no es la voluntad, sino el sentimiento el que decide mi destino: ¡él me domina toda y ve, amigo mío, cómo me aflige la congoja y el llanto se agolpa a mis ojos sin que pueda contenerlo!

Raúl escuchaba, y agitado, estrujando en su mano izquierda un guante de hilo, y distrayendo a cada instante en el vacío la mirada.

Tras una corta pausa, preguntó con cierta amargura:

—¿Luego es cierto que ella no me estima? ¿No me engañaba entonces cuando presumía, sin que lo hayamos hablado nunca, que en esa casa todo, menos lo que hace de ella un edén, era adverso a nuestra dicha?

Bajó Brenda la cabeza suspirante, mirole tímida, apenada, y pasó sobre la de él su mano tibia y suave, sin desplegar los labios.

—Comprendo. Ningún título me recomienda a su valioso aprecio; pero ¿qué importa? Pueden conjurarse todas las adversidades sobre mí: ¡tú me amas! ¿No lo dijiste? Agrega ahora que no serás de otro.

—¿Lo dudas? Siempre lo diré. Después de mi padre no amé otro hombre.

A estas palabras, reconcentrose Raúl; lentamente llevó la mano al rostro, por el que se había esparcido una sombra que volviera adusto su ceño, y pareció dominada la exaltación de su ánimo por alguna impresión moral, súbita y penosa.

De pronto, atrayendo hacia sí a la joven, preguntó con acento breve y extraño:

—¿Cómo era tu padre?

Brilló un relámpago de orgullo en los ojos de Brenda.

—Joven y hermoso —dijo—. Tenía el cabello muy negro, como el bigote, el mirar altivo, y la cara varonil, llena de energía. Siendo tú más joven, me haces acordar a él…

Retumbó en ese instante el trueno a lo lejos, prolongándose el sonido en la atmósfera cargada y densa, viniendo a desvanecerse en débiles rumores sobre la choza. Conmoviose Brenda, y miró a Raúl. Estaba éste pensativo, contraído siempre el ceño y la frente sudorosa.

Zambique apareció en la plazuela, con la cabeza baja y gruñendo.

Al verle, levantose Brenda dejando sus manos en las de Henares, en delicioso abandono. Imitó Raúl el movimiento, y las estrechó callado, con ternura.

—¡Hasta pronto! —dijo ella en voz baja y llena de emoción.

—Sí… Quisiera acortar las horas de soledad que vienen.

Movió Brenda la cabeza con aire resignado, y al alejarse la volvió por última vez para fijar sus ojos en el joven.

El negro, mudo y respetuoso, echose el pico al hombro y púsose a andar, guardando distancia. Las sombras se hacían más densas. Un vivo fulgor eléctrico le bañó de claridad azulada haciendo resaltar de perfil los rasgos de su rostro y su figura toda, extravagante y triste, confundiéndose luego en las medias tintas como un ente fantástico de los fondos sombríos de Rembrandt.

Raúl se estremeció.

¿Por qué? Él mismo no habría podido decirlo.

Capítulo 18. Un secreto de Areba

En el salón de recibo alhajado con elegancia, de una hermosa casa situada en la calle de Ituzaingó, a las dos de un día sábado, paseábase meditabunda y un tanto inquieta la señorita Areba Linares, como si en verdad preocupase su espíritu algún pensamiento digno de serias y detenidas reflexiones. Con uno de sus brazos —en parte descubiertos y de una blancura anacarada—, recogido bajo el seno, y la mano del otro en la mejilla, dejando flotar el extremo de una pulsera de filigrana de oro que lanzaba límpidos reflejos, caminaba a pasos breves, con aire grave y ese movimiento rítmico de cabeza lleno de gracia y de majestad que unido a la mirada serena constituye un accesorio interesante del poder de seducción en las mujeres inteligentes.

Como de costumbre, Areba había oído misa esa mañana en su capilla particular; pues la señorita de Linares tenía sus imágenes predilectas y su devoción sistemada, y practicaba el bien a manos llenas, más que por deber o por hábito, cediendo a un impulso espontáneo y generoso de su naturaleza rica y original. A este respecto, la caridad podía enorgullecerse de una encarnación perfecta, y consolarse a la idea de que no era solamente en los bellísimos ángeles de mármol con alas color nieve, con que el cincel de los grandes artistas talla su tipo ideal, donde debería buscársele, acabada, pródiga y magnánima. Areba tenía sus pobres. Únicamente a ellos les era dado hablar de su amor sincero y adorable. No podían decir lo mismo muchos hombres gallardos y opulentos, jóvenes y apasionados, que en vano esperaron de ella su limosna de honrosa preferencia en porfiadas lides. Para estos, sólo hubo, y reservaba, esas sonrisas de esperanza saturadas de ironía que ensanchan el horizonte al propio tiempo que el vacío, y mantienen fluctuante e indeciso el corazón; les había hecho entrever quizás más de una vez, la posibilidad del triunfo, algo así como un ensayo de pasión que se anhela sentir, pero que está muy lejos de nacer, entretenida en sondar caracteres, en medir los quilates de sus virtudes o el enorme hueco de sus vanidades, en conglobar las excelencias morales de todos escogiendo lo selecto, profundo y duradero de cada uno, para formar el cerebro nutrido, vigoroso y completo que debía poner en un tronco de Belvedere. A fuerza de sondar y de reconocer la diferencia de los fondos, encontrando esponjas de vanidad en unos, perlas diminutas en otros, riscosos relieves en los más, llegó a familiarizarse con sus distinguidos admiradores hasta el punto de imponerles un sistema de expectativa muy adecuado a las circunstancias, que si bien no excluía la persistencia en las pretensiones, debilitaba al menos el entusiasmo de sus impulsos.

Zelmar Bafil era tal vez entre ellos, el único que había merecido delicadas deferencias.

Devota y caritativa, Areba era, sin embargo, un compuesto raro de calidades acentuadas y poco comunes: lo humano excéntrico. Bajo esta faz, su carácter resistía victoriosamente a la palabra banal, a la costumbre monótona y a las formas sociales consagradas; llenaba sus deseos por acto de conciencia, y aun cuando se doblegase alguna vez al ritual del uso, descubríase siempre en su conducta el imperio de una voluntad que puede obrar aislada, como un poder invisible, merced a la posición que la afianza y sustenta.

El mundo aparece entonces como un excelente teatro de acción para el carácter, en estas condiciones; y ella lo sabía, pudiendo presentarse en él tras el escudo de una belleza que a los veintiséis años parecía haber adquirido brillo y fuerza admirables.

¿En qué pensaba Areba en el momento en que volvemos a encontrarla?

Fácil es el presumirlo. El nombre de Brenda había asomado más de una vez a sus labios, que se habían vuelto a plegar en silencio. Esta historia íntima traía a concurso activo todas las facultades de su espíritu sagaz, poniendo a la vez en agitación una sensibilidad tanto más excitable, cuanto era de reprimida y sofocada por singulares genialidades.

En uno de sus paseos detúvose frente a un espejo colocado en el centro del salón, y mirose suspirando el tocado, que arregló ligeramente en alguno de sus detalles, llamando un poco más hacia adelante una pequeña onda negra de su hermosa cabellera. Hallose bastante bien para ser nunca desairada…

—Con todo —se dijo—, Brenda deslumbra. ¿Por qué negar que es una criatura deliciosa, capaz de hacerse querer a la distancia, aunque se oculte, con toda su sencillez? Se denuncia con el perfume… Sin provocar jamás, se la solicita: ¡envidiable virtud!

Reconcentrose luego con un gesto de disgusto, sentose en el sofá, y siguió en su soliloquio:

—Nada dice su corazón; es natural: le es indiferente. No se sacrifica, y hace bien: triste debe ser el entregar a un hombre por siempre cuerpo y alma, no sintiendo ni el deseo del contacto, a partir de lo que se afirma y parece lo cierto; que el amor es un altar y las demás pasiones sus gradas; culto exquisito, delicado e indispensable, aunque sólo se profese una hora en la vida. Horror causa el pensar en la existencia en común, con quien una no quiere. Comprendo el suplicio… y el pecado. No se creen por lo general estas cosas, y hay error funesto. La virtud está en saber querer más que en ser querida… y respecto a esto último, a ninguna falta su rayo de sol que la acaricie; pero ¡rara es aquella que no tiembla si ella no ama!

¡Oh la tendencia a amar, a soñar, a adorar; el afán intenso de sentir; la aspiración ardiente de querer algo que sea tan bello como la misma ilusión y tan real como el fuego inextinguible que una vez siquiera nos devora y nos consume: hermosos espejismos de la mente calenturienta, que hace oír palabras de dulzura infinita, y gustar besos deleitables que ningún labio puede dar! ¡Bellas cosas!… La mujer de mi tiempo no ha nacido para gozarlas; y sería piadoso, si algunas fibras ella tuviera, que correspondiesen por ley fisiológica a otras tantas emociones morales, el destruirlas de antemano, o quemarlas con una piedra infernal. ¿De qué le sirven? Para ansias y desvelos; y a fuerza de ansiar, pierde su encanto la ilusión deslucida y ajada por el beso encendido de la mente; ¡y la vida se acorta! Reinamos, se afirma: no es cierto. Los hombres se han encargado simplemente de dar otras formas y dorar el mueble viejo griego, romano o árabe, según las costumbres y los gustos: en el fondo, no ha habido para nosotras más que una sola época —con variantes—, como un problema de juego complicado…

—El doctor de Selis —dijo un criado desde la puerta, interrumpiendo de súbito las reflexiones de Areba.

—Hazlo pasar.

Levantose la joven, y volvió a contemplarse en la luna que, al reflejar su imagen encantadora, reprodujo con toda fidelidad hasta la sombra de tristeza que nublaba su frente.

Sonriose, murmurando:

—¡Cualquiera supondría que es a éste a quien deseo!

Se volvió al ruido de pasos. Entraba el doctor de Selis.

Areba le tendió la mano con amable acogida, diciendo:

—¡Puntual! Probará esto un hábito, bien plausible por cierto, o un verdadero interés en iniciar la primera conferencia…

—No excluyo lo uno de lo otro, señorita.

—En este sillón, doctor… Hablaremos más de cerca. Ayer estuvo Julieta y me pidió le recordase la promesa de asistir a aquella su amiga que padece de dolores neurálgicos; y desde ya cumplo para que lo tenga usted en memoria.

—He tenido hoy el gusto de complacerla, Areba, y puedo anticipar a usted que la molestia desaparecerá pronto —contestó de Selis, sentándose.

—Yo creo —repuso la joven riendo—, que no ha sido precisamente el dolor lo que ha impelido a la enferma a reclamar sus auxilios, sino el recibo del lunes, en la quinta de Stewart, que a la verdad es tentador como todos los anteriores. El plazo era corto, y había que emplear la morfina; mayor satisfacción para el médico cuando la vea entregada a los placeres de la fiesta, porque debo suponer que usted concurrirá…

—Si es indispensable…

—Así lo creo. Mas para ello, y en el propósito de favorecer los intereses en gestión, es necesario que usted influya con la protectora de nuestra amiga Brenda. ¿Su restablecimiento no es ya casi completo?

—Por el momento, estoy tranquilo; nada me induce a creer que los ataques se repitan con la frecuencia e intensidad de otro tiempo.

—Pues bien: la oportunidad es propicia, y ese hecho la proporciona. Convendrían, en mi concepto, a la misma señora de Nerva esas horas de solaz, y estoy segura de que no hesitaría en hacerlas gozar como otras veces a su pupila.

—Pondré todo esfuerzo en ese sentido. Pero, ¿está usted persuadida de que Brenda no hará objeción alguna?

—Perece absorberla la soledad… Usted bien sabe que ésta tiene sus atractivos y sus dulces fruiciones. La animaré por mi parte, aun cuando pienso que una simple insinuación de su protectora bastará a decidirla.

Debe usted tener presente el peligro de aquel sitio. No hay mejor trazado de paraíso que la soledad… entre dos que se están contemplando a cada instante. Los árboles son buenos confidentes. Es del caso empezar a mudar de teatro, cuyos bastidores sean más conocidos.

—Me halaga usted mucho, Areba, al pensar que desde la entrevista formal y lejos del sitio de que usted habla, pueda yo influir decisivamente en el ánimo de Brenda, hasta el punto de disuadirla de sus frágiles ensueños.

—Él no irá, si no va ella —se decía interiormente la joven mientras el doctor de Selis hablaba.

—Y mucho tendré que agradecer a usted su intervención —prosiguió él, como si adivinara su pensamiento—, que reputo obra de un desinterés digno y loable…

—¡Frágiles ensueños! —le interrumpió Areba, que había sorprendido una sonrisa sardónica en los labios de Lastener—; con severidad califica usted las cosas del sentimiento, y sobre esto ya hemos departido otra vez sin uniformar opiniones. Verdad que yo no he disputado con el profesor, sino con el pretendiente, y es del caso prevenir que sigo dirigiéndome a este último. Disculpe usted, doctor, si me permito excluir a la ciencia pura de estos debates familiares; en materia de pasiones amorosas, la cabeza es un testigo impertinente que perjura con toda impunidad sobre asuntos que al corazón atañen, y cuyo secreto, sólo él es capaz de guardar o de revelar entero, en las expansiones del sentimiento.

Hay mujeres de organismo excepcional, por decirlo así, dado que en el concepto del realismo contemporáneo, las virtudes de nuestro sexo son como Cornelias solitarias que han preferido guarecerse bajo la roca que soporta la caída, en vez de confundirse en el torrente mundanal que arrastra al abismo debilidades, vicios, abnegaciones y grandezas, todo revuelto o adherido, como lo está la carne a los huesos, pretendiéndose de aquí que es un hecho fatal e ineludible pecar de una a cien veces en la vida, y que aquel que en pecado no incurre, pertenece a un género extraterrestre, sin misión alguna en la escala zoológica. He estado, pues, en lo cierto, mi estimado doctor, cuando he dicho que las mujeres virtuosas, tan comunes en otras épocas según la historia, han llegado a convertirse en excepciones caprichosas en nuestros días, según fallo del criterio positivista.

Mientras hablaba, Areba extendió el brazo y cogió un abanico puesto sobre un almohadón de raso, y lo abrió de súbito con ambas manos, clavando sus finísimas uñas rosadas en los calados del marfil.

—Y cuando un hombre de ese criterio —prosiguió diciendo con aire reflexivo— se encuentra con una excepción de esa especie y que reviste las formas correctas de Brenda Delfor, el caso es de meditarse, empezándose por reconocer que bajo la carne incitante y codiciable, el alma de una virgen no es un montón de barro.

Los ojos pequeños y vivaces del doctor de Selis relampaguearon, y una sonrisa esforzada contrajo su boca volteriana.

—Si así pensase acerca de ella —respondió con mesura—, no habría hecho, señorita, la distinción que motiva nuestra alianza, y que según veo no empieza con muy buenos auspicios para mí…

—¡Ya previne que hablábamos en confianza, doctor! —exclamó Areba con una risa nerviosa, y dándose aire con el abanico—; y debe usted imaginarse que éstas no son sino ocurrencias de este mi carácter raro que usted ha calificado más de una vez de idiosincrásico… Desde luego, a partir de su manera de opinar, debemos conceder a Brenda un derecho de elección incuestionable y una capacidad sensible, que muy pocos poseen después de los diez y nueve años.

—No lo dudo: es la edad en que una joven recibe las emanaciones de un mundo que no conoce todavía, como caricias anticipadas de una dicha que se espera y casi nunca llega.

—Consignemos ahora este hecho —agregó Areba, asintiendo—: ella ya ha elegido.

—¿Es segura la preferencia?

—Estoy convencida de no engañarme. Conoce usted al afortunado y puede juzgar…

De Selis echó la cabeza hacia atrás, atusándose ligeramente su escaso bigote, en actitud de reflexión.

Enseguida aproximó un poco más su asiento al sofá, y dijo con reposo:

—Hay que esperarlo todo del raciocinio y del consejo, entonces; o desistir por completo de un imposible. Bien me represento el obstáculo de operar un cambio en los sentimientos de Brenda, desde que para producirse semejante fenómeno sería preciso que concurriese una causa o razón moral tan poderosa, que por sí sola desvaneciera el prestigio de la pasión que la encadena a un destino que no es el mío; la coerción materna en caso que se emplease, no haría sino convertir su anhelo en honda herida…

—¡Usted ve! —prorrumpió Areba—. ¿Qué importa entonces, que sea de oro el estileto que haya de sondar su seno? El dolor tendría que recrudecer, y empezaría a apuntar la úlcera…

Lastener de Selis quedó mirándola, apoyada la barba en la diestra, como inquiriendo con sus ojos de visual fuerte y penetrante si la señorita de Linares se proponía pasarse al campo enemigo, en evidente perjuicio de los intereses de la alianza.

Haciendo rápidos juegos con el abanico, concluyó ella por chocar suavemente sus varillas en el brazo del sillón; asumió un aspecto grave, y añadió a media voz:

—Está usted en lo cierto. Únicamente una causa poderosa transformaría el carácter de la pasión y haría quizás probable una inclinación acentuada hacia usted. Entonces Brenda no sería ya el tipo de la poética majestad femenina que reposa altiva en un corazón sano y entero; algo del aire frío del mundo habría debilitado el ardor de su fe y el vuelo de sus ideales de niña…

El problema estriba en hallar esa causa.

El doctor de Selis, que seguía con la mirada fija en Areba, acercó todavía su sillón, como si experimentase la influencia de un espíritu superior; y continuó escuchando en silencio.

Él no ignoraba que desde la aventura del Prado, la joven había sufrido cierto cambio imperceptible en su modo de ser, para ojos que no fueran los suyos; y que el retraimiento de Raúl Henares debía aumentar el despecho, cuyas agujas mortificaban su sistema nervioso, induciéndola a asumir una participación activa en sus amores. El interés, pues, era recíproco, y convenía dejar la iniciativa a Areba; una sentencia solamente tenía que recaer en los dos pleitos; y absolviese ella o condenase, la desgracia o la ventura alcanzaría en común a los dos. ¿Para qué contrariar en nada el plan que se proponía la joven? Abogaba por su causa y la propia; esta solidaridad fatal era una garantía de la rectitud de procederes, aparte de las ventajas que la habilidad femenina lleva sobre la de un hombre que no es amado. De Selis había creído innecesario por el hecho, estimular los móviles que la agitaban; fría o indiferente en apariencia, la aliada que la suerte le ofrecía venía encelada y cavilosa, con gérmenes de pasión profunda; y una fina política le imponía dejar hacer. A la sólida armadura defensiva de una mujer de mundo, sólo podía oponerse otra glacial y resistente como el acero, y ésta era una discreta reserva sobre el móvil que la arrastraba a la intriga. En esta disposición de ánimo, de Selis, confiado y tranquilo, acariciaba la creencia de un éxito conciliable con sus propósitos; la llama que ardía en el pecho de Areba y se reflejaba en ciertos raptos en sus pupilas, no tardaría quizás en predisponerla a los arranques soberbios de la pasión febril e impetuosa, que ya retorcía su entraña con el dolor del celo. ¡Excelente lucha en que el aliado iba a disputar su rival, sin que a su vez él se viera en el caso de soltar la brida a sus odios! ¿De qué medios se valdría? Lo ignoraba; pero tenía fe en Areba.

Así que de Selis aproximó su asiento, la joven preguntó con la mayor naturalidad:

—¿No podría usted producir esa causa de ruptura seria, doctor?

—La ciencia no alcanza a tanto, señorita, y me place confesarlo en triunfo de las opiniones de usted.

—¡Vamos! eso me reconcilia un poco con las cosas académicas; aunque yo bien conozco, para honor de los médicos, que hay más de sistema que de sinceridad en sus ideas respecto a temas de esta índole.

—Declaro también, Areba, que sólo usted puede proporcionar el hilo como la heroína griega, y hacerme entrar sin la menor timidez en la oscura espiral, cuyo fin no veo.

—Me honra esa confianza —dijo la joven sonriéndose de la manera que solía dar expresión extraña a su fisonomía—. Hay tiempo para obrar, y no sabemos si en el fondo se revuelve algún minotauro dormido…

Mire usted, doctor: yo tengo el medio de provocar un grave rompimiento.

De Selis, que acababa de hacer un rápido fruncimiento de cejas, inclinose con un interés que debiera calificarse de ansiedad, y preguntó solícito y un tanto sorprendido:

—¿Un medio? ¿Puedo suplicar a usted me lo revele?

—¡Ah, no! —contestó Areba reclinándose muellemente en el sofá. Es un secreto que usted ha de permitirme reserve por ahora, como un arma desconocida que sólo debe usarse en la hora del conflicto.

—No cometeré yo la falta de insistir; pero sus palabras me autorizan a alimentar una fe que decrecía por grados y estaba a punto de extinguirse.

—Creo que usted haría mal en no seguir manteniéndola. Mi compromiso tiene, sin embargo, límites marcados, y en ellos me detendré cuando lo juzgue discreto.

De Selis se inclinó, y púsose de pie para despedirse.

—Al retirarme llevo un consuelo, Areba: ¡lo agradezco con efusión!

—Estamos al principio todavía. No olvide usted lo acordado en esta conferencia, mi estimado doctor.

Y tendiéndole la mano agregó:

—¡El lunes en lo de Stewart!

—No faltaré.

Cuando de Selis salió, la joven se incorporó suspirando y volvió a sus paseos silenciosos, la vista baja y abstraída, una sombra de pesar en la frente y una zozobra inquietante en el espíritu.

¡Cuán cierto es, se decía allá en el fondo de su alma perturbada, que la mujer da todo y agradece, que forma la dicha, y es la que sufre!

Capítulo 19. Emociones

Areba pasó a un gabinete pequeño, de mobiliario de nogal e impregnado como el salón de un ambiente balsámico, muy parecido al que se desprende del traje elegante y preferente de una mujer joven, escrupulosa y delicada. Difícilmente podría objetarse el gusto o la elección en los cuadros, bronces y libros que ocupaban en parte estantes de cortas dimensiones, colocados en los dos ángulos que daban a la galería; reconocíase al primer golpe de vista en el conjunto, en la armonía y distribución de los detalles, algo semejante al camarín de una artista de talento que se ha complacido en satisfacer en menor escala las exigencias caprichosas de su sentimiento estético. No todo era, sin embargo, profano allí, resaltando en primera línea algunas pinturas magistrales de la escuela italiana, relativas a episodios del Evangelio, pasajes de la Pasión llenos de fuerza y colorido, de un mérito notable, cuya posesión podía explicarse como una justa recompensa concedida a la creyente fervorosa que ayudaba siempre la caridad y al culto con dádivas valiosas, aun fuera del teatro asignado a sus bondades y mercedes. Aquellas telas habían sido enviadas de Roma. No faltaban el devocionario y algún otro libro de prácticas de iglesia, en el atril o facistol de metal dorado, abiertos, en dos descansos de la pulida pirámide, como indicando a la creyente sus deberes cotidianos de pensar y de obrar bien. Un rosario de grandes cuentas de marfil con la cruz colgante a un lado del facistol, rodeaba en varias vueltas un volumen reducido de tapas de nácar y filetes de oro, puesto al margen de las epístolas de San Pablo.

Era en este retrete solitario, interesante y odorífero donde veía transcurrir varias de sus horas aquella alma singular, llena de luces y sombras, mística en sus prácticas privadas, noble y generosa con los humildes y vergonzantes; suspicaz, fría y severa con los que aspiraban a poseerla; reacia a la tiranía de ciertos usos; contenta en su altivez dominante, creyendo que ella bastaría a domeñar la rebelión de su propia carne y de su sensibilidad excitada, el día en que su corazón reclamara herido su derecho a amar.

Parecía que esta víctima inocente del orgullo hubiese ya protestado, porque la joven se sentía triste e inquieta.

Una vez en el gabinete, sentose en una silla de hamaca, diciendo a su sirvienta:

—Advierte a Perea que puede venir ahora, y ordena se prepare el cupé para las seis.

Pocos momentos habían pasado, cuando apareció en el umbral, comedido y respetuoso, el señor don Leoncio Perea, administrador de los bienes de la señorita de Linares, de levita cruzada y mangas un tanto recogidas hacia el codo, como hombre que ejercita con sistema el brazo en el pupitre; cuellos rígidos acorazando la tráquea, y corbata negra de lazo con resorte. Frisaba este sujeto en los sesenta años, seco, acartonado y grave, con ralos cabellos casi blancos, barba de hebras cortas y gruesas, y nariz de guadaña, en cuyo extremo se asentaban firmes sus dobles ojos, cabalgando con familiaridad, como si en rigor formasen parte integrante de su fisonomía.

—¿Me trae usted el apunte de las últimas donaciones? —preguntó Areba, invitándolo a sentarse.

—Sí, señorita. Está en la página señalada en ese libro, donde todo se encuentra fielmente consignado, ingresos e inversión, por orden de fechas.

—Sé cuánto es usted de escrupuloso, Perea —repuso la joven paseando por los números una mirada distraída.

—Cumplo con mi deber.

—No es poco, don Leoncio. Una cierta porción de conciencia en administraciones de primera magnitud, bastaría a salvar el decoro. Toda su conciencia salvaría el crédito, manteniendo reservas en la caja.

—Mucho me favorece usted, señorita —dijo el digno Perea, emocionado—; pero son muy pobres mis aptitudes.

—Ricas, al contrario, porque la austeridad nunca descarría, en tanto que el talento abusa de su mérito, o la astucia sin cultura se apodera con toda sencillez de lo ajeno, en épocas anormales.

—Entiendo. La señorita habla «políticamente», en que los dineros públicos se van en mucha parte por conductos particulares…

—¡Siento placer en visar esto, Perea! Me hace creer que en verdad soy buena.

—Todo el mundo lo dice.

Areba volvió a fijarse con indolencia en el libro. Aparecían en él sus dádivas a los menesterosos, partidas asignadas a las instituciones de beneficencia, a las obras de templos y a los asilos de huérfanos. El hospital tenía también su cuota reservada. La lista era larga e interesante, sin echarse en ella de menos dos subvenciones especiales para escuelas privadas infantiles de ambos sexos.

La señorita de Linares cerró al fin el libro y preguntó:

—¿Quién es todo el mundo?

Removiose en su asiento el honrado administrador, tosiendo un poco nervioso y levantando los ojos al cielo raso en actitud de recapitular concienzudamente. Enseguida contestó algo confuso:

—Todas las gentes honestas, señorita… don Jorge el boticario; Mollejón, el dueño de la talabartería de la esquina; Potrilla, que tiene su comercio de lozas y cristales en la calle de Cámaras; … Gavancho, el tendero habilitado; la señora Estefanía, de la casa de modas… Hum…

Y Perea hizo castañetear los dedos, mirando al suelo en procura de otros nombres rebeldes a la memoria.

Areba, en cuyos ojos retozaba la risa comprimida, se apresuró a decir:

—Creo, don Leoncio, que por todos esos conductos vienen a casa las drogas, monturas, porcelanas, encajes, blondas y vestidos; así como los votos para un candidato oficial en las elecciones muchas veces.

—Precisamente, señorita; como en las cosas de gobierno, que son tan respetables siempre…

—¡La de los favorecidos! —repuso la joven como hablando consigo misma— ¡grande opinión y valioso mundo el de los traficantes, que cambian de conciencia por lo general, cuando se les retira el favor! La verdadera opinión es la de aquellos que no lo reciben, sin incluir a los familiares. El mundo tiene más egoísmos y perversiones que virtudes, Perea.

El administrador, que había vuelto a mirar al techo, aprobó con la cabeza, guardándose bien de desplegar los labios. Se sentía atribulado.

—¿No ha habido hoy reclamo alguno de interés?

—Dos mendigos se presentaron, señorita, con carta sospechosa, e hice las averiguaciones preliminares, despidiéndolos, a fin de que se muniesen de otra más aceptable, en mérito de mis instrucciones y de aquello de que, a la sombra de la manquera fingida y de la llaga falsa, andan los brazos ladrones y la salud borracha.

—Procedió usted bien, Perea. Ha de mediar razón para obtener gracia o prebenda; que en estos países se asientan mejor los vicios y defectos de otros, que las virtudes propias. Hay muchos de esos lisiados fingidos que llegan a manejar arcas mayores, en otro orden de cosas, por obra de milagro.

—Alguna nueva tengo a más que revelar, señorita. Me consta por informes oficiosos, que Carlo Roveda, el viejo siciliano a quien la señorita favoreció con la sumaca Madrépora, se encuentra muy enfermo desde su último viaje a Maldonado. Como sé cuánto él la estima y respeta, consigno la noticia…

—¡Pobre el viejecito! ¿Es muy grave su dolencia?

—Parece que asumió carácter alarmante, cuando él supo que su hija se había ido.

—¿La linda Cantarela ha abandonado a su padre? ¡Oh, qué triste es eso! ¿Está usted bien informado, don Leoncio? Me apena usted con esa nueva.

Más lo estoy yo, señorita, por haber dado motivo a ese disgusto —dijo el señor Perea, haciendo estremecer, al hablar, las gafas en su nariz—. Del hecho no tengo duda.

Guardó Areba silencio, esparciéndose por su rostro una impresión de pesar. Después dijo pensativa:

—No obstante, pasará usted por allí, y me traerá datos circunstanciados de todo lo que haya pasado y ocurra por el momento. Deseo enterarme bien, don Leoncio, y usted debe poner el mayor empeño en la averiguación del asunto.

—La señorita será complacida.

—Quiero que sea hoy mismo,

El señor Perea se inclinó.

—¡Una historia oscura! Cuando una menos piensa sufre desencantos, Perea, y en la aflicción por lo ajeno no hay tiempo para afligirse por lo propio. ¡Quién diría de Cantarela!

—Nadie hubiera pensado mal —repuso aquél compungiendo el semblante afilado y rugoso.

—Usted nunca se casó, don Leoncio…

—Libre quedé por mala suerte, señorita —dijo el administrador, abriendo con asombro sus ojillos claros y apacibles.

—O por buena quizás —replicó Areba con un suspiro y columpiándose en su asiento—, que sólo una elección certera hace la felicidad y la conserva. Usted debió tener un buen golpe de vista, Perea, en sus mocedades…

Sacudió don Leoncio sus escasos cabellos, asomando una fina sonrisa a su boca pequeña y fruncida, y contestó con seriedad:

—No lo creería la señorita; pero la única vez que tenté fortuna, un hombre ojizaino, fue más dichoso entrometiéndose a destiempo.

Mirole un instante Areba con atención, y lanzó una carcajada vibrante y sonora, que puso en conflicto la circunspecta gravedad del intendente, a pesar de serle conocidas las genialidades de la joven.

Moderose ella bien pronto, volviendo a su actitud melancólica; en tanto, don Leoncio pasaba delicadamente un pañuelo de seda por debajo de su nariz, un poco moteada en sus fosas por el rapé y coloreada por la rinalgia.

La señora está hoy en vena de chancearse —pensó él—; pero yo mucho me engaño, o ella no es la misma de hace un mes.

—Quiero dejar que usted aproveche sus horas, Perea —dijo Areba—. No olvide las instrucciones recibidas, y lo mucho que me interesa el resultado de sus pesquisas.

Don Leoncio hizo un ademán de seguridad, prometiendo el más estricto cumplimiento, y una respetuosa reverencia; retirándose luego con el paso medido y cuidadoso de aquel cuyas piernas ya flaquean, inflando los faldones de la levita en las corvas con rítmico movimiento.

Abstrájose nuevamente la joven en sus anteriores meditaciones, tratando de estimar el grado de ansiedad que en el ánimo del doctor de Selis había producido, a no dudarlo, lo abstruso del secreto; y lo que era aún más importante, el del rigor de las consecuencias que su revelación podía originar en el periodo álgido de los envidiados amores. Esto la preocupaba seriamente. Una vez rotos los vínculos de la simpatía, ¿quién podría reanudarlos, si el obstáculo era incontrastable? Partida la roca por un golpe eléctrico, sus bordes ya no se unen jamás, y poco a poco se deslíe el volumen en arena al embate eterno de las olas. Debía, pues, sobrevenir la separación imprevista y el alejamiento nostálgico y cruel.

De las ruinas hace la historia edificios; una obra de arte se reconstruye si de ella quedan los escombros y en la tradición flotando el pensamiento del artífice, creador y perdurable; el lienzo ajado y descolorido en que se vislumbra apenas una imagen de pincel maestro, resucita en la mente admirada con doble vigor, si en sus rasgos principales no ha dejado impresa su injuria el tiempo; con la estatua de mármol mutilada que se arranca del seno de la tierra, renace entera y grandiosa la inspiración de una época; la momia se preserva intacta, vieja de tres mil años; y recrudece cada día el dolor de Laocoon, tan acerbo y profundo como antes lo imaginaron…

Pero, una gran pasión que deriva y escolla, ¿quién puede volverla a arraigar y robustecer? Hay algo que no se rehace, ni revive, y eso es una ilusión perdida. Recuerdos sólo quedan luego que la memoria alumbra con su luz sin calor ni brillo, y destaca como siluetas informes entre la niebla del pasado.

Sonreíase Areba al dar vuelo a su imaginación, y hundíase más y más en devaneos ardientes, cuando el reloj dio las cuatro. Levantó la joven su cabeza y dispúsose a llamar; pero en ese instante previno su intención la sirvienta, quien apareciendo, en la puerta, dijo con voz tranquila y sonora:

—El caballero Raúl Henares.

Volviose Areba con viveza, como si hubiera oído mal, y poniéndose de pie, preguntó, sofocando su emoción:

—¿Quién?

Repitiósele el anuncio.

—Que pase —contestó con acento trémulo.

Se fue acercando luego a pasos lentos, y la mano en el seno, al espejo ovalado que adornaba la pared del fondo. Hallose pálida en extremo. Sentía confusión en la mente y violentos latidos en el pecho.

Es preciso componer este semblante —se dijo— nunca sufrí tal fuga de colores. ¡Ah!… lo inesperado me enflaquece el ánimo; pero ya pasará, señor Henares…

Momentos después, con la cabeza inclinada ligeramente a un lado y un aire lleno de dignidad, Areba se dirigía al salón de recibo.

Capítulo 20. La hiel del pecado

Zelmar Bafil había estado varias veces en la solitaria casa de la ribera, que servía de refugio a Cantarela, después de la entrevista que conocemos. A pesar de todo, íbase entibiando su afecto en el mismo grado en que aumentaba el de la joven. Comprendíalo ella así con ese instinto certero que la pasión ardiente y tenaz sobrexcita y aguza en la mujer, y la predispone a nuevos esfuerzos, a otros halagos más seductores, y acaso a mayores sacrificios, que acepta y consuma resignada con tal de que no se evapore el entusiasmo primero por completo, o se extinga la luz consoladora del amor. En este desasosiego triste, el corazón que se ha dado todo entero, sin reservar un solo latido para un afecto extraño al que lo absorbe, no se explica como pueda exigírsele más, ni encuentra en su angustia acerba el secreto de hacerse más grande, más cariñoso, y más avasallador. ¡Todos los vasos están llenos de pasión y desbordan!

Y ella, con el fuego de la juventud y el vigor de las primeras sensaciones, había exagerado su cariño hasta el punto de pensar a cada momento y de soñar siempre con él, como si nada existiese en el mundo fuera de ese culto sincero e inefable. ¡Cuánto debía, pues, dolerle el menor síntoma de frialdad o de hastío de su parte! Algunos había notado con pena indecible; y por primera vez, quizás, meditó sobre la fragilidad de su suerte. Al acordarse de su padre, pareciole que ella no merecía su gracia; y halló entonces que aquélla sería muy negra y cruel, el día en que se retorciera desesperado su pobre corazón.

Trajo a la memoria otros días serenos. Aquellos en que aguardaba a su padre, pensativa e inmóvil al caer de las tardes, sobre las peñas, mirando el mar y las blancas lonas de las barcas que cruzaban a lo lejos hinchadas por la brisa, como grandes aves heridas en el ala que levantasen su extremo hacia el cielo flotando a merced de las corrientes.

Por entonces, los pescadores creían que ella empezaba a querer a Gerardo; y al levantar sus redes, se decían:

—¡La playa está muda desde que él se fue!

Parecía, en verdad, que le fuera dulce —suelta la trenza e inclinado el dorso, aspirando el alisio— el poner sus ojos allá en el punto del horizonte en donde se escondió la vela. Una vez dio a Gerardo una ancla pequeña de acero, para que la llevase prendida en la gorra.

—¡Lo quiere! —pensaron sus compañeros.

Y muchos días después, observaron que eran menos frecuentes sus risas juguetonas, y sus visitas a las rocas para escuchar como de costumbre el canto de los pescadores, cuando, recogidas las redajas, se reunían en la orilla, con las pipas en las manos, al rayo de la luna, a endulzar en armonioso coro la hora del descanso. Coincidían estas faltas con las ausencias de Roveda y de Gerardo.

¡Es porque él no está! —murmuraban sus amigos.

Sin embargo, un día Marcelo dijo:

—¡Creo que algún buzo anda detrás de la coralina!. Otro de los pescadores agregó datos acusadores sobre la conducta de Cantarela. La sospecha empezó a invadir los ánimos, a divulgarse, y a empañar a la joven.

Ella notó, por fin, que la acogían con prevención, y más de una vez tuvo que sufrir humillantes desdenes. La atmósfera del barrio se había hecho casi irrespirable: en cada rostro, un gesto de reproche, y en cada boca, una frase amarga. Sus horas discurrían solitarias, saturadas de acritud y llenas de fantasmas. La oscuridad del aislamiento, a solas con su Virgen —a quien ya no elevaba por los que andaban en la mar sus plegarias fervorosas—, abría las puertas al genio de la tentación, que concluía por vencer las dudas. ¡Cómo latía con fuerza su pecho, y qué ensueños tan blancos la arrullaban al dormirse! Olvidábase de todo. En tanto hacíase en los hogares humilde comentario de la caída, se hincaba el diente en su deshonra y se esparcía cal sobre los pobres amores de Gerardo.

Y los días pasaron, y con ellos las resistencias del pudor…

Una tarde decidió alejarse, para no volver. Así mismo la persiguieron las miradas de desprecio; pero ¿qué importaban? Ella se creía feliz.

Ahora que una convicción amarga penetrando su espíritu la hacía echar de menos en su amante el entusiasmo de los primeros tiempos, y la arrastraba a abismamientos dolorosos, sentíase débil ante esa nube de recuerdos.

¡El amor! ¡Cuánto cuidado exquisito en su crecimiento noble, y cuánta ternura en su período álgido, para verlo desaparecer a un solo golpe!

Mansa y cariñosa recibe el agua del mar la altiva y ligera nave que se confía valiente al viento y a la aventura; obra de lenta labor y de ímprobos esfuerzos, que lleva al frente un símbolo de fe y al costado el áncora de la esperanza; pero surge de improviso la ola formidable que enturbia el transparente espejo, y disipa su azul de ilusión; y la nave arrojada a los cantiles choca y se sumerge, llevando esperanza y fe al fondo del piélago bravío.

Pausa, y no enfriamiento de pasión: tregua breve y necesaria era sí la que hacía Cantarela a sus afanes, lastimada por los signos de indiferencia de su amante. En ese intervalo lúcido y tranquilo sintió los torcedores del pesar, al agolparse tumultuosas las memorias queridas; mas, muy pronto volvió a imponerse el profundo afecto, y borró todo remordimiento, a impulsos de los celos, el monstruo, que el gran poeta inglés pinta de verdes ojos y productor del alimento de que él mismo se nutre.

El deseo durable y violento exaltose aún más con el aguijón inesperado. Ocurriósele recién a ella que Zelmar no era un oscuro barquero, sin otros horizontes que aquel en que el cielo parece unirse a las aguas; y lloró al pensar cuántas mujeres lindas lo querrían, ofreciéndole halagos y ternezas que ella no podía brindarle…

No fue ahora él, como otras veces, el que secó sus lágrimas, ardientes y copiosas, sino el enojo del celo, concentrado y siniestro. Por vez primera se quejó a solas de un dolor desconocido, punzante, agudo, cual si hiriesen a mansalva su entraña más noble de improviso robándole la quietud y el sueño. No de otra manera la aguja de acero sepultada en las carnes, fina y sutil, que camina errante por el cuerpo a través de los tejidos, llega a hincarse de repente en fibra vibrante y demasiado sensible arrancando un grito de dolor.

Bajo la influencia de tales torturas morales se encontraba una noche Cantarela, en el pequeño aposento cuya ventana daba a la costa. Tres días hacía que no veía a Zelmar; y si bien esto no podía causarla extrañeza, dada la conducta observada siempre por su amante, en esta ocasión acrecentábase su angustia con la doble nueva del viaje proyectado y de la enfermedad de Roveda.

El aposento estaba en tinieblas. Por la ventana abierta penetraban agradables ráfagas de brisa de la ribera; y un rayo de luna hería el semblante de la joven.

Muy cerca, de pie y con los brazos cruzados, dibujábase la figura de la suave y meliflua Gertrudis, menos antipática en la sombra, que velaba discretamente sus verdugones y alifafes, a la vez que la expresión cínica de su rostro convertido en máscara por el colorete.

Hacía momentos que conversaban, algo de interés a juzgar por la actitud de Cantarela, en cuyo ánimo parecían sucederse las emociones violentas con un rigor implacable.

Rompiendo el silencio que por un instante había guardado, la joven preguntó:

—¿Decía usted que el mal no era grave?

—Eso me aseguraron, hija mía. No tienes porqué afligirte tanto, pues se le asiste con mucho esmero. Nada le falta. Ayer de tarde estuvo el señor Perea, que tú conoces, en casa del patrón Carlo, y prometió todo género de recursos en nombre de la señorita de Linares.

—Sin embargo, yo debo ir…

—¿Con qué objeto, niña? Las cosas están tirantes, y podrías ocasionar algún disgusto serio que alcanzase de veras a todos los que por ti se interesan. Reflexiona que no te perteneces, y que tu conducta tendría que desagradar tal vez al caballero Bafil, cuya generosidad supera a la misma ponderación… Lo demás, en último resultado, ha de ser satisfactorio, sin necesidad de que tú vayas. Advierte también que en el barrio hay ojeriza, que sus gentes te tienen hincha y todavía te muerden con envidia, como era de colegirse una vez que te apartases de la atmósfera de vapores de pescado en que ellas viven.

Cantarela movió la cabeza colérica.

—No me hacía usted esas observaciones cuando iba en mi busca…

—Cierto que no. Pero nunca fue innoble el oficio de obviar dificultades entre dos que se quieren; y en obsequio a eso, natural era que yo sólo consultase tus deseos y los de aquel rico señor que se consumía por poseerte sin tener en cuenta lo que barruntase la tribu de barqueros. Así sucedió que te decidiste a cambiar de condición, prefiriendo con buen gusto y mejor juicio un domicilio por otro, que allí los peces muertos únicamente abundaban, y aquí relumbraba lo bueno, y las monedas excedían a los peces en cantidad respetable, por obra del cariño, que no de las manos, sin privaciones ni sudores; pues el beso amoroso, hija mía, vale más cuando gana corazón y bolsa, que el trabajo triste y duro de arrancar agallas y tejer redes, en veinte años.

La joven la miró con desprecio. Después, apoyando la barba en la mano, dijo irritada:

—El amor me arrastró hasta aquí, no el interés. ¡Honrado trabajo el suyo: traficar con corazones! Parece que hubiese sido el de toda su vida; y bien sé que de este comercio ha sacado usted lucro. Si fuera usted madre, quizás la hija antes de nacer se enviciara en sus entrañas; y al ver la luz mamara ya el secreto de perderse.

Gertrudis secose el sudor sofocada, y reprimiéndose, repuso con acento hipócrita y meloso:

—No hay que envenenarse la sangre, hija mía, por palabras dichas sin intención de ofender; pues no puedo olvidar que te debo merecimientos y agasajos, por estima y por gratitud. Es preciso que te reportes, porque unas más que otras en el mundo, somos víctimas de nuestras mismas debilidades, y a nadie enrostrar las suyas podemos sin que sintamos a la vez que se nos sube la culebra a la garganta y nos muerde en la lengua…

Levantose Cantarela con ímpetu, y fuese en silencio, sin mirarla. Sufría un gran dolor.

Sin detenerse ni volver el semblante, con las sienes ardiendo y el ademán convulsivo, alargó el brazo, señalándola la puerta.

Una vez en la pieza cercana, en donde ardía a medias una lámpara, cambiose llorando, sus zapatos por otros; cubriose en parte la cabeza y cuello con una manta ligera; deslizó de uno de sus dedos, sobre la mesa, un anillo, recuerdo de Zelmar; y enjugándose el llanto, salió resueltamente a la calle.

El sereno cantaba las once con voz llena y robusta, en la acera, haciendo oscilar en el pavimento el vivo chorro de luz de su linterna. Junto a él pasó Cantarela veloz como una sombra.

El guardián nocturno volvió la cabeza, alumbrándola por detrás; compúsose la garganta y murmuro:

—¡Buena estampa y malos pasos!

Oyole ella, pero siguió su camino impasible. Se iba acostumbrando a las palabras duras y a los improperios hirientes, ya sin fuerzas para cohonestarlos. ¡Cuántas cosas sombrías en su pobre cerebro! Caminaba bajo una excitación profunda, atropellándose, tropezando con las piedras, doblando las rodillas en cada desnivel del afirmado, estremeciéndose ante las sombras sospechosas y al escuchar el escarceo de las olas en las toscas, que parecían hablarla de una historia reciente con su música extraña. Sus penas de amor, el deber filial, el aprecio perdido, todo esto abatía el vigor de su temperamento en aquella hora, retratando en su mente las imágenes de un hombre que no era ya todo de ella, de un anciano enfermo cuyo nombre mancillaba, y de otros seres que la quisieron pura, y que ahora ni el recuerdo de esa pureza conservarían. Había sido desterrada tal vez, de toda memoria. Así como uno que ha muerto ignorado, tras de una vida infame, sin dejar dos ojos que le lloren. Y en esta exageración de su dolor, la joven se detenía temblando, volvía sobre sus pasos, y tornaba a andar agitada, con más fiebre, comprimiendo sus suspiros, y sintiendo que allá en el fondo de su alma parecía formarse un vacío más grande que la inmensidad de la noche…

Más pronto de lo que ella creía, llegó a la casa del viejo pescador. De la puerta entreabierta salía alguna claridad. Dos hombres estaban junto a ella, en la vereda, apoyados en la pared, fumando en silencio y sosiego. Pronto reconoció Cantarela en ellos a Marcelo y Carolo, y se detuvo a pocos pasos, emocionada e indecisa. Pareciéronla sus siluetas las de dos espectros mudos, lúgubres y amenazadores, envueltas en una humaza espesa y fantástica. Gruñó un perro de aguas allí cerca tendido, dando con la cola en la piedra.

Marcelo se adelantó, cogiéndole por una oreja con suavidad, y diciendo con la pipa en la boca:

—¡No hay que gruñir a la señora Bagre! Pronto olvidas los respetos.

—Buenas noches…

—¡Las de Dios!

Carolo mordió su pipa, mirando a la costa, sin moverse, la gorra caída sobre la sien, y añadió con acento frío y sarcástico:

—El cielo la acompañe, aunque ya no es hora de bordejear.

Cantarela avanzó hasta el umbral, temblando, y se detuvo de nuevo.

—¿Por qué no entras? —preguntó Marcelo, volviéndose, con voz ruda— ¡Ahí está!…

—Sí, pues —arguyó Carolo arrojando una bocanada de humo, y dirigiendo su vista de soslayo a la joven—. Nadie la priva de entrar.

—¡Parece que te comiera un gusano el corazón! Ella dio unos pasos maquinalmente, lastimada y llorosa; y viose en la pieza de las redes, que tan bien conocía.

La vela de la imagen estaba encendida, y reinaba en el interior un profundo silencio.

A su entrada, un hombre se levantó de la banqueta de un extremo, con los brazos sobre el pecho. Tenía el semblante color de bronce, ajado y marchito, sin duda por los insomnios; el pelo largo y negro abierto al frente, cayéndole con descuido por detrás de las orejas; y la estatura elevada, de formas vigorosas y fornidas, apenas encubiertas por un pantalón de hilo crudo, una camiseta a cuadros de algodón, una faja solferino y unas botas fuertes a media pierna, a propósito para andar sobre el guijarro y la conchilla. Un pañuelo de seda plomizo anudado al cuello, y formando triángulo sobre su dorso, escapular de atleta, completaba su traje tosco de labor, sin colores vivos ni fútiles adornos.

Este nombre miró a Cantarela con aire huraño, retraído y taciturno, y la barba clavada en el pecho, que oprimía con sus dos brazos musculosos. Ella dejó caer la manta a la espalda, elevando trémula la mano y volviendo despacio a un lado la cabeza, para fijar sin brillo sus ojos en el suelo.

La había concluido de imponer aquella figura apuesta y bizarra, en cuyas facciones viriles parecían haber dejado burilada una dureza salvaje, las peleas oscuras y heroicas con el huracán y las olas. Cantarela sufrió una impresión de miedo y dijo al fin, balbuciente:

—¿Puedo verlo, Gerardo?

El pescador irguió la cabeza lentamente al eco de aquella voz llena de ruego; y observó recién quizás, que el hermoso rostro de quien le hablaba tenía un color terroso, el párpado caído, el mirar vago y los labios secos.

La puerta de la habitación del enfermo estaba entornada; y en ese instante podíase percibir un leve murmullo de voces de personas que conversaran muy bajo, como evitando perturbar el sueño del paciente. Estos diálogos cortados y monótonos en la penumbra, junto al lecho de un enfermo grave, sugeridos por la duda, la impaciencia o el afán oficioso de los extraños, transformados en medicastros infalibles, que remedan letanías de misa de alba, y se susurran al oído entre suspiros de ansiedad y presentimientos fúnebres, llenando la pobre atmósfera del doliente con alientos y bostezos interminables, ruidos de faldas inquietas y toses importunas, a la par que se concentran en su semblante desencajado, miradas repetidas y fastidiosas que parecen anunciarle que ninguno daría por su vida ni una hebra de cabello; todos aquellos misteriosos rumores, anticipos a veces de rezos agonizantes o preludios de la hora final, indicaron a Cantarela que allí había comadres del barrio, aplicando acaso al envés las recetas científicas o discutiendo la competencia del facultativo con una formalidad cómica e irritante.

Si bien el estado de su espíritu no la permitía este género de apreciaciones, bastole saber que eran manos extrañas y cuidados ajenos los que atendían a su padre, para sentir que su sangre afluía con mayor violencia sofocándole el corazón y golpeándole en las sienes, enmedio de sordos zumbidos y contracciones musculares.

Cuando volvió a elevar sus ojos hacia Gerardo, todo su cuerpo se estremecía como una caña. Había en su cara una sombra de desvarío.

—Duerme —contestó secamente el pescador—. No importa… Esperaré a su lado que despierte.

—A tu vista su mal se aumentará.

—Verás que no… ¡Por esa Virgen adorada!

—Ya no alcanza a ella tu ruego. El patrón Carlo dice que tú nunca lo has querido.

—¿Eso dijo?… ¡Oh, no! Si no lo quisiera tanto no habría yo venido llorando con una gran puntada aquí en el pecho… Si cometí delito era aparte de amarlo siempre, porque no fui jamás perversa, que yo quise con mi ventura la de él…

—¡Dichosa te crees!

—En mi misma desgracia. ¡Pobre de mí!…

—Verdad. Aquellos días serenos de las playas eran menos felices, porque para serlo tú era preciso que perdieses el rubor, de modo que no limpiase tu alma toda la sal de las aguas.

—No reproches la pérdida de lo que nunca fue tuyo, que ese derecho es sólo de mi padre…

—Nunca cae por el anzuelo sino manjar bueno para el plato de los ricos… ¡te han gustado bien! ¡Y tienda uno la red corvinera con confianza para atraer el cardumen, mientras escoge la mejor presa el tiburón que nadie espera, y por casualidad viene allá por el cabo, rompiendo la malla y dando el chapuz! ¡Buena pesca, por el infierno!…

Y el marinero levantó crispado el puño, con un gesto de ira y de desprecio.

Cantarela lanzó un grito.

Momentos antes, en la habitación del enfermo, tres mujeres allí reunidas, esmeradas y diligentes, después de abrigar los pies de Roveda y arreglarle la almohada, releían una receta que llevaba al pie la firma del doctor de Selis, creyendo entenderla a la perfección a la luz de una mariposa; y comentaban en voz de secreto la sabia medida, adoptada por la más experta de las tres como remedio eficaz, la cual había consistido en la aplicación al pecho del doliente, sin que el médico lo hubiese sabido, pues el experimento sólo duró algunas horas, de un emplasto especial de yerbas y hojas de una virtud prodigiosa, a falta de una mandrágora infalible.

A ella atribuían las solícitas enfermeras el período de calma en que parecía entrar Roveda. Mas, para asegurar mejor el éxito, era necesario poner al relente el emplasto, que ya había sido retirado, a la claridad de la luna, y quemarlo en un horno al día siguiente, hasta, reducirlo a cenizas.

Objetaba a esto, con la mayor gravedad, una de las mujeres, que el temperamento usado hasta entonces se diferenciaba sustancialmente del propuesto en cuanto prescribía que el emplasto debía quemarse en una llama de vela de cera después de dejarlo al sereno toda una noche, a la influencia del cuarto creciente.

La tercera preopinante añadió, por su parte, con acento sentencioso, que ella creía también que de esa manera únicamente podía extirparse de raíz el «daño» que habían echado al patrón Carlo en el café, o en la pipa de fumar; pues no estaba ella muy firme en si el espíritu o ánima mala hubiese entrometídose con el líquido o el humor aunque estaba segura que había picado en el riñón al hombre.

Con este motivo y en defensa de las dos tesis o de sus proposiciones accesorias, trabose un parloteo precipitado y empeñoso, mezcla de arrullos de palomar y de enjambre de avispones, cuyo diapasón se elevaba o decrecía por intervalos asumiendo el tono de la gresca o de la armonía, según las peripecias de la disputa o el mayor o menor grado de terquedad en el absurdo, de que aquella asamblea —como hay muchas— hacía para el enfermo cuestión de vida o muerte. El interés particular de cada una en el debate, y el ofuscamiento producido por la viveza de las réplicas, no permitió a las buenas vecinas poner atención a las ocurrencias de la pieza próxima; y fue necesario que el grito de Cantarela llegase hasta ellas, para llamarlas al orden.

Carlo Roveda abrió los ojos, dando un quejido ronco, e incorporose un poco sobre los codos, con la boca abierta, hundidas las carnes, lívido, y ese aire de azoramiento súbito que causa, como una conmoción eléctrica, lo inesperado o lo imprevisto.

—Alguno llora ahí —dijo en voz muy baja y débil.

—Parece que es Cantarela…

—¡Ah!…

Tras esta exclamación casi ahogada, Carlo Roveda dejó caer la cabeza poco a poco hasta encontrar apoyo; y sus ojos se cerraron. Recorrió bien luego su semblante una crispación nerviosa, y no tardaron en asomar bajo los párpados ajados y violáceos, deprimidos en el fondo de las cuencas, dos de esas lágrimas que escapan sin lamento y que vienen de lo más hondo.

Povera fanciulla! —murmuró. Quiero verla.

Las tres mujeres se miraron un momento en silencio: el caso era grave y afligente. Cambiaron luego opiniones en voz baja.

—No merece eso la indigna —dijo una.

—Ella le echó el «daño» —añadió otra.

—Va a sofocarlo con sus humos —susurró la tercera, cuarentona, biliosa, y llena de pecas—. Prefirió el lujo al crepido de aserrar espinazos y aletas; y es capaz de entrarse vestida de terciopelo con todo el calor que nos ahoga… Abriose de golpe la puerta…

Penetró Cantarela sin fijarse en ellas, muda y ligera como un fantasma, arrastrando su manta, y descompuesto el cabello, el mirar sostenido y firme, sin pestañeo, las manos juntas contra el seno, amarilla, ojerosa.

Las enfermeras se retiraron en silencio sobre la punta de los pies…

Tendiola en sosiego el viejo pescador la diestra, que ella besó enmedio de arranques y sollozos, para levantar luego la frente y decir con acento de intenso dolor:

—No me odies… ¡Cuán quebrantado estás! Yo vengo a acompañarte y a servirte… Tú eres bueno, padre, y yo una infeliz.

—¡Ninguno te compadece!

—Ninguno. Todos me rechazan y desprecian.

El viejo, con una voz semejante a un hálito, poniendo la mano temblorosa sobre la cabeza de su hija, murmuró:

—¡Yo te perdono!

Cantarela reclinó su semblante en el pecho del enfermo. La mano callosa seguía posada en su cabeza, y por dos veces se estremeció.

Largos momentos pasaron.

En la pieza próxima, las mujeres hablaban en un lenguaje vivo y exaltado, y parecía ser Cantarela el objeto de aquella excitación. Esta oyó, a pesar de su situación de ánimo y de la languidez profunda que se había apoderado de todo su cuerpo como una somnolencia abrumadora, que una decía:

—¡Ella acabará con él!

La frase la hirió, advirtiendo recién entonces que la mano del viejo pescador pesaba como un plomo sobre su cráneo. La apartó dulcemente; el brazo estaba duro y rígido. Acercó su mano al pecho y no latía. Levantose de golpe, espantada, y lo miró al rostro profiriendo una queja.

Carlo Roveda tenía la cabeza caída hacia atrás, dejando al descubierto todo su cuello; los ojos semiabiertos, fijos y dilatados; la piel dura y fría; la boca contraída por la última sonrisa; inmóvil, tieso, casi helado. Estaba muerto.

Capítulo 21. En el baile

En la noche del lunes, los elegantes salones de la casa—quinta del señor Samuel Stewart, en el camino de la Agraciada, daban cabida a una brillante concurrencia ávida de esas emociones y placeres que reservan siempre un secreto de deleite, aun cuando hayan sido con frecuencia saboreados.

Terminábanse unas cuadrillas. Ocupaban el centro del primer salón dos parejas que atraían todas las miradas, y que al interés de otras veces, unían ahora el de la novedad, por la presencia de Raúl Henares, cuyo nombre había servido de tema a los comentarios de anteriores días con motivo del percance que comprometió la vida de Areba y de su amiga Julieta. El joven acompañaba a Brenda, y tenía a su izquierda a la señorita de Linares y a de Selis.

Julieta había logrado conquistarse a Zelmar a pretexto de que éste debía hacerle la presentación de su amigo Raúl, como ella lo deseaba: enmedio de un intervalo, de modo que todos los ojos presenciasen la escena, en un paso complementario, en tanto descansaba la orquesta, como aparte grave e interesante, ante el que ninguno podía mostrarse indiferente. Verificose así el acto, con todo el aplomo de un diplomático por parte de Zelmar, y acompañamiento espontáneo de sonrisas y murmullos en las filas. Quedó satisfecha Julieta hasta el punto de arrastrar a su compañero al frente, sin darse la pena de consultarlo. Zelmar se conformó filosóficamente, pensando que el mal cuarto de hora se compensaría bien con la vecindad del flanco. Areba, en cuyo semblante se pintaban frecuentes desazones, originadas por el envidiable embeleso de Brenda y Henares, que parecían estar solos enmedio de aquel centro de expansiones y alegrías, tuvo un momento de hilaridad que reprimió sin esfuerzo, aun cuando llegó a producir escozor en Zelmar.

Pareciole que Areba guardaba para él algunas severidades.

Pero el caso era que, aparte de ese incidente, Julieta, sin dejar de ser elegante y dama de cascabel por la calidad del aderezo y del brocado, lucía esa noche un traje singular, como arrancado del tapiz, cuyos colores contrastaban con el moreno subido de su rostro y el lunar más oscuro todavía, con que un hada maléfica la obsequió desde la cuna. Esta circunstancia de detalle, si bien ella no estilaba modas de antaño, puso en evidencia un capricho, contribuyendo a provocar en la misma Areba un arranque de buen humor.

Zelmar advirtió por primera vez, que su compañera tenía algo de egipcia, esa noche más que nunca, y tentado estuvo de hablarla de los cocodrilianos y cisnes negros del Nilo Azul como de cosas familiares. Pero recordó que Julieta, fuera de ser en extremo susceptible, había recibido una educación enciclopédica; y guardose bien de provocar una disputa de dudosos resultados.

Ya concluidas las cuadrillas, Julieta se detuvo en su paseo junto a las columnas de mármol que dividían en dos compartimientos el salón, sitio favorecido por algunos grupos, y dirigiéndose a Zelmar, dijo con marcada intención:

—Parece que la simpatía de su amigo Henares hacia Brenda Delfor se acentúa, y que hay riesgo de que él sea el agraciado exclusivo de la reina del baile. ¡Esta crónica tendrá mucho interés!

¡Sin embargo —prosiguió bajando la voz y procurando atraerse la atención de los grupos—, dicen que hay seria oposición!

Zelmar se encogió de hombros, y arrastró dulcemente a su compañera lejos de aquel sitio. Empezaba a compadecer a Raúl.

—He calificado, con justicia en mi concepto, reina de la fiesta a la señorita de Delfor. Convenía también que lo declarara ahí, para advertir de su hinchazón chocante a Tula, esa rubia pálida que estaba reclinada en una columna, fría como una piedra, insustancial y vanidosa, hasta pretender para sí todos los laureles, con sus ojos de plomo deslucido y cabellos de mazorca. Usted la conoce. ¡Carga con su aire majadero!

—¡Oh crueldad!

—Es lo exacto. Cuando canta en el coro, va toda de tules y muselinas blancas con las trenzas flotantes para asemejarse a las imágenes sagradas; en el paseo, maneja los caballos briosos con pretensiones de un Byron con polleras y quiere ir siempre a la delantera; en el teatro se cuaja de brillantes y se viste de azul otomano, con humos de Validé insuperable; y en el baile, ya la ve usted, disputando a Brenda la superioridad, ella que es incapaz de interesar con su trato a un hombre de mérito, y que sólo dice vaciedades y fruslerías suficientes a desilusionar en un minuto a un soñador con cara de flautista… Siquiera una, sin ser tan agraciada, dispone de ciertos atractivos sin afectación. ¿No le parece a usted?

—¡Quién lo duda! —exclamó Zelmar con mesura—. La elegancia resalta más en usted; el cuerpo de ella es incorrecto y difícil de disimular; el de usted es airoso y serpentiforme, por naturaleza. Luego, la sal sólo es patrimonio de las morenas; las rubias, las Ofelias, las Margaritas, no son más que pastas de harina fina sin azúcar, que los poetas sazonan con lagrimones de dudosa transparencia.

—Me place oírlo hablar así —dijo Julieta con coquetería—; bien se conoce que usted va en pugna con el criterio vulgar. Y ahora he de decir que mucho se habla de las predilecciones de usted respecto a Areba, permitiéndome regañarle con este motivo por su reserva con las amigas antiguas. ¿Hay algo de cierto?

Zelmar volvió a encogerse de hombros, sin que se alterase en lo mínimo su semblante.

Animose Julieta, golpeándose la falda con el abanico.

—Ya es tiempo, caballero, de que usted se preocupe un poco de la seriedad de esos rumores, para confirmarlos o desvanecerlos.

Zelmar asumió un aspecto grave, y respondió con acento enfático:

—En la tabla rasa de mi espíritu, no he grabado aún ninguna imagen de mujer.

—Muy metafísico está usted —repuso la joven frunciendo el labio con ironía.

—Por el contrario, harto práctico. Me conservo simplemente. Vea usted, lo mismo puede decir aquella su amiga, la de los dolores neurálgicos…

—¡Ah! es terrible con su jaqueca, y por eso abusa de las perlas de trementina.

Zelmar levantó la nariz con aire malicioso, murmurando:

—Nada dije a usted del fuerte olor de violetas que he sentido al pasar por su lado…

La joven, desconfiada y prevenida siempre contra las ocurrencias de su compañero, había vuelto el rostro hacia la puerta que daba al jardín, apenas viole el gesto.

—Vuelve Areba con el doctor de Selis —dijo—. ¿No ha notado usted lo animado de su conversación? Parece que trataran asunto de importancia. Y ¿qué se ha hecho nuestra pareja del frente en las cuadrillas? No la distingo en este salón.

—¡Ah, la preciosa Brenda! Está bien acompañada, y debe encontrarse en la sala del ambigú… ¡A buen seguro que no ha ido a probar nada de lo muy delicado que allí se exhibe!

—¿Ya tuvo usted ocasión de verlo?

—Ningún hombre de mundo, Julieta, inicia la danza sin permitirse antes dirigir una visual sobre lo que más tarde ha de ser excelente restaurador de sus fuerzas.

—¡Qué prosa!…

—Sólida y sustancial. Invito a usted con un hojaldre de jamón.

—Muchas gracias… Estoy casi segura que el compañero no tendría tiempo de obsequiarme.

—Verá usted que a todo podrá atenderse… Aquello es un primor aderezado como en casa de sibarita, que hace pensar en el comedor de Cleopatra todo cubierto de rosas hasta la altura de una vara, según dicen los egiptólogos. Decídase usted por el hojaldre.

—Puede usted tomarlo en mi nombre, aparte de una buena dosis en el suyo; más ahora que le he sorprendido un visaje de hastío y sueño. ¿Por qué viene usted al baile?

—No lo crea usted, interesante Julieta; me siento con placer a su lado… Pero, si he de ser franco, vi hace un momento abrir la boca con la mayor delicia a aquella señora anciana, que está en el confidente de la izquierda; y nada causa más envidia que un bostezo, aunque el mío fue un barrunto…

Conque iremos, mi encantadora Cleopatra…

—Le tengo advertido, caballero Bafil, que no le permito confianzas, ni comparaciones odiosas. Está usted hoy pesimista en extremo, y sin apartar la vista de Areba y de Selis, como si algo le fuera en ello…

Felizmente aquí se aproxima mi compañero para la mazurca, que me resarcirá de sus momentos y a quien haré confianza de cosas muy interesantes que reservaba para usted

—¡Oh! cuánto lamento esta circunstancia que me priva… ¿Quién es? —agregó interrumpiéndose, al oído de la joven, viendo acercarse al candidato.

Mirole Julieta con enfado y dijo:

—Un poeta de delicadeza suma, y de dotes muy relevantes, que no se acuerda para nada del jamón y del pastel cuando va con una dama…

—Al papamoscas le llaman boyero.

—¿Qué dice usted? ¡Tiene reputación hecha en todos los círculos! —replicó Julieta enconada, y moviendo la cabeza de modo que agitose trémula la flor de su tocado y ondularon sus crespos flequillos al viento de su cólera.

—¡Oh sí, conozco su fama! —dijo Zelmar con mucha flema—. No haga usted caso de una broma.

En ese instante se acercó un joven solicitando su pareja. Bafil desprendió suavemente su brazo, mirando de soslayo y por encima del hombro a su libertador, con aire compasivo.

Diose vuelta Julieta, ya risueña, y haciendo un ademán de amenaza con el abanico:

—Si olvida usted caballero Bafil, el compromiso de bailar las primeras cuadrillas, olvidará también el mío de narrar a usted una crónica importante.

Zelmar, que se había quedado en actitud de cortesía, entretenido en dar vueltas a la borlilla de un guante, no pudo menos de sonreírse, y decirse:

—No recuerdo haber incurrido en tamaña ligereza. ¡Esta mujer es capaz de arrastrar al pecado a ese inocente!

Buscó enseguida a Areba con la mirada. Encontrábase la joven en un grupo, del que formaban parte Brenda, Raúl y de Selis. A la derecha, en un diván forrado en seda color granate, estaba la señora de Nerva, cuyo semblante marmóreo, casi transparente, parecía revestirse por intervalos de sombras, como si mantuviese una lucha de opuestas impresiones. El vestido negro hacía más intensa la blancura del rostro. La expresión de sus ojos era fría y severa, y los tenía fijos en Henares y en Brenda, quien experimentaba algo semejante al desaliento de la angustia a cada encuentro con aquella mirada rígida, honda y persistente. Ella sabía que los enojos de su protectora nunca salían de ese lenguaje mudo, elocuente en su mismo mutismo; y se había acostumbrado a interpretarlo y comprenderlo, de modo que jamás los labios vertiesen un reproche. En esta ocasión parecíale a la pobre niña que ella había cometido un gran pecado, a juzgar por la extraña e inusitada luz de aquellas pupilas ya débiles y cansadas: y en su zozobra, dirigiose en silencio a Raúl, como impetrándole una gracia, que en el fondo sólo era una pena para los dos.

Penetrose bien el joven de ese malestar, a que él no era ajeno tampoco, sintiendo cómo se infiltraba en su espíritu la corriente fría que dominaba el grupo, cual si en rigor hubiera allí uno de más; y apresurose a colocar a Brenda en el extremo opuesto del diván, respetuoso y atento.

Al inclinarse para volverse, observó que la señora de Nerva había hecho un movimiento muy vivo hacia atrás, clavando en él con nueva fuerza su vista. Sintió encenderse entonces en su mente, como un fuego fatuo que giró por su cerebro para desvanecerse muy pronto sin dejar rastro alguno, una reminiscencia vaga e indecisa…

—¡Verdad que no comprendo! —hablose a sí mismo con extrañeza.

—¡No se digna invitarme! —díjose a su vez Areba contrariada, viéndolo alejarse.

Y lo siguió mirando hasta que él desapareció por una de las puertas que daban al jardín, con ese aire de despecho y de enojo reprimido que realza el semblante de una mujer hermosa.

De improviso oyose una voz alegre:

—¡Señorita, llaman a lanceros!

Era Zelmar quien había hablado.

—Cierto que son con usted —repuso Areba pasando su brazo al del joven, y mirando a de Selis de una manera significativa—. Doctor: la demanda aumenta, y no es del caso quedarse sin la reina.

Sonriose Zelmar al oír las últimas palabras, pronunciadas con acento suave e intencionado, y dijo volviendo a otro lado el rostro:

—¿Qué se habrá hecho Raúl? Es parte obligada del cuadro, y hay que citarlo a comparecer.

—Fuese hacia el vestíbulo que da al jardín —respondió Areba disimulando su contento, y observando de soslayo que Brenda tendía a de Selis su mano estremecida.

—Es de suponer que no haya ido a filosofar, y sin ser importunos haremos reclamo de su persona.

Nada contestó Areba; y encaminándose al vestíbulo, decíale el joven con cierto tono que no le era peculiar:

—¡Cuánto me congratulo de que usted no haya puesto en práctica su resolución de no asistir a este género de fiestas!

—¿Por qué?

—Por mis íntimos contentamientos.

—¡Ah!… Si he de ser franca, esta vez estuve débil. Luché, pero inútilmente. Hubo al fin que desalojar el ánimo de tristes preocupaciones, lo mismo que se espantan los mosquitos con el plumero, por una rendija de la ventana; y aquí me tiene, encontrándome al paso con los personajes, las fisonomías y las escenas de siempre, aun cuando los buenos amigos saben romper la monotonía con momentos muy agradables.

—Creo contarme en ese número, si no es excesiva pretensión, Areba…

Volviose la joven para cerciorarse de si la otra pareja seguía sus pasos; y ya fuera del salón, convencida de que así era, y paseada una mirada inútil en busca de Raúl, dijo en voz alta:

—Es delicioso el ambiente que aquí se respira; y manifiesto con franqueza mi deseo de que posterguemos los lanceros y descendamos al instante al jardín.

—¡Excelente idea! Se ven muchas parejas en los senderos.

Brenda y de Selis, que venían a pocos pasos, bajaron la corta gradería de mármol en pos de la señorita de Linares y de Zelmar. Caminaban en silencio, y como abstraídos.

El jardín, al frente, ofrecía un aspecto fantástico: globos chinescos, bombas de cristal, luces venecianas de caprichosas formas, unidas por hilos metálicos a las ramas ocultas, modelaban en el espeso follaje bellos pabellones de cien colores. Algunas linternas de intenso reflejo, colocadas en el interior de los grandes árboles con los lentes vueltos a los surtidores, convertían en mil chispas de rubíes, zafiros y topacios las menudas gotas, improvisando fajas transversales rojas, blancas o azules, según el color de los lentes reflectores, cual iris espléndidos en media noche.

Oíanse rumores de voces y alegres risas entre los árboles, como gorjeos de pájaros que se anticipan a la aurora o sueñan inquietos en las ramas. Desarrollábanse por allí escenas más variadas que las del baile.

Hermosos bosquecillos se seguían a los cuadros de plantas de la plazuela; y uno de ellos venía a concluir en ángulo agudo sobre la misma, formando dos calles profusamente iluminadas, una de las cuales concluía en un pequeño lago con puente de piedra.

Capítulo 22. En la avenida

—Seguiremos por esta avenida de la derecha —dijo Areba, mirando para atrás—. La de la izquierda está más solitaria, como para un secreto…

—A la verdad —repuso Bafil, dejándose llevar por su compañera y fijando en ella una mirada ardiente—, que yo me siento con disposición de revelar alguno. ¡Esta noche no se parece en nada a mis otras noches!

—No pocos de los que en el baile se encuentran, amigo mío, pueden decir lo mismo. De todas las noches mal dormidas y peor empleadas, quizás ésta sea la única excepción, porque siquiera se ofrece como tregua para retemplar el espíritu con satisfacciones y goces morales, de que sólo se acuerdan aquellos que los han desdeñado, cuando los placeres bajos y los deleites obtenidos con mengua de la inocencia y el amor, les advierten que la copa se ha apurado, y que es preciso refinar el gusto para mantener la ilusión que rebajaron al nivel de las seducciones indignas.

Me refiero a varios de los que ahí están —continuó Areba con sorna—. Parecen contemplarse a sí mismos, sin tener para nada en cuenta sus impurezas.

—¡Sensualismos en cuerpo y alma! —arguyó Zelmar.

—Habrá usted visto que también hay poetas que no dicen nada que se parezca a versos. Todos temen comprometerse. Ya no es el tiempo de antes, de ingenuidades y estrofas. Si usted abandona a uno de esos soñadores en una selva, será capaz de cantar en loor de las mismas espinas, que otros nos suelen ceñir en las sienes; pero colóquelos al lado de una mujer de corazón, y ya los tendrá mudos como un arpa rota, como si la poesía no más que emana de nuestro sexo les atrofiara el numen y les matase la palabra en la raíz.

—Son inmigrantes de la altura: en materia de amor, se alimentan de infusorios.

Conque…

—Están otros que no son poetas: bien lo habrá observado usted peor aún. Me fastidian hombres que, aparte de eso, tienen cabezas de chingolo. Creen que bastan los bigotes para ser varones. No les saca usted de la mecánica del baile. Mueven las piernas y apenas los labios, y la razón es obvia: se imaginan que en la gracia de la pirueta estriba el secreto del prestigio.

—¡Tallas de chorlito! Iba a decir…

—No por eso se figure usted que hablo de todos. Salvo las debidas excepciones. En esto de hacerse querer, las pretensiones son muchas y los méritos pocos. Para sacar aquí un candidato —me deslizó no hace una hora Julieta al oído, yendo del brazo de un escribano respetable—, sería preciso votar con fraude.

—¡Oh inconsolable Julieta!

—No se burle usted, que en rigor decía verdad; hay muchos entretenidos en desperdiciar sus años. Con este motivo la recordé que ella hacía mal en tener afición tan loca para embalsamar pájaros, que así hace Julieta con sus ilusiones; y entusiasmo tan grande por una rana que toca el violín, firme sobre dos pies, y que ella enseña a todos, sin advertir que ésta es una imagen fiel del solterón que se solaza a solas, ¡como hay tantos en nuestro pequeño mundo!

—¡Cierto que solazarse a solas con un violín es una iniquidad!… Vea usted, Areba: yo estoy resuelto a no ser comparado con una rana; y me siento con disposiciones excelentes para abordar el problema con toda madurez. No sé por qué en este momento mismo el corazón se impacienta, como si una influencia muy cercana perturbase la normalidad de sus funciones.

Areba miró para atrás, sonriose y apoyó con más fuerza su brazo en el de su compañero, que se había callado.

—¿Qué más? —preguntó con aire seductor y levantándose un poco la falda con ademán altivo.

—Que me siento apasionado de veras, mi bella amiga, e impelido de una vez a manifestarlo; porque tengo aquí en el fondo del pecho un ansia profunda y en la mente excitada, una imagen que supera al común de los humanos, y se identifica con sus aspiraciones secretas…

—¿Será acaso —le interrumpió la joven fríamente—, una mujer hermosa de tipo hebreo, con ojos y cabellos muy negros, cintura de junco, melancólica, pero ardorosa e ingenua, que tal vez no está aquí?

Turbose un poco Zelmar; mas luego repuso con firmeza:

—No conozco ninguna de tales calidades. Aquella a quien yo me refiero se encuentra a mi lado.

Areba dejó oír su risa armoniosa, y abriendo de golpe el abanico, interrogó con mucha gravedad:

—¿Cuándo se recibe usted de médico, amigo mío?

—¿Tanto interesa eso a usted?

—Mucho, ciertamente. Necesito de sus servicios profesionales en bien de mis protegidos, y quiero que sea usted el médico de casa. ¿Desagradale acaso esta proposición?

—De ningún modo, y agradezco desde luego efusivamente ese honor. Marcho en breve a Buenos Aires para obtener el diploma y quedar enseguida a las órdenes de cliente tan distinguida.

Y sintiendo aún Bafil la acritud y la dureza singular del tono empleado por la joven, agregó con acento simpático y triste:

—¿Por qué me hace usted sufrir, Areba?

Puso ella un dedo en los labios, y se detuvo creyendo percibir allá en la parte opuesta la voz del doctor de Selis.

—Volvamos en busca de Brenda —dijo—. Es preciso que no se califiquen nuestros actos de inconveniencias.

Las dos parejas se habían separado cuando bajaron al jardín, al llegar al ángulo formado por el bosquecillo; siguiendo de Selis por la avenida de la izquierda, e internándose en ella, antes que Brenda pudiera darse cuenta de la separación, entre la concurrencia que animaba hasta allí la plazoleta.

De Selis había ido revistiéndose de resolución a medida que el sitio se hacía poco a poco más solitario; Brenda era presa de un malestar visible, y de vez en cuando volvía el rostro hacia el camino recorrido, como presintiendo una escena penosa.

Había hecho alguna insinuación de regresar, sin ser atendida, en presencia de árboles altos y hojosos que aparecían más tupidos por las enredaderas que culebreaban en todas direcciones o se exhibían como prolongados setos de siempreverde, doradas ligeramente por el resplandor de escasas luminarias esparcidas acá y acullá, cual enormes coleópteros inmóviles en los troncos. Los mil brillos rutilantes de la altura, y la atmósfera en calma, el silencio majestuoso, apenas interrumpido por rozamientos de élitros de grillos campestres, y uno que otro trino aislado cuando una ráfaga leve producía murmullo entre las hojas, a manera de suave beso robado al sueño, daban un aspecto solemne a aquel lugar, adonde llegaban flébiles y perdidos los ecos de la fiesta, permitiendo oír las estridulaciones misteriosas, y las trovas tenues y suspirantes de la noche. Lucían en la yerba de los flancos los lampíridos verde—dorados que cantara Klopstock, y en gran número giraban otros en el aire como una lluvia de meteoros diminutos, que concluían por sembrar primero de chispas fosforescentes las copas altivas, y bajaban luego a confundirse amantes y encelados, con las lentejuelas de oro del manto de esmeralda. Alguna vez, de la parte del lago salían notas roncas de los palmípedos —preludios de fagot— que anunciaban el alba; y se estremecía el pequeño mundo invisible bajo su capa de césped y rocío, cual si pasara sobre él algún mensajero alado modulando risueño el himno de la aurora.

Brenda sintió de súbito el frío de la soledad, toda trémula e inquieta. Su brazo empezó a resistirse por momentos, y al fin se detuvo con firmeza.

—Hemos avanzado mucho —dijo conmovida—, y tiempo es ya de regresar.

—Deseo enseñar a usted las bellezas del lago que está allí cerca, y que ha atraído también su concurrencia… ¡Por qué esa obstinación! ¿Tengo acaso la desgracia de no inspirarla confianza, Brenda?

—Este lugar está desierto, y no me agrada. Bien ve usted que estoy afligida. Volvamos…

—¡Oh! el sitio es escogido, como para almas enamoradas —replicó de Selis con pasión—. Nada tema usted ¿Por qué tan cruel conmigo? Yo pensaba que en su pecho ya había hallado un eco mi perpetuo ruego, y bien lo merece el grande amor que usted me inspira. ¿Habré de consumirme estérilmente en mi propio fuego, o habré de esperar que su corazón acepte con la misma vehemencia la ofrenda del mío?

—¡No diga usted esas cosas ahora que me siento estremecida, por favor!… Esos árboles tan altos y tan negros. ¿Y no siente usted ese canto triste?

—Por favor, digo también, Brenda, ¡un instante más! ¿He cambiado de figura hasta el punto de despertar en usted un sentimiento de repugnancia o de terror?

—No es eso… pero no me encuentro tranquila aquí. ¡Ruego a usted que regresemos!…

—Antes ha de disipar usted las angustias que me devoran, aunque sea con una sola frase de cariño —dijo de Selis con acento concentrado y ademán febril. ¡Cese usted de ser inexorable!

—Si yo nunca le quise mal…

—¡No: otra cosa es la que deseo —exclamó de Selis airado, y cogiendo con fuerza la mano yerta de la joven—; quiero su amor, a eso aspiro hace tiempo, a eso anhelo con todo ahínco, y ahora exijo una palabra final que mate la zozobra cruel, o que destroce de un golpe mi corazón. Hable usted, y brote de su boca una esperanza o una repulsa, que yo no puedo vivir en la duda, más amarga que un tósigo letal, y más mortificante que su desprecio; y sus labios han de abrirse en este momento solemne, que va a decidir del mío y de su propio destino, o el vértigo se apodera de mi cerebro y no respondo de mí mismo!…

Brenda vio llena de pavor una llamarada siniestra en el rostro del doctor de Selis, que se acercó al de ella, desencajado y lívido, y sintió en su mano un estrujamiento enérgico y doloroso.

Quedose intensamente pálida, y espiró una queja en su garganta, que pareció anudarse con un anillo de hierro.

—¿Nada dice usted? —prorrumpió de Selis excitado y violento, sacudiendo aquel junco fino y endeble, como pudiera hacerlo un viento impetuoso—. ¡Ah! no ignoro la causa de esta actitud sin piedad, helada y soberbia… Conozco que fui imbécil en pretender arrancar de su pecho la pasión que por otro hombre alimenta; ¡pero él no será más feliz, porque trataré de abrir un abismo insondable entre los dos, porque él no será suyo ni usted de él, mientras la amargura que agria mis entrañas inspire mi pasión desgraciada, bañándola en la hiel negra del odio, mientras yo sienta irresistibles ansias de poseerla y de no permitir que otro se goce en mi dolor!

La joven, demudada, temblorosa, con los párpados caídos y el seno palpitante, parecía no escuchar nada.

¡Cuán bella surgía de las sombras, con su traje de baile y su cabellera undosa y reluciente de angélica aureola!

De Selis la atrajo de la cintura, clavando en su semblante de lirio una mirada ansiosa y lúbrica.

La tentación se dibujó en su cara descompuesta; dilatáronse sus labios delgados para dar paso a una sonrisa maligna, y le agitó algún pensamiento lascivo… ¡Aquel simple espasmo le prometía la impunidad, y él estaba dominado todavía por el vértigo!

Pero de pronto, como si en rigor sintiese en su sopor la proximidad de un peligro, y el aliento de una pasión siniestra e impura, arrancase Brenda de los brazos que la oprimen con un movimiento enérgico, alejase algunos pasos tambaleante, vacila, cae de rodillas, uniendo sus manos y lanzando un sollozo ahogado.

De Selis avanzó mudo, presa de una agitación extrema. ¡Qué funesto delirio bajo su cráneo!

En ese instante, entreabriéronse las ramas inferiores de los árboles, abatidas vigorosamente y un hombre se lanzó al sendero, con la cabeza descubierta, pálido y ceñudo.

Toda esta escena fue breve, rápida, sin intervalo sensible entre el pensamiento y la acción.

Brenda se alzó con un grito de alegría al reconocer a Raúl, y corrió a refugiarse su lado, temblando, extenuada, casi sin fuerzas; y él la apoyó la cabeza en su pecho, diciendo con una calma que envolvía profundo desprecio:

—Nada tienes ya que temer.

—¡Había estado usted escuchando! —exclamó de Selis con aire iracundo y cruzándose de brazos, como para contener un arranque agresivo.

—El acaso me colocó ahí —repuso Raúl en voz baja, breve, incisiva—; y he oído sin desearlo ni quererlo. ¡Feliz casualidad que me hizo testigo de la infame aventura! Quedo advertido de sus extremos, y aguardo desde ahora el cumplimiento de las amenazas, para darme el triste goce de ver ahogar sus instintos en la baba de su propia locura!

De Selis quiso abalanzarse colérico: una nube de sangre se agolpó a sus ojos. Henares alargó el brazo acerado y nervudo.

—¡Ni un paso más —añadió con firmeza—, o no respeto el sitio y trasciende el vergonzoso episodio!

Y estrechando de nuevo la cabeza de Brenda, que se había puesto de por medio desolada:

—¡Así! —dijo vehemente y enconado—; así como en aquella noche en que te hallé llorando a la puerta de ése que está delante, cuando de él implorabas auxilio para tu madre moribunda; conócele, si ya no lo has adivinado: ¡ése era!… ese fue, el que sordo a tu ruego se negó a asistir a la enferma que agonizaba en el aislamiento; y ahora que lo sabes…

—¡Ah! —exclamó Brenda, con un grito herido, volviendo sus ojos asombrados a de Selis y afirmándose con crispados dedos al brazo de Henares.

La inesperada revelación había hecho reaccionar todo su ser, esparciendo por su fisonomía una expresión dura y rígida, que dejó el llanto pronto a brotar pendiente de sus párpados, como gotas que congela de improviso una ráfaga helada.

Lastener de Selis, inclinó la frente, y fue retrocediendo con lentitud, torva la mirada y los brazos caídos. Zumbaba en su redor un enjambre de recuerdos.

—¡Y ahora que lo sabes —prosiguió Raúl implacable—, castiga su osadía, confundiéndolo con tu repulsa!

De Selis sonrió de una manera sardónica al oír estas palabras, levantó el brazo con ademán convulso, y alejose silencioso hacia el lago.

Volvíanse de allí, a paso lento, algunas parejas. Pocos minutos después de esta escena, Brenda, y Raúl se encontraban en la plazuela con Areba y Zelmar.

La señorita de Linares sufrió una impresión violenta. La sorpresa embargó al principio su voz, e hizo divagar sus ojos por todas partes, cual si en alguna pudiese descubrir la clave del secreto que de tal modo sobrecogía de súbito su ánimo. Ningún indicio, sin embargo, la dio luz.

—¡Qué bien afirmó la alidada! —se dijo con estupor.

Bafil, por su parte, abrió cuan grandes eran los suyos con el más profundo asombro, y no pudo a menos de murmurar, riendo sin escrúpulo:

—¡Es un colmo salir al jardín sin compañera, y volverse del lago, nada menos que con la reina del baile; y un colmo mayor el del doctor de Selis, que ha hecho una gran perdiz, antes de empezarse los lanceros!

—¿Me explicarás, Raúl —dijo luego, en voz alta—, el origen de este enigma?

Areba estrujó su fino pañuelo de manos, febril y nerviosa. Se sentía seriamente contrariada.

—No reviste el hecho tal carácter —contestó Henares sonriendo, reposado y tranquilo—. Habíamos acordado con la señorita de Delfor formar pareja para el primer vals que se siguiese a los últimos lanceros; y de una manera casual nos encontramos en la avenida del lago, cuando resonaban ya en el salón aquellas armonías. Me apresuré entonces al reclamo, y Brenda defirió galantemente, así como su compañero, el doctor de Selis, que abdicó de un modo delicado el derecho de restituirla a los salones.

Mordiose Areba los labios con gesto de incredulidad.

Brenda está pálida como una muerta —pensó: ¿Qué habrá ocurrido?

—¡La señorita de Delfor con el caballero Henares! —dijo de improviso una voz a su oído, llena de curiosidad y sorpresa.

Volviose Areba, encontrándose con el rostro cetrino de Julieta, que se había abierto paso entre otras muchas parejas que llenaban aquel sitio. Traía a remolque a su joven poeta.

—Vi salir del salón las dos parejas, y me supuse que buscaban tregua en el jardín, que está tan delicioso. Si he de ser franca, tuve envidia y me lancé a mi vez…

—Pero, ¿qué pasa, Areba? ¡Estas cosas raras! Confieso que me desorientan. No veo aquí al doctor de Selis.

Y señaló la hermosa pareja que caminaba delante, cambiándose frases en acento muy bajo, sin preocuparse al parecer de otro mundo que el reflejado en las pupilas de dama y caballero.

—De todo quieres hacer problema, Julieta —respondió Areba con una sonrisa afectuosa—. Lo que resulta sencillamente del hecho, es que mi querida Brenda está en alza, y se la disputan con ahínco. ¡Estoy segura que ha de llevar fuertes impresiones de la fiesta!

—Ya se ve… Me felicito por Tula.

¡Qué callado va el doctor Bafil!

—A la verdad, iba juntando los extremos de esta delgada red cuyo tejido se aprieta por momentos, mi enciclopédica amiga; por más que todo parezca muy natural, como dice Areba.

Y sin dar oídas a una ocurrencia picante de Julieta, se dijo: ¡Es preciso ponerse en guardia! Areba misma está prevenida contra mí, y mucho me temo que Raúl y yo seamos las víctimas expiatorias del amor y del orgullo.

Subían ya la gradería marmórea que en forma de herradura daba acceso al vestíbulo. Por las puertas y grandes ojivas del frente brotaban raudales de claridad y armonías mezcladas al bullicio entusiasta y atrayente de las voces y risas sonoras. El baile duplicaba sus encantos y seducciones a medida que avanzaba con el alba la hora de la partida, como si recién entonces se pusieran en juego los ocultos resortes del deseo reprimido, y se abriesen las válvulas de la expansión y del contento.

Areba invitó a Brenda a pasar al tocador, lanzando a Raúl una mirada escudriñadora y sostenida.

Una vez allí oprimió la mano de su amiga, fría bajo el guante, y la dijo con un acento indefinible:

—Estás muy pálida, querida amiga. Arregla tu semblante y reprime un poco las palpitaciones violentas que te agitan.

Aquí tienes una esencia que te hará bien. Tú sufres: ¿no es verdad?

—No, mi buena amiga; no tengo motivo de malestar, y te agradezco el afectuoso interés. La fiesta está muy brillante y me deleita… Ya sabes que me es fácil palidecer, y que soy algo nerviosa.

—No tanto: ¡aspira! —repuso Areba, rozando su pecho con el de la joven—. ¡Cómo golpea tu corazón! Alguna cosa triste te ha sobrecogido y la congoja ha dejado un rastro notable en tu frente y en tus ojos, tan bellos. ¿Ya no me quieres?

—¡Oh, siempre! ¿Por qué lo dudas?… Pero nada tengo. Tú eres la que pareces no ser la misma, mi hermosa Areba… y yo no sé si te hice algún daño, sin quererlo.

—¡Ninguno! —murmuró Areba estremecida—. Yo deseo tu dicha. Deja que te arregle las flores del cabello.

Y la besó suavemente, con su boca llena de calor. Brenda sintió en su mejilla, todavía helada, como un botón de fuego.

En tanto, Zelmar, aguardando de pie con Raúl junto a la puerta, decía a su amigo.

—Mañana hablaremos. Ya es tiempo de que seas franco; por mi parte lo seré. Has hecho una aparición con ruido; todos los ojos investigan; se susurran misterios, y algo preveo de complicado en lo futuro. Hay que prepararse.

—Bien.

—Me consuela el hecho de que no hayas dado en un árbol con el cráneo de Lastener de Selis, pues lo veo cruzar por los intercolumnios con la bellísima Tula. Eso prueba que procedes con admirable discreción y que el plan es matemático. Si adviertes que la señora de Nerva tiene fija su vista en nosotros, en tanto conversa con el señor Stewart, te penetrarás de la conveniencia de que abandones a Brenda, inmediatamente de su salida del tocador. Algunas frases recogidas al acaso, me han prevenido un poco de lo que ocurre; lo demás lo adivino. Convendría que cambiáramos de compañeras; aunque muy solicitada, Areba hará de ti absoluta distinción.

—Acepto.

En ese momento aparecían las dos jóvenes del brazo en el umbral: radiante la una y fascinadora la otra, con sus vestidos colores rosa y marfil, de correcta armonía con el tipo de belleza peculiar a cada una. Brenda estaba más tranquila; Areba impasible.

Varios caballeros esperaban allí cerca su turno, con la impaciencia propia de la vanidad comprometida.

Zelmar se apresuró a decir:

—Ha concluido el vals, Brenda. Reclamo ahora su favor, si es que usted se ha dignado reservarme un lugar en su programa.

Los jóvenes se miraron; pero la hesitación duró poco. Sonriose Areba, y Brenda dio su brazo a Bafil.

Raúl se había acercado a la primera, quien sin poner en ello atención, se excusaba graciosamente con otros solicitantes. Después volvió el rostro con aire risueño, y tendió su mano al joven en silencio. Henares comprendió que no se había ocultado a Areba la causa de la evolución; y aparte de eso, experimentó a su pesar la misma emoción de otras veces, aunque más acentuada ahora, al sentir en su brazo el contacto del de ella.

En su pasada visita a casa de la señorita de Linares, de forma breve y discreta, efectuada como un deber de cortesanía, a que habíalo obligado una manifestación de gratitud, los cumplimientos y frases se mantuvieron dentro de los límites de una política fría y reservada. En el instante actual, y enmedio de los entusiasmos del baile, fácil sería que el concepto encubriese mayor intención y el amor propio alcanzara a rozar susceptibilidades mal encubiertas.

La interesante pareja, confundiéndose en el núcleo selecto, sin tomar parte activa en la agitación de la danza, mantuvo diversos diálogos animados. Manifestose Areba dulce y afectuosa, con esa gracia llena de encanto con que reviste sus menores gestos una mujer que aspira a conquistar la simpatía de un hombre de mérito, poniendo de relieve la faz más brillante de su espíritu y apelando a los recursos secretos de la seducción, cuando no del amor que la conmueve y ansia por surgir, estremeciendo sus fibras y sus labios a cada palabra o a cada aliento.

En uno de sus paseos, cambió un saludo con Lastener de Selis, y observó la fisonomía de su compañero. Raúl habíase conservado inalterable y grave.

Ella lo llevó a una ventana abierta, que daba al jardín. Parose delante, y apoyose con languidez y abandono en el brazo de Henares, aspirando una flor que había en parte deshojado distraída. Llevaban ya algunos momentos de silencio. De vez en cuando, notaba el joven que ella ponía en los suyos sus ojos rasgados y luminosos, con esa expresión profunda que envuelve todo un poema de esperanzas; y sufría los vagos estremecimientos que provoca la proximidad del misterio o del peligro. La cabellera de la joven, casi rozando sus mejillas en cada movimiento lento y voluptuoso, exhalaba un suave bálsamo que iba al sentido en inhalaciones sutiles; y alguna vez sintió cómo una llamarada de fiebre, cuando Areba volviéndose de frente al salón con lentitud, sin abandonar su brazo, se acercó bien a él y miró por arriba de su hombro, suspirante, dejando a una línea de su vista el rostro anacarado, y los labios húmedos, rojos, entreabiertos.

Quiso desviarla; pero ella, sin moverse y ciñendo con más fuerza su brazo, lo miró en las pupilas con un reflejo intenso de amor y de despecho, obligándole a incendiarse en su luz y a empalidecer bajo la influencia de la emoción. Siguieron los dos callados. Irradió de placer el semblante de Areba, y de pronto dijo, con acento tan ledo y suave como un hálito:

—¿Se acuerda usted del tordillo negro?

A esta pregunta, que pareció arrancarle de un sueño, Raúl experimentó una sacudida, algo semejante a un desgarramiento interior, y transfigurose su rostro por completo. Areba se alarmó, agregando solícita y con un fondo de tristeza:

—¡Nunca creí que mis palabras producirían tal efecto! Dígnese usted disculparme, si fuí imprudente… Me refería al lance del Prado.

—¡Oh no! —repuso Raúl pasando la mano por su sien.

—Usted es la que debe perdonarme… No he podido reprimirme, pues sus palabras evocaron en mi memoria lejanos recuerdos, muy distintos a aquel que ellas tendían a despertar.

—¡Singular coincidencia!

Me acuerdo, Areba. Grande fue mi dicha, de poder merecer desde entonces el aprecio de un espíritu delicado y noble.

Removiéronse los labios de la joven en silencio. Luego dijo:

—Era lo menos que podía dispensarse al autor de acción tan generosa.

—¿Lo menos?

—Las mujeres llevamos siempre muy lejos nuestra admiración o gratitud: para un momento de verdadero sacrificio en el hombre en nuestro obsequio, solemos reservar años de… dulce recuerdo.

Raúl se puso pensativo. Ella lo atrajo hacia sí, y echó a andar despacio. El joven podía sentir los latidos de aquel pecho turgente, algo más precipitados que lo natural, y descubrir en Areba un signo inequívoco de pesar hondo y dominante, mezclado a su gesto de altivez.

Preocupábale la frase que había motivado su sobresalto, y con ella el episodio del pasado, que cada día revestía nuevas formas en su espíritu.

Areba continuó silenciosa un intervalo regular, hasta que levantó nuevamente los ojos hacia él, viendo cruzar a Brenda con Bafil por medio del salón.

—Incomparable como una diosa está la huérfana —dijo.

Pareciole a Raúl que la última palabra envolvía una ironía cruel y sangrienta; y un segundo estremecimiento agitó todas sus fibras. Sobre esta palabra recalcó Areba, dejándola caer como una plomada en el ánimo del joven. Observó él también, que su compañera no era ya la misma: un aspecto glacial había reemplazado de súbito, al aire simpático y afable, en su rostro de líneas esculturales. Apeló entonces a las energías de su carácter, para ahogar la penosa impresión e imponerse el silencio, recordando las advertencias de Zelmar.

Felizmente, aquel estado violento de su espíritu duró poco. Muchos eran los admiradores de la señorita de Linares, y Raúl fue muy en breve reemplazado. Areba le estrechó la mano consagrándole una sonrisa, y manteniéndose inmóvil, en tanto él se apartaba algunos pasos para retirarse.

Media hora después, cuando el baile tocaba a su fin, Julieta se acercó a Areba, trayéndose a priesa, como de costumbre, a un compañero, que era esta vez una persona seria y flemática, ya entrada en años, del cuerpo consular, con un distintivo rojo en el frac y un lente en el ojo izquierdo. Este caballero trataba de mantener su aplomo y su tiesura en el remolque, evitando poner el pie en las faldas de raso, y haciendo respetuosas cortesías, en tanto su pareja tirándole de la muñeca, se abría camino por entre la concurrencia.

Julieta se inclinó al oído de su amiga, con los ojos brillantes y el aire misterioso, diciéndola:

—Mañana te contaré lo ocurrido en la avenida… ¡Estoy bien enterada! Me dio datos Casilda, que volvía del lago delante de otras parejas, y pudo oír cosas de sumo interés… Pero, ¿has visto los aires de Tula del brazo del doctor de Selis? ¡Ya hecha, una alcorza!

Capítulo 23. Tres cartas

Horas después del baile, del que salieron juntos, los dos amigos departían sobre sus cosas íntimas en la casa de Raúl, bajo la influencia todavía de las recientes y opuestas impresiones. Comentaron ya sin reservas los hechos que interesaban a uno y otro, se expusieron creencias y certidumbres, buscose el secreto de dudas y contradicciones aparentes; y por natural encadenamiento de ideas, trataron de sondar ajenos planes e intenciones.

Zelmar creía, en lo concerniente a Raúl, que sus propósitos debían perseguirse por los mismos medios empleados hasta el momento: el caso era arar hondo en el corazón de la joven, antes que adquiriese forma seria la oposición manifiesta de la señora de Nerva a sus amores, y se extendiese a mayor radio el papel activo que parecía desempeñar Areba en el drama doméstico. Lo demás debía reservarse al tiempo. No dejaba de preocuparle, con todo, el móvil secreto que compelía a aquélla a asumir esa actitud.

—Veo oscuro, eso —agregaba mirando a su amigo.

—Así es —había respondido Henares, con gesto caviloso—; yo tampoco me doy razones. Trataré, sin embargo, de averiguar si algún hecho de mi vida pasada, aparte del que te he referido, tiene alguna conexión estrecha con la historia de la familia de Brenda.

—En cuanto a Areba —proseguía Bafil—, me explico su conducta en esta emergencia por los impulsos de una pasión violenta hacia ti, contra mi antigua opinión a su respecto. Esto no obstante, recuerda la sospecha que te insinué después del lance en el Paso Molino, y que tú consideraste inadmisible. En la pasión que ha nacido en su pecho, sin poder expandirse, en ella reconcentrada y escondida, privada de desarrollo, como el feto que ha de nacer para morir con el primer vagido, entra por mucho el amor propio lastimado. Enmedio de sus rarezas y caprichos originales, estoy seguro que nunca pensó en el fracaso de su primera elección: la has herido en mitad de su soberbia, y debes precaverte. Una mujer de estas condiciones, desairada, centuplica sus fuerzas para hacerse sentir aun en la hora en que te creas a solas con el pensamiento. Contribuiré, por mi parte, a tu defensa. Confieso sinceramente que me siento arrastrado a quererla; y que por ello, me confundo con los pocos que dicen: a repulsa obstinada, pretensión pertinaz. Por el instante, nuestro estado de ánimo es idéntico: ambos sentimos, pero no somos felices; yo no soy el preferido, y aquel en quien ella piensa no puede pertenecerle. Los dos corazones se agitan en el vacío, con la diferencia de que el mío está prevenido, y puedo a voluntad reprimir sus arranques; mientras que el de ella se debate ya dominado e inquieto, sintiendo en las dos aurículas el escozor de un dardo, y tarde o temprano el corazón lacerado y abatido, se rinde, aunque valga toda una guardia vieja. La diástole todavía es mesurada en mi músculo, educado con sistema; en el de Areba, han de ser mayores las dilataciones. Persistiré, pues, en el intento contra tu embozada enemiga, y a serte franco, he de excederme a mí mismo. Sabes que un obstáculo me encela, sin forjarme ilusión tampoco sobre el éxito: llevar un ataque contra cuadros dobles, fue siempre en milicia un lance serio; pero, no se me oculta que, apoderarse de un corazón de mujer que ha elegido tipo, aunque sea para soñar con él de aurora a aurora, es empresa más difícil, si esa dama siente, piensa y quiere como esta hechura de ángel rebelde. Lucharé con brío. ¡Hermosa victoria sería la mía sobre su orgullo!… Necesito de ciertas satisfacciones psíquicas, con sabor de extraordinario; porque en verdad, estoy cansado de reunir apuntes de frágiles amoríos, para mis memorias del Parque de los Ciervos. Esta mujer se me impone, y parece que yo no la conmuevo: ¿no te recuerda una serpiente irisada, fría y fascinadora?

Me dejaría estrujar entre sus anillos. Confío en que tu indiferencia, en último resultado, ha de agregar, por reacción forzosa, buena dosis de energía a la que mi pasión acumulará.

Tú eres el dichoso a fe mía; y es prudente que te apresures en la proyectada obra de tus desmontes, puentes y terraplenes. para concluir enseguida esta campaña. Del lance con de Selis, no te preocupes: estoy convencido de que por ahora no tendrá consecuencias, porque así conviene, en mi concepto, a los intereses del damnificado; conserva, sin embargo, la guardia, pues en oportunidad puede hacértelas sentir, con rigor de cirujano. Entretanto debemos aprovechar el tiempo, que el día de nuestra marcha se aproxima. Para entonces habrá cacharpalla y brindis, te lo prevengo. Sabes que eso está de moda. ¡Libaremos una copa por tu dicha y por la de todas las buenas almas que han solazado a más de uno, en nuestra vida libre!

Largos momentos mantuvieron el diálogo los jóvenes, concertando proyectos y planes de conducta adecuados a las circunstancias; y separáronse al fin sin haber disipado por completo las dudas o malas impresiones que respectivamente sintieran en la pasada noche.

Cuando Raúl quedó solo, al reproducir en su mente las confidencias de Zelmar, advirtió recién su fondo de acritud; y llegó a persuadirse de que su pasión había adquirido un incremento y desarrollo, en vano disimulados. Areba parecía haber vencido, sin desearlo tal vez, por la sola influencia de sus méritos, o la arrogancia de su carácter: este triunfo, sobre un hombre de las calidades de Bafil, que hacía gala de reírse del mundo, con mejor título quizás que otros que lo dicen, mientras pasa y repasa por su corazón envuelta en la sangre una pena negra, haciéndolos llorar en las tinieblas como débiles mujeres, indicaba un grado de superioridad indiscutible, que podría concluir por absorberlo y desarmarlo. Muy diferente era este sentimiento imperioso, a las fragilidades de su Parque de los Ciervos, como él calificaba de una manera pintoresca sus aventuras galantes; una resistencia fría y severa había bastado a hacerle desconfiar del temple de su fibra. Henares pensó que desde ese momento su amigo no se pertenecía.

El recuerdo de Brenda le aisló bien luego del pesar ajeno. Acercose a la mesa, después de meditar algunos instantes, y trazó varias líneas sobre un pliego pequeño. Era el anuncio de su próxima partida, delicadamente advertido, con mezcla de reminiscencias gratas, y designación del día en que contaba estar de regreso. Sus deberes profesionales le llamaban lejos; pero él suponía que la distancia y el tiempo acercaban más los corazones, para aumentar a la vez el placer de sus ansiedades; el reencuentro de los que se aman, equivalía a una doble prueba y a un supremo deliquio. Antes de partir quería verla. Él esperaba acogida para esta súplica, pues no debía confiar a la esquela lo que con más sencillez podía expresar el labio.

Releída la esquela, pareciole bien; y en el instante se propuso hacerla llegar a su destino. Abandonando desde luego el gabinete, dirigiose a la quinta, pues suponía que le sería fácil ponerla en manos de Zambique, a quien siempre se veía cerca del seto.

No le percibió en los lugares de costumbre; pero en cambio pudo divisar a Brenda, dando el brazo a su anciana protectora, y acompañada del doctor Lastener de Selis. La señora de Nerva parecía enferma y andaba con lentitud. En presencia de aquel grupo, pensó Raúl que la joven debía haber ocultado a la anciana, como él lo había supuesto, el episodio de la avenida. El mismo aplomo del doctor de Selis, denunciaba que éste había asistido seguro de esa discreción. No le era posible al joven observar a la distancia lo que revelaban las tres fisonomías, y por consiguiente deducir el género de impresiones que podía imperar en cada una de las personas del grupo; mas, si le fue dado convencerse, por ciertas manifestaciones y actitudes de la enferma en su paseo, que la afección que padecía estaba lejos de perder su tenacidad de grave y alarmante, debiéndose atribuir acaso a la anterior velada, su sensible desmejoramiento. En su nobleza de ánimo no se le ocurrió pensar que aquella vida podía extinguirse en breve tiempo: sólo agitose en el propósito de aproximarse a ella, en ocasión que no creía muy lejana, para expresarla sentimientos que debían, en su concepto, desvanecer una preocupación infundada y adversa a su persona.

Zambique apareció de improviso, por la línea de agaves del fondo; aun cuando de su aproximación fue Raúl advertido un momento antes, por una especie de gruñido sordo, con que el liberto traducía sus notas y frases de marimba. Traía al brazo un cesto de mimbres, casi lleno de frutillas blancas y rojas. Con su irreemplazable levita sin faldones, su sombrero alto de felpa sin ala y abatido, que temblaba en el cráneo como un morrión de pelo, y su pipa de yeso detrás de la oreja, el honrado Zambique no parecía preocupado más que del suelo en que sentaba su planta callosa y vacilante.

El joven le salió al encuentro, junto a unos árboles del seto, y le dijo afablemente:

—No pasan los años por ti, Zambique. ¿Son para tu reina esas frutillas?

—Sí, señor.

—¿Me permitirías colocar este papel en el cesto, de modo que sola ella lo viese?

—¡Ah! sí, señor —repuso el negro, riendo ingenuamente, con el sombrero en la mano, y poniendo el cesto al alcance de Raúl.

Éste disminuyó en lo posible el volumen de la carta, doblándola y oprimiéndola entre los dedos, y luego la colocó en el cesto, agregando:

—Yo confío en tu lealtad, Zambique, y en el amor que profesas a tu reina. ¡Mira que no la hagas llorar!

El viejo liberto tendió en silencio la mano temblorosa, removió un poco las fresas hasta ocultar debajo el billete, miró a Raúl con aire de respeto y humildad, y fuese, sin desplegar los labios. Parecía muy conmovido.

Henares, por su parte, se volvió por una calle de guindos y durazneros que terminaba en aquel sitio, algo más tranquilo y satisfecho.

En ella le alcanzó Selim, con una carta.

Conoció por su cubierta, que era del directorio de la empresa de Río Grande.

En ella se le pedía precipitase su viaje a la mayor brevedad, invocándose la razón de haber desistido dos de los ingenieros del contrato, y ser por el hecho indispensable su presencia para la iniciación de los trabajos de la línea, cuyos rieles debían echarse en una época prefijada e improrrogable. Ofrecíansele las facilidades necesarias a fin de prevenir todo género de impedimentos, y se confiaba en que pondría el mayor esfuerzo personal de su parte, en sentido de una determinación inmediata y decisiva.

Si bien esta carta contrariaba un tanto sus proyectos, Raúl se resolvió a partir al día siguiente, aprovechando la salida del vapor Río de Janeiro, que hacía escala en Río Grande y Porto Alegre. Al efecto, esa misma noche dio principio a sus preparativos de viaje; y anunció a Zelmar la circunstancia imprevista, que le obligaba a modificar el plan trazado.

Enmedio de sus arreglos, sorprendiole la visita de Zambique, que era portador de un billete. Debía ser la contestación anhelada.

No se equivocó. Brenda le escribía. ¡Cuán agradable emoción la que precede a la lectura de la primera esquela de una mujer que se ama!

La abrió, ya a solas. En esa carta, dulce, sencilla y tierna, Brenda Delfor se condolía de la próxima ausencia, y deseaba para su amigo las más envidiables satisfacciones. Podía alejarse sin zozobra, pues ella guardaría su fe y aquel cariño que nada podría debilitar, enseñoreado como lo estaba de su corazón. Suplicaba, sí, que el regreso no fuera tardío; pues algunos presentimientos extraños la tenían inquieta. No deberían verse hasta entonces: su protectora no se encontraba bien de salud, y aparte de eso, algo había ocurrido, que ella no quería ocultarle. La señora de Nerva, penetrada de su estado de ánimo, la había llamado a confidencias, con noble solicitud; y ella, lejos de rehusarse, tuvo la dicha de revelárselo todo, sin omitir otros detalles que los que se referían al doctor de Selis. Su conciencia la absolvía; la confesión, por lo mismo, no podía quemarla los labios. ¿Cómo resistirse tampoco a exigencia tan justa? Bajo otro concepto, sus revelaciones podían contribuir a modificar los opuestos designios de su protectora. Ésta nada había dicho, limitándose a oírlas en silencio; pero creía que hubiese sufrido por ello gran pena. ¿Sería ella la causa de su actual quebranto? Tenía la esta sospecha muy pesarosa y triste; con todo, confiaba en la eficacia de sus ternuras y desvelos para desvanecer aquella sombra de disgusto y malestar. Concluía Brenda su carta expresando que esperaría resignada la vuelta del viajero; para cuya época su goce sería indecible, si él se dignaba acercarse a su venerable bienhechora y vencer los escrúpulos cuyo origen no conocía y la llenaban de penosos pensamientos.

Varias veces leyó Raúl el billete, con cierto contento íntimo. Persuadiose de que podía partir sin dudas ni vacilaciones; tenía en sus manos una de las más elocuentes pruebas de ser amado: que una mujer púdica y bella no escribe nunca a otro hombre que a aquel a quien ella ha enseñado a leer previamente en el fondo de su alma, ¡y concedídole el privilegio y la gracia de vencerla!

Capítulo 24. Del tocador al cupé

Abnegación sincera, denuedo estoico, intrepidez tranquila como si se tratase de una actitud de conquista ante una mujer hermosa: esto es poco común, y por lo mismo envidiable y atrayente. Comprendo ahora por que mi ánimo, de suyo prevenido, se exalta y admira, a pesar de todo… ¡Inclina el corazón de veras! ¿Cómo explicarse, sino, aquel cariño virginal, intenso, al héroe sombrío, en el drama de los celos, cariño que a su vez suscita un amor salvaje en la dura entraña del león célibe, embriagado hasta entonces con el aroma del desierto y el humo de la gloria?… Prueba de que para un alma exigente, el amante debe ser entero; pero algo más que el negro paladín. Voluntad firme e inteligencia superior: ¡qué carácter profundo! Únase a eso el modelo anatómico, aunque el rostro no sea bello, y se obtendrá un tipo soberbio esculpido en carne; por dentro y fuera al varón fuerte, capaz de ese amor humano, ardiente, generoso, que desborda y palpita, arrastra y subyuga, haciendo gozar y sufrir con la poesía encantadora, unida a la misma la fría realidad del mundo. Debieran ser muchos los hombres así, en esta tierra ardorosa e inquieta donde he nacido: uno he encontrado a mi paso en un minuto de peligro, no sé si para persuadirme de que no me engañaba al soñar que lo encontraría algún día, tal como lo había anhelado en mis horas silenciosas, o para convencerme de que al suspirarlo con tanto ardor, estaba yo lejos de constituir el ideal de su mente. ¡Compulsamos siempre las fuerzas propias, para tentar una victoria sobre el mérito o el carácter que nos cautiva; pero rara vez incluimos en el inventario ese algo incomprensible y fatal que interviene en el génesis de la pasión, ajeno a nuestra voluntad, y que viene a ser el primordio de la lucha en que se goza a la idea de ser una dominada y vencida!…

Así pensaba Areba, una tarde, de pie delante de un espejo, dándose la última mano a su peinado. Hacía poco que había dejado el baño, y respirábase a su alrededor una atmósfera saturada de esencias. Concluido el arreglo y el adorno de su persona, en traje de paseo, entreteníase en llamar leves y graciosas ondas de su negro cabello hacia la frente tersa y blanca, con esa natural coquetería de la que confía a los detalles la misión de encarecer el conjunto. Estaba muy hermosa, Zelmar la habría hallado insuperable. Más de una ocasión compúsose las cejas, y mirose la dentadura; concluyendo por anudar de una manera airosa en su cuello enhiesto de extrema blancura, una cinta muy delgada de terciopelo negro, de la que pendía una pequeña cruz de oro.

Dirigiose después a la antesala y allí permaneció algunos instantes en actitud de espera. Mientras se calzaba los guantes de estación con cierta impaciencia visible, su mente en incesante actividad seguía pidiendo materiales a la memoria y coordinando extraños pensamientos.

Mucha fue su conmoción —se decía—, en la noche del baile, cuando le recordé el episodio de los tordillos negros. ¡Se comprende! Lo trabaja la conciencia. Me singularicé a propósito, y la alusión llegó al fondo, de un modo repentino e inesperado. Tentaremos los últimos esfuerzos, ahora que parece ya estar él prevenido. ¿Cómo hacer para que el doctor de Selis gane terreno?… El asunto puede complicarse de un momento a otro, y sobrevenir un desenlace imprevisto y fatal, dada la aventura de aquella noche, en la avenida del lago; porque en definitiva, los dos pretendientes no han hecho más que postergar un encuentro, de suyo inevitable, que haya de dirimir violentamente acaso la doble cuestión de amor y dignidad… Esto sería muy grave, y estoy muy lejos de desear que él arriesgue su vida, que me es tan cara como puede serlo para Brenda.

Areba volvió de pronto el rostro, al ruido de pasos. El señor Perea apareció en el dintel, saludando con mesura y respeto. Como viese que Areba se encontraba en disposición de salir, apresurose a dar un paso atrás, diciendo:

—Volveré en otro instante, señorita…

—No, don Leoncio: hablaremos de pie. ¿Tiene usted algo de nuevo que comunicarme en lo relativo a mis instrucciones?

—Sí, señorita. Con arreglo a ellas me trasladé hoy a la casa del finado Carlo Roveda, para atender a vista de ojos las necesidades de su hija. Parece que las gentes del barrio han llegado a compadecerla un poco, a causa de hallarse enferma y abatida.

—¡Pobre Cantarela, ¿qué la aqueja?

—Dicen que fiebre, y mucha, desde el día en que murió el pescador; de manera que no ha sido posible transportarla a otro sitio. Delira a cada hora.

—Es preciso que la asista un médico de confianza, Perea; y ya sabe usted que el doctor de Selis lo es de la casa. Provea usted al caso, sin perjuicio de una recomendación particular mía… ¿Tuvo usted ocasión de verla y de oírla?

—Sí, señorita. Hablaba cosas de trastorno.

Areba quedó un instante en suspenso. Luego agregó:

—Yo deseo verla, don Leoncio, quizás esta misma noche, y usted me acompañará. ¿Se atribuye su dolencia a la muerte del padre, exclusivamente?

Perea hizo un gesto muy grave, acomodándose los espejuelos en mitad de la nariz; y contestó:

—Parece ser, señorita, que hay por medio un amorío desgraciado, y que la han requebrado con perfidia, como acaece en estos tiempos.

Mordiose el labio la joven, murmurando, cual si hablase consigo misma:

—¡Hazañas de Zelmar!… Es cierto. Caso frecuente, don Leoncio, en éstas como en épocas antiguas, y siempre que haya corazones excesivamente tiernos y apasionados. Por lo general, la mujer no ha de variar mientras el hombre no cambie; una dependencia absoluta perpetúa los infortunios, o los prepara… ¡Qué crueldad inútil! ¿No lo cree usted así?

—Es un evangelio. Abundan los mancebos llenos de impudicia, que atacan a la debilidad con arte diabólico…

—Aunque la víctima se esconda entre las redes, Perea. Tienen olfato de felinos, los que cuando una vez gustan de carne fresca y rosada, constituyen un peligro permanente. ¡Lástima grande que no haya para ellos trampas especiales!

—Verdad que no existe escondrijo que valga, señorita; todo lo husmean esos libertinos. El progreso del siglo no ha hecho mucho, a mi parecer, por un invento eficaz…

—Por el contrario, ha facilitado los refinamientos, a juzgar por lo que ocurre todos los días, hasta incitar al saboreo del fruto ajeno… En sus buenos años, don Leoncio, las mujeres no usaban escote, ni exhibían la garganta del pie; y los novios sólo se permitían besarse en la punta de los dedos, allí donde se sentían los últimos estremecimientos de la palpitación.

—Muy cierto. Se hacía el amor a dosis, con todo recato. ¡Oh, la educación era correcta! En el templo, el velo discreto; en el paseo, los ojos bajos y pudorosos; en el baile, nada de roces inconvenientes. Con las reservas necesarias, andaba mucha virtud por el mundo. Las visitas tenían su hora y término fijos; de sobremesa se rezaba el rosario; al toque de ánimas, la plegaria; la malilla y el dominó, a las nueve; los enamorados cerca de los ancianos, para oír sanos consejos. ¡Ah, mi respetable señorita, de aquella moral sólo quedan vestigios!

—Muy rigurosa era. Bello tiempo me pinta usted, aquel en que los jóvenes no eran capaces de juntarse los labios, ni a hurtadillas, siquiera para chupar un poco de miel, con el mismo derecho que la abeja o la avispa. Un algo desabrida, se andaba esa virtud… ¿Nunca vio usted una liga ceñida a una pierna hermosa, Perea?

Ruborizose bastante don Leoncio, tosiendo con dificultad y pestañeando con alguna agitación. Estaba escandalizado.

Areba le miraba a través del velo que cubría en parte su rostro, con sus grandes ojos luminosos, llenos de malicia. Tal vez Perea, al experimentar fuerte temblor en su flaco cuerpecillo, se condolía en ese momento de no ser un mancebo de boca encendida como roja flor, para contestar debidamente a aquella graciosa y gentil burlona; pero, la verdad es que por su pensamiento honesto no paso nada que pudiese traducirse como un principio de pecado. Viéndole poco menos que aturdido, en el penoso conflicto de mentir o de declarar con franqueza que él no había diferido mucho del gusto de los demás, la joven salió en su ayuda, preguntando con aire serio:

—Nada me ha dicho usted sobre ese sujeto don Diego Lampo, que recomendé a usted viese.

Don Leoncio respiró lentamente.

—Me disponía a informar a usted, señorita, acerca del particular. Tuve oportunidad de verle hoy, y hame prometido venir mañana a la hora indicada, para ponerse a las órdenes de la señorita.

—Bien. No olvide usted de prevenirme de su llegada, en el acto. Lo hará usted pasar a su escritorio.

Y como Areba se dispusiese a salir, dando por terminada la conferencia apresurose el señor Perea a retirarse.

Mientras recorría la galería el digno administrador, iba diciéndose medio confuso:

—¡Líbreme Dios de conjeturas vidriosas! Pero, ¿qué puede ocurrírsele a la señorita, con un sujeto de las entretelas, dobleces y bastardías de Diego Lampo?

Areba, en tanto, condoliéndose interiormente de la suerte de Cantarela, por quien siempre se interesaba, hacía al bajar las gradas una especie de proceso de la vida de Bafil. Diversas eran las proezas que lo comprometían, con circunstancias agravantes.

Sin salirse del juicio sumario, viose pronto la joven en la vereda, en momentos en que llegaba al sitio su amiga Julieta, moviendo a todos lados la cabeza y el abanico, con un gesto estudiado parecido a sonrisa, sin duda para disimular un poco el volumen de su labio inferior de esponja, y los párpados bien levantados, para que sus pestañas, que eran negras y crespas como las cejas, aumentasen a distancia con su sombra, el tamaño de sus ojillos vivaces y escudriñadores.

Areba la saludó afablemente, invitándola a subir.

—No, mi querida amiga —apresurose a decir Julieta—; me detengo sólo a saludarte. Veo el cupé con la portezuela abierta. Voy hasta casa de Casilda, a quien debo visita. La costumbre me ha hecho pasar por aquí; sabes que mis itinerarios son fijos; y al efecto me vine por la calle 25 de Mayo, que debiera llamarse de Artigas. Conoces mi tema, y sobre él inculco siempre a mi respetable padre para que influya en sentido de modificar la nomenclatura. El amor localista ante todo, y el buen sentido por delante. ¿Por qué denominar 25 de Agosto a una calle, en vez de Libertad, y a otra 18 de Julio, en vez del Juramento, lo que es más corto y expresivo? Sobre esto venía meditando, cuando al llegar a la esquina de Ituzaingó me encontré con Guma. Me detuvo un instante la muy andariega, y conversamos sobre tópicos muy distintos, a salto de cabra… ¿Sabrás que el caballero Raúl Henares marchose hace tres días al Brasil, y que su ausencia durará un mes? Muchas cosas se dicen acerca de sus relaciones con Brenda Delfor, y se susurran misterios graves. Todos creían que tú serías la preferida, y con este motivo las nuevas ocurrencias han desorientado a las atisbadoras, que se reputan muy certeras e infalibles en sus opiniones… Por lo que a mí afecta, nunca yerro en mis juicios: ahora mismo decía a Guma que las vecindades de campo, en las condiciones de los dos jóvenes, traen por consecuencia amores de pájaros, y citas de ramas o en la espesura, como quien no quiere la cosa… Tú ves, Areba, que aquel incidente en la quinta de Stewart, de que te hablé, pone al descubierto el secreto de monja, que guardaban tan bien, y en que se envolvían los dos enamorados: ¡imposible parece que las impropiedades no se trasluzcan de aquí a poco!… ¿Qué opinas tú?

—¡Qué borbollón, Virgen santa! —exclamó Areba rompiendo un silencio estudiado, y riéndose con la mejor voluntad—. Aún no tengo pruebas de los hechos que me relatas, y me son necesarias para abrir juicio discreto. Soy enemiga de las conjeturas y de los prejuzgamientos…

—Yo tampoco prejuzgo; pero hay presunciones vehementes. No falta quien dude; fundándose en que tú, que tan íntima amistad tienes con Brenda, nada has dicho.

Areba púsose seria y repuso:

—Pues que no quieres subir, pasemos al zaguán por poco que sea lo que tengamos que conversar. ¿No lo crees conveniente?

—Como gustes. Distraeré a tu tiempo cinco minutos.

Las jóvenes entraron, deteniéndose al pie de la escalera.

—Agregan —siguió diciendo Julieta—, que la oposición de la señora de Nerva a esos amores es muy pronunciada, y que tú estás en el secreto… ¿Es tan grave, por Dios? Te aseguro que ardo en deseos de enterarme… Soy franca contigo, porque tú nunca los guardas para tu amiga. ¡Veamos, mi adorada! Una punta del velo, no más…

Mirola Areba, risueña, arreglándose un extremo del que le cubría en parte el rostro, y respondió, poniendo su pequeña mano en el hombro de Julieta

—Estoy tan afanada como tú en conocer a fondo lo que ocurre al respecto. Que ellos se han encontrado, al azar, se han dado las manos y han creado un vínculo de simpatía o amor, no me queda duda; y todo esto es muy natural. También es cierto que la señora de Nerva no gusta de la elección de su pupila, porque es sabido que siempre fue su designio —en el que creo persiste—, prepararla un enlace con el doctor de Selis, quien de mucho tiempo atrás ha logrado atraerse toda su estimación. ¿Por qué no atribuir a esta sola causa la razón de su conducta? Si acaso no fuera ésa, yo trataré de inquirir la verdadera, y te hago promesa de revelártela cuatro horas antes de que se conozca en ningún círculo social.

—Ya ves —añadió Areba, con un tono ligeramente irónico, a la vez que cariñoso—, que no es mucho el término indicado, y que ha de porfiar entre el conocimiento de la noticia y su divulgación.

—Todo por decirme bachillera…

—¡No así!

—Me reconozco algo curiosa, y me agrada estar en todos los enigmas y acertijos sociales, para no aparecer indiferente al tema hebdomadario o quincenal en los salones; pero no hasta el punto que algunos me atribuyen… ¿Sabes lo que ha dicho el atrevido Zelmar Bafil, a quien se la guardo? Que yo era la bocina de la intriga.

Riose Areba.

—Ya le conoces el buen humor; raro sería en él un día melancólico. Estuvo ayer a despedirse.

—Sabía que se marchaba. Pidió órdenes por tarjeta, y ayer mismo partió. No ignoras que va a recibirse de médico. ¿Conque vino a despedirse?

—Sí siempre me dio pruebas de aprecio. Su relación no es de hoy.

Mordiose los labios Julieta, con mal reprimido arranque, replicando:

—Es muy descortés con otras amigas… ¡Ahora se me ocurre por qué me moteja con epítetos inusitados! Yo he sido una de las que han difundido que te galantea en vano, pues que no podías perdonarle su afirmación de que toda la iniciativa del lance en el Paso del Molino se debía exclusivamente a su amigo Raúl Henares.

Una sombra rápida pasó por la frente de Areba —así como esas que proyectan en la superficie del agua tranquila nubes desgarradas.

—Ya ves —dijo—. Tú le provocas, con motivo infundado, en mi concepto. A nadie he dicho si yo lo amo o no.

—Se supone lo último, sin embargo. Más avanzaría, acerca de versiones… pero me lo reservo por el momento.

Julieta pronunció estas palabras con cierta malicia, que daba a su semblante una expresión particular, pasando sus dos manos por el talle para deshacer alguna arruga y disponiéndose a irse. El doble sentido en sus frases tenía el inconveniente de disminuir de un modo ostensible la poca gracia de su rostro. Areba se penetró del alcance de la frase, y en vez de contestarla con la rapidez y concisión que acostumbraba, rompió a reír con su risa más armoniosa, tendiéndole la mano, y acompañándola hasta la puerta.

Allí Julieta se volvió diciendo con mucha gravedad:

—Entretanto, querida, veremos cómo destruye el doctor de Selis los efectos de la revelación de Henares la noche de la aventura… ¡Aquel sí que fue episodio oscuro! Te advierto que el caso está previsto en el código penal, que consultamos con mi padre, pues él mismo no tenía muy fresca la memoria… ¡No olvides la promesa!

El reloj de la catedral daba las cinco.

Despidiose Julieta, y Areba quedó un instante en el umbral, fría y pensativa. Felicitándose de no haber confiado nada a la joven; pues sus planes y proyectos no habían tenido aún sino un principio de realización. El viaje tan imprevisto como oportuno de Henares, y el alejamiento de Bafil, iban a permitirla obrar sin inquietudes. El doctor de Selis debía recuperar, a favor de esta ausencia, y del secreto, acaso, de que ella era poseedora, el terreno ganado sin mayor esfuerzo por su rival; de lo contrario, la campaña estaba perdida irremisiblemente. ¡Gran ventura sería la de Areba, si su habilidad en este drama íntimo, en que ella desempeñaba un papel de trascendencia, puesto que su corazón estaba envuelto en los hilos de la intriga, lograba destruir un efecto quizás profundo, y aislar la personalidad de Henares de manera que, en su desaliento, buscase al fin las ternuras indecibles que para él reservaba en el fondo de su pecho y tras el escudo de su altivez! Ardua era la empresa; mas ¿por qué no luchar?…

Areba tomó asiento en su cupé, diciendo al cochero:

—¡Quinta de Nerva!

Capítulo 25. Confidencias

A aquella misma hora, en la casa—quinta de la señora de Nerva, Brenda Delfor, después de haber acompañado a la anciana largos momentos en el patio, hacía su paseo de costumbre hasta el estanque y la choza, ya algo más tranquila sobre el estado de la enferma. La dolencia, declinando sensiblemente, tendía a desaparecer.

Caminaba la joven por la larga calle de arena del centro, reproduciendo en su memoria las impresiones sucedidas desde un mes atrás. Tenía la mente serena y el corazón sin congojas, sin duda porque sobre él llevaba a manera de talismán, la carta de Raúl. El baile en casa de Stewart; sus conversaciones con Henares; el episodio con de Selis; la actitud suspicaz y extraña de Areba; la enfermedad de su protectora; la partida de Raúl, y otros incidentes pasados, entretenían sucesivamente su pensamiento y la inclinaban a meditar con calma. Después del suceso con el doctor de Selis, la repugnancia instintiva que hacia él había sentido siempre, había tomado cuerpo y prevenídola para lo futuro. Sin embargo, en las reiteradas visitas que posteriormente hiciera de Selis a la quinta, mostrose ella inalterable, la misma que otras veces, comprendiendo que esto halagaba a la anciana viuda. Creía la joven que no sería compelida a un sacrificio, nunca, por razones diversas; la escena del lago debía haber persuadido a de Selis de la inutilidad de sus esfuerzos, aun cuando su conducta actual autorizase a sospechar de sus designios; y las revelaciones que ella hiciera a su protectora de su amor por Henares, parecían haber modificado los propósitos adversos a su destino, a juzgar por el silencio guardado desde entonces por la señora de Nerva. Las causas de amistad y estimación al doctor de Selis no eran tan poderosas que indujesen a aquélla a persistir en un enlace opuesto a su dicha. Aparte de esos motivos, ¿qué interés podía intervenir en la consumación de un acto tan violento y cuyas consecuencias no pudiese ella tal vez sobrellevar resignada? No lo concebía. Nunca pensó tampoco Brenda en un cálculo egoísta de parte de su noble bienhechora, al concertar una unión incomprensible; ni ocurriósele en ningún momento la idea de que ella llegaría a ser poseedora de una gran fortuna, a la muerte de la anciana. Con todo, el móvil que inspiraba a ésta, revelaba algún misterio. ¿Qué pensaría ella de Raúl? El concepto que se había formado del joven no parecía muy favorable, y así lo ponían en evidencia ciertas demostraciones elocuentes de que Brenda no había podido menos de condolerse. ¡Un misterio!…

Así preocupada, Brenda se detuvo, con la mano en la mejilla, frente a una calle lateral que concluía en el seto, y desde donde se divisaba la casa de Raúl. La tarde era tibia y serena. Ni una oscilación leve en las altas copas cónicas de los álamos, ni un susurro en el ramaje espeso y umbrío de los bosquecillos; el aire denso y templado, oreaba apenas la frente. La joven miró largos momentos la casa solitaria, y el ombú gigante, que extendía sus brazos hacia la ventana del gabinete, cargados de racimos verde mar: todo le pareció triste. ¡Él no estaba allí! ¡Aquel árbol inmóvil, enorme, aislado, con sus ramas inútiles para el fuego, pero cuyas hojas alivian las heridas, y cuya sombra mitiga los efectos de un sol abrasador, simbolizaba bien la soledad! Brenda siguió adelante, suspirando.

En las cercanías del estanque halló a Zambique, ocupado en remover la tierra de los bordes del sendero. Al verla, el viejo negro se incorporó, abandonando la azada, y ciñéndose su abierta carmañola negra de trabajo, que tal simulaba la raída levita de recortados faldones; una sonrisa plácida entreabrió sus grandes labios, juntando los últimos verrugones que adornaban su frente y entrecejo, y se quedó mirándola en una actitud de éxtasis profundo.

Le hizo ella un saludo cariñoso con la mano, y fuese a sentar en un ancho tronco de eucalipto, que había sido cortado por su base.

Allí se entabló entre los dos un diálogo de frases breves y cariñosas sobre asuntos familiares, sin excluirse las plantas, el riego, la poda, las flores y las aves. Zambique se revelaba locuaz y decidor en estos coloquios con Brenda, estimulado por la dulce benevolencia de la joven. Era ésta, acaso, la única excepción a su regla de sobriedad y de silencio. Ella se complacía en hacerle hablar y sonreír; de manera que era día nublado para el liberto, aquel en que no veía a la reina. Tan blanca y tan linda, producíale el efecto de una visión de luz, destacándose del verde de los árboles, con alas de abeja y rostro de imagen bendita. Se había figurado así, a los seres que no eran de este mundo. Muchas veces, en presencia de ella, arrancaba a un jazmín del Cabo que él había plantado y cuidaba asiduamente, uno de sus botones a medio abrir, níveo, delicioso, embriagador, y miraba la flor primero y el rostro de su reina después, cual si comparase el grado respectivo de encanto o de belleza; enseguida movía la cabeza, con una mueca singular, y mudo, arrojaba con desprecio el botón sobre la planta. Brenda le reñía suavemente. Zambique seguía su faena, refunfuñando contra el jazmín. En otras, cuando la joven hacía oír el piano, él se paraba frente a la ventana del salón que daba a la quinta, y allí permanecía hasta haberse extinguido la última nota. Parecíale entonces que en el intervalo de música todos los pájaros habían enmudecido. ¿Valían, acaso, más que sus dedos, sus arpadas lenguas? Cuando supo que el mancebo, a quién él tanto debía, hacía pensar a su reina, era feliz de creer que los dos se habían fabricado expresamente para refundirse; pero ¡cuánto le dañaba la idea de que ella llegase a abandonar los jardines!

En la tarde de que hablamos, Brenda le dirigió algunas preguntas relativas a Raúl. Y al hacerlo, con fe y abandono, asaltola el pensamiento de que aquel mísero ser gozaba de un privilegio que ella no había concedido a Areba. ¿Por qué? La joven se sentía perpleja. En diversas ocasiones hubo de revelárselo todo; pero un impulso secreto desvió su intención y no llegaron a ser confidencias las esperanzas que aleteaban con alborozo en los asilos de su alma. Desde la noche del baile Areba empezó a inspirarla temor, ¡y no tardó en adivinar el origen de sus alarmas y desazones! Triste era para Brenda su derecho a ser envidiada, especialmente por una amiga de corazón; mas no era suya la culpa, ni por eso debía ella dejar de quererla. ¡Ay, cuando el amor viene envuelto en su iris de ventura, cómo huyen los afectos que uno deseara retener! El vacío se hace en rededor, hasta donde alcanzan los haces luminosos; y desde lejos, observan todos los ojos penetrantes esta dicha nueva, a que aspiran los pechos sin amores, y que recuerdan con tristeza los corazones ulcerados.

El pobre Zambique inválido, negro, senil, ruina humana que no tardaría en desmoronarse por completo al menor empuje de cualquier borrasca de la vida era el único que recogía y guardaba los desahogos, las puerilidades y los fervores de aquella pasión contrariada, tanto cuanto parecía ser de irresistible y profunda. Por eso la joven hallaba más grato que el soliloquio, el diluir sobre aquel ente fiel, oscuro y silencioso, toda la claridad de su ilusión. ¿No había sido él el testigo mudo y discreto de las primeras entrevistas? Hablábale sin zozobra: tenía ella la llave del sepulcro de piedra.

Zambique satisfizo las preguntas que le hiciera Brenda; y después narró el hecho por el cual debía a Raúl la existencia.

La joven le escuchó con interés, fijos en él los ojos, sin interrumpirle en sus patéticas manifestaciones.

Luego volvió a interrogarle, con cierto orgullo, mezclado a un goce íntimo:

—¿Fue eso en un combate?

Zambique contestó afirmativamente; y entreabriendo los labios hasta descubrir la caverna de su boca, imitó con un ronquido la voz del cañón, para oprimirlos después y remedar el silbido siniestro de las balas.

—¡Noche de Navidad! —exclamó enseguida—. En esa brega, niña, murió el coronel Delfor.

Brenda fue acometida de un estremecimiento; y por algunos instantes respiró con pena. Pasada esa emoción, púsose grave y pensativa. En verdad, en ese día hacía años de la muerte de su padre. Cogió, meditabunda, una ramita, y entretúvose maquinalmente en trazar una fecha en la arena. Después extrajo de su seno la carta de Raúl para releerla despacio.

Zambique, empuñando su azada, volvió a la tarea, acompañándola en voz baja con uno de sus monótonos aires africanos.

En tanto, minutos hacía que el cupé de Areba se había detenido frente a la verja.

La joven se encontró con la señora de Nerva en la galería, en su silla de hamaca, como de costumbre, aspirando el aire puro y libre que le hacía tanto bien. Estaba su rostro bastante demacrado, con huellas visibles del último quebranto e indicios a la vez de una absoluta decadencia. Con todo, se sentía con ánimo y excelente espíritu.

Areba se enteró de su estado, siempre solícita y cariñosa, congratulándose de hallarse por el instante a solas con ella.

La anciana viuda mostrose amable y contenta. Aquella visita le era muy grata en todo tiempo, pero aún más en esa hora. Quería oírla y hablarla también sobre su asunto de interés predilecto, aprovechando la corta ausencia de Brenda.

—El corazón me ha dejado en paz hace dos días —agregó luego—: el mal está ahí, yo lo conozco; y aunque no tengo mucha fe a estas mejorías, hoy me encuentro tranquila.

Después de un breve cambio de palabras afectuosas, la señora de Nerva pasó a hablar de su pupila.

Con este, puso en conocimiento de Areba la confesión de Brenda sobre su pasión por Raúl Henares, sin omitir detalle alguno; confesión dulce e ingenua, que no la había cogido de sorpresa, dados los precedentes que eran de su dominio; pero que, a pesar de todo, no había dejado de atribularla y entristecerla de una manera penosa. La sinceridad de los propósitos que abrigaba sobre el porvenir de la huérfana, se estrellaba contra aquella revelación elocuente de una naturaleza apasionada, que no parecía ya dueña de sus impulsos. Sintiose sin fuerzas para hablarla en tono severo.

—Siempre creí —prosiguió la anciana—, que el doctor de Selis, por la estima en que le tengo, era un buen partido para mi pupila, y que ésta se mantenía un tanto fría e indiferente, por razones que muchas veces no se explican las jóvenes, cuando un hombre rico de bellas prendas no les ha dado motivo de odio o de repugnancia. Ahora, natural es que modifique mis pareceres en posesión de datos que no exigen prueba. Aflígeme el hecho de un desengaño completo para el doctor de Selis; pero más grande es mi angustia al pensar que Brenda, a quien tanto quiero, vive ignorante acerca del verdadero móvil que me ha inducido y compele a contrariar sus amores.

Nada opuse a sus confidencias. Mis palabras habrían podido ser imprudentes, y hasta crueles, por el estado de su ánimo. Aquella incertidumbre de que hablé a usted acerca de la identidad de la persona de ese señor Henares, detuvo mi lengua y acalló la voz interior de mis recuerdos; sin embargo de que insisto en que mi memoria no me engaña, como no me engañara el presentimiento que me asaltó la primera vez que le vi.

Areba, que había oído con suma atención lo que precede, tras una breve tregua de silencio, dijo con calma:

—Usted estuvo en lo cierto. Todas sus presunciones al respecto han sido confirmadas por ese sujeto de que hablamos, y que se encontraba en el establecimiento de campo de usted, refugiado y oculto, desde muchos días antes a aquel en que ocurriera el lance sangriento.

—¿Ha tenido usted con él alguna entrevista? —preguntó la anciana, incorporándose, con ansiedad.

—Sí, señora. Mañana debo celebrar una segunda, para la que lo he invitado, a fin de que esclarezca ciertos puntos dudosos y se ratifique en todas sus conclusiones. Me parece un sujeto de pocos escrúpulos y de menguado espíritu, a juzgar por su amor a la dádiva; pero creo que en este delicado asunto dice verdad, pues que corrobora, sin ampliar ni omitir detalle alguno, la relación de usted.

Pienso arrancarle su declaración por escrito, como testigo ocular. Después de esto, creo que nos hallaremos en actitud de usar del secreto en la forma que juzguemos más acertada.

—Luego, ¿no me equivoqué en mis aprensiones? —volvió a interrogar la señora de Nerva con viva expresión en los ojos, y como dudando todavía de la rigurosa exactitud de los hechos.

—¡No queda la menor sombra de duda! —respondió Areba con acento trémulo. ¡Raúl Henares fue el matador de Pedro Delfor!

—¡Oh!…

Esta exclamación salió del pecho de la protectora de Brenda como un grito de angustia o de dolor inconsolable, acentuada y vigorosa, en un arranque que era síntesis completa de preocupaciones ardientes, de deberes sagrados y de memorias queridas.

En pos de ese arranque, cubriose su cara de una palidez profunda, y quedose muda y abismada, cual si hubiese asomado la cabeza a la boca de una sima de donde surgiera el espectro lívido de Delfor, recordándole su trágico fin.

Siguiose una pausa prolongada, en que las dos damas se reconcentraron en sí mismas, para medir tal vez la magnitud y severas consecuencias del hecho.

La anciana había apoyado la cabeza en el respaldo, fija la vista en las copas de los naranjos, con un aire desolado, oprimiendo con sus manos arrugadas y temblorosas los brazos de la silla.

Areba se había recogido, como abstraída, moviendo uno de sus pequeños pies, cruzado sobre el otro, y alzando a ratos sus ojos al semblante de la señora para examinar las nubes que en él se esparcían y disipaban por momentos.

Al fin rompió ella el silencio, diciendo en tono de convicción:

—En cualquier caso, será preciso revelar el hecho.

—¡Es verdad!

—Los sentimientos morales, con escrúpulo respetable de conciencia, los impulsos naturales de la sangre, el culto de los recuerdos, y más que todo eso, el predominio del deber en un espíritu culto, delicado y sensible a los afectos y memorias de la familia, aniquilada por un hecho adverso, no dejaría de influir severamente sobre Brenda, y hasta provocar una reacción favorable, aunque entregue su pobre alma al dolor en el primer período del desencanto.

—¡Qué decepción cruel!

—El caso es duro, verdad. Mas ¿qué hacer? La pasión gana camino con una celeridad pasmosa, y no da tiempo a prevenir mayores males en un corazón virgen que se entrega por entero. Ahora que Henares está ausente, es la oportunidad de preparar un desenlace lógico y necesario. Nuestra querida Brenda sufrirá lo indecible, convengo; pero al fin ha de resignarse. La nieve puede quemar en parte la flor, y eso poco importa, si el cáliz queda intacto.

—Sí, hay que decírselo…

Y la anciana movió a uno y otro lado su cabeza, con un gesto de amarga pena.

—¿En qué momento?

—Deje usted que yo proceda. Prepararé su espíritu con la prudencia posible; que en toda afección seria, al período elegido o a la crisis, deben preceder siempre pequeños sobresaltos e intermitencias naturales a su proceso. Y ¿qué sabemos? Al final pueden surgir con lo inesperado, la paz y el consuelo.

—¡Cuánto tendré que agradecerla, Areba! Yo me siento débil…

—Repose usted en mí. Cuando ella sepa que él mató a su padre, el golpe no será tan rudo que llegue a romper sus fibras. El secreto está en templarlas con sucesivas emociones.

Sucediéronse nuevos instantes de silencio.

La señora de Nerva, con los ojos muy abiertos y el labio caído, parecía como absorta en una contemplación ideal. La joven volvió a su reposo, dándose aire dulcemente con su abanico de marfil y raso blanco, y poniendo oído al canto de los canarios, que llenaban con sus trinos armoniosos todo el espacio del jardín.

En esos momentos presentose Brenda.

Cambiáronse con su amiga los cariñosos saludos de siempre, y lamentose la joven de no haber sido advertida antes de su llegada, para gozar de la hora entera de su presencia.

Pero enmedio de sus naturales transportes y efusivos afectos de la intimidad, no pudo Brenda menos de observar en la fisonomía de su protectora huellas de emociones demasiado recientes, que llenaron de sospechas su espíritu, induciéndola a creer que alguna relación existía, muy sensible y estrecha entre ellas y sus preocupaciones morales. Los presentimientos de la joven eran fundados, según se ve, y si bien ella no había adquirido persuasión alguna al respecto, involuntariamente pensé en su padre y Raúl.

¿Qué vínculo misterioso podía ligar a esos dos seres en su mente?

No se daba cuenta; mas, tenía muy grabada en la memoria la relación de Zambique, cuya existencia salvara Raúl, el mismo día y en el mismo combate en que sucumbió el coronel Delfor.

Desprendíase del relato, que Zambique había figurado en las filas de su padre; y que herido e indefenso, ya a punto de perecer a manos de enemigos implacables, un joven oficial enemigo se había interpuesto para evitar un crimen inútil. Luego, este joven oficial, generoso e intrépido, ¡estaba entonces en el campo opuesto al de Delfor!…

Llamando así sus recuerdos y vinculándolos con los del episodio, cuando entraba al jardín en el momento a que nos hemos referido, Brenda venía diciéndose con seriedad:

—¿Por qué me preguntaría una vez Raúl cómo era mi padre?…

De esta reflexión la apartó la presencia de Areba. El aspecto de su protectora, sin embargo, grave y taciturno, en aquel día aniversario de la muerte de Delfor, la impresionó vivamente. Llegó a notar que ciertas nubes empezaban a extenderse en el límpido azul de sus ideales.

Capítulo 26. Cantarela

Dejamos a la joven pescadora caída y sin conocimiento, delante del lecho en que expirara de una manera suave y tranquila Carlo Roveda, en altas horas de una noche.

Su grito de suprema angustia, al palpar la lúgubre realidad, atrajo inmediatamente al aposento mortuorio las personas reunidas en el de las redes; quienes, olvidando en ese instante sus prevenciones y severidades, coincidieron en el impulso espontáneo de lamentarse por el muerto y de compadecer al infortunio.

Levantaron, pues, el cuerpo inerme de Cantarela y lo colocaron en su propio lecho, en la pieza del fondo, por ella abandonada hacía tantos días: la pobre ribereña volvía a ocupar, enmedio de un espasmo, lo que creyera dejar tal vez para siempre, enmedio de un delirio. Dos o tres mujeres del barrio, de buenas entrañas, provistas de asafétida y vinagre, y de un celo laudable, emprendieron la tarea de restablecer su salud.

A pesar de esos esfuerzos y cuidados, Cantarela sólo recobró los sentidos para ser muy pronto presa de una fiebre ardiente, que le duró en su intensidad hasta cinco días después de la muerte del pescador. Las fuertes emociones y amarguras que habían abrumado su organismo, produjeron al fin sus efectos, entregando su cerebro, al vértigo y al delirio.

El mal sólo empezó a ceder cuando hubo consumido sin piedad aquel cuerpo hermoso, a grados, lentamente, después de una serie de intermitencias peligrosas.

Zelmar Bafil se había embarcado para Buenos Aires, ignorando este suceso. Antes de hacerlo, acudió a la casita de la ribera, y allí fue informado de la salida brusca de Cantarela con motivo de la enfermedad de su padre. Limitose entonces a dejar en su gabinete una esquela de adiós, prometiendo corta ausencia, y partió. Este billete no llegó a manos de la joven, que sólo tenía noticia del viaje en proyecto.

Reinaba en el barrio esa atmósfera de tristeza y de pesar que cunde muy pronto, tras un suceso luctuoso, a manera de una bruma opaca y resistente por muchas horas al calor solar. Los espíritus se sentían abatidos y habían cesado, en parte las murmuraciones y censuras crueles, ante los nuevos episodios desagradables.

En una de sus últimas excursiones por la ensenada de Santa Rosa y los Bajos de Solís a la pesca de bogas, Gerardo fue acometido de un mal serio, que se renovó distintas veces en lo sucesivo, y que concluía por dejarle lívido e inmóvil después de frecuentes sacudimientos y espasmos. Esto alarmó a sus compañeros, que nunca lo vieron enfermo. En una de estas ocasiones, Gerardo cayó del combés al fondo del barco, enmedio de convulsiones violentas, con las pupilas contraídas, la respiración difícil y un poco de espuma en los labios. Los pescadores tuvieron que sostener una lucha vigorosa con aquel organismo de acero, que se movía con la furia de un pez potente herido de una lanzada.

Ya había pasado por él el aura epiléptica.

En el brioso corazón del pobre joven, todo lleno de una pasión férvida y fatal, parecía haberse roto una válvula. El corazón anda como un barco contra el viento —había dicho Marcelo aterrado, al poner la mano en el pecho del timonel—. Y se habían vuelto al fondeadero, bajo el peso de presentimientos fúnebres.

Bien pronto, sin embargo, en estos ataques repentinos, Gerardo recobraba su estado normal y reiniciaba sus faenas, quejándose tan sólo de alguna languidez y de dolores en los músculos. Sus compañeros, no le referían nada de lo acaecido, manifestando verdadero júbilo ante sus rápidas reacciones.

Él se informaba todos los días del estado de Cantarela; y solía permanecer largos momentos en el cuarto de las redes, con los brazos sobre el pecho, escuchando desde allí las palabras incoherentes que la enferma profería en su delirio. Después bajaba a la costa, y se unía a sus compañeros dispersos sobre las rocas, plateadas por la luna.

Una noche lloró como un niño, tirado en la arena, sintiendo en su cráneo la caricia suave de la onda amarga que venía escarceando a deponer en la playa su orla de espuma. Aquel beso frío del mar ahogó sus sollozos y absorbió las lágrimas.

¡Qué yertos los labios de las hadas marinas!

Él había soñado que una vez lo besó Cantarela, con su boca coralina cuajada de perlas, dejando en la suya el calor de un ascua; y al pensar que todo eso era mentira, alargaba el puño hacia el abismo, barbotando roncos juramentos…

¡Maldecía de su suerte negra!

Los pescadores le sorprendieron otra vez con los pies dentro del agua, caminando como un sonámbulo a lo largo de la ribera; y lleváronle entonces al sitio en que antes se reunían para cantar en coro sus playeras.

Ocurría esto en la noche designada por Areba, para su visita, de regreso de la casa—quinta.

En ese día había declinado algo la fiebre que consumía a la joven pescadora, entrando ésta en un período de reposo. El doctor de Selis se presentó al oscurecer, y previo un examen prolijo de la dolencia, prescribió el tratamiento enérgico que debía detener con eficacia sus estragos en caso de una recaída grave. Cantarela hallábase en una especie de sopor, caídos los párpados, marchitos y ardiendo los labios, como las sienes. Su lindo rostro, de hermosa criolla, mostraba hundidas las mejillas y surcados los ojos por curvas de un azul oscuro; de su boca seca y entreabierta salía una respiración corta y agitada, y de vez en cuando alguna palabra vaga y sin sentido, entre alientos de fuego.

No obstante, a cierta hora abrió los ojos, sintiendo un grande alivio; y encontrose con Areba, de pie y silenciosa junto al lecho, que la miraba con un aire noble y compasivo, puesta la mano en la cabecera, cual si en rigor abrigase un interés profundo por su suerte infeliz.

Esta aparición inesperada, conmovió a la enferma, que al principio dudó de su realidad.

Estaba lejos de saber que actos personales semejantes eran propios del carácter original y extraño de aquella dama austera, a cuyas larguezas debió su padre el sustento, y a quien había visto en otro tiempo deslizarse en su hogar pobre como una sombra bendita para esparcir en él, con ánimo piadoso, gérmenes de paz y de ventura. Ahora, aquel ángel tutelar de sus días de inocencia, perdonando tal vez lo que todos condenaban inflexibles, venía en sus noches de expiación y de duelo a derramar en las anchas heridas esencia pura de amor y de piedad. ¡Cuán grata aparición, blanca y serena, en la hora tristísima del anonadamiento! Allí estaba, de pie a su lado, joven, bella, opulenta, altiva, digna representante de las altas clases, en una actitud de extrema bondad y filantropía, la misma mujer que tendiera a sus padres la mano llena de beneficios, velando siempre desde lejos por la oscura existencia de los humildes. ¡Había que convencerse! No se encontraba ella todavía sola en el mundo.

Así, clavó en Areba sus ojos brillantes, mirándola atentamente algunos segundos. Separándolos luego con languidez, murmuro muy quedo:

—¡Gracias!… ¡Qué feliz debe ser un ángel como usted!

Una sonrisa vagó por los labios de Areba.

—No hables —dijo dulcemente—, que eso no hace bien, y has de sufrir mucho.

—Ahora, no… Estoy débil, pero sin llamarada en la cabeza… ¡Qué buena es usted! Nunca me han hablado así… desde que mi madre murió.

Cantarela cerró los ojos, con un gesto amargo.

Areba guardó silencio.

Empezaba a oírse un canto cadencioso y lejano que parecía elevarse de la costa al ritmo de las ondas, entonado por voces robustas y sonoras, cuyas notas llegaban altas a intervalos en alas de la brisa, o se perdían a la distancia en débiles rumores como los de una serenata en la mar.

La enferma dio un suspiro, y sacando su mano enflaquecida, hizo un movimiento de súplica, pidiendo a Areba se sentase.

Así que ésta accedió, Cantarela la impuso en frases breves, entrecortadas y confusas —deteniéndose a cada instante— de su historia de amor, y de los pesares cuyo rigor inexorable no bastaba a debilitar su pasión por Bafil. Después, pareció resignada. Areba concretose a aconsejarla el silencio y la quietud, luego de oírla con grave continente y deslizar algunas palabras de consuelo, en las que parecía ir oculta una intención firme y resuelta de no abandonarla a su mísero destino.

Poco después, se despidió, haciéndola promesa de verla de allí a algunos días, y de enterarse con frecuencia de su estado. Ella atendería a todo durante su enfermedad.

El señor Leoncio Perea disertaba, entretanto, sobre industrias extractivas en el cuarto de las redes, con dos mujeres viejas, muy versadas en materia de pesca.

Una de ellas aseguraba que nada era tan difícil como el coger un pez ya entrado en edad, que se hubiese llevado más de dos anzuelos y roto otras tantas la red de jorro. Cebado y con extremo amor a la vida libre, al llegar a viejo se le endurecen las agallas, de modo que pueden romper un quinto anzuelo, si de ellas llegara a prenderse por casualidad.

Era un pez mañoso y escamado.

—¡Me vienen con indirectas! —pensó don Leoncio.

Asintió, con un grave movimiento de cabeza, ofreciendo un polvo a sus interlocutoras, y sorbiendo otra a su vez, ante una absoluta negativa; y luego dijo: que en su tiempo había suma dificultad en coger corvinas negras, en la misma Punta Brava, sin que antes los tales pescados, se diesen de golpes contra las toscas, hasta quedar la carne inservible. De este modo, nadie las apetecía, y la persecución había cesado por completo. Era bocado poco exquisito.

La aparición de Areba cortó este diálogo curioso. La joven cambió algunas frases con aquellas dos mujeres, que la hablaron llenas de respeto y admiración; y salió enseguida con Perea. Ya en la calle, detúvose un momento, antes de subir a su carruaje, y dijo, como obedeciendo a una preocupación que la había distraído:

—¡No cantan ya!

—Cierto, señorita —contestó don Leoncio—. Ha callado la gente de mar.

—¡Qué expresiva esa playera! —murmuró Areba.

Callaron en lo mejor. Entre esas voces había alguna hermosa y sentida, que parecía lamentarse.

—Así es —repuso Perea, que no había distinguido una mejor que otra—. ¡Una voz extraordinaria!

—¿Qué timbre?

—Me pareció de bajo profundo.

Reprimiose la joven para no reír, y sin agregar palabra más, ocupó su asiento en el cupé, designando a su acompañante el del frente. Hasta el instante de partir el carruaje, estuvo ella con el oído atento a los rumores de la ribera.

Pero reinaba completo silencio.

Era que, enmedio de su coro sencillo, los pescadores habían sido sorprendidos por un incidente doloroso, momentos antes.

Gerardo, presa de un acceso terrible, había caído desde la peña que le sirviera de asiento, y revolcádose en los guijarros de la costa, cambiando por un alarido, la inflexión dulce y argentina de su voz, y sometiendo a ruda prueba la fuerza muscular de sus más robustos amigos.

¡Cuadro extraño a la claridad de la luna, entre las piedras y al borde de las aguas, el que formaban aquellos hombres en grupo rodando por el suelo, como un solo monstruo de muchos brazos y cabezas, que subían o bajaban en tumulto, siempre en compacto pelotón, entre gritos sordos y enérgicos, cual si disputasen la vida a dentelladas y contorsiones furibundas en la pendiente de un abismo!

Capítulo 27. Los recuerdos de Diego Lampo

Al otro día, por la mañana, la señorita de Linares encontrábase en su gabinete de labor, muellemente sentada en un diván, y entretenida en hacer pasar por entre sus finos dedos un rosario de marfil con cruz de oro. Muy temprano, como de costumbre, había oído misa en la catedral, en el fondo de una nave solitaria, en donde tenía su facistol y silla de reclinatorio, acolchada y de alto respaldo. También, siendo día de ciertas prácticas invariables de su culto, habíase confesado con el obispo, contrita y respetuosa. Pero no eran estas confidencias, que mueren sin eco bajo las anchas bóvedas, ni las absoluciones obispales las que podían absorber su espíritu en la hora de que hablamos: de lo que ocurriera ante el tribunal de la penitencia, en su confesión auricular, no hacia memoria. La vida, con sus hechos positivos, sus severas realidades y sus pasiones tumultuosas, se entraba en su mente envuelta en la luz de la mañana, para advertirla que había pasado el minuto, estéril para otros, de pensar en lo extrahumano; y así, era cierto que no vagaban por sus labios los últimos ruegos de la oración en semitono cual última espiral del incensario ante una imagen, sino pensamientos mundanales llenos de acritud y tristeza que, al bullir en su cerebro, la hacían hablar en voz alta, como si ella tratara de buscar en el sentido de la frase la verdad de la intención. Lógico es creer que sus ideas del momento se vinculasen de una manera estrecha con otra especie de confesión, que ella debía oír en breve, de labios de Diego Lampo, el sujeto que había presenciado el episodio de la muerte de Pedro Delfor.

Con la cabeza inclinada hacia el hombro izquierdo, por habitud, el gesto grave, y su vestido negro bien ceñido al talle, de modo que luciesen sus correctas formas, Areba esperaba con alguna impaciencia a este personaje, a quien diera cita, en el interés de que disipara la menor duda posible acerca del acontecimiento luctuoso.

Pronto la anunciaron su presentación.

La joven dispuso que lo hicieran pasar al gabinete, sintiendo cierto íntimo goce, que se reflejó sin disimulo en su rostro de ángel herido.

Algo debemos decir aquí sobre este sujeto, aunque su personalidad sólo se exhiba para desempeñar un papel accesorio. Con todo, en nuestro concepto, no carece de interés.

Diego Lampo era uno de esos tipos que despuntan de agudos y que su desvergüenza deben siempre la facilidad de medrar, en las mismas situaciones difíciles y angustiosas. Tenía la conciencia maleable y dúctil, como el metal fino. Los rasgos prominentes de esta persona extravagante, predisponían muy en su disfavor a primera vista, y la hacían antipática en extremo; rasgos de fealdad poco común, aumentada por una perpetua expresión maligna, y un ceño de insolencia osada.

Mediana estatura, movimientos de hombros continuos, que suplían la giba de Rigoletto, por razón de similitudes accesorias y complemento típico, ojos negrillos, llenos de malicia, nariz torcida, casi inverosímil, mordida en parte por la viruela, que había burilado en su semblante penínsulas y continentes; lóbulos aplanados, sobre los que caían algunos rulillos negros, a manera de racimillos de saúco; barba corta, labios recogidos, y esas arrugas extrañas que la intención cínica cincela en la carne a fuerza de imperar en el cerebro, y de traducirse en momos, morisquetas y visajes burlones; lo mismo que la piel de cabritilla, al perder por el uso su tersura, calca las uñas, nudos y puntas de huesos de las manos. Véase ahí de cuerpo entero a Diego Lampo. No se crea por esto, que era un personaje en extremo vulgar. No carecía de dotes. Con más suerte que el héroe de Le Sage, había recorrido y explorado todo género de profesiones, hasta lograr adherirse a un excelente empleo. Simple oficinista muchas veces; concurrente asiduo a los despachos, otras, en busca de oportunidades; visitante de redactores y cronistas de diarios, como eco autorizado de opinión; amable órgano de elogios y adulaciones serviles, en las salas de gobierno; trompa de órdenes de los poderosos de circunstancias, fuesen o no, éstos, régulos o dictadores; mantenedor del chiste y de la broma bizarra en los festines oficiales o en las mesas revueltas de los calaveras; periodista declamador; miembro obligado de los clubs turbulentos; agente indispensable de policía secreta; comisionista de escritorio modesto y empolvado, con puerta a la calle; procurador de una honradez intachable, en su propio concepto; proveedor grave y sesudo en los momentos calamitosos, para explotar bien la veta de circunstancias; comodín de las antesalas, en donde sabía entretener a los dependientes de ministerios con historias sabrosas, para abrirse luego paso hasta el secretario del Estado o el gobernador, con todo desembarazo, como quien lleva el capital fijo en su aire y figura; todo esto había sido y había hecho Lampo, con más o menos fortuna antes de afirmarse en terreno sólido, de igual manera que un molusco largo tiempo soliviado por las corrientes, logra al fin adherir su dura membrana a la roca protectora.

Así, Diego Lampo había conseguido muchas veces beneficios y holganzas, por medio del chiste y del gracejo, cotizándose sus ocurrencias a mejor precio que las del talento serio y pensador. «Hacer retozar la risa en todo el cuerpo, y dar azogue a los sentidos», era profesión harto lucrativa, para que él no la ejerciese en oportunidades, y se abriera el camino de las simpatías y de los favores.

En otros tiempos, según la historia, hacían lo mismo aquellas entidades de cabeza enorme y tronco de enano, de birrete y talabarte, borceguíes y guanteletes, ya obesos, ya sin vientre, espaldas de escuerzo, rostro cínico y osado, contrahechos y disformes: mezcla híbrida de risas y rabias, frutos del consorcio de la satiriasis y del tubérculo, henchidos de orgullo en la medida de su quinta sangre negra, que eran, sin embargo, como pensamientos alegres de los señores melancólicos; caricaturas del dolor que hacían el dolor pasable, puesto que así se exhibía en carne y hueso, no para llorar, sino para hacer reír; estériles momos lanzados a la lucha de la vida, cuyo peso soportaban no obstante en sus gibas repletas de humor negro, en tanto caían en desgracia y se anulaban las personalidades de hierro. Estos personajes se han ido transformando con las costumbres, y hasta perdiendo la corcova, por selección, pudiéndose apenas distinguirlos entre la muchedumbre. Pero, si ha cambiado la fisonomía, persiste la esencia, y por ahí vagan muchos, sin destino.

Nuestra entidad era uno de ellos.

Con ingenio, y ciertas disposiciones naturales, él, como tantos de su especie, no tenía la culpa de los extravíos de la juventud. La educación que se le diera en un hogar lleno de preocupaciones, vanidades y ridiculeces, obligole, ya hombre, a darse una segunda educación que sólo conservó de la primera el hábito o prurito de reírse del honor ajeno, a fuerza de haber servido él mismo mucho tiempo, de blanco al sarcasmo y al ludibrio de los demás. Vengábase cuanto podía, sin esfuerzo y sin remordimiento. Le servían de armas ofensivas sus propias amarguras, y no le hacían mella los rudos golpes de la reprobación y del desprecio.

De esta manera, Diego Lampo se había constituido en personalidad aparente para una indignidad cualquiera, o acto indecoroso. Delatar le era tan fácil como encubrir lo ilícito, siempre que la recompensa alcanzara a la importancia de la denuncia, de la traición, del espionaje o de la intriga.

Tales tachas podían oponerse al testigo que venía a constatar la identidad del matador de Pedro Delfor: pero justo es advertir que en su declaración no adulteró ni el menor de los detalles, de los hechos ocurridos en una época ya remota.

Decirse puede que en menos tuvo el huevo que el fuero. Estuvo verídico, fiel y correcto.

Julieta Camandria, en caso análogo, habría llevado el rigor de las fórmulas hasta preguntarle si le comprendían las generales de la ley.

Areba limitose a comparar los datos suministrados por el testigo con los de la señora de Nerva, hasta deducir una perfecta conformidad en las deposiciones y adquirir absoluta certidumbre de los hechos.

Una vez en su presencia, pidiole que refiriese nuevamente el lance, y le explicara la causa de encontrarse él en el establecimiento de campo de Nerva en ese día.

Diego Lampo, reconcentrándose en sí mismo, con aire grave, pensó que era llegado el momento de justificar ante todo su conducta de entonces; y en ese propósito, contestó con acento reposado y tranquilo, apoyando en la mano la barba:

—Razones de un orden privado, me indujeron desde el principio de aquella guerra a prescindir de un papel activo, aun cuando mis naturales ímpetus pugnasen con ese criterio, aconsejándome con vehemencia que ciñera el sable. De por medio había causal de fuerza; y era ésta la de una promesa solemne hecha a mi señora madre, ya finada, de no marchar nunca a combate oscuro y sin bandera, en que se matase por el solo prurito de violar el quinto mandamiento.

Aparte de ese deber filial, respetable, que yo no podía desoír sin pecar de cruel e indigno, concurrían otros motivos poderosos, que al rozar mis firmes convicciones, las advertían de no incurrir en claudicación denigrante; los cuales motivos se fundaban en el sabio precepto de no quitar ni poner rey, y de estarse a la expectativa, cuando las simpatías no arrastran de por sí a las filas de uno u otro bando, para servir de blanco al cañón.

Tosió, aquí, Lampo; repantigose con aspecto muy serio; y sabiendo con quien hablaba, se aventuró una frase canónica:

—La causalidad expuesta, me absuelve a cautela, por lo menos.

Areba permaneció callada.

—Pero —prosiguió él— lo que ocurría en mi foro interno, importaba poco al beligerante que resumía el poder, y fui perseguido de un modo implacable para que prestase mis servicios en sus filas. Se buscaba una máquina, y no un partidario convencido. Consecuente, entonces, con mis resoluciones y principios inconmovibles, no pudiendo expatriarme, procuré refugio en la misma campaña sublevada, por aquello de que al peligro se le burla en casa, y sirviome de asilo seguro por muchos días el gran edificio de campo de la respetable señora Orfila de Nerva, grande alma, honra de su sexo, sin agravio a la presente, a quien la gratitud ha elevado altar en mi pecho.

Allí estaba esa dignísima dama, cuando se libró en las cercanías la batalla y se produjo el episodio de mi referencia. La refriega fue muy dura, de casi todo el día, y dejó llenos de sangre los surcos. Desde el ventanillo alto de mi habitación, próximo a un balconcillo que correspondía a la de la señora propietaria, y desde donde se dominaba la misma extensión de campo, podían verse por encima del monte, el ribazo opuesto del arroyo y las sinuosidades del, terreno.

Alguna vez asomé la cabeza, atraído irresistiblemente por el belicoso son de los clarines; y en ese momento pasaban por el frente balas encadenadas con ruido de grilletes.

—¡Temeridad, hacer muecas al peligro! —observó la joven con sorna, fijos sus ojos en la extraña nariz del narrador.

—No tanto —repuso éste en el acto— pues los proyectiles rodaban ya por el suelo, con desgane, trabándose el uno al otro, como piernas de ebrio, o consortes que resisten y se arrepienten del vínculo indisoluble a media jornada de la capilla.

—¡Ah! —exclamó Areba, sin apartar la vista de la nariz torcida y hoyosa—; creí que pudiera usted haber sufrido allí algún desperfecto. Continúe usted.

—El caso es, que al caer la tarde de aquel día caluroso, como ya he tenido el honor de informar a usted, apareció de súbito sujetando el caballo transido, junto al paso del arroyo que estaba muy cerca, frente al edificio, un joven oficial que venía al parecer del campo de batalla, con ánimo de vadearlo a priesa; y acaeció esto, en momentos que por la parte opuesta, montado en un tordillo negro de arranque y corvetas, de esos caballos que gustan de la pólvora y del rumor de las trompas como los dragones viejos, se dirigía al vado otro militar, con divisa contraria, bizarro y apuesto.

El uno era Raúl Henares; el otro Pedro Delfor…

—¿Qué aspecto físico y edad tendría entonces el primero? —preguntó la joven, interrumpiéndole con interés.

—Veinte años, más o menos; poca barba, de complexión recia, cabello negro, perfiles enérgicos, aire atrevido y mucho garbo. Traía espada y pistola al arzón.

Le reconocí al instante, pues habíamos sido compañeros de aulas, en estudios secundarios. Era el mismo Raúl Henares de la clase de latín, enamorado de Ovidio hasta saberlo de memoria, librejo que nunca pude pasar, refractario como yo era al idioma muerto, así como la Eneida, otro libritín intraducible para un estudiante de buen gusto, por lo que el presbítero Giralt, mi respetable profesor, solía lanzarme alguna frase mallorquina, que más bien quería significar mamacallos que otra cosa lisonjera.

—¿Y bien?

—Al lance iba ahora, precisamente, distinguida señorita. Las reminiscencias agradables se me agolpan profusas, y me desvían del relato, lo mismo que los árboles cargados de frutas sabrosas cuando uno va por un camino carretero.

Sucedió, pues, que estando ya el joven en la pequeña barranca que daba acceso al vado, la señora de Nerva, temiendo un choque funesto, cuyas consecuencias podía presenciar como yo, desde el balcón en que se encontraba hacía momentos, hízole señas repetidas y dirigiole la palabra varias veces, llena de zozobra, para que volviese sobre sus pasos.

Aunque Henares se detuvo para mirar al balcón con extrañeza, no accedió al angustioso ruego de la anciana; y picando su caballería, se lanzó al paso sin recelo. El coronel Pedro Delfor entraba a su vez, por la parte opuesta, armado de lanza con que denunciaba a lo lejos su campo y filas mejor que una cimera. Tal vez el tumultuoso tropel de algunos regimientos que corrían dispersos de este lado del arroyo, precipitó a Henares a cruzarlo sin vacilar; el hecho es que, en mitad del paso, ni muy largo ni muy angosto, tuvo lugar el encuentro, resultando mortalmente herido el coronel Delfor.

—¿Fue leal la pelea?

Diego Lampo se acarició suavemente la nariz, y extendiendo luego la mano, dijo con acento seguro y cierta cómica entonación:

—Y sin preámbulos, señorita. Pedro Delfor cargó sobre su adversario clavando espuelas, y logró hundirle su lanza en el brazo izquierdo; pero, para su desgracia, Henares no fue arrancado de la silla, y pudo este hacer fuego sobre él, poniéndole la bala en la frente de una manera artística y correcta por demás. El tordillo negro dio un balance, y arrancó hacia la casa, arrastrando cae un estribo a su jinete muerto, que sólo abandonó en una enramada donde se entrase ciego y despavorido, abatiendo todo cuanto encontró en su carrera. Raúl Henares desaparecía en tanto por la ribera opuesta a toda brida, hacia el campo de la pelea, desangrándose, sin duda, porque la moharra de Delfor, según yo vi, había entrádose en su carne sin consideración alguna.

—Luego ¿fue Delfor quien hirió el primero?

—Así es, si no me traiciona la memoria, que nunca la tuve mala, señorita; excepción hecha de su rebeldía en estudios de lenguas muertas y de ciencias exactas. Lo que en ella está en depósito, sólo sale a luz cuando conviene.

—Convendría por ahora —replicó Areba pensativa—, que todo lo hablado volviese a la oscuridad y al secreto, conforme a las estipulaciones propuestas y mutuamente aceptadas.

—A este respecto, seré de piedra.

—Por lo demás, mi administrador está encargado de entenderse con usted y de cumplir el pacto fielmente.

—Quedo muy reconocido a sus bondades, que son ya proverbio para el común de las gentes; pues a la mano próvida y regia de tan nobilísima dama debe su consuelo todo un enjambre de menesterosos.

—A propósito —dijo Areba, sin atender a las palabras de Lampo—, desearía que usted consignase por escrito a lo relativo a este asunto de un modo claro y conciso, y lo pusiera en manos del señor Perea en breve tiempo.

—¡Perfectamente!

Y notando que la señorita de Linares no parecía dispuesta a prolongar más aquella entrevista, pidió con el mayor respeto permiso para retirarse, ofreciéndose en todo lo que pudieran ser estimables sus servicios en lo futuro.

Areba le despidió con un ligero movimiento de cabeza, desde el diván en que le había escuchado, observando sus frecuentes cambios de fisonomía e inflexiones de voz.

Cuando él hubo salido, después de una tercera reverencia, pensó la joven que aquélla debía ser la única vez quizás, que un ente semejante hubiese sido verídico.

Cayó luego en meditaciones serias.

Faltaría oír a él, se dijo al fin.

De todo se desprende que el lance fue fatal, inevitable, digno, sin sombras para los dos. Él defendió su vida. Fue afortunado. La buena estrella de entonces sigue brillando con un esplen dor nuevo. Es querido. Mató al padre, sin saber de quién lo era, ignorando que de esa planta salió la flor de su amor que él acaricia ahora, pensando hacerla feliz, y ser a la vez dichoso. ¡Bella ventura! Destruido el tronco, se encuentra a la vuelta de los años con un vástago tierno y hermoso, una mujer delicada, dulce, capaz de comprenderlo y estimarlo; se miran, se hablan, se sonríen y se apasionan sin esfuerzo, inocentes del secreto que hubiese abierto antes entre ellos el abismo de una tumba, y que ahora puede al descubrirse poner a prueba las conciencias y retorcer el corazón. ¡Quién sabe! El drama va a su desenlace: esperemos.

Cuando Brenda, la deliciosa Brenda, llegue a saber de esta historia, ¿qué mirada para el amante soñado y querido, brotará de sus ojos tiernos y azules, hasta ahora ávidos y brillantes por el fuego de la pasión? ¿qué frase de sus labios, donde él ha posado los suyos en dulce deliquio tras una nota ardiente de amor intenso, sin ajarlos al encenderlos? ¿qué gemido de su alma blanca y pura, cuando levante el recuerdo excitado un fantasma en su conciencia, pálido y sangriento, que la ofrezca su sudario frío para aplacar el ardor del corazón?

No sé. Pero hay ciertos escrúpulos superiores, al criterio de una felicidad exclusivista, que están en la sangre y vienen de herencia, y se imponen tiránicos en el realismo de la vida. Basta uno de esos escrúpulos para rozar las pasiones e instintos enérgicos que duermen en el fondo de toda naturaleza, e increparlos hasta el odio o la venganza en hora oportuna; que hay de sobra con un grano de cal viva para poner en ebullición, y enturbiar en su copa cristalina el agua pura y transparente. ¿Qué llegaría a pensar la huérfana?

Capítulo 28. El último régulo

En uno de los más hermosos días de Enero por la mañana, Brenda Delfor recorría el jardín separando con cuidadosa elección las mejores flores de sus múltiples plantas, que echaba en un canastillo de mimbres pendiente del brazo, casi lleno ya de variados y ricos ejemplares. Debía ocuparse ella misma de la confección de una guirnalda, destinada a Areba, con aquel esmero y arte delicado que su amiga había tenido motivo de admirar otras veces.

Con sus trenzas recogidas negligentemente, y un sombrero de pajilla semicubierto de tul celeste, con las alas abatidas a los lados, y sujetas por una cinta, de modo que preservasen de los ardores del sol, la joven iba de uno a otro lado, afanosa y diligente, cortando tallos y aspirando aromas antes de arrojar sus víctimas al cesto. Creía justo gozar de las primicias, en compensación de sus afanes.

La señora de Nerva no había abandonado aún su dormitorio, cuyas ventanas se abrían al jardín.

Brenda, aprovechándose de aquellos instantes, que de otro modo habría consagrado a la anciana, ponía apuro en concluir la tarea. Para andar más rápida dejó el canastillo en el sendero que conducía a la gran puerta de la quinta; y preocupose de escoger rosas, entre las más bellas, y gajos de nardos dobles.

En esa agradable labor la sorprendió Zambique, lujosamente vestido, como ella nunca lo hubiera soñado.

El viejo liberto se exhibía bajo una transformación completa —pues era día de Reyes— y él, el monarca con mejores títulos y más amplias prerrogativas entre los de su raza.

Presentose erguido, merced a un corsé que daba tiesura y firmeza a su esqueleto; risueño y alegre, y como esperando de su reina una lisonja o una gracia inocente.

Al principio, la joven se asustó sin poderlo evitar, ante la extraña figura que se ponía a su vista de una manera inesperada; pero, advirtiendo en el acto que aquélla no era una visión, exclamó, sin separar los ojos del antiguo esclavo e incorporándose de súbito en un arranque de júbilo:

—¡Zambique! ¡Estás deslumbrante!

Y la joven golpeaba sus manos, llena de entusiasmo y contento, corriendo hacia él, para mirarle más de cerca los galones y bordados, y ponerle en el ojal del frac como una traviesa aturdida, un gran clavel rojo, que arrancó al paso para obsequiarle.

El viejo liberto la dejó hacer inmóvil, con su sonrisa de máscara, balbuceando frases cariñosas que parecían gruñidos.

Después, sacó de entre las solapas una carta pequeña, como la mejor retribución a los halagos de su reina; y fue silencioso a depositarla encima de las flores del canastillo.

Brenda, que seguía con la mirada ansiosa sus movimientos, adivinó al instante la procedencia de aquel billete, y lanzose veloz al canastillo, cogió la carta y la ocultó en su seno, poniendo encima sus dos manos cual si temiese se perdiera; y quedándose quieta, blanca, trémula, azorada de tanta dicha:

—¿Quién te la dio? —preguntó respirando apenas.

—Selim.

—¡Ah!… ¿Y hoy es para ti día de jolgorio? —siguió la joven, procurando reprimir los violentos latidos de su pecho.

—Fiesta grande, niña. Iba a saludar y a pedir permiso al ama.

—Luego lo harás. ¡Qué gusto va a tener madre, Zambique! Pareces un brigadier arrogante y soberbio. Yo te doy licencia para que te ausentes hasta la hora que desees, que ella no te ha de reñir por eso, bien lo sabes. Yo quiero que goces mucho y me lo cuentes todo, luego al regreso, que vendrás aquí a recibir mis parabienes.

Con esta autorización, el honrado liberto salió ufano y satisfecho, saludando militarmente a su reina y haciendo sonar la vaina de su espada en las baldosas. Brenda le siguió mirando, hasta que desapareció, entre raptos de ingenua y graciosa alegría; sin notar que, durante la escena, se había abierto un postigo de la ventana de la señora de Nerva, y cerrádose sin ruido en ese momento. Alguien había estado observando desde allí.

En rigor, el fausto del viejo negro llegó hasta levantar rumores entre el resto de la servidumbre. Nunca había él desplegado tanta pompa. Vestía Zambique traje serio y de parada, compuesto de prendas de un general retirado que de ellas le había hecho en tiempos finados donación graciosa, para su uso en día solemne como el de Reyes. El donatario procuró siempre conservarlas ilesas contra polillas y humedades; de manera que podía exhibirlas, sino intactas, con alguna decencia.

Llevaba entorchados en un frac militar de coronel mayor de paño oscuro, que había perdido mucho de su frisa en varios sitios, y no desprovisto de algunos remiendos en pequeñas ranuras; pero muy presentable todavía, mediante unas frotaciones con té y caña convenientemente hechas por debajo del alto cuello y costados. Relucíale la botonadura con escudos de relieve, sin abollones ni cardenillo. Las charreteras que adornaban los hombros no eran de lana o de estambre, sino de canelones gruesos y fornidos de gusanillo de oro en diez vueltas trenzado, sin desflecos ni manchas grises, merced al cuidado de su dueño que las limpiaba siempre con suma prolijidad. Podía observarse, a este respecto, que el cepillo delgado y la tiza en polvo habían convertido en espejos las lentejuelas y botones de todo el uniforme. En los dos extremos del cuello, forrado en su interior de paño rojo, se destacaban primorosos bordados y hojas de palma. Por encima del uniforme y del chaleco blanco de piqué con botoncillos de vivos reflejos, ceñía su talle de gran esqueleto una faja deslucida azul y blanca, y sobre ésta ajustaba un cinturón elástico a listas, del que pendía un espadín de empuñadura de oropel y nácar con vaina de metal amarillo y dragona respetable.

Los pantalones blancos se habían echado a perder, y reemplazádolos Zambique con unas bombachas de paño color sangre, provistas de anchas franjas de oro, que se escondían con las piernas dentro de botas de grandes campanas, con borlillas, y espolines de bronce. En cuanto a la cubierta, él había preferido al sombrero de dos picos de plumas matizadas y escarapela, una gorra de torta un tanto levantada por delante, con galón de dos pulgadas, visera de charol y filete dorado. Cubrían sus manos guantes de hilo de bastante holgura. En vez de collarín severo, llevaba en el pescuezo un pañuelito de borra de seda; y aparte de las condecoraciones y cintillos del pecho —de origen desconocido—, lucía orgullosamente en el ojal del frac, como adorno indispensable, el clavel rojo de su reina en estrecha compañía con una ramita de albahaca.

Con este traje inusitado y estos atavíos fastuosos, el viejo liberto podía considerarse como un personaje tripartito: dragón de los pies a la cintura, mariscal de campo de la cintura al cuello, y de aquí para arriba, retinto comodoro.

Zambique creía correcto imitar en los movimientos y modales a los prototipos del género; y por ese motivo marchaba con aplomo y dignidad, majestuosamente, con ese aire de grandeza plebeya que descubre al instante su origen, en el modo de afirmar las plantas, o en los afollos del frac en las corvas, o en la sandunga de las caderas, conforme al ritmo musical de los bailes de academia. Salíasele, andando, el zancajo para un lado y la rótula para otro. Su figura atraía la atención, y a su paso se aglomeraban los ociosos, diciéndose unos a otros, muy seriamente:

«¡Es el rey de Mozambique!»

El honrado negro, que esto oía, levantaba un poco más los hombros, balanceándose al compás de sus piernas, y sacudiendo el brazo derecho, de manera que el codo se moviese en ángulo con la regularidad de un péndulo. Parecía dirigirse a comandar en jefe una batalla.

En algunas se había encontrado, en calidad de soldado en el batallón de libertos de Zufriategui, durante las gloriosas guerras de la independencia, y de sargento segundo, a partir de la acción de Yucutujá. De ésta y otras, conservaba en su piel recuerdos indelebles; cinco cicatrices de bala y lanza, certificaban bien su foja de servicios. En el último combate a que asistiera, revistando en caballería de extramuros de Montevideo, un pequeño casco de metralla habíale alcanzado en la cabeza y derribádole sin sentido en un barranco. Fue entonces, según se verá después, que la intervención de Raúl salvó su vida.

Este héroe oscuro y olvidado, como tantos, bien podía darse una vez el placer, siquiera fuese en día de Reyes, de vestir algunas horas un uniforme lujoso y dorado. Con ello a nadie ofendía, y simplemente podría recordar a los cronistas imparciales y concienzudos, que a pesar de haber él recibido cinco heridas graves, en épocas en que se cargaba el fusil a baqueta y se mordía el cartucho, y de ser pulcro y honesto como la misma probidad y el honor mismo, pues a pie firme las recibiera todas en línea, no había logrado pasar de sargento segundo, en sus recias y peligrosas campañas.

Ahora se veía con charretera en vez de gineta, por obra de circunstancias, y muy dispuesto a hacer honor al grado. Tomó a lo serio, su papel con el mismo derecho que otros en el mundo, por identidad de causas concurrentes; y se infló.

El hecho es que dentro de su uniforme, se sentía soberbio y se forjaba la ilusión de igualarse a un caudillo.

Acometíale en ese día algo muy semejante al delirio de las grandezas.

Fue iluminándose poco a poco; apareciéronsele más lúcidos los recuerdos, y excediose a sí mismo, en la fuerza del raciocinio. En su cerebro endurecido se reflejaron imágenes de hombres que fueron semidioses armados de lanzón o sable, tan espantables como fantasmas de fuego, que acaudillaron gentes y dispusieron de mil vidas impávidos y serenos, quemando todo a su contacto, lo mismo que un árbol encendido hace arder y estallar todos los demás árboles del bosque. Comparábase con alguno de ellos y se creía con idéntico prestigio, pensando que la piel de los poderosos podía cambiar como en diversas serpientes de su país nativo; es decir, a la cáscara gruesa, pálida y deslucida de escamas duras, sucederse otra de brillantes colores y reflejos, que hiciera más señores e imponentes a los hombres de valor.

A pesar del encallecimiento de su masa encefálica, Zambique infería que este cambio debía haberse operado en él, como acaece en el injerto, el apareamiento o proximidad sensible, o en el cruzamiento para conservar un distintivo; fenómenos que al fin convierten al botón de rosa en mosqueta, la gallina batará en blanca, el conejo manchado en negro y el ratón libertino de apéndice, en tucutucu, que es rabón. Sus hábitos y tareas de criador le habían dado cierto sentido práctico acerca de la selección, ya fuere ésta natural o inconsciente.

En su fausto y posición del momento, hacía memoria de que nunca llevaron tales galas y arreos magníficos los soberbios de la campaña que él había visto en sus días de grandeza, sobre caballos briosos, negros como la noche y cola blanca, o blancos como el alba y cola negra, vestidos de humildes ropas y preseas, prefiriendo poner todo el lujo en el rendaje y la montura con carona de cuero de tigre y boleadoras de marfil o plata, robustos y forzudos, de ceño siniestro, barba cerrada, abundosa melena, brazo de guayabo y puño gordo de dedos cortos, con pelos a veces y uñas de tocadores de guitarra, siempre adherido a la lanza; jinetes, bravos, mal avenidos, temerarios, indómitos, duros en la pelea franca y valiente hasta meterse los rejones en el alma, sin encomendarse antes a la Virgen siquiera por respeto o devoción.

Verdad que, prescindiendo del esplendor de los arreos e insignias, él no se andaba por montes y sierras sobre los lomos equinos como aquellos hombres descomunales, señores de espuela y banderola, en busca de temerosas aventuras. Pero ahí estaba el secreto. Llegar a la alta dignidad que investía aquél, y cambiar de forma a favor de las circunstancias, sin otro esfuerzo que el de decidirse a desempeñar el papel que le asignaban, y mostrarse imponente en su corte de carnaval.

Con este motivo, olvidose por algunas horas de las diferentes transiciones de su suerte: de esclavo a liberto, de liberto a soldado, de soldado a sargento, de sargento a jardinero y criador de plantas; que ante todo, era rey de pura estirpe e hijo de sus obras, y con él rezaba el principio de que «las virtudes adoban la sangre, y en más se ha de tener y estimar un humilde virtuoso, que un vicioso levantado».

Así, forzando en exceso su entendimiento, muy grave iba Zambique a ocupar su asiento en el carruaje detenido por los setos en la calle más próxima. Le esperaban allí otros reyes nubios y congos, si bien de menor categoría, que con él tenían que pasar a saludar los altos mandatarios en el palacio de gobierno. No le preocupaban tanto los asuntos de su reino, como la apostura y el aire que debía asumir cuando la tropa de servicio le rindiera los honores de ordenanza; y el estilo especial a emplearse en la conferencia con el primer magistrado de la nación. Éstos eran puntos capitales. Tenía que debatirlos con los suzeranos, y adoptar al efecto un temperamento definitivo.

Al pasar por delante de la casa—quinta de Henares, se detuvo.

Pensó que un deber de gratitud le imponía la obligación de saludarlo en primer término, y de ofrecerle sus servicios reales sin reserva. La oportunidad era excelente, para retribuir actos magnánimos; y resolvió aprovecharla.

Subió la escalinata con arrogancia y un gesto de protección, que puso asombro en el ánimo de Selim, parado en el vestíbulo. Zambique cogió el espadín por la mitad de la vaina, y dio una tos, sin dejar de mirar al doméstico, con aire majestuoso.

El cambujo incomodado abriose de piernas y echando atrás la cabeza, preguntó con gravedad:

—¿Qué se ofrece, mojiganga?

—Vengo a saludar a su merced el capitán —contestó Zambique, un poco picado.

—No está. Cuando vuelva le diré que estuvo su alteza… Deseos me dan de hacer andar la almohaza.

¡Véanle la facha!

Selim, cruzado de brazos, rompió a reír con estrépito, mostrando una dentadura de lobo de un esmalte extraordinario.

Zambique había dado un paso para retirarse; pero al sentir la pulla, se volvió con dignidad, diciendo en voz cavernosa y trémula de cólera:

—¡Cambujo bozal!

—¡Cállate negro!

Zambique diole la espalda sofocado, y fuese refunfuñando:

—Culpa de la laya de morena que se juntó con el gorrino, y lo parió…

Las majestades nubias, impacientes, se habían acercado entretanto con el carruaje para ahorrar camino a Zambique. Traían un regular cortejo de curiosos de las cercanías, y de los pilluelos que zumbaban en derredor del vehículo como un enjambre de moscardones. Este honor sólo se dispensaba siempre a los payasos de los circos, a los volatines llenos de escamas relucientes, y a los toreros de trajes vivos y deslumbrantes, cuando subían al coche que debía conducirlos a la plaza de lidia. En esta ocasión, la costumbre tropezaba con una novedad poco frecuente, y la incluía en el programa de los atractivos que se gustan sin erogación pecuniaria. De manera que la voluntaria y bulliciosa cohorte se iba engrosando por momentos, a pesar del polvo de la vía y del ardoroso sol pendiente como un horno en su meridiano, cuyos rayos caían verticales sobre las cabezas amenazando su lluvia de fuego con ataques fulminantes y repentinas congestiones.

En realidad, las extrañas figuras y atavíos de los príncipes o reyezuelos negros, eran alicientes bastantes a justificar la afluencia del vecindario, aunque en parte acostumbrado a análogas escenas y parecidos cuadros en otro orden de espectáculos públicos, en plena calle o plaza. Uno de estos personajes, a falta de bicornio o de morrión con crin, o de bonete de pelo, llevaba sombrero alto de felpa con una piocha, y un uniforme de teniente coronel de caballería; otro, algo más correcto, tenía hundido hasta las orejas uno de dos picos, con presilla dorada y pluma blanca, pantalón del mismo color con franja y sable muy curvo a la cintura, ceñido sobre faja granate. Dos iban de diplomáticos con el mismo aire de los que sirven de ministros a todos los gobiernos, vestidos de negro con distintivo en los ojales, corbatas y guantes blancos, bien compuestos y espigados, no sin cierta gentileza de prosapia.

El protomonarca era Zambique, por la edad y la estirpe, y el mismo arreo militar. Tan alto cargo le venía de herencia, no por elección.

Bien distribuidos los asientos del carruaje, partió éste hacia la ciudad, con destino a palacio. Desde ese momento, hasta las cinco de la tarde, Zambique fue el objeto de obsequios y demostraciones especiales en todos los barrios, donde se celebraba la fiesta del día con regocijo y estrépito.

Las marimbas resonaban por doquiera en esos barrios, en los determinados sitios de reuniones, atrayendo numerosa concurrencia de color; y pocas veces estas ceremonias extravagantes, que van desapareciendo por completo, revistieron un carácter tan singular, el sello originalísimo, la pompa abigarrada, el entusiasmo delirante de las fiestas presididas por Zambique. Él pasó sus buenas horas entre aquella atmósfera de humo y fiebre, acompañando con palmoteos los instrumentos de música y la algazara del baile, que se hacía en ruedas y en cuclillas, al son de cánticos desacordes y plañideros, enmedio de inhalaciones extrañas y polvo sutil que formaba bajo los techos deprimidos densos torbellinos o espirales dantescos; se permitió dirigir ocurrencias galantes a las mujeres vestidas de borra de seda y adornadas con flores en la cabeza y pecho, de colores vivos, que ellas lucían airosas y ufanas, como las plantas del tabaco sus pintorescos ramilletes rosados entre acres perfumes; recorrió en ciertos lugares de los suburbios regular número de habitaciones estrechas, pero bien arregladas, cuyas paredes grises se veían cubiertas de grabados grotescos, crucifijos de madera e imágenes en repisas con luminarias de colores y jarrones de barro llenos de siemprevivas y claveles, y en donde se exhibía el niño Jesús en cuna de mimbres provista de ajuar de algodón, entre luces y flores caprichosas; posó sus dedos en las mejores marímbulas, sin hallar ninguna tan templada y sonora como la suya, haciendo oír sus aires africanos con admirable eco de rugidos en lo hondo de una caverna; tomó parte en las danzas principales lleno de un ardor juvenil, y libó para su mala suerte, diversas copas de licor en otras tantas estaciones de su marcha triunfal, pecando de intemperancia.

El cerebro del monarca, que sentía ya los efectos de una fuerte insolación, fue entonces presa de la fiebre. Sus acompañantes notaron, al caer la tarde, que las verrugas de Zambique aumentaban de volumen; y esto era en él un signo grave. Resolvieron en consejo volverlo a su choza; y así lo realizaron, después de las cinco.

Zambique, sin embargo, creyose con fuerzas suficientes al llegar, para cumplir con el ama, como él llamaba por antigua costumbre a la señora de Nerva.

Él no debía recogerse a su choza, sin saludarla, aunque se sintiera enfermo.

Despidió, pues, a sus compañeros a la entrada de la casa—quinta, muy reconocido a sus bondades, y dirigiose al patio, con la mayor firmeza posible en el andar, la gorra en una mano, y apoyado con la otra en el espadín, para mantener el equilibrio que iba perdiendo por momentos.

La señora de Nerva se encontraba en su silla de preferencia, en la galería. En su noble semblante se reflejaba alguna pena, que no provenía tal vez de su afección cardíaca, y sí, más bien, de la preocupación moral que la dominaba cruelmente. La escena ocurrida por la mañana entre Brenda y Zambique, y especialmente el detalle de la carta, cuyo origen no podía serle desconocido, mantenía en agitación su espíritu. Ella había presenciado todo desde su dormitorio, de una manera casual, al abrir uno de los postigos de la ventana y sorprendidos de una manera agradable a la vista de Zambique con aquel raro traje; impresión que se desvaneció muy luego, cuando le vio una carta en la mano, que pasó al canastillo, y de éste al seno de Brenda. Las prevenciones de Areba la asaltaron entonces.

Zambique, pues, había escogido mal momento para ofrecer sus respetos. Su señora le reservaba un trance amargo, que debía ser el último para él.

Apenas ella le vio, sumiso y humilde con todas sus galas pomposas, y disponiéndose a balbucear algunas de las frases favoritas que guardaba para los instantes en que quería arrancar una sonrisa de cariño, extendió el brazo con imperio, señalándole la puerta que daba al campo.

—¡Vete de aquí! —prorrumpió colérica.

Zambique hizo un ademán de asombro, dando vuelta a su gorra con inquietud febril. En vano trató de hablar. Su lengua no obedeció. Hincháronsele aún más las verrugas de la frente, y todos sus miembros se agitaron con fuerte temblor. ¡Era la primera vez que el ama le hablaba así!

La señora de Nerva se indignó de verle todavía en su presencia; aumentándose su irritación por grados, irguiose casi en el asiento sofocada sin servirse de sus brazos, y en un arranque de enojo le arrojó al rostro su pañuelo hecho un ovillo, exclamando:

—¿Qué esperas ahí, estafermo?

Algo percibió Brenda, de su gabinete, y salió afligida, acercándose a la anciana con los ojos muy abiertos, preguntando:

—¿Qué le has dicho a Zambique, madre?

—Nada de particular, hija mía… Este negro viejo se está echando a perder.

—¡Ay! yo algo oí, madre. ¡Si supieras cuánto él te adora! Por ti diera el pobre dos vidas.

—Siempre fue bueno y fiel —dijo la anciana conmovida—. No te disgustes por esto, mi corazón. Ve tú misma y consuélale.

La joven echó los brazos a su cuello, con ternura, y la besó en la frente.

Corrió enseguida a la quinta, en donde se detuvo para mirar en todas direcciones.

Zambique iba lejos, cerca del estanque, moviendo los brazos, cual si quisiera en sus rápidos voleos asirse del aire a falta de firmeza en las piernas.

Sembraba el camino con sus prendas: había dejado los guantes de hilo sobre las yerbas de un flanco, el espadín con sus tiros cerca del eucalipto, la gorra de torta suspendida en un barrote de hierro de la verja que circuía el estanque, en donde se había apoyado sin duda para tomar aliento, y más allá un ramo pequeño de rosas y resedá que traía para Brenda como un recuerdo de sus triunfos.

La joven echó a andar en pos de él, llorosa, inclinándose a recoger esos objetos, y clamando a veces en tono de enfado unido a dulce afecto:

—¡Zambique! ¡Zambique!… ¡Espérame!

Pero el liberto seguía su marcha difícil, sin volver el rostro, no oyendo quizás aquella voz tan querida. Un extremo de la faja de seda, que se le iba desciñendo, le colgaba por encima de los faldones arrastrando en el suelo su borlón dorado.

La joven al mirarlo tuvo un presentimiento amargo y aceleró sus pasos, murmurando llena de pena:

—¡Pobre Zambique!… Buen amigo mío; yo no quiero que te mueras… Acaso he sido la causante de tu mal momento y debo consolarte. ¡Espérame!

Así diciendo, Brenda reunía en una mano a modo de panoplia, arma y atavíos, y con la otra enjugaba sus ojos cuajados de llanto.

Zambique llegó a la choza arrastrando los pies, sin fuerzas, con las sienes ardiendo y el cerebro torturado por una congestión terrible. Cuando se echó en la banqueta circular, apenas pudo reclinarse en el madero; y quedose con los brazos tendidos, casi sofocado por el corsé que oprimía su tronco, y con un dolor en el cráneo agudo e implacable. Martirizábalo la luz, tenía el rostro y los ojos inyectados de sangre, la boca seca, entrecortada la respiración; escalofríos frecuentes recorrían sus extremidades. El pobre monarca nadaba en el abismo del vértigo.

Todo anunciaba en él una pronta terminación. Despeñábase de la cumbre de su grandeza sin que nadie presenciase su agonía, a semejanza de la piedra que se derrumba de lo alto de un cerro, para perderse en lo sombrío del valle solitario.

¿Nadie? No.

Una figura de ángel surgió de pronto en el umbral; forma encantadora y bella que no era engendro de su delirio, y hacia él se avanzaba blanca y vagarosa, entre esplendores que no le ofendían como la luz del sol.

Cerró los ojos; algo parecido a una sonrisa dilató sus gruesos labios, y balbuceó apenas, en instantes en que un grito de angustia hería el aire:

—¡La reina!

Brenda retrocedió paso a paso, con la vista fija y desolada, dejando caer los diversos objetos que traía en la mano; atravesó la plazuela, traspuso de súbito con pasmosa rapidez la distancia hasta el estanque, en donde ella había visto al pasar, dos peones de la quinta, hízoles señas de que viniesen, y les señaló la choza, trémula, muda, vencida por la congoja y ahogada por las lágrimas.

Ella nunca pensó que los seres que amaba pudiesen morir.

Los dos peones se lanzaron veloces hacia la choza, presintiendo un suceso grave.

También ellos querían a aquel pobre Zambique, tan inofensivo y humilde, objeto de sus burlas amistosas, siempre que se cruzaba al paso con su sombrero alto de felpa y su levita sin faldones, callado, respetuoso, mísero, huraño, desabrido para otros que su reina, empuñando la azada o la regadera; o cuando hacía oír su marimba en las horas más ardientes del estío en concierto con las cigarras importunas, los insectos zumbadores y las alegres golondrinas que formaban con sus nidos bajo el alero en redor de la choza estrecho círculo de inocencias y de amores palpitantes.

Cuando llegaron, el cuadro les impuso con su solemne colorido. Reinaba en la choza un silencio de muerte.

Zambique estaba en el suelo, sobre un costado, las manos juntas, sin brillo los ojos, los labios blanquecinos, contraídos los miembros, en una inmovilidad absoluta —dentro de un gran marco de luz que arrancaba destellos a su uniforme y difundía en su semblante lívido, ya menos negro, intensa claridad—. El pobre rey de un día era cadáver.

Capítulo 29. Sospecha

Hasta muchos días después de este suceso, no pudo Brenda resignarse ante el vacío que dejara Zambique en su vida retraída y solitaria. El pobre liberto había sabido granjearse buena porción de su cariño, y llegado a constituir para ella un confidente y un guardián mudo, dócil, y discreto de sus amores.

Entristecíala en esos días, la profunda inquietud de los lugares apartados, donde en otras horas resonase con estruendo el instrumento musical de Zambique; y no se atrevía a llegar a la choza abandonada y fría, que se levantaba como una vivienda africana en el confín de aquel oasis, única en su estructura e inhabitable en lo venidero. Pareciole un panteón cerrado para siempre, que nadie debía violar.

La señora de Nerva sintió también, sinceramente, el triste suceso; y dispuso que el cuerpo de su antiguo servidor fuese conducido al cementerio del Buceo, y depositado en un sencillo sepulcro de piedra, construido con ese objeto en el pequeño sitio de su propiedad.

La señorita de Linares, que había excitado los celos de la anciana contra el infeliz Galeoto, como ella le llamaba, condoliose del hecho; sin dejar de pensar que esta primera víctima del drama —la más inocente, sin haber dejado de ser por eso peligrosa—, había desaparecido en hora oportuna de la escena. Ya Brenda no iría a la choza ni al seto de los agaves, en los crepúsculos, pues que le faltaba su fiel custodia negra; y se contentaría con mirar desde lejos la zona intermedia de la quinta a las playas, sin ánimo para aventurarse en los bosquecillos.

Una tarde, sin embargo, la sorprendió en el seto donde cayera la perdiz moribunda, de pie y apoyada en el banco de piedra, fijos los ojos en la extensión de mar, que de allí se percibía azul y serena. Seguía acaso con su mirada el derrotero de algún buque a vapor que salía de balizas, perdiéndose poco a poco detrás del horizonte; o con ansiedad suspirante, la de otro que se dirigía al puerto, remontando veloz la inmensa curva lejana y tendiendo sobre su estela en el espacio transparente, una ancha faja de humo color de plomo. Pero, las más veces eran barcos de pescadores que surcaban a todos rumbos, infladas las velas; quizás el de Gerardo, que recogía la red tendida hacia la costa del levante, para volver al ancladero y plegar el paño en la hora de la puesta, inquieto y caprichoso en la virada cuanto debía de estar de nerviosa y febril la mano del pobre timonel.

—Piensa en Raúl y aguarda su pronto regreso —se decía Areba, al observarla en aquella actitud contemplativa.

Mucho de cierto tenía esta sospecha. Henares prometía a Brenda, en la carta de que fuera portador Zambique, y que ella había leído multitud de veces, encontrándola en cada una nuevos encantos y emociones, una rápida vuelta de aquella hermosa tierra del Brasil llena de prodigiosos paisajes que subyugaban sus sentidos, sólo para aumentar las ansiedades de su espíritu y los impacientes impulsos de volverla a ver. Añadía que esto no podía demorar; y a más, la agradable noticia de que se presentaría inmediatamente de su llegada en la casa—quinta de la señora de Nerva, aprovechándose de la circunstancia feliz de ser conductor de cartas para ella de dos hermanas políticas, residentes en Porto Alegre, donde las conociera en una de sus excursiones. Creía él que su lectura sería muy grata a la anciana viuda, por referirse a recuerdos que se ligaban a la vida de su esposo. La carta concluía con algunas de esas expansiones ardientes y apasionadas, propias de los que aman, que significan lo mismo en todas las lenguas, y que aun habladas y escritas en todos los idiomas, siempre tienen la elocuencia vehemente del cariño y la originalidad especial de quien lo siente y sabe hacerlo acrecentar en otra alma a través de la distancia y del tiempo.

De ahí que Brenda contemplase la mar lejana con más interés que nunca, forjándose ilusiones a la vista de cada nave que aparecía de repente y cruzaba la zona, para ocultarse al momento tras el verde marco que formaban las arboledas de las quintas como en los cuadros diorámicos; y enardeciendo su imaginación con la sola idea del deleite que el regreso de Raúl le reservaba.

Nada más bello que el ensueño que la fantasía de la mujer dora en sus días de espera, y que al anticiparle el goce de las fruiciones de la existencia real, depura el placer, le exorna con detalles preciosos y lo aleja de sus fuentes naturales, hasta transformarlo por completo y reducirlo a dulce y engañoso halago de una vida superior a la positiva y verdadera.

Estos mirajes se disiparon a la aproximación de la señorita de Linares. Brenda abandonó sus paisajes celestes, súbitamente impresionada por una ráfaga fría, de esas que a cada hora llaman a la realidad y recuerdan que la existencia es lucha severa en que triunfan siempre las pasiones mejor dirigidas. Púsose sobre sí.

Venía Areba un poco agitada y seria.

En su conversación estuvo llena de reticencias. Había estado hablando con la señora de Nerva desde media hora antes, sobre paseos, fiestas y bailes, con la intención de entretenerla, pues la había encontrado bastante marchita y ensimismada.

—Y a propósito —dijo— ¿hace mucho tiempo que estás aquí?

Brenda reveló inquietud.

—¿Por qué me lo preguntas, Areba?

—No te alarmes. Deseaba saber eso porque he creído observar en tu protectora nuevos síntomas de la dolencia que parecía extinguida, y sería prudente precaver que se acentúen.

—¡Ay, y yo que la dejé tan bien! —exclamó Brenda afligida—. ¡Corramos allá! ¿Crees que pueda ser eso grave?

—No diría tanto. Sin embargo, no ignoras cuánto ha sufrido de su enfermedad al corazón, que parece ser la que se renueva. Conversando conmigo se quejó varias veces, y me manifestó su temor de ataques más violentos que los anteriores. Bien pudiera juzgarse ésta como una presunción infundada; con todo, a su edad provecta cualquier novedad debe infundir recelo y cuidado.

Manifestose Brenda muy pesarosa.

Sin decir palabra, cogió el brazo de su amiga, y juntas, encamináronse rápidamente a la casa. En un instante recorrieron el sendero central.

Cuando las jóvenes entraron, la señora de Nerva, que aún permanecía en el corredor, acababa de ponerse de pie con intención de pasar a su dormitorio. Se sentía en realidad desazonada, y con alguna fatiga.

Brenda corrió a su lado, prodigándola suaves caricias y ofreciéndola su apoyo. La anciana la miró con ternura, diciendo:

—Estoy un poco indispuesta, otra vez… Pero no te aflijas por eso, hija mía, que no ha de tener importancia.

—Así me dice Areba, madre —contestó la joven apenada—; pero yo quiero que te recojas hasta que el médico disponga. Este malestar que sientes me disgusta, aunque nada sea de grave. ¿Cómo quieres que no me aflija, si a los pocos minutos de dejarte buena y tranquila, te encuentro demudada y con fiebre? Vas al lecho ¿verdad?… ¡Yo te lo ruego!

Era tan dulce y persuasivo el acento de Brenda, que la anciana no opuso objeción alguna.

Una vez en su lecho, parecieron disiparse los amagos de recaída a las solícitas atenciones prodigadas; y un sueño oportuno y reparador se sucedió a las perturbaciones del momento.

Esto llevó calma y alegría al ánimo de Brenda, que estaba en extremo desasosegada y nerviosa. Para no interrumpir el reposo de la enferma, llevó a su amiga a la habitación contigua, en donde podían hablar a media voz, sin recelo, invitándola a sentarse a su lado en un diván, puesto al frente de la ojiva que se abría al jardín.

Suspiró allí, como aliviándose de un peso mortificante; y dijo, enmedio de ese goce fugitivo que invade al espíritu al desvanecerse una zozobra y devuelve su luz a los ojos y su calor a la sangre:

—¡Qué dicha! Se ha dormido de un modo apacible, respirando sin esfuerzo. Bien decías que no había por qué alarmarse tanto.

Areba contestó con un movimiento de cabeza, volteando sin cesar suavemente el abanico.

Después de una corta pausa, en la que había estado meditando, fijó la mirada en su amiga, diciendo con tono reflexivo:

—Estos amagos se han seguido muy pronto a la última crisis, en la querida señora, y podría suponerse que en ellos influían causas morales desconocidas.

¿No crees que algún afecto de ánimo contribuye al mal, precipitando su reaparición inesperada?

Brenda se estremeció.

Sin volver la vista y reprimiendo su emoción, repuso:

—Tal vez. Pero la aqueja desde mucho tiempo atrás, con la misma intensidad siempre. La muerte de Zambique la disgustó, y yo temí por su salud en los primeros días…

—Otras circunstancias quizás —insistió Areba—, sin ser eso, y que pudieran relacionarse contigo.

—¿Conmigo? —interrumpiola Brenda con vehemencia e inquietud pintada en el semblante.

—Yo no sé, pues que tú, nada me has dicho —repuso Areba acentuando sus palabras—. Sólo he aventurado una frase.

—¡Ah, no! —dijo Brenda, turbada y sobrecogida por una angustia indecible, al propio tiempo que lastimada en lo más vivo. Incurres en un grave error, si supones que alguno de mis actos pueda ocasionarla tan grande amargura.

—No he querido avanzar eso precisamente; aun cuando no se me oculte que tú eres la preocupación tenaz de la señora de Nerva, y que por lo mismo ella haya notado en tus sentimientos una tendencia contraria acaso a la felicidad que te desea.

Areba pronunció estas frases con alguna acritud.

La joven la miró con dignidad y esa expresión enérgica que el carácter más dulce sabe comunicar al rostro en momentos de excitación.

—¿Y bien? —preguntó con firmeza.

—Habría estado entonces yo en lo cierto, al inferir que de las preocupaciones sobre tu suerte emanaban sus tristezas profundas. Aunque no me lo hayas revelado, sé tanto como ella lo que pasa en tu corazón; sin otros antecedentes, bastarían para denunciarte, tus dulces emociones en el sitio en que cayó la perdiz moribunda. Estaba yo allí, ¿te acuerdas?

—Sí —dijo Brenda en el mismo tono firme y resuelto—, ¡allí estabas!

—De este amor, cuyas menores escenas pareces conocer, he impuesto a quien todo lo debo en mi orfandad, sin que de sus labios saliese un reproche que obligase mi gratitud a un sacrificio, o por lo menos, la pusiera en conflicto con la pasión que se ha adueñado de mí. A ti, nada dije, es verdad. Pero ¿crees que en mi afán no he deseado cien veces depositar en tu cariño todas mis alegrías y secretos, como un tesoro que sólo se entrega a quien bien se ama y estima? ¡De ese impulso espontáneo, sincero, me ha apartado sin embargo otras tantas, algún pensamiento, alguna sospecha amarga, cuyo origen no conozco, de no ser acogida con una indulgencia digna de mis expansiones! Que no me engañaba, acabas tú de indicármelo en tus frases, en el tono de tus confidencias, en tu susceptibilidad herida, cuando yo menos debía esperarlo. ¿Es acaso un delito amar? Responda de ello mi corazón que sintió, antes que yo pensase. Si el objeto de esa pasión, que con ser grande no entibia otros afectos entrañables, fuese indigno de mi culto, ya habría recogido la dolorosa confidencia de labios de mi bienhechora; y, ¡cuán afligente me es recibir de los tuyos un reproche que ella no intentó lanzarme!

—¡No eres justa, Brenda! —profirió Areba en un arranque de cariñosa reconvención, que ella sabía fingir admirablemente—. Yo he estado lejos de afirmar lo que imaginas; mas a pesar de mis fervientes votos por tu dicha, no debo halagarte con frases banales, ni hacer ahora una defensa de mis sentimientos, que tan mal interpretas. Concretándome, pues, al hecho principal, ¿ignoras acaso que tu protectora te deseaba a de Selis por esposo, y que resiste a Raúl Henares?

El rostro de la huérfana se cubrió de una palidez, que dejó en transparencia sus venas azules al oír aquel nombre querido en boca de Areba.

—No me lo ha dicho —murmuró con los labios trémulos—, pero lo adivinaba, y siempre supuse que su resistencia desaparecería cuando él viniese. Así que le conozca, ella llegará a quererlo, porque es noble, abnegado y bueno.

—¡Quién sabe! —repuso Areba con un aire de despecho y de misterio—. Los motivos pueden ser poderosos.

Brenda la miró fijamente en las pupilas, levantando su bella cabeza airada, y preguntó llena de una emoción profunda:

—¿Crees que puede haberlos en contra de aquel que por ti expuso su vida, en un arranque de sublime desprendimiento?

Los ojos de Areba resplandecieron de pronto con un fulgor extraño, y agitósele el seno violentamente, como si aquellas palabras hubiesen ido a remover todas las pasiones encadenadas por la altivez y el orgullo en el fondo de su alma; contrajo la ironía su boca pronta a despedir a manera de dardo emponzoñado una frase cruel e irreparable, y moviose de arriba abajo su cabeza con un ceño duro y siniestro de leona encelada, que inspiró temor a Brenda. Pero, haciendo un esfuerzo sobre sí misma logró dominar con la voz de su gratitud y de su amor desdeñado, el escozor agudo de los celos que sugerían a su mente terribles sarcasmos; y limitose a responder con acento incisivo y penetrante:

—¡Sí! Razones dolorosas: ¡barrera insalvable, tal vez!

Al oír esto, Brenda se levantó llena de sorpresa, la mano puesta en la mejilla, la vista clavada en Areba excitada, confusa, cual si aquella frase hubiese suscitado en su cerebro cien ideas y recuerdos.

En ese instante, el doctor de Selis apareció en el umbral.

Capítulo 30. En las costas

Dirijamos ahora una mirada a la ribera.

Pasado un mes, desde el primer día de su enfermedad, Cantarela fue sintiéndose con fuerzas, acentuose la mejoría, volvieron a llenarse sus mejillas descarnadas, los colores hermosearon el rostro, y abandonó por fin el lecho para recuperar muy en breve todo el vigor de su juventud. En los primeros días de convalecencia no quiso salir del interior del pobre hogar, complaciéndose en recorrerlo a pasos lentos, callada y mustia, sin una lágrima ni una queja. La acción benéfica de Areba se había hecho sentir en él con frecuencia. Marcelo solía acompañarla, compasivo, en tributo a su antigua amistad con el viejo pescador; y ella compensaba esa conducta con humilde afecto y las únicas sonrisas que entreabrían sus labios. En la última visita, el doctor de Selis prescribió el ejercicio, indicando a la joven la conveniencia de cortas excursiones por el río o las pesqueras, siempre que saliesen botes de la costa. Le eran necesarios aire puro e impresiones. Cantarela, sin embargo, no se había resuelto a ello. Inspirábale temor y tristeza la simple vista de la ribera y de las aguas, teatro de sus primeros años juveniles y amores desgraciados. Las rocas eran como recuerdos informes y sombríos, que renovaban en su cerebro débil, escenas que quisiera olvidar. Junto a ellas la habían vejado en otro tiempo, y mostrádole el puño las mujeres descalzas y remangadas de la orilla. Gerardo debía vagar también por allí mudo y fatídico, amarrando barcas y revisando las redes, o recorriendo el interior del casco de La Madrépora, de cuyo aseo él cuidaba con preferencia. Este pequeño y airoso barco que la joven veía algunas veces desde el ventanillo del cuarto de las redes, columpiándose al suave vaivén de la marea, recogida su vela de polacra en el mástil enhiesto, en forma de huso de hilandera, con una faja blanca sobre la línea de flotación, y un gallardete ahorquillado de lanilla azul con una letra inicial roja en el centro, acariciado en lo alto por el alisio, recordábale los días tranquilos de los derroteros atrevidos, cuando casi lamiendo con su borda la espuma bullidora, hinchado el velamen y crujiendo el aparejo, dócil la caña a la mano de Gerardo, partía veloz la golondrina de mar, dejando en su camino luminosa estela, adonde bajaban entre notas estridentes las aves de las costas.

La sombra de su padre se dibujaba entonces en la proa, viejo, activo e infatigable, tirando de los cabos y atendiendo a la vela, hasta perderse la visión en el sinuoso litoral del oriente.

Pero, nada la perturbaba tanto como el recuerdo de Zelmar, cuya conducta había herido profundamente su corazón y disipado todos sus míseros ensueños. Cantarela tenía también su fondo bravío, sus instintos ásperos y temibles de carácter hereditario, junto a aquellas pasiones vehementes de abnegación y de amor que la habían arrastrado a entregarse sin reservas. Ciertas ideas y planes siniestros la absorbían, por instantes. En otros, divagaba pensando si ella no sería injusta; y formábase el propósito de volver a la casita de la ribera, arrojar de allí a la odiosa Gertrudis, a quien ya no podría ver sin repugnancia, y esperar resignada el regreso de su querido, con cien caricias imaginables. Él volvería tal vez a amarla como antes, en presencia de los nuevos incentivos con que ella se reservaba reavivar sus deseos. Mas, pronto recaía en las dudas y desesperaciones crueles; en la idea constante y amarga de que Zelmar necesitaba de otras mujeres, de otros gustos, de otras satisfacciones que ella no podía proporcionarle en su humilde esfera. Cegábala entonces una cólera sorda, que estremecía sus carnes flácidas aún, y daba a sus ojos un reflejo color de sangre. Un pensamiento de venganza concentraba todo su ser, y el odio subía hasta su boca para brotar entre frases saturadas de veneno.

En ciertas noches de estrellas, tibias y azules, dejaba el ventanillo con los ojos llenos de lágrimas, e iba a arrojarse del rostro en su lecho entre hondos quejidos, revolviéndose irascible con el furor de una pantera. Las que la escuchaban no se atrevían a acercarse, temiendo un acceso de demencia, por efecto de una renovación del mal y del delirio. Pero, a estos arrebatos violentos seguíase una calma profunda, y un sosiego semejante al marasmo. Cantarela se quedaba quieta y silenciosa, con el cabello desprendido y enredado, cuyas hebras se caían de la piel sin esfuerzo al arreglarlo, lacias y sin brillo. El sueño venía bien pronto a devolver sus fuerzas al organismo y el reposo necesario al espíritu abatido.

En una hermosa tarde apacible y sin celajes, Marcelo, el buen amigo de Carlo Roveda, adusto y tosco, pero leal y sincero, invitó a la joven a un paseo en su barca hasta el sitio en que se había tendido la red corvinera. Ella se rehusó al principio, excusándose con vaguedades y frases sin sentido. Marcelo, por primera vez, se mantuvo firme en insistir, invocando en su apoyo lo ordenado por el médico, y la necesidad de un completo restablecimiento; añadiendo que, en eso de hacerla gozar de los aires puros del agua salada, era en lo único que le reconocía tino al médico. Había estado muy sabio. Sobre el líquido elemento se respiraba un vientecillo sin mezclas, que parecía venir del fondo, con olor a marisco, que daba contento al ánimo y fuerza a los pulmones.

Cantarela concluyó por ceder, sin expresar la menor alegría, de una manera voltaria e inconsciente.

En esa tarde, la ribera presentaba un aspecto muy risueño y pintoresco. Veíanse esparcidas a lo largo de la costa muchas mujeres de caras redondas y coloradas, con las polleras levantadas hasta las rodillas y las piernas desnudas, ocupadas unas en lavar ropas en las pequeñas cuencas de los peñascos, llenas de agua de lluvia; y otras en tender redajas en las mesetas de piedra y hacer inspección de corchos, relingas y plomadas, sirviéndose de los vértices de los ángulos agudos que formaban las rocas con sus erizadas excrecencias, para suspender los extremos y revisar las mallas. Regular número de criaturas descalzas y desgreñadas, con calzones sostenidos por tirantes y camisas en parte flotando al aire, alegres y bulliciosas, corrían en bandas por la orilla con los pies en el agua, ya escarbando la broza y reuniendo fragmentos de madera, ya persiguiendo a los cangrejos negros y rosados que abrían sus pinzas amenazadoras al buscar refugio en sus secretos asilos, ya a las medusas pesadas y torpes, que el agua arrastraba a la arena en mansas ondulaciones.

Los de mayor edad entre ellos, desprovistos de ropas, se arrojaban a la parte honda de cabeza, desde una peña algo sumergida, unos en pos de otros, formando un conjunto de pies en la superficie que se agitaban en círculo entre la espuma para desaparecer y resurgir por momentos, hasta que salían las cabezas sonrientes y sacudíanse las cabelleras, celebrándose con alegres risas las burlas y juegos entre dos aguas. No pocos se entretenían en escoger las más lindas y caprichosas conchas y piedrecillas, que tentaban con sus colores la vista a través del líquido transparente. Los menos, sentados con gravedad en las peñas entrantes, botaban barquitos de madera o cartón; y alguno, más paciente y reposado, se mantenía atento a su caña de pescar, fijo el ojillo ansioso y vivaz en el corcho, por si picaban las sardinas.

Al pasar Cantarela, acompañada de Marcelo, un grupo de mozas frescas y rollizas que cerca había, suspendió su faena, y todas se incorporaron poniéndose las manos sobre los ojos en forma de viseras, para evitar los resplandores del sol, agitadas y curiosas, mirando a la convaleciente de arriba abajo con aire de malicia, y cambiándose entre ellas irónicas frases. Más lejos, desde el fondo de una concavidad abierta en las peñas, no faltó alguna que profiriese un sarcasmo en voz hiriente, mostrando con el puño el brazo remangado. Uno de los pequeñuelos traviesos, cesando de súbito en sus diversiones, exclamó con mucho asombro:

—¡Mira! ¡la Cantarela!

El resto de la cuadrilla quedose en suspenso, poniendo cada uno sus manos juntas detrás, en actitud de contemplación, como si se tratase de una cosa rara y extraordinaria.

Cantarela llegó hasta la barca con la vista baja, el paso lento, e insensible al parecer, a aquellas demostraciones de menosprecio. Sólo allí, a un metro de las aguas, experimentó un estremecimiento notable, y volviose hacia Marcelo, interrogándole con la mirada. Mostrábase indecisa, con un poco de fatiga, falta de ánimo y cavilosa.

El marinero la ayudó a subir, diciendo:

—Siéntate ahí, a popa, que es más cómodo. De aquí a cinco minutos estoy de vuelta.

Tras estas palabras, el pescador se dirigió rápidamente hacia la rampla, en busca de algunos útiles de pesca, recogiendo a su paso ligeros murmullos.

De entre unas rocas, a cuyo pie había estado sin duda sentado, saliole Gerardo al encuentro, y le detuvo. El aspecto del pescador parecía tranquilo y su voz revelaba perfecta calma.

—Te he visto pasar con Cantarela —dijo.

—¿Adónde la piensas llevar?

—Se ha resuelto a paseo, hasta las pesqueras de la Punta. Como necesita de aires la triste me he avenido en embarcarla, con algún trabajo.

Gerardo pensó un momento, y repuso:

—Ocupa tú mi barca, y déjame la tuya.

—¿Con la carga?

—Sí. De otro modo no habría motivo. Deseo hablar un poco con ella, y tú debes complacerme.

Marcelo se acarició la barba cana, preocupado, diciendo luego:

—Tú habías prometido no ir hoy a las pesqueras, y todos estábamos en ello muy conformes, porque tu salud no anda bien hace días. ¿A qué exponerse, y en esta ocasión del diablo? ¡Maldita idea la que tuve!

—Fue buena, al contrario, y te la agradezco tanto como ella. Mi cuerpo está sano y fuerte; y si los aires de la mar vienen bien al débil, igual provecho han de hacerme a mí, caso de que algún daño leve tenga.

—Sí —replicó Marcelo, pasando la mano por debajo de la gorra, que echó un poco sobre la frente—. Pero el caso es que yo me he comprometido a acompañar a la hija del viejo Roveda…

—Te disculparé, y no ha de serla tan repugnante mi presencia.

—¡Oh! por eso, no digo… Mas, tu no puedes embarcarte, Gerardo; y después, es serio desplegar velas en la boca de la tormenta…

—No temas. Te esperaré en la pesquera, sin novedad. Y mira, ya es tiempo: veo que Carolo desata el cabo de su barca, allá junto a la canaleta.

Marcelo lo miró con aire de duda y desconfianza, rascándose la nuca; y moviendo la cabeza lleno de contrariedad siguió despacio su camino, murmurando palabras ininteligibles.

Gerardo, por su parte, fuese a pasos lentos también hacia la playa, sigiloso, ceñudo, huraño, cual si presintiera una mala acogida, o las congojas rudas de un encuentro a solas.

Deslizábase sin ruido sobre los guijarros, deteniéndose de vez en cuando, con los ojos clavados en el suelo, como a escuchar los latidos de su pecho y los gritos interiores de su alma conturbada.

Al pisar la playa, volvió a detenerse, ya cerca de la barca, sumergido en honda reflexión.

En aquella playa había nacido su esperanza de ventura, allí había muerto y estaba sepultada, como el áncora rota en que apoyaba su pie, hundida en la arena batida y cubierta sin cesar por las mareas. Al contemplar ese despojo pareció sentir una conmoción profunda, que dejó blanco su rostro, algo semejante a los extremos arrebatos de rabia terrible que concluía por asomar a sus labios en forma de espuma, como si en la rota áncora viese la fiel imagen de su corazón partido. Instintos encontrados trabáronse en lucha sorda bajo su cráneo; una nube de sangre veló sus ojos; vaciló en avanzar, temiendo llevar su planta al borde de una sima insondable; pero, bien pronto, ahogando una especie de aullido, pasose la mano por la frente cubierta de sudor, aspiró con ansia el aire puro de la ribera, y poco a poco fue serenándose, hasta adquirir cierto dominio sobre sí mismo. ¡Cuán fatídicas eran aquellas llamaradas espantosas de sus pasiones!

De súbito, dirigiendo la mirada vaga y torva a la superficie de las aguas, para observar si las surcaban ya los botes, notó que estaban aún desiertas, y encaminose resueltamente a la barca de Marcelo.

Capítulo 31. La red corvinera

El mar estaba tranquilo, terso, quieto como una costra de hielo; la barca inmóvil, con los remos caídos a las bandas; la atmósfera tibia. Allá en lo alto, entre sus ondas de luz, vagaban con las alas tendidas en círculos majestuosos algunas grandes gaviotas de pico dorado, cuyas notas vibraban claras y sonoras en el espacio límpido y sereno.

Cantarela se había sentado en una banqueta, junto a popa, de espaldas a la playa, débil y abatida.

Con el índice en los labios y la vista en la línea del horizonte, dejó transcurrir largos minutos, sin darse cuenta de la demora de Marcelo.

Parecía absorta en la contemplación de aquellos dos espacios azules, que la línea ideal confundía como una alianza de profundidades y misterios, entre el abismo y el vacío; pero, en realidad, estaba ella mirándose en su interior, donde también coincidían por otra línea ideal las soledades de su alma, con lo incierto de su destino. Su organismo trabajado por la dolencia, y su cerebro combatido por tantas emociones, la hacían pensar sin consistencia, de una manera extraña y fantástica, cual si todavía las visiones de la fiebre cruzasen veloces de vez en cuando, así como cruzan las últimas rachas de una tormenta renovando en el ánimo del marino los horrores del conflicto.

¿Se habría olvidado de ella Zelmar? ¡Qué hermoso se le aparecía el seductor, enmedio de sus penas! Quizás, a su regreso se arrepintiera. Si no fuese así… ¡qué cosas horribles pasaban por su cabeza! Se sentía tentada del delito. Un ángel negro que había visto en sueños, la había ofrecido una vez una redoma de cristal, con un licor rojo, y una espina afilada y aguda en forma de cuchillo.

De repente se estremeció todo su cuerpo.

La maroma se había desprendido del aro y entrádose un hombre en la barca, que apartose en el acto de la orilla, tras un empuje rudo y calculado.

Cantarela se puso lívida, y quedose inmóvil, sobrecogida por una sorpresa profunda.

Aquel hombre era Gerardo.

Estaba pálido, nervioso, la vista algo nublada y lánguida. Echose la gorra atrás, y empuñando los remos en silencio, azotó las aguas, imprimiendo a la barca un impulso poderoso.

La joven se levantó tambaleante, y alargó el brazo, mirando angustiada la ribera que se alejaba por momentos. Quiso balbucear un ruego y no pudo. Juntó las manos despacio, temblorosa, y alzó sus ojos al pescador con una expresión tan triste y suplicante, que éste dejó caer los remos un momento, y mirándola, más pálido aún, dijo con suavidad:

—Siéntate. Vamos a recoger la red corvinera no muy lejos, allí donde han de reunirse las otras barcas, y pronto daremos vuelta.

Cantarela se sentó más tranquila.

El pescador pasó por su frente un extremo del pañuelo que llevaba ceñido a su cuello robusto; y callado, rígido, volviendo la espalda a la joven, dio expansión a un intenso sollozo, levantando el puño al cielo.

Cantarela volvió a temblar.

Gerardo oprimió con fuerza los remos, y la barca siguió deslizándose con pasmosa rapidez hacia el levante.

A intervalos, él se inclinaba a una de las bandas, disminuyendo el esfuerzo, como si se sintiera languidecer por grados. Después proseguía la maniobra con nuevo ahínco. Cantarela observaba el acompasado movimiento de los brazos y de las palas, sin desplegar los labios; la invadía una zozobra inmensa, y pensó que nunca había ella sospechado un tormento parecido. De pronto, ya muy apartados de la orilla, Gerardo volvió el rostro, cubierto siempre de una palidez extrema, y murmuró:

—Marcelo me pidió que lo disculpase. Tenía que guiar otra barca, que ha de juntársenos en breve. Me dijo dónde estabas, y allí vine… ¿Te ha disgustado esto?

—¡Oh, no!…

Una sonrisa esforzada se dibujó en los labios del pescador, que siguió bogando con brío alguna distancia.

No muy lejos de la costa, por la parte del este, y delante de la embarcación, veíanse ya cerca varios botes solitarios, de que partían los cabos que sujetaban la red.

Gerardo condujo la barca a un espacio intermedio y largó los remos.

Enjugose las sienes, y pasose por la boca el pañuelo, respirando con ansia las emanaciones salinas. Luego dijo:

—Yo quería acompañarte. Marcelo se oponía, porque no estaba yo hace días bien de salud; pero insistí… El verte y hablarte, con ser una amargura, se me hacía gustoso. Tú te pareces a un cuchillo que está en la herida hasta el mango, y que al salirse se lleva también el último aliento. Por eso te miro con placer y no quiero arrancarte de la entraña que has partido, y te acaricio, para que me dejes vivir un poco más.

—¡Por favor!

Gerardo fuese adelantando paso a paso, y se sentó junto a ella, sin responder. Su cabello lacio, largo y negro le caía sobre la frente y ojos, húmedo y enredado, velando la mirada torva y huraña. En su semblante todo, varonil y enérgico, se esparcía espesa sombra de horrible desaliento.

Hallole Cantarela desfigurado, melancólico, fatídico, no pudiendo menos de experimentar fuertes sensaciones de inquietud y congoja.

Por doquiera la extensión desierta, la soledad, el silencio, sólo interrumpido a ocasiones por el leve ruido de los alegres saltos de los pececillos en torno de la barca: ningún indicio se ofrecía que anunciara aun, a la distancia, la venida de los otros pescadores.

Dirigiose entonces, con la vista desolada, hacia la costa, que se perdía en curvas a lo largo del lontananza con sus orlas de arenas y peñascos; alcanzando a distinguir sobre la loma verde que se destacaba detrás, uno que otro jinete lanzado al galope, cuya figura concluía por desaparecer en las laderas de las cuchillas, al son quizás de algún aire alegre de la tierra. La luz del sol, viva y deslumbrante doraba los trechos de playa circundados de granitos, quebrándose en el manto de intensa blancura que en los médanos formaba con su plumaje, una legión de gaviotas. Sobre una res muerta en la barranca se abatían los gavilanes en grupos, disputándose los sitios de preferencia en el festín, entre lúgubres chillidos.

¡Ninguna esperanza por allí!

Al frente, en la línea del horizonte, distinguíanse puntos oscuros a flor de agua, que desfilaban en batalla mar adentro, que eran manadas de delfines escoltados por algún albatros vagabundo; y muy cerca, a pocos metros de la barca, se veía cierto hervor extraño y continuo que ampollaba la superficie, como si debajo se deslizaran fugaces chocándose en tumulto, multitud de peces, de los que más de uno surgía del elemento, brillando con lúcidos destellos en el aire para sumergirse de nuevo en rápido chapuz.

Por un instante, creyó Cantarela que Gerardo observaba con interés los progresos de aquel desorden submarino; pero, notó bien luego que no era el enjambre turbulento con su rica variedad de especies, lo que embargaba su ánimo.

El pescador la había mirado con fijeza obstinada por entre el pelo revuelto semejante a un jirón de luto; y ella había sentido el rigor acerbo de aquel duelo, al recordar su propia desventura.

¿Por qué creer que su pena era mayor?

Gerardo sacudió la cabeza, cual si quisiera imponerse al amago de un vértigo y dijo al fin, con acento de amargura:

—Sabes cuánto te quise… El pobre timonel soñaba siempre contigo aun bajo la niebla de la borrasca y el rebramido del trueno; linda estrella que alumbrabas la misma noche oscura y el derrotero del barco, allá en el agua profunda del cabo, jugando en ella como una platija… ¡Mira que yo era crédulo y bruto!

Se acercó más a la joven, sacando el busto fuera de la borda, y poniendo su mano curtida, trémula en ese instante, sobre las rodillas de Cantarela. Ella puso las suyas en su brazo, separándosela con un movimiento brusco y enérgico.

La mano cayó pesada a un flanco, y un relámpago de ira brilló en el semblante del pescador.

—Este aire del mar te hará bien —añadió reprimiéndose.

Te siento estremecer… No tengas miedo. En la tormenta que está en mi cabeza, no hay ningún rayo para ti; que todos ellos me han de partir el alma sin dañarte.

Y la miró febril y sombrío. Sus palabras eran lentas y fatigadas; su expresión estúpida y salvaje.

—Ganas tengo de darte un beso…

De tus ojos sale una luz parecida a la que viene a veces de lo hondo del agua. ¿Por qué los bajas?…

¡Si tú supieras cómo algo se me ha roto dentro, y quiere saltar por los míos, como los peces de esa red!… que nunca he sentido esta ansia de llorar sin poderlo, cayéndose el llanto en las entrañas cual espíritu fuerte que se enciende y me quema el corazón

—¡Gerardo, por piedad! —prorrumpió Cantarela con voz ahogada.

No obtuvo ya respuesta. La diestra del pescador se alzó lentamente, abierta y sudorosa, para volver a caer con el peso del plomo sobre la falda de la joven.

Ella miró aquella mano con terror.

El rostro de Gerardo fue poco a poco demudándose. De improviso, tras una violenta sacudida, sus párpados se cerraron, y la cabeza cayó sobre el pecho, vencida al parecer por un dolor agudo. Sucediose un temblor, y luego una especie de letargo.

Enmedio de profundos sobresaltos y fúnebres presentimientos, Cantarela tocó su mano. Estaba fría.

Volvió entonces a llamarle con un grito de angustia; Gerardo continuó mudo e inerte.

—¡Qué horror! —exclamó a voz herida—. ¡Y nadie viene!

Nada en efecto, había cambiado en el solitario panorama; el resplandor del sol se dilataba en la superficie en inmensa llamarada, y en la altura se cernían los audaces cormoranes repitiendo sus monótonas quejas como una música funeral. La vista casi extraviada de la joven alcanzó, sin embargo, a percibir dos puntos negros hacia el sur, que eran sin duda los barcos de Marcelo y Carolo; pero, cuán lejos se veían todavía. El auxilio iba a llegar tarde.

¿Qué pasaba por Gerardo? Lo ignoraba; no sabía que su mal extraño era efecto de la pasión infeliz, y que aquel desvanecimiento siniestro era prólogo de una tragedia.

Presintió no obstante, alguna cosa espantosa, y arrepintiose de haber accedido a embarcarse. ¡El abismo parecía abrirse a sus pies!

Llamó a Gerardo por tres veces, frenética, y arrojó a su semblante lívido un poco de agua amarga.

El pescador en ese momento echó atrás la cabeza, lanzando su gorra al mar; las pupilas se contrajeron, dobláronsele los miembros con fuerza y los músculos adquirieron la dureza del hierro; crujió la dentadura cual si desmenuzara un vidrio, y su mano derecha levantándose temblorosa y crispada, se asió del cuello de la joven, con la presión de una tenaza.

Cantarela lanzó un quejido sofocado, y fue atraída vigorosamente.

Ocurrió entonces algo pavoroso.

El robusto cuerpo de Gerardo, presa de convulsiones epilépticas, dio un salto en la banqueta, levantando con él a la infeliz que se agitó desesperada en el vacío, y ambos rodaron con sordo golpe al fondo de la barca. Allí, la lucha fue lúgubre y horrible. Gerardo se había mordido la lengua dando un rugido; de sus labios violáceos brotaban bocanadas de sangre y espuma; los dos cuerpos se revolvían entrelazados, chocándose con furia en los maderos, y la mano poderosa seguía ceñida a la piel, como un resorte férreo, bajo las contorsiones supremas de la víctima, por cuyos ojos fuera de órbitas y abierta boca, parecía escaparse la última esperanza.

Con todo, ella había sentido renacer sus fuerzas en aquel lance espantoso; y obluctaba con una energía increíble, pretendiendo arrancar con sus dos manos del cuello los dedos acerados.

Pareció de pronto que iba a seguirse una ligera tregua al combate horrible.

Pero inmediatamente, tras de un segundo de sosiego, Gerardo alcanzó enmedio de convulsiones formidables la banqueta, arrastrando a Cantarela; cogiose de la borda con la nuca, hasta hacer inclinar la barca; su tronco atlético formó como una arcada de puente, y a un empuje de los pies apoyados en el fondo, entre las barras del lastre, los dos cuerpos cayeron al mar.

No se oyó ningún lamento. Grandes burbujas surgieron de la superficie, enmedio de círculos concéntricos; y momentos después, recobraba su aspecto sereno el agua profunda.

Seguían, en tanto, aproximándose los dos botes tripulados por cinco pescadores. En uno de ellos venían Marcelo y Carolo. Estos apuraban la marcha, hundiendo con vigor los cuatro remos, cuyas palas al levantarse deslizaban una lluvia de vívidos cambiantes al resplandor solar; halaban, uno sentado y el otro de pie, sin darse tregua, como si hubiesen distinguido a lo lejos la lucha y el desastre, impacientes y sudorosos. Y así era, en efecto. Ellos habían presenciado la caída, con su vista de albatros, y un grito de estupor había escapado de sus pechos. Vieron también agitarse en el aire el vestido de Cantarela como una vela suelta, y sobrenadar luego un segundo, siempre adherida al cuerpo del formidable timonel. ¿Cómo llegar a tiempo?

—¡Gran naufragio! —barbotó Marcelo rugiente.

—¡Hala por los remos! —aulló Carolo sofocado.

Y la barca arrollaba las aguas con la velocidad de una ráfaga. Los que bogaban detrás oyeron la voz, desplegando al unísono pujante esfuerzo. ¡Afán estéril!

Carolo y Marcelo llegaron los primeros a la barca de Gerardo, que se había mantenido inmóvil, junto al bote estacionario. Estaba éste inclinado por la banda de babor, como atraído hacia el seno de las aguas; el cabo unido a la relinga de la red aparecía fijo y tirante; los grandes corchos correspondientes a la cuerda de cáñamo hundidos a una profundidad considerable, e iguales boyas de otros costados, en todo el largo de su línea, se sumergían por intervalos, cual si las mallas soportasen el peso de una roca. En la banqueta y lingotes de hierro de la barca de Gerardo, podían verse manchas de sangre revuelta con espumas.

Ante aquellas huellas terribles los pescadores se miraron consternados, y Marcelo, cruzándose de brazos, lanzó una especie de alarido.

Carolo, que se había quitado las ropas, miró el agua.

Los aguamares con sus babas blancas y rojas, flotaban por doquiera en el haz apacible: ni un indicio denunciaba el sitio de la inmersión. El pescador, con todo, púsose la mano en el cráneo, y se lanzó a lo hondo como una saeta.

De la segunda barca cayó otro cuerpo al mar.

El resto quedó en silencio, abrumado el ánimo por la catástrofe, fijos los ojos en el líquido agitado, cuyos remolinos se extendieron hasta el centro de la red.

Momentos después, los dos pescadores reaparecieron en la superficie. Carolo volvió a sumergirse; el otro subiose al bote, con desaliento. No había encontrado nada, sino peces en tumulto.

La ansiedad crecía, cuando de improviso Carolo surgió de nuevo junto a la barca, despidiendo agua por boca y fosas. Traía la vista irritada, y venía pálido en extremo.

—¡Ahí están! —dijo con acento lúgubre.

Marcelo aprestose a desvestirse; pero el pescador lo detuvo con una seña. Se entró en la barca, respirando con fuerza algunos instantes; y agregó:

—No es preciso… Vamos a recoger la malla.

Minutos después, los pescadores callados y sombríos, retiraban la red con lentitud, estrechando el círculo con las barcas, sin preocuparse del enjambre de brótolas y lenguados que ascendía aleteando y revolviéndose enmedio de los más brillantes reflejos. La red debió aglomerar un número mayor de peces que el que aparecía a la vista; pero, la caída de los dos cuerpos hundiendo una de las relingas, había facilitado la fuga de las corvinas. Hubo que extraer la pesca en parte y dejar libre una gran porción de ejemplares pequeños de aquella fauna moteada de oro, plata, rubí y violeta, para asir los cadáveres de Gerardo y Cantarela.

La mano terrible no oprimía ya la garganta de su víctima; pero los dos cuerpos estaban unidos: los brazos de Gerardo estrechaban contra el suyo el busto de la joven, que tenía el rostro escondido en su cuello y suelta la profusa cabellera negra hasta envolver la cabeza del desventurado como un fúnebre crespón.

Capítulo 32. Revelación

Raúl Henares tomó pasaje en Río Grande para Montevideo, tres días antes de que se produjeran los hechos que quedan relatados.

Sus trabajos profesionales habían obtenido buena acogida, y si bien recién iniciadas, las obras quedaban en vía de gran desenvolvimiento bajo la dirección secundaria de otros ingenieros, en la parte que a él correspondía en el contrato y que se limitaba a una corta pero difícil y ardua zona.

Más de un mes empleó en estas tareas laboriosas, sin flojedad ni decaimiento, conciliando los afanes del trabajo penoso con las halagadoras perspectivas de un porvenir lisonjero.

Desmontar, nivelar, echar puentes, desecar lagunas, trepar collados, escalar cumbres, cegar torrentes, horadar granitos, flanquear sierras, al golpe incesante y transformador del hacha, del pico, de las máquinas de fábrica, confundiéndose el sudor caliente de los rostros y de las manos con la humaza de la hulla y el vapor de las calderas, en esa actividad febril y vertiginosa que abate en cada árbol del bosque viejo un siglo de vida vegetativa; que burla al abismo apoyando en sus riscosas pendientes los estribos del pasaje de hierro; que lleva al valle salvaje el despertar de otra aurora, y el ruido de ruedas más rápidas que los potros soberbios y los gamos de sus malezas; que hace irrupción en las montañas arrastrándose paciente por sus desfiladeros, en forma de inmensa culebra de acero que alargara su cabeza hasta el nido de las águilas y de los buitres; que hiende moles y descuaja espesuras para que entre por vez primera con la luz del sol, el correo misterioso y formidable del mundo que piensa, anda, reacciona, combate, transforma, avasalla, utiliza y proyecta a la distancia los rayos de su foco poderoso: todos estos esfuerzos, estas empresas audaces, estos prodigios de la humanidad luchando con el obstáculo y abriendo puertas anchurosas a la corriente de vida que desborda, en el campo de una naturaleza ubérrima, cuya savia salta a chorros, a la menor presión de las fecundísimas mamarias, eran fuertes estímulos para su espíritu elevado, que veía en la existencia personal, en otra escala, los mismos períodos de fiebre, las mismas batallas rudas, los mismos sacrificios y abnegaciones, cuando ella desea obtener la realización de sus ideales íntimos por complemento de victoria, y esa plácida ventura a que se aspira como último premio, en pos de la lucha ardiente que determina y precisa sus rumbos fatales con el triunfo o la caída.

Trabajó, pues, con fe y ardimiento, fortalecido con la convicción de que era preciso poner a prueba todas las fuerzas del cerebro y del músculo en la lucha despiadada e implacable, que es levadura de virtudes, para gustar sin mezcla de penas, un poco del placer de la vida. Y volviose contento, lleno de esperanzas, henchido de nobles ambiciones, a aquel su bello país que lo atraía ahora con la magia de un encanto y la realidad de un ensueño.

Confiaba encontrar en el regreso de esta segunda partida, aquellas gratas ilusiones y goces que no hallara al volver de Europa. Deparábaselos el amor, ya que no las amistades nacientes o la estimación de los extraños adquirida por sus méritos: la escena aparecía diferente, ornada de atractivos seductores a los ojos de su alma, sin aquellos tintes oscuros y vagarosos de otros días, después de una larga ausencia. Las costas que la nave recorría, rumbo a Montevideo, exhibíanse ahora bajo un aspecto nuevo y encantador para su imaginación apasionada, y complacíase en contemplar con secreto deleite bajo la tolda sus relieves caprichosos, sus cabos y puntas avanzadas, sus coronamientos de fantásticos peñascos, sus empinados cantiles, sus playas blancas y movibles cordilleras de arena, sus islotes, de piedra en que se agrupaban los lobos marinos al amor del sol, sus lejanas lomadas verdes y serranías azules, detrás de la línea de roca viva que lamía el oleaje espumoso y turbulento. Volaba entonces su espíritu hasta los sitios queridos, después de resbalar su mirada por la costa, las colinas, las crestas de los montes, ansioso de anticiparse el placer de la grande emoción suspirada, y sonriéndose a la idea de que la dicha estaba a un paso, lo mismo que para los ojos parecía estarlo aquel horizonte lleno de luces y colores.

Estas impresiones fueron haciéndose más dulces y agradables, conforme avanzaba la nave e iba descubriéndose entre los celajes de la tarde la bella península en que se asienta la ciudad natal. Delineábase con su enorme mole de edificios entre contornos dorados y celestes, empinada con osadía en las alturas, como para inquirir allende el horizonte el derrotero de los buques que traen semilla de progreso, polen de artes y porvenir de razas, e indicarles las latitudes privilegiadas y puertos de arribada forzosa, en donde el mismo derecho inviolable protege y ampara la virtud y el trabajo, y la libertad fuerte en sí misma, respeta y saluda a todas las banderas del mundo. ¡Cuán hermosa se le aparecía ahora, a través del prisma de sus ideales, esta ciudad erguida y risueña, promesa de oro en el grande estuario, que incita al navegante a internarse en busca de próvidos y ricos dones en los ríos gigantescos, como una sonrisa de la fortuna aquende la soledad de los mares! Contemplábala con esa dulce fruición del que se aparta de las cosas transitorias y abriga fe en las lecciones del tiempo; y presentía en ella un vasto emporio, cabeza de regiones, que debía animar quizás con el soplo de su vida, en los misteriosos años del futuro.

Cruzábanse así, patrióticas visiones con sus ensueños apasionados, a medida que la vista iba dominando el conjunto y distinguiendo los detalles; brillante panorama, al principio, realzado por los cuadros y paisajes de las quintas y jardines de los contornos entre cuya verde espesura se destacaban aéreas moradas blancas, algunas torres, luego conos enhiestos, iglesias dispersas, campanarios atrevidos, airosos minadores, fugaces agujas, aquí y acullá diseminadas entre millares de azoteas; después el cerro, con su morrión de almenas y su faro de eclipses, solitario gigante que enseña a lo lejos su ojo de fuego, burlando las celadas tenebrosas de la bruma y el escollo; el anfiteatro enseguida, con su vasto cinturón de edificios, árboles y palacios de verano, visibles a través de un bosque de mástiles y vergas que cubrían la rada, balanceándose al ritmo de la marea; al frente, los fuertes murallones y el viaducto de la playa, por donde se deslizaba la locomotora con su flotante cimera de vapores y sus resoplidos de dragón formidable; y más al fondo, el montículo legendario en cuya cumbre se asentaron gloriosas banderas de guerra, punto estratégico de sitios desoladores, teatro de salvas y dianas de victoria, donde se batieron veinte ejércitos en duelo a muerte y se desplegó a cada lustro aciago el pabellón negro de las luchas civiles. Pero este cuadro panorámico, por hermoso que fuera, no había logrado agitar tanto su corazón como el paisaje bello y risueño de las colinas al naciente que dejara a sus espaldas al doblar las puntas del mediodía; lugares caprichosos de vegetación lujuriante y suelo de arenas que refresca el viento de las orillas, donde la naturaleza parece conservar sus rasgos distintivos enmedio de los mismos esfuerzos del arte, llenos de sombra y callada soledad, aunque animados y luminosos para él, por el encanto que les prestaba su blonda y virginal Armida. Ella, Brenda, estaba allí, y esto sólo era lo bastante para que revistiesen a sus ojos majestad, poesía y colorido. ¡Cuánto ansiaba el delicioso momento de volverlos a ver!

Apenas desembarcó, dio orden al cochero de conducirlo sin demora a su casa—quinta. Contra la costumbre proverbial de los aurigas alquilones, éste hizo volar su vehículo por los rieles del tren del Este, y no se detuvo hasta llegar a la verja, obligando su pareja a una carrera para él fabulosa. Raúl le compensó con largueza.

Todo estaba en orden en la casa—quinta, desde la sala de recibo al gabinete de estudio; nada podía observarse a la escrupulosidad de Selim. El fiel doméstico experimentó gran satisfacción por el regreso, e impuso a Raúl minuciosamente de las ocurrencias —como él decía—, sin excluir la del fallecimiento de Zambique, que describió con vivos colores, y su visita, horas antes del desgraciado suceso. Con este motivo, añadió en su pintoresco lenguaje, que desde aquel día abundaban los perdigones en el baldío, sin duda porque los ecos de la marimba no les ponían ya miedo.

Lamentose el joven de la fúnebre nueva; más aún, al pensar en la pena que el hecho habría causado en el ánimo de Brenda. ¡Sobrábanle a él motivos para destinar un sitio de preferencia en sus afecciones y recuerdos al buen Zambique!

Informole también Selim, de que la correspondencia de Río Grande había sido entregada en el acto de su recibo; y entre otros datos, la noticia del próximo regreso del caballero Zelmar Bafil de Buenos Aires, según anuncio trasmitido por su criado de confianza, que había recibido orden de esperarle en el muelle en la siguiente mañana.

Mucho complacieron a Raúl estos informes.

Apenas se restauró de las fatigas del viaje y húbose cambiado de traje, resolvió trasladarse a la casa—quinta próxima, munido de las cartas a que hiciera referencia en su esquela a Brenda.

No podía decidirse a aplazar aquella visita, tan interesante para él, de la que se prometía dulcísimas impresiones. Era tiempo de definir una situación que podría hacer la inercia intolerable, y complicar otros sucesos inesperados: los propios impulsos de su amor le llevaban adelante, después de una tregua demasiado larga para las impaciencias del corazón.

A pesar de todo, dirigiose no exento de dudas y de extrañas ideas a casa de la señora de Nerva; preocupación fundada en los móviles secretos que inducían a ésta a resistir a sus amores.

Al aproximarse a la verja exterior del edificio sintió precipitarse los latidos en su pecho.

Por entre los primeros pilares, pudo percibir una gran parte del jardín; y aquellos sitios tan queridos, que en nada habían cambiado, los árboles altos e inmóviles, la poética glorieta, los bancos de piedra pulida, los bustos marmóreos entre el follaje, los senderos de brillante arena de las playas, las flores meciéndose al arrullo de las auras tibias, la fuente con su pez de greda, los verdes festones de bejucos, los criaderos vestidos de galas irisadas en torno de los que solía deslizarse la falda blanca o celeste de Brenda, por las tardes, hablaron a su espíritu con el lenguaje de otros días, llenándolo de reminiscencias e ilusiones adorables.

Las dudas y pensamientos importunos se desvanecieron. Sólo quedó una imagen, que bien pudiera ser luz, aroma y melodía en el circumambiente de sus ideales. No necesitaba más para los raptos de su mente, contenida por hábito y tendencia —a pesar de las afirmaciones de Bafil—, dentro de los límites de ese amor humano, sin extremos arrobamientos místicos; pero férvido, generoso, profundo, capaz de las grandes acciones y sacrificios que dignifican y enaltecen la vida.

Raúl siguió avanzando con más ánimo y brío, en pos de estas alternativas y entusiasmos, propios del estado de su espíritu.

Dos carruajes veíanse frente a la verja. Este detalle no dejó de preocuparle un poco.

Asaltolo entonces la sospecha de algún incidente extraordinario.

Precedámosle algunos momentos en su visita.

De pocos días atrás, en realidad, a partir de aquel en que Areba insinuara en el ánimo de Brenda una cruel sospecha, la anciana guardaba el lecho, llegando a inspirar nuevamente su salud serios temores. Parecía aproximarse una crisis peligrosa. El acendrado cariño de Brenda y su inagotable fuerza de celo, constituían el gran consuelo de la enferma en su quebranto; aunque los torcedores de una pena honda desgarraban implacables el corazón de la pobre niña, adquiriendo sus incertidumbres las formas más negras y fantásticas en las largas y frías horas de vigilia. Dividían los grandes y distintos afectos, carísimos amores que empezaba a cubrir lo oscuro impenetrable, al flotar sobre ellos la duda con sus pliegues siniestros, sin que la fuera dado confiar a la que tanto veneraba, por el momento, las expansiones íntimas de su acerbo dolor.

La súbita aparición del doctor de Selis, durante su diálogo con Areba, y cuando ella se disponía bajo la influencia de la ruda emoción que la causaran las últimas palabras de su amiga, a precipitarse en brazos de la anciana para arrancarla con el ruego la clave del horrible secreto, previno una escena tocante y conmovedora; y ahogó ella sus lágrimas y acalló sus penas resignándose a esperar con la vuelta de aquella salud querida, el regreso del ausente amado.

Esos dos seres eran su único culto. Ante las revelaciones misteriosas de Areba y su actitud apasionada, casi irascible e hiriente, deseaba no pensar, no creer, no recordar, reprimir el vuelo de su imaginación y la actividad febril de su inteligencia que pedía a su memoria, infatigable, materiales de un pasado ya lejano con que iluminarse entre las tinieblas del enigma. ¿Sería que Areba amaba a Raúl, y quería robarla su dicha? ¡Amarga duda! ¿Cuál sería aquella barrera insalvable a que ella aludiese en su despecho, levantada por una suerte impía, como una amenaza de perdurable desventura? ¡Terrible incertidumbre! Esta última pregunta, hablando consigo misma, mantuvo por largas horas en excitación su cerebro; el secreto se hacía de instante en instante más oscuro y temible, y ante él llegó a cerrar los ojos, como sucede cuando amaga un vértigo en la altura que domina a un precipicio.

En su imaginación herida llegó a reflejarse alguna vez con todos sus detalles y accidentes la última escena con Raúl, el banco cubierto de enredaderas frente a la choza, el pasaje de Zambique, la emoción y la palidez de Henares cuando la preguntó «cómo era su padre», el ceño adusto y triste de su semblante al satisfacer ella su deseo; y en armonía con estas reminiscencias, la conducta de la señora de Nerva para con él, sus recelos, sospechas y resistencias silenciosas, la actitud recogida y llena de misterio de Areba: todo esto se agolpaba en tumulto a su mente y se desvanecía pronto, para dejar su sitio a nuevas memorias e inquietudes.

¡Cuán diferentes preocupaciones, qué opuestos pensamientos, qué encontradas emociones, qué proyectos insólitos y luchas sin tregua en el fondo de su conciencia!

¿Había, acaso, algún genio adverso envenenado el aire de su soledad?

Sentía en su cabeza un peso que la agobiaba y la abatía, privando a los ojos de su brillo y a la piel de su rosa admirable; y en el seno un escozor sin alivio, persistente, dilacerante, crueles efectos de sus insomnios y torturas morales.

En todas partes se notaba su presencia, y la servidumbre que la veía agitarse de continuo y andar inclinada, silenciosa, abstraída, concluyó por someterse al influjo del contagio, difundiéndose en la morada hermosa una gran nube de pesar y de tristeza. Si ella, que era el encanto de todos los ojos y el tema de todas las lenguas, había perdido su alegría, ¿qué ánimo podía aparecer contento y feliz mientras la septuagenaria al recobrar su salud, no volviese a su pupila su esplendor de primavera?

En la tarde de que hablamos, encontrábase la joven a la cabecera del lecho de la enferma pasándole cariñosa su blanca mano por las sienes, en el ansia de que disminuyera la fiebre que consumía aquel cuerpo frágil y endeble.

Areba estaba cerca, callada y quieta en su asiento, con un brazo apoyado en el velador y la mano en la barba, en actitud de recogimiento.

El doctor de Selis, a la espera de la hora de una junta con otros dos facultativos, había salido, hacía momentos, y se paseaba impaciente en el vestíbulo, moviendo a uno y otro lado la cabeza cual si sostuviera con la ciencia un debate grave, en nombre de la duda y de lo imprevisto. La digital purpúrea ¿qué podía contra el vicio orgánico?

En la habitación de la enferma, semi oscura, reinaba ese silencio que en determinadas horas parece imponerse a los mismos insectos alados que zumban en el aire.

La anciana había tenido un rato de reposo. Al despertar, nombró a Brenda.

Contestola ésta, con dulzura:

—Aquí estoy. ¿Qué me quieres, madre?

—¡Ah! —murmuró ella mirándola con los ojos muy abiertos y una expresión indefinible.

Los dirigió enseguida a Areba.

Ésta se apresuró a preguntar con cariñoso interés:

—Siente usted algún alivio ahora, ¿verdad?

—Un poco, felizmente. No tengo la cabeza pesada y débil como anoche… Este corto sueño ha sido sin embargo bastante intranquilo.

—La fiebre tal vez, madre —dijo Brenda, acariciando solícita entre las suyas una de las manos de la enferma—. No debes hablar mucho, que eso puede agravarte.

—En este instante, no; y quiero aprovecharlo en todo lo posible… El sueño fue extraño, como propio del delirio: pero de él no recuerdo nada con lucidez, sino un detalle interesante.

—¿Cuál?

—Que hablaba con tu padre, sobre aquel que le quitó la vida.

Brenda experimentó una fuerte conmoción, y sus mejillas palidecieron.

Areba hizo un ademán de ansiedad.

—Eso me induce a hacerlo ahora contigo —continuó la anciana con la voz trémula, sin apartar la vista de la huérfana—, por el cariño que te profeso y por esa memoria para ti querida y venerable… Consuélame la idea de que no tienes queja de mí, y de que me quieres siempre con la misma ternura.

—¿Podías dudarlo, madre mía? —balbuceó Brenda ahogada por las lágrimas.

—Ya ves que no. Pero anhelo desvanecer en tu ánimo cualquier duda sobre mis intenciones acerca de tu porvenir.

—¡Oh, qué cruel estás! —dijo Brenda con acento de dolor—; yo te suplico me dejes ahora concentrar en ti mis afanes y cariños… ¡Olvida lo que me interese, por favor!

—¡No! Es preciso que me escuches —replicó la anciana temblando, con los ojos muy animados, y el ademán febril—. Lo exige mi conciencia.

—¿Tu conciencia? —exclamó la huérfana estremecida—. ¡Oh! ¿Qué significan esas palabras en tus labios, madre mía?

Brenda hizo esta pregunta llena de sorpresa. Habíanse abierto cuan grandes eran sus ojos azules que, fijos, inmóviles, empezaban a reflejar los fenómenos de una honda tribulación. Aquellos lejanos recuerdos, aquellas frases extrañas, aquellas palabras significativas o intencionadas, por lo menos, en aquel instante triste, introducían el sobresalto en su ánimo, poniendo a prueba la delicadeza de sus fibras. ¡Parecía empezar a comprender!

Areba aproximose a una seña de la enferma.

Ésta oprimió una mano de Brenda contra su pecho, cual si quisiese atenuar con su suave roce los golpes rudos y tenaces del corazón; y empezó a hablar agitada, nerviosa, llena de verbosidad, como si deseara al precipitar sus palabras, arrojar cuanto antes de sí un peso intolerable.

—Hasta hace poco tiempo —dijo— fue mi deseo, desinteresado y cariñoso, que tú contrajeses enlace con el doctor de Selis, presintiendo que mi vida no podría prolongarse mucho, sin que este deseo debiera interpretarse jamás como una violencia moral o una imposición indigna del grande afecto que te he prodigado siempre… Después que me revelaste sin reservas el estado de tus sentimientos, y las ilusiones que abrigas, respecto de otro amor que vino a ti fatalmente, no podía yo insistir en mis propósitos, y preferí guardar silencio para no marchitar quizás de pronto aquéllas con vanos disgustos y pesares… al menos, mientras no adquiriera la certidumbre de ciertos hechos que consideraba y juzgo deber de conciencia no ocultarte…

Detúvose un momento: estaba un poco fatigada, con el rostro ligeramente encendido y la mirada brillante.

Brenda, por cuyo corazón pasaban fenómenos inexplicables, hizo un ademán de ruego, conteniendo el llanto; pero ella, después de un fuerte suspiro, siguió diciendo:

—¿Cómo podía yo obligarte? Dueña eres de seguir los naturales impulsos de tus sentimientos… ¡Nosotras las ancianas nos forjamos a veces la ilusión de poderlos dirigir sin pena ni esfuerzo! Es una ficción con que nos halaga la experiencia, esta memoria triste inseparable del frío de los años… La juventud vive de pasiones, y hay que dejarla horizontes y ensueños; pero debo instruirte de cosas de otros años, mi querida Brenda, para que las medites a solas y decidas de tu suerte sin hacerte violencia, despreocupada y libremente; y he de referírtelas no sólo para mi satisfacción propia, sino también en homenaje a la memoria de aquel cuyo retrato colocado junto al de mi esposo —su amigo fiel e inseparable—, contemplas tú todos los días con cariñoso respeto.

Así diciendo, la enferma tendió el brazo enflaquecido hacia uno de los retratos en tela, pendientes de la pared del fondo.

Brenda siguió el movimiento con otro rápido de su cabeza.

—¡Mi padre! —profirió, dominada por una emoción profunda.

—¡Sí, Pedro Delfor! —dijo la anciana con tono grave y solemne—, que hace años sucumbió en un lance de guerra. Tú recuerdas bien el suceso, origen de tu orfandad. No ignoras tampoco que una circunstancia casual me hizo testigo de la sangrienta aventura… ¡Conservo aún grabadas en la memoria las facciones del matador!

Se calló otra vez, clavando en la joven su vista turbada e inquieta, en que parecían reflejarse todas las congojas de su ánimo.

Brenda sintió helársele la sangre en las venas; miró a su vez a la enferma con una expresión de desvarío, casi atónita, y exclamó enmedio de fuerte zozobra:

—¡Madre querida, concluye por piedad!… ¿Qué relación existe entre esa muerte y mi amor?

La anciana ahogó en su garganta un ronco sollozo, clamando rígida y angustiada:

—¡Yo nunca te dije quién le mató!

—Y ¿quién fue, Dios piadoso? —balbuceó Brenda retrocediendo un paso, con las manos tendidas hacia adelante, y pintado en su rostro el más vivo sentimiento de terror.

La enferma incorporose de súbito en el lecho llamándola a sí, con los labios trémulos y violáceos, como pidiéndola que viniese a compartir con ella su amargura, y mientras Areba silenciosa y conmovida enlazaba con su brazo la cintura de la joven, dijo ella, imponiéndose por un esfuerzo supremo a su pena indecible:

—Le conoces. ¡Se llama Raúl Henares!

A estas palabras, Brenda arrojó un grito herido, llevando las manos a su pecho, cual si allí hubiese entrado un dardo de fuego; y arrancándose desesperada de los brazos de Areba, agitose vacilante y ciega, presa de un vértigo, y fue a caer de rodillas frente al lecho, posando en él su cabeza, que sacudió con los últimos estremecimientos de un dolor agudo y horrible.

A aquella voz desgarradora, la anciana postrada por el esfuerzo se desplomó en los almohadones lívida y sollozante, murmurando frases ininteligibles y misteriosas, como esas que vagan por los labios ya incoloros y secos en la hora de morir.

Areba, perpleja ante este cuadro afligente, corrió al fin veloz a la galería, dando paso a las sirvientas que a su llamado acudían en tumulto, y de allí al vestíbulo, en busca del doctor de Selis.

Minutos antes, Raúl Henares había salvado la gran puerta de rejas que daba al camino.

Algo sucedió entonces.

La presencia de Lastener de Selis operó en él una transformación repentina. Desechando todo escrúpulo, atravesó con firmeza el sendero y subió las gradas.

El doctor que se paseaba con la cabeza descubierta, impaciente y agitado, se detuvo al verle venir, haciendo un brusco movimiento de sorpresa. La visita, a no dudarlo, era inopinada.

Mas reponiéndose bien pronto, cruzose de brazos y esperó.

Una sonrisa irónica se dibujó en sus finos labios, animando su fisonomía con una expresión de placer singular. Aquel encuentro parecía propicio a sus planes de desagravio y de amor. La fatalidad arrastraba a su adversario a un trance amargo y duro, de cuyas consecuencias difícilmente podría librarse, y que debía herir sus fibras en lo más hondo, envolviendo su conciencia de improviso en la túnica encendida del remordimiento y de la desesperación. El despecho y el celo que bullían en el fondo de su ser, sin nublar la visión clara de su espíritu, prometíanse un triunfo incomparable. Su rival bajaba al terreno de un modo inesperado, y en hora solemne para la huérfana, que en ese instante ante el lecho de la enferma, presentía tal vez un nuevo y grande infortunio.

Raúl fijó en él su mirada al poner el pie en el vestíbulo.

El doctor de Selis se mantuvo quieto, mirándole a su vez, la diestra puesta en los labios, cual si buscase detener la explosión de sus resentimientos; y volviéndose de lado, dijo, procurando dar a sus palabras una entonación reposada y fría:

—Llega usted en un instante sólo útil a la ciencia.

—Lo deploro —contestó Henares reprimiendo una fuerte sensación—. Pero eso me estimula a no desistir de mi propósito, aunque el caso sea grave…

—¡Por demás! Lo singular del hecho, es que bastaría a la anciana enferma el anuncio de su visita, para que se produjera en ella una crisis funesta.

—¿Es el facultativo el que me hace una advertencia discreta, o es el pretendiente que intenta lastimarme?

El joven acompañó la pregunta con un ademán vehemente, y un sobresalto que no intentó disimular, dirigiéndose a la entrada.

De Selis, sin contestarla, dio dos pasos hacia la puerta, diciendo en tono helado y grave:

—Apele usted a lejanas memorias, que es posible duelan a usted recuerdos.

Raúl se detuvo, irguiéndose altivo.

—Ninguno de ellos me avergüenza —contestó, midiendo a su adversario con una mirada enérgica y resuelta—.

—¡Lo propio fuera, que jamás hubiese puesto usted aquí la planta!

—¿Por qué?

—Su conciencia lo dirá.

—¡Error! Al lado de la que empaña la suya, mis culpas leves se disipan. ¿No será usted víctima de una torpe alucinación?

—Lejos de eso. ¡Lavó usted en su mano una mancha de sangre, pero en su memoria quedó otra indeleble!

—¡Aclare usted esa frase! —prorrumpió Raúl con asombro, y conteniendo apenas los impulsos de su cólera.

—¡Fácil es!

Tenía de Selis el color de la cera y creeríase que hincaba sus uñas en la piel, conteniendo un arranque violento. En sus labios morados no había desaparecido la sonrisa esforzada e irónica del primer instante.

—La prueba de lo que una tradición oral cuenta, está aquí; y tiene a más por testigo el hecho en que ella se funda, a una anciana venerable.

Al expresarse de este modo, de Selis llevó la mano al pecho, en donde sin duda guardaba el memorándum de Diego Lampo, exigido a éste por Areba.

Un recuerdo luctuoso cruzó entonces por el cerebro de Raúl, y una nube negra por su vista.

—¿Qué afirma la tradición? —profirió sin reprimir un arranque de ansiedad mortal.

Su adversario se alejó un paso, exclamando lleno de vengativo encono:

—¡Ella afirma que en el vado de un arroyo, el coronel Pedro Delfor, padre de Brenda, murió a manos de Raúl Henares!

Raúl retrocedió, así como aquel que recibe un golpe de maza en mitad de la frente —y al golpearse aquélla con extrema violencia, lanzó una gran voz:

—¡Fatalidad!

—¡Sí! —prosiguió de Selis con ensañamiento cruel—, ¡por ahí le entró al padre la bala, dirigida por la mano del que ahora pretende la posesión de la huérfana, como un derecho o despojo opimo de la victoria!

Raúl se alzó desencajado y convulso sacudiendo la cabeza con ademán imponente, y se lanzó con ímpetu sobre él, gritando de ira y de dolor:

—¡Calle usted, o le arranco la lengua!

Por un movimiento simultáneo, de Selis se abalanzó a su vez, al proferir una interjección enérgica, y los rivales, cogidos de los brazos con rencor fiero, se miraron lívidos, frenéticos, implacables, buscando aniquilarse, con el solo fulgor siniestro de sus pupilas.

De súbito, resuena la voz de Areba, alterada y llena de congoja:

—¡Doctor de Selis, urge su presencia! ¡Acuda usted pronto!

Tras de estas palabras, la joven apareció en el vestíbulo con la rapidez que imponen los casos graves y la agitación propia de una hora de angustia.

La escena que allí se desenvolvía, la impuso y sobrecogió, arrancándola un grito de espanto y de sorpresa.

Este grito contuvo a los adversarios.

Los brazos cayeron de improviso; los dos hombres se apartaron ceñudos algunos pasos y miráronse silenciosos, una vez más, con una expresión de concentrado encono.

Al fin de Selis entrose mudo y sin color, moviendo inquieto los hombros, cual si en ellos se hubiesen posado dos zarpas poderosas y desgarrádole las carnes.

Areba le dejó pasar, callada, transparente de emoción, colocándose entre él y Raúl, que se había descubierto un instante, y daba un paso para alejarse.

Ella le miró al rostro, página viva de los tormentos que dominaban su alma varonil, y en su alma se confundieron vehementes e intensos el amor, la admiración, el despecho, los celos, el enojo, para sucederle después, otra, con un reflejo de pesar infinito.

Raúl se detuvo.

Areba se acercó más a él, con esa audacia adorable que la pasión concede y que estimula un gran dolor extraño. ¡Cuánto darla ella por restañar la cruel herida abierta en aquel noble pecho!

Al verla aproximarse, con los ojos puestos en los suyos, y un aire de profunda simpatía, suave, pálida, bella, emocionada, el joven intentó sobreponerse al peso de su desventura, y descubriéndose de nuevo, dijo con acento bajo:

—Séame permitida una pregunta, por favor… ¿Es para Brenda ese auxilio que usted ha reclamado?

—No —respondió Areba con premura, y acallando todo sentimiento de despecho u orgullo—; es para la señora de Nerva, cuyo estado inspira seria inquietud.

—Gracias y perdón, si he osado detener a usted en este momento de conflicto; pero su bondad me dio ánimo. De regreso de un largo viaje, aquí vine para cumplir un grato deber, ajeno a lo que ocurría, y muy distante de pensar que la suerte me reservase un amargo sinsabor. Me aparto sin cumplirlo; y al hacerlo, agrego a mi desdicha propia la penosa certidumbre de que aquí se sufre y se presiente un suceso irreparable.

Alzó enseguida sus ojos a Areba —que le contemplaba turbada y suspirante—, y añadió en tono de melancólico ruego:

—Si de labios de la enferma recogiera usted mi nombre envuelto en un trágico episodio, ¡oh, que no se me condene en absoluto! siquiera en nombre del principio de justicia que permite su descargo al reo.

¡Sea usted piadosa! ¡Del sacrificio que me impuso un destino adverso, al arrancar con mi mano la vida a un hombre, en época apartada, la conciencia no me acusa, aunque el corazón protesta lacerado, y llena mi alma toda con sus gritos de dolor!

A estas palabras, inclinó Areba su cabeza, uniendo las manos, cual si aquel hondo duelo hubiese encontrado en ella un eco intenso y conmovido las fibras más sensibles de su ser.

Saludó Raúl, y de allí apartose con la frente baja, un brazo recogido sobre el pecho y el otro doblado hacia adelante, turbia la vista, el cuerpo erguido y rígido, cual si todos sus músculos en acción conservasen aún la actitud agresiva del primer momento.

Viole ella alejarse, con un sentimiento de profunda pena; irse anonadado, sin haber gustado el placer inefable de una entrevista con la que amaba, como un pobre viador a quien se arrebata el último consuelo; y cuando él se detuvo un segundo, sin volver el semblante, en la puerta de la verja, oprimiósele a ella el seno con amargura y desaliento.

¡Ni una mirada! Por primera vez las lágrimas saltaron a sus ojos, y al rodar, cayeron en sus labios como gotas de fuego.

Capítulo 33. Los dos amigos

El golpe, como se ve, había sido rudo.

Muchas horas pasaron antes que Raúl pudiera recobrar la calma y el reposo necesarios ara darse cuenta del hecho y de sus consecuencias ulteriores.

¡Cuán tristes las primeras que se siguieron a la revelación!

La noche fue velada, llena de sombras, de fiebre y de pesar. Los abismamientos interiores se sucedieron en serie no interrumpida, a cada excitación nerviosa, lo mismo que acaece en los días de duelo. Todas las ilusiones que había acariciado en la ausencia, todas las esperanzas dulcísimas que la pasión fomenta y la fantasía engalana, surgían y revolaban en la boca de la sima en que se hundía su pensamiento atormentado, para desaparecer fugaces a cada asomo de la amarga realidad de su destino.

En el fondo de aquella sima, no menos oscura y honda que un espacio insondable, vio agitarse la sombra muda y fatídica del padre de Brenda, que se alzaba lenta y manchada de sangre, para ahuyentar de su cerebro los ensueños de ventura; y luego, en los bordes, con las manos tendidas y demudado el semblante por una inmensa pena, la blanca imagen de la huérfana, que pedía al fantasma le revelase un nombre…

Acordábase después, de la escena en el cementerio, de la fecha inscrita en la piedra negra del sepulcro de Pedro Delfor, de su encuentro con la joven, y de la impresión que su presencia causara en el ánimo de su protectora, renovada la noche del baile en casa de Stewart. Estas reminiscencias iluminaban su espíritu, a intervalos; hasta que otras, más lejanas, acudiendo en tropel, concluían por vencer toda duda acerca del sangriento episodio, de que él fuera protagonista. Ante ese convencimiento íntimo doblegábase su ánimo al peso formidable del recuerdo, y desvanecíase la más humilde esperanza de piedad y de perdón.

¿Podría ella, acaso, imponerse al hecho tremendo; a la ley moral que lucha con el sentimiento en las profundidades del alma, al que vulnera cuando no domina, y provoca las reacciones severas que postran y abaten los organismos delicados?

¡Y él! ¿Qué podría exigir al amor casto y puro, amargado por la certidumbre absoluta de ese hecho, u ofrecerle en desagravio, que no fuese una corona de azahares adornada de crespón?

Había que rendirse a una realidad inflexible y abrumadora.

¡Ah! Fácil era al ingeniero inteligente y hábil, vencer los obstáculos de la naturaleza, corrigiendo sus formas y modificando su estructura; abrir caminos a través de las moles de granito haciendo bóveda inmensa de una montaña; lanzar hilos por encima de los esteros y boscajes espesos y hundir cables hasta donde no alcanza el furor de las tormentas; descender audaz a la mina oscura, a las criptas pavorosas y a los declives de los torrentes, donde apoyar un machón de fábrica; desviar las aguas de un río, ahondar su cauce y convertir con su riego en suelo fértil una pampa desolada; hacer palacio aéreo de lo que fue choza humilde y espléndido parque de la floresta virgen; improvisar vergeles llenos de florescencia, vigor y fecundidad allí donde nunca creció arbusto, y como a un golpe de vara mágica, erigir monumentos al trabajo y a la industria que difundan en contorno el calor de las fraguas y la fiebre de los talleres: fácil era todo esto, a la audacia y a la iniciativa del talento. Pero ¿era posible reanudar los lazos de una pasión que la adversidad destruye o abate, como al echarse sobre él un puente se unen los bordes de un precipicio, o vuelven a ligarse arrancados al abismo de las aguas los extremos de un cable que se rompe?

En la triste imaginación de sus amores, halagábale la idea de que ella lo querría siempre como él la querría, aunque nunca más pudieran encontrarse.

Parecíale que en estas líneas paralelas del sentimiento, la regla matemática se imponía en rigor de una manera inexorable.

Felizmente, Raúl tuvo un verdadero momento de goce y satisfacción como tregua a su amargura, en ese día. La visita de Zelmar —cuyo regreso había él olvidado enmedio de sus desazones—, vino a confortarle y a ofrecerle la ocasión, tan rara, y por lo mismo tan preciosa, de conceder ensanche y desahogo a su espíritu sin temor de que se perdieran sin eco sus confidencias graves en el vacío que el criterio egoísta e indiferente abre sin escrúpulo ni reserva al pesar ajeno. ¡Ya era esto bastante! Su espíritu, por firme y seguro que fuese, necesitaba expandirse y proyectarse, buscar en esa amistad sincera y noble, cuyos caracteres distintivos parecen irse perdiendo de día en día, al paso que asume mayor rigor la lucha por la vida y los instintos hereditarios, refinándose, reemplazan a los sentimientos grandes y elevados, las inspiraciones puras y felices, que la tiranía del dolor no permitía sugerir a su propia inteligencia.

Zelmar se presentó contento, casi radiante, abrazando efusivamente a su amigo, inquiriendo con interés el éxito de su empresa, y mezclando a sus preguntas impresiones personales, llenas de gracia y colorido.

Raúl lo acogió con alegría y emoción, significándole en sus elocuentes pruebas de afecto, cuán grato le era el volverle a ver en esos momentos, tan nutrido de buena savia y animado de tan envidiables satisfacciones morales.

—No te equivocas, mi querido amigo —decía Zelmar—; efectos de la vida porteña, que si en mucho difiere de la parisiense, tiene en cambio su sabor original. Pero, no está ahí precisamente la causa de este estado especial de nervios que te sorprende: hay varias concurrentes, ¡y a fe que muy dignas de apreciarse!

—Te escucho con placer.

—Mis exámenes, en primer término; éxito completo, notas excelentes, felicitaciones honrosas de la mesa, tesis de sensación, diploma de suficiencia, adquirido a todo rigor, sin balbuceo ni dudas en la prueba. Así lo dijeron, y aunque me esté mal, yo te lo repito en confianza. Te aseguro que nunca supuse tal denuedo en mis fuerzas.

—Jamás dudó de tu triunfo.

—Los encantos y placeres de la gran ciudad, enseguida; ciudad de agitación perpetua, de intercambio enorme, de millones circulantes, de vitalidad absorbente, de atracción insaciable, foco de cultura y de esplendor intelectual nativo, centro de clases que la fortuna gradúa y la igualdad protege, englobamiento de razas laboriosas y fuertes, diversidad de lenguas que se refunden en el idioma democrático, ancho asilo de costumbres de todos los climas y latitudes, condensadas en un grande espíritu nacional que evoluciona y deriva, utilizando los mismos desechos y brozas que arrastran las corrientes migratorias en la gran fábrica de la transformación, y cincelando pacientemente el tipo singular del porvenir, en ese prodigioso conjunto de materiales vivos, soldados por la libertad y el trabajo, que se llama cosmopolitismo… Pero, mira Raúl, a fuer de caballero, por arriba de todo eso, están sus mujeres, como están las agujas sajonas y torrecillas elegantes por encima del conjunto arquitectónico sólido y chato de los barrios populosos. ¡Oh, las porteñas! Tú las conoces. Cultura, gracia, donaire, atractivo, seducción, aticismo, todo ello encuadrado hasta en los rostros feos, ¡que los hay, por vida mía! como si allí fuese atributo indispensable de la juventud, lo que en otras partes la naturaleza niega a las mismas hermosuras. Bellezas arrogantes, en plenas actitudes para disputarse el premio en concurso, que subyugan al pasar y no se olvidan, grabándose en la mente como imágenes sobre acero. De bustos interesantes, y de cabezas encantadoras ¡qué torbellino, en un paseo por Palermo! Contemplándolas una vez desde un montículo del parque ocurrióseme pensar que en esas figuras graciosas, agitándose a una en espiral de ricas carrozas y soberbios troncos, la delicadeza del gusto estaba en el examen recíproco de adornos y semblantes, sin voces ni risas, ni otro rumor que el sordo de los rodados. En cuanto a estaturas, te diré: escasas palmas, muchos lirios de tallo elegante y esbelto, no pocos arbustos lánguidos; pero en general, donosura, espiritualidad, gusto exquisito para apartar al ojo observador de los defectos y concentrarlo en la faz saliente de los méritos.

—Veo que vas desertando —observo Raúl, que hacía momentos esforzaba una sonrisa.

—No creas; y en prueba de ello, vengo a mi tercera razón de regocijo, que es la primera en grado de importancia: la buena acogida de Areba. Acabo de saludarla; nunca la hallé tan afable, tan comunicativa y llena de promesas. Baste afirmar que mi esperanza se ha confortado, mi fe robustecido y elevádoseme la mente al poético devaneo; el recibimiento fue más que cordial y amistoso, intencionado y sentimental. Lamenté un detalle: la presencia de Julieta. Estuvo agresiva, rebosante de malicia en sus preguntas y ocurrencias. En justa represalia, pude haberle narrado el sueño que en la noche anterior me solazó en mi camarote; pero, me tenía Areba demasiado entretenido, para darla el placer de una réplica. En realidad, amigo mío, hasta ese sueño me había predispuesto a dudas y sospechas graves: cerrado apenas el párpado, en altas horas, exhibióseme primero Julieta, disfrazada de india, con plumas de loro en la cabeza y cintura, carcaj lleno de flechas con curaro y hacha de piedra, a propósito para derribar un jaguar de un solo golpe. Si bien esta visión me hizo gracia, y me distrajo, a pesar de sus gestos y vaticinios acerca de lo que me reservaba el regreso, lo cierto es que no sucedió así con Areba, la cual se me representó silenciosa y fatídica, con una pluma de ave en la cabellera, el pie sobre sandalia y la pierna desnuda —como la Güendolen de la leyenda de Scott—, invitándome a beber en un vaso de plomo cierto líquido extraño. Parecíame que estábamos en máscaras, a juzgar por los detalles; y en rigor, son pocos los días que nos separan de aquellos en que muchas caretas de carne, graves, tersas y falaces todo el año, sudan libremente sus rubores bajo los de seda. El hecho es, que esta parte interesante de mi sueño no dejó de impresionarme, cuando al reproducirlo en mi memoria, tuve en cuenta la conducta de Areba desde la noche del baile, artificiosa, suspicaz y prevenida. Y ya lo ves: ¡me he encontrado con un cambio notable! Reputo de excelente augurio para nuestros amores esta nueva campaña, en que empiezo recogiendo lauros, o por lo menos marcadas simpatías de parte de quien no las prodiga fácilmente. Para tus cosas íntimas, importa mucho que esta potencia se incline de mi lado, pues de esta manera los grandes peligros se neutralizan. ¿Sabrás que ahora soy su médico de confianza?

—Es eso muy honroso para ti, y te felicito de veras, Zelmar. Tales distinciones de parte de la señorita de Linares significan elocuentemente, o una promesa muy agradable, o un designio oculto, dado que ella se determina siempre por los extremos. El término medio no parece entrar nunca en sus resoluciones prácticas.

—Así es. Pero ¿un designio oculto? no creo… Hablome de un reconocimiento médico que debía practicarse esta tarde en el cadáver de una mujer, pidiéndome me prestase a acompañar a de Selis y otro facultativo en la autopsia. Según sus informes, se trata de un crimen misterioso por las circunstancias que lo rodean, y en cuyo esclarecimiento la justicia se preocupa con excesivo celo. Añadió —interrumpiendo a Julieta empeñada en demostrarme cuán enterada estaba siempre de las tragedias de amor—, que la victima había sido uno de los seres infortunados a quienes ella protegía; y que la interesaba vivamente el triste drama en todos sus pormenores, por lo que se había permitido hacer esfuerzos en sentido de que yo interviniese en el reconocimiento, con éxito satisfactorio. Manifestó que mi regreso no podía, pues, haber sido más oportuno, y que empezaba por utilizar mis servicios en un caso que la afectaba hondamente. Lejos de rehusarme, agradecí la distinción, prometiendo instruirla mañana en todo lo relativo al suceso de la muerte de su infeliz protegida…

¡Pero, estoy advirtiendo, Raúl, que tu semblante denuncia algo anormal! Esa palidez, ese gesto de disgusto, esa mirada lánguida, esa tristeza en el sonreír, esa concisión en el hablar, esa actitud, en fin, de encogimiento y de reserva, me indican que tú sufres…

—Y no te engañas. Algunas horas llevo ya de dolorosa tribulación.

Zelmar le miró con asombro.

—Me he contenido en lo posible, para no interrumpir tus expansiones, feliz al oírte relatar con entusiasmo los primores y emociones de la vuelta, que yo también soñé tan llena de encantos y nutrida de promesas, desvanecidas a un soplo de aciaga suerte. Pues que me interpelas, y adivinas lo que en mi interior ocurre, no debo seguir callando, y he de confiártelo todo. Siento necesidad de hacerlo, y te ruego me escuches.

—Estoy ansioso, Raúl —repuso Zelmar aproximando su silla, y disponiéndose con verdadero interés a recoger sus confidencias—. Mas, ante todo, dime: ¿es de tus amores que se trata? y esto pregunto, porque en casa de Areba, donde hallé reunido selecto número de damas, nada pude sorprender que tuviese atingencia contigo o se refiera a Brenda. Aunque… aguarda… ¡ahora infiero! Julieta hablaba a media voz, a priesa y casi febril con algunas de esas damas, mientras yo lo hacía con Areba; sus flechillas bañadas en curaro atravesaban la sala diestramente dirigidas. Luego aquéllas me observaban con cierto disimulo y extraño aire de discreción, y hasta de impaciencia, agregaré, como si mi entrada al salón hubiese interrumpido el relato de una grave historia. ¡Me explico por qué los semblantes revelaban tan distintas impresiones, y fluía misterio, de los ojos y corrían frases singulares en el círculo! Empiezo a sospechar que fueran el tema tus amores, es decir, lo sensacional y reciente, que otros comentan, expurgan y critican antes que aquel a quien interesan haya podido penetrarse bien, muchas veces, de la importancia o trascendencia de sus actos.

—Tal vez. No sería eso tampoco de extrañarse; lo que voy a referirte no es ya un secreto, para los que pudieran interesarse en conocerlo. Cuando el rigor del destino abruma, nada escapa a los vientos de la publicidad, ni el sollozo íntimo que se confía al silencio y a la noche. De tal modo las alegrías o los infortunios de un solo ser, traen consigo mismos un rumor que al propagarse, se entra en todas las almas, y despierta cien ecos, como el cuerpo vivo que al rodar de lo alto de una montaña arranca con sus voces en las concavidades y vacíos, lo único que el desierto puede dar, en su alivio: ¡inútiles y vagas repercusiones!

Sincero, apasionado, henchido de esperanzas, y de fe —¡cual se está una vez siquiera en la vida!— yo he sido a mi regreso, ese viajero que pierde pie en la cumbre al fin de la ímproba jornada y vese arrastrado en la caída, sin fuerzas ni voluntad para asirse a los arbustos espinosos que cubren el áspero declive.

¿Recuerdas que más de una vez hemos departido acerca de la causa que podía obrar en el ánimo de la señora de Nerva para hacer oposición a mis pretensiones?

—¡Sí!

—Pues bien: de esa causa he de enterarte ahora.

En la ausencia no dejó ella de preocuparme, sin conseguir, sin embargo, dominar mi espíritu, que dividía su actividad entre las atenciones propias de mis tareas, y las memorias del amor en las horas de descanso, bajo la tienda del campamento.

Pero lo cierto es que fue indispensable una escena violenta, a mi regreso, para que yo advirtiera el error en que vivía, y de la poca importancia que había dado a aquella conducta, o al móvil que la aconsejaba. Me penetré recién del alcance de la duda o incertidumbre que me asaltó alguna vez, y deseché luego, cuando al recordar uno de mis hechos pasados —precisamente el del fatal secreto—, creí descubrir en él cierta relación misteriosa con los sencillos recuerdos de Brenda sobre la muerte de su padre.

¿Podía yo, acaso, por vagas presunciones, rendirme a la terrible evidencia de haber causado su orfandad? ni ¿cómo esperar, en mi tranquilidad de espíritu al respecto, que más tarde de Selis me arrojara el apóstrofe de matador, firme y resueltamente?

—Luego, ¿eso era cierto? —preguntó Zelmar, con estupor, recalcando en cada una de sus palabras.

—Amarga verdad —dijo Raúl—; hace años, en un lance de la guerra civil, lance singular e inesperado, yo di muerte a un adversario cuyo nombre he conocido recién ahora: ese adversario era el coronel Pedro Delfor, padre de Brenda.

Zelmar se quedó aturdido, mirando a su amigo fijamente, sin desplegar los labios. Parecíale aquello extraordinario e inaudito.

—Por qué causas, y en que sitio, lo sabrás pronto —continuó Henares—. Antes quiero referirte lo acaecido ayer en casa de la señora de Nerva, adonde me trasladé dos horas después de mi llegada a Montevideo. De ese instante data este pesar.

Bafil recobró su serenidad y fuese recogiendo en sí mismo, callado y serio, como sucede cuando se someten todas las facultades del espíritu al estudio de un tema arduo y complicado.

Su amigo hizo un fiel relato de los hechos, que él escuchó atentamente.

Así que hubo concluido, Raúl agregó:

—Debo ahora enterarte del episodio, que a través de los años, viene a ejercer tan grave influencia en mi destino. Deseo que lo conozcas en todas sus circunstancias y detalles, y lo juzgues con la mayor severidad de conciencia, si consideras que así debes hacerlo, desligándote por un momento del estrecho vínculo amistoso que nos une. A nadie lo he revelado, y serás tú el único que lo recibas en confidencia.

¡Cuán lejos estaba yo de imaginarme en la época en que se consumó el hecho —sin mayor trascendencia entonces—, que él llegaría a decidir de mi suerte en lo futuro, como si constituyera un delito expiable y ominoso!

Después de meditar mucho sobre ese suceso, he inferido, la situación difícil del que escribe historia al ligar circunstancias y escenas separadas por el tiempo, que coinciden y se traban para poner de relieve el espíritu y tendencias de una época sin confundir las causas primitivas con lo derivado, y dar la razón de episodios dramáticos cuando no de hechos extraordinarios, que hagan surgir del olvido las pasiones de los hombres, más poderosas a veces que las ideas. La verdad, que es su luz, suele perderse en los fondos ya sin ecos del pasado; y cuánto tino y sagacidad deben emplearse, al ahondar y escudriñar!

—Algo análogo sucede al anatómico —observó Bafil, como hablando consigo mismo—, que busca en labor delicada y paciente, y logra al fin coger con la pinza, entre carnes trituradas y deshechos tejidos, el extremo de la arteria que desangra.

— Sí —prosiguió Raúl, reuniendo sus recuerdos—, paso a buscar el perdido eslabón, transportándome para ello al tiempo de los entusiasmos ardientes, o edad en que nada se rehúsa, cuando una grande ilusión de la patria, pura y radiante, llena todo el espíritu de ideales y de ensueños, y confunde en estrecha alianza las últimas inocencias del niño con las primeras pasiones del hombre.

Pero, ante todo, lee estas líneas que escribí hace años, y que he hallado entre mis papeles.

Así que concluyas, reanudaré el relato.

Y Raúl dio a su amigo unas cuantas páginas manuscritas, que en la noche había colocado en la mesa, después de pasar por ellas, su vista con precipitación febril.

Zelmar las desdobló silencioso, y se puso a leer.

Capítulo 34. El episodio

Épocas singulares aquéllas, de agitación y de conflicto acompañadas siempre de hermosos espejismos e imágenes de luz, en que la ardiente juventud confía en la eficacia del sacrificio cruento y sueña con la grandeza de una patria concebida fuera del campo asignado a la realidad; tiempos azarosos de combate, en que no son extraños los que van al encuentro y en que una sola bandera, flameando en ambas filas, recuerda al patriotismo que ella ampara para todos a su sombra, ¡el mismo derecho al aire, a la tierra y al fuego!

En una de esas épocas nos encontrábamos, y se desenvolvía un drama sangriento; grave querella de familia, conflicto entre hermanos, que la razón no había podido dirimir y se relegaba al juicio de Dios; no a semejanza de dos paladines, en los cantos de la epopeya, que embrazando la adarga se acometen y pelean vestidos de bronce, sin levantarse las celadas, por la sola dignidad de la cimera, sino cara a cara, en nombre los unos de sinceros extravíos, y los otros de castos ideales y nobilísimos ensueños.

Todo el país ardía en guerra.

Íbase a dar una nueva batalla.

Los contendientes habían concentrado todos sus elementos para esta acción decisiva y determinose lo indispensable para aguzar sus armas, como aseguran hacen los leones con sus garras al salir de las cavernas. La misma fiebre, el mismo celo, idéntico coraje: todo presagiaba un choque formidable, y venían el uno hacia el otro los ejércitos, ora a marchas forzadas en columnas paralelas, ora deteniéndose o retrogradando en batalla en busca de un teatro adecuado a la tragedia.

En ciertos lugares, el repliegue o la contramarcha de flanco se hizo difícil, y la evolución cesó.

El panorama, a todos rumbos, era alegre y sonriente: la tierra gorda y negra ofrecía el grano de la abundancia, sus sabrosos frutos la vegetación arbórea, franca hospitalidad la mansión del labrador. Parecía aquella la región del trigo.

Un arroyo franjeado por ligeros boscajes serpenteaba al pie de las cuchillas, destacándose en forma de hilo plateado en pequeñas planicies, y perdiéndose en los declives y hondonadas, para presentar a lo lejos en algún llano de cultivo su doble festón de talas, sauces y espinillos en caprichosas isletas. En otra dirección, distinguíanse árboles solitarios junto a moradas humildes, doradas mieses, caminos de agaves, grandes parvas amarillentas y ganado doméstico esparcido en terrenos de pastoreo. La paz, la tranquilidad y el trabajo reinaban en aquellos sitios, hasta la llegada de los ejércitos; enormes culebras de anillos de acero, que debían dejar a su tránsito surcos más profundos que los del arado, llenos de un riego de sangre viril y generosa.

En parajes semejantes, ya acosado por el cañón, dio el frente uno de los ejércitos, como el paladín que midiese campo y sujetara al corcel, haciendo crujir al volver cara con fiero estridor todas las piezas de su armadura.

Nada más imponente y majestuoso que el movimiento de las columnas en su desfile final, y en la formación de la línea, cuando deslizándose por retaguardia de la cabeza o avanzando de frente en perfecta alineación, fusiles al hombro, en sus cujas las lanzas, empujados los cañones, desnudas las espadas, desplegadas las banderas, batientes los tambores, las dos masas preparan el encuentro llenas de fe y de brío, buscando el plano donde harán pie firme hasta destrozarse con el plomo y el acero.

Tendiéronse ambos contendientes formando paralelas; batallones al centro y fuertes baterías de campaña, caballería en las alas compacta y numerosa, con reservas sobre los bagajes y tren rodante. Algunos destacamentos de cazadores apoyaban los flancos, y otros hacían despliegue al frente en guerrilla, preparando con sus descargas aisladas el sangriento drama.

Alineados, en descanso, resueltos, en un terreno desfavorable en parte para la maniobra, esperaban la palabra de orden. ¡Eran como dos nubes sombrías cargadas de electricidad, cuyo choque inevitable debía producir la catástrofe al soplo de aciagos vientos; o encelados colosos, acostumbrados a recibir nuevas fuerzas de la madre tierra en la caída, prontos a lanzarse el uno sobre el otro para renovar con vigor increíble un combate perdurable!

Ya algunos cuerpos humanos tendidos aquí y acullá sobre la línea de la escaramuza preliminar en ambas avanzadas, inmóviles y yertos marcaban los vacíos hechos por el plomo de las descargas: jalones de carne y rotos huesos, del que debía ser para uno u otro combatiente el campo de la victoria.

A intervalos de los dos centros que se contemplaban mudos, siniestros y airados, partían relámpagos enmedio de espesas humaredas, y el hierro pasaba rugiendo por los claros de las guerrillas, abría brecha en la línea firme e inmóvil que cubría en el acto el hueco, o rebotaba en las colinas con choque estridente levantando yerbas entre una niebla de polvo.

Entonces un clamor lúgubre surgía de las masas de las alas, compuestas de inquietos escuadrones, como si la guadaña de la muerte hubiese girado vertiginosa sobre todas las cabezas: vibraba sonoro en el espacio el toque del clarín, los caballos escarbaban la tierra temblorosos con sus remos delanteros, y se sucedía luego un silencio solemne al estampido del cañón.

Cruzaban errantes por la altura anchos girones de negros vapores, que ocultaban de vez en cuando un sol rojo y candente, a cuyos fuegos verticales flameaban los aceros y se hacían hornillos, boinas, gorras y morriones.

Estremecimientos misteriosos recorrían la línea.

¡Quizás cruzaban por delante de ella hablando, a cada combatiente en lenguaje seductor, los genios sonrientes del hogar tranquilo, los recuerdos alados, las claras visiones de otros días, llenos de promesas y amores venturosos: toda una vida pasada, bella, fascinadora, adorable, con sus goces, esperanzas y amarguras! ¿Por qué, sino, estaban los rostros pálidos, los ojos brillantes y febriles, entreabiertos los labios, las manos nerviosas, aunque altivo y resuelto el continente? Es que oreaba todas las sienes el aura fatídica que precede al horror de la pelea, buscando rebelar la frágil carne arrastrada a la boca de los cañones por la fortaleza del ánimo y el sentimiento del honor: pues el exponer la vida por el mismo amor que se le tiene, es la prueba de los valientes.

En esa hora precursora de la gloria o del sepulcro ¡cuántos detalles conmovedores se ofrecen a la vista! El veterano de faz curtida examina melancólico la caja de su fusil, y prueba luego si encaja bien la bayoneta destinada a abrirle paso en lo recio del entrevero; el joven soldado encomienda al compañero en caso de suerte más feliz, un tierno adiós a la madre afligida que le espera; el bizarro oficial se acuerda de su novia al colgarse del carpo la dragona, que ella anudó entre lágrimas y sonrisas en el puño de su espada; las espuelas del lancero valeroso hacen música de trémulos; el artillero apoyado en el mango del escobillón, calcula las trayectorias de las bombas enemigas y el blanco probable de sus gruesos proyectiles; el porta imberbe contempla la bandera emblema de leyendas cuyo astil mantiene con orgullo, y tiembla a la idea de que se rompa como el hilo de su vida en mitad de la batalla; el clarín prueba la embocadura de su instrumento cual si nunca hubiese arrancado de él una nota guerrera, y el tambor con los palillos en la boca ajusta los parches de su caja, presintiendo ya cercano el momento grave del redoble. Esta conmoción natural del soldado, minutos antes de romperse el fuego, nubla también la frente del más bravo sableador que haya abortado, la leonera de los caudillos.

Es entre el humo de la pólvora y el choque furioso de las armas, que la fibra del valor fuerte y templada como una hoja de Toledo, realiza prodigios, levantando el rugido del hombre sobre el fragor de la metralla, y más altos que el egoísmo y peligro, ideales y creencias, pasiones y fanatismos, dignos de la leyenda de viejas y embravecidas luchas.

A aquellos estremecimientos en la línea sigue bien pronto un pequeño avance, y luego un nuevo alto fatídico. Acórtanse distancias. Las relucientes filas de fusiles de pistón, los guías tremolantes en los extremos de los batallones, las banderas de blancas moharras y soles de oro, las lanzas enhiestas con sus medias lunas y airosas banderolas, los estandartes de seda y dorados borlones, flotando entre el haz de los aceros y corceles de batalla, todo se agita de improviso a la voz de los caudillos, que en breves y enérgicas arengas arrastran las huestes a la acción.

Estréchanse las filas, baten los tambores, paso redoblado, muévese la dura recta entre músicas marciales, llenan los aires aclamaciones soberbias, sables y lanzas se agitan destellantes, y a distancia fija —en que el plomo puede encontrar, la entraña—, la marcha cesa, inclínanse las armas en plano bruñido y luminoso, y una serpiente de fuego se extiende a lo largo del muro humano, con estrépito comparable al chisporroteo de un voraz incendio en los bosques.

Percíbese apenas entre la baja atmósfera de pólvora que rasa la tierra en nutridas volutas el pie de los combatientes, ante los que salpica el plomo o revienta la granada esparciendo el estrago en las filas y derribando intrépidos soldados, que quedan tendidos con el puño enhiesto y la pupila enorme, entreabiertos los labios por el último grito que enmedio del coraje sorprendió la muerte. De vez en cuando vense pliegues de banderas entre el humo, cual fugitivas ráfagas de ruborosa gloria, o brillar las espadas de los jefes detrás de las líneas, que recorren a saltos prodigiosos sus bridones, o lucir los uniformes a manera de confusos iris en un caos de vapores que ruedan en veloces espirales, o estallar en cien fragmentos los armones y cureñas al choque de las bombas que cruzan el campo de batalla como bólidos encendidos en rápidas parábolas a través de la humareda.

Los centros pugnan por ganar a palmos el terreno ondulando con los movimientos propios del vientre de un reptil, ante la violencia del huracán de fuego y plomo que los abrasa y aniquila. Enmedio del suelo de la lidia está la llave de la victoria.

En tanto los clarines han resonado con agudas notas en las alas, y se precipitan a la carga los fieros regimientos en unidos escalones, al viento el estandarte, las lanzas enristradas, corta la brida, haciendo retemblar la tierra a su pasaje con el estridor de una tromba, para estrellarse con los del opuesto bando, disolverse, y confundirse en revuelta brega. Torneo sin cotas, sin yelmos ni broqueles, brazo a brazo y hierro a hierro, en que no es sólo la fe política la que alienta el brío de los campeones, que se buscan, se llaman, se insultan, se acometen en tumulto, clavándose en las moharras y medias lunas en nombre de un agravio, de un mártir, de un recuerdo, hasta cubrir el suelo de cuerpos destrozados y miembros palpitantes sobre los que han de pasar los dispersos a rienda suelta, sin oídos para el lamento ni piedad para el amigo. Los moribundos se incorporan por esfuerzo supremo y vuelven a caer bajo los cascos de los caballos que corren despavoridos resoplando con las narices dilatadas enmedio del tropel, ora sin jinetes, que han lanzado de la montura en el entrevero, ya arrastrando de los estribos en masas informes los carabineros desarzonados en el choque formidable, ora embistiendo lacerados por la espuela el obstáculo imprevisto o el profundo barranco en que ruedan y se trituran caballo y caballero…

Se estaba en las horas ardientes de la lucha y de las cargas dignas de la trompa épica, si la alta poesía pudiera alzar sus cantos en homenaje a un heroísmo partido en dos por el furor de los hermanos.

Los regimientos disueltos en el choque, se agrupan y escalonan al toque del clarín; sucédense las refriegas, los retos, los lances singulares; y a la caída de un valiente se arremolinan los jinetes en redor, formando con sus rejones tintos como una clava de guerra, en instante en que estalla la granada sobre el sitio y con su lluvia de mortíferos cascos reduce el grupo de centauros a un solo hacinamiento de míseros despojos. En el extremo opuesto, las bayonetas se defienden de las lanzas y han caído algunos escalones; pero los que vienen detrás se abalanzan en el furor de la carga y chocan contra el cuadro, donde pierde el caballo su valeroso caudillo: la infantería cede como una pared que se agrieta y desmorona, los escuadrones se precipitan por la abertura con la fuerza del torrente, y mientras vuelve un grupo hacia tierra las bocas de sus fusiles, desaparece la avalancha a retaguardia envolviendo el parque y las reservas en pavoroso desorden.

Había llegado a su período álgido la fiebre de la pelea. La atmósfera estaba saturada de pólvora, y el ruido era imponente. Uno que otro son de corneta, surgiendo en forma de nota aislada, se imponía apenas al estruendo de la fusilería y de los bronces.

En tales momentos, recibí orden de trasmitir la de avance por el flanco derecho, al jefe de dos escuadrones de reserva, que debían encontrarse algunos centenares de metros a retaguardia.

Cuando azucé mi cabalgadura se veían en todas direcciones cruzar como veloces fantasmas, amigos y adversarios; vibraban los laques en los aires con lúgubre silbido, enroscándose al caer cual culebras de tres cabezas en los transidos corvejones; y en las altas yerbas chamuscadas por el taco ardiendo, vagaban sin rumbo carros y furgones, destruidos los arreos, desbocados los troncos y salpicadas las ruedas con la sangre de los heridos. Algunas balas encadenadas traspasando la línea en diversas trayectorias y prolongado ronquido, picaban las lomas lejanas esparciendo en las alturas espigas y terrones, para ir a sepultarse con sordo golpe en las faldas de las cuchillas.

A mitad de mi carrera, una ancha zanja casi oculta por altos cardizales contuvo el ímpetu del caballo, que se abalanzó de costado, bufando ruidosamente. Allí habían caído confundidos, machucados y cubiertos de sangre varios soldados de caballería dispersa, que alcanzó en su fuga un tarro de metralla a la orilla del barranco en que se detuvieran, sembrando el sitio de tercerolas de cazoleta, dagas y astillas de lanzones.

A algunos metros de aquel osario, sobre una pendiente suave se debatía por incorporarse, cogido como lo estaba por su cabalgadura, un negro ya viejo, cuya lanza de clavo hundida por el regatón en el cieno de la cuenca denunciaba a lo lejos con su banderola triangular un sitio de catástrofe. Este soldado estaba ligeramente herido en la cabeza, con una pierna debajo del caballo; y tanto él como los que yacían en la fosa, pertenecían a un escuadrón que había bandeado la línea, enmedio del desorden, para ser víctimas de uno de los proyectiles de su propia artillería que sobrepasaban el blanco.

Escogí aquel lugar para mi pasaje. En momentos que me aproximaba, uno de los perseguidores disperso a su vez en el frenesí de la carrera, echaba pie a tierra con ánimo de ultimar al adversario, cuyo alazán postrado por la fatiga y el golpe, sacudía sus cascos en el aire amenazando aplastarlo con su peso. Ante la manifestación de aquellos instintos que sólo debieran revelarse en la pelea, nunca en el triunfo, me indigné increpando al soldado su conducta: contestome con una risa feroz; exigí con vehemencia; la daga brillaba desnuda: piqué espuelas cuando el victimario ponía el pie en el declive, pero en vez de darle de punta con la espada que llevaba en la diestra, lancé sobre él mi caballo derribándole sin sentido a un golpe de los encuentros. Socorrí enseguida al jinete negro, que arrojaba gritos de gozo, más bien parecidos a alaridos; y el cual saltó con la agilidad que da el temor sobre su alazán, ya de pie, alejándose después de agitar su sombrero, sin preocuparse de recoger la lanza clavada en la pendiente.

Toda esta escena duró pocos segundos.

Por mi parte, castigando recio, salí de la hondonada; salvé los agaves del linde opuesto, y me lancé por uno de los senderos de un campo cultivado. Algunos minutos duró el impetuoso galope. Me había alejado ya bastante del sitio del combate, sin alcanzar a distinguir la tropa de reserva; y, suponiendo al fin que se hubiese replegado hacia la margen del arroyo, no muy distante a mi izquierda, me apresuré a explorarla desde una alta loma.

Pero fue en vano. Los escuadrones habían mudado sin duda de posición para evitar ser envueltos en la vorágine, así que fueran acuchillados los fugitivos por la caballería vencedora; evolución oportuna, según pude verificarlo pronto.

El suelo retemblaba bajo el galope furioso de los regimientos enemigos en desbande. Cuando volví el rostro divisé bien cerca grandes grupos de jinetes, a toda brida, tendidos sobre el cuello de sus corceles, la espuela en los ijares y empuñados los sables curvos en actitud de dar frente para tentar fortuna con la última carga.

Oíase a lo lejos como una diana de victoria, roncos toques de clarín mezclados a espantosos clamoreos. El horizonte cubierto de cúmulos sombríos, parecía surcado de fuegos eléctricos, a semejanza de los que brillan al declinar la tarde en una tempestad de verano.

Zumbábanme los oídos, y sentía las sienes caldeadas por la fiebre.

Ya no podía retroceder sin ir a perderme oscuramente en el entrevero formado a mis espaldas por los que fugaban y perseguían, ciegos y aterrados los unos, los otros frenéticos e implacables; el arroyo no ofrecía paso hasta aquella altura, y resolví buscarlo más abajo, en un claro de árboles que desde mi posición percibía e indicaba la existencia de un vado.

Así era en realidad. A pocos metros, un hermoso edificio se erguía dominando las dos orillas, y acaso los más apartados terrenos, desde un alto mirador.

Apenas detuve el galope, se abrieron de súbito las hojas de un balcón que enfrentaba el arroyo, apareciendo en él una dama anciana, quien tendió el brazo hacia mí con ansiedad, dirigiéndome frases que no pude percibir distintamente. Por un momento permanecí perplejo: pensé en el móvil piadoso de las buenas almas, y lo agradecí en aquellas horas de peligro. Pero, no podía detenerme sin faltar a mis deberes un minuto más.

En truenos redoblados me llegaba el ruido de la batalla; balas perdidas y sin fuerza salpicaban en los trigos, y casi encima de mí resonaban violentas detonaciones de los que defendían su vida en el desbande. No había que hesitar.

El declive era suave, y bajé al galope.

A los dos lados se elevaban algunos sauces llenos de frescura y de verdor: el vado estaba al frente. Mi caballo se entró en el agua lodosa dando resoplidos de ardiente sed; pero ya en el medio levantó de pronto la cabeza, sacudiendo las crines.

Era que otro jinete acababa de penetrar por el extremo opuesto, quien al divisarme, sujetó las bridas sin volverse.

Involuntariamente recordé a la dama del edificio, que dejaba a mis espaldas, y deduje la razón de su ansiedad y de su llamado.

El que tenía delante era un hombre de porte altivo, barba negra, vivaz mirada y ademán enérgico. Traía una divisa con lema de oro distinta a la que yo llevaba, sable a la cintura, y lanza con virolas de plata, bien plantado en la silla, que oprimía los lomos de un fogoso tordillo negro.

Éramos adversarios. Nos miramos breve instante en silencio, con esa sorpresa natural en todo encuentro imprevisto; y acaso esperando que, lejos de nuestras respectivas líneas donde el mismo ardor estimula los hombres al combate y los hace insensibles al exterminio cierta conciencia de su irresponsabilidad en la acción colectiva; lejos de allí, donde no es la intención calculada y fría la que mata, sino las pasiones en conjunto y en común excitadas, hasta el punto de ignorarse a qué cuerpo irá la bala, cuando se ataca la pieza o se muerde el cartucho; ¡lejos del fuego que se expande y comunica en la multitud, haciéndola sentir como un solo corazón y agitarse como un solo brazo, depondríamos nuestras diferencias, en holocausto a esa idea de justicia que reposa en el fondo de nuestro ser, oprimida por las demás, pero que al surgir e imponerse a los rencores y a los instintos nos humilla en la intimidad de su confidencia haciéndonos verdaderamente humanos!

No parece que él pensara así. La sorpresa duró poco. Impulsáronle quizás mi juventud temprana, su hábito de mando, su dominio sobre la hueste, que el prestigio arrastra y el ceño del caudillo impone; y amagándome con su lanza, me intimó que le abriese camino, o me rindiera. Ni una, ni otra cosa era posible. Yo tenía que pasar forzosamente. Advertido de esta decisión, precipitó su tordillo negro sobre mí con el mayor denuedo, obligándome a apoyar grupas contra los árboles para evitar con el ímpetu del encuentro el ser arrancado de la silla.

Apenas amartillé la pistola que llevaba al arzón, el hábil jinete se inclinó sobre el cuello de su caballo, infiriéndome una lanzada en el brazo izquierdo que alcanzó a la cruceta del hierro. Hice fuego entonces, manteniendo con esfuerzo mi posición en la montura. El adversario dejó caer su lanza, deslizose por un flanco, destilándole de la frente un hilo de sangre, mientras su corcel asustado daba un gran bote y huía arrastrando del estribo el cadáver entre un torbellino de espuma…

Zelmar en esta parte de su lectura, levantó la vista impresionado, y miró a su amigo en silencio, pasándose las manos por las sienes.

Raúl, que había estado leyendo en su semblante y seguido con interés la vuelta de las páginas, alargó el brazo, y sustrajo suavemente el manuscrito, que Bafil dejara un momento en sus rodillas, diciendo:

—Te enterarás después de lo que sigue. Creo que ya has leído todo lo que puede rozarse con el hecho grave que nos preocupa.

Aclararé un detalle: el jinete negro era Zambique, el liberto senil que en otros días has visto pasar por delante de la quinta, con su cesto de fresas. Este ser oscuro y humilde que fue mudo testigo de mis amores y fiel esclavo de su reina, ya no existe. ¿Necesitaré nombrarte a la dama de la casa de campo, y al bizarro caudillo muerto en el vado?

—Infiero que la dama fuese la señora de Nerva, y Delfor, el caballero —contestó Zelmar meditabundo—. ¡Bravo problema, destino raro, singular leyenda!

Tras de estas palabras se dirigió a la ventana, y paseando una mirada por la campiña, se puso a recitar en voz grave y lenta una estrofa del Ariosto.

Capítulo 35. Comentario

Raúl le observaba con los brazos cruzados sobre el pecho y el ceño adusto, en esa actitud pasiva del que experimenta todo el rigor de un hecho incontrastable.

De pronto, Zelmar se volvió diciendo:

—El precedente histórico de que acabas de enterarme, hace fuerza; ¡por mi vida! Pero, no me parece el caso de rendirse a discreción. Consideremos el hecho de una manera aislada, trasladémonos al instante mismo en que se consumó, desligándolo de su afinidad absoluta con Brenda: ¿qué dice tu conciencia?

—Me absuelve —repuso Raúl con calma.

—¡Ya es mucho! Toda la dificultad —que es seria— consistiría en llevar esa conciencia a la mujer que amas. Del punto de vista legal, la cuestión no admite duda: la sentencia sería absolutoria.

—Lo reconozco. En el caso faltó la voluntad criminal que hace odiosa la culpa. Una ley preexistente a las escritas armó mi mano, porque estaba en mi misma naturaleza, y me lo exigía en nombre de su conservación. Agredido con riesgo inminente, estrechado en el vado por un fuerte adversario, los dos a solas, inhibido de retroceder so pena de morir de una manera oscura y miserable, el lance fue de defensa legítima y necesaria.

—Por otra parte una aventura de guerra —observó Zelmar—; y los que en ella se lanzan, no ignoran que al final se encuentra el sepulcro o el laurel. Es un dilema de hierro, dos extremos distintos, pero muy cercanos como la punta y la cruz de una espada. Advierte también que en aquellos instantes tenías un delicado deber que cumplir, aunque fuera hacinando cadáveres; complemento notable a tu favor. El deber militar en lances tan supremos, es más inexorable que la rueda de una pieza a todo el correr del tiro que buscando posición, estruja y mutila heridos y moribundos, sorda como el bronce, inflexible como la muerte que oculta en su ánima sombría.

Del punto de vista moral, o a faz de tus amores, el hecho cambia de aspecto. Me imagino el dolor de Brenda, sobrecogida a un paso de su dicha por una revelación semejante, la lucha tenaz entre el recuerdo y la pasión, el deber y el sentimiento, disputándose un predominio imposible por ahora, si hemos de creer que el cariño filial subsiste en la intensidad de sus ternuras y el amor ha seguido en ella un crecimiento noble sólo propio de los seres elevados. Me figuro su aspecto físico, su quebranto visible, sus espasmos y soledades cual sucede en las grandes tribulaciones, en que no se piensa ni se descansa, sino que se sueña o se delira, en que la idea semejante a un ave que no se posa, se alza, desciende, gira, se complace en su tormento mientras dura la excitación del cerebro; y deduzco de todo esto, que la misma gravedad de las circunstancias te impone el deber de esperar.

No hay duelos que resistan al tiempo, ni obstáculos insuperables para un amor verdadero. La tendencia irresistible a expulsar el temible huésped del dolor aproxima a la dicha suspirada, aunque quede alguna raíz de la pena.

Pero la persuasión no será obra exclusiva del tiempo, sino tuya también…

—Mía, ¿has dicho?

—¡Sí! En tu lugar yo conservaría toda mi fe, y andaría paciente sobre la arena circundada de oscuros horizontes, convencido de llegar al fin al oasis.

Si ella recogiera alguna vez de tus labios la narración del episodio, llegara quizás a conmoverse lo bastante para no consentir que tú enjugaras sus lágrimas y calmaras su aflicción; porque al ser verídico y sincero hallarías en su ánimo mas que la resistencia tristemente severa de la huérfana, el arranque espontáneo y generoso de la mujer sensible, de la mujer que en su amor primero ha sufrido por tu culpa sin que tú la hayas engañado.

Raúl se incorporó en su asiento con los ojos brillantes; y tendiendo el brazo, lleno de ansiedad:

—¿Crees eso posible? —preguntó.

—Sin que me asalten dudas. Agrega una circunstancia deplorable, que preveo, y sobre la que tú mismo no habrás dejado de meditar: la de la muerte de la señora de Nerva en plazo más o menos breve, según los informes que me fueron trasmitidos por Areba.

Te impondré de ellos. En la junta de facultativos realizada ayer, el resultado fue de funesto augurio. Ningún remedio sería bastante heroico para combatir el vicio orgánico: la hipertrofia llevaba rápidamente la enferma a su terminación fatal. Era cuestión de días, quizás de horas.

Tendría derecho a presumir, por mi parte, después de haberte oído, que una violenta escena íntima, coincidiendo con la que tuviste con de Selis por la misma causa y sobre el mismo hecho en la habitación de la enferma haya influido, de un modo considerable en su grave estado físico; y a ser cierta esta sospecha, no, deberíamos extrañar el inmediato desenlace.

Calcula sus efectos. La muerte de su protectora afligirá a Brenda en la medida de sus anteriores infortunios; pero, al quedar de nuevo sola en el mundo, ha de sentir la necesidad de un consuelo que nadie podrá ofrecerle, sino aquel que la hizo llevar luto desde su primera juventud, y que es precisamente el que ella ama y no olvidará un instante en la soledad de su dolor. Estarás presente en su espíritu y contigo ha de soñar; te acariciará a toda hora, preguntándose qué pena ha de imponer por una culpa inexpiable a su noble caballero, besándote en el misterio sin permitir que tú la beses, y gozándose en los deliquios indecibles que la ilusión crea en los grandes, perdurables amores.

¿Deseabas que te hablase así?

—¡Oh, gracias amigo mío! —exclamó Raúl con gratitud—. Tus palabras me llenan de dulces esperanzas.

Pero —añadió con acento bajo—, ellas irradian al penetrar en mi espíritu, para desvanecerse como hermosos juegos de luz al frío soplo de la realidad… ¡Paréceme imposible!

—¿Imposible? No lo veo así. ¡No se trata de la Yocasta de Edipo, ni de la Jimena de Corneille, a quien el gran trágico exhibe en la terrible actitud de tender la mano al matador de su padre mientras llevan a éste al cementerio; de su padre, a quien el amante mata, sabiendo que lo era! Tu situación moral es distinta, y el hecho en que se funda natural y lógico por las contingencias del conflicto en que se produjo.

Los años pasan sobre esa aventura de guerra civil, el acaso te acerca a la huérfana, interviene una pasión robusta, y cuando sueñas con realizar tus votos, se rompe un secreto que debió guardar la piedra de la tumba: ¡tú eras el causante de esa orfandad!

Mas como todo daño se indemniza y todo infortunio se compensa, por ley natural cuando no escrita, siempre que dos organismos selectos sepan compenetrarse, infundirse el uno al otro sus noblezas y abnegaciones profundas, ¿por qué dudar Brenda de la dicha, y tú de su perdón?

Raúl estrechó la mano de su amigo con cariño, diciendo, entre alentado y vacilante:

—Lo meditaré. Mi voluntad es fuerte; pero toda su energía no basta a arrancarme en pocas horas esta impresión penosa.

—No lo niego; y difícil sería que otro en tu caso dejara de doblegarse.

Cuando la metralla destroza a un héroe las dos tibias, no es cierto que su bravura acalle por completo los gritos de la carne: la entraña se encoge y el tronco se retuerce. Hay sufrimientos morales que superan a la congoja del héroe. Pero, sin ellos, ¿habría seres superiores?

Empieza a meditar, amigo mio, y adiós.

Sabes que un compromiso serio reclama mi presencia a esta hora en cierto sitio.

Cuenta conmigo después. Confío hallarte más tranquilo y mejor dispuesto a mi vuelta. ¡Alza corazón!

Los dos jóvenes volvieron a oprimirse sus manos, sonriendo.

Raúl acompañó a Zelmar hasta la puerta, deseándole un feliz éxito en la misión profesional recomendada por Areba.

Bafil dio orden a su cochero de conducirlo a la calle de Médanos, a una casita solitaria, de propiedad de la señorita de Linares, situada cerca de la costa.

A pesar de los primeros tortuosos trayectos, la distancia podía ser fácilmente recorrida una vez que hubiese entrado el carruaje en la calle de Cebollatí.

Zelmar miró su reloj. Marcaba las cuatro y media.

—Te doy quince minutos —dijo al cochero.

El coche arrancó con la mayor celeridad.

Capítulo 36. Autopsia

El trágico fin de Gerardo y Cantarela sorprendió a la señorita de Linares enmedio de los graves conflictos por que pasaban los moradores de la casa—quinta de Nerva.

El señor Perea le llevó la noticia en el acto que llegó a su conocimiento, penetrado como lo estaba del especial interés de la joven por la suerte de la infeliz pescadora.

No se hallaba ella preparada para esta impresión, y por lo mismo hubo de conmoverse hondamente.

Pensó en Zelmar…

El joven médico debía llegar en ése, o al siguiente día.

Es justo que asista a sus exequias —se dijo Areba.

A él se debe la extinción de una familia. ¿Qué mucho que sufra un poco? ¡Hay expiaciones severas para los delitos que la ley no pena, y en cuyo rigor no creen los soberbios!

La justicia había intervenido, instruyendo un sumario. Depusieron en él los que habían retirado los cuerpos de la red corvinera; pero en sus declaraciones se limitaron a los hechos producidos, hasta el instante en que Gerardo se dirigió a las pesqueras con la joven. No olvidaron consignar que su infortunado compañero padecía de mal caduco, desde algún tiempo atrás, y que en el día del suceso estaba muy pálido y abatido.

El cadáver de Cantarela exhibía signos elocuentes de un crimen; y a los efectos de un informe médico—legal indispensable, designáronse dos facultativos, que deberían expedirse en el acto de practicada la autopsia.

Uno de ellos era de Selis. Areba le manifestó su deseo de que coadyuvara al informe el doctor Bafil, que acababa de rendir sus brillantes pruebas en Buenos Aires, y cuyo regreso se esperaba en esos momentos; para lo cual ella recabaría su aquiescencia, en la seguridad de no ser desoída. De Selis defirió cortésmente.

¿Podía acaso rehusarse a nada de lo que le pidiese Areba, a cuyas hábiles maniobras debía el haber asestado un golpe mortal a Raúl, y de cuyos efectos una y otro se prometían incalculables ventajas en beneficio de sus pasiones?

Para la operación del reconocimiento científico, Areba había cedido la pequeña casa de que hemos hecho mención, y adonde fue trasladado el cadáver de Cantarela, el día del suceso, por la noche.

Con ese objeto, se arregló urgentemente una pieza espaciosa con ventanas al patio, bañada de luz profusa, proveyéndola de los muebles y útiles indispensables.

El cuerpo estaba sobre una mesa de piedra blanca y lisa, cubierto con un paño, del que se exhalaban sutiles aromas, como si todo lo hubiese preparado una mano de mujer.

Veíase en el suelo un ataúd forrado de negro con chapas de bronce, y encima de él, una corona de cuentas negras sin iniciales ni lazos de moaré; sencilla ofrenda anónima, allí arrojada por el deber piadoso.

Cuando Zelmar llegó, de Selis y el otro médico —que era un hombre serio y frío, barbicano, de pocos cabellos, frente amplia y mirar firme y sereno—, examinaban atentamente la cabeza y cuello de la víctima.

De Selis tenía los brazos remangados. Sobre una silla se veía abierta una caja de cirugía, llena de esos delicados instrumentos de acero tan límpidos como un cristal de roca, que en la mano suave y segura de un hábil profesor, parecen convertirse en apéndices metálicos de sus nervios tranquilos o de sus dedos de mujer, que aunque las toquen, nunca ajan las rosas.

Había sobre la ancha mesa, al lado del cadáver, un bisturí y un cuchillo pequeño propio para el corte de partes blandas, que no debía emplearse hasta la llegada de Zelmar.

Al ruido de sus pasos, sus dos colegas salieron al encuentro, y cambiáronse entre ellos los saludos y obligadas frases de estilo. Bafil pidió disculpa por el retraso de cinco minutos sufrido; y dejando sobre un mueble su sombrero, tiró de los guantes de hilo que cubrían sus manos, avanzándose unos pasos hacia la mesa, donde fijó su mirada rápida e inteligente.

La vividez de la luz solar ponía de relieve las menores líneas y detalles de la cabeza de la muerta.

Al principio —tan desfigurada estaba— Bafil mantuvo su mirada aguda, profunda, clavada en aquella cabeza, como inquiriendo en sus perfiles la razón de la sorpresa que le sobrecogía; pero luego que dio un paso más, maquinalmente, y arrancó con increíble ligereza el paño que encubría el tronco, algo semejante a una conmoción eléctrica crispó todos sus nervios, y ahogó un grito en su garganta, que trascendió en forma de espiración ronca y violenta.

Los otros médicos se miraron.

Zelmar permaneció inmóvil, con la vista fija en la mesa. Estaba yerto. La sangre se había retirado de la periferia, y refluía a su corazón a saltos tumultuosos, al punto de sentirse casi vencido, por un instante, aquel temperamento enérgico y varonil capaz de resistir entero las más fuertes luchas, los más serios sinsabores presentidos, ¡pero no lo imprevisto!

La cabeza de Cantarela —el semblante hermoso que él había llenado de caricias en sus horas voluptuosas de muy cercanos días—, presentaba un aspecto lúgubre y horrible.

Tenía la boca casi abierta, las encías y los labios amoratados, saliente la extremidad de la lengua, de un color negro de crespón; las mejillas cubiertas de manchas, los ojos fuera de órbitas, la frente sajada, cual si en ella hubiese alguno trazado círculos con la punta de un puñal. Todos los signos imborrables de una muerte violenta se descubrían en aquel rostro alterado, que era apenas un trasunto irónico del semblante encantador del hada de las costas. ¡Qué expresión desesperada en esta máscara verdinegra!

Un brazo había quedado encogido, y la mano parecía llevar sus dedos al cuello, en parte circuido de manchas violáceas; la piel de las sienes presentaba pequeñas heridas de labios o bordes incoloros, sin duda por la acción del agua marina; el seno estaba intacto.

De Selis se fue acercando a la mesa; y creyendo interpretar el pensamiento de Zelmar, después de seguir su mirada penetrante y escudriñadora, se apresuró a decir:

—Observa usted el cuello. En realidad he notado también ahí las huellas de una mano, que debe haber sido de un vigor nada común. Examine usted de más cerca, y podrá percibir las señales de los dedos: aquí se han cerrado como grandes pinzas de acero, hundiéndose en los tejidos y oprimiendo la tráquea, hasta producir la asfixia.

Diré a usted. Esta joven convalecía de una fuerte fiebre que la postró por algún tiempo, y su físico se encontraba muy delicado y débil en los momentos en que fue víctima de una venganza, al parecer. Tuve oportunidad de asistirla en su dolencia. A mérito del régimen prescrito, hacía ayer su primer ejercicio en una barca por el río, acompañada del pescador que, con la de ella, concluyó su vida. Según mis datos, este pescador padecía de epilepsia…

Zelmar interrumpiéndole, sin prestar atención a sus palabras, le miró de una manera que hubo de inspirarle inquietud. El joven esforzó una sonrisa, murmurando:

—¡Asfixia por estrangulación!

Su acento era extraño. Parecía hablar consigo mismo, sin preocuparse para nada de la presencia de sus dos colegas.

Sus ojos volvieron luego a fijarse con honda insistencia en las facciones de la muerta, y algunas frases entrecortadas salieron como soplos de su boca; verdaderos desahogos de un sollozo, dominado en su intensidad por un esfuerzo supremo.

—Nótanse lesiones interesantes —dijo el médico de la barba cana—, en los parietales; muy especialmente, en el izquierdo. Se reconoce a primera vista que la cabeza ha sido sacudida contra un objeto solido y consistente, tal vez contra las banquetas de las bandas o las barras del lastre, y esto ha debido suceder cuando la víctima sostenía lucha con el que la oprimía ya el cuello con la fuerza de una tenaza. Advierta usted la posición de ese brazo, enarcado y contraído, y los rasguños en los dedos; la víctima, obluctando enérgicamente, parece haberse desgarrado la piel con sus propias uñas. En el parietal izquierdo se percibe un ligero hundimiento.

—Cortaremos en esa parte la cabellera —repuso de Selis—, antes de sajar la piel del cuello. Creo que el examen debe empezar por las lesiones del cráneo.

Enseguida extrajo de la caja una tijera.

Bafil se puso bien cerca de la mesa, más reposado y frío, y dijo con acento firme:

—¡Ni cortar, ni sajar!

De Selis se quedó mirándole, con el instrumento cortante en la mano, y pasando los dedos de la otra por sus hojas, un tanto sorprendido.

—Es necesario en mi concepto —objetó.

—Pero no en el mío.

De Selis se encogió de hombros; el otro médico movió la cabeza.

Ambos cambiaron una mirada de inteligencia.

—Opino como el doctor de Selis —dijo aquél—, y aun cuando el señor discrepe, el cometido impuesto debe cumplirse de una manera concienzuda

—¡Es elemental! —exclamó de Selis, sonriendo con cierta agitación nerviosa, y llevando la mano a la espléndida cabellera de la muerta.

—Está de más la lección —repuso Zelmar con la frente nublada y el labio trémulo—; mis motivos tendré para oponerme a que se profane ese cadáver. ¡Absténgase usted de cortar!

—¡Caballero!

—¡Extraña conducta!

—¡Pese a los dos! —prorrumpió Bafil—; me opongo, y no se ha de hacer.

De Selis puso un gesto desdeñoso, e introdujo la tijera en el cabello.

Zelmar, rápido y osado, dejó caer su mano fornida y potente como una zarpa leonina sobre la de Lastener, arrancándole el instrumento; en tanto que le azotaba el rostro con los guantes, cogidos por la otra de las bordillas.

De Selis intentó arrojarse sobre él, iracundo; pero el médico grave e impasible de la barba cana, colocose enmedio, y alzó su voz diciendo:

—¡Nada de pugilato indigno, en nombre de la ciencia! Tiempo sobra para lavar ofensas, y nunca es tarde para el desagravio.

Nuestra misión ha concluido, doctor de Selis; respetemos la razón íntima y secreta que puede haber impulsado a este caballero a oponerse de un modo violento al examen sesudo y científico del cadáver; pero declinemos en él también nuestra responsabilidad por completo, desligándonos en este acto mismo de un compromiso enojoso. ¡Dígnese usted acompañarme!

Zelmar, de brazos cruzados junto a la muerta, pálido y resuelto, miraba con altivez a su adversario.

De Selis arrastrado algunos pasos por su colega que le había asido fuertemente del brazo, obligó a éste a detenerse un instante, y dirigiéndose a Bafil, dijo, reprimiendo sus arranques de reconcentrada cólera:

—¡Nos volveremos a encontrar mañana, si su coraje tanto rebosa!

—¿A qué hora, y dónde?

—A las diez, en Toledo.

—¡Allí estaré!

Los dos médicos salieron.

Cuando Zelmar se vio solo, pasose la mano por la frente cual si pretendiera calmar así el rigor de su negra pesadumbre.

A ella se impuso su fortaleza de ánimo, y reflexionó.

Reconocía a Areba en aquel golpe rudo —¡el designio oculto, quizás!— a que se había referido Raúl por intuición, cuando le hablara él de sus esperanzas. El convencimiento llegaba de súbito, y era eficiente; no debía persistir más. Areba no podía amarle; en cambio, él se encontraba en aptitudes de destruir todos sus proyectos. ¿De qué manera? Lo dirían al día siguiente el valor y la destreza.

En tanto, ¡qué trágico fin el de la pobre Cantarela! Allí estaba rígida y yerta, pareciendo que la habían puesto un antifaz horrible, ¡ella, tan hermosa, apasionada y ardiente!

Contemplábala sombrío.

Aquellos ojos saltados y vidriosos, que otrora trasmitiesen a los suyos el dulce fluido del amor, aquella boca que quemó la de él con fuego inextinguible, aquellas manos que jugaron con sus cabellos temblantes de ternura, aquel cuerpo esbelto y flexible que ella dio en canje de su cariño y aquella cabellera de ondina, negra y profusa en que se envolviera su busto mórbido en las noches de deliquio, ¡qué aspecto lúgubre presentaban!

No pudo el joven resistir por mucho tiempo el desnudo realismo de este cuadro; y cubriendo con la manta los despojos, de allí se arrancó violentamente.

Capítulo 37. Soliloquios

En la noche del mismo día en que ocurrió el incidente, Areba esperaba la visita del doctor de Selis, con esa natural impaciencia de la que ha madurado un plan interesante y se promete un éxito satisfactorio.

Paseábase por el gran salón de recibo, halagada por cierto contentamiento íntimo al acordarse de Zelmar, e invadida por contradictorias dudas y opuestas emociones al hacer memoria de Raúl.

Las pretensiones de Bafil respecto a ella no se conciliaban con su actual estado de ánimo; aparte de que, siendo él el amigo preferido de Henares, y por lo mismo el depositario de sus confidencias, convenía alejarle de la escena, después de someterlo a una prueba de conciencia y a un severo desengaño. Este alejamiento, en concepto de Areba, debía seguirse a la impresión grave, presumible, ante el cadáver de Cantarela a quien él juzgaba llena de fuerza, lozanía y hermosura, aguardando su regreso; impresión harto inesperada y violenta para no doblegarle y abatirle, a pesar de los bríos de su carácter y de sus escépticas ideas sobre la vida mundana.

Cierto es que Areba, al principio, tuvo por Zelmar acentuadas preferencias, distinguiéndolo entre sus adoradores sin reserva alguna; pero, no lo era menos, que ese afecto especial había empezado a decaer desde el lance en el Paso del Molino, y concluido por extinguirse al brotar la pasión real y vehemente engendrada por Raúl Henares, más que al trascender y divulgarse los ocultos amores del gallardo libertino.

Ella lo temía todo de su intimidad peligrosa con Raúl. Eliminado, en cambio, de la acción; lejos del terreno asignado al desenlace por ella previsto, fácil era que la fuerza misma de las circunstancias aproximase a Brenda y de Selis, e hiciese menos sensible la distancia entre ella y Raúl!

Mucho la sonreía esta ilusión. Y ¿por qué dejar de acariciarla? En el vestíbulo de la casa de campo, después del encuentro con de Selis, Henares había tenido para ella frases respestuosas, suaves, sin hiel; frases que aún resonaban en sus oídos, como los lamentos de Brenda durante toda una noche. «Hay un principio de justicia —decía él— que no permite condenar a un reo sin oírle… Sea usted piadosa, si escuchare que me condenan».

Y reproduciendo estas palabras en su interior, Areba se decía a su vez:

¿Quién podía condenarle? De labios de Brenda no recogí un solo reproche; que para todo le faltaban fuerzas, menos para el sollozo.

No era capaz de odiar un hombre que hablaba así. ¡Idea consoladora, la de no ser odiada!

Dora mis pobres ensueños.

Brenda, en su lucha sorda con las memorias venerables y el cariño y la gratitud del presente, cuando parece que ya expira la que ha sido su segunda madre, sin haberla manifestado otro deseo que el de una unión posible con de Selis, quizás se incline a meditar, y bastaría ese fenómeno sobre su sensibilidad exaltada para que el tiempo preparase e hiciera menos duro el sacrificio.

¿Nada pueden y en nada influyen acaso, los grandes deberes, los vínculos estrechos de sangre, la voz del corazón que se rebela contra el olvido, la pureza de alma que resiste a la tentación?

Algo se debe conceder a la lógica de la propia vida en sus combates con el dolor, a la herencia, al orgullo del nombre, a los arranques naturales, a las exasperaciones de un duelo profundo.

Verdad que Raúl Henares no es un delincuente para los demás; pero, para Brenda no puede dejar de ser nunca el matador de su padre. Aquí está el conflicto sin término, el recuerdo indeleble, la pena incurable. Privar que se acerquen es lo discreto; será fatal que se hablen, se consuelen, se arrullen arrastrados por su destino. Estos reencuentros borran toda una historia, sin dejar de ella más que la parte de adorable claridad. ¡Oh! ¿por qué no dudar? Vano sería tal vez todo empeño, si se volvieran a ver antes que de Selis recuperase la dulce estimación que precede siempre al consentimiento, se esté o no apasionada. Sucedería seguramente lo último, en caso de que esa estimación renaciese.

Pero, ¿sería eso posible?

Areba se quedó pendiente de esta pregunta, con un dedo en los labios y una sombra en el rostro. Tropezaba con la duda más seria. Púsose luego a recordar.

De Selis había pasado largas horas a la cabecera de la enferma, consagrándola todos sus esfuerzos con un celo recomendable; y seguía recurriendo a los medios más heroicos para arrancarla a las garras de la muerte. En sus atenciones con Brenda, después del encuentro con Raúl, la delicadeza y el tacto exquisito de su proceder habían sido irreprochables, hasta el punto de haber merecido de la joven alguna palabra benévola.

Esa solicitud cariñosa con la anciana y esa conducta delicada con la huérfana, podían constituir un principio o de reconciliación o de armonía precursora de una tolerancia amistosa que permitiese esperarlo toda de la obra del tiempo; y de Selis tenía que desenvolver la mayor suma de habilidad en sentido de precipitar esa acción e inclinar el ánimo de Brenda a una actitud resignada con su destino…

Así pensando, de pronto Areba se dio cuenta de la demora de Lastener.

No pudo menos de extrañarla, porque él había prometido estar allí a la hora de costumbre. ¿Se hallaría, acaso, junto al lecho de la señora de Nerva? Esta sospecha tenía visos de fundada. El estado de la anciana era gravísimo, y exigía siquiera como un deber o un consuelo un auxilio médico permanente.

Pero, Areba había resuelto pasar esa noche en la quinta, como otras veces; y desde luego su impaciencia en conocer el resultado de la autopsia del cadáver de Cantarela y las impresiones experimentadas por Zelmar, podría satisfacerse en breves horas, así que ella se avistase con el doctor.

Dio sus órdenes, cuando el reloj del gabinete señalaba las nueve y media.

Instantes después ocupaba su carruaje, en compañía del señor don Leoncio Perea, persona indispensable para todas las comisiones discretas y delicadas, y por cuyo intermedio la señorita de Linares recibía siempre los informes concienzudos que determinaban sus actos decisivos. Era un edecán sin reemplazo posible, para sus asuntos íntimos. Todo se le confiaba, y nada salía de él. Semejante a una cripta llena de tesoros, el secreto de su boca sólo pertenecía a Areba.

Contra todas sus esperanzas, la joven no se encontró en la quinta con el doctor de Selis; circunstancia que no dejó de preocuparla. La enferma seguía en el mismo estado.

Estos datos le fueron comunicados a la entrada, en donde ella se detuvo, para trasmitir ciertas instrucciones al señor Perea.

Mientras lo hacía, alcanzó a distinguir como una sombra en la ventana iluminada de Raúl, que se divisaba claramente desde la verja.

Areba sintió una emoción dulce, extraña, indefinible. ¡Aquella sombra debía ser la de él! Parecía inclinado hacia afuera, inmóvil, en posición de escuchar los ruidos de la noche; cual si en ellos esperase recoger algún eco interesante, alguna nota expresiva que pudiese partir de la cercana vivienda.

Areba se entró, suspirando.

La sombra que ella había visto, era la de Raúl en realidad.

En toda esa tarde, desde el instante en que le dejara Zelmar, el joven ingeniero no se había movido de su gabinete de estudio.

Pasaba por esas transiciones de ánimo y ese estado de excitación que se siguen a los grandes quebrantos, una vez que el espíritu ahonda el problema, o empieza a medir el alcance verdadero del golpe que lo ha anonadado en las primeras horas.

Las palabras de aliento de su amigo le habían conmovido apenas; comprobándose el aserto de que nada es tan difícil como llevar la persuasión a un corazón lacerado, y nada tan fácil como la recaída en las cavilaciones que sugieren los intensos dolores morales.

Una idea le mortificaba, constante y cruel, una idea que parecía resumir toda su vida psicológica del momento; y esta síntesis fatal de sus devaneos y pesares, era la de que su adversario se hallaba en mejores condiciones que él para aspirar al triunfo, tantas veces soñado y apetecido por los dos. ¿Podía él ocultárselo acaso? No. ¡Al fin, Lastener de Selis no era el matador de Pedro Delfor! Contaba a más con la influencia y el beneplácito de la señora de Nerva.

¿Qué grado de energía podía oponer la huérfana a estas compulsiones morales, que debían obrar simultáneamente en su espíritu con mayor fuerza, en el caso probable de muerte de su protectora? Todo bien considerado, el horizonte presentaba oscuras perspectivas, ya que no claros lineamientos de una solución cierta e inevitable.

Verdad que a él le quedaba un recurso extremo, aunque aleatorio, recurso de fuerza sometido al azar, que siempre había desechado con levantados sentimientos. Ahora, el rigor de la pena lo inducía a acariciarlo nuevamente, y a forjarse sobre su éxito risueñas creencias e ilusiones.

No hacía cuestión consigo mismo, del derecho que a ello le asistía: un lance personal quedaba justificado por los mismos antecedentes del antagonismo con de Selis; lance cuya iniciativa no creyó le correspondiese, mientras pudo reinar sin sombras en el corazón de Brenda, pero que, en el momento actual, él debía asumir como la única actitud lógica, conciliable con la gravedad de los hechos y lo insólito de su posición.

Para provocar ese lance, bastaría un nuevo encuentro, una mirada agresiva, una palabra enconada. ¡Los dos guardaban serios agravios!

Enmedio de su soliloquio, Raúl sintió que en el fondo de su ser se removían gérmenes de odio; y acusando a la fiebre que le encendía la sangre, oprimiose con ambas manos la frente, y fue a apoyarse en el alféizar de la ventana, ansioso de aspirar la fresca aura de la noche.

Fue en ese instante, que Areba alcanzó a percibirle.

Capítulo 38. Duelo

Pasadas las doce del día siguiente, Julieta, llena de agitación extraordinaria sorprendía a Areba en su habitación. Graves eran los motivos de esta visita, y así se apresuró a manifestarlo, echándose atrás el velo sofocada y haciendo difíciles volteos de abanico.

Corría por la ciudad el rumor de un duelo, realizado por la mañana entre Bafil y de Selis, y del que este último había resultado muerto según las versiones más autorizadas. Las causas del lance parecían provenir de diferencias serias producidas en el acto de darse principio a la autopsia del cadáver de Cantarela. Zelmar se había opuesto resueltamente al procedimiento autóptico, contra el dictamen de sus dos colegas, y llegado hasta poner la mano en el rostro de Lastener de Selis, quien se había retirado, después de provocarlo a duelo, mediante la intervención prudente y discreta del otro facultativo.

Mientras oía todo esto, Areba, que había experimentado diversas y violentas impresiones, oprimiéndose el seno con ambas manos para reprimir impetuosos latidos, no pudo menos de exclamar a voz herida:

—¡Qué he hecho, Dios clemente!…

Julieta se interrumpió.

Viéndola ponerse excesivamente pálida, con los ojos muy abiertos y el pecho palpitante, cogiola de las manos solícita y tierna en apariencia, como llamada a su vez a cuentas por el sentimiento que humedeció los suyos; y agregó llena de fingida ansiedad:

—¿Qué te pasa, amiga mía?… Tal vez he sido imprudente al comunicarte estas cosas terribles sin exordio preparatorio. Discúlpame. La noticia hacía nudo en mi garganta, y me era necesaria la expansión, so pena de sufrir después algunos grados de fiebre… ¿Quieres aspirar un poco de esencia?

Y en el acto la acercó un frasquito de cristal fino, con fuerte espíritu de mil flores, que ella no olvidaba nunca guardar en el seno, como un atenuante de sus vértigos pasajeros o de sus dolores neurálgicos.

Areba la rechazó suavemente, y dijo, cual si quisiera aparecer superior a su emoción:

—¡No! Ya pasará. Deseo que prosigas y me trasmitas todo lo que sepas al respecto, pues no ignoras que promedia un grande interés amistoso, aparte de circunstancias de otra índole que me afectan de cerca. Habla sin recelo, amiga mía, y repíteme la versión que juzgues más acertada entre aquellas de que te haces eco.

Así requerida y facultada, Julieta Camandria abrió de súbito las válvulas de su impetuosa locuacidad, adornando su relación con cien detalles o relieves caprichosos, al extremo de transformarse la aventura en una historia fantástica de Poe. Expuestos los hechos y antecedentes del caso con tal extraño colorido, Julieta llegó por fin al episodio del lance, a modo de quien, tras de fatigosa carrera, alcanza a poner el pie en el estribo del tren cuando suena ya el silbato de partida. De tal modo temía que se le escapasen los pormenores del desenlace —que en rigor sólo se conocían en parte— entre el torbellino de versiones, conjeturas y comentarios que surgían de su boca hasta provocar mareos.

—¡Me presumía algo análogo, Areba!— agregaba nerviosa, apartándose los rulillos de la frente, y componiéndose a dos manos un tembleque con flor de perlas que lucía en mitad de la cabeza como un penacho de cacatúa—.

El lance fue en Toledo, a los fondos de una quinta de Casilda; a la espada, y a muerte. A los pocos momentos de Selis recibió la herida. Dicen que falleció en el camino, al regreso. De Zelmar nada se sabe: ha desaparecido…

Me ha parecido bien esta resolución de su parte, mi querida amiga; era él ya una piedra de escándalo en nuestro medio ambiente. La crónica registraba todas las semanas algún hecho alarmante, con excepción de este mes de ausencia; amoríos nada lícitos, ya sabes… ¡la de Silvana!… No se ha hablado de otra cosa, con motivo del suceso; esa mujer queda en descubierto. ¿Y qué me dices de Irma? ¡A la vista está!… La había empeñado él palabra de matrimonio, que la muy inocente creyó de buena fe. ¡Ya la tiene buena! Este suceso del lance ha venido a hacer olvidar un poco en nuestro círculo el tremendo episodio de Raúl Henares. ¡Oh! Ese sí que es un hombre distinguido. Pienso como tú. Su desgracia aflige aún a los que sólo lo conocen por su noble conducta en el Paso del Molino, cuando corrió a nuestro socorro con tanto denuedo. Todas las simpatías son para él, es un ser de prestigio misterioso que va invadiendo todos los corazones y llenando de esperanzas la mente de más de una soñadora. ¡Feliz del que cautiva con sólo el nombre!…

— ¡Oh, calla, Julieta! —dijo Areba estremeciéndose—. Me recuerdas a la pobre Brenda, y a su protectora, que espera de un instante a otro dejar el mundo, y mi deber de acompañarlas por largas horas enmedio de tantos pesares.

—¡Qué cúmulo de desgracias, amiga mía! Te compadezco de veras por el profundo interés que en ellas te tomas; pues parece que en rigor sufres sensible quebranto. Observo desde hace días en tu rostro, en tu aire, en tus palabras, en tu figura misma, que pasas por crisis morales nada convenientes a tu salud; en este momento estás muy pálida, Areba; y quizás me ocultas que no te sientes bien.

—No lo creas —repuso ella con firmeza—. Efecto de las veladas. Aparte de esto, experimento emociones naturales, sentimiento, pena, no sólo por lo que ocurre en la quinta de Nerva, sino también por el hecho inesperado que acabas de comunicarme. De Selis era un amigo de méritos.

—Bien lo comprendo. Se duele una por acción refleja, según los términos de moda; ¡y tal me acontece!

Con las seguridades que me das, voy a dejarte, pues a las dos debo hallarme en casa de Pepa. Es otra de las admiradoras de Raúl Henares. ¡Adiós, querida amiga! Deseo que te tranquilices pronto, y que cesen tus afanes.

—¡Gracias! —contestó Areba, rebosando de amargura.

Cuando Julieta hubo salido, quedose mirando el suelo, grave e inmóvil, cual si recién sintiera sobre sí el peso enorme de aquella catástrofe no incluida en sus cálculos y combinaciones.

¡Todo se derrumbaba por su base arrastrando ensueños y esperanzas! Zelmar abría a su amigo la puerta de la fe, batiendo el terreno hasta derribar el obstáculo. Su acción había sido proficua. ¡Y era ella la que la había preparado con propósitos distintos!… Empezó por reconocerse impotente para jugar con pasiones, a modo de piezas de ajedrez; a la evidencia estaba que traían en último extremo lo imprevisto; y lo imprevisto podía ser, como en su caso, el estrago y el desastre. Con la muerte de Lastener de Selis la obra se destruía en el instante de su coronamiento; Raúl y Brenda volverían quizás a mirarse sin zozobras. Ella ignoraba, por otra parte, qué grado de intensidad habría alcanzado el sentimiento en el ánimo de la huérfana por la revelación del secreto; después de la violenta escena en que esa revelación se produjo, Brenda se había reconcentrado en un mutismo absoluto, sólo interrumpido, a no dudarlo, por los lamentos y el llanto solitario.

—Pero ¿quién podía leer en su alma? Si fuese cierto que para los grandes amores no hay imposibles, sería natural también suponer que en el fondo de su corazón llameara el cariño, voraz e inextinguible.

Esta idea reagravó en Areba la tristeza y el desconsuelo; y sintió ansias de llorar.

Levantose y anduvo vacilante por el gabinete y la alcoba, sin saber lo que hacía; pensando en él, sintiendo que le amaba más; que por ella había expuesto su vida; y pues que era joven, hermosa, opulenta, grata al beneficio, él debía haberla querido… ¡a no ser Brenda!

Y esa odiosa de Julieta que se había estado complaciendo en hincarla su diente negro en el pecho sin piedad, empezaba a hacerse digna de su menosprecio; fabricaba sus goces con el dolor ajeno. ¡Qué insistencia en hablarla de Raúl, y qué intención pérfida y maligna! Toda la hiel se le revolvía en la sonrisa y toda la hipocresía en los ojos. Esta criatura iba degenerando sin escrúpulos, y amenazaba concluir en monja revoltosa.

Lastener muerto… ¿Quién hubiera podido prever este golpe, de manos de Zelmar?

Raúl no se gozaría en el hecho, porque era noble y generoso; mas ¡cuán dichosa fuera, si pudiese leer en su pensamiento íntimo en aquellos instantes!… ¡Ay, no, que no habría para ella ni un recuerdo dulce y vago en el fondo de su alma, llena toda del esplendor de Brenda como de una luz de estrella!

Areba dejose caer en su lecho lentamente, y permaneció inmóvil, con el rostro vuelto hacia abajo, y las manos en las sienes.

Minutos después, un temblor convulsivo agitaba su cuerpo; y prorrumpía en profundos sollozos.

En esa misma hora, Raúl, en posesión de la grave noticia, no experimentaba impresiones menos amargas; y precisamente, contra la sospecha de Areba, era ella la que absorbía su espíritu.

Una carta de Zelmar, que tenía en sus manos, se lo había revelado todo. Esta carta había sido escrita a bordo del Sénégal, que zarpaba en esa tarde para Europa: era también un adiós al amigo.

Bafil describía a grandes rasgos sus amores con Cantarela; y luego, de un modo sucinto, el incidente imprevisto, el duelo y la muerte de su adversario.

El nombre de Areba Linares se mezclaba con frecuencia al relato, y sugería a Zelmar sagaces reflexiones, que su amigo debía someter a una meditación tranquila en obsequio a sus planes futuros. Por lo demás, el terreno quedaba libre.

El lance había sido rápido, enconado y sangriento: un asalto, varios golpes de escuela, una parada falsa de Bafil, que facilitó al adversario correr el acero hasta el hombro en donde dejó una línea de sangre; y por último, en guardia baja, una estocada en el ijar —que se diría en esgrima de florete, bote de arta obligada— pasando el hierro vísceras y entrañas nobles, para surgir por la espalda de Lastener. Sobrevino una hemorragia grave, y enseguida la muerte. Todo, en pocos minutos. ¡Diez bastaron para destruir la obra lenta y laboriosa de Areba!

Zelmar añadía:

«Prescindamos de ésta, que ha de aparecer negra aventura en mis memorias del Parque de los Ciervos. Abandono a la avidez y a la saña de los malevolentes mi reputación envuelta con los despojos de mi querida, para que hocen en ella y me fulminen.

»El placer de confundirme, producirá en Julieta Camandria un baile de nervios y un cosquilleo delicioso de lengua por dos meses. El vinagre cría vibriones; pero una mujer fea y mala propaga microbios. Ya verás qué ruido ocasionará su trompa, hasta aturdir el círculo en que nos hemos escaramuzado con frecuencia. Todo eso no puede sorprenderte. En pos de una caída todos se asoman siempre presurosos al borde del precipicio, donde resbalara el desgraciado; y observan llenos de curiosidad en qué actitud llegará al fondo, o en que risco se abrirá el cerebelo, o qué grito final arroja, que pueda darles luz sobre los móviles íntimos; pues la gracia del caer, presenta al luchador por el gusto estético antiguo, es también impuesta hasta en el suicidio, por la sociedad moderna. No sé si he caído con gracia; pero me avanzo a asegurar, que no deja de tenerla, eso de concluir con un semillero de intrigas y ambiciones, tan difíciles como un nudo de Gordium, con una flanconada formidable.

»El hecho es que en esta lucha, a pesar de todo, he conseguido aprender a desconfiar un poco de mis propias fuerzas. La agradezco este progreso… En cuanto a Areba, ¡espléndida mujer! no será esposa de nadie, y es ella misma, quien se ha impuesto esta pena: rara, caprichosa, excéntrica, vivirá para el huérfano y para el mendigo. Ellos la verán envejecer y tal vez llorar a la menor sensación de disgusto; extremo forzoso a que arriba un organismo que ha sofocado sus expansiones enmedio de los ardores de la misma juventud. Vigílala, sin embargo: ella te ama con todo el vigor del sentimiento, y por eso tentó alejarme de la escena para quedarse a solas contigo y batir el campo a de Selis, hasta estrechar a Brenda entre el respeto a su protectora y la memoria de su padre. La terrible flanconada vino en tu auxilio. Completará sus efectos el fallecimiento probable de la señora de Nerva; pero, no olvides que Areba ha de sufrir cien vacilaciones antes de abdicar, y que los cariños obstinados de una mujer inteligente y hermosa suelen concluir por atraer y fascinar el corazón más duro.

»Mi gira durará dos años. Voy resignado. Estos contrastes no me abaten ni decepcionan. No he de buscar, pues, cuadros flamencos, ni la verdad desnuda de las hojas del Aretino empapadas de lascivia, ni los voluptuosos delirios de Musset, ni las risas epilépticas de Espronceda en el festín de los senos palpitantes y de las carnes rosadas y calientes, ni las orgías en que brotan gritos de adulterio como un adiós al amor que se extingue y un saludo al amor que viene, con pámpanos en vez de azahares, y caricias lúbricas en vez de castos besos; no he de buscar nada que ofrezca este sabor infernal, este prestigio tentador para los pechos sin consuelo, en el hueco de cuya entraña se enrosca la pena como una sierpe para hacerlos renegar de todo pudor y de toda virtud. No tengo por qué aturdirme. Mis dolores son proporcionados a las resistencias del cerebro; y bien pueden ocupar alguna cavidad, sin detrimento. Han de irse a su tiempo, lo mismo que se van en estación oportuna las aves de agüero que se asilan en una ruina, en donde no han dejado de graznar aún en horas en que brotaban a raudales por las ojivas de la que fue sala, rumores de fiestas y alegrías. Dichoso sería si un amigo como tú me acompañaras en esta gira a que el hábito me hubiera inducido, a no ser la necesidad. ¡Pero bien sé que eso no es posible! Debo concretarme a enviarte un abrazo, con mis votos más fervientes por tu dicha. ¡Espero verlos realizados a mi regreso!».

Como hemos dicho, esta carta produjo estupor en el joven ingeniero; aun cuando lo que le afectaba personalmente no hubiese dejado fibra alguna susceptible de mayores emociones.

Pero el acontecimiento era grave y se vinculaba demasiado con su destino, para que él pudiera sustraerse a sus efectos.

Algunas horas lo tuvo abstraído.

Caía el crepúsculo, cuando arrancándose a sus reflexiones y a la sorpresa que le causara aquel nuevo rasgo caprichoso de la suerte que eliminaba a su rival de una manera tan inesperada se dirigía al interior de la quinta reproduciendo en su memoria frase por frase el contenido de la carta de Zelmar, y planteándose con nuevos elementos el problema del futuro.

Pero al pasar junto al seto, olvidó por un instante cuánto le absorbía, y extendió su mirada por los sitios linderos que él había recorrido sin zozobras en días venturosos.

Allá cerca de la gran puerta que daba a la calle del estanque, reunidas en compacto grupo, distinguió varias personas de la servidumbre, que parecían comentar algún suceso extraordinario. Si Raúl se hubiese encontrado más próximo a ellas habría podido observar rostros llorosos, y oído lamentaciones que brotaban de todas las bocas; pero a la distancia, estuvo lejos de presumir que aquél fuese un grupo de plañideras, limitándose a suponer que se tratara del trágico lance en que de Selis perdiera la vida. Y al alejarse, ocurriósele una pregunta que era expresión de todos sus anhelos: ¿qué fenómenos pasarían en esos momentos por el alma de Brenda?

Ya que él no podía adivinarlo, debemos nosotros decírlo: un nuevo trance la anegaba en el dolor, y era éste el último cuadro del drama doméstico.

La señora de Nerva acababa de morir.

Capítulo 39. Un año después

Corrieron los días.

A las tardes cálidas y serenas se sucedieron bien pronto los fugitivos crepúsculos otoñales, las mañanas de sol invernizo, las frías auras, los cielos oscuros, la atmósfera sin golondrinas, los bosques en esqueleto, los paisajes grises, las hilachas de hielo en vez de verdes hojas pendientes de los troncos desnudos como barbas de ancianos.

Pero, estos cuadros desolados se borraron también. Pasaron los meses, y la naturaleza empezó a sonreír tras un sueño profundo, con la gracia de una mujer bella que ciñe su cabeza con perfumada diadema y se apresta a seducir desplegando todas las galas de juventud y esparciendo en su redor aromas, luces y esperanzas.

Volvieron las flores y las hojas, las legiones aladas, el sol resplandeciente, el aire tibio y puro, los horizontes diáfanos, las copas umbrías, dioramas espléndidos con sus jardines y bosques llenos de savia prolífica y vida exuberante: el tiempo se reproducía por ley inmutable sobre ruinas y recuerdos, y los mismos árboles viejos se vestían de lujo, echando su cana al aire al beso de primavera.

Nada había cambiado, pues, al parecer, en las preciosas quintas de los suburbios, que volvemos a visitar después de un transcurso regular de tiempo: todo revelaba en ellas aquel esmero prolijo o artístico cuidado con que se atienden los sitios predilectos a que nos suelen ligar dulces memorias y encantos.

Las quintas de Nerva y de Henares, con su verde y espesa vegetación arbórea, parecían formar un solo bosque.

Habíanse aumentado los ejemplares de naranjos, durazneros, nísperos, manzanos y cerezos; las higueras y nopales en estrecha alianza confundían las ramas ásperas y las palas espinosas, acercando a las hinchadas brevas los higos chumbos; los membrillos, ya sin flores color de carne alargaban sus vástagos correosos llenos de velludos frutos hacia el soto, que cubrían con sus nutridas hojas verdi—plateadas; las grandes peras sin sazón, encorvaban los flexibles gajos en compactos grupos, teñidas de solferino y verdemar; en los extensos viñedos las cepas dirigían multitud de sarmientos a todos rumbos llenos de racimos apiñados, que aparecerían después blancos, oscuros y color de rosa: ni una maleza, ni una zarza, ni un cardo se veía a lo largo de los agaves del fondo, al final de cuya línea de pitacos, distribuidos a trechos como guías de granaderos, se percibía el extremo cónico de la choza de Zambique, hasta donde llegaban en confusas espirales las silvestres enredaderas cuajadas de florescencia.

Desde la muerte del liberto, aquel lugar solitario no había sufrido modificación alguna. La choza conservaba en su interior todos los muebles y objetos caprichosos que pertenecieron al fiel negro, sin excluir la marimba, que se mantenía junto al ventanillo empolvada y silenciosa por siempre. En cambio, la naturaleza espontánea y pródiga fecundando las semillas caídas alrededor, había envuelto toda la choza en un espeso manto de parietarias hasta cubrir la puerta por completo, cual si hubiera querido preservar la oscura mansión de toda mirada indiscreta.

La calle que conducía al estanque había sido cubierta con enormes zarzos de hierro para sustento de numerosas viñas, después de ser derribados los eucaliptos que adornaban los flancos.

El estanque parecía un inmenso vivero, por la multiplicación extraordinaria de sus peces; en el segundo departamento, separado por un fino tejido de alambre, las aves de viva y hermosa pluma pululaban como rápidos esquifes de fondos negros, rosados, blancos y cenicientos comprometidos en regatas de honor.

En una tarde apacible de verano, una joven que vestía de luto, encaminaba sus pasos por la calle del estanque, acompañada de una niña de tierna edad.

Esta joven había estado sentada, momentos antes, en el banco de piedra colocado junto al seto, en la parte que daba al mar.

En el semblante blanco y bello de la paseante solitaria, podíanse notar esos signos inequívocos que graban en las facciones los dolores morales; esas huellas leves, pero elocuentes, buriladas por la cavilación de lo que la vida enseña, en armonía con un aire de resignación noble y tranquila, de que sólo son capaces los organismos selectos, en las luchas despiadadas del corazón.

Al primer golpe de vista, seducía esta joven por sus encantos sin artificio, de conjunto afiligranado, por decirlo así, de formas tornátiles, de perfiles correctos, animados por una expresión dulce, sencilla y atrayente, que daba a su cabeza escultural un realce admirable.

Un tul negro encubría en parte su cabellera rubia.

Tenía los ojos de un azul profundo; el seno alto y turgente; las manos pequeñas, de afilados dedos, color de rosa pálida.

Fácilmente habrá reconocido el lector en esta joven a Brenda.

Muchas fueron sus transiciones violentas desde el día de la muerte de su protectora, y desde el instante en que le fue revelado el secreto del encuentro trágico y fatal entre su padre y Raúl.

Cerca de un año había transcurrido desde aquellos sucesos; y aún conservaba frescas las emociones de entonces, abstraída en el culto de los recuerdos, indiferente a los cuadros de alegría extraña para ella, concentrada con fervor en la esperanza y en la fe a que los propios rigores del pesar suelen dar crecimiento y energía.

Si en la vida psicológica basta para el goce una ilusión que quede, ¡cuánto hace un alma sensible por conservarla intacta, por mantenerla siempre excitada y vívida aun enmedio de transitorias dudas y quebrantos!

Brenda había sido declarada heredera universal de los cuantiosos bienes de la señora de Nerva, en cuyo testamento por acto público así se consignaba de una manera formal e irrevocable, sin cláusula restrictiva alguna, como una prueba del profundo afecto que la dulce huérfana mereciera en vida de su benefactora. En la misma escritura de últimas voluntades se designaba la persona que debía ejercer la tutela, y que lo era el señor Enrique Linares, hermano de Areba.

En posesión de esa fortuna, ella habíase sonreído…

¿De qué la serviría?

Sólo para hacer el bien; y al pensar así, la había consolado la creencia de que a su noble protectora sería grato el destino que ella reservaba a sus riquezas.

El mundo había hincado en sus plantas dolorosas espinas; y solía preguntarse, meditando en sus recogimientos prolongados, cuántos no sufrirían más que ella y habrían menester de aquel exceso de opulencia.

Por el dolor propio había alcanzado a penetrarse del dolor humano, desprendiéndose de todo sentimiento egoísta, del ensimismamiento que aísla y no escucha más que una queja, que comúnmente se juzga superior al lamento del infortunio extraño.

Y así cavilando, iba por fin su pensamiento a concentrarse todo entero en Raúl; en aquel ser amado que había muerto a su padre, meses antes que él la encontrara a su paso, cuando aún llevaba luto, y que no veía hacía mucho tiempo, sino a través del húmedo velo de sus ojos, tal como quedó grabada en la mente enardecida su imagen la última vez que escuchó su habla y se extasió al mirarlo.

En los primeros tiempos se había limitado a acordarse, ¡acordarse siempre! sin el deseo de volver a verlo.

No podía desasirse del fuerte lazo de un pesar rígido y severo.

Después, llegó a sentir como un ansia de mirarle un poco, o por lo menos de saber de él…

¿Era esto un crimen? Se estremecía, sin darse cuenta de su inquietud. Una noche soñó que lo había visto, helado e indiferente.

Al despertar, creyó por largos minutos que aquello era cierto; y se había arrojado del lecho llorando.

Desde entonces, fue creciendo el deseo, vago en su origen, ardiente más tarde, de verle en realidad; de oírle, de observar en su rostro los efectos de la ausencia y los resplandores de la pasión que él parecí a sentir en días venturosos como una necesidad suprema de su vida.

Areba, que se había consagrado con extremo afán a las obras de beneficencia, retrayéndose poco a poco de los círculos en que descollase por sus méritos indisputables, solía acompañar a su amiga algunas veces; sin que en esas oportunidades hubiese abandonado nunca su actitud fría y reservada respecto a Raúl.

La muerte de Lastener de Selis, que había hecho en Brenda Delfor una honda impresión, parecía haber introducido en los hábitos y gustos de la señorita de Linares un cambio notable; a partir de aquel suceso dramático y sangriento, Areba concurría al templo con frecuencia, a los hospicios, asilos de expósitos y misteriosos lugares de pobreza vergonzante, donde derramaba piadosa y discreta nobles beneficios.

En la tarde de que hablamos, acababa de dejar a Brenda, cuando nosotros hemos visto encaminarse a ésta por la calle del estanque hacia la glorieta.

La niña que iba a su lado era una de las hijas de su tutor.

Meses hacía que la joven no visitaba la quinta, y complacíase ahora en recorrer todos los sitios predilectos que traían a su memoria recuerdos tan dulces y queridos.

A pocos metros de la glorieta se paró a mirar hacia la casa del lindero.

La ventana del gabinete estaba abierta; y este detalle insignificante para otros ojos que los suyos, la conmovió…

En ese instante la niña desprendiose de su mano, y echó a correr detrás de una mariposa blanca con todo el goce radiante de la inocencia.

Brenda la observó un momento alejarse, y siguió caminando muda y abstraída.

Ya enfrente de la puerta, alzó la mirada, y en el instante mismo, ahogó una gran voz, alargando el brazo trémula, pálida, fría, como si una fuerza eléctrica hubiese crispado todos sus nervios.

Un hombre con la frente baja, los brazos cruzados y el ceño adusto, se hallaba enmedio de la glorieta.

Era Raúl Henares.

Brenda no se movió de su sitio.

Capítulo 40. Clemencia

Una breve mirada al pasado, ante todo.

Enmedio de los inesperados sucesos que a la partida de Zelmar sobrecogieron a Raúl, hallose éste perplejo, sin resolución bastante para tentar por el momento paso alguno en sentido de acercarse a la huérfana.

¡Cuán difícil le hubiera sido eso!

Su espíritu había sufrido quebrantos harto crueles y dolorosos para determinarse, libre y enérgico, a asumir actitudes osadas, o a afrontar un problema moral que se le ofrecía con dificultades mayores que la más complicada ecuación algebraica.

Su situación le sumía en la inercia; el presente estaba oscuro; lejos, el albor de la mañana, ¡fresca y sangrando la ancha herida en su pecho y en el de ella!

Resolvió alejarse.

Durante dos meses, Raúl viajó por el interior del país, buscando otras impresiones, otra atmósfera, otra vida; pero, bajo el mismo cielo, en la tierra misma de la patria, no le fue posible devolver a su organismo la calma y el reposo.

¿Los encontraría, acaso, lejos de ella, allá enmedio de sociabilidad extraña, donde nada reavivase las profundas amarguras de su espíritu?

Probó apartarse mucho.

Después de algún tiempo de permanencia en el Brasil, trasladose a Buenos Aires, recorrió las provincias del interior y cruzando la cordillera, se internó en Chile, la extraña tierra tendida entre nidos de cóndores y espumas de océano, entre paralelas de mares y montes excelsos, que la arrullan con música gigante de cráteres y de ondas.

Allí residió largos días, dirigiendo una obra de fábrica.

Concluida su tarea, pensó en excursiones más lejanas.

Pero, sintiose débil ¡al fin! y cediendo al hondo anhelo de volver a ver lo que más había amado, decidió el regreso a las playas uruguayas.

Llegado enmedio de singulares emociones, dirigiose a su quinta, en donde se propuso pasar algunos días.

Selim le había conservado su morada con un esmero digno de encomio. Todo estaba en orden y artísticamente dispuesto, desde la alcoba hasta el gabinete de estudio.

Raúl se encontró con varias cartas y tarjetas. Dos de aquéllas eran de Zelmar, dirigidas la una de Venecia y la otra de París. Su lectura fuele muy grata, impregnada como estaba de aquel espíritu gentil y ático que tanto distinguía al joven médico. Pedíale en la de última fecha, que le informase del estado de sus cosas íntimas que él no podía olvidar ni un momento, aun enmedio de los mil accidentes y seducciones de las grandes capitales.

Este reclamo arrancó al joven ingeniero una sonrisa de tristeza; y como si le impulsase irresistiblemente a una resolución, de que hubiese una hora antes desistido, preguntó a Selim, sin embozo ni reserva alguna si sabía algo de la moradora de la quinta de Nerva.

Selim contestó que hacía mucho tiempo que sólo habitaba una corta servidumbre la casa vecina, desde el día siguiente al de la muerte de la señora; pero que ocho días atrás había tenido ocasión al inspeccionar los setos, de ver sentada en el banco de piedra a la niña de luto.

Raúl quedose pensativo.

Transcurrida media hora, se levantó; y resolviéndose visitar la quinta, bajó las gradas de la escalinata.

Varias veces se detuvo en las calles de árboles, aspirando con placer el aire tibio de la tarde.

¡Cuántos recuerdos!

Allí estaba la escena tranquila y solitaria del poema de otros tiempos, apenas separada del sitio en que posaba su planta por un seto de arbustos, entre los que asomara ella un día su cabeza encantadora.

Delante la glorieta silenciosa, por cuyos arcos cubiertos de doseles de madreselva atravesaban en raudos vuelos las alegres golondrinas; más allá, la calle del estanque, los bosquecillos de naranjos y limoneros, el laberinto de sendas festoneadas de boj; hacia el fondo la línea de tunas, el banco de piedra, el vértice de la choza de Zambique, sobrepujando las verdes y flotantes bóvedas como el cono de un templo africano enmedio de las florestas.

¡Todo hablaba del tiempo que fue, removía fibras, renovaba en la visión los mirajes del pasado ensueño!

Inmóvil estuvo Raúl con la cabeza descubierta, la mirada fija, fiebre en las sienes, de pie junto al seto, pensando quizás que aquel color de esperanza, flores y frutos, todo aquel paisaje de encanto y de luz reaparecía misterioso a la vuelta de un año, con la misma facilidad que en el corazón humano la pena ahonda, marchita y destruye los ideales de la vida.

De pronto, cual si cediese a un deseo vehemente, el joven se aproximó más al seto. No se veía persona alguna en el interior de la quinta de Nerva, que él podía dominar a su frente; reinaba completa soledad.

Raúl salvó el seto, y fuese con paso firme y resuelto a la glorieta, donde se entró.

Fue la suya una determinación súbita, como de quien se siente atraído irresistiblemente por una fuerza secreta hacia un lugar que no se creía volver a ver, y que de improviso se exhibe ante los ojos sorprendidos, hiriendo en lo más vivo el recuerdo.

Cuando divisó a Brenda, creyó que soñaba.

La realidad tenía que imponerse pronto; y una emoción profunda se apoderó del joven, cuando ella al presentarse en la puerta, extendió su mano y sofocó un grito, bajándola luego, con la cabeza, para quedarse quieta.

Allí estaban los dos, el uno muy cerca del otro; temblantes, mudos, sin moverse un paso, lo mismo que aquellas estatuas que se erguían blancas entre yedras y nutridos follajes en el cercano bosquecillo.

La sorpresa les había hecho contener hasta el aliento.

Poco a poco fueron levantando las cabezas con desconfianza, y se miraron con la pupila fija y los parpados temblorosos.

Parecía que querían cerciorarse, con miedo de que aquello no era una ilusión de los sentidos: se compenetraron; y al mismo tiempo, tal vez, creyeron que uno y otro arrastrados por su destino habían puesto intención y voluntad para aquella aproximación.

Apenas más tranquila, dueña de sí misma, Brenda recogiose un poco con la izquierda el crespón que cubría su cabeza; frunció el labio y le miró al soslayo, con aire inquieto y esa perplejidad adorable que en la mujer enamorada se traduce en estremecimientos y suspiros.

Raúl arrancándose de súbito a su situación violenta, rompió el silencio, diciendo en voz baja y trémula:

—Ha sido necesario que llamase a mí todas las memorias gratas al espíritu… para atreverme a dar este paso, Brenda. Lejos estaba de esperar este encuentro, aunque algo me lo hacía presentir…

Quizás este deseo ardiente, duradero, que nunca se apaga, que me arrastra y subyuga; ¡acaso, un ansia profunda e intensa de ser oído antes de ser olvidado por siempre!

La joven asumió una actitud grave y severa, al escuchar estas palabras.

Tenía el semblante casi transparente, el seno agitado, los ojos húmedos con una expresión extraña, que era mezcla de dolor, de altivez y de cariño.

Aquella voz llegola al fondo como un arrullo delicioso, enmedio de las hondas tribulaciones que estremecían su ser; convencida de que no podría odiar ni maldecir, ¡aun cuando a su eco se agolparan a su mente las sombras de una historia fatídica y sangrienta!

Como le mirase muda y fría, Raúl prosiguió:

—Yo bien conozco que no tengo ya derechos…

Pero, séame concedido el consuelo de una confidencia íntima, como un descargo de conciencia, aunque ella renueve pasadas amarguras o encone la herida abierta por la más negra fatalidad.

Yo diré lo que pasó, confesaré mi culpa, si pudo haberla en quien no tuvo tiempo de odiar; que no fue el encono el que armó mi mano, Brenda, para arrancar una vida, en otra hora para mi inviolable y sagrada, sino el grito de la carne y de la propia conservación, enmedio de toda la fuerza impetuosa de la primera juventud…

—¡No fue el odio! —balbuceó Brenda como aterida, la frente plegada, las mejillas ligeramente sonrosadas de improviso, y los ojos llenos de ese fluido que parece condensar cien emociones.

—¡No fue el odio! —repetía en tono muy flébil y dulce cual si hablara a solas, poniendo su mano en el nacimiento del seno que ondulaba a intervalos a los golpes del corazón henchido de amores y de lágrimas.

¡Nunca lo supe bien!…

Y así diciendo levantó los ojos de azul sombrío, que puso en los de Henares, con una expresión de ansiedad indecible.

Animose Raúl entonces, aventurándose en el relato.

—Pasó aquello en la guerra…

Los bandos estaban enconados y las pasiones embravecidas; pero, en el lance singular de que hablo, a solas, enfrente de un adversario para mí desconocido, altivo y arrogante, enmedio de un vado estrecho, sin poder retroceder ni avanzar, porque la muerte me aguardaba por doquiera, yo no estaba, sin embargo, animado de rencor y de venganza, ni quise agredir el primero, aunque el deber me exigía sacrificarlo todo a mi paso sin clemencia ni perdón.

Fue preciso que la lanza del coronel Delfor desgarrara mis carnes y comprometiese seriamente mi vida, para que yo me decidiera a la defensa enérgica de tan fatales resultados para él; y eso sucedió, cuando ya la sangre brotaba a raudales de mi herida, y no me quedaba otra solución en el duro trance que la de matar o morir…

—¡Oh! —profirió Brenda cubriéndose el rostro con ambas manos y avanzando un paso a impulsos de la emoción—. Él ¿hirió el primero?…

—¡Sí! ¡Yo no tenía por qué odiarle!

Lejos uno y otro del centro de la acción, del fuego que enardece, del entusiasmo febril que circula por las filas, comunicando a los brazos una actividad implacable, y a las pasiones de partido una excitación temible, yo pensé al principio, que en aquel encuentro aislado uno y otro depondríamos nuestras diferencias en homenaje al sentimiento de la fraternidad, que no se extingue por completo en los hombres de corazón; ya que el estéril sacrificio de mi vida, o su fin oscuro, lejos de las líneas, banderas y entusiasmos de la batalla, allí en aquel sitio apartado y solitario, nada añadiría al orgullo del vencedor ni a la justicia de la causa.

Éramos como dos dispersos en quienes hubiera concluido la fiebre del combate, que se encuentran al fin de la jornada, se miran, y pasan, ya sin razón de ofenderse o de agredirse.

Pero, él era bravo y cedió a los arrebatos de la sangre rica y ardiente.

Me atacó, y me defendí.

¡Grave infortunio, a veces, el de ser afortunado!

¿Sabía yo acaso que aquel valiente era tu padre?

Cuando la verdad lució, pensé que no había castigo mayor que el conocerla, y que para este destino no se hizo consuelo alguno.

¿Qué alma fuera tan piadosa que restañara en el vivo, una herida peor que la del muerto?… ¡Oh! ¡Si mi vida pudiera rescatar la de tu padre!…

La voz del joven era baja, lenta, suave como un trémulo, como de quien reprime profundos arranques que llegan a la garganta en forma de nudos que amenazan ahogar y al fin descienden de nuevo al fondo del pecho oprimido.

Brenda le miró, con las pupilas veladas por el llanto y las mejillas encendidas, acercándose a él por un impulso maquinal, inconsciente, entreabierta la boca, por el ansia de decir algo que su lengua se negaba a articular; pero que su rostro denunciaba a lo vivo.

Los dos quedaron en suspenso, por un instante; ella, inquieta, casi vencida; él, lleno de ardor, insinuante, alentado por la pasión férvida que trasmitía unción a sus frases y fuego a su mirada.

Adelantose luego, hasta ponerse casi en contacto con la joven y quemarla con su aliento; y como ella bajase la cabeza fascinada y suspirante, dijo encima de su oído:

—No, me guardarás odio, ¿verdad?

Lo quiso así mi destino infeliz; y mira en qué grado soy culpable, ahora que los años han pasado, y el dolor recién viene a marchitar la dicha que soñé… ¡la dicha de la huérfana en cambio del infortunio del padre!

Si no quemara tu labio una palabra…

Levantó Brenda los párpados lentamente, con una expresión de amor intenso en sus ojos y preguntó febril:

—¿Cuál?

—De clemencia y de perdón…

Puso ella sus manos temblorosas en el pecho agitado de Raúl, y posando en su hombro la cabeza suavemente, llena la mejilla de calor, teñido en grana el labio, en vano reprimiendo los latidos de su seno que ondulaba con violencia, balbuceó en tono tan ledo como un hálito una sílaba, que los labios de su amante recogieron en una aspiración suprema, al sellar su boca deliciosa con un beso de inefable ternura.

¡Aquel beso les hizo olvidar!

Era síntesis de anhelos reprimidos, de pasiones profundas porque habían sido contrariadas, y compensaciones de un año de ausencia.

Enmudecieron; disipáronse las sombras de las frentes; buscáronse las manos en cariñosa alianza, la mano blanca y pura de la virgen y la mano del matador; plegáronse los párpados al influjo de un vértigo veloz, y al estremecerse los cuerpos estrechados suavemente, unidos los rostros en transporte de deliquio, parecieron trasmitirse todos los ensueños y esperanzas reconcentrados hasta entonces en el fondo de sus almas por los rigores de la duda y del quebranto.

En ese grato momento de amor, de clemencia y de perdón, la niña que acompañaba a la huérfana, volviendo con la mariposa en la mano, asomó sorprendida su carita de rosa y púrpura, despierta y vivaz contemplando con asombro la escena.

Desprendiose la joven, y vino hacia ella sonriente.

La niña miró a Raúl con aire de extrañeza, mezclada de simpatía; y extendiendo a él su manecita, preguntó con dulce candor: ¿Ése es tu novio, Brenda?

—Sí —dijo ella, besándola en la boca—. ¡Es el que será mi esposo!

Y volviéndose a Raúl con los ojos brillantes de amor y de ilusión, agregó antes de alejarse con imperio:

—¡Irás mañana!

Conclusión

Pocos días después de esta escena, en una capilla solitaria de elegante arquitectura que se eleva con sus fugaces agujas enmedio de las nutridas arboledas del norte, nido de oraciones y de preces íntimas, se desposaban Brenda Delfor y Raúl Henares.

Un grupo reducido de personas asistía al acto, rodeando la interesante pareja con ese aire de profundo interés y simpatía que imprime en los semblantes el cuadro seductor de una dicha serena y luminosa.

Hacia el fondo de aquel pequeño templo ornado, con el mejor gusto artístico, junto a un reclinatorio de ébano, dos damas departían en voz baja sobre la ceremonia.

Una de ellas era Julieta Camandria, que no había podido sustraerse a la tentación de presenciarla, y que en los anteriores días había sufrido fuertes ataques nerviosos al tener conocimiento del feliz desenlace, del drama.

—Sabrás —decía inclinándose al oído de su compañera—, que la causa real de haberse embarcado ayer Areba Linares en viaje a Europa, no es otra que este matrimonio. ¡Su orgullo no ha podido resistir suceso de tal magnitud!…

—Se encontrará allí con Zelmar Bafil.

—¡Nunca le amó de veras!

Mira. Ya se apartan… Iremos detrás. No quiero que la novia se imagine que la envidio.

En ese instante, la encantadora desposada del brazo de Raúl, se adelantaba y salía radiante, esparciendo a su paso esa atmósfera deleitable, mezcla sutil de fluido luminoso, sonrisas inefables y perfumes de azahares que difunden siempre del altar al umbral de salida las novias de singular belleza, como últimas esencias de que se desprenden sin pena ni amargura, la castidad y el candor.

—¡Qué alma de criatura! —susurró Julieta bien cerca de su compañera. Ahora, aunque alguna vez hubiera podido olvidar a su padre, tendrá que recordarlo siempre!

La pareja pasó tranquila y risueña, leyéndose en sus rostros una promesa perdurable de paz y de ventura.


Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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