Camarada Dólar

Arturo Robsy


Novela



A todos los que No.

1

Emilio, conocido trabajador intelectual, desembarcó del ascensor ayudado por cierta cantidad de gin tonic que conservaba en sus depósitos supletorios. Por la posición de las estrellas y por una muesca del cercano pasamanos, comprobó que había llegado a su nebuloso destino. Así aliviado su corazón, flotó de Este a Oeste, cómodamente instalado en una sonrisa amistosa, y acabó dirigiendo una mirada llena de amor a la causa al ojo de su cerradura.

Emilio regresaba de añadir unas gotas de aventura y emoción a su vida, sólo que las gotas, a fuerza de perseverancia y graduación, le habían llenado hasta las amígdalas, induciéndole a instalarse en una especie de transparente beatitud.

El ojo de la cerradura, con el ceño fruncido, le devolvió la mirada: era un artilugio fosco y aburrido, poco amigo de ser interrumpido cuando meditaba a solas con la noche, abrumado por sus problemas individuales.

—Uy, uy. —le dijo Emilio, aceptando su silencioso reproche.— A ver cómo te portas hoy.

Sacó el llavero y se lo enseñó al altivo mecanismo para que tuviera una clara idea de lo que se esperaba de él:

—La última vez —le explicó con toda confianza— me hiciste repetir catorce veces. Sé bueno y ponte donde yo te pueda ver.

La cerradura, con su ojo negro y vertical, se apresuró a cambiar de sitio tan pronto como escuchó las pretensiones de Emilio: tenía ideas propias acerca de cómo pasar el tiempo.

—¿Así que ya empezamos? —le recriminó el joven, que confiaba en que todos tuvieran su misma amplitud de miras a aquellas horas de la madrugada.

La cerradura volvió a moverse, refractaria a todo razonamiento. En su opinión, Emilio tendría que cazarla como a una liebre.

El joven trató de explicar al obstinado cierre la pobre idea que se estaba haciendo de él, valiéndose sólo de tres palabras, una de ellas substantivo de probada eficacia. El le dejó terminar, guardando un altivo silencio, e, inmediatamente, volvió a cambiar de sitio.

Emilio había leído en alguna parte, quizá en el Kamasutra, que bastaba con respirar profundamente para recobrar la serenidad. Si había un momento oportuno para comprobarlo era aquel, así que inspiró con todas sus energías.

Su hígado, que sufría calladamente junto al depósito donde se almacenaba el botín de sus últimos tragos, tuvo un instante de vacilación. Los ojos de Emilio, hechos al microscopio, se oscurecieron y el hombre cayó sentado mientras recordaba, demasiado tarde, que el autor que invitaba a su público a respirar por todos los agujeros recomendaba, a la vez, apoyar la espalda en la pared: «El hombre moderno —decía— no está acostumbrado al oxígeno y al principio suele presentarse una vaga sensación de mareo.»

Dejando aparte a las bacterias lactobaciláceas, que eran grampositivas en la tinción, si de algo entendía Emilio era de mareos: le asaltaban con regularidad todas las noches o, al menos, todas las que invertía en explorar las tabernas del brazo de Pepote, alias don José Luis García Robles.

Si se exceptúan los apellidos, Pepote estaba lleno de virtudes: no sólo era un filósofo de café capaz de beberse una mediana sin despegar los labios del vidrio, sino que disponía de una brillante inteligencia, que unas veces ponía al servicio de su Imprenta Rápida Robles, y otras dedicaba a derramar luz sobre la vida de sus semejantes.

Pepote, hambriento de sabiduría, era de las pocas personas capaces de escuchar a Emilio cuando éste contaba las intimidades de complicados protozoos pseudomonadales que, por capricho sin duda, invertían sus ocios en oxidar el metano o en convertir en lactosa notables cantidades de celulosa.

A fin de cuentas, ambos eran dos hombres jóvenes y sin tabúes y no temían las conversaciones escabrosas. Iban por la vida sin más compromiso que sus respectivos trabajos y nada les impedía hablar de bacterias entre buche y buche de cerveza, para pasar revista, más tarde, a los hongos ascomicetos.

Emilio trabajaba en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas en calidad de biólogo inexperto, vigilado de cerca por los más veteranos, todo el día sumido en experimentos que ni se atrevía a mencionar. En el fondo de su sensible y amistoso corazón, aspiraba a descubrir algo enorme que le convirtiera en benefactor de la humanidad y candidato a monumento en plaza o jardín público.

Tiempo atrás Pepote le había indicado el camino a seguir: El futuro— le dijo— está en lo pequeño. No hay más que fijarse en los microchips y en todas esas partículas subatómicas que atrapan valiéndose de los ciclotrones. El hombre listo, en estos tiempos de decadencia moral, ya no aspira a lo grande sino a lo mínimo. ¿Te he hablado de los microchips y de los ciclotrones? También puedes añadir el sueldo de los funcionarios.

Pepote era el tipo con más facilidad de palabra en cuanto remojaba la lengua en determinadas substancias anestésicas, así que desarrolló sabiamente el tema de «Lo pequeño como destino universal a causa de la entropía», hasta que sembró la idea en la receptiva mente de Emilio:

—Las bacterias son pequeñísimas. —dijo el investigador sintiéndose inspirado: Newton era mucho mayor que él cuando reparó en que las manzanas caían del árbol.

—¿Más o menos que las proteínas del ácido desoxiribonucleico?

Decir aquello después de dos horas de inmersión en ginebra no era pequeña proeza: hablaba muy bien de las singulares capacidades de Pepote y de la férrea voluntad con que regía los estremecimientos de su glotis y hasta de su epiglotis. Además, no todos saben que el ácido desoxirribonucleico sea el famoso A.D.N. del que hablan todas las revistas profanas.

El caso fue que aquella alcohólica conversación no cayó en saco roto y, meses después, Emilio pudo presentar a su amigote un tubo de ensayo con un par de centímetros cúbicos de una substancia verdosa: era el cultivo de unas bacterias heterótrofas y, encima, pseudomonadales, a las que Emilio había insertado un condenado virus de cabeza hexagonal.

—¿Tienen virtud o es una mera labor de adorno?

Tenían virtud. Emilio, en el Consejo Superior, junto con la fuerza de la oración, había dispuesto de materiales sofisticados y hasta había arrimado su cultivo a un isótopo, dejando a sus inocentes bacterias irradiadas por completo. Desde entonces, las pobres, no hacían más que descomponer hidrógeno, oxígeno y carbono y manifestarse a favor de seguir haciéndolo durante el resto de su alegre vida.

—Más o menos como nosotros, que descomponemos el alcohol, mediante sudores sin cuento de nuestro aplicado hígado, en peligrosos triglicéridos. —comparó Pepote, que lo comprendía casi todo sin esfuerzo.

Emilio,en una visita a una albufera mediterránea, se había hecho con un puñado de bacterias de esas que transforman pacientemente la materia orgánica en metano para mejor apestar el ambiente. Después de instruidos convenientemente, aquellos melancólicos protozoos habían abandonado el metano como objetivo de sus vidas y se obstinaban en degradar cualquier producto hidrocarbonado hasta convertirlo en un hidrocarburo acetilénico, en benceno, substancia que abunda sobremanera en los petróleos de Birmania.

—Dilo de otra forma para que mis pecadores oídos se hagan cargo de la situación.

—Que se comen el plástico y el papel de periódico y las mondas de patata, desprendiendo oxígeno y formalizando cuádruples enlaces entre las remolonas moléculas de carbono y de hidrógeno. ¿Te suena C6H6? La humanidad —dijo Emilio a un paso del éxtasis— podrá librarse desde ahora de sus basuras sin recurrir al fuego o a las lombrices de las plantas de compost.

Pepote asió el tubo de ensayo con notable reverencia. La importancia del momento le sugirió dedicar unas expresivas palabras a aquellas nobles bacterias que sufrían cautividad, habiendo nacido inocentes y sin pecado:

—Hola, pequeñas. Probablemente Emilio no os haya hablado de sus íntimos sueños y es seguro que no habrá intentado motivaros. Acabáis de llegar a un mundo que invierte sus horas en fabricar basura. Considero que, si llegamos a un acuerdo, vosotras podréis comérosla toda, con excepción del B.O.E. y de cierta prensa.

Las bacterias no tuvieron nada que objetar, por el momento.

—Vais a ser nuestras aliadas, algo así como los socii que formaban junto a las legiones romanas. Antes que vosotras, algunas de vuestras hermanas nos han servido para librarnos de la sífilis y del acné juvenil. No sois, pues, las primeras, pero no por ello será menos heroico vuestro esfuerzo. Algún día podréis contar a vuestras nietas cómo estaba de sucio el mundo cuando os arremangasteis y cerrasteis contra la basura.

Pepote tapó el tubo y se dirigió a Emilio en voz baja:

—Creo que las he impresionado favorablemente. No hay nada como insuflar hermosos ideales. Por cierto: ¿cómo las has llamado? No, no me lo digas. Seguro que has elegido uno de esos ignominiosos nombres latinos de seis o siete sílabas, pensados especialmente para enloquecer a los estudiantes. Hay que ser humanos con los aliados, Emilio. Uno no puede insultar impunemente. ¿Acaso sabemos si el estafilococo hubiera sido amigable de llamarle Armando? No podemos correr el riesgo de que estas pobres muchachas se vuelvan hostiles, justamente resentidas por un bautismo traumático.

Emilio apreció la justeza del razonamiento y estuvo conforme en ponerles un nombre más hermoso que no vejara su dignidad natural:

—De mujer, por supuesto. Tal vez «Emilias»

Pepote arrugó una buena porción de su rostro franco y amable:

—La vanidad, camarada Emilio, es mala consejera. Los grandes hombres han de saber desprenderse de su caparazón de egoísmo. ¿Se llama franklino al pararrayos? ¿Acaso la dinamita fue denominada nobelita? ¿Qué me dices de la penicilina, que nadie conoce como flemingicina?

Pepote agitó la cabeza, seriamente preocupado por el alma de su amigo Emilio, que se deslizaba peligrosamente hacia el infierno del culto a la personalidad.

—Hay, en cambio, una mujer que lleva meses soportando en silencio tus soeces descripciones del mundo unicelular que, te lo digo entre paréntesis, no parece pensar más que en juntar vacuolas y citoplasmas. Una mujer que te ha suministrado hectolitros de café para aliviar la nocturna confusión de tus neuronas, y que jamás te ha tirado un tiesto a la cabeza cuando te ha visto confundir el norte con el sur y tambalearte sobre su alfombra de nudo.

—Sí, pero Teresa es tu novia.

—Te honra preocuparte por mis plausibles celos, pero, aunque sea mi novia, ¿vas a negar que carga con los dos más allá de lo que le exige el estricto cumplimiento del reglamento de su gremio? Se ha portado contigo como una hermana y, puesto que no te veo muy dispuesto a cubrirla de diamantes, bien puedes tener con ella este hermoso detalle.

Se dirigieron, pues, hacia el piso de Teresa, para exhibir ante ella un puñado de buenos sentimientos. Cualquier estudioso del alma femenina hubiera sido incapaz de resolver el misterio de por qué la mujer soportaba a semejante dúo, pero era un hecho demostrado que lo hacía, repartiendo a diestro y siniestro purísimos amores maternales. Amar a Pepote sólo tenía una gran compensación: irse ganando el cielo mientras se padecía en este valle de lágrimas.

Sentaron a la mujer en un sillón. Pepote arrojó sobre su bata roja unos cuantos geranios recién robados de un parterre vecino y entonó una especie de marcha triunfal para calentar el ambiente:

—Bella Teresa: tal vez tú, en tus dulces sueños, te hayas preguntado: Después de lo mucho que hago por esta pareja de extravagantes consumidores de agua tónica trucada, ¿han tenido conmigo algún delicado detalle? No se nos escapa que una sencilla sonrisa y un cariñoso azote en el sector sur no son suficiente pago a tus desvelos.

—Eso. —dijo Emilio, locuaz.

Teresa era una mujer extraordinariamente tranquila y tolerante, además de joven. Frente a la invasión de los bárbaros, no hacía más que sonreír y divertirse como una colegiala, a pesar de que la compañera con la que compartía el piso formulaba, de tanto en tanto, severas críticas a las ruidosas costumbres noctámbulas de Pepote y de aquel anexo llamado Emilio.

—Pero te engañas, bella Teresa, si pensaste que en nuestro pecho no se iba desarrollando un noble sentimiento de admiración.

—Y de cariño.

—De admiración y de cariño. —siguió Pepote— Esperábamos a tener algo grande, universal como quien dice, que depositar en tus blancas manos. Podíamos haberte cubierto de diamantes, pero, ¿qué son los diamantes frente a la inmortalidad? ¿Eh?

—Sí, ¿qué son? —se preguntó Emilio, que siempre se dejaba arrastrar por la oratoria barroca de su amigo.

—Simple carbono. Si no me crees, aquí el biólogo te lo confirmará sin un titubeo.

—Carbono y presión. —admitió Emilio de buena gana.

—Hoy, por fin, ha llegado el momento de pagarte los desvelos.

Y, tarareando musiquillas solemnes, depositaron en la blanca mano el tubo de ensayo con su tapón.

—Emilio: «desvelos» es tu pie. Venga ya; venga ya.

—Aquí tienes las primeras «teresas» de este mundo traidor que no ha olvidado la filosofía campoamorina.

La mujer, sólo medianamente perpleja, miró las «teresas», que seguían siendo unos dos centímetros cúbicos de líquido verde y poco apetitoso.

—Este —dijo Pepote— es un momento histórico de los muchos que caen sobre nuestra Patria en los últimos tiempos. Las enciclopedias de las generaciones venideras se referirán a él entre alabanzas. Tendrás que posar en la posición actual para ser reproducida en sellos y en billetes de lotería. Los niños aprenderán tu nombre en el parvulario y llorarán de emoción al ver su mundo limpio de basuras.

—¿Os hago ya el café? —preguntó Teresa.

2

Emilio, sentado al pié de su puerta, salió de aquellas agradables evocaciones. Se habían disipado los nocivos efectos de la respiración profunda y las fuerzas volvían a él lentamente. Hombre tolerante, no guardaba rencor alguno a la cerradura movediza, pero, hombre práctico, no estaba dispuesto a permitirle que se saliera con la suya.

Sin levantarse, alzó la mano con el llavín. La cerradura, bajo la falsa impresión de que Emilio había sido derrotado definitivamente, se había puesto a meditar en asuntos de la exclusiva competencia de las de su especie y, tomada por sorpresa, no pudo evitar que la llave alcanzara sus objetivos. El próximo día —se dijo— no abandonaría tan fácilmente la vigilancia.

Emilio, satisfecho de sí mismo, penetró en su casa a cuatro patas, orgulloso como un ganador del Derby. El, como Edipo, hubiera respondido a la primera a la pregunta de la Esfinge de Tebas: El hombre es el animal que anda a cuatro patas en su juventud, a dos en su madurez y a tres en su vejez, o sea, con el bastón, «siempre y cuando —hubiera añadido— se haya mantenido lejos de las bebidas espirituosas, que hacen estragos en el sentido del equilibrio.»

Tenía el vago conocimiento de que aquella vida, basada en la absorción de líquidos caros, no era la más adecuada para desarrollar sus poderosas facultades intelectuales, pero era un hombre romántico y sabía que un día u otro se presentaría la mujer de sus sueños y se encargaría de apartar de sus labios los cálices rebosantes, eso que los vikingos llamaban, con singular talento, la marea de la copa.

Hasta entonces, confiaba la navegación a ciertos tropismos muy arraigados en él y, franqueara como franqueara la puerta, lo cierto es que siempre daba sin dificultad con el camino del dormitorio.

Aquella noche los ya mencionados tropismos se apoderaron de su cuerpo y le condujeron, por el salón comedor, hacia la cama. Mientras ellos llevaban el peso de las operaciones, Emilio, libre de preocupaciones, contempló el paisaje, notando un indefinible cambio en el decorado habitual:

En el comedor, por ejemplo, había un hombre apoyado en su secreter. Por alguna razón de su exclusiva competencia había vaciado todos los cajones en el suelo y, en aquellos momentos, levantaba con una navaja parte de la chapa barnizada. En el dormitorio se repitió la alucinación, pero esta vez adornada con un bigote lacio y flotante. La alucinación había sacado todos los trajes y, subida en una silla, se interesaba por el altillo del armario empotrado.

Quizá Emilio debiera dejar de esperar a la mujer de sus sueños y decidirse a separar la botella de sus labios con sus solas fuerzas, aunque ello frustrara una romántica ilusión. No está bien llegar a casa cuidadosamente empapado y empezar a ver alucinaciones con bigote. Cualquier día podían presentarse las arañas o los elefantes multicolores.

Mañana —se dijo, desplomándose sobre el lecho— tendré que meditar seriamente.

Apenas había cerrado los ojos y enviado el alma al Nirvana, cuando sintió que una de las alucinaciones le zarandeaba con tenacidad:

—¿Dónde lo tienes? —le preguntaba.

—El oro, a la izquierda. La plata, a la derecha.—dijo, dispuesto a dar facilidades.

—Maldita sea. —oyó como las alucinaciones se ponían a discutir entre ellas— Este tipo no sabe dónde se encuentra.

—Pues en la casa no hay nada. —dijo la otra— Yo creí que un investigador tendría todo lleno de probetas, matraces y fórmulas químicas, pero lo único parecido que he visto ha sido el limpiacristales y el bote de bicarbonato.

Hubo un silencio que, en opinión de Emilio, las alucinaciones invirtieron en meditar.

—No creo que le saquemos una sola palabra.

—¿Y si le metiéramos en la ducha?

—La ducha, no.—opinó el subconsciente de Emilio, que estaba alerta, como hacen todos los subconscientes.

Sin embargo la idea prosperó. No era original, pero sí económica y fácil de poner en práctica. Emilio no estaba en condiciones de revolverse y, en lo tocante a espíritu belicoso, aquella noche tal espíritu se había tomado vacaciones.

Una vez mojado, remojado y deficientemente aclarado, Emilio tuvo que convenir en que, posiblemente, las alucinaciones fueran hombres hijos de mujer y, por lo tanto, revientapisos, profesión antigua pero muy revalorizada en el Madrid democrático, capital cultural de gran envergadura.

—No tengo nada. —dijo, contemplando el triste espectáculo que presentaban sus zapatos empapados: si secaban sobre sus pies se convertirían en una especie de bota malaya.

—¿Eres Emilio del Amo?

—Rodríguez. Emilio del Amo Rodríguez. No hay que olvidar los segundos apellidos porque las madres merecen un respetuoso recuerdo.

—Entonces, ¿dónde tienes los planos?

Quizá le preguntaron algo más, pero Emilio volvió a abismarse. No tenía la más remota idea de qué planos suponían en su poder aquellos perversos amantes del agua.

—A la ducha otra vez.

—Alto, alto. —pidió— He oído con toda claridad. Sólo estoy ligeramente desfallecido porque no he cenado. Una bajada de azúcar debe de ser. No sé si a ustedes...

—Los planos. —le recordaron.

—¿Qué planos?

—Los del petróleo.

Peor se lo ponían: en su vida había oído que el petróleo dispusiera de planos y que, encima, debieran hallarse en su poder.

—¿Están ustedes seguros de que han encontrado al Emilio que buscan?

Era una bonita hipótesis de trabajo. Cualquier revientapisos podía haberse confundido leyendo el listín telefónico. Hasta los empleados del censo, especialistas en cosas de direcciones, metían la pata. Aquellos pobres hombres tendrían que desandar el camino y meter en la ducha a cualquier otro.

Hubo un cierto titubeo y uno de ellos, el del bigote lacio, exhibió una especie de revista, pasó las páginas y contempló la foto de Emilio que venía encabezando un artículo: aunque tenía la dudosa calidad de los retratos sólo aprovechables para el DNI, estaba claro que aquel era Emilio con algunos gin tonics de menos.

—Eres tú.

El biólogo convino en ello, pero aquello seguía sin explicar el complicado asunto de los mapas del petróleo. No es que disfrutara de un momento de particular lucidez, pero estaba seguro de no haber oído hablar de nada semejante.

—Danos lo del petróleo. —le insistieron las visitas— No te pasará nada.

Bajo el influjo maligno del agua, Emilio creía tener dos o tres cabezas, todas con jaqueca, a la vez que la lengua de cada una de ellas permanecía soldada a su correspondiente paladar. Si aquello no era un mal sueño, provocado por la evaporación masiva del querido etanol, era evidente que se hallaba metido en un buen lío.

Probó subrepticiamente el aparato locomotor, por si había ocasión de usarlo en una veloz retirada estratégica, pero halló que buena parte de sus articulaciones se encontraban sumidas en la confusión: con la maquinaria en tal estado no recorrería ni cinco metros.

—Razonemos. —dijo— Aquí estamos tres hombres lúcidos hablando en el mismo y hermoso idioma, pero la comunicación deseable no termina de establecerse.

Uno de los hombres lúcidos, atónito ante la recargada sintaxis de puro estilo Pepote, abrió la ducha, completamente seguro de tener que recurrir a sus servicios.

—Dejemos el agua y hablemos del petróleo. —advirtió rápidamente Emilio— Mezclan mal esos elementos. Si ustedes pudieran explicarme qué clase de planos y qué tipo de petróleo buscan...

—Tú has inventado un petróleo. —dijo el más comunicativo. Dánoslo.

Definitivamente era un mal sueño.

—Los petróleos no se inventan. El petróleo se descubre a centenares de metros bajo la superficie. —explicó pacientemente el investigador.— Nadie puede in—ven—tar—lo.

—Este no soltará prenda. —confesó un atacante al otro— No sé si está demasiado borracho o si cree que somos tontos.

Aquellos hombres eran ejecutivos de acción de una recién creada Sociedad Española de Hidrocarburos, SEHSA, empeñada en afianzarse en el mercado ante de la invasión de las multinacionales del combustible. Como aquel que dice, era el capital español puesto en pie de guerra frente a las Siete Hermanas del Petróleo y a los kuwaitíes, hambrientos de dinero tras la destrucción de su emirato. Alguna razón, escasamente evidente, había hecho creer a Sehsa que un Emilio a medios pelos podía servir a sus fines nacionalistas.

A la pareja de ejecutivos no se les habían dado excesivas explicaciones: Emilio del Amo Rodríguez disponía de los planos de un petróleo, planos que serían extraordinariamente útiles a la causa: había que extraérselos sin escatimar esfuerzos, pero sin inutilizar sus delicados mecanismos pensantes, o sea, que quedaban prohibidos los golpes en la cabeza.

—Si ustedes me permiten. —dijo Emilio, apoderándose de la revista donde se reproducía su foto.

La revista era una de las últimas y brillantes ideas de Pepote, aquel genio del mal: el día que el diablo, cansado de matar moscas con el rabo, se hiciera con su pecadora alma habría jolgorio en el infierno. Pepote, peligroso de por sí, lo era mucho más cuando operaba en combinación con su Imprenta Rápida Robles.

—Tu jefe abomina de tus ideas. —le había dicho al enterarse de que el superior se negaba a interesarse por el descubrimiento.— Quisiera dar con la vacuna del sida para poder ejercer sus secretas tendencias; o descubrir un virus que extendiera la afición por el refinado golf, pero en modo alguno algo que nos libre de la basura. Es probable que la considere como su antecedente espiritual y que tema perecer con ella.

Ciertamente el doctor Margarit, superior de Emilio, no había ni querido oir hablar de las pequeñas y queridas bacterias que un restringido mundo conocía como «teresas». Había ordenado al biólogo que cuidara de su trabajo oficial. Si le volvía a pillar experimentando por su cuenta le abriría un bonito expediente: no se puede despilfarrar el material pagado con sangre de contribuyente.

El director, claro es, no había contado con el efervescente Pepote, siempre dispuesto a derramar la luz de su inteligencia, cayera sobre la cabeza de quien cayera.

—Sin remontarme a las primeras experiencias realizadas por los fenicios, debo advertirte, Emilio, que ciertos avezados intelectuales crearon en este mismo siglo algo llamado Advertising. Tú necesitas hacer publicidad a tus hermosas «teresas». En cuanto el universo las comprenda, una cola de ansiosos humanos formará a la puerta de tu casa, todos dispuestos a pagar el oro y el moro por tus bacterias. Tú, que eres generoso, puedes rebajarles el moro que, a fin de cuentas, sería un engorro.

En la Imprenta Rápida Robles, Pepote preparó una revista científica apócrifa: plagió un artículo de Ciencia Americana, otro del Boletín del Consejo Superior. Copió un par de cosas de una publicación de divulgación e incluyó el trabajo de Emilio donde se explicaba, muy por encima, la génesis y el uso ennoblecedor de las teresas; allí se pintaba un mundo mejor, sin plásticos ni pieles de plátano, ambos degradados por una bacteria asociada con un virus. Las únicas huellas que dejaba de la descomposición eran unas gotas de benceno que se evaporaban fácilmente.

Compuso una bonita portada, con un colorido diseño de la doble hélice del ADN, y envió el trabajo a las más conocidas universidades europeas y norteamericanas. A las españolas, no.

—Me consta que una gran parte de catedráticos españoles están alfabetizados ya, y hasta he conocido a uno que se sabía aquello de «a un panal de rica miel cien mil moscas, etcétera». —le explicó a Emilio— Pero no hay científico español que crea posible hacer ciencia española. Si sospecharan tu existencia caerían sobre ti aullando y acusándote de visionario. Mejor restringir tu mensaje a Europa y América.

Pues bien: la revista apócrifa había llegado a los bolsillos de aquellos salvajes amantes de las duchas, seguramente después de vagar meses enteros por la quinta dimensión.

—Si ustedes me permiten —repitió Emilio a los energúmenos, decidido a captar su atención—, les advierto que aquí se habla de un proceso bioquímico para degradar ciertas basuras.

—De eso y del benceno. Queremos los planos del benceno.

Ya por el influjo del agua fría, ya porque se disipaba el potente efecto de la ginebra, Emilio comprendió, por primera vez, que también había descubierto un sistema para fabricar carburante a partir de los desechos: cualquier compañía petrolífera daría su alma por algo así. Con más motivo daría el cuerpo de Emilio, sacrificándolo a los dioses del progreso.

—Me parece una manera un poco violenta de iniciar unas provechosas relaciones comerciales.

El del bigote lacio llegó a la conclusión de que el espíritu racional del investigador había vuelto al mundo sensible. Sentó a Emilio sobre la tapa del water y le tomó las medidas con una mirada capaz de ver a través de un bloque de plomo o de un cráneo de político.

—Compraventa, ¿eh? —preguntó.

—La más pura esencia del capitalismo. —le confirmó Emilio.

—¿Y si mañana otro grupo viene con la misma pretensión?

—Pongamos que mañana será otro día: Pueden haber subido los precios.

El hombre del bigote se chupó sus puntas, pensativo:

—Tiene usted aspecto de ser un buen español. —empezó— Y, claro, le supongo enterado de que nuestra Patria es pobre.

—A partir de un cierto escalón de la riqueza, nuestra Patria es pobre, sí, señor.

Emilio, en opinión de su interlocutor, habría oído hablar de la tremenda factura anual del petróleo: una auténtica sangría. Y cuando las multinacionales invadieran del todo el mercado, imponiendo sus precios, las cosas se agravarían aún más. No se trataba, pues, de fabricar con las «teresas» un combustible económico, sino también de impedir que los extranjeros pudieran hacer lo mismo: sólo así conseguirían competir y, como aquel que dice, levantar a España de su secular postración.

Emilio se quedó impresionado. De presunto benefactor de la humanidad, se convertía en también presunto salvador de la Patria, que no era cosa baladí. Sus «teresas» pasaban a ser material reservado, Top Secret que se dice en las películas. Y España, con energía barata, podría regresar a su vieja senda imperial, si uno creía al tipo del bigote.

—¿Y por qué me lo querían quitar?

Aquellos dos hombres robustos, tras una ligera vacilación cabe la bañera mojada, manifestaron no fiarse ni de su padre: Emilio podía haberse puesto en contacto con algún grupo internacional y, ante los supremos intereses de la Patria, uno podía permitirse ciertas maneras algo bruscas, ¿o no?

—¿Son ustedes funcionarios del Estado?

—Somos amigos de un montón de funcionarios del Estado que, para el caso, es lo mismo. Pertenecemos a Sehsa, que es el muro que nos separa de la voracidad de las Siete Hermanas. Legítimo capital español con denominación de origen.

—Encantado.

Emilio, reflexivo, tomó contacto con su realidad inmediata y se dijo que no está bien meterse a salvador de la Patria sentado en la tapa del water, discutiendo el futuro en un cuarto de baño mojado. La cosa repelía a su sensibilidad. No eran ni el lugar ni la hora oportunos, y así lo manifestó:

—Mañana, lavados y afeitados y, ¿por qué no?, con las tripas llenas de substancias nutrientes, podemos continuar esta interesante conversación, ¿no les parece?

No les pareció. En cualquier momento podía presentarse la competencia que ya sabían que se estaba moviendo por Madrid. No lo decían por humillar a Emilio, pero ciertas experiencias anteriores les habían convencido de que la carne es débil. Un americano o un holandés, por poner dos ejemplos de hombres sin piedad, podían entrar por esa puerta agitando materialistas talones sobrecargados de ceros, y, aunque Emilio pudiera permitírselo, España, no.

Por amor al biólogo y por el bien de la causa, se le llevarían a lugares de toda confianza. Sería atendido como un pachá; se nutriría con néctar y ambrosía y, si era necesario, le facilitarían huríes o walkirias, a escoger el color del pelo; pero, como señaló un conocido patriota, no hay que consentir chorraditas frente a los intereses supremos de España o, lo que es lo mismo, frente a los petroleros intereses de Sehsa, única empresa del sector española al cien por cien.

No todos los destinos son peores que la muerte, pero aquél en particular presentaba desagradables características cuando se contemplaba desde el punto de vista de un biólogo amante de las bacterias que, además, estaba mojado hasta la raíz del pelo y en grave riesgo de caer víctima de alguna enfermedad reumática.

Amparándose en una sonrisa, llevó a cabo una discreta investigación sobre el estado de sus órganos de locomoción: algunos de los goznes habían restablecido sus servicios y cientos de tendones manifestaron esta prestos a contraerse y distenderse y convertir la energía química en energía cinética. Dicho en palabras menos técnicas, en aquellas condiciones Emilio quizá no ganara el Derby, pero positivamente podría galopar millas y millas antes de caer reventado.

—¿Por el bien de la Patria? —preguntó una vez más.

—Ese es, más o menos, el busilis de la cuestión.

Aquellos patriotas habían visto a Emilio en un estado poco lisonjero, entre la vida y el sueño por citar a Calderón. No tenían, pues, ningún motivo para suponerle algún espíritu de resistencia y, con alarmante falta de precaución y exceso de cortesía, le cedieron el paso para que saliera del lavabo.

Si se cede el paso a un biólogo bajo la suposición de que éste va a cambiarse de ropa, nueve de cada diez veces el biólogo cierra la puerta procurando dar con ella en las narices a su más inmediato seguidor. Es una ley no escrita, pero de general aceptación entre este gremio. Aunque normalmente los biólogos no se ven obligados a correr como almas en pena, llegado el caso son una potencia digna de tenerse en cuenta.

Emilio procuró demostrarlo. Ya en el pasillo, desarrolló velocidades poco convencionales para poder atravesar el salón comedor a una envidiable velocidad de crucero, sólo perseguido por los ayes del patriota al que la puerta había reventado las incautas narices.

Lleno de confianza en su forma física, hizo una tijera para salvar el sofá, cayó sobre la alfombra que resbaló por el liso suelo con Emilio a bordo hasta que se vino abajo. Inasequible al desaliento y repleto de adrenalina y miedo hasta los bordes, volvió a tomar la salida, alcanzó la puerta y empezó a entendérselas con la vengativa cerradura de antes.

Cuando superó el obstáculo ya se oían claramente las pisadas de los dos hombres fuertes: desde la adolescencia les habían educado en la dificultad y todo hacía sospechar que seguirían la freza de Emilio hasta donde fuera menester.

El biólogo cambió de marcha sin usar siquiera el embrague y zumbó alegremente escalera abajo: no todo el alcohol se había evaporado, y el que le quedaba demostraba ser un poderoso combustible. Gracias a él llegó a la entrada del edificio con una apreciable delantera, y hubiera conseguido franquear la puerta, rumbo a la libertad y a la noche, de no ir a estrellarse contra dos hombres impenetrables y sólidos, posiblemente fundidos en titanio.

Los atropellados mascullaron algunas cosas en un idioma que despilfarraba cehaches. Mientras se incorporaban, no pudieron menos que dedicar parte de su atención a aquel piloto temerario en tanto le atrapaban por un brazo.

—Usted es Emilio del Amo.

—Eso es un infundio de la portera. —dijo Emilio ejerciendo una heroica tracción hacia la salida.— Mi mujer está de parto y llego tarde.

—Usted —dijo el segundo elemento abriendo los ojos a la verdad, como su compañero.— es Emilio del Amo.

Pero, antes de que las presentaciones pudieran formalizarse un poco más, comparecieron los dos perseguidores:

—Ajá. —dijeron al ver la escena.

—Ajá. —respondieron los que retenían al biólogo. Cuatro cuerpos bien diferenciados, pero una sola idea.

Los personajes del drama, si se exceptúa a Emilio, eran hombres de tamaño extra y construidos para resistir cualquier catástrofe natural o artificial. Quizá los llamados patriotas de la Sehsa sumaran algunas arrobas menos que los que abusaban de las cehaches, pero, en términos generales, se trataba de dos equipos bastante igualados.

Los que bajaban por la escalera, al comprender que tenían a su favor los accidentes geográficos ya que dominaban la altura, cargaron con las cabezas ligeramente bajas y los puños por delante, a lo que los que sujetaban a Emilio respondieron con una rápida exhibición de pistolas. Como hombres sensatos que eran no habían olvidado las palabras de sus preceptores: la pistola sólo se saca cuando se va a usar.

Naturalmente, hubo entonces un tiroteo y el biólogo, mirando entre los estampidos, alcanzó a ver cómo sus primeros perseguidores remontaban las escaleras sin esfuerzo aparente, en virtuosa demostración de lo que dan de sí los vuelos sin motor. Tal vez les dolía dejar el campo al enemigo, pero ni una queja se escapó de sus labios.

Los dos victoriosos y poco comunicativos estrategas salieron a la calle sin soltar el brazo de su prisionero. Tal vez se habían olvidado de él o tal vez se lo llevaban de recuerdo para adornar la repisa de su chimenea. Sólo cien metros más allá volvieron a prestarle atención, continuando la conversación donde la habían interrumpido:

—Tú eres Emilio del Amo. —volvió a afirmar el primero.

—Esos hombres pretendían raptarte a ti y a tu secreto.

No preguntaban. O no conocían la construcción española de las frases interrogativas o estaban perfectamente informados.

—Nosotros somos tus amigos, tovarich. —dijo el primero— No nos gusta que el capitalismo arrebate al pueblo sus avances: hemos visto lo que pasa en nuestra Patria.

Emilio empezó a sospechar a qué idioma pertenecían aquellas cehaches y aquellas eñes crujientes, y se arrepintió de no haberse dejado atrapar por los españoles.

—Tu descubrimiento debe ser conocido por todo el mundo. —le informó el segundo elemento— La economía del mundo libre, si tú...

El primer componente del dúo exhaló un ruido silbante que enmudeció a su compañero: debía ser como el pito de Paulov. Ambos intercambiaron rápidas imprecaciones escritas en cirílico y volvieron a prestar atención a Emilio:

—No conviene que vuelvas a tu casa.

—Márchate lejos, pero, si quieres evitar que te persigan, publica en muchas revistas tus fórmulas. Petróleo para todos.

—¿Ustedes no lo quieren? —preguntó Emilio, desconfiado.

—Nosotros tenemos Bakú.

—Y Siberia.

—O sea, que soy libre.

Sus dos salvadores le sonrieron amistosamente, lo que en ellos constituía un gran esfuerzo:

—Eres libre como «un» paloma.

Y Emilio, en el centro de la noche negra, solo y resacoso a la luz de las estrellas diamantinas, se puso a pensar en lo que hacer con toda aquella libertad: correr, se dijo, no sería suficiente.

3

El lector podrá aliviarse de parte de los interrogantes que se acaban de abrir más arriba si acepta hacer un ejercicio de imaginación. Empuje su mente hacia un lejano lugar de honda raigambre hispánica. Póngale un poco de exotismo para evitar que se le aparezcan Cuenca o Guadalajara. Despliegue entonces las alas de la fantasía y vuele hacia Tejas, el conocido Estado de la Estrella Solitaria, algo así como el Alférez de Norteamérica.

Entre toda aquella enorme extensión de acres explotados por guionistas de Hollywood y por escritores de novelas del Oeste, además de cornilargos, pistoleros y praderas polvorientas, hay una ciudad moderna a la que se llega por varias autopistas de calidad: Dallas.

Y en Dallas, una vez que se ha torcido a la derecha cinco veces seguidas y continuado un buen tramo en línea recta, está la calle o street S. Houston, donde se alza un airoso edificio terminado por un rótulo conciso e indicador: Texaco.

Mister Richard Zoloto no está en él. Pero no hemos hecho el viaje en balde, porque, preguntando a la recepcionista de la planta veintisiete, se averigua que mister Zoloto ha partido de Dallas hace escasas horas y cualquiera que se haya criado en la Oje o en los Exploradores de España puede seguirle el husmillo.

A lo mejor más de uno se pregunta por la razón de haber ido tan lejos a investigar sobre este Richard Zoloto, vecino de Dallas, en el edificio que tiene la Texaco en la Street S. Houston. Quizá sea el momento de tranquilizarle:

Mister Richard Zoloto, en tiempos judío del Bronx neoyorkino e hijo del conocido carnicero Izzi Zoloto, es un activo pero no atractivo petrolero norteamericano. Un ejecutivo cincuentón, moreno de verde luna, cuyas principales armas son unas cejas frondosas, posiblemente habitadas por peligrosas alimañas.

Cuando no atacaba con tales cejas, R.Zoloto era uno de los mejores negociadores de la compañía: ¿Quién había hecho desaparecer un motor de hidrólisis perfeccionado por un ingeniero loco de Detroit? ¿Quién había comprado todos los derechos de una batería eterna, capaz de alimentar durante horas a un motor eléctrico? ¿Quién había secuestrado para siempre un demoníaco carburador que reducía en un setenta por ciento el consumo? ¿Quién se encargó de eliminar cruelmente un nuevo tipo de cilindros que aprovechaban hasta el sesenta y cinco por ciento de la energía de la gasolina?

R.Zoloto, con sus indiscutibles éxitos, se había convertido en el ángel guardián de la Texaco, en vela permanente para evitar que la legión de científicos locos que se habían adueñado del planeta hicieran descender el consumo de carburantes. Su compañía se lo agradecía con repetidos fajos de dólares en los que se leía «in god we trust».And in Mr. Zoloto. El dólar podía confiar en Dios, pero la multinacional lo hacía en Zoloto y en el ejército norteamericano.

En esta ocasión el ejecutivo no necesitó de su amplia red de informadores. Su propio hijo regresó de la universidad con una curiosa revista española. Gracias a ella Zoloto descubrió que España estaba en Europa en vez de en América del Sur y, también, que en aquella lejana tierra se había encarnado otro de los habituales enemigos del orden natural del mundo: un investigador que era capaz de degradar plásticos y otras materias compuestas por carbono e hidrógeno.

Que las degradara le tenía sin cuidado a Zoloto, pero que en el proceso se sintetizara benceno, era una amenaza que podía acelerar el fin del mundo: miles de pozos cerrando; cientos de barcos amarrando de vacío en los puertos; docenas de naciones de la Opep haciendo suspensión de pagos y negándose a pagar la deuda exterior a la vez que se desenganchaban del formidable flujo del comercio mundial. Bancos en quiebra, convulsiones sociales... Un desolador panorama que no se podría solucionar con una guerra local, como la de Irak.

Richard Zoloto, estremecido por las apocalípticas visiones, había metido la revista en su maleta, junto con el cepillo de dientes, el pasaporte, las tarjetas de crédito y un Baedeker, y había salido volando hacia Madrid, dondequiera que estuviese.

Hombres como él habían forjado la moderna América y eran los encargados de mantener expeditos los canales de la economía mundial. Si España amenazaba al mundo libre, podía estar segura de tener los días contados, a no ser que el peligroso científico se convirtiera a la verdadera fe de la explotación universal y olvidara todas aquellas bacterias a cambio de dólares.

Pero el problema era demasiado grave para confiar exclusivamente en la magia del papel moneda. Cualquier mal nacido, a fuerza de dinero, podría en el futuro arrancar el secreto del cerebro del científico. O sea que, por el bien de la democracia universal, aquel cerebro debía terminar en un tarro de formol; entero, sí, pero reducido al silencio.

En Madrid, puesto en contacto con el encargado de negocios de su embajada, no tuvo ninguna dificultad para determinar el epicentro del terremoto que convulsionaría al mundo: se hallaba situado en la calle de Serrano, en uno de esos organismos con los que las naciones europeas se hacen la ilusión de competir con la empresa multinacional, manteniendo a un puñado de científicos de segunda categoría investigando en asuntos ya resueltos veinte años antes por las grandes corporaciones.

Ponerse al habla con el doctor Margarit, jefe directo del científico loco, fue apenas un trámite. A Zoloto le habían dado los antecedentes: Margarit, cuando las naciones occidentales impusieron la democracia a los díscolos españoles para poder hacerse con cuarenta millones de consumidores incondicionales, sintió la llamada de la selva y, henchido de amor al pueblo, se hizo diputado de la mayoría de derechas ex—fascistas. Desempeñó cargos de subsecretario, haciéndose con una buena renta. Con tal historial, Zoloto no dudaba que encontraría en Margarit a un colaborador lleno de celo y sensible al delicado perfume del dólar.

Así fue como el jefe de Emilio vio por primera vez la revista apócrifa y como leyó por vez primera el resumen del trabajo de su subordinado. Recordaba como le había intentado hablar de él, y en aquel momento sólo sentía no haberle escuchado para poder apropiarse del experimento. Como Zoloto suponía, Margarit olía el dinero a kilómetros y kilómetros de distancia.

Ambos estaban en el Ritz, elegido por Zoloto como centro base de operaciones. Si llegaba a ser necesario comprometer a algún político en la misión, estaba a escasa distancia de su guarida, pero confiaba en no tener que recurrir a esos extremos, porque los servidores públicos con los que había tratado en otras naciones latinas se habían mostrado, en todas las latitudes, como seres extremadamente voraces y aficionados a morder la mano que les daba de comer.

Los científicos, y más aún los científicos burocratizados, eran más tratables, unos pobretes a los que era fácil hipnotizar con números de sólo siete cifras y que daban lo mejor de sí mismos si se les excitaba oportunamente la vanidad. Así pues, Zoloto había iniciado las conversaciones preguntándose en voz alta cómo era posible que un investigador de las prendas de Margarit y, además, demócrata y liberal, consumiera sus días en destripar ratas o en inyectar guarrerías a ranas inocentes. ¿Acaso la universidad no se había interesado por él? ¿Cómo? ¿Las universidades eran del Estado? ¡Qué atraso! ¿Dejar en barbecho a los potentes cerebros era otra de las bárbaras costumbres españolas, supervivientes de la negra inquisición?

El doctor Margarit, cómodamente sentado en el salón lujoso del Ritz, se esponjó como si le hubieran echado encima varios sacos de levadura. Fermentaba calladamente tras una modesta sonrisa, pero sus traicioneras orejas se tendían hacia Zoloto a la caza de nuevos piropos construidos con auténtica sabiduría hebraica.

Mister Zoloto sabía como manejar a los incircuncisos y, cuanto más gentiles fueran, mejor. Al principio, impresionado por el apellido catalán, tuvo sus momentos de pesimismo: había oído que los catalanes inventaron la peseta en un lejano pasado y que sólo eran felices consiguiendo una buena porción de ellas, por puro tradicionalismo. Pero Margarit, pese a las apariencias fonéticas, era madrileño y, encima, centrista, con lo que se había vuelto como cera entre sus dedos.

Zoloto —dijo— no quería ofender al doctor y le suponía perfectamente enterado del delicado equilibrio mundial. Unas naciones, ricas en materias primas, las exportaban a otras naciones pobres en ellas. A cambio, podían comprarse automóviles, batidoras eléctricas y misiles. Todo el mundo era, así, pasablemente feliz. Pero, si por ventura las naciones ricas antes mencionadas no pudieran exportar su petróleo, porque el mundo occidental se lo fabricara a partir de las basuras, tampoco dispondrían de los dólares necesarios para importar las chucherías de la civilización. Medio mundo dejaría de comprar y el otro medio de vender. ¿Veía Margarit el problema?

Una vez colocado en el oportuno ángulo, el doctor veía catástrofes sin cuento porque sospechaba que eso era lo que Zoloto esperaba que viese. Podía jurarlo si Zoloto necesitaba pruebas de sus visiones. Sería un Crack. ¿Lo decía bien?

—Sí. Crack es la palabra adecuada. —concedió el americano, lleno de tolerancia.

Aunque la gente no se diera cuenta —siguió—, las compañías petrolíferas llevaban a cabo una humanitaria labor: sobre ellas reposaba la responsabilidad de que ricos y pobres tuvieran con qué comerciar. Y, en este orden de cosas, a Margarit le sería sumamente fácil comprender que había que hacer desaparecer esas peligrosísimas bacterias de Emilio del Amo.

—Por la paz mundial más que por otra cosa.

Pero no todo era tan terrible. Zoloto se congratulaba de su viaje, pues había tenido la oportunidad de conocer a un cerebro moderno y penetrante, el de Margarit. Precisamente en la universidad de Dallas estaban buscando a un investigador de fuste para dirigir a un equipo que tenía por misión perfeccionar una aspirina de alta tolerancia para los hemofílicos.

¿Tendría Margarit inconveniente en que Zoloto, a su regreso, pronunciara su nombre cerca de la oreja del administrador?

—Yo le conseguiré esas malhadadas bacterias. —ofreció Margarit, lleno de amor a la humanidad— Seguro que las tiene en el laboratorio del Consejo. Esta misma noche pasaré por allí, y mañana, a más tardar, habremos conjurado el peligro.

Zoloto dijo entonces que los españoles eran un pueblo acogedor y servicial, si uno descontaba a los Reyes Católicos, a Felipe Segundo y a Torquemada, ya difuntos, pero no olvidados. Un pueblo que se hacía cargo con rapidez de ese ecumenismo fantástico que era el comercio internacional.

También era ecuménico e internacional el hotel. Aunque no se le notara, por haber dejado olvidado el turbante en su jaima, Hassán Ibn Zezquí, afecto a la embajada kuwaití, había estado todo aquel tiempo en la mesa vecina, quizá orando al buen Alá, que no permitiría que sus fieles fueran toreados de nuevo. Quizá profiriendo maldiciones sobre Sadam Hussein.

Unos oídos acostumbrados a percibir los mínimos ruidos del desierto, no podían perderse palabra de lo que se decía apenas a tres metros de ellos. Los infieles, fueran cristianos o judíos, siempre se unían en contra de los intereses de los beduinos, como la historia venía demostrando desde las cruzadas.

El zorruno Zoloto pretendía retirar las bacterias de la circulación. Esta admirable declaración de intenciones parecía coincidir punto por punto con lo que deseaba lo más granado de la Opep, pero Hassán se había criado en un mundo donde es de mala educación decir la verdad, y no se le ocultaba que, una vez dueñas de las bacterias, las Siete Hermanas forzarían una nueva bajada de los crudos con la amenaza de empezar a producir económico petróleo sintético. Y Kuwait, tras la guerra, necesitaba todo el dinero del mundo para pagar a los norteamericanos el favor y para reconstruir lo que sus liberadores habían arrasado.

El secretario de Yamani le había llamado para preguntarle qué hacía un tipo como Zoloto en Madrid. A Zoloto la Opep le tenía más que vigilado y, aún así, cada una de sus maniobras les costaba miles de millones. Si había cruzado el Atlántico es que disponía de muy bien argumentadas razones, y Hassán Ibn Zezquí tenía que enterarse de ellas antes de desbaratarlas.

Para ello, además de con su despierta inteligencia, contaba con una cuadrilla de serviciales fanáticos, de emigrantes marroquíes henchidos de la verdadera fe. No eran un prodigio de inteligencia, pero, con las cuatro reglas y con un poco de imaginación, era seguro que podrían extraer su secreto a aquel investigador español. «Doctor Margarit», dijo en voz baja para aprender el nombre: elefantes y beduinos no olvidan nunca.

Esta vez Zoloto no conseguiría bajar ni diez centavos el barril. Al contrario: a lo mejor tenía que comprar el petróleo artificial a un precio aún más caro.

4

Cuando Emilio se supo definitivamente a solas con la noche, no se le ocurrió ni por un momento que aquella situación pudiera prolongarse indefinidamente. Los rusos, con sus armas convencionales, habían partido a desfacer algún otro entuerto, llevados por su espíritu caballeresco, y cabía la posibilidad de que los patriotas que le habían asaltado el piso iniciaran una descubierta a la luz de las farolas.

Espoleado por tan metódico razonamiento, olvidó la mojadura y puso en servicio todas sus habilidades. La brisa de la noche, que soplaba a favor y las aceras despejadas, le invitaron a correr. Si alguno le hubiera preguntado, habría tenido el gusto de explicarle que no se trataba de una huida. Al contrario: iba en busca de refuerzos para regresar a la batalla con más ardor que nunca.

Y los refuerzos, como cualquiera puede imaginar, se llamaban Pepote, que yacía desparramado por el lecho con el espíritu sereno y la conciencia tranquila hasta que Emilio empezó a llamar a su puerta. Pepote aquel día apenas si había hecho daño a quince o veinte personas y hasta él mismo comprendía que estaba emprendiendo el camino de la santidad.

Los santos como él acaban siendo víctimas de su propia bondad, importunados por gentes que les exigen repartir amor y buenos consejos a cualquier hora de la noche.

—Cuando te dejé —dijo amistosamente mientras le retorcía un dedo— hubiera jurado que tardarías más de ocho horas en volver a acordarte de tu nombre. Debes de ser uno de esos bebedores alérgicos a los que el alcohol les despierta facultades dormidas.

—Estamos metidos en un buen lío —le comunicó Emilio avanzando hacia el dormitorio. Contaría su historia a Pepote, pero no por ello renunciaba a la idea de descabezar un sueñecito.

—¿Te has caído en algún charco, camarada Emilio, o es el sudor de esta noche de verano? Supongo que no habrás podido achicar por los conductos normales todo el líquido con el que te hiciste y has tenido que poner de retén a los poros.

—Me han duchado dos patriotas que leían la revista que tú hiciste usando mi nombre en vano.

—¿Seguro que eran patriotas? —preguntó Pepote, interesado por el problema.— Ultimamente muchos se presentan como patriotas y, en cuanto les rascas el barniz, aparece debajo un aliancista feroz ansioso de gobernar una autonomía. ¿Te fijaste bien? ¿Rascaste en su dura epidermis?

Emilio había abierto el armario y se procuraba ropa seca, pero, aun con media cabeza ocupada en la tarea, la otra media pudo relatar extensamente sus aventuras.

—Buena la hemos hecho, Pepote. —concluyó— Esta vez no se trata de tomar el pelo a un infeliz tabernero. La gente del petróleo me ha dado la impresión de que sólo vive para derramar sangre de científico.

Pepote, como cualquier genio de los tiempos modernos, distinguía perfectamente entre él y el resto de la humanidad, y no se le ocultaba que el perseguido y acechado era Emilio. Por el momento él gozaba de absoluta impunidad y eso le daba una extraordinaria presencia de ánimo.

—¿Quién iba a pensar que las «teresas» fueran a ser acogidas con tanto entusiasmo? ¿Recuerdas con cuánta razón te aconsejé que el futuro estaba en lo pequeño? Quizá no es el momento de darme pote, pero tendrás que reconocer mi sobrehumana penetración.

—Pero, ¿qué hago yo? Los rusos me han salvado esta vez, pero ya sabes cómo son: bastará con que alguno de sus comisarios cambie de opinión para... —se estremeció contemplando sus recientes recuerdos.— Son enormes, ¿sabes? Ellos y sus pistolas: todo en tamaño grande.

—Y te aconsejaron que publicaras tu secreto a los cuatro vientos. El mundo está tan subvertido que los espías se dedican a cotorrear como publicitarios. Mira: aprovecho para profetizar la inminente decadencia del dólar y la conversión de Rusia al liberalismo cimarrón.

Emilio, que tenía varios sextos sentidos, había llegado al armario de las botellas valiéndose solamente de su olfato. Si alguien se merece un buen sorbo es el investigador al que unos desconocidos han duchado antes de intentar raptarlo. Todo el mundo sabe que los sustos hielan la sangre y eso es malo para la salud.

—Mañana — prometió al retirar, por un momento, la botella de sus labios— aprobaré por mayoría la ley seca. Si no hubiera estado ligeramente transpuesto, ¿a santo de qué me hubieran podido duchar?

Pero a Pepote le había interesado el asunto de los rusos dando extraños consejos y dedicaba a aquel misterio una buena cantidad de su energía vital. Le molestaba el ruido de la nuez de Emilio subiendo y bajando para dejar pasar líquidos tónicos, pero los genios se concentran aun en los ambientes más hostiles al pensamiento.

Poco después vio clarísimo en las intenciones de los rusos, pueblo trágico pero, sin duda, elemental:

—Nuestras queridas teresas —dijo— son algo más que unas simpáticas bacterias empeñadas en remojarse en benceno. Camarada Emilio: has descubierto una bomba y, si Dios no lo remedia, vas a hacer que estalle una nueva guerra mundial. Me quitaría el sombrero ante ti, en silente homenaje, pero ya ves que estamos bajo techado.

Emilio había acabado por irritarse la garganta con todos aquellos bebedizos reconfortantes y sólo hizo unos ruidos negando la posibilidad de embarcarse en una guerra. A los veinte años hubiera estado encantado con la idea de saltar las trincheras, y más porque le constaba la existencia de un tónico llamado saltaparapetos que, contuviera lo que contuviera, tenía efectos contundentes. Pero a los veintiocho, enmohecido por el contacto con cientos de substancias químicas de enrevesado nombre, aspiraba a regenerarse, a convertirse en un ciudadano de pro y a salir de juerga solamente los sábados, como las personas decentes.

—Bien se ve que estás alumbrado pero no iluminado. —le regañó Pepote— Si el mundo occidental, que es considerablemente avariento, se pone a fabricar petróleo con tus «teresas» para ahorrarse el tributo al moro, los países tercermundistas se quedarán sin dólares con que comprar las maravillas que hacen los ricachones democráticos. Pero, sin ese comercio, ¿podrán las grandes multinacionales seguir incrementando su producción?

—¿Podrán? —preguntó Emilio, que de economía sabía solamente que el día dos estaba su nómina en el banco.

—No. Definitivamente no. Las fábricas de armas languidecerán, como si les atacara alguno de tus mohos. La banca no podrá cobrar muchos de sus créditos, subirá los intereses y, por último, ahogará a pequeñas y medianas empresas. Aún te diré más: crecerán los parados y, con ellos, las miserias y los discursos políticos. La gente empezará a dejarse bigote de cepillo.

—Y decías que el éxito está en lo pequeño.

—Luego la bolsa se desmoronará —siguió Pepote, optimista— y vendrán las hambres y las epidemias. Serán afortunados los que tengan un mendrugo que roer y una mujer que les caliente por las noches. ¡El fin de una civilización!

Pepote se estremecía de gozo: si él hubiera sido político, con un botellín de «teresas» en la mano, habría chantajeado al mundo libre, y España, por no hablar de su cuenta corriente, se hubiera convertido en la nación más pirata de Europa, relevando en su humanitaria tarea a la ya cansada Inglaterra.

—Rusos y americanos nos amenazan con sus cohetes. ¿Por qué no hacerlo nosotros con las teresas? ¿Conoces, por ventura, a algún capitoste, camarada Emilio?

—El doctor Margarit, mi jefe, fue, fue... ¿cómo te diría yo?

—Un chupón.

—Sí, pero, además, subsecretario. Debe conocer al Presidente de haberse insultado juntos en el Parlamento.

—Un subsecretario cesante es menos que un conserje en activo, pobre infeliz.

Se encogió de hombros:

—Quizá convenga estacionar los sueños de grandeza. Total, mañana te pueden atrapar y extraerte el secreto junto con unos cuantos litros de sangre.

—Entonces, ¿imprimirás todas mis fórmulas? Mañana mismo las iré repartiendo a mano por la Gran Vía o en La Vaguada.

Pepote demostró poseer todavía, y a pesar de lo avanzado de la hora, algunos centigramos de humanidad. ¿Era justo —preguntaba— que por salvar la pelleja de un biólogo se tuviera que sacrificar a medio planeta?

—Bien sé yo que la humanidad no vale nada, pues las diferentes revoluciones industriales y el uso masivo de la televisión la han reducido a rebaño, pero estaría muy mal tener entre las manos algo tan importante como las Teresas y soltarlo sin sacar beneficio. Dirás que soy un grosero materialista, y tendrás toda la razón del mundo.

Emilio no decía nada. Pensaba que las bacterias y los virus siempre habían sido peligrosos enemigos del hombre: cuando no le contagiaban la sífilis, le echaban encima cientos de secuestradores.

—El hombre —seguía Pepote animadamente— pertenece a su tiempo y hoy en día todo se mide en dinero. ¡Cielos! ¿Qué se ha hecho de aquellos ideales que llevaban a los caballeros a luchar contra dragones y a reservarse el derecho de pernada?

Pepote se estremecía pensando en cómo había degenerado la raza. Tenían coches, sí, pero no mataban moros como antaño. Disponían de televisión, pero ya no se daban aquellas saludables representaciones populares, a base de herejes tostándose al fuego, que tanto unían a los vecinos de una comunidad cristiana. Puesto que los buenos tiempos no iban a volver, el impresor rápido no hallaba motivos para despreciar la riqueza y renunciar a vivir como la gente de los anuncios de perfumes.

—Necesitas un buen representante comercial, camarada Emilio. Alguien que exprima con habilidad a las multinacionales. —recordó algo— Tendrías que verme luchar a brazo partido con el representante de la papelera: los días que le toca visitarme se da ánimos con un par de litros de salutífero coñac.

—No entiendo cómo te lo puedes tomar tan a la ligera, Pepote Hace unas horas libábamos como felices abejorros, sin que nada agitara la placidez de nuestro espíritu, y ahora, como aquel que dice, somos una especie de botín para demasiada gente sin entrañas.

Ambos cayeron en un silencio contemplativo. Pepote hacía complicados cálculos de memoria y había llegado a la sagaz conclusión de que mil millones, colocados al ocho por ciento, le permitirían olvidarse de su imprenta rápida. Emilio meditaba en que, cuando volviera a nacer en una próxima reencarnación, consumiría sus mejores esfuerzos en huir de la bioquímica. Sólo les interrumpía el ruido del ascensor que subía, rechinante, por su chimenea.

En ese momento tocaron el timbre. En una ciudad como Madrid, miles de personas llaman a miles de puertas cada dos o tres minutos sin que esto produzca perturbadoras consecuencias. Los normales, van y abren. Los precavidos echan un vistazo por la mirilla. Los francamente desconfiados, además, lo piensan mucho antes de descorrer todos los cerrojos. Pero, en general, la vida sigue.

No obstante, Emilio y Pepote pertenecían a otra escuela de pensamiento. El alba no rayaba el día, porque se trataba de un fenómeno de muy escasa dureza en la escala de Mohs, pero ya rondaba por los cielos y se preparaba para rayar en cuanto hiciera falta. Los serenos más activos dormitaban. Las estrellas abandonaban su vigilia y, a lo lejos, se oía un húmedo rumor: eran los hombres del riego dándose ánimos para lanzarse a la carga.

Mirando las cosas desde aquella perspectiva y habida cuenta de la hora intempestiva, Emilio y Pepote acertaban cuando calificaban el hecho de inusual y casi sorprendente. Pensaban que los petroleros se escogen entre levas de personas tenaces y, además, muy capacitadas para seguir los rastros con el solo auxilio de su nariz.

—Quizá— aventuró Emilio, tratando de tranquilizarse— se ha quemado tu imprenta y vienen a darte el recado.

Como para confirmar esta versión, el timbre volvió a sonar. A Pepote rara vez se le escapaban las situaciones de las manos, pero aquélla era de piel resbaladiza y podía caérsele al suelo de un momento a otro:

—Camarada Emilio: alguien llama a la puerta. Como sospecho que pueden ser tus enemigos, dispuestos a ducharte de nuevo, habrá que desempolvar los viejos conocimientos que nos inculcaron nuestros entrañables sargentos. ¿Qué tal matas? No dispongo de armas de fuego por una lamentable imprevisión, pero en la cocina hay utensilios aptos para pasar a cuchillo a la visita.

Si a Emilio, tres horas antes, le hubieran preguntado por lo que más admiraba de Pepote, hubiera respondido sin dudar que su impavidez. Pero ahora esta virtud le parecía ofensiva.

—No vayas a creer— siguió Pepote, encendiendo la luz del baño, abriendo la ducha y poniendo una silla al lado de su puerta— que no acierto a leerte los pensamientos bajo esta indirecta luz eléctrica. Soy hombre extraordinariamente perceptivo y llevo exactamente treinta segundos dedicando mis más denodados esfuerzos a la resolución de tu problema. Si tienes alguna confianza en mis reconocidas cualidades, métete debajo de la cama. No me mates a las cucarachas, porque llevan toda una vida asociadas conmigo; y, si por casualidad sientes que un grito de terror va a escaparse de tus labios, puedes morder un zapato, pero que no sean los que imitan piel de cocodrilo.

Las últimas frases las escuchó Emilio sumido ya en las profundidades. Las cucarachas, en principio, le parecían una compañía preferible a la de los tipos obsesionados por meter en la ducha a los biólogos inocentes.

Pepote acudió a abrir. Se había puesto una soleada sonrisa y estaba dispuesto a pasar por un huésped ameno y cordial. Eran, en efecto, dos hombres de buen tamaño y expresión reservada.

—Queremos ver a Emilio del Amo. Sabemos que está aquí. Usted es el impresor de la revista y su nombre figura en ella y en el buzón de la entrada.

Una vez más la vanidad jugaba una mala pasada a Pepote, que había puesto su pié de imprenta en la publicación, sin sospechar que se delataba ante los investigadores futuros.

—No las tienen muy grandes. —dijo con rencor.

Los visitantes parecieron desconcertados.

—Las narices. Creí que para rastrear a Emilio a lo largo de tanta distancia ustedes estarían dotados de esas narices de chacal que uno admira en los dioses egipcios. No les mentiré si aprovecho para señalar que me he llevado un desengaño. Mientras venía hacia la puerta me animaba pensando en que pronto conocería a unos seres prodigiosos, pero...

—¿Dónde está Emilio ? —le interrumpieron aquellos hombres descorteses que no prestaban a sus semejantes la atención que exige la buena crianza.

—Me gustan las personas que van directas al grano. —dijo Pepote abriéndoles paso.— Nada de buenas noches y cómo está usted, disculpe la hora intempestiva. Si la humanidad no perdiera de vista sus auténticos objetivos y avanzara en línea recta, sin desperdiciar mares de saliva, en lugar de en 1992 estaríamos en el año dos mil quinientos ya.

—¿Es cierto —preguntó un instante después— que ustedes dan caza a Emilio con el solo objeto de meterle en la ducha?

Se notaba que Pepote estaba dispuesto a dar toda clase de facilidades en su papel de amable huésped:

—Tan pronto como oyó el timbre de la puerta, empezó a despojarse de sus vestiduras, que son las mías, y corrió al lavabo diciendo no sé qué de que esta vez lo haría él solo. Supongo que le animaba un sano espíritu de colaboración.

Pero los dos hombres, tan pronto como se hicieron con el contenido profundo de las palabras de Pepote y escucharon el rumor del agua fluyendo gozosa, se precipitaron hacia el cuarto de baño. No se puede esperar de unos hombres de acción que desconfíen de un impresor dicharachero y se paren a analizar las informaciones recibidas por si entrañan involuntarios errores de bulto.

Pepote entonces trabó el pestillo con el respaldo de la silla que había preparado antes con tal propósito, y corrió a extraer a Emilio de debajo de su cama:

—Tú, que te mueves en círculos científicos de solvencia, ¿has oído decir si las emanaciones del petróleo provocan alguna irreversible degeneración de las neuronas?

Arrastró a Emilio hacia el teléfono sin dejar de hablar y sin prestar atención a los golpes y a las amenazas que venían del baño:

—No ha sido una de mis más meritorias aventuras. Te pido, en nombre de nuestra vieja amistad, que no comentes con los profanos la facilidad con que he anulado a esos dos: ningún hombre sabio se mostraría orgulloso después de engañar a dos tontos.

Alguien debió descolgar al otro lado del hilo, porque Pepote cambió inopinadamente el tema de su charla instructiva:

—Socorro. —dijo sin forzar la voz— Me llamo José Luis García Robles, domiciliado en Antonio Pérez, 27, segundo C. Dos hombres peligrosos han asaltado mi casa para robarme. Socorro.

Colgó con aire ausente.

—Me temo, camarada Emilio, que no he dado con la entonación apropiada. He estado un poco frío y discursivo y, por otro lado, he hablado una octava por debajo de lo ideal.

Emilio prefería mirar hacia el baño mientras se preguntaba si aquella puerta resistiría los embates de la fortuna hasta que llegara la policía.

—Habría demasiadas cosas que explicar, fiel amigo, si nos quedamos aquí. Y luego, cuando nos desplazáramos en busca de un refugio, sería difícil evitar que nos siguieran.

—¿Entonces...?

—Pareces haber dado tú sólo con la última fase del plan. Teresa acabará sospechando que padece unos amores con horario continuado, pero ha llegado el momento de ir a rogarle que nos prepare un poco más de café.

—¿Crees —dijo Emilio,ya en la escalera— que se negará a echar en el mío unas vivificantes gotas de coñac?

5

. La del alba sería, poco más o menos, habida cuenta que todavía no se había recuperado el horario de invierno y amanecía más tarde del amanecer. Según Radio Nacional, una mal intencionada borrasca se venía deslizando por la costa atlántica francesa con el desagradable propósito de remojar españoles y bautizar los primeros días de otoño. Algunas nubes con notable acento francés se iban asomando al cielo de Madrid para elegir dónde descargar con mayor perjuicio para los nativos.

Madrid, la ciudad eternizada, parecía dormir entre dos oleadas Hay un Madrid industrioso que se sube al metro entre las seis y media y las siete y parte con rumbo desconocido; un Madrid funcionarial que estrena el día a partir de las ocho pegándose a la realidad como una póliza; y hay otro capitalino que espera a las diez para inaugurar el día cortándole la cinta a pleno sol, como si se tratara de un pantano. Los tres no son más que la expresión de esa sociedad clasista y occidental que tan poco gustaba a don Karlos Marx y a Don Manuel Azaña.

La ciudad, incluso una tan caótica como Madrid, es un nicho ecológico en su más pura acepción: la tumba de la Naturaleza. Pero algunos especímenes se han aclimatado al medio hostil y allí medran entre concejales, grúas y otros peligrosos depredadores. Entre ellos, los investigadores pertenecen a los mejor adaptados y no es de extrañar que a aquellas altas horas al menos dos de ellos desplegaran una variada gama de actividades para facilitarse la supervivencia.

El doctor Margarit había pasado una mala noche. Tras su conversación con aquel inteligentísimo Richard Zoloto, que tantos méritos le reconocía, no pudo pegar el ojo, dando vueltas al proyecto de la aspirina para hemofílicos. La aspirina normal, ya se sabe, produce microhemorragias en el estómago y eso es peligrosísimo para un señor al que no se le coagula la sangre... ¡Hay que ver a las cosas que dan importancia los norteamericanos con tal de vender unos miles de aspirinas más al año!

Si Margarit dirigiera con éxito el equipo en la universidad de Dallas, regresaría a España aureolado de prestigio, listo para que le imprimieran en sellos y en billetes de lotería y le sacudieran el Premio Príncipe de Asturias. Todo lo que tenía que hacer era encontrar las condenadas bacterias de Emilio del Amo, y permanecer, como siempre, dispuesto a trepar como la hiedra.

¡Qué trasto de investigador aquel joven! ¿A quién se le pasaba por la cabeza poner en peligro la civilización occidental, basada en el viejo toma y daca y en el tradicional tanto tienes, tanto vales? Margarit, al principio de su insomnio, pensó en llamar por la mañana a su subordinado y exigirle todo el material:

—A ver, Del Amo: tráigame aquí esas bacterias. Ya le advertí que nada de experimentos particulares en esta casa. ¿Como se ha atrevido a malgastar el género?

Pero Emilio, seguramente, lo negaría todo. Además, si había publicado sus experiencias en una revista, no estaría muy dispuesto a olvidar su conocimiento secreto. Margarit se preciaba de conocer a los hombres, y Emilio del Amo, con todos sus defectos, no había llegado aún a ese estadio de estupidez en que uno puede descubrir una forma de fabricar hidrocarburos sin esfuerzo y no percatarse del valor económico del hallazgo.

Emilio defendería sus pequeñas bacterias con uñas y dientes a falta de otra herramienta más resolutiva, y sería difícil que Margarit consiguiera extraérselas de buen grado. Así que el doctor invirtió el resto de la noche en elaborar un nuevo plan que, como todos los grandes proyectos, unía a la sencillez la acción directa:

Se presentaría en el Consejo bien temprano. Nadie se extrañaría, porque los investigadores, cuando hay un experimento en marcha, eligen las horas más raras e incluso van allí los domingos y festivos a recrearse en la contemplación de la rana totémica o del cobaya ancestral. Revisaría todo el material de Emilio y, como aquel que dice, le despojaría. No era un procedimiento ético, pero sí práctico: el hombre que ha estado en política sabe cuán importante es hacer las cosas del modo más rápido y silencioso.

La primera luz del día le halló deslizándose por la calle de Serrano a pocos metros de su objetivo. Del mismo modo que el pájaro madrugador atrapa su gusano, el margarit diligente tiene más posibilidades de cazar sus bacterias de amanecida, o, al menos, todo hace sospechar que así será.

Pero la mesa de Emilio demostró esconder bien pocos secretos y ningún protozoo apto para el consumo. El doctor volvió los cajones del revés, tal como enseñan a hacer las novelas policíacas por si hay algo adherido debajo. Abrió el archivador metálico para aplicarle el mismo tratamiento y, por último, acudió al laboratorio donde últimamente trabajaba su subordinado y se puso a revisarlo cuidadosamente.

Pensaba en Dallas, en la aspirina revolucionaria y en el amabilísimo señor Zoloto, y se le encogía el corazón: no podía fallarle a un tipo tan simpático y despierto. Margarit, que también era esas cosas y mucho más, sólo tardó media hora en comprender que si las bacterias no estaban en el Consejo sólo podían hallarse en el domicilio de Emilio.

Volvió a cambiar de planes: los grandes hombres disponen de tal elasticidad mental cuando se dejan guiar por su estómago. La ilusión que le producía pensar en Dallas le convenció de que le bastaría plantarse delante de su subordinado e inundarle de autoritarios fluidos hipnóticos para que éste le entregara el botín. Podía reforzar el argumento explicándole que las bacterias de aquellas características tal vez produjeran benceno pero, seguro, mutaban al contacto de un virus de cabeza hexagonal y producían auténticas epidemias de acné juvenil o de gonorrea... Ya se le ocurriría de qué en su momento.

Margarit emprendió su segundo viaje, hendiendo con su coche la calma matinal, sólo turbada por los crujidos que emitía la amenazada sociedad occidental. Valiéndose de sus conocimientos geográficos, llegó sin problemas al piso de Emilio y, cuando estaba a punto de llamar al timbre, descubrió que la puerta se hallaba entornada.

Aunque es fama que los sabios distraídos suelen dejar abiertas sus casas y pasear en calzoncillos por la vecindad, Margarit sabía que su subordinado no era un sabio, y había que verle mirar la hora en el Consejo para estar seguro de que tampoco era un distraído.

No obstante, una cierta emoción aventurera se apoderó del doctor: penetró de puntillas, despacio, atento a rechazar cualquier sorpresa como, por ejemplo, un traicionero mordisco. Cinco minutos después, habiendo tomado posesión para la causa de los nuevos territorios, estuvo seguro de tener las manos libres y se puso a buscar el terrible secreto de Emilio que, por cierto, tenía el piso completamente revuelto.

6

Aunque cansada por una noche de implacable lucha contra el vicio y el sueño, la policía acudió a casa de Pepote algún tiempo después de recibir su llamada de auxilio. Lejos de dejarse impresionar por el refinado gusto que presidía aquellas habitaciones, su atención quedó prendida, en el acto, de los golpes que salían del cuarto de baño.

Por poca experiencia que tenga, un inspector ha visto y oído dar golpes sobre casi todo: puertas, cabezas, estómagos y parlamentos, y sabe lo conveniente que es ponerse en guardia ante estas manifestaciones de exuberancia humana Con mucha precisión desenfundaron sus armas y retiraron la silla que trababa el pestillo. Cualquiera que fuera la especie animal allí encerrada, estaba a punto de recuperar su libertad de movimientos.

—Salgan —dijeron— con las manos en alto.

Los dos patriotas ejecutivos de Sehsa obedecieron con prontitud hija de su respeto por la ley siempre que la ley cargaba pistola. Estaban satisfechos por la oportunidad que se les brindaba para abandonar el reducido universo en el que habían sido confinados, aunque aquella sana alegría se veía ligeramente empañada por la presencia desconfiada de las armas. Creían presentir largas horas de trámites y malentendidos.

—¿Quién de ustedes es José Luis García Robles?

—Afortunadamente no está aquí. Se trata de un loco: nos amenazó y nos encerró en el lavabo.

A la policía todo el mundo le miente, y eso es una ventaja porque, en justa reciprocidad, la policía no cree a nadie. El hombre, digan lo que digan algunos moralistas angélicos, es un bicho en el que no conviene confia, y aquella noche los inspectores no encontraban motivos para cambiar los hábitos de toda una vida.

Los prisioneros fueron cacheados y se extrajeron de las profundidades de sus ropajes los documentos que les acreditaban como humanos españoles, valga la contradicción entre los términos. También las pistolas que habían recogido antes de ir otra vez en busca de Emilio, no fuera que siguiera en compañía de los rusos.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el policía más charlatán. Se notaba que el hallazgo de una pistola era, para él, un motivo más de júbilo.

—Tenemos permiso.

Era verdad. Los llevaban en las carteras, justo al lado de los DNI, por mucho que aquello disminuyera el gozo de los cazadores. En lo tocante a las pistolas, aquellos tipos resultaban ser unos buenos ciudadanos. Subsistía, sin embargo, la llamada de auxilio de José Luis García Robles y su posterior hallazgo encerrados en el cuarto de baño, cosa que no suelen dejarse hacer los buenos ciudadanos con armas en el bolsillo. Sumamente sospechoso todo.

Tres cuartos de hora después empezaron a llegar a la comisaría seres importantes, con el aspecto de haber sido extraídos con urgencia de una revista de finanzas. Surgían de la oscuridad, impresionaban a los guardias con alguna exhibición de carnés y, envueltos en misterio de lujo, penetraban en el despacho del comisario sin llamar a la puerta.

—Esto —le decían al sorprendido funcionario— se ha de llevar con la mayor reserva. —No se sabe bien si los poderosos son cautelosos por naturaleza o si los cautelosos acaban siendo poderosos.

Cuando llegó el último de los personajes, que disponía de más carnés que cualquiera de los reunidos y olía a colonia viril, la reserva fue tanta que hicieron salir al comisario a orearse por aquellos pasillos de Dios.

Los Estados Democráticos, a veces son democráticos y a veces no. A España, para serlo en plenitud, se le había exigido que cediera el control de su economía a las grandes compañías multinacionales, que deseaban civilizar a las tribus ibéricas por puro humanitarismo, y que desmontara sus monopolios. Sólo que los monopolios, convencidos de llevar a cabo una importante función social, estaban dispuestos a sobrevivir y el Estado, que también sacaba de ellos diezmos y primicias, ayudaba a trampear.

Sehsa era uno de los últimos intentos de supervivencia y pretendía unificar los intereses petroleros españoles, valiéndose tanto del capital privado como de la inversión pública. Las internacionales, que se preparaban para culminar la invasión de las gasolineras, al conocer la maniobra, habían forzado al Mercado Común para que exigiera al Gobierno Español que adelantara el plazo para la liberalización del mercado de combustibles al grito de «la libertad ante todo, paso a su majestad el dólar.»

No hicieron más porque, seguras como estaban de disponer de un capital ilimitado y de obtener más beneficios por litro aún vendiendo al mismo precio, creyeron que, reduciendo un año el plazo que tenía Sehsa para consolidarse, era más que suficiente para hacerla desaparecer en breve y forzar a los inversores españoles a cambiar las acciones de aquella compañía por las de las Siete Hermanas, muy especialmente por las de la holandesa Shell.

Aquello había sido verdad hasta que en varias universidades fue detectado el trabajo de un científico español que se proponía librar al mundo de basuras plásticas por el sencillo método de convertirlas en benceno, preciado licor. Aquella sucia maniobra, ejemplo de la ciencia usada para el mal, convertiría a España en el principal productor europeo de petróleo si no se le apretaban las tuercas a aquella nación de imaginativos.

No sólo podría fabricarlo sin gastos de perforación, de transporte marítimo y de refinado, sino que estaría en condiciones de ir invadiendo los mercados mundiales. Todo el duro trabajo de controlar las rutas universales del petróleo, todas las intensas subversiones en Panamá, Egipto, el Estrecho de Ormuz, Irak, El Cabo y Argentina, que aislaban cada día un poco más a Europa de sus fuentes de combustible hasta convertirla en el clásico coloso con los pies de barro, habrían sido inútiles. Una inversión fracasada.

España, tan atenta como de costumbre a sus valores interiores, tuvo la primera noticia de las pequeñas «teresas» a través de la reunión de los ministros europeos de Transportes y Energía: Si España se disponía a desestabilizar el orden económico mundial —dijeron—, arrebatando a las Siete Hermanas y a sus bancas subsidiarias parte de sus lícitas y merecidas ganancias, podía prepararse a soportar un bloqueo de no te menees. Como el de Irak o peor.

No es que a aquellos ministros les encantara que sus naciones dependieran de siete multinacionales, del Fondo Monetario Internacional y de la Bolsa de Nueva York, pero no estaban dispuestos a que el Estado Español se convirtiera en la Octava Hermana. De aquel negocio debían participar todos y convertir en realidad el viejo sueño de una Europa capaz de autoabastecerse. Con casi tan buena tecnología como Estados Unidos y el Japón y con casi tan mala fe como la Ex—Urss perestroika; con más habitantes y, sobre todo, sin tener necesidad de petroleros que atravesaran el mundo, el Viejo Continente volvería a tener mucho que decir en el futuro.

En principio, no hubo más remedio que fingir aceptar el ultimátum, pero, si la bicoca era tan buena, ni el capital español ni la política española estaban bien motivados para compartirla con los extranjeros. Una cosa es someterse a las ideologías extranjeras para hacerse más fácilmente con el poder en casa, y otra es compartir los beneficios de uno de los mejores negocios del mundo. Que los españoles supieran, nadie había pedido repartir los beneficios de los relojes suizos o de las vacas holandesas.

Así que Sehsa, compuesta por financieros de probada fidelidad a la peseta y a su contenido metafísico, hizo planes para esquivar el sino al que los europeos querían conducirla, manteniendo una discreta vigilancia sobre la humilde persona de Emilio del Amo. La llegada de Zoloto a Madrid, hombre siempre temible, había precipitado los acontecimientos.

Zoloto tal vez quisiera hacerse con el secreto del petróleo artificial para guardarlo en su museo de inventos imposibles, pero aún pondría más interés en que nadie se pusiera a fabricar ese petróleo, por lo que intentaría despachar al creador de la idea, convencido de que, muerto el perro, la rabia se acabaría por sí sola.

Entonces Sehsa se movió con rapidez para salvar la pelleja del investigador y, de paso, poner a buen recaudo sus bacterias. Se proponían dotarle de una nueva identidad y pregonar al mundo que aquel genio en ciernes, pobrecillo, pasó a mejor vida a causa de un accidente misterioso. Luego, meses después, encontrarían nuevos pozos de petróleo en el Mediterráneo o en Burgos y empezarían a soltar en el mercado el nuevo combustible de Emilio.

Pero el investigador se había presentado profundamente embebido en líquidos espirituosos que, presumiblemente, embotaban sus más nobles facultades intelectuales. Cuando le duchaban, como paso previo para explicarle lo que su Patria y sus capitalistas esperaban de él, echó a volar en un descuido y fue protegido en su huida por dos pistoleros, rusos como unos diablos.

Emilio, suelto, se convertía en el fundamental enemigo del mundo occidental, capaz de acabar en un jesús con su economía. Si hablaba, si contaba sus tétricos secretos bacterianos, todo estaría perdido.

Los personajes, una vez deliberado todo lo deliberable, perdieron instantes preciosos mesándose la cabellera y el bigote. Si Zoloto atrapaba al investigador antes que ellos, podían despedirse de miles de millones extra y, también, de convertir a España en un emirato árabe y a los jerarcas electivos en perpetuos príncipes de la sangre.

Aquellos hombres, tan importantes que ni siquiera tenían escaño parlamentario ni cargo público, llamaron al Ministerio del Interior. ¿Acaso no era España un Estado Policial si se atenían al número de policías por metro cuadrado? Pues a la mañana siguiente, bien próxima ya, cada funcionario debía disponer de una foto de Emilio del Amo y dedicar a encontrarlo sus desvelos y sus preces.

Por otro lado, había que montar una sagaz y discreta vigilancia en torno a la casa del investigador y del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde era previsible que se sucedieran apariciones. Pero nadie, aparte de los allí reunidos, debía saber más de lo necesario. Como todos podían comprender, la libre información perjudica los más democráticos intereses.

7

Si fuera posible encontrar el secreto del material con que había sido construida Teresa, los fabricantes de esposas harían su agosto. Tal vez fuera una mutación del género femenino o, todo lo contrario, una regresión. El caso era que Teresa aceptaba la vida según venía, no se inquietaba por nada, hablaba poco, era tolerante en exceso y siempre estaba dispuesta a sonreír y a tomarse las cosas con humor.

Por eso ni una sola palabra amarga o sarcástica salió de su boca cuando, en el último instante de la madrugada, acudió a abrir la puerta a Emilio y a Pepote, a pesar de que ambos olían a destilería y el investigador preguntaba una y otra vez si la buena Teresa disponía de coñac qué echar en el tradicional café con que solía obsequiarles.

—Es más— insistía—: casi podríamos prescindir del café y echar directamente el coñac en las tazas. Se trata de una urgencia.

Sin admirarse de nada, Teresa les llevó a la cocina y puso la cafetera al fuego. Bien mirado, siempre era hermoso despertar con dos chalados contándole maravillosas historias. Apiadada de Emilio, sacó de la alacena una botella mediada, la que usaba para las recetas, y se la tendió al investigador con mucha simpatía.

—Me gustaría que os vieseis. —dijo— Seríais una pareja estupenda para hacer películas: siempre estáis metidos en líos y no paran de sucederos cosas.

—Cosas. —confirmó Emilio, estremeciéndose.

—Bella Teresa —empezó Pepote, guardado un desacostumbrado silencio—: cuando mañana te pregunten a qué se dedica tu novio, puedes responder que a salvar la vida de inocentes criaturas. Esta misma que aquí ves, mano a mano con tu coñac, está recién rescatada de las puertas del Averno. Quizá por eso presenta la curiosa expresión que la naturaleza, hasta ahora, había reservado para uso exclusivo de los perros calamares.

Otra de las virtudes de Teresa era que entendía perfectamente la complicada palabrería de Pepote y soportaba sus enrevesados parlamentos sin muestras de fatiga.

—Observo, además, que operas bajo la falsa impresión de que ésta es una más de nuestras instructivas visitas de medianoche. Debo desengañarte, Bella Teresa: un sin fin de fortuitos acontecimientos nos han arrebatado nuestras casas, dejándonos condenados al nomadeo. No sufras por ello: vivíamos bien en ellas, franciscanos como somos, pero no eran unos palacios.

Teresa, que comprendió que la historia sería larga, tomó asiento, pero siguió vigilando con ojo atento a la cafetera del fuego.

—Decía, antes de que te sentaras en muda indirecta, que esta no es una alegre visita de las que solemos prodigarte y que tan mal acostumbrada te tienen. La fuerza de las circunstancias nos ha dejado sin hogar, gitanos de verde luna o algo por el estilo, perdidos en este desierto ciudadano. Más o menos, aunque quizá más que menos, hemos venido a quedarnos hasta que cambie nuestra fortuna. ¿Verdad, Camarada Emilio?

El camarada Emilio se había lesionado la laringe una vez más con aquel coñac barato, de manera que tosió afirmativamente.

—De ningún modo. —dijo una nueva voz desde la puerta. Era Gloria, la compañera de piso de Teresa, estudiante acomodada y mucho más efervescente que la novia de Pepote— Por culpa vuestra las vecinas nos miran en la escalera y comentan que los hombres no hacen más que entrar y salir de esta casa. Ya sé que eso es pura envidia, pero, aún así, no quiero ni pensar en lo que diría mi padre si lo oyera.

—Tú, que eres culta además de alta y delgada, ¿harás caso de los convencionalismos sociales de la burguesía de medio pelo, bella Gloria?

—Sí, por supuesto.

—Yo creía que, en tu Aragón natal, te habían provisto de una moderna alma inconformista e intelectual. Siempre me dije: de haber nacido hombre Gloria llevaría barba y se saltaría las normas con la misma facilidad que un caballo. Me decepcionas.

—Tanto mejor: es una estupenda señal.

Emilio, que nunca se había tropezado con la chica en sus correrías nocturnas, la revisaba con detenimiento. Era un modelo deportivo, con muy pocos kilómetros, que olía a frescor y a colonia de baño de color verde.

—¿No te compadeces de ese pobre paria que está comiéndote con los ojos? Deja algo para el desayuno, Emilio: en tus condiciones no es bueno llenarse demasiado.

—Sois dos borrachos peligrosos y enredadores. Cualquier persona sensata, en lugar de teneros bajo su techo, se apresuraría en tiraros por la ventana.

—No lo pido por mí, bella Gloria. Si estuviera solo en este infortunio me iría debajo de un puente y allí, entre patos y lagartijas, tonificaría mi alma con la ascesis. Pero este pobre paria, que acaba de desollarse las cuerdas vocales, sufre persecución injusta. En breves horas ha pasado de lo más alto, un séptimo piso, creo, a lo más bajo, representado por este coñac inflamable. Ha sido duchado contra su voluntad. Se ha escondido bajo centenares de camas; ha sido atacado por cucarachas belicosas y, cuando más cariño y comprensión necesita, más rechazado se ve.

—Sí, rechazado. —confirmó Emilio, todavía con su expresión de calamar especialmente triste— Además, no estoy borracho: podría sostenerme horas y horas a la pata coja. Contener mis primitivas emociones me da este aspecto.

Gloria, que tampoco era una malvada, se echó a reír, de manera que Pepote aprovechó para contar la historia, distribuyendo aquí y allá pinceladas de color y pulsando, de tanto en tanto, las notas trágicas.

—¿Todo por unas bacterias?

—Por unas bacterias tratadas con un virus de cabeza hexagonal. —le corrigió Emilio, que era muy puntilloso en ciertos detalles profesionales. Las «teresas» eran lo más parecido a una familia que nunca tuvo— El virus es muy similar al treponema de la sífilis, pero no tan gordo. La sífilis...

—Deja estar la sífilis, camarada Emilio, que te hallas ante señoritas casaderas a las que puedes arrebatar la inocencia con una indiscreción y la sana predisposición hacia el sexo recreativo.

—Querías acabar con la basura y la basura ha caído sobre ti.—le consoló entonces Gloria— De todas formas, ¿han conseguido esas bacterias?

Emilio llevaba, desde el principio de sus aventuras, mucho tiempo ocultando un gran pesar. Quiso entonces aliviar su conciencia:

—No lo sé. La verdad es que no sé dónde están las teresas. La última vez que las vi fue con motivo de su bautismo y no consigo recordar dónde las metí con la emoción del momento. Ya he dicho que soporto mal las emociones —dijo, lanzando una cariñosa mirada a la botella de coñac que mecía en sus brazos.

Teresa se levantó a apartar la cafetera del fuego y, de paso, destapó una olla que descansaba en una de las baldas:

—Las dejaste aquí. No sé lo que comen. ¿No se han puesto algo más verdes? Les eché un trozo de bolsa de plástico hace unos días.

—Si son unas bacterias como Dios manda, deben de estarte agradecidas, bella Teresa. Siempre supe que tenías un gran corazón para los animales. Aún recuerdo el día en que me besaste por primera vez: entonces lo supe. —a Pepote le embargaban emociones profundas— Por eso, cuando nos vimos injustamente arrojados de nuestros hogares, no dudé que nos acogerías. Además, no daremos la lata: llevamos una sencilla vida de noctámbulos irredentos, pero la fuerza de las circunstancias nos obligará a trabajar también de día. Bien mirado, esto será una especie de refugio adonde acudir para que nos deis nuestra ración de descanso del guerrero.

—¿Sola o con seltz? —preguntó Gloria, mordaz a pesar de la hora temprana.

—Bella Gloria: no te suponía tan sarcástica e insensible a los sufrimientos ajenos. Te perdono solamente porque sé que aún estás con parte del cerebro invadido por las pesadillas del sueño. Tus sentimientos suelen ser más puros que tus palabras.

Tomaron el café sin nuevas objeciones y Pepote, con el estómago reconfortado, decidió que debían explorar los viejos territorios que vieron su felicidad. Había que comprobar si la casa de Emilio había sido abandonada ya por el enemigo.

—No veo para qué. —comentó Emilio, que se estaba volviendo cauto y responsable.

—¿Cuánto tiempo crees que se mantendrá limpia la ropa interior que me has robado? Y aún más: ¿qué me dices del cepillo de dientes? ¿Pretendes usar el de estas indefensas mujeres?

—Tenemos uno cada una. —advirtió Gloria.

—Me corrijo: ¿pretendes usar «los» de estas indefensas mujeres?

Pepote no era amigo de comentar sus verdaderos planes: la rapidez con que los urdía hacía difícil su explicación a través de lentas palabras que perdían un tiempo precioso tratando de penetrar en las molleras de su auditorio. Hizo una excepción sólo cuando vio que las chicas no le creían y que Emilio no estaba dispuesto a volver a las calles antes de un año.

En resumidas cuentas: sabían que había dos elementos dándoles caza. Muy probablemente volverían al lugar del crimen, porque eso es algo a lo que no saben resistirse los que gozan duchando de madrugada a sus semejantes. Si Pepote y Emilio conseguían verles, podrían seguirles y averiguar algo.

—Si hubierais bebido en compañía de sargentos, sabríais que lo más necesario para vencer es conocer al enemigo: ¿Qué es? ¿Cómo es? ¿Qué hace? ¿Dónde vive? ¿Habla idiomas?

—¿Y si ellos nos ven también a nosotros? —preguntó Emilio amparado en su conocimiento de ciertas leyes físicas.

—Imposible. Estaba a punto de pedir a estas bellas señoritas que nos acompañasen a sus respectivos armarios. El armario de una mujer colma las mayores fantasías y es seguro que encontraremos interesantes materiales de aluvión. El disfraz, camarada Emilio, lejos de ser una grosera manifestación de los carnavales, es un arte. —meditó un poco— Un noble arte. Y, bien mirado, tú puedes parecer una bruja no muy mala si te maquillas con diligencia.

8

El que piense que Zoloto, después de hablar con Margarit, se dedicó al instructivo esparcimiento, se engaña y no tiene idea del tesón con que se entregaba el newyorquino a los placeres del trabajo. Margarit había sido una simple pieza, un modo de obtener datos y de asegurarse una fácil apropiación de las bacterias del petróleo, pero, desde luego, Zoloto no contaba con él como fuerza principal para su ataque.

Las bacterias, aunque llenaran varios cubos, no eran más que un objetivo secundario. Tras ellas debía haber una mente poderosa, un hombre que, una vez descubierto el modo de amargar la vida de las Siete Hermanas, no renunciaría fácilmente a continuar con sus manejos. Como algunos sesudos varones antes que él, Zoloto estaba convencido de que el Hombre es el Sistema, y se disponía a cazarlo.

Si algo de bueno tiene la organización económica mundial es que los altos ejecutivos siempre disponen de las listas de los más expertos delincuentes de las naciones que visitan. Uno nunca sabe cuando va a necesitar una chapucilla, un chantaje, un rapto o un bonito asesinato que tenga toda la apariencia de un accidente.

Sería algo difícil de explicar a un católico, porque el catolicismo, en lo económico, es poco progresivo, pero Zoloto y otros prohombres de su calaña llevaban a cabo aquellas complicadas operaciones por el bien de la humanidad. La economía es muy semejante a los organismos vivos: tiene venas para transportar la sangre que chupa y carne de obrero que ir devorando. Cuando el cuerpo económico se ve invadido por algún agente externo, enferma y puede morir.

Zoloto, pues, aceptaba la comparación y estaba convencido de ser una especie de glóbulo blanco, siempre de patrulla por el mundo y siempre dispuesto a fagocitar a cualquier ser capaz de constituir una amenaza para el sistema. Demócrata como era, sabía muy bien que la democracia sólo es posible a partir de la riqueza. La quiebra de las empresas sería la quiebra de la democracia y de la libertad.

Cuando uno lucha por la libertad, como M. Richard Zoloto, de Dallas, puede tomarse algunas licencias poéticas y entrar en tratos con asesinos, exactamente igual que hacen algunos gobiernos democráticos.

El encargado de negocios de su compañía, tan pronto como Margarit salió en busca de la gloria, le presentó a un chileno grande y de rostro tosco, como si le hubieran hecho los últimos detalles a martillazos. El chileno se llamaba Raúl y era un profesional aceptable aunque no excesivamente listo. Como tantos triunfadores de la Edad Contemporánea, prefería la acción al pensamiento.

Se le conocía por Raúl Remil, eufónico nombre que no respondía a la coquetería del interesado, sino a su costumbre de gritar, de tanto en tanto, ¡remil pares de marqueses! Remil pares de Pinochets, Allendes o cualquier otra cosa que gozara de su momentánea atención.

Agresivo como un viejo araucano, pero sin plumas, Raúl Remil era único para librar a la gente de las ataduras de la carne. En sus manos pasaban del valle de lágrimas al paraíso sin acabar de percatarse y se llevaban una bonita sorpresa cuando les ponían una lira en las manos y les rogaban que prorrumpieran en cánticos gregorianos de alabanza al Creador.

Como dijo Marcelo Arroita—Jáuregui,

«Su ejemplo no sigáis, aunque os lo digan,

jóvenes que corréis, que estáis viviendo:

porque la muerte fue su sola meta.

Los que os lo dicen, aún continúan vivos.»

Si la madre Naturaleza hubiera dotado a Raúl con las extensiones necesarias para la lectura de los endecasílabos, se hubiera reconocido en el verso y hubiera sentido un legítimo orgullo. Pero algunas cosas estaban fuera del alcance de las habilidades de Remil: los endecasílabos y los trabajos finos que no contuvieran muerto.

No siempre las grandes finanzas necesitan matar. Hay una gran variedad de profesionales capaces de abrir cajas con una simple horquilla, romper los password o protecciones electrónicas de los sistemas informáticos sacar microfilms y micropuntos como quien no quiere la cosa, y torturar para extraer informaciones reservadas. Para estas actividades hace falta inteligencia y sólida formación científica, pero para matar basta con cierta fuerza muscular y con valor acreditado: ambas cosas le sobraban a Remil.

No puede decirse que Zoloto hubiera encontrado en él a un alma gemela, pero sí a un aliado digno de su talla y capaz de vender su alma sólo por dinero. Juntos podrían salvar a la humanidad de una era de motines y de hambre, haciendo imposible una revolución que la sacudiera de la paternal tutela de las multinacionales y del código moral del dólar, elástico, sí, pero estricto en media docena de puntos.

El americano, henchido de buenos sentimientos humanitarios, indicaba cómo debía de ser la muerte de Emilio del Amo. Algo sencillo y vulgar, como precipitarse en coche al río o caerse desde un rascacielos. Nada de preciosismos: un accidente de todos los días.

—El río —dijo Remil después de haber analizado la propuesta— aquí no se usa: está reservado para los patos y los malos olores. En Chicago es fácil, pero en Madrid, no. Tampoco los rascacielos se usan, dada su escasez: las únicas alturas que parecen interesar a los españoles son las de la fama.

Raúl sentía mucho contradecir a su nuevo jefe, que le parecía hombre lleno de buenas ideas en otros campos de la ciencia, pero el chileno siempre tuvo un elemental respeto a la verdad y la verdad era que en España no se puede matar tan alegremente como en Estados Unidos.

Zoloto se había pasado la mitad de su brillante vida combatiendo en torno a las mesas de los Consejos de Administración. Tenía heridas que lo demostraban: una jarra que le estrelló en el codo un consejero acorralado, y un mordisco de pelota cesante en la pantorrilla. Pero gracias a estas averías había aprendido lo saludable que resulta escuchar la voz de los asesores expertos.

«Lo que en Tejas es bueno —se dijo— no tiene por qué serlo en Madrid. Los mejicanos son gente rara, y más aún si viven en Europa y se llaman españoles en vez de hispanos. Ganas de usar esas enes con sombrero que nadie sabe pronunciar.»

Los mejicanos de América se habían mezclado con indios y los de Europa con moros: ambos tenían, pues, dos almas; una gentil y vendida al Papa y la otra, la india y la moruna respectivamente, nómada, despegada de los bienes materiales. Y ya se sabe que la avidez por los electrodomésticos y los coches está en la raíz de toda nación dispuesta a progresar. Un hombre que no ama los cacharros cromados, según le explicaron en la Escuela de Ejecutivos, no ofrece ninguna confianza.

Los asesinos olvidados, según su convenio colectivo, deben carraspear hasta llamar la atención, y el carraspeo de Remil resultó ser como la carcajada de la hiena en el desierto, pero menos próxima al bel canto.

—Ah, sí. —dijo Zoloto, saliendo de la contemplación filosófica del alma mejicana.— Ni río ni rascacielos. ¿Qué se le ocurre a usted?

Remil había trabajado, en tiempos de Allende, para los americanos que se trajinaban el mercado del cobre mientras daban dinero para hacer una bonita revolución obrera que arruinara a las compañías chilenas de la competencia. A aquellos gringos unas veces les sobraba un sindicalista o un inspector no sobornable y entonces requerían los servicios profesionales de Remil, que, a fuerza de práctica, hablaba con soltura un inglés aindiado y hasta entendía el americano plutocrático.

—Los investigadores —empezó— siempre están malmetiendo con substancias peligrosas: ácidos, venenos, bacilos de las remil enfermedades...

—Correcto. —confesó Zoloto.— O.K. Eso es lo que hacen los investigadores, Dios los confunda. ¡El dinero que cuestan a las honradas compañías que quieren desgravar impuestos!

—El accidente de un científico nunca puede ser como el de un piloto de carreras o el de un limpiacristales. Vi, allá en mi tierra, morir a uno del tétanos: estaba retorcido como un espagueti y enclavijado: ni hablar podía. Por una feliz casualidad yo dispongo de tétanos purísimo.

Sí: había ido a robar a unos laboratorios donde se hacían vacunas con células muertas. Primero cogían células vivas y, luego, las mataban, no se sabe si una a una o en plan genocidio. Remil, que vio enseguida el amplio abanico de sus posibilidades, agarró unas cuantas de las vivas y sólo esperaba una oportunidad para inyectárselas a cualquier hermano meticón.

En este sentido, también Zoloto manifestó sentir un gran respeto por la ciencia. Si Emilio moría del tétanos después de trajinar con tantísimo microbio, a nadie le extrañaría y, por si fuera poco, tendría una muerte horrible que serviría para desanimar a muchos jóvenes tentados de dedicarse a la peligrosa ciencia. Conviene ser algo estrictos con la juventud si es que uno quiere que se convierta en los esclavos del mañana.

—Ese hombre trabaja en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Conociendo como conozco a los mejicanos, cuanto más grande es el nombre, más pequeño es lo de dentro, así que te será fácil dar con él.

—Preguntando se va a Roma. —respondió Raúl Remil, repleto de sabiduría popular.

Para Zoloto Roma seguía siendo la culpable de la Diáspora y de que él, un buen askenazí, hubiera perdido su genealogía en la destrucción del Templo. A causa de Roma no tenía forma de saber si de su descendencia nacería el Mesías: algo que jamás perdonaría al Emperador Tito.

Hubo entonces un silencio mientras el corazón de Richard Zoloto sangraba por aquella herida milenaria y Remil pensaba en si una inyección de tétanos se debía poner en el glúteo, como la penicilina, o si valdría en la nariz o en la oreja, mucho más accesibles cuando se ha derribado de una trompada a la víctima. Por fin, acuciado por pensamientos más de este mundo, volvió a carraspear con fuerza.

—¡Ah, sí! —dijo Zoloto, entregándole un paquetito de dólares avalados por el banco federal— Habíamos dicho que la mitad antes y la mitad después.

Eso mismo. Remil sostenía que siempre es posible averiguar el carácter de un hombre haciéndose una idea del tamaño de sus bolsillos.

—Y esas bacterias que tengo que agarrar, ¿qué hacen? —le gustaba informarse, dado que, si eran peligrosas, siempre podía exigir un plus de riesgo.

—Lo más terrible que te puedas imaginar: descomponen el plástico. —para ser un gran mentiroso lo mejor es decir sólo una parte de la verdad.

Raúl se dio por satisfecho: una enfermedad del plástico acabaría hasta con las cachas de las pistolas, por no decir nada de las tarjetas de crédito. Como aquel que dice, Raúl emprendía su trabajo sanamente motivado.

9

Aquella noche, a pesar de haber estado cargada de misterios y de susurros, de promesas de placer oscuro y de otros asuntos igualmente literarios, había terminado por recoger sus estrellitas una a una y por partir allende los mares, a recrearse con toda la porquería que las noches pueden ver en los bajos fondos de Nueva York, de Los Angeles o del mismísimo Hong Kong.

Las noches modernas y disipadas no encuentran excesivos atractivos en Madrid, pese a lo mucho que se ha avanzado en este aspecto. Un investigador en trance de ser inyectado con gérmenes del tétanos no es nada al lado de un chino haciendo diabluras sadomasoquistas a un disidente. Y, por supuesto, nada hay tan aburrido como ver a un doctor Margarit tirándose de los pelos y contemplando, desolado, la geografía fractal de un piso revuelto donde no hay una condenada bacteria que echarse al bolsillo.

Margarit, con sólidas lecturas de El Santo y de Maigret, había mirado en la cisterna del water. Había destornillado los sifones del lavabo y del fregadero, valiéndose de lo aprendido a través de largas contemplaciones de los fontaneros. Había abierto, uno tras otro, los libros y hasta había leído, de pasada, un párrafo de Quevedo titulado «Premática contra los Modorros», por si se le mencionaba en él.

El hecho de ser un investigador notable le había inducido a pensar, con manifiesto error, que le resultaría sencillo encontrar toda clase de secretos en la casa de Emilio. Pero a aquellas alturas la desconfianza se había apoderado de él y, sentado en el sofá despanzurrado, se preguntaba si aquel bendito Del Amo no se habría inventado todo aquello en busca de una fácil notoriedad.

Los jóvenes licenciados a veces hacen cosas muy raras e irrespetuosas, además de confraternizar con los ratones por sistema. No quieren esperar a los cuarenta para, en vez de imaginarse hallazgos, apropiarse de los de los inexpertos que empiezan, y así resulta que se pierde la vieja y cómoda jerarquía de valores.

En tan amargas reflexiones estaba, tentado ya de mesarse el último plumero de su amplia frente al que dispensaba un cariño de hijo predilecto, cuando una especie de estruendo le devolvió al mundo sensible. Era Remil que, de acuerdo con los preceptos de su clase, carraspeaba con aquella gracia peculiar. Gracias a una desusada inspiración había leído la dirección de Emilio en el listín telefónico, o sea, en el directorio.

Margarit, al contrario que nosotros, que ya le conocemos, no vio al hombre fuerte y silencioso, orgullo de la tecnología chilena y envidia de verdugos, sino al ser tosco, posiblemente víctima de gigantismo infantil e hidrocefalia, bendita rama que salía al tronco del hombre de las cavernas.

En otras palabras: al refinado doctor Margarit no le gustó nada lo que vio y se dijo que aquel podía ser un vigilante nocturno o un policía con la cara maltratada por generaciones de delincuentes: disponía de la facha más a propósito para imponer la ley de una sola ojeada y él, que no había cerrado la puerta, se hallaba en medio de un piso con toda la apariencia de haber sido expoliado varias veces por personas ávidas de riquezas.

—¿El señor Emilio del Amo? —preguntó el desconocido con toda cortesía— ¿Le han entrado ladrones?

Tate —pensó Margarit, con esa franca claridad que era su don más preciado.— No conoce a Emilio, y yo me puedo ahorrar prolijas explicaciones que, por otro lado, huelgan a todo holgar.

—Ya ve usted. —dijo con soltura— He regresado de una noche de farra y me he encontrado con esto.

El pobre no tenía cara de ser hombre que disipara su juventud en noches de farra y orgía; ni siquiera tenía cara de disponer de juventud que disipar en empresa alguna, pero el grandullón no parecía apercibirse de las evidentes contradicciones: había dado con un Emilio y lo aceptaba sin reservas mentales.

—Nunca se sabe quién puede colársenos en casa, don Emilio. — parecía recrearse en el nombre propio y en algún secreto pensamiento que recorría, libre y a sus anchas, su cavidad craneal.

—Cierto, cierto.

—¿Y qué tal por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas? —dijo Remil, tratando de asegurarse, porque confundir a las víctimas, además de duplicar el trabajo, estaba mal visto en la profesión.

—Bien, bien. Aquello es muy grande y siempre hay cosas que hacer.

Margarit confiaba en estar representando bien el papel de joven y atolondrado investigador. Decidió añadir un detalle realista:

—Ayer se nos escapó una rata.

—¿Sí? —preguntó Remil, visiblemente interesado.

—Corría que se las pelaba, como si supiera que Martínez la iba a viviseccionar de un momento a otro. —Margarit encontró que su imaginación era fecunda y feliz, y trató de explotar aquel inesperado filón:— Las mujeres se subieron a las sillas.

—¡Chico! —le aprobó el otro con franqueza. Para Remil aquella era una buena historia.

—Y, por fin, el conserje le dio con la escoba. —aquí se le secó la inspiración, pero no dudaba de haber quedado como el mejor de los Emilios después de una noche de fuerte marejada.

Remil ya no albergaba dudas en el interior de su endurecido corazón, de modo que empezó a buscar la jeringuilla en una de sus bolchacas.

—He venido por lo de las bacterias. —confesó sin ambages: le habría sorprendido saber que existían los ambages, lo mismo que los quasares. Luego, desenfundó los dientes a fin de componer una sonrisa cruel que era su marca de fábrica. La sonrisa cruel paraliza a dos de cada tres víctimas y se convierte en una decente herramienta de trabajo.

—Se las han llevado. —dijo Margarit con rapidez.— Aquí no queda ni una bacteria.

Remil tomó nota. Después tendría que perseguir y ultimar al ladrón, y eso supondría una nueva remesa de dólares.

—¿Sí? Tranquilícese. Mire: por casualidad llevo aquí esta inyección para los nervios. Tiene muchas cosas acabadas en ona y en ina. Arremánguese que no le va a doler.

Cierto que dos de cada tres víctimas de Remil quedaban paralizadas por su exótica sonrisa, pero Margarit era un hombre de emociones inconstantes, aunque intensas, y encontró de pésimo gusto que un desconocido, del que ni siquiera sabía el nombre, pretendiera pincharle para aplacar sus nervios de punta. No era cosa habitual, ni siquiera en la vida agitada de jóvenes como Emilio, y el doctor decidió que no traicionaría su papel poniendo algún obstáculo a aquellos propósitos.

Saltó sobre sus glúteos. Quiso saltar pero, en realidad, le salió un brinco, y muy torero. El que crea que un investigador pierde la elasticidad por pasar horas sentado frente al microscopio, sabe muy poco sobre investigadores y sus hábitos nocturnos.

Todas las personas, por humilde que sea su cuna, tienen su correspondiente ciclo de Krebs. Tal ciclo, auxiliado por órganos internos y glándulas de toda clase, lo primero que hace es meter mano a los azúcares y convertirlos en energía para que la gente, además de soportar los avatares de la vida moderna, pueda brincar cuando un tipo enorme se empeñe en ponerle una inyección tranquilizante.

—¿Qué se propone usted? —preguntó, parapetado tras el sillón.

—No sea cobardica, hombre.

¿Qué podía hacer Margarit si lo era? Nada más que lo que hizo: ir girando en torno al sofá a medida que el gigante avanzaba. Era un método poco original, pero de eficacia contrastada por el uso.

Remil tampoco era original, de modo que, a la cuarta vuelta a la noria, decidió remover los obstáculos y pretendió saltarse a la torera el mueble. Para saltar de este modo un sofá sólo hay una forma: apoyar la mano en el respaldo, tomar impulso, y dejar que el peso recaiga, por unos instantes, en aquel único punto de apoyo.

Pero «unos instantes», cuando uno es un hombre de tonelaje, bastan para que un sofá se desequilibre y vuelque, causando algún contratiempo al saltarín desprevenido. Tal fue el sino del eficiente Remil, que no tuvo una aliada en la vieja e inglesa ley de la gravedad.

Cuando un chileno de muchas arrobas es derribado por una ley física y, encima, cae trabucado con un mueble despanzurrado, se produce un momento de expectación, un penoso silencio y, también, un despeje considerable del horizonte. Esto último no pasó desapercibido para Margarit que, como Emilio unas horas antes, conectó todas sus fuentes de energía y zumbó pasillo abajo.

Todo cuanto podía decirse entre el coloso y él estaba dicho ya, y no había motivo para prolongar una charla infructuosa: sólo ensancharía los abismos que se habían abierto entre ellos. Cualquier urgencia que usara Margarit estaba, pues, plenamente justificada.

Fue así, cargado de razón, como atropelló a dos seres estrafalarios que subían por la escalera: un hombre barbudo y melenudo, acompañado por una mujer tan fea que hubiera podido tomársela por un hombre.

—¡Oh, la,la! —dijo el piloso, afrancesado sin duda— Camarada corredor: permítame indicarle que no llevaba usted la derecha. Espero que esté asegurado para hacer frente a los gastos de renovación del maquillaje de mi bella esposa, que sufre en silencio, ahí donde la ve.

Era un barbudo de clase dicharachera, una de las plagas de la especie. Y no se conformaba con hablar: mientras las palabras fluían de su boca, pisaba el tobillo del caído Margarit, involuntariamente sin duda.

—Lo siento. Lo siento. —decía el doctor, haciendo fuerza para incorporarse.

—No queremos sus disculpas, camarada corredor. Ya sé que ninguna ley limita la velocidad para los fanáticos de las escaleras y, desde ese punto de vista, es usted inocente. Pero, ¿acaso el derecho positivo lo es todo en la vida? Usted, si me permite indicárselo, consume alimentos demasiado ricos en féculas y, luego, tiene que entregarse a excesos para quemar la energía que, inconscientemente, se ha echado entre pecho y espalda.

Margarit se liberó al fin. Su cortesía de hombre de derechas, desconectada hasta entonces, asomó por un momento a sus labios:

—Señora: cuánto lo siento.

Recordó luego al coloso, que ya debía calentar motores, y conectó de nuevo la tracción a las cuatro ruedas, con la idea predominante de perderse en el anonimato de la gran ciudad, a salvo de los practicantes aficionados y, seguramente, huidos de algún manicomio.

—Curioso personaje. —comentó Pepote detrás de su barba— Aunque es todo acción y energía, se diría que pertenece al plácido mundo de los chupatintas. Me he fijado en sus calcañares a fuerza de pisárselos, y no son los de un amante del atletismo.

—Es Margarit, mi jefe. —dijo la mujer retocándose la inestable peluca.

—Ya decía yo, camarada Emilio, que no te incorporabas a nuestra pequeña conversación a pesar de ser una de las partes perjudicadas. A juzgar por la altura de las estrellas y por la dirección del viento, esa lumbrera de la investigación hispánica, que os escatima lápices y toallas en los lavabos, venía de tu piso.

—Eso parece.

—En tus horas de soledad, cuando el alma casi se desprende del cuerpo, ¿has llegado a percatarte de si hay fantasma en tu piso o, al menos, si alguno de tus vecinos es familia de Quasimodo? Algo así tiene que haber visto para despilfarrar una velocidad de la que no debe de estar sobrado.

—Seguro que hay alguien más. —razonó impecablemente Emilio— Esa especie de patriotas que operan bajo el lema de «Todo por el Petróleo». Mejor será quitarnos de en medio.

Esta vez Pepote no tuvo nada que objetar y volvió grupas con la experiencia del hombre que ha sido expulsado de centenares de tabernas. Pero, apenas llegados al descansillo del siguiente piso, un ser vagamente humano se les echó encima. Pepote resistió el embate gracias a sus conocimientos de judo: Jikoro Kano no se cansaba de repetir que las ramas finas, bajo la nieve, se doblan pero no se quiebran. Sin embargo Emilio, que no había oído la frase, se vino abajo y la peluca se le desprendió de su inteligente cabeza, causando la natural sorpresa en Remil.

—Cuando un hijo te sale raro —dijo Pepote, desenfundando rápidamente la mejor excusa del momento— hay que aguantarse. Por otro lado, parece que los travestíes están de moda. Si usted, amable ciudadano, aprovechara este instante de íntimo contacto para hablarle de los peligros del SIDA...

—¿Han visto pasar a un hombre? Vive dos pisos más arriba y se llama Emilio del Amo. —dijo Raúl Remil, con aquel su estilo directo. De nacer toro, hubiera tenido una embestida noble.

—¡Ah, el querido vecino Emilio! —exclamó Pepote— ¿Era él? No siempre baja las escaleras de diez en diez, no vaya usted a creer. Es un hombre muy decente aunque dado a la bebida, creo que porque pierde el pelo y se gasta una fortuna en específicos contra la calvicie. Sólo cuando está borracho es cuando corre, atropellando, en su frenesí, a niños y a ancianos.

—¿Dónde ha ido?

—Tengo la impresión de que usted le busca. No puedo decirle por qué carretera andará brincando, porque puede que haya escogido una de segundo orden, pero más tarde le podrá localizar en el Consejo Superior de etcétera, etcétera. ¿Verdad, hijo?

—Y también en la calle de Ortega y Gasset,71. —añadió Emilio con la esperanza de fastidiar a su jefe.— Vive allí.

Pepote le pisó. Emilio, en su candor vengativo, acababa de meter el remo: si Margarit era Emilio, no podía vivir donde Margarit.

—En realidad, camarada ciudadano, este Emilio no es tan honesto como parece. Una vez descubrió una pócima infernal que desdobla la personalidad. Dipsómano como es, no pudo evitar echársela al coleto y, desde entonces, unas veces es Emilio, y vive aquí como un hombre civilizado, y otras se hace llamar Margarit, fíjese qué vergüenza, y vive allí, sumido en la depravación y el tintorro.

Al parecer Remil no había oído hablar jamás de Roberto Luis Stevenson ni tenía conocimientos previos del doctor Jeckyl, de manera que dio por buena la versión de la pócima: era tan rara que nadie se la podía inventar de un solo golpe. Saludó con cierta amabilidad y, antes de trotar hacia la calle, resumió sus sentimientos:

—Gracias. Hoy por ti, mañana por mí.

—Yo no lo dudaría, camarada Emilio: al juzgado de cabeza y denuncia a Margarit por apropiación de personalidad: está cubriendo de lodo tu nombre. Cierto que no se ha quedado con algo valioso y que tu apellido no viene de la pata derecha del caballo del Cid, don Roderico, pero esa personalidad es la única de que dispones cuando no haces de travestí.

10

Los hombres de Sehsa, diligentes y eficaces, se dirigieron hacia la casa de Emilio una vez que fueron resueltos sus malentendidos con la ley. Dura lex, sed lex, como quien dice. Cuando uno cuenta con el apoyo de modernos y operativos capitales y disfruta del delicado mimo de algún poder fáctico, tiende a no respetar las propiedades más modestas y se obstina en penetrar, una y otra vez, en los pisos de los Emilios.

Las Patrias, como todo el mundo sabe, entraron en decadencia tan pronto como fue evidente que no se podían cotizar en bolsa. Por ello, un cientos de hombres prácticos adoptaron una especie de nacionalidad monetaria, sellada en Maastricht, y los de Sehsa eran de la Peseta, práctico invento catalán, y estaban dispuestos a vérselas con los ciudadanos del dólar y, también, con los del Ecu, la famosa moneda fantasma.

Si trincaban los primeros a las «teresas», la Peseta volvería a ser grande y libre y tendría ante sí un porvenir imperial que la llevaría a colonizar las bolsas universales y a hacer trizas a aquel asqueroso Dow Jones que, desde Nueva York, imponía sus caprichosas subidas y bajadas al mundo cuasi—libre.

Españoles como eran, no querían mal a Emilio: bastante castigo llevaba con ser investigador en España. Ellos operarían sobre su conciencia, caso de dar con ella: le explicarían el glorioso porvenir de la economía capitalista española y le pondrían después un despacho de vicepresidente de algo para que hiciera pajaritas de papel. Si todo iba bien, con fingir su muerte para evitar el acoso y derribo de los extranjeros, quedaría zanjado el asunto. Si era necesario algo más de realismo, pues no fingirían el luctuoso acontecimiento.

Con tan moderados propósitos se bajaron del coche a la puerta de la residencia de Emilio, tropezándose con dos hombres que tiraban de un tercero. Manifestaban un decidido interés por llevarle hacia un automóvil que brillaba, tornasolado como un escarabajo.

—Paisano—le decían—, tú vienes, ¿sí?

El paisano se volvía hacia atrás y titubeaba. Era evidente que abordar el coche no despertaba su entusiasmo, pero un agudo observador comprendía enseguida que algo del pasado, a sus espaldas, le inquietaba aún más. Jugarretas de la conciencia.

—Kuwaitíes.—comentó uno de los de Sehsa, que sabía leer las matrículas diplomáticas.

La comitiva petrolera paró. Kuwaitíes cerca del alojamiento del investigador de bacterias no podían ser una casualidad. Los árabes eran astutos, tanto si usaban la cimitarra como si empuñaban los barriles de crudo para que Estados Unidos hiciera una guerra a su favor.

—¿Ese no será Emilio del Amo? —preguntó uno de los potentados allí presentes. Había llegado a potentado precisamente por no tener miedo a formular las preguntas más incisivas.

—No, qué va.

Los arábigos, instruidos por Hassán, habían montado la guardia ante la puerta de Margarit desde la noche anterior. En el Corán, aunque con otras palabras, se lee que por el hilo se saca el ovillo, y por el doctor esperaban llegar a la bacteria. Así fue como le vieron salir de amanecida hacia el Consejo y, después, avanzar hacia otro lugar con la ciega determinación del fanático iluminado por la fe en las aspirinas para hemofílicos.

Ciega debía de ser la determinación, porque no percatarse de que dos moros cetrinos, uno de ellos con bonete de lana multicolor, le pisan a uno los talones, sólo les sucede a los sabios distraídos de las películas de Walt Disney.

Al ver que Margarit, en su segunda visita, se demoraba mucho más, llamaron a Hassán, convencidos de que el científico había encontrado el objeto de sus deseos, fuera hurí o probeta. Si era así, se dijo el kuwaití, había llegado el momento de interceptarle y dejar a Zoloto con dos palmos de narices , lo que, unido a las suyas naturales, le convertiría en un fenómeno de feria: el Unicornio de Dallas o el Proboscidio Cuasi Humano de Nueva York.

Y así estaban las cosas ahora, con Margarit poco dispuesto a la colaboración, con los moritos insistiendo, y con los de Sehsa sospechando y a punto de maliciarse un rapto. Paradójicamente la situación la salvó Remil, al asomar por el portal en todo su musculoso esplendor.

Un sexto sentido avisó del hecho al investigador que, ligero como un conejo, se zambulló en el cochazo negro y prorrumpió en gracias a Dios, alabándole por cada uno de sus nombres reconocidos.

El último episodio también fue observado por Emilio y Pepote, escondidos en la sombra espesa que proyectaba el caparazón de Raúl Remil.

—Kuwaitíes.—dijo el impresor rápido, que contaba con un buen caudal de conocimientos útiles y entendía todos los misteriosos mensajes de las matrículas extranjeras.

—Los «patriotas» de Sehsa. —dijo, a la vez, Emilio.

—No me contradigas o contradizcas, camarada Emilio: kuwaitíes. Ya sé que mi superioridad intelectual a veces angustia a las mentalidades estrechas, pero en ti creí tener a un admirador leal.

—Sehsa. —insistió Emilio sin miedo a las críticas, pero venciéndose la peluca hacia el rostro— Son los que me atacaron, los que encerraste en el baño, Pepote.

Pepote, en otras ocasiones, había intentado explicar sus procesos mentales a las masas, pero eran cosa difícil de aprehender. Un momento antes, echaba un vistazo al interior de su cabeza y, salvo las habituales telarañas, no había nada allí. Pero, un momento después, aquel hueco natural aparecía repleto de opciones, infestado de peligrosas ideas chapoteando en el cieno en busca de comida fácil.

—Camarada grandote —dijo golpeando el hombro de Remil.— Si no me equivoco, antes ha manifestado usted interés por ese pobre fugitivo que acaba de huir.

—¿Eh? —dijo el chileno, que no era ducho en los lenguajes floridos y marcadamente literarios.

—Si tiene a bien aproximarse y cubrirnos de miradas indiscretas con su majestuosa encarnadura, puede que le podamos dar información de primera mano entre mi hijo el maricón y yo.

Remil, murmurando algo como remil pares de travestíes peludos, se acercó para escuchar mejor. Le era menester concentrarse para pillar el hilo de todo aquello. Mientras, los hombres de Sehsa, ajenos al corro, penetraron en el edificio.

—No mire ahora, camarada, porque es de mala educación, pero seguro que usted busca un frasco, ¿verdad?

Los ojos de Remil se encendieron con una luz que muchos difuntos tuvieron el privilegio de observar en su despedida de este perro mundo. Por parte de Pepote se trataba de un riesgo calculado del que esperaba salir indemne:

—Los tabiques de esta casa son de papel, y mi hijo, como es tan así, se pasa el día chismorreando con un vaso pegado a la oreja. Verá — añadió, comprendiendo que hacía falta difundir algunos conocimientos de física recreativa— :se apoya el vaso en la pared, la oreja en el vaso y, suponiendo que la cabeza esté unida al resto del equipo, se oyen las conversaciones con una claridad que sorprendería a Edison, el descubridor del Walkie—talkie.

—Déjese de cuentos. —suplicó, a su modo, el chileno

—Pues, a veces, Emilio del Amo, en sus disculpables delirios etílicos, hablaba de un frasco, aunque, a lo mejor, era una frasca. ¿Qué dices tú, hijo?

—Una probeta.

—Una probeta, un profeta...¿qué diferencia habrá? Quizá este distinguido caballero prefiera la palabra frasco. Por lo visto estaba lleno de asquerosos microbios. Esta madrugada oímos un tumulto y pensamos «al vecino ya no le basta con libar en los bares y se ha traído trabajo a casa.» ¿Me sigue? ¿Hablo demasiado deprisa para usted?

Pepote se divertía: aquel tipo llevaba escrito en la cara, con letras de mala caligrafía, su coeficiente de inteligencia, y era un placer para él iluminar sus opacas meninges, siempre fiel a su lema de repartir sabiduría entre las capaz populares.

—Este, que es un cotilla, se asomó a la rendija de la puerta y, ¿qué diría que vio?

—¿Qué? —preguntó Remil, definitivamente prendido de la historia.

—A estos que acaban de entrar. Ni más ni menos, camarada y compañero. —bajó la voz para aumentar el misterio— Revolvían.

—¿Revolvían?

—De un modo espantoso, ya que lo pregunta. —confirmó Pepote— De tanto en tanto, lanzaban grotescas interjecciones, si sabe usted a lo que me refiero.

—Tacos. —tradujo Emilio, apiadado de Remil.

—Interjecciones y tacos, como lo oye.—dijo Pepote, profundamente escandalizado— Perseguían a una bacteria y, por el ruido que armaban, debía de ser extraordinariamente rápida.

—¿Decían algo del plástico?—quiso saber Remil para asegurarse de que oía una versión digna de confianza.

—Cosas espantosas. No hacían más que hablar de él. Pero decían «plásticos», sí, en plural, que es francamente más sospechoso. Luego oyeron pasos y decidieron esconder la bacteria, por si era Emilio quien regresaba. Todo el mundo sabe que Emilio, con dos copas de más, hace barbaridades con el solo auxilio de cualquier objeto que se le venga a las manos.

—No lo parece.

—¿Ve? Muchos cometieron el mismo error que usted, camarada, y fueron atendidos en tétricos hospitales de la seguridad social. Emilio también es hipócrita y engaña con su cara de negarse a romper platos. Pues, como le decía, amable camarada, quedaron en regresar por el botín y, justamente, deben ya de estar echándole la uña encima.

—Usted es un tío legal. Un elemento. —dijo el chileno, abandonando su compañía con la intención de ir a animar la vida de aquellos ladrones.— Hoy por ti, mañana, por mí.

—Muy amable.

—Oye, —se quejó Emilio cuando quedaron solos— ¿no podías haber exagerado un poco menos al hablar de mí? Cuando ese hombre vaya a la cárcel no hará más que comentar que hizo negocios con el mayor borracho del mundo.

—¿Di esa exagerada impresión? Lo siento. Sólo quería ponderarte como el mayor de Madrid, pero debe de habérseme ido la mano. En mi próximo tète a tète con ese simpático homínido desharé el malentendido. Campeón de Madrid, sí; campeón del mundo, todavía no. No olvides, sin embargo, que el entrenamiento lo es todo.

Gracias a Dios, Emilio no era hombre fácil de ofender por sus amigos. Lo único que le inquietaba era que seguía sin saber por qué habían regresado allí ni por qué se exhibían con tan grotesca facha, pero, por lo demás, la vida le parecía hermosa y la amistad, buena.

—Verás.—le aconsejó Pepote— Si esperamos un tiempo prudencial, es posible que veamos a ciertos patriotas aporreados que no prestarán la debida atención a los travestíes. Si nos subimos a mi coche, tal vez tengamos el extraordinario don de seguirles. Leo en tus ojos una muda pregunta: ¿por qué? Pues porque, sabiendo donde anidan, tendremos la oportunidad de contraatacar y exterminar al enemigo. Ya sabes lo que decía Epaminondas, el famoso general tebano y homosexual: donde las dan, las toman.

11

El doctor Margarit, confortablemente instalado en el bien tapizado interior del coche, pudo darse a sí mismo dos noticias, una buena y otra mala, como en las comedias americanas. La buena consistía en dejar atrás al loco de la jeringuilla. La mala, que tenía la vaga impresión de haber sido raptado.

Todo su poderoso equipo de glándulas bombeaba complicadas hormonas que le sumían en crudas emociones. Dejando aparte a los dos moros, el tercer personaje presente era un tipo de nariz corva, de ojos caídos y negros, de cejas oblicuas y de mostachos casi perpendiculares a la altiva línea del morro. Los antepasados de Margarit, sabiamente capitaneados por Jaime I, habían degollado a cientos de arábigos pertenecientes a aquel fenotipo, aunque de eso no tenía por qué enterarse su huésped.

Aquel era un árabe pura sangre, criado con leche de camella y bronceado, vuelta y vuelta, sobre las ardientes arenas del desierto. En alguna parte Margarit había oído decir que la raza de los jeques era tremendamente cruel: los que peor trataban a los burros y a otros animales, como la mujer y el extranjero.

El árabe también le miraba con absoluta impasibilidad. Sabía que algunos escritores cursis habían comparado la expresión del beduino con la del halcón, pero se parecía más a la de un árbitro de fútbol a punto de pitar un penalty al equipo local.

—Antes de que ustedes tengan alguna desafortunada idea —dijo el investigador como primera precaución—, le diré que yo no soy Emilio del Amo.

Confiaba en que pudieran resistir la decepción ahora que no se habían encariñado con él, y se conformaran con arrojarle por la ventanilla.

—Ya sabemos que no es usted Emilio del Amo, doctor Margarit. —le respondió el beduino con engañoso y dulce acento— Sabemos que Richard Zoloto le ha sobornado con una aspirina: el talento y la originalidad de ese hombre no deja de impresionarme.

Margarit se sonrojó inevitablemente: dicho con aquella frialdad, la verdad era que el que se deja sobornar con una aspirina se convierte en el hazmerreír de los venales; una vergüenza para su gremio.

—También sabemos —siguió el arábigo— que registró usted el Consejo Superior de Investigaciones Científicas sin encontrar nada y que ha hecho lo mismo con la casa del investigador que creó esas curiosísimas bacterias.

Margarit, una vez sonrojado, se estremeció. Era un recién llegado al mundo de las conspiraciones petroleras y sus sentimientos eran tan transparentes como los de una suegra.

—¿Lo encontró o no lo encontró?

Los dos moros rasos, con pericia de tomadores del dos, revisaron los rincones de sus vestiduras y, sólo gracias a una mirada terrible de Hassán, renunciaron a llevársele la cartera.

—Veo que no. —se dolió aquel jeque impasible.

—Je,je. —dijo Margarit, quitando importancia a su fracaso— Si me permite decirlo, hace años que conozco a ese Emilio, y estoy convencido de que jamás ha descubierto nada más importante que una mezcla de licores.

El doctor iba cobrando confianza: quizá aquel beduino hubiera dejado la cimitarra en casa, encima del piano, o quizá se hubiera educado en Oxford, abandonando las tradiciones de su raza.

—Dígame: —siguió Hassán con mucha cortesía— ¿Una simple aspirina significa tanto para usted? El alma española tiene facetas desconocidas y terriblemente excitantes.

—No es la aspirina en sí. Es la idea de la aspirina. —dijo aquel consumado metafísico, distinguiendo entre substancia y forma— Las universidades americanas son prestigiosas, y el científico español que regresa de ellas es respetado y envidiado.

Hassán comprendía bien. Dar envidia a los vecinos también gusta en Kuwait, y eso le hacía pensar en aprovechar el rapto equivocado del científico. Si por dirigir un proyecto de aspirina se había arriesgado tanto, quizá se plegara a las necesidades de la Opep con cierta facilidad.

—Nuestras universidades, una sola, no son tan prestigiosas y, además, están reconstruyéndose tras la guerra. Pero también nos preocupamos por la ciencia. El Emir podría, sin dificultad, crear un premio internacional de bioquímica, más respetable que ninguno si lo dotaba con uno o dos millones de dólares, y, luego, hacer que usted lo recibiera.

Margarit vibró. Si le hubieran ofrecido ese millón de dólares sin premio, se hubiera sentido ofendido y humillado porque tenía dos o tres genes de hidalgo español. Pero con lo que le tentaban era con la fama y con la información. Así que siguió vibrando sin el menor reparo moral y contemplando un futuro esplendoroso.

—Tal vez —dijo al cabo— pueda encontrar a Emilio y persuadirle para que me confíe su secreto.

—Tal vez, y no me parecería mal. Pero le necesito para otra misión, ya que se ha enredado usted en esta farsa. ¿Considera a Zoloto capaz de distinguir entre las bacterias que busca y cualquier otro cultivo igualmente repulsivo?

—No, no creo. Dudo de que disponga en el Ritz de un laboratorio y, por otro lado, nadie, salvo Emilio, sabe la apariencia de tales engendros.

Eso mismo pensaba Hassán. Y, si no había diferencias apreciables para el ojo humano, tan pronto como Zoloto se apoderara de las bacterias, de cualquier bacteria levantaría el campo y dejaría al kuwaití las manos libres para seguir cazando emilios en la espesura ciudadana.

Los grandes planes, como no se cansan de repetir los maestros de la conjura, se distinguen por su simplicidad y por su economía de medios. Zoloto era un hombre desconfiado, pero tendería a creer en su propio agente. Si, además, decidía matarle para no dejar testigos, el Emirato de Kuwait se ahorraría uno o dos millones. Si no, se cumpliría la voluntad de Alá y Margarit habría hecho un buen negocio.

—Y, dígame, ¿cabría dentro de lo posible que el cultivo que Zoloto tomara por esas bacterias contuviera los bacilos de alguna enfermedad mortal y muy dolorosa? —para el buen Hassán el mundo se dividía en amigos y enemigos y sobre la condición de mister Zoloto no albergaba dudas: un chacal.

El doctor Margarit, que pensaba en su premio internacional, veía aquellos manejos como una simple elucubración científica: no tuvo reparos éticos y respondió que en una probeta se puede meter casi de todo.

—¡Ah! —suspiró Hassán emocionado por primera vez— Ese perro infiel aprenderá a no explotar al pueblo árabe.

—¿Qué le parece —añadió, recuperado ya de aquella disculpable debilidad sentimental— si nos dirigimos a su laboratorio?

12

Las dos mujeres estaban desayunando, convencidas de que la presencia de los hombres en su casa requeriría un importante suplemento de calorías, cuando la extraña pareja volvió a la guarida con un extraordinario buen humor.

Habían seguido discretamente a los de Sehsa, como en las mejores novelas del ramo. Sehsa, al parecer, disponía de unas oficinas, de un bonito rótulo y hasta de conserje. Era lo que parecía: la Sociedad Española de Hidrocarburos,S.A., y, además de perseguir a científicos por puro deporte, traficaba en oro negro.

La paradisíaca libertad de los últimos años había perjudicado a muchísimas empresas españolas. Algunas huelgas en los sectores claves habían sido financiadas por sindicatos americanos, que son todos amarillos o verde—dólar. Luego, los capitales extranjeros habían ido cayendo sobre los negocios con problemas y, una vez dueños de ellos, se habían financiado a través de bancas internacionales que operaban, libérrimas también, en España.

En otras palabras: si los beneficios de los negocios extranjeros en esta nación se iban también al extranjero; si la plusvalía del trabajo de los españoles, en lugar de invertirse aquí, se marchaba fuera; si los beneficios del capital financiero salían igualmente, no cabía duda de que los españoles se estaban empobreciendo, camino de la alpargata.

Bien sabido es que pierden más los que más tienen, de manera que ciertos grupos con el riñón bien cubierto habían llegado a la conclusión de que, si también pasaba a manos foráneas el sector de los carburantes, la economía española no se distinguiría ya de la de cualquier otra nación bananera. Y el problema de los bananeros no es que pierdan su soberanía nacional, que eso son monsergas, sino que se descapitalizan, y eso quiere decir que los poderes fácticos dejan de serlo y todo se les va de las manos.

Pepote, que suspendió en tiempos cuantas asignaturas económicas le explicaron, se había hecho una clarísima idea del problema: pagarían a Emilio lo que quisiera por su secreto y, en consecuencia, estaba dispuesto a ser su representante y a iniciar las conversaciones cuanto antes. Le hacía ilusión llegar a instalar una grifería de oro en su yate.

Pero, para poder hacer las cosas bien, era necesario dividir los esfuerzos: no podían olvidar que Margarit estaba también tras la pista de las teresas y que le apoyaba un coche negro tan lujoso que no podía ser más que de la Opep. Así pues, alguien tenía que ir a negociar y alguien tenía que mantener a Margarit bajo estricta observación, porque el bueno de Emilio había dejado sus apuntes en el Consejo. No en el despacho ni en el laboratorio, sino en la mismísima mesa del doctor. Aunque su jefe se había negado a oir hablar de las teresas, el asno de Emilio había colocado sus apuntes allí, bien a mano, por si cambiaba de parecer.

—Bien sé que mi cultura enciclopédica goza de amplio crédito en esta casa, de manera que me haréis caso si afirmo que no podemos dejar que Emilio vaya con esta pinta solo por el mundo. Le detendrían por vago y por maleante y, si no, por feo.

—No creo que sea para tanto. Si me visto de hombre normal no habrá nada que temer. —dijo el interesado mientras rastreaba por la cocina la pista de la botella de coñac: el destino, muy probablemente, exigiera de él pruebas durísimas y tenía precisión de confortar su espíritu.

—Si te hubieras manifestado en todo tu esplendor, cual zarza ardiente, Margarit te hubiera reconocido, lo mismo que los de Sehsa y, muy probablemente, los kuwaitíes. A estas horas ya no gozarías de esa alada libertad que te permite buscar coñac incansablemente.

—No diría nada en contra de la ginebra o del ron blanco. El vodka, en cambio, me da ardor de estómago, y el güisqui tengo para mí que me irrita las encías: debe de ser una reacción alérgica.

Las dos chicas ya habían dicho adiós a sus proyectos de asistir a clase. Sabían, por experiencia, que hacía falta un increíble temple para resistirse a la voluntad de Pepote.

—Recuperaré mi personalidad en unos instantes —dijo arrancándose melena y barba— La transformación del peludo pitecántropo, anterior al invento de la navaja barbera, en el más lampiño neanderthal debió de ser algo más laboriosa que la mía, pero no menos efectiva. Me alegra saber que Emilio continuará con mi personaje, arrancando de él nuevos registros de genialidad. Margarit no podrá reconocerle cuando huronee por su territorio, sobre todo si perdió las gafas en la carrera que le metió el chileno.

—¿No sería mejor huir a Babia, a la Maragatería o a las Hurdes, amparándonos en una racial boina, y esperar a que el tiempo lo cubriera todo de olvido y de hojas secas? —Emilio del Amo no era un cobarde, pero le tenía prevención a meterse en la boca del lobo, armado solamente con una peluca.

—Mi yugo es ligero, camarada Emilio. Puede que en las Hurdes llegaras a ser una notabilidad, pero, ¿no te faltaría esta agradable excitación? Tengo entendido que allí los bares sólo sirven para jugar al dominó y para anegarse en café. Además, los cierran a las diez.

—¿Es cierto eso? —la boca de Emilio procesaba el líquido con vivificante eficacia, pero su mente estaba atenta a las fluctuaciones del plan.

Teresa acompañaría a Pepote en calidad de apoyo moral y, también, para dejar claro que había más gente enterada del secreto: a veces matar a una persona o desalienta tanto a un empresario emprendedor como tener que matar a diez o doce.

Gloria iría al Consejo de mentora de Emilio. Su misión, múltiple e importante, consistiría en atraer hacia ella las miradas que pudieran descubrir a Emilio, mantenerle alejado de los brebajes tónicos y, de presentarse la ocasión, ayudarle a derribar a Margarit. Algunos doctores tienen más fuerza de la que aparentan y la costumbre de gritar pidiendo ayuda cuando juegan en su propio campo.

—De paso, bella Gloria, llamo tu atención sobre el jubiloso hecho de que el camarada Emilio está a punto de convertirse en el mejor partido de España, descontados los políticos. No sólo está soltero y sin compromiso, sino sediento de amores puros y románticos, siempre sediento. Conozco el turbio poso de su alma y sé que se enamorará de cualquier cosa con faldas que le guiñe el ojo y le obligue a mover el rabo.

—¡Por favor, Pepote. —exigió Emilio, ruborizado como un delirio de elefante rosa.

—Creo— dijo Pepote, dando la señal de marcha— que la ocasión requiere unas sencillas e históricas palabras. Helas aquí, como homenaje a los primitivos iberos que las pronunciaron por primera vez: Suerte, vista y al dinero. Ellos decían denario, pero mi transcripción está más acorde con los tiempos.

13

Como un rayo de sol, Pepote se filtró en las oficinas de Sehsa. Era consciente de que, pese a sus buenas intenciones, no repartiría demasiadas alegrías. El que piense que separar a un empresario de algunos de sus más queridos millones es tarea que se puede ejecutar con delicadeza y buen humor, yerra. Sólo algunos sindicalistas y muy pocos seres humanos lo consiguen y viven para contarlo.

A pesar de su fuerte personalidad, Pepote fue rechazado en las pruebas de selección por una secretaria exigente: ¿Tiene usted cita? ¿Cuál es el objeto de su visita? ¿A qué compañía pertenece?

—Bella secretaria: sé que es su profesión y no su cristalino carácter quien le obliga a ser tan meticona y a preguntar intimidades a los desconocidos, pero tenga la seguridad de que dará a su amo una bonita sorpresa. El júbilo puede arrastrarlo a subirle el sueldo por ser portadora de tan buenas noticias.

—Deje su nombre y su teléfono y nos pondremos en contacto con usted. —respondió la inflexible mujer, que hablaba como un manual de correspondencia comercial.

Pepote, pobre hombre, se vio arrastrado a la acción directa muy en contra de su carácter. Sostenía que los genios rara vez recurren a ella, tal es la fuerza de persuasión con que son dotados un momento antes de derramarlos sobre el mundo. No obstante, como dijo el poeta, «avanza más quien más corre». Pepote llevaba tiempo queriéndolo comprobar por si se trataba de algún infundio.

Rebasó la muralla moral que representaba la mesa de la secretaria. Insensible a sus aullidos, aunque lamentándolos, abrió la puerta y, a ciento veinte pasos por minuto, avanzó hacia un desconocido que por allí vegetaba.

—Tal vez sea una exagerada curiosidad por mi parte —dijo— pero, ¿le dice algo el nombre de Emilio del Amo?

—Señorita —respondió el otro mirando hacia la puerta—, ¿quién ha dejado pasar a este señor? —un ejemplo más de la frialdad que se apodera del alma de los ejecutivos.

—Yo mismo, amigo y camarada. Esta mañana, cuando unos empleados de su compañía penetraron en mi piso, me dije:«algún día devolveré esta visita.» Tenía pensado venir con la cuchilla de cortar el bacalao, herrumbrosa y en desuso, pero, de entonces acá, he reflexionado: ¿para qué derramar sangre, siendo, como somos, seres casi civilizados?

La secretaria, con valor acreditado, tiraba ya de su brazo, mientras Teresa tiraba de la secretaria. Si el hombre del despacho se unía a la cadena, estarían en situación de bailar una sardana, «la danza más bella de todas las danzas» en opinión de los sardanistas fanáticos.

—Dice usted que...

—Afirmo que... Vamos, vamos: fuerce usted esa memoria y evoque las últimas horas. El nombre de Emilio del Amo tiene que figurar entre sus más gratos recuerdos, unido, sin duda, al problema del petróleo.

—Señorita: —dijo el del despacho después de evocar como se le pedía— déjenos solos. Usted dirá. —añadió tocando el botón de un dictáfono y sonriendo al estilo de Dale Carnegie

—Tate, tate. —suspiró Pepote— Yo creí que esta era una empresa seria: sólo empezaré a hablar a partir de mil millones y un diez por ciento de la empresa en acciones.

Miró a Teresa con expresión amorosa:

—Y añada también una combinación de seda o no hay trato.

14

Emilio, cubierto de pelo como una manta, era un hombre más hamletiano que su amigo el impresor rápido. Dudaba una y otra vez, con metódica periodicidad, y estaba convencido de que tan pronto como pusiera los pies en el Consejo se le echarían encima cientos de conserjes violentos.

Mientras Pepote se adentraba alegremente en las conversaciones con Sehsa, él titubeaba a la puerta de la verja y se retorcía como una lombriz bajo la curiosa mirada de Gloria.

—¿Qué pasa ahora? —le preguntó ella por fin.

Emilio no temía mostrarse humano, tan humano como fuera necesario:

—Me sudan las manos y el labio superior. Se me humedece la nariz y relampaguean mis ojos, ¿verdad? Es miedo.

—Es el calor. —le animó ella.— El miedo da frío.

—¿Cómo lo sabes tú?

—Hace una semana fui al dentista, por si quieres saberlo. Conque soy una experta. Tú tienes calor y una resaca de cuidado.

No es que Gloria tuviera alguna confianza en esa porción de género humano que vive entre matraces y acecha microbios, pero había leído en alguna parte que la motivación lo es todo y, si existía algún tipo poco motivado en aquellos momentos, era Emilio.

Necesitaba dosis masivas de arrojo, osadía y temeridad. No era más que un funcionario hecho a la probeta y a la oficina y, como buen chupatintas, le parecía sumamente peligroso ir a hostigar al propio jefe en su cubil, donde se distraía royendo los huesos de sus víctimas y afilándose las uñas en la pata del sillón. Todo lo que se dice acerca de que hay jefes ya domesticados es una falsedad.

Aún así, como sabía lo que se esperaba de él, a los diez minutos de retorcerse sobre la acera se sintió casi decidido a avanzar. Y lo hubiera hecho de no aparecer en lontananza la colosal y activa figura de Remil, que venía de inspeccionar los alrededores del domicilio de Margarit y, no hallándolo, acudía al Consejo, siempre bajo la falsa impresión de que el doctor era Emilio.

—No mires ahora, Gloria —le advirtió— pero esa especie de coloso que viene por sotavento me quiere cazar, no se sabe muy bien por qué motivo. Gracias a Pepote cree que yo soy mi jefe o, mejor, que mi jefe es yo.

Meditó, en busca de algún procedimiento sintáctico que le permitiera describir con más claridad aquella idea confusa. Probó otra fórmula:

—Cree que Margarit se llama Emilio del Amo, y le da caza desde el amanecer. Es sólo cuestión de tiempo que Margarit se explique. Suponte que entramos y mi jefe me saluda: Hombre, Emilio, ¿qué hace usted disfrazado de enemigo del agua? ¿En cuánto haces los cien metros, Gloria? Si pasas de los 11", más vale que vayamos a escondernos.

Emilio, sin embargo, no se había dado cuenta de que, al llevar el mismo disfraz que Pepote unas horas antes y ser ambos de parecida complexión, Remil estaba viendo al hombre aquel que le había dado valiosas informaciones, no sólo sobre el investigador que enfermaba los plásticos, sino sobre aquellos tipejos que estaban desvalijando el piso.

Por eso Remil se acercó a Emilio lleno de buenas intenciones, considerándole ya como a un viejo amigo:

—¿Cómo usted por aquí? ¿Qué se ha hecho de su hijo el travestí?

Emilio tuvo en esta frase la clave que necesitaba para hacerse cargo de la equivocación del chileno. Si quería salir con bien, pensó, no tendría más remedio que representar el cínico papel de Pepote.

—¡Qué alegría,camarada!—dijo— Mi hijo el maricón ha ido a pedir un trabajo de masajista en un equipo de fútbol. La cabra siempre tira al monte, ¿verdad? Y yo aprovechaba estos momentos de soledad para hacer proposiciones a esta bella mujer.

Comprendía que su talento jamás igualaría al de Pepote, pero hacía lo posible para enganchar a la principal cuantas oraciones subordinadas se le ocurrían.

—¿Dio por fin con ese Emilio que se finge Margarit y dedica sus desvelos a descorchar y consumir la más selecta botellería?

Remil manifestó que no, que el Emilio aquel resultaba escurridizo. Venía de un lugar donde, en efecto, había una placa que ponía Margarit. Le había abierto una mujer algo fondona ya, pero elegante y le había explicado que Emilio no había ninguno y que el único Margarit posible, después de salir de amanecida, debía de estar en el Consejo.

—Seguramente era «La Duquesa». Es especialista en números sadomasoquistas pero, en los ratos libres, finge ser ama de casa por pura perversión. —dijo Emilio— Yo iba de paso a tomar unas copas con el hombre araña de un circo que desea aprender de mis admirables facultades para el enredo, pero en aras de nuestra vieja amistad, le puedo acompañar al interior.

—¿Haría eso por mí?

—¿Cómo no, camarada? Una vez vine a exigir a ese Emilio la devolución del pomo de mi puerta, que había arrancado en un momento de frenesí. Sé dónde se encierra durante las horas de sol: un lugar oscuro y sin espejos, lleno de murciélagos disecados.

—¡Chico! —suspiró Remil— No me extraña que la ciencia haya hecho tanto daño a la humanidad. Y yo que siempre creí que los científicos eran viejecitos con la barba blanca que jugaban con los niños...

Uno no sale vivo de una facultad si no cuenta con cierto talento natural. Gracias a él Emilio había hecho sus cálculos: si azuzaba al coloso contra Margarit, en el revuelo subsiguiente tendría las manos libres para meterlas entre los papeles del despacho. Su jefe, por lo que él sabía, ya había tenido un conato de encuentro con Remil y era probable que emprendiera el vuelo nada más verle aparecer, dejando abandonada su mesa.

El trabajo de Emilio, a partir de este suceso, se presentaba sumamente fácil: entraría, se atusaría la barba contemplándose en el espejo y, tranquilamente, rescataría su propio proyecto de los mil papeles que se le amontonaban delante a su jefe. Si en el intervalo el gigante infligía graves daños físicos y morales a Margarit, el gigante en cuestión sería el instrumento de la venganza que deben todos los funcionarios a sus dilectos jefes.

—Entremos, entremos. —siguió— Si no le importa, camarada, ni ofende a su sólida moral, la muchacha nos acompañará. Así, mientras usted discute con ese degenerado, yo le iré metiendo mano y ganaré un tiempo precioso para no hacer esperar a mi amigo el hombre araña.

Gloria relampagueó. Las groserías no entraban en su contrato laboral con Emilio.

—Si crees que... —empezó.

—Cuando se resisten —explicó Emilio a Raúl Remil mientras tiraba del brazo de Gloria— es todo mucho más excitante.

—¡Y que lo diga! ¡Remil pares de pelanduscas!

—¿Conoce usted la palabra zurrupia,amigo mío?

15

Ajeno al triste sino que se cernía sobre su poco pilosa cabeza, el doctor Margarit enseñaba a Hassán una redoma que contenía líquido parduzco: era parte de un cultivo de cólera morbo, repleto de vibriones coléricos. No estaba seguro de que fueran a infectar a quien Hassán pretendía, pero si Zoloto se dedicaba a probarlo por curiosidad, seguramente habría una oportunidad.

Hassán, que era hombre de palabra, estaba dispuesto a cumplir su parte y a hacer que el Emir creara un premio internacional. Quizá al año próximo el premio también sirviera para pagar algún soborno, con lo que la idea se demostraría útil y patriótica.

Pero lo que más ocupaba su beduina y sutil cabeza, era la forma de hacer llegar a Zoloto el frasco. Si se lo entregaba Margarit directamente, ¿sospecharía algo? ¿No le parecería demasiado fácil? Los hombres multiusos, hechos a la lucha, desconfían del éxito sin esfuerzo, y Zoloto podía tratar de asegurarse en lugar de regresar a su Tejas del alma.

Margarit, cansado de las múltiples emociones, se asomó a la ventana en busca de un rayito de sol con el que iluminar su alma oscura. Quizá le apenaba comprender que la gloria de los investigadores depende, en gran medida, de elementos ajenos a la profesión; quizá se sentía orgulloso de como había jugado sus cartas.

No lo sabremos porque, en lugar de ponerse a hacer confidencias sobre el estado actual de sus íntimos sentimientos, palideció y se echó a temblar como una hoja que quisiera desprenderse del árbol.

—¡Dios mío! —baló— Ese hombre viene hacia aquí, y seguramente trae su jeringuilla.

Si el humano careciera de manos, seguramente no hubiera creado la civilización; pero si careciera de piernas, se hubiera extinguido. Sólo los seres mal adaptados al medio oponen reparos a su uso, pero éste no era el caso del doctor Margarit, que se desbandó fácilmente hacia la puerta.

Hassán, tipo de grandes reflejos, le detuvo a mitad de camino y le condujo a la ventana:

—¿Qué hombre?

—El grande. Lleva una jeringuilla en el bolsillo y me quiere pinchar con ella.

—¿Por qué?

—No sé. Fue a casa de Emilio del Amo, me confundió con él, me preguntó por las bacterias y me quiso poner una inyección.

Hassán conocía al individuo. Nada más salir Margarit de su entrevista con Zoloto le había visto entrar. Era un agente del americano y, por lo tanto, el elemento que mejor podría hacerle entrega del falso cultivo sin despertar sospechas.

Pero Margarit no era del todo partidario:

—¿Y la jeringuilla? —preguntaba.

—Seguramente es una inyección letal.

—Pues más a mi favor. No le hará ningún bien a mi carrera.

Una vez más se manifestaba la enorme diferencia de criterios entre Oriente y Occidente. Hassán, inundado de fatalismo islámico, no sentía ninguna inquietud por el futuro de Margarit. El doctor, por el contrario, creía que todos pueden escapar a su sino a poco que confíen en sus piernas, si el sino en cuestión es una jeringuilla empuñada por un gigante.

—Me marcho antes de que sea tarde.

Pero, al abrir la puerta de su despacho, vio venir al chileno por el fondo del pasillo. En reciprocidad, Raúl Remil le vio a él y volvió a poner su sonrisa cruel, intentando paralizarle por segunda vez.

—¡Eh! —le gritó para llamar su atención.

Margarit sabía que aquella absurda persecución se debía al hecho de creerle Emilio del Amo, pero no se sentía dispuesto a deshacer el malentendido porque eso requeriría cierto grado de proximidad. Quizá dos o tres años más tarde, cuando se hubieran serenado los espíritus, fuera el momento de poner las cosas en su sitio, pero no entonces.

Puso su más poderosa marcha; soltó el embrague sin ninguna suavidad y a punto estuvo de calarse. Hubo suerte y sólo dio ocho o diez brincos incontrolados. Luego, aceleró sin miedo y se perdió entre los despachos. Los atravesaba como un rayo de luz algo ruidoso, dejando tras él el olor del ozono.

Los que veían el fenómeno podían suponer que se trataba de algún experimento dedicado a perfeccionar combustibles para motores supersónicos. Producía, eso sí, un ruido en todo semejante al castañeteo de dientes: un defecto en el silencioso, sin duda.

Tras él, alguien probaba la versión modificada, mucho más silenciosa a pesar de tripularla un hombre corpulentísimo, pero, a cambio, desplazaba tal oleada de aire que volaban todos los papeles de sus cestitas metálicas. Perfeccionar un invento es algo de mucho trabajo.

Emilio y Gloria vieron los inicios de la persecución y, aunque su corazón estaba con Raúl Remil, no dejaron de admirar la increíble ligereza de Margarit. Había perdido unos instantes en la salida, caracoleando y piafando, pero luego demostró poner todo el corazón en la prueba. Raúl tendría que ser extraordinariamente ligero si confiaba en meterle mano.

—Después de todo, puede que tengas algo de cerebro. —le confesó Gloria, echándole una mirada aquilatadora y tratando de ver si se le salía alguna neurona por el agujero del oído— Has despejado el camino con toda facilidad.

El investigador se lo agradeció con una sonrisa. Cuando las mujeres le alababan, sentía el impulso de besarlas, pero la barba le incapacitaba para esta clase de efusiones. Además, Margarit podía hablar antes de entregar su alma y confesar su verdadera personalidad. Pasado el primer desconcierto, el chileno, sin duda, le buscaría para preguntarle por qué le había engañado.

Entraron en silencio en el despacho y, mientras los ojos de Emilio recorrían la mesa desordenada, los de Gloria se toparon con Hassán, que les contemplaba fríamente. La muchacha dio un par de patadas a su compañero, la más silenciosa forma de llamar su atención.

—¿Qué pasa...? —descubrió al árabe y decidió seguir representando el papel de Pepote— ¿Familiar o Amigo? ¿Quién lo iba a decir, tan lleno de vida como estaba?

La arábiga impasibilidad de Hassán, tomada por sorpresa esta vez, no funcionó. El diplomático parpadeó varias veces, desconcertado como un cristiano más. Los españoles eran siempre difíciles de entender, pero no tanto como aquel peludo que preguntaba «¿familiar o amigo?» y que «¿quién lo iba a decir?»

—Lo alcanzó en el hall, o sea, el jol, junto al conserje. Una lástima, porque el doctor Margarit había bajado las escaleras como un auténtico profesional. ¡En fin! Hay que quitar todos estos papeles de aquí, porque ya se está reuniendo el consejo de ministros para nombrar a un sucesor que, de verlos, se llevaría una fatal impresión de la memoria del difunto Margarit.

—¿Qué está usted diciendo? —preguntó Hassán al cabo.

—¿No ha oído usted un ruido raro, como de aire hendido por un bólido? Un loco ha perseguido al doctor Margarit por todo el edificio y, al final, lo ha ultimado. Digo ultimado, porque yo quería a Margarit: en realidad lo ha despachurrado y será necesario rascar el terrazo para despegar de él algunos de sus despojos.

Hassán se hizo un lío con aquella información fragmentaria. En las recepciones del Palacio de Santa Cruz, algunos le hablaban también fragmentariamente, pero siempre después de haberse abrevado en el buffet: cosas así son habituales entre los pueblos en decadencia.

Decidido a averiguar los acontecimientos por sus propios medios, y a calcular la gravedad de los daños sufridos, salió a buen paso.

—Tú vales mucho. —dijo Gloria, contemplando como Emilio registraba los papelotes y desparramaba los que no eran útiles a la causa.— Tal vez la descomedida ingesta de alcohol no te haya dañado aún los mecanismos más sofisticados.

—¡Y el que ingeriré después de esto! —suspiró Emilio sin darse tregua en su búsqueda.— Ser investigador de abordaje no es precisamente mi especialidad. Cuando Margarit averigüe que he conducido a su enemigo y que, deliberadamente, he hecho que le confundiera conmigo... Además, no hay asilos para investigadores usados. Toreros y actores los tienen; nosotros, con una vida no menos peligrosa, no. Y no me extraña: ¿quién puede llegar a viejo soportando esta tensión?

Por fin localizó su memorándum y pudieron emprender el regreso. Al pasar por la primera planta oyeron un gran tumulto y acudieron a echar un vistazo: en lo alto de un armario metálico veíase a Margarit armado con una escoba, seguramente requisada. Cuantos intentos hacía Raúl Remil por escalar tan minúscula altura, veíanse frenados por el uso que del mango hacía el doctor. Habían llegado a un empate y, mientras persistieran las actuales circunstancias, ni Margarit podría reincorporarse a su especializado trabajo ni Remil ponerle la inyección de tétanos.

—Le digo que no soy Emilio del Amo.—decía el doctor, que pretendía consolidar su posición con el empleo masivo del arma psicológica— Soy Margarit. Mar—ga—rit.

—El mismo. —respondía el chileno— Todo el mundo sabe que Emilio del Amo, cuando se emborracha, se hace llamar Margarit y roba pomos de las puertas de sus vecinos.

Margarit, que hacía veinte años que había bebido su último moscatel en un bautizo y que padecía del hígado, no perdió el tiempo lavando la mancha que caía sobre su fama de abstemio:

—No soy Emilio.—insistió.

—Usted me dijo que lo era. —insistió también Remil, esquivando un garrotazo.

—Estaba de visita y me encontré con el piso revuelto. Creí que sería usted un policía y por eso fingí ser el dueño de la casa.

—¿Es verdad eso? —preguntó Remil,que jamás soñó en ser confundido con un poli. Como su imaginación nunca hubiera logrado urdir una mentira semejante, se inclinaba a creer al acorralado Margarit. No obstante, todavía quedaban unos puntos oscuros:— Sin embargo, usted estaba enterado de lo de las bacterias, ¿no?

El doctor recordó la redoma que llevaba en el bolsillo y se dio cuenta de que aquella prueba podía salvarle el pellejo:

—Las cogí yo. Emilio había hecho el experimento sin mi permiso en nuestros laboratorios, y pensé que...

—A verlas. —exigió el chileno que, además de pertenecer a la escuela de los escépticos, no sentía ningún interés por las particulares motivaciones de Margarit.

Miró la redoma y por primera vez se le ocurrió que no había medio de saber si ahí dentro estaban bacterias o simple agua sucia. Tenía que confiar en la palabra de aquel tipo, de manera que lo presionó psicológicamente:

—Si no son ésas, le despanzurraré. —le advirtió lealmente.

—Son éstas. ¿Cómo iba yo a llevar bacterias en el bolsillo si no fueran las que he cogido de allí.?

—Debe de haber muchas por aquí. —indicó Remil, desconfiado, echando un vistazo a los contornos.

—Pero ningunas como éstas. —Margarit decidió no hacer caso de sus conocimientos y ponerse al nivel intelectual del hombre de la calle:— ¿No ve que son marrones?

Eran marrones. Aquella era la prueba que parecía necesitar el coloso, que extendió la mano:

—Vengan acá.

—¿Se marcha? —preguntó, esperanzado, el doctor, pues ya estaba dolorido por aquella incómoda posición en lo alto del armario metálico.

—¿De verdad que no es usted Emilio del Amo?

—Palabra de honor. Pregunte, pregunte. Gómez:¿soy Emilio?

Gómez era un atento espectador que todavía confiaba en ver el ocaso de su jefe, pero no podía mentir frente a una pregunta directa: si por casualidad sobrevivía, Margarit se lo haría pagar con sangre.

—No es Emilio.—dijo de mala gana.

—Pues él dijo que sí por la mañana.

—¡Abad! ¿Soy Emilio? —insistió Margarit desde su Olimpo.

Abad, aunque a regañadientes, confirmó la versión de Gómez. Ni quitaba ni ponía rey, pero le hubiera gustado hacerlo.

—No es Emilio. —admitió. Bien sabía lo que era aquel tipo, pero, ciertamente, Emilio, no.

—Hum. —titubeó el gigante.— ¿Les confunden a ustedes?

Emilio palideció bajo su peluca y supo que había llegado el momento de huir. Lo propio hubiera sido hacerlo a uña de caballo, pero, dada la escasez de equinos que asola Madrid, se conformó con tirar de Gloria e inducirla a la fuga.

—Si se vuelve y nos ve, soy hombre muerto.

Pero les vio:

—¡Eh!

—Si muero antes del próximo amanecer —confesó a Gloria mientras corrían por las escaleras— que sepas que morir a tu lado será mejor que nada.

—No seas chorra y corre. —dijo la práctica chica, refractaria al sentimiento dramático de la vida.

—¡Eh! —resonó la voz de Remil a sus espaldas, un poco más cerca. De preguntarle un observador imparcial, Emilio hubiera jurado sentir en su pescuezo el aliento ardiente de las fauces del chileno.

El investigador estaba ya cansado: se había pasado la noche sin dormir; tenía una resaca muy superior a cualquier descripción que pudiera hacerse con palabras, y se dijo que una muerte rápida aliviaría todos sus sufrimientos. Además, estaba convencido de ser incapaz de desarrollar la misma velocidad que Remil en llano, así que se paró y se encaró con su destino. Hasta hubiera sonreído heroicamente de acordarse.

—¿Es usted? —dijo— ¿Cómo han ido sus gestiones?

—Tengo las bacterias. —respondió el otro mostrándolas al llegar a su altura— ¿Sabe que ese fulano no es Emilio?

—¿No me diga? —preguntó el joven con entereza. Generaciones de antepasados habían impreso en sus genes aquello de sostenella y no enmendalla.

—No es Emilio, pero sí es Margarit.

—¿Desdoblamiento de personalidad? —inquirió el investigador, dispuesto a defender su versión hasta el final.

Pese a lo dramático de las circunstancias, Gloria se echó a reír con muy poco disimulo. Una mujer con ningún don de la oportunidad.

—Me he atragantado. —se disculpó cuando los dos hombres la miraron.

—Hay algo raro en todo esto. —razonó Remil no sin motivos evidentes.— ¡Remil pares de psiquiatras si lo entiendo! El mismo me dijo que lo era y ahora lo niega. Usted también me lo dijo. Sin embargo, aquí toda la gente insiste en que sólo es Margarit y en que es difícil que robe pomos de las puertas.

—Pues debe parecerse mucho a él. —insistió Emilio.

—Eso mismo pienso, yo, pero, ¿usted está seguro?

—Si Margarit no es Emilio, ¿quién demonios es Emilio? Yo siempre le veo en aquellas escaleras y siempre anda por la casa. — explicó el investigador, que sentía una terrible opresión en el pecho, como si ya Remil le estuviera haciendo alguna de las suyas— Es posible que Emilio sea Margarit.

—¿Cómo?

—Hasta la fecha —explicó, todo paciencia— el vecindario ha creído que Emilio se disfrazaba de Margarit, ¿verdad, Gloria?

—Verdad. —respondió ella, decidida a colaborar.

—Pero a lo mejor resulta que es Margarit el que se disfraza de Emilio. Es la única explicación lógica.

—La única. —dijo Gloria, que sabía que el joven necesitaba más que nunca de su apoyo moral. Sin embargo, no pudo evitar una nueva carcajada.— Lo siento. Me he atragantado otra vez.

Raúl Remil había estado varias veces a punto de perderse entre los pliegues de aquel razonamiento, pero subsistía el hecho de que aquel tipo peludo le avisó de los otros ladrones que habían subido al piso y hasta le condujo al despacho del pájaro aquel: se llamara de una u otra forma, él había conseguido las bacterias. No había más que ver lo marrones que eran para tranquilizarse y saber que había cumplido la mitad de su empresa.

—¿Quién será Emilio? —preguntó, sintiendo todo el misterio del momento.

—Ella no es. —dijo el interesado.— Y no creo que, a estas alturas, usted pueda sospechar de mí. La mejor explicación es la que hemos pensado juntos: Emilio no es Margarit, sino que Margarit es Emilio.

—¿Usted cree?

—Sólo hay una forma de comprobarlo: ir a la casa de Emilio y aguardar. La hora de la comida será pronto y alguien llegará allí con el estómago vacío. Ese, sin duda, será Emilio, tenga la cara de Margarit o la tenga de congoleño, ¿no le parece?

Raúl Remil se dio una palmada en la frente que, de ser otro el que la recibiera, hubiera desprendido aquella cabeza de sus cimientos.

—¿Cómo no se me ocurrió antes? Es usted todo un tipo. Sí, señor.

—Para servirle.

16

Negociar, ya lo dice la palabra, es la negación del ocio placentero. El que espere un tira y afloja descansado, que no negocie. Ese sería el consejo que daría Pepote a cuantos le preguntaran si era una actividad agradable y apta para personas sensibles. El, con ser un superdotado, había tenido que dar lo mejor de sí mismo para llevarse el gato al agua, porque aquella cuadrilla de empresarios, querer, sí querían las bacterias, pero se habían hecho la ilusión de conseguirlas de balde.

—Piense usted que es un negocio que se puede malograr.

—Piense usted que el Mercado Común no quiere que lo llevemos a cabo.

Y Pepote, obediente, lo pensaba. Si era un negocio secreto, más motivos había para que aquellos benefactores de la humanidad aflojaran los cordones de su bolsa y no hicieran tantos remilgos.

—Camaradas explotadores: —les dijo con toda la confianza de su carácter abierto— Corre por ahí la voz de que soy un hombre quijotesco e idealista y, en efecto, me gusta combatir contra los gigantes. ¿Se llama Briareo alguno de los presentes? ¿No? Continuemos: a pesar de todo confío en que no quieran ustedes aprovecharse de mis debilidades.

Aquellos dechados de honradez aseguraron que la idea ni se les había pasado por la cabeza.

—Ni de las de mi representado, Don Emilio.

Tampoco querían aprovecharse de Don Emilio.

—Y, sin embargo, dos de los camaradas aquí presentes escalaron su casa y más tarde, sin duda viciados por el placer de delinquir, reventaron la mía. Ya sé que el escalo se hizo por la escalera y el reventamiento tocando el timbre, pero no es menos cierto que pretendían apoderarse gratis de esas inocentes bacterias que sólo nos tienen a Don Emilio y a mí en el mundo.

Los otros, escandalizados, aprovecharon para decir que se habían dado pequeños malentendidos. Gracias a Dios los podían aclarar ahora mismo y hacer que la verdad resplandeciera, como es la obligación de toda verdad.

Pepote contemplaba aquella asamblea de tiburones: era un hombre sensible y democrático, admirador de la boina y amigo de mezclarse con el pueblo en las tabernas para jugar a los chinos y hacer otras cosas igualmente populares. Ver a los poderosos de este mundo aprestándose a crear y a derribar imperios le producía una terrible tristeza: si hubiera menos ambiciosos sueltos, le confesaba a su alma inmortal, todos vivirían mejor y medio universo no estaría habitado por ilotas.

—Don Emilio, mi representado, está en paradero desconocido, afortunadamente para él. Le han hecho sentirse como una liebre acosada, causando graves daños en su ya debilitada psicología. Todo lo que tuvo que pensar y rascarse el magín para descubrir esas pequeñas bacterias, le ha dañado puntos vitales próximos a la silla turca, si saben a lo que me refiero. No les ocultaré que, como buen investigador, es un peligroso chiflado que desea zambullirse en el torbellino de los placeres más caros: comer platos de la nueva cocina, comprar libros o hacerse elegir diputado para leer hermosos discursos.

Su auditorio experimentaba lo que tantos otros antes que él habían sentido al contacto con la elocuencia del impresor rápido.

—Camarada, me dijo, diles que o me pagan bien o antes me trago las bacterias. No seas animal, le dije. Bastará con que publiquemos tu negro secreto a los cuatro vientos.

—¿No será capaz? —se escandalizaron aquellos espíritus purísimos, angustiados por el destino de la humanidad. Si todas las naciones se fabricaban el petróleo barato, además de estar el fin del mundo a la vuelta de la esquina, ellos no se lo podrían vender. Y lo peor del fin del mundo era que significaría el fin del sistema monetario. Uno no podría ir en Rolls al Valle de Josafat a ver el Juicio Universal.

—Claro que será capaz si ustedes siguen pensando en nombrarle simple ejecutivo de sus negocios, camaradas estrechos. Don Emilio necesita absoluta independencia económica para dedicar el poderoso flujo de su cerebro a seguir mejorando a la humanidad. Con dinero, podrá descubrir una bacteria que convierta el agua en vino y chantajear a las grandes bodegas, o hallar algún protozoo que se alimente exclusivamente de papel moneda... Supongo que las posibilidades del cerebro de Don Emilio son ilimitadas.

Aquellos hombres no tuvieron más remedio que deliberar largo y tendido. El diez por ciento de las acciones de Sehsa era mucho, y pensar en los mil millones exigidos les producía ardor de estómago, pero es bien sabido que son los empresarios que se arriesgan los que mueven el mundo.

—Vaya usted a buscar a Don Emilio, —le dijeron al rato.— Prepararemos el contrato, pero ya sabe que tendrá que desaparecer.

—Se hará transparente.

—Se fingirá su muerte.

—El mismo llorará en su funeral.

—Se publicarán esquelas.

—Mi imprenta les hará una rebaja del diez por ciento.

—Sólo cuando todo se haya olvidado, comunicaremos haber descubierto bolsas petrolíferas en algún lugar.

—Estarán ustedes en su derecho. ¿Qué sería de las empresas si no pudieran soltar alguna mentirijilla de vez en cuando? Pero, digo yo, camaradas, si no estarán pensando en volver a seguirme. Ya sé que entre caballeros estas cosas son impensables, pero, por un momento, he sentido el gusano de la sospecha.

El presidente del consejo de administración de Sehsa se puso en pie en la cabecera de la mesa como un Júpiter Tonante: hacía varias horas que no intentaba ninguna jugarreta y le molestaba que dudaran de su integridad:

—¡Don Pepote! Vamos todos en el mismo barco.

—Pues confiemos en no marearnos los unos a los otros.

La negociación, que se ha resumido para el lector, fue larga, pero no difícil: comprar el secreto del petróleo, una vez que no pudieron robarlo, había sido el único camino abierto y no tuvieron más que ceder. Cualquiera que fuera el precio pagado, los beneficios del primer año centuplicarían la inversión, y eso era negocio se mirase como se mirase.

Pepote, tan pronto como aceptó el compromiso, empezó a sentir molestias en la conciencia, y así lo manifestó bajando por las escaleras:

—Bella Teresa: Tengo la impresión de que esos viejos coyotes hubieran pagado sin pestañear dos mil millones. No se puede ser tan bueno.

Meditó a lo largo de seis peldaños:

—Y tres mil. Se han hecho los miserables con la primera petición, pero, si calculas el dinero que mueven los combustibles al año, comprenderás que nos han dado calderilla. Tal vez debiéramos subir de nuevo y...

—Déjalo, hombre. No es buena la ambición, ¿sabes?. —Teresa lo había oído decir aquí y allí, aunque no lo había visto practicar en ninguna parte.

Pepote, ya en el portal, miró su reflejo en los cristales y, bajo una urgencia metafísica, trató de escudriñarse el espíritu:

—Hermoso, pero frío, bella Teresa. —comentó, describiéndose con su habitual modestia— Por un momento mi alma soleada se ha visto entenebrecida por la avaricia, ¿sabes? Si preguntaras a los pedigüeños de Madrid oirías un clamor: Pepote aflojaba la mosca con el mejor estilo. Pepote se gasta hasta las chapas de sus cervezas con los amigos.

—Sí. —dijo Teresa, que sabía que su novio era famoso por vaciarse los bolsillos antes que nadie mientras entonaba cánticos goliardos. Lo hacía con virtuosismo.

—Sólo de pensar en los mil millones, me entran ganas de tener dos mil. —siguió Pepote, echando a andar despreocupadamente: las farolas y los otros elementos que formaban la calle se habían borrado de su vista y sólo veía su repugnante alma llenándolo todo:— Y hay algo peor: pensé en mentir a Emilio y decirle que sólo le daban quinientos y el cinco por ciento de las acciones.

El hombre se estremecía víctima de aquel temporal espiritual que ponía a prueba su sentido de la amistad y, también, la capacidad de sus honestos bolsillos.

—Tú me dirás que también Sansón tuvo la tentación de cortarse el pelo y al mismo Jesús le incitaron a convertir piedras en pan para darse un atracón, pero no me sirve. Necesito, hermosa hembra, una urgente sesión de autocrítica, o un confesor que entienda los pliegues de la conciencia del hombre hecho al uso de las fotocopias.

—Eso es muy humano. Lo importante es que no lo has hecho.

Pepote consideró el razonamiento detalle a detalle:

—Cierto, bella Teresa, que es la acción lo que cuenta, pero aún estoy a tiempo de engañar al buen Emilio como a un chino: facultades no le faltan. Digamos que es el prototipo de los chinos madrileños.

Pepote, en contra de sus inveteradas costumbres, echaba un vistazo hacia su planta sótano, donde almacenaba, entre telarañas, la conciencia y otras reliquias del pasado. No se mostraba complacido de su paisaje interior.

—Los hombres no somos gente de confianza. Tú dirás que eso es lo normal y yo, entonces, te preguntaré: ¿El pintor de Altamira, todo espíritu y greñas, se hubiera dejado tentar por un cheque al portador? ¿El que montó, en tiempos, al caballo de Lascaux, hubiera traicionado a sus amigos por sólo mil millones de conchas? No diré que me avergüenzo de mí, porque soy profundamente descarado, pero me noto síntomas que no me gustan nada.

Con lo que sólo demostró que los hombres vigilantes como él no deben embebecerse en la contemplación de las profundidades del alma. Echar una rápida miradita, sí, pero no quitar el ojo de las aceras. Porque en la acera estaban dos hombres grandes, ya que no dos grandes hombres, que les enseñaban una pistola por debajo del periódico, del ABC, concretamente.

Hay un mundo en el que las noticias se mueven a más velocidad que la luz. Incluso hay tipos que las conocen antes de que sucedan: aquellos dos. A Pepote no le decían nada sus rostros sólidos y majestuosos, pero Emilio, de tropezarse con ellos, les hubiera reconocido al instante: Son, diría, los rusotes que evitaron que me atraparan los hombres de Sehsa.

¿Por qué estos poderosos energúmenos salvaban a unos y atacaban a otros? ¿Se debía a algún arcano de los muchos del alma soviética, que ama las colas y los cohetes espaciales? ¿Podía achacarse a una pérdida de la exigible ecuanimidad? ¿Acaso los espías están sujetos a repentinos cambios de humor, según la humedad ambiente o el complicado proceso de su digestión?

No. En Sehsa había un conserje que era viejo admirador de la universal causa proletaria, tan denostada hoy. Cuando, a los cincuenta, comprendió que ya no tendría tiempo de hacerse rico y comprar un yate, halló consuelo a su decepción soñando en el día dorado en que los ricos fueran imposibles. Y, de paso, se ganaba unas pesetillas con los chivatazos.

Así fue como aquellas dos torres humanas y sus jefes naturales se habían enterado de la presencia de Pepote en la sede de Sehsa, de su entrada triunfal y de las subsiguientes negociaciones. Dichas torres humanas habían comprendido que Occidente, tras la perestroika, sería el futuro invasor de la Rusia ingenua, a la que someterían con coca—cola y bancos en cuanto la democracia entrara y, por lo tanto, involucionistas como eran, se mostraron partidarios de sumirlo en profundas crisis económicas que distrajeran la atención de los colonizadores.

Luego, sus jefes, llevados por el vicio del poder, reflexionaron, comprendiendo dos cosas: la industrialización de Rusia necesitaría un formidable flujo de capitales hacia Moscú, capitales que no existirían si las bacterias eran de dominio público o si España los acumulaba al comercializar el petróleo sintético

Como ya sabemos, el petróleo barato, lejos de ser una riqueza para occidente, sería su ruina, tan complicado, absurdo y carnívoro era su sistema económico. Si el Tovarich Emilio, en lugar de cotorrear su secreto, lo vendía, aquel querido proyecto se vendría abajo. Una nación, quizá España, intentaría convertirse en el nuevo líder occidental, y guardaría el secreto aunque lo tuviera que defender hasta con sangre de pueblo que, desde luego, valía mucho menos.

Vistas las cosas desde este nuevo punto de vista, lo raro hubiera sido que aquellos dos honestos agentes no se presentaran con las pistolas envueltas en el ABC, periódico que gozaba de sus simpatías a causa de su exotismo. Lo raro hubiera sido que no invitaran a Teresa y a Pepote, mediante gestos y palabras, a subir a un coche poco llamativo. Lo raro hubiera sido que se conformaran con que el mundo libre siguiera siendo esclavo de sus intereses comerciales, tal era su filantropía.

De estar Pepote operando a solas, hubiera corrido como los buenos y, doscientos metros más allá, prorrumpido en burlas y sarcasmos. Pero el lastre de Teresa y el reciente descubrimiento de sus negras ambiciones, habían mermado su potencia de fuego. Su presencia de ánimo yacía por los suelos, aniquilada por fuerzas superiores en número.

—Bella Teresa —dijo, una vez acomodados en el asiento—: Te presento a dos pedazos de soviéticos. Estos hombres, que deben de cobrar una miseria, no quieren ver a nuestro buen Emilio convertido en rico y poderoso, cual indiano de zarzuela.

Teresa, con su santa paciencia, aceptaba las cosas según venían. Para inquietarla hacía falta mucho más que un paseo en coche y, además, tenía una desproporcionada confianza en su Pepote.

—El amor, como ves, no es un lecho de rosas, bella Teresa, dichosa joven enamorada. Pero siempre triunfa, si lo escribe un buen guionista que no escatime ni el pan ni la cebolla.

17

El camarada Emilio, por así decir, había llegado sin novedad a la casa de la bella Gloria, puestos a referirnos a ellos según los nombres en clave asignados por Pepote. No sólo habían cubierto sus objetivos militares sin apenas derramamiento de sangre, sino que había puesto los cimientos de lo que sería una hermosa amistad con aquel Remil, tosco pero noble.

El futuro se abría esplendoroso ante ellos: estaban en ignorado paradero; tenían el memorándum a buen recaudo, por debajo del cinturón de Emilio; la borrasca que se deslizaba desde Inglaterra, como un galeón pirata, no había hecho retroceder al valiente anticiclón de las Azores y, para mayor dicha, Gloria parecía sentir un marcado respeto hacia la mente científica.

A las mujeres, por civilizadas que estén les gustan los hombres que arrostran el peligro y si, encima, pelean por ellas atándose su pañuelito a la lanza, el ser primitivo, lleno de velos y encajes, que vive en el interior de las chicas más modernas, remueve sus sentimientos ancestrales y las induce a poner ojos tiernos.

El fácil éxito, sin embargo, corrompe los corazones. Allí estaban ellos dos, convencidos de que todo había acabado. Sólo tenían que sentarse y esperar a que Pepote llegara con un saco de millones y ponerse de acuerdo en cómo gastarlos de la forma más perjudicial para el hígado.

Con toda seguridad, Emilio viajaría a los más selectos bebederos, tanto si estaban en Tailandia como si había que desplazarse hasta la exótica Vallecas. Además, repartiría el botín: le regalaría a Pepote una auténtica imprenta, electrónica e informatizada, sólo para darse el gustazo de verle trabajar. Y a las mujeres, las cubriría de joyas o, en su defecto, de bisutería fina muy aparente.

A lo mejor hasta se compraba un caballo. Los ricos antiguos sacaban mucho partido a los caballos, tanto si cazaban zorros como si tenían necesidad de pisotear a los siervos de la gleba más díscolos o de huir de los bandoleros temperamentales... En fin, que la perspectiva de dejar de trabajar antes de los treinta, hasta que la muerte le separara de la pasta, le hacía descuidar la contemplación de su alma inmortal y olvidar que el hombre viene a este mundo a sufrir para mejorar su mísera condición.

Pepote, con su maña especial para desbaratar los más hermosos sueños, aprovechó para telefonear entonces y retransmitir el último parte de noticias:

—Camarada Emilio: es un placer comprobar que estás vivo todavía y, presumiblemente, repleto de amor a tus semejantes. Yo, me he visto en estados más lisonjeros que éste, como decía Segismundo de Polonia. Según el poeta, yo, con más albedrío que tú, tengo menos libertad. A riesgo de parecerte condenadamente detallista, te diré que a mi lado está un camarada provisto de pistola.

Emilio, sumamente caballeresco, se interesó por su salud y, como de paso, quiso saber si cuando le raptaron transportaba el dinero que Sehsa debía pagar. Una tonta curiosidad.

—Estos amables matones y yo hace justo un instante que nos formulábamos preguntas parecidas. Reina un gran escepticismo en torno a tu moralidad, camarada. Parece que la opinión más extendida insiste en que valorarás menos mi entrañable pellejo y la espiritual belleza de Teresa que tus pequeñas bacterias. Ciertamente, he negado el infundio: ya sabes cómo me gusta defender a mis amigos, pero estos desconfiados quieren oirlo salir de tus labios.

Emilio, como tantos interlocutores de Pepote, necesitó tiempo para hurgar en el contenido de aquellos hermosos párrafos. Cuando se apoderó hasta de la última partícula de sentido que pudiera haber en ellos, exclamó:

—Re ***. —pocos hombres han metido su gozo en un pozo con más rapidez: se le oía chapotear allá, en lo profundo del alma bohemia.

—Si te sirve de consuelo, comparto tu autorizada opinión. No obstante, subsiste la pregunta primitiva: ¿Entregarás todos los detalles de tu experimento a esta cuadrilla de eslavos, o dejarás que nos sometan a ciertas sevicias que más vale no mencionar?

Los hombres fuertes se pasan la vida luchando contra fuertes tentaciones. No es lo mismo dar cinco duros, aunque sólo se tengan cinco duros, que dar mil millones aunque no se disponga de ellos. Nadie puede pensar que Emilio fuera un avaricioso por el hecho de que titubeara: casi treinta años de ver la televisión, convenciéndole de que ser feliz consiste en tirar de cartera, pesaban fuertemente sobre su ánimo.

—¿Quienes son? Los rusos, ¿no? Luego quieren pregonar el secreto a los cuatro vientos y destruir la civilización occidental norteamericana.

—Ya sabía yo que lo de destruir esta civilización resultaría un consuelo para ti: no más explotadores ni IVAS, no más discos de Europe y Madonna. —dijo Pepote tratando de tentarle—. Y los fabricantes de perritos calientes y de carne picada sumidos en la miseria y la desesperación. Pero no será así: han descubierto que necesitan los dólares occidentales para recuperarse del comunismo y, por lo tanto, ya no quieren la crisis económica.

—No quiero que pienses que dudo. —dijo Emilio mientras dudaba— Es que me había hecho otras ideas.

Pepote, que recordaba los malos pensamientos que tuvo a la salida de Sehsa, no estaba autorizado para echárselas de moralista. Si Emilio se pusiera a correr como una liebre tímida, abandonándole a su destino, no tendría nada que decir. Quizá sí tuviera algo que decir, pero sin razón moral para rasgarse las vestiduras. Quienquiera que diese al dinero rango de doctrina, se llamase Caifás o Lutero, buena la lió.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Emilio con una voz apagada.

—Desde aquí te veo el halo. —dijo Pepote aliviado.— Te envuelve y refulge.

—Venga ya, venga ya.

—En serio: si Guzmán el Bueno hubiera cedido tan fácilmente, hoy todavía seríamos musulmanes. Cuando me preguntaban sobre ti, haciendo referencia a tus muchas habilidades con los vasos, yo siempre decía: Tonterías, tiene un corazón de oro. Un día de estos lo llevaremos a tasar.

—Venga ya, venga ya. —insistió Emilio, ruborizado.

Gloria, que escuchaba atentamente, le lanzaba miradas que eran una bendición de Dios: siempre había pensado que los hombres generosos se extinguieron tan pronto como dejó de usarse la silla de manos.

—¡Qué modesto eres, camarada! Pero, como intuyo que mis alegres captores se están poniendo nerviosos, ya que no entienden mi fluido y ornamental español, dejaré el capítulo de alabanzas para dentro de unas horas. Ahí van las instrucciones.

Eran bien sencillas: llevar las «teresas» y su documentación a un piso coquetón de los extremos de La Castellana. Allí sería agasajado por un comité de recepción ansioso de rendir culto a su personalidad, interrogado sobre todo el experimento con la extrema cortesía que se imparte a los alumnos de la Lubianka, tan cosmopolita, y, por último, lo que quedara de él sería liberado en compañía de Teresa y de Pepote.

Luego, posiblemente, dispondrían de varios meses para irse curando en el hospital, a la espera de ver como la civilización occidental se desplomaba en torno a ellos si Occidente no convertía a Rusia en una nación postindustrial. Unas hermosas vacaciones a cargo de la Seguridad Social antes de acabar pereciendo víctimas de las turbas famélicas.

—Sobre todo —dijo Emilio— cuando se enteren de que yo he sido su benefactor.

Era una reacción más que probable, pero, como estaba bajo el admirativo influjo de los ojos de Gloria, se encogió de hombros con mucha flema: Edipo, él, y otros muchos héroes de tragedia, sabían encajar divinamente los puñetazos en la boca del estómago. Pero, aún así, un zorro le roía silenciosamente las espartanas entrañas.

Sólo mantenía el tipo porque le constaba que los grandes amantes se enamoran en un instante, al primer golpe de vista: Calixto se metió en el jardín de Melibea, y,¡zas! Romeo vio a Julieta en el baile, hasta con la máscara puesta, y, ¡zas! Emilio se había tropezado en la cocina con Gloria, en bata, y, también, ¡zas! Quizá varios zases. Ennoblecido por aquellos puros sentimientos, sufría con dignidad mientras se despedía de sus mil millones y ponía su conocida y popular cara de pez frito.

Consciente de sus graves dolores morales, Gloria, en un acto supremo de caridad cristiana, le alcanzó los restos de la vigorizante botella de coñac.

—¿Qué piensas hacer?

Cuando Emilio consiguió separar sus pecadores labios del gollete, era otro hombre. Se hubiera podido hacer con él una gran película de capa y espada escrita por Walter Scott y dirigida por De Mille:

—Mientras hay vida, hay esperanza. No estamos derrotados, aunque lo parece. No recuerdo bien quién lo dijo, quizá el Papa encerrado en Canosa un momento antes de caerse muralla abajo. Pero perder una batalla no es perder la guerra. Aquí —señaló, dándose algunos capones en la cabeza— duermen infinidad de recursos: bastará con quitarles el polvo y las telarañas y con aceitar un poco los goznes.

18

Raúl Remil, hombre de acción explosiva, no tuvo en ningún momento ni la intención de dormirse sobre sus laureles ni laureles donde hacerlo. Nada envanecido con su éxito sobre Margarit, acudió a Zoloto con la redoma en el bolsillo. Le explicó en detalle que eran las auténticas bacterias, pues no había más que ver su color marrón, arrebatas de las fauces del enemigo.

También explicó al judío que se había producido una ligera confusión de personalidades y que no estaba claro si Margarit se disfrazaba de Emilio o si era Emilio el que lo hacía de Margarit. Se llamara como se llamara, el hombre estaba identificado: el Margarit que no tuviera cara de Margarit. Remil llevaba— ya lo veía Zoloto— la jeringa bien cargada en el bolsillo.

Pero Richard Zoloto, de Dallas, no era un cliente fácil de contentar. Bienvenidas las bacterias, sí, pero faltaba la cabeza de Emilio para completar la colección de trofeos. Deseoso de facilitar los trámites,y algo preocupado por la confusión de personalidad, mostró a Remil la fotografía de la revista apócrifa:

—Ese no es. —dijo el chileno, tras varios minutos de penosa concentración— Y no diría yo que no le he visto. Me suena, pero...

El Señor, que a veces se apiada de los pobres de espíritu aun antes de que le entren en el Reino de los Cielos, envió un rayito de sol en dirección a los trenzados sesos de aquel hombre grande. Gracias a la ayuda pudo ver la luz de repente: recordó el instante de chocar en las escaleras por la mañana. Cuando al travestí se le cayó la peluca, aquella cara... ¡El investigador loco se había disfrazado de hijo travestido de aquel simpático melenudo, llevando la confusión a las mentes honradas!

—Esto —dijo— lo arreglaré en dos patadas.

—O en dos jeringazos. Por cierto: ¿Cómo era el Emilio al que has estado dando caza?

Remil hizo una descriptiva sinopsis del individuo y Zoloto no tuvo más remedio que echarse a reír. El auténtico Margarit, después de robar las bacterias, debía de haber pasado por verdaderos malos tragos.

—O sea, ¿que Margarit es Margarit y no se ha tomado una pócima ponzoñosa? —preguntó Raúl, más confundido que nunca.

—Ese fue el doctor Jekyll y no el doctor Margarit

Raúl empezó a irse y, desde la puerta, hizo la pregunta que le angustiaba:

—Ese Jekyll, ¿no estará mezclado en este asunto?

Pero Remil no era tan elemental como uno puede suponerse. Había un sitio en Madrid, un lugar nefasto por donde circulaban todos los personajes del drama, escaleras arriba, escaleras abajo, disfrazados de las cosas más inesperadas: los de Sehsa, Margarit, el travestí falsario, los moros y quién sabe cuántos miserables más. Su buen amigo el barbudo le había aconsejado apostarse allí y ver quién iba al piso a la hora del rancho. El buen cazador, se dijo el chileno, se sienta detrás de una mata, entona el canto de amor de los patos o de los conejos y, al primer descuido, amosquetea a su pieza.

Por eso Emilio demostró pensar bien cuando pensó en localizar a Remil, en quien presentía a un aliado. Probablemente se viera obligado a darle unas cuantas explicaciones, pero sabía que el chileno no era hombre que se resistiera muchos minutos a una dialéctica sutil y misteriosa.

Su sencillo proyecto consistía en subir al piso y, cómodamente instalado sobre el relleno de su despanzurrado sofá, aguardar el advenimiento del coloso. Pero ni eso fue necesario, pues Raúl fingía esconderse detrás de una farola, mientras sometía la entrada a una intensa vigilancia.

Gloria, como sentía un gran respeto por todo aquel que pasara de los dos metros de estatura y de los ciento diez kilos de peso, trató de impedir que Emilio se acercara a él con las manos desnudas: por sólida que fuera la cabeza del extranjero hispanoparloteante, a aquellas alturas ya debía de haber sospechado del lío de los Emilios y de los Margarites, y cabía la posibilidad de que le agarrara por el cuello para hacer más efectivo cualquier ulterior interrogatorio.

Pero Emilio, entre el noble y enamorado desprendimiento y los últimos sorbos de coñac, se había crecido. Su espíritu se expandía por varios metros cúbicos en torno a él y, como los moros con baraka, estaba convencido de que nada malo podía pasarle: sería una impensable casualidad que el mismo día que perdía millones y millones, perdiera también la vida o, por lo menos, diez o doce molares. Cualquier chapucero cálculo de probabilidades tendía a mostrársele favorable.

—Veo, camarada, que está usted empezando a formar parte de nuestro entrañable y ecológico paisaje. —dijo como saludo, bien metido en la expresividad típica de Pepote— Veinte días más y los niños le llamarán tío mientras los pájaros descienden de los cielos para comer en su mano.

—Ah, hola. —respondió Remil. Esperaba pillar a los cientos de tunantes que abundaban por aquellos parajes, y no al único tipo honrado y simpático.

—Ya sé que no me importa —siguió Emilio— pero últimamente usted parece haberse enamorado de esta casa. Me pregunto si está aquí por turismo o si, además de recrearse con las fachadas de estilo Especulador—Moderno, dedica parte de sus desvelos al negocio.

—Oiga, por cierto...—empezó Remil, sabiendo que iba a dar un disgusto al buen hombre aquel. —Su hijo no es su hijo.

Emilio se estremeció en el interior de su caracterización : su barba y su bigote ondularon a efectos del aire gélido que surgió de sus labios como un huracán. Pero el clima apacible, el coñac español y la presencia de Gloria le dotaban de considerables recursos:

—Tendré que hablar seriamente con mi mujer.

—Me acaban de enseñar una foto de ese Emilio y resulta que no es Margarit. Cuando choqué con usted en la escalera, al travestí se le cayó la peluca, y resulta que es el verdadero Emilio.

Remil dudó. No tenía idea de haber conseguido expresar su pensamiento con la claridad que recomiendan los académicos de la Lengua.

—Lo ha descubierto. —confesó Emilio— Yo entonces no sabía que usted fuera un hombre tan agradable, despierto y dicharachero. ¿Le han dicho que tiene un excelente sentido del humor?

Nadie había cometido aún aquella felonía, pero Remil se sintió halagado.

—Esta mañana, cuando bajaba para encontrarme con esta señorita, con la que mantengo unas divertidas pero ilícitas relaciones, se me echó encima mi vecino Emilio: «Si no me ayudas, soy hombre muerto».

—Ya puede usted jurarlo, ya.

—«Si no me ayudas, soy hombre muerto.» —repitió Emilio para no perder el hilo— «Cientos de tipos armados me dan caza. Di que soy tu hijo, y así tendré la oportunidad de huir». ¿Qué hubiera hecho usted, que es un buen católico y, sin duda, un buen vecino? ¿Abandonarle a su suerte y lavarse las manos como Abrahán? Sí, no se asombre usted, porque Abrahán también se lavó las manos varias veces en su vida.

La verdad era que tenía al chileno profundamente interesado en el relato: desde Blancanieves no había oído nada tan emocionante. De haber tenido palomitas o cacahuetes, se hubiera sentido como en el cine y en disposición de disfrutar de la película.

—Eres un genio —le dijo Gloria por lo bajo. Era el primer investigador que conocía pero, por las trazas, la investigación española recaía en mentes de primera especial.

—Cuando usted, camarada, ¿qué digo camarada?, ¡Hermano hispanolatinoamericano!, le pegó aquel formidable topetazo, levantándole la peluca tres palmos por encima de su cota habitual, no tuve más remedio que inventarme lo del hijo travestido.

Dejó que el silencio se extendiera por aquella porción de acera madrileña y, en el mejor momento psicológico, se puso a chascar la lengua:

—Pobrecillo. —dijo al fin— No le ha servido de nada mi ayuda.

—Ah, ¿no? —preguntó Remil

—¿No? —quiso saber Gloria que daría cualquier cosa por llegar al final de aquella historia.

Emilio bajó la voz después de chascar la lengua dos o tres veces más: como la tenía acartonada por la resaca, conseguía producir un considerable efecto.

—Lo han trincado. —dijo sordamente.— Es cuestión de días que el ABC publique su esquela, si es que el Consejo Superior se aviene a pagarla, porque Emilio es uno de los más conocidos insolventes.

—¿Quién lo ha trincado? —Remil sentía que su sangre empezaba a burbujear, a punto de hervir. El, que era un profesional, llevaba toda la mañana intentándolo, sin éxito, y si alguno creía que iba a mojarle la oreja, se equivocaba.

—Me acaba de llamar, rogándome que le lleve un mensaje a su anciana madre. «Dile —me ha suplicado— que hubiera deseado ser un hijo mejor; pero me junté con malas compañías de catedráticos que me indujeron a hacer cultivos de bacterias.» Por lo visto unos rusos le han raptado para hacerle confesar cómo hace esos cochinos experimentos. El se resistirá lo más posible, porque sabe que su secreto será lo último que diga antes de alcanzar una vida mejor y más limpia, con el espíritu desencarnado por métodos artificiales. No obstante, y corríjame si me equivoco, camarada hispanoetcétera, tengo entendido que el arte de la tortura ha sido muy mejorado en nuestros progresistas tiempos.

Era una auténtica lástima. Según Raúl Remil lo veía, Emilio moriría pero, antes, contaría su secreto, y a él le pagaban precisamente para que ese secreto bajara al silencio de la sepultura con su creador. Y, claro, Zoloto no cotizaría, o le encargaría despachar a media ex—KGB, pero el chileno era consciente de sus propias limitaciones.

—Oiga: —dijo, poniendo en juego todas sus reservas de maquiavelismo— No me parece nada bien lo que quieren hacerle a su vecino.

—Es usted un hombre de buen corazón. Emilio, si le oyera, se emocionaría: es bueno saber que uno tiene, aquí y allá, sólidos y musculosos apoyos morales.

—¿No podría yo ayudarle? Soy... —se detuvo antes de confesar alguna inconveniencia— soy un buen ciudadano y, tal vez, si yo hablara con esos espías...

—Necesitará hacer algo más que hablar.

—¿Sabe usted dónde está?

—Sí, pero no quiero poner en peligro a un buen ciudadano como usted. —en verdad Remil tenía todo el aspecto de no haber matado a nadie en el último mes— Dejemos que cada uno cumpla su destino. ¿Lee usted a Sófocles? Sófocles le daría el mismo consejo que yo: deje que el hado caiga donde le parezca.

—Pero yo no quiero impedir que el señor Hado se caiga: yo quiero ayudar a Emilio del Amo. Por la foto que he visto, creo que también es un buen ciudadano.

Emilio titubeó externamente. ¿Quién era él para oponerse a que se reunieran dos personas que tanto tenían en común? Andaba dominando una carcajada rebelde que se le había clavado en el irritado gaznate y, de paso, felicitándose por aquella inteligencia práctica que se le había despertado. El secreto del éxito estriba en conseguir que nuestros pensamientos se les ocurran a los demás.

—Su generosidad me conmueve, camarada. Tal vez si entráramos a abrevarnos ahí al lado, unas simples gotas tónicas, tendríamos la posibilidad de urdir un plan maestro, porque no es cosa de llamar y decir, «venimos a liberar a Emilio.»

—Ah, ¿no? —preguntó Remil, que era hombre derecho y no derrotaba en la embestida.

—No, como lo oye. El reglamento de los espías prohibe la franqueza.

19

Nueve de cada diez embajadas necesitan solventar asuntos de tal índole que se ven obligadas a mantener pisos secretos, almacenes misteriosos y hasta clubes de suripantas. La política internacional hace tiempo que se quitó los entorchados, los bicornios emplumados y las bandas de colores y, siguiendo el ejemplo de las películas, anda encanallada, en cueros vivos en ocasiones.

Pepote y la bella Teresa habían sido conducidos a uno de aquellos lugares de perdición, en espera de que el secuestro obrara sus conocidas virtudes y Emilio llegara con sus bacterias bajo el brazo. El siempre ocurrente impresor gráfico había pronunciado varios discursos educativos sobre temas de actualidad pero, ante la frialdad de su auditorio, había caído en una especie de meditación trascendental.

Dibujaba sobre una servilleta de papel los limpios rasgos de Teresa y canturreaba una y otra vez una melodía desangelada, trofeo de uno de sus viajes a lo ancho o, quizá, a lo largo del mundo.

—¿Quiere usted callar de una vez? —le preguntó uno de aquellos enemigos de la civilización luterana, liberal y bancaria.

—Creí que un buen tovarich ama siempre la música. Ya sabe: la Opera de Moscú, los Coros del Ejército, la muerte del pato de Tchaikowsky, los osos cantores del Circo Ruso... Esta canción, además, sólo refleja el estado de mis tripas: van a dar las dos, hora de Greenwich. Por eso canto «food, glorious food» que, traducido al madrileño de embajada, significa «comida, gloriosa comida.»

El captor volvió, en silencio, la espalda, como el moro de Zorrilla que correteaba por la vega de Granada. En su opinión, Pepote era más agradable cantando que perorando. Este desprecio, sin embargo, no afectaba al cantor, que recibía un gran apoyo moral de los ojos de Teresa: sus miradas eran como rayos vivificantes bien empapados en jerez.

—La letra es de gran belleza plástica, aunque pierde en la traducción. Traduttore, traditore, ¿verdad: «Nosotros, que del pesebre vivimos, sabemos que nuestras tripas tienen un límite, como todo en este aciago mundo.» «Nuestras tripas son sabias», añade, pero luego se embarulla un poco haciendo un juego de palabras intraducible, con caballos y casas, y termina así: —moduló la voz con un carraspeo—«Oooh, gloriiiosa comida, no tengas repaaaro.»

Después de la breve explosión musical, que le sirvió para expulsar algo del vapor sobrante de sus calderas, volvió sus ojos hacia Teresa, no en vano él, por debajo de la cintura, no era más que un humano sujeto a la ley de la gravedad y a la Constitución. Ella era la mujer menos mandona de su cofradía: una especie de mutación genética que, de tener éxito, conduciría a una más placentera existencia del varón sobre el planeta.

Cuando un genio ha sido secuestrado, nueve de cada diez veces aprovecha el tiempo para analizar sus sentimientos. Pepote, que no era una excepción, los había analizado repetidamente hasta comprender que el primitivo amor infantil, el gusto por ser escuchado y admirado, había dejado paso a sentimientos más tiernos. Por ejemplo, tenía ganas de besar a Teresa en los ojos en vez de en otras zonas más accesibles, y de cogerle las manos, distrayendo las suyas de objetivos más substanciosos.

Aquel síntoma le tenía perplejo y le hacía sospechar que maduraba como la uva al sol. Uno empieza besando ojos como quien no quiere la cosa, y termina casándose, de tal modo se trasmuta la materia de los sueños.

—Si estos tártaros acaban matándonos de hambre —confesó, víctima de las circunstancias y de la ternura— quiero que sepas que ha sido un privilegio conocerte. Jamás has retirado la botella de mis sedientos labios; jamás me has pedido que me callara, arrebatando al mundo una de sus voces más cualificadas; jamás has llorado sobre mi pecho varonil para imponerme tu criterio, ni me has arrastrado hasta una discoteca.

Teresa le pasó suavemente la mano por la cara:

—Eres el hombre más especial que he conocido. —no le faltaba razón pero, en lugar de preocuparse por ello, estaba satisfechísima.

¿Qué era aquella dulce agitación que estremecía las empedernidas entrañas de Pepote? La besó muy suavemente, sin tratar de disfrazar la caricia con un comentario sarcástico. Pero no en los ojos. Exactamente igual que si fuera un hombre normal, de tanda. La concesión sentimental le permitió recuperar su viejo realismo y, en cuanto lo tuvo, se lo arrojó a la cabeza de sus secuestradores:

—¿Acaso el petróleo vale lo que un beso? —les recriminó— ¿Por qué os afanáis con vuestras pistolas? Ved a los lirios del campo, que ni hilan ni politiquean ni conmemoran la Revolución de Octubre, y ahí están, lozanos. Lo dice la Biblia, el conocido libro prohibido.

Tomó aire para fabricar un período aún más largo, rotundo y lleno de contenido moral:

—Cuando oí vuestro acento y vi vuestros pómulos de descendientes de Gengis Kan, me dije: Pepote, has perdido la libertad pero comerás cangrejo y caviar a cucharadas y, si eres bueno, tocarán para ti la balalaika mientras el café hierve en el samovar. Ya sé que en el samovar se hierve el te, pero sería una interesante experiencia hacer café en él.

Aquellos sufridos secuestradores creían habérselas con un argentino, tan bien se explicaba Pepote:

—Ciertamente me habéis decepcionado. Toda una vida defendiendo al pueblo ruso, negándome a creer lo de Afganistán y lo de Checoslovaquia o aplaudiendo la perestroika, para llegar a esta triste situación, reducido al hambre y al crujir de tripas.

—Este hombre no callará mientras no tenga la boca llena. —dijo un malvado al otro malvado, en cirílico, por supuesto.

—Da. —respondió el otro para evitar ser comprendido.

—Da, —continuó Pepote, arrebatando la palabra de la boca del espía— quiere decir sí. Para brindar se dice algo como «sanashe sarovie», y se responde «nasharovie».

Los rusos se le quedaron mirando: amaban su idioma y les dolía verlo maltratado.

—Y me sé más: «ya vas liubliú», que suena tan líquido y femenino como se siente: te quiero.

—Corre a por una hamburguesa capitalista. —ordenó el que más mandaba— Los españoles me sacan de quicio.

—¿Te he hablado de la belleza, Teresa? ¿Qué es? —siguió Pepote, voluble, pero repleto de sabiduría— Mientras dibujaba tu rostro lo pensaba. La belleza es terrible, porque da a los rostros una espiritual apariencia de inteligencia. Pero, fíjate: he ido depurando tus rasgos, haciéndolos más perfectos con el lápiz, ¿y qué es lo que he conseguido? ¿No es esta la máscara de la crueldad?

En efecto: en el retrato, Teresa, de tan bella como estaba, tenía una apariencia cruel.

—La belleza, mi querido camarada del ex—Imperio de Oriente, no debe contemplarse químicamente pura, si uno desea conservar la fe o no dispone de gafas de sol. —el ruso se acercó a mirar el dibujo: en la ex—Urss enseñaban a mirar el arte, ya que no a practicarlo.— Lo digo porque siguieron ustedes un mal camino al quitar de los retratos oficiales el antojo negro que campea en la calva de Gorbachof y en presentar a Yeltsin como un angelito. Si queréis mi leal consejo, no le embellezcáis, porque le volveréis cruel.

El ruso, quizá profundamente hipnotizado por la cadencia de la voz de su prisionero, había apoyado las manos sobre la mesa y, venciendo su peso sobre ella, contemplaba el dibujo en detalle. No era un hombre insensible al arte, pero prefería a Teresa en tres dimensiones y en color, sólida aunque espiritual, al alcance de la zarpa.

Pepote, que había practicado estrategia de alta escuela en centenares de trifulcas tabernarias, sabía que no volvería a tener una oportunidad igual. Quizá antes de cinco minutos pudiera regresar a casa a colgar de la lámpara del comedor una auténtica cabellera de soviético, aunque también podía darse el desventurado caso de que aquel sólido material eslavo, del que Neruda diría que era un hombre muy terrestre, resistiera los manejos de las primeras escaramuzas y le desencuadernara a golpes.

Siempre el viejo dilema de ser cabeza de ratón o cola de elefante, de vivir de pie o de morir de rodillas, o viceversa, no sabía bien. Y, además, también podían considerarse las lecciones tituladas «mojarse las bragas para cruzar el río» y «el último mono es el que se ahoga.» Tantísima sabiduría popular, bien empleada, ¿daría óptimos resultados?

Temerario como un político entre periodistas no subvencionados, pegó una patada a la mesa, dio un grito de abordaje y lanzó su puño, de abajo arriba, acumulando energía cinética, hacia la cuadrada barbilla del enemigo.

Todo no podía salir bien: si el ruso se desequilibraba al faltarle la mesa sobre la que reposaba, el puño jamás alcanzaría su punto de destino, pero nunca está de más emprender dos ataques simultáneos si uno no es un condenado avaro.

En efecto: el ruso, falto de punto de apoyo, se tambaleó, y el puño de Pepote se perdió, inofensivo y silbante, en el espacio exterior. Cualquier general de división, pues los de brigada a veces no disponen de la experiencia necesaria, le hubiera indicado que el orden de empleo de los medios estaba equivocado: primero el puñetazo, hijo mío, y luego, como reserva, la patada a la mesa.

Pero ya era tarde. El ruso, dado más a la tragedia del alma eslava que a la comedia de costumbres o al sainete de Arniches, estaba claro que no aceptaba el episodio con un deseable sentido del humor. Aún tambaleándose, empezó a revolverse: con una mano por delante, en busca del cuello hispánico y visigótico de Pepote, y con otra hacia abajo, a la pistola que había sido su compañera a lo largo de tantas aventuras.

Pepote, a sabiendas de ir contra las viejas y corteses reglas del Marqués de Queensbury, le empalmó una patada capaz de emascular a un toro, pero, como la maniobra era hija de la precipitación, sólo alcanzó un muslo todavía soviético, endurecido con largas marchas sobre la tundra helada.

Las cosas iban de mal en peor en el frente ruso: Pepote no conseguía olvidar que aquel enemigo pesaba entre treinta y cuarenta kilos más que él y, además, aquellos kilos extra tenían un fiero aspecto. Así que reculó e interpuso, sucesivamente, dos sillas, un televisor y un puñado de revistas del corazón entre él y las fuerzas enemigas, pero no frenó la ofensiva.

Ya arrinconado, con la mente puesta en Sagunto, en Numancia y hasta en aquel viejo jaleo de las Termópilas, se lanzó hacia adelante con un peligroso fuego de coraje en las pupilas. Lástima que el ruso no lo percibiera y, después de encajar una ligera caricia, le derribara de un solo puñetazo.

—Aunque seas un profesional —dijo Pepote desde el suelo— tendrás que reconocer que no ha estado mal el intento. Creo que me ha fallado la caballería de Boucher, que no acudió cuando más la necesitaba.

—Cállate, por favor. —suplicó el ruso, sin manifestar vengativas intenciones. Como había dicho Pepote, él era un profesional y contaba con que los prisioneros intentaran huir: no hacía asunto personal cuando sus víctimas indefensas trataban de procurarse un poco más de libertad con medios poco diplomáticos. Más doloroso era escuchar como los vencidos justificaban una y otra vez su derrota.

—Y el empleo de la infantería ha resultado tímido.—siguió Pepote, hombre analítico en los momentos de crisis— Está claro que debí dar el puñetazo primero y, después, apartar la mesa. Sí: siempre es difícil coordinar las diferentes misiones de las fuerzas, camarada vencedor. En fin: puede que me hayas derrotado, pero eso no acallará mi voz: es la del pueblo aherrojado durante siglos reclamando su libertad y cantando La Marsellesa en cheli. Y tú, Teresa, ya podrías venir a restañar mis heridas: lávalas y cóselas con punto de cadeneta, no sea que se infecten. Puede que el tovarich tenga vodka que usar por dentro y por fuera.

Tenía, sí, un hilillo de sangre fluyendo, caliente y plácido, por la nariz, pero no había nada que hiciera temer a la gangrena o a la septicemia por el momento.

—¡Vae, victis! —arrancó de nuevo, insensible al dolor como buen héroe— Breno, que fue quien pronunció esta frase milagrosamente, pues no sabía latín y era de origen celta...

Le interrumpió el timbre de la puerta y, vencido por sus bajas pasiones, volvió a canturrear «Comida, gloriosa comida», con renovadas energías. Pepote era un hombre incombustible, insumergible, inoxidable e inmarcesible, que unía a su corazón esforzado una tierna devoción por sus tripas.

20

Pasados veinte minutos de conversación, Gloria tuvo que reconocer que los conocimientos tácticos de Remil y de Emilio estaban definitivamente anticuados, sólo un par de puntos por encima de los de los hombres de las cavernas cuando salían a robar los bisontes del vecino.

No conocían más que el ataque frontal. Ignoraban el orden oblicuo ideado por Epaminondas y sus tebanos de la Compañía Sagrada, todos maricones pero fieros. No tenían ni idea de las jugarretas que gastó Alejandro a los persas, ni habían sacado ejemplo positivo alguno de lo que César les hizo a Vercingetorix y a Ariovisto.

Salvo derribar la puerta de una patada y, acto seguido, empezar a repartir estopa, no se les ocurría nada más, una vez descartada la idea de descolgarse con cuerdas desde la terraza y entrar por las ventanas con mucho ruido de cristales rotos. La pelleja del Emilio secuestrado no valía aquel riesgo sólo apto para montañeros.

—El error, camarada general, estriba en que pretendemos plantear una batalla sin haber reconocido previamente el terreno. No disponemos de mapas ni sabemos cuántas fuerzas enemigas guarnecen la posición ¿Cómo hacer una tenaza o decidir un envolvimiento vertical, si no hay seguridad de que allí existe vertical alguna?

Remil asintió con su peculiar gracia chilena:

—¡Remil pares de espías cojos!

—Dios le oiga, camarada brigadier, pero habrá que hacerse a la idea de que no todos serán cojos. Podemos calcular el porcentaje en un quince por ciento, pero no más. Sólo un quince por ciento de rusos se rompen las piernas bajo el influjo del vodka o de la vodka, bebida unisex. Los demás estarán en plena forma.

Sin tener nada decidido, se trasladaron a lo alto de la Castellana por jornadas ordinarias. Ligeros de impedimenta, sólo soportaban la carga de la incertidumbre: Remil no sabía si, en el fragor de la batalla, se le rompería la jeringuilla, con lo que tendría que improvisar algún accidente, una defenestración, una electrocución con la tostadora de pan o un corte profundo con el sacacorchos.

Emilio también soportaba pesares propios. ¿Qué diría el buen e inocente Raúl cuando comprobara que el recién rescatado tampoco era el Emilio de la foto? ¿Dudaría de sus sentidos o volvería sus ojos desilusionados hacia él, murmurando algo como «tu quoque, Bruto»? Sería, sin duda, un momento de gran tensión que electrizaría el ambiente. Sólo podía confiar en las conocidas virtudes hipnóticas de Pepote.

Alcanzada la tierra de nadie, inspeccionaron el terreno. Aun no contando con telémetros ni prismáticos, ni palomas mensajeras, estaba claro que el moderno edificio no permitía trepar por su fachada. Como la Brigada Ligera, tendrían que cargar por las escaleras , encajonados en el Valle de la Muerte. Sólo si superaban el obstáculo porque los rusos no hubieran emplazado allí su artillería, se verían ante la puerta.

No podían olvidar que todas las puertas de Madrid estaban blindadas desde que los bandoleros volvieron a actuar como en los tiempos de Fernando Séptimo, el Deseado. Ni contando con la sobreabundancia energética de Remil, podían esperar desgoznar aquélla de una corajuda patada: quien lo intentara se cascaría el menisco como primera providencia.

Napoleón y Aníbal habían atravesado los Alpes, pero, en modo alguno, cruzarían aquella clase de puerta sin una intensa preparación artillera o sin un elefante. Si Remil, Gloria y Emilio preferían llamar a la puerta, un sexto sentido les hacía sospechar que los defensores no correrían a abrirla, confiados y felices, pidiendo sólo que les enseñaran por la rendija una patita blanca.

Pero las fuerzas ciegas de la historia, unas veces trabajan para unos y otras, para otros. Habían estado tozudamente al lado de los rusos, permitiendo que sorprendieran a Pepote en uno de sus escasos momentos de concentración mental, con la vigilancia automática desconectada. Pero ahora, cansadas de ayudar al materialismo dialéctico descafeinado, tomaban bajo su tutela los intereses de los investigadores madrileños y los de los también madrileños impresores rápidos.

Con tan notable auxilio, Emilio no pudo menos que descubrir al ruso que salía por hamburguesas capitalistas con las que tapar la peligrosa boca de Pepote. Era uno de los dos que, de madrugada, le habían salvado de los esbirros de Sehsa: nadie olvidaría, en tan breves horas, sus cejas tempestuosas ni aquella peculiar forma de andar, como si pisara huevos, propia de quienes dieron sus primeros pasos sobre la nieve.

—¿Rezaba usted, camarada aliado? Debe de ser un católico de notable virtud, pues sus plegarias han sido oídas y se ha producido el milagro.

Remil, desconfiado, echó un vistazo a los alrededores: desde que se inició en el mal camino, siempre tuvo el vago temor de que bajara un arcángel a rebanarle el pescuezo con una espada de fuego. Estaba satisfecho de su cuenta corriente, pero sabía que tenía números rojos en el resumen de sus buenas obras.

Cuando comprobó que el milagro era a favor y no en contra, y que aquel tipo era uno de los secuestradores, puso una de sus famosas sonrisas lobunas, espejo de su alma. Tal como veía el futuro, bastaría con trincar al raptor para tener un medio de entrar en su guarida. En su dilatada carrera había desplumado a algún agente secreto. Cuando uno trabaja para la empresa privada, acaba cruzándose con empleados de los Estados y comprendiendo que es cierto que la iniciativa particular supera en efectividad a la pública.

El mejor método para deshacerse de los funcionarios del Estado es, siempre, un tiro por la espalda, salvo cuando es necesario interrogarles. En estas contadas ocasiones, lo mejor es partirles ambas clavículas con un golpe seco a los lados del cuello. Esto les inutiliza nueve de cada diez veces, porque crea cierta confusión en su habitual coordinación de movimientos.

Si, mientras dura ese estado de inoperancia, uno murmura amenazas en sus oídos, no pocos funcionarios sienten debilidad en sus más nobles partes y dan someras pero veraces explicaciones.

Ignorantes de adónde iba el ruso, le siguieron hasta la hamburguesería y, luego, de regreso otra vez a la casa. Tanto mejor, pues siempre es preferible operar a cubierto de las miradas: la intimidad es imprescindible para una buena parte de las negociaciones de importancia y ya el Gran Capitán ponderó las ventajas de pelear a la sombra, ¿o fue Leónidas?

Entraron con el tipo en el ascensor. Remil, que tenía su experiencia, esperó a que pulsara el botón, actividad que suele requerir cierta dejación de la más elemental vigilancia. En el momento oportuno operó con sencillez y economía de medios, y el ruso quedó con los brazos colgando y una desagradable sensación de angustia antes de darse cuenta de lo que sucedía.

Le explicaron lo que se esperaba de él y le pintaron un pavoroso futuro, caso de negarse a colaborar. Emilio, mientras Remil llevaba el peso de la conversación técnica, le requisó una pistola, el cinturón y cuantos cachivaches encontró en los bolsillos: había visto demasiadas películas de James Bond para tener confianza en mecheros, cigarrillos, alfileres de corbata, relojes o cualquier otro inocente adminículo.

Raúl Remil, con su habitual dominio de las leyes físicas, arrastró al inerme ruso hasta que su cara quedó frente a la mirilla de la puerta. Tocó el timbre y se dispuso a cargar a la bayoneta.

—Haz un gesto raro —le advirtió— y sabrás lo que es bueno.

No debió ni parpadear porque, al poco, la puerta se abrió con toda confianza, y por ella entraron las zarpas de Remil. El segundo ruso, pillado por el cuello, perdió toda su eslava acometividad. Raúl podía tener algo secas las fuentes de su razonamiento simbólico, pero sabía cuanto se puede saber de apretar cuellos cercanos.

La operación había sido un éxito, un paseo militar. Mientras el concienzudo Remil amarraba a los prisioneros, Emilio, pistola en mano, se adentró en el piso, gozando intensamente de la aventura. Cero Cero Emilio, al servicio de Su Majestad, liberaba a sus amigos. A pesar de eso no olvidaba que Remil, aunque detrás de él, oía perfectamente:

—Emilio. —decía.— Emilio. Te hemos rescatado.

—He aquí —dijo Pepote, saliendo a su encuentro— al Séptimo de Caballería. Sólo se le puede objetar que es demasiado fiel a su tradición de llegar al final, quizá por el placer de tocar la corneta al galope. Es posible que el coronel confíe en que el corneta, al levantar las manos para tocar, caiga del caballo y desaparezca para siempre, pero no podría demostrarlo.

—¡Emilio! —insistió el verdadero Emilio haciendo gestos de precaución— Ese amable suramericano nos ha ayudado muchísimo.

Se abrazaron todos. Se estrecharon las manos e hicieron cuanto puede hacerse entre secuestrados y liberadores en cuanto a exhibición de sentimientos. Pepote aprovechaba el tiempo para explicar que no notaba ninguno de los síntomas del conocido Síndrome de Estocolmo, esa enfermedad que lleva a coger cariño a los propios captores.

—Quizá no he estado en su poder el tiempo suficiente para empezar a amar sus virtudes ocultas. Si me conduces hasta ellos podré demostrártelo ahora que están atados: verás cómo les parto las narices sin ningún titubeo.

—Está usted nervioso. —dijo entonces Remil, mirando fijamente a Pepote. Aquel hombre había cambiado, sin duda, pero calculaba que las fotos siempre gastan esas bromas. Tampoco era exactamente igual que por la mañana, pero eso debía ser por el sufrimiento y porque se había quitado los arreos de mujer. No obstante, puntilloso como era, inició el mismo interrogatorio de rutina:

—¿Usted es Emilio del Amo, verdad?

—En cuerpo y alma, camarada. El cuerpo ha estado privado de libertad, pero nadie ha sometido a este alma, que ha volado, más allá de las rejas de la prisión, en busca de la paz y, ¿por qué no?, de Dios.

Lo que era seguro, se decía Remil, es que no se trataba de Margarit. Y, si el tipo secuestrado no era Margarit, tenía que ser Emilio. Volvió al viejo asunto de los nervios:

—Está usted nervioso. —repitió— Casualmente traigo aquí una inyección que es lo mejor para después de los secuestros. Yo mismo me la pongo siempre después de uno.

La jeringuilla había salido a la luz y los presentes la contemplaban tratando de adivinar si era una muestra gratuita del humor chileno o si, en efecto, henchido de amor a la humanidad, iba por el mundo prodigando medicamentos a las masas doloridas.

—No crea que es un desprecio, camarada Practicante, pero mis nervios son sólidos, no en vano les nutro con jamón y albóndigas. Le aceptaré una aspirina en prueba de mi buena fe, pero jamás le quitaré el placer de disfrutar usted mismo de su inyección: sería un abuso y una innoble manera de agradecer su ayuda.

—Si tengo más. —Remil hurgó trabajosamente en su imaginación— El infarto acecha.

—Una verdad universal, no lo niego. Al hombre normal le acechan los infartos, los inspectores de Hacienda y los empleados de la grúa.

—Venga, hombre, que no es nada. —insistió Remil. Si le fallaba, ya tenía preparado un manotazo, almacenado, por el momento, en su brazo izquierdo, pero listo para prestar servicio.

Pepote se sentía lleno de amor hacia su liberador y consideró seriamente la oportunidad de darle gusto. Tal vez Remil tuviera pequeñas rarezas: hombres hay que se muerden las uñas y Pepote había oído decir que algunos pronunciaban discursos en los cuartos de baño.

—¿Qué es? Es que soy alérgico a los antibióticos.

—Esto no es antibiótico.

—Bien, pero, ¿qué es?

Raúl buceó de nuevo entre sus someros conocimientos farmacéuticos y eligió la palabra más fácil y eufónica:

—Vitaminas.—dijo— Un montón de vitaminas y otras cosas buenas acabadas en ona y en ina.

—Como cafeína, nicotina y litrona. De todas formas, soy espartano. —suspiró Pepote soltándose el cinturón— No tanto como para dejarme mordisquear por una zorra o un diputado, pero lo suficiente para no huir de las jeringuillas. Las mujeres podéis pasar a otro cuarto: a pesar de que estos son tiempos disolutos, conservo mi pudor como un tesoro. Creo que fue el Cid, o alguien con armadura, el que dijo: Las mujeres a rezar y los caballeros a morir. Dejad que me enfrente a solas con mi destino.

—Eso es. —corroboró Remil, tomando puntería.

Un relámpago de frío acero, un estremecimiento de carnes blancas y un suspiro: espectáculo breve, pero punzante.

Pepote volvió a subir el telón, se ajustó la cincha y se acarició delicadamente los cuartos traseros. De ser un boy scout, se ataría el pañuelo después de haber hecho su buena obra diaria. Sabía que el mundo estaba lleno de extravagantes, no en vano él era uno de los peores, que vivían angustiados por la incomprensión de las turbas analfabetas.

—Muy buena la inyección, camarada. ¿Me equivoco o venía con un cierto saborcillo a menta? La industria farmacéutica hace maravillas hoy en día.

Nada podía empañar su felicidad por sentirse de nuevo libre como buen pájaro de cuenta, y por ver como él y Emilio seguían estando en condiciones de negociar con Sehsa, aquella patriótica empresa que se enfrentaba, con las manos desnudas y los bolsillos forrados, a la invasión de las multinacionales.

21

La inactividad no es propia de los hombres tostados desde pequeñitos sobre las cálidas arenas del desierto y hechos a la compañía de la cabra y del camello. Hassán estaba seguro de no haber ganado todavía la batalla al perro infiel de Zoloto, y respetaba demasiado a su enemigo para suponerlo fácil de engañar con las bacterias preparadas por Margarit.

Cuando vio que la redoma falsificada pasaba a la faltriquera de Raúl Remil, se felicitó por su suerte, pero decidió no confiar en ella, pues había leído en alguna parte que era tornadiza e inconstante. Abandonó a Margarit en lo alto del armario metálico, silbó a sus dos marroquíes, a los que alimentaba con la misma carne que a sus halcones, y partió en seguimiento del coloso salvaje.

Las compañías petroleras y otras multinacionales, habían casi completado sus planes de invasión de España, sobre todo después de su entrada en el Mercado Común y del subsiguiente desmantelamiento de su industria. Al fomentar la subida de la bolsa y el auge de las explotaciones turísticas, habían conseguido que el capital español se desplazara de los procesos productivos a las inversiones bolsísticas y, sobre todo, a los chalés y a los hoteles.

Eso les permitió comprar empresa tras empresa y financiar sus procesos productivos a través de los bancos extranjeros. Cuanto menos produjera España, más productos internacionales importaría. Los kuwaitíes llegaron más tarde a aquel paraíso colonial: también ellos, engañados por la ganancia fácil, habían invertido en inmobiliarias hasta que comprendieron la jugada.

Entonces se lanzaron a la compra de las industrias petroquímicas, de manera que, cuando se liberalizara verdaderamente el mercado del petróleo, ellos no sólo venderían el crudo, sino que lo refinarían en destino. Iban, pues, ganando la mano a las Siete Hermanas, aprovechándose de sus propios planes. Desde la destrucción de Kuwait, habían decidido no depender tanto de las finanzas norteamericanas que, so pretexto de libertar su patria, se la habían destruido.

Pero si Zoloto llegaba a echar la uña encima a aquellas desconsideradísimas bacterias, lo más probable era que se chantajeara a la Opep para que abandonara las refinerías españolas en beneficio de las grandes petroleras: miles de millones se perderían y, con ellos, la posibilidad de controlar un mercado no sólo de cuarenta millones de españoles, sino de otros tantos de turistas que, de seguir el auge hotelero y descapitalizador forzado por las multinacionales, llegarían a ser doscientos millones al principio de los años dos mil.

El destino organizado para España por los financieros del mundo occidental era el de convertirse en la reserva turística y rural de Europa y, de paso, en un mercado de compra, aniquilada su producción industrial autóctona, salvo las fábricas de boinas. Quien vendiera allí el petróleo amontonaría los billetes. Sólo que, para conseguirlo, Hassán necesitaba engañar a Zoloto y, con las manos libres ya, matar a Emilio del Amo. Cuando uno es responsable de miles y miles de millones de dólares, descubre la verdadera importancia de la vida de los seres humanos no circuncidados.

En realidad Hassán no siguió a Remil, sino que se adelantó hasta el Ritz, y desde el hall observó cómo se reunía con Zoloto y como le hacía entrega de la redoma. Ojalá Zoloto cediera a la tentación de probarlo con la lengua y muriera víctima del cólera morbo.

Vio después como el americano daba una serie de instrucciones a su colosal esbirro y, pese a la distancia, no tuvo dificultad alguna en comprenderlas. Richard Zoloto daba por buenas las bacterias y exigía ahora la piel de su descubridor: los grandes hombres como Zoloto y Hassán acababan teniendo las mismas ideas .

Nada tan sencillo como seguir de nuevo a Remil, que sobresalía un par de decímetros entre cualquier multitud, y estar al acecho hasta el momento en que localizara al escurridizo Emilio del Amo, cuya vida estaba en el alero.

Si todo seguía deslizándose por el mismo cauce, por una vez las naciones árabes vencerían a sus ancestrales explotadores, las Siete Hermanas, y el mundo sería un poco más digno de vivirse debajo de un turbante.

22

—Pobre camarada Gigante.—decía Pepote, con la boca llena, en el piso de Teresa y Gloria— Le vi tan preocupado por mi salud que no tuve corazón para negarle el caprichito: a fin de cuentas me había librado de un destino peor que la muerte: comerme una hamburguesa. A veces los hombres toscos y corpulentos esconden frescos manantiales de sentimentalismo.

—No sé yo si ese tipo es tan sentimental como tú te crees.—dijo Gloria con la acidez que solía usar para comunicar noticias a Pepote— Ya sé que te crees listísimo, pero ,¿dime por qué, después de pasar el día buscando a Emilio, cuando cree hallarlo se conforma con ponerle una inyección y partir como una brisa al alba?

—¿Cómo? —preguntó Pepote, poniéndose a atar cabos y más cabos sueltos.

—Y dime por qué le buscaba si ya creía tener las bacterias, ¿eh?

—¿Qué se ha hecho de mi inquisitiva y despierta mente? —se preguntó Pepote, intuyendo que ya estaba entrando en la decrepitud de sus facultades— ¿Cómo se me pasaron por alto detalles de tanta importancia? Posiblemente las emociones y los cates en la napia tengan un efecto perjudicial sobre el bulbo raquídeo mejor terminado. Sí... ¿Por qué buscar denodadamente a un genio de la bioquímica y, luego, conformarse con ponerle una inyección de vitaminas?

Era tan obvia la cosa que hasta Emilio dio con una respuesta plausible:

—Me buscaba sólo para ponerme la inyección.

—Y, para ello, no sólo arrostra peligros sin cuento, sino que me la pone a mí, que hasta pronuncio mal zigoto: digo cigote aquí donde me ves.

Todos los presentes, en un rapto de misericordia, se quedaron mirando con pena a Pepote. Se preguntaban si tendrían en el armario ropa negra para no desentonar en el funeral.

—No te lo tomes a mal.—dijo Emilio, intentando apelar al sentido del humor de su amigo, tantas veces demostrado en circunstancias difíciles y frente a los guardias de tráfico— Creo que ese tío te ha envenenado.

—¿Qué tal te encuentras? —le preguntó Teresa, incapaz de guardar rencor a un moribundo.

Es un error medir a los hombres por metros y centímetros, incluso si se usan los cuadrados, porque esas unidades no permiten apreciar el tamaño de su interior ni si está hecho con acero o con mantequilla. Pepote, de clase extra, comprendió en el acto que, tanto si había sido envenenado como si no, tenía una oportunidad de oro para hacer una frase histórica que se grabara al fuego en la memoria de sus futuros deudos:

—Por el momento, sólo muerto de hambre. Lo otro ya se andará, pero, si me tengo que ir de este mundo, que sea con la tripa llena por el aquello de que las penas, con caviar, son menos.

Pero, por una vez, renunció a explotar las múltiples dialécticas que abría el pensamiento de la muerte en un ser tan complejo como él. Así, con la excusa de masticar, cayó en un tétrico silencio y se puso a repasar las cinco vías de Santo Tomás de Aquino, por si alguien le había engañado sobre la vida eterna.

Mientras, sus amigos le rodeaban, atentos a los primeros síntomas de agonía, con el corazón hecho un nudo. Teresa, tranquila y tierna, le daba palmaditas en el hombro: se acababa de jurar que Pepote moriría bien confortado, pero le parecía excesivo darle besos lascivos: no haría más que poner en peligro su alma.

Sin embargo, una hora después no habían llegado aún a ningún desenlace fatal.

Pepote tomaba café y licor y fumaba cigarrillos, como despidiéndose de los placeres de la carne y del mundo sensible, aunque empezaba a sospechar que, tuviera lo que tuviera la jeringuilla de Remil, su sólida constitución había resistido el embate. Los demás ya no pensaban en el luto y hasta proponían ir al médico por si todavía estaban a tiempo de salvar al genio de la industria fotocopiona.

Pero aquellas tranquilas y filantrópicas emociones se vieron turbadas por un timbrazo. Cuando se ha vivido una noche y una mañana como las pasadas, nada como un timbrazo para que los corazones se asomen a la boca a echar un vistazo, preguntándose si es posible sufrir todavía un poco más.

Emilio, el auténtico Emilio, se acercó de puntillas a la mirilla y regresó entre brincos presurosos, empezando a ponerse la peluca que ya formaba parte importante de su curiosa personalidad:

—Es el chileno. Está ahí delante, callado y quieto. Puede que se haya sentido solo y quiera reverdecer nuestra entrañable amistad.

—Pepote,—dijo Gloria, que era de mente ligera— túmbate por ahí. Que alguien le ponga un cirio en la mano. Pase lo que pase, tú estás muerto.

—Caso de que, mientras me lo finjo, sienta que la parca me arrebata, ¿puedo interrumpir la representación para despedirme del personal, Bella Gloria?

—Te guardarás mucho de ello.

—Camarada Emilio: —gruñó Pepote, depositándose sobre el sofá— no te cases nunca con esta mujer mandona: se pasará las noches obligándote a hacer el muerto y encendiendo velones en torno a tu lecho de bodas. O tálamo, si prefieres un cultismo.

Si Raúl Remil estaba compungido, era algo que escapaba a la gente poco acostumbrada a estudiar sus emociones. Llegaba tan sólido y tosco como siempre, y la única diferencia que había entre aquel Remil y el que les abandonó hora y pico antes consistía en la cámara fotográfica que colgaba de su hombro: un prodigio de la técnica japonesa hecho a prueba de manos chilenas.

—Hola. —dijo, reparando enseguida en los restos de Pepote: un espectáculo emotivo.

—¿Una copita? —ofreció Emilio

Raúl comprobó que aquella gente, sin duda tradicional, había celebrado un funeral a la antigua, con comida y bebida a la vera del fiambre. No quiso, pues, hacerles un desprecio:

—Bueno, pero no muy llena.

—¿Bastará hasta el borde? Ya ve usted que aquí somos moderados.

Raúl, con la bebida en la mano, dio un par de vueltas en torno al sofá, observando todos los detalles con espíritu crítico. Faltaba la baba. El había visto morir a un tipo del tétanos y había baba.

—¿Ha muerto entre horribles sufrimientos? —preguntó al cabo.

—Sí.—respondió el coro con trágica unanimidad.

—¿Se retorcía? —insistió Raúl, siempre detallista.

—Sí. —repitió el coro, amante de los monosílabos.

—¿Dirían ustedes que estaba acalambrado?

—Sí. —a pesar de su poca originalidad, esperaban llegar a enterarse de lo que le había inyectado aquel hombre de acción.

—¿Les importa que tome una foto? —solicitó el chileno educadamente, tal como se comporta la gente de negocios. Aquel desconfiado de Zoloto quería pruebas tangibles, gráficas, de la muerte de Emilio del Amo antes de abrir el baúl de los dólares.

—Está usted en su casa, camarada. En su casa: puede aflojarse la corbata y quitarse los zapatos. Nosotros hacemos eso cada vez que tenemos muerto.

Remil tomó varias instantáneas desde diferentes ángulos, jugando con las luces y las sombras para conseguir buenos efectos artísticos.

—No tiene muy mal aspecto. —comentó.

—Es que ya le ha maquillado la bella Teresa, su amante novia con la que esperaba compartir una vida de felicidad y desenfreno.

—Ah, claro. —si había algo capaz de extrañar a Remil, no estaba descubierto por el momento.

Pero, aunque no lo pareciera, Raúl estaba todo lo impresionado que le permitía su constitución atlética.

—Oiga.—dijo después de mucha reflexión— Yo no quería mal a su amigo. Usted, además, me cae muy bien, con toda esa lana, y siempre me ha ayudado. Pero el americano no quiere solamente las bacterias, sino que no puedan hacerse más.

—¿Por eso le puso la inyección? En fin: a lo hecho, pecho, aunque los ataudes están por las nubes. Pero, sólo por curiosidad, ¿qué tenía la jeringuilla aquella?

—Tétanos.

Poco a poco contó la historia de cómo se había apoderado de un cultivo de virus del tétanos que debían usarse para hacer una vacuna.

—¿Hace mucho? —preguntó Emilio, esperanzado, mientras obligaba a Remil a volverse hacia la ventana: Pepote, al oir lo del tétanos, había empezado a dar muestras de inquietud, y Teresa y Gloria lo intentaban sujetar.

—Unos cuatro meses, ¿por qué?

—Por nada. —suspiró Emilio aliviado, y empezó a hablar en voz más alta.— A veces, los cultivos no aguantan tanto tiempo activos. Se vuelven inocuos al morir todas las colonias.

—¿Usted cree?

—Pero no es este el caso, ya que el pobre Emilio ha hecho su tránsito. Dondequiera que estés, camarada Emilio, convéncete de que los microbios del tétanos no viven tanto. Lo tuyo ha sido una malísima suerte.

El cadáver, afortunadamente, volvió a quedar inactivo, aunque ligeramente sonriente: no se puede pedir a un muerto que deje de manifestar su alegría al recibir la noticia de que goza de una espléndida salud. Era una especie de callada resurrección.

Teresa y Gloria participaban de la alegría del difunto y vencían difícilmente la tentación de abrazar, entre risas, al chileno, portador de tan buenas nuevas.

—En fin.—dijo Remil, todo conformidad y paciencia— Ha sido sin mala intención.

—Ya entiendo: sin odio. Una actitud muy noble la suya. En los duros tiempos de mi formación intelectual solía cantar con mis camaradas una rapsodia latina que, después de exaltar la alegría de la juventud y de echar una miradita a la vejez, decía:«nos habebit humus». Así: — Emilio cantó— «Nos habeeebit huuuumus.» O sea, que todos seremos tierra y polvo del camino. Hoy Emilio; mañana, nosotros.

—Conformidad. Conformidad. —pidió Gloria, atragantándose de risa según su costumbre— Esta garganta mía...

Remil, de haber llevado boina o cualquier otra clase de cubrecabezas, se habría descubierto. Asomarse al abismo de la muerte y reflexionar sobre la madera con que se construiría su ataúd o sobre el mes en que le tocaría a él hacer el tránsito, le producía una sensación de vacío mayor que la habitual. Eso de estar hoy aquí y, mañana, allí, además de disponer de muy poca documentación, era toda una angustia.

Emilio, al verle tan afectado, le ofreció otra copita y le animó a sacar nuevas fotos para que su jefe, «el americano», no tuviera nada que objetar sobre su profesionalidad, que debía seguir por encima de sus crudas emociones. De paso, aprovechó para interesarse por ese personaje desconocido para él.

—Es un ejecutivo de una compañía petrolera —informó Raúl, y siguió explicando lo poco que sabía de él. Un hombre listo y desconfiado que no quería que los plásticos cogieran una enfermedad letal.

Se produjo una especie de confusión. Emilio notaba que algo indefinible había cambiado en la escena, pero no pudo decir qué hasta que contó las piernas de los presentes y las dividió por dos. Sin el cadáver, que, a efectos contables, podía considerarse fuera de servicio, tenían que ser cuatro: las dos hembras de la especie, el emocionado chileno y él mismo, pero allí dentro había siete cabezas o, si se prefiere, catorce patas. Algo iba mal.

Hassán Ibn Zezquí y sus dos moros, al hallar la puerta abierta, habían entrado sin llamar, para no molestar a la gente en aquellas horas de tribulación y de velorio. Y allí estaban, interesándose silenciosamente por cuanto se decía en la conversación.

Hassán y sus muchachos habían visto salir a Remil del edificio donde los rusos tenían su guarida. Acostumbrados a confiar en las sanas costumbres de los profesionales, se llevaron una gran sorpresa al ver también a dos hombres y dos mujeres, todos vivos y en buen estado de revista.

La confusión y su natural candor les habían tenido paralizados un buen rato. El kuwaití temía que Zoloto, al haberse percatado de la falsedad de las bacterias, hubiera intentado llegar a un pacto: de lo contrario, Remil hubiera matado, como era su obligación. Si se confirmaba aquella sospecha, no tendrían más remedio que pasar a la acción directa, bien a cimitarra, bien a golpe de pistola.

La sospecha se agravó cuando vieron llegar de nuevo al chileno hasta la casa en que se habían metido los cuatro supervivientes. Remil, sin duda, les llevaba allí el dinero y le harían entrega de las bacterias verdaderas. Como la situación era alarmante, Hassán no tuvo más remedio que dejar estar sus meditaciones sobre política petrolera y conducir a su cabila escaleras arriba.

De un vistazo se hizo cargo de la situación: había un muerto, confortablemente dispuesto en el sofá. El resto de la concurrencia hacía comentarios elogiosos sobre Zoloto. El significado profundo de la escena se le escapaba sin embargo.

—Señores, —dijo— ¿qué sucede aquí?. —era una buena pregunta.

Raúl Remil le vio entonces por primera vez. Se preguntaba si sería algún familiar, algún deudo o algún acreedor, y decidió darle el pésame.

Emilio recordaba a Hassán del Consejo Superior, pero, salvo que fuera el mentor espiritual de Margarit, no sabía de quién podía tratarse. Dadas las circunstancias, decidió que había noventa y nueve probabilidades contra cien de que fuera otro más a la caza de las «teresas».

—Adelante, camaradas. ¿De qué universidad proceden? Es emocionante que tantos científicos acudan a rendir su último testimonio a Emilio del Amo, el genio extinto. ¿Conocen a este profesor de antropología de la Universidad de Santiago de Chile? Enséñeles los mordiscos de Pinochet para que se lo crean, amigo. También es catedrático de psicopatología monadal, si no me es infiel la memoria, algo que tiene que ver con barrenar la cabeza de los psicópatas más tarugos. Ustedes habrán leído su magna ópera «Siete reyes del Gurugú y el Manicomio Moderno.»

Hassán, con el desprecio de su raza hacia los infieles, en vez de responder con toda cortesía, se había aproximado al difunto. No disponía de la revista con la foto de Emilio pues, de lo contrario, no hubiera sido tan fácil de engañar como Raúl Remil.

Aquél le parecía un muerto con buen color y hasta con una sonrisa burlona. Nadie sabe lo que ven los fiambres al exhalar el último suspiro, pero muchos, más de la cuenta, pasan la Estigia con un cachondeíto que da qué pensar.

—¿Trabajas para Zoloto? —preguntó al fin, mientras los dos moritos tomaban posiciones estratégicas por la sala.

Remil, hasta entonces, había participado en la escena con la inocencia del que no sabe. Pero, tan pronto como el nombre de Zoloto llenó el ambiente con su exótico sonido, crecieron en su alma bosques de malos pensamientos. Con escaso disimulo, se fue aproximando a Hassán en orden de batalla, sólo que el kuwaití interpuso al muerto entre el chileno y su precavida persona. Los moros, con modernos conocimientos sobre la lidia de chilenos, no dejan que la hierba crezca bajo sus pies.

—Por respeto al muerto, camaradas y compañeros todos...—empezó Emilio.

—¿Es éste Emilio del Amo? —preguntó Hassán con la voz propia de los que han clamado mucho en el desierto.

—Sí, señor. —respondió el investigador, venteando el peligro.

—¿Dónde están las bacterias del petróleo?. —si se lo decían, bien; si no, la cimitarra.

—Las tiene este señor de aquí. Son marrones. —añadió para dar verosimilitud a la cosa.

Hassán esperó a ver si alguien se traicionaba y daba a entender que se había descubierto que las «bacterias marrones» eran una falsificación.

—¿Qué le ha pasado a éste?

—Ha muerto del tétanos.

El kuwaití se agitó, airado. Cuando uno viene de una nación tercermundista y, aunque petrolera, arrasada por sus aliados, sabe mejor que Remil que el tétanos no es galopante: pasan varios días desde que se contrae la enfermedad hasta que sobreviene la muerte. Además, no hay modo de deshacer el montón de nudos en que se convierte el fiambre. Ahora, más que nunca, estaba seguro de que le engañaban.

—Sólo para aclarar el panorama: —dijo— Quiero las auténticas bacterias ahora mismo. Las marrones, no: las otras. De ningún modo ese lagarto de Zoloto se las puede quedar. Antes correrá la sangre.

Los moros, al escuchar el primer trueno de la tormenta, sacaron las pistolas: era gente madrugadora.

Remil, cuando comprendió que aquellos eran del oficio, dejó de prestar atención a las palabras y comenzó a estudiar sus posibilidades. Probablemente —reconoció— aquella fuera su última tarde sobre el planeta. Nacido en Rancagua, Chile, y muerto en Madrid en extrañas circunstancias. Lo demás que pusieran en su lápida no tendría tanta importancia. Ahora bien: si se llevaba a dos o tres por delante, quizá San Pedro se lo contabilizara como un mérito: sólo quinientos años atrás, un suspiro para la eternidad, matar moros ayudaba a la salvación del alma.

Emilio y las mujeres preferían considerarse a sí mismos como personal no combatiente, pero sospechaban que no tendrían tiempo para hacer valer sus derechos.

—Cualquier médico les dirá lo poco conveniente que es acalorarse mientras se hace la digestión. —dijo el investigador— Malo para el bazo. ¿Usted quiere las bacterias verdaderas? Pues voy por ellas.

Tan pronto como Emilio, al moverse, pasó entre las pistolas de los moros y el cuerpo mortal del chileno, Raúl saltó por encima del sofá como un tigre malhumorado en busca de su hindú dietético, y aplastó a Hassán. Ante los gritos lastimeros que profirió el kuwaití, los marroquíes guardaron las armas y acudieron, presurosos, al cuerpo a cuerpo, diciéndose que la guerra santa tiene sus ventajas: si por casualidad Remil les arrancaba la piel en el tumulto, dentro de media hora estarían en brazos de huríes morenazas y ligeras de ropa.

Al añadirse a la refriega volcaron el sofá, y el muerto se vio por los suelos, preguntándose si resucitar, y colaborar así en aumentar la confusión, o ir rodando suavemente hasta la salvación de la cocina.

Vista desde el exterior, la batalla ofrecía un poco estético aspecto. Un sudoroso montón de cuerpos se retorcía y maldecía en dos idiomas, antaño cultos. Brazos y piernas se separaban por un momento de la masa principal, para volver a ser engullidos inmediatamente después.

Hassán, con el rostro vidrioso, se incorporó, dio dos pasos apenas, y se vino abajo. Probablemente no estaba herido de muerte, pero los beduinos adinerados pierden forma física y aquellos esfuerzos, junto con un puñetazo en la sien, le habían sumido en la inconsciencia.

De los dos moros supervivientes, uno cabalgaba sobre el pecho de Raúl Remil, tratando de estrangularle con sus africanas manos, mientras que el otro, arrodillado sobre el brazo izquierdo del buen chileno, empezaba a sacarse la pistola. Cualquier augur que echara un vistazo a la escena vaticinaría, sin dudar, que los días de Remil estaban contados.

Pepote, en el papel de cadáver, contemplaba la lucha a escasos centímetros. Desde pequeño, gracias a una esmerada enseñanza, a las películas del oeste y a peligrosas lecturas de Cervantes y de Walter Scott, sabía que jamás los caballeros permiten luchas de dos contra uno. La mayor parte de los entuertos en que se metían eran por esta causa: por alguna oscura razón, ver a dos contra uno les revolvía las madres.

Sabía muy bien Pepote que, si intervenía, perdería la relativa seguridad que le daba su status de difunto. De vencer a los moros, Remil, en cumplimiento de su prospecto de instrucciones, procedería a inyectarle una nueva dosis de tétanos. De perder, muy probablemente aquellos tipos le someterían a tortura para extraerle el secreto de las bacterias.

Pero, aún así, no lo dudó. Los siglos venideros tendrían que rendirse a la evidencia de que los impresores rápidos supieron guardar las prístinas virtudes de la raza en los tiempos de decadencia. Puesto en pié, cual Lázaro, administró al moro que sacaba la pistola una patada que no hubiera desentonado en un campo de fútbol.

El mohamed, sorprendido y dolido, cayó en un estado de trance y no opuso resistencia a que Pepote se hiciera con su arma. No es que Pepote sintiera pasión por las pistolas, pero la necesitaba para golpear con ella la cabeza del moro que estaba a punto de extraer la nuez latinoamericana del postrado Remil.

Sea por lo resolutivo de la acción, sea por el contundente empleo de los medios a su alcance, Pepote quedó dueño del campo. No todos los resucitados han mostrado la misma habilidad para ganar batallas. El Cid mismo, en semejante trance, tuvo que hacerlo atado a la silla de su caballo.

—¡Ah, camarada! —dijo Pepote, rompiendo su ya larguísimo silencio— Le supongo favorablemente impresionado con mi hazaña. Estaba echando una parrafadita con Caronte, que es barquero, cuando un rumor llegó a mis oídos procedente del Más Acá. «Perdona, Caronte —le dije—, pero no voy a tener más remedio que reencarnarme. Parece que un amigo mío tiene dificultades y anda en pendencia.»

—¡Chico! —exclamó Remil, recurriendo a toda su expresividad. Se tanteó la nuez, seguramente empotrada aún en la laringe, y enfatizó la palabra: —¡¡¡CHICO!!!

—Nosotros, los caballeros, acudimos siempre en auxilio de la viuda y del huérfano. Aunque no le veo en el papel de viuda, apostaría las botas a que es usted huérfano. ¿Me equivoco?

Raúl tenía la cabeza llena de múltiples ¡chicos!, y sólo aspiraba a seguir pronunciándolos durante años y años. Poco a poco iba percatándose de que el muerto había resucitado y de que, encima, hablaba como el otro peludo; seguramente un fenómeno anejo a la transmigración o, quizá, a la metempsícosis. Pero como él no tenía la suficiente cultura para creer en orfismos, fueran transmigraciones o metempsícosis, acabó por comprender que el muerto estaba vivo: de otro modo no hubiera podido sacudir aquellas patadas, porque el ectoplasma, según había oído por ahí, es poco consistente.

—¡Chico! —dijo, una vez más, para que la gente quedara perfectamente al tanto de sus emociones.— Me ha salvado la vida.

—Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo, como un bravo, sacudí. La frase no es mía, camarada, pero define muy bien mi heroico desprendimiento.

Remil, apoyándose en los restos de un moro y en los del sofá, se puso en pie y echó un vistazo al panorama. Al fondo, Emilio y las dos mujeres se retorcían víctimas de la emoción: el chileno tenía orden de despachar a quien él creía Emilio y, por las trazas, era hombre pertinaz. Como aquel que dice, sus futuras reacciones suscitaban curiosidad.

Pero ya hemos dicho en otra ocasión que Remil estaba hecho de buena pasta. Maleado en su juventud por las malas compañías, por la lectura de la prensa diaria y por su evidente dotación para la vida de pirata, sólo de tarde en tarde se manifestaban sus buenos sentimientos, pero se manifestaban al fin y a la postre:

—Usted sabía que intenté matarle. —dijo, mirando con curiosidad a Pepote: quería cerciorarse de que no era un cura de ésos que andan perdonando a sus enemigos.

—Chiquilladas. —respondió Pepote, que encontraba gran placer en la magnanimidad.— El camino de la perfección es largo y difícil, pero, con sus prendas, usted acabará venciendo a las tentaciones del mundo. Las tentaciones de la carne no vale la pena citarlas, porque no vienen al caso, ¿verdad?

Remil, no muy seguro, hizo que sí con la cabeza y, reparando en Hassán, le arreó una patada:

—Remil pares de moros con piojos. —dijo con bastante razón— Esta vez me mataban.

Estaba decidido a formular cuantas verdades cruzaran por su cabeza. Los demás, vista su actitud contrita, esperaban a que manifestara sus próximas intenciones sobre el futuro de Pepote.

—Parece que, aparte de mí, hay un montón de gente deseando despacharle.

—Describe la situación con extrema claridad, camarada. Me atrevería a afirmar que uno de cada dos madrileños mantiene ocultos designios sobre mí, pero así es la vida de los populares.

Entonces a Remil se le rompió el último dique de su reserva profesional y terminó de explicar la historia de Zoloto, su paradero actual y cómo era ya dueño de las bacterias. Por lo que Raúl sabía, aquellas cosas gozaban del cariño de Pepote.

—Iré a quitárselas. —dijo— Es lo menos que puedo hacer.

Pepote, que se había abismado en la contemplación de la morería desparramada por el piso de Teresa, saboreando los históricos placeres que sintieron los cristianos después de las Navas de Tolosa, puso en marcha sus sistemas de detección y alerta:

—Aunque no soy ducho en el idioma hispanolatinoamericano, camarada berroqueño, he creído entender que pretende advertir a ese petrolero de lo sucedido y de que estoy vivo. Dígame: ¿hay alguna garantía de que el tipo no contrate a cien asesinos y me los eche encima?

—¡Es verdad! —dijo Remil, dándose un redoble sonoro sobre su angosta y sólida frente— Remil pares de pistolas. ¡Vaya si puede! ¿Cómo lo ha sabido?

—Pongamos que tengo el don de la profecía. —respondió Pepote, exhibiendo, gozoso, un buen puñado de modestia— Creo que es mejor dejar el alma de mister Zoloto en las tinieblas de la ignorancia, a fin de que no pierda un poco más de inocencia. Esa inocencia —matizó— que es uno de los paraísos perdidos.

—¡Ah! —murmuró Remil, ya hipnotizado por la cadenciosa verborrea.

—Propongo, en cambio, que vayamos a Sehsa, ese mágico rincón europeo tan parecido al Banco de España. Un par de firmitas, camarada Emilio, y habrás dado con El Dorado. No tendrás la fuente de la eterna juventud, pero sí la del petróleo eterno. Por cierto: no estaría de más cobrar en dólares de esos que ponen In God We Trust. Confía en Dios todo lo que quieras, pero nunca en la estabilidad de la peseta. Lo enseñan en la EGB, creo.

23

M. Maurice Rabinowitz, ciudadano francés, miembro del Consejo de Europa y eximio jerarca de la escudería Rostchild, había llegado a España en vuelo particular, a tiempo para tomar café.

Por si no se distingue, la M. que antecede a su nombre significaba Monsieur: no todos los que le conocían eran capaces de imaginárselo. La M. aquella era una especie de contradicción entre los términos que se hubiera podido formular así: o se es M, o se es Maurice, pero no ambas cosas a la vez.

Ciertos servicios de información, hechos a husmear, habían comunicado a la superioridad europea una lista de acontecimientos transcendentales: el ciudadano Zoloto se movía por Madrid, como un cocodrilo en la marisma, desde la noche anterior. Y, desde la madrugada, la policía madrileña andaba con la foto de Emilio del Amo, preguntando aquí y acullá.

Mentes menos filosas, hubieran considerado aquello como uno más de los tradicionales episodios nacionales españoles, pero Monsieur Maurice triunfaba en los escenarios económicos por su costumbre de no fiarse de ninguna casualidad. Así que para él, y para otros buitres de su nidada, estuvo claro que aquellos falsos de Sehsa, ante la presencia de Zoloto, se habían decidido a hacer trampas y a capturar al descubridor del petróleo barato.

De poder interrogar al consejo de administración, Rabinowitz estaba seguro de obtener exclusivas respuestas de fidelidad a los pactos. ¿Intentar ellos fabricar petróleo y desestabilizar el complicado mecanismo plutocrático del Mercado Común, la única Europa posible? ¿Ellos? ¡De ningún modo! Y, sin embargo, la policía española no buscaba a Emilio para darle una medalla.

Aquellos locos españoles, tan poco imperiales desde Rocroi, y eliminados de Europa desde que los seres civilizados les impusieron a Felipe V, que no se lavaba para hacer juego con su pueblo, habrían vislumbrado un futuro de esplendor y de hegemonía a través del uso y del abuso de las traicioneras bacterias: pura guerra biológica, prohibida por no se sabía cuántos convenios.

El dinero español, antiguo y nacionalista, había intentado ignorar las advertencias multinacionales europeas. La peseta se parecía a los numantinos, sitiada por el Ecu y por el dólar. Por lo visto, había decidido morir matando.

Aunque Rabinowitz no estaba seguro de la participación del Estado en el proyecto, comprendía, en cambio, que el Estado sería su mejor interlocutor en aquella urgencia:

Desde Barajas, donde fue recibido por algunos de los comisarios europeos dedicados al arte de fisgar, se dirigió a la cita que tenía con un Consejero de Estado para asuntos europeos, y le explicó en detalle los antecedentes y los precedentes. Mala cosa los precedentes.

Cierto —le vino a decir— que, una vez más, un español solitario se ha lanzado por el camino de la ciencia: el submarino, el autogiro, la máquina de ajedrez, el talgo y, ahora, las bacterias. El honor español quedaba a salvo, y los cerebros, criados con valdepeñas y callos, demostraban estar a la altura de los tiempos.

Pero el mundo, si es que el Consejero sabía a qué se refería, era demasiado grande para dejarlo en manos españolas una vez más. España había cumplido descubriendo América y acuchillando a media Europa durante casi tres siglos. Su obligación, desde entonces, era dejar quieta la imaginación e ir celebrando los centenarios.

Como no ignoraría el Consejero, España mantenía con la banca mundial unas emocionantes relaciones que podrían definirse como una deuda superior a los cuarenta mil millones de dólares, y no sólo eso: más de siete mil habían vencido y se renegociaban. Encima, había varios nuevos créditos pendientes de concesión. La banca extranjera podía soltar a la venta los millones de acciones españolas, provocando el mayor crack de la historia nacional. Un crack —detalló, consciente de no hablar con un experto— consiste en millonarios tirándose por las ventanas y en políticos presentando su dimisión y llorando amargamente sobre el nombre de Solchaga.

El Consejero de Estado, ante el paisaje impresionista que le pintaba Maurice Rabinowitz con tan singular maestría, se aclaró la garganta con un buen trago del coñac de invitados. Cualquiera que hubiera sido su proyecto imperialista, jugueteando con la idea del petróleo barato, estaba siendo archivado por vía de urgencia.

M. Maurice, de todas formas, no había hecho más que empezar a explorar la variada gama de consecuencias que podía traer una decisión equivocada en aquel asunto. ¿Qué pasaría si se cerraran de golpe los mercados internacionales a las exportaciones españolas? Sentía curiosidad Rabinowitz. ¿Y si los tours operators dejaran de llenar Mallorca, el Levante, la Costa del Sol y el Museo del Prado? Una interesante experiencia, sin duda. ¿Y si se llevara a cabo un bloqueo como el de Irak o el de Serbia?

Rabinowitz suponía al consejero de Estado demasiado joven para recordarlo, pero Europa ya había bloqueado las mercaderías hacia España, allá por los años cuarenta, y experiencia no le faltaba. Ni petróleo, ni cacahuetes, ni automóviles, ni hojillas de afeitar y relojes entrarían por aquellas hermosas fronteras vigiladas por la guardia civil, causando, así, la desesperación de un público hecho a leer las instrucciones de sus cachivaches en inglés, francés o alemán.

El Consejero necesitó esta vez hacer gárgaras con el coñac antes mencionado. Ya con la boca libre de malos pensamientos y con la garganta predispuesta a tragar cuanto fuera necesario, se desató en cánticos a la interdependencia de los pueblos, invocó ecumenismos fundamentales, y evocó las hermosas frases sobre la soberanía nacional compartida que había oído en el Parlamento Europeo.

—¿Acaso —insistió— no estamos embarcados en el mismo ideal?

—Precisamente. —le confirmó M. Maurice, sacándolo de dudas acerca de los ideales— Hay que dejar que el petróleo fluya por sus pozos naturales. Lo contrario no sería ecológico ni comercial.

Antes de las seis de la tarde M. Maurice Rabinowitz se fue por donde vino, dejando tras sí un perfume de activa modernidad y el vacío de su reconfortante sonrisa. Se llevaba un puro habano y la promesa de que la vecina España, fiel aliado de quien tuviera la sartén por el mango, no fabricaría petróleo de contrabando.

Aún antes de que el francés pisara su avión enmoquetado, el Consejero había explicado la situación a unos cuantos escogidos funcionarios: Sehsa debía cesar in—me—dia—ta—men—te sus operaciones desestabilizadoras y, si lo había, entregar al investigador cuidadosamente maniatado, para que la administración se ocupara de esterilizar aquel peligroso cerebro, quizá obligándole a escuchar todos los discursos parlamentarios.

24

En Sehsa, mientras tanto, cinco atribulados seres, contando a Raúl Remil que no se atribulaba así como así, presenciaban una de las mejores exhibiciones de papeleo de los tiempos modernos. Una batería de consejeros delegados firmaban diferentes resmas, y, acto seguido, permitían que un ilustre notario pasara por ellas su inquisitiva nariz.

Una sección de ordenanzas, en uniforme de gala, transportaban entonces los protocolos hasta las temblorosas manos de Emilio, que hacía su marca en el sitio donde alguien había dibujado, a lápiz, una cruz. Antes, el notario había confirmado al notable auditorio que Emilio era una persona física y que, por si fuera poco el detalle, obraba en nombre propio y con reconocida capacidad.

Remil, escueto, preguntaba por lo bajo quién resultaba ser Emilio al fin y a la postre. ¿Margarit, el resucitado o el otro, que se había despojado de la peluca y de la barba? El, que había demostrado su buena fe no matando a ninguno de los tres, creía merecer una aclaración.

—Verá, camarada de abordaje: podría decirse que hay tres personas, pero un solo Emilio verdadero. Un Emilio cambiante, adaptado a las circunstancias, pero uno solo, que es ése cuya nariz se estremece olfateando cientos de millones. ¿Sabía usted que los antiguos españoles, no hechos a los cajeros automáticos, llamaban «cuentos» a los millones? «Cuentos», probablemente a causa de que no creían en la existencia de tanto dinero junto. España es un tradicional país pobre lleno de hombres ricos.

—Emilio es aquél. —recapacitó Raúl Remil, insensible a la liosa sintaxis— ¿No queda nadie más con peluca?

—Un caballero de su cultura —se escandalizó Pepote no debe ni pensar en cachear a las dos señoritas por si son Emilios disfrazados. A la morenita sólo la cacheo yo, que la vi primero. Y la trigueña tiene reservado el derecho de admisión: he visto al auténtico Emilio relamerse más de una vez, con los ojos prendidos de su... bueno, de ella: no hay por qué descender a los detalles accidentales.

—Chis. —hizo un pelotón de ordenanzas. Ellos se tomaban muy en serio los actos protocolarios : nadie debe cuchichear ni en las catedrales ni en las salas de juntas.

El vero Emilio estaba a pocos centímetros de quedar traspuesto mientras el notario le informaba de que ya se habían firmado los papeles por los que Sehsa le cedía un diez por ciento del capital escriturado. Ahora, como prenda de buena voluntad, Emilio debía poner sobre la mesa el tarro de las bacterias, y toda aquella complicación de las fórmulas, para que un caballero les echara un vistazo y comprobara, puro trámite, que no eran una invención.

—¿Qué caballero? —dijo Emilio, buscando alguno con la inexperta mirada.

—Aquél.

Un tipo gordito y calvo, al que sólo el extremado respeto que por las formas sentían los notarios hacía que se le aplicara la sospecha de caballerosidad, se adelantó, tomó el tarro y las fórmulas y salió de allí. Era un caballero químico.

—No se inquiete: aquí al lado dispone de un moderno microscopio traído ex profeso. Será cuestión de pocos minutos.

Pero los minutos, gárrulos, se entretenían conversando los unos con los otros y empezaron a remolonear y a hacer como que pasaban pero, luego, no. Eran unidades definitivamente partidarias de jugar con los sentimientos de los investigadores.

En esas estaban cuando un ordenanza de alta graduación, portador de varios metros de pasamanería brillante, se deslizó sobre la alfombra, depositándose en silencio al lado del presidente del consejo y poniéndose a carraspear exactamente como le autorizaba el convenio de su sindicato. Su carraspeo, sin embargo, era mucho más cortés y suave que el que usaba Raúl Remil en circunstancias parecidas.

—Unos funcionarios del Estado —dijo crípticamente— desean verle.

—¿Policías? —preguntó el presidente, cuya amplia mentalidad le hacía candidato para recibir visitas policíacas.

—Más. —corto, conciso, el ordenanza.

El presidente agitó en el aire el puro, emblema de su cargo, y pidió que le dejaran a solas con aquellas visitas. No sería oportuno— admitió— que Emilio y el notario fueran vistos infestando aquel honrado consejo. En la habitación de al lado encontrarían revistas, bebidas y tabaco para su solaz, y los consejeros podrían escuchar por el dictáfono las últimas novedades.

Ni que decir tiene que los mensajeros del Estado de derecho traían varios cubos de agua helada para echárselos por el pescuezo al pobre presidente. Este se percató del detalle nada más escucharles por encima las primeras frases subordinadas:

De orden de quien las daba, había que dejar ir aquella extraordinaria idea del monopolio de los petróleos artificiales. Un arcángel europeo, con los bolsillos llenos de flamígeros ecus, había depositado a los pies de la administración una surtida gama de amenazas democráticas, todas ellas casi respetuosas con el Acta de Helsinki sobre la no ingerencia en los asuntos internos de otras naciones.

El presidente, inconscientemente, sacaba rebanadas a su puro a golpe de diente. Con habilidades como éstas, los Presidentes de Consejo de Administración ayudan a su corazón a soportar el riesgo de infarto al mismo tiempo que tonifican los músculos de la quijada.

—Podemos decir que ha muerto y, más tarde, encontrar nuevos yacimientos en Valdeajos, ¿no?

—Nada de nada. Plan fracasado.

El buen capitalista dejó que su mente vagara hacia la habitación de al lado. Su cuerpo astral contempló a Emilio y al notario y, luego, reparó en todos los portadocumentos firmados y en orden. Su cuerpo astral, a pesar de no estarle permitido, sufrió varios estremecimientos peligrosos: lo que nadie podía anular era el contrato firmado ya. Había un demoniaco notario dispuesto a declarar que todo era legal y que la otra parte había pagado lo estipulado:las bacterias.

Sólo cabía convencer al investigador para que devolviera el diez por ciento de Sehsa, apelando a su honestidad y al hecho de que Sehsa no iba a sacar beneficios del cambalache. Había oído decir que ciertos sabios flotan obstinadamente entre las nubes, y sentía vagas pero intensas esperanzas de liar a aquel pobre tipo.

Pero lo que una mente puede pensar, otra lo puede reproducir, y en la próxima habitación un cuerpo nervioso disponía de la mente necesaria. Pepote, como los demás, iba escuchando el diálogo por el dictáfono y sintiendo como propias las contradictorias emociones del presidente.

Con el pico cuidadosamente cerrado, toqueteó el hombro indiferente de Emilio y le fue comunicando, con las mejores señas de su repertorio, que había que salir de allí echando humo.

—¿Eh? —preguntó aquel inocente.

—Tienes pipí. Vamos al lavabo, camarada asno.

—Pero, oye...

Tiró de él decididamente. Un investigador terco es un peligroso elemento natural que se obstina en saber antes de actuar. Imperios han caído por menos de eso, por no saber prever lo que aparecerá entre la basura psicológica de una cabeza enemiga.

Gloria, que era una mujer considerablemente despierta y usaba no menos del diez por ciento de sus facultades en pensar en algo distinto de ella misma, también percibió en la respiración agitada del presidente del consejo un inminente riesgo: acudió pues a tirar de Emilio, que esta vez respondió, dócil, al ronzal. Una mujer decidida se lo llevaría siempre adonde quisiera, por si necesitaba... en fin: por si le apetecía pecar alegremente y sepultarse en la abyección del vicio.

Remil era tan transparente que ni subconsciente tenía. Todo lo suyo era externo y se abarcaba con una sola mirada, lo cual facilitaba la comunicación rápida de ideas simples. Bastó con que Pepote chascara los dedos y moviera la cabeza hacia la puerta para que el chileno comprendiera lo que se esperaba de él.

Cuando por fin abandonaron subrepticiamente la habitación, sólo vigilados por las miradas aristocráticas y despreciativas de los ordenanzas, la voz de uno de los funcionarios sonaba, clara y fuerte, a través del dictáfono:

—Tenemos orden de llevarnos a ese investigador. Conviene explicarle en detalle que esto es un asunto secreto.

—Y agitar su cabeza, pinchada en una pica, ante los funcionarios del Mercado Común, como prenda de buenas intenciones. —dijo el presidente, que encontraba simpática la idea. Después de aquel tratamiento, Emilio no tendría ánimos para reclamar el diez por ciento de las acciones que habían pasado legalmente a su poder.

—Está en la habitación de al lado. —añadió con morbosa complacencia: traicionar a los socios es un placer sólo reservado a los espíritus de amplio espectro, y él poseía uno de los mejores.

Pero los funcionarios llegaron tarde, sólo a tiempo de recibir confusas explicaciones de consejeros y ordenanzas. Emilio, porque tuviera asignado un ángel de la guarda extremadamente diligente o porque venteara el peligro con sus afinados sentidos, había desaparecido con toda discreción. Tan de puntillas había operado, que consejero había dispuesto a jurar que se había desvanecido en el aire. Los ordenanzas, menos dados a las fantasías, le habían visto huir, pero un ordenanza no llama la atención a los accionistas si es que aprecia su empleo.

En cualquier caso, el sino de los investigadores españoles es fatal. Lilith, la luna negra de los astrólogos, gravita sobre ellos y les condena eternamente a gemir víctimas de la escasez de presupuestos, de la vejez del material, de la estupidez de algunos directores nombrados por prebenda, y de la incomprensión de la industria privada y de las masas, siempre dispuestas a apedrearles al grito de ¡que inventen ellos!

En el caso de Emilio, estos males endémicos venían agravados por el hecho de haber descubierto, inocentemente, un método para derribar el orden mundial, trabajosamente establecido con ciento veintitrés guerras justas desde 1945.

Desde la madrugada, no hacía otra cosa que escurrir el bulto poniéndose y quitándose barbas, y sometiendo a su naturaleza, humedecida en alcohol para prevenir el contagio con los microbios, a pruebas que difícilmente soportaría un árbitro de fútbol.

El supuesto caballero bioquímico que había salido a comprobar los datos suministrados por Emilio, eligió aquel momento de sorda decepción para regresar, afirmando que todo era auténtico y que la redoma contenía diminutos seres, achispados con benceno de la mejor calidad.

—Hay que destruirlos. —dijeron los funcionarios, intentando meter mano a la probeta y a los papeles.

El presidente, hombre de increíbles reflejos, fue más rápido y pudo guardarse todo el material en el bolsillo de al lado del corazón: un sentimental con puro.

—Pueden llevarse cuantos investigadores gusten, pero estas bacterias no salen de aquí sin una orden del juez. La ley es la ley.

Así es la historia: una injusta literatura y una propaganda política pecadoramente izquierdista, habían hecho creer que los empresarios no tienen corazón y pasan el tiempo maquinando cómo quitar mejor el pan de la boca de la viuda y del huérfano. Hay que desmentir el infundio: los corazones de aquellos empresarios sufrían viril pero profundamente. Y sus hondas inteligencias, lejos de ocuparse de panes y de bocas de huérfanos, estudiaban cómo quitar a un científico el diez por ciento de las acciones de Sehsa. Quizá sobornando al notario, aunque habían oído hablar muy mal de aquel cuerpo anticuado que se negaba a ir con los tiempos y a decir blanco donde ponía negro. Si Dios quisiera llevarse con él a Emilio...

—Al menos —consoló uno al resto— no hemos aflojado los mil millones.

25

Los cinco fugitivos, al contacto con el aire libre y aromatizado de Madrid, sintieron vivificarse sus facultades mentales. Claro que las únicas facultades que les interesaban en aquellos momentos eran las físicas; cómo exprimir el rendimiento de sus carburadores en la carrera y cómo dotar de la máxima flexibilidad a sus articulaciones.

Tiempo habría para pensar y para estremecerse ante la idea de que les había salido un nuevo perseguidor: la administración. De seguir las cosas así, en cualquier momento hasta los clérigos, con sus mandos naturales al frente, podían lanzarse tras ellos, en defensa, por supuesto, de la civilización occidental y presuntamente cristiana. Tal vez la noche que se aproximaba, poblada de terrores y alimañas, les vería pasto de serenos.

Emilio, víctima de la ley seca desde después de comer, notaba que su cuerpo vigoroso echaba en falta combustibles de alta graduación, oxígeno líquido, por ejemplo, con unas gotitas de cazalla. Pepote atravesaba por las mismas angustias, pero las supo expresar mejor después de parar la carrera:

—¿Por qué os apresuráis, camaradas fugitivos? Cualquier funcionario entrenado para desgarrar la carne y cortar la yugular del elector de una dentellada, pensará que huimos lejos. ¿Por qué no huir cerca y permitir que la lógica quede trastocada a nuestro favor? Veo, en lontananza, una lucecita que brilla en el atardecer, y mi olfato me asegura que se trata de uno de los mejores bebederos de los contornos.

Durante los últimos segundos había estado escuchándose, procedente de Raúl Remil, un sordo rumor que recordaba el traqueteo que acompaña a los terremotos. La venda estaba cayéndole de los ojos y su lúcida mente empezaba a comprender que huía como un conejo. Le gustaría, dijo, saber por qué.

El operaba bajo la impresión de que todos aquellos señorones iban a cubrir de oro a Emilio, fuera quien fuera, y encontraba chocante y sumamente descorazonador alejarse del becerro de papel moneda. No aprobaba la moderna psicología de los hombres de negocios.

Fueron, pues, a tomar unas copitas que aliviaran la pertinaz sequía de gaznate, dejando que los funcionarios del Estado les persiguieran por lugares equivocados. Al amor de los bebedizos, consiguieron explicar a Remil lo que estaba sucediendo, la traición de Sehsa y los intereses creados que luchaban por sepultar en el olvido a las «teresas».

—Eso está bastante feo, ¿no? —preguntó Remil, repleto de ética. Pensaba que el hombre es el lobo del hombre, homo homini lupus y tal, pero no conseguía expresarlo con elegancia.— ¿Qué pasa con la libertad?

Con la libertad, advirtió Emilio, pasaba lo mismo de siempre: permanecía quieta y bien impresa en su página del diccionario y sólo salía de su monacal clausura para ornar discursos y proclamas.

Pepote era el típico héroe que se ponía del lado del más débil, caiga quien caiga, cuando el más débil era él mismo. En aquellas circunstancias no tenía intención de filosofar sobre la libertad o sobre la riqueza: prefería iluminar las mentes de los conciudadanos y conciudadanas reunidos en torno a él:

—Tengo la impresión de que estáis dando demasiada importancia al espíritu, que es libre y se las apaña solo, cuando es el cuerpo el que peligra. Un planteamiento materialista, pero es nuestro cuerpo lo que ciertos semejantes quieren atrapar. ¿De qué sirve que el alma se filtre a través de los barrotes, y vuele por los espacios infinitos, si nuestra pecadora carne se queda atrás, en manos del enemigo?

En su opinión, que en modo alguno era modesta, mientras existieran las «teresas» ellos no hallarían la paz. Pero no bastaba con haberlas abandonado en las dependencias de Sehsa, como no bastaría jurar, por sus respectivos padres, que olvidarían su existencia.

—Los camaradas rusos, esos simpáticos secuestradores, demostraron al principio disponer de una clarividente perspicacia: hay que hacer donación al universo mundo de nuestros misteriosos descubrimientos. Ya sé que Occidente los rechazará, pero cabe la posibilidad de que las naciones tercermundistas, tradicionalmente sin entrañas, usen de ellos para mejorar su calidad de vida y tomar horrible venganza de Wall Street. Tan pronto como esto sea un secreto a voces, nuestros queridos pellejos se encontrarán en una relativa seguridad.

La asamblea, por unanimidad, estuvo a favor de tan inspiradas palabras. Los miembros del Fondo Monetario Internacional se hubieran estremecido oyendo aquella malvada propuesta, pero no se puede pedir a los acosados que piensen en la estabilidad de la bolsa de Nueva York y en la salud del Dow Jones, ganglio nervioso del mundo agusanado.

Los allí reunidos serían una especie de reyes magos repartiendo a los pobres de la tierra combustible barato para hacer andar a sus carros de combate y a sus aviones de caza. El único inconveniente que presentaba el plan estribaba en cómo pasar aquella información a los interesados.

—Sí. —dijo Teresa con placidez, cogiendo la mano de Pepote— A ver si se te ocurre algo, porque no quiero pasar la noche fuera de casa. —no sólo era una mujer práctica, sino que creía firmemente en la omnipotencia de su Pepote.

—Es probable que todos vosotros hayáis oído hablar con cierto sarcasmo de la libertad de expresión. La teoría es que no se les pueden poner rejas a las palabras ni puertas al campo ni techo al cielo. Tal vez os asombre, pero yo creo en la libertad de expresión no menos que en las excelencias de la tinta china.

Aquí Pepote inició una larga reflexión sobre los bienes morales, que no eran lo mismo que el bien moral, salpicando el soliloquio con evocaciones y anécdotas. Emilio, tras hacer unas señas subrepticias, consiguió del inteligente camarero «otra de lo mismo», y Gloria, que ya había entrado en la fase maternal de sus relaciones con el investigador, le quitó el vaso de delante.

—Alguien debió avisarte hace años de que tú también tienes un hígado, como el resto de los mortales.

Esto era, poco más o menos, lo que el romántico Emilio venía soñando desde tiempo atrás: una mujer que le probara su amor apartando el cáliz amargo de sus encallecidos labios. Alguien que le pusiera el ronzal o, mejor, el bocado, e invirtiera su existencia en llevarle por el camino recto sin escatimar la fusta.

Cuando el hombre pasa de los veinticinco y empieza a envejecer, siempre desea una ayuda femenina para librarse de las primitivas pasiones de la adolescencia.

—Un chupito. —dijo, negociando. No quería entregarse con demasiada facilidad a la vorágine del matriarcado.

Pero Gloria, como averiguaría quien aspirase a ser su dueño legal, era una mujer inflexible, de ésas que esperan encarrilar a la humanidad hacia el bien mediante el uso de su férrea voluntad sobre los allegados. Dio una patadita en el suelo:

—Nanay.

Pepote había perdonado la primera interrupción y hasta la segunda: era tolerante con los amigos inicuos cuando el amor les traspasaba. Pero cuando comprendió que el diálogo de enamorados iba a seguir, hizo un alto en el camino y les lanzó una reprobadora mirada:

—Creo haberte dicho, camarada Emilio, que la bella Gloria te dejará el hígado reluciente, pero llenará de amargura y docilidad tus días sobre la tierra. Tú, niña, dale el vaso a Emilio y deja que lo use con esa habilidad que le ha granjeado el respeto y la devoción de cientos de camareros.

—No me da la gana. Que tú no tengas salvación no te autoriza a alcoholizar a pobres muchachos inteligentes.

—Tengo la impresión de que discutes mi autoridad moral.

—La discuto.

—¿No admiras mis proyectos?

—Sé cuales son. Sólo tienes una idea a la vez y, encima, completamente lógica. Pero te recreas adornándola. Seguro que pretendes ir a contarle la historia a algún amiguete periodista.

Pepote se dolió. La incomprensión humana le fastidiaba más cuando resultaba que le comprendían demasiado bien:

—No es un amiguete, es el Famoso Fulano de Tal, una primera pluma que lucha denodadamente contra la corrupción y contra su jefe de redacción. Clavará sus colmillos en las finanzas mundiales lo mismo que tú los clavas en la débil voluntad de este genio de la probeta.

El genio en cuestión, se agitó inquieto y probó a hacerse con el vaso aprovechando la general aceptación.

—¡Alto ahí! —mandó Gloria, que no abandonaba ni por un momento la vigilancia. Luego amplió la información, quejándose del hado:— Esta madrugada nosotras éramos dos chicas sin problemas que dormíamos envueltas en pijamas de seda.

—¿Transparentes? —se interesó Emilio.

—Luego llegasteis vosotros, y no hemos hecho más que correr, escapar y vernos envueltas en mamporros y conspiraciones. Hemos perdido un día de clase y, también, nuestra casa. Todo lo hemos sacrificado a vuestros caprichos sin apenas una queja. Por eso ahora, si yo digo que Emilio no bebe más, no bebe más.

—Esto es muy duro. —murmuró Emilio.

Pepote tenía tres o cuatro cosas hirientes que decir al respecto, empezando por un análisis del tradicional egoísmo materialista que era el estigma de las mujeres desde aquello de la manzana, pero lo dejó correr. El parroquiano de al lado, uno de los últimos fanáticos del transistor, había conectado el servicio informativo horario:

Un locutor, con la voz bien remojada en vaselina, se explicaba en el dialecto oficial de los funcionarios de Radio Nacional: tenía singular interés en prevenir a la ciudadanada sobre las andanzas de un peligroso tipo que podía estar usando una peluca de atrezzo para mejor aterrorizar a las masas.

Según el redicho locutor, el peligroso maleante podía rondar por el noreste de la ciudad, localizando exteriores para sus nuevas tropelías. Un ciudadano consciente no vacilaría en avisar a la policía nada más echarle la vista encima, con lo que ahorraría litros de sangre derramada y sufrimientos al cuerpo social.

—Se trata de Emilio del Amo, un investigador que ha perdido el oremus y huye de la justicia con los bolsillos repletos de sofisticado y caro material. Puede vagar en compañía de un tipo grande con acento argentino y de otro, más delgado, aficionado a parlotear incesantemente.

—¿Quién será ese argentino? —preguntó Remil.

—Eso le demuestra, camarada, lo poco que hay que confiar en las noticias de la radio. ¿Quién ha visto a un argentino malcarado por las cercanías, eh? En cuanto al que parlotea, no consigo hacerme una idea de quién podrá ser. Es posible que hayan leído un trozo de una noticia y otro de la siguiente.

—Donde no hay duda —gruñó el investigador— es sobre el viejo tópico del científico loco. En cuanto nos movamos, seremos trincados severamente por funcionarios del Cuerpo General de Policía. —y todo aquello le iba a suceder con los depósitos apurando ya la reserva.

—O por policías nacionales. —dijo Teresa, explorando las posibilidades lógicas de la inminente detención.

Pepote, que se había sumergido en las profundidades de la cosa que los españoles usan como alma, y que tenía una ilimitada confianza en la inconsciencia de sus compatriotas, emitió la rara doctrina de que ahora corrían menos peligro que unos minutos antes.

—Tal vez me llaméis temerario, pero es el momento de uno de mis interesantes experimentos sociales.

Se puso en pié y se aproximó al vecino ciudadano transistorizado, reclamando su atención con repetidos golpecitos en su pescuezo. Cuando el otro salió de su ensimismamiento, el impresor rápido le señaló la mesa de sus amigos:

—Ahí están Emilio del Amo y el argentino.

El ciudadano era un ejemplo típico de elector en estado puro: sus oídos, dotados de tímpanos y huesecillos minúsculos, funcionaban a la perfección, pero su interés por el mundo que le rodeaba era, como mínimo, algo tibio.

—¿Y qué? —respondió.— Oiga: ¿usted me conoce de algo?

—¿Quiere usted decir, camarada parroquiano, que no ha oído hablar de Emilio, el científico loco, ni del argentino que le acompaña en sus correrías?

—No voy al cine, yo. Y, además...

—Es teatro. Son gente de la farándula. Al verle con ese rostro sensible y resplandeciente de cultura, me dije que tal vez quisiera obtener un autógrafo gratis de quienes llenan tarde y noche el teatro Rocambole.

—Usted está loco, ¿verdad que sí?

—Sólo temporalmente y en acto de servicio. —le tranquilizó Pepote, regresando satisfecho a su mesa, donde el resto de la tropa había observado, con el alma en un puño.

—Cuanta más información inunda el éter —les explicó— menos oídos la captan. Se trata de una ley física todavía mal estudiada, pero del todo universal. Los españoles se dividen en dos: los que no ven lo que hay y los que ven lo que no hay. El Sociólogo Domínguez, hace meses, intentó clasificarnos entre los que no creemos en lo que vemos y los que creemos en lo que no vemos, pero mi formulación es más exacta.

Podía decirse que el alma de aquellos atribulados seres se debatía entre el ser y la nada, acosados por los clásicos depredadores de los espíritus puros —el miedo y la angustia— y por la malicia de Pepote, que jugaba con sus emociones al tiempo que taponaba sus oídos.

—Haz lo que tengas que hacer, pero no hables con desconocidos, por favor. —le urgió Emilio después de consultar su reloj y despedirse con la vista de aquel vaso prohibido.— ¿Hemos de ir a ver a ese periodista? Pues adelante.

—Mi viejo amigo Fulano de Tal, que se firma Ramón para no llamar la atención con su nombre verdadero. Nos escuchará con reverencia, se indignará, requerirá la lanza y embrazará la adarga antigua para cargar contra los buñuelos de viento.

—Molinos, ¿no?

—Eran molinos a principios del siglo diecisiete. Ahora son buñuelos y honi soit qui mal y pense. Fulano de Tal, como los cosacos de Katiuska. sólo teme que le parta un rayo.

26

Fulano de Tal se llamaba, en efecto, Ramón, pero había sido rebautizado así en homenaje a un cierto libro de Alvaro de Laiglesia, con el que guardaba ciertas concomitancias de estilo y extensión. Era hombre dialéctico que rumiaba sus penas en el interior de un edificio de la calle de San Romualdo, tratando inútilmente de distinguir entre el espejismo y la grosera realidad: éste es el trabajo que más cuesta a los periodistas que se alimentan de papel y beben espesa tinta, dieta que dificulta el riego cerebral.

Fulano de Tal, a pesar de cargar con doce años de profesión periodística, todavía conservaba algunas trazas de humanidad. El espíritu, que todo lo puede, aún alentaba en su pecho, de manera que rindió los viejos cultos a la amistad y soportó como un hombre las explicaciones que Pepote le suministró en la intimidad de su despacho.

Cuando llegó al punto de la traición del Presidente de Sehsa, Fulano de Tal se estremeció perceptiblemente: algo en aquella historia le recordaba un episodio con un accionista mal domesticado que exigió varias veces su cabellera por haber mencionado a una de sus empresas en relación con una quiebra fraudulenta.

—Es —dijo— una aventura preciosa. Debieras escribirla para el teatro, sin olvidar acotar que ese presidente ha de tener las cejas puntiagudas y los colmillos amarillentos para que el público descubra con facilidad su carácter atrabiliario.

—Me temo, camarada plumífero, que se te están escapando un par de puntos fundamentales: ¿qué ha sido de aquel antiguo olfato del que te valías para descubrir a los cobradores? Tal vez te haga daño trabajar siempre con luz artificial. Los conos y los bastoncillos del ojo, al descolocarse, causan lamentables errores de bulto.

—No querrás que lo escribamos en colaboración, ¿verdad? Yo ahora tengo muy poco tiempo, pues el negrero me exige la invención diaria de, al menos, cuatro noticias.

Emilio, siempre precavido con la libertad de expresión, miraba a Fulano de Tal y se decía que no podía ser tan tonto: sólo los directores con acciones de la empresa tienen derecho a lucir la tontería absoluta.

—No sé si he mencionado que la vida de cinco personas sanas y con buena dentadura depende de que dejen de ser las únicas depositarias de este tenebroso secreto. Si tu periódico edita cien mil copias de las fórmulas magistrales del camarada Emilio, cabe dentro de lo posible que algún lector las lea. Puedo asegurarte que pondré tu nombre al primero de mis hijos: Fulano Ramón o Ramón Fulano. Tú eliges.

El periodista, a lo largo de su vida profesional, había redactado esquelas, natalicios y hasta horóscopos, pero jamás se las había visto con fórmulas químicas que incluían moléculas hexagonales con carbono de triple valencia. Aún así, un sexto sentido le advertía de que las moléculas hexagonales daban muy poco juego literario.

Las visitas, al oir las explicaciones, se arrellanaron más cómodamente en sus asientos. Habían calculado que aquella sería una corta campaña; que Fulano de Tal simpatizaría enseguida con su causa, adoptándola con alegría, y que no les saldría con objeciones de estilo. Ahora, en cambio, comprendían que la lucha sería larga y despiadada hasta conseguir forzarle a tomar la pluma.

—Si no te ves capaz de forjar una historia chispeante a partir del benceno y de las peripecias de un investigador español enemigo de las basuras, bastará con que publiques un recuadro bajo la advocación de «Método Fetén para Producir Petróleo». El camarada Emilio posee un singular talento para resumir los misterios de la naturaleza, y meterá lo necesario en cuarenta líneas.

¿Y qué diría el director? El periodista ya le oía preguntarle: ¿Dónde está el interés humano de esta bazofia? ¿En la facultad sólo le enseñaron a escribir cehaches con un seis debajo y a dibujar hexágonos? ¿Nadie le advirtió de que un buen artículo, como una mujer, ha de tener trama, nudo y desenlace?

Fulano de Tal había pasado por trances semejantes una vez que se le ocurrió publicar los números de la lotería sin añadirles ni emoción ni intriga. Los números desnudos; tal cual; fríos y aburridos. Pero, ¿a qué engañarse? ¿Y si la historia de Pepote era verdad?

—¿Por quién me tomas, camarada? Es verdad toda ella. Bajo terribles amenazas no permiten que España fabrique petróleo barato, porque eso invertiría cierto complicado orden económico. En tales circunstancias, el bajón de las bolsas de Octubre del 87 y de Enero del 88 sería un simple juego de niños. Quizá la Tercera Guerra Mundial, así, pronunciado con mayúsculas.

Pues lo malo era precisamente eso, que sonaba a jugarreta habitual de ciertas tribus financieras, muy capaces de cargarse el periódico y esparcir los restos del cuerpo de redacción por la prensa de provincias, condenándoles a un destino varios palmos peor que la muerte.

Pero, antes, era casi seguro que Ramón sería crucificado en la azotea, entre dos linotipistas que se la estaban buscando por sindicalistas. La gente se toma a broma eso de que el periodismo es una de las profesiones más peligrosas del mundo, porque nunca se ha visto perseguida por un director armado con tijeras y con tipómetro metálico.

—También son peligrosos los tubos que van en el interior de los tambores de papel continuo. —añadió, reflexivo.— He visto a un redactor deportivo perder una oreja después de ser atacado con uno de ellos.

Hubo un silencio espeso que aprovecharon unos y otros para meditar sobre la ley del más fuerte, gran rectora de la vida moderna.

—Casi me haces creer que dudas en publicar esa noticia.—dijo, al cabo, Pepote, que no era hombre de conformarse con la primera negativa— Me acuerdo cuando un tipejo, lector del Ya, me preguntó si era cierto que habías perdido tu espíritu aventurero. Me lo tuvieron que quitar de las manos, pero dudo que los médicos llegaran a salvarle. ¿Fulano de Tal desbordado por las circunstancias? —dije— Yo le he visto atacar a un presidente de club de fútbol sólo protegido por un bolígrafo, y también he sido testigo de cómo preguntó a un concejal cuánto ganaba «en realidad».

Ramón bajó la cabeza, avergonzado. En sus años mozos, cuando la sangre le hervía con sólo aproximarle una cerilla, había sido una especie de Capitán Trueno. Pero, entre el colesterol y el reloj para fichar a la entrada, a partir de los treinta el músculo se debilita y va convirtiéndose en manteca. La carne se vuelve timorata y tiembla como una hoja en otoño. Los riñones y otras glándulas degeneran, víctimas de la pereza, y, al contemplar cualquier ideal, bajo él aparecen, grabados al fuego, los números cabalísticos de la nómina.

—Eran otros tiempos. Yo tenía el cuerpo endurecido por los porrazos de los guardias en la universidad. ¡Qué tipos entrañables! Cuidaban de nuestra forma física con pericia y entrega. Pero ahora hace ya año y medio que nadie me ha dado un palo y he tenido tiempo para descubrir lo bien que se vive sin cardenales, y hasta me gusta la sonrisa de los empleados de banco que descubren en mí a un alma gemela. Lo que daría por tener cuatro dedos más de barriga para que todos comprendieran que me he vuelto un tipo de confianza.

A pesar de que Pepote era tan inasequible al desaliento como a las ideas de Fedor Dostoyevski, tuvo que confesar que había encontrado un hueso duro de roer. Su mente vagabunda, agazapada por detrás de los ojos, rodó por la habitación en busca de inspiración: ni Emilio ni las chicas se la ofrecían, pero Raúl Remil, con su sólida y tosca apariencia, le dio una idea digna de ser ensayada:

—Ese señor fuerte y silencioso, que es el ornato de tu despacho, sólo en siete u ocho horas ha puesto en fuga a varios ejecutivos, ha perseguido a un investigador hasta obligarle a refugiarse en un archivador, ha derribado como bolos a dos agentes soviéticos y se ha cargado a tres árabes, enardecidos por sus lecturas del Corán y por la posesión de negras armas automáticas.

Fulano de Tal revistó al chileno y se mostró dispuesto a creer en las proezas que se le atribuían. En su opinión, aquel tipo podía dar mucho de sí. No obstante...

—Es inútil. —dijo— Me da más miedo aún el jefe de redacción. Tú no le has visto cuando avanza por el pasillo mientras la espuma se desliza por su mandíbula y sus ojos brillan con el fuego del infierno. A veces creo que hasta el director siente un poco de respeto por él, y el director mastica vidrios por el placer de volver a sentir en su boca el gusto de la sangre.

—Tal como lo pintas, camarada... —se desfondó Pepote— Pero piensa que la radio ha pregonado nuestros nombres: acusan a Emilio de científico, a Raúl de argentino y, sobre mí, han puesto en marcha un rumor que tiene que ver con esta extraordinaria capacidad verbal mía.

Apelaba a la experiencia de aquel hombre que sabía más por periodista que por diablo. El había visto enjuagues y trapisondas en todos los rincones de la ciudad, y tenía que saber lo que acostumbran a hacer los científicos y los impresores rápidos cuando les acosan fuerzas muy superiores en número.

Por ejemplo, ¿qué naciones no tenían tratado de extradición con el Mercado Común? ¿Quién era el mejor y más rápido cirujano plástico de Madrid? ¿Qué compañía de seguros daba el funeral más lujoso por menos dinero?

Conocimientos así pueden ser de extraordinaria utilidad para tener éxito en la vida. Si, además, Fulano de Tal sabía qué manejos son necesarios para desprenderse de los policías que van agarrados al faldón de uno, para hacer perder el husmillo a las multinacionales, para volver dóciles a los cosacos de la ex—KGB y para esquivar las tarascadas de los robustos beduinos, la causa se lo agradecería y los cinco desamparados encargarían una tanda de rogativas por la salvación de su alma: un delicado regalo.

—Mucho pedís. Hay conocimientos restringidos que hace falta ser jefe de sección para comprender en su estremecedora crudeza. De todas formas, yo he oído decir que el poder político tiene ciertas influencias todavía en España. Puede ser un rumor, pero también puede ser cierto.

¡Era verdad! España, a pesar de Maastricht, tenía todavía cantidad de representantes del pueblo y sólo Dios sabía cuántas instituciones democráticas, puras y transparentes, por las que circulaban en libertad luces y taquígrafos como si nada. En su precipitación, todos habían olvidado que existían leyes, cada una con su correspondiente paladín, y gentes públicas repletas de un casto amor a la urna.

—Dinos uno que sea fetén, que tenga buena mano para esto de las persecuciones injustificadas y los raptos.

Aquello era difícil. Rodríguez había librado de su destino fatal a un vendedor ambulante de lotería. Gómez consiguió un indulto para cierto distraído que se retrasó un día en el pago de una letra. Martínez hizo que la grúa devolviera un coche en el corto plazo de cinco días. López, que era un duro, había paralizado durante veinticuatro horas un embargo por deudas, y Alvarez, canela en rama, había evitado que se expropiara un viejo café para instalar en él una hamburguesería.

—Mi padre es muy amigo de Alvarez. —dijo entonces Gloria, que nunca había presumido de ser una chica bien ni de codearse con las altas esferas— De niña yo le llamaba Tío Alvarez y él solía darme mil pesetas para comprarme caramelos y chicle.

La esperanza floreció aquí y allá, un poco por todos los pechos. Tío Alvarez muy probablemente quisiera salvar a su sobrina artificial. Ya se lo imaginaban empuñando la fusta y echando a los mercaderes del petróleo del templo de la Democracia, al grito de «Mi sobrina adoptiva es pueblo, vade retro, vade retro.»

Bienaventurados los inocentes que habían votado, una vez más, a Tío Alvarez, aquel coloso que cortaba el paso a las hamburgueserías y que, seguramente, había mecido en sus rodillas a la bella Gloria, a sabiendas de que se convertiría en una peligrosa mujer mandona que robaría el corazón a investigadores pobres de solemnidad.

—Pero, ¿de verdad estáis dispuestos a acabar con la civilización occidental?

—O ella, o nosotros. —respondieron, llenos hasta los bordes de razón.— Una civilización que ha inventado la letra de cambio, el silencio administrativo y el pollo de granja, no merece que se la trate con guante blanco.

—Pero mejor sería, camarada Fulano, que la civilización occidental nos dejara en paz. De acuerdo: admitimos que pecamos de cándidos al pretender popularizar un método para librar a la humanidad de sus basuras, sin pensar en la estabilidad del dólar que, por lo que se ve, depende de ellas. Hemos aprendido la lección. ¿No podrías, siquiera, publicar que los aquí reunidos nos hemos dado un golpe con el coche que nos ha dejado amnésicos o, mejor, lelos?

—Amnésicos para los próximos doscientos años. —puntualizó Emilio, citando luego un titular ideal:— «Emilio del Amo, famoso investigador, descerebrado por un volkswagen.»

—Camarada Pepote —respondió Fulano de Tal, devolviéndole el tratamiento— Tú estás bajo la falsa impresión de que los magnates leen las noticias. Siento ser yo quien haga caer las escamas de tus ojos, pero los magnates hacen las noticias en vez de leerlas. No serviría de nada.

Con la mente puesta en Tío Alvarez, su particular clavo ardiendo, aquellos cinco seres abandonaron el periódico. No entonaban cánticos a los medios de comunicación ni recitaban versos sobre la libertad de expresión, pero todavía contaban con aladas esperanzas.

Fuera, la noche había caído, desplegando metódicamente su séquito de estrellas para que nadie se llamara a engaño. El cogollo de Madrid, lejos de donde se hallaban los fugitivos, resplandecía con el auxilio de los anuncios luminosos. Más de cuatro millones de españoles, y una variada representación de todas las nacionalidades extranjeras, encerrados entre los edificios y el asfalto, daban por concluida su jornada y, en lugar de meditar sobre los misterios de la existencia, caían en la contemplación de los televisores.

—¡Qué solos estamos! —murmuró Gloria mientras se estremecía.

27

El Diputado Alvarez se llevó una gran alegría al volver a ver a su sobrina adoptiva. Era un viejo luchador que, de tanto en tanto, dejaba oir su grito de guerra entre los escaños del Congreso; uno de esos hombres honestos que siempre andan diciendo la verdad a sus semejantes, sin preguntarse si sus semejantes quieren oirla o no.

Era alto, canoso y corpulento. En torno a sus labios, el tiempo y la voluntad habían grabado una expresión sólo reservada a los perros de presa; una expresión resuelta que era utilísima a la hora de defender proyectos de ley: El Diputado Alvarez subía a la tribuna con su fajo de papeles y explicaba lo bueno que era el proyecto que defendía; miraba luego fijamente al hemiciclo y le preguntaba, desafiante:

—¿Pasa algo?

Hacía falta mucho valor para levantarse y decir que sí, que algo pasaba, porque a Alvarez no le importaba referirse a la vida privada de sus señorías, consciente de que todos tenían vida privada, en efecto. Además, le gustaba salirse con la suya de cualquier forma y, para conseguirlo, era capaz de recurrir a las peores triquiñuelas. ¡Toda una potencia dialéctica!

Este era el tipo que les apretujó las manos, taladrándoles con la mirada, y les condujo hacia una sala. Las visitas, inconscientemente, se mantenían ante él en posición de firmes y se sentían impelidas a pedir permiso hasta para pestañear.

—¡Siéntense! —ordenó.

El pelotón obedeció por tiempos, como si llevaran años haciendo instrucción bajo sus órdenes. Tío Alvarez, todavía en pie, se tomó sus buenos cinco minutos para observar en detalle cada una de las caras.

Presumía de tener sólidos conocimientos psicológicos: un simple mentón le hablaba del alma que se parapetaba detrás. De una ceja sacaba determinadas consecuencias espirituales, y del lóbulo de la oreja deducía si su dueño podía o no manejar grandes sumas de dinero sin experimentar peligrosas sensaciones.

De los tres sujetos machos sometidos a observación, el A y el B pertenecían al tipo dolicocéfalo, mientras que el C era un claro ejemplo de braquicefalia.

El A, por su rostro rectangular y por sus manos anchas, era un extrovertido impenitente; semiatlético; quizá un hombre de acción. El B era introvertido, pero no demasiado y, desde luego, con escasa voluntad y muy deficiente capacidad de concentración. El C, construido en una escala superior, era de muy difícil clasificación, pero todo en él hacía intuir al hombre dueño de un alma parecida a la sabana africana.

—Ajá. —dijo Tío Alvarez cuando hubo concluido la revista. Decir ajá siempre le servía para infundir temor entre sus invitados.— Ya puedes ir soltando a qué has venido, Gloria.

Partía de la hipótesis, contrastada con la realidad, de que la gente no acude a ver a un político guiada por el amor, sino en busca de influencias. Aquella era, precisamente, la parte divertida de la profesión, porque le contaban historias increíbles, derrochando fantasía. El decía luego ajá un par de veces y preguntaba, muy seriamente, si tenía cara de tonto. En un noventa y siete por cien de las ocasiones le decían que no, lo que era agradable. El otro tres por cien lo pensaba un rato.

—Tío Alvarez: estamos metidos en un lío muy gordo.

—¡Ajá! —le confirmaban sus sospechas y eso le proporcionaba placer intelectual.— ¿Líos, eh?

Y se puso a mirar fijamente a Pepote. Si había allí una cara de buscalíos y metomentodo, era la de aquel tipo: la psicología es una ciencia exacta en manos de un diputado.

Gloria, sin aguardar la venia, se puso a contar el intrincado asunto: el asalto al piso de Emilio; la invasión de la casa de Pepote; el repliegue al domicilio que compartían Teresa y ella. El viejo luchador hacía pequeños comentarios para empaparse mejor del relato:

—¿Dices que este estaba borracho?

—Gloriosamente.

Tío Alvarez chascaba la lengua. Los borrachos, aunque amparados por la Constitución, no contaban con sus simpatías.

—¿Dices que esas bacterias son grampositivas a la tinción?

—Eso mismo. Hazte una idea.

Tío Alvarez volvía a chascar la lengua: un borracho que malmetía con bacterias le parecía aún menos recomendable.

—¿Dices que se disfrazó de travestí?

—Se disfrazó de mujer, pero parecía un travestí feo.

La lengua de aquel viejo no paraba de subir y de bajar, mientras su mente, ya algo afectada por la arteriosclerosis de la edad, empezaba a confundir a unos con otros:

—¿Zoloto es ese grandote de ahí?

—Ese es el chileno.

—¿Y dónde está el moro?

—En mi piso, a lo mejor.

—No es nada recomendable juntarse con moros, Gloria. Si tu padre llega a enterarse, tendrá algo que decir.

Hubo que descontar parte de la historia y empezar de nuevo desde otro lugar más accesible. Por un lado, Tío Alvarez, están los buenos y, por el otro, los malos. Los malos no se hallaban presentes en la habitación, si es que la información le servía para orientarse.

—¿Dices que éstos son los buenos? —preguntó, incrédulo

—Y, encima, piden justicia, tío.

Nuevo chasquido de lengua: hacer justicia le gustaba. Alvarez, el justiciero, gritaban los de la oposición al verle avanzar en linea recta por los pasillos. Los hombres rectos deben efectuar desplazamientos rectos y embestir sólo hacia adelante.

Ya interesado, soportó con entereza el relato de todo aquel vaivén de gente que se perseguía una a otra y hablaba de miles de millones como de cromos.

—¿Y este le puso una inyección venenosa a aquel?

—Pero no era de verdad.

—¿Y aquel le salvó del moro que le estrangulaba?

—Sólo por motivos humanitarios.

—¿Y, mientras, el investigador estaba borracho?

Emilio no disfrutaba de la conversación. Notaba cierta enemiga en el político.

—A ver, a ver, que me entere bien: ¿Antes de salir de Sehsa este joven había firmado los papeles?

—Eso mismo, tío.

—¿Ante notario y a cambio de esas condenadas bacterias?

—Precisamente.

—Querido amigo: es usted dueño del diez por ciento de una de las empresas mayores de España. —la enemiga parecía haberse evaporado. A veces los viejos son víctimas de súbitos cambios de humor.

—Eso mismo creo yo, camarada Diputado... —empezó Pepote.

Tío Alvarez le echó encima una de sus miradas entrenadas para matar:

—¿Este es el que tuvo la mala idea de falsificar la revista?

Pepote enmudeció. Tenía muchas cosas qué decir, pero no pensaba contribuir a la ilustración humanística de aquel mal educado.

Mientras, la noticia de la súbita riqueza de Emilio había alterado los puntos de vista de Alvarez, que necesitó contemplar los sucesos bajo aquella nueva óptica, así que hubo que volver a contarlo todo.

—¡Qué canallas, los rusos! —decía de tanto en tanto— ¡Qué canallas, los de Sehsa! ¡Qué canallas, los moros!

En aquella tercera revisión se estaba encontrando con un montón de canallas que se le habían pasado desapercibidos en las anteriores ediciones de la historia.

—Bien, bien, bien.—dijo cuando estuvo enterado de todo— ¡Ajá, ajá! No sé si saben que hace poco conseguí evitar que se abriera una hamburguesería. Hasta me llamó el embajador norteamericano, insinuando que yo estaba en contra del mundo libre, pero no le sirvió de nada. Le desarmé al explicarle que en las cocinas del ejército español a las hamburguesas se las llamaba «filete Bismark». El Canciller de Hierro no gusta a los norteamericanos: creen que era un entusiasta ministro de Hitler.

Se notaba que el anciano estaba orgulloso de sus hazañas.

—Muy pocos seres humanos pueden ufanarse de haber vencido a una cadena de hamburgueserías, Camarada Alvarez. —le alabó Pepote descaradamente. Había decidido congraciarse con un hombre tan poderoso como aquel.

—¿Verdad?

—Probablemente nadie ha conseguido otro tanto en España.

—Seguro que no. —concedió Tío Alvarez, modesto.

—Ni a lo largo y a lo ancho del Mercado Común. ¿Ha mirado en el Guiness por si han incluido el récord?

—¿Cree usted? Bueno: no importa. Lo grave es que no podemos dejar que desaparezcan las entrañables mesas de mármol sobre las que se han escrito cientos de poemas y de constituciones.

—Sería lastimoso, mi diputado. —concedió Pepote— Lo que no me explico es cómo, con esa voluntad de acero, no le han hecho ministro. Seguramente, después de la próxima crisis, pensarán en usted.

—¿Quién sabe? ¿Quién sabe? —Tío Alvarez salió, por fin, de la contemplación del glorioso futuro que le aguardaba, y continuó con su discurso:— Les he contado el episodio de la hamburguesería para que se hagan una idea de mi temperamento.

Emilio le aseguró que su temperamento había quedado perfectamente claro para los allí reunidos: una especie de aleación de acero y titanio, posiblemente antimagnético, inox. y waterproof., como los buenos relojes suizos.

—Este asunto, señor investigador, tiene que ver con la soberanía nacional. Es hora de plantear, de una vez por todas, si somos o no soberanos.

—Planteémoslo. —le azuzó Pepote— Miles de patriotas le seguirán, camarada diputado. Aguardarán, ansiosos, el momento de llevar a las urnas su voto favorable. Tal vez usted haga que nos saquemos las espinaa de Cavite y de Maastricht.

—Presentaré una pregunta al gobierno —dijo el anciano, lleno de resolución y con la luz del ideal brillando en sus ojos.— La redactaré mañana o pasado, y la próxima semana, o la siguiente tal vez, la entregaré a la mesa.

Se le veía convencido de que, con aquella terribilísima medida, las potencias occidentales sufrirían lo indecible.

—Pero eso no será todo: le diré cuatro cositas al subsecretario de energía y escribiré un mordiente artículo en El País.

De repente el ambiente se había enfriado. Aquella corriente de creciente simpatía que había unido al diputado con sus visitas, se había quebrado. Corría entre los más jóvenes la opinión de que, para aquel viaje, habían llevado demasiadas alforjas. Su sangre fogosa les había incitado a desear soluciones inmediatas y, quizá, más contundentes.

No muy al tanto de los ritualizados combates políticos, habían imaginado a Tío Alvarez llamando a una compañía de la Reserva General y dándole ordenes de no más de tres palabras: vayan por ellos, detengan a todos, limpien la zona, y cosas por el estilo.

Descubrir que los diputados no eran todopoderosos les producía angustia vital y otra larga serie de emotivas reacciones psicológicas. Gloria, que era la portavoz, expresó las quejas de la concurrencia:

—¿Y no podrías hacer algo por teléfono ahora mismo? Algo provisional, pero que nos permitiera regresar a dormir a casa esta misma noche, sin temer encontrar los rincones llenos de moros, de rusos y de funcionarios.

—¡Hum! —dijo Tío Alvarez. Comprendía las motivaciones de la muchacha. También él, en su juventud, había sido partidario de las soluciones rápidas: besar a las chicas en la primera cita, aprobar en Julio todas las asignaturas y gastar su asignación antes del día cinco.

A pesar de su expresión de perro de presa, el diputado guardaba en su interior no menos de cinco centímetros cúbicos de simpatía, así que los usó en simpatizar con aquella gente y se dispuso a llamar.

Su oratoria perdía por teléfono, al no poder impresionar a los adversarios con su expresión agresiva. Era consciente de ello, pero no podía dejar que los desamparados salieran de su casa pensando cosas sarcásticas de la democracia.

Agarró el aparato y marcó un número y, luego, otro, y otro. Por fin consiguió hablar con alguien y le expuso en cuatro palabras la situación.

—Estoy enterado. —le dijo su interlocutor.— Esto es mucho más grave de lo que parece.

Aquí, hizo un resumen para Alvarez de las advertencias que Rabinowitz había formulado con su agradable acento francés. Cada nuevo detalle rebajaba un punto la poderosa tensión arterial del Diputado Alvarez, que acabó tan manso y tranquilo como quería su cardiólogo.

Hay momentos, se dijo, en que hacerle justicia a un investigador puede ser tremendamente injusto para la nación. Para justificarse, la cabeza se le llenó de conceptos como solidaridad, interés de la mayoría y otros tópicos de discurso.

—¿Tienes a ese tipo ahí, en tu casa, Alvarez?

—Sí. —dijo, mirando tristemente al interesado. Estaba vendiendo a un hombre acogido a su hospitalidad

—Háblale mientras llegamos. No se le hará daño alguno, pero interesa que no pueda hablar con nadie y ponernos en un compromiso.

—Bien, bien, bien. —dijo al colgar el teléfono.— Ajá. Hum.

Con esto agotó el repertorio de prólogos y se vio obligado a entrar en materia:

—Hijo: esto es mucho más grave de lo que parece a simple vista. Es un problema continental. Quizá planetario. El mundo, ya sabes. No debes hablar con nadie de tu descubrimiento.

—¡Vaya! —dijo Pepote, levantando las orejas como los caballos a punto de tomar un obstáculo. Todo el mundo sabía que él no había nacido ayer ni anteayer, y que la última vez que se cayó de un guindo contaba siete años.— ¿Le han hablado de los intereses supremos de La Patria, camarada Tío ?

—¿Eh? Hum... Sí. A veces los protagonistas de los sucesos no pueden ver todos los ángulos del problema No obstante, estoy en condiciones de asegurar que... En fin, no sé si puedo aseguraros algo, pero...

—Camarada Emilio: Tío Alvarez no sabe cómo decirte que cientos de coches vienen hacia aquí desarrollando un gran clamor de sirenas.

El camarada Emilio saltó del sofá como un ciervo acosado, rozando con la cuerna la lámpara del techo. Investigar en Madrid no sólo es sufrir, sino adquirir una extraordinaria preparación atlética.

—¡Tío Alvarez! —le recriminó Gloria, dolida— Confiábamos en ti.

—También yo. —dijo el interesado— Pero es que esto es muy gordo.

Aquí se interrumpió: los tardos reflejos de Raúl Remil habían acabado por entrar en acción y sujetaba al diputado por su cuello más o menos constitucional, mientras su puño derecho amenazaba amplias extensiones del parlamentario rostro:

—Remil pares de congresistas tartamudos. —decía para caldear el ambiente— ¿Le sacudo?

—¡No! —ordenó Emilio, interrumpiendo su cabalgada hacia la puerta— Es mejor seguir siendo injustamente perseguidos. Una cara de diputado no vale lo que nuestra conciencia limpia

—Eso te honra, Emilio. —le admiró Gloria.

—Sí, pero no me hace correr más. —dijo el científico, demostrándolo.

Cuando los servidores del orden constituido y legal llegaron, sólo hallaron al viejo luchador. Alvarez, a solas con un puro, trataba de sacar alguna lección moral del episodio. Puesto que él había obrado éticamente, fiel a sus juramentos, el fallo había estado en no cerrar con llave la puerta de escape. Un error de novato que no volvería a cometer.

28

Mister Richard Zoloto tenía nubes de tormenta sobre la selva de sus cejas. El calor de la ira había ido evaporando los sudores de su frente hasta formar aquellos cúmulos tempestuosos que podían descargar el rayo de un momento a otro.

Todo se debía a la tardanza de Remil. Había salido en busca de simples pruebas que demostrasen el tránsito de Emilio a una vida mejor, cuestión de una hora todo lo más, y llevaba cuatro ausente. Zoloto, que exploraba todas las posibilidades, empezaba a pensar que algo en aquel plan se había malogrado.

La policía podía haber descubierto a Raúl junto al cadáver. Y Raúl, sometido al tercer grado, quizá estaba confesando en aquellos momentos el nombre de su patrón y los motivos que tenía para desear la muerte de un investigador español de penúltima fila.

Sería terrible acabar en la cárcel, lejos de sus dólares y de su Patria. Había oído decir que las cárceles mejicanas eran terribles, no sólo con piojos, sino llenas de pelaos tocando la guitarra y cantando corridos. Pocas celdas disponían de baño con agua caliente, y casi ninguna tenía aire acondicionado.

También cabía la posibilidad de que Raúl hubiera sido tentado por el oro de cualquier otro competidor o que, recapacitando de un modo inusual, decidiera instalarse por su cuenta... Las posibilidades, como el número de los tontos, eran infinitas, pero todas desagradables.

Pero Zoloto tenía un prestigio que mantener: era el mejor de los defensores del mundo occidental y libre. Sólo por eso no había saltado al avión de regreso a Dallas, Tejas. Sólo por eso estaba aún en el Ritz, devanándose los sesos y paseándose por el hermoso hall, consciente de que se carcomía el corazón y acortaba en años la normal duración de su intensa vida.

Por fin llegó Remil, seguido por un tipo peludo que debía ser de su banda. Cargaba con su cámara fotográfica y con una sonrisa apacible que todavía enfadó más a Zoloto. Las tormentosas nubes descargaron, por fin, rayos sobre la espesura de las cejas y, sólo a costa de hacerse un nudo en el cuello, evitó que un torrente de malas palabras en yidish escandalizara a los distinguidos huéspedes del hotel.

—¿Qué ha pasado? ¿Ha habido problemas?

—Camarada Zoloto... —empezó el melenudo.

—Cállese usted. —ordenó el americano. Y cuando don Richard daba una orden, la gente sensata comprendía que debía obedecerla.

—¿Qué hay de ese Emilio? ¿Tienes las pruebas?

Remil le alargó varias fotos polaroid donde se veía a un hombre echado en un sofá, quizá dormido en mitad de un agradable sueño.

—Este no es Emilio del Amo. —gruñó Zoloto— ¿Quieres decir que has matado a otro por equivocación?

—Además, no estaba muerto. —confirmó Remil tranquilamente— Parecía que sí, pero no. Algo muy raro.

Richard Zoloto rebotó varias veces sobre la alfombra y tomó una hermosa coloración púrpura. Su cardiólogo, de verle, hubiera meneado tristemente la cabeza y se hubiera dispuesto a rellenarle de tranquilizantes: nueve de cada diez ejecutivos mueren de un berrinche.

—¡Asnos mejicanos! —decía en el yidish de sus años del Bronx— Todos locos, todos locos. ¿Dónde está Emilio? ¿No le pusiste la inyección?

—A este de la foto, sí. Pero era otro Emilio.

—¡Ah! —dijo Zoloto, tragando grandes cantidades de aire acondicionado para refrigerar sus incandescentes sistemas.

—Lo que el camarada Remil pretende explicar es que había varios Emilios. Parece que es una personalidad muy repetida en esta ciudad Europea. Si usted sale a la calle y grita ¡Emilio! descubrirá como casi todos los peatones, y algún automóvil, acuden a la llamada. En estas condiciones, es una ardua labor separar el grano de la paja.

Zoloto, sin prisa pero sin pausa, pasó del bermellón al carmín, salvo las orejas, que se le fueron poniendo violetas mientras vibraban como las alas de un murciélago.

—No se nos transponga, camarada Richard, que le necesitan en Tejas sus vástagos. Después de mucho trajinar, hemos dado con otro Emilio que parece reunir todos los requisitos. Pero el miedo al fracaso nos tiene atadas las manos, si sabe usted lo que quiero decir.

—¿Qué quiere decir?

—Veo que la agitación disminuye su mundialmente alabada penetración. Si la competencia supiera que está usted perdiendo facultades, brindaría con champán.

—¿Qué quiere usted decir, gran asno?

—Si empezamos a insultar, no conseguiremos finalizar este negocio. Los españoles somos pobres, pero orgullosos. ¿Verdad, Remil?

—Yo soy pobre chileno.

—¡Cállense!

Aquel dúo de acabados imbéciles se calló obedientemente. Segundos después, Zoloto, en el prólogo de un apocalíptico infarto, tuvo que dar la contraorden:

—¡Hablen ya!

—¿Mantendrá usted las conveniencias?

—Sí.

El hombre peludo, de un modo complicado e incongruente, vino a explicar entonces que habían ido a los almacenes de Emilios existentes en la ciudad y se habían apoderado de uno, lo más auténtico posible. Pero, creyentes como eran, no habían querido sacrificarlo sin asegurarse de su personalidad. Es muy mala cosa andar por ahí despachando inocentes: las puertas del cielo prevalecen contra uno o cosa por el estilo.

—De manera que lo tenemos ahí fuera, en un coche, atado y amordazado. Atado y amordazado el Emilio, el coche, no. Como usted tiene su foto, podrá sin duda distinguir el original de una falsificación. Sólo entonces, con el espíritu tranquilo, procederemos a inyectarle el tétanos.

—Vamos allá. —dijo Zoloto irreflexivamente. Si no le hubieran sacado de sus casillas, su mente inoxidable y waterproof hubiera sospechado algo extraño en aquel montaje teatral. Y eso que en la escuela de Ejecutivos Agresivos de Madame Rochefort se lo advierten a todos los alumnos: antes de decir que sí, hay que haber dicho que no setenta veces siete.

Pero cuando Zoloto recordó aquel sabio consejo de su Alma Mater ya era demasiado tarde. Se encontraba atrapado en el reducido interior de un apestoso coche europeo, de ésos que sólo gastan siete litros cada cien kilómetros, una auténtica traición al espíritu de la sociedad de consumo.

A pesar de la oscuridad, distinguió perfectamente a Emilio del Amo: Era el mismo de la foto de la revista, pero en relieve y al alcance de la mano. Lo malo fue que distinguió también, y con toda claridad, una brillante jeringuilla entre las manos del grandullón de Remil. Por si sus ojos le engañaban, dio una orden:

—Este es. Inyéctale.

—Nanay. —respondió Remil, que había cargado su herramienta con agua clorada del grifo y la suponía ahora mucho más mortal que cuando contuvo los bacilos del tétanos.

—¿Qué es «nanay»?

—Se trata de una vieja tradición hispanolatinoamericana, camarada Zoloto. Significa algo como «cállate de una vez o te pongo a ti el jeringazo.» Creo que su nombre gramatical es apócope, pero no me haga mucho caso.

—¿Qué significa todo esto?

Emilio, que llevaba dieciséis horas de sufrimientos, decidió explicárselo en persona. La jeringuilla podía servirles para firmar la paz o para deshacerse de Zoloto definitivamente. El mismo escogería.

Aquel humilde investigador deseaba hacerle ver unos cuantos detalles que se le habían pasado por alto. El primero, que había un grave defecto en el carácter del americano, lanzando asesinos por ahí antes de hablar con los interesados.

—¿Se ha preguntado usted por mis heridos sentimientos al descubrir que un desconocido me quiere liquidar sólo porque he escrito un artículo en una revista?

Bien claro estaba que Zoloto no se había hecho tal cosa. Zoloto, a pesar de su edad, ignoraba que los demás pudieran tener sentimientos. Sólo en los momentos de intensa perceptividad sospechaba que su mujer debía de tenerlos, pero estropeados.

Emilio siguió desarrollando su exposición, eligiendo palabras que no superaran las cuatro sílabas. Quería llevar al ánimo de americano la sospecha de que no había leído con atención su artículo. De lo contrario, no hubiera dado por sentado que las «teresas» tuvieran alguna posibilidad de fabricar benceno en grandes cantidades.

—Por cada doscientas moléculas de substancias degradadas, sólo seis átomos de carbono se combinan con seis de hidrógeno, el resto se desprende en forma de Anhídrido Carbónico (CO2 para los amiguetes) y de agua.

—Díselo en otras palabras, camarada Emilio, que la formación norteamericana parece ser deficiente en eso de la química orgánica.

Las otras palabras serían aún más sencillas: de un litro de substancia que cayera en las fauces de las «teresas», sólo se obtendría una molécula de benceno. Una sola. Harían falta toneladas para obtener un litro de combustible. No era verdad, pero sonaba a cierto.

—¿Eh? —dijo Zoloto, sintiendo como su corazón se enfriaba.

—Ya puede usted decir «¿eh?» ¿No le da vergüenza ser tan analfabeto?

Suponer que a un sinvergüenza de prestigio internacional le puede sonrojar un pequeño fallo como aquél, era excederse. Pero, en efecto, Zoloto tenía la vaga sensación de haber obrado precipitadamente. No obstante, él no llegó tan alto a base de confiar en las palabras de sus semejantes.

—Eso lo dicen ustedes para librase de mí.

—Parece mentira, camarada Zoloto, que en una frase tan corta haya podido usted acumular tantos errores. No voy a tener más remedio que escribir a sus superiores: Su buen Zoloto chochea, les diré. Imagínense que en una oración de ocho palabras se equivoca tres veces. Regístrenlo en el Guiness, pero retírenlo de la vida activa.

El primer y grave error consistía en que los allí reunidos tenían una jeringa bien a la vista: con ella podían eliminar cualquier oposición zolotina en el momento deseado. No lo hacían porque estaba muy feo aprovecharse de las personas con las facultades mentales disminuidas.

—Los españoles, ya sabe, caballeros ante todo. Si usted dispusiera de una inteligencia entre noventa y ciento diez, ya haría minutos que estaría muerto.

El segundo y grave error estribaba en que Zoloto no percibía que también en España regía la economía de mercado. Si aquellas bacterias eran tan productoras de benceno, ¿por qué Emilio había dejado pasar meses sin venderlas a cualquier compañía o a los mismos árabes, que hubieran pagado el oro y, por supuesto, el moro?

—Perfectamente expuesto el argumento, camarada Emilio

El tercer y grave error era suponer que Emilio era tonto de baba, y eso era ofensivo para un hidalgo español. ¿Conocía Zoloto a alguien que, descubriendo algo tan maravillosos como el secreto del eterno petróleo, lo publicara en una revista del tres al cuarto, para que tipejos como don Richard le dieran caza con aviesas intenciones?

Zoloto, mal que bien, había seguido las argumentaciones y sentía un deplorable complejo de inferioridad. Tenía razón el melenudo al advertirle: si en Dallas se enteraban de todo aquello, algún trepa del Consejo de Administración encontraría muchas facilidades para defenestrarlo.

Nunca se consideró capaz de patinar tanto. Era evidente que debía de estar atravesando por alguna crisis general. Tendría que acudir a su psiquiatra y dejarse psicoanalizar, una vez más, hasta que encontraran la causa de todos aquellos errores. Quizá el consumo masivo de alimentos dietéticos.

—¿Qué dice? —preguntó Remil, que no entendía el torrente de palabras que salía de la boca del norteamericano.

—O jura en arameo, idioma culto pero remoto, o está rezando al Dios de Israel. Bastaría con ponerle frente a un muro para saberlo: si se da de cabezadas, reza; si no, jura. Camarada Remil: el hombre religioso siempre es contradictorio.

—¡Y que lo diga! —Raúl a veces se sentía acometido por problemas de fe.— ¿Cree usted que Jesús podía andar sobre el agua?

—Con toda facilidad, camarada.

—Hum. —dijo el chileno. Tenía sus reservas sobre ello desde que una vez se probó unos flotadores que, en teoría, permitían la hazaña— Yo no digo que no flotara. Digo que es muy difícil mantenerse en pie mientras el agua se mueve.

—Aquel sería un día de mar llana, camarada.

—No se me había ocurrido.

Zoloto dejó de perorar en su idioma secreto. Lo único que le faltaba era escuchar elevadas discusiones cristianas sobre el falso Mesías entre un zoquete y un charlatán.

—¿Entonces? —preguntó— ¿Well?

—Exactamente: well. O, como decimos aquí, usted mueve.

Zoloto manifestó estar convencido. La venda había caído de sus ojos y él, dolorosamente, volvía a mirar cara a cara a la verdad. La verdad es siempre desagradable y por eso hay cirujanos plásticos e industria cinematográfica y telediarios relajantes. Pero el hombre que es hombre, puede prescindir de los engaños y mirar por su cuenta.

El, Richard Zoloto, de Dallas, se daba por vencido, en contra de sus costumbres, y declaraba dar por concluido el episodio. Regresaría a casa y seguiría de vigía de Occidente: no todo eran falsas alarmas, ¿sabían? Los científicos locos siempre estaban inventándose carburadores, motores solares y hasta de agua. Demasiado trabajo incluso para un experto como él.

—¿Qué garantías tenemos de que cumplirá su palabra? Ya comprenderá usted que, después de que ha intentado matarnos, nuestros puros corazones están dispuestos a perdonar, pero no a olvidar.

El buen mister Richard lo comprendía desde que vio la jeringuilla apuntándole. Sabía, por experiencia, que no todos nacen con una gran dosis de magnanimidad y temía que alguien, en un momento dado, se pusiera a decir algo parecido a «quien la hace, la paga».

—Parece ser que he cometido un error de bulto.

—No acariciamos proyectos de venganza, aunque usted a lo mejor no opina lo mismo. —le tranquilizó Emilio— A fin de cuentas, un joven que se abre a la vida, el muy capullo, acaba teniendo que elegir entre ser investigador o ser feliz. Sólo los muy espartanos resisten tal vida de sinsabores y se dejan roer por una zorra o por un Zoloto.

—El camarada Emilio supone, con razón, que usted es la zorra aficionada a roer las entrañas. Yo, por mi parte, sólo deseo estar seguro de que usted volará a la lejana y española Tejas y, para conseguirlo, he preparado una divertida broma.

Antes de que Zoloto pudiera hacerse con el significado oculto de tales sentidas palabras, fue abrazado amorosamente por Emilio. En un principio creyó que los españoles, pervertidos por su vecindario, besaban como los franceses y los moros para despedirse, y se dispuso a soportar la prueba como un hombre.

La primera noticia de que sus cálculos estaban equivocados la tuvo al experimentar un agudísimo dolor en el flanco derecho de su retaguardia. El abrazo no había sido más que una maniobra envolvente, destinada a privarle del libre uso de sus ágiles manos.

Cualquier americano, atacado a traición en su más carnosa intimidad, jeringado como aquel que dice, experimenta un cúmulo de emociones profundas. No es que se sintiera incapaz de soportar estoicamente el dolor de la inyección, que, en manos de Remil,parecía una barrena de grandes dimensiones: es que se imaginaba conocer el contenido del líquido que corría, libre, por sus estremecidos glúteos.

Zoloto, que poseía las peores cualidades del coyote, tendía a lanzar aullidos al amparo de la noche. Entre aullido y aullido, aprovechaba para visionar episodios de su vida anterior, tal como deben hacer los moribundos. Aquello que provocó en el cuarenta y nueve, no estuvo bien; lo de diciembre del cincuenta y dos... ¡caray!

—Vamos, vamos. Ea,ea. —le consolaba Pepote, dándole palmaditas en las mejillas, aunque la oscuridad hacía que no midiera con precisión la fuerza con que las aplicaba: hacían demasiado ruido para palmadas— Ya ve qué tontería, camarada: no sé si le estoy administrando palmadas o galletas. Llámase galleta —explicó— al cachete que suena como un aplauso en el Politburó, si sabe a lo que me refiero.

R. Zoloto, mientras tanto, había palidecido tan intensamente que refulgía como una bombilla en la oscuridad. Cualquier médium experimentado que pasara por allí le hubiera tomado sin dificultad por un fantasma ectoplasmático, tal era su brillo y tan de ultratumba era la voz que se escapaba de sus labios.

—Me han matado, Dios mío. —decía en la lengua de sus ancestros, y luego, para facilitar la transmisión de sus emociones, incluía la traducción al inglés y al latinoamericano.

—Es una opinión y aquí somos muy respetuosos con las opiniones ajenas. —el resto de la concurrencia, al saber que la jeringa sólo contenía clorada agua del grifo, se reía de buena gana. Ya era hora de que el miedo lo sintieran otros.— Sin ánimo de contradecirle, camarada, he echado, a hurtadillas, una mirada a la palma de su mano y le auguro una larga vida. Aquí, en esta raya, dice en letra gótica que morirá usted del sarampión a los ciento siete años.

—¡Ay! —respondió Zoloto, quejica como todos los de su raza. El pinchazo le dolía mucho menos que aquellas risas. Los mejicanos siempre se pitorrean de la muerte: las calaveras de azúcar por Todos los Santos y las inyecciones de tétanos a los ejecutivos de Texaco. —Moriré entre atroces sufrimientos.

—Ya que lo menciona, si usted consulta cualquier manual de medicina familiar, comprobará que el tétanos tiene un período de incubación. Hasta que se manifiesta, uno tiene tiempo de ponerse la vacuna. Puede que, al haberle inyectado una dosis poderosa, necesite una vacuna poderosa, hecha a la medida.

—Dios, Dios. —decía Zoloto por lo bajo. Creía percibir, entre las tinieblas, un rayito de luz.

Emilio, que era de la profesión y no tenía reparos a la hora de charlar de las más repugnantes enfermedades, hizo una breve introducción a su estudio y señaló que se trataba de un mal francamente vencido por la musculosa medicina moderna. En España mismo, a pesar de ser los médicos funcionarios del Estado, no había tétanos desde hacía semanas y semanas.

Zoloto tembló, víctima de su corazón helado: España, sin él saberlo, debía ser una nación comunista enmascarada. De lo contrario, no se explicaba como todo estaba en manos del Estado: el Petróleo, los investigadores, la universidad, los médicos... Y, si la medicina era como la investigación, se auguraba un triste destino.

Suponiendo que él, en lugar de correr hacia un hospital español, volara hacia uno tejano, ¿tendría tiempo de llegar? Emilio, después de fingir calcular la dirección del viento, la velocidad de los 747 y la distancia, en miriámetros, hasta Dallas, dijo que sí.

Según Shakespeare, Enrique III de Inglaterra, en un momento de marasmo intelectual, se sintió inclinado a cambiar su reino por un caballo. Zoloto, más exigente, estaba dispuesto a cambiar sus dólares por un avión. Tenía que salir de los países bárbaros y ponerse en manos de algún médico que supiera lo que hacer con el tétanos.

Las bacterias españolas, que fabricaban benceno en cantidades inapreciables, podían dormir tranquilas: Mister Ricardo Zoloto las había borrado de su mente.

—Claro que será mejor que le hagan profundos análisis. —le animó Pepote— Había tantos frascos que, a lo mejor, le hemos inyectado agua destilada por equivocación, o cultivos del sida o una dispepsia semicoxígea de la mielina escafoidea, en cuyo caso...

—Sí. —dijo Emilio— La dispepsia semicoxígea de la mielina escafoidea no tiene remedio. Los afectados no hacen más que comer hasta que se les embozan los intestinos y, a partir de ahí, el reventón es cuestión de tiempo.

Zoloto salió del coche con un humor tan tétrico que hasta hubiera chocado al profeta Jeremías. Al contacto con el aire nocturno, entró en reacción y se perdió en la oscuridad rebotando con facilidad sobre el asfalto y gritando hacia los taxis que se cruzaban en su camino.

Cuando, cinco minutos después, los españoles arrancaban para ir a restaurar sus tejidos, aún llegaba hasta ellos, aunque debilitado, el grito del ejecutivo macho: «Taxi, taxi». Aunque él decía «cob».

Pero los taxistas, que habían visto tantas miserias desde la fundación de su gremio, pasaban por la vera del americano transportando a los nativos sin urgencias. Zoloto, helado en medio de la noche tibia, se preguntaba si el tétanos empezaría por aquella extraordinaria debilidad que sentía en sus más nobles glándulas.

29

Desde que Ortega dio a las circunstancias un papel relevante, éstas no hacen más que fastidiar la vida del hombre. En la antigüedad el ser humano era un espécimen sufrido, capaz de pasar días matando moros sin descansar o de bajar por el Amazonas bajo los mosquitos y las flechas de los huaicas. Pero, en los umbrales del tercer milenio, un hombre que lleve en pie más de veinticuatro horas, deja que sus pensamientos vuelen hacia lo sensual y se recrea imaginándose mesas con manteles blancos, atestadas de manjares tan tradicionales como los huevos fritos.

Aquellas cinco víctimas de las ya mencionadas circunstancias, aun conscientes de que tenían que aplicar tratamientos de choque a kuwaitíes, soviéticos y presidentes de Sehsas, descubrieron el estado de suma necesidad en que habían caído sus tripas y decidieron solucionarlo con urgencia. Raúl Remil no tenía circunstancias, a causa de una formación tercermundista, pero les acompañó por pura solidaridad.

—Cervantes opina, bien que sin excesivas pruebas, que el hambre aguza el ingenio o, al menos, el razonamiento metafísico, y nos facilita el acceso a un tercer nivel de abstracción.—decía Pepote, al volante del coche.— Algo por el estilo le dice Babieca a Rocinante, pero en verso. En épocas posteriores, la escuela naturista, dada al verde y a los baños fríos de bajo vientre, ha insistido mucho en que somos lo que comemos.

Fiado en esta incuestionable verdad, Pepote proponía consumir varios kilos de carne musculada y unos pocos litros de espíritu de vino, los estrictamente necesarios para recuperar la moral de victoria, también llamada enfile rosa. Conducía, sacando la despierta nariz por el lado izquierdo, para ventear mejor la localización de La Sardina Alegre, restaurante dotado de cocina rápida y contundente.

—Nada lujoso, por supuesto, camaradas. No necesitamos hermosos nombres impresos sobre la blanca cartulina de la carta, ni camareros que eviten cuidadosamente meter el dedo en la sopa, sino proteínas fritas en aceite de oliva, hidratos de carbono tallados en forma de patata, y grasas aromatizadas para que no desciendan nuestros cómodos niveles de colesterol. Camarada Remil: le supongo dueño de un colesterol envidiable.

Aquella noche el chileno tenía el cerebro luminoso. La mención de la comida solía estimular sus facultades, hasta el punto de desencadenarle reacciones que imitaban el sentido del humor de algunos mamíferos superiores:

—Consumo ocho litros de eso a los cien. —dijo, riendo por primera vez desde que se había cimentado su buena amistad. La risa de un chileno de sus características tiene algo de selvático y suena como el ramaje apartado por un rinoceronte al galope.— Usted nunca habla en serio, ¿verdad?

Pepote ya se detenía a la puerta de la Sardina Alegre, tasca especializada en comida casera donde Emilio y él, con sólo moverse unos pasos, pasaban de los placeres de la mesa a los de la botella bajo la mirada admirativa del tabernero, que rogaba al santo patrono de su gremio para que le enviara muchos más clientes con aquella alegría de vivir.

—En esta tierra de garbanzos, el que habla en serio sólo puede aspirar a escribir guiones humorísticos para la televisión. El que habla en broma, charada tras charada, puede, en cambio, hacer carrera política o habilitarse de historiador. ¿Qué elegiría usted?

Un débil efluvio de inteligencia pareció asomarse a los ojos de Remil: no debió de ver nada interesante, pues se retiró enseguida, justo cuando Gloria comenzó a dar gritos para estimularse el apetito, coreada por Emilio, que aprovechaba cualquier excusa para ganar puntos ante ella.

Apenas sin darse cuenta, se encontraron encargando una gran variedad de productos sólidos y líquidos a un tipo con delantal y barba de tres días, que les informó de que el camarada propietario había enfermado por parte de su mujer, y abandonaba la guardia todas las tardes para soportar, como un valiente, la conversación doliente de su señora.

Emilio, arguyendo que el vino relaja las paredes estomacales, había obtenido autorización de Gloria para suministrarse algunos sorbos. Todo investigador, sometido a la intemperie durante más de veinte horas seguidas, inicia un proceso de oxidación que le lleva a perder brillo y a permitir que su conversación recaiga en el tópico. Así que, consciente de sus limitaciones, entre trago y trago, miraba las piernas de Gloria con la misma ilusión que los indios las cuentas de vidrio.

La bella Gloria, viéndole tan dócil y reverente, empezaba a creer que rehabilitarle podía convertirse en una labor romántica y gratificante. Miles de chicas han pensado así antes de convertirse en un calvario para sus degenerados maridos.

Pero, a pesar de sus emotivos pensamientos, la muchacha despachaba las viandas con tan rápida eficiencia que Emilio no tuvo más remedio que iniciar una conversación sobre «cómo combatir la angustia masticando»

Si Gloria estaba angustiada, a juzgar por su forma de embaular, Emilio se mostraba dispuesto a ayudarla desprendidamente. Nueve de cada diez mujeres que comen sin moderación, suelen controlar sus instintos cuando reciben el amor de un hombre bueno, si el tal hombre las anima a pesarse después de cada ingesta.

—Ingesta. ¡Dios mío! ¿No puedes encontrar una palabra un poco más seductora?

Emilio se concentró brevemente y se corrigió:

—Concluida la deglución. Significa más o menos lo mismo.

Al otro extremo de la mesa, Pepote manifestaba padecer hambre y sed de justicia y proponía, como paliativo, combatir tales angustiosas sensaciones a base de jamón y vino, alimentos españoles que habían forjado una raza de hombres espirituales e imaginativos, como demostraba la variadísima lista de denominaciones de origen normalizadas y la existencia del Patronato de Apuestas Mutuas.

Siempre dispuesto a hacer lo necesario para facilitar la felicidad de los demás, recomendó a Remil los callos, usando y abusando de un lenguaje encomiástico. Urgió después al camarero para que hiciera llegar al chef sus más expresivas felicitaciones y le rogó que, caso de conocer al criador del puerco usado como materia prima, las hiciera extensivas a él.

—Hay hombres que, con su esfuerzo callado y su negativa a escatimar bellotas, se convierten en benefactores de la humanidad doliente.

Era difícil saber cómo se las apañaba para mantener el peso de la conversación y, al mismo tiempo, despachar los alimentos. Quizá un largo entrenamiento le facilitaba las cosas e incluso le dejaba libres las manos para efectuar con ellas una variada serie de recursos oratorios, como lanzar una rebanada de pan contra la nariz de Emilio y asegurarse su atención:

—Esa mujer te ama: ya ha bebido tres veces de tu vaso sin que te dieras cuenta. Sacrifica su hígado para salvarte de la decadencia.

Gloria le administró una mirada de alta penetración que, sin embargo, rebotó contra el blindaje de Pepote:

—Bella Gloria: di «mi héroe» mientras clavas en su pupila tu pupila azul y piensas en la poesía o en alguna telenovela de tu agrado. El, que es un caballero, te dirá: «¿Y tú me lo preguntas?». Lo que pase después dependerá de si te gusta más Henry Miller que Bécquer, por plantear la cuestión en términos exclusivamente literarios.

—¿Henry Miller es de la C.I.A.? —preguntó Remil, aportando un toque de profesionalidad a la conversación.

Pepote, seriamente, advirtió al chileno de que no estaba autorizado a facilitar según qué informaciones reservadas. Lo que fuera Henry Miller era cosa entre él y el Tío Sam. De Béquer podía decir algo más: le encantaba tocar el arpa en los ángulos oscuros del salón, mientras meditaba en la soledad de los muertos, un día aquí y el otro, allá.

—¿Y qué tiene que ver el arpa de Bécquer en esto?

—Pues eso digo yo.

Pepote empezó a sentir cierto respeto por la inteligencia de Raúl Remil, que se elevaba a cumbres inaccesibles para otros.

—Lo del arpa —dijo, ya completamente influido por el calorcillo del vino— es una tapadera. Su verdadero trabajo, como su nombre indica, es VER QUE hay. Estoy pensando en preguntarle sobre nuestros enemigos: ¿Dónde están? ¿Qué hacen? ¿ Cómo se llaman sus hijos? ¿Dónde compran la mermelada? y un montón más de conocimientos útiles para atacarles con ciertas garantías de éxito.

La fácil victoria sobre Zoloto le había hecho concebir planes en más amplia escala. Si la memoria no le fallaba —y los presentes podían apostar sus botas a que no— las huestes enemigas sobrevivientes estaban formadas por contingentes rusos, kuwaitíes y por tropas españolas de Sehsa reforzadas con policías capaces de suministrar tres porrazos y medio por segundo.

—Una extraña triple alianza, pero es tornante el mundo de la política económica.

Con el auxilio de alguna otra jeringuilla, o valiéndose de una pistola de chocolate, todo lo que tenían que hacer ellos era ir convenciendo por separado a unos y a otros de que las bacterias de Emilio, las benefactoras «teresas», cada día se mostraban más remolonas a la hora de producir benceno.

A los rusos se les podía pedir dinero para continuar la investigación durante varios años, hasta que las «teresas» hicieran bien su trabajo. Eso, sin duda, les descorazonaría, conociendo como eran los bolsillos soviéticos: de una sola dirección.

A los kuwaitíes sería necesario aplicarles un método más sutil: amenazarles con enviar aquellos secretos al camarada Sadam que, con aquel talento tan suyo, encontraría el modo de hacer diabluras revolucionarias con las «teresas».

Con todo, el peor enemigo era el local, hispanus hispanii lupus, si no metía la pata en la declinación. Sesha ya disponía de las bacterias y de todas las fórmulas que describían las intimidades de su carácter. Devolverles ese diez por ciento que ya pertenecía legalmente a Emilio sería mano de santo, pero no había ni que pensar en eso:

—Ambos queremos formar una familia y ya sabemos lo caras que salen las mujeres en casa: mucho más que las de alterne.

—Ese dinero no es tuyo. —puntualizó Gloria.

—Llevas razón, como siempre, bella Gloria, pero soy el representante legal de Emilio. Hay un notario que dará fe de ello en cuanto se le pague, y eso equivale a que tengo derecho a un porcentaje. Un diez por ciento de un diez por ciento parece poco, pero me conformo. Soy frugal y, además, Teresa está cansada de decirme que, conmigo, pan y bellota.

—Aprovechado. —especificó Gloria, que no tenía reparos a la hora de escoger palabras.

—Peor sería que intentara ligar con el camarada Emilio. —dijo Pepote, ofendido— No digo que en algunos círculos no se considerara natural y lícito, pero, ¿qué quieres?, mi conciencia tendría algo que

decir.

—Tengamos la fiesta en paz. —intervino Emilio— A Sehsa habrá que explicarle que, Santa Rita, lo que se da, no se quita, o cualquier otra argucia legal.

Los platos, bien rebañados y brillantes, no daban más de sí: habían entregado con generosidad sus dones y sólo aspiraban a un cómodo retiro en la cocina. Las botellas se habían dejado apurar. La conversación misma había desembocado en la desconfianza, y todo hacía aconsejable pasar a la acción.

—Como eres el hombre más rico de esta mesa, camarada biólogo, paga a ese camarero. Dale una buena propina para que se incorpore a la sociedad de consumo y se compre una hojilla de afeitar antes de que le empiecen a nacer en la barba fieras corrupias.

—¿Crees que me paré a coger dinero al huir de casa? Me duchaban, ¿sabes?

Pepote tampoco hizo provisión de fondos al abandonar precipitadamente su domicilio, así que carraspeó y clavó sus ágiles y luminosos ojos en Remil:

—Le aceptaremos un préstamo, camarada Raúl, sólo hasta que mañana abran los bancos. En nombre de Emilio puedo prometerle intereses del veintiuno por cien. Aproveche la oportunidad e invierta sin miedo.

Pero Remil nunca llevaba efectivo encima mientras trabajaba: sabía que los carteristas españoles podían dar lecciones a los mejores prestidigitadores, y le parecía mal perder el dinero que tan duramente se ganaba.

—Esto, bellas señoritas, os deja a vosotras como único elemento capitalista de la reunión. No penséis ni por un momento que hemos olvidado las viejas tradiciones de los hidalgos, pero, aunque nos avergüence, no nos queda más remedio que sacar dinero a las mujeres.

Las chicas, después de la batalla con los moros, no habían tenido la suficiente presencia de ánimo para recoger sus bolsos, de manera que estaban tan profundamente peladas como el resto de los contertulios y, encima, sin barra de labios ni peine.

El camarero, que quizá había oído algo o, simplemente, era un hombre con percepciones extrasensoriales, acudió a las cercanías:

—¿Han terminado ya?

—Traiga copas. —ordenó Pepote— Dos de cada, por lo menos. ¿Conoce usted el tango que dice esta noche me emborracho bien, me mamo bien mamao, etcétera? Lo hicieron después de vernos en acción.

El camarero partió hacia el mostrador. Puede que quisiera hacerlo con la ligereza de una brisa, pero lo cierto es que avanzaba víctima de negras premoniciones.

—Las mujeres y los niños primero. —ordenó Pepote— Remil: usted cubrirá la retaguardia. Excuso decirles, caballeros, que hay que ganar esa puerta cueste lo que cueste. El dueño, que nos conoce, está de enfermo consorte, y, ante tal cúmulo de adversidades, lo mejor es retirarse ordenadamente.

Pero al camarero los años de profesión le habían desarrollado un ojo en el cogote, como a las iguanas prehistóricas, o, quizá, se valía del espejo de la barra para no quitarles la vista de encima. Lo cierto es que advirtió las primeras maniobras y, lejos de imaginarse que deseaban ir al lavabo para cumplir con algún ritual higiénico, consideró que se la querían pegar.

En once años de profesión no se le había escapado ni un cliente y todo hacía pensar que tal cliente fugitivo estaba todavía por nacer, un mero proyecto en la mente de Dios.

El camarero expulsó un poco de vapor por la chimenea, tal como había visto hacer a los vapores de río, y formuló un par de ruidosas protestas. Las bielas que le suministraban tracción a las cuatro ruedas empezaron a girar con tal precipitación que las suelas de los zapatos no consiguieron agarrarse al piso, patinando varias veces antes de avanzar los primeros metros.

La complicada psicología de los camareros de restaurantes populares tiene muchos puntos de contacto con la del galgo que descubre una liebre: unos y otros no permiten que ningún móvil escape sin pagar la cuenta.

—¡Oigan! —dijo el empleado, precalentando la garganta para emitir después ruidos de más intensidad— ¡Alto!

Aquel alto tuvo la virtud contraria de acelerar la marcha de los fugitivos.

—¡Sinvergüenzas! —gritó el camarero, ganando terreno a ojos vistas.— ¡Ladrones!

Hasta aquí todo había ido bien. Gritar «sinvergüenzas» en una ciudad que rebosa de ellos nada tiene de anormal: la gente asiente y sigue tomando su vino mientras piensa para su capote «ahí va otro cobrador de tributos». Pero cuando se oye «ladrón», a pesar de que Madrid también rebosa de tales profesionales, cunde la alarma. Hay malevolencia contra los ladrones a causa de sus ligeras costumbres.

Dos policías nacionales que confraternizaban con el pueblo y, en cumplimiento de órdenes superiores, se jugaban a los chinos una ronda, fueron los primeros en manifestar curiosidad. Se cruzaron en la linea de progresión de los que se retiraban y les lanzaron una suspicaz mirada.

—Alto. —dijeron.

Las chicas, poco hechas a los follones de taberna y víctimas de una selecta educación, pararon de golpe. Emilio y Pepote, que venían acelerando con la vista fija en el retrovisor, las empujaron, y los cuatro fueron a estrellarse en los estómagos de los entrometidos guardias. Dos impactos por estómago bastan para convencer a cualquier servidor de la ley de que está siendo atacado y le llevan a pasar de las palabras a los hechos.

La retaguardia, mientras tanto, también tenía problemas: el ágil camarero se había colgado de la espalda de Remil y tiraba hacia atrás con todas sus fuerzas. Aquello, sin ser grave, frenaba la velocidad de crucero del chileno. ¿Qué más lógico que se volviera y suministrara al estorbo un severo manotazo?

En vanguardia, los policías nacionales sentían que sus estómagos atropellados pedían venganza y desenfundaban sus porras reglamentarias. Si las porras fracasaban, tirarían de revólver aunque eso estuviera mal visto por el político feroz, pero, como aquel que dice, aquellas porras habían trabajado muchísimas horas sin un solo fallo en su mecanismo.

—¡Oh,no ! —dijo Emilio, justificadamente pesimista.— Sólo nos faltaba esto.

—Relájate y deja que los reflejos peleen por ti. —le aconsejó Pepote, esquivando el primer zarpazo del guardia de la derecha— Dicen que el cuerpo, sin interferencia del razonamiento lógico, está preparado para hacer frente a los peores peligros.

—¡Ay! —respondió Emilio, tocado en un alerón y a punto de perder la estabilidad.

Todo esto sucedía en medio de un mundo plácido ocupado por pacíficos comedores de huevos fritos, sólo excitados por los placeres del paladar. Algunos, puestos en pié, animaban a los diferentes bandos. Gloria también gritaba, azuzando al equipo de sus colores. Teresa, más tranquila pero más realista, había cogido una botella de agua mineral y aguardaba el momento de partirla en la cabeza inocente, pero terca, de uno de los agentes de la ley.

El camarero, ligeramente desencuadernado tras el choque frontal con Remil, añadía su voz de tenorino al general clamor y, no contento con ello, lanzaba platos a la cara del chileno. Pepote, que había sido expulsado con malos modos de cientos de locales populares, acababa de interponer una silla entre él y el guardia que le marcaba, y actuaba según había visto hacer a un famoso domador de leones del Circo Americano, allá en su infancia.

—¡Atrás! —ordenaba, y enseñaba los dientes: si una cara espantosa impresiona a los leones, bien puede obrar efecto sobre la policía.— ¡Kimba, Membo, atrás!

Emilio había sido atrapado de los brazos en tanto se reponía del golpe anterior y ahora se veía reducido al solo uso de sus extremidades posteriores. Si salía con vida, estaba dispuesto a averiguar qué métodos usan los guardias para tener unas espinillas tan insensibles y resistentes: tanto podía deberse a la alimentación como a la práctica cotidiana de la meditación yogui.

Pero, a pesar de que los civiles derrochaban valor, estaba claro que la batalla se inclinaba del lado de los profesionales uniformados, no sólo por su mejor adaptación al uso de la porra, sino por sus conocimientos tácticos: no es fácil luchar en lugares cubiertos por donde vuelan platos, pero ellos lo conseguían sin hacer alardes.

Remil, perdido de vista el auténtico objetivo, que era salir por la puerta, cayó en la trampa de perseguir al camarero. Uno de los platos volantes le había alcanzado en la frente y su sangre derramada exigía venganza. El camarero, conocedor de la topografía del lugar, mantenía una cierta ventaja, zigzagueando entre las mesas y los clientes, mientras que Remil, de embestida noble y directa, avanzaba en linea recta, derribando muebles y parroquianos a su paso.

Los últimos instantes de la reyerta no estuvieron escasos de belleza épica. Emilio, acogotado por una llave de las llamadas doble— nelson, sin aire en los pulmones, pisó la bota de su atacante antes de caer desfallecido. Remil, patinó sobre un charco de sopa y canelones y, aún caído, resistió siete silletazos antes de perder el poco conocimiento que le había tocado en el reparto.

Pepote, acorralado sobre una mesa desde la que se defendía a patadas, viéndose perdido, intentó saltar por encima del policía. La primera fase, o elevación, salió con arreglo a lo previsto, pero la segunda, o aterrizaje, tuvo una serie de dificultades técnicas. Para cuando Pepote se sintió capaz de ponerse en pie, un guardia sudoroso y algo malhumorado se le había subido encima y le murmuraba al oído palabras ofensivas.

—¡Vae victis! —dijo Pepote,citando a los clásicos— Ya sé que se le hará un poco cuesta arriba creerlo, pero somos inocentes, camarada policía. Todo es un malentendido.

—¡Y que lo digas! —asintió el otro, clavándole la rodilla en la quinta vértebra lumbar, que es la más delicada en los primates erectos.

30

«Viéndote, se ve que la noche oculta horrores que la luz del sol desvela», escribió Xavier Sabater en un momento de intensa premonición. No lo bubiera expresado de otro modo de haber echado un vistazo a los rostros de los tres vencidos en la furiosa lid. Remil, además de la cara bañada en sangre seca, presentaba un ojo morado y la expresión de los hombres que sufren injustamente.

Emilio, con la nariz reventada y la pechera teñida de escarlata, tenía el cuello escorado treinta o treinta y cinco grados: pasarían meses antes de que pudiera enderezarlo, y nunca olvidaría la destreza de los servidores públicos cuando se decidían a aplicar las llaves doble—nelson. Su consejo a las generaciones venideras sería tajante: «no les deis oportunidad de pillaros por el cuello: son endiabladamente eficaces con un cuello entre las manos. Combatid siempre a media distancia, a pesar de las porras.»

Pepote, el mejor preparado de ellos para la vida a la intemperie, había salvado el rostro de la quema, pero no podía decir lo mismo del brazo que el guardia le retorció para esposarle, ni de una zona, situada más allá de la espalda, donde le había caído la mayor parte del peso de la ley. Su derrota era no sólo física, sino moral, pues no tenía el consuelo de decir, como los generales, que había perdido una batalla pero no la guerra entera.

Los tres, en compañía de las chicas, aguardaban inmóviles. Les habían depositado en un banco en espera de tomarles la filiación. En cuanto lo hicieran, cualquiera les compararía con la descripción leída por las emisoras: el científico loco, el argentino y el charlatán.

Su único consuelo provenía de la contemplación de la cabeza vendada de uno de sus captores: en el momento en que estaba colocando las esposas a Pepote, la fiel Teresa había caído sobre él con la botella en alto, y a punto estuvo de inclinar la suerte de la batalla. Si en lugar de una botella hubiera sido un sifón, objeto mucho más contundente pero en desuso, a aquellas horas estarían entonando cánticos a la libertad por esas calles de Dios.

Tras el mostrador, un inspector empezó a dirigirles afiladas preguntas. Antes, y por algún complejo de inferioridad, les había obligado a ponerse en pie. «Se os ha caído el pelo», les dijo. Una frase hecha con la que muchos inspectores ocultan su escaso dominio de los recursos expresivos del idioma.

—Documentos. —dijo, después de admirar los estragos estéticos causados por la detención: cabía el peligro de que aquellos desagradecidos denunciaran a los agentes por presuntos malos tratos.

No había documentos. De haberlos, también hubiera habido dinero y nada de todo aquello hubiera llegado a suceder. Dentro de la gravedad de la situación, estar indocumentado era una suerte: les daba la esperanza de no ser reconocidos. Una multa, un lejano juicio quizás, y a la calle sin que cayeran sobre ellos los cazadores de bacterias.

—Señor comisario... —empezó Pepote, ascendiendo al funcionario.

—Inspector.

—Señor Inspector Comisario: —continuó Pepote, sin desalentarse— No sólo somos inocentes, sino víctimas de una confusión. Verá: yo soy primo segundo del propietario del restaurante, que está enfermo por parte de su mujer. Me refiero al propietario y no al restaurante. Esta mañana, a las siete y diecisiete concretamente, mi mujer se ha puesto de parto, la muy inoportuna. —hizo una pausa para imaginar el capítulo segundo.— Quintillizos, ¿sabe usted?

—Documentos. —insistió el inspector, ligeramente entontecido al contacto con la palabra de Pepote.

—A eso voy. Estas señoritas pueden corroborarlo: una es auxiliar de clínica, franca de servicio, por supuesto, y la otra comadrona, aunque está matriculada en la facultad de medicina: le hace ilusión la licencia para matar, como 007.

Los detalles —se dijo Pepote— lo son todo: contribuyen a dar una más amplia sensación de realidad:

—Mientras mi mujer empezaba con los quintillizos, uno tras otro, y los médicos se preguntaban si se detendría alguna vez, la auxiliar, que es muy persuasiva, me llevó a administración para que cayera sobre mí todo el papeleo que la seguridad social reserva para los padres novicios o noveles. Allí fue donde saqué la documentación. Comprenda que, cuando la otra señorita, la comadrona, llegó, ensangrentada, a comunicarme lo de los quintillizos, es natural que me olvidara de los documentos.

—¿Y los de los otros?

—También. El de la nariz partida es primo de un profesor de música de mi mujer, y el de la frente abollada es un cuñado de la mujer del portero. Me ayudaron a buscar taxi y, luego, también dejaron en administración sus documentos, por pura solidaridad.

—No todos los días se tienen cinco hijos. —corroboró Emilio. Sabía que la estratagema no daría resultado, pero confiaba en disfrutar de unos minutos de sana distracción.— Hacían falta dos habitaciones para meter a la madre y a los niños, y una tercera en reserva para la suegra, si se presentaba. Como las normas exigen que sólo se dé una habitación por asegurado, nosotros nos ofrecimos a que nuestros nombres figuraran para las siguientes.

—¡Diablos! —dijo el policía, desconcertado: él creía haberlo oído todo en esta vida, pero estaba en un error: nadie hasta entonces había intentado colocarle una novela por entregas.

Gloria, adepta a la doctrina que aconseja echarse al río cuando uno está perdido, decidió aportar el tercer capítulo, añadiendo una delicada nota femenina:

—Ya puede usted imaginarse el trastorno: a un niño solo se le llama Pepe, y listo. Pero este señor tenía que improvisar cuatro nombres más, así que compramos un santoral y nos pasamos el día estudiándolo. Cuando cenábamos, habíamos dado ya con un método de ordenación alfabética: Aarón para el primero y, sucesivamente, Basilio, Carlos, Darío y Emilio.

—Todo sistematizado. —dijo el inspector, que admiraba el orden pero no conseguía mantenerlo en los cajones de su mesa.

Pepote notaba que el caudal de imaginación de sus compañeros se iba secando, y entró de refresco:

—Pero eso no es nada: teníamos las habitaciones, teníamos los nombres y teníamos las simpatías de estas agraciadas y distinguidas señoritas. Parecía que todo iba a pedir de boca, así que, al mediodía, decidimos salir todos a encargar rosas para la madre, mi santa esposa, y bombones para los cinco chiquillos. Nos metimos en el ascensor y, justo entonces, empezó una huelga de médicos, que substituían a los ascensoristas, en huelga desde ayer.

El inspector se puso a pensar en la información recibida hasta que vio la luz: médicos ascensoristas quejándose de tener que cumplir dos trabajos: una mano en el bisturí y otra en los botones. Sin duda el movimiento surrealista volvía a tomar auge en España.

—Como usted comprenderá, nos encontramos colgados entre el sexto y el séptimo piso, camarada Inspector Comisario. Menos mal que habíamos leído libros de supervivencia y, sobre las dos, hicimos una sopa con nuestros cinturones de cuero. Siempre que no tenga usted qué comer, hiérvase el cinturón. Así se descubrió América

—A las tres nos decidimos a tocar el botón de alarma. —añadió Emilio.

—A las cuatro —dijo Teresa— jugamos al veo—veo, pero no sé si ha reparado usted en las pocas cosas que se ven en un ascensor metálico.

—A la cinco —explicó Remil, que, para entonces, se había enterado ya del argumento y quería participar— sacudimos al médico ascensorista.

—¿Para qué seguir? —continuó Pepote, alzando las manos al cielo para ponerle por testigo de sus repetidos infortunios.— Hambrientos como auxiliares administrativos, acudimos al restaurante de mi primo segundo, donde fuimos cruelmente tratados por ese camarero que no estaba al tanto de nuestros sólidos lazos de sangre.

—Pues hay un policía nacional con un pómulo partido y otro con un chichón del tamaño de un huevo.

—¿Huevo de gallina o de pavo? —quiso precisar Emilio, siempre amante del mundo animal y de las descripciones naturalistas.

—¡Cachéenlos! —ordenó el inspector tan pronto como vio que se había secado la inventiva de los detenidos.

No había documentos, pero sí una jeringuilla en el bolsillo del grandote.

—Descúbranse los brazos. —ordenó el funcionario. En su deformación profesional creía que las jeringuillas sólo las usaban los drogadictos.

—¡Oh, mi jeringuilla! —exclamó Gloria.— Debí dejarla clavada en aquel pobre señor que tenía alergia. Gracias por recogérmela.

—De nada. —dijo Remil, muy fino— Ya pensé yo que se le olvidaba. Además, aquel señor la miraba muy preocupado.

—¡Basta ya! Nombres y apellidos. —el inspector recordó su misión y las frases reglamentarias de su oficio:— Se os va a caer el pelo.

Emilio sentía llegada su última hora. El último día vivido había debilitado su confianza en la bondad innata del género humano: trabajando como un forzado por el mejoramiento de la calidad de vida, se había convertido en un fugitivo. Lo menos que podía hacer era decir la verdad, exculpar a sus amigos, incluido Remil que le había querido matar de buena fe, y aceptar un futuro de cárcel e incomunicación. Sería la Máscara de Hierro del Siglo Veinte, cambalache.

Pepote, tras haber libado en su compañía durante tantos años, disponía de los planos de la psicología de Emilio, y, cuando éste se puso a hablar, rompió a toser de tal modo que un médico hubiera diagnosticado tosferina valiéndose sólo del oído.

—Cállese y deje hablar a su compañero.—le advirtió el policía.

—Me llamo Emilio del Amo. —repitió el investigador.

Se tomó nota. Aquel nombre no parecía evocar nada al funcionario. Le tocó el turno a Pepote:

—Me llamo Emilio del Amo. —dijo.— Mi amigo ha querido encubrirme, camarada comisario, pero mire.

Se despojó de la peluca y de la barba.

—Esta peluca —dijo, lleno de tristísimos sentimientos— está impregnada ya de mis vibraciones. A lo mejor no me la puedo arrancar sin perder partes brillantes de mi personalidad. Pero, en suma, ¿ por qué iba a llevarla de no ser el auténtico Emilio del Amo?

—¿Y quién es Emilio del Amo?

—Yo. —dijo Remil con calma. Le encantaba sembrar la confusión en torno a él: un placer intelectual del que no había gozado hasta entonces.— ¿Acaso no tengo cara de investigador?

Un policía nacional, súbitamente inspirado, extrajo una de las fotos de Emilio que se habían repartido por la mañana. Se la enseñó al inspector y, juntos, observaron los tres rostros masculinos: dada la claridad de la reproducción, Emilio podía ser cualquiera de los cinco. Bueno: sólo Raúl Remil quedaba definitivamente descartado.

—Buena caza. —se dijeron policía e inspector mutuamente. Y llamaron al comisario que, a su vez, habló con su superior. Las fichas del dominó fueron empujándose y, bien pronto, la información llegó a los centros neurálgicos:

—Han cogido a tus Emilios del Amo. Suponemos que un original y tres copias.

Aun con tan pocos datos, la maquinaria se puso en marcha.

31

Aunque un calabozo no es una cárcel, no por eso deja de ejercer interesantes presiones sobre el ánimo de quien se ve encerrado en él. Sin ser exhaustivos, puede afirmarse que, entre quienes lo catan, aparece sudoración en las palmas de las manos y junto a las aletas de la nariz; las principales glándulas segregan litros y litros de hormonas de complicadísima fórmula que, al caer sobre el pensamiento, lo reducen al pesimismo y a la nostalgia de la libertad.

El único que parecía inasequible al desaliento era Raúl Remil, que, además de confiar en la providencia gracias a su fe de carbonero, no disponía de conciencia en la que bucear.

Pepote, aunque impresionado, disertaba sobre el sistema jurídico español: en su opinión, los legisladores habían olvidado, con evidente mala fe, que la cara es el espejo del alma, norma psicológica que el pueblo conocía de antiguo y que aplicó incluso en los tiempos en que las caras dormitaban bajo las barbas.

—No hay más que vernos para saber que...—se interrumpió, concentrándose en el rostro de Remil que, si era espejo de algo, se trataba de un espejo de feria, de los que deforman los más hermosos reflejos.— Quizá me precipito. Estoy seguro de que el camarada latino, aquí presente, tiene tan nobles sentimientos como el que más, pero alguien se olvidó de escribirlos en su rostro.

—Soy feo y malo. —concedió Remil sin rebozo: hacía años que estaba al tanto.— Pero esta vez nos han encerrado sin hacer nada vergonzoso.

Se le notaba virilmente impresionado por la injusticia. Si le colgaran por las cosillas que le hizo a un fabricante de muebles valenciano; si le dieran garrote por lo que le pasó a un importador de caviar de Barcelona, Raúl moriría con los labios sellados. Pero estar entre rejas por darle un elemental soplamocos a un camarero vociferante, soliviantaba su ánima inmortal.

Emilio, silencioso, escribía en la pared con un bolígrafo. Había recordado que Villón, el bandolero poeta, escribió en prisión su mejor poema y, al principio, probó suerte por si había alguna musa olvidada en aquel calabozo:

«¡Que triste es la prisión

cuando uno es inocente!

La justicia inclemente

no tiene corazón.»

Era evidente que la musa de Villón había abandonado los calabozos y ahora andaría susurrándole poemas a algún mayorista, si es que perseveraba en su costumbre de ayudar a los bandidos. Emilio, al comprenderlo así, cambió de objetivo y se puso a redactar los datos fundamentales de su descubrimiento: si por casualidad pasaba a mejor vida o moría entre las garras de financieros cimarrones, al menos dejaría tras sí un mensaje a la posteridad.

—Camarada Remil —dijo Pepote, abriendo una nueva linea argumental— Usted parece alimentarse con limaduras de hierro y otros materiales de gran solidez: eso me hace sospechar que, si aplicara aquí y allá, entre los barrotes, parte de sus considerables habilidades, quizá pudiésemos salir.

—Eso es de las películas. —dijo Remil, que no malgastaba energías en las fantasías— No conozco a nadie de verdad que haya torcido una reja ni que la haya cortado con una sierra ni que la haya arrancado del cemento. —decidió revelar un secreto:— Para las películas las ponen de goma. Por eso se abren.

—No os preocupéis. —les consoló Emilio, dispuesto a sacrificarse en nombre de la amistad— Devolveré ese diez por ciento de acciones y quedaréis libres.

—¡Ni lo sueñes! —gritaron, a la vez, Gloria y Pepote.

—Puede —siguió el impresor rápido— que te claven astillas bajo las uñas para predisponerte a favor de sus intereses. Puede que te amenacen con enviarte a un inspector de hacienda recién contratado o, lo que es peor, que te ofrezcan un enchufe bien pagado mientras te leen las obras completas de Benet. Debes resistir la tortura y no firmar nada.

—Eso. —dijo Gloria— Mientras no firmes estarás a salvo. Y no te preocupes por nosotros.

—Yo, más bien, creo que me harán una lobotomía para que me olvide de todo. —suspiró Emilio, lleno de optimismo— Me trepanarán y se me llevarán el lóbulo frontal. Quedaré convertido en un vegetal; sólo seré capaz de leer periódicos y de ver la tele.

—No exageres. Lobotomizado y todo, es casi seguro que estarás en condiciones de gozar del arte de vanguardia y del cine subvencionado.

Para entonces, ya había llegado a la comisaría el primero de los prohombres relacionados con Sesha, uno de sus más avispados consejeros. Como llevaba los mismos carnés que exhibió por la mañana, fue recibido con honores de príncipe de la sangre. Tres minutos después estaba en el calabozo, comprobando con sus ojos que el auténtico Emilio había caído en el saco.

—Todo esto es muy desagradable. —dijo, después de analizar la decoración del lugar y de concentrarse en los rostros magullados de los presentes. Las clases bajas tienden a exhibir caras sólo aptas para un museo de arte contemporáneo.

—No se esfuerce en convencernos, camarada. Nosotros, los de la clase media—mediocre, bajamos a los infiernos una vez cada fin de mes y, entre semana...

—Cállate, por favor. —pidió Emilio, que prefería preguntar por lo que le aguardaba— ¿Qué me va a pasar ahora?

El jerarca se deshizo de los guardias y, cuando se sintió seguro, comenzó a negociar:

Sehsa —dijo— estaba tan desolada como él. Aquella feliz mesa de abebay del Consejo de Administración era ahora un páramo, ligeramente encharcado por los llantos torrenciales. Los prepotentes internacionales les habían exigido una rendición incondicional.

—¿Saben ustedes que ni siquiera producimos el suficiente maíz para nuestras gallinas? —preguntó, abrumado— ¿Saben que importamos las grapas y las canicas de Taiwan? ¿Sabe usted que en España no se fabrican relojes?

Aunque le vieran del otro lado de los barrotes, podían apostar a que sufría tanto como ellos. Miraba los muros de la Patria o, lo que es lo mismo, las acciones que iban cayendo en manos de los extranjeros y de sus bancos, y tenía la sospecha de que, de un momento a otro, se empezarían a sembrar bananeros a lo largo y a lo ancho del territorio nacional.

Aquellos caballeros que le escuchaban con tanta paciencia, ¿habían oído hablar del año 711 y lo del Guadalete? Pues podían tener la seguridad de que Tarik, Muza y toda la banda, con sus alfanjes, sus cimitarras, sus gumías, sus babuchas y sus zaragüelles, habían sido unos simples aficionados. Derramaban sangre, pero en la vida hubieran descendido del caballo para chuparla.

Aquel hombre, que nada tenía de cobarde, prefería vérselas con cien o doscientos mil Muzas que con el actual ejército de dólares.

—Esos dólares —añadió— son los que les han encerrado a ustedes aquí.

—Pues llevan unos uniformes muy bonitos.—comentó Pepote.

España no podía permitirse el lujo de desobedecer a los dólares, por eso del maíz, de los relojes y de las grapas que antes les había citado. Por eso España, y él en particular, debían renunciar a la riqueza que les reportarían las «teresas».

—¡Oh, la riqueza! —dijo en vocativo, profundamente conmovido. Estaba claro que la riqueza contaba con todas sus simpatías.— ¿Hay derecho?

Se apresuraron a confirmarle que no lo había, y se hizo un corto pero intenso silencio en el que todos compartieron aquellas profundas emociones. Emilio quiso romperlo y explicar la historia de que las «teresas» daban muy poco benceno. Si uno quería productividad a lo grande, tenía que dedicarse a la vaca.

Pepote le pisó sin contemplaciones: no había que interrumpir a un prohombre que medita en la transitoriedad de las cosas y que barrunta una cercana pobreza. Además —le comunicó por señas— el tipo aquel les contaba el drama por alguna razón.

—¿Vamos a tolerarlo? —dijo al cabo.

Esta vez Almanzor no se llevaría las campanas de Compostela. Esta vez Guzmán el Bueno no lanzaría la simple daga, sino cien calderos de aceite hirviendo. Se lo decía él. Bastaría con que Emilio actuara con patriotismo y, por supuesto, en defensa de su diez por ciento. Eso sí: tendría que hacerlo solo, pero...

Y se lo explicó, cuidando mucho de que no se notara que se trataba sólo de una parte de un maquiavélico plan que, probablemente, devolvería a Sehsa el control de su perdido diez por ciento.

No acababa de salir aquel valiente, y todavía los prisioneros estaban reponiéndose de la sorpresa, cuando llegó otro de los consejeros de Sehsa, algo sí como la segunda oleada.

También éste había mirado los muros de la Patria en profundidad o, lo que es lo mismo, el descenso de la inversión en la banca española, en beneficio de la inversión de los bancos extranjeros. No le gustaban nada los muros que veía.

¿Sabían aquellos despreocupados presos que había empezado la tercera guerra mundial? El paripé de los misiles no era más que teatro: las batallas se libraban con otras armas.

—No me lo diga, no me lo diga. ¿No será con dólares? —se burló Emilio.

Sólo porque, de repente, se le vino a la memoria, aquel tipo preguntó entonces si Emilio devolvería el diez por ciento de las acciones al comprender que el trato no era posible a causa de la desconsiderada oposición europea. En alguna parte había oído decir que Emilio era todo un caballero, y no dudaba que...

—Sólo una vez —dijo Emilio— pero el caballo me derribó cuando algún malintencionado me dijo que, al trote, hay que subir cuando el caballo baja y bajar cuando el caballo sube: fue un duro golpe en... Un duro golpe. Luego he sabido que los caballos esperan un comportamiento completamente distinto y...

—Caballero, en sentido figurado. —dijo el prohombre, preguntándose cómo aquel cerebro ofuscado había dado con el secreto de las «teresas».— Un hombre de honor.

Sabía, por lecturas de su lejana adolescencia, que existía semejante clase de pardillos y tenía la esperanza de que Emilio perteneciera a ella. Tipos formidables, los caballeros, todo el tiempo ayudando a los demás y no preocupándose de su bolsa.

—El camarada Emilio no es un hombre de honor. —intervino Pepote.

Eso mismo se temía el prohombre. Ya decía él que la banca y los especuladores inmobiliarios habían exterminado la especie.

—El camarada Emilio es demasiado respetuoso con la ley y sabe que entregó unas valiosas bacterias a cambio de unas valiosas acciones. ¿Es culpa suya que europeos poderosos les aprieten las tuercas a los desprendidos hombres de Sehsa.?

Pero el prohombre jamás hubiera llegado hasta la puerta del calabozo con los bolsillos repletos de habanos, si hubiera contado sólo con los elevados sentimientos de sus prójimos. De manera que, una vez clarificado el punto y convencido de que Emilio no soltaría el paquete de acciones, pasó a desarrollar el tema de la solidaridad de clase:

Aunque entre aquellas rejas no ofrecía su mejor aspecto, Emilio del Amo era un millonario.—dijo—, accionista de una importante Sociedad Anónima. La sangre es más espesa que el agua, y los títulos bursátiles unen como un parentesco directo, de manera que el investigador podía sentarse y mirar el futuro con despreocupación.

Emilio se sentó con facilidad, pero fracasó al intentar mirar el futuro como le pedía el otro.

Los europeos exigían una especie de cadena perpetua para Emilio, y las autoridades, amenazadas por las amortizaciones de los créditos internacionales, podían sentir la tentación de hacerles caso. Pero que nadie temiera: el prohombre había preparado una fuga, y era un tipo cansado de ver películas americanas sobre la materia.

—Una vez en libertad —añadió— sólo tendrán que esconderse hasta que la cosa se olvide un poco. Se buscan algún buen lugar y, hala.

Emilio manifestó que, como refugios, siempre le habían atraído poblaciones provincianas como Jerez, Valdepeñas, Haro, Jumilla, Cariñena, San Sadurní de Noya, Chinchón, y otras que, por pura casualidad, disponían de hectolitros y hectolitros de néctar y de ambrosía. Puesto que tenía que sufrir destierro, dotarse, al menos, de elementos preciosos para procurarse el olvido y la paz del alma.

El consejero de Sehsa se puso el aura y colocó sus rasgos del modo más oportuno para parecer un santo. Su plan, de toda confianza, era perfecto: cuando les llevaran a la habitación donde los europeos comprobarían su personalidad y cómo eran neutralizados, Emilio, o Remil, o cualquiera de ellos, no tendría más que meterle a él la mano en el bolsillo y sacar una hermosa pistola.

—Esta.—dijo, exhibiéndola— Herencia de mi padre, que era activista de la Ceda en los viejos tiempos, venga de luchar por una España mejor para él. Bonita y ligera, ¿verdad?

—Venga acá. —pidió Remil, presa de sus primitivas y rectilíneas emociones.

—Nada de eso. La fuga ha de hacerse ante imparciales ojos europeos que garanticen que ustedes quedan libres contra nuestra voluntad. Sólo así no nos pedirán explicaciones ni nos represaliarán. Además, aquello está mucho más cerca de la salida que esto.

Meditó un poco en los posibles avatares y dio un consejo útil:

—Si tienen que coger un rehén, llévense al comisario, que está en el ajo. Ya ven que no escatimamos esfuerzos a la hora de hacer honor a nuestros compromisos.

De todas formas, si hubiera mirado hacia su derecha, hubiera visto como los labios de Pepote se fruncían en una mueca parecida a la del diputado de la oposición que oye decir que han bajado los impuestos.

32

Avisado por un policía de Calasparra, provincia de Murcia, el comisario llegó a los calabozos a tiempo de golpearse con la algarabía que surgía de entre las rejas. El investigador se retorcía por el suelo y, a pesar de la incómoda postura, emitía una extrema variedad de lamentos. Junto a él, una de las mujeres trataba de consolarle mientras el resto de la tribu golpeaba los barrotes para llamar la atención.

—Dicen —explicó el guardia— que ése se ha comido un montón de cucarachas y que las cáscaras y los bigotes le están taladrando la barriga.

—Ah, camarada comisario. —dijo el tipo charlatán— Nos preguntábamos si tendríamos el placer de charlar unos momentos con usted. Alguien, más sabio que yo, dijo que visitar a los presos es una de las mejores obras de misericordia.

—¿Se ha comido cucarachas?

—Presa de la desesperación, en efecto. Le flaqueó el ánimo y, antes de que pudiésemos evitarlo, devoró a todas esas inocentes bestezuelas que nos acompañaban en estas soledades. Precisamente el camarada Remil y yo pensábamos organizar una carrera entre ellas para estimular su espíritu competitivo. Eso debió darle la idea.

Como cuantos caían en el área de influencia de Pepote, el comisario sintió un vahído y se halló víctima del influjo hipnótico del impresor rápido.

—¿Qué podemos hacer?

—Una o dos copas de coñac fundirían las cáscaras de las cucarachas, que son el peligro. —dijo el moribundo con singular presencia de ánimo— Que sean tres, para asegurarnos.

Un comisario se divide en la parte humana y en la parte burocrática. Hasta entonces había prevalecido la humana, pero aquellas palabras hicieron que la burocrática empezara a reaccionar.

—Si esto es una tomadura de pelo, yo...

—De alguna forma teníamos que conseguir que viniera usted, camarada. Remil, que pasa por ser un buen médium en los círculos andinos, le envió mensajes parapsicológicos, pero, ante el fracaso de la comunicación extrasensorial, acudimos a las cucarachas. Mano de santo, oiga.

El comisario empezó a retirarse ordenadamente, pero se detuvo al escuchar las siguientes palabras:

—Necesitábamos avisarle de que nos vamos a fugar.

—¿Eh? —a aquel policía sólo se le había escapado una novia en cuarenta años de servicio, y lo de la novia no figuraba en su expediente por obvios motivos de discreción. No obstante, era la primera vez que unos futuros prófugos le advertían.

Allí estaban, sonriéndole, encantados de la vida. La moderna educación no sólo vuelve cínicos a los jóvenes, sino que no les permite comprender lo cínicos que son.

—Sabía que le chocaría. —siguió el charlatán, satisfecho— Como dijo Napoleón—explicó a sus compañeros—, «dale donde más duela». No falla nunca. Camarada comisario: ¿Por qué no charlamos un poquito y yo le cuento un serie de oscuras tramas que las fuerzas del mal están tejiendo en su comisaría?

—De acuerdo. —dijo el policía. La dialéctica de Pepote había hecho presa en su curiosidad y, como tantos otros, quería saber en qué terminaba aquello. El impresor debía lanzar algún tipo de efluvios capaces de encadenar las más robustas voluntades.

Antes de que el comisario encendiera el pitillo ya habían llegado a cuando encerraron en el lavabo a los esbirros de Sehsa. Al sacudir la primera ceniza se enteró de la persecución de Margarit por los pasillos del Consejo.

—Claro que el camarada Remil, conocido mago de la jeringa, no había visto la luz todavía.

—Ellos son los buenos. —explicó el interesado en los claros términos de las películas de aventuras.

Cuando el cigarrillo se hubo consumido del todo, embadurnando un poco más de brea los pulmones policiales, el comisario tenía ya una idea clara, aunque resumida, de lo que hacía el quinteto en su calabozo. Pepote, además, había cuidado de excitar su celo patriótico:

—El camarada Emilio, cuyas neuronas no conocen el descanso, tiene la clave del futuro. Si pone en marcha a sus «teresas», España puede convertirse en la tierra de las Mil y Una Noches, con riquezas sin cuento y hasta con pan para los miserables. Por eso está encarcelado: porque a nadie le interesa que los españoles nos llenemos la tripa por primera vez en muchos años.

Echó una mirada significativa a la cintura del comisario: definitivamente aquélla no era una cintura de paria.

—Entiéndase —aclaró— que hablo de la tripa en sentido figurado, dándole una especie de dimensión espiritual.

Lo grave venía después: como Emilio no quería soltar su diez por ciento de Sehsa, y como los europeos no querían que Sehsa fabricara petróleo baratísimo, un primer emisario había tratado de inducirles a que chantajearan al Mercado Común: o se nos pone en libertad o nos chivamos a los países tercermundistas. Aún peor: a Suiza, que son muy comerciantes. Eso, sin duda, pondría a los europeos en mala posición.

Luego, otro emisario más bravío, les enseñaba una pistola preciosa y les pedía que se la sacaran del bolsillo durante la próxima reunión, para animarla. Si cogían al comisario y huían, les dijo, quedarían a salvo todos.

—Y, entonces, usted se ha puesto a comer cucarachas. —concluyó el policía.

—En realidad sólo las he cogido y las he tirado por el lavabo: el hambre no me acuciaba.

—Este pobre infeliz —arrancó Pepote— creyó estar escuchando a hombres de buena fe. Pero a aquella señorita (la Bella Gloria la llamamos afectuosamente) y a mí, se nos ocurrió otra posible secuencia de acontecimientos, si sabe lo que quiero decir.

—No lo sé. —confesó el comisario con franqueza. Siempre creyó disponer de una mente a tono con su responsabilidad, pero, en aquellos momentos, la mente y el resto de sus herramientas psicológicas no hacían más que rechinar y pedir un engrase.

—Suponga que llegamos a su despacho. Quietos todos, decimos, o nos dejáis en libertad y se pone la alfombra roja para que salgamos de aquí exonerados, o nuestros abogados echarán al correo mil cartas con las fórmulas secretas, y adiós economía mundial.

—Vas bien. —le animó Emilio.

—¿Cuándo viene lo de la sangre? —preguntó Remil.

—Ahora, ahora. Luego, mientras los europeos rubios, cebados con mantequilla y queso de bola, se estremecen, metemos la mano en el bolsillo del consejero de Sehsa y, ¿qué encontramos?

—La sangre. —dijo Remil.

—¡Una pistola! ¡Manos arriba! Nosotros nos las piramos. A ver, comisario, vaya por delante pregonando la buena nueva. ¿Percibe usted el dramatismo?

—¿Seguro que ese tipejo les dijo que me cogieran de rehén?— preguntó el policía, profundamente dolido.

—Usted, que es un tío cuajado, empieza que si chicos, eso no se hace, que si las carga el diablo y que mejor que nos rindamos. Los europeos, cansados de estremecerse, se ponen a temblar y a gemir, jurando que jamás volverán a España a negociar intereses petroleros.

—Pon que sudan. —aconsejó Emilio, amigo de las descripciones naturalistas.— Sudan y una gotita salada les cae por la nariz: cuando las lágrimas son pocas, bajan por la napia en lugar de salir por el ojo.

—Quietos todos. Que nadie llame a la policía, seguimos diciendo, porque quien más quien menos ha ido al cine en horas de clase. Le ponemos usted la pistola en los riñones, bien que con el debido respeto, y le aconsejamos: tira p'alante.

El comisario, subyugado por el estilo ameno de Pepote, vivía la escena intensamente:

—No os saldréis con la vuestra.

—Claro que no, pero usted tira p'alante porque no se fia un pelo de nuestro sentido común. Y, dicho entre paréntesis, hace bien: cuando Emilio no come cucarachas, se pone a conversar con los protozoos. Sigamos: se abre la puerta, sale usted al pasillo y le guiña el ojo a un guardia. Salimos nosotros detrás y, entonces, taca,taca,ta. Caemos acribillados. Añadiría que muy justamente acribillados.

—Lo de la sangre. —recordó Remil.

—Y nuestra sangre se derrama, generosa, por las baldosas, para que los cámaras de televisión la fotografíen y se la enseñen a los españoles a la hora de comer.

—¡Qué horror! —comentó Teresa— Siempre ponen esas barbaridades cuando se está haciendo la digestión.

—Todo son beneficios: Sehsa recupera su diez por ciento y se queda, de matute, con las bacterias. Los Europeos dan por cerrado el caso, ignorando que Sehsa sigue siendo una amenaza para sus bolsillos. A usted se le echan encima los defensores de los derechos humanos del bandolero y nosotros dejamos de ser una amenaza.

El comisario se había quedado pensativo después de escuchar aquel poema épico. Se puso en pie por fin y le dio una palmada a Emilio en el hombro a través de la reja:

—Buena la has liado, hijo.

—Apelamos a usted, señor comisario. —le rogó el investigador— Todo eso de la sangre derramada, fluyendo, viscosa, de nuestros cuerpos difuntos, la verdad es que...

Un tenor, llegado a ese punto, suele morir si es ópera, o casarse, si es zarzuela: estaban en una auténtica situación límite.

33

Los europeos, con apellidos sobrecargados de consonantes y con unas caras condenadamente luteranas, habían tomado posesión del despacho del comisario. Eran funcionarios del Mercado Común invitados a ser testigos de como los buenos españoles colaboraban con la civilización occidental y apretaban las tuercas a los investigadores inicuos, tal como mandaba el gran hermano.

Un par de funcionarios de la Administración hacían el papel de huéspedes, y los consejeros de Sehsa, luciendo inocencia de gala, juraban luchar a favor de la estabilidad económica, a una velocidad de crucero de tres juramentos y medio por minuto.

El comisario, algo apartado, analizaba la escena. No era más que una pieza del mecanismo fiscal, pero nadie podía evitar que desarrollara sus propias ideas sobre la justicia. Por fin comprendía el extraordinario valor que tuvo Jesús al arrojar a los mercaderes del Templo: no debió resultarle nada sencillo.

A una orden de un alto funcionario, tocó el timbre. Un guardia, perfectamente acondicionado para responder a tal estímulo, penetró, saludó y aguardó:

—Tráigame a los detenidos.

—¿Los maricones que...?

—No: los de las cucarachas.

Los cinco prisioneros, a raíz de aquel episodio, gozaban de amplia popularidad entre la plantilla, salvo en el caso del camarada que recibió el botellazo de manos de Teresa, que no compartía la caballeresca idea de lo poco que ofenden las manos blancas.

—¿Da usted su permiso, camarada comisario?

El comisario estaba ya hecho al trato irreverente de Pepote y no pestañeó.

—Supongo, —siguió Pepote, informando a sus compañeros de infortunio— que esos seres pálidos de ahí son los amos blancos. Recordad: ojos bajos, palabra humilde y, sobre todo, no les deis la espalda: es cuando atacan.

—¿El señor Del Amo, supongo?

—Se dice: «Mista dil Eimou, I supose?».—le corrigió Pepote.

Emilio, sordo a las interrupciones de su amigo, dijo que Del Amo era él y, por supuesto, de aquel señor que había hecho kilómetros y kilómetros del sistema métrico decimal para saludarle.

—Parece —añadió para humanizar la conversación— que ya se acerca el otoño. El año pasado, por estas fechas...

—¿Sabe usted de lo que se trata? —preguntó el segundo europeo que, como predijera Pepote, tenía una cara condenadamente luterana.

El consejero de Sehsa que, dada su profesión, había aconsejado chantajear a aquellos pobres extranjeros, hizo una seña que, traducida, significaba: venga ya, venga ya.

—Yo sí lo sé. ¿Y usted?

—¿Cómo dice?

—Digo: ¿y usted?

Aquellos señores se consultaron unos a otros. Llevaban algún tiempo entre españoles y habían aprendido a no dar mucho crédito a sus oídos.

—Nosotros, ¿qué?

—El camarada Emilio —intervino Pepote— se pregunta si ustedes están enterados de lo que se trata.

«Venga ya, venga ya», hizo por señas el consejero de Sehsa.

—Una pregunta inocente, pero necesaria. ¿Qué saben ustedes de las bacterias de pantano, salvo que son grampositivas a la tinción, heterótrofas y, encima, pseudomonadales y lactobaciláceas?

—Eso. —confirmó Emilio— ¿Qué saben ustedes de mí y, de paso, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas?

—¿Han leído su artículos sobre ellas y la ecología? —le ayudó Pepote— Lejos de nuestra intención el llamarles a ustedes ignorantes, pero el maestro y yo nos suponemos que, como mínimo, tocan ustedes de oído.

«Venga ya, venga ya», hicieron las señas del consejero.

—¿Tiene usted un tic?

Los europeos, una vez comprendido el meollo de la cuestión, se preguntaban a sí mismos aquellas cosas. No sabían nada de las bacterias heterótrofas, ni de la dirección del Consejo, ni habían leído aquel desestabilizador artículo.

—¿Ve, camarada comisario, como no somos sólo los españoles los que huimos de la letra impresa? La cultura de la imagen está acabando con el mundo blanco.

Luego, con moderación y cuidadoso vocabulario, procedió a contar a aquellos tipos la misma historia que tan buenos efectos hizo sobre el conturbado espíritu de Zoloto. ¿Cómo era posible que un investigador de la talla de Emilio, descubriendo algo capaz de hacerle un creso, lo publicara inocentemente en una revista de mala muerte?

—Quizá —dijo uno, aportando una idea— se dio un golpe en la cabeza.

—No hubo golpe. Lo que ustedes ven, estos estragos del cuadrante noroccidental, son posteriores y, además, no han afectado al cableado interior.

—¿No golpe? —preguntó el de la idea, desorientado.

—Yo les diré por qué lo publicó: porque esas bacterias dan una parte de benceno por millón. El resto de su producción es agua y oxígeno.

—Poniéndolas a trabajar —tradujo Emilio—, cada dos o tres años nos permitirían cargar un mechero.

—Oh. —dijeron los extranjeros, haciendo breves cálculos con los dedos.

El segundo consejero de Sehsa, antes de que las cosas se estropearan más, hizo las señas de «agarra la pistola, gilipollas, y sal pitando.» Pepote le devolvió un guiño tranquilizador: «ahora va: sólo dos palabritas».

—Si ustedes hubieran leído los papeles, pobres perezosos, no tendrían necesidad de amenazar a los pobres españoles que, en este caso, no coinciden con los españoles pobres. Por menos de eso aquí matamos a los toros, ¿saben?

—¿Cómo sabemos que ustedes dicen la verdad? —preguntó el más espabilado de todos

—Buena pregunta. A ver cómo la contestas, Emilio.

—Les podemos dar nuestra palabra. —ofreció el investigador.

—No sirve.

Eso se temía Emilio, pero, aún así, procuró adoptar un aire ofendido:

—Gabachos. —les dijo— Gabachos y tudescos. Piensa el ladrón que todos son de su...¿cómo era?... de su Mercado Común.

Pepote se había situado cerca del consejero de Sehsa que, muy satisfecho, le señalaba el bolsillo de la chaqueta. El comisario atendía: si era verdad lo que le había contando, ahora saldría de dudas.

—¿Creen ustedes —dijo Pepote— que si esas bacterias fueran lo que ustedes piensan, los hombres de Sehsa renunciarían a su explotación? Ellos tienen los bichos y las fórmulas y, sin embargo, están aquí en lugar de produciendo petróleo gratis.

Aquella afirmación pareció producir cierta sensación penosa entre el estamento europeo. Alguien, sin mala intención seguramente, había olvidado ponerles en antecedentes. Como era fácil de comprender, aquello alteraba ligeramente sus objetivos: debían atornillar a Sehsa y dejar al investigador en segundo término.

Emilio no era nadie. Sehsa, en cambio, tenía el dinero y los medios para hacer la puñeta al delicado equilibrio económico y, como el dinero no tiene fidelidades, Sehsa tarde o temprano acabaría fabricando petróleo artificial y sumiendo en la barbarie al universo, y al universo no lo sumía nadie en la barbarie sin repartir beneficios con la Europa progresista.

Los consejeros de la empresa española leían en las mentes mercadocomunistas como en un libro abierto. Si el Mercado Común y los bancos internacionales se empeñaban, Sehsa se iría a la quiebra en el plazo de unos meses. El único camino que les quedaba era hacer causa común con Emilio y confesar que, en efecto, las bacterias no servían para nada.

—Entonces, ¿por qué las compraron?. —los europeos eran gente que todavía empleaba la lógica. Antepasados suyos habían traficado en negros, en opio y en canela.

—Nos engañaron. Es un vulgar estafador.

Los extranjeros miraron a Emilio: debía de ser mucho más sagaz de lo que delataba su apariencia para engañar a aquellos viejos piratas.

—Entréguennos las bacterias y los documentos. —dijeron entonces los mercadocomunistas— Nos encargaremos de estudiarlo todo y, luego, de destruirlo.

Los consejeros de Sehsa se sobresaltaron y empezaron a intercambiar miradas. Si, por casualidad, las «teresas» eran lo que todos creían, ¿cómo entregarlas a cambio de nada? Un amarguísimo trago.

—No las tenemos aquí.

—Pídanlas por teléfono.

De nuevo el intercambio de miradas. Probablemente en aquel momento se estuviera decidiendo la independencia de España o, lo que es lo mismo, la supervivencia de todos los grandes bancos: vieja cultura renacentista a punto de extinguirse.

—En realidad —dijo el presidente del consejo de administración, tomando una decisión heroica— al comprobar que había sido todo un engaño, lo tiramos a la basura.

Los extranjeros guiñaron un ojo y, con el otro, se pusieron a observar a los financieros españoles. Sabían que los aborígenes, desde los tiempos de Indíbil y Mandonio, siempre habían creído que los extranjeros eran capaces de comprar tranvías con una sonrisa de agradecimiento en los labios.

Los de Sehsa aprovecharon para concentrarse en el techo: se diría que había algo en él que captaba todo su interés. Sólo confiaban en que los prisioneros metieran mano a la pistola y, al huir y ser acribillados, la gente se olvidara de las condenadas bacterias.

Pepote, que sabía que se jugaba algo de tanta importancia como su piel, había permanecido vigilante. Cuando se mencionaron las «teresas» observó como el presidente se llevaba una mano al bolsillo donde las transportaba en secreto.

Los carteristas saben —y, bajo el influjo del blanco con limón, se lo habían explicado a Pepote— que los hombres preocupados se tocan la cartera cuando piensan que pueden robársela. Descubrir donde va la bolsa facilita mucho la tarea a un carterista de calidad.

—Si me hace el favor —dijo, metiendo la mano en el bolsillo del consejero y extrayendo el arma.— Cuento con su enciclopédica cultura para ahorrarme la explicación de cómo funciona una pistola automática. Baste advertir que la mayor parte de su ruidoso comportamiento tiene que ver con tirar o no de esta cosita, llamada gatillo por los expertos.

Los de Sehsa respiraron aliviados. Aquella oportuna interrupción desviaría la atención de los europeos hacia asuntos menos comprometidos y luego, cuando los guardias matasen a los fugitivos, entre la sangre y el ruido nadie tendría el cuajo de volver sobre el tema.

—¡Se fugan! —dijo uno de los consejeros, lleno de ilusión.

Los europeos aprovecharon para palidecer un poco más: sabían que, en ocasiones, los colonizadores perecen a manos de los aborígenes sanguinarios. El comisario, en cambio, aprovechó para tomar buena nota: seguiría el juego hasta donde fuese prudente.

—¿Fugarnos? —preguntó Pepote— ¿Y cubrir de vergüenza y deshonor nuestros apellidos sólo para ser atrapados al otro lado de la puerta? ¿Me equivoco, camarada comisario, o sus guardias verían con muy malos ojos que nos despidiéramos a la francesa? Diablos, dirían, estos se marchan sin agradecernos el cobijo que les hemos prestado.

El comisario no dijo nada: no quería estropear el efecto de las palabras de Pepote con algunas frases improvisadas y poco brillantes.

—Mientras aquí se decía esto y lo otro y, quizá, lo de más allá, yo hacía interesantes observaciones psicológicas. El rubito ese de ahí, por ejemplo, no es pícnico: sólo está gordo por glotón. Y este consejero de acá, que tan amablemente me ha cedido la pistola, debió de pagar una fortuna por su moral de caucho elástico.

—Es un gran observador. —le alabó Teresa, encantada de la vida. Si existía algo capaz de alterarla, todavía no se había descubierto— Lo ve todo.

—A eso iba. Gracias, bella Teresa. No es que disponga de un equipo de rayos equis, pero es evidente que veo algo más de la cuenta. Veo...

—¿Qué ves? —preguntó Emilio, iniciando el conocido juego.

—Una cosita.

—¿Por qué letrita empieza?

—¡Están locos! —dijeron varios de los asistentes al acto.

—Sí, pero tenemos pistola. Y, si hay algo seguro, es que las máquinas no enloquecen. Cuando uno les dice «dispara, chata», ellas hacen su trabajo con diligencia y método. Decía que he visto algo, ¿verdad? Sí: un detalle.

La gente, ante el vaivén que Pepote imprimió a la pistola, se estuvo quietecita y en silencio.

—Camarada Remil: azúceme hacia acá a aquella ovejuela delgadita, la del porte aristocrático. La que antes se palpaba el bolsillo derecho. Los auténticos perros pastores tienen el sistema más eficaz: muerden los tobillos del ganado. Si le resulta incómodo agacharse tanto, creo que mordiéndole una oreja también le persuadirá para que avance.

El presidente de Sehsa se había vuelto a tocar el bolsillo. La psicología puede llegar a ser el peor enemigo del hombre de negocios desconfiado.

—Este —Pepote se rio un poco, al encontrar chocante la descripción— je, je, este caballero lleva encima las «teresas» y, seguramente, las fórmulas; pero su natural talante ahorrativo, siempre loable, le ha hecho olvidarlo.

El tipo avanzaba de mala gana, pero a la vista estaba que para él la pistola era un argumento de peso.

—¿No le da vergüenza —le preguntaba Pepote— tener tan mala memoria? ¿Qué pensarán de usted los camaradas europeos, hombre de Dios?

Emilio, que era quien mejor conocía a las «teresas», cacheó al presidente de Sehsa y se hizo rápidamente con el material. Era como volver a encontrar a unos parientes.

—¿Es esto lo que ustedes quieren?

Los extranjeros alargaron las manos. Jamás habían tenido más cerca una fortuna ni mayor predisposición a guardársela.

—Ah, no. —ordenó Pepote— Antes hemos de arreglar nuestra situación legal. No queremos que nuestros vecinos, dentro de varios años y un día, nos saluden por las escaleras con un «¿qué tal por la cárcel?» Tal vez parezca un capricho tonto, pero queremos salir de aquí con el honor resplandeciente, lavado, fijado y dado esplendor.

—¿De qué se acusa a estas personas, comisario?

—De estragos. —respondió el policía— También había orden de captura, pero...

Los funcionarios españoles le rogaron que la olvidara. Estaban deseosos de complacer a los europeos y, de paso, de que les dejaran de encañonar. La cuestión había dependido de las bacterias, pero, en teniéndolas... En cuanto a los estragos, todos suponían que, pagándolos, podrían correr un tupido velo. Siempre hay un tupido velo en algún cajón de las comisarías.

Emilio, mientras tanto, acariciaba a sus «teresas» y les dedicaba tiernas palabras de ánimo. Era una emotiva escena de despedida que, sin embargo, no cautivaba el interés de los extranjeros.

—¿Todo en orden? —preguntaron éstos.

—¿Somos libres? —preguntaron aquéllos.

—Sí. —dijo el comisario.— No obstante, estaría bien visto que me entregaran la pistola antes de salir.

—Y las bacterias. —dijeron los europeos, siempre pendientes de los bienes materiales y poco dados a las fantasías: si aquellos tontos creían que serían libres sólo por salir de comisaría, sabían poco del mundo moderno.

—Animo, Emilio. Cierra los ojos y dáselas.

Emilio todavía se demoró un poco:

—Quiero advertirles una vez más de que no producen benceno apenas. No deseo que luego me pidan responsabilidades. Yo sólo vendí a Sehsa unas bacterias, sin especificar los detalles de su comportamiento.

—¡Vengan acá! —exigieron los extranjeros.

Los hombres de Sehsa, con el corazón partido por la emoción, cambiaron de táctica:

—Puesto que son legalmente nuestras —empezaron— tal vez sea el momento de comenzar a hablar de un consorcio europeo de los hidrocarburos. Nosotros ponemos la química y ustedes el capital. Quizá...

—¡Negocios! —exclamó Pepote, fastidiado— ¿Por qué os afanáis en vestir como Salomón y olvidáis que los lirios del campo no excavan pozos de petróleo ni vociferan en la bolsa y, quizá por eso, huelen tan bien?

Luego, antes de salir por la puerta, tuvo un recuerdo cariñoso para el policía:

—Camarada comisario: Es usted mi padre y, si quiere, mi abuelo. Cuente con una caja de champán por Navidad. Bella Teresa: dale un ósculo. Nosotros, los impresores rápidos —añadió—, jamás olvidamos: en eso se nos distingue del resto de los electores.

34

Si, en el cumplimiento de su sagrado ministerio, un vecino se hubiera asomado por el ojo de la cerradura de la casa de Teresa y Gloria, además de admirar la decoración funcional y femenina, hubiera podido comprobar que las mujeres se habían embarcado, una vez más, en una desenfrenada orgía.

Una botella de champán corría de mano en mano y de copa en copa, suministrando qué pensar a los tres varones y a las dos hembras que se entregaban al rito pagano de celebrar la libertad anegándose en vino en lugar de entonar sentidos Te Deum.

Hablaban todos a la vez, explicándose los unos a los otros un mundo de encontrados sentimientos. Gloria, por ejemplo, lo había visto todo negro en la comisaría, influida por las cucarachas que compartieron con ella el espacio vital.

Emilio, en cambio, se había sentido perdido cuando, en el restaurante, el policía le redujo a la impotencia y, de paso, a la inconsciencia.

Para Pepote el peor momento tuvo lugar cuando el ruso le maceró las narices, mientras que Remil se consideró pasaportado al otro barrio cuando los tres mahometanos se le echaron encima con aviesas intenciones.

Sólo la tranquila Teresa había disfrutado de cada una de las aventuras: nunca pensó ni en ser raptada ni en ser encarcelada ni en asistir a la reunión de un consejo de administración, y agradecía aquellas exóticas experiencias.

Emilio demostraba, una vez más, estar hecho para la velocidad y era imposible ver como rellenaba su copa, a tal grado de destreza había llegado, incitado por la concupiscencia. La mujer que se propusiera redimirlo necesitaría una prodigiosa capacidad de concentración.

Pepote, como era el liante de más alta graduación entre los contertulios, llevaba el peso de la organización y proponía los brindis. El primero, por él mismo, sin cuyo talento probablemente seguirían en poder de la policía. El segundo, por el comisario, construido definitivamente con azúcar y miel.

—El alma se acongoja, o cualquier otra cosa empezada por «aco», sólo de pensar en que ese anciano funcionario no nos hubiera creído. ¿Qué hubiera sido de vosotros, grey mía, si no nos hubiera facilitado el botellín donde poner algo de...—miró a las señoras y se detuvo, caballeresco— ¿Cómo se llaman esos bacilos que, presuntamente, pillamos del water, camarada Emilio?

—Coli fecal.

—...Poner coli y, también, limaduras de óxido de hierro sacado de los barrotes. —concluyó su frase Pepote— Sospecho que no es la primera vez que el comisario trata con científicos locos y con impresores superabundantes.

Luego, mientras Emilio fingía despedirse de las queridas Teresas, había dado el cambiazo. No es que su mano fuera más rápida que la vista en algo distinto de rellenarse copas, sino que, verle pronunciar aquellas dramáticas palabras de adiós, había obligado a todos a retirar la vista.

—Brindo por los gorditos europeos, que tantas facilidades dieron para engañarles como a electores.

Los presentes, con tan noble pretexto, hicieron desfilar chorros de champán por las angosturas de sus gargantas. Al día siguiente cinco hígados jóvenes e inexpertos gemirían, pero eso no parecía inquietar por ahora a sus dueños.

—Y brindo, camaradas, por el presidente de Sehsa. No me atrevo a decir que se ha quedado compuesto y sin novia, porque un hombre de su dinero siempre tiene novias de reserva, pero apuesto a que debe de estar rumiando su fracaso y, quizá, dedicándonos epítetos.

Remil titubeó al chocar con aquella palabra. Llevaba todo el día en contacto con voces que ni siquiera imaginó en sueños. Lo de «epítetos» le convenció de que en la Madre Patria habían dejado de hablar el viejo español.

—Epítetos sin cuento. —corroboró Emilio— No creo que, en la intimidad, se atenga a la cortesía ponderada de la burguesía acomodada. Aunque no sabe que volvemos a tener las bacterias, seguro que está llamando al pan, pan.

—Y, al vino, valdepeñas.

Era un quinteto feliz. De disponer de violines, sin duda hubieran empezado a ejecutar el Himno a la Alegría, de Beethoven y Ríos, o, quizá, la Primavera, de Vivaldi y La Voz de su Amo. Una hora antes, en cambio, sólo les hubiera salido el Adiós a la Vida, de Tosca o, directamente, el entierro de Sigfrido.

Allí estaban todos, recién salidos de la cueva de los leones, ellas oliendo a colonia verde y ellos a etanol de marca. Los europeos volvían a Europa, a seguir velando por el mundo occidental y las sociedades anónimas de más allá de los Pirineos. Los de Sehsa sólo podrían alegar que habían sido despojados por las turbulencias de la política internacional, nunca por Emilio, que seguiría dueño de su diez por ciento y libre de perseguidores.

—Mañana, véndelo en la bolsa, porque Sehsa, sin «teresas», tiene los días contados: los españoles no sabemos ni fabricar armónicas ni descubrir pozos de petróleo.

Pero el catálogo de bienaventuranzas no terminaba allí. El camarada Zoloto, tan parecido a un tiburón como lo pudiera ser el más voraz de los tejanos, volaba hacia el Imperio de Occidente en busca de un suero antitetánico de confianza. Richard Zoloto, antes de volver a tratar con españoles, se inyectaría todas las vacunas comercializadas por el Instituto Pasteur, a excepción de la que cura la picadura de la víbora, pues previsiblemente Zoloto sería inmune a su propio veneno.

Los queridos agentes soviéticos tendrían que sobornar a algún funcionario del Mercado Común si es que seguían con su plan de trincar el secreto de las «teresas» para mejor exigir créditos al mundo libre. Y la morería, por orgullosa que fuera, debería escoger a otras víctimas que estrangular.

—Milagro parece, pero hemos salvado el pellejo. Ya sé que de nada vale si perdemos el alma, pero quien más quien menos acaba por cogerle cariño.

Emilio, ligeramente saturado de champán, con todas las burbujas concentradas en la cabeza, meditaba sobre esto y aquello. La justicia, por ejemplo, le había decepcionado: que un hombre libre no pueda vender bacterias sin padecer persecución, había debilitado su confianza en la democracia. Tanto que, de cintura para arriba, se estaba convirtiendo en revolucionario, y mañana mismo saldría a pintar por las paredes frases subversivas como «Abajo la microbiología» o cualquier otra barbaridad ácrata por el estilo.

De cintura para abajo, gracias a Dios, seguía tan conservador y cavernícola como siempre y, con esa parte de su ser, pensaba dulcemente en Gloria. Podía decirse que las penalidades habían creado un vínculo entre ellos y que Emilio estaba dispuesto a estrecharlo, incluso leyendo el Kamasutra si era necesario, hasta convencer a la joven de una serie de teorías que señalaban la perpetuación de la especie como verdadera razón del marcado dimorfismo sexual del ser humano. No sería difícil, pues lo explicaban todas las enciclopedias por fascículos.

Contemplando a Gloria junto a Remil, no dejaba de sentir la fuerza del mito de la bella y la bestia, sólo que opinaba que la bestia debía de ser él y, en el primer momento propicio, arrastrarla por la cabellera hasta algún lugar donde uno pudiera consumar los viejos y sólidos ritos de la fertilidad.

La lástima era que él estaba licenciado en biología, pero no en mujeres. Sabía que sus hermosas células contenían los pares de cromosomas iguales, XX para ser exactos, pero nada de lo que tramaban valiéndose de ellos.

—¿Qué piensas de Gloria? —le había preguntado Pepote cuando ella fue a retocarse el pelo en el lavabo.

—Inteligente.

—¡Vaya! —exclamó aquel cínico irrecuperable— ¿Y de la estructura, tanto la «super», que empieza en las costillas flotantes, como de la «infra», que es el resto, siempre hacia el sur? ¿Qué me dices del material? Yo de ti le pediría que me enseñara los dientes y, si no te ha engañado respecto a la edad, la arrastraría debajo de la mesa para hacerle una serie de proposiciones.

—Eso se dice muy fácilmente.

—Y se hace aún con menos gasto de saliva. Nada de «oye», «sabes» ni «me parece». A las mujeres, una vez que has sido presentado, les encanta que las cacen. Le haces una llave al brazo. Le tiras del pelo para que levante los labios y, con todo el campo de operaciones a la vista, te lanzas a la carga. Lo más oportuno es ir directo a los labios, pero morder la oreja tiene también sus beneficiosos efectos sobre la psicología de la hembra: se estremecen como pajarillos.

Si el mismo vecino eficiente de antes hubiera seguido con su esforzada labor de espionaje, hubiera comprobado que aquellos disolutos se estaban poniendo el mundo por montera con pericia y contumacia.

Y no sólo eso: Remil, golpeando un tambor de detergente, insistía en entonar un carnavalito andino mientras Pepote aplicaba a Teresa una versión manual de sus mejores discursos.

Al fondo, en el sofá de la televisión, Emilio y Gloria juntaban las cabezas para facilitar la transmisión de esa clase de pensamientos que todos tienen una o varias veces en la vida y, sin embargo, todos creen descubrir para hacerse dignos de la felicidad.

Justo cuando Gloria, entre halagada y piripi, ponía sus labios al descubierto para ver lo que Emilio podía hacer por ellos, si es que se le ocurría algo, el presunto vecino curioso no hubiera tenido más remedio que apartarse: de lo contrario, aquellos cuatro señores bien vestidos no hubieran podido alcanzar el timbre.

Eran el presidente de Sehsa con dos de sus más feroces consejeros, hombres capaces de abrir un barril de crudo sólo con los dientes. El cuarto personaje vestía de pez gordo y se comportaba como pez gordo, permitiendo que los otros le cedieran el paso entre reverencias.

—Ding, dong. —hizo el timbre, que por primera vez tiene diálogo en esta historia. Un timbre de fabricación alemana afinado en do mayor.

—¡Diablos! —hizo Emilio, al comprobar lo que se le venía encima.

—Buenas. —dijo el presidente de Sehsa con la sonrisa más amistosa que pudo encontrar: recordaba la expresión angustiada del escorpión cercado por el fuego. De la legión de los que le caían mal, los que peor lo hacían eran quienes se le quedaban con el diez por ciento de las acciones y le recibían gritando «¡diablos!». Caras peores que la suya iban y venían por el mundo sin levantar tan duros comentarios.

—Nihil admirari. —consejó Pepote, analizando la situación y abismándose en la contemplación del cuarto personaje.— Esa es mi norma. Nihil admirari —tradujo para Remil, a quien suponía latinista poco experto— significa no pestañear entre lo que entre por esa puerta, sea consejero, tigre de bengala o cocodrilo del Nilo con los ojos bañados en lágrimas.

—Estamos enterados de su maravillosa iniciativa. —empezó el presidente de Sehsa, ansioso de ganar tiempo.— Han salvado ustedes la situación ante los europeos.

—¿Cómo dice usted? —preguntó Emilio, sintiéndose acometido por un gran surtido de sensaciones psicofísicas, incluidos el sudor de manos y los temblores.

—Hemos estado pensando. —le advirtió uno de los consejeros. Era su forma de decir que, cuando un capitalista desciende a pensar, alguien acaba pagando el pato.

—Usted —dijo el consejero segundo señalando a Pepote— no es hombre capaz de perder una baza.

—Rumores. —contestó el impresor modestamente.— Sé que corre la voz por tugurios y tascas, pero, insisto, son rumores que protagoniza la envidia. Total, porque no he perdido una chinada desde el veintisiete de octubre del setenta y tres.

—Asno. —gruñó por lo bajo el cuarto personaje, que nunca se había cruzado con Pepote y comenzaba a sufrir sus efectos patógenos.

—Absolutamente asno. —le confirmó Pepote— Y nosotros, los asnos, nos negamos a tropezar en la misma bacteria.

Los consejeros, con su presidente a la cabeza, habían intentado negociar con los europeos. A fin de cuentas, había un documento notarial que demostraba de quienes eran las bacterias. Sólo que los mercadocomunistas, aunque en otro idioma, se atenían a la filosofía de Santa Rita sobre lo que se da y lo que se quita. Además, ¿no acababa de decir el mismo presidente que aquellas bacterias no podían producir benceno en cantidades comerciales?

—Acudiremos a La Haya.

Bueno: en opinión de los europeos estaba claro quien mandaba en La Haya. Tan claro como que España era el último socio del Mercado Común y tenía que hacer el meritoriaje antes de poder exigir algo. O las bacterias, o el bloqueo, parecía ser su grito de guerra.

Cuando ya todo estaba perdido, el consejero que ofreciera la pistola a Pepote se puso a lamentar su triste suerte. Cualquier español decente hubiera cogido el arma y se hubiera dejado acribillar en la fuga, pero aquel maldito metomentodo se las había apañado para estropear un prodigioso plan. Entonces pronunció la frase clave:

—Nos ha engañado a todos.

¿A todos? ¡Claro! ¿Por qué ese toqueteo de bacterias antes de entregárselas al enemigo? ¿Por qué parecía distinta la redoma? ¿Por qué el pliego de fórmulas estaba arrugado y, un instante después, no?

—Tate. —dijeron. Arquímedes hubiera dicho eureka, pero eran otros tiempos y no había por qué acudir a las raíces griegas.

—Tate. —concluyeron todos. La psicología de aquel tipo, si se estudiaba bien, resultaba ser incompatible con la conformidad. Bastaba recordar cómo les había extraído el diez por ciento de las acciones sin bajarse del burro ni una sola vez.

Conque ya podía darse por enterada la concurrencia: Sehsa sabía que las bacterias auténticas estaban a salvo en algún bolsillo de los presentes y, sin ánimo de molestar, les recordaba el episodio del notario, que certificaba a quién pertenecían.

—Así que, vengan acá.

—No. —la negación salió de los labios de Pepote como el tapón de una botella de champán: un impresionante efecto dialéctico.

—¿Cómo que no? —dijo el cuarto personaje, poniendo en posición sus baterías. Sabía que era una peso pesado y esta era la ocasión de demostrarlo.

—Antes de que me pregunte si sé con quién estoy hablando, señor ministro, —explicó Pepote— me permito recordarle que está usted sujeto a la disciplina del Mercado Común.

—Esto para el Mercado Común. —dijo el cuarto personaje, ministro de lo que quedaba de industria, haciendo un gesto cabalístico algo grosero— Esos europeos tienen las bacterias que pedían. Saben que son las verdaderas, porque las sacó usted mismo del bolsillo del interesado. No hay, pues, ningún impedimento ético.

—Vengan las bacterias. —repitió el consejero primero, que era hombre muy capaz de insistir en sus ideas más queridas siempre que hiciera falta.

—¡Ya empezamos! —dijo Emilio.— La vida es una pescadilla que se muerde la cola. A buen seguro que también han previsto darme una ducha para conmemorar el aniversario de mi descubrimiento.

—Aquí —dijo el ministro sacando una tarjeta plastificada— está su nuevo documento nacional de identidad. En La Paz tenemos el cadáver de un suicida. Mañana la prensa dirá que usted, víctima de una crisis nerviosa, se mató. Pasado, Raimundo Fernández será nombrado director técnico del Instituto Español de Normalizaciones y Estandarizaciones.

—¿Qué es eso?

—Nada. —dijo, lacónico, el ministro.— Una nota en el BOE y trescientas sesenta mil al mes. Una tapadera.

—Vengan las bacterias. —insistió el consejero, fiel a sus principios. En el fondo de su oscuro corazón soñaba en sumir en la ruina a aquellos tiránicos europeos que se divertían chantajeando a los españoles.

—Venga, entonces, el notario. —dijo Pepote— Creo que falta el pico de mil millones.

Los cuatro visitantes cayeron en un silencio entre el que se podía oir el ruido de sus engranajes dándole vueltas al dinero. El dinero, como todo el mundo sabe, se enquista en los corazones más puros, y duele al extirparlo.

—Cada vez que este señor diga «vengan las bacterias» yo diré «venga el notario». Usted empieza, camarada, pero le advierto que su frase tiene una sílaba más que la mía y eso me da ventaja.

35

Mientras esta interesante conversación se desarrollaba según los conocidos parámetros de los tratos entre chalanes, en la calle la noche se dedicaba a cubrir con su manto oscuro cuanto caía a su alcance: los monumentos arquitectónicos y los automóviles de importación, el público que salía de los teatros y los conductores de autobuses.

Generosa como era, la noche también amparaba a Hassán con sus dos mohamés. A pesar del tratamiento que se les había aplicado horas antes, su sólido fanatismo petrolero les había permitido una recuperación milagrosa, tanto física como mental.

En especial, el puñetazo en la sien había despertado en Hassán nuevas aptitudes. Nada más salir de su inconsciencia comprendió que, con el traqueteo, se habían alterado sus puntos de vista. ¿ Por qué —se dijo, siempre en arábigo— andarse con paños calientes? Donde esté una buena bomba, atribuible a los hermanos palestinos o a la Eta, que se quiten esos elaborados proyectos, típicos del mundo occidental.

¿Cuál era el objetivo? Que el científico loco no pudiera vender sus bacterias ni, posteriormente, difundir su secreto, privando al Islam de sus bien cavados pozos. Pues, entonces, una de esas cosas, llamadas artefactos por la ingenuidad de los españoles, sería mano de santo.

Y, así, al amparo de aquella noche tolerante, se bajaron del negro coche dispuestos a volar el piso de Teresa y de Gloria con todo lo que contuviera dentro, fuera animal, vegetal o mineral.

No contaban con que la noche, como la lluvia, cae igual para todos, y que los tovarich, tras unas pocas horas de roer ataduras, se habían puesto en marcha. Tenían doloridas las encías y mellados los sólidos dientes que les facilitó su vieja raza eslava, pero intacta la moral.

Amantes de las cosas bien hechas, habían decidido deslizarse al amparo de la noche, derribar la puerta, capturar las bacterias a punta de pistola y, de paso, partirle los dientes al gigantón que tanto les había maltratado.

Luego, bastaría con que la agencia Tass difundiera por el mundo el singular descubrimiento de algún sabio ruso: ¡Petróleo a partir de la basura! Y, o adiós mundo occidental, guerra de las galaxias y Coca Cola o créditos blandos para la nueva Rusia.

Ambas fuerzas convergían sobre la puerta del edificio cuando la una descubrió a la otra. Pese a ser orientales ambas, compartían escasos intereses.

—¡Eh! —gritaron los rusos a los mahometanos al descubrirles con el paquete explosivo. Aquel grito, mezcla de aullido de lobo estepario y de cosaco celebrando una orgía, llamó la atención de los moros, arrancándoles una variada gama de expresiones malsonantes.

Si hay algo que soliviante a un árabe decidido es que no se le deje poner una bomba con la necesaria intimidad. Así que tiraron de pistola y abrieron fuego con diligencia y escasa discreción.

Los rusos, aunque pacíficos y oficialmente partidarios del desarme mundial, se sintieron agredidos por el imperialismo petrolero. Heridos en sus sentimientos y dolidos por la incomprensión de quienes no entendían su lucha en favor de los humildes, dispararon en legítima defensa.

Tiro va, tiro viene, acabaron por pegarle al artefacto, que yacía abandonado en tierra de nadie. El artefacto, en cumplimiento de una serie de viejas leyes físicas, explosionó con breve pero intensa voz. Tres árabes socarrados y algo humeantes salieron corriendo en dirección norte. Dos rusos, tiznados y no menos humeantes, galoparon hacia el sur, meditando sobre la riqueza de experiencias que les proporcionaba su excitante profesión.

La noche, sorprendida en un principio, se encogió de hombros, y, de acuerdo con sus hábitos, volvió a cubrirlo todo con su negro manto. Era una noche flemática y terríblemente indiferente a los asuntos de los humanos.

El vecindario, encallecido por años de terrorismo, comprobó que sus respectivos pisos habían resistido la violencia—venga—de donde— venga, y, tranquilizado, procuró no asomar la nariz: mañana la tele les explicaría que no había sido nada.

En el piso de las chicas Emilio sostenía las «teresas» y recitaba su nuevo nombre: Raimundo Fernández. No le hacía gracia morir de Emilio y resucitar de Raimundo. Ya podían haberle puesto Carlos o Borja o Roberto. Debían haber consultado alguna fotonovela.

—¿Eso ha sido una explosión? —preguntó el ministro.

—Las luminarias de la victoria. —dijo Pepote con la sensación de estar plagiando a alguien— No sé quién será el responsable, pero, camarada excelencia, yo no desaprovecharía la explosión: el camarada Emilio ha sido dinamitado por las fuerzas enemigas del progreso. Por ejemplo, por la Unión de Extractores de Carbón, camisas negras donde las haya.

—Es una idea. —dijo el Presidente de Sehsa.

36

Emilio, del rincón en el ángulo oscuro, cubierto de telarañas como cualquier arpa en desuso, meditaba sobre la vida y sobre la justicia. Acababa de llegar a la conclusión de que él no era un Espartaco para hacer ahora la rebelión de los esclavos. Si en el mundo mandaban los que mandaban y, encima, lo hacían con métodos tan folletinescos, él sólo pedía una buena palangana donde lavarse las manos.

Gloria, apiadada, le acercó unos ciento cincuenta centímetros cúbicos de champán: aquellos labios tristes harían bien en sumergirse en el néctar y la ambrosía, porque la vida seguía y había un puñado de millones esperando a ser gastados con gentileza y señorío.

—Toma, Emilio: un día es un día.

—Llámame Raimundo. —dijo éste, echando una aviesa mirada al ministro.

Pepote, siempre atento a los acontecimientos, entonó un cántico a la moralidad pública:

—A ti, fiel camarada, que padeces el cerco del olvido atormentado, pero que dispones de mil millones libres de impuestos, te aconsejo que pongas arriba los ojos, siempre arriba: justo en la altura del índice general de la Bolsa de Madrid. Quizá halles consuelo.

—Eso. —dijo el ministro, filósofo práctico.— El dinero da bastante felicidad.


En la calle, junto a un agujero de admirables proporciones, yacía abandonado un bonete de lana multicolor.

Aquí y allá, e incluso acullá, tras sus ventanas cerradas, España, como de costumbre, dormía. Algunos cretinos, encima, soñaban en un mundo mejor. Los bancos abrirían a las ocho. Cada día un poco antes.


Laus Deo.

FIN


Publicado el 13 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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