David Copperfield

Charles Dickens


Novela


PREFACIO
HISTORIA DE LA VIDA Y HECHOS DE DAVID COPPERFIELD
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I. NAZCO
CAPÍTULO II. OBSERVO
CAPÍTULO III. UN CAMBIO
CAPÍTULO IV. CAIGO EN DESGRACIA
CAPÍTULO V. ME ALEJAN DEL HOGAR
CAPÍTULO VI. ENSANCHO MI CÍRCULO DE AMISTADES
CAPÍTULO VII. MI PRIMER SEMESTRE EN SALEM HOUSE
CAPÍTULO VIII. MIS VACACIONES, Y EN ESPECIAL UNA TARDE DICHOSA
CAPÍTULO IX. UN CUMPLEAÑOS MEMORABLE
CAPÍTULO X. EMPIEZAN DESCUIDÁNDOME, Y LUEGO ME COLOCAN
CAPÍTULO XI. EMPIEZO A VIVIR POR MI CUENTA, Y NO ME GUSTA
CANTULO XII. COMO EL VIVIR POR MI CUENTA NO ME GUSTA Y TOMO UNA GRAN RESOLUCIÓN
CAPÍTULO XIII. EL RESULTADO DE MI RESOLUCIÓN
CAPÍTULO XIV. LO QUE MI TÍA DECIDE RESPECTO A MÍ
CAPÍTULO XV. VUELVO A EMPEZAR
CAPÍTULO XVI. CAMBIO EN MÁS DE UN SENTIDO
CAPÍTULO XVII. ALGUIEN QUE REAPARECE
CAPÍTULO XVIII. MIRADA RETROSPECTIVA
CAPÍTULO XIX. MIRO A MI ALREDEDOR Y HAGO UN DESCUBRIMIENTO
CAPÍTULO XX. LA CASA DE STEERFORTH
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO I. LA PEQUEÑA EMILY
CAPÍTULO II. LUGARES ANTIGUOS Y GENTE NUEVA
CAPÍTULO III. CORROBORO LA OPINIÓN DE MÍSTER DICK Y ME DECIDO POR UNA PROFESIÓN
CAPÍTULO IV. MI PRIMER EXCESO
CAPÍTULO V. EL ANGEL BUENO Y EL ANGEL MALO
CAPÍTULO VI. CAIGO CAUTIVO
CAPÍTULO VII. TOMMY TRADDLES
CAPÍTULO VIII. MÍSTER MICAWBER LANZA SU GUANTE
CAPÍTULO IX. VEO DE NUEVO A STEERFORTH EN SU CASA
CAPÍTULO X. UNA DESGRACIA
CAPÍTULO XI. UNA PÉRDIDA MAYOR
CAPÍTULO XII. EL PRINCIPIO DE UN LARGO VIAJE
CAPÍTULO XIII. FELICIDAD
CAPÍTULO XIV. MI TÍA ME SORPRENDE
CAPÍTULO XV. DEPRESIÓN
CAPÍTULO XVI. ENTUSIASMO
CAPÍTULO XVII. UN POCO DE AGUA FRÍA
CAPÍTULO XVIII. DISOLUCIÓN DE SOCIEDAD
CAPÍTULO XIX. WICKFIELD Y HEEP
CAPÍTULO XX. EL VAGABUNDO
TERCERA PARTE
CAPÍTULO I. LAS TÍAS DE DORA
CAPÍTULO II. UNA DESGRACIA
CAPÍTULO III. OTRA MIRADA RETROSPECTIVA
CAPÍTULO IV. NUESTRA CASA
CAPÍTULO V. MÍSTER DICK CUMPLE LA PROFECÍA DE MI TÍA
CAPÍTULO VI. INTELIGENCIA
CAPÍTULO VII. MARTHA
CAPÍTULO VIII. SUCESO DOMÉSTICO
CAPÍTULO IX. ME VEO ENVUELTO EN UN MISTERIO
CAPÍTULO X. EL SUEÑO DE MÍSTER PEGGOTTY LLEGA A REALIZARSE
CAPÍTULO XI. EL PRINCIPIO DE UN VIAJE MÁS LARGO
CAPÍTULO XII. ASISTO A UNA EXPLOSION
CAPÍTULO XIII. OTRA MIRADA RETROSPECTIVA
CAPÍTULO XIV. LAS OPERACIONES DE MÍSTER MICAWBER
CAPÍTULO XV. LA TEMPESTAD
CAPÍTULO XVI. LA NUEVA Y LA ANTIGUA HERIDA
CAPÍTULO XVII. LOS EMIGRANTES
CAPÍTULO XVIII. AUSENCIA
CAPÍTULO XIX. REGRESO
CAPÍTULO XX. AGNES
CAPÍTULO XXI. VOY A VER A DOS INTERESANTES PRESIDIARIOS
CAPÍTULO XXII. UNA LUZ BRILLA EN MI CAMINO
CAPÍTULO XXIII. UN VISITANTE
CAPÍTULO XXIV. ÚLTIMA MIRADA RETROSPECTIVA

PREFACIO

Difícilmente podré alejarme lo bastante de este libro, to­davía en las primeras emociones de haberlo terminado, para considerarlo con la frialdad que un encabezamiento así re­quiere. Mi interés está en él tan reciente y tan fuerte y mis sentimientos tan divididos entre la alegría y la pena (alegría por haber dado fin a mi tarea, pena por separarme de tantos compañeros), que corro el riesgo de aburrir al lector, a quien ya quiero, con confidencias personales y emociones ínti­mas.

Además, todo lo que pudiera decir sobre esta historia, con cualquier propósito, ya he tratado de decirlo en ella.

Y quizá interesa poco al lector el saber la tristeza con que se abandona la pluma al terminar una labor creadora de dos años, ni la emoción que siente el autor al enviar a ese mundo sombrío parte de sí mismo, cuando algunas de las criaturas de su imaginación se separan de él para siempre.

A pesar de todo, no tengo nada más que decir aquí, a menos de confesar (lo que sería todavía menos apropiado) que estoy seguro de que a nadie, al leer esta historia, podrá parecerle más real de lo que a mí me ha parecido al escri­birla.

Por lo tanto, en lugar de mirar al pasado miraré al porve­nir. No puedo cerrar estos volúmenes de un modo más agra­dable para mí que lanzando una mirada llena de esperanza hacia los tiempos en que vuelvan a publicarse mis dos hojas verdes mensuales, y dedicando un pensamiento agradecido al sol y a la lluvia que hayan caído sobre estas páginas de DAVID COPPERFIELD, haciéndome feliz.

Londres, octubre de 1850.

HISTORIA DE LA VIDA Y HECHOS DE DAVID COPPERFIELD

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I. NAZCO

Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas. Para empezar mi his­toria desde el principio, diré que nací (según me han dicho y yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a gritar simultá­neamente.

Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la en­fermera y algunas comadronas del barrio (que tenían puesto un interés vital en mí bastantes meses antes de que pudiéra­mos conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser desgraciado en esta vida, y se­gundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíri­tus. Según ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de otro) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.

No hablaré ahora de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrará si es cierta o falsa. Respecto a la se­gunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don en mi primera infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber sido defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por equivocación, le agradeceré que lo con­serve a su lado.

Nací envuelto en una membrana que se trató de vender, anunciándola en los periódicos, al módico precio de quince guineas. No sé si los marineros en aquella época tendrían poco dinero o si lo que tenían era poca fe y preferían cintu­rones de corcho; lo que sí sé es que sólo se presentó un comprador, comerciante, que ofrecía por ella dos libras en plata y el resto en jerez, negándose a pagar ni un céntimo más por la seguridad de no morir ahogado. Como la adquisi­ción de los vinos no interesaba a mi pobre madre, pues aca­baba de vender los suyos, desistió de la venta, después de re­tirar los anuncios, que tuvo que pagar. Diez años más tarde mi membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio de media corona la papeleta y con la condición de que el agraciado con ella pagaría además cinco chelines. Yo estuve presente en el sorteo, y recuerdo que me sentía humillado y confuso de que dispusieran así de una parte de mi persona. Le tocó a una señora que llevaba un gran bolso de mano, del que sacó de muy mala gana los estipulados cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique de me­nos, no sirviendo de nada el tiempo que se perdió en expli­caciones y demostraciones aritméticas, pues no lograron convencerla de ello. Y es un hecho, que todos recuerdan como sorprendente, que la señora no murió ahogada, sino triunfalmente en su lecho a los noventa y dos años de edad.

Tengo entendido que dicha señora, mientras tomaba el té, que era su ocupación favorita, solía vanagloriarse de no ha­ber estado encima del agua mas que una vez en su vida, y eso pasando un puente, y que se indignaba mucho contra los marinos y demás personas que tienen el atrevimiento de va­gabundear por esos mundos. En vano se le demostraba que muchas cosas buenas (el té entre ellas) se disfrutaban gra­cias a aquellas aficiones refutables. Ella replicaba cada vez con mayor energía y confianza en la fuerza de su razona­miento:

—No, no; nada de vagabundear.

Para no «vagabundear» yo tampoco, volveré al punto de mi nacimiento.

Nací en Bloonderstone, en Sooffolk, o « por ahí», como dicen en Escocia, y fui un niño póstumo. Los ojos de mi pa­dre se cerraron a la luz de este mundo seis meses antes de que se abrieran los míos. Aún ahora supone algo extraño para mí el hecho de que nunca me llegara a ver; y todavía más extraño es el oscuro recuerdo que conservo de mi pri­mer encuentro, siendo un niño, con la piedra blanca de su tumba en el cementerio; la indefinible compasión que sentía al recordarle allí tendido y solo en la noche oscura, mientras nuestra salita estaba caliente a iluminada por el fuego y las velas, y las puertas de la casa estaban cuidadosa y cruel­mente (me parecía entonces) cerradas.

Una tía de mi padre y, por consiguiente, tía abuela mía, de quien hablaré más adelante, era el magnate de nuestra fami­lia: miss Trotwood, o miss Betsey, como mi pobre madre la llamaba siempre cuando se atrevía a nombrar a aquel formi­dable personaje (lo que ocurría muy rara vez). Mi tía se ha­bía casado con un hombre más joven que ella y muy ele­gante, aunque no en el sentido del dicho «es elegante lo que el elegante hace», pues se sospechaba que pegaba a su mu­jer, y hasta llegó a contarse que una vez, discutiendo a pro­pósito de cuestiones económicas, estuvo a punto de tirarla por la ventana de un segundo piso. Estas pruebas evidentes de incompatibilidad de caracteres indujeron a miss Betsey a darle dinero para que se marchara y consintiera en una sepa­ración amistosa. Él se marchó a la India con su capital, y allí, según una leyenda de familia, se le vio montado en un elefante y acompañado de un Baboon, aunque yo creo que más bien sería de un Baboo o de un Begum. Sea como fuere, diez años después, desde la India llegó a su casa la noticia de su muerte. El efecto que esta noticia causó en mi tía nadie lo supo. A raíz de la separación había vuelto a usar su nom­bre de soltera y, comprando una casita muy alejada en la costa, se había establecido allí con su criada, como una sol­terona, viviendo siempre recluida en un aislamiento in­flexible.

Según creo, mi padre había sido el sobrino favorito de miss Betsey; pero mi tía se ofendió mortalmente con su boda, bajo el pretexto de que mi madre era «una muñeca», pues, aunque no la había visto nunca, sabía que no tenía to­davía veinte años. Miss Betsey no quiso volver a ver a su so­brino. Mi padre tenía el doble de edad que mi madre cuando se casaron, y era de constitución delicada. Un año después de su boda, y, como ya he dicho, seis meses antes de mi na­cimiento, murió.

Tal era el estado de las cosas en la tarde de aquel memo­rable (puede excusárseme el llamarlo así) a importante vier­nes. No puedo vanagloriarme de haber sabido en aquella época lo que estoy contando, ni de conservar ningún re­cuerdo (fundado en la evidencia de mis propios sentidos) de lo que sigue.

Mi madre estaba sentada junto a la chimenea, mal de salud y muy abatida, y miraba el fuego a través de sus lá­grimas, pensando con tristeza en su propia vida y en el huerfanito a quien sólo esperaba un mundo no muy con­tento de su llegada y algunos proféticos paquetes de alfile­res preparados de antemano en el cajón de una cómoda del primer piso. Mi madre, repito, estaba sentada al lado del fuego, en una tarde clara y fría de marzo, muy triste y de­primida, y temerosa de no salir con vida de la prueba que le esperaba, cuando, levantando sus ojos para enjugarlos, vio por la ventana a una señora desconocida que entraba en el jardín.

La segunda vez que la miró mi madre tuvo la certeza de que aquella señora era miss Betsey. Los rayos del sol po­niente iluminaban a la desconocida junto a la verja, y esta tenía un paso tan firme, un aire tan decidido, que no podía ser otra.

Cuando estuvo delante de la casa dio otra prueba mayor de su identidad. Mi padre había contado a menudo que la conducta de mi tía nunca era semejante a la del resto de los mortales; y, en efecto, aquella señora, en lugar de diri­girse a la puerta y llamar a la campanilla, se detuvo de­lante de la ventana y se puso a mirar por ella, apretando tanto la nariz contra el cristal que mi madre solía decirme que se le había puesto en un momento completamente blanca y aplastada.

Esta aparición impresionó de tal modo a mi madre que yo siempre he estado convencido de que es a miss Betsey a quien tengo que agradecer el haber nacido en viernes.

Mi madre se levantó precipitadamente y fue a esconderse en un rincón detrás de una silla. Miss Betsey recorrió lenta­mente la habitación con su mirada, de un modo inquisitivo y moviendo los ojos como los de las cabezas de sarracenos que hay en los relojes de Dutch. Por fin encontró a mi madre y entonces, frunciendo las cejas como quien está acostum­brada a ser obedecida, le hizo señas para que saliera a abrir la puerta. Mi madre obedeció.

—¿La viuda de David Copperfield, supongo? —dijo miss Betsey con énfasis, apoyándose en la última palabra, sin duda para hacer comprender que lo suponía al ver a mi ma­dre de luto riguroso y en aquel estado.

—Sí, señora —respondió débilmente mi madre.

—Miss Trotwood —dijo la visitante—. ¿Supongo que ha­brá oído usted hablar de ella?

Mi madre contestó que había tenido ese gusto, pero tuvo consciencia de que, a pesar suyo, demostraba que el gusto no había sido muy grande.

—Pues aquí la tiene usted —dijo miss Betsey.

Mi madre, con una inclinación de cabeza, le rogó que pa­sara, y se dirigieron a la habitación que acababa de dejar. Desde la muerte de mi padre no habían vuelto a encender fuego en la sala.

Se sentaron. Miss Betsey guardaba silencio, y mi madre, después de vanos esfuerzos para contenerse, prorrumpió en llanto.

—¡Vamos, vamos! —dijo mi tía precipitadamente, Nada de llorar; ¡venga!, ¡venga!

Mi madre siguió sollozando hasta quedarse sin lágrimas.

—Vamos, niña, quítese usted la cofia —dijo miss Bet­sey—, que quiero verla bien.

Mi madre estaba demasiado asustada para negarse a la extravagante petición aunque no tenía ninguna gana. Con todo, hizo lo que le decían; pero sus manos temblaban de tal modo que se enredaron en sus cabellos (abundantes y mag­níficos), esparciéndose alrededor de su rostro.

—Pero ¡Dios mío! —exclamó miss Betsey—. ¡Si es us­ted una niña!

Indudablemente, mi madre parecía todavía más joven de lo que era, y la pobre bajó la cabeza como si fuera culpa suya y murmuró entre sus lágrimas que lo que de verdad temía era ser demasiado niña para verse ya viuda y madre, si es que vivía.

Hubo una corta pausa, durante la cual a mi madre le pare­ció sentir que miss Betsey acariciaba sus cabellos con dul­zura; pero, al levantar la cabeza y mirarla con aquella tímida esperanza, vio que continuaba sentada y rígida ante la estufa, con la falda un poco remangada, los pies en el guarda­fuegos y las manos cruzadas sobre las rodillas.

—En nombre de Dios —dijo de pronto mi tía—, ¿por qué llamarla Rookery?

—¿Se refiere usted a la casa? —preguntó mi madre.

—¿Por qué Rookery? —insistió miss Betsey—. Si cual­quiera de los dos hubierais tenido un poco de sentido prác­tico la habríais llamado Cookery.

—Es el nombre que eligió míster Copperfield —respon­dió mi madre—. Cuando compró la casa le gustaba pensar que habría cuervos en sus alrededores.

En ese momento, el viento del atardecer empezó a silbar entre los olmos viejos y altos del jardín con tal ruido que tanto mi madre como miss Betsey no pudieron por menos que mi­rar con inquietud hacia la ventana. Los olmos se inclinaban unos en otros corno gigantes que quisieran confiarse algún terrible secreto, y después de permanecer inclinados unos se­gundos se erguían violentamente, sacudiendo sus enormes brazos, como si aquellas confidencias, intranquilizando a su conciencia, les hubieran arrebatado para siempre el reposo.

Algunos nidos bastante viejos de cuervos se bamboleaban destrozados por la intemperie en sus ramas más altas, como náufragos en un mar tormentoso.

—¿Y dónde están los pájaros? —preguntó miss Betsey.

—¿Los que ...?

Mi madre estaba pensando en otra cosa.

—Los cuervos. ¿Qué ha sido de ellos? —preguntó mi tía.

—Desde que vivimos aquí no hemos visto ninguno —dijo mi madre—. Pensábamos... Míster Copperfield creía... que esto era una gran rookery; pero los nidos son ya muy anti­guos y deben de estar abandonados hace mucho tiempo.

—¡Las cosas de David Copperfield! —exclamó miss Bet­sey—. ¡David Copperfield de la cabeza a los pies! Llama a la casa Rookery, no habiendo un solo cuervo en los alrede­dores, y cree que ha de haber forzosamente pájaros porque ve nidos.

—Míster Copperfield ha muerto —contestó mi madre—, y si se atreve usted a hablarme mal de él...

Sospecho que mi pobre madre tuvo por un momento la intención de arrojarse sobre mi tía; pero ni aun estando en mejor estado de salud y con suficiente entrenamiento hu­biera podido hacer frente a semejante adversario; así es que después de levantarse se volvió a sentar humildemente y cayó desvanecida.

Cuando volvió en sí, o quizá cuando miss Betsey la hizo volver en sí, encontró a mi tía de pie ante la ventana. La luz del atardecer se iba apagando y a no ser por el resplandor del fuego no hubieran podido distinguirse una a otra.

—¡Bueno! —dijo miss Betsey volviéndose a sentar, como si sólo hubiera estado mirando por casualidad el paisaje—. ¿Y cuándo espera usted...?

—Estoy temblando —balbució mi madre—. No se que me pasa; pero estoy segura de que me muero.

—No, no, no —dijo miss Betsey—. Tome usted un poco de té.

—¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Pero cree usted que eso me aliviará algo? —exclamó mi madre desesperadamente.

—Naturalmente que lo creo. Todo eso es nervioso... Pero ¿cómo llama usted a la chica?

—Todavía no sé si será niña —dijo mi madre con ino­cencia.

—¡Dios bendiga a esta criatura! —exclamó mi tía, igno­rando que repetía la segunda frase inscrita con alfileres en el acerico de la cómoda, pero aplicándosela a mi madre en lu­gar de a mí—. No se trataba de eso. Me refería a su criada.

—Peggotty —dijo mi madre.

—¡Peggotty! —repitió miss Betsey, casi indignada—. ¿Querrá usted hacerme creer que un ser humano ha recibido en una iglesia cristiana el nombre de Peggotty?

—Es su apellido —dijo mi madre con timidez—. Míster Copperfield la llamaba así porque como tiene el mismo nombre de pila que yo...

—¡Aquí, Peggotty! —gritó miss Betsey abriendo la puerta— Traiga usted té; su señora no se encuentra bien; conque ¡a no perder tiempo!

Habiendo dado esta orden con tanta energía como si su autoridad estuviese reconocida en la casa desde toda la eter­nidad, volvió a cerrar la puerta y a sentarse, no sin antes ha­berse cerciorado de que acudía Peggotty con una vela, toda desorientada, al sonido de aquella voz extraña.

—¿Decía usted que quizá será niña? —dijo cuando es­tuvo de nuevo con los pies sobre el guardafuego, la falda un poco remangada y las manos cruzadas encima de las rodi­llas—. No hay duda, será una niña; tengo el presentimiento de que ha de serio. Ahora bien, hija mía: desde el momento en que nazca esa niña...

—Quizá sea un niño —se tomó la libertad de interrumpir mi madre.

—¡Cuando le digo que tengo el presentimiento de que será niña! —insistió miss Betsey—. No me contradiga. Desde el momento en que nazca esa niña quiero ser su amiga. Cuento con ser su madrina y le ruego que le ponga de nombre Betsey Trotwood Copperfield. Y en la vida de esa Betsey Trotwood no habrá equivocaciones. Pondremos todos los medios para que nadie se burle de los afectos de la pobre niña. La educaremos muy bien, evitando cuidadosa­mente que deposite su ingenua confianza en quien no lo me­rezca. Yo cuidaré de ello.

A1 final de cada frase mi tía bajaba la cabeza, como si los recuerdos la persiguieran y el no explayarse sobre ellos le costara grandes esfuerzos. Al menos así le pareció a mi madre, que la observaba al débil resplandor del fuego, aunque en realidad estaba demasiado asustada, demasiado intimi­dada y confusa para poder observar nada con claridad ni sa­ber qué decir.

—Y David, ¿era bueno con usted, hija mía? —pregun­tó miss Betsey después de un rato de silencio, cuando sus movimientos de cabeza cesaron gradualmente—. ¿Erais felices?

—Éramos muy dichosos —dijo mi madre, Era tan bueno conmigo míster Copperfield.

—Supongo que la habrá destrozado —insistió miss Bet­sey.

—Considerando que ahora tengo que verme sola y aban­donada en este mundo, me temo que sí —sollozó mi madre.

—¡Bien! Pero no llore más —dijo mi tía—. No estabais compensados, hija mía. ¿Habrá alguna pareja que lo esté? Por eso se lo preguntaba. Usted era huérfana, ¿no es así?

—Sí.

—¿Y era institutriz?

—Estaba al cuidado de los niños en una familia que mís­ter Copperfield visitaba. Y era muy bueno conmigo míster Copperfield: se preocupaba mucho de mí y me demostraba un gran interés. Por último, me pidió en matrimonio; yo acepté, y nos casamos —dijo mi madre con sencillez.

—¡Pobre niña! —murmuró miss Betsey, que continuaba mirando fijamente el fuego—. ¿Y sabe usted hacer algo?

—No sé .... señora —balbució mi madre.

—¿Gobernar una casa, por ejemplo? —dijo miss Betsey.

—No mucho, me temo —respondió mi madre—. Mucho menos de lo que desearía. Pero míster Copperfield me es­taba enseñando...

—¡Para lo que él sabía! —dijo mi tía en un paréntesis.

—Y estoy segura de que hubiera adelantado mucho, pues estaba ansiosa de aprender, y él era un maestro tan pa­ciente... Sin la gran desgracia de su muerte...

Aquí mi madre empezó a sollozar de nuevo y no pudo seguir.

—Bien, bien —dijo miss Betsey.

—Yo llevaba mi libro de cuentas, y todas las noches hacía­mos el balance juntos... —continuó mi madre, sollozando desesperadamente.

—Bien, bien —exclamó mi tía—. No llore usted más.

—Y nunca tuvimos la menor discusión, excepto cuando le parecía que mis treses y mis cincos se confundían o que alargaba demasiado el rabo de los sietes y los nueves —ter­minó mi madre en una nueva explosión de llanto.

—Se pondrá usted enferma —dijo miss Betsey—, lo que no será muy beneficioso para usted ni para mi ahijada. ¡Va­mos, no vuelva a empezar!

Este argumento contribuyó bastante a tranquilizar a mi madre, aunque su malestar era creciente. Hubo un silencio, interrumpido sólo por algunas exclamaciones sordas de mi tía, que continuaba calentándose los pies en el guarda­fuegos.

—David se había asegurado una renta anual comprando papel del Estado, lo sé —dijo poco a poco, A1 morir ¿ha hecho algo por usted?

—Míster Copperfield —constestó mi madre titubeando­fue tan cariñoso y tan bueno conmigo que aseguró parte de esa renta a mi nombre.

—¿Cuánto? —preguntó miss Betsey.

—Ciento cincuenta libras al año —dijo mi madre.

—¡Podía haberlo hecho peor! —dijo mi tía.

La palabra no podía ser más apropiada para el momento, pues mi madre se encontraba cada vez peor, tanto que Peg­gotty, que entraba con el té y las velas, se dio cuenta de ello al instante (como se hubiera dado cuenta mi tía de no estar a oscuras) y la condujo apresuradamente a su habitación del piso de arriba. Inmediatamente envió a Ham Peggotty —un sobrino suyo a quien tenía escondido en la casa hacía unos días para utilizarle como mensajero especial en caso de ur­gencia— a buscar al médico y a la comadrona.

Aquellas dos potencias aliadas se sorprendieron sobrema­nera cuando a su llegada (pocos minutos después uno de otro) se encontraron con una señora desconocida y de as­pecto imponente, sentada ante el fuego, con la toca colgando del brazo izquierdo y taponándose los oídos con algodón. Peggotty no sabía quién era y mi madre tampoco decía nada; por lo tanto, era un verdadero misterio; y, cosa curiosa, el hecho de estar sacando aquella cantidad de algodón de su bolso y metiéndoselo en los oídos no hacía disminuir en nada lo imponente de su aspecto.

El doctor, después de subir al cuarto de mi madre y volver a bajar, pensando sin duda que había grandes probabilidades de que aquella señora y él tuvieran que permanecer sentados frente a frente durante varias horas, se propuso estar amable y cariñoso con ella. Este hombre era el ser más afable de su sexo, el más pequeño y dulce. Se deslizaba de medio lado por las habitaciones para ocupar el menor sitio posible, y an­daba con tanta suavidad como el fantasma de Hamlet, y quizá más despacio. Llevaba siempre la cabeza inclinada hacia un lado, en parte por un modesto sentimiento de su humildad y en parte por el deseo de agradar a todos. No ne­cesito decir que era incapaz de dirigir un palabra dura a na­die, ni a un perro, ni aun a un perro rabioso. Todo lo más le murmuraría dulcemente una palabra, o media, o una sílaba, pues hablaba con la misma suavidad que andaba y no sabía ser rígido ni impaciente.

Por lo tanto, míster Chillip, mirando amablemente a mi tía, con la cabeza siempre inclinada y haciéndole un ligero saludo, dijo, aludiendo al algodón y tocándose la oreja iz­quierda:

—¿Alguna molestia, señora?

—¿Qué? —replicó mi tía, sacándose el algodón del oído como si fuera un corcho.

A míster Chillip le alarmó bastante aquella brusquedad (según contó después a mi madre), tanto que fue milagroso que conservara su presencia de ánimo. Insistió dulcemente.

—¿Alguna molestia, señora?

—¡Qué necedad! —replicó mi tía, volviéndose a taponar el oído.

Después de esto, míster Chillip nada podía hacer y se sentó, y estuvo contemplando tímidamente a mi tía, mien­tras ella miraba el fuego, hasta que volvieron a llamarle al dormitorio de mi madre. Después de un cuarto de hora de ausencia volvió.

—¿Y bien? —dijo mi tía, sacándose el algodón del lado más cercano a míster Chillip.

—Muy bien, señora —respondió el doctor—. Vamos.... vamos... avanzando... despacito, señora.

—¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! —dijo mi tía, interrumpiéndole con desprecio.

Y volvió a taponarse el oído.

Verdaderamente (según contaba después míster Chillip) era para indignarse, y él estaba casi indignado; claro que sólo hablando desde un punto de vista profesional, pero es­taba casi indignado. Sin embargo, volvió a sentarse y la es­tuvo mirando cerca de dos horas, mientras ella continuaba contemplando el fuego. Por fin lo llamaron de nuevo. Cuando después de esta ausencia apareció:

—¿Y bien? —dijo mi tía, quitándose el algodón del mismo lado.

—Muy bien, señora —respondió míster Chillip—. Va­mos..., vamos avanzando despacito, señora.

—¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! —interrumpió mi tía con tal desprecio hacia el pobre míster Chillip, que este ya no pudo soportarlo.

Aquello era para hacerle perder la cabeza, según dijo des­pués, y prefirió ir a sentarse solo en la oscuridad de la esca­lera y en una fuerte corriente de aire hasta que le llamasen de nuevo.

Ham Peggotty, a quien se puede considerar como testigo digno de fe, pues iba a la escuela nacional y era una verda­dera fiera para el catecismo, contó al día siguiente que, ha­biendo tenido la desgracia de entreabrir la puerta del gabi­nete una hora después de aquello, miss Betsey, que recorría la habitación agitadísima, le descubrió al momento y se lanzó sobre él, sin dejarle ya escapar. Y a pesar de todo el al­godón que había metido en sus oídos no debía de estar ais­lada por completo de los ruidos, pues cuando los pasos y las voces aumentaban en el piso de arriba hacía recaer sobre su víctima el exceso de su intranquilidad. Le tenía agarrado por el cuello y le obligaba a andar constantemente de arriba abajo (sacudiéndole como si el chico hubiera tomado algún narcótico), enmarañándole los cabellos, arrugándole el cue­llo de la camisa y taponándole con algodón los oídos, con­fundiéndolos, sin duda, con los suyos propios. En fin, le dio toda clase de tormentos y malos tratos. Todo esto fue en parte confirmado por su tía, que lo vio a las doce y media, cuando acababa de soltarle, y afirmó que estaba tan rojo como yo en aquel mismo momento.

El apacible míster Chillip no podía guardar rencor mucho tiempo a nadie, y menos en aquellas circunstancias. Por lo tanto, en cuanto tuvo un momento libre se deslizó al gabi­nete y le dijo a mi tía con su amable sonrisa:

—Y bien, señora; soy muy feliz al poder darle la enhora­buena.

—¿Por qué? —dijo secamente mi tía.

Míster Chillip se turbó de nuevo ante aquella extremada severidad, pero le hizo un ligero saludo y trató de sonreírle para apaciguarla.

—¡Dios santo! Pero ¿qué le pasa a este hombre? —gritó mi tía con impaciencia—. ¿Es que no puede hablar?

—Tranquilícese usted, mí querida señora —dijo el doctor con su voz melosa, No hay ya el menor motivo de inquie­tud, tranquilícese usted.

Siempre he considerado como un milagro el que mi tía no le sacudiera hasta hacerlo soltar lo que tenía que decir. Se li­mitó a escucharle; pero moviendo la cabeza de una manera que le estremeció.

—Pues bien, señora —resumió míster Chillip tan pronto como pudo recobrar el valor—. Estoy contento de poder fe­licitarla. Ahora todo ha terminado, señora, todo ha termi­nado.

Durante los cinco minutos, poco más o menos, que míster Chillip empleó en pronunciar esta frase, mi tía lo contem­plaba con curiosidad.

—Y ella ¿cómo está? —dijo cruzándose de brazos, con el sombrero siempre colgando de uno de ellos.

—Bien, señora, y espero que pronto estará completa­mente restablecida —respondió míster Chillip—. Está todo lo bien que puede esperarse de una madre tan joven y que se encuentra en unas circunstancias tan tristes. Ahora no hay inconveniente en que usted la vea, señora; puede que le haga bien.

—Pero ¿y ella? ¿Cómo está ella? —dijo bruscamente mi tía.

Míster Chillip inclinó todavía más la cabeza a un lado y miró a mi tía como un pajarillo asustado.

—¿La niña, que cómo está? —insistió miss Betsey.

—Señora —respondió míster Chillip—, creía que lo sa­bía usted: es un niño.

Mi tía no dijo nada; pero cogiendo su cofia por las cin­tas la lanzó a la cabeza de míster Chillip; después se la en­casquetó en la suya descuidadamente y se marchó para siempre. Se desvaneció como un hada descontenta, o como uno de esos seres sobrenaturales que la superstición popu­lar aseguraba que tendrían que aparecérseme. Y nunca más volvió.

No. Yo estaba en mi cunita; mi madre, en su lecho, y Bet­sey Trotwood Copperfield había vuelto para siempre a la región de sueños y sombras, a la terrible región de donde yo acababa de llegar. Y la luna que entraba por la ventana de nuestra habitación se reflejaba también sobre la morada terrestre de todos los que nacían y sobre la sepultura en que reposaban los restos mortales del que fue mi padre y sin el cual yo nunca hubiera existido.

CAPÍTULO II. OBSERVO

Lo primero que veo de forma clara cuando quiero recor­dar la lejanía de mi primera infancia es a mi madre, con sus largos cabellos y su aspecto juvenil, y a Peggotty, sin edad definida, con unos ojos tan negros que parecen oscurecer todo su rostro, y con unas mejillas y unos brazos tan duros y rojos que me sorprende que los pájaros no los prefirieran a las manzanas.

Y siempre me parece recordarlas arrodilladas ante mí, frente a frente en el suelo, mientras yo voy con paso inse­guro de una a otra. Tengo un recuerdo en mi mente, que se mezcla con los recuerdos actuales, del contacto del dedo que Peggotty me tendía para ayudarme a andar: un dedo acribi­llado por la aguja y áspero como un rallador.

Esto tal vez sea sólo imaginación, pero yo creo que la me­moria de la mayor parte de los hombres puede conservar una impresión de la infancia más amplia de lo que generalmente se supone; también creo que la capacidad de observación está exageradamente desarrollada en muchos niños y ade­más es muy exacta. Esto me hace pensar que los hombres que destacan por dicha facultad es, con toda seguridad, porque no la han perdido más que porque la hayan adquirido. La mejor prueba es que, por lo general, esos hombres con­servan cierta frescura y espontaneidad y una gran capacidad de agradar, que también es herencia procedente de la infancia.

Podrá tachárseme de divagador por detenerme a decir es­tas cosas, pero ello me obliga a hacer constar que todas estas conclusiones las saco en parte de mi propia experiencia. Así, si alguien piensa que en esta narración me presento como un niño de observación aguda, o como un hombre que conserva un intenso recuerdo de su infancia, puede estar seguro de que tengo derecho a ambas características.

Como iba diciendo, al mirar hacia la vaguedad de mis años infantiles, lo primero que recuerdo, emergiendo por sí mismo de la confusión de las cosas, es a mi madre y a Peg­gotty. ¿,Qué más recuerdo? Veamos.

También sale de la bruma nuestra casa, tan unida a mis primeros recuerdos. En el piso bajo, la cocina de Peggotty, abierta al patio, donde en el centro hay un palomar vacío y en un rincón una gran caseta de perro sin perro, y donde pu­lulan una gran cantidad de pollos, que a mí me parecen gi­gantescos y que corretean por allí de una manera feroz y amenazadora. Hay un gallo que se sube a un palo y que cuando yo le observo desde la ventana de la cocina parece mirarme con tanta atención que me hace estremecer: ¡es tan arrogante! Hay también unas ocas que se dirigen a mí aso­mando sus largos cuellos por la reja cuando me acerco. Por la noche sueño con ellas, como podría soñar un hombre que, rodeado de fieras, se duerme pensando en los leones.

Un largo pasillo (¡qué enorme perspectiva conservo de él!) conduce desde la cocina de Peggotty hasta la puerta de en­trada. Una oscura despensa abre su puerta al pasillo, y ese es un sitio por el que de noche hay que pasar corriendo, porque ¿quién sabe lo que puede suceder entre todas aquellas ollas, tarros y cajas de té cuando no hay nadie allí, y sólo un quin­qué lo alumbra débilmente, dejando salir por la puerta entrabierta olor a jabón, a velas y a café, todo mezclado? Des­pués hay otras dos habitaciones: el gabinete, donde pasamos todas las tardes mi madre, yo y Peggotty (pues Peggotty está siempre con nosotros cuando no hay visita y ha terminado sus quehaceres), y la sala, donde únicamente estamos los domingos. La sala es mucho mejor que el gabinete, pero no se está en ella tan a gusto. Para mí hasta tiene un aspecto de tristeza, pues Peggotty me contó (no sé cuándo, pero me pa­rece que hace siglos) que allí habían sido los funerales de mi padre, rodeado de los parientes y amigos, cubiertos todos con mantos negros. Además, un domingo por la noche mi madre nos leyó también allí, a Peggotty y a mí, la resurrec­ción de Lázaro de entre los muertos. Aquello me sobrecogió de tal modo que después, cuando ya estaba acostado, tuvie­ron que sacarme de la cama y enseñarme desde la ventana de mi alcoba el cementerio, completamente tranquilo, con sus muertos durmiendo en las tumbas bajo la pálida solem­nidad de la luna.

No hay nada tan verde en ninguna parte como el musgo de aquel cementerio, nada tan frondoso como sus árboles, nada tan tranquilo como sus tumbas. Cuando por la mañana temprano me arrodillo en mi cuna, en mi cuartito, al lado de la habitación de mi madre, y miro por la ventana y veo a los corderos que están allí paciendo, y veo la luz roja refleján­dose en el reloj de sol, pienso: «¡Qué alegre es el reloj de sol!», y me maravilla que también hoy siga marcando el tiempo.

Y aquí está nuestro banco de la iglesia, con su alto res­paldo al lado de una ventana, por la que podemos ver nues­tra casita. Peggotty no deja de mirarla ni un momento: se co­noce que le gusta cerciorarse de que no la han desvalijado ni hay fuego en ella. Pero aunque los ojos de Peggotty vaga­bundean de un lado a otro, se ofende mucho si yo hago lo mismo, y me hace señas de que me esté quieto y de que mire bien al sacerdote. Pero yo no puedo estarle mirando siempre. Cuando no tiene puesta esa cosa blanca sí es muy amigo mío, pero allí temo que le choque si le miro tan fijo, y pienso que a lo mejor interrumpirá el oficio para preguntarme la causa de ello ¿Qué haré, Dios mío?

Bostezar es muy feo, pero ¿qué voy a hacer? Miro a mi madre y noto que hace como que no me ve. Miro a otro chico que tengo cerca y empieza a hacerme muecas. Miro un rayo de sol que entra por la puerta entreabierta del pór­tico, pero allí también veo una oveja extraviada (y no quiero decir un pecador, sino un cordero) que está a punto de colarse en la iglesia. Y comprendo que si sigo mirándola terminaré por gritarle que se marche, y ¿qué sería de mí en­tonces? Miro las monumentales inscripciones de las tum­bas y trato de pensar en el difunto míster Bodgers, miem­bro de esta parroquia, y en la pena que habrá tenido mistress Bodgers a la muerte de su marido, después de una larga enfermedad, para la cual la ciencia de los médicos ha sido ineficaz, y me pregunto si habrán consultado también a míster Chillip en vano; y en ese caso, ¿cómo podrá venir y estarlo recordando una vez por semana? Miro a míster Chillip, que está con su corbata de domingo; después miro al púlpito y pienso en lo bien que se podría jugar allí. El púlpito sería la fortaleza; otro chico subiría por la escalera al ataque, pero le arrojaríamos el almohadón de terciopelo, con sus borlas y todo, a la cabeza. Poco a poco se me cierran los ojos. Todavía oigo cantar al clérigo; hace mucho calor. Ya no oigo nada, hasta el momento en que me caigo del banco con estrépito y Peggotty me saca de la iglesia más muerto que vivo.

Y ahora veo la fachada de nuestra casa, con las ventanas de los dormitorios abiertas, por las que penetra un aire em­balsamado, y los viejos nidos de cuervos que se balancean todavía en lo alto de las ramas. Y ahora estoy en el jardín, por la parte de atrás, delante del patio donde está el palomar y la caseta del perro. Es un sitio lleno de mariposas, y lo recuerdo cercado con una alta barrera que se cierra con una cadena: allí los frutos maduran en los árboles más ricos y abundantes que en ninguna otra parte; y mientras mi madre los recoge en su cesta, yo, detrás de ella, cojo furtivamente algunas grosellas, haciendo como que no me muevo. Se le­vanta un gran viento y el verano huye de nosotros. En las tardes de invierno jugamos en el gabinete. Cuando mi madre está cansada se sienta en su butaca, se enrosca en los dedos sus largos bucles o contempla su talle, y nadie sabe tan bien como yo lo que le gusta mirarse y lo contenta que está de ser tan bella.

Esa es una de mis impresiones mas remotas; esa y la sen­sación de que los dos (mi madre y yo) teníamos un poco de miedo de Peggotty, y nos sometíamos en casi todo a sus ór­denes; de aquí dimanaban siempre las primeras opiniones (si se pueden llamar así), a lo que yo veía.

Una noche estábamos Peggotty y yo solos sentados junto al fuego. Yo había estado leyéndole a Peggotty un libro acerca de los cocodrilos; pero debí de leer muy mal o a la pobre mujer le interesaba muy poco aquello, pues recuerdo que la vaga impresión que le quedó de mi lectura fue que se trataba de una especie de legumbres. Me había cansado de leer y me caía de sueño; pero como tenía permiso (como una gran cosa) para permanecer levantado hasta que volviera mi madre (que pasaba la velada en casa de unos vecinos) como es natural, hubiera preferido morir en mi puesto antes que irme a la cama.

Había llegado a ese estado de sueño en que me parecía que Peggotty se inflaba y crecía de un modo gigantesco. Me sostenía con los dedos los párpados para que no se me cerra­sen y la miraba con insistencia, mientras ella seguía traba­jando; también miraba el pedacito de cera que tenía para el hilo (¡qué viejo estaba y qué arrugado por todos lados! y la casita donde vivía el metro, y la caja de labor, con su tapa de corredera que tenía pintada una vista de la catedral de Saint Paul, con la cúpula color de rosa, y el dedal de cobre puesto en su dedo, y a ella misma, que realmente me parecía encan­tadora.

Tenía tanto sueño que estaba convencido de que en el mo­mento en que perdiera de vista cualquiera de aquellas cosas ya no tendría remedio.

—Peggotty —dije de repente— ¿Has estado casada al­guna vez?

—¡Dios mío, Davy! —replicó Peggotty—. ¿,Cómo se te ha ocurrido pensar en eso?

Me contestó tan sorprendida que casi me despabiló, y de­jando de coser me miró con la aguja todo lo estirada que le permitía el hilo.

—Pero ¿tú no has estado nunca casada, Peggotty? —le dije— Tú eres una mujer muy guapa, ¿no?

La encontraba de un estilo muy diferente al de mi madre; pero, dentro de otro género de belleza, me parecía un ejem­plar perfecto.

Había en el gabinete un taburete de terciopelo rojo, en el que mi madre había pintado un ramillete; el fondo de aquel taburete y el cutis de Peggotty eran para mí una misma cosa. El terciopelo del taburete era suave y el cutis de Peggotty, áspero; pero eso era lo de menos.

—¿Yo guapa, Davy? —contestó Peggotty—. No, por Dios, querido. Pero ¿quién te ha metido en la cabeza esas cosas?

—No lo sé. Y no puede uno casarse con más de una per­sona a la vez, ¿,verdad, Peggotty?

—Claro que no —dijo Peggotty muy rotundamente.

—Y si uno se casa con una persona y esa persona se muere, ¿entonces sí puede uno casarse con otra? Di, Peg­gotty.

—Si se quiere, sí se puede, querido; eso es cuestión de gustos —dijo Peggotty.

—Pero ¿cuál es tu opinión, Peggotty?

Yo le preguntaba y la miraba con atención, porque me daba cuenta de que ella me observaba con una curiosidad enorme.

—Mi opinión es —dijo Peggotty, dejando de mirarme y poniéndose a coser después de un momento de vacilación ­que yo nunca he estado casada, ni pienso estarlo, Davy. Eso es todo lo que sé sobre el asunto.

—Pero no te habrás enfadado conmigo, ¿verdad, Peg­gotty? —dije después de un minuto de silencio.

De verdad creía que se había enfadado, me había contes­tado tan lacónicamente; pero me equivocaba por completo, pues dejando a un lado su labor (que era una media suya) y abriendo mucho los brazos cogió mi rizada cabecita y la es­trechó con fuerza. Estoy seguro de que fue con fuerza, porque, como estaba tan gordita, en cuanto hacía un movimiento algo brusco los botones de su traje saltaban arrancados. Y recuerdo que en aquella ocasión salieron dos disparados hasta el otro extremo de la habitación.

—Ahora léeme otro rato algo sobre los «crocrodilos» —me dijo Peggotty, que todavía no había conseguido pro­nunciar bien la palabra—, pues no me he enterado ni de la mitad.

Yo no comprendía por qué la notaba tan rara, ni por qué tenía aquel afán en volver a ocuparnos de los cocodrilos. Pero volvimos, en efecto, a los monstruos, con un nuevo in­terés por mi parte, y tan pronto dejábamos sus huevos en la arena a pleno sol como corríamos hacia ellos hostigándolos con insistentes vueltas a su alrededor, tan rápidas, que ellos, a causa de su extraña forma, no podían seguir. Después los perseguíamos en el agua como los indígenas, y les introducía­mos largos pinchos por las fauces. En resumen, que llegamos a sabernos de memoria todo lo relativo al cocodrilo, por lo menos yo. De Peggotty no respondo, pues estaba tan distraí­da, que no hacía más que pincharse con la aguja en la cara y en los brazos.

Habiendo agotado todo lo referente a los cocodrilos, íba­mos a empezar con sus semejantes, cuando sonó la campa­nilla del jardín. Fuimos a abrir; era mi madre. Me pareció que estaba más bonita que nunca, y con ella llegaba un caba­llero de hermosas patillas y cabello negros, a quien ya cono­cía por habernos acompañado a casa desde la iglesia el do­mingo anterior.

Cuando mi madre se detuvo en la puerta para cogerme en sus brazos y besarme, el caballero dijo que yo tenía más suerte que un rey (o algo parecido) pues me temo que mis reflexiones ulteriores me ayuden en esto.

—¿Qué quiere decir? —pregunté por encima del hombro de mi madre.

El caballero me acarició la cabeza, pero no sé por qué no me gustaban ni él ni su voz profunda, y tenía como celos de que su mano tocara la de mi madre mientras me acariciaba. Le rechacé lo más fuerte que pude.

—¡Oh Davy! —me reprochó mi madre.

—¡Querido niño! —dijo el caballero, ¡No me sor­prende su adoración!

Nunca había visto un color tan hermoso en el rostro de mi madre.

Me regañó dulcemente por mi brusquedad, y estrechán­dome entre sus brazos, daba las gracias al caballero por ha­berse molestado en acompañarla. Mientras hablaba le tendió la mano, y mientras se la estrechaba me miraba.

—Dame las buenas noches, hermoso —dijo el caballero, después de inclinarse (¡yo lo vi!) a besar la mano de mi madre.

—¡Buenas noches! —dije.

—Ven aquí. Tenemos que ser los mejores amigos del mundo —insistió riendo—; dame la mano.

Mi madre tenía entre las suyas mi mano derecha y yo le tendí la otra.

—¡Cómo! Esta es la mano izquierda, Davy —dijo él riendo.

Mi madre le tendió mi mano derecha; pero yo había resuelto no dársela, y no se la di. Le alargué la otra, que él estrechó cor­dialmente, y diciendo que era un buen chico, se marchó.

Un momento después le vi volverse en la puerta del jardín y lanzarnos una última mirada (antes de que la puerta se cerrase) con sus ojos oscuros, de mal agüero.

Peggotty, que no había dicho una palabra ni movido un dedo, cerró instantáneamente los cerrojos, y entramos todos en el gabinete. Mi madre, contra su costumbre, en lugar de sentarse en la butaca junto al fuego, permaneció en el otro extremo de la habitación canturreando para sí.

—Espero que haya pasado usted una velada agradable —dijo Peggotty, tiesa como un palo en el centro de la habi­tación y con un palmatoria en la mano.

—Sí, Peggotty, muchas gracias —respondió mi madre con voz alegre—. He pasado una velada muy agradable.

—Una persona nueva es siempre un cambio muy agrada­ble —insistió Peggotty.

—Naturalmente, es un cambio muy agradable —contestó mi madre.

Peggotty continuó inmóvil en medio de la habitación, y mi madre reanudó su canto. Yo me dormí, aunque no con un sueño profundo, pues me parcería oír sus voces, pero sin en­tender lo que decían. Cuando me desperté de aquella des­agradable modorra, me encontré a Peggotty y a mamá ha­blando y llorando.

—No es una persona así la que le hubiera gustado a mis­ter Copperfield —decía Peggotty—; se lo repito y se lo juro.

—¡Dios mío! —exclamó mi madre—. ¿Quieres volverme loca? En mi vida he visto a nadie ser tratado con tanta cruel­dad por sus criados. Además, hago una injusticia si me con­sidero una niña. ¿No he estado casada, Peggotty?

—Dios sabe que sí, señora —respondió Peggotty.

—¿Y cómo eres capaz, Peggotty —dijo mi madre—, cómo tienes corazón para hacerme tan desgraciada, diciéndome cosas tan amargas, sabiendo que fuera de aquí no tengo a nadie que me consuele?

—Razón de más —repuso Peggotty— para decirle que eso no le conviene. No, no puede ser. De ninguna manera debe usted hacerlo. ¡No!

Pensé que Peggotty iba a lanzar la palmatoria al aire del énfasis con que la movía.

—¿Cómo puedes ofenderme así y hablar de una manera tan injusta? —gritó mi madre llorando más que antes—. ¿Por qué te empeñas en considerarlo como cosa decidida, Peggotty, cuando te repito una vez y otra que no ha pasado nada de la más corriente cortesía? Hablas de admiración. ¿Y qué voy yo a hacerle? Si la gente es tan necia que la siente, ¿tengo yo la culpa? ¿Puedo hacer yo algo, te pregunto? Tú querrías que me afeitase la cabeza y me ennegreciera el ros­tro, o que me desfigurase con una quemadura, un cuchillo o algo parecido. Estoy segura de que lo desearías, Peggotty; estoy segura de que te daría una gran alegría.

Me pareció que Peggotty tomaba muy a pecho la repri­menda.

—Y mi niño, mi hijito querido —continuó mi madre, acercándose a la butaca en que yo estaba tendido y acari­ciándome—, ¡mi pequeño Davy! ¡Pretender que no quiero a mi mayor tesoro! El mejor compañero que haya existido jamás.

—Nadie ha insinuado semejante cosa —dijo Peggotty.

—Sí, Peggotty —replicó mi madre—; lo sabes muy bien. Es lo que has querido decirme con tus malas palabras. No eres buena, puesto que sabes tan bien como yo que única­mente por él no me he comprado el mes pasado una sombri­lla nueva, a pesar de que la verde está completamente des­trozada y se va por momentos. Lo sabes, Peggotty, ¡no puedes negarlo!

Y volviéndose cariñosamente hacia mí, apretando su me­jilla contra la mía:

—¿Soy una mala madre para ti, Davy? ¿Soy una madre mala, egoísta y cruel? Di que lo soy, hijo mío; di que sí, y Peggotty lo querrá; y el cariño de Peggotty vale mucho más que el mío, Davy. Yo no te quiero nada, ¿verdad?

Entonces nos pusimos los tres a llorar. Creo que yo era el que lloraba más fuerte; pero estoy seguro de que todos lo ha­cíamos con sinceridad. Yo estaba verdaderamente destro­zado, y temo que en los primeros arrebatos de mi indignada ternura llamé a Peggotty bestia. Aquella excelente criatura estaba en la más profunda aflicción, lo recuerdo, y estoy casi seguro de que en aquella ocasión su vestido debió de que­darse sin un solo botón, pues saltaron por los aires cuando después de reconciliarse con mi madre se arrodilló al lado del sillón para reconciliarse conmigo.

Nos fuimos a la cama muy deprimidos. Mis sollozos me desvelaron durante mucho tiempo; y cuando un sollozo más fuerte me hizo incorporanne en la cama, me encontré a mi madre sentada a los pies a inclinada hacia mí. Me arrojé en sus brazos y me dormí profundamente.

No sé si fue al siguiente domingo cuando volví a ver al caballero aquel, o si pasó más tiempo antes de que reapare­ciese; no puedo recordarlo, y no pretendo determinar fechas; pero sé que volví a verlo en la iglesia y que después nos acompañó a casa. Además, entró para ver un hermoso gera­nio que teníamos en la ventana del gabinete. No me pareció que se fijaba mucho en el geranio; pero antes de marcharse le pidió a mi madre una flor. Mi madre le dijo que cortara él mismo la que más le gustase; pero él se negó, no comprendí por qué, y entonces mi madre, arrancando una florecita, se la dio. Él dijo que nunca, nunca, se separaría de ella; y yo pensé que debía de ser muy tonto, puesto que no sabía que al día siguiente estaría marchita.

Por aquella época, Peggotty empezó a estar menos con nosotros por las noches. Mi madre la trataba con mucha de­ferencia (más que de costumbre me parecía a mí), y los tres estábamos muy amigos, pero había algo distinto que nos ha­cía sentir violentos cuando nos reuníamos. Algunas veces yo pensaba que a Peggotty no le gustaba que mi madre luciera todos aquellos trajes tan bonitos que tenía guardados, ni que fuera tan a menudo a casa de la misma vecina; pero no lo­graba comprender por qué.

Poco a poco llegué a acostumbrarme a ver al caballero de las patillas negras. Seguía sin gustarme más que al principio y continuaba sintiendo los mismos celos, aunque sin más ra­zón para ello que una instintiva antipatía de niño y un vago sentimiento de que Peggotty y yo debíamos bastar a mi ma­dre sin ayuda de nadie; pero seguramente, de haber sido ma­yor, no hubiera encontrado estas razones, ni siquiera nada semejante. Podía observar pequeñas cosas; pero formar con ellas un todo era un trabajo que estaba por encima de mis fuerzas.

Una mañana de otoño estaba yo con mi madre en el jar­dín, cuando míster Murdstone (entonces ya sabía su nom­bre) pasó por allí a caballo. Se detuvo un momento a saludar a mi madre, y dijo que iba a Lowestolf, donde tenía unos amigos, dueños de un yate, y me propuso muy alegremente llevarme con él montado en la silla si me gustaba el paseo.

Era un día tan claro y alegre, y el caballo, mientras pia­faba y relinchaba a la puerta del jardín, parecía tan gozoso al pensar en el paseo, que sentí grandes deseos de acompa­ñarlos.

Subí corriendo a que Peggotty me vistiera. Entre tanto, míster Murdstone desmontó, y con las bridas del caballo de­bajo del brazo se puso a pasear lentamente por el otro lado del seto, mientras mi madre le acompañaba, paseando también lentamente, por dentro del jardín. Me reuní con Peggotty y los dos nos pusimos a mirar desde la ventana de mi cuarto. Recuerdo muy bien lo cerca que parecían examinar el seto que había entre ellos mientras andaban; y también que Peg­gotty, que estaba de muy buen humor, pasó en un momento a todo lo contrario, y comenzó a peinarme de un modo vio­lento.

Pronto estuvimos míster Murdstone y yo trotando a lo largo del verde seto por el lado del camino. Me sostenía cómoda­mente con un brazo; pero yo no podía estarme tan quieto como de costumbre, y no dejaba de pensar a cada momento en volver la cabeza para mirarle. Míster Murdstone tenía una clase de ojos negros «vacíos». No encuentro otra palabra para definir esos ojos que no son profundos, en los que no se puede sumergir la mirada y que cuando se abstraen parece, por una peculiaridad de luz, que se desfiguran por un momento como una máscara. Varias de las veces que le miré le encontré con aquella expresión, y me preguntaba a mí mismo, con una es­pecie de terror, en qué estaría pensando tan abstraído.

Vistos así de cerca, su pelo y sus patillas me parecieron más negros y más abundantes;.nunca hubiera creído que fue­ran así. La parte inferior de su rostro era cuadrada; esto y la sombra de su barba, muy negra, que se afeitaba cuidadosa­mente todos los días, me recordaba una figura de cera que habían recibido haría unos seis meses en nuestra vecindad. Sus cejas, muy bien dibujadas, y el brillante colorido de su cutis (al diablo su cutis y al diablo su memoria), me hacían pensar, a pesar de mis sentimientos, que era un hombre muy guapo. No me extraña que mi pobre y querida madre pen­sara lo mismo.

Llegamos a un hotel a orilla del mar, donde encontramos a dos caballeros fumando en una habitación. Cada uno es­taba tumbado lo menos en cuatro sillas, y tenían puestas unas chaquetas muy amplias. En un rincón había un montón de abrigos, capas para embarcarse y una bandera, todo em­paquetado junto.

Cuando entramos, los dos se levantaron perezosamente y dijeron:

—¡Hola, Murdstone! ¡Creíamos que te habías muerto!

—Todavía no —dijo Murdstone.

—¿Y quién es este chico? —dijo, cogiéndome, uno de los caballeros.

—Es Davy —contestó Murdstone.

—Davy, ¿qué? —dijo el caballero—. ¿Jones?

—Copperfield —dijo Murdstone.

—¡Ah, vamos! ¡El estorbo de la seductora mistress Cop­perfield, la viudita bonita! —exclamó el caballero.

—Quinion —dijo Murdstone—, tenga usted cuidado. Hay gente muy avispada.

—¿Quién? —preguntó el otro, riéndose.

Yo miré enseguida hacia arriba; tenía mucha curiosidad por saber de quién hablaban.

—Hablo de Brooks de Shefield —dijo míster Murdstone.

Me tranquilicé al saber que sólo se trataba de Brooks de Shefield, porque en el primer momento había creído que ha­blaban de mí.

Debía de haber algo muy cómico en la fama de míster Brooks de Shefield, pues los otros dos caballeros se echaron a reír al oírle nombrar, y a míster Murdstone también pare­ció divertirle mucho. Después que hubieron reído un rato, el caballero a quien habían llamado Quinion dijo:

—¿Y cuál es la opinión de Brooks de Shefield en lo que se refiere al asunto?

—No creo que Brooks entienda todavía mucho de ello —replicó míster Murdstone—; pero en general no me pa­rece favorable.

De nuevo hubo más risas, y míster Quinion dijo que iba a mandar traer una botella de sherry para brindar por Brooks. Cuando trajeron el vino me dio también a mí un poco con un bizcocho, y antes de que me lo bebiera, levantándome el vaso, dijo:

—¡A la confusión de Brooks de Shefield!

El brindis fue recibido con aplausos y grandes risas, lo que me hizo reír a mí también. Entonces ellos rieron todavía más. En resumen, nos divertimos mucho.

Luego estuvimos paseando; después nos fuimos a sentar en la hierba, y más tarde lo estuvimos mirando todo a través de un telescopio. Yo no podía ver nada cuando lo ponían ante mis ojos, pero decía que veía muy bien. Después volvi­mos al hotel para almorzar. Todo el tiempo que estuvimos en la calle los amigos de míster Murdstone fumaron sin cesar, lo que, a juzgar por el olor de su ropa, debían de estar ha­ciendo desde que habían salido los trajes de casa del sastre. No debo olvidar que fuimos a visitar el yate. Allí ellos tres bajaron a una cabina donde estuvieron mirando unos pape­les. Yo los veía completamente entregados a su trabajo cuando se me ocurría mirar por la claraboya entreabierta. Durante aquel tiempo me dejaron con un hombre encanta­dor, con abundantes cabellos rojos y un sombrero pequeño y barnizado encima. También llevaba una camisa o un jersey rayado, sobre la que se veía escrito en letras mayúsculas Alondra. Yo pensé que sería su nombre, y que, como vivía en un barco y no tenía puerta donde ponerlo, se lo ponía en­cima; pero cuando le llamé míster Alondra me dijo que aquel no era su nombre, sino el del barco.

Durante todo el día pude observar que míster Murdstone estaba más serio y silencioso que los otros dos caballeros, los cuales parecían muy alegres y despreocupados, bromean­do de continuo entre ellos, pero muy rara vez con él. Tam­bién me pareció que era más inteligente y más frío y que lo miraban con algo del mismo sentimiento que yo experimen­taba. Pude observar que una o dos veces, cuando míster Qui­nion hablaba, miraba de reojo a míster Murdstone, como para cerciorarse de que no le estaba desagradando; y en otra ocasión, cuando míster Pannidge (el otro caballero) estaba más entusiasmado, Quinion le dio con el pie y le hizo señas con los ojos para que mirase a míster Murdstone, que estaba sentado aparte y silencioso. No recuerdo que míster Murd­stone se riera en todo el día, excepto en el momento del brin­dis por Shefeld, y eso porque había sido cosa suya.

Volvimos temprano a casa. Hacía una noche muy her­mosa, y mi madre y él se pasearon de nuevo a lo largo del seto, mientras yo iba a tomar el té. Cuando míster Murdstone se marchó, mi madre me estuvo preguntando qué había he­cho durante el día y lo que habían dicho y hecho ellos. Yo le conté lo que habían comentado de ella, y ella, riendo, me dijo que eran unos impertinentes y que decían tonterías; pero yo sabía que le gustaba. Lo sabía con la misma certeza que lo sé ahora. Aproveché la ocasión para preguntarle si conocía a míster Brooks de Shefield; pero me contestó que no, y que suponía que se trataría de algún fabricante de cuchillos.

¿Cómo decir que su rostro (aun sabiendo que ha cam­biado y que no existe) ha desaparecido para siempre, cuando todavía en este momento le estoy viendo ante mí tan claro como el de una persona a quien se reconocería en medio de la multitud? ¿Cómo decir que su inocencia y de su belleza infantil, han desaparecido, cuando todavía siento su aliento en mi mejilla, como lo sentí aquella noche? ¿Es posible que haya cambiado, cuando mi imaginación me la trae todavía viva, y aquel verdadero cariño que sentía y que sigo sin­tiendo, recuerda aún lo que más quería entonces?

Al referirme a ella la describo como era: cuando me fui aquella noche a la cama después de charlar y cuando des­pués vino ella a mi lecho a besarme, se arrodilló alegremente al lado de mi camita y con la barbilla apoyada en sus manos y riendo me dijo:

—¿Qué es lo que han dicho, Davy? Repítemelo; ¡no lo puedo creer!

—La seductora... —empecé.

Mi madre puso sus manos sobre mis labios para interrum­pirme.

—No sería seductora —dijo riendo—. No puede haber sido seductora, Davy. ¡Estoy segura de que no era eso!

—Sí era: «la seductora mistress Copperfield» —repetí con fuerza—. Y «la bonita» .

—No, no; tampoco era bonita; no era bonita —interrum­pió mi madre, volviendo a poner sus dedos sobre mis labios.

—Sí era, sí: « la bonita viudita».

—¡Qué locos! ¡Qué impertinentes! —exclamó mi madre riendo y cubriéndose el rostro con las manos. ¡Qué hombres tan ridículos! Davy querido...

—¿Qué, mamá?

—No se lo digas a Peggotty; se enfadaría con ellos. Yo también estoy muy enfadada; pero prefiero que Peggotty no lo sepa.

Yo se lo prometí, naturalmente: Nos besamos todavía mu­chas veces, y pronto caí en un profundo sueño.

Ahora, desde la distancia, me parece como si hubiera sido al día siguiente cuando Peggotty me hizo la extravagante y aventurada proposición que voy a relatar, aunque es muy probable que fuese dos meses después.

Una noche estábamos (como siempre cuando mi madre había salido) sentados, en compañía del metrito, del pedazo de cera, de la caja que tenía la catedral de Saint Paul en la tapa y del libro del cocodrilo, cuando Peggotty, después de mirarme varias veces y abrir la boca como si fuera a hablar, sin hacerlo (yo pensé sencillamente que bostezaba; de no ser así me hubiera alarmado mucho), me dijo cariñosa­mente:

—Davy, ¿te gustaría venir conmigo a pasar quince días en casa de mi hermano, en Yarmouth? ¿Te divertiría?

—¿Tu hermano es un hombre simpático, Peggotty? —pregunté con precaución.

—¡Oh! ¡Ya lo creo que es un hombre simpático! —ex­clamó Peggotty levantando las manos—. Y además allí ten­drás el mar, y los barcos, y los buques grandes, y los pesca­dores, y la playa, y a Ham para jugar.

Peggotty se refería a su sobrino Ham, ya mencionado en el primer capítulo; pero hablaba de él como de una parte de la gramática inglesa.

Aquel programa de delicias me cautivó, y contesté que ya lo creo que me divertiría; pero ¿qué diría mi madre?

—Apuesto una guinea —dijo Peggotty mirándome inten­samente— a que nos deja. Si quieres, se lo pregunto en cuanto vuelva. ¡Ahí mismo!

—Pero, ¿qué hará ella mientras no estemos? —dije, apo­yando mis codos pequeños en la mesa como para dar más fuerza a mi pregunta—. ¡No va a quedarse sola!

Si lo que buscó Peggotty de pronto en la media era el roto que cosía, verdaderamente debía de ser tan pequeño que no merecía la pena de repasarlo.

—Digo, Peggotty, que sabes muy bien que no podría vivir sola.

—¡Dios te bendiga! —exclamó al fin Peggotty, mirán­dome de nuevo—. ¿No lo sabes? Tu madre va a pasar quince días con mistress Grayper. Y mistress Grayper va a tener en su casa mucha gente.

¡Oh! Siendo así, estaba completamente dispuesto a ir. Es­peré con la más viva impaciencia a que mi madre volviera de casa de mistress Grayper (pues estaba en casa de aquella misma vecina) para estar seguro de que nos dejaba llevar a cabo la gran idea. Sin ni mucho menos sorprenderse, como yo esperaba, mi madre consintió enseguida en ello; y todo quedó arreglado aquella misma noche: hasta lo que pagarían por mi alojamiento y manutención durante la visita.

El día de nuestra partida llegó pronto. Lo habían fijado tan cercano, que llegó pronto hasta para mí, que lo esperaba con febril impaciencia y que temía que un temblor de tierra, una erupción volcánica o cualquier otra gran convulsión de la natu­raleza viniera a interponerse interrumpiendo la expedición. De­bíamos ir en el coche de un carretero que partía por la mañana después del desayuno. Hubiera dado dinero por haber podido vestirme la noche anterior y dormir ya con sombrero y botas.

¡Con qué emoción recuerdo ahora, aunque parezca que lo digo como algo sin importancia, la alegría con que abandoné mi feliz hogar, sin sospechar siquiera lo que dejaba para siempre!

Me gusta recordar que, cuando el carro estaba a la puerta y mi madre me besaba, una gran ternura por ella y por el viejo lugar que nunca había abandonado me hizo llorar. Y me gusta saber que mi madre también lloraba y que yo sen­tía latir su corazón contra el mío.

Me gusta recordar que cuando el carro empezó a alejarse, mi madre corrió tras él por el camino, mandándole parar, para darme más besos, y me gusta saber la gravedad y el ca­riño con que apretaba su cara contra la mía, y yo también.

Mi madre se quedó en la carretera, y cuando ya partimos, míster Murdstone apareció a su lado. Me pareció que le re­prochaba el estar tan conmovida. Yo los miraba a través de los barrotes del carro, preocupado con la idea de por qué ese señor se metería en aquello.

Peggotty, que también estaba mirando, no parecía nada satisfecha; se lo noté en cuanto le miré a la cara.

Durante algún tiempo permanecí mirando a Peggotty y pensando que si ella quisiera abandonarme, como a los ni­ños en los cuentos de hadas, yo sería capaz de volver a en­contrar el camino de casa guiándome sólo por los botones que, seguramente, se le irían cayendo.

CAPÍTULO III. UN CAMBIO

Quiero suponer que el caballo del carretero era el más pe­rezoso del mundo, pues caminaba muy despacio y con la ca­beza baja, como si le gustase hacer esperar a la gente a quien llevaba los encargos. Y hasta me pareció que, de vez en cuando, se reía para sí al pensar en ello. Sin embargo, el carretero me dijo que era tos porque había cogido un consti­pado.

También él tenía la costumbre de llevar la cabeza baja, como su caballo, y mientras conducía iba medio dormido, con un brazo encima de cada rodilla. Y digo «conducía» aunque a mí me pareció que el carro hubiera podido ir a Yar­mouth exactamente igual sin él; era evidente que el caballo no lo necesitaba; y en cuanto a dar conversación, no tenía ni idea; sólo silbaba.

Peggotty llevaba sobre sus rodillas una hermosa cesta de provisiones, que hubiera podido durarnos hasta Londres aunque hubiéramos continuado el viaje con el mismo medio de transporte. Comíamos y dormíamos. Peggotty siempre se dormía con la barbilla apoyada en el asa de la cesta, postura de la que ni por un momento se cansaba; y yo nunca hubiera podido creer, de no haberlo oído con mis propios oídos, que una mujer tan débil roncase de aquel modo.

Dimos tantas vueltas por tantos caminos y estuvimos tanto tiempo descargando la armadura de una cama en una posada y llamando en otros muchos sitios, que estaba ya cansadísimo, y me puse muy contento cuando tuvimos a la vista Yarmouth.

Al pasear mi vista por aquella gran extensión a lo largo del río me pareció que estaba todo muy esponjoso y empa­pado, y no acertaba a comprender cómo si el mundo es real­mente redondo (según mi libro de geografía) una parte de él puede ser tan sumamente plana. Imaginando que Yarmouth podía estar situada en uno de los polos, ya era más explica­ble. Conforme nos acercábamos veíamos extenderse cada vez más el horizonte como una línea recta bajo el cielo. Le dije a Peggotty que alguna colina, o cosa semejante, de vez en cuando, mejoraría mucho el paisaje, y que si la tierra es­tuviera un poco más separada del mar y la ciudad menos su­mergida en él, como un trozo de pan en el caldo, sería mucho más bonito. Pero Peggotty me contestó, con más énfasis que de costumbre, que había que tomar las cosas como eran, y que, por su parte, estaba orgullosa de poder decir que era un «arenque» de Yarmouth.

Cuando salimos a la calle (que era completamente extraña y nueva para mí); cuando sentí el olor del pescado, de la pez, de la estopa y de la brea, y vi a los pescadores paseando y las carretas de un lado para otro, comprendí que había sido injusto con un pueblo tan industrial; y se lo dije enseguida a Peggotty, que escuchó mis expresiones de entusiasmo con gran complacencia y me contestó que era cosa reconocida (supongo que por todos aquellos que habían tenido la suerte de nacer « arenques») que Yarmouth era, por encima de todo, el sitio más hermoso del universo.

—Allí veo a mi Ham. ¡Pero si está desconocido de lo que ha crecido —gritó Peggotty.

En efecto, Ham estaba esperándonos a la puerta de la po­sada, y me preguntó por mi salud como a un antiguo cono­cido. Al principio me daba cuenta de que no le conocía tanto como él a mí, pues el haber estado en casa la noche de mi nacimiento le daba, como es natural, gran ventaja. Sin em­bargo, empezamos a intimar desde el momento en que me cogió a caballo sobre sus hombros para llevarme a casa. Ham era entonces un muchacho grandón y fuerte, de seis pies de alto y bien proporcionado, con enormes espaldas re­dondas; pero con una cara de expresión infantil y unos cabe­llos rubios y rizados que le daban todo el aspecto de un cor­dero. Iba vestido con una chaqueta de lona y unos pantalones tan tiesos, que se hubieran sostenido solos incluso sin pier­nas dentro. Sombrero, en realidad, no se podía decir que lle­vaba, pues iba cubierto con una especie de tejadillo algo em­breado como un barco viejo.

Ham me llevaba a caballo encima de sus hombros, y con una de nuestras maletas debajo del brazo; Peggotty llevaba la otra maleta. Pasamos por senderos cubiertos con montones de viruta y de montañitas de arena; después cerca de una fábrica de gas, por delante de cordelerías, arsenales de cons­trucción y de demolición, arsenales de calafateo, de herre­rías en movimiento y de muchos sitios análogos. Y por fin llegamos ante la vaga extensión que ya había visto a lo lejos. Entonces Ham dijo:

—Esta es nuestra casa, señorito Davy.

Miré en todas direcciones cuanto podía abarcar en aquel desierto, por encima del mar y por la orilla; pero no conse­guí descubrir ninguna casa; allí había una barcaza negra o algo parecido a una barca viejísima, alta y seca en la arena, con un tubo de hierro asomando como una chimenea, del que salía un humo tranquilo. Pero alrededor nada que pu­diera parecer una casa.

—¿No será eso? —dije— ¿Eso que parece una barca?

—Precisamente eso, señorito Davy —replicó Ham.

Si hubiera sido el palacio de Aladino con todas sus maravi­llas, creo que no me hubiera seducido más la romántica idea de vivir en él. Tenía una puerta bellísima, abierta en un lado, y te­nía techo y ventanas pequeñas; pero su mayor encanto consis­tía en que era un barco de verdad, que no cabía duda que había estado sobre las olas cientos de veces y que no había sido he­cho para servir de morada en tierra firme. Eso era lo que más me cautivaba. Hecha para vivir en ella, quizá me hubiera pare­cido pequeña o incómoda o demasiado aislada; pero no ha­biendo sido destinada a ese uso, resultaba una morada perfecta.

Por dentro estaba limpia como los chorros del oro y lo más ordenada posible. Había una mesa y un reloj de Dutch y una cómoda, y sobre la cómoda una bandeja de té, en la que ha­bía pintada una señora con una sombrilla paseándose con un niño de aspecto marcial que jugaba al aro. La bandeja estaba sostenida por una Biblia. Si la bandeja se hubiese escurrido habría arrastrado en su caída gran cantidad de tazas, platillos, y una tetera que estaban agrupados su alrededor. En las pare­des había algunas láminas con marcos y cristal: eran imágenes de la Sagrada Escritura. Después no he podido verlas en manos de los vendedores ambulantes sin contemplar al mismo tiempo el interior completo de la casa del hermano de Peggotty. Abrahán, de rojo, disponiéndose a sacrificar a Isaac, de azul, y Daniel, de amarillo, dentro de un foso de leones, verdes, eran los más notables. Sobre la repisita de la chimenea había un cuadro de la lúgubre Shara Jane, comprado en Sunderland, que tenía una mujercita en relieve: un trabajo de arte, de composición y de carpintería que yo con­sideraba como una de las cosas más deseables que podía ofrecer el mundo. En las vigas del techo había varios gan­chos, cuyo uso no adiviné entonces; algunos baúles y cajo­nes servían de asiento, aumentando así el número de sillas.

Todo esto lo vi, nada más franquear la puerta, de un pri­mer vistazo, de acuerdo con mi teoría de observación infan­til. Después, Peggotty, abriendo una puertecita, me enseñó mi habitación. Era la habitación más completa y deseable que he visto en mi vida. Estaba en la popa del barco y tenía una ventanita, que era el sitio por donde antes pasaban el ti­món; un espejito estaba colgado en la pared, precisamente a mi altura, con su marco de conchas; también había un ramo de plantas marinas en un cacharro azul, encima de la mesi­lla, y una cainita con el sitio suficiente para meterse en ella. Las paredes eran blancas como la leche, y la colcha, hecha de retales, me cegaba con la brillantez de sus colores.

Una cosa que observé con interés en aquella deliciosa casita fue el olor a pescado; tan penetrante, que cuando sa­caba el pañuelo para sonarme olía como si hubiera servido para envolver una langosta. Cuando confié este descubri­miento a Peggotty, me dijo que su hermano se dedicaba a la venta de cangrejos y langostas, y, en efecto, después encon­tré gran cantidad de ellos en un montón inmenso. No sabían estar un momento sin pinchar todo lo que encontraban en un pequeño pilón de madera que había fuera de la casa, y en el que también se metían los pucheros y cacerolas.

Fuimos recibidos por una mujer muy bien educada, que tenía un delantal blanco y a quien yo había visto desde un cuarto de milla de distancia haciendo reverencias en la puerta cuando llegaba montado en Ham. A su lado estaba la niña más encantadora del mundo (así me lo pareció), con un co­llar de perlas azules alrededor del cuello, pero que no me dejó besarla, cuando se lo propuse se alejó corriendo. Des­pués que hubimos comido de una manera opípara pescado cocido, mantequilla y patatas, con una chuleta para mí, un hombre de largos cabellos y cara de buena persona entró en la casa. Como llamó a Peggotty chavala y le dio un sonoro beso en la mejilla, no tuve la menor duda de que era su her­mano. En efecto, así me le presentaron: míster Peggotty, se­ñor de la casa.

—Muy contento de verte —dijo míster Peggotty—; nos encontrará usted muy rudos, señorito, pero siempre dispues­tos a servirle.

Yo le di las gracias y le dije que estaba seguro de que se­ría feliz en un sitio tan delicioso.

—¿Y cómo está su mamá? —dijo míster Peggotty—. ¿La ha dejado usted en buena salud?

Le contesté que, en efecto, estaba todo lo bien que podía desearse, y añadí que me había dado muchos recuerdos para él, lo que era una mentira amable por mi parte.

—Le aseguro que se lo agradezco mucho —dijo míster Peggotty—. Muy bien, señorito; si puede usted estarse quince días contento entre nosotros —dijo mirando a su her­mana, a Ham y a la pequeña Emily—, nosotros, muy orgu­llosos de su compañía.

Después de hacerme los honores de su casa de la manera más hospitalaria, míster Peggotty fue a lavarse con agua caliente, haciendo notar que «el agua fría no era suficiente para limpiarle». Pronto volvió con mucho mejor aspecto, pero tan colorado que no pude por menos que pensar que su rostro era semejante a las langostas y cangrejos que vendía, que entraban en el agua caliente muy negros y salían rojos.

Después del té, cuando la puerta estuvo ya cerrada y la habitación confortable (las noches eran frías y brumosas en­tonces), me pareció que aquel era el retiro más delicioso que la imaginación del hombre podía concebir. Oír el viento so­bre el mar, saber que la niebla invadía poco a poco aquella desolada planicie que nos rodeaba, y mirar al fuego, y pen­sar que en los alrededores no había más casa que aquella y que, además, era un barco, me parecía cosa de encantamiento.

La pequeña Emily ya había vencido su timidez y estaba sentada a mi lado en el más bajo de los cajones, que era pre­cisamente del ancho suficiente para nosotros dos y parecía estar a propósito esperándonos en un rincón al lado del fuego.

Mistress Peggotty, con su delantal blanco, hacía media al otro lado del hogar. Peggotty y su labor, con su Saint Paul y su pedazo de cera, se encontraban tan completamente a sus anchas como si nunca hubieran conocido otra casa. Ham ha­bía estado dándome una primera lección a cuatro patas con unas cartas mugrientas, y ahora trataba de recordar cómo se decía la buenaventura, a iba dejando impresa la marca de su pulgar en cada una de ellas. Míster Peggotty fumaba su pipa. Yo sentí que era un momento propicio para la conversación y las confidencias:

—Mister Peggotty —dije.

—Señorito —dijo él.

—¿Ha puesto usted a su hijo el nombre de Ham porque vive usted en una especie de arca?

Míster Peggotty pareció considerar mi pregunta como una idea profunda; pero me contestó:

—Yo nunca le he puesto ningún nombre.

—¿Quién se lo ha puesto entonces? —dije haciendo a míster Peggotty la pregunta número dos del catecismo.

—Su padre fue quien se lo puso —me contestó.

—¡Yo creía que era usted su padre!

—Mi hermano Joe era su padre —dijo.

—¿Y ha muerto, míster Peggotty? —insinué, después de una pausa respetuosa.

—Ahogado —dijo míster Peggotty.

Yo estaba muy sorprendido de que mister Peggotty no fuese el padre de Ham, y empecé a temer si no estaría tam­bién equivocado sobre el parentesco de todos los demás. Te­nía tanta curiosidad por saberlo, que me decidí a seguir pre­guntando:

—Pero la pequeña Emily —dije mirándola—, ¿esa sí es su hija? ¿No es así, míster Peggotty?

—No, señorito; mi cuñado Tom era su padre.

No pude resistirlo a insinué, después de otro silencio res­petuoso:

—¿Ha muerto, míster Peggotty?

—Ahogado —dijo mister Peggotty.

Sentí la dificultad de continuar sobre el mismo asunto; pero me interesaba llegar al fondo del asunto y dije:

—Entonces ¿no tiene usted ningún hijo, míster Peggotty?

—No, señorito —me contestó con una risa corta—, soy soltero.

—¡Soltero! —exclamé atónito— Entonces ¿quién es esa, míster Peggotty? —dije apuntando a la mujer del delantal blanco, que estaba haciendo media.

—Esa es mistress Gudmige —dijo míster Peggotty.

—¿Gudmige, míster Peggotty?

Pero en aquel momento Peggotty (me refiero a mi Peg­gotty particular) empezó a hacerme gestos tan expresivos para que no siguiera preguntando, que no tuve más remedio que sentarme y mirar a toda la silenciosa compañía, hasta que llegó la hora de acostamos. Entonces, en la intimidad de mi cuartito, Peggotty me explicó que Ham y Emily eran un so­brino y una sobrina huérfanos a quienes mi huésped había adoptado en diferentes épocas, cuando quedaron sin recursos, y que mistress Gudmige era la viuda de un socio suyo que había muerto muy pobre.

—Él tampoco es más que un pobre hombre —dijo Peg­gotty—, pero tan bueno como el oro y fuerte como el acero.

Estos eran sus símiles.

Y el único asunto, según me dijo, que le encolerizaba y sacaba de sus casillas era que se hablase de su generosidad; y si cualquiera aludía a ello en la conversación daba con su mano derecha un violento puñetazo en la mesa (tanto que en una ocasión la rompió) y juraba con una horrible blasfemia que tomaría el portante y se lanzaría a nada bueno si volvían a hablar de ello. Por muchas preguntas que hice nadie pudo darme la menor explicación gramatical sobre aquella terri­ble frase «tomar el portante», que todos ellos consideraban como si constituyese la más solemne imprecación.

Pensaba con cariño en la bondad de mi huésped mientras oía a las mujeres, que se acostaban en otra cama como la mía en el extremo opuesto del barco, y a él y a Ham col­gando dos hamacas, donde dormían, en los ganchos que ha­bía visto en el techo; y en el más eufórico estado de ánimo me iba quedando dormido. Conforme el sueño se apoderaba de mí, oía al viento arrastrándose por el mar y por la llanura con tal fiereza, que sentí un cobarde temor de la gran oscuri­dad creciente de la noche. Pero me convencí a mí mismo de que después de todo estábamos en un barco, y que un hom­bre como míster Peggotty no era grano de anís a bordo, en caso de que ocurriera algo.

Sin embargo, nada sucedió hasta que me desperté por la mañana. En cuanto el sol se reflejó en el marco de conchas de mi espejo, salté de la cama y corrí con la pequeña Emily a coger caracoles en la playa.

—¿Tú serás ya casi un marinero, supongo? —dije a Emily.

No es que supusiera nada; pero sentía que era un deber de galantería decirle algo; y viendo en aquel momento reflejarse la blancura deslumbrante de una vela en sus ojos cla­ros, se me ocurrió aquello.

—No —dijo Emily, sacudiendo su cabecita—, me da mu­cho miedo el mar.

—¡Miedo! —dije con aire suficiente y mirando muy fijo al océano inmenso— A mí no me da miedo.

—¡Ah!, pero es tan malo a veces —dijo Emily—. Yo le he visto ser muy cruel con algunos de nuestros hombres. Yo he visto cómo hacía pedazos un barco tan grande como nuestra casa.

—Espero que no fuera el barco en que...

—¿En el que mi padre murió ahogado? —dijo Emily­. No, no era aquel. Yo no he visto nunca aquel barco.

—¿Ni tampoco a él? —le pregunté.

Emily sacudió la cabecita.

—Que yo recuerde, no.

¡Qué coincidencia! Inmediatamente me puse a explicar cómo yo tampoco había visto nunca a mi padre, y cómo mamá y yo habíamos vivido siempre solos en el estado de mayor felicidad imaginable, y así vivíamos todavía, y así vi­viríamos siempre. También le conté que la tumba de mi padre estaba en el cementerio, cerca de nuestra casa, a la sombra de un árbol, y que yo iba allí a pasearme muchas mañanas para oír cantar a los pájaros. Sin embargo, parece ser que había al­gunas diferencias entre la orfandad de Emily y la mía. Ella había perdido a su madre antes que a su padre, y nadie sabía dónde estaba la tumba de este último, aunque era de suponer que estaba en cualquier sitio de las profundidades del mar.

—Y además —dijo Emily mientras buscaba conchas y pie­dras— tu padre era un caballero y tu madre una señora; y mi padre era pescador y mi madre hija de un pescador, y mi tío Dan también es pescador.

—¿Dan es míster Peggotty? —dije yo.

—El tío Dan —contestó Emily, señalando el barco—casa.

—Sí, a él me refiero. ¿,Debe de ser muy bueno, verdad?

—¿Bueno? —dijo Emily—. Si yo fuera señora, le daría una chaqueta azul cielo con botones de diamantes, un panta­lón con su espada, un chaleco de terciopelo rojo, un som­brero de tres picos, un gran reloj de oro, una pipa de plata y una caja llena de dinero.

Yo no dudaba de que míster Peggotty fuera digno de todos aquellos tesoros; pero debo confesar que me costaba trabajo imaginármelo cómodo en la indumentaria propuesta por su agradecida sobrina y, principalmente, de lo que más dudaba era de la utilidad del sombrero de tres picos. Sin embargo, guardé aquellos pensamientos para mí.

La pequeña Emily, mientras enumeraba aquellas maravi­llas, se había parado y miraba al cielo como si le pareciera una visión gloriosa. De nuevo nos pusimos a buscar gui­jarros y conchas.

—¿Te gustaría ser una dama? —le dije.

Emily me miró y se echó a reír, diciéndome que sí.

—Me gustaría mucho, porque entonces todos seríamos damas y caballeros: yo, mi tío, Ham y mistress Gudmige. Y entonces no nos preocuparíamos cuando hubiese tormenta. Quiero decir por nosotros mismos, pues estoy segura de que nos preocuparíamos mucho por los pobres pescadores y los ayudaríamos con dinero cuando les sucediera algún per­cance.

Este cuadro me pareció tan hermoso, que lo encontré bas­tante probable, y expresé la alegría que me causaba pensar en ello. La pequeña Emily tuvo entonces el valor de decirme, tímidamente:

—Y ahora ¿no crees que te da miedo el mar?

En aquel momento el mar estaba lo bastante en calma como para no asustarme; pero no dudo de que si hubiera visto una ola moderadamente grande avanzar hacia mí hu­biese huido ante el pavoroso recuerdo de todos aquellos pa­rientes ahogados. Sin embargo, le contesté: «No», y añadí: «Y tú tampoco me parece que le temas como dices», pues en aquel momento andaba por el borde de una especie de anti­guo rompeolas de madera, por el que nos habíamos aventu­rado, y me daba miedo no se fuera a caer.

—No es esto lo que me asusta —dijo Emily—. Le temo cuando ruge, y tiemblo pensando en el tío Dan y en Ham, y me parece oír sus gritos de socorro. Por eso es por lo que me gustaría ser una dama. Pero de esto no me da ni pizca de miedo. ¡Mira!

Y de repente se escapó de mi lado y echó a correr por un madero que, saliendo del sitio en que estábamos, dominaba el agua profunda desde bastante altura y sin la menor protec­ción.

El incidente está tan grabado en mi memoria, que si fuera pintor podría dibujarlo ahora tan claramente como si fuese aquel día: la pequeña Emily corriendo hacia su muerte (como entonces me pareció), con una mirada, que no olvi­daré nunca, dirigida a lo lejos, hacia el mar. Su figurita, li­gera, valiente y ágil, volvió pronto sana y salva hacia mí, y yo me reí de mis temores y del grito inútil que había dado, pues además no había nadie cerca. Pero ha habido veces, muchas veces, cuando ya era un hombre, que he pensado que era posible (entre las posibilidades de las cosas ocultas) que hubiera en la súbita temeridad de la niña y en su mirada de desafío a la lejanía cierto instintivo placer por el peligro, como una atracción hacia su padre, muerto allí, y a la idea de que su vida podía terminar ese mismo día. Hubo un tiempo en que siempre, cuando lo recordaba, pensaba que si la vida que esperaba a la niña me hubiera sido revelada en un momento, y de tal modo que mi inteligencia infantil hu­biera podido comprendería por completo, y si su conserva­ción hubiese dependido de un movimiento de mi mano, ¿de­bería haberío hecho? Y durante cierto tiempo (no digo que haya durado mucho, pero sí que ha ocurrido) he llegado a preguntarme si no habría sido mejor para ella que las aguas se hubiesen cerrado sobre su cabeza ante mi vista, y siempre me he contestado: «Sí; más habría valido». Pero esto es quizá prematuro. Lo he dicho demasiado pronto. Sin em­bargo, no importa: dicho está.

Vagamos mucho tiempo cargándonos de cosas que nos parecían muy curiosas, y volvimos a poner cuidadosamente en el agua algunas estrellas de mar (yo en aquel tiempo no conocía lo bastante la especie para saber si nos lo agradeee­rían o no), y por fin emprendimos el camino a la morada de míster Peggotty. Nos detuvimos un momento debajo del pi­lón de las langostas para cambiar un inocente beso y entra­mos a desayunar resplandecientes de salud y de alegría.

—Como dos tortolitos —dijo míster Peggotty.

No hay que decir que estaba enamorado de la pequeña Emily. Estoy seguro de que la amaba con mucha más since­ridad y ternura, con mucha mayor pureza y desinterés del que pueda haber en el mejor amor durante el transcurso de la vida. Mi fantasía creaba alrededor de aquella niña de ojos azules algo tan etéreo que hacía de ella un verdadero ángel; tanto es así, que si en una mañana radiante la hubiera visto desplegar sus alas y desaparecer volando ante mis ojos, no me habría parecido extraño ni imposible.

Acostumbrábamos a pasear cariñosamente horas y horas por la monótona llanura de Yarmouth. Y los días discurrían por nosotros como si el tiempo tampoco pasara y, convertido en niño, estuviera siempre dispuesto a jugar con nosotros. Yo le decía a Emily que la adoraba, y que si ella no confesaba ado­rarme también me vería obligado a atravesarme con una es­pada. Y ella me respondía que sí con cariño, y estoy seguro de que era así.

En cuanto a pensar en la desigualdad de nuestras condi­ciones, o en nuestra juventud, o en cualquier otra dificultad, no se nos ocurría nunca. No nos preocupábamos, porque no se nos ocurría pensar en el futuro; no nos interesaba lo que pudiéramos hacer más adelante, como tampoco lo que ha­bíamos hecho anteriormente.

Mistress Gudmige y Peggotty no cesaban de admirarnos, y cuchicheaban por la noche, cuando estábamos tiernamente sentados uno al lado del otro en nuestro cajoncito: «Dios mío, ¿pero no es un encanto?». Míster Peggotty nos sonreía fumando su pipa, y Ham se pasaba la noche haciendo gestos de satisfacción, sin decir nada. Yo supongo que encontraban en nosotros la misma satisfacción que encontrarían en un ju­guete bonito o en un modelo de bolsillo del Coliseo.

Pronto me pareció que mistress Gudmige no era siempre todo lo agradable que podía esperarse, dadas las circunstan­cias de su residencia en aquella casa. Mistress Gudmige es­taba casi siempre de mal humor y se quejaba más de lo de­bido, para no incomodar a los demás en un sitio tan chico. Lo sentí mucho por ella; pero había momentos en que habría sido más agradable (yo creo) si mistress Gudmige hubiera tenido una habitación para ella sola, donde retirarse a espe­rar a que renaciera su buen humor.

Míster Peggotty iba en algunas ocasiones a una taberna llamada «La Afición». Lo descubrí porque la segunda o ter­cera noche después de nuestra llegada, antes de que él vol­viera, mistress Gudmige miraba el reloj entre las ocho y las nueve, diciendo que míster Peggotty estaba en la taberna y, lo que es más, que desde por la mañana sabía que iría.

Había estado todo el día muy abatida, y por la tarde se ha­bía deshecho en llanto porque salía humo de la lumbre.

—Soy una criatura sola y sin recursos —fueron las pala­bras de mistress Gudmige cuando ocurrió aquella desgra­cia—, todo va contra mí.

—Eso pasa pronto —dijo Peggotty (me refiero de nuevo a nuestra Peggotty)—, y además, como usted puede com­prender, no es menos desagradable para nosotros que para usted.

—¡Yo lo siento más! —exclamó mistress Gudmige.

Era un día muy crudo y el viento cortaba de frío. Mistress Gudmige estaba en su rincón de costumbre al lado del fuego, que a mí me parecía el más calentito y confortable, y su silla era sin duda la más cómoda de todas. Pero aquel día nada le parecía bien. Se quejaba constantemente del frío, diciendo que le producía un dolor en la espalda, que llamaba « hormiguillo». Por último, empezó de nuevo a llorar, repitiendo que « era una criatura sola y sin recursos, y que todo iba contra ella».

—Es verdad que hace mucho frío —dijo Peggotty—; pero todos lo sentimos igual.

—¡Yo lo siento más que nadie! —dijo mistress Gudmige.

Y lo mismo sucedió en la comida, aunque a ella se la ser­vía inmediatamente después que a mí, que se me daba prefe­rencia como si fuera un invitado de distinción. El pescado le pareció pequeño y las patatas se habían quemado un poco. Todos reconocimos que aquello nos decepcionaba; pero ella dijo que lo sentía más que nadie; y se puso a llorar de nuevo, haciendo aquella formal declaración con gran amargura.

Así, cuando míster Peggotty volvió a casa, a eso de las nueve, la desgraciada mistress Gudmige hacía media en su rincón con el aspecto más miserable del mundo. Peggotty trabajaba alegremente; Ham estaba arreglando un gran par de botas de agua, y yo y Emily, sentados uno al lado del otro, leíamos en voz alta. Mistress Gudmige, desde que tomamos el té, no había hecho más observación que lanzar un suspiro desolado, y después no volvió a levantar los ojos.

—Bien, compañeros —dijo míster Peggotty sentán­dose—: ¿cómo vamos?

Todos le dijimos algo y le miramos, dándole la bienve­nida, excepto mistress Gudmige, que únicamente inclinó más su cabeza sobre la labor.

—¿Qué ha sucedido? —dijo míster Peggotty con una pal­mada—. ¡Vamos, valor, vieja comadre!

Mistress Gudmige no parecía muy dispuesta a tener valor. Sacó un viejo pañuelo negro de seda para enjugarse los ojos, no lo guardó, volvió a enjugárselos y de nuevo volvió a de­jarlo fuera preparado para otra ocasión.

—¿Qué pasa, mujer? —repitió míster Peggotty.

—Nada —respondió mistress Gudmige—. ¿Viene usted de «La Afición», Dan?

—Sí; esta noche le he hecho una visita —dijo míster Peg­gotty.

—Me apena mucho el obligarle a ir allí —dijo mistress Gudmige.

—¡Obligarme! Si no necesito que me obliguen —respon­dió míster Peggotty con una risa franca—. Estoy siempre dispuesto a ir.

—Muy dispuesto —dijo mistress Gudmige, sacudiendo la cabeza y enjugándose los ojos de nuevo, Sí, sí, muy dispuesto; es precisamente lo que me entristece, que sea por mi culpa por lo que está usted tan dispuesto.

—¡Por su culpa! No es por su culpa —dijo míster Peg­gotty—, no lo crea.

—Sí, sí lo es —exclamó ella—. Yo sé lo que me digo. Yo sé que soy una criatura sola y sin recursos, y que no sola­mente todo va contra mí, sino que yo contrarío a todo el mundo. Sí, sí, yo siento más que los demás y lo demuestro más, ¡esa es mi desgracia!

Yo no podía por menos de pensar, mientras le oía todo aquello, que la desgracia se extendía a algunos otros miem­bros de la familia además de a ella. Pero a míster Peggotty no se le ocurrió hacer semejante observación, limitándose a contestarla con otro ruego para que tuviera valor.

—Yo misma no sé lo que desearía ser; pero sé lo que soy. Mis desgracias me han agriado. Las siento, y veo que me vuelven agria. Desearía no sentir, pero siento. Quisiera po­der ser dura de corazón; pero no puedo. Hago la casa inso­portable, y no me sorprende. Hoy mismo he estado todo el día molestando a su hermana y al señorito Davy.

Al oír esto me sentí conmovido y grité con gran turba­ción:

—¡No, no nos ha hecho usted nada, mistress Gudmige!

—Comprendo que no debía decirlo; pero preferiría ir al asilo y morir allí. Soy una criatura sola y sin recursos, y es mucho mejor que no siga aquí fastidiando. Sí, las cosas van contra mí, y yo también voy contra todo. Déjenme que vaya a llevar la contraria en el asilo. Dan, lo mejor es que me vaya allí y le libre de esta pejiguera.

Mistress Gudmige se retiró con estas palabras y se metió en la cama. Cuando se hubo marchado, míster Peggotty, que sólo había demostrado un sentimiento de profunda simpatía, nos miró a todos, y moviendo la cabeza todavía con una marcada expresión del mismo sentimiento, dijo en un mur­mullo:

—Es que ha estado pensando en el «viejo» .

Yo no comprendía bien quién era el viejo en quien supo­nían que tenía puesto el pensamiento mistress Gudmige, hasta que Peggotty, al acostarme, me explicó que se trataba del difunto míster Gudmige, y que su hermano siempre la compadecía muy sinceramente en aquellas ocasiones y hasta se conmovía. Un rato después, cuando ya se había acostado en su hamaca, le oí repetirle a Ham: «Pobrecilla, ha estado pensando en el viejo». Y siempre que mistress Gudmige es­tuvo de aquel humor, durante nuestra estancia allí (lo que sucedía muy a menudo), él repetía la misma disculpa, siem­pre con igual conmiseración.

Así pasaron los quince días, sin más variación que las de las mareas, que alteraban las horas de ir y venir de míster Peggotty, y también las ocupaciones de Ham. Este último, cuando no tenía trabajo, se venía de paseo con nosotros y nos enseñaba los barcos y los buques, y una o dos veces nos embarcó con él. No sé por qué a veces una ligera impresión se asocia más particularmente con un sitio que otras, aunque creo que esto le sucede a la mayoría de la gente; sobre todo me refiero a las asociaciones de la infancia. Nunca he oído o leído el nombre de Yarmouth sin recordar al momento cierto domingo por la mañana en la playa: las campanas sonaban en la iglesia; la pequeña Emily se apoyaba en mi hombro; Ham lanzaba perezosamente piedras al agua; y el sol, a lo lejos, en el mar, salía de la niebla como su propio espectro.

Por último llegó el día de volver a casa. Tenía valor para separarme de míster Peggotty y de mistress Gudmige; pero la angustia de mi espíritu al dejar a la pequeña Emily era agudísima. Fuimos del brazo hasta la posada donde paraba el carretero. Yo, en el camino, le prometí escribirle (más ade­lante cumplí mi promesa con letras más grandes que las de los anuncios que se ponen en los pisos para alquilar). A1 par­tir, nuestra emoción fue enorme, y si alguna vez en mi vida he sentido hacerse el vacío en mi corazón, fue aquel día.

Durante el tiempo de mi visita me había despreocupado de mi casa, y había pensado poco o nada en ella. Pero tan pronto como estuve en camino, mi infantil conciencia parecía reprochármelo, señalándome la ruta con el dedo, y cuanto más abatido estaba mi espíritu, más sentía que aquél era mi refugio y mi madre la amiga que mas me conso­laba.

Este sentimiento se apoderaba de mí cada vez con mayor fuerza a medida que avanzábamos y que las cosas familiares salían a nuestro encuentro, y me sentía cada vez más exci­tado por el deseo de encontrarme en sus brazos.

Peggotty, en lugar de unirse a mi alegría, trataba de cal­marla (aunque muy tiernamente) y parecía confusa y des­contenta.

A pesar suyo, Blooderstone Rookery saldría a nuestro en­cuentro en cuanto quisiera el caballo del carretero. Y ¡qué bien recuerdo cómo lo vi en aquella tarde fría y gris, con el cielo nublado amenazando lluvia!

La puerta se abrió y yo miré, mitad riendo, mitad llo­rando, con la agitación de mi alegría. Pero ¡no era mamá!; era una criada extraña.

—¡Cómo, Peggotty! —dije tristemente—. ¿Será que mamá no ha vuelto todavía a casa?

—Sí, sí, Davy —dijo Peggotty—; ha vuelto. Espera un momento y te... diré una cosa.

Entre su nerviosismo y su natural torpeza al bajarse del carro, Peggotty estaba haciendo las contorsiones más extra­vagantes; pero yo estaba demasiado desconcertado para de­cirle nada. Cuando bajó me cogió de la mano y, con gran sorpresa para mí, me metió en la cocina y cerró la puerta.

—¡Peggotty! —dije completamente asustado—. ¿Qué su­cede?

—No ocurre nada. ¡Dios lo bendiga, mi querido Davy! —contestó fingiendo alegría.

—Ha ocurrido algo, estoy seguro. ¿Dónde está mamá?

—¿Dónde está mamá, señorito Davy? —me imitó Peg­gotty.

—Sí. ¿Por qué no estaba en la puerta? ¿Por qué hemos entrado aquí? ¡Oh Peggotty!

Se me llenaban los ojos de lágrimas, y sentí como si fuera a caerme.

—¡Dios te bendiga, niño querido! —exclamó Peggotty sosteniéndome—. Pero ¿qué te pasa? ¡Habla, pequeño!

—¿Se ha muerto también? ¡Oh! ¿Se ha muerto, Peg­gotty?

—No —gritó Peggotty con una energía de voz atrona­dora.

Y se sentó y empezó a jadear, diciendo que aquello había sido un golpe tremendo.

Le di un abrazo para disminuir el golpe, o para darle otro más directo, y después permanecí en pie ante ella, mirándola ansiosamente.

—¿Sabes, querido? Debía habértelo dicho antes —dijo Peggotty—; pero no he encontrado oportunidad. Debía ha­berlo hecho; pero no podía decidirme.

Estas fueron, exactamente, las palabras de Peggotty.

—Sigue, Peggotty —dije, todavía más asustado que antes.

—Señorito Davy —dijo Peggotty desanudando su cofia de un manotazo y hablando de una manera entrecortada—. Pero ¿qué te pasa? Es sencillamente que tienes de nuevo un papá.

Temblé y me puse pálido. Algo (no sé qué ni cómo) unido con la tumba del cementerio y la resurrección de los muertos pareció rozarme como un viento mortal.

—Otro nuevo —añadió Peggotty.

—¿Otro nuevo? —repetí yo.

Peggotty tosió un poco, como si se hubiera tragado algo demasiado duro, y agarrándome de la manga dijo:

—Ven a verle.

—No lo quiero ver.

—Y a tu mamá —dijo Peggotty.

Ya no retrocedí, y fuimos directamente al salón, donde ella me dejó.

A un lado de la chimenea estaba sentada mi madre; al otro, míster Murdstone. Mi madre dejó caer su labor y se le­vantó precipitadamente; pero me pareció que con timidez.

—Ahora, mi querida Clara —dijo míster Murdstone—, ¡acuérdate! ¡Hay que dominarse siempre! ¡Dominarse! ¡Hola, muchacho! ¿Cómo estás?

Le di la mano. Después de un momento de duda fui y besé a mi madre; ella me besó y me acarició dulcemente en el hom­bro. Después se volvió a sentar con su labor. Yo no podía mi­rarla; tampoco podía mirarle a él. Estaba convencido de que nos observaba, y me volví hacia la ventana y miré los arbus­tos, mojados en el frío. Tan pronto como pude escapar me subí al piso de arriba. Mi antigua y querida alcoba no existía; tenía que habitar mucho más lejos. Volví a bajar las escaleras, con la esperanza de encontrar algo que no hubiera cambiado. Todo estaba distinto. Entré en el patio; pero al momento tuve que salir huyendo, pues de la caseta de perro, antes abandonada, salió un perrazo (de profundas fauces y pelo negro como él) que se lanzó con furia hacia mí, como para morderme.

CAPÍTULO IV. CAIGO EN DESGRACIA

Si, incluso hoy, pudiera llamar como testigo a la habita­ción donde me habían trasladado (¿quién dormirá allí ahora? Me gustaría saberlo), podría decir con qué tristeza en el corazón entré en ella. Subí la escalera oyendo al perro, que seguía ladrándome desde el patio. La habitación me pa­reció triste y extraña, tan triste como lo estaba yo. Sentado con las manos cruzadas pensaba..., pensaba en las cosas más raras: en la forma de la habitación, en las grietas del te­cho, en el papel de las paredes, en los defectos de los crista­les de la ventana, que hacían arrugas y joroba! en el paisaje; en el lavabo con sus tres patas, que debía de tener aspecto de descontento o algo así, porque no sé por qué me recor­daba a mistress Gudmige los días en que estaba bajo la in­fluencia del recuerdo del «viejo» . No dejaba de llorar; pero, aparte de porque me sentía muy desgraciado y muerto de frío, no sabía por qué lloraba. Por último, en mi desolación, empecé a darme cuenta de que estaba apasionadamente ena­morado de la pequeña Emily y de que me habían separado de ella para traerme aquí, donde nadie parecía necesitarme. Esto era lo que más me entristecía, y dándolo vueltas, ter­miné por hacerme un ovillo debajo de las mantas y dor­mirme llorando.

Alguien me despertó diciendo: «Aquí está», y al mismo tiempo destapaban mi cabeza ardiente. Mi madre y Peggotty me buscaban, y era una de ellas la que había hablado.

—Davy —dijo mi madre—, ¿qué te pasa?

Pensé que era muy extraño que me preguntara aquello, y contesté:

—Nada.

Y recuerdo que volví la cabeza, pues el temblor de mis la­bios le hubiera contestado con mayor claridad.

—¡Davy —repitió mi madre—, Davy! ¡Hijo mío!

No hubiera podido pronunciar otras palabras que me emo­cionaran más en aquel momento que decirme «hijo mío». Oculté mis lágrimas en la almohada, y la rechacé con la mano cuando quiso atraerme a ella.

—Esta es la obra de tu crueldad, Peggotty —dijo mi ma­dre—. Estoy segura de que tienes la culpa, y me sorprende que tengas conciencia para poner a mi hijo contra mí o con­tra cualquiera de los que yo quiero. ¿Qué quiere decir esto, Peggotty?

La pobre Peggotty, alzando sus ojos y sus manos al cielo, contestó con una especie de oración de gracias que yo solía repetir después de comer:

—Que Dios la perdone, mistress Copperfield, por lo que ha dicho, y que nunca tenga que arrepentirse de ello.

—Es para volverse loca —exclamó mi madre—. ¡Y en mi luna de miel, cuando mi más cruel enemigo no sería capaz de arrebatarme ni un pedacito de paz y de felicidad! Davy, eres un niño muy malo. Peggotty, eres un criatura salvaje. ¡Oh Dios mío! —gritaba mi madre, volviéndose de uno a otro de nosotros en su irritación caprichosa—. ¡Qué triste es la vida hasta cuando uno se cree con el mayor derecho para esperar que sea lo más agradable posible!

Sentí que una mano me tocaba, y conocí que no era la suya ni la de Peggotty, y me deslicé al suelo, al lado de la cama. Era míster Murdstone, que me cogía de un brazo, di­ciendo:

—¿Qué sucede? Clara, amor mío, ¿lo has olvidado? Fir­meza, querida.

—Estoy muy triste, Edward —dijo mi madre—; me pro­ponía ser buena; pero ¡estoy tan desesperada ...!

—Verdaderamente —contestó él—, no me gusta oírte de­cir eso tan pronto, Clara.

—Digo que es muy duro que me hagan sufrir ahora —insis­tió mi madre a punto de llorar—. ¿No te parece que es cruel?

Él la atrajo hacia sí, le murmuró algo al oído y la besó. Y yo supe para siempre, cuando vi la cabeza de mi madre apo­yada en su hombro y su brazo rodeándole el cuello, supe per­fectamente que la naturaleza flexible de mi madre se doble­garía como él quisiera. Lo supe desde entonces, y así fue.

—Vete, amor mío —dijo míster Murdstone—. David y yo bajaremos juntos. Amiga mía —dijo, volviéndose hacia Peg­gotty con cara amenazadora cuando salió mi madre, despi­diéndose de ella con una sonrisa—. ¿Sabe usted el nombre de su señora?

—Hace mucho tiempo que la sirvo, señor —contestó Peg­gotty—; debo saberlo.

—Es verdad —contestó él—; pero me parece que cuando subía las escaleras le oí a usted dirigirse a ella por un nom­bre que no es el suyo. Ya sabe usted que ha tomado el mío. ¡Acuérdese!

Peggotty, lanzándome miradas inquietas, hizo una reve­rencia y salió sin replicar, dándose cuenta de que era lo que él esperaba y de que no tenía excusa para continuar allí.

Cuando nos quedamos solos, míster Murdstone cerró la puerta y se sentó en una silla ante mí, mirándome fijamente a los ojos. Yo sentía los míos clavados no menos intensa­mente en los suyos. ¡Cómo lo recuerdo! Y sólo al recordar cómo estábamos así, cara a cara, me parece oír de nuevo la­tir mi corazón.

—David —me dijo con sus labios (delgados de apretarse tanto uno con otro)—: si tengo que domar a un caballo o a un perro obstinado, ¿qué crees que hago?

—No lo sé.

—Lo azoto.

Le había contestado débilmente, casi en un susurro; pero ahora en mi silencio sentía que la respiración me faltaba por completo.

—Le hago ceder y pedir gracia. Pienso que he de domi­narlo, y aunque le haga derramar toda la sangre de sus venas lo conseguiré. ¿Qué es eso que tienes en la cara?

—Barro —dije.

Él sabía tan bien como yo que era la señal de mis lágri­mas; pero aunque me hubiera hecho la pregunta veinte ve­ces, con veinte golpes cada vez, creo que mi corazón de niño se hubiese roto antes que confesárselo.

—Para ser tan pequeño tienes mucha inteligencia —me dijo con su grave sonrisa habitual—, y veo que me has en­tendido. Lávate la cara, caballerito, y baja conmigo.

Me señalaba el lavabo que a mí me recordaba a mistress Gudmige, y me hacía gestos de que le obedeciera inmediata­mente. Entonces lo dudaba un poco; ahora no tengo la me­nor duda de que me habría dado una paliza sin el menor es­crúpulo si no le hubiera obedecido.

—Clara, querida mía —dijo cuando, después de haber he­cho lo que me ordenaba, me condujo al gabinete sin soltarme del brazo—; espero que no vuelvan a atormentarte. Pronto corregiremos este joven carácter.

Dios es testigo de que podían haberme corregido para toda la vida, y hasta quizá habría sido otra persona distinta si en aquella ocasión me hubieran dicho una palabra de ca­riño: una palabra de ánimo, de explicación, de piedad, para mi infantil ignorancia, de bienvenida a la casa; tranquili­zándome, convenciéndome de que aquella sería siempre mi casa; así podían haberme hecho obedecer de corazón en lugar de asegurarse una obediencia hipócrita; podían ha­berse ganado mi respeto en lugar de mi odio. Creo que a mi madre la entristeció verme de pie en medio de la habi­tación, tan tímido y extraño, y que cuando fui a sentarme me seguía con los ojos más tristes todavía, prefiriendo quizá el antiguo atrevimiento de mis cameras infantiles. Pero la palabra no fue dicha, y el tiempo oportuno para ello pasó.

Comimos los tres juntos. Él parecía muy enamorado de mi madre; pero no por eso le juzgué mejor, y ella estaba ena­moradísima de él. Comprendí, por lo que decían, que una hermana mayor de míster Murdstone iba a venir a vivir con ellos y llegaría aquella misma noche. No estoy seguro de si fue entonces o después cuando supe que, sin estar activa­mente en ningún negocio, tenía parte, o cobraba una renta anual, en el beneficio de una casa comercial de vinos de Londres, con la que su familia contaba siempre desde los tiempos de su abuelo y en la que su hermana tenía un interés igual al suyo; pero lo mencionó por casualidad.

Después de comer, cuando estábamos sentados ante la chimenea y yo meditaba el modo de escaparme para ver a Peggotty, sin atreverme a hacerlo por temor a ofender al dueño de la casa, se oyó el ruido de un coche que se pa­raba delante de la verja, y míster Murdstone salió a recibir al visitante. Mi madre le siguió. Yo también fui detrás, tí­midamente. Al llegar a la puerta del salón, que estaba a oscuras, mamá se volvió, y cogiéndome en sus brazos, como acostumbraba a hacerlo antes, me murmuró que amara a mi nuevo padre y le obedeciera. Hizo esto apresu­rada y furtivamente, como si fuera un pecado, pero con mucha ternura, y después, dejando colgar un brazo, con­servó en su mano la mía hasta que llegamos cerca de donde él estaba esperando. Allí mamá soltó mi mano y se agarró a su brazo.

Miss Murdstone había llegado. Era una señora de aspecto sombrío, morena como su hermano, a quien se parecía mu­cho, tanto en el rostro como en la voz; con las cejas muy es­pesas y casi juntas sobre una gran nariz, como si, al serle im­posible a su sexo el llevar patillas a los lados, se las hubiera cambiado de lugar. Traía consigo dos baúles negros y duros como ella, con sus iniciales dibujadas en la tapa por medio de clavos de cobre. Cuando pagó al cochero sacó el dinero de un portamonedas de acero, que luego metió en un saco que era una verdadera prisión, que colgaba de su brazo con una cadena, y chasqueaba al cerrarse. En mi vida he visto una per­sona tan metálica como miss Murdstone.

La llevaron al salón con muchos aspavientos de bienve­nida, y ella, solemnemente, saludó a mi madre como a una nueva y cercana parienta. Después, mirándome, dijo:

—¿Es este su hijo, cuñada mía?

Mi madre me presentó.

—Por lo general, no me gustan los niños —dijo miss Murdstone—. ¿Cómo estás, muchacho?

Bajo aquellas palabras acogedoras, le contesté que estaba muy bien, y que esperaba que a ella le sucediera igual; pero con tal indiferencia y poca gracia, que miss Murdstone me juzgó en tres palabras:

—¡Qué mal educado!

Después de decir esto con mucha claridad, pidió que hi­cieran el favor de enseñarle su cuarto, que se convirtió desde entonces para mí en lugar de temor y de odio, donde nunca se veían abiertos los dos baúles negros, ni a medio cerrar (pues asomé la cabeza una o dos veces cuando ella no es­taba) y donde una serie de cadenas con cuentas de acero, con las que miss Murdstone se embellecía, estaban por lo gene­ral colgadas alrededor del espejo con mucho esmero.

Según pude observar, había venido para siempre y no te­nía la menor intención de marcharse.

A la mañana siguiente empezó a «ayudar» a mi madre y se pasó todo el día poniendo las cosas en «orden» y cam­biando todas las antiguas costumbres. La primera cosa rara que observé en ella fue que estaba constantemente preocu­pada con la sospecha de que las criadas tenían escondido un hombre en la casa. Bajo la influencia de aquella convicción inspeccionaba la carbonera a las horas más intempestivas, y casi nunca abría la puerta de un ropero o de una alacena os­cura sin volverla a cerrar precipitadamente, en la creencia de que le había encontrado.

Aunque miss Murdstone no tenía nada de aéreo, era una verdadera alondra tratándose de madrugar. Se levantaba (y yo creo que desde esa hora ya buscaba al hombre) antes que nadie hubiese dado señales de vida en la casa. Peggotty opinaba que debía de dormir con un ojo abierto; pero yo no lo creía, pues había intentado hacerlo y me convencí de que era imposible.

La primera mañana después de su llegada llamó antes de que cantara el gallo, y cuando mi madre bajó para el desayuno y se puso a hacer el té, miss Murdstone, dándole un cariñoso picotazo en la mejilla (era su manera de besar), le dijo:

—Ahora, Clara, querida mía, yo he venido aquí, como sa­bes, para evitarte todas las preocupaciones que pueda. Tú eres demasiado bonita y demasiado niña (mi madre enroje­ció, sonriendo, y no parecieron disgustarle aquellos adjeti­vos) para tener sobre ti tantos deberes penosos que puedo re­solver yo. Por lo tanto, si te parece bien, dame las llaves, querida mía, y en lo sucesivo yo me ocuparé de todas esas cosas.

Desde aquel momento miss Murdstone no se separó de las llaves; durante el día las llevaba en su saquito de acero, y por la noche las metía debajo de la almohada, y mi madre no tuvo que volver a ocuparse de ellas más que yo lo hacia.

Sin embargo, no abandonó su autoridad sin una sombra de protesta. Una noche en que miss Murdstone había estado explicando ciertos proyectos domésticos a su hermano, que los aprobaba, mi madre, de pronto, empezó a llorar y dijo que por lo menos podían haberle consultado.

—¡Clara! —dijo míster Murdstone severamente— ¡Clara! ¡Me sorprendes!

—¡Oh! Es muy cómodo decir que te sorprende, Edward —exclamó mi madre—, y está muy bien hablar de firmeza; pero a ti tampoco te hubiera gustado.

«Firmeza», según pude observar, era la gran cualidad de que los hermanos Murdstone presumían. No sé si en aquella época habría sabido expresar qué entendía yo si me hu­bieran obligado a hacerlo; pero desde luego comprendía claramente que aquella palabra quería decir tiranía, y ex­presaba el terco, arrogante y diabólico carácter de los dos. Su credo, como puedo establecerlo ahora, era este: míster Murdstone tenía gran firmeza; nadie a su alrededor era tan fume como míster Murdstone; nadie de los que le rodeaban debía ser firme en absoluto, pues todos debían doblegarse ante su firmeza. Miss Murdstone era una excepción; podía ser firme, pero sólo relativamente y en un grado inferior y tributario. Mi madre era otra excepción; podía ser firme y debía serlo, pero solamente sometiéndose a su firmeza y creyendo firmemente que no había otra firmeza sobre la tierra.

—Es muy duro —decía mi madre— que en mi propia casa...

—¿Mi propia casa? —repitió míster Murdstone—. ¡Clara!

—Nuestra propia casa quiero decir —balbució mi madre con miedo evidente—. Espero que sepas lo que quiero de­cir, Edward. Es muy duro que en tu propia casa yo no pueda decir una palabra sobre los asuntos domésticos. Y antes de casarme lo hacía bien, estoy segura. Hay quien puede atestiguarlo —dijo mi madre sollozando—. Pregún­tale a Peggotty si no lo hacía bien cuando nadie se metía en ello.

—Edward —dijo miss Murdstone—, déjame poner fin a esto. Me marcho mañana.

—Jane —dijo su hermano—, cállate. ¿Es que no conoces mi carácter mejor de lo que tus palabras indican?

—Puedes estar segura —dijo mi madre, que perdía terreno, deshecha en lágrimas— que no quiero que se mar­che nadie. Sería muy desgraciada si te fueses. No pido mu­cho. Soy bastante razonable. Sólo quiero que se me consulte de vez en cuando. Estoy muy agradecida a todos los que me ayudan, y sólo deseo que se me consulte, aunque no sea más que por cortesía, de vez en cuando. Yo antes creía que me querías precisamente por ser una chiquilla sin experiencia, Edward, me lo asegurabas; pero ahora parece que me odias por ello. ¡Eres tan severo!

—Edward —dijo miss Murdstone de nuevo—, te pido que me dejes poner fin a todo esto. Me voy mañana.

—Jane —tronó su hermano—, ¿te quieres callar? ¿Cómo te atreves?

Miss Murdstone sacó de su prisión de acero el pañuelo y lo puso delante de sus ojos.

—¡Clara! —continuo él mirando a mamá—. Me sorpren­des, me dejas atónito. En efecto; para mí era una satisfac­ción el pensar que me casaba con una persona sencilla y sin experiencia, y que yo formaría su carácter infundiéndole algo de esa firmeza y decisión de la cual estaba tan necesi­tada. Pero cuando a Jane, que ha sido tan buena que por ca­riño a mí quiere ayudarme en esta empresa y para ello está casi haciendo el oficio de un ama de llaves; cuando veo que, en lugar de agradecérselo, le correspondes de una manera tan baja...

—Edward, te lo ruego, te lo suplico —exclamó mi ma­dre—; no me acuses de ingrata. Estoy segura de que no lo soy. Nadie ha dicho nunca que lo fuera. Tengo muchos de­fectos, pero ese no. ¡Oh, no! Te lo aseguro, querido.

—Cuando Jane encuentra, como digo —prosiguió cuando mi madre dejó de hablar—, una recompensa tan baja, aque­llos sentimientos míos se entibian y alteran.

—¡No digas eso, amor mío! —imploró mi madre—. ¡Oh, no, Edward! No puedo soportar el oírtelo. A pesar de todo, soy cariñosa, sé que soy cariñosa. Si no estuviera segura de que lo soy, no lo diría. Pregúntale a Peggotty. Estoy segura que te dirá que soy muy cariñosa.

—No hay ninguna debilidad, Clara —dijo míster Murds­tone a modo de réplica—, por grande que sea, que resulte importante para mí. Tranquilízate.

—Te lo ruego, seamos amigos —dijo mi madre— Yo no podría vivir entre la frialdad o la dureza. ¡Estoy tan triste! Tengo muchos defectos, lo sé, y es mucha tu bondad, Ed­ward, que con tu entereza trates de corregirme. Jane, no vol­veré a hacer objeciones a nada, me desesperaría que quisie­ras dejarnos...

Aquello era ya demasiado.

—Jane —dijo míster Murdstone a su hermana—, es muy raro que entre nosotros se crucen palabras duras como estas, y espero que así siga siendo; y no ha sido culpa mía si por rara casualidad ha sucedido esta noche. He sido arrastrado a ello por los demás. Tampoco ha sido tu culpa, pues también has sido arrastrada por los demás. Tratemos los dos de olvi­darlo. Y como esto —añadió después de aquellas magnáni­mas palabras— no es una escena edificante para un niño, David, vete a la cama.

Difícilmente pude encontrar la puerta a través de las lá­grimas que me cegaban. ¡Estaba tan triste por la pena de mi madre! Por fin encontré el camino y subí a mi habitación a oscuras, pues no tuve valor ni para dar las buenas noches a Peggotty al pedirle una vela. Cuando ella subió, buscán­dome, una hora después, me despertó y me dijo que mi ma­dre se había acostado bastante indispuesta y que míster Murdstone y su hermana seguían sentados en el gabinete.

A la mañana siguiente, cuando bajaba, algo más tem­prano que de costumbre, la voz de mi madre me detuvo en la puerta del comedor. Grave y humildemente pedía perdón a miss Murdstone, que se lo concedió, y la reconciliación fue perfecta, Desde aquel día no he visto a mi madre dar ninguna opinion sobre nada sin consultar primero con miss Murdstone, o por lo menos sin tantear por medios seguros cuál era su opinion. Y nunca he visto a miss Murdstone, cuando se encolerizaba (tenía esa debilidad), hacer ademán de sacar las llaves para devolvérselas a mi madre sin ver, al mismo tiempo, a mamá atemorizada. El matiz sombrío que había en la sangre de los Murdstone ennegrecía también su religión, que era austera y terrible. Después he pensado que aquello resumía su carácter y era una consecuencia necesa­ria de la firmeza de míster Murdstone, que no podía con­sentir que nadie se librase de los más severos castigos ima­ginables. Sea como sea, recuerdo muy bien los tremendos rostros con que solían it a la iglesia y cómo había cambiado también aquello. De nuevo llega a mi memoria el terrible domingo. Yo entro el primero en nuestro antiguo banco, como un cautivo a quien condujesen al oficio de condena­dos. Miss Murdstone me sigue con su traje de terciopelo negro, que parece hecho de un paño mortuorio; después en­tra mi madre; después su marido. Ahora Peggotty no está con nosotros, como en los buenos tiempos. Miss Murdstone murmura las respuestas y acentúa todas la palabras terribles con una cruel devoción. Y cuando dice «miserables pecado­res» sus ojos oscuros recorren la iglesia como si se refiriera a todos los presentes. Mi madre mueve tímidamente los la­bios entre los dos hermanos, cuyas oraciones suenan en sus oídos como un trueno lejano. Yo me pregunto con temor si no será posible que nuestro anciano clérigo esté equivocado y si no tendrán razón míster Murdstone y su hermana, y to­dos los ángeles del cielo serán ángeles destructores. Si muevo un dedo o el menor músculo de la cara, miss Murds­tone me da tal golpe con su libro de oraciones, que me hace daño en el costado.

Sí; me parece ver todo de nuevo. Nuestro regreso a casa, en que observo que algunos vecinos nos miran a mi madre y a mí cuchicheando. Y mientras ellos tres van delante, sigo aquellas miradas y pienso si será realmente verdad que el paso de mi madre es menos ligero y que la alegría de su be­lleza ha desaparecido. También me pregunto si los vecinos recordarán, como yo, los tiempos en que veníamos los dos juntos de la iglesia .... y pensando estúpidamente en estas co­sas me paso triste todo el día.

En varias ocasiones se había hablado de enviarme a un colegio. Míster Murdstone y su hermana lo habían propuesto y, como es natural, mi madre había estado de acuerdo. Sin embargo, no habían decidido nada todavía, y entre tanto me hacían estudiar en casa.

¿Llegaré a olvidar algún día aquellas lecciones? Nomi­nalmente era mi madre quien las presidía, pero en realidad eran míster Murdstone y su hermana, quienes estaban siem­pre presentes y encontraban en ello ocasión favorable para dar a mi madre lecciones de aquella mal llamada firmeza, que era el tormento de nuestras existencias. Yo creo que me retenían en casa sólo con ese objeto. Antes de que vinieran ellos yo tenía bastante facilidad para aprender y me gustaba hacerlo. Recuerdo vagamente cómo aprendí a leer sentado en las rodillas de mamá. Todavía hoy, cuando miro las gran­des letras negras de la cartilla, la novedad complicada de sus formas, el fácil recuerdo de la O, de la Q y de la S, pa­rece presentarse ante mí como entonces, y ese recuerdo no suscita en mí ningún sentimiento de repugnancia ni tristeza. Por el contrario, me parece haber paseado a lo largo de un sendero de flores hasta llegar al libro del cocodrilo, y haber sido ayudado todo el camino por el cariño y la dulce voz de mi madre. Pero aquellas solemnes lecciones que siguieron las recuerdo como un golpe mortal dado.a in¡ tranquilidad, como una tarea diaria, penosa y miserable. Aquellas leccio­nes eran muy largas, muy numerosas, muy difíciles (algunas perfectamente ininteligibles para mí), y además me tenían siempre asustado, me parece que casi tanto como a mi pobre madre.

Voy a ver si recuerdo lo que solía suceder por las maña­nas. Después del desayuno me dirijo al gabinete con mis li­bros, mis cuadernos y mi pizarra. Mi madre está esperán­dome sentada en su escritorio; sin embargo, no está tan preparada a oírme como su marido, sentado en la butaca al lado de la ventana y fingiendo que lee un libro, o como miss

Murdstone, sentada a su lado engarzando sus eternas cuen­tas de acero. La vista de estos dos personajes ejerce tal in­fluencia sobre mí, que empiezo a sentir que se me escapan las palabras, después de que me había costado tanto trabajo metérmelas en la cabeza; se escapan todas para it no sé dónde. Me gustaría saber dónde van una a una.

Le doy el primer libro a mi madre; quizá es una gramá­tica, quizá una historia o una geografía. A1 ponerlo en sus manos lanzo una última y desesperada mirada a la página, y me lanzo como un alud para ver si me da tiempo a recitarlo mientras todavía lo recuerdo fresco. A1 poco rato me salto una palabra. Míster Murdstone levanta la vista de su libro. Me salto otra palabra. Miss Murdstone la levanta también. Enrojezco y me salto lo menos doce palabras; después me quedo mudo. Me doy cuenta de que mi madre querría ense­ñarme el libro si se atreviera; pero que no se atreve, y me dice con dulzura:

—¡Oh Davy, Davy!

—Ahora, Clara, hay que tener firmeza con el chico —dice míster Murdstone—. No digas «Davy, Davy> ; es una niñe­ría. ¿Se sabe la lección o no se la sabe?

—¡No se la sabe! —interrumpe miss Murdstone con voz terrible.

—Realmente, me temo que no la sabe bien —dice mi madre.

—Entonces, Clara —insiste miss Murdstone—, lo mejor que puedes hacer es obligarle a que vuelva a estudiarla.

—Eso es lo que iba a hacer, querida Jane —dice mi ma­dre—. Vamos, Davy; empiézala otra vez y no seas torpe.

Obedezco a la primera cláusula del mandato y empiezo de nuevo; pero no consigo obedecer la segunda, pues estoy cada vez más torpe. Me detengo mucho antes de llegar donde la vez anterior, en un punto que sabía no hacía dos minutos, y me paro a pensar. Pero no puedo pensar en la lec­ción. Pienso en el número de metros de tul que habrá empleado en su cofia miss Murdstone, o en lo que habrá cos­tado el batín de su hermano, o en algún otro problema igual de ridículo, que no me importa nada y del que nada puedo sacar. Míster Murdstone hace un movimiento de impacien­cia, que yo esperaba desde hacía bastante rato. Miss Murds­tone lo repite. Mi madre los mira con sumisión, cierra el li­bro y lo deja a un lado, como tarea atrasada que habrá que repetir cuando haya terminado las demás.

Los libros que hay que repetir van aumentando como una bola de nieve, y cuanto más aumentan más torpe me vuelvo. El caso es tan desesperado, y me parece que quieren lle­narme la cabeza de tantas tonterías, que pierdo la esperanza de salir bien de ello y me dejo llevar por la suerte.

La desesperación con que mamá y yo nos miramos a cada equivocación mía es profundamente melancólica. Pero lo más horrible de esas desgraciadas lecciones es cuando mi madre, creyendo que nadie la ve, trata de orientarme con el movimiento de sus labios. Al momento miss Murdstone, que está espiando para no dejar pasar nada, dice con voz de pro­funda agresividad:

—¡Clara!

Mi madre se estremece, se sonroja y sonríe débilmente. Míster Murdstone se levanta de su silla, coge el libro y me lo tira a la cabeza o me pega con él en las orejas; después me saca de la habitación agarrándome por los hombros.

Si, por casualidad, las lecciones no han estado tan mal to­davía me falta lo peor, bajo la forma de un problema feroz. El mismo míster Murdstone lo ha inventado para mí y lo ex­pone oralmente. Empieza: «Si voy a una tienda de quesos y compro cinco mil quesos de Gloucester a cuatro peniques y medio cada uno ...». Entre tanto yo veo la secreta alegría de miss Murdstone y medito sobre los quesos sin el menor re­sultado, sin el menor rayo de luz hasta la hora de almorzar, en que ya estoy como un mulato a fuerza de restregar en la pizarra. Entonces miss Murdstone me da un pedazo de pan seco para ayudarme a resolver el problema, y se me consi­dera castigado para toda la tarde.

Desde la distancia que da el tiempo, me parece que mis lecciones terminaban por lo general de esta manera... Y yo habría sabido hacerlo si no hubieran estado ellos delante; pero su influencia sobre mí era como la fascinación de dos serpientes sobre un pajarillo. Y aun cuando pasara la ma­ñana con un crédito tolerable, sólo ganaba con ello la co­mida; pues miss Murdstone no podía soportar el verme sin tarea y, en cuanto se percataba de que no hacía nada, lla­maba la atención de su hermano sobre mí diciendo: «Clara, querida mía, no hay nada como el trabajo; pon algún ejerci­cio a tu hijo», lo que me proporcionaba nueva tarea. En cuanto a jugar y divertirme como los demás niños, no me lo consentían; su sombrío carácter les hacía ver a todos los chi­quillos como una raza de pequeñas víboras (a pesar de que había habido un niño entre los discípulos) y decían que se corrompían unos a otros.

El resultado natural de un tratamiento semejante y conti­nuado durante unos seis meses o más fue el de hacerme gru­ñón, sombrío y taciturno. Mucho influía en ello el que cada vez trataban de separanne más y más de mi madre. Estoy se­guro de que me hubiera embrutecido por completo de no ser por una circunstancia.

Voy a contarla. En una habitación pequeña del último piso, a la que yo tenía acceso por estar justo al lado de la mía, había dejado mi padre una pequeña colección de libros de los que nadie se había preocupado. De aquella bendita habitación salieron, como gloriosa hueste, a hacerme com­pañía, Roderich Ramdom, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe. Gracias a ellos se conservó des­pierta mi imaginación y mi esperanza en algo mejor que aquella vida mía. Ni ellos, ni Las mil y una noches, ni los cuentos de hadas, podían hacerme daño, pues lo que hubieran podido tener de nocivo para mí yo no lo comprendía. Ahora me sorprende cómo encontraba tiempo, en medio de mis sombrías preocupaciones, para leer aquello. Y es cu­rioso cómo me consolaban siempre en mis pequeñas prue­bas (que a mí me parecían enormes) al identificarme con los caracteres favoritos de ellas y al poner a míster Murdstone y a su hermana entre todos los personajes malos.

Lo menos durante una semana fui Tom Jones, un infantil Tom Jones inocente o ingenuo. Durante un mes y pico es­tuve convencido de que era Roderich Ramdom; lo creía, por completo. También me entusiasmaron los relatos de viajes y aventuras (no recuerdo ahora cuáles) que había en aquella biblioteca, y durante días y días recuerdo haber recorrido mis regiones armado con un trozo de horma de zapatos y creyéndome la más perfecta encarnación del capitán Fulano, de la marina real inglesa, en peligro de ser atacado por los salvajes y resuelto a vender cara su vida. El capitán nunca perdía su dignidad aunque recibiera bofetones por culpa de la gramática latina. Yo sí la perdía; pero el capitán era un ca­pitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas y de todas las lenguas, fueran muertas o vivas.

Este era mi único y constante consuelo. Cuando pienso en ello veo siempre ante mi espíritu una tarde de verano: los chicos jugaban en el cementerio, y yo, sentado en mi cama, leía como si en ello me fuera la vida. Todas las casas de la vecindad, todas las piedras de la iglesia y todos los rincones del cementerio, en mi espíritu se asociaban con aquellos li­bros y representaban alguno de los sitios hechos célebres en ellos. Yo he visto a Tom Pipes escalar al campanario de la iglesia, y he visto a Strap con su mochila al hombro descan­sando sentado encima de la tapia, y sabía que el comodoro Trunnion presidía un club con míster Pickle en la salita de la taberna de nuestra aldea.

El lector sabe ahora tan bien como yo todo lo que era al llegar a este punto de mi infantil historia. Voy a reanudarla.

Aquella mañana, cuando llegué al gabinete con mis li­bros, encontré a mi madre con rostro preocupado, a miss Murdstone con su aire de firmeza y a su hermano tren­zando algo alrededor de la contera de su bastón, un bastón flexible de junco, que cuando yo entré empezó a cimbrear en el aire.

—Cuando te digo, Clara, que a mí me han azotado mu­chas veces.

—Es la pura verdad —dijo miss Murdstone.

—Ciertamente, mi querida Jane —balbució con timidez mi madre—; pero ¿crees que eso le ha hecho a Edward mu­cho bien?

—¿Y tú crees que le ha hecho a Edward mucho mal, Clara? —preguntó míster Murdstone gravemente.

—Esa es la cuestión —dijo su hermana.

A esto mi madre contestó: «Ciertamente, mi querida Jane», y no dijo más.

Sentí que estaba interesado personalmente en aquel diá­logo, y traté de indagar en los ojos de míster Murdstone, en el momento en que se fijaban en los míos.

—Ahora, Davy —me dijo, y vi de nuevo su mirada hipó­crita—, tienes que prestar más atención que nunca.

Hizo de nuevo vibrar el junco, y después, habiendo termi­nado sus preparativos, lo colocó a su lado con una expresiva mirada y cogió un libro.

Era una buena manera de darme presencia de ánimo para empezar. Sentí que las palabras de mi lección huían, no una por una, como otras veces, ni línea por línea, sino por pági­nas enteras. Traté de atraparlas; pero parecía, si puedo ex­presarlo así, que se habían puesto patines y se deslizaban a una velocidad vertiginosa.

Empezamos mal y seguimos peor. Aquel día había lle­gado casi con la seguridad de que iba a destacar convencido de que estaba muy bien preparado; pero resultó que era una equivocación mía. Libro tras libro fueron desfilando todos hacia el contingente de los que había que volver a estudiar. Miss Murdstone no nos quitaba ojo, y cuando, por fin, llega­mos a los cinco mil quesos (recuerdo que aquel día me hi­cieron contar a golpes), mi madre se echó a llorar.

—¡Clara! —dijo miss Murdstone con su voz de reproche.

—Creo que no me encuentro bien, querida Jane —dijo mi madre.

Le vi mirar solemnemente a su hermana, mientras se le­vantaba y decía cogiendo su bastón:

—Es imposible, Jane, pedir a Clara que soporte con per­fecta firmeza la pena y el tormento que Davy le ha ocasio­nado hoy. Eso sería ya estoicismo. Clara va siendo cada vez más fuerte; pero eso sería pedirle demasiado. David, vamos arriba juntos.

Cuando ya estábamos fuera de la habitación mi madre corrió tras de nosotros. Miss Murdstone, dijo: «¡Clara! ¿Te has vuelto loca?», y la detuvo. Yo la vi detenerse tapándose los oídos y escuché sus sollozos.

Murdstone me acompañó a mi habitación despacio y gra­vemente (estoy seguro de que le deleitaba toda aquella for­malidad de justicia ejecutiva), y cuando llegamos cogió de pronto mi cabeza debajo de su brazo.

—¡Míster Murdstone, Dios mío! —le grité—. Se lo su­plico, ¡no me pegue! Le aseguro que hago lo posible por aprender; pero con usted y su hermana delante no puedo re­citar. ¡Verdaderamente es que no puedo!

—¿Verdaderamente no puedes, David? Bien, ¡lo vere­mos!

Tenía mi cabeza sujeta como en un tubo; pero yo me re­torcía a su alrededor rogándole que no me pegase. Se detuvo un momento, pero sólo un momento, pues un instante des­pués me pegaba del modo más odioso. En el momento en que empezó a azotarme yo acerqué la boca a la mano que me sujetaba y la mordí con fuerza. Todavía siento rechinar mis dientes al pensarlo.

Entonces él me pegó como si hubiera querido matarme a golpes. A pesar del ruido que hacíamos, oí correr en las es­caleras y llorar. Sí; oí llorar a mamá y a Peggotty. Después se marchó, cerrándome la puerta por fuera y dejándome ti­rado en el suelo, ardiendo de fiebre, desgarrado y furioso.

¡Qué bien recuerdo, cuando empecé a tranquilizarme, la extraña quietud que parecía reinar en la casa! ¡Qué bien re­cuerdo lo malo que empezaba a sentirme cuando la cólera y el dolor fueron pasando!

Estuve escuchando largo rato; pero no se oía nada. Me levanté con trabajo del suelo y me miré al espejo. Estaba tan rojo, hinchado y horrible, que casi me asusté. Me dolían los huesos, y cada movimiento me hacía llorar; pero aque­llo no era nada al lado de mi sentimiento de culpa. Estoy se­guro de que me sentía más culpable que el más temible cri­minal.

Empezaba a oscurecer y cerré la ventana. Durante mucho rato había estado con la cabeza apoyada en los cristales, llo­rando, durmiendo, escuchando y mirando hacia fuera. De pronto oí el ruido de la llave y entró miss Murdstone con un poco de pan y carne y una taza de leche. Lo puso todo en­cima de la mesa, sin decir nada, y mirándome con ejemplar firmeza. Después se marchó, volviendo a cerrar la puerta tras de sí.

Era ya de noche, y yo continuaba sentado en el mismo si­tio, con la esperanza de que viniera alguna otra persona. Cuando me convencí de que ya aquella noche no volvería nadie, me acosté, y en la cama empecé a meditar con temor en lo que sería de mí en lo sucesivo. ¿Lo que había hecho era un crimen? ¿Me meterían en la cárcel? ¿No habría peli­gro de que me ahorcasen?

No olvidaré nunca mi despertar a la mañana siguiente: el sentimiento de alegría y descanso en el primer momento, y después la opresión de los recuerdos. Miss Murdstone re­apareció antes de que me hubiera levantado, y me dijo en pocas palabras que si quería podía pasearme por el jardín durante media hora, pero nada más. Después se retiró, de­jando la puerta abierta para que disfrutara, si quería, del permiso.

Así continuaron las cosas durante los cinco días que duró mi cautiverio. Si hubiera podido ver a mi madre sola, me ha­bría arrojado de rodillas ante ella pidiéndole perdón; pero sólo veía a miss Murdstone, pues, aunque para las oraciones de la tarde me sacaban del cuarto, iba escoltado por ella y llegaba cuando ya todos estaban colocados. Después me de­jaban solo al lado de la puerta, como si fuera un criminal; y en cuanto terminaban, mi carcelera me devolvía al encierro antes de que nadie se hubiera levantado. Pude observar que mi madre estaba lo más lejos posible de mí y que además volvía la cabeza hacia otro lado. Así es que nunca pude verla. Míster Murdstone llevaba la mano envuelta en un pañuelo de hilo.

De lo largos que se me hicieron aquellos cinco días no sé ni dar idea. En mis recuerdos los cuento como años. Los ra­tos que pasaba escuchando todos los incidentes de la casa que podían llegar a mis oídos; el sonido de las campanillas, el abrir y cerrar de las puertas, el murmullo de voces, los pa­sos en la escalera; las risas, los silbidos, la gente cantando fuera, y todo me parecía horriblemente triste en medio de mi soledad y mi desgracia. El incierto paso de las horas, princi­palmente por la noche, cuando me despertaba creyendo que ya era la mañana y me percataba de que todavía no se habían acostado en casa. Los sueños y pesadillas deprimentes. Por las mañanas, a mediodía y en la hora de la siesta, cuando los chicos jugaban en el cementerio, los miraba desde muy den­tro de la habitación, avergonzado de que pudieran verme en la ventana y supieran que estaba prisionero. La extraña sen­sación de no oírme nunca hablar. Los ligeros intervalos de algo corno alegría que llegaba con las horas de la comida y se iba con ellas. Y una tarde recuerdo la caída de la lluvia, con su olor a tierra fresca; caía entre la iglesia y yo, cada vez más deprisa, hasta que llegó la noche y me pareció que me envolvía en sus sombras con mis remordimientos. Todo esto se conserva tan grabado en mis recuerdos, que juraría que habría durado años.

La última noche de mi encierro me desperté al oír mi nombre pronunciado en un soplo. Me senté en la cama y ex­tendí los brazos en la oscuridad, diciendo:

—¿Eres tú, Peggotty?

No obtuve contestación inmediata; pero enseguida volví a oír mi nombre en un tono tan misterioso, que si no se me hu­biera ocurrido que la voz salía de la cerradura me habría dado un ataque.

Salté a la puerta y puse mis labios en la cerradura, mur­murando:

—¿Eres tú, Peggotty?

—Sí, Davy querido —contestó ella—; pero trata de hacer menos ruido que un ratón, porque si no el gato lo oirá.

Comprendí que se refería a miss Murdstone y me di cuenta de la urgencia del caso, pues su habitación estaba pa­red por medio de la mía.

—¿Cómo está mamá, querida Peggotty? ¿Se ha enfadado mucho conmigo?

Pude oír que Peggotty lloraba dulcemente por su lado, como yo por el mío; después me contestó:

—No; no mucho.

—¿Y qué van a hacer conmigo, Peggotty? ¿Lo sabes tú?

—Un colegio, cerca de Londres —fue la contestación de Peggotty.

Tuve que hacérselo repetir, pues me había olvidado de quitar la boca del ojo de la llave, y sus palabras me cosqui­llearon, pero no entendí nada.

—¿Cuándo, Peggotty?

—Mañana.

—¡Ah! ¿Es por eso por lo que miss Murdstone ha sacado toda la ropa de mis cajones? (Pues lo había hecho, aunque yo he olvidado mencionarlo.)

—Sí —dijo Peggotty—La maleta.

—¿Y no veré a mamá?

—Sí —dijo Peggotty—, por la mañana.

Y entonces Peggotty pegó su boca contra la cerradura y pronunció las siguientes palabras, con tal emoción y grave­dad, que nunca ninguna cerradura en el mundo habrá oído otras semejantes. Y dejaba escapar cada fragmento de frase como una convulsive explosión de sí misma:

—Davy querido: ya sabes que si últimamente no he estado tan unida a ti como de costumbre no es que haya dejado de quererte sino todo lo contrario. Es que me parecía lo mejor para ti y para otra persona. Davy querido, ¿me oyes? ¿Quieres oírme?

—Sí, sí, sí, sí, Peggotty —sollocé.

—¡Hijo mío! —dijo Peggotty con infinita compasión—. Lo que quiero decirte es que no debes olvidarme nunca, pues yo nunca te olvidaré a ti y cuidaré mucho de tu madre, Davy, como nunca te he cuidado a ti, y no la abandonaré. Puede llegar un día en que le guste apoyar su pobre cabecita en el brazo de la estúpida y loca Peggotty. Y te escribiré, querido mío, aunque no lo haga bien. Y yo, yo, yo.

Peggotty se puso a besar la cerradura, como no podía be­sarme a mí.

—¡Gracias, querida Peggotty, gracias, gracias! ¿Quieres prometerme también otra cosa, Peggotty? ¿Quieres escribir a míster Peggotty, a la pequeña Emily y a mistress Gudmige y a Ham, diciéndoles que no soy tan malo como podrían su­poner, y que les envío todo mi cariño, sobre todo a Emily? ¿Quieres hacerlo, por favor, Peggotty?

Me lo prometió con toda su alma, y ambos besamos la cerradura con mucho cariño. Yo además la acaricié con la mano (lo recuerdo) como si hubiera sido su rostro honrado. Desde aquella noche siento por Peggotty algo que no sabría definir. No era que reemplazase a mi madre, eso nadie hubiera podido hacerlo; pero llenaba un vacío en mi corazón que se cerró dejándola dentro, algo que no he vuelto a sentir nunca por nadie; un afecto que podría ser cómico, pero que pienso que si se hubiera muerto no sé lo que habría sido de mí, ni cómo hubiera salido de aquella tragedia.

Por la mañana, miss Murdstone apareció como de costum­bre y me dio la noticia de mi partida, lo que no me sorpren­dió, como ella suponía. También me informó de que cuando estuviera vestido bajase al comedor a tomar el desayuno. Allí encontré a mi madre, muy pálida y con los ojos rojos. Corrí a su brazos y le pedí perdón desde el fondo de mi alma.

—¡Oh Davy! —exclamó ella—. ¿Cómo has sido capaz de hacer daño a una persona a la que yo quiero? Trata de ser me­jor. Ruega a Dios que te cambie. Te perdono; pero soy desgra­ciada, Davy, cuando pienso que tienes esas malas pasiones.

La habían convencido de que yo era muy malo, y eso la entristecía más que mi partida. Lo sentí vivamente. Traté de tomar el desayuno; pero mis lágrimas caían en el pan con manteca y rociaban el té. Vi que mi madre me miraba y des­pués lanzaba una ojeada a miss Murdstone, que estaba allí de plantón a nuestro lado; después miraba al suelo o a lo lejos.

—¡La maleta del señorito, aquí! —dijo miss Murdstone cuando se oyó el rodar del carro ante la verja.

Miré, buscando a Peggotty; pero no estaba. Tampoco apa­reció míster Murdstone. Mi antiguo amigo el cochero me es­peraba en la puerta. Metieron la maleta en el carro.

—¡Clara! —dijo miss Murdstone en su tono de reproche.

—Estoy dispuesta, Jane mía —contestó mi madre—. Adiós, Davy; si vas, es por tu bien. ¡Adiós, hijo mío! Volve­rás para las vacaciones. Te lo ruego, sé bueno.

—¡Clara! —repitió miss Murdstone.

—Vale, mi querida Jane —dijo mi madre, que me tenía en sus brazos—. Te perdono, hijo mío, y ¡que Dios te bendiga!

—¡Clara! —repitió miss Murdstone, y fue tan buena, que me acompañó al carro.

Por el camino me dijo que esperaba que me arrepentiría antes de tener un mal fin.

Subí al coche, y el perezoso caballo lo arrastró.

CAPÍTULO V. ME ALEJAN DEL HOGAR

Habíamos andado como una media milla y mi pañuelo es­taba completamente empapado cuando el carro se paró brus­camente.

Miré para ver lo que pasaba, y con gran asombro vi a Peg­gotty surgiendo de un arbusto y encaramándose en el carro. Me cogió en sus brazos y me estrechó contra el corsé con tal fuerza, que casi me deshizo la nariz, aunque yo no me di cuenta de ello hasta después de un rato, al ver que me dolía. Peggotty no pronunció palabra. Soltándome con uno de los brazos, se lo hundió en el bolsillo hasta el codo y sacó unos paquetes llenos de dulces, que introdujo en los míos, y puso entre mis manos una bolsa, todo sin desplegar los labios. Después, dándome otro abrazo de despedida, bajó del carro y se marchó corriendo; estoy seguro de que se fue sin un solo botón en la blusa. Yo cogí uno, entre varios que habían caído a mi alrededor, y lo guardé durante mucho tiempo como un tesoro.

El carretero me miró, como preguntándome si ya no vol­vería. Sacudí la cabeza y le dije que creía que no.

—Entonces ¡en marcha! —le dijo a su caballo.

Y, efectivamente, este se puso en marcha.

Después de llorar cuanto me fue posible empecé a com­prender que no conducía a nada el llorar de aquel modo, principalmente porque ni Roderich Ramdom ni el capitán de la marina real inglesa habían llorado nunca, ni aun en las si­tuaciones más críticas. El carretero, viéndome con aquella resolución—me propuso poner a secar el pañuelo en el lomo de su caballo. Le di las gracias, consintiendo, y el pañuelo me parecía ridículamente pequeño colocado allí.

No tardé en examinar la bolsa. Era un portamonedas fuerte de cuero, que contenía tres chelines muy brillantes, evidente­mente pulidos con esmero por Peggotty para mi mayor satis­facción; pero, su más precioso tesoro eran dos medias coro­nas, que encontré envueltas en un papelito, en el que se leía, de letra de mi madre: «Para Davy, con mi cariño».

Esto me conmovió de tal manera, que pedí a Barkis (el cochero se llamaba así) que tuviera la bondad de devolverme mi pañuelo; pero me contestó que le parecía más prudente que siguiera sin él, y comprendiendo que tenía razón, me se­qué los ojos con la manga y dejé de llorar.

Había dejado de llorar del todo; pero a consecuencia de mis emociones, todavía me sacudía de vez en cuando un pro­fundo sollozo.

Después de haber viajado así durante un rato pregunté a Barkis si iba a llevarme él todo el camino.

—¿Todo el camino a dónde? —me preguntó.

—Allí —dije.

—¿Y dónde es allí? —insistió el hombre.

—Cerca de Londres —dije.

—Pero este caballo —me contestó, sacudiendo las rien­das para que le mirase— estaría más muerto que un cochini­llo asado antes de la mitad del camino.

—¿Entonces no va usted más que a Yarmouth? —pre­gunté.

—Eso es —dijo Barkis—. Allí tendrás que tomar la dili­gencia, y la diligencia te llevará hasta... donde vas.

Como esto era mucho hablar para él, pues ya observé en un capítulo precedente que era hombre flemático y nada charlatán, le ofrecí un bizcocho en agradecimiento, y se lo zampó de un bocado, exactamente como lo hubiera hecho un elefante, y en su rostro no se observó más impresión de la que se hubiera observado en el del elefante.

—¿Es ella quien los ha hecho? —preguntó, inclinado, como siempre, hacia delante y con un brazo sobre cada rodilla.

—¿Se refiere usted a Peggotty?

—Sí —contestó Barkis.

—Sí; en casa es ella quien hace los pasteles y toda la co­cina.

—Según eso, ¿lo hace ella?

Y Barkis puso la boca como si fuera a silbar, pero no silbó. Se inclinó a mirar las orejas de su caballo, como si viera en ellas algo nuevo, y así continuó durante mucho tiempo.

—¿Y amorcillos no habrá, supongo?

—¿Se refiere usted a los amorcillos de dulce, míster Bar­kis? —pregunté, creyendo que le apetecían.

—Novios —dijo Barkis—. Noviazgos. ¿No habla nadie con ella?

—¿Con Peggotty?

—Sí.

—¡Oh, no! Nunca ha tenido novio.

—¿Nunca lo ha tenido?

Y de nuevo Barkis puso la boca como si fuera a silbar y no silbó, y volvió a la contemplación de las orejas de su caballo.

—Según eso —dijo después de un largo rato de refle­xión— ¿ella es quien hace todas las tartas de manzana y toda la cocina?

Respondí que así era.

—Bien, pues voy a decirte una cosa —me dijo Barkis—. ¿Tú piensas escribirle?

—Sí que pienso —respondí.

—¡Ah! —dijo, volviéndose a mirarme lentamente—. ¡Bien! Si le escribes, ¿te importaría decirle que Barkis está dispuesto?

—¿Que Barkis está dispuesto? —repetí con inocencia—. ¿Nada más?

—Sí —dijo lentamente—. Sí: «Barkis está dispuesto».

—Pero usted volverá mañana a Bloonderstone, míster Barkis —dije algo emocionado, al pensar que yo, en cam­bio, estaría muy lejos—. ¿No podría decírselo usted mismo?

Rechazó aquella sugerencia con un movimiento de ca­beza a insistió en su encargo, diciendo con profunda grave­dad: «Barkis está dispuesto». Ese era el mensaje. Yo estaba decidido a transmitírselo; y aquella misma tarde, mientras esperaba a la diligencia en el hotel de Yarmouth pedí papel y pluma y escribí a Peggotty:

«Mi querida Peggotty: He llegado aquí bien. "Barkis está dispuesto." Mis cariños a mamá. Tu afectuoso, DAVY.

» P. D. Dice que quiere que sepas muy particularmente que "Barkis está dispuesto".»

Cuando le prometí cumplir su sugerencia, Barkis volvió a caer en profundo silencio, y yo, sintiéndome agotado por todo lo sucedido en los últimos días, caí encima de un saco y me quedé dormido.

Duró mi sueño hasta llegar a Yarmouth, que por cierto en el hotel en que nos detuvimos me pareció un Yarmouth tan distinto al que yo recordaba, que perdí la esperanza que ha­bía acariciado de encontrarme con alguien de la familia Peg­gotty. ¡Quién sabe! ¡Quizá hasta con Emily!

La diligencia estaba ya en el patio, muy limpia y relu­ciente, pero sin los caballos, y al verla así parecía increíble que pudiera llegar nunca hasta Londres. Pensaba en esto y me preocupaba lo que sería de mi maleta (que Barkis había dejado en el suelo del patio, marchándose después con su carro), y también meditaba en mi suerte futura cuando por una ventana en la que había colgadas aves y algunos embuti­dos se asomó una señora y dijo:

—¿Es ese el viajero procedente de Bloonderstone?

—Sí, señora —le dije.

—¿Cómo se llama usted? —insistió la señora.

—Copperfield.

—No, no es eso —replicó la señora—; la comida está en­cargada a otro nombre.

—¿Será a nombre de Murdstone? —le pregunté.

—Si se llama usted Murdstone, ¿por qué ha dicho otro nombre primero? —preguntó la mujer.

Le expliqué lo que era, y ella entonces tocó una campani­lla y ordenó:

—William, conduce a este caballero al comedor.

Al oír esto, un camarero que salía corriendo del lado opuesto del patio me miró y pareció muy sorprendido al ver que sólo se trataba de mí.

El comedor era una habitación enorme, rodeada de ma­pas. Dudo que me hubiera sentido más confuso si los mapas hubieran sido verdaderos países extranjeros donde hubiera caído de improviso. Me parecía que era un atrevimiento enorme el de sentarme allí, con la gorra en la mano, en el borde de la silla más cercana a la puerta. Y cuando el cama­rero extendió un mantel para mí y puso el salero encima, sentí que me ponía rojo de vergüenza.

Después trajo unas fuentes con chuletas y legumbres. Pero colocaba las cosas de un modo tan brusco, que yo es­taba asustado y con temor de haberle ofendido. Me tranqui­licé mucho cuando, poniendo una silla para mí delante de la mesa, me dijo cordialmente:

—Vamos, gigante, siéntate.

Le di las gracias y me senté; pero me parecía dificilí­simo manejar el cuchillo y el tenedor con algo de soltura y no mancharme con la salsa mientras él continuara enfrente sin dejar de mirarme y haciéndome ruborizar de la manera más horrible cada vez que mis ojos se encontraban con los suyos. Cuando me vio empezar la segunda chuleta me dijo:

—Le traigo media pinta de cerveza; ¿la quiere usted ahora?

Le di las gracias y le dije que sí.

Entonces me la sirvió en un vaso y la acercó a la luz para enseñarme el hermoso color que tenía.

—¡Pardiez! —dijo—, es buena cantidad.

—Sí es buena cantidad —le contesté con una sonrisa, pues estaba encantado de verle tan amable. Tenía los ojos muy brillantes, las mejillas muy coloradas y los cabellos tie­sos. Y en aquel momento, con un puño en la cadera y en la otra mano el vaso lleno de cerveza, tenía un aspecto de lo más campechano.

—Ayer llegó aquí un caballero —dijo—, un caballero muy grueso, que se llamaba Topsawyer; quizá le conoce usted.

—No, no creo...

—Llevaba pantalones cortos, polainas y sombrero de ala ancha, un traje gris y tapabocas —dijo el camarero.

—No —dije confuso—, no tengo ese gusto...

—Pues vino aquí —continuó el mozo mirando la luz a través del vaso— y pidió un vaso de esta misma cerveza y se empeñó en beberla. Yo le dije que no debía hacerlo; pero se la bebió y cayó muerto instantáneamente. Era demasiado fuerte para él. No debían volver a servirla.

Me impresionó muchísimo aquel triste accidente, y dije que en vez de cerveza pensaba tomar un poco de agua.

—Pero lo malo —dijo el camarero, mirando todavía la luz a través del líquido y guiñándome un ojo— es que los amos se disgustan si se dejan las cosas después de pedi­das. Se ofenden. Lo que sí se puede hacer, si le parece bien, es que yo me la beba; estoy acostumbrado, y la cos­tumbre es todo. No creo que pueda hacerme daño, sobre todo si echo bien la cabeza hacia atrás y la bebo deprisa. ¿Quiere usted?

Le contesté que lo agradecería; pero sólo en el caso de que pudiera hacerlo sin el menor peligro; de no ser así, de nin­guna manera. Cuando le vi echar la cabeza hacia atrás y be­berla deprisa, confieso que sentí un miedo horrible de verlo caer muerto como a míster Topsawyer. Pero no le hizo daño; por el contrario, hasta me pareció que le sentaba bien.

—¿,Qué estábamos comiendo? —dijo después, metiendo un tenedor en mi plato— ¡Ah! ¿Chuletas?

—Sí, chuletas —dije.

—¡Dios me bendiga! —exclamó—. No sabía que fueran chuletas. Precisamente es lo único para evitar los malos efectos de esta cerveza. ¡Cuánta suerte tenemos!

Con una mano me cogió una chuleta, con la otra, una pa­tata, y lo comió con el mayor apetito. Yo estaba radiante. Después cogió otra chuleta y otra patata; después otra patata y otra chuleta. Cuando terminó, me trajo un pudding, y sen­tándose enfrente de mí rumió algo entre dientes, como si es­tuviera pensando en otra cosa durante unos minutos.

—Qué, ¿cómo está ese bizcocho? —dijo de pronto.

—Es un pudding —le contesté.

—¡Pudding! —exclamó—. ¡Dios me bendiga! ¿De ver­dad es pudding? ¡Cómo! —dijo mirándolo más de cerca—. ¿Pero no será un pudding de frutas?

—Sí, precisamente.

—Es que el pudding de frutas —dijo cogiendo una gran cuchara— es lo que más me gusta. ¿No es una suerte? Va­mos, pequeño, ¡a ver cuál de los dos lo come más deprisa!

Como es natural, él era quien comía más deprisa. De vez en cuando me animaba para que intentara adelantarle; pero no había competencia posible entre su cucharón de servir y mi cucharilla de café, entre su agilidad y la mía, entre su apetito y el mío; tanto es así, que desde el primer momento perdí las esperanzas de ganarle. Pienso que nunca he visto a nadie saborear un pudding de aquel modo, y después de terminar, todavía se reía como si lo estuviera saboreando.

Le encontré tan amable que me atreví a pedirle pluma, tinta y papel para escribir a Peggotty. No sólo me lo trajo al momento, sino que estuvo mirando por cncima do mi hombro mientras escribía la carta. Cuando terminé me preguntó que a qué escuela me mandaban. Yo dije:

—A una cerca de Londres —que era lo que sabía.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó mirándome con compa­sión—. ¡Cuánto lo siento!

—¿Por qué? —le pregunté.

—Porque —dijo moviendo la cabeza— esa es la escuela donde han roto a un muchacho dos costillas, a un niño. Tendría, vamos a ver.. ¿Cuántos años tienes?

Le dije que ocho y medio.

—¡Precisamente su edad! —dijo—. Ocho años y seis me­ses tenía cuando le rompieron la primera costilla, y ocho años y ocho meses cuando le rompieron la segunda, y murió a consecuencia de ello.

No pude disimular ante mí mismo ni ante el camarero la impresión que me hacía aquella desgraciada coincidencia, y pregunté cómo había sucedido. Su contestación no fue para animarme, pues consistió en estas terribles palabras:

—De una paliza.

El ruido de la diligencia en el patio fue una distracción oportuna, que me hizo preguntar algo confuso y en un tono entre orgulloso y desafiante, si le debía algo.

—Un pliego de papel —me contestó—. ¿Has comprado alguna vez papel de cartas?

No recordaba haberlo comprado nunca.

—Es raro —dijo— a causa de los derechos. Tres peni­ques. Es la tarifa en esta región. Y no creo que lo tenga na­die, excepto el camarero. La tinta no se cuenta; soy yo quien pierde en ello.

—¿Y qué sería.... cuánto sería..., cuánto daré..., cuánto será razonable para pagar al camarero? Dígame —balbucí enrojeciendo.

—Si no tuviera una familia y esta familia no estuviera ahora enferma —dijo el camarero— no aceptaría seis peni­ques. Si no tuviera que sostener a una madre anciana y a una encantadora hermanita (al llegar aquí pareció muy conmo­vido), no aceptaría ni un cuarto de penique. Si tuviera un buen sueldo y me trataran bien, sería yo el que de buena gana ofrecería algo en lugar de aceptarlo. Pero vivo de los desperdicios y duermo en la carbonera... (Al llegar a esto el camarero se deshizo en lágrimas.)

Me conmovieron mucho sus desgracias y sentí que una propina menor de nueve peniques demostraría un corazón muy duro. Así es que le di uno de mis relucientes chelines. Lo recibió con muchas bendiciones, y un momento después lo hacía sonar con la uña, para estar seguro de que no era malo.

Lo que me desconcertó bastante al ir a subirme al coche fue observar que todos suponían que me había comido el al­muerzo sin ayuda de nadie. Lo descubrí porque oí a la se­ñora de la ventana, que le decía al cochero: «George, cuida bien de ese niño, no vaya a reventar». Y también al ver que todas las criadas de la casa se acercaban a contemplarme como a un fenómeno.

Mi desgraciado amigo el camarero, que había recobrado todo su buen humor, no parecía turbado lo más mínimo, y se unía a la admiración general sin la menor vergüenza. Aun no teniendo la menor duda de él, esto podia haberme hecho du­dar; pero creo que, con la sencilla confianza de los niños y el natural respeto que se tiene a esa edad por los que son mayo­res (cualidad que me entristece mucho ver que los niños pierden tan prematuramente), no se me ocurrió sospechar de él ni aun entonces.

Sin embargo, debo confesar que me molestaba mucho ser el objeto de las bromas entre el cochero y el conductor, y es­tar oyéndoles, sin poder protestar, decir cosas como que el coche se inclinaba por el peso hacia donde yo estaba, y que sería mucho mejor para mí viajar en furgón. La historia de mi supuesto apetito se extendió pronto entre los viajeros, a los que también divirtió mucho, y me preguntaban si en la escuela iba a pagar como si fuésemos dos hermanos o tres, y que si el contrato lo habían hecho en las mismas condicio­nes que para los demás, y otras muchas cosas semejantes. Pero lo peor de todo era que estaba convencido de que no me atrevería a comer nada cuando llegara la hora, y que, después de haber comido poco, tendría que aguantar toda la noche el hambre, pues en mi prisa había dejado olvidados los pasteles de Peggotty en el hotel. En efecto, mis temores se confirmaron; pues cuando nos detuvimos para cenar, no tuve valor para tomar nada, aunque tenía hambre, y me senté al lado de la chimenea, diciendo que no quería nada. Esto no me libró de nuevas bromas, pues un caballero de voz ronca y rostro rojizo, que había estado comiendo sandwiches todo el camino, excepto cuando bebía vino, dijo que yo debía de ser como las boas, que en una comida tornan lo suficiente para unos cuantos días; después de lo cual se sirvió un trozo enorme de carne cocida.

Habíamos salido de Yarmouth a las tres de la tarde y debíamos llegar a Londres a eso de las ocho de la mañana si: Terminaba el verano y la noche era hermosa.

Cuando atravesábamos una aldea, yo trataba de figurarme cómo sería el interior de sus casas y los que las habitaban; y cuando los chicos se encaramaban en el estribo de la dili­gencia, pensaba si tendrían padres y si serían felices en sus casas. Como se ve, no dejaba de pensar un momento, aun­que lo que más me preocupaba era el sitio donde me dirigía, horrible motivo de reflexión. A veces recuerdo que me po­nía a pensar en mi casa y en Peggotty, y trataba confusa­mente de recordar cómo sentía y qué clase de niño era antes de haber mordido a míster Murdstone; pero no lo conse­guía. Me parecía que aquello databa de la más remota anti­güedad.

La noche fue menos alegre que la tarde, porque hacía frío. A mí me colocaron entre dos caballeros (el de la cara roja y otro), por precaución no me fuera a caer. Y aquellos dos se­ñores, a cada cabezada que daban al dormir casi me despachurraban. Algunas veces me oprimían tanto, que no podía por menos de gritar: «¡Oh, por favor»!, lo que les molestaba extraordinariamente.

Enfrente llevaba a una señora vieja, envuelta en una capa de piel, y que en la oscuridad más parecía un almiar que una se­ñora, de tal modo iba empaquetada. Dicha señora llevaba consigo una cesta que durante mucho tiempo estuvo sin sa­ber dónde ponerla, hasta que se le ocurrió meterla debajo de mis piernas, que eran las más cortitas. Aquello era un horri­ble tormento y me hacía desgraciado, pues no dejaba de ro­zarme un instante. Al menor movimiento la loza que conte­nía la cesta chocaba contra alguna otra cosa, y entonces la señora me daba un golpe terrible con el pie y me decía:

—¿Quieres estarte quieto? ¡Tan chico y tan inquieto!

Por último, empezó a amanecer, y entonces me pareció que mis compañeros dormían más tranquilos, desapare­ciendo las dificultades con que luchaban durante la noche y que habían encontrado expresión en los más horribles ron­quidos y resoplidos concebibles. Conforme el sol subía, su sueño era más ligero, y poco a poco se iban despertando. Recuerdo cómo me sorprendió muchísimo la comedia de to­dos asegurando que no habían dormido en absoluto, y la ex­traña indignación con que lo aseguraban. Todavía persiste en mí el sentimiento de asombro de aquel día, pues he ob­servado invariablemente que, de todas las debilidades huma­nas, la que menos dispuesto se está a reconocer es la de ha­ber dormido yendo en coche.

Lo extraño que me pareció Londres cuando lo vi a distan­cia, el convencimiento que tenía de que todas las aventuras de mis héroes favoritos se renovaban allí, y cómo me parecía que la ciudad aquella estaba más llena de maravillas y de crímenes que todas las ciudades, no terminaría nunca de contarlo. Fuimos acercándonos poco a poco, y por fin lle­gamos al barrio de Whitechapel, donde paraba la diligencia. He olvidado si aquello se llamaba « El toro azul» o «El jabalí azul»; pero era algo azul, y lo que fuese estaba pintado en la portezuela del coche.

El conductor me miró fijamente mientras bajaba y pre­guntó asomándose a la puerta de las oficinas:

—Si hay alguien que pregunte por un muchacho llamado Murdstone, que viene de Bloonderstone Sooffolk, que se acerque a reclamarle.

Nadie contestó.

—Intente usted diciendo Copperfield, ¿quiere hacer el fa­vor? —dije bajando con temor los ojos.

—Si hay alguien que busque a un muchacho inscrito con el nombre de Murdstone, procedente de Bloonderstone Sooffolk, pero que responde al nombre de Copperfield, y que debe esperar aquí a que le reclamen —dijo el conduc­tor—, que venga. ¿No hay nadie?

No, no había nadie. Miré ansiosamente a mi alrededor; pero la pregunta no había impresionado a ninguno de los presentes; sólo un hombre con polainas y tuerto sugirió la idea de que lo mejor sería ponerme un collar y atarme en el establo como a un perro sin dueño.

Pusieron una escala y bajé detrás de la señora que parecía un almiar, pues no me había atrevido a moverme hasta que hubo quitado su cesta. Entre tanto, los viajeros ya habían desocupado el coche; también habían sacado los equipajes, des­enganchado los caballos, y hasta la diligencia había sido conducida entre varios empleados fuera del camino, cuando todavía no se había presentado nadie a reclamar al polvo­riento niño que venía de Bloonderstone.

Más solitario que Robinson Crusoe, pues aquel, por lo menos, no tenía a nadie que le mirase mientras estaba solita­rio, entré en las oficinas de la diligencia, y por invitación de un empleado pasé a sentarme detrás del mostrador, en la báscula de pesar los equipajes. Mientras estaba allí mirando los montones de maletas y libros y percibiendo el olor de las cuadras (que para siempre estará asociado en mi memoria con aquella mañana), una procesión de los más terribles pen­samientos empezó a desfilar por mi cerebro. Suponiendo que nadie se presentase a buscarme, ¿cuánto tiempo me per­mitirían estar allí? ¿Podría estar hasta que se me terminaran los siete chelines? ¿Dormiría por la noche en uno de aque­llos departamentos de madera con los equipajes? Y por las mañanas, ¿tendría que lavarme en la bomba del patio? ¿O tendría que marcharme todas las noches y esperar a que fuese de día y abrieran la oficina para entrar, por si acaso me habían reclamado? ¿Y si aquello sólo hubiera sido una in­vención de míster Murdstone para deshacerse de mí? ¿Qué me ocurriría? Si al menos me dejaran permanecer allí hasta que se me terminaran los chelines; lo que no podía esperar ni remotamente era que me dejasen continuar cuando empe­zase a morirme de hambre. Sería muy molesto para los em­pleados, y además se exponía «El yo no sé qué azul» a tener que pagarme el entierro. Si intentara volver a mi casa, ¿con­seguiría encontrar el camino? ¿Sería posible que pudiera ir andando hasta tan lejos? Y además, ¿estaba seguro de que en casa quisieran recibirme si volvía? Sólo estaba seguro de Peggotty. ¿Y si fuera a buscar a las autoridades y me ofre­ciera como soldado o marino? Era un niño tan chico, que se­guro no querrían tomarme. Estos pensamientos y otros mil semejantes me tenían febril de miedo y emoción. Y estaba en lo más fuerte de mi fiebre cuando se presentó un hombre, cuchicheó con el empleado, y este, levantándome de la báscula, me presentó como si fuera un paquete vendido, pa­gado y pesado.

Mientras salía de la oficina con mi mano en la de aquel señor, le lancé una mirada. Era un joven pálido y delgado, de mejillas hundidas y barbilla negra como la de míster Murdstone. Pero esa era la única semejanza, pues llevaba las patillas afeitadas y sus cabellos eran duros y ásperos. Iba vestido con un traje negro, también viejo y raído y que le es­taba corto, y llevaba un pañuelo blanco que no estaba muy limpio. No he supuesto nunca, ni quiero suponerlo, que aquel pañuelo fuese la única prenda de ropa blanca que lle­vase el joven; pero desde luego era lo único que se veía de ella.

—¿Es usted el nuevo alumno? —me preguntó.

—Sí, señor —dije.

Suponía que lo era, aunque no lo sabía.

—Yo soy un profesor de Salem House —me dijo.

Le saludé con miedo. Me avergonzaba aludir a una cosa tan vulgar como mi maleta ante aquel profesor de Salem House; tanto, que hasta que no estuvimos a alguna distancia no me atreví a decirlo. Ante mi humilde insinuación de que quizá después podría serme útil, volvimos atrás, y dijo al empleado que tenía ya el mozo instrucciones para recogerla a mediodía.

—Si hiciera usted el favor —dije cuando estuvimos, poco más o menos, a la distancia de antes—. ¿,Es muy lejos?

—Por Blackheath —me dijo.

—¿Y eso está muy lejos, caballero? —pregunté tímido.

—Sí; es buena tirada; pero iremos en la diligencia. Habrá unas seis millas.

Estaba tan débil y cansado, que la idea de hacer otras seis millas sin restaurar mis fuerzas me pareció imposible, y me atreví a decir que no había cenado aquella noche y que si me permitía comprar algo de comer se lo agradecería. Se sorprendió bastante (le veo todavía detenerse a mirarme), y después de unos segundos me dijo que sí; que él tenía que visitar a una anciana que vivía allí cerca, y que lo mejor se­ría que comprase algo de pan y cualquier otra cosa que me gustase y fuese sana y que en casa de la anciana me lo come­ría. Además, allí podrían darme leche.

Entramos en una panadería, y después de proponer yo la compra de varios pasteles, que él rechazó una a una, nos de­cidimos en favor de un apetitoso panecillito integral que costó tres peniques. Además compramos un huevo y un trozo de tocino ahumado. Al pagar me devolvieron tanta cal­derilla del segundo chelín, que Londres me pareció un sitio muy barato. Con estas provisiones atravesamos, en medio de un ruido y un movimiento horribles, un puente que debía de ser el puente de Londres (hasta creo que el profesor me lo dijo, pero yo iba dormido), y llegamos a casa de la anciana, que vivía en un asilo, como me figuré por su aspecto y supe por una inscripción que había sobre la piedra del dintel, donde decía que había sido fundado para veinticinco ancia­nas pobres.

El profesor de Salem House abrió una de aquellas puerte­citas negras, que eran todas iguales y que tenía una ventanita de cristales a un lado y otra encima, y entramos en la casita de una de aquellas pobres ancianas. Su dueña estaba ati­zando el fuego, sobre el que había colocado un puchero. Al ver entrar a mi acompañante se dio un golpe con el soplillo en las rodillas y dijo algo como «Mi Charles»; pero al verme a mí se levantó frotándose las manos y haciendo una con­fusa reverencia.

—¿Podría usted hacer el favor de preparar el desayuno de este niño? —dijo el profesor.

—¿Que si puedo? ¡Ya lo creo! —dijo la anciana.

—¿Y cómo se encuentra hoy mistress Fibitson? —dijo ¡ni acompañante, mirando a otra anciana que había sentada en una silla, muy cerca del fuego, y que parecía un montón de harapos, que todavía ahora, cuando lo recuerdo, doy gracias a Dios de no haberme sentado, por distracción, encima.

—No está muy bien la pobre —dijo la primera anciana—. Está en uno de sus peores días. Si se apagase el fuego, se apagaba con él.

Y como la miraban, la miré también yo. Aunque en reali­dad era un día bastante caluroso, la anciana no parecía poder pensar en nada que no fuese aquel fuego. Sentía celos de la cacerola que había puesta encima, y tengo motivos para sospechar que la odiaba por hervir mi huevo y freír mi tocino, pues vi que cuando nadie la miraba me amenazaba con el puño. El sol entraba por la ventanita; pero ella, sentada en su sillón, le volvía la espalda y contemplaba el fuego como si quisiera conservarlo caliente en lugar de calentarse ella. Cuando los preparativos de mi desayuno acabaron y quedó libre el fuego, le dio tal alegría, que soltó una carcajada, y debo decir que su risa no era muy melodiosa. Me senté ante mi panecillo, mi huevo y mi trozo de tocino. Además, me pusieron una taza de leche; me parecía un desayuno deli­cioso. Todavía estaba gozando de ello, cuando la dueña de la casa dijo a mi profesor:

—¿Llevas ahí la flauta?

—Sí —contestó él.

—Pues anda, toca algo —dijo suplicante la anciana.

El profesor metió su mano en un bolsillo y sacó las tres piezas de una flauta, la armó y empezó a tocar. Mi impresión ahora, después de tantos años, es que no puede haber en el mundo nadie que toque peor. Sacaba los ruidos más disparata­dos que puedan producirse por ningún medio natural o artifi­cial. No sé qué tocaría, si es que tocaba algo, que lo dudo; pero la impresión que aquella melodía me produjo fue: primero, ha­cerme pensar en todas mis desdichas, hasta el punto de hacerme llorar; segundo, quitarme el apetito, y, por último, producirme tal sueño, que no podía seguir con los ojos abier­tos. Todavía se me cierran si pienso en el efecto que me causó la música en aquella ocasión. Aún me parece ver la habita­ción aquella, con su armario entreabierto en un rincón y las sillas con los respaldos perpendiculares, y la pequeña y angu­losa escalera que conducía a otra habitacioncita, y las tres plumas de pavo real extendidas encima de la chimenea. Re­cuerdo que en el primer momento me preocupó lo que el pavo pensaría si supiese para lo que servían sus hermosas plumas; pero al fin todo se borra, inclino la cabeza y me duermo. La flauta deja de oírse; en cambio se oyen las ruedas de la diligencia, y estoy de viaje. La diligencia se detiene, me despierto sobresaltado, y la flauta se oye de nuevo y el profe­sor de Salem House está sentado, con las piernas cruzadas, to­cándola tristemente, mientras la dueña de la casa le escucha deleitada. Pero también esto desaparece, todo desaparece; ya no hay flauta, ni profesor, ni Salem House, ni David Copper­field; sólo hay un profundo sueño.

Y pensé que soñaba cuando, una vez de las que oía aque­lla horrible música, me pareció ver a la anciana que se acer­caba poquito a poco, en su estática admiración, se inclinaba sobre el respaldo de la silla y dabs al músico un beso cari­ñoso, interrumpiendo la música un momento. Estaba en ese estado, entre la vigilia y el sueño, pues cuando continuó (el que se interrumpió la música es seguro) vi y oí a la misma anciana preguntar a mistress Fibitson si no le parecía deli­cioso, refiriéndose a la flauta. A lo que mistress Fibitson re­plicó: « ¡Ah, sí! ¡Ah, sí! », y se inclinó hacia el fuego, al que estoy seguro que atribuía todo el mérito de la música.

Me pareció que había pasado mucho tiempo cuando el profesor de Salem House, desmontando su flauta, se guardó los pedazos en el bolsillo y partimos. Encontramos la dili­gencia muy cerca de allí, y subimos en la imperial; pero yo tenía un sueño tan terrible, que cuando nos paramos para co­ger más gente me metieron dentro, donde no iba nadie, y pude dormir profundamente hasta que el coche llegó ante una gran pendiente, que tuvo que subir al paso, entre dos hi­leras de árboles. Pronto se detuvo. Habíamos llegado a nues­tro destino.

A los pocos pasos el profesor y yo nos encontramos de­lante de Salem House. El edificio estaba rodeado de una ta­pia muy alts de ladrillo y tenía un aspecto muy triste. En­cima de una puerta practicada en el muro se leía: «Salem House». Llamamos, y a través de un ventanillo de la puerta nos contempló un rostro antipático, que pertenecía, según vi cuando se abrió la puerta, a un hombre grueso con cuello de toro, una pierna de palo, frente muy abultada y cabellos cor­tados al rape.

—El nuevo alumno —dijo el profesor.

El hombre de la pierna de palo me miró de arriba abajo; no tardó mucho en ello, ¡era yo, tan pequeño! Después cerró la puerta, guardándose la llave en el bolsillo. Nos dirigíamos a la casa, pasando por debajo de algunos grandes y sombríos árboles, cuando llamó a mi guía:

—¡Eh!

Nos volvimos. Estaba parado ante su portería, con un par de botas en la mano.

—¡Oiga! El zapatero ha venido —dijo—cuando usted no estaba, míster Mell, y dice que esas botas ya no se pueden volver a remendar; que no queda ni un átomo de la primera piel, y que le asombra que pueda usted esperarlo.

Al decir esto, arrojó las botas tras de míster Mell, que vol­vió atrás para cogerlas y las miró muy desconsoladamente mientras se acercaba a mí. Entonces observé por primera vez que las botas que llevaba debían de haber trabajado mu­cho, y que hasta por un sitio asomaba el calcetín.

Salem House era un edificio cuadrado, de ladrillo, con pabellones, de aspecto desnudo y desolado. Todo a su alre­dedor estaba tan tranquilo, que pregunté a mi guía si era que los niños estaban de paseo. Pareció sorprenderse de que yo no supiera que era época de vacaciones. Todos los chicos es­taban en sus casas. Míster Creakle, el director, estaba en una playa con mistress Creakle y miss Creakle; y si yo estaba allí, era como castigo por mi mala conducta. Todo esto me lo explicó a lo largo del camino.

La clase donde me llevó me pareció el lugar más triste que he visto en mi vida. Todavía lo estoy viendo: una habita­ción larga, con tres hileras de pupitres y seis de bancos, y todo alrededor perchas para sombreros y pizarras. Trozos de cuadernos y de ejercicios ensucian el suelo. Algunas cajas de gusanos de seda ruedan por encima de los pupitres. Dos desgraciadas ratas blancas, abandonadas por su dueño, reco­rren de arriba abajo un castillo muy sucio hecho de cartón y de alambre, y sus ojillos rojos buscan por todas partes algo que comer. Un pajarillo, dentro de una jaula tan chica como él, hace un ruido monótono saltando desde el palito al suelo y del suelo al palito; pero no canta ni silba. En la habitación reina un olor extraño a insano a cuero podrido, a manzanas guardadas y a libros apolillados. Y no podría haber más tinta vertida por toda ella si al construir la casa hubieran olvidado poner techo y hubiera estado lloviendo, nevando o grani­zando tinta durante todas las estaciones del año.

Míster Mell me dejó solo mientras subía sus botas irrepa­rables.

Yo avanzaba despacio por la habitación observándolo todo. De pronto, encima de un pupitre me encontré con un cartel escrito en letra grande y que decía: «¡Cuidado con él! ¡Muerde! ».

Me encaramé inmediatamente encima del pupitre, con­vencido de que por lo menos había un perro debajo. Pero por más que miraba con ojos asustados en todas direcciones, no veía ni rastro. Estaba todavía así, cuando volvió míster Mell y me preguntó qué hacía allí subido.

—Dispénseme; es que estaba buscando al perro.

—¿Al perro? —dijo él— ¿A qué perro?

—¿No es un perro?

—¿Que si no es un perro?

—Del que hay que tener cuidado porque muerde.

—No, Copperfield —me dijo gravemente—. No es un perro; es un niño. Tengo órdenes, Copperfield, de poner ese cartel en su espalda. Siento mucho tener que empezar con usted de este modo; pero no tengo otro remedio.

Me hizo bajar al suelo y me colgó el cartel (que estaba he­cho a propósito para ello) en la espalda como una mochila, y desde entonces tuve el consuelo de llevarlo a todas partes conmigo.

Lo que yo sufrí con aquel letrero nadie lo puede imaginar. Tanto si era posible vérmelo como si no, yo siempre creía que lo estaban leyendo, y no me tranquilizaba el volverme a mirar, pues siempre seguía pareciéndome que alguien lo es­taba viendo. El hombre de la pierna de palo, con su cruel­dad, agravaba mis males. Era una autoridad allí, y si alguna vez me veía apoyado en un árbol, o en la tapia, o en la fa­chada de la casa, se asomaba a su puerta y me gritaba con voz estentórea:

—¡Eh! Míster Copperfield, enseñe su letrero si no quiere que se lo haga enseñar yo.

El patio de recreo estaba abierto, por la parte de atrás, a las dependencias de la casa, y yo sabía que todas las criadas leían mi letrero, y el panadero, y el carbonero; en una pala­bra, todo el mundo que iba por la mañana a la hora en que yo tenía orden de pasear por allí; todos leían que había que te­ner cuidado conmigo, porque mordía. Y recuerdo que positi­vamente empecé a tener miedo de mí mismo como de un niño salvaje que mordiese.

En aquel patio había una puerta muy vieja, donde los chicos acostumbraban a grabar sus nombres, y que estaba cubierta por completo de inscripciones. En mi miedo a la llegada de los otros niños, no podía leer aquellos nombres sin pensar en el tono con que leerían: « ¡Cuidado con él! ¡Muerde! ». Había uno, un tal J. Steerforth, que grababa su nombre muy a menudo y muy profundamente y a quien me figuraba leyéndolo a gritos y después tirándome del pelo. Y había otro, un tal Tommy Traddles, de quien temía que se acercara como distraído y des­pués hiciera como que se asustaba de encontrarse a mi lado. A otro, George Demple, me le figuraba leyéndolo cantando. Y me pasaba el tiempo mirando aquella puerta (pequeña y tem­blorosa criatura) hasta que todos aquellos propietarios de los nombres (eran cincuenta y cuatro, según me dijo míster Mell) quisieran enviarme a Coventry por unanimidad, y gritaran cada uno a su manera: «¡Cuidado con él! ¡Muerde!» .

Lo mismo me ocurría mirando los pupitres y los bancos; lo mismo con las camas del dormitorio desierto, a las que miraba cuando estaba acostado. Todas las noches soñaba: unas, que estaba con mi madre, como de costumbre; otras, que estaba en casa de míster Peggotty, o viajando en la dili­gencia, o almorzando con mi desgraciado amigo el cama­rero, y en todas aquellas circunstancias, la gente terminaba asustándose al darse cuenta de que sólo llevaba la ligera ca­misa de dormir y el letrero.

La monotonía de mi vida y la constante aprensión de la reapertura de la escuela me tenían en una insoportable aflic­ción. Todos los días tenía que hacer muchos deberes para míster Mell; pero lo hacía bien, pues allí no estaban los dos hermanos Murdstone. Antes y después de mi trabajo, me pa­seaba, vigilado, como ya he dicho, por el hombre de la pierna de palo. ¡Cómo recuerdo la humedad de la tierra alre­dedor de la casa, las piedras cubiertas de musgo en el patio, una fuente muy vieja y destrozada, y los descoloridos tron­cos de algunos árboles raquíticos, que parecía que no podía haber en el mundo otros que hubieran recibido más lluvia y menos sol! A la una comíamos míster Mell y yo en una es­quina del largo comedor, lleno de mesas desnudas. Después nos poníamos a trabajar hasta la hora triste del té, que mister Mell tomaba en una taza azul y yo en una de estaño. Todo el día y hasta las siete o las ocho de la noche míster Mell per­manecía en su pupitre trabajando sin descanso con plumas, tinta, papel y libros, haciendo las cuentas, según supe des­pués, del último semestre. Cuando, ya por la noche, dejaba su trabajo, armaba la flauta y la tocaba con tanta energía, que yo tenía miedo de que de un soplido fuera a entrar por el gran agujero del instrumento y después saliera por algún agujerillo de las teclas.

Todavía me parece ver a mi pequeña personilla en la ha­bitación apenas iluminada, sentado, con la cabeza entre las manos y escuchando la dolorosa melodía de míster Mell y estudiando. Me veo también con los libros cerrados a mi lado y oyendo a través de aquella música los ruidos habitua­les de mi casa, o el soplar del viento en la llanura de Yar­mouth, y sintiéndome muy triste y muy solo. Me veo metién­dome en la cama, entre todos aquellos lechos solitarios, y sentándome en ella a llorar de deseo por una palabra cariñosa de Peggotty. Y luego, a la mañana, me veo bajando la esca­lera y mirando a través de un tragaluz, que la ilumina, la campana de la escuela, suspendida en lo alto, con la veleta encima, y pienso en cuándo sonará llamando a J. Steerforth y a todos los demás al trabajo. Y, sin embargo, este no es mas que un temor secundario, pues lo que me horroriza es el momento en que el hombre de la pierna de palo abra la puerta para dejar pasar al terrible míster Creakle.

Y aunque creo que no soy un chico malo .... como sigo lle­vando el cartel en la espalda...

Míster Mell nunca me hablaba mucho, pero no era malo conmigo. Creo que nos hacíamos mutuamente compañía, aunque no nos habláramos. He olvidado mencionar que él, algunas veces, hablaba solo; entonces rechinaba los dientes, apretaba los puños y se tiraba de los pelos de una manera ex­traña; pero debía de ser costumbre, y aunque al principio me asustaba mucho, pronto me habitué a ello.

CAPÍTULO VI. ENSANCHO MI CÍRCULO DE AMISTADES

Llevaba un mes, poco más o menos, haciendo esta vida, cuando el hombre de la pierna de palo apareció, limpiándolo todo con una escoba y un cubo, lo que deduje eran preparati­vos para el recibimiento de míster Creakle y sus alumnos. No me había equivocado; y por fin llegó la escoba a la sala de estudio, arrojándonos a míster Mell y a mí, que tuvimos que vivir durante aquellos días donde pudimos y como pudi­mos, encontrándonos por todas partes con las criadas (que yo antes apenas había visto) constantemente ocupadas en hacernos tragar polvo en tal cantidad que yo no dejaba de estornudar, como si Salem House fuera una enorme taba­quera.

Un día míster Mell me anuncio que míster Creakle lle­gaba aquella noche. Y por la tarde, después del té, le oí decir que ya había llegado. Un rato antes de la hora de acostarme, el hombre de la pierna de palo se presentó a buscarme para conducirme ante míster Creakle.

La parte de la casa dedicada a vivienda del señor director era mucho mejor y confortable que la nuestra, y tenía un trozo de jardín que era como un edén al lado de nuestro horrible patio de recreo, pues nuestro patio se parecía de tal modo a un desierto en miniatura, que yo pensaba siempre que sólo un camello o un dromedario se sentirían allí como en su casa. Me pareció de un atrevimiento inaudito el darme cuenta de que hasta el pasillo tenía aspecto confortable, mientras me dirigía, temblando, a su presencia. Estaba tan turbado, que al entrar apenas vi a mistress Creakle ni a su hija, que estaban en la habitación. Sólo vi al director. Míster Creakle era un hombre muy grueso, que llevaba un montón de diles en la cadena del reloj. Estaba sentado en un sillón, con un vaso y una botella al lado.

—Así —dijo míster Creakle—, ¿este es el caballerito a quien tendremos que limar los dientes? ¿A ver? Dé usted la vuelta.

El hombre de la pierna de palo me hizo girar para que pu­dieran contemplar mi letrero—, y después de tenerme el tiempo suficiente para que lo leyeran, volvió a ponerme frente a míster Creakle, y él se colocó a su lado. El rostro de míster Creakle era verdaderamente feroz: los ojos, muy pequeños y hundidos en la cabeza; las venas de la frente, muy hinchadas; la nariz, pequeña, y la barbilla, grande. Estaba calvo; sólo tenía unos cuantos pelitos grises, que peinaba hacia arriba, uniéndolos en lo alto. Pero lo que más me im­presionó entonces fue que no tenía voz; hablaba como en un cuchicheo, y no sé si el trabajo que le costaba hablar o la conciencia de su debilidad le hacía tener más expresión de malo cuando hablaba, y quizá también eso fuese causa de que sus abultadas venas se hincharan todavía más. Ahora no me extraña que al verlo de primeras fuera esta peculiaridad la que más me chocase.

—Y bien —dijo míster Creakle—, ¿tiene usted algo que decirme del chico?

—Todavía no ha hecho nada —dijo el hombre de la pierna de palo—, no ha tenido ocasión.

Me dio la impresión de que a míster Creakle le había defraudado, y que, en cambio, no había defraudado a miss y a mistress Creakle (a quienes por primera vez lanzaba una ojeada).

—Acérquese usted más —me dijo míster Creakle.

—Acérquese usted más —dijo el hombre de la pierna de palo, repitiendo su gesto.

—Tengo el honor de conocer bastante a su padrastro —cuchicheó míster Creakle agarrándome de una oreja—: es un hombre muy digno, un hombre de carácter. Los dos nos conocemos mucho... Pero tú no me conoces, ¿verdad? —re­pitió míster Creakle, pellizcándome la oreja con feroz com­placencia.

—Todavía no, señor —dije con verdadero pánico.

—¿Todavía no?, ¿eh? Pero pronto será.

—Pero pronto será —repitió el hombre de la pierna de palo.

Después he sabido que, por lo general, actuaba, con su voz de trueno, de intérprete de míster Creakle para con sus alumnos.

Estaba muy asustado, y le dije que así lo suponía. Entre tanto, sentía que me ardía la oreja, pues me la pellizcaba cada vez con más fuerza.

—Te voy a decir quién soy —cuchicheó míster Creakle, soltándome por fin, aunque no sin antes retorcerme el pe­llizco, haciendo que se me saltaran las lágrimas—. Soy un tártaro.

—Un tártaro —dijo el hombre de la pierna de palo.

—Y si digo que haré una cosa, la hago, y si digo que ha de hacerse una cosa, también se hace.

—Si digo que ha de hacerse una cosa, se hace —repitió como un eco el intérprete.

—Soy un carácter decidido —continuó míster Creakle—; eso soy. Cumplo con mi deber; eso es lo único que hago. Y si mi carne y mi sangre se revelan contra mí (y miró a mistress Creakle al decir esto), ya no son mi carne ni mi san­gre y reniego de ellos.

Y dirigiéndose al hombre de la pierna de palo añadió:

—Aquel individuo, ¿no ha vuelto por aquí?

—No, señor —fue la contestación.

—No —dijo míster Creakle—, ya sabe él que más le vale así. Me conoce, y hace bien. Digo que es mejor que no vuelva —repitió míster Creakle, dando un puñetazo encima de la mesa y mirando a su mujer— Ese ya me conoce. Y ahora tú también vas a conocerme, amiguito; puedes mar­charte. ¡Llévatelo!

Estaba muy contento de poderme marchar, pues mistress Creakle y su hija se secaban los ojos, y yo estaba sufriendo por ellas y por mí. Sin embargo, como tenía en el pensa­miento una petición que le quería hacer y que me interesaba muchísimo, no pude por menos de expresarla, aunque asom­brado de mi propia audacia.

—Señor, si usted quisiera...

Míster Creakle murmuró:

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir esto?

Y me lanzó un mirada como si quisiera aniquilarme con ella.

—Señor, si usted quisiera... —balbucí—, si usted pudiera perdonarme... Estoy tan arrepentido de lo que hice. Si pudie­ran quitarme este letrero antes de que lleguen mis compañe­ros...

No sé si míster Creakle lo hacía por asustarme; pero saltó de la silla con cólera. Yo, al verle así, eché a correr, sin espe­rar la escolta del hombre de la pierna de palo, y no paré hasta llegar al dormitorio. Allí, al darme cuenta de que no me se­guían, me desnudé y acurruqué en la cama, donde estuve temblando durante un par de horas.

A la mañana siguiente llegó míster Sharp. Míster Sharp era el profesor de más categoría, superior a míster Mell. Míster Mell comía con los niños, mientras que míster Sharp comía y cenaba en la mesa del señor director. Era menudo, y me pareció de aspecto delicado; tenía un nariz muy grande, y llevaba siempre la cabeza inclinada hacia un lado, como si fuera demasiado pesada para él. Tenía el pelo abundante y rizado; pero, según me dijo el primer niño que volvió, aque­llo era peluca (comprada de segunda mano, según decía); también me dijo que todos los sábados por la tarde salía para que se la rizaran.

Todos aquellos datos me los dio Tommy Traddles. Fue el primero en volver, y se me presentó diciendo que su nombre lo podía encontrar grabado en el rincón derecho de la puerta, encima del cerrojo; entonces yo le dije: «¿Traddles?», y él me contestó: « El mismo.» Después me estuvo preguntando muchas cosas más y sobre mi familia.

Fue una suerte muy grande para mí el que Traddles regre­sara el primero, pues le divirtió tanto mi letrero, que me li­bró del problema de enseñarlo o de ocultarlo, presentán­dome a todos los niños que llegaban, fueran grandes o chicos, en la siguiente forma: «¡Eh! ¡Venid aquí y veréis qué comedia! » .

Felizmente también, la mayor parte de los niños volvían tristes y no estaban propicios a divertirse a costa mía, como yo me esperaba.

Claro que algunos gesticularon a mi alrededor como sal­vajes, y que la mayoría no podía resistir a la tentación de ha­cer como si me tomasen por un perro, y me acariciaban y mimaban como si tuvieran miedo, diciendo: « ¡Abajo, chu­cho!» , y me llamaban Towser.

Esto, naturalmente, me molestaba mucho y me costaba lágrimas; pero en conjunto fueron menos crueles de lo que me imaginaba.

Así y todo, no me consideraron formalmente admitido en la escuela hasta que hubo llegado James Steerforth. Me con­dujeron ante aquel muchacho (que tenía fama de saber mu­cho, y que era muy guapo y, por último, por lo menos seis años mayor que yo) como ante un juez. Debajo de un cober­tizo del patio de recreo él inquirió la causa y los detalles de mi cruel castigo, y después tuvo la amabilidad de expresar su opinión diciendo que aquello era < una famosa infamia», lo que le agradecí ya para siempre.

—¿Cuánto dinero tienes, pequeño Copperfield? —me dijo paseando conmigo después de juzgar el asunto en aquel tono.

Le dije que siete chelines.

—Te convendría más que lo guardara yo —dijo, Eso si te parece bien.

Me apresuré a entregárselos, vaciando la bolsa de Peg­gotty en su mano.

—¿Y no te gustaría gastar en nada ahora? —me preguntó.

—No, gracias —repliqué.

—Si quieres, puedes —insistió Steerforth—; me lo dices a mí...

—No, gracias —repetí.

—Quizá te gustaría gastarte dos chelines en una botella de licor de grosella; podríamos beberla poco a poco en el dormitorio —insistió Steerforth—. Creo que duermes en el mismo que yo.

A mí nunca se me hubiera ocurrido una cosa semejante; pero dije que sí, que me gustaba mucho.

—Muy bien —contestó Steerforth—, y estoy casi seguro de que también te gustaría gastar otro chelín en bizcochos de almendra, ¿eh?

También dije que sí, que me gustaba mucho.

—Y otro chelín, o así, en dulces, y otro en frutas, ¿qué te parece? ¿Quieres, pequeño Copperfield?

Sonreí porque él también sonreía; pero un poco confuso.

—Bien —dijo Steerforth—, haremos que dure lo más po­sible. Para ti, lo mejor es que esté en mi poder, pues salgo cuando quiero y puedo pasar bien el contrabando. Al decir esto se guardó el dinero y me dijo con mucho cariño que no me preocupase, que él tendría cuidado de que todo saliera a pedir de boca.

Y cumplió su palabra: todo salió muy bien, si se puede decir eso de aquello que en el fondo de mi alma me parecía mal. Sentía que no había hecho buen use de las medias co­ronas de mi madre; sin embargo, conservé el papelito en que estaban envueltas (¡preciosa economía!). Cuando estu­vimos en el dormitorio, Steerforth sacó el producto íntegro de los siete chelines y lo extendió encima de mi cama, di­ciendo:

—Aquí está, joven Copperfield; ¡es un banquete regio!

Sólo la idea de tener que hacer los honores del festín a mi edad y estando allí Steerforth hacía temblar mi mano. Por lo tanto, le rogué que me hiciera el favor de presidir la mesa, y mi petición fue secundada por los otros muchachos del mismo dormitorio.

Steerforth accedió, y sentándose encima de mi almohada, repartió los manjares con perfecta equidad, debo recono­cerlo. El licor de grosella lo fue dando uno a uno en una copa rota que era propiedad suya. Yo estaba sentado a su derecha; los demás, agrupados a nuestro alrededor, unos en las camas más próximas y otros en el suelo.

¡Cómo recuerdo aquella noche! Allí sentados, ¡cómo charlábamos en un susurro! Mejor dicho, charlaban: yo es­cuchaba en silencio. La luna entraba en la habitación por la ventana, dibujando otra pálida ventana en el suelo, y la ma­yoría de nosotros estábamos en la oscuridad, excepto cuando Steerforth encendía un fósforo de su caja para buscar algo en la mesa, y era un instante de luz azul sobre todos noso­tros. Un misterioso sentimiento, consecuencia de la oscuri­dad, del secreto del festín y del cuchichear de todos a mi al­rededor, se apodera nuevamente de mí al recordarlo, y escucho lo que dicen con un sentimiento vago de solemni­dad y temor, sintiéndome dichoso de sentirlos al lado y asus­tándome, aunque finjo reír, cuando Traddles dice que ve a un fantasma.

Les oí las cosas más diversas sobre toda la escuela y los que la habitaban. Oí decir que míster Creakle tenía mucha razón al llamarse a sí mismo tártaro; que era el maestro más cruel y severo, y que todos los días golpeaba a los niños a diestro y siniestro, lo mismo que a un rebaño, y sin compa­sión; que no sabía nada, fuera de castigar, siendo más igno­rante (lo decía J. Steerforth) que el chico más obtuso de la escuela; que hacía muchos años había sido comerciante en vinos en Boroug; que había emprendido el negocio de la es­cuela después de hacer bancarrota en los vinos, y que si al fin había conseguido salir adelante era gracias al dinero de mistress Creakle. Les oí todo esto y muchas cosas más de este calibre, que yo no comprendía cómo habían sabido.

Supe también que el hombre de la pierna de palo se lla­maba Tungay; que era bruto y tozudo—, que había trabajado con Creakle en el negocio de vinos, y que si luego le había conservado en este otro negocio era porque se había roto la pierna a su servicio, le había ayudado en muchas cosas su­cias y estaba enterado de todos sus secretos. Supe también que, exceptuando a Creakle, Tungay consideraba a todos, profesores y discípulos, como sus naturales enemigos, y que el único goce de su vida era hacer daño. Oí que mister Crea­kle había tenido un hijo, a quien Tungay no quería; que el muchacho había ayudado a su padre en la escuela, pero que habiéndole hecho en una ocasión observaciones sobre la dis­ciplina del colegio, tachándola de cruel, y habiendo protes­tado también, según se suponía, del mal trato que daba a su madre, míster Creakle le había repudiado, y desde entonces su mujer y su hija estaban siempre tristes.

Pero lo que más estupor me produjo de todo fue saber que existía en la escuela un muchacho sobre el que míster Crea­kle no se había atrevido a poner aún la mano, y este mucha­cho era Steerforth. Él mismo confirmó tal rumor cuando otros lo dijeron, asegurando que le gustaría que se atreviera a hacerlo. Y al preguntarle un chico muy pacífico (no era yo) qué haría si algún día le llegara a pegar, Steerforth encendió una cerilla para dar mayor fuerza a su respuesta y dijo que como primera providencia le tiraría a la cabeza el frasco de tinta que estaba siempre encima de la chimenea. Durante unos segundos permanecimos en la oscuridad sin atrevemos a respirar siquiera.

Supe que a los dos profesores, míster Sharp y míster Mell, les daban una paga miserable; y que cuando había carne ca­liente y fría en la mesa de míster Creakle habían acordado que mister Sharp tenía que preferir siempre la fría. Esto fue también corroborado por Steerforth, que era el único admi­tido a aquella mesa. Me enteré de que la peluca de míster Sharp no le sentaba bien, y que más le valiera no presumir tanto, porque su pelo rojo asomaba por debajo.

También oí decir que a un niño, hijo de un carbonero, le habían admitido a cambio de la cuenta del carbón, por lo que le apodaban míster Cambio, nombre elegido del libro de aritmética y alusivo al arreglo. Oí que la cerveza era un robo a los padres, y el pudding, una imposición. Supe que todos los alumnos consideraban a la hija de Creakle como enamo­rada de Steerforth. Y pensando, mientras estábamos en la oscuridad, en su dulce voz, en su hermoso rostro, en sus mo­dales elegantes y en sus cabellos rizados, estaba convencido de que era verdad. También supe que mister Mell no era mala persona; pero que no tenía dónde caerse muerto, y que su anciana madre debía de ser tan pobre como Job. Al mo­mento recordé mi desayuno en el asilo, y lo que me había parecido oír decir a la anciana: «Mi Charles»; pero, gracias a Dios, no se lo dije a nadie porque estuve más callado que en misa.

La mayoría de los compañeros se habían metido en la cama nada más terminar de comer y beber; pero la charla aquella duró bastante tiempo, y nosotros habíamos permane­cido cuchicheando y escuchando sin desnudarnos del todo. Por fin también nos acostamos.

—Muy buenas noches, pequeño Copperfield —dijo Steer­forth—; yo cuidaré de ti.

—Es usted muy bueno —contesté agradecido—; se lo agradezco mucho.

—¿No tienes una hermana? —dijo Steerforth bostezando.

—No —contesté.

—¡Qué lástima! —dijo Steerforth—. Habría sido una linda chiquilla, pequeña y tímida, con los ojos brillantes. Me habría gustado conocerla. Hasta mañana, Copperfield.

—Buenas noches, Steerforth.

Seguí pensando en él durante mucho rato, y recuerdo que me senté en la cama para mirarle. Estaba dormido a la luz de la luna, con su hermoso rostro hacia mi lado y la cabeza có­modamente reclinada en el brazo. Era un gran personaje a mis ojos, y esto era, como es natural, lo que más me atraía. Los sombríos misterios de su porvenir no se revelaban toda­vía en su rostro a la luz de la luna. Ni una sombra iba unida a sus pasos mientras me paseaba en sueños con él por el jardín.

CAPÍTULO VII. MI PRIMER SEMESTRE EN SALEM HOUSE

Las clases empezaron en serio al día siguiente. Recuerdo cómo me impresionó el ruido de las voces en la sala de estu­dio, trocada de pronto en un silencio de muerte cuando míster Creakle entró, después del desayuno, y desde la puerta nos miró a todos como el gigante de los cuentos de hadas contempla a sus cautivos.

Tungay entró con él, y a mí me pareció que no había mo­tivo para gritar de aquel modo:

«¡Silencio!», pues estába­mos todos petrificados, mudos é inmóviles.

—Se le vio a míster Creakle mover los labios y se oyó a Tungay.

—Muchachos: empezamos el curso; cuidado con lo que se hace, y tomad con afán vuestros estudios, os lo aconsejo, porque yo también vengo decidido a tomar con afán los cas­tigos. Y no tendré piedad. Y os prometo que por mucho que os restreguéis después no lograréis quitaros las huellas de mis golpes. Ahora ¡al trabajo todos!

Cuando terminó este terrible exordio y Tungay se mar­chó, mister Creakle se acercó a mi pupitre y me dijo que si yo era célebre por morder, también él era una especialidad en aquel arte. Y enseñándome su bastón, me preguntó qué me parecía aquel diente. ¿Era bastante duro? ¿Era fuerte? ¿Tenía las puntas afiladas? ¿Mordía bien? ¿Mordía? Y a cada pregunta me daba tal palo, que me hacía retorcerme. Aquella fue mi confirmación en Salem House, según decía Steerforth; había sido confirmado pronto; igual de pronto estuve deshecho en lágrimas.

Y no vaya a creerse que aquellas demostraciones de aten­ción las recibía yo solo. Al contrario, casi todos los niños (sobre todo los que eran pequeños) se veían favorecidos con igual suerte cada vez que míster Creakle recorría la clase. La mitad del colegio ya estaba retorciéndose antes de que em­pezasen las tareas del día, y ¡cuántos se retorcían y gritaban antes de que el trabajo del día terminase! Realmente lo re­cuerdo asustado; pero si contara mas detalles, no querrían creerme.

Pienso que no he visto en mi vida un hombre a quien gus­tase más su oficio que mister Creakle. Se veía que gozaba pegándonos, como si satisficiera un apetito imperioso. Estoy convencido de que no podía resistir el deseo de azotarnos; sobre todo los que éramos gorditos ejercíamos una especie de fascinación sobre él, que no le dejaba descansar hasta que nos marcaba para todo el día. Yo era gordito entonces, y lo he experimentado. Estoy seguro de que ahora, cuando pienso en aquel hombre, la sangre hierve en mis venas con la misma desinteresada indignación que sentiría si hubiera visto sus cosas sin haberlas sufrido, y me indigna porque es­toy convencido de que era un malvado sin ningún derecho a cuidar del tesoro que se le confiaba, menos derecho que a see gran mariscal o general en jefe... Es más, quizá en cualquiera de esos otros dos casos habría hecho infinitamente menos daño.

Miserables, pequeñas víctimas de un ídolo sin piedad, ¡qué abyectos éramos! ¡Qué comienzo en la vida (pienso ahora) el aprender a arrastrarse de aquel modo ante un hom­bre así!

Todavía me parece estar sentado en mi pupitre y espiando sus ojos, observándolos humildemente, mientras él raya el cuaderno de otra de sus víctimas a quien acaba de cruzar las manos con la regla y que trata de aliviar sus heridas envol­viéndoselas en el pañuelo. Tengo mucho que hacer, y si ob­servo sus ojos no es por holgazanería: es una especie de atracción morbosa, un deseo imperioso de saber qué va a ha­cer, y si me tocará el turno de sufrir o le tocará a otro. Delante de mí hay una fila de los más pequeños, que también está pendiente de sus ojos con el mismo interés. Yo creo que él lo sabe; pero finge no verlo, y gesticula de un modo terro­rífico mientras raya el cuaderno; después nos mira de sos­layo, y todos nos inclinamos temblorosos sobre los libros; pero al momento volvemos a fijar los ojos en él. Un desgra­ciado, culpable de haber hecho mal un ejercicio, se acerca a su llamada, balbuciendo excusas y propósitos de hacerlo bien mañana. Míster Creakle hace un chiste cuando le va a pegar. Todos se lo reírnos, ¡miserables perrillos!, se lo reí­mos, con los rostros más blancos que la muerte y el corazón encogido de miedo.

Todavía me veo sentado en el pupitre en una calurosa tarde de verano. Un rumor sordo me rodea, como si los chi­cos fueran moscones. Tengo una desagradable sensación de lo que hemos comido (comimos hace una hora o dos) y me siento la cabeza pesada, como si fuera de plomo. Daría el mundo entero por poderme dormir. Tengo los ojos fijos en míster Creakle y abiertos como los de una lechuza. Cuando el sueño me vence demasiado, sigo viéndole a través de una bruma, siempre rayando los cuadernos .... hasta que suave­mente llega detrás de mí y me hace tener una percepción más clara de su existencia dándome un bastonazo en la es­palda.

Estamos en el patio de recreo, y yo sigo con los ojos fas­cinados por él, aunque no puedo verle. Allí está la ventana de la habitación donde debe de estar comiendo. Sé que está allí y miro a la ventana. Si pasa por ella su sombra, al ins­tante mi cara adopta una expresión sumisa y resignada. ¡Y si nos mira a través del cristal, hasta los más traviesos (excep­tuando Steerforth), se interrumpen en medio de sus gritos para tomar una actitud contemplativa! Un día, Traddles (el chico más desgraciado del colegio) rompió accidentalmente el cristal con su pelota. Aún hoy me estremezco al recordar la tremenda impresión del momento, cuando pensábamos que la pelota habría rebotado en la sagrada cabeza de míster Creakle.

¡Pobre Traddles! Con su traje azul celeste, que le estaba pequeño y hacía que sus brazos y piernas parecieran salchi­chas alemanas, era el más alegre y el más desgraciado del colegio. Ni un día dejaban de pegarle, creo que ni un solo día, exceptuando un lunes, que fue fiesta, y nada más le dio con la regla en las manos. Siempre estaba diciendo que iba a escribir a su tío quejándose de ello; pero nunca lo hacía. Cuando le habían pegado tenía la costumbre de inclinar la cabeza encima del pupitre durante unos minutos; después se enderezaba alegre y empezaba a reírse, cubriendo la pizarra de esqueletos antes de que sus ojos estuvieran secos. Al prin­cipio me extrañaba bastante el consuelo que encontraba di­bujando esqueletos, y durante cierto tiempo le consideré como una especie de asceta que trataba de recordar por me­dio de aquel símbolo de mortalidad lo limitado de todas las cosas, consolándole el pensar que tampoco los palos podían durar siempre. Después supe que si lo hacía así era por ser más fácil, pues no tenía que ponerlos cara.

Traddles era un chico muy bueno y de gran corazón. Con­sideraba como un deber sagrado para todos los niños el sos­tenerse unos a otros, y sufrió en muchas ocasiones por este motivo. Una vez Steerforth se echó a reír en la iglesia, y el bedel, creyendo que había sido Traddles, lo arrojó a la calle. Le veo todavía saliendo custodiado bajo las indignadas mi­radas de los fieles. Nunca dijo quién había sido el verdadero culpable, aunque le castigaron duramente y lo tuvieron preso tantas horas, que al salir del encierro traía un cementerio completo de esqueletos dibujados en su diccionario de latín. En verdad sea dicho que tuvo su compensación. Steerforth dijo de él que era un chico valiente, y a nuestros ojos aquel elogio valía más que nada. Por mi parte, habría sido capaz de soportarlo todo (aunque no era tan bravo como Traddles y además más pequeño) por una recompensa semejante.

Una de las mayores felicidades de mi vida era ver a Steer­forth dirigirse a la iglesia delante de nosotros dando el brazo a miss Creakle.

Miss Creakle no me parecía tan bonita como Emily ni es­taba enamorado de ella, no me hubiera atrevido; pero la en­contraba extraordinariamente atractiva, y en cuanto a genti­leza, me parecía que nadie podía comparársela. Cuando Steerforth, con sus pantalones blancos, llevaba su sombrilla, me sentía orgulloso de ser amigo suyo y pensaba que miss Creakle no podía por menos que adorarle. Míster Sharp y míster Mell eran dos personajes muy importantes a mis ojos; pero Steerforth los eclipsaba como el sol eclipsa a las estre­llas.

Steerforth continuaba protegiéndome y su amistad me ayudaba mucho, pues nadie se atrevía a meterse con los que él protegía. No podía, ni lo intentó siquiera, defenderme de míster Creakle, que era muy severo conmigo; pero cuando me había tratado con dureza, Steerforth me decía que yo ne­cesitaba algo de su valor; que él no hubiera consentido nunca que le trataran mal, y aquello me animaba y me hacía quererle. Una ventaja saqué, la única que yo sepa, de la se­veridad con que me trataba míster Creakle, pues parecién­dole que mi letrero le estorbaba al pasar entre los bancos, cuando tenía ganas de pegarme, me lo mandó quitar, y no lo volví a ver.

Una circunstancia fortuita aumentó más aún la intimidad entre Steerforth y yo, de una manera que me causó mucho orgullo y satisfacción, aunque no dejaba de tener sus incon­venientes. En una ocasión en que me hacía el honor de char­lar conmigo en el patio de recreo me atreví a hacerle obser­var que algo o alguien se parecía a algo o a alguien de Pere­grine Pickle. Él no me dijo nada entonces; pero cuando nos fuimos a la cama me preguntó si tenía aquel libro.

Le contesté que no, y le expliqué cómo lo había leído, igual que los demás de que ya he hablado.

—¿Y los recuerdas bien? —me preguntó Steerforth.

—¡Oh, sí, perfectamente! —repliqué— Tengo buena me­moria, y creo que los recuerdo muy bien todos.

—Entonces ¿quieres que hagamos una cosa, pequeño Copperfield? Me los vas a contar. Yo no puedo dormirme tan temprano, y por lo general me despierto casi de madru­gada. Me irás contando uno después de otro y será lo mismo que Las mil y una noches.

La proposición me halagó de un modo extraordinario, y aquella misma noche la pusimos en práctica. ¿Qué mutila­ciones cometería yo con mis autores favoritos en el curso de mi interpretación? No estoy en condiciones de decirlo, y además prefiero no saberlo; pero tenía fe profunda en ellos, y, además, lo mejor que creo que tenía era el modo sencillo y grave de contarlos. Con esas cualidades se va lejos.

El reverso de la medalla era que muchas noches tenía un sueño horrible o estaba triste y sin ganas de reanudar la his­toria. En esas ocasiones era un trabajo duro; pero hubiera sido incapaz de defraudar a Steerforth. También había días en que por la mañana me sentía cansado y me habría gus­tado una hora más de sueño, y en aquellos momentos no era muy agradable el ser despabilado igual que la sultana Shee­rezade y forzado a contar durante largo rato antes de que so­nara la campana. Pero Steerforth estaba decidido, y como él me explicaba mis problemas y todo aquello de mis deberes que yo no entendía, no perdía en el cambio. Sin embargo, debo hacerme justicia: ni por un momento me movió el inte­rés ni el egoísmo, ni tampoco el temor. Admiraba a Steer­forth y le amaba, y su aprobación lo compensaba todo. Y el sentimiento aquel era tan precioso a mis ojos, que aun ahora, al pensar en aquellas chiquilladas, me duele el corazón.

Steerforth era también muy considerado conmigo y me demostraba mucho interés; sobre todo en una ocasión lo de­mostró de un modo inflexible. Sospecho que en aquella oca­sión debió de ser un poco de suplicio de Tántalo para el pobre Traddles y todos los demás. La prometida carta de Peg­gotty (¡qué carta tan alegre y animadora era!) llegó en las primeras semanas del semestre, y con ella un bizcocho per­fectamente rodeado de naranjas y con dos botellas de vello­rita. Este tesoro, como es natural, me apresuré a ponerlo a los pies de Steerforth, rogándole que lo distribuyese.

—Bueno; pero has de saber, pequeño Copperfield, que el vino lo guardaremos para remojarte el gaznate cuando cuentes historias.

Enrojecí ante aquel interés, y, en mi modestia, le supliqué que no pensara semejante cosa. Pero él insistió, diciendo que había observado que algunas veces me ponía ronco, y que, por lo tanto, aquel vino se emplearía desde la primera hasta la última gota en lo que había dicho. En consecuencia, lo guardó en su caja y echó un poco en un frasco, y me lo ad­ministraba gota a gota por medio de un palito cuando le pa­recía que lo necesitaba. A veces lo hacía exprimiendo en el vino jugo de naranja y echándole ginebra. No estoy muy se­guro de que el sabor mejorase con aquello ni de que resultara un licor muy estomacal para tomar a las altas horas de la noche y de madrugada; pero yo lo bebía con agradecimiento y era muy sensible a aquellas atenciones.

Me parece que tardé varios meses en contarle la historia de Peregrine Pickle, y más tiempo todavía en las otras nove­las. La institución nunca flaqueó por falta de una historia, y el vino duró casi tanto como los relatos. ¡Pobre Traddles! No puedo pensar en él sin una extraña predisposición a reír y a llorar. Por las noches coreaba las historias y afectaba convulsiones de risa en los pasajes cómicos y un miedo mor­tal en los más peligrosos. A veces casi me cortaba el hilo. Recuerdo que uno de sus grandes gestos era hacer como que no podía por menos de castañetear los dientes cuando men­cionaba a los alguaciles en las aventuras de Gil Blas; y re­cuerdo que cuando Gil Blas se encuentra en Madrid con el capitán de los ladrones, el desgraciado Traddles lanzó tales alaridos de terror, que lo oyó mister Creakle y le dio una so­berana paliza.

Yo tenía ya espontáneamente una imaginación romántica y soñadora, y se me acentuaba cada día más con aquellas historias contadas en la oscuridad, por lo que dudo de que aquella práctica me haya resultado beneficiosa; pero el verme mimado por todos, como un juguete, en el dormito­rio, y el darme cuenta de la importancia y el atractivo que te­nía entre los otros niños (a pesar de ser yo el más pequeño) me estimulaba mucho. En una escuela regida con la cruel­dad de aquella, por grande que sea el mérito del que la pre­side no hay cuidado de que se aprenda mucho. Nosotros, en general, éramos los colegiales más ignorantes que pueden existir; estábamos demasiado atormentados y preocupados para poder estudiar, pues nada se consigue hacer en una vida de perpetua intranquilidad y tristeza. Sin embargo, a mí, mi pequeña vanidad, estimulada por Steerforth, me hacía trabajar, y aunque no me salvaba de castigos, evitó, mientras estuve allí, que me hundiera en la pereza general y me hizo asimilar de aquí y de allá algunas briznas de conocimientos.

En esto me ayudaba mucho míster Mell. Me tenía cariño, lo recuerdo con agradecimiento. Observaba con pena cómo Steerforth le trataba con un desprecio sistemático, y no per­día ninguna ocasión de herirle ni de inducir a los demás a hacerlo. Esto me preocupó durante mucho tiempo, porque yo ya le había contado (no hubiera podido dejarle sin parti­cipar de un secreto, como de ninguna otra posesión mate­rial) lo de las dos ancianas del hospicio que mister Mell ha­bía visitado, y temía que Steerforth se aprovechara de ello para hacerle sufrir.

¡Qué poco podíamos imaginar míster Mell y yo, cuando estuve desayunando y durmiendo, escuchando su flauta, las consecuencias que traería la visita al hospicio de mi insigni­ficante personilla! Tuvo las más inesperadas y graves conse­cuencias.

Sucedió que un día míster Creakle no salió de sus habita­ciones por estar indispuesto; esto, naturalmente, nos puso tan contentos, que armamos la mayor algarabía. La enorme satisfacción que experimentábamos nos hacía muy difíciles de manejar, y aunque Tungay apareció dos o tres veces con su pierna de palo y tomó nota con su voz estentórea de los más revoltosos, no causó la menor impresión en los niños. Estaban tan seguros de que hicieran lo que hicieran al día si­guiente los castigaban, que preferían divertirse y aprovechar el día.

Era sábado y, por consiguiente, medio día de fiesta; pero el tiempo no estaba para ir de paseo, y para que el ruido en el patio no molestara a míster Creakle, se nos ordenó continuar en clase por la tarde haciendo unos deberes más ligeros, que había preparados para estas ocasiones. Era el día de la se­mana en que míster Sharp salía siempre a rizar su peluca. Por lo tanto, fue míster Mell, a quien siempre tocaban las cosas más difíciles, quien tuvo que quedarse a pelear con to­dos aquel día.

Si pudiera asociarse la imagen de un toro, de un oso o de algo semejante a la de míster Mell, yo la compararía con al­guno de aquellos animales acosados por un millar de perros, aquella tarde, cuando el ruido era más fuerte. Lo recuerdo apoyando la cabeza en sus delgadas manos, sentado en su pupitre, inclinado sobre un libro y esforzándose en prose­guir su cansada labor a través de aquel ruido que habría vuelto loco hasta al presidente de la Cámara de los Comu­nes. Había chicos que se habían levantado de sus sitios y ju­gaban a la gallina ciega en un rincón; los había que se reían, que cantaban, que hablaban, que bailaban, que rugían; los había que patinaban; otros saltaban formando corro alrede­dor del maestro y gesticulaban, le hacían burla por detrás y hasta delante de sus ojos, parodiando su pobreza, sus botas, su traje, hasta a su madre; se burlaban de todo, hasta de lo que más hubieran debido respetar.

—¡Silencio! —gritó de pronto míster Mell, levantándose y dando un golpe en el pupitre con el libro— ¿Qué significa esto? No es posible tolerarlo. ¡Es para volverse loco! ¿Por qué se portan así conmigo, señores?

El libro con que había dado en el pupitre era el mío, y como yo estaba de pie a su lado, siguiendo su mirada vi a los chicos pararse sorprendidos de pronto, quizá algo asustados y también un poco arrepentidos.

El pupitre de Steerforth era el mejor de la clase y estaba al final de la habitación, en el lado opuesto al del maestro. En aquel momento estaba Steerforth recostado en la pared, con las manos en los bolsillos, y cada vez que míster Mell le mi­raba adelantaba los labios como para silbar.

—¡Silencio, míster Steerforth! —dijo míster Mell.

—Cállese usted primero! —replicó Steerforth, ponién­dose muy rojo— ¿Con quién cree usted que está hablando?

—¡Siéntese usted! —replicó míster Mell.

—¡Siéntese usted si quiere! —dijo Steerforth—, y métase donde le llamen.

Hubo cuchicheos y hasta algunos aplausos; pero míster Mell estaba tan pálido, que el silencio se restableció inme­diatamente, y un chico que se había puesto detrás de él a imitar a su madre cambió de parecer a hizo como que había ido a preguntarle algo.

—Si piensa usted, Steerforth —continuó míster Mell­ que no sé la influencia que tiene aquí sobre algunos espíritus (sin darse cuenta, supongo, puso la mano sobre mi cabeza) o que no le he observado hace pocos minutos provocando a los pequeños para que me insultasen de todas las maneras imaginables, se equivoca.

—No me tomo la molestia de pensar en usted —dijo Steerforth fríamente—; por lo tanto, no puedo equivocarme.

—Y cuando abusa usted de su situación de favorito aquí para insultar a un caballero...

—¿A quién? ¿Dónde está? —dijo Steerforth.

En esto alguien gritó:

—¡Qué vergüenza, Steerforth; eso está muy mal!

Era Traddles, a quien míster Mell ordeno inmediatamente silencio.

—Cuando insulta usted así a alguien que es desgraciado y que nunca le ha hecho el menor daño; a quien tendría usted muchas razones para respetar ya que tiene usted edad sufi­ciente, tanto como inteligencia, para comprender —dijo mis­ter Mell con los labios cada vez más temblorosos—; cuando hace usted eso, mister Steerforth, comete usted una cobardía y una bajeza. Puede usted sentarse o continuar de pie, como guste. Copperfield, continúe.

—Pequeño Copperfield —dijo Steerforth, avanzando ha­cia el centro de la habitación—, espérate un momento. Tengo que decirle, míster Mell, de una vez para siempre, que cuando se torna usted la libertad de llamarme cobarde o miserable o algo semejante, es usted un mendigo desvergon­zado. Usted sabe que siempre es un mendigo; pero cuando hace eso es un mendigo desvergonzado.

No sé si Steerforth iba a pegar a míster Mell, o si mister Mell iba a pegar a Steerforth, ni cuáles eran sus respectivas intenciones; pero de pronto vi que una rigidez mortal caía sobre la clase entera, como si se hubieran vuelto todos de piedra, y encontré a míster Creakle en medio de nosotros, con Tungay a su lado. Miss y mistress Creakle se asomaban a la puerta con caras asustadas.

Míster Mell, con los codos encima del pupitre y el rostro entre las manos, continuaba en silencio.

—Mister Mell —dijo míster Creakle, sacudiéndole un brazo, y su cuchicheo era ahora tan claro que Tungay no juzgó necesario repetir sus palabras—. ¿Espero que no se habrá usted olvidado?

—No, señor, no —contestó míster Mell levantando su rostro, sacudiendo la cabeza y restregándose las manos con mucha agitación—; no, señor, no; me he acordado..., no, mister Creakle; no me he olvidado... Yo... he recordado.... yo... de­searía que usted me recordase a mí un poco más, mister Creakle... Sería más generoso, más justo, y me evitaría cier­tas alusiones.

Mister Creakle, mirando duramente a mister Mell, apoyó su mano en el hombro de Tungay, subió al estrado y se sentó en su mesa. Después de mirar mucho tiempo a mister Mell desde su trono, mientras él seguía sacudiendo la cabeza y restregándose las manos, en el mismo estado de agitación, mister Creakle se volvió hacia Steerforth y dijo:

—Steerforth, puesto que mister Mell no se digna expli­carse, ¿quiere usted decirme qué sucede?

Steerforth eludió durante unos minutos la pregunta, mi­rando con desprecio y cólera a su contrario. Recuerdo que en aquel intervalo no pude por menos de pensar en lo noble y lo hermoso del aspecto de Steerforth comparado con mister Mell.

—¡Bien! Veamos qué ha querido decir al hablar de favo­ritos —dijo por fin Steerforth.

—¿Favoritos? —repitió mister Creakle con las venas de la frente a punto de estallar— ¿Quién se ha atrevido a ha­blar de favoritos?

—Él —dijo Steerforth.

—¿Y qué entiende usted por eso, caballero? Haga el fa­vor —pregunto mister Creakle volviéndose furioso hacia el profesor.

—Me refería, mister Creakle —respondió en voz muy baja—, quería decir que ninguno de los alumnos tenía dere­cho a abusar de su situación de favorito degradándome.

—¿Degradándole? —repitió mister Creakle—. ¡Dios mío! Pero bueno, mister no sé cuántos (y aquí mister Crea­kle cruzó los brazos, con bastón y todo, sobre el pecho, y frunció tanto las cejas, que sus ojillos eran casi invisibles), ¿quiere usted decirme si al hablar de favoritos me demuestra el respeto que me debe? Que me debe —repitió mister Creakle adelantando la cabeza y retirándola enseguida—, a mí, que soy el director de este establecimiento, del que usted no es más que un empleado.

—En efecto, hice mal en decirlo; estoy dispuesto a reco­nocerlo —contestó míster Mell—; y no lo habría hecho si no me hubieran empujado a ello.

Aquí Steerforth intervino.

—Me ha llamado cobarde y miserable, y entonces yo le he dicho que él era un mendigo. Si no hubiera estado enco­lerizado no le habría llamado mendigo; pero lo he hecho, y estoy dispuesto a soportar las consecuencias de ello.

Quizá sin darme cuenta de si aquello podría tener o no consecuencias para Steerforth, me sentí orgulloso de aque­llas nobles palabras, y en todos los niños produjo la misma impresión, pues hubo un murmullo; pero nadie pronunció una palabra.

—Me sorprende, Steerforth, aunque su ingenuidad le hace honor, ¡le hace honor, es evidente! Repito que me sor­prende, Steerforth, que usted haya podido calificar así a un profesor empleado y pagado en Salem House.

Steerforth soltó una carcajada.

—Eso no es contestar a mi observación, caballero —dijo míster Creakle—; espero más de usted, Steerforth.

Si míster Mell me había parecido vulgar al lado de Steer­forth, sería imposible decir lo que me parecía míster Creakle.

—Que lo niegue —dijo Steerforth.

—¿Que niegue que es un mendigo, Steerforth? —ex­clamó míster Creakle—. ¿Acaso va pidiendo por las calles?

—Si él no es un mendigo, lo es su pariente más cercana —dijo Steerforth—. Por lo tanto, es lo mismo.

Me lanzó una mirada, y la mano de míster Mell me acari­ció cariñosamente el hombro. Le miré con rubor en mi ros­tro y remordimiento en el corazón; pero los ojos de míster Mell estaban fijos en Steerforth. Continuaba acariciándome con dulzura en el hombro; pero le miraba a él.

—Puesto que espera usted de mí, míster Creakle, que me justifique —dijo Steerforth— y que diga a lo que me refiero, lo que tengo que decir es que su madre vive de caridad en un asilo.

Míster Mell seguía mirándole y seguía acariciándome con dulzura en el hombro. Me pareció que se decía a sí mismo en un murmullo: «Sí; es lo que me temía».

Míster Creakle se volvió hacia el profesor con cara severa y una amabilidad forzada:

—Ahora, míster Mell, ya ha oído usted lo que dice este caballero. ¿Quiere tener la bondad, haga el favor, de rectifi­car ante la escuela entera?

—Tiene razón, señor; no hay que rectificar —contestó míster Mell en medio de un profundo silencio—; lo que ha dicho es verdad.

—Entonces tenga la bondad de declarar públicamente, se lo ruego —contestó míster Creakle, poniendo la cabeza de lado y paseando la mirada sobre todos nosotros—, si he sa­bido yo nunca semejante cosa antes de este momento.

—Directamente, creo que no —contestó míster Mell.

—¡Cómo! ¿No lo sabe usted? ¿Qué quiere decir eso?

—Supongo que nunca se ha figurado usted que mi posi­ción era ni siquiera un poquito desahogada —dijo el profe­sor—, puesto que sabe usted cuál ha sido siempre mi situa­ción aquí.

—Al oírle hablar de ese modo, temo —contestó míster Creakle con las venas más hinchadas que nunca— que ha estado usted aquí en una situación falsa y ha tomado esto por una escuela de caridad o algo semejante. Míster Mell, debemos separarnos cuanto antes.

—No habrá mejor momento que ahora mismo —dijo míster Mell levantándose.

—¡Caballero! —exclamó míster Creakle.

—Me despido de usted, míster Creakle, y de todos uste­des —pronunció míster Mell mirándonos a todos y acariciándome de nuevo el hombro—. James Steerforth, lo mejor que puedo desearle es que algún día se avergüence de lo que ha hecho hoy. Por el momento, prefiero que no sea mi amigo ni de nadie por quien yo me interese.

Una vez más apoyó su mano en mi hombro con dulzura y, después, cogiendo la flauta y algunos libros de su pupitre y dejando la llave en él para su sucesor, salió de la escuela. Míster Creakle hizo entonces una alocución por medio de Tungay, en que daba las gracias a Steerforth por haber de­fendido (aunque quizá con demasiado calor) la independen­cia y respetabilidad de Salem House; después le estrecho la mano, mientras nosotros lanzábamos tres vivas. Yo no supe por qué; pero suponiendo que eran para Steerforth, me uní a ellos con entusiasmo, aunque en el fondo me sentía triste. Al salir, míster Creakle le pegó un bastonazo a Tommy Tradd­les porque estaba llorando en lugar de adherirse a nuestros vivas, y después se volvió a su diván o a su cama; en fin, adonde fuera.

Cuando nos quedamos solos estábamos todos muy des­concertados y no sabíamos qué decir. Por mi parte, sentía mucho y me reprochaba, arrepentido, la parte que había te­nido en lo sucedido; pero no hubiera sido capaz de dejar ver mis lágrimas, por temor a que Steerforth, que me estaba mi­rando, se pudiera enfadar o le pareciese poco respetuoso, te­niendo en cuenta nuestras respectivas edades y el sentimiento de admiración con que yo le miraba. Steerforth estaba muy enfadado con Traddles, y decía que habían hecho muy bien en pegarle.

El pobre Traddles, pasado ya su primer momento de desesperación, con la cabeza encima del pupitre, se conso­laba, como de costumbre, pintando un regimiento de esque­letos, y dijo que le tenía sin cuidado lo que a él le pareciera, y que se habían portado muy mal con míster Mell.

—¿Y quién se ha portado mal con él, señorita? —dijo Steerforth.

—Tú —dijo Traddles.

—¿Pues qué le he hecho? —insistió Steerforth.

—¿Cómo que qué le has hecho? —replicó Traddles—. Herir todos sus sentimientos y hacerle perder la colocación que tenía.

—¡Sus sentimientos! —repitió Steerforth desdeñosa­mente—. Sus sentimientos se repondrán pronto. ¿O es que crees que son como los tuyos, señorita Traddles? En cuanto a su colocación, ¡era tan estupenda! ¿Pensáis que no voy a escribir a mi madre diciéndole que le mande dinero?

Todos admiramos las nobles intenciones de Steerforth, cuya madre era una viuda rica y dispuesta según decía él, a hacer todo lo que su hijo quisiera. Estábamos encantados de ver cómo había puesto a Traddles en su puesto, y le exalta­mos hasta las estrellas, especialmente cuando nos dijo que se había decidido a hacerlo y lo había hecho exclusivamente por nosotros y por nuestra causa, y que no había tenido en ello ni el menor pensamiento de egoísmo.

Pero debo decir que aquella noche, mientras estaba con­tando mi novela en la oscuridad del dormitorio, me parecía oír en mi oído tristemente la flauta de míster Mell; y cuando, por último, Steerforth se durmió y yo me dejé caer en la cama, al pensar que quizá en aquel momento aquella flauta estaría sonando dolorosamente, me sentí desgraciado por completo.

Pronto lo olvidé todo, en mi constante admiración por Steerforth, que como interesado y sin abrir un libro (a mí me parecía que los sabía todos de memoria) repasaba sus clases mientras venía un nuevo profesor. El que vino salía de una escuela elemental, y antes de entrar en funciones fue invi­tado a comer por míster Creakle un día, para serle presen­tado a Steerforth. Steerforth lo aprobó y nos dijo que era un Brick, y aunque yo no entendía exactamente lo que quería decir aquello, le respeté al momento, y no se me ocurrió du­dar de su saber, aunque nunca se tomó por mí el interés que se había tomado míster Mell.

Sólo hubo otro acontecimiento en aquel semestre de la vida escolar que me impresionara de un modo persistente. Fue por varias razones.

Una tarde en que estábamos en la mayor confusión, y míster Creakle pegándonos sin descansar, se asomó Tungay gritando con su terrible voz de trueno:

—Visita para Copperfield.

Cambió unas breves palabras con míster Creakle sobre la habitación a que los pasaría y diciéndole quiénes eran. Entre tanto, yo estaba de pie y a punto de ponerme malo por la sor­presa. Me dijeron que subiera a ponerme un cuello limpio antes de aparecer en el salón. Obedecí estas órdenes en un estado de emoción distinta a todo lo que había sentido hasta entonces, y al llegar a la puerta, pensando que quizá fuese mi madre (hasta aquel momento sólo había pensado en miss o míster Murdstone), me detuve un momento sollozando.

Al entrar no vi a nadie, pero sentí que estaban detrás de la puerta. Miré y con gran sorpresa me encontré con míster Peggotty y con Ham, que se quitaban ante mí el sombrero y se inclinaban para saludarme. No pude por menos de echarme a reír; pero era más por la alegría de verlos que por sus reve­rencias.

Nos estrechamos las manos con gran cordialidad, y yo me reía, me reía, hasta que tuve que sacar el pañuelo para secar mis lágrimas.

Míster Peggotty (recuerdo que no cerró la boca durante todo el tiempo que duró la visita) pareció conmoverse cuando me vio llorar, y le hizo señas a Ham de que dijera algo.

—Vamos, más alegría, señorito Davy —dijo Ham en su tono cariñoso—. Pero ¡cómo ha crecido!

—¿He crecido? —dije enjugándome los ojos.

No sé por qué lloraba. Debía de ser la alegría de verlos.

—¿Que si ha crecido el señorito Davy? ¡Ya lo creo que ha crecido! —dijo Ham.

—¡Ya lo creo que ha crecido! —dijo míster Peggotty.

Empezaron a reírse de nuevo uno y otro, y los tres termi­namos riendo hasta que estuve a punto de volver a llorar.

—¿Y sabe usted cómo está mamá, míster Peggotty? —dije— ¿Y cómo mi querida Peggotty?

—Están divinamente —dijo míster Peggotty.

—¿Y la pequeña Emily y mistress Gudmige?

—Divinamente están —dijo míster Peggotty.

Hubo un silencio. Para romperlo, míster Peggotty sacó dos prodigiosas langostas y un enorme cangrejo; además, una bolsa repleta de gambas, y lo fue amontonando en los brazos de Ham.

—¿Sabe usted, señorito? Nos hemos tomado la libertad de traerle estas pequeñeces acordándonos de lo que le gusta­ban cuando estuvo usted en Yarmouth. La vieja comadre es quien las ha cocido. Sí, las ha cocido ella, mistress Gudmige —dijo míster Peggotty muy despacio; parecía que se agarraba a aquel asunto, no encontrando otro a mano— Se lo aseguro; las ha cocido ella.

Les dije cómo lo agradecía, y míster Peggotty, después de mirar a Ham, que no sabía qué hacer con los crustáceos, y sin tener la menor intención de ayudarle, añadió:

—Hemos venido, con el viento y la marea a nuestro fa­vor, en uno de los barcos desde Yarmouth a Gravesen. Mi hermana me había escrito el nombre de este sitio, dicién­dome que si la casualidad me traía hacia Gravesen no dejara de ver al señorito Davy para darle recuerdos y decirle que toda la familia está divinamente. Ve usted. Cuando volva­mos, Emily escribirá a mi hermana contándole que le hemos visto a usted y que le hemos encontrado también divina­mente. Resultará un gracioso tiovivo.

Tuve que reflexionar un rato antes de comprender lo que míster Peggotty quería decir con su metáfora expresiva res­pecto a la vuelta que darían así las noticias. Le di las gracias de todo corazón, y dije, consciente de que me ruborizaba, que suponía que la pequeña Emily también habría crecido desde la época en que corríamos juntos por la playa.

—Está haciéndose una mujer; eso es lo que está hacién­dose —dijo míster Peggotty—. Pregúnteselo a él.

Me señalaba a Ham, que me hizo un alegre signo de afir­mación por encima de la bolsa de gambas.

—¡Y qué cara tan bonita tiene! —dijo míster Peggotty con la suya resplandeciente de felicidad.

—¡Y es tan estudiosa! —dijo Ham.

—Pues ¿y la escritura? Negra como la tinta, y tan grande que podrá leerse desde cualquier distancia.

Era un espectáculo encantador el entusiasmo de míster Peggotty por su pequeña favorita.

Le veo todavía ante mí con su rostro radiante de cariño y de orgullo, para el que no encuentro descripción. Sus hon­rados ojos se encienden y se animan, lanzando chispas. Su ancho pecho respira con placer. Sus manos se juntan y es­trechan en la emoción, y el enorme brazo con que acciona ante mi vista de pigmeo me parece el martillo de una fragua.

Ham estaba tan emocionado como él. Y creo que habrían seguido hablando mucho de Emily si no se hubieran cortado con la inesperada aparición de Steerforth, quien al verme en un rincón hablando con extraños detuvo la canción que tara­reaba y dijo.

—No sabía que estuvieras aquí, pequeño Copperfield (no estaba en la sala de visitas), y cruzó ante nosotros.

No estoy muy seguro de si era que estaba orgulloso de te­ner un amigo como Steerforth, o si sólo deseaba explicarle cómo era que estaba con un amigo como míster Peggotty, el caso es que le llamé y le dije con modestia (¡Dios mío qué presente tengo todo esto después de tanto tiempo!):

—No te vayas, Steerforth, hazme el favor. Son dos pesca­dores de Yarmouth, muy buenas gentes, parientes de mi ni­ñera, que han venido de Gravesen a verme.

—¡Ah, ah! —dijo Steerforth acercándose— Encantado de verles. ¿Cómo están ustedes?

Tenía una soltura en los modales, una gracia espontánea y clara, que atraía. Todavía recuerdo su manera de andar, su alegría, su dulce voz, su rostro y su figura, y sé que tenía un poder de atracción que muy pocos poseen, que le hacía do­blegar a todo lo que era más débil, y que había muy pocos que se le resistieran. También a ellos les conquistó al mo­mento, y estuvieron dispuestos a abrir su corazón desde el primer instante.

—Haga usted el favor de decir en mi casa, míster Peg­gotty, cuando escriba, que míster Steerforth es muy bueno conmigo y que no sé lo que habría sido de mí aquí sin él.

—¡Qué tontería! —dijo Steerforth—. ¡Haga el favor de no decir nada de eso!

—Y si míster Steerforth viniera alguna vez a Norfolk o Sooffolk mientras esté yo allí, puede usted estar seguro, míster Peggotty, de que lo llevaré a Yarmouth a enseñarle su casa. Nunca habrás visto nada semejante, Steerforth. Está hecha en un barco.

—¿Está hecha en un barco? —dijo Steerforth—. Enton­ces es la casa más a propósito para un marino de pura raza.

—Eso es, señorito, eso es —exclamó Ham riendo—. Este caballero tiene mucha razón, señorito Davy. De un marino de pura raza; eso es, eso es. ¡Ah! ¡Ah!

Míster Peggotty no estaba menos halagado que su so­brino; pero su modestia no le permitía aceptar un cumplido personal de un modo tan ruidoso,

—Bien, señorito —dijo inclinándose y metiéndose las puntas de la corbata en el chaleco—; se lo agradezco mucho. Yo nada más trato de cumplir mi deber en mi oficio, señorito.

—¿Qué más puede pedirse, míster Peggotty? —le con­testó Steerforth. (Ya sabía su nombre.)

—Estoy seguro de que usted hará lo mismo —dijo míster Peggotty moviendo la cabeza— Y hará usted bien, muy bien. Estoy muy agradecido de su acogida; soy rudo, seño­rito, pero soy franco; al menos me creo que lo soy, ¿com­prende usted? Mi casa no tiene nada que merezca la pena, señorito; pero está a su disposición si alguna vez se le ocurre ir a verla con el señorito Davy. ¡Bueno! Estoy aquí como un caracol —dijo míster Peggotty, refiriéndose a que tardaba en irse, pues lo había intentado después de cada frase sin con­seguirlo—. ¡Vamos, les deseo que sigan con tan buena salud y que sean felices!

Ham se unió a sus votos y nos separamos con mucho ca­riño. Aquella noche estuve casi a punto de hablarle a Steer­forth de la pequeña Emily; pero era tan tímido, que no me atrevía ni a nombrarla; además tuve miedo de que fuera a reírse. Recuerdo que me preocupaba mucho y de un modo molesto lo que me habían dicho de que se estaba haciendo una mujer; pero al fin decidí que era una tontería.

Transportamos aquellas «porquerías», como las había lla­mado modestamente míster Peggotty, al dormitorio, sin que nadie lo viera, y tuvimos banquete aquella noche. Pero Traddles no podía salir felizmente de nada. Tenía la desgra­cia de no poder soportar ni una comida extraordinaria como otro cualquiera y se puso muy malo, tan malo, a consecuen­cia de la langosta, que le hicieron beber cosas negras y tra­gar unas píldoras azules, lo que, según Demple, cuyo padre era médico, habría sido suficiente para matar a un caballo. Además, recibió una paliza y seis capítulos del Testamento griego por negarse en rotundo a confesar la causa.

El resto del semestre confunde en mi memoria la monoto­nía diaria y triste de nuestras vidas: la huida del verano; el frío de la mañana al saltar de la cama y el frío más frío toda­vía de la noche cuando volvíamos a ella. Por la tarde la clase estaba mal alumbrada y peor calentada, y por la mañana, igual que una nevera; la alternativa entre la carne de vaca cocida y asada y del cordero cocido y del cordero asado; el pan con mantequilla; el jaleo de libros y de pizarras rotas, de cuadernos manchados de lágrimas, de bastonazos, de golpes dados con la regla, del corte de cabellos, de domingos llu­viosos y de los puddings agrios; el todo rodeado de una at­mósfera sucia, impregnada de tinta.

Recuerdo cómo la lejanía de las vacaciones, después de pa­recer que había estado detenida durante tanto tiempo, empe­zaba a acercarse a nosotros poco a poco. Y cómo de contar por meses el tiempo que faltaba llegamos a contarlo por semanas y después ya por días. El miedo que pasé pensando que quizá no fueran a buscarme, y después, cuando supe por Steerforth que me habían llamado, el temor de romperme alguna pierna o que ocurriera algo. Y ¡cómo iba cambiando de sitio el ben­dito día señalado! Después de ser dentro de quince días, era a la otra semana; después, ya en esta misma; luego, pasado ma­ñana; luego, mañana, y, por fin, hoy, esta noche, subo a la dili­gencia de Yarmouth y ya estoy camino de mi casa.

Dormí, con varias interrupciones, en el coche de Yar­mouth, y tuve muchos sueños incoherentes sobre aquellos recuerdos. Me despertaba a intervalos, y el musgo que veía al asomarme no era ya el del patio de recreo de Salem House, y los golpes que oían mis oídos no eran los de míster Creakle castigando al buen Traddles, sino los latigazos que el cochero arreaba a los caballos.

CAPÍTULO VIII. MIS VACACIONES, Y EN ESPECIAL UNA TARDE DICHOSA

Al amanecer llegamos a la fonda en que el coche pa­raba (no era la misma en que había almorzado a la ida y donde vivía mi amigo el camarero), y allí me condujeron a una alcoba muy limpia, en cuya puerta se leía: «Dolphin». Tenía mucho frío, a pesar del té caliente que acababan de darme ante la chimenea, y muy contento me acosté en la cama de dolphin, me arrebujé en las sábanas y me quedé dormido.

Míster Barkis, el cochero de Bloonderstone, debía venir a recogerme a las nueve de la mañana siguiente. Me levanté a las ocho algo cansado por haber dormido poco, y antes de la hora ya le estaba esperando. Barkis me recibió exacta­mente como si acabara de verme cinco minutos antes y solo nos hubiéramos separado para entrar yo al hotel a cambiar un billete.

Tan pronto como estuvimos instalados en el carro mi ma­leta y yo, el caballo echó a andar, a su paso de siempre.

—Tiene usted buen aspecto, míster Barkis —dije, pen­sando que le halagaría.

Barkis se restregó la mejilla con la manga y después la miró, esperando sin duda encontrar algún rastro de su salud en ella; pero esa fue la única contestación que obtuvo mi cumplido.

—Ya ejecuté su encargo, míster Barkis —dije—, escri­biendo a Peggotty.

—¡Ah! —dijo Barkis.

Estaba de mal humor y respondía secamente.

—¿Es que no lo hice bien, míster Barkis? —pregunté des­pués de un momento de duda.

—¡No! —dijo Barkis.

—¿No era aquel su encargo?

—Quizá usted hizo bien el encargo —contestó Barkis—;, pero no ha pasado de ahí.

No comprendiendo a qué se refería, repetí sus palabras, sólo que interrogando:

—¿No ha pasado de ahí, míster Barkis?

—¡Claro! —explicó, mirándome de lado—. ¡No me ha contestado!

—¡Ah! ¿Tenía que haberle contestado? —dije abriendo los ojos.

Aquello daba una luz nueva al asunto.

—Cuando un hombre le dice a una mujer «que está dis­puesto» —dijo Barkis, volviéndose muy despacio a mi­rarme— es como si se dijera que ese hombre espera una con­testación.

—¿Y bien, míster Barkis?

—Pues bien —dijo, volviéndose a mirar las orejas del ca­ballo—. ¡Este hombre está esperando una contestación desde entonces!

—¿Y no le ha hablado usted, míster Barkis?

—No —gruñó Barkis mientras reflexionaba— No tenía por qué ir a hablarle. No le he dicho nunca seis palabras ¿y voy a ir a contarle eso ahora?

—¿Quiere usted que me encargue yo de ello? —dije titu­beando.

—Puede usted decirle, si quiere —prosiguió Barkis diri­giéndome otra mirada lenta—, que Barkis está esperando una contestación. ¿Dice usted que se llama?

—¿Su nombre?

—Sí —dijo Barkis moviendo la cabeza.

—Peggotty.

—¿Nombre de pila o apellido? —preguntó Barkis.

—¡Oh!, no es su nombre de pila; su nombre es Clara.

—¿Es posible? —preguntó Barkis.

Y pareció encontrar abundante materia de reflexión en ello, pues permaneció inmóvil meditando durante mucho tiempo.

—Bien —repuso por último—; le dice usted: «Peggotty: Barkis está esperando una contestación». Ella quizá le diga: « ¿Contestación a qué?». Y usted le dice entonces: « A lo que ya te he dicho». «¿A qué?», insistirá ella. «A lo de que Bar­kis está dispuesto», le dice usted.

Esta extraordinaria y artificiosa sugerencia la acompañó Barkis con un codazo, que me dolió bastante. Después siguió mirando a su caballo como siempre, sin hacer la menor alusión al asunto hasta media hora después, que, sacando un trozo de tiza de su bolsillo, escribió en el interior del carro: «Clara Peggotty», supongo que para no olvidarlo.

¡Oh, qué extraño sentimiento experimentaba al volver a mi casa, convencido de que ya no era mi casa, y encontrando en todo lo que miraba el recuerdo de mi antigua felicidad, que me parecía como un sueño que nunca podría volver a realizarse! Aquellos días en que mi madre, yo y Peggotty éramos por completo y en todo el uno para el otro, cuando nadie había ve­nido todavía a ponerse por medio, ¡qué tristes aparecieron ante mí aquellos recuerdos! Tanto, que no sabía si me alegraba de volver, y hubiera preferido seguir viviendo lejos para olvidarlo todo al lado de Steerforth. Pero ya estaba allí, y enseguida lle­gamos a casa, donde las ramas de los viejos olmos retorcían sus innumerables brazos a los golpes del viento de invierno, columpiando los restos de los antiguos nidos de cuervos.

Barkis depositó la maleta en el suelo ante la verja del jar­dín y se fue. Yo torné el sendero de la casa, mirando a las ventanas con el temor de ver aparecer en alguna de ellas a míster Murdstone o a su hermana. Nadie se asomó, y al lle­gar a la puerta, como yo sabía el modo de abrirla desde fuera mientras era de día, entré sin que me oyeran, ligero y tímido.

Dios sabe cómo se despertó mi infantil memoria al entrar en el vestíbulo y oír a mi madre desde su gabinete cantando a media voz. Sentí que estaba en sus brazos como de peque­ñito. La canción era nueva para mí; sin embargo, me lle­naba el corazón hasta los bordes, como un amigo que vuelve después de larga ausencia. Por el tono pensativo y serio con que mi madre tarareaba su canción me figuré que estaba sola y entré sin hacer ruido. Estaba sentada delante de la chimenea, dando de mamar a un niño, de quien estrechaba la manita contra su cuello. Sus ojos estaban fijos en el ros­tro del nene y lo dormía cantándole. Había acertado, pues estaba sola.

La llamé, y ella se estremeció, lanzando un grito llamán­dome su Davy, su hijito querido, y saliendo a mi encuentro se arrodilló en el suelo para besarme, estrechando mi cabeza contra su pecho al lado de la cabecita dormida, y puso la ma­nita del nene sobre mis labios. Hubiera deseado morir; hu­biera deseado morir con aquellos sentimientos en mi cora­zón. En aquellos momentos estaba más cerca del cielo de lo que nunca he vuelto a estarlo.

—Es tu hermanito —dijo mi madre acariciándome—. ¡Davy, niño mío, pobrecito!

Y me besaba más y más y me estrechaba en sus brazos. Así estábamos cuando llegó Peggotty corriendo, y tirándose al suelo a nuestro lado estuvo como loca durante un cuarto de hora.

No me esperaban tan pronto. Al parecer, Barkis había ade­lantado la hora de costumbre. Míster Murdstone y su her­mana habían ido a una visita en los alrededores y no volve­rían antes de la noche. Nunca me hubiera esperado tanta felicidad. Nunca me hubiera parecido posible volver a en­contrarnos los tres solos, tranquilos, y en aquel momento me parecía haber vuelto a los antiguos días.

Comimos juntos ante la chimenea. Peggotty nos quería servir; pero mamá no le dejó y le hizo sentarse a nuestro lado. A mí me pusieron mi antiguo plato con su fondo os­curo, en el que había pintado un barco con un marino bo­gando a toda vela. Peggotty lo había tenido escondido du­rante mi ausencia, pues decía que ni por cien mil libras hubiera querido que se rompiese. También me puso el vaso de cuando era pequeño, con mi nombre grabado en él, mi te­nedorcito y mi cuchillo, que no cortaba nada.

Mientras comíamos pensé que era la mejor ocasión para hablar a Peggotty de Barkis; pero no había terminado de ex­plicarle su encargo cuando empezó a reírse, tapándose la cara con el delantal.

—Peggotty —dijo mi madre—, ¿qué te pasa?

Peggotty se reía cada vez más fuerte, apretándose el de­lantal contra la cara cuando mi madre trataba de quitárselo, y parecía que había metido la cabeza en un saco.

—Pero ¿qué haces, tonta? —insistió mi madre riendo.

—¡Oh, el necio del hombre! —exclamó Peggotty—. ¿Pues no quiere casarse conmigo?

—Sería un buen partido para ti, Peggotty —dijo mamá.

—¡Oh, no lo sé! —dijo Peggotty—. No me hable usted de ellos. No le aceptaría aunque fuera de oro. Ni a él ni a nin­gún otro.

—Entonces ¿por qué no se lo dices, ridícula? —preguntó mi madre.

—¿Decírselo? —replicó Peggotty, sacando la cara del de­lantal—. Pero si nunca me ha dicho una palabra de ello. Me conoce, y sabe que si se atreviese a decirme cualquier cosa le daría un bofetón.

Estaba roja, como nunca la había visto ni a ella ni a nadie, y volvió a taparse la cara durante unos momentos, atacada otra vez por una risa violenta. Después de dos o tres de aque­llos ataques continuó comiendo.

Observé que mi madre, aunque se sonreía al mirar a Peg­gotty, se había quedado más seria y pensativa. Desde el pri­mer momento ya la había notado muy cambiada. Su rostro era muy bello todavía, pero parecía preocupado y demasiado transparente. Sus manos también, tan delgadas y pálidas, casi se clareaban. Pero sobre todo en lo que ahora me parece que estaba más cambiada era en que parecía que estaba siempre inquieta y asustada. Por último, dijo, acariciando afectuosamente la mano de su antigua criada:

—Peggotty, querida, ¿no pensarás casarte?

—¿Yo, señora? —preguntó Peggotty estupefacta, ¡Dios la bendiga! ¡No!

—Al menos no muy pronto —dijo mi madre con ternura.

—¡Nunca! —gritó Peggotty.

Mi madre, cogiéndole la mano, dijo:

—No me dejes, Peggotty; no te separes de mí. Quizá no sea para mucho tiempo, y ¿qué sería de mí si no estuvie­ras tú?

—¿Dejarla yo, hija mía? —exclamó Peggotty—. No. Ni por todos los tesoros del mundo. Pero ¿quién meterá esas cosas en esa cabecita?

Peggotty a veces le hablaba a mi madre como si fuera un niño.

Mi madre sólo contestó para darle las gracias, y Peggotty continuó a su modo:

—¿Yo dejarla? ¡Maldita la gana que tengo de ello! ¿Mar­charse Peggotty de su lado? ¡Me gustaría verlo! No, no —dijo Peggotty, sacudiendo su cabeza y cruzando los bra­zos—, no hay cuidado, hija mía. No es que no haya personas que lo estén deseando; pero que se fastidien. Yo sigo con us­ted hasta que sea un vejestorio inútil. Y cuando ya esté sorda y demasiado vieja y demasiado ciega, y hasta incapaz de ha­blar por no tener un diente; cuando ya no sirva en absoluto para nada, ni siquiera para que me regañen, entonces iré a buscar a Davy y le diré si quiere recogerme.

—Y yo te recibiré muy contento, Peggotty: te recibiré lo mismo que a una reina.

—¡Dios bendiga tu buen corazón! —exclamó Peg­gotty—. ¡Estaba tan segura! —Y me besó, anticipadamente agradecida a mi hospitalidad. Después volvió a taparse la cara con el delantal y a reírse de Barkis; después, cogiendo al niño de la cuna, lo estuvo arreglando; luego se llevó las cosas de la comida, y por fin volvió con otra cofia y su caja de labor, con su metro y su pedazo de cera, todo lo mismo que en los antiguos días.

Estábamos sentados alrededor del fuego, y charlábamos alegremente. Yo les contaba la crueldad de Míster Creakle, y me compadecían. Les decía lo bueno que era Steerforth, cómo me protegía, y Peggotty me dijo que sería capaz de andar a pie unas millas por verle. Cuando se despertó cogí al niño en mis brazos y le dormí cantando dulcemente. Después me fui al lado de mi madre, y pasando mis brazos alre­dedor de su talle, como me había gustado siempre tanto ha­cer, apoyé mi mejilla en su hombro, y una vez mas sus hermosos cabellos cayeron sobre mí, «como las alas de un ángel»; me gusta pensar cuando me acuerdo de ello. ¡Qué feliz era!

Mientras estábamos sentados así mirando el fuego y viendo las extrañas figuras que formaban las llamas, casi me parecía que nunca había estado lejos, y que míster Murd­stone y su hermana eran figuras como aquellas, que se des­vanecerían al apagar el fuego, y que de todos mis recuerdos los únicos reales éramos mi madre, Peggotty y yo.

Peggotty, mientras hubo luz, remendaba una media, y después continuó con ella metida en una mano, como si fuera un guante, y la aguja en la otra dispuesta a dar una pun­tada cuando el fuego lanzase un resplandor. No puedo com­prender de quién eran las medias que Peggotty estaba re­mendando siempre, ni de dónde provenía aquella cantidad inagotable de medias que coser. Desde mi más tierna infan­cia siempre la había visto con aquella costura, y ni una vez con otra.

—Pienso —dijo Peggotty, a quien a veces preocupaban las cosas más inesperadas— qué habrá sido de la tía de Davy.

—¡Dios mío, Peggotty! —contestó mi madre saliendo de su ensueño—. ¡Qué tonterías dices!

—Sí; pero realmente me preocupa,

—¿Cómo se te ha ocurrido pensar en semejante persona? —preguntó mi madre—, ¿No hay en el mundo otras de quie­nes ocuparse?

—No sé por qué será —dijo Peggotty—; puede que sólo sea a causa de mi estupidez; pero mi cabeza nunca puede es­coger mis pensamientos. Van y vienen por ella como quie­ren, y ahora he pensado qué habrá sido de ella.

—¡Qué absurda eres, Peggotty! Se diría que deseas otra visita suya.

—¡Dios nos libre! —gritó Peggotty.

—Entonces no hables de cosas tristes —dijo mamá—. Miss Betsey continuará encerrada en su casita a la orilla del mar y no será probable que venga a molestarnos.

—No —murmuró Peggotty—, no es probable. Pero lo que pensaba era si en caso de morirse dejaría algo a Davy.

—¡Dios me perdone, Peggotty; pero eres una mujer sin sentido! ¡Sabiendo lo que le ofendió que naciera el pobre chico!

—Pensaba que quizá estaría dispuesta a perdonarle ahora —murmuró Peggotty.

—¿Por qué iba a estar dispuesta a perdonarle ahora? —dijo mi madre casi con dureza.

—¡Como tiene un hermano!... —dijo Peggotty.

Mi madre inmediatamente empezó a llorar diciendo que parecía mentira que Peggotty se atreviera a decirle aquellas cosas.

—Como si el pobrecito inocente, en su cuna, te hubiera hecho algún daño a ti ni a nadie. Eres una envidiosa—, mucho mejor harías casándote con míster Barkis y marchándote le­jos. ¿Por qué no?

—Porque miss Murdstone se pondría demasiado contenta —dijo Peggotty.

—¡Qué mal carácter tienes, Peggotty! —contestó mi ma­dre—. Tienes celos de miss Murdstone, unos celos absur­dos. Querrías ser tú quien guardara las llaves y manejara todo, estoy segura. No me sorprendería. Cuando debes estar convencida de que si lo hace es sólo por bondad y con las mejores intenciones del mundo. ¡Lo sabes, Peggotty, lo sa­bes muy bien!

Peggotty murmuró algo como: «Estoy harta de buenas in­tenciones», y también algo como: «Que ya resultaban dema­siadas buenas intenciones».

—Ya sé a qué te refieres —dijo mi madre—; lo com­prendo perfectamente, Peggotty, y sabes que lo sé; no nece­sitas ponerte más roja que el fuego. Pero punto por punto. Y ahora el punto es miss Murdstone, y no tienes escape. No le has oído decir una vez y otra vez que la parece que soy de­masiado niña y demasiado...

—Bonita —sugirió Peggotty.

—Bien —contestó mi madre medio riendo—; si es tan loca para pensar así, ¿acaso tengo yo la culpa?

—Nadie la ha acusado a usted —dijo Peggotty.

—Claro que no —contestó mi madre, ¿No le has oído decir una vez y otra que ella lo único que desea es evitarme trabajos, para los que le parece que no estoy hecha, y que real­mente yo misma no sé si sirvo para ellos? ¿No ves que se está en pie de la mañana a la noche, yendo de un lado a otro, haciéndolo todo y mirando en todas partes, hasta en la car­bonera, todos los sitios nada agradables? Y viendo todo esto, ¿quieres insinuar que no hay una especie de abnegación en ello?

—Yo no insinúo nada —dijo Peggotty.

—Sí lo haces, Peggotty —contestó mi madre—. Nunca haces otra cosa, excepto tu trabajo. Siempre estás insi­nuando. Gozas con ello. Y cuando hablas de las buenas in­tenciones de míster Murdstone...

—Nunca hablo de ellas —dijo Peggotty.

—No, Peggotty —contestó mama—; pero insinúas, que es lo que te decía precisamente ahora. Es tu lado malo. In­sinúas. Hace un momento te he dicho que te comprendía, y ya lo ves. Cuando te refieres a las buenas intenciones de míster Murdstone, pretendiendo despreciarlas (pues dentro de tu corazón realmente no lo sientes), estás tan conven­cida como yo de lo buenas que son, en todo y para todo. Y si te parece que es algo severo con cierta persona (tú com­prendes, y Davy también que no hablo de nadie presente), es únicamente porque está convencido de que es beneficioso para ella. Él, como es natural, quiere mucho a esa persona por cariño a mí y obra únicamente por su bien. Él es más capaz de juzgar que yo, pues demasiado sé que soy una criatura joven, débil y delicada, mientras que él es un hombre firme, serio y grave. Y, además, que se toma —dijo mi madre, con el rostro inundado de lágrimas afectuo­sas—, que se toma muchos trabajos por mí. Yo debo es­tarle muy agradecida y someterme a él aun en mis pensa­mientos; y cuando no lo hago, Peggotty, me lo reprocho, me condeno y hasta dudo de mi corazón, y no se ya que hacer.

Peggotty, con la barba apoyada en el pie de la media, mi­raba al fuego en silencio.

—Vamos, Peggotty —dijo mi madre cambiando de tono—, no nos enfademos, no lo podría soportar. Eres mi única amiga, ya lo sé; no tengo otra en el mundo. Y cuando te llamo criatura ridícula o insoportable, o cualquier otra cosa por el estilo, sólo quiero decirte que eres mi verdadera amiga, que siempre lo has sido, siempre, desde la noche en que míster Copperfield me trajo por primera vez a esta casa y tú saliste a la verja a recibirme.

Peggotty no tardó en responder y ratificar el tratado de amistad dándome su más fuerte abrazo. Pienso que ya en­tonces comprendía yo algo del verdadero sentido de aque­lla conversación; pero ahora estoy seguro de que esa exce­lente criatura la había provocado y sostenido únicamente para dar motivo a mi madre de consolarse contradicién­dola.

Si era ese su designio, fue eficaz, pues recuerdo que mi madre pareció más tranquila durante el resto de la velada, y Peggotty la miraba menos.

Después de tomar el té, cuando se reanimó el fuego y se encendió la luz, leí a Peggotty un capítulo del libro de los cocodrilos, en recuerdo de los antiguos tiempos. Peggotty sacó el libro del bolsillo; no sé si lo tendría allí desde que me marché. Después estuvimos hablando otra vez de Salem House, lo que me llevó a hablar también de Steerforth de nuevo, tema para mí inagotable. Éramos muy dichosos, y aquella noche, la última en su género y destinada a cerrar para siempre un capítulo de mi vida, nunca se borrará de mi memoria.

Eran casi las diez cuando oímos el ruido de las ruedas del coche. Todos nos levantamos precipitadamente, y mi madre nos dijo que, como era muy tarde y a míster y miss Murd­stone les gustaba que los niños se acostasen temprano, lo mejor era que me fuese a la cama. La besé y subí con la luz a mi cuarto antes de que llegaran. Me parecía, en mi infantil imaginación, mientras subía al cuarto en que había estado prisionero, que traían consigo un soplo de aire helado, que se llevaba la felicidad y la intimidad de nuestro cariño lo mismo que una pluma.

A la mañana siguiente estaba muy preocupado con la idea de bajar a desayunar, pues desde el día de la ofensa mortal no había vuelto a ver a míster Murdstone. Sin embargo, no tenía más remedio que hacerlo, y después de bajar dos o tres veces y volverme a meter corriendo en mi alcoba, me decidí y entré en el comedor.

Míster Murdstone estaba de pie ante la chimenea y de es­paldas a ella. Miss Murdstone estaba haciendo el té. Él me miró fijamente al entrar, como si no me conociera.

Después de un momento de confusión y dudas me acer­qué a él diciendo:

—Le pido a usted perdón; estoy muy triste de lo que hice, y espero que me perdone.

—Me alegro de que te disculpes, Davy —me dijo.

La mano que me tendía era la del mordisco, y no pude por menos de lanzar una mirada a la marquita roja; pero no era tan roja como yo me puse al ver después la siniestra expre­sión de su mirada.

—¿Cómo está usted? —dije a miss Murdstone.

—¡Ah, Dios mío! —suspiró ella, alargándome las pinzas del azúcar en lugar de sus dedos—. ¿Cuánto duran las vaca­ciones?

—Un mes, señora.

—¿A contar desde cuándo?

—Desde hoy mismo, señora.

—¡Ah! —exclamó miss Murdstone—, entonces ya es un día menos.

Marcó en un calendario el tiempo que duraban, y cada mañana tachaba un día exactamente de la misma manera.

Lo hacía con tristeza hasta que llegaron a diez; desde en­tonces, el ver dos cifras le hizo recobrar la esperanza, y al fi­nal estaba casi alegre.

Desde el primer momento tuve la desgracia de ponerla (a ella, que no estaba, por lo general, sujeta a esas debilida­des) en un estado de violenta consternación. La cosa fue que entré en la habitación en que estaba con mi madre y el niño. El niño solamente tenía unas semanas. Mi madre tenía el niño en sus rodillas, y yo le cogí con cariño en mis brazos. De pronto miss Murdstone lanzó tal grito de espanto, que estuve a punto de dejarlo caer al suelo.

—Jane, ¿qué tienes? —exclamó mi madre.

—¡Dios mío, Clara! ¿Pero no lo ves? —exclamó miss Murdstone.

—¿Qué es lo que ves, querida? —dijo mi madre—. ¿Dónde?

—¡Que lo ha cogido! ¡Que David tiene al niño!

Estaba lívida de horror; pero se reanimó para precipitarse sobre mí y arrancarme al niño de los brazos. Después se puso mala, tan mala que tuvo que tomar una copa de brandy de Jerez. Desde aquel momento me fue solemnemente prohibido por ella el tocar a mi hermano bajo ningún pre­texto; y mi pobre madre, que yo me daba cuenta no era de su opinión, confirmó dulcemente la orden diciendo:

—Sin duda tienes razón, Jane.

En otra ocasión, estando los tres juntos, también el pobre nene, que me era tan querido a causa de mi mamá, fue la ino­cente causa de la cólera de miss Murdstone. Mi madre había estado mirando los ojos de su niño teniéndole en sus brazos, y después me llamó.

—Ven, Davy —y me miró a los ojos.

Vi que miss Murdstone dejaba la cuenta que engarzaba.

—Realmente —dijo mi madre con dulzura—, son exacta­mente iguales. Deben de ser los míos; creo que son del color de los míos, porque son exactamente iguales.

—¿De quién estás hablando, Clara? —preguntó miss Murdstone.

—Jane —balbució mi madre un poco avergonzada de la dureza del tono con que le preguntaba—. Encuentro que los ojos del nene y los de Davy son absolutamente iguales.

—¡Clara! —dijo miss Murdstone levantándose con có­lera—. ¡Algunas veces parece que estás loca!

—¡Mi querida Jane! —reprochó mi madre.

—Verdaderamente loca —dijo miss Murdstone—. Si no, ¿cómo se te iba a ocurrir el comparar al niño de mi hermano con tu hijo? No se parecen en nada. Son completamente dis­tintos, diferentes en todo, y espero que así seguirá siendo siempre. Me voy de aquí. No quiero seguir oyéndote hacer semejantes comparaciones.

Y diciendo esto, salió majestuosamente, dando un por­tazo.

En una palabra, a miss Murdstone no le caía en gracia, mejor dicho, no le caía a nadie, ni aun a mí mismo, pues los que me querían no podían demostrármelo, y los que no me querían me lo demostraban tan claramente, que me hacían tener la dolorosa conciencia de que era siempre torpe, anti­pático y necio.

Me daba cuenta de que ellos sentían el mismo malestar que me hacían sentir. Si entraba en la habitación donde esta­ban hablando y mi madre parecía contenta, un velo de tristeza cubría su rostro en cuanto me veía. Si míster Murdstone estaba de buen humor, se le cambiaba. Si miss Murdstone es­taba en el suyo, malo de costumbre, se le acrecentaba.

Yo me daba bastante cuenta de que mi madre era siempre la víctima y de que no se atrevía ni a hablarme con cariño, por miedo a que ellos se ofendieran y después le riñesen. Constantemente le preocupaba el miedo a ofenderlos o de que yo los ofendiera, y en cuanto me movía sus miradas in­terrogaban con temor. En vista de ello, resolví separarme de su camino en todo lo posible. ¡Y cuántas horas de invierno he oído sonar la campana de la iglesia, sentado en mi triste habitación, envuelto en mi batín de casa, inclinado sobre un libro!

Por la noche algunas veces iba a sentarme a la cocina con Peggotty. Allí estaba en mi casa, sin miedos y riendo; ¡allí podía ser yo mismo! Pero ninguno de estos dos recur­sos fue aprobado por los hermanos Murdstone. Al sombrío carácter que dominaba allí le molestaba todo, y al parecer todavía creían que era yo necesario para la educación de mi pobre madre y, por lo tanto, no quisieron consentir mi ausencia.

—David —me dijo un día míster Murdstone después de la comida, cuando yo me marchaba como de costumbre—, me apena el observar que seas tan huraño.

—Huraño como un oso —dijo miss Murdstone.

Yo me detuve y bajé la cabeza.

—Y has de saber, David, que esa es una de las peores con­diciones que puede tener nadie.

—Y este chico la tiene de lo más acentuado que he visto nunca —observó su hermana—; es terco y voluntarioso. Supongo, querida Clara, que tú también lo habrás obser­vado.

—Perdóname, Jane —dijo mi madre—; pero ¿estás se­gura (y me dispensarás lo que voy a decirte), estás segura de que entiendes a Davy?

—Me avergonzaría de mí misma, Clara —repuso mi Murdstone—, si no comprendiera a este niño, o a cualquier otro. No presumo de profundidad; pero creo que tengo sentido común.

—Sin duda, mi querida Jane; tu inteligencia es grande.

—¡Oh no, querida! Te ruego que no digas eso, Clara— dijo miss Murdstone con cólera.

—Pero si estoy segura de ello —repuso mi madre—; todo el mundo lo sabe, y yo misma me aprovecho de ella a todas horas; así que nadie puede estar más convencida, y cuando estás delante sólo hablo con terror, te lo aseguro, mi querida Jane.

—Bien; supongamos que yo no entiendo al chico, Clara —repuso miss Murdstone, arreglándose las cadenas que adornaban sus puños—. De acuerdo, si te parece, en que no lo comprendo. Es demasiado profundo para mí; pero quizá la inteligencia penetrante de mi hermano haya sido capaz de formarse alguna idea del carácter del niño, y creo que estaba hablando de ello cuando nosotras, muy descortésmente, le hemos interrumpido.

—Creo, Clara —dijo mister Murdstone en voz baja grave—, que en este asunto puede haber jueces mejor y más desapasionados que tú.

—Edward —replicó mi madre tímidamente—, tú en todas las cuestiones juzgas mejor que yo, y tu hermana también; solamente decía...

—Solamente decías algo inútil a irrefexivo —repuso él—. Trata de no volver a hacerlo, querida Clara, y de dominate mejor.

Los labios de mi madre se movieron como si contestaran «Sí, mi querido Edward»; pero no llegaron a pronunciar palabra.

—Me apena, David, el observar —repitió mister Murdstone, volviéndose hacia mí— que seas tan huraño. Yo no puedo consentir que un carácter así se desarrolle delante de mis ojos sin hacer un esfuerzo para corregirlo. Trata, por lo tanto, de cambiar, si no quieres que tratemos nosotros de cambiarte.

—Dispénseme usted, mister Murdstone; pero le aseguro que ni por un momento he tenido la intención de ser, desde mi llegada, como usted dice.

—No te refugies en la mentira —me contestó tan irritado, que vi a mi madre extender involuntariamente su mano como interponiéndose—. Tu mal humor te ha hecho retirarte a tu habitación, y allí te has pasado horas enteras, cuando debías haber estado aquí. Ya sabes de una vez para siempre, te lo ordeno, que tienes que estar aquí. Además, exijo que seas obediente en todo. Ya me conoces, David; cuando quiero una cosa, esa cosa ha de hacerse.

Miss Murdstone lanzó un suspiro de satisfacción.

—Y además exijo respeto y prontitud en obedecerme, y lo mismo respecto a mi hermana y respecto a tu madre. No quiero que un chiquillo huya de nuestro lado como si hu­biera peste. Siéntate.

Me hablaba como a un perro, y yo le obedecía como un perro.

—Además, otra cosa —prosiguió—. He observado que te atraen las compañías vulgares. No quiero que te juntes con los sirvientes. La cocina no mejorará en nada tus defectos. De la mujer que te sostiene allí no digo nada; hasta tú, Clara —dijo dirigiéndose a mi madre en voz más baja—,tienes una debilidad por ella, formada por antiguas costumbres e ideas que todavía no has abandonado.

—¡La más incomprensible de las aberraciones!—ex­clamó miss Jane.

—Solamente digo —resumió él, dirigiéndose a mí de nuevo— que desapruebo tu afición a la compañía de Peg­gotty y que debes desistir de ella. Ahora, David, creo que me has comprendido y que sabes las consecuencias si no me obe­deces al pie de la letra.

Lo sabía, ¡vaya si lo sabía!, mejor quizá de lo que él pen­saba, sobre todo en lo que se refería a mi madre, y le obedecí al pie de la letra. No volví a quedarme solo en mi habitación, ni a buscar consuelo en Peggotty; permanecía sentado triste­mente con ellos un día tras otro, deseando que llegara la no­che para irme a la cama.

¡Qué cruel tortura era para mí estar allí sentado en la misma actitud horas y horas, sin atreverme a mover un brazo ni una pierna, para que miss Murdstone no pudiera quejarse, como lo hacía con cualquier pretexto, de mi movilidad, y tampoco me atrevía a levantar la vista, por temor de encon­trarme con alguna mirada de desagrado o escudriñadora que buscase en mis ojos nuevas causas de queja! ¡Qué intolera­ble aburrimiento era el estar sentado escuchando el tictac del reloj y viendo cómo miss Murdstone engarzaba sus cuentas de metal, pensando en si llegaría a casarse, y en ese caso la suerte de su desdichado marido; dedicado a contar las mol­duras de la chimenea o a pasear la vista por el techo o por los dibujos del papel de la pared!

¡Qué paseos he dado con la imaginación, solo en medio del frío, por caminos de barro, llevando sobre mis hombros el gabinete entero, con miss Murdstone y todo, monstruosa carga que me obligaban a llevar, horrible pesadilla de la que me era imposible despertar, peso terrible que aplastaba mi inteligencia y me embrutecía!

¡Qué de comidas en un silencio embarazoso, siempre sintiendo que allí había un cubierto de sobra, que era el mío; un apetito de más, que era el mío; un plato y una silla de más, que eran los míos, y una persona que estorbaba, y que era yo!

¡Qué veladas, cuando traían luces y me obligaban a que hiciera algo! Yo no me atrevía a coger algún libro divertido, y meditaba sobre algún indigesto tratado de aritmética, en el que las tablas de pesos y medidas se transformaban en can­ciones como Rule Britannia o Away Malancholy, y las lecciones se negaban a dejarse estudiar, y todo pasaba a través de mi desdichada cabeza, entrándome por un oído y salién­dome por otro.

¡Qué de bostezos he dejado escapar a pesar de todo mi cuidado! ¡Qué estremecimientos para arrojar el sueño que se apoderaba de mí! Si por casualidad se me ocurría decir algo, nadie me contestaba. Era un cero a la izquierda, al que nadie hace caso, y que, sin embargo, estorba a todo el mundo. Y con qué descanso oía a miss Murdstone enviarme a la cama cuando daban las nueve.

Así pasaron mis vacaciones hasta que llegó la mañana de mi marcha y miss Murdstone me dijo: «Hoy es el último día», y me dio la taza de té de despedida.

No me entristecía el marcharme. Había caído en un es­tado de embrutecimiento del que sólo salía pensando en Steerforth, a pesar de que detrás de él veía a mister Creakle. De nuevo Barkis apareció en la verja, y de nuevo miss Murdstone dijo con voz severa: «¡Clara!», cuando mi madre se inclinaba a besarme.

La besé y también a mi hermanito. Y al besarlos sí que sentí tristeza; pero no por marcharme; el abismo abierto en­tre nosotros continuaba y la separación era diaria. Y lo que todavía vive en mi espíritu como si fuera ayer no es el abrazo que me dio, a pesar de lo ferviente que era, sino lo que si­guió al abrazo aquel.

Estaba ya en el carro, cuando le oí llamarme. Miré y es­taba sola en medio del camino, levantando a su niño en los brazos para que yo le viera. Hacía frío, pero era un frío he­lado, y ni un solo cabello ni un pliegue de su ropa se movía, mientras que me miraba intensamente, levantando en sus brazos al pequeño para que yo le viera.

¡Y así la perdí! Así la vi después en mis largos ensueños de colegial, silenciosa y presente al lado de mi lecho, mirán­dome con la misma intensidad de entonces, levantando a su nene para que yo le viera.

CAPÍTULO IX. UN CUMPLEAÑOS MEMORABLE

Paso en silencio todo lo sucedido en la escuela desde mi llegada hasta el día de mi cumpleaños, que era en marzo. Lo único que recuerdo de entonces es que admirábamos a Steer­forth más que nunca. Pensaba salir ya del colegio a finales del semestre o antes, y cada vez me parecía más espiritual y más independiente, y también más amable. Pero aparte de esto, no me viene a la imaginación otra cosa.

El inmenso recuerdo que ha marcado aquella época pa­rece haberlo absorbido todo para subsistir único.

¡Me cuesta trabajo creer que hubiesen transcurrido dos meses entre mi vuelta a Salem House y el día de mi cumple­años! Si lo creo es porque lo sé; de otro modo estaría con­vencido de que no había pasado apenas tiempo entre una cosa y otra.

Recuerdo perfectamente el día, con la niebla que rodeaba todo y la escarcha que cubría los árboles, y siento mis cabe­llos húmedos pegarse a mis mejillas, y veo la perspectiva de la clase, los faroles opacos alumbrando la mañana brumosa, y el humear del aliento de los niños en el ambiente frío, mientras soplan sus dedos y golpean el suelo con los pies.

Fue después del desayuno. Acabábamos de subir del re­creo cuando míster Sharp apareció y me dijo:

—David Copperfield, le están esperando en el salón.

Pensé en algún regalo de Peggotty, y se me iluminó la cara al oír esta orden. Al salir de la clase, algunos de los chi­cos me dijeron que no les olvidase para las golosinas. Y salí de mi sitio presuroso.

—No se apresure, Davy —me dijo míster Sharp—. Tiene tiempo de sobra; no corra usted, hijo mío.

Si lo hubiese pensado me habría sorprendido su tono cari­ñoso. Pero no me di cuenta hasta mucho después. Me dirigí corriendo al salón. Encontré a míster Creakle sentado ante su desayuno, con el bastón y un periódico en la mano, y a mistress Creakle con una carta abierta. Pero carta de envío no había ninguna.

—David Copperfield —me dijo mistress Creakle, lleván­dome a un sofá y sentándose a mi lado—: tengo que hablarle de algo muy personal; he de darle una noticia, hijo mío.

Míster Creakle, a quien miré, como era natural, bajó la cabeza y ahogó un suspiro con un enorme pedazo de pan un­tado de manteca.

—Eres demasiado pequeño para saber cómo cambian las cosas todos los días, Davy —me dijo mistress Creakle— y cómo aparecen y se van los seres. Pero todos tenemos que aprenderlo, hijo mío: algunos, de muy jóvenes; otros, cuando son viejos, y otros, a todas horas.

La miré gravemente.

—Cuando volviste aquí, después de las vacaciones —continuó mistress Creakle, después de un momento de si­lencio—, ¿todos los de tu casa estaban bien? —y después de otra pausa—: ¿Tu madre estaba bien?

Sin saber por qué temblé y continué mirándola grave­mente, sin fuerzas para contestar nada.

—Porque —continuó— siento mucho tenerte que decir que he recibido noticias en las que se me informa que ahora está bastante mala.

Una especie de niebla se levantó entre mistress Creakle y yo, y su figura se movió en ella un momento. Después sentí que lá­grimas ardientes corrían por mi rostro, y volví a verla bien.

—Está enferma de mucha gravedad —añadió.

Ya lo sabía todo.

—Ha muerto.

No era necesario decírmelo. Ya había lanzado un grito, y me sentía huérfano en el mundo vacío.

Mistress Creakle fue muy buena conmigo. Me retuvo a su lado todo el día y me dejaba solo algunos ratos; yo lloraba, y después me dormía de cansancio y me volvía a despertar llo­rando. Cuando ya no podía llorar empecé a meditar; pero el peso de mi pena me ahogaba y no tenía consuelo. Y eso que todavía no me daba cuenta totalmente de la desgracia. Pen­saba en nuestra casa cerrada y silenciosa. Pensaba en mi her­manito, de quien mistress Creakle me había dicho que iba debilitándose desde hacía ya tiempo y temían que también se muriese. Pensaba en el sepulcro de mi padre y en el ce­menterio, tan cerca de casa, y veía a mi madre tendida allí, debajo de los árboles, que tan bien conocía. Cuando me en­contré solo me subí en una silla y me miré al espejo, para ver cómo estaban de encarnados mis ojos y de triste mi ros­tro. Después, cuando hubieron pasado algunas horas, pen­saba si mis lágrimas se habrían terminado para siempre y ya no lloraría cuando volviera a casa, pues me llamaban para asistir al funeral. Al mismo tiempo pensaba que tenía que demostrar cierta dignidad ante mis compañeros, de acuerdo con la importancia de mi pena.

Si algún niño ha sentido una pena sincera, era yo; sin em­bargo, recuerdo que la importancia de mi desgracia me cau­saba cierta satisfacción mientras me paseaba por el patio mientras los otros niños continuaban en clase. Cuando les veía asomarse furtivamente a las ventanas, sentía una espe­cie de orgullo, y andaba más despacio y más triste, y cuando terminó la clase y se acercaron a hablarme estaba satisfecho de mí mismo por no ser orgulloso con ellos y acogerlos exactamente como antes.

Debía partir al día siguiente por la noche; pero no en la diligencia, sino en un coche llamado El Labrador», que es­taba destinado principalmente para los campesinos que ha­cían sólo pequeñas distancias. Aquella noche no contamos historias, y Traddles se empeñó en dejarme su almohada. No sé qué bien pensaría hacerme con aquello, pues yo tenía una; pero era todo lo que podia darme el pobre, excepto un papel lleno de esqueletos que me entregó al partir como consuelo de mis penas y para que contribuyera a la paz de mi espíritu.

Dejé Salem House al día siguiente por la tarde. ¡Qué poco me imaginaba que era para no volver nunca! Viajamos muy despacio por la noche y llegamos a Yarmouth a las nueve o las diez de la mañana. Miré, buscando a Barkis; pero no le encontré. En su lugar estaba un hombrecito grueso y de as­pecto jovial, vestido de negro, con unos lacitos en las rodi­llas de sus pantalones cortos, medias negras y sombrero de ala ancha. Se acercó a la ventanilla del coche y dijo:

—¿Mister Copperfield?

—Sí, señor.

—¿Quiere usted hacer el favor de venirse conmigo —dijo abriendo la portezuela— y tendré el gusto de llevarle a su casa?

Me agarré de su mano preguntándome quién sería, y lle­gamos por una calle estrecha delante de una tienda en cuya fachada se leía: «Omer, tapicero, sastre, novedades, funera­ria, etc.». Era una tienda ahogada y pequeñita, llena de toda clase de vestidos, hechos y sin hacer, con un escaparate re­pleto de sombreros y cofias. Pasamos a otra habitación que había detrás de la tienda, donde se encontraban tres mucha­chas cosiendo ropa negra, color del que estaba también cu­bierta la mesa; asimismo el suelo estaba lleno de trocitos pe­queños. Había un buen fuego en la habitación y olía mucho a crespón tostado. Yo no conocía aquel olor hasta entonces; pero ahora lo reconocería siempre.

Las tres muchachas, que parecían trabajadoras y alegres, levantaron la cabeza para mirarme y después siguieron su trabajo: cosían, cosían, cosían; al mismo tiempo, de un taller que había al otro lado del patio llegaba un martillar monó­tono: rat—tat—tat, rat—tat—tat, rat—tat—tat.

—Bien —dijo mi guía a una de las tres muchachas—. ¿Cómo va eso Minnie?

—Terminaremos a tiempo —replicó alegremente y sin le­vantar la vista—; descuide, papá.

Míster Omer se quitó el sombrero, se sentó y resopló. Es­taba tan grueso, que se vio obligado a resoplar muchas veces antes de poder decir:

—Está bien.

—Padre —dijo Minnie riéndose—, ¡está usted engor­dando como un cerdo!

—Tienes razón, querida. No comprendo el porqué —dijo reflexionando—; pero es así.

—Es que es usted un hombre muy tranquilo —dijo Min­nie— y que toma las cosas con calma.

—¿Y para qué tomarlas de otro modo, querida? —dijo míster Omer.

—No, naturalmente —replicó su hija—. Aquí todos so­mos alegres, gracias a Dios. ¿Verdad, papá?

—Así lo creo —dijo míster Omer—. Ahora que he des­cansado voy a tomar medida a este niño. ¿Quiere hacer el favor de pasar a la tienda, míster Copperfield?

Precedí a míster Omer, quien después de enseñarme una pieza de tela, que me dijo era extrafina y demasiado buena, no siendo para luto de parientes muy cercanos, me tomó medida y lo escribió en un libro. Mientras escribía me hacía observar todos los objetos que llenaban su tienda; fijarme en ciertas mo­das que acababan de llegar y en otras que acababan de pasar.

—Estas cosas son las que nos hacen perder dinero —dijo míster Omer—; pero las modas son como los hombres, lle­gan nadie sabe por qué, cuándo ni cómo, y se marchan lo mismo; todo es igual en la vida, según mi opinión, si se mira desde un punto de vista.

Estaba demasiado triste para discutirle la cuestión; ade­más, es posible que en cualquier circunstancia hubiera estado fuera de mi alcance. Luego míster Omer me llevó al gabi­nete, respirando con dificultad en el camino, y asomándose a una escalerita llamó:

—¡Traigan el té con pan y manteca!

Al cabo de un momento, durante el cual yo había estado mirando a mi alrededor y pensando y escuchando el ruido de las agujas en la habitación y el del martillo al otro lado del patio, apareció el té, que era para mí.

—Hace mucho tiempo que le conozco —me dijo Omer, después de mirarme unos minutos, durante los cuales yo no había hecho honor al desayuno, pues los crespones negros me quitaban el apetito— Hace mucho tiempo que te co­nozco, amiguito.

—¿De verdad?

—Toda la vida, puedo decirlo; antes que a ti ya conocía a tu padre; era un hombre que medía cinco pies y nueve pul­gadas, y su tumba tiene veinticinco pies de larga. (Rat—tat­tat, rat—tat—tat, rat—tat—tat, se oía por el patio.) Su tumba tiene veinticinco pies de terreno, ni una pulgada menos —dijo míster Omer alegremente— He olvidado si fue ella o él quien lo quiso.

—¿Sabe usted cómo está mi hermanito, caballero? —pre­gunté.

Míster Omer sacudió la cabeza.

Rat—tat—tat, rat—tat—tat, rat—tat—tat.

—Está en los brazos de su madre —dijo.

—¡Oh! ¿Ha muerto el pobrecito?

—No te entristezcas más de lo debido. Sí; el niño ha muerto.

Al oír esto, todas mis heridas se abrieron. Dejé el des­ayuno, que apenas había tocado, y fui a ocultar mi cabeza encima de una mesa que había en un rincón. Minnie quitó al momento lo que había allí encima, no lo fuera a manchar con mis lágrimas. Era una muchacha buena y bonita, que me retiró el pelo de los ojos con dulzura; pero ¡estaba tan alegre de haber terminado su trabajo a tiempo y yo estaba tan triste!

El ruido del martillo cesó, y un muchacho de aspecto sim­pático atravesó el patio y entró en la habitación. Llevaba un martillo en la mano y la boca llena de clavitos, que tuvo que sacarse para poder hablar.

—Y bien, Joram, ¿cómo va eso? —dijo míster Omer.

—Muy bien. Ya está terminado —dijo Joram.

Minnie se ruborizó un poco y las otras muchachas se son­rieron una a otra.

—Entonces has trabajado mucho. Anoche, mientras yo estaba en el Club, ¡hay que ver! —dijo míster Omer gui­ñando un ojo.

—Sí —dijo Joram—; como me había prometido usted que si lo terminaba podríamos hacer esa pequeña excursión juntos Minnie y yo... con usted.

—¡Oh! Creía que ibais a olvidarme —dijo míster Omer riendo.

—Como me había prometido eso —contestó el joven ­he hecho todo lo posible. ¿Quiere venir a verlo y darme su opinión?

—Sí —dijo míster Omer levantándose—. Querido —dijo volviéndose hacia mí—, ¿te gustaría ver ..?

—No, padre —interrumpió Minnie.

—Pensaba que podía gustarle, querida —dijo míster Omer—; pero quizá tienes razón.

No puedo decir por qué; pero sabía que lo que iban a ver era el féretro de mi querida madre. Nunca había oído contar cómo se hacían, ni había visto uno; pero se me ocurrió mien­tras oía los martillazos, y cuando entró el muchacho estoy seguro de que ya sabía lo que estaba haciendo.

Cuanto terminaron el trabajo, las dos muchachas, cuyos nombres no había oído, se cepillaron y arreglaron un poco y entraron en la tienda para ponerla en orden y esperar a la parroquia. Minnie continuó allí doblando lo hecho y colo­cándolo en dos cestas. Lo hacía arrodillada, murmurando entretanto una canción ligera. Joram, que sin duda era su enamorado, entró de puntillas y le robó un beso sin preocu­parse de mi presencia. Después le dijo que su padre había ido a buscar el coche y que él iba a prepararse en un mo­mento. Se fue; ella se guardó el dedal y las tijeras en el bol­sillo, prendió cuidadosamente en su pecho una aguja enhe­brada con hilo negro y se arregló con coquetería ante un espejito que había detrás de la puerta, en el que vi reflejarse su rostro satisfecho.

Yo lo observaba todo sentado en una esquina de la mesa, con la cabeza apoyada en mis manos, y mis pensamientos versaban sobre las cosas más dispares. El coche llegó pronto, y lo primero que colocaron en él fue las dos cestas; después me metieron a mí, y ellos tres me siguieron. Re­cuerdo que era una especie de carro como los que utilizan para llevar pianos. Estaba pintado de un color oscuro y lo arrastraba un caballo negro con la cola muy larga. Había si­tio de sobra para todos nosotros.

Ahora me parece que nunca he experimentado un senti­miento más extraño en mi vida (quizá es que ya soy viejo) que el que sentía entonces observando lo contenta que estaba aquella gente después del trabajo que habían terminado. No estaba enfadado con ellos, pero me producían una especie de miedo, como si fueran seres de otra casta que no tuvieran nada en común conmigo. Estaban muy alegres. El anciano, sentado delante, conducía, y los dos jóvenes, cuando él les hablaba, se inclinaba cada uno por un lado de su alegre rostro prestándole mucha atención. También hubieran querido hablar conmigo; pero yo continuaba de espaldas en mi rincón; me molestaba su alegría y su amor, aunque no eran demasiado ruidosos, y casi me admiraba de que Dios no castigara su dureza de corazón.

Cuando se detuvieron para dar pienso al caballo, también comieron y bebieron alegremente ellos; yo no pude tocar nada de lo que me ofrecían, y cuando ya estuvimos cerca de mi casa me bajé apresuradamente del coche por detrás, para no llegar en semejante compañía ante aquellas ventanas que ahora me parecían ciegas como ojo,,, cerrados y antes luminosos.

¿Cómo podía haber dudado de que me volvieran las lágri­mas al mirar la ventana del cuarto de mi madre, y a su lado aquella otra que en mejores tiempos había sido mía?

Antes de llegar a la puerta ya estaba en brazos de Peg­gotty. Su pena estalló al verme, pero se dominó. Hablaba en un susurro, y andaba suavemente, como si temiera molestar a los muertos. No se había acostado hacía mucho tiempo, y aún seguía en vela por las noches, pues mientras estuviera su niña querida en la casa decía que no era capaz de abando­narla.

Míster Murdstone ni siquiera se percató de mi llegada cuando entré en la habitación en la que estaba sentado al lado del fuego, llorando en silencio. Miss Murdstone, muy ocupada en su escritorio, que tenía cubierto de cartas y pa­peles, me tendió la punta de sus dedos, preguntándome en tono glacial si me habían tomado medida para el luto.

—Sí —le dije.

—Y tu ropa —dijo—, ¿la has traído?

—Sí, señora; lo he traído todo.

Este fue el único consuelo que su firmeza me administró. Estoy seguro de que sentía un verdadero placer en exhibir, en aquella ocasión, lo que ella llamaba su presencia de espí­ritu y su firmeza y su fuerza de voluntad y su sentido co­mún y todo el diabólico catálogo de sus antipáticas cualida­des. Estaba particularmente orgullosa de su disposición para los negocios, y ahora lo demostraba reduciéndolo todo a pluma y tinta, y sin dejarse conmover por nada. El resto del día, y desde la mañana a la noche de los que siguieron, estuvo en su pupitre sin dejar de escribir con una pluma dura, hablando en el mismo tono imperturbable a todo el mundo, y sin que un solo músculo de su cara se inmutara, una suavidad en su tono de voz apareciera, ni un átomo de su indumento se desarreglara.

Su hermano a veces cogía un libro; pero estoy conven­cido de que no lo leía. Lo abría y miraba las letras como si lo leyera; pero permanecía durante horas enteras sin volver una hoja; después lo dejaba y se paseaba de arriba abajo por la habitación. Yo permanecía sentado con las manos cruzadas, mirándole y contando sus pasos hora tras hora.

Muy rara vez hablaba a su hermana, y a mí nunca. Era lo único que se movía (él y el reloj) en la absoluta inmovilidad de la casa.

En aquellos días, antes del funeral, vi muy poco a Peg­gotty, excepto cuando subía al otro piso, que me la encon­traba en la habitación donde mamá y su nene reposaban, y por las noches, que venía a mi cuarto y se sentaba allí hasta que me dormía. Un día o dos antes del funeral (presumo que era un día o dos antes, pero creo que los días se confundían en mi memoria en aquella triste época, cuando nada mar­caba el progreso del tiempo) me hizo entrar con ella en la habitación en que estaba mi madre, y ahora sólo recuerdo que bajo un lienzo blanco que cubría su lecho, de una blan­cura deslumbrante, como todo lo que le rodeaba, parecía es­tar allí tendido y personificado el solemne silencio que rei­naba en la casa, y sé que cuando Peggotty quiso levantar suavemente aquel lienzo yo grité: «¡Oh, no, no!», dete­niendo su mano.

Si el entierro hubiera sido ayer, no lo recordaría mejor. El aspecto solemne del salón cuando entré; lo brillante del fuego, el vino que brillaba en las jarras, la forma de los va­sos, de los platos; el dulce perfume del bizcocho, el olor de la ropa de miss Murdstone y de nuestros trajes de luto.

Allí estaba míster Chillip y se acercó a hablarme.

—¿Cómo estás, Davy? —me dijo con bondad.

Yo no podía contestarle que muy bien y le alargué mi mano, que retuvo entre las suyas.

—¡Pobrecillo! —me dijo sonriendo dulcemente y con los ojos húmedos— Nuestros amiguitos crecen a nuestro alre­dedor; pronto no los reconoceremos. ¿Verdad, señora? —dijo dirigiéndose a miss Murdstone, que no le contestó.

—Y a lo que parece aprovechamos el tiempo, ¿no es así, señora? —insistió míster Chillip.

Miss Murdstone sólo le contestó con un frío saludo, y míster Chillip, desconcertado, se fue a un rincón, lleván­dome consigo y sin volver a desplegar los labios.

Observo esto porque lo observo todo; pero no me interesa lo más mínimo desde que he vuelto a casa. Ahora las campa­nas empiezan a sonar, y míster Omer, con otros empleados, empieza a prepararlo todo, todo, como cuando hacía mucho tiempo (Peggotty me lo había contado) se llevaron a mi pa­dre a aquella misma tumba, después de prepararle en la misma habitación.

Somos pocos: nada más míster Murdstone, nuestro ve­cino Graypper, míster Chillip y yo. Cuando llegamos a la puerta los de la funeraria están ya con su carga en el jardín y van delante de nosotros por el sendero, debajo de los árbo­les. Pasan la verja y entran en el cementerio, donde tan a me­nudo he oído cantar a los pájaros en las mañanas de verano.

Rodeamos la tumba. El día me parece distinto de todos los demás días y la luz de otro color, de un color más triste, y hay allí un silencio solemne, que a mí me parece que lo hemos traído de casa con el féretro; y mientras estamos de pie, descubiertos, oigo la voz del clérigo, resonando remota en el aire libre, que dice claramente: «Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor». Oigo sollozos, y apartada entre los curiosos veo a la buena y fiel criada, la persona para mí más querida de todos los que quedan en la tierra y a la que en mi infantil corazón estoy seguro de que Dios dirá un día: « Has hecho bien»

Hay muchos rostros conocidos entre la gente aquella, ros­tros que recordaba de la iglesia cuando sicmpre miraba alre­dedor, rostros que habían sido los primeros en ver a mi ma­dre cuando llegó a la aldea en todo el esplendor de su joven belleza. No me ocupo de ellos; sólo pienso en mi pena, y, sin embargo, veo y reconozco a todos; hasta allá en el fondo, muy lejos, veo a Minnie lanzando miradas a su enamorado, que está cerca de mí.

Todo ha terminado, y volvemos a casa, que se alza ante nosotros tan bonita como siempre, no ha cambiado; pero está tan unida en mi pensamiento con la idea de lo que ya no existe, que toda mi pena no es nada en comparación a lo que siento ahora. Míster Chillip me lleva, me habla y me hace beber un poco de agua, y cuando le pido permiso para reti­rarme se despide de mí con dulzura de mujer.

Todo esto, lo repito, es para mí como si hubiera sucedido ayer. Sucesos de fecha más reciente han huido de mi pensa­miento, y he olvidado cosas que más tarde quizá reaparece­rán; pero esto continúa inmóvil ante mí como una gran roca en el océano.

Sabía que Peggotty vendría a buscarme. La quietud del momento (el día debía de ser domingo, pero lo he olvidado) nos era favorable. Se sentó a mi lado, encima de mi cama, y cogiendo mi mano, que de vez en cuando llevaba a sus la­bios y a veces acariciaba con las suyas como hubiera podido hacer para consolar a mi hermanito, me contó a su manera todo lo que tenía que contarme concerniente a los últimos sucesos.

—Desde hacía mucho tiempo no estaba nunca bien —dijo Peggotty—; su espíritu estaba atormentado y no era feliz. Cuando nació su niño pensé que eso le curaría; pero, por el contrario, estaba cada vez más triste. Antes del nacimiento de su hijo le gustaba quedarse sola y llorar; pero después se acostumbró a cantarle, y lo hacía con una voz tan dulce, que más de una vez, al escucharla. pensaba que era como una voz en el aire que subía hacia el cielo. Cada vez se volvía más tímida y más asustadiza, y al final una palabra dura era como un golpe para ella; pero conmigo siempre fue la misma. ¡Nunca cambió con su loca Peggotty la dulce niña!

Aquí Peggotty se detuvo y acarició dulcemente mi mano durante un momento.

—La última vez que la he visto como en sus buenos tiem­pos fue la tarde de tu llegada, hijo mío. El día de tu partida me dijo: «Nunca volveré a ver a mi niño querido; algo me lo asegura, y es la verdad, lo sé». Hacía lo posible por soste­nerse, y en muchas ocasiones, cuando le reprochaban su aturdimiento y su carácter ligero, hacía como que lo creía; pero ya hacía tiempo que aquello había pasado. Nunca le ha­bía dicho a su marido lo que me había dicho a mí; le asus­taba hablar de ello; por fin, una noche, una semana antes, le dijo: «Querido, creo que me muero». « Ahora tengo el espí­ritu en reposo, Peggotty —me dijo al acostarla aquella no­che—. El pobre hombre se irá haciendo a la idea durante va­rios días y después se le pasará pronto. Estoy tan cansada; si es sueño, siéntate a mi lado mientras duermo, no me dejes. ¡Que Dios bendiga a mis dos niños y proteja y conserve a mi niño sin padre! » Después ya no la abandoné un momento —siguió Peggotty—. Ella hablaba a menudo con ellos dos, porque los quería: no podía vivir sin amar a los que la rodea­ban; pero cuando la dejaban sola siempre se volvía hacia mí, como si sólo encontrara reposo donde Peggotty estaba, y nunca se dormía de otro modo. La última noche, por la tarde, me besó y me dijo: « Si mi nene muriera también, Peggotty, te ruego que le pongas en mis brazos y nos entierren jun­tos». Y es lo que se ha hecho, porque el pobre angelito sólo vivió un día más que ella. « Que mi querido Davy nos acom­pañe al lugar de reposo —dijo—, y dile que su madre, en el lecho de muerte, lo ha bendecido y no una vez, mil veces.»

Otro silencio siguió —a esto, y de nuevo Peggotty acarició dulcemente mi mano.

—Estaba ya muy adelantada la noche —prosiguió­cuando pidió de beber, y después me dirigió una sonrisa tan dulce, ¡estaba tan hermosa!... Amanecía, y el sol se levan­taba cuando me dijo lo cariñoso y bueno que mister Copperfield había sido siempre para ella, y tu paciente que era, y cómo le decía, cuando dudaba de sí misma, que un corazón amante valía más que la sabiduría y que él era el hombre más feliz a su lado... « Peggotty, querida mía —dijo des­pués—, acércate más (estaba muy débil), pasa tu brazo por mi cuello y vuélveme hacia ti; tu rostro parece que se aleja y quiero verlo cerca.» Hice lo que pedía, y, ¡oh Davy!, se cum­plía lo que yo había dicho una vez. Apoyó su dulce cabecita en el brazo de esta necia Peggotty. Y murió como un niño que se duerme.

Así terminó el relato de Peggotty. Desde el momento en que supe la muerte de mi madre, la idea de lo que había sido últimamente desapareció por completo para mí, y desde aquel instante la recuerdo como la madre joven de mis pri­meros años, la que enrollaba sus bucles en los dedos y bai­laba conmigo por la noche en la sala. Lo que Peggotty me contaba, en lugar de recordarme el último período, confir­maba en mi espíritu la primera imagen; podrá ser extraño, pero es la verdad. En un instante había vuelto a mis ojos su tranquila juventud, borrando todo el resto.

La madre que descansaba en la tumba era la madre de mis primeros años, y la criaturita que tenía en sus brazos era yo como estaba en mi infancia, sólo que ahora me estrechaba ya en ellos para siempre.

CAPÍTULO X. EMPIEZAN DESCUIDÁNDOME, Y LUEGO ME COLOCAN

El primer acto de autoridad de miss Murdstone cuando pasó el día solemne y se abrieron de nuevo las ventanas fue decirle a Peggotty que en el plazo de un mes tenía que mar­charse. Por mucho que a Peggotty le hubiera molestado tener que soportarlos, estoy seguro de que lo hubiera hecho por cariño hacia mí, prefiriendo aquella casa a la mejor del mundo. Ella me lo contó, y los dos nos lamentamos de todo corazón.

Respecto a mí, ni decían una palabra ni daban el menor paso. Yo creo que su mayor felicidad hubiera sido poderme despedir también con otro mes de plazo. Un día me atreví a preguntar a miss Murdstone cuándo iba a volver a Salem House; pero me contestó muy secamente que era probable que no volviera nunca. Mi porvenir me preocupaba mucho y a Peggotty también.

Mi situación había cambiado por completo, y aunque me libraba de muchas molestias, si hubiera sido capaz de apre­ciarlo seriamente me habría preocupado mucho sobre mi porvenir. La tiranía que habían ejercido sobre mí había desa­parecido por completo; lo único que deseaban era no te­nerme ante su vista; tan es así, que en varias ocasiones, cuando acababa de sentarme con ellos, miss Murdstone, frunciendo el ceño, me hacía señas para que me marchase. Ya no les preocupaba el que estuviera siempre con Peggotty; con tal de que no los molestase les importaba poco dónde pudiera estar. Al principio me asustaba la idea de que míster Murdstone volviera a tomar en su mano mis lecciones o que su hermana, en su abnegación, se dedicara a ello; pero pronto me percaté de que aquellos temores eran vanos y que todo se reduciría a verme abandonado.

No recuerdo si aquel descubrimiento me causó mucha pena. Estaba todavía en el dolor de la muerte de mi madre y en un estado de ánimo en que todo me daba lo mismo. Lo que sí recuerdo es que algunas veces pensaba en la posibili­dad de que no se ocuparan de instruirme, y pensaba que en­tonces sería un ser inútil, predestinado a pasarse la vida va­gando de una aldea a otra. También recuerdo que, pensando en aquello, me preguntaba si no sería mejor marcharme como el héroe de una historia para buscar fortuna; pero estas eran visiones transitorias, sueños que hacía despierto, som­bras que veía débilmente dibujadas o escritas en la pared de mi habitación y que después se desvanecían dejando la pa­red vacía.

—Peggotty —dije una noche en tono pensativo, mientras me calentaba las manos en el fuego de la cocina—, míster Murdstone me quiere cada vez menos; nunca me ha querido mucho, Peggotty; pero ahora, si pudiera, le gustaría no vol­ver a verme.

—Quizá sea a causa de su pena —dijo Peggotty, acari­ciándome los cabellos.

—No, Peggotty, estoy seguro. Yo también estoy triste. Si pudiera creer que era tristeza no pensaría en ello; pero no es eso, no, no es eso.

—¿Y cómo sabes que no es eso? —dijo Peggotty después de un silencio.

—¡Oh!, la tristeza es otra cosa muy distinta. Ahora, por ejemplo, está triste sentado ante la chimenea con su her­mana; pero si entro yo, Peggotty, cambia completamente.

—¿Por qué? —dijo Peggotty.

—Porque se encoleriza —le contesté imitando involunta­riamente su ceño— Si estuviera solamente triste, no me mi­raría como me mira. Yo, que sólo estoy triste, tengo más an­sia que nunca de cariño.

Peggotty no dijo nada en un rato, y yo me calenté las ma­nos también en silencio.

—Davy —dijo por último.

—¿Qué, Peggotty?

—He tratado, querido mío, he tratado por todos los me­dios de encontrar colocación aquí en Bloonderstone; pero no la he encontrado, hijo mío.

—¿Y qué piensas hacer, Peggotty? —dije tristemente—. ¿Dónde piensas ir a buscar fortuna?

—Creo que me veré obligada a irme a Yarmouth para vi­vir allí.

—Podías ir un poco más lejos —dije, medio en broma—, y sería perderte para siempre. Pero allí podré verte a me­nudo, mi querida Peggotty; aquello no es del todo el fin del mundo.

—Al contrario, gracias a Dios. Mientras estés aquí, que­rido mío, yo vendré por lo menos a verte una vez por se­mana.

Esta promesa me quitó un gran peso de encima; pero no era todo, pues Peggotty continuó:

—Lo primero, Davy, voy a ir a casa de mi hermano a pa­sar quince días, el tiempo necesario para tranquilizarme y reponerme un poco, y ahora estoy pensando que quizá lo de­jaran, como no lo necesitan mucho, venir allí conmigo.

Si algo podía no serme indiferente, exceptuando a Peg­gotty, y podía causarme una alegría en aquellos momentos, era un proyecto así. La idea de verme rodeado, de nuevo, por aquellos rostros honrados, alegres de mi llegada; de vol­ver a sentir la dulzura y la tranquilidad de las mañanas de domingo, cuando las campanas suenan, las piedras caen en el agua y los barcos se dibujan en la bruma. El figurarme pa­seando en la playa con Emily, contándole mis penas y bus­cando de nuevo conchas y caracoles. Todo esto tranquili­zaba mi corazón.

Un momento después me preocupó la idea de que quizá miss Murdstone no lo consintiera; sin embargo, esta preocu­pación no duró mucho, pues en aquel momento apareció ella misma, haciendo su ronda de noche, en la antecocina donde estábamos hablando, y Peggotty abordó el asunto con un atrevimiento que me sobrecogió.

—El chico perderá el tiempo allí —dijo miss Murdstone mirando en una olla de escabeche—, y la ociosidad es la ma­dre de todos los vicios. Pero estoy segura de que aquí lo per­derá también; es mi opinión.

Peggotty estuvo a punto de contestarle mal; pero se con­tuvo por cariño a mí, y permaneció silenciosa.

—¡Hem! —dijo miss Murdstone, con sus ojos fijos toda­vía en el escabeche—. Lo más importante de todo, de la ma­yor importancia, es que a mi hermano no se le moleste y pueda estar tranquilo. Supongo que lo mejor será decir que sí.

Le di las gracias sin hacer ninguna manifestación de ale­gría, no fuera eso a inducirle a retirar su consentimiento. No pude por menos de pensar que había obrado con prudencia, cuando vi la mirada que me lanzó por encima del tarro de escabeche. Parecía como si sus ojos negros hubieran absor­bido todo el vinagre que el escabeche contenía; pero el con­sentimiento estaba dado y no fue negado, pues cuando cum­plió el mes de Peggotty ya estábamos dispuestos a partir.

Barkis entró en casa por las maletas de Peggotty. Yo nunca le había visto antes atravesar la verja; pero en aquella ocasión entró en la casa, y al cargar con la pesada maleta de Peggotty me lanzó una mirada en la que me pareció que me quería decir algo, si era posible que pudiese expresar algo el rostro de Barkis.

Peggotty estaba naturalmente triste al dejar la que había sido su casa durante tantos años y donde los dos grandes ca­riños de su vida, mi madre y yo, se habían formado. Se ha­bía levantado muy temprano para ir al cementerio, y montó en el carro y se sentó en él sin quitarse el pañuelo de los ojos.

Todo el tiempo que permaneció en esta actitud, Barkis no dio señales de vida; sentado como de costumbre, parecía un muñeco. Pero cuando Peggotty miró a su alrededor y em­pezó a hablarme, sacudió la cabeza y dejó oír varias veces un gruñido de satisfacción. No pude comprender a qué se re­fería.

—Hace un día muy hermoso, míster Barkis —dije.

—No es malo —contestó Barkis, que por lo general era muy reservado y rara vez se comprometía.

—Peggotty se ha tranquilizado ya del todo, míster Barkis­—le dije para su satisfacción.

—¿De verdad? —dijo Barkis.

Después de reflexionar sobre ello, dijo con aire malicioso: —¿Está usted completamente a gusto?

Peggotty se echó a reír, y contestó afirmativamente.

—¿Pero verdaderamente está usted segura? —gruñó Bar­kis acercándose a ella y dándole un codazo—. ¿Está usted segura? ¿Verdaderamente a gusto? ¿Está usted segura? ¿Eh?

Y a cada una de aquellas preguntas Barkis se acercaba más a ella y le daba otro codazo. Por último, se acercó tanto ya, que estábamos los tres amontonados en un rincón del carro, y yo tan oprimido, que apenas podía respirar.

Peggotty le llamó la atención sobre mis sufrimientos, y Barkis se retiró un poquito; después, poco a poco, se fue ale­jando más; pero no pude por menos de observar que a sus ojos aquello era una forma maravillosa de expresar sus sen­timientos de una manera clara y agradable sin el inconve­niente de la conversación. No tenía duda que estaba con­tento de su proceder. Poco a poco se volvió otra vez hacia Peggotty, preguntando:

—¿Supongo que estará usted verdaderamente a gusto?

Y otra vez se acercó a nosotros, hasta que me faltó la res­piración. Al poco rato le repitió su pregunta con la misma maniobra, hasta que decidí ponerme de pie en cuanto le veía acercarse con el pretexto de mirar el paisaje. Fue una gran idea.

Barkis se sintió tan amable, que se detuvo ante una ta­berna expresamente por nosotros y nos convidó a cordero asado y cerveza. Y mientras Peggotty bebía él fue presa de un nuevo acceso de galantería, y casi la atragantó del encon­tronazo. Pero conforme nos acercábamos al fin de nuestro viaje, cada vez tenía más que hacer y menos tiempo para ga­lantear, y cuando pisamos el empedrado de Yarmouth nos preocupaban demasiado las sacudidas para poder pensar en otra cosa.

Míster Peggotty y Ham nos esperaban en el sitio de siem­pre y nos recibieron con la mayor cordialidad. Yo estreché la mano a Barkis, que tenía el sombrero en la coronilla, la cara avergonzada y una confusión que parecía comunicarse a sus piernas.

Cada uno de los Peggotty cargó con una de las maletas, y ya nos marchábamos cuando Barkis me hizo un signo miste­rioso con su mano para que me acercase.

—Digo —murmuró Barkis— que todo va bien.

Yo le miré a la cara y contesté en un tono que quiso ser profundo:

—¡Ah!

—No es eso todo. Va muy bien.

De nuevo le contesté:

—¡Ah!

—Ya sabía usted que Barkis desde luego estaba dispuesto. Era Barkis, Barkis solamente.

Hice un signo de afirmación.

—Todo va bien —dijo Barkis estrechándome la mano—. Soy su amigo; lo ha hecho usted todo muy bien, y todo va bien.

En su deseo de explicarse con particular lucidez, Barkis se puso tan extraordinariamente misterioso, que hubiera po­dido permanecer mirándole a la cara durante una hora sin sacar más provecho que del cuadrante de un reloj parado. Pero Peggotty me llamó, y me alejé.

Mientras andábamos, me preguntó lo que me había dicho Barkis, y yo le contesté «que todo iba bien».

—¡Qué atrevimiento! —dijo Peggotty—. Pero me tiene sin cuidado. Davy querido, ¿qué te parecería si pensara en casarme?

—¿Me seguirías queriendo igual? —dije después de un momento de reflexión.

Y con gran sorpresa de los que pasaban, y de su hermano y sobrino, que iban delante, la buena mujer no pudo por me­nos de abrazarme asegurándome que su cariño era inalte­rable.

—Pero ¿qué te parecería? —insistió cuando estuvimos otra vez en camino.

—¿Si pensaras en casarte... con Barkis, Peggotty?

—Sí —dijo Peggotty.

—Pues me parecería una buena idea; porque, ¿sabes, Peg­gotty?, así tendrías siempre el caballo y el carro para venir a verme, y podrías venir sin que te costase nada.

—¡Qué inteligencia la de este niño! —exclamó Peg­gotty—. Eso es precisamente lo que yo estoy pensando desde hace un mes. Sí, precioso, y también pienso que así tendré más libertad, y que trabajaré de mejor gana en mi casa que en la de cualquier otro, pues no sé si me acostumbraría a servir a extraños, y así continuaré cerca de la tumba de mi niña querida —dijo Peggotty a media voz—, y podré ir a verla cuando me dé la gana, y si me muero me podrán en­terrar cerca de ella.

Después de decir esto, guardamos un momento silencio los dos.

—Pero no quiero ni pensar en ello —dijo Peggotty con cariño— si contraría en lo más mínimo a mi Davy. Aunque se hubieran publicado las amonestaciones treinta y tres ve­ces y ya tuviese el anillo de boda en el bolsillo...

—Mírame, Peggotty, y verás si no estoy realmente con­tento; es más, que lo deseo de todo corazón.

—Bien, hijo mío —dijo Peggotty dándome otro abrazo—; no dejo de pensarlo noche y día, y creo que voy por buen ca­mino; pero todavía tengo que pensarlo mejor y consultarlo con mi hermano; entre tanto, guardaremos el secreto, ¿eh, Davy?

—Barkis es un buen hombre —continuó Peggotty—, y sólo con que trate de cumplir con mi deber estoy segura de que será mía la culpa si no nos encontramos «completa­mente a gusto» —dijo Peggotty riendo de todo corazón.

Esta alusión a las palabras de Barkis era tan oportuna y nos divirtió tanto, que no dejamos de reír y estuvimos de un humor excelente cuando llegamos ante la casa de míster Peggotty.

Todo lo encontré igual, excepto que quizá me pareció un poco más pequeño. Mistress Gudmige nos estaba esperando a la puerta, como si no se hubiera movido de allí nunca. El interior tampoco había cambiado; hasta el cacharro azul con las plantas marinas seguía en mi mesita. Di una vuelta a la casa y encontré las mismas langostas y cangrejos amontona­dos como de costumbre, con el mismo deseo de pincharlo todo y en el mismo rincón. Pero por más que busqué no en­contraba a Emily. Por fin le pregunté a míster Peggotty dónde podría estar.

—Está en la escuela—dijo enjugándose la frente al soltar la maleta de Peggotty—; pero tiene que volver enseguida —aña­dió mirando el reloj—; dentro de veinte minutos, o lo más media hora. Todos la echamos mucho de menos cuando no está, puedes estar seguro.

Mistress Gudmige suspiró.

—¡Alegría, vieja comadre! —gritó míster Peggotty.

—Yo lo siento más que nadie —dijo mistress Gudmige—; soy una pobre criatura sin recursos, y ella es la única que no me contraría.

Mistress Gudmige, suspirando y moviendo la cabeza, se puso a avivar el fuego. Míster Peggotty, mirándonos mientras no le veía, me dijo en voz baja, poniéndome la mano delante de la boca: «Es el viejo»; de lo que deduje, con razón, que desde mi última visita el humor de mistress Gudmige no había mejorado.

El sitio era, o por lo menos debía serlo, tan encantador como en aquella época; sin embargo, no me impresionó tanto, y casi estaba desilusionado. Quizá fuera porque no estaba en casa la pequeña Emily. Como me habían enseñado el camino por donde volvería, eché a andar para salir a su encuentro.

Pronto vi aparecer a distancia una figurita, y al momento reconocí en ella a Emily. Había crecido, pero era todavía muy pequeña. Cuando estuve cerca y vi sus ojos azules, me parecieron más azules que nunca, y su rostro más resplande­ciente, y toda su persona más bonita y atractiva, y no sé por qué un sentimiento indefinible me obligó a hacer como que no la conocía y pasar a su lado como si fuera mirando a lo lejos sin verla. Esto me ha sucedido después más de una vez en la vida, si no me equivoco.

Emily no se preocupó; me había visto muy bien, pero en lugar de volverse y llamarme echó a correr riendo. Yo tuve que correr detrás de ella; pero corría tanto, que fue ya cerca de la casa donde la alcancé.

—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo.

—Ya sabías que era yo, Emily.

—¿Y tú acaso no sabías que era yo?

Fui a besarle; pero ella se cubrió sus labios de cereza con las manos y dijo que ya no era una niña, y entró corriendo en la casa, riéndose más fuerte que nunca.

Parecía divertirse haciéndome rabiar, y este cambio me extrañaba mucho en ella. La mesa estaba puesta, y nuestro antiguo cajón continuaba en su sitio; pero ella, en lugar de venir a sentarse a mi lado, se colocó junto a la gruñona mis­tress Gudmige, y cuando míster Peggotty le preguntó el por­qué, sacudió sus cabellos y sólo contestó riendo.

—Es una gatita —dijo míster Peggotty acariciándola con su manaza.

—Eso es, eso es —exclamó Ham—. Sí, señorito Davy.

Y se sentó mirándola y riéndose con una especie de admi­ración y deleite que le hacía ponerse colorado.

A Emily la miraban todos, y míster Peggotty más que nin­guno. De él hacía la niña lo que quería solamente con acer­car su carita a las fuertes patillas de su tío, al menos esta era mi opinión cuando la veía hacerlo, y me parecía que hacía muy bien míster Peggotty en ello. Era tan afectuosa y tan dulce, y tenía una manera de ser a la vez tímida y atrevida que me cautivó más que nunca.

Además era muy compasiva, pues cuando estando senta­dos después del té mister Peggotty, mientras fumaba su pipa, aludió a la pérdida que yo había sufrido, asomaron lágrimas a sus ojos y me miró con tanto cariño, que se lo agradecí con toda el alma.

—¡Ah! —dijo mister Peggotty cogiendo los bucles de la niña y dejándolos caer uno a uno—. También ella es huér­fana, ¿ve usted, señorito?, y este también lo es, aunque no lo parece —dijo dando un puñetazo en el pecho de Ham.

—Si yo tuviera de tutor a mister Peggotty —dije sacu­diendo la cabeza—, creo que tampoco me sentiría muy huér­fano.

—Bien dicho, señorito Davy —grito Ham con entu­siasmo—; bien dicho, ¡viva! Usted tampoco lo sentiría, bien dicho, ¡viva! ¡viva! ¡viva!

Y devolvió el puñetazo a mister Peggotty. Emily se le­vantó y besó a su tío.

—¿Y cómo está su amigo, señorito? —me preguntó mister Peggotty.

—¿Steerforth? —pregunté.

—Ese es el nombre —exclamó mister Peggotty volvién­dose a Ham—. Ya sabía yo que era algo parecido.

¡ —Usted decía que era Roodderforth —observó Ham riendo.

—Bien —replicó mister Peggotty—, pues no andaba muy lejos. ¿Y qué ha sido de él?

—Cuando yo lo dejé estaba muy bien, mister Peggotty.

—¡Eso es un amigo! —dijo mister Peggotty sacudiendo su pipa—. ¡Eso es un amigo del que se puede hablar! Por­que, ¡Dios le bendiga!, el corazón se alegra al mirarle.

—Es muy guapo, ¿verdad?

Me entusiasmaba oyéndole cómo lo elogiaba.

—¿Guapo? —exclamó mister Peggotty—. ¡Ya lo creo!

Se para delante de uno como... como... yo no sé cómo; pero ¡es tan decidido!

—Sí, ese es precisamente su carácter. Bravo como un león, y la franqueza misma, míster Peggotty.

—Y también supongo —dijo míster Peggotty mirándome a través del humo de su pipa— que en los estudios será el primero...

—Sí —dije yo con delicia—, lo sabe todo; es extraordi­nariamente inteligente.

—¡Eso es un amigo! —murmuró míster Peggotty sacu­diendo gravemente la cabeza.

—Nada parece costarle trabajo; se sabe las lecciones con mirarlas, y en el cricket es el mejor jugador que he visto. Le da a usted todos los peones que quiera en el juego de damas, y, sin embargo, le ganará siempre.

Míster Peggotty sacudió de nuevo la cabeza como di­ciendo: «Ya lo creo que me ganaría».

—¿Y su conversación? —proseguí—. En eso no tiene ri­val, y quisiera que le oyera usted cantar, míster Peggotty.

Míster Peggotty movió de nuevo la cabeza, como si di­jera: «No me cabe duda».

—Y además es un muchacho noble y generoso —dije arrastrado por mi tema favorito—; es imposible expresar todo lo que merece. Nunca le agradeceré bastante la genero­sidad con que me ha protegido, siendo yo tan inferior a él por mi edad y mis estudios.

Seguía entusiasmándome cada vez más, cuando mis ojos se posaron en la carita de Emily, que estaba inclinada sobre la mesa, escuchando con la más profunda atención; contenía el aliento, tenía rojas las mejillas y sus ojos azules brillaban como joyas. Parecía escuchar con tan extraordinaria aten­ción y estaba tan bonita, que me detuve sorprendido, y al ca­llarme yo todos la miraron y se echaron a reír.

—Emily es como yo —dijo Peggotty—; le gustaría verle.

Emily estaba confusa al ver que todos la miraban, y bajó la cabeza ruborizada, y después nos miró a través de sus ri­zos, y al ver que seguíamos mirándola (estoy seguro de que yo por lo menos le hubiera seguido mirando durante horas enteras), se escapó y estuvo escondida hasta que casi fue la hora de acostarse.

Me acosté en mi antigua cama, en la popa del barco, y el viento vino a quejarse como antaño. Pero ahora me parecía que se quejaba por los que ya no estaban, y en vez de pensar que el mar podía subir por la noche y llevarse la barca, pensé que el mar había subido tanto desde la última vez que oí aquellos ruidos, que había sepultado mi feliz y tranquilo ho­gar. Recuerdo que cuando el ruido del viento y del mar fue disminuyendo añadí una pequeña cláusula a mis rezos, pi­diendo a Dios ser pronto un hombre para casarme con Emily, y así me quedé dulcemente dormido.

Los días transcurrieron muy semejantes a los de hacía un año, excepto (y esto fue una gran diferencia) que Emily y yo rara vez vagábamos ahora por la playa; ella tenía que ha­cer sus deberes y labores y estaba ausente casi todo el día. Pero yo sentía que aun sin estas razones no hubiéramos vuelto a nuestros antiguos paseos; incluso siendo, como era, salvaje y llena de infantilidad, era también mas mujercita de lo que yo esperaba. Parecía que se había alejado mucho de mí en poco más de un año. Me quería, pero riéndose y ha­ciéndome rabiar, y cuando salía a su encuentro, se me esca­paba a casa por distinto camino, y después me esperaba en la puerta, riéndose al verme volver desilusionado.

Los mejores ratos eran los que pasábamos cuando se sen­taba a la puerta con la labor. Yo me sentaba a sus pies, en los escalones de madera y leía en voz alta. Ahora me parece que nunca he visto brillar el sol como en aquellas tardes; que nunca he visto una figurita más luminosa que la suya, sentada a la puerta de la antigua barca; que nunca he admirado un cielo más azul ni un agua como aquella, ni gloria semejante a la de aquellos barcos que parecían navegar en el aire dorado.

La primera tarde del día en que llegamos, Barkis apareció del modo mas extraño y con un paquete de naranjas atadas en un pañuelo. Como no hizo la menor alusión a ella, supusimos que las había dejado olvidadas al marcharse, y Ham se apre­suró a correr tras él para devolvérselas; pero vino diciendo que eran para Peggotty. Después de esto volvió todas las tar­des a la misma hora y siempre con un paquetito, al que nunca aludía y solía dejar detrás de la puerta. Estas ofrendas cariño­sas eran de lo más extrañas y grotescas. Entre ellas recuerdo dos cochinillos, un acerico enorme, media fanega de manza­nas, un par de pendientes de azabache, algunas cebollas, una caja de dominó, un canario (pájaro y jaula) y un jamón.

El modo de cortejar de Barkis, tal como lo recuerdo, era de una originalidad especialísima. Muy rara vez hablaba; se sentaba junto al fuego, en una actitud muy parecida a la que tenía en su carro, y miraba fijamente a Peggotty, a quien te­nía enfrente. Una noche, inspirado por su amor, se abalanzó al pedacito de cera que ella usaba para el hilo, se lo guardó en el bolsillo del chaleco y se lo llevó. Desde entonces, su mayor deleite era hacerlo aparecer cuando Peggotty lo nece­sitaba, sacándolo del bolsillo en un estado lamentable, pega­joso y medio derretido, y cuando ya lo había utilizado lo vol­vía a guardar. Parecía divertirse muchísimo, y no sentía ninguna necesidad de hablar. Ni aun cuando sacaba a Peg­gotty de paseo por la llanura debía sentir esa necesidad. Se contentaba con preguntarle de vez en cuando si estaba com­pletamente a gusto, y recuerdo que algunas veces, después de que él se fuera, Peggotty se echaba el delantal por la ca­beza y se reía durante media hora. A todos nos divertía más o menos, excepto a la desgraciada tristeza de mistress Gud­mige, cuyo noviazgo había sido de una naturaleza tan seme­jante, que le recordaba constantemente al «viejo».

Por último, cuando ya mi visita tocaba a su fin, se habló de que Peggotty y Barkis iban a pasar un día de vacaciones juntos y que Emily y yo les acompañaríamos.

La víspera por la noche apenas pude dormir con la alegría de que iba a pasar un día entero con la niña. Por la mañana nos preparamos con mucha anticipación, y mientras estába­mos desayunando, Barkis apareció en lontananza, guiando su carro hacia el objeto de su amor.

Peggotty vestía, como siempre, un luto sencillo y limpio; pero Barkis estaba deslumbrante con su chaqueta azul nueva, a la que el sastre había dado proporciones tan cum­plidas, que los puños le hubieran servido de guantes en el tiempo más frío; el cuello era tan alto, que le empujaba los pelos del cogote hacia arriba. También los botones relucien­tes eran del tamaño mayor, y completaban su indumentaria unos pantalones grises y un chaleco de ante, con todo lo cual míster Barkis me parecía un fenómeno de respetabilidad.

Cuando estábamos fuera alborotando, vi que mister Peg­gotty había preparado un zapato viejo, que nos tenían que arrojar al marchamos, como mascota, y se lo ofreció a mis­tress Gudmige con este propósito.

—Más vale que lo arroje cualquier otro, Dan —dijo mis­tress Gudmige—; yo soy una criatura abandonada y sin re­cursos, y todo lo que me recuerda que hay criaturas que no están abandonadas me contraría.

—¡Vamos, vieja comadre, cójalo y tírelo!

—No, Dan —contestó ella gimiendo—; si sintiera menos las cosas, podría hacerlo; usted no siente como yo, Dan; las cosas no le contrarían, ni usted a ellas; es mejor que lo arroje usted.

Pero aquí Peggotty, que había estado yendo de uno a otro apresuradamente, besando a todo el mundo, gritó desde el carro, en el que ya nos habíamos instalado entre tanto (Emily y yo sentados en dos sillitas uno al lado del otro), diciendo que era mistress Gudmige la que debía hacerlo. Por último, se dejó conquistar; pero me entristece tener que relatar que aguó un poco la alegría de nuestra partida, pues inmediata­mente se deshizo en lágrimas, y cayendo en los brazos de Ham, declaró que reconocía que sólo era un estorbo y que mejor harían mandándola al asilo, lo que a mí me pareció una idea muy razonable y que Ham debía haberle hecho aquel favor al momento.

Pero ya estábamos en camino para nuestra excursión. Lo primero que hicimos fue pararnos delante de una iglesia, donde Barkis sujetó el caballo a la verja y entró con Peg­gotty, dejándonos a Emily y a mí solos en el carro. Yo apro­veché la ocasión para pasar el brazo alrededor del talle de Emily y proponerle que, puesto que me iba a marchar tan pronto, debíamos estar muy cariñosos y ser felices durante todo el día. Emily consintió, y hasta me permitió que la be­sara. Esto me dio valor para decirle (lo recuerdo) que nunca amaría a otra mujer y que estaba dispuesto a matar a todo el que pretendiera su amor.

¡Cómo se divirtió Emily a mi costa con aquello! ¡Con qué desmesurada presunción de ser mucho mayor que yo me re­petía, como una mujercita, que era «un tonto»! Pero después se puso a reír de tal modo, que me hizo olvidar la pena que me había causado su frase despectiva, ante el placer de verla reír así.

Barkis y Peggotty estuvieron mucho tiempo en la iglesia; pero por fin salieron y reanudamos la excursión. A mitad del camino Barkis se volvió hacia mí y me dijo, con un guiño expresivo (nunca hubiera creído que Barkis fuera capaz de hacer un guiño semejante):

—¿Qué nombre había escrito yo en el carro?

—Clara Peggotty —contesté.

—¿Y qué nombre tendría que escribir ahora si hubiera tiza aquí?

—Otra vez Clara Peggotty —sugerí.

—Clara Peggotty Barkis —contestó, y soltó una carca­jada que hizo estremecer el carro.

En una palabra, se habían casado, y con ese propósito ha­bían entrado en la iglesia. Peggotty había decidido que lo haría de un modo discreto, y el sacristán había sido el único testigo de la boda. Se quedó muy confusa al oír a Barkis anunciamos su unión de aquel modo tan brusco, y no dejaba de abrazarme para que no dudara de que su afecto no había cambiado; pero pronto nos dijo que estaba muy contenta de haber zanjado ya el asunto.

Nos detuvimos en una taberna del camino, donde nos es­peraban, y la comida fue alegre para todos. Aunque Peggotty hubiera llevado casada diez años no creo que pudiese estar más a sus anchas y más igual que siempre; antes del té es­tuvo paseando con Emily y conmigo, mientras Barkis se fu­maba su pipa filosóficamente, dichoso, supongo, con la con­templación de su felicidad. Aquello debió de abrirle el apetito pues, recuerdo que, a pesar de haber hecho muy bien los honores a la comida, dando fin a dos pollos y comiendo gran cantidad de cerdo, necesitó comer jamón cocido con el té y tomó un buen pedazo sin ninguna emoción.

Después he pensado a menudo que fue aquella una boda inocente y fuera de lo corriente. En cuanto anocheció volvi­mos a subir en el carro y nos encaminamos hacia casa, mi­rando las estrellas y hablando de ellas. Yo era el «conferen­ciante» y abría ante los ojos asombrados de Barkis extraños horizontes. Le conté todo lo que sabía, y él me habría creído todo lo que se me hubiera ocurrido inventar, pues tenía la más profunda admiración por mi inteligencia, y en aquella ocasión dijo a su mujer delante de mí que era un joven « Ro­eshus», con lo que quería expresar que era un prodigio.

Cuando agotamos el tema de las estrellas, o mejor dicho cuando se agotaron las facultades comprensivas de Barkis, Fmily y yo nos envolvimos en una manta, y así juntos conti­nuamos el viaje. ¡Ah! ¡Cómo la quería y qué felicidad pen­saba que sería estar casados y vivir juntos en un bosque sin crecer nunca más, sin saber nunca más, niños siempre, an­dando de la mano a través de los campos y las flores, y por la noche recostar nuestras cabezas juntas en un dulce sueño de pureza y de paz y siendo enterrados por los pájaros cuando nos muriésemos! Este sueño fantástico brillaba con la luz de nuestra inocencia, tan vago como las estrellas leja­nas, y estaba en mi espíritu durante todo el camino. Me ale­gra pensar que Peggotty tuviera, el día de su boda, a su lado dos corazones tan ingenuos como el de Emily y el mío; me alegra pensar que los amores y las gracias tomaran nuestra forma en su cortejo al hogar.

Serían las nueve cuando llegamos ante el viejo barco, y allí míster y mistress Barkis nos dijeron adiós, marchándose a su casa. Entonces sentí por primera vez que había perdido a Peggotty, y me habría ido a la cama con el corazón triste si el techo que me cobijaba no hubiera sido el mismo que cu­bría a la pequeña Emily.

Míster Peggotty y Ham, comprendiendo mis sentimien­tos, nos esperaban a cenar con sus hospitalarios rostros ale­gres, para espantar mi tristeza. La pequeña Emily vino a sen­tarse a mi lado en el cajón; fue la única vez que lo hizo en toda mi visita, como coronación de aquel día dichoso.

Era noche de marea, y en cuanto nos fuimos a la cama, míster Peggotty y Ham salieron a pescar. Yo me sentía muy orgulloso de ser, en la casa solitaria, el único protector de mistress Gudmige y de Emily, y deseaba que un león o una serpiente o cualquier otro monstruo apareciera decidido a atacamos para destruirlo y cubrirme de gloria. Pero a ningún ser de aquella especie se le ocurrió pasear aquella noche por la playa de Yarmouth, y lo suplí lo mejor que pude soñando con dragones hasta por la mañana.

Con la mañana llegó también Peggotty, que me llamó, como de costumbre, por la ventana, corno si Barkis no hu­biera sido más que otro sueño. Después del almuerzo me llevó a ver su casa, que era muy bonita. De todos los mue­bles, el que más me gustó fue un antiguo buró de madera oscura que estaba en la salita (la cocina hacía de come­dor), con una ingeniosa tapa que se abría, convirtiéndolo en un pupitre, donde estaba una edición en cuarto de Los Mártires, de Fox, este precioso libro del que no recuerdo una palabra; lo descubrí al momento, a inmediatamente me dediqué a leerlo. Y nunca he visitado después aquella casa sin arrodillarme en una silla, abrir la tapa del buró, apoyar mis brazos en el pupitre y ponerme de nuevo a devorarlo. Temo que lo que más me sugestionaba eran los grabados; tenía muchos y representaban toda clase de horribles tor­mentos. Pero Los Mártires y la casa de Peggotty han sido siempre inseparables en mi pensamiento, y aún lo son ahora.

Me despedí de míster Peggotty, de Ham, de mistress Gud­mige y de Emily aquel día, y pasé la noche en casa de Peg­gotty, en una habitación abuhardillada, con el libro de los cocodrilos puesto en un estante a la cabecera de la cama. Aquel cuarto era mío para siempre, según dijo Peggotty, y toda la vida me esperaría igual.

—Joven o vieja, mi querido Davy, mientras viva y me cu­bra este techo, la encontrarás igual que si esperásemos tu llegada de un momento a otro. La arreglaré todos los días, como hacía siempre con tu cuarto de Bloonderstone, y aun­que te marchases a China, puedes estar seguro de que lo es­perará igual mientras estés allí.

Yo sentía la sinceridad y constancia de mi antigua niñera con todo mi corazón y le daba las gracias como podía, aun­que no muy bien, pues me hablaba con los brazos alrededor de mi cuello. Aquella mañana tenía que volver a casa con ella y Barkis en el carro. Me dejaron en la verja con tristeza, y se me hacía tan extraño ver que el carro se llevaba a Peg­gotty lejos, dejándome bajo los viejos olmos mirando hacia la casa, en la que no quedaba nadie que me quisiera.

Entonces caí en un estado de abandono en el que no puedo pensar sin pena, en un estado de aislamiento, lejos del menor sentimiento de amistad, apartado de los otros chiqui­llos, apartado de toda compañía que no fueran mis tristes pensamientos (los que todavía me parece que lanzan una sombra sobre este papel mientras escribo).

Qué hubiera dado yo porque me enviaran a cualquier es­cuela, por duros que hubieran sido en ella, con tal de apren­der algo de cualquier modo, en cualquier parte; pero ni esta esperanza tenía; no me querían, y cruelmente, voluntaria­mente, con perseverancia, me olvidaban. Creo que la fortuna de míster Murdstone estaba comprometida en aquellos mo­mentos; pero eso era lo de menos. No podía aguantarme, y me alejaba deliberadamente, yo creo que para alejar al mismo tiempo la idea de que tenía deberes que cumplir con­migo. Y así sucedió.

No era precisamente que me maltrataran; no me pegaban ni me negaban la comida; pero no cesaban un momento en su mal proceder sistemático, sin el menor descanso: era un abandono frío y sin cólera. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, seguía abandonado. A veces pensaba, cuando reflexionaba sobre ello, qué habrían hecho si hubiera enfer­mado. ¿Me habrían dejado abandonado en mi habitual sole­dad, o me habría tendido alguien una mano de ayuda?

Cuando míster Murdstone y su hermana estaban en casa, comía con ellos; en su ausencia, comía solo. Siempre estaba vagando por la casa o por las cercanías, sin que me hicieran caso; lo único que me prohibían era hacer amistades, pen­sando quizá que podría quejarme. Por esta razón, aunque míster Chillip me pedía a menudo que fuera a visitarle (se había quedado viudo algunos años antes de una mujer jo­ven y rubia, a quien siempre recuerdo confundiéndose en mis pensamientos con una gatita gris de Angora), casi nunca me permitían la alegría de pasar la tarde con él en su despa­cho, leyendo algún libro nuevo para mí, rodeado del olor de farmacia que lo llenaba todo o machacando drogas en un mortero bajo su dirección.

Por la misma razón, reforzada sin duda por la antipatía, muy rara vez me permitían visitar a Peggotty. Fiel a su promesa, ella venía a verme a los alrededores una vez por semana, y ninguna con las manos vacías; pero muchas y amargas eran las decepciones que sufría cuando me negaban el permiso para ir a su casa. Algunas veces, sin embargo, aunque de tarde en tarde, me permitían ir, y entonces observé que Bar­kis era un poco roñoso, o, según la expresión de Peggotty, un poquito agarrado, y guardaba el dinero debajo de la cama en una caja, en la que pretendía no tener más que ropa. En aquel cofre guardaba sus riquezas con una tenacidad perse­verante, y para obtener un poco de dinero hacían falta gran­des artificios. Así, Peggotty tenía que preparar un largo y convincente discurso para sacarle el dinero todos los sá­bados.

Todo aquel tiempo era tan consciente de que, por mucho que prometiera, mi inteligencia se atrofiaría a causa de mi abandono, que habría sido completamente desgraciado de no tener mis antiguas novelas. Eran mi único consuelo; nos hacíamos mutuamente compañía, y yo no me cansaba de re­leerlas.

Y ahora llegamos a una época de mi vida de la que nunca perderé la memoria y cuyo recuerdo ha venido a menudo, a mi pesar, como una pesadilla, a entristecer mis tiempos más dichosos.

Había salido una mañana a vagar pensativo, como siem­pre, en mi vida solitaria, cuando al volver la esquina de un sendero, cerca de nuestra casa, me encontré a míster Murd­stone que paseaba con otro caballero. En mi confusión iba a pasar de largo, cuando aquel caballero me gritó:

—¡Eh! ¡Brooks!

—No, David Copperfield.

—No me digas. Eres Brooks, Brooks de Shefield; ese es tu nombre.

Al oír aquellas palabras miré al desconocido con mayor atención. Su risa acabó de convencerme de que le conocía: era míster Quinion, a quien fui a ver a Lowestof con míster Murdstone antes... (pero poco me importa cuándo: no quiero recordarlo).

—¿Cómo estás y dónde te educas, Brooks? Me dijo mís­ter Quinion.

Había puesto su mano sobre mi hombro y me hizo dar la vuelta para pasear con ellos. Yo no sabía qué decir, y miré confuso hacia míster Murdstone.

—Ahora está en casa —dijo este último—, y no está edu­cándose en ninguna parte. No sé qué hacer con él; es difícil de manejar.

Aquella antigua mirada hipócrita se detuvo un momento en mí, y después sus ojos oscuros se separaron de los míos con un fruncimiento de aversión.

—¡Hum! —dijo míster Quinion, mirándonos a los dos—. ¡Qué tiempo tan hermoso!

Siguió un silencio, y yo estaba pensando cómo despren­der mi hombro de su mano para marcharme, cuando dijo:

—Supongo que seguirás siendo un muchacho muy des­pierto, ¿eh, Brooks?

—Sí, inteligencia no le falta —dijo míster Murdstone con impaciencia—; pero harías mejor dejándole marcharse; no te agradece que lo estés molestando.

Al oír esto, míster Quinion me soltó, y yo me dirigí a casa. Volviéndome a mirarlo al entrar en el jardín, vi a míster Murdstone apoyado en la tapia del cementerio hablando con su amigo. Los dos me miraban, y tuve la sensación de que hablaban de mí.

Míster Quinion durmió aquella noche en nuestra casa. A la mañana siguiente, después del desayuno, coloqué mi silla, e iba a irme cuando míster Murdstone me llamó, se sentó gravemente delante de una mesa y su hermana se puso en su pupitre. Míster Quinion, de pie, con las manos en los bolsi­llos, miraba por la ventana; yo los miraba a todos.

—David —me dijo míster Murdstone—: cuando se es jo­ven se está en el mundo para trabajar y no para soñar ni ha­raganear.

—Como haces tú —añadió su hermana.

—Jane, déjame hablar, haz el favor. Digo, David, que la gente joven está en el mundo para la acción y no para soñar ni para haraganear. Y con mayor motivo tratándose de un muchacho de tu carácter, que necesita corregirse mucho y al que no se pude hacer mejor servicio que obligarle a que se acostumbre a trabajar, que es lo único que puede doble­garle.

—Y que en el trabajo de nada sirve la terquedad; se les doblega lo que hace falta —interrumpió su hermana.

Él le dirigió una mirada, mitad de reproche, mitad de aprobación, y continuó:

—Supongo que sabes, David, que yo no soy rico, y en todo caso lo sabes ahora. Has recibido ya una educación cos­tosa. Las pensiones son caras, y aun cuando no lo fueran, no te enviaría a ninguna. Pienso que no sería beneficioso para ti. En el mundo has de tener que luchar con la vida; por lo tanto, cuanto antes empieces, mejor.

Yo pensé que me parecía que ya había empezado a luchar en mi pobre camino, o por lo menos se me ocurre ahora.

—¿Has oído hablar alguna vez de nuestra casa de comer­cio? —dijo míster Murdstone.

—¿La casa de comercio? —repetí.

—La casa de Murdstone y Grimby, en la venta de vinos —replicó.

Supongo que parecía dudar, pues continuó precipitada­mente:

—¿No has oído hablar de la casa, o de los negocios, o de las bodegas, o de algo así?

—Me parece que sí he oído algo de negocios —dije, re­cordando que había oído vagamente algo de sus recursos y los de su hermana, pero que no sabía cuándo.

—Eso es lo de menos —replicó— Míster Quinion es el director de ella.

Le miré con respeto, mientras él wguía asomado a la ven­tana.

—Míster Quinion dice que allí hay varios muchachos empleados y que no hay razón para que tú no puedas ir en la mismas condiciones que ellos.

—En el caso —observó míster Quinion en voz baja dando media vuelta— de no tener otro remedio, Murd­stone.

Míster Murdstone, con gesto de impaciencia y malhumo­rado, continuó, sin hacer caso de lo que le decían:

—Las condiciones son que ganarás lo bastante para co­mer y tener algún dinero en el bolsillo. De tu alojamiento yo me ocuparé, igual que del lavado y planchado de tu ropa.

—Hasta llegar a una cantidad que me pareciese conve­niente —dijo su hermana.

—También me ocuparé de tus vestidos —dijo míster Murdstone— puesto que todavía no eres capaz de valerte por ti mismo. Así es que vas a ir a Londres, David, con mis­ter Quinion, a empezar una vida por tu propia cuenta.

—En una palabra: estás empleado —observó su her­mana—, y trata de cumplir con tu deber.

Recuerdo que comprendía perfectamente que el objeto de lo propuesto era desentenderse de mí; pero no recuerdo si la idea me gustó o me asustó. Mi impresión es que estaba en un estado de confusión y oscilaba entre los dos puntos sin tocar ninguno. Además tampoco tenía mucho tiempo para tratar de esclarecer mis pensamientos, pues míster Quinion partía al día siguiente.

Vedme al día siguiente, con mi viejo sombrerito blanco rodeado de crespón negro por mi madre, con una chaqueta negra y un pantalón de cuero que miss Murdstone conside­raba como la mejor armadura para las piernas en la lucha con el mundo que iba a comenzar. ¡Vedme así ataviado con todo lo que tenía mío en la maleta, sentado (solo y abando­nado, como diría mistress Gudmige) en la silla de postas que llevaba a míster Quinion a Yarmouth para tomar la diligen­cia de Londres! ¡Ved cómo nuestra casa y la iglesia se van desvaneciendo en la distancia! ¡Cómo la tumba que está bajo los árboles se oculta! ¡Cómo hasta el campanario desaparece al fin y el cielo está vacío!

CAPÍTULO XI. EMPIEZO A VIVIR POR MI CUENTA, Y NO ME GUSTA

Conozco el mundo lo bastante para haber perdido casi la facultad de sorprenderme demasiado; sin embargo, aún ahora es motivo de sorpresa para mí el pensar cómo pude ser abandonado de aquel modo a semejante edad. Un niño de excelentes facultades, observador, ardiente, afectuoso, deli­cado de cuerpo y de espíritu .... parece inverosímil que no hubiera nadie que interviniera en favor mío. Pero nadie hizo nada, y a los diez años entré de obrero al servicio de la casa Murdstone y Grimby.

Los almacenes de Murdstone y Grimby estaban situados muy cerca del río en Blackfriars. Ahora han mejorado y mo­dernizado aquello; pero entonces era la última casa de una ca­lleja estrecha que iba a parar al río, con unos escalones al final que servían de embarcadero. Era una casa vieja, que por un lado daba al agua cuando estaba la marea alta y al fango cuando bajaba. Materialmente, estaba invadida por las ratas. Las habitaciones cubiertas de molduras descoloridas por el humo y el polvo de más de cien años, los escalones medio de­rrengados, los gritos y luchas de las ratas grises en las madri­gueras, el verdín y la suciedad de todo, lo conservo en mi espí­ritu, no como cosa de hace muchos años, sino de ahora mismo. Todo lo veo igual que lo veía en la hora fatal en que llegué aquel día con mi mano temblorosa en la de mister Quinion.

La casa Murdstone y Grimby se dedicaba a negocios muy distintos; pero una de sus ramas de mayor importancia era el abastecer de vinos y licores a ciertas compañías de barcos. He olvidado ahora cuáles eran, pero creo que tenían varios que iban a las Indias Orientales y a las Occidentales, y sé que una gran cantidad de botellas vacías eran la consecuen­cia de aquel tráfico, y que cierto número de hombres y mu­chachos estábamos dedicados a examinarlas al trasluz, a tirar las que estaban agrietadas y a limpiar bien las otras. Cuando ya no quedaban botellas vacías, había que poner eti­quetas a las llenas, cortar corchos para ellas, cerrarlas y meterlas en cajones. A este trabajo me dedicaron con otros varios chicos.

Éramos tres o cuatro, contándome a mí. Me habían colo­cado en un rincón del almacén, donde míster Quinion podía desde su despacho verme a través de una ventana. Allí, el primer día que debía empezar la vida por mi propia cuenta me enviaron al mayor de mis compañeros para enseñarme lo que debía hacer. Se llamaba Mick Walker; llevaba un delan­tal rojo y un gorro de papel. Me contó que su padre era bar­quero y que se paseaba con un traje de terciopelo negro al paso del cortejo del lord mayor. También me dijo que tenía­mos otro compañero, a quien me presentó con el extraño nombre de Fécula de patata. Más tarde descubrí que aquel no era su nombre; pero que se lo habían puesto a causa de la semejanza del color pálido de su rostro con el de la patata. El padre de Fécula era aguador, y unía a esta profesión la distinción de ser bombero en uno de los teatros más grandes de la ciudad, donde otros parientes de Fécula, creo que su hermana, hacía de enano en las pantomimas.

Ninguna palabra puede expresar la secreta agonía de mi alma al verme entre aquellos compañeros, cuando los com­paraba con los compañeros de mi dichosa infancia, sin con­tar con Steerforth, Traddles y el resto de los chicos. Nada puede expresar lo que sentía viendo desvanecidas todas mis esperanzas de ser algún día un hombre distinguido y culto. El profundo sentimiento de mi abandono, la vergüenza de mi situación, la desesperación de mi joven corazón al creer que día tras día todo lo que había aprendido y pensado y de­seado y todo lo que había excitado mi imaginación y mi in­teligencia se borraría poco a poco para no volver nunca. No puede describirse. Tan pronto como Mick Walker se iba, yo mezclaba mis lágrimas con el agua de fregar las botellas, y sollozaba como si también hubiera una grieta en mi pecho y estuviera en peligro de estallar.

El reloj del almacén marcaba las doce y media y todos se preparaban para irse a comer, cuando míster Quinion dio un golpe en la ventana y me hizo seña de que pasara a verle. Fui, y allí me encontré con un caballero de mediana edad, algo grueso, con americana oscura y pantalón negro, sin más cabellos sobre su cabeza, que era enorme y presentaba una superficie brillante, que los que pueda tener un huevo. Se volvió hacia mí. Su ropa estaba muy raída, pero el cuello de su camisa era imponente. Llevaba una especie de bastón adornado con dos bellotas y unas lentes pendían fuera de su americana; pero más tarde descubrí que eran decorativas, pues no las utilizaba y no veía nada en absoluto si las ponía delante de sus ojos.

—Este es —dijo míster Quinion señalándome.

—¿Este —dijo el desconocido con cierta condescenden­cia en la voz y cierta indescriptible pretensión de estar ha­ciendo algo muy distinguido, lo que me impresionó— es míster Copperfield? ¿Sigue usted bien?

Le dije que estaba muy bien y que esperaba que él tam­bién lo estuviera. Estaba bastante mal e incómodo, Dios lo sabe; pero no era natural en mí quejarme en aquella época de mi vida. Así, dije que me encontraba bien y que esperaba que él también lo estuviera.

—Muy bien, muchas gracias —dijo el desconocido— He recibido un a carta de míster Murdstone en la que me dice desearía recibiera en una habitación de mi casa que está ahora desocupada, en una palabra, que está para alquilar —dijo con una sonrisa y en un arranque de confianza­— como alcoba, al joven principiante a quien tengo ahora el gusto...

Y el desconocido, levantando la mano, metió la barbilla en el cuello de su camisa.

—Es míster Micawber —me dijo míster Quinion.

—Así es —dijo el desconocido—; ése es mi nombre.

—Míster Micawber —dijo míster Quinion—; es cono­cido de míster Murdstone y recibe comisiones para nosotros cuando puede. Ahora míster Murdstone le ha escrito sobre tu alojamiento, y te recibirá en su casa.

—Mi dirección —dijo míster Micawber —es Windsor Terrace, City Road; en una palabra —añadió con el mismo aire distinguido y en otro arranque de confianza—, vivo allí.

Le saludé.

—Bajo la impresión —dijo míster Micawber— de que quizá sus peregrinaciones por esta metrópoli no han sido to­davía muy extensa y de que pueda usted encontrar alguna dificultad para penetrar en el arcano de la moderna Babilo­nia; en resumen —dijo míster Micawber en un nuevo gesto de confianza—: como podría usted perderse, tendré mucho gusto en venir esta noche a buscarle para enseñarle el ca­mino más corto.

Le di las gracias de todo corazón por la amistosa molestia que se quería tomar por mí.

—¿A qué hora —dijo míster Micawber— podré ...?

—A eso de las ocho —dijo míster Quinion.

—Estaré a era hora —dijo míster Micawber—. Le deseo muy buenos días, míster Quinion, y no quiero entretenerle más.

Se puso el sombrero y salió con el bastón debajo del brazo, muy tieso y canturreando en cuanto estuvo fuera de l almacén.

Míster Quinion me aconsejó entonces muy seriamente que trabajara todo lo más posible en la casa, y me dijo que se me pagarían seis chelines por semana (no estoy seguro de si eran seis o siete; mi inseguridad me hace creer que pri­mero debieron de ser seis, y después siete). Me pagó una se­mana por adelantado (creo que de su bolsillo particular), de lo que di seis peniques a Fécula para que llevara aquella misma noche mi maleta a Windsor Terrace; tan pequeña como era, pesaba demasiado para mis fuerzas. También gasté otros seis peniques en mi almuerzo, que consistió en una empanada de came y un trago de agua en una bomba de la vecindad, y pasé la hora que dejaban libre para las comi­das paseando por las calles.

Aquella noche, a la hora fijada, apareció mister Micaw­ber. Me lavé la cara y las manos para corresponder a su ele­gancia, y nos fuimos juntos hacia nuestra casa, como su­pongo que la llamaré desde ahora. Mister Micawber, durance el camino, me hacía fijarme en los nombres de las calles, en las fachadas de las casas y en las esquinas, para que pudiera encontrar fácilmente el camino a la mañana siguiente.

Llegamos a su casa de Windsor Terrace (que me pareció tan mezquina como él y con sus mismas pretensiones); me presentó a su señora, una mujer delgada y pálida, nada joven ya, que estaba sentada en una habitación (el primer piso es­taba ya sin muebles y tenían echados los estores para engañar a los vecinos), dando de mamar a un niño. Este niño era uno de los dos mellizos, y puedo asegurar que nunca en toda mi intimidad con la familia vi a los dos mellizos fuera de los brazos de su madre al mismo tiempo. Uno de ellos siempre tenía que mamar. También tenían otros dos niños, uno de cua­tro años y una niña, todo lo más, de tres. También había en la casa una muchacha muy morena que les servía. Tenía cos­tumbre de resoplar, y me informó antes de media hora de que era huérfana y había salido del orfelinato de San Lucas para ir allí. Mi habitación estaba en el último piso, en la parte de atrás; una habitación pequeña, cubierta de un papel que pare­cía de obleas azules, y muy escasamente amueblada.

—Nunca hubiera pensado —dijo mistress Micawber, cuando subió con niño y todo a enseñarme mi habitación, y sentándose para tomar aliento— antes de mi matrimonio, cuando vivía con papá y mamá, que me vería en la necesi­dad de tomar un huésped. Pero míster Micawber está pa­sando por circunstancias tan difíciles, que toda considera­ción de otro género debe ser desechada.

Yo dije:

—Sí, señora.

—Las dificultades de míster Micawber —prosiguió­son casi insuperables por ahora, y no sé si conseguirá salir de ellas. Cuando yo vivía con papá y mamá no llegaba a comprender lo que quería decir la palabra pobreza en el sen­tido en que ahora la empleo; pero la experiencia es maestra, como acostumbraba a decir mi papá.

Por más que pienso no consigo recordar si me dijo que míster Micawber había sido oficial de Marina, o si lo inventé yo; únicamente sé que ahora estoy convencido de que en al­guna época había pertenecido a la Marina, pero no sé por qué. En aquella época era viajante de diferentes casas de co­mercio; pero me temo que aquello le daba muy poco o casi nada.

—Si los acreedores de mi marido no quieren esperar —dijo mistress Micawber—, peor para ellos. Para nosotros, cuanto antes terminen las cosas, mejor. No se puede sangrar a una piedra, y nada podrán sacar en la actualidad de míster Micawber, aparte de los gastos que eso les ocasionaría.

Nunca he podido comprender del todo si mi precoz inde­pendencia confundía a mistress Micawber respecto de mi edad, o si era que estaba tan preocupada por el asunto que habría hablado de él a los mellizos de no haber tenido otra persona a mano. Pero aquella conversación con que empezó nuestra amistad fue el asunto de todas las que siguieron.

¡Pobre mistress Micawber! Decía que había intentado ga­nar dinero por todos los medios, y no lo dudo. Sin ir más le­jos, en la puerta de la calle había una gran placa en la que se leía: «Pensión de mistress Micawber, fundada para señori­tas»; pero nunca llegó a estudiar allí ninguna señorita; nin­guna pensó en ir ni lo intentó, y en la casa nunca hubo que hacer preparativos para recibir a ninguna. Las únicas visitas que tenían (las he visto y oído) eran las de los acreedores. Venían a todas horas, y algunos eran verdaderamente fero­ces. Un hombre con la cara sucia (creo que el zapatero) solía ponerse en la escalera en cuanto daban las siete de la ma­ñana, y desde allí increpaba a míster Micawber.

—Vamos, que ahora está usted en casa. ¿Me pagará us­ted? ¡No se esconda, es una cobardía! No haría yo una cosa semejante. Págueme; que me pague ahora mismo, ¿me oye? ¡Vamos!

No recibiendo contestación a sus insultos, se encolerizaba y llegaba a llamarles ladrones y rateros, y viendo que aque­llo tampoco producía efecto, salía a la calle y desde allí gri­taba hacia las ventanas del segundo piso, que era donde sa­bía que dormían los Micawber. En aquellas ocasiones, míster Micawber, desesperado por la vergüenza, hasta había llegado (según comprendí por los gritos de su mujer) a fingir que intentaba matarse con una navaja de afeitar; pero media hora después se limpiaba las botas con cuidado y salía a la calle tarareando con más elegancia que nunca.

Mistress Micawber era también de un carácter flexible; la he visto ponerse verdaderamente mala a las tres porque ha­bían venido a cobrar los impuestos, y después comer a las cuatro chuletas de cordero empanadas, con un buen vaso de cerveza, todo pagado empeñando dos cucharillas de té. Re­cuerdo que un día habían venido a embargar la casa, y vol­viendo yo por casualidad a las seis, me la encontré en el suelo desvanecida (con uno de los mellizos en sus brazos, como es natural, y los cabellos sueltos alrededor de su rostro); pero nunca la he visto más alegre que aquella noche en la cocina, con sus chuletas en la mano, contándome toda clase de historias sobre su papá y su mamá y la gente que re­cibían en su casa.

En aquella casa y con aquella familia pasaba yo todos mis ratos de ocio. Para el desayuno compraba un penique de pan y otro de leche, y también me procuraba otro penique de pan y un pedazo de queso, que me servían de cena, cuando volvía por la noche. Esto hacía una buena brecha en los seis o siete chelines, ya lo sé, y hay que tener en cuenta que estaba en el almacén todo el día y tenía que durarme el dinero la semana completa. Desde el domingo por la mañana hasta el sábado por la noche no recibía el menor consejo, la menor palabra de ánimo, el menor consuelo ni la más mínima ayuda ni ca­riño de nadie, puedo decirlo con la seguridad que espero ir al cielo.

Era tan pequeño y tenía tan poca experiencia (¿cómo hu­biera podido ser de otra manera?) para soportar la carga de mi existencia, que a menudo, yendo hacia el almacén por las mañanas, no podía resistir la tentación de comprar en las pastelerías los dulces de la víspera, que vendían a mitad de precio, y gastaba en aquello el dinero que llevaba para mi comida, y después tenía que quedarme sin comer a medio­día, o tomar sólo un pedazo de pudding. Recuerdo dos tien­das de pudding que frecuentaba alternativamente, según el estado de mi bolsillo. Una estaba en un pasaje cerrado por la iglesia de Saint Martin (al que daba la parte de atrás de la iglesia), que ahora es, completamente distinto. El pudding de aquella tienda, hecho con pasas de Corinto, era de pri­mera, pero muy caro: por dos peniques daban un trozo más pequeño que por un penique cuando era de otro más vulgar. Una buena tienda para este último estaba en el Strand, en un sitio que después han reconstruido. Era un pudding algo pesado, con grandes pasas muy separadas unas de otras; pero era alimenticio, y estaba caliente a la hora en que yo iba, y muchos días ésa era toda mi comida. Cuando comía de un modo regular y abundante, compraba un panecillo de un penique y tomaba un plato de carne de cuatro peniques en cualquier restaurante o un plato de pan y queso y un vaso de cerveza en la taberna miserable que había frente al almacén, llamada El León o El León y algo más que he ol­vidado. Una vez recuerdo que saqué el pan de casa desde por la mañana, y envuelto en un papel como si fuera un li­bro lo paseé debajo del brazo hasta un restaurante famoso por su carne guisada, cerca de Drury Lane, y pedí media ra­ción de aquel famoso plato. Lo extraño que debió parecerle al camarero mi llegada, pobre criaturita cola, no lo sé; pero me parece que le veo todavía frente a mí, mientras como, y llamando a otro mozo también para que me mirara. Le di medio penique de propina, y ¡deseaba tanto que no me lo aceptara!

Creo que teníamos media hora para tomar el té. Cuando tenía dinero para ello tomaba una taza de café con un pane­cillo untado de manteca, y cuando no tenía, acostumbraba a irme a mirar el escaparate de una tienda donde vendían caza en Fleet Street, o llegaba al mercado de Coven Garden y me paraba a mirar las piñas. También era muy aficionado a it por el Adelphi, porque era un lugar misterioso, con sus oscu­ros arcos. Me veo alguna noche saliendo de uno de aquellos arcos para entrar en alguna taberna de la orilla del río. Había una explanada delante de él donde unos carboneros están bailando; me siento a mirarlos en un banco, y reflexiono en qué pensarán epos al verme. Era tan niño y tan pequeño, que con frecuencia, cuando entraba en el bar de una taberna por primera vez a tomar un vaso de cerveza para refrescarme después de comer, casi no se atrevían a servírmelo. Re­cuerdo que en una calurosa noche entré en una taberna y dije al dueño:

—¿Cuánto es un vaso de su mejor cerveza, de la mejor que tenga?

Era un día señalado, no recuerdo ahora cuál; pero debía de ser mi cumpleaños.

—Dos peniques y medio —dijo el dueño—; es el precio de la verdadera cerveza de primera calidad.

—Entonces —dije yo sacando el dinero— deme un vaso de esa cerveza, y que tenga mucha espuma.

El dueño del bar me miró de arriba abajo con una extraña sonrisa en su rostro, y en lugar de darme la cerveza, volvién­dose hacia dentro dijo algo a su mujer, que salió con su labor en la mano y se puso a su lado a mirarme. Todavía no he olvi­dado el cuadro. El dueño, en mangas de camisa, apoyándose en el mostrador como en una ventana; su mujer mirando por encima de su hombro, y yo, bastante confuso, mirándoles desde el otro lado del mostrador. Me hicieron muchísimas pre­guntas de cómo me llamaba, qué edad tenía, dónde vivía, en qué trabajaba y cómo había llegado allí. A todo lo que yo, para no comprometer a nadie, me temo que contesté muchas menti­ras. Por fin me sirvieron la cerveza, aunque sospecho que no era de la buena; y la mujer, abriendo la puertecita del mostra­dor, me devolvió el dinero y me dio un beso con expresión en­tre admirada y compasiva; pero de un modo femenino y bueno.

Sé que no exagero, ni aun inconsciente o involuntaria­mente, la escasez de mis recursos y las dificultades de mi vida. Sé que si míster Quinion me daba alguna vez una pro­pina la gastaba en comer o en tomar el té. Sé que trabajaba desde por la mañana hasta la noche entre hombres y niños de la clase más baja y hecho un desarrapado. Sé que vagaba por aquellas calles con hambre y mal vestido. Y sé que sin la misericordia de Dios estaba tan abandonado, que podía ha­berme convertido en un ladrón o hacerme un vagabundo.

A pesar de todo, era de los que mejor estaba en la casa Murdstone y Grimby, pues míster Quinion hacía lo posible por tratarme mejor que a los demás, dentro de lo que podía esperarse de un hombre indiferente, además muy ocupado, y tratándose de una criatura tan abandonada. Yo no había contado a nadie por qué estaba allí, ni les había dejado sospe­char mi tristeza por aquella vida. Lo que yo sufría en secreto nadie lo supo. Así mi amor propio sufría menos. Nadie sabía mis penas; por crueles que fueran, me reservaba y hacía mi trabajo. Comprendí desde el primer momento que si no trabajaba igual que los demás me expondría a sus burlas y desprecio. Y pronto fui por lo menos tan hábil y tan activo como mis compañeros. Aunque tenía con ellos un trato fa­miliar, mi conducta y modales diferían bastante de los su­yos, reteniéndolos a distancia. Tanto ellos como los hom­bres, por lo general, hablaban de mí como de un señorito y me llamaban el joven Sufolker. Uno de ellos, Gregory, que era el capataz de los embaladores, y otro, llamado Tipp, que era cartero y llevaba una chaqueta roja, me llamaban al­gunas veces David; pero creo que era en los momentos de mayor confianza y cuando yo me había esforzado en serles agradable contándoles, al mismo tiempo que trabajaba, al­gunas historias sacadas de mis antiguas lecturas, que cada vez se iban borrando más de mi memoria. Fécula de patata se rebeló alguna vez porque me distinguían; pero Mick Wal­ker le hizo volver al orden.

No tenía ninguna esperanza de que me arrancaran de aquella vida horrible, que a mí me parecía vergonzosa, y me sentía enormemente desgraciado. Nunca, ni por un mo­mento, estuve resignado; pero no se lo contaba ni a Peggotty, en parte por cariño a ella, en parte por vergüenza. Nunca en ninguna carta (aunque se cruzaban bastantes entre nosotros) le revelé la verdad.

Las dificultades económicas de los Micawber aumenta­ban la depresión de mi espíritu. En el abandono en que es­taba, había empezado a encariñarme con aquella gente, y acostumbraba a hablar de sus asuntos con la señora, calcu­lando sus medios y esperanzas, y después me sentía ago­biado por el peso de sus deudas. El sábado por la noche, que era mi mejor día, principalmente porque era una gran cosa volver a casa paseando con seis o siete chelines en el bolsillo y mirando los escaparates y pensando lo que podría comprar con aquella suma, y también porque volvía más temprano.

Esos días mistress Micawber me hacía las más desgarra­doras confidencias, y también el domingo por la mañana mientras tomaba el té o el café que había comprado la noche antes y guardaba en un tarro de dulce. No era raro que míster Micawber sollozara violentamente al empezar una de aque­llas conversaciones del sábado por la noche, terminando con una canción. Le he visto muchas veces volver a casa a co­mer llorando a lágrima viva y declarando que ya sólo le que­daba it a la cárcel, y después acostarse calculando lo que costaría poner un mirador a las ventanas del primer piso en el caso de que «surgiera algo», como era su expresión favo­rita. Y mistress Micawber era exactamente igual.

Una curiosa igualdad en nuestra amistad, originada sin duda por nuestras respectivas situaciones, se estableció entre aquella gente y yo, a pesar de la inverosímil diferencia de nuestras edades. Sin embargo, no consentí nunca en aceptar la menor invitación a comer con ellos (sabiendo el trabajo que les costaba pagar al panadero y al carbonero y que a me­nudo no tenían bastante para ellos mismos), hasta que mis­tress Micawber se confió del todo a mí. Y esto ocurrió una noche como sigue:

—Copperfield —me dijo mistress Micawber—, no quiero tratarle como a un extraño, y por eso no dudo en decirle que las dificultades de míster Micawber se acercan a una crisis.

Al oír esto, sentí mucha pena y miré los ojos rojizos de mistress Micawber con la mayor simpatía.

—Excepto un pedazo de queso de Holanda, que no es su­ficiente para las necesidades de mi joven familia —dijo mis­tress Micawber—, realmente no hay ni una miga de nada en la despensa. Estoy acostumbrada a hablar de la despensa de cuando vivía con papá y mamá, y use la palabra inconscientemente. Ahora lo que quiero decir es que no hay nada que comer en casa.

—¡Dios mío! —dije con gran emoción.

Tenía dos o tres chelines de mi dinero de la semana en el bolsillo, por lo que deduzco que debíamos de estar a martes por la noche cuando tuvimos aquella conversación. Los sa­qué prontamente, pidiéndole con toda la emoción de mi alma que no los rechazara; pero ella, besándome y hacién­domelos guardar de nuevo en el bolsillo, me dijo que no pen­sara en ello.

—No, mi querido Copperfield; eso está lejos de mi pen­samiento. Pero tienes una discreción muy por encima de tu edad y puedes hacerme un gran favor, si quieres; lo aceptaré con reconocimiento.

Le rogué que me dijera de qué se trataba.

—Yo misma he llevado la plata a empeñar —dijo mistress Micawber—; seis cucharillas de té, dos saleros y un par de pinzas para el azúcar; en diferentes ocasiones he sacado di­nero de ello, en secreto y con mis propias manos; pero ahora los mellizos me estorban mucho, y el hacerlo me resulta muy triste cuando recuerdo los tiempos de papá y mamá. Todavía quedan algunas cosas de las que se puede sacar partido. Los sentimientos de míster Micawber nunca le han permitido mezclarse en estas cosas, y Cliket (este era el nombre de la criada) tiene un espíritu vulgar y quizá se tomara demasia­das libertades si se depositase en ella semejante confianza; por lo tanto, si yo pudiera pedirle a usted...

Comprendí a mistress Micawber y me puse a su disposi­ción, y aquella misma noche empecé por llevar lo más ma­nejable, y todas las mañanas hacía una expedición semejante antes de entrar en el almacén de Murdstone y Grimby.

Míster Micawber tenía unos cuantos libros en un armario, al que llamaba la librería, y empecé por aquello. Llevé uno tras otro a un puesto de libros de City Road, cerca de nuestra casa, en un sitio que estaba siempre lleno de puestos de pájaros y libros. El dueño de aquel puesto vivía en una casucha al lado y solía emborracharse por la noche y tenía violentas disputas con su mujer por la mañana. Más de una vez, cuando iba muy temprano, le encontraba en la cama, con la frente par­tida o con un ojo morado, resultado de sus excesos de la vís­pera (temo que debía de ser muy violento cuando había be­bido), y con su mano temblona trataba en vano de buscar uno por uno en todos los bolsillos de su ropa, que estaba caída por el suelo, mientras su mujer, con un niño en los brazos y los za­patos en chancleta, no le dejaba en paz. A veces había perdido su dinero y me decía que volviera a otra hora; pero su mujer siempre tenía algo, que le había quitado durante la borrachera, y terminaba la compra mientras bajábamos las escaleras.

En la casa de préstamos también empezaron a conocerme, y el cajero me tenía mucha simpatía. Recuerdo que a me­nudo me hacía declinar un nombre o adjetivo latino o conju­gar un verbo mientras esperaba todas las transacciones. En todas aquellas ocasiones mistress Micawber hacía después preparativos para una comida, y había un peculiar encanto en ello, lo recuerdo muy bien.

Por último llegó la crisis de las dificultades de míster Micawber, y una mañana muy temprano vinieron a buscarle y le llevaron a la prisión de Bench King's, en el Borough. Cuando lo llevaban me dijo que el angel de la guarda había desaparecido para él; y yo, realmente, pensando que su cora­zón estaba destrozado, sentía igual. Pero después oí decir que en la cárcel había estado jugando alegremente a los bo­los antes de comer.

El primer domingo después de su encierro fui a verle y a comer con él. Tenía que preguntar el camino en un sitio, y antes de llegar allí debía encontrar otro sitio, y un poco antes vería un pórtico que tenía que atravesar y continuar en línea recta hasta que me encontrase al carcelero. Lo hice todo, y cuando, por último, vi al carcelero, ¡pobre de mí!, recordé que cuando Roderik Ramdom estaba en la prisión por deudas veía allí un hombre que sólo iba vestido con un trozo viejo de tapiz; el carcelero se desvaneció ante mis inquietos ojos y mi palpitante corazón.

Míster Micawber me estaba esperando cerca de la puerta, y una vez llegados a su habitación, que estaba situada en el penúltimo piso, se echó a llorar. Me conjuró solemnemente para que recordara su destino y para que no olvidara jamás que si un hombre con veinte libras esterlinas de renta gasta diecinueve libras, diecinueve chelines y seis peniques, podrá ser dichoso; pero que si gasta veintiuna libras, nunca se li­brará de la miseria.

Después de esto me pidió prestado un chelín para com­prar cerveza, y me dio un recibo para que su señora me lo devolviera. Después se guardó el pañuelo en el bolsillo y re­cobró su alegría.

Estábamos sentados ante una fogata; dos ladrillos atrave­sados a cada lado de le chimenea impedían que se quemara demasiado carbón. Cuando otro deudor, que compartía la habitación de Micawber, entró con el pedazo de cordero que íbamos a comer entre los tres y pagar a escote, entonces me enviaron a otra habitación que estaba en el piso de arriba, para que saludara al capitán Hopkins de parte de míster Micawber y le dijera que yo era el amiguito de quien le ha­bía hablado y que si quería prestarme un cuchillo o un tenedor.

El capitán Hopkins me prestó el cuchillo y el tenedor, en­cargándome sus saludos para míster Micawber. En su celda había una señora muy sucia y dos muchachas, sus hijas, pá­lidas, con los cabellos alborotados. Yo no pude por menos de pensar que más valía pedirle a Hopkins su cuchillo que su peine. El capitán estaba en un estado deplorable; llevaba un gabán muy viejo sin forro y unas patillas enormes. El col­chón estaba hecho un rollo en un rincón, y ¡qué platos, qué vasos y qué tazas tenía encima de una mesa! Adiviné, Dios sabe cómo, que, aunque las dos muchachas desgreñadas eran sus hijas, la señora sucia no estaba casada con el capitán Hopkins. En mi tímida visita no pasé de la puerta ni estuve más de dos minutos; sin embargo, bajaba tan seguro de lo que acabo de decir como de que llevaba un cuchillo y un te­nedor en la mano.

Había, después de todo, algo bohemio y agradable en aquella comida. Devolví el tenedor y el cuchillo al capitán Hopkins y regresé a casa para tranquilizar y dar cuenta de mi visita a mistress Micawber. Se desmayó al verme, des­pués de lo cual preparó dos vasos de ponche para consolar­nos mientras le contaba lo sucedido.

Yo no sé cómo consiguieron vender los muebles para ali­mentarse, ni sé quién se encargó de aquella operación; en todo caso, yo no intervine en ella. Todo se lo llevaron en un carro, a excepción de las camas y de alguna que otra silla y la mesa de cocina. Campábamos con aquellos muebles en dos habitaciones de la casa vacía de Windsor Terrace mis­tress Micawber, los niños, la huérfana y yo, y de allí no salía­mos. No recuerdo cuánto duró aquello; pero me parece que bastante tiempo. Por último, mistress Micawber decidió tras­ladarse a la prisión, donde su marido tenía ahora una habita­ción para él solo. Me encargaron de llevar la llave de la casa a su dueño, que por cierto me pareció encantado de ello, y las camas se enviaron a Bench King's, menos la mía. Alqui­lamos para mí una habitacioncita en los alrededores de la prisión, lo que me alegró mucho, pues ya me había acostum­brado a vivir con ellos a través de nuestras mutuas penas. La huérfana también fue acomodada en un baratísimo aloja­miento de las cercanías. Mi habitación era un poco abuhar­dillada y nada cómoda; pero me creí en el paraíso al tomar posesión de ella, pensando que la crisis de las dificultades de Micawber había terminado.

Todo este tiempo seguía trabajando para Murdstone y Grimby en lo mismo de siempre, con los mismos compañe­ros y con el mismo sentimiento de degradación inmerecida que al principio. Pero, felizmente, no había hecho ninguna amistad, no hablaba con ninguno de los niños a quien diaria­mente me encontraba al ir y venir al almacén o al vagar por las calles a la hora de comer. Seguía llevando la misma vida triste y solitaria; pero mi pena continuaba siempre encerrada en mí mismo. El único cambio del que tuve conciencia fue que mi traje estaba cada día más viejo y usado, y que en parte estaba algo tranquilo respecto a los Micawber, que vi­vían en la prisión más desahogados que hacía mucho tiempo y que habían sido socorridos en su desgracia por parientes o amigos. Desayunaba con ellos en virtud de un arreglo que hicimos y del que he olvidado los detalles. También he olvi­dado a qué hora se abrían las puertas de la prisión para de­jarme entrar; únicamente sé que me levantaba a las seis de la mañana, y mientras esperaba a que abrieran las puertas iba a sentarme en uno de los bancos del viejo puente de Londres, donde me divertía mirando a la gente que pasaba o contem­plando por encima de la balaustrada el sol reflejado en el agua o iluminando las llamas doradas de lo alto del monu­mento. La huérfana venía muchas veces a reunirse allí con­migo para oír las historias que yo le inventaba de la torre de Londres, y puedo asegurar que yo mismo me convencía de lo que contaba. Por la tarde volvía a la prisión y me paseaba en el patio con míster Micawber o jugaba a las cartas con su señora, escuchando sus relatos sobre papá y mamá. Ignoro si míster Murdstone supo cómo vivía entonces; yo no hablé nunca de ello en Murdstone y Grimby.

Los asuntos de míster Micawber seguían, a pesar de la tregua, muy embrollados, a causa de cierto documento del que oía hablar. Ahora supongo que sería algún arreglo ante­rior con sus acreedores, aunque entonces comprendía tan poco de qué se trataba, que, si no me equivoco, lo confun­día con los pergaminos infernales de contratos con el de­monio, que, según decían, existían antiguamente en Ale­mania. Por fin, aquel documento pareció desvanecerse no sé cómo, al menos había dejado de ser la piedra de toque, y mistress Micawber me dijo que su familia había decidido que míster Micawber apelara, para ser puesto en libertad, a la ley de deudores insolventes, y que podría verse libre an­tes de seis semanas.

Entonces dijo míster Micawber, que estaba presente:

—No hay duda de que con la ayuda de Dios saldremos adelante y podremos vivir de una manera completamente di­ferente, y..., y..., en una palabra, las cosas cambiarán.

Para estar preparado y aprovechar el porvenir, recuerdo que míster Micawber componía una petición a la Cámara de los Comunes pidiendo que se hicieran mejoras en la ley que regía las prisiones por deudas.

Recojo aquí este recuerdo porque me hace ver cómo unía yo las historias de mis antiguos libros a la de mi vida pre­sente, cogiendo a derecha a izquierda mis personajes entre la gente que encontraba en la calle. Muchos rasgos del ca­rácter que trazaré involuntariamente al escribir mi vida se formaron desde entonces en mi alma.

En la prisión había un club, y míster Micawber, en su ca­lidad de hombre bien educado, era una gran autoridad en él. Míster Micawber había desarrollado ante el club la idea de su petición, y todos la habían aprobado. En consecuencia, como Micawber estaba dotado de un excelente corazón y de una actividad infatigable, cuando no se trataba de sus pro­pios asuntos, completamente feliz de trabajar en una em­presa que no le sería de ninguna utilidad, puso manos a la obra y redactó la petición, la copió en una hoja de papel que extendió encima de la mesa, y después convocó al club en­tero y a todos los habitantes de la prisión por si querían venir a depositar su firma en aquel documento.

Cuando oí anunciar la proximidad de aquella ceremonia sentí tales deseos de ver entrar a todos uno detrás de otro, aunque los conocía ya a casi todos, que conseguí un permiso de una hora en Murdstone y Grimby y me instalé en un rin­cón para asistir al espectáculo. Los principales miembros del club, aquellos que habían podido entrar en la habitación sin llenarla del todo, estaban delante de la mesa con míster Micawber. Mi antiguo amigo, el capitán Hopkins, que se ha­bía lavado la cara en honor del acto, se había instalado so­lemnemente al lado del documento para leérselo a los que no conocían su contenido. La puerta se abrió por fin y co­menzó el desfile. Entraba uno, y los otros esperaban en puerta mientras aquel firmaba. El capitán Hopkins les pre­guntaba a todos: «¿Lo ha leído usted? No. ¿Quiere usted oírlo?». Si el desgraciado hacía el menor signo de asenti­miento, el capitán Hopkins se lo leía todo, sin saltarse una letra, con su voz más sonora. El capitán lo hubiera leído veinte mil veces seguidas si veinte mil personas hubieran deseado escucharlo una después de otra. Recuerdo el énfasis con que pronunciaba frases como esta: « Los representantes del pueblo, reunidos en Parlamento... Los autores de la peti­ción hacían ver humildemente a la honorable Cámara... Los desdichados súbditos de su Graciosa Majestad» . Parecía que aquellas palabras eran en su boca una bebida deliciosa. Míster Micawber, entre tanto, contemplaba con expresión de vani­dad satisfecha los barrotes de las ventanas de enfrente.

Mientras doy mi paseo diario desde Southwark a Black­friars y vago a las horas de comer por las oscuras calles, cu­yas piedras quizá conservan todavía las huellas de mis pasos de niño, me pregunto si llegaré a olvidarme de alguno de aquellos personajes que cruzaban sin cesar por mi espíritu, uno a uno, al eco de la voz del capitán Hopkins. Y cuando mis pensamientos, mirando atrás, vuelven a aquella lenta agonía de mi infancia, me admira cómo muchas de las histo­rias que yo inventaba sobre aquella gente flotan todavía como una sombra fantástica sobre los hechos reales, siempre presentes en mi memoria. Y cuando paso por el viejo camino no me sorprendo, sólo lo compadezco, si veo andando de­lante de mí a un niño inocente y soñador que se crea un mundo imaginario de su extraña experiencia y sórdido vivir.

CANTULO XII. COMO EL VIVIR POR MI CUENTA NO ME GUSTA Y TOMO UNA GRAN RESOLUCIÓN

A su debido tiempo, la petición de míster Micawber fue atendida y se recibió orden de ponerle en libertad, lo que me causo gran alegría. Sus acreedores no eran muy impla­cables, y mistress Micawber me contó que hasta el zapatero había declarado en pleno tribunal que no le tenía mala vo­luntad; pero que cuando le debían dinero le gustaba que se lo pagasen, y añadió que pensaba que aquello era una cosa muy humana.

Desde el tribunal volvió míster Micawber a Bench King's para ciertas formalidades que había que terminar. El club le re­cibió con entusiasmo y organizó aquella noche un mitin en su honor; entre tanto, mistress Micawber y yo lo celebramos en privado comiendo cordero y rodeados de los niños dormidos,

—En esta ocasión le propongo, Copperfield —dijo mis­tress Micawber—, que tomemos un poco más de ponche a la salud de papá y mamá; hacía ya tiempo que no lo tomábamos.

—¿Han muerto? —pregunté después de brindar.

—Mamá abandonó la tierra —dijo mistress Micawber­antes de que empezaran las dificultades de mi esposo, o al menos antes de que la cosa se pusiera seria. Mi papá ha vi­vido lo bastante para rescatar muchas veces a míster Micaw­ber, después de lo cual ha muerto, siendo muy llorado por todos sus amigos.

Mistress Micawber sacudió la cabeza y vertió una lágrima de piedad filial sobre el mellizo que estaba de turno.

Me pareció que no podría encontrar ocasión más favora­ble para preguntarle una cosa del mayor interés para mí; por lo tanto le dije:

—Puedo preguntarle, señora, lo que piensan ustedes ha­cer ahora que míster Micawber ha salido de sus dificultades y está en libertad. ¿Ha decidido usted algo?

—Mi familia —dijo mistress Micawber, que pronunciaba siempre estas dos palabras con aire majestuoso, sin que yo haya podido descubrir jamás a quién se las aplicaba—, mi familia piensa que míster Micawber debía salir de Londres y ejercer su talento en el campo. Míster Micawber es un hom­bre de mucho talento, Copperfield.

Dije que estaba seguro de ello.

—De mucho talento —repitió mistress Micawber—; y mi familia mantiene que, con algo de interés, a un hombre de su inteligencia se le podría dar cualquier cargo en la Adminis­tración de Aduanas. Y como la influencia de mi familia es local, su deseo es que míster Micawber se vaya a Plimouth. Creen indispensable que esté sobre el terreno.

—¿Para estar preparado? —pregunté.

—Precisamente —contestó ella—, para que esté prepa­rado en el caso de que surgiera algo.

—¿Y usted también se irá?

Los sucesos del día, combinados con los mellizos o con el ponche, tenían a mistress Micawber muy nerviosa, y me contestó con lágrimas en los ojos:

—Yo nunca abandonaré a mi esposo. Míster Micawber ha hecho mal ocultándome al principio sus apuros; pero hay que reconocer que su carácter optimista le hacía creer siempre que saldría de ellos sin que yo me enterase. El collar de perlas y las pulseras que había heredado de mamá los hemos ven­dido en la mitad de su valor; los corales que papá me dio al casarme también los hemos dado por nada. Pero nunca aban­donaré a Micawber. ¡No —gritó cada vez más conmovida—, no lo consentiré jamás! ¡Es inútil que me lo propongan!

Yo estaba muy confuso, pues parecía que mistress Mi­cawber imaginaba que yo le proponía semejante cosa, y la miré alarmado.

—Micawber tiene sus defectos. No niego que es muy poco precavido; no niego que me ha engañado respecto a sus recursos y sus deudas —continuó, mirando fijamente a la pared—; pero yo no le abandonaré nunca.

Mistress Micawber había levantado la voz poco a poco, y gritó de tal modo al decir estas últimas palabras, que me asustó mucho y corrí a la habitación en que estaba el club para llamar a su marido, que lo presidía sentado al final de una mesa muy larga, cantando a voz en grito con todos los demás:

Gee up, Dobbin

Gee ho, Dobbin

Gee up, Dobbin

Gee up, and gee ho—o—o!

Le dije que mistress Micawber estaba en un estado muy alarmante. A1 oír esto se deshizo en llanto y se vino conmigo con el chaleco todavía cubierto de las cabezas y colas de gambas que había estado comiendo.

—¡Emma, ángel mío! —gritó, entrando en la habita­ción—. ¿Qué te pasa?

—¡Nunca te abandonaré, Micawber! —exclamó ella.

—¡Mi vida! —dijo él, cogiéndola en sus brazos—. Estoy completamente seguro de ello.

—Es el padre de mis hijos, el padre de mis mellizos, el esposo de mi alma —grito mistress Micawber—. ¡Nunca, nunca le abandonaré!

Míster Micawber estaba tan profundamente afectado por aquella prueba de cariño (como yo, que lloraba a lágrima viva), que la abrazó de un modo apasionado, rogándole que le mirase y se tranquilizara. Pero cuanto más le pedía que le mirase más se fijaban sus ojos en el vacío, y cuanto más le pe­día que se tranquilizara menos tranquila estaba. Por lo tanto, pronto se contagió Micawber y mezcló sus lágrimas con las de su mujer y las mías. Por último me pidió que saliera con una silla a la escalera mientras él la acostaba. Hubiera querido marcharme ya; pero Micawber no lo consintió, porque todavía no había sonado la campana para la salida de los visitantes. Por lo tanto me senté en la ventana de la escalera hasta que él llegó con otra silla a hacerme com­pañía.

—¿Cómo está su esposa? —dije.

—Muy abatida —dijo míster Micawber sacudiendo la ca­beza—, es la reacción. ¡Ah! ¡Es que ha sido un día terrible! Y ahora estamos solos en el mundo y sin el menor recurso.

Míster Micawber me estrechó la mano, gimió y después se echó a llorar. Yo estaba muy conmovido y desconcertado, pues esperaba que estuvieran muy alegres en aquella oca­sión tan esperada. Pero pienso que los Micawber estaban tan acostumbrados a sus antiguos apuros, que se sentían descon­certados al verse libres de ellos. Toda la flexibilidad de su carácter había desaparecido, y nunca les había visto tan tris­tes como aquella tarde. A1 oír la campana míster Micawber me acompañó hasta la verja y me dio su bendición al despe­dirnos. Yo me sentía verdaderamente inquieto al dejarlo solo, tan profundamente triste como estaba.

Pero a través de la confusión y abatimiento que nos había apresado de una manera tan inesperada para mí, veía clara­mente que mister y mistress Micawber iban a abandonar Londres y que la separación entre nosotros era inminente. Y fue al volver aquella tarde a casa, y durante las horas sin sueño que siguieron, cuando concebí por primera vez, no sé cómo, un pensamiento que pronto se convirtió en una firme resolución.

Me había unido tan íntimamente con los Micawber; me había implicado tanto en sus desgracias, y estaba tan absolu­tamente desprovisto de amigos, que la perspectiva de verme obligado de nuevo a buscar alojamiento para vivir entre ex­traños parecía volver a arrojarme contra la corriente de esta vida, demasiado conocida ahora para ignorar lo que me es­peraba.

Todos los sentimientos delicados que esta existencia he­ría; toda la vergüenza y el sufrimiento que despertaba en mí se me hicieron tan dolorosos, que, reflexionando, decidí que aquella vida me era intolerable.

Yo no podía esperar otro medio para escapar a ella que por mi propio esfuerzo; lo sabía. Rara vez oía hablar de miss Murdstone, y de su hermano, nunca. Pero dos o tres paque­tes de ropa nueva o arreglada habían sido enviados para mí a míster Quinion, acompañados de un trozo de papel arrugado que decía: «M. M. espera que D. C. se aplique a cumplir bien sus deberes», sin dejar entrever la menor esperanza de que algún día pudieran llegar tiempos mejores.

Al día siguiente me convencí, mientras mi espíritu estaba todavía en la inquietud del plan que había concebido, que mistress Micawber no había hablado sin motivo de la proba­bilidad de su partida. Se alojaron en la casa en que yo vivía durante una semana, y cuando expiró el plazo pensaban par­tir para Plimouth. El mismo míster Micawber fue al almacén aquella tarde para anunciar a míster Quinion que su marcha le obligaba a renunciar a mi compañía y para decirle de mí, según creo, todo el bien que merecía. En vista de esto, mis­ter Quinion llamó a Tipp el carretero, que estaba casado y tenía una habitación para alquilar, y la tomó para mí. Debió de tener sus razones para creer que era con nuestro mutuo consentimiento, aunque yo no dije nada; pero mi resolución estaba tomada.

Pasé las veladas con míster y mistress Micawber durante el tiempo que nos quedaba todavía por vivir bajo el mismo techo, y creo que nuestra amistad aumentaba a medida que el momento de nuestra separación se aproximaba.

El último domingo me invitaron a comer y tomamos un trozo de cerdo fresco con salsa picante y un pudding. Yo ha­bía comprado la víspera un caballo de madera pintado para regalárselo al pequeño Wilkins Micawber y una muñeca para la pequeña Emma; también di un chelín a la huérfana, que perdía su colocación.

Pasamos un día muy agradable, aunque todos estábamos conmovidos pensando en la separación.

—Copperfield: nunca podré recordar las dificultades de Micawber sin pensar en usted. Usted se ha portado siempre con nosotros de la manera más delicada y más de agradecer. Usted no ha sido un huésped: ha sido un amigo.

—Querida mía —dijo su marido—: Copperfield time un corazón sensible a las desgracias de los demás, una cabeza capaz de razonar y unas manos... En resumen: un talento in­comparable para sacar provecho de todo aquello de que se puede prescindir.

Expresé mi reconocimiento por aquel cumplido, y dije que estaba muy triste por tener que separarme de ellos.

—Querido amigo —dijo mister Micawber—: yo soy ma­yor que usted y tengo alguna experiencia en la vida y en... En una palabra: en dificultades de todas clases, para hablar de un modo general. Por el momento, y hasta que surja algo (lo que espero siempre) no le puedo ofrecer otra cosa que mis consejos; sin embargo, creo que valen la pena de ser es­cuchados, sobre todo... En una palabra: porque yo nunca los he seguido... y que...

Aquí mister Micawber, que sonreía y me miraba con ex­presión radiante, se detuvo frunciendo las cejas, y prosiguió:

—Y usted ve lo desgraciado que soy.

—Mi querido Micawber —exclamó su mujer.

—Digo —replicó mister Micawber, sin preocuparse de sí mismo y sonriendo de nuevo— lo desgraciado que he sido. Mi consejo es este: < Nunca dejes para mañana lo que pue­das hacer hoy» . Demorar cualquier cosa es un robo hecho al tiempo. ¡Hay que aprenderlo!

—Era la máxima de mi pobre papá —dijo mistress Mi­cawber.

—Querida mía —dijo él— tu papá era un hombre muy bueno, y Dios me libre de querer rebajarlo; es más, hasta es probable... que.... en una palabra, jamás conoceremos a un hombre de su edad que tenga los pantalones tan bien puestos y que sea capaz de leer una letra tan pequeña sin anteojos; pero él aplicó esta máxima a nuestro matrimonio, querida mía, con tal premura, que todavía no me he repuesto de aquel gasto precipitado.

Míster Micawber lanzó una ojeada a su señora y añadió:

—No es que me pese, al contrario, amor mío.

Después de lo cual guardó silencio durante un momento.

—Mi segundo consejo, Copperfield, ya lo conoce usted: renta anual de veinte libras, gasto anual de diecinueve; re­sultado, felicidad. Renta anual de veinte libras, gasto anual de veinte y media; resultado, miseria. La flor está marchita, la hoja cae, el ángel de la guarda desaparece y..., en una pa­labra, se ha hundido usted para siempre, como yo.

Y para hacer su ejemplo más impresionante, míster Mi­cawber se bebió un vaso de ponche con gran alegría y satis­facción y silbó una cancioncilla del colegio.

Le aseguré que nunca perdería de vista aquellos precep­tos, lo que era bastante inútil, pues era evidente que me afec­taba. A la mañana siguiente, muy temprano, me reuní con la familia en las oficinas de la diligencia y les vi con tristeza colocarse en la imperial.

—Copperfield —dijo mistress Micawber—, ¡Dios le bendiga! Nunca podré olvidarle, y aunque pudiera, no querría.

—Copperfield—dijo míster Micawber—, adiós; que la felicidad y la prosperidad le acompañen. Si al cabo de los años pudiera creer que mi suerte desgraciada le ha servido de lección, pensaré que no he ocupado en vano el lugar de otro hombre en la tierra. Y si surgiera algo (siempre cuento con ello) sería extraordinariamente dichoso si pudiera ayu­darle en sus proyectos respecto del porvenir.

Pienso que mistress Micawber, que estaba sentada en la imperial con los niños, mirándome mientras yo permanecía de pie en la carretera contemplándolos tristemente, se per­cató de pronto de que en realidad era yo un niño muy pe­queño y muy débil; lo creo porque me hizo seña de que su­biera a su lado con una expresión completamente nueva y maternal en su rostro, me cogió en sus brazos y me besó como hubiera podido besar a su hijo. Tuve el tiempo justo de bajar antes de que partiera la diligencia y apenas podía distinguir a mis amigos entre los pañuelos que agitaban.

En un minuto todo desapareció. Nos quedamos en medio de la carretera la huérfana y yo, mirándonos tristemente; luego, después de estrecharnos la mano, ella tomó el camino del Hospicio de San Lucas y yo fui a empezar mi jornada en Murdstone y Grimby.

Pero no tenía intención de continuar aquella vida tan pe­nosa. Estaba decidido a huir, a ir de un modo o de otro a bus­car en el campo a la única parienta que tenía en el mundo y a contarle mi historia: a la tía Betsey.

Ya he hecho observar que no sabía cómo aquel proyecto desesperado había germinado en mi espíritu; pero una vez en ello, ¡ni determinación fue tan inquebrantable como to­das las que he podido tomar después en mi vida. No estoy seguro de que mis esperanzas fuesen muy vivas; pero es­taba decidido a ejecutarlo. Cien veces desde la noche en que lo había concebido había dado vueltas en mi espíritu a la historia de mi nacimiento, que tanto me había gustado hacer contar a mi pobre madre, y que me sabía de memoria. Mi tía hacía una aparición rápida y terrible; pero había en todo aquello una particularidad que me gustaba recordar y que me daba algunas esperanzas. No podía olvidar que a mi madre le había parecido sentirla acariciar suavemente sus cabellos, y aunque aquello podía ser una idea sin ningún fundamento, yo me hacía un bonito cuadro del instante en que mi terrible tía se había conmovido ante aquella belleza infantil que yo recordaba tan bien y que me era tan querida, y aquel pequeño episodio aclaraba dulcemente todo el cua­dro. Quizá fuera aquel el germen que después de vivir en mi espíritu había engendrado gradualmente mi determinación.

Como ni siquiera sabía dónde habitaba miss Betsey, es­cribí una larga carta a Peggotty en la que le preguntaba de una manera casual si recordaba el lugar de su residencia, di­ciendo que había oído hablar de una señora que vivía en un sitio, que nombré al azar, y que sentía curiosidad por saber si no sería ella. También en aquella carta le decía que tenía mu­cha necesidad de media guinea, y que si pudiera prestármela se lo agradecería mucho, reservándome para decirle más adelante, al devolvérsela, lo que me había obligado a pedirle aquella suma.

La contestación de Peggotty llegó pronto y fue, como de costumbre, llena de cariño y abnegación. Incluía la media gui­nea (me asusta pensar todo lo que habría tenido que trabajar y que ingeniarse para conseguir que saliera de la caja de Bar­kis), y me contaba que miss Betsey vivía cerca de Dover; pero si era en Dover mismo, o en Hy the Landgate, o en Folkes­tone, no podía decirlo. Uno de nuestros hombres me informó, cuando le pregunté acerca de aquellos sitios, que estaban muy próximos unos de otros. Me pareció que ya sabía bastante para mi objetivo, y resolví marcharme a fines de semana.

Siendo una criaturita muy honrada y no queriendo entur­biar el recuerdo que dejaba en Murdstone y Grimby, consi­deré como una obligación permanecer hasta el sábado por la noche, y como me habían pagado una semana adelantada, me fui temprano, para no tener que presentarme a la hora de cobrar en la caja. Por esta misma razón había pedido la me­dia guinea a Peggotty, para no encontrarme sin dinero para los gastos del viaje. Por lo tanto, cuando llegó el sábado por la noche y nos reunimos todos para que nos pagasen, Tipp el carretero pasó, como siempre, el primero al despacho. Yo estreché la mano de Mick Walker, rogándole que cuando me llamaran entrase y le dijera a míster Quinion que había ido a llevar mi maleta a casa de Tipp, dije adiós a Fécula de pa­tata y me fui.

Mi maleta continuaba en mi antiguo alojamiento al otro lado del río. Había preparado, para pegar en ella, una direc­ción escrita en el respaldo de una de las tarjetas de expedición que pegábamos en las cajas: «Míster David enviará a buscarla a la oficina de la diligencia de Dover». Tenía la tarjeta en el bolsillo y pensaba pegarla en cuanto estuviera fuera de la casa. Mientras andaba miraba a mi alrededor, para ver si encon­traba a alguien que pudiera ayudarme a llevarla. En esto vi a un muchacho de piernas largas, que llevaba un carrito engan­chado a un burro y que estaba cerca del obelisco en el camino de Blackfriars; al pasar me encontré con su mirada y me pre­guntó si le reconocería bien si le volvía a ver, aludiendo sin duda a la fijeza con que le había examinado. Me apresuré a asegurarle que no había sido por descortesía, sino que estaba pensando si no quería encargarse de un trabajo.

—¿Qué trabajo? —preguntó el muchacho de las piernas lanzas.

—Llevar una maleta —contesté.

—¿Qué maleta? —insistió el joven.

Lo dije que la mía, que estaba allí, en aquella misma ca­lle, y que deseaba que por seis peniques me la llevaran a la diligencia de Dover.

—Vaya por los seis peniques —dijo el muchacho.

Y subiendo al instante en su carrito, que se componía de tres tablas puestas sobre las ruedas, partió tan diligente en la dirección indicada, que me costaba trabajo seguir el paso de su burro.

Tenía unos modales desconcertantes aquel muchacho y una manera muy molesta de mascar una brizna de paja al ha­blar; pero el trato estaba hecho. Le hice subir a la habitación que dejaba, cogió la maleta, la bajó y la puso en su carrito. Yo no quería todavía poner la dirección, por temor a que alguien de la familia de mi propietario adivinara mis desig­nios; le rogué, por lo tanto, que se detuviera al llegar a la gran pared de la prisión de Bench King. Apenas hube pro­nunciado estas palabras cuando partió como si él, mi maleta, el carrito y el asno se hubieran vuelto locos. Yo perdía la res­piración a fuerza de correr y de llamarle, hasta que le alcancé en el sitio indicado.

Estaba rojo y excitado, y al sacar la tarjeta dejé caer de mi bolsillo la media guinea. Me la metí en la boca para mayor seguridad, y aunque mis manos temblaban mucho, conseguí, con gran satisfacción, colocar la tarjeta. De pronto recibí un violento golpe en la barbilla, que me dio el chico de las pier­nas largas, y vi mi media guinea pasar de mi boca a sus ma­nos.

—Vamos —dijo el joven agarrándome por el cuello de la chaqueta con un horrible gesto—, asunto de policía, ¿no es verdad? Y quieres huir, ¿no es así? ¡Ven, ven a la policía, granuja! ¡Ven a la comisaría!

—Déme mi dinero, haga el favor —dije yo, muy asustado—, y déjeme en paz.

—Ven a la comisaría, y allí demostrarás que es tuya.

—Deme mi maleta y mi dinero, ¿quiere usted? —grité deshecho en lágrimas.

El joven todavía replicó: «Ven a la comisaría», arrastrán­dome con violencia al lado del asno, como si hubiera alguna relación entre aquel animal y un magistrado.

Después, cambiando de pronto de opinión, saltó al carrito, se sentó encima de la maleta y, diciendo que iba derecho a la comisaría, partió más deprisa que nunca. Corrí tras él todo lo que pude; pero no tenía aliento para llamarle, ni me hu­biera atrevido a hacerlo aunque hubiera podido. En un cuarto de hora estuve veinte veces a punto de que me atrope­llaran; tan pronto veía a mi ladrón como desaparecía a mis ojos; después volvía a verle; después recibía un latigazo de cualquier carretero; después me insultaban, caía en el barro, me levantaba, chocaba contra alguien, o me precipitaba contra un poste. Por fin, sofocado por la camera y turbado por el miedo de ver que Londres entero se pusiera a perse­guirme, dejé al joven que se llevase mi maleta y mi dinero donde quisiera. Ahogado y todavía llorando seguí, sin dete­nerme, el camino de Greenwich, que estaba en el camino de Dover, según había oído decir, llevando hacia el retiro de mi tía Betsey una parte de mis bienes casi tan pequeña como la que traía la noche en que mi nacimiento tanto le enfureció.

CAPÍTULO XIII. EL RESULTADO DE MI RESOLUCIÓN

No sé nada; pero creo que pensaba seguir corriendo pasta Dover cuando renuncié a la persecución del muchacho del carrito y tomé el camino de Greenwich. En todo caso, mis ilusiones se desvanecieron pronto; me vi obligado a dete­nerme en la carretera de Kent, cerca de una terraza que ador­naba una fuente con una gran estatua en el centro. Allí me senté en el umbral de una puerta, agotado por los esfuerzos que acababa de hacer, y tan sofocado, que apenas si tenía fuerzas para llorar, pensando en mi maleta y en mi media guinea. Se había hecho de noche, y mientras descansaba oí dar las diez en los relojes; pero era verano y hacía calor. Cuando recobré alientos y me tranquilicé emprendí de nuevo el camino de Greenwich. Ni por un momento se me ocurrió volverme atrás. No sé si se me hubiera ocurrido en el caso de encontrarme un precipicio en medio del camino.

Pero la escasez de mis recursos (tenía tres medios peni­ques en el bolsillo y me pregunto cómo estarían allí siendo sábado) no dejaba de preocuparme, a pesar de mi perseveran­cia. Empezaba a figurarme un artículo en los periódicos anunciando que me habían encontrado muerto bajo un árbol, y andaba tristemente, aunque todo lo más deprisa que podían mis piernas, cuando pasé por delante de una puerta donde po­nía que se compraban trajes de hombre y de mujer y que pa­gaban bien los huesos y los trapos viejos. El dueño de la tienda estaba sentado a la puerta en mangas de camisa, con la pipa en la boca; había muchos trajes y pantalones suspen­didos del techo, y todo aquello sólo estaba alumbrado por dos candiles, de manera que parecía un hombre que hubiera colgado allí a sus enemigos y se regocijara con su venganza.

La experiencia que había adquirido con mistress Micaw­ber me sugirió, a la vista de aquello, un medio de alejar algo el golpe fatal. Entré en una callejuela, me quité el chaleco, lo doblé cuidadosamente y me presenté en la puerta de la tienda.

—¿Hace usted el favor? —le dije— Quiero vender esto en lo que valga.

El señor Dollby (al menos Dollby era el nombre que se leía encima de la puerta de la tienda) cogió el chaleco, Puso la pipa en el montante de la puerta, por encima de su cabeza, entró en la tienda seguido Por mí, avivó los candiles con sus dedos, extendió el chaleco sobre el mostrador y lo miró. Después acercó la luz para verlo mejor, y por último dijo:

—¿Cuánto pide usted por este chalequito?

—Mejor sabrá usted ponerle precio que yo —contesté con modestia.

—No puedo comprar y vender al mismo tiempo —dijo míster Dollby—; póngale usted precio.

—Dieciocho peniques —insinué, después de muchas ca­vilaciones.

Míster Dollby lo dobló de nuevo y me lo devolvió.

—Sería robar a mi familia —me dijo— el ofrecer nueve peniques por él.

Esto era mirar el asunto desde un punto de vista desagra­dable, pues suponía en mí, que era un extraño, la antipática pretensión de querer que míster Dollby robara a su familia en provecho mío. Sin embargo, como no podía esperar, le dije que si quería tomaría los nueve peniques. Míster Dollby, no sin gruñir bastante, me los dio. Le di las buenas noches y salí de la tienda con aquella suma de más y el chaleco de menos; pero abrochándome la chaqueta, ¡qué más daba!

En realidad estaba convencido de que la chaqueta tendría que seguir al chaleco y me consideraría muy dichoso si lle­gaba a Dover aunque sólo fuera con el pantalón y la camisa. Aquella perspectiva no me preocupaba tanto como se podría suponer. Salvo una impresión general de que el camino era largo y de que el dueño del burro se había portado cruel­mente conmigo, creo que tenía un sentimiento demasiado claro de la dificultad de mi empresa cuando volví a ponerme en camino con mis nueve peniques en el bolsillo.

Se me había ocurrido una idea para pasar la noche. Mi plan era acostarme al lado de la tapia de mi antigua escuela, en un rincón donde antes solía haber un almiar. Imaginaba que me sería grato el tener a los chicos y la habitación donde acostumbraba a contar las historias tan cerca de mí, aunque ellos no supieran nada y la habitación no me prestara su abrigo.

Había hecho una dura jornada y estaba muy cansado cuando llegué, por fin, a la altura de Blackhead. Me costó algún trabajo encontrar Salem House; pero al fin la encon­tré, y hallé el almiar en el rincón, y me acosté en él después de dar la vuelta a la escuela y mirar hacia las ventanas. Todo estaba oscuro y silencioso. Nunca olvidaré la sensación de soledad del primer momento al acostarme en el suelo sin un techo sobre mi cabeza.

El sueño descendió sobre mí como sobre tantas otras cria­turas sin hogar a quienes ladran los perros, y soñé que dor­mía en mi antiguo lecho del colegio, hablando con mis compañeros, y me desperté con el nombre de Steerforth en los labios y mirando perdidamente las estrellas, que brillaban sobre mi cabeza. Cuando recordé dónde estaba a aquellas horas tuve miedo, sin saber por qué. Me levanté y eché a an­dar; pero las estrellas palidecían y una débil claridad en el cielo anunciaba el día; recobré el valor, y como estaba muy cansado, me acosté y me dormí de nuevo, sintiendo durante mi sueño un frío penetrante. Por fin, los rayos del sol y la campana matinal de la pensión, que llamaba a los colegiales a sus estudios, me despertaron. Si hubiera creído que Steer­forth podía estar todavía allí habría vagado por los alrededo­res hasta conseguir verlo; pero sabía que hacía mucho tiempo que se había marchado. Traddles quizá estuviera to­davía, pero no estaba muy seguro, y además no confiaba de­masiado en su discreción ni en su habilidad para contarle mi situación, a pesar de la buena opinión que tenía de sus senti­mientos. Me alejé mientras mis antiguos compañeros se le­vantaban y emprendí el camino por la larga carretera polvo­rienta que me habían indicado, cuando formaba parte de los alumnos de míster Creakle, como la de Dover en un tiempo en que no podía ni figurarme que nadie pudiera verme un día viajando de ese modo por aquel camino.

¡Qué distinta esta mañana de domingo de las mañanas de domingo en Yarmouth! Cuando llegó su hora oí sonar las campanas de las iglesias y me encontré con gentes que se di­rigían a ellas; también pasé por delante de una o dos iglesias mientras se celebraba el culto: los cantos resonaban bajo la luz del sol, y un sacristán que estaba a la sombra del pórtico enjugándose la frente me miro con enojo al verme pasar sin detenerme. La paz y el reposo de los domingos reinaba en todas partes, excepto en mi corazón. Me parecía que me acu­saba y denunciaba a los fieles observadores de la ley del do­mingo por el polvo que me cubría y por mis revueltos cabe­llos. Sin el recuerdo, siempre presente a mis ojos, de mi madre en todo el esplendor de su belleza y de su juventud, sentada delante del fuego y llorando, y mi tía enternecién­dose un momento sobre ella, no sé si habría tenido valor para continuar mi camino. Pero aquella fantasía de mi imagina­ción andaba todo el tiempo ante mis ojos y yo la seguía.

Aquel día anduve veintitrés millas por la carretera, aun­que con dificultad, pues no estaba acostumbrado a ello. To­davía me veo, a la caída de la tarde, atravesando el puente de Rochester y comiéndome el pan que había reservado para la cena. Una o dos casitas con el rótulo de «Alojamiento para viajeros» eran para mí una tentación; pero no me atrevía a gastar los pocos peniques que me quedaban, y además me asustaban los rostros sospechosos de los vagabundos que en­contraba en ellas y pasaba de largo. Por lo tanto, como la no­che anterior, sólo pedí su abrigo al cielo, y llegué penosa­mente a Chathans, que en las tinieblas de la noche era como un sueño de cal, de puentes levadizos, de barcos sin palos anclados en un río de fango. Me deslicé por un sitio cubierto de musgo que daba a una callejuela, y me acosté al lado de un cañón. El centinela que estaba de guardia andaba de arriba abajo, y tranquilizado por su presencia, aunque él ni siquiera suponía la mía, como tampoco la suponían la víspera mis compañeros, me dormí profundamente hasta la mañana.

Muy cansado y con los pies doloridos me desperté atur­dido por el sonar de los tambores y por el ruido de los pasos de los soldados que parecían rodearme por todas partes. Sentí que no podía it más lejos aquel día, si es que quería te­ner fuerzas para llegar al fin de mi viaje. En consecuencia eché a andar por una calle estrecha, decidido a hacer de la venta de mi chaqueta el asunto del día. Me la quité para irme acostumbrando a ir sin ella, y poniéndomela debajo del brazo empecé mi ronda de inspección por todas las tiendas de reventa.

El sitio era bien elegido para ello, pues las casas de com­praventa eran muy numerosas y sus dueños estaban a la puerta en espera de los clientes; pero la mayoría de los escaparates ostentaban uno o dos trajes de oficial, con sus charreteras y todo, a intimidado por aquel esplendor dudé mucho antes de atreverme a ofrecerle a nadie mi chaqueta.

Aquella modestia atrajo mi atención hacia las tiendas donde se vendían los andrajos de los marineros y hacia las del estilo de la de míster Dollby. Me habrían parecido dema­siadas pretensiones dirigirme a las de mayor categoría. Por fin descubrí una tiendecita cuyo aspecto me pareció propi­cio; en el rincón de una callejuela que terminaba en un campo de ortigas, rodeada de una valla cargada de trajes de marinero mezclados con fusiles viejos, cunas de niños, som­breros de hule y cestos llenos de tal cantidad de llaves mo­hosas, que la colección parecía lo bastante rica para abrir to­das las puertas del mundo.

En aquella tienda, que era pequeña y baja y estaba casi a oscuras, pues sólo la iluminaba una ventanita pequeña, casi tapada por los trapos colgados por delante, y donde había que entrar bajando algunos escalones, penetré con el cora­zón palpitante. Mi temor aumentó cuando un horrible viejo de barba gris salió precipitadamente de su antro y me cogió de los cabellos. Era un viejo horrible, que olía mucho a ron y llevaba un chaleco de franela muy sucio. Su lecho, cubierto con un trozo de tela desgarrada, estaba colocado en el agu­jero que acababa de abandonar y que iluminaba otra venta­nita, por la que también se veía un campo de ortigas donde pastaba un burro cojo.

—¿Qué quieres? —gritó el hombre en un tono feroz y monótono—. ¡Ay mis ojos! ¡Ay! ¿Qué quieres? ¡Ay mis piernas! ¿Qué quieres? ¡Ay, goruu goruu!

Me asustaron de tal modo sus palabras, y sobre todo la úl­tima exclamación, que parecía una especie de mugido des­conocido, que no pude contestar nada. El viejo, que todavía no había soltado mis cabellos, repuso:

—¡Ay! ¿Qué quieres? ¡Ay mis ojos! ¡Ay mis pulmones! ¿Qué quieres? ¡Ay, goruu goruu!

Y lanzó aquel último grito con tal energía, que parecía que se le iban a saltar los ojos.

—Desearía saber —dije temblando— si querría usted comprarme una chaqueta.

—¡Veamos la chaqueta! —gritó el viejo— ¡Ay, tengo fuego en el corazón! ¡Veamos la chaqueta! ¡Ay mis ojos y mis pulmones! ¡Veamos la chaqueta!

Por fin soltó mis cabellos, y con sus manos temblorosas, que parecían las garras de un pájaro monstruoso, colocó en su nariz unos lentes que no favorecían mucho a sus inflama­dos ojos.

¿Cuánto pides por esta chaqueta? —gritó después de exa­minarla—. ¡Ay, goruu goruu! ¿Cuánto pides por ella?

—Media corona —respondí, tranquilizándome un poco.

—¡Ay mis pulmones y mi estómago! No —gritó el viejo—. ¡Ay mis ojos! ¡No, no, no! ¡Dos chelines, goruu, goruu!

Cada vez que lanzaba aquella exclamación parecía que se le iban a saltar los ojos, y pronunciaba todas las palabras con el mismo sonsonete y como el viento, que a veces es suave, a veces escala montañas o a veces vuelve a hacerse suave. No hay otra comparación.

—Pues bien —dije, encantado de haber terminado la venta—, acepto los dos chelines.

—¡Ay mi estómago! —gritó el viejo arrojando la cha­queta a un estante— ¡Vete! ¡Ay mis pulmones! ¡Sal de la tienda! ¡Ay mis ojos, goruu, goruu! No me pidas dinero. Me­jor será que hagamos un cambio.

En mi vida he pasado tanto miedo; pero le dije humilde­mente que necesitaba el dinero, y que cualquier otra cosa me resultaba inútil. únicamente dije que esperaría fuera si así lo deseaba, y que no tenía ninguna prisa. Salí de la tienda y me senté a la sombra, en un rincón. El tiempo pasaba, el sol llegó hasta mí, luego se retiró, y yo seguía esperando mi di­nero.

Por el honor de la luz del sol quiero suponer que nunca ha habido otro loco ni borracho semejante en el negocio de la compraventa. Aquel viejo era muy conocido en los alrede­dores y tenía fama de haber vendido su alma al diablo. Lo supe pronto por las visitas que recibía de todos los chiquillos de la vecindad, que hacían a cada instante irrupción en su tienda, gritándole en nombre de Satanás que les diera su di­nero. «No eres pobre, por mucho que digas, demasiado lo sabes, Charley. Enséñanos tu oro; enséñanos el oro que el diablo te ha dado a cambio de tu alma. Anda, ve a buscarlo al jergón, Charley, no tienes más que descoserle y dárnoslo.»

Estos gritos, acompañados del ofrecimiento de un cuchi­llo para abrir el jergón, le exasperaban a tal punto, que se pasaba el día sobre los chicos, que luchaban con él un mo­mento y después escapaban de sus manos. A veces, en su rabia, me tomaba por uno de ellos y se lanzaba contra mí, gesticulando como si fuera a destrozarme; pero me recono­cía a tiempo y volvía a meterse en la tienda y a echarse en su lecho, lo que intuía por la dirección de su voz. Allí rugía en su tono de costumbre la Muerte de Nelson, colocando un ¡ay! delante de cada verso y sembrándolo de innumerables ¡goruu, goruu! Para colmo de mis desgracias, los chicos de los alrededores, creyendo que pertenecía al establecimiento, al ver la perseverancia con que permanecía a medio vestir sentado delante de la puerta, me tiraban piedras insul­tándome.

Todavía hizo muchos esfuerzos aquel hombre para con­vencerme de que debíamos hacer un cambio. Una vez apare­ció con una caña de pescar, otra con un violín; también me ofreció sucesivamente un sombrero de tres picos y una flauta. Pero yo resistí a todas aquellas tentaciones y continué delante de la puerta, desesperado, conjurándole con lágri­mas en los ojos para que me diera mi dinero o mi chaqueta. Por fin empezó a pagarme en medios peniques y pasaron dos horas antes de que llegásemos a un chelín.

—¡Ay mis ojos! ¡Ay mis piernas! —empezó a gritar en­tonces, asomando su horrible rostro fuera de la tienda, ¿Quieres conformarte con dos peniques más?

—No puedo —respondí—; me moriría de hambre.

—¡Ay mis pulmones y mi estómago! ¿Tres peniques?

—Si pudiera no estaría regateando por unos peniques —le dije—; pero necesito ese dinero.

—¡Ay, goruu, goruu!

Es imposible transcribir la expresión que dio a su excla­mación oculto tras de la puerta, sin asomar más que su ma­ligno rostro.

—¿Quieres marcharte con cuatro peniques?

Estaba tan agotado, tan rendido, que acepté, cansado de aquella lucha; y cogiendo el dinero de sus garras, un poco tembloroso, me alejé un momento antes de que acabara de ponerse el sol, con más hambre y más sed que nunca. Pero pronto me repuse por completo gracias a un gasto de tres pe­niques y, reanudando valerosamente mi camino, anduve siete millas aquella tarde.

Me refugié para pasar la noche al lado de otro almiar y dormí profundamente, después de haber lavado mis pies do­loridos en un arroyo cercano y de haberlos envuelto en hojas frescas. Cuando volví a ponerme en camino, al día siguiente por la mañana, vi extenderse por todas partes ante mis ojos campos en flor y huertos. La estación estaba ya lo bastante adelantada y los árboles estaban cubiertos de manzanas ma­duras y la recolección empezaba en algunos sitios. La belleza del campo me sedujo infinitamente y decidí que aquella no­che me acostaría en medio de los campos, imaginándome que sería grata compañía la larga perspectiva de ramas con sus hojas graciosamente enroscadas a su alrededor.

Aquel día tuve varios encuentros que me inspiraron un terror cuyo recuerdo todavía está vivo en mi imaginación. En­tre las gentes que vagaban por la carretera vi muchos desgra­ciados que me miraban ferozmente y que me llamaban cuando les había adelantado diciéndome que me acercara a hablarles, y que cuando empezaba a correr huyendo me tiraban piedras. Recuerdo sobre todo a un joven latonero ambulante lo re­cuerdo con su mochila y su rejuela; le acompañaba una mujer, y me miró de un modo tan terrible y me gritó de tal modo que me acercara, que me detuve y me volví a mirarle.

—Ven cuando se te llama —dijo el latonero— o te saco las tripas.

Pensé que era mejor acercarme. Cuando estuve cerca, mi­rándole para tratar de apaciguarlo, observé que la mujer te­nía un ojo amoratado.

—¿Dónde vas? —me dijo el latonero cogiéndome de la pechera de la camisa con su mano negra.

—A Dover —dije.

—¿De dónde vienes? —insistió agarrándome más fuerte para estar bien seguro de que no me escaparía.

—De Londres.

—¿Y qué piensas hacer? ¿No serás un raterillo?

—No.

—¡Ah! ¿No te quieres confesar? Vuelve a decir que no y te abro la cabeza.

Hizo con la mano que tenía libre ademán de pegarme y, después, me miró de pies a cabeza.

—¿Llevas encima el precio de un vaso de cerveza? —pre­guntó el latonero— Si es así dámelo pronto, antes de que yo te lo quite.

Seguramente habría cedido si en aquel momento no me hubiera encontrado con la mirada de la mujer, que me hizo una seña imperceptible con la cabeza y movió los labios como diciéndome: «No».

—Soy muy pobre —dije tratando de sonreír— y no llevo dinero. .

—Vamos, ¿qué significa eso? —dijo el latonero mirán­dome tan furioso que por un momento creí que veía mi di­nero a través del bolsillo.

—Señor... —balbucí.

—¿Qué quiere decir eso? —repuso él—. ¿Llevas la cor­bata de seda de mi hermano! Quítatela, pronto.

Y me quitó la corbata de un tirón y se la arrojó a la mujer.

Ella se echó a reír como si lo tomara a broma, y arroján­domela de nuevo me hizo otra seña con la cabeza, mientras sus labios formaban la palabra «vete». Antes de que pudiera obedecerla el latonero me arrancó la corbata de las manos con tal brutalidad que me dejó temblando como una hoja. La anudó alrededor de su cuello y después, volviéndose hacia la mujer y jurando la tiró al suelo.

No olvidaré nunca lo que sentí al verla caer sobre las pie­dras de la carretera, donde quedó tendida. Su cofia se había desprendido con la violencia del choque y sus cabellos se mancharon de barro. Cuando estuve un poco más lejos, me volví a mirarlos y vi que estaba sentada a un lado del ca­mino, enjugándose con una punta del mantón la sangre que corría por su rostro. El latonero continuaba andando.

Esta aventura me asustó de tal modo que, desde aquel mo­mento. en cuanto me parecía ver a lo lejos a cualquier vaga­bundo, volvía sobre mis pasos para esconderme y permane­cía quieto hasta perderle de vista. Esto se repetía con tal frecuencia que mi viaje se retrasó seriamente. Pero en aque­lla dificultad, como en todas las demás de mi empresa, me sentía sostenido y arrastrado por el cuadro que me había tra­zado de mi madre en su juventud, antes de mi llegada a este mundo. Aquella idea me acompañaba en medio de los cam­pos cuando me acostaba para dormir y, al despertar, la en­contraba delante de mí caminando todo el día. Desde enton­ces su recuerdo está siempre asociado en mi imaginación con el de la calle ancha de Canterbury, que parecía dormitar bajo los rayos del sol, y con el espectáculo de las casas anti­guas, de la catedral y de los cuervos que volaban por sus torres. Cuando llegué, por fin, a los áridos arenales que ro­dean Dover, esta imagen querida me devolvió la esperanza en medio de mi soledad y no me abandonó hasta que conse­guí el primer objetivo de mi viaje y pisé la ciudad, el sexto día después de mi evasión. Pero entonces, cosa extraña, cuando me encontré con mis zapatos rotos, mis ropas destrozadas, la cabeza desgreñada y polvorienta y la tez quemada por el sol, en el lugar hacia el cual habían tendido todos mis deseos, la visión que me animaba se desvaneció de pronto como un sueño y me encontré solo, desanimado y abatido.

En primer lugar pregunté a unos barqueros si alguno de ellos conocía a mi tía, pero recibí muchas respuestas contra­dictorias. Uno me decía que vivía hacia el sur, cerca del faro, y que se había chamuscado los bigotes; otro que vivía en la parte fangosa de más allá del puerto y que sólo se la podía ver cuando estaba la marea baja; un tercero que estaba en­cerrada en la cárcel de Maidstone por ladrona de niños; un cuarto, por último, dijo que en la última galerna la había visto, montada en una escoba, camino de Calais. Los coche­ros, a quienes me dirigí después, no fueron menos compla­cientes ni más respetuosos; en cuanto a los comerciantes, poco tranquilos por mi aspecto, me respondían, sin escucharme, que no podían darme nada. Entonces me sentí mucho más desgraciado y más abandonado que durante todo mi viaje. Ya no tenía nada de dinero ni nada que vender; sentía ham­bre y sed, estaba agotado, y me veía más lejos de mi fin que cuando estaba en Londres.

Se me fue la mañana en las pesquisas y estaba sentado en los escalones de una tienda desalquilada, en el rincón de una calle, cerca de la plaza del Mercado, reflexionando en si de­bería tomar el camino de los pueblos de los alrededores, de los cuales me había hablado Peggotty, cuando de un coche de alquiler que pasaba se le cayó la manta al caballo. La re­cogí y la buena cara del cochero me animó a preguntarle, al devolvérsela, si sabría la dirección de miss Trotwood, aun­que ya había hecho tantas veces sin éxito la pregunta que casi expiró en mis labios.

—¿Trotwood? Yo conozco ese nombre. ¿Una señora vieja? —Sí, casi —respondí.

—¿Muy tiesa? —continuó, enderezándose—. ¿Qué lleva un bolso donde podía caber toda la casa... y algo brusca, algo dura con la gente?

El corazón me dejó de latir al reconocer la exactitud evi­dente de la descripción.

—Pues bien; si subes por allí —y me señalaba con el lá­tigo las alturas— y sigues derecho hasta llegar a las casas que dan al mar, creo que tendrás noticias suyas. Pero mi opi­nión es que no te dará gran cosa. Toma para ti un penique.

Acepté el regalo con agradecimiento y compré pan, que me comí mientras tomaba el camino indicado. Anduve bas­tante tiempo antes de llegar a las casas que me había seña­lado; pero por fin las vi. Entré en una tiendecita donde ven­dían toda clase de cosas, preguntando si tendrían la bondad de decirme dónde vivía miss Trotwood. Me dirigí a un hom­bre que estaba detrás del mostrador pesando arroz para una muchacha; pero fue la muchacha quien contestó a mi pre­gunta, volviéndose con viveza.

—¡Mi señora! —dijo—. ¿Para qué la quieres?

—Necesito hablarle, si me hicieran el favor —dije. .

—¿Quieres decir pedirle limosna? —replicó ella.

—No, de verdad —dije.

Después, dándome cuenta de pronto que en realidad no tenía otro objeto, enrojecí hasta las orejas y guardé silencio.

La criada de mi tía (por lo menos supuse que lo era por sus palabras) guardó el arroz en su cesta y salió de la tienda diciéndome que podía seguirla si quería saber dónde vivía miss Trotwood. No me lo hice repetir, aunque había llegado a tal grado de terror y de consternación que no me sostenían las piernas. Seguí a la muchacha y pronto llegamos ante una preciosa casita adornada con miradores y con un pequeño jardín lleno de flores muy bien cuidadas que exhalaban un perfume delicioso.

—Esta es la casa —dijo la muchacha—. Ya lo sabes, y es todo lo que tengo que decirte.

Y se metió precipitadamente como para sacudirse toda la responsabilidad de mi visita. Yo me quedé de pie al lado de la verja mirando tristemente hacia las ventanas. Por una de ellas se veía una cortinilla de muselina entreabierta, un gran biombo verde, una mesita y un butacón, que me sugirió la idea de que mi tía quizá en aquel momento estaba sentada en él majestuosamente.

Mis zapatos habían llegado al estado más lamentable. La suela se había ido a pedazos, y lo de encima estaba tan suma­mente destrozado, que no parecían haber sido nunca zapatos. El sombrero, que, entre paréntesis, me había servido de gorro de dormir, estaba tan arrugado y abollado que hasta a una ca­zuela vieja y sin asas de un basurero la habría avergonzado la comparación. Mi camisa y mi pantalón, sucios de sudor, de la hierba y la tierra que me habían servido de lecho, eran unos pingajos y, mientras permanecía de pie ante la puerta, pen­saba que podía servir de espantapájaros. No me había vuelto a peinar desde mi salida de Londres y mi rostro, mi cuello y mis manos, poco acostumbrados al aire, estaban abrasados por el sol, y todo yo cubierto de polvo de arriba abajo, casi tan blanco como si saliera de un horno de cal. En aquel estado y con plena conciencia de ello estaba esperando para presen­tarme a mi temible tía y causarle la primera impresión.

Nada se movía en aquella ventana, por lo que supuse, al cabo de un momento, que no estaría allí. Levanté la vista ha­cia las ventanas del piso de encima y vi asomado a un caba­llero de rostro agradable y sonrosado, de cabellos grises, que me guiñaba un ojo de un modo grotesco, haciéndome dos o tres veces gestos contradictorios con la cabeza. Tan pronto me decía que sí como que no, y, por último, echándose a reír, desapareció.

Yo estaba muy desconcertado pero la conducta inespe­rada de aquel hombre terminó de desconcertarme, y estaba a punto de escapar sin decir nada, para reflexionar en lo que debía hacer, cuando de la casa salió una señora con un pa­ñuelo atado por encima de su cofia. Llevaba guantes de jar­dinera, un delantal con grandes bolsillos y un cuchillo enorme. A1 momento reconocí en ella a mi tía, pues salía de la casa con el mismo paso majestuoso que llevaba, y que mi pobre madre me había descrito, cuando la vio entrar en nuestro jar­dín de Bloonderstone.

—¡Vete! —exclamó miss Betsey sacudiendo la cabeza y gesticulando de lejos con su cuchillo—. ¡Vete! ¡No quiero chicos aquí!

Yo la miré temblando, con el corazón en los labios, mien­tras se dirigía con paso decidido a un rincón del jardín, donde se inclinó a sacar de raíz una plantita. Entonces, sin la menor esperanza, pero con el valor de la desesperación, me acerqué con suavidad a ella y la toqué con la punta de un dedo.

—Señora, ¿si hiciera usted el favor? —empecé.

Ella se estremeció y levantó los ojos.

—Tía, ¿si hiciera usted el favor...?

—¿Eh? —dijo mi tía en un tono de sorpresa tal que en mi vida he oído nada semejante.

—Tía, ¿si hiciera usted el favor? Soy su sobrino.

—¡Oh Dios mío! —dijo mi tía, y se dejó caer sentada en el suelo del jardín.

—Soy David Copperfield, de Bloonderstone, en Sooffolk, donde estuvo usted la noche de mi nacimiento y vio a mi querida madre. Soy muy desgraciado desde que ella ha muerto. Me han abandonado; no se han ocupado de que es­tudie; me han abandonado a mis propias fuerzas y me han dado un trabajo para el que no estoy hecho. Me he escapado para venir a buscarla a usted y me han robado en el momento de mi evasión; he caminado todo el tiempo sin acostarme en una cama desde mi partida.

Aquí el valor me abandonó de pronto y, levantando las manos para enseñarle mis andrajo y todo lo que había sufrido, yo creo que vertí todas las lágrimas que tenía en el co­razón desde hacía ocho días.

Hasta aquel momento la fisonomía de mi tía sólo había expresado sorpresa. Sentada en la arena me miraba a la cara; pero cuando me eché a llorar se levantó precipitada­mente, me agarró del cuello y me llevó a la casa. Lo pri­mero que hizo fue abrir un gran armario, coger varias bote­llas y verter parte de su contenido en mi boca. Supongo que las cogió al azar y sin elegir, pues me dio anisete, salsa de anchoas y un preparado para la ensalada. Después de admi­nistrarme estos remedios, como mi estado nervioso no me dejaba contener los sollozos, me hizo echar en el sofá con un chal debajo de la cabeza y el pañuelo que adomaba la suya bajo mis pies, para que no ensuciara la tela. Después se sentó detrás del biombo verde del que ya he hablado, lo que me impedía ver su rostro. A intervalos lanzaba excla­maciones de «¡Misericordia!», como cañonazos de deses­peración.

Al cabo de un momento llamó:

—Janet —dijo mi tía cuando entró la criada—, sube a saludar de mi parte a míster Dick y dile que querría ha­blarle.

Janet pareció un poco sorprendida de verme en el sofá como una estatua, pues no me atrevía a moverme por temor a disgustar a mi tía; pero se fue a cumplir la orden. Entre tanto mi tía se paseaba de arriba abajo por la habitación, con las manos en la espalda, hasta que el señor que me había he­cho gestos desde la ventana entró riéndose.

—Míster Dick —le dijo mi tía—, sobre todo nada de ton­terías, pues nadie puede ser más sensato que usted cuando le da la gana. Todos lo sabemos. Por lo tanto, nada de tonte­rías; se lo ruego.

El se puso serio inmediatamente y me miró con una cara que yo interpreté como un ruego para que no hablara del in­cidente de la ventana.

—Míster Dick —continuó mi tía—, usted me ha oído ha­blar de David Copperfield. No vaya a hacer como que no se acuerda, pues sé tan bien como usted que sí.

—¿David Copperfield? —dijo míster Dick, que me pare­cía no tener recuerdos muy claros sobre el asunto—. ¿David Copperfield? ¡Ah, sí, sin duda; David, es verdad!

—Pues bien —dijo mi tía—. Este es su hijo, que se pare­cería exactamente a él si no fuera también exactamente el retrato de su madre.

—¿Su hijo? ¿El hijo de David? ¿Es posible?

—Sí —dijo mi tía—. Y acaba de dar un buen golpe; se ha escapado. ¡Ah! No habría sido su hermana, Betsey Trot­wood, quien se hubiera escapado.

Entre tanto sacudía la cabeza, convencida, llena de con­fianza en el carácter y la conducta discreta de aquella niña que no había nacido.

—¡Ah! ¿Cree usted que ella no se hubiera escapado? —dijo míster Dick.

—¡Dios mío! ¿Es posible? —dijo mi tía—. ¿En qué está usted pensando? ¿Acaso no sé lo que me digo? Habría vi­vido siempre con su madrina, y habríamos sido muy dicho­sas las dos. ¿Dónde quiere usted que su hermana se hubiera escapado y por qué?

—No sé —dijo míster Dick.

—Pues bien —repuso mi tía, dulcificada por la res­puesta—, ¿por qué se hace usted el tonto, cuando es agudo como la lanceta de un cirujano? Ahora usted ve al pequeño David Copperfield, y la pregunta que quería hacerle es esta: ¿Qué debo hacer?

—¿Lo que usted debe hacer? —dijo míster Dick con voz apagada, rascándose la frente, ¿Qué debe hacer?

—Sí —dijo mi tía mirándole seriamente y levantando el dedo—. ¡Atención, porque necesito un consejo trascendental!

—Pues bien; si yo estuviera en su lugar —dijo míster Dick reflexionando y lanzándome una mirada vaga— yo...(aquella mirada pareció proporcionarle una repentina inspi­ración, y añadió vivamente): yo le daría un baño.

—Janet —dijo mi tía volviéndose con una sonrisa de triunfo que yo no comprendía todavía—. Míster Dick siem­pre tiene razón; prepare el baño.

A pesar de lo que me interesaba la conversación no podía por menos, durante todo el tiempo, observar a mi tía y a míster Dick y hasta a Janet, y acabar el examen de la habita­ción en que me encontraba.

Mi tía era alta; sus rasgos eran pronunciados, sin ser des­agradables; su rostro, su voz, su aspecto y su modo de andar, todo indicaba una inflexibilidad de carácter que era sufi­ciente para explicarse el efecto que había causado sobre una criatura tan dulce como mi madre. Pero debía de haber sido bastante guapa en su juventud a pesar de su expresión de al­tanería y austeridad. Pronto observé que sus ojos eran vivos y brillantes; sus cabellos grises formaban dos trenzas conte­nidas por una especie de cofia muy sencilla, que se llevaba más entonces que ahora, con dos cintas que se anudaban en la barbilla; su traje era de algodón y muy limpio, pero su sencillez indicaba que a mi tía le gustaba estar libre en sus movimientos. Recuerdo que aquel traje me hacía el efecto de una amazona a la que hubieran cortado la falda; llevaba un reloj de hombre, a juzgar por la forma y el tamaño, col­gado al cuello por una cadena, y los puños se parecían mu­cho a los de las camisas de hombre.

Ya he dicho que míster Dick tenía los cabellos grises y el cutis fresco; llevaba la cabeza muy inclinada, y no era por la edad; me recordaba la actitud de los alumnos de míster Creackle cuando se acercaba a pegarles. Sus grandes ojos grises eran prominentes y brillaban con una luz húmeda y extraña, lo que, unido a sus modales distraídos, su sumisión hacia mi tía y su alegría de niño cuando ella le hacía algún cumplido, me hizo pensar que debía de estar un poco chi­flado, aunque me costaba trabajo explicarme cómo vivía, en ese caso, con mi tía. Iba vestido como todo el mundo, con una chaqueta gris y un pantalón blanco; llevaba un reloj en el bolsillo del chaleco, y dinero, que hasta hacía sonar a ve­ces como si estuviera orgulloso de ello.

Janet era una linda muchacha, de unos veinte años, per­fectamente limpia y bien arreglada. Aunque mis observacio­nes no se extendieron más allá entonces, ahora puedo decir lo que sólo descubrí después, y es que formaba parte de una serie de protegidas que mi tía había ido tomando a su servi­cio expresamente para educarlas en el horror al matrimonio, lo que hacía que generalmente terminasen casándose con el repartidor del pan.

La habitación estaba tan bien arreglada como mi tía y Ja­net. Dejando la pluma un momento para reflexionar, he sen­tido de nuevo el aire del mar mezclado con el perfume de las flores; he vuelto a ver los viejos muebles tan primorosa­mente cuidados: la silla, la mesa y el biombo verde, que per­tenecía exclusivamente a mi tía—, la tela que cubría la tapice­ría, el gato, los dos canarios, la vieja porcelana, la ponchera llena de hojas de rosa secas, el armario lleno de botellas y, en fin, lo que no estaba nada de acuerdo con el resto, mi su­cia persona, tendida en el sofá y observándolo todo.

Janet se había marchado a preparar el baño cuando mi tía, con gran terror por mi parte, cambió de pronto de cara y se puso a gritar indignadísima con voz ahogada:

—Janet, ¡los burros!

Al oír esto Janet subió de la cocina como si hubiera fuego en la casa y se precipitó a un pequeño prado que había de­lante del jardín y arrojó de allí a dos burros que habían tenido el atrevimiento de meterse en él montados por dos señoras, mientras que mi tía, saliendo también apresuradamente y co­giendo por la brida a un tercer animal, montado por un niño, lo alejó de aquel lugar respetable dando un par de bofetones al desgraciado chico, que era el encargado de conducir los burros y se había atrevido a profanar el lugar consagrado.

Todavía ahora no sé si mi tía tenía derechos positivos so­bre aquella praderita; pero en su espíritu había resuelto que le pertenecía, y era suficiente. No se le podía hacer más sen­sible ultraje que dejar que un burro pisase aquel césped in­maculado. Por absorta que estuviera en cualquier ocupación; por interesante que fuera la conversación en que tomara parte, un asno era suficiente para romper al instante el curso de sus ideas y se precipitaba sobre él al momento.

Cubos de agua y regaderas estaban siempre preparados en un rincón para lanzarlos sobre los asaltantes; y había palos escondidos detrás de la puerta para dar batidas de vez en cuando. Era un estado de guerra permanente. Hasta creo que era una distracción agradable para los chicos que conducían los burros, y hasta quizá los más inteligentes de ellos, sa­biendo lo que ocurría, les gustaba más (por la terquedad que forma el fondo de los caracteres) pasar por aquel camino. únicamente sé que hubo tres asaltos mientras se me prepa­raba el baño, y que en el último, el más temible de todos, vi a mi tía emprender la lucha con un chico muy duro de mollera, de unos quince años, a quien golpeó la cabeza dos o tres ve­ces contra la verja del jardín antes de que pudiera compren­der de qué se trataba. Estas interrupciones me parecían tanto más absurdas porque en aquellos momentos estaba precisa­mente dándome caldo con una cucharilla, convencida de que me moría de hambre y no podía recibir el alimento más que a pequeñas dosis y, de vez en cuando, en el momento en que yo tenía la boca abierta, dejaba la cuchara en el plato, gri­tando: « Janet, ¡burros!», y salía corriendo a resistir el asalto.

El baño me reconfortó mucho. Había empezado a sentir dolores agudos en todos los miembros a consecuencia de las noches a cielo raso, y estaba tan cansado, tan abatido, que me costaba trabajo permanecer despierto. Después del baño, mi tía y Janet me vistieron con una camisa y un pantalón de míster Dick y me envolvieron en dos o tres grandes chales. Debía de parecer un envoltorio grotesco; en todo caso, tenía mucho calor. Me sentía muy débil y muy adormilado; me tendí de nuevo en el sofá y me quedé dormido.

Quizá sería mi sueño consecuencia natural de la imagen que había ocupado tanto tiempo mi imaginación; pero me desperté con la sensación de que mi tía se había inclinado hacia mí, me había apartado los cabellos de la frente y arre­glado la almohada que sostenía mi cabeza; después me es­tuvo contemplando largo rato. Las palabras «¡pobre niño! » parecieron también resonar en mis oídos; pero no me atreve­ría a asegurar que mi tía las había pronunciado, pues al des­pertarme estaba sentada al lado de la ventana, mirando al mar, oculta tras su biombo mecánico, que podía volverse ha­cia donde ella quería.

Nada más despertarme sirvieron la comida, que se com­ponía de un pudding y de un pollo asado. Me senté a la mesa con las piernas encogidas como un pájaro y moviendo los brazos con dificultad; pero como había sido mi tía quien me había empaquetado de aquel modo con sus propias manos, no me atreví a quejarme. Estaba muy preocupado por saber lo que sería de mí; pero como ella comía en el más profundo silencio, limitándose a mirarme con fijeza de vez en cuando y a suspirar «¡Misericordia!», no contribuía demasiado a calmar mis inquietudes.

Cuando quitaron el mantel trajeron jerez, y mi tía me dio un vasito, y después envió a buscar a míster Dick, que llegó enseguida. Cuando ella le rogó que escuchara mi historia, haciéndomela contar gradualmente en respuesta a una serie de preguntas, él la escuchó con su expresión más grave. Du­rante mi relato tuvo los ojos fijos en míster Dick, que sin ello se habría dormido, y cuando trataba de sonreír mi tía le llamaba al orden frunciendo las cejas.

—No puedo concebir cómo se le ocurrió a aquella pobre niña volverse a casar —dijo mi tía cuando terminé.

—Quizá se había enamorado de su segundo marido —su­girió míster Dick.

—¡Amor! —dijo mi tía—. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué necesidad tenía de ello?

—Quizá —balbució míster Dick, después de pensar un poco—, quizá le gustaba.

—¡Vaya un gusto! —replicó mi tía— ¡Bonito gusto para la pobre niña el confiarse a una mala persona, que no podría por menos de engañarla de un modo o de otro! ¿Qué es lo que se proponía? ¡Me gustaría saberlo! Había tenido un ma­rido, había encontrado en el mundo a David Copperfield, a quien siempre, desde que nació, le habían entusiasmado las muñecas de cera. Había tenido un niño. ¡Oh, era una buena pareja de chiquillos! Cuando dio vida a este que está sentado aquí, aquel viernes por la noche, ¿qué más podría desear?

Míster Dick sacudió misteriosamente su cabeza hacia mí, como si pensara que no había nada que contestar a aquello.

—Ni siquiera ha podido tener una niña como otra persona cualquiera. ¿Y dónde está la hermana de este niño, Betsey Trotwood? ¡Mira que no nacer! ¡Calle usted, por Dios!

Míster Dick parecía asustado.

—Y aquel mediquillo, con su cabeza de medio lado —continuó mi tía—, Jellys o algo así era su nombre, ¿qué hacía allí? Todo lo que sabía era decirme como un lila, que es lo que era: «¡Es un niño, un niño!» ¡Oh, qué imbecilidad la de toda aquella gente!

La dureza de su expresión turbó mucho a míster Dick, y a mí también, para ser franco.

—Y además, como si eso no fuera bastante, como si no hubiera perjudicado ya bastante a la hermana de este niño, Betsey Trotwood —añadió mi tía—, se vuelve a casar, se casa con un Murderer, con un hombre que se llamaba algo así, para perjudicar a su hijo. Tenía que ser todo lo niña que era para no prever lo que ha ocurrido y que su niño llegaría un día en que se vería errante por el mundo, como Caín, an­tes de crecer.

Míster Dick me miró fijamente para identificarme bajo aquel aspecto.

—Y además aquella mujer con nombre de pagano —dijo mi tía—, aquella Peggotty, que también se casa, como si no hubiera visto claros los inconvenientes del matrimonio. Nada, también a casarse, según cuenta este niño. Al menos tengo la esperanza —dijo mi tía moviendo la cabeza— de que su marido será de la especie que tan a menudo se lee en los periódicos y le dará buenas palizas.

Yo no podía soportar el oír tratar así a mi querida Peg­gotty, ni que le desearan semejantes cosas, y le dije a mi tía que se equivocaba, y que Peggotty era la mejor amiga del mundo, la criada más fiel y más abnegada, la más constante que podía encontrarse; que me había querido siempre con ternura, y a mi madre también; que era la que la había soste­nido en sus últimos momentos y que había recibido su úl­timo beso. El recuerdo de las dos personas que más me ha­bían querido en el mundo me cortaba la voz, y me eché a llorar, tratando de decir que la casa de Peggotty siempre estaba abierta para mí; que todo lo suyo estaba a mi dispo­sición, y que yo hubiera ido a refugiarme allí si no hubiera temido causarle dificultades insuperables en su situación. No pude seguir, y oculté el rostro entre las manos.

—¡Bien, bien! —dijo mi tía—. El niño tiene razón defen­diendo a los que le han protegido. Janet, ¡burros!

Creo que sin aquellos malditos asnos habríamos llegado a entendernos entonces. Mi tía había apoyado su mano en mi hombro y, sintiéndome animado por aquella marca de aprobación, estaba a punto de abrazarle y de implorar su protección cuando la interrumpieron, y la confusión que le producía la lucha subsiguiente puso fin por el momento a todo pensamiento más dulce. Miss Betsey declaró con in­dignación, dirigiéndose a míster Dick, que había tomado una gran resolución y estaba decidida a apelar a los tribuna­les y a llevar ante las autoridades a todos los dueños de burros de Dover. Este acceso de asnofobia le duró hasta la hora del té.

Después del té nos quedamos cerca de la ventana con ob­jeto (yo supongo, por la expresión resuelta del rostro de mi tía) de ver de lejos a nuevos delincuentes. Cuando fue de no­che, Janet trajo las luces, echó las cortinas y puso encima de la mesa un juego de damas.

—Ahora, míster Dick —dijo mi tía seriamente y levan­tando el dedo como la otra vez—, tengo todavía una pre­gunta que hacerle. Mire a este niño...

—¿El hijo de David? —dijo míster Dick, confuso, pres­tando atención.

—Precisamente —dijo mi tía— ¿Qué haría usted ahora?

—¿Lo que haría del hijo de David? —repitió míster Dick.

—Sí —replicó mi tía—, del hijo de David.

—¡Oh! —dijo míster Dick—. Lo que yo haría... es me­terle en la cama.

—¡Janet! —gritó mi tía, con la expresión de satisfacción triunfante que ya había visto antes—. Míster Dick siempre tiene razón. Si la cama está preparada, vamos a acostarle.

Janet dijo que la cama ya estaba, y me hicieron subir cari­ñosamente, pero como si fuera un prisionero. Mi tía iba a la cabeza, y Janet a la retaguardia. La única circunstancia que me dio algunas esperanzas fue que, a la pregunta de mi tía a propósito de un olor a quemado que reinaba en la escalera, Ja­net contestó que acababa de quemar mi ropa vieja en la co­cina. Sin embargo en mi habitación no había más ropa que la que yo llevaba puesta y, cuando mi tía me dejó en mi cuarto (no sin prevenirme que la luz debía estar apagada antes de cinco minutos), le oí cerrar la puerta con llave por fuera. Re­flexionando, me dije que quizá, como no me conocía, temí a que tuviera la costumbre de escaparme y tomaba sus precau­ciones en previsión.

Mi habitación era muy bonita. Estaba situada en lo alto de la casa y daba al mar, que la luna iluminaba entonces. Des­pués de haber rezado y de haber apagado la vela recuerdo que me quedé asomado a la ventana contemplando la luna sobre el agua como si fuera un libro mágico donde pudiera leer mi destino, o también como si fuera a ver descender del cielo, a lo largo de sus rayos luminosos, a mi madre con su niño en los brazos para mirarme como el último día en que había visto su dulce rostro. Recuerdo también que el sentimiento solemne que llenaba mi corazón cuando quité por fin los ojos de aquel espectáculo cedió enseguida ante la sensación de agradeci­miento y de tranquilidad que me inspiraba la vista de aquel le­cho rodeado de cortinas blancas. Recuerdo todavía el bienes­tar con que me estiré entre aquellas sábanas, más limpias que la nieve. Pensaba en todos los lugares solitarios en que había dormido y le pedí a Dios que me hiciera la gracia de no volver a encontrarme sin asilo y de no olvidar nunca a los que no tie­nen un techo donde cobijarse. Recuerdo que enseguida creí poco a poco descender al mundo de los sueños por aquel haz de luz que reflejaba sobre el mar su brillo tan melancólico.

CAPÍTULO XIV. LO QUE MI TÍA DECIDE RESPECTO A MÍ

Al bajar por la mañana encontré a mi tía meditando pro­fundamente delante del desayuno. El agua desbordaba de la tetera y amenazaba inundar el mantel cuando mi entrada le hizo salir de sus cavilaciones. Estaba seguro de haber sido el objeto de ellas, y deseaba más ardientemente que nunca sa­ber sus intenciones respecto a mí; sin embargo, no me atre­vía a expresar mi inquietud por temor a ofenderla.

Pero mis ojos no los podía dominar como mi lengua y se dirigían constantemente hacia ella durante el desayuno. No podía mirarla un momento sin que sus miradas vinieran en­seguida a encontrarse con las mías; me contemplaba con aire pensativo y como si estuviéramos muy lejos uno de otro en lugar de estar sentados ante la misma mesa. Cuando terminamos de desayunar se apoyó con aire decidido en el respaldo de su silla, frunció las cejas, cruzó los brazos y me contempló a su gusto con una fijeza y atención que me confundían extraordinariamente. No había terminado toda­vía de desayunar y trataba de ocultar mi confusión co­miendo; pero mi cuchillo se enredaba entre los dientes del tenedor, que a su vez chocaban con el cuchillo, y cortaba el jamón de una manera tan enérgica que voló por el aire en lugar de tomar el camino de mi boca. Me atragantaba al beber el té, que se empeñaba en ahogarme; por fin renun­cié a seguir y me sentí enrojecer bajo el examen escrutador de mi tía.

—¡Vamos! —dijo después de un silencio.

Levanté los ojos y sostuve con respeto sus miradas vivas y penetrantes.

—Le he escrito —dijo mi tía.

—¿A...?

—A tu padrastro —dijo—. Le he enviado una carta, la que tendrá que atender, sin lo cual tendremos que vemos las caras; se lo prevengo.

—¿Sabe dónde estoy, tía mía? —pregunté con temor.

—Se lo he dicho —dijo mi tía moviendo la cabeza.

—¿Y piensa usted... volver a ponerme en sus manos? —pregunté balbuciendo.

—No lo sé —dijo—; ya veremos.

—¡Oh Dios mío! ¿Qué va a ser de mí —exclamé— si tengo que volver a casa de míster Murdstone?

—No sé nada —dijo mi tía—, no sé nada en absoluto; ya veremos.

Estaba muy abatido; tenía apretado el corazón y el valor me abandonaba. Mi tía, sin ocuparse de mí, sacó del armario un delantal de peto, se lo puso, limpió ella misma las tazas, y después, cuando todo estuvo en orden y puesto en la ban­deja, dobló el mantel, colocó encima las tazas y llamó a Ja­net para que se lo llevara todo. Después se puso guantes para quitar las migas con una escobita, hasta que no se vio en la alfombra ni un átomo de polvo, después de lo cual limpió y arregló la habitación, que a mí me parecía estaba ya en or­den perfecto. Cuando terminó todos estos quehaceres a su gusto, se quitó los guantes y el delantal, los dobló, los guardó en el rincón del armario de donde los había sacado y fue a sentarse con su caja de labor al lado de la mesa, cerca de la ventana abierta, y se puso a trabajar detrás del biombo verde, frente a la luz.

—¿Quieres subir —me dijo mientras enhebraba la aguja ­a dar los buenos días de mi parte a míster Dick y decirle que me gustaría saber si su Memoria avanza?

Me levanté vivamente para cumplir su encargo.

—Supongo —dijo mi tía, mirándome tan atentamente como a la aguja que acababa de enhebrar—, supongo que el nombre de Dick te parecerá algo corto.

—Es lo que pensaba ayer: que me parece algo corto —respondí.

—No vayas a creer que no tiene otro, que podría usar si quisiera —dijo mi tía con dignidad—. Babley, míster Ri­chard Babley, ese es su verdadero nombre.

Iba a decir, por un sentimiento de respeto a causa de mi juventud y por la familiaridad, un tanto censurable, que me había tomado, que quizá sería mejor que le llamase por su nombre entero; pero mi tía prosiguió:

—Pero no le llames en ningún caso así; no puede soportar su nombre; es una peculiaridad suya, aunque no sé si a eso se le podrá llamar siquiera manía. Pero ha sufrido bastante por culpa de personas que llevaban ese mismo nombre para que le repugne mortalmente, Dios lo sabe. Dick es aquí su nombre, y en todas partes ya; es decir, si fuera alguna vez a alguna parte, que no va. Así, ten cuidado, hijo mío, y no le llames nunca más que míster Dick.

Prometí obedecer y subí a cumplir mi mensaje; y pensaba en el camino que si míster Dick trabajaba en su Memoria desde hacía mucho tiempo con la asiduidad que ponía cuando le vi aquella mañana por la puerta abierta al bajar a desayunar, la Memoria debía de estar acabándose. Le encontré todavía ab­sorto en la misma ocupación, con una larga pluma en la mano y la cabeza casi pegando contra el papel. Estaba tan abstraído que tuve tiempo de fijarme, antes de que se perca­tara de mi presencia, en una gran cometa que había en un rincón, en numerosos paquetes de manuscritos en desorden, plumas innumerables y, por encima de todo, una inmensa provisión de tinta (por lo menos una docena de botellas de litro alineadas).

—¡Ah Febo! —dijo míster Dick depositando la pluma—, no sé cómo va el mundo; pero te diré una cosa —añadió ba­jando la voz—: no querría que lo repitieras, pero...

Aquí me hizo signos de que me acercara, y hablándome al oído: «El mundo está loco, loco de atar, hijo mío», dijo míster Dick cogiendo tabaco de una caja redonda que había encima de la mesa y riendo de todo corazón.

Yo cumplí mi menaje sin aventurarme a decir mi parecer sobre aquella cuestión.

—Pues bien —dijo míster Dick como respuesta—; salú­dala de mi parte y dile que... creo que estoy en buen camino; creo verdaderamente estar en buen camino —dijo míster Dick pasándose la mano por sus cabellos grises y lanzando una mi­rada inquieta a su manuscrito—. ¿Has estado en el colegio?

—Sí, señor —respondí—; una temporada.

—¿Y recuerdas la fecha —dijo míster Dick mirándome fi­jamente y cogiendo su pluma— de la muerte del rey Carlos I?

Dije que creía que era en 1649.

—Pues bien —dijo míster Dick rascándose la oreja con la pluma y mirándome con expresión de duda—; eso es lo que dicen los libros; pero yo no comprendo cómo puede ser. Si hace tanto tiempo, ¿cómo las gentes que le rodea­ban han podido tener la torpeza de meter en mi cabeza un poco de la confusión que había en la suya cuando se la cortaron?

Yo me quedé muy sorprendido de la pregunta; pero no pude darle ningún dato sobre el asunto.

—Es muy extraño —dijo míster Dick lanzando una mi­rada de desaliento a sus papeles y volviendo a pasarse las manos por los cabellos—, pero no consigo desembrollar la cuestión. No lo veo claro. Pero poco importa, poco importa —dijo alegremente y más animado—; tenemos tiempo. Sa­luda a tu tía, y que estoy en muy buen camino.

Me iba, cuando llamó mi atención hacia la cometa.

—¿Qué te parece esa cometa?

Respondí que me parecía muy bonita, y que debía de te­ner lo menos siete pies de alta.

—La he hecho yo. La lanzaremos uno de estos días tú y yo —dijo míster Dick—. ¿Ves?

Y me enseñaba que estaba hecha de un papel cubierto de una escritura fina y apretada, pero tan clara, que al dirigir mis miradas sobre sus líneas me pareció ver dos o tres veces alusiones a la cabeza del rey Carlos I.

—Hay mucho hilo bramante —dijo míster Dick—, y cuando sube muy alta lleva, como es natural, lo escrito muy lejos. Es una manera de propagarlo, no sé dónde puede ir a parar; depende de las circunstancias del viento y demás, y yo lo aprovecho.

Tenía un aspecto tan bueno, tan dulce y tan respetable, a pesar de su apariencia de fuerza y de viveza, que no estaba yo muy seguro de que no fuera una broma para divertirme, y me eché a reír. Él hizo otro tanto, y nos separamos como los mejores amigos del mundo.

—Y bien, muchacho —me dijo mi tía cuando baje—. ¿Cómo está míster Dick?

Le respondí que la saludaba, y que la Memoria estaba en muy buen camino.

—¿Y qué piensas de míster Dick? —me preguntó mi tía.

Tenía ganas de eludir la cuestión, contestando que me parecía muy amable; pero mi tía no se dejaba despistar así. Puso su labor sobre las rodillas y me dijo, cruzando las manos:

—Vamos; tu hermana Betsey Trotwood me habría dicho al momento lo que pensara de cualquier persona. Haz todo lo posible por parecerte a tu hermana, y habla.

—¿No está míster Dick, no está ...? Le hago esta pregunta porque no sé, no sé, tía, si no tendrá la cabeza un poco mal —balbucí, dándome cuenta de que pisaba en falso.

—Nada de eso —dijo mi tía.

—¡Oh! —repuse con voz débil.

—Si hay alguien en el mundo que no esté mal de la ca­beza, precisamente es míster Dick —dijo mi tía con mucha decisión y energía.

Yo no podía hacer nada mejor que repetir:

—¡Oh!

—Han dicho que estaba loco —prosiguió mi tía—. Tengo un placer egoísta en recordar que han dicho que estaba loco, pues sin ello nunca hubiera tenido la suerte de gozar de su compañía y de sus consejos desde hace más de diez años; a decir verdad, desde que tu hermana Betsey Trotwood me dejó defraudada.

—Hace tanto tiempo.

—Y bonita gente era la que tenía la audacia de llamarle loco —prosiguió mi tía— Míster Dick era una especie de pariente lejano; pero no tengo necesidad de explicarte esto. Si no hubiera sido por mí, su propio hermano le habría en­cerrado para toda la vida; eso es todo.

Me asusta pensar la hipocresía que había en mí cuando, viendo la indignación de mi tía sobre aquel punto, traté de tomar un aire indignado como ella.

—¡Un orgulloso idiota! —dijo mi tía—; porque su her­mano era un poco excéntrico, aunque no es ni la mitad de excéntrico que la mayoría de la gente; no quería que le vie­ran en su casa y pensaba enviarle a una casa de salud, aun­que le había sido particularmente recomendado por su di­funto padre, quien le consideraba casi como un idiota. Y también había que ver al hombre que pensaba así; él sí que estaba loco, estoy segura.

De nuevo, como mi tía parecía completamente conven­cida, yo traté de parecerlo también.

—Entonces yo no lo consentí, y le hice una proposición; le dije: «Su hermano está completamente cuerdo y es infini­tamente más sensato que usted es ni lo será nunca, al menos así lo espero; concédale una pequeña pensión y que se venga a vivir a mi casa. A mí no me asusta; no soy vanidosa, y es­toy dispuesta a cuidarle, y no le maltrataré, como podrían hacerlo, sobre todo, en un manicomio». Después de innume­rables dificultades —continuó mi tía— lo conseguí, y está aquí desde entonces. Y es el mejor amigo, el hombre más amable, la criatura con quien mejor se puede vivir en el mundo. En cuanto a los consejos .... nadie sabe apreciar ni conocer el espíritu de este hombre como yo.

Mi tía se sacudió un poco el vestido, moviendo la cabeza, como si con aquellos dos movimientos desafiara al mundo entero.

—Tenía una hermana que era su favorita —continuó—, una criatura muy buena y muy cariñosa para él; pero hizo como todas las mujeres, y se casó, y el marido hizo lo que hacen todos, y la hizo desgraciada. El efecto de su desgracia sobre míster Dick (y no es locura), unido con el temor que le inspiraba su hermano y el sentimiento de la dureza con que le trataban, fue tal que le dio una fiebre cerebral; fue antes de que se instalara en mi casa; pero aquel recuerdo le resulta penoso todavía. ¿Te ha hablado del rey Carlos I?

—Sí, tía.

—¡Ah! —dijo frotándose la nariz, un poco contrariada—; es su manera alegórica de expresarlo, pues lo une en su espí­ritu con una gran conmoción, lo que es bastante natural, y es como una figura de la cual se sirve, una comparación, y ¿por qué no lo ha de hacer así, si le parece bien?

Ciertamente, tía —dije.

—No es así como se expresa la gente por lo general, ni es ese el lenguaje que se emplea en negocios, ya lo sé; por eso insisto para que no lo ponga en su Memoria.

—¿Es que... es una Memoria sobre su propia vida lo que escribe, tía?

—Sí, pequeño —respondió frotándose de nuevo la na­riz—. Está haciendo una Memoria para asuntos suyos, diri­gida al lord Chambelan o al lord no sé cuántos; en fin, a uno de esos a quienes se paga para que reciban Memorias. Su­pongo que la enviará uno de estos días; todavía no ha conse­guido redactarla sin mezclar en ella la alegoría; pero ¡qué más da!, así se entretiene.

El caso es que después descubrí que míster Dick trataba desde hacía diez años de impedir al rey Carlos I que apare­ciese en su Memoria, sin conseguirlo.

—Repito —dijo mi tía— que nadie conoce el espíritu de ese hombre como yo; es el más cariñoso y fácil de llevar. ¿Que le gusta lanzar una cometa de vez en cuando? ¿Eso qué significa? Franklin también soltaba cometas y era cuáquero o algo parecido, si no me equivoco, y un cuáquero soltando cometas es mucho más ridículo que otro hombre cualquiera.

Si hubiera podido suponer que mi tía me contaba aquellos detalles para mi educación personal o por darme una prueba de confianza, me habría sentido muy halagado y habría sa­cado pronósticos favorables de semejante favor. Pero no po­día hacerme ilusiones; era evidente para mí que si se metía en aquellas explicaciones era porque la cuestión se presen­taba, a pesar suyo, en su espíritu, y era a sí misma a quien se dirigía y no a mí, aunque pareciera que me dedicaba su dis­curso, en ausencia de mejor interlocutor.

Al mismo tiempo debo decir que la generosidad con que defendía a míster Dick no solamente me inspiraba muchas esperanzas egoístas, sino que también despertaba en mi co­razón cierto afecto hacia ella. Creo que empezaba a darme cuenta de que, a pesar de todas sus excentricidades y extra­ñas fantasías, era una persona que merecía respeto y con­fianza. Aunque estaba lo mismo de animada que la víspera contra los burros, y fuese violenta su indignación cuando se precipitaba al jardín para defender el césped si veía que un joven al pasar le ponía los ojos tiernos a Janet, sentada en su ventana (lo que era una de las ofensas más grandes que se podía hacer a la dignidad de mi tía), me era imposible, sin embargo, no sentir cada vez más respeto hacia ella y menos temor.

Esperaba con extraordinaria ansiedad la respuesta de míster Murdstone; pero hacía grandes esfuerzos para disimularlo y por serles simpático a mi tía y a míster Dick. Tenía que salir con este último a lanzar la gran cometa; pero como no tenía más trajes que el indumento un poco extravagante con que me había adornado mi tía en el primer momento, me veía obligado a permanecer en casa, excepto una hora después de oscurecer, que mi tía me hacía dar un paseo para mi salud por delante del jardín antes de meterme en la cama. Por úl­timo llegó la respuesta de míster Murdstone. Mi tía me in­formó, con gran terror por mi parte, que iba a venir a ha­blarle en persona al día siguiente. Al otro día todavía estaba con mi curioso indumento y contaba las horas tembloroso y muy preocupado en lucha con mis esperanzas, que sentí de­bilitarse, y mis temores, que podían conmigo, esperando a cada momento sentirme estremecer a la vista de su sombrío rostro y muy impaciente porque no llegaba.

Mi tía estaba un poco más agresiva y severa que de cos­tumbre; en ninguna otra cosa se le notaba que se preparase a recibir al que tanto temor me inspiraba a mí. Trabajaba de­lante de la ventana, y yo, sentado a su lado, reflexionaba en los resultados posibles a imposibles de la visita de míster Murdstone. La tarde avanzaba y la comida había sido retra­sada indefinidamente; pero mi tía, impaciente ya, acababa de decir que la sirvieran, cuando lanzó un grito de alarma a la vista de un burro. ¡Cuál no sería mi consternación al ver a miss Murdstone, montada en él, atravesar con paso decidido el césped sagrado, detenerse enfrente de la casa y mirar a su alrededor!

—¡Váyase usted; no tiene nada que hacer aquí! —gritaba mi tía sacudiendo su cabeza y su puño por la ventana—. ¿Cómo se atreve usted? ¡Que se marche! ¡Oh, qué descaro!

Mi tía estaba tan exasperada por la frescura con que miss Murdstone miraba a su alrededor, que creí que perdía el mo­vimiento y se quedaba incapaz de salir al ataque como de costumbre. Aproveché la oportunidad para informarle de quié­nes eran aquella señora y aquel caballero que se acercaban a ella, pues el camino era una pendiente y el señor que se ha­bía quedado detrás era míster Murdstone en persona.

—¡Me tiene sin cuidado quiénes sean! —exclamó mi tía sacudiendo todavía la cabeza y gesticulando desde la ven­tana todo lo contrario de una bienvenida— ¡Que no hubie­ran contravenido mis órdenes! ¡No lo consentiré! ¡Que se marchen! Janet, ¡échalos, échalos!

Yo, oculto detrás de mi tía, vi una especie de combate. El burro, con sus cuatro patas plantadas en el suelo, resistía a todo el mundo. Janet le tiraba de la brida para hacerle dar la vuelta. Míster Murdstone trataba de hacerle avanzar; miss Murdstone pegaba a Janet con su sombrilla, y muchos chi­quillos acudían al ruido, gritando con todas sus fuerzas.

De pronto mi tía, reconociendo entre ellos al pequeño malhechor encargado de conducir los asnos, que era uno de sus enemigos más encarnizados, aunque apenas tenía trece años, se precipitó en el teatro del combate, le cogió y le arrastró al jardín, con la chaqueta por encima de la cabeza y los talones arañando el suelo. Después llamó a Janet para que fuera a llamar a la policía con el objeto de que le cogie­ran y juzgaran allí mismo, y lo retuvo ante su vista. Pero esta escena dio fin a la comedia, pues el golfillo, que sabía muchas tretas de las que mi tía no tenía ni idea, encontró pronto medio de escapar, dejando las huellas de sus zapato­nes en los arriates y montándose en el burro triunfante­mente.

Miss Murdstone había desmontado cuando terminó el combate y esperaba con su hermano, al pie de los escalones, a que mi tía pudiera recibirlos. Un poco agitada todavía por la lucha, mi tía pasó por su lado con gran dignidad y no se preocupó de su presencia hasta que Janet los anunció.

—¿Debo marcharme, tía? —pregunté temblando.

—No, señor; ciertamente que no.

Y me empujó hacia un rincón a su lado. Después hizo una especie de valla con sillas, como si fuera una prisión o una ba­rra de justicia, y continué ocupando esta posición durante toda la entrevista, y desde allí vi entrar a míster y a miss Murdstone en la habitación.

—¡Oh! —dijo mi tía— En el primer momento no sabía a quiénes tenía el gusto de hacer reproches; pero, ¿saben uste­des?, no le permito a nadie que pase con burros por esa pra­derita, y no hago excepciones; no lo permito a nadie.

—Es una regla nada cómoda para los extraños —dijo miss Murdstone.

—Sí, ¿eh? —dijo mi tía.

Míster Murdstone pareció temer que se renovaran las hos­tilidades, y se interpuso, empezando:

—¿Miss Trotwood?

—Usted dispense —observó mi tía con una mirada pe­netrante—. ¿Usted es míster Murdstone, que se casó con la viuda de mi difunto sobrino David Copperfield de Bloonder­stone Rookery? Pero, ¿por qué Rookery? No lo sé.

—Yo soy —dijo míster Murdstone.

—Usted me dispensará si le digo, caballero —repuso mi tía—, que pienso que habría sido mucho mejor y más opor­tuno que no se hubiera usted ocupado para nada de aquella pobre niña.

—Soy de la opinión de miss Trotwood, —dijo miss Murdstone irguiéndose— ya que considero, en efecto, a nuestra pobre Clara como una niña en todos los sentidos más esenciales.

—Es una felicidad para usted y para mí, señora —dijo mi tía—, el que avanzamos por la vida sin peligro de que nos hagan desgraciadas por nuestros atractivos personales y el que nadie pueda decir de nosotras otro tanto.

—Sin duda —dijo miss Murdstone, aunque pienso que no muy dispuesta a convenir en ello de buena gana—. Y cierta­mente habría sido, como usted dice, mucho mejor para mi hermano si nunca se hubiera metido en semejante matrimo­nio. Yo siempre he sido de esa opinión.

—No cabe duda —dijo mi tía— Janet (llamó a la campa­nilla): mis saludos a míster Dick, y que le ruego que baje.

Hasta que llegó, mi tía, más derecha que nunca, guardó silencio, mirando a la pared, con el ceño fruncido. Cuando llegó, procedió a la ceremonia de la presentación:

—Míster Dick, un antiguo a íntimo amigo, con cuyo jui­cio cuento —dijo mi tía con énfasis, y como avisando a mis­ter Dick, que se mordía las uñas con aire atontado.

Míster Dick se sacó los dedos de la boca y permaneció de pie en medio del grupo con mucha gravedad, dispuesto a de­mostrar la más profunda atención. Mi tía hizo un signo de cabeza a míster Murdstone, que continuó:

—Miss Trotwood: al recibir su carta, consideré como un deber para mí y una demostración de respeto hacia us­ted...

—Gracias —dijo mi tía, mirándole a la cara—; pero no se preocupe por mí.

—El venir a contestarle en persona, por mucha molestia que el viaje pudiera ocasionarme, mejor que escribiendo. El desgraciado niño que ha huido lejos de sus amigos y de sus ocupaciones...

—Y cuyo aspecto —dijo su hermana, llamando la aten­ción general sobre mi vestimenta—, es tan chocante y tan escandaloso...

—Jane —dijo su hermano—, ten la bondad de no inte­rrumpirme. Este desgraciado niño, miss Trotwood, ha sido en nuestra casa la causa de muchas contrariedades y distur­bios domésticos durante la vida de mi querida mujer, y tam­bién después. Tiene un carácter sombrío y se rebela contra toda autoridad. En una palabra, es intratable. Mi hermana y yo hemos tratado de corregirle sus vicios, pero sin resultado, y los dos hemos sentido, pues tengo plena confianza en mi hermana, que era justo que recibiera usted de nuestros labios esta declaración sincera, hecha sin rabia y sin cólera.

—Mi hermano no necesita mi testimonio para confirmar el suyo, y sólo pido permiso para añadir que entre todos los niños del mundo no creo que haya otro peor.

—Es fuerte —dijo mi tía secamente.

—No es demasiado fuerte si se tienen en cuenta los he­chos —insistió miss Murdstone.

—¡Ah! —dijo mi tía— ¿Y bien, caballero?

—Yo tengo mi opinión particular sobre la manera de edu­carle —repuso míster Murdstone, cuya frente se oscurecía cada vez más a medida que mi tía le miraba con mayor fi­jeza—. Y mis ideas están formadas en parte por lo que sé de su carácter y en parte por el conocimiento de mis recursos. No tengo que responder a nadie más que a mí mismo; he obrado, por lo tanto, de acuerdo con mis ideas, y no tengo nada que añadir. Me bastará decir que había colocado al niño, bajo la vigilancia de uno de mis amigos, en un comercio honroso. ¿Que esa situación no le conviene? ¿Que huye? ¿Que va como un vagabundo por las carreteras y viene aquí en andrajos a dirigirse a usted, miss Trotwood? Yo deseo po­ner ante su vista las consecuencias inevitables del apoyo que usted pudiera darle en estas circunstancias.

—Empecemos por tratar la cuestión de la colocación hon­rosa. Si hubiera sido su propio hijo, ¿le habría colocado us­ted de la misma manera?

—Si hubiera sido el hijo de mi hermano —dijo miss Murdstone, interviniendo en la discusión—, su carácter ha­bría sido completamente diferente.

—Si aquella pobre niña, su difunta madre, hubiera vivido, ¿le habrían cargado también con esas honrosas ocupacio­nes? —insistió mi tía.

—Creo —dijo míster Murdstone con un movimiento de cabeza— que Clara no habría puesto nunca resistencia a lo que mi hermana y yo hubiéramos decidido.

Miss Murdstone confirmó con un gruñido lo que su her­mano acababa de decir.

—¡Hum! —dijo mi tía—. ¡Desgraciado niño!

Míster Dick hacía sonar su dinero en el bolsillo desde ha­cía mucho rato, se entregaba a aquella ocupación con tal ahínco, que mi tía creyó necesario imponerle silencio con una mirada antes de decir:

—¿Y la pensión de aquella pobre niña, se extinguió con ella?

—Se extinguió con ella —replicó míster Murdstone.

—¿Y su pequeña propiedad, la casita y el jardín, ese yo no sé qué de Rookery sin cuervos, no ha sido legado a su hijo?

—Su primer marido se lo dejó sin condiciones —empezó a decir míster Murdstone, cuando mi tía le interrumpió con impaciencia y cólera visibles:

—¡Dios mío, ya lo sé! ¡Le fue dejado sin condiciones! Conocía muy bien a David Copperfield y sé que no era hom­bre que previera la menor dificultad aunque la hubiera tenido ante los ojos. No hay duda que se lo dejó sin condicio­nes; pero al volver ella a casarse, cuando tuvo la desgracia de casarse con usted; en una palabra —dijo mi tía, y para ha­blar francamente—, nadie ha dicho entonces una palabra en favor de este niño.

—Mi pobre mujer amaba a su segundo marido, señora, y tenía plena confianza en él —dijo mister Murdstone.

—Su mujer, caballero, era una pobre niña muy desgra­ciada, que no conocía el mundo —respondió mi tía sacu­diendo la cabeza—. Eso es lo que era. Y ahora veamos: ¿qué nos tiene usted que decir?

—Únicamente esto, miss Trotwood —repuso él—. Estoy dispuesto a llevarme a David sin condiciones, para hacer de él lo que me convenga. No he venido para hacer promesas ni para comprometerme a nada. Usted quizá, miss Trotwood, tiene alguna intención en animarle en su huida y en escuchar sus quejas. Sus modales (debo decirlo) no me parecen muy conciliadores, y me lo hacen suponer. Le prevengo, por lo tanto, que si se interpone usted en esta ocasión entre él y yo, es asunto terminado. Si interviene usted, miss Trotwood, su intervención tiene que ser definitiva. No hablo en broma, y no hay que jugar conmigo. Estoy dispuesto a llevármele por primera y última vez. ¿Está él dispuesto a seguirme? Si no lo está, si usted me dice que no lo está, bajo cualquier pre­texto que sea, poco me importa; en ese caso mi puerta se le cierra para siempre y consideraré como convenido que la suya le queda abierta.

Mi tía había escuchado este discurso con la máxima aten­ción, más tiesa que nunca, con las manos cruzadas encima de las rodillas y los ojos fijos en su interlocutor. Cuando hubo terminado, miró a miss Murdstone sin cambiar de acti­tud, y dijo:

—¿Y usted, señorita, tiene algo que añadir?

—Verdaderamente, miss Trotwood, todo lo que pudiera decir ha sido tan bien expresado por mi hermano, y todos los hechos que pudiera recordar han sido expuestos por él tan claramente, que no tengo más que dar las gracias por su amabilidad, o mejor dicho por su excesiva amabilidad —añadió miss Murdstone con una ironía que no turbó a mi tía más de lo que hubiera desconcertado al cañón al lado del cual me había yo dormido en Chathan.

—Y el niño ¿qué dice? —repuso mi tía—. David, ¿estás dispuesto a partir?

Contesté que no, y le rogué que no consintiera en que me llevasen. Dije que míster y miss Murdstone no me habían querido nunca; que nunca habían sido buenos para mí; que sabía que habían hecho muy desgraciada a mi madre, que me amaba tanto, y que Peggotty también lo sabía. Dije que ha­bía sufrido mucho, más de lo que se podía suponer al consi­derar lo pequeño que era. Y rogaba y suplicaba a mi tía (no recuerdo las frases, pero sé que estaba muy conmovido) que me protegiera y defendiera por amor a mi padre.

—Míster Dick —dijo mi tía—, ¿qué le parece a usted que haga con este niño?

Míster Dick reflexionó, dudó, y después, con expresión radiante, dijo:

—Haga que le tomen medida cuanto antes para un traje completo.

—Míster Dick —dijo mi tía con expresión de triunfo—, deme usted la mano. Su buen sentido es de un valor inapre­ciable.

Después, habiendo estrechado vivamente la mano de míster Dick, me atrajo hacia sí, diciendo a míster Murdstone:

—Puede usted marcharse cuando quiera; me quedo con el niño. Si fuera como ustedes dicen, siempre estaría a tiempo de hacer lo que ustedes han hecho; pero no creo ni una pala­bra de ello.

—Miss Trotwood —respondió míster Murdstone—, si fuera usted un hombre...

—¡Bah!, tonterías —dijo mi tía—; cállese usted.

—¡Qué exquisita educación! —exclamó miss Murdstone levantándose—. ¡Verdaderamente es demasiado!

—¿Cree usted que no sé —dijo mi tía, haciéndose la sorda a lo que decía la hermana y dirigiéndose al hermano con expresión de desdén—, cree usted que no sé la vida que ha hecho llevar a aquella pobre niña, tan mal inspirada? ¿Cree usted que no sé qué día nefasto fue para la dulce cria­tura aquel en que le conoció, sonriendo y poniéndole los ojos tiernos? ¡Estoy segura! ¡Como si fuera usted capaz de decir una palabra cariñosa a un niño!

—Nunca he oído lenguaje más elegante —dijo miss Murdstone.

—¿Cree usted que no comprendo su juego lo mismo que si lo viera —continuó mi tía—, ahora que le veo y que le oigo, y que, a decir verdad, es todo menos un placer para mí? ¡Ah! Ciertamente no había nadie más dulce ni más su­miso que usted en aquella época. La pobre inocente no había visto nunca un cordero semejante. ¡Era tan bueno! Adoraba a la madre; tenía verdadera debilidad por el hijo; una verda­dera ceguera. Sería para él un segundo padre, y todo consis­tiría en vivir juntos en un paraíso de rosas, ¿no es así? ¡Va­mos, vamos, déjeme en paz! —dijo mi tía.

—En mi vida he visto una mujer semejante —exclamó miss Murdstone.

—Y cuando ya tuvo cogida a aquella pobre insensata —continuó mi tía—, y Dios me perdone por llamar así a una criatura que ya está donde usted no tiene prisa por reunirse con ella; como si todavía no les hubiera hecho usted bas­tante daño a ella y a los suyos, se puso usted a educarla, ¿no es así? Empezó el trabajo de educarla y la enjauló como a un pobre pajarillo para hacerle olvidar su vida pasada y ense­ñarle a cantar las notas de usted.

—Es locura o embriaguez —dijo miss Murdstone, deses­perada de no poder atraer hacia sí el torrente de invectivas de mi tía—, y sospecho que más bien es embriaguez.

Miss Betsey, sin prestar atención a la interrupción, conti­nuó dirigiéndose a míster Murdstone y sacudiendo un dedo:

—Sí, míster Murdstone. Usted se hizo el tirano de aquella inocente niña y le rompió el corazón. Tenía un alma tierna, lo sé, lo sabía muchos años antes de que usted la conociera, y usted supo escoger su parte débil para darle los golpes por los que ha muerto. Esa es la verdad, le guste o no, haga us­ted lo que haga y le hayan servido los que le hayan servido de instrumentos.

—Permítame preguntarle, miss Trotwood —dijo miss Murdstone—, a quién llama usted, con una elección de ex­presiones a que no estoy acostumbrada, los instrumentos de mi hermano.

Miss Betsey, persistiendo en una sordera inquebrantable, reanudó su discurso:

—Estaba a la vista, desde muchos años antes de que usted la conociera (y está por encima de la razón humana) el compren­der por qué ha entrado en los planes misteriosos de la Providen­cia el que usted la conociera; era natural que aquella pobre cria­tura volviera a casarse un día; pero yo esperaba que no le saliera tan mal. Era en la época en que trajo al mundo a este niño, a este pobre niño, de quien usted se ha servido para martirizarla, lo que es ahora un recuerdo tan desagradable, que le hace abo­rrecer su presencia. Sí, sí; no necesita usted extremecerse —continuó mi tía—. Estoy convencida sin necesidad de eso.

Míster Murdstone permanecía todo el tiempo de pie al lado de la puerta, mirándola fijamente con la sonrisa en los labios, pero con las cejas fruncidas. Observé entonces que, aunque continuaba sonriendo, había palidecido de pronto y parecía respirar con dificultad.

—Que usted lo pase bien, caballero —dijo mi tía— Adiós. Buenos días, señorita —continuó volviéndose bruscamente hacia la hermana—. Si vuelvo a verla alguna vez pasar en bu­rro por mi praderita, le aseguro, como que tiene usted cabeza encima de los hombros, que le arranco el sombrero y lo pateo.

Sería necesario un pintor, y un pintor de talento excepcio­nal, para dar idea del rostro de mi tía al hacer aquella decla­ración inesperada, y del de miss Murdstone al oírla. Pero el gesto no era menos elocuente que las palabras, en vista de lo cual miss Murdstone cogió discretamente el brazo de su her­mano y salió majestuosa de la casa. Mi tía, desde la ventana, los miraba alejarse, dispuesta sin ninguna duda a poner al instante su amenaza en ejecución en el caso de que el burro reapareciera.

No habiendo intentado ellos responder al desafío, el ros­tro de mi tía se dulcificó poco a poco, tanto que me atreví a darle las gracias y a abrazarla, lo que hice con todo mi cora­zón echando mis brazos alrededor de su cuello. Después di un apretón de manos a míster Dick, que quiso repetir la ceremonia muchas veces seguidas, y que saludó el feliz término del asunto con repetidas carcajadas.

—Usted se considerará a medias conmigo como tutor de este niño, míster Dick —dijo mi tía.

—Estaré encantado de ser el tutor del hijo de David.

—Muy bien —dijo mi tía—; es cosa convenida. Pensaba en algo, míster Dick: ¿Podría llamarle Trotwood?

—Ciertamente, ciertamente; llámele Trotwood —dijo míster Dick—. Trotwood, hijo de David.

—¿Quiere usted decir Trotwood Copperfield? —preguntó mi tía.

—Sí, sin duda; Trotwood Copperfield —dijo, un poco avergonzado.

Mi tía estaba tan contenta con su idea, que ella misma marcó con tinta indeleble las camisas que me compraron aquel mismo día, antes de que me pusiera ninguna; y se de­cidió que el resto de mi ropa, que también encargó aquel mismo día, llevaría la misma marca.

Y así empezó mi nueva vida, con nombre nuevo y todo nuevo. Ahora que mi incertidumbre había pasado, me pare­ció durante varios días que vivía en un sueño. No se me ocurrió pensar ni por un momento en la curiosa pareja de tu­tores que eran mi tía y míster Dick. Nunca pensaba en mí de una manera clara. Las dos únicas cosas que veía concisas en mi espíritu eran mi remota y antigua vida en Bloonderstone, que me parecía que cada vez estaba más lejos, y la sensación de que una cortina había caído para siempre sobre mi vida en la casa Murdstone y Grimby. Nadie ha levantado después esa cortina; sólo yo ahora un momento y con mano tímida y temblorosa, para este relato, y la he vuelto a dejar caer con alegría.

El recuerdo de aquella existencia está unido en mi espí­ritu a tal dolor, a tal sufrimiento moral y a una desesperanza tan absoluta, que nunca he tenido valor de examinar cuánto había durado mi suplicio. Si fue un año o más o menos, no lo sé. únicamente sé que fue y dejó de ser, y que ahora lo he escrito para no volver nunca a recordarlo.

CAPÍTULO XV. VUELVO A EMPEZAR

Míster Dick y yo fuimos pronto los mejores amigos del mundo, y muy a menudo, cuando había terminado su tra­bajo, salíamos juntos a soltar la cometa. Todos los días tra­bajaba largo rato en la Memoria, que no progresaba lo más mínimo a pesar de aquel trabajo constante, pues el rey Car­los I siempre aparecía en ella tarde o temprano y había que volver a empezar. La paciencia y el valor con que soportaba aquellos desengaños continuos; la idea vaga que tenía de que el rey Carlos I no tenía nada que ver en aquello; los dé­biles esfuerzos con que intentaba arrojarle, y la tenacidad con que el monarca venía a condenar su memoria al olvido, todo aquello me dejó una impresión profunda. No sé lo que míster Dick pensaría hacer con la memoria en el caso de terminarla (creo que él no lo sabía mejor que yo), ni dónde pensaba enviarla, ni cuáles serían los efectos del envío. Pero, en realidad, no es necesario que se preocupase demasiado, pues si había algo cierto bajo el Sol, era que aquella memo­ria no se terminaría nunca.

Era conmovedor verle con su cometa cuando había su­bido a mucha altura. Lo que me había dicho en su habitación de las esperanzas que tenía sobre aquella manera de disemi­nar los hechos expuestos en los papeles que la cubrían, y que no eran otros que las hojas sacrificadas de alguna me­moria fracasada, le preocupaba alguna vez dentro de casa; pero una vez fuera ya no pensaba en ello. Sólo pensaba en ver volar a la cometa y en ir soltando el bramante del ovillo que tenía en la mano. Nunca tenía el aspecto más sereno. Yo a veces me decía, cuando estaba sentado a su lado por las tardes, sobre el musgo y viéndole seguir con los ojos los mo­vimientos de la cometa, que su espíritu salía entonces de su confusión para elevarse con su juguete al cielo. Los progre­sos que hacía en la amistad a intimidad de míster Dick no perjudicaban en nada a los que hacía con su amiga miss Bet­sey, que se encariñó tanto conmigo, que en el transcurso de unas semanas acortó mi nombre de adopción, transformán­dolo de Trotwood en Trot; y aún animó mis esperanzas de que si seguía como había empezado podría igualarme en el rango de sus afectos con mi hermana Betsey Trotwood.

—Trot —dijo mi tía una noche, cuando el juego de damas estuvo colocado, como siempre, para ella y míster Dick—, no debemos olvidar tu educación.

Este era mi único motivo de ansiedad, y me sentí comple­tamente dichoso al oírle hablar de ello.

—¿Te gustaría ir a la escuela en Canterbury? —,dijo mi tía.

Le respondí que muchísimo, tanto más porque estaba cerca de ella.

—Bueno —dijo mi tía—; ¿te gustaría ir mañana?

Sin extrañarme ya de la general rapidez de las ideas de mi tía, no me sorprendió su brusquedad y dije:

—Sí.

—Bueno —dijo mi tía de nuevo—. Janet, pedirás el caba­llo gris y el coche pequeño para mañana a las diez de la ma­ñana, y prepararás esta noche las cosas del señorito.

Estaba lleno de alegría al oír dar aquellas órdenes; pero me reproché mi egoísmo cuando vi el efecto que habían cau­sado en míster Dick. Le entristecía tanto la perspectiva de nuestra separación y jugaba tan mal aquella noche, que mi tía, después de advertirle varias veces dando en su caja con los nudillos, cerró el juego declarando que no quería seguir jugando con él; pero al saber que yo vendría algunos sába­dos y que él podría ir a verme algunos miércoles, recobró un poco de valor y juró fabricar para aquellas ocasiones una co­meta gigantesca, mucho más grande que aquella con que nos divertíamos ahora. Al día siguiente había vuelto a caer en su abatimiento y trataba de consolarse dándome todo lo que te­nía de oro y plata; pero habiendo intervenido mi tía, sus li­beralidades se redujeron a cinco chelines; a fuerza de ruegos consiguió subirlos hasta diez. Nos separamos de la manera más cariñosa a la puerta del jardín, y míster Dick no se me­tió en casa hasta que nos perdió de vista.

Mi tía, perfectamente indiferente a la opinión pública, conducía con maestría el caballo gris a través de Dover. Se sostenía derecha como un cochero de ceremonia, y seguía con los ojos los menores movimientos del caballo, decidida a no dejarlo hacer su voluntad bajo ningún pretexto. Cuando estuvimos en el campo le dejó un poco más de libertad, y lanzando una mirada hacia un montón de almohadones, en los que yo iba hundido a su lado, me preguntó si era feliz.

—Mucho, tía, gracias a usted —dije.

Me agradeció tanto la contestación que, como tenía las dos manos ocupadas, me acarició la cabeza con el látigo.

—¿Y es una escuela muy concurrida, tía? —pregunté.

—No lo sé —dijo mi tía—. Lo primero vamos a casa de míster Wickfield.

—¿Es que tiene pensión? —dije.

—No, Trot; es un hombre de negocios.

No pedí más informes sobre míster Wickfield, y como tampoco me los dio mi tía, la conversación rodó sobre otros asuntos, hasta el momento en que llegamos a Canterbury. Era día de mercado, y a mi tía le costó mucho trabajo condu­cir el caballo gris a través de las carretas, las cestas y los montones de legumbres. A veces faltaba el canto de un duro para que no volcara un puesto, lo que nos valía discursos muy poco halagüeños por parte de la gente que nos rodeaba; pero mi tía guiaba siempre con la tranquilidad más perfecta, y creo que hubiera atravesado con la misma seguridad un país enemigo.

Por fin nos detuvimos delante de una casa antigua, que sobresalía en la alineación de la calle. Las ventanas del pri­mer piso eran salientes, y también las vigas avanzaban sus cabezas talladas, de manera que por un momento me pre­gunté si la casa entera no tendría la curiosidad de adelan­tarse así para ver lo que pasaba en la calle. Además, todo esto no le impedía brillar con una limpieza exquisita. La vieja aldaba de la puerta, en medio de las guirnaldas de flo­res y frutos tallados que la rodeaban, brillaba como un estre­lla. Los escalones de piedra estaban tan limpios como si los acabaran de cubrir con lienzo blanco, y todos los ángulos y rincones de las esculturas y adornos, los cristalitos de las ventanas, todo estaba tan deslumbrante como la nieve que cae en las montañas.

Cuando el coche se detuvo a la puerta, miré hacia la casa y vi una figura cadavérica que se asomó un momento a una ventana de una torrecilla en uno de los ángulos y después desapareció. El pequeño arco de la puerta se abrió entonces, presentándose ante nosotros el mismo rostro. Era completamente un cadáver, como ya me había parecido en la ventana, aunque su rostro estaba cubierto de esas manchas que se ven a menudo en el cutis de los pelirrojos y, en efecto, el perso­naje era pelirrojo. Debía de tener unos quince años, me pare­ció; pero aparentaba ser mucho mayor. Llevaba los cabellos cortados al rape; no tenía cejas ni pestañas; los ojos eran de un rojo pardo, tan desguarnecidos, tan desnudos, que yo no me explicaba cómo podrían dormir tan descubiertos. Era cargado de hombros, huesudo y anguloso. Vestía, con de­cencia, de negro, con una corbata blanca, con el traje abro­chado hasta el cuello, y unas manos tan largas y tan delga­das, una verdadera mano de esqueleto, que atraía mi atención, mientras de pie, delante del caballo, se acariciaba la barbilla y nos miraba.

—¿Está en casa míster Wickfield, Uriah Heep? —dijo mi tía.

—Sí; míster Wickfield está en casa, señora. Si quiere us­ted tomarse la molestia de pasar —dijo, señalando con su mano descarnada la habitación que quería designarnos.

Bajamos del coche, dejando a Uriah Heep cuidando del caballo, y entramos en un salón un poco bajo, de forma alar­gada, que daba a la calle. Por las ventanas vi a Uriah Heep que soplaba en los ollares al caballo y después le cubría pre­cipitadamente con su mano, como si le hubiera hecho un ma­leficio. Frente a la vieja chimenea había colocados dos retra­tos: uno, el de un hombre de cabellos grises, pero joven; las cejas eran negras y miraba unos papeles atados con una cinta roja. El otro era el de una señora; la expresión de su rostro era dulce y seria, y me miraba.

Creo que buscaba con los ojos un retrato de Uriah, cuando al fondo de la habitación se abrió una puerta y entró un ca­ballero que me hizo volverme a mirar el retrato para cercio­rarme de que no se había salido del marco; pero no: seguía quieto en su sitio, y cuando el caballero estuvo más cerca de la luz vi que tenía más edad que cuando le habían retratado.

—Miss Betsey Trotwood, haga usted el favor de pasar. Us­ted me dispensará; pero cuando han llegado estaba ocupado. Ya conoce usted mi vida y sabe que sólo tengo un interés en el mundo.

—Miss Betsey le dio las gracias y entramos en un despa­cho que estaba amueblado como el de un hombre de nego­cios; lleno de papeles, de libros, de cajas de estaño. Daba al jardín y estaba provisto de una caja de caudales fija en la pa­red, justo encima de la chimenea; Canto es así, que me pre­guntaba cómo harían los deshollinadores para poder pasar por detrás cuando necesitaran limpiarla.

—Y bien, miss Trotwood —dijo mister Wickfield, pues descubrí pronto que era el dueño de la casa, que era abogado y que administraba las tierras de un rico propietario de los alrededores— ¿Qué le trae a usted por aquí? En todo caso espero que no sea por nada malo.

—No —replicó mi tía—; no vengo por asuntos legales.

—Tiene usted razón —dijo mister Wickfield—, más vale que nos veamos por otra cosa.

Ahora sus cabellos eran completamente blancos, aunque seguía teniendo las cejas negras. Su rostro era muy agradable y hasta debía de haber sido muy guapo. Tenía un color exce­sivo, que yo desde hacía mucho tiempo había aprendido, gra­cias a Peggotty, a atribuir al vino, y a lo mismo atribuía el so­nido de su voz y su corpulencia. Estaba muy bien vestido, con traje azul, chaleco a rayas y pantalón de nanquín. Su camisa y su corbata de batista eran tan blancas y tan final, que me re­cordaban, en mi errante imaginación, al cuello de un cisne.

—Es mi sobrino —dijo mi tía.

—No sabia que tuviera usted un sobrino —dijo mister Wickfield.

—Es decir, mi sobrino nieto.

—Tampoco sabía que lo tuviera usted; se lo aseguro —añadió míster Wickfield.

—Lo he adoptado —dijo mi tía con un gesto que indicaba que le importaba muy poco lo que sabía o dejaba de saber—, y lo he traído para meterlo en un colegio donde esté bien cuidado y le enseñen bien. Quería que me dijera usted dónde podría encontrar ese colegio, y que me diera todos los datos necesarios.

—Antes de aventurarme a aconsejarla, permítame. Ya sabe usted mi vieja pregunta para todas las cosas: ¿Cuál es su verdadero objeto?

—¡El diablo lleve a este hombre! Siempre quiere buscar motivos ocultos cuando están a la vista. Lo único que quiero es hacer a este niño feliz y que aprenda.

—Yo creo que debe haber algún otro motivo —dijo mis­ter Wickfield moviendo la cabeza y sonriendo con incre­dulidad.

—¿Otro motivo? —replicó mi tía—. Usted tiene la pre­tensión de obrar con transparencia en todo. Supongo que no creerá usted que es la única persona que sigue directamente su camino en el mundo

—Yo no tengo más que un objeto en la vida, miss Trot­wood, y muchas personas lo tienen por docenas y hasta por cientos. Yo sólo tengo uno; esa es la diferencia. Pero nos he­mos alejado de la cuestión. Usted me pregunta por el mejor colegio. Sea cual fuere su motivo, ¿usted quiere el mejor?

Mi tía asintió.

—El mejor que tenemos —dijo míster Wickfield reflexio­nando—; su sobrino no puede ser admitido en él por ahora más que como externo.

—Pero entre tanto podrá vivir en cualquier otra parte, su­pongo —dijo mi tía.

Míster Wickfield dijo que sí, y después de un momento de discusión le propuso visitar la escuela para que pudiera juzgar ella misma. A la vuelta vería también las casas donde le parecía que podría dejarme.

Mi tía aceptó la proposición, a íbamos a salir los tres cuando mister Wickfield se detuvo para decirme:

—Pero quizá fuese mejor que nuestro amiguito no vi­niese.

Mi tía parecía dispuesta a no aceptar la proposición; pero, para facilitar las cosas, yo dije que estaba dispuesto a esperar­los allí si les convenía, y volví al despacho, donde mientras los esperaba tomé posesión de la silla que había ocupado ya a mi llegada.

Y sucedió que aquella silla estaba colocada frente a un pasillo estrecho que daba a la habitacioncita redonda en cuya ventana había visto el pálido rostro de Uriah Heep. Después de haber llevado el caballo a una cuadra cercana, Uriah Heep se había puesto a escribir en un pupitre y copiaba un papel fijado en un cuadro de hierro y suspendido encima del pupi­tre. Aunque estaba vuelto hacia mí, al principio creí que el papel que copiaba y que se encontraba entre los dos le impe­día verme; pero mirando con más detenimiento vi pronto que sus ojos penetrantes aparecían de vez en cuando bajo el manuscrito como dos soles rojos, y que me miraba furtiva­mente lo menos durante un minuto, aunque seguía oyéndose su pluma correr a la misma velocidad de siempre. Traté va­rias veces de escapar a sus miradas. Me subí a una silla para mirar un mapa en el otro extremo de la habitación; me hundí en la lectura de un periódico, pero sus ojos me atraían, y siempre que lanzaba una mirada sobre aquellos dos soles abrasados estaba seguro de verlos levantarse o bajarse en el mismo instante.

Por fin, después de esperar mucho tiempo, volvieron mi tía y mister Wickfield. No habían obtenido el resultado que esperaban, pues si las ventajas del colegio eran incontesta­bles, mi tía no aprobaba ninguna de las casas propuestas para que yo viviera.

—Es una lata —dijo mi tía— No sé qué hacer, Trot.

—En efecto; es molesto —dijo míster Wickfield—; pero yo sé lo que podía usted hacer.

—¿Qué? —dijo mi tía.

—Deje usted aquí a su sobrino por el momento. Es un niño tranquilo, que no me molestará nada. La casa es buena para estudiar, tranquila como un convento, y casi tan grande. ¡Déjelo aquí!

La proposición le gustaba a mi tía; pero dudaba en acep­tar por delicadeza, y yo lo mismo.

—Vamos, miss Trotwood —dijo míster Wickfield—; no hay otro modo de salvar la dificultad. Y es solamente un arreglo temporal. Si no resulta bien, si nos molesta, tanto a unos como a otros, siempre estamos a tiempo de separarnos, y entre tanto podremos encontrar algo que convenga más. Por el momento, lo mejor es dejarlo aquí.

—Se lo agradezco mucho, y veo que él también lo agra­dece; pero...

—Vamos; ya sé lo que quiere decir —exclamó míster Wickfield—, y no quiero forzarla a que acepte favores de mí; pagará usted la pensión si quiere; no pelearemos por el precio, pero la pagará si usted quiere.

—Esta condición —dijo mi tía—, sin disminuir en nada mi reconocimiento, me deja más tranquila y estaré encan­tada de dejarlo aquí.

—Entonces vamos a ver a la pequeña dueña de mi casa —dijo míster Wickfield.

Subimos por una vieja escalera, con una balaustrada tan ancha que se hubiera podido andar por ella, y entramos en un viejo salón algo oscuro, iluminado por tres o cuatro de las extrañas ventanas que había observado desde la calle. En los huecos había asientos de madera, que parecían provenir de los mismos árboles de los que se habían hecho el suelo, encerado, y las grandes vigas del techo. La habitación estaba muy bien amueblada, con un piano y un deslumbrante mueble verde y rojo; había flores en los floreros y parecía estar todo lleno de rincones, y en cada uno había algo: o una bo­nita mesa, o un costurero, o una estantería, o una silla, o cualquier otra cosa; tanto que yo pensaba a cada instante que no había en la habitación rincón más bonito que en el que yo estaba, y un momento después descubría otro retiro más agradable todavía. El salón tenía el sello de quietud y de ex­quisita limpieza que caracterizaba la casa exteriormente.

Míster Wickfield llamó a una puerta de cristales que ha­bía en un rincón, y una niña de mi edad apareció al momento y le besó. En su carita reconocí inmediatamente la tranquila y dulce expresión de la señora que había visto retratada en el piso de abajo. Me parecía que era el retrato quien había cre­cido, haciéndose mujer, mientras que el original continuaba siendo niña. Tenía el aspecto alegre y dichoso, lo que no im­pedía que su rostro y sus modales respirasen una tranquili­dad, una serenidad de alma, que no he olvidado ni olvidaré jamás.

—He aquí la pequeña dueña de mi casa —dijo míster Wickfield—, mi hija Agnes. Cuando oí el tono con que pro­nunciaba aquellas palabras y el modo como agarraba su mano, comprendí que aquel era el motivo de su vida.

Llevaba un minúsculo cestito con las llaves y tenía todo el aspecto de una ama de casa bastante seria y bastante en­tendida para gobernar la vieja morada. Escuchó con interés lo que su padre le decía de mí, y cuando terminó propuso a mi tía que fuera con ella a ver mi habitación. Fuimos todos juntos; ella nos guió a una habitación verdaderamente mag­nífica, con sus vigas de nogal, como las demás, y sus cua­draditos de cristales, y la hermosa balaustrada de la escalera llegaba hasta allí.

No puedo recordar dónde ni cuándo había visto en mi in­fancia vidrieras pintadas en una iglesia, ni recuerdo los asun­tos que representarían. Sé únicamente que cuando vi a la niña llegar a lo alto de la vieja escalera y volverse para esperamos, bajo aquella luz velada, pensé en las vidrieras que había visto hacía tiempo, y su brillo dulce y puro se asoció desde entonces a mi espíritu con el recuerdo de Agnes Wickfield.

Mi tía estaba tan contenta como yo de las decisiones que acababa de tomar, y bajamos juntos al salón, muy di­chosos y muy agradecidos. Mi tía no quiso oír hablar de quedarse a comer, por temor de no llegar antes de la noche a su casa con el famoso caballo gris, y creo que míster Wickfield la conocía demasiado bien para tratar de disua­dirla. De todos modos, le hicieron tomar algo. Agnes vol­vió a su cuarto con su aya, y míster Wickfield a su despa­cho, y nos dejaron solos para que pudiéramos despedimos tranquilos.

Me dijo que míster Wickfield se encargaría de arreglar todo lo que me concerniese y que no me faltaría nada, y des­pués añadió los mejores consejos y las palabras más afec­tuosas.

—Trot —dijo mi tía al terminar su discurso—, a ver si te haces honor a ti mismo, a mí y a míster Dick, y ¡qué Dios te acompañe!

Yo estaba muy conmovido, y todo lo que pude hacer fue darle las gracias, encargándole toda clase de cariños para míster Dick.

—No hagas nunca una bajeza; no mientas nunca; no seas cruel; evita estos tres vicios, Trot, y siempre tendré esperan­zas en ti.

Prometí lo mejor que pude que no abusaría de su bondad y que no olvidaría sus recomendaciones.

—El caballo está a la puerta —dijo mi tía—; me voy; qué­date aquí.

A estas palabras me abrazó precipitadamente y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Al principio me sor­prendió esta brusca partida y temí haberla disgustado; pero cuando la vi por la ventana subir al coche con tristeza y alejarse sin levantar los ojos comprendí mejor lo que sentía, y no le hice ya aquella injusticia.

A las cinco se cenaba en casa de míster Wickfield. Había recobrado ánimos y sentía apetito. Sólo había dos cubiertos; sin embargo, Agnes, que había esperado en el salón a su pa­dre, se sentó frente a él en la mesa; yo me extrañaba que él hubiera comido sin ella.

Después de comer volvimos a subir al salón, y en el rin­cón más cómodo Agnes preparó para su padre un vaso y una botella de vino de Oporto. Yo creo que no habría encontrado en su bebida favorita su perfume acostumbrado si se la hu­bieran servido otras manos.

Allí pasó dos horas bebiendo vino en bastante cantidad, mientras Agnes tocaba el piano, trabajaba o charlaba con él y conmigo. Él estaba la mayor parte del tiempo alegre y charla­tán como nosotros; pero a veces la miraba y caía en un silen­cio soñador. Me parecía que ella se daba cuenta enseguida, y trataba de arrancarle de sus meditaciones con una pregunta o una caricia; entonces salía de su ensueño y bebía más vino.

Agnes hizo los honores del té; después pasó el tiempo hasta la hora de acostarnos. Su padre la estrechó en sus bra­zos y la besó, y al marcharse pidió que llevasen las velas a su despacho. Yo también subí a acostarme.

Por la tarde había salido un rato para echar una mirada a las antiguas casas y a la hermosa catedral, preguntándome cómo habría podido atravesar aquella antigua ciudad en mi viaje y pasar, sin saberlo, al lado de la casa donde debía vivir tan pronto. Al volver vi a Uriah Heep que cerraba el bufete. Me sentía benevolente hacia todo el género humano y le di­rigí algunas palabras, y al despedirme le tendí la mano. Pero ¡qué mano húmeda y fría tocó la mía! Me pareció sentir la mano de la muerte, y me froté después. la mía con fuerza para calentarla y borrar la huella de la suya.

Fue tan desagradable que cuando entré en mi habitación todavía sentía su frío y humedad en mi memoria. Asomándome a la ventana vi uno de los rostros tallados en las cabe­zas de las vigas que me miraba de reojo, y me pareció que era Uriah Heep que había subido allí de algún modo, y la cerré con prisa.

CAPÍTULO XVI. CAMBIO EN MÁS DE UN SENTIDO

Al día siguiente, después del desayuno, entré de nuevo en la vida de colegio. Míster Wickfield me acompañó al escenario de mis futuros estudios. Era un edificio de piedra, en el centro de un patio donde se respiraba un aire científico muy en armo­nía con los cuervos y las cornejas que bajaban de las torres de la catedral para pasearse, con paso majestuoso, por la hierba. Me presentaron a mi nuevo maestro, el doctor Strong.

El doctor Strong me pareció casi tan oxidado como la verja de hierro que rodeaba la fachada y casi tan pesado como las grandes umas de piedra colocadas en la verja a in­tervalos iguales en lo alto de sus pilares, como un juego de bolos gigantescos preparado para que el Tiempo lo tirase. Estaba en la biblioteca; me refiero al doctor Strong. Llevaba la ropa mal cepillada, los cabellos despeinados, largas polai­nas negras desabrochadas y los zapatos abiertos como dos cavernas sobre la alfombra. Volvió hacia mí sus ojos apaga­dos, que me recordaron los de un caballo ciego al que había visto pacer y cojear sobre las tumbas del cementerio de Bloonderstone. Me dijo que se alegraba mucho de verme, y me tendió una mano, con la que yo no sabía qué hacer, por­que ella tampoco hacía nada.

Sentada trabajando no lejos del doctor había una linda muchacha, a quien llamaba Annie, y supuse que sería su hija.

Me sacó de mis meditaciones cuando se arrodilló en el suelo para atar los zapatos del doctor Strong y abrocharle las po­lainas, lo que hizo con prontitud y cariño. Cuando terminó y nos dirigimos a la clase, me sorprendió mucho oír a míster Wickfield despedirse de ella bajo el nombre de mistress Strong, y me preguntaba si no sería por casualidad la mujer de algún hijo, cuando el mismo doctor disipó mis dudas.

—A propósito, Wickfield —dijo parándose en un pasillo, con una mano apoyada en mi hombro—, ¿no ha encontra­do usted todavía nada que pueda convenir al primo de mi mujer?

—No —dijo míster Wickfield—, todavía no.

—Desearía que fuera lo más pronto posible, Wickfield —dijo el doctor Strong—, pues Jack Maldon es pobre y está ocioso, y son dos cosas malas, que traen a veces resultados peores. Y es lo que dice el doctor Wats —añadió mirándome y moviendo la cabeza al mismo tiempo que hablaba—, que «Satanás encuentra siempre trabajo para las manos ociosas».

—En verdad, doctor —replicó míster Wickfield—, que el doctor Wats habría podido decir con la misma razón «que Satanás siempre encuentra algo que hacer para las manos ocupadas». Las personas ocupadas también toman parte en el mal del mundo, puede usted estar seguro, y si no, ¿qué es lo que han hecho desde hace un siglo o dos los que más han trabajado en adquirir poder o dinero? ¿Cree usted que no han hecho también bastante daño?

—Jack Maldon nunca trabajará demasiado para adquirir lo uno ni lo otro —dijo el doctor Strong, restregándose la barbilla con aire pensativo.

—Es posible —dijo míster Wickfield—, y me recuerda usted nuestro asunto, y le pido perdón por haberme alejado de él. No; todavía no he encontrado nada para Jack Maldon. Creo —añadió titubeando— que adivino sus aspiraciones, y eso hace la cosa más difícil.

—Mis objetivos —dijo el doctor Strong— son colocar de un modo conveniente al primo de Annie, que además es para ella un amigo de la infancia.

—Sí, ya sé —dijo míster Wickfield—: en Inglaterra o en el extranjero.

—Sí —dijo el doctor, evidentemente sorprendido de la afectación con que pronunciaba aquellas palabras: «en In­glaterra o en el extranjero».

—Son sus propias palabras —dijo míster Wickfield—.« o en el extranjero».

—Sin duda —respondió el doctor—,sin duda; lo uno o lo otro.

—¿Lo uno o lo otro? ¿Le es indiferente? –preguntó míster Wickfield.

—Sí —contestó el doctor.

—¿Sí? —dijo el otro con sorpresa.

—Completamente indiferente.

—¿No tiene usted ningún motivo para preferir en el ex­tranjero mejor que en Inglaterra?

—No —respondió el doctor.

—Me veo obligado a creerle, y no hay duda de que le creo—dijo míster Wickfield—. La misión que usted me ha en­cargado es mucho más sencilla en ese caso de lo que había creído. Confieso que tenía sobre ello ideas muy distintas.

El doctor Strong le miró con una sorpresa que terminó en una sonrisa, y aquella sonrisa me animó mucho, pues respi­raba bondad y dulzura que, unida a la sencillez que se en­contraba también en todos sus modales rompió el hielo for­mado por la edad y los largos estudios. Aquella sencillez era lo mejor para atraer a un joven discípulo como yo. El doctor andaba delante de nosotros con paso rápido y desigual, con­testando «sí», « no» , « perfectamente» y otras respuestas bre­ves sobre el mismo asunto. Mientras nosotros le seguíamos observé que míster Wickfield hablaba solo moviendo la ca­beza con expresión grave, creyendo que yo no le veía.

La clase era una gran sala, en la quietud de un rincón de la casa, desde donde se veía por un lado media docena de las grandes urnas y por el otro un jardín retirado que pertenecía al doctor Strong y en un lado del cual podían verse los melo­cotones puestos a madurar al sol. También había grandes áloes en cajones encima del musgo, por fuera de las venta­nas, y las hojas tiesas de aquella planta, que parecían hechas de zinc pintado, han quedado asociadas durante mucho tiempo en mi memoria como símbolo de silencio y retiro. Veinti­cinco alumnos, poco más o menos, estaban estudiando en el momento de nuestra llegada. Todo el mundo se levantó para dar los buenos días al doctor Strong, y después se quedaron en pie al vernos a míster Wickfield y a mí.

—Un nuevo alumno, caballeros —dijo el doctor—: Trot­wood Copperfield.

Un joven llamado Adams, que era el primero de la clase, salió de su sitio para darme la bienvenida. Su corbata blanca le daba aspecto de joven ministro anglicano, lo que no le im­pedía ser amable y de carácter alegre. Me señaló mi sitio y me presentó a los diferentes maestros con tan buena volun­tad que, de haber sido posible, me hubiese quitado toda la timidez.

Pero me parecía que hacía tanto tiempo que no me encon­traba entre chicos de mi edad, excepto Mick Walker y Fécula de patata, que me sentía aislado como nunca. Tenía tal conciencia de haber vivido escenas de las que ellos no te­nían ni idea, y adquirido una experiencia fuera de mi edad, aspecto y condición, que creo que casi me reprochaba como una impostura el presentarme ante ellos como un colegial cualquiera. Había perdido durante el tiempo, más o menos largo, de mi estancia en Murdstone y Grimby la costumbre de los juegos y diversiones de los chicos de mi edad, y sabía que me encontraría torpe y novato. Lo poco que había po­dido aprender anteriormente se había borrado tan por com­pleto de mi memoria por las preocupaciones sórdidas que agobiaban mi espíritu día y noche, que cuando me examinaron para ver lo que sabía resultó que no sabía nada, y me pu­sieron en la última clase. Pero por preocupado que estuviera de mi torpeza en los ejercicios corporales y de mi ignorancia en estudios más serios, estaba infinitamente más incómodo pensando en el abismo mil veces mayor que abría entre no­sotros mi experiencia de las cosas que ellos ignoraban y que, desgraciadamente, yo no desconocía ya. Me preguntaba lo que podrían pensar si llegaran a saber que conocía íntima­mente la prisión de Bench King's. Mis modales ¿no revela­rían todo lo que había hecho en la sociedad de los Micaw­ber? ¿Aquellas ventas, aquellos préstamos y aquellas comidas que eran su consecuencia? Quizá alguno de mis compañeros me había visto atravesar Canterbury, cansado y andrajoso, y quizá me reconocería. ¿Qué dirían ellos, que daban tan poco valor al dinero, si supieran cómo había con­tado yo mis medios peniques para comprar todos los días la carne y la cerveza y los trozos de pudding necesarios para mi subsistencia? ¿,Qué efecto produciría aquello sobre niños que no conocían la vida de las calles de Londres, si llegaban a saber que yo había frecuentado los peores barrios de la gran ciudad, por avergonzado que pudiera estar de ello? Mi espíritu estaba tan impresionado con aquellas ideas el pri­mer día que pasé en la escuela del doctor Strong que estaba pendiente de mis miradas y mis movimientos, preocupado de que alguno de mis camaradas pudiera acercárseme. En cuanto se terminó la clase hui a toda prisa, por temor a com­prometerme si respondía a sus avances amistosos.

Pero la influencia que reinaba en la antigua casa de míster Wickfield empezó a obrar sobre mí en el momento en que llamé a la puerta con mis nuevos libros debajo del brazo, y sentí que mis temores se disipaban. Al subir a mi habitación, tan ordenada, la sombra seria y grave de la vieja escalera di­sipó mis dudas y mis temores y arrojó sobre mi pasado una oscuridad propicia. Permanecí en mi habitación estudiando con ahínco hasta la hora de cenar (salíamos de la escuela a las tres) y bajé con la esperanza de llegar a ser un niño cual­quiera.

Agnes estaba en el salón esperando a su padre, a quien re­tenía en su despacho un asunto. Vino hacia mí con su sonrisa encantadora y me preguntó lo que me había parecido la es­cuela. Yo respondí que pensaba que iba a estar muy bien en ella, pero que todavía no me había acostumbrado.

—¿Tú no has ido nunca a la escuela? —le dije.

—Al contrario; todos los días estoy en ella.

—¡Ah!; pero ¿quieres decir aquí en tu casa?

—Papá no podría prescindir de mí —dijo sonriendo—, necesita a su lado al ama de casa.

—Te quiere mucho; estoy seguro.

Me indicó que sí y se acercó a la puerta para escuchar si subía, con objeto de salirle al encuentro en la escalera. Pero como no oyó nada, volvió hacia mí.

—Mamá murió en el momento de nacer yo —me dijo con su habitual expresión dulce y tranquila— Sólo conozco de ella su retrato, que está abajo. Ayer lo vi mirarlo. ¿,Sabías quién era?

—Sí —le dije—; ¡se te parece tanto!

—También esa es la opinión de papá —dijo satisfecha—; pero... ahora sí que es papá.

Su tranquilo rostro se iluminó de alegría al salirle al en­cuentro, y entraron juntos dándose la mano. Me recibió con cordialidad y me dijo que estaría muy bien con el doctor Strong, que era el mejor de los hombres.

—Quizá haya gentes, no lo sé, que abusen de su bondad —dijo míster Wickfield—; no los imites nunca, Trotwood; es el ser menos desconfiado que existe, y, sea cualidad o de­fecto, es una cosa que siempre hay que tener en cuenta en el trato que se tenga con él.

Me pareció que hablaba como hombre contrariado o des­contento de algo; pero no tuve tiempo de darme mucha cuenta. Anunciaron la comida y bajamos a sentarnos a la mesa en los mismos sitios que la víspera. Apenas acabába­mos de empezar cuando Uriah Heep asomó su cabeza roja y su mano descarnada por la puerta.

—Mister Maldon querría hablar unas palabras con el señor.

—¡Cómo! ¡Si no hace un instante que nos hemos sepa­rado! —dijo.

—Es verdad, señor; pero acaba de volver para decirle dos palabras.

Al mismo tiempo que tenía la puerta entreabierta, Uriah me había mirado y había mirado a Agnes, a los platos, a las fuentes y a todo lo que la habitación contenía, aunque no pa­reció mirar más que a su amo, sobre el cual se fijaban respe­tuosamente sus ojos rojos.

—Dispénseme; es únicamente para decirle que reflexio­nando... —observó una voz detrás de Uriah, al mismo tiempo que su cabeza era empujada y sustituida por la del nuevo interlocutor—. Le ruego que me perdone la indiscre­ción; pero, puesto que no puedo elegir, cuanto antes me marche, mejor. Mi prima Annie me había dicho, cuando ha­bíamos hablado de este asunto, que prefería tener a sus ami­gos lo más cerca posible mejor que verlos desterrados; y el viejo doctor...

—¿El doctor Strong, quiere usted decir? —interrumpió gravemente míster Wickfield.

—El doctor Strong, naturalmente —repuso el otro—. Yo le llamo el viejo doctor; pero es lo mismo, ¿sabe usted?

—No lo sé —dijo míster Wickfield.

—Pues bien; el doctor Strong —dijo el otro—, el doctor Strong parecía de la misma opinión, creo yo; ahora, según lo que usted me propone, parece ser que ha cambiado de idea. En ese caso, no tengo nada que decir, excepto que cuanto antes, mejor. De manera que, sólo he vuelto para decirle que cuanto antes, mejor. Cuando hay que tirarse al agua de ca­beza, de nada sirve titubear.

—Si lo quiere usted así, mister Maldon, puede usted con­tar con ello —dijo míster Wickfield.

—Gracias —dijo el otro muy agradecido—; a caballo re­galado no se le mira el diente. Si no fuera por eso me atreve­ría a decir que habría sido mejor que mi prima Annie hu­biese arreglado las cosas a su modo; Annie no habría tenido más que decírselo al viejo doctor...

—¿Se refiere usted a que mistress Strong no habría tenido más que decírselo a su marido, no es así? —dijo míster Wickfield.

—Exactamente —replicó Maldon—. Con que ella le hu­biera dicho que fueran las cosas de otra manera, lo habrían sido como la cosa más natural.

—¿Y por qué como la cosa más natural, míster Maldon? —preguntó míster Wickfield, que seguía comiendo tranqui­lamente.

—¡Ah! Porque Annie es una chiquilla encantadora, y el viejo doctor, el doctor Strong quiero decir, no es precisa­mente un muchacho —dijo Jack Maldon riéndose—. No quiero ofender a nadie, míster Wickfield; quiero únicamente decir que supongo que alguna compensación es necesaria y razonable en esa clase de matrimonios.

—¿Compensaciones para la señora, caballero? —pre­guntó míster Wickfield con gravedad.

—Sí; para la señora, caballero —contestó Jack Maldon riendo.

Pero observando que mister Wickfield continuaba su co­mida con la misma tranquila impasibilidad y que no había esperanzas de que se ablandara un solo músculo de su ros­tro, añadió:

—Sin embargo, ya he dicho todo lo que tenía que decir, y pidiéndole de nuevo perdón por ser inoportuno, me retiro. Naturalmente que seguiré sus consejos, considerando el asunto como cosa tratada entre usted y yo solamente, y no haré referencia a ello en casa del doctor.

—¿Ha comido usted? —preguntó míster Wickfield seña­lándole la mesa.

—Gracias; voy a comer con mi prima Annie —dijo Mal­don—. Adiós.

Míster Wickfield, sin levantarse, lo miró pensativo mien­tras se marchaba. Maldon era uno de esos muchachos super­ficiales, guapos, charlatanes y de aspecto confiado y atre­vido. Esta fue la primera vez que vi a Jack Maldon, a quien no esperaba conocer tan pronto cuando oí al doctor hablar de él aquella mañana.

Cuando terminamos de comer subimos al salón, y todo sucedió exactamente como el día anterior. Agnes puso los vasos y botellas en el mismo rincón y míster Wickfield se sentó a beber y bebió bastante. Agnes tocó el piano para él y trabajó y charló y jugó varias partidas al dominó conmigo. A su hora hizo el té; y después, cuando yo cogí mis libros para repasarlos, ella también los miró para decirme lo que sabía de ellos (que era mucho más de lo que yo creía) y me indicó la mejor manera de estudiar y de entenderlos. La veo con sus modales modestos, tranquilos y ordenados, y oigo su hermosa voz serena, mientras escuchaba sus palabras; la in­fluencia beneficiosa que llegó a ejercer en todo sobre mí más adelante empezaba ya a dejarse sentir. Amo a Emily, y no puedo decir que amo a Agnes; es completamente distinto: pero siento que donde Agnes está, con ella están la paz, la bondad y la verdad, y que la plácida luz de vidriera de igle­sia que he visto hace tiempo la ilumina siempre, y a mí tam­bién cuando estoy a su lado, y a todo lo que la rodea.

Llegó la hora de acostarse. Acababa de dejarnos, y yo daba la mano a míster Wickfield para despedimos, cuando me detuvo diciendo:

—¿Qué te gusta más, Trotwood, estar con nosotros o it a otro lado?

—Estar aquí —contesté presuroso.

—¿Estás seguro?

—¡Si usted puede; si le gusta!

—Pero temo que es un poco triste nuestra vida, mucha­cho —dijo.

—¿Por qué va a ser más triste para mí que para Agnes? No es nada triste.

—¿Que Agnes? —repitió acercándose despacio a la gran chimenea y apoyándose en ella—. ¿Que Agnes?

Aquella noche había bebido (me pareció) hasta tener los ojos inyectados. Ahora no podía vérselos porque tenía la ca­beza baja y los tapaba además con sus manos; pero hacía un momento me lo había parecido.

—Ahora me pregunto si mi Agnes estará cansada de mí. Yo nunca podré cansarme de ella; pero es tan diferente, tan completamente diferente...

Hablaba para sí sin dirigirse a mí, así es que permanecí inmóvil.

—Es una casa vieja y triste y una vida monótona. Pero necesito tenerla cerca de mí, lo necesito. Sí; sólo la idea de que puedo morir y dejarla, o de que puede ella morir y de­jarme, viene como un espectro a amargar mis horas más feli­ces, y solamente puedo ahogarlo en...

No pronunció la palabra; pero se acercó lentamente al sitio en que había estado sentado a hizo el gesto de servirse vino de la botella vacía; después la dejó y volvió a pa­searse.

—Y si ese miserable pensamiento es tan punzante tenién­dola a mi lado —prosiguió—, ¿que sería si estuviera lejos? No, no, no; no puedo decidirme.

Volvió a apoyarse en la chimenea durante tanto tiempo, que yo no sabía qué decidir, si marcharme, exponiéndome a interrumpirle, o continuar inmóvil como estaba hasta que saliese de sus sueños. Por último se rehizo y buscó por la ha­bitación hasta que me encontraron sus ojos.

—¿Te quedas con nosotros, verdad, Trotwood? —dijo con su tono habitual, y como si contestara a algo que yo acabara de decir—. Me alegro mucho; nos harás compañía a los dos. Será un bien que te quedes; bien para mí, bien para Agnes, y quizá bien para todos.

—Para mí estoy seguro —dije—. ¡Estoy aquí tan con­tento!

—Eres un buen chico —dijo míster Wickfield—y puedes permanecer aquí todo el tiempo que quieras.

Me estrechó la mano y me dio un golpe afectuoso en el hombro. Después me dijo que por la noche, cuando tuviera algo que estudiar después de que Agnes se acostara, o si que­ría leer por gusto, podía bajar a su estudio si él estaba allí y quería hacerlo.

Le di las gracias por su bondad, y como él se bajó ense­guida y yo no estaba cansado bajé también con un libro en la mano para disfrutar durante media hora del permiso.

Pero viendo luz en la habitación redonda y sintiéndome inmediatamente atraído por Uriah Heep, que ejercía una es­pecie de fascinación sobre mí, entré. Le encontré leyendo un gran libro con tal atención, que su dedo huesudo seguía apuntando cada línea y dejando una huella a todo lo largo de la página, como la de un caracol.

—Trabaja usted hasta muy tarde esta noche, Uriah—le dije.

—Sí, míster Copperfield —dijo Uriah, mientras yo cogía un taburete frente a él para hablarle con más comodidad.

Observé que no sabía sonreír; únicamente abría la boca, y se le marcaban dos arrugas duras a cada lado de las mejillas.

—No estoy trabajando para el bufete, míster Copperfield —dijo Uriah.

—¿En qué trabaja entonces? —pregunté.

—Estoy estudiando Derecho —dijo Uriah—. En este mo­mento aprendo la práctica de Tidd. ¡Qué escritor este Tidd, míster Copperfield!

Mi taburete era un buen sitio de observación, y le con­templé mientras leía de nuevo después de aquella calurosa exclamación y seguía otra vez las líneas con su dedo. Observé también que las aletas de su nariz, que era delgada y puntiaguda, tenían un singular poder de contracción y dila­tación, y parecía guiñar con ellas en lugar de con los ojos, que no decían nada en absoluto.

—¿Supongo que será usted un gran abogado? —dije des­pués de mirarle durante un rato.

—¿Yo, míster Copperfield? —dijo Uriah—. ¡Oh, no! Yo soy una persona muy humilde.

Pensé que no debía ser aprensión mía lo que me había he­cho sentir el contacto de sus manos, pues continuamente las restregaba una con otra como para calentarlas, y las secaba furtivamente con su pañuelo.

—Sé muy bien lo humilde de mi condición —dijo Uriah Heep con modestia— comparándome con los demás. Mi madre es también una persona muy humilde; vivimos en una casa modestísima, míster Copperfield; pero tenemos mucho que agradecer a Dios. El oficio de mi padre era muy mo­desto: era sepulturero.

—¿Dónde está ahora? —pregunté.

—Ahora está en la gloria, míster Copperfield —dijo Uriah—. Pero ¡cuántas gracias no hemos recibido! ¿No debo dar mil gracias a Dios por haber entrado con míster Wickfield'?

Le pregunté a Uriah si estaba desde hacía mucho tiempo con él.

—Estoy aquí desde hace cuatro años, míster Copperfield —dijo Uriah cerrando el libro, después de señalar cuidado­samente el sitio en que se interrumpía—. Entré aquí un año después de la muerte de mi padre. Y también qué enorme gracia debo a la bondad de míster Wickfield, que me per­mite estudiar gratuitamente cosas que hubieran estado por encima de los humildes recursos de mi madre y míos.

—Entonces, ¿al terminar sus estudios de Derecho se hará usted procurador? —dije.

—Con la bendición de la Providencia, míster Copperfield —respondió Uriah.

—¡Quién sabe si no llegará usted a ser un día el socio de míster Wickfield —dije yo para hacerme agradable— y en­tonces será Wickfield y Heep, o Heep, sucesor de Wickfield!

—¡Oh, no, míster Copperfield! —replicó Uriah sacu­diendo la cabeza— Soy demasiado humilde para eso.

Verdaderamente se parecía de una manera asombrosa a la cabeza tallada en el extremo de la viga cerca de mi ventana mientras estaba así sentado en su humildad, mirándome de lado con la boca abierta y las arrugas en las mejillas.

—Míster Wickfield es un hombre excelente, míster Cop­perfield —dijo Uriah ; pero si usted le conoce desde hace mucho tiempo sabrá sobre él más de lo que yo pueda decirle.

Le repliqué que estaba convencido; pero que no hacía mu­cho tiempo que le conocía, aunque era muy amigo de mi tía.

—¡Ah! En verdad, míster Copperfield, su tía es una mujer muy amable.

Cuando quería expresar entusiasmo se retorcía de la ma­nera más extraña; nunca he visto nada más feo. Así, olvidé por un momento los cumplidos que hacía de mi tía, para fi­jarme en las sinuosidades de serpiente que imprimía a todo su cuerpo.

—Una señora muy amable, míster Copperfield —re­puso—, y creo que tiene una gran admiración por miss Agnes.

Respondí que sí, aunque no sabía nada. ¡Dios me per­done!

—Y espero que usted piensa como ella; ¿no es así?

—Todo el mundo debe estar de acuerdo en eso —res­pondí yo.

—¡Oh!, muchas gracias por esa observación, míster Cop­perfield —dijo Uriah Heep—. Eso que dice usted es tan cierto; a pesar de mi humildad sé que es tan cierto. ¡Oh, gra­cias, míster Copperfield!

Y se retorció en la exaltación de sus sentimientos. Des­pués se levantó y empezó a prepararse para marchar.

—Mi madre debe estar esperándome —dijo mirando un reloj opaco a insignificante que sacó del bolsillo—, y debe de empezar a estar inquieta, pues dentro de nuestra humil­dad nos queremos mucho. Si quisiera usted venir a vernos un día y tomar una taza de té en nuestra pobre morada mi madre se sentiría tan orgullosa como yo de recibirle.

Respondí que iría con mucho gusto.

—Gracias, míster Copperfield —dijo Uriah poniendo su libro encima del estante— ¿Supongo que estará usted aquí bastante tiempo?

Le dije que suponía que viviría con míster Wickfield mientras estuviera en el colegio.

—¡Ah! —exclamó Uriah—. Entonces pienso que termi­nará usted entrando en los negocios, míster Copperfield.

Yo dije que no tenía la menor intención de ello y que a nadie se le había ocurrido pensar semejante cosa; pero Uriah se empeñaba en contestar a todas mis réplicas: «¡Oh, sí, míster Copperfield; seguramente!», o bien: « ¡Oh, natu­ralmente, míster Copperfield; estoy seguro de que será así!». Por último, cuando terminó sus preparativos, me preguntó si le permitía apagar la luz, y al contestarle que sí, la apagó al instante, y después de estrecharme la mano (que en la oscuridad me pareció un pez), entreabrió la puerta de la calle, se deslizó fuera y la volvió a cerrar, de­jándome que buscara mi camino a tientas, lo que hice con mucho trabajo, después de tropezar contra su taburete. Por esto sin duda estuve soñando con él la mitad de la noche. Entre otras cosas, le vi lanzar al mar la casa de míster Peg­gotty para dedicarse a una expedición pirata bajo una ban­dera negra que llevaba como divisa « La práctica de Tidd» y que nos arrastraba tras de sí bajo aquella enseña diabó­lica a la pequeña Emily y a mí para ahogarnos en los ma­res españoles.

Al día siguiente, cuando fui a la escuela, me sentí menos tímido, y mucho menos al otro, y así fui por grados hasta que me encontré completamente a mis anchas y feliz entre mis nuevos compañeros.

Todavía era torpe en los juegos y estaba atrasado en ¡Os estudios; pero contaba con la costumbre para conseguir lo primero, y pensaba trabajar mucho en lo segundo. En conse­cuencia, me puse con ahínco a las dos cosas. En los juegos y en lo serio. Creo que aproveché bastante, y en muy poco tiempo mi vida en Murdstone y Grimby me pareció tan le­jana que me costaba trabajo creer en ella, mientras que mi vida actual me era tan familiar que me parecía que la llevaba hacía mucho tiempo.

La escuela del doctor Strong era inmejorable y se parecía tan poco a la de míster Creakle como el bien y el mal. Es­taba dirigida con un orden grave y decoroso y por un buen sistema. En todas las cosas se apelaba al honor y a la buena fe de los alumnos, con la intención confesada de contar con estas cualidades mientras no se diera motivo para lo contra­rio. Esta confianza daba los mejores resultados. Todos sentía­mos que tomábamos parte en la buena marcha del estableci­miento y que a nosotros tocaba mantener su reputación y su honor. Así, todos nos encariñábamos vivamente con la casa y, por mi parte, puedo responder que no he visto ni a uno de mis camaradas que no pensase como yo.

Estudiábamos con todas nuestras fuerzas, para hacer ho­nor al doctor, y en el recreo nos divertíamos mucho y gozá­bamos de mucha libertad. Recuerdo que con todo aquello hablaban muy bien de nosotros en la ciudad, y que nuestra conducta y modales rara vez perjudicaban la reputación del doctor Strong o la de sus alumnos. Algunos de los mayores, que vivían en casa del doctor, me informaron de ciertos de­talles de su vida. No hacía todavía un año que se había ca­sado con la linda mujer que vi en su despacho. Por su parte había sido un matrimonio de amor. La chica no tenía dinero, según decían nuestros camaradas; pero, en cambio, poseía una cantidad enorme de parientes pobres, siempre dispuestos a invadir la casa de su marido. Se atribuían los modales distraídos del doctor a las pesquisas constantes a que se en­tregaba sobre las raíces griegas. En mi inocencia, o mejor dicho en mi ignorancia, suponía que el doctor tenía una es­pecie de manía botánica, tanto más cuanto siempre iba mi­rando al suelo al andar. Fue bastante más tarde cuando lle­gué a saber que se trataba de las raíces de las palabras, y que tenía intención de hacer un nuevo diccionario. Adams, que era el primero de la clase y que tenía mucha disposición para las matemáticas, había calculado el tiempo que tardaría el doctor en hacer aquel diccionario; teniendo en cuenta su plan primitivo y los resultados obtenidos, calculaba que para dar fin a aquella empresa necesitaría mil seiscientos cua­renta y nueve años a partir del último aniversario del doctor, que había cumplido entonces los sesenta y dos. Pero el doc­tor era el ídolo de los alumnos, y, en realidad, hubiese sido necesario que el colegio hubiera estado compuesto por niños muy malos para que fuera de otro modo, pues verdadera­mente era el mejor de los hombres, lleno de una fe tan senci­lla, que habría podido conmover hasta los corazones de pie­dra de las grandes urnas alineadas a lo largo de la verja cuando paseaba de arriba abajo en el patio, bajo las miradas de los cuervos y de las comejas, que le seguían volviendo la cabeza con expresión de lástima, como si supieran que esta­ban mucho más al corriente que él de los asuntos de este mundo. Si un vagabundo, atraído por el crujir de sus zapa­tos, lograba acercársele lo bastante para llamar su atención con un relato de miseria, podía estar seguro de obtener de su caridad lo suficiente para vivir bien dos días. Sabían esto tan bien en la casa, que los maestros y los discípulos de más edad saltaban muchas veces por la ventana para arrojar a los mendigos antes de que el doctor pudiera percatarse de su presencia, y muchas veces hasta se había hecho esto a unos pasos de él sin que se diera cuenta. Una vez fuera de sus do­minios y desprovisto de toda protección era como una oveja para los rateros. De buena gana se habría quitado las polai­nas para darlas. A decir verdad, circulaba entre nosotros una historia que se remontaba a no sé qué época y se fundaba en no sé qué autoridad, pero que yo creo que era cierta. Se de­cía que un día de invierno, en que hacía mucho frío, el doc­tor había dado sus polainas a una pobre mujer, que ense­guida había suscitado el escándalo de la vecindad paseando de puerta en puerta a su nene envuelto en aquellos pañales improvisados, con gran sorpresa de todos, pues las polainas del doctor eran tan conocidas en los alrededores como la ca­tedral. La leyenda añadía que el único que no las reconoció fue el doctor, que, viéndolas poco después en el escaparate de una tienda de compraventa de mala fama, donde recibían toda clase de cosas a cambio de un vaso de ginebra, se de­tuvo a examinarlas con aire de aprobación, como si obser­vase en ellas algún nuevo perfeccionamiento en su corte que les diera una ventaja señalada sobre las suyas.

Lo que era un encanto era ver al doctor con su mujercita. Tenía una manera afectuosa y paternal de demostrarla su ter­nura, que sólo con eso se expresaba la bondad de aquel hom­bre. A menudo los veía paseando por el jardín, por donde es­taban los melocotones, y a veces lo había observado de cerca en el despacho del doctor o en el salón. Ella parecía cuidarle y quererle mucho, aunque su interés por el diccionario nunca me pareció demasiado grande, a pesar de que los bolsillos y el sombrero del doctor estaban siempre llenos de fragmentos de aquel trabajo y generalmente parecía que se lo explicaba a ella mientras se paseaban.

Yo veía mucho a mistress Strong, pues se había aficio­nado a mí desde el día en que me presentaron al doctor, y siempre continuó interesándose por mí con cariño. Quería mucho a Agnes y venía a menudo a nuestra casa. Era cu­rioso que con míster Wickfield estaba siempre nerviosa, y parecía tenerle miedo. Cuando venía a vernos por la tarde, evitaba siempre aceptar su brazo para volver a su casa, y me pedía a mí que la acompañara. A veces, cuando atrave­sábamos alegremente el patio de la catedral sin esperar en­contrar a nadie, veíamos aparecer a Jack Maldon, que se sorprendía mucho de vemos.

La madre de mistress Strong me entusiasmaba. Se llamaba mistress Mackleham; pero los chicos solían llamarla el Vete­rano, por la táctica con que hacía maniobrar contra el doctor al numeroso batallón de sus parientes. Era una mujercita de ojos penetrantes, que llevaba siempre, cuando iba muy ves­tida, una toca adornada con flores artificiales y dos maripo­sas, también artificiales, que revoloteaban alrededor de las flores. Se decía entre nosotros que aquella toca procedía, se­guramente, de Francia y, en efecto, su origen debía de ser de aquella ingeniosa nación; pero lo que sé con certeza es que aparecía por las noches por todas partes por donde mistress Mackleham hacía su entrada, pues tenía un cestito chino para llevarla de una casa a otra. Las mariposas tenían el don de re­volotear con sus alas temblorosas como las abejas laboriosas, aunque al doctor Strong sólo le ocasionaba gastos.

Observaba al Veterano, y conste que no adopto el nombre por faltarle al respeto, con toda comodidad una noche que se me hizo memorable por otro incidente que también voy a re­latar. El doctor daba aquella noche una reunión de despedida en honor de Jack Maldon, que se marchaba a las Indias, donde iba como cadete en un regimiento o algo parecido, habiendo terminado por fin aquel asunto míster Wickfield. Ese día era también el cumpleaños del doctor. Hacíamos una fiesta y le habíamos hecho nuestro regalo por la mañana. El número uno había pronunciado un discurso en nombre de todos los alumnos y le habíamos vitoreado hasta quedar ron­cos, lo que le había emocionado haciéndole llorar. Y ahora, por la noche, míster Wickfield, Agnes y yo veníamos a to­mar el té en su compañía.

—He olvidado, doctor —dijo la madre de mistress Strong cuando nos hubimos sentado—, felicitarle en este día, como es de rigor, aunque en mi caso esto no es una fórmula; per­mítame desearle muchas felicidades para este año y muchos que le sigan.

—Muchas gracias, señora —contestó el doctor.

—Muchos, muchos, muchos años de felicidad —dijo el Veterano—, no solamente por usted, sino también por An­nie, por Jack Maldon y por otras muchas personas.

—Me parece que fue ayer, Jack —continuó—, cuando eras una criaturita. Copperfield sería mayor que tú cuando cortejabas a Annie detrás de las grosellas en el fondo del jardín.

—Mamá —dijo mistress Strong—, ya no te debe impor­tar esto.

—Annie, no seas absurda —repuso su madre—. Si te ru­borizas al oír estas cosas ahora, que eres toda una señora ca­sada, ¿cuándo vas a dejar de azorarte al oírlas?

—¡Vaya, Annie —exclamó Jack Maldon—, vamos!

—Sí, John; de hecho una señora madura, aunque no lo sea por la edad; porque ¿quién me ha oído decir que una mu­chacha de veinte años sea madura por la edad? Tu prima es la mujer del doctor y como tal la he descrito. Es mejor para ti, John, que tu prima sea la mujer del doctor; has encon­trado en él un buen amigo con influencia, que aún será me­jor, me atrevo a predecírtelo, si te lo mereces. No es falsa vanidad, pues dudo en admitir francamente que hay algunos miembros de nuestra familia que necesitan un amigo. Tú eras uno de ellos, antes de que la influencia de tu prima te lo hubiese procurado.

El doctor, en la bondad de su corazón, movió su mano como para quitarle importancia y ahorrar a Jack Maldon que siguie­ran insistiendo. Pero mistress Mackleham se cambió a una si­lla cerca del doctor, y dándole con el abanico en la manga dijo:

—No, realmente, mi querido doctor; debe usted dispen­sarme que me entrometa, porque lo siento tan intensamente, que casi puede llamarse una monomanía. Es como una obsesión. Usted ha sido una bendición para nuestra familia. Us­ted realmente es nuestra providencia.

—Tonterías, tonterías —dijo el doctor.

—No, no; dispénseme usted —repuso el Veterano—. Sin nadie presente más que nuestro querido a íntimo amigo míster Wickfield, no puedo consentir que me achiquen; voy a tener que reclamar los privilegios de suegra si siguen ustedes así y reñirles. Soy completamente franca; lo que diga es lo que dije cuando me sorprendió usted tanto la primera vez; ¿se acuerda usted qué sorprendida estaba cuando pidió la mano de Annie? No porque fuera nada extraordinario el hecho de la petición, sería ridículo decirlo, sino porque usted conoció a su pobre padre y a ella cuando era un bebé de seis meses. No me lo figuraba a usted bajo ese aspecto, ni como novio posible para nadie.

—¡Ay, ay! —dijo el doctor de buen humor—. Eso no im­porta.

—Pero a mí sí —dijo el Veterano dándole con el abanico en los labios—; me importa mucho recordar estas cosas, que se me pueden discutir si me equivoco. Pues bien, entonces hablé a Annie y le conté lo que había sucedido: «Querida mía, ha venido el doctor Strong, que ha pedido tu mano». ¿Hice yo la menor presión? No; le dije: « Mira, Annie; dime la verdad ahora mismo. ¿Está libre tu corazón?». «Mamá —me contestó llorando—, soy muy joven —lo era real­mente— y casi no sé si tengo corazón.» « Entonces, querida mía —le dije—, puedes estar segura de que está libre. De to­dos modos, el doctor Strong está en una gran inquietud y se le debe contestar. No se le puede tener esperando en ese es­tado.» « Mamá —me dijo Annie, todavía llorando—, ¿será desgraciado sin mí? Si fuera a serlo, le respeto y le estimo tanto, que creo que lo aceptaré.» Así fue decidido; y enton­ces, pero nada más que entonces, le dije a Annie: « El doctor Strong no solamente será tu marido, sino que representará también a tu padre, la cabeza de nuestra familia; representará la sabiduría, el rango, y puede decirse también la for­tuna de nuestra familia; en resumen, será nuestra providen­cia». Usé esa palabra en aquella ocasión, y hoy la he vuelto a repetir. Si tengo algún mérito, es la constancia.

Su hija permanecía silenciosa a inmóvil durante aquel dis­curso, con los ojos fijos en el suelo; su primo, de pie a su lado y mirando también al suelo. Por fin dijo dulcemente, con voz temblorosa:

—Mamá, espero que hayas terminado.

—Mi querida Annie —repuso el Veterano—, no he termi­nado aún. Como me preguntas,te contesto, y no he termi­nado. Me quejo de que realmente eres un poco descastada con tu familia, y como es inútil quejarme a ti, quiero que­jarme a tu marido. Ahora, mi querido doctor, mire a su ton­tuela mujer.

Al volver el doctor su bondadoso rostro con sonrisa de sencillez y dulzura hacia ella, inclinó aún más la cabeza. Ob­servé que míster Wickfield la miraba fijamente.

—Cuando el otro día le dije a esta antipática —prosiguió su madre moviendo la cabeza y su abanico coquetonamente hacia ella— que había una necesidad en la familia que po­dría contarle a usted; mejor dicho, que debía contársela, me dijo que hablar de ello era pedir un favor, y que como usted era demasiado generoso para ella, pedir era tener, y que no lo diría nunca.

—Annie, querida mía —dijo el doctor—, aquello estuvo mal, porque fue robarme una alegría.

—Casi con las mismas palabras que yo se lo dije —ex­clamó su madre—. Desde ahora en adelante, en cuanto sepa que hay algo que no lo va a decir por esa razón, estoy casi segura, mi querido doctor, de que se lo diré yo misma.

—Me alegrará que lo haga —repuso el doctor.

—¿De verdad?

—Ciertamente.

—Bien; entonces lo haré —dijo el Veterano—; trato hecho.

Supongo que por haber conseguido lo que quería golpeó varias veces la mano del doctor con su abanico, que había besado antes, y se volvió triunfante a su primer asiento.

Después llegó más gente. Entre otros, dos profesores con Adams, y la charla se hizo general y, como es natural, versó sobre Jack Maldon, sobre su viaje, sobre el país donde iba y sus diversos planes y proyectos. Partía aquella noche des­pués de la cena en silla de postas para Gravesen, donde el barco en que iba a hacer el viaje lo esperaba, y a menos de que le dieran permiso, o a causa de la salud, partía para no sé cuántos años. Recuerdo que fue generalmente reconocido que la India era un país calumniado, al que no había nada que objetar más que un tigre o dos y un poco de calor exce­sivo durante gran parte del día. Por mi parte, miraba a Jack Maldon como a un Simbad moderno y me lo figuraba amigo íntimo de todos los rajás del Oriente, sentado fumando lar­gas pipas de oro, que lo menos tendrían una milla de largas si se hubieran podido desenvolver.

Yo sabía que mistress Strong cantaba muy bien, porque la había oído a menudo cuando estaba sola; pero fuera porque le asustaba cantar delante de gente o porque aquella noche no tenía buena voz, el caso es que no pudo cantar. Intentó un dúo con su primo Maldon, pero no pasó del principio, y des­pués, cuando intentó cantar sola, aunque empezó dulce­mente, se apagó su voz de pronto, dejándola confusa, con la cabeza inclinada encima de las teclas.

El buen doctor dijo que estaba nerviosa, y para animarla propuso un juego general de cartas, de lo que entendía tanto como de tocar el trombón; pero vi que el Veterano le tomó bajo su custodia como compañero y le daba lecciones, di­ciéndole como primera iniciación que le entregara todo el dinero que llevase en el bolsillo.

Fue un juego divertido, no siendo la menor diversión las equivocaciones del doctor, que eran innumerables a pesar de la vigilancia de las mariposas y de su indignación. Mistress Strong había renunciado a jugar, bajo el pretexto de no en­contrarse muy bien, y su primo Maldon también se excusó porque todavía tenía algunos paquetes por hacer. Cuando volvió de hacerlos, se sentó a charlar con ella en el sofá. De vez en cuando Annie iba a mirar las cartas del doctor y le aconsejaba una jugada. Estaba muy pálida, estaba muy pá­lida cuando se inclinaba hacia él, y me pareció que su dedo temblaba al señalar las cartas; pero el doctor era completa­mente feliz con aquella atención y no se daba cuenta.

La cena no fue tan alegre; todos parecían sentir que una separación de aquella índole era algo embarazoso, y cuanto más se acercaba el momento, más aumentaba la tensión. Jack Maldon intentaba estar muy charlatán, pero no era es­pontáneo y lo estropeaba todo. Y según me pareció también, lo empeoraba el Veterano recordando continuamente episo­dios de la infancia de Maldon.

El doctor, convencido sin embargo (estoy seguro) de que había hecho felices a todos, estaba muy contento y no se le ocurría sospechar que pudiera haber alguien que no estu­viera alegre.

—Annie querida —dijo mirando su reloj y llenando su vaso—, va a ser la hora de partida de tu primo Jack y no de­bemos retenerle, pues ni el tiempo ni la marea esperan. Jack Maldon, va usted a emprender un largo viaje a un país ex­tranjero; muchos hombres lo han hecho y muchos lo harán hasta el fin de los tiempos. Los vientos que usted va a afron­tar han conducido a cientos y miles de hombres a la fortuna y han vuelto a traer a millares y millares felizmente a su patria.

—Es una cosa realmente conmovedora —dijo mistress Macklheam—, por cualquier lado que se mire, el ver a un muchacho agradable, a quien se conoce desde la infancia, partir para el otro extremo del mundo dejando todo lo que conoce detrás de sí y sin saber lo que le espera. Un joven que hace un esfuerzo semejante merece una protección cons­tante —dijo mirando al doctor.

—El tiempo correrá deprisa para usted, Jack Maldon —prosiguió el doctor— y deprisa para todos nosotros. Algu­nos difícilmente podemos esperar, siguiendo el curso natural de las cosas, el poder felicitarle a su regreso; sin embargo, lo mejor es tener esperanza, y ese es mi caso. No le cansaré con buenos consejos. Ha tenido usted durante mucho tiempo un buen modelo delante con su prima Annie. Imítela todo lo más que pueda.

Mistress Macklheam se abanicaba moviendo la cabeza.

—Que siga usted bien, Maldon —dijo el doctor ponién­dose de pie, con lo que todos nos levantamos—. Le deseo un próspero viaje, una carrera brillante y un feliz regreso a su país.

Todos brindamos por él y todos le estrechamos la mano, después de lo cual se despidió de las señoras y se precipitó a la puerta, donde fue recibido, al subir al coche, por una tre­menda descarga de vivas de los alumnos, que se habían reu­nido allí con aquel objeto.

Corrí para reunirme con ellos y llegué muy cerca del co­che en el momento de arrancar, y me causó una impresión muy fuerte, en medio del ruido y del polvo, ver a Jack Mal­don con el rostro agitado y algo color cereza entre sus ma­nos.

Después de vitorear también al doctor y a su señora, los chicos se dispersaron, y yo volví a entrar en la casa, donde encontré a todos formando corro alrededor del doctor, discu­tiendo sobre la marcha de Jack Maldon, sobre su valor, sus emociones y todo lo demás. En medio de todas aquellas ob­servaciones, mistress Mackleham gritó:

—¿Dónde está Annie?

No estaba allí, y cuando la llamaron no contestó. Enton­ces todos salieron a un tiempo del salón para ver qué pasaba, y nos la encontramos tendida en el suelo del vestíbulo. En el primer momento fue muy grande la alarma; pero enseguida se dieron cuenta de que sólo estaba desmayada y de que empezaba ya a volver en sí con los medios que en esos casos se emplean. El doctor, levantándole la cabeza y apoyándola en sus rodillas, separó los bucles de su frente y dijo mirando a su alrededor:

—¡Pobre Annie! ¡Es tan cariñosa, que la partida de su amigo de la infancia ha sido la causa de esto! ¡Cómo lo siento! ¡Estoy muy disgustado!

Cuando Annie abrió los ojos y vio dónde estaba y que todos la rodeaban, se levantó a inclinó la cabeza en el pecho del doc­tor, no sé si para apoyarse o para ocultarla, y todos entramos de nuevo en el salón, dejándola con el doctor y con su madre. Pero, al parecer, ella dijo que se encontraba mejor de lo que había estado durante todo el día y quiso volver entre nosotros. La trajeron muy pálida y débil y la sentaron en el sofá.

—Annie, querida mía —dijo su madre arreglándole el traje—; mira, has perdido uno de tus lazos. ¿Quiere alguien ser tan amable de buscarlo? Es una cinta de color cereza.

Era la que llevaba en el pecho. La buscaron, y yo también la busqué por todas partes, estoy seguro; pero nadie consi­guió encontrarla.

—¿No recuerdas si la tenías hace un momento, Annie? —dijo su madre.

Me sorprendió cómo, estando tan pálida, pudo ponerse de pronto roja como la grana al contestar que sí la tenía hacía un momento; pero que no merecía la pena buscarla.

Seguimos buscándola sin resultado y, por último, insistió tanto en que no merecía la pena, que las pesquisas se enfria­ron. Cuando dijo que se encontraba completamente bien, to­dos nos levantamos y dijimos adiós.

Volvíamos muy despacio míster Wickfield, Agnes y yo. Agnes y yo admirábamos la luz de la luna; pero míster Wickfield no levantaba los ojos del suelo. Cuando por fin llegamos delante de nuestra puerta, Agnes se dio cuenta de que había olvidado su bolsita de labor. Encantado de poder prestarle algún servicio, volví corriendo a buscarla.

Entré en el comedor, que era donde se la había dejado; es­taba oscuro y desierto, pero una puerta de comunicación en­tre aquella habitación y el estudio del doctor, donde había luz, estaba abierta, y me dirigí allí para decir lo que deseaba y pedir una vela.

El doctor estaba sentado en su butaca al lado de la chi­menea y su mujer en un taburete a sus pies. El doctor, con una sonrisa complaciente, leía en alta voz un manuscrito explicación de su teoría sobre aquel interminable dicciona­rio, y ella le miraba; pero con una expresión que no le había visto nunca. Estaba tan bella y tan pálida, tan fija en su abs­tracción, con una expresión tan completamente salvaje y como sonámbula, en un sueño de horror de no sé qué. Sus ojos estaban completamente abiertos, y sus cabellos casta­ños caían en dos espesos bucles sobre sus hombros y su blanco traje, desaliñado por la falta de la cinta. Recuerdo perfectamente su aspecto, y todavía hoy no puedo decir lo que expresaba, y me lo pregunto al recordarlo, trayéndolo de nuevo ante mi actual experiencia. ¿Arrepentimiento?, ¿humillación?, ¿vergüenza?, ¿orgullo?, ¿amor?, ¿con­fianza? Vi todo aquello y, dominándolo todo, vi aquel ho­rror de no sabía qué.

Mi entrada diciendo lo que deseaba le hizo volver en sí y también cambió el curso de las ideas del doctor, pues cuando volví a entrar a devolver la luz, que había cogido de la mesa, le acariciaba la cabeza con ternura paternal, diciéndole que era un egoísta, que abusaba de su bondad leyéndole aquello y que debía marcharse a la cama.

Pero ella le pidió con insistencia que la dejara estar con él, que la dejara convencerse de que poseía toda su confianza (casi balbució estas palabras), y volviéndose hacia él, des­pués de mirarme a mí cuando salía de la habitación, le vi cruzar las manos sobre las rodillas y mirarle con la misma expresión, aunque algo más tranquila, mientras él reanudaba su lectura.

Aquello me impresionó hondamente y lo recordé mucho tiempo después, como tendré ocasión de relatar cuando sea oportuno.

CAPÍTULO XVII. ALGUIEN QUE REAPARECE

No he vuelto a mencionar a Peggotty desde mi huida; pero, como es natural, le había escrito una carta en cuanto estuve establecido en Dover, y después otra muy larga, con­teniendo todos los detalles relatados aquí, en cuanto mi tía me tomó seriamente bajo su protección. Al ingresar en la escuela del doctor Strong le escribí de nuevo detallándole mi felicidad y mis proyectos, y no hubiera tenido ni la mi­tad de satisfacción gastándome el dinero de míster Dick de la que tuve enviando a Peggotty su media guinea de oro. Hasta entonces no le había contado el episodio del mucha­cho del burro.

A mis cartas contestaba Peggotty con la prontitud aunque no con la concisión de un comerciante. Toda su capacidad de expresión (que no era muy grande por escrito) se agotó con la redacción de todo lo que sentía respecto a mi huida. Cuatro páginas de incoherentes frases llenas de interjeccio­nes, sin más puntuación que los borrones, eran insuficientes para su indignación. Pero aquellos borrones eran más expre­sivos a mis ojos que la mejor literatura, pues demostraban que Peggotty había llorado al escribirme. ¿Qué más podía desear?

Me di cuenta al momento de que la pobre mujer no podía sentir ninguna simpatía por miss Betsey. Era demasiado pronto, después de tantos años de pensar de otro modo.

«Nunca llegamos a conocer a nadie —me escribía—, pues pensar que miss Betsey pueda ser tan distinta de lo que siem­pre habíamos supuesto... ¡Qué lección!» Era evidente que todavía le asustaba mi tía, y aunque me encargaba que le diera las gracias, lo hacía con bastante timidez; era evidente que temía que volviera a escaparme, a juzgar por las repeti­das instancias de que no tenía más que pedirle el dinero ne­cesario y meterme en la diligencia de Yarmouth.

En su carta me daba una noticia que me impresionó mu­cho. Los muebles de nuestra antigua casa habían sido vendi­dos por los hermanos Murdstone, que se habían marchado, y la casa estaba cerrada, hasta que se vendiera o alquilara. Dios sabe que yo no había tenido sitio en ella mientras ellos habían habitado allí; pero me entristeció pensar que nuestra querida y vieja casa estaba abandonada, que las malas hier­bas crecerían en ella y que las hojas secas invadirían los sen­deros. Me imaginaba el viento del invierno silbando alrede­dor, la lluvia fría cayendo sobre los cristales de las ventanas y la luna llenando de fantasmas las paredes vacías y velando ella sola. Pensé en la tumba debajo de los árboles y me pare­ció como si la casa también hubiera muerto y todo lo rela­cionaba con mis padres desaparecidos.

No había más noticias en la carta de Peggotty aparte de que Barkis era un excelente marido, según decía, aunque se­guía un poquito agarrado; pero todos tenemos nuestros de­fectos, y ella también estaba llena de ellos (yo estoy seguro de no haberle conocido ninguno). Barkis me saludaba y me decía que mi habitacioncita siempre estaba dispuesta. Míster Peggotty estaba bien, y Ham también, y mistress Gudmige seguía como siempre, y Emily no había querido escribirme mandándome su cariño, pero decía que me lo enviara Peg­gotty de su parte.

Todas estas noticias se las comunicaba yo a mi tía como buen sobrinito, evitando sólo nombrar a Emily, pues instinti­vamente comprendía que a mi tía le haría poca gracia. Al principio de mi ingreso a la escuela, miss Betsey fue en va­rias ocasiones a Canterbury a verme, siempre a las horas más intempestivas, con la idea, supongo, de sorprenderme en falta. Pero como siempre me encontraba estudiando y con muy buena fama, oyendo en todas partes hablar de mis pro­gresos, pronto interrumpió sus visitas. Yo la veía un sábado cada tres o cuatro semanas, cuando iba a Dover a pasar un domingo, y a míster Dick lo veía cada quince días, los miér­coles. Llegaba en la diligencia a mediodía para quedarse hasta la mañana siguiente.

En aquellas ocasiones míster Dick nunca viajaba sin su neceser completo de escritorio conteniendo buena provisión de papel y su Memoria, pues se le había metido en la cabeza que apremiaba el tiempo y que realmente había que termi­narla cuanto antes.

Míster Dick era muy aficionado a las galletas, y mi tía, para hacerle los viajes aún más agradables, me había dado instrucciones para abrirle crédito en una confitería; lo que se hizo estipulando que no se le serviría más de un chelín en el curso de un día. Esto y la referencia de que ella pagaba las pequeñas cuentas del hotel donde pasaba la noche me hicie­ron sospechar que sólo le dejaba sonar el dinero en el bolsi­llo; pero gastarlo, nunca. Más adelante descubrí que así era, o por lo menos que había un arreglo entre él y mi tía, a quien tenía que dar cuenta de todo lo que gastase, y como él no te­nía el menor interés en engañarla y siempre estaba deseando complacerla, era muy moderado en sus gastos. En este punto, como en tantos otros, míster Dick estaba convencido de que mi tía era la más sabia y admirable de todas las muje­res, y me lo repetía a todas horas en el mayor secreto y siem­pre en un murmullo.

—Trotwood —me dijo míster Dick un día con cierto aire de misterio, y después de haberme hecho aquella confiden­cia—. ¿Quién es ese hombre que se oculta cerca de nuestra casa para asustarla?

—¿Para asustar a mi tía?

Míster Dick asintió.

—Yo creí que nada podía asustarla —me dijo—, porque ella... (Aquí murmuró suavemente ...), no se lo digas a nadie, pero es la más sabia y la más admirable de todas las mujeres.

Después de decir esto dio un paso atrás para ver el efecto que aquella declaración me producía.

—La primera vez que vino —continuó míster Dick— es­taba... Veamos... mil seiscientos cuarenta y nueve es la fecha de la ejecución del rey Carlos I. Creo que me dijiste mil seis­cientos cuarenta y nueve.

—Sí.

—No comprendo cómo puede ser —insistió míster Dick muy confuso y moviendo la cabeza— No creo que pueda ser tan viejo.

—¿Fue en aquella fecha cuando apareció el hombre? —pregunté.

—Porque realmente —continuó míster Dick— no veo cómo pudo ser en aquel año, Trotwood. ¿Has encontrado esa fecha en la historia?

—Sí, señor.

—¿Y la historia no mentirá nunca? ¿Tú qué crees? —dijo míster Dick con un rayo de esperanza en los ojos.

—¡Oh, no, no! —repliqué de la manera más rotunda.

Era joven a ingenuo, y lo creía así.

—Entonces no puedo creerlo —repitió míster Dick—. En esto hay alguna confusión; sin embargo, fue muy poco des­pués de la equivocación (meter algo de la confusión de la cabeza del rey Carlos en la mía) cuando llegó por primera vez aquel hombre. Estaba paseándome con tu tía después del té, precisamente cuando anochecía, y él estaba allí, al lado de la casa.

—¿Se paseaba? —pregunté.

—¿Que si se paseaba? —repitió míster Dick—. Déjame que recuerde un poquito. No, no; no paseaba.

Para terminar antes, le pregunté:

—Entonces ¿qué hacía?

—Nada, porque no estaba allí —contestó míster Dick—. Hasta que se acercó a ella por detrás y le murmuró algo al oído. Ella se volvió y se sintió indispuesta. Yo también me había vuelto para mirarle; pero él se marchó. Pero lo más extraño es que ha continuado oculto siempre, no sé si dentro de la tierra.

—¿Está oculto desde entonces? —pregunté.

—Es seguro que lo estaba —repuso míster Dick mo­viendo gravemente la cabeza—, pues no habíamos vuelto a verle nunca hasta ayer por la noche. Estábamos paseando cuando se acercó otra vez por detrás. Yo lo reconocí.

—¿Y mi tía volvió a asustarse?

—Se estremeció —continuó míster Dick imitando el mo­vimiento y haciendo castañetear sus dientes y se apoyó en la tapia y lloró—. Pero mira, Trotwood —y se acercó para ha­blarme más bajo—. ¿Por qué le dio dinero a la luz de la luna?

—Quizá era un mendigo.

Míster Dick sacudió la cabeza, rechazando la idea, y des­pués de repetir muchas veces y con gran convicción: «No; no era un mendigo», me dijo que desde su ventana había visto a mi tía, muy tarde ya, en la noche, dando dinero al hombre que estaba por fuera de la verja a la luz de la luna. Y entonces el hombre había vuelto a esconderse debajo de la tierra. Después de darle el dinero, mi tía volvió apresurada y furtiva hacia la casa, y a la mañana siguiente todavía la no­taba muy distinta de como estaba siempre, lo que confundía mucho el espíritu de míster Dick.

Nunca creí, al menos al principio, que aquel desconocido fuera otra cosa que un fenómeno de la imaginación de mís­ter Dick; una de aquellas cosas como la del rey Carlos, que tantas preocupaciones le causaba. Pero después, reflexio­nando algo, empecé a temer si no habrían tratado, por medio de amenazas, de arrancar al pobre míster Dick de la protec­ción de mi tía, y si ella, fiel a la amabilidad que yo conocía en ella, se habría visto obligada a comprar con dinero la paz y el reposo de su protegido. Como ya me había encariñado mucho con míster Dick y me interesaba por su felicidad, du­rante mucho tiempo, cuando llegaba el miércoles, estaba preocupado pensando en si le vería aparecer en la imperial de la diligencia como de costumbre; pero siempre llegaba, con sus cabellos grises y su cara sonriente y feliz. Nunca tuvo nada más que decirme de aquel hombre que asustaba a mi tía.

Aquellos miércoles eran los días más felices en la vida de míster Dick, y tampoco eran los menos felices de la mía. Pronto se hizo amigo de todos los chicos de la escuela, y aunque nunca tomaba parte activa en los juegos, no tratán­dose de la cometa, demostraba tanto interés como nosotros en todos. ¡Cuántas veces le he visto absorto en una partida de bolos o de peón, mirándonos con interés profundo y per­diendo la respiración en los momentos críticos! ¡Cuántas ve­ces le he visto subido en un picacho para abarcar todo el campo de acción y moviendo el sombrero por encima de sus cabellos grises, olvidado hasta de la cabeza del rey Carlos! ¡Cuántas horas de verano le he visto pasar pendiente del cri­quet! ¡Cuántos días de invierno le he visto, con la nariz azul por el frío y el viento, mirándonos patinar y aplaudiendo en su entusiasmo con sus guantes de lana!

Era el favorito de todos, y su ingenio para las cosas pe­queñas era trascendental. Sabía pelar naranjas de formas tan distintas, que nosotros no teníamos ni idea. No desechaba nada, convertía en peones de ajedrez los huesos de chuleta, hacía carros romanos con cartas viejas, ruedas con un ca­rrete y jaulas de pájaro con trocitos de alambre; pero lo más admirable eran las casas que hacía con pajas o con hilos. Es­tábamos seguros de que con sus manos sabría hacer todo lo que quisiéramos.

La fama de míster Dick no quedó confinada a los peque­ños. Al cabo de pocos miércoles el doctor Strong en persona me hizo algunas preguntas sobre él, y yo le contesté todo lo que sabía por mi tía. Al doctor le interesó muchísimo y me pidió que en la próxima visita se lo presentara. Después de cumplida esta ceremonia el doctor rogó a míster Dick que siempre que no me encontrase en las oficinas de la diligen­cia fuera allí directamente a esperar la hora de salida, y pronto míster Dick hizo costumbre de ello, y si nos retrasá­bamos un poco, como sucedía a menudo, se paseaba por el patio esperándome. Allí hizo amistad con la linda mujercita del doctor (pálida y triste desde hacía tiempo, se le veía me­nos que antes y había perdido mucha de su alegría, pero no por eso estaba menos bonita), y fue por grados tomando cada vez más confianza, hasta que terminó entrando a esperarme en clase.

Se sentaba siempre en un rincón determinado y en un ta­burete determinado, que bautizamos con el nombre de «Dick». Allí permanecía tiempo y tiempo, con la cabeza in­clinada, escuchándonos con profunda veneración por aque­lla cultura que él nunca había podido adquirir.

Aquella veneración la extendía míster Dick al doctor, de quien pensaba que era el más sutil filósofo de cualquier época. Pasó mucho tiempo antes de que se decidiera a ha­blarle de otro modo que con la cabeza descubierta, y aun después, cuando el doctor se había hecho muy amigo suyo y paseaban juntos por el patio, por el lado que los chicos lla­mábamos el «paseo del doctor», míster Dick no podía por menos que quitarse el sombrero de vez en cuando, para de­mostrar su respeto por tanta sabiduría. ¿Cómo empezó el doctor a leerle fragmentos de su famoso diccionario mien­tras se paseaban? No lo sé; quizá al principio pensaba que era lo mismo que leerlo solo. Sin embargo, también se hizo costumbre, y míster Dick lo escuchaba con el rostro resplan­deciente de orgullo y de felicidad, y en el fondo de su corazón estaba convencido de que el diccionario era el libro más delicioso del mundo.

Cuando pienso en aquellos paseos por delante de las ven­tanas de la clase; el doctor leyendo con su sonrisa compla­ciente y acompañando en ocasiones su lectura de un grave movimiento de cabeza, y míster Dick escuchando embele­sado, mientras su pobre cerebro vagaba, Dios sabe dónde, en alas de las palabras complicadas, pienso que era una de las cosas más tranquilas y dulces que he visto en mi vida, y creo que si hubieran podido pasear así siempre más hubiera valido. Hay muchas cosas que han hecho mucho ruido en el mundo sin valer ni la mitad que aquello, a mis ojos.

Agnes fue una de las personas que antes se hizo amiga de míster Dick, y también cuando íbamos a casa hizo amistad con Uriah Heep.

La amistad entre míster Dick y yo crecía por momentos, pero de un modo extraño, pues míster Dick, que era nomi­nalmente mi tutor y venía a verme como mi guardián, era quien me consultaba siempre en sus pequeñas dudas y difi­cultades a invariablemente se guiaba por mis consejos, no solamente sintiendo un gran respeto por mi natural inte­ligencia, sino convencido de que había sacado mucho de mi tía.

Un jueves por la mañana, cuando volvía de acompañar a míster Dick desde el hotel a la diligencia, antes de entrar en clase me encontré a Uriah Heep en la calle; hablamos y me recordó mi promesa de tomar una tarde el té con ellos, y aña­dió con modestia:

—Aunque no espero que vaya usted, míster Copperfield; ¡somos una gente tan humilde!

Yo, en realidad, todavía no había visto claro si me gus­taba Uriah o si me repugnaba; todavía estaba en esas dudas cuando me lo encontré cara a cara en la calle. Pero sentí como una afrenta el que me supusiera orgulloso, y le dije que únicamente había esperado a que ellos me invitaran.

—¡Oh!, si es así, míster Copperfield —dijo Uriah—; si verdaderamente no es nuestra humildad lo que le detiene, ¿quiere usted venir esta tarde? Pero si fuera nuestra modes­tia, no le importe decírmelo, míster Copperfield, pues esta­mos tan convencidos de nuestra situación...

Le respondí que hablaría de ello a míster Wickfield, y que si lo aprobaba, como estaba seguro, iría con gusto. Así, a las seis de la tarde le anuncié que cuando él quisiera.

—Mi madre se sentirá muy orgullosa —dijo—; mejor di­cho, así se sentiría si no fuera pecado, míster Copperfield.

—Sin embargo, usted esta mañana ha supuesto que yo pe­caba de eso mismo.

—No, no, querido míster Copperfield, créame, no. Tal pensamiento nunca se me ha pasado por la imaginación. Nunca me hubiera parecido usted orgulloso por encontrar­nos demasiado humildes. ¡Somos tan poca cosa!

—¿Ha estudiado usted mucho Derecho últimamente? —pregunté por cambiar la conversación.

—¡Oh míster Copperfield! Mis lecturas mal pueden lla­marse estudios. Por la noche he pasado a veces una hora o dos con el libro de Tidd.

—Presumo que será muy difícil.

—A veces sí me resulta algo duro —contestó Uriah—, pero no sé lo que podrá ser para una persona en otras condiciones.

Después de tamborilear en su barbilla con dos dedos de su mano esquelética, añadió:

—Hay expresiones, ¿sabe usted, míster Copperfield?, pa­labras y términos latinos en el libro de Tidd que confunden mucho a un lector de cultura tan modesta como la mía.

—¿Le gustaría a usted aprender latín? —le dije viva­mente—. Yo podría enseñárselo a medida que yo mismo lo estudio.

—¡Oh!, gracias míster Copperfield —respondió sacu­diendo la cabeza— Es usted muy bueno al ofrecerse, pero yo soy demasiado humilde para aceptar.

—¡Qué tontería, Uriah!

—Perdóneme, míster Copperfield; se lo agradezco infini­tamente y sería para mí un placer muy grande, se lo aseguro; pero soy demasiado humilde para ello. Hay ya bastante gente deseando agobiarme con el reproche de mi inferior si­tuación; no quiero herir sus ideas estudiando. La instrucción no ha sido hecha para mí. En mi situación vale más no aspi­rar a tanto. Si quiero avanzar en la vida tengo que hacerlo humildemente, míster Copperfield.

No había visto nunca su boca tan abierta ni las arrugas de sus mejillas tan profundas como en el momento en que ex­puso aquel principio sacudiendo la cabeza y retorciéndose con modestia.

—Creo que está usted equivocado, Uriah; y estoy segu­ro de poder enseñarle algunas cosas si usted tuviera ganas de aprenderlas.

—No lo dudo, míster Copperfield —respondió—, estoy seguro; pero como usted no está en una situación humilde quizá no sabe juzgar a los que lo estamos. Yo no quiero in­sultar con mi instrucción a los que están por encima de mí; soy demasiado modesto para ello... Pero hemos llegado a mi humilde morada, míster Copperfield.

Entramos directamente desde la calle en una habitación baja, decorada a la antigua, donde encontramos a mistress Heep, el verdadero retrato de Uriah, salvo que más menudo. Me recibió con la mayor humildad y me pidió perdón por besar a su hijo.

—Pero, ve usted —dijo—, por pobres que seamos, tene­mos uno por otro un afecto que es muy natural y no hace daño a nadie.

La habitación, medio gabinete, medio cocina, estaba muy decente. Los cacharros para el té estaban preparados encima de la mesa, y el agua hervía en la lumbre. No sé por qué se sentía que allí faltaba algo. Había una cómoda con un pupi­tre encima, donde Uriah leía o escribía por las noches. También estaba su carpeta azul, llena de papeles, y una serie de libros, a la cabeza de los cuales reconocí a Tidd. En un rin­cón había una alacena donde tenían todo lo más indispensa­ble. No recuerdo que los objetos en particular dieran la sen­sación de miseria ni de economía; pero la habitación entera daba aquella impresión.

Quizá formaba parte de la humildad de mistress Heep su luto continuado; a pesar del tiempo transcurrido desde la muerte de su marido, seguía con su luto de viuda. Puede que hubiera alguna ligera modificación en la cofia, pero todo lo demás seguía tan severo como el primer día de su viudez.

—Hoy es un día memorable para nosotros, mi querido Uriah —dijo mistress Heep haciendo el té—, por la visita de míster Copperfield. Habría deseado que tu padre continuara en el mundo aunque sólo hubiera sido para recibirle esta tarde con nosotros.

—Estaba seguro de que dirías eso, madre.

Yo estaba algo confuso con aquellos cumplidos; pero en el fondo me halagaba mucho que me tratasen como a un huésped de importancia, y encontraba a mistress Heep muy amable.

—Mi Uriah esperaba ese favor desde hace mucho tiempo —continuó mistress Heep—, pero temía que la modestia de su situación fuera obstáculo para ello. Yo también lo temía, pues somos, hemos sido y seremos siempre tan modestos...

—No veo razón para ello —repuse—, a menos que les guste.

—Gracias —repuso mistress Heep—, pero reconocemos nuestra situación y se lo agradecemos más.

Mistress Heep fue acercándose a mí poco a poco, mien­tras Uriah se sentaba enfrente, y empezaron a ofrecerme con mucho respeto los mejores bocados, aunque, a decir verdad, no había nada muy delicado; pero tomé bien sus buenas intenciones y me sentía muy conmovido por sus amabilidades. La conversación recayó primero sobre los tíos, y yo les hablé, como es natural, de mi tía; después tocó el turno a los padres, y yo, naturalmente, hablé de los míos; después, mis­tress Heep se puso a contar cosas de padrastros, y yo tam­bién empecé a decir algo del mío; pero me acordé de que mi tía me aconsejaba siempre que guardara silencio sobre aque­llo y me detuve. Lo mismo que un taponcillo chico no ha­bría podido resistir a un par de sacacorchos, o un dientecito de leche no habría podido luchar contra dos dentistas, o una pelota entre dos raquetas, así estaba yo, incapaz de escapar a los asaltos combinados de Uriah y de su madre. Hacían de mí lo que querían; me obligaban a decir cosas de las que no tenía la menor intención de hablar, y me ruborizo al confesar que lo consiguieron con tanta facilidad porque, en mi inge­nuidad infantil, me sentía muy halagado con aquellas con­versaciones confidenciales y me consideraba como el patrón de mis dos huéspedes respetuosos.

Se querían mucho entre sí, eso es cierto, y creo que aque­Ilo también influía sobre mí. Pero ¡había que ver la habilidad con que el hijo o la madre cogían el hilo del asunto que el otro había insinuado! Cuando vieron que ya nada podrían sa­carme sobre mí mismo (pues respecto a mi vida en Murds­tone y Grimby y mi viaje pennanecí mudo), dirigieron la con­versación sobre míster Wickfield y Agnes. Uriah lanzaba la pelota a su madre; su madre la cogía y volvía a lanzársela a Uriah; él la retenía un momento y volvía a lanzársela a mis­tress Heep. Aquel manejo terminó por turbarme tanto que ya no sabía qué decir. Además, también la pelota cambiaba de naturaleza. Tan pronto se trataba de míster Wickfield como de Agnes. Se aludía a las virtudes de míster Wickfield; des­pués, a mi admiración por Agnes; se hablaba un momento del bufete y de los negocios o la fortuna de míster Wickfield, y un instante más tarde de lo que hacíamos después de la co­mida. Luego trataron del vino que míster Wickfield bebía, de la razón que le hacía beber y de que era una lástima que bebiese tanto. En fin, tan pronto de una cosa, tan pronto de otra, o de todas a la vez, pareciendo que no hablaban de nada, sin hacer yo otra cosa que animarlos a veces para evitar que se sintieran aplastados por su humildad y el honor de mi visita, me percaté de que a cada instante dejaba escapar detalles que no tenía ninguna necesidad de confiarles y veía el efecto en las finas aletas de la nariz de Uriah, que se levantaban con delicia.

Empezaba a sentirme incómodo y a desear marcharme, cuando un caballero que pasaba por delante de la puerta de la calle (que estaba abierta, pues hacía un calor pesado impro­pio de la estación), volvió sobre sus pasos, miró y entró gri­tando:

—David Copperfield, ¿es posible?

¡Era míster Micawber! Míster Micawber, con sus lentes de adorno, su bastón, su imponente cuello blanco, su aire de elegancia y su tono de condescendencia: no le faltaba nada.

—Mi querido Copperfield —dijo míster Micawber ten­diéndome la mano—, he aquí un encuentro que podría servir de ejemplo para llenar el espíritu de un sentimiento profundo por la inestabilidad a incertidumbre de las cosas humanas ...; en una palabra, es un encuentro extraordinario. Me paseaba por la calle, reflexionando en la posibilidad de que surgiera algo, pues es un punto sobre el que tengo algunas esperan­zas por el momento, y he aquí que precisamente surge ante mí un amiguito que me es tan querido y cuyo recuerdo se une al de la época más importante de mi vida; a la época que ha decidido mi existencia, puedo decirlo. Copperfield, que­rido mío, ¿cómo está usted?

No sé, verdaderamente no lo sé, si estaba contento de ha­berme encontrado allí a míster Micawber; pero me alegraba verlo y le estreché la mano con fuerza, preguntándole cómo estaba su señora y los niños.

—Muchas gracias —me contestó con su peculiar movi­niento de mano y metiéndose la barbilla en el cuello de la camisa— Ella está ahora reponiéndose; los mellizos ya no se alimentan de las fuentes de la naturaleza; en resumen —dijo míster Micawber en uno de sus arranques de con­fianza—, los ha destetado, y ahora me acompaña en mis via­jes. Estoy seguro, Copperfield, de que estará encantada de reanudar la amistad con un muchacho que ha sido en todos sentidos digno ministro del altar sagrado de la amistad.

Yo también le dije que me gustaría mucho verla.

—Es usted muy bueno —dijo míster Micawber.

Sonrió de nuevo, volvió a meter la barbilla en la corbata y miró a su alrededor.

—Puesto que no he encontrado a mi amigo Copperfield en la soledad —dijo sin dirigirse a nadie en particular—, sino ocupado en restaurar sus fuerzas en compañía de una señora viuda y de su joven vástago; en una palabra, de su hijo (esto fue dicho en un nuevo arranque de confianza), qui­siera tener el honor de serles presentado.

No podía evadirme de presentarle a Uriah Heep y a su madre, y cumplí aquel deber. A consecuencia de la humildad de mis amigos, míster Micawber se vio obligado a sentarse e hizo con la mano un movimiento de la mayor cortesía.

—Todo amigo de mi amigo Copperfield —dijo— tiene derechos sobre mí.

—No tenemos la audacia, caballero —dijo mistress Heep— de pretender tener la amistad de míster Copperfield. únicamente él ha tenido la bondad de venir a tomar el té con nosotros, y le estamos muy agradecidos del honor de su vi­sita, como también a usted, caballero, por su amabilidad.

—Es usted demasiado buena, señora —dijo míster Mi­cawber saludándola— ¿Y qué hace usted, Copperfield? ¿Continúa en el almacén de vinos?

Tenía muchas ganas de llevarme de allí a míster Micawber, y le respondí, cogiendo mi sombrero y enrojeciendo mucho (estoy seguro), que era discípulo del doctor Strong.

—¡Discípulo! —dijo míster Micawber levantando las cejas—. Estoy encantado de lo que me dice. Aunque un espí­ritu como el de mi amigo Copperfield, con su conocimiento de los hombres y de las cosas, no necesita la instrucción que otro cualquiera necesitaría —continuó, dirigiéndose a Uriah y a su madre—, eso no quita que precisamente fuera imposi­ble encontrar terreno más propicio y de una fertilidad oculta; en una palabra —añadió sonriendo en un nuevo acceso de confianza—, es una inteligencia capaz de adquirir una ins­trucción completa y clásica sin ninguna restricción.

Uriah, frotándose lentamente sus largas manos, hizo un movimiento para expresar que compartía aquella opinión.

—¿Quiere usted que vayamos a ver a mistress Micawber? —dije con la esperanza de llevármelo.

—Si es usted tan amable, Copperfield —replicó levantán­dose—. No tengo inconveniente en decir ante nuestros ami­gos aquí presentes que he luchado desde hace muchos años con las dificultades pecuniarias (estaba seguro de que diría algo de aquello, pues no dejaba nunca de vanagloriarse de lo que llamaba sus dificultades); tan pronto he triunfado sobre ellas como me han..., en una palabra, me han echado abajo. Ha habido momentos en que he resistido de frente, y otros en que he cedido ante el número y en que le he dicho a mistress Micawber en el lenguaje de Catón: «Platón, razo­nas maravillosamente; todo ha terminado, no lucharé más». Pero en ninguna época de mi vida —continuó míster Mi­cawber— he disfrutado en más alto grado de satisfacciones íntimas como cuando he podido verter mis penas (si es que puedo llamar así a las dificultades provenientes de embargos y préstamos) en el pecho de mi amigo Copperfield.

Cuando míster Micawber terminó de honrarme con aquel discurso, añadió:

—Buenas noches, mistress Heep; soy su servidor.

Y salió conmigo del modo más elegante, haciendo sonar el empedrado bajo sus tacones y tarareando una canción du­rante el camino.

La casa donde paraban los Micawber era pequeña, y la habitación que ocupaban tampoco era grande. Estaba sepa­rada de la sala común por un tabique y olía mucho a tabaco. También creo que debía de estar situada encima de la co­cina, porque a través de las rendijas del suelo subía un humo grasiento y maloliente que impregnaba las paredes. Tam­poco debía de estar lejos del bar, pues se oían ruidos de va­sos y llegaba el olor de las bebidas. Allí, tendida en un sofá colocado debajo de un grabado que representaba un caballo de raza, estaba mistress Micawber, a quien su marido dijo al entrar.

—Querida mía, permíteme que te presente a un discípulo del doctor Strong.

Observé que, aunque míster Micawber se confundía mu­cho respecto a mi edad y situación, siempre recordaba como una cosa agradable que era discípulo del doctor Strong.

Mistress Micawber se sorprendió mucho, pero estaba en­cantada de verme. Yo también estaba muy contento, y des­pués de un cambio de cumplidos cariñosos, me senté en el sofá a su lado.

—Querida mía —dijo Micawber—, si quieres contarle a Copperfield nuestra situación actual, que le gustará conocer, yo iré entretanto a echar una ojeada al periódico para ver si surge algo en los anuncios.

—Les creía a ustedes en Plimouth —dije cuando Micawber se marchó.

—Mi querido Copperfield—replicó ella—; en efecto, he­mos estado allí.

—¿Para tomar posesión de un destino?

—Precisamente —dijo mistress Micawber— para tomar posesión de un destino; pero la verdad es que en la Aduana no quieren un hombre de talento. La influencia local de mi familia no podía sernos de ninguna utilidad para proporcio­nar un empleo en la provincia a un hombre de las facultades de míster Micawber. No quieren un hombre así, pues sólo habría servido para hacer más visible la deficiencia de los de­más. Tampoco he de ocultarle, mi querido Copperfield—con­tinuó mistress Micawber—, que la rama de mi familia estable­cida en Plimouth, al saber que yo acompañaba a mi marido, con el pequeño Wilkis y su hermana y con los dos mellizos, no le recibieron con la cordialidad que era de esperar en los mo­mentos trágicos por los que atravesábamos. El caso es —dijo mistress Micawber bajando la voz—, y esto entre nosotros, que la recepción que nos hicieron fue un poco fría.

—¡Dios mío! —dije.

—Sí —continuó mistress Micawber—. Es triste considerar a la humanidad bajo ese aspecto, Copperfield; pero la recep­ción que nos hicieron fue decididamente un poco fría. No hay que dudarlo. El hecho es que mi familia de Plimouth se puso completamente en contra de míster Micawber antes de una se­mana.

Yo le dije (y lo pienso) que debían avergonzarse de su conducta.

—He aquí lo que ha pasado —continuó mistress Mi­cawber—. En semejantes circunstancias, ¿qué podía hacer un hombre del orgullo de mi marido? No había otro recurso que pedir a aquella gente el dinero necesario para volver a Londres; el caso era volver, fuera como fuera.

—¿Y entonces se volvieron ustedes?

—Sí; volvimos todos —respondió mistress Micawber—. Desde entonces he consultado con otros miembros de mi familia sobre el partido que debía tomar míster Micawber, pues sostengo que hay que tomar una resolución, Copper­field —insistió mistress Micawber, como si yo le dijera lo contrario—. Es evidente que una familia compuesta de seis personas, sin contar a la criada, no puede vivir del aire.

—Ciertamente, señora —dije.

—La opinión de las diversas personas de mi familia —con­tinuó mistress Micawber— fue que mi marido debía inmedia­tamente dedicar su atención al carbón.

—¿A qué, señora?

—A los carbones —repitió mistress Micawber—. Al co­mercio del carbón. Micawber, después de tomar informes concienzudos, pensó que quizá habría esperanzas de éxito, para un hombre de capacidad, en el negocio de carbones de Medway y decidió que lo primero que había que hacer era visitar el Medway. Y con ese objeto hemos venido. Digo he­mos, míster Copperfield, porque yo nunca abandonaré a Mi­cawber—añadió con emoción.

Murmuré algunas palabras de admiración y aprobación.

—Hemos venido —repitió mistress Micawber— y hemos visto el Medway. Mi opinión sobre la explotación del carbón por ese lado es que puede requerir talento, pero que sobre todo requiere capital. Talento, míster Micawber tiene de so­bra; pero capital, no. Según creo, hemos visto la mayor parte del Medway, y esta ha sido mi opinión personal. Después, como ya estábamos tan cerca de aquí, Micawber opinó que sería estar locos marchamos sin ver la catedral; en primer lu­gar, porque no la habíamos visto nunca, y merece la pena, y además, porque había muchas probabilidades de que surgiera algo en una ciudad que tiene semejante catedral. Y estamos aquí ya hace tres días, y todavía no ha surgido nada. Usted no se extrañará demasiado, mi querido Copperfield, si le digo que, por el momento, esperamos dinero de Londres para pa­gar nuestros gastos en este hotel. Hasta la llegada de esa suma —continuó mistress Micawber con mucha emoción—, estoy privada de volver a mi casa (me refiero a nuestro alojamiento de Pentonville) para ver a mi hijo, a mi hija y a mis dos melli­zos.

Sentía la mayor simpatía por el matrimonio Micawber en aquellas circunstancias difíciles, y así se lo dije a él, que vol­vía en aquel momento, añadiendo que sentía mucho no tener bastante dinero para prestarles lo que necesitaban. La res­puesta de míster Micawber me demostró la inquietud de su espíritu, pues dijo estrechándome las manos:

—Copperfield, es usted un verdadero amigo; pero aun po­niendo las cosas en lo peor, ningún hombre puede decirse que está sin un amigo mientras tenga una navaja de afeitar.

Al oír aquella idea terrible, mistress Micawber se abrazó a su marido pidiéndole que se tranquilizara. Él lloró; pero no tardó mucho en reponerse, pues un instante después llamaba para encargar al mozo un plato de riñones y pudding para el desayuno del siguiente día.

Cuando me despedí de ellos me instaron los dos tan viva­mente para que fuera a comer con ellos antes de su partida, que me fue imposible negarme. Pero como no sabía si podría it al día siguiente, pues tenía mucho trabajo que preparar por la noche, quedamos en que mister Micawber pasaría por la tarde por el colegio (estaba convencido de que los fondos que esperaba de Londres le llegarían aquel día) para ente­rarse de si podia ir o no. Así es que el viernes por la tarde vi­nieron a buscarme cuando estaba en clase, y encontré a mis­ter Micawber en el salón, y quedamos en que me esperasen a comer al día siguiente. Cuando le pregunté si había reci­bido el dinero, me estrechó la mano y desapareció.

Aquella misma noche, estando asomado a mi ventana, me sorprendió y preocupó bastante el verle pasar del brazo de Uriah Heep, que parecía agradecer con profunda humildad el honor que le hacían, mientras míster Micawber se delei­taba extendiendo sobre él una mano protectora. Pero todavía quedé más sorprendido cuando al llegar al hotel al otro día a la hora indicada me enteré de que mister Micawber había es­tado en casa de Uriah Heep tomando ponche con él y con su madre.

—Y le diré una cosa, mi querido Copperfield —me dijo míster Micawber—; su amigo Heep será un buen abogado. Si le hubiera conocido en la época en que mis dificultades terminaron en aquella crisis, todo lo que puedo decir es que estoy convencido de que mis negocios con los acreedores habrían terminado mucho mejor de lo que terminaron.

No comprendía cómo habrían podido terminar de otro modo, puesto que mister Micawber no había pagado nada; pero no quise preguntarlo. Tampoco me atreví a decir que esperaba que no se hubiera sentido demasiado comunicativo con Uriah, ni a preguntarle si habían hablado mucho de mí. Temía herirle; mejor dicho, temía herir a su señora, que era muy susceptible. Pero aquella idea me preocupó mucho, y hasta después he pensado en ella.

La comida fue soberbia. Un plato de pescado, carne asada, salchichas, una perdiz y un pudding. Vino, cerveza, y al final mistress Micawber nos hizo con sus propias manos un ponche caliente.

Míster Micawber estaba muy alegre. Muy rara vez le ha­bía visto de tan buen humor. Bebía tanto ponche, que su ros­tro relucía como si le hubieran barnizado. Con tono alegre­mente sentimental propuso beber a la prosperidad de la ciudad de Canterbury, declarando que había sido muy di­choso en ella, igual que su señora, y que no olvidaría nunca las horas agradables que había pasado aquí. Después brindó a mi salud; y luego los tres estuvimos recordando nuestra antigua amistad y, entre otras cosas, la venta de todo cuanto poseían.

Más tarde yo propuse beber a la salud de mistress Micaw­ber, y dije con timidez: «Si usted me lo permite, mistress Micawber, me gustaría beber a su salud ahora», con lo que su marido se lanzó en un elogio pomposo de ella, declarando que había sido para él un guía, un filósofo y un amigo, y aconsejándome que cuando estuviera en edad de casarme buscase una mujer como aquella, si es que era posible en­contrarla.

A medida que el ponche disminuía, míster Micawber se iba poniendo más alegre. También mistress Micawber cedió a su influencia, y nos pusimos a cantar Auld Lang Syne. Cuando llegamos a « Aquí está mi mano, hermano verda­dero», los tres nos agarramos las manos alrededor de la mesa, y cuando llegamos a lo de «tomar un recto guía», aun­que no teníamos idea de a qué podía referirse, estábamos realmente conmovidos.

En una palabra, nunca he visto a nadie tan alegremente jovial como a míster Micawber hasta el último momento aquella noche cuando me despedí cariñosamente de él y de su amable esposa. Por lo tanto, no estaba preparado, a las siete de la mañana siguiente, para recibir la siguiente carta, fechada a las nueve de la noche, un cuarto de hora después de haberlos dejado yo:

Mi querido y joven amigo:

La suerte está echada; todo ha terminado. Ocul­tando las huellas de las preocupaciones bajo una mas­cara de alegría, no le he informado a usted esta noche de que ya no tenemos esperanzas de recibir el dinero. En estas circunstancias, humillantes de sufrir, humi­llantes de contemplar y humillantes de relatar, he sal­dado las deudas contraídas en este establecimiento fir­mando una letra pagadera a quince días fecha en mi residencia de Pentonville, en Londres, y cuando lle­gue el momento no se podrá pagar. Resultado, la ruina. La pólvora estalla y el árbol cae.

Deje al desgraciado que se dirige a usted, mi que­rido Copperfield, ser un ejemplo para toda su vida. Con esta intención le escribo y con esta esperanza. Si pienso que al menos puedo serie útil de este modo, será como una luz en la sombría existencia que me queda, aunque, a decir verdad, en estos momentos la longevidad es extraordinariamente problemática.

Estas son las últimas noticias, mi querido Copper­field, que recibirá del

miserable proscrito

WILKINS MICAWBER

Me impresionó tanto el contenido de aquella carta des­garradora, que corrí al momento hacia el hotel, con inten­ción de entrar, antes de ir al colegio, y tratar de calmar y con­solar a míster Micawber. Pero a la mitad del camino me encontré la diligencia de Londres. El matrimonio Micawber iba sentado en la imperial. El parecía completamente tran­quilo y dichoso y sonreía escuchando a su mujer, mientras comía nueces que sacaba de una bolsita de papel. También se veía asomar una botella por uno de los bolsillos. No me veían, y juzgue que, pensándolo bien, era mucho mejor no llamar su atención. Con el espíritu libre de un gran peso, me metí por una callejuela que llevaba directamente al colegio, y en el fondo me sentí bastante satisfecho de su marcha, lo que no me impedía quererlos como siempre.

CAPÍTULO XVIII. MIRADA RETROSPECTIVA

¡Mis días de colegial! ¡El silencioso deslizarse de mi exis­tencia! ¡El oculto a insensible progreso de mi vida; de la ni­ñez a la juventud!

Dejadme que piense, mirando hacia atrás, en el agua que corre de aquel río que ahora es sólo un cauce seco y con ho­jas. Quizá a lo largo de su curso podré encontrar aún huellas que me recuerden su correr de antaño.

Y durante un momento volveré a ocupar mi sitio en la catedral, donde íbamos todos los domingos por la mañana, después de reunirnos con tal fin en clase. El olor a tierra húmeda, el aire frío, el sentimiento de que la puerta de la iglesia está cerrada al mundo, el sonido del órgano bajo los arcos blancos de la nave central, son las alas que me sostienen planeando sobre aquellos días lejanos, como si soñara medio despierto.

Ya no soy el último de la clase. En pocos meses he sal­tado sobre varias cabezas. Pero Adams, el primero, me pa­rece todavía una criatura extraordinaria y lejana, colocada en alturas inaccesibles. Agnes dice que no, y yo digo que sí, insistiendo, porque ella no sabe el talento, la sabiduría que posee Adams, que es quien ocupa ese lugar, al que Agnes aspira verme llegar algún día. Adams no es mi amigo, ni mi protector, como Steerforth, pero siento por él veneración y respeto; sobre todo me interesa pensar lo que hará cuando salga del colegio, y pienso si habrá en el mundo alguien bastante presuntuoso que se atreva a competir con él.

Pero... ¿a quién recuerdo ahora? A miss Shepherd, a quien amo.

Miss Shepherd es alumna de miss Nitingal, y yo adoro a miss Shepherd. Es una niña de carita redonda y bucles rubios.

Las alumnas de miss Nitingal van también a la catedral los domingos, y yo no puedo mirar a mi libro, pues a pesar mío tengo que estar mirando a miss Shepherd. Cuando el coro canta, me parece oír a miss Shepherd. Introduzco en se­creto el nombre de miss Shepherd en los oficios, lo pongo en medio de la familia real. Y en casa, solo en mi habitación, estoy a punto de gritar: «¡Oh miss Shepherd, miss Shepherd! », en un arrebato de entusiasmo.

Durante cierto tiempo estoy en la mayor incertidumbre, sin saber los sentimientos de ella; pero por fin la suerte me es propicia y nos encontramos en casa del profesor de baile. Miss Shepherd baila conmigo. Toco su guante, y siento un estremecimiento que me sube desde el puño a la punta de los pelos. No digo nada tierno a miss Shepherd, pero nos com­prendemos. Miss Shepherd y yo vivimos en la esperanza de estar un día unidos.

¿Por qué doy a hurtadillas a miss Shepherd doce nueces de Brasil? No expresan cariño; son difíciles de envolver, formando un paquete poco regular; son muy duras y cuesta tra­bajo cascarlas aun en la rendija de una puerta; además la al­mendra es aceitosa. Sin embargo, me parece un regalo con­veniente para ofrecer a miss Shepherd. También le llevo bizcochos calientes y naranjas, muchísimas naranjas. Un día doy un beso a miss Shepherd en el guardarropa. ¡Qué éxta­sis! Y cuál es mi indignación al día siguiente cuando oigo rumores de que miss Nitingal ha castigado a miss Shepherd por torcer los pies hacia adentro.

Miss Shepherd es la preocupación y el sueño de mi vida. ¿Cómo es posible que haya roto con ella? No lo sé. Sin em­bargo, es un hecho. Oigo contar bajito que miss Shepherd se ha atrevido a decir que le fastidia que la mire tanto, y que ha confesado que le gusta más Jones. ¡Jones! ¡Un muchacho que no vale la pena! El abismo se abre entre nosotros. Por último, otro día que me encuentro, mientras paseo, con las alumnas de miss Nitingal, miss Shepherd hace un gesto al pasar y se ríe con su compañera. Todo ha terminado. La pa­sión de mi vida (como a mí me parece que ha durado una vida es como si así fuera) ha pasado; mis Shepherd desapa­rece de los oficios, la familia real no vuelve a saber de ella.

Obtengo un puesto más adelantado en clase y nadie turba mi reposo. Ya no soy amable con las alumnas de miss Nitin­gal, ni me gusta ninguna, aunque fueran dos veces más nu­merosas y veinte veces más guapas. Considero las lecciones de baile como una molestia y me pregunto por qué esas ni­ñas no bailarán solas dejándonos en paz. Me hago fuerte en versos latinos y olvido abrocharme las botas. El doctor Strong habla de mí públicamente como de un muchacho de mucho porvenir. Míster Dick está loco de alegría, y mi tía me envía una guinea en el primer correo.

La sombra de un chico de una camicería aparece ante mí como la cabeza armada en Macheth. ¿Quién es ese mucha­cho? Es el terror de la juventud de Canterbury. Corren rumo­res de que la médula de buey con que unge sus cabellos le da una fuerza sobrenatural, y que podría luchar contra un hom­bre. Es un chico de cara ancha, con cuello de toro, las meji­llas rojas, mal espíritu y peor lengua. Y el principal empleo que hace de ella es hablar mal de los alumnos del doctor Strong. Dijo públicamente que con una sola mano y la otra atada a la espalda era capaz de dar una paliza a cualquiera y nombró a varios (a mí entre otros). Esperaba en la calle a los más pequeños de nuestros compañeros y los machacaba a puñetazos. Un día me desafió en voz alta al pasar por su lado, a consecuencia de lo cual decidí que nos pegásemos.

En una noche de verano, en una verde hondonada, en el rincón de una tapia, nos encontramos. Me acompañan unos cuantos compañeros elegidos; mi adversario ha llegado con otros dos carniceros, un mozo de café y un deshollinador. Terminados los preliminares, el carnicero y yo nos encontra­mos frente a frente. En un instante me hace ver las estrellas asestándome un golpe en una ceja. Un minuto después ya no sé dónde está la tapia ni dónde estoy yo, ni veo a nadie. Pierdo la noción de quién es el carnicero y quién soy yo. Me parece que nos confundimos uno con otro, luchando cuerpo a cuerpo sobre la hierba aplastada bajo nuestros pies. A ve­ces veo a mi enemigo ensangrentado, pero tranquilo; a veces no veo nada y me apoyo sin aliento contra la rodilla de uno de mis compañeros. Otras veces me lanzo con furia contra el carnicero y me araño los puños con su rostro, lo que no pa­rece turbarle lo más mínimo. Por fin, me despierto con la ca­beza mal, como si saliera de un profundo sueño, y veo al carnicero que se aleja arreglándose la blusa y recibiendo las felicitaciones de sus dos compañeros y del deshollinador y del mozo de café, de lo que deduzco, muy justamente, que la victoria es suya.

Me llevan a casa en un estado deplorable, me aplican carne cruda encima de los ojos, me frotan con vinagre y brandy. Mi labio superior se hincha poco a poco de una ma­nera desenfrenada. Durante tres o cuatro días no salgo de casa; no estoy nada guapo con la pantalla verde encima de los ojos, y me aburriría mucho si Agnes no fuera para mí una hermana. Simpatiza con mis infortunios, lee para mí en voz alta, y gracias a ella el tiempo pasa rápida y dulcemente. Agnes es mi confidente y le cuento con todo detalle mi aven­tura con el carnicero y todas las ofensas que me había hecho; ella opina que no podía por menos que pegarme, aunque tiembla y se estremece al pensar en aquel terrible combate.

El tiempo pasa sin que yo me dé cuenta, pues Adams no está ya a la cabeza de la clase. Hace ya mucho tiempo que salió del colegio, tanto que cuando vuelve a hacer una visita al doctor Strong soy yo el único que queda de su época. Va a entrar en la Audiencia, y piensa hacerse abogado y llevar pe­luca. Me sorprende que sea tan modesto; además, su aspecto es mucho menos imponente de lo que yo creía y todavía no ha revolucionado el mundo, como yo me esperaba, pues me parece que las cosas siguen lo mismo que antes de que Adams entrara en una vida activa.

Aquí hay una laguna en la que los grandes guerreros de la historia y de la poesía desfilan ante mí en ejércitos innume­rables. Parece que no se acaban nunca. ¿Qué viene después? Estoy a la cabeza de la clase y miro desde mi altura la larga fila de mis camaradas, observando con un interés lleno de condescendencia a los que me recuerdan lo que yo era a su edad. Además, me parece que ya no tengo nada que ver con aquel niño; lo recuerdo como algo que se ha dejado en el ca­mino de la vida, algo al lado de lo que se ha pasado, y a ve­ces pienso en él como si fuera un extraño.

¿Y la niña de mi llegada a casa de míster Wickfield, dónde está? También ha desaparecido, y en su lugar una criatura que es exactamente el retrato de abajo y que no es ya una niña dirige la casa; Agnes, mi querida hermana, como yo la llamo, mi guía, mi amiga, el ángel bueno de todos los que viven bajo su influencia de paz y de virtud y de modes­tia; Agnes es ahora una mujer.

¿Qué nuevo cambio se ha operado en mí? He crecido, mis rasgos se han acentuado y he adquirido alguna instrucción durante los años transcurridos. Llevo un reloj de oro con ca­dena, una sortija en el dedo meñique y una chaqueta larga. Abuso del cosmético, lo que, unido con la sortija, es mala señal. ¿Estaré enamorado de nuevo? Sí; adoro a la mayor de las hermanas Larkins.

La mayor de las hermanas Larkins no es ninguna niña. Es alta, morena, con los ojos negros, y una hermosa figura de mujer. Miss Larkins, la mayor, no es ninguna chiquilla, pues su hermana pequeña no lo es, y la mayor debe de tener tres o cuatro años más. Quizá miss Larkins tenga unos treinta años. Y mi pasión por ella es desenfrenada.

Miss Larkins, la mayor, conoce a muchos oficiales, y es una cosa que me molesta mucho el verla hablar con ellos en la calle, y verlos a ellos cruzar de acera para salirle al en­cuentro cuando ven desde lejos su sobrero (le gustan los sombreros de colores muy vivos) al lado del sombrero de su hermana. Ella se ríe, habla y parece divertirse mucho. Yo paso todos mis ratos de ocio paseando con la esperanza de encontrarla, y si consigo verla (tengo derecho a saludarla, pues conozco a su padre), ¡qué felicidad! Verdaderamente merezco al menos un saludo de vez en cuando. Las torturas que soporto por la noche, en el baile, pensando que miss Larkins bailará con los oficiales, necesitan compensación, y cuento con ella si hay justicia en el mundo.

El amor me quita el apetito y me obliga a llevar constan­temente una corbata nueva; no estoy tranquilo más que cuando me pongo mis mejores trajes y limpio mis zapatos una y otra vez. Así me parece que soy más digno de la ma­yor de las Larkins. Todo lo que le pertenece o se relaciona con ella se me hace precioso. Míster Larkins, un caballero viejo, brusco, con papada doble y uno de los ojos inmóviles en la cara, me parece el hombre más interesante. Cuando no puedo encontrar a su hija voy a los sitios donde tengo esperanzas de encontrarme con él. Le digo: «¿Cómo está usted, míster Larkins? ¿Y las señoras, siguen bien?». Y mis pala­bras me parecen tan reveladoras, que me sonrojo. Pienso continuamente en mi edad; tengo diecisiete años; pero aun­que sean muy pocos para miss Larkins, la mayor, ¡qué me importa! No tardaré en tener veintiuno. Al atardecer me pa­seo por los alrededores de casa con míster Larkins, aunque me destroza el corazón ver a los oficiales que entran en ella y oírles en el salón donde miss Larkins está tocando el harpa. En varias ocasiones me he paseado por allí tristemente, cuando ya todos estaban acostados y tratando de adivinar cuál será la habitación de la mayor de las Larkins (y confun­diéndola de fijo con la de su padre). A veces desearía que hubiera fuego en la casa para atravesarla entre la gente in­móvil de terror y apoyando una escala en su ventana salvarla en mis brazos. Después me gustaría volver a buscar algo que ella hubiera olvidado y morir entre las llamas. Por lo general era muy desinteresado en mi amor y me conformaba con ex­pirar ante miss Larkins haciendo un gesto noble. Por lo ge­neral era así; pero no siempre. A veces tenía pensamientos más alegres, y mientras me visto (ocupación de dos horas) para un gran baile que van a dar los Larkins y por el que sus­piro hace semanas, dejo a mi espíritu libre, en sueños agra­dables, y me figuro que tengo el valor de hacer una declara­ción a miss Larkins y me la represento reclinando su cabeza en mi hombro y diciendo: «¡Oh míster Copperfield! ¿Puedo dar crédito a mis oídos?»; y me figuro a míster Larkins espe­rándome a la mañana siguiente y diciéndome: « Querido Copperfield, mi hija me lo ha contado todo, y su excesiva juventud no es un inconveniente. ¡Aquí tenéis veinte mil li­bras y sed felices!». Me imagino a mi tía cediendo y bendi­ciéndonos y a míster Dick y al doctor Strong presenciando la ceremonia de nuestro matrimonio. Creo que no me falta sentido común ni modestia; lo creo pensando en mi pasado; sin embargo, hacía aquellos planes.

Entro en la casa encantada, donde hay luces, charlas, mú­sicas, flores y oficiales (los veo con pena), y la mayor de las Larkins, radiante de belleza. Está vestida de azul y con flo­res azules en sus cabellos (no me olvides), como si ella nece­sitara «no me olvides». Es la primera fiesta de importancia a que he sido invitado y estoy muy cohibido, porque nadie se ocupa de mí ni parece que tengan nada que decirme, excepto míster Larkins, que me pregunta por mis compañeros de co­legio. Podría haber evitado el hacerlo, pues no he ido a su casa para que se me ignore.

Después de permanecer en la puerta durante cierto tiempo y recrear mis ojos con la diosa de mi corazón, ella se acerca a mí, ¡ella!, la mayor de las Larkins y me pregunta con ama­bilidad si no bailo.

—Con usted sí, miss Larkins.

—¿Con nadie más? —me pregunta ella.

—No tengo gusto en bailar con nadie más.

Miss Larkins ríe ruborizada (por lo menos a mí me lo pa­rece) y dice:

—Este baile no puedo; el próximo lo bailaré con gusto.

Llega el momento.

—Creo que es un vals —dice miss Larkins titubeando un poco cuando me acerco a ella— ¿Sabe usted bailar el vals? Porque si no, el capitán Bailey...

Pero yo bailo el vals (y hasta me parece que muy bien) y me llevo a miss Larkins, quitándosela al capitán Bailey y haciéndole desgraciado, no me cabe duda; pero no me importa. ¡He sufrido tanto! Estoy bailando con la mayor de las Larkins... No sé dónde, entre quién, ni cuánto tiempo; sólo sé que vuelo en el espacio, con un ángel azul, en es­tado de delirio, hasta que me encuentro solo con ella sen­tado en un sofá. Ella admira la flor (camelia rosa del Japón; precio, media corona) que llevo en el ojal. Se la entrego di­ciendo:

—Pido por ella un precio inestimable, miss Larkins.

—¿De verdad? ¿Qué pide usted? —me contesta miss Larkins.

—Una de sus flores, que será para mí mayor tesoro que el oro de un avaro.

—Es usted muy atrevido —dijo miss Larkins—,tome.

Me la dio con agrado. Yo la acerqué a mis labios, y des­pués me la guardé en el pecho. Miss Larkins, riendo, se agarró de mi brazo y me dijo:

—Ahora vuelva usted a llevarme al lado del capitán Bailey.

Estoy perdido en el recuerdo de la deliciosa entrevista y del vals, cuando la veo dirigirse hacia mí, del brazo de un caballero de cierta edad que ha estado jugando toda la noche al whist. Me dice:

—¡Oh! Aquí está mi atrevido amiguito. Míster Chestler desea conocerle, míster Copperfield.

Noto enseguida que debe de ser un amigo de mucha con­fianza y me siento halagado.

—Admiro su buen gusto —dice míster Chestier—, le honra. No sé si le interesará a usted el cultivo de tierras; pero poseo una finca muy grande, y si alguna vez le apetece acer­carse por allí, por Ashford, a visitarnos, tendremos mucho gusto en hospedarle en casa todo el tiempo que quiera.

Doy a míster Chestier las gracias más efusivas y le estre­cho las manos. Creo estar en un sueño de felicidad, bailo otro vals con la mayor de las Larkins —¡dice que bailo tan bien!— y vuelvo a casa en un estado de beatitud indescripti­ble. Toda la noche estoy bailando el vals en mi imaginación, enlazando con mi brazo el tape azul de mi divinidad. Du­rante varios días sigo perdido en extáticas reflexiones; pero no la veo en la calle ni en su casa. Me consuela de ello el re­cuerdo sagrado de la flor marchita.

—Trotwood —me dice Agnes un día después de cenar—, ¿a que no lo figuras quién se casa mañana? Alguien a quien admiras.

—¿Supongo que no serás tú, Agnes?

—Yo no —contesta levantando su rostro risueño de la música que estaba copiando— ¿Lo has oído, papá? Es miss Larkins, la mayor.

—¿Con... con el capitán Bailey? —tengo apenas la fuerza de preguntar.

—No, con ningún capitán; con míster Chestler, que es un agricultor.

Durante una o dos semanas estoy abatido. Me quito la sortija, me pongo las peores ropas, dejo de usar cosmético y lloro con frecuencia sobre la flor marchita que fue de miss Larkins. Al cabo de aquel tiempo observo que me cansa ese género de vida, y habiendo recibido otra provocación del carnicero, tiro la flor, le cito, nos pegamos y le venzo con gloria. Esto y la reaparición de mi sortija y el use moderado del cosmético son las últimas huellas que encuentro de mi llegada a los dieciocho años.

CAPÍTULO XIX. MIRO A MI ALREDEDOR Y HAGO UN DESCUBRIMIENTO

No sé si estaba alegre o triste cuando mis días de colegio terminaron y llegó el momento de abandonar la casa del doc­tor Strong. ¡Había sido muy feliz allí! Tenía verdadero ca­riño al doctor y, además, en aquel pequeño mundo se me consideraba como una eminencia. Estas razones me hacían estar triste; pero otras bastantes más insustanciales me ale­graban. Vagas esperanzas de ser un hombre independiente; de la importancia que se da a un hombre independiente; de las cosas maravillosas que podían ser ejecutadas por aquel magnífico animal, y de los mágicos efectos que yo no podría por menos de causar en sociedad; todo esto me seducía. Es­tas fantásticas consideraciones tenían tanta fuerza en mi ce­rebro de chiquillo que me parece, según mi actual modo de pensar, que dejé el colegio sin la pena debida, y aquella se­paración no causó en mí la impresión que sí causaron otras. Trato en vano de recordar lo que sentí entonces y cuáles fue­ron las circunstancias de mi partida; pero no ha dejado hue­lla en mis recuerdos. Supongo que el porvenir abierto ante mí me ofuscaba. Sé que mi experiencia juvenil contaba en­tonces muy poco o nada, y que la vida me parecía un largo cuento de hadas que iba a empezar a leer, y nada más.

Mi tía y yo sosteníamos frecuentes deliberaciones sobre la carrera que debía seguir. Durante un año o más traté en vano de encontrar contestación satisfactoria a su insistente pregunta:

—¿Qué te gustaría ser?

Por más que pensaba, no descubría ninguna afición espe­cial por nada. Si me hubiera sido posible tener por inspira­ción conocimientos de náutica creo que me habría gustado tomar el mando de una valiente expedición que en un buen velero diera la vuelta al mundo en un viaje triunfante de ex­ploración; así me habría sentido satisfecho. Pero, falto de aquella inspiración milagrosa, mis deseos se limitaban a de­dicarme a algo que no le resultara muy costoso a mi tía y a cumplir mi deber en lo que fuera.

Míster Dick asistía con toda regularidad a nuestros conci­liábulos, con su expresión más grave y reflexiva. Sólo en una ocasión se le ocurrió proponer una cosa (no sé cómo se le ocurrió aquello); el caso es que propuso que me dedicase a calderero. Mi tía recibió tan mal la proposición que al po­bre mister Dick se le quitaron las gams de volver a meterse en la conversación. Se limitaba a mirar atentamente a mi tía, interesándose por lo que ella proponía y haciendo sonar su dinero en el bolsillo.

—Trot, voy a decirte una cosa, querido —me dijo una ma­ñana miss Betsey. Era por Navidad, y después de salir yo del colegio—. Puesto que todavía no hemos decidido la cues­tión principal y teniendo en cuenta que debemos hacer lo posible para no equivocamos, creo que lo mejor sería pen­sarlo más detenidamente. Así, tú podrías considerarlo desde un punto de vista nuevo, y no como un colegial.

—Lo haré tía.

—Se me ha ocurrido —prosiguió miss Betsey— que un li­gero cambio, una mirada a la vida, podía ayudarte a fijar tus ideas y a formar un juicio más sereno. Supongamos que hi­cieras un pequeño viaje; por ejemplo, que fueras a tu antigua aldea y visitaras a aquella... a aquella mujer extraña que tenía un nombre tan salvaje —dijo mi tía frotándose la nariz, pues no había perdonado todavía a Peggotty que se llamara así.

—De todo lo que hubieras podido proponerme, tía, es lo que más me gusta —dije.

—Bien —repuso ella—; es una suerte, porque yo también lo deseo mucho. Además, es natural y lógico que te guste, y estoy convencida de que todo lo que hagas, Trot, será siem­pre natural y lógico.

—Así lo espero, tía.

—Tu hermana Betsey Trotwood —dijo mi tía— habría sido la muchacha más razonable del mundo. Querrás ser digno de ella, ¿no es así?

—Espero ser digno de usted, tía, y eso me basta.

—Cada vez pienso más que es una suerte para tu pobre madre, tan niña, el haber dejado el mundo —dijo mi tía mi­rándome con satisfacción—, pues ahora el orgullo de tener un hijo así le habría trastornado el juicio si le quedara algo. (Mi tía siempre se excusaba de su debilidad por mí achacán­dosela a mi pobre madre.) ¡Dios lo bendiga, Trot, cómo me la recuerdas!

—¿Espero que sea de un modo agradable, tía? —dije.

—¡Se parece tanto a ella, Dick! —continuó miss Betsey con énfasis, Es enteramente igual a ella en aquella tarde en que la conocí, antes de que nacieras, Trot. ¡Dios de mi corazón, es exactamente igual, cuando me mira; sus mismos ojos!

—¿De verdad? —dijo mister Dick.

—Y también se parece a David —dijo mi tía con decisión.

—¿Se parece mucho a David? —dijo mister Dick.

—Pero lo que deseo sobre todo, Trot, es que llegues a ser (no me refiero al físico; de físico estás muy bien) todo un hombre, un hombre enérgico, de voluntad propia, con reso­lución —dijo mi tía sacudiendo su puño cerrado hacia mí—, con energía, con carácter, Trot; con fuerza de voluntad, que no se deje influenciar (excepto por la buena razón) por nada ni por nadie; ese es mi deseo; eso es lo que tu padre y tu ma­dre necesitaban, y Dios sabe que si hubieran sido así, mejor les habría ido.

Yo manifesté que esperaba llegar a ser lo que ella de­seaba.

—Para que tengas ocasión de obrar un poco por tu cuenta, voy a enviarte solo a ese pequeño viaje —dijo mi tía—. En el primer momento había pensado que mister Dick fuera contigo; pero meditándolo bien, prefiero que se quede aquí cuidándome.

Mister Dick pareció por un momento algo desilusionado; pero el honor y la dignidad de tenerse que quedar cuidando de la mujer más admirable del mundo hizo que volviera la alegría a su rostro.

—Además —dijo mi tía—, tiene que dedicarse a la Me­moria.

—¡Ah!, es cierto —dijo mister Dick con precipitación—. Estoy decidido, Trotwood, a terminarla inmediatamente; time que terminarse inmediatamente, para enviarla, ya sa­bes; y entonces —dijo mister Dick después de una larga pausa—,y entonces, al freír será el reír ....

A consecuencia de los cariñosos proyectos de mi tía, pronto me vi provisto de dinero y tiernamente despedido para mi expedición. Al partir, mi tía me dio algunos consejos y muchos besos, y me dijo que como su objetivo era que tu­viese ocasión de ver mundo y de pensar un poco, me reco­mendaba que me detuviera algunos días en Londres, si que­ría, al it a Sooffolk o al volver; en una palabra, era com­pletamente libre de hacer lo que quisiera durante tres semanas o un mes, sin otras condiciones que las de reflexionar, ver mundo y escribirle tres veces por semana teniéndola al co­rriente de mi vida.

En primer lugar me dirigí a Canterbury para decir adiós a Agnes y a míster Wickfield (mi antigua habitación en aque­lla casa todavía me pertenecía). También quería despedirme del buen doctor Strong. Agnes se puso muy contenta al verme y me dijo que la casa no le parecía la misma desde que yo no estaba.

—Yo tampoco me reconozco desde que me he marchado —le dije—; me parece que he perdido mi mano derecha, aunque es decir muy poco, pues en la mano no tengo el co­razón ni la cabeza. Todo el que te conoce te consulta y se deja guiar por ti, Agnes.

—Es porque todos los que me conocen me miman dema­siado —me contestó sonriendo.

—No, Agnes; es que tú eres diferente a todos; tan buena, tan dulce, tan acogedora; además, siempre tienes razón.

—Me estás hablando —me dijo con alegre sonrisa, mien­tras continuaba su trabajo— como si fuera la mayor de las Larkins.

—Vamos; no está bien que abuses de mis confidencias —le respondí enrojeciendo al recuerdo de mi ídolo de cintas azules—. Pero es que no podía por menos de confesarme a ti, Agnes, y no perderé nunca esa costumbre si tengo penas, y si me enamoro, te lo diré enseguida, si es que quieres oírlo, aun cuando sea que me enamore en serio.

—Pero si siempre te has enamorado en serio —dijo Agnes echándose a reír.

—¡Ah!, entonces era un niño, un colegial —dije también riendo, pero algo confuso—. Los tiempos han cambiado, y temo que algún día tomaré ese asunto terriblemente en serio. Lo que me extraña es que tú no hayas llegado a eso, Agnes.

Agnes, riendo, sacudió la cabeza.

—Ya sé que no, pues me lo habrías dicho, o por lo menos —dije viéndola enrojecer ligeramente— me lo habrías de­jado adivinar. Pero no conozco a nadie que sea digno de lo cariño, Agnes; necesitaría conocer a un hombre de un carác­ter más elevado y dotado de más mérito que todos los que lo han rodeado hasta ahora para dar mi consentimiento. De aquí en adelante vigilaré a tus admiradores, y te prevengo que seré muy exigente con el elegido.

Habíamos charlado hasta aquel momento en un tono de broma lleno de confianza, aunque mezclado con cierta serie­dad, resultado de la amistad íntima que nos había unido desde la infancia; pero de pronto Agnes levantó los ojos y, cambiando de tono, me dijo:

—Trotwood, quiero decirte una cosa, y quizá no vuelva a tener, en mucho tiempo, ocasión de preguntártela; es algo que nunca me decidiría a preguntar a otro. ¿Has observado en papá un cambio progresivo?

Lo había observado y me había preguntado a mí mismo muchas veces si ella no se daba cuenta. Mi rostro traicio­naba sin duda lo que pensaba, pues bajó los ojos al momento y vi que estaban llenos de lágrimas.

—Díme lo que ves —dijo en voz baja.

—Temo. ¿Puedo hablarte con toda franqueza, Agnes? Ya sabes el cariño que le tengo a tu padre.

—Sí —dijo ella.

—Temo que se perjudique con esa costumbre, que ha ido aumentando por días desde mi llegada a esta casa. Se ha vuelto muy nervioso, o al menos a mí me lo parece.

—Y no te equivocas —dijo Agnes moviendo la cabeza.

—Le tiemblan las manos, no habla claro y a veces sus ojos no se fijan. He observado que en esos momentos, cuando no está en su estado normal, es casi siempre cuando le buscan para algún asunto.

—Sí, Uriah —dijo Agnes.

—Y la idea de que no se encuentra en estado de ocuparse de ello, que no lo ha comprendido bien o que no ha podido disimular su estado parece atormentarle de tal modo, que al día siguiente todavía es peor, y peor al otro; y de eso pro­viene su agotamiento y su aire asustado. Pero no te preocu­pes demasiado, Agnes, porque muy pocas veces le he visto en ese estado. El otro día le encontré con la cabeza apoyada en su pupitre y llorando como un niño.

Agnes apoyó suavemente su mano sobre mis labios, y un instante después se había unido a su padre en la puerta del salón y se apoyaba en su hombro. Me miraban los dos, y me conmovió profundamente la expresión del rostro de Agnes. Había en su mirada una ternura tan profunda por su padre, tanto reconocimiento; me pedía de tal modo que fuera indul­gente para juzgarle y que no pensara mal; parecía a la vez tan orgullosa de él, tan abnegada, tan compasiva y tan triste; me expresaba con tanta claridad que estaba segura de mi simpatía, que todas las palabras del mundo no me habrían podido decir más ni conmoverme más profundamente. De­bíamos tomar el té en casa del doctor. Llegamos a la hora de costumbre y lo encontramos en el estudio, al lado del fuego, con su esposa y su suegra. El doctor, que parecía creer que yo partía para la China, me recibió como a un huésped a quien se quiere hacer honor y pidió que pusieran un leño en la chimenea, para ver a la luz de la llama el rostro de su anti­guo alumno.

—Ya no veré muchos rostros nuevos en el lugar de Trot­wood, mi querido Wickfield —dijo el doctor calentándose las manos—; me vuelvo perezoso y quiero descansar. Dentro de seis meses lo dejaré todo en otras manos y me dedi­caré a una vida tranquila.

—Ya hace diez años que dice usted lo mismo, doctor —dijo míster Wickfield.

—Sí; pero ahora estoy decidido —contestó el doctor—. El primero de mis profesores me sucederá. Esta vez es defi­nitivo, y pronto tendrá usted que formalizar un contrato en­tre nosotros con todas las cláusulas obligatorias que hacen parecer a dos hombres de honor que se comprometen, dos pillos que desconfían el uno del otro.

—Y también tendré que tener cuidado para que no le en­gañen a usted —dijo míster Wickfield—, lo que ocurriría in­faliblemente si lo hiciera usted solo. Pues bien; estoy dis­puesto, y desearía que todos mis trabajos fuesen así.

—Y entonces, ya sólo me ocuparé del diccionario y de otro contrato... mi Annie.

Míster Wickfield la miró. Estaba sentada con Agnes al lado de la mesa de té y me pareció que evitaba los ojos del anciano con una timidez desacostumbrada, que sólo consi­guió atraer más sobre ella su atención, como si se le hubiera ocurrido un pensamiento secreto.

—Parece ser que ha llegado un correo de la India —dijo después de un momento de silencio.

—Es verdad; lo olvidaba. Y hasta hemos recibido cartas de Jack Maldon.

—¡Ah! ¿De veras?

—Mi pobre Jack —dijo mistress Mackleham—. ¡Cuando pienso que está en ese clima terrible, donde hay que vivir, según me han dicho, sobre un montón de arena abrasadora y bajo un sol que ciega! Y él parecía fuerte; pero no lo era. El muchacho contaba con su valor más que con su naturaleza, mi querido doctor, cuando con tantos ánimos emprendió aquel viaje. Annie querida, estoy segura de que recuerdas perfectamente que tu primo no ha sido nunca fuerte, lo que se llama robusto —dijo mistress Mackleham con énfasis y mirándonos a todos— Lo sé desde los tiempos en que mi hija y él eran pequeños y se paseaban del brazo todo el día.

Annie no contestó.

—Lo que usted dice me hace suponer que mister Maldon está enfermo —dijo míster Wickfield.

—¿Enfermo? —replicó el Veterano— Amigo mío, está... toda clase de cosas...

—¿Excepto bien? —dijo mister Wickfield.

—Excepto bien, naturalmente —repuso el Veterano—, pues estoy segura de que ha cogido insolaciones terribles, fiebres y todo lo que se pueda imaginar; en cuanto al hígado —añadió con resignación—, se despidió de él desde el pri­mer momento que se vio allí.

—¿Y es él quien les dice todo eso? —preguntó míster Wickfield.

—¿Decírnoslo él? Amigo mío —repuso mistress Mackle­ham sacudiendo su cabeza y su abanico—, ¡qué poco le co­noce usted cuando hace esa pregunta! ¿Decirlo él? No. An­tes se dejaría arrastrar de los talones por cuatro caballos salvajes que decirlo.

—¡Mamá! —dijo mistress Strong.

—Annie, querida mía —replicó su madre—. De una vez por todas te ruego que no me interrumpas más, a no ser para darme la razón. Sabes tan bien como yo que te primo antes se dejaría arrastrar por un número infinito de caballos salva­jes (no sé por qué me voy a limitar a cuatro, no debo limi­tarme a cuatro), ocho, dieciséis, treinta y dos, antes que pro­nunciar una palabra que pueda desbaratar los planes del doctor.

—Los planes de Wickfield—dijo el doctor, restregándose la cara y mirando, arrepentido, a su mujer—; es decir, el plan formado entre los dos. Yo sólo dije: «Cerca o lejos».

—Y yo dije: «Lejos» —añadió míster Wickfield grave­mente—; y como tuve ocasión de enviarle lejos, mía es la responsabilidad.

—¿Quién habla de responsabilidades? —dijo el Vete­rano—. Todo ha estado muy bien hecho, mi querido Wick­field. Además, sabemos que todo ha sido con las mejores in­tenciones del mundo; pero si ese pobre muchacho no puede vivir allí, ¡qué se le va a hacer! Si no puede vivir, morirá an­tes que desbaratar los proyectos del doctor. Le conozco muy bien —dijo mistress Mackleham moviendo el abanico con ademán de tranquila y profética resignación—; estoy segura de que morirá antes que desbaratar los planes del doctor.

—Pero, señora —dijo alegremente el doctor Strong—, yo no soy tan fanático en mis proyectos que no pueda destruirlos o modificarlos. Si mister Maldon vuelve a Inglaterra a causa de su mala salud, no le dejaremos que se vuelva a marchar y trataremos de proporcionarle algo más ventajoso aquí.

Mistress Mackleham quedó tan sorprendida de la genero­sidad de estas palabras (que no había previsto ni provocado), que no pudo más que decir al doctor que no esperaba menos y que se lo agradecía muhcísimo; y repitió muchas veces su gesto favorito besando la punta del abanico antes de acariciar con él la mano de su sublime amigo. Después de lo cual re­gañó a su hija porque no era más expansiva cuando el doctor colmaba de bondades a un antiguo compañero de infancia, y esto únicamente por cariño a ella. Más tarde estuvo hablando de los méritos de muchos miembros de su familia que sólo necesitaban a alguien que les pusiera el pie en el estribo.

Todo aquel tiempo su hija Annie no había desplegado los labios ni levantado los ojos. Míster Wickfield no había dejado de mirarla y parecía no darse cuenta de que tal atención por ella, muy evidente, sin embargo, pudiese extrañar a los de­más, pues le preocupaba tanto mistress Strong y los pensa­mientos que le sugería, que estaba completamente absorto. Por último, preguntó qué era, en realidad, lo que Jack Maldon escribía sobre su situación y a quién había dirigido sus cartas.

—He aquí —dijo mistress Mackleham cogiendo por en­cima de la cabeza del doctor una carta de la chimenea—, he aquí lo que ese pobre muchacho dice al mismo doctor. ¿Dónde está? ¡Ah, aquí! «Siento mucho verme obligado a decirle que mi salud se ha resentido bastante y que temo verme en la necesidad de volver a Inglaterra por algún tiempo; es mi única esperanza de curación.» Me parece que está bastante claro. ¡Pobre muchacho! Su única esperanza de curación. Pero la carta a Annie es más explícita todavía. An­nie, enséñame otra vez esa carta.

—Ahora no, mamá —contestó ella en voz baja.

—Hija mía, en algunas cosas eres verdaderamente ri­dícula —replicó su madre— y descastada con tu familia. Ni siquiera hubiéramos oído hablar de esa carta si yo no te la pido. ¿Te parece eso tener confianza en el doctor, Annie? Me sorprendes; debías conocerle mejor.

Mistress Strong sacó la carta de mala gana, y cuando la cogí para entregársela a su madre vi que la mano de Annie temblaba.

—Ahora veamos —dijo mistress Mackleham poniéndose los lentes—. ¿Dónde está el párrafo?... « El recuerdo de los tiempos pasados, mi muy querida Annie...», etc... ; no es aquí. «El amable y viejo censor ...» ¿Quién será? Querida Annie, tu primo Maldon escribe de un modo ilegible; pero ¡qué estúpida soy! es el doctor, ¡naturalmente! ¡Oh! ¡Ya lo creo que es amable!

Aquí se detuvo para besar el abanico y dar con él al doc­tor, quien nos miraba a todos con una sonrisa plácida y satis­fecha.

—Ahora lo he encontrado: « No te sorprenderá saber, An­nie (claro que no, sabiendo que nunca ha sido realmente fuerte. ¿Qué decía yo hace un momento?) que he sufrido tanto en este lugar lejano, que he decidido abandonarlo, su­ceda lo que suceda, con un permiso de enfermo, si puedo, o dimitiendo totalmente si no lo consigo. Todo lo que he su­frido y sufro aquí no es imaginable». Y sin la prontitud para actuar de la mejor de las criaturas —dijo mistress Mackleham, repitiendo sus gestos telegráficos al doctor, y doblando la carta— me sería imposible pensar en su regreso.

Míster Wickfield no dijo una palabra, aunque la anciana le miró esperando su comentario; permaneció sentado, seve­ramente silencioso, con los ojos fijos en el suelo. Mucho después de abandonar aquel asunto para ocupamos de otros, todavía continuaba así; únicamente, levantado sus ojos de vez en cuando, clavaba su mirada pensativa en el doctor, en su mujer o en los dos.

El doctor era muy aficionado a la música y Agnes cantaba con mucha dulzura y expresión. También Annie cantaba. Can­taron juntas, y después estuvieron tocando a cuatro manos; fue un pequeño concierto. Pero observé dos cosas: en primer lugar, que, aunque Annie se había repuesto por completo, era evidente que un abismo la separaba de míster Wickfield, y en segundo lugar, que la intimidad de mistress Strong con Agnes disgustaba a míster Wickfield, quien la vigilaba con inquie­tud. Debo confesar que el recuerdo de cómo la había visto el día de la partida de Jack Maldon me volvió a la imaginación con un significado que nunca le había atribuido y que me con­fundió. La inocente belleza de su rostro no me pareció ya tan pura como entonces, y desconfiaba de su gracia espontánea y del encanto de sus aptitudes. Y al contemplar a Agnes sentada a su lado y al pensar en su candor a inocencia, me decía que quizás era aquella una amistad muy desigual.

Sin embargo ellas gozaban tan vivamente, que su alegría hizo pasar la velada en un instante. En el momento de la par­tida ocurrió un pequeño incidente, que recuerdo muy bien. Se despedían una de otra y Agnes iba a besar a Annie, cuando míster Wickfield pasó entre ellas como por casuali­dad y se llevó bruscamente a Agnes. Entonces volví a ver en el rostro de mistress Strong la expresión que había obser­vado la noche de la partida de su primo, y me pareció estar todavía de pie ante la puerta del estudio del doctor. Sí, así era como le había mirado aquella noche.

No puedo decir la impresión que aquella mirada me pro­dujo ni por qué me resultó imposible olvidarla; pero no pude, y después, cuando pensaba en ella, hubiera preferido recordarla adornada, como antes, de inocente belleza. Su re­cuerdo me perseguía al volver a casa. Me parecía que dejaba una nube sombría suspendida sobre la casa del doctor, y al respeto que sentía por sus cabellos grises se le unía una gran compasión por aquel corazón tan confiado con los que le en­gañaban y un profundo desprecio contra sus pérfidos ami­gos. La sombra inminente de una gran tristeza y de una gran vergüenza, aunque imprecisa todavía, proyectaba una man­cha sobre el lugar tranquilo testigo del trabajo y de los jue­gos de mi infancia y le marchitaba a mis ojos. Ya no me gus­taba pensar en los grandes áloes de largas hojas que florecían cada cien años solamente, ni en el césped verde y unido, ni en las urnas de piedra del paseo del doctor, ni en el sonido de las campanas de la catedral, que lo dominaban todo con sus armonías. Me parecía que el tranquilo santuario de mi infancia había sido profanado en mi presencia y que habían arrojado su paz y su honor a los vientos.

Con la mañana llegó mi despedida de aquella vieja casa que Agnes había llenado para mí con su influencia, y esta preocupación fue suficiente para absorber mi espíritu. No dudaba de que volvería muy pronto y que quizá muy a me­nudo ocuparía mi habitación de siempre; pero había dejado de habitarla; los buenos tiempos habían pasado, y se me apretaba el corazón al empaquetar las cows que me queda­ban para enviarlas a Dover, y no me preocupaba de que Uriah pudiera verlo, que se apresuraba tanto a mi servicio, que me acuso de haber faltado a la caridad suponiendo que estaba muy satisfecho con mi marcha.

Me separaba de Agnes y de su padre haciendo vanos es­fuerzos para soportar aquella pena como un hombre cuando subía a la diligencia de Londres. Estaba tan dispuesto a olvi­dar y a perdonarlo todo mientras atravesaba la ciudad, que tuve ganas de saludar a mi antiguo enemigo el carnicero y de echarle cuatro chelines para que bebiera a mi salud; pero le encontré con un aspecto tan de carnicero recalcitrante y estaba tan feo con la mella de un diente que yo le había roto en nuestro último combate, que me pareció más oportuno no ocuparme de él.

Recuerdo que la principal preocupación de mi espíritu cuando nos pusimos en marcha era parecerle lo más viejo po­sible al conductor, para lo cual trataba de sacar una voz ronca. Mucho trabajo me costó conseguirlo; pero tenía gran interés en ello porque era un medio seguro de no parecer niño.

—¿,Va usted a Londres? —me dijo el conductor.

—Sí, William —dije en tono condescendiente (le conocía algo)—, voy a Londres, y después a Sooflulk.

—¿Va usted a cazar?

Sabía William, tan bien como yo, que en aquella época del año igual podría ir a la pesca de la ballena; pero yo lo tomé por un cumplido.

—No sé —dije con indecisión— si tiraré algún tiro que otro.

—He oído decir que los pájaros son muy difíciles de al­canzar allí —dijo William.

—Sí; eso he oído —respondí.

—¿Es usted del condado de Sooffolk? —me preguntó.

—Sí —contesté dándome importancia—; de allí soy.

—Se dice que por esa parte los puddings de frutas son una cosa exquisita —dijo William.

Yo no sabía nada; pero comprendí que era necesario apo­yar las instituciones de mi región, y de ningún modo dejar ver que las desconocía. Así es que moví la cabeza con mali­cia, como diciendo: «¡Ya lo creo!».

—¿Y los caballos? —dijo William—. ¡Ahí es nada! Una jaca de Sooffolk vale su peso en oro. ¿No se ha dedicado us­ted nunca a la cría de caballos en Sooffolk?

—No —dije.

—Pues detrás de mí va un caballero que se ha dedicado a la cría caballar a gran escala.

El caballero en cuestión me miró de un modo terrible. Era bizco, tenía la barbilla prominente; llevaba un sombrero claro de copa alta, un pantalón de terciopelo de algodón, abrochado a los lados desde las caderas hasta las suelas de los zapatos, y apoyaba la barbilla en el hombro del conduc­tor, tan cerca de mí, que sentía su aliento en mis cabellos. Cuando me volví para mirarle, lanzaba a los caballos una ojeada de entendimiento.

—¿No es verdad? —dijo William.

—¿Si no es verdad qué? —dijo el caballero de detrás.

—Que se ha dedicado usted a la cría caballar en Sooffolk a gran escala.

—Ya lo creo —dijo el otro—, y no hay clase de perros ni caballos de los que no haya yo sacado crías. Hay hombres que tenemos afición a los perros y a los caballos. Yo dejaría de comer y de beber, les sacrificaría con gusto la casa, la mujer, los hijos, la instrucción, el fumar y el dormir.

—¿No le parece que no es lo más propio para un hombre así el it detrás del conductor? —me dijo William al oído, mientras arreglaba las riendas.

Saqué en consecuencia que deseaba que cambiáramos de sitio, y se lo propuse enrojeciendo.

—Bien; si a usted le da lo mismo —dijo William— creo que será más correcto.

Siempre he considerado aquella concesión como mi pri­mera falta en la vida. Después de haber elegido mi asiento en las oficinas y de haber escrito al lado de mi nombre: «En el pescante», y de haber dado media corona al tenedor de li­bros por que me lo reservara; después de haberme puesto un gabán nuevo expresamente en honor de aquel eminente lu­gar; después de presumir mucho de it en él y parecerme que hacía honor al coche; después de todo eso, he aquí que a la primera insinuación me dejo suplantar por un hombre desarrapado, que no tiene más mérito que el oler a cuadra y ser capaz de pasar por encima de mí con la ligereza de una mosca mientras los caballos van casi al galope.

Tengo cierta inseguridad en mí mismo que me ha jugado muy malas pasadas en muchas ocasiones, y aquel incidente, del cual fue teatro la imperial de la diligencia de Canterbury, no era muy a propósito para disminuírmela. Fue en vano que tratase de refugiarme en la voz cavernosa. Por mucho que ha­blaba desde el fondo del estómago, sentía que estaba com­pletamente vencido y que era deplorablemente joven.

Durante el viaje resultó muy interesante verme presu­miendo sobre la diligencia, bien vestido, bien educado y con la bolsa llena, reconociendo, al pasar, los lugares en los que había dormido durante mi penoso viaje de niño. Mis pensamientos encontraban en aquello amplio motivo de reflexión, y mirando pasar a los vagabundos y recono­ciendo aquellas miradas, que recordaba tan bien, me pare­cía sentir todavía la mano del latonero estrujándome la ca­misa. Al bajar por la estrecha calle de Chatham vi la callejuela en que estaba la tienda del viejo monstruo que me había comprado la chaqueta, y adelanté vivamente la cabeza para mirar el sitio en que había estado esperando tanto tiempo mi dinero, primero a la sombra y luego al sol. Y ya casi en Londres, cuando pasé cerca de Salem House, donde míster Creakle nos había azotado tan cruelmente, habría dado cuanto poseía por poder bajarme, darle una buena paliza y poner en libertad a los alumnos, pobres pa­jarillos enjaulados.

Llegamos al hotel de «La Cruz de Oro», en Charing Cross, situado en una calle cerrada. El mozo me introdujo en el comedor, y una criada me enseñó una habitación pequeña que olía a establo y que estaba tan herméticamente cerrada como una tumba. Yo sentía mi gran juventud sobre la con­ciencia y me daba cuenta de que eso era la causa de que na­die me respetase. La criada no hacía caso de lo que le decía, y el mozo se permitía, con insolente familiaridad, darme consejos para ayudarme en mi inexperiencia.

—Ahora veamos —dijo el camarero de modo confiden­cial—; ¿qué es lo que quiere usted comer? A los jovencitos como usted suelen gustarles las aves. ¿Quiere usted un pollo?

Le dije lo más majestuosamente que pude que me tenían sin cuidado los pollos.

—¿No lo quiere usted? —dijo el camarero—. Pues los jo­vencitos por lo general están hartos de vaca y de cordero. ¿Qué le parecería una chuleta de carnero?

Asentí a aquello, porque tampoco se me ocurría otra cosa.

—¿Quiere usted patatas? —me preguntó el mozo con una sonrisa insinuante a inclinando la cabeza hacia un lado—. En general, los jovencitos están hartos de patatas.

Le ordené con mi voz más profunda que me trajera una chuleta de carnero con patatas, y que preguntara en las ofici­nas si no había alguna carta para Trotwood Copperfield. Sa­bía muy bien que no podía haberla; pero pensé que aquello me haría parecer muy hombre. Pronto volvió diciendo que no había nada (yo hice como que me sorprendía mucho) y em­pezó a poner mi cubierto en una mesita al lado de la chime­nea. Mientras se dedicaba a aquella faena me preguntó qué quería beber y a mi respuesta de «media botella de jerez», me temo, encontró una buena ocasión para componer la medida del licor con los restos de varias botellas. Lo sospeché por­que mientras leía el periódico le vi, por encima de un tabiqui­llo muy bajo que formaba en la misma sala un departamento para él, muy ocupado vertiendo el contenido de muchas bote­llas en una sola, como un farmacéutico preparando una po­ción según la receta. Además, cuando probé el vino me pare­ció que estaba algo insípido y que contenía más migas de pan inglés de lo que podía esperarse en un vino extranjero. Sin embargo, tuve la debilidad de beberlo sin decir nada.

Después de cenar, encontrándome en un agradable estado de ánimo (de lo que saqué en consecuencia que hay momentos en los que el envenenamiento no es tan desagradable como dicen), decidí it al teatro. Escogí Coven Garden, y allí, en el fondo de un palco central, asistí a la representación de Julio César y de una pantomima nueva. Cuando vi a todos aquellos nobles romanos entrando y saliendo de escena para que yo me divirtiera, en lugar de ser, como en el colegio, pretextos odiosos de una tarea ingrata, no puedo expresar el placer maravilloso y nuevo que sentí. La realidad y la fic­ción que se combinaban en el espectáculo, la influencia de la poesía, de las luces, de la música, de la multitud, las muta­ciones de escena, todo, en fin, dejó en mi espíritu una expre­sión tan conmovedora y abrió ante mí tan ¡limitadas regio­nes de delicias, que al salir a la calle a media noche, con una lluvia torrencial, me pareció que caía de las nubes después de haber llevado durante más de un siglo la vida más román­tica, para encontrarme con un mundo miserable, lleno de fango, de faroles, de coches, de paraguas...

Había salido por una puerta diferente a la que había en­trado, y por un momento permanecí indeciso, sin moverme, como si fuera verdaderamente extraño a aquella tierra; pero pronto me hicieron volver en mí los empujones, y tomé el camino del hotel dando vueltas en mi espíritu a aquel her­moso sueño que todavía me parecía tener ante los ojos mien­tras comía ostras y bebía cerveza.

Estaba tan lleno del recuerdo del espectáculo y del pa­sado, pues lo que había visto en el teatro me hacía el efecto de una pantalla deslumbrante detrás de la cual veía reflejarse toda mi vida anterior, que no se en qué momento me di cuenta de la presencia de un guapo muchacho, vestido con cierta negligencia elegante, al que tenía muchos motivos para recordar. Me percaté que estaba allí sin haberle visto entrar, y continué sentado en mi rincón meditando.

Por fin me levanté para irme a la cama, con gran satisfac­ción del camarero, que tenía ganas de dormir y debía de sentir calambres en las piernas, pues las estiraba, las encogía y hacía todas las contorsiones que le permitía la estrechez de su cu­chitril. Al ir hacia la puerta pasé al lado del joven que acababa de entrar. Volví la cabeza, y después volví atrás y le miré de nuevo. No me reconocía; pero yo le conocí al instante.

En otra ocasión quizá me habría faltado el valor para sa­ludarle y lo hubiese dejado para el día siguiente, desperdi­ciando así la ocasión de hablarle; pero en el estado de ánimo en que me había puesto el teatro me pareció que la protec­ción que siempre me había prestado merecía toda mi grati­tud, y el cariño tan espontáneo que siempre había sentido por él resurgió al acercarme sintiéndome latir el corazón.

—¿Por qué no me hablas, Steerforth?

Me miró como miraba él siempre; pero vi que no me re­conocía.

—Temo que no me recuerdas —dije.

—¡Dios mío! —exclamó de pronto—. ¡Si es el pequeño Copperfield!

Le cogí las dos manos, y no podía decidirme a soltarlas. Sin la tonta vergüenza y el temor de disgustarle habría sal­tado a su cuello deshecho en lágrimas.

—Nunca, nunca he tenido una alegría más grande, mi querido Steerforth.

—Yo también estoy encantado —dijo estrechándome las manos con fuerza—; pero, Copperfield, muchacho, no te emociones tanto.

Sin embargo, creo que le halagaba ver toda la emoción que aquel encuentro me producía.

Me enjugué precipitadamente las lágrimas, que no había podido retener a pesar de todos mis esfuerzos, y traté de reír; después nos sentamos uno al lado de otro.

—¿Y qué haces por aquí? —me dijo Steerforth dándome en el hombro.

—He llegado hoy en la diligencia de Canterbury. Me ha adoptado una tía que vive allí, y acabo de terminar mi edu­cación. ¿Y tú, cómo estás por aquí, Steerforth?

—Verás; es que soy lo que llaman un hombre de Oxford; es decir, que voy allí a aburrirme de muerte periódicamente; pero ahora estoy en camino a casa de mi madre. Estás hecho un guapo muchacho, Copperfield, con tu carita amable. Y ahora que te miro, estás igual que siempre, no has cambiado nada.

—¡Oh!, yo sí que te he reconocido enseguida. Pero es que a ti es difícil olvidarte.

Se echó a reír, pasándose la mano por sus bucles espesos, y dijo alegremente:

—Pues sí; me encuentras en un viaje de obligación. Mi madre vive un poco alejada de Londres, y allí voy; pero los caminos están tan malos y se aburre uno tanto en aquella casa, que he interrumpido mi viaje esta noche. Sólo hace unas horas que estoy en Londres, y he pasado el tiempo con desagrado o durmiendo en el teatro.

—Yo también vengo del teatro; he estado en Coven Gar­den. ¡Qué magnífico teatro, Steerforth, y qué deliciosa no­che he pasado en él!

Steerforth se reía con toda su alma.

—Mi querido y pequeño Davy —dijo dándome otra vez en el hombro—, eres una verdadera florecilla. La margarita de los campos al salir el sol no está más fresca ni mas pura que tú. Yo también he estado en Coven Garden y no he visto en mi vida nada mas mezquino. ¡Mozo!

Llama, dirigiéndose al camarero, que había seguido con mucha atención, y a cierta distancia, nuestro encuentro y que ahora se acercaba respetuoso.

—¿Dónde han puesto a mi amigo Copperfield? —le pre­guntó Steerforth.

—Perdón, señor.

—Digo que dónde va a dormir, cuál es su número. Ya me comprendes —añadió Steerforth.

—Sí, señor —dijo el mozo como disculpándose—. Por el momento, míster Copperfield está en el número cuarenta y cuatro.

—¿Y en qué diablos está usted pensando —replicó Steer­forth— para poner a míster Copperfield en una habitación tan pequeña y encima del establo'?

—Creíamos, señor —contestó el camarero en tono de dis­culpa—, que míster Copperfield no le daba importancia, Pero podemos ponerle en el setenta y dos, si prefieren uste­des; es al lado de su habitación.

—Naturalmente que lo preferimos. ¡Haz el cambio al mo­mento!

El camarero obedeció inmediatamente, y Steerforth, muy divertido porque me hubieran dado el cuarenta y cuatro, se reía de nuevo y me daba en el hombro. Después me invitó a desayunar con él a la mañana siguiente, a las diez. Estuve orgulloso de aceptar. Como era ya muy tarde cogimos nues­tros candelabros y subimos la escalera, despidiéndonos muy cariñosamente. Me encontré con una habitación mucho me­jor que la anterior y que no olía a establo, con una inmensa cama de cuatro columnas situada en el centro, como un pe­queño castillo en medio de sus tierras, y allí, entre una canti­dad de almohadas suficientes para seis personas, caí pronto dormido beatíficamente y soñé con la antigua Roma y con la amistad de Steerforth, hasta que a la mañana siguiente, muy temprano, el rodar de las diligencias bajo el pórtico convir­tió mi sueño en una tempestad.

CAPÍTULO XX. LA CASA DE STEERFORTH

Cuando la criada llamó a mi puerta al día siguiente a las ocho de la mañana, diciéndome que allí dejaba el agua ca­liente para que me afeitara, pensé con pena que no tenía nada que afeitarme, y enrojecí. La sospecha de que se reía bajito al hacerme aquel ofrecimiento me persiguió mientras me arreglaba y me hizo parecer culpable (estoy seguro) cuando me la encontré en la escalera al bajar a almorzar. Sentía tan vivamente mi juventud que durante un momento no pude decidirme a pasar por su lado. Le oía barrer la escalera y yo permanecía al lado de mi ventana mirando la estatua del rey Carlos, que no tenía nada de real, rodeada como estaba de un dédalo de coches bajo la lluvia, y con una niebla espesa; el camarero me sacó de mi indecisión advirtiéndome que Steerforth me aguardaba.

Steerforth me esperaba en un gabinete reservado, ador­nado con cortinas rojas y un tapiz turco. El fuego brillaba, y un abundante desayuno estaba servido en una mesita cu­bierta con un mantel muy blanco. La habitación, el fuego, el desayuno y Steerforth, todo se reflejaba alegremente en un espejito ovalado. Al principio estuve cohibido. Steerforth era tan elegante, tan seguro de sí, tan superior a mí en todo, hasta en edad, que fue necesaria toda la gracia protectora de sus modales para rehacerme. Lo consiguió, sin embargo, y yo no me cansaba de admirar el cambio que se había ope­rado para mí en «La Cruz de Oro», comparando mi triste es­tado de abandono del día anterior con la comida y el lujo que ahora me rodeaba. En cuanto a la familiaridad del cama­rero, parecía no haber existido nunca, y nos servía con la mayor humildad.

—Ahora, Copperfield —me dijo Steerforth cuando nos quedamos solos—, me gustaría saber lo que haces, dónde vas y todo lo que te concierne. Me parece que eres algo mío.

Rebosante de alegría al ver que aún le interesaba así, le conté cómo me había propuesto mi tía aquella pequeña ex­pedición.

—Como no tienes ninguna prisa —dijo Steerforth—, vente conmigo a mi casa de Highgate a pasar con nosotros algún día. Seguramente te gustará mi madre... está tan orgu­llosa de mí, que se repite algo; pero esto es disculpable; y tú también estoy seguro de que le gustarás a ella.

—Quisiera estar tan seguro como tú, que tienes la amabi­lidad de creerlo —contesté sonriendo.

—Sí —dijo Steerforth—, todo aquel que me quiere la conquista; es ella la primera en reconocerlo.

—Entonces me parece que voy a ser su favorito —dije.

—Muy bien —contestó Steerforth—; ven y pruébanoslo. Ahora podemos dedicar un par de horas a que veas las curio­sidades de Londres. No es poca cosa tener un muchacho como tú a quien enseñárselas, Copperfield, y después toma­remos la diligencia para Highgate.

No podía creerlo; me parecía estar soñando, y temía des­pertar en la habitación número cuarenta y cuatro. Después de escribir a mi tía contándole mi afortunado encuentro con mi admirado compañero de colegio, y cómo había aceptado su invitación, tomamos un coche y nos dedicamos a curio­searlo todo. Dimos una vuelta por el Museo, donde no pude por menos de observar todo lo que sabía Steerforth sobre una infinita variedad de asuntos y la poca importancia que daba a su cultura.

—Tendrás el mayor éxito en la Universidad si es que te lo has examinado ya y lo has tenido, y tus amigos tendremos mucha razón para estar orgullosos de ti.

—¡Yo exámenes brillantes! —exclamó Steerforth—; no, florecilla de los campos, no; pero ¿supongo que no te impor­tará que te llame así?

—Nada de eso —le dije.

—Eres muy buen chico, querida florecilla —dijo Steer­forth riendo—. El caso es que no tengo el menor deseo ni la menor intención de distinguirme de ese modo. He hecho su­ficiente para lo que me propongo, y soy ya un hombre bas­tante aburrido sin necesidad de eso.

—Pero la fama —empecé.

—Tú eres una florecilla romántica —continuó Steerforth riendo todavía más fuerte— Díme: ¿para qué voy a moles­tarme? ¿Para que unos cuantos pedantes se queden con la boca abierta y levanten las manos al cielo? Para otros esas satisfacciones de la fama, y que les aproveche.

Yo estaba avergonzado de haberme equivocado de aquel modo y traté de cambiar de asunto. Afortunadamente, con Steerforth era fácil hacerlo, pues él pasaba siempre de un asunto a otro con una gracia y naturalidad que le eran pecu­liares.

Después del paseo almorzamos y, a causa de lo corto de los días de invierno, oscurecía ya cuando la diligencia nos dejó delante de una antigua casona de ladrillo en la cima de Highgate, y una señora de cierta edad, pero todavía joven, con orgulloso empaque y hermoso rostro, esperaba a la puerta la llegada de Steerforth y le estrechó en sus brazos di­ciéndole: «Mi querido James». Steerforth me la presentó: era su madre, que me acogió con amabilidad.

Era una casona a la antigua, agradable, tranquila y orde­nada. Desde las ventanas de mi habitación se veía todo Lon­dres extenderse a lo lejos como un gran mar de niebla, que algunas luces atravesaban. Sólo tuve tiempo, al vestirme, de lanzar una rápida ojeada a los sólidos muebles y a los cua­dros bordados (supongo que por la madre de Steerforth cuando era muchacha). También había algunos retratos a pastel de señoras con cabellos empolvados, que parecían ir y venir por la pared a causa de los reflejos de luz y sombra que salían chisporroteando del fuego recién encendido.

Me llamaron para comer. En el comedor encontré otra se­ñora, morena, menudita y delgada, pero de aspecto poco simpático a pesar de que no era nada fea. Aquella señora atrajo enseguida mi atención, quizá porque no me la espe­raba, quizá porque me encontré sentado frente a ella, quizá por hallar en ella algo que me chocaba. Tenía los cabellos negros y los ojos oscuros, con mucha vida. Era delgada, y una cicatriz le cortaba el labio; debía de ser una cicatriz muy antigua, más bien un costurón, pues el color no se diferen­ciaba del resto de su cutis y debía de estar curada hacía mu­chos años. Aquella señal le atravesaba toda la boca, hasta la barbilla; pero desde donde yo estaba se veía muy poco, sólo se le notaba el labio superior un poco deformado.

Decidí en mi interior que debía de tener lo menos treinta años y que quería casarse; estaba algo envejecida, aunque aún de buen ver, como una casa deshabitada durante mucho tiempo que conserva todavía un buen aspecto. Su delgadez parecía ser el efecto de algún fuego interior que se reflejaba en sus ojos ardientes.

Me fue presentada como miss Dartle, y los Steerforth la llamaban Rose. Vivía en la casa y hacía mucho tiempo que acompañaba a mistress Steerforth. Me parecía que nunca de­cía espontáneamente nada de lo que quería decir, sino que lo insinuaba consiguiendo por este medio dar a todo mucha im­portancia. Por ejemplo: Cuando mistress Steerforth dijo, más bien en broma, que temía que su hijo hubiera hecho una vida algo disipada en la Universidad, miss Dartle contestó:

—¡Ah! ¿De verdad? Ya saben ustedes lo ignorante que soy, y que solo pregunto para instruirme; pero ¿acaso no ocurre siempre así? Yo creí que esa vida era... ¿eh?

—La preparación para una carrera seria, ¿es eso lo que quieres decir, Rose? —preguntó mistress Steerforth con frialdad.

—¡Oh, naturalmente! Esa es la realidad, mistress Steer­forth; pero ¿no ocurre así? Me gusta que me contradigan si me equivoco; pero yo creía... ¿realmente no es así?

—¿Realmente qué? —dijo mistress Steerforth.

—¡Ah! ¿Eso quiere decir que no? Me alegro mucho. Ahora ya lo sé. Esta es la ventaja de preguntar. Y desde este momento nunca permitiré que delante de mí hablen de las extravagancias y prodigalidades de esa vida de estu­diante.

—Y hará usted muy bien —dijo mistress Steerforth—. Además, en este caso el preceptor de mi hijo es un hombre de tal conciencia, que aunque no tuviera confianza en mi hijo la tendría en él.

—¿En serio? —dijo miss Dartle—. Querida mía, ¿conque es un hombre realmente de conciencia?

—Sí; estoy convencida —dijo mistress Steerforth.

—¡Cuánto me alegro! —exclamó miss Dartle—. ¡Qué tranquilidad que sea realmente un hombre de conciencia! ¿Entonces no es ...? Pero naturalmente que no, puesto que es un hombre de conciencia. ¡Qué alegría me da poder tener desde ahora esa opinion de él! No puede usted figurarse lo que ha subido en mi concepto desde que sé que es realmente un hombre de conciencia.

Así insinuaba miss Dartle su opinion sobre todas las co­sas y corregía todo lo que no estaba conforme con sus ideas. A veces (no pude por menos de observarlo) tenía éxito de aquel modo, aun contradiciendo a Steerforth. Antes de ter­minar la comida, mistress Steerforth me hablaba de mi in­tención de ir a Sooffolk, y yo dije, al azar, que me gustaría mucho si Steerforth quisiera acompañarme, y le expliqué que iba a ver a mi antigua niñera y a la familia de míster Peg­gotty, recordándole que era el marinero que había conocido en la escuela.

—¡Oh! ¿Aquel buen hombre —dijo Steerforth— que fue a verte con su hijo?

—No, con su sobrino —repliqué—; es su sobrino, a quien ha adoptado como hijo, y también tiene una linda sobrinita, a la que también ha adoptado como hija. En una palabra, su casa, o mejor dicho su barco, pues viven en un barco sobre la arena, está llena de gentes que son objeto de su generosi­dad y bondad. Te encantaría ver ese interior.

—Sí —dijo Steerforth—; ya lo creo que me gustaría. Veremos si lo puedo arreglar, pues merece la pena, aparte del gusto de viajar contigo, florecilla, para ver de cerca de esa clase de gente y sentirme por unos momentos uno de ellos.

Mi corazón latía de esperanza y de alegría. Pero a propó­sito del tono con que Steerforth había dicho: «esa clase de gente», miss Dartle, con sus penetrantes ojos fijos en mí, se mezcló de nuevo en la conversación.

—Pero dígame, ¿realmente son así?

—¿Si son cómo? ¿Qué quieres decir? —preguntó Steer­forth.

—Esa clase de gente. ¿Si son realmente animales, como brutos, seres de otra especie? Me interesa mucho saberlo.

—En efecto; hay mucha distancia entre ellos y nosotros —dijo Steerforth con indiferencia—. No hay que esperar de ellos una sensibilidad como la nuestra; su delicadeza no se hiere con facilidad; pero son personas de gran virtud, así lo dicen, y yo no tengo por qué ponerlo en duda. Aunque no son naturalezas refinadas, y deben estar contentos de que sus sentimientos no sean más fáciles de herir que su piel ás­pera.

—¿De verdad? —dijo miss Dartle—. No sabes lo que me alegro de saberlo. ¡Es tan consolador, es tan agradable sa­ber que no sienten sus sufrimientos! A mí, a veces me había preocupado esa clase de gente; pero ahora ya no volveré a pensar en ellos. Vivir y aprender. Tenía mis dudas, lo con­fieso; pero ahora ya han desaparecido. Es que antes no sa­bía; esta es la ventaja de las preguntas, ¿no es verdad?

Pensé que Steerforth había dicho aquello para hacer ha­blar a miss Dartle y esperaba que me lo dijera cuando se fuera y nos quedáramos solos sentados ante el fuego. Pero únicamente me preguntó qué pensaba de ella.

—Me ha parecido que es inteligente, ¿no? —pregunté.

—¡Inteligente! A todo saca punta —dijo Steerforth—. Lo afila todo como se ha afilado su rostro y su figura en estos últimos años. Es cortante.

—¡Y qué cicatriz tan extraña tiene en los labios! —dije.

Steerforth palideció y nos callamos un momento.

—El caso —dijo— es que fue culpa mía.

—¿Algún accidente desgraciado?

—No; yo era un niño, y un día que me exasperaba le tiré un martillo. Como puedes ver, era ya un angelito que pro­metía.

Sentí mucho haber tocado un punto tan penoso; pero ya no tenía remedio.

—Y que tiene la marca para toda la vida, como ves —dijo Steerforth—, hasta que descanse en la tumba, si es que en la tumba puede descansar, que lo dudo. Es la huérfana de un primo lejano de mi padre, y mi madre, que era viuda cuando el padre murió, se la trajo para que le hiciese compañía. Miss Dartle posee un par de miles de libras, de las que todos los años economiza la renta para añadirla al capital. Esa es la historia de miss Rosa Dartle.

—¿Y tú la querrás como un hermano? —dije.

—¡Hum! —repuso Steerforth mirando al fuego— Hay her­manos que no se quieren mucho; otros se quieren mal...; pero, sírvete, Copperfield; vamos a brindar por las florecillas del campo, en honor tuyo, y por los lirios del valle, que no traba­jan ni hilan, en honor mío; mejor dicho, para vergüenza mía.

Una sonrisa burlona que erraba por sus labios desapareció al decir estas palabras, y pareció recobrar toda su franqueza y gracia habituales.

Cuando volvimos por la tarde a tomar el té, no pude por menos de mirar con penoso interés la cicatriz de miss Dar­tle; pronto observé que era la parte más sensible de su ros­tro, y que cuando palidecía era lo primero que cambiaba y se ponía de un color plomizo. Entonces se veía en toda su ex­tensión como una raya de tinta invisible al acercarla al fuego. Tuvieron un pequeño altercado ella y Steerforth mientras jugaban a los dados, y en el momento en que se en­colerizó vi aparecer la marca, como las misteriosas palabras escritas en un muro.

No me extrañaba nada el entusiasmo de mistress Steer­forth por su hijo. Parecía no ser capaz de hablar ni de pensar en otra cosa. Me enseñó un retrato de cuando era niño, en un medallón con unos buclecitos. Me enseñó otro de la época en que yo le había conocido, y sobre su pecho llevaba otro actual. Todas las cartas que le había escrito su hijo las guar­daba en un secreter cercano al sillón en que se sentaba junto a la chimenea, y me quiso leer algunas de ellas, y a mí me hubiera gustado mucho oírlas; pero Steerforth se interpuso y no la dejó hacerlo.

—Es en el colegio de míster Creakle donde mi hijo y us­ted se conocieron, ¿verdad? —dijo mistress Steerforth ha­blando conmigo, mientras su hijo y miss Dartle jugaban a los dados—. Recuerdo; entonces me hablaba de un niño más pequeño que él a quien quería mucho; pero su nombre, como puede usted suponer, se ha borrado de mi memoria.

—Era muy generoso y noble conmigo, se lo aseguro —dije—, y yo estaba muy necesitado entonces de un amigo así. Habría sido muy desgraciado allí sin él.

—Es siempre generoso y noble —dijo mistress Steerforth con orgullo.

Asentí con todo mi corazón, Dios lo sabe. Ella también lo sabía, y su altanería se humanizaba para mí, excepto cuando alababa a su hijo, que recobraba todo su orgullo.

—Aquel no era un buen colegio para mi hijo, ni mucho menos; pero había que tener en cuenta circunstancias de ma­yor importancia aun que la elección de profesores. El espí­ritu independiente de mi hijo hacía indispensable que estu­viera a su lado un hombre que reconociera su superioridad y se doblegara ante él. En míster Creakle encontramos al hom­bre que nos hacía falta.

No me decía nada nuevo, pues conocía bien al individuo, y además aquello no me hacía tener peor opinión de él. En­contraba muy disculpable que se hubiera dejado dominar por el encanto irresistible de Steerforth.

—La gran capacidad de mi hijo aumentó allí gracias a un sentimiento de emulación voluntaria y de orgullo consciente —continuó diciendo con entusiasmo la señora—. Contra la tiranía se habría revelado; en cambio, como se sentía dueño y señor, quiso ser digno de su situación. Aquello era muy suyo.

Respondí con toda mi alma que le reconocía muy bien en aquel rasgo.

—Y así fue, por su propia voluntad, y sin ninguna presión, el primero, como lo será siempre que se proponga destacarse de los demás —prosiguió mistress Steerforth—. Mi hijo me ha dicho, míster Copperfield, que usted le quería mucho y que ayer, al encontrarle, se dio usted a conocer con lágrimas de alegría. Sería afectación en mí si pretendiera sorpren­denne de que mi hijo inspire semejantes emociones; pero no puedo permanecer indiferente ante quien reconoce sus méri­tos, y estoy muy contenta de verle a usted aquí, y puedo ase­gurarle que él también siente por usted una amistad nada vul­gar, y que puede contar desde luego con su protección.

Miss Dartle jugaba a los dados con el mismo ardor que ponía en todo. Tanto es así, que si la primera vez la hubiera visto jugando, habría pensado que su delgadez y el brillo de sus ojos eran consecuencia de aquella pasión más que de otra cualquiera. Sin embargo, o estoy muy equivocado, o no per­día una palabra de la conversación, ni un matiz de la alegría con que yo escuchaba a mistress Steerforth, sintiéndome ha­lagado con su confianza y creyéndome ya mucho más viejo que cuando salí de Canterbury. Hacia el fin de la velada tra­jeron vasos y licores, y Steerforth, sentado delante de la chi­menea, me prometió pensar seriamente en acompañarme en mi viaje.

—No nos come prisa —decía—, tenemos una semana por delante.

Su madre, también muy hospitalaria, me repitió lo mismo. Mientras hablábamos, Steerforth me llamó varias veces florecilla del campo, lo que atrajo de nuevo las preguntas de miss Dartle.

—Pero ¿realmente, míster Copperfield —me preguntó—, es un mote? ¿Por qué le llama así? ¿Quizá... porque le pa­rece usted muy joven a inocente? ¡Soy tan torpe para estas cosas!

Respondí, ruborizado, que, en efecto, debía de ser por eso.

—¡Ah! —dijo miss Dartle—. ¡Cómo me alegro de sa­berlo! Pregunto para instruirme, y estoy encantada cuando sé algo nuevo. Steerforth piensa que es usted un inocente, y le hace su amigo. ¡Es verdaderamente encantador!

Después de decir esto se retiró a acostarse, y también mistress Steerforth. Él y yo, después de charlar como una media hora de Traddles y los demás compañeros de Salem House, subimos juntos. La habitación de Steerforth estaba contigua a la mía, y entré un momento a verla. Tenía aspecto de gran comodidad, llena de butacones, de cojines y de tabu­retes bordados por la mano de su madre; no faltaba un deta­lle de lo que puede hacer a una alcoba agradable. Por último, un hermoso retrato de su madre colgaba de la pared en un cuadro, y miraba a su hijo querido como si hasta en su sueño necesitara verle.

En mi habitación encontré encendido el fuego, y las corti­nas del lecho y de la ventana echadas me dieron una impre­sión acogedora. Me senté en un sillón ante la chimenea para pensar en mi felicidad, y estaba hundido en su contempla­ción desde hacía ya un rato cuando mis ojos se encontraron con un retrato de miss Dartle que me miraba con sus agudos ojos desde encima de la chimenea.

El parecido era extraordinario, tanto de rasgos como de expresión. El pintor había suprimido la cicatriz; pero yo se la veía; allí estaba, apareciendo y desapareciendo; tan pronto se veía sólo en el labio superior, como durante la comida, como se presentaba en toda su extensión, como había obser­vado cuando se apasionaba.

Me pregunté con impaciencia por qué no habrían puesto en cualquier otro sitio aquel retrato en lugar de ponerlo en mi cuarto. Para dejar de verla me desnudé deprisa, apagué la luz y me metí en la cama. Pero mientras me dormía no podía olvidar que estaba mirándome. «¿Es realmente así? Deseo saberlo.» Y cuando me desperté a media noche, me di cuenta de que estaba rendido de tanto preguntar a todo el mundo en sueños «si era realmente así o no», sin comprender a qué me refería.

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I. LA PEQUEÑA EMILY

Había un criado en aquella casa, un hombre que, según comprendí, acompañaba a todas partes a Steerforth y que había entrado a su servicio en la Universidad. Aquel hombre era en apariencia un modelo de respetabilidad. Yo no re­cuerdo haber conocido en su categoría a alguien más respe­table. Era taciturno, andaba suavemente, muy tranquilo en sus movimientos, deferente, observador, siempre a mano cuando se le necesitaba y nunca cerca cuando podía moles­tar. A pesar de todo, su mayor virtud era su respetabilidad. No era nada humilde y hasta parecía un poco altanero. Tenía la cabeza redonda y rapada, hablaba con suavidad y tenía un modo especial de silbar las eses, pronunciándolas tan claras que parecía que las usaba más a menudo que nadie; pero to­das sus peculiaridades contribuían a su respetabilidad. Si hubiese tenido una nariz desmesurada habría sabido hacer que resultase respetable. Vivía rodeado de una atmósfera de dignidad y andaba con pie firme por ella. Habría sido impo­sible sospechar de él nada malo. ¡Era tan respetable! A nadie se le habría ocurrido ponerle de librea, tanta era su respetabilidad, ni obligarle a desempeñar un trabajo inferior; ha­bría sido un insulto a los sentimientos de un hombre tan res­petable. Y pude observar que las criadas de la casa tenían instintivamente conciencia de ello y lo hacían todo, mien­tras él, por lo general, leía el periódico sentado ante la chimenea.

Nunca he visto un hombre más dueño de sí. Pero esto, como todas sus demás cualidades, no hacían más que au­mentar su integridad. Hasta el detalle de que nadie supiera su nombre de pila parecía formar parte de ella. Nadie podía objetar nada contra su nombre: Littimer. Peter podía ser el nombre de un ahorcado, y Tom el de un deportado; pero Lit­timer era perfectamente respetable. No sé si sería a causa de aquel conjunto abstracto de honradez; pero yo me sentía ex­troardinariamente joven en presencia de aquel hombre. Su edad no se podía adivinar, y aquello era un mérito más de su discreción, pues, en su calma digna, igual podía tener cin­cuenta años que treinta.

A la mañana siguiente, antes de que yo me hubiese levan­tado, ya estaba Littimer en mi habitación con el agua para afeitarme (aquel agua era como un reproche) y preparán­dome la ropa. Cuando alcé las cortinas del lecho para mi­rarle, le vi a la misma temperatura de respetabilidad de siem­pre: el viento del Este de enero no le afectaba, ni siquiera le empañaba el aliento, y colocaba mis botas a derecha a iz­quierda en la primera posición del baile y soplaba delicada­mente mi chaqueta mientras la dejaba extendida como si fuera un niño.

Le di los buenos días y le pregunté qué hora era. Él sacó de su bolsillo un reloj de lo más respetable que he visto, y sosteniendo el resorte de la tapa con un dedo, lo miró como si consultara a una ostra profética; lo volvió a cerrar y me dijo que, con mi permiso, eran las ocho y media.

—Mister Steerforth tendría mucho gusto en saber cómo ha descansado usted, señorito.

—Gracias —dije—; muy bien. Y mister Steerforth ¿cómo sigue?

—Muchas gracias; mister Steerforth está pasablemente bien.

Otra de sus características era no usar superlativos. Un término medio tranquilo y frío siempre.

—¿No hay nada más en que pueda tener el honor de ser­virle, señorito? La campana suena a las nueve, y la familia desayuna a las nueve y media.

—Nada; muchas gracias.

—Gracias a usted, señorito, si me lo permite.

Y con esto y con una ligera inclinación de cabeza al pasar al lado de mi cama, como disculpándose de haberme corre­gido, salió cerrando la puerta con la misma delicadeza que si acabara de caer en un ligero sueño del que dependiera mi vida,

Todas las mañanas teníamos exactamente esta conversa­ción, ni más ni menos, y siempre invariablemente, a pesar de los progresos que hubiera podido hacer en mi propia es­tima la víspera, creyéndome que avanzaba hacia una madu­rez próxima, por el compañerismo de Steerforth, las confi­dencias de su madre o la conversación de miss Dartle en presencia de aquel hombre respetable, me sentía, como nuestros pequeños poetas cantan, «un chiquillo de nuevo».

Littimer nos proporcionó caballos, y Steerforth, que sabía de todo, me dio lecciones de equitación. Nos proporcionó floretes, y Steerforth empezó a enseñarme a manejarlos. Después nos trajo guantes de boxeo, y también Steerforth fue mi maestro. No me importaba nada que Steerforth me encontrase novato en aquellas ciencias; pero no podia sopor­tar mi falta de habilidad delante del respetable Littimer. No tenía ninguna razón para creer que él entendiese de aquellas artes; nunca me había dejado sospechar nada semejante, ni con el menor guiño de sus respetables párpados; sin em­bargo, cuando estaba con nosotros mientras practicábamos, yo me sentía el más torpe a inexperto de los mortales. Si me refiero tan particularmente a este hombre es porque enton­ces me produjo un efecto muy extraño, y además por lo que sucederá después.

La semana transcurrió de la manera más deliciosa. Pasó tan rápidamente como puede suponerse, dado lo entusias­mado que yo estaba. Además, tuve muchas ocasiones de co­nocer mejor a Steerforth y de admirarle en todos sus aspec­tos; tanto es así, que al final me parecía que estaba con él desde hacía mucho tiempo. Me trataba de un modo cariñoso, como si fuera un juguete, y a mí me parecía que era el modo más agradable que podía haber adoptado; así me recordaba nuestra antigua amistad, y parecía la continuación natural de ella; no le encontraba nada cambiado y estaba libre de todas las incomodidades que hubiera sentido comparando mis mé­ritos con los suyos y midiendo mis derechos sobre su amis­tad bajo un nivel de igualdad; pero sobre todo era conmigo natural, confiado y afectuoso como no lo era con nadie. Igual que en el colegio, me trataba de muy distinta manera que a todos los demás, y yo creía que estaba más cerca de su corazón que ningún otro.

Por fin se decidió a venir conmigo al campo y llegó el día de nuestra partida. Al principio dudó mucho si llevarse a Littimer o no; pero prefirió dejarlo. La respetable criatura, satisfecha con lo que decidieran, arregló nuestros porta­mantas en el cochecito que debía conducirnos a Londres como si tuviera que desafiar el choque de muchas genera­ciones, y recibió mi modesta gratificación con perfecta in­diferencia.

Nos despedimos de mistress Steerforth y de miss Dartle con mucho agradecimiento por mi parte y mucha bondad por la de la apasionada madre. Y la última cosa que vi fue los ojos imperturbables de Littimer contemplándome, según me pareció, con la silenciosa convicción de que yo era ver­daderamente demasiado joven.

Lo que sentí volviendo bajo aquellos auspicios favorables a los antiguos sitios familiares no trataré de describirlo. Nos dirigimos al Hotel de Postas. Yo estaba tan preocupado, lo recuerdo, por el honor de Yarmouth, que cuando Steerforth dijo, mientras atravesábamos sus calles húmedas y sombrías, que, por lo que podía ver, era un bonito rincón, un poco ale­jado, pero curioso, me sentí muy complacido. Nos fuimos a la cama nada más llegar (observé un par de zapatos y de po­lainas ante la puerta de mi antiguo amigo el Dolphin cuando pasé por el corredor). A la mañana siguiente me levanté tarde. Steerforth se hallaba muy animado; había estado en la playa antes de que yo me despertase y había conocido, se­gún me dijo, a la mitad de los pescadores del lugar. Hasta me aseguró que había visto a lo lejos la casa de míster Peg­gotty con el humo saliendo por la chimenea, y me contó que había estado a punto de presentarse como si fuera yo, desco­nocido a causa de lo que había crecido.

—¿Cuándo piensas presentarme, Florecilla? —me dijo­. Estoy a tu disposición, y puedes arreglarlo como quieras.

—Pues pensaba que esta noche sería un buen momento, Steerforth, cuando estén ya todos alrededor del fuego. Me gustaría que los vieras entonces, ¡es tan curioso!

—Así sea —replicó Steerforth—; esta noche.

—No les avisaremos, ¿sabes? —dije encantado—, y los cogeremos por sorpresa.

—¡Oh!, naturalmente —repuso Steerforth—; si no los co­gemos por sorpresa no tiene gracia. Hay que ver a los indí­genas en su estado natural.

—Sin embargo, es «esa» clase de gente que mencionabas el otro día.

—¡Ah! ¿Recuerdas mis escaramuzas con Rosa? —ex­clamó con una rápida mirada— No puedo sufrir a esa mu­chacha; casi me asusta; me parece un vampiro. Pero no pen­semos en ella. ¿Qué vas a hacer tú ahora? Supongo que irás a ver a tu niñera.

—Sí; claro está —dije—; debo ver a Peggotty lo primero de todo.

—Bien —replicó Steerforth mirando su reloj—; te dejo dos horas libres para llorar con ella. ¿Te parece bastante?

Le contesté riendo que, en efecto, creía que tendríamos bastante; pero que él tenía que venir también, para darse cuenta de que su fama le había precedido y de que era allí un personaje casi tan importante como yo.

—Iré donde tú quieras —dijo Steerforth— y haré lo que se te antoje. Dame la dirección y dentro de dos horas me pre­sentaré en el estado que más te agrade, sentimental o có­mico.

Le di los datos más minuciosos para encontrar la casa de Barkis, cochero de Bloonderstone, etc., y a salí yo solo. Ha­cía un aire penetrante y vivo; el suelo estaba seco; el mar, crispado y claro; el sol difundía raudales de luz, ya que no de calor; y todo parecía nuevo y lleno de vida. Yo mismo me sentía tan nuevo y lleno de vida en la alegría de encontrame allí, que hubiese parado a los transeúntes para darles la mano.

Las calles me parecían estrechas, como es natural. Las ca­lles que sólo se han visto en la infancia siempre lo parecen cuando se vuelve después a ellas. Pero no había olvidado nada, y me pareció que ninguna cosa había cambiado hasta que llegué a la tienda de míster Omer. Allí donde antes se leía «Omer» ponía ahora «Omer y Joram»; pero la inscrip­ción de «Lutos, sastre, funerales, etc.» continuaba lo mismo.

Mis pasos se dirigieron tan naturalmente hacia la tienda después de haber leído aquellas palabras, que crucé las ca­lles y entré. En la planta baja había una mujer muy guapa haciendo saltar a un niño chiquito en sus brazos, mientras otra diminuta criatura la agarraba del delantal. No me costó trabajo reconocer en ellos a Minnie y a sus hijos. La puerta de cristales del interior no estaba abierta; pero en el taller del otro lado del patio se oía débilmente resonar el antiguo mar­tilleo, como si nunca hubiera cesado.

—¿Está en casa mister Omer? —dije—. Desearía verle un momento.

—Sí señor, está en casa —dijo Minnie—; con este tiempo y su asma no puede salir. Joe, llama a tu abuelo.

La pequeña personita que le tenía agarrada por el delantal lanzó tal grito, que su sonido le asustó a él mismo y escon­dió la cabeza entre las faldas de su madre.

Al momento oí que se acercaba alguien resoplando con ruido, y pronto mister Omer, con la respiración más corta que nunca, pero apenas envejecido, apareció ante mí.

—Servidor de usted —dijo—. ¿En qué puedo servirle?

—Estrechándome la mano, mister Omer, si usted gusta —dije tendiéndole la mía—. Fue usted muy bondadoso con­migo en cierta ocasión, y me temo mucho que entonces no le demostré que lo pensaba.

—¿De verdad? —replicó el anciano—. Me alegro de sa­berlo; pero no puedo recordar.. ¿Está seguro de que era yo?

—Completamente.

—Se conoce que mi memoria se ha vuelto tan corta como mi aliento —dijo mister Omer, mirándome y sacudiendo la cabeza—; por más que le miro no le recuerdo.

—¿No se acuerda usted de que vino a buscarme a la dili­gencia y me dio de desayunar en su casa, y después fuimos juntos a Bloonderstone, usted, yo, mistress Joram y mister Joram, que entonces no eran matrimonio?

—¿Cómo? ¡Dios me perdone! —exclamó mister Omer después de sufrir a causa de la sorpresa un golpe de tos—. ¡No me lo diga usted! Minnie, querida mía, ¿lo recuerdas? Sí, querida mía; se trataba de una señora...

—Mi madre —dije.

—Cier—ta—men—te —dijo mister Omer tocando mi cha­queta con su dedo—, y también había una criaturita; eran dos a la vez, y el pequeño tenía que ir en el mismo féretro que la madre. ¡Y era en Bloonderstone, naturalmente, Dios mío! ¿Y cómo está usted desde entonces?

—Muy bien, gracias —le dije—, y espero que usted tam­bién lo esté.

—¡Oh!, no puedo quejarme —dijo míster Omer—. La respiración la tengo cada vez más corta; pero eso es culpa de la edad. La tomo como viene y hago lo que puedo. Es lo me­jor que se puede hacen ¿No le parece?

Míster Omer tosió de nuevo a consecuencia de la risa y fue asistido por su hija, que estaba a nuestro lado haciendo saltar al niño más pequeño sobre el mostrador.

—¡Dios mío! —dijo míster Omer—. Sí; ahora estoy se­guro, dos personas. Pues en aquel mismo viaje, ¿querrá us­ted creerlo?, se fijó la fecha de la boda de Minnie con Joram. «Fije usted el día», decía Joram. «Sí, padre; fíjelo», decía Minnie. Y ahora somos socios, mire; y aquí tiene usted al más pequeño.

Minnie rió, atusándose los cabellos sobre las sienes, mientras su padre ponía uno de sus gruesos dedos en la ma­nita del nene, que saltaba en el mostrador.

—Eran dos, naturalmente —insistió Omer, recordando—. ¡Precisamente! Pues Joram en este momento está trabajando en uno gris con clavos de plata, que será como dos pulgadas más corto que este —dijo señalando al niño que saltaba—. ¿Quiere usted tomar algo?

Di las gracias, diciendo que no.

—Oiga usted —dijo míster Omer—. La mujer del carre­tero Barkis (que es hermana del pescador Peggotty) ¿tenía algo que ver con su familia? Estaba sirviendo allí, estoy se­guro.

Mi contestación afirmativa le puso muy contento.

—Creo que pronto tendré la respiración más larga, puesto que también estoy recobrando la memoria —dijo míster Omer—. ¡Bien, señor! Pues aquí tenemos a una muchacha, parienta de Peggotty, ¡y que tiene una elegancia y un gusto para los trajes! Estoy seguro de que ni una duquesa en toda Inglaterra le pondría peros.

—¿No será la pequeña Emily? —dije involuntariamente. —Emily es su nombre —dijo míster Omer—, y, en efecto, es chiquita; pero, créame usted, tiene una cara tan linda, que la mitad de las mujeres de la ciudad están locas de en­vidia.

—¡Qué tontería, padre! —exclamó Minnie.

—Querida mía, no digo que ese sea tu caso —dijo gui­ñándome—; lo que digo es que la mitad de las mujeres de Yarmouth, ¡ya lo creo, y en cinco millas a la redonda!, están locas de envidia.

—Si se hubiera quedado tranquila en donde le corres­ponde —dijo Minnie— no les habría dado motivos de ha­blar y no hubiese podido hacerlo.

—¿Qué no habría podido hacer, querida mía? —replicó míster Omer—. ¡No poder hacerlo! ¿Es ese tu conocimiento de la vida? Como si existiese alguna mujer que no pudiese hacer algo, sobre todo tratándose de otra mujer guapa.

Realmente, creí que todo había terminado, pues míster Omer, después de aquella broma, tosía de tal manera y tar­daba tanto en recobrar el aliento, que esperaba verle de un momento a otro desaparecer detrás del mostrador y que sus pantalones negros con los lacitos desteñidos en las rodillas se agitaran por última vez. Al fin, sin embargo, se puso me­jor, aunque todavía respiraba con tal dificultad y estaba tan agotado, que se vio obligado a sentarse en una banqueta de­trás del mostrador.

—¿Ve usted? —dijo enjugándose la frente y respirando con dificultad—. Emily no ha querido hacer muchas amista­des, no se ha molestado por conocer gente, ni tener amigas, todavía menos novios. En consecuencia, la critican y dicen que Emily desea hacerse una señora. Ahora mi opinión es que si corren estos rumores es porque ella, cuando era pe­queña, dijo muchas veces en la escuela que si fuera una se­ñora haría tal y cual cosa por su tío, ¿sabe usted?, y que le compraría tantas cosas bonitas.

—Le aseguro, míster Omer, que a mí también me lo dijo cuando los dos éramos niños —contesté prontamente.

Míster Omer volvió la cabeza y sacudió la barbilla.

—Precisamente. Además, ella con cualquier cosa se viste mejor que otras con mucho dinero; y eso no gusta. En reali­dad, puede llamársela caprichosa; hasta puede llegarse a de­cir que lo es —dijo míster Omer—, y que ella misma no sabe lo que quiere, y nunca está tranquila. Pero nada más se puede decir de ella, ¿no es verdad, Minnie?

—No, padre —dijo mistress Joram—; eso es todo.

—Así, cuando encontró una colocación —continuó míster Omer— para acompañar a una señora anciana y difícil, no congeniaron y no pasó de ahí. Por último ha venido a esta casa de aprendiza, pronto hará ya tres años, y es la mejor chica que se puede encontrar. Trabaja como seis. Minnie, ¿no hace ahora ella el trabajo de seis obreras?

—Sí, padre —contestó Minnie—; que no se diga que no le hago justicia.

—Muy bien —dijo míster Omer—; así debe ser. Y así, caballerito —añadió después de unos momentos de acari­ciarse la barbilla—, para que no me considere usted tan char­latán como corto de aliento, creo que es todo lo que le puedo decir.

Como al hablar de Emily bajaban la voz, supuse que es­taba cerca, y al preguntarlo, míster Omer me indicó que sí, y me señaló hacia la puerta interior. Me apresuré a pregun­tar si podía mirar y, al darme su permiso, miré a través de los cristales y la vi sentada trabajando; la vi; y era la más preciosa criatura del mundo: pequeñita, con sus grandes ojos azules, que habían penetrado en mi infantil corazón; estaba riéndose vuelta hacia otro niño de Minnie, que ju­gaba a su lado, y había tal decisión en su rostro brillante, mezclada con mucho de su antigua expresión caprichosa, que me pareció justificado todo lo que había oído. Pero no había nada en su belleza, estoy seguro, que pudiera hacer esperar otra cosa que bondad y felicidad y una vida tran­quila y dichosa.

El martilleo del patio parecía como si no hubiese cesado nunca, y resonaba débilmente durante todo el tiempo.

—¿Quiere usted entrar a hablarle? —dijo míster Omer—. Hágalo como si estuviera en su casa.

Era demasiado tímido para hacerlo. Me asustaba que ella se azorase, y no me asustaba menos mi propio azoramiento; pero me enteré de la hora a la que salía por la noche, con ob­jeto de hacer nuestra visita a tiempo; y despidiéndome de míster Omer, de su linda hija y de los dos nenes, me fui en busca de mi querida y vieja Peggotty.

Allí estaba, en su cocinita, haciendo el almuerzo. En cuanto llamé a la puerta, me abrió y me preguntó qué de­seaba. La miré con una sonrisa; pero ella no me correspon­dió. No habíamos dejado nunca de escribirnos; pero hacía siete años que no nos veíamos.

—¿Está míster Barkis en casa, señora? —dije fingiendo una voz ronca.

—Sí, señor; está en casa —contestó Peggotty—; pero está en cama con su reúma.

—¿Ahora ya no va a Bloonderstone? —pregunté.

—Cuando se ponga bueno, sí señor —me contestó.

—¿Y usted no va nunca allí, mistress Barkis?

Me miró más atentamente y observé un rápido movi­miento de sus manos, como para juntarse.

—Porque tenía que hacerle algunas preguntas sobre una casa de allí, que se llamaba... ¿Cómo era?... La Rookery —dije.

Peggotty dio un paso atrás y extendió las manos, asus­tada, como rechazándome.

—¡Peggotty! —grité.

Y ella exclamó:

—¡Mi niño, mi niño querido!

Y ambos nos deshicimos en lágrimas uno en brazos del otro.

Las extravagancias que hizo llorando y riendo abrazada a mí; lo orgullosa que estaba, lo contenta; lo triste de que aquella de quien podía ser el orgullo y la alegría no estuviera ni pudiera abrazarme, no tengo corazón para contarlo. Es­taba tan conmovido, que no me equivoco al creer que me mostré muy niño correspondiendo a todas sus emociones. Nunca he reído y llorado en toda mi vida, puedo decirlo, ni aun con ella, más francamente que aquella mañana.

—¡Barkis se va a poner más contento! —dijo Peggotty enjugándose los ojos con el delantal; esto va a sentarle me­jor que todas sus cataplasmas y sus fricciones. ¿Puedo ir a decirle que estás aquí? Y subirás a verle, querido mío.

—Naturalmente.

Pero Peggotty no podía salir de la habitación, pues cada vez que se acercaba a la puerta se volvía a mirarme y volvía de nuevo sobre sus pasos para llorar y reír sobre mi hombro. Por último, para hacérselo más fácil, salí con ella y la esperé un momento mientras preparaba un poco a Barkis para mi visita.

Barkis me recibió con verdadero entusiasmo. Como es­taba demasiado reumático para estrecharme la mano, me rogó que sacudiera la borla de su gorro de dormir, lo que hice cordialmente. Cuando estuve sentado al lado de su cama me dijo que le parecía que todavía me estaba llevando por la carretera de Bloonderstone y que aquello le hacía mu­cho bien. Como estaba en la cama tapado hasta el cuello, sólo se le veía la cabeza, como a los querubines, y hacía un efecto muy grotesco.

—¿Qué nombre había escrito yo en el carro, señorito? —me dijo Barkis con una lenta sonrisa de reumático.

—¡Ah, Barkis; qué largas conversaciones tuvimos sobre el asunto!, ¿eh?

—Hacía mucho tiempo que «yo estaba dispuesto», ¿ver­dad, señorito? —dijo Barkis.

—Muchísimo tiempo —dije yo.

—Y no me arrepiento. ¿Recuerda usted cuando me contó una vez que era ella quien hacía todos los puddings de man­zana y toda la cocina?

—Sí, muy bien —respondí.

—Era verdad —dijo Barkis— era verdad —repitió sacu­diendo su gorro de dormir, que era su único medio de expre­sión—. Nada tan verdadero como aquello.

Barkis se volvió a mirarme, esperando que asintiera en sus reflexiones. Yo así lo hice.

—Nada más exacto —repitió Barkis—. Un hombre tan pobre como yo lo soy se da cuenta de ello cuando está en­fermo. Porque yo soy un hombre muy pobre.

—Lo siento mucho, Barkis.

—Muy, muy pobre —dijo Barkis.

Al llegar a aquel punto sacó despacio y débilmente su mano derecha de debajo de las sábanas, y al cabo de muchos esfuerzos consiguió coger un bastón que estaba enganchado a la cabecera. Después de dar algunos golpes con él, durante los cuales su rostro asumió las más variadas expresiones de terror, Barkis alcanzó una caja, un extremo de la cual había estado yo viendo todo el tiempo. Entonces su rostro se tran­quilizó.

—Son trajes viejos —dijo Barkis.

—¡Ah! —dije yo.

—Me gustaría que fuese dinero —dije Barkis.

—Yo también lo desearía —le contesté.

—Pues no lo es —dijo Barkis abriendo los ojos todo lo que podía.

Le contesté que estaba convencido, y Barkis, volviendo los ojos con mayor dulzura hacia su mujer, añadió:

—Es la mujer más buena y más trabajadora que existe, C. P. Barkis. Todo lo que pueda decirse en elogio de C. P. Barkis lo merece, y más. Querida mía, hoy vas a hacer co­mida para la compañía, algo muy bueno, tanto para comer como para beber, ¿no te parece?

Yo habría querido protestar contra aquella innecesaria de­mostración en mi honor; pero viendo a Peggotty al otro lado de la cama, muy deseosa de que aceptase, guardé silencio.

—Debo de tener algún dinero por aquí en mi ropa —dijo Barkis—; pero estoy cansado. Si me dejarais dormir un rato, creo que al despertarme lo encontraría.

Salimos de la habitación, y cuando estuvimos fuera, Peg­gotty me informó de que Barkis era ahora un poco más «agarrado» que nunca, y que siempre se valía de aquella es­tratagema cuando quería sacar algo de su cofre, y que sufría torturas inconcebibles para arrastrarse fuera del lecho y bus­car dinero en aquella maldita caja. En efecto; pronto le oímos lanzar gemidos ahogados, pues aquellos movimientos ha­cían crujir todas sus articulaciones doloridas; pero Peggotty, a pesar de sus miradas, que expresaban la mayor compasión, me aseguró que aquel impulso de generosidad le haría mucho bien, y que valía más dejarle. Le dejamos, por lo tanto, ge­mir solo hasta que volvió a meterse en la cama, sufriendo, estoy seguro, un martirio. Entonces nos llamó, fingiendo que abría los ojos después de un buen sueño, y dio a Peggotty una guinea, que sacó de debajo de la almohada. La satisfac­ción de habemos engañado y de guardar un secreto impene­trable sobre el contenido de su cofre parecía ser a sus ojos una compensación suficiente para todas sus torturas.

Preparé a Peggotty para la llegada de Steerforth, que apa­reció pronto. Estoy persuadido de que no había diferencia para ella, y consideraba las cosas que había hecho Steerforth por mí como si las hubiera hecho por ella misma, y estaba dispuesta a recibirle con gratitud y devoción; pero sus ale­gres modales, tan francos, su buen humor, su hermoso rostro y el don natural que poseía para ponerse al alcance de todos aquellos a quienes encontraba y para tocar precisamente (cuando quería molestarse en ello) la cuerda sensible de cada uno, todo esto conquistó a Peggotty en un momento. Ade­más, su modo de tratarme a mí habría sido suficiente para subyugarla. Así, gracias a todas estas razones combinadas, creo que en realidad sentía una especie de adoración por él cuando salimos de su casa aquella noche.

Se quedó a comer con nosotros. Si dijera que consintió con gusto sólo expresaría a medias la gracia y la alegría que puso al aceptar. Cuando entró en la habitación de Barkis parecía que con él entraba el aire y la voz luminosa y refres­cante, como si él fuera la salud y el buen tiempo. Sin es­fuerzo, sin ruido, espontáneamente, ponía en todo lo que ha­cía una nota de bienestar que no puede describirse; parecía que no podia hacerlo de otra manera ni mejor, y la gracia, el natural encanto de sus movimientos, todavía me seducen hoy al recordarlo.

Reímos de todo corazón en la salita, donde encontré so­bre el antigun pupitre el libro de Los mártires, el cual no se había tocado desde mi partida. Hojeé de nuevo sus estampas tan terribles y que ahora no me impresionaban nada. Cuando Peggotty habló de mi habitación, diciéndome que estaba preparada y que esperaba que la ocupase, antes de que hu­biera podido lanzar una mirada de duda sobre Steerforth ya había él comprendido de lo que se trataba.

—Naturalmente —dijo—; tú dormirás aquí todo el tiempo que estemos, y yo dormiré en el hotel.

—Pero traerte tan lejos —contesté— para separamos me parece de malos compañeros, Steerforth.

—¡Por Dios!, ¿no es este tu sitio natural? ¿Qué significan todos los «parece» en comparación con esto?

Y quedamos en ello al momento.

Mantuvo todas sus deliciosas cualidades hasta el último momento, cuando a las ocho nos fuimos hacia el barco de mister Peggotty. Y conforme pasaban las horas estaba más y más brillante en sus facultades. Ya entonces pensaba yo, ahora no lo dudo, que la conciencia de su éxito y su afán de agradar le inspiraban cada vez mayor delicadeza de percep­ción y le hacían cada vez más sutil y natural. Si alguien me hubiese dicho entonces que todo aquello era un brillante juego ejecutado en la excitación del momento para distraer su espíritu en un deseo de probar su superioridad y con ob­jeto de conquistar por un momento lo que al siguiente aban­donaría; digo que si alguien me hubiese dicho semejante mentira aquella noche, no sé lo que habría sido capaz de ha­cerle en mi indignación.

Aunque probablemente no habría hecho más que acrecen­tar (si es que era posible) el romántico sentimiento de fideli­dad y amistad con que caminaba a su lado, sobre la oscura soledad de la playa, hacia el viejo barco. El viento gemía a nuestro alrededor todavía más lúgubre que la noche en que me asomé por primera vez a la negrura de la puerta de míster Peggotty.

—Es un sitio agradable y salvaje, Steerforth, ¿no te pa­rece?

—Bastante desolado en la oscuridad, y el mar ruge como si quisiera tragarnos. ¿Es aquel el barco, allá lejos, donde se ve una lucecita?

—Ese es —le dije.

—Pues es el mismo que he visto esta mañana —con­testó—. He venido derecho a él por instinto, supongo.

No hablamos más, pues nos acercábamos a la luz. Yo bus­qué suavemente la puerta, y poniendo la mano en el pica­porte y diciéndole a Steerforth que permaneciera a mi lado, entré.

Habíamos oído murmullo de voces desde fuera, y en el mo­mento de nuestra llegada palmoteaban. Quedé muy sorpren­dido al ver que esto último procedía de la generalmente des­consolada mistress Gudmige. Pero no era mistress Gudmige la única persona que estaba en aquella desacostumbrada exci­tación. Míster Peggotty, con el rostro iluminado de alegría y riendo con todas sus fuerzas, tenía abiertos los brazos como para que la pequeña Emily se arrojara en ellos; Ham, con una expresión exultante de alegría y con una especie de timidez que le sentaba muy bien, tenía cogida a Emily de la mano, como si se la presentara a míster Peggotty, y Emily, roja y confusa, pero encantada de la alegría de su tío, como lo expre­saban sus ojos, iba a escapar de manos de Ham para refugiarse en los brazos de míster Peggotty, cuando nos vio y se detuvo. Este era el cuadro que sorprendimos al pasar del aire frío y húmedo de la noche a la cálida atmósfera de la habitación, y mi primera mirada recayó sobre mistress Gudmige, que es­taba en segundo plano palmoteando como una loca.

El cuadro desapareció como un relámpago a nuestra en­trada, tanto que se podía dudar de que hubiera existido nunca.

Ya estaba yo en medio de la familia sorprendida, cara a cara con míster Peggotty y tendiéndole la mano, cuando Ham exclamó:

—¡Es el señorito Davy, es el señorito Davy!

En un instante todos nos estrechamos las manos y nos preguntamos por la salud, expresándonos lo contentos que estábamos de vemos y hablando todos a la vez. Míster Peg­gotty estaba tan orgulloso y tan contento de vernos, que no sabía lo que decía ni hacía; pero una y otra vez me estre­chaba la mano a mí, después a Steerforth, después otra vez a mí, después se enmarañaba los cabellos y reía con tanta ale­gría, que daba gusto mirarle.

—¡Cómo! Dos caballeros, estos dos caballeros están bajo mi techo esta noche, precisamente esta noche, la más feliz de todas las de mi vida —dijo míster Peggotty—. Una cosa semejante no creo que haya sucedido nunca. Emily querida, ven aquí, ven aquí, brujita. Este es el amigo del señorito Davy, querida; este es el caballero de quien has oído hablar, Emily. Viene a verte desde muy lejos con el señorito Davy, en la noche más dichosa de la vida de tu tío. Suceda lo que suceda, ¡viva el día de hoy!

Después de soltar esta arenga sin tomar aliento y con ex­traordinaria animación, míster Peggotty puso sus enormes manos a cada lado del rostro de su sobrina y la besó una docena de veces; después, con orgullo y cariño, apoyó la cabe­cita sobre su fuerte pecho y le acarició los cabellos con dul­zura de mujer. Por fin la dejó escapar (ella corrió a la habita­cioncita donde yo solía dormir), y mirándonos a todos sofocado en su exagerada alegría:

—Sí, ¡dos caballeros como ustedes, caballeros de naci­miento y semejantes caballeros! —dijo míster Peggotty...

—Eso es, eso es —exclamó Ham—; bien dicho. Eso es, señorito Davy, ¡dos caballeros de nacimiento, eso es!

—Sí; dos caballeros como ustedes, dos verdaderos caba­lleros —repitió míster Peggotty—, si no pueden excusarme por estar en este estado de ánimo, cuando se enteren de los motivos me perdonarán. Emily, mi querida Emily sabe lo que voy a decir, y por eso se ha escapado. ¿Quiere usted ser tan buena, mistress Gudmige, de ir a buscarla un momento?

Mistress Gudmige asintió con la cabeza y desapareció.

—Si esta no es —dijo míster Peggotty sentándose entre nosotros delante del fuego— la noche más hermosa de mi vida soy un cangrejo, y hasta cocido. Esta pequeña Emily, señorito —dijo a Steerforth bajando la voz—, la que ha visto usted aquí toda confusa hace un momento...

Steerforth solamente hizo un signo con la cabeza, pero con una expresión tan complacida y de interés, participando en los sentimientos de míster Peggotty, que este último le contestó como si hubiera hablado.

—Eso es, así es ella; gracias, señorito.

—Ham hizo gestos en varias ocasiones como si él tam­bién quisiera decir lo mismo.

—Esta pequeña Emily nuestra —repitió míster Peg­gotty— ha sido en esta casa lo que yo supongo (soy un hom­bre ignorante, pero este es mi parecer), lo que nadie más que una criatura así, de ojos claros, puede ser en una casa. No es mi hija, nunca he tenido hijos; pero no la podría querer más si lo fuera. ¿Me comprende usted? No sería posible.

—Lo comprendo perfectamente —dijo Steerforth.

—Lo sé, señorito —repuso míster Peggotty—, y le doy las gracias de nuevo. El señorito Davy que puede recordar lo que era Emily, y usted puede juzgar por sí mismo lo que es ahora—, pero ninguno de los dos pueden saber por completo lo que ha sido, es y será para un cariño como el mío. Soy rudo, señor —dijo míster Peggotty—, soy rudo como un puercoespín; pero nadie (de no ser una mujer) puede com­prender lo que nuestra pequeña Emily es para mí. Y, entre nosotros —dijo bajando todavía más la voz—, el nombre de esa mujer no sería el de mistress Gudmige, aunque tiene un montón de cualidades.

Míster Peggotty se enmarañó de nuevo sus cabellos con las dos manos, como preparándose a lo que todavía tenía que decir, y luego, apoyando cada una en una de sus rodi­llas, prosiguió:

—Había cierta persona que conocía a nuestra Emily desde el tiempo en que su padre murió ahogado y que la estaba viendo constantemente, de niña, de muchacha, de mujer. No de muy buen ver, algo en mi estilo, rudo, muy marinero, pero un completo y honrado muchacho, que tiene el corazón en su sitio.

Pensé que nunca había visto a Ham enseñar los dientes como lo hacía en aquel momento, sonriendo en silencio frente a nosotros.

—Y he aquí que ese bendito marinero va y pierde su co­razón por nuestra pequeña Emily —dijo míster Peggotty con el rostro cada vez más resplandeciente— La sigue por todas partes, se hace una especie de criado suyo, pierde exagera­damente el apetito y, por último, me explica lo que le pasa. Ahora bien; yo ¡qué más podía desear que ver a nuestra Emily en buen camino de casarse! ¡Qué más podía desear que verla prometida a un hombre honrado que pudiera tener el derecho de defenderla! Yo no sé el tiempo que me queda por vivir, ni si tendré que morir pronto; pero sé que si una de es­tas noches me cogiera un golpe de viento en los bancos de arena de Yarmouth y viera por última vez las luces del pue­blo por encima de las olas, me dejaría ir más tranquilo si po­día decirme: «Allí en tierra firme hay un hombre que será fiel a mi pequeña Emily, que Dios bendiga, y con él nada tiene que temer de nadie mientras viva».

Míster Peggotty, con sencilla gravedad, movía su brazo derecho como si dijera adiós a las luces de la ciudad por úl­tima vez, y después, cambiando una seña con Ham, cuya mi­rada había encontrado, prosiguió:

—Bien. Yo le aconsejé que hablara con Emily. Es lo bas­tante grande, pero tan tímido como un niño, y no se atrevía. Así es que hablé yo. « ¡Cómo! ¿Él? —exclamó Emily—. ¿Él, a quien conozco desde hace tantos años y a quien quiero como a un hermano? ¡Oh, tío, nunca podré casarme con él; es tan buen muchacho!» Yo le di un beso, y nada más le dije: «Querida mía, haces muy bien hablando claro, y puedes ele­gir por ti misma; eres libre como un pajarillo». Y busqué al chico y le dije: «Yo deseaba haberlo conseguido, pero no ha sido así; sin embargo, podéis seguir viviendo como hasta ahora, y nada más te digo que sigas con ella como siempre y te portes como un hombre». Él me contestó estrechándome la mano: «Lo haré», y ha sido honrado y fuerte desde hace ya dos años, y ha seguido siendo el mismo de siempre para todos.

El rostro de míster Peggotty había variado de expresión según los períodos de su narración; ahora los resumía todos, radiante, dejando caer una mano sobre mi rodilla y otra so­bre la de Steerforth (después de haberlas humedecido y restregado para mayor énfasis de la acción); y repartiendo des­pués la siguiente arenga entre los dos, continuó:

—Y de pronto una noche (que muy bien puede ser esta) llega la pequeña Emily de su trabajo y él con ella. No tiene nada de particular me dirán, ¡claro que no!, porque él cuida de ella como un hermano, de noche y también de día, a todas horas. Pero el marinero la coge de la mano al llegar y me grita alegremente: «¡Mira, aquí tienes a la que va a ser mi mujercita!», y ella dice medio atrevida, medio avergonzada y medio riendo y medio llorando: « Sí, tío, si te parece bien». ¿Si me parece bien? —dice míster Peggotty alzando la ca­beza en éxtasis ante la idea—. ¡Dios mío, si no deseaba otra cosa! « Si le parece bien, ahora soy ya más razonable y lo he pensado, y seré todo lo mejor que pueda para él, porque es un muchacho bueno y generoso.» Entonces mistress Gud­mige se ha puesto a palmotear igual que en el teatro, y uste­des han entrado; y eso es todo, ya lo saben ustedes —dijo míster Peggotty—. Ustedes han entrado, y esto acaba de su­ceder ahora mismo, y aquí está el hombre con quien se ha de casar en cuanto termine su aprendizaje.

Ham se bamboleó bajo el puñetazo que míster Peggotty le asestó, en su alegría, como signo de confianza y de amistad; pero sintiéndose obligado a decirnos también algo, he aquí lo que se puso a balbucir con mucho trabajo:

—No era ella mucho más grande que usted cuando vino aquí por primera vez, señorito Davy..., cuando ya adivinaba yo lo que llegaría a ser.. La he visto crecer.. como una flor, señores. Daría mi vida por ella... ¡Oh, estoy tan contento, tan contento, señorito Davy! Ella es para mí, caballeros, más que ...; es para mí todo lo que deseo y más que... más que po­dría decir nunca. Yo..., yo la quiero de verdad. No hay caba­llero sobre la tierra, ni tampoco en el mar... que pueda querer a su mujer más de lo que yo la quiero. Aunque habrá mu­chos hombres como yo... que dirían mejor.. lo que desearan decir.

Yo estaba conmovido al ver a un hombretón como Ham temblando de la fuerza de lo que sentía por la preciosa cria­turilla que le había ganado el corazón. Me conmovía la sen­cillez y la confianza depositada en nosotros por míster Peg­gotty y por el mismo Ham. Me conmovía todo el relato. Si en mi emoción influían los recuerdos de mi infancia, no lo sé. Si había ido allí con alguna vaga idea de seguir amando a la pequeña Emily, no lo sé. Pero sé que estaba contento por todo aquello. Al principio era como una indescriptible sen­sación de alegría, que la menor cosa habría podido cambiar en sufrimiento.

Por lo tanto, si hubiera dependido de mí el tocar con acierto la cuerda que vibraba en todos los corazones, lo ha­bría hecho de una manera bien pobre. Pero dependió de Steerforth, y él lo hizo con tal acierto, que en pocos minutos todos estábamos tan tranquilos y todo lo felices que era po­sible.

—Míster Peggotty —dijo—, es usted un hombre exce­lente y merece toda la felicidad de esta noche. ¡Venga su mano! Ham, muchacho, te felicito; ¡venga también tu mano! Florecilla, anima el fuego y hazlo brillar como merece el día. Míster Peggotty, si no decide usted a su linda sobrina a que vuelva a su sitio, me voy. No querría causar ni por todo el oro de las Indias un vacío en su reunión de esta noche, y ese vacío menos que ningún otro.

Míster Peggotty fue a mi antigua habitación a buscar a la pequeña Emily. Al principio no quería venir, y Ham desapa­reció para ayudarle. Por fin la trajeron. Estaba muy confusa y muy retraída; pero se repuso un poco al darse cuenta de los modales dulces y respetuosos de Steerforth hacia ella, del acierto con que evitó todo aquello que podía azorarle, la ani­mación con que hablaba míster Peggotty de barcos, de ma­rejadas, de buques y de pesca. Su manera de referirse a mí en la época en que había visto a míster Peggotty en Salem House; el placer que sentía al ver el barco y su carga; en fin, la gracia y la naturalidad con las cuales nos atrajo a todos por grados en un círculo encantado, donde hablábamos sin confusión y sin reserva.

Verdaderamente Emily dijo poco en toda la noche; pero miraba y escuchaba, y su rostro se había animado, y estaba encantadora. Steerforth contó la historia de un terrible nau­fragio (que se le vino a la memoria por su conversación con míster Peggotty) como si lo tuviera presente ante sí, y los ojos de la pequeña Emily estaban fijos en él todo el tiempo como si ella también lo viera. Después, como para reponer­nos de aquello, y con tanta alegría como si la narración fuera tan nueva para él como para nosotros, nos contó una aven­tura cómica que le había ocurrido; y la pequeña Emily reía, hasta que el barco resonó con aquellos musicales sonidos y todos nosotros reímos (Steerforth también), en irresistible simpatía, con una alegría tan franca y tan ingenua. Míster Peggotty cantó, mejor dicho, rugió, «Cuando el viento de tormenta sopla, sopla, sopla», y Steerforth mismo entonó después también una canción de marineros con tanta emo­ción, que parecía que el verdadero viento gemía alrededor de la casa y murmuraba a través del silencio que estaba allí escuchando.

En cuanto a mistress Gudmige, Steerforth la arrancó de la melancolía con un éxito nunca obtenido por nadie (según me informó míster Peggotty) desde la muerte del « viejo» . Le dejó tan poco tiempo para pensar en sus miserias, que al día siguiente dijo que la debía de haber embrujado.

Pero no vaya a creerse que guardó el monopolio de la atención general y de la conversación. Cuando la pequeña Emily recobró valor y me habló (todavía algo avergonzada), a través del fuego, de nuestros antiguos paseos por la playa, cogiendo conchas y caracoles; y cuando le pregunté si recor­daba cómo la quería yo y, cuando ambos, riendo, enrojeci­mos recordando los buenos viejos tiempos que tan lejanos nos parecían, Steerforth estaba silencioso y atento y nos ob­servaba pensativo. Emily estuvo sentada toda la noche en nuestro antiguo cajón, en el rinconcito, al lado del fuego, con Ham a su lado, donde yo acostumbraba a estar. No he logrado saber si era un resto de sus caprichos de niña o el efecto de su timidez por nuestra presencia; pero observé que estuvo toda la noche arrimada a la pared, sin acercarse a él ni una sola vez.

Según recuerdo, era más de media noche cuando nos des­pedimos. Nos habían dado algunos dulces y pescado seco para cenar, y Steerforth había sacado de su bolsillo una bote­lla de ginebra holandesa, que fue vaciada por los hombres (ahora puedo ponerme entre los hombres sin ruborizarme). Nos separamos alegremente, y mientras ellos se amontona­ban en la puerta para alumbrar nuestro camino el mayor tiempo posible, vi los dulces ojos azules de la pequeña Emily mirándonos desde detrás de Ham y le oí que nos de­cía con su dulce voz: «¡Tened cuidado!».

—¡Qué chiquilla tan encantadora!; es una verdadera be­lleza —dijo Steerforth cogiéndome del brazo—. Es un sitio de lo más original y una gente de lo más curiosa; y las sen­saciones que se tienen con ellos son completamente nuevas.

—Y además, qué suerte hemos tenido —respondí— lle­gando en el momento de su alegría ante la perspectiva de ese matrimonio. ¡Nunca he visto gente más maravillosa! ¡Qué delicia verlos y tomar parte en su honrada alegría, como lo hemos hecho!

—Pero el muchacho es un lerdo al lado de la chiquilla, ¿no te parece? —dijo Steerforth.

Había estado tan cordial con él y con todos ellos, que sentí como un golpe ante aquella inesperada y fría réplica. Pero volviéndome rápidamente hacia él y viendo una sonrisa en sus ojos, contesté tranquilizado:

—¡Ah, Steerforth! Es muy tuyo el bromear a costa de los pobres y pelearte con miss Dartle para ocultar tus verdade­ras simpatías. Te conozco muy bien, y cuando veo lo perfec­tamente que los comprendes, lo exquisitamente que tomas parte en la alegría de un pobre pescador como míster Peg­gotty, o en el amor por mí de mi antigua niñera, sé que no hay una alegría ni una tristeza ni una sola emoción de esta gente que te deje indiferente, y te quiero y te admiro por ello, Steerforth, veinte veces más.

Él se detuvo, y mirándome a la cara dijo:

—Florecilla, creo que hablas con sinceridad y que eres bueno. ¡Ojalá todos fuéramos así!

Un momento después cantaba alegremente la canción de míster Peggotty, mientras recorríamos a buen paso el camino de Yarmouth.

CAPÍTULO II. LUGARES ANTIGUOS Y GENTE NUEVA

Steerforth y yo permanecimos más de quince días en el campo. Estábamos bastante tiempo reunidos (no necesito decirlo), pero a veces nos separábamos durante algunas ho­ras. Él era muy buen marinero; en cambio yo no lo era, y cuando Steerforth se iba en el barco con míster Peggotty, lo que era su diversión favorita, yo, por lo general, permanecía en tierra. Mi residencia en casa de Peggotty también me ataba algo, pues sabiendo lo asiduamente que atendía a Bar­kis durante el día, no me gustaba hacerla esperarme por la noche; mientras que Steerforth, como vivía en el hotel, no tenía que consultar más que su propio humor. Así, llegué a saber que después de que yo estuviera en la cama, armaba pequeñas cuchipandas con los pescadores y con míster Peg­gotty en la taberna que se llamaba «La gustosa afición» y que se vestía de marinero para pasar la noche en el mar a la luz de la luna, volviendo con la marea de la mañana. Ya sa­bía yo que su naturaleza activa y su carácter impetuoso en­contraban mucho placer en la fatiga corporal y en las tor­mentas, como en todos los demás medios de excitación que podían ofrecérsele; por lo tanto, no me extrañó nada saber aquellos entretenimientos.

Había también otra razón que nos separaba algunas veces y es que a mí, como es natural, me interesaba mucho Bloon­derstone y me gustaba ir a contemplar los lugares testigos de mi infancia, mientras Steerforth, después de haberme acom­pañado una vez, no tuvo ya ningún interés en volver; tanto es así, que tres o cuatro veces, en ocasiones que recuerdo perfectamente, nos separamos después de desayunar muy temprano para encontranos por la noche bastante tarde. Yo no tenía idea de cómo empleaba él aquel tiempo; únicamente sabía que era muy popular en el pueblo y que encontraba cien maneras de divertirse donde otro no habría encontrado ninguna.

Por mi parte, durante mis peregrinaciones solitarias sólo me ocupaba en recordar cada paso del camino que había seguido tantas veces y en ir reconociendo los sitios donde había vivido antes, sin cansarme nunca de volver a verlos. Erraba en medio de mis recuerdos, como mi memoria lo ha­bía hecho tan a menudo, y detenía el paso (como había de­tenido tantas veces mi pensamiento cuando estaba lejos de Bloonderstone) bajo el árbol en que descansaban mis pa­dres. Aquella tumba, que yo había mirado con tanta compa­sión cuando mi padre dormía solo, y al lado de la cual había llorado al ver bajar a ella a mi madre con su nene; aquella tumba, que el corazón fiel de Peggotty había cuidado des­pués con tanto cariño que la había convertido en un pe­queño jardín, me atraía en mis paseos durante horas enteras. Estaba en un rincón del cementerio, a unos pasos del pe­queño sendero, y yo podía leer los nombres en la piedra mientras escuchaba sonar las horas en el reloj de la iglesia, recordándome una voz que ya había callado. Aquellos días mis reflexiones se unían siempre a cuál sería mi porvenir en el mundo y a las cosas magníficas que no dejaría de ejecu­tar. Era el estribillo que respondía en mi alma al eco de mis pasos, y permanecía tan constante a estos pensamientos so­ñadores como si hubiera venido a encontrarme en la casa a mi madre viva, para edificar a su lado mis castillos en el aire.

Nuestra antigua morada había sufrido grandes cambios. Los viejos nidos, abandonados hacía tanto tiempo por los cuervos, habían desaparecido por completo, y los árboles habían sido podados de manera que era imposible reconocer sus formas. El jardín estaba en muy mal estado y la mitad de las ventanas de la casa cerradas. La habitaba un pobre loco y la gente se encargaba de cuidarle. El loco se pasaba la vida en la ventanita de mi habitación, que daba al cementerio, y yo me preguntaba si sus pensamientos, en su extravío, no encontrarían a veces las mismas ilusiones que había ocu­pado mi espíritu cuando me levantaba de madrugada en ve­rano y vestido únicamente con mi camisón miraba por aque­lla ventanita para ver los corderos que pacían tranquilamente bajo los primeros rayos del sol alegre.

Nuestros antiguos vecinos míster y mistress Graypper ha­bían partido para Sudamérica, y la lluvia, penetrando por el tejado de su casa desierta, había manchado de humedad los muros exteriores. Míster Chillip se había vuelto a casar; su mujer era alta y delgada, con la nariz aguileña, y tenían un niño muy delicado, con una enorme cabeza, cuyo peso no podía soportar, y con dos ojos opacos y fijos, que parecían siempre preguntar por qué había nacido.

Era con una singular mezcla de placer y de tristeza como vagaba por mi pueblo natal hasta el momento en que el sol de invierno, empezando a bajar, me advertía de que ya era tiempo de emprender el regreso. Pero cuando estaba de vuelta en el hotel y me encontraba en la mesa con Steerforth, al lado de un fuego ardiente, pensaba con delicia en mi pa­seo del día. Y este mismo sentimiento, aunque más ate­nuado, sentía cuando entraba por la noche en mi habitación, tan limpia, y me decía, ojeando las páginas del libro de los «cocodrilos» (siempre allí encima de una mesa), que era una felicidad tener un amigo como Steerforth, una amiga como Peggotty y haber encontrado en la persona de mi excelente y generosa tía un ser que sabía reemplazar tan bien a los que había perdido.

El camino más corto para volver a Yarmouth después de aquellos largos paseos era cruzando el río. Desembarcaba en la arena que se extiende entre la ciudad y el mar y atra­vesaba un espacio deshabitado, que me ahorraba una larga vuelta por la carretera. En mi camino encontraba la casa de míster Peggotty, y siempre entraba un momento. Steer­forth me esperaba, por lo general, allí y nos dirigíamos juntos a través de la niebla hacia las luces que brillaban en la ciudad. Una oscura noche, en que volvía más tarde que de costumbre (aquel día había hecho mi última visita a Bloonderstone, pues nos preparábamos para marchar) le encontré solo en casa de míster Peggotty, sentado pensa­tivo ante el fuego. Estaba tan intensamente sumergido en sus reflexiones que no se dio cuenta de mi llegada. Esto, naturalmente, podía haber ocurrido aunque hubiera estado menos absorto, pues los pasos se oían muy poco en la arena de fuera; pero mi entrada no le distrajo. Me había acercado a él y le miraba; pero seguía sombrío y perdido en sus meditaciones.

Se estremeció de tal modo cuando puse la mano sobre su hombro, que también me hizo estremecer a mí.

—Caes sobre mí como un fantasma —me dijo con cólera.

—De alguna manera tenía que anunciarme —repliqué—. ¿Es que lo he hecho caer de las estrellas?

—No —me contestó—, no.

—¿O subir de no sé dónde entonces? —dije sentándome a su lado.

—Miraba las figuras que hacía el fuego —contestó.

—Pero me las vas a estropear, y yo no podré ver nada —le dije, pues movía vivamente el fuego con un trozo de madera encendida, y las chispas, huyendo por la pequeña chimenea, se perdían en el aire.

—No habrías visto nada —replicó— Este es el momento del día que más detesto; no es de noche ni de día. ¡Qué tarde vuelves hoy! ¿Dónde has estado?

—He ido a despedirme de mi paseo habitual.

—Y yo lo he estado esperando aquí —dijo Steerforth lan­zando una mirada alrededor de la habitación y pensando que toda la gente que encontramos tan dichosa la noche de nues­tra llegada podia (a juzgar por el presente aspecto desolado de la casa) dispersarse o morir o verse amenazada de no sé qué desgracia— Davy, ¿por qué no ha querido Dios que tu­viera yo un padre a mi lado desde hace veinte años?

—Mi querido Steerforth, ¿qué te pasa?

—¡Querría con toda mi alma que me hubieran guiado me­jor! ¡Querría con toda mi alma ser capaz de ser más bueno! —exclamó.

Había una apasionada depresión en sus modales que me sorprendió por completo. Se parecía tan poco a él mismo, que nunca hubiera podido imaginármelo.

—Sería mejor ser este pobre Peggotty o el cabezota de su sobrino —dijo levantándose y apoyándose contra la chime­nea, todavía mirando el fuego— mejor que ser lo que soy, veinte veces más rico y más instruido, y no estar, en cambio, atormentado como lo estoy desde pace más de media hora en esta barca del demonio...

Me sorprendía tanto aquel cambio, que al principio sólo le raba en silencio, mientras él continuaba con la cabeza apoyada en la mano mirando sombríamente el fuego. Por úl­timo le pedí, con toda la ansiedad que sentía, que me contase lo que le había sucedido que le contrariaba tanto y que me dejara compartir con él su pena, si es que no podia aconse­jarle. Antes de que hubiera terminado ya estaba riendo, al principio un poco forzado; pero pronto con su franca alegría.

—No es nada, Florecilla, nada; te lo aseguro. Ya te dije en el hotel de Londres que a veces era un compañero pesado para mí mismo. He tenido ahora una pesadilla; debe de ha­ber sido eso. Cuando me aburro, los cuentos de mi niñera me vienen a la memoria desfigurados. Y creo que estaba convencido de que era yo el niño malo que nunca obedece y al que se comen los leones. ¿Sabes? son de mayor efecto que los perros. Y lo que las viejas llaman horror se me ha deslizado de la cabeza a los pies y me ha asustado a mí mismo.

—Creo que nadie más podría asustarse —le dije.

—Quizás no; pero también yo tengo motivos para asus­tarme —contestó—. Bien, ya pasó, y no me dejaré coger de nuevo, Davy; sin embargo, te lo repito, querido mío, hubiera sido un bien para mí (y no sólo para mí) si yo hubiese tenido un padre que me aconsejara.

Su rostro era siempre muy expresivo; pero nunca le había visto exteriorizar un sentimiento tan serio ni tan triste como cuando me dijo estas palabras con la mirada todavía fija en el fuego.

—Pero ¡se acabó! —dijo haciendo como si sacudiera algo en el aire con la mano—. Ya ha pasado todo y soy hombre de nuevo, como Macbeth. Y ahora a comer, si no he turbado el festín con el más admirable desorden, Florecilla, también como Macbeth.

—Pero dime, ¿dónde se han ido todos?

—¡Dios sabrá! —dijo Steerforth—. Después de ir a la playa a esperarte me vine aquí paseando y me encontré la casa de­sierta. Esto me hundió en pensamientos tristes, y tú me has encontrado sumergido en ellos.

La llegada de mistress Gudmige con una cesta al brazo explicaba el abandono de la casa. Había salido precipitada­mente a comprar algo que faltaba antes del regreso de Peg­gotty, que volvería con la marea, y había dejado la puerta abierta, por si Ham y Emily, que debían volver temprano, llegaban en su ausencia. Steerforth, después de poner de buen humor a mistress Gudmige con un alegre saludo y un abrazo de lo más cómico, se agarró de mi brazo y me arras­tró precipitadamente.

Había recobrado su buen humor al mismo tiempo que se lo había hecho recobrar a mistress Gudmige, y de nuevo, con su alegría acostumbrada, estuvo vivo y hablador mien­tras caminábamos.

—Y así —dijo alegremente—, ¿abandonamos mañana esta vida de filibusteros?

—Así lo convinimos —contesté— y tenemos reservados los asientos en la diligencia, ya lo sabes.

—Sí; no hay más remedio —suspiró Steerforth—. Había olvidado que existiese otra cosa en el mundo que no fuera balancearse sobre el mar en este pueblo. ¡Y es lástima que no sea así!

—Mientras durase la novedad al menos —dije riéndome.

—Es posible —replicó—, aunque es una observación muy sarcástica para un amiguito modelo de inocencia, como mi Florecilla. Bien, no lo niego, soy caprichoso, Davy. Sé que lo soy; pero mientras el hierro está caliente sé aprove­charme y batirle con vigor. Te aseguro que podría soportar un duro examen como piloto en estos mares.

—Míster Peggotty dice que eres asombroso —repliqué.

—Un fenómeno náutico ¿eh? —rió Steerforth.

—Estoy seguro, y tú sabes que es verdad, conociendo lo ardiente que eres cuando persigues un objeto y lo fácilmente que lo haces maestro en cualquier cosa. Pero lo que siempre me sorprende, Steerforth, es que te contentes con emplear de un modo tan caprichoso tus facultades.

—¿Contentarme? —respondió alegremente—. No estoy nunca contento de nada, no siendo de tu ingenuidad, mi que­rido Florecilla; en cuanto a mis caprichos, todavía no he aprendido el arte de atarme a una de esas ruedas en que los ixionides, modernos dan vueltas y vueltas. No he sabido ha­cer\ese aprendizaje, y me time sin cuidado. ¿Te he dicho que he comprado un barco aquí?

—¡Qué especial eres, Steerforth! —exclamé detenién­dome, pues era la primera vez que me había hablado de ello—. Cuando, a lo mejor, no se te volverá a ocurrir el venir a este pueblo.

—No oo sé; me he encaprichado con el lugar. Además —continuó apresurando el paso—, he comprado un barco que estaba a la venta: un clíper, según dice míster Peggotty, y míster Peggotty lo capitaneará en mi ausencia.

—Ahora lo comprendo, Steerforth —dije radiante—. Afir­mas que has comprado ese barco para ti, cuando en realidad es en beneficio de míster Peggotty; habría debido adivinarlo, conociéndote como te conozco. Mi querido Steerforth, ¿cómo decirte todo lo que pienso de tu generosidad?

—¡Chsss! —contestó enrojeciendo—; cuanto menos di­gas, mejor.

—¡Cuando te decía que no hay ni una alegría ni una pena ni una sola emoción de estas buenas gentes que te pueda ser indiferente!

—Sí, sí —respondió él—; ya me has dicho todo eso. No hablemos más de ello, ¡basta!

Temiendo enfadarle si insistía sobre un asunto que él tra­taba tan a la ligera, me contenté con continuar pensándolo mientras andábamos cada vez más deprisa.

—Es necesario que pongan el barco en buen estado —dijo Steerforth—. Encargaré a Littimer que cuide de ello para que lo hagan bien. ¿Te he dicho que ha llegado Littimer?

—No.

—Pues sí; ha llegado esta mañana con una carta de mi madre.

Nuestros ojos se encontraron y observé que estaba pá­lido hasta los labios; pero miraba tranquilamente a los míos. Temí que algún altercado con su madre fuera la causa de la disposición de ánimo en que le había encontrado en el hogar solitario de míster Peggotty y le hice una ligera alusión.

—¡Oh no! —dijo moviendo la cabeza y riendo—. ¡Nada de eso! Como te decía, ha llegado ese hombre.

—¿Está como siempre?

—Siempre el mismo—contestó Steerforth—, sereno, frío como el polo Norte. Se ocupará del nuevo nombre que quiero hacer inscribir en el barco. Ahora se llama El petrel de la tormenta; pero ¿qué le importa eso a míster Peggotty? Le he bautizado de nuevo.

—¿Con qué nombre?

—La pequeña Emily.

Continuaba mirándome de frente, y creí que era para re­cordarme que no le gustaba que me extasiara ante sus deli­cadezas con aquellas pobres gentes. No pude por menos que dejar ver la alegría que sentía; pero sólo dije algunas pala­bras; la sonrisa reapareció en sus labios; parecía que le ha­bían quitado un peso de encima.

—Pero mira —dijo mirando hacia adelante—, aquí está la pequeña Emily en persona. Y el muchacho ese con ella. Por mi alma que es un fiel caballero; no la abandona ni un instante.

Ham era en aquella época constructor de barcos. Había cultivado su gusto natural por aquel oficio y había llegado a ser un obrero muy hábil. Llevaba su traje de trabajo y, a pe­sar de cierta rudeza, su aire de honradez y de viril franqueza hacían de él un protector muy bien proporcionado para la preciosa criatura que llevaba a su lado. La lealtad de su ros­tro, el orgullo y el cariño que le inspiraba Emily realzaban su buen aspecto, y yo me decía, al verlos acercarse, que se compenetraban perfectamente en todos los sentidos.

Cuando los detuvimos para hablarles, ella soltó suave­mente el brazo de su novio y enrojeció tendiendo la mano a Steerforth y después a mí. Cuando volvieron a ponerse en marcha después de haber cambiado algunas palabras con no­sotros, Emily no cogió de nuevo el brazo de Ham, y andaba sola, todavía tímida y confusa. Yo admiraba la gracia y la delicadeza de sus movimientos y Steerforth parecía de la misma opinión mientras les mirábamos alejarse en la clari­dad de la luna nueva.

De pronto una mujer joven pasó a nuestro lado: era evi­dente que los seguía. No la habíamos oído acercarse; pero vi un momento su rostro delgado, y me pareció recordarla.

Iba ligeramente vestida y tenía el aire atrevido y la mirada perdida y un aspecto de mísera vanidad; pero por el mo­mento no parecía pensar en nada; sólo tenía una idea en la cabeza: alcanzarlos. Como el horizonte se oscurecía a lo le­jos no nos permitía ya distinguir a Emily ni a su novio, y la mujer que los seguía desapareció también sin haber ganado terreno sobre ellos. Después ya no vimos más que el mar y las nubes.

—Es un fantasma muy sombrío para seguir a esa mucha­cha —dijo Steerforth sin moverse— ¿Qué significa eso?

Hablaba en voz baja y con un acento que me pareció ex­traño.

—Le querrá pedir limosna —dije.

—Las mendigas no son raras aquí —dijo Steerforth—; pero es sorprendente que alguna haya tomado esa forma esta noche.

—¿Por qué? —pregunté.

—Sencillamente —dijo después de un momento de silen­cio— porque precisamente estaba yo pensando en algo se­mejante cuando ha aparecido; por eso me pregunto de dónde diablos podrá haber salido.

—De la sombra que proyecta esta tapia, supongo —dije señalando un muro que seguía el camino en el que acabamos de desembocar.

—En fin, ya ha desaparecido —respondió mirando por encima de su hombro—. ¡Ojalá la desgracia desaparezca con ella! Vamos a comer.

Pero lanzó una nueva mirada por encima de su hombro hacia la línea del océano que brillaba a lo lejos, y repitió muchas veces aquel movimiento. Todavía murmuró algunas pa­labras entrecortadas durante el resto de nuestro camino, y no pareció olvidar el incidente hasta que se encontró sentado en la mesa al lado de un buen fuego y a la claridad de las velas.

Littimer nos esperaba y produjo sobre mí su efecto acos­tumbrado. Cuando le dije que esperaba que mistress Steer­forth y miss Dartle siguieran bien, me respondió en un tono respetuoso (y naturalmente respetable) que me daba las gra­cias, que estaban bastante bien y que me saludaban. No me dijo más y, sin embargo, me pareció que decía claramente: «Es usted muy joven; es usted extraordinariamente joven».

Casi habíamos acabado de comer cuando dio un paso fuera del rincón desde donde vigilaba nuestros movimien­tos, mejor dicho los míos, y dijo a Steerforth:

—Perdón, señorito; miss Mowcher está aquí.

—¿Quién? —preguntó Steerforth con sorpresa.

—Miss Mowcher, señorito.

—¡Vamos! ¿Y qué ha venido a hacer aquí? Y—dijo Steer­forth.

—Parece ser, señor, que es de esta región. Me han dicho que todos los años da una vuelta profesional por este lado. La he encontrado en la calle esta mañana, y me ha pregun­tado si podría tener el honor de presentarse aquí después de comer el señorito.

—¿Conoces a la gigante en cuestión, Florecilla? —me preguntó Steerforth.

Tuve que confesar con cierta vergüenza, por tener que ha­cerlo ante Littimer, que no conocía a miss Mowcher.

—Bien, pues vas a conocerla —dijo Steerforth—. Es una de las siete maravillas del mundo... Cuando venga miss Mowcher, que pase.

Sentía cierta curiosidad por conocer a aquella señora, tanto más porque Steerforth soltaba la carcajada cada vez que yo hablaba de ella y se negaba en rotundo a responder a las preguntas que le dirigía. Permanecí, por lo tanto, en un estado de curiosa expectación. Hacía media hora que habían quitado el mantel y estábamos con una botella de vino a nuestro lado, cuando se abrió la puerta y, con su tranquilidad habitual, Littimer anunció:

—Miss Mowcher.

Miré hacia la puerta, pero no vi nada; volví a mirar, pen­sando cuánto tardaba miss Mowcher en aparecer, cuando, con gran sorpresa, vi surgir al lado de un diván colocado en­tre la puerta y yo a una enana de unos cuarenta o cuarenta y cinco años; tenía la cabeza muy grande, los ojos grises, muy maliciosos, y los brazos tan cortos, que para acercar el dedo con picardía a su nariz, mientras miraba a Steerforth, se vio obligada a bajar la cabeza para acercar la nariz al dedo. Su papada era tan gruesa, que las cintas y la roseta de su som­brero desaparecían debajo. No tenía cuello, no tenía talle, no tenía piernas, pues aunque era del tamaño corriente hasta el sitio en que debía haberse encontrado el talle, y aunque po­seía pies como todo el mundo, era tan bajita que resultaba delante de una silla lo que cualquier persona delante de una mesa. Depositó sobre la silla el bolso que llevaba. Iba ves­tida de un modo algo descuidado, y su nariz parecía una pro­longación de su dedo o viceversa, a causa de la dificultad de que he hablado, y con la cabeza inclinada a un lado y gui­ñando un ojo de la manera más maliciosa, empezó por fijar en Steerforth sus ojillos penetrantes, después de lo cual dejó escapar un torrente de palabras.

—¡Cómo, linda flor! —empezó alegremente sacudiendo su gran cabeza hacia él—. ¿Está usted aquí? ¡Oh, la mala persona! ¡Qué vergüenza! ¿Qué ha venido usted a hacer tan lejos de su casa? Algo malo, estoy segura. ¡Ah, es usted una buena pieza! Y yo otra, ¿no es así? ¡Ja, ja, ja! Habría usted apostado cien libras contra cinco guineas a que no me en­contraba aquí. Pues ya lo ve, estoy en todas partes. Aquí, allí, ¿y dónde no? Como la media corona del escamoteador en el pañuelo de una señora. A propósito de pañuelos y de señoras: su querida madre, ¡qué contenta estará de tener un hijo como usted!

En este pasaje de su discurso, miss Mowcher desanudó su sombrero, se echó las bridas hacia atrás y, toda sofocada, se sentó en un taburete delante del fuego, de manera que la mesa formaba una especie de dosel de caoba sobre su ca­beza.

—¡Oh las estrellas del cielo con todos sus nombres! —continuó golpeando con una mano cada una de sus rodi­llas y mirándome con malicia—. Estoy demasiado acostum­brada; eso debe ser, Steerforth. Y después de subir unas cuantas escaleras me cuesta tanto trabajo recobrar la respira­ción como si hubiera sacado un cubo de agua de un pozo. Vamos, que si me viese usted asomada a una ventana creería que era una mujer hermosa ¿no?

—No pienso otra cosa cada vez que la veo —replicó Steerforth.

—Vamos, cállese, perro —gritó la pequeña criatura ame­nazándole con el pañuelo con que se enjugaba el rostro—; ¡no sea usted impertinente! Pero le doy mi palabra de ho­nor de que la semana pasada, estando en casa de lady Mithers... ¡Esa sí que es una mujer! ¡Cómo se conserva!... Pues mientras la esperaba entró míster Mithers en persona en la habitación donde yo esperaba a su mujer. ¡Vaya un hombre! ¡Cómo se conserva también! Y su peluca lo mismo, pues la tiene desde hace diez años; pues, como decía, míster Mithers se deshizo tan locamente en cumplidos, que temí verme obligada a llamar a la campanilla. ¡Ja, ja, ja! Es un pícaro muy simpático; es una lástima que no tenga prin­cipios.

—¿Y que iba usted a hacer a casa de lady Mithers? —pre­guntó Steerforth.

—Eso ya serían chismes, querido hijito —contestó ella volviendo a poner el dedo en la nariz con su guiño de ojos, como un duendecillo de inteligencia sobrenatural—. Eso no le importa. Usted querría saber si impido que sus cabellos caigan, o si le quito las canas, o si le cambio el color, o si le arreglo las cejas ¿no es así? Pues bien, querido mío; todo, todo lo sabrá usted cuando yo se lo diga. ¿Sabe usted el nombre de mi bisabuelo?

—No —dijo Steerforth.

—Walker, querido mío —replicó miss Mowcher—, y des­cendía de una larga línea de Walkers; así, yo heredo todos los estados de Hookey.

Nunca he visto nada comparable a los guiños de ojos de miss Mowcher de no ser el aplomo de miss Mowcher. Tenía una manera especial de inclinar la cabeza hacia un lado para escuchar cuando se le hablaba, levantando un ojo como las urracas, o cuando esperaba una respuesta a sus observacio­nes. Yo estaba tan sorprendido que la miraba fijo, olvidando completamente, mucho me temo, de las reglas más indis­pensables de la educación.

Había conseguido acercarse la silla, y hundiendo su bra­cito en el bolso varias veces sacó una cantidad de botellitas, de cepillos, de esponjas, de peines, de trozos de papel, de te­nacillas y de otros instrumentos, que iba amontonando fuera. Se detuvo en medio de su ocupación para decir a Steerforth, con gran confusión mía:

—¿Quién es este señor?

—Míster Copperfield —dijo Steerforth—, que deseaba mucho conocerla.

—Pues la ocasión la pintan calva. Ya me parecía a mí que tenía ganas —dijo miss Mowcher acercándose a mí riendo, con su bolso en la mano— El rostro como un melocotón —dijo poniéndose de puntillas para llegar a mis mejillas—. Completamente tentador. Me gustan mucho los melocoto­nes. Tengo mucho gusto en conocerle, míster Copperfield, se lo aseguro.

Le respondí que yo me felicitaba de haber tenido el honor de conocerla, y que el gusto era recíproco.

—¡Oh, Dios mío, qué amabilidad! —exclamó miss Mow­cher haciendo un pequeño esfuerzo para cubrir su ancha cara con su manita—. ¡Qué de mentiras y de patrañas hay en el mundo!

Esto nos lo decía a modo de confidencia a los dos, mien­tras la manita abandonaba el rostro y el bracito desaparecía de nuevo por completo en el bolso.

—¿Qué quiere usted decir, miss Mowcher? —preguntó Steerforth.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué plaga de farsantes! ¿No es verdad, hijo mío? —replicó la mujercita buscando en el bolso con un ojo en el aire y la cabeza de lado—. Miren ustedes —dijo sa­cando un paquetito— «recortes de las uñas del príncipe ruso... Príncipe Alfabeto revuelto», como yo le llamo, por­que su nombre tiene todas las letras del alfabeto mezcladas.

—El príncipe ruso es uno de sus clientes ¿no es así? —preguntó Steerforth.

—Ya lo creo, hijo mío —replicó miss Mowcher—; le corto las uñas dos veces por semana, las de las manos y las de los pies.

—¿Y supongo que le pagará bien? —dijo Steerforth.

—Habla con la nariz, pero paga bien —dijo miss Mow­cher—. Ninguno de vuestros petimetres se le puede compa­rar; estaríais de acuerdo si vierais sus bigotes, rojos por na­turaleza y negros gracias al arte.

—Gracias al arte de usted, naturalmente —dijo Steer­forth.

Miss Mowcher guiñó un ojo en signo de asentimiento.

—Se ha visto en la necesidad de enviarme a buscar; no podía por menos. El clima hace daño al tinte, y aquello po­día pasar en Rusia; pero aquí no. Usted no ha visto en todos los días de su vida a un príncipe en el estado que yo le en­contré, oxidado como un hierro viejo.

—¿Y es a él a quien llamaba usted un farsante hace un momento? —preguntó Steerforth.

—¡Oh! Es usted un chico muy avispado —replicó miss Mowcher moviendo la cabeza—. He dicho que todos en ge­neral somos unos farsantes, y le he enseñado como prueba las uñas del príncipe. Y es que, ¿ven ustedes? Las uñas del príncipe me sirven más en las familias que todos los talentos juntos. Las llevo siempre conmigo; son mi carta de reco­mendación. Si miss Mowcher corta las uñas a un príncipe, no hay más que hablar, dicen a todos. Se las doy a las jóve­nes que, yo creo, las ponen en álbumes, ¡ja, ja, ja! Palabra de honor que todo el edificio social (como dicen estos señores cuando hacen discursos parlamentarios) no reposa más que sobre las uñas de príncipes —dijo aquella mujercita tratando de cruzar los brazos y sacudiendo su gran cabeza.

Steerforth reía de todo corazón, y yo también. Miss Mow­cher continuaba moviendo la cabeza, que llevaba de lado, y mirando hacia arriba con un ojo mientras guiñaba el otro.

—Bien, bien —dijo golpeando sus rodillitas—; pero esto no son los negocios. Veamos, Steerforth, una exploración en las regiones polares y terminamos.

Escogió dos o tres de sus ligeros instrumentos y un fras­quito y preguntó, con gran sorpresa mía, si la mesa era fuerte. Ante la respuesta afirmativa de Steerforth, acercó una silla, me pidió que la ayudara, y se subió con bastante lige­reza encima de la mesa, como si fuera un escenario.

—Si alguno de ustedes me ha visto los tobillos —dijo una vez arriba— no necesito decir que me ahorcaré.

—Yo no he visto nada —dijo Steerforth.

—Ni yo tampoco —dije.

—Pues bien; entonces —exclamó miss Mowcher— con­siento en seguir viviendo. Ahora venga usted a la prisión para ser ejecutado.

Steerforth, cediendo a sus instancias, se sentó de espaldas a la mesa, y volviendo hacia mí su rostro sonriente, sometió su cabeza al examen de la enana, evidentemente sin otro ob­jeto que el de divertirnos. Era un curioso espectáculo ver a miss Mowcher inclinada sobre él y examinando sus hermo­sos cabellos oscuros, con ayuda de una lupa que acababa de sacar de su bolsillo.

—Vamos, ¡es usted un chico guapo! —dijo miss Mowcher después de un corto examen—; pero si no fuera por mí esta­ría usted calvo como un monje antes de fin de año. Sólo le pido un minuto más; voy a lavarle los cabellos con un agua que se los conservará diez años.

Al mismo tiempo vertió el contenido del frasquito sobre un trocito de franela; después, empapando en la misma pre­paración uno de los cepillitos, empezó a frotar la cabeza de Steerforth con una actividad incomparable, y siempre ha­blando sin parar.

—¿Conoce usted a Carlos Pyegrave, el hijo del duque? —dijo mirando a Steerforth por encima de su cabeza.

—Un poco —dijo Steerforth.

—¡Ese es un hombre! ¡Y esas son patillas! Si tuviera las piernas tan derechas, no tendría igual. ¿Querrá usted creer que ha pretendido prescindir de mí? ¡Un oficial de la guardia!

—¡Loco! —dijo Steerforth.

—Lo parece; pero loco o no, lo ha intentado —replicó miss Mowcher—. ¿Y qué creerá usted que ha hecho? Pues entra en una peluquería y pide una botella de agua de Madagascar.

—¿Carlos?

—Carlos en persona; pero no tenían agua de Madagascar.

—¿Y qué es eso? ¿Algo de beber? —preguntó Steerforth.

—¿De beber? —replicó miss Mowcher, deteniéndose para darle una palmadita en la cara—. Para arreglarse él solo los bigotes, ¿sabe? Había en la tienda una mujer de cierta edad, un verdadero grifo que nunca había oído aquel nombre. «Per­done, caballero —dijo el grifo a Carlos— ¿no será... no será colorete por casualidad?...» «¿Colorete? —dice Carlos al grifo—. Y ¿qué quiere usted que haga yo con el colorete?...» «Perdón, caballero —dijo la mujer—; nos piden ese artículo bajo nombres tan diferentes, que pensaba que quizá era uno más.» He ahí, querido mío —continuó miss Mowcher fro­tando con todas sus fuerzas—; he ahí otra prueba de todos esos farsantes de que hablaba hace un momento. Y no digo que no esté yo mezclada en ello como cualquiera, quizá más, quizá menos; pero, hijo mío, ¿eso qué tiene que ver?

—¿En qué dice usted que está mezclada, en el colorete? —dijo Steerforth.

—No tiene usted más que relacionar una cosa con otra, mi querido discípulo —dijo la astuta miss Mowcher tocándose la punta de la nariz—; tuve acceso al secreto profesional de to­dos los comercios y el producto le dará el resultado deseado. Y digo que también yo voy un poco por ese camino, porque hay señoras que dicen que me llaman para un bálsamo de los labios, otras me piden guantes, otras una camiseta y otras un abanico. Yo le doy el nombre que ellas quieren y les propor­ciono el mismo artículo a todas; pero nos guardamos tan bien el secreto y disimulamos de tal modo, que tanto se cuidarían de darse el colorete delante de mí como delante de cualquier persona. ¿No tienen a veces el descaro de decirme, con un dedo de colorete en la cara: «¿Cómo me encuentra usted, miss Mowcher, no estoy un poco pálida?». ¡Ja, ja, ja! También esas son farsantes, ¿qué les parece, amiguitos?

Nunca en mi vida he visto nada semejante a miss Mowcher de pie sobre la mesa riendo de su gracia y frotando sin des­canso el cráneo de Steerforth, mientras me guiñaba un ojo mirándome por encima de su cabeza.

—¡Ah! Por esta tierra no me piden mucho ese artículo —dijo—, y me extraña, pues no he visto ni una mujer bonita desde que estoy aquí, Steerforth.

—¿No? —dijo Steerforth.

—Ni la sombra de una —replicó miss Mowcher.

—Nosotros podríamos enseñarle una en carne y hueso —dijo Steerforth volviéndose hacia mí—. ¿No es verdad, Florecilla?

—Ya lo creo —respondí.

—¡Hum! —dijo la diminuta criatura mirándome de un modo penetrante y lanzando después una ojeada a Steer­forth—. ¡Hum!

La primera exclamación parecía una pregunta dirigida a los dos; la segunda era evidentemente dirigida a Steerforth.

No recibiendo ni de uno ni de otro la respuesta que sin duda esperaba, continuó frotando con la cabeza inclinada y mirando al techo como si buscara allí la contestación y espe­rase verla aparecer.

—¿Una hermana suya, míster Copperfield? —exclamó después de un momento de silencio y conservando siempre la misma actitud— ¿Una hermana suya?

—No —dijo Steerforth, sin darme tiempo a contestar—; nada de eso. Al contrario, o mucho me equivoco o míster Copperfield tenía gran admiración por ella.

—¡Cómo! ¿Ahora ya no la tiene? —replicó miss Mowcher—. ¿Es inconstante? ¡Qué vergüenza! «Aspira cada flor y cambia cada hora... hasta que Polly a su pasión le corresponde ...» ¿Se llama Polly?

Aquel diablillo me lanzó la pregunta tan bruscamente y me miraba con tanta astucia, que quedé desconcertado por completo.

—No, miss Mowcher; se llama Emily —le contesté.

—¡Hum! —exclamó exactamente en el tono de antes—. ¡Qué charlatana soy, míster Copperfield!; pero no soy indis­creta.

Su tono y sus miradas expresaban algo que no me resul­taba agradable tratándose de aquel asunto; así es que dije, en tono más grave del que habíamos empleado hasta aquel mo­mento:

—Es tan virtuosa como bonita, y está prometida en matri­monio al hombre más excelente y digno. Además, la estimo tanto por su buen sentido como la admiro por su belleza.

—¡Bien dicho! —exclamó Steerforth—. ¡Bravo, bravo, bravo! Ahora voy a saciar la curiosidad de esta pequeña Fátima, Florecilla, para no dejarle nada por adivinar. En la ac­tualidad, miss Mowcher, esa muchacha es aprendiza en la casa de Omer y Joram, «Modas, novedades, etc.» , de esta ciudad. ¿Se fija usted? Omer y Joram. La promesa de matri­monio de la cual habla mi amigo está hecha entre ella y su primo; nombre de pila, Ham; apellido, Peggotty; ocupación, constructor de barcos; también de esta ciudad. Vive con un pariente; nombre de pila, no lo sé; apellido, Peggotty; ocu­pación, marinero; también de esta ciudad. Es el hada más linda y encantadora del mundo; yo la admiro, como mi amigo, extraordinariamente, y si no fuera por no disgustar a Copperfield, diría que al casarse desmerece, que podía aspi­rar a mucho más; estoy seguro, y lo juro, ha nacido para señora.

Miss Mowcher escuchaba estas palabras, que eran dichas despacio y claramente, con la cabeza de medio lado y el ojo en el aire, como si todavía esperara la contestación. Cuando Steerforth terminó de hablar, volvió a frotarle y a charlar con sorprendente volubilidad.

—¡Oh! ¿Es eso todo? —exclamó cortándole las patillas con unas inquietas tijeritas que hacía revolotear en todas di­recciones alrededor de su cabeza—. ¡Muy bien, muy bien! Igual que una novela. Y al final: «vivieron felices», ¿no es así? ¡Ah! ¿Cómo se dice en el juego? « Amo a mi amor con E porque es Encantadora, la odio con E porque ha Empeñado su palabra, la llevo a todo lo Exquisito y pienso proponerle una Evasión: Se llama Emily y vive en el Este: ¡Ja, ja, ja! Míster Copperfield, ¿no le parezco un mamarracho?

Mirándome fijamente con extravagante astucia y sin es­perar respuesta, continuó sin tomar aliento:

—¡Ya está! Si existe una mala persona peinada y arre­glada a la perfección es usted, Steerforth. Y si hay una mo­llera que me sepa yo de memoria es la suya, ¿me oye lo que le digo, querido? Le entiendo perfectamente —dijo inclinán­dose hacia él—. Ahora puede usted marcharse, como decimos en la corte, y si míster Copperfield quiere tomar su lu­gar...

—¿Qué dices, Florecilla? —preguntó Steerforth riendo y cediéndome la silla—. ¿Quieres probar?

—Gracias, miss Mowcher; esta noche no.

—No diga que no —repuso la mujercita mirándome como experta—; un poquito más de cejas.

—Gracias, en otra ocasión.

—Le hace falta una octava de pulgada más hacia la sien —dijo miss Mowcher—; es cosa de pocos días.

—No, gracias; ahora no.

—¿Y no quiere usted un poco de tupé? —insistió—. ¿No? Déjeme, por lo menos, ahuecarle un poco el pelo, y después pasaremos a las patillas, ¡vamos!

No pude por menos de enrojecer al negarme, pues sentía que acababa de tocar mi punto flaco. Pero miss Mowcher, viendo que no estaba dispuesto a soportar las mejoras que su arte podía causar en mi persona, y que me resistía por el mo­mento a las seducciones del frasquito que tenía en la mano preparado para mí, me dijo que no tardaríamos en volvernos a ver, y me pidió que la ayudara a bajar de las alturas. Gra­cias a este socorro bajó rápidamente y empezó a doblar su papada por encima de los cordones del sombrero.

—¿Le debo?... —dijo Steerforth.

—Cinco chelines, y es de balde, muchacho. ¿No es ver­dad que le parezco muy tribial, míster Copperfield?

Respondí cortésmente: «Nada de eso» ; pero pensaba que lo era bastante, cuando un momento después le vi lanzar al aire la moneda de cinco chelines, cogerla como un escamo­teador y deslizarla en su bolsillo dando un golpecito encima.

—Esta es la gaveta —dijo miss Mowcher; y acercándose a la silla volvió a meter en el bolso todas las menudencias que había sacado—. Veamos —dijo—, ¿lo tengo ya todo? Me parece que sí. No sería agradable encontrarse en la situa­ción de Ned Biadwood, cuando le llevaron a la iglesia para casarle y habían olvidado a la novia. ¡Ja, ja, ja! Es franca­mente una mala persona el tal Ned; ¡pero tan gracioso! Ahora ya sé que les voy a destrozar el corazón; pero no tengo más remedio que marcharme. Ya pueden hacer acopio de valor para soportarlo. Adiós, míster Copperfield; cuídese mucho, Jockey de Norfolk. ¡Cuánto he charlado! ¡Pero uste­des tienen la culpa, picaruelos! Bueno, les perdonaré. «Bob swore» , como decía aquel inglés, por buenas noches, des­pués de su primera lección de francés, «Bob swore», duques míos.

Con su bolso colgando del brazo y sin dejar de charlar se adelantó, balanceándose, hacia la puerta y se detuvo de pronto para preguntarnos si no queríamos un mechón de sus cabe­llos. « Le debo parecer muy tribial, míster Copperfield» , dijo como comentario a aquella proposición, y desapareció con el dedo apoyado en la nariz.

Steerforth reía de tan buena gana que no pude por me­nos de hacer otro tanto; de no ser así, no sé si me habría reído. Después de aquella explosión de alegría, que duró un momento, me dijo que miss Mowcher tenía una clien­tela muy numerosa y que se hacía necesaria a muchísima gente de modos muy distintos. Había personas que la trata­ban con ligereza, considerándola únicamente como una muestra de las extravagancias de la naturaleza; pero tenía un espíritu tan fino y observador como el que más; y si te­nía los brazos cortos, no tenía la inteligencia menos larga. Añadió que había dicho la verdad al vanagloriarse de estar a la vez en todas partes; pues de vez en cuando hacía ex­cursiones por provincias, donde siempre encontraba clien­tes nuevos, y terminaba por conocer a todo el mundo. Le pregunté cuál era su carácter; si no eran todo equívocos en ella, y si su simpatía se inclinaba por lo general a lo bueno; pero viendo que mis preguntas no le interesaban, después de dos o tres tentativas renuncié a repetírselas. En cambio, me contó una multitud de detalles sobre su habilidad y sus ganancias; me dijo que era una especialista poniendo ven­tosas, y que me lo prevenía por si alguna vez necesitaba pedirle ese servicio.

Miss Mowcher fue el principal tema de nuestra conversa­ción durante la noche, y cuando nos separamos todavía Steerforth se inclinó por la barandilla de la escalera mientras yo bajaba para decirme: «Bob swore».

A1 llegar ante la casa de Barkis me sorprendió mucho el encontrar a Ham paseando de arriba abajo, y todavía me sor­prendió más el saber que la pequeña Emily estaba en casa de su tía. Le pregunté, naturalmente, cómo no había entrado, en lugar de pasearse de arriba abajo por la calle.

—¿Sabe usted, señorito Davy? —dijo titubeando—. Es porque Emily está hablando con una persona.

—Mayor razón para que tú también estuvieras, Ham.

—Sí, señor; en general es verdad —replicó—; pero, ¿sabe usted, señorito Davy? —dijo bajando la voz y en tono grave—. Es una joven, una muchacha que Emily conoció en otro tiempo y a la que ahora no debía tratar.

Sus palabras fueron un rayo de luz que vino a aclarar mis dudas sobre la persona que les seguía algunas horas antes.

—Es una pobre muchacha, señorito Davy, vilipendiada por todo el pueblo. No hay muerto en el cementerio cuyo fantasma fuera capaz de hacer huir a la gente más que ella.

—¿No es la que os seguía esta noche por la playa?

—¿Nos seguía? —dijo Ham—. Es posible, señorito Davy; yo no sabía que estuviera aquí; pero se ha acercado a la ventanita de Emily cuando ha visto luz, y ha dicho en voz baja: «Emily, Emily, por amor de Dios, ten corazón de mujer conmigo. Yo era antes como tú» . Y eran palabras muy so­lemnes, señorito Davy; ¿cómo negarse a oírlas?

—Tienes razón, Ham; y Emily ¿qué ha hecho?

—Emily le ha dicho: «Martha, ¿eres tú? ¿Es posible, Martha, que seas tú?». Pues habían trabajado juntas durante mucho tiempo en casa de míster Omer.

—¡Ya la recuerdo! —exclamé, pues recordaba a una de las dos muchachas que había visto la primera vez que estuve en casa de míster Omer. La recuerdo perfectamente.

—Martha Endell —dijo Ham—; tiene dos o tres años más que Emily; pero también han estado en la escuela juntas.

—No he sabido nunca su nombre; dispensa que te haya interrumpido.

—La historia no es muy larga, señorito Davy —dijo Ham—. Esta es en pocas palabras: «Emily, Emily, por amor de Dios, ten corazón de mujer conmigo, yo era antes como tú». Quería hablar con Emily. Emily no podía hablar en casa, pues había vuelto su tío y, a pesar de lo bueno y caritativo que es, no querría, no podría, señorito Davy, ver a esas dos muchachas juntas, ni por todos los tesoros ocultos en el mar.

Ya lo sabía yo; no necesitaba que Ham me lo aclarase.

—Por lo tanto, Emily escribió con lápiz en un papelito y se lo dio por la ventana. « Enseña esto —la decía— a mistress Barkis y ella te hará sentar al lado del fuego, por amor mío, hasta que mi tío salga y yo pueda ir a hablarte.» Después me dijo lo que le acabo de contar, pidiéndome que la trajera aquí. ¿Qué podía hacer yo? Emily no debía tratar a una mujer como esa; pero, ¿cómo quiere usted que le niegue algo si me lo pide llorando?

Hundió la mano en el bolsillo de su gruesa chaqueta y sacó con mucho cuidado una linda bolsita.

—Y si fuera capaz de negarle algo cuando llora, señorito Davy —dijo Ham extendiendo cuidadosamente la bolsita en su mano callosa—, ¿cómo habría podido negarme a traerle esto aquí, si sabía lo que quería hacer? ¡Una joyita como esta —dijo Ham mirando la bolsa, pensativo—, y con tan poco dinero! ¡Emily, querida mía!

Le estreché la mano calurosamente cuando volvió a meter la bolsita en el bolsillo, pues no sabía cómo expresarle toda mi simpatía, y continuamos paseando de arriba abajo en si­lencio durante algunos minutos. La puerta se abrió entonces, y Peggotty hizo señas a Ham para que entrara. Yo habría querido quedarme fuera; pero Peggotty volvió a asomarse, rogándome que pasase. También me habría gustado evitar la habitación donde estaban reunidos; pero era aquella cocinita limpia que ya he mencionado, cuya puerta daba directa­mente a la calle, de modo que me encontré en medio del grupo antes de saber dónde meterme.

La muchacha que había visto en la playa estaba allí, al lado del fuego, sentada en el suelo, con la cabeza y los bra­zos apoyados en una silla, que Emily acababa de abandonar y sobre la cual había tenido sin duda a la pobre abandonada apoyada sobre sus rodillas. Apenas vi su rostro, pues tenía los cabellos sueltos como si se hubiera despeinado ella misma. Sin embargo, pude ver que era joven y que tenía una voz hermosa. Peggotty había llorado, y la pequeña Emily tam­bién. A nuestra llegada no pronunciaron ni una palabra, y el tictac del viejo reloj holandés parecía diez veces más fuerte que de costumbre en aquel profundo silencio.

Emily habló la primera.

—Martha querría ir a Londres, Ham.

—¿,Por qué a Londres? —respondió Ham.

Estaba de pie entre ellas y miraba a la joven postrada en tierra con una mezcla de compasión y de disgusto por verla en compañía de la que amaba tanto. Siempre he recordado aquella mirada.

Hablaban bajo, como si se tratara de una enferma; pero se entendía claramente todo, aunque sus voces eran sólo un murmullo.

—Allí estaré mejor que aquí —dijo en voz alta Martha, que seguía en el suelo—. Nadie me conoce; mientras que aquí todo el mundo sabe quién soy.

—¿Y qué va a hacer allí? —preguntó Ham.

Martha se levantó, le miró un momento de un modo som­brío; después, bajando la cabeza de nuevo, se pasó el brazo derecho alrededor del cuello con una viva expresión de dolor.

—Tratará de portarse bien —dijo la pequeña Emily—. No sabes todo lo que nos ha contado. ¿Verdad tía que no pueden saberlo?

Peggotty sacudió la cabeza con compasión.

—Sí; lo intentaré —dijo Martha— si ustedes me ayudan a marcharme. Peor que aquí no podré ser. Quizá sea mejor. ¡Oh —dijo con un estremecimiento de terror—, arrancadme de estas calles, donde todo el mundo me conoce desde la in­fancia!

Emily extendió la mano, y vi que Ham ponía en ella una bolsita. Ella la cogió, creyendo que era su bolsa, y dio un paso; después, dándose cuenta de su error, volvió hacia él (que se había retirado hacia mí) enseñándole lo que le aca­baba de dar.

—Es tuyo, Emily —le dijo—. Yo no tengo nada en el mundo que no sea tuyo, querida mía, y para mí no hay pla­cer más que en ti.

Los ojos de Emily volvieron a llenarse de lágrimas; des­pués se acercó a Martha. No sé lo que le dio. La vi inclinarse hacia ella y ponerle dinero en el delantal. Pronunció algunas palabras en voz baja, preguntándole si sería suficiente. «Más que suficiente», dijo la otra, y cogiéndole la mano se la besó.

Después, envolviéndose en su chal, ocultó el rostro en él y se acercó a la puerta llorando ardientes lágrimas. Se detuvo un momento antes de salir, como si quisiera decir algo; pero no dijo nada, y salió lanzando un gemido sordo y doloroso.

Cuando la puerta se cerró, la pequeña Emily nos miró a todos, después ocultó la cabeza entre las manos y se puso a sollozar.

—Vamos, Emily —dijo Ham dándole con dulzura en el hombro—, vamos; no llores así.

—¡Oh! —exclamó ella con los ojos llenos de lágrimas—; no soy todo lo buena que debía ser, Ham; no soy todo lo agradecida que debía.

—Sí que lo eres —dijo Ham—; estoy seguro.

—No —contestó la pequeña Emily sollozando y sacu­diendo la cabeza—; no soy tan buena como debiera, ni mu­cho menos, ¡ni mucho menos!

Y seguía llorando como si su corazón fuera a romperse.

—Abuso demasiado de tu amor, lo sé; te llevo la contra­ria; soy desigual contigo. ¡Cuando debía ser tan distinta! ¡No serías tú quien se portara así conmigo! ¿Por qué soy mala entonces, cuando sólo debía pensar en demostrarte mi agra­decimiento y en tratar de hacerte dichoso?

—Me haces completamente dichoso —dijo Ham—. ¡Soy tan dichoso cuando te veo, querida mía! Y también soy feliz todo el día pensando en ti.

—¡Ah! ¡Eso no es bastante! —exclamó ella—, pues eso proviene de tu bondad y no de la mía. ¡Oh! Habrías podido ser mucho más feliz, Ham, queriendo a otra muchacha, a una criatura más sensata y más digna de ti, a una mujer que fuera tuya por completo, y no vana y caprichosa como yo.

—¡Pobre corazoncito! —dijo Ham en voz baja—. Martha la ha trastornado por completo.

—Te lo ruego, tía —balbució Emily—; ven aquí para que apoye mi cabeza en tu hombro. Soy muy desgraciada esta noche, tía; me doy cuenta muy bien de que no soy todo lo buena que debiera ser.

Peggotty se había apresurado a sentarse al lado del fuego. Emily, de rodillas a su lado, con los brazos alrededor de su cuello, la miraba suplicante.

—¡Oh, te lo ruego, tía, ayúdame! ¡Ham, amigo mío, trata también de ayudarme tú! ¡Señorito Davy, por el recuerdo del tiempo pasado, ayúdeme también! Quiero ser mejor de lo que soy. Quiero sentirme mil veces más agradecida. Querría recordar a todas horas la felicidad de ser la mujer de un hom­bre tan bueno y de poder llevar una vida tranquila. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi corazón! ¡Ay de mi corazón!

Ocultó la cabeza en el pecho de mi antigua niñera y, ce­sando en sus súplicas que, en su angustia, eran a la vez de mujer y de niña, como toda su persona, como el carácter mismo de su belleza, continuó llorando en silencio, mientras Peggotty la tranquilizaba como a un niño que llora.

Poco a poco se fue normalizando y pudimos consolarla hablándole al principio, dándole valor después, para termi­nar con un poco de broma. Emily empezó por levantar la ca­beza y hablar también; después llegó a sonreír, y después a reír y, por fin, a sentirse un poco avergonzada; entonces Peg­gotty arregló sus bucles revueltos y le enjugó los ojos por te­mor a que su tío, al verla entrar, preguntase por qué había llorado su niña querida.

Aquella noche la vi hacer lo que no la había visto hacer nunca. La vi besar a su prometido en la mejilla y, después, estrecharse contra aquel tronco robusto, como buscando su más seguro apoyo. Cuando se alejaban, yo los miraba a la claridad de la luna, comparando en mi espíritu esta partida con la de Martha, y vi que Emily le tenía agarrado el brazo con las dos manos y seguía estrechamente unida a él.

CAPÍTULO III. CORROBORO LA OPINIÓN DE MÍSTER DICK Y ME DECIDO POR UNA PROFESIÓN

A la mañana siguiente, cuando me desperté, pensé mucho en la pequeña Emily y en su emoción de la noche anterior después de la partida de Martha. Me parecía que, al haber sido testigo de aquellas debilidades y ternuras de familia, había entrado en una confidencia sagrada y no tenía derecho a revelarla ni aun a Steerforth. Por ninguna criatura del mundo experimentaba un sentimiento más dulce que el que me inspiraba la preciosa criaturita que había sido la compañera de mis juegos y a quien había amado tan tiernamente entonces, como estaba y estaré convencido hasta mi muerte. Me habría parecido indigno de mí mismo, indigno de la au­reola de nuestra pureza infantil, que yo veía siempre alrede­dor de su cabeza, el repetir a los oídos de Steerforth lo que ella no había podido callar en el momento en que un inci­dente inesperado la había forzado a abrir su alma delante de mí. Tomé, pues, la decisión de guardar en el fondo del cora­zón aquel secreto, que daba —según me parecía— una gra­cia nueva a su imagen.

Durante el desayuno me entregaron una carta de mi tía. Como trataba de una cuestión sobre la que pensaba que los consejos de Steerforth valdrían tanto más que los de cual­quiera otro, decidí discutirlo con él durante nuestro viaje, ra­diante de poder consultarle. Por el momento teníamos bas­tante con despedirnos de todos nuestros amigos. Barkis no era el que menos sentía nuestra partida, y yo creo que de buena gana habría abierto de nuevo su cofre y sacrificado otra moneda de oro si hubiéramos querido a ese precio perma­necer dos días más en Yarmouth. Peggotty y toda su familia estaban desesperados. La casa entera de Omer y Joram salió a decimos adiós, y Steerforth se vio rodeado de tal multitud de pescadores en el momento en que nuestras maletas tomaron el camino de la diligencia, que si hubiéramos poseído el equi­paje de un regimiento los mozos voluntarios no habrían fal­tado para transportarlo. En una palabra, nos fuimos llevándo­nos el sentimiento y el afecto de todos los conocidos y dejando tras de nosotros no sé cuántas personas afligidas.

—¿Va usted a permanecer mucho tiempo aquí, Littimer? —le dije mientras esperaba a que partiese la diligencia.

—No, señor —repuso—; probablemente no estaré mucho tiempo.

—Por el momento no lo sabe —dijo Steerforth en tono indiferente—; sólo sabe lo que tiene que hacer, y lo hará.

—Estoy seguro —le respondí.

Littimer acercó la mano a su sombrero para darme las gra­cias por mi buena opinión, y en aquel momento me pareció que yo no tenía más de ocho años. Nos saludó de nuevo de­seándonos un buen viaje, y le dejamos allí en medio de la calle, a aquel hombre respetable y tan misterioso como una pirámide de Egipto.

Durante un rato permanecimos sin decir nada, pues Steer­forth estaba sumido en un silencio desacostumbrado, y yo me preguntaba cuándo volvería a ver todos aquellos lugares testigos de mi infancia, y qué cambios tendríamos que sufrir en el intervalo ellos y yo. Por fin, Steerforth, recobrando de pronto su alegría y animación —gracias a la facultad que poseía de cambiar de tono a capricho—, me tiró de la manga.

—Y bien, ¿no me cuentas nada, Davy? ¿Qué decía esa carta de que me hablabas en el desayuno?

—¡Oh! —dije sacándola del bolsillo—. Es de mi tía.

—¿Y te dice algo interesante?

—Me recuerda que he emprendido esta excursión con ob­jeto de ver mundo y de reflexionar.

—Y supongo que no habrás dejado de hacerlo.

—Me veo obligado a confesarte que, a decir verdad, no me he acordado mucho; es más, tengo miedo de haberlo ol­vidado por completo.

—Pues bien; mira a tu alrededor ahora —dijo Steer­forth— y repara tu negligencia. Mira hacia la derecha, y verás un país llano y bastante pantanoso; mira hacia la izquierda, y verás otro tanto, y hacia delante, y no hay diferencia, lo mismo que hacia atrás.

Me eché a reír diciéndole que no descubría profesión ade­cuada para mí en el paisaje, lo que quizá era debido a su mo­notonía.

—¿Y qué dice tu tía del asunto? —preguntó Steerforth mirando la carta que tenía en la mano, ¿Te sugiere alguna idea?

—Sí —respondí—. Me pregunta si me gustaría ser procu­rador del Tribunal de Doctores. ¿Qué te parece?

—No sé —dijo Steerforth con tranquilidad, Me parece que igual puedes hacerte procurador que otra cosa cual­quiera.

No pude por menos de reírme al oírle poner todas las pro­fesiones al mismo nivel, y le demostré mi sorpresa.

—¿Y qué es un procurador, Steerforth? —añadí.

—Es una especie de curial —replicó Steerforth— que ac­túa en el anticuado Tribunal de Doctores, en un rincón aban­donado cerca del cementerio de Saint Paul, donde vienen a ser lo que los procuradores en los Tribunales de justicia. Es un funcionario cuya existencia, según el curso natural de las cosas, debía haber desaparecido hace más de doscientos años; pero voy a hacértelo comprender mejor explicándote lo que es el Tribunal de Doctores. Es un lugar retirado, donde se aplica lo que se llama la ley eclesiástica y donde se hacen toda clase de trampas con los antiguos monstruos de actas del Parlamento, de los que la mitad del mundo ignora la existencia y el resto supone que están ya en estado fósil desde los tiempos del rey Eduardo. Este Tribunal goza de un antiguo monopolio para las causas relativas a testamentos, a contratos matrimoniales y a las discusiones que surgen en las cuestiones de la Marina.

—Vamos, Steerforth —exclamé—, no querrás hacerme creer que hay la menor relación entre los asuntos de la Igle­sia y los de la Marina.

—No tengo esa pretensión, Florecilla; sólo quiero decirte que tanto una cosa como otra se tratan y se juzgan por las mismas personas y en el mismo Tribunal. Vas un día, y les oyes emplear todos los términos de marina del diccionario de Yung a propósito de «La Nancy, que ha echado a pique a la Sarah Jane», o a propósito de « míster Peggotty y los pes­cadores de Yarmouth, que durante una galerna han lanzado un áncora o un cable al Nelson, de la India, en peligro», y si vuelves algunos días después estarán examinando los testi­monios en pro y en contra de un eclesiástico que se ha por­tado mal, y te darás cuenta de que el juez del proceso marí­timo es al mismo tiempo abogado de la causa eclesiástica, y viceversa. Son como los actores, que hoy hacen de jueces y mañana no; pasan de un papel a otro, cambiando sin cesar; pero siempre es un asunto muy lucrativo el de esta comedia de sociedad representada ante un público extraordinaria­mente elegido.

—Pero los abogados y los procuradores, ¿no son la misma cosa? —pregunté confuso.

—No —replicó Steerforth—, porque los abogados son hombres que han tenido que doctorarse en la Universidad; esa es la causa de que yo esté algo enterado. Los abogados emplean a los procuradores; reciben en común buenos hono­rarios y se dan allí una vidita muy agradable. En resumen, Davy, te aconsejo que no desprecies el Tribunal de Docto­res. Además, te diré, por si puede halagarte, que presumen de ejercer una profesión de lo más distinguida.

Descontando la ligereza con que Steerforth trataba el asunto y reflexionando en la antigua importancia que yo aso­ciaba en mi espíritu con el viejo rinconcito cercano al ce­menterio de Saint Paul, me sentí bastante dispuesto a acep­tar la proposición de mi tía, sobre la que me dejaba en absoluta libertad, diciéndome con toda franqueza que se le había ocurrido yendo a ver últimamente a su procurador al Tribunal para arreglar su testamento a mi favor.

—Eso sí que es digno de alabanza por parte de tu tía —dijo Steerforth cuando le comuniqué aquella circunstan­cia— y merece alientos. Florecilla, mi opinion es que no desdeñes su idea.

También fue lo que yo decidí. Le dije a Steerforth que mi tía me esperaba en Londres. Había tomado habitaciones para una semana en un hotel muy tranquilo de los alrededores de Lincoln's Inn Fields, decidiéndose por aquella casa en vista de que tenía una escalera de piedra y una puerta que daba al tejado; pues mi tía estaba convencida de que no había pre­caución inútil en Londres, donde todas las casas debían in­cendiarse por la noche.

Terminamos el viaje insistiendo de vez en cuando sobre la cuestión del Tribunal de Doctores y pensando en los tiem­pos lejanos en los que yo quería ser procurador; perspectiva que Steerforth presentaba bajo una infinidad de aspectos a cual más grotescos, que nos hacían llorar de risa. Cuando llegamos al término de nuestro viaje, él se dirigió a su casa, prometiéndome una visita a los dos días, y yo me encaminé a Lincoln's Inn Fields, donde encontré a mi tía todavía le­vantada y esperándome para cenar.

Si hubiera dado la vuelta al mundo desde que nos separa­mos, creo que no nos habríamos sentido más dichosos al vol­vemos a ver. Mi tía lloraba de todo corazón abrazándome, y me dijo, haciendo como que reía, que si mi pobre madre es­tuviera todavía en el mundo no dudaba de que la pequeña inocente habría vertido lágrimas.

—Y ¿ha abandonado usted a míster Dick, tía —le pre­gunté—. ¡Cuánto lo siento! ¡Ah Janet! ¿Cómo está usted?

Mientras que Janet me hacía una reverencia y me pregun­taba por mi salud, observé que el rostro de mi tía se ensom­brecía considerablemente.

—Yo también lo siento —dijo mi tía frotándose la na­riz—, y no tengo un momento de reposo desde que estoy aquí, Trot.

Antes de que pudiera preguntar la razón, me la dijo.

—Estoy convencida —dijo apoyando su mano encima de la mesa con una fuerza melancólica—; estoy convencida de que el carácter de Dick no es bastante enérgico para ex­pulsar a los asnos. Decididamente, le falta energía. Debí de­jar a Janet en su lugar; habría estado más tranquila. Hoy mismo, estoy segura que si alguna vez ha pasado un asno por mi césped ha sido esta tarde a las cuatro –continuo vivamente—, pues he sentido un estremecimiento de la ca­beza a los pies, y estoy segura de que era un asno.

Traté de consolarla, pero rechazaba todo consuelo.

—Estoy segura de que era un asno, y además ese asno in­glés que montaba la hermana de aquel Murderin el día que vino a casa (desde entonces, en efecto, mi tía no llamaba de otro modo a miss Mourdstone), y si hay un asno en Dover cuya audacia me sea insoportable —continuó dando un pu­ñetazo en la mesa—, es ese animal.

Janet sugirió que quizá hacía mal mi tía preocupándose, pues creía que el burro en cuestión estaba por el momento ocupado en transportar arena, lo que no le dejaría tiempo para it a cometer delitos en su pradera. Pero mi tía no quería convencerse.

Nos sirvieron una buena cena, calentita, a pesar de lo le­jos que estaba la cocina de las habitaciones de mi tía, situada en el último piso. Si la había escogido así para mayor segu­ridad de su dinero o por estar cerca de la puerta del tejado, no lo sé. La comida se componía de pollo asado, rosbif y le­gumbres; todo excelente, y le hice honor. Mi tía, que tenía sus prejuicios sobre los comestibles de Londres, no comía apenas.

—Apuesto cualquier cosa a que este pollo ha sido criado en una cueva, donde habrá nacido —dijo mi tía—, y que no ha tomado el aire más que en el mercado después de muerto. La carne supongo que será de buey, pero no estoy segura. Aquí no se encuentra nada natural más que el lodo.

—¿Y no cree usted que este pollo pueda haber venido del campo, tía?

—Seguramente no —replicó mi tía— Para los comer­ciantes de Londres sería un disgusto vender algo bajo su ver­dadero nombre.

No traté de contradecir aquella opinión, pero comí con buen apetito, lo que le satisfacía plenamente. Cuando quita­ron la mesa, Janet peinó a mi tía, la ayudó a ponerse su cofia de dormir, que era más elegante que de costumbre (por si había fuego), según decía. Después se remangó un poco la falda para calentarse los pies antes de acostarse, y yo le pre­paré —siguiendo las reglas establecidas, de las que jamás, bajo ningún pretexto, había que alejarse —un vaso de vino blanco caliente mezclado con agua, y le corté en tiras largas y delgadas pan para tostar. Nos dejaron solos para terminar la velada. Mi tía estaba sentada frente a mí y bebía su agua con vino, mojando una después de otra sus tostadas antes de comérselas, y mirándome con ternura desde el fondo de los adornos de su cofia de dormir.

—Y bien, Trot —me dijo—, ¿has pensado en mi pro­posición de hacerte procurador, o todavía no has tenido tiempo?

—He pensado mucho, tía, y he hablado mucho de ello con Steerforth. Me encanta la idea.

—Vamos —dijo mi tía—, me alegro mucho.

—Sólo veo una dificultad, tía.

—¿Cuál, Trot?

—Quería preguntarle si mi admisión en el Tribunal de Doctores, que según creo se compone de un número muy li­mitado de miembros, no será exageradamente cara.

—Sí es muy caro. Para que te hagas una idea son mil li­bras justas.

—¿Ve usted, tía? Eso es lo que me preocupaba —dije acercándome a ella— ¡Es una suma considerable! Ha gas­tado usted ya mucho en mi educación, y ha sido en todo igual de generosa. Nada puede dar idea de su bondad con­migo. Pero seguramente hay carreras a las que me podría dedicar, sin gastar apenas, por decirlo así, y teniendo al mismo tiempo esperanzas de éxito por medio del trabajo y la perseverancia. ¿Está usted segura de que no sería mejor in­tentarlo? ¿Está usted segura de poder hacer todavía ese sa­crificio y de que no sería mejor evitarlo? Solamente le pido que lo piense.

Mi tía terminó sus tostadas, mirándome a la cara, y des­pués depositó su vaso sobre la chimenea, y apoyando sus manos cruzadas sobre la falda me contestó lo siguiente:

—Trot, hijo mío; yo tengo un solo objetivo en la vida, y es hacer de ti un hombre bueno, sensible y dichoso. A ello me dedico, lo mismo que Dick. Yo querría que algunas per­sonas oyeran las conversaciones de Dick sobre ese asunto. Su sagacidad es sorprendente; nadie conoce los recursos de la inteligencia de ese hombre más que yo.

Se detuvo un momento, y cogiendo mi mano entre las su­yas, continuó:

—Es en vano, Trot, recordar el pasado, a menos que in­fluya algo en el presente. Yo quizás podía haberme portado mejor con tu pobre padre. Quizá podía haber sido mejor amiga de aquella pobre niña que era tu madre, aun después de haberme defraudado con tu hermana Betsey Trotwood. Cuando llegaste a mí, pobre chiquillo errante, cubierto de polvo y agotado, quizá lo pensé así. Desde entonces hasta ahora, Trot, tú has sido para mí un motivo de orgullo, satis­facciones, cariño. Nadie más que tú tiene derecho sobre mi fortuna, es decir... (aquí, con gran sorpresa mía, dudó y pare­ció confusa...) no; nadie más tiene derecho sobre mi fortuna, pues tú eres mi hijo adoptivo. Únicamente te pido que tam­bién seas tú para mí un hijo cariñoso y que soportes mis ex­travagancias y caprichos; de ese modo harás más por esta pobre vieja —cuya juventud no ha sido lo feliz que hubiera debido ser— de lo que ella haya podido hacer por ti.

Era la primera vez que oía a mi tía referirse a su vida pa­sada. Y había tanta nobleza en el tono tranquilo con que lo hacía y en no explayarse, que aumentaba mi respeto y cariño por ella, si es que eso era posible.

—Ahora ya estamos de acuerdo, Trot —dijo mi tía—, y no necesitamos volver a hablar de ello. Dame un beso, y mañana, después de almorzar, iremos al Tribunal de Doc­tores.

Todavía permanecimos largo rato charlando delante del fuego antes de acostarnos. Me retiré a una habitación conti­gua a la de mi tía, quien no me dejó dormir en toda la noche llamando a mi puerta en cuanto le preocupaba el ruido dis­tante de coches y carros, para preguntarme si no oía a las bombas de incendios. Cuando amanecía consiguió dormir mejor y me permitió a mí hacerlo también.

A eso de las doce nos dirigimos a las Oficinas de los se­ñores Spenlow y Jorkins. Mi tía, que también pensaba que en Londres todo hombre que veía era un ratero, me dio su portamonedas para que se lo llevara, y vi que llevaba en él diez guineas y algo de plata.

Nos detuvimos ante la tienda de juguetes de Fleet Street para mirar los gigantes de Saint Dunstan tocando las campa­nas (habíamos calculado el tiempo para llegar a verlos a las doce en punto), y después nos dirigimos a Ludgate Hill y al cementerio de Saint Paul. Cuando llegábamos al primero de estos sitios observé que mi tía aceleraba el paso y parecía asustada.

Al mismo tiempo me di cuenta de que un hombre de mal aspecto, que se había parado para mirarnos al pasar un mo­mento antes, nos seguía tan de cerca que rozaba el traje de mi tía.

—¡Trot, mi querido Trot! —exclamó mi tía en un murmu­llo de terror y apretándome el brazo—. ¡No sé qué hacer!

—No se asuste, tía; no merece la pena que se asuste. En­tre en una tienda, y yo me encargo de ese individuo.

—No no, hijo mío —repuso ella—, no le hables por nada del mundo. Te lo pido, te lo ordeno.

—Por Dios, tía —dije yo—, si no es más que un mendigo descarado.

—Tú no sabes lo que es —replicó mi tía—. Tú no sabes quién es. ¡No sabes lo que tu dices!

Mientras sucedía esto nos habíamos detenido en un por­tal, y el hombre se había detenido también.

—¡No le mires! —dijo mi tía, pues yo volvía la cabeza con indignación—. Búscame un coche, hijo mío, y espérame en el cementerio de Saint Paul.

—¿Esperarla? —repetí.

—Sí —insistió mi tía— Yo ahora tengo que irme; tengo que irme con él.

—¿Con quién, tía? ¿Con ese hombre?

—No estoy loca, y te digo que debo hacerlo. Búscame un coche.

A pesar de lo sorprendido que estaba, me daba cuenta de que no tenía derecho a negarme a lo que tan perentoriamente me ordenaba. Di con precipitación varios pasos y llamé a un coche que pasaba. Apenas había bajado el estribo, cuando mi tía ya estaba dentro y el hombre la siguió. Ella me hizo seña con la mano de que me alejara, con tal seriedad, que, a pesar de mi confusión, me alejé de ellos al momento. Mientras lo hacía la oí decir al cochero: «A cualquier sitio, siga ade­lante». Un momento después el coche pasaba por mi lado.

Lo que mister Dick me había contado y que yo había su­puesto serían fantasías de las suyas me vino a la memoria. No cabía duda; aquél era el hombre de quien me había ha­blado tan misteriosamente, aunque la naturaleza de sus dere­chos sobre mi tía no los podia imaginar. Después de esperar media hora en el cementerio, vi llegar el coche. El cochero paró delante de mí. Mi tía estaba sola.

Todavía no se había repuesto lo bastante de su emoción para presentarse donde nos dirigíamos; así es que me hizo subir con ella al coche, ordenando al conductor que diera una vuelta despacio. Únicamente me dijo:

—Hijo mío, no me preguntes nunca nada ni hagas refe­rencia a esto.

Un momento después había recobrado todo su aplomo y me dijo que ya estaba repuesta por completo y podíamos despedir el coche. Al pagar al cochero vi que todas las gui­neas habían desaparecido y que sólo quedaba la plata.

Se entra en el edificio del Tribunal de Doctores por un arco pequeño y bajo. Apenas habíamos dado algunos pasos por su recinto cuando el ruido de la ciudad se apagaba ya en la lejanía, como por encanto; los patios oscuros y tristes, las galerías estrechas, nos llevaron pronto a las oficinas de Spenlow y Jorkins, que recibían la luz Genital. En el vestí­bulo de aquel templo, en el que los peregrinos podían pe­netrar sin cumplir la ceremonia de llamar a la puerta, había dos o tres escribientes trabajando. Uno de ellos, un hom­brecito seco, que estaba sentado solo en un rincón, llevaba peluca y parecía estar hecho de pan moreno, se levantó para recibir a mi tía y nos introdujo en el despacho de mister Spenlow.

—Mister Spenlow está en el Tribunal, señora —dijo el hombrecito—; pero voy a mandar a buscarle al momento.

Nos quedamos solos, y aproveché la oportunidad para mi­rarlo todo. La habitación estaba amueblada a la antigua, y todo estaba lleno de polvo; el tapete verde de la mesa había perdido el color y estaba arrugado y pálido como un men­digo viejo. La tenían llena de una cantidad enorme de carpe­tas. En el dorso de unas ponía: «Alegaciones» ; en otra, con gran sorpresa mía, lei: «Libelos»; unos eran para el Tribunal del Consistorio; otros, para el de los Arcos, y otros, para el de Prerrogativas. También los había para el del Almiran­tazgo y para la Cámara de Diputados. Y yo pensaba cuántos Tribunales serían entre todos, y cuánto tiempo haría falta para entenderlos. Había también gruesos volúmenes manus­critos de «Declaraciones» , sólidamente encuadernados y atados juntos por series enormes. Una serie para cada causa, como si cada causa fuera una historia en diez o veinte volú­menes. Todo aquello debía de ocasionar muchos gastos, y me dio una agradable idea de lo que ganarían los procurado­res. Paseaba mi vista con creciente complacencia por todos aquellos objetos y otros semejantes, cuando se oyeron pasos rápidos en la habitación de al lado, y mister Spenlow, con traje negro guarnecido de pieles blancas, entró rápidamente, quitándose el sombrero.

Era un hombre pequeño y rubio, con unas botas de un brillo irreprochable, una corbata blanca y un cuello muy duro. Llevaba el traje abrochado hasta la barbilla, muy ce­ñido el talle, y parecía que debía de haberle costado mucho trabajo el rizado de las patillas, que también era impecable. Su cadena de reloj era tan maciza, que se me ocurrió pen­sar que para sacarla del bolsillo necesitaría un brazo de oro tan robusto como los que se ven en las muestras de los ba­tidores de oro. Estaba tan compuesto y tan estirado, que apenas podía moverse, viéndose obligado, cuando miraba los papeles de su pupitre —después de sentado en su si­lla—, a mover todo el cuerpo de un lado a otro como una marioneta.

Fui presentado al momento por mi tía, y me recibió cor­tésmente. Me dijo:

—¿Así es, míster Copperfield, que desea usted entrar en nuestra profesión? El otro día, cuando tuve el gusto de ver a miss Trotwood (con otra inclinación de su cuerpo, actuando nuevamente como una marioneta) le hablé casualmente de que había aquí una vacante. Miss Trotwood fue lo bastante buena para decirme que tenía un sobrino a quien no sabía a qué dedi­car. Este sobrino tengo ahora el placer de... (otra inclinación).

Hice un saludo de agradecimiento, y dije que mi tía me había hablado de aquella vacante y que, como me parecía que había de gustarme mucho, había aceptado inmediata­mente la proposición. Sin embargo, no podía comprome­terme formalmente sin conocer mejor el asunto, y, aunque no fuese más que por asegurarme, me gustaría tener la oca­sión de probar para ver si me gustaba como creía antes de comprometerme irrevocablemente.

—¡Oh, sin duda, sin duda! —dijo míster Spenlow—. Nos­otros, en esta casa, siempre proponemos un mes de prueba. Y yo, por mi parte, tendría mucho gusto en proponerle dos o tres, o un plazo indefinido; pero como tengo un socio, míster Jorkins...

—Y la prima, caballero —repuse—, ¿es de mil libras?

—La prima, incluido su registro, es de mil libras —dijo míster Spenlow—. Como ya le he dicho a miss Trotwood, no obro por consideraciones mercenarias; creo que habrá pocos hombres más desinteresados que yo; pero míster Jor­kins tiene sus opiniones sobre estos asuntos, y yo estoy obli­gado a respetarlas. En una palabra, míster Jorkins opina que mil libras no es mucho.

—Supongo, caballero —dije todavía, deseoso de salvar el dinero de mi tía—, que cuando un empleado se haga muy útil y esté completamente al corriente de su profesión (no pude por menos de enrojecer, parecía que aquello era elo­giarme a mí mismo), supongo que entonces quizá sea cos­tumbre conceder algún...

Míster Spenlow, con un gran esfuerzo, consiguió sacar su cabeza del cuello de la camisa lo bastante para sacudirla y contestarme anticipándose a la palabra «sueldo», que yo iba a decir.

—No. No sé lo que yo haría tocante a este punto, míster Copperfield, si estuviera solo; pero míster Jorkins es incon­movible.

Yo estaba muy asustado pensando en aquel terrible Jor­kins. Más adelante descubrí que era un hombre dulce, algo aburrido y cuyo puesto en la asociación consistía en perma­necer en segunda línea y en prestar su nombre para que le presentaran como el más endurecido y cruel de los hombres. Si alguno de los empleados quería aumento de sueldo, míster Jorkins no quería oír hablar de semejante proposición; si al­gún cliente tardaba en arreglar su cuenta, míster Jorkins es­taba decidido a hacérsela pagar, y por penoso que pudiera ser y fuera aquello para los sentimientos de míster Spenlow, míster Jorkins hacía su gravamen. El corazón y la mano del buen ángel de Spenlow siempre habrían estado abiertos sin aquel demonio de Jorkins, que le retenía. Conforme he sido más viejo creo haber entendido que otras muchas casas de comercio se rigen por el principio de Spenlow Jorkins.

Quedamos de acuerdo en que empezaría mi mes de en­sayo tan pronto como quisiera, y que mi tía no necesitaba seguir en Londres ni volver cuando expirase el plazo, pues era fácil enviarle a firmar el contrato necesario. Después de arreglar eso, míster Spenlow se ofreció a enseñarme el edifi­cio para que conociera los lugares. Como lo estaba de­seando, acepté y salimos dejando a mi tía, que no tenía ga­nas —según dijo— de aventurarse por allí, pues, si no me equivoco, tomaba todos los Tribunales judiciales por otros tantos depósitos de pólvora, siempre a punto de estallar. Míster Spenlow me condujo por un patio adoquinado y ro­deado de casas de ladrillo de aspecto imponente que tenían inscritas encima de sus puertas los nombres de los doctores; eran, al parecer, la morada oficial de los abogados de los cuales me había hablado Steerforth. De allí entramos, a la izquierda, en una gran sala, bastante triste, que me parecía una capilla. El fondo de aquella habitación estaba separado del resto por una balaustrada y allí, a cada lado de un estrado en forma de herradura, vi, instalados en cómodas sillas, a numerosos caballeros revestidos de rojo y con pelucas gri­ses: eran los doctores en cuestión. En el centro de la herra­dura había un anciano sentado en un estrado que parecía un púlpito. Si hubiera visto a aquel señor en una jaula le habría tornado por un búho; pero supe que era el juez presidente. En el espacio libre del interior de la herradura, a nivel del suelo, se veían muchos personajes del mismo rango que mis­ter Spenlow, vestidos como él, con trajes negros guarneci­dos de piel blanca; estaban sentados alrededor de una gran mesa verde. Sus cuellos eran por lo general muy tiesos, y su aspecto también me lo pareció; pero no tardé en darme cuenta de que respecto a eso no les hacía justicia, pues dos o tres de ellos tuvieron que levantarse para responder a las preguntas del dignatario que les presidía, y no recuerdo haber visto nadie más humilde en mi vida. El público estaba repre­sentado por un chico con una bufanda y un hombre de raído indumento que mordisqueaba a hurtadillas un mendrugo de pan que sacaba de su bolsillo y se calentaba al lado de la es­tufa que había en el centro de la sala. La tranquila languidez de aquel lugar no era interrumpida más que por el chisporro­teo del fuego y por la voz de uno de los doctores, que va­gaba con pasos lentos a través de toda una biblioteca de testimonios, y se detenía de vez en cuando en las pequeñas hosterías de discusiones incidentales que se encontraba al paso. En resumen, nunca me había encontrado en una reu­nión de familia tan pacífica, tan soñolienta, tan anticuada y tan amodorrante, y sentí que el efecto que debía producir en todos los que tomaban parte en ella debía de ser el de un fuerte narcótico, excepto, quizá, en el demandante.

Satisfecho de la tranquilidad profunda de aquel retiro, de­claré a míster Spenlow que ya había visto bastante por aque­Ila vez y nos reunimos con mi tía, con la cual pronto dejé las regiones del Tribunal de Doctores. ¡Ah! ¡Qué joven me sentí al salir de allí, cuando vi las señas que se hacían los emplea­dos señalándome unos a otros con sus plumas!

Llegamos a Lincoln's Inn Fields sin nuevas aventuras, ex­cepto el encuentro con un asno enganchado al carrito de un vendedor, que trajo a la memoria de mi tía dolorosos recuer­dos. Una vez seguros en casa tuvimos todavía una larga con­versación sobre mis proyectos de porvenir, y como sabía que ella tenía ganas de volver a su casa y que, entre el fuego, los comestibles y los ladrones, no pasaba agradablemente ni media hora en Londres, le pedí que no se preocupara por mí y que me dejara desenvolverme solo.

—No creas que estoy en Londres desde hace ocho días sin haberme ocupado de tu alojamiento; hay un cuarto amue­blado para alquilar en Adelphi que creo puede convenirte por completo.

Después de este corto prefacio, sacó del bolsillo un anun­cio cuidadosamente recortado de un periódico, en el que de­cía que se alquilaba en Buckingham Street Adelphi un bo­nito piso de soltero, amueblado y con vistas al río, muy bien decorado y propio para residencia de un joven. Se podía to­mar posesión de él enseguida. Precio, moderado; se alqui­laba por meses.

—Es precisamente lo que necesito, tía —dije enrojeciendo de placer ante la sola idea de tener una casa para mí solo.

—Entonces —dijo mi tía volviendo a ponerse el som­brero, que se acababa de quitar—, vamos a verlo.

Salimos. El anuncio decía que había que dirigirse a mistress Crupp, y llamamos a la campanilla de la puerta de servicio suponiendo comunicaría con las habitaciones de aquella se­ñora. Sólo después de llamar varias veces conseguimos per­suadir a mistress Crupp de que se pusiera en comunicación con nosotros. Era una señora gruesa, con una falda de fra­nela de volantes debajo de un traje de nanquín.

—Deseamos ver las habitaciones que alquila usted, se­ñora —dijo mi tía.

—¿Para este caballero? —dijo mistress Crupp buscando en su bolsillo las llaves.

—Sí; para mi sobrino —dijo mi tía.

—Me parece que va a ser precisamente lo que necesita —dijo mistress Crupp.

Subimos las escaleras; estaba situado en lo más alto de la casa (punto muy importante para mi tía, pues facilitaba la salida en caso de fuego) y consistía en una habitacioncita os­cura como vestíbulo, donde difícilmente podía verse algo; en una antesala completamente oscura, donde no se veía nada en absoluto; en un gabinete y una alcoba. Los muebles estaban bastante viejos, pero para mí eran buenos, y el río pasaba por debajo de las ventanas.

Mientras yo lo miraba todo entusiasmado, mi tía y mistress Crupp se retiraron a la antesala para discutir las condiciones.

Yo me senté en el sofá del gabinete, no atreviéndome a creer que una residencia tan formal pudiera ser para mí. Después de un singular combate de bastante duración, aparecieron, y vi con alegría en la fisonomía de ambas que era cosa hecha.

—¿Son los muebles del último huésped? —preguntó mi tía.

—Sí señora —dijo mistress Crupp.

—¿Y qué ha sido de él? —preguntó mi tía.

Mistress Crupp fue presa de un golpe de tos violentísimo, en medio del cual contestó con dificultad:

—Cayó enfermo aquí, señora, y... ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh! ha muerto.

—¡Ah! ¿Y de qué murió? —preguntó mi tía.

—Pues señora, ha muerto de tanto beber —dijo mistress Crupp en tono confidencial— y de humo.

—¿De humo? ¿No será a causa de las chimeneas? —dijo mi tía.

—No señora —repuso mistress Crupp—. Cigarros y pipas.

—Por lo menos no es contagioso, Trot —observó mi tía volviéndose hacia mí.

—No, por cierto —dije yo.

En resumen, mi tía, viendo lo encantado que yo estaba con el piso, lo alquiló por un mes, con derecho de conser­varlo un año después del primer mes de prueba.

Mistress Crupp tenía que ocuparse de mi ropa y de la co­cina; todas las demás necesidades de la vida estaban ya en el piso, y aquella señora se comprometió formalmente a sentir por mí la ternura de una madre.

Debía entrar en posesión de la casa dos días después, y mistress Crupp daba gracias al cielo por haber encontrado alguien a quien prodigar sus cuidados.

Al volver al hotel, mi tía me dijo que contaba con la vida que iba a llevar para darme firmeza y confianza en mí mismo, que era lo único que me faltaba. Al día siguiente me repitió el mismo consejo muchas veces mientras nos ocupábamos de que nos enviaran mi ropa y mis libros, que estaban todavía en casa de míster Wickfield. Escribí una larga carta a Agnes pidiéndoselos y al mismo tiempo le contaba mis úl­timas vacaciones. Mi tía, que debía partir al día siguiente, se encargó de mi carta. Para no prolongar estos detalles, añadiré únicamente que mi tía me proveyó de todas las necesidades que podía tener y satisfacer en aquel mes de ensayo; que Steerforth, con gran desilusión nuestra, no apareció antes de su marcha; y que no la dejé hasta verla instalada y segura en la diligencia de Dover con Janet a su lado y gozando de an­temano de las victorias que iba a obtener sobre los asnos errantes. Y después de la partida de la diligencia tomé el ca­mino de Adelphi, recordando los tiempos en que erraba por sus arcos subterráneos y pensando en los felices cambios que me habían traído a la superficie.

CAPÍTULO IV. MI PRIMER EXCESO

Era una cosa deliciosa el tener aquel distinguido castillo para mí solo y sentirme, cuando cerraba la puerta, como Ro­binson Crusoe cuando, después de encerrarse en sus fortifi­caciones, retiraba la escala tras de sí. Era una cosa deliciosa el pasear por la ciudad con la llave de mi casa en el bolsillo y saber que podía invitar a quien me pareciese, completa­mente seguro de que no molestaba a nadie, de no ser a mí mismo. Era una cosa deliciosa el salir y entrar cuando me parecía, sin tener que dar cuentas a nadie, y el tocar la cam­panilla para que mistress Crupp subiera, toda sofocada, de las profundidades de la tierra cuando la necesitaba (y cuando le daba la gana subir). Todo esto, digo, me parecía la cosa más encantadora; pero, debo decirlo también, había veces en que me parecía triste.

Por las mañanas era delicioso, y sobre todo en las maña­nas hermosas. Con la luz del día me parecía aquella una vida joven, libre y agradable, y todavía más libre y mas joven si hacía sol; pero al declinar la tarde la vida parecía bajar tam­bién. Yo no sé en qué consistiría; pero perdía mucho de su belleza a la luz de las velas. Entonces deseaba alguien con quien hablar, echaba de menos a Agnes. Encontraba un enorme vacío en la falta de la tranquila sonrisa de mi confi­dente. Mistress Crupp parecía que estaba muy lejos. Pen­saba en mi predecesor, que había muerto de beber y fumar, y deseaba que hubiese sido lo bastante consecuente como para seguir viviendo en lugar de fastidiarme con su muerte.

Después de dos días con sus noches me parecía como si hubiese vivido allí un año, y todavía no era ni una hora más viejo, y seguía tan atormentado como siempre por mi ju­ventud.

Steerforth no aparecía, haciéndome temer que estaría en­fermo, por lo que al tercer día abandoné el Tribunal de Doc­tores más temprano para tomar el camino de Hyghgate. Mistress Steerforth me recibió con mucha bondad y me dijo que su hijo había ido con un amigo de Oxford a visitar a otro amigo de los dos que vivía cerca de Saint Albans, pero que le esperaban al día siguiente. Le quería tanto, que me sentí celoso de sus amigos de Oxford.

Me instó para que me quedara a comer; acepté, y creo que no hablamos más que de él en todo el día. Yo le contaba sus éxitos de Yarmouth, felicitándome de lo buen compañero que había sido para mí. Miss Dartle no escatimó las insinua­ciones ni las preguntas misteriosas; pero se tomaba el mayor interés por todos nuestros hechos y gestos, y repetía tan a menudo: «¿de verdad?»... «¿es posible?», que me hizo con­tar todo lo que ella quería saber. No había cambiado nada desde el día en que la conocí; sin embargo, la reunión con aquellas dos señoras me pareció tan agradable, encontré tanta amabilidad en ellas, que vi el momento en que me iba a enamorar un poco de miss Dartle. No pude por menos que pensar muchas veces durante la velada, y sobre todo al vol­ver a casa por la noche, que sería una compañera encanta­dora para llevarme a Buckinghan Street.

Al día siguiente por la mañana estaba a punto de tomar mi café antes de it al Tribunal de Doctores (y puedo observar aquí que estaba pensando lo extraordinaria que era la canti­dad de café que mistress Crupp compraba y lo claro que me lo hacía), cuando Steerforth en persona entró, causándome la mayor alegría.

—Mi querido Steerforth —exclamé—, empezaba a creer que no iba a volver a verte nunca.

—Me arrebataron a la fuerza al día siguiente de mi lle­gada a casa... Pero dime, Florecilla, ¡estás instalado aquí como un viejo solterón!

Le enseñé toda la casa, sin olvidar la despensa, con cierto orgullo, y no fue parco en alabanzas.

—¿Sabes lo que te digo, muchacho? —añadió— Que voy a hacer de la tuya mi casa de la ciudad, a menos que me pongas de patitas en la calle.

¡Qué agradable de oír era aquello! Le dije que si esperaba eso podía esperar hasta el día del Juicio.

—Pero vas a tomar algo —añadí, alargando la mano ha­cia la campanilla—. Mistress Crupp te hará café, y yo te asaré unas tajadas de magro en un hornito de Dutch que tengo aquí.

—No, no —dijo Steerforth—; no llames; no puedo, tengo que almorzar con uno de esos muchachos que está en el Ho­tel Piazza, en Covent Garden.

—Pero ¿vendrás a comer? —le dije.

—Por mi vida que no puedo. No hay nada que pudiera gustarme más; pero estoy comprometido con esos dos mu­chachos, y mañana por la mañana partimos los tres juntos.

—Entonces tráelos también a ellos a comer aquí —re­puse—. ¿Crees que no querrán venir?

—¡Oh! Ya lo creo que querrán, en cuanto se lo diga —dijo Steerforth—; pero es mejor que vengas tú a comer con nos­otros a cualquier parte.

No quise consentir en ello de ninguna manera, pues se me había metido en la cabeza que debía celebrar la inaugura­ción de mi casa, y me parecía que no podía encontrar mejor oportunidad. Estaba más orgulloso que nunca de mis habita­ciones, después de la aprobación de Steerforth, y ardía en deseos de demostrarle todos sus recursos. Por lo tanto, le hice prometerme formalmente, en nombre de sus dos ami­gos, que vendrían, y fijamos la hora de la comida para las seis.

Cuando se marchó llamé a mistress Crupp y le anuncié mi atrevido proyecto. Mistress Crupp me dijo, en primer lugar, que, naturalmente, no esperaría que ella nos sirviera la mesa, pero que conocía un joven muy hábil, que quizá consintiera en servir por cinco chelines y una pequeña gratificación ade­más. Le respondí que, en efecto, necesitábamos a aquel hombre. Después mistress Crupp añadió que era evidente que ella no podía estar en dos sitios a la vez (lo que me pare­ció razonable) y que una muchacha, instalada en la despensa con una luz, era indispensable para lavar sin parar los platos. Le pregunté cuál podía ser el coste de los servicios de aque­lla muchacha. Mistress Crupp suponía que dieciocho peni­ques no me arruinarían. Yo también lo suponía así, y fue otro punto decidido. Entonces mistress Crupp dijo:

—Bueno; ahora vamos a ocuparnos del menú.

El albañil que había construido la chimenea de la cocina de mistress Crupp había sido muy poco precavido y la había hecho de tal modo que no se podían guisar en ella más que chuletas y patatas.

En cuanto a una cazuela para el pescado, mistress Crupp dijo que no tenía más que ir a mirar su batería de cocina: no podía decirme más; ¡si quería, no tenía más que ir a verla! Como no me habría servido de nada el ir a verla, me negué diciendo:

—Nos podemos pasar sin pescado.

Pero mistress Crupp protestó:

—No diga usted eso; ahora hay ostras, y no hay mas re­medio que ponerlas.

—¡Vaya por las ostras!

Mistress Crupp me dijo entonces que su opinión era hacer el menú del modo que sigue: Un par de pollos asados .... que se traerían del mesón. Un plato de carne con legumbres .... del mesón; dos cosas ligeras, como una empanada caliente y una fuente de riñones..., del mesón, y una tarta (si yo quería) y un helado..., del mesón. Esto la dejaría en completa liber­tad para concentrar su atención en las patatas y para servir a punto, como deseaba, el queso y el apio.

Acepté lo decidido por mistress Crupp, y yo mismo di el encargo en el mesón. Después, bajando por el Strand, ob­servé en el escaparate de una carnicería un bloque de una sustancia dura que parecía mármol, pero que se llamaba « falsa tortuga»; entré y compré un trozo de ella, que después he tenido razones para creer que era suficiente para quince personas. Esto, mistress Crupp, al cabo de muchas dificulta­des, consintió en calentarlo; pero disminuyó tanto al hacerse líquido, que nos pareció, como decía Steerforth, bastante es­casito para nosotros cuatro. Terminados estos preparativos felizmente compré un postrecito en el mercado de Covent Garden a hice un encargo bastante considerable en una tienda de vinos de la vecindad. Cuando volví a casa por la tarde y vi las botellas alineadas en escuadra en el suelo de la des­pensa, me parecieron tantas (aunque se habían perdido dos, con gran descontento de mistress Crupp) que me asusté.

Uno de los amigos de Steerforth se llamaba Grainger, y el otro, Markhan. Eran ambos muy alegres y joviales; Grainger, algo mayor que Steerforth; Markhan parecía más joven, no representaba más de veinte años. Observé que este último hablaba siempre de sí mismo como de «un hombre», y no empleaba casi nunca la primera persona del singular.

—Uno podría vivir aquí muy bien, míster Copperfield —dijo Markhan refiriéndose a sí mismo.

—No está mal situada —contesté—, y las habitaciones son realmente cómodas.

—Espero que los dos traigáis apetito —dijo Steerforth.

—Por mi honor —replicó Markhan— debe de ser la ciu­dad te que abre de este modo el apetito; se tiene hambre todo el día, aunque se esté comiendo continuamente.

Sintiéndome algo intimidado y demasiado joven para pre­sidir, hice a Steerforth ponerse a la cabecera de la mesa, cuando subieron la comida, y yo me senté frente a él. Todo estaba muy bueno; no economizamos el vino, y Steerforth estuvo tan brillante para hacer que la cosa resultara bien, que nuestras risas no tenían descanso, y fue una verdadera fiesta. Yo, durante la comida, no estuve todo lo agradable que habría deseado; pero mi silla estaba frente a la puerta y me distraía viendo que el joven «hábil» salía de la habita­ción muy a menudo, y un momento después se proyectaba su sombra en la pared de la antesala con una botella en la boca. También la muchacha me ocasionó alguna inquietud; no tanto porque se descuidara en el fregado de los platos, sino porque los rompía. Se conoce que era muy curiosa, y en lugar de encerrarse (como se le había indicado expresa­mente) en la despensa, estaba asomándose constantemente a vernos, y creyéndose siempre descubierta, salía corriendo por encima de los platos que iba dejando limpios en el suelo, y aquellas retiradas eran desastrosas.

Esto, sin embargo, eran pequeñeces, que olvidé fácil­mente cuando, después de limpiar el mantel, trajeron el pos­tre; en aquel momento de la fiesta nos dimos cuenta de que el joven « hábil» había perdido el use de la palabra. Y dán­dole en secreto el consejo de que fuera a buscar a mistress Crupp y de que se llevara consigo a la muchacha, me aban­doné por completo a la alegría.

Empecé por sentirme extrañamente alegre y de buen hu­mor; toda clase de cosas medio olvidadas me vinieron a la imaginación, y hablé de ellas con una verbosidad desacos­tumbrada. Reí con toda mi alma de mis propios chistes y de los de los demás; llamé a Steerforth al orden porque no ha­cía circular el vino, y me comprometí a ir a Oxford; anuncié que pensaba dar una comida exactamente como aquella una vez por semana, y tomé tanto tabaco de la tabaquera de Grainger, que me vi obligado a retirarme a la antesala para estornudar a mi gusto durante diez minutos.

Continuaba haciendo circular el vino cada vez más de­prisa, descorchando botellas continuamente y antes de que fuera necesario. Propuse brindar a la salud de Steerforth. Dije que era mi más querido amigo, el protector de mi in­fancia y el compañero de mi juventud. Dije que estaba en­cantado de poder brindar por su salud; dije que tenía con él más obligaciones de las que podría nunca cumplir, y que sentía una admiración que no podría expresar, y terminé diciendo:

—A la salud de Steerforth, y que Dios le bendiga. ¡Viva!

Bebimos tres veces tres vasos, y después otra vez, y des­pués otra para terminar. Al dar la vuelta a la mesa para it a estrecharle la mano, rompí mi vaso y le dije (en dos pala­bras):

—Steerforth, tú eres la estrella que guías mi existencia.

Seguimos bebiendo, y de pronto me di cuenta de que al­guien estaba a la mitad de una canción: era Markhan, que cantaba «cuando el corazón de un hombre está deprimido por las preocupaciones » . Cuando terminó de cantar, les pro­puso brindar por « la mujer». No me gustó y no quise con­sentirlo; le dije que no era respetuoso el brindis propuesto, y que en mi casa yo no permitía que se brindara y bebiera si no era «por las señoras». Estuve muy arrogante con él, principalmente porque me pareció que Steerforth y Grainger se reían de mí (o de él, o de los dos). Él me contestó que un hombre no se dejaba dar lecciones. Yo le dije que, en efecto, así debía ser. Él repuso que un hombre no se dejaba insultar, y yo le contesté que tenía razón, y que nunca bajo mi techo podría temer semejante cosa, pues allí los lares eran sagra­dos y las leyes de la hospitalidad omnipotentes. Grainger contestó que no era claudicación para la dignidad de su ho­nor el reconocer que yo era un muchacho encantador. Al mo­mento propuse beber a su salud.

Alguien fumaba, y todos nos pusimos a fumar; yo tam­bién, a pesar de lo que me repugnaba. Steerforth había pro­nunciado un discurso en mi honor, durante el cual me había conmovido casi hasta llorar. Le respondí expresando el de­seo de que la presente sociedad comiera conmigo al día si­guiente, y al otro, y todos los demás, a las cinco, con objeto de gozar de su compañía y de su conversación toda la ve­lada. Me sentí obligado a un brindis individual, y propuse beber a la salud de mi tía «miss Betsey Trotwood, el honor de su sexo».

Después, alguien se inclinaba por la ventana de mi alcoba y apoyaba su frente ardorosa contra las piedras de la balaus­trada, recibiendo el viento en el rostro: era yo. Me dirigía a mí mismo, llamándome Copperfield y me decía: « ¿Por qué has fumado? Ya sabes que no puedes hacerlo». Después al­guien que no está muy seguro sobre sus piernas se mira al espejo. También soy yo. Me encuentro muy pálido; con la mirada vaga y los cabellos (sólo los cabellos) que parecen borrachos.

Alguien me dice: «Vamos al teatro, Copperfield». Ya no veo la alcoba, sólo veo la mesa cubierta de vasos; la lámpara; Grainger a mi derecha, Markhan a mi izquierda, y Steerforth enfrente, todos sentados como en una niebla lejana. « ¿Al tea­tro? ¡Sin duda! ¡Eso es! ¡Vamos! Dispensadme si salgo el úl­timo para apagar la luz; no sea que cause un incendio.»

Sin duda a causa de alguna confusión en la oscuridad, la puerta había desaparecido y yo la buscaba en las cortinas de la ventana, cuando Steerforth, riendo, me agarró de un brazo y me sacó fuera. Bajamos las escaleras uno tras otro. Cerca del final, alguien se cayó y rodó hasta el portal. Alguien dijo que había sido Copperfield. Yo estaba indignado de aquella falsa noticia, hasta el momento en que, encontrándome en el suelo, empecé a creer que quizá tenía algún fundamento aquella suposición.

Era una noche de niebla espesa, con grandes aureolas al­rededor de los faroles de la calle. Oí decir vagamente que llovía; pero a mí me parecía que helaba. Steerforth me sacu­dió un poco debajo de un farol, me puso el sombrero, que al­guien había sacado de no sé dónde ni cómo, pues antes no lo tenía, y me preguntó: « ¿Cómo lo encuentras, Copperfield?», y yo le respondí: « Mejor que nunca».

Un hombre embutido en una taquilla apareció tras la nie­bla y recibió dinero de alguien, al mismo tiempo que pre­guntaba si habían pagado por mí; pareció dudar (a lo que puedo recordar de aquel instante rápido como un relámpago) si dejarme entrar o no, y un momento después estábamos sentados en lo alto de un teatro asfixiante. Nos asomamos al patio de butacas, que parecía echar humo; la gente amonto­nada allí se confundía a mis ojos. Había también un gran es­cenario, que parecía muy limpio y muy brillante cuando se venía de la calle, y además había gente que se paseaba y ha­blaba en él de algo, pero de una manera confusa. Había mu­cha luz, música, señoras en los palcos, y no sé qué más. Me parecía que todo el edificio tomaba una lección de natación al ver las oscilaciones extrañas con que todo se me escapaba cuando trataba de fijar la vista.

Ante la proposición de alguien, decidimos bajar a los pri­meros palcos, donde estaban las señoras. Vi a un señor ves­tido de etiqueta echado en un diván con los gemelos en la mano, y me vi también a mí mismo de pie ante un espejo.

Me introdujeron en un palco, donde me di cuenta de que ha­blaba mientras me sentaba, y que a mi alrededor gritaban: «¡Silencio!» a alguien; vi que las señoras me lanzaban mira­das de indignación y... ¿qué?... ¡Sí!... Agnes, sentada delante de mí en el mismo palco, al lado de un señor y de una señora que yo no conocía. Ahora veo su rostro seguramente mucho mejor que cuando lo vi entonces, volverse hacia mí con una expresión inolvidable de asombro y pena.

—¡Agnes! —dije temblando—. ¡Dios mío, Agnes!

—¡Chsss!, te lo ruego —me respondió sin que yo pudiera comprender por qué— Molestas a la gente; mira a la escena.

Traté, según me ordenaban, de ver y oír algo de lo que su­cedía; pero fue inútil. La miré de nuevo y la vi ocultarse en un rincón y apoyar la frente en su mano enguantada.

—Agnes —le dije—, me parece que no estás bien.

—Sí, sí; no te preocupes por mí, Trotwood —replicó ella—; escúchame: ¿te vas a marchar pronto?

—¿Si me marcho pronto? —repetí.

—Sí.

Tuve la estúpida intención de contestar que la esperaría para darle el brazo en las escaleras, y supongo que debí de­cirle algo, pues después de mirarme atentamente un mo­mento pareció comprender y replicó en voz baja:

—Sé que harás lo que te pida, si te digo que me interesa mucho. Vete ahora mismo, Trotwood, por cariño a mí; ruega a tus amigos que te acompañen a tu casa.

Su presencia había producido ya bastante efecto sobre mí para que me sintiera avergonzado a pesar de mi cólera, y con un corto «buesches» (que quería decir buenas noches) me levanté y salí. Steerforth me siguió, y me pareció que no ha­bía dado más que un paso desde la puerta del palco a la de mi habitación, donde me encontré solo con él. Me ayudó a desnudarme, mientras yo le decía, alternativamente, que Agnes era mi hermana y que le rogaba que me trajera el sa­cacorchos para abrir otra botella.

Alguien pasó la noche en mi cama diciendo y haciendo sin cesar las mismas cosas, en un sueño febril; la cama pare­cía un mar agitado, que no se calmaba nunca. Después, cuando poco a poco fui encontrándome a mí mismo, empecé a sentirme la garganta seca, la piel ardorosa, y me parecía que mi lengua era el fondo de un puchero vacío que se estu­viese calentando a fuego lento y que las palmas de mis ma­nos eran dos planchas de metal ardiendo que ni el hielo po­drían refrescar.

¡Qué agonía de espanto, qué remordimiento, qué vergüenza sentí cuando recobré conciencia al día siguiente! ¡Qué horror pensar las mil tonterías que habría cometido sin darme cuenta y que ya no podría reparar nunca! ¡El recuerdo de aquella inolvidable mirada de Agnes; la imposibilidad en que me en­contraba de tener una explicación con ella, puesto que ni si­quiera sabía (era un animal) ni por qué había venido a Lon­dres ni dónde paraba; el asco que me causaba la vista de la habitación en que había tenido lugar el festín; el olor del ta­baco; los vasos todavía sucios; el dolor de cabeza que tenía, que me impedía salir y casi levantarme! ¡Qué día!

Y ¡qué noche cuando, sentado al lado del fuego, sabo­reando lentamente una taza de caldo de cordero cubierta de grasa, pensaba que tomaba el mismo camino que mi prede­cesor y que le sucedería en su triste suerte igual que en su habitación! ¡Tenía muchas ganas de irme corriendo a Dover con mi tía para hacer confesión general!

¡Qué noche cuando mistress Crupp vino a llevarse la taza de caldo y me trajo, en un plato, un riñón, un solo riñón, como único resto (según decía) del festín de la víspera. Estuve a punto de caer sobre su seno de nanquín y de exclamar en mi arrepentimiento sincero: «¡Oh mistress Crupp, mistress Crupp; no me hable de los restos, que soy muy desgraciado!».

Lo que únicamente me detuvo en aquel impulso del cora­zón fue que no estaba muy seguro de que mistress Crupp fuera precisamente la mujer en quien poder depositar la confianza.

CAPÍTULO V. EL ANGEL BUENO Y EL ANGEL MALO

A la mañana siguiente de aquel deplorable día de dolor de cabeza, de mareos y de arrepentimiento, iba a salir, sin acor­darme ya bien de la fecha del festín, como si un escuadrón de titanes hubiera lanzado la antevíspera en un pasado de muchos meses, cuando vi a un muchacho que subía con una carta en la mano. No se daba mucha prisa para ejecutar su misión; pero cuando me vio mirarle desde lo alto de la esca­lera por encima de la barandilla echó a correr y llegó a mi lado tan sofocado como si llevara muchas horas sin parar.

—¿Míster T. Copperfield? —dijo tocándose el sombrero.

Estaba tan emocionado por la convicción de que aquella carta era de Agnes, que apenas podía contestar que era yo. Terminé, sin embargo, por decide que yo era míster T. Cop­perfield, y no puso ninguna dificultad en creerme.

—Aquí está la carta, y espero contestación.

Lo dejé en el descansillo de la escalera y cerré la puerta al volver a entrar en casa; estaba tan conmovido, que me vi obligado a dejar la carta encima de la mesa al lado del des­ayuno para familiarizarme un poco con la letra antes de de­cidirme a romper el sobre.

A1 leerla vi que era una carta muy cariñosa y que no hacía ninguna alusión al estado en que me había encontrado la an­tevíspera en el teatro. Decía únicamente:

«Mi querido Trotwood:

»Estoy en casa del apoderado de papá, míster Wa­terbrook, en Ely—place, Holborn. ¿Puedes venir a verme hoy? Estaré a la hora que me digas.

»Siempre tu afectuosa,

AGNES.»

Tardé tanto en escribir una respuesta que me satisficiera algo, que no sé lo que el muchacho creería. Estoy seguro de que hice lo menos media docena de borradores: Uno empe­zaba: «¿Cómo puedo esperar, mi querida Agnes, borrar nunca de tu memoria la impresión de asco...». Al llegar ahí no estaba satisfecho y la rompí. Otra empezaba: «Ya Sha­kespeare hizo la observación, mi querida Agnes, de lo ex­traño que era que un hombre pueda meter a su propio ene­migo en su boca...» . Pero ese hombre indefinido me recordó a Markhan, y no continué. Traté de hacer hasta poesía. Em­pecé una de seis sílabas: «¡Oh, no recordemos!» ...; pero aquello se parecía al « 15 de noviembre», y me pareció un absurdo. Después de muchas tentativas escribí:

«Mi querida Agnes:

Tu carta es como tú. ¿Qué más puedo decir en su favor? Iré a las cuatro. Con mucho cariño y arrepenti­miento,

T. C.»

Con esta misiva (que tan pronto como estuvo fuera de mis manos deseé recobrarla) partió, por último, el muchacho.

Si el día fuera la mitad de penoso para cualquiera de los profesionales empleados en el Tribunal de Doctores que lo fue para mí, creo sinceramente que expiarían con crueldad la parte que les toca de aquel viejo y rancio queso eclesiástico. Dejé la oficina a las tres y media; algunos minutos después vagaba por los alrededores de la casa de míster Waterbrook. Sin embargo, la hora fijada para mi cita había pasado hacía un cuarto de hora, según el reloj de Saint Andrew Hilborn, antes de que yo hubiera reunido el valor suficiente para lla­mar a la campanilla particular, a la izquierda de la puerta de míster Waterbrook.

Los negocios profesionales de míster Waterbrook se ha­cían en el piso bajo, y los de un orden más elevado (que eran muchos), en el primer piso. Me hicieron entrar en un bonito salón, un poco ahogado, donde encontré a Agnes haciendo punto.

Tenía una expresión tan serena y tan buena y me recordó tan vivamente los días de fresca y dulce inocencia que había pasado en Canterbury, en contraste con el miserable espec­táculo de borrachera y vicio que le había presentado yo la antevíspera que, dejándome llevar de mi arrepentimiento y de mi vergüenza, me porté como un niño. Sí; tengo que con­fesarlo: me deshice en lágrimas, y todavía ahora no sé si al fin y al cabo fue lo mejor que podía haber hecho, o si me puse en ridículo.

—Si hubiera sido cualquier otra persona la que me hu­biese visto en aquel estado, Agnes —le dije, evitando mi­rarla—, no estaría ni la mitad de afligido; pero que fueras tú, ¡precisamente tú! ¡Ah! ¡Habría preferido morirme!

Ella puso un instante su mano sobre mi brazo, y a aquel contacto me sentí consolado y animado y no pude por me­nos de llevar aquella mano a mis labios y besarla con agra­decimiento.

—Siéntate y no te desesperes —dijo Agnes en tono cari­ñoso—. No te desesperes, Trotwood; si no puedes tener en mí completa confianza, ¿en quién vas a tenerla?

—¡Ah, Agnes! —contesté—. ¡Eres mi ángel bueno!

Ella sonrió casi con tristeza, y movió la cabeza.

—Sí, Agnes, mi ángel bueno, siempre mi ángel bueno.

—Si fuera eso verdad, Trotwood —repuso—,hay una cosa que le gustaría mucho a mi corazón.

La miré interrogando; pero figurándome lo que iba a decir.

—Me gustaría prevenirte contra tu ángel malo —me dijo mirándome con fijeza.

—Mi querida Agnes —empecé—, si te refieres a Steer­forth...

—Precisamente, Trotwood —me contestó.

—Entonces, Agnes, te equivocas mucho. ¿Él ser mi ángel malo, ni el de nadie? Steerforth es para mí un guía, un apoyo, un amigo. Mi querida Agnes, sería una injusticia in­digna de tu carácter benévolo juzgarle por el estado en que me has visto la otra noche.

—No le juzgo por el estado en que te vi la otra noche —replicó tranquilamente.

—Entonces ¿por qué?

—Por muchas cosas que son bagatelas en sí mismas, pero que en conjunto tienen gran importancia. Le juzgo en parte, Trotwood, por lo que tú mismo me has contado de él, y por tu carácter, y por la influencia que ejerce sobre ti.

Había siempre algo en la dulzura de su voz que parecía hacer vibrar en mí una cuerda que sólo respondía a aquel so­nido. Era una voz de un tono grave siempre; pero cuando es­taba emocionada, como ahora, tenía algo que me conmovía. Sentado y mirándola mientras bajaba los ojos hacia su labor, me parecía estarle todavía oyendo; y Steerforth, a pesar de toda mi admiración, se oscurecía ante aquel sonido.

—Es mucho atrevimiento en mí —dijo Agnes mirándome de nuevo—, que vivo tan retirada y sé tan poco del mundo, darte un consejo tan decidido, y hasta tener una opinión tan definida; pero sé de lo que conviene, Trotwood; sé que es consecuencia del recuerdo de nuestra infancia común y del sincero interés que me inspira todo lo que te concierne. Eso me hace atrevida. Estoy segura de no equivocarme en lo que lo digo; estoy segura. Me parece que es otra persona, y no yo, quien te habla cuando te aseguro que es un amigo peli­groso para ti.

Yo seguía mirándola y seguía escuchándola después de que hubiera terminado de hablar, y la imagen de Steerforth, aunque grabada todavía en mi corazón, se cubrió de nuevo con una nube sombría.

—No soy tan insensata que pretenda —dijo Agnes vol­viendo a su tono de costumbre— que puedas cambiar de pronto de sentimientos ni de convicción, sobre todo tratán­dose de un sentimiento que nace de tu naturaleza confiada. Además, no es cosa que debas hacer a la ligera. Únicamente te pido, Trotwood, que, si te acuerdas alguna vez de mí... quiero decir —continuó con una dulce sonrisa, pues le iba a interrumpir y sabía muy bien por qué—, quiero decir que to­das las veces que te acuerdes de mí te acuerdes también del consejo que te he dado. ¿Me perdonarás por todo esto?

—Te perdonaré, Agnes, cuando hagas justicia a Steerforth y te parezca tan bien como a mí.

—¿Y antes no? —dijo Agnes.

Vi pasar una sombra por su cara cuando nombré a Steer­forth; pero pronto me devolvió su sonrisa, y recobramos la confianza de siempre.

—Y tú, Agnes, ¿cuándo me perdonarás aquella noche?

—Cuando no la recuerdes —dijo Agnes.

Quería así apartar el recuerdo; pero yo estaba demasiado preocupado para consentirlo, a insistí en contarle cómo ha­bía llegado a rebajarme de aquel modo, y desarrollé ante ella la cadena de circunstancias, de las que el teatro sólo había sido, por decirlo así, el último eslabón. Fue un gran descanso para mí, y al mismo tiempo me daba ocasión para exten­derme elogiando todo lo que debía a Steerforth y los cuida­dos que se había tomado por mí cuando yo no era capaz de cuidarme de mí mismo.

—No olvides —dijo Agnes, cambiando tranquilamente de conversación cuando terminé— que te has comprometido a contarme, no solamente tus penas, sino también tus pasio­nes. ¿Quién ha sucedido a miss Larkins, Trotwood?

—Nadie, Agnes.

—Alguien, Trotwood —dijo Agnes riendo y amenazán­dome con un dedo.

—No, Agnes; palabra de honor. En realidad, en casa de mistress Steerforth hay una señora que tiene mucho espíritu y con la cual me gusta charlar: miss Dartle...; pero no la quiero.

Agnes se echó a reír de su ocurrencia y me dijo que si continuaba siendo mi confidente iba a escribir un pequeño diario de mis enamoramientos violentos, con la fecha de su nacimiento y de su fin, como las tablas de reinos en la histo­ria de Inglaterra. Después de esto me preguntó si había visto a Uriah.

—¿Uriah Heep? No. ¿Está en Londres?

—Viene todos los días aquí a las Oficinas del piso bajo —replicó Agnes—. Estaba ya en Londres ocho días antes que yo. Temo que sea para algún asunto desagradable, Trot­wood.

—¿Algún asunto que te preocupa? Agnes, ¿de qué se trata?

Agnes dejó su labor y me contestó, cruzando las manos y mirándome de un modo pensativo con sus hermosos ojos dulces:

—Creo que va a entrar como asociado de mi padre.

—¿Quién? ¿Uriah? ¿Habrá conseguido el miserable, con sus bajezas, deslizarse hasta un puesto semejante? —ex­clamé con indignación—. ¿Y no has tratado de impedirlo, Agnes? Piensa en las relaciones que tendrán que seguir. Hay que hablar; no se le puede dejar a tu padre dar un paso tan imprudente; hay que impedirlo, Agnes, mientras sea posible.

Agnes me miraba, y volvió la cabeza, sonriendo débil­mente, al ver mi excitación. Después respondió:

—¿Recuerdas nuestra última conversación a propósito de papá? Fue poco tiempo después, dos o tres días quizá, cuando me dejó vislumbrar por primera vez lo que te digo ahora. Era muy triste verle luchar contra su deseo de ha­cerme creer que era un asunto de su libre elección y el tra­bajo que le costaba ocultarme que se veía obligado a ello. Estuve muy triste.

—¡Obligado, Agnes! ¿Qué es lo que le obliga?

—Uriah —respondió después de titubear un momento­se las ha arreglado para hacerse el indispensable. Es listo y está alerta. Ha adivinado las debilidades de mi padre, las ha animado y se ha aprovechado de ellas; en fin, si quieres que te diga todo lo que pienso, Trotwood, papá le tiene miedo.

Vi claramente que habría podido decirme más; que sabía o adivinaba más; pero no quise causarle la tristeza de interro­garla; pues sabía que si callaba era por cariño a su padre; sa­bía que desde hacía mucho tiempo las cosas tomaban aquel camino; sí, reflexionando, no podía disimular que hacía mu­cho tiempo que aquello se preparaba, y guardé silencio.

—Su influencia sobre papá es muy grande —dijo Agnes—; le demuestra mucha humildad y agradecimiento; quizá sea verdad ...; así lo espero; pero, en realidad, se ha co­locado en una situación que le da mucha fuerza, y temo que se aprovechará de ella sin compasión.

Dije, indignado, que era un canalla, y por el momento aquello me calmó.

—En el momento de que hablo, cuando mi padre me hizo esa confidencia —prosiguió Agnes—, Uriah le había dicho que tenía que dejarle; que lo sentía; que era una cosa que le causaba mucha pena, pero que le hacían muy buenas ofertas. Papá estaba más abatido y agobiado por las preocupaciones que nunca, y parece ser que le tranquiliza mucho ese expe­diente de asociación, aunque al mismo tiempo está como he­rido y humillado.

—¿Y cómo recibiste tú la noticia, Agnes?

—Espero haber hecho lo que debía, Trotwood. Estaba se­gura de que era necesario para la tranquilidad de papá que se llevara a cabo ese sacrificio; por lo tanto, le he rogado que lo haga: le he dicho que sería un peso mucho menor para él... ¡ojalá haya dicho la verdad!... y que eso nos proporcionaría más ocasiones que nunca de estar juntos. ¡Oh, Trotwood! —exclamó Agnes cubriéndose el rostro con las manos para ocultar sus lágrimas—. Casi me parecía que obraba como enemiga de mi padre más que como una hija cariñosa, pues estoy convencida de que los cambios que hemos observado en él sólo provienen de su abnegación por mí. Sé que se ha estrechado el círculo de sus deberes y de sus afectos, sólo para concentrarlos en mí. Sé todas las privaciones que se ha impuesto por mí, y que todas las preocupaciones que han ensombrecido su vida y enervado sus fuerzas y su energía han sido por concentrar todos sus pensamientos en mí sola. ¡Ah, si pudiera repararlo todo! ¡Si pudiera llegar a levan­tarle, lo mismo que he sido la causa inocente de su declive!

Nunca había visto llorar a Agnes. Había visto lágrimas en sus ojos cada vez que yo llevaba un premio nuevo del cole­gio; también las había visto la última vez que hablamos de su padre; y la había visto ocultar su dulce rostro cuando nos habíamos separado, pero nunca había sido testigo de una pena semejante. Estaba tan triste que no sabía decirle más que niñerías como esta: «Te lo ruego, Agnes, te lo ruego; no llores, hermana mía».

Pero Agnes era demasiado superior a mí por su carácter y constancia (lo sé ahora, aunque entonces no sé si me daba cuenta) para necesitar mucho tiempo mis ruegos. La sereni­dad angelical de sus modales, que la ha marcado en mis re­cuerdos con sello tan distinto al de todas las demás criaturas, reapareció pronto, como cuando una nube se borra en un cielo sereno.

—Probablemente no continuaremos solos mucho tiempo —dijo Agnes—, y puesto que ahora tengo ocasión, permí­teme que te pida, Trotwood, que estés amable con Uriah. No lo rechaces. No le quieras mal, como sé que estás dispuesto a hacerlo habitualmente, porque vuestros caracteres no sim­patizan. Quizá no le hacemos justicia, pues no sabemos nada positivo de él; en todo caso, piensa siempre en papá y en mí.

Agnes no tuvo tiempo de decirme más, pues la puerta se abrió y mistress Waterbrook, una señora muy grande, o que Ilevaba un traje muy grande, no lo sé, pues no podía darme cuenta de dónde terminaba el traje y empezaba la señora, entró. Tenía el vago recuerdo de haberla visto en el teatro como si hubiera pasado ante mí en una linterna mágica mal alumbrada; pero ella parecía acordarse perfectamente de mí, y todavía sospechaba que seguía embriagado.

Descubriendo, sin embargo, poco a poco que estaba se­reno, y creo también que dándose cuenta de que era un jo­ven bien educado, mistress Waterbrook se comportó con­migo de buenas maneras y empezó a preguntarme si paseaba mucho por los parques; después, si frecuentaba la sociedad. Ante mi respuesta negativa a las dos preguntas, noté que em­pezaba a perder interés para ella; sin embargo, puso muy buena voluntad en disimularlo, y me invitó a comer al día si­guiente. Yo acepté la invitación y me despedí de ella. Al sa­lir pregunté por Uriah en las oficinas; no estaba, y dejé mi tarjeta.

Cuando al día siguiente llegué a la hora de comer y la puerta de la calle se abrió, me encontré sumergido en un baño de vapor, perfumado de olor de cordero, que me hizo adivinar que no iba a ser yo el único invitado. Además, reco­nocí al muchacho que me había llevado la carta, ahora re­vestido de librea y puesto a la entrada de la escalera para ayudar al criado a anunciarnos. Observé que hacía lo posible para fingir que no me conocía, cuando me preguntó mi nom­bre confidencialmente; pero me había reconocido muy bien, y los dos estábamos violentos: ¡cosas de la conciencia!

Conocí a míster Waterbrook, un caballero de mediana edad, con el cuello muy corto y el de la camisa muy ancho; no le faltaba más que tener la nariz negra para ser todo el re­trato de un perro de presa. Me dijo que tenía una gran satis­facción en conocerme, y en cuanto me hube puesto a los pies de mistress Waterbrook, me presentó con mucha ceremonia a una señora imponente, vestida con un traje de terciopelo negro, con una gran toca también de terciopelo negro en la cabeza: en una palabra, la tomé por una parienta próxima de Hamlet, su tía por ejemplo.

Se llamaba mistress Spiker; su marido también estaba allí, y tenía un aspecto tan glacial, que sus cabellos me parecían que no eran grises, sino que estaban cubiertos de escarcha. Todos demostraban la mayor deferencia a la pareja Spiker. Agnes me dijo que la causa provenía de que míster Henry Spiker era el abogado de alguien o de algo, no sé qué, que tenía alguna relación con «la Tesorería».

Encontré a Uriah Heep vestido de negro en medio de la gente. Me dijo lleno de humildad, cuando le estreché la mano, que estaba orgulloso de que me ocupara de él y que realmente se sentía muy agradecido por mi amabilidad. Yo habría preferido menos emoción, pues, en el exceso de su agradecimiento, no hizo más que rondar toda la noche a mi alrededor, y cada vez que me dirigía a Agnes estaba seguro de ver en un rincón sus ojos vidriosos y su rostro cadavérico que nos espiaba como un espectro.

Los otros invitados me parecieron estar helados como el vino. Uno de ellos, sin embargo, atrajo mi atención aún an­tes de que fuéramos presentados. Había oído anunciar a míster Traddles; mis pensamientos se volvieron inmediata­mente hacia Salem—House. ¿Será Tomy, pensaba, aquel que dibujaba tantos esqueletos?

Esperé la entrada de míster Traddles con renovado inte­rés. Y vi a un joven tranquilo, de aspecto grave y modales modestos, con los cabellos tiesos de un modo grotesco y los ojos grises demasiado abiertos; desapareció tan pronto en un rincón oscuro que me costó trabajo examinarlo. Por último, pude verle mejor, y, o mis ojos se engañaban mucho, o era mi antiguo y desgraciado Tomy.

Me acerqué a míster Waterbrook para decirle que me pa­recía tener el gusto de encontrar en su casa a un antiguo compañero.

—¿De verdad? —dijo míster Waterbrook, sorprendido—. Es usted demasiado joven para haber ido al colegio con míster Henry Spiker.

—¡Oh! No me refiero a él —respondí, Hablo de un ca­ballero que se llama Traddles.

—¡Ah, sí, sí! —dijo mi anfitrión con mucho menos inte­rés—. Es posible.

—Si es realmente la misma persona —dije mirando hacia Traddles—, hemos estado juntos en un colegio que se lla­maba Salem—House; era un excelente muchacho.

—¡Oh, sí! Traddles es un buen muchacho —aprobó mi anfitrión, moviendo la cabeza con condescendencia—, Traddles es muy buen muchacho.

—En realidad, es una coincidencia muy curiosa.

—Tanto más porque está aquí por casualidad; ha sido in­vitado hoy por la mañana porque había un sitio de más en la mesa a consecuencia de la indisposición del padre de míster Spiker. Es un hombre muy bien educado el padre de míster Spi­ker, míster Copperfield.

Murmuré algunas palabras de asentimiento muy caluroso y verdaderamente meritorias por parte de un hombre que, como yo, nunca había oído hablar de él; y después pregunté cuál era la profesión de míster Traddles.

—Traddles —dijo míster Waterbrook— estudia para el foro; es muy buen muchacho, incapaz de hacer daño a nadie, de no ser a sí mismo.

—¿Y qué daño puede hacerse a sí mismo? —pregunté, contrariado por aquella noticia.

—Ya sabe usted —repuso míster Waterbrook haciendo un gesto y jugando con la cadena de su reloj con un aire de su­perioridad casi impertinente, No creo que llegue nunca a nada. Estoy seguro, por ejemplo, de que nunca reunirá qui­nientas libras. Traddles me ha sido recomendado por uno de mis amigos de la profesión. ¡Ah, sí, sí! Ya lo creo que tiene talento para estudiar una causa y exponer claramente una cuestión por escrito; pero eso es todo. Yo tengo el gusto de cederle de vez en cuando algún asunto que para él no deja de tener importancia... ¡Ah, sí, sí!

Me chocaba mucho el aplomo con que mister Waterbrook pronunciaba de vez en cuando la expresión «sí, sí». El énfa­sis que ponía en ella era extraño: daba la impresión de un hombre que había nacido, no, como se dice vulgarmente, con una cucharilla de plata, sino con una escala, y que había subido uno tras otro todos los escalones de la vida, hasta que había podido lanzar desde lo alto de la fortaleza una mirada de filósofo y de superioridad sobre el pueblo que estaba en las trincheras.

Continuaba reflexionando sobre este asunto cuando anun­ciaron la comida. Míster Waterbrook ofreció su brazo a la tía de Hamlet; mister Henry Spiker, el suyo a mistress Water­brook; Agnes, a quien yo tenía deseos de reclamar, fue confiada a un señor sonriente que tenía las piernas muy del­gadas. Uriah, Traddles y yo, en nuestra categoría de juven­tud, bajamos los últimos sin ninguna ceremonia. De la con­trariedad de no haber dado el brazo a Agnes me compensó el encontrar ocasión en la escalera de reanudar la amistad con Traddles, que se alegró mucho de verme, mientras Uriah se retorcía a nuestro lado con una humildad y una satisfacción tan indiscretas, que yo tenía ganas de tirarle por el hueco de la escalera.

Traddles y yo, en la mesa, acabamos cada uno en un rin­cón opuesto; él estaba perdido en el brillo deslumbrante de un traje de terciopelo rojo, y yo en el luto de la tía de Ham­let. La comida fue muy larga y la conversación giró por completo sobre la aristocracia de nacimiento, sobre lo que se llama « la sangre». Mistress Waterbrook nos repitió varias veces que ella, si tenía alguna debilidad, era por « la sangre».

En varias ocasiones pensé que habríamos estado mucho mejor siendo menos amables. Éramos tan exageradamente amables, que el círculo de la conversación resultaba muy li­mitado. Entre los invitados había un mister y mistress Gul­pidge que tenían algo que ver (míster Gulpidge por lo me­nos), aunque no directamente, con los asuntos legales de la Banca; y entre la Banca y la Tesorería estábamos tan exclu­sivistas como la circular de la Cámara que no sabe salir de ahí. Para añadir atractivo a la cosa, la tía de Hamlet tenía el defecto de su familia, y se dedicaba constantemente a solilo­quios sin ilación sobre todos los asuntos a que se aludía. A decir verdad, eran muy poco numerosos; pero como siempre recaían sobre «la sangre», tenía un campo casi tan vasto para sus especulaciones abstractas como su sobrino.

Parecíamos una partida de ogros; tan sangriento era el tono de la conversación.

—Confieso que soy de la opinión de mistress Waterbrook —dijo míster Waterbrook levantando el vaso de vino hasta los ojos— Hay muchas cosas que están bien en su estilo, pero a mí denme « la sangre».

—¡Ohl No hay nada —observó la tía de Hamlet— tan sa­tisfactorio, nada que se acerque más al bello ideal... de toda esta clase de cosas, hablando en general. Hay algunos espíri­tus vulgares (no muchos, me gusta creer, pero algunos) que prefieren postrarse ante lo que podríamos llamar ídolos, positivamente ídolos. Ante grandes servicios recibidos o grandes inteligencias. Pero eso son puntos intangibles; « la sangre» no lo es. Si vemos sangre en una nariz, la reconoce­mos; la vemos en una barbilla, y decimos: « Ahí está, eso es sangre» ; es una cosa positiva, se puede tocar, y no admite dudas.

El caballero sonriente de las piernas delgadas que había dado el brazo a Agnes planteó la cuestión de una manera to­davía más rotunda, según me pareció.

—¿Saben ustedes? —dijo aquel señor mirando a su alre­dedor con una sonrisa imbécil— « La sangre» es una cosa que no podemos deshacer; existe quieran o no. Hay jóvenes, ¿saben ustedes?, que pueden estar algo por debajo de su rango por su educación y sus modales, y que hacen tonte­rías, ¿saben ustedes?, y que se comprometen a sí mismos y a los demás, y todo esto ...; pero es delicioso reflexionar que hay «sangre» en ellos, ¿saben ustedes? Por mi parte, preferi­ría que me tirase al suelo un hombre de «sangre» a que me levantara uno que no lo fuese.

Esta declaración, que resumía admirablemente la esencia de la cuestión, tuvo mucho éxito y atrajo la atención de todos sobre el orador, hasta el momento de retirarse las señoras. Observé entonces que mister Gulpidge y míster Henry Spi­ker, que hasta entonces se habían mantenido recíprocamente a distancia, formaron una línea defensiva contra nosotros y cambiaron a través de la mesa un diálogo misterioso.

—Ese asunto de la primera fianza de cuatro mil quinien­tas libras no ha seguido el curso que se esperaba, Gulpidge —dijo míster Henry Spiker.

—¿Se refiere usted al D. de A.? —dijo míster Spiker.

—Al C. de B. —dijo míster Gulpidge.

Míster Spiker frunció las cejas y pareció muy impresio­nado.

—Cuando le fue presentada la cuestión a lord... no nece­sito nombrarle... —dijo míster Gulpidge, interrumpiéndose.

—Comprendo —dijo míster Spiker—, N.

Míster Gulpidge hizo un signo misterioso.

—Cuando se la presentaron, su contestación fue: «O di­nero o no hay libertad».

—¡Dios mío! —exclamó míster Spiker.

—«O dinero o no hay libertad» —repitió míster Gulpidge con fuerza—. El presunto heredero... ¿me entiende usted?

—«K» —dijo míster Spiker con una mirada de complici­dad.

—K... entonces se negó positivamente a firmar. Le es­peraron en Newmarker con ese objeto; pero él se negó a ello.

Míster Spiker estaba tan interesado, que parecía de piedra.

—Por el momento así han quedado las cosas —dijo mis­ter Gulpidge echándose hacia atrás en la silla—. Nuestro amigo Waterbrook me perdonará que me explique en términos generales; pero es a causa de la magnitud de los in­tereses que intervienen.

Mister Waterbrook se sentía demasiado orgulloso (según me pareció) de que se trataran en su mesa, aunque sólo fuera por alusión, semejantes intereses y semejantes nombres, y tomó una expresión de gran inteligencia, aunque estoy se­guro de que no había comprendido más que yo sobre el asunto que se estaba tratando. Además, aprobó en grado sumo la discreción que se observaba. Mister Spiker, después de haber recibido de su amigo mister Gulpidge una confi­dencia tan importante, deseaba, como es natural, correspon­derle. Así, el diálogo precedente fue seguido de otro muy se­mejante, sólo que esta vez le tocaba a mister Gulpidge demostrar sorpresa. Después empezó él de nuevo, y mister Spiker se sorprendió a su vez, y así se siguieron turnando. Durante todo este tiempo los demás estábamos oprimidos por el interés tremendo que envolvía la conversación, y nuestro anfitrión nos miraba con orgullo, como a víctimas de un saludable respeto y admiración.

Por lo tanto, me puse muy contento cuando pude subir con Agnes y, después de charlar con ella en un rincón, la presenté a Traddles, que era tímido, pero simpático, y tan buena persona como siempre. Traddles se vio obligado a de­jarnos temprano, pues partía a la mañana siguiente (para es­tar ausente un mes), de manera que no pude hablar con él todo lo que habría querido; pero nos prometimos, cam­biando nuestras direcciones, proporcionarnos el gusto de vernos en cuanto él estuviera de vuelta en Londres. Se inte­resó mucho cuando supo que yo había encontrado a Steer­forth y habló de él con tal entusiasmo, que le hice repetir de­lante de Agnes lo que pensaba; pero Agnes se contentó con mirarme y mover un poco la cabeza cuando estuvo segura de que sólo la veía yo.

Como estaba rodeada de gentes con las que no me parecía que podia estar muy a sus anchas casi me alegré cuando le oí decir que sólo podía continuar en Londres pocos días, a pe­sar de mi pena por perderla. La idea de aquella separación próxima me animó a quedarme hasta el fin de la velada. Charlando con ella y oyendo su voz, que me recordaba toda la felicidad de mi vida en la vieja y grave casa que ella em­bellecía, habría podido continuar toda la noche; pero no ha­biendo excusa para permanecer allí cuando empezaron a apagar las luces, me vi obligado a marcharme, aunque muy en contra de mi voluntad. Entonces me di cuenta más que nunca de que era mi ángel bueno, y si al pensar en su dulce rostro y plácida sonrisa me parecían que eran los de un ángel que brillaba sobre mí, espero que me lo perdonará.

He dicho que todo el mundo se había retirado; pero debía haber exceptuado a Uriah, a quien no he incluido en esa de­nominación y que no se había alejado de nosotros en toda la noche. Bajó tras de mí las escaleras y salió poniéndose muy despacio en sus dedos de esqueleto los dedos todavía más largos de sus guantes, que precían de un gran Guy Fawkes.

No me apetecía nada la compañía de Uriah; pero, recor­dando la súplica de Agnes, le pregunté si quería acompa­ñarme a casa y tomar conmigo una taza de café.

—¡Oh!, ¿de verdad?, señorito Copperfield; dispénseme, míster Copperfield —me contestó—; pero el llamarle del otro modo me viene tan naturalmente...; no querría de nin­gún modo molestarle haciéndole llevar a su casa a una per­sona tan humilde como yo.

—No me molesta nada —contesté—. ¿Quiere usted venir?

—Tendré muchísimo gusto —contestó Uriah retorcién­dose.

—Bien, entonces vamos —dije yo.

No podía por menos de estar con él algo brusco; pero no parecía darse cuenta. Tomamos el camino más corto, sin hablar gran cosa en el trayecto, pues él llevó su humildad hasta el extremo de tardar en ponerse los guantes todo el camino.

La escalera estaba oscura, y le agarré de la mano para evi­tar que se diera un golpe; me parecía que había agarrado a un sapo, tan fría y húmeda la tenía; tanto, que estuve a punto de soltarla y huir. Agnes y la hospitalidad prevalecieron, sin embargo, y le conduje ante mi chimenea. Cuando encendí la luz cayó en arrebatos de admiración ante mis habitaciones; y cuando hice el café en un sencillo cacharro de estaño, que a mistress Crupp le gustaba muy particularmente para aquel use (quizá porque no estaba hecho para eso, sino para calen­tar el agua de afeitarse, y quizá porque había una cafetera de gran precio oxidándose en la despensa), manifestó tal emo­ción, que tuve gams de vertérsela en la cabeza para escaldarle.

—¡Oh!, de verdad, señorito Copperfield..., quiero decir mister Copperfield —dijo Uriah—, verle sirviéndome es lo que menos me habría podido figurar nunca. Pero de un lado y de otro me suceden tantas cosas que nunca habría podido esperarme, dado lo humilde de mi situación, que me parece que las bendiciones llueven sobre mi cabeza. Quizá ha oído usted hablar de un cambio en mi porvenir, señorito Copper­field, ¡perdón!, quería decir mister Copperfield.

Al verle sentado en mi sofá, con sus largas piernas juntas sosteniendo la taza, con el sombrero y los guantes en el suelo, a su lado, y moviendo suavemente el azúcar; al verle con sus ojos de un rojo vivo, que parecían tener quemadas las pesta­ñas, y las aletas de su nariz dilatándose y cerrándose como siempre cada vez que respiraba, y las ondulaciones de ser­piente que corrían a lo largo de su cuerpo desde la barbilla hasta las botas, pensé que me era soberanamente antipático. Sentía verdadero malestar al verle en mi casa, y como era jo­ven todavía, no tenía la costumbre de ocultar lo que sentía vivamente.

—Digo que habrá oído usted hablar con seguridad de un cambio en mi porvenir, señorito Copperfield, quería decir mister Copperfield —repitió Uriah.

—Sí, he oído hablar.

—¡Ah! —respondió con tranquilidad—. Ya me figuraba yo que miss Agnes lo sabía; me alegro mucho de saber que miss Agnes esté enterada. Gracias, señorito... míster Cop­perfield.

Tuve que contenerme para no tirarle a la cabeza mi calza­dor, que estaba allí al lado delante de la chimenea, para cas­tigarle por haberme sonsacado un dato concerniente a Agnes, por insignificante que fuera; pero me contenté con beberme el café.

—¡Qué buen profeta fue usted, míster Copperfield! —prosiguió Uriah—. Sí, amigo mío, ¡qué buen profeta ha sido usted! ¿No se acuerda cuando me dijo por primera vez que quizá llegara a ser asociado en los negocios de míster Wickfield y que entonces se llamaría Wickfield y Heep? Us­ted quizá no lo recuerde; pero cuando una persona es hu­milde, señorito Copperfield, conserva esos recuerdos como tesoros.

—Recuerdo haber hablado de ello —dije—, aunque, en realidad, no me parecía nada probable entonces.

—¿Y quién habría podido creerlo probable, míster Cop­perfield? —dijo Uriah con entusiasmo—. No sería yo. Re­cuerdo haberle dicho yo mismo en aquella ocasión que mi situación era demasiado humilde; y le decía verdaderamente lo que sentía.

Miraba al fuego con una mueca de poseído, y yo le mi­raba a él.

—Pero los individuos más humildes, señorito Copperfield, pueden servir de instrumento para hacer el bien. Yo, por ejemplo, me considero muy dichoso por haber podido servir de instrumento a la felicidad de míster Wickfield y espero poderle ser más útil todavía. ¡Qué hombre tan excelente, míster Copperfield; pero cuántas imprudencias ha cometido!

—Me apena mucho lo que me dice —le contesté, y no pude por menos de añadir significativamente—: me apena en todos los sentidos.

—Ciertamente, míster Copperfield —replicó Uriah—, en todos los sentidos. Y sobre todo a causa de miss Agnes. Us­ted no se acordará de su elocuente expresión, míster Cop­perfield; pero yo la recuerdo muy bien, cuando me dijo us­ted un día que todo el mundo debía de admirarla, y cómo le di yo las gracias por ello. Pero usted lo ha olvidado, no me cabe duda, míster Copperfield.

—No —dije secamente.

—¡Oh, cómo me alegro —exclamó Uriah— cuando pienso que es usted el primero que encendió una chispa de ambi­ción en mi humilde persona, y que no lo ha olvidado! ¡Oh! ¿Me permite usted pedirle otra taza de café?

Había algo en el énfasis que había puesto al recordar «las chispas» que yo había encendido, algo en la mirada que me había lanzado al hablar de ello, que me hizo estremecer como si le hubiera visto de pronto el pensamiento al descu­bierto. Vuelto a la realidad por la pregunta que me hacía en un tono tan diferente, hice los honores del puchero de es­taño, pero con una mano tan temblorosa, con un sentimiento tan repentino de mi impotencia para luchar contra él, y con tanta inquietud por lo que podría llegar a suceder, que estaba seguro de que se daba cuenta.

No decía nada; movía su café y bebía un traguito; después se acariciaba la barbilla con su mano descarnada, miraba al fuego, lanzaba una ojeada a la habitación, me hacía una mueca que quería ser una sonrisa, se retorcía de nuevo en su deferencia servil, movía y bebía el café de nuevo, y me de­jaba que fuera yo quien reanudase la conversación.

—Así —le dije por último—, míster Wickfield, que vale más que quinientos como usted... o como yo (ni por mi vida creo que habría podido dejar de interrumpir aquella parte de la frase con un gesto de impaciencia), ¿ha cometido impru­dencias, míster Heep?

—¡Oh! Muchísimas imprudencias, señorito Copperfield —repuso Uriah suspirando con modestia—, muchísimas, muchísima. Pero haga el favor de llamarme Uriah; ¡que sea como en otros tiempos.

—Bien, Uriah —dije pronunciando el nombre con alguna dificultad.

—Gracias —contestó él con calor—, muchas gracias, se­ñorito Copperfield. Me parece sentir la brisa y oír las cam­panas como en los días de mi juventud cuando le oigo lla­marme Uriah. Pero ¡perdón! ¿Qué estaba yo diciendo?

—Hablaba usted de míster Wickfield.

—¡Ah, sí, es verdad! —contestó—. ¡Grandes impruden­cias, míster Copperfield! Es un asunto al que no haría alu­sión delante de otra persona que no fuera usted. Y hasta con usted sólo puedo hacer una ligera alusión. Si cualquiera que no fuera yo hubiera estado en mi lugar desde hace unos años, en este momento tendría a míster Wickfield (¡oh, y es un hombre de valor, sin embargo, míster Copperfield!) le ten­dría en sus manos. «En sus manos» —dijo Uriah muy des­pacio y apretando sus manos de tal modo que la mesa y la habitación temblaron.

Si hubiera sido condenado a verle apretar con su horrible pie la cabeza de míster Wickfield creo que no habría podido odiarle más.

—Sí, sí, querido míster Copperfield—dijo en un tono que formaba el contraste más chocante con la presión de su mano—, no hay duda. Habría sido su ruina, su deshonor; no sé qué habría sido, y míster Wickfield no lo ignora. Yo soy el humilde instrumento destinado a servirle humildemente y él me ha elevado a una situación que yo no me habría atre­vido a esperar nunca. ¡Cuánto tengo que agradecerle!

Su rostro estaba vuelto hacia mí, pero no me miraba; quitó su mano de la mesa y frotó lentamente, con aire pensa­tivo, su mandíbula descarnada, como si se afeitase.

Recuerdo la indignación que sentía al ver la expresión de aquel rostro astuto, que a la luz rója de la llama se preparaba a decir alguna cosa más.

—Míster Copperfield —me dijo—, ¿no le estaré entrete­niendo?

—No es usted quien me entretiene; me acuesto siempre tarde.

—Gracias, míster Copperfield. He subido algunos grados en mi humilde situación desde los tiempos en que usted me conoció, es verdad; pero sigo lo mismo de humilde. Y es­pero serlo siempre. ¿No dudará usted de mi humildad si le hago una pequeña confidencia, míster Copperfield?

—¡Oh, no! —dije con esfuerzo.

—Gracias.

Sacó su pañuelo del bolsillo y empezó a restregarse las palmas de las manos.

—Miss Agnes, míster Copperfield...

—¿Sí, Uriah?

—¡Oh, qué alegría oírle llamarme Uriah espontánea­mente! —exclamó dando un salto casi convulsivo—. ¿La ha encontrado usted muy bella esta noche, míster Copper­field?

—La he encontrado, como siempre, superior en todos los conceptos a cuantos la rodeaban.

—¡Oh, gracias! Es la verdad; muchas gracias por ello.

—Nada de eso —respondí con altanería—; no hay mo­tivo para que me dé usted las gracias.

—Es que, míster Copperfield, la confidencia que voy a to­marme la libertad de hacerle se refiere a ella. Por humilde que yo sea (y frotaba sus manos más enérgicamente, mirándolas de cerca, y déspués mirando el fuego); por humilde que sea mi madre; por modesto que sea nuestro pobre hogar, no tengo inconveniente en confiarle mi secreto. Míster Copperfield, siempre he sentido ternura por usted desde el momento en que tuve la alegría de verle por primera vez en el coche. La imagen de miss Agnes habita en mi corazón desde hace mu­chos años. ¡Oh, míster Copperfield, si supiera usted el afecto tan puro que me inspira! ¡Besaría las huellas de sus pasos!

Creo que tuve por un momento la loca idea de coger de la chimenea las tenazas candentes y de correr tras de él; pero volvió a salir de mi cabeza como la bala del rifle; sin em­bargo, la imagen de Agnes ultrajada por la innóble audacia de los pensamientos de aquel animal rojo permanecía en mi pensamiento todo el tiempo mientras le miraba, sentado re­torciéndose como si su alma hiciera daño a su cuerpo, y me daba vértigo. Me parecía que se agrandaba y se hinchaba ante mis ojos y que la habitación resonaba con los ecos de su voz; y el extraño sentimiento (que quizá no es extraño a to­dos) de que aquello había sucedido ya antes en un tiempo in­definido y que sabía de antemano lo que iba a decirme, se apoderó de mí.

Me di cuenta a tiempo de que su rostro respiraba la con­fianza en el poder que tenía entre las manos, y aquella ob­servación contribuyó más que todo lo demás, más que todos los esfuerzos que hubiera podido hacer, a recordarme la sú­plica de Agnes en toda su fuerza, y le pregunté, con una apa­riencia de tranquilidad que no me habría creído capaz un momento antes, si había comunicado sus sentimientos a Agnes.

—¡Oh no, míster Copperfield! —me contestó—. ¡Dios mío, no; no he hablado de esto a nadie más que a usted! Us­ted comprenderá que empiezo a salir apenas de la humildad de mi situación, y fundo en parte mi esperanza en los servi­cios que me verá hacer a su padre, pues espero serle muy útil, míster Copperfield. Ella verá cómo le facilito las cosas a ese buen hombre para mantenerle en el buen camino. Ama tanto a su padre, míster Copperfield (¡y qué bella cualidad en una muchacha!), que espero que quizá llegue; por afecto a él, a tener alguna bondad conmigo.

Sondeaba la profundidad de su proyecto y comprendía por qué me lo confiaba.

—Si usted tuviera la bondad de guardarme el secreto, míster Copperfield —prosiguió— y sobre todo de no ir en contra mía, se lo agradecería como un favor enorme. Usted no querría causarme molestias. Estoy convencido de la bondad de su corazón; pero como me ha conocido usted en una situación tan humilde (en la más humilde de las situa­ciones debiera decir, pues todavía es muy humilde), po­dría, sin querer, perjudicarme un poco respecto de mi Ag­nes. La llamo mía ¿sabe usted, míster Copperfield? porque hay una canción que dice: La llamaré mía... Y espero ha­cerlo pronto.

¡Querida Agnes! Ella, para quien no conocía yo a nadie digno de su corazón, tan amante y tan bueno, ¿era posible que estuviera destinada a ser la mujer de semejante ser?

—Por el momento no hay que apresurarse, ¿sabe usted, míster Copperfield? —continuo Uriah, mientras yo le veía retorcerse ante mí con aquellos pensamientos—. Mi Agnes es muy joven todavía, y mi madre y yo tenemos mucho camino que recorrer y muchas determinaciones que tomar antes de que eso sea por completo conveniente. Por lo tanto, habrá tiempo para familiarizarla con mis esperanzas a me­dida que se presenten las ocasiones. ¡Oh y cómo le agra­dezco su confianza! ¡Oh!, no sabe usted, no puede saber toda la tranquilidad que siento al pensar que comprende usted nuestra situación y que no querna perjudicanne con la fami­lia llevándome la contraria.

Me cogió la mano, sin que yo me atreviera a negársela, y después de estrecharla en su «pata húmeda» miró el pálido cuadrante de un reloj.

—¡Dios mío! —dijo—, más de la una. El tiempo pasa tan deprisa en las confidencias entre antiguos amigos, míster Copperfield, que es casi la una y media.

Le respondí que creía que era más tarde, no porque lo cre­yera realmente, sino porque estaba harto y ya no sabía lo que decía.

—Dios mío —dijo reflexionando—; en la casa en que paro, una especie de hotel particular, cerca de New River, estará todo el mundo en la cama hace dos horas, míster Cop­perfield.

—Siento mucho no tener aquí más que una sola cama, y que...

—¡Oh!; no hable siquiera de la cama, míster Copperfield —respondió en tono suplicante levantando una de sus pier­nas—. Pero ¿,tendría usted inconveniente en dejarme acostar en el suelo delante de la chimenea?

—Si es así —contesté—, tome mi cama y yo me acostaré delante del fuego.

Su negativa a aceptar mi ofrecimiento fue casi tan escan­dalosa, en el exceso de su sorpresa y de su humildad, como para penetrar en los oídos de mistress Crupp, que dormía en una habitación lejana, situada al nivel de la calle, y arru­llada en su sueño probablemente por el tictac de un reloj implacable, al cual apelaba siempre cuando teníamos al­guna discusión sobre cuestiones de puntualidad y que atra­saba tres cuartos de hora, aunque siempre lo ponía bien por la mañana y guiándose de las autoridades más competentes.

Ninguno de los argumentos que se me ocurrían en mi tur­bación causaba efecto sobre su modestia; por lo tanto, re­nuncié a persuadirle de que aceptase mi lecho; pero me vi obligado a improvisarle, lo mejor que pude, una cama cerca del fuego. El colchón del diván (exageradamente corto para aquel cadáver), los almohadones del diván, una colcha, el tapete de la mesa, un mantel limpio y un grueso gabán, todo esto componía un lecho, del que me estaba plenamente agradecido. Yo le presté un gorro de dormir, que se encas­quetó al momento y con el que estaba tan horrible que nunca he podido ponérmelo yo después. Por último, le dejé descansar en paz.

¡Nunca olvidaré aquella noche! ¡Nunca olvidaré la de vueltas que di en mi cama; la de veces que me desperté pen­sando en Agnes y en aquella criatura odiosa; la de veces que me preguntaba lo que podría y debería hacer; todo para llegar siempre a la conclusión de que lo mejor para la tranquili­dad de Agnes era no hacer nada y guardar para mí lo que había sabido. Si me dormía un momento, la imagen de Agnes, con sus ojos tan dulces, y la de su padre mirándola tiernamente, se presentaban ante mí suplicándome que les ayudase y llenándome de vagos temores. Cada vez que me despertaba la idea de que Uriah durmiera en la habitación de al lado me oprimía como una pesadilla y me hacía sentir so­bre el corazón como un peso de plomo, como si tuviera de huésped al demonio.

Las tenazas candentes también me venían a la memoria en mis sueños sin poder desecharlas. Mientras estaba me­dio dormido y medio despierto me parecía que continua­ban todavía rojas y que acababa de cogerlas para atrave­sarle con ellas el cuerpo. Esta idea me perseguía de tal modo que, aunque sabía que no tenía ninguna solidez, me deslizaba en la habitación de al lado para tener la seguri­dad de que estaba allí, en efecto, tendido, con las piernas extendidas hasta el otro extremo de la habitación, y ron­cando. Debía estar constipado, y dormía con la boca abierta como un hurón; en fin, era, en realidad, muchísimo más horrible de lo que mi imaginación enferma se figu­raba, y mi asco mismo hacía que me atrajera y me obli­gaba a volver poco más o menos cada media hora para mi­rarle. Así, aquella larga noche me pareció más lenta y más sombría que ninguna, y el cielo, cargado de nubes, se obs­tinaba en no dejar aparecer ninguna señal del día.

Cuando por la mañana temprano le vi bajar las escaleras (pues gracias al cielo no quiso quedarse a desayunar) me pareció como si la noche se marchara con él. Y al salir para el Tribunal de Doctores encargué a mistress Crupp muy par­ticularmente que dejara las ventanas de par en par abiertas para que mi gabinete se airease bien y se purificara de su presencia.

CAPÍTULO VI. CAIGO CAUTIVO

No volví a ver a Uriah Heep hasta el día de la partida de Agnes. Había ido a las oficinas de la diligencia para decirle adiós, y me encontré con que también él se volvía a Canter­bury en la misma diligencia que ella. Sentía como una pe­queña satisfacción al ver su chaqueta raída, demasiado corta de talle, estrecha y mal hecha, en unión de su paraguas, que parecía una tienda de campaña, plantados en el borde del asiento, en la parte trasera de la imperial, mientras que Agnes, como es natural, tenía su asiento en el interior; pero bien me merecía aquella pequeña revancha, aunque sólo fuera por el trabajo que me costaba estar amable con él mientras Agnes podía vemos. En la portezuela de la diligencia, lo mismo que en la comida de mistress Waterbrook, rondaba a nuestro alre­dedor sin cansarse, como un gran vampiro, devorando cada palabra que yo decía a Agnes o que ella me decía a mí.

En el estado de confusión en que me había dejado su con­fidencia de aquella noche había reflexionado mucho sobre las palabras que Agnes había empleado al hablar de la aso­ciación: «Espero haber hecho lo que debía. Sabía que era necesario para la tranquilidad de papá que se llevara a cabo el sacrificio, y le he animado a consumarlo». Desde enton­ces me perseguía el presentimiento de que cedería a todo lo que quisieran y sacaría fuerzas para ejecutar cualquier sacri­ficio por cariño a su padre. Conocía su afecto por él, conocía su abnegación espontánea. Le había oído decir a ella misma que se creía la causa inocente de los errores de míster Wick­field, y que tenía contraído por ello una deuda que deseaba ardientemente pagar. Y no me consolaba el darme cuenta de la diferencia existente entre ella y el miserable personaje, con su chaqueta marrón, pues sentía que el mayor peligro estribaba precisamente en aquella diferencia, en la pureza y la abnegación del alma de Agnes y la bajeza sórdida de la de Uriah. Él también lo sabía, y sin duda lo tenía en cuenta en sus cálculos hipócritas.

Sin embargo, estaba tan convencido de que ni aun la pers­pectiva lejana de semejante sacrificio sería lo bastante para destruir la felicidad de Agnes, y estaba tan seguro, al verla, de que no sospechaba todavía que aquella sombra no había caído sobre ella aún, que lo mismo pensaba en enfadarme con ella como en advertirle del peligro que la amenazaba. Nos separamos, por lo tanto, sin la menor explicación; ella me hacía gestos y me sonreía desde la ventanilla de la dili­gencia para decirme adiós, mientras yo veía sobre la impe­rial a su genio del mal que se retorcía de gusto, como si ya la tuviera entre sus garras triunfantes.

Durante mucho tiempo aquella última mirada con que los despedí no cesó de perseguirme. Cuando Agnes me escribió anunciándome su feliz llegada, su carta me encontró tan desesperado con aquel recuerdo como en el momento de su partida. Todas las veces que pensaba en ello estaba seguro de que aquella visión reaparecería redoblando mis tormen­tos. No dejaba de soñar una sola noche. Aquel pensamiento era como una parte de mi vida, tan inseparable de mi ser como mi cabeza de mi cuerpo.

Y tenía tiempo para torturarme a mi gusto, pues Steer­forth estaba en Oxford, según me escribió, y yo, cuando no estaba en el Tribunal de Doctores, estaba casi siempre solo. Creo que empezaba ya a sentir cierta desconfianza de Steer­forth. Contestaba a sus cartas de la manera más afectuosa; pero me parecía que al fin y al cabo no estaba descontento de que no pudiera venir a Londres por el momento. A decir verdad, supongo que, al no ser combatida la influencia de Agnes con la presencia de Steerforth, aquella influencia obraba sobre mí con tanta más potencia porque Agnes era la causa de mis preocupaciones.

Sin embargo, los días y las semanas transcurrieron. Ya había entrado de hecho en casa de míster Spenlow y Jorkins. Mi tía me daba noventa libras esterlinas al año, pagaba mi alojamiento y otros muchos gastos. Había alquilado mis ha­bitaciones por un año, y aunque todavía las encontraba tris­tes por la tarde y se me hacían largas las veladas, había ter­minado por acostumbrarme a una especie de melancolía continua y por resignarme al café de mistress Crupp, y hasta a tragarlo no a tazas, sino a cubos, según recuerdo en aquel período de mi existencia. En aquella época fue cuando hice poco más o menos tres descubrimientos: primero, que mis­tress Crupp era muy propensa a una indisposición extraordi­naria, que ella llamaba «espasmos», generalmente acompa­ñados de inflamación en las fosas nasales, y que exigía como tratamiento un consumo perpetuo de menta; segundo, que debía de haber algo extraño en la temperatura de mi des­pensa, pues se rompían todas las botellas de aguardiente; y, por último, descubrí que estaba muy solo en el mundo, y me sentía profundamente inclinado a recordarlo en fragmentos de versificación inglesa.

El día de mi incorporación definitiva con míster Spenlow y Jorkins lo celebré invitando a los empleados de las ofici­nas a sándwiches y jerez y yendo por la noche yo solo al tea­tro. Fui a ver El extranjero, pensando que no desmerecía mi dignidad de pertenecer al Tribunal de Doctores el verla, y volví en tal estado, que no me reconocí en el espejo. Míster Spenlow me dijo que habría tenido mucho gusto en invi­tarme a pasar la velada en su casa de Norwood, en celebra­ción de las relaciones que se establecían entre nosotros; pero que su casa estaba algo en desorden porque esperaba de un momento a otro la llegada de su hija, que había terminado su educación en París. Añadió, sin embargo, que cuando Ile­gara su hija esperaba tener el gusto de recibirme. Yo sabía, en efecto, que era viudo, con una hija única, y le, expresé mi agradecimiento.

Míster Spenlow cumplió fielmente su palabra, y quince días después me recordó su promesa, diciéndome que si que­ría hacerle el honor de ir a Norwood el sábado siguiente y quedarme hasta el lunes me lo agradecería mucho. Yo res­pondí, naturalmente, que estaba dispuesto a complacerle, y quedó convenido que me llevaría y me traería en su coche.

Cuando llegó aquel día, hasta mi equipaje era un objeto de veneración para los empleados subalternos, los cuales pensaban en la casa de Norwood como en un misterio sa­grado. Uno de ellos me dijo que había oído contar que el ser­vicio de mesa de míster Spenlow era exclusivamente de plata y porcelana de China y, además, que se bebía champán durante toda la comida como se bebe cerveza en otras par­tes. El viejo abogado de la peluca, que se llamaba míster Tif­fey, había estado muchas veces en Norwood en el transcurso de su carrera y había podido entrar hasta el comedor, que describía como una habitación de lo más suntuosa, tanto más porque había bebido en ella jerez de la Compañía de las In­dias, de una calidad tan especial que causaba sorpresa.

El Tribunal de Doctores se ocupaba aquel día de un asunto atrasado: condenar a un panadero que se había ne­gado a pagar el impuesto de adoquinado, y como la causa era dos veces más larga que Robinson Crusoe (según un cálculo que hice), aquello terminó algo tarde. Condenamos al panadero a mes y medio de prisión y a pagar daños y per­juicios; después de esto, el procurador del panadero, el juez y los abogados de ambas partes, que eran todos parientes, se fueron juntos hacia la ciudad, y míster Spenlow y yo nos fui­mos en su faetón.

Era un coche muy elegante; los caballos levantaban la ca­beza y movían las patas como si supieran que pertenecían al Tribunal de Doctores.

Había mucha competencia entre los doctores sobre cualquier cosa, y teníamos algunos coches muy cuidados, aunque yo siempre había considerado y consideraré que en mi época el gran artículo de competencia era el almidón de los cuellos, pues los procuradores hacían tal consumo de él que no creo que la naturaleza humana pudiera soportar más.

Por el camino íbamos muy contentos y míster Spenlow me dio algunos consejos relativos a mi profesión. Decía que era la profesión más distinguida del mundo y que no debía confundirse con el oficio de abogado, pues eran cosas com­pletamente distintas, infinitamente más exclusiva, menos mecánica y de más provecho la de procurador. Tratábamos las cosas mucho más cómodamente allí que en ninguna parte, y esto hacía de nosotros una clase aparte, privilegiada. Me dijo que no podía por menos de reconocer el hecho des­agradable de que casi siempre nos utilizaban los abogados; pero me dio a entender que eran una raza inferior de hom­bres, universalmente mirados de arriba abajo por todos los procuradores que se respetaban.

Pregunté a míster Spenlow qué negocios profesionales le parecían los mejores, y me dijo que una buena causa de tes­tamento, donde se trate de un pequeño estado de treinta o cuarenta mil libras, era quizá lo mejor de todo. En un caso así, decía, no solamente hay a cada momento una buena co­secha de ganancias, por vía de argumentación, sino que ade­más los papeles se van amontonando con los testimonios, los interrogatorios, los contrainterrogatorios (y no hay que decir nada si apelan primero a los delegados y después a los lores, pues como tienen asegurado el pago con el valor de la propiedad, ambas partes siguen con valor hacia adelante sin preocuparse del gasto). Después se lanzó a elogiar al Tribu­nal. Decía que lo más digno de admirar en él era su concen­tración. Era el mejor organizado del mundo; se tenía todo a mano. Por ejemplo: llevaban una causa de divorcio, o una causa de restitución al Consistorio. Muy bien. Se intentaba en el Consistorio, y se hacía como un juego en familia y con toda tranquilidad. Supongamos que no quedasen satisfechos con el Consistorio. ¿Qué se hace? Pues se lleva a los Arcos. ¿Y qué es el Tribunal de los Arcos? Pues el mismo Tribunal, en la misma habitación, con el mismo foro y los mismos consejeros, pero con otro juez; pero el del Consistorio puede it allí cuando le conviene como abogado. Bien; allí vuelve a empezar el juego. ¿Todavía no se está satisfecho? Muy bien. ¿Qué se hace entonces? Pues lo pueden llevar a los delega­dos. ¿Y quiénes son los delegados? Pues verá usted. Los de­legados eclesiásticos son los abogados sin causas, que han visto el juego de los dos Tribunales, que han visto dar las cartas, echarlas y cortarlas; que han hablado con todos los jugadores, y que después de esto se presentan como jueces completamente extraños al asunto para arreglarlo todo a la mayor satisfacción general. Los descontentos podrán hablar de la corrupción del Tribunal, de la insuficiencia del Tribu­nal, de la necesidad de reformas en el Tribunal; pero así y todo —terminó solemnemente míster Spenlow—, cuando el precio del trigo por áridos está alto, el Tribunal tiene más trabajo, y si un hombre sincero se pone la mano en el cora­zón, no podrá por menos de decir al mundo entero: «Si llega a tocarse al Tribunal de Doctores, se acabó el país».

Yo le escuchaba con atención, aunque debo confesar que tenía mis dudas respecto a que la nación tuviera tanto que agra­decerles como míster Spenlow decía. Sin embargo, acepté respetuosamente sus opiniones. En cuanto a la gestión del precio del trigo, sentía modestamente que aquello estaba por encima de mi inteligencia. Todavía ahora no he podido com­prenderlo, y muchas veces después, a través de mi vida, ha surgido para aniquilarme.

Todavía no sé lo que aquello tendría que ver conmigo ni con qué derecho se mezclaba en mis cosas; pero en cuanto mi antiguo conocido el « árido» aparecía en escena, podía dar el asunto por perdido.

Pero esto es una digresión; yo no era hombre para tocar el Tribunal de Doctores ni para revolucionar el país; humildemente expresé, con mi silencio, que asentía a todo cuanto había dicho mi superior en edad y conocimientos y nos pusi­mos a hablar de El extranjero, del drama en general y del tronco de caballos que nos arrastraba, hasta que llegamos ante la puerta de míster Spenlow.

La casa de míster Spenlow tenía un bonito jardín, y aun­que no era buena época para verlo, estaba tan cuidado, que me entusiasmó totalmente. Era un sitio delicioso, con el cés­ped, los árboles y aquella perspectiva de senderos que se perdían en la oscuridad de los arcos, cubiertos sin duda de flores y plantas trepadoras en la primavera. «Por aquí pasea­rá miss Spenlow», pensé.

Entramos en la casa, que estaba alegremente iluminada, y me encontré en un vestíbulo lleno de sombreros, gabanes, guantes, fustas y bastones.

—¿Dónde está miss Dora? —dijo míster Spenlow al criado.

« Dora, pensé, ¡qué nombre tan bonito! »

Entramos en una habitación (contigua al comedor en que el antiguo empleado había bebido jerez de la Compañía de las Indias) y oí que decían:

—Míster Copperfield: mi hija Dora y la amiga de con­fianza de mi hija.

No tenía duda; era la voz de míster Spenlow; pero yo no me daba cuenta, y además me tenía sin cuidado. Todo había terminado; mi destino estaba cumplido. Estaba cautivo y es­clavo. Amaba a Dora Spenlow con locura.

Me pareció una criatura sobrehumana, un hada, una síl­fide, no sé qué, algo que nunca había visto y que todos de­seamos siempre. Desaparecí en un abismo de amor, sin dete­nerme en el borde, sin mirar adelante ni atrás; me lancé de cabeza antes de haber podido decirle una palabra.

—Ya conocía a míster Copperfield —me dijo otra voz muy conocida, cuando me inclinaba murmurando algo.

La que hablaba no era Dora, no; era su amiga de con­fianza, miss Murdstone.

No me sorprendí demasiado; había perdido la facultad de sorprenderme. ¡No había nada en la tierra ni en el mundo material que mereciese sorprenderme fuera de Dora Spen­low! Dije: «¿Cómo está usted, mis Murdstone? Espero que siga usted bien». Ella me contestó: «Muy bien». Y yo dije: «¿Cómo está míster Murdstone?». Y me contestó: «Mi her­mano está en perfecta salud, muchas gracias».

Míster Spenlow, que se había sorprendido al ver que nos conocíamos mutuamente, dijo:

—Me alegro mucho, Copperfield, de ver que usted y miss Murdstone se conocen de antes.

—Míster Copperfield y yo —dijo miss Murdstone con se­vera compostura— nos conocemos desde los días de su in­fancia. Las circunstancias nos han separado después, y yo no lo habría reconocido.

Yo contesté que la habría reconocido en cualquier parte, y era verdad.

—Mis Murdstone ha tenido la bondad —me dijo míster Spenlow— de aceptar el oficio, si puedo llamarlo así, de amiga de confianza de mi hija Dora. Mi hija tiene la desgra­cia de haber perdido a su madre, y miss Murdstone se dedica a acompañarla y protegerla.

Pensé que miss Murdstone, como esas pistolas de bolsi­llo que llaman « protectoras», estaba más hecha para atacar que para defender; pero aquella idea no hizo más que atra­vesar rápidamente por mi espíritu, como todas las que no se relacionaban con Dora, a quien no dejaba de mirar; y me pareció ver en sus gestos monísimos, un poco tercos y ca­prichosos, que no estaba muy dispuesta a poner su con­fianza en aquella compañera y protectora. Pero sonó una campana, y míster Spenlow dijo que era la primera llamada para la comida, y me condujo a mi habitación por si quería arreglarme.

La idea de vestirme, de hacer algo, de moverme siquiera, en aquel estado de amor, habría sido ridícula. No pude más que sentarme ante el fuego, con la llave del maletín en la mano, y pensar en lo encantadora, en lo chiquilla, en los ojos brillantes que tenía la deliciosa Dora. ¡Qué figura, qué ros­tro, qué gracia la de sus movimientos!

La campana sonó tan pronto, que apenas tuve tiempo de ponerme de cualquier modo el traje. ¡Yo, que hubiera que­rido poner especial cuidado en semejantes circunstancias! En el comedor había algunas personas, y Dora hablaba con un caballero de cabellos blancos. A pesar de la blancura de sus cabellos y de sus biznietos, él mismo confesaba que era bisabuelo, estaba horriblemente celoso de él.

¡Qué estado de espíritu aquel en que estaba sumergido! ¡Sentía celos de todo el mundo! No podía soportar la idea de que nadie conociese a míster Spenlow mejor que yo. Era una tortura para mí el oír hablar de sucesos en los que yo no ha­bía tomado parte. A un señor completamente calvo, de ca­beza reluciente y muy amable, se le ocurrió preguntarme, a través de la mesa, si era la primera vez que veía el jardín. En mi cólera feroz y salvaje, no sé lo que habría hecho.

A los demás invitados no los recuerdo; sólo recuerdo a Dora. No tengo idea de lo que comimos; sólo vi a Dora. Creo verdaderamente que me alimenté de Dora, pues re­chacé media docena de platos sin tocarlos. Estaba sentado a su lado, y le hablaba; ella tenía la voz más dulce, la risa mas alegre, los movimientos más encantadores y más seductores que hayan esclavizado nunca a un pobre muchacho loco. En ella todo era diminuto, y eso me parecía que la hacía todavía más preciosa.

Cuando dejó el comedor con miss Murdstone (no había allí más señoras), caí en un dulce ensueño, turbado sólo por la viva inquietud de que miss Murdstone le hablase mal de mí. El señor amable y calvo me contó una larga historia de hor­ticultura, según creo. Me pareció que le oía repetir muchas veces «mi jardinero», y hacía como que le prestaba la mayor atención; pero en realidad erraba durante aquel tiempo por el jardín del Edén con Dora. Mis temores de ser perjudicado ante ella se reanudaron, cuando volvimos al salón, al ver el rostro sombrío de miss Murdstone. Pero me tranquilicé de una manera inesperada.

—David Copperfield —dijo miss Murdstone haciéndome una seña para que me acercara con ella a una ventana—, ¡una palabra!

Me encontré frente a miss Murdstone.

—David Copperfield —me dijo miss Murdstone—, no tengo necesidad de extenderme sobre nuestras circunstan­cias familiares; el asunto no es tentador.

—Muy lejos de ello, señorita —repliqué.

—Muy lejos de ello —repitió miss Murdstone—. No tengo ningún deseo de recordar querellas pasadas ni injurias olvidadas. He sido insultada por una persona, una mujer, siento decirlo por el honor del sexo, y como no podría ha­blar de ella sin desprecio y sin asco, prefiero no mencio­narla.

Estuve a punto de acalorarme defendiendo a mi tía. Pero me contuve y le dije que, en efecto, sería más delicado el no, aludir a ello, y añadí que no consentiría oír hablar de mi tía más que con respeto, y de no ser así, tomaría su defensa.

Miss Murdstone cerró los ojos, inclinó la cabeza con des­dén y, después, volviendo a abrirlos lentamente, repuso:

—David Copperfield, no trataré de ocultarle que la opi­nion que tengo de usted es muy desfavorable desde su infan­cia. Quizá me he equivocado, o usted ha dejado de justificar esa opinion; por el momento, no se trata de eso. Formo parte de una familia notable, así lo creo, por su firmeza, y no soy persona a quien cambie las circunstancias. Puedo tener mi opinión sobre usted, como usted puede tenerla sobre mí.

Incliné la cabeza a mi vez.

—Pero no es necesario —dijo miss Murdstone— que ha­gamos aquí gala de esas opiniones. En las circunstancias ac­tuales vale más para todos que no sea así. Puesto que las casualidades de la vida nos han acercado de nuevo y que otras ocasiones semejantes pueden presentarse, soy de la opinion de que nos tratemos uno a otro como simples conocidos. Nuestro parentesco lejano es razón suficiente para explicar esa clase de relaciones, y es inútil ponernos en evidencia. ¿Es usted de la misma opinión?

—Miss Murdstone —repliqué—, opino que mister Murd­stone y usted se han portado conmigo cruelmente y que han tratado a mi madre con mucha dureza; conservaré esta opi­nion mientras viva. Pero comparto plenamente lo que me propone.

Miss Murdstone cerró de nuevo los ojos a inclinó otra vez la cabeza; después, tocando el reverso de mi mano con sus dedos rígidos y helados, se alejó arreglando las cadenitas que llevaba en los brazos y en el cuello; las mismas, y en el mismo estado exactamente, que la última vez que la había visto. Entonces, pensando en el carácter de miss Murdstone, recordé las cadenas que ponen en las puertas de las prisiones para anunciar a todo transeúnte lo que debe esperarse encon­trar dentro.

Todo lo que sé del resto de la velada es que oí a la sobe­rana de mi corazón cantar maravillosas baladas francesas cuyos significados eran, por lo general, que en todo mo­mento había que bailar ¡tralalá, tralalá! Se acompañaba de un instrumento mágico, que parecía una guitarra. Yo estaba sumergido en un delirio de bienaventuranzas. Rechacé todo refresco. El ponche en particular me repugnaba. Cuando miss Murdstone se acercó para llevársela, me sonrió y me tendió su encantadora mano. Yo lancé por casualidad una mirada a un espejo, y vi que tenía todo el aspecto de un im­bécil, de un idiota. Volví a mi habitación en completo estado de imbecilidad, y me levanté al día siguiente sumergido to­davía en el mismo éxtasis.

Hacía un día hermoso, y como me había levantado muy temprano, pensé que podría pasearme por una de aquellas avenidas alimentando mi pasión con su recuerdo. Al atrave­sar el vestíbulo me encontré a su perrito; se llamaba Jip, di­minutivo de Gipsy. Me acerqué a él con ternura, pues mi amor se extendía hasta él; pero me enseñó los dientes y se refugió debajo de una silla, gruñendo, sin permitirme la me­nor familiaridad.

El jardín estaba fresco y solitario; yo me paseaba pen­sando en la felicidad que sentiría si llegara alguna vez a ser novio de aquella maravillosa criatura. En cuanto al matri­monio, o a la fortuna, creo que estaba tan alejado de todo pensamiento de aquel género como en los tiempos en que amaba a la pequeña Emily. Llegar a poder llamarla Dora, a escribirle, a amarla, a adorarla, a creer que ella no me olvi­daba, aunque estuviera rodeada de otros amigos, era para mí el máximo de la ambición humana. No hay duda de que yo era entonces un pobre muchacho ridículo y sentimental; pero aquellos sentimientos demostraban tal pureza de corazón que me impiden despreciar absolutamente su recuerdo, por risible que me parezca hoy.

Me paseaba hacía poco rato, cuando a la vuelta de un sen­dero me encontré con Dora. Todavía enrojezco de pies a ca­beza al recordarlo y la pluma me tiembla entre los dedos.

—Sale... usted muy temprano, miss Spenlow —le dije.

—¡Oh! Me aburro en casa; miss Murdstone es tan ab­surda. Tiene las ideas más extrañas sobre la necesidad de que la atmósfera esté bien purificada antes de que yo salga. ¡Purificada! (Aquí se echó a reír con la risa más melodiosa.) Los domingos por la mañana no estudio, y algo tengo que hacer. Anoche le dije a papá que estaba decidida a salir. Ade­más, es el momento más hermoso del día, ¿no cree usted?

Emprendí el vuelo aturdidamente y le dije, o mejor dicho balbucí, que el tiempo me parecía magnífico en aquel mo­mento; pero que hacía un instante me parecía muy triste.

—¿Es un cumplido —dijo Dora—, o es que el tiempo ha cambiado en realidad?

Contesté, balbuciendo más que nunca, que no era un cum­plido, sino la verdad, aunque no había observado el menor cambio en el tiempo; me refería únicamente al que se había producido en mis sentimientos, añadí tímidamente, para ter­minar la explicación.

Nunca he visto bucles semejantes a los que entonces sa­cudió Dora para ocultar su rubor; pero no es extraño que no los hubiera visto, pues no había bucles semejantes en el mundo. En cuanto al sombrero de paja con cintas azules que coronaba aquellos bucles, ¡qué tesoro tan inestimable para colgar en mi habitación de Buckinghan—Street, si lo hubiera tenido en mi poder!

—¿Llega usted de París? —le dije.

—Sí —respondió—. ¿Ha estado usted allí alguna vez?

—No.

—¿Irá usted pronto? ¡Le gustará tanto!

Mi fisonomía expresó un profundo sufrimiento. No podía resignarme a pensar que esperaba verme marchar a París, que suponía que podría tener siquiera la idea de ir. ¡Mucho me importaba a mí París y Francia entera! Me sería imposi­ble, en las circunstancias actuales, abandonar Inglaterra ni por todos los tesoros del mundo. Nada podría decidirme. En resumen, dije tanto, que ella empezaba de nuevo a esconder la cara tras los bucles, cuando a lo largo del sendero llegó corriendo el perrito, para descanso nuestro.

Estaba horriblemente celoso de mí, y se obstinaba en la­drarme entre las piernas. Ella lo cogió en brazos ¡oh Dios mío! y le acarició, sin que dejara de ladrar.

No quería que yo le tocara, y entonces ella le pegó; mis sufrimientos aumentaban al ver los golpecitos que le daba en el hocico para castigarle, mientras él guiñaba los ojos y le lamía las manos, al mismo tiempo que continuaba gruñendo entre dientes en voz baja. Por fin se tranquilizó (¡ya lo creo, con aquella barbillita con hoyuelos apoyada en su hocico!) y tomamos el camino de la terraza.

—No time usted demasiada amistad con miss Murdstone, ¿verdad? —dijo Dora— ¡Querido mío! (Estas dos últimas palabras se dirigían al perro. ¡Oh si hubiese sido a mí!)

—No —repliqué yo—; ninguna.

—Es muy fastidiosa —añadió haciendo un gestito—. Yo no sé en qué ha estado pensando papá para traerme de com­pañera a una persona tan insoportable. ¡No parece sino que necesita una que la protejan! ¡No seré yo! ,lip es mucho me­jor protector que miss Murdstone. ¿No es verdad, Jip, amor mío?

Él se contentó con cerrar los ojos descuidadamente, mien­tras ella besaba su cabecita.

—Papá le llama mi amiga de confianza; pero eso no es cierto, ¿verdad, Jip? No tenemos la intención de dar nuestra confianza a personas tan gruñonas, ¿,no es verdad, Jip? Te­nemos la intención de ponerla en quien nos dé la gana, y de buscarnos solos nuestros amigos, sin que nos los vayan a descubrir, ¿no es verdad, Jip?

Jip, en respuesta, hizo un ruido que se parecía bastante al de un puchero que hirviese. En cuanto a mí, cada palabra era un anillo que añadían a mi cadena.

—Es muy duro que porque no tengamos madre nos vea­mos obligados a arrastrar a una mujer vieja, fastidiosa, anti­pática, como miss Murdstone, tras de nosotros, ¿no es ver­dad, Jip? Pero no te preocupes, Jip, no le daremos nuestra confianza, y disfrutaremos todo lo que podamos a pesar suyo, y le haremos rabiar; es todo lo que podemos hacer por ella, ¿no es verdad, Jip?

Si aquel diálogo hubiera durado dos minutos más, creo que habría terminado por caer de rodillas en la arena, a riesgo de arañármelas y de que, además, me despidieran. Pero, afortunadamente, la terraza estaba cerca y llegamos al mismo tiempo que terminaba de hablar.

Estaba llena de geranios, y quedamos en contemplación ante las flores. Dora saltaba sin cesar para admirar una planta, y después otra; y yo me detenía para admirar las que ella admiraba. Dora, al mismo tiempo que se reía, levantaba al perro en sus brazos, con un gesto infantil, para que oliese las flores; si no estábamos los tres en el paraíso yo por mi parte lo estaba. El perfume de una hoja de geranio me da to­davía ahora una emoción mitad cómica mitad seria, que cam­bia al instante la luz de mis ideas. Veo enseguida el sombrero de paja con las cintas azules sobre un bosque de bucles, y un perrito negro levantado por dos preciosos y finos brazos, para hacerle respirar el perfume de las flores y de las hojas.

Miss Murdstone nos buscaba. Nos encontró y presentó su mejilla absurda a Dora para que besara sus arrugas, llenas de polvo de arroz; después cogió el brazo de su amiga de con­fianza y nos dirigimos a desayunar, como si fuéramos al en­tierro de un soldado.

Yo no sé el número de tazas de té que acepté porque era Dora quien lo había hecho; pero recuerdo perfectamente que consumí tantas que debían haberme destruido para siempre el sistema nervioso, si hubiera tenido nervios en aquella época. Un poco más tarde fuimos a la iglesia. Miss Murd­stone se puso entre los dos; pero yo oía cantar a Dora, y no veía a nadie más. Hubo sermón (naturalmente sobre Dora ...) y me temo que eso fue todo lo que saqué en limpio del servi­cio divino.

El día pasó tranquilamente. No vino nadie; después pase­amos, comimos en familia y pasamos la velada mirando li­bros y grabados. Pero miss Murdstone, con una homilía en la mano y los ojos fijos en nosotros, montaba la guardia de vigilancia. ¡Ah! Míster Spenlow no sospechaba, cuando es­taba sentado frente a mí después de comer, el ardor con que yo le estrechaba, en mi imaginación, entre mis brazos, como el más tierno de los yernos. No sospechaba, cuando me despedí de él por la noche, que acababa de dar su con­sentimiento a mi noviazgo con Dora, y que yo reclamaba, en agradecimiento, todas las bendiciones del cielo para él.

Al día siguiente partimos temprano, pues había una causa de salvamento en la Cámara del Almirantazgo que exigía un conocimiento bastante exacto de toda la ciencia de la navegación. Ahora bien, como en esa materia no está­bamos muy duchos en el Tribunal, el juez había rogado a dos viejos, Trinit y Martersn, que tuvieran la caridad de ir en su ayuda. Dora estaba ya en la mesa haciéndonos el té, y tuve el triste placer de saludarla desde lo alto del faetón, mientras ella estaba en el dintel de la puerta con Jip en sus brazos.

No intentaré inútiles esfuerzos para describir lo que la Cá­mara del Almirantazgo me pareció aquel día, ni la confusión de mi espíritu sobre el asunto que se trataba en ella; no diré cómo leía el nombre de Dora escrito sobre la rama de plata puesta encima de la mesa como emblema de nuestra alta ju­risdicción, ni lo que sentí cuando míster Spenlow se volvió a su casa sin mí. (Había abrigado la esperanza insensata de que quizá me llevaría.) Me parecía que era un marinero abandonado por su buque en una isla desierta. Si aquel viejo Tribunal pudiera despertarse de su amodorramiento y pre­sentar en una forma visible todos los hermosos sueños que hice allí sobre Dora, acudiría a ella para dar testimonio de la verdad de mis palabras.

No hablo de los sueños de aquel día únicamente, sino de todos los que me persiguieron día tras día, semana tras se­mana, mes tras mes. Cuando iba al Tribunal, no iba más que para pensar en Dora. Si alguna vez pensaba en las causas que se veían ante mí, era para preguntarme, cuando se tra­taba de asuntos matrimoniales, cómo podría ser que las gen­tes casadas no fueran dichosas, pues pensaba en Dora. Si se trataba de herencias, pensaba en todo lo que habría hecho, si aquel dinero lo heredara yo, para conseguir a Dora. Durante la primera semana de mi pasión compre cuatro chalecos magníficos, no para mi propia satisfacción, no era vanidoso, sino por Dora. Me acostumbré a llevar botas muy ajustadas por la calle, y de entonces provienen todos los callos que después he tenido. Si las botas que llevaba entonces pudie­ran comparecer para compararlas con el tamaño natural de mis pies, probarían de la manera más conmovedora el es­tado de mi corazón.

Y, sin embargo, inválido voluntario en honor de Dora, hacía todos los días muchas leguas a pie con la esperanza de verla. No solamente pronto fui tan conocido como el cartero en la carretera de Norwood, sino que tampoco des­cuidaba las calles de Londres. Erraba por los alrededores de las tiendas de modas y de los bazares como un apare­cido; me paseaba arriba y abajo por el parque; me rendía. A veces, después de mucho tiempo y en raras ocasiones, la percibía. A veces la veía agitar su guante a la portezuela de un coche, o me la encontraba a pie y daba algunos pasos con ella y con miss Murdstone, y le hablaba. En este último caso después me sentía siempre muy desgraciado por no haberle dicho nada de lo que más me preocupaba, de no ha­berle dado a entender toda la grandeza de mi afecto, en el temor de que ella ni siquiera pensara en mí. Pueden figu­rarse cómo suspiraba por una nueva invitación de míster Spenlow. Pero no; era constantemente defraudado: no re­cibí ninguna.

Era necesario que mistress Crupp fuera una mujer dotada de gran intuición, pues mi enamoramiento sólo databa de al­gunas semanas, y ni siquiera había tenido todavía valor, al escribir a Agnes, de explicarle más claramente pues sólo le había dicho que estuve en casa de míster Spenlow, cuya fa­milia se reducía a una sola hija; era necesario, repito, que mistress Crupp fuera una mujer de gran intuición, pues desde el primer momento descubrió mi secreto. Una noche, que yo estaba sumergido en un profundo abatimiento, subió para preguntarme si no podría darle, para aliviarle de sus « espasmos» , una cucharada de tintura de cardamomo mez­clada con ruibarbo y con cinco gotas de esencia de clavo, que era el mejor remedio para su enfermedad. Si no tenía aquel licor a mano podía reemplazarlo con un poco de aguardiente, que, aunque no le resultaba muy agradable, se­gún decía, de no ser la tintura de cardamomo era lo mejor. Como yo no había oído nunca hablar de lo primero y tenía siempre una botella de lo segundo en mi armario, di un vaso a mistress Crupp, que empezó a beberlo en mi presencia, para probarme que no era mujer que hiciese mal uso de ello.

—Vamos, valor, señorito —me dijo mistress Crupp—; no puedo soportar el verle así; yo también soy madre.

No comprendía bien cómo podría yo aplicarme aquel «yo también», lo que no me impidió sonreír a mistress Crupp con toda la benevolencia de que soy capaz.

—Vamos, señorito —insistió mistress Crupp—, le pido que me perdone; pero sé de lo que se trata, señorito. Se trata de una señorita.

—Mistress Crupp —respondí yo, enrojecido.

—¡Que Dios le bendiga! No se deje abatir, señorito —dijo mistress Crupp con un gesto animador, ¡Tenga valor, se­ñorito! Si esta no le sonríe, no faltarán otras. Es usted un jo­ven con el que se está deseando sonreír, señorito Copperfull; debe usted aprender lo que vale.

Mistress Crupp siempre me llamaba Copperfull; en pri­mer lugar, sin duda, porque no era mi nombre, y en segundo, en recuerdo de algún día de bautizo.

—¿Qué es lo que le hace suponer que se trata de una se­ñorita, mistress Crupp?

—Míster Copperfull —dijo mistress Crupp en tono con­movido—, ¡yo también soy madre!

Durante un momento mistress Crupp no pudo hacer otra cosa que tener apoyada la mano sobre su seno de nanquín y tomar fuerzas preventivas contra la vuelta de su enfermedad, sorbiendo su medicina. Por fin me dijo:

—Cuando su querida tía alquiló para usted estas habita­ciones, míster Copperfull, yo me dije: « Por fin he encontrado a alguien a quien querer; ¡bendito sea Dios!; por fin he encontrado alguien a quien querer». Esas fueron mis palabras... Usted no come apenas, ni bebe...

—¿Y es en eso en lo que funda sus suposiciones, mistress Crupp? —pregunté.

—Señorito —dijo mistress Crupp en un tono casi se­vero—, he cuidado la casa de muchos jóvenes. Un joven podrá arreglarse mucho, o no arreglarse bastante. Puede peinarse con cuidado, o no hacerse siquiera la raya. Puede llevar botas demasiado grandes o demasiado pequeñas; eso depende del carácter; pero sea cual sea en el extremo que se lance, en uno a otro caso siempre hay una señorita por medio.

Mistress Crupp sacudió la cabeza con aire tan decidido, que yo no sabía qué cara poner.

—El caballero que ha muerto aquí antes que usted viniese —dijo mistress Crupp—, pues bien, se había enamorado... de una criada, y al momento hizo estrechar todos sus chalecos, para que no se notara lo hinchado que estaba por la bebida.

—Mistress Crupp —le dije—, le ruego que no compare a la jovencita de que se trata con una criada ni con ninguna otra criatura de esa especie; hágame el favor.

—Míster Copperfull —contestó mistress Crupp—, yo también soy madre, y no lo haré. Le pido perdón por mi in­discreción. No me gusta mezclarme en lo que no me in­cumbe. Pero usted es joven, míster Copperfull, y mi opinión es que tenga usted valor, que no se deje abatir y que se es­time en lo que vale. Si usted pudiera dedicarse a algo —dijo mistress Crupp—, por ejemplo, a jugar a los bolos, es una diversión, le distraería y le sentaría bien.

A estas palabras mistress Crupp me hizo una reverencia majestuosa, a manera de gracias por mi medicina, y se retiró fingiendo cuidar mucho de no verter el aguardiente, que ya había desaparecido por completo. Viéndola alejarse en la os­curidad, se me ocurrió que mistress Crupp se había tomado una singular libertad dándome consejos; pero, por otro lado, no me disgustaba. Era una lección para saber guardar mejor mis secretos en el futuro.

CAPÍTULO VII. TOMMY TRADDLES

Quizá fue a consecuencia del consejo de mistress Crupp, o quizá también sin mayor razón que la de recordar algunas partidas que había jugado con Traddles, por lo que al día si­guiente se me ocurrió ir en busca de mi antigun camarada. El tiempo que debía pasar fuera de Londres había transcurrido, y habitaba en una callejuela cercana a la Escuela de Veteri­naria, en Camden Town, barrio principalmente habitado, se­gún me dijo uno de nuestros empleados, que vivía cerca, por jóvenes estudiantes de la Escuela, que compraban burros vi­vos para hacer con ellos experimentos en sus habitaciones particulares. Me hice dar por aquel mismo empleado algunos datos sobre la situación de ese retiro académico, y a medio­día me encaminé en busca de mi antigun camarada.

La calle en cuestión dejaba bastante que desear, y me ha­bría gustado mayor comodidad para mi amigo Traddles. Pa­recía que sus habitantes eran demasiado propensos a lanzar en medio de la calle todo lo que les estorbaba; de manera que no solamente estaba llena de fango y basura, sino que además reinaba el mayor desorden y estaba llena de hojas de coles. Y aquel día no era eso todo, pues además de las ver­duras había una zapatilla vieja, una cacerola sin fondo, un sombrero negro y un paraguas, todo en mayor o menor es­tado de descomposición, según pude apreciar mientras bus­caba el número deseado.

El aspecto general del lugar me recordó vivamente los tiempos en que yo vivía con los Micawber. Cierto aspecto in­definible de elegancia venida a menos, que se observaba en la casa que yo buscaba, diferenciándola de las otras (aunque todas estaban construidas sobre el mismo patrón y parecían esos intentos primitivos de colegial torpe que aprende a dibu­jar casas), me recordaba todavía más a mis antiguos huéspe­des. El diálogo a que asistí al llegar a la puerta, que acababan de abrir al lechero, no hizo más que avivar mis recuerdos.

—Veamos —decía el lechero a una criada muy joven­cita—, ¿han pensado ya en mi cuenta?

—¡Oh! El señor dice que se ocupará de ella enseguida —respondió.

—Porque... —repuso el lechero continuando como si no hubiera recibido respuesta y hablando más bien, según me pareció (por el tono y las miradas furiosas que lanzaba hacia el interior), para que le escuchase alguien que estaba dentro de la casa, que para la criadita— porque hace ya tanto tiempo que esta cuenta va corriendo, que empiezo a creer que va a seguir corriendo siempre, y luego va a ser difícil atraparla. ¡Y puede usted comprender que eso no lo puedo consentir! —gritó cada vez más alto, atravesando con su tono penetrante toda la casa desde el corredor

Sus modales eran una anomalía nada de acuerdo con su tranquilo oficio de lechero. Su cólera habría resultado excesiva en un carnicero y hasta en un vendedor de aguardiente. La voz de la criadita se debilitó; pero me pareció, por el movimiento de sus labios, que murmuraba de nuevo que iban a ocuparse enseguida de la cuenta.

—Escucha lo que voy a decirte —repuso el lechero fi­jando los ojos en ella por primera vez y cogiéndola de la bar­billa—: ¿te gusta la leche?

—Sí, mucho —replicó.

—Pues bien —continuó el lechero—; mañana no la traeré, ¿me oyes? Mañana no traeré ni una gota.

La chica pareció tranquilizada al saber que, por lo menos, hoy sí la tendrían. El lechero, después de hacer un gesto si­niestro, le soltó la barbilla, y abriendo su cacharra de la peor gana del mundo llenó la de la familia. Después se marchó gruñendo y se puso a vocear en la calle la leche en tono fu­rioso.

—¿Vive aquí míster Traddles? —pregunté.

Una voz misteriosa respondió «sí» desde el fondo del corredor. Entonces la criadita repitió: «Sí.»

—¿Está en casa?

La voz misteriosa respondió de nuevo afirmativamente, y la criada hizo eco. Entonces entré y, por las indicaciones de la muchacha, subí, seguido, según me pareció, por un ojo misterioso, que pertenecía sin duda a la voz misteriosa, y procedente de una habitación de la parte de atrás de la casa.

Encontré a Traddles esperándome en el descansillo de la escalera. La casa no tenía más que un piso, y la habitación en que me introdujo, con gran cordialidad, estaba situada en la parte de delante. Estaba muy limpia, aunque pobremente amueblada. Vi que esa era toda su vivienda, pues tenía un lecho—diván, y los cepillos y betunes estaban escondidos entre los libros, detrás de un diccionario, sobre el estante más alto. Tenía la mesa cubierta de papeles; estaba vestido con un traje muy viejo, y trabajaba con toda su alma. Yo no miraba nada; pero lo vi todo a la primera ojeada, antes de sentarme: hasta una iglesia pintada en el tintero de porce­lana. Era también una facultad de observación que había aprendido a ejercitar en los tiempos de los Micawber. Dife­rentes arreglos ingeniosos de su invención, para disimular la cómoda o para esconder las botas, el espejo de afeitarse, etc., me recordaban con una exactitud completamente pecu­liar las costumbres de Traddles en los tiempos en que gas­taba el tiempo en tonterías, o cuando se consolaba de sus penas con las famosas obras de arte de las cuales he hablado más de una vez.

En un rincón de la habitación vi algo que estaba cuidadosamente cubierto con un gran paño blanco, sin poder adivi­nar lo que era.

—Traddles —le dije estrechándole por segunda vez la mano cuando estuve sentado—, estoy encantado de verte.

—Yo sí que estoy encantado, Copperfield —replicó—. ¡Oh, sí! ¡Muy contento! El día que nos encontramos en casa de míster Waterbrook estaba radiante, y estaba seguro de que te ocurría lo mismo. Por eso te di la dirección de mi casa, en lugar de darte la de mi bufete.

—¡Oh! ¿Tienes bufete? —dije.

—Es decir, la cuarta parte de un bufete y de un pasillo, y también la cuarta parte de un empleado —repuso Traddles—. Nos hemos reunido cuatro para alquilar un estudio, y que pa­rezca que tenemos asuntos, y al empleado también le paga­mos entre los cuatro. Me cuesta media corona por semana.

«Su antigua sencillez y buen humor, y también algo de su antigua mala suerte» pensaba yo al verle sonreírse mientras me daba estas explicaciones.

—Te aseguro que no es por orgullo, Copperfield, me comprenderás —dijo Traddles—, por lo que no doy, por lo general, las señas de mi casa; es solamente porque no a to­dos podría gustarles venir aquí. En cuanto a mí, tengo bas­tante que hacer con tratar de salir a flote en el mundo, y sería ridículo que me preocupara otra cosa.

—¿Te piensas dedicar a la abogacía, según me ha dicho míster Waterbrook? —le dije.

—Sí, sí —dijo Traddles restregándose despacio las ma­nos una con otra—; me preparo para eso. El caso es que em­piezo ahora a estudiar, aunque algo tarde, hace ya algún tiempo que estoy inscrito, pero el pago de esas cien libras es un gran pellizco. ¡Un gran pellizco! —dijo Traddles con un gesto como si le sacaran un diente.

—¿Sabes en lo que no puedo por menos de pensar, Tradd­les, mientras estoy aquí sentado mirándote? —le pregunté.

—No —me dijo. —En el traje azul celeste que llevabas entonces.

—¡Dios mío, es verdad! —exclamó Traddles riendo—. Un poco estrecho en los brazos y en las piernas. ¡Dios mío! ¡Ya lo creo! Aquellos eran tiempos felices, ¿no te parece?

—Pienso que nuestro maestro podía habernos hecho más dichosos sin perjudicamos a ninguno, y se lo habría agrade­cido —repuse.

—Quizá podía; pero, amigo, nos divertíamos mucho. ¿Te acuerdas de las noches del dormitorio? ¿Y los banquetes que acostumbrábamos a tener? ¿Y cuando tú nos contabas histo­rias? ¡Ja, ja, ja! ¿Y te acuerdas cómo me pegaron por llorar cuando se fue míster Mell? ¡El viejo Creakle! Me gustaría también volverle a ver

—Era un bruto contigo, Traddles —dije con indignación, pues su buen humor me ponía furioso, como si le hubiera es­tado viendo pegar la víspera.

—¿De verdad lo piensas? ¿Realmente? Quizá lo era; pero hace tanto tiempo. ¡Viejo Creakle!

—¿Era un tío el que se ocupaba de ti entonces? —dije.

—Sí —dijo Traddles—. Aquel a quien siempre iba yo a escribir y nunca lo hacía. ¡Ja, ja, ja! Sí; entonces tenía un tío. Murió poco después de salir yo del colegio.

—¿De verdad?

—Sí. Era ¿cómo se dirá? un comerciante de telas retirado, y había hecho de mí su heredero. Pero dejé de gustarle al crecer.

—¿De verdad fue así? —dije.

No podía comprender que hablara con tanta tranquilidad de semejante asunto.

—¡Oh sí, querido Copperfield, ha sido así! —replicó Traddles—. Fue una desgracia; pero no le gusté en absoluto. Dijo que no era yo lo que se había esperado, y se casó con su ama de llaves.

—¿Y tú qué hiciste? —pregunté.

—Yo no hice nada de particular —dijo Traddles—. Seguí viviendo con ellos, esperando poder salir al mundo; pero a mi tío se le subió la gota al estómago y murió. Entonces ella se casó con un joven, y yo me quedé sin posición.

—¿Pero no te dejó nada, Traddles, después de todo?

—¡Oh sí, querido, sí! —dijo Traddles—. Me dejó cin­cuenta libras. Como nunca me habían dedicado a ninguna profesión, al principio no sabía qué hacer. Sin embargo, em­pecé, con la ayuda del hijo de un profesional, que había es­tado en Salem House: Yawler, con su nariz torcida, ¿no le recuerdas?

—No. No debía de estar cuando yo. En mi época todas las narices estaban derechas.

—Lo mismo da —dijo Traddles—. Empecé, por media­ción suya, a copiar escrituras legales. Pero esto no me repor­taba mucho; entonces empecé a redactar y a hacer toda clase de trabajos para ellos. Trabajo mucho, tanto más porque lo hago deprisa. Bien. Entonces se me metió en la cabeza estu­diar yo también leyes, y así desapareció el final de mis cin­cuenta libras. Yawler me recomendó a uno o dos bufetes, en­tre ellos el de míster Waterbrook; hice algún negociejo que otro. También he tenido la suerte de conocer a un editor que trabaja en la publicación de una enciclopedia, y me ha dado trabajo. En este momento trabajaba para él, y no soy mal compilador, Copperfield —dijo Traddles continuando en el mismo tono de alegre confidencia—; pero no tengo la me­nor imaginación, ni un átomo. Yo creo que no se puede en­contrar un muchacho con menos originalidad que yo.

Como Traddles parecía esperar que yo asintiera a aquello como cosa sabida, asentí; y él continuó con la misma alegre paciencia (no encuentro mejor expresión) de antes:

—Y así, poco a poco, y viviendo con modestia, por fin he conseguido reunir las cien libras, y gracias a Dios las he pa­gado, aunque el trabajo haya sido... haya sido verdadera­mente... —Traddles hizo de nuevo un gesto como si le arrancaran otra muela...— algo duro. Vivo de todo esto, y espero llegar pronto a escribir en un periódico. Por el momento se­ría mi bastón de mariscal. Pero, ahora que me fijo, Copper­field, has cambiado tan poco y estoy tan contento de volver a ver tu cara de bueno, que no quiero ocultarte nada. Has de saber que tengo novia. (¡Novia! ¡Oh Dora!)

—Es la hija de un pastor del Devonshire: son diez herma­nos. Sí —añadió viéndome lanzar una mirada involuntaria hacia el tintero—; esa es la iglesia: se da la vuelta por aquí y se sale por esta verja (me lo iba señalando con el dedo); y aquí donde pongo la pluma está el presbiterio, frente a la iglesia. ¿Te das cuenta?

Sólo un poco más tarde comprendí todo el gusto con que me daba aquellos detalles; pues en aquel momento, en mi egoísmo, seguía en mi cabeza un piano figurado de la casa y del jardín de mister Spenlow.

—¡Es una chica tan buena! —dijo Traddles—. Time al­gún año más que yo; pero ¡es una chica tan buena! ¿No te lo dije la otra vez que te vi cuando me fui de Londres? Es que iba a verla. Voy a pie al ir y al venir; pero ¡qué viaje tan deli­cioso! Probablemente seguiremos de novios mucho tiempo; pero nuestro lema es «Paciencia y esperanza». Y es lo que nos repetimos siempre: «Paciencia y esperanza». Y me espe­rará, querido Copperfield; me esperará hasta los sesenta años y mas si es necesario.

Traddles se levantó y puso la mano con expresión de triunfo encima del paño blanco que ya he mencionado.

—Sin embargo —dijo—, eso no quita que nos estemos ocupando ya de nuestra casa; no, no. Al contrario, ya hemos empezado. Iremos poco a poco; pero ya hemos empezado. Mira —dijo tirando del paño con mucho orgullo y cui­dado—, mira las dos cosas que hemos comprado ya para la casa: este florero y esta repisa; eila misma los ha comprado. Esto en la ventana de un salón —dijo Traddles retrocediendo un poco para mirar mejor— y con una planta en el florero y... ¡ya está! En cuanto a esta mesita con tablero de mármol (tiene dos pies y dos pulgadas de circunferencia), yo soy quien la ha comprado. Se necesita un sitio donde dejar un li­bro, o bien viene alguien a veros, a ti o a tu mujer, y busca un sitio donde dejar su taza de té; pues, ¡aquí está! —repuso Traddles—. Es un mueble muy bien trabajado, y sólido como una roca.

Le alabé las dos cosas, y Traddles volvió a colocar el paño con el mismo cuidado que lo había levantado.

—No es todavía mucho mobiliario —dijo Traddles—; pero siempre es algo. Los manteles, las sábanas y todo eso es lo que más me desanima, Copperfield, y la batería de co­cina, las cacerolas, los asadores; es todo tan indispensable, y es caro, sube mucho. Pero «Paciencia y esperanza», y ade­más, si supieras, ¡es tan... tan buena chica!

—Estoy seguro —le dije.

—Entre tanto —dijo Traddles volviéndose a sentar, y este es el fin de todos estos pesadísimos detalles personales—, hago lo que puedo. No gano mucho dinero, pero gasto poco. En general como con los habitantes del piso bajo, que son muy amables. Míster y mistress Micawber conocen bien la vida, y son compañeros agradables.

—Querido Traddles, ¿qué me dices?

Traddles me miró como si a su vez no supiera lo que yo decía.

—¡Mister y mistress Micawber! ¡Son íntimos amigos míos!

Precisamente en aquel momento sonó en la puerta de la calle un doble golpe, en el que reconocí, a causa de mi larga experiencia de Windsor Terrace, la mano de míster Micawber; sólo él podía llamar así. Por lo tanto, cualquier duda que hu­biera podido quedarme en el espíritu sobre la identidad de mis antiguos amigos se desvaneció, y rogué a Traddles que pidiera al dueño que subiera. Traddles se asomó a la escalera para llamar a míster Micawber, que apareció un momento después. No había cambiado; su pantalón ceñido, su bastón, el cuello de la camisa y su monóculo eran siempre los mis­mos, y entró en la habitación de Traddles con cierto aire de juventud y de elegancia.

—Le pido perdón, míster Traddles —dijo míster Micawber con la misma inflexión de voz de siempre y cesando brusca­mente de canturrear—: no sabía que iba a encontrar en su santuario a un caballero extraño a la casa.

Míster Micawber me hizo un ligero saludo y se tiró del cuello de la camisa.

—¿Cómo está usted, míster Micawber? —le dije.

—Caballero —dijo míster Micawber—, es usted muy amable. Estoy in statu quo.

—¿Y mistress Micawber? —proseguí.

—Caballero —dijo míster Micawber—, también está, gracias a Dios, in statu quo.

—¿Y los niños, míster Micawber?

—Caballero —dijo míster Micawber—, tengo la alegría de poderle contestar que están en el mejor estado de salud.

Durante todo aquel tiempo, míster Micawber no me había reconocido lo más mínimo, aunque estábamos frente a frente. Pero ahora, viendo mi sonrisa, examinó mis rasgos con mayor atención, retrocedió y exclamó:

—¿Es posible? ¿Es a Copperfield a quien tengo el gusto de volver a ver?

Y me estrechó las dos manos con la mayor efusión.

—¡Dios mío, míster Traddles —dijo míster Micawber—, pensar que encuentro en su compañía al amigo de mi juven­tud, al compañero de días más jóvenes! ¡Querida mía! —llamó por la escalera míster Micawber, mientras Traddles parecía, con razón, no poco sorprendido de aquellas expre­siones—. Hay aquí un caballero, en la habitación de míster Traddles, que desea tener el gusto de ser presentado a ti, amor mío.

Míster Micawber reapareció inmediatamente y me estre­chó las manos de nuevo.

—¿Y cómo está nuestro querido amigo el doctor, Copper­field —dijo mister Micawber—, y todos los conocidos de Canterbury?

—Sólo he tenido buenas noticias de ellos —dije.

—¡Cómo me alegro! —dijo míster Micawber—. Fue en Canterbury donde nos encontramos por última vez. A la sombra de aquel edificio religioso, para servirme del estilo figurado inmortalizado por Chance; de ese edificio que ha sido en otras épocas la meta de peregrinación de tantos via­jeros de los lugares más ...; en una palabra —dijo míster Mi­cawber—, al lado de la catedral.

—Es verdad —le dije.

Míster Micawber continuaba hablando con la mayor vo­lubilidad; pero me parecía observar en su rostro que escu­chaba con interés ciertos ruidos que provenían de la habita­ción de al lado, como si mistress Micawber se lavara las manos y abriera y cerrara precipitadamente cajones que no eran fáciles de abrir.

—Nos encuentra usted, Copperfield —dijo míster Mi­cawber mirando a Traddles de reojo—, establecidos por el momento en una situación modesta y sin pretensiones; pero usted sabe que en el curso de mi carrera he tenido que atra­vesar tremendas dificultades y muchos obstáculos que ven­cer. Usted no ignora que ha habido momentos de mi vida en que me he visto obligado a hacer un alto en espera de que al­gunos sucesos previstos salieran bien; y, en fin, que algunas veces he tenido que retroceder para conseguir lo que espero llamar sin presunción dar mejor el salto. Por el momento es­toy en una de esas épocas decisivas en la vida de un hombre. Retrocedo para saltar mejor, y tengo motivos para esperar que no tardaré en terminar con un salto enérgico.

Le expresaba toda mi satisfacción por aquellas noticias, cuando entró mistress Micawber. Un poco más descuidada todavía de indumento que en el pasado, o quizá consistiera en que había perdido la costumbre de verla; sin embargo, se había preparado para ver gente, y hasta se había puesto un par de guantes oscuros.

—Querida mía —dijo mister Micawber acercándola a mí—; aquí está un caballero que se llama Copperfield y que querría renovar la amistad contigo.

Habría sido preferible, por lo visto, preparar aquella sor­presa, pues mistress Micawber, que estaba en un estado de sa­lud precario, se conmovió tanto, que mister Micawber tuvo que correr en busca de agua a la bomba del patio y llenar un cacha­rro para bañarle las sienes. Se repuso pronto, sin embargo, y manifestó un verdadero placer al verme. Estuvimos charlando todos juntos todavía cerca de media hora, y le pregunté por los mellizos, «que estaban enormes», me dijo; en cuanto al seño­rito y a la señorita Micawber, me los describió como «verdade­ros gigantes» ; pero no los vi en aquella ocasión.

Mister Micawber quería convencerme de que me quedase a comer, y yo no habría hecho ninguna objeción si no me hubiera parecido leer en los ojos de mistress Micawber un poco de inquietud calculando la cantidad de fiambre que ten­dría en la despensa. Declaré que estaba comprometido en otra parte, y observando que el espíritu de mistress Micaw­ber parecía libertado de un gran peso, resistí a todas las in­sistencias de su esposo.

Pero les dije a Traddles y a mister y mistress Micawber que antes de decidirme a dejarlos era necesario que me fija­ran el día que les convenía venir a comer a mi casa. Las ocu­paciones que encadenaban a Traddles nos obligaron a fijar una fecha bastante lejana; pero por fin se eligió una tarde que convenía a todo el mundo, y me despedí de ellos.

Mister Micawber, bajo pretexto de enseñarme un camino más corto que aquel por el que había ido, me acompañó hasta un rincón de la calle, con intención, añadió, de decir algunas palabras en confianza a su antigun amigo.

—Mi querido Copperfield —me dijo mister Micawber—, no tengo necesidad de repetirle que para nosotros, en las circunstancias actuales, es un gran consuelo tener bajo nuestro techo un alma como la que resplandece, si puedo expresarme así, en su amigo Traddles. Con la lavandera que vende galle­tas, que es nuestra vecina más cercana, y un guardia que vive en la casa de enfrente, puede usted comprender que la amistad de míster Traddles es una gran dulzura para mistress Micaw­ber y para mí. Por el momento estoy dedicado, míster Copper­field, a comisionista de trigos, lo que no está muy remunerado; en otros términos, no se saca nada de ello y los apuros pecu­niarios de una naturaleza transitoria han sido la consecuencia. Sin embargo, me complace el poderle decir que tengo en pers­pectiva la esperanza de que surja algo (perdóneme que no le diga de qué naturaleza, no soy libre de confiar ese secreto), algo que espero me permitirá salir a flote como su amigo Traddles, por el cual me intereso verdaderamente. Usted quizá no se sorprenderá de saber que mistress Micawber está en un estado de salud que hace sospechar que los lazos del afecto que...; en una palabra, que se aumente la tropa infantil. La fa­milia de mistress Micawber ha expresado su descontento por este estado de cosas. Todo lo que puedo decirle es que no com­prendo qué tienen ellos que ver con eso y que rechazo esa ma­nifestación de sus sentimientos con asco y con desprecio.

Míster Micawber me estrechó de nuevo la mano y me dejó.

CAPÍTULO VIII. MÍSTER MICAWBER LANZA SU GUANTE

Hasta que llegó el día de recibir a mis antiguos amigos viví principalmente de Dora y de café. En el estado de ena­moramiento en que me hallaba, mi apetito languidecía; pero yo me alegraba de ello, pues me parecía que habría sido un acto de perfidia hacia Dora el haber podido comer de un modo natural. La cantidad de ejercicio que hacía no daba en este caso los resultados de costumbre, pues las decepciones con­trarrestaban los efectos del aire libre. Tengo también mis Ju­das (fundadas en la aguda experiencia adquirida en aquel período de mi vida) de si el goce del alimento animal podrá experimentarlo una criatura humana que esté siempre ator­mentada por las botas estrechas. Y pienso que quizá las ex­tremidades requieren estar libres antes de que el estómago pueda actuar con vigor.

Con ocasión del pequeño convite, no repetí los extraordi­narios preparativos de la otra vez. Únicamente preparé un par de lenguados, una piema de cordero y una empanada de ave. Mistress Crupp se rebeló a mi primera protesta, respecto a que guisara el pescado y el cordero, y dijo con acento de dignidad ofendida:

—No, no señor; usted no me pedirá semejante cosa, pues creo que me conoce usted lo bastante para saber que no soy capaz de hacer lo que va en contra de mis sentimientos.

Pero por fin hicimos un pacto; y mistress Crupp consintió en condimentar aquello con la condición de que después co­mería yo fuera de casa durante quince días.

Haré observar aquí que la tiranía de mistress Crupp me causaba sufrimientos indecibles. Nunca he tenido tanto miedo a nadie. Nos pasábamos la vida haciendo pactos, y si yo titubeaba en algún caso, al instante se apoderaba de ella aquella enfermedad extraordinaria que estaba emboscada en un rincón de su temperamento, dispuesta a agarrarse al me­nor pretexto para poner su vida en peligro. Si llamaba con impaciencia después de media docena de campanillazos mo­destos y sin efecto, cuando aparecía (que no era siempre) era con cara de reproche; caía ahogándose en una silla al lado de la puerta, apoyaba la mano sobre su seno de nanquín y se sentía tan indispuesta, que yo me consideraba muy dichoso desembarazándome de ella a costa de mi aguardiente o de cualquier otro sacrificio. Si me parecía mal que no me hu­biera hecho la cama a las cinco de la tarde (lo que persisto en considerar como una mala costumbre), un gesto de su mano hacia la región del nanquín, expresión de sensibilidad herida, me ponía al instante en la necesidad de balbucir ex­cusas. En una palabra: estaba dispuesto a todas las concesio­nes que el honor no reprobase antes que ofender a mistress Crupp. Era el terror de mi vida.

Tomé una asistenta para el día de la comida, en lugar de aquel joven «hábil» , contra el que había concebido algunos prejuicios desde que le encontré un domingo por la mañana en el Strand engalanado con un chaleco que se parecía extra­ordinariamente a uno de los míos que me había desapare­cido aquel día. En cuanto a la « muchacha», se le dijo que se limitara a llevar los platos y marcharse al momento de la an­tesala a la escalera, donde no se le oiría resoplar como tenía costumbre. Además era el medio de evitar que pudiera piso­tear los platos en su retirada precipitada.

Preparé los ingredientes necesarios para hacer ponche, del que contaba con confiar la composición a míster Micaw­ber; me procuré una botella de agua de 1avanda, dos velas, un papel de alfileres mezclados y un acerico, que puse en mi tocador para la toilette de mistress Micawber. Y después de poner yo mismo la mesa, esperé con calma el efecto de mis preparativos.

A la hora fijada llegaron mis tres invitados juntos. El cue­llo de la camisa de míster Micawber era más grande que de costumbre, y había puesto una cinta nueva a su monóculo. Mistress Micawber había envuelto su cofia en un papel gris, formando un paquete que llevaba Traddles, el cual daba el brazo a mistress Micawber. Todos quedaron encantados de mi casa. Cuando conduje a mistress Micawber delante de mi tocador y vio los preparativos que había hecho en honor suyo, quedó tan entusiasmada que llamó a míster Micawber.

—Mi querido Copperfield —dijo míster Micawber—, esto es un verdadero lujo. Es una prodigalidad que me re­cuerda los tiempos en que vivía en el celibato y cuando mis­tress Micawber no había sido solicitada todavía para deposi­tar su fe en el altar de Himeneo.

—Quiere decir solicitada por él, míster Copperfield —dijo mistress Micawber en tono picaresco—; no puede hablar de otros.

—Querida mía —repuso Micawber con brusca serie­dad—, no tengo ningún deseo de hablar de otras personas. Sé demasiado bien que en los designios impenetrables del Fatum me estabas destinada; que estabas reservada a un hombre destinado a llegar a ser, después de largos combates, la víctima de dificultades pecuniarias complicadas. Com­prendo tu alusión, amiga mía. La siento, pero te la perdono.

—¡Micawber! —exclamó mistress Micawber llorando—. ¿He merecido que me trates así? ¡Yo que nunca te he aban­donado, que no te abandonaré jamás!

—Amor mío —dijo su esposo muy conmovido—, perdó­name, y nuestro antiguo amigo Copperfield también me per­donará, estoy seguro, una susceptibilidad momentánea, cau­sada por las heridas que acaba de abrir una colisión reciente con un esbirro del Poder (en otras palabras, con un misera­ble perteneciente al servicio de las aguas), y espero que per­donarán, sin condenarlos, estos excesos.

Después de esto, míster Micawber abrazó a mistress Mi­cawber, me estrechó la mano, y yo deduje, de la alusión que acababa de hacer, que le habían cortado el agua aquella ma­ñana por no haber pagado la cuenta a la compañía.

Para alejar sus pensamientos de aquel asunto melancó­lico, le dije que contaba con él para hacer el ponche, y le en­señé los limones. Su abatimiento, por no decir su desespera­ción, desapareció al momento. Yo no he visto jamás a un hombre gozar del perfume de la corteza del limón, del azú­car, del olor del ron y del vapor del agua caliente como míster Micawber aquel día. Daba gusto ver su rostro resplandeciente en medio de la nube formada por aquellas evaporaciones deli­cadas mientras que mezclaba, que movía y que probaba; pare­cía que, en lugar de preparar el ponche, estaba ocupándose en hacer una fortuna considerable, que debía enriquecer a su fa­milia de generación en generación. En cuanto a mistress Mi­cawber, yo no sé si fue el efecto de la cofia, o del agua de la­vanda, o de los alfileres, o del fuego, o de las luces; pero salió de mi habitación encantadora (comparándola, claro está, a como había llegado), y sobre todo alegre como un pájaro.

Supongo, nunca me he atrevido a preguntarlo, pero su­pongo que después de haber frito los lenguados mistress Crupp se sintió mala, pues la comida se interrumpió ahí. El cordero llegó encarnado por el interior y muy pálido por fuera, sin contar con que estaba cubierto de una sustancia extraña y polvorienta, que parecía demostrar que había caído en las cenizas de la cocina. Quizá la salsa hubiera podido damos algún dato, pero no la tenía; «la muchacha» la había derramado por la escalera, donde formaba una larga huella, que, sea dicho de pasada, siguió allí mientras quiso sin que nadie la molestara. La empanada de ave no tenía mala cara; pero era una empanada falaz; el interior se parecía a esas ca­bezas, desesperantes para el frenólogo, llenas de jorobas y eminencias bajo las cuales no hay nada de particular. En una palabra, el banquete fue un fiasco, y yo me habría sentido muy desgraciado (de mi poco éxito quiero decir, pues lo era siempre pensando en Dora) si no hubiera estado animado por el buen humor de mis huéspedes y por una idea lumi­nosa de míster Micawber.

—Mi querido Copperfield —dijo míster Micawber—, ocurren accidentes en las casas mejor cuidadas; pero en las que no son gobemadas por esa influencia soberana que san­tifica y realza el... la...; en una palabra, por la influencia de la mujer, revestida del santo carácter de esposa, pueden es­perarse de seguro, y hay que soportarlos con filosofía. Si usted me lo permite, le haré observar que hay pocos alimentos mejores en su género que un asado picante con especias, y yo creo que repartiéndonos el trabajo podemos hacerlo en un momento si la muchacha nos proporciona unas parrillas. Así podremos reparar fácilmente la desgracia.

En la despensa había unas parrillas sobre las cuales asaba todas las mañanas mi ración de tocino; las trajeron al momento y pusimos en ejecución la idea de míster Micaw­ber. La división del trabajo que se le había ocurrido se hizo así: Traddles cortaba el cordero en lonchas; míster Micawber, que tenía mucho talento para todas las cosas de aquel género, las cubría de mostaza, de sal y de pimienta; yo las ponía so­bre la parrilla y les daba vueltas con un tenedor; después las quitaba, bajo la dirección de míster Micawber, mientras que mistress Micawber hacía hervir y movía constantemente la salsa con setas en una escudilla. Cuando tuvimos bastantes lonchas para empezar caímos sobre ellas con las mangas to­davía remangadas y una nueva serie de lonchas ante el fuego, dividiendo nuestra atención entre el cordero en servicio ac­tivo en nuestros platos y el que se asaba todavía. La novedad de aquellas operaciones culinarias, su excelencia, la activi­dad que exigían, la necesidad de levantarse a cada momento para mirar lo que estaba en el fuego y volverse a sentar para devorarlo a medida que salía de la parrilla, caliente a hir­viendo; nuestros rostros animados por el ardor interior y el del fuego, todo aquello nos divertía tanto, que en medio de nuestras risas locas y de nuestros éxtasis gastronómicos, pronto no quedó del cordero más que los huesos; mi apetito había reaparecido de una manera maravillosa. Me avergüenza decirlo; pero de verdad creo que olvidé a Dora por un mo­mento, un momentito nada más, y estoy convencido de que míster y mistress Micawber no habrían encontrado la fiesta más alegre aunque hubieran vendido una cama para pagarla. Traddles reía, comía y trabajaba con el mismo afán, y todos hacíamos lo mismo. Nunca he visto un éxito más completo.

Estábamos en el colmo de la felicidad y trabajábamos cada uno en nuestro departamento respectivo para poner la última tanda en un estado de perfección que coronase la fiesta, cuando me percaté de que había entrado un extraño en la habitación; y mis ojos encontraron los del grave Lit­timer, que permanecía ante mí con el sombrero en la mano.

—¿Qué ocurre? —pregunté involuntariamente.

—Usted me dispense, señorito; me habían dicho que pa­sara. ¿No está aquí mi señor?

—No.

—¿Usted no le ha visto?

—No. ¿Es que no estaba usted con él?

—Por el momento no, señor.

—¿Le ha dicho a usted que le encontraría aquí?

—No precisamente; pero vendrá mañana si no ha venido hoy.

—¿Viene de Oxford?

—Si el señor quisiera hacer el favor de sentarse, yo le pe­diría permiso para reemplazarle por el momento.

Diciendo esto, cogió el tenedor sin que yo hiciera ninguna resistencia y se inclinó sobre la parrilla como si concentrara toda su atención en aquella operación delicada.

La llegada de Steerforth no nos habría molestado mu­cho; pero al momento nos sentimos completamente humi­llados y desanimados con la presencia de su respetable ser­vidor. Míster Micawber se dejó caer en una silla y se puso a canturrear para demostrar que estaba completamente a sus anchas. El mango del tenedor, que había ocultado pre­cipitadamente en su chaleco, asomaba como si acabara de darse una puñalada. Mistress Micawber se calzó sus guan­tes oscuros y tomó un aire de languidez elegante. Traddles se restregó con sus manos grasientas los cabellos, que se erizaron completamente, y miró al mantel, confuso. En cuanto a mí, ya no era más que un bebé en mi propia mesa y apenas me atrevía a lanzar una mirada sobre aquel respe­table fenómeno, que llegaba no sabía de dónde para poner mi casa en orden.

Entre tanto, él retiró el cordero de la parrilla y ofreció gra­vemente a todo el mundo. Se aceptó, pero todos habíamos perdido el apetito, y no hicimos más que fingir que comía­mos. Al vernos rechazar nuestros platos, los quitó sin ruido y puso el queso en la mesa. Cuando terminamos, lo quitó al momento, amontonó los platos, dándoselos a la criada, nos puso vasos pequeños, sirvió el vino y por sí mismo echó de la habitación a la criada. Todo esto fue ejecutado a la perfec­ción y sin que levantara siquiera los ojos, únicamente ocu­pado, al parecer, en lo que hacía. Pero cuando se volvía de espaldas a mí me parecía que sus codos expresaban alta­mente su firme convicción de que yo era extraordinaria­mente joven.

—¿Quiere usted que haga algo más, señor?

—Le doy las gracias. Pero usted va a comer también.

—No, señor, muchas gracias.

—¿Míster Steerforth viene de Oxford?

—¡Perdón, señor!

—Pregunto si míster Steerforth viene de Oxford.

—Creo que estará aquí mañana, señorito; creía que iba a encontrarle hoy aquí. Pero sin duda soy yo quien se ha equi­vocado.

—Si le ve usted antes que yo...

—Perdón, señorito; pero no pienso verle antes que usted.

—En el caso de que le viera usted, le dice que siento mu­cho que no haya venido hoy, porque hubiera encontrado a uno de sus antiguos compañeros.

—¿De verdad? —y repartió su saludo entre Traddles y yo, a quien miró.

Tomaba sin ruido el camino de la puerta cuando, haciendo un esfuerzo desesperado para decirle algo en un tono senci­llo y natural, lo que todavía no había conseguido, le dije:

—¡Eh, Littimer!

—¡Señorito!

—¿Permaneció usted mucho tiempo en Yarmouth aquella vez?

—No mucho, señor.

—¿Ha visto usted acabar el barco?

—Sí señor; me quedé para ver acabar el barco.

—Ya lo sé (levantó los ojos hacia mí respetuosamente). ¿Míster Steerforth no lo habrá visto todavía?

—No puedo decirle, señor. Creo.... pero realmente no puedo decirle ...; deseo buenas noches al señor.

Incluyó a todos los asistentes en el saludo que siguió a es­tas palabras, y desapareció. Mis huéspedes parecieron respi­rar más libremente después de su partida, y en cuanto a mí, me sentí de lo más descansado, pues, además de la reserva que me inspiraba siempre y de la extraña convicción en que estaba de que mis aptitudes se paralizaban delante de aquel hombre, mi conciencia estaba turbada ante la idea de que ahora yo desconfiaba de su señor y no podía reprimir cierto temor de que se hubiera dado cuenta. ¿Cómo era que, te­niendo tan pocas cosas que ocultar, temblaba de que aquel hombre llegara a descubrir mi secreto?

Míster Micawber me sacó de aquellas reflexiones, a las cuales se unía cierto temor, mezclado con remordimientos, de ver aparecer a Steerforth en persona, haciendo los mayo­res elogios de Littimer, ausente, como de un respetable mu­chacho y un excelente criado. Hay que hacer observar que míster Micawber había aceptado su parte del saludo que hizo Littimer, y que lo había recibido con una condescendencia infinita.

—Ahora al ponche, mi querido Copperfield —dijo míster Micawber probándolo—, pues el ponche es como el viento y la marea, que no espera a nadie. ¡Ah! Está precisamente en su punto. Amor mío, ¿quieres darme tu opinión?

Mistress Micawber declaró que estaba excelente.

—Entonces beberé —dijo míster Micawber—, si mi amigo Copperfield quiere permitirme esta libertad, beberé en memoria de los tiempos en que mi amigo Copperfield y yo éramos más jóvenes y en los que luchábamos uno al lado de otro contra el mundo para seguir cada uno nuestro ca­mino. Ahora puedo decir de mí mismo y de mi amigo Cop­perfield las palabras que hemos cantado tantas veces juntos:

Hemos recorrido los campos buscando el oro

en sentido figurado «en varias ocasiones». No sé exactamente —dijo míster Micawber con su antigua voz engolada y con su antiguo indescriptible aire de decir algo elegante—, lo que ese «oro» podrá ser; pero no me cabe duda de que Copperfield y yo lo habríamos recogido a menudo si hubiera sido posible.

Míster Micawber, al hablar así, bebió un trago. Y todos hi­cimos lo mismo. Traddles estaba evidentemente sorprendidí­simo y se preguntaba en qué época lejana podía míster Mi­cawber haberme tenido de compañero en aquella gran lucha con el mundo en que habíamos combatido uno al lado del otro.

—¡Ah! —dijo míster Micawber aclarándose la garganta y doblemente calentado por el ponche y por el fuego— Que­rida mía, ¿otro vasito?

Mistress Micawber dijo que sólo quería una gota; pero no quisimos oír hablar de ello, y se le llenó el vaso.

—Como estamos aquí entre nosotros, míster Copperfield —dijo mistress Micawber bebiendo su ponche a traguitos—, y puesto que míster Traddles es de la casa, querría saber su opinión sobre el porvenir de míster Micawber. El comercio de granos —continuó con seriedad— puede ser un comercio distinguido, pero no es productivo. Las comisiones que dan dos chelines y nueve peniques en cuatro días no pueden, por modesta que sea nuestra ambición, ser consideradas como un buen negocio.

Todos estuvimos de acuerdo en que era verdad.

—Por lo tanto —continuó mistress Micawber, que presu­mía de espíritu positivo y de corregir con su buen sentido la imaginación un poco volandera de su esposo—, me hago esta pregunta: Si con los granos no puede contarse, ¿hacia dónde tirar? ¿Al carbón? Tampoco. Ya pusimos la atención en él, si­guiendo el consejo de mi familia, y sólo encontramos decep­ciones.

Míster Micawber, con las dos manos en los bolsillos, se hundía en su sillón y nos miraba de reojo, moviendo la ca­beza como para decir que era imposible exponer más claramente la situación.

—Los artículos trigo y carbón —dijo mistress Micawber con una seriedad de discusión cada vez más acentuada— es­tán, por lo tanto, descontados, míster Copperfield; yo, como es natural, miro a mi alrededor y pienso: ¿Cuál será la situa­ción en que un hombre de las aptitudes de Micawber tendrá más probabilidades de éxito? Excluyo en primer lugar todo lo que sean comisiones; las comisiones no son cosa segura, y estoy convencida de que una cosa segura es lo que mejor conviene al carácter de Micawber.

Traddles y yo expresamos con un murmullo que aquella apreciación del carácter de míster Micawber era muy acer­tada y le hacía el mayor honor.

—No le ocultaré, mi querido míster Copperfield —conti­nuó mistress Micawber—, que desde hace mucho tiempo pienso que el negocio de elaboración de cervezas sería una cosa muy adecuada para Micawber. ¡No hay más que ver Barclay y Perkins, o Truman, Hambury y Buxton! Es una vasta escala en la que Micawber (lo sé porque lo conozco) puede destacarse, y las ganancias, según he oído decir, son enormes. Pero como no hay medio de que Micawber pueda penetrar en esos establecimientos, pues hasta se niegan a contestar a las cartas en que ofrece sus servicios para ocupar los puestos más inferiores, ¿para qué pensar en ello? Yo puedo tener la convicción de que mister Micawber...

—¡Hem! Realmente, querida mía —interrumpió mister Micawber.

—Amor mío, cállate —dijo mistress Micawber poniendo su guante marrón sobre el brazo de su marido—. Yo, mister Copperfield, puedo tener personalmente la convicción de que las aptitudes de Micawber estarían esencialmente adap­tadas en una casa de banca; puedo asegurar que si tuviera di­nero colocado en cualquier casa de banca, el aspecto de Mi­cawber como representante de la casa me inspiraría absoluta confianza y, por lo tanto, podría contribuir a extender las re­laciones de la banca. Pero si todas las casas de banca se nie­gan a abrir esa carrera al talento de Micawber y desechan con desprecio el ofrecimiento de sus servicios, ¿para que in­sistir sobre la idea? En cuanto a fundar una casa de banca, puedo decir que hay miembros de mi familia que si quisie­ran poner su dinero entre las manos de Micawber habrían podido crearle un establecimiento de ese género. Pero si no les da la gana poner ese dinero entre las manos de Micaw­ber, ¿de qué me sirve pensar en ello? Por lo tanto, no hemos adelantado nada.

Yo sacudí la cabeza y dije:

—Ni un ápice.

Traddles también la sacudió y repitió:

—Ni un ápice.

—¿Qué deduzco de todo esto? —continuó mistress Mi­cawber con el mismo tono de estar exponiendo un caso cla­ramente—. ¿Cuál es la conclusión, mister Copperfield, a que he llegado irremisiblemente? No sé si estaré equivocada; pero mi conclusión es que a pesar de todo tenemos que vivir.

—De ninguna manera —respondí—. No está usted equi­vocada.

Y Traddles repitió:

—De ninguna manera.

Después añadí yo solo, gravemente:

—Hay que vivir o morir.

—Precisamente —contestó mistress Micawber—; eso es precisamente. Y en nuestro caso, mi querido Copperfield, no podemos vivir, a no ser que las circunstancias actuales cam­bien por completo. Estoy convencida, y se lo he hecho ob­servar muchas veces a Micawber desde hace tiempo, que las cosas no surgen solas. Hasta cierto punto hay que ayudarlas un poco a surgir. Puedo equivocarme, pero esa es mi opi­nión.

Traddles y yo aplaudimos.

—Muy bien —dijo mistress Micawber—. Ahora, ¿qué es lo que yo aconsejo? Tenemos a Micawber con múltiples fa­cultades y mucho talento...

—Realmente, amor mío —dijo míster Micawber.

—Te lo ruego, querido, déjame acabar. Aquí está Micawber con gran variedad de facultades y mucho talento; hasta po­dría añadir que con genio, pero podría decirse que soy par­cial por ser su mujer..

Traddles y yo murmuramos:

—No.

—Y aquí está Micawber sin posición ni empleo. ¿De quién es la responsabilidad? Evidentemente de la sociedad. Por eso yo querría divulgar un hecho tan vergonzoso, para obligar a la sociedad a ser justa. Me parece, mi querido Cop­perfield —dijo mistress Micawber con energía—, que lo me­jor que puede hacer Micawber es lanzar su guante a la socie­dad y decir positivamente: «Veamos quién lo recoge. ¿Hay alguno que se presente?».

Me aventuré a preguntar a mistress Micawber cómo po­dría hacer eso.

—Poniendo un anuncio en todos los periódicos —dijo mistress Micawber—. Me parece que Micawber se debe a sí mismo, a su familia y hasta a la sociedad, que le ha descui­dado durante tanto tiempo, el poner un anuncio en todos los periódicos y describir claramente su persona y sus conoci­mientos diciendo: «Y ahora a ustedes toca el emplearme de una manera lucrativa: dirigidse a W. M., lista de correos Camden Town».

—Esta idea de mistress Micawber, mi querido Copper­field —dijo míster Micawber acercando a los dos lados de la barbilla las puntas del cuello de su camisa y mirándome de reojo—, en realidad es el salto maravilloso a que yo aludía la última vez que tuve el gusto de verle.

—La inserción de los anuncios resulta cara —me aven­turé a decir, titubeando.

—Precisamente —dijo mistress Micawber, siempre en su tono lógico—. Tiene usted mucha razón, mi querido Cop­perfield. La misma observación le hice yo a Micawber. Pero esa es precisamente la razón por la que creo que Micawber se debe a sí mismo, como ya he dicho, a su familia y a la so­ciedad, el pedir un préstamo sobre un pagaré.

Míster Micawber se apoyó en el respaldo de su silla, ju­gueteó un poco con su monóculo y miró al techo; pero me pareció que al mismo tiempo observaba a Traddles, que mi­raba el fuego.

—Si ningún miembro de mi familia tiene sentimientos bastante humanos para negociar ese pagaré .... creo que se puede expresar mejor lo que quiero decir..

Míster Micawber, con los ojos fijos en el techo, sugirió: «Deducir».

—... Para deducir ese pagaré —continuó mistress Mi­cawber—, entonces mi opinión es que Micawber haría bien yendo a la City y llevándolo a Money Market para sacar lo que pueda. Si los individuos de Money Market obligan a Micawber a un sacrificio grande, eso ya es cosa suya y de sus conciencias. Pero no quita para que me parezca una im­posición segura. Por lo tanto, animo a Micawber, mi que­rido Copperfield, para que lo mire, como yo, como una imposición segura y para que esté dispuesto a cualquier sacri­ficio.

No sé por qué me figuré que mistress Micawber daba con aquello una prueba de desinterés y que sólo le guiaba su ab­negación por su marido, y murmuré algo sobre ello, que Traddles repitió mirando el fuego.

—No quiero —prosiguió mistress Micawber terminando su ponche y echándose sobre los hombros el chal, antes de retirarse a mi alcoba para hacer sus preparativos de mar­cha—, no quiero prolongar estas observaciones sobre los asuntos pecuniarios de Micawber, al lado de su fuego, mi querido Copperfield, y en presencia de míster Traddles, que no es, en verdad, amigo nuestro desde hace tanto tiempo como usted, pero al que ya consideramos como uno de los nuestros; sin embargo, no he podido por menos de ponerles al corriente de la conducta que aconsejo a Micawber. Siento que ha llegado para él el momento de obrar por sí mismo y de reivindicar sus derechos, y me parece que es el mejor me­dio. Sé que no soy más que una mujer, y el juicio de los hombres es considerado, en general, como más competente en semejantes materias; pero no puedo olvidar que cuando vivía con papá y mamá, papá solía decir: «Emma es deli­cada, pero su opinión sobre cualquier asunto no es inferior a la de nadie». Papá era demasiado parcial, ya lo sé; pero era un gran observador de los caracteres, y mi deber y mi razón me prohíben dudar de ello.

A estas palabras, mistress Micawber, resistiendo a todos los ruegos, se negó a asistir a la terminación del ponche y se retiró a mi alcoba, y, en realidad, yo pensaba que era una mujer noble, y que debía haber nacido matrona romana, para ejecutar toda clase de actos heroicos en tiempos de revolu­ciones políticas.

En la impresión del momento felicité a míster Micawber por la posesión de aquel tesoro. Traddles también. Míster Micawber nos tendió la mano a los dos, después se cubrió el rostro con el pañuelo, que al parecer no sabía estuviera tan sucio de tabaco, y volvió a su ponche en el mayor estado de hilaridad.

Estuvo elocuentísimo. Nos dio a entender que en nuestros hijos volvemos a vivir y que bajo el peso de las dificultades pecuniarias todo aumento de familia era doblemente bien venido. Insinuó que mistress Micawber había tenido última­mente algunas dudas sobre aquel punto; pero que él las ha­bía disipado tranquilizándola. En cuanto a su familia, todos eran indignos de ella, y lo que pensaran le era completa­mente indiferente; se podían ir al (cito su propia expre­sión...) al diablo.

Míster Micawber se lanzó después en un elogio pomposo de Traddles. Dijo que el carácter de Traddles era una reu­nión de virtudes sólidas a las cuales él (míster Micawber) no podía pretender sin duda, pero que no podía por menos de admirar, gracias a Dios. Hizo una alusión conmovedora a la joven desconocida a quien Traddles había honrado con su afecto y que también honraba y enriquecía a Traddles con el suyo. Después míster Micawber brindó a su salud, y yo tam­bién. Traddles nos dio las gracias a los dos con una sencillez y una franqueza que a mí me parecieron encantadoras, di­ciendo:

—Se lo agradezco mucho, de verdad. ¡Si supieran ustedes lo buena chica que es!

Un momento después, míster Micawber aludió con mu­cha delicadeza y precauciones al estado de mi corazón. Sólo una afirmación rotunda de lo contrario le forzaría a renun­ciar a la convicción de que su amigo Copperfield amaba y era amado.

Después de un momento de malestar y de emoción, des­pués de negarlo y de ruborizarme, balbucí, con mi vaso en la mano: « Pues bien, a la salud de D...», lo que encantó y ex­citó tanto a míster Micawber, que corrió con un vaso de pon­che a mi alcoba para que su esposa pudiera beber a la salud de D..., lo que hizo con entusiasmo y gritando con voz aguda: « ¡Bravo, bravo, mi querido Copperfield; estoy en­cantada, bravo!», y daba golpes en la pared a manera de aplausos.

La conversación tomó después un sesgo más mundano. Míster Micawber nos dijo que Camden Town le parecía muy incómodo y que lo primero que pensaba hacer cuando hu­biera conseguido algo con los anuncios era cambiar de casa.

Hablaba de una casa en el extremo occidental de Oxford Street, que daba sobre Hyde Park y en la que tenía puestos los ojos hacía tiempo, pero a la que de momento no podrían ir porque se necesitaba mucho dinero. Era probable que du­rante cierto tiempo tuvieran que contentarse con el piso alto de una casa encima de alguna tienda respetable, en Picad­dilly por ejemplo; la situación sería cómoda para mistress Micawber, y haciendo un balcón o levantando un piso o, en fin, con cualquier arreglo de ese estilo sería posible alojarse allí de una manera cómoda y conveniente durante algunos años, y ocurriera lo que ocurriera y fuera lo que fuera su casa, podíamos contar —añadió— con que siempre habría una habitación para Traddles y un cubierto para mí. Le ex­presamos nuestro agradecimiento por sus bondades, y él nos pidió que le dispensáramos por haberse lanzado en aquellos detalles económicos. Era un estado de ánimo muy natural y que había que excusar a un hombre en vísperas de entrar en una vida nueva.

Mistress Micawber en aquel momento golpeó de nuevo en la pared para saber si el té estaba preparado, interrum­piendo así nuestra conversación amistosa. Nos sirvió el té de la manera más amable, y siempre que me acercaba a ella para llevarle las tazas o para hacer circular las pastas me preguntaba bajo si D... era rubia o morena, si era alta o baja, o algún detalle de ese género, y me parece que aquello no me disgustaba. Después del té discutimos una enormidad de cuestiones, y mistress Micawber tuvo la bondad de cantarnos, con su fina vocecita (que, recuerdo, antes me pare­cía de lo más agradable), sus baladas favoritas de El sar­gento blanco y El pequeño Tafflin. Míster Micawber nos dijo que cuando le había oído cantar El sargento blanco la primera vez que la había visto en casa de su padre, le había atraído ya en el más alto grado; pero que cuando llegó a El pequeño Tafflin se había jurado a sí mismo conquistar a aquella mujer o morir.

Serían las diez y media cuando mistress Micawber se le­vantó para envolver su cofia en el papel gris y ponerse el sombrero. Míster Micawber aprovechó el momento en que Traddles se ponía el gabán para deslizarme una carta en la mano, rogándome que la leyera cuando tuviera tiempo. Yo a mi vez aproveché el momento en que sostenía la luz por en­cima de la barandilla de la escalera para alumbrarlos, y que míster Micawber bajaba el primero, conduciendo del brazo a su mujer, para retener a Traddles, que les seguía ya con la cofia de la señora en la mano.

—Traddles —le dije—, míster Micawber no tiene malas intenciones, el pobre hombre; pero si yo estuviera en tu lu­gar, no le prestaría nada.

—Mi querido Copperfield —dijo Traddles, sonriendo—, no tengo nada que poder prestar

—Tienes tu nombre.

—¡Ah! ¿Crees que eso es algo que se puede prestar? —dijo Traddles pensativo.

—¡Naturalmente!

—¡Oh! —dijo Traddles—. Sí, seguramente. Te lo agra­dezco mucho, Copperfield; pero me temo que se lo he pres­tado ya.

—¿Para esa imposición tan segura? —pregunté.

—No —dijo Traddles—; para eso no. Es la primera vez que oigo hablar de ello. Y pensaba que quizá me propusiera firmarlo al volver a casa. Es para otra cosa.

—Pero supongo que no habrá ningún peligro.

—Supongo que no —dijo Traddles—; no lo creo, porque el otro día me aseguró que estaba solucionado. Es la expre­sión de míster Micawber: solucionado.

Míster Micawber levantó los ojos en aquel momento, y sólo pude repetir mis recomendaciones al pobre Traddles, que bajó dándome las gracias. Pero al ver el aspecto de buen humor con que llevaba la cofia y daba el brazo a mistress Micawber tuve mucho miedo no se fuera a entregar atado de pies y manos en Money Market.

Volví a sentarme ante la chimenea y reflexionaba, medio en serio medio en broma, sobre el carácter de míster Micawber y sobre nuestra antigua amistad, cuando oí que alguien subía rápidamente. Pensé que sería Traddles, que volvía a por algo olvidado por mistress Micawber; pero a medida que se acer­caban los pasos los reconocí mejor; el corazón me latió y la sangre me subió al rostro. Era Steerforth.

No olvidaba nunca a Agnes; ella no abandonaba el san­tuario de mis pensamientos (si puedo decirlo así), donde la había colocado desde el primer día. Pero cuando Steerforth entró y se paró ante mí, tendiéndome la mano, la nube os­cura que le envolvía en mi pensamiento se desgarró para ha­cer sitio a una luz brillante, y me sentí avergonzado y con­fuso por haber dudado de un amigo tan querido. Mi afecto por Agnes no se resentía; pensaba siempre en ella como en el ángel bienhechor de mi vida; mis reproches sólo se diri­gían a mí mismo; me turbaba la idea de que había sido in­justo con él, y habría querido expiarlo, si hubiera sabido cómo hacerlo.

—Pues bien, Florecilla, amigo mío, ¿te has vuelto mudo? —dijo Steerforth con alegría, estrechándome la mano del modo más cordial—. ¿Es que te sorprendo en medio de otro festín? ¡Qué sibarita eres! En verdad, voy creyendo que los estudiantes del Tribunal de Doctores son los jóvenes más di­sipados de Londres; y nos tenéis a distancia a nosotros, jó­venes inocentes de Oxford.

Paseaba alegremente su mirada alrededor de la habitación; fue a sentarse en el diván frente a mí, en el lugar que mistress Micawber acababa de dejar, y se puso a mover el fuego.

—En el primer momento estaba tan sorprendido —le dije dándole la bienvenida con toda la cordialidad de que era ca­paz—, que no podía ni saludarte, Steerforth.

—Pues bien; mi vista consuela a los ojos enfermos, como decían los escoceses —replicó Steerforth—, y la tuya pro­duce el mismo efecto; ahora que estás en pleno floreci­miento, Florecilla, ¿cómo estás, Bacanal mía?

—Muy bien —contesté—; pero nada de bacanal esta no­che, aunque confieso que han comido aquí tres personas.

—Acabo de encontrármelos en la calle, elogiándote en voz alta. ¿Quién es el que lleva pantalón ceñido?

En pocas palabras le hice, lo mejor que pude, el retrato de míster Micawber, y reía de todo corazón, declarando que era digno de conocerse, y que no prescindiría de ser presentado a él.

—Pero el otro, el otro, ¿a que no adivinas quién es?

—¡Dios sabrá; pero no yo! ¿Supongo que no será nadie antipático? Me ha parecido que tenía un aspecto muy aburrido.

—¡Traddles! —le dije en tono de triunfo. „

—¿Quién? —preguntó Steerforth con despreocupación.

—¿No te acuerdas de Traddles? Traddles, que se acostaba en el mismo dormitorio que nosotros en Salem House.

—¡Ah! ¿Aquel? —dijo Steerforth dando con las tenazas sobre el carbón—. ¿Y sigue tan simple como antes? ¿De dónde le has desenterrado?

Hice de Traddles un elogio de lo más pomposo, pues me daba cuenta de que Steerforth le desdeñaba. Pero él, dejando a un lado aquel asunto con un movimiento de cabeza y una sonrisa, se limitó a decir que tampoco le disgustaría ver a nuestro antiguo compañero, que había sido siempre muy chusco; y después me preguntó si podía darle algo de comer.

Durante los intervalos de aquel corto diálogo, que sostenía con vivacidad febril, rompía los carbones con las tenazas y parecía contrariado. Observé que continuaba lo mismo mientras yo sacaba del armario los restos de la empanada de ave y alguna que otra cosa del festín.

—¡Pero ha sido una comida regia, Florecilla! —exclamó saliendo de pronto de su ensueño y sentándose al lado de la mesa—. Y voy a hacerle el honor, pues vengo de Yarmouth.

—Creía que estabas en Oxford —repliqué.

—No —dijo Steerforth—; vengo de estar haciendo de marinero, que es mejor.

—Littimer ha venido a preguntar si te había visto, y por sus palabras he creído que estabas en Oxford, aunque, en realidad, no me ha dicho nada.

—Littimer es más loco de lo que yo creía, puesto que se ha tomado la molestia de buscarme —dijo Steerforth ver­tiéndose alegremente vino en un vaso y bebiendo a mi sa­lud—. En cuanto a lograr adivinar lo que piensa, serías más hábil que todos nosotros, Florecilla, si lo consiguieras.

—Tienes razón —le dije acercando mi silla a la mesa—. Según eso, ¿has estado en Yarmouth, Steerforth? —añadí, en mi impaciencia de saber noticias de nuestros amigos—. Y ¿has estado mucho tiempo?

—No —replicó—; no ha sido más que una escapada de unos ocho días.

—¿Y cómo están todos allí? ¿La pequeña Emily no se ha casado todavía?

—No, todavía no; la boda es dentro de no sé cuántas se­manas o meses; no sé bien. No les he visto mucho. A propó­sito, tengo una carta para ti —añadió depositando su cuchi­llo y su tenedor, que manejaba con apetito y buscando en sus bolsillos.

—¿De quién?

—De tu vieja niñera —replicó sacando algunos papeles del bolsillo de su chaleco— «J. Steerforth, esq.» No es esto; paciencia, ya lo encontraré. El viejo... no se como se llama... está enfermo. Debe de ser a propósito de eso por lo que te escribe.

—¿Te refieres a Barkis?

—Sí —respondió, buscando siempre en sus bolsillos y examinando lo que había en ellos— Todo ha terminado para el pobre Barkis, me temo. He visto al boticario o lo que sea, no sé, que te trajo al mundo, que me ha dado los mayores detalles; pero, en resumen, su opinión es que el carretero no tardará en hacer su último viaje. Mete la mano en el bolsillo de mi gabán, que está encima de esa silla, a ver si encuentras la carta. ¿Está ahí?

—Aquí está —dije.

—¡Ah! Vale.

La carta era de Peggotty; era corta y algo menos legible que de costumbre. Me contaba el estado desesperado de su marido y aludía a que se había vuelto algo más agarrado que antes, lo que sentía, sobre todo porque no podía darle todos los cuida­dos que querría. No decía una palabra de sus trabajos ni de sus vigilias; pero no escaseaba los elogios a su marido. Y todo lo decía con una ternura sencilla, honrada y natural, que yo sabía lo sincera que era; y la carta terminaba con estas palabras: «Mis respetos a mi niño querido». Y el niño querido era yo.

Mientras descifraba aquella epístola, Steerforth conti­nuaba comiendo y bebiendo.

—Es una pena —dijo cuando hube terminado—; pero el sol se pone todos los días y mueren seres cada minuto. No hay que atormentarse, por lo tanto, mucho por una cosa que es el lote común de todo el mundo. Si nos detenemos cada vez que oímos dar con el pie en alguna puerta a esa viajera que nunca se detiene, no haríamos mucho ruido en el mundo. ¡No! ¡Adelante! Por los malos caminos si no hay otros, por los buenos si se puede; pero ¡adelante! Saltemos por encima de todos los obstáculos para llegar a la meta.

—¿A qué meta?

—A aquella por la que se ha puesto uno en camino —re­plicó—, y ¡adelante!

Recuerdo que cuando se interrumpió para mirarme con el vaso en la mano y su hermoso rostro un poco inclinado hacia atrás, observé por primera vez que, aunque estaba tos­tado y la frescura del viento del mar había animado su tez, sus rasgos llevaban las huellas del ardor apasionado que le era habitual cuando se lanzaba perdidamente en algún nuevo capricho. Por un momento tuve la idea de repro­charle la energía desesperada con que perseguía el objeto que deseaba; por ejemplo, aquella manía de luchar con la mar bravía y de desafiar las tormentas; pero el primer asunto de nuestra conversación me volvió a la memoria, y le dije:

—Veamos, Steerforth. Si eres lo bastante dueño de ti para escucharme un momento te diré...

—El espíritu que me posee es un espíritu poderoso y hará lo que tú quieras —contestó levantándose de la mesa para volver a sentarse al lado del fuego.

—Pues bien. Voy a decirte, Steerforth, que quiero ir a ver a mi antigua niñera; no porque pueda serle de ninguna utili­dad, ni ayudarla en nada; pero me quiere tanto, que mi visita le dará el mismo gusto que si pudiera ayudarla en algo. Se sentirá dichosa y será un consuelo y un socorro para ella. Y no es hacer ningún sacrificio por una amiga tan fiel. ¿No irías tú a pasar allí un día si estuvieras en mi lugar?

Estaba pensativo, y reflexionó un instante antes de con­testarme en voz baja:

—Sí; debes ir; eso siempre es bueno.

—Como llegas de allí, supongo que será inútil pedirte que me acompañes.

—Completamente inútil —replicó—. Esta misma noche voy a Highgate. No he visto a mi madre desde hace mucho tiempo, y me remuerde la conciencia. Pues es mucho ser amado como ella ama a su hijo pródigo. ¡Bah! ¡Qué locura!

Supongo que piensas irte mañana —dijo apoyando sus ma­nos en mis hombros y reteniéndome a distancia.

—Sí.

—Pues bien; espera solamente a pasado mañana. Quería rogarte que pasaras algunos días con nosotros; había venido expresamente a invitarte, y te escapas a Yarmouth.

—Te aconsejo que no hables de las personas que se esca­pan, Steerforth, cuando tú partes como un loco para cual­quier expedición desconocida.

Me miró un momento sin hablarme, y después repuso te­niéndome siempre agarrado de los hombros y sacudién­dome:

—Vamos, decídete para pasado mañana y pasas el día de mañana con nosotros. ¡Quién sabe cuándo nos volveremos a ver! Vamos, pasado mañana. Te necesito para evitarme un cara a cara con Rosa Dartle y para separamos.

—¿Temes que os querríais demasiado si no estuviera yo allí? —le pregunté.

—Sí, o que nos odiáramos —dijo Steerforth riendo—; una cosa a otra. Vamos, ¿quedamos en eso? ¿Pasado mañana?

—Bueno, pasado mañana —le dije.

Se puso su gabán, encendió su puro y se dispuso a irse ha­cia su casa a pie. Viendo que aquella era su intención, yo también me puse el gabán (pero sin encender el puro, había tenido bastante con una vez) y le acompañé hasta la carre­tera, que no estaba alegre aquella noche. Fue muy animado todo el camino, y cuando nos separamos yo le veía andar con un paso tan ligero y tan firme, que recordé lo que me ha­bía dicho: «Saltemos por encima de todos los obstácu­los para conseguir nuestro objetivo», y me puse a desear, por primera vez en mi vida, que el objetivo que perseguía fuera digno de él.

Había vuelto a mi habitación y me desnudaba, cuando la carta de míster Micawber se cayó al suelo. Hizo bien, pues la había olvidado. Rompí el sello y leí lo que sigue. La carta estaba fechada hora y media antes de la comida. No sé si he dicho que siempre que míster Micawber se encontraba en una situación desesperada empleaba una especie de fraseo­logía legal, que parecía considerar como una manera de li­quidar sus asuntos.

«Caballero... pues no me atrevo a decir mi querido Copperfield:

Es necesario que sepa usted que el firmante es un hombre ahogado. Quizá usted podrá observar hoy que haga débiles esfuerzos para evitarle un descubri­miento prematuro de su desgraciada posición; pero toda esperanza se ha desvanecido del horizonte y el firmante está hundido.

La presente comunicación está escrita en presencia (no puedo decir en compañía) de un individuo sumido en un estado cercano a la borrachera y que es depen­diente de un prestamista. Este individuo está en pose­sión de estos lugares por no haber pagado el alquiler. El inventario que ha hecho comprende no solamente todas las propiedades personales de todo género per­tenecientes al firmante, inquilino por años de esta mo­rada, sino también todos los efectos y propiedades de míster Thomas Traddles, huésped y miembro de la ho­norable Sociedad de Inner Temple.

Si una sola gota de amargura podía faltar a la copa, ya desbordante, que se ofrece ahora (como dice un es­critor inmortal) a los labios del firmante se encontraría en el hecho doloroso de que un pagaré garantizado en favor del firmante, por el antes mencionado míster Thomas Traddles, por la suma de veintitrés libras, cua­tro chelines y nueve peniques y medio ha cumplido y no ha sido pagada. También se encontraría en el hecho igualmente doloroso de que las responsabilidades vivas que pesan sobre el firmante serán aumentadas, según el curso de la naturaleza, por una nueva a inocente víctima, cuya llegada será (en números redondos) a la expiración de un período que no excede de seis meses desde la presente fecha.

Después de estos detalles, será un oprobio que aña­dir a las cenizas y al polvo que cubren para siempre

la

cabeza

de

WILKINS MICAWBER.»

¡Pobre Traddles! Por entonces conocía lo bastante a míster Micawber para estar seguro de que se levantaría de aquel golpe; pero aquella noche turbó mi tranquilidad el recuerdo de Traddles y de la hija del pastor de Devonshire, con diez hermanos y ¡tan buena chica!, como decía Traddles, y dis­puesta a esperarle (elogio funesto) aunque fueran sesenta años, o más, si hacía falta.

CAPÍTULO IX. VEO DE NUEVO A STEERFORTH EN SU CASA

Aquella mañana le dije a míster Spenlow que quería per­miso para ausentarme por poco tiempo; y como no recibía sueldo ninguno, y, por lo tanto, no tenía nada que temer del implacable Jorkins, no hubo dificultad para ello. Aproveché la oportunidad, aunque la voz se me ahogaba y se me nu­blaba la vista, para decir que esperaba que miss Spenlow es­tuviera bien; a lo que me contestó, sin más emoción que si. se tratara de cualquier otro ser humano, que me lo agradecía mucho, y que estaba muy bien.

Los empleados destinados a la aristocrática orden de pro­curadores eran tratados con muchas consideraciones, lo que hacía que tuviéramos la mayor libertad. Pero como no que­ría llegar a Highgate antes de la una o las dos, y como aque­lla mañana teníamos una causa en el tribunal, estuve allí un par de horas pasando el tiempo muy agradablemente con míster Spenlow. Era una causa divertida, y mientras me diri­gía a Highgate en la imperial de la diligencia fui pensando en el Tribunal de Doctores y en lo que míster Spenlow decía sobre que si se tocaba el Tribunal se acababa la nación.

Mistress Steerforth se alegró mucho de verme, y también Rose Dartle. A mí me sorprendió agradablemente el encon­trar que Littimer no estaba allí y que éramos atendidos por una modesta doncella con cintas azules en la cofia, que era mucho más agradable de mirar y mucho menos desconcer­tante cuando, por casualidad, se encontraba uno sus ojos, que aquel respetable hombre. Pero lo que observé particu­larmente antes de llevar media hora en la casa fue la cons­tante y atenta mirada que miss Dartle clavaba en mí y la ma­nera con que parecía comparar mi rostro con el de Steerforth y el de Steerforth con el mío, como si esperase pillamos en mentira a alguno de los dos. Siempre que la miraba estaba seguro de encontrar sus ojos ardientes y sombríos con aque­lla mirada fija y penetrante en mi rostro, para pasar de pronto al de Steerforth, o tratando de mirarnos a los dos a un tiempo. Y lejos de renunciar a aquella vigilancia cuando vio que yo lo había notado, me pareció que, por el contrario, su mirada se hacía más penetrante y su atención más marcada. A pesar de que me sentía inocente de todos los pecados que pudieran suponérseme, no dejaba de huir de aquellos ojos extraños, de los que no podía soportar el brillo ansioso.

Durante todo el día parecía no estar más que ella en toda la casa. Si charlaba con Steerforth en su habitación, oía el ruido del roce de su traje en la galería. Si hacíamos algún ejercicio en el césped de la parte de atrás de la casa veía aparecer su rostro en todas las ventanas sucesivamente, como un fuego fatuo, hasta que elegía una ventana más cómoda para vernos mejor. Una vez, mientras nos paseábamos los cuatro, después de la comida, me cogió del brazo y lo estre­chó en su mano delgada como en una tenaza, para acapa­rarme dejando a Steerforth y a su madre pasear unos cuantos pasos más delante; y cuando ya no pudieron oírnos me dijo:

—Ha pasado usted mucho tiempo sin venir aquí. ¿Su pro­fesión es realmente tan atractiva a interesante que absorba tan por completo su atención? Lo pregunto porque siempre me gusta aprender, porque soy muy ignorante. ¿Es realmente así?

Le repliqué que me gustaba bastante; pero que no me ocu­paba todo mi tiempo.

—¡Oh, cómo me alegro de saberlo! porque me gusta que me corrijan cuando me equivoco —dijo Rose Dartle—. ¿Quizá quiere usted decir que es un poco árido?

—Sí —repliqué—; quizá es un poco árido.

—¡Oh! Y por eso necesita usted reposo, cambio, excita­ciones y todo eso; ¿verdad? Pero no es un poco... ¿eh?... para él; no me refiero a usted.

Una rápida mirada que lanzó hacia donde se estaban pa­seando cogidos del brazo Steerforth y su madre me demos­tró a quién se refería; pero fue cosa perdida pues no com­prendí nada, y estoy seguro de que se me notaba.

—No parece... no digo que sea... pero me gustaría saber... ¿no está muy preocupado? ¿No es más remiso que de cos­tumbre en sus visitas a su madre, que lo quiere ciegamen­te, eh? —dijo con otra mirada rápida, lanzada a ellos, y una a mí, en la que parecía querer leer el fondo de mis pensa­mientos.

—Miss Dartle —le respondí—, no crea usted, le ruego...

—¿Yo creer? ¡Oh querido mío! Pero no vaya usted a creer que yo creo algo. No soy suspicaz. Solamente hago una pre­gunta. No tengo ninguna opinión. Querría formarme una opinión por lo que usted me dijera. Pero, según eso, no es así. ¡Bien! Me alegro mucho de saberlo.

—No; no es cierto —le dije un poco confuso— que sea yo responsable de las ausencias de Steerforth, pues yo mismo no lo sabía. De sus palabras deduzco que ha estado más tiempo que de costumbre sin venir a ver a su madre; pero yo tampoco le había vuelto a ver hasta ayer por la no­che desde hacía muchísimo tiempo.

—¿Es cierto?

—Completamente cierto, miss Dartle.

Mientras me miraba de frente la vi palidecer, y la cicatriz de la antigua herida se destacó profundamente sobre el labio desfigurado, prolongándose sobre el otro y bajando oblicua­mente hacia la barbilla. Me pareció que había algo verdade­ramente temible en aquello y en el brillo de sus ojos, cuando me dijo mirándome con fijeza:

—Entonces ¿qué hace?

Repetí sus palabra más para mí mismo que para ser oído por ella, tanto me sorprendía.

—Entonces ¿qué hace? —repitió con un ardor que pare­cía consumirla como el fuego— ¿A qué se dedica ese hombre que no me mira nunca sin que lea en sus ojos una falsedad impenetrable? Si usted es honrado y fiel, yo no le pido que traicione a su amigo; solamente le pido que me diga si es la cólera, o el odio, o el orgullo, o la intranquili­dad de su naturaleza, o algún extraño capricho, o el amor, lo que lo posee...

—Miss Dartle —respondí—, ¿qué quiere usted que yo le diga, cuando no sé nada más de Steerforth de lo que sabía cuando vine aquí por primera vez? Ni adivino nada. Creo firmemente que no le sucede nada. No comprendo siquiera lo que me quiere usted decir.

Mientras me miraba todavía fijamente, un estremeci­miento convulsivo, que yo no podía separar de la idea de su­frimiento, apareció en la cruel cicatriz. Y el extremo de su labio se levantó con aquella expresión de desdén o de pie­dad. Se tapó la boca con la mano apresuradamente (una mano tan fina y delicada que cuando yo le había visto exten­derla ante su rostro para preservarlo del fuego, la había com­parado en mi imaginación con la más fina porcelana) y me dijo con viveza en un acento conmovido y apasionado: «Le prometo guardar secreto de esto»; después no añadió ni una palabra más.

Mistress Steerforth no se había sentido nunca más dichosa de la compañía de su hijo que aquel día, pues precisamente Steerforth nunca había estado mas cariñoso y deferente con ella. A mí me interesaba vivamente verlos juntos, no sólo a causa de su afecto mutuo, sino también a causa del parecido sorprendente que existía entre ellos, pues la única diferencia era que la altivez y la ardiente impetuosidad del hijo, por la diferencia de edad y de sexo, se convertían en la madre en una dignidad llena de gracia. Más de una vez había pensado yo que era una felicidad tal que nunca hubiera provocado entre ellos una causa seria de disgusto, pues aquellas dos na­turalezas, o mejor dicho aquellos dos matices de la misma naturaleza, habrían sido más difíciles de reconciliar que los caracteres más opuestos. Debo confesar que esta idea no se me había ocurrido a mí, ni es fruto de mi imaginación, pues se la debía a Rose Dartle.

Estábamos comiendo cuando nos preguntó:

—¡Oh!, dígame, se lo ruego, a ver si me aclara una duda que me ha preocupado toda la tarde y que desearía saber.

—¿Qué es lo que querrías saber, Rose? —preguntó mis­tress Steerforth. No seas tan misteriosa, te lo ruego.

—¡Misteriosa! —exclamó—. ¡Oh! ¿De verdad? ¿Me en­cuentra usted misteriosa?

—¿No me paso la vida pidiéndote —dijo mistress Steer­forth— que te expliques abiertamente y con naturalidad?

—¡Ah! ¿Entonces es que no soy natural? —replicó—. Pues bien; le ruego que tenga un poco de indulgencia, pues si hago preguntas es sólo por instruirme. Nunca se conoce uno bien a sí mismo.

—Es una costumbre que se ha convertido en ti en una se­gunda naturaleza —dijo mistress Steerforth, sin dar el me­nor signo de descontento—; pero yo recuerdo, y tú también debes recordar, que en otros tiempos eras muy distinta, Rose, menos disimulada, más confiada.

—¡Oh! Realmente tiene usted razón; pero las malas cos­tumbres se hacen inveteradas. ¡De verdad! ¡Menos disimulo y más confianza! ¿Cómo habré cambiado poco a poco?, es lo que me pregunto. Es muy extraordinario; pero es igual, lo esencial es que vuelva a ser como antes.

—Sí que me gustaría—dijo mistress Steerforth, sonriendo.

—¡Oh! Lo conseguiré, ¡se lo aseguro! —respondió ella—. Aprenderé la franqueza, veamos... ¿de quién?... ¿De James?

—No podrías aprenderla en mejor escuela, Rose —dijo mistress Steerforth vivamente, pues todo lo que Rose Dartle decía tenía un matiz de ironía que aparecía a través de su sencillez afectada—. En cuanto a eso, estoy bien segura —dijo con un ardor desacostumbrado—. Si hay algo en el mundo de lo que estoy segura, sabes que es de eso.

Me pareció que mistress Steerforth se arrepentía de su pe­queño impulso, pues añadió enseguida con bondad:

—Y bien, querida Rose; con todo esto no nos has dicho el motivo de tus preocupaciones.

—¿El motivo de mis preocupaciones? —replicó con una frialdad impacientante—. ¡Oh! Me preguntaba únicamente si personas cuya constitución moral se parece... ¿es esa la expresión?

—Es una expresión como otra —dijo Steerforth.

—¡Gracias!... Si personas cuya constitución moral se ase­meja se encontrarían más en peligro que otras en el caso de que una causa seria de división surgiera entre ellas, y les se­pararía un resentimiento más profundo y duradero.

—Sí, seguramente —dijo Steerforth.

—¿De verdad? —replicó ella—. Pero veamos, por ejem­plo... se pueden suponer las cosas más absurdas... Supo­niendo que tú tuvieras con tu madre una querella seria...

—Mi querida Rose —dijo mistress Steerforth riendo ale­gremente—, debías haber inventado cualquier otra suposi­ción. Gracias a Dios, James y yo sabemos demasiado bien lo que nos debemos el uno al otro.

—¡Oh! —dijo miss Dartle bajando la cabeza con aire pen­sativo—. Sin duda; eso es suficiente. Pre... ci... sa... mente. Pues bien; me alegro mucho de haber hecho esa pregunta; al menos tengo la tranquilidad de estar ahora segura de que sa­ben ustedes demasiado bien lo que se deben el uno al otro para que nada pudiera suceder jamás. Muchas gracias.

No quiero omitir una pequeña circunstancia relativa a miss Dartle, pues más tarde tuve razones para recordarla, cuando el irreparable pasado me fue explicado. Todo el día, y sobre todo a partir de aquel momento, Steerforth desplegó sus cualidades, con la naturalidad que no le abandonaba nunca, para atraer a aquella singular criatura, hacerle que gozara de su compañía y a que fuera amable con él. No me sorprendió tampoco ver a miss Dartle luchar al principio contra su seducción, pues sabía que estaba llena de prejui­cios y de terquedad. Vi sus modales y su fisonomía cambiar poco a poco; vi que le miraba con una admiración creciente; vi que hacía esfuerzos cada vez más débiles, pero siempre con cólera, como si se reprochara su debilidad para resistir a la fascinación que ejercía sobre ella; por fin vi sus miradas irritadas dulcificarse, su sonrisa aflojarse, y el terror que me había inspirado todo el día se desvaneció. Sentados al lado del fuego, estábamos todos charlando y riendo juntos, con una naturalidad de niños.

No sé si fue porque era tarde o porque Steerforth no que­ría perder el terreno que había ganado, el caso es que no per­manecimos en el comedor más de cinco minutos después de su marcha.

—Toca el arpa —dijo Steerforth en voz baja al acercamos a la puerta del salón—; creo que hace lo menos tres años que nadie la ha oído más que mi madre.

Dijo aquellas palabras con una sonrisa extraña, que des­apareció enseguida, y entramos en el salón. Estaba sola.

—No te levantes —dijo Steerforth deteniéndola—. Va­mos, mi querida Rose, ¡sé amable una vez y cántanos una canción irlandesa!

—¡Mucho te importan las canciones irlandesas! —replicó ella.

—Ciertamente —dijo Steerforth—, mucho: son las que prefiero. Además, a Florecilla le gusta la música con toda su alma. Cántanos una canción irlandesa, Rose, y yo me sen­taré aquí a escucharte como en otros tiempos.

Sin tocarla a ella ni a la silla en que estaba sentada se sentó al lado del arpa. Ella permaneció de pie durante un momento, haciendo con la mano movimientos como si to­cara, pero sin hacer resonar las cuerdas. Por fin se sentó, atrajo hacia sí el arpa con un movimiento rápido y se puso a cantar acompañándose.

No sé si era el instrumento o la voz lo que daba a aquel canto un carácter sobrenatural, que no sé describir. La ex­presión era desgarradora. Parecía como si aquella canción no se hubiera escrito nunca ni puesto en música; parecía más bien escapar de la pasión contenida y que asomaba con una expresión imperfecta en los sonidos de su voz, y después volvía a ocultarse en la sombra cuando se hacía el silencio. Yo permanecí mudo mientras ella se apoyaba de nuevo en el arpa y hacía vibrar los dedos de la mano derecha sin sacar ningún sonido.

Al cabo de un momento, he aquí lo que me arrancó de mi ensueño: Steerforth se había levantado y se había acercado a ella, pasándole alegremente el brazo alrededor del talle.

—Vamos, Rose; de ahora en adelante vamos a querernos mucho.

Pero entonces ella le había pegado, y rechazándolo con el furor de un gato salvaje, se había escapado de la habitación.

—¿Qué le ocurre a Rose? —dijo mistress Steerforth, que entraba.

—Ha sido buena como los ángeles durante un momento, madre —dijo Steerforth—, y ahora de repente se lanza al otro extremo.

—Debías tener cuidado de no encolerizarla, James. Re­cuerda que su carácter está agriado y que no conviene ten­tarla.

Rose no volvió ni se habló de ella hasta el momento en que yo entré con Steerforth en su habitación para despe­dirme de él. Entonces se puso a burlarse y me preguntó si había conocido nunca a una criatura tan violenta y tan in­comprensible.

Yo le expresé mi sorpresa, y le pregunté si no adivinaba lo que habría podido ofenderla tan vivamente y tan de re­pente.

—¡Dios lo sabe! —dijo Steerforth—. Cualquier cosa qui­zás, o quizás nada. Ya te he dicho que a todo lo saca punta, hasta su persona, por afilar afila la hoja, y es una hoja fina, ten cuidado, ten cuidado; no hay que acercarse sin precau­ción. Siempre hay peligro. ¡Buenas noches!

—¡Buenas noches, querido Steerforth! Mañana me mar­charé antes de que te despiertes. ¡Buenas noches!

No me dejaba marchar, y continuaba de pie delante de mí, con las manos apoyadas en mis hombros, como había hecho en mi habitación.

—Florecilla —me dijo con una sonrisa—, aunque ese no sea el nombre que te han dado tu padrino y tu madrina, es con el que más me gusta nombrarte. Yo querría, ¡oh, sí!, yo querría que tú también me pudieras llamar así.

—Pero ¿quién me lo impide si quisiera hacerlo?

—Florecilla, si algún suceso llegara a separamos, piensa siempre en mí con indulgencia, amigo mío. Vamos, prométeme que pensarás en mí con indulgencia si las circunstan­cias llegan a separamos.

—¿Qué estás diciendo de indulgencia, Steerforth? —le dije—. Mi cariño y mi ternura por ti serán siempre los mis­mos y no tienen nada que perdonarte.

Me sentí tan arrepentido de haber sido injusto con él ni aun con pensamientos pasajeros, que estuve a punto de con­fesárselo. Sin la repugnancia que me causaba el traicionar la confianza de Agnes, y en el temor que sentía de no poder to­car aquel asunto sin comprometerla, le hubiera confesado todo antes de oírle decir: «¡Dios lo bendiga, Florecilla, y buenas noches!». En mi duda, no le dije nada; le estreché la mano y nos separamos.

Me levanté al despuntar el día, y después de vestirme sin ruido entreabrí su puerta. Dormía profundamente, tranquila­mente, con la cabeza apoyada en el brazo, como tantas veces le había visto dormir en el colegio.

Llegó un tiempo, y no tardó mucho en llegar, en que me preguntaba cómo no habría turbado nada su reposo mientras yo le miraba. Pero dormía (me gusta pensar en él así de nuevo) como le había visto dormir tan a menudo en el cole­gio; y así en aquella hora silenciosa le dejé.

Para nunca más (¡oh, Steerforth, Dios lo perdone!) volver a tocar tu mano con un sentimiento de amor y de amistad. ¡Nunca, nunca más!

CAPÍTULO X. UNA DESGRACIA

Llegué por la noche a Yarmouth y me dirigí a la posada. Sabía que la habitación reservada por Peggotty, «mi habita­ción», sería ocupada pronto por otro, si es que el terrible «visitante» a quien todos los vivos tienen que dejar el sitio no había llegado ya a la casa. Me dirigí, por lo tanto, a la po­sada para comer y alquilar un cuarto.

Eran las diez de la noche cuando salí. La mayoría de las tiendas estaban cerradas, y el pueblo estaba triste. Cuando llegué ante la casa de Omer y Joram las ventanas estaban cerradas, pero la puerta de la tienda estaba abierta todavía. Como veía a lo lejos a míster Omer, que fumaba su pipa cerca de la puerta de la trastienda, entré y pregunté cómo es­taba.

—Por mi alma, ¿es usted? —dijo míster Omer—. ¿Cómo está usted? Siéntese. ¿Supongo que el humo no le molestará.

—Nada de eso; al contrario, me gusta... en la pipa de otro.

—¿En la suya no? —dijo míster Omer riendo—. Tanto mejor, caballero; es mala costumbre para los jóvenes. Sién­tese. Yo si fumo es a causa del asma.

Míster Omer había adelantado una silla para mí, y se vol­vió a sentar sin aliento, aspirando el humo de su pipa como si esperase encontrar en ella el soplo necesario a su existencia.

—Estoy muy preocupado con las malas noticias que me han dado de Barkis— le dije.

Míster Omer me miró con aire grave, sacudiendo la ca­beza.

—¿Sabe usted cómo está ahora? —pregunté.

—Esa es precisamente la pregunta que le hubiera hecho —dijo míster Omer—, si no hubiera sido por un sentimiento de delicadeza. Es una de las cosas molestas de nuestro ofi­cio. Cuando hay algún enfermo, no podemos preguntar cómo sigue.

Era una dificultad que no había previsto; había temido, al entrar, oír el antiguo martillo. Sin embargo, puesto que míster Omer había tocado aquella cuerda, yo no podía por menos de aprobar su delicadeza.

—Sí, sí; ¿comprende usted? —dijo míster Omer con un movimiento de cabeza—. No nos atrevemos. Sería un golpe del que muchos no se repondrían si oían decir: «Omer y Jo­ram le saludan y desean saber cómo se encuentra usted», hoy por la mañana, hoy por la tarde, según la ocasión.

Asentí con la cabeza, y Omer tomando aliento con ayuda de su pipa, continuó:

—Es una de las cosas del oficio que nos impiden tener muchas atenciones que de buena gana tendríamos a veces —dijo míster Omer—. Vea usted, por ejemplo: hace cua­renta años que conozco a Barkis. Si no he salido a hablarle toda las veces que pasaba por aquí, no he salido ninguna; pues bien, ahora no puedo ir a preguntar cómo sigue.

Convine con míster Omer que era muy desagradable.

—Y que no estoy yo menos cerca de ello que otro, mí­reme. La respiración me faltará uno de estos días y no es probable que esté muy interesado en la situación en que es­toy. Digo que no es probable, tratándose de un hombre que sabe que cualquier día puede faltarle la respiración, y más todavía si ese hombre es abuelo —lijo míster Omer.

—No es nada probable —dije.

—Tampoco es que me queje de mi oficio —dijo míster Omer—. Todo tiene sus pros y sus contras; eso ya se sabe: todo lo que yo pediría es que se educara a la gente de ma­nera que tuviera el espíritu un poco más fuerte.

Míster Omer fumó un instante en silencio con aire de bon­dad y complacencia; después dijo volviendo a su primer asunto:

—Estamos obligados a contentamos con saber las noti­cias de Barkis por Emily. Ella sabe nuestra verdadera inten­ción y no tiene más escrúpulos ni sospechas que si fuéramos corderitos. Minnie y Joram acaban de ir a casa de Barkis, donde ella va también en cuanto termina su trabajo, para ayudar un poco a su tía. Han ido a saber del pobre hombre; si quiere usted esperar su vuelta, traerán noticias. ¿Quiere usted tomar algo? ¿Un ponche con ron? ¿Quiere usted to­marlo conmigo, pues es lo que bebo siempre mientras fumo? —dijo míster Omer cogiendo su vaso—. Dicen que es bueno para la garganta y que facilita esta desgraciada respiración. Pero, ¿sabe usted? —continuó con voz ronca—, no es el conducto lo que está en mal estado. Es lo que yo le digo siempre a Minnie: «Dame el soplo, hija mía, y yo me encar­garé de encontrarle paso, querida».

Verdaderamente tenía el aliento tan corto que asustaba el verle reír. Cuando recobró la palabra le di las gracias por el ponche que me había ofrecido, y que rechacé diciendo que acababa de comer; pero añadí que, puesto que tenía la amabilidad de invitarme, esperaría la vuelta de su yerno y de su hija; después le pedí noticias de la pequeña Emily.

—A decir verdad —dijo míster Omer dejando su pipa para poder frotarse la barbilla—, yo cstrré más tranquilo cuando se haya casado.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque está inquieta —dijo míster Omer—. No es que no esté tan bonita como antes; al contrario, más bonita que nunca; ni es que trabaje menos; al contrario, valía por seis obreras y sigue valiéndolo; pero ella quiere alegría. ¿Com­prende usted lo que quiero decir? —continuó míster Omer fumando un poco y restregándose después la barbilla—. Lo que se entiende en general por la expresión: «Vamos, ¡fuerte, valiente!, ¡un buen golpe de remo!, ¡otro buen golpe!, ¡hurra! » . A esto es a lo que me refiero que, en general, le falta a Emily.

El rostro y los ademanes de míster Omer eran tan expresi­vos, que pude, en conciencia, hacerle un gesto expresando que le comprendía. Mi vivacidad de comprensión pareció gustarle, y siguió:

—Ahora bien; yo considero que la principal causa de esto es el estado transitorio en que está. He hablado a menudo de esto con su tío y con su novio por las noches, después del trabajo, y considero que es la principal causa de su inquie­tud. Usted recordará siempre —prosiguió míster Omer— que Emily es una criaturita extraordinariamente afectuosa. El proverbio dice que no se puede hacer una bolsa de seda con la oreja de una trucha. Yo no sé nada; pero creo que, en efecto, sí se puede; la cosa es tener tiempo. Y usted sabe que ha hecho de ese viejo barco una morada que vale más que un palacio de piedra y mármol.

—Estoy seguro —dije.

—El ver a esa linda chiquilla acercarse a su tío, ver cómo cada día está más unida a él, es conmovedor. Y cuando sucede así es porque hay lucha, y ¿para qué prolongarla inútilmente?

Yo escuchaba atento al buen anciano, aprobando de todo corazón cuanto decía.

—Y por eso les he dicho —continuó míster Omer en tono de bondad y condescendencia—: «No consideréis el apren­dizaje de Emily como un compromiso; podéis hacer lo que queráis. Sus servicios me han producido más de lo que me esperaba; Omer y Joram pueden borrar el resto del tiempo convenido, y estará la niña libre el día que les convenga a ustedes. Si después ella quiere arreglarse con nosotros para hacernos algún trabajo en su casa, muy bien; si no le con­viene, también muy bien». De todas maneras, no nos perju­dica, pues sabe usted —dijo míster Omer tocándome con su pipa— no hay cuidado de que un hombre tan corto de resue­llo como yo, y que además tiene nietos, vaya a oprimir a un hermoso pajarito de ojos azules como ella.

—No, no; no hay cuidado; ya lo sabemos —dije.

—No, no; tiene usted razón —dijo míster Omer—. Pues bien; su primo... ¿ya sabe usted que es su primo con quien se va a casar?

—¡Oh, sí! —repliqué—. Le conozco muy bien.

—Naturalmente —repuso míster Omer—; su primo, que está en buena posición y que tiene mucho trabajo, y después de haberme dado las gracias cordialmente (y debo decir que su conducta en este asunto me ha dado la mejor opinión de él), su primo ha alquilado una casita, la más confortable que pueda imaginarse. Esa casita está amueblada de arriba abajo y arreglada como si fuera de muñecas; y creo que si el pobre Barkis no se hubiera puesto tan malo, a estas horas estarían casados; pero eso lo ha retrasado.

—Y Emily, míster Omer —pregunté—, ¿está ahora más tranquila?

—Pues ¿sabe usted? —repuso acariciándose la papada—. Como es natural, no puede esperarse que se tranquilice es­tando a punto de cambiar y de separarse, y todo eso. La muerte de Barkis no lo retrasaría demasiado, pero sí su es­tado crónico de enfermedad. En todo caso, es una situación equívoca, como puede usted ver

—Sí, lo veo.

—En consecuencia, Emily está un poco preocupada, y hasta inquieta, quizá más que nunca. Parece amar cada vez más a su tío y sentir más vivamente el separarse de todos no­sotros. Si le digo una palabra bondadosa se le saltan las lá­grimas, y si usted la viera con la niña de Minnie, no podría olvidarlo jamás. Es extraordinario —dijo míster Omer re­flexionando— lo que quiero a esa niña.

La ocasión me pareció propicia para preguntarle a míster Omer, antes de que volvieran Minnie y su yerno a interrum­pimos, si sabía algo de Martha.

—¡Ah! —dijo sacudiendo la cabeza con abatimiento, Nada bueno. Es una historia triste por cualquier lado que se mire. Nunca he creído que esa muchacha esté corrompida; no lo diría delante de mi hija Minnie; se enfadaría; pero yo no lo he creído nunca.

Míster Omer percibió los pasos de su hija, que yo no ha­bía sentido todavía, y me tocó con la pipa, guiñándome un ojo como advertencia. Casi enseguida entró Minnie con su marido.

Traían la noticia de que Barkis estaba cada vez peor; que había perdido el conocimiento, y que míster Chillip había dicho tristemente en la cocina, al marcharse no hacía cinco minutos, que toda la escuela de Medicina, la de Cirugía y la de Farmacia reunidas no podrían salvarle. En primer lugar, los médicos y cirujanos no podían ya nada, había dicho míster Chillip, y todo lo que los farmacéuticos pudieran ha­cer sería envenenarle.

Al oír esta noticia y saber que mister Peggotty estaba en casa de su hermana decidí irme enseguida. Di las buenas no­ches a míster Omer y a míster y mistress Joram y tomé el ca­mino de casa de Peggotty con una seria simpatía por Barkis, que lo transformaba completamente a mis ojos.

Llamé dulcemente a la puerta y míster Peggotty vino a abrirme. El verme no los sorprendió tanto como yo espe­raba. Lo mismo observé en Peggotty cuando apareció, y es una cosa que he recordado después muy a menudo, pensando que en la espera de aquel terrible desenlace cualquier otro cambio o sorpresa no significaban nada.

Estreché la mano a míster Peggotty y entré en la cocina mientras él cerraba suavemente la puerta. La pequeña Emily, con la cabeza entre las manos, estaba sentada delante del fuego. Ham estaba de pie a su lado.

Hablábamos bajo y escuchábamos de vez en cuando los ruidos de la habitación de encima. Durante mi última visita no había pensado en ello; pero ahora ¡qué extraño se me ha­cía no ver a Barkis en la cocina!

—Ha sido usted muy bueno viniendo, señorito Davy —me dijo míster Peggotty.

—¡Oh, sí, muy bueno! —dijo Ham.

—Emily —dijo míster Peggotty—, mira, querida, aquí está el señorito Davy. Vamos, ¡valor, hija mía! ¿No dices nada al señorito Davy?

Emily temblaba con todos sus miembros. Todavía la veo. Su mano estaba helada cuando la toqué; todavía la siento. No hizo más movimiento que retirarla; después se deslizó de su silla y, acercándose dulcemente a su tío, se inclinó sobre su pecho sin decir nada, temblando siempre.

—Tiene un corazoncito tan bueno —dijo míster Peggotty acariciando sus lindos cabellos con su mano callosa—, que no puede soportar esta pena. Es muy natural: los jóvenes, se­ñorito Davy, no están acostumbrados a esta clase de pruebas y tienen la timidez de este pajarillo; ¡es natural!

Emily se estrechó contra su pecho sin decir una palabra ni levantar la cabeza.

—Es tarde, hija mía, y Ham te espera para llevarte a casa. Anda, vete con él; ¡también él tiene un corazón de oro! ¿Qué, Emily? ¿Qué dices, cariño mío?

El sonido de su voz no llegó a mis oídos; pero él bajó la cabeza como escuchando, y después dijo:

—¿Quieres quedarte con tu tío? ¡Vamos, de ninguna ma­nera! ¿Quedarte con tu tío, chiquilla, cuando el que va a ser tu marido dentro de unos días está aquí para llevarte a casa? Vamos; nadie lo creería al ver a esta chiquilla al lado de un viejo gruñón como yo —dijo míster Peggotty mirándonos a los dos con un orgullo infinito—; pero el mar no contiene más sal que el corazón de la pequeña Emily contiene de ter­nura para su tío; ¡locuela!

—Emily tiene razón, señorito Davy —dijo Ham—; y puesto que Emily lo desea y está un poco inquieta y asus­tada, la dejaré aquí hasta mañana por la mañana. Pero per­mítanme que me quede también.

—No, no —dijo míster Peggotty—; no puede ser; ya es casi como si estuvieras casado, y no puedo perder un día de trabajo, ni tampoco velar esta noche y trabajar mañana. Vuélvete a casa. ¿Es que temes que no te cuidemos bien a Emily?

Ham cedió a aquellas razones y cogió su sombrero para marcharse. Hasta en el momento en que la besó (y yo no le veía nunca acercarse a ella sin pensar que la naturaleza le había dado un corazón de caballero), Emily parecía apre­tarse más contra su tío, tratando de evitar a su novio. Cerré la puerta tras de él, para no turbar el silencio que reinaba en la casa, y al volverme vi que mister Peggotty todavía estaba hablando a su sobrina.

—Ahora —le decía— voy a subir a decir a tu tía que el señorito Davy está aquí; eso la consolará. Siéntate al lado del fuego entre tanto, querida mía, y caliéntate las manos, que las tienes como el hielo. Pero ¿qué te pasa para tener tanto miedo y temblar de ese modo? ¿Qué? ¿Que quieres su­bir conmigo? Bueno, ven. Si a su tío le arrojaran de casa y le obligaran a acostarse en un dique —dijo míster Peggotty con el mismo orgullo de un momento antes—, creo verdadera­mente que querrías acompañarle, pero pronto me va a su­plantar otro, ¿no es verdad, Emily?

Al subir un momento después, cuando pasé por el lado de la puerta de mi habitacioncita, que estaba sumida en la oscuri­dad, me pareció que Emily yacía tendida en el suelo; pero aun ahora no sé si era ella o si fue una ilusión de las sombras que confundían todo a mis ojos en las tinieblas de mi habitación.

Tuve tiempo de reflexionar, mirando el fuego de la co­cina, en el terror que inspiraba la muerte a la pequeña y linda Emily, y pensé que esa sería, unido a las otras razones que me había dado míster Omer, la causa del cambio que se ha­bía operado en ella. Tuve tiempo, antes de que apareciera Peggotty, de pensar con más indulgencia en aquella debili­dad, mientras contaba los latidos del péndulo del reloj, per­cibiendo cada vez más la solemnidad del silencio que rei­naba a mi alrededor. Peggotty me estrechó en sus brazos y me dio las gracias mil veces por haber venido a consolarla en su tristeza (fueron sus propias palabras), y me rogó que subiera con ella, diciéndome, entre sollozos, que Barkis me apreciaba mucho; que había hablado mucho de mí antes de perder el conocimiento, y que en el caso en que lo recobrara estaba segura de que mi presencia le alegraría si es que toda­vía podia alegrarse con algo en el mundo.

Pero esto era cosa absurda, según me pareció cuando le vi. Estaba acostado con la cabeza y los hombros fuera del lecho, en una posición muy incómoda, medio apoyado en el cofre que le había costado tantas preocupaciones. Supe que cuando ya no había sido capaz de arrastrarse fuera del lecho para abrirlo, ni de asegurarse de que estaba allí por medio del bastón, como yo le había visto hacer, lo había hecho co­locar encima de una silla al lado de su cama, donde lo tenía entre sus brazos noche y día. En aquel momento se apoyaba en él; el tiempo y la vida se le escapaban; pero conservaba su cofre, y las últimas palabras que había pronunciado para de­sechar sospechas eran: «Trajes viejos».

—Barkis, amigo mío —dijo Peggotty con un tono que tra­taba de hacer alegre inclinándose hacia él, mientras su her­mano y yo permanecíamos a los pies de la cama—, aquí está mi querido niño Davy, que fue quien sirvió de intermediario en nuestro matrimonio, con el que enviabas tus mensajes, ¡ya lo sabes! ¿Quieres hablar al señorito Davy?

Continuaba mudo y sin conocimiento, como el cofre, que era lo único que daba algo de expresión a su fisonomía, por el cuidado celoso con que lo estrechaba.

—Se va con la marea —me dijo míster Peggotty tapán­dose la boca con la mano.

Mis ojos estaban húmedos y los de míster Peggotty tam­bién. Repetí en voz baja:

—¿Con la marea?

—En las costas —dijo mister Peggotty— siempre se muere con la marea baja, y, por el contrario, siempre se viene al mundo con la marea alta, y no se es totalmente del mundo más que en plena marea. Pues bien; él se irá con la marea. Esta baja a las tres y media y no volverá a subir hasta media hora después. Si dura hasta que el mar empiece a subir no entregará su espíritu mientras estemos en plena marea, y es­perará para marcharse a la próxima marea baja.

Continuábamos allí mirándole. El tiempo transcurría; las horas pasaban. No puedo decir qué misterioso influjo ejercía mi presencia sobre él; pero cuando empezó a murmurar algunas palabras en su delirio hablaba de llevarme a la pen­sión.

—Vuelve en sí —dijo Peggotty.

Míster Peggotty me tocó en el brazo, diciéndome bajo, en tono convencido y respetuoso:

—La marea baja, y se va.

—Barkis, amigo mío —exclamó Peggotty.

—C. P. Barkis —exclamó él con voz débil—: ¡la mejor mujer que hay en el mundo!

—Mira; aquí está Davy —dijo Peggotty, pues abría los ojos.

Iba a preguntarle si me reconocía, cuando hizo un es­fuerzo para extender su brazo, y me dijo claramente, con una dulce sonrisa:

—¡Barkis está dispuesto!

Y el mar bajaba, y se fue con la marea.

CAPÍTULO XI. UNA PÉRDIDA MAYOR

No había dificultad para mí en ceder a los ruegos de Peg­gotty, que me pedía que permaneciera en Yarmouth hasta que los restos del pobre carretero hubieran hecho por última vez el viaje de Bloonderstone. Había comprado desde hacía mucho tiempo, de sus economías, un rinconcito de tierra en nuestro antiguo cementerio, cerca de la tumba de «su que­rida niña», como llamaba siempre a mi madre, y allí reposa­rían sus restos.

Cuando lo pienso ahora me parece que no podía ser más dichoso de lo que lo era entonces acompañando a Peggotty y haciendo por ella lo poco que podía. Pero temo haber sentido una satisfacción todavía mayor (satisfacción personal y profesional) al examinar el testamento de Barkis y al apre­ciar su contenido.

Reclamo el honor de haber sugerido la idea de que el tes­tamento estaría en el cofre. Después de algunas pesquisas, apareció en el fondo de una bolsa, en compañia de un poco de paja, de un antiguo reloj de oro con cadena y dijes, que Barkis había llevado el día de su boda y que nunca se le ha­bía visto ni antes ni después; de una pipa de plata que pare­cía una pierna; de una caja que parecía un limón, llena de ta­citas y platitos que Barkis supongo habría comprado cuando yo era niño para regalármelo y que después no había tenido el valor suficiente para desprenderse de ello; y, por último, encontramos ochenta y siete monedas de oro, en guineas y medias guineas; doscientas diez libras en billetes de banco muy nuevos, algunas acciones del Banco de Inglaterra y una herradura vieja, un chelín falso, un trozo de alcanfor y una concha de ostra. Como el último objeto era evidente que ha­bía sido frotado y mostraba los colores del prisma, estoy muy inclinado a creer que Barkis tenía una idea general so­bre las perlas que nunca había llegado a resolver ni a defi­nirse.

Durante años y años Barkis había llevado siempre con­sigo el cofre en todos sus viajes, y para despistar mejor a quien pudiera espiarle había pensado en escribir con mucho cuidado sobre la tapa, en caracteres que se habían ido bo­rrando con el tiempo, la dirección de «Míster Blackboy: que lo conserve Barkis hasta que sea reclamado».

Pronto me di cuenta de que no había perdido el tiempo economizando durante tantos años. Su fortuna en dinero su­maba cerca de tres mil libras esterlinas. Legaba el usufructo de mil a míster Peggotty durante toda su vida; a su muerte, el capital debía ser repartido, a partes iguales, entre Peg­gotty, la pequeña Emily y yo, o aquel de nosotros que so­breviviera. Dejaba a Peggotty todo lo demás, nombrándola heredera universal y única ejecutora de sus últimas volunta­des expresadas en el testamento.

Estaba yo orgulloso como un procurador cuando leí todo el testamento con la mayor ceremonia, explicando su conte­nido a todas las partes interesadas; empezaba a creer que el Tribunal tenía más importancia de la que yo había supuesto. Examiné el testamento con la mayor atención y declaré que estaba perfectamente en regla sobre todos los puntos, a hice una o dos anotaciones con lápiz al margen, muy sorprendido de saber tanto.

Pasé la semana que precedió al entierro haciendo este examen un poco abstracto y levanté inventario de la fortuna que le tocaba a Peggotty, poniendo en orden todos los asun­tos. En una palabra, fui su consejero y su oráculo para todo. No volví a ver a Emily en este intervalo; pero me dijeron que pensaba casarse discretamente quince días después.

No seguí el entierro de modo formal. Me refiero a que no me revestí de manto negro ni de largo crespón, para asustar a los pájaros, sino que me fui a pie, temprano, a Bloonder­stone, y ya me encontraba en el cementerio cuando llegó el féretro, seguido únicamente de Peggotty y de su hermano. El loco nos miraba desde mi ventana; el niño de míster Chi­llip movía su gran cabeza dando vueltas a sus ojos redondos para mirar al pastor por encima del hombro de su niñera; míster Omer soplaba en segunda línea, y no había nadie más, y todo se hizo tranquilamente. Nosotros nos paseamos por el cementerio durante una hora después de terminar la ceremo­nia y cogimos algunas hojas tiernas, apenas entreabiertas, del árbol que daba sombra a la tumba de mi madre.

Aquí el miedo se apodera de mí; una nube sombría se ex­tiende por encima del pueblo, que veo a lo lejos al dirigir ha­cia allí mis pasos solitarios. Tengo miedo de acercarme. ¿Cómo podré soportar el recuerdo de lo que nos ocurrió du­rante aquella noche memorable, de lo que voy a tratar de re­cordar, si es que puedo dominar mi emoción?

Pero el contarlo no aumentará el daño; por lo tanto, ¿qué adelantaría con detener aquí mi pluma temblorosa? Lo he­cho, hecho está, y nada podría deshacerlo, nada puede cam­biar la menor cosa.

Peggotty debía venirse conmigo a Londres al día si­guiente para las cuestiones del testamento. La pequeña Emily había pasado el día en casa de míster Omer, y debía­mos reunirnos todos por la noche en el viejo barco. Ham de­bía recoger a Emily a la hora de costumbre; yo volvería a pie paseándome. El hermano y la hermana harían el viaje de vuelta como el de ida, y pasaríamos la velada al lado del fuego.

Nos separamos en la barrera donde un Straps imaginario había reposado con el saco de Roderick Random en tiempos pasados; y en lugar de volver directamente, di algunos pasos por la carretera de Lowestoft; después volví sobre mis pasos y tomé el camino de Yarmouth. Me detuve para comer en un café muy bueno, situado a unas dos millas del.Ferry's del que he hablado; el día acababa, y llegué a la orilla al atarde­cer. Llovía mucho; el viento era fuerte, pero la luna aparecía de vez en cuando a través de las nubes, y la oscuridad no era completa.

Pronto estuve a la vista de la casa de míster Peggotty y distinguí la luz que brillaba en la ventana. Ya estoy pateando en la arena húmeda antes de llegar a la puerta. Ya he entrado.

Todo tenía su aspecto agradable y cómodo. Míster Peg­gotty fumaba su pipa de la noche, y los preparativos de la cena seguían su curso; el fuego ardía alegremente; habían quitado las cenizas. La caja en que se sentaba la pequeña Emily la esperaba en el rincón de costumbre. Peggotty es­taba sentada en el lugar que ocupaba antes de casarse, y si no fuera por su traje de viuda hubiera podido creerse que no lo había abandonado nunca. Había resucitado su caja de la­bor, con la catedral de Saint Paul en la tapa. El metro dentro de su chocita y el pedazo de cera seguían en su puesto como el primer día. Mistress Gudmige gruñía un poco en su rin­cón, como de costumbre, lo que hacía más fuerte la ilusión.

—Llega usted el primero, señorito Davy —dijo míster Peggotty radiante—. Quítese ese traje si está mojado, seño­rito.

—Gracias, míster Peggotty —le dije dándole mi gabán para que lo colgara—, el traje está completamente seco.

—Es verdad —dijo míster Peggotty palpándome los hom­bros—, completamente seco; siéntese aquí, señorito; no tengo necesidad de decirle que es usted bien venido, pero es igual de todos modos: lo es usted; se lo digo de todo corazón.

—Gracias, míster Peggotty; ya lo sé. Y tú, Peggotty, ¿cómo estás? —le dije dándole un beso.

—¡Ja, ja, ja! —dijo míster Peggotty riéndose y sentándose a nuestro lado, mientras se frotaba las manos como hombre a quien no disgusta encontrar una distracción honrada a sus penas recientes; y con toda la cordial franqueza habitual en él—. Es lo que le digo siempre a mi hermana: no hay una mujer en el mundo, señorito, que pueda tener el espíritu más tranquilo que ella. Ha cumplido con su deber para con el di­funto, y él lo sabía, pues también ha cumplido su deber para con ella como ella lo había cumplido para con él; y... y todo ha sucedido bien.

Mistress Gudmige gruñó.

—Vamos, ¡valor, hermosa comadre! —dijo míster Peg­gotty; pero sacudió la cabeza mirándonos de reojo, para dar­nos a entender que los últimos sucesos eran oportunos para recordarle al «viejo»—. No se deje abatir. ¡Valor! Un pe­queño esfuerzo, y ya verá usted cómo después todo va bien.

—Para mí no, Dan —contesto mistress Gudmige—; lo único bueno que me puede ocurrir es quedarme sola y aislada.

—No, no —dijo míster Peggotty en tono consolador.

—Sí, sí, Dan —dijo mistress Gudmige—. Yo no soy per­sona para vivir con gentes que han heredado. He sido dema­siado desgraciada, y haríais bien desembarazándoos de mí.

—¿Y cómo iba a poder gastarme el dinero sin ti? —dijo míster Peggotty en tono de seria queja—. ¿Qué estás di­ciendo? ¿Acaso no lo necesito más que nunca?

—Ya sabía yo que antes no me necesitaban —exclamó mistress Gudmige con el acento más lamentable—, y ahora ya no se ocultan para decirlo. ¿Cómo podía yo hacerme ilu­siones de que me necesitaban, una pobre mujer aislada y de­solada y que no hace más que dar la mala suerte?

Míster Peggotty parecía recriminarse a sí mismo por ha­ber dicho algo que pudiera tener un sentido tan cruel; pero Peggotty le impidió contestar tirándole de la manga y mo­viendo la cabeza. Después de haber mirado un momento a mistress Gudmige, con profunda ansiedad miró el reloj, se levantó, avivó el fuego de la vela y la puso en la ventana.

—Aquí—dijo míster Peggotty con aire satisfecho—, aquí estamos, mistress Gudmige.

Mistress Gudmige lanzó un débil gemido.

—¡Ya tenemos la luz como de costumbre! ¿Me pregunta usted lo que estoy haciendo, señorito? Es para nuestra pe­queña Emily. ¿Sabe usted? El camino está oscuro, y no re­sulta muy alegre en la oscuridad; por ello cuando estoy en casa a la hora de su regreso pongo la luz en la ventana, y así sirve para dos cosas: en primer lugar —dijo míster Peggotty inclinándose hacia mí con alegría—, Emily piensa: «Allí está la casa»; y también: « Mi tío está ya», pues si yo no es­toy, tampoco está la luz.

—¡Eres un niño! —dijo Peggotty, muy entusiasmada con aquello.

—Bien —dijo míster Peggotty, con las piernas un poco separadas y paseando sus manos por encima, con expresión de profunda alegría y mirando alternativamente al fuego y a nosotros—. No sé si lo seré; al menos a la vista no.

—No del todo —observó Peggotty.

—No —dijo míster Peggotty riendo—, a la vista no; pero, reflexionándolo bien, me tiene sin cuidado, ¿saben ustedes?

Voy a decirles: Cuando miro a mi alrededor en esta linda ca­sita de nuestra Emily... me siento..., me siento... —dijo míster Peggotty en un impulso de entusiasmo—. ¡No puedo decir más!; me parece que los objetos más insignificantes son, por decirlo así, una parte de ella misma; los cojo, los muevo y los toco con la misma delicadeza que si fueran nuestra Emily; lo mismo me ocurre con sus sombreritos y con todas sus cosas. No podría ver que se tratara mal cual­quier objeto que le perteneciese, por nada del mundo. He aquí cómo soy un niño, si queréis bajo la forma de un gran erizo de mar —dijo míster Peggotty abandonando su serie­dad para lanzar una sonora carcajada.

Peggotty y yo también reímos, pero no tan alto.

—Supongo que esto debe de provenir —continuó mister Peggotty con el rostro radiante y frotándose siempre las piernas— de haber jugado tanto con ella haciendo como que éramos turcos y franceses y toda clase de extranjeros, y hasta leones y ballenas, y qué sé yo cuántas cosas, cuando no me llegaba a las rodillas. De eso debe de provenir. ¿Veis muy bien esta vela, no? —dijo míster Peggotty, que conti­nuaba riendo mientras nos la enseñaba—. Pues bien: estoy seguro de que cuando se haya casado y marchado la seguiré poniendo ahí igual que ahora. Estoy seguro de que cuando esté aquí por la noche (¿y dónde iría a vivir, os pregunto, sea cual sea la fortuna que me llegue?), cuando ella no esté aquí o no esté yo en su casa, pondré la luz en la ventana y me sentaré al lado del fuego haciendo como que la estoy es­perando como ahora. Así soy un niño —dijo míster Peg­gotty con una nueva carcajada— bajo la forma de un erizo de mar. ¿Veis? En este momento, mientras veo brillar la luz, me digo: «Emily la ve, ya estará cerca». Y por eso os pa­rezco un niño bajo la forma de un erizo de mar. Después de todo, no me equivoco —continuó míster Peggotty, in­terrumpiéndose en medio de su carcajada y palmoteando—, porque aquí está.

Pero no; era Ham, que venía solo. La lluvia debía de ha­ber arreciado mucho desde que yo había entrado, pues Ham llevaba un gran sombrero de hule encajado hasta los ojos.

—¿Dónde está Emily? —dijo míster Peggotty.

Ham hizo un movimiento de cabeza como indicando que estaba en la puerta. Míster Peggotty quitó la luz de la ven­tana, la despabiló, la volvió a poner encima de la mesa y se puso a atizar el fuego, mientras Ham, que no se había mo­vido, me dijo:

—Señorito Davy, ¿quiere usted venir fuera conmigo un momento para ver lo que Emily y yo tenemos que enseñarle?

Salimos. Al pasar a su lado por la puerta vi, con tanta sor­presa como susto, que estaba pálido como la muerte. Me em­pujó con precipitación fuera y volvió a cerrar la puerta trás de nosotros. Sólo estábamos los dos.

—Ham, ¿qué sucede?

—¡Señorito Davy! ¡Ay! ¡Su pobre corazón roto! ¡Cómo lloraba amargamente!

Yo estaba como petrificado a la vista de aquel dolor; no sabía qué pensar ni qué temer; no sabía más que mirarle.

—Ham, amigo mío; ¡en nombre del cielo, dime lo que ha ocurrido!

—Mi amor, señorito Davy; el orgullo y la esperanza de mi vida, por quien hubiera querido morir, por quien todavía querría morir, ¡se ha marchado!

—¿Se ha marchado?

—Emily ha huido, y piense cómo ha huido, cuando yo le pido a la bondad de Dios y a su misericordia que la mate (a ella, a quien quiero por encima de todo) antes que dejarla perderse y deshonrarse.

El recuerdo de la mirada que dirigió al cielo, cargado de nubes; del temblor de sus manos juntas, de la angustia que expresaba toda su persona, todavía ahora está unido en mi espíritu al de la vasta soledad de la playa. En la oscuridad de la noche, él era el único personaje de la escena.

—Usted es un sabio —dijo con precipitación— y sabrá lo mejor que puede hacerse. ¿,Cómo anunciárselo a su tío, se­ñorito Davy?

Vi moverse la puerta, a instintivamente hice un movi­miento para sujetar el picaporte desde el exterior, para ganar algún momento. Pero era demasiado tarde. Míster Peggotty asomó la cabeza, y no olvidaré nunca el cambio que se pro­dujo en su expresión al vernos; no, aunque viviera quinien­tos años no lo olvidaría.

Recuerdo un gemido y un grito. Las mujeres le rodean, y estamos todos de pie en la habitación, yo teniendo en la mano un papel que Ham me acaba de entregar. Míster Peg­gotty, con el chaleco entreabierto, los cabellos en desorden, el rostro y los labios muy pálidos, la sangre, que debió salir de su boca, brillando en su pecho, me mira fijamente.

—Lea usted, señorito —dice lentamente, en voz baja y temblorosa—; haga el favor, para que trate de comprender.

En medio de un silencio de muerte leí una carta, medio borrada por las lágrimas, que decía:

«Cuando recibas esta carta, tú que me amas infini­tamente, más de lo que he merecido nunca, incluso cuando mi corazón era inocente, estaré ya muy lejos.

—Estaré lejos —repitió míster Peggotty lentamente—. Espere. Emily estará lejos, ¿y qué más?

» Cuando deje mi querido hogar, ¡oh mi querido ho­gar!, por la mañana —la carta estaba fechada la vís­pera por la noche— será para no volver nunca, a me­nos que me traiga después de haber hecho de mí una señora. Encontraréis esta carta la noche del día de mi marcha, muchas horas después, en el momento en que esperéis verme. ¡Oh, si supierais cómo tengo el cora­zón destrozado! Si tú, Ham, sobre todo; tú, con quien tan mal me porto y que no podrás nunca perdonarme, ¡si supieras lo que sufro! Pero soy demasiado culpable para hablarte de mí. ¡Oh, sí!, consuélate con el pensa­miento de que soy culpable. ¡Oh! Y, por piedad, dile a mi tío que no le he amado nunca ni la mitad que ahora. No recordéis toda la bondad y el afecto que me habéis demostrado; no recuerdes que debíamos casarnos; trata de convencerte de que llevo muerta desde que era pequeñita y de que estoy enterrada en cualquier parte. Que el cielo, del que no soy digna de implorar la pie­dad para mí, la tenga al menos para mi tío. Dile que nunca le he querido ni la mitad que ahora. Consuélale. Ama a alguna buena muchacha que sea para mi tío lo que yo era antes, que sea digna de ti y que te sea fiel; bastante tenéis con mi vergüenza para desesperaros. ¡Que Dios os bendiga a todos! Le rogaré a menudo por todos, de rodillas. Si no me trae hecha una señora, aun­que no pueda rezar por mí misma rezaré por todos vo­sotros. Mi mayor ternura, para mi tío. Mis lágrimas y mi agradecimiento, para mi tío.»

Era todo.

Míster Peggotty continuó largo tiempo mirándome después de haber terminado. Por fin me aventuré a cogerle una mano y a rogarle lo mejor que pude que tratara de recobrar el ánimo.

—¡Gracias, señorito, gracias! —me respondía sin mo­verse.

Ham le habló y míster Peggotty no fue impasible a su do­lor, pues le estrechó la mano con todas sus fuerzas; pero eso era todo: continuaba en la misma actitud, y nadie se atrevía a molestarle.

Por fin, lentamente, separó los ojos de mi rostro, como si saliera de un sueño, y los paseó alrededor de la habitación; después dijo en voz baja:

—¿Quién es él? Quiero saber su nombre.

Ham me miró, y yo me sentí al momento anonadado por un golpe que me hizo retroceder.

—¿Sospechas de alguien? —dijo míster Peggotty—. ¿De quién?

—Señorito Davy —dijo Ham en tono suplicante—, salga usted un momento y déjeme que le diga lo que le tengo que decir. Usted no puede oírlo.

Sentí de nuevo el mismo golpe, y me dejé caer en una si­lla; traté de pronunciar una respuesta, pero mi lengua estaba helada y mis ojos turbados.

—Quiero saber su nombre —repetía míster Peggotty.

—Desde hace algún tiempo —murmuró Ham— hay un criado que ha venido algunas veces a rondar por aquí. Y tam­bién un caballero; se entendían.

Míster Peggotty continuaba inmóvil; pero miró a Ham.

—Al criado —continuó Ham— le han visto ayer tarde con..., con nuestra pobre niña. Estaba oculto en las cercanías desde hacía lo menos ocho días. Creían que se había mar­chado; pero solamente estaba oculto. ¡No se quede aquí, señorito Davy, no se quede!

Sentí que Peggotty me pasaba el brazo alrededor del cue­llo para arrastrarme; pero no hubiera podido moverme aun­que la casa se me cayera encima.

—Esta mañana, casi antes de amanecer, se ha visto un co­che desconocido con caballos de postas por la carretera de Norwich —continuó Ham—. El criado fue allí, volvió aquí y volvió allá. La última vez Emily iba con él. El otro estaba en el coche. ¡Es él!

—¡En nombre del cielo —dijo míster Peggotty retroce­diendo y extendiendo la mano para rechazar un pensamiento que temía confesarse a sí mismo—, no me digas que se llama Steerforth!

—Señorito Davy —exclamó Ham con la voz rota—, no es culpa de usted... y estoy muy lejos de acusarle; pero... su nombre es Steerforth, y ¡es un miserable!

Míster Peggotty no lanzó un grito, no vertió una lágrima, no hizo un movimiento; pero al cabo de un rato pareció que se despertaba de pronto y se puso a descolgar un grueso ca­pote, que estaba suspendido en un rincón del techo.

—Ayudadme un poco; estoy destrozado y no consigo ha­cer nada. Ayudadme un poco. ¡Bien! —añadió cuando se le hubo ayudado— Ahora dadme mi sombrero.

Ham le preguntó dónde iba.

—Voy a buscar a mi sobrina, voy a buscar a mi Emily. Y antes voy a hundir el barco ese donde he debido ahogarle; sí, tan verdad como estoy vivo que lo habría hecho si hubiera podido sospechar lo que meditaba. Cuando estaba sentado frente a mí —dijo como un loco, extendiendo el puño cerrado—; cuando estaba sentado frente a mí, que me parta un rayo si no le hubiera ahogado y si no hubiera estado con­vencido de que obraba bien. ¡Voy a buscar a mi sobrina!

—¿Dónde? —exclamó Ham poniéndose delante de la puerta.

—¿Qué importa dónde? Voy a buscar a mi sobrina por el mundo. Voy a buscar a mi pobre niña en su vergüenza y a traerla conmigo. Que no me detengan. ¡Digo que voy a bus­car a mi sobrina!

—No, no —exclamo mistress Gudmige, que vino a inter­ponerse entre ellos en un acceso de dolor—; no, no, Daniel. En el estado en que estás, no. Irás a buscarla pronto, mi po­bre Dan, es muy justo; pero ahora no. Siéntate y perdóname el haberte atormentado tanto, Dan... (¿qué son mis penas al lado de esta?) y hablemos de los tiempos en que ella se quedó huérfana y Ham huérfano; cuando yo era una pobre viuda y tú me habías recogido. Esto calmará tu pobre cora­zón, Daniel —dijo apoyando su cabeza en el hombro de míster Peggotty—, y soportarás mejor tu dolor, pues ya co­noces la promesa, Daniel: «Lo que hayas hecho por el me­nor de tus hermanos será como si me lo hubieras hecho a mí mismo», y esto no podrá por menos que cumplirse bajo este techo que nos ha servido de abrigo durante tantos años, ¡tan­tos años!

Parecía que se había vuelto insensible, y cuando le oí llorar, en lugar de ponerme de rodillas, como tenía ganas de hacer para pedirles perdón por el dolor que les había causado y para maldecir a Steerforth, hice más: di a mi corazón oprimido el mismo desahogo, y lloré con ellos.

CAPÍTULO XII. EL PRINCIPIO DE UN LARGO VIAJE

Supongo que lo que es natural en mí es natural en todo el mundo, y por eso no temo decir que nunca he querido más a Steerforth que en el momento en que los lazos que nos unían se habían roto. En la amarga angustia que me causaba el des­cubrimiento de su crimen recordaba más claramente que nunca sus brillantes cualidades; apreciaba más vivamente todo lo que había bueno en él; hacía más completa justicia a todas las facultades que hubieran podido hacer de él un hombre de una naturaleza noble y excepcional; lo veía todo más claro que en la época más ardiente de mi abnegación pasada; me resultaba imposible no sentir profundamente la parte involuntaria que había tenido en la mancha que caía sobre aquella familia honrada, y, sin embargo, creo que si me hubiera encontrado frente a frente con él no habría te­nido fuerzas para dirigirle ni un solo reproche. Le hubiese amado tanto todavía, aunque mis ojos estuvieran abiertos; hubiese conservado un recuerdo tan tierno de mi afecto por él, que me temo habría sido débil como un niño que no sabe más que llorar y olvidar; pero claro que no se me ocurrió pensar en una reconciliación entre nosotros. Fue un pensamiento que no abrigué jamás. Sentía, como él mismo lo ha­bía sentido, que todo había terminado entre él y yo. Nunca he sabido qué recuerdo había conservado de mí; quizá no era más que un recuerdo ligero, fácil de desechar; pero yo, yo lo recordaba como a un amigo muy querido que me hu­biera arrebatado la muerte.

Sí, Steerforth; desde que has desaparecido de la escena de este pobre relato, no digo que mi dolor no presentará invo­luntariamente testimonio contra ti ante el trono del Juicio Fi­nal; pero no temas que mi cólera ni mis reproches acusado­res lo persigan por sí mismos.

La noticía de lo que acababa de ocurrir se extendió pronto por el pueblo, y al pasar por las calles al día siguiente por la mañana oía a los habitantes hablar de ello delante de sus puertas. Había muchas gentes que se mostraban muy seve­ras con ella; otras, con él; pero sólo había una opinion res­pecto a su padre adoptivo o a su novio. Todo el mundo, de todas condiciones, demostraba por su dolor un respeto lleno de cuidados y delicadezas. Los marineros permanecieron alejados cuando los vieron andar lentamente por la playa muy de madrugada, y formaron grupos donde sólo se ha­blaba de ellos para compadecerlos.

Los encontré en la playa a la orilla del mar, y me habría sido fácil observar que no habían pegado ojo, aunque Peg­gotty no me hubiera dicho que la mañana les había sorpren­dido sentados todavía donde los había dejado la víspera. Pa­recían agotados, y me pareció que aquella sola noche había inclinado la cabeza de míster Peggotty más que todos los años transcurridos desde que yo le conocía. Pero los dos es­taban graves y tranquilos como el mismo mar que se exten­día ante nosotros sin una ola, bajo un cielo sombrío, aunque el oleaje duro demostrase claramente que respiraba dentro de su reposo y aunque una banda de luz que iluminaba el ho­rizonte hiciera adivinar detrás la presencia,del sol, invisible todavía tras de las nubes.

—Hemos hablado mucho, señorito —me dijo míster Peg­gotty, después de que dimos los tres reunidos algunas vuel­tas por la arena, en silencio—, de lo que debíamos y no de­bíamos hacer. Pero ahora ya está decidido.

Lancé por casualidad una mirada a Ham. En aquel mo­mento miraba el resplandor que iluminaba al mar en la leja­nía, y aunque su rostro no estaba animado por la cólera y, a lo que recuerdo, sólo podía leer una expresión resuelta y sombría, se me ocurrió el terrible pensamiento de que si en­contraba alguna vez a Steerforth lo mataría.

—Mi deber aquí está cumplido, señorito —dijo míster Peggotty—, y voy a buscar a mi... —

Después se detuvo y añadió con voz más segura:

—Voy a buscarla; es mi única misión desde ahora,

Sacudió la cabeza cuando le pregunté dónde la buscaría, y me preguntó si me marchaba a Londres al día siguiente. Le dije que si no me había marchado ya era por temor de desperdiciar la ocasión si podía ayudarle en algo; pero que estaba dispuesto a partir cuando él quisiera.

—Mañana me iré con usted, señorito —dijo—, si le pa­rece bien.

Dimos de nuevo algunos paseos en silencio.

—Ham continuará trabajando aquí —añadió después de un momento—. Se irá a vivir a casa de mi hermana. En cuanto al viejo barco...

—¿Es que abandonará usted el viejo barco, míster Peg­gotty? —pregunté con dulzura.

—Mi sitio no está ya allí, señorito Davy; y si alguna vez ha naufragado un barco desde que las tinieblas existen sobre la superficie del abismo, es este. Pero no, señorito, no; yo no quiero abandonarlo, ni mucho menos.

Andamos otro rato en silencio, y después continuó:

—Lo que deseo, señorito, es que esté siempre, día y no­che, invierno como verano, tal como ella lo ha conocido siempre desde la primera vez que lo vio. Si alguna vez sus pasos errantes se dirigen hacia aquí, no quiero que su antigua morada parezca rechazarla; al contrario, quiero que la invite a acercarse a la vieja ventana, como un aparecido, para mirar, a través del viento y la lluvia, su rinconcito al lado del fuego. Entonces, señorito Davy, quizá viendo a mistress Gudmige sola tenga valor y se deslice dentro temblando; quizá se deje acostar en su antigua camita y repose su cabeza fatigada allí donde antes se dormía tan alegremente.

No pude contestar, a pesar de todos mis esfuerzos.

—Todas las noches —continuó míster Peggotty—, a la caída de la tarde, la luz se pondrá como de costumbre en la ventana, con el fin de que si algún día llega a verla crea que se oye llamar con dulzura: «Vuelve, hija mí; vuelve». Y si alguna vez llaman a la puerta de tu tía por la noche, Ham, sobre todo si llaman suavemente, no vayas a abrir tú. ¡Que sea a mi hermana y no a ti a quien vea primero la pobre niña!

Dio algunos pasos y anduvo delante de nosotros unos mo­mentos. Durante aquel intervalo lancé de nuevo una mirada a Ham, y viendo la misma expresión en su rostro, con la mi­rada siempre fija en el resplandor lejano, le toqué en el brazo. Le llamé dos veces por su nombre como si hubiera querido despertar a un hombre dormido, sin que me hiciera caso. Cuando por fin le pregunté en qué pensaba, me respondió:

—En lo que tengo delante de mí, señorito Davy, y en lo de más allá.

—¿En la vida que se abre ante ti, quieres decir?

Me había señalado vagamente el mar.

—Sí, señorito Davy; no sé bien lo que es, pero me pa­rece... que es de allá abajo de donde vendrá el fin.

Y me miró como un hombre que se despierta; pero con la misma resolución.

—¿El fin de qué? —pregunté, sintiendo renacer mis te­mores.

—No lo sé —dijo con aire pensativo—; recordaba que era aquí donde había empezado todo, y... naturalmente, pensaba que aquí es donde debe terminar. Pero no hablemos más, señorito Davy —añadió, respondiendo, según pareció, a mi mirada—; no tenga miedo; estoy tan inquieto, me pa­rece, que no sé...

Y, en efecto, no sabía dónde estaba, y su espíritu vagaba en la mayor confusión.

Míster Peggotty se detuvo para damos tiempo a que le al­canzáramos y no continuamos; pero el recuerdo de mis pri­meros temores me volvió más de una vez hasta el día en que el inexorable fin llegó en el momento fijado.

Nos habíamos acercado sin damos cuenta al barco. En­tramos. Mistress Gudmige, en lugar de lamentarse en su rincón de costumbre, estaba muy ocupada preparando el desayuno. Acercó una silla a míster Peggotty, le cogió el sombrero y habló con tal dulzura y buen sentido, que no la reconocía.

—Vamos, Daniel, buen hombre —decía—, hay que co­mer y beber para conservar las fuerzas; si no no podrás ha­cer nada. Vamos, un esfuerzo, y valor, querido, y si lo mo­lesto con mi charla, me lo dices y termino.

Cuando nos hubo servido a todos se retiró al lado de la ventana para repasar las camisas y demás trapos de míster Peggotty, que dobló después con cuidado para encerrarlos en un viejo saco de hule como los que llevan los marineros. Durante aquel tiempo continuaba hablando con la misma dulzura.

—Siempre, en todas las estaciones del año —decía mistress Gudmige—, continuaré aquí, y todo seguirá como deseas. No soy muy instruida, pero te escribiré de vez en cuando, cuando te hayas marchado, y enviaré mis cartas al señorito Davy. Quizá tú también me escribas alguna vez, Dan, para decirme cómo te encuentras mientras viajas solo en tus tristes pesquisas.

—Temo que tu vayas a encontrar muy aislada —dijo míster Peggotty.

—No, no, Daniel; no hay cuidado; no te preocupes por mí. ¿Te parece poco entretenimiento tener todas las cosas en orden —mistress Gudmige se refería a la casa— para tu re­greso y para el de todos los que puedan volver, Dan? Cuando haga buen tiempo me sentaré a la puerta, como hacía siem­pre. Y si alguien vuelve, podrá ver desde lejos a la vieja viuda, a la fiel guardiana del hogar.

¡Qué cambio había dado mistress Gudmige en tan poco tiempo! Era otra persona. Tan abnegada, tan comprensiva, consciente de lo que era bueno decir y de lo que convenía callar; pensando tan poco en sí misma y tan preocupada con la pena de los que la rodeaban, que yo la miraba con una es­pecie de veneración. ¡Cuánto trabajo aquel día! Había en la playa muchísimas cosas que convenía guardar en el cober­tizo: velas, redes, remos, cuerdas, palos, cazuelas para las langostas, sacos de arena para el lastre, etc. Y aunque la ayuda no faltó, pues no hubo en la playa un par de manos que no estuvieran dispuestas a trabajar con toda su alma para míster Peggotty, y demasiado dichosas de poder ayudarle en algo, sin embargo, mistress Gudmige continuó todo el día arrastrando fardos muy por encima de sus fuerzas, y corriendo de acá para allá ocupada en una multitud de cosas inútiles. Y nada de sus lamentaciones de costumbre sobre sus desgracias; parecía haberlas olvidado por completo. Es­tuvo todo el día serena y tranquila, a pesar de su viva y buena simpatía, lo que no era de lo menos sorprendente en el cambio que se había operado en ella. Ni un momento de mal humor. Ni una sola vez pude observar que su voz tem­blase o que cayera una lágrima de sus ojos; únicamente por la noche, a la caída de la tarde, cuando se quedó sola con míster Peggotty, que se durmió agotado, se deshizo en lágri­mas y trató en vano de retener sus sollozos. Después, lleván­dome hacia la puerta, me dijo:

—¡Que Dios le bendiga, señorito Davy! ¡Sea usted siem­pre tan buen amigo para el pobre hombre!

Después salió a lavarse los ojos antes de volver a sentarse a su lado, para que al despertar la encontrara tranquilamente trabajando. En una palabra, cuando los dejé por la noche era ella el apoyo y el sostén de míster Peggotty en su tristeza, y yo no me cansaba de pensar en la lección que mistress Gud­mige me había dado y en el nuevo aspecto del corazón hu­mano que me acababa de descubrir.

Serían las nueve y media cuando, paseándome tristemente por el pueblo, me detuve a la puerta de míster Omer. Minnie me dijo que a su padre le había afligido tanto lo ocurrido, que había estado todo el día triste y se había acostado sin fu­mar su pipa.

—¡Es una muchacha perdida, un mal corazón —dijo mistress Joram—; nunca ha valido nada, ¡nunca!

—No diga usted eso —repliqué—, porque no lo siente.

—Sí que lo siento —dijo mistress Joram con cólera.

—No, no —le dije yo.

Mistress Joram bajó la cabeza tratando de conservar su expresión dura y severa, pero no pudo triunfar sobre su emo­ción y se echó a llorar. Yo era joven, es verdad; pero aquella simpatía me dio muy buena opinión de ella, y me pareció que, en su calidad de mujer y madre irreprochable, aquello era todavía más de apreciar.

—¿Qué será de ella? —decía Minnie sollozando—. ¿Dónde irá? ¡Dios mío! ¿Qué será de ella? ¡Oh! ¿Cómo ha podido ser tan cruel consigo misma y con Ham?

Yo recordaba los tiempos en que Minnie era una linda muchachita, y me gustaba ver que también ella los recor­daba con tanta emoción.

—Mi pequeña Minnie —dijo mistress Joram— se acaba de dormir ahora mismo. Hasta en sueños solloza por Emily. Todo el día ha estado llamándola y preguntándome a cada momento si Emily era mala. ¿Qué le voy a contestar? La úl­tima noche que Emily ha pasado aquí se quitó la cinta de su cuello y se la puso a la nena; después puso su cabeza en la almohada, al lado de la de Minnie, hasta que se durmió pro­fundamente. Ahora la cinta continúa alrededor del cuello de mi pequeña Minnie. Quizá no debía consentirlo; pero ¿qué quiere usted que haga? Emily es muy mala; pero ¡se querían tanto! Además, la niña no tiene conocimiento.

Mistress Joram estaba tan triste, que su marido salió de su habitación para consolarla. Los dejé juntos y emprendí el camino hacia casa de Peggotty, quizá más melancólico que nunca.

Aquella excelente criatura (me refiero a Peggotty), sin pensar en su cansancio ni en sus preocupaciones recientes, ni en tantas noches que había pasado sin dormir, se había quedado en casa de su hermano para no abandonarle hasta el momento de su partida, y en la casa no había conmigo más que una mujer vieja, que se encargaba de la limpieza hacía unas semanas, cuando Peggotty no pudo ya ocuparse. Como yo no tenía ninguna necesidad de sus servicios, la mandé acostarse, con gran satisfacción suya, y me senté delante del fuego de la cocina, para reflexionar un poco sobre todo lo que había ocurrido.

Confundía los últimos sucesos con la muerte de Barkis, y veía al mar, que se retiraba a lo lejos; recordaba la mirada extraña que Ham había fijado en el horizonte, cuando fui sa­cado de mis sueños por un golpe dado en la puerta. La puerta tenía aldaba; pero el ruido no era de la aldaba: era una mano la que había llamado, y muy abajo, como si fuera un niño el que quería que le abrieran.

Me apresuré más que si hubiera sido un lacayo oyendo un aldabonazo en casa de un personaje de distinción; abrí, y en el primer momento, con gran sorpresa, no vi más que un in­menso paraguas, que parecía andar solo; pero pronto descu­brí bajo su sombra a miss Mowcher.

No hubiese estado muy dispuesto a recibir bien a aquella criatura si en el momento de retirar su paraguas, que no con­seguía cerrar, hubiera encontrado en su rostro aquella expresión grotesca que tanta impresión me causó en nuestro pri­mer encuentro. Pero cuando me miró fue con una expresión tan grave, que le quité el paraguas (cuyo volumen hubiera sido incómodo hasta para el gigante irlandés), mientras ella extendía sus manos con una expresión de dolor tan viva que sentí hasta simpatía por ella.

—Miss Mowcher —dije después de haber mirado a dere­cha a izquierda en la calle desierta sin saber lo que bus­caba—, ¿cómo está usted aquí? ¿Qué le pasa a usted?

Me hizo señas con su corto brazo derecho de que cerrara el paraguas, y entrando con precipitación pasó a la cocina. Cerré la puerta y la seguí con el paraguas en la mano, encon­trándola ya sentada en un rincón, balanceándose hacia ade­lante y hacia atrás y apretándose las rodillas con las manos como una persona que sufre.

Un poco inquieto por aquella visita inoportuna y por ser único espectador de aquellas extrañas gesticulaciones, ex­clamé de nuevo:

—Miss Mowcher, ¿qué le ocurre a usted? ¿Está usted en­ferma?

—Hijo mío —replicó miss Mowcher apretando sus ma­nos contra su corazón—, estoy enferma, muy enferma, cuando pienso en lo que ha ocurrido y en que hubiese po­dido saberlo, impedirlo quizá, si no hubiera estado tan loca y aturdida como estoy.

Y su gran sombrero, tan poco apropiado a su estatura de enana, se balanceaba siguiendo los movimientos de su cuer­pecito y haciendo bailar al unísono tras de ella, en la pared, la sombra de un sombrero gigantesco.

—Estoy muy sorprendido —empecé a decir— de verla tan seriamente preocupada... —Pero me interrumpió:

—Sí, siempre me ocurre lo mismo. Todos los seres privi­legiados que tienen la suerte de llegar a su pleno desarrollo se sorprenden de encontrar sentimientos en una pobre enana como yo. No soy para ellos más que un juguete, con el que se divierten, para tirarme a la basura cuando se cansan; se imaginan que no tengo más sensibilidad que un caballo de cartón o un soldado de plomo. Sí, sí; eso me ocurre siempre; no es cosa nueva.

—Yo no puedo hablar más que de mí; pero le aseguro que no soy de ese modo. Quizá no hubiera debido sorprenderme de verla a usted en ese estado, puesto que no la conozco ape­nas. Dispénseme; se lo he dicho sin intención.

—¿Qué quiere usted que haga? —replicó la mujercita, en pie, y levantando los brazos para que la viera mejor—. Vea usted: mi padre era como yo; mi madre, lo mismo; mi her­mano, también, a igualmente mi hermana. Trabajo para mi hermano y mi hermana desde hace muchos años... sin des­canso, míster Copperfield, todo el día. Hay que vivir. Yo no hago daño a nadie. Si hay personas lo bastante crueles para burlarse de mí, ¿qué quiere usted que haga yo? Tengo que hacer lo mismo que ellos; y por eso he llegado a reírme de mí misma, de los que se ríen de mí y de todo. Se lo pregunto: ¿quién tiene la culpa? Por lo menos yo no la tengo.

No, no; veía muy bien que no era la culpa de miss Mow­cher.

—Si hubiera dejado sospechar a su pérfido amigo que no por ser enana dejaba de tener un corazón como el de cual­quier otro —continuó, moviendo la cabeza con expresión de reproche—, ¿cree usted que me habría demostrado nunca el menor interés? Si la pequeña Mowcher (no tiene la culpa de ser como es, pues no se ha hecho a sí misma, caballero) se hubiera dirigido a él o a cualquiera de sus semejantes en nombre de sus desgracias, ¿cree usted que habrían escu­chado siquiera su vocecita? Sin embargo, la pequeña Mow­cher necesitaba vivir, aunque hubiera sido la más tonta y la más gruñona de los pigmeos; pero no hubiese conseguido nada, ¡oh, no! Se habría agotado pidiendo un pedazo de pan, y la hubiesen dejado morir de hambre; y, sin embargo, ¡no puede alimentarse del aire!

Miss Mowcher se sentó de nuevo, sacó su pañuelo y se enjugó los ojos.

—¡Vamos! Si tiene usted el corazón bueno, como creo, más bien me debía felicitar por haber tenido el valor, dentro de lo que soy, de soportarlo todo alegremente. Yo misma me felicito de poder hacer mi poquito de camino en el mundo sin deber nada a nadie y sin tener que dar por el pan que me lanzan al pasar, por tontería o vanidad, más que algunas bu­fonadas a cambio. Y si no me paso la vida lamentándome por lo que me falta, mejor para mí; con eso no hago daño a nadie. Y si os tengo que servir de juguete a vosotros los gi­gantes, al menos tratad con dulzura al juguete.

Miss Mowcher volvió a guardarse el pañuelo en el bolsi­llo, y mirándome intensamente prosiguió:

—Le he visto hace un momento en la calle. Como supondrá usted, yo no puedo andar tan deprisa como usted, con mis pier­nas cortas y mi débil aliento, y no he podido alcanzarle; pero adivinaba dónde se dirigía usted y lo he seguido. Ya he venido hoy una vez aquí; pero la buena mujer no estaba en casa.

—¿Es que la conoce usted? —le pregunté.

—He oído hablar de ella —replicó— en casa de Omer y Joram. Esta mañana, a las siete, estaba allí. ¿Recuerda usted lo que Steerforth me dijo de esa desgraciada niña el día en que los vi a los dos en el hotel?

El gran sombrero que llevaba en la cabeza miss Mowcher y el más grande todavía que se reflejaba en la pared empeza­ron a columpiarse de nuevo cuando me hizo esta pregunta.

Le contesté que lo recordaba muy bien y que había pen­sado muchas veces en ello durante el día.

—¡Que el padre de la mentira le confunda —dijo la ena­nita levantando un dedo ante sus ojos llameantes— y que confunda diez veces más a su miserable criado! Y yo con­vencida de que era usted el que tenía por ella una pasión desde hacía muchos años.

—¿Yo? —repetí.

—¡Qué niño es usted y qué mala suerte tan ciega! —ex­clamó miss Mowcher torciéndose las manos con impacien­cia—. ¿Por qué la elogiaba usted tanto, ruborizado y con­fuso?

No podía negar que decía la verdad, aunque había inter­pretado mal mi emoción.

—¿Cómo iba yo a adivinarlo? —dijo miss Mowcher sa­cando de nuevo su pañuelo y golpeando con el pie cada vez que se enjugaba los ojos con las dos manos—. Yo me daba cuenta de que Steerforth le atormentaba a usted y le mimaba al mismo tiempo, y que usted era como cera blanda entre sus manos. Y no hacía un momento que había dejado la habitación, cuando su criado me dijo que el jo­ven inocente (así le llamaba; usted puede llamarle el viejo canalla sin perjudicarle) estaba loco por la chica y la chica por él; que su señor estaba decidido a que las cosas no tu­vieran malas consecuencias, más por afecto a usted que por ella, y que con ese objeto estaban en Yarmouth. ¿Cómo no creerle? Había visto que Steerforth le mimaba a usted y le halagaba haciendo el elogio de la muchacha. Usted fue quien habló de ella el primero. Usted confesó que hacía tiempo la había amado. Tenía calor y frío, enro­jecía y palidecía cuando yo hablaba de ella. ¿Qué quiere usted que pensara sino que era usted un pequeño libertino en ciernes, a quien no faltaba más que la experiencia, y que entre las manos en que había caído la experiencia no le faltaría mucho tiempo si no se encargaba de dirigirla por el buen camino, como era su capricho? ¡Oh, oh, oh! Es que tenían miedo de que descubriese la verdad —ex­clamó miss Mowcher levantándose para trotar de arriba abajo por la cocina y levantando al cielo sus dos bracitos desesperadamente—; sabían que soy bastante viva, pues lo necesito para salir adelante en el mundo, y se pusieron de acuerdo para engañarme; y me hicieron dar a aquella desgraciada una carta, el origen, me temo mucho, de sus relaciones con Littimer, que se quedó aquí expresamente para ello.

Quedé confundido ante la revelación de tanta perfidia, y miré a miss Mowcher, que seguía paseándose. Cuando es­tuvo rendida se volvió a sentar y se enjugó el rostro con el pañuelo, sacudió la cabeza y no hizo más movimiento ni in­terrumpió el silencio.

—Mis viajes por provincias me han llevado ayer noche a Norwitch, míster Copperfield —añadió por fin—. Lo que por casualidad he sabido del secreto que había envuelto su llegada y su partida me extrañó al saber que usted no for­maba parte de ella, y me hizo sospechar algo. Y ayer noche tomé la diligencia de Yarmouth en el momento en que pa­saba por Norwitch, y he llegado aquí esta mañana, dema­siado tarde, ¡ay!, ¡demasiado tarde!

La pobre miss Mowcher se estremecía a fuerza de llorar y de desesperarse; después se volvió hacia el fuego para ca­lentar sus piececitos mojados entre las cenizas, y se quedó allí como una gran muñeca, con los ojos fijos en el fuego.

Yo estaba sentado en una silla al otro lado de la chimenea, sumido en mis tristes reflexiones y mirando tan pronto al fuego como a ella.

—Tengo que marcharme —dijo, por último, levantán­dose—, es tarde. ¿Usted no desconfiará de mí?

Al encontrar su mirada penetrante, más penetrante que nunca, cuando me dirigió aquella pregunta, no pude respon­der con un «no» franco del todo.

—Vamos —dijo aceptando la mano que le ofrecía para pasar por encima del guardafuegos y mirándome supli­cante—, sabe usted muy bien que si fuera una mujer de esta­tura corriente no desconfiaría.

Comprendí que tenía mucha razón, y me avergonce un poco de mí mismo.

—Es usted muy joven —me dijo— Escuche usted un consejo, aunque sea de una criatura como yo, que no levanta tres pies del suelo. Trate, amigo mío, de no confundir las de­formidades físicas con las morales, a menos que tenga razo­nes para ello.

Cuando se vio libre del guardafuegos y yo de mis sospe­chas, le dije que no dudaba de que me había explicado fiel­mente sus sentimientos, y que los dos habíamos sido instru­mentos ciegos en aquellas pérfidas manos. Miss Mowcher me dio las gracias, añadiendo que era un buen muchacho.

—Ahora, fíjese —dijo en el momento de llegar a la puerta, volviéndose a mirarme con el dedo levantado y ex­presión maliciosa— Tengo razones para suponer, por lo que he oído decir (pues siempre tengo el oído pronto; debo utili­zar las facultades que poseo), que han partido para el extran­jero. Pero si vuelven, o alguno de los dos vuelve estando yo viva, tengo más facilidades que otro para saberlo, pues ando siempre de un lado para otro; todo lo que yo sepa lo sabrá usted, y si puedo alguna vez ser útil de cualquier modo a esa pobre niña, lo haré con toda mi alma, si Dios quiere. En cuanto a Littimer, más le valdría tener un perro dogo tras de sus huellas que a la pequeña Mowcher.

No pude por menos de dar fe interiormente a aquella pro­mesa cuando vi la expresión de su mirada.

—Sólo le pido que tenga en mí la misma confianza que tendría en una mujer de estatura corriente, ni más ni menos —dijo la criaturita cogiéndome, suplicante, la mano—. Si usted vuelve a verme de un modo diferente a como me ve ahora; si me ve enloquecer, como me ha visto la primera vez, fíjese en la gente que me rodea. Recuerde que soy una pobre criatura sin socorro y sin defensa. Figúrese usted a miss Mowcher volviendo a su casa por la noche, reunién­dose con su hermano, que es como ella, y con su hermana, que también lo es, después de terminar su jornada de tra­bajo, y quizá entonces sea usted más indulgente conmigo y no se sorprenda de mi pena ni de mi gravedad. ¡Buenas noches!

Estreché la mano de miss Mowcher con una opinión muy diferente de la que me había inspirado hasta entonces, y sos­tuve la puerta para que saliera. No era poco el abrir el enorme paraguas y ponerlo en equilibrio en su mano; sin embargo lo conseguí, y la vi bajar por la calle á través de la lluvia sin que nada indicase que había una persona debajo del paraguas, excepto cuando el agua que rebosaba de algu­nos canalones descargaba sobre él y le hacía inclinarse a un lado; entonces aparecía miss Mowcher en peligro, haciendo violentos esfuerzos para enderezarle.

Después de salir una o dos veces para socorrerla, pero sin resultado, pues algunos pasos más lejos el paraguas empezaba otra vez a saltar ante mí como un gran pájaro antes de que le alcanzara, entré a acostarme y me dormí hasta la mañana.

Míster Peggotty y mi niñera vinieron a buscarme muy temprano, y nos dirigimos a las oficinas de la diligencia, donde mistress Gudmige nos esperaba con Ham para decir­nos adiós.

—Señorito Davy —me dijo Ham en voz baja y aparte, mientras míster Peggotty ponía su saco al lado del equi­paje—; su vida está completamente destrozada; no sabe dónde va; no sabe lo que le espera; empieza un viaje que le va a llevar de aquí para allá hasta el fin de su vida (puede us­ted contar con ello), si es que no encuentra lo que busca. ¡Sé que será usted siempre un amigo para él, señorito Davy!

—Puedes estar seguro —le dije estrechando afectuosa­mente su mano.

—¡Gracias, gracias! Todavía una palabra. Yo me gano bien la vida, ¿sabe usted, señorito Davy? Es más; ahora no sabré en qué gastar lo que gano, ya no necesito más que lo justo para vivir. Si usted pudiera gastarlo por él, señorito, trabajaría de mejor gana. Aunque, en cuanto a eso —conti­nuó en tono firme y dulce—, puede usted estar seguro de que no dejaré de trabajar como un hombre y que lo haré lo mejor que pueda.

Le dije que estaba convencido de ello, y no le oculté mi esperanza de que llegara un tiempo en que renunciaría a la vida solitaria a que por momentos se creía condenado para siempre.

—No, señorito —dijo moviendo la cabeza—. Todo eso ha pasado para mí. Nunca nadie podrá llenar el vacío que ha dejado. Y no olvide que aquí siempre habrá dinero de más, señorito Davy.

Le prometí tenerlo en cuenta, al mismo tiempo que le re­cordaba que míster Peggotty tenía ya una renta, modesta, es verdad, pero segura, gracias al legado de su cuñado. Des­pués nos despedimos uno del otro. No puedo dejar sin recor­dar su valor sencillo y conmovedor y su pena tan honda.

En cuanto a mistress Gudmige, si tuviera que describir las carreras que dio por la calle al lado de la diligencia sin ver otra cosa, a través de las lágrimas que trataba de retener, más que a míster Peggotty sentado en la imperial, lo que la hacía tropezar contra todos los que iban en dirección contraria, me vería obligado a lanzarme en una empresa muy difícil. Pre­fiero dejarla por fin sentada en los escalones de una panade­ría, sin aliento, con el sombrero que ya no tenía forma y uno de los zapatos esperándola en medio de la calle, a una dis­tancia considerable.

Al llegar al término de nuestro viaje, la primera ocupa­ción fue buscar a Peggotty un alojamiento donde su hermano pudiera tener una cama; y tuvimos la suerte de encontrar en­seguida uno muy limpio y barato, encima de la tienda de un vendedor de velas, y separado de mi casa solamente por dos calles. Después de apalabrar la habitación compré carne y fiambre en una tienda y llevé a mis compañeros de viaje a tomar el té a mi casa, exponiéndome, siento decirlo, a no ob­tener la aprobación de mistress Crupp, sino muy al contra­rio. Sin embargo, debo mencionar aquí, para que se conoz­can bien las cualidades contradictorias de aquella estimable dama, que le sorprendió mucho ver a Peggotty remangarse su traje de viuda, diez minutos después de llegar, para po­nerse a limpiar mi alcoba. Mistress Crupp miraba esta usur­pación de su cargo como una libertad que se tomaba, y ella no consentía nunca que nadie se tomara libertades con ella.

Míster Peggotty me había comunicado en el camino a Londres un proyecto que no me sorprendió. Tenía la inten­ción de ver a mistress Steerforth en primer lugar. Yo me sen­tía obligado a ayudarle en aquella empresa y a servir de me­diador entre ellos, por lo que, con objeto de cuidar lo más posible de la sensibilidad de la madre, le escribí aquella misma noche. Le explicaba, lo más suavemente que podía, el daño que se le había hecho a míster Peggotty y el derecho que también yo tenía por mi parte para quejarme de aquel desgraciado suceso. Le decía que era un hombre de clase in­ferior, pero de carácter dulce y elevado, y que me atrevía a esperar que no se negara a verle en la desgracia que le ago­biaba. Le pedía que nos recibiera a las dos de la tarde, y en­vié yo mismo la carta, con la primera diligencia de la ma­ñana.

A la hora fijada estábamos delante de la puerta..., la puerta de aquella casa en que había sido tan dichoso algunos días antes y donde había entregado con tanta alegría toda mi con­fianza y todo mi corazón; aquella puerta que desde ahora me estaba cerrada y que no miraba yo más que como una ruina desolada.

Littimer no estaba. La muchacha que le había reempla­zado, con gran satisfacción mía, desde mi última visita, fue la que nos abrió y nos condujo a la sala. Mistress Steerforth estaba allí. Rose Dartle, en el momento que entramos, dejó la silla que ocupaba y fue a colocarse de pie detrás del sillón de mistress Steerforth.

Al momento me di cuenta, por el rostro de la madre, de que estaba enterada por su mismo hijo de lo que había he­cho. Estaba muy pálida, y sus facciones tenían la huella de una emoción demasiado profunda para poderla atribuir únicamente a mi carta, sobre todo teniendo en cuenta las dudas que le hubiera hecho abrigar su ternura.

En aquel momento la encontré más parecida que nunca a su hijo, y vi, más con mi corazón que con mis ojos, que mi compañero no estaba menos sorprendido que yo del pare­cido.

Sentada muy derecha en su butaca, con aire majestuoso, imperturbable, impasible, parecía que nada en el mundo sería capaz de turbarla. Miró con orgullo a míster Peggotty, pero él no la miraba con menos entereza. Los ojos penetrantes de Rose Dartle nos abrazaban a todos. Durante un momento el silencio fue completo. Mistress Steerforth hizo un signo a míster Peggotty para que se sentara.

—No me parecería natural, señora —dijo en voz baja—, sentarme en esta casa; prefiero continuar de pie.

Nuevo silencio, que ella rompió diciendo:

—Sé lo que le trae aquí y lo lamento profundamente. ¿Qué desea usted de mí? ¿Qué quiere usted que haga?

Míster Peggotty, sosteniendo el sombrero debajo del brazo, buscó en su pecho la carta de su sobrina, la sacó, la desdobló y se la entregó.

—Haga usted el favor de leer eso, señora; ¡lo ha escrito mi sobrina!

Ella lo leyó con la misma impasible gravedad. No pude percibir en sus rasgos la menor huella de emoción. Después devolvió la carta.

—«A no ser que me traiga después de haber hecho de mí una señora» —dijo míster Peggotty siguiendo con el dedo las palabras— Vengo a saber si cumplirá su promesa.

—No —replicó ella.

—¿Por qué no? —preguntó míster Peggotty.

—Porque es imposible; sería una deshonra para mi hijo; no puede usted ignorar que está muy por debajo de él.

—Levántenla hasta ustedes —dijo míster Peggotty.

—Es ignorante y sin educación.

—Quizá sí, quizá no; pero no lo creo, señora —dijo míster Peggotty—; sin embargo, como no soy juez en esas cosas, enséñenla lo que no sepa.

—Puesto que me obliga usted a hablar con mayor clari­dad (y siento tener que hacerlo), su familia es demasiado hu­milde para que una cosa semejante sea verosímil, aunque no hubiera ningún otro obstáculo.

—Escúcheme usted, señora —dijo míster Peggotty lenta­mente y muy serio—; usted sabe cómo se quiere a un hijo; yo también. Si fuera hija mía no la podría querer más. Pero usted no sabe lo que es perder un hijo y yo sí lo sé. Todas las riquezas del mundo, si fueran mías, no me costarían nada para rescatarla. Arránquela al deshonor, y yo le doy mi pala­bra de que no tendrá que temer el oprobio de verse unida a mi familia. Ninguno de los que han vivido con ella y la han considerado como su tesoro durante tantos años volverá a ver nunca su lindo rostro. Renunciaremos a ella, nos conten­taremos con recordarla, como si estuviera muy lejos, bajo otro cielo; nos contentaremos con confiarla a su marido y a sus hijos, quizá, y esperaremos para volver a verla en el mo­mento en que todos seremos iguales ante Dios.

La sencilla elocuencia de sus palabras no dejó de producir efecto. Mistress Steerforth persistía en su actitud altanera, pero su tono se había dulcificado un poco al contestarle:

—No justifico nada. No acuso a nadie, y siento tener que repetir que no es posible. Un matrimonio así destruiría sin esperanza el porvenir de mi hijo. Eso no puede ser y no será; esté usted seguro. Si hay alguna otra compensación...

—Estoy viendo un rostro que me recuerda por su pare­cido al que he visto frente a mí —interrumpió míster Peg­gotty, con mirada firme y brillante— en mi casa, al lado de mi fuego, en mi barco, en todas partes, con sonrisa de amigo, en el momento en que meditaba una traición tan negra, que casi me vuelvo loco cuando lo recuerdo. Si el rostro que se parece a aquel no se pone rojo como el fuego ante la idea de ofrecerme dinero a cambio de la pérdida y la ruina de mi niña, es que no vale más que el otro; quizá vale todavía me­nos, puesto que es el de una mujer.

Mistress Steerforth cambió de actitud al momento. Enro­jeció de cólera y dijo con altanería, apretando el brazo de su sillón:

—¿Y usted qué compensación me ofrece por el abismo que ha abierto entre nosotros? ¿Qué es su cariño comparado con el mío? ¿Qué es su separación al lado de la nuestra?

Miss Dartle la tocó suavemente a inclinó la cabeza para hablarla en voz baja; pero ella no la escuchó.

—No, Rose; ni una palabra. ¡Quiero que este hombre me oiga hasta el final! Mi hijo, que ha sido el único objeto de mi vida, a quien estaban consagrados todos mis pensamientos, a quien no he negado un solo capricho desde su infancia, con el que he vivido una existencia común desde su naci­miento, ¡enamorarse en un instante de una miserable mucha­cha y abandonarme! ¡Recompensarme de mi confianza con una decepción sistemática por amor a esa chica y dejarme por ella! ¡Sacrificar a ese odioso capricho el derecho que tiene su madre a su respeto, a su afecto, a su obediencia, a su gratitud; los derechos que cada día y cada hora de su vida debían haberle sido sagrados! ¿No es también ese un daño irreparable?

De nuevo Rose Dartle trató de tranquilizarla, pero fue en vano.

—Te lo repito, Rose, ¡cállate! Si ¡ni hijo es capaz de ex­ponerlo todo por el capricho más frívolo, yo también puedo hacerlo por un motivo más digno de mí. ¡Que vaya donde quiera con los recursos que mi amor le ha proporcionado! ¿Cree que me dominará con una ausencia larga? ¡Conoce muy poco a su madre si cuenta con ello! ¡Que renuncie al mo­mento a ese capricho y será bienvenido! Si no renuncia al instante, que no intente volver a acercarse a mí, ni vivo ni moribundo, mientras pueda levantar la mano para oponerme, hasta que se olvide de ella para siempre y venga humilde­mente a pedirme perdón. ¡Ese es mi derecho! ¡Ese es el abismo que han abierto entre nosotros! Y digan, ¿no es un daño irreparable? —dijo mirando a su visitante con la misma expresión altanera de los primeros momentos.

Oyendo y viendo a la madre mientras pronunciaba aque­llas palabras me parecía oír y ver a su hijo responderle con un desafío. Encontraba en ella todo lo que había en él de ter­quedad y obstinación. Todo lo que había podido apreciar por mí mismo de la energía mal dirigida de Steerforth me hacía comprender mejor el carácter de su madre. Veía claramente que sus almas, en su violencia salvaje, iban al unísono.

Mistress Steerforth me dijo entonces que le parecía una pérdida de tiempo seguir hablando y que deseaba poner fin a la entrevista. Se levantó con dignidad para dejar la habita­ción, pero míster Peggotty dijo que era inútil.

—No tema usted que le estorbe, señora; no tengo nada más que decir —añadió dando un paso hacia la puerta—. He venido aquí sin esperanzas y sin esperanzas me voy. He he­cho lo que creía que debía hacer; pero no esperaba nada de mi visita. Esta casa maldita ha hecho demasiado daño a los míos para que pueda razonablemente esperar algo.

Y salimos, dejándola de pie al lado de su butaca, como si estuviera posando para un retrato de noble actitud, con un bello rostro.

Para salir teníamos que atravesar una galería de cristales que servía de vestíbulo; una parra la cubría por completo con sus hojas; hacía un tiempo hermoso, y las puertas que daban al jardín estaban abiertas. Rose Dartle entró por allí sin ruido, en el momento en que pasábamos, y se dirigió a mí.

—Ha tenido usted una idea feliz —dijo— con traer a este hombre aquí.

Nunca hubiera creído que ni aun en aquel rostro se pu­diera encontrar una expresión de rabia y de desprecio como la que oscurecía sus rasgos y resplandecía en sus ojos ne­gros. La cicatriz del martillo estaba, como siempre en esos accesos, muy acusada. El temblor nervioso que yo había ob­servado ya la agitaba todavía, y trataba de ocultarlo.

—¡Qué bien ha escogido usted a su hombre para traerle aquí y servirle de campeón!, ¿no es verdad? ¡Qué amigo fiel!

—Miss Dartle —repuse—, seguramente no es usted tan injusta como para acusarme a mí en este momento.

—¿Para qué viene usted a separar a estas dos criaturas in­sensatas? —replicó ella—. ¿No ve usted que están locos los dos de terquedad y orgullo?

—¿Es culpa mía acaso? —repliqué.

—Sí; es su culpa. ¿Por qué ha traído usted ese hombre aquí?

—Es un hombre al que han hecho mucho daño, mis Dar­tle —respondí—; quizá no lo sabe usted.

—Sé que James Steerforth —dijo apretando la mano con­tra su pecho, como para impedir que estallara la tormenta que reinaba en él— tiene un corazón pérfido y corrompido; sé que es un traidor. Pero ¿qué necesidad tengo de preocu­parme ni de saber lo que concierne a este hombre ni a su mi­serable sobrina?

—Miss Dartle —repliqué—, envenena usted la llaga, y demasiado profunda es ya. Solamente le repito, al dejarla, que no le hace justicia.

—No hago ninguna injusticia; uno de tantos miserables sin honor; en cuanto a ella, querría que la azotaran.

Míster Peggotty pasó sin decir una palabra y salió.

—¡Oh! Es vergonzoso, miss Dartle; es vergonzoso —le dije con indignación—. ¿,Cómo tiene usted corazón para pi­sotear así a un hombre destrozado por un dolor tan poco me­recido?

—Querría pisotearlos a todos —replicó—. Querría ver su casa destruida de arriba abajo. Querría que marcaran a su so­brina el rostro con un hierro candente, que la cubrieran de harapos y la arrojaran a la calle para morir de hambre. Si tu­viera el poder de juzgarla, he aquí lo que mandaría que le hi­cieran; no, no; he aquí lo que le haría yo misma. ¡La odio, la odio! Si pudiera echarle en cara su situación infame, iría al fin del mundo para hacerlo. Si pudiera perseguirla hasta la tumba, lo haría. Si a la hora de su muerte hubiera una pala­bra que pudiera consolarla y no hubiera nadie en el mundo que la supiera más que yo, moriría antes que decírsela.

Toda la vehemencia de aquellas palabras sólo puede dar una idea muy imperfecta de la pasión que la poseía y que brillaba en toda su persona, aunque había bajado la voz en lugar de elevarla. Ninguna descripción podría expresar el re­cuerdo que he conservado de ella en aquella embriaguez de furor. He visto la cólera bajo muchas formas, pero nunca la he visto bajo aquella.

Cuando alcancé a míster Peggotty bajaba la colina lenta­mente, con aire pensativo. Me dijo que, teniendo ya el cora­zón tranquilo de lo que había querido intentar en Londres, tenía la intención de emprender aquella misma noche sus viajes. Le pregunté adónde pensaba ir, y únicamente me res­pondió:

—Voy a buscar a mi sobrina, míster Davy.

Llegamos a su alojamiento, encima de la tienda de velas, y allí pude repetir a Peggotty lo que me había dicho. Ella, a su vez, me dijo que lo mismo le había dicho a ella por la ma­ñana. No sabía más que yo dónde iría; pero pensaba que de­bía de tener algún proyecto en la cabeza.

No quise dejarle en aquellas circunstancias, y comimos los tres reunidos una empanada de buey, que era uno de los platos maravillosos que hacían honor al talento de Peggotty, y cuyo perfume incomparable estaba todavía realzado (lo re­cuerdo divinamente) por un olor compuesto de té, de café, de mantequilla, de tocino, de queso, de pan tierno, de ma­dera quemada, de velas y de salsa de setas que subía de la tienda sin cesar. Después de comer nos sentamos al lado de la ventana durante cosa de una hora, sin hablar apenas; des­pués míster Peggotty se levantó, cogió su saco de hule y su cantimplora y los puso encima de la mesa.

Aceptó como anticipo de su herencia una pequeña suma, que su hermana le dio en dinero contante; apenas lo necesa­rio para vivir un mes me pareció. Prometió escribirme si lle­gaba a saber algo, y después, pasando la correa de su saco por su hombro, cogió su sombrero y su bastón y nos dijo a los dos: «Hasta la vista».

—¡Que Dios lo bendiga, mi querida vieja! —dijo abra­zando a Peggotty—. Y a usted también, míster Davy —aña­dió estrechándome la mano, Voy a buscarla por el mundo. Si volviera mientras yo no esté aquí (pero, ¡ay!, no es nada probable), o si yo la trajera, mi intención es irme a vivir con ella donde nadie pueda dirigirle el menor reproche; si me su­cediera alguna desgracia, acordaos que las últimas palabras que he dicho para ella son: « Que dejo a mi querida niña todo mi cariño inquebrantable y mi perdón».

Dijo esto en tono solemne, con la cabeza desnuda; des­pués, volviendo a ponerse el sombrero, se alejó. Le segui­mos hasta la puerta. La tarde era cálida y había mucho polvo. El sol poniente lanzaba raudales de luz sobre la calle, y el ruido constante de pasos se había ensordecido un mo­mento en la gran calle a que desembocaba nuestra callejuela. Dio vuelta a la esquina de la calleja sombría, entró en la luz deslumbrante y desapareció.

Rara vez veía llegar aquella hora de la tarde, rara vez al despertarme de noche y ver la luna y las estrellas, o si escu­chaba caer la lluvia o soplar el viento, dejaba de pensar en el pobre peregrino, que iba solo por los caminos, y recordaba sus palabras:

«Voy a buscarla por el mundo. Si me ocurriera una des­gracia, acordaos de que las últimas palabras que he dicho para ella son: "Dejo a mi niña querida todo mi cariño inque­brantable y mi perdón".»

CAPÍTULO XIII. FELICIDAD

Durante todo aquel tiempo había seguido amando a Dora más que nunca. Su recuerdo me servía de refugio en mis contrariedades y mis penas, y hasta me consolaba de la pér­dida de mi amigo. Cuanta más compasión tenía de mí mismo más piedad sentía por los demás y más buscaba el consuelo en la imagen de Dora. Cuanto más lleno me parecía el mundo de decepciones y de penas, más se levantaba la estre­Ila de Dora, pura y brillante, por encima de él. No creo que tuviera una idea muy clara de la patria donde Dora había na­cido, ni del sitio encumbrado que ocupaba en la escala de ar­cángeles y serafines; pero sé que hubiera rechazado con in­dignación y desprecio el pensamiento de que pudiera ser una criatura humana como todas las demás señoritas.

Sí; puedo expresarme así; estaba absorto en Dora, pues no sólo estaba enamorado de ella hasta perder la cabeza, sino que era un amor que penetraba todo mi ser. Se hubiera po­dido sacar de mí (es una comparación) el amor suficiente para ahogar en él a un hombre, y todavía hubiera quedado bastante para inundar mi existencia entera.

Lo primero que hice por mi propia cuenta al volver a Lon­dres fue ir por la noche a pasearme a Norwood, donde, se­gún los términos de un respetable enigma que me propusie­ron en la infancia, «di la vuelta a la casa sin tocar nunca la casa». Creo que este difícil problema se aplica a la luna. Sea como sea, yo, el esclavo fanático de Dora, di vueltas alrede­dor de la casa y del jardín durante dos horas, mirando a tra­vés de las rendijas de las empalizadas y llegando con esfuer­zos sobrehumanos a pasar la barbilla por encima de los clavos clavos oxidados que guarnecían la parte altar enviando besos a las luces que aparecían en las ventanas, haciendo a la noche súplicas románticas para que tomara en su mano la defensa de mi Dora... no sé bien contra quién: sería contra un incendio; quizá contra los ratones, que le daban mucho miedo.

Mi amor me preocupaba de tal modo y me parecía tan na­tural confiarle todo a Peggotty cuando la volví a encontrar a mi lado por la noche con todos sus antiguos enseres de cos­tura, pasando revista a mi guardarropa, que después de mu­chos circunloquios le comuniqué mi secreto. Peggotty se in­teresó mucho por ello; pero no conseguí que considerase la cuestión desde el mismo punto de vista que yo. Tenía prejui­cios atrevidísimos en mi favor, y no podía comprender mis dudas y mi abatimiento.

—La joven podía darse por muy satisfecha con tener se­mejante adorador —decía—, y en cuanto a su papá, ¿qué mas podía apetecer aquel señor que se lo dijeran'?

Observé, sin embargo, que el traje de procurador y el cue­llo almidonado de míster Spenlow le imponían un poco, ins­pirándole algún respeto por el hombre en el que yo veía to­dos los días y cada vez más una criatura etérea que me parecía despedir rayos de luz mientras estaba sentado en el Tribunal, en medio de sus carpetas, como un faro destinado a iluminar un océano de papeles. Recuerdo también otra cosa que me pasaba mientras estaba sentado entre los señores del Tribunal. Pensaba que todos aquellos viejos jueces y docto­res no se preocuparían siquiera de Dora si la conocieran, y que no se volverían locos de alegría si les propusiera casarse con ella; que Dora podría, cantando y tocando aquella guita­rra mágica, empujarme a mí a la locura sin conmover siquiera ni hacer salir de su paso ni a uno de aquellos seres.

Los despreciaba a todos sin excepción, ¡a todos! Me pare­cían unos viejos helados de corazón y me inspiraban una re­pulsión personal. El Tribunal me parecía tan desprovisto de poesía y de sentimiento como un gallinero.

Había tomado en mi mano con cierto orgullo el manejo de los asuntos de Peggotty; había probado la identidad del testamento; lo había arreglado todo en la oficina de delega­dos, y hasta lo había llevado al banco; en fin, la cosa estaba en buen camino. Daba alguna variedad a los asuntos legales yendo a ver con Peggotty las figuras de cera de Fleet Street (supongo que se habrán fundido desde hace veinte años que no las he visto) y visitando la exposición de miss Linvood, que ha quedado en mi recuerdo como un mausoleo de cro­chet, propicio a los exámenes de conciencia y al arrepenti­miento, y, en fin, recorriendo la torre de Londres y subiendo hasta lo alto del cimborrio de Saint Paul. Estas curiosidades procuraron a Peggotty alguna distracción de la que podía go­zar en sus actuales circunstancias. Sin embargo, hay que con­fesar que la catedral de Saint Paul, gracias al cariño que tenía a su caja de labor, le pareció bastante digna de rivalizar con la pintura de su tapa, aunque la comparación, desde algunos puntos de vista, resultara en ventaja de aquella pequeña obra de arte; al menos esa era la opinión de Peggotty.

Los asuntos de Peggotty estaban en lo que acostumbrába­mos llamar el Tribunal de Negocios ordinarios, clase de nego­cios, entre paréntesis, muy fáciles y lucrativos, y cuando ter­minaron la conduje al estudio para arreglar su cuenta. Míster Spenlow había salido un momento. Según me dijo el viejo Ti­fey, había ido a acompañar a un caballero que venía a prestar juramento para una dispensa de amonestación; pero como yo sabía que volvería enseguida, pues nuestro despacho estaba al lado del vicario general, le dije a Peggotty que esperase.

En el Tribunal, cuando se trataba de examinar un testa­mento, hacíamos un poco el papel de empresarios de pom­pas fúnebres, y teníamos, por regla general, la costumbre de componernos una expresión más o menos sentimental cuando tratábamos con clientes de luto. Por este mismo prin­cipio estábamos siempre alegres cuando se trataba de clien­tes que iban a casarse. Previne a Peggotty que iba a encontrar a míster Spenlow bastante repuesto de la impresión que le había causado la muerte de Barkis y, en efecto, cuando entró parecía que entraba el novio.

Pero ni a Peggotty ni a mí nos divirtió mirarle cuando vimos que le acompañaba míster Murdstone. Había cambiado muy poco. Sus cabellos eran tan abundantes y tan negros como an­tes, y su mirada no inspiraba más confianza que en el pasado.

—¡Ah! Míster Copperfield, ¿creo que ya conoce usted a este caballero?

Saludé fríamente a míster Murdstone. Peggotty se limitó a dejar ver que le reconocía. En el primer momento pareció un poco desconcertado al encontrarnos juntos; pero pronto supo qué hacer y se acercó a mí.

—¿Supongo que está usted bien?

—No creo que pueda interesarle, caballero; pero si quiere usted saberlo, sí.

Nos miramos un momento; después se dirigió a Peggotty.

—Y de usted —dijo— siento saber que ha perdido a su marido.

—No es la primera pérdida de mi vida, míster Murdstone —dijo Peggotty temblando de la cabeza a los pies—. Única­mente me consuela que esta vez no puedo acusar a nadie; nadie tiene que reprochárselo.

—¡Ah! —dijo— Es un gran consuelo. ¿Ha cumplido us­ted con su deber?

—Gracias a Dios no he amargado la vida a nadie, míster Murdstone, ni he hecho morir de miedo y de pena a una cria­tura llena de bondad y de dulzura.

Míster Murdstone la miró con expresión sombría y como de remordimiento durante un minuto; después dijo, volvién­dose hacia mí, pero mirándome a los pies, en lugar de mi­rarme al rostro:

—No es nada probable que nos volvamos a encontrar en mucho tiempo, lo cual debe ser motivo de satisfacción para los dos, sin duda, pues encuentros como este no pueden ser agradables nunca, y no espero que usted, que siempre se ha rebelado contra mi autoridad legítima cuando la empleaba para su bien, pueda ahora demostrarme la menor buena vo­luntad. Hay entre nosotros una antipatía...

—Muy antigua —dije interrumpiéndole.

Sonrió y me lanzó la mirada más venenosa que podían lanzar sus ojos negros.

—Sí; todavía estaba usted en la cuna cuando ya alentaba en su pecho —dijo—; y ello envenenó bastante la vida de su pobre madre; tiene usted razón. Espero, sin embargo, que con el tiempo mejore usted y se corrija.

Así terminó nuestro diálogo, en voz baja, en un rincón. Después de esto entró en el despacho de míster Spenlow, di­ciendo en voz alta, con su tono más dulce:

—Los hombres de su profesión, míster Spenlow, están acostumbrados a las disensiones de familia y sabe lo amar­gas y complicadas que son siempre.

Después pagó su dispensa, la recibió de míster Spenlow cuidadosamente doblada, y después de estrecharse la mano y de hacer por parte del procurador votos por su felicidad y la de su futura esposa, abandonó las oficinas.

Quizá me hubiera costado más trabajo guardar silencio después de sus últimas palabras si no hubiera estado preocu­pado tratando de convencer a Peggotty (que se había encoleri­zado a causa mía) de que no estábamos en un lugar propicio a las recriminaciones y rogándole que se contuviera. Estaba en tal estado de exasperación, que me creí bien librado cuando vi que terminaba con uno de sus tiernos achuchones. Lo debía sin duda a aquella escena, que acababa de desper­tar en ella el recuerdo de las antiguas injurias, y sostuve lo mejor que pude el ataque, en presencia de míster Spenlow y de todos sus empleados.

Míster Spenlow no parecía saber cuál era el lazo que exis­tía entre míster Murdstone y yo, lo que me complacía. pues no podía soportar ni el tener que reconocerlo yo mismo, recordando, como recordaba, la historia de mi pobre madre. Míster Spenlow parecía creer, si es que creía algo, que se trataba de diferentes opiniones políticas; que mi tía estaba a la cabeza del partido del Estado en nuestra familia, y que ha­bía algún otro partido de oposición, dirigido por otra per­sona; al menos esa fue la conclusión que saqué de lo que de­cía mientras esperábamos la cuenta de Peggotty que redactaba míster Tifey.

—Miss Trotwood —me dijo— es muy firme y no está dispuesta a ceder a la oposición, yo creo. Admiro mucho su carácter y le felicito, Copperfield, de estar en el lado bueno. Las querellas de familia son muy de sentir, pero son muy co­rrientes, y el caso es estar del lado bueno.

Con aquello quería decir, supongo, del lado del dinero.

—Según creo, hace un matrimonio bastante conveniente —dijo míster Spenlow.

Le dije que no sabía nada.

—¿De verdad? —dijo— Pues por algunas palabras que míster Murdstone ha dejado escapar, como ocurre siempre en casos semejantes, y por lo que miss Murdstone me ha dado a entender, me parece que se trata de un matrimonio bastante conveniente para él.

—¿Quiere usted decir que ella tiene dinero? —pregunté.

—Sí —dijo míster Spenlow—; parece ser que dinero, y también belleza; al menos eso dicen.

—¿De verdad? ¿Y es joven su nueva mujer?

—Acaba de cumplir su mayoría de edad —dijo míster Spenlow—, y hace tan poco tiempo, que yo creo que no es­peraban más que a eso.

—¡Dios tenga compasión de ella! —exclamó Peggotty tan bruscamente y en un tono tan inesperado, que nos que­damos un poco desconcertados hasta el momento en que Ti­fey llegó con la cuenta.

Apareció pronto y tendió el papel a míster Spenlow para que lo verificase. Míster Spenlow metió la barbilla en la corbata, y después, frotándosela dulcemente, releyó todos los artículos de un cabo al otro, como hombre que quería reba­jar algo; pero, ¡qué quiere usted!, era culpa del diablo de míster Jorkins; después volvió a dar el papel a Tifey con un suspiro.

—Sí —dijo—, está en regla, perfectamente en regla. Hu­biera deseado reducir los gastos estrictamente a nuestros de­sembolsos; pero ya sabe usted que es una de las contrarieda­des penosas de mi vida de negocios el no tener la libertad de obrar según mis propios deseos. Tengo un asociado, míster Jorkins.

Como al hablar así lo hacía con tan dulce melancolía, que casi equivalía a haber hecho nuestros negocios gratis, le di las gracias en nombre de Peggotty y entregué el dinero a Ti­fey. Peggotty volvió a su casa y míster Spenlow y yo nos di­rigimos al Tribunal, donde se presentaba una causa de divor­cio en nombre de una pequeña ley muy ingeniosa, que creo se ha abolido después, pero gracias a la cual he visto anular muchos matrimonios.

Era esta. El marido, cuyo nombre era Thomas Benja­min, había sacado la autorización para la publicación de las amonestaciones bajo el nombre de Thomas única­mente, suprimiendo el Benjamin por si acaso no encon­traba la situación todo lo agradable que esperaba. Ahora bien: no encontrando la situación muy agradable, o quizá un poco cansado de su mujer, el pobre hombre se presentó ante el Tribunal, por mediación de un amigo, después de un año o dos de matrimonio, y declaró que su nombre era Thomas Benjamin y que, por lo tanto, él no se había ca­sado nunca, lo que el Tribunal confirmó, para su gran sa­tisfacción.

Debo decir que tenía algunas dudas sobre la justicia abso­luta de aquel procedimiento, que no justificaba el «árido de trigo» que tapaba todas las anomalías.

Pero míster Spenlow discutió la cuestión conmigo.

—Vea usted el mundo: en él hay bien y mal; vea la legis­lación eclesiástica: en ella hay bien y mal; pero todo esto forma parte de un sistema. Muy bien. Eso es.

No tuve valor para sugerir al padre de Dora que quizá no nos resultaría imposible el hacer algunos cambios beneficio­sos en el mundo si, levantándose temprano, se remangara re­suelto a ponerse con valor a ello; pero sí le confesé que me parecía que podrían introducirse algunos cambios beneficio­sos en el Tribunal.

Míster Spenlow me respondió que me aconsejaba que de­sechara de mi espíritu semejante pensamiento, que no era digno de mi carácter caballeresco; pero que le gustaría saber de qué mejoras creía yo susceptible al sistema del Tribunal.

El matrimonio de nuestro hombre estaba anulado; era un asunto concluido; estábamos fuera de la sala y pasábamos por delante del Tribunal de Prerrogativas; entrando, por lo tanto, en la institución que estaba más cerca de nosotros, le pregunté si el Tribunal de Prerrogativas no era una institu­ción muy singularmente administrada.

Míster Spenlow me preguntó que bajo qué aspecto.

Yo repliqué, con todo el respeto que debía a su experien­cia (pero me temo que sobre todo con el respeto que debía al padre de Dora), que quizá era un poco absurdo que los regis­tradores de aquel Tribunal, que contenía todos los testamen­tos originales de todas las personas que habían dispuesto desde hacía tres siglos de alguna propiedad asentada en el inmenso distrito de Canterbury, se encontrasen colocados en un edificio que no había sido construido con ese objeto; que había sido alquilado por los registradores bajo su responsa­bilidad privada; que no era seguro; que ni siquiera estaba al abrigo de un fuego, y que estaba tan atestado de los docu­mentos importantes que contenía que era todo él, de arriba abajo, una prueba de las sórdidas especulaciones de los re­gistradores, que recibían sumas enormes por el registro de todos aquellos testamentos y se limitaban a meterlos donde podían, sin otro objeto que desembarazarse de ellos con el menor gasto posible. También añadí que quizá no era razo­nable que los registradores, que percibían al año sueldos que ascendían a ocho o nueve mil libras, sin hablar de los pagos extraordinarios, no estuvieran obligados a gastarse parte de este dinero en procurarse un lugar seguro donde depositar aquellos documentos preciosos que todo el mundo, en todas las clases de la sociedad, estaba obligado, quieras que no, a confiarles. Dije que quizá era algo injusto que todos los grandes empleos de aquella administración fuesen magnífi­cas sinecuras, mientras que los desgraciados empleados que trabajaban sin descanso en la habitación sombría y triste de arriba fuesen los hombres peor pagados y menos considera­dos de Londres, en premio a los importantes servicios que prestaban. ¿Y no era también un poco inconveniente que el archivero en jefe, cuyo deber era procurar al público, que llenaba constantemente las oficinas de la administración, lo­cales convenientes, estuviera, en virtud de este empleo, en posesión de una enorme sinecura, lo que no le impedía ocu­par al mismo tiempo un puesto en la Iglesia y poseer mu­chos beneficios, ser canónico en la catedral, etc., mientras el público soportaba molestias infinitas, de las que teníamos una muestra todas las mañanas cuando los asuntos abunda­ban en las oficinas? En fin, me parecía que aquella adminis­tración del Tribunal de Prerrogativas del distrito de Canter­bury era una máquina tan podrida y un absurdo tan peligroso, que si no se le hubiera metido en un rincón del ce­menterio de Saint Paul (que no conoce apenas nadie), toda aquella organización hubiera tenido que cambiarse de arriba abajo desde hacía mucho tiempo.

Míster Spenlow sonrió al ver cómo me excitaba, a pesar de mi reserva habitual en aquella cuestión; y después discu­tió conmigo este punto como los demás. «¿Qué era aquello después de todo? —me dijo—. Pues una simple cuestión de opiniones. Si al público le parecía que los testamentos estaban seguros, y admitía que la administración no podía cum­plir mejor con sus deberes, ¿quién sufría con ello? Nadie. ¿A quién beneficiaba? A todos los que poseían las sinecuras. Muy bien. Las ventajas, por lo tanto, eran mayores que los inconvenientes; quizá no era una organización perfecta, no hay nada perfecto en este mundo; pero bajo la administra­ción del Tribunal de Prerrogativas el país se había cubierto de gloria. Si se metiera el hacha en la administración de Pre­rrogativas, el país dejaría de cubrirse de gloria. Veía como el rasgo distintivo de un espíritu sensato y elevado el tomar las cosas como se encontraban, y no cabía duda que la organiza­ción actual de las Prerrogativas duraría tanto tiempo como nosotros.»

Yo me rendí a su opinion, aunque tuviera, por mi cuenta, muchas dudas sobre ello. Sin embargo, él tenía razón, pues no solamente el Tribunal de Prerrogativas continúa exis­tiendo, sino que existió una grave denuncia presentada de muy mala gana al Parlamento, hace dieciocho años, donde todas mis objeciones estaban desarrolladas en detalle y en una época en que se anunciaba que sería imposible amonto­nar los testamentos del distrito de Canterbury en el local ac­tual durante más de dos años y medio, a partir de aquel mo­mento. Yo no sé lo que se ha hecho después; no sé si se habrán perdido muchos, o si los venden de vez en cuando a las tiendas como papel; pero estoy tranquilo porque el mío no está allí y espero que no lo esté en mucho tiempo.

Si he relatado toda nuestra conversación en este dichoso capítulo no podrá decírseme que no era su lugar apropiado. Charlábamos paseándonos de arriba abajo míster Spenlow y yo antes de pasar a asuntos más generales. Por fin me dijo que el cumpleaños de Dora era dentro de una semana, y que me agradecería mucho que me uniera a ellos para una excur­sion que iban a organizar. Al momento perdí la razón, y al día siguiente mi locura no tenía límites cuando recibí una cartita con estas palabras: «Recomendado al cuidado de papá para recordar a míster Copperfield la excúrsión». Pasé los días que me separaban de aquel gran suceso en un estado cercano a la idiotez.

Creo que debí de cometer todos los absurdos posibles como preparación para aquel día afortunado. Me ruborizo al pensar en la corbata que compré; en cuanto a mis botas, eran dignas de figurar en una colección de instrumentos de tor­tura. Me procuré, y envié la víspera por la noche, por medio del ómnibus de Norwood, una cestita de provisiones que casi equivalía, a mi parecer, a una declaración. Contenía, en­tre otras cosas, almendras envueltas en las divisas más tier­nas que pude encontrar en la confitería. A las seis de la ma­ñana estaba en el mercado de Covent Garden para comprar un ramo de flores a Dora. A las diez montaba a caballo. Ha­bía alquilado un bonito caballo gris para aquella ocasión, y tomé al trote el camino de Norwood con el ramo de flores en el sombrero para que se conservara fresco.

Supongo que cuando vi a Dora en el jardín a hice como que no la veía, pasando por delante de la casa y haciendo como que la buscaba con cuidado, fui culpable de dos pe­queñas locuras que otros muchos jóvenes habrán cometido igual en mi situación; tan naturales me parecen. Pero cuando hube encontrado la casa; cuando me apeé a la puerta; cuando atravesé el césped con las crueles botas para acercarme a Dora, que estaba sentada en un banco a la sombra de un lilo, ¡qué espectáculo ofrecía en medio de las mariposas con su sombrero blanco y su traje azul cielo!

Con ella había otra muchacha, que a su lado parecía mu­chísimo más vieja: tendría veinte años. Se llamaba miss Mills, y Dora la llamaba Julia. Era la amiga íntima de Dora. ¡Dichosa miss Mills!

Jip estaba allí y se empeñaba en ladrarme. Cuando la ofrecí mi ramo, Jip rechinó los dientes de envidia. Tenía ra­zón. ¡Oh, sí! Si tenía la menor idea del ardor con que amaba a su dueña tenía razón.

—¡Oh, muchas gracias, míster Copperfield! ¡Qué flores tan bonitas! —dijo Dora.

Había tenido la intención de decirle que yo también las había encontrado encantadoras antes de verlas a su lado, y estudiaba desde tres millas antes de llegar la mejor manera de soltar la frase, pero no lo conseguí: estaba demasiado se­ductora y perdí toda presencia de espíritu y toda facultad de palabra cuando le vi acercar el ramo a los lindos hoyuelos de su barbilla, y caí en éxtasis. Todavía me sorprende el no ha­berle dicho:

—Máteme, miss Mills, por piedad; ¡quiero morir aquí!

Después Dora alargó mis flores a Jip para que las oliera, y Jip se puso a gruñir y no quiso olerlas. Entonces Dora las acercó a su hocico para obligarle, y Jip cogió una rama de geranio entre sus dientes y la destrozó como si oliera una bandada de gatos imaginarios. Dora le pegaba haciendo mohínes y diciendo: « ¡Mis pobres flores! ¡Mis hermosas flores! » , con un tono tan simpático, me pareció, como si fuera a mí a quien Jip hubiera mordido. ¡Ya lo hubiera que­rido!

—Se alegrará usted mucho de saber, míster Copperfield —dijo Dora—, que la fastidiosa miss Murdstone no está aquí. Ha ido a la boda de su hermano, y se quedará allí por lo menos tres semanas. ¿No es un encanto?

Le dije que, en efecto, debía de estar encantada, y que todo lo que le encantaba a ella me encantaba a mí. Miss Mills nos escuchaba sonriendo con una superioridad de be­nevolencia y simpatía.

—Es la persona más desagradable que conozco —dijo Dora—: no puedes figurarte qué gruñona es y qué mal genio tiene.

—¡Oh!, ya lo creo que puedo, querida mía —dijo Julia.

—Es verdad. «Tú» puede que sí —respondió Dora co­giendo la mano de Julia entre las suyas—. Perdóname no haberte exceptuado enseguida.

De aquello deduje que miss Mills había sufrido las vicisi­tudes de la vida y que era a eso a lo que podía atribuirse sus maneras llenas de gravedad benigna, que ya me habían cho­cado. En el transcurso del día supe que no me había equivo­cado; mis Mills había tenido la desgracia de enamorarse mal, y se decía que se había retirado del mundo después de aquella terrible experiencia de las cosas humanas; pero que se tomaba siempre cierto interés por las esperanzas y afectos de los jóvenes que no habían tenido todavía desengaños.

En esto míster Spenlow salió de la casa, y Dora se ade­lantó a él diciendo:

—¡Mira, papá, qué flores tan hermosas!

Y miss Mills sonrió con aire pensativo, como diciendo:

—¡Pobres flores de un día, gozad de vuestra existencia pasajera bajo el sol brillante de la mañana de la vida!

Y todos abandonamos el césped para subir al coche, que ya estaba enganchado.

Nunca volveré a hacer una excursión semejante; nunca la he hecho después. Iban los tres en el faetón. Su cesta de provisiones, la mía y la caja de la guitarra también iban. El faetón era descubierto, y yo seguía el coche; Dora iba en la parte de delante, frente a mí. Llevaba mi ramo a su lado, encima del asiento, y no permitía a Jip que se subiera allí por miedo de que aplastara mis flores. De cuando en cuando las cogía para respirar su perfume; entonces nues­tros ojos se encontraban, y yo me pregunto cómo no salté por encima de la cabeza de mi bonito caballo gris para caer en el coche.

Había polvo; creo que hasta mucho polvo. Tengo el vago recuerdo de que míster Spenlow me aconsejó que no caraco­leara en el torbellino de polvo que dejaba el faetón; pero yo no me daba cuenta. Yo no veía más que a Dora a través de una nube de amor y de belleza; no podía ver otra cosa. Mis­ter Spenlow se levantaba algunas veces y me preguntaba qué me parecía el paisaje. Yo le respondía que era un sitio encantador, y es probable que lo fuera; pero yo sólo veía a Dora. El sol llevaba a Dora en sus rayos; los pájaros gorjeaban sus alabanzas. El viento del mediodía soplaba el nombre de Dora. Todas las flores salvajes, hasta el último capullo, eran otras tantas Doras. Mi consuelo era que miss Mills me com­prendía. Miss Mills era la única que podía entrar del todo en mis sentimientos.

No sé cuánto tiempo duró el trayecto, ni sé tampoco dónde fuimos. Quizá fue cerca de Guilford. Quizá algún mago de Las mil y una noshes había creado aquel lugar para un solo día y lo destruyó después de nuestra partida. Era una pradera de musgo verde y fino, en una colina. Había grandes árboles, algo de bruma, y tan lejos como podía extenderse la mirada, un bonito paisaje.

Me contrarió mucho encontrar allí gente que nos espe­raba, y mis celos hasta de las mujeres no tenían límites. En cuanto a los seres de mi sexo, un impostor tres o cuatro años mayor que yo y con patillas rojas, que le daban un aplomo intolerable, era sobre todo mi enemigo mortal.

Todo el mundo abrió las cestas y se dispusieron a prepa­rar la comida. Patillas rojas dijo que él sabía hacer la ensa­lada; no lo creo, pero así se atrajo la atención del público. Las muchachas se pusieron a lavar las lechugas y a cortarlas bajo su dirección; Dora estaba entre aquellas. Yo sentí que el Destino me había dado aquel hombre por rival y que uno de los dos tenía que sucumbir.

Patillas rojas hizo la ensalada, y todavía me pregunto como pudieron comerla. En cuanto a mí, nada en el mundo me hubiera decidido a probarla. Después él mismo se nom­bró encargado del vino, y construyó una celda, para guar­darlo, en el hueco de un árbol. ¡Vaya una cosa ingeniosa! Al poco tiempo le vi, con los tres cuartos de una langosta en su plato, sentado y comiendo a los pies de Dora.

Ya no tengo más que una idea imprecisa de lo que ocurrió después de que aquel espectáculo se presentó a mi vista. Estaba muy alegre, no digo que no, pero era una alegría falsa. Me consagré a una muchachita vestida de rosa, con ojos chi­quitos, y le hice la corte desesperadamente. Ella recibió mis atenciones con agrado; pero no sé si era completamente por mí o porque tenía vistas ulteriores sobre Patillas rojas. Se bebió a la salud de Dora. Yo afecté interrumpir mi conversa­ción para beber también, y después la reanudé enseguida. Encontré los ojos de Dora al saludarla, y me pareció que me miraban suplicantes; pero aquella mirada me llegaba por en­cima de la cabeza de Patillas rojas, y fui inflexible.

La jovencita de rosa tenía una madre de verde que nos se­paró; yo creo que con una mira política. Además hubo revo­lución general mientras se quitaban los restos de la comida, y yo lo aproveché para meterme solo entre los árboles, ani­mado por una mezcla de cólera y de remordimientos. Me preguntaba si fingiría alguna indisposición para huir... a cualquier parte... sobre mi bonito caballo gris, cuando me encontré a Dora con miss Mills.

—Míster Copperfield —dijo miss Mills—, ¿está usted triste?

—Usted dispense; pero no estoy nada triste.

—Y tú, Dora —dijo miss Mills—, también estás triste;

—¡Oh Dios mío, no!

—Míster Copperfield, y tú, Dora —dijo miss Mills con una expresión casi venerable—, ¡ya es bastante! No consin­táis que un equívoco insignificante marchite las flores primaverales, que una vez marchitas no pueden volver a florecer. Me hace hablar así mi experiencia del pasado —continuó miss Mills—, de un pasado irrevocable. Los ma­nantiales que brotan al sol no deben ser tapados por capri­cho; el oasis del Sahara no debe ser suprimido a la ligera.

Yo no sabía lo que hacía, pues tenía la cabeza ardiendo; pero cogí la manita de Dora y la besé; ella me dejó. Después besé la mano de miss Mills; y me pareció que subíamos los tres juntos al séptimo cielo.

Ya no volvimos a bajar. Nos quedamos toda la tarde pa­seando entre los árboles con el bracito tembloroso de Dora reposando en el mío, y Dios sabe que, aunque fuera una locura, nuestra felicidad hubiera sido el poder volvemos in­mortales de pronto con aquella locura en el corazón, para errar eternamente así entre los árboles.

Demasiado pronto, ¡ay!, oímos a los demás que reían y charlaban llamando a Dora. Entonces reaparecimos, y roga­ron a Dora que cantase. Patillas rojas quiso it por la caja de la guitarra; pero Dora dijo que yo sólo sabía dónde estaba. Así es que Patillas rojas estaba derrotado, y yo fui quien en­contró la caja, yo quien la abrió, yo quien sacó la guitarra, yo quien se sentó a su lado, yo quien sostuvo su pañuelo y sus guantes y yo quien se embriagó en el sonido de su dulce voz mientras ella cantaba para el que amaba. Los demás po­dían aplaudir si querían; pero nada tenían que ver en su ro­manza.

Estaba borracho de alegría y me parecía que era dema­siado dichoso para que pudiera ser verdad; temía despertarme en Buckinghan Street y oír a mistress Crupp hacer ruido con las tazas mientras preparaba el desayuno. Pero no, ¡era Dora que cantaba! Después también cantaron otras; miss Mills también, y cantó una queja sobre los ecos dormidos de la ca­verna de la memoria, como si tuviera cien años, y llegó la tarde. Tomamos el té, haciendo hervir el agua en una hoguera al modo gitano, y yo era más dichoso que nunca.

Todavía me sentí más dichoso cuando nos separamos de Patillas rojas y cada uno tomó su camino, mientras que yo partía con ella en medio de la calma de la tarde, de la luz moribunda y de los dukes perfumes que se elevaban a nues­tro alrededor. Míster Spenlow iba un poco dormido gracias al champán. ¡Bendito sea el sol que ha madurado la uva, la uva que ha hecho el vino! ¡Bendito el comerciante que lo ha vendido! Y como dormía profundamente en un rincón del coche, yo iba a un lado hablando con Dora. Dora admiraba mi caballo y lo acariciaba (¡oh qué mano tan bonita resul­taba sobre la piel del animal!), y su chal no se sostenía bien, y me veía obligado a arreglárselo a cada momento. Creo que el mismo Jip empezaba a darse cuenta de lo que pasaba y a comprender que había que resignarse y hacer las paces con­migo.

Aquella penetrante miss Mills, aquella encantadora re­clusa que había agotado la existencia, aquel pequeño pa­triarca de veinte años apenas, que había terminado con el mundo y que no hubiera querido por nada despertar los ecos adormecidos en las cavernas de la memoria, ¡qué buena fue para mí!

—Míster Copperfield —me dijo—, venga por este lado del coche un momento, si es que puede dedicármelo. Nece­sito hablarle.

Y en mi bonito caballo gris, con la mano en la portezuela, me incliné a escuchar a miss Mills.

—Dora va a venir a verme. Pasado mañana se viene con­migo y con mi padre a mi casa. Si quisiera usted venir a ver­nos, estoy segura de que papá tendría mucho gusto en reci­birle.

¿Qué podía hacer sino pedir todas las bendiciones del mundo sobre la cabeza de miss Mills, y sobre todo confiar su dirección al rincón más seguro de mi memoria? ¿Qué po­día hacer sino decir a miss Mills, con palabras ardientes y miradas reconocidas, todo lo que le agradecía sus bondades y qué precio infinito daba a su amistad?

Después miss Mills me despidió benignamente: «Vuelva con Dora». Y volví; y Dora se inclinó fuera del coche para charlar conmigo; y fuimos hablando todo el resto del ca­mino; y yo hacía andar tan cerca de la rueda a mi caballo gris, que se desolló toda la pierna derecha, tanto que su pro­pietario me dijo al día siguiente que le debía sesenta y cinco chelines por el daño, lo que pagué sin regatear, encontrando que era barato para una alegría tan grande. Durante el camino miss Mills miraba a la luna, recitando en voz baja ver­sos y recordando, supongo, los tiempos lejanos en que la tie­rra y ella no se habían divorciado por completo.

Norwood estaba demasiado cerca, y llegamos muy pronto. Míster Spenlow se despertó un momento antes de llegar a su casa y me dijo:

—Entre usted a descansar, Copperfield.

Acepté, y nos sirvieron sándwiches, vino y agua. En la habitación, iluminada, Dora me parecía tan encantadora ru­borizándose, que no podía arrancarme de su presencia y con­tinuaba allí mirándola fijamente como en un sueño, cuando los ronquidos de míster Spenlow me indicaron que era hora de retirarme. Me fui, y por el camino sentía todavía la mano de Dora sobre la mía; recordaba mil y mil veces cada inci­dente y cada palabra, y, por fin, me encontré en mi cama tan embriagado de alegría como el más loco de los jovenes in­sensatos a quien el amor haya perdido la cabeza.

Al despertarme a la mañana siguiente estaba decidido a declararle mi pasión a Dora para saber mi suerte. Mi felici­dad o mi desgracia: esa era ahora la cuestión. Para mí no ha­bía otra en el mundo, y a aquello sólo Dora podía contestar. Pasé tres días desesperándome y torturándome, inventando las explicaciones menos animadas que se podían dar a todo lo ocurrido entre Dora y yo. Por fin, muy vestido para las circunstancias, me dirigí a casa de miss Mills con una decla­ración en los labios.

Es inútil decir la de veces que subí la calle para volverla a bajar; la de veces que di la vuelta al lugar, dándome cuenta de que yo era mucho más que la luna, la palabra del antiguo enigma, antes de decidirme a subir las escaleras de la casa y a llamar a la puerta. Cuando por fin llamé, mien­tras esperaba que me abrieran tuve por un momento la idea de preguntar si no vivía allí míster Balckboy (imitando al pobre Barkis) y disculparme y huir. Sin embargo, no lo hice.

Míster Mills no estaba en casa; ya me lo esperaba, ¿para qué le necesitábamos?, y miss Mills sí estaba en casa, y yo no necesitaba más.

Me hicieron entrar en una habitación del primer piso, donde encontré a miss Mills y a Dora; también estaba Jip. Miss Mills copiaba música (recuerdo que era una romanza nueva, titulada De profundis amoris) y Dora pintaba flores. ¡Juzgad de mis sentimientos cuando reconocí mis flores, el ramo del mercado de Covent Garden! No puedo decir que se pareciera mucho, ni que yo hubiera visto nunca flores como aquellas; pero reconocí la intención en el papel que las en­volvía, que, ese sí, estaba copiado con mucha exactitud.

Miss Mills estaba encantada de verme; sentía infinita­mente que su papá hubiera salido, aunque me pareció que soportamos su ausencia con bastante resignación. Miss Mills sostuvo la conversación durante un momento; después, pasando su pluma por el De profundis amoris, se levantó y se fue.

Yo empezaba a creer que dejaría la cosa para el día si­guiente.

—Supongo que su pobre caballo no estaría muy cansado la otra noche cuando volvió usted —me dijo Dora levan­tando sus hermosos ojos—; fue una excursión muy larga para él.

Empecé a creer que sería aquella misma tarde.

—Sí; fue una excursión muy larga para él, pues el pobre animal no tenía nada que le sostuviera durante el viaje.

—¿No le habían dado de comer? ¡Pobre animal!

Empecé a creer que lo dejaría para el día siguiente.

—¡Perdone! Le habían dado de comer; pero quiero decir que no gozaba tanto como yo de la inefable felicidad de es­tar a su lado.

Dora bajó la cabeza sobre su cuaderno y dijo al cabo de un momento (durante aquel tiempo yo estaba en un estado febril y sintiendo mis piernas tiesas como palos):

—Durante parte del día no parecía sentir usted esa felici­dad tan vivamente.

Vi que la suerte estaba echada y que había que terminar allí mismo.

—Parecía interesarle muy poco esa felicidad —continuó Dora con un ligero movimiento de cejas y moviendo la ca­beza— mientras estaba usted sentado al lado de miss Kitt.

Debo hacer observar que miss Kitt era la muchacha ves­tida de rosa, de ojos pequeñitos.

—Además, no sé por qué tenía que haberle importado —dijo Dora—, ni por qué dice usted que era una felicidad. Pero probablemente no piensa usted todo lo que dice. Y es us­ted muy libre de hacer lo que le parezca. ¡Jip, malo; ven aquí!

No sé lo que hice; pero todo fue dicho en un momento. Corté el paso a Jip, cogí a Dora en mis brazos. Estaba lleno de elocuencia; no necesitaba buscar las palabras; le dije a Dora todo lo que la amaba; le dije que me moriría sin ella; le dije que la idolatraba. Jip ladraba con furia todo el tiempo.

Cuando Dora bajó la cabeza y se puso a llorar temblando, mi elocuencia no conoció límites. Le dije que no tenía más que decir una palabra y estaba dispuesto a morir por ella; que a ningún precio quería la vida sin el amor de Dora; que no quería ni podía soportarla. La amaba desde el primer día, y había pensado en ella en todos los minutos del día y de la noche. En el momento mismo en que estaba hablando la amaba con locura, la amaría siempre con locura. Antes que yo había habido amantes y los habría después; pero nunca ninguno podría ni querría amar como yo amaba a Dora.

Cuantas más locuras decía, más ladraba Jip. Él y yo pare­cía que estábamos a ver cuál de los dos se mostraba más in­sensato. Y poco a poco Dora y yo resultamos sentados en el diván tranquilamente, con Jip sobre las rodillas de su dueña, mirándome tranquilizado. Mi espíritu estaba libre de su peso: era completamente dichoso; Dora y yo estábamos pro­metidos.

Supongo que teníamos alguna idea de que aquello debía terminar en matrimonio. Lo pienso, porque Dora declaró que no nos casaríamos sin el consentimiento de su padre; pero en nuestra alegría infantil creo que no mirábamos adelante ni atrás; el presente, en su ignorancia inocente, nos bastaba. Debíamos guardar nuestro compromiso secreto, y ni siquiera se me ocurrió la idea de que pudiera haber en aquel procedi­miento algo que no fuera correcto.

Miss Mills estaba más pensativa que de costumbre cuando Dora, que había ido a buscarla, la trajo, supongo que sería porque lo que acababa de suceder despertaba los ecos dormidos en las cavernas de la memoria. Sin embargo, nos dio su bendición y nos prometió una amistad eterna, y nos habló en general, como era natural, con una voz que salía del claustro profético.

¡Qué niñadas! ¡Qué tiempo de locuras, de ilusiones y de felicidad!

Cuando tomé la medida del dedo de Dora para hacerle un anillo compuesto de « no me olvides», el joyero a quien lo encargué adivinó de lo que se trataba y se echó a reír mien­tras tomaba nota de mi encargo, y me preguntó todo lo que le convino para aquella joyita adornada de piedras azules, que se une de tal modo todavía en mi memoria al recuerdo de la mano de Dora, que ayer, al ver un anillo semejante en el dedo de mi hija, he sentido mi corazón estremecerse de dolor por un momento.

Cuando me paseaba exaltado por mi secreto y mi impor­tancia, pareciéndome que el honor de amar a Dora y de ser amado por ella me elevaba tan por encima de los que no es­taban admitidos a aquella felicidad y que se arrastraban por la tierra como si yo hubiera volado.

Cuando nos citábamos en el jardín de la plaza y charlába­mos en el pabellón polvoriento, donde éramos tan dichosos que todavía ahora amo los gorriones de Londres por la sola ra­zón de que veo los colores del arco iris en sus plumas de humo.

Cuando tuvimos nuestra primera gran discusión, ocho días después de empezar nuestro noviazgo, y Dora me de­volvió el anillo encerrado en una carta triangular con esta te­rrible frase: «Nuestro amor empezó con la locura y termina con la desesperación», y al leer aquello yo me arrancaba los cabellos y pensaba que todo había terminado.

Cuando al oscurecer volé a casa de miss Mills y la vi, a hurtadillas, en una antecocina, donde había una lixiviadora, y le supliqué que intercediera con Dora y que nos salvara de nuestra locura.

Cuando miss Mills consintió en encargarse y volvió con Dora exhortándonos desde lo alto de su juventud rota para que hiciéramos concesiones mutual, con objeto de evitar el desierto de Sahara.

Cuando nos echamos a llorar y nos reconciliamos para gozar de nuevo de una felicidad tan viva en aquella anteco­cina con la lixiviadora, que por lo menos nos parecía el tem­plo del Amor, y cuando arreglamos un sistema de correspon­dencia que debía pasar por manos de miss Mills, y que suponía por lo menos una carta diaria por ambas partes.

¡Cuántas niñerías! ¡Qué tiempos de felicidad, de ilusiones y de locuras! De todas las épocas de mi vida que el tiempo tiene en su mano no hay ninguna cuyo recuerdo traiga a mil labios tantas sonrisas y a mi corazón tanta ternura.

CAPÍTULO XIV. MI TÍA ME SORPRENDE

En cuanto fuimos novios Dora y yo, escribí a Agnes. Le escribí una carta muy larga, en la que trataba de hacerle comprender lo dichoso que era y lo que valía Dora. Le suplicaba que no considerase aquello como una pasión frívola, que podría ceder su lugar a otra, ni que lo comparase lo más mínimo a las fantasías de niño sobre las que acostumbraba a bromear. Le aseguraba que mi amor era un abismo de una profundidad insondable, y expresaba mi convicción de que nunca se había visto nada semejante.

No sé cómo fue; pero mientras escribía a Agnes, en una hermosa tarde, al lado de mi ventana abierta, con el re­cuerdo, presente en mis pensamientos, de sus ojos serenos y limpios y de su dulce rostro, sentí una extraña dulzura que calmaba el estado febril en que vivía desde hacía algún tiempo y que se mezclaba en mi felicidad misma hacién­dome llorar. Recuerdo que apoyé mi cabeza en la mano cuando estaba la carta a medio escribir y que me puse a so­ñar pensando que Agnes era naturalmente uno de los ele­mentos necesarios en mi hogar. Me parecía que en el retiro de aquella casa, que su presencia hacía para mí sagrada, se­ríamos Dora y yo más dichosos que en cualquier otro lado. Me parecía que en el amor, en la alegría y en la pena, la es­peranza o la decepción en todas sus emociones, mi corazón se volvía naturalmente hacia ella como hacia su refugio y su mejor amiga.

No le hablé de Steerforth; nada más le dije que había te­nido muchas penas en Yarmouth a consecuencia de la pér­dida de Emily, y que había sufrido doblemente a causa de las circunstancias que la habían acompañado. Ella con su in­tuición adivinaría la verdad, y sabía que no me hablaría nunca de ello la primera.

Recibí a vuelta de correo contestación a mi carta. Al leer­la me parecía oírla hablar; creía que su dulce voz resonaba en mis oídos. ¿Qué más puedo decir?

Durante mis frecuentes ausencias Traddles había venido a verme dos o tres veces. Había encontrado a Peggotty: ella no había dejado de decirle, como a todo el que quería oírla, que era mi antigua niñera, y él había tenido la bondad de quedarse un momento para hablar de mí con ella. Al menos eso me había dicho Peggotty. Pero yo temo que la conversa­ción no fuera toda de su parte y de una duración desmesu­rada, pues era muy difícil atajar a la buena mujer (que Dios bendiga) cuando había empezado a hablar de mí.

Esto me recuerda no solamente que estaba esperando a Traddles un día que él me había fijado, sino que mistress Crupp había renunciado a todas las particularidades de su oficio (excepto el salario), mientras Peggotty no dejara de presentarse en mi casa. Mistress Crupp, después de haberse permitido muchas conversaciones sobre la cuenta de Peg­gotty, en alta voz, en la escalera, con algún espíritu familiar que sin duda se le aparecía (pues, a la vista, estaba comple­tamente sola en aquellos monólogos), decidió dirigirme una carta en la que me desarrollaba sus ideas. Empezaba con una aclaración de aplicación universal, y que se repetía en todos los sucesos de su vida, a saber: que «ella también era ma­dre»; después me decía que había visto días mejores, pero que en todas las épocas de su existencia había tenido una an­tipatía invencible por los espías, los indiscretos y los chis­mosos. No citaba nombres; decía que yo podría adivinar a quién se referían aquellos títulos; pero ella había sentido siempre el más profundo desprecio por los espías, los indis­cretos y los chismosos, particularmente cuando esos defec­tos se encontraban en una persona que llevaba el luto de viuda (esto subrayado). Si a un caballero le convenía ser víc­tima de los espías, de los indiscretos y de los chismosos (siempre sin citar nombres), era muy dueño. Tenía derecho a hacer lo que me conviniera; pero ella, mistress Crupp, lo único que pedía era que no la pusieran en contacto con se­mejantes personas. Por esta causa deseaba ser dispensada de todo servicio en las habitaciones del segundo hasta que las cosas hubieran recobrado su antiguo curso, lo que era muy de desear. Añadía que su cuaderno se encontraría todos lo sábados por la mañana en la mesa del desayuno, y que pedía el pago inmediato con el objeto caritativo de evitar confu­siones y dificultades a «todas las partes interesadas».

Después de esto mistress Crupp se limitó a poner trampas en la escalera, especialmente con pucheros, para ver si Peg­gotty se rompía la cabeza. Aquel estado de sitio me resul­taba un poco cansado; pero tenía demasiado miedo a mis­tress Crupp para decidirme a salir de él.

—¡Mi querido Copperfield—exclamó Traddles apare­ciendo puntualmente a pesar de todos aquellos obstáculos—, ¿cómo estás?

—¡Mi querido Traddles! —le dije— Estoy encantado de verte por fin, y siento no haber estado en casa las otras ve­ces; pero he tenido tanto que hacer...

—Sí, sí —dijo Traddles—; es natural. ¿La « tuya» vive en Londres supongo?

—¿De quién hablas?

—De ella, dispénsame; de miss D..., ya sabes —dijo Traddles enrojeciendo por un exceso de delicadeza— Vive en Londres, ¿no es así?

—¡Oh, sí; cerca de Londres!

—La mía... quizá recuerdas —dijo Traddles en tono grave— que vive en Devonshire... Son diez hijos... Así es que yo no estoy tan ocupado como tú en ese asunto.

—Me pregunto —le dije— cómo puedes soportar el verla tan de tarde en tarde.

—¡Ah! —dijo Traddles pensativo— Yo también me lo pregunto. Supongo, Copperfield, que es porque no tengo más remedio.

—Ya comprendo que esa debe de ser la razón —repliqué sonriendo y ruborizándome un poco—; pero también es que tienes mucho valor y paciencia, Traddles.

—¿Tú lo crees? —dijo Traddles reflexionando— ¿Esa sensación te transmito, Copperfield? No lo creía. Pero es tan buena chica, que es muy posible que me haya transmitido alguna de las cualidades que posee. Ahora que me lo haces observar, Copperfield, no me extrañaría nada. Te aseguro que se pasa la vida olvidándose de sí misma para pensar en los otros nueve.

—¿Es la mayor? —pregunté.

—¡Oh, no! —dijo Traddles—. La mayor es una belleza.

Supongo que se dio cuenta de que no pude por menos de sonreír de la tontería de su respuesta, y puso su expresión in­genua y sonriente.

—Claro está que eso no quiere decir que mi Sofía... Es bonito nombre, ¿verdad, Copperfield?

—Muy bonito —dije.

—Pues no quiere decir que mi Sofía no sea también en­cantadora a mis ojos, y que no le haga a todo el mundo el mejor efecto; pero cuando digo que la mayor es una belleza quiero decir, verdaderamente... (hizo el gesto de reunir pu­bes alrededor de sí con las dos manos) magnífica; te lo ase­guro —dijo Traddles con energía.

—¿De verdad? —dije.

—¡Oh!, te lo aseguro —dijo Traddles—; una cosa verda­deramente extraordinaria. Y, como es natural, está hecha para brillar en el mundo y que la admiren, aunque no tiene ocasión a causa de su poca fortuna. Por eso a veces es un poco irritable, un poco exigente. Felizmente, Sofía la pone de buen humor.

—¿Sofía es la más pequeña? —pregunté.

—¡Oh, no! —dijo Traddles acariciándose la barbilla—. Las dos más pequeñas tienen nueve y diez años. Sofía las educa.

—¿Es la segunda por casualidad? —me atreví a pre­guntar.

—No —dijo Traddles—; Sarah es la segunda; Sarah tiene algo en la espina dorsal; ¡pobrecilla! Los médicos dicen que se curará; pero entre tanto tiene que estar siempre acostada boca arriba. Sofía la cuida. Sofía es la cuarta.

—Y la madre ¿vive? —pregunté.

—¡Oh, sí! —dijo Traddles—. Y es verdaderamente una mujer superior; pero la humedad del clima no la conviene; y... el caso es que no puede moverse.

—¡Qué desgracia!

—Sí, es muy triste —repuso Traddles—. Pero desde el punto de vista de los quehaceres de la casa es menos incó­modo de lo que podría suponerse, porque Sofía la reem­plaza. Sirve de madre a su madre tanto como a los otros nueve.

Yo sentía la mayor admiración por las virtudes de aquella muchacha, y con objeto de hacer lo posible para que no abu­saran de la buena voluntad de Traddles en detrimento de su porvenir común, le pregunté noticias de míster Micawber.

—Está muy bien, gracias, Copperfield —dijo Traddles—; pero de momento no vivo en su casa.

—¿No?

—No. A decir verdad —repuso Traddles hablando muy bajo—, ahora ha tomado el nombre de Mortimer, a causa de sus dificultades temporales; y sólo sale con gafas. Ha habido un embargo. Mistress Micawber estaba en un estado tan ho­rrible, que yo, verdaderamente, no he podido por menos de firmar el segundo pagaré de que hablamos. Y puedes figu­rarte, Copperfield, mi alegría al ver que aquello devolvía la alegría a mistress Micawber.

—¡Hum! —hice.

—Aunque su felicidad no ha durado mucho —añadió Traddles—, pues, desgraciadamente, al cabo de ocho días ha habido un nuevo embargo. Entonces nos hemos dispersado. Yo desde entonces vivo en una habitación amueblada y los Mortimer viven absolutamente retirados. Espero que no me tacharás de egoísta, Copperfield, si no puedo por menos de sentir que el comprador de los muebles se haya apoderado de mi mesita redonda con tablero de mármol, y del florero y el estante de Sofía.

—¡Qué crueldad! —exclamé con indignación.

—Eso me ha parecido... un poco duro —dijo Traddles con su gesto peculiar cuando empleaba aquella frase—. Además, no digo esto acusando a nadie; pero el caso es, Copperfield, que no he podido rescatar esos objetos en el momento del embargo; primero, porque el comerciante, dándose cuenta de lo que me interesaba, pedía un precio altísimo, y además, porque... no tenía dinero. Pero desde entonces no he perdido de vista la tienda —dijo Traddles, pareciendo gozar con de­licia de aquel misterio—. Está en lo alto de Tottenham­Court—Road y, por fin, hoy los he visto en el escaparate. Úni­camente he mirado al pasar desde la otra acera, porque si el comerciante me ve pedirá un precio ...; pero he pensado que, puesto que tenía dinero, no te importaría que tu buena niñera viniera conmigo a la tienda. Yo le enseñaré los objetos desde una esquina, y ella podrá comprármelos lo más barato posi­ble, como si fueran para ella.

La alegría con que Traddles me desarrolló su plan y el placer que sentía al verse tan astuto están grabados en mi memoria, y es uno de los recuerdos más claros.

Le dije que Peggotty se encantaría de poder hacerle aquel pequeño favor y que podríamos entre los tres resolver el asunto; pero con una condición. Esta condición era que to­maría una determinación solemne de no volver a prestar nada a míster Micawber, ni el nombre ni nada.

—Mi querido Copperfield —me dijo Traddles—, es cosa hecha; no únicamente porque me doy cuenta de que he obrado con precipitación, sino porque es una verdadera injusticia hacia Sofía, y me la reprocho. He dado mi pala­bra, y no hay nada que temer; pero también te la doy de todo corazón. He firmado ese desgraciado pagaré. No dudo de que míster Micawber, si hubiera podido lo hu­biese pagado él; pero no podía. Debo decirte una cosa que me gusta mucho en míster Micawber, Copperfield, y es con respecto al segundo pagaré, que todavía no ha ven­cido. Ya no me dice que lo ha pagado, sino que lo pagará.

Verdaderamente me parece que su proceder es muy hon­rado y muy delicado.

Me repugnaba el destruir la confianza de mi amigo, y le hice un signo de asentimiento. Después de un momento de conversación tomamos el camino de la tienda de velas para recoger a Peggotty, pues Traddles se había negado a pasar la tarde conmigo, en primer lugar porque sentía la mayor in­quietud por sus propiedades, no fuera a ser que cualquier otra persona las comprase antes de hacerlo él, y además por­que era la tarde que dedicaba siempre a escribir a la mejor muchacha del mundo.

No olvidaré nunca la mirada que lanzó desde la esquina de la calle hacia Tottenham—Court—Road, mientras Peggotty regateaba aquellos objetos preciosos, ni su agitación cuando volvió lentamente hacia nosotros después de haber ofrecido inútilmente su precio, hasta que el comerciante la volvió a llamar y retrocedió. Por fin consiguió los objetos de Tradd­les en un precio bastante moderado; y Traddles estaba loco de alegría.

—Estoy agradecidísimo —dijo Traddles, al saber que le enviarían todo a su casa aquella misma tarde—. Pero si se atreviera le pediría todavía un favor. Espero que no te pare­cerá mi deseo demasiado absurdo, Copperfield.

—De verdad que no —respondí de antemano.

—Entonces —dijo Traddles dirigiéndose a Peggotty—, si tuviera usted la bondad de traenne el florero enseguida. Me gustaría llevarlo yo mismo, por ser de Sofía, Copperfield.

Peggotty fue a buscar el florero de muy buena voluntad. Él le dio las gracias calurosamente, y le vimos subir por Tot­tenham—Court—Road con el florero apretado tiernamente en sus brazos y una expresión de júbilo que nunca he visto a nadie.

Enseguida emprendimos el camino de mi casa. Como los escaparates poseían para Peggotty encantos que no les he visto desplegar jamás sobre nadie en el mismo grado, andaba lentamente, divirtiéndome viéndoselos mirar y espe­rándola siempre que le convenía detenerse. Tardamos bas­tante antes de llegar a Adelphy.

Mientras subíamos la escalera le hice observar que las trampas de mistress Crupp habían desaparecido de repente y que se veían huellas recientes de pasos. Los dos nos sorpren­dimos mucho al seguir subiendo y ver abierta la primera puerta, que yo había dejado cerrada al salir, y oyendo voces en mi casa.

Nos miramos con asombro, sin saber qué pensar, y entra­mos en el gabinete. ¡Cuál sería mi sorpresa al encontrarme con las personas que menos me hubiera imaginado: mi tía y mister Dick! Mi tía estaba sentada sobre un montón de ma­letas, la jaula de los pájaros ante ella y el gato sobre sus ro­dillas, como un Robinson Crusoe femenino, bebiendo una taza de té. Mister Dick se apoyaba pensativo en una gran co­meta semejante a las que habíamos lanzado juntos tan a me­nudo, y estaba rodeado de otra carga de maletas.

—Mi querida tía —exclamé—, ¡qué placer tan inespe­rado!

Nos abrazamos tiernamente. Estreché con cordialidad la mano a mister Dick, y mistress Crupp, que estaba haciendo el té y prodigando sus atenciones a mi tía, dijo con viveza que ya sabía ella la alegría de mister Copperfield al ver a sus queridos parientes.

—Vamos, vamos —dijo mi tía a Peggotty, que temblaba en su terrible presencia—, ¿cómo está usted?

—¿Te acuerdas de mi tía, Peggotty? —le dije.

—¡En nombre del cielo, hijo mío —exclamó mi tía—, no llames a esa mujer con ese nombre salvaje! Puesto que al ca­sarse se ha desembarazado de él, que era lo mejor que podia hacer, ¿por qué no concederle al menos las ventajas del cam­bio? ¿Cómo se llama usted ahora, P...? —dijo mi tía, usando esta abreviatura para evitar el nombre que tanto la nuoles­taba.

—Barkis, señora —dijo Peggotty haciendo una reverencia. —Vamos; eso es más humano —dijo mi tía—; ese nom­bre no tiene el aire pagano del otro, que hay que reparar con el bautismo de un misionero. ¿Cómo está usted, Barkis? ¿Supongo que está usted bien?

Animada por aquellas graciosas palabras y por la prisa de mi tía a tenderle la mano, Barkis se adelantó para tomarla con una reverencia de gracias.

—Hemos envejecido desde aquellos tiempos —dijo mi tía—. No nos hemos visto más que una vez. Buen trabajo hi­cimos aquel día. Trot, hijo mío, dame otra taza de té.

Serví a mi tía el brebaje que me pedía, siempre tan tiesa como de costumbre, y me aventuré a hacerle observar que no era un asiento muy cómodo una maleta.

—Déjeme que le acerque el diván o el sillón, tía; está us­ted muy mal ahí.

—Gracias, Trot —replicó—; prefiero estar sentada en­cima de mis trastos.

Y mirando a mistress Crupp a la cara le dijo:

—No se tome el trabajo de esperar, señora.

—¿Quiere usted que ponga un poco más de té en la tetera, señora? —dijo mistress Crupp.

—No, gracias —replicó mi tía.

—¿Quiere usted permitirme que traiga un poco más de manteca, señora, o un huevo fresco, o que le ase un trozo de tocino? ¿No puedo hacer nada más por su querida tía, míster Copperfield?

—Nada, señora; lo haré yo sola, muchas gracias.

Mistress Crupp, que sonreía sin cesar para demostrar una gran dulzura de carácter, y que ponía siempre la cabeza de medio lado para simular una gran debilidad de constitución, y que se frotaba a cada momento las manos para manifestar su deseo de ser útil a todos los que lo merecían, terminó por salir de la habitación con la cabeza de medio lado, frotán­dose las manos y sonriendo.

—Dick —dijo mi tía—, ya sabe lo que le he dicho de los cortesanos y los adoradores de la fortuna.

Míster Dick respondió afirmativamente, pero un poco asustado y como si hubiera olvidado lo que debía recordar tan bien.

—Pues bien; mistress Crupp es de ellos —dijo mi tía—. Barkis: ¿quiere usted hacer el favor de cuidarse del té y de darme otra taza? No quería tomarla de manos de esa intrigante.

Conocía lo bastante a mi tía para saber que tenía algo im­portante que decirme y que su llegada tenía más importancia de lo que un extraño hubiera podido suponer. Observé que sus miradas estaban constantemente fijas en mí cuando se creía que yo no la veía, y que estaba en un estado de indeci­sión y de inquietud interior mal disimulado por la calma y la rectitud que conservaba exteriormente. Empezaba a temer haber hecho algo que pudiera ofenderla, y mi conciencia me dijo bajito que todavía no le había hablado de Dora. ¿No se­ría aquello por casualidad?

Como sabía que no hablaría hasta que le diera la gana, me senté a su lado y me puse a hablar con los pájaros y a jugar con el gato, como si estuviera muy tranquilo; pero no lo es­taba nada, y mi inquietud aumentó al ver que míster Dick, apoyado en su gran cometa detrás de mi tía, aprovechaba to­das las ocasiones en que no nos observaban para hacerme señas misteriosas, señalándome a mi tía.

—Trot —me dijo por fin cuando terminó su té y después de haberse enjugado los labios y arreglado cuidadosamente los pliegues de la falda—... ¡No necesita usted marcharse, Barkis! Trot, ¿tienes ya más confianza en ti mismo?

—Creo que sí, tía.

—Pero, ¿estás bien seguro?

— Creo que sí, tía.

—Entonces, hijo mío —me dijo mirándome fijamente—,¿sabes por qué tengo tanto interés en estar sentada encima de mi equipaje?

Sacudí la cabeza, como hombre que echa su lengua a los perros.

—Porque es todo lo que me queda; porque estoy arrui­nada, hijo mío.

Si la casa hubiera caído al río con todos nosotros dentro creo que el golpe no hubiera sido más violento para mí.

—Dick lo sabe —dijo tranquilamente mi tía poniéndome una mano en el hombro—; estoy arruinada, mi querido Trot. Todo lo que me queda en el mundo está aquí, excepto la ca­sita, que he dejado a Janet el cuidado de alquilar. Barkis, hay que buscar a este caballero un sitio donde pasar la noche. Con objeto de evitar el gasto, quizá podríamos arreglar aquí algo para mí, no importa cómo. Es para esta noche sola­mente; ya hablaremos de ello más despacio.

Me sacó de mi sorpresa y de la pena que sentía por ella .... por ella, estoy seguro, el verla caer en mis brazos, excla­mando que sólo lo sentía por mí; pero un minuto le bastó para dominar su emoción, y me dijo, con más aire de triunfo que de abatimiento.

—Hay que soportar con valor las contrariedades, sin de­jarnos asustar, hijo mío; hay que sostener el papel hasta el fin. Hay que desafiar a la desgracia hasta el fin, Trot.

CAPÍTULO XV. DEPRESIÓN

Cuando recobré mi presencia de ánimo, que en el primer momento me había abandonado por completo bajo el golpe de la noticia de mi tía, propuse a míster Dick que viniera a la tienda de velas a tomar posesión de la cama que míster Peg­gotty había dejado vacía hacía poco. La tienda de velas se encontraba en el mercado de Hungerford, que entonces no se parecía nada a lo que es ahora, y tenía delante de la puerta un pórtico bajo, compuesto de columnas de madera, que se parecía bastante al que se veía antes en la portada de la casa del hombrecito y la mujercita de los antiguos barómetros. Aquella obra de arte de la arquitectura le gustó infinitamente a míster Dick, y el honor de habitar encima de aquellas co­lumnas yo creo que le hubiera consolado de muchas moles­tias; pero como en realidad no había más objeción que hacer al alojamiento que la variedad de perfumes de que he ha­blado, y quizá también la falta de espacio en la habitación, quedó encantado de su alojamiento. Mistress Crupp le había declarado con indignación que no había sitio ni para hacer bailar a un gato; pero, como me decía muy justamente mís­ter Dick sentándose a los pies de la cama y acariciando una de sus piernas:

—Usted sabe muy bien, Trotwood, que yo no necesito ha­cer bailar a ningún gato, que nunca he hecho bailar a ningún gato; por lo tanto, ¿a mí qué me importa?

Traté de descubrir si míster Dick tenía algún conoci­miento de las causas de aquel gran y repentino cambio en los intereses de mi tía; pero, como me esperaba, no sabía nada. Todo lo que podía decirme es que mi tía le había apos­trofado así la antevíspera: «Veamos, Dick, ¿es usted verda­deramente todo lo filósofo que yo creo?». «Sí», había res­pondido él. Entonces mi tía le había dicho: «Dick, estoy arruinada», y él había exclamado: «¡Oh! ¿De verdad?». Des­pués mi tía le había elogiado mucho, lo que le había causado mucha alegría, y habían venido a buscarme comiendo sánd­wiches y bebiendo cerveza en el camino.

Míster Dick estaba tan radiante a los pies de su cama aca­riciándose la pierna mientras me decía todo esto, con los ojos muy abiertos y una sonrisa de sorpresa, que siento decir que me impacienté y que llegué a explicarle que quizá no sa­bía lo que la palabra ruina traía tras de sí de desesperación, de necesidad, de hambre; pero pronto fui cruelmente casti­gado por mi dureza al verle ponerse pálido y alargársele el rostro y correr lágrimas por sus mejillas, mientras me lan­zaba una mirada tan desesperada, que hubiera ablandado un corazón infinitamente más duro que el mío. Me costó mu­cho más trabajo animarle de lo que me había costado aba­tirle, y comprendí enseguida que debía de haber adivinado desde el primer momento que si él había demostrado tanta confianza es porque tenía una fe inquebrantable en mi tía, en su sabiduría maravillosa y en los recursos infinitos de mis facultades intelectuales, pues creo que me creía capaz de lu­char victoriosamente contra todos los infortunios que no fue­ran la muerte.

—¿Qué podemos hacer, Trot? —dijo míster Dick—. Está la Memoria...

—Ciertamente está la Memoria —le dije—; pero de mo­mento la única cosa que podemos hacer, míster Dick, es se­renamos y que mi tía no vea que nos preocupan sus asuntos.

Estuvo de acuerdo conmigo al momento y me suplicó que, en el caso en que le viera apartarse un paso del buen ca­mino, que le atrajera a él por alguno de los medios ingenio­sos que yo siempre tenía a mano. Pero siento decir que le había asustado demasiado para que pudiera ocultar su temor. Toda la noche estuvo mirando sin cesar a mi tía con una ex­presión de la más penosa inquietud, como si se esperase verla adelgazar de repente. Cuando se daba cuenta hacía es­fuerzos inauditos para no mover la cabeza; pero por muy in­móvil que la tuviera volvía los ojos, lo que era casi peor. Le vi mirar durante la comida el panecillo que había encima de la mesa como si no quedara más que aquello entre nosotros y el hambre. Y cuando mi tía insistió para que comiera como de costumbre, me di cuenta de que se guardaba en el bolsillo pedazos de pan y de queso, sin duda para proporcionarse con aquellas economías el medio de volvemos a la vida cuando estuviéramos extenuados por el hambre.

Mi tía, por el contrario, estaba tranquila y podía servimos de ejemplo a todos, a mí el primero. Estaba amable con Peg­gotty, excepto cuando la llamaba así por distracción, y pare­cía encontrarse completamente a sus anchas a pesar de su conocida repugnancia por Londres. Ella se acostaría en mi cama y yo en el gabinete, sirviéndole de cuerpo de guardia. Insistió mucho sobre las ventajas de estar tan cerca del río, para caso de incendio, y yo creo que verdaderamente le pro­ducía satisfacción aquella circunstancia.

—No, Trot; no, hijo mío —me dijo mi tía cuando me vio hacer los preparativos para componer su brebaje de la noche.

—¿No lo quiere usted, tía?

—Vino no, hijo mío; cerveza.

—Pero tengo vino, y lo que usted toma siempre es vino.

—Guarda el vino para el caso en que haya algún enfermo —me dijo—; no hay que malgastarlo. Trot, dame cerveza; media botella.

Creí que míster Dick iba a desmayarse. Mi tía persistía en su negativa, y tuve que salir para buscar yo mismo la cer­veza. Como se hacía tarde, míster Dick y Peggotty aprove­charon la ocasión para tomar juntos el camino de la tienda de velas. Me despedí del pobre hombre en la esquina, y se alejó con su gran cometa a la espalda y llevando en su rostro la verdadera imagen de la miseria humana.

A mi regreso encontré a mi tía paseándose de arriba abajo por la habitación y plegando con sus dedos los ador­nos de su cofia de dormir. Le calenté la cerveza y tosté el pan según los principios establecidos, y cuando la bebida estuvo preparada, mi tía también lo estaba con la cofia en la cabeza, la falda un poco remangada y las manos sobre las rodillas.

—Querido mío —me dijo después de tomar una cuchara­dita del líquido—, es mucho mejor que el vino, y además menos bilioso.

Supongo que no debía de parecer muy convencido, pues añadió:

—Ta, ta, ta, hijo mío; si no nos sucede nada peor que be­ber cerveza, no nos podremos quejar.

—Le aseguro, tía, que no se trata de mí; estoy muy lejos de decir lo contrario.

—Pues bien; entonces, ¿por qué no es esa tu opinión?

—Porque usted y yo somos diferentes —contesté.

—Vamos, Trot, qué locura —replicó ella.

Mi tía continuó con una satisfacción tranquila y nada afectada, lo aseguro, bebiendo su cerveza caliente a cucha­raditas y mojando los picatostes.

—Trot —me dijo—, por lo general no me gustan las caras nuevas; pero tu Barkis no me disgusta, ¿sabes?

—Si me hubieran dado cien libras, tía, no me hubiera ale­grado tanto; y soy feliz viendo que la aprecia usted.

—Es un mundo muy extraordinario este en que vivimos —repuso mi tía frotándose la nariz—; no puedo explicarme dónde ha ido esta mujer a buscar un nombre semejante. Dime si no sería mucho más fácil nacer Jackson o cualquier cosa menos eso.

—Quizá ella misma piense eso, tía; pero no es suya la culpa.

—Claro que no —contestó mi tía, un poco contrariada por tener que confesarlo—; pero no por eso es menos deses­perante. En fin, ahora se llama Barkis, y es un consuelo. Bar­kis te quiere con todo su corazón, Trot.

—No hay nada en el mundo que no estuviera dispuesta a hacer para demostrármelo.

—Nada, es verdad, lo creo —dijo mi tía—. ¿Querrás creer que la pobre loca estaba hace un momento pidiéndome con las manos juntas que aceptara parte de su dinero, porque tenía demasiado? ¡Será idiota!

Las lágrimas de mi tía caían en su cerveza.

—Nunca he visto a nadie tan ridículo —añadió—. Desde el primer momento que la vi al lado de tu madrecita adiviné que debía de ser la criatura más ridícula del mundo; pero tiene buenas cualidades.

Mi tía hizo como que se reía, y aprovechó la ocasión para llevar la mano a sus ojos; después siguió comiendo sus tos­tadas y hablando al mismo tiempo.

—¡Ay! ¡Misericordia! —dijo mi tía suspirando— Sé todo lo que ha pasado, Trot. He tenido una larga conversación con Barkis mientras tú habías salido con Dick. Sé todo lo que ha pasado. Por mi parte, no comprendo lo que esas miserables chicas tienen en la cabeza; y me pregunto cómo no prefieren ir a rompérsela contra... contra una chimenea —dijo mi tía mi­rando a la mía, que fue probablemente la que le sugirió la idea.

—¡Pobre Emily! —dije.

—¡Oh! No digas pobre Emily —replicó mi tía—; hubiera debido pensar en toda la pena que causaba. Dame un beso, Trot; siento mucho que tan joven tengas ya una experiencia tan triste en tu vida.

En el momento en que me inclinaba hacia ella, dejó su vaso en mis rodillas, para detenerme, y dijo:

—¡Oh! ¡Trot, Trot! ¿Te figuras que estás enamorado, no?

—¿Cómo que me figuro, tía? —exclamé enrojeciendo­. La adoro con toda mi alma.

—¿A Dora? ¿De verdad? —replicó mi tía—. Y estoy se­gura de que te parece esa criaturita muy seductora.

—Querida tía —le contesté—, nadie puede hacerse idea de lo que es.

—¡Ah! ¿No es demasiado tonta? —dijo mi tía.

—¿Tonta, tía mía?

Creo seriamente que nunca se me había ocurrido pregun­tarme si lo era o no. Aquella suposición me ofendió, natural­mente, pero me sorprendió como una idea completamente nueva.

—Según eso ¿no será un poco frívola? —dijo mi tía.

—¿Frívola, tía? —Me limité a repetir aquella pregunta atre­vida con el mismo sentimiento que había repetido la primera.

—¡Está bien, está bien! —dijo mi tía—. Quería única­mente saberlo; no hablo mal de ella. ¡Pobres chicos! Y os creéis hechos el uno para el otro y os véis ya atravesando una vida llena de dulzuras y de confites, como las dos figuri­tas de azúcar que adoman la tarta de la recién casada en una comida de bodas, ¿no es verdad, Trot?

Hablaba con tal bondad y dulzura, casi de broma, que me conmovió.

—Ya sé que somos muy jóvenes y sin experiencia, tía —contesté—, y que no diremos y haremos cosas nada razo­nables; pero estoy seguro de que nos queremos de verdad. Si creyera que Dora podía querer a otro o dejar de quererme, o que yo pudiera amar a otra mujer o dejar de quererla, no sé lo que haría..., creo que me volvería loco.

—¡Ah, Trot! —dijo mi tía sacudiendo la cabeza y son­riendo tristemente—. ¡Ciego, ciego, ciego! Alguien que yo conozco, Trot —añadió mi tía después de un momento de si­lencio—, a pesar de su dulzura de carácter posee una viveza de afectos que me recuerda a un bebé. Ese alguien debe bus­car un apoyo fiel y seguro, que pueda sostenerle y ayudarle; un carácter serio, sincero, constante.

—¡Si supiera usted la constancia y la sinceridad de Dora, tía mía! —exclamé.

—¡Ay, Trot! —repitió ella—. ¡Ciego, ciego! —y sin saber por qué me pareció vagamente que perdía en aquel momento algo, alguna promesa de felicidad que se escapaba y escon­día a mis ojos tras una nube.

—Sin embargo —dijo mi tía—, no quiero desesperar ni hacer desgraciados a estos dos niños; así, aunque sea una pasión de niño y niña, y aunque esas pasiones muy a me­nudo..., fíjate bien, no digo siempre, pero muy a menudo, no conducen a nada, sin embargo, no lo tomaremos a broma, hablaremos seriamente y esperaremos que termine bien cualquier día. Tenemos tiempo.

No era una perspectiva muy consoladora para un amante apasionado, pero estaba encantado de que mi tía conociera el secreto. Recordando que debía de estar cansada, le agra­decí tiernamente aquella prueba de su afecto, y después de despedirme de ella con ternura, mi tía y su cofia de dormir fueron a tomar posesión de mi alcoba.

¡Qué desgraciado fui aquella noche en mi cama! Mis pen­samientos no podían apartarse del efecto que haría en míster Spenlow la noticia de mi pobreza, pues ya no era lo que creía ser cuando había pedido la mano de Dora, y además me de­cía que honradamente debía decir a Dora mi situación y de­volverle su palabra si lo quería así. Me preguntaba cómo me las arreglaría para vivir durante todo el tiempo que tenía que pasar con míster Spenlow sin ganar nada; me preguntaba cómo podría sostener a mi tía, y me rompía la cabeza sin en­contrar solución satisfactoria; además, me decía que pronto no tendría nada de dinero en el bolsillo; que tendría que lle­var trajes raídos, renunciar a los bonitos caballos grises, a los regalitos que tanto me gustaba llevar a Dora; en fin, a todo lo que era serle agradable. Sabía que era egoísmo y que era una cosa indigna pensar en mis propias desgracias, y me lo reprochaba amargamente; pero quería demasiado a Dora para que pudiera ser de otro modo. Sabia que era un misera­ble no preocupándome más por mi tía que por mí mismo; pero mi egoísmo y Dora eran inseparables, y no podía dejar a Dora de lado por el amor de ninguna otra criatura humana. ¡Ah! ¡Qué desgraciado fui aquella noche!

Mi noche estuvo agitada por mil sueños penosos sobre mi pobreza; pero me parecía que soñaba sin haberme dormido de antemano. Tan pronto me veía vestido de harapos y obli­gando a Dora a it a vender cerillas a medio penique la caja, como me encontraba en la oficina vestido con la camisa de dormir y un par de botas, y míster Spenlow me reprochaba la ligereza del traje en que me presentaba a sus clientes; des­pués comía ávidamente las migas que dejaba caer el viejo Tifey al comer su bizcocho de todos los días en el momento en que el reloj de Saint Paul daba la una; después hacía una multitud de esfuerzos inútiles para obtener la autorización oficial necesaria para mi matrimonio con Dora, sin tener para pagarla más que uno de los guantes de Uriah Heep, que el Tribunal rechazaba por unanimidad; por fin, no sabiendo demasiado dónde estaba, me revolvía sin cesar, como un barco en peligro, en un océano de mantas y sábanas.

Mi tía tampoco descansaba; yo la sentía pasearse de arriba abajo. Dos o tres veces en el curso de la noche apareció en mi habitación como un alma en pena, vestida con un largo camisón de franela, que la hacía parecer de seis pies de esta­tura, y se acercaba al divan en que yo estaba acostado. La primera vez di un salto de terror ante la noticia de que tenía motivos para creer por la luz que se veía en el cielo que la abadía de Westminster estaba ardiendo. Quiso saber si las llamas no llegarían a Buckingham Street en el caso de que cambiara el viento. Cuando reapareció más tarde no me moví; pero se sentó a mi lado, diciendo en voz baja: «¡Pobre muchacho! », y me sentí todavía más desgraciado al ver lo poco que se preocupaba de sí misma para pensar en mí, mientras que yo estaba egoístamente absorto en mis preocu­paciones.

Me costaba trabajo pensar que una noche que a mí me pa­recía tan larga pudiera parecer corta a nadie. Y me puse a imaginar un baile en que los invitados pasaran la noche bai­lando; después todo aquello se convirtió en un sueño, y oía a los músicos siempre tocando la misma pieza, mientras veía a Dora bailar siempre lo mismo, sin fijarse en mí. El hombre que había estado tocando el arpa toda la noche trataba en vano de guardar su instrumento en un gorro de algodón de medida corriente en el momento en que me desperté, o me­jor dicho, en el momento en que renuncié a tratar de dor­mirme al ver que el sol brillaba en mi ventana.

Había entonces en una de las calles que desembocan en el Strand unos antiguos baños romanos (quizá están todavía), donde tenía la costumbre de ir a sumergirme en agua fría. Me vestí lo más silenciosamente que pude y, dejando a Peggotty el encargo de ocuparse de mi tía, fui a precipi­tarme en el agua de cabeza, y después tomé el camino de Hampstead. Esperaba que aquel tratamiento enérgico me refrescara un poco el espíritu, y creo que realmente me sentó muy bien, pues no tardé en decidir que lo primero que tenía que hacer era ver si conseguía rescindir mi con­trato con míster Spenlow y recobrar la cantidad entregada. Almorcé en Hampstead y después tomé el camino del Tri­bunal, a través de las carreteras, todavía húmedas de rocío, en medio del dulce perfume de las flores que crecían en los jardines del camino o que pasaban en cestas sobre las ca­bezas de los jardineros; yo sólo pensaba en intentar aquel primer esfuerzo para hacer frente al cambio de nuestra si­tuación.

Llegué tan temprano a la oficina que tuve tiempo de pa­searme durante una hora por los patios antes de que el viejo Tifey, que era siempre el primero en estar en su puesto, apa­reciera con la llave. Entonces me senté en un rincón a la sombra, mirando el reflejo del sol sobre los tubos de la chi­menea de enfrente y pensando en Dora, cuando míster Spen­low entró, reposado y dispuesto.

—¿Cómo está usted Copperfield? —me dijo—. ¡Qué ma­ñana tan hermosa!

—Una mañana encantadora —respondí—. ¿Podría de­cirle a usted una palabra antes de que entrara en el Tribunal?

—Sí —dijo—; venga usted a mi despacho.

Le seguí al despacho, donde empezó por ponerse su traje mirándose en un espejito colgado detrás de la puerta de un armario.

—Siento mucho decirle —empecé— que he recibido muy malas noticias de mi tía.

—¿De verdad? ¡Cómo lo siento! Pero ¿no será un ataque de parálisis, espero?

—No se trata de su salud —repliqué— Es que ha tenido grandes pérdidas; mejor dicho, que no le queda absoluta­mente nada.

—¡Me sor ...pren...de usted, Copperfield! —exclamó mis­ter Spenlow.

Moví la cabeza.

—Su situación ha cambiado de tal modo, que quería pe­dirle si no sería posible... sacrificando parte de la suma pa­gada para mi admisión aquí, claro (no había meditado aquel ofrecimiento generoso; pero lo improvisé al ver la expresión de espanto que se pintó en su fisonomía).— si no sería posi­ble anular el contrato que hicimos.

Nadie se puede imaginar lo que me costó hacer aquella proposición. Era pedir como una gracia que me separaran de Dora.

—¿Anular nuestro contrato, Copperfield, anularlo?

Le expliqué con cierta firmeza que acudía a todos los ex­pedientes porque no sabía cómo subsistir si no ganaba dinero; que no temía nada por el porvenir, y apoyé mucho en ello para hacerle ver que sería un yerno digno de aten­ción, pero que por el momento me veía en la necesidad de trabajar.

—Siento mucho lo que me dice usted, Copperfield —res­pondió míster Spenlow—; lo siento muchísimo. No hay cos­tumbre de anular un contrato por semejantes razones. No es modo de proceder en los negocios. Sería un mal prece­dente...; sin embargo...

—Es usted muy bueno —murmuré, en espera de alguna concesión.

—Nada de eso; no se equivoque —continuó míster Spen­low—; iba a decirle que si tuviera las manos libres, si no tu­viera un asociado, míster Jorkins...

Mis esperanzas se desvanecieron al momento; sin embargo, hice todavía un esfuerzo.

—¿Y cree usted que si me dirigiera a míster Jorkins...?

Míster Spenlow movió la cabeza con abatimiento.

—Dios me libre, Copperfield —dijo—, de ser injusto con nadie, y menos con míster Jorkins. Pero conozco a mi aso­ciado, Copperfield. Míster Jorkins no es hombre que acoja bien una proposición tan insólita. Míster Jorkins sólo conoce las tradiciones recibidas, y no sale de ellas. ¡Usted le conoce!

Yo no le conocía. Nada más sabía que mister Jorkins ha­bía sido anteriormente director de todo y que ahora vivía solo en una casa muy cerca de Montagu—Square, que le ha­cía horriblemente falta revocar; que llegaba a la oficina muy tarde y se iba muy temprano; que nunca parecía que le con­sultaran sobre nada; que tenía un gabinete sombrío para él solo en el primer piso, en el que nunca se hacía ningún ne­gocio, y que tenía sobre su pupitre una carpeta vieja de pa­pel secante, amarilla por el tiempo, pero sin una mancha de tinta, y que se decía que estaba allí desde hacía veinte años.

—¿Tendría usted inconveniente en que hablara del asunto a míster Jorkins? —le pregunté.

—Ninguno —dijo míster Spenlow—; pero tengo expe­riencia sobre el carácter de míster Jorkins, Copperfield. Que­rría que fuese de otra manera y me alegraría mucho poder hacer lo que usted desea. No tengo ningún inconveniente en que hable usted a míster Jorkins si cree que merece la pena,

Aprovechándome de su permiso, que acompañó de un apretón de manos, continué en mi rincón, pensado en Dora y mirando al sol, que abandonaba los tubos de las chimeneas para iluminar la pared de la casa de enfrente, hasta la llegada de míster Jorkins. Entonces subí a su gabinete, y en mi vida he visto un hombre más sorprendido de recibir una visita.

—Entre usted, míster Copperfield; pase usted.

Entré, me senté y le expuse mi situación poco más o me­nos como se la había expuesto a míster Spenlow. Míster Jor­kins no era tan terrible como podía uno sospechar. Era un hombre grueso, de sesenta años, de expresión dulce y bené­vola, que tomaba tal cantidad de tabaco, que entre nosotros se decía que aquel estimulante era su principal alimento, puesto que después no le quedaba sitio en todo su cuerpo para ninguna otra cosa.

—¿Supongo que habrá usted hablado de ello a míster Spenlow? —dijo míster Jorkins después de haberme escu­chado hasta el fin con algo de impaciencia.

—Sí, señor; es él quien me ha sugerido su nombre.

—¿Le ha dicho que yo pondría inconvenientes? —pre­guntó míster Jorkins.

Tuve que admitir que a míster Spenlow le parecía muy verosímil.

—Lo siento mucho, míster Copperfield —dijo míster Jor­kins muy confuso—, pero no puedo hacer nada por usted. El caso es... Pero tengo una cita en el banco. Si usted me permite.

Y diciendo esto se levantó precipitadamente, a iba a aban­donar la habitación, cuando me atreví a decirle que temía que no hubiera medio de arreglar el asunto.

—No —dijo míster Jorkins deteniéndose en la puerta para mover la cabeza—; hay inconvenientes, ¿sabe usted?

Continuó hablando muy deprisa. Después salió.

—Comprenda usted, míster Copperfield —dijo volviendo a entrar muy inquieto—, que si míster Spenlow ve inconve­nientes...

—Personalmente no, señor.

—¡Oh, personalmente! —repitió míster Jorkins con im­paciencia—. Le aseguro que tiene inconvenientes, míster Copperfield, insuperables. Lo que usted desea es imposi­ble... Pero tengo una cita en el banco...

Y se escapó corriendo. Según he sabido después, pasó tres días sin reaparecer por su despacho.

Estaba decidido a mover tierra y cielo si era necesario. Esperé, por lo tanto, el regreso de míster Spenlow para con­tarle mi entrevista con su asociado, dándole a entender que tenía algunas esperanzas de que fuera posible dulcificar al inflexible Jorkins si se proponía hacerlo.

—Copperfield —me contestó míster Spenlow con una sonrisa sagaz—, usted no conoce a mi asociado míster Jor­kins desde hace tanto tiempo como yo. Nada más lejos de mi espíritu que suponer a Jorkins capaz de hipocresía; pero Jorkins tiene una manera de presentar sus objeciones que muy a menudo engaña a las gentes. No, Copperfield; créame —dijo moviendo la cabeza—; no hay manera de conmover a míster Jorkins.

Yo empezaba a no saber demasiado cuál de los dos, si míster Spenlow o míster Jorkins, era realmente el asociado de quien provenían los inconvenientes; pero veía con clari­dad que en uno o en otro había una fuerza invencible y que no había que contar, ni mucho menos, con el reembolso de las mil libras de mi tía. Dejé las oficinas en un estado de de­presión que no recuerdo sin remordimientos, pues sé que era el egoísmo (el egoísmo de los dos, Dora) el que lo formaba, y me volví a casa.

Trataba de familiarizar mi espíritu con lo peor que pudiera suceder a intentaba imaginar las determinaciones que tendría­mos que tomar si el porvenir se nos presentaba bajo los colo­res más sombríos, cuando un coche que me seguía se detuvo a mi lado, haciéndome levantar los ojos. Por la portezuela me tendían una mano blanca, y vi la sonrisa del rostro que nunca había visto sin experimentar un sentimiento de reposo y de fe­licidad desde el día que lo había contemplado en la antigua escalera de madera y que había asociado en mi espíritu su be­lleza serena con el suave colorido de la vidriera de la iglesia.

—¡Agnes! —exclamé con alegría—. ¡Oh mi querida Ag­nes, qué alegría verte a ti mejor que a ninguna otra criatura humana!

—¿De verdad? —dijo en tono cordial.

—¡Tengo tanta necesidad de hablar contigo! —le dije—. El corazón se me tranquiliza sólo con mirarte. Si hubiera tenido una varita mágica, tú eres la persona que hubiera deseado ver.

—Vamos —dijo Agnes.

—¡Ah! Dora quizá primero —confesé enrojeciendo.

—Ya lo creo que Dora primero —dijo Agnes riendo.

—Pero tú la segunda —le dije—. ¿Dónde ibas?

Iba a mi casa para ver a mi tía, y se alegró mucho de salir del coche, que olía a cuadra; demasiada cuenta me di, pues había metido la cabeza por la portezuela todo el tiempo mien­tras charlaba. Despedimos al cochero, se agarró de mi brazo y echamos a andar juntos. Ella era la personificación de la Esperanza; ya no me sentía el mismo con Agnes a mi lado.

Mi tía le había escrito una de esas extrañas y cómicas car­titas que no eran mucho más grandes que un billete de banco. Rara vez llevaba más lejos su verbo epistolar. Era para anunciarle que había tenido pérdidas a consecuencia de las cuales dejaba definitivamente Dover; pero que ya había tomado una decisión y que estaba demasiado bien para que nadie se preocupara por ella, y Agnes había venido a Lon­dres para ver a mi tía, que la quería y a quien quería mucho desde hacía años, es decir, desde el momento en que yo me establecí en casa de míster Wickfield. No estaba sola, según me dijo. Había venido con su padre y con Uriah Heep.

—¿Son ya asociados? —pregunté—. ¡Que el Cielo le confunda!

—Sí —dijo Agnes—; tenían algunos negocios aquí, y he aprovechado la ocasión para venir yo también a Londres. No hay que creer que sea por mi parte una visita completamente desinteresada y amistosa, Trotwood, pues... temo tener pre­juicios injustos...; pero no me gusta dejar a papá solo con él.

—¿Sigue ejerciendo la misma influencia sobre míster Wickfield, Agnes?

Agnes movió tristemente la cabeza.

—Ha cambiado todo tanto en nuestra casa, que ya no re­conocerías nuestra querida y vieja morada. Ahora viven con nosotros.

—¿Quién? —pregunté.

—Uriah y su madre. Él ocupa tu antigua habitación —dijo Agnes mirándome a la cara.

—¡Lástima no estar encargado de proporcionarle los sue­ños! ¡No seguiría durmiendo allí mucho tiempo!

—Yo continúo en mi antigua habitacioncita —dijo Ag­nes—;aquella en que aprendía mis lecciones. ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Te acuerdas? La habitación pequeña que daba al salón.

—¿Que si me acuerdo, Agnes? Es en la que te vi por pri­mera vez; estabas de pie en aquella puerta, con la cestita de las llaves colgada.

—Precisamente —dijo Agnes sonriendo—. Me gusta que lo recuerdes tan bien. ¡Qué felices éramos entonces! Sí; he conservado aquella habitación para mí; pero no siempre puedo librarme de mistress Heep, ¿sabes?, pues a veces tengo que hacerle compañía, cuando me gustaría más estar sola. Pero es la única queja que tengo contra ella. Algunas veces me cansa con tanto elogiar a su hijo. ¿Pero qué hay más natural en una madre? Es muy buen hijo.

Miraba a Agnes mientras que me hablaba así, sin descu­brir en su rostro la menor sospecha de las intenciones de Uriah. Sus hermosos ojos, tan dulces y tan seguros al mismo tiempo, sostenían mi mirada con su franqueza de costumbre y sin la menor alteración en el rostro.

—El mayor inconveniente de su presencia en casa —dijo Agnes— es que no puedo estar con papá todo el tiempo que quisiera, pues Uriah está constantemente entre nosotros. No puedo velar por él, si es que no es una expresión demasiado atrevida, tan de cerca como me gustaría. Pero si emplean con él la mentira o la traición, espero que mi cariño termine por triunfar. Espero que el verdadero afecto de una hija vigilante y abnegada sea más fuerte que todos los peligros del mundo.

Aquella sonrisa luminosa, que no he visto nunca en nin­gún otro rostro, desapareció en el momento en que yo admi­raba su dulzura y en que recordaba la felicidad que antes tenía viéndolo, y me preguntó con un cambio marcado en la fisonomía, mientras nos acercábamos a la calle en que es­taba mi casa, si yo sabía cómo había perdido su fortuna mi tía. Ante mi respuesta negativa, Agnes se quedó pensativa, y me pareció sentir temblar el brazo que se apoyaba en el mío.

Encontramos a mi tía sola y un poco inquieta. Había sur­gido entre ella y mistress Crupp una discusión sobre una cuestión abstracta (la conveniencia de residir el bello sexo en unas habitaciones de soltero), y mi tía, sin preocuparse de los espasmos de mistress Crupp, había cortado la discusión declarando a aquella señora que olía a coñac, que me robaba y que se marchara al momento. Mistress Crupp, conside­rando aquellas dos expresiones como injuriosas, había anun­ciado su intención de apelar al jurado inglés, refiriéndose, a lo que colegí, a nuestras libertades nacionales.

Sin embargo, mi tía había tenido tiempo de reponerse mientras Peggotty había salido para enseñarle a míster Dick los guardias a caballo. Además, encantada de ver a Agnes, no pensaba ya en su disputa no siendo para envanecerse de la manera como había salido de ella. Así es que nos recibió de muy buen humor. Cuando Agnes hubo dejado su som­brero encima de la mesa y se sentó a su lado, no pude por menos que pensar, viendo su frente radiante y sus ojos sere­nos, que aquel parecía el lugar donde debía siempre estar; que mi tía tenía en ella, a pesar de su juventud a inexperien­cia, una confianza absoluta. ¡Ah! ¡Tenía mucha razón en contar con su fuerza, con su afecto sencillo, con su abnega­ción y fidelidad!

Nos pusimos a hablar de los negocios de mi tía, a la cual conté lo que había intentado inútilmente aquella mañana.

—No era juicioso, Trot; pero la intención era buena. Eres un buen chico, generoso; pero más bien creo que debía decir un hombre, y estoy orgullosa de ti, amigo mío. No hay nada que decir hasta ahora. Ahora, Trot y Agnes, miremos de frente la situación de Betsey Trotwood y veamos en qué está.

Via Agnes palidecer mirando atentamente a mi tía, y mi tía no miraba menos atentamente a Agnes mientras acari­ciaba a su gato.

—Betsey Trotwood —dijo mi tía—, que nunca había dado cuentas a nadie de sus asuntos de dinero (no hablo de tu hermana, Trot, sino de mí), tenía una fortunita. Poco im­porta saber lo que tenía; pero era bastante para vivir; quizá algo más, pues había ahorrado para aumentar el capital. Betsey tuvo su dinero en papel del Estado durante cierto tiempo; pero después, aconsejada por su apoderado, lo colocó en el Banco Hipotecario. Aquello iba muy bien y daba una renta considerable. ¿No os parece que cuando hablo de Betsey es­toy contando la historia de un barco de guerra? Como aque­llo terminó y devolvieron su dinero a Betsey, se vio obligada a pensar de nuevo en qué lo colocaba, y creyéndose más há­bil que su hombre de negocios, que no estaba tan listo como antes (me refiero a tu padre, Agnes), se le metió en la cabeza administrarse sola su fortuna. Llevó, como suele decirse, sus cerdos al mercado; pero no fue buena vendedora. En primer lugar, perdió en las minas; después, en las empresas particu­lares en que se trataba de ir a buscar en el mar los tesoros perdidos, o alguna otra locura del mismo género —conti­nuó, a manera de explicación y frotándose la nariz—; des­pués volvió a perder en las minas y, por fin, lo perdió todo en un banco. Yo no sé lo que valían las acciones de aquel banco durante cierto tiempo —dijo mi tía—; creo que el cien por cien; pero el banco estaba en el otro extremo del mundo, y se ha desvanecido en el espacio según creo. En todo caso, ha quebrado, y no pagará nunca ni medio penique. Ahora bien: como todos los medios peniques de Betsey estaban allí, se han terminado. Lo mejor que se puede hacer es no volver a hablar de ello.

Mi tía terminó aquel relato sumario y filosófico mirando con cierto aire de triunfo a Agnes, que poco a poco reco­braba su color natural.

—¿Es esa toda la historia, querida miss Trotwood? —pre­guntó Agnes.

—Me parece que es suficiente, hija mía —dijo mi tía—. Si tuviera más dinero que perder, quizá no fuera todo, pues Betsey hubiera encontrado el medio de enviarlo a reunirse con el otro, y de dar un nuevo capítulo a la historia, no lo dudo; pero como no había más dinero, aquí termina.

Agnes había escuchado al principio sin respirar. Palidecía y se ruborizaba todavía; pero se había librado de un gran peso. Yo sospechaba por qué. Sin duda había tenido miedo de que su desgraciado padre tuviera algo que ver en aquel cambio de fortuna. Mi tía cogió entre sus manos las suyas y se echó a reír.

—¿Que si es todo? —repitió mi tía—. ¡Claro que sí! Al menos que no añada, como al fin de un cuento: «Y desde en­tonces vivió siempre dichosa». Quizá puedan decir eso de Betsey uno de estos días. Ahora, Agnes, dime tú que tienes buena cabeza; tú también, desde algunos puntos de vista, Trot, aunque no siempre se te pueda hacer ese elogio.

Y mi tía, sacudiendo la cabeza con su energía habitual, prosiguió:

—¿Qué haremos? Mi casa viene a dar unas setenta libras al año, y con eso creo que podemos contar de una manera positiva. Pero es todo lo que poseemos —dijo mi tía, que era (con perdón) como ciertos caballos que se detienen brusca­mente en el momento en que parece que iban a salir al ga­lope.

—Además —dijo después de un momento de silencio­está Dick, que tiene mil libras al año; pero hay que decir que eso hay que reservarlo para sus gastos personales. Preferiría no conservarlo a mi lado, a pesar de que sé que soy la única persona que le aprecia, antes que conservarlo de no ser con la condición de gastar su dinero en él únicamente hasta el úl­timo céntimo. ¿Qué podemos hacer Trot y yo para salir del apuro con nuestros recursos? ¿Qué te parece, Agnes?

—Me parece, tía —dije adelantándome a la respuesta de Agnes—, que debo hacer algo.

—Alistarte como soldado, ¿no es así?, o entrar en la ma­rina —contestó mi tía alarmada—. No quiero oír hablar de ello. Has de ser procurador; no quiero cabezas rotas en la fa­milia, caballero.

Iba a explicarle que tampoco yo tenía interés en introdu­cir en la familia aquel procedimiento simplificado de salir del apuro, cuando Agnes me preguntó si tenía alquilada la casa por mucho tiempo.

—Tocas en la llaga, querida —dijo mi tía—; tenemos esta casa encima para seis meses, a menos de poderla subarren­dar, lo que no creo. El último huésped murió aquí, y creo que de cada seis se morirían cinco, aunque sólo fuera de vi­vir bajo el mismo techo que esa mujer vestida de nanquín con su falda de franela. Tengo algo de dinero contante, y creo, con vosotros, que lo mejor que podemos hacer es ter­minar aquí el plazo, alquilando cerca una alcoba para Dick.

Me pareció un deber decir algo sobre las molestias que tendría que soportar mi tía viviendo en un estado constante de guerra y emboscadas con mistress Crupp; pero respondió a aquella objeción de una manera perentoria declarando que a la primera señal de hostilidades estaba dispuesta a asustar de tal modo a mistress Crupp, que le iba a durar el temblor hasta el fin de su vida.

—Pensaba, Trot —dijo Agnes, dudando—, que si tuvie­ras tiempo...

—Tengo mucho tiempo, Agnes; desde las cuatro o las cinco estoy siempre libre, y por la mañana temprano tam­bién. De una manera o de otra —dije, dándome cuenta de que me ruborizaba al recordar las horas que había paseado de un lado para otro por la ciudad y en la carretera de Norwood—, tengo más tiempo del que me hace falta.

—Pienso que si no te gustaría —dijo Agnes acercándose a mí y hablándome en voz baja y con un acento tan dulce y tan consolador que todavía me parece oírla—, si no te gusta­ría un empleo de secretario.

—¿Por qué no me había de gustar, mi querida Agnes?

—Es que el doctor Strong —repuso Agnes por fin— ha puesto por obra su proyecto de retirarse y ha venido a esta­blecerse a Londres, y sé que le ha dicho a papá si no podría proporcionarle un secretario. ¿No te parece que más le gus­tará tener a su lado a su antiguo discípulo mejor que a otro cualquiera?

—Querida Agnes —exclamé—, ¿qué sería de mí sin ti? Eres siempre mi ángel bueno; ya te lo he dicho: siempre pienso en ti como en mi ángel bueno.

Agnes me respondió alegremente que con un ángel bueno (se refería a Dora) tenía bastante, y que no hacían falta más; me recordó que el doctor tenía costumbre de trabajar muy temprano por la mañana y por la noche, y que probable­mente las horas de que yo podía disponer le convendrían maravillosamente.

Si me consideraba dichoso al pensar que iba a ganarme la vida, no lo estaba menos ante la idea de que trabajaría con mi antiguo maestro; y siguiendo al momento el consejo de Agnes me senté para escribir al doctor una carta en la que le expresaba mi deseo, pídiéndole permiso para presentarme en su casa al día siguiente a las diez de la mañana. Dirigí mi epístola a Highgate, pues vivía en aquellos lugares tan lle­nos de recuerdos para mí, y yo mismo fui a echarla al correo sin perder ni un minuto.

Por todas partes donde pasaba Agnes dejaba tras de sí al­guna huella preciosa del bien que hacía sin ruido al pasar. Cuando volví, la jaula de los pájaros de mi tía estaba sus­pendida exactamente, como si llevara allí mucho tiempo, en la ventana del gabinete; mi sillón puesto, como el infinita­mente mejor de mi tía, al lado de la ventana abierta, y el biombo verde que había traído consigo estaba ya colocado delante de la ventana. No tenía necesidad de preguntar quién había hecho todo aquello. Sólo con ver que las cosas pare­cían haberse hecho solas se adivinaba que Agnes se había tomado aquel cuidado. ¿A qué otra se le hubiera ocurrido coger mis libros, en desorden por encima de la mesa, y dis­ponerlos en el orden que yo los tenía antes en el tiempo de mis estudios? Aunque hubiera creído que Agnes estaba a cien leguas la hubiera reconocido enseguida; no necesitaba verla poniéndolo todo en su sitio y sonriendo del desorden que había en mi casa.

Mi tía puso toda su buena voluntad en hablar bien del Tá­mesis, que verdaderamente hacía un efecto hermoso a la luz del sol, aunque no pudiera compararse con el mar que veía en Dover; pero conservaba un odio inexorable al humo de Londres, que lo empolvaba todo, decía. Felizmente, esto cambió por completo gracias al cuidado minucioso con que Peggotty hacía la guerra a aquel hollín maldito en todos los rincones. Únicamente no podía por menos de pensar, mirán­dola, que Peggotty misma hacía mucho ruido y poco trabajo en comparación con Agnes, que hacía tantas cosas sin el me­nor aparato. Pensaba en ello cuando llamaron a la puerta.

—Debe de ser papá —dijo Agnes poniéndose pálida—, me ha prometido venir.

Abrí la puerta y vi entrar no solamente a míster Wickfield, sino también a Uriah Heep. Hacía ya algún tiempo que no había visto a míster Wickfield, y esperaba encontrarle muy cambiado, por lo que Agnes me había dicho; sin embargo, quedé dolorosamente sorprendido al verle.

No era tanto porque había envejecido mucho, aunque siempre iba vestido con la misma pulcritud escrupulosa; tampoco era por el cutis arrebatado, que daba idea de no muy buena salud, ni tampoco porque sus manos se agitaban con un movimiento nervioso. Yo sabía la causa mejor que nadie, por haberla visto obrar durante muchos años; no era que hubiera perdido la elegancia de sus modales ni la be­lleza de sus rasgos, siempre igual; lo que sobre todo me chocaba es que con todos aquellos testimonios evidentes de dis­tinción natural pudiera sufrir la dominación desvergonzada de aquella personificación de la bajeza: de Uriah Heep. El cambio en sus relaciones respectivas, de dominación por parte de Uriah y dependencia por la de Wickfield, era el es­pectáculo más penoso que se pueda imaginar. Si hubiera visto a un mono conduciendo a un hombre atado a lazo no me habría sentido más humillado por el hombre.

Además, él era completamente consciente de ello. Cuando entró se detuvo con la cabeza baja, como si se diera cuenta. Fue cosa de un momento, pues Agnes le dijo con dulzura: «Papá, aquí tienes a miss Trotwood y a Trotwood, que no has visto hace tanto tiempo»; y entonces se acercó, alargó la mano a mi tía con confusión y estrechó las mías más cordial­mente. Durante aquel momento de turbación vi una sonrisa maligna en los labios de Uriah. Agnes creo que también la vio, pues hizo un movimiento para apartarse de él.

En cuanto a mi tía, ¿le vio o no le vio? Hubiera desafiado a todas las ciencias de los fisonomistas para que lo adivina­ran sin su permiso. No creo que haya habido nunca otra per­sona dotada de un rostro más impenetrable que ella cuando quería. Su cara no expresaba más de lo que lo hubiera hecho una pared sus pensamientos, secretos hasta el momento en que rompió el silencio con el tono brusco que le era habi­tual.

—Y bien, Wickfield —dijo mi tía (él la miró por primera vez)—. He estado contándole a su hija lo bien que he utili­zado mi dinero, porque no podía ya confiárselo a usted desde que no está tan listo en los negocios. Hemos consultado con ella, y, bien considerado, saldremos del aprieto. Agnes sola vale por los dos asociados, a mi parecer.

—Si se me permite hacer una humilde observación —dijo Uriah Heep retorciéndose—, estoy completamente de acuerdo con miss Betsey Trotwood y me consideraría feliz teniendo también a miss Agnes por asociada.

—Conténtese usted con ser el asociado —repuso mi tía—; me parece que eso debe bastarle. ¿Cómo está usted, caballero?

En respuesta a aquella pregunta, que le fue dirigida en el tono más seco, míster Heep, sacudiendo incómodo la car­peta que llevaba, replicó que estaba bien, y dio las gracias a mi tía, diciéndole que esperaba que ella también se encon­trara bien.

—Y usted..., debo decir, míster Copperfield —continuó Uriah—, espero que esté bien. Me alegro mucho de verle, míster Copperfield, hasta en las circunstancias actuales (y, en efecto, las circunstancias actuales parecían ser bastante de su gusto). No son todo lo que sus amigos podrían desear para usted, míster Copperfield; pero no es el dinero el que hace al hombre; es... yo, verdaderamente, no estoy en condi­ciones de explicarlo con mis pobre medios —dijo Uriah ha­ciendo un gesto de oficiosidad—; pero no es el dinero...

Y me estrechó la mano, no como de costumbre, sino per­maneciendo a cierta distancia, como si tuviera miedo, y le­vantando y bajando mi mano como una bomba.

—¿Y qué dice usted de nuestra salud, Copperfield?... ¡Perdón!, míster Copperfield —repuso Uriah—. ¿No le en­cuentra usted buena cara a míster Wickfield? Los años pasan inadvertidos en casa, míster Copperfield; si no fuera porque elevan a los humildes, es decir, a mi madre y a mí, y que au­mentan la belleza y las gracias de un modo especialísimo en miss Agnes.

Después de aquel cumplido se retorció de un modo tan intolerable, que mi tía, que le estaba mirando, perdió la pa­ciencia.

—¡Que el diablo le lleve! —dijo bruscamente, ¿Qué le pasa? ¡Nada de movimientos nerviosos, caballero!

—Usted me dispense, miss Trotwood; ya sé que es usted muy nerviosa.

—Déjenos en paz —dijo mi tía, a quien no había apaci­guado aquella impertinencia—; le ruego que se calle. Ha de saber usted que no soy nada nerviosa. Si es usted una an­guila, pase; pero si es usted un hombre, contenga un poco sus movimientos, caballero. ¡Vive Dios —continuó en un arranque de indignación—, no tengo ganas de marearme viéndole retorcerse como una culebra o como un sacacor­chos!

Míster Heep, como puede suponerse, estaba algo confuso con aquella explosión, que fue reforzada por la expresión in­dignada con que mi tía retiró su silla, sacudiendo la cabeza como si fuera a lanzarse sobre él para morderle. Pero me dijo aparte con voz dulce:

—Ya sé, míster Copperfield, que miss Trotwood, con to­das sus excelentes cualidades, es muy viva de genio. He te­nido el gusto de conocerla antes que usted, en los tiempos en que era todavía un pobre escribiente, y es natural que las ac­tuales circunstancias no la hayan dulcificado. Me sorprende, por el contrario, que no sea peor. Había venido aquí para de­cirle que si le podíamos servir en algo mi madre y yo, o Wickfield y Heep, estaríamos encantados. ¿No me excedo? —preguntó con una sonrisa horrible a su asociado.

—Uriah Heep —dijo míster Wickfield con voz forzada y monótona— es muy activo en los negocios, Trotwood. Y lo que dice lo apruebo plenamente. Ya sabes que me intereso por ti desde hace mucho tiempo; pero, aparte de esto, lo que dice lo apruebo plenamente.

—¡Oh, qué recompensa! —dijo Uriah levantando una de sus piernas, exponiéndose a atraerse una nueva brusquedad de mi tía—. ¡Qué feliz me hace esa confianza absoluta! Pero es verdad que espero conseguir librarle bastante del peso de los negocios, míster Copperfield.

—Uriah Heep es un gran descanso para mí —dijo míster Wickfield con la misma voz sorda y triste— y me libra de un gran peso, Trotwood, al tenerle de socio.

Estaba convencido de que era aquel horrible zorro rojo el que le hacía decir todo aquello, para justificar lo que me había dicho la noche en que había envenenado mi tranquilidad. Al mismo tiempo vi la sonrisa falsa y siniestra sobre sus ras­gos mientras que me miraba fijamente.

—¿No nos dejarás, papá? —dijo Agnes en tono supli­cante—. ¿No quieres volver a pie con Trotwood y conmigo?

Creo que hubiera mirado a Uriah antes de responder si aquel digno personaje no se hubiera anticipado.

—Tengo una cita de negocios —dijo Uriah—, y lo siento, porque me hubiera gustado permanecer con ustedes. Pero les dejo mi asociado para representar a la casa. Miss Agnes, ¡su humilde servidor! Le deseo buenas noches, míster Cop­perfield, y presento mis humildes respetos a miss Betsey Trotwood.

Al decir esto nos dejó, enviándonos besos con su gran mano de esqueleto y con una sonrisa de sátiro.

Todavía continuamos una hora o dos charlando de los buenos tiempos de Canterbury. Míster Wickfield, solo con Agnes, recobró pronto su alegría, aunque siempre presa de un abatimiento del que no podía librarse. Terminó, sin em­bargo, por animarse, y le gustaba oírnos recordar los peque­ños sucesos de nuestra vida pasada, de los que se acordaba muy bien. Nos dijo que todavía le parecía estar en aquellos tiempos al volver a encontrarse solo con Agnes y conmigo, y que le gustaría que nada hubiera cambiado. Estoy seguro de que viendo el rostro sereno de su hija y sintiendo la mano que apoyaba en su brazo sentía un bienestar infinito.

Mi tía, que había estado casi todo el tiempo ocupada con Peggotty en la habitación de al lado, no quiso acompañarnos al hotel; pero insistió en que los acompañara yo, y obedecí. Comimos juntos. Después de comer, Agnes se sentó a su lado, como siempre, y le sirvió el vino. Tomó lo que le dio y nada más, como un niño; y nos quedamos los tres sentados al lado de la ventana mientras fue de día. Cuando llegó la noche él se echó en un diván; Agnes arregló los almohado­nes y permaneció inclinada sobre él un momento. Cuando volvió al lado de la ventana, la oscuridad no era todavía su­ficiente para que no viese yo brillar lágrimas en sus ojos.

Pido al cielo no olvidar jamás el amor constante y fiel de mi querida Agnes en aquella época de mi vida, pues si lo ol­vidase sería señal de que estaba cerca de mi fin, y es el mo­mento en que más querría acordarme de ella. Llenó mi cora­zón de tan buenas resoluciones, me fortificó tanto en mi debilidad y supo dirigir tan bien con su ejemplo, no sé cómo, pues era demasiado dulce y demasiado modesta para darme muchos consejos, el ardor sin objeto de mis vagos proyec­tos, que si hice algo bien y si no he hecho algo mal, en con­ciencia creo que se lo debo a ella.

Y ¡cómo me habló de Dora mientras estuvimos sentados al lado de la ventana en la oscuridad! ¡Cómo escuchó mis elogios, añadiendo a ellos los suyos! ¡Cómo lanzó sobre la pequeña hada que me había embrujado los rayos de su luz pura, que la hacía parecer todavía más inocente y más pre­ciosa a mis ojos! Agnes, hermana de mi adolescencia, ¡si hu­biera sabido entonces lo que supe después!

Cuando bajé había un mendigo en la calle, y en el mo­mento en que me volvía hacia la ventana pensando en la mi­rada serena y pura de mi amiga, en sus ojos angelicales, me hizo estremecer, murmurando como un eco de la mañana:

« ¡Ciego!, ¡ciego!, ¡ciego!».

CAPÍTULO XVI. ENTUSIASMO

El día siguiente lo empecé yendo de nuevo a sumergirme en los baños romanos; después tomé el camino de Highgate. Había salido de mi depresión; ya no me asustaban los trajes raídos ni suspiraba por los bonitos caballos grises. Toda mi manera de ver nuestra desgracia había cambiado. Lo que te­nía que hacer era probar a mi tía que sus bondades pasadas no habían sido prodigadas a un ser ingrato a insensible. Lo que tenía que hacer era aprovechar ahora el penoso aprendi­zaje de mi infancia y ponerme al trabajo con valor y volun­tad. Lo que tenía que hacer era tomar resueltamente el hacha del leñador en la mano para abrirme un camino a través del bosque de las dificultades en que me encontraba perdido, derribando ante mí los árboles encantados que me separaban todavía de Dora; andaba a grandes pasos, como si fuera un medio de llegar antes a mi objetivo.

Cuando me vi en el camino de Highgate, tan familiar, y que hoy recorría con pensamientos tan diferentes de mis an­tiguas ideas de diversión, me pareció que un cambio com­pleto se había operado en mi vida; pero no me desanimaba. Nuevas esperanzas, un fin nuevo me habían aparecido al mismo tiempo que aquella vida nueva. El trabajo era grande; pero la recompensa no tenía precio. Dora era la recompensa, y había que conquistar a Dora.

Era tal mi entusiasmo, que sentía que el traje no estuviera ya un poco raído; se me hacía largo el tiempo para empezar a derribar los árboles en el bosque de las dificultades, y de­seaba que fuera con esfuerzo para probar mis fuerzas. Me dieron ganas de pedirle a un viejecillo que picaba piedra en el camino que me prestara un momento su martillo y me per­mitiera empezar así a abrirme un camino en el granito para llegar hasta Dora. Me movía tanto, estaba tan sin aliento y tenía tanto calor, que me parecía que había ganado ya no sé cuánto dinero. En aquel estado entré en una casita desalqui­lada y la examiné escrupulosamente, sintiendo que era nece­sario hacerme hombre práctico. Era precisamente lo que nos hacía falta a Dora y a mí. Tenía un jardincito delante para que Jip pudiera correr a su gusto y ladrar a los que pasasen, a través de la empalizada, y una habitación arriba para mi tía.

Salí de allí con más calor que nunca y reanudé a un paso tan precipitado el camino hacia Highgate, que llegué con una hora de anticipación; además, aunque no hubiera ido tan pronto me hubiera visto obligado a pasearme un rato para tranquilizarme antes de estar algo presentable. Mi primer objetivo cuando me serené un poco fue buscar la casa del doctor. Estaba completamente al otro extremo del pueblo en donde vivía mistress Steerforth. Cuando estuve seguro de ello volví, por una atracción irresistible, hacia una callejuela que pasaba por el lado de la casa de mistress Steerforth y la estuve mirando por encima de la tapia del jardín. Las venta­nas de la habitación de Steerforth estaban cerradas; las puer­tas de la terraza estaban abiertas, y Rose Dartle, con la ca­beza desnuda, paseaba de arriba abajo con paso brusco y precipitado por un paseo de grava a lo largo del prado. Me pareció una fiera que repite el mismo camino hasta el final de la cadena que arrastra royéndose el corazón.

Abandoné despacio mi puesto de observación, sintiendo haberme acercado, y después me paseé hasta las diez lejos de allí. La iglesia, coronada de un campanario esbelto, que ahora se ve en la cumbre de la colina, no estaba allí en aquella época para indicarme la hora. En la plaza había una casa anti­gua de ladrillo rojo, que servía de escuela. Verdaderamente una casa hermosa. ¡Debía dar gusto it a aquella escuela!

Al acercarme a la morada del doctor, un bonito hotel algo antiguo y donde debía de haber gastado mucho dinero, a juz­gar por las reparaciones y mejoras, que parecían todavía re­cientes, le vi paseándose en el jardín con sus polainas, corno siempre, y parecía que no hubiera dejado nunca de pasearse desde los tiempos en que yo era su alumno. También estaba rodeado de sus antiguos compañeros, pues no faltaban a su alrededor grandes árboles, y vi en el césped dos o tres cuer­vos que le miraban como si hubieran recibido carta de sus camaradas de Canterbury hablándole de él y le vigilasen de cerca con aquel motivo.

Sabía que sería trabajo perdido tratar de atraer su atención a aquella distancia, y me tomé la libertad de abrir la empali­zada y salir a su encuentro para aparecer frente a él en el mo­mento en que diera la vuelta. En efecto, cuando se volvió y se acercó a mí me miró con aire pensativo durante un mo­mento, evidentemente sin verme; después su fisonomía be­névola expresó la mayor satisfacción y me agarró las dos manos.

—¡Cómo, mi querido Copperfield; pero si está usted he­cho un hombre! ¿Está usted bien? Estoy encantado de verle. Pero ¡cómo ha ganado, mi querido Copperfield! ¿Verdadera­mente... es posible?

Le pregunté por él y por mistress Strong.

—Muy bien —dijo el doctor—. Annie está muy bien. Y le encantará verle. Siempre fue usted su favorito. Todavía ayer por la noche me decía, cuando le enseñé su carta. Y .. sí, cier­tamente..., ¿usted se acordará de Jack Maldon, Copperfield?

—Perfectamente.

—Ya me lo figuraba —dijo el doctor—, que no le habría olvidado; también está bien.

—¿Ha vuelto? —pregunté.

—¿De las Indias? —dijo el doctor—. Sí. Jack Maldon no ha podido soportar el clima, amigo mío. Mistress Marklen­ham. ¿Se acuerda usted de mistress Marklenham?

—Sí; recuerdo muy bien al Veterano como si fuera ayer.

—Pues bien, mistress Marklenham estaba muy preocu­pada por él, la pobre, y le hicimos volver, y le hemos com­prado un destino, que le conviene mucho más.

Conocía lo bastante a Jack Maldon para sospechar que es­taría en un sitio donde no tendría mucho trabajo y le paga­rían bien.

El doctor continuó, siempre con la mano apoyada en mi hombro y mirándome con expresión animadora:

—Ahora, mi querido Copperfield, hablemos de su propo­sición. Me ha gustado mucho y me conviene por completo; pero ¿cree que no encontrará nada mejor que hacer? Tuvo usted muchos éxitos en la escuela, y tiene facultades que pueden llevarle lejos. Los cimientos son buenos y se puede levantar cualquier edificio. ¿No sería una pena consagrar lo mejor de su vida a una ocupación como la que yo puedo ofrecerle?

Con mucho afán insistí al doctor, y con muchas flores re­tóricas, me temo, para que aceptase mi demanda, recordán­dole que además tenía mi profesión.

—Sí, sí —dijo el doctor—; es verdad. Siendo así es muy distinto, puesto que tiene usted una carrera y estudia para sa­lir adelante; pero, amigo mío, ¿qué son setenta libras al año?

—Pues otro tanto de lo que tenemos, doctor Strong.

—¿De verdad? —dijo el doctor—. ¡Quién lo hubiera creí­do! No es que quiera decir que el sueldo será estrictamente las setenta libras, pues siempre he tenido la intención de hacer además un regalo al amigo que ocupara este puesto. Ciertamente —dijo el doctor continuando su paseo de arriba abajo, con la mano en mi hombro—, siempre he contado con un regalo anual.

—Mi querido maestro —le dije sencillamente y sin frases aquella vez—, nunca se lo podré agradecer bastante.

—No, no —dijo el doctor—, perdón.

—Si quiere usted aceptar mis servicios durante el tiempo que tengo libre, es decir, por la mañana y por la noche, y si cree usted que eso vale setenta libras al año, no sabe el favor que me hace.

—¿De verdad —dijo el doctor con ingenuidad—, tan poca cosa le puede causar tanta alegría? Pero tiene usted que prometerme que el día que encuentre usted otra cosa mejor la aceptará, ¿no es así? ¿Me da usted su palabra? —dijo el doctor en el tono en que en la escuela apelaba a nuestro ho­nor cuando éramos muchachos.

—Le doy mi palabra —le respondí también como hacía­mos en clase.

—En ese caso, asunto concluido —dijo el doctor dán­dome un golpe en la espalda y apoyándose de nuevo mien­tras paseaba.

—Y todavía estaré más contento —le dije tratando de ha­lagarle inocentemente— porque espero... ocuparme del dic­cionario.

El doctor se detuvo, me dio otro golpe en el hombro, son­riendo, y exclamó triunfante (daba gusto verle), como si yo fuera un pozo de sagacidad humana:

—Lo ha adivinado usted, amigo mío. Se trata del diccio­nario.

¿Cómo hubiera podido tratarse de otra cosa? Sus bolsillos estaban llenos de epos, igual que su cabeza. El diccionario le salía por todos los poros. Me dijo después que había renun­ciado al colegio porque su trabajo avanzaba de una manera muy rápida, y las horas que más le convenían eran las que yo le proponía, teniendo en cuenta que tenía la costumbre de pa­searse hacia el mediodía para meditar a su gusto. Por el mo­mento sus papeles estaban en desorden, gracias a mister Jack Maldon, que le había ofrecido últimamente sus servicios como secretario y que no tenía costumbre de aquel trabajo; pero pronto pondríamos todo en orden y seguiríamos ade­lante. Más tarde, cuando nos pusimos manos a la obra, en­contré que el desbarajuste de mister Jack era más difícil de arreglar de lo que suponía, pues no se había limitado a nume­rosas equivocaciones; además había dibujado tantos solda­dos y cabezas de mujeres sobre los manuscritos del doctor, que a veces me encontraba en un laberinto de oscuridad.

El doctor estaba encantado con la perspectiva de tenerme de colaborador en su famosa obra, y fue convenido que em­pezaríamos al día siguiente a las siete de la mañana. Debía­mos trabajar dos horas todas las mañanas y dos o tres horas por las noches, excepto el sábado, que tendría libre. Natural­mente, también descansaba el domingo; por lo tanto, las condiciones no me parecieron muy duras.

Después de arreglar así las cosas a nuestra mutua satisfac­ción, el doctor me llevó a la casa para presentarme a mis­tress Strong, a quien encontramos en el despacho de su ma­rido limpiando el polvo de los libros (libertad que no permitía a nadie más que a ella con sus preciosos favoritos).

Habían retrasado el desayuno por mí, y nos pusimos to­dos a la mesa. Acabábamos de sentamos cuando adiviné por el rostro de mistress Strong que llegaba alguien, aun antes de que se hubiera oído el menor ruido que anunciara una vi­sita. Un señor a caballo llegó a la verja, hizo entrar a su ca­ballo de la brida en el patio, como si estuviera en su casa; le ató a una anilla y entró en el comedor con la fusta en la mano. Era míster Jack Maldon, y encontré que no había ga­nado nada en su viaje a las Indias. Es verdad que estaba muy intransigente contra todos los jóvenes que no derribaban los árboles en el bosque de las dificultades, y hay que tenerlo en cuenta en aquellas impresiones poco benévolas.

—Míster Jack —dijo el doctor—, le presentó a Copper­field.

Míster Jack Maldon me estrechó la mano un poco fría­mente, según me pareció, y con un aire de protección lánguida que me chocó bastante. En realidad su aire de languidez era curioso de ver en todo momento, excepto, sin embargo, cuando se dirigía a su prima Annie.

—¿Ha desayunado usted, míster Jack? —preguntó el doc­tor.

—No desayuno casi nunca —replicó apoyando la cabeza en el respaldo del sillón—. Me aburre.

—¿Hay alguna noticia hoy? —preguntó el doctor.

—Nada —repuso Maldon—. Algunas historias de gentes que se mueren de hambre en Escocia y están descontentos. Pero siempre hay personas que se mueren de hambre y no están contentas.

El doctor le dijo con gravedad, para cambiar la conversa­ción:

—¿Entonces no hay ninguna noticia? Pues bien. No ha­cer noticias es haberlas buenas, como se dice.

—En los periódicos hay una historia muy larga a propó­sito de un crimen; pero todos los días hay asesinatos; no lo he leído.

En aquel tiempo todavía no se miraba la indiferencia afec­tada por todo lo de la humanidad como una gran prueba de elegancia, como se ha hecho más tarde. Después he visto esas máximas muy de moda, y se las he visto practicar con tal éxito a muchos caballeros y señoras que, dado el interés que se tomaban por el género humano, más les valía hater nacido ranas. Quizá la impresión que me causó entonces Maldon no fue tan viva porque era nueva; pero sé que aque­llo no contribuía a realzarle en mi estimación ni en mi con­fianza.

—Venía a saber si Annie quería ir esta noche a la ópera —dijo Maldon volviéndose hacia eila—. Es la última repre­sentación de la temporada que merezca la pena y hay una cantante que no puede dejar de oír. Es una mujer que canta de una manera arrebatadora, sin contar con que es de una feal­dad deliciosa.

Después de esto recayó en su languidez.

El doctor, siempre encantado de lo que pudiera gustar a su mujer, se volvió hacia ella y le dijo:

—Debes ir, Annie; debes ir.

—No, te lo ruego —contestó—; prefiero quedarme en casa; prefiero quedarme en casa.

Y sin mirar a su primo me dirigió la palabra pidiéndome noticias de Agnes, preguntándome si no vendría a verla; si no sería probable que fuera aquel mismo día, y tan molesta que yo me preguntaba cómo podría ser que el doctor, ocu­pado en aquel momento en untar manteca a su pan tostado, no viera una cosa que saltaba a la vista.

Pero no veía nada. Le dijo riendo que era joven y que de­bía divertirse, en lugar de aburrise con un vejestorio como él. Además, le dijo que contaba con que ella le cantara des­pués el repertorio de la nueva cantante y ¿cómo se las arre­glaría si no había ido a oírla? El doctor insistió en arreglar la velada para que ella se divirtiera, y Jack Maldon quedó en volver a Highgate. Después de decidirlo él se volvió a su si­necura, supongo; pero se fue a caballo y sin apresurarse.

Al día siguiente tenía mucha curiosidad por saber si había ido a la ópera. No había ido; había enviado recado a Londres para disculparse con su primo, y había ido a visitar a Agnes. Había convencido al doctor de que la acompañara, y habían vuelto a pie por el campo, según me contó él mismo, en una tarde magnífica. Pensé que quizá no hubiera faltado al es­pectáculo si Agnes no hubiera estado en Londres, pues Agnes era muy capaz de ejercer también sobre ella una in­fluencia bienhechora.

No se podía decir que fuera muy feliz; pero parecía estar satisfecha, o su fisonomía engañaba mucho. Yo la miraba a menudo, pues estaba sentada al lado de la ventana mientras trabajábamos y nos preparó el desayuno, que tomamos sin dejar de trabajar. Cuando me fui a las nueve, estaba arrodi­llada a los pies del doctor, poniéndole los zapatos y las po­lainas. Las hojas de algunas plantas trepadoras que crecían al lado de la ventana ensombrecían su rostro, y yo pensaba por el camino, mientras me dirigía al Tribunal, en aquella noche en que la había visto mirar a su marido mientras leía.

Tenía mucho que hacer. Me levantaba a las cinco de la mañana y no volvía hasta las nueve o las diez de la noche. Pero me causaba un placer infinito encontrarme a la cabeza de tanto trabajo, y nunca andaba despacio; me parecía que cuanto más me cansaba más esfuerzos hacía para merecer a Dora. Ella todavía no me había visto en aquella nueva fase de mi carácter, porque como ya vendría muy pronto a casa de miss Mills, yo había retrasado hasta aquel momento todo lo que tenía que decirle, limitándome a poner en las cartas (que pasaban todas por manos de miss Mills) que tenía muchas cosas que contarle. Entre tanto había reducido mi con­sumo de loción para la cara, había renunciado totalmente al jabón perfumado y al agua de colonia y había vendido con una pérdida enorme tres chalecos que me parecieron dema­siado elegantes para una vida tan austera como la mía.

Pero todavía no estaba satisfecho; ardía en deseos de hacer más cosas, y fui a ver a Traddles, que habitaba por el momento en la parte trasera de una casa en Castle Street Holborn. Llevé conmigo a míster Dick, que ya me había acompañado dos veces a Highgate y que había recobrado su amistad con el doctor.

Llevé a míster Dick porque era tan sensible al cambio de fortuna de mi tía y estaba tan profundamente convencido de que no había esclavo ni forzado que trabajase tanto como yo, que perdía el apetito y el buen humor en su desesperación de no poder hacer nada. Como es natural, se sentía más incapaz que nunca de acabar su Memoria, y cuanto más trabajaba en ella más venía a importunarle la desgraciada cabeza del rey Carlos. Temiendo que su estado se agravara si no conseguía­mos con cualquier engaño hacerle creer que nos era muy útil, o si no le encontrábamos, lo que hubiera sido mejor, un me­dio de ocuparle verdaderamente, tomé la decisión de pedir a Traddles si podría ayudarnos. Antes de ir a verle le había relatado por carta detalladamente lo que había ocurrido, y en contestación había recibido una carta excelente, donde me expresaba toda su simpatía y toda su amistad.

Le encontramos sumido en su trabajo, con su tintero y sus papeles, ante el florero y el estante, que estaban en un rincón de la habitación para recrear sus ojos y animar su valor. Nos acogió del modo más cordial, y en menos de un momento Dick y él fueron amigos íntimos. Míster Dick llegó a decir que estaba seguro de haberle conocido antes, y nosotros diji­mos que era muy posible.

La primera cuestión que yo había propuesto a Traddles era esta: Yo había oído decir que muchos de los hombres distinguidos más tarde en distintas carreras habían empe­zado haciendo resúmenes de los debates del Parlamento. Traddles me había hablado de los periódicos como de una de sus esperanzas. Partiendo de esos dos datos, yo le decía a Traddles en mi carta que deseaba saber cómo podría lle­gar a dar cuenta de las discusiones de las Cámaras. Traddles me respondió entonces que, según sus informes, la condi­ción práctica necesaria para esta ocupación, excepto quizá en casos muy raros, para garantizar la exactitud de lo que se dice, era el conocimiento completo del arte misterioso de la taquigrafía, que ofrecía en sí misma las mismas dificultades que si se tratara de estudiar seis lenguas y ni aun con mucha perseverancia se conseguía en muchos años. Traddles pen­saba, naturalmente, que esto dejaba de lado la cuestión; pero yo no veía en ello mas que unos cuantos grandes árboles que derribar para llegar hasta Dora, y al instante decidí abrirme un camino a través de ellos con el hacha en la mano.

—Te lo agradezco mucho, mi querido Traddles; voy a empezar mañana.

Traddles me miró sorprendido, lo que era natural, pues no sabía todavía a qué grado de entusiasmo había llegado yo.

—Compraré un libro que trate a fondo esa ciencia —le dije— y trabajaré en el Tribunal, pues allí tengo poco que hacer, y tomaré en taquigrafía los discursos para ejercitarme. Traddles, amigo mío, lo conseguiré.

—Nunca —dijo Traddles abriendo los ojos cuanto po­dia— me hubiera figurado que tuvieras tanta decisión, Cop­perfield.

Y no sé cómo hubiera podido tener la menor idea, pues para mí era todavía un misterio. Cambié la conversación y puse a míster Dick sobre el tapete.

—¿Sabe usted? —dijo míster Dick—. Yo querría poder servir para cualquier cosa, míster Traddles; para tocar el tambor aunque fuera, o para soplar en algo.

¡Pobre hombre! En el fondo de mi corazón creo que hu­biera preferido, en efecto, cualquier ocupación de esa clase. Pero Traddles, que no hubiera sonreído por nada del mundo, contestó gravemente:

—Pero tiene usted una escritura muy buena, caballero. Copperfield me lo ha dicho.

—Muy buena —dije yo.

En realidad, la claridad de su escritura era admirable.

—¿No cree usted que podría copiar actas si yo se las pro­porcionara?

Míster Dick me miró con expresión de duda: «¿Qué le pa­rece a usted, Trotwood?».

Yo moví la cabeza. Míster Dick movió la suya y suspiró.

—Explíquele usted lo que me ocurre con la Memoria —dijo míster Dick.

Le expliqué a Traddles que era muy difícil impedir al rey Carlos I que se mezclara en los manuscritos de míster Dick, quien durante aquel tiempo se chupaba el dedo, mirando a Traddles con la expresión más respetuosa y más seria.

—Pero usted sabe que las actas de que hablo están ya re­dactadas y terminadas —dijo Traddles después de un mo­mento de reflexión—. Míster Dick no tendrá nada que hacer en ellas. ¿No sería esto distinto, Copperfield? En todo caso, yo creo que podría probar.

Sobre esto fundamos buenas esperanzas después de un momento de conferencia secreta entre Traddles y yo, mien­tras míster Dick nos miraba con inquietud desde su silla. En resumen, formamos un plan en virtud del cual se puso al trabajo al día siguiente con el mayor éxito.

Pusimos encima de una mesa, al lado de la ventana de Buckingham Street, el trabajo que Traddles había proporcio­nado; había que hacer no sé cuántas copias de un documento cualquiera relativo a un derecho de paso. Sobre otra mesa extendimos el último proyecto de Memoria a medio hacer. Dimos instrucciones a míster Dick para copiar exactamente lo que tenía delante de él, sin apartarse lo más mínimo del original, y si sentía la necesidad de hacer la más ligera alu­sión al rey Carlos I debía volar al instante hacia la Memoria. Le exhortamos para que siguiera con resolución este plan de conducta, y dejamos a mi tía para que le vigilara. Después nos contó que en el primer momento estaba como un timba­lero entre los dos tambores y que dividía sin cesar su aten­ción entre las dos mesas; pero habiéndole parecido después que aquello le confundía y le cansaba, había terminado por ponerse sencillamente a copiar el papel que tenía ante la vista, dejando la Memoria para otra ocasión. En una palabra, aunque tuvimos mucho cuidado para que no trabajara más de lo razonable, y aunque no se había puesto a trabajar al principio de la semana, para el sábado había ganado diez chelines y nueve peniques, y no olvidaré nunca sus idas y venidas a todas las tiendas de la vecindad para cambiar su tesoro en monedas de seis peniques, que trajo después a mi tía en una bandeja, donde las había colocado en forma de corazón; sus ojos estaban llenos de lágrimas de alegría y de orgullo. Desde el momento en que se vio ocupado de una manera útil, parecía un hombre que se siente bajo un encanto propicio, y si hubo una criatura dichosa aquella noche en el mundo fue el ser agradecido que miraba a mi tía como a la mujer más notable y a mí como al muchacho más extraordi­nario que hubiera en la tierra—.

—Ya no hay peligro de que muera de hambre, Trotwood —me dijo míster Dick dándome un apretón de manos en un rincón—; yo me encargo de todas sus necesidades, caba­llero.

Y movía en el aire sus diez dedos triunfantes, como si hu­bieran estado otros tantos bancos a su disposición.

No sé quién estaba más contento, si Traddles o yo.

—Verdaderamente —me dijo de pronto sacando una carta del bolsillo—, ésto me ha hecho olvidar completamente a míster Micawber.

La carta estaba dirigida a mí (míster Micawber no desper­diciaba nunca la ocasión de escribir una carta) y ponía: «Confiada a los buenos cuidados de T. Traddles, esq. du Temple».

«Mi querido Copperfield:

— No le sorprenderá mucho saber que me ha surgido una buena cosa, pues, si lo recuerda, le había prevenido hace ya algún tiempo que esperaba sin cesar algo análogo.

Voy a establecerme en una ciudad de provincias de nuestra isla afortunada. La sociedad de este lugar puede ser descrita como una mezcla feliz de los ele­mentos agrícolas y eclesiásticos, y estaré en relaciones directas con una de las profesiones más sabias. Mis­tress Micawber y nuestra progenie me siguen. Nues­tras cenizas se encontrarán probablemente depositadas un día en el cementerio dependiente de un venerable santuario que ha llevado la reputación del lugar de que hablo desde la China al Perú, si puedo expresarme así.

A1 decir adiós a la moderna Babilonia hemos te­nido que soportar muchas vicisitudes y ¡con qué va­lor! mistress Micawber y yo sabemos que abandona­mos quizá para muchos años, quizá para siempre, a una persona que está unida a los recuerdos más poten­tes del altar de nuestros dioses domésticos.

Si la víspera de nuestra partida quiere usted acom­pañar a nuestro común amigo míster Thomas Tradd­les a nuestra residencia actual para cambiar los votos naturales en semejantes casos, hará el mayor honor

a

un

hombre

siempre

fiel

WILKINS MICAWBER.»

Me alegré mucho de saber que mister Micawber había por fin sacudido su cilicio y encontrado de verdad algo. Supe por Traddles que la invitación era para aquella misma no­che, y antes de que fuera más tarde expresé mi intención de asistir. Tomamos juntos el camino de la casa que mister Mi­cawber ocupaba bajo el nombre de míster Mortimer, y que estaba situada en lo alto de Grayls Inn Road.

Los recursos del mobiliario alquilado a míster Micawber eran tan limitados, que encontramos a los mellizos, que ten­drían unos ocho o nueve años, dormidos en una cama—arma­rio en el salón, donde míster Micawber nos esperaba con una jarra llena del famoso brebaje que le gustaba hacen Tuve el gusto en aquella ocasión de volver a ver al hijo mayor, muchacho de doce o trece años, que prometía mucho si no hubiera estado ya sujeto a esa agitación convulsiva de todos los miembros que no es un fenómeno sin ejemplo en los chi­cos de su edad. También vi a su hermanita miss Micawber, en quien « su madre resucitaba su juventud pasada», como el Fénix, según nos dijo míster Micawber.

—Mi querido Copperfield —me dijo—, míster Traddles y usted nos encuentran a punto de emigrar y excusarán las pequeñas incomodidades que resultan de la situación.

Lanzando una mirada a mi alrededor antes de dar una res­puesta conveniente, vi que el ajuar de la familia estaba ya embalado y que su volumen no era para asustar. Felicité a mistress Micawber por el cambio de su situación.

—Mi querido Copperfield —me dijo mistress Micaw­ber—, sé todo el interés que usted se toma por nuestros asun­tos. Mi familia puede mirar este alejamiento como un des­tierro, si así le parece; pero yo soy mujer y madre y no abandonaré nunca a míster Micawber.

Traddles, al corazón del cual interrogaban los ojos de mis­tress Micawber, asintió con tono aquiescente.

—Al menos es mi manera de considerar el compromiso que he contraído, mi querido Copperfield, el día que pronuncié aquellas palabras irrevocables: «Yo, Emma, tomo por esposo a Wilkins» . La víspera de aquel gran acto leí de cabo a rabo, a la luz de una vela, todo el oficio del matrimonio y saqué la conclusión de que no abandonaría nunca a míster Micawber. Por lo tanto, podré equivocarme en la manera de interpretar el sentido de aquella piadosa ceremonia, pero no le abandonaré nunca.

—Querida mía —dijo míster Micawber con alguna impa­ciencia—, ¿quién ha hablado jamás de eso?

—Sé, mi querido míster Copperfield —repuso mistress Micawber—, que ahora tendré que poner mi tienda entre los extraños; sé que los diferentes miembros de mi familia, a los que mister Micawber ha escrito en los términos más corteses para anunciarles esto, ni siquiera han contestado a su comu­nicación. A decir verdad, quizá sea superstición por mi parte; pero creo que mister Micawber está predestinado a no reci­bir respuesta de la mayoría de las cartas que escribe. Su­pongo, por el silencio de mi familia, que ve inconvenientes en la resolución que he tomado; pero yo no me dejaré apar­tar del camino del deber ni por papá y mamá si vivieran to­davía, míster Copperfield.

Expresé mi opinión de que aquello era ir por el buen ca­mino.

—Me dirán que es sacrificarse el it a encerrarse en un pueblo casi eclesiástico. Pero, míster Copperfield, ¿por qué no he de sacrificarme si veo que un hombre dotado de las fa­cultades que posee míster Micawber consume un sacrificio más grande todavía?

—¡Oh! ¿Van ustedes a vivir en una ciudad eclesiástica? —pregunté.

Míster Micawber, que acababa de servirnos a todos el ponche, contestó:

—A Canterbury. El caso es, mi querido Copperfield, que estoy unido por un contrato a nuestro amigo Heep para ayu­darle y servirle en calidad de... empleado de confianza.

Miré con asombro a míster Micawber, que gozaba mucho con mi sorpresa.

—Debo decirle —repuso con aire solemne— que las cos­tumbres prácticas y los prudentes consejos de mistress Mi­cawber han contribuido mucho a este resultado. El guante de que mistress Micawber le habló hace tiempo ha sido lan­zado a la sociedad bajo la forma de un anuncio, y nuestro amigo Heep lo ha recogido, resultando de ello un agradeci­miento mutuo. Quiero hablar con todo el respeto posible de nuestro amigo Heep, bondad notable. Mi amigo Heep —continuó míster Micawber— no ha fijado el sueldo en una suma muy considerable; pero me ha hecho muchos favores para librarme de las dificultades pecuniarias que pesaban so­bre mí, contando de antemano con mis servicios, y tiene ra­zón; yo pondré mi honor en hacerle serios servicios. La inte­ligencia y la habilidad que pueda poseer —dijo mister Micawber con expresión de modesto orgullo y en su antiguo tono de elegancia— las consagraré por completo al servicio de mi amigo Heep. Ya tengo algún conocimiento del Dere­cho, pues he tenido que sostener por mi cuenta muchos pro­cesos civiles, y voy a dedicarme inmediatamente a estudiar los comentarios de uno de los más eminentes jurisconsultos ingleses. Creo que es inútil añadir que me refiero al juez de paz Blackstone.

Aquellas observaciones fueron interrumpidas a menudo por mistress Micawber regañando a su hijo mayor porque estaba sentado sobre los talones o porque se sostenía la ca­beza con las dos manos, como si tuviera miedo a perderla, o bien porque daba puntapiés a Traddles por debajo de la mesa; otras veces ponía un pie encima de otro, o separaba las piernas a distancias absurdas, o se tumbaba en la mesa, metiendo los pelos en los vasos; en fin, que manifestaba la inquietud de todos sus miembros con una multitud de movi­mientos incompatibles con los intereses generales de la so­ciedad, enfadándose además por las observaciones que su madre le hacía. Durante aquel tiempo yo pensaba qué signi­ficaría la revelación de mister Micawber, de la que no me había repuesto todavía hasta que mistress Micawber reanudó el hilo de su discurso reclamando toda mi atención.

—Lo que yo pido sobre todo a Micawber es que evite, aunque se sacrifique a esta rama secundaria del Derecho, que evite el quedarse sin medios de poder elevarse un día hasta la cumbre. Estoy convencida que mister Micawber, dedicándose a una profesión que dé libre camera a la fertili­dad de sus recursos y a su facilidad de elocución, no podrá por menos de distinguirse. Veamos, mister Traddles: si se tratara, por ejemplo, de llegar a ser un día juez o canciller —añadió con expresión profunda—, ¿no se colocará uno completamente fuera de esos puestos importantes acep­tando un empleo como ese que mister Micawber acaba de aceptar?

—Querida mía —dijo también Micawber mirando a Traddles con interrogación—, tenemos delante de nosotros tiempo para reflexionar sobre ello.

—¡No, Micawber! —replicó ella—. Tu equivocación en la vida es no mirar nunca lo bastante al porvenir. Estás obli­gado, aunque sólo sea por un sentimiento de justicia hacia tu familia y hacia ti mismo, a abrazar con la mirada los pun­tos más alejados del horizonte a que pueden llevarte tus facul­tades.

Mister Micawber tosió y bebió su ponche muy satisfecho, y continuó mirando a Traddles como si esperase su opinión.

—Usted sabe la verdadera situación, mistress Micaw­ber —dijo Traddles, revelándole suavemente la verdad—; quiero decir el caso en toda su desnudez más prosaica...

—Precisamente, mi querido mister Traddles —dijo mis­tress Micawber—, deseo ser lo más prosaica posible en un asunto de esta importancia.

—Es que —dijo Traddles— esta rama de la carrera, aun cuando mister Micawber fuera abogado en toda regla...

—Precisamente —replicó mistress Micawber—. Wilkins, no te pongas bizco; después ya no sabrás mirar derecho.

—Esta parte de la carrera no tiene nada que ver con la magistratura. únicamente los abogados pueden pretender esos puestos importantes, y míster Micawber no puede ser abogado sin haber estudiado cinco años en alguna escuela de Derecho.

—¿Le he comprendido bien? —dijo mistress Micawber con su expresión más comprensiva y más amable—. ¿Dice usted, mi querido míster Traddles, que a la expiración de ese plazo míster Micawber podría entonces ser juez o canciller?

—En rigor sí «podría» —repuso Traddles remarcando la última palabra.

—Gracias —dijo mistress Micawber—; es todo lo que que­ría saber. Si esa es la situación y si mister Micawber no renun­cia a ningún privilegio encargándose de esos deberes, se acaba­ron mis inquietudes. Me dirán ustedes que hablo como una mujer —dijo mistress Micawber—; pero siempre he creído que míster Micawber poseía lo que papá llamaba espíritu judicial, y me parece que ahora entra en una carrera donde sus facultades podrán desarrollarse y elevarle a un puesto importante.

No dudo de que mister Micawber no se viera ya con los ojos del espíritu judicial sentado en la silla del tribunal. Se pasó la mano con satisfacción por su cabeza calva y dijo con una resignación orgullosa:

—No anticipemos los secretos de la fortuna, querida. Si estoy destinado a llevar peluca, estoy dispuesto, exterior­mente al menos —añadió haciendo alusión a su calvicie—, a recibir esa distinción. No siento haber perdido mis cabe­llos, y quién sabe si no los he perdido con un objeto determi­nado. Mi intención, mi querido Copperfield, es educar a mi hijo para la Iglesia, y, lo confieso, es sobre todo por él por lo que me gustaría llegar a la grandeza.

—¿Por la Iglesia? —pregunté maquinalmente, pues se­guía pensando en Uriah Heep.

—Sí —dijo mister Micawber—;tiene una hermosa voz, y empezará en los coros. Nuestra residencia en Canterbury y las relaciones que ya poseemos nos permitirán sin duda aprovechar las vacantes que se presenten entre los cantores de la catedral.

Mirando de nuevo a su hijo me pareció que tenía cierta expresión que hacía que pareciese que le salía la voz de las cejas, lo que se afirmó al oírle cantar (le dieron a escoger en­tre cantar o irse a la cama, y cantó) The wood—Pecker tap­ping. Después de muchos cumplidos sobre la ejecución del trozo se volvió a la conversación general, y como yo estaba demasiado preocupado con mis intentos desesperados para callarme el cambio de mi situación, les conté todo a los Mi­cawber. No puedo expresar lo encantados que se quedaron al saber los apuros de mi tía y cómo aquello redobló su cor­dialidad y la naturalidad de sus modales.

Cuando habíamos llegado casi al fondo de la jarra me di­rigí a Traddles y le recordé que no podíamos separarnos sin desear a nuestros amigos una salud perfecta y mucha felici­dad y éxito en su nueva carrera. Rogué a mister Micawber que llenara los vasos, y brindé a su salud con todos los re­quisitos; estreché la mano de, míster Micawber a través de la mesa, besé a mistress Micawber en conmemoración de aquella gran solemnidad. Traddles me imitó en cuanto a lo primero; pero no se creyó bastante íntimo en la casa para se­guir más lejos.

—Mi querido Copperfield —me dijo mister Micawber levantándose, con los dedos pulgares en los bolsillos del chaleco—, compañero de mi juventud, si me está permitida esta expresión, y usted, mi estimado amigo Traddles, si puedo llamarle así, permítanme, en nombre de mistress Mi­cawber y en el mío y en el de nuestros hijos, darles las gra­cias por sus buenos deseos en los términos más calurosos y espontáneos. Podia esperarse que en vísperas de una emi­gración que abre ante nosotros una existencia completamente nueva (míster Micawber hablaba como si fuera a es­tablecerse a quinientas mil millas de Londres) deseara diri­gir algunas palabras de despedida a dos amigos como los presentes; pero ya he dicho todo lo que tenía que decir. Sea cual fuere la situación social a que pueda llegar siguiendo la profesión sabia de que voy a ser un miembro indigno, trataré de no desmerecer y de hacer honor a mistress Micawber. Bajo el peso de las dificultades pecuniarias tem­porales, provenientes de compromisos contraídos con in­tención de responder a ellos inmediatamente, pero de los que no he podido librarme a consecuencia de circunstancias diversas, me he visto en la necesidad de ponerme un traje que repugna a mis instintos naturales, quiero decir gafas, y de tomar posesión de un nombre sobre el que no puedo es­tablecer ninguna pretensión legítima. Todo lo que puedo decir de ello es que las nubes han desaparecido del hori­zonte sombrío y que el ángel de la guarda reina de nuevo sobre la cumbre de las montañas. El lunes a las cuatro, a la llegada de la diligencia a Canterbury, mi pie hollará su tie­rra natal y mi nombre será ¡Micawber!

Míster Micawber volvió a sentarse después de aquellas observaciones y bebió dos vasos seguidos de ponche con la mayor gravedad; después añadió en tono solemne:

—Me queda todavía algo que hacer antes de separamos; me queda cumplir un acto de justicia. Mi amigo míster Tho­mas Traddles, en dos ocasiones diferentes ha puesto su firma, si puedo emplear esta expresión vulgar, en pagarés para mi uso. En la primera ocasión míster Thomas Traddles ha sido... debo decir que ha sido cogido en el lazo. El tér­mino del segundo todavía no ha llegado. El primero ascen­día a (en esto míster Micawber examinó cuidadosamente sus papeles), creo que ascendía a veintitrés libras, cuatro cheli­nes y nueve peniques y medio; el segundo, según mis notas, era de dieciocho libras, seis chelines y dos peniques; estas dos sumas hacen un conjunto total de cuarenta y una libras, diez chelines y once peniques y medio, si mis cálculos son exactos. ¿Mi amigo Copperfield quiere tener la bondad de comprobar la suma?

Lo hice, y encontré la cuenta exacta.

—Sería un peso insoportable para mí —dijo míster Mi­cawber— dejar esta metrópoli y a mi amigo míster Thomas Traddles sin pagar la parte pecuniaria de mis obligaciones con él. He preparado, y lo tengo en la mano, un documento que responde a mis deseos sobre este punto. Pido permiso a mi amigo míster Traddles para entregarle mi pagaré por la suma de cuarenta y una libras, diez chelines y once peniques y medio, y hecho esto recobro toda mi dignidad moral y siento que puedo andar con la cabeza levantada ante mis seme­jantes.

Después de haber soltado este prefacio con viva emoción, míster Micawber puso su pagaré entre las manos de Tradd­les y le aseguró sus buenos deseos para todas las circunstan­cias de su vida. Estoy persuadido de que no solamente esta transacción hacía en míster Micawber el mismo efecto que si hubiera pagado el dinero, sino que Traddles mismo no se dio bien cuenta de la diferencia hasta que tuvo tiempo para pensarlo.

Fortificado por aquel acto de virtud, míster Micawber an­daba con la cabeza tan alta delante de sus semejantes, los hombres, que su pecho parecía haberse ensanchado una mi­tad más cuando nos alumbraba para bajar la escalera. Nos separamos muy cordialmente y, después de acompañar a Traddles hasta su puerta y mientras volvía solo a casa, entre otros pensamientos extraños y contradictorios que me vinie­ron a la imaginación, pensé que probablemente era a causa del recuerdo de compasión por mi infancia abandonada por lo que míster Micawber, con todas sus excentricidades, no me había pedido nunca dinero. Seguramente no hubiera te­nido valor para negárselo, y no me cabe duda, dicho sea en honor suyo, que él lo sabía tan bien como yo.

CAPÍTULO XVII. UN POCO DE AGUA FRÍA

Mi nueva vida duraba ya más de una semana y estaba más fuerte que nunca en aquellas terribles resoluciones prácticas que consideraba como exigidas imperiosamente por las cir­cunstancias. Continuaba andando muy deprisa, con una vaga idea de que seguía mi camino. Me aplicaba a gastar mis fuer­zas todo lo que podía en el ardor con que cumplía todo lo emprendido. Era, en una palabra, una verdadera víctima de mí mismo. Llegué incluso a preguntarme si no debería ha­cerme vegetariano, con la vaga idea de que volviéndome un animal herbívoro sería un sacrificio más que ofrecer en el altar de Dora.

Hasta entonces mi pequeña Dora ignoraba por completo mis esfuerzos desesperados y no sabía lo que mis cartas hu­bieran podido confusamente dejarla percibir. Pero llegó el sábado. Era el día que debía visitar a miss Mills, y yo tam­bién debía ir allí a tomar el té cuando míster Mills se hubiera marchado a su Círculo para jugar al whist, suceso de que me advertía la aparición de una jaula de pájaro en la ventana de en medio del salón.

Entonces estábamos establecidos del todo en Buckinghan Street. Míster Dick continuaba sus copias con una alegría sin igual. Mi tía había conseguido una victoria señalada so­bre mistress Crupp tirando por la ventana la primera cazuela que encontró emboscada en la escalera y protegiendo su per­sona a la llegada y a la salida con una asistenta que había to­mado para la limpieza. Estas medidas de rigor habían cau­sado tal impresión en mistress Crupp, que se había retirado a su cocina, convencida de que mi tía estaba rabiosa. A mi tía, a quien la opinión de mistress Crupp, como la del mundo entero, tenía completamente sin cuidado, le divertía confir mar aquella idea, y mistress Crupp, antes tan valiente, pront perdió todo su valor; tanto, que para evitar encontrarse con mí tía en la escalera trataba de eclipsar su voluminosa per­sona detrás de las puertas o esconderse en los rincones oscu ros, dejando, sin embargo, aparecer, sin darse cuenta, uno dos volantes de la falda de franela. Miss Betsey encontrab tal satisfacción en asustarla, que yo creo que se divertía su biendo y bajando expresamente la escalera con el sombrer plantado con descaro en lo alto de la cabeza, siempre que tenía esperanzas de encontrar a mistress Crupp en su camino.

Mi tía, con sus costumbre de orden y su espíritu inven tivo, introdujo tantas mejoras en nuestros arreglos interiores que se hubiera dicho que habíamos heredado en lugar d arruinamos. Entre otras cosas convirtió la despensa en u tocador para mi uso, y me compró una cama de madera que se convertía en biblioteca durante el día. Era el objeto de s solicitud, y mi pobre madre misma no me hubiera podid querer más ni preocuparse más por hacerme dichoso.

Peggotty había considerado como un gran favor el privilegio de participar en todos aquellos trabajos, y aunque conservaba hacia mi tía algo de su antiguo terror, había recibid de ella últimamente tantas pruebas de confianza y estima ción, que eran las mejores amigas del mundo. Pero había lle gado el momento (hablo del sábado, en que yo tenía que tomar el té en casa de miss Mills) en que tenía que volver su casa para cuidar de Ham.

—Adiós, Barkis —dijo mi tía—. Cuídese mucho. Nunc hubiera creído que pudiera sentir tanto verla marchar.

Acompañé a Peggotty a las oficinas de la diligencia y dejé en el coche. Lloraba al despedirse y confió a su hermano a mi amistad, como había hecho Ham. No habíamos vuelto a oír hablar de él desde la tarde que se marchó.

—Y ahora, mi querido Davy —dijo Peggotty—, si durante tu aprendizaje necesitas dinero para tus gastos, o si el plazo expira, querido niño, y necesitas algo para estable­certe, en uno a otro caso, o en los dos, ¿quién tendría más derecho para prestártelo que la vieja niñera de mi pobre niña?

No estaba poseído por una pasión de independencia tan salvaje que no quisiera al menos agradecer sus ofrecimien­tos generosos, asegurándole que si pedía alguna vez dinero a alguien sería a ella a quien me dirigiría, y creo que, de no haberle pedido en el momento una gran suma, aquella segu­ridad era lo que más podía complacerla.

—Y además, querido —dijo Peggotty bajito—, dile a tu lindo angelito que me hubiera gustado conocerla aunque sólo hubiera sido un minuto; dile también que antes de ca­sarse con mi niño vendré a arreglaros la casa, si me lo per­mitís.

Le prometí que nadie la tocaría más que ella, y quedó tan encantada, que se marchó radiante.

Me cansé aquel día en el Tribunal más que de costumbre por una multitud de procedimientos para que se me hiciera el tiempo menos largo, y por la tarde, a la hora fijada, fui a la calle en que vivía miss Mills. Míster Mills era un hombre terrible para dormir siempre después de comer y no había salido todavía. La jaula no estaba en la ventana.

Me hizo esperar tanto tiempo, que empecé a desear, a modo de consuelo, que los jugadores de whist que hacían la partida le pusieran multa para enseñarle a no retrasarse. Por fin salió y vi a mi pequeña Dora colgar ella misma la jaula y dar un paso en el balcón para ver si estaba yo allí. A1 verme se entró corriendo, mientras Jip ladraba con todas sus fuer­zas contra un enorme perro que estaba en la calle y que le hubiera podido tragar como una píldora.

Dora salió a la puerta del salón para recibirme; Jip llegó también, gruñendo, convencido de que yo era un bandido, y entramos los tres en la habitación con ternura y muy dicho­sos. Pero pronto lancé yo la desesperación en medio de nuestra alegría (¡ay! fue sin querer; pero estaba tan preocupado por mi asunto) preguntando a Dora sin preámbulos si podría decidirse a querer a un mendigo.

¡Mi querida y pequeña Dora! ¡Pensad en su terror! La idea que aquella palabra despertaba en su espíritu era la de un rostro lleno de arrugas, con un gorro de algodón, con acompañamiento de muletas, de una pierna de palo y de un perro con una cestita en la boca. Así es que me miró toda asustada y con la sorpresa más cómica del mundo.

—¿Cómo puedes hacerme esa pregunta tan loca? —dijo haciendo una mueca—. ¡Querer a un mendigo!

—Dora, amor mío —le dije—. Yo soy un mendigo.

—¿Cómo puedes ser tan loco para venir a contarme se­mejantes cosas? —dijo, dándome un golpecito en la mano—. Voy a decirle a Jip que te muerda.

Su infantilidad era lo que más me gustaba del mundo; pero tenía que explicarme, y repetí en tono solemne:

—Dora, vida mía, amor mío, ¡tu David se ha arruinado!

—Te aseguro que le diré a Jip que te muerda si continúas con tus locuras —repuso Dora sacudiendo sus bucles.

Pero me vio tan serio, que dejó de sacudir sus bucles, puso su manita temblorosa en mi hombro, me miró primero confusa y con temor, y después se echó a llorar. ¡Era una cosa terrible! Caí de rodillas al lado del diván, acariciándola y rogándole que no me desgarrara el corazón; pero durante un rato mi pobre Dora sólo sabía repetir:

—¡Dios mío, Dios mío! Tengo miedo. ¿Dónde está Julia? Llévame con Julia, y vete, te lo ruego.

Yo no sabía lo que era de mí.

Por fin, a fuerza de ruegos y de protestas, convencí a Dora de que me mirase. Parecía muy asustada; pero poco a poco, con mis caricias, conseguí que me mirase tiernamente, y apoyó su suave mejillita contra la mía. Entonces, teniéndola abrazada, le dije que la quería con todo mi corazón, pero que, en conciencia, me creía obligado a ofrecerle si quería romper nuestro compromiso, porque me había quedado muy pobre; que nunca me consolaría ni podría soportar la idea de perderla; que yo no temía la pobreza si ella tampoco la te­mía; que mi corazón y mis brazos sacarían las fuerzas de mi amor por ella; que ya trabajaba con un valor de que solo los amantes son capaces; que había empezado a entrar en la vida práctica y a pensar en el porvenir—, que una miga de pan ga­nada con el sudor de nuestra frente era más dulce al corazón que un festín debido a una herencia; y muchas más cosas bo­nitas como aquella, pronunciadas con una elocuencia apa­sionada que me sorprendió a mí mismo, aunque me había preparado para aquel momento desde que mi tía me sorpren­dió con su llegada imprevista.

—¿Tu corazón es siempre mío, Dora, querida mía? —le dije con entusiasmo, sabiendo que me pertenecía, pues se estrechaba contra mí.

—¡Oh, sí, completamente tuyo; pero no seas tan terrible!

—¿Yo terrible, pobre Dora?

—No me hables de volverme pobre y de trabajar como un negro —me dijo abrazándome—; te lo ruego, te lo ruego.

—Amor mío —le dije—, una miga de pan... ganada con el sudor...

—Sí, sí; pero no quiero oír hablar de migas de pan. .Jip necesita todos los días su chuleta de cordero a mediodía; si no se morirá.

Yo estaba seducido por su encanto infantil, y le expliqué tiernamente que Jip tendría su chuleta de cordero con toda la regularidad acostumbrada. Le describí nuestra vida modesta, independiente, gracias a mi trabajo; le hablé de la casita que había visto en Highgate, con la habitación en el primer piso para mi tía.

—¿Soy todavía muy terrible, Dora? —le dije con ternura.

—¡Oh, no, no! —exclamó Dora— Pero espero que tu tía esté mucho tiempo en su habitación, y además que no sea una vieja gruñona.

Si me hubiera sido posible amar a Dora más, lo hubiera hecho entonces. Sin embargo, me daba cuenta de que no ser­vía para mucho en el caso actual. Mi nuevo ardor se enfriaba viendo que era tan difícil comunicárselo. Hice un nuevo es­fuerzo. Cuando se hubo repuesto por completo y cogió a Jip sobre sus rodillas para arrollar sus orejas alrededor de sus dedos, yo recobré mi gravedad.

—Querida mía, ¿puedo decirte una palabra?

—¡Oh!, te lo ruego, no hablemos de la vida práctica —me dijo en tono suave—; ¡si supieras el miedo que me da!

—Pero, vida mía, no hay nada que pueda asustarte en todo esto. Yo querría hacerte ver las cosas de otro modo. Por el contrario, querría que esto te inspirase valor.

—¡Es precisamente lo que me asusta! —exclamó Dora.

—No, querida mía; con perseverancia y fuerza de volun­tad se soportan cosas mucho peores.

—Pero yo no tengo ninguna fuerza —dijo Dora sacu­diendo sus bucles—. ¿No es verdad, Jip? ¡Vamos, besa a Jip y sé cariñoso!

Era imposible negarme a besar a Jip cuando me lo tendía expresamente, redondeando ella también para besarle su bo­quita rosa, dirigiendo la operación, que debía cumplirse, con una precision matemática, en medio de la nariz del anima­lito. Hice lo que quería, y después reclamé la recompensa por mi obediencia; y Dora consiguió durante bastante tiempo hacer que fracasara mi gravedad.

—Pero, Dora, amor mío —le dije recobrando mi solemni­dad—, ¡todavía tengo algo que decirte!

Hasta el juez del Tribunal de Prerrogativas se hubiera ena­morado al verla juntar sus manitas y tendérmelas suplicante para que no la asustara.

—Pero si no quiero asustarte, amor mío —repetía yo—; únicamente, Dora, querida mía, si quisieras pensar sin te­mor, si quisieras pensar alguna vez, para darte valor, en que eres la novia de un hombre pobre.

—No, no; te lo ruego; ¡es demasiado terrible!

—Nada de eso, chiquilla —le dije alegremente—; si qui­sieras nada más pensarlo alguna vez y ocuparte de vez en cuando de las cosas de la casa de tu papá, para tratar de acos­tumbrarte...; las cuentas, por ejemplo...

Mi pobre Dora acogió aquella idea con un grito que pare­cía un sollozo.

—... Eso llegará un día en que te será muy útil. Y si me prometieras leer... un librito de cocina que yo te mande, se­ría una cosa bonísima para ti y para mí. Pues nuestro camino en la vida va a ser duro en el primer momento, Dora —le dije, animándome—, y a nosotros toca el mejorarlo. Tene­mos que luchar para conseguirlo, y necesitamos valor. Tene­mos muchos obstáculos que afrontar y hay que afrontarlos sin temor, aplastarlos bajo nuestros pies.

Seguí hablando con el puño cerrado y con resolución; pero era inútil llegar más lejos; había dicho bastante, y había conseguido... volver a asustarla.

—¡Oh! ¿Dónde está Julia Mills? Llévame con Julia Mills, y vete; ¡haz el favor!

En una palabra, estaba medio loco y recorría el salón en todas las direcciones.

Aquella vez creí que la había matado. Le eché agua por la cara. Caí de rodillas, me arranqué los pelos, me acusaba de ser un animal, un bruto sin conciencia y sin piedad. Le pedí perdón. Le suplicaba que abriera los ojos. Destrocé la caja de labor de miss Mills para encontrar un frasco de sales, y, en mi desesperación, tomé el alfiletero de marfil creyendo que era, y vertí todas las agujas en la cara de Dora. Amenacé con el puño a Jip, que estaba tan desesperado como yo, y me entregué a todas las extravagancias imaginables. Hacía mu­cho tiempo que había perdido la cabeza cuando miss Mills entró en la habitación.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te han hecho? —exclamó miss Mills acudiendo en. socorro de su amiga.

Yo contesté: «Yo tengo la culpa, miss Mills; yo soy el cri­minal, y una multitud de cosas del mismo estilo. Después, volviendo la cabeza para librarla de la luz, la oculté contra los almohadones del diván.

Miss Mills creyó al principio que era una pelea y que nos habíamos perdido en el desierto de Sahara; pero no estuvo mucho tiempo en la incertidumbre, pues mi pequeña y que­rida Dora exclamó, abrazándola, que yo era un pobre obrero; después se echó a llorar por mí, preguntándome si quería aceptarle todo el dinero que tenía ahorrado, y terminó por echarse en brazos de miss Mills sollozando, como si su co­razoncito fuera a romperse.

Felizmente, miss Mills parecía haber nacido para ser nuestra bendición. Se enteró en pocas palabras de la situa­ción, consoló a Dora, la convenció poco a poco de que yo no era un obrero. Por la manera de contar las cosas creo que Dora había supuesto que me había hecho marinero y que me pasaba el día balanceándome sobre una plancha. Miss Mills, mejor enterada, terminó por restablecer la paz entre noso­tros. Cuando todo volvió a estar en orden, Dora subió a la­varse los ojos con agua de rosas y miss Mills pidió el té. En­tre tanto, yo declaré a aquella señorita que siempre sería su amigo y que mi corazón cesaría de latir antes que olvidar su simpatía.

Le desarrollé entonces el plan que había tratado de hacer comprender con tan poco éxito a Dora. Miss Mills me con­testó, según sus principios generales, que la cabaña de la ale­gría valía más que el palacio del frío esplendor, y que donde había amor lo había todo.

Yo dije a miss Mills que era verdad y que nadie lo sabía mejor que yo, que amaba a Dora como ningún mortal había amado antes que yo. Pero ante la melancólica observación de miss Mills de que sería dichoso para algunos corazones el no haber amado tanto como yo, le dije que mi observación se refería al sexo masculino únicamente.

Después le pregunté a miss Mills si, en efecto, no tendría alguna ventaja práctica la proposición que había querido ha­cer respecto a las cuentas, al cuidado de la casa y a los libros de cocina.

Después de un momento de reflexión, he aquí lo que miss Mills me contestó:

—Míster Copperfield, quiero ser franca con usted. Los sufrimientos y las pruebas morales suplen a los años en cier­tas naturalezas, y voy a hablarle tan francamente como una madre abadesa. No; su proposición no le conviene a nuestra Dora. Nuestra querida Dora es la niña mimada de la Natura­leza. Es una criatura de luz, de alegría y de felicidad. No le puedo ocultar que si eso pudiera ser estaría muy bien, sin duda; pero...

Miss Mills movió la cabeza.

Aquella muda concesión de miss Mills me animó a pre­guntárle si en el caso de que se presentara la ocasión de atraer la atención de Dora hacia las condiciones de ese gé­nero necesarias a la vida práctica si tendría la bondad de aprovecharlas. Miss Mills consintió con tan buena voluntad, que le pedí también si no querría encargarse del libro de co­cina y hacerme el inmenso favor de entregárselo a Dora sin asustarla demasiado. Miss Mills se encargó de la tarea pero se veía que no esperaba gran cosa.

Dora reapareció. Estaba tan seductora, que me pregunté si verdaderamente había derecho de ocuparse en detalles tan vulgares. Y además, me amaba tanto, estaba tan encantadora, sobre todo cuando hacía a Jip tenerse en dos patas para pe­dirle su tostada y ella hacía como que le iba a quemar la nariz con la tetera porque se negaba a obedecerla, que terminé con­siderándome como un monstruo que hubiera venido a asustar al hada en su bosque, cuando pensaba en cómo le había he­cho sufrir y en las lágrimas que había derramado.

Después del té Dora cogió la guitarra y cantó sus cancio­nes francesas sobre la imposibilidad absoluta de dejar de bailar, tralalá, tralalalá, y pensé más que nunca que era un monstruo.

Sólo hubo una nube en nuestra alegría: un momento antes de retirarme miss Mills aludió por casualidad al día siguiente por la mañana, y yo tuve la desgracia de decir que tenía que trabajar y que me levantaba a las cinco. No sé si Dora pensó que era sereno en algún establecimiento particular; pero aquella noticia causó una gran impresión en su espíritu, y dejó de tocar y de cantar.

Todavía pensaba en ello cuando le dije adiós, y me dijo con su aire mimoso, como podía habérselo dicho, según me pareció, a su muñeca.

—¡Malo! No te levantes a las cinco; eso no tiene sentido común.

—Tengo que trabajar, querida.

—Pues no trabajes; ¿para qué?

Era imposible decir de otra manera queriendo a aquel lindo rostro, sorprendido, que había que trabajar para vivir.

—¡Oh, qué ridiculez! —exclamó Dora.

—¿Y cómo viviremos si no, Dora?

—¡Cómo! ¡No importa cómo! —dijo Dora.

Estaba convencida de que había solucionado la cuestión y me dio un beso de triunfo, que brotaba tan espontánea­mente de su corazón inocente, que por todo el oro del mundo no hubiera querido discutirle la respuesta, pues la amaba y continuaba amándola con toda mi alma, con todas mis fuerzas.

Pero al mismo tiempo que trabajaba mucho, que batía el hierro mientras estaba caliente, aquello no me impedía que a veces, por la noche, cuando me encontraba frente a mi tía reflexionando en el susto que había dado a Dora, me preguntase qué haría para pasar a través del bosque de las dificultades con una guitarra en la mano; y a fuerza de pensar en ello me parecía que mis cabellos se volvían blancos.

CAPÍTULO XVIII. DISOLUCIÓN DE SOCIEDAD

Me apresaré a poner inmediatamente en ejecución el plan que había formado relativo a los debates parlamentarios. Era uno de los hierros de mi forja que había que golpear mien­tras estuviera caliente, y me puse a ello con una perseveran­cia que me atrevo a admirar. Compré un célebre tratado so­bre el arte de la taquigrafía (que me costó diez chelines) y me sumergí en un océano de dificultades, y al cabo de algu­nas semanas casi me habían vuelto loco todos los cambios que podia tener uno de esos acentos que colocados de una manera significaban una cosa y otra en tal otra posición; los caprichos maravillosos figurados por círculos indescifra­bles; las consecuencias enormes de un signo tan grande como una pata de mosca; los terribles efectos de una curva mal colocada, y no me preocupaban únicamente durante mis horas de estudio: me perseguían hasta durante mis horas de sueño. Cuando por fin llegué a orientarme más o menos a tientas, en medio de aquel laberinto y a dominar casi el alfa­beto, que por sí solo era todo un templo de jeroglíficos egip­cios, fui asaltado por una procesión de nuevos horrores, llamados signos arbitrarios. Nunca he visto signos tan des­póticos; por ejemplo, querían absolutamente que una línea más fina que una tela de araña significara espera, y que una especie de candil romano se tradujera por perjudicial. A me­dida que conseguía meterme en la cabeza todo aquello me daba cuenta de que se me había olvidado el principio. Lo volvía a aprender, y entonces olvidaba lo demás. Si trataba de recordarlo, era alguna otra parte del sistema la que se me escapaba.

En una palabra, era desolador; es decir, me habría pare­cido desolador si no hubiera sido por el recuerdo de Dora, que me animaba. ¡Dora, áncora fiel de mi barca, agitada por la tempestad! Cada adelanto en el sistema me parecía una encina nudosa que había derribado en el bosque de las difi­cultades, y me proponía derribarlas una tras otra con un re­doblamiento de energía; tanto, que al cabo de cuatro meses me creí en estado de intentar una prueba con uno de nuestros oradores del Tribunal. Nunca olvidaré que mi orador se ha­bía ya vuelto a sentar antes de que yo hubiera empezado si­quiera y que mi lápiz se retorcía encima del papel como si tuviera convulsiones.

Aquello no podía ser; era evidente que había aspirado a demasiado; había que conformarse con menos. Corrí a ver a Traddles para que me aconsejara, y me propuso dictarme discursos despacio, deteniéndose de vez en cuando para fa­cilitarme la cosa. Acepté su ofrecimiento con la mayor grati­tud, y todas las noches, durante mucho tiempo, tuvimos en Buckingham Street una especie de Parlamento privado cuando volvía de casa del doctor.

Me gustaría ver en algún sitio un Parlamento semejante. Mi tía y míster Dick representaban el Gobierno o la oposi­ción (según las circunstancias), y Traddles, con ayuda del Orador de Enfielfi o de un tomo de Los debates parlamenta­rios, los aplastaba con las más tremendas invectivas. De pie al lado de la mesa, con una mano encima del libro, para no perder la página, el brazo derecho levantado por encima de su cabeza, Traddles representaba alternativamente a míster Pitt, a mister Fox, a mister Sheridan, a mister Burke, a lord Castlereadh, al vizconde Sidmouth, o a míster Canning, y entregándose a la cólera más violenta acusaba a mi tía y a mister Dick de inmoralidad y de corrupción. Yo, sentado cerca, con mi cuaderno de notas en la mano, hacía volar mi pluma, queriendo seguirle en su declamación. La inconstan­cia y la ligereza de Traddles no podrían ser sobrepasadas por ningún político del mundo. En ocho días había abrazado to­das las ideas y había enarbolado veinte banderas. Mi tía, inmóvil como un canciller del Exchequer, lanzaba a veces una interrupción: «Muy bien» o «No» a «¡Oh!» cuando el texto parecía exigirlo, y míster Dick (verdadero ejemplo del gen­tilhombre campesino) le servía inmediatamente de eco. Pero míster Dick fue acusado durante su carrera parlamentaria de cosas tan odiosas y le predijeron para el porvenir consecuen­cias tan terribles, que terminó por asustarse. Yo creo que hasta acabó por persuadirse de que efectivamente había he­cho algo que debía acarrear la ruina de la Constitución de la Gran Bretaña y la decadencia inevitable del país.

Muy a menudo continuábamos nuestros debates hasta que el reloj daba las doce y las velas se habían quemado hasta el final. El resultado de tanto trabajo fue que terminé por seguir bastante bien a Traddles. No faltaba más que una cosa a mi triunfo, y era saber leer después lo que ponía en mis notas; pero no tenía ni la menor idea. Una vez escritas, lejos de poder restablecer el sentido, era como si hubiera copiado inscripciones chinas de las cajas de té o las letras de oro que se pueden leer en los enormes frascos rojos de las farmacias.

No tenía otra cosa que hacer que volver a ponerme va­lientemente a la tarea. Era duro, pero empecé, a pesar de mi fastidio, a recorrer de nuevo laboriosa y metódicamente el camino que ya había andado, marchando a pasos de tortuga, deteniéndome para examinar minuciosamente el menor signo, y haciendo esfuerzos desesperados para descifrar aquellos caracteres pérfidos en cualquier parte que los en­contrase. Era muy exacto en mi oficina, muy exacto con el doctor; en fin, trabajaba como un verdadero caballo de al­quiler.

Un día que me dirigía al Tribunal de Doctores, como de costumbre, me encontré en el umbral de la puerta a míster Spenlow muy serio y hablando solo. Como se quejaba a me­nudo de dolores de cabeza y tenía el cuello muy corto y los cuellos de las camisas muy tiesos, en el primer momento creí que le habría atacado un poco al cerebro; pero pronto me tranquilicé sobre aquel punto.

En lugar de contestarme a mi «Buenos días, caballero» con su amabilidad acostumbrada, me miró de un modo alta­nero y ceremonioso y me indicó fríamente que le siguiera a cierto café que en aquel tiempo daba al Tribunal por el pe­queño arco al lado del cementerio de Saint Paul. Yo le obe­decí muy turbado; me sentía cubierto de un sudor frío, como si todos mis temores fueran a parar a la piel. Andaba delante de mí, pues el sitio era muy estrecho, y la manera de llevar la cabeza no me presagiaba nada bueno. Sospeché que había descubierto mis sentimientos por mi querida pe­queña Dora.

Si no lo hubiera adivinado mientras le seguía hacia el café de que he hablado no habría podido dudar mucho tiempo de lo que se trataba cuando, después de subir a una habitación del primer piso, me encontré con miss Murdstone, apoyada en una especie de mostrador, donde estaban alineadas varias garrafas conteniendo limones y dos de esas cajas extraordi­narias completamente llenas de hendeduras donde antigua­mente se clavaban los cuchillos y los tenedores, pero que, felizmente para la Humanidad, ahora están obsoletas.

Miss Murdstone me tendió sus uñas glaciales y se volvió a sentar con la expresión más austera. Míster Spenlow cerró la puerta, me indicó que me sentara y se puso de pie delante de la chimenea.

—Tenga la bondad, miss Murdstone —dijo míster Spen­low—, de enseñar a míster Copperfield lo que lleva usted en el portamonedas.

Creo verdaderamente que era el mismo bolso con cierre de acero que le conocía desde mi infancia. Con los labios tan apretados como el cierre, miss Murdstone empujó el re­sorte, entreabrió un poco la boca al mismo tiempo y sacó de su bolso mi última carta a Dora, toda llena de las expresio­nes más tiernas de afecto.

—Creo que es su letra, míster Copperfield —dijo míster Spenlow.

Tenía la frente ardiendo, y la voz que sonaba en mis oídos no se parecía siquiera a la mía cuando respondí:

—Sí, señor.

—Si no me equivoco —dijo míster Spenlow mientras miss Murdstone sacaba de su bolso un paquete de cartas atado con una preciosa cintita azul—, ¿estas cartas también son de su mano, míster Copperfield?

Cogí el paquete con un sentimiento de desolación; y viendo con una ojeada en el encabezamiento de las páginas: «Mi adorada Dora, mi ángel querido, mi querida pequeña», enrojecí profundamente y bajé la cabeza.

—No, gracias —me dijo fríamente míster Spenlow, pues le alargaba maquinalmente el paquete de cartas—. No quiero privarle de ellas. Miss Murdstone, tenga la bondad de conti­nuar.

Aquella amable criatura, después de reflexionar un mo­mento con los ojos fijos en la alfombra, contó lo siguiente muy secamente:

—Debo confesar que desde hace algún tiempo tenía mis sospechas respecto a miss Spenlow en lo concerniente a mís­ter Copperfield, y no perdía de vista a miss Spenlow ni a Da­vid Copperfield. La primera vez que se vieron, la impresión que saqué ya no fue agradable. La depravación del corazón humano es tal...

—Le agradeceré, señora —interrumpió míster Spenlow—, que se limite a relatar los hechos.

Miss Murdstone bajó los ojos, movió la cabeza como para protestar contra aquella interrupción inconveniente, y des­pués repuso, con aire de dignidad ofendida:

—Puesto que debo limitarme a relatar los hechos, lo haré con la mayor brevedad posible. Decía, caballero, que desde hacía algún tiempo tenía mis sospechas sobre miss Spenlow y sobre David Copperfield. He tratado a menudo, pero en vano, de encontrar la prueba decisiva. Es lo que me ha impedido confiárselo al padre de miss Spenlow (y lo miró con severidad). Sabía que en semejantes casos se está muy poco dispuesto a creer con benevolencia a los que cumplen fielmente su deber.

Míster Spenlow parecía aplastado por la noble severidad del tono de miss Murdstone a hizo con la mano un gesto conciliador.

—A mi regreso a Norwood después de haberme ausentado para el matrimonio de mi hermano —prosiguió mi Murdstone en tono desdeñoso—, creí observar que la conducta de miss Spenlow, igualmente de regreso de una visita su amiga miss Mills, que su conducta, repito, daba más fundamento a mis sospechas, y la vigilé más de cerca.

Mi pobre, mi querida Dorita, ¡qué lejos estaba de sospechar que aquellos ojos de dragón estaban fijos en ella!

—Sin embargo —prosiguió miss Murdstone—, únicamente ayer por la noche adquirí la prueba decisiva. Yo opinaba que miss Spenlow recibía demasiadas cartas de su amiga miss Mills; pero como era con el pleno consentimiento de su padre (una nueva mirada muy amarga a míster Spenlow), yo no tenía nada que decir. Puesto que no se me permite aludir a la depravación natural del corazón humano al menos se me permitirá hablar de una confianza excesiva mal colocada.

—Está bien —murmuró míster Spenlow como apología

—Ayer por la tarde —repuso miss Murdstone— acabábamos de tornar el té, cuando observé que el perrito corría, saltaba y gruñía en el salón, mordiendo algo. Le dije a mi Spenlow: «Dora, ¿qué es ese papel que tiene el perro en boca?». Miss Spenlow palpó inmediatamente su cinturó lanzó un grito y corrió hacia el perro. Yo la detuve diciendo «Dora, querida mía, permíteme... ». « ¡Oh, Jip, miserable perrillo, tú eres el autor de tanto infortunio! »

—Miss Spenlow —continuó miss Murdstone— trató corromperme a fuerza de besos, de cestitas de labor, de alha­jitas, de regalos de todas clases. Yo no le hice caso. El perro corrió a refugiarse debajo del diván, y me costó mucho tra­bajo hacerle salir con ayuda de las tenazas. Una vez fuera seguía con la carta en la boca, y cuando traté de arrancár­sela, con peligro de que me mordiera, tenía el papel tan apre­tado entre los dientes, que todo lo que pude hacer fue levan­tar al perro en el aire detrás de aquel precioso documento. Sin embargo, terminé por apoderarme de él. Después de ha­berlo leído le dije a miss Spenlow que debía de tener en su poder otras cartas de la misma naturaleza, y por fin obtuve de ella el paquete que está ahora entre las manos de David Copperfield.

Se calló, y después de haber cerrado su bolso, cerró la boca, como una persona resuelta a dejarse despedazar antes que doblegarse.

—Acaba usted de oír a miss Murdstone —dijo míster Spenlow volviéndose hacia mí—. Deseo saber, míster Cop­perfield, si tiene usted algo que decir.

El cuadro presente ante mí del hermoso tesoro de mi co­razón llorando y sollozando toda la noche; la idea de que es­taba sola, asustada, desgraciada, o de que había suplicado en vano a aquella mujer de piedra que la perdonara, y ofrecién­dole en vano sus besos, sus estudios de labor y sus joyas, y, en fin, que todo aquello era por mi culpa, me hacía perder la poca dignidad que hubiera podido demostrar, y temblaba de tal modo de emoción que dudo si conseguí ocultarlo.

—No tengo nada que decir, caballero, a no ser que soy el único culpable... Dora...

—Miss Spenlow, si hace el favor —repuso su padre con majestad...

—... ha sido arrastrada por mí —continué, sin repetir des­pués de míster Spenlow aquel nombre frío y ceremonioso ­para prometerme ocultarle nuestro afecto, y lo siento amar­gamente.

—Ha hecho usted muy mal, caballero —me dijo míster Spenlow paseándose de arriba abajo por el tapiz y gesticu­lando con todo el cuerpo, en lugar de mover únicamente la cabeza, a causa de la tiesura combinada de su corbata y de su espina dorsal—. Ha cometido usted un acto fraudulento e inmoral, míster Copperfield. Cuando yo recibo en mi casa a un «caballero», tenga diecinueve, veinte a ochenta años, le recibo con plena confianza. Si abusa de mi confianza, co­mete un acto innoble, míster Copperfield.

—Demasiado lo veo ahora, caballero; puede usted estar seguro; pero antes no me lo parecía. En realidad, míster Spenlow, con toda la sinceridad de mi corazón, antes no me lo parecía, ¡la quiero de tal modo, míster Spenlow...!

—Vamos, ¡qué tontería! —dijo míster Spenlow enroje­ciendo—. ¿Va ahora a decirme en mi cara lo que quiere a mi hija, míster Copperfield?

—Pero, caballero, ¿cómo podría disculparme si no fuera así? —respondí en tono humilde.

—¿Y cómo puede usted defender su conducta siendo así? —dijo míster Spenlow deteniéndose bruscamente— ¿Ha reflexionado usted en su edad y en la edad de mi hija, míster Copperfield? ¿Sabe usted lo que ha hecho destruyendo la confianza que debía existir entre mi hija y yo? ¿Ha pensado usted en la posición que mi hija ocupa en el mundo, en los proyectos que puedo yo haber formado para su porvenir, en las intenciones que pueda expresar en su favor en mi testa­mento? ¿Ha pensado usted en todo esto, míster Copperfield?

—Muy poco, caballero, lo siento —respondí en tono hu­milde y triste—; pero le ruego que crea que no ha descono­cido mi propia situación en el mundo. Cuando le he hablado el otro día ya estábamos prometidos.

—Le ruego que no pronuncie esa palabra delante de mí, míster Copperfield.

Y, en medio de mi desesperación, no pude por menos ob­servar que era completamente polichinela por el modo con que se golpeaba las manos una contra otra con la mayor energía.

La inmóvil miss Murdstone dejó oír una risita seca y des­deñosa.

—Cuando le he explicado el cambio de mi situación, ca­ballero —repuse queriendo cambiar la palabra que le había molestado—, había ya, por mi culpa, un secreto entre miss Spenlow y yo. Desde que me situación ha cambiado he lu­chado, he luchado todo lo posible por mejorar, y estoy se­guro de conseguirlo un día. ¿Quiere usted darme tiempo? ¡Somos tan jóvenes los dos, caballero!

—Tiene usted razón —dijo míster Spenlow bajando mu­chas veces la cabeza y frunciendo las cejas—,son ustedes muy jóvenes. Todo esto no son más que tonterías, que tie­nen que terminar. Coja usted esas cartas y quémelas. De­vuélvame las de miss Spenlow, y yo las quemaré por mi parte. Y como en el futuro tendremos que vernos aquí y en el Tribunal, es cosa convenida que no volveremos a hablar de ello. Veamos, míster Copperfield; no le falta a usted inte­ligencia, y comprenderá que es la única cosa razonable que puede hacer.

No, yo no podía ser de aquella opinión. Lo sentía mu­cho; pero había una consideración que era más fuerte que la razón. El amor pasa por encima de todo, y yo quería a Dora con locura, y ella a mí también. No se lo dije precisa­mente en esos términos; pero se lo di a entender, y estaba muy decidido. No me importaba saber si estaría haciendo en todo aquello un papel ridículo, pero estaba bien deci­dido.

—Muy bien, míster Copperfield —dijo míster Spenlow—, utilizaré mi influencia con mi hija.

Miss Murdstone dejó oír un sonido expresivo, una larga aspiración, que no era un suspiro ni un gemido, pero que participaba de las dos cosas, como para hacer comprender a míster Spenlow que por ahí debía haber empezado.

—Utilizaré toda mi influencia con mi hija —dijo Spen­low envalentonado por aquella aprobación—. ¿Se niega us­ted a coger esas cartas, míster Copperfield?

Yo había puesto el paquete encima de la mesa.

Sí me negaba, y esperaba que me dispensara; pero me re­sultaba imposible recibir aquellas cartas de las manos de miss Murdstone.

—¿Ni de las mías? —dijo míster Spenlow.

—Tampoco —respondí con el más profundo respeto.

—Muy bien —dijo míster Spenlow.

Hubo un momento de silencio. Yo no sabía si debía conti­nuar allí o marcharme. Por fin me dirigí tranquilamente ha­cia la puerta, con intención de decirle que creía responder a sus sentimientos retirándome; pero me detuvo para decirme con expresión grave, hundiendo las manos en los bolsillos de su gabán, aunque apenas si las podía hacer entrar:

—¿Usted probablemente sabe, míster Copperfield, que no estoy absolutamente desprovisto de bienes materiales y que mi hija es mi pariente más cercana y querida?

Le respondí con precipitación que esperaba que si un amor apasionado me había hecho cometer un error, no me supondría por ello un alma vil a interesada.

—No me refiero a eso —dijo míster Spenlow—. Más val­dría, por usted y por nosotros, míster Copperfield, que fuera usted un poco más interesado, quiero decir más prudente y menos fácil de arrastrar a las locuras de la juventud; pero, se lo repito desde otro punto de vista, usted sabe que tengo algo que dejar a mi hija.

Respondí que lo suponía.

—¿Y no creerá usted que en presencia de los ejemplos que se ven aquí todos los días en este Tribunal de la extraña negligencia de los hombres para sus decisiones testamenta­rias, pues es quizá el caso en que se encuentran más extrañas revelaciones de la ligereza humana, no creerá que no he to­mado ya mis medidas?

Incliné la cabeza en señal de asentimiento.

—No consentiré —dijo míster Spenlow balanceándose alternativamente en la punta de los pies y en los talones, mientras movía lentamente la cabeza como para dar más fuerza a sus piadosas observaciones—, no consentiré que las disposiciones que he creído deber tomar respecto a mi hija sean modificadas en nada por una locura de juventud, pues es una verdadera locura; digamos la palabra, una tontería. Dentro de algún tiempo eso pesará menos que una pluma. Pero será posible, sin embargo..., podría suceder... que si esta tontería no fuese abandonada por completo me viera obligado, en un momento de ansiedad, a tomar mis precau­ciones para anular las consecuencias de un matrimonio im­prudente. Espero, míster Copperfield, que usted no me obli­gará a abrir ni por un cuarto de hora esta página cerrada en el libro de la vida ni a desarreglar ni por un cuarto de hora graves asuntos que están en regla desde hace mucho tiempo.

Había en todas sus maneras una serenidad, una tranquili­dad, una calma que me afectaban profundamente. Estaba tan tranquilo y tan resignado después de haber puesto en orden sus asuntos y arreglado sus últimas disposiciones como si fueran un papel de música, que se veía que él mismo no po­día pensar en ello sin conmoverse. Hasta creo haber visto subir desde el fondo de su sensibilidad, a este pensamiento, algunas lágrimas involuntarias a sus ojos.

Pero ¿qué hacer? Yo no podía faltar a Dora ni a mi propio corazón. Me dijo que me daba una semana para reflexionar. ¿Podía yo contestar que no quería reflexionar durante una semana? Pero también ¿no debía yo estar convencido de que todas las semanas del mundo no cambiarían en nada la vio­lencia de mi amor?

—Hará usted bien hablando de ello con miss Trotwood o con alguna otra persona que conozca la vida —me dijo mis­ter Spenlow enderezando su corbata—. Le doy a usted una semana, míster Copperfield.

Me sometí y me retiré dando a mi fisonomía una expresión de abatimiento desesperado, que demostraba no podía cam­biar nada mi inquebrantable constancia. Las cejas de miss Murdstone me acompañaron hasta la puerta; digo sus cejas mejor que sus ojos, porque ocupaban mucho más sitio en su rostro. Tenía exactamente la misma cara de antes, cuando en nuestro saloncito de Bloonderstone recitaba mis lecciones en su presencia. Con un poco de buena voluntad hubiera po­dido creer que el peso que me oprimía el corazón era todavía aquel abominable alfabeto con sus viñetas ovaladas, que yo comparaba en mi infancia a los cristales de los lentes.

Cuando llegué a la oficina oculté el rostro entre las ma­nos, y allí, delante de mi pupitre, sentado en mi rincón, sin ver al viejo Tiffey ni a mis otros camaradas, me puse a refle­xionar en el terremoto que acababa de tener lugar bajo mis pies; y en la amargura de mi alma maldecía a Jip, y estaba tan preocupado por Dora, que todavía me pregunto cómo no cogí el sombrero para dirigirme como un loco hacia Nor­wood. La idea de que la harían sufrir, de que la harían llorar y de que yo no estaba allí para consolarla se me hizo tan odiosa, que me puse a escribir una carta insensata a míster Spenlow, donde le suplicaba que no hiciera pesar sobre ella las consecuencias de mi cruel destino. Le suplicaba que evi­tara los sufrimientos a aquella dulce naturaleza; que no rom­piera una flor tan frágil. En resumen, si no recuerdo mal, le hablaba como si en lugar de ser el padre de Dora fuera un ogro. La cerré y la coloqué encima de su pupitre antes de que volviera. Cuando entró, le vi por la puerta entreabierta de su despacho coger la carta y abrirla.

Aquella mañana no me habló de ella; pero por la tarde, antes de marcharse, me llamó y me dijo que no necesitaba preocuparme por la felicidad de su hija. Le había dicho sen­cillamente que era una tontería, y no pensaba volverle a ha­blar de ello. Se creía un padre indulgente (y tenía razón) y no tenía ninguna necesidad de preocuparme por aquello.

—Podría usted obligarme con su locura o su obstina­ción, míster Copperfield —añadió—, a alejar durante algún tiempo a mi hija de mi lado; pero tengo de usted mejor opi­nión. Espero que dentro de unos días sea más razonable. En cuanto a miss Murdstone (pues había hablado de ella en mi carta), respeto la vigilancia de esa señora y se la agradezco; pero le he recomendado expresamente que evite ese asunto. La única cosa que deseo, míster Copperfield, es no volver a ocuparme de él. Lo único que tiene usted que hacer es olvi­darlo.

¡Lo único que tenía que hacer! En una carta que escribí a miss Mills subrayaba esta palabra con amargura. ¡Lo único que tenía que hacer, decía con sombrío sarcasmo, era olvi­dar a Dora! ¡Aquello era lo único! ¡Como si no fuera nada! Suplicaba a miss Mills que me recibiera aquella misma tarde. Si no podía consentirlo, le pedía que me recibiera a hurtadillas en la habitación de detrás, donde se planchaba. Le decía que mi razón peligraba y que ella era la única que podía hacerme volver en sí. Terminaba, en mi locura, por decirme suyo para siempre, con mi firma al final. Rele­yendo mi carta antes de confiársela a un muchacho, no pude por menos de encontrarle mucho parecido con el estilo de míster Micawber.

A pesar de todo, la envié. Y por la tarde me dirigí hacia casa de miss Mills y paseé en todos los sentidos la calle hasta que una criada vino a avisarme que la siguiera por un camino disimulado. Después he tenido razones para creer que no había ningún motivo para que no entrara por la puerta principal, y hasta para que me recibiera en el salón, si no fuera porque a miss Mills le gustaba todo lo que tenía as­pecto de misterio.

Una vez en la antecocina, me abandoné a mi desespera­ción. Si había ido con la intención de ponerme en ridículo, estoy seguro de haberlo conseguido. Miss Mills había reci­bido de Dora cuatro letras escritas deprisa, donde le decía que todo se había descubierto. Añadía: «¡Oh, ven conmigo, Julia; te lo suplico! ». Pero miss Mills no había podido toda­vía ir a verla, ante el temor de que su visita no fuera del gusto de las autoridades superiores; estábamos todos como viajeros perdidos en el desierto de Sahara.

Miss Mills tenía una prodigiosa volubilidad y se compla­cía en ella. Yo no podía por menos de darme cuenta, mien­tras mezclaba sus lágrimas con las mías, que nuestras aflic­ciones eran para ella una diversión. Las mimaba, si puedo decirlo así, para su propio bien. Me hacía observar que un abismo inmenso se acababa de abrir entre Dora y yo y que sólo el amor podía atravesarlo con su arco iris. El amor exis­tía para sufrir en este bajo mundo; esto había sido siempre y continuaría siendo. « ¡No importa —añadía—. Los corazo­nes no se dejan encadenar largo tiempo por esas telas de araña; sabrán romperlas, y el amor será vengado! »

Todo esto no era muy consolador; pero miss Mills no que­ría animar esperanzas engañosas. Me dejó más desconso­lado de lo que había ido, lo que no me impidió decirle (y, lo que es más fuerte, lo pensaba) que le estaba profundamente agradecido y que estaba convencido de que era verdadera­mente nuestra amiga. Decidió que al día siguiente por la ma­ñana iría a ver a Dora y que intentaría algún medio de asegu­rarle, fuera por una palabra o por una mirada, todo mi afecto y toda mi desesperación. Nos separamos destrozados de do­lor. ¡Qué contenta debía de estar miss Mills!

Al llegar a casa de mi tía se lo conté todo, y a pesar de todo lo que me dijo me acosté desesperado, me levanté de­sesperado y salí desesperado.

Era sábado por la mañana; me dirigí inmediatamente a mi oficina, y me sorprendió mucho al llegar ver a los emplea­dos de caja delante de la puerta y charlando entre sí. Algu­nos transeúntes miraban por las ventanas, que estaban todas cerradas. Yo avivé el paso y, sorprendido de lo que veía, en­tré presuroso.

Los empleados estaban en su puesto, pero nadie traba­jaba. El viejo Tiffey estaba sentado, quizá por primera vez en su vida, en la silla de uno de sus colegas, y ni siquiera ha­bía colgado su sombrero.

—¡Qué horrible desgracia, míster Copperfield! —me dijo en el momento en que entraba.

—¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido? —exclamé.

—¿No lo sabe usted? —exclamó Tiffey, y todo el mundo me rodeó.

—No —dije mirándolos a todos uno después de otro.

—Míster Spenlow... —dijo Tiffey.

—¿Y bien?

—¡Ha muerto!

Creí que la tierra se abría bajo mis pies; temblé; uno de los empleados me sostuvo en sus brazos. Me hicieron sen­tarme, desataron la corbata, me dieron un vaso de agua. No tengo idea del tiempo que duró todo aquello.

—¿Muerto? —repetí.

—Ayer comió en Londres y condujo él mismo el faetón —dijo Tiffey—. Había enviado al lacayo en la diligencia, como hacía algunas veces, ¿sabe usted?

—¿Y bien?

—El faetón llegó vacío. Los caballos se detuvieron a la puerta de la cuadra. El palafrenero acudió con una linterna. Y no había nadie en el coche.

—¿Es que se habían desbocado los caballos?

—No; no estaban calientes ni más fatigados que de cos­tumbre. Las bridas estaban rotas y era evidente que se ha­bían arrastrado por el suelo. Toda la casa se revolvió al mo­mento; tres criados recorrieron el camino, y le encontraron a una milla de la casa.

—A más de una milla, míster Tiffey —insinuó un joven empleado.

—¿Cree usted? Quizá tenga usted razón —dijo Tiffey—, a más de una milla, no lejos de la iglesia. Estaba tendido boca abajo. Una parte de su cuerpo yacía en la carretera, y el resto en la cuneta. Nadie sabe si le ha dado un ataque que le ha hecho caer del coche, o si se ha bajado porque se sentía indispuesto; ni siquiera se sabe si estaba completamente muerto cuando le han encontrado; lo que es seguro es que estaba completamente insensible. Quizá respiraba todavía; pero no pronunció una sola palabra. Han acudido médicos en cuanto se ha podido; pero todo ha sido inútil.

¡Cómo describir mi estado de ánimo ante aquella noticia! Todo el mundo comprenderá mi turbación al enterarme de aquel suceso, y tan súbito, cuya víctima era precisamente el hombre con quien acababa de tener una discusión. Aquel va­cío repentino que dejaba en su despacho, ocupado todavía la víspera, donde su silla y su mesa parecían esperarlo; aque­Ilas líneas trazadas de su mano y dejadas encima del pupitre como últimas huellas del espectro desaparecido; la imposi­bilidad de separarlo en nuestro pensamiento del lugar en que estábamos, hasta el punto de que cuando la puerta se abría esperábamos verle entrar; el silencio triste y el vacío de las oficinas; la insaciable avidez de nuestras gentes para hablar, y la de las gentes de fuera, que no hacían más que entrar y salir todo el día para enterarse de nuevos detalles. ¡Qué es­pectáculo desolador! Pero lo que no sabré describir es cómo en los pliegues ocultos de mi corazón sentía una secreta en­vidia de la muerte; cómo le reprochaba el dejarme en se­gundo plano en los pensamientos de Dora; cómo el humor injusto y tiránico que me poseía me hacía celoso hasta de su pena; cómo sufría al pensar que otros la podrían consolar, que lloraría lejos de mí; en fin, cómo estaba dominado por un deseo avaro y egoísta de separarla del mundo entero en mi provecho, para ser yo solo todo para ella, en aquel mo­mento tan mal escogido para no pensar más que en mí.

En la confusión de aquel estado de ánimo (espero no ha­ber sido el único que lo ha sentido así y que otros podrán comprenderlo) fui aquella misma tarde a Norwood. Supe por un criado que miss Mills había llegado; le escribí una carta haciendo poner la dirección a mi tía. Deploraba de todo corazón la muerte tan inesperada de míster Spenlow, y al es­cribirla vertía lágrimas. Le suplicaba que dijera a Dora, si estaba en estado de oírla, que me había tratado con bondad, con una benevolencia infinita, y que el nombre de su hija lo había pronunciado con la mayor ternura, sin la sombra de un reproche. Sé que también aquello era puro egoísmo por nú parte. Era un medio de hacer llegar mi nombre a ella; pero yo trataba de convencerme de que era un acto de justicia ha­cia su memoria. Y quizá lo creía.

Mi tía recibió al día siguiente algunas líneas en respuesta; estaba dirigida a ella, pero la carta era para mí. Dora estaba agobiada de dolor, y cuando su amiga le había preguntado si seguía amándome, había exclamado llorando, pues lloraba sin interrupción: «¡Oh, mi querido papá, mi pobre papá! »; pero no había dicho que no, lo que me causó el mayor pla­cer.

Míster Jorkins vino a las oficinas algunos días después. Había permanecido en Norwood desde el suceso. Tiffey y él estuvieron encerrados juntos durante algún tiempo; después Tiffey abrió la puerta y me hizo seña de que entrara.

—¡Oh míster Copperfield! —dijo míster Jorkins—. Mís­ter Tiffey y yo vamos a examinar el pupitre, los cajones y to­dos los papeles del difunto, para poner el sello sobre sus pa­peles personales y buscar su testamento. No encontrarnos huellas en ninguna parte. ¿Quiere tener la bondad de ayu­darnos?

Desde el suceso estaba muy preocupado, pensando en qué situación se quedaría mi Dora, quién sería su tutor, etc., y la proposición de míster Jorkins me daba ocasión de disipar mis dudas. Nos pusimos todos a ello. Míster Jorkins abría los pupitres y los cajones, y nosotros sacábamos todos los papeles. Pusimos a un lado los de la oficina y a otro los que eran personales del difunto, que no eran numerosos. Todo se hizo con la mayor gravedad; y cuando nos encontrábamos un sello o un guardapuntas, o una sortija o cualquier otro objeto menudo de use personal, bajábamos instintivamente la voz.

Habíamos sellado ya muchos paquetes, y continuábamos, en medio del silencio y del polvo, cuando míster Jorkins me dijo, sirviéndose exactamente de los términos en que su aso­ciado, míster Spenlow, nos había hablado de él:

—Míster Spenlow no era hombre que se dejara fácilmente desviar de las tradiciones y de los caminos ya hechos. Usted lo conocía. ¡Pues bien! Yo creo que no ha hecho testamento.

—¡Oh, estoy seguro de lo contrario! —dije.

Los dos se detuvieron para mirarme.

—El día que le vi por última vez —repuse— me dijo que había hecho un testamento y que tenía ordenados sus asun­tos desde hace mucho tiempo.

Míster Jorkins y el viejo Tiffey movieron la cabeza de co­mún acuerdo.

—Eso no promete nada bueno —dijo Tiffey.

—Nada bueno —dijo míster Jorkins.

—Sin embargo, no dudarán ustedes —dije.

—Mi querido míster Copperfield —me dijo Tiffey, y puso la mano encima de mi brazo, mientras cerraba los ojos y mo­vía la cabeza—, si llevara usted tanto tiempo como yo en este estudio sabría usted que no hay asunto sobre el cual los hombres sean menos previsores y en el que se les debe creer menos por sus palabras.

—Pero si en realidad esas son sus propias expresiones —re­pliqué, insistiendo.

—Entonces es decisivo —repuso Tiffey—. Mi opinión entonces es... que no hay testamento.

Esto me pareció al principio la cosa más extraña del mundo; pero el caso es que no había testamento. Los pape­les no proporcionaban el menor indicio de que hubiera po­dido haber nunca ninguno; no se encontró el menor proyecto ni el menor memorándum que anunciara que hubiese tenido nunca la intención de hacerlo. Lo que casi me sorprendió tanto es que sus negocios estaban en el mayor desorden. No se podía uno dar cuenta ni de lo que debía, ni de lo que había pagado, ni de lo que poseía. Es muy probable que desde ha­cía años él mismo no tuviera ni la menor idea. Poco a poco se descubrió que, empujado por el deseo de brillar entre los procuradores del Tribunal de Doctores, había gastado más de lo que ganaba en el estudio, que no era demasiado, y que había hecho una brecha importante en sus recursos persona­les, que probablemente tampoco habían sido nunca muy considerables. El mobiliario de Norwood se puso a la venta, se alquiló la casa, y Tiffey me dijo, sin saber todo el interés que yo tomaba en ello, que una vez pagadas las deudas y de­ducida la parte de sus asociados en el estudio él no daría por todo el resto ni mil libras. Todo esto lo supe después de seis semanas. Había estado sufriendo todo aquel tiempo, y es­taba a punto de poner fin a mi vida cada vez que miss Mills me decía que mi pobre Dorita no contestaba cuando le ha­blaban de mí más que gritando: «¡Oh mi pobre papá, mi que­rido papá! ». Me dijo también que Dora no tenía más parien­tes que dos tías, hermanas de míster Spenlow, solteras, y que vivían en Putney. Desde hacía muchos años tenían muy rara comunicación con su hermano. Sin embargo, no se habían peleado nunca; pero míster Spenlow no las invitó más que a tomar el té el día del bautizo de Dora, en lugar de invitarlas a comer, como ellas tenían la pretensión, y le habían contes­tado por escrito que, por el interés de ambas partes, creían más prudente no moverse de su casa. Desde aquel día su her­mano y ellas habían vivido cada uno por su lado.

Aquellas dos damas salieron, sin embargo, de su retiro para ir a proponer a Dora que se fuera a vivir con ellas en Put­ney. Dora se arrojó a sus cuellos llorando y sonriendo: «¡Oh, sí, tías; os lo ruego; llevadme a Putney con Julia Mills y Jip!». Y se volvieron todas juntas poco después del entierro.

Yo no sé cómo encontré tiempo para ir a rondar alrededor de Putney; pero el caso es que, de una manera o de otra, me escapaba muy a menudo por sus alrededores. Miss Mills, para mejor llenar todos los deberes de la amistad, escribía un diario de lo que sucedía cada día. Muchas veces salía a mi encuentro en el campo para leérmelo, o prestármelo cuando no tenía tiempo de leérmelo. ¡Con qué felicidad re­corría yo los diversos artículos de aquel registro concien­zudo! He aquí una muestra:

«Lunes.— Mi querida Dora continúa muy abatida.— Vio­lento dolor de cabeza— Llamo su atención sobre la belleza del pelo de Jip— D. Acaricia a J.—Asociación de ideas que abren las esclusas del dolor.— Torrente de lágrimas.— (Las lágrimas ¿no son el rocío del corazón?— J. M.)

»Martes.— Dora, débil a inquieta— Bella en su palidez (misma observación para el lunes..J. M.). D., J. M. y J. salen en coche— J. saca la nariz fuera de la portezuela y ladra violentamente contra un barrendero.— Una ligera sonrisa aparece en los labios de D.— (He aquí los débiles anillos de que se compone la cadena de la vida.— J. M.)

»Miércoles.— D., alegre en comparación de los días pre­cedentes.— Le he cantado una melodía conmovedora: Las campanas de la tarde, que no la ha tranquilizado, ni mucho menos— D., conmovida hasta el summum.— La he encon­trado más tarde llorando en su habitación; le he recitado ver­sos donde la comparaba con una joven gacela— Resultado mediocre.— Alusión a la imagen de la paciencia sobre una tumba— (Pregunta: ¿,Por qué sobre una tumba?— J. M.)

»Jueves.— D. bastante mejor.— Mejor noche— Ligero matiz rosado en las mejillas.— Me he decidido a pronunciar el nombre de D. C.— Este nombre lo vuelvo a insinuar con precaución durante el paseo— D., inmediatamente trastor­nada. «¡Oh querida Julia, oh! He sido una niña desobe­diente.»— La tranquilizo con mis caricias.— Hago un cua­dro ideal de D. C. a las puertas de la muerte.— D., de nuevo trastornada. «¡Oh, qué hacer, qué hacer! ¡Llévame a alguna parte!» — Gran alarma.— Desvanecimiento de D.— Vaso de agua traído de un café.— (Comparación poética. Una muestra extravagante sobre la puerta del café. La vida hu­mana también es abigarrada, ¡ay!—J. M.)

Viernes.— Día lleno de sucesos.— Un hombre se ha pre­sentado en la cocina con un saco azul; ha pedido las botas de una señora dejadas para arreglar. La cocinera responde que no ha recibido órdenes. El hombre insiste. La cocinera se re­tira para preguntar lo que hay de ello. Deja al hombre solo con Jip. A la vuelta de la cocinera el hombre insiste todavía; después se retira. J. ha desaparecido; D. está desesperada. Se ha avisado a la policía. El hombre tiene la nariz curva y las piernas torcidas como las balaustradas de un puente. Se busca por todas partes. J. no aparece.— D. llora amarga­mente, está inconsolable— Nueva alusión a una joven ga­cela, a propósito, pero sin efecto.— Por la tarde un mucha­cho desconocido se presenta. Le hacen entrar al salón. Tiene la nariz grande, pero las piernas derechas. Pide una guinea por un perro que ha encontrado. Se niega a explicarse más claramente. D. le da la guinea; lleva a la cocinera a una casita donde se encuentra el perro atado al pie de un mesa.— Ale­gría de D., que baila alrededor de J. mientras come.—Ani­mada por este dichoso cambio, hablo de D. C. cuando esta­mos en el primer piso.— D. vuelve a ponerse a sollozar: « ¡Oh, no, no; no debo pensar más que en mi papá! ».— Abraza a J. y se duerme llorando.— (¿No debe confiar D. C. en las vastas alas del tiempo?—J. M.)»

Miss Mills y su diario eran entonces mi único consuelo. En mi pena, el único recurso era verla (ella acababa de estar con Dora) y encontrar la inicial de Dora en cada línea de aquellas páginas llenas de simpatía, aumentando así mi do­lor. Me parecía que hasta entonces había vivido en un casti­llo de naipes que acababa de derribarse, dejándonos a miss Mills y a mí en medio de sus ruinas. Me parecía que un horrible mago había rodeado a la divinidad de mi corazón de un círculo mágico, y que las alas del tiempo, aquellas alas que llevan tan lejos a tantas criaturas humanas, podrían úni­camente ayudarme a franquearlo.

CAPÍTULO XIX. WICKFIELD Y HEEP

Mi tía supongo que empezó a preocuparse seriamente por mi abatimiento prolongado, a ideó enviarme a Dover con el pretexto de ver si todo iba bien en su casita, que había alquilado, y con objeto de renovar el alquiler con el inqui­lino actual. Janet había entrado al servicio de mistress Strong, donde la veía todos los días. Había estado indecisa, al dejar Dover, respecto a si confirmaría o denegaría de una vez el renunciamiento desdeñoso por el sexo masculino que había sido el fundamento de su educación. Se trataba de casarse con un piloto. Pero no quiso exponerse, menos, sin embargo, en honor del principio en sí mismo que porque el piloto no la acabara de gustar.

Aunque me costaba trabajo dejar a miss Mills, me parecie­ron bastante bien las intenciones de mi tía; aquello me propor­cionaría el placer de pasar unas cuantas horas tranquilas al lado de Agnes. Consulté al doctor para saber si podría ausen­tarme tres días, y me aconsejó que estuviera más tiempo fuera; pero me interesaba demasiado mi trabajo para tomarme unas vacaciones muy largas. Por fin me decidí a partir.

En cuanto a mi oficina del Tribunal de Doctores, no tenía por qué preocuparme del trabajo. A decir verdad, no estába­mos en olor de santidad entre los procuradores de primer vuelo; es más, habíamos caído casi en una situación equívoca. Los negocios en tiempos de míster Jorkins, antes de míster Spenlow, no habían sido muy brillantes. Después el difundo socio los había animado renovando con una infu­sión de sangre joven la vieja rutina del estudio y les había dado algo de brillo con su tren de vida; pero aquello no re­posaba sobre bases bastante sólidas para que la muerte re­pentina de su principal director no lo quebrantara. Los nego­cios disminuyeron sensiblemente. Míster Jorkins, a pesar de la reputación que tenía entre nosotros, era un hombre débil e incapaz, y su reputación, de puertas a fuera, no era lo bas­tante fuerte. Desde la muerte de míster Spenlow yo estaba colocado a su lado, y cada vez que le veía tomar tabaco e in­terrumpir el trabajo sentía más las mil libras de mi tía.

Y no era este el mayor mal. Había en el Tribunal de Doc­tores una cantidad de desocupados que, sin ser procurado­res, se apoderaban de gran parte de los negocios, para ha­cerlos ejecutar enseguida por verdaderos procuradores, dispuestos a prestar sus nombres a cambio de una parte del dinero. Como necesitábamos negocios a toda costa, nosotros nos asociamos a aquella noble corporación y tratamos de atraerlos. Lo que pedían sobre todo, por ser lo que más pro­ducía, eran las autorizaciones de matrimonio o las actas pro­batorias para validez de testamento; pero todos querían obtenerlos, y la competencia era tanta, que se ponían de plantón a la entrada de las galerías que conducían al Tribunal enviados encargados de atraerse a los despachos respectivos a todas las personas de luto y a todos los jóvenes inexpertos. Estas instrucciones eran tan fielmente ejecuta­das, que dos veces, a pesar de lo conocido que era, fui « rap­tado» para el estudio de nuestro más temible rival. Los inte­reses contrarios de aquellos reclutadores modernos solían terminar en combates cuerpo a cuerpo, y nuestro principal agente, que había empezado por el comercio de vinos al por menor, dio en el mismo Tribunal el escandaloso espectáculo, durante algunos días, de tener un ojo negro. Estos virtuosos personajes no tenían el menor escrúpulo, cuando ofrecían la mano para que bajara del coche a alguna anciana señora de luto, de matar de golpe al procurador por quien preguntaba, presentando a su patrón como legítimo sucesor del difunto y llevando en triunfo a la anciana, a veces todavía conmovida por la noticia que acababan de darle. Así me llevaron a mí muchos prisioneros. En cuanto a las autorizaciones de ma­trimonio, la competencia era tan formidable, que un pobre señor tímido que venía con ese objeto hacia nosotros no te­nía mejor cosa que hacer que abandonarse al primer agente que se le presentase si no quería ser causa de guerra y presa del vencedor. Uno de estos empleados en esta especialidad no abandonaba nunca su sombrero cuando estaba sentado, con objeto de estar siempre dispuesto a lanzarse sobre las víctimas que apareciesen en el horizonte. Aquel sistema de persecución todavía está en vigor, según creo. La última vez que yo fui a «Doctors Commons» , un hombre muy edu­cado, revestido de un delantal blanco, me saltó encima brus­camente, murmurando a mi oído las palabras sacramenta­les: « ¿Una autorización de matrimonio?», y con gran trabajo le impedí que me llevara en brazos al estudio de un procurador.

Pero después de estas digresiones pasemos a Dover.

Encontré todo en un estado muy satisfactorio y pude hala­gar la pasión de mi tía contándole que su inquilino había he­redado sus antipatías y hacía una guerra encarnizada a los asnos. Pasé una noche en Dover para arreglar algunos asun­tillos, y al día siguiente muy temprano me dirigí a Canter­bury. Estábamos en invierno; el tiempo fresco y el viento fuerte reanimaron un poco mi espíritu.

Erraba lentamente a través de las antiguas calles de Can­terbury con una alegría tranquila, que me serenaba el cora­zón. Volví a ver las muestras de las tiendas, los nombres, las caras conocidas. Me parecía que hacía tanto tiempo que ha­bía estado en el colegio en aquella ciudad, que no hubiera podido comprender cómo había cambiado tan poco, si no hubiera pensado en lo poco que también había cambiado yo. Lo que es extraño es que la influencia dulce y tranquila que ejercía sobre mí el pensamiento de Agnes parecía extenderse sobre el lugar en que habitaba. Encontraba en todo una sere­nidad, una apariencia tan tranquila y pensativa en las torres de la venerable catedral como en los viejos cuervos, cuyos gritos lúgubres parecían dar a los edificios antiguos una sen­sación de soledad mayor de lo que hubiera podido hacerlo un silencio absoluto; también la había en las puertas en ruinas, antes decoradas con estatuas y hoy reducidas a polvo. Tanto en los peregrinos respetuosos que les rendían homenaje, como en los nichos silenciosos donde la hiedra centenaria trepaba hasta el tejado a lo largo de los muros de las casas viejas; y como el paisaje campestre, todo parecía llevar en sí, como Agnes, el espíritu de tranquila inocencia, bálsamo soberano para un alma inquieta.

Llegado a la puerta de míster Wickfield me encontré a míster Micawber, que dejaba correr su pluma con la mayor actividad en la habitacioncita del primer piso, donde antes solía estar Uriah Heep. Estaba todo vestido de negro y su maciza persona llenaba por completo el pequeño despacho donde trabajaba.

Míster Micawber parecía a la vez encantado y confuso de verme. Quería llevarme inmediatamente a ver a Uriah; pero yo me negué.

—Conozco esta casa de antigua fecha —le dije— y sabré encontrar mi camino. ¡Y bien! ¿Qué dice usted del Derecho, míster Micawber?

—Mi querido Copperfield —me respondió—, para un hombre dotado de una imaginación trascendental, los estu­dios del Derecho tienen un lado muy malo; le ahogan en los detalles. Hasta en nuestra correspondencia de negocios —dijo míster Micawber lanzando una mirada sobre las car­tas que escribía—, el espíritu no tiene la libertad de tomar la expresión sublime que le satisfaría. A pesar de eso, es un gran trabajo, ¡un gran trabajo!

Me dijo enseguida que era inquilino en la antigua casa de Uriah Heep, y que mistress Micawber estaría encantada de recibirme una vez más bajo su techo.

—Es una casa humilde —dijo míster Micawber—, para servirme de la expresión favorita de mi amigo Heep; pero quizá nos sirva de estribo para elevarnos a otras más ambi­ciosas.

Le pregunté si estaba satisfecho del trato de su amigo Heep. Empezó por cerciorarse de si la puerta estaba bien ce­rrada, y después me respondió en voz baja:

—Mi querido Copperfield, cuando se está bajo el golpe de las dificultades pecuniarias se pone uno bis a bis con la mayor parte de la gente en una situación muy violenta, y lo que no mejora nada esta situación es el que las dificultades pecuniarias obliguen a pedir el sueldo antes de su término legal. Todo lo que puedo decirle es que mi amigo Heep res­ponde a llamadas a las que no quiero hacer más amplia alu­sión de una manera que hace igualmente honor a su cabeza y a su corazón.

—¡Nunca le hubiera visto tan pródigo de su dinero! —ob­servé.

—¡Perdón! —dijo Micawber con reserva—. Hablo por experiencia.

—Estoy encantado de que la experiencia le haya resul­tado tan bien —le respondí.

—Es usted muy bueno, mi querido Copperfield —dijo míster Micawber; y se puso a tararear una canción.

—¿Ve usted a menudo a míster Wickfield? —le pregunté para cambiar la conversación.

—No muy a menudo —dijo míster Micawber con aire de desprecio—; míster Wickfield seguramente tiene las mejo­res intenciones; pero..., pero... No sirve ya para nada.

—Temo que su asociado haga todo lo posible para ello.

—Mi querido Copperfield —repuso míster Micawber después de ejecutar muchas evoluciones sobre su escabel—, permítame que le haga una observación. Yo estoy como per­sona de confianza, ocupo un puesto de confianza y mis fun­ciones no me permiten discutir ciertos asuntos, ni siquiera con mistress Micawber (ella, que ha sido tanto tiempo la compañera en las vicisitudes de mi vida y que es una mujer de una inteligencia notable). Me tomaré, por lo tanto, la li­bertad de hacerle observar que en nuestro trato amistoso, que espero no será turbado nunca, deseo hacer dos partes: A un lado —dijo míster Micawber trazando una línea encima de su pupitre—, a un lado colocaremos todo aquello a que puede llegar la inteligencia humana con una sola y pequeña excepción, es decir, los asuntos de míster Wickfield y Heep y todo lo que a ellos se refiere. Tengo la seguridad de que no ofendo al compañero de mi juventud haciendo a su juicio claro y discreto semejante proposición.

Veía muy bien que míster Micawber había cambiado mu­cho; parecía que sus nuevos deberes le imponían una reserva penosa; sin embargo, yo no tenía derecho para sentirme ofendido. Pareció más tranquilo y me tendió la mano.

—Estoy encantado de miss Wickfield, Copperfield, se lo juro —dijo míster Micawber—. Es una criatura encantadora, llena de encantos, de gracia y de virtudes. Por mi honor —dijo míster Micawber haciendo el saludo más galante, como para enviar un beso—, rindo homenaje a miss Wick­field.

—Estoy encantado —le dije.

—Si usted no me hubiera asegurado, mi querido Copper­field, el día en que tuvimos el gusto de pasar la tarde con us­ted, que la D era su letra preferida, hubiera estado conven­cido de que era la A.

Hay momentos, todo el mundo pasa por ellos, en que lo que decimos o hacemos creemos haberlo hecho y dicho ya en una época muy lejana y lo recordamos como si hubiéramos estado hace siglos rodeados de las mismas personas, de los mismos objetos, de los mismos incidentes; y sabemos perfectamente de antemano lo que nos van a decir después, como si nos volviese la memoria de pronto. Nunca había ex­perimentado más vivamente aquel sentimiento misterioso que antes de oír las palabras de míster Micawber.

Le dejé pronto, rogándole que transmitiera mis recuerdos a su familia. Él volvió a coger la pluma y se frotó la frente como para reanudar su trabajo. Me daba cuenta de que ha­bía algo en sus nuevas funciones que enfriaban nuestra inti­midad.

No había nadie en el viejo salón; pero mistress Heep ha­bía dejado las huellas de su paso. Abrí la puerta de la habita­ción de Agnes. Estaba sentada al lado del fuego y escribía ante su pupitre de madera tallada.

Levantó la cabeza para ver quién era. Y qué placer para mí observar la alegría que expresó al verme aquel rostro re­flexivo, y ser recibido con tanto cariño y bondad.

—¡Ah! —le dije cuando nos sentamos uno al lado de otro— ¡Cuánta falta me has hecho, Agnes, desde hace cierto tiempo!

—¿De verdad? —me respondió— Pues no hace tanto que nos hemos separado.

Moví la cabeza.

—No sé en qué consiste, Agnes; pero es evidente que me falta alguna facultad que necesito. Me habías acostumbrado de tal modo a pensar por mí en los buenos tiempos; venía con tanta naturalidad a inspirarme en tus consejos y a buscar tu ayuda, que verdaderamente temo haber perdido el use de una facultad de la que no tenía necesidad a tu lado.

—¿Y cuál es? —dijo alegremente Agnes.

—No sé qué nombre darle —respondí—, pues creo que soy formal y perseverante.

—Estoy segura —dijo Agnes.

—Y paciente, Agnes —repuse titubeando.

—Sí —dijo Agnes, riendo—; bastante paciente.

—Y, sin embargo, soy algunas veces tan desgraciado y estoy tan inquieto, tan indeciso, tan incapaz de tomar una decisión, que evidentemente me falta, ¿cómo diríamos?..., me falta un punto de apoyo.

—Puede que sí —dijo Agnes.

—Mira —repuse—; no tienes más que verte a ti misma. Vienes a Londres, me dejo guiar por ti: al momento encuen­tro un objeto y una dirección. Se me escapa ese objeto, y vengo aquí: pues enseguida soy otro hombre. Las circuns­tancias que me afligían no han cambiado desde que he en­trado en esta habitación; sin embargo, he sufrido ya una in­fluencia que me transforma, que me hace mejor. ¿Qué es eso, Agnes? ¿Cuál es tu secreto?

Tenía la cabeza inclinada y los ojos fijos en el fuego.

—Es siempre la misma historia —le dije— No te rías porque te diga ahora, para las grandes cosas, las mismas pa­labras que antes para las pequeñas. Mis antiguas penas eran chiquilladas, y hoy son cosas serias; pero todas las veces que he abandonado a mi hermana adoptiva...

Agnes levantó la cabeza, ¡qué rostro celestial!, y me ten­dió su mano. Yo la besé.

—Todas las veces, Agnes, que no has estado a mi lado para empezar las cosas con tu aprobación, me he perdido y me he metido en una multitud de dificultades. Cuando por fin he venido a buscarte (como he hecho siempre) he encon­trado al mismo tiempo la paz y la felicidad. Hoy todavía he vuelto al hogar, pobre viajero fatigado, y no puedes figurarte la dulzura, el reposo que saboreo a tu lado.

Sentía tan profundamente lo que decía y estaba tan verda­deramente conmovido, que me faltaba la voz; oculté la ca­beza entre mis manos y eché a llorar. No escribo aquí más que la verdad. No pensaba en las contradicciones ni en las consecuencias que había en mi corazón, como en el de la mayoría de los hombres; no se me ocurría pensar que podía haber obrado de otro modo y mejor de lo que había hecho hasta entonces. Ni que había sido una equivocación el cerrar voluntariamente los oídos al grito de mi conciencia, no; todo lo que sabía es que era de buena fe cuando le decía con tanto fervor que a su lado encontraba el reposo y la paz.

Ella calmó pronto aquel impulso de sensibilidad con la expresión de su dulce y fraternal afecto, con sus ojillos bri­llantes, con su voz llena de ternura y con la calma encanta­dora que siempre me había hecho considerar su morada como un lugar bendito. Animó mi valor y me hizo, natural­mente, contarle todo lo que había sucedido desde nuestra úl­tima entrevista.

—Y no tengo nada más que decirte, Agnes —añadí cuando terminé mi confidencia—, si no es que cuento con­tigo.

—Pero no es conmigo con quien tienes que contar, Trot­wood —repuso Agnes con una dulce sonrisa—; es con otra.

—¿Con Dora? —dije yo.

—¡Naturalmente!

—Pero, Agnes, ¿no te he dicho —respondí algo con­fuso— que es difícil, no digo el contar con Dora, pues es la rectitud y la firmeza mismas, pero, en fin, que es difícil, no sé cómo expresarme, Agnes...? Es tímida, se turba, se asusta fácilmente. Algún tiempo antes de la muerte de su padre creí que debía hablarle... Pero si tienes la paciencia de escu­charme, te lo contaré todo.

En consecuencia, le conté a Agnes lo que le había dicho a Dora de mi pobreza, del libro de cocina, de las cuentas, etc.

—¡Oh Trotwood! —repuso ella con una sonrisa—, eres siempre el mismo. Tenías razón al querer salir adelante en el mundo; pero ¿para qué hacer las cosas tan bruscamente con una niña tímida, amante y sin experiencia? ¡Pobre Dora!

Nunca voz humana podía hablar con más bondad y dul­zura que la suya al darme aquella respuesta. Me parecía que la veía coger con amor a Dora en sus brazos para besarla tiernamente; me parecía que me reprochaba tácitamente con su generosa protección el haberme apresurado demasiado a turbar su corazoncito; me parecía que veía a Dora, con toda su gracia ingenua, acariciar a Agnes, darle las gracias y ape­lar dulcemente a su justicia para hacerse una auxiliar contra mí sin dejar de amarme con toda la fuerza de su inocencia infantil.

¡Qué agradecido estaba a Agnes! ¡Cómo la admiraba! Las veía a las dos en una encantadora perspectiva, unidas ínti­mamente, más encantadoras todavía una al lado de otra.

—¿Qué debo hacer, Agnes? —le pregunté después de ha­ber contemplado el fuego—. ¿Qué me aconsejas que haga?

—Creo —dijo Agnes— que lo más correcto sería que es­cribieras a esas señoras. ¿Crees que los secretos merecen la pena?

—No, puesto que tú no lo crees —le dije.

—Yo soy mal juez en esas materias —respondió Agnes con un modesto titubeo—; pero me parece .... en una pala­bra, me parece que no sería digno de ti... recurrir a medios clandestinos.

—Tienes demasiada buena opinión de mí, Agnes, me temo.

—No sería digno de tu franqueza habitual —replicó—. Yo escribiría a esas dos señoras; les contaría todo lo más sencilla y francamente que me fuera posible y les pediría permiso para it alguna vez a su casa. Como eres joven y to­davía no tienes una posición en el mundo, creo que harías bien en decirles que te someterás con gusto a todas las con­diciones que te quieran imponer. Les rogaría que no recha­zaran mi petición sin hablar de ella a Dora, cuando les pare­ciera oportuno. No me presentaría demasiado ardiente —dijo Agnes con dulzura— ni demasiado exigente; tendría fe en mi fidelidad, en mi constancia y en Dora.

—¡Pero si cuando le hablan de ello se asusta! ¿Y si vuelve a echarse a llorar sin querer hablar de mí?

—¿Es posible? —preguntó Agnes con el más afectuoso interés.

—¡Ya lo creo! ¡Se asusta como un pajarito! ¿Y si a las se­ñoritas Spenlow no les parece correcto que me dirija a ellas? (Las solteronas son a veces tan extravagantes ...)

—No creo, Trotwood —dijo Agnes levantando con dul­zura los ojos hacia mí—, que debas preocuparte demasiado por eso. Según mi opinión, vale más preguntarse si está bien hecho, y si está bien, no titubear.

No dudé más tiempo; me sentía el corazón más ligero, aunque con el peso profundo de la tremenda importancia de mi tarea, y me propuse dedicar la tarde a escribir la carta. Agnes me cedió su pupitre para que hiciera el borrador; pero antes bajé a ver a míster Wickfield y a Uriah Heep.

Encontré a Uriah instalado en un nuevo despacho, que exhalaba un olor a cal fresca. Lo había construido en el jar­dín. Nunca he visto un rostro tan innoble entre una cantidad tan grande de libros y papeles. Me recibió con su servilidad de costumbre, haciendo como que no había sabido por mis­ter Micawber mi llegada, de lo que me atreví a dudar. Me condujo al gabinete de míster Wickfield, o mejor dicho a la sombra de su antiguo despacho, pues lo habían despojado de una multitud de comodidades en provecho del nuevo aso­ciado. Míster Wickfield y yo nos saludamos mutuamente, mientras Uriah permanecía de pie delante del fuego frotán­dose la barbilla con su mano huesuda.

—¿Vivirá usted con nosotros, Trotwood, todo el tiempo que piense pasar en Canterbury? —dijo míster Wickfield, no sin lanzar a Uriah una mirada con que parecía pedir su apro­bación.

—¿Tiene usted sitio para mí? —le pregunté.

—Yo estoy dispuesto, Copperfield; debía decir míster, pero el tratamiento de camarada se me viene a la boca —dijo Uriah—; estoy dispuesto a devolverle su antigua ha­bitación si ello le resulta agradable.

—No, no —dijo míster Wickfield—; ¿para qué se va us­ted a molestar? Hay otra habitación, hay otra habitación.

—¡Oh! —repuso Uriah haciendo un gesto bastante feo—; pero si es que yo estaré encantado.

Por fin declaré que aceptaría la otra habitación y que si no me iría a hospedar fuera; en vista de ello se decidieron por la otra habitación. Me despedí de ellos y volví a subir.

Esperaba encontrar arriba a Agnes sola, como antes; pero mistress Heep le había pedido permiso para ir a sentarse con ella al lado de la chimenea, con el pretexto de que la habita­ción de Agnes estaba mejor situada. En el salón o en el co­medor sufría horriblemente de su reúma. Yo con gusto y sin el menor remordimiento la hubiera expuesto a toda la furia del viento en el campanario de la catedral; pero había que hacer virtud de necesidad y le di los buenos días en tono amistoso.

—Le doy las gracias humildemente, caballero —dijo mis­tress Heep cuando le hube preguntado por su salud—; estoy así así; no tengo por qué envanecerme. Si pudiera ver a mi Uriah bien establecido, no pediría nada más, se lo aseguro. ¿Cómo ha encontrado usted a mi Uriah, caballero?

Le había encontrado tan horrible como de costumbre, y contesté que no le había encontrado cambiado.

—¡Ah! ¿No le encuentra usted cambiado? —dijo mistress Heep—. Le pido humildemente permiso para no ser de su opinión. ¿No le encuentra usted más delgado?

—Más que de costumbre, no —respondí.

—¿De verdad? —dijo mistress Heep—. Es porque usted no le ve con los ojos de una madre.

Los ojos de una madre me parecieron muy malos ojos para el resto de la humanidad cuando los dirigía hacia mí, por muy tiernos que fueran para su hijo. Creo que ella y su hijo se pertenecían exclusivamente el uno al otro.

Los ojos de mistress Heep, después de mirarme a mí, se fijaron en Agnes.

—Y usted, miss Wickfield, ¿no encuentra que ha cam­biado mucho? —preguntó mistress Heep.

—No —dijo Agnes continuando tranquilamente su tra­bajo—. Se preocupa usted demasiado; está muy bien.

Mistress Heep resopló con toda su fuerza y continuó su labor.

No abandonó ni un momento ni a nosotros ni a su labor de punto. Yo había llegado a las doce y todavía faltaban muchas horas para la comida; pero no se movió. Estaba sentada a un lado de la chimenea y yo estaba en el pupitre frente al hogar, y Agnes al otro lado, no lejos de mí. Cada vez que levantaba la vista mientras escribía lentamente mi carta, veía delante de mí el rostro pensativo de Agnes, que me inspiraba valor con su dulce y angelical expresión; pero sentía al mismo tiempo los malos ojos que me miraban para clavarse después en Agnes y volver enseguida a mí, bajándose después hacia la media. No estoy muy versado en el arte de hacer media para poder decir lo que fabricaba; pero sentada allí al lado del fuego, moviendo sus largas agujas, mistress Heep me parecía una bruja mo­mentáneamente detenida en sus malos designios por el ángel sentado frente a ella; pero dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad para agarrar a su presa en sus odiosas redes.

Durante la comida continuó vigilándonos con la misma mirada. Después de la comida su hijo tomó su lugar, y una vez solos para los postres míster Wickfield, él y yo, se puso a observarme de reojo, haciendo al mismo tiempo las más odiosas contorsiones. En el salón volvimos a encontrar a su madre, fiel a su punto y a su vigilancia. Mientras Agnes cantó y tocó el piano, la madre estaba instalada a su lado. En una ocasión pidió a Agnes que cantara una balada que a su Uriah le gustaba con locura (durante aquel tiempo el dicho Uriah bostezaba en su sillón y después le dijo que estaba en­tusiasmado). No abría nunca la boca sin pronunciar el nom­bre de su hijo. Era evidente que se trataba de una consigna que le habían dado.

Aquello duró hasta la hora de acostarse. Me sentía tan poco a mis anchas a fuerza de ver a la madre y al hijo oscure­ciendo aquella morada con su horrible presencia, como dos grandes murciélagos, que hubiera preferido permanecer toda la noche con el punto y lo demás, mejor que it a acostarme. Apenas cerré los ojos. Al día siguiente, nueva repetición del punto de media y de la vigilancia, que duró todo el día.

No pude lograr ni diez minutos para hablar a Agnes: ape­nas si tuve tiempo para enseñarle mi carta. Le propuse que saliera conmigo de paseo; pero mistress Heep repitió tantas veces que se encontraba muy mal, que Agnes tuvo la bondad de quedarse para hacerle compañía. Por la tarde salí solo para reflexionar en lo que debía hacer, pues no sabía si tenía derecho para callar durante más tiempo a Agnes lo que Uriah Heep me había dicho en Londres, pues empezaba a inquie­tarme extraordinariamente.

No había salido todavía del pueblo, por la carretera de Ramsgate, que estaba muy hermosa para pasear, cuando me oí llamar en la oscuridad por alguien que venía tras de mí. Era imposible confundir aquella chaqueta raída y aquel modo de andar desgarbado. Me detuve a esperar a Uriah Heep.

—¿Y bien? —le dije.

—¡Qué deprisa anda usted! —dijo—. Tengo las piernas bastante largas; pero usted les da bastante trabajo.

—¿Dónde va usted?

—Vengo a hacerle compañía, Copperfield, si quiere usted permitírselo a un antiguo camarada.

Y al decir esto, con un movimiento que podía tomarse por una burla se puso a andar a mi lado.

—¡Uriah! —le dije lo más cortésmente que pude, después de un momento de silencio.

—¡Míster Copperfield! —me respondió.

—Si quiere que le diga la verdad (no se ofenda), he salido porque estaba un poco cansado de estar tanto tiempo en compañía.

Me miró de reojo y me dijo con un horrible gesto:

—¿Se refiere usted a mi madre?

—Naturalmente.

—¡Ah, vamos! ¿Sabe usted? Somos tan humildes —re­puso—; y como reconocemos nuestra humilde condición. estamos obligados a vigilar a los que no son humildes coma nosotros para que no nos pisoteen. En amor todas las estra­tagemas son buenas, Copperfield.

Y frotándose suavemente la barbilla con sus dos enormes manos, dejó oír un gruñido suave. Nunca había visto una criatura humana que se pareciera tanto a un mandril maligno.

—Porque usted —dijo, continuando acariciándose el ros­tro y moviendo la cabeza— es un rival peligroso, Copper­field, y siempre lo ha sido; reconózcalo.

—¡Cómo! ¿Es por este motivo por lo que monta usted la guardia en tomo a miss Wickfield y por lo que le quita toda libertad en su propia casa? —le dije.

—¡Oh míster Copperfield!; esas son palabras muy duras —replicó.

—Puede usted tomar mis palabras como le parezca; pero sabe usted mejor que yo lo que quiero decirle, Uriah.

—¡Oh, no!; tiene usted que explicármelo, porque no lo comprendo.

—¿Supone usted —le dije esforzándome, a causa de Agnes, en permanecer tranquilo—, supone usted que miss Wickfield es para mí otra cosa que una hermana tiernamente amada?

—Vamos, Copperfield; no estoy obligado a contestar a esa pregunta. Quizá sí, quizá no.

Nunca he visto nada comparable a la innoble expresión de aquel rostro, a aquellos ojos desguarnecidos, sin la som­bra de una pestaña.

—Vamos, venga; por el amor de miss Wickfield...

—¡Mi Agnes! —exclamó en una contorsión angulosa y repugnante—. ¡Tenga la bondad de llamarla Agnes, míster Copperfield!

—Por el amor de Agnes Wickfield, que Dios bendiga...

—Le doy las gracias por ese deseo, míster Copperfield.

—Voy a decirle lo que en cualquier otra circunstancia an­tes se me hubiera ocurrido decírselo a... Jack Ketch.

—¿A quién, caballero? —dijo Uriah alargando el cuello y abrigando su oreja con la mano para oír mejor.

—Al verdugo —repuse—; es decir, a la última persona en quien se puede pensar... —y, sin embargo, hay que ser franco, era el rostro de Uriah el que me había sugerido aque­lla alusión—. Tengo novia. ¿Espero que eso le dejará satis­fecho?

—¿Palabra de honor? —preguntó Uriah.

Iba a repetir mis palabras, con cierta indignación, cuando se apoderó de mi mano y la estrechó con fuerza.

—¡Oh míster Copperfield! Si me hubiera usted demos­trado esta confianza cuando le revelé el estado de mi cora­zón, el día en que tanto le molesté durmiendo en su gabi­nete, nunca se me hubiera ocurrido dudar de usted. Puesto que es así, voy a despedir inmediatamente a mi madre, de­masiado dichoso de poder darle esa prueba de confianza. Usted espero que dispensará las precauciones inspiradas por el afecto. ¡Qué lástima, míster Copperfield, que no se dig­nara usted devolverme confidencia por confidencia! Sin em­bargo, le he proporcionado muchas ocasiones. Pero usted nunca ha tenido por mí toda la benevolencia que yo hubiera deseado. ¡Oh no! Seguramente no me ha querido nunca como yo le quiero.

Mientras decía esto me estrechaba la mano entre sus de­dos húmedos y viscosos. En vano me esforzaba en soltarme; pasó mi brazo por debajo de la manga de su gabán, color chocolate, y me vi obligado a acompañarle.

—¿Volvemos a casa? —dijo Uriah tomando el camino de la ciudad.

La luna empezaba a iluminar las ventanas con sus rayos plateados.

—Antes de dejar de hablar de esto —le dije, después de un largo silencio— tiene usted que saber que a mis ojos Ag­nes Wickfield está tan por encima de usted y tan lejos de to­das sus pretensiones como la luna que nos ilumina.

—Es tan tranquila, ¿no es verdad? —dijo Uriah—. Pero confiese usted que nunca me ha querido como yo a usted. Me encontraba usted demasiado humilde, estoy seguro.

—No me gusta que se haga tanta profesión de humildad ni de otra cosa —respondí.

—¡Ah! —dijo Uriah con el rostro más pálido y terroso to­davía que de costumbre—; estaba seguro. Pero usted no sabe, míster Copperfield, hasta qué punto conviene la hu­mildad a una persona en mi situación. Mi padre y yo fuimos educados en una escuela de caridad; mi madre también ha sido educada en un establecimiento de la misma naturaleza De la noche a la mañana nos enseñaban a ser humildes, y nada más. Debíamos ser humildes con estos, humildes con aquellos. Ahora teníamos que quitamos la gorra; allí teníamos que hacer una reverencia y no olvidar nunca nuestra situa­ción, siempre rebajarnos delante de nuestros superiores ¡Dios sabe cuántos superiores teníamos! Si mi padre ha ganado la medalla de instructor ha sido a fuerza de humil­dad, y yo lo mismo. Si mi padre ha llegado a sacristán ha sido a fuerza de humildad. Tenía fama entre la gente bien educada de saber estar en su sitio, y por eso todos estaban dispuestos a empujarle. «Sé humilde, Uriah, me decía mi padre, y te abrirás camino. Nos han rebajado a ti como a mí en la escuela, y es lo que mejor resultado da. Sé humilde decía, y llegarás.» Y realmente parece que tenía razón.

Por primera vez sabía que aquella odiosa comedia de hu­mildad era hereditaria en la familia Heep; había visto la co­secha, pero no se me había ocurrido pensar en la siembra.

—No era más alto que esto —decía Uriah— cuando aprendí a apreciar la humildad y a aprovecharla. Comía mis humildes patatas con buen apetito. No he querido llevar demasiado lejos mis humildes estudios, y me he dicho: «Sé terco». Usted me ofreció enseñarme latín; pero no soy tan tonto. Mi padre me decía siempre: «A las gentes les gusta dominar; baja la cabeza y déjales hacer». En este momento, por ejemplo, yo soy muy humilde, míster Copperfield; pero eso no impide que haya conseguido ya algún poder.

Todo lo que me decía (lo leía en su rostro a la claridad de la luna) era sencillamente para hacerme comprender que es­taba decidido a servirse del poder aquel. Yo no había dudado nunca de su bajeza, su astucia y su malicia; pero únicamente entonces empecé a comprender todo lo que la larga violen­cia de su juventud había amontonado en venganza sin pie­dad en aquel alma vil y baja.

Lo que hubo de más satisfactorio en aquel relato repug­nante que me acababa de hacer es que me soltó el brazo para poder volver a agarrarse la barbilla con las dos manos. Una vez separado de él estaba decidido a seguir en aquella posi­ción. Andábamos a cierta distancia uno del otro, cambiando únicamente algunas palabras.

No sé lo que le había puesto contento, si era lo que yo le había comunicado o el relato que él me había hecho de su pasado; pero estaba mucho más animado que de costumbre. En la comida habló mucho; preguntó a su madre (a la que había relevado de su guardia cuando volvimos de nuestro paseo) si no era hora de que él se casara; y en una ocasión lanzó tal mirada sobre Agnes, que hubiera dado todo lo que tengo por poder aplastarle.

Cuando después de la comida nos quedamos solos míster Wickfield, él y yo, Uriah se lanzó más todavía. Había be­bido muy poco vino; por lo tanto, no era eso lo que podia excitarle; debía de ser la embriaguez de su triunfo insolente y el deseo de demostrarlo en mi presencia.

La víspera ya había observado que trataba de hacer beber a míster Wickfield; pero Agnes me había lanzado tal mirada al dejar la habitación, que al cabo de cinco minutos propuse ir a reunimos con ella al salón. Estaba a punto de hacer otro tanto cuando Urialh se me adelantó.

—Vemos muy rara vez a nuestro visitante de hoy —dijo di­rigiéndose a míster Wickfield, sentado al otro lado de la mesa (qué contraste entre las dos cabeceras)—, y si usted no tiene inconveniente podríamos beber uno o dos vasos de vino a su salud. ¡Míster Copperfield, bebo a su salud y por su prospe­ridad!

Me vi obligado a tocar, por fórmula, la mano que me ten­día a través de la mesa; después cogí, con una emoción muy diferente, la mano de su pobre víctima.

—Vamos, mi querido socio —dijo Uriah—, permítame que le dé el ejemplo bebiendo también a la salud de algún amigo de Copperfield.

Pasé rápidamente sobre los diversos brindis propuestos por mister Wickfield: a mi tía, a míster Dick, al Tribunal de Doctores, a Uriah. Cada vez se bebía dos veces su vaso, aun­que se daba cuenta de su debilidad, y luchaba vanamente contra aquella miserable pasión. ¡Pobre hombre! ¡Cómo su­fría con la conducta de Uriah y, sin embargo, cómo trataba de agradarle! Heep, triunfante, se retorcía de gusto, hacía gala del vencido, del que desplegaba la vergüenza a mis ojos. Yo tenía el corazón oprimido; ahora todavía mi mano se niega a escribirlo.

—Vamos, mi querido socio; yo también voy a proponer otro brindis; pero pido humildemente que nos den vasos grandes. ¡Bebamos por la más divina de su sexo!

El padre de Agnes tenía las manos sobre su vaso vacío. Lo dejó en la mesa, y sus ojos se fijaron en el retrato de su hija; después se llevó la mano a la frente y se dejó caer en un sillón.

—Sé que soy un personaje demasiado humilde para atre­venne a brindar a su salud —repuso Uriah—; pero la admiro; mejor dicho, ¡la adoro!

¡Qué angustia la del padre, que apretaba convulsivamente su cabeza gris entre las manos para contener su sufrimiento interior mil veces más cruel de contemplar que todos los do­lores físicos que pudiera sufrir nunca!

—Agnes —dijo Uriah, sin fijarse en el estado de míster Wickfield, o sin querer fijarse—, Agnes Wickfield, puedo decirlo, es la más divina de las mujeres. Es más, puedo ha­blar libremente entre amigos; se puede estar orgulloso de ser su padre; ¡pero ser su marido...!

Dios no permita que vuelva a oír jamás un grito como el que lanzó míster Wickfield levantándose bruscamente.

—¿Qué ocurre? —dijo Uriah, que se puso pálido como la muerte—. ¡Ah, vamos! Debe de ser un ataque de locura, ¿no, míster Wickfield? ¡Tengo tanto derecho como cualquier otro a decir que un día su Agnes será mi Agnes! Es más; creo que tengo más derecho que nadie.

Pasé mi brazo alrededor del cuello de míster Wickfield y le rogué, por todo lo que pude imaginar, que se tranquili­zara; pero sobre todo se lo rogué en nombre de su afecto por Agnes. Estaba fuera de sí y se arrancaba los cabellos, se gol­peaba la frente y trataba de rechazarme lejos de sí, sin con­testar una sola palabra, sin ver nada, sin saber, ¡ay!, en su desesperación ciega, lo que quería, con la mirada fija y ex­traviada. ¡Qué espectáculo tan terrible!

Le supliqué, en mi dolor, que no se abandonara a aque­lla angustia y que me escuchara. Le suplicaba que pensara en Agnes, en Agnes y en mí; que recordara cómo Agnes y yo habíamos crecido juntos; ella, a quien yo quería y res­petaba; ella, que era su orgullo y su alegría. Me esforzaba en poner a su hija ante sus ojos; le reprochaba el no tener bastante firmeza para evitarle el que se enterase de seme­jante escena. No sé si mis palabras surtieron algún efecto, o si la violencia de su cólera terminó por gastarse; pero poco a poco se tranquilizó y empezó a mirarme, primero sin pensar, después con un rayo de razón, y por fin me dijo: «Ya lo sé, Trotwood; mi hija querida y tú..., ya lo sé; pero él, ¡mírale!».

Me enseñaba a Uriah, pálido y tembloroso en un rincón. Evidentemente se había precipitado, y esperaba una cosa muy distinta.

—Mira a mi verdugo —repuso míster Wickfield—; al hombre que me ha hecho perder poco a poco mi nombre, mi reputación, mi tranquilidad, la felicidad de mi hogar.

—Decid más bien el que le ha conservado su nombre, su reputación, su tranquilidad y la felicidad de su hogar —dijo Uriah, tratando de arreglar las cosas con una expresión de enfado y desconcierto—. No se enfade, míster Wickf¡eld, si he llegado más lejos de lo que esperaba; retrocederé ¡ya lo creo! Y después de todo, ¿dónde está el daño?

—Ya sabía yo que tenía un objetivo en la vida —dijo mís­ter Wickfield— y creía que estaba unido a mí por motivos de intereses; pero... ¡oh, lo que es este hombre!

—Haría usted bien obligándole a callar, Copperfield, si puede —exclamó Uriah volviendo hacia mí sus manos hue­sudas—. Va a decir, fíjese bien, va a decir cosas que des­pués sentirá haber dicho y que usted mismo sentirá haber oído.

—Lo diré todo —exclamó míster Wickfield con acento desesperado—. Puesto que estoy en tus manos ¿por qué no he de ponerme en las del mundo entero?

—Tenga cuidado, se lo repito —repuso Uriah dirigién­dose a mí—; si no le hace callar es que no es usted su amigo. ¿Pregunta usted por qué no se pondrá en manos del mundo entero? Míster Wickfield, porque tiene usted una hija. Usted y yo sabemos lo que sabemos, ¿no es cierto? No desperte­mos al perro que duerme. No soy yo quien cometerá esa im­prudencia. Puede usted ver que soy lo más humilde posible, y le digo que si he ido demasiado lejos lo siento. ¿Qué más quiere usted, caballero?

—¡Oh, Trotwood, Trotwood —exclamó míster Wickfield retorciéndose las manos—. ¡He caído tan bajo desde que lo vi por primera vez en esta casa! Estaba ya en esta pendiente fatal; pero, ¡ay!, ¡cuánto camino! ¡Qué triste camino he re­corrido desde entonces! Me ha perdido mi debilidad. ¡Ah! ¡Si hubiera tenido la fuerza de recordar menos, o al menos de olvidar! El recuerdo doloroso de lo que había perdido al perder a la madre de mi hija se ha vuelto una enfermedad; mi amor por mi hija, llevado hasta el olvido de todo lo de­más, me ha dado el último golpe. Una vez con esta enferme­dad incurable he infectado a mi vez cuanto he tocado. He causado la desgracia de lo que más quiero. ¡Tú sabes si la quiero! He creído posible amar a una criatura del mundo ex­cluyendo a todas las demás. He creído posible llorar a una que había dejado el mundo sin llorar con los que lloran. Así he perdido mi vida. Me he devorado el corazón en una tris­teza cobarde, y él se venga devorándome a su vez. He sido sórdido en mi dolor, sórdido en mi amor, sórdido en el modo en que he escapado del lado oscuro del dolor y del afecto. Y ahora sólo soy una ruina. ¡Oh, mira, mira mi miseria! ¡Huye de mí! ¡ódiame!

Cayó en una silla y se puso a sollozar. Ya no le sostenía la exaltación de su pena. Uriah salió de su rincón.

—No sé todo lo que habré podido hacer en mi locura —dijo míster Wickfield extendiendo la mano como para suplicarme que no le condenase todavía—; pero él lo sabe; él, que ha estado siempre a mi lado para apuntarme lo que debía hacer. Ya ves la cadena que me ha puesto al cuello; le encuentras instalado en mi casa; le encuentras metido en todos mis asuntos. Ya le has oído hace un momento. ¿Qué más puedo decirte?

—No tiene usted necesidad de decir más, y mejor hubiera hecho usted no diciendo nada —repuso Uriah, en tono a la vez arrogante y servil—. No se hubiera puesto usted en ese estado si no hubiera bebido tanto; ya se arrepentirá usted mañana, caballero. Si yo también he dicho algo más de lo que debía, ¡vaya una cosa! Ha podido usted ver que no me he obstinado.

La puerta se abrió y Agnes entró suavemente, pálida como una muerta; pasó su brazo alrededor del cuello de su padre y le dijo con firmeza: «¡Papá, no te encuentras bien, vente conmigo! ».

Él dejó caer la cabeza en el hombro de su hija, como si estuviera agobiado de vergüenza, y salieron juntos. Los ojos de Agnes se encontraron con los míos, y vi que sabía todo lo que había pasado.

—No creía yo que iba a tomar la cosa así, míster Copper­field —dijo Uriah—; pero esto no es nada; mañana nos ha­bremos reconciliado. Es por su bien. Yo deseo humilde­mente su bien.

No le contesté una palabra y subí a la tranquila habitación donde Agnes había venido tan a menudo a sentarse a mi lado mientras yo trabajaba. Allí permanecí hasta bastante tarde, sin que nadie viniera a hacerme compañía. Cogí un libro y traté de leer; esperé a que dieran las doce en los relojes, y leía todavía, sin saber lo que leía, cuando Agnes me tocó suavemente en el hombro.

—¿Te vas mañana temprano, Trotwood? Vengo a decirte adiós.

Había llorado; pero su rostro estaba ya bello y tranquilo.

—¡Que Dios te bendiga! —me dijo tendiéndome la mano.

—Mi querida Agnes —respondí—; veo que no quieres que te hable esta noche de ello—, pero ¿no podríamos hacer nada?

—Confiar en Dios —contestó.

—¿No puedo hacer nada, yo que vengo a aburrirte con mis pobres penas?

—Tú haces las mías menos amargas, mi querido Trot­wood.

—Agnes, querida mía; es una gran pretensión por mi parte el pensar darte un consejo, yo que tengo tan poco de lo que tú posees tanto: bondad, valor, nobleza; pero ya sabes cuánto te quiero y todo lo que te debo. Agnes, ¿no te sacrifi­carás nunca a un deber mal comprendido?

Retrocedió un paso y dejó mi mano. Nunca la había visto tan inquieta.

—Dime que no has tenido semejante pensamiento, que­rida Agnes; tú que eres para mí más que una hermana, piensa en lo que vale un corazón como el tuyo, un amor como el tuyo.

¡Ah! ¡Cuántas veces he vuelto a ver después aquel dulce rostro y aquella mirada de un instante, aquella mirada donde no había sorpresa ni reproche ni resentimiento! ¡Cuántas ve­ces he visto después la encantadora sonrisa con que me dijo que estaba segura de ella misma y que no había nada que te­mer; después me llamó su hermano y desapareció!

Todavía era de noche cuando al día siguiente subí a la di­ligencia en la puerta de la posada. El día comenzaba a des­puntar, a íbamos a partir, cuando en el momento en que mi pensamiento se volvía hacia Agnes vi la cabeza de Uriah que se encaramaba a mi lado.

—Copperfield —me dijo en voz baja agarrándose al co­che—, he pensado que le gustaría saber antes de su partida que todo está arreglado. Ya he estado en su habitación y está dulce como un cordero. ¿Ve usted? A pesar de lo humilde que soy le sirvo de algo; y cuando no está bebido lo com­prende. ¡Qué hombre tan amable después de todo! ¿No es verdad, míster Copperfield?

Me esforcé y le dije que me alegraba mucho de que se hu­biera disculpado.

—¡Oh!, de verdad —dijo Uriah—. ¿Qué importa pedir excusas? ¡Cuando se es humilde es tan fácil! A propósito: ¿supongo, míster Copperfield —añadió con una ligera con­torsión—, que le habrá ocurrido alguna vez el coger una pera antes de que estuviera madura?

—Es probable —respondí.

—Es lo que hice yo ayer noche —dijo Uriah—; pero la pera madurará; no hay más que estar al cuidado. Puedo es­perar.

Y agobiándome con sus saludos, se bajó en el momento en que el conductor subía al pescante. Según creo, iba co­miendo algo para evitar el frío de la mañana; al menos, por el movimiento de su boca se hubiera dicho que la pera es­taba ya madura y que la saboreaba haciendo chasquear los labios.

CAPÍTULO XX. EL VAGABUNDO

Aquella noche tuvimos una conversación muy seria en Buckingham Street sobre los sucesos que he detallado en el último capítulo. Mi tía se tomaba el mayor interés y estuvo paseando de arriba abajo por la habitación, con los brazos cruzados, durante más de dos horas. Siempre que tenía al­gún disgusto ejecutaba una proeza semejante, y se podia sa­ber la importancia de su disgusto por lo que duraba el paseo. En aquella ocasión estaba tan afectada, que necesitó abrir la puerta de la alcoba para tener más sitio, y recorría las dos habitaciones de un extremo a otro, mientras mister Dick y yo, sentados inmóviles al lado del fuego, la veíamos pasar por nuestro lado una vez y otra, con la regularidad de un péndulo de reloj.

Cuando mister Dick nos dejó solos a mi tía y a mí, para irse a la cama, yo me puse a escribir mi carta a las dos seño­ras. Entre tanto, mi tía, cansada de su paseo, se había sen­tado ante la chimenea, con la falda un poco remangada, como de costumbre; pero en lugar de poner el vaso sobre sus rodillas, lo dejó encima de la chimenea y se quedó con el codo derecho apoyado en la mano izquierda y la barbilla en la mano derecha, mirándome pensativa. Siempre que yo le­vantaba los ojos estaba seguro de encontrar los suyos.

—Te quiero más que nunca, hijo mío —me dijo—; pero estoy preocupada y triste.

Estaba demasiado preocupado con mi carta, y no me fijé, hasta después de que se hubiera acostado, de que había dejado intacta encima de la chimenea su «poción de la noche», como ella la llamaba. Cuando hice este descubri­miento, llamé a su puerta, y con más cariño que de costum­bre me dijo:

—No he tenido ganas de tomarlo esta noche, Trot —y movió la cabeza y se encerró de nuevo.

A la mañana siguiente leyó mi carta para las tías de Dora, y la aprobó.

La eché al correo. Ya no tenía nada que hacer más que es­perar con paciencia la contestación. Hacía una semana que estaba en aquel estado de expectación.

Una noche volvía de casa del doctor Strong.

Había sido un día muy crudo, con un viento norte que cor­taba la cara. El viento había desaparecido al anochecer y em­pezaba a nevar; caían gruesos copos, que cubrían ya todo el suelo, y los ruidos se habían apagado como si las calles estu­vieran cubiertas de pluma.

El camino más corto para volver a casa (y naturalmente el que tomé en semejante noche) fue el de la travesía de San Martín. La iglesia que da nombre a la calle está ahora ais­lada; pero antes sólo tenía espacio libre por la parte de de­lante, y la calleja torcía hacia el Strand. Cuando pasaba por delante del pórtico vi en la rinconada el rostro de una mujer. Me miró, cruzó la calle y desapareció. Yo la conocía, la ha­bía visto en alguna parte; pero no recordaba dónde. Algo que interesaba a mi corazón se asociaba con ella; pero como iba pensando en otra cosa cuando me la encontré, sólo tuve una idea confusa.

En los escalones de la iglesia había un hombre poniendo algo sobre la nieve y arreglándolo después; le vi al mismo tiempo que a la mujer. No había salido de mi sorpresa cuando el hombre se volvió y se encontro conmigo: estaba cara a cara con míster Peggotty.

Entonces recordé quién era la mujer. Era Martha, a quien Emily había dado dinero la noche aquella en la cocina. Martha Endell, al lado de la cual él no hubiera querido ver a su querida sobrina según me dijo Ham, ni por todos los teso­ros ocultos en el mar.

Nos estrechamos la mano cordialmente; al principio nin­guno de los dos podíamos decir una palabra.

—Míster Davy, ¡cómo me alegro de verle! ¡Qué feliz en­cuentro!

—Muy feliz, querido y viejo amigo —le dije.

—Había estado pensando ir a verle esta noche —re­puso—; pero al saber que su tía está viviendo con usted (pues he estado por el lado de Yarmouth) he temido que fuera demasiado tarde, y pensaba ir por la mañana temprano, antes de volver a marcharme.

—¿Otra vez? —dije.

—Sí señor —replicó moviendo la cabeza con resigna­ción—; me marcho mañana.

—¿Y dónde va usted ahora? —pregunté.

—¡Pchs! —replicó, sacudiendo la nieve de sus largos ca­bellos—. Voy por ahí...

En aquella época el establecimiento de La Cruz de Oro (tan memorable para mí en relación con su desgracia) tenía una puerta cerca de donde estábamos parados. Le señalé la verja, me agarré de su brazo, y nos dirigimos allí. Dos o tres de las salas del café daban al patio, y viendo una completa­mente vacía y con buen fuego, nos dirigimos a ella.

Cuando le vi a la luz observé que tenía los cabellos largos y revueltos y el rostro quemado por el sol; las arrugas de su rostro eran más profundas, y tenía todo el aspecto de haber vagado a través de los climas más distintos; pero todavía pa­recía muy fuerte y decidido a cumplir su propósito sin que nada pudiera cansarle. Se sacudió la nieve que cubría su ellas casi como si fueran los niños de Emily. ¡Oh mi querida pequeña Emily!

Se puso a sollozar en un repentino acceso de desespera­ción. Yo pasaba temblando mi mano por encima de la suya, con la que intentaba taparse el rostro.

—Gracias —me dijo—, no se preocupe usted.

Al cabo de un momento se descubrió los ojos y continuó su relato.

—A menudo por la mañana me acompañaban un mo­mento por el camino, y cuando nos separábamos y yo les de­cía en mi lengua: «Muchas gracias, que Dios os bendiga», ellas siempre parecían comprenderme y me respondían con cariño. Por fin llegué a la costa. No era difícil para un ma­rino como yo ganar su pasaje hasta Italia. Cuando llegué allí seguí errando de un lado a otro. Todo el mundo era bueno conmigo, y quizá hubiera viajado de ciudad en ciudad o a través de los campos si no hubiera oído decir que la habían visto en las montañas de Suiza. Alguien que conocía al criado los había visto a los tres; hasta me dijeron cómo via­jaban y dónde estaban. Anduve día y noche, míster Davy, para encontrar aquellas montañas. Cuanto más avanzaba más parecían alejarse ellas. Pero las alcancé y las atravesé. Cuando llegué al lugar de que me habían hablado empecé a preguntarme: ¿Y qué vas a hacer cuando la veas?

El rostro que nos escuchaba, insensible al rigor de la no­che, se bajaba, y vi a aquella mujer de rodillas delante de la puerta, con las manos juntas como para rezar, suplicándome que no la despidiera.

—Nunca he dudado de ella —dijo míster Peggotty—, nunca, ni un minuto. Sólo con que hubiera podido hacerle ver mi rostro, hacerle oír mi voz, recordarle la casa de que había huido, su infancia, sabía que, aunque hubiera llegado a princesa de sangre real, caería a mis pies. Lo sabía. ¡Cuán­tas veces en mi sueño la he oído gritar: « Tío, tío mío que­rido!» y la he visto caer como muerta ante mí. ¡Cuántas veces en mi sueño la he levantado diciéndole muy bajito: «Emily, querida mía; vengo a perdonarte y a llevarte con­migo! ».

Se detuvo, movió la cabeza, y después añadió con un sus­piro:

—Él, él no es nada para mí. Emily lo era todo. Compré un traje de campesina para ella; sabía que una vez que la hu­biera recobrado vendría conmigo por las carreteras rocosas; que iría donde yo quisiera, y que no me abandonaría jamás, no, jamás. Todo lo que quería era hacerle poner aquel traje y pisotear los que llevara, cogerla, como antes, en mis brazos y volver a nuestra casa, deteniéndonos a veces en el camino para que descansaran sus pies enfermos y su corazón, más enfermo todavía. Respecto a él, creo que ni siquiera le hu­biera mirado. ¿Para qué? Pero todo esto no debía ser, mister Davy, no, todavía no. Llegué demasiado tarde: habían par­tido. Ni siquiera pude saber dónde iban. Unos decían que por aquí, otros que por allá, y he viajado por aquí y por allá; pero no la he encontrado. Entonces he vuelto.

—¿Hace mucho tiempo? —pregunté.

—Pocos días solamente. Vi a lo lejos mi viejo barco y la luz que brillaba en la ventana, acercándome vi a la vieja mis­tress Gudmige sentada Bola al lado del fuego. Le grité: « No tengas miedo; es Daniel», y entré. Nunca hubiera creído que pudiera sorprenderme tanto verme en mi viejo barco.

Sacó cuidadosamente de un bolsillo de su chaleco un pa­quete de papeles que contenía dos o tres camas y las puso en­cima de la mesa.

—Esta primera carta ha llegado —dijo separándola de las otras— a los ocho días escasos de mi partida. Había dentro, a mi nombre, un billete de banco de cincuenta libras. Lo ha­bían echado una noche por debajo de la puerta. Había tra­tado de desfigurar la letra, pero conmigo no le valía.

Volvió a plegar con cuidado el billete y lo dejó encima de la mesa.

—Esta otra carta, dirigida a mistress Gudmige, ha llegado hace dos o tres meses.

Después de haberla contemplado un momento me la en­tregó, añadiendo en voz baja: «Tenga la bondad de leerla».

Leí lo siguiente:

« ¡Oh, qué pensará usted cuando vea esta carta y sepa que es mi mano culpable la que traza estas lí­neas! Pero trate, trate, no por amor mío, sino por amor a mi tío, trate de dulcificar un momento su corazón hacia mí. Trate, se lo ruego, de tener piedad de una desgraciada, y escríbame en un pedacito de papel si está bien y lo que ha dicho de mí antes de que haya sido prohibido pronunciar mi nombre entre ustedes. Dígame si por la noche, a la hora en que yo volvía siempre, piensa todavía en la que amaba tanto. ¡Oh, mi corazón se rompe cuando pienso en todo esto! Caigo de rodillas y le suplico que no sea conmigo todo lo severa que merezco...; sé que lo merezco; pero sea usted buena y transigente; escribame una palabra y envíemela. No me llame ya « mi pequeña», no me den ya más el hombre que he deshonrado; pero tenga piedad de mi angustia y sea lo bastante misericordiosa para hablarme un poco de mi tío, puesto que jamás, jamás en este mundo le volverán a ver mis ojos.

Querida mistress Gudmige: si no tiene usted com­pasión de mí, pues tiene derecho a ello, ¡oh!, entonces pregúntele a aquel para el que soy más culpable, a aquel de quien debía ser la mujer, si debe usted ne­garse a mi ruego. Si es lo bastante generoso para acon­sejarle lo contrario (y yo creo que lo hará, pues es todo bondad a indulgencia), entonces, entonces única­mente dígale que cuando oigo por la noche la brisa me parece que acaba de pasar por su lado y el de mi tío y que sube a Dios para llevarle el mal que hayan dicho de mí. Decidles que si muriera mañana (¡oh, cómo querría morir si me sintiera preparada!) mis úl­timas palabras serían para bendecirle a él y a mi tío y mi última oración por su felicidad.»

También en esta carta había dinero: cinco libras. Míster Peggotty había dejado intacta aquella suma, lo mismo que la otra, y volvió a doblar también el billete. Había también ins­trucciones detalladas sobre la manera de hacerle llegar una respuesta; se veía que varias personas habían intervenido para disimular mejor el sitio en que estaba oculta; sin em­bargo, parecía bastante probable que hubiera escrito desde el sitio donde le habían dicho a míster Peggotty que la habían visto.

—¿Y qué le han contestado?

—Como mistress Gudmige no está muy fuerte en escritura, Ham se ha encargado de contestar por ella. Le han dicho que yo había salido en busca suya y lo que dije al despedirme.

—¿Y eso es otra carta?

—No; es dinero —dijo míster Peggotty desplegando a medias diez libras—; como puede usted ver, hay escrito por dentro del envoltorio: « De parte de una amiga verdadera» . Pero la primera carta la habían echado por debajo de la puerta y esa ha venido por correo anteayer. Voy a buscar a Emily en la ciudad que pone en el sello.

Me lo enseñó. Era una ciudad a orillas del Rhin. Había encontrado en Yarmouth algunos comerciantes extranjeros que conocían aquel país, y le habían dibujado una especie de mapa para que comprendiera mejor las cosas. Lo puso en­cima de la mesa y me señaló su camino con una mano, mien­tras apoyaba la barbilla en la otra.

Le pregunté cómo estaba Ham. Sacudió la cabeza.

—Trabaja mucho —me dijo—. Su nombre es ya cono­cido y respetado en todo el país; todo lo que puede ser un hombre en este mundo. Todos están dispuestos a ayudarle, y lo comprenderá usted, porque ¡es tan bueno con todo el mundo! Nunca se le ha oído quejarse. Entre nosotros, mi hermana cree que ha sido un golpe muy fuerte para él.

—¡Pobre muchacho! Yo también lo creo.

—Míster Davy —repuso míster Peggotty en voz baja y en tono solemne—, Ham ahora desprecia la vida. Siempre que se necesita un hombre para afrontar algún peligro en el mar, allí está él; siempre que hay un puesto peligroso que cubrir, allá va el primero. Y, sin embargo, es dulce como un niño; no hay ni un niño en todo Yarmouth que no le conozca.

Reunió las cartas con expresión pensativa, las dobló len­tamente y volvió a meterse el paquetito en el bolsillo. Ya no había nadie en la puerta. La nieve continuaba cayendo; eso era todo.

—Y bien —me dijo mirando su saco—, puesto que le he visto esta noche, míster Davy, y eso me ha consolado, par­tiré mañana temprano. Ya ha visto usted lo que tengo aquí —y ponía la mano encima del paquetito—; lo que me preo­cupa es que pueda ocurrirme una desgracia antes de haber devuelto este dinero. Si me muriera y este dinero se perdiera o me lo robaran y él pudiera creer que lo he guardado, creo que el otro mundo no podría retenerme; sí; verdaderamente creo que volvería.

Se levantó, y yo me levanté también, y nos estrechamos de nuevo la mano.

—Andaría diez mil millas, andaría hasta el día en que ca­yera muerto de cansancio, por poderle tirar este dinero a la cara. Sólo cuando pueda hacerlo y recobre a mi Emily estaré contento. Si no la encuentro, quizá un día sabrá que su tío, que la quería tanto, no ha cesado de buscarla más que cuando ha dejado de vivir; y si la conozco bien, no hará falta más para atraerla al antiguo hogar.

Cuando salimos a la frialdad de la noche vi huir delante de nosotros a la figura misteriosa. Retuve un momento a míster Peggotty para darla tiempo a que desapareciera.

Me dijo que iba a pasar la noche en una posada en el ca­mino de Dover, donde encontraría buena habitación. Yo le acompañé hasta el puente de Westminster. Después nos se­paramos. Me pareció que todo en la naturaleza guardaba un silencio religioso por respeto hacia el piadoso peregrino que volvía a emprender lentamente su marcha solitaria a través de la nieve.

Volví al patio de la posada buscando con los ojos a aque­lla cuyo rostro me había impresionado tan profundamente; pero no estaba. La nieve había borrado la huella de nuestros pasos, y sólo se veían los que yo acababa de imprimir, y era tan fuerte la nevada, que también empezaban a desaparecer. Solamente daba tiempo a volver la cabeza para mirarlos por encima de mi hombro.

TERCERA PARTE

CAPÍTULO I. LAS TÍAS DE DORA

Por fin recibí contestación de las dos ancianas. Saludaban a míster Copperfield y le informaban de haber leído con la mayor atención su carta, «teniendo en cuenta el interés de ambas partes». Aquella frase me alarmó bastante, no sólo porque sabía que la habían empleado en la ocasión del dis­gusto de familia antes mencionado, sino porque siempre he observado que las frases convencionales son una especie de fuegos de artificio, de los que al empezar no se puede prever la variedad de formas ni de colores que los hacen cambiar en absoluto de su forma primitiva. Mistres Spenlow añadían que era difícil dar por escrito una opinión sobre el asunto de que trataba míster Copperfield; pero que si míster Copper­field les hacía el honor de visitarlas en un día que señalaban de antemano, acompañado, si le parecía bien, de un amigo de confianza, tendrían mucho gusto en discutir con él el asunto.

Ante semejante favor, míster Copperfield contestó inme­diatamente a misses Spenlow que las saludaba respetuosa­mente y que tendría el honor de visitarlas el día designado, en compañía, como le indicaban, de su amigo míster Thomas Traddles, del Templo Inner. Una vez enviada aquella carta, míster Copperfield cayó en un estado de agitación nerviosa que duró hasta el día indicado.

Lo que aumentaba mucho mi inquietud era no poder, en una crisis tan importante, recurrir a los inestimables servi­cios de miss Mills. Pero míster Mills, que se dedicaba a lle­varme la contraria (al menos a mí me lo parecía, lo que es lo mismo), míster Mills, repito, había decidido marcharse a la India. Y díganme ustedes: ¿para qué se iba a la India si no era para fastidiarme? Claro que podrán contestarme: ¿Y por qué no a la India mejor que a otra parte cualquiera, sobre todo si se tiene en cuenta que la India le podia interesar más porque comerciaba con ella? Yo no estaba muy enterado de sobre qué comerciaba; pero tengo idea de que se trataba de chales de tisú de oro y colmillos de elefante. Había estado en Calcuta en su juventud, y quería volver allí a establecerse como asociado residente. Pero todo aquello me era indife­rente; lo importante era que al partir se llevaba a Julia y que Julia se había tenido que it al campo a despedirse de su fa­milia; su casa estaba en venta o en alquiler, y el mobiliario (con lixiviadora y todo) se subastaba. Era, por lo tanto, un nuevo terremoto bajo mis pies antes de que estuviera re­puesto del anterior.

Me preocupaba mucho el pensar cómo me vestiría el día solemne; pues por un lado quería ir lo mejor posible y por otro temía que cualquier detalle de mi ropa pudiera perjudi­car mi reputación de seriedad a los ojos de misses Spenlow. Intenté un feliz término medio, que mi tía aprobó, y mister Dick, para asegurar el éxito de nuestra empresa, arrojó un zapato tras de nosotros mientras bajábamos la escalera.

A pesar del cariño y el afecto que sentía por Traddles no pude por menos desear en aquella ocasión tan delicada que nunca hubiera tenido la costumbre de peinarse con cepillo, pues sus cabellos tiesos le daban una expresión como asustada; hasta podría decir que parecía una escoba de crin, y mis aprensiones me hacían temer que aquello nos fuera fatal.

En el camino me tomé la libertad de decírselo y de insi­nuarle que tratara de aplastárselos un poco...

—Me querido Copperfield —dijo Traddles quitándose el sombrero y alisándose los cabellos en todas las direccio­nes—, nada podría serme más agradable; pero no quieren.

—¿No quieren quedarse aplastados?

—No —dijo Traddles—, nada puede convencerlos. Aun­que me pusiera encima de la cabeza un peso de cincuenta li­bras y fuera con él hasta Putney no lo conseguiría: volverían a ponerse de puma en cuanto quitase— el peso. No puedes ha­certe idea de su terquedad, Copperfield. Parezco un puerco­espín constantemente encolerizado.

Debo confesar que me quedé un poco desconcertado, aun­que al mismo tiempo me encantaba su sencillez. Le dije todo lo que estimaba su buen carácter y que pensaba que toda la terquedad se le había ido a los cabellos y que por eso a él no te quedaba ni rastro.

—¡Oh! —repuso Traddles riéndose—. Es ya antigua la historia de mis desgraciados cabellos. La mujer de mi tío no los podia resistir; decía que la exasperaban. Y también me han perjudicado mucho al principio, cuando me enamoré de Sofia. ¡Oh, sí, mucho!

—¿No le gustaban tus cabellos?

—A ella sí —repuso Traddles—; pero su hermana mayor (la que es una belleza) no los podia tomar en serio. ¡Y todas las hermanas se han reído con ganas de ellos!

—¡Qué agradable!

—¡Oh, sí! —repuso Traddles con perfecta inocencia—. Es una diversión para nosotros. Dicen que Sofia tiene un mechón de mis cabellos en su cajón, y que para tenerlos aplastados se ve obligada a meterlos en un libro con bro­ches. ¡Nos reímos mucho, ya lo creo!

—A propósito, mi querido Traddles, tu experiencia podrá serme muy útil. Cuando te comprometiste con la muchacha de que me hablas, ¿tuviste que hacer a la familia una propo­sición formal? Por ejemplo: ¿has tenido que cumplir la cere­monia por que vamos a pasar hoy nosotros? —añadí nervio­samente.

—¿Sabes? —dijo Traddles poniéndose serio—. Mi caso ha sido muy complicado, Copperfield, y que me ha hecho sufrir mucho. Sofía es tan útil en su casa, que no podían ha­cerse a la idea de que se casara. Hasta habían decidido entre ellos que no se casaría nunca, y la llamaban siempre la «sol­terona». Así es que cuando empecé a hablar a mistress Crew­ler, con todas las precauciones imaginables...

—¿La mamá?

—Sí. El padre es el reverendo Horace Crewler, de quien ya te he hablado. Cuando empecé a hablar a mistress Crew­ler, a pesar de todas mis precauciones para prepararla, lanzó un grito y se desvaneció. Tuve que esperar meses antes de poder abordar el mismo asunto.

—¿Pero por fin lo hiciste?

—Fue el reverendo Horace quien lo hizo —dijo Tradd­les—, que es el hombre más excelente y ejemplar en todos sentidos. Le hizo ver que, como cristiana, debía aceptar aquel sacrificio, tanto más porque no lo era, y desechar todo sentimiento contrario a la caridad conmigo. Yo, te doy mi palabra de honor, Copperfield, me daba horror a mí mismo; me parecía un pájaro de presa que había caído sobre aquella familia.

—¿Espero que las hermanas estuvieran a tu favor, Tradd­les?

—No del todo, pues cuando mistress Crewler ya se había hecho un poco a la idea tuvimos que anunciárselo a Sarah. ¿Recuerdas lo que te he dicho de Sarah? Es la que tiene algo en la espina dorsal.

—¡Ah, sí, perfectamente!

—Pues Sarah cruzó las manos, mirándome con angustia; después cerró los ojos y se puso verde; su cuerpo estaba tieso como un palo, y durante dos días no pudo comer más que agua con pan, a cucharaditas.

—¿Debe de ser una chica insoportable, Traddles?

—Perdona, Copperfield; pero es una chica encantadora. ¡únicamente tiene tanta sensibilidad! Todas son lo mismo. Sofía me dijo después que no podía figurarme los remordi­mientos que tenía, mientras cuidaba a Sarah. Y estoy seguro de que debió de sufrir mucho, Copperfield; lo juzgo por mí, pues yo me consideraba como un verdadero criminal. Cuando Sarah se restableció hubo que anunciárselo a las otras ocho, y en todas se produjo el efecto más conmovedor. Las dos pequeñas, a quienes Sofía educa, empiezan ahora a no odiarme tanto.

—¿Pero habrán terminado por hacerse a la idea?

—Sí..., sí; al menos creo que están resignadas —dijo Traddles en tono de duda—. A decir verdad, evitamos hablar de ello, y lo que las consuela mucho es la incertidumbre de mi porvenir y mis escasos medios. Pero si nos casamos será una escena deplorable y más parecerá un funeral que una boda; además me odiarán a muerte por habérsela arrebatado.

Su rostro tenía una expresión ingenua, seria y cómica a la vez, cuyo recuerdo quizá me impresiona ahora más que en­tonces, pues estaba en un estado tal de ansiedad a inquietud, que era incapaz de fijarme en nada. A medida que nos acer­cábamos a la casa de misses Spenlow me sentía más intran­quilo respecto a mi aspecto externo y a mi presencia de ánimo; tanto es así, que Traddles me propuso, para ani­marme, beber algo que me repusiera un poco: un vaso de cerveza, por ejemplo. Me condujo a un café cercano, y al sa­lir de allí me dirigí con paso tembloroso hacia la puerta de aquellas mujeres.

Tuve como una vaga sensación de que habíamos llegado cuando vi a una doncella que nos abría la puerta. Me pareció que entraba tambaleándome en un vestíbulo donde había un barómetro y que daba a un saloncito en el primer piso. El sa­lón se abría sobre un bonito y pequeño jardín. Después creo que me senté en un diván, que Traddles se quitó el sombrero, y que sus cabellos se enderezaron, haciéndole parecer una de esas figuritas con sorpresa que salen de una caja cuando se levanta la tapa. Creo haber oído el tic tac de un viejo reloj rococó que adornaba la chimenea, y traté de poner mi cora­zón al unísono; pero ¡latía demasiado! Creo que buscaba con los ojos algo que me recordase a Dora; pero no vi nada. Creo también que oí ladrar a Jip a lo lejos, y que al momento aho­garon sus ladridos, y, en fin, estuve a punto de lanzar a Traddles a la chimenea al hacer una reverencia, muy con­fuso, a dos diminutas señoras vestidas de negro que parecían dos miniaturas del difunto míster Spenlow.

—Siéntese, se lo ruego —dijo una de las dos señoras.

Cuando dejé de empujar a Traddles y conseguí sentarme, por fin, en una silla (primero me había sentado encima de un gato), recobré el suficiente aplomo para darme cuenta de que mister Spenlow debía de ser seguramente el más joven de la familia: debía de haber seis a ocho años de diferencia entre las dos hermanas. La más joven parecía ser la que lle­vaba la voz cantante, pues tenía mi carta en la mano (con qué temor la reconocí) y la consultaba de vez en cuando con sus lentes. Las dos hermanas iban vestidas igual; pero la más joven llevaba algo que le daba un aire más coquetón; no sé si alguna puntilla más en el cuello, o un broche, o un braza­lete, pero algo así, que le daba un aspecto más juvenil. Las dos eran tiesas, tranquilas y acompasadas. La que no tenía mi carta llevaba los brazos cruzados sobre el pecho, como un ídolo.

—¿Mister Copperfield, supongo? —dijo la que tenía mi carta en la mano dirigiéndose a Traddles.

Era un modo de empezar terrible. ¡Traddles teniendo que explicar que mister Copperfield era yo, y yo teniendo que reclamar mi personalidad, mientras ellas a su vez se veían obligadas a deshacerse de la opinión preconcebida de que Traddles era míster Copperfield! ¡Una situación deliciosa! Además oírnos claramente los ladridos de Jip y que de nuevo le hacían callar.

—¡Mister Copperfield! —dijo la hermana que tenía la carta.

No sé lo que hice; probablemente saludé; después presté la atención más sostenida a lo que me dijo la otra hermana.

—Como mi hermana Lavinia es más competente que yo en semejantes materias, ella le dirá lo que nos parece más oportuno, teniendo en cuenta el interés de ambas partes.

Más adelante supe que miss Lavinia era una autoridad en los asuntos del corazón porque hacía mucho tiempo había existido un tal míster Pidger que jugaba al whist y que, se­gún creían, había estado enamorado de ella. Mi opinión es que aquello era una suposición completamente gratuita y que mister Pidger había sido inocente de semejante senti­miento; el caso es que nunca lo había demostrado. Pero miss Lavinia y miss Clarissa creían como artículo de fe que le hu­biera declarado su pasión si la muerte no se le hubiera lle­vado en la flor de la edad (a los sesenta años), a consecuen­cia del abuso del alcohol, corregido con poca oportunidad con el abuso de las aguas de Bath. Y hasta sospechaban las dos hermanas que su secreto amor era la causa de su muerte. Debo decir que en el retrato que conservaban de él tenía una nariz roja que no hubiera hecho sospechar semejante cosa.

—No haremos historia del pasado —dijo miss Lavinia—; la muerte de nuestro pobre hermano Francis lo ha borrado todo.

—No nos tratábamos mucho con nuestro hermano —dijo miss Clarissa—; pero no había ninguna querella entre noso­tros; Francis seguía su camino y nosotras el nuestro, porque nos pareció que era lo mejor que se podía hacer en interés de ambas partes, y era verdad.

Las dos hermanas se inclinaban del mismo modo hacia adelante para hablar; después sacudían la cabeza y se er­guían cuando habían terminado. Miss Clarissa no movía nunca los brazos. Tocaba encima de ellos con sus dedos marchas y minuetos, pero sus brazos permanecían inmó­viles.

—La posición de nuestra sobrina, al menos la posición que se le suponía, ha cambiado mucho desde la muerte de nuestro hermano Francis. Por lo tanto, debemos creer —dijo miss Lavinia— que la opinión de nuestro hermano sobre la posición de su hija ya no tiene la misma importancia. No te­nemos motivos para dudar, míster Copperfield, de que usted tenga una reputación honorable y un carácter excelente, ni de que quiera usted a nuestra sobrina, o al menos de que lo cree usted firmemente.

Respondí, como hacía siempre, sin dejar escapar la oca­sión, que nunca se había amado a nadie como yo amaba a Dora. Traddles vino en mi ayuda con un murmullo de afir­mación.

Miss Lavinia iba a hacer alguna observación, cuando miss Clarissa, que parecía perseguida por la necesidad de aludir a su hermano Francis, tomó la palabra.

Si la madre de Dora nos hubiera dicho, el día que se casó con nuestro hermano Francis, que no había sitio para noso­tras en su mesa, hubiera sido mejor para ambas partes.

—Hermana Clarissa —dijo miss Lavinia—, quizá sería mejor no ocuparse de eso.

—Hermana Lavinia —dijo miss Clarissa—, esto se re­fiere al asunto. Yo no me atrevería a mezclarme en la parte del asunto que te corresponde, pues sólo tú eres competente para tratarla. Pero en esta otra parte del asunto me reservo mi voz y mi opinión, y hubiera valido más, en interés de am­bas partes, que la mamá de Dora nos hubiera expresado cla­ramente sus intenciones el día en que se casó con nuestro hermano Francis. Hubiéramos sabido a qué atenernos y le hubiéramos dicho: «Que no se molestase en invitarnos nunca a nada». Así no hubiera habido equívocos.

Cuando miss Clarissa terminó de sacudir la cabeza, miss Lavinia tomó la palabra, consultando mi carta a través de sus lentes. Las dos hermanas tenían los ojitos pequeños, re­dondos y brillantes; parecían ojos de pájaro. En general te­nían mucho de pajaritos. En su tono breve, pronto y brusco y en la limpieza y cuidado de su ropa había algo que hacía re­cordar a los canarios.

Miss Lavinia tomó la palabra:

—¿Usted nos pide a mi hermana y a mí, míster Copper­field, autorización para venir a visitarnos como novio de nuestra sobrina?

—Si le ha convenido a nuestro hermano Francis —dijo miss Clarissa estallando de nuevo (si es que se puede llamar estallar a una interrupción hecha con la mayor tranquili­dad)—; si ha querido rodearse de la atmósfera del Tribunal de Doctores, ¿teníamos acaso nosotras el derecho ni el de­seo de oponernos? No, de verdad. Nunca hemos tratado de imponemos a nadie. Pero, ¿por qué no decirlo?, mi hermano Francis y su mujer eran muy dueños de elegir sus amistades, como mi hermana Clarissa y yo de elegir las nuestras. ¡Te­nemos edad para poder hacerlo, me parece!

Como aquello parecía dirigirse a Traddles y a mí, nos creí­mos obligados a contestar algo. Traddles habló demasiado bajo y no se le entendió; yo creo que dije que aquello hacía mucho honor a todos; pero no sé lo que quería decir con aquello.

—Hermana Lavinia —dijo miss Clarissa después de de­sahogarse—, continúa.

Miss Lavinia continuó:

—Míster Copperfield, mi hermana Clarissa y yo hemos reflexionado mucho sobre su carta, y antes de reflexionar hemos empezado por enseñársela a nuestra sobrina y por discutirla con ella. No dudamos de que usted está conven­cido de quererla mucho.

—¡Sí creo quererla! ¡Señoras! ¡!Oh!...

Iba a extasiarme; pero miss Clarissa me lanzó tal mirada (exactamente la de un canario) como para rogarme que no interrumpiera al oráculo, que me callé pidiendo que me dis­pensaran.

—El afecto —dijo miss Lavinia mirando a su hermana como pidiéndole una aprobación, que miss Clarissa no dejaba de darle al fin de cada frase con un ligero mo­vimiento—, el afecto, verdad, el respeto, la abnegación, ¡cuesta tanto trabajo expresarlo! Su voz es débil. Modesto y reservado, el amor se oculta y espera, espera siempre. Es como un fruto que espera estar maduro. A veces pasa la vida mientras él continúa madurando en la sombra.

Naturalmente, yo entonces no comprendí que era una alu­sión a los presuntos sufrimientos del desgraciado Pidger; únicamente me daba cuenta, al ver la gravedad con que miss Clarissa movía la cabeza, de que había un gran sentido ence­rrado en aquellas palabras.

—Las inclinaciones ligeras (pues no podría compararlas con los sentimientos profundos de que hablo) —continuó miss Lavinia—, las inclinaciones ligeras de los jovencitos no son, al lado de eso, más de lo que el polvo es al lado de la roca. Y es tan difícil saber si tienen un fundamento sólido, que mi hermana Clarissa y yo verdaderamente no sabíamos qué hacer, míster Copperfield y usted, caballero...

—Traddles —dijo mi amigo viendo que le miraban.

—Usted me dispense, ¿Traddles del Templo Inner, según creo? —dijo miss Clarissa volviendo a mirar la carta.

—Sí —dijo Traddles poniéndose rojo.

No era que me hubieran animado positivamente; pero me parecía observar que las dos hermanitas, y sobre todo miss Lavinia, se complacían con aquella cuestión de inte­rés doméstico y que trataban de sacar el mayor partido po­sible de ella y de hacerlo durar cuanto pudieran, lo que me daba buenas esperanzas. Me parecía que a miss Lavinia le entusiasmaba la idea de manejar a dos jóvenes enamorados como Dora y yo, y que a su hermana casi le complacía tanto el verla manejarnos, permitiéndose de vez en cuando disertar sobre la parte de la cuestión que se había reser­vado. Esto me animó a declarar con el mayor calor que amaba a Dora más de lo que podía expresarse ni creerse; que todos mis amigos sabían cómo la amaba; que mi tía, Agnes, Traddles, todos los que me conocían sabían cómo me había vuelto de formal aquel amor. Acudí al testimonio de Traddles. Y Traddles se lanzó en un verdadero debate parlamentario, viniendo noblemente en mi ayuda; es evi­dente que sus palabras sencillas y sensatas produjeron una impresión favorable.

—Si me permiten decirlo, tengo alguna experiencia en esta materia —dijo Traddles—, pues estoy prometido a una joven (la mayor de diez hermanas, en Devonshire); y es más, no hay ninguna probabilidad de que podamos realizar nues­tras esperanzas en mucho tiempo.

—Entonces estará usted de acuerdo con lo que yo he di­cho —replicó miss Lavinia (a quien evidentemente inspiró desde aquel momento un interés nuevo)— sobre el afecto, modesto y silencioso, que sabe esperar, esperar siempre.

—Por completo, señora —dijo Traddles.

Miss Clarissa miró a miss Lavinia con un movimiento de cabeza lleno de gravedad. Miss Lavinia miró a miss Clarissa con una expresión sentimental y lanzando un ligero suspiro.

—Hermana Lavinia —dijo miss Clarissa—, toma mi frasco de sales.

Miss Lavinia se reconfortó con las sales de su hermana y después continuó, con voz más débil, mientras Traddles y yo la mirábamos solícitos.

—Hemos tenido muchas dudas mi hermana y yo, míster Traddles, sobre lo que convendría hacer respecto al afecto, o al menos al afecto supuesto, de dos niños como su amigo Copperfield y nuestra sobrina.

—La hija de nuestro hermano Francis —hizo observar miss Clarissa—. Si la mujer de nuestro hermano Francis hu­biera juzgado conveniente (aunque tenía derecho para obrar como quisiera) el invitar a la familia a comer a su casa, hoy conoceríamos mejor a la hija de nuestro hermano Francis. Hermana Lavinia, continúa.

Miss Lavinia dio la vuelta a mi carta para mirar la direc­ción, y después recorrió con sus lentes algunas notas bien alineadas que había escrito allí.

—Nos parece prudente, míster Traddles —dijo—, el juz­gar por nosotras mismas la profundidad de estos sentimien­tos. De momento no sabemos ni podemos saber cómo son realmente, y todo lo que creemos poder hacer es autorizar a míster Copperfield para que venga a vernos.

—¡Nunca podré olvidar su bondad! —exclamé entusias­mado, con el corazón libre de un gran peso.

—Pero por ahora —repuso miss Lavinia— deseamos que estas visitas sean para nosotras, míster Traddles. No quere­mos sancionar ningún compromiso serio entre míster Cop­perfield y nuestra sobrina antes de haber tenido la ocasión...

—Antes de que tú hayas tenido la ocasión, hermana Lavi­nia —dijo miss Clarissa.

—Está bien —dijo miss Lavinia con un suspiro—; antes de haber tenido yo ocasión de juzgar.

—Copperfield —dijo Traddles volviéndose hacia mí—, te darás cuenta de que no podría decirse nada más razonable y más sensato.

—No, de verdad —exclamé—, y lo agradezco muchísimo.

—En el estado actual de las cosas —dijo miss Lavinia, que recurrió de nuevo a sus notas—, y una vez decidido en el plan que autorizamos las visitas de míster Copperfield, le pedimos que nos dé su palabra de honor de que no tendrá con nuestra sobrina ninguna comunicación de ninguna espe­cie sin prevenirnos antes, y que no formará ningún proyecto respecto a nuestra sobrina sin comentárnoslo de antemano...

—Sin comentártelo, hermana Lavinia—interrumpió miss Clarissa.

—Está bien, Clarissa —respondió miss Lavinia en tono re­signado—, a mí personalmente... y sin haber obtenido nuestra aprobación. Hacemos de ello una condición expresa y abso­luta, que no debe ser atropellada bajo ningún pretexto. Hemos rogado a míster Copperfield que viniera hoy acompañado de una persona de confianza —se volvió hacia Traddles, al que saludó— con objeto de que no pueda haber dudas ni equívo­cos sobre este punto. Míster Copperfield, si usted o míster Traddles tiene el menor escrúpulo para hacer esa promesa, le ruego que se tome el tiempo que quiera para reflexionar.

En mi entusiasmo, exclamé que no tenía necesidad de re­flexionar ni un solo instante. Juré solemnemente y, en el tono más apasionado, apelé al testimonio de Traddles y de­claré de antemano que sería el más perverso de los hombres si faltaba en la menor cosa a aquella promesa.

—Espere —dijo miss Lavinia levantando la mano—; an­tes de tener el gusto de recibirlos habíamos resuelto dejarlos solos un cuarto de hora para que reflexionaran sobre este punto. Permítannos que nos retiremos.

En vano repetí que no necesitaba reflexionar; ellas insis­tieron en retirarse durante un cuarto de hora. Los dos pajari­tos se fueron saltando con dignidad y nos quedamos solos: yo, transportado a las regiones más deliciosas, y Traddles sin dejar de felicitarme. Al cabo de un cuarto de hora, ni más ni menos, reaparecieron, siempre con la misma dignidad. A su salida, el roce de sus trajes había hecho un ligero ruido, como si estuvieran hechos de hojas secas, y cuando volvie­ron se oyó el mismo rumor.

Prometí de nuevo observar fielmente la prescripción.

—Hermana Clarissa —dijo miss Lavinia—, el resto es cosa tuya.

Miss Clarissa dejó por primera vez de tener los brazos cruzados, para coger sus notas y mirarlas.

—Tendremos mucho gusto —dijo miss Clarissa— en que míster Copperfield venga a comer con nosotros todos los domingos, si le parece bien. Nuestra hora es las tres.

Yo saludé.

—Y en el transcurso de la semana —continuó miss Cla­rissa— estaremos encantadas si míster Copperfield viene a tomar el té con nosotras. Nuestra hora es las seis y media.

Saludé de nuevo.

—Dos veces por semana es la regla; más a menudo, no.

Saludé de nuevo.

—Miss Trotwood, a quien míster Copperfield menciona en su carta —dijo miss Clarissa—, quizá venga a vernos. Cuando las visitas son útiles en interés de ambas partes esta­mos encantadas de recibirlas y de devolverlas. Pero cuando en interés de las diferentes partes vale más que no se hagan (como nos ha ocurrido con mi hermano Francis y su fami­lia), entonces es completamente distinto.

Aseguré que mi tía estaría encantada de conocerlas, aun­que debo confesar que no estaba muy seguro de que estuvie­ran siempre en buena armonía. Como ya estaban todas las condiciones bien claras, expresé con calor mi agradeci­miento, y cogiendo la mano primero a miss Clarissa y des­pués a miss Lavinia las llevé a mis labios.

Miss Lavinia se levantó entonces, y rogando a míster Traddles que nos esperase un momento, me rogó que la si­guiera. Obedecí temblando y me condujo a otra habitación. Allí encontré a mi adorada Dora al lado de la puerta, con la cara contra la pared, y a Jip encerrado en el aparador, con la cabeza envuelta en una servilleta.

¡Oh qué bonita estaba con su traje de luto! ¡Cómo lloraba y qué trabajo me costó sacarla de su rincón! ¡Y qué dichosos nos sentimos cuando se decidió! ¡Qué alegría sacar a Jip de su encierro y encontramos los tres reunidos!

—Mi querida Dora, ¡ahora eres mía para siempre!

—Déjame —dijo Dora en tono suplicante—, te lo ruego.

—¿No eres ya mía para siempre?

—Sí, ya lo creo —exclamó Dora— ¡Pero tengo tanto miedo!

—¿Miedo, querida mía?

—Sí, no me gusta —dijo Dora— ¿Por qué no se va?

—¿Pero quién, tesoro mío?

—Tu amigo —dijo Dora— ¿A él qué le importa? ¡Qué estúpido es!

—Amor mío (nunca la he visto más seductora en sus mo­vimientos infantiles), ¡si es el mejor muchacho del mundo!

—¡Pero no necesitamos para nada a un buen muchacho! —dijo con un mohín.

—Querida mía —repliqué—, pronto le conocerás y le querrás mucho. Mi tía también va a venir a verte, y estoy se­guro de que la querrás con todo tu corazón.

—¡Oh, no; no la traigas! —dijo Dora dándome un besito muy asustada y juntando las manos—. ¡Sé que es una vieje­cilla mala! No me la traigas, mi querido Doady. (Era un di­minutivo cariñoso de David.)

El predicarle no hubiera servido de nada, y me eché a reír, contemplándola con amor. ¡Qué felicidad! Me enseñó lo bien que sabía Jip estarse en un rincón en dos patas; es ver­dad que permanecía lo que dura un relámpago y volvía a caer. En fin, no sé el tiempo que hubiera podido pasar así, sin acordarme lo más mínimo de Traddles, si miss Lavinia no hubiera venido a buscarme. Miss Lavinia adoraba a Dora (me dijo que Dora era su vivo retrato de cuando era joven. ¡Cómo debía haber cambiado!) y la trataba como un juguete. Quise convencer a Dora de que saliera a ver a Traddles; pero en cuanto se lo propuse corrió a encerrarse en su habitación; por lo tanto, fui sin ella a reunirme con Traddles, y nos mar­chamos juntos.

—No podía haberte salido mejor —dijo Traddles—, y es­tas dos señoras son muy amables. No me extrañaría nada que te casaras muchos años antes que yo, Copperfield.

—¿Tu Sofía toca algún instrumento, Traddles? —pre­gunté con orgullo en mi corazón.

—El piano lo sabe tocar lo bastante para enseñar a sus hermanitas —dijo Traddles.

—¿Y canta?

—Algunas veces canta baladas para divertir a las otras cuando no están de buen humor —dijo Traddles—; pero nada extraordinario.

—¿Y no canta acompañándose de la guitarra?

—¡No, Dios mío!

—¿Y pinta? .

—No —dijo Traddles.

Le prometí que oiría cantar a Dora y que le enseñaría las flores que pintaba. Me dijo que le encantaría, y volvimos del brazo muy felices. Yo le animaba a que me hablara de Sofía, y lo hacía con tanta ternura y confianza en ella, que me con­movía. La comparaba con Dora en el fondo de mi corazón, con gran satisfacción para mi amor propio; pero recono­ciendo que sería una excelente mujer para Traddles.

Como es natural, le conté inmediatamente a mi tía el di­choso resultado de nuestra charla y la puse al corriente de todos los detalles. Se sentía feliz al verme tan dichoso, y me prometió ir cuanto antes a ver a las tías de Dora. Pero aque­lla noche, mientras yo escribía a Agnes, se estuvo paseando tanto rato de arriba abajo por la habitación, que estuve a punto de creer que pensaba seguir así hasta la mañana si­guiente.

Mi carta a Agnes, llena de afecto y reconocimiento, le de­tallaba todos los buenos resultados de los consejos que me había dado. Me contestó a vuelta de correo con una carta llena de confianza, razonable y contenta; desde aquel día siempre me demostró la misma alegría.

Tenía más trabajo que nunca; pero aunque Putney estaba lejos de Highgate, donde tenía que ir todos los días, iba todo lo que podía. Como no me era posible ir a casa de Dora a la hora del té, obtuve por medio de miss Lavinia el permiso para ir todos los sábados después de comer, sin que eso im­pidiera mi visita del domingo. Por lo tanto, cada semana ter­minaba con dos días dichosos, y los demás se pasaban dul­cemente en espera de aquellos.

Me tranquilizó mucho que mi tía y las tías de Dora se en­tendieron mutuamente mucho mejor de lo que yo había es­perado. Mi tía hizo su visita pocos días después de la charla, y unos días más tarde las tías de Dora se la devolvieron en toda regla y con gran ceremonia. Aquellas visitas se renova­ron, pero de un modo más amistoso, cada tres semanas. Mi tía revolucionaba todas las ideas de las tías de Dora con su desdén por los coches de alquiler, que no utilizaba nunca, prefiriendo ir a pie hasta Putney, y por su modo despreocu­pado de juzgar los prejuicios de la civilización, llegando a horas intempestivas, un momento después del desayuno, o un momento antes del té, o porque se ponía el sombrero del modo más extraño, con el pretexto de que le resultaba más cómodo. Pero pronto se acostumbraron las tías de Dora a considerar a mi tía como una persona extravagante, algo hombruna, pero dotada de gran inteligencia; y aunque mi tía expresaba a veces sobre ciertos convencional ismos sociales opiniones heréticas, que aturdían a las tías de Dora, sin em­bargo, me quería demasiado para no sacrificar por la tran­quilidad general algunas de sus singularidades.

El único miembro de nuestra pequeña sociedad que se negó positivamente a adaptarse a las circunstancias fue Jip. No podía ver a mi tía sin meterse debajo de una silla, rechi­nando los dientes y gruñendo sin descanso. De vez en cuando dejaba oír un aullido lamentable, como si le pu­siera verdaderamente nervioso. Se intentó por todos los me­dios, acariciándole, regañándole, pegándole, llevándole a Buckingham Street, donde se lanzó inmediatamente contra los dos gatos; pero no se logró que soportara la presencia de mi tía. A veces creíamos que había terminado por vencer su antipatía y llegaba a estar amable un momento; pero pronto en­cogía su naricilla y aullaba tan fuerte, que había que meterle en el aparador para que no pudiera verla. Por fin Dora deci­dió tener preparado un paño donde envolverle para meterle en el aparador en el momento en que llegaba mi tía.

Una cosa me inquietaba mucho, aun en medio de aquella vida tan dulce, y era que Dora parecía pasar a los ojos de todo el mundo por un juguete encantador. Mi tía, con la que se había familiarizado poco a poco, la llamaba su «Capu­llito», y miss Lavinia no sabía qué hacer más que cuidarla, hacerle los bucles, adornarla y la tratarla como a una niña mimada. Todo lo que miss Lavinia hacía lo hacía también por su parte su hermana. Y aquello me parecía singular, pues todo el mundo, hasta cierto punto, parecía tratar a Dora casi como Dora trataba a Jip.

Un día que estábamos solos (pues miss Lavinia, al poco tiempo, nos dejaba pasear solos) me decidí a hablarle de ello, y le dije que me gustaría que convenciese a todos de que la trataran de otro modo.

—Porque, querida mía, ya no eres una niña.

—Vamos —dijo Dora—, ¿es que vas a volverte gruñón?

—¿Gruñón, amor mío?

—A mí me parece que todos son muy buenos para mí —dijo Dora—, y soy muy dichosa.

—Está muy bien; pero, querida mía, no serías menos di­chosa si te trataran como persona razonable.

Dora me lanzó una mirada de reproche. ¡Qué mirada tan encantadora! Y se puso a sollozar, diciendo que «puesto que no la quería, no sabía por qué había deseado tanto ser su no­vio, y que puesto que no podía soportarla, lo mejor que po­día hacer era marcharme».

¡Qué otra cosa podía hacer sino besar sus hermosos ojos, llenos de lágrimas, y repetirle que la quería!

—¡Ser así conmigo, que te quiero tanto! —dijo Dora—. ¡No debías de ser así de cruel conmigo, Doady!

—¿Cruel, amor mío? ¡Como si yo pudiera ser cruel contigo! —Entonces no me regañes —dijo Dora con aquel mohín que hacía de su boca un capullo— y seré buena.

Un instante después estaba encantado al ver que ella misma me pedía el libro de cocina de que le había hablado una vez, y que deseaba te enseñara a llevar las cuentas, como también le había prometido. A la próxima visita le llevé el li­bro, muy bien encuadernado, para que lo encontrara más simpático, y mientras nos paseábamos por el campo le en­señé también un antiguo cuaderno de cuentas de mi tía, y le di un carné y un lápiz muy bonito, con su caja de minas de plomo, para que fuera ensayándose en las cuentas.

Pero el libro de cocina le daba dolor de cabeza y las cifras te hicieron llorar. No querían sumarse, según decía, por lo que las borró todas, y dibujó en su lugar en el cuadernito ra­mos de fores y el retrato de Jip y el mío.

Después traté de darle algunos consejos, en nuestros pa­seos del sábado, sobre las cosas de la casa. Por ejemplo: si pasábamos por delante de la carnicería le decía:

—Veamos, pequeña: si estuviéramos casados y tuvieras que comprar una pierna de cordero para nuestro almuerzo, ¿sabrías comprarla?

El lindo rostro de Dora se alargaba, y adelantaba los la­bios como si prefiriera cerrar los míos con uno de sus besos.

—¿Sabrías comprarla, pequeña? —repetía yo, inflexible.

Dora reflexionaba un momento y después me contestaba triunfante:

—Pero el carnicero ya sabría vendérmela, ¿qué más da? ¡Oh Doady, qué tonto eres!

En otra ocasión le preguntaba a Dora, mirando el libro de cocina, lo que haría si estuviéramos casados y yo le pidiera para comer uno de aquellos ricos asados a la irlandesa. Y ella me respondió que le diría a la cocinera: « Haga usted un asado». Después palmoteó y se agarró de mi brazo riendo, más encantadora que nunca.

En consecuencia, el libro de cocina sólo sirvió para po­nerlo en un rincón y que Jip se subiera en dos patas encima. Pero Dora estuvo tan contenta el día que consiguió que Jip permaneciera allí un momento con el lápiz entre los dientes, que no me arrepentí de haberlo comprado.

Volvimos a la guitarra, a los ramos de flores, a las cancio­nes sobre el placer de bailar siempre, tralalá, y toda la se­mana se pasaba en regocijos. De vez en cuando, me hubiera gustado poder insinuar a miss Lavinia que trataba, dema­siado, como un juguete a mi querida Dora; pero terminé por confesarme que también a veces yo caía en falta y la trataba como los demás, aunque no era muy a menudo.

CAPÍTULO II. UNA DESGRACIA

Comprendo que no debía ser yo quien contara, aunque este manuscrito sólo sea para mí, el ardor con que traté de progre­sar en mi trabajo para corresponder a las esperanzas de Dora y a la confianza de sus tías. Únicamente añadiré a lo que ya he dicho que mi perseverancia en aquella época y la paciente energía que empezaba a formar el fondo de mi carácter son las cualidades a que sobre todo he debido más adelante la feli­cidad del éxito. He tenido mucha suerte en los asuntos de esta vida; muchas personas han trabajado más que yo sin tanto re­sultado; pero creo que nunca hubiera podido hacer lo que he hecho sin las costumbres de puntualidad y orden que empe­zaba a contraer y sobre todo sin la facultad que adquirí de con­centrar toda la atención en un solo objeto, sin preocuparme por lo que tendría que hacer quizá al momento siguiente. ¡Dios sabe que no lo escribo para vanagloriarme! Verdaderamente habría que ser un santo para no sentir, al repasar la vida como lo hago aquí página a página, muchas facultades des­cuidadas y muchas ocasiones favorables desperdiciadas, mu­chos errores y muchas faltas. Es probable que, como cual­quier otro, haya aprovechado mal los dones recibidos. Lo que quiero decir sencillamente es que desde entonces todo lo que he tenido que hacer en este mundo he tratado de hacerlo bien; que me he dedicado por completo a lo que he emprendido, y que tanto en las cosas pequeñas como en las grandes he perse­guido siempre seriamente mi objetivo. No creo que sea po­sible, ni aun a aquellos que tienen familias numerosas, con­seguir el éxito si no unen a su talento natural cualidades sencillas, sólidas, laboriosas, y sobre todo una legítima con­fianza en sí mismos. No hay nada en el mundo como «que­rer». Facultades excepcionales y ocasiones propicias forman, por decirlo así, los dos escalones de la escala que hay que su­bir; pero, ante todo, es necesario que los barrotes sean de una madera dura resistente; nada podrá reemplazar, para conse­guir el éxito, a una voluntad seria y sincera. En lugar de tocar las cosas con la punta del dedo, yo me entregaba en cuerpo y alma, y fuera cual fuera mi obra, nunca intentaba despreciarla. Estas son reglas con las que me ha ido bien.

No quiero repetir aquí todo el reconocimiento que debo a Agnes en la práctica de estos preceptos. Mi relato me arras­tra hacia ella lo mismo que mi reconocimiento y mi amor.

Vino Agnes a hacer al doctor una visita de quince días. Míster Wickfield era un antiguo amigo de aquel hombre ex­celente, que deseaba verle para tratar de hacerle algún bien. Agnes le había hablado de su padre en su última visita a Londres, y aquel viaje era el resultado de su conversación. Agnes acompañaba a míster Wickfield. No me sorprendió saber que había prometido a mistress Heep encontrarle alo­jamiento en las cercanías, pues su reúma exigía, según ella, un cambio de aire, y estaría encantada de encontrarse en tan buena compañía. Tampoco me sorprendió ver al día siguiente a Uriah, que llegaba, como un buen hijo, para insta­lar a su respetable madre.

—¿Ve usted, míster Copperfield? —dijo, imponiéndome su compañía, mientras me paseaba por el jardín del doctor—. Cuando se ama se está siempre un poco celoso, o por lo me­nos se desea poder vigilar al objeto amado.

—¿Y de quién está usted celoso ahora? —le dije.

—Gracias a usted, míster Copperfield —repuso—, de nadie en particular, por lo menos, de ningún hombre.

—¿Entonces será por casualidad de una mujer?

Me lanzó una mirada de soslayo con sus siniestros ojos encarnados y se echó a reír.

—Verdaderamente, señorito Copperfield —dijo—, us­ted... (debía decir míster Copperfield; pero me perdonará esta costumbre inveterada), es usted tan hábil, que me saca todo lo que quiere. Pues bien, no titubeo en decírselo (y puso sobre mí su mano pegajosa): nunca he sido el niño mimado de las mujeres y nunca he gustado a mistress Strong.

Sus ojos se ponían verdes mientras me miraba con su in­fernal astucia.

—¿Qué quiere usted decir? —le pregunté.

—Aunque soy procurador, míster Copperfield —repuso con una risita seca—, por el momento quiero decir exacta­mente lo que digo.

—¿Y qué quiere decir su mirada? —continué con calma.

—Mi mirada; pero, querido Copperfield, ¡qué exigencias! ¿Mi mirada?

—Sí, sí, su mirada.

Pareció encantado, y reía con todas las ganas que podia. Después de rascarse la barbilla repuso lentamente, con los ojos bajos:

—Cuando yo no era más que un empleadillo me despre­ciaba. Siempre quería que Agnes fuera a su casa, y también le quería a usted, míster Copperfield. Pero yo estaba muy por debajo de ella para que se fijara en mí.

—Y bien —dije—, aunque así fuera.

—Y por debajo de él también —prosiguió Uriah muy cla­ramente y en tono reflexivo, mientras continuaba rascándose la barbilla.

—Debía conocer usted lo bastante al doctor para saber que, con su espíritu distraído, no pensaba en usted más que cuando le tenía delante de los ojos.

Me miró de nuevo de soslayo, alargando su delgado ros­tro para rascarse con más comodidad, y me respondió:

—¡Oh, querido, no me refiero al doctor; pobre hombre! Hablo de mister Maldon.

Se me apretó el corazón. Todas mis dudas, todas mis aprensiones sobre aquel asunto, toda la paz y la felicidad de la vida del doctor, aquella mezcla de inocencia y de compro­miso que no había podido desvelar; vi en un momento que estaba a merced de aquel miserable.

—Nunca entraba en el despacho sin mandarme salir y em­pujarme fuera —continuó Uriah— un lindo caballero. Yo era dulce y humilde como lo soy siempre. Pero eso no im­pide que en aquel tiempo no me gustara aquello, como tam­poco me gusta ahora.

Cesó de rascarse la barbilla y se puso a chuparse las me­jillas de tal modo, que debían tocarse en el interior, mien­tras continuaba mirándome con la misma mirada oblicua y falsa.

—Es lo que se llama una mujer bonita —continuó cuando su rostro recobró la forma natural—, y comprendo que no mire con buenos ojos a un hombre como yo. Por eso estoy seguro de que enseguida hubiera dado a mi Agnes el deseo de aspirar a más; pero si no soy del gusto de las señoras, mis­ter Copperfield, eso no impide que tenga ojos y que vea. En general, nosotros, con nuestra humildad, tenemos ojos y sa­bemos servirnos de ellos.

Traté de goner una expresión despreocupada; pero adivi­naba en su rostro que no le engañaba.

—No quiero dejarme pegar, Copperfield —continuó, frunciendo con expresión diabólica el sitio en que deberían encontrarse sus cejas rojas si las hubiera tenido—, y haré lo posible para poner término a esta amistad. No la apruebo, y no temo confesarle que mi naturaleza no es la de un marido cómodo, y quiero alejar a los intrusos. No tengo ganas de exponerme a que conspiren contra mí.

—Como usted está siempre conspirando, se figura que todo el mundo hace lo mismo —le dije.

—Es posible, míster Copperfield —respondió—; pero yo tengo un objetivo, como solía decir mi asociado, y haré todo lo posible por conseguirlo. Por mucha que sea mi humildad, no me dejo pisar. No quiero que nadie se interponga en mi camino. Y realmente les haré volver la espalda, míster Cop­perfield.

—No le comprendo —dije.

—¿De verdad? —respondió con uno de sus estremeci­mientos habituales—. Me sorprende mucho, míster Copper­field. ¿Usted, de tan rápida comprensión? Otra vez trataré de ser más explícito. Pero ¿no es precisamente míster Mal­don el que llega por allí a caballo? Me parece que llama en la verja.

—Sí; parece que es él —respondí con toda la indiferencia que pude.

Uriah se detuvo bruscamente, metió las manos entre sus rodillas y se dobló en dos a fuerza de reír. Era una risa silen­ciosa; no se le oía. Yo estaba tan indignado por su conducta odiosa, y sobre todo por sus últimas palabras, que le volví la espalda sin más ceremonia, dejándole que riera a su gusto en el jardín, donde parecía un espantapájaros para los go­rriones.

No fue aquella tarde, sino dos días después, un sábado, lo recuerdo muy bien, cuando llevé a Agnes a que viese a Dora. Había arreglado de antemano la visita con miss Lavima y habían invitado a Agnes a que tomara el té.

Estaba al mismo tiempo orgulloso a inquieto; orgulloso de mi querida y pequeña Dora; inquieto por ver si le gustaría a Agnes. Durante todo el camino de Putney (Agnes iba en el ómnibus y yo en la imperial) traté de imaginarme a Dora bajo uno de sus aspectos encantadores que yo conocía tan bien, y tan pronto pensaba que me gustaría encontrarla exac­tamente como en tal momento, como pensaba que quizá se­ría mejor como en tal otro. Tenía fiebre.

De todos modos tenía la seguridad de que estaría muy bo­nita; pero sucedió que nunca me había parecido tan encanta­dora. No estaba en el salón cuando presenté a Agnes a sus dos tías; había huido por timidez. Pero ahora ya sabía dónde había que it a buscarla, y la encontré tapándose los oídos con las manos y la cabeza apoyada contra la misma pared del primer día.

En el primer momento me dijo que no quería ir; después me pidió que le concediera cinco minutos de mi reloj y, por fin, se agarró de mi brazo; su lindo rostro estaba cubierto de un modesto rubor: nunca había estado tan bonita; pero cuando entramos en el salón se puso completamente pálida, lo que la ponía cien veces más bonita todavía.

Dora temía mucho a Agnes, pues decía que era «tan inte­ligente». Pero cuando la vio mirándola con sus ojos a la vez serios y alegres, tan pensativos y tan buenos, lanzó un ligero grito de sorpresa, se lanzó en los brazos de Agnes y apoyó dulcemente su mejilla inocente contra la de aquella.

Nunca había sido tan feliz; nunca había estado tan con­tento como cuando las vi sentarse una al lado de otra. ¡Qué bueno ver a mi querida Dora mirando con afecto los ojos ca­riñosos de Agnes! ¡Qué alegría ver la ternura incomparable con que Agnes la miraba!

Miss Lavinia y miss Clarissa participaban de mi alegría a su manera. Nunca había visto un té tan alegre. Miss Clarissa lo presidía; yo cortaba y hacía circular el pudding, helado, con pasas de Corinto. A las dos hermanas les gustaba, como a los pájaros, picotear los granos y el azúcar. Miss Lavinia nos miraba con benévola protección, como si nuestro amor y nuestra felicidad fueran obra suya, y todos estábamos con­tentos unos de otros.

La dulce serenidad de Agnes había conquistado a todos. Parecía haber venido a completar nuestro feliz círculo. ¡Con qué tranquilo interés se ocupaba de todo lo que interesaba a Dora! ¡Cómo había sabido hacerse enseguida amiga de.lip! ¡Con qué amable alegría bromeaba con Dora, que no se atre­vía a venir a sentarse a mi lado! ¡Con qué gracia modesta y sencilla arrancaba a Dora, encantada, una multitud de pe­queñas confidencias que la hacían enrojecer hasta el blanco de los ojos!

—¡Estoy tan contenta de que me quieras! —dijo Dora cuando terminamos de tomar el té—. No estaba muy segura, y ahora que Julia Mills se ha marchado, todavía necesito más que me quieran.

Recuerdo que había olvidado mencionar el hecho impor­tante de que miss Mills se había embarcado para la India y que Dora y yo habíamos ido a visitarla a bordo del barco en el puerto de Gravesend. Nos habían dado para merendar jen­gibre, guayaba y otras golosinas del mismo género, y había­mos dejado a miss Mills deshecha en lágrimas, sentada a bordo con un grueso cuaderno debajo del brazo, donde se proponía escribir todos los días, y guardar cuidadosamente bajo llave, las reflexiones que le inspirase el espectáculo del océano.

Agnes dijo que temía no haber hecho de ella un retrato demasiado agradable; pero Dora le aseguró enseguida lo contrario.

—¡Oh, no! —dijo sacudiendo sus bucles— Al contrario, sus alabanzas no terminaban y tiene tanto en cuenta tu opi­nión, que yo casi la temía.

—Mi opinión no puede añadir ni quitar nada de su afecto por ciertas personas —dijo Agnes sonriendo.

—¡Oh!, repítemelo enseguida —repuso Dora con su voz más acariciadora.

Nos divertimos mucho viendo que Dora quería a toda costa que la quisieran.

Después, para vengarse, me dijo tonterías, declarando que no me quería nada, y con aquellas chiquilladas la tarde nos pareció muy corta. El ómnibus iba a pasar y había que marcharse. Estaba solo ante el fuego, cuando Dora entró despacito para besarme antes de mi partida, según su cos­tumbre.

—Doady, ¿no crees que si hubiera tenido una amiga así desde hace mucho tiempo —me dijo con los ojos brillantes y su manita jugando con uno de mis botones— qu iza seria más inteligente de lo que soy?

—Querida mía —le dije—, ¡qué locura!

—¿Crees que es una tontería? —repuso Dora sin mi­rarme—. ¿Estás seguro?

—Completamente seguro.

—He olvidado —continuó Dora dando vueltas a mi bo­tón— cuál es tu grado de parentesco con Agnes, ¡malo!

—No es parienta mía; pero nos hemos educado juntos, como hermano y hermana.

—No comprendo cómo has podido enamorarte de mí —dijo Dora dedicándose a otro botón de mi chaqueta.

—¡Quizá porque no es posible verte sin quererte, Dora!

—¿Pero, y si no me hubieras visto nunca? —dijo Dora pa­sando a otro botón.

—¿Y suponiendo que no hubiéramos nacido? —dije ale­gremente.

Me preguntaba en qué pensaría mientras admiraba en si­lencio la mano dulce que pasaba revista sucesivamente a to­dos los botones de mi chaqueta, los bucles ondulantes que caían sobre mi hombro y las largas pestañas que cubrían sus ojos bajos. Por fin los levantó hacia mí, irguiéndose en la punta de los pies para darme, con expresión más pensativa que de costumbre, su precioso besito, una vez, dos, tres; des­pués salió de la habitación.

Todo el mundo volvió cinco minutos después. Dora ha­bía recobrado su alegría habitual. Estaba decidida a hacer ejecutar a Jip todos sus ejercicios antes de la llegada del ómnibus. Aquello fue muy largo, no por la variedad de ejer­cicios, sino por la mala voluntad de Jip, y cuando el coche llegó ante la puerta todavía no habíamos visto más que la mitad. Agnes y Dora se despidieron apresuradamente, pero con mucha ternura, y quedaron en que Dora escribiría a Ag­nes (a condición de que no le parecieran sus cartas dema­siado tontas) y que Agnes le contestaría. A la puerta del co­che se despidieron de nuevo, y todavía otra vez después, cuando Dora, a pesar de miss Lavinia, que la detenía, corrió a la portezuela del coche para recordar a Agnes su promesa y hacer revolotear ante mí una vez más sus encantadores bucles.

El coche nos dejaba cerca de Covent Garden, y desde allí teníamos que tomar otro para llegar a Highgate. Yo esperaba con impaciencia el momento de estar solo con Agnes para saber lo que le había parecido Dora. ¡Oh, qué de elogios me hizo! ¡Con qué ternura y bondad me felicitó por haber con­quistado el corazón dé aquella encantadora criatura, que ha­bía desplegado ante ella toda su gracia inocente! ¡Con qué seriedad me recordó, sin darle importancia, la responsabili­dad que pesaba sobre mí!

Nunca, nunca había querido a Dora tan profunda ni tan sinceramente como aquel día. Cuando nos bajamos del co­che y entramos en el tranquilo sendero que conducía a casa del doctor le dije a Agnes que a ella le debía mi felicidad.

—Cuando estabas sentada a su lado —le dije— me pare­cías también su ángel guardián, igual que el mío, Agnes.

—Un pobre ángel —repuso ella—, pero fiel.

La dulzura de su voz me llegó al corazón y le contesté con naturalidad:

—Me parece que has recobrado toda esa serenidad que sólo es tuya, Agnes, y eso me hace esperar que seáis más di­chosos en tu casa.

—Soy muy dichosa en mi interior, pues tengo el corazón tranquilo y alegre.

Yo miraba su dulce rostro a la luz de las estrellas, ¡y me parecía tan noble!

—En casa todo sigue igual —continuó Agnes después de un momento de silencio.

—Yo no querría aludir de nuevo .... no querría atormen­tarte, Agnes; pero no puedo por menos de preguntarte..., ya sabes de lo que hablamos la última vez que nos vimos.

—No, no hay nada nuevo —me contestó.

—¡He pensado tanto en ello!

—Piensa menos. Recuerda que yo tengo plena confianza en el afecto sencillo y fiel; no temas nada por mí, Trotwood —añadió al cabo de un momento—; no haré nunca lo que temes que haga.

En los momentos de tranquila reflexión nunca lo había te­mido, y, sin embargo, fue para mí un descanso inexplicable recibir la seguridad de aquella boca cándida y sincera. Se lo dije vivamente.

—Ahora ya —le dije— no podemos estar seguros de po­der hablar a solas otra vez. ¿Tardarás mucho en volver a Londres cuando te marches, mi querida Agnes?

—Probablemente sí —respondió—. Creo que para mi pa­dre vale más que permanezcamos en nuestra casa. Así es que no nos veremos a menudo durante mucho tiempo; pero es­cribiré a Dora, y por ella sabré noticias tuyas.

Llegamos al patio de la casa del doctor. Empezaba a ser tarde. En la habitación de mistress Strong brillaba una luz. Agnes me la señaló y me deseó las buenas noches.

—No te preocupes —me dijo al estrecharme la mano­pensando en nuestras inquietudes. Nada me hace tan di­chosa como tu felicidad. Si alguna vez puedes ayudarme, ten la seguridad de que te lo pediré. ¡Que Dios siga bendi­ciéndote!

Su sonrisa era tan tierna y su voz tan alegre, que todavía me parecía ver y oír a su lado a mi pequeña Dora. Permanecí un momento en la puerta con los ojos fijos en las estrellas y el corazón lleno de amor y agradecimiento; después eché a andar lentamente. Había alquilado una habitación cerca de allí a iba a atravesar la verja, cuando, volviendo casualmente la cabeza, vi luz en el despacho del doctor, y me entró el re­mordimiento de que quizá había trabajado en el diccionario sin mi ayuda. Quise saberlo y darle las buenas noches, si es­taba todavía entre sus libros, y atravesando suavemente el vestíbulo entré en su despacho.

La primera persona a quien vi a la débil luz de la lámpara fue a Uriah. Me sorprendió mucho. Estaba de pie al lado de la mesa del doctor, con una de sus manos de esqueleto cu­briéndose la boca. El doctor, sentado en su sillón, tenía la cabeza oculta entre las manos. Míster Wickfield, con expre­sión cruelmente preocupada y afligida, se inclinaba hacia adelante, sin atreverse apenas a tocar el brazo de su amigo.

Por un momento pensé que el doctor se había puesto en­fermo. Me acerqué a él apresuradamente; pero encontrán­dome con la mirada de Uriah, comprendí al momento de lo que se trataba. Quise retirarme; mas el doctor hizo un gesto para detenerme, y me quedé.

—De todos modos —dijo Uriah retorciéndose de un modo horrible— haríamos bien cerrando la puerta: no hay necesidad de que se entere todo el mundo.

Al mismo tiempo se acercó a la puerta de puntillas y la cerró con cuidado. Después volvió al sitio que ocupaba. Ha­bía en su voz y en todos sus movimientos un celo, una com­pasión hipócrita que me resultaban más intolerables que el mayor cinismo.

—Me ha parecido mi deber, míster Copperfield —dijo Uriah—, poner en conocimiento del doctor Strong aquello de que ya hemos hablado usted y yo el día en que usted no acabó de comprenderme por completo.

Le lancé una mirada sin contestarle y me acerqué a mi an­ciano maestro, murmurándole algunas palabras de consuelo y de ánimo. Él puso su mano en mi hombro, como acostum­braba a hacerlo cuando era yo un chiquillo; pero no levantó su cabeza gris.

—Como no me comprendió usted, míster Copperfield —repuso Uriah en el mismo tono oficioso—, me tomaré la libertad de decir humildemente aquí, donde estamos entre amigos, que he llamado la atención del doctor Strong sobre la conducta de mistress Strong. Ha sido muy a pesar mío, se lo aseguro, Copperfield, si me encuentro mezclado en una cosa tan desagradable; pero el caso es que siempre se encuentra uno mezclado en lo que más desearía evitar. He aquí lo que quería decir, caballero, el día en que usted no me comprendió.

No sé cómo pude resistir la tentación de estrangularle.

—Yo no debí explicarme bien ni usted tampoco —conti­nuó—. Naturalmente, no teníamos muchos deseos de exten­dernos sobre semejante asunto. Sin embargo, por fin me he decidido a hablar con claridad y le he dicho al doctor Strong que... ¿Decía usted algo, caballero?

Esto último se dirigía al doctor, que había dejado oír un gemido. Ningún corazón hubiera podido por lo menos con­moverse, excepto el de Uriah.

—Decía al doctor Strong —prosiguió— que todo el mundo podía ver que entre míster Maldon y su encantadora prima había demasiada intimidad. Y en realidad ha llegado el momento (puesto que nos encontramos mezclados en co­sas que no debían ser) de que el doctor Strong sepa lo que estaba ya claro como el día para todo el mundo antes de la partida de míster Maldon para la India: que míster Maldon no ha vuelto por otra cosa, y que por eso mismo se pasa aquí la vida. Cuando usted ha entrado, caballero, rogaba a míster Wickfield, mi asociado, que dijera, bajo su palabra de honor, al doctor Strong si desde hace mucho tiempo no pensaba lo mismo. Míster Wickfield, ¿quiere usted tener la bondad de decírnoslo? ¿Sí o no, caballero? ¡Vamos, asociado!

—¡Por amor de Dios, amigo mío —dijo míster Wickfield poniendo de nuevo su mano indecisa sobre el brazo del doctor—, no dé demasiada importancia a las sospechas que yo haya podido abrigar!

—¡Ah! —exclamó Uriah sacudiendo la cabeza—. ¡Qué triste confirmación a mis palabras! ¡Un amigo tan antiguo! Pero, Copperfield, ¡yo no era todavía más que un empleadi­llo en su despacho cuando ya le veía yo, no una vez, sino veinte, muy disgustado (con razón, en su calidad de padre, y no seré yo quien le critique) al ver a miss Agnes mezclada en cosas que no debían ser!

—Mi querido Strong —dijo míster Wickfield con voz temblorosa—, amigo mío, no necesito decirte que siempre he tenido el defecto de buscar en todo el mundo un móvil domi­nante y de juzgar todos los actos de los hombres con esa me­dida estrecha. Quizá es eso lo que también me ha engañado en estas circunstancias, haciéndome tener dudas temerarias.

—¿Ha tenido usted dudas, Wickfield? ¿Ha tenido usted dudas? —dijo el doctor sin levantar la cabeza.

—Hable usted, Wickfield —dijo Uriah.

—Sí; las he tenido alguna vez —dijo míster Wickfield—; pero .... ¡que Dios me perdone!, creía que usted también las tenía.

—No, no, no —respondió el doctor en tono patético.

—Creí —continuó Wickfield— que cuando deseaba us­ted enviar a Maldon al extranjero era con objeto de conse­guir una separación deseable.

—No, no, no —respondió el doctor—;era para dar gusto a Annie, buscando un porvenir a su compañero de infancia. Nada más.

—Ya lo he visto después —contestó míster Wickfield— y no podía dudarlo; pero creía .... recuerde usted, se lo repito, que siempre he tenido la desgracia de juzgar desde un punto de vista demasiado estrecho .... creía que en un caso donde había una diferencia tan grande de edad...

—Así es como hay que considerar la cosa, ¿no es verdad, míster Copperfield? —observó Uriah con una hipócrita a in­solente piedad.

—No me parecía imposible que una persona tan joven y tan bella pudiera, a pesar de todo su respeto por usted, ha­berse dejado llevar, al casarse, por consideraciones exclusi­vamente mundanas. No pensaba en otra multitud de razones y sentimientos que podían haberla decidido. ¡Por amor de Dios, no olvide eso!

—¡Qué interpretación caritativa! —exclamó Uriah mo­viendo la cabeza.

—Es que yo sólo lo consideraba desde mi punto de vista —continuó míster Wickfield—. Por todo lo que le es que­rido, amigo mío, le suplico que reflexione por sí mismo; me veo obligado a confesarle que no puedo por menos...

—No; es imposible, míster Wickfield. Una vez que ha lle­gado usted ahí...

—Me veo obligado a confesar —dijo míster Wickfield mi­rando a su asociado con expresión lastimosa y desolada— que he dudado de ella, que he creído que faltaba a sus deberes con usted, y si es necesario decirlo todo, a veces me ha preocu­pado mucho la idea de que Agnes le tenía cariño al ver lo que veía, o al menos lo que creía ver mi imaginación. Nunca se lo he dicho a nadie. Me hubiera guardado muy bien de insinuar siquiera la idea. Y por terrible que le resulte a usted oírlo —ter­minó míster Wickfield, vencido por la emoción—, si supiera lo que me duele decírselo tendría lástima de mí.

El doctor, en su gran bondad, te tendió la mano. Míster Wickfield la retuvo un momento entre las suyas y bajó tris­temente la cabeza.

—Lo que es seguro —dijo Uriah, que durante aquel tiempo se retorcía en silencio como una anguila— es que para todo el mundo es un asunto muy penoso. Pero puesto que hemos llegado tan lejos, me tomaré la libertad de hacer observar que Copperfield también se había percatado.

Me volví hacia él preguntándole cómo se atrevía a mez­clarme en ello.

—¡Oh!; es muy suyo, Copperfield; reconocemos toda su bondad; pero usted sabe que la otra tarde, cuando le he ha­blado de ello, me ha comprendido enseguida. Lo sabe usted, Copperfield, no lo niegue. Si lo niega usted, es con las mejo­res intenciones del mundo; pero no lo niegue; Copperfield.

Vi detenerse un momento en mi rostro la duke mirada del buen anciano y me di cuenta de que leería muy claramente en mis ojos la confesión de mis sospechas y de mis dudas. Era inútil decir lo contrario; no podia hacer nada, no podia contradecirme a mí mismo.

Todo el mundo se había callado. El doctor recorrió dos o tres veces la habitación; después se acercó al sitio donde es­taba su butaca, y apoyándose en el respaldo y enjugándose de vez en cuando las lágrimas, nos dijo, con una rectitud y sencillez que le hacían mucho más honor que si hubiera tra­tado de ocultar su emoción:

—Tengo mucho que reprocharme. Creo sinceramente que tengo mucho que reprocharme. He expuesto a la persona que más quiero a dificultades y sospechas de que sin mí no hu­biera sido nunca objeto.

Uriah Heep dejó oír una especie de relincho. Supongo que era para expresar su simpatía.

—Sin mí nunca hubiera estado mi Annie expuesta a se­mejantes sospechas. Soy viejo, caballeros, lo saben ustedes, y esta noche siento que ya no tengo lazos que me aten a la vida. Pero por mi vida respondo, sí, por mi vida, de la felici­dad y del honor de la querida mujer que ha sido el objeto de esta conversación.

No creo que entre los más nobles caballeros ni entre los tipos más bellos y románticos inventados por la imaginación de los pintores pudiera encontrarse un anciano capaz de ha­blar con una dignidad más conmovedova que el buen doctor.

—Pero —continuo— si antes he podido hacerme ilusio­nes sobre ello, ahora no puedo disimular que yo soy el único culpable de que haya caído Annie en los peligros de un ma­trimonio imprudente y funesto. No tengo la costumbre de observar lo que pasa a mi alrededor, y me veo obligado a creer que las observaciones de personas distintas en edad y posición, cuando todas han creído ver lo mismo, valen, na­turalmente, más que mi ciega confianza.

Yo había admirado a menudo, ya lo he dicho, el cariño con que trataba a su joven esposa; pero a mis ojos nada podia ser más conmovedor que la ternura respetuosa con que hablaba de eila en aquellas circunstancias, la noble seguridad con que arrojaba lejos de sí la más ligera duda sobre su fidelidad.

—Me he casado con esa mujer —continuó el doctor­ cuando casi era una niña, antes de que su carácter estuviera formado siquiera. Yo había contribuido a su educación. Co­nocía mucho a su padre y también a ella. Le había enseñado todo lo posible, por cariño a sus grandes dotes. Si la he he­cho daño, como creo, abusando sin darme cuenta de su agra­decimiento y de su afecto, le pido que me perdone desde el tondo de mi corazón.

Recorrió de nuevo la habitación y después volvió al mismo lugar; su mano temblorosa oprimía el sillón; su voz vibraba con una emoción contenida.

—Me consideraba respecto a ella como un refugio contra los peligros de la vida; me figuraba que a pesar de la desigual­dad de nuestras edades podría vivir tranquila y dichosa a mi lado. Pero no crean que he dejado de pensar en que un día la dejaría fibre, todavía bella y joven. únicamente esperaba que para entonces la dejaría con un criterio más formado para ha­cer su elección. Sí, señores, esta es la verdad, ¡por mi honor!

Su honrado rostro se animaba y rejuvenecía bajo la inspi­ración de tanta nobleza y generosidad. Había en cada una de sus palabras una fuerza y una grandeza que sólo la altura de aquellos sentimientos podía dar.

—Mi vida con ella ha sido muy dichosa. Hasta esta tarde, había bendecido constantemente el día en que había cometido con ella, sin darme cuenta, una injusticia tan grande.

So voz temblaba cada vez más. Se detuvo un momento, y después prosiguió:

—Una vez despierto de mi sueño (he sido siempre un po­bre soñador, de una manera o de otra, toda mi vida), com­prendo que quizá sea natural que piense con sentimiento en su antiguo amigo, en su camarada de la infancia. Quizá sea demasiado verdad que piensa en él con algo de tristeza, que piensa en lo que hubiera podido ser si yo nó me hubiera in­terpuesto. Durante esta hora dolorosa que acabo de pasar con ustedes he recordado y comprendido muchas cosas en las que no me había fijado antes. Pero, caballeros, recuerden que ni una palabra ni un soplo de duda debe manchar el nombre de esta mujen

Por un instante su mirada se encendió y su voz se ase­guró. Después se calló de nuevo, y por último prosiguió:

—Sólo me queda soportar con la mayor resignación que pueda el sentimiento de desgracia de que soy culpable. Ella es quien debía acusarme, y no yo a ella. Mi deber ahora es protegerla contra todo juicio temerario, juicio cruel del que ni mis amigos han estado libres. Cuanto más lejos vivamos del mundo más fácil me resultará esto. Y cuando llegue el día (que Dios, con su gran misericordia, hará que no tarde demasiado) en que la muerte la deje libre, cerraré los ojos después de haber contemplado su querido rostro con una confianza y un amor sin límites. Entonces la dejaré sin tris­teza libre para que viva más dichosa.

Las lágrimas me impedían verle; tanta bondad, tanta sen­cillez y fortaleza me conmovían hasta el fondo del corazón. Se dirigía hacia la puerta cuando añadió:

—Caballeros, les he enseñado mi corazón. Estoy seguro de que lo respetarán. Lo que hemos hablado esta noche no debe repetirse nunca. Wickfield, amigo mío, dame el brazo para subir.

Míster Wickfield acudió presuroso, y salieron lentamente sin cambiar una sola palabra. Uriah los seguía con los ojos.

—Y bien, míster Copperfield —dijo volviéndose hacia mí con benevolencia—. La cosa no ha resultado del todo como yo esperaba, pues el viejo sabio (¡qué hombre tan ex­celente!) es más ciego que un murciélago; pero, lo mismo da: a esta familia ya la he echado fuera del carro.

El sonido de su voz me hizo sentir tal acceso de rabia, que nunca lo he tenido igual antes ni después.

—¡Miserable! —exclamé— ¿Por qué pretende usted mezclarme en sus intrigas? ¿Cómo se ha atrevido hace un momento a acudir a mi testimonio? ¡Vil embustero! ¡Como si hubiéramos discutido juntos semejante cuestión!

Estábamos uno frente a otro. Leía claramente en su rostro su secreto triunfo; sabía que me había obligado a oírle úni­camente para desesperarme y que me había tendido expresa­mente un lazo. Era ya demasiado. Su flaca mejilla estaba a mi alcance, y le di tal bofetada, que mis dedos se estreme­cieron como si los hubiera metido en el fuego.

Él cogió la mano que le había golpeado, y permanecimos mucho rato mirándonos en silencio, lo bastante para que las huellas blancas que mis dedos habían impreso en su mejilla se transformaran en rojo violeta.

—Copperfield —dijo, por fin, con voz ahogada—, ¿se ha vuelto usted loco?

—¡Déjeme en paz! —dije arrancando mi mano de la suya— Déjeme en paz, perro; no le conozco.

—Verdaderamente —dijo poniéndose la mano sobre la mejilla dolorida—, por mucho que haga usted no podría por menos de reconocerme. ¿Sabe que es usted muy in­grato?

—Le he demostrado ya muchas veces todo lo que le despre­cio, y acabo de probárselo más claramente que nunca. ¿Por qué temer tratarle como se merece por miedo a que perjudique a los que le rodean? ¿No les hace ya todo el daño que puede?

Comprendió perfectamente esta alusión a los motivos que hasta entonces me habían obligado a moderarme. Pero creo que no hubiera llegado a hablarle así ni a castigarle con mi propia mano si no hubiera recibido aquella misma noche la seguridad de Agnes de que nunca sería suya.

Hubo de nuevo un largo silencio. Mientras me miraba, sus ojos parecían tomar los matices más repugnantes.

—Copperfield —me dijo separando la mano de su meji­lla—,siempre me ha hecho usted la contra. Sé que en casa de míster Wickfield siempre estaba usted en contra mía.,

—Puede usted creer lo que le parezca —le dije con có­lera—. Si no es verdad, peor para usted.

—Y, sin embargo, yo siempre le he querido, Copperfield —añadió.

No me digné a responderle y cogí mi sombrero para salir de la habitación; pero él vino a interponerse ante la puerta.

—Copperfield —me dijo—, para querellarse hay que ser dos, y yo no quiero ser uno de —ellos.

—¡Váyase al diablo!

—¡No diga eso! —contestó—. ¡Después lo sentirá! ¿Cómo puede ponerse tan por debajo de mí demostrándome un carác­ter tan malo? Pero le perdono.

—¡Me perdona! —repetí con desdén.

—Sí, y no puede usted impedírmelo —respondió Uriah—. ¡Cuando pienso que me ha atacado usted a mí, que siempre he sido para usted un amigo verdadero! Pero cuando uno no quiere dos no regañan, y yo no quiero. Quiero ser su amigo a pesar suyo. Ahora ya sabe usted mis sentimientos y lo que debe esperar de ellos.

Estábamos obligados a bajar la voz para no turbar el si­lencio de la casa a aquella hora avanzada, y su voz era humilde; pero la mía no, y la necesidad de contenerme no me ayuda nada a mejorar de humor; sin embargo, mi cólera em­pezaba a calmarse. Le dije sencillamente que esperaba de él lo que había esperado siempre y que nunca me había enga­ñado. Después abrí la puerta por encima de su hombro, como si hubiera querido aplastarlo contra la pared, y salí de la casa. Pero él también dormía fuera, en las habitaciones de su madre, y no había dado cien pasos cuando le oí andar de­trás de mí.

—Sabe usted muy bien, Copperfield —me dijo inclinán­dose hacia mí, pues yo ni siquiera volví la cabeza—, sabe usted muy bien que se ha puesto en mala situación.

Era verdad, y eso me irritaba todavía más.

—Por mucho que haga, nunca será una acción honrosa, y usted no me puede impedir que le perdone. No pienso hablar de ello a mi madre ni a nadie en el mundo. Estoy decidido a perdonarle; pero me sorprende que haya podido levantar us­ted la mano contra una persona a quien sabe tan humilde.

Me parecía que yo era casi tan despreciable como él. Me co­nocía mejor que yo mismo. Si se hubiera quejado amargamente o si hubiera tratado de exasperarme, me hubiera tranquilizado y justificado a mis propios ojos; pero me quemaba a fuego lento, y estuve así en el asador más de la mitad de la noche.

Al día siguiente, cuando salí, la campana llamaba a la iglesia; Uriah se paseaba de arriba abajo con su madre. Me habló como si no hubiera sucedido nada, y no tuve más re­medio que contestarle. Le había pegado tan fuerte que, se­gún creo, tenía un buen dolor de muelas. El caso es que lle­vaba el rostro envuelto en un pañuelo de seda negra y el sombrero encaramado encima, lo que no le embellecía mu­cho que digamos. Al día siguiente por la mañana supe que había tenido que it a Londres a sacarse una muela. Espero que fuese una de las mayores.

El doctor nos había mandado decir que no se encontraba bien, y permaneció solo durante la mayor parte del tiempo que duró nuestra estancia. Hacía ya una semana que habían partido Agnes y su padre cuando reanudamos nuestro tra­bajo de costumbre. La víspera del día en que volvimos a po­nernos manos a la obra, el doctor me entregó él mismo una cartita sin cerrar, donde me suplicaba, en los términos más afectuosos, que nunca hiciera la menor alusión a la conver­sación que había tenido lugar unos días antes. Yo se lo había contado a mi tía, pero a nadie más. Era una cuestión que no podía discutir con Agnes; y ella seguramente no tenía ni la más ligera sospecha de lo que había sucedido.

Mistress Strong tampoco sospechaba nada, estoy conven­cido. Muchas semanas transcurrieron antes de que yo viera en ella el menor cambio. Fue viniendo lentamente, como una nube cuando no hace viento. En primer lugar pareció sorprenderse de la tierna compasión con que el doctor le ha­blaba y del deseo que expresó de que viniera su madre a acompañarla, para romper así un poco la monotonía de su vida. A menudo, cuando estábamos trabajando y ella se sen­taba a nuestro lado, la veía detener su mirada en el doctor con aquella expresión inolvidable. Y algunas veces la veía levantarse y salir de la habitación con los ojos llenos de lá­grimas. Poco a poco una sombra de tristeza se extendió so­bre su bello rostro, y aquella tristeza aumentaba cada día. Mistress Markleham se había instalado en casa; pero ha­blaba tanto, que no tenía tiempo de observar nada.

A medida que Annie cambiaba (ella, que era antes como un rayo de sol en casa del doctor) el doctor parecía cada vez más viejo y más grave; pero la dulzura de su carácter, la tranquila bondad de sus modales y su cariñosa solicitud con ella habían aumentado, si es que era posible. Una vez, la ma­ñana del día de cumpleaños de su mujer, acercándose a la ventana donde ella estaba sentada mientras trabajábamos (an­tes tenía siempre la costumbre de ponerse allí; pero ahora, cuando lo hacía, era con una timidez a indecisión que me apretaba el corazón), cogió la cabeza de Annie con las dos manos, la besó y se alejó rápidamente para ocultar su emo­ción. La vi quedarse inmóvil como una estatua en el sitio en que la había dejado; después, cruzando las manos, bajó la cabeza y se puso a llorar con angustia.

Algunos días más tarde me parecía que deseaba hablarme en los momentos en que estábamos solos; pero nunca me dijo una palabra. El doctor inventaba siempre alguna nueva diversión para alejarla de casa, y su madre, a quien le gus­taba mucho divertirse, mejor dicho, era lo único que le gustaba en el mundo, se unía a él de todo corazón y no esca­timaba los elogios a su yerno. En cuanto a Annie, se dejaba llevar donde querían, con expresión triste y abatida; pero no parecía disfrutar con nada.

Yo no sabía qué pensar. Mi tía, tampoco, y estoy seguro de que aquella incertidumbre la hizo andar más de treinta le­guas en su habitación. Lo más extraño es que la única per­sona a quien parecía tranquilizar un poco aquella pena inte­rior y misteriosa era míster Dick.

Me hubiera sido completamente imposible, y quizá tam­bién a él mismo, el explicar lo que pensaba de todo aquello; pero, como ya he dicho al contar mi vida de colegial, su ve­neración por el doctor no tenía límites; y hay en un afecto verdadero, aunque sea por parte de un animal, un instinto sublime y delicado que supera a la inteligencia más elevada. Míster Dick tenía lo que podríamos llamar inteligencia del corazón, y con ella percibía algunos rayos de la verdad.

Había recobrado la costumbre, en sus horas de descanso, de recorrer el jardincillo con el doctor, lo mismo que años antes recorría con él la larga avenida del jardín de Canter­bury. Pero cuando las cosas llegaron a aquel estado, no sólo dedicó sus horas de descanso completas a los paseos, sino que hasta las aumentó levantándose más temprano. Antes nunca se consideraba tan dichoso como cuando el doctor le leía su maravillosa obra, el diccionario; ahora era verdadera­mente desgraciado hasta que el doctor no lo sacaba de su bolsillo para reanudar la lectura. Mientras el doctor y yo tra­bajábamos había tomado la costumbre de pasearse con mis­tress Strong, le ayudaba a cuidar sus flores predilectas y a limpiar sus macizos. Estoy seguro de que no cruzaban más de doce palabras por hora; pero su sereno interés, su afec­tuosa mirada, encontraban un eco dispuesto en los dos cora­zones; cada uno de ellos sabía que el otro quería a míster Dick y que él los quería a los dos; y así llegó a ser lo que na­die podia ser...: un motivo de unión entre ellos.

Cuando lo recuerdo y lo veo con su rostro inteligente, pero impenetrable, arriba y abajo al lado del doctor, radiante, oyendo las palabras incomprensibles del diccionario, o lle­vándole a Annie inmensas regaderas, o a cuatro patas y con guantes fabulosos para limpiar, con una paciencia de ángel, las plantitas microscópicas, haciendo comprender delicada­mente a mistress Strong con cada uno de sus actos el deseo de serie agradable, con una bondad que ningún filósofo hu­biera podido igualar; haciendo salir por cada agujerito de su regadera su simpatía, su fidelidad y su afecto; cuando pienso que en aquellos momentos su alma estaba entregada a la pena de sus amigos y no se extraviaba en sus antiguas locu­ras, y que no introdujo ni una sola vez en el jardín al desgra­ciado rey Carlos; que no desfalleció un momento en su buena voluntad agradecida; que no olvidaba ni un momento que allí debía de haber un equívoco que reparar, me siento casi avergonzado de haber podido creer que no tenía siem­pre toda la razón, sobre todo si pienso en el use que yo hacía de la mía, yo, que presumo de no haberla perdido.

—¡Nadie más que yo sabe lo que vale este hombre, Trot! —me decía con orgullo mi tía cuando hablábamos de él—. ¡Dick se distinguirá algún día!

Es necesario que antes de terminar este capítulo pase a otro asunto. Mientras el doctor tenía todavía a sus huéspe­des en su casa, pude observar que el cartero traía todos los días dos o tres cartas a Uriah Heep, que permaneció en Highgate tanto tiempo como los demás, bajo pretexto de que era época de vacaciones; cartas de negocios firmadas por mister Micawber, que había adoptado la redondilla para los negocios. Y yo había deducido con gusto, por aquellos indicios, que a míster Micawber le iba bien; por lo tanto, me sorprendió mucho recibir un día la carta siguiente, de su amable esposa:

«Canterbury, lunes por la noche.

Le sorprenderá mucho, mi querido Copperfield, re­cibir esta carta. Quizá le sorprenda todavía más su contenido, y quizá más todavía la súplica de secreto absoluto que le dirijo; pero, en mi doble calidad de es­posa y madre, tengo necesidad de desahogar mi cora­zón, y como no quiero consultar a mi familia (siempre poco favorable a míster Micawber), no conozco a na­die a quien poder dirigirme con mayor confianza que a mi amigo y antiguo huésped.

Quizá sepa usted, mi querido míster Copperfield, que había existido siempre una completa confianza entre míster Micawber y yo (a quien no abandonaré jamás). No digo que mister Micawber no haya fir­mado a veces una letra sin consultarme ni me haya en­gañado sobre la fecha de su cumplimiento. Es posi­ble; pero, en general, míster Micawber no ha tenido nada oculto para el jirón de su afecto (hablo de su mu­jer), y siempre a la hora de nuestro reposo ha recapi­tulado ante ella los sucesos de la jornada.

Puede usted figurarse, mi querido míster Copper­field, toda la amargura de mi corazón cuando le diga que mister Micawber ha cambiado por completo. Se hace el reservado, el discreto. Su vida es un misterio para la compañera de sus alegrías y de sus penas (es también a su mujer a quien me refiero), y puedo asegurarle que estoy tan poco al corriente de lo que hace durante el día en su oficina como de la existencia de ese hombre milagroso del que se cuenta a los niños que vivía de chupar las paredes. Es más, de ese se sabe que es una fábula popular, mientras que lo que yo cuento de míster Micawber es demasiado verdad, desgraciadamente.

Y no es eso todo: míster Micawber está triste, se­vero; vive alejado de nuestro hijo mayor, de nuestra hija; ya no habla con orgullo de los mellizos, y hasta lanza una mirada glacial sobre el inocente extraño que ha venido últimamente a aumentar el círculo de fami­lia. Sólo obtengo de él, a costa de las mayores dificul­tades, los recursos pecuniarios indispensables para mis gastos, muy reducidos, se lo aseguro; sin cesar me amenaza con hacerse despedir (es su expresión) y rechaza con barbarie el darme la menor explicación de una conducta que me desespera.

Es muy duro de soportar; mi corazón se rompe. Si usted quisiera darme su opinión añadiría un agradeci­miento más a todos los que ya le debo. Usted conoce mis débiles recursos; dígame cómo puedo emplearlos en una situación tan equívoca. Mis niños me encargan mil ternuras; el pequeño extraño, que tiene la felici­dad, ¡ay!, de ignorarlo todavía todo, le sonríe, y yo, mi querido míster Copperfield, soy

Su afligida amiga,

EMMA MICAWBER.»

Yo no me creía con derecho para dar a una mujer tan llena de experiencia como mistress Micawber otro consejo que el de tratar de reconquistar la confianza de mister Mi­cawber a fuerza de paciencia y de bondad (estoy seguro que no dejaría de hacerlo); sin embargo, aquella carta me dio que pensar.

CAPÍTULO III. OTRA MIRADA RETROSPECTIVA

Dejadme detenerme de nuevo en un momento tan memo­rable de mi vida. Dejadme detenerme para ver desfilar ante mí, en una procesión fantástica, la sombra de lo que fui, es­coltado por los fantasmas de los días que pasaron.

Las semanas, los meses, las estaciones transcurren, y ya no me aparecen más que como un día de verano y una tarde de invierno. Tan pronto el prado que piso con Dora está todo en flor y es un tapiz estrellado de oro, como estarnos en una bruma árida, envuelta bajo montes de nieve. Tan pronto el río que corre a lo largo de nuestro paseo de domingo des­lumbra con los rayos del sol de verano, como se estremece bajo el soplo del viento de invierno y se endurece al con­tacto de los bosques de hielo que invaden su curso, y se lama y se precipita al mar más deprisa que podría hacerlo ningún otro río del mundo.

En la casa de las dos ancianas no ha cambiado nada. El reloj hace tictac encima de la chimenea y el barómetro está colgado en el vestíbulo. Ni el reloj ni el barómetro van bien nunca; pero la fe nos salva.

¡Llego a mi mayoría de edad! ¡Tengo veintiún años! Pero es esa una dignidad que está al alcance de todo el mundo. Veamos antes lo que he hecho por mí mismo. He apresado el ante salvaje que llaman taquigrafía y saco de ello bastante dinero; hasta he adquirido una gran reputación en esa espe­cialidad y pertenezco a los dote taquígrafos que recogen los debates del Parlamento para un periódico de la mañana. To­das las noches tomo nota de predicciones que no se cumpli­rán nunca; de profesiones de fe a las que nadie es fiel; de ex­plicaciones que no tienen otro objeto que engañar al público.

Ya sólo veo fuego. Gran Bretaña, esa desgraciada virgen que se pone en tantas salsas, la veo siempre ante mí como un ave guisada bien desplumada y bien cocida, atravesada de parte a parte con los hierros y atada con un cordón rojo. Por todo esto soy un incrédulo, y nadie podrá convertirme.

Mi buen amigo Traddles ha intentado el mismo trabajo; pero no sirve para él. Y toma su fracaso con el mejor humor del mundo, diciéndome que siempre ha tenido la cabeza dura. Los editores de mi periódico lo emplean a veces para recoger hechos, que dan después a otros para que sean rees­critos de un modo más hábil. Entra en el foro, y a fuerza de paciencia y de trabajo llega a reunir las cien libras esterlinas para ofrecerlas a un procurador cuyo estudio frecuenta. Y se consume buena cantidad de vino de Oporto el día de su en­trada. Creo que los estudiantes del Templo se premiaron bien a su costa aquel día.

He hecho otra tentativa: he intentado el oficio de escritor. He enviado mi primer ensayo a una revista, que lo ha publi­cado. Esto me ha dado valor y he publicado algunos otros trabajos, que ya empiezan a darme dinero. En todo mis ne­gocios marchan bien, y si cuento lo que gano con los dedos de mi mano, paso del tercero, deteniéndome a la mitad del cuarto. Trescientas cincuenta libras esterlinas no son grano de anís.

Hemos abandonado Buckingham Street para instalarnos en una linda casa cercana a la que me gustaba tanto. Mi tía ha vendido su casa de Dover; pero no piensa vivir con noso­tros; quiere instalarse en una casa de la vecindad más mo­desta que la nuestra. ¿Qué quiere decir esto? ¿Se tratará de mi matrimonio? ¡Sí, seguro!

¡Sí! ¡Me caso con Dora! Miss Lavinia y miss Clarissa han dado su consentimiento, y no he visto en mi vida canarios más inquietos que ellas. Miss Lavinia es la encargada del trousseau de mi querida pequeña Dora, y no para de abrir una multitud de paquetes grises. Hay en la casa a todas horas una costurera que siempre está con el pecho atravesado por una aguja, come y duerme en la casa, y verdaderamente creo que estará con el dedal puesto hasta para comer, beber y dormir. Tienen a mi pequeña Dora como un verdadero ma­niquí. Siempre la están llamando para probarse algo. Por la tarde no podemos estar juntos cinco minutos sin que alguna mujer inoportuna venga a llamar a la puerta:

—Miss Dora, ¿podría usted hacer el favor de subir un mo­mento?

Miss Clarissa y mi tía se dedican a recorrer todas las tien­das de Londres para nuestro mobiliario, y después nos lle­van a verlo. Pero mejor sería que lo eligieran solas, sin obli­garnos a Dora y a mí a que lo inspeccionemos, pues al it a ver las cacerolas para la cocina, Dora ve un pabelloncito chino para Jip, con sus campanitas en lo lato, y prefiere comprarlo. Después Jip no consigue acostumbrarse a su nueva residencia, pues no puede entrar ni salir en ella sin que las campanitas suenen, lo que le asusta de un modo ho­rrible.

Peggotty llega también para ayudar, y enseguida pone manos a la obra. Frota todo lo frotable hasta que lo ve relu­cir, quieras que no, como su frente lustrosa. Y de vez en cuando me encuentro a su hermano vagando solo por las no­ches a través de las calles sombrías, deteniéndose a mirar to­das las mujeres que pawn. Nunca le hablo cuando me le en­cuentro a esas horas, porque sé demasiado, cuando le veo grave y solitario, lo que busca y lo que teme encontrar.

¿Por qué Traddles se da tanta importancia esta mañana al venir a buscarme al Tribunal de Doctores, donde voy todavía alguna vez cuando tengo tiempo? Es que mis sueños van a realizarse; hoy voy a sacar mi licencia de matrimonio.

Nunca un documento tan pequeño ha representado tantas cosas, y Traddles lo contempla encima de mi pupitre con ad­miración y con espanto. Los nombres están dulcemente mezclados: David Copperfield y Dora Spenlow; y en un rincón, el timbre de aquella paternal institución que se interesa con tanta benevolencia en las ceremonias de la vida humana, y el arzobispo de Canterbury que nos da su bendición, tam­bién impresa, al precio más barato posible.

Pero todo esto es un sueño para mí, un sueño agitado, di­choso, rápido. No puedo creer que sea verdad; sin embargo, me parece que todos los que encuentro en la calle deben darse cuenta de que me caso pasado mañana. El delegado del arzo­bispo me reconoce cuando voy a prestar juramento y me trata con tanta familiaridad como si hubiera entre nosotros algún lazo de masonería. Traddles no me hace ninguna falta; sin embargo, me acompaña a todas partes como mi sombra.

—Espero, amigo mío —le dije a Traddles—, que la pró­xima vez vengas aquí por tu propia cuenta, y que sea muy pronto.

—Gracias por tus buenos deseos, mi querido Copperfield —respondió—; yo también lo espero. Y por lo menos es una satisfacción el saber que me esperará todo lo que sea necesa­rio y que es la criatura más encantadora del mundo.

—¿A qué hora vas a esperarla en la diligencia esta tarde?

—Alas siete —dijo Traddles mirando su viejo reloj de plata, aquel reloj al que en la pensión había quitado una rueda para hacer un molino—. Miss Wickfield llega casi a la misma hora, ¿no?

—Un poco más tarde: a las ocho y media.

—Te aseguro, querido mío —me dijo Traddles—, que es­toy casi tan contento como si me fuera a casar yo, y además no sé cómo darte las gracias por la bondad con que has aso­ciado personalmente a Sofía a esta fiesta invitándola a ser dama de honor con miss Wickfield. ¡Te lo agradezco más!...

Le escucho y le estrecho la mano. Charlamos, nos pasea­mos y comemos. Pero yo no creo una palabra de nada; estoy seguro de que es un sueño.

Sofía llega a casa de las tías de Dora a la hora fijada. Tiene un rostro encantador; no es una belleza, pero es extraordinariamente atractiva; nunca he visto una persona más natural, más franca, más atrayente. Traddles nos la presenta con orgullo, y durante diez minutos se restriega las manos delante del reloj, con los cabellos erizados en su cabeza de lobo, mientras le felicito por su elección.

También Agnes ha llegado de Canterbury, y volvemos a ver entre nosotros su bello y dulce rostro. Agnes siente mu­cha simpatía por Traddles, y me da gusto verlos encontrarse y observar cómo Traddles está orgulloso de presentársela a la chica más encantadora del mundo.

Pero sigo sin creer una palabra de todo esto. ¡Siempre un sueño! Pasamos una velada deliciosa; somos dichosos; no me falta más que creer en ello. Ya no sé dónde estoy; no puedo contener mi alegría. Me encuentro en una especie de somnolencia nebulosa, como si me hubiera levantado muy temprano hace quince días y no hubiera vuelto a acostarme. No puedo recordar si hace mucho tiempo que era ayer. Me parece que hace ya meses y que he dado la vuelta al mundo con una licencia de matrimonio en el bolsillo.

Al día siguiente, cuando vamos todos juntos a ver la casa, la nuestra, la de Dora y mía, no sé hacerme a la idea de que yo soy el propietario. Me parece que estoy con permiso de alguien, y espero al verdadero dueño de la casa, que apare­cerá dentro de un momento diciéndome que tiene mucho gusto en recibirme. ¡Una casa tan bonita! ¡Todo tan alegre y tan nuevo! Las flores del tapiz parece que se abren, y las ho­jas del papel parece que acaban de brotar en las ramas. ¡Y las coronas de muselina blanca y los muebles rosa! ¡Y el sombrero de jardín de Dora, con lazos azules, ya colgado en la percha! ¡Tenía uno exactamente igual cuando la vi por primera vez! La guitarra está ya colocada en su sitio, en un rincón, y todo el mundo tropieza con la pagoda de Jip, que es demasiado grande para la casa.

Otra velada dichosa, un sueño más, como todo. Me des­lizo en el comedor antes de marcharme, como siempre. Dora no está. Supongo que estará ahora también probándose algo. Miss Lavinia asoma la cabeza por la puerta y me anuncia con misterio que no tardará mucho. Sin embargo, tarda; por fin oigo el ruido de una falda en la puerta; llaman.

Digo: «Entre». Vuelven a llamar. Voy a abrir la puerta, sorprendido de que no entren, y veo dos ojos muy brillantes y una carita ruborosa: es Dora. Miss Lavinia le ha puesto el traje de novia, con cofia y todo, para que yo lo vea. Estrecho a mi mujercita contra mi corazón, y miss Lavinia lanza un grito porque lo arrugo. Y Dora ríe y llora a la vez al verme tan contento; pero cada vez creo menos en todo.

—¿Te parece bonito, mi querido Doady? —me dice Dora.

—¿Bonito? ¡Ya lo creo que me parece bonito!

—¿Y estás seguro de quererme mucho? —dice Dora.

Esta pregunta pone en tal peligro la cofia, que miss Lavi­nia lanza otro gritito y me advierte que Dora está allí úni­camente para que la mire; pero que bajo ningún pretexto puedo tocarla. Dora permanece ante mí encantadora y con­fusa, mientras la admiro. Después se quita la cofia (¡qué na­tural y qué bien está sin ella!) y se escapa; luego vuelve sal­tando con su traje de todos los días y le pregunta a Jip si tengo yo una mujercita guapa y si perdona a su amita el que se case, y por última vez en su vida de muchacha se arrodi­lla para hacerle sostenerse en dos patas encima del libro de cocina.

Me voy a acostar, más incrédulo que nunca, en una habi­tación que tengo allí cerca. Y al día siguiente, muy tem­prano, me levanto para it a Highgate a buscar a mi tía.

Nunca la he visto así. Con un traje de seda gris y con un sombrero blanco. Está soberbia. La ha vestido Janet, y está allí mirándome. Peggotty está ya preparada para la iglesia y cuenta con verlo todo desde lo alto de las tribunas. Míster Dick, que hará las veces de padre de Dora y me la dará por mujer al pie del altar, se ha hecho rizar el cabello. Traddles, que ha venido a buscarme, me deslumbra por la brillante mezcla de color crema y azul cielo; míster Dick y él me ha­cen el efecto de estar enguantados de la cabeza a los pies.

Sin duda, veo así las cosas porque sé que son siempre así; pero no deja de parecerme un sueño, y todo lo que veo no tiene nada de real. Sin embargo, mientras nos dirigimos a la iglesia, en calesa descubierta, este matrimonio fantástico es lo bastante real para llenarme de una especie de compasión por los desgraciados que no se casan como yo, y que siguen barriendo delante de sus tiendas o yendo hacia su trabajo ha­bitual.

Mi tía, durante todo el camino, tiene mi mano entre las suyas. Cuando nos detenemos a cierta distancia de la iglesia para que baje Peggotty, que ha venido en el pescante, me abraza muy fuerte.

—¡Que Dios te bendiga, Trot! No podría querer más a mi propio hijo, y hoy por la mañana estoy recordando mucho a tu madre, la pobrecilla.

—Y yo también, y todo lo que te debo, querida tía.

—¡Bah!, ¡bah! —dijo mi tía.

Y en el exceso de su cariño tendió la mano a Traddles; Traddles se la tendió a míster Dick, que me la tendió a mí, y yo a mi vez a Traddles; por fin, ya estamos en la puerta de la iglesia.

La iglesia está muy tranquila; pero para tranquilizarme a mí sería necesaria una máquina de fuerte presión; estoy de­masiado emocionado. Todo lo demás me parece un sueño más o menos incoherente.

Y sigo soñando que entran con Dora; que la mujer de los bancos nos alinea delante del altar como un sargento; sueño que me pregunto por qué esas mujeres serán siempre tan agrias. El buen humor será un peligro tan grande para el sen­timiento religioso que serán necesarias esas copas de hiel y de vinagre en el camino del paraíso.

Sueño que el pastor y su ayudante aparecen, que algunos marineros y otras personas vienen a vagar por allí, que tengo tras de mí a un marino viejo que perfuma toda la iglesia con un fuerte olor a ron, que empiezan el servicio con una voz profunda y que todos estamos muy atentos.

Que miss Lavinia, que hace de dama de honor suplemen­taria, es la primera que se echa a llorar, haciendo homenaje con sus sollozos, según pienso, a la memoria de míster Pid­ger; que miss Clarissa le acerca a la nariz su frasco de sales; que Agnes cuida de Dora; que mi tía hace todo lo que puede para tener un aspecto imponente, mientras las lágrimas co­rren a lo largo de sus mejillas; que mi pequeña Dora tiembla con todos sus miembros y que se le oye murmurar muy dé­bilmente sus respuestas.

Que nos arrodillamos uno al lado del otro; que Dora tiem­bla un poco menos, pero que no suelta la mano de Agnes; que el oficio continúa severo y tranquilo; que cuando ha terminado nos miramos a través de nuestras lágrimas y sonrisas; que en la sacristía mi querida mujercita solloza, llamando a su querido papá, a su pobre papá.

Que pronto se repone y firmamos en el gran libro uno des­pués de otro; que voy a buscar a Peggotty a las tribunas para que venga también a firmar, y que me abraza en un rincón, diciéndome que también vio casarse a mi pobre madre; que todo ha terminado, y que nos marchamos.

Que salgo de la iglesia radiante de alegría, dando el brazo a mi encantadora esposa; que veo a través de una nube los rostros amigos, el coro, las tumbas y los bancos, el órgano y las vidrieras de la iglesia, y que a todo esto viene a mezclarse el recuerdo de la iglesia donde iba con mi madre cuando era niño, ¡ay!, hace ya tanto tiempo.

Que oigo decir bajito a los curiosos, al vernos pasar: «¡Vaya una parejita joven!». «¡Qué casadita tan linda!» Que todos estamos contentos y eufóricos mientras volvemos a Putney; que Sofía nos cuenta cómo ha estado a punto de po­nerse mala cuando han pedido a Traddles la licencia que yo le había confiado, pues estaba convencida de que la habría perdido o se la habrían robado del bolsillo; que Agnes reía con todo su corazón, y que Dora la quiere tanto, que no puede separarse de ella y la tiene cogida de la mano.

Que hay preparado un almuerzo apetitoso con una multi­tud de cosas bonitas y buenas, que como sin darme cuenta de a qué saben (es natural cuando se sueña); que sólo como y bebo matrimonio, pues no creo en la realidad de los co­mestibles más que en la de lo demás.

Que suelto un discurso en el género de los sueños, sin te­ner la menor idea de lo que quiero decir, y hasta estoy con­vencido de que no he dicho nada; que somos sencilla y natu­ralmente todo lo dichosos que se puede ser, en sueños, claro está; que Jip come del pastel de bodas, lo que al cabo de un rato no le sienta muy bien.

Que la silla de postas nos espera; que Dora va a cambiar de traje; que mi tía y miss Clarissa se quedan con nosotros; que nos paseamos por el jardín; que mi tía, en el almuerzo, ha hecho un verdadero discurso sobre las tías de Dora, y que está encantada y hasta un poco orgullosa de su hazaña.

Que Dora está dispuesta; que miss Lavinia revolotea a su alrededor con sentimiento de perder el encantador juguete que le ha proporcionado durante algún tiempo una ocupa­ción tan agradable; que, con gran sorpresa, Dora descubre a cada momento que se le olvidan una cantidad de pequeñas cosas, y que todo el mundo corre de un lado a otro para bus­cárselas.

Que rodean a Dora y ella empieza a despedirse; que pare­cen todas reunidas una cesta de flores con sus cintas nuevas y sus colores alegres; que casi ahogan a mi querida esposa en medio de todas aquellas flores que la abrazan, y que, al fin, viene a lanzarse en mis brazos celosos riendo y llorando a la vez.

Que yo quiero llevar a Jip, que nos tiene que acompañar, y que Dora dice que no, que tiene que ser ella quien lo lleve, sin lo cual creerá que ya no le quiere porque está casada, lo que le rompería el corazón; que salimos del brazo; que Dora se vuelve para decir: «¡Si alguna vez he sido antipática o in­grata con vosotros, no lo recordéis, os los ruego! », y que se echa a llorar.

Que dice adiós con la manita, y que por enésima vez va­mos a partir; que se detiene de nuevo, se vuelve y corre ha­cia Agnes, pues quiere darle sus últimos besos y dirigirle su última despedida.

Por fin estamos en el coche uno al lado del otro. Ya he­mos partido. Salgo de un sueño; ahora ya creo en ello. Sí; es mi querida, mi querida mujercita la que está a mi lado, ¡y la quiero tanto!

—¿Eres dichoso ahora, malo —me dice Dora—, y estás seguro de que no te arrepentirás?

Me he retirado a un lado para ver desfilar ante mí los fan­tasmas de aquellos días que pasaron. Ahora que han desapa­recido, reanudo el viaje de mi vida.

CAPÍTULO IV. NUESTRA CASA

Me parecía una cosa extraña una vez pasada la luna de mil y cuando nos quedamos solos en nuestra casita Dora y yo, libres ya de la deliciosa ocupación del amor.

¡Me parecía tan extraordinario el tener siempre a Dora a mi lado; me parecía tan extraño no tener que salir de casa para it a verla, no tener que preocuparme por su causa ni que escribirle, no tener que devanarme los sesos para encontrar ocasión de estar solo con ella! A veces, por la noche, cuando dejaba un momento mi trabajo y la veía sentada frente a mí, me apoyaba en el respaldo de mi silla y empezaba a pensar en lo raro que era que estuviéramos allí solos, juntos, como si fuera la cosa más natural el que ya nadie tuviera que mez­clarse en nuestros asuntos; que toda la novela de nuestro no­viazgo estaría pronto lejana; que ya no teníamos más que tratar de hacernos felices mutuamente, gustarnos toda la vida.

Cuando había en la Cámara de los Comunes algún debate que me retrasaba, me parecía tan extraordinario, al tomar el camino de casa, pensar que Dora me esperaba; me parecía tan maravilloso verla sentarse con dulzura a mi lado para ha­cerme compañía mientras comía. Y saber que se cogía todo el pelo con papelitos, es más, vérselos poner todas las no­ches, ¿no era una cosa extraordinaria?

Creo que dos pajarillos hubieran sabido tanto como noso­tros sobre cómo llevar una casa, ¡mi pequeña Dora y yo! Te­níamos una criada y, como es natural, ella lo manejaba todo. Todavía estoy convencido interionnente de que debía de ser alguna hija disfrazada de mistress Crupp. ¡Cómo nos amar­gaba la vida Mary Anne!

Se llamaba Paragon. Cuando la tomamos a nuestro servi­cio nos aseguraron que aquel nombre sólo expresaba débil­mente todas sus cualidades; era el parangón de todas las vir­tudes. Tenía un certificado escrito más grande que un cartel, y a dar crédito a aquel documento sabía hacer todo lo del mundo, y todavía más. Era una mujer en la fuerza de la edad, de fisonomía repulsiva. Tenía un primo en el regimiento de la Guardia, de tan largas piernas, que parecía ser la sombra de algún otro visto al sol a las doce del día. Su traje era tan pequeño para él como él era grande para nuestra casita, y la hacía parecer diez veces más pequeña de lo que era en reali­dad. Además, los tabiques eran sencillos, y siempre que pa­saba la tarde en casa lo sabíamos por una especie de gruñido continuo que oíamos en la cocina.

Nos habían garantizado que nuestro tesoro era sobrio y honrado. Por lo tanto, supongo que tendría un ataque de nervios el día que la encontré tirada delante del fogón y que se­ría el trapero el que no se había apresurado a devolver las cucharillas de té que nos faltaban.

Además le teníamos un miedo horrible. Sentíamos nues­tra inexperiencia y no estábamos en estado de salir adelante; diría que estábamos a su merced si la palabra merced no diera la sensación de indulgencia, pues era una mujer sin piedad. Ella fue la causa de la primera disputa que tuve con Dora.

—Querida mía —le dije un día—, ¿crees que Mary Anne entiende el reloj?

—¿Por qué, Doady? —me preguntó Dora levantando ino­centemente la cabeza.

—Amor mío, porque son las cinco, y debíamos comer a las cuatro.

Dora miró al reloj con un airecito de inquietud a insinuó que creía que aquel reloj se adelantaba.

—Al contrario, querida —le dije mirando mi reloj—, se retrasa unos minutos.

Mi mujercita vino a sentarse encima de mis rodillas para tratar de contentarme y me hizo una rays con el lápiz en me­dio de la nariz: era encantador, pero aquello no me daba de comer.

—¿No crees, vida mía, que debías decirle algo a Mary Anne?

—¡Oh, no!; te lo ruego, Doady —exclamó Dora..

—¿Por qué no, amor mío? —le pregunté con dulzura.

—¡Oh!, porque yo sólo soy una tontuela, y ella lo sabe muy bien.

Como aquellos sentimientos me parecían incompatibles con la necesidad de regañar a Mary Anne, fruncí las cejas.

—¡Oh, qué arruga tan horrible en la frente, malo! —dijo Dora, todavía sentada en mis rodillas.

Y señaló aquellas odiosas arrugas con su lápiz, que lle­vaba a sus labios rosas para que marcara más negro; después hacía como que trabajaba tan seriamente en mi frente, con una expresión tan cómica, que me eché a reír, a pesar de to­dos mis esfuerzos.

—¡Así me gusta, eres un buen muchacho! —dijo Dora—. Estás mucho más guapo cuando te ríes.

—Pero, amor mío...

—¡Oh, no, no, te lo ruego! —exclamó Dora abrazán­dome—. No hagas el Barba Azul, no pongas esa expresión seria.

—Pero, mi querida mujercita —le dije—sin embargo, es necesario ponerse serio alguna vez. Ven a sentarte en esta silla a mi lado. Dame el lápiz. Vamos a hablar de un modo razonable. ¿Sabes, querida mía (¡qué manita tan dulce para tener entre las mías y qué precioso anillo para ver en el dedo de mi recién casada!), sabes, querida: te parece muy agradable verse obligado a marcharse sin comer? Vamos, ¿qué piensas?

—No —respondió débilmente Dora.

—Pero, querida mía, ¡cómo tiemblas!

—Porque sé que vas a regañarme —exclamó Dora en un tono lamentable.

—Querida mía, sólo voy a tratar de hablarte de un modo razonable.

—¡Oh!, pero eso es peor que regañar—exclamó Dora, desesperada—. Yo no me he casado para que me hablen ra­zonablemente. Si quieres razonar con una pobre cosita como yo, hubieras debido avisármelo. ¡Eres malo!

Traté de calmarla; pero se ocultó el rostro, y sacudía de vez en cuando sus bucles diciendo: «¡Oh, eres malo!». Yo no sabía qué hacer; me puse a recorrer la habitación, y des­pués me acerqué a ella.

—¡Dora, querida mía!

—No, no me quieres, y estoy segura de que te arrepientes de haberte casado; si no, no me hablarías así.

Aquel reproche me pareció tan inconsecuente, que tuve valor para decirle:

—Vamos, Dora mía, no seas niña; estás diciendo cosas que no tienen sentido. Seguramente recordarás que ayer me tuve que marchar a medio comer, y que la víspera el cordero me hizo daño porque estaba crudo y lo tuve que tomar co­rriendo; hoy no puedo comer, en absoluto, y no digo nada del tiempo que hemos esperado el desayuno; y después, el agua para el té ni siquiera hervía. No es que te haga repro­ches, querida mía; pero todo eso no es muy agradable.

—¡Oh, qué malo, qué malo eres! ¿Cómo puedes decirme que soy una mujer desagradable?

—Querida Dora, ¡sabes que nunca he dicho eso!

—Has dicho que todo esto no era muy agradable.

—He dicho que la manera con que llevábamos la casa no era agradable.

—¡Pues es lo mismo! —exclamó Dora.

Y evidentemente lo creía, pues lloraba con amargura.

Di de nuevo algunos pasos por la habitación, lleno de amor por mi linda mujercita y dispuesto a romperme la ca­beza contra las puertas, tantos remordimientos sentía. Me volví a sentar y le dije:

—No te acuso, Dora; los dos tenemos mucho que apren­der. únicamente quería demostrarte que es necesario, verda­deramente necesario (estaba decidido a no ceder en aquel punto), que te acostumbres a vigilar a Mary Anne y también un poco a obrar por ti misma, en interés tuyo y mío.

—Estoy verdaderamente sorprendida de tu ingratitud —dijo Dora sollozando—. Sabes muy bien que el otro día dijiste que te gustaría tomar un poco de pescado, y fui yo misma muy lejos para encargarlo y darte una sorpresa.

—Y fue muy amable por tu parte, querida mía, y te lo he agradecido tanto, que me he librado muy bien de decirte que habías hecho muy mal comprando un salmón, porque es demasiado grande para dos personas y porque había cos­tado una libra y seis chelines, y que es demasiado caro para nosotros.

—Pues te gustó mucho —dijo Dora llorando todavía—, y estabas tan contento que me llamaste tu ratita.

—Y te lo volveré a llamar cien veces, amor mío —con­testé.

Pero había herido su corazoncito, y no había manera de consolarla. Lloraba tanto y tenía el corazón tan apretado, que me parecía que le había dicho algo horrible que le había causado mucha pena. Tuve que marcharme corriendo, y volví muy tarde, y durante toda la noche estuve agobiado por los remordimientos. Tenía la conciencia inquieta como un asesino, y estaba perseguido por el sentimiento vago de un crimen enorme del que fuera culpable.

Eran más de las dos de la mañana cuando volví, y encon­tré en mi casa a mi tía esperándome.

—¿Ha ocurrido algo, tía? —le pregunté con inquietud.

—No, Trot —respondió—. Siéntate, siéntate. únicamente mi Capullito estaba un poco triste, y me he quedado para ha­cerle compañía; eso es todo.

Apoyé la cabeza en mis manos y permanecí con los ojos fijos en el fuego; me sentía más triste y más abatido de lo que hubiera podido creer; tan pronto, casi en el momento en que acababan de cumplirse mis más dulces sueños. Por úl­timo encontré los ojos de mi tía fijos en mí. Parecía preocu­pada; pero su rostro se serenó enseguida.

—Te aseguro, tía —le dije—, que toda la noche me he sentido desgraciado pensando que Dora tenía pena. Pero mi única intención era hablarle dulce y tiernamente de nuestros asuntos.

Mi tía movió la cabeza animándome.

—Hay que tener paciencia, Trot —dijo.

—Sí, y Dios sabe que no quiero ser exigente, tía.

—No, no —dijo mi tía—; mi Capullito es muy delicado y es necesario que el viento sople dulcemente sobre ella.

Di las gracias en el fondo del corazón a mi buena tía por su ternura con mi mujer, y estoy seguro de que se dio cuenta.

—¿No crees, tía —le dije después de haber contemplado de nuevo el fuego—, que tú podrías dar de vez en cuando al­gún consejo a Dora? Eso nos sería muy útil.

—Trot —repuso mi tía con emoción—, no; no me pidas eso nunca.

Hablaba en un tono tan serio que levanté los ojos con sor­presa.

—¿Sabes, hijo mío? —prosiguió—. Cuando miro mi vida pasada y veo en la tumba personas con las que hubiera po­dido vivir en mejores relaciones... Si he juzgado severa­mente los errores de otro en cuestiones de matrimonio es quizá porque tenía tristes razones para juzgarlo así por mi cuenta. No hablemos de ello. He sido durante muchos años una vieja gruñona a insoportable; todavía lo soy y lo seré siempre. Pero nosotros nos hemos hecho mutuamente bien, Trot; al menos tú me lo has hecho a mí, y no quiero que ahora nos pueda separar nada.

—¿Qué nos va a separar? —exclamé.

—Hijo mío, hijo mío —dijo mi tía estirándose el traje con la mano—, no hay que ser profeta para darse cuenta de lo fá­cil que sería y de lo desgraciada que podría yo hacer a mi Capullito si me mezclara en vuestros asuntos; deseo que me quiera y que sea alegre como una mariposa. Acuérdate de tu madre y de su segundo matrimonio, y no me hagas una pro­posición que me trae a la memoria, para ella y para mí, crue­les recuerdos.

Comprendí enseguida que mi tía tenía razón, y no com­prendí menós toda la extensión de sus escrúpulos generosos con mi querida esposa.

—Estás muy al principio, Trot —continuó—, y Roma no se construyó en un día ni en un año. Has elegido tú mismo con toda libertad —aquí me pareció que una nube se exten­día un momento sobre su rostro— y has escogido una cria­tura encantadora y que te quiere mucho. Ella es tu deber, y también será tu felicidad, no lo dudo, pues no quiero que parezca que te estoy sermoneando; será tu deber y tu felicidad el apreciarla tal como la has escogido, por las cualidades que tiene y no por las que no tiene. Trata de desarrollar en ella las que le faltan. Y si no lo consigues, hijo mío —y mi tía se frotó la nariz—, tendrás que acostumbrarte a pasarte sin ellas. Pero recuerda que vuestro porvenir es un asunto completamente vuestro. Nadie puede ayudaros; tenéis que ayudaros solos. Es el matrimonio, Trot, y que Dios os bendiga a uno y a otro, pues sois como dos bebés perdidos en medio de los bosques.

Mi tía me dijo todo esto en tono alegre, y terminó su ben­dición con un beso.

—Ahora —dijo— enciende la linterna y acompáñame hasta mi nido por el sendero del jardín —pues las dos casas comunicaban por allí—. Y dale a Capullito todo el cariño de Betsey Trotwood, y, suceda lo que suceda, Trot, que no vuelva a pasársete por la imaginación hacer de Betsey un es­pantapájaros, pues la he visto muy a menudo en el espejo para estar segura de que ya lo es bastante por naturaleza y bastante antipática sin eso.

Entonces mi tía se anudó el pañuelo alrededor de la ca­beza, como tenía costumbre, y la escolté hasta su casa. Cuando se detuvo en el jardín para alumbrarme a la vuelta con su linterna pude observar que me miraba de nuevo con preocupación; pero no le di importancia; estaba demasiado ocupado reflexionando sobre lo que me había dicho, dema­siado impresionado, por primera vez, por la idea de que te­níamos que hacemos nosotros solos nuestro porvenir, Dora y yo, y que nadie podría ayudarnos.

Dora descendió dulcemente en camisón a mi encuentro, ahora que estaba solo. Se echó a llorar en mi hombro y me dijo que había sido muy duro con ella y que ella también ha­bía sido muy mala. Yo le dije, poco más o menos, lo mismo, y todo terminó. Decidimos que aquella pelea sería la última y que nunca más, nunca más, sucedería, aunque viviéramos cien años.

¡Qué horror de criadas! De nuevo fueron el origen del dis­gusto que tuvimos después. El primo de Mary Anne desertó y se ocultó en nuestra carbonera; de allí le sacó, con gran sorpresa nuestra, un piquete de compañeros, que le esposa­ron y se lo llevaron, dejando nuestro jardín cubierto de opro­bio. Esto me dio valor para deshacerme de Mary Anne, quien se resignó tan dulcemente, que me sorprendió; pero pronto descubrí dónde habían ido a parar nuestras cuchari­llas, y además me revelaron que tenía la costumbre de pedir dinero prestado a mi nombre a nuestros tenderos sin nuestra autorización. Momentáneamente fue reemplazada por mis­tress Kidgerbury, una vieja de Kentishtown, que asistía, pero que era demasiado débil para hacer nada; después encontra­mos otro tesoro, de un carácter encantador; pero, desgracia­damente, aquel tesoro no hacía más que rodar las escaleras con las fuentes en las manos o lanzarse de cabeza en el salón con todo el servicio de té, como quien se mete en un baño. Los desastres cometidos por aquella desgraciada nos obliga­ron a despedirla; fue seguida, con numerosos intermedios de mistress Kidgerbury, por toda una serie de seres incapaces. Por fin caímos sobre una chica de muy buen aspecto, que se fue a la feria de Greenwich con el sombrero de Dora. Des­pués ya sólo recuerdo una multitud de fracasos sucesivos.

Parecíamos destinados a que todo el mundo nos engañara. En cuanto aparecíamos en una tienda nos ofrecían la mer­cancía averiada. Si comprábamos una langosta estaba llena de agua; la carne estaba pasada; nuestros panecillos sólo te­nían miga. Con objeto de estudiar el principio de la cocción de un rosbif para que esté en su punto, tuve yo mismo que acudir al libro de cocina; pero debíamos ser víctimas de una extraña fatalidad, pues nunca conseguíamos el justo medio entre la carne sangrando y la carne quemada.

Estaba convencido de que todos aquellos desastres nos costaban mucho más caro que si hubiéramos ejecutado una serie de triunfos, y estudiando nuestras cuentas veía que habíamos gastado manteca suficiente para embadurnar el piso bajo de nuestra casa. ¡Qué consumo! Yo no se si seria que las contribuciones indirectas habían hecho aquel año encare­cer la mostaza; pero al paso que íbamos, iba a ser necesario, para que nosotros tuviéramos mostaza suficiente, que mu­chas familias se privaran de ella, cediéndonos su parte. Y lo más sorprendente de todo aquello es que en casa nunca se encontraba.

También nos sucedió que la lavandera empeñó nuestra ropa, y vino después en un estado de embriaguez, arrepen­tida, a implorar nuestro perdón; pero supongo que estas co­sas le habrán ocurrido a todo el mundo. También tuvimos que soportar un fuego que se armó en la chimenea; pero todo esto son desgracias corrientes. Lo que nos era personal era la cuestión de las criadas. Una de ellas tenía pasión por los licores fuertes, lo que aumentaba nuestra cuenta de cerveza y de licores en el café que nos los suministraban. Encontra­mos en la cuenta artículos inexplicables, como: «Un cuarto de litro de ron (mistress C.) y medio cuarto de ginebra (mis­tress C.); un vaso de ron y de menta (mistress C.).» Los pa­réntesis se referían siempre a Dora, que pasaba, según supi­mos después, por haber ingerido todos aquellos licores.

Una de nuestras primeras hazañas fue dar de comer a Traddles. Le encontré una mañana y le dije que viniera a vemos por la tarde. Él consintió, y escribí dos letras a Dora diciéndole que llevaría a nuestro amigo. Era un día muy her­moso, y en el camino charlarnos todo el tiempo de mi felici­dad. Traddles estaba convencido, y me decía que el día en que él supiera que Sofía le esperaba por la tarde en una ca­sita como la nuestra no faltaría nada a su dicha.

Yo no podía desear una mujercita más encantadora que la que se sentó aquella tarde frente a mí; pero lo que sí hubiera deseado es que la habitación fuese un poco menos pequeña. Yo no sé en qué consistía, pero, aunque no éramos más que los dos, nunca había sitio, y, sin embargo, la habitación era bastante grande para que nuestros muebles se perdieran en ella. Sospecho que era porque nada tenía sitio fijo, excepto la pagoda de Jip, que siempre impedía el paso. Aquella tarde Traddles estaba tan encerrado entre la pagoda, la caja de la guitara, el caballete de Dora y mi mesa, que yo temía no tu­viera bastante sitio para manejar su cuchillo y su tenedor; pero él protestaba con su buen humor habitual diciendo: «Tengo un océano de sitio, Copperfield; un océano, te lo aseguro».

También había otra cosa que me hubiera gustado impedir; me hubiera gustado que no se animara la presencia de Jip encima del mantel durante la comida. Me hubiese parecido molesto que estuviera allí aunque no hubiera tenido la mala costumbre de meter la pata en la sal y en la manteca. Aque­lla vez yo no sé si es que se creía especialmente encargado de dar caza a Traddles; pero no cesó de ladrarle y de saltar encima de su plato, poniendo en aquellas maniobras tal obs­tinación, que no podía hablarse de otra cosa.

Pero como yo sabía lo tierno que tenía Dora el corazón y lo sensible que era en lo que se refiere a su favorito, no hice ninguna objeción; ni siquiera me permití una alusión a los platos que Jip destrozaba en el suelo, ni a la falta de simetría en el arreglo de los cacharros, que parecían estar como ha­bían caído; tampoco quise hacer observar que Traddles es­taba bloqueado por platos de verdura y por jarras. Única­mente no podía por menos de preguntarme a mí mismo, mientras contemplaba el aspecto del cordero que iba a partir, cómo sería que nuestros corderos tenían siempre unas for­mas tan extraordinarias como si nuestro carnicero nos sir­viera corderos contrahechos; pero me guardé para mí aque­llas reflexiones.

—Amor mío —le dije a Dora—, ¿qué tienes en ese plato?

No podía comprender por qué Dora estaba haciendo desde hacía un momento aquellos mohines, como si quisiera besarme.

—Son ostras, amigo mío —me dijo tímidamente.

—¿Y se te ha ocurrido a ti? —dije encantado.

—Sí, Doady —dijo Dora.

—¡Qué buena idea! —exclamé dejando el gran cuchillo y el tenedor de partir el cordero—. No hay nada que le guste tanto a Traddles.

—Sí, sí, Doady —dijo Dora—. He comprado un barrilito entero, y el hombre me ha dicho que eran muy buenas. Pero.... pero temo que les ocurra algo extraordinario.

Y Dora sacudió la cabeza, saltándosele las lágrimas.

—Sólo están abiertas a medias —le dije—; quita la con­cha de encima, querida.

—No quiere marcharse de ningún modo —dijo Dora, que lo intentaba con todas sus fuerzas, con expresión desolada.

—¿Sabes, Copperfield? —dijo Traddles examinando ale­gremente el plato—. Yo creo que es porque... estas ostras son perfectas..., pero no las han abierto nunca.

En efecto, no las habían abierto nunca; y nosotros no te­níamos cuchillo para ostras; además no hubiéramos sabido utilizarlo; por lo tanto, miramos las ostras mientras nos co­míamos el cordero; al menos nos comimos todo lo que es­taba cocido. Si se lo hubiera permitido, creo que Traddles, pasando al estado salvaje, se hubiera hecho canibal y ali­mentado de carne casi cruda para demostrar lo satisfecho que estaba de la comida; pero yo estaba decidido a no con­sentirle que se inmolara así en el altar de la amistad, y en lu­gar de aquello comimos un trozo de jamón; afortunadamente había jamón curado en la despensa.

Mi pobre mujercita estaba tan desesperada al pensar que aquello me iba a contrariar, y fue tan grande su alegría cuando vio que no ocurría nada, que olvidé enseguida mi fastidio al momento. La tarde pasó muy bien. Dora estaba sentada a mi lado con su brazo apoyado en mi sillón, mien­tras Traddles y yo discutíamos sobre la calidad de mi vino, y a cada instante se inclinaba hacia mí para darme las gracias por no haber sido gruñón ni malo. Después nos hizo el té, y yo estaba tan encantado viéndoselo hacer, como si hiciera las comiditas de la muñeca, que no me hice el difícil sobre la calidad dudosa del brebaje. Después Traddles y yo estuvi­mos un rato jugando a las cartas, mientras Dora cantaba acompañándose con la guitarra, y me pareció que nuestro matrimonio sólo era un hermoso sueño y que todavía estába­mos en la primera tarde en que había oído su dulce voz.

Cuando Traddles se fue lo acompañé hasta la puerta, y después volví al salón; mi mujer vino a poner su silla al la­dito de la mía.

—¡Estoy tan triste! ¿Quieres enseñarme a hacer algo, Doady?

—Pero en primer lugar tendría que aprenderlo yo, Dora —le dije yo—; no sé más que tú, pequeña.

—¡Oh, pero tú puedes aprenderlo! —repuso—. ¡Tú tienes tanto talento!

—¡Qué locura, ratita!

—Yo hubiera debido —añadió después de un largo silen­cio—, yo hubiera debido ir a establecerme al campo y pasar un año con Agnes.

Tenía las manos juntas, apoyadas en mi hombro; reclinó también la cabeza, y me miraba dulcemente con sus grandes ojos azules.

—¿Por qué? —pregunté.

—Creo que su trato me hubiera beneficiado y que con ella hubiera podido aprender muchas cosas.

—Todo llega a su tiempo, amor mío. Desde hace muchos años Agnes ha tenido que cuidar a su padre: hasta cuando sólo era una niña pequeña, ya era la Agnes que tú conoces.

—¿Quieres llamarme como yo lo diga? —preguntó Dora sin moverse.

—¿Cómo? —le dije sonriendo.

—Es un nombre estúpido —dijo sacudiendo sus bucles—. Pero lo mismo da; llámame tu « mujer—niña» .

Pregunté riendo a mi «mujer—niña» que por qué quería que la llamase así, y me respondió sin moverse; sólo mi brazo, pasado alrededor de su cintura, me acercaba todavía más sus hermosos ojos azules.

—Pero ¡qué tonto eres! No te pido que me llames siempre así en lugar de Dora; únicamente quiero que cuando pienses en mí te digas que soy tu « mujer—niña» . Cuando tengas ga­nas de enfadarte conmigo no tienes más que pensar: « ¡Bah, es mi "mujer—niña"! ». Cuando te ponga la cabeza loca, vuél­vete a decir: «¿Pero no sabía yo hace mucho tiempo que nunca sería más que una "mujer—niña"?». Cuando no sea para ti todo lo que querría ser, y que no lo seré quizá nunca, piensa siempre: «Esto no impide que esta tontuela de "mu­jer—niña" me quiera mucho». Pues es la verdad, Doady; ¡te quiero tanto!

Yo no había contestado en serio; hasta entonces tampoco se me había ocurrido que hablara ella seriamente. Pero se quedó tan contenta con lo que le contesté, que sus ojos no estaban secos todavía cuando ya estaba riendo. Y pronto vi a mi «mujer—niña» sentada en el suelo al lado de la pagoda china haciendo sonar todas las campanitas, unas después de otras, para castigarle, por su mala conducta, a Jip; pero él continuaba perezosamente tendido en el suelo de su nicho mirándola de reojo como para decirle: « Haz todo lo que quieras; no conseguirás que me mueva con todas tus cosas; soy demasiado perezoso y no me molesto por tan poco».

Aquella llamada de Dora me causó una profunda impre­sión. Vuelvo a aquellos tiempos lejanos, y me imagino a aquella dulce criatura, a quien amaba tanto, y la invoco para que salga una vez más de la sombra del pasado, para que vuelva hacia mí su rostro encantador, y puedo asegurar que su pequeño discurso resuena sin cesar en mi corazón; quizá no haya sacado de él el mayor partido posible: era joven y sin experiencia; pero nunca su inocente súplica ha venido en vano a llamar a mis oídos.

Dora me dijo unos días después que iba a hacerse una ex­celente ama de casa. En consecuencia, sacó del cajón su bloc, afiló el lápiz, compró un enorme libro de cuentas, volvió a pe­gar cuidadosamente todas las hojas del libro de cocina, que Jip había roto, a hizo un esfuerzo desesperado para «ser buena», como ella decía. Pero los números continuaban con el defecto de siempre: no querían dejarse sumar. Cuando había llenado ya dos o tres columnas de su libro de cuentas, lo que no sucedía sin trabajo, Jip iba a pasearse sobre la página, em­borronándolo todo con su cola, y además Dora se empapaba de tinta sus lindos deditos; esto era lo más claro de todo.

Algunas tardes, cuando había vuelto y estaba trabajando (pues escribía mucho y empezaba a ser reconocido como es­critor), dejaba la pluma y observaba a mi «mujer—niña», que trataba de «ser buena» . En primer lugar ponía encima de la mesa su inmenso libro de cuentas y lanzaba un profundo suspiro; después lo abría en el sitio emborronado por Jip la tarde anterior y llamaba a Jip para enseñarle las huellas de su crimen: era la señal de una diversión en favor de Jip. Le ponía tinta en la punta de la nariz como castigo. Después ella decía a Jip que se echara encima de la mesa « como un león» (era una de sus hazañas, aunque a mis ojos la analogía no era extraordinaria). Si estaba de buen humor, Jip obede­cía. Entonces ella cogía una pluma y empezaba a escribir; pero había un pelo en la pluma; cogía otra y empezaba a es­cribir, pero aquella hacía borrones; cogía la tercera y empe­zaba de nuevo, diciendo en voz baja: « ¡Oh!, esta mete ruido y va a distraer a Doady! ». En una palabra, terminaba por de­sistir y volvía a colocar el libro de cuentas en su sitio, des­pués de hacer como que lo lanzaba a la cabeza del león.

Otras veces, cuando se sentía de humor más serio, cogía su bloc y una cestita llena de cuentas y otros documentos, que parecían más que nada los papelitos con que recogía sus bucles por la noche, y trataba de sacar algún resultado de ellas. Las comparaba muy seriamente, escribía cifras, las borraba, contaba en todos sentidos los dedos de su mano iz­quierda, y después de esto tenía una expresión tan contra­riada, tan desanimada, tan triste que me daba pena ver en­sombrecerse así, por darme gusto, aquella carita encantadora, y me acercaba a ella con dulzura, diciéndole:

—¿Qué te ocurre, Dora?

Me miraba desolada, contestando:

—Son estas cuentas tan antipáticas, que no quieren salir bien; me duele la cabeza; se empeñan en no hacer lo que yo quiero.

Entonces yo le decía:

—Vamos a probar juntos; voy a enseñarte, Dora mía.

Y empezaba una demostración práctica; Dora me escu­chaba durante cinco minutos con la más profunda atención; después de lo cual empezaba a sentirse horriblemente can­sada y trataba de divertirse enrollando mis cabellos alrede­dor de sus dedos o bajándome el cuello de la camisa para ver si me sentaba bien. Si quería reprimir su alegría y continuar mis razonamientos ponía una expresión tan triste y tan des­consolada, que yo recordaba al verla, como un reproche, su alegría natural el día en que la conocí, y dejaba caer el lápiz, repitiéndome que era una «mujer—niña» , y le suplicaba que cogiera la guitarra.

Tenía mucho trabajo y muchas preocupaciones; pero todo lo guardaba para mí solo. Estoy ahora muy lejos de creer que obrara bien así; pero lo hacía por ternura para mi «mu­jer—niña». Examino mi corazón y veo que, sin la menor re­serva, confío a estas páginas mis más secretos pensamien­tos. Sentía que me faltaba algo; pero aquello no llegaba a alterar la felicidad de mi vida. Cuando me paseaba solo, con un sol hermoso, y pensaba en los días de verano en que la tierra entera parecía llena de mi joven pasión, sentía que mis sueños no se habían realizado del todo; pero creía que aque­llo era una sombra disminuida por la dulce gloria del pa­sado. A veces pensaba que me hubiera gustado encontrar en mi mujer un consejero más seguro, más razonable y con más firmeza de carácter; hubiera deseado que pudiera sostenerme y ayudarme, que poseyera el poder de llenar los vacíos que sentía en mí; pero también pensaba que semejante felicidad no es de este mundo y que no debía ni podía existir.

Por la edad era todavía un muchacho más que un marido, y no había conocido, para formarme con su saludable in­fluencia, más penas que las que se han podido leer en este relato. Si me equivocaba, lo que podía ocurrirme muy a me­nudo, eran mi amor y mi poca experiencia lo que me extra­viaban. Digo la pura verdad. ¿De qué me serviría ahora el disimulo?

Por lo tanto, sobre mí recaían todas las dificultades y pre­ocupaciones de nuestra vida; ella no tomaba su parte. Nues­tra casa seguía en el mismo desbarajuste que al principio; únicamente yo me había acostumbrado, y al menos tenía la alegría de ver que Dora no estaba casi nunca triste. Había re­cobrado toda su alegría infantil; me quería con todo su cora­zón y se divertía como antes, es decir, como una niña.

Cuando los debates del Parlamento habían sido muy can­sados (sólo hablo de su duración, pues en cuanto a su cali­dad siempre lo eran) y volvía muy tarde, Dora nunca se acostaba antes de que yo volviera, y bajaba a recibirme. Cuando no tenía que ocuparme del trabajo que me había cos­tado tanta labor de taquigrafía y podía escribir por mi cuenta, venía a sentarse tranquilamente a mi lado, por tarde que fuera, y permanecía tan silenciosa que yo a veces la creía dormida. Pero, en general, cuando levantaba la cabeza veía sus ojos azules fijos en mí con la atención tranquila de que ya he hablado.

—Este pobre chico, ¡lo cansado que debe de estar! —dijo una noche, en el momento en que cerraba mi pupitre.

—Esta pobre chiquilla, ¡lo cansada que debe de estar! —respondí yo—.Yo soy el que debo decírtelo, Dora. Otro día te acuestas, querida mía. Es demasiado tarde para ti.

—¡Oh, no! No me mandes acostar —dijo Dora en tono suplicante—. Te lo ruego, no hagas eso.

—¡Dora!

Con gran sorpresa mía estaba llorando en mi hombro.

—¿No te encuentras bien, pequeña mía? ¿No eres di­chosa?

—Sí; muy bien y muy dichosa —dijo Dora—. Pero prométeme que me dejarás quedarme a tu lado viéndote escribir

—Bonita cosa para verla esos preciosos ojos, ¡y a media noche! —respondí.

—¿De verdad? ¿De verdad te parecen preciosos? —repuso Dora riendo—. ¡Qué contenta estoy de que sean preciosos!

—¡Vanidosilla! —le dije.

Pero no, no era vanidad; era una alegría ingenua al sen­tirse admirada por mí. Ya lo sabía antes de que me lo dijera.

—Pues si te parece que son bonitos tienes que decirme que me dejarás siempre verte escribir —dijo Dora—. ¿Te parecen bonitos?

—¡Muy bonitos!

—Entonces me dejas que te mire escribir

—Temo que eso no los embellezca mucho, Dora.

—Sí, ya lo creo. Porque has de saber, señor sabio, que eso te impedirá olvidarme mientras estás sumergido en tus me­ditaciones silenciosas. ¿Te enfadarías si te dijera una cosa muy necia, todavía más necia que de costumbre?

—Veamos esa maravilla.

—Déjame que vaya dándote las plumas a medida que las necesites —me dijo Dora—. Tengo ganas de poder ayudarte en algo durante esas horas en que tanto trabajas. ¿Me dejas que las coja para dártelas?

El recuerdo de su alegría cuando le dije que sí, hace que se me salten las lágrimas. Cuando al día siguiente me puse a escribir, ella se había instalado al lado mío con un gran pa­quete de plumas, y así fue siempre. El gusto con que se aso­ciaba de aquel modo a mi trabajo y su alegría cada vez que necesitaba una pluma, lo que me sucedía sin cesar, me dio la idea de proporcionarle una satisfacción mayor todavía, y de vez en cuando hacía como que la necesitaba para copiarme una o dos páginas de mi manuscrito. Entonces se ponía ra­diante. Había que verla prepararse para aquella gran em­presa, ponerse el delantal, coger trapos de la cocina para limpiar la pluma, y lo que tardaba, y las veces que leía las pá­ginas a Jip, como si pudiera comprenderlo; y después fir­maba su página, como si la obra hubiera quedado incom­pleta sin el nombre del copista, y me la traía, muy alegre de haber acabado su deber, echándome los brazos al cuello. ¡Recuerdo encantador para mí, aunque los demás no vean en ello más que niñerías!

Poco tiempo después tomó posesión de las llaves, que paseaba por toda la casa en un cestito atado a su cintura. En general, los armarios a que pertenecían no estaban ce­rrados, y las haves terminaron por no servir más que para divertir a Jip; pero Dora estaba contenta, y eso era sufi­ciente para mí. Estaba convencida de que aquella determi­nación debía de producir el mejor efecto, y estábamos con­tentos como dos niños que juegan a las casas de muñecas para divertirse.

Y así pasaba nuestra vida; Dora demostraba casi tanta ter­nura a mi tía como a mí, y le hablaba a menudo de los tiem­pos en que pensaba en ella como en «una vieja gruñona». Nunca se había preocupado tanto mi tía por nadie. Hacía la come a Jip, que no le correspondía; oía tocar todos los días la guitarra a Dora, a ella que no le gustaba la música; no nombraba nunca a nuestra serie de «incapaces», y, sin em­bargo, la tentación debía ser muy grande para ella; hacía a pie caminatas enormes para traer a Dora toda clase de cosi­llas de que tenía gana, y cada vez que llegaba por el jardín y Dora no estaba abajo se la oía decir en la escalera, con una voz que resonaba alegremente en toda la casa:

—Pero ¿dónde está Capullito?

CAPÍTULO V. MÍSTER DICK CUMPLE LA PROFECÍA DE MI TÍA

Hacía ya algún tiempo que había dejado de trabajar con el doctor. Vivíamos muy cerca de él, y le veía a menudo, y hasta dos o tres veces habíamos ido a comer y a tomar el té a su casa. El Veterano vivía ya de hecho con él; era siempre la misma, con sus mariposas inmortales revoloteando alrede­dor de su cofia.

Como a tantas otras madres que he conocido en mi vida, a mistress Markleham le gustaba mucho más divertirse que a su hija. Necesitaba divertirse, y como un hábil «veterano» que era, quería hacer creer, al consultar sus propias inclina­ciones, que se sacrificaba por su hija. Esta excelente madre estaba, por lo tanto, muy dispuesta a favorecer los deseos del doctor, que quería que Annie se divirtiese, y no dejaba de alabar la discreción de su yerno.

No dudo de que hacía sangrar la llaga del doctor sin saberlo; y sin poner en ello más que cierta cantidad de egoísmo y de frivolidad, que se encuentra a veces hasta en personas de edad madura, le confirmaba, yo creo, en la idea de que era imponente para la juventud de su mujer y de que no podia hater entre ellos simpatía natural, a fuerza de feli­citarle porque trataba de endulzar a Annie el peso de la vida.

—Amigo mío —le decía un día en mi presencia—, usted sabe muy bien, sin duda, que es un poco triste para Annie el estar encerrada siempre aquí.

El doctor movió la cabeza con benevolencia.

—Cuando tenga la edad de su madre —prosiguió mistress Markleham, moviendo su abanico— será otra cosa. A mí ya podrían meterme en una celda; con tal de estar bien acompañada, no desearía nunca salir; pero ¿sabe usted?, yo no soy Annie, y Annie no es su madre.

—Ya, ya —dijo el doctor.

—Usted es el hombre mejor del mundo. No; dispénseme usted —continuo, viendo que el doctor le hacía un signo negativo—; debo decirlo delante de usted como lo digo siempre por detrás: es usted el hombre mejor del mundo; pero, naturalmente, usted no puede, ¿no es verdad?, tener los mismos gustos y preocupaciones que Annie.

—¡No! —dijo el doctor con voz triste.

—Es completamente natural —repuso El Veterano—. Vea usted, por ejemplo, su diccionario. ¿Hay algo más útil que un diccionario, más indispensable? ¡El sentido de las pala­bras! Sin el doctor Johnson y hombres así, ¡quién sabe si en estos momentos no daríamos a una aguja de zurcir el nom­bre de un palo de escoba! Pero no podemos pedirle a Annie que se interese por un diccionario cuando ni siquiera está terminado, ¿no es cierto?

El doctor sacudió la cabeza.

—Y por eso apruebo tanto sus atenciones delicadas —dijo mistress Markleham, dándole en el hombro un golpecito con el abanico—. Eso prueba que usted no es como tantos ancia­nos que querrían encontrar cabezas viejas sobre hombros jó­venes. Usted ha estudiado el carácter de Annie y lo ha com­prendido. Y eso es lo que me parece encantador.

El doctor Strong parecía, a pesar de su calma y pacien­cia habitual, soportar con trabajo todos aquellos cum­plidos.

—Y ya sabe, mi querido doctor —continuo El Veterano, dándole muchos golpecitos amistosos—, que puede usted disponer de mí en todo momento. Sepa que estoy entera­mente a su disposición. Estoy dispuesta a ir con Annie a los teatros, a los conciertos, a las exposiciones, a todas partes; y ya verá usted cómo ni siquiera me quejo de cansancio. ¡El deber, mi querido doctor, el deber ante todo!

Cumplía su palabra. Era de esas personas que pueden so­portar una cantidad enorme de diversiones sin cansarse. Cada vez que leía el periódico (y lo leía todos los días du­rante dos horas, sentada en un cómodo sillón) descubría que había que ver algo que divertiría mucho a Annie. En vano protestaba Annie, que estaba cansada de todo aquello; su madre le contestaba invariablemente:

—Mi querida Annie, lo creía más razonable, y debo de­cirte, amor mío, que es agradecer muy mal la bondad del doctor Strong.

Este reproche se lo dirigía por lo general en presencia del doctor, y me parecía que aquello era lo que principalmente decidía a Annie a acceder, y se resignaba casi siempre a it a donde la quería llevar El Veterano.

Muy rara vez las acompañaba míster Maldon. Algunas veces animaban a mi tía para que se uniera a ellas; otras ve­ces era únicamente a Dora. Antes hubiera dudado en dejarla; pero recordando lo que había sucedido aquella noche en el gabinete del doctor, ya no tenía la misma desconfianza. Creía que el doctor tenía razón, y no sospechaba más que él.

Algunas veces mi tía se rascaba la nariz cuando estába­mos solos, y me decía que no lo comprendía, pero que que­rría verlos más dichosos, y que no creía que su marcial amiga (así llamaba siempre al Veterano) contribuyera a arre­glar las cosas. Decía también que el primer acto de sensatez de nuestra marcial amiga debía ser el arrancar todas las ma­riposas de su cofia y regalárselas a algún deshollinador para que se disfrazara en Carnaval.

Pero sobre todo mi tía contaba con míster Dick. «Era evi­dente que aquel hombre tenía una idea —decía—; y si pu­diera, aunque solo fuera por algunos días, encerrarla en un rincón de su cerebro, lo que era para él la mayor dificultad, llegaría a distinguirse de una manera extraordinaria. »

Ignorante de aquella predicción, míster Dick conti­nuaba siempre en la misma posición, bis a bis del doctor y de mistress Strong. Parecía no avanzar ni retroceder una pulgada, inmóvil en su base, como un edificio sólido; y confieso que, en efecto, me hubiera sorprendido tanto verla avanzar un peso como ver andar una casa.

Pero una noche, algunos meses después de mi matrimonio, mister Dick entreabrió la puerta de nuestro salón; yo estaba solo, trabajando (Dora y mi tía habían ido a tomar el té a casa de los dos pajaritos), y me dijo, con una tos significa­tiva:

—Temo que te moleste charlar un rato conmigo, Trot­wood.

—De ninguna manera, mister Dick, hágame el favor de entrar.

—Trotwood —me dijo, apoyándose el dedo en la nariz, después de estrecharme la mano—, antes de sentarme que­rria hacerte una observación. ¿Conoces a tu tía?

—Un poco —contesté.

—¡Es la mujer más extraordinaria del mundo, caballero!

Y después de decir esta frase, que lanzó como una bale de cañón, míster Dick se sentó, con una expresión más grave que de costumbre, y me miró.

—Ahora, hijo mío —añadió—, voy a hacerte una pre­gunta.

—Puede usted hacerme todas las que quiera.

—¿Qué piensas de mí, caballero? —me preguntó cru­zando los brazos.

—Que es usted mi antiguo y buen amigo.

—Gracias, Trotwood —respondió mister Dick riendo y estrechándome la mano con una alegría expansive—. Pero no es eso lo que quiero decir, hijo mío —continuó en tono más serio— ¿Qué piensas de mí desde este punto de vista? (y se tocaba la frente).

Yo no sabía cómo contestar; pero vino en mi ayuda.

—Que tengo la inteligencia débil, ¿no es eso? Y —Pero... —le dije en tono indeciso— quizá un poco.

—¡Precisamente! —exclamó mister Dick, que parecía en­cantado de mi respuesta—. Y es que, ¿sabes, Trotwood?, cuando quitaron un poco del desorden que había en la ca­beza de... ya sabes de quién... pare meterlo ya sabes dónde... sucedió...

Y mister Dick hizo muchas veces con las manos el moli­nete, y después golpeó una con otra, y volvió al ejercicio del molinete pare expresar una gran confusión. Esto es lo que me hen hecho; esto es.

Yo le hice un gesto de aprobación, que él me devolvió.

—En una palabra, hijo mío —dijo mister Dick bajando la voz de pronto—, que soy un poco simple.

Iba a negarlo, pero me detuvo.

—Sí, sí. Ella pretende que no. No quiere que se lo digan; pero es así. Lo sé. Si no la hubiera tenido de amiga desde hace tantos años, me hubieran encerrado y llevaría la vida más triste. Pero sabré corresponderla, no temas. Nunca gasto lo que gano haciendo las copias. Lo meto en una hucha. He hecho mi testamento; ¡y se lo dejo todo! Será rica... noble.

Mister Dick sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó los ojos. Pero lo volvió a doblar cuidadosamente y volvió a guardárselo, y pareció que al mismo tiempo hacía desapare­cer a mi tía.

—Tú eres muy instruido, Trotwood —dijo mister Dick—, tú eres muy instruido. Tú sabes lo sabio que es el doctor; tú sabes el honor que me ha hecho siempre. La ciencia no le ha vuelto orgulloso. Es humilde, humilde y lleno de transigen­cia hasta para el pobre Dick, que tiene una inteligencia tan limitada y que es tan ignorante. He hecho subir su nombre en un pedacito de papel, a lo largo de la cuerda de la cometa, y ha llegado hasta el cielo, entre las golondrinas. La cometa ha estado encantada de recibirle, y el cielo se ha iluminado más.

Yo le encantaba diciéndole con efusión que el doctor me­recía todo nuestro respeto y toda nuestra estima.

—Y su mujer es como una estrella —dijo míster Dick—, una estrella brillante; yo la he visto en todo su esplendor, ca­ballero. Pero (se acercó y me puso una mano en la rodilla) hay nubes, caballero, hay nubes.

Yo respondí a la solicitud que expresaba su fisonomía dando a la mía la misma expresión y moviendo la cabeza.

—¡Y qué nubes! —dijo míster Dick.

Me miraba con una expresión tan preocupada, y parecía tan deseoso de saber o que serían aquellas nubes, que me tomé el trabajo de contestarle lentamente y claramente, como si se lo explicara a un niño:

—Hay entre ellos un desgraciado motivo de división —respondí—, alguna triste causa de desunión. Es un se­creto. Quizá es la consecuencia inevitable de la diferencia de edad que existe entre ellos. Quizá es la cosa más insignifi­cante del mundo.

Míster Dick acompañaba cada una de mis frases con un movimiento de atención. Cuando terminé, se detuvo, y con­tinuó reflexionando, con los ojos fijos en mí y la mano en mis rodillas.

—Pero ¿el doctor no está enfadado con ella, Trotwood? —dijo al cabo de un momento.

—No; la quiere con ternura.

—Entonces ya sé lo que es, hijo mío —dijo míster Dick.

En un acceso repentino de alegría me golpeó las rodillas y se echó hacia atrás en su silla, con las cejas muy levantadas. Le creí completamente loco. Pero pronto recobró su grave­dad, a inclinándose hacia adelante, me dijo, después de ha­ber sacado su pañuelo, con expresión respetuosa, como si realmente representara a mi tía:

—Es la mujer más extraordinaria del mundo, Trotwood. ¿Cómo no habrá hecho nada para que renazca el orden en esta casa?

—Es un asunto demasiado delicado y demasiado difícil para que pueda nadie mezclarse en él —dije.

—Y tú, que eres tan instruido —continuó míster Dick, to­cándome con la punta del dedo—, ¿por qué no has hecho nada?

—Por la misma razón —respondí.

—Entonces estoy en ello, hijo mío —repuso míster Dick.

Y se enderezó ante mí todavía más triunfante, moviendo la cabeza y dándose golpes en el pecho. Parecía que había jurado arrancarse el alma del cuerpo.

—Un pobre hombre, ligeramente tocado —continuó mis­ter Dick—, un idiota, una inteligencia débil, hablo de mí, ¿sabes?, puede hacer lo que no pueden intentar siquiera las personas más distinguidas del mundo. Yo los reconciliaré, hijo mío; trataré de ello, y no me guardarán rencor. No podré parecerles indiscreto. Les tiene sin cuidado lo que yo puedo decir; aunque me equivocase, no soy más que Dick. ¿Y quién se fija en Dick? Dick no es nadie. ¡Bah!

Y sopló con desprecio hacia su insignificante personali­dad, como si lanzara una paja al viento.

Felizmente, avanzaba en sus explicaciones, cuando oímos detenerse el coche a la puerta del jardín. Dora y mi tía vol­vían.

—Ni una palabra, muchacho —continuó en voz baja—; deja toda la responsabilidad a Dick, a este infeliz de Dick..., ¡al loco de Dick! Ya hace algún tiempo que lo pensaba; ahora es el momento. Después de lo que me has dicho, estoy seguro; es eso. Todo va bien.

Míster Dick no pronunció ni una palabra más sobre aquel asunto; pero durante media hora me hizo signos telegráfi­cos, de los que mi tía no sabía qué pensar, para pedirme que guardara el más profundo secreto.

Con gran sorpresa mía, no volví a oír hablar de nada du­rante tres semanas, y, sin embargo, me tomaba un verdadero interés por el resultado de sus esfuerzos; percibía un extraño resplandor de buen sentido en la conclusión a que había lle­gado; en cuanto a su buen corazón, nunca había dudado de él. Pero terminé por creer que, como era inconstante y li­gero, había olvidado o desistido de su proyecto.

Una noche que Dora no tenía ganas de salir, mi tía y yo nos fuimos a la casa del doctor. Era en otoño, y no había de­bates en el Parlamento que me estropearan la fresca brisa de la tarde y el olor de las hojas secas, iguales a las que yo piso­teaba hacía tanto tiempo en nuestro jardincito de Bloonders­tone, el viento, al gemir, parecía traerme también una vaga tristeza, como entonces.

Empezaba a ser de noche cuando llegarnos a casa del doc­tor. Mistress Strong dejaba el jardín en que mister Dick va­gaba todavía, ayudando al jardinero en algunas cosas. El doc­tor tenía una visita en su despacho; pero mistress Strong nos dijo que pronto quedaría libre, y nos rogó que le esperásemos. La seguimos al salón y nos sentamos en la oscuridad, al lado de la ventana. Nos tratábamos sin ningún cumplido. Vivíamos libremente juntos, como antiguos amigos y buenos vecinos.

Estábamos así desde hacía un momento, cuando mistress Markleham, que siempre tenía que complicarlo todo, entró bruscamente, con su periódico en la mano, diciendo con voz entrecortada:

—Por Dios, Annie, ¿por qué no me has dicho que había alguien en el despacho?

—Pero, mamá —repuso ella tranquilamente—, no podía adivinar que querías saberlo.

—¡Que quería saberlo! —dijo mistress Markleham deján­dose caer en el diván—. En mi vida me he llevado un susto semejante.

—Según eso, ¿has entrado en el despacho, mamá? —pre­guntó Annie.

—¿Que si he entrado en el despacho, querida mía? —re­puso con nueva energía—. ¡Ya lo creo! Y he caído sobre este excelente hombre. ¡Juzgue usted mi emoción, miss Trot­wood, y usted también, míster David! Precisamente en el momento en que estaba haciendo testamento.

Su hija se volvió vivamente.

—Precisamente en el momento, mi querida Annie, en que estaba haciendo testamento, redactando sus últimas volunta­des —repitió mistress Markleham extendiendo el periódico sobre sus rodillas, como una servilleta—. ¡Qué previsión y qué cariño! Tengo que contarles cómo ha sucedido. De ver­dad, sí debo contarlo, aunque sólo sea para hacer justicia a este encanto de hombre, pues es un verdadero encanto este doctor. Quizá sabe usted, miss Trotwood, que en esta casa tienen la costumbre de no encender las luces hasta que mate­rialmente se ha destrozado una los ojos leyendo el periódico, y también que únicamente en el despacho del doctor se en­cuentra una butaca donde poder leerlo con comodidad. Por eso iba al despacho del doctor, donde había visto luz. Abro la puerta, y al lado del querido doctor veo a dos señores ves­tidos de negro, evidentemente procuradores, los tres de pie delante de la mesa. El querido doctor tenía la pluma en la mano. «Es únicamente para expresar...», decía. Annie, amor mío, escucha bien... «Es únicamente para expresar toda la confianza que tengo en mistress Strong por lo que le dejo mi fortuna entera, sin condiciones.» Uno de los señores repetía: «Toda su fortuna, sin condiciones». Yo, conmovida, como pueden ustedes suponer que lo está una madre en semejantes circunstancias, grito: « ¡Dios mío, perdonadme! ». Y, a punto de caerme en la puerta, corro por el pasillo que da a la ante­cocina.

Mistress Strong abrió el balcón y se asomó a él; allí es­tuvo apoyada contra la balaustrada.

—¿No les parece un espectáculo edificante, miss Trot­wood, y usted, míster Copperfield —continuó mistress Mar­kleham—, el ver a un hombre de la edad del doctor Strong con la fuerza de voluntad necesaria para hacer una cosa así? Esto prueba la razón que yo tenía. Cuando el doctor Strong me hizo una visita de las más halagadoras y me pidió la mano de Annie, yo dije a mi hija: «No dudo, hija mía, que el doctor Strong te asegurará el porvenir todavía más de lo que ahora dice y promete».

En aquel momento se oyó llamar, y los visitantes salieron del despacho del doctor.

—Probablemente ha terminado —dijo El Veterano des­pués de escuchar, El buen hombre ha firmado, sellado y entregado el testamento, y tiene la conciencia tranquila, tiene derecho. ¡Qué hombre! Annie, amor mío, voy a leer el periódico al despacho, pues no sé prescindir de las noticias del día. Miss Trotwood, y usted, míster David, vengan a ver al doctor, se lo ruego.

Vi a míster Dick de pie, en la sombra, cerrando su corta­plumas, cuando seguimos a mistress Strong al despacho, y a mi tía, que se rascaba violentamente la nariz, como para dis­traer un poco su furor contra nuestra marcial amiga; pero lo que no sabría decir, lo he olvidado sin duda, es quién fue el que entró primero en el despacho, ni cómo mistress Markle­ham estaba ya instalada en su sillón. Tampoco podría decir cómo fue que mi tía y yo nos encontramos al lado de la puerta: quizá sus ojos fueron más listos que los míos y me retuvo expresamente; no sabría decirlo. Pero lo que sí sé es que vimos al doctor antes de que nos viera; estaba en medio de los libros grandes, que tanto amaba, con la cabeza tran­quilamente apoyada en la mano. En el mismo instante vimos entrar a mistress Strong, pálida y temblorosa. Míster Dick la sostenía. Ella puso una mano encima del brazo del doctor, que levantó la cabeza distraídamente. Entonces Annie cayó de rodillas a sus pies, con las manos juntas, suplicante, fi­jando en él una mirada que no olvidaré nunca. Al ver aque­llo, mistress Mark1eham dejó caer el periódico, con una ex­presión de asombro tal, que se hubiera podido coger su rostro para ponerle en la proa, a la cabeza, de un navío lla­mado La Sorpresa.

En cuanto a la dulzura que demostró el doctor en su extra­ñeza, y a la dignidad de su mujer en su actitud suplicante; en cuanto a la emoción de míster Dick y a la seriedad con que mi tía se repetía a sí misma: « ¡Este hombre, y dicen que está loco! » (pues triunfaba en aquel momento de la posición mi­serable de que le había sacado), me parece que lo estoy viendo y no que lo recuerdo en el momento en que lo estoy contando.

—Doctor —dijo mister Dick—, pero ¿qué es esto? ¡Mire usted a sus pies!

—¡Annie! —exclamó el doctor—. Levántate, querida mía.

—No —dijo ella—, y suplico a todos que no salgan de la habitación. Esposo mío, padre mío, rompamos por fin este largo silencio. Sepamos por fin uno y otro lo que nos separa.

Mistress Markleham había recobrado el use de la palabra, y, llena de orgullo por su hija y de indignación maternal, ex­clamó:

—Annie, levántate al momento y no avergüences a todos tus amigos humillándote así, si no quieres que me vuelva loca.

—Mamá —contestó Annie—, haz el favor de no inte­rrumpirme. Me dirijo a mi marido; para mí sólo él está aquí; es todo para mí.

—¿Es decir —exclamó mistress Markleham—, que yo no soy nada? ¡Esta chica ha perdido la cabeza! Haced el favor de traerme un vaso de agua.

Estaba demasiado ocupado con el doctor y su mujer para atender a aquel ruego, y como nadie le prestó la menor aten­ción, mistress Mark1eham se vio obligada a continuar suspi­rando, a abanicarse y a abrir mucho los ojos.

—Annie —dijo el doctor, cogiéndola dulcemente en sus brazos—, querida mía; si ha sucedido en nuestra vida un cambio inevitable, tú no tienes la culpa. Yo sólo la tengo. Mi afecto, mi admiración, mi respeto no han cambiado para ti. Deseo hacerte dichosa. Te amo y te estimo. Levántate, An­nie, ¡te lo ruego!

Pero ella no se levantó. Le miró un momento, y después, apretándose todavía más contra él, puso su brazo en las rodi­llas de su marido y, apoyando encima la cabeza, dijo:

—Si tengo aquí un amigo que pueda decir una palabra so­bre esto, por mi marido o por mí; si tengo un amigo que pueda decir una sospecha que mi corazón me ha murmurado a veces; si tengo aquí un amigo que respete a mi marido y que me quiera; si este amigo sabe algo que pueda sernos una ayuda, le suplico que hable.

Hubo un profundo silencio. Después de unos instantes de penosa indecisión, me decidí por fm.

—Mistress Strong, yo sé algo que el doctor Strong me ha­bía suplicado que callara, y he guardado silencio hasta ahora. Pero creo que ha llegado el momento en que sería una falsa delicadeza el continuar ocultándolo; su súplica me li­bra de la promesa.

Volvió sus ojos hacia mí y vi que hacía bien. No hubiera podido resistir aquella mirada suplicante, aun cuando mi confianza no hubiese sido inquebrantable.

—Nuestra tranquilidad futura —dijo ella— está quizá en sus manos. Tengo la certeza de que no se callará nada, y sé de antemano que ni usted ni nadie en el mundo podrá decir nunca lo más mínimo que perjudique al noble corazón de mi marido. Diga lo que diga, que me concierna, hable valiente­mente. Yo también después hablaré delante de él a mi vez, como tendré que hacerlo ante Dios.

Sin pedirle al doctor su autorización, me puse a contar lo que había ocurrido una noche en aquel mismo despacho, permitiéndome únicamente dulcificar un poco las groseras frases de Uriah Heep. Imposible describir los ojos asustados de mistress Markleham durante todo mi relato ni las inter­jecciones agudas que se le escapaban.

Cuando hube terminado, Annie permaneció todavía un momento silenciosa, con la cabeza baja, como ya la he des­crito; después cogió la mano del doctor, quien no había cambiado de actitud desde que habíamos entrado en la habita­ción; la estrechó contra su corazón y la besó. Míster Dick le­vantó a Annie con dulzura, y ella continuó apoyada en él y con los ojos fijos en su marido.

—Voy a poner al desnudo ante vosotros —dijo con voz modesta, sumisa y tierna— todo lo que ha llenado mi cora­zón desde que me casé. No podría vivir en paz, ahora que lo sé todo, si quedara la menor oscuridad sobre este punto.

—No, Annie —dijo el doctor con dulzura—; nunca he du­dado de ti, hija mía; no es necesario, querida mía; de verdad no es necesario.

—Es necesario que abra mi corazón ante ti, que eres la verdad, la generosidad misma; ante ti, que lo he amado y respetado siempre, cada vez más, desde que lo he conocido. Dios lo sabe.

—En realidad —dijo mistress Markleham—, si tengo toda mi razón...

—Pero no tienes ni sombra de ella, ¡vieja local —murmuró mi tía con indignación.

— ... debe permitírseme decir que es inútil entrar en todos esos detalles.

—Mi marido es el único que puede ser juez —dijo Annie sin cesar un instante de mirar al doctor—, y él quiere oírme. Mamá, si digo algo que te moleste, perdónamelo. Yo tam­bién he sufrido mucho, y largo tiempo.

—¡Palabra de honor! —murmuró mistress Markleham.

—Cuando yo era muy joven —dijo Annie—, peque­ñita, sólo una niña, las primeras nociones sobre todas las cosas me las dio un amigo y maestro muy paciente. El amigo de mi padre, que había muerto, me ha sido siempre querido. No recuerdo haber aprendido nada sin que se mezcle en ello su recuerdo. Él es quien ha puesto en mi alma sus primeros tesoros, los grabó con su sello; ense­ñada por otros, creo que hubiera recibido una influencia menos saludable.

—No habla de su madre para nada —murmuró mistress Markleham.

—No, mamá; pero a él le pongo en su lugar. Es necesario, A medida que crecía, él continuaba siendo el mismo para mí. Yo estaba orgullosa del interés que me demostraba, y le tenía un afecto profundo y sincero. Le consideraba como un padre, como un guía, cuyos elogios me eran más preciosos que cualquier otro elogio del mundo, como a alguien a quien me hubiera confiado aunque hubiera dudado del mundo en­tero. Tú sabes, mamá, lo joven a inexperta que era cuando de pronto me lo presentaste como marido.

—Eso ya te he dicho más de cincuenta veces a todos los que están aquí —dijo mistress Markleham.

(—Entonces, ¡por amor de Dios!, cállese y no hable más —murmuró mi tía.)

—Era para mí un cambio tan grande y una pérdida tan grande, según me parecía —dijo Annie, continuando en el mismo tono—, que en el primer momento me sentí inquieta y desgraciada. Era una chiquilla todavía, y creo que me en­tristeció pensar en el cambio que traería el matrimonio a la naturaleza de los sentimientos que le había profesado hasta entonces. Pero puesto que nada podía ya dejarle a mis ojos tal como le había conocido cuando sólo era su discípula, me sentí orgullosa de qué me creyera digna de él, y nos casamos.

—En la iglesia de San Alphage Canterbury —observó mistress Markleham.

(—Que el diablo se lleve a esa mujer —dijo mi tía—. ¿Es que no quiere callarse?)

—No pensé ni un momento —continuó Annie, enroje­ciendo— en los bienes materiales que mi marido poseía. A mi joven corazón no le preocupaban semejantes cosas. Mamá, perdóname si lo digo que tú fuiste la primera que me hiciste comprender que en el mundo podría haber personas bastante injustas hacia él y hacia mí para permitirse esa cruel sospecha.

—¿Yo? —exclamó mistress Markleham.

(—¡Ah! Ya lo creo que ha sido usted —observó mi tía—; y esta vez, por mucho juego que des al abanico, no te puedes negar, marcial amiga.)

—Esta fue la primera tristeza en mi nueva vida —dijo An­nie—. Fue la primera de mis penas; pero últimamente han sido tan numerosas, que no podría contarlas; pero no por la razón que tú supones, amigo mío, pues en mi corazón no hay ni un pensamiento, ni un recuerdo, ni una esperanza que no esté unida a ti.

Levantó los ojos, juntó las manos, y yo pensé que parecía el espíritu de la belleza y de la verdad. El doctor la contem­pló fijamente en silencio, y Annie sostuvo su mirada.

—No le reprocho a mamá que te haya pedido nunca nada para sí misma; sus intenciones han sido siempre irreprocha­bles, ya lo sé; pero no puedo decir lo que he sufrido al ver las llamadas indirectas que te hacía en mi nombre, el tráfico que se hacía de mi nombre respecto a ti, cuando he sido tes­tigo de tu generosidad y de la pena que sentía míster Wick­field, que se interesaba tanto por tus asuntos. ¡Cómo decirte lo que sentí la primera vez que me vi expuesta a la odiosa sospecha de haberte vendido mi amor, a ti, el hombre que más estimaba en el mundo! Y todo esto me ha ahogado bajo el peso de una vergüenza inmerecida, de la que te infligía tu parte. ¡Oh, no! Nadie puede saber lo que he sufrido; mamá, menos que nadie. Piensa en lo que es tener siempre sobre el corazón ese temor, esa angustia, y saber en conciencia que el día de mi matrimonio no había hecho más que coronar el amor y el honor de mi vida.

—¡Y esto es lo que se gana —exclamó mistress Markleham llorando— sacrificándose por los hijos! ¡Querría ser turca!

(—¡Ah! Y entonces quisiera Dios que te hubieras que­dado en tu país natal —dijo mi tía.)

—Entonces fue cuando mamá se preocupó tanto de mi primo Maldon. Yo había tenido —dijo en voz baja, pero sin el menor titubeo— mucha amistad con él. En nuestra infan­cia éramos pequeños enamorados. Si las circunstancias no lo hubieran arreglado de otro modo, quizá hubiera termi­nado por persuadirme de que realmente le quería, y quizá me hubiera casado con él, para desgracia mía. No hay matri­monio peor proporcionado que aquel en que hay tan poca semejanza de ideas y de carácter.

Yo reflexioné sobre aquellas palabras mientras continuaba escuchando atentamente, como si les encontrara un interés particular, o alguna aplicación secreta que no pudiera adivi­nar todavía: «No hay matrimonio peor proporcionado que aquel en que hay tan poca semejanza de ideas y de carácter».

—No tenemos nada común —dijo Annie—; hace mucho tiempo que lo he visto. Y aunque no tuviera más razones para amar a mi marido que el reconocimiento, le daría las gracias con toda mi alma por haberme salvado del primer impulso de un corazón indisciplinado que iba a extraviarse.

Permanecía inmóvil ante el doctor; su voz vibraba con una emoción que me hizo estremecer, al mismo tiempo que continuaba completamente firme y tranquila, como antes.

—Cuando él solicitaba cosas de tu generosidad, que tú le concedías tan generosamente a causa mía, yo sufría por el aspecto interesado que daban a mi ternura; encontraba que hubiera sido más honroso para él hacer sólo su camera, y pensaba que si yo hubiera estado en su lugar, nada me hu­biera parecido duro con tal de tener éxito. Pero, en fin, le perdonaba todavía antes de la noche en que nos dijo adiós, al partir para la India. Aquella noche tuve la prueba de que era un ingrato y un pérfido; también me di cuenta de que míster Wickfield me observaba con desconfianza, y por pri­mera vez me percaté de la cruel sospecha que había venido a ensombrecer mi vida.

—¿Una sospecha, Annie? —dijo el doctor—. ¡No, no, no!

—En tu corazón no existía, amigo mío, ya lo sé. Y aque­lla noche fui a buscarte para verter a tus pies aquella copa de tristeza y de vergüenza, para decirte que habías tenido bajo tu techo un hombre de mi sangre, a quien habías colmado de be­neficios por amor mío, y que ese hombre se había atrevido a decirme cosas que nunca debía haber dejado oír, aunque yo hubiera sido, como él creía, un ser débil a interesado; pero mi corazón se negó a manchar tus oídos con tal infamia; mis la­bios se negaron a contártela, entonces y después.

Mistress Markleham se desplomó en su sillón, con un sordo gemido, y se ocultó detrás de su abanico.

—No he vuelto a cambiar una palabra con él desde aquel día, más que en tu presencia y cuando era necesario para evi­tar una explicación. Han pasado años desde que él ha sabido por mí cuál era aquí su situación. El cuidado que tú ponías en hacerle ascender, la alegría con que me lo anunciabas cuando lo habías conseguido, toda tu bondad con él, eran para mí mayor causa de dolor, y cada vez se me hacía mi se­creto más pesado.

Se dejó caer dulcemente a los pies del doctor, aunque él se esforzaba en impedírselo; y con los ojos llenos de lágri­mas continuó:

—No hables; déjame todavía decirte otra cosa. Que haya tenido razón o no, creo que si volviera a empezar volvería a hacerlo. No puedes comprender lo que era quererte y saber que antiguos recuerdos podían hacerte creer lo contrario; sa­ber que me habían podido suponer infiel y estar rodeada de apariencias que confirmaban semejante sospecha. Yo era muy joven y no tenía a nadie que me aconsejara; entre mamá y yo siempre ha habido un abismo respecto a ti. Si me he en­cerrado en mí misma, si he ocultado el insulto que me ha­bían hecho, es porque lo respetaba con toda mi alma, porque deseaba ardientemente que tú también pudieses respetarme.

—¡Annie, corazón mío! —dijo el doctor—. ¡Hija mía querida!

—¡Una palabra, todavía una palabra! Yo me decía a me­nudo que tú hubieras podido casarte con una mujer que no lo hubiera causado tantos disgustos y preocupaciones, una mu­jer que hubiera sabido estar más en su sitio, en tu hogar; pen­saba que hubiese hecho mucho mejor continuando siendo tu discípula, casi tu hija; pensaba que no estaba a la altura de tu bondad ni de tu ciencia. Todo esto me hacía guardar silen­cio; pero era porque te respetaba, porque esperaba que un día también tú podrías respetarme.

—Ese día llegó hace mucho tiempo, Annie, y no termi­nará nunca.

—Todavía una palabra. Había resuelto llevar yo sola mi carga, no revelar nunca a nadie la indignidad de aquel para quien tan bueno eras. Sólo una palabra más, ¡oh, el mejor de los amigos! Hoy he sabido la causa del cambio que había observado en ti y por el que tanto he sufrido; tan pronto lo atribuía a mis antiguos temores como estaba a punto de com­prender la verdad; en fin, una casualidad me ha revelado esta noche toda la grandeza de tu confianza en mí, aun cuando estabas tan equivocado. No creo que todo mi amor ni todo mi respeto puedan jamás hacerme digna de esa confianza inestimable; pero al menos puedo levantar los ojos sobre el noble rostro del que he venerado como un padre, amado como un marido, respetado desde mi infancia como un amigo, y declarar solemnemente que nunca, ni en los pensa­mientos más ligeros, te he faltado; que nunca he variado en el amor y la fidelidad que te debo.

Había echado los brazos alrededor del cuello del doctor; la cabeza del anciano reposaba en la de su mujer; sus cabe­llos grises se mezclaban con las trenzas oscuras de Annie.

—Estréchame bien contra tu corazón, esposo mío; no me alejes nunca de ti; no pienses, no digas que hay demasiada distancia entre nosotros; lo único que nos separa son mis im­perfecciones; cada día estoy más convencida y cada día tam­bién te quiero más. ¡Oh, recógeme en tu corazón, esposo mío, pues mi amor está tallado en la roca y durará eterna­mente!

Hubo un largo silencio. Mi tía se levantó con gravedad, se acercó lentamente a míster Dick y le besó en las dos meji­llas. Esto fue muy oportuno para él, pues iba a comprome­terse; estaba viendo el momento en que, en el exceso de su alegría ante aquella escena, iba a saltar a la pata coja o a pie juntillas.

—Eres un hombre muy notable, Dick —le dijo mi tía, en tono muy decidido de aprobación—, y no finjas nunca lo contrario, pues te conozco bien.

Después mi tía le agarró de una manga, me hizo una seña y nos deslizamos suavemente fuera de la habitación.

—He aquí lo que tranquilizará a nuestra marcial amiga —dijo mi tía—, y esto me va a proporcionar una buena no­che, aunque no tuviera además otros motivos de satisfac­ción.

—Estaba completamente trastornada, mucho me temo —dijo míster Dick en tono de gran conmiseración.

—¡Cómo! ¿Has visto alguna vez a un cocodrilo trastor­nado`? —exclamó mi tía.

—No creo haber visto nunca un cocodrilo —contestó con dulzura míster Dick.

—No hubiera sucedido nada sin ese viejo animal —dijo mi tía en tono conmovido— ¡Si las madres pudieran al me­nos dejar en paz a sus hijas cuando ya están casadas, en lu­gar de hacer tanto ruido con su pretendida ternura! Parece que el único auxilio que pueden prestar a las desgraciadas muchachas que han traído al mundo (y Dios sabe si las des­graciadas han demostrado nunca ganas de venir) es el hacer­las volver a marcharse cuanto antes a fuerza de atormentar­las; pero ¿en qué piensas, Trot?

Pensaba en todo lo que acababa de oír. Algunas de las fra­ses que había empleado mistress Strong me volvían sin ce­sar a la imaginación. «No hay matrimonio más desacertado que aquel en que hay tan pocas semejanzas de ideas y de ca­rácter...» . « El primer movimiento de un corazón indisciplinado ...» «Mi amor está tallado en la roca ...» Pero llegaba a casa, y las hojas secas sonaban bajo mis pies, y el viento de otoño silbaba.

CAPÍTULO VI. INTELIGENCIA

Si creo a mi memoria, bastante insegura en cuestión de fechas, hacía un año que me había casado, cuando una tarde, que volvía solo a casa, pensando en el libro que escribía (pues mi éxito había seguido el progreso de mi aplicación, y ya estaba embarcado en mi primer trabajo de ficción), de­tuve el paso al pasar por delante de la casa de mistress Steer­forth. Esto me había ya ocurrido muchas veces desde que vivía en la vecindad, aunque cuando podía elegía siempre otro camino. Aquello me obligaba a dar un gran rodeo, y ter­miné por pasar por allí muy a menudo.

Nunca había hecho más que mirar rápidamente a la casa. Ninguna de las habitaciones principales daba a la calle, y las ventanas estrechas, anticuadas, no resultaban muy alegres de mirar, tan cerradas. Había un caminito cubierto que cru­zaba un patio embaldosado que llegaba a la puerta de en­trada y a una ventana en arco de la escalera, muy en armonía con lo demás, que, aunque era la única que no estaba ce­rrada con persianas, no dejaba de resultar tan triste y aban­donada como las otras. No recuerdo haber visto nunca una luz en la casa. Si hubiera pasado por allí como cualquier otro indiferente, hubiera creído que el dueño había muerto sin dejar hijos; y si hubiera tenido la felicidad de que me interesase aquel lugar y lo hubiera visto siempre en su in­movilidad, mi imaginación es probable que hubiera for­jado sobre ella las más ingeniosas suposiciones.

A pesar de todo, trataba de pensar en ello lo menos posi­ble; pero mi espíritu no podía pasar por allí, como mi cuerpo, sin detenerse, y no podía substraerme a los pensa­mientos que me asaltaban. Aquella tarde en particular, mien­tras proseguía mi camino, evocaba sin querer las sombras de mis recuerdos de infancia, sueños más recientes, esperanzas vagas, penas demasiado reales y demasiado profundas; ha­bía en mi alma una mezcla de realidad y de imaginación que se confundía con el plan del asunto en que acababa de estar pensando, dando a mis ideas un aspecto singularmente no­velesco. Meditaba tristemente mientras andaba, cuando una voz cercana me hizo estremecer de pronto.

Era voz de mujer, y reconocí la de la doncella de mistress Steerforth, aquella que llevaba una cofia con cintas azules. Las cintas habían desaparecido, probablemente para estar más en armonía con el aspecto lamentable de la casa, y no tenía más que un lazo o dos, de un marrón modesto.

—¿Quiere usted tener la bondad, caballero, de venir a ha­blar con miss Dartle?

—¿Miss Dartle me llama?

—Esta tarde no, caballero; pero es lo mismo. Miss Dartle le ha visto a usted pasar hace uno o dos días, y me ha dicho que me sentara en la escalera a trabajar y le rogara que en­trase a hablarle la primera vez que le viera.

La seguí, y en el camino le pregunté cómo se encontraba mistress Steerforth. Me contestó que estaba siempre indis­puesta y que salía muy poco de su habitación.

Cuando llegamos a la casa me condujeron al jardín, donde encontré a miss Dartle. Me adelanté solo hacia ella. Estaba sentada en un banco, al final de una especie de terraza, desde donde se veía Londres. La tarde era oscura, y sólo una clari­dad rojiza iluminaba el horizonte; y la gran ciudad, que se percibía a lo lejos gracias a aquella claridad siniestra, me pa­reció muy apropiada con el recuerdo de aquella mujer ar­diente y altanera.

Me vio acercarme y se levantó para recibirme. La encontré todavía más pálida y más delgada que en nuestra última entre­vista; sus ojos brillaban más y su cicatriz era más visible.

Nuestro encuentro no fue cordial. La última vez que nos habíamos visto nos habíamos separado después de una es­cena bastante violenta, y había en toda su persona un aire de desdén que no se tomaba el trabajo de disimular.

—Me dicen que desea usted hablarme, miss Dartle —le dije, deteniéndome a su lado, con la mano apoyada en el res­paldo del banco.

—Sí —dijo ella—; haga usted el favor de decirme si han encontrado a esa muchacha.

—No.

—Sin embargo, ¡se ha escapado!

Veía sus labios delgados contraerse al hablarme, como si la ahogaran los deseos de llenar a Emily de reproches.

—¿Escapado? —repetí yo.

—Sí, le ha dejado —dijo riendo—; si no la han encontrado ahora, quizá no la encuentren nunca. Quizá haya muerto.

Jamás he visto en ningún rostro semejante expresión de crueldad triunfante.

—La muerte es quizá la mayor felicidad que le pueda de­sear una mujer —le dije—; me alegra ver que el tiempo la ha hecho tan indulgente, miss Dartle.

No se dignó a contestarme, y se volvió hacia mí, con una sonrisa de desprecio.

—Los amigos de esa excelente y virtuosa persona son amigos de usted. Usted es su campeón y defiende sus dere­chos. ¿Quiere usted que le diga todo lo que se sabe de ella?

—Sí —respondí.

Se levantó con una sonrisa de maldad y gritó:

—¡Venga usted aquí! —como si llamara a algún animal inmundo—. Espero que no se permitirá usted ningún acto de venganza en este lugar, míster Copperfield —dijo mientras continuaba mirándome con la misma expresión.

Yo me incliné sin comprender lo que quería decir, y ella repitió por segunda vez: «Venga usted aquí». Entonces vi aparecer al respetable Littimer, que, siempre tan respetuoso, me hizo un profundo saludo y se colocó detrás de ella. Miss Dartle se tendió en el banco y me miró con una expresión triunfante y de malicia, en la que había, sin embargo, algo extraño, algo de gracia femenina, un atractivo singular: tenía el aspecto de esas crueles princesas que sólo se encuentran en los cuentos de hadas.

—Y ahora —le dijo en tono imperioso, sin mirarle si­quiera y pasándose la mano por la cicatriz, en aquel instante quizá con más placer que pena —diga usted a míster Cop­perfield todo lo que sabe de la huida.

—Míster James y yo, señora...

—No se dirija usted a mí —dijo, frunciendo las cejas.

—Míster James y yo, caballero...

—Ni a mí; se lo ruego —le dije.

Littimer, sin parecer desconcertarse lo más mínimo, se in­clinó ligeramente para demostrar que todo lo que nos agra­dara le era igualmente agradable, y prosiguió:

—Míster James y yo hemos viajado con esa joven desde el día en que ella abandonó Yarmouth bajo la protección de míster James. Hemos estado en una multitud de lugares y hemos visto muchos países; hemos visitado Suiza, Francia, Italia; en fin, estuvimos en todas partes.

Fijó los ojos en el respaldo del banco, como si fuera a él a quien se dirigía, y paseó por él suavemente sus dedos, como si tocara un piano mudo.

—Míster James quería mucho a aquella jovencita, y du­rante mucho tiempo ha llevado la vida más regular que yo le he visto hacer desde que estoy a su servicio. La joven hizo muchos progresos; hablaba ya los idiomas de los paí­ses por donde nos establecíamos; ya no era la campesinita de antes; he observado que la admiraban mucho por todas partes.

Miss Dartle se llevó la mano al costado. La vi lanzarle una mirada y sonreír a medias.

—De verdad, la admiraban mucho. Quizá su modo de vestir, quizá el efecto del sol y del aire libre en su cutis, quizá las atenciones de que era objeto; que fuera esto o aque­llo, la cuestión es que poseía un encanto que atraía la aten­ción general.

Se detuvo un momento; los ojos de miss Dartle vagaban sin reposo de un punto a otro del horizonte, y se mordía con­vulsivamente los labios.

Littimer unió las manos, se puso en equilibrio en una sola pierna y con los ojos bajos adelantó su respetable cabeza; después continuó:

—La muchacha vivió así durante cierto tiempo, con un poco de depresión de vez en cuando, hasta que al fin em­pezó a cansar a míster James con sus gemidos y sus escenas repetidas. Ya no iba todo tan bien: míster James empezó a desarreglarse como antes. Cuanto más se alejaba él, más se entristecía ella, y puedo asegurar que no me sentía a gusto entre los dos. Sin embargo, se reconciliaron muchas veces, y verdaderamente esto ha durado más tiempo de lo que podía esperarse.

Miss Dartle fijó en mí sus miradas con la misma expre­sión victoriosa. Littimer tosió una o dos veces para aclararse la voz, cambió de pierna y prosiguió:

—Por fin, después de muchos reproches y lágrimas de la muchacha, míster James partió una mañana (estábamos en una casa de huéspedes, en las cercanías de Nápoles, porque a ella le gustaba mucho el mar), y bajo pretexto de que tenía que marcharse para bastante tiempo, me encargó que le anunciara que, en el interés de todo el mundo, se... —aquí Littimer tosió de nuevo— se marchaba. Pero míster James, debo decirlo, se comportó del modo más caballeroso, pues propuso a la muchacha que se casara con un hombre muy respetable, que estaba dispuesto a pasar la esponja por el pasado, y que valía tanto como cualquier otro al que hu­biera pretendido por buen camino, pues ella era de una fa­milia muy vulgar.

Cambió de nuevo de pierna y se pasó la lengua por los la­bios. Yo estaba convencido de que era a él a quien el canalla se refería, y veía que miss Dartle participaba de mi opinión.

—Fui igualmente encargado de aquella comunicación; yo no pedía más que hacer todo lo posible para sacar a míster James de su apuro y reconciliarle con su buena madre, a quien tanto ha hecho sufrir—, he aquí por qué me encargué de aquello. La violencia de la muchacha cuando supo su par­tida sobrepasó todo lo que podía esperarse. Estaba como loca, y si no se hubiera empleado la fuerza, se habría apuña­lado o tirado al mar, o se habría destrozado la cabeza contra las paredes.

Miss Dartle se movía en el banco, con expresión de ale­gría, como si quisiera saborear mejor las palabras de que se servía el miserable.

—Pero sobre todo cuando llegué al segundo punto —dijo Littimer con cierta turbación— es cuando la muchacha se mostró tal como era. Se podría creer que por lo menos hu­biera comprendido toda la generosa bondad de la intención; pero nunca he visto furor semejante. Su conducta excede todo lo que se pudiera expresar. Un palo, una piedra, hubie­ran demostrado más agradecimiento, más corazón, más pa­ciencia, más razón. Si no hubiera estado preparado, estoy seguro de que hubiera atentado contra mi vida.

—¡La estimo todavía más! —dije con indignación.

Littimer inclinó la cabeza, como para decir: «¿Verdadera­mente? ¡Pero es usted tan joven! ». Después continuó su re­lato:

—En una palabra: me vi obligado durante cierto tiempo a no dejarle a su alcance ninguno de los objetos con que hu­biera podido hacerse daño o hacer daño a los demás y a te­nerla encerrada. Pero, a pesar de todo, una noche rompió los cristales de una ventana que yo mismo había cerrado con clavos, se dejó caer por una parra, y no he vuelto a oír hablar de ella.

—¡Puede haber muerto! —dijo miss Dartle con una son­risa, como si hubiera querido empujar con el pie el cadáver de la desgraciada muchacha.

—Quizá se haya ahogado, señorita —repuso Littimer, de­masiado dichoso de poder dirigirse a alguien—. Es muy po­sible. O bien la habrán ayudado los pescadores, o sus muje­res. Le gustaban mucho las malas compañías, miss Dartle, e iba a sentarse al lado de los barcos, en la playa, para charlar con los pescadores. La he visto hacerlo durante días enteros, cuando míster James estaba ausente. Y un día míster James se enfadó mucho cuando supo que había dicho a los niños que ella también era hija de un pescador y que de pequeña, en su país, corría, como ellos, descalza por la playa.

¡Oh., Emily! ¡Pobre muchacha! ¡Qué cuadro se presentó a mi imaginación! La veía sentada en la orilla lejana, en me­dio de los niños, que le recordaban los días de su inocencia; escuchando aquellas vocecitas que le hablaban de amor ma­ternal, de las puras y dulces alegrías que habría conocido si hubiera sido la mujer de un honrado marinero, o bien pres­tando oído a la voz solemne del océano, que le murmuraría eternamente: «Nunca más».

—Cuando ya era evidente que no podía hacer nada, miss Dartle...

—Le he dicho que no me hable —respondió miss Dartle con una dureza despreciativa.

—Es porque usted me había hablado, señorita —respon­dió—. Le pido perdón. Sé muy bien que mi deber es obe­decer.

—En ese caso, cumpla con su deber; termine la historia y márchese.

—Cuando fue evidente —continuó, en el tono más respe­table y haciendo un profundo saludo— que no se la encontraba en ninguna parte, fui a unirme a míster James al sitio en que habíamos convenido que le escribiría y le informé de lo que había sucedido. Nos peleamos, y me pareció mi deber dejarle. Podía soportar, y había soportado, muchas cosas; pero míster James había llevado sus insultos hasta pegarme: era demasiado. Sabiendo el desgraciado resentimiento que existía entre él y su madre, y la angustia en que esta última debía de estar, me tomé la libertad de volver a Inglaterra para contarle...

—No le escuche usted; le he pagado para esto —me dijo miss Dartle.

—Precisamente, señorita... para contarle lo que sabía. No creo —dijo Littimer después de un momento de reflexión­tener nada más que decir Por el momento estoy sin empleo, y me gustaría encontrar en alguna parte una situación respe­table.

Miss Dartle me miró como preguntándome si no tenía ninguna pregunta que hacer... Se me había ocurrido una, y dije:

—Querría preguntar a... este individuo (me fue imposible pronunciar una palabra más cortés) si no se ha interceptado una carta escrita a esa desgraciada muchacha por su familia, o si supone que la ha recibido.

Permaneció tranquilo y silencioso, con los ojos fijos en el suelo y la punta de los dedos de su mano izquierda delicada­mente arqueados sobre la punta de los dedos de su mano de­recha.

Miss Dartle volvió hacia él la cabeza, con aire desdeñoso.

—Dispénseme usted, señorita; pero, a pesar de toda mi obediencia por usted, conozco mi posición, aunque no sea más que un criado. Míster Copperfield y usted, señorita, no son lo mismo. Si míster Copperfield desea saber algo de mí, me tomo la libertad de recordarle que si quiere una respuesta puede dirigirme a mí sus preguntas. Tengo que mantener mi dignidad.

Hice un violento esfuerzo sobre mi desprecio, y, volvién­dome hacia él, le dije:

—¿Ha oído usted mi pregunta? Si quiere, es a usted a quien la dirijo. ¿Qué me contesta?

—Caballero —repuso, uniendo y separando alternativa­mente la punta de sus dedos—, no puedo contestar a la li­gera. Traicionar la confianza de míster James para con su madre o para con usted es muy distinto. No era probable que míster James quisiera facilitar una correspondencia que pro­piciara redoblar la depresión y los reproches de la señorita; pero, caballero, deseo no ir más lejos.

—¿Es eso todo? —me preguntó miss Dartle.

Contesté que no tenía nada más que añadir.

—Únicamente —dije, viéndole alejarse— comprendo el papel que ha representado este miserable en todo este culpa­ble asunto, y voy a contárselo al hombre que ha servido a Emily de padres desde la infancia. Por lo tanto, sí tengo un consejo que dar a ese tipo: es que no aparezca mucho en pú­blico.

Al oírme hablar, se había detenido con su calma habitual.

—Gracias, señor; pero permítame que le diga que en este país no hay esclavos ni amos, y que nadie tiene derecho a to­marse la justicia por su mano; y si acaso se llega a hacer, no creo que se lleve la mejor parte. Es para decirle, caballero, que iré donde me parezca.

Me saludó cortésmente, hizo otro tanto con miss Dartle y salió por el mismo sendero que había venido. Miss Dartle y yo nos miramos un momento sin decir palabra; parecía con­tinuar en la misma disposición de espíritu que cuando había hecho aparecer a aquel hombre ante mí.

—Además dice —observó, apretando lentamente los la­bios— que su señor viaja por las costas de España y que pro­bablemente continuará mucho tiempo sus excursiones marí­timas. Pero eso no le interesa a usted. Hay entre estas dos naturalezas orgullosas, entre esta madre y este hijo, un abismo más profundo que nunca y que no podrá llenarse, pues son de la misma raza; el tiempo los vuelve más obsti­nados a imperiosos. Pero eso tampoco le interesa. He aquí lo que quería decir. Ese demonio al que usted hace un ángel; esa criatura vil que él ha sacado del lodo (y volvió hacia mí sus ojos negros, llenos de pasión), quizá viva todavía. A esas criaturas les dura la vida. Si no ha muerto, usted segura­mente tendrá interés en encontrar a esa perla preciosa para encerrarla en un estuche. También nosotros lo deseamos, para que él no pueda volver a ser su presa. Así es que tene­mos el mismo interés. Por eso, como quisiera encontrarla para hacerle todo el daño a que puede ser sensible una cria­tura tan despreciable, le he hecho que viniera a escuchar lo que ha oído.

Vi, por el cambio de su fisonomía, que alguien se acer­caba por detrás de mí. Era mistress Steerforth, que me tendió la mano, más fríamente que de costumbre, y con una ex­presión todavía más solemne que antes. Sin embargo, me di cuenta, no sin emoción, de que no podía olvidar mi antiguo cariño por su hijo. Había cambiado mucho; su arrogante es­tatura se había encorvado; profundas arrugas se marcaban en su bello rostro, y sus cabellos estaban casi blancos; sin embargo, todavía estaba bella, y reconocí en ella los ojos brillantes y el aire imponente que producían mi admiración en mis sueños infantiles del colegio.

—¿Míster Copperfield lo sabe todo, Rose?

—Sí.

—¿Ha visto a Littimer?

—Sí, y ya le he dicho por qué había usted expresado ese deseo.

—Eres una buena chica. Desde que no le he visto he te­nido alguna relación con su antiguo amigo, caballero —dijo dirigiéndose a mí—; pero no ha aceptado todavía sus debe­res para conmigo. En esto no tengo otro objetivo que el que Rose le ha dado a conocer, y si al mismo tiempo se pueden consolar las penas del buen hombre que usted me trajo aquí, pues no le quiero mal, lo que ya es bastante de mi parte, y salvar a mi hijo del peligro de volver a caer en los lazos de esa intrigante.

Se irguió y se sentó, mirando ante ella, a lo lejos, muy a lo lejos.

—Señora —le dije en tono respetuoso—, la comprendo. Y le aseguro que no deseo atribuirle otros motivos; pero debo decirle, yo que he conocido desde la infancia a esa desgra­ciada familia, que se equivoca usted si se figura que esa pobre muchacha, indignamente tratada, no ha sido engañada cruel­mente y que no preferiría hoy morir que aceptar ni un vaso de agua de la mano de su hijo. ¡Se equivoca usted por completo!

—¡Chis, Rose, chis! —dijo mistress Steerforth al ver que su compañera iba a replicar—. Es inútil; no hablemos más. ¡He oído decir que se había casado usted!

Respondí que, en efecto, me había casado hacía un año.

—¡Y que tiene usted éxito! Vivo tan lejos del mundo, que no me entero de nada; pero he oído decir que empieza usted a ser célebre.

—He tenido mucha suerte, y mi nombre empieza a cono­cerse.

—¿Y no tiene usted madre? —dijo con voz más dulce.

—No.

—¡Es una lástima! Hubiera estado orgullosa de usted. Adiós.

Cogí la mano que me tendía con una dignidad mezclada de dureza; estaba tan tranquila de rostro como si su alma es­tuviera en reposo. Su orgullo era lo bastante fuerte para im­poner silencio hasta a los latidos de su corazón y para exten­der sobre su rostro el velo de insensibilidad mentirosa a través del cual miraba, desde la silla en que estaba sentado ante ella, a lo lejos, muy a lo lejos.

Al alejarme de ellas, a lo largo de la terraza, no pude por menos que volverme para ver a aquellas dos mujeres, cuyos ojos estaban fijos en el horizonte, cada vez más sombrío a su alrededor. Aquí y allí se veían brillar algunas luces, en la ciu­dad lejana; una claridad rojiza iluminaba todavía el oriente con sus reflejos; pero del valle subía una niebla que se exten­día como el mar en las tinieblas, para envolver en sus plie­gues aquellas dos estatuas vivas que acababa de dejar. No lo puedo pensar sin terror, pues cuando volví a verlas un mar furioso se había verdaderamente abierto bajo sus pies.

Reflexionando sobre lo que acababa de oír, pensé que se lo debía contar a míster Peggotty. Al día siguiente fui a Lon­dres para verle. Erraba sin cesar de una ciudad a otra, preo­cupado únicamente por la misma idea; pero en Londres es donde más estaba. ¡Cuántas veces le he visto, en medio de las sombras de la noche, atravesar las calles para descubrir, entre las raras sombras que parecían buscar fortuna a aque­llas horas descompasadas, lo que tanto temía encontrar!

Había alquilado una habitación encima de la tiendecita de velas, en Hungerford Market, de que ya he hablado. De allí fue de donde salió la primera vez, cuando emprendió su pe­regrinación piadosa. Fui a buscarle. Me dijeron que no había salido todavía, y le encontré en su habitación.

Estaba sentado al lado de una ventana, donde cultivaba algunas ílores. La habitación estaba limpia y bien arreglada. En una ojeada vi que todo estaba preparado para recibirla, y que nunca salía sin pensar que quizá la traería aquella no­che. No me había oído llamar a la puerta, y no levantó los ojos hasta que puse la mano en su hombro.

—¡Señorito Davy! ¡Gracias, muchas gracias por su vi­sita! Siéntese y sea bienvenido.

—Míster Peggotty —le dije, cogiendo la silla que me ofrecía—, yo no querría darle demasiadas esperanzas; pero me he enterado de algo.

—¿Sobre Emily?

Se tapó la boca con la mano, con una agitación febril, y, fijando los ojos en mí, palideció mortalmente.

—Esto no me puede dar ningún indicio sobre el lugar en que se encuentra; pero el caso es que ya no está con él.

Se sentó sin dejar de mirarme, y escuchó en el más pro­fundo silencio todo lo que tenía que contarle. No olvidaré nunca la dignidad de aquel rostro grave y paciente; me escu­chaba con los ojos bajos y la cabeza entre las manos; perma­neció todo el tiempo inmóvil, sin interrumpirme ni una sola vez. Parecía que no hubiera en todo ello más que una figura, que él perseguía a través de mi relato, y dejaba pasar todas las demás como sombras vulgares, de las que no se preocu­paba.

Cuando hube terminado se tapó un momento la cara con las manos, en el mismo silencio. Yo me volví hacia la ven­tana, como para mirar las flores.

—¿Qué piensa usted, señorito Davy? —me preguntó por fin.

—Creo que vive —respondí.

—No sé; quizá el primer choque ha sido demasiado fuerte, y en la angustia de su alma... ese mar azul de que tanto hablaba; ¡quizá pensaba en él desde hacía tanto tiempo por­que tenía que ser su tumba!

Hablaba en voz baja y conmovida, mientras paseaba por la habitación.

—Y, sin embargo, señorito Davy —añadió—, yo estaba seguro de que vivía; día y noche, al pensarlo, estaba seguro de que la encontraría; esto me ha dado tanta fuerza, tanta confianza, que no creo haberme equivocado. No, no; Emily vive.

Puso con firmeza la mano encima de la mesa, y su rostro tostado tomó una expresión de resolución indecible.

—Mi Emily vive, señorito —dijo en tono enérgico—. Yo no sé de dónde proviene, ni en qué consiste; pero hay algo que me dice que vive.

Parecía casi inspirado al decir esto. Esperé un momento a que estuviera preparado para escucharme; después traté de sugerirle una idea que se me había ocurrido la víspera por la noche.

—Amigo mío —le dije.

—Gracias, señorito, gracias —y estrechó mis manos en­tre las suyas.

—Si viniera a Londres, lo que es probable, pues en nin­guna parte puede estar segura de ocultarse con la facilidad que aquí, en esta gran ciudad... ¿Y qué podrá hacer sino ocultarse a los ojos de todos, de no volver con usted?...

—A casa no volvería —dijo, sacudiendo tristemente la cabeza—. Si se hubiera marchado contenta, puede que hu­biese vuelto; pero así, no.

—Si viniera a Londres, yo creo que hay una persona que tendría más facilidad de encontrarla que cualquier otra. ¿Se acuerda usted?... Escúcheme con firmeza, piense en su gran fin. ¿Se acuerda usted de Martha?

—¿Nuestra paisana?

No necesitaba respuesta; no había más que mirarle.

—¿Sabe usted que está en Londres?

—La he visto por las calles —me contestó estremeciéndose.

—Pero lo que usted no sabe es que Emily estuvo llena de bondad con ella, ayudada por Ham, mucho tiempo antes de que abandonara su casa. Usted tampoco sabe que la no­che en que yo le encontré, y en que estuvimos charlando en aquella habitación, allá abajo, Martha estaba escuchando en la puerta.

—Señorito Davy —respondió con sorpresa—, ¿la noche que nevaba tanto?

—Sí. Luego no he vuelto a verla. Después de dejarle a us­ted traté de buscarla; pero se había marchado. No quería ha­blarle a usted de ella; hoy mismo, si lo hago, es con repug­nancia; pero es que creo que es a ella a quien se debe dirigir usted. ¿Me comprende?

—Comprendo demasiado —respondió. Nos hablábamos en voz baja.

—¿Usted dice que la ha visto? ¿Cree usted que podría volver a encontrarla? Pues yo sólo podría encontrarla por casualidad.

—Creo, señorito Davy, que sé dónde se la puede buscar.

—Es de noche. Puesto que estamos juntos, ¿quiere usted que tratemos de encontrarla?

Consintió en ello y se preparó a acompañarme. Haciendo como que no me fijaba en lo que hacía, vi el cuidado con que arreglaba la pequeña habitación. Preparó una vela y puso cerillas encima de la mesa. Preparó la cama, sacó de un cajón un traje que yo recordaba haberle visto puesto a Emily, lo dobló cuidadosamente, con alguna otra ropa de mujer, unió a ello un sombrero y lo puso todo encima de una silla. Pero no hizo la menor alusión a aquellos preparativos, y yo también guardé silencio. Sin duda hacía mucho tiempo que aquel traje esperaba cada noche a Emily.

—Antes, señorito Davy —me dijo mientras bajaba la es­calera—, yo miraba a esa muchacha, a esa Martha, como el fango de los zapatos de mi Emily. ¡Que Dios me perdone; pero hoy ya no es lo mismo!

Mientras andábamos le hablé de Ham; era un modo de obligarle a charlar, y al mismo tiempo deseaba saber algo de aquel pobre muchacho. Me repitió, casi en los mismos tér­minos que la vez anterior, que Ham era siempre el mismo, que abusaba de su vida sin cuidarse de ella; pero que no se quejaba nunca, y que se hacía querer por todo el mundo.

Le pregunté si sabía las disposiciones de Ham respecto al autor de tanto infortunio. ¿No habría algo que temer por aquel lado?

—¿Qué ocurriría, por ejemplo, si Ham se encontrara por casualidad con Steerforth?

—No lo sé, señorito. He pensado en ello a menudo; pero no sé qué decir.

Yo le recordé la mañana en que habíamos paseado los tres por la playa, al día siguiente de la partida de Emily.

—¿Se acuerda usted —le dije— de la manera como mi­raba el mar y como murmuraba entre dientes: «Ya veremos cómo termina todo esto»?

—Sí, lo recuerdo.

—¿Qué cree usted que quería decir?

—Señorito Davy —me contestó—, me lo he preguntado muchas veces y nunca he encontrado respuesta satisfactoria. Lo más curioso es que, a pesar de toda su dulzura, creo que nunca me atreveré a preguntárselo; nunca me ha dicho la menor palabra fuera del respeto más profundo, y no me pa­rece probable que quiera empezar ahora; pero no es un agua tranquila donde duermen semejantes pensamientos: es un agua muy profunda, y no puedo ver lo que hay en el fondo.

—Tiene usted razón, y eso es lo que me inquieta a veces.

—A mí también, señorito Davy —replicó—, y me preo­cupa todavía más que sus aficiones aventureras. Sin em­bargo, todo proviene del mismo manantial. No puedo decir a qué extremo llegaría en semejante caso; pero quiero creer que esos dos hombres no volverán a encontrarse nunca.

Atravesábamos Temple Bar, en la City. Ya no hablába­mos; andaba a mi lado absorto en un solo pensamiento, en una preocupación constante, que le hubiera hecho encontrar la soledad en medio de la multitud más ruidosa. Estábamos cerca del puente de Blackfriars cuando volvió la cabeza para enseñarme con la mirada a una mujer que iba sola por la otra acera. Enseguida reconocí a la que buscábamos.

Atravesamos la calle, a íbamos a abordarla, cuando se me ocurrió que quizá estaría más dispuesta a dejarnos ver su simpatía por la pobre muchacha si le hablábamos en un sitio más tranquilo y alejado de la multitud. Por lo tanto, aconsejé a mi compañero que la siguiéramos sin hablarle; además, sin darme yo mismo cuenta, deseaba saber adónde iba.

Consintió, y la seguimos de lejos, sin perderla de vista un momento, pero también sin acercarnos demasiado; ella a cada momento miraba a un lado y a otro. Una vez se detuvo para escuchar una banda de música. Nosotros también nos detuvimos.

Continuaba andando, y nosotros siguiéndola. Era evi­dente que se dirigía a un lugar determinado; aquella circuns­tancia, unida al cuidado que ponía en seguir las calles más populosas, y quizá una especie de fascinación extraña que me producía aquella misteriosa persecución, me confirma­ron cada vez más en mi resolución de no abordarla. Por fin entró en una calle sombría y triste; allí no había gente ni ruido. Dije a míster Peggotty:

—Ahora podemos hablarle.

Y apretando el paso la seguimos más de cerca.

CAPÍTULO VII. MARTHA

Habíamos entrado en el barrio de Westminster. Como ha­bíamos encontrado a Martha llevando dirección opuesta a la nuestra, habíamos tenido que volver atrás para seguirla, y fue ya cerca de la abadía de Westminster cuando abandonó las calles ruidosas y frecuentadas. Andaba tan deprisa que, una vez fuera de la gente que atravesaba el puente en todas las direcciones, no conseguimos alcanzarla hasta una estre­cha callejuela, a lo largo de la orilla por Millbanck. En aquel momento atravesaba la calzada como para evitar a los que la seguían y, sin perder siquiera tiempo en mirar tras de sí, ace­leró el paso.

El río me apareció a través de un sombrío pasaje, donde estaban algunos carros, y al ver aquello cambié de idea. To­qué el brazo de mi compañero, y en lugar de atravesar la ca­lle, como había hecho Martha, continuamos por la misma acera, ocultándonos lo más posible, a la sombra de las casas, pero siempre siguiéndola muy de cerca.

Existía entonces, y existe todavía hoy, al final de aquella calle, un pequeño cobertizo en ruinas. Está colocado precisa­mente donde termina la calle y donde la carretera empieza a extenderse, entre el río y un alineamiento de casas. En cuanto llegó allí y vio el río se detuvo como si hubiera llegado al punto de su destino; después se puso a bajar lentamente a lo largo del río, sin dejar de mirar un solo instante.

En el primer momento había creído que se dirigía a al­guna casa, y hasta había esperado vagamente que encontrá­ramos algo que nos pudiera ayudar sobre las huellas de la que buscábamos. Pero al ver el agua verdosa a través de la callejuela tuve el secreto presentimiento de que no iría más lejos.

Todo lo que nos rodeaba era triste, solitario y sombrío aquella noche. No había aceras ni casas en el camino monó­tono que rodeaba la vasta extensión de la prisión. Un estan­camiento de agua depositaba su fango a los pies de aquel in­menso edificio. Hierbas medio podridas cubrían aquel terreno. Por un lado, las casas en ruinas, mal empezadas y que nunca se habían terminado; por otro, un amontona­miento de cosas de hierro informes: ruedas, tubos, hornos, áncoras y no sé cuántas cosas más, como avergonzadas de sí mismas, que parecían vanamente tratar de ocultarse bajo el polvo y el fango de que estaban cubiertas. En la orilla opuesta, el resplandor deslumbrante y el ruido de las fábri­cas parecían complacerse en turbar el reposo de la noche; pero el espeso humo que vomitaban sus gruesas chimeneas no se conmovía y continuaba elevándose en una columna in­cesante. Se decía que allí, en los tiempos de mucha peste, habían cavado una fosa para arrojar los muertos; y aquella creencia había extendido por las cercanías una influencia fa­tal; parecía que la peste hubiera terminado por descompo­nerse en aquella forma nueva y que se hubiera combinado con la espuma del río, manchado por su contacto, formando aquel barrizal inmundo.

Allí era donde, sin duda creyéndose formada del mismo barro, y creyéndose el desecho de la naturaleza, reclamada por aquella cloaca, la muchacha que habíamos seguido en su carrera permanecía sola y triste mirando al agua.

Había algunas barcas aquí y allá, en el fango de la orilla, y escondiéndonos tras de ellas pudimos deslizamos a su lado sin ser vistos. Hice señas a míster Peggotty de que permane­ciera donde estaba, y me dirigí yo solo a ella. Me acercaba temblando, pues al verla terminar. tan bruscamente su rápida carrera, y al observarla allí, de pie, bajo la sombra del puente cavernoso, siempre absorta en el espectáculo de aquella agua ruidosa, no podía reprimir un secreto temor.

Yo creo que se hablaba a sí misma. La vi quitarse el chal y envolverse en él las manos con la agitación nerviosa de una sonámbula. Jamás olvidaré que en toda su persona había una agitación salvaje que me tuvo en angustia mortal, con el temor de verla hundirse ante mis ojos, hasta el momento en que sentí que tenía su brazo apresado en mi mano.

En el mismo instante exclamé: « ¡Martha!» . Ella lanzó un grito de terror y trató de escapar; solo no hubiera tenido la fuerza para retenerla; pero un brazo más vigoroso que el mío la cogió. Y cuando ella, levantando los ojos, vio quién era, ya no hizo el menor esfuerzo para desasirse antes de caer a nues­tros pies. La transportamos fuera del agua, en un sitio donde había algunas piedras grandes, y la hicimos sentarse; no ce­saba de llorar y de gemir, con la cabeza oculta entre las manos.

—¡El río! ¡El río! —exclamaba apasionadamente.

—Chis, chis —le dije—; tranquilícese.

Pero ella repetía siempre las mismas palabras, clamando: « ¡El río! ».

—Es como yo, lo sé —decía—, y le pertenezco. Es la única compañía que merezco ya. Como yo, desciende de un lugar campestre y tranquilo, donde sus aguas corrían inocentes; ahora corre turbia, entre calles sombrías, y se va, como mi vida, hacia un inmenso océano agitado sin cesar. Debo irme con él.

Nunca he oído una voz ni unas palabras tan llenas de de­sesperación.

—No puedo resistirlo—, no puedo dejar de pensarlo sin ce­sar. Me persigue noche y día. Es la única cosa en el mundo digna de mí y de que soy digna. ¡Oh, qué horrible río!

Al mirar el rostro de mi compañero pensé que en él hu­biera adivinado toda la historia de su sobrina, si no la hu­biera sabido de antemano, al ver la expresión con que obser­vaba a Martha sin decir una palabra ni moverse. Nunca he visto, ni en la realidad ni en pintura, el horror y la compa­sión mezclados de una manera más conmovedora. Temblaba como una hoja, y su mano estaba fría como el mármol. Su mirada me alarmó.

—Está en un arrebato de locura —murmuré al oído de míster Peggotty—; dentro de un momento hablará de otro modo.

No sé lo que querría contestarme; movió los labios y creyó sin duda haberme hablado; pero no había hecho más que señalarla, extendiendo la mano.

Estallaba de nuevo en sollozos, con la cabeza oculta entre las piedras, como una imagen lamentable de vergüenza y de ruina. Convencido de que debíamos dejarla el tiempo nece­sario para tranquilizarse antes de dirigirle la palabra, detuve a míster Peggotty, que la quería levantar, y esperamos en si­lencio a que se fuera serenando.

—Martha —le dije entonces, inclinándome para levan­tarla, pues parecía que quería alejarse, y, en su debilidad, iba a caer de nuevo al suelo— Martha, ¿sabe usted quién está aquí conmigo?

—Sí —me dijo débilmente.

—¿Sabe usted que la hemos seguido mucho rato esta noche?

Sacudió la cabeza, sin mirarnos, y continuaba humilde­mente inclinada, con su sombrero y su chal en una mano, mientras con la otra se apretaba convulsivamente la frente.

—¿Está usted lo bastante tranquila —le dije— para ha­blar conmigo de un asunto que le interesó tan vivamente (Dios quiera que lo recuerde usted) una noche en que ne­vaba?

Volvió a sollozar, diciéndome que me daba las gracias por no haberla arrojado aquel día de la puerta.

—No quiero decir nada para justificarme —repuso al cabo de un momento—; soy culpable, soy una perdida, no tengo la menor esperanza. Pero dígale, caballero (y se ale­jaba de míster Peggotty), si tiene usted alguna compasión de mí, dígale que yo no he sido la causa de su desgracia.

—Nunca ha pensado nadie semejante cosa —repuse con emoción.

—Si no me equivoco, es usted quien estaba en la cocina la noche que ella se compadeció de mí y que fue tan buena conmigo, pues ella no me rechazaba como los demás, y me socorría. ¿Era usted, caballero?

—Sí —respondí.

—Hace mucho tiempo que estaría en el río —repuso, lan­zando al agua una terrible mirada —si tuviera que repro­charme el haberle hecho nunca el menor daño. Desde la pri­mera noche de este invierno me hubiese hecho justicia si no me hubiera sentido inocente de su desgracia.

—Se sabe demasiado la causa de su huida —le dije— y estamos seguros de que usted es completamente inocente.

—¡Oh! Si no hubiera tenido tan mal corazón —repuso la pobre muchacha, con un sentimiento angustioso— hubiese debido cambiar con sus consejos. ¡Fue tan buena para mí! Siempre me hablaba con prudencia y dulzura. ¿Cómo sería posible creer que tuviera ganas de hacerla como yo, cono­ciéndome como me conozco? ¡Yo, que he perdido todo lo que podía ligarme a la vida; yo, que mi mayor pena era pensar que con mi conducta me veía separada de ella para siem­pre!

Míster Peggotty, que permanecía con los ojos bajos y la mano derecha apoyada en el borde de una barca, se tapó el rostro con la otra mano.

—Y cuando supe por uno del lugar lo que había ocurrido —exclamó Martha—, mi mayor angustia fue el pensar que recordarían lo buena que había sido conmigo, y que dirían que yo la había pervertido. Pero Dios sabe que, por el con­trario, hubiese dado mi vida para devolverle su honor y su nombre.

La pobre muchacha, poco acostumbrada a dominarse, se abandonaba a toda la agonía de su dolor y de su remordi­miento.

—Hubiese dado mi vida. No, hubiese hecho más todavía: hubiese vivido; hubiese vivido envejecida y abandonada en estas calles miserables; hubiese vagado en las tinieblas; hu­biese visto amanecer el día sobre las murallas blanqueadas; hubiese recordado que, hacía tiempo, ese mismo sol brillaba en mi habitación y me despertaba joven, y... hubiese hecho eso por salvarla.

Se dejó caer de nuevo en medio de las piedras, y, cogién­dolas con las dos manos, en su angustia, parecía querer rom­perlas. A cada instante cambiaba de postura; tan pronto ex­tendía sus brazos delgados como los retorcía delante de su cara para ocultarse un poco a la luz, que la avergonzaba; tan pronto inclinaba la cabeza hacia el suelo, como si fuera de­masiado pesada para ella, bajo el peso de tantos recuerdos dolorosos.

—Qué quiere usted que haga? —dijo por último, lu­chando con su desesperación—. ¿Cómo podré continuar vi­viendo así, llevando sobre mí mi propia maldición, yo que no soy más que una vergüenza viva para todo lo que se me acerca? —

De pronto se volvió hacia mi compañero:

—¡Pisotéeme, máteme! Cuando ella era su orgullo hu­biese creído usted que le hacía daño con tropezarme con ella en la calle. ¿Pero para qué? Usted no me creería... ¿Y por qué había usted de creer ni una sola de las palabras que salen de la boca de una miserable como yo? Usted enrojecería de vergüenza aun ahora, si ella cambiase una palabra conmigo. No me quejo. No digo que seamos iguales; sé muy bien que hay una grande... muy grande distancia entre nosotras. Digo únicamente, al sentir todo el peso de mi crimen y de mi miseria, que la quiero con todo mi corazón, y que la quiero. Recháceme, como todo el mundo me rechaza; má­teme por haberla buscado y conocido, criminal como soy, pero no piense eso de mí.

Mientras le dirigía aquellas súplicas, él la miraba con el alma angustiada. Cuando guardó silencio la levantó con dul­zura.

—Martha —dijo—, ¡Dios me guarde de juzgarla! ¡Dios me libre a mí, más que a cualquier otro en el mundo! No puedes figurarte cómo he cambiado. ¡En fin!

Se detuvo un momento y después prosiguió:

—¿No comprendes por qué míster Copperfield y yo que­remos hablarte? ¿No sabes lo que queremos? Escucha.

Su influencia sobre ella fue completa. Permaneció ante él sin moverse, como si temiera encontrarse con su mirada, y su dolor exaltado se volvió mudo.

—Puesto que oyó usted lo que hablábamos míster Davy y yo el día en que nevaba tanto, sabe que yo he estado (¡ay!, ¿y dónde no habré estado?) buscando por todas partes, muy lejos, a mi querida sobrina. Mi querida sobrina —repitió con firmeza—, porque ahora es para mí más querida que nunca, Martha.

Se tapó los ojos con las manos, pero siguió tranquila.

—He oído contar a Emily —continuó míster Peggotty­que usted se quedó huérfana siendo muy pequeñita y que ningún amigo reemplazó a sus padres. Quizá si hubiera usted tenido un amigo, por rudo y bruto que hubiera sido, ha­bría terminado por quererle, y quizá habría usted llegado a ser para él lo que mi sobrina es para mí.

Martha temblaba en silencio; míster Peggotty la envolvió cuidadosamente en su chal, que había dejado caer

—Estoy convencido de que si me volviera a ver me se­guiría hasta el fin del mundo; pero también sé que huirá al fin del mundo para evitarme. No tiene derecho para dudar de mi cariño, y no duda; no, no duda —repitió con una tran­quila certidumbre de la verdad de sus palabras—; pero existe la vergüenza entre nosotros, y eso es lo que nos separa.

Era evidente, por la manera firme y clara con que hablaba, que había estudiado a fondo cada detalle de aquella cues­tión, que lo era todo para él.

—A míster Davy y a mí nos parece probable —conti­nuó— que algún día dirija hacia Londres su pobre peregri­nación solitaria. Creemos míster Davy y yo, y todos noso­tros, que usted es inocente como el recién nacido de su desgracia. Decía usted que había sido buena y dulce con us­ted. ¡Que Dios la bendiga; ya lo sé! Sé que siempre ha sido buena con todo el mundo. Usted, que le está agradecida y que la quiere, ayúdenos a encontrarla, ¡y que el Cielo la re­compense!

Por primera vez levantó rápidamente sus ojos hacia él, como si no pudiera dar crédito a sus oídos.

—¿Se fiaría usted de mí? —preguntó con sorpresa y en voz baja.

—De todo corazón —dijo míster Peggotty.

—¿Y me permite usted que le hable si llego a encontrarla? ¿Que le ofrezca un asilo, si es que lo tengo, para compartirlo con ella? ¿Y que después venga, sin decírselo, a buscarla para llevarla a su lado? —preguntó vivamente.

Los dos al mismo tiempo contestamos: «Sí».

Martha levantó los ojos al cielo y declaró solemnemente que se consagraba ardiente y fielmente a aquel objetivo, que no lo abandonaría ni se distraería de ello mientras hubiera la menor esperanza. Puso al cielo de testigo de que si flaquea­ba en su obra consentía en verse más miserable y más deses­perada, si era posible, de lo que lo había estado aquella no­che, al borde de aquel río, y que renunciaba para siempre a implorar el socorro de Dios ni de los hombres.

Hablaba en voz baja, sin mirarnos, como si se dirigiera al cielo, que estaba por encima de nosotros; después fijó de nuevo los ojos en el agua sombría...

Creímos necesario decirle cuanto sabíamos, y yo se lo conté todo. Ella escuchaba con la mayor atención, y su cara cambiaba a cada momento; pero en todas sus expresiones se leía el mismo designio. A veces sus ojos se llenaban de lá­grimas, pero las reprimía al momento. Parecía como si su exaltación pasada hubiera dado lugar a una calma profunda.

Cuando dejé de hablar me preguntó dónde podría it a bus­carnos si se presentaba la ocasión. Un débil farol iluminaba la carretera, y escribí nuestras dos direcciones en una hoja de mi agenda, y se la entregué. Martha se la guardó en el pe­cho. Después le pregunté dónde vivía. Guardó silencio, y al cabo de un momento me dijo que no vivía mucho tiempo se­guido en el mismo sitio; quizá valía más no saberlo.

El señor Peggotty me sugirió en voz baja una idea que ya se me había ocurrido a mí. Saqué mi bolsa; pero me fue im­posible convencerla de que aceptara nada, ni obtener de ella la promesa de que consentiría más adelante. Yo le dije que, para un hombre de su condición, míster Peggotty no era pobre, y que no podíamos resolvemos a verla emprender se­mejante empresa solamente con sus recursos. Fue inque­brantable, y míster Peggotty tampoco tuvo más éxito que yo; le dio las gracias con reconocimiento, pero sin cambiar de resolución.

—Encontraré trabajo —dijo—; lo intentaré.

—Acepte por lo menos entre tanto nuestra ayuda —le dije yo.

—No puedo hacer por dinero lo que les he prometido —respondió—; aunque tuviera que morirme de hambre no podría aceptarlo. Darme dinero sería como retirarme la con­fianza, quitarme el objetivo a que quiero dedicarme, pri­varme de la única cosa en el mundo que puede impedirme el tirarme al río.

—En nombre del gran Juez, ante quien apareceremos to­dos un día, desecha esa terrible idea. Todos podemos hacer el bien en este mundo únicamente con querer hacerlo.

Martha temblaba, y su rostro estaba todavía más pálido cuando contestó:

—Quizá han recibido ustedes del cielo la misión de salvar a una criatura miserable. No me atrevo a creerlo; no merezco esa gracia. Si consiguiera hacer un poco de bien, quizá em­pezaría a esperar; pero hasta ahora mi conducta ha sido mala. Por primera vez desde hace mucho tiempo deseo vivir para consagrarme a la obra que ustedes me han encargado. No sé nada más, y nada más puedo decir.

Trató de retener las lágrimas, que corrían de nuevo por su rostro, y alargando hacia míster Peggotty su mano temblo­rosa, le tocó como si poseyera alguna virtud bienhechora; después se alejó por la calle solitaria. Había estado enferma: se veía en su rostro pálido y delgado, en sus ojos hundidos, que revelaban grandes sufrimientos y crueles privaciones.

La seguimos de lejos hasta estar de vuelta en los barrios populosos. Yo tenía una confianza tan absoluta en ella, que insinué a míster Peggotty que quizá sería mejor no seguirla más tiempo; podría creer que queríamos vigilarla. Fue de mi opinión, y dejando a Martha que siguiera su camino, nos di­rigimos hacia Highgate. Me acompañó todavía un rato, y cuando nos separarnos, rogando a Dios que bendijera aquel nuevo esfuerzo, había en su voz una tierna compasión muy comprensible.

Era media noche cuando llegué a casa. Iba a entrar, escu­chando las campanadas de Saint Paul, que llegaban en medio del ruido de los relojes de la ciudad, cuando observé con sorpresa que la puerta del jardín de mi tía estaba abierta y que se veía una débil luz delante de la casa.

Pensé si sería presa de uno de sus antiguos terrores y esta­ría observando a lo lejos los progresos de algún incendio imaginario, y me acerqué para hablarle. ¡Cuál no sería mi asombro al ver un hombre en su jardín!

Tenía en las manos una botella y un vaso y se dedicaba a beber. Me detuve en medio de los árboles y, a la luz de la luna, que aparecía a través de las nubes, reconocí al hombre que había encontrado una vez, yendo con mi tía, en las ca­lles de Londres, después de haber creído durante mucho tiempo que era un ser fantástico, una alucinación del pobre cerebro de míster Dick.

Comía y bebía con buen apetito, y al mismo tiempo ob­servaba con curiosidad la casa, como si fuera la primera vez que la viese. Se inclinó para dejar la botella en el suelo; des­pués miró a su alrededor con inquietud, corno un hombre que tiene prisa por marcharse.

La luz de la casa se oscureció un momento cuando mi tía pasó por delante. Parecía muy conmovida, y oí que le ponía dinero en la mano.

—¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó el hom­bre.

—No puedo darte más —respondió mi tía.

—Entonces no me voy, toma; ¡esto no lo quiero!

—¡Malvado! —repuso mi tía con viva emoción, ¿Cómo puedes tratarme así? Pero soy demasiado buena pre­guntándotelo. ¡Sabes mi debilidad! Si quisiera desembara­zarme para siempre de tus visitas no tendría más que aban­donarte a la suerte que mereces.

—Pues bien, ¿por qué no me abandonas a la suerte que merezco?

—¿Y eres tú quien me hace esa pregunta? —repuso mi tía—. Se necesita tener poco corazón.

Permaneció un momento sonando el dinero en la mano y. gruñendo, sacudiendo la cabeza con descontento. Por fin dijo:

—¿Es esto todo lo que quieres darme?

—Es todo lo que puedo darte —dijo mi tía—. Ya sabes que tuve muchas pérdidas; soy mucho más pobre de lo que era antes, ya te lo he dicho. Ahora que ya tienes lo que bus­cabas, ¿por qué me atormentas quedándote aquí y demos­trándome cómo te has vuelto?

—Me he vuelto muy miserable —dijo—, y vivo como un búho.

—Me has despojado de cuanto poseía —dijo mi tía—, y durante muchos años me has endurecido el corazón. Me has tratado de la manera más pérfida, más ingrata y más cruel. Vamos, arrepiéntete; no añadas nuevos pecados a los que ya tienes.

—Sí, todo eso está muy bien, es muy bonito, a fe mía. ¡En fin, puesto que tengo que conformarme por el mo­mento!...

A pesar suyo pareció avergonzado por las lágrimas de mi tía, y salió con sigilo del jardín. Yo avancé rápidamente, como si acabara de llegar, y al encontrarnos nos dirigimos una mirada poco amistosa.

—Tía —dije vivamente—, ¿otra vez este hombre viene a asustarte? Déjame que le hable. ¿Quién es?

—Hijo mío —dijo, agarrándome del brazo—, entra y no me hables en diez minutos.

Nos sentamos en su salón. Ella se ocultó detrás de su anti­guo biombo verde, que estaba sujeto en el respaldo de una silla, y durante un cuarto de hora, poco más o menos, la vi enjugarse a cada momento los ojos. Después se levantó y vino a sentarse a mi lado.

—Trot —me dijo con serenidad—, es mi marido.

—¿Tu marido? ¡Si yo creía que había muerto!

—Ha muerto para mí —respondió mi tía—; pero vive.

Yo estaba mudo de asombro.

—Betsey Trotwood no tiene aspecto de dejarse seducir por una tierna pasión —dijo con tranquilidad—; pero hubo un tiempo, Trot, en que había puesto en ese hombre su confianza entera; un tiempo, Trot, en que le amaba sincera­mente, en que no hubiera retrocedido ante ningún sacrificio, por afecto a él. Y él la ha recompensado comiéndose su fortuna y rompiéndole el corazón. Entonces Betsey ha ente­rrado de una vez para siempre toda su sensibilidad, en una tumba que ella misma ha cavado y vuelto a cerrar.

—¡Mi querida, mi buena tía!

—He sido generosa con él —continuó, poniendo su mano encima de las mías—. Lo puedo decir ahora, Trot: he sido generosa con él. Él había sido tan cruel conmigo, que hu­biera podido obtener una separación muy provechosa para mis intereses; pero no he querido. Ha disipado en un se­gundo cuanto le había dado, y ha ido cayendo cada día más bajo. No sé si hasta se ha casado con otra mujer. Se ha hecho un aventurero, un jugador, un tunante. Le acabas de ver tal como está ahora; pero era un hombre excelente cuando yo me casé con él —dijo mi tía, cuya voz contenía todavía algo de su admiración pasada—, y como era una pobre loca, le creía la encarnación del honor.

Me estrechó la mano y movió la cabeza.

—Ahora ya no es nada para mí, Trot; menos que nada. Pero mejor que verle castigar por sus faltas (lo que le ocurri­ría infaliblemente si viviera en este país) le doy de vez en cuando más de lo que puedo, a condición de que se aleje. Estaba loca cuando me casé con él, y aún soy tan incorregi­ble, que no querría ver maltratado al hombre sobre el que pude hacerme en aquel tiempo tan absurdas ilusiones, pues creía en él, Trot, con toda mi alma.

Mi tía lanzó un suspiro y se sacudió suavemente la falda.

—Ahora, querido —me dijo—, ya lo sabes todo, desde el principio hasta el fin, y no necesitamos volver a hablar de ello; y por descontado a nadie dirás una palabra. Es mi locura, la historia de mi locura, y debemos guardarla entre nosotros.

CAPÍTULO VIII. SUCESO DOMÉSTICO

Trabajaba activamente en mi libro, sin interrumpir mis ocupaciones de taquígrafo, y cuando lo publiqué obtuvo un gran éxito. Yo no me dejaba aturdir por las alabanzas que so­naban en mis oídos, y, sin embargo, gozaba vivamente, y es­toy seguro de que pensaba de mi obra mejor que todo el mundo. He observado a menudo que los que tienen razones legítimas de estimar su talento no lo demuestran a los ojos de los demás, con objeto de que crean en él. Por esto yo con­tinuaba modesto, por respeto a mí mismo, y cuanto más me elogiaban, más trataba de merecerlo.

Mi intención no es contar en este relato (por lo demás completo) de mi vida la historia de los libros que he publi­cado. Ellos hablan por sí mismos y les dejo ese cuidado; sólo hago alusión de pasada porque sirven para conocer en parte el desarrollo de mi carrera.

Tenía entonces algunas razones para creer que la natura­leza, ayudada por las circunstancias, me había destinado a ser escritor, y me dediqué con firmeza a mi vocación. Sin aquella confianza seguramente hubiese renunciado, para dar algún otro objetivo a mi energía, y hubiese tratado de descu­brir lo que la naturaleza y las circunstancias podían real­mente hacer de mí, para dedicarme a ello exclusivamente.

Había tenido tanto éxito desde hacía algún tiempo en mis ensayos literarios, que creí poder razonablemente, después de un nuevo éxito, escapar por fin al aburrimiento de los terribles debates del Parlamento. Una noche, por lo tanto, ¡qué feliz noche!, enterré bien hondas aquellas transcripciones musicales de trombones parlamentarios. Desde aquel día ni siquiera he querido volver a oírles; bastante es verme toda­vía perseguido, cuando leo el periódico, por ese runruneo eterno y monótono.

En el momento de que hablo hacía, poco más o menos, un año y medio que nos habíamos casado. Después de diferen­tes pruebas, habíamos terminado por decir que no merecía la pena dirigir nuestra casa. Se dirigía sola, con la ayuda de un muchacho, cuya principal ocupación era pelearse con la co­cinera, y en ese punto era un perfecto Whitington; la única diferencia es que no había gato, ni la menor esperanza de llegar nunca a alcalde, como él.

Vivía en medio de una lluvia continua de cacerolas. Su vida era un combate. Se le oía gritar «¡socorro!» en las oca­siones más molestas; por ejemplo, cuando teníamos gente a comer, o algunos amigos por la noche; o bien, salía rugiendo de la cocina, y caía bajo el peso de una parte de nuestros utensilios, que su enemiga le tiraba. Deseábamos desemba­razarnos de él; pero nos quería mucho y no podía dejamos. Lloraba sin cesar, y cuando se trataba de separarnos de él, lanzaba tales gemidos, que nos veíamos obligados a conser­varle a nuestro lado. No tenía madre, y por toda familia tenía una hermana que se había embarcado para América iel día que él entró a nuestro servicio; le teníamos, por lo tanto, en­cima, como un pequeño idiota a quien la familia se ve obli­gada a mantener. Sentía muy vivamente su desgracia y se enjugaba constantemente los ojos con la manga de su cha­queta, cuando no estaba ocupado sonándose en una esqui­nita de su pañuelo, que por nada del mundo se hubiera atre­vido a sacar entero del bolsillo, por economía y por discreción.

Aquel diablo de muchacho, que habíamos tenido la des­gracia, en un momento nefasto, de tomar a nuestro servicio por el precio de seis libras al año, era para mí un objeto continuo de preocupaciones. Le observaba, le veía crecer, pues, ya se sabe, la mala hierba .... y pensaba con angustia en la época en que tuviera barba; después, en la época en que es­taría calvo. No veía la menor esperanza de deshacerme de él, y pensando en el porvenir, pensaba en lo que nos estorba­ría cuando fuera viejo.

No me esperaba lo más mínimo el procedimiento que uti­lizó el infeliz para sacarme del apuro. Robó el reloj de Dora, que, naturalmente, no estaba nunca en su sitio, como todo lo que nos pertenecía; lo vendió, y gastó el dinero (¡pobre idiota!) en pasearse sin cesar en la imperial del ómnibus de Londres a Ubridge. Iba a emprender su viaje número quince cuando un policía le detuvo. No se le encontraron encima más que cuatro chelines y una flauta, comprada de segunda mano y que no sonaba.

Aquel descubrimiento y sus consecuencias no me hubie­sen sorprendido tan desagradablemente si no se hubiera arrepentido. Pero lo estaba, y de una manera muy particu­lar..., no en grande..., por decirlo así, sino en detalle. Por ejemplo, al día siguiente, cuando me vi obligado a declarar contra él, hizo ciertas declaraciones concernientes a una cesta de botellas de vino que creíamos llena y que ya sólo contenía dos botellas vacías.

Esperábamos que ya sería lo último, que habría descar­gado su conciencia y que no tendría nada que contamos so­bre la cocinera; pero dos o tres días después tuvo nuevos re­mordimientos de conciencia, que le obligaron a confesar que la cocinera tenía una niña, que venía todos los días muy tem­prano a llevarse nuestro pan, y que también a él le habían so­bornado para que proveyera de carbón al lechero. Después de cierto tiempo fui informado por las autoridades de que salió en una dirección penitencial muy distinta, y se puso a confe­sar al camarero del café cercano, que pensaba robar en casa. Detuvieron al camarero. Yo estaba tan confuso del papel de víctima por que me hacía pasar con aquellas torturas repetidas, que le hubiese dado todo el dinero que me hubiera pe­dido porque se callase, o hubiera ofrecido con gusto una suma redonda porque le permitieran escapar. Y lo peor es que no tenía ni idea de lo que me molestaba; y, por el contrario, creía que cada nuevo descubrimiento era una reparación. ¡Dios me perdone! Pero no me sorprendería que se creyera que multiplicaba así sus derechos a mi agradecimiento.

Por fin tomé la decisión de ser yo quien se escapase siem­pre que veía un enviado de la policía encargado de transmi­tirme alguna nueva revelación, y viví, por decirlo así, de ocultis hasta que aquel desgraciado muchacho fue juzgado y condenado a la deportación. Pero ni aun así podía permane­cer tranquilo, y nos escribía constantemente. Pidió porfiada­mente ver a Dora antes de marcharse; Dora consintió, fue y se desvaneció al ver la reja de la prisión cerrarse tras de ella. En una palabra, fui un desgraciado hasta el momento de su partida; por fin fue expatriado y supe que se había hecho pastor, allá lejos, en el campo, no sé dónde. Me faltan cono­cimientos geográficos.

Todo aquello me hizo reflexionar seriamente y me pre­sentó nuestros errores bajo un aspecto nuevo; no pude por menos de decírselo a Dora una noche, a pesar de mi ternura por ella.

—Amor mío —le dije—, me resulta muy penoso pensar que la mala administración de nuestra casa no solamente nos perjudica a nosotros (ya nos habíamos acostumbrado), sino también a los demás.

—Hace mucho tiempo que no me decías nada; no vayas otra vez a ser gruñón —me contestó Dora.

—No; es en serio, Dora; déjame que te explique lo que quiero decir.

—No tengo ganas de saberlo.

—Pero tienes que saberlo, amor mío; suelta a Jip.

Dora puso la nariz de Jip encima de la mía, diciendo «¡Boh!», para tratar de hacerme reír; pero viendo que no lo conseguía, envió al perro a su pagoda y se sentó delante de mí, con las manos juntas y la cara resignada.

—El caso es, hija mía —continué—, que nuestra enfer­medad se contagia; se la pegamos a todo el que nos rodea.

Hubiese continuado en aquel estilo figurado si el rostro de Dora no me hubiera advertido que esperaba que le propu­siera alguna nueva vacuna o algún otro remedio médico para curar aquella enfermedad contagiosa que padecíamos. Por lo tanto me decidí a decirle sencillamente:

—No sólo, querida mía, perdemos dinero y comodidad por nuestro descuido; no solamente nuestro carácter también sufre a veces, sino que tenemos la grave responsabilidad de estropear a todos los que entran a nuestro servicio o que tie­nen que ver con nosotros. Empiezo a temer que no esté toda la culpa en un lado sólo, y que si todos esos individuos se estropean, sea porque tampoco nosotros vamos muy bien.

—¡Oh, qué acusación! —exclamó Dora, abriendo mucho los ojos— ¡Cómo! ¿Quieres decir que me has visto alguna vez robar relojes de oro? ¡Oh!

—Querida mía —contesté—, no digamos tonterías. ¿Quién te habla de relojes?

—Tú —repuso Dora—, tu sabes muy bien. Has dicho que yo tampoco voy bien, y me has comparado con él.

—¿Con quién? —pregunté

—Con nuestro criado —dijo sollozando— ¡Oh, qué malo eres! ¡Comparar a una mujer que lo quiere con ternura con un muchacho a quien acaban de deportar! ¿Por qué no me dijiste lo que pensabas de mí antes de casamos? ¿Por qué no me previniste de que lo parecía peor que un chico a quien acaban de deportar? ¡Oh, qué horrible opinión tienes de mí, Dios mío!

—Vamos, Dora, amor mío —repuse, tratando de quitarle dulcemente el pañuelo con que ocultaba los ojos—, no sola­mente lo que dices es ridículo, sino que está mal. En primer lugar no es verdad.

—Eso es. Siempre le habías acusado de decir mentiras (cada vez lloraba más), y ya dices lo mismo de mí. ¡Oh! ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mí?

—Querida mía, te suplico muy en serio que seas más ra­zonable y que escuches lo que tengo que decirte. Querida Dora, si no cumplimos nuestros deberes con los que nos sir­ven, no aprenderán nunca sus deberes con nosotros. Tengo miedo de que les demos ocasiones de obrar mal. Aunque fuéramos por gusto tan descuidados (y no es así); aunque nos resultara hasta agradable (y no es nada de eso), estoy convencido de que no tenemos derecho para obrar así. Co­rrompemos verdaderamente a los demás. En conciencia es­tamos obligados a fijarnos un poco. Yo no puedo por menos de pensar en ello, Dora. Es un pensamiento que no sabría desechar y que me atormenta mucho. Eso es todo, querida. ¡Ven aquí, no seas niña!

Pero Dora no consintió en mucho tiempo que le levantara el pañuelo. Continuaba sollozando, y murmurando que, puesto que estaba tan atormentado, hubiese debido no ca­sarme. ¿Por qué no le había dicho, aunque hubiera sido la víspera de la boda, que iba a estar demasiado atormentado, y que era mejor renunciar a ello? Puesto que no podía resis­tirla, ¿por qué no la enviaba con sus tías a Putney, o con Ju­lia Mills a la India? Julia estaría encantada de verla y no la compararía con un criado deportado; nunca le había hecho una injuria semejante. En una palabra, Dora estaba tan afli­gida, y su pena me entristecía tanto, que sentí que era inútil repetir mis sermones, por dulzura que pusiera en ellos, y que había que probar de otra manera.

Pero ¿qué podía hacer? ¿Tratar de «formar su espíritu»? Son lugares comunes que prometen, y resolví formar el es­píritu de Dora.

Me puse a la tarea inmediatamente. Cuando veía a Dora hacer la niña y tenía muchas ganas de participar de su hu­mor, trataba de estar grave... y sólo conseguía desconcertarla y desconcertarme yo. Le hablaba de las cosas que me preocupaban ya en aquella época, le leía a Shakespeare, y entonces la cansaba hasta más no poder. Trataba de insi­nuarle, como por casualidad, algunas nociones útiles o algu­nas opiniones sensatas, y en cuanto terminaba se apresuraba a escaparse, como si la hubiera tenido presa. Por mucho que hacía para estar natural cuando quería «formar el espíritu» de mi mujercita, veía que adivinaba siempre dónde quería it a parar y que temblaba de antemano. Era evidente que mi­raba a Shakespeare como un fastidio terrible. Decidida­mente, no se formaba deprisa.

Empleé a Traddles en aquella gran empresa, sin preve­nirle, y siempre que nos venía a ver ensayaba sobre él mis máquinas de guerra para la edificación de Dora por vía indi­recta. Agobiaba a Traddles con una multitud de excelentes máximas; pero toda mi sabiduría no obtenía más resultado que entristecer a Dora; siempre tenía miedo de que le tocara la vez. Hacía el papel de un maestro de escuela o de una bruja; me había convertido en la araña de aquella mosca de Dora, siempre dispuesto a lanzarme sobre ella desde el fondo de mi tela; la veía muy bien en su infinita turbación.

Sin embargo, perseveré durante meses enteros, esperando siempre que llegara un momento en que se estableciera entre nosotros una simpatía perfecta y en que hubiera por fin « for­mado su espíritu» a mi entero placer. Por último, creí darme cuenta de que, a pesar de toda mi resolución, y aunque me había vuelto un erizo, un verdadero puercoespín, no había adelantado nada, y pensé que quizá el espíritu de Dora es­taba formado del todo ya.

Reflexionando sobre ello, me pareció tan verosímil, que abandoné mi proyecto, que no había respondido lo más mí­nimo a mis esperanzas, y decidí contentarme para siempre con tener una « mujer—niña» , en lugar de tratar de cambiarla sin éxito. Yo mismo estaba cansado de mi prudencia y de mi razón solitarias, y sufría al ver la violencia habitual a que había condenado a mi querida esposa. Un día le compré unos bonitos pendientes, y un collar para Jip, y volví a casa deci­dido a ser agradable.

Dora se quedó encantada con los regalitos y me abrazó con ternura; pero había entre nosotros una sombra, y, por li­gera que fuese, yo no quería que subsistiera; me había deci­dido a cargar yo solo con todos los fastidios de la vida.

Me senté en el sofá, al lado de mi mujer, y le puse sus pendientes; después le dije que desde hacía algún tiempo no éramos tan buenos amigos, y que era culpa mía; que lo reco­nocía sinceramente. Y era la verdad.

—El caso es, Dora mía, que trataba de ser razonable.

—Y también hacerme razonable a mí, ¿no es verdad, Davy?

Le hice un signo afirmativo, mientras ella levantaba hacia mí sus hermosos ojos, y besé sus labios entreabiertos.

—Es inútil —dijo Dora, sacudiendo la cabeza para mover los pendientes—; ya sabes lo que soy y has olvidado el nom­bre que quería que me dieras desde el principio. Si no pue­des resignarte a ello creo que no me querrás nunca. ¿Estás se­guro de que no piensas alguna vez que... quizá... te hubiera valido más ...?

—¿Valido más qué, querida mía? —pues se había callado.

—Nada —dijo Dora.

—¿Nada? —repetí.

Me rodeó el cuello con los brazos, riéndose y tratándose a sí misma de tontuela, como de costumbre, y escondió la cabeza en mi hombro, en medio de un verdadero bosque de bucles que me costó un trabajo infinito separar para mirarle la cara.

—¿Quieres decir que hubiera sido mejor no hacer nada para tratar de «formar el espíritu» de mi querida mujer? —dije, riendo yo también de mi feliz invención— ¿No era esa tu pregunta? ¡Sí, yo creo que sí!

—¡Cómo! ¿Era eso lo que tratabas de hacer? —exclamó Dora—. ¡Oh qué malo!

—Pero ya no volveré a hacerlo, pues la quiero tal como es.

—¿De verdad? ¿De verdad? —me preguntó, apretándose contra mí.

—¿Para qué voy a tratar de cambiar lo que me es tan que­rido desde hace tanto tiempo? Nunca estás mejor que cuando eres tú misma, mi querida Dora; por lo tanto, no volveremos a hacer pruebas temerarias; recobremos nuestras antiguas costumbres para ser dichosos.

—¿Para ser dichosos? —repuso Dora—. ¡Oh, síl, todo el día. ¿Y me prometes no enfadarte si las cosas van algo tras­tomadas?

—No, no; trataremos de hacerlo lo mejor posible.

—Y no volverás a decirme que estropeamos a los que nos rodean —dijo con mimo—, ¿no es verdad? ¡Está tan mal!

—No, no —dije.

—Más vale todavía que sea estúpida que desagradable, ¿no es verdad? —dijo Dora.

—Más vale ser sencillamente Dora que cualquiera del mundo.

—¡El mundo! ¡Oh mi Davy, el mundo es muy grande!

Y sacudiendo alegremente la cabeza, volvió hacia mí sus ojos encantados, se echó a reír, me abrazó y saltó para alcan­zar a Jip y probarle su nuevo collar.

Así terminó mi último intento de cambiar a Dora. Había sido una equivocación el intentar cambiarla: no podía sopor­tar mi formalidad solitaria, no podía olvidar cómo me ha­bía pedido que la llamara mi < mujer—niña». En el futuro, pensaba, trataría de mejorar lo más posible las cosas, pero sin ruido; esto no era muy fácil: estaba siempre expuesto a volver a mi papel de araña que espía desde el fondo de su tela.

Y ninguna sombra debía volverse a poner entre nosotros; ya sólo debían pesar sobre mi corazón. ¡Van a ver ustedes cómo!

El sentimiento penoso que había concebido hacía tiempo se extendió desde entonces sobre mi vida entera, más pro­fundo quizá que en el pasado, pero más vago que nunca, como el acento quejoso de una música triste que oyera vi­brar en medio de la noche. Amaba tiernamente a mi mujer y era dichoso; pero la felicidad que gozaba no era la que había yo soñado: siempre me faltaba algo.

Decidido a cumplir la promesa que me había hecho a mí mismo de poner en este papel el relato fiel de mi vida, me examino cuidadosamente, sinceramente, para poner a la vista todos los secretos de mi corazón. Lo que me faltaba lo miraba todavía y lo había mirado siempre como un sueño de mi imaginación, un sueño que no podía realizarse. Sufría como sufren, poco más o menos, todos los hombres al sentir que era una quimera imposible. Pero a pesar de todo no po­día por menos de decirme que más hubiese valido que mi mujer me ayudara más, que participara de todos mis pensa­mientos, en lugar de dejarme a mí solo todo el peso. Hubiese podido hacerlo y no lo hacía. Eso estaba obligado a recono­cerlo.

Dudaba entre dos conclusiones que no podían conciliar­se: o bien lo que sentía era general, inevitable, o bien era una cosa particular mía, de la que me hubiese podido librar. Cuando pensaba en aquellos castillos en el aire, en aquellos sueños de mi juventud, que no podían realizarse, reprochaba a la edad madura ser menos rica en felicidad que la adoles­cencia, y entonces aquellos días de felicidad al lado de Ag­nes, en su vieja casa, se levantaban ante mí como espectros del tiempo pasado, que podrían resucitar quizá en otro mundo, pero que yo no podía esperar revivir aquí abajo.

A veces otro pensamiento me atravesaba el espíritu: ¿Qué hubiese sucedido si Dora y yo no nos hubiéramos conocido nunca? Pero Dora estaba tan mezclada en mi vida, que era una idea fugitiva, que pronto volaba lejos, como el hilo de la Virgen, que flota y desaparece en el aire.

La quería siempre. Los sentimientos que describo aquí dormitaban en el fondo de mi corazón; apenas tenía consciencia de ellos. No creo que tuvieran ninguna in­fluencia sobre mis palabras ni sobre mis acciones. Yo lle­vaba el peso de todas nuestras pequeñas preocupaciones, de nuestros proyectos; Dora seguía dándome las plumas, y los dos sentíamos que las cosas así estaban repartidas lo mejor que podían estarlo. Me quería y estaba orgullosa de mí; y cuando Agnes le escribía que mis antiguos amigos se regocijaban con mis éxitos, cuando le decía que al le­erme le parecía oír mi voz, Dora tenía lágrimas de alegría en los ojos, me llamaba su querido, su ilustre, su viejo marido.

«El primer movimiento de un corazór. :rdisciplinado.» Aquellas palabras de mistress Strong me volvían sin cesar al espíritu, las tenía siempre presentes. Por la noche las encon­traba al despertarme; en mis sueños las leía escritas en las paredes de la casa. Pues ahora sabía que mi corazón no ha­bía conocido disciplina cuando se había enamorado de Dora, y que hoy mismo, si estuviera mejor disciplinado, no hubiese sentido, después de nuestro matrimonio, los sentimientos de que hacía secreta experiencia.

« No hay matrimonio más desacertado que aquel en que no hay comunión de ideas ni de carácter.» Tampoco había olvidado aquellas palabras. Había tratado de moldear a Dora a mi carácter, y no lo había conseguido. No me que­daba más remedio que hacerme yo al carácter de Dora, compartir con ella lo que pudiera y contentarme, llevando el resto sobre mis hombros. Esa era la disciplina a que tenía que someter mi corazón. Gracias a aquellas resoluciones, mi segundo año de matrimonio fue mucho más dichoso que el primero, y, lo que valía más todavía, la vida de Dora era un rayo de sol.

Pero al transcurrir aquel año había disminuido la fuerza de Dora. Yo había esperado que manos más delicadas que las mías vinieran a ayudarme a modelar su alma y que la sonrisa de un nene hiciera de mi «mujer—niña» una mujer. ¡Vana esperanza! El pequeño espíritu que debía bendecir nuestra casa se estremeció un momento en la puerta de su prisión y después voló al cielo, sin conocer siquiera su cauti­verio.

—Cuando pueda empezar a correr como antes, tía —de­cía Dora—, haré salir a Jip; se está volviendo muy pesado y muy perezoso.

—Sospecho, querida —dijo mi tía, que trabajaba tranqui­lamente al lado de mi mujer—, que tiene una enfermedad más grave que la pereza: es la edad, Dora.

—¡Cree usted que es viejo! ¡Oh qué cosa tan extraña, que Jip sea viejo!

—Es una enfermedad a la que estamos expuestos todos, pequeña, a medida que avanzamos en la vida. Yo me resiento de ella más que nunca, te lo aseguro.

—Pero Jip —dijo Dora mirándole con compasión—, ¿el pequeño Jip también? ¡Pobrecito mío!

—Yo creo que todavía vivirá mucho tiempo, Capullito —dijo mi tía, besando a Dora, que se había inclinado sobre el borde del sofá para mirar a Jip. (El pobre animal respon­día a sus caricias sosteniéndose en las patas traseras, y se esforzaba, a pesar de su asma, en subirse encima de su ama.)

—Este invierno haré forrar de franela su caseta, y estoy segura de que para la primavera próxima estará mejor que nunca, como las flores.

¡Horroroso animalito! —exclamó mi tía— Si estuviera dotado de tantas vidas como los gatos, y a punto de perder­las todas, creo que verdaderamente utilizaría su último sus­piro para ladrar contra mí.

Dora le había ayudado a subirse al sofá, desde donde pa­recía desafiar a mi tía, con tal furia, que no quería estarse quieto y no dejaba de ladrar de medio lado. Cuanto más lo miraba mi tía, más la provocaba él, sin duda porque hacía poco que se había puesto anteojos, y Jip, por razones cono­cidas sólo por él, consideraba aquello como un insulto per­sonal.

A fuerza de persuasión Dora había conseguido hacerle echarse a su lado y, cuando ya estaba tranquilo, acariciaba con dulzura sus largas orejas, repitiendo con aire pensativo: «Tú también, mi pequeño Jip; ¡pobrecito!».

—Todavía está bastante bien —dijo alegremente mi tía—: la vivacidad de sus antipatías demuestra que no ha perdido fuerzas; tiene muchos años ante sí, te lo aseguro; pero si quieres un perro que corra tanto como tú, Capullito, Jip ha vivido ya demasiado para ese oficio. Yo te regalaré otro.

—Gracias, tía —dijo débilmente Dora—; pero no lo ha­gas, te lo ruego.

—¿No? —dijo mi tía quitándose las gafas.

—No quiero más perro que Jip —dijo Dora— Sería de­masiada crueldad. Además, nunca podría querer a otro pe­rro como quiero a Jip; no me conocería desde mi boda, no sería el que ladraba cuando llegaba Davy a nuestra casa. ¡Temo mucho, tía, que no podría querer a otro perro como a Jip!

—Tienes razón —dijo mi tía, acariciando a Dora en la mejilla—, tienes razón.

—No se enfada conmigo, ¿verdad? —dijo Dora.

—Pero ¡vaya una tontería! —exclamó mi tía, mirándola con ternura—. ¿Cómo puedes suponer que me enfade?

—¡Oh, no! No lo creo —respondió Dora—; únicamente estoy un poco cansada, y eso es lo que me pone tan tonta. Siempre soy una tontuela; pero el hablar de Jip me ha puesto todavía más tonta. Me ha conocido toda mi vida; sabe todo lo que me ha sucedido, ¿no es verdad, Jip?

Jip se apretaba contra su ama, lamiéndole lánguidamente la mano.

—Todavía no eres bastante viejo para abandonar a tu ama, ¿verdad, Jip? —dijo Dora—. Todavía nos haremos compa­ñía durante algún tiempo.

¡Mi pequeña Dora! Cuando bajó a la mesa al domingo si­guiente y estuvo tan encantadora con Traddles, que comía con nosotros todos los domingos, pensamos que al cabo de unos días volvería a correr por todas partes como antes. Nos decían: «Esperen todavía algunos días», y después: «Espe­ren algunos días más»; pero no se ponía a correr, ni siquiera a andar. Estaba muy bonita y muy alegre; pero sus piececi­tos, que antes danzaban tan alegres alrededor de Jip, seguían débiles a inmóviles.

Tomé la costumbre de bajarla en brazos todas las maña­nas y de volver a subirla lo mismo todas las noches. Pasaba sus brazos alrededor de mi cuello y reía a lo largo del ca­mino como si hubiera sido una apuesta. Jip nos precedía la­drando y se detenía sofocado en el descansillo para ver si llegábamos. Mi tía, la mejor y más alegre de las enfermeras, nos seguía con todo un cargamento de chales y de almoha­das. Míster Dick no hubiese cedido a nadie el derecho de abrir la marcha con una luz en la mano. Traddles se quedaba al pie de la escalera, recibiendo todos los mensajes locos que le encargaba Dora para la muchacha más encantadora del mundo. Parecía una alegre procesión, y mi «mujer—niña» era la más alegre de todos.

Pero a veces, cuando la cogía en mis brazos y la sentía cada vez más ligera, un vago sentimiento de tristeza se apo­deraba de mí; me parecía que iba hacia un país glacial des­conocido, y aquella idea ensombrecía mi vida. Trataba de ahogar aquel pensamiento; me lo ocultaba a mí mismo; pero una noche, después de oír gritar a mi tía: « ¡Buenas noches, Capullito!» , me quedé solo ante mi pupitre, y lloré, pen­sando: « ¡Oh qué nombre fatal! ¡Si fuera a secarse en su tallo, como las flores! ».

CAPÍTULO IX. ME VEO ENVUELTO EN UN MISTERIO

Una mañana recibí por correo la siguiente carta, fechada en Canterbury, y que me habían dirigido a Doctors' Com­mons. La leí con sorpresa:

« Muy señor mío y querido amigo:

Circunstancias que no han dependido de mi vo­luntad han enfriado desde hace tiempo una intimi­dad que siempre me ha causado las más dulces emo­ciones. Todavía hoy, cuando me es posible en los raros instantes que me deja libre mi profesión, con­templo las escenas del pasado con los colores bri­llantes del prisma de la memoria y las considero con felicidad. Nunca me atrevería, mi querido amigo, ahora que su talento le ha elevado a un puesto tan distinguido, a dar a mi compañero de la juventud el nombre familiar de Copperfield. Me basta saber que ese nombre a que tengo el honor de hacer alusión quedará eternamente rodeado de afecto y estima en los archivos de nuestra casa (quiero hablar de los ar­chivos concernientes a nuestros antiguos huéspedes, conservados cuidadosamente por mistress Micaw­ber).

No me corresponde a mí, que por una serie de erro­res personales y una combinación fortuita de sucesos nefastos me encuentro en la situación de una barca que ha naufragado (si me está permitido emplear esta comparación náutica); no me corresponde a mí, re­pito, dirigirle cumplidos ni felicitaciones. Dejo este gusto a manos más puras y más dignas.

Si sus importantes ocupaciones (no me atrevo a es­perarlo) le permiten recorrer estas líneas imperfectas, seguramente se preguntará usted con qué objeto es­cribo la presente carta. Permítame que le diga que comprendo toda la justeza de esa pregunta y que voy a demostrárselo, declarándole en primer lugar que no tiene nada que ver con asuntos económicos.

Sin aludir directamente al talento que yo pueda te­ner para dirigir el rayo o la llama vengadora contra quienquiera que sea, puedo permitirme observar de pasada que mis más brillantes esperanzas están des­truidas, que mi paz está destrozada y que todas mis alegrías se han agotado; que mi corazón no sé dónde está, y que ya no puedo llevar la cabeza alta ante mis semejantes. La copa de amargura desborda, el gu­sano trabaja y pronto habrá roído a su víctima. Cuanto antes será mejor. Pero no quiero alejarme de mi asunto.

Estando en la más penosa situación de ánimo, de­masiado desgraciado para que la influencia de mis­tress Micawber pueda dulcificar mi sufrimiento, aun­que la ejerce en su triple calidad de mujer, de esposa y de madre, tengo la intención de huir durante unos ins­tantes y emplear cuarenta y ocho horas en visitar, en la capital, los lugares que fueron teatro de mi alegría. Entre los puertos tranquilos en que he conocido la paz de mi alma, me dirigiré, naturalmente, a la prisión de King's Bench. Y habré conseguido el objeto de mi co­municación epistolar si le anuncio que estaré (D. m.) al lado exterior del muro de esta prisión pasado ma­ñana a las siete de la tarde.

No me atrevo a pedir a mi antiguo amigo míster Copperfield, ni a mi antiguo amigo míster Thomas Traddles, si es que vive todavía, que se dignen venir a encontrarme para reanudar (en lo posible) nuestras relaciones de los buenos tiempos. Me limito a lanzar al viento esta indicación: la hora y el lugar antes dichos, donde podrán encontrarse los vestigios ruinosos que todavía quedan de una torre derrumbada.

WILKINS MICAWBER.

P. S.—Quizá sea prudente añadir que no he dicho a mis­tress Micawber el secreto de mis intenciones.»

Releí muchas veces aquella carta. A pesar de que recor­daba el estilo pomposo de las composiciones de míster Mi­cawber, y cómo le había gustado siempre escribir cartas in­terminables aprovechando todas las ocasiones posibles e imposibles, me parecía que debía de haber en el fondo de aquel galimatías algo de importancia. Dejé la carta para re­flexionar; después la volví a leer, y estaba embebido en su tercera lectura cuando llegó Traddles.

—Querido —le dije—, ¡qué oportunidad la tuya vi­niendo! Vas a ayudarme con tu juicio reflexivo. He recibido, mi querido Traddles, la carta más extravagante de míster Mi­cawber.

—¿De verdad! ¡Vamos! Pues yo he recibido una de mis­tress Micawber.

Y Traddles, sofocado por el camino, con los cabellos eri­zados como si acabara de encontrarse un aparecido, me tendió su carta y cogió la mía. Yo le miraba leer, y vi que sonreía al llegar a «lanzar el rayo o dirigir la llama venga­dora».

—¡Dios mío, Copperfield! —exclamó.

Después me dediqué a la lectura de la epístola de mistress Micawber. Era esta:

«Presento todos mis respetos a mistress Thomas Traddles, y si acaso guarda algún recuerdo de una per­sona que tuvo la felicidad de estar relacionada con él, me atrevo a pedirle que me consagre unos instantes. Le aseguro, míster Thomas Traddles, que no abusaría de su bondad si no estuviera a punto de perder la ra­zón.

Es muy doloroso para mí el confesar que es la frialdad de míster Micawber para con su mujer y sus hijos (¡él, tan tierno siempre!) la que me obliga a di­rigirme hoy a míster Traddles solicitando su ayuda. Míster Traddles no puede hacerse idea del cambio que se ha operado en la conducta de míster Micaw­ber, de su extravagancia y de su violencia. Esto ha ido creciendo y ha llegado a ser una verdadera abe­rración. Puedo asegurar a míster Traddles que no pasa día sin que tenga que soportar algún paroxismo de ese género. Míster Traddles no necesitará que yo me extienda sobre mi dolor cuando le diga que oigo con­tinuamente a míster Micawber afirmar que se ha ven­dido al diablo. El misterio y el secreto son desde hace mucho tiempo su carácter habitual, en lugar de su an­tigua a ilimitada confianza. A la más insignificante provocación; por ejemplo, si yo le pregunto: «¿Qué quieres comer?», me declara que va a pedir la separa­ción de cuerpos y de bienes. Ayer por la tarde, porque le pidieron sus hijos dos peniques para caramelos de limón, amenazó con un cuchillo de ostras a los dos mellizos.

Suplico a míster Traddles que me perdone todos es­tos detalles, que únicamente pueden darle una muy li­gera idea de mi horrible situación.

¿Puedo ahora confiar a míster Traddles el objeto de mi carta? ¿Me permite que me abandone a su amis­tad? ¡Oh, sí! Conozco muy bien su corazón.

Los ojos del afecto ven claro, sobre todo en noso­tras las mujeres. Míster Micawber va a Londres. Aun­que ha tratado de ocultarse, mientras escribía la direc­ción en la maleta oscura que ha conocido nuestros días dichosos, la mirada de águila de la ansiedad ha sabido leer la última sílaba: «dres». La diligencia para en La Cruz de Oro. ¿Puedo pedir a míster Traddles que haga por ver a mi esposo, que se extravía, y por atraerle al buen camino? ¿Puedo pedir a míster Traddles que ayude a una familia desesperada? ¡Oh, no! ¡Esto sería demasiado!

Si míster Copperfield, en su gloria, se acuerda to­davía de una persona tan insignificante como yo, ¿querría míster Traddles transmitirle mis saludos y mis súplicas? En todo caso, le ruego que mire esta carta como exclusivamente particular y que no haga alusión a ella, bajo ningún pretexto, en presencia de míster Micawber.

Si míster Traddles se digna contestarme (lo que me parece muy poco probable) una carta dirigida a M. E., lista de Correos, Canterbury, tendrá bajo esta dirección consecuencias menos dolorosas, que bajo cualquier otra, para la que ha tenido el honor de ser con la más profunda desesperación

su muy respetuosa y suplicante amiga,

EMMA MICAWBER.»

—¿Qué te parece esta carta? —me dijo Traddles mirán­dome.

—Y tú ¿qué piensas de la otra? —le dije, pues la leía con expresión ansiosa.

—Creo, Copperfield, que estas dos camas reunidas son más significativas de lo que son en general las epístolas de míster y de mistress Micawber; pero no acabo de comprender lo que quieren decir. No dudo de que las han escrito con la mejor fe del mundo. ¡Pobre mujer! —dijo mirando la carta de mistress Micawber, mientras comparábamos las dos misivas—. De to­dos modos, hay que tener compasión de ella y escribirle di­ciendo que no dejaremos de ver a míster Micawber.

Consentí con tanto gusto porque me reprochaba el haber considerado con demasiada ligereza la primera carta de aque­lla pobre mujer. Entonces me había hecho reflexionar; pero es­taba preocupado con mis propios asuntos, conocía bien a los individuos y poco a poco había terminado por olvidarlos. El recuerdo de los Micawber me preocupaba a menudo; pero era sobre todo preguntándome cuáles serían los «compromisos pe­cuniarios» que estaban a punto de contraer en Canterbury, y para recordar la confusión con que mister Micawber me había recibido al poco tiempo de ser el empleado de Uriah Heep.

Escribí una carta consoladora a mistress Micawber, en nombre de los dos, y la firmamos también los dos. Salimos para echarla al correo, y en el camino nos dedicamos Tradd­les y yo a hacer una multitud de suposiciones que sería inútil repetir aquí. Pedimos consejo a mi tía; pero el único resul­tado positivo de la charla fue que no dejaríamos de ir a la cita fijada por mister Micawber.

En efecto, llegamos al lugar convenido con un cuarto de hora de anticipación; míster Micawber estaba ya allí. Estaba de pie, con los brazos cruzados y apoyado en la pared; mi­raba de un modo sentimental las puntas de hierro que coro­naban la tapia, como si fueran las ramas enlazadas de los ár­boles que le habían abrigado los días de su juventud.

Cuando estuvimos a su lado nos pareció menos suelto y elegante que en el pasado. Aquel día no se había puesto el traje negro; llevaba su antigua chaqueta y su pantalón ce­ñido; pero ya no lo llevaba con la misma gracia de entonces.

A medida que hablábamos recobraba algo de sus antiguos modales; pero su lente no pendía con la misma elegancia, y el cuello de su camisa estaba menos cuidado.

—Caballeros —dijo míster Micawber cuando cambiamos los primeros saludos—, son ustedes verdaderos amigos, los amigos de la adversidad. Permítanme que les pida algunos detalles sobre la salud física de mistress Copperfield, in esse, y de mistress Traddles, in posse; suponiendo que mister Traddles no se haya unido todavía a la razón de su cariño para compartir el bien y el mal de la casa.

Le contestamos como era de esperar. Después, señalándo­nos con el dedo la pared, había ya empezado a componer su discurso con «Les aseguro, caballeros ...», cuando me atreví a oponerme a que nos tratara con tanta ceremonia, y a ro­garle que nos considerara como antiguos amigos.

—Mi querido Copperfield —repuso estrechándome la mano—, su cordialidad me aturde. Recibiendo con tanta bondad este fragmento ruinoso de un templo al que antes se consideraba como hombre, si puedo expresarme así, da us­ted pruebas de sentimientos que honran nuestra común natu­raleza. Estaba a punto de decir que volvía a ver hoy el lugar tranquilo donde han transcurrido algunos de los años más bellos de mi existencia.

—Gracias a mistress Micawber, estoy convencido —con­testé—. ¿Y cómo sigue?

—Gracias —repuso míster Micawber, cuyo rostro se ha­bía ensombrecido—; está regular. Vea usted —continuó mis­ter Micawber, inclinando la cabeza—, vea usted el King's Bench, el lugar donde por primera vez durante muchos años la dolorosa carga de compromisos pecuniarios no ha sido proclamada cada día por voces inoportunas que se negasen a dejarme salir; donde no había a la puerta aldaba que permi­tiera a los acreedores llamar; donde no exigían ningún servi­cio personal, y donde aquellos que os detenían en la prisión tenían que esperar en la puerta. Caballeros —dijo mister Micawber—, cuando la sombra de esos picos de hierro que adornan el muro de ladrillo llegaba a reflejarse en la arena de la pared, he visto a mis hijos jugar, siguiendo con sus pies el laberinto complicado del suelo, tratando de evitar los pun­tos negros. Todas las piedras de este edificio me son familia­res. Si no puedo ocultarles mi debilidad, dispénsenme.

—Todos hemos hecho carrera en el mundo desde aque­llos tiempos, míster Micawber —le dije.

—Míster Copperfield —me respondió con amargura—, cuando yo habitaba este retiro podía mirar de frente a mis prójimos y podía destruirlos si llegaban a ofenderme. Ya no estoy a ese nivel de igualdad con mis semejantes.

Míster Micawber se alejó con abatimiento, y cogiendo el brazo de Traddles por un lado, mientras con el otro se apo­yaba en el mío, continuó así:

—Hay en el camino que lleva a la tumba límites que nunca se querría haber franqueado, si no se pensara que se­mejante deseo era impío. Eso es para mí el King's Bench en mi vida abigarrada.

—Está usted muy triste, míster Micawber —dijo Traddles.

—Sí, señor —respondió míster Micawber.

—Espero que no sea porque se haya asqueado usted del Derecho, pues yo soy ahogado, como usted sabe.

Míster Micawber no contestó una palabra.

—¿Cómo está nuestro amigo Heep, míster Micawber? —le pregunté, después de un momento de silencio.

—Mi querido Copperfield —respondió míster Micawber, que en el primer momento pareció presa de una violenta emoción, y después se puso muy pálido—, si llama usted su amigo al que me emplea, lo siento; si le llama usted mi amigo, le contestaré con una risa sardónica. Sea cual fuere el nombre que usted dé a ese caballero, le pido permiso para responderle sencillamente que, cualquiera que sea su estado de salud, parece una zorra, por no decir un diablo. Me per­mitirá usted que no me extienda más, como individuo, sobre un asunto que como hombre público me ha arrastrado casi al borde del abismo.

Le expresé mi sentimiento por haber abordado inocente­mente un tema de conversación que parecía conmoverle tan vivamente.

—¿Puedo preguntarle, sin correr el mismo peligro, cómo están mis queridos amigos míster y miss Wickfield?

—Miss Wickfield —dijo míster Micawber, y su rostro en­rojeció violentamente—, miss Wickfield es lo que ha sido siempre: un modelo, un ejemplo deslumbrante. Mi querido Copperfield, es la única estrella que brilla en medio de una noche profunda. Mi respeto por esa señorita, mi admiración por su virtud, mi cariño a su persona... tanta bondad, tanta ternura, tanta fidelidad... ¡Llévenme a un sitio solitario —dijo al fin—, porque no soy dueño de mí!

Le condujimos a una estrecha callejuela, se apoyó contra la pared y sacó su pañuelo. Si yo le miraba con la seriedad que Traddles, nuestra compañía no era lo más apropiado para devolverle el valor.

—Estoy condenado —dijo míster Micawber sollozando, pero sin olvidar al sollozar algo de su elegancia pasada—, es­toy condenado, caballeros, a sufrir, a causa de todos los Bue­nos sentimientos que encierra la naturaleza humana. El ho­menaje que acabo de hacer a miss Wickfield me traspasa el corazón. Más vale que me dejen vagar por el mundo; les re­pito que los gusanos no tardarán en arreglar cuentas conmigo.

Sin responder a aquella invocación, esperamos a que se volviera a guardar el pañuelo en el bolsillo, estirado el cue­llo de la camisa y silbado una canción, con el aire más des­preocupado para engañar a los que pasaban y que hubieran podido fijarse en sus lágrimas. Entonces le dije, muy deci­dido a no perderle de vista (para no perder tampoco lo que queríamos saber), que estaría encantado de presentarle a mi tía, si quería acompañarnos hasta Highgate, donde podíamos ofrecerle una cama.

—Nos hará usted un vasito de su excelente ponche, mis­ter Micawber —le dije—, y además los recuerdos agrada­bles le harán olvidar sus actuales preocupaciones.

—O si usted encuentra algún descanso confiando a sus amigos las causas de su angustia, míster Micawber, estamos dispuestos a escucharle —añadió prudentemente Traddles.

—Caballeros —respondió míster Micawber—, hagan de mí lo que quieran; soy una paja que lleva el océano furioso; estoy empujado en todas las direcciones por los elefantes. Ustedes perdonen, quería decir por los elementos.

Reanudamos la marcha, del brazo; tomamos el ómnibus, llegando sin dificultad a Highgate. Yo estaba muy confuso y no sabía qué hacer ni qué decir; a Traddles le ocurría lo mismo. Míster Micawber estaba sombrío. De vez en cuando hacía un esfuerzo para reponerse, y silbaba una cancioncilla; pero pronto volvía a caer en profunda melancolía, y cuanto más abatido estaba, más se retorcía el sombrero y más se es­tiraba el cuello de la camisa.

Nos dirigimos a casa de mi tía, mejor que a la mía, porque Dora no estaba bien. Mi tía acogió a míster Micawber con graciosa cordialidad. Míster Micawber le besó la mano, se retiró a un rincón de la ventana, y sacando el pañuelo del bolsillo se dedicó a una lucha interior contra sí mismo.

Míster Dick estaba en casa. Era naturalmente compasivo con todo el que sufría, y sabía descubrirlo tan pronto, que en cinco minutos lo menos estrechó media docena de veces la mano a míster Micawber. Este afecto, que no esperaba por parte de un extraño, conmovió de tal modo a mister. Micaw­ber, que repetía a cada instante: «Mi querido señor, es dema­siado». Y míster Dick, animado por el éxito, volvía a la carga con nuevo ardor.

—La bondad de este caballero, señora —dijo míster Mi­cawber al oído de mi tía—, si usted me permite que saque una comparación florida del vocabulario de nuestros juegos na­cionales, un poco vulgares, me traspasa; semejante recibimiento es una prueba muy sensible para un hombre que lucha, como yo, contra un montón de preocupaciones y dificultades.

—Mi amigo míster Dick —repuso mi tía con orgullo­— no es un hombre vulgar.

—Estoy convencido, señora —dijo míster Micawber—. Caballero —continuó, pues míster Dick le estrechaba de nuevo las manos—, agradezco vivamente su bondad.

—¿Cómo está usted? —dijo míster Dick en tono afec­tuoso.

—Regular, caballero —respondió, suspirando, míster Micawber.

—No hay que dejarse abatir —dijo míster Dick—; por el contrario, trate de alegrarse como pueda.

Aquellas palabras amistosas conmovieron profundamente a míster Micawber, y míster Dick le estrechó otra vez la mano entre las suyas.

—Tengo la suerte de encontrar a veces, en el panorama tan variado de la existencia humana, un oasis en mi camino; pero nunca lo he visto de tal verdor ni tan refrescante como el que ahora se ofrece ante mis ojos.

En otro momento me hubiera hecho reír la comparación; pero estábamos todos demasiado preocupados a inquietos, y yo seguía con tanta ansiedad las incertidumbres de míster Micawber, dudando entre el deseo manifiesto de hacernos una revelación y la disposición de no revelar nada, que tenía verdaderamente fiebre. Traddles, sentado en el borde de la silla, con los ojos muy abiertos y los pelos más tiesos que nunca, miraba alternativamente al suelo y a míster Micaw­ber, sin decir una palabra. Mi tía, mientras trataba con mu­cha discreción de comprender a su nuevo huésped, conser­vaba más presencia de ánimo que ninguno de nosotros, pues charlaba con él y le hacía charlar quisiera o no.

—Es usted un antiguo amigo de mi sobrino, míster Mi­cawber —dijo mi tía—, y siento no haber tenido el gusto de conocerle antes.

—Señora —dijo míster Micawber—, yo también hubiera sido muy dichoso conociéndola antes, pues no he sido siem­pre el miserable náufrago que ahora contempla usted.

—¿Espero que mistress Micawber y toda su familia se encuentren bien, caballero? —preguntó mi tía.

Míster Micawber saludó.

—Están todo lo bien que pueden estar unos desgraciados proscritos, señora —dijo en tono desesperado.

—¡Oh Dios mío, caballero! —exclamó mi tía con su brus­quedad habitual—. ¿Qué me dice usted?

—La existencia de mi familia—repuso Micawber— pende de un hilo. El que me emplea...

En esto Micawber se detuvo, con gran disgusto mío, y em­pezó a hablar de los limones, que yo había hecho traer a la mesa con los demás ingredientes que necesitaba para el ponche.

—El que le emplea, decía usted... —repuso míster Dick, empujándole suavemente con el codo.

—Muchas gracias, caballero —respondió Micawber—, por recordarme lo que quería decir. Pues bien, señora, aquel que me emplea, míster Heep, un día me hizo el honor de de­cirme que si no cobrara el sueldo del empleo que tengo a su lado no sería probablemente más que un desgraciado saltim­banqui, y que recorrería los pueblos tragándome sables y de­vorando llamas. Y es muy posible, en efecto, que mis hijos se vean en la necesidad de ganarse la vida haciendo contorsio­nes, mientras mistress Micawber toca el organillo para acom­pañar a esas desdichadas criaturas en sus atroces ejercicios.

Míster Micawber blandió su cuchillo con aire distraído, pero expresivo, como si quisiera decir que, felizmente, él ya no estaría allí para verlo; después se puso a mondar los li­mones, con expresión de angustia.

Mi tía le miraba atentamente, con el codo apoyado en la mesita. A pesar de mi repugnancia para obtener de él por sorpresa las confidencias que no parecía muy dispuesto a hacernos, quería aprovechar la ocasión para hacerlo hablar, pero no había medio. Estaba demasiado ocupado echando la corteza del limón en el agua hirviendo. Yo me daba cuenta de que estábamos en una crisis, y no se hizo esperar. De pronto lanzó lejos de sí todos sus utensilios, se levantó brus­camente y, sacando el pañuelo, se deshizo en lágrimas.

—Mi querido Copperfield —me dijo, enjugándose los ojos—, esta ocupación requiere más tranquilidad y respeto de sí mismo. Hoy no soy capaz de encargarme de ella. No hay duda.

—Míster Micawber —le dije—, ¿qué es lo que le ocurre? Hable, se lo ruego; aquí todos somos amigos.

—¡Amigos! Caballero —repitió míster Micawber, y el se­creto que había contenido hasta entonces a duras penas se le escapó de pronto—, ¡Dios mío!, precisámente porque me veo rodeado de amigos estoy en este estado. ¿Lo que ocurre, lo que pasa, señores? Preguntadme más bien lo que no me pasa. Hay maldad, hay bajeza, hay desilusión, fraude, conspiraciones, y el nombre de todo ese conjunto de atrocidades es... ¡Heep!

Mi tía golpeó las manos y todos nos estremecimos como poseídos.

—No, no, basta de combates; basta de luchas conmigo mismo —dijo míster Micawber gesticulando violentamente con el pañuelo, extendiendo los dos brazos ante sí de vez en cuando, rítmicamente, como si nadara en un océano de difi­cultades sobrehumanas—; no podría seguir más tiempo con esta vida; soy demasiado miserable. Me han arrebatado todo lo que hace soportable la existencia; me han condenado a la incomunicación del tabú mientras he estado al servicio de ese canalla. Que me devuelvan a mi mujer y a mis hijos; que vuel­van a poner a Micawber en el lugar del desgraciado que anda hoy dentro de mis botas, y que me digan mañana que me tra­gue un sable, y lo haré. ¡Ya veréis con qué apetito!

Nunca había visto un hombre tan exaltado. Trataba de tranquilizarle y de sacarle palabras más sensatas; pero él su­bía como la espuma, sin querer escucharme siquiera.

—¡No estrecharé la mano de nadie —continuó, ahogando un sollozo y resoplando como un hombre que se ahoga ­hasta que haya hecho trizas a esa detestable... serpiente de Heep! ¡No aceptaré de nadie hospitalidad hasta que haya de­cidido ir al monte Vesubio a que haga salir sus llamas... so­bre ese miserable bandido de... Heep! ¡No podré tragar el... menor refresco... bajo este techo..., sobre todo, ponche... an­tes de haber arrancado los ojos... al ladrón, al embustero Heep! ¡No quiero vera nadie... no quiero decir nada... yo... no quiero habitar en ninguna parte... hasta que haya redu­cido... a polvo impalpable a ese inmortal hipócrita, a ese eterno perjuro de Heep!

Yo empezaba a temer que míster Micawber se muriese de repente. Pronunciaba todas aquellas frases entrecortadas y con voz ahogada; y cuando se acercaba al nombre de Heep redoblaba la prisa y el ardor, y su acento apasionado tenía algo que asustaba; pero cuando volvió a dejarse caer sobre la silla, fuera de sí, mirándonos con ojos extraviados, con las mejillas violetas, la respiración cortada y la frente llena de sudor, parecía estar en el último extremo. Me acerqué a él para ayudarle; pero me apartó con un signo, y prosiguió:

—¡No, Copperfield!... ¡Nada de amistad entre nosotros... hasta que miss Wickfield... haya obtenido una reparación... de los perjuicios que le ha causado ese taimado canalla de Heep! —Estoy seguro de que no hubiese tenido fuerzas para pronunciar tres palabras si no hubiera dicho al final el nom­bre odioso que le devolvía valor...— Que se guarde un se­creto inviolable... Nada de excepciones... de hoy a una se­mana a la hora del desayuno... que todos los presentes... incluida la tía... y este excelente caballero... se encuentren reunidos en el hotel de Canterbury... Nos encontrarán a mis­tress Micawber y a mí... Cantaremos a coro, en recuerdo de los hermosos tiempos pasados, y... ¡desenmascararé a ese horrible bandido de Heep! No tengo nada más que decir.. nada más que oír... ¡Me voy inmediatamente... pues la compañía me pesa... sobre las huellas del traidor, del canalla, del bandido de Heep!

Y después de esta última repetición de la palabra mágica que le había sostenido hasta el fin, después de haber agotado las fuerzas que le quedaban, míster Micawber se precipitó fuera de la casa, dejándonos en tal estado de inquietud, de espera y de sorpresa, que no estábamos menos palpitantes que él. Pero ni aun entonces pudo resistir a su pasión episto­lar, pues todavía estábamos en el paroxismo de la excitación y de la sorpresa, cuando nos entregaron la carta siguiente, que acababa de escribir en un café de los alrededores:

«Muy secreta y confidencial.

Muy querido amigo:

Le ruego me haga el favor de transmitir a su exce­lente tía todas mis excusas por la inquietud que he de­jado aparecer delante de ella. La explosión de un vol­cán largo tiempo contenido ha sido la consecuencia de una lucha interior que no sabría describir. Ustedes la adivinarán.

Espero haberles hecho comprender, sin embargo, que de hoy en una semana cuento con ustedes en el café de Canterbury, allí donde hace tiempo tuvimos el honor, mistress Micawber y yo, de unir nuestras voces a la suya para repetir los acentos del hombre inmortal, alimentado y educado a la otra orilla del Tweed.

Una vez cumplido este deber y este acto de repara­ción, lo único que puede darme valor para mirar al pró­jimo de frente, desapareceré para siempre, y sólo pe­diré ser depositado en ese lugar de asilo universal donde duermen los oscuros antepasados. Con esta sencilla inscripción:

WILKINS MICAWBER.»

CAPÍTULO X. EL SUEÑO DE MÍSTER PEGGOTTY LLEGA A REALIZARSE

Habían transcurrido algunos meses desde que tuvo lugar nuestra entrevista con Martha a orillas del Támesis. Yo no la había vuelto a ver; pero ella había tenido en varias ocasiones comunicación con míster Peggotty. Su celo era inútil, y no encontrábamos en nada de lo que nos decía datos que nos pusieran sobre la pista de Emily. Confieso que empezaba a dudar de poder encontrarla y que cada día estaba más con­vencido de que había muerto.

Por lo que yo podía apreciar, míster Peggotty seguía con la misma convicción, y su corazón no tenía nada oculto para mí. No titubeaba ni un momento; no sentía quebrantada su seguridad solemne de que terminaría por encontrarla. Su pa­ciencia era infatigable, y aunque a veces yo temblaba ante la idea de que su desesperación fuese funesta si un día llegaba a convencerse de lo contrario, no podía por menos de esti­mar y respetar cada día más aquella fe sólida que nacía de su corazón puro y elevado.

No era de los que se duermen en una esperanza y en una con­fianza inactivas. Toda su vida había sido una vida de acción y de energía. Sabía que en todo había que cumplir fielmente el deber y no confiarse en los demás. Yo le he visto salir por la no­che, a pie, para Yarmouth, por tcmor de que olvidasen encender la vela que iluminaba el barco. Le he visto, si por casualidad leía en algún periódico algo que pudiera relacionarse con su Emily, coger el bastón de viajero y emprender una nueva pere­grinación de treinta o cuarenta leguas. Cuando le hube contado lo que sabía por medio de miss Dartle, se fue a Nápoles por mar. Todos aquellos viajes eran muy penosos, pues economizaba lo que podía por amor a Emily. Pero nunca le oí quejarse; nunca le oí confesar que estuviera cansado o deprimido.

Dora lo había visto muchas veces después de casada con­migo y le quería mucho. Le veo todavía de pie, al lado del sofá en que ella descansa; tiene la gorra en la mano; mi «mu­jer—niña» levanta hacia él sus grandes ojos azules, con una especie de sorpresa tímida. A menudo, por la noche, cuando tenía que hablarme, lo llevaba a fumar su pipa en el jardín; charlábamos paseando, y entonces yo recordaba su casa abandonada y todo lo que había querido a aquel viejo barco que representaba a mis ojos de niño un espectáculo tan sor­prendente por la noche, cuando el fuego ardía alegremente y el viento gemía a nuestro alrededor.

Un día me dijo que la víspera había encontrado a Martha cerca de su casa y que le había dicho que no abandonara bajo ningún pretexto Londres antes de volver a verla.

—¿Y no le ha dicho por qué?

—Se lo he preguntado, señorito Davy —me contestó—; pero Martha habla muy poco, y en cuanto se lo he pregun­tado se ha marchado.

—¿Y le ha dicho cuándo volverá?

—No, señorito Davy —repuso, pasándose la mano por la frente, con gravedad— Se lo he preguntado; pero me ha di­cho que no me lo podía decir.

Yo había resuelto desde hacía mucho tiempo no animar aquellas esperanzas, que pendían de un hilo; por lo tanto, no hice el menor comentario; sólo añadí que seguramente la volvería a ver pronto. Y guardé para mí solo las demás refle­xiones, aunque tampoco daba demasiada importancia a las palabras de Martha.

Quince días después paseaba una tarde solo por el jardín. Recuerdo perfectamente aquella tarde. Era al día siguiente de la visita de míster Micawber. Había llovido todo el día; el aire estaba húmedo; las hojas parecían pesar en las ramas, cargadas de lluvia; el cielo esta todavía oscuro, pero los pájaros empezaban a cantar alegremente. A medida que el cre­púsculo avanzaba se iban callando por grados; todo estaba silencioso a mi alrededor; ni un soplo de viento movía los árboles; no oía más que el ruido de las gotas de agua, que corrían lentamente por las ramas verdes mientras paseaba de arriba abajo en el jardín.

Había allí, al lado de nuestra casa, un pequeño cobertizo, desde donde se veía el camino. Miraba hacia aquel lado, pensando en una multitud de cosas, cuando vi una persona que parecía llamarme.

—¡Martha! —dije, acercándome a ella.

—¿Puede usted venir conmigo? —me preguntó con voz conmovida—. He estado en casa de él y no le he encontrado. He escrito en un trozo de papel el sitio donde tiene que bus­carme, y lo he puesto encima de su mesa. Me han dicho que no tardará en volver. Tengo muchas noticias. ¿Puede usted venir enseguida?

Le respondí abriendo la verja para seguirla. Me hizo un gesto con la mano, como para pedirme paciencia y silencio, y se dirigió hacia Londres. En el polvo que cubría sus ropas se veía que había venido a pie y a toda prisa.

Le pregunté si íbamos a Londres, y me hizo un gesto de que sí. Detuve un coche que pasaba, y subimos los dos en él. Cuando le pregunté la dirección, me respondió: «Hacia Gol­den Square, y deprisa».

Después se hundió en un rincón, ocultándose la cara con una mano temblorosa y pidiéndome que guardara silencio, como si no pudiera soportar el sonido de una voz.

Estaba turbado y confuso entre la esperanza y el temor. La miraba para obtener alguna explicación; pero era evi­dente que no quería dármela, y yo tampoco quería romper el silencio. Avanzábamos sin pronunciar palabra. A veces ella miraba la portezuela, como si le pareciese que íbamos de­masiado despacio, aunque en realidad el coche iba a buen paso; pero continuaba callándose.

Nos detuvimos en el sitio que había indicado, y dije al cochero que esperase, pensando que quizá volviéramos a necesitarle. Martha me cogió del brazo y me arrastró rápi­damente hacia una de esas calles sombrías que antes ser­vían de morada a familias nobles, pero donde ahora se al­quilan por separado habitaciones a un precio módico. Entró en una de aquellas grandes casas y, soltándome el brazo, me hizo seña de que la siguiera por la escalera, que servía a muchísimos huéspedes y ponía toda una multitud de habi­tantes en la calle.

La casa estaba llena de gente. Mientras subíamos la esca­lera, las puertas se abrían a nuestro paso; otras personas se nos cruzaban a cada instante. Antes de entrar ya había visto yo mujeres y niños asomando sus cabezas a las ventanas, entre tiestos de flores; probablemente habíamos excitado su curiosidad, pues eran los mismos que abrían las puertas para vemos pasar. La escalera era alta y ancha, con una balaus­trada de madera maciza y tallada; por encima de las puertas se veían cornisas adornadas de flores y frutas; las ventanas eran grandes; pero todos aquellos restos de antiguas grande­zas estaban en ruinas. El tiempo, la humedad y la podredum­bre habían atacado el suelo, que temblaba bajo nuestros pa­sos. Habían tratado de infiltrar algo de sangre nueva en aquel cuerpo viejo, y, en algunos sitios, hermosas esculturas ha­bían sido reparadas con material mucho más ordinario; pero aquello era como el matrimonio de un viejo noble arruinado con una pobre hija del pueblo: ninguna de las partes parecía resolverse a aquella unión tan desigual. Se habían tapado muchas de las ventanas de la escalera, y las que quedaban apenas tenían vidrieras, y a través de las maderas apolilla­das, que parecían aspirar el mal olor sin devolverlo nunca, veía otras casas en el mismo estado, y un patio interior y os­curo que parecía ser el basurero del viejo castillo.

Subimos casi al último piso de la casa. Dos o tres veces me pareció ver en la oscuridad los pliegues de un traje de mujer; alguien nos precedía. Llegábamos al último piso cuando vi a aquella persona detenerse delante de una puerta y entrar.

—¿Qué quiere decir esto? —murmuró Martha—. Entra en mi habitación y yo no la conozco.

Yo sí la conocía. Con gran sorpresa había visto los rasgos de miss Dartle.

Hice comprender en pocas palabras a Martha que era una señora a quien yo había conocido, y apenas había terminado de hablar, cuando oímos su voz en la habitación; pero desde donde estábamos no podíamos oír lo que decía. Martha me miraba con sorpresa. Después me hizo terminar de subir, y empujando una puertecita sin cerradura, que había al lado de la de su cuarto, me metió en una habitacioncita vacía, del ta­maño de un armario. Había entre aquel rincón y su alcoba una puerta que comunicaba. Estaba entreabierta. Nos acer­camos. Habíamos andado tan deprisa, que yo apenas podía respirar. Martha me puso dulcemente su mano sobre los la­bios. Yo, desde donde estaba, podía ver el rincón de una ha­bitación bastante grande, donde había una cama; sobre las paredes, algunas malas litografías de barcos. No veía a miss Dartle ni a la persona a quien se dirigía. Mi compañera de­bía de verlas todavía menos que yo.

Durante un instante reinó un profundo silencio. Martha continuaba con una mano encima de mis labios y levantaba la otra al inclinarse para escuchar.

—Poco me importa que no esté aquí; no la conozco. Es a usted a quien vengo a ver —dijo Rosa Dartle, con altanería.

—¿A mí? —respondió una voz dulce.

—Sí —repuso miss Dartle—; he venido para mirarla. ¿Cómo no se avergüenza usted de ese rostro que ha hecho tanto daño?

El odio implacable y resuelto que animaba su voz, la fría amargura y la rabia contenida de su tono, me la hacían tan presente como si hubiera estado frente a ella. Veía, sin verlos, aquellos ojos negros que despedían llamas; aquel rostro desfigurado por la cólera. Veía la cicatriz blancuzca atrave­sar sus labios, temblar y estremecerse mientras hablaba.

—He venido a ver —continuó— a la que ha vuelto loco a James Steerforth; la muchacha que ha huido con él, escan­dalizando a toda su ciudad natal; a la atrevida, a la hábil, a la pérfida querida de un hombre como James Steerforth. ¡Quiero saber cómo es semejante criatura!

Se oyó ruido, como si la desgraciada a quien agobiaba con sus insultos intentara escaparse. Miss Dartle le impidió el paso. Después continuó, con los dientes apretados y gol­peando el suelo con el pie:

—¡Estése quieta, o la desenmascaro delante de todos los habitantes de esta casa y de esta calle! Si trata usted de esca­parse, la detendré, aunque tenga que agarrarla de los cabe­llos y levantar contra usted las piedras de la casa.

Un murmullo de terror fue la única respuesta que me llegó; después hubo un momento de silencio. No sabía qué hacer. Deseaba ardientemente poner término a la entrevista aquella, pero no me atrevía a presentarme; sólo míster Peg­gotty tenía el derecho de verla y de reclamarla. ¡Cuándo lle­garía!

—¡Por fin la veo! —continuó Rosa, con una risa de des­precio—. Nunca hubiese creído que Steerforth se dejase se­ducir por esa falsa modestia y esa expresión ingenua.

—¡Oh, por amor de Dios! —exclamó Emily—. Sea usted quien sea, si sabe mi triste historia, ¡por amor de Dios, tenga piedad de mí, si quiere que la tengan de usted!

—¿Si quiero que tengan piedad de mí? —respondió miss Dartle en tono feroz—. ¿Y qué hay de común entre nosotras, dígame?

—Al menos, nuestro sexo —dijo Emily deshaciéndose en lágrimas.

—¿Y ese es un lazo tan fuerte cuando lo invoca una cria­tura tan infame como usted, que si pudiera tener en el corazón otra cosa que no fuese desprecio y odio, la cólera me ha­ría olvidar que es usted mujer? ¡Nuestro sexo! ¡Sí que hace usted honor a nuestro sexo!

—Comprendo que es un reproche muy merecido —ex­clamó Emily—; pero ¡es terrible! ¡Oh señora, piense usted en todo lo que he sufrido y en las circunstancias de mi caída! ¡Oh Martha, vuelve! ¡Oh, cuándo encontraré el abrigo de mi hogar!

Miss Dartle se sentó en una silla al lado de la puerta; te­nía los ojos fijos en el suelo, como si Emily se arrastrara a sus pies. Ahora podía ver sus labios apretados y sus ojos cruelmente fijos en un solo punto: en la embriaguez de su triunfo.

—Escuche lo que voy a decirle, y guárdese sus hipocre­sías y habilidades. No me conmoverá con sus lágrimas, como no me conquistará con sus sonrisas, esclava despre­ciada.

—¡Oh, tenga piedad de mí! ¡Demuéstreme algo de com­pasión, o voy a morir loca!

—¡Sólo sería un débil castigo de sus crímenes! —dijo Rosa Dartle—. ¿Sabe usted lo que ha hecho? ¿Se atreve us­ted a invocar el hogar, cuando usted lo ha pisoteado?

—¡Oh! —exclamó Emily—. ¡No ha pasado un día ni una noche sin que lo pensara! —Y la vi caer de rodillas, con la cabeza hacia atrás, su pálido rostro levantado al cielo y las manos juntas, con angustia; sus largos cabellos se habían soltado— ¡No ha pasado un solo instante sin que haya pen­sado en mi querida casa, en los días que pasaron cuando la abandoné para siempre! ¡Oh, tío mío, tío mío; si hubieras podido saber el dolor que me causaba el recuerdo punzante de tu ternura cuando me alejé del buen camino, no me hu­bieses demostrado tanto amor, habrías hablado, por lo me­nos, una vez con dureza a tu Emily, y eso le hubiese servido de consuelo! Pero no, no hay consuelo para mí en el mundo. ¡Han sido todos demasiado buenos conmigo!

Cayó con la cara contra el suelo, esforzándose en tocar el borde de la falda de su tirano, que permanecía inmóvil ante ella.

Rosa Dartle la miraba fríamente; una estatua no hubiera sido más inflexible. Apretaba con fuerza los labios, como si necesitara contenerse para no pisotear a la encantadora cria­tura que estaba tirada con tanta humildad ante ella. La veía distinta; parecía necesitar toda su energfa para contenerse. ¿Cuándo llegaría míster Peggotty?

—¡He ahí la ridícula vanidad que tienen esos gusanos! —dijo cuando se calmó un poco el furor que le impedía ha­blar—. ¡Su casa, su hogar! ¿Y piensa usted que hago a esas gentes el honor de pensar ni de creer que ha hecho usted el menor daño a semejante hogar que no se pueda pagar larga­mente con dinero? ¡Su familia! ¡Sólo era usted para ella un objeto con que negociar, como lo demás; algo que vender y comprar!

—¡Oh, no! —exclamó Emily—. Dígame todo lo que quiera; pero no haga caer mi vergüenza (demasiado pesa ya sobre ellos) sobre personas que son tan respetables como us­ted. Si verdaderamente es usted una señora, hónrelos al me­nos a ellos, aunque no tenga piedad de mí.

—Hablo —dijo miss Dartle, sin dignarse escuchar aque­lla súplica y retirando su falda, como si Emily la hubiera manchado al tocarla—, hablo de la casa de él, la casa en que yo habito. ¡He ahí —dijo con una risa sarcástica, mirando a su pobre víctima—, he ahí una bonita causa de división en­tre una madre y un hijo! ¡He ahí a la que ha llevado la deses­peración a una casa donde no la hubieran querido ni para fregar la vajilla! ¡La que ha llevado la cólera, los reproches, las recriminaciones! ¡Vil criatura, que han recogido a la ori­lla del agua, para divertirse durante una hora y rechazarla después con el pie hacia el fango donde había nacido!

—¡No, no! —exclamó Emily juntando las manos— La primera vez que él se encontró en mi camino (¡Ah! ¡Si Dios hubiera querido que sólo me hubiera encontrado el día que me llevaran a enterrar!) yo había sido educada en ideas tan severas y tan virtuosas como usted o cualquier otra mujer; yo iba a casarme con el mejor de los hombres. Si usted vive a su lado, si le conoce, sabe quizá la influencia que puede ejercer sobre una pobre muchacha, débil y trivial como yo. No me defiendo; pero lo que sé, y él lo sabe también, o al menos lo que sabrá a la hora de su muerte, cuando su alma se turbe, es que ha utilizado todo su poder para engañarme y que yo creía en él, confiaba en él y lo amaba.

Rosa Dartle saltó en la silla y retrocedió un paso para pe­garla, con tal expresión de maldad y de rabia, que estuve a punto de lanzarme entre las dos. El golpe se perdió en el va­cío. Ella continuó de pie, temblando de furor, palpitante de pies a cabeza, como una verdadera furia. No, no había visto nunca, no podré volver a ver rabia semejante.

—¿Usted le quiere? ¿Usted? —exclamó, apretando el puño como si hubiera querido tener en él un arma para herir al objeto de su odio.

Yo no podía ya ver a Emily, y no se oyó ninguna res­puesta.

—¿Y eso me lo dice usted a mí —añadió— con su boca de­pravada? ¡Ah! ¡Cómo me gustaría que azotaran a estas perdi­das! ¡Oh! Si dependiera de mí las haría azotar hasta la muerte.

Y lo hubiese hecho, estoy seguro. Mientras duró aquella mirada no le hubiera confiado la menor arma de tortura.

Después, muy poco a poco, fue echándose a reír, pero con una risa cortante y señalando a Emily con el dedo, como a un objeto de vergüenza a ignominia para Dios y para los hombres.

—¡Le quiere! ¡Dice que le quiere! ¡Y querrá hacerme creer que él se ha preocupado nunca lo más mínimo de ella! ¡Ah, ah! ¡Qué embusteras son esta clase de mujeres!

Su burla era todavía mayor que su rabia y que su cruel­dad; era peor que todo: no se desataba de una vez, sino por momentos, exponiéndose a que su pecho estallara; pero con­tenía su rabia para torturar mejor a su víctima.

—He venido aquí, como le decía hace un momento, ma­nantial de amor puro, para ver cómo era usted. Tenía curio­sidad; ya la he satisfecho. Quería también aconsejarle que volviera pronto a su casa, a ocultarse entre su excelente fa­milia, que la espera, y a quien su dinero consolará de todo. Y cuando se lo hayan gastado, no tendrá más que buscar un nuevo sustituto para creer en él, confiarse a él y amarle. Yo creía encontrar un juguete roto, que ya había dejado de ser­vir; una joya falsa estropeada por el use y tirada a un rincón. Pero puesto que me encuentro con oro fino, con una verda­dera dama, una inocente a quien se ha engañado, pero que tiene todavía un corazón nuevo, lleno de amor y de sinceri­dad, pues verdaderamente lo parece usted y está muy en ar­monía con su historia, todavía tengo algo más que decir. Es­cúcheme, y sepa que lo que voy a decirle lo haré. ¿Me oye usted, hada espiritual? Lo que digo lo hago.

Por un momento no pudo reprimir su rabia; pero fue sólo un instante, un espasmo que terminó en una sonrisa.

—Vaya usted a ocultarse, si no a su antigua casa, a otra parte; ocúltese lo más lejos posible. Vaya a vivir en la oscuri­dad, o mejor todavía, vaya a morir en cualquier rincón. Me sor­prende que no haya encontrado todavía medio de calmar ese tierno corazón, que no quiere romperse. Y, sin embargo, hay medios para ello, y me parece que no es difícil encontrarlos.

Se interrumpió un momento, mientras Emily sollozaba. La escuchó como si aquello fuera para ella una música.

—Quizá soy una criatura extraña —prosiguió Rosa Dar­tle—; pero no puedo respirar libremente en el mismo aire que usted; me parece que está corrompido. Tengo que purifi­carlo, que purgarlo de su presencia. Si está usted todavía aquí mañana, su historia y su conducta se sabrán por todos los que habitan esta casa. He sabido que hay aquí mujeres honradas. Sería lástima que no pudieran apreciar un tesoro como usted. Si una vez fuera de aquí vuelve a buscar refugio en esta ciudad, en cualquier otra condición que en la de mu­jer perdida (puede estar tranquila, esa no le impediré que la tome), iré a hacerle el mismo servicio por todas partes por donde pase. Estoy segura de conseguirlo con la ayuda de cierto caballero que ha solicitado su bella mano no hace mu­cho tiempo.

¿Pero míster Peggotty no llegaría nunca? ¿Cuánto tiempo habría de soportar todavía aquello? ¿Cuánto tiempo estaba yo seguro de contenerme?

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la desgraciada Emily, en un tono que hubiese conmovido el corazón más duro.

Rosa Dartle seguía sonriendo.

—¿Qué quiere usted que haga?

—¿Lo que quiero que haga? ¿No puede usted vivir di­chosa con sus recuerdos? ¡Puede usted pasarse la vida recor­dando la ternura de James Steerforth! Quería que se casara usted con un criado, ¿no es así? Y también puede usted pen­sar en el buen hombre que aceptaba el ofrecimiento de su amo; y si todos estos pensamientos, si el recuerdo de su vir­tud y del puesto honroso que le han hecho adquirir no son suficientes para llenar su corazón, puede casarse con ese ex­celente hombre y aprovecharse de su condescendencia. Y si esto no es todavía bastante para satisfacerla, ¡mátese usted! No faltarían ríos ni montones de basura buenos para morir en ellos cuando se tienen esas penas ¡Busque usted uno para desde allí volar al cielo!

Oí pasos. Estaba seguro de que era él. ¡Bendito sea Dios!

Rosa se acercó lentamente a la puerta y desapareció a mi vista.

—Pero acuérdese que estoy decidida, y tengo mis razones para ello (y mi odio personal), a perseguirla por todas partes, a menos de que huya lejos de aquí o de que arroje esa más­cara de inocencia que quiere tomar. Eso es lo que tenía que decirle, y lo que digo lo haré.

Los pasos se acercaban, ya estaban en la puerta, y se pre­cipitaban en la habitación.

—¡Tío!

Un grito terrible siguió a aquellas palabras. Esperé un mo­mento antes de entrar y le vi sosteniendo en sus brazos a Emily desvanecida. Un instante contempló su rostro; des­pués se inclinó para besarla, ¡oh, con qué ternura!, y le cu­brió la cabeza con un pañuelo.

—Señorito Davy —dijo en voz baja y trémula cuando hubo cubierto el rostro de la muchacha—, doy gracias a nuestro Padre celestial porque mi sueño se ha realizado; le doy las gracias con todo mi corazón porque me ha guiado hasta encontrar a mi querida niña.

Al decir estas palabras la cogió en sus brazos, mientras ella continuaba con el rostro velado. Inclinando la cabeza y estrechando contra la suya la mejilla de su sobrina querida bajó lentamente las escaleras con ella inconsciente.

CAPÍTULO XI. EL PRINCIPIO DE UN VIAJE MÁS LARGO

Era todavía muy de mañana, al día siguiente, mientras me paseaba por el jardín de mi tía (la cual realizaba ahora muy poco ejercicio, teniendo que atender tanto a mi querida Dora), cuando me dijeron que míster Peggotty deseaba ha­blarme.

Vino al jardín, saliéndome al encuentro, y se descubrió al ver a mi tía, a la que profesaba un profundo respeto. Le ha­bía estado contando todo lo que había ocurrido la víspera. Sin decir una palabra, se adelantó hacia él cordialmente, le estrechó la mano y le dio un golpecito afectuoso en el brazo.

Aquello fue tan expresivo, que no tuvo necesidad de expli­carse; míster Peggotty la entendió perfectamente.

—Ahora, Trot, voy a entrar —dijo mi tía— para ver lo que hace Capullito, pues es su hora de levantarse.

—¡Espero que no sea porque estoy yo aquí, señora! —dijo míster Peggotty—. Y a menos que mi entendimiento haya tomado las de Villariego —míster Peggotty quería decir Villadiego—, me parece que es por mí por lo que usted se marcha.

—Tendrá usted algo que decirle a mi sobrino —contestó mi tía—, y estarán más a gusto sin mí.

—Señora —respondió míster Peggotty—, si fuera usted tan amable que quisiera quedarse... a no ser que le aturda mi charla...

—¿De verdad? —dijo mi tía con afecto— Entonces me quedo.

Dio su brazo a míster Peggotty y se dirigió con él a un ce­nador cubierto de hojas, que había al final del jardín, donde se sentó en un banco, y yo me senté a su lado. Había tam­bién sitio para míster Peggotty; pero prefirió quedar de pie, apoyando su mano en una mesita rústica. Mientras estaba contemplando su gorra, antes de empezar, no pude por me­nos que observar el carácter enérgico que expresaba aquella mano nervuda, que armonizaba tan bien con su cabello gris acerado.

—Ayer tarde llevé a mi niña —empezó míster Peggotty, levantando los ojos hacia nosotros— a mi casa, donde la ha­bía estado esperando hacía tanto tiempo y que tenía prepa­rada para ella. Pasaron varias horas antes de que volviera en sí, y después se arrodilló a mis pies como para rezar y me contó cómo había sucedido todo. Créanme ustedes, cuando oí su voz, que había sonado alegre en casa, y la vi humillada en el polvo sobre el que nuestro Redentor escribía con su mano bendita, tuve una sensación de tristeza horrible ante aquellas muestras de su agradecimiento.

Se pasó la manga por los ojos, sin saber lo que hacía, y continuó, con la voz más clara:

—Pero no me duró mucho. ¡Por fin la había encontrado! Sólo pensaba que la había encontrado, y pronto olvidé todo lo demás; no sé ni para qué se lo he contado. Hacía un mo­mento no pensaba decir nada acerca de mí; pero ha salido tan naturalmente, se me ha escapado sin poderlo evitarlo...

—Es usted un alma generosa —dijo mi tía—, y tendrá al­gún día su recompensa.

Míster Peggotty, en cuya cara jugueteaban las sombras de las hojas, inclinó la cabeza, con sorpresa, como para agrade­cer el cumplido a mi tía, y luego continuó su discurso donde lo había interrumpido.

—Cuando mi Emily se marchó —dijo en tono momentá­neamente colérico— de la casa en que estaba prisionera por la serpiente de cascabel que el señorito Davy conoce muy bien —lo que me había contado era exacto: ¡que Dios con­funda a ese traidor!— era de noche. Era una noche oscura y estrellada. Estaba como loca, y corrió a lo largo de la playa, creyendo que el viejo barco estaría allí, gritándonos que nos ocultáramos porque iba a pasar ella. Al oír sus propios gritos creía oír llorar a otra persona, y se cortaba los pies corriendo entre las rocas, sin preocuparse, como si ella también fuese de piedra. Cuanto más corría, más le ardían los ojos y le zumbaban los oídos. Súbitamente, o por lo menos así le pa­reció a ella, rompió el día, húmedo y tormentoso, y se en­contró echada al pie de un montón de piedras, al lado de una mujer que le hablaba, preguntándole, en el lenguaje del país, qué le había sucedido.

Míster Peggotty parecía ver lo que contaba como si pa­sara ante él mientras hablaba; lo relataba muy vivamente y con una precision que no puedo expresar. Al escribirlo yo ahora, largo tiempo después, apenas puedo creer que no pre­senciara tales escenas; tal es la impresión de realidad que es­tos relatos de míster Peggotty me daban.

—Cuando los ojos de Emily se fueron despejando —con­tinuó míster Peggotty— reconoció a aquella mujer como una de las que con frecuencia había tratado en la playa. Pues aunque había corrido mucho durante la noche, como ya he dicho, conocía muy bien aquella comarca, en muchas millas de extensión, por haber paseado parte a pie, parte en barco y en coche. Aquella mujer no tenía hijos, era recién casada; pero parecía que iba a tener pronto uno. ¡Dios quiera que sea para ella una felicidad y un apoyo toda su vida! ¡Dios haga que la ame y respete en la vejez y que sea para ella un ángel aquí y en la otra vida!

—Amén —dijo mi tía.

—Al principio estaba intimidada y amedrentada, y solía sentarse un poco lejos, hilando o haciendo no sé qué otra la­bor, mientras Emily hablaba con los niños. Pero Emily se fijó en ella y fue a hablarle, y como a la joven le gustaban mucho los chiquillos, pronto se hicieron muy amigos; tanto, que cuando Emily pasaba por allí le daba siempre flores. Y esta fue la mujer que le preguntó lo que le sucedía, y, al de­círselo Emily, se la llevó a su casa. Sí, es cierto; se la llevó a su casa —dijo míster Peggotty tapándose la cara.

Desde que Emily se había marchado nada le había con­movido tanto como aquel acto de bondad. Mi tía y yo no quisimos distraerle.

—Era una casa pequeña, como ustedes pueden suponerse —prosiguió—; pero encontró sitio para Emily. Su marido estaba en el mar, y ella guardó el secreto y consiguió que sus vecinos (los pocos que había alrededor) se lo guardaran tam­bién. Emily estaba muy mala, con fiebre; y lo que me pare­ció muy extraño (pueda ser que no lo sea para los entendi­dos) es que se le olvidó por completo la lengua del país y no podía hablar más que en la suya propia, que nadie entendía. Ella se acuerda, como de un sueño, de que estaba echada allí, hablando siempre en su idioma y creyendo siempre que el viejo barco estaba muy cerca, en la bahía, y pedía a imploraba que fueran a decimos que se estaba muriendo y que le mandáramos una misiva de perdón, aunque sólo fuera una palabra. A cada momento se figuraba que el individuo que he nombrado antes estaba debajo de su ventana o que en­traba en su cuarto para raptarla, y rogaba a la buena mujer que no le permitiesen que se la llevara; pero al mismo tiempo sabía que no la comprendían, y tenía miedo. Parecía que le ardía la cabeza y le zumbaban los oídos; no conocía ni el hoy, ni el ayer, ni el mañana, y, sin embargo, todo lo que había pasado en su vida y lo que podría pasar, y todo lo que no había pasado nunca y nunca pasaría, acudía en tropel a su imaginación, y en medio de aquella terrible angustia reía y cantaba. El tiempo que duró no lo sé, pues luego se durmió, y en vez de salir reconfortada de aquel sueño, se despertó débil como un niño chiquito.

Aquí se interrumpió como para descansar de los horrores que describía. Después de un momento de silencio continuó su historia.

—Era un hermoso atardecer cuando se despertó, y tan tranquilo, que el único ruido que se oía era el murmullo de aquel mar azul, sin olas, sobre la playa. Al principio creyó que estaba en su casa, en una mañana de domingo; pero los viñedos que vio por la ventana y las colinas que se veían en el horizonte no eran de su país y la desengañaron. Des­pués entró su amiga y se acercó a la cama, y entonces com­prendió que el viejo barco no estaba allí cerca, en la bahía, sino muy lejos, y se acordó de dónde estaba, y por qué, y prorrumpió en sollozos sobre el pecho de su amiga. Espero que ahora reposará allí su niño, alegrándola con sus lindos ojitos.

No podía hablar de aquella buena amiga de Emily sin llo­rar. Era inútil. De nuevo se puso a llorar y a bendecirla.

—Le hizo mucho bien a mi Emily —dijo con una emo­ción tan grande que yo mismo compartía su pena; en cuanto a mi tía, lloraba de todo corazón—. Eso hizo mucho bien a mi Emily y empezó a mejorar. Pero como la lengua del país se le había olvidado por completo, tenía que entenderse por señas. Y así fue mejorando poco a poco y aprendiendo los nombres de las cosas usuales (nombres que le parecía no ha­ber oído nunca en su vida), hasta que una noche, estando en la ventana, viendo jugar a una niña en la playa, de pronto la chiquilla, extendiendo la mano, le dijo: «¡Hija de pescador, mira una concha! ». Porque sabrán ustedes que la solían lla­mar « señorita» , como era la costumbre del país, hasta que ella les enseñó a que la llamaran « Hija de pescador». Y aquella niña, de repente, le dijo: « ¡Hija de pescador, mira esta concha»; y entonces Emily la entendió y le contestó, anegándose en lágrimas; y desde aquel momento recordó la lengua del país.

—Cuando Emily recobró sus fuerzas —continuó míster Peggotty, después de un intervalo de silencio— decidió de­jar a aquella buena mujer y volver a su país. El marido había vuelto ya, y los dos la embarcaron en un barco de carga de Leghorn para que fuera a Francia. Tenía algún dinero; pero no quisieron aceptar nada por lo que habían hecho. Me ale­gro de ello, a pesar de que eran tan pobres. Lo que hicieron está depositado allí donde los gusanos de la roña no puedan roerlo y donde los ladrones no pueden robarlo, señorito Davy, y ese tesoro vale más que todos los tesoros del mundo. Emily llegó a Francia y se puso a servir en un hotel a las se­ñoras que se detenían en el puerto. Pero allí llegó un día la serpiente. ¡Que no se me acerque nunca, porque no sé lo que haría!.. Tan pronto como se percató (él no la había visto) se volvió a apoderar de ella el miedo y huyó. Vino a Inglaterra y desembarcó en Dover.

» No sé bien cuándo empezó a desfallecer —dijo míster Peggotty—; pero durante el camino pensó volver a casa. Y tan pronto como llegó a Inglaterra se dirigió hacia Yar­mouth; pero luego, temiendo que no la hubiéramos perdo­nado, o que le apuntarían con el dedo; temiendo que alguno de nosotros hubiera muerto ya; temiendo muchas otras co­sas, se volvió a mitad de camino. "Tío, tío —me ha dicho después—, lo que temía más era no sentirme digna de cum­plir lo que mi pobre corazón deseaba ardientemente." Me volvía con el corazón lleno de deseos de arrastrarme hasta la puerta, y besarla en la noche, y apoyar mi cabeza pecadora y que me encontraran a la mañana siguiente muerta en sus pel­daños.

» Y vino a Londres —siguió míster Peggotty, bajando la voz hasta hacerla un murmullo— Ella, que no había visto nunca Londres, vino a Londres, sola, sin dinero, joven... guapa... Había apenas llegado cuando, en su desesperación, creyó que había encontrado una amiga: una mujer decente que vino a ofrecerle trabajo de costura; era en lo que ella ha­bía trabajado antes. Le dio una habitación para pasar la no­che y le prometió enterarse a la mañana siguiente de todo lo que pudiera interesarle. Cuando mi hija querida —dijo con un estremecimiento de pies a cabeza— estaba al borde del abismo, Martha, fiel a su promesa, llegó para salvarla.»

No pude reprimir un grito de alegría.

—Señorito Davy —dijo, apretándome la mano en la suya rugosa—, usted fue el primero que me habló de ella. Gra­cias, señorito. Era formal. La amarga experiencia le enseñó dónde tenía que vigilar y lo que tenía que hacer. Lo cumplió, y que Dios la bendiga. Llegó apresurada y pálida, mientras Emily dormía. Le dijo: « Aléjate de este antro y sígueme». Los que pertenecían a la casa quisieron detenerlas; pero era lo mismo que si hubieran intentado detener el mar. « ¡Ale­jaos de mí —dijo—; soy el fantasma que vengo a arrancarla del sepulcro que tiene abierto a sus pies!». Le dijo a Emily que me había visto y que sabía que la quería y que la había perdonado. La envolvió rápidamente en sus vestidos y la co­gió, desmayada y temblorosa, en sus brazos. No hacía nin­gún caso de lo que le decían, como si no hubiese tenido oí­dos. Pasó por entre ellos, sosteniendo a mi hija y sin pensar más que en ella, y la sacó sana y salva de aquel antro en me­dio de la noche.

»Cuidó a mi Emily —prosiguió míster Peggotty, que ha­bía soltado mi mano y colocado la suya en su pecho opri­mido—, cuidó a mi Emily con afán, y por ella corrió de un lado a otro hasta la tarde siguiente. Luego fue a buscarme, y luego a buscarle a usted, señorito Davy. No dijo a Emily para qué había salido, por temor a que le faltara valor y se escon­diera. No sé cómo esa mujer cruel supo que estaba allí. Quizá el individuo de que tanto he hablado las vio entrar, o quizá (lo que me parece más probable) lo había sabido por aquella mujen Pero ¡qué importa, si he encontrado a mi sobrina!

»Toda la noche —continuó míster Peggotty— hemos es­tado juntos Emily y yo. No me ha dicho gran cosa, a causa de sus lágrimas; apenas si he podido ver la faz querida de la que ha crecido en mi hogar. Pero toda la noche he sentido sus brazos alrededor de mi cuello; su cabeza ha reposado en mi hombro, y ahora sabemos que podemos tener mutua y eterna confianza.»

Cesó de hablar, y apoyó su mano en la mesa, con una energía capaz de dominar leones.

—Para mí fue como un rayo de luz, Trot —dijo mi tía se­cándose los ojos—, cuando pensé ser madrina de tu hermana Betsey Trotwood, la cual luego no me lo agradeció. Pero ahora ya nada me daría tanto gusto como ser la madrina del hijo de esa buena mujer.

Míster Peggotty asintió, comprendiendo los sentimientos de mi tía; pero no se atrevió a pronunciar de nuevo el nom­bre de quien mi tía hacía el elogio.

Nos quedamos todos silenciosos, absortos en nuestras re­flexiones (mi tía secándose los ojos, y tan pronto sollozando convulsivamente como riéndose y llamándose loca), hasta que hablé yo.

—¿Ha tomado usted una decisión para el futuro, amigo mío? —le dije—. Aunque es una tontería preguntárselo.

—Sí, señorito Davy —contestó—, y se la he comunicado a Emily. Hay grandes países lejos de aquí. Nuestra vida fu­tura está más allá del mar.

—Van a emigrar, tía —dije.

—Sí —dijo míster Peggotty, con una sonrisa, llena de es­peranza—. En Austral ¡a nada podrán reprochar a mi querida niña, y allá empezaremos una vida nueva.

Le pregunté si había decidido la fecha de la marcha.

—He ido esta mañana temprano a los Docks —dijo­ para enterarme de la salida de barcos. Dentro de seis sema­nas o dos meses habrá uno; lo he visto esta mañana, he es­tado a bordo y tomaremos pasaje en él.

—¿Solos? —pregunté.

—¡Ah! ¡Ya ve usted, señorito Davy, mi hermana le quiere tanto a usted y a los suyos, que está acostumbrada a pensar únicamente en esta tierra! Por lo tanto, no me parecería bien hacerle ir, además tiene que cuidar de una persona a la que no debemos olvidar.

—¡Pobre Ham! —dije yo.

—Mi hermana, ya ve usted señora, cuida de su casa, y él la quiere mucho. —Míster Peggotty dio esta explicación para que se enterase mejor mi tía—. Le habla y está con ella con toda confianza. Delante de otra persona no sería capaz de despegar los labios. ¡Pobre chico! —dijo míster Peggotty moviendo la cabeza— Le quedaba tan poca cosa, que no es justo quitárselo.

—¿Y mistress Gudmige? —pregunté.

—¡Ah! —dijo míster Peggotty con una mirada perpleja, que se disipaba a medida que iba hablando— Les diré a uste­des. Mistress Gudmige me ha dado mucho que pensar. Ya ven ustedes. Cuando mistress Gudmige se pone a pensar en sus antiguos recuerdos no hay quien pare a su lado, y no resulta una compañía agradable. Entre usted y yo, señorito Davy, y usted, señora, cuando mistress Gudmige se pone mañosa, la persona que no la haya conocido antes puede creer que es muy gruñona. Yo, como la conozco de siempre —dijo míster Peg­gotty— y sé todos sus méritos, por eso la comprendo; pero no le pasa lo mismo a todo el mundo, como es natural.

Mi tía y yo asentimos.

—Puede ser que mi hermana —dijo míster Peggotty—, no estoy seguro, pero puede ser que a veces encuentre a mis­tress Gudmige un tanto molesta; así, pues, no es mi inten­ción que mistress Gudmige viva siempre con ellos, sino en­contrarle un sitio donde se las arregle como pueda. Para cuyo fin —continuó míster Peggotty— tengo intención de dejarle antes de marcharme una pequeña renta que le per­mita vivir a su gusto. Es la más fiel de todas las mujeres. Na­turalmente, no se puede esperar que a su edad, y estando tan sola y triste como lo está la pobre vieja, se embarque para venir a vivir entre bosques y salvajes de un nuevo y lejano país. Así es que eso es lo que pienso hacer con ella.

No se olvidaba de nadie y se acordaba de las necesidades y súplicas de todos, menos de las suyas.

—Emily se quedará conmigo —continuó—. A la pobre infeliz buena falta le hace reposo y descanso hasta que lle­gue el día del viaje. Trabajará en hacerse ropa, que le hace mucha falta, y espero que los disgustos que ha tenido le pa­recerán más lejanos de lo que son en realidad encontrándose al lado de su tío.

Mi tía confirmó aquella esperanza con un movimiento de cabeza, lo que causó gran satisfacción a míster Peggotty.

—Hay todavía una cosa, señorito Davy —dijo, metiendo la mano en el bolsillo de su chaleco y sacando gravemente de él un paquetito de papeles que había visto anteriormente y que desenrolló encima de la mesa—. He aquí estos billetes de banco (50 libras y 10 chelines). A estos quiero añadir el dinero que ella ha gastado. Le he preguntado a cuánto as­cendía (sin decirle el porqué) y lo he sumado. No soy muy experto. ¿Quiere usted tener la bondad de decirme si está bien?

Me alargó humildemente un pedazo de papel, observán­dome mientras examinaba la suma. Estaba muy bien.

—Gracias —dijo al devolvérselo— Este dinero, si no ve usted inconveniente, señorito Davy, lo pondré antes de mar­charme en un sobre a la dirección de él, y todo ello a las se­ñas de su madre. Se lo diré con las mismas palabras que a usted se lo he dicho, y como me habré marchado no podrá devolvérmelo.

Le dije que me parecía que hacía bien obrando de aquel modo, pues estaba plenamente convencido que así sería desde el momento en que a él le parecía justo.

—Le he dicho a usted antes que había una cosa más —pro­siguió con sonrisa grave cuando hubo arreglado y guardado en su bolsillo el paquetito de papeles—; pero hay dos. No estaba muy seguro esta mañana, cuando he salido, si podría ir yo mismo a comunicarle a Ham todo lo sucedido. Así que le he escrito una carta mientras he estado fuera, y la he puesto en el correo, contándole cómo había pasado todo y diciéndole que iría a verle mañana para desahogar mi cora­zón de todas las cosas que no tenía necesidad de reservar, y que además así me despediría ya de Yarmouth.

—¿Y quiere usted que le acompañe? —dije yo, viendo que dejaba algo sin decir.

—¡Si pudiera usted hacerme ese favor, señorito Davy! —contestó— Sé que el verle a usted le sentará muy bien.

Como mi pequeña Dora estaba de buen humor y deseaba que fuera, según me lo dijo al hablar después con ella, me preparé inmediatamente a acompañarle según su deseo. En consecuencia, a la mañana siguiente estábamos en la dili­gencia de Yarmouth y viajando otra vez a través de aquella vieja tierra.

Al cruzar por la noche las conocidas calles (míster Peg­gotty, a pesar de todas mis amonestaciones, se empeñaba en llevar mi maleta) eché una ojeada en la tienda de Omer y Jo­ram, y vi allí a mi viejo amigo Omer fumando su pipa. Me molestaba estar presente en la primera entrevista de míster Peggotty con su hermana y Ham y me disculpé con mister Omer para quedarme rezagado.

—¿Cómo está usted, míster Omer, después de tanto tiempo? —dije al entrar.

Dispersó el humo de su pipa para verme mejor y pronto me reconoció, con sumo gusto.

—Me debía levantar para agradecer el honor de esta vi­sita —dijo—; pero mis miembros están casi imposibilitados y tienen que arrastrarme en mi butaca. Excepto las piernas y la respiración, todo lo demás está de lo mejor; me agrada de­cirlo.

Le di la enhorabuena por su buen aspecto y su buen hu­mor, y me fijé entonces en que su butacón tenía ruedas.

—Es una idea ingeniosa, ¿verdad? —dijo siguiendo la di­rección de mi mirada y frotando la madera con el codo—, Rueda tan ligeramente como si fuera una pluma, y es tan se­gura como una diligencia. Mi pequeña Minnie (mi nieta, ya sabe usted, la hija de Minnie) se apoya contra el respaldo, le da un empujón, y así vamos más contentos y alegres que to­das las cosas. Y además, ¿sabe usted?, es la silla más có­moda para fumar en pipa.

Nunca he visto una persona igual para acomodarse y di­vertirse con cualquier cosa como el viejo de míster Omer. Estaba tan radiante como si su sillón, su asma y sus piernas imposibilitadas fueran las diversas ramas de un gran invento para disfrutar más con su pipa.

—Le aseguro a usted que veo más gente, desde que estoy en esta silla, —dijo mister Omer— que la que veía antes. Se sorprendería usted de la cantidad de personas que vienen aquí a echar una parrafada. De verdad se asombraría. Y desde que ocupo esta silla encuentro que los periódicos traen diez veces más noticias que las que traían antes. En cuanto a la lectura en general, ¡no sabe usted todo lo que leo! Eso es lo que me conforta, ¿sabe usted? Si hubieran sido mis ojos, ¿qué hubiese hecho?... O si llegan a ser mis oídos, ¿qué ha­bría sido de mí? Pero siendo las piernas, ¡qué importa! No servían nada más que para agitar mi respiración cuando las usaba. Y ahora, cuando quiero salir a la cane o quiero it a la playa, no tengo más que llamar a Dick, el aprendiz más jo­ven de casa de Joram, y voy en mi carruaje propio como un lord mayor de Londres.

Casi se ahogaba de risa.

—¡Dios mío! —dijo mister Omer volviendo a coger su pipa—. Hay que tomar las cosas como vienen; eso es lo que tenemos que hacer en esta vida. Joram está haciendo buenos negocios. ¡Excelentes negocios!

—Me alegra saberlo —dije.

—Estaba seguro —dijo Omer—, y Joram y Minnie si­guen como dos tórtolos. ¡Qué más puede desear un hombre! Y ante todo esto ¡qué importan las piernas!

El profundo desprecio que le inspiraban sus piernas era una de las cosas más graciosas que vi jamás.

—Y mientras a mí me ha dado por leer, a usted le ha dado por escribir, ¿eh? —dijo mister Omer examinándome con admiración—. ¡Qué hermosa obra ha escrito usted! ¡Qué ex­presión hay en ella! ¡La he leído toda, sin saltarme ni una palabra! Y en cuanto a quedarme dormido, ¡nada de eso!

Expresé mi satisfacción riéndome; pero tengo que confe­sar que aquella asociación de ideas me pareció muy signifi­cativa.

—Le doy a usted mi palabra de honor —dijo mister Omer— de que cuando dejo el libro sobre la mesa y miro por fuera los tres tomos, uno, dos, tres, me siento muy orgu­lloso de pensar que tuve el honor de conocer íntimamente a su familia. Y, querido mío, ya hace tiempo de esto, ¿verdad? Allí, en Bloonderstone, donde hacíamos juntos tan bonitas excursiones. ¡Lo que son las cosas!

Cambié de asunto hablando de Emily. Después de asegu­rarle que no olvidaba cómo se había interesado siempre por ella, y con cuánta bondad la había tratado, le conté de una manera general cómo la habían vuelto a encontrar, con la ayuda de Martha, lo cual sabía que agradaría al viejo. Me es­cuchó con gran atención y dijo con sentimiento cuando hube terminado:

—Me alegro mucho. Es la mejor noticia que me han dado desde hace tiempo. ¡Ay Dios mío, Dios mío! ¿Y qué va a ser de esa buena de Martha?

—Toca usted un punto en el cual he estado pensando desde ayer —dije—, pero sobre el que no puedo darle toda­vía ninguna información, míster Omer. Míster Peggotty no ha hecho ninguna alusión, y me parece más delicado no pre­guntárselo. Estoy seguro de que no se le ha olvidado. No se le olvida nada que sea desinteresado y bueno.

—Porque, ¿sabe usted? —dijo míster Omer siguiendo el párrafo que había interrumpido—, me gustaría tomar parte en lo que se hiciera. Apúnteme para cualquier cosa que con­sidere usted justa y avísemelo. Nunca se me ha ocurrido pen­sar que la chica fuera mala, y me alegro de ver que no me he equivocado. También se alegrará mi hija Minnie. Las muje­res jóvenes son a veces criaturas contradictorias en muchos casos (su madre era igual); pero sus corazones son buenos y tiernos. Eso se nota en Minnie cuando habla de Martha. ¿Por qué se comporta de esa manera al hablar de Martha? No pre­tendo demostrárselo; pero no es todo apariencia; al contrario, haría cualquier cosa en privado por serle útil. Así que no deje de escribirme para lo que usted crea justo; me hará usted ese favor, y envíeme una líneas para que sepa dónde debo dirigir mi dádiva. ¡Dios mío! —dijo Omer—. Cuando un hombre llega a esta edad en que los dos extremos de la vida se tocan; cuando se ve uno obligado, por muy robusto que haya sido, de hacerse transportar por una segunda mano en una especie de carrito, se considera uno dichoso, pudiendo ser útil a cual­quiera. ¡Se tiene tanta necesidad de los demás! Y no hablo de mí mismo —dijo míster Omer—, porque pienso que todos bajamos la cuesta, sea cualquiera la edad que tengamos; el tiempo no se queda nunca impasible. Así que hagamos el bien y alegrémonos de ello. Esta es mi opinion.

Sacudió la ceniza de su pipa en un recipiente dispuesto en el respaldo de su sillón.

—Ahí está el primo de Emily, el que debía haberse ca­sado con ella —dijo míster Omer frotándose débilmente las manos—, el mejor chico de Yarmouth. Vendrá esta noche a charlar conmigo o a leerme durante una o dos horas. A eso llamo yo bondad, y toda su vida no es más que bondad.

—Voy a verle ahora —dije.

—¿Va usted? —dijo míster Omer—. Dígale que me en­cuentro bien y que le mando mis recuerdos. Minnie y Joram están en un baile. Estarían tan orgullosos como yo de verle a usted si estuvieran en casa. Minnie no sale casi nada, ya ve us­ted, a causa de su padre, como ella dice. Así es que juré hoy que si no se iba me acostaría a las seis. Por lo cual —dijo mís­ter Omer, agitándose en su sillón a fuerza de reír por el éxito de su estratagema— ella y Joram están en el baile.

Le estreché la mano y le deseé las buenas noches.

—Un minuto —dijo míster Omer—. Si se marchara usted sin ver a mi pequeño elefante se perdería usted uno de los mejores espectáculos. ¡Nunca habrá visto nada parecido! ¡Minnie!

Una vocecita musical contestó desde arriba: «Voy, abuelo»; y una monísima chiquilla, con larga, sedosa y ri­zada cabellera, entró corriendo en la tienda.

—Este es mi elefantito —dijo míster Omer acariciando a la niña—. Pura raza siamesa, caballero. ¡Vamos elefantito!

El elefantito dejó la puerta del gabinete abierta, de ma­nera que pude ver que en aquellos últimos tiempos lo habían convertido en el dormitorio de míster Omer, pues ya no le podían subir con facilidad; después apoyó su linda frente y dejó caer sus hennosos rizos contra el respaldo del sillón de míster Omer.

—El elefante embiste cuando se dirige hacia un objeto —dijo míster Omer guiñándome un ojo—. ¡A la una, ele­fante, a las dos y a las tres!..

A esta señal, el pequeño elefante, con una agilidad que era maravillosa en un animal tan pequeño, dio la vuelta entera al sillón de míster Omer, lo empujó y lo metió dentro del gabi­nete, sin tocar la puerta. Míster Omer, indescriptiblemente regocijado por esta maniobra, me miraba, al pasar, como si fuera una salida triunfante de los esfuerzos de su vida.

Después de haber dado una vuelta por la ciudad fui a casa de Ham. Peggotty se había trasladado allí para estar mejor y había alquilado la suya al sucesor en los negocios de Barkis, que le había pagado muy bien el traspaso, quedándose con el carro y el caballo. Me parece que era el mismo caballo lento que Barkis solía conducir.

Los encontré en una cocina muy limpia, acompañados de mistress Gudmige, a quien había sacado del viejo barco el mismo míster Peggotty. Dudo que cualquier otro hubiera po­dido inducirla a abandonar su puesto. Indudablemente les había contado ya todo. Peggotty y mistress Gudmige se se­caban los ojos con el delantal, y Ham acababa de salir para dar una vuelta por la playa. Volvió enseguida y pareció muy contento de verme. Creo que todos estaban más a gusto de verme a mí allí. Hablamos con una fingida alegría de lo rico que míster Peggotty se iba a hacer en el nuevo país y de las maravillas que nos describiría en sus cartas. No menciona­mos a Emily; pero más de una vez hicimos alusión a ella. Ham era el más sereno de toda la reunión.

Pero Peggotty me dijo, cuando me fue alumbrando hasta un cuartito donde el libro de los cocodrilos me aguardaba encima de una mesa, que Ham era siempre el mismo. Ella creía (me lo dijo llorando) que estaba desconsoladísimo, aunque estaba tan lleno de ánimo como de dulzura y hacía un trabajo más duro y mejor que todos los constructores de barcos en una yarda a la redonda. A veces, me dijo, había tardes en que hablaban de Emily; pero siempre la mencio­naba como niña, nunca como mujer.

Me pareció leer en la cara del joven que quería hablarme a solas, y decidió encontrarme en su camino a la tarde si­guiente cuando volviera del trabajo. Habiendo resuelto esto, me quedé dormido. Aquella noche, por primera vez desde hacía mucho tiempo, apagaron la luz que iluminaba la ven­tana; míster Peggotty se balanceó en su vieja hamaca, y el viento gemía como otras veces alrededor de su cabeza.

Todo el día siguiente estuvo ocupado en arreglar su bote de pesca y las redes, en empaquetar y mandar a Londres to­dos los pequeños efectos domésticos que creía necesarios y en deshacerse de lo demás o regalárselo a mistress Gudmige. Esta estuvo con él todo el día. Como tenía un triste deseo de volver a ver el antiguo lugar antes de que lo cerraran, les propuse ir allí por la tarde; pero lo arreglé de modo para po­der estar antes con Ham.

Era fácil encontrarlo, pues sabía dónde trabajaba; me lo encontré en un sitio solitario del arena, que yo sabía que te­nía que atravesar, y volví con él para que tuviera ocasión de hablarme si realmente quería hacerlo. No me engañó la ex­presión de su cara. No habíamos andado apenas cuando dijo sin mirarme:

—Señorito Davy, ¿la ha visto usted?

—Sólo un momento, mientras estaba desvanecida —le respondí suavemente.

Anduvimos un poco más y dijo:

—Señorito Davy, ¿cree usted que la volverá a ver?

—Quizá sea demasiado doloroso para ella —dije.

—Ya lo había pensado —añadió—; es probable, sí, señor; es probable.

—Pero, Ham —le dije dulcemente—, si hay algo que yo pueda escribirle de tu parte, en el caso de que no se lo pueda decir; si hay algo que quieras hacerle saber, lo consideraré como un deber sagrado.

—Lo sé, y se lo agradezco muchísimo. En efecto, hay algo que yo quisiera que le dijeran o le escribieran.

—¿Qué es?

Anduvimos un rato en silencio y continuó:

—No se trata de decirle que la perdono; de eso no hay por qué hablar. Lo que quiero es pedirle que me perdone a mí por haberle impuesto mi cariño. Muchas veces pienso que si no me hubiera prometido su mano hubiese tenido la bastante confianza, por amistad, para contarme lo que luchaba inte­riormente, y me habría consultado, y quizá hubiese podido salvarla.

Le estreché la mano.

—¿Es eso todo?

—Aún hay algo —añadió—, si es que puedo decirlo.

Seguimos andando un poco antes de que volviera a ha­blar.

No es que llorase durante las pausas, que expresaré por puntos. Solamente se concentraba en sí mismo para hablar con mayor sencillez.

—La amaba (y amo su memoria) muy profundamente para hacerle creer que soy dichoso... Yo no podría ser di­choso más que olvidándola, y no creo que pueda soportar que le dijeran semejante cosa. Pero si usted que es tan dis­creto, señorito Davy, pudiera pensar algo para hacerla creer que no estoy enfadado... que la sigo queriendo... y que la compadezco...; algo para hacerla creer que no estoy hastiado de mi vida... y que, por el contrario, espero verla un día, sin reproches, allí donde los malos dejan descansar a los buenos y se encuentra el reposo... Algo que pudiera tranquilizar su pena sin hacerla creer que yo pueda llegar nunca a casarme, ni que otra pueda ocupar jamás el lugar que ella ocupaba... Yo le pediría... le dijese que no dejo de rogar por ella, que tan querida me era...

Estreché de nuevo su mano de hombre y le dije que me encargaba de hacer lo mejor posible o que él quería.

—Muchas gracias, señorito —respondió—. Ha sido muy amable por su parte al venir a buscarme, como también al acompañar a mi tío hasta aquí. Señorito Davy, sé muy bien que no le volveré a ver, aunque mi tía quiere it a Londres, antes de que partan, para despedirlos. Estoy seguro; no lo decimos, pero así sera, y más vale que así sea. Cuando la vea por última vez (la última), ¿querrá darle las gracias del huérfano para el que fue más que un padre?

También le prometí cumplir esto fielmente.

—Muchas gracias una vez más —dijo, dándome cordial­mente la mano—; ya sé dónde va usted. ¡Adiós!

Agitando las manos, como para explicarme que no podía entrar en aquel sitio, dio media vuelta.

Al seguirle con la vista, cruzando aquel desierto a la luz de la luna, le vi volver la cara hacia una faja de luz plateada, que brillaba en el mar, y pasar mirándola hasta que no fue más que una sombra en la distancia.

La puerta de la casa—barco estaba abierta cuando me acer­qué, y al entrar la encontré vacía de mobiliario, salvo un viejo cofre sobre el que estaba sentada mistress Gudmige, con una cesta en las rodillas y mirando a míster Peggotty. Este apoyaba un codo en la chimenea, mirando algunas brasas mortecinas; pero levantó la cabeza al entrar yo y habló de un modo jovial.

—¡Ah! ¿Viene usted a despedimos, como prometió? —dijo levantando la vela—. Está esto muy desnudo, ¿verdad?

—Efectivamente, han aprovechado ustedes el tiempo —res­pondí.

—Sí; no hemos estado ociosos. Mistress Gudmige ha tra­bajado como un... no sé como quién ha trabajado mistress Gudmige —dijo míster Peggotty mirándola, sin haber po­dido encontrar un símil satisfactorio.

Mistress Gudmige, inclinada sobre su cesta, no hizo nin­guna observación.

—Ahí tiene usted el mismo cofre sobre el que se sentaba usted al lado de Emily —dijo míster Peggotty en un murmullo—. Lo voy a llevar conmigo a última hora; y ahí está su cuartito, señorito Davy, tan vacío que no puede estar más.

El viento, aunque flojo, sonaba solemnemente, rodeando la casa desierta de un murmullo de tristeza.

Todo había desaparecido, incluso el espejito con marco de conchas. Me acordé de cuando me acosté allí mientras se hizo el primer cambio grande en mi casa. Pensé en la cria­tura de ojos azules que me había encantado. Pensé en Steer­forth, y una loca y deliciosa ilusión me hizo creer que estaba allí mismo y que se le podría encontrar en cuanto quisiera,

—Pasará tiempo —dijo míster Peggotty en voz baja ­hasta que el barco tenga nuevos inquilinos. Lo miran como cosa maldita.

—¿Pertenece a alguien de la vecindad? —pregunté.

—A un constructor de mástiles del pueblo —dijo míster Peggotty—. Voy a darle la llave esta noche.

Miramos en el otro cuartito y volvimos al lado de mis­tress Gudmige, que continuaba sentada en el cofre. Míster Peggotty puso la luz en la chimenea y le rogó que se levan­tara para sacar el cofre antes de que se apagara la vela.

—Daniel —dijo de repente mistress Gudmige, dejando el cesto y colgándose de su brazo—, mi querido Daniel, las pala­bras de despedida que se me ocurren es que no quiero sepa­rarme de vosotros. No me dejéis aquí. ¡Por Dios, no me dejéis!

Míster Peggotty, asustado, miraba a mistress Gudmige, y luego a mí, y después de mí a mistress Gudmige, como si despertase de un sueño.

—No me dejéis, querido Daniel, no me dejéis —repetía mistress Gudmige con fervor—. Llévame contigo, Daniel, llé­vame con Emily. Seré vuestra criada fiel y leal. Si hay esclavos en la tierra donde vais, seré yo una de vuestras esclavas, y muy dichosa de serlo; pero no me dejéis, Daniel, por favor.

—Amiga mía —dijo míster Peggotty moviendo la ca­beza—, no sabe usted lo largo que es el viaje y lo penosa que será allí la vida.

—Sí, ya lo sé, Daniel, me lo figuro —gritaba mistress Gudmige—; pero mis últimas palabras bajo este techo son que me volveré a esta casa y aquí me moriré si no me lleváis con vosotros. Sé labrar, Daniel, puedo trabajar; puedo vivir una vida penosa, y puedo ser cariñosa y paciente más de lo que te figuras, Daniel. Si quisieras probar. No tocaré tu renta aunque me esté muriendo de necesidad, Daniel Peggotty; pero iré contigo y con Emily aunque me llevéis al fin del mundo. Sé muy bien lo que es. Sé que pensáis que soy taci­tuma y gruñona; pero, querido mío, ya no soy como antes. No en balde he estado aquí pensando y meditando en vues­tras desgracias. Señorito Davy, ¡háblele usted por mí! Co­nozco sus costumbres y las de Emily, y sé sus penas, y podré consolarlos algunas veces y trabajar siempre por ellos. Da­niel, querido Daniel, ¡déjame it contigo!

Y mistress Gudmige cogía su mano y la besaba con una familiaridad cariñosa y afectuosa, en un arrebato de devo­ción y gratitud que bien se lo merecía.

Sacamos el cofre, apagamos la vela, cerrarnos por fuera la puerta y abandonamos el barco, que quedó como un espec­tro negro en la noche tormentosa. Al día siguiente, cuando volvíamos a Londres en la baca de la diligencia, mistress Gudmige y su cesta estaban instaladas en el asiento trasero, y mistress Gudmige se sentía tan dichosa...

CAPÍTULO XII. ASISTO A UNA EXPLOSION

Cuando llegó la víspera del día para el cual míster Mi­cawber nos había dado una cita tan misteriosa, consultamos mi tía y yo la manera de proceder, pues mi tía no tenía ganas de separarse de Dora. ¡Oh con qué facilidad transportaba ya a Dora en mis brazos de un lado a otro!

A pesar del deseo expresado por míster Micawber, está­bamos decididos a que mi tía se quedara en casa y que le representara míster Dick. En una palabra, lo teníamos ya decidido así, cuando Dora nos lo trastornó de nuevo, de­clarando que nunca se perdonaría a sí misma ni a la mala persona de su marido, si mi tía, bajo cualquier pretexto, se quedaba allí.

—No le dirigiré la palabra —dijo Dora a mi tía sacu­diendo los rizos—. Estaré insoportable. Haré que Jip le esté ladrando todo el día. Si no va usted, me convenceré de que es una vieja gruñona.

—¡Bah, bah, Capullito! —dijo mi tía riéndose—. ¡Ya sa­bes que no puedes hacer nada sin mí!..

—Sí que puedo —contestó Dora—. Y no me hace usted ninguna falta. Durante todo el día no sube ni baja una vez por verme. Nunca se sienta a mi lado, ni me cuenta cuentos de Doady, de cómo tenía los zapatos rotos y cómo estaba cu­bierto de polvo el pobrecito. Nunca hace usted nada por darme gusto, ¿verdad?

Dora se apresuró a besar a mi tía, y dijo:

—Sí, sí que lo hace; lo digo en broma. (Por temor de que mi tía tomara la cosa en serio.)

—Pero, tía —continuó Dora en tono mimoso—, escú­cheme usted bien. Tiene usted que ir; le atormentaré hasta que haga lo que yo quiero, y le haré pasar muy malos ratos a ese chico si no la convence. Me pondré insoportable, y Jip lo mismo. Y si no se va, no la dejaré un momento tranquila, para que le pese el no haberse marchado. Además —dijo Dora echándose el pelo hacia atrás y mirándonos con inquie­tud—, ¿por qué no han de ir ustedes? ¿Es que estoy muy en­ferma? ¿Verdad?

—¡ Vaya una pregunta! —exclamó mi tía.

—¡Qué idea! —dije yo.

—Sí; ya sé que soy una tontuela —dijo Dora mirándonos fijamente a uno y a otro y ofreciéndonos sus labios para que la besáramos, mientras se tendía en la cama—. Bueno; si es así, tenéis que marcharos los dos, y si no, no les creeré, y eso me hará llorar.

Vi en la expresión de mi tía que empezaba a ceder, y Dora también lo vio y se puso muy contenta.

—Volverán con tantas cosas que contarme, que me hará falta lo menos una semana para comprenderlas —dijo Dora—. Porque ya sé que no lo entenderé en mucho tiempo si hay negocios en ello. Y seguramente habrá algún negocio. Y si además hay algo que sumar, no sé cómo me las voy a arreglar; y este malo estará todo el tiempo fastidiando. Así, pues, se marcharán ustedes, ¿verdad? No estarán fuera más que una noche, y entre tanto Jip me cuidará. Doady me su­birá antes de que se marchen, y no bajaré hasta que vuelvan. Llevarán a Agnes una carta mía llena de reproches porque no viene a vernos.

Sin más comentarios decidimos que nos marcharíamos los dos y que Dora era una impostora infantil que fingía es­tar muy mala para que la mimasen. Estaba muy contenta, y mi tía, míster Dick, Traddles y yo nos fuimos aquella noche a Canterbury, en la diligencia de Dover.

En el hotel en que míster Micawber nos rogó que le es­perásemos, y al que llegamos a media noche, después de algunas molestias; encontré una carta suya diciéndome que aparecería a la mañana siguiente, a las nueve y media en punto. Después de eso fuimos todos, tiritando, a esa hora intempestiva, a acostarnos en nuestras respectivas camas, pasando a través de estrechos pasillos que olían como si du­rante años enteros hubieran estado metidos en una disolu­ción de sopa y estiércol.

A la mañana siguiente, muy temprano, vagaba yo por aquellas viejas calles tranquilas, confundido otra vez con las sombras de los claustros venerables y de las iglesias. Los cuervos seguían planeando sobre las torres de la catedral, y las torres mismas, que dominaban toda la rica región de los contornos, con sus graciosos arroyos, parecían hendir el aire matinal como si nada hubiera cambiado en la tierra. Sin em­bargo, las campanas al sonar me decían tristemente el cam­bio de todas las cows de este mundo, y me recordaban su propia vejez y la juventud de mi querida Dora; me contaban la vida de todos los que habían pasado cerca de ellas, que ja­más envejecieron, que vivieron, amaron, murieron mientras que el sonido plañidero resonaba en la armadura enmohe­cida del Príncipe Negro, para perderse después en el espa­cio, como un círculo que se forma y desaparece en la super­ficie de las aguas.

Miré la vieja casa desde la esquina de la calle sin atre­verme a acercarme, por no perjudicar involuntariamente, si acaso era observado, el motivo por el que había venido. El sol de la mañana doraba con sus rayos el tejado y las venta­nas, y sus resplandores conmovían mi corazón.

Me paseé por los contornos durante una hora o dos, y re­gresé por la calle principal, que en el intervalo había sacu­dido su último sueño. Entre los que abrían las tiendas vi a mi antiguo enemigo, el carnicero, que ahora parecía un perso­naje importante, meciendo a un niño.

Al sentarnos a desayunar estábamos todos muy inquietos e impacientes. A medida que se acercaban las nueve y me­dia, nuestra agitación esperando a míster Micawber iba cre­ciendo. Al fin, sin hacer caso del desayuno, el cual, excepto para míster Dick, había sido desde el primer momento una pura fórmula, mi tía empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación. Traddles se sentó en un sofá, haciendo como que leía el periódico, pero con los ojos fijos en el techo; y yo miraba por la ventana para avisar la llegada de míster Mi­cawber. No tuve que esperar mucho, pues a la primera cam­panada de la media apareció en la calle.

—¡Aquí está! —dije— ¡Y no trae su traje negro!

Mi tía se ató las cintas de su cofia (había bajado a desayu­nar con ella) y se puso su chal, como preparándose para cual­quier asunto que requiriese toda su energía. Traddles se abro­chó con resolución la chaqueta. Míster Dick, aturdido con aquellos formidables preparativos, pero juzgando necesario imitarlos, se encasquetó el sombrero hasta las orejas, con las dos manos, con toda la energía que pudo, a instantáneamente se lo volvió a quitar para saludar a míster Micawber.

—Señores y señora —dijo míster Micawber—, ¡buenos días! Mi querido señor —dijo a míster Dick, que le estre­chaba la mano violentamente—, es usted extraordinariamente amable.

—¿,Ha desayunado usted? —dijo míster Dick—. Tome usted algo.

—Por nada del mundo, amigo mío —exclamó míster Mi­cawber impidiéndole que tocara el timbre—; el apetito y yo, míster Dixon, hace tiempo que somos extraños el uno al otro.

Míster Dixon estaba tan contento con su nuevo nombre, y le parecía tan amable que míster Micawber se lo hubiera dado, que volvió a estrecharle la mano y a reírse como un chiquillo.

—Dick —dijo mi tía—, ten cuidado.

Dick se recobró enrojeciendo.

—Ahora, caballero —dijo mi tía a míster Micawber, mientras se ponía los guantes—, estamos dispuestos para ir al Vesubio o a cualquier otro sitio en cuanto usted guste.

—Señora —contestó míster Micawber—, creo que efecti­vamente asistirá usted pronto a una explosión. Míster Tradd­les, creo que tengo su permiso para mencionar aquí que us­ted y yo hemos tenido algunas confidencias.

—Es indudablemente un hecho, Copperfield —dijo Traddles, al cual yo miraba sorprendido— Míster Micaw­ber me ha consultado sobre lo que pensaba hacer, y yo le he dado mi opinión lo mejor que he podido.

—A menos de equivocarme, míster Traddles —siguió di­ciendo míster Micawber—, lo que tengo intención de descu­brir es muy importante.

—Extremadamente —dijo Traddles.

—Quizá en esas circunstancias, señora y señores —dijo míster Micawber—, me harán ustedes el favor de someterse por un momento a la dirección de un hombre que, aunque indigno de considerarse de otra manera que como una frágil barca naufragada sobre la playa de la vida humana, es toda­vía un hombre como ustedes, aunque aplastado por errores individuales y por una total combinación de circunstancias que le han obligado a cambiar su forma primitiva.

—Tenemos plena confianza en usted, míster Micawber —dije yo—, y haremos lo que usted quiera.

—Míster Copperfield —contestó míster Micawber—, no está, por ahora, mal colocada su confianza. Les ruego me permitan adelantarme cinco minutos, y luego recibiré a to­dos los presentes, que deben preguntar por miss Wickfield, en la oficina de Wickfield—Heep, de la cual soy empleado.

Mi tía y yo miramos a Traddles, que hacía una señal de asentimiento.

—No tengo nada más que decir por ahora —añadió mís­ter Micawber.

Y, con gran sorpresa mía, nos saludó a todos ceremonio­samente y desapareció. Sus modales eran muy extraños y su cara estaba extraordinariamente pálida. Traddles fue el único que sonrió, moviendo la cabeza, con su pelo más tieso que nunca, al mirarle yo pidiéndole una explicación; como úl­timo recurso saqué mi reloj y estuve contando cinco minu­tos. Mi tía, con su reloj en mano, hizo lo propio. Cuando transcurrió el tiempo fijado, Traddles le dio el brazo, y nos dirigimos todos juntos a la vieja mansión, sin decir una sola palabra por el camino.

Encontramos a míster Micawber en el pupitre de su des­pacho, en la planta baja de la torre, escribiendo, o haciendo como que escribía, con la mayor actividad. La larga regla de oficinista atravesaba su chaleco, y no muy bien disimulada, pues un palmo o más del instrumento se dejaba ver como una nueva especie de chorrera.

Como me pareció que yo era el que debía hablar, dije en voz alta:

—¿Cómo está usted, míster Micawber?

—Míster Copperfield —dijo míster Micawber grave­mente—, ¿supongo que se encuentra usted bien?

—¿Está miss Wickfield en casa? —dije yo.

—Míster Wickfield está en la cama, algo indispuesto, con una fiebre reumática —contestó él—; pero estoy seguro de que miss Wickfield se alegrará mucho de ver a sus antiguos amigos. ¿Quieren ustedes pasar, señores?

Nos precedió al comedor (la primera habitación que había pisado cuando entré por primera vez en aquella casa), y em­pujando la puerta de lo que antes era el despacho de míster Wickfield, dijo con voz sonora:

—¡Miss Trotwood, míster David Copperfield, míster Thomas Traddles y míster Dixon!

No había visto a Uriah Heep desde el día en que le pegué. Evidentemente nuestra visita le chocaba casi tanto como nos extrañaba a nosotros mismos. No frunció el entrecejo, por­que no tenía cejas; pero nos miró con tal ceño, que parecía que tenía los ojos cerrados, mientras la precipitación con que llevaba su mano cartilaginosa a la barbilla mostraba miedo y sorpresa. Esto fue cosa de un segundo, en el mo­mento de entrar en su cuarto, cuando le vislumbré por en­cima del hombro de mi tía. Inmediatamente después se puso tan humilde y servil como siempre.

—¡Realmente —dijo— es un placer inesperado, una suerte, tener tantos amigos a un tiempo alrededor de uno!.. Míster Copperfield, espero que esté usted bien... Y, si humil­demente puedo expresarme así, ¿seguirá siendo tan amable con sus amigos? mistress Copperfield, espero que siga mejorando... Le aseguro que hemos estado muy inquietos por las malas noticias que hemos tenido de su salud.

Me sentía avergonzado dejándole estrechar mi mano; pero no sabía qué hacer.

—Las cosas han variado mucho, miss Trotwood, desde que yo no era más que un humilde empleado y cuidaba de su poney, ¿no le parece? —dijo Uriah con su sonrisa enfer­miza—. Pero yo no he cambiado, miss Trotwood.

—A decir verdad, caballero —contestó mi tía—, y si puede ser una satisfacción para usted, encuentro que ha cumplido usted todo lo que prometía en su juventud.

—Gracias por su buena opinión, miss Trotwood —dijo Uriah con sus artificiosas y burdas maneras de costumbre—. Micawber, avise usted a miss Agnes y a mi madre. Mi madre estará encantada de verlos a todos ustedes —dijo Uriah ofre­ciéndonos sillas.

—¿No está usted ocupado, míster Heep? —dijo Traddles, cuyos ojos encontraron su mirada astuta, que nos exami­naba.

—No, míster Traddles —replicó Uriah volviendo a ocu­par su asiento oficial, apretando la una contra la otra sus huesudas manos entre sus huesudas rodillas—. No tanto corno yo quisiera, pues jueces tiburones y sanguijuelas no se conforman fácilmente, ¿sabe usted? Esto no quiere decir que míster Micawber y yo no tengamos que hacer suficiente, pues míster Wickfield apenas si puede ocuparse ya de nin­gún trabajo. Pero es para nosotros un gusto, así como un de­ber, el trabajar para él. ¿No ha tratado usted a míster Wick­field, creo, míster Traddles? Me parece que yo mismo sólo he tenido el honor de verle a usted una vez.

—No; no he tratado íntimamente a míster Wickfield—con­testó Traddles—; de ser así quizá hubiese tenido ocasión de visitarle a usted hace ya tiempo, míster Heep.

Había algo en el tono de esta contestación que hizo a Uriah mirar al que hablaba con una expresión siniestra y suspicaz; pero viendo la cara bonachona de Traddles, sus mo­dales sencillos, y sus cabellos erizados, siguió hablando con una sacudida en todo su cuerpo, pero especialmente en su garganta.

—Lo siento mucho, míster Traddles. Le hubiese usted ad­mirado tanto como le admiramos todos; sus pequeños defec­tos habrían servido para que le apreciara más. Pero si quiere usted oír el elogio de mi asociado, diríjase a Copperfield. Está muy enterado de todo lo concerniente a esta familia, si es que todavía no le ha oído nunca.

No tuve tiempo de declinar el elogio (aun cuando hu­biera estado dispuesto a hacerlo) porque Agnes entraba en aquel momento, escudada por míster Micawber. Me pare­ció que no estaba tan tranquila como de costumbre; era evi­dente que había pasado mucha ansiedad y fatiga; pero esto hacía resaltar más su serena belleza y su brillante amabi­lidad.

Vi que Uriah la observaba mientras nos saludaba, y me pareció un espíritu maligno acechando a un hada buena. En­tre tanto, míster Micawber hizo una seña discreta a Traddles, al cual no le observaba nadie más que yo, y salió.

—No tiene usted necesidad de esperar —dijo Uriah.

Míster Micawber, con la mano puesta sobre la regla, se­guía de pie delante de la puerta, contemplando a uno de los que estábamos allí; y ese individuo era, sin duda alguna, su patrón.

—¿Qué aguarda usted? —dijo Uriah—. Micawber, ¿no me ha oído usted decirle que se marche?

—Sí —dijo míster Micawber sin moverse.

—Entonces, ¿por qué espera usted? —dijo Uriah.

—Porque... me da la gana —contestó en un estallido mís­ter Micawber.

Las mejillas de Uriah perdieron el color, sólo sus párpa­dos estaban enrojecidos. Miró atentamente a míster Micaw­ber, con la respiración entrecortada.

—No es usted más que un hombre intratable, como todo el mundo sabe —dijo con una sonrisa forzada—, y me temo que me obligue a que le despache. Salga usted. Luego habla­remos.

—Si hay en el mundo algún bribón —dijo míster Micaw­ber estallando con la mayor vehemencia— con el cual he hablado ya demasiado, ese bribón es... Heep...

Uriah se echó hacia atrás como si le hubieran dado un golpe. Mirándonos lentamente, con la expresión más som­bría y malvada que su cara podía expresar, dijo en voz baja:

—¡Oh! ¡Esto es una conspiración! Se han citado ustedes aquí. Se entienden ustedes con mi empleado, ¿no es cierto, Copperfield? Pero tengan ustedes cuidado, porque no les ha de salir bien. Ya nos conocemos ustedes y yo. No existe ca­riño entre nosotros. Desde que vino usted aquí no ha sido más que un intrigante, y ahora envidia usted mi posición; pero les advierto que no conspiren contra mí, porque yo sa­bré defenderme. Micawber, salga usted. Le hablaré en se­guida.

—Míster Micawber —dije yo—, se ha efectuado un cam­bio rápido en este individuo en algunos aspectos; entre otros el muy extraordinario de decir la verdad sobre un punto, lo cual me demuestra que se halla rodeado de enemigos. ¡Trá­tele como se merece!

—Son ustedes gente muy amable —dijo Uriah, siempre en el mismo tono, secándose con su mano flaca y larga unas gotas de sudor que resbalaban por su frente— que viene a comprar a un empleado, la verdadera escoria de la sociedad (como usted mismo lo era, Copperfield, antes de que nadie tuviera compasión de usted) y a pagarle para que me calum­nie. Miss Trotwood, mejor haría usted interrumpiendo esto antes de que haga yo detener a su marido, que sería en me­nos tiempo del que usted desea. ¡Para algo me he enterado de su historia privada, mi buena señora! Y usted, miss Wick­field, si tiene algún cariño a su padre, mejor haría no uniéndose con esta gentuza, si no quiere usted que lo arruine. Y ahora venga. Le tengo a usted bajo mis garras, Micawber; piénselo usted bien antes de obrar, si no quiere que le aplaste. Le recomiendo que se aleje mientras pueda. Pero, ¿dónde está mi madre? —dijo de repente, notando con alarma la ausencia de Traddles y tirando con fuerza de la campanilla—. ¡Bonito modo de comportarse en casa ex­traña!

—Míster Heep, está aquí —dijo Traddles volviendo con la digna madre de tan digno hijo— Me he tomado la liber­tad de presentarme a ella yo mismo.

—¿Y quién es usted para presentarse? —preguntó Uriah—. ¿Qué es lo que quiere usted aquí?

—Soy el agente y amigo de míster Wickfield, caballero —dijo Traddles con tono tranquilo, como de hombre de ne­gocios—, y tengo en mi bolsillo plenos poderes para actuar como procurador en su nombre en cualquier circunstancia.

—Ese viejo asno habrá bebido hasta perder el sentido —dijo Uriah, que cada vez iba poniéndose más feo—, y le habrán sonsacado ese acta por medios fraudulentos.

—Ya sabemos que le han sonsacado bastantes cosas por medios fraudulentos —contestó Traddles tranquilamente—. Y usted también lo sabe, míster Heep. Pero si usted quiere vamos a dejar este asunto para que lo trate míster Micawber.

—¡Ury! —empezó mistress Heep con inquietud.

—Detén tu lengua, madre; contestó él: «cuanto menos se habla, menos se yerra».

—¡Pero Ury!

—¿Quieres callarte, madre? ¡Déjame hablar!

A pesar de que sabía desde hace mucho que su servilismo era falso y que todo en él era mentira y simulación, no tenía ni idea de su hipocresía hasta que vi cómo se quitaba la ca­reta. La rapidez con que se desprendió de ella cuando vio que era inútil; la malicia, la insolencia y el rencor que de­mostró; el placer que experimentaba aún en aquel momento por el daño cometido, me llenó de sorpresa a pesar de que por intuición creía ya detestarlo. No digo nada de la mirada que me lanzó mientras estaba de pie, mirándonos a unos des­pués de otros, pues hacía tiempo que sabía que me odiaba y me acordaba de las marcas que mi mano le dejaron en la cara. Pero cuando sus ojos se fijaron en Agnes tenían una expresión de rabia que me hizo temblar; se veía que sentía cómo se le escapaba: ya no podía satisfacer su odiosa pa­sión, que le había hecho esperar el poseer una mujer cuyas virtudes era incapaz de apreciar. ¿Cómo podía ser posible que ella hubiera vivido ni una hora en compañía de seme­jante hombre?

Después de rascarse la barbilla y de miramos, con los ojos llenos de odio, a través de sus flacos dedos, se volvió hacia mí y me dijo en tono medio burlón, medio insolente:

—¿Le parece a usted bonito, míster Copperfield, usted, que siempre ha estado orgulloso de su honor y de todo lo de­más, el venir a espiarme y sobornar a mi empleado? Si hu­biera sido yo, no tendría nada de extraño, porque no me tildo de caballero (aunque nunca he vagado por las calles, como usted lo hacía, según cuenta Micawber); pero siendo usted, ¿no le da vergüenza hacerlo? ¿No supone usted lo que yo puedo hacer a cambio? Hacerle perseguir por complot, etcé­tera, etcétera. Muy bien. Ya veremos. Y usted, caballero, no sé cómo iba usted a hacer unas preguntas a Micawber. Aquí tiene a su interlocutor. ¿Por qué no le hace usted hablar? Por lo que veo, se sabe la lección de memoria.

Viendo que lo que decía no me causaba ningún efecto, ni a ninguno de nosotros, se sentó en el borde de la mesa, con las manos en los bolsillos y las piernas cruzadas, y esperó con expresión resuelta los acontecimientos.

Míster Micawber, cuyo ímpetu me costó trabajo dominar, y que ya había varias veces pronunciado la primera sílaba de la palabra « bribón» , sin que yo se la dejase terminar, estalló al fin, sacó del chaleco la larga regla (probablemente destinada a servirle de arma defensiva) y del bolsillo un docu­mento voluminoso, plegado en forma de carta. Abrió aquel paquete con expresión dramática, lo contempló con admira­ción, como si estuviese encantado de su talento de autor, y empezó a leer lo que sigue:

«Querida miss Trotwood y señores: »

—¡Válgame Dios! —exclamó mi tía en voz baja— Si se tratara de un recurso en gracia por un crimen capital gastaría toda una resma de papel en su petición.

Míster Micawber, sin oírla, continuó:

«Aparezco ante ustedes para denunciar al mayor sinver­güenza que ha existido —míster Micawber, sin levantar la vista de la carta, apuntó con la regla, como si fuese la cachi­porra de un aparecido, a Uriah Heep—, y les pido conside­raciones para mí. Víctima desde mi cuna de deficiencias pe­cuniarias, a las cuales me ha sido imposible responder siempre, he sido el juguete de las más tristes circunstancias. Ignominia, desesperación y locura han sido, juntas o por se­parado, las compañeras de mi triste vida.»

La satisfacción con que míster Micawber se describía a sí mismo como una presa de aquellas viles calumnias se podrá únicamente igualar con el énfasis con que leía su carta y la clase de homenaje que le rendía con un movimiento de ca­beza cuando creía llegar a una frase enérgica.

« En una acumulación de ignominia, miseria, desespera­ción y locura, entré en esta oficina (o, como dirían nuestros vecinos los galos, en este bureau), cuya firma nominal es Wickfield y Heep; pero, en realidad, dirigida por Heep úni­camente. Heep y solamente Heep es el gran resorte de esta máquina. Heep y solamente Heep es el falsificador y el chantajista.»

Uriah, más azul que blanco a estas palabras, se abalanzó sobre la carta como para hacerla pedazos. Míster Micawber, por un milagro de destreza o de suerte, cogió al vuelo sus dedos con la regla y le inutilizó la mano derecha. Él se agarró el puño como si se lo hubieran roto. El golpe sonó como si hubiera caído sobre madera.

—¡Que el diablo lo lleve! —dijo Uriah retorciéndose de dolor—. ¡Ya me las pagarás!

—Intente usted acercarse otra vez... infame Heep —ex­clamó míster Micawber—, y si su cabeza es humana, la hago astillas. ¡Acérquese! ¡Acérquese!

Creo que nunca he visto cosa más ridícula (me daba per­fecta cuenta aun entonces) que míster Micawber haciendo mo­linetes con la regla y gritando «¡acérquese!», mientras que Traddles y yo le empujábamos a un rincón, de donde trataba de salir en cuanto podía, haciendo unos esfuerzos sobrehumanos.

Su enemigo, murmurando para sí, después de frotarse la mano dolorida, sacó lentamente el pañuelo y se la vendó; luego la apoyó en la otra mano y se sentó encima de la mesa, con aire taciturno y mirando al suelo.

Cuando míster Micawber se apaciguó lo suficiente prosi­guió la lectura de la carta:

«Los honorarios, en consideración de los cuales entré al servicio de Heep —continuó, parándose siempre antes de esta palabra para proferirla con más vigor—, no habían sido fijados, aparte del jornal de veintidós chelines y seis peni­ques por semana. El resto fue dejado al contingente de mis facultades profesionales o, dicho de otra manera más expre­siva, a la bajeza de mi naturaleza, a los apetitos de mis de­seos, a la pobreza de mi familia, y, en general, al parecido moral o, mejor dicho, inmoral entre Heep y yo. No necesito decir que pronto me fue necesario solicitar de Heep adelan­tos pecuniarios para ayudar a las necesidades de mistress Micawber y de nuestra desdichada y creciente familia. ¿Debo decir que esas necesidades habían sido previstas por Heep? ¿Que esos adelantos eran asegurados por letras y otros reconocimientos semejantes, dadas las instituciones le­gales de este país? ¿Y que de ese modo me cogió en la tela­raña que había tejido para mi admisión?»

La satisfacción que sentía míster Micawber por sus facul­tades epistolares al describir este estado de cosas desagrada­bles parecía aligerar la tristeza y ansiedad que la realidad le causaba. Continuó leyendo:

«Entonces fue cuando Heep empezó a favorecerme con las confidencias necesarias para que le ayudara en las combi­naciones infernales. Entonces fue cuando empecé (para ex­presarme como Shakespeare) a decaer, a languidecer y des­fallecer. Me utilizaba constantemente para cooperar en falsificaciones de negocios y para engañar a un individuo, al cual le designaré como míster W. Se le engañaba por todos los medios imaginables. Entre tanto, el ladrón de Heep de­mostraba una amistad y gratitud infinitas al engañado caba­llero. Esto estaba bastante mal; pero, como observa el filó­sofo danés, con esa universal oportunidad que distingue el ilustre ornato de la Era de Elisabeth, « lo malo siempre queda atrás».

Míster Micawber se quedó tan entusiasmado con aquella cita feliz, que, bajo pretexto de haberse perdido, se obsequió y nos obsequió con una segunda lectura del párrafo:

« No es mi intención —continuó leyendo— el entrar en una lista detallada en la presente epístola (aunque ya está anotado en otro lugar) de los diferentes fraudes de menor cuantía que afectan al individuo a quien he designado con el nombre de míster W. y que he consentido tácitamente. Mi objetivo cuando dejé de discutir conmigo mismo la dolorosa alternativa en que me encontraba de aceptar o no sus hono­rarios, de comer o morirme, de vivir o dejar de existir, fue aprovecharme de toda oportunidad para descubrir y exponer todas las fechorías cometidas por Heep en detrimento de ese desgraciado señor. Estimulado por una silenciosa voz inte­rior y por la no menos conmovedora voz exterior que nom­braré como miss W., me metí en una labor no muy fácil de investigación clandestina, prolongada ahora, a mi entender, sobre un período pasado de doce meses.»

Leyó este párrafo como si hubiera sido un acta del Parla­mento, y pareció agradablemente refrescado por el sonido de sus palabras.

«Mis cargos contra Heep —dijo mirando a Uriah y colo­cando la regla en una posición conveniente debajo del brazo izquierdo, para caso de necesidad— son los siguientes.»

Todos contuvimos la respiración, y me parece que Uriah más que los demás.

« Primero —dijo míster Micawber—: Cuando las faculta­des intelectuales y la memoria de míster W. se tomaron, por causas que no es necesario mencionar, débiles y confusas, Heep, con toda intención, embrolló y complicó las transac­ciones oficiales. Cuando míster W se encontraba incapaci­tado para los negocios, Heep le obligaba a que se ocupara de ellos. Consiguió la firma de míster W para documentos de gran importancia, haciéndole ver que no tenían ninguna. In­dujo a míster W a darle poder para emplear una suma impor­tante, ascendiendo a doce mil quinientas catorce libras, dos chelines y nueve peniques, en unos pretextados negocios a su cargo y unas deficiencias que estaban ya liquidadas.

»En todo ello hizo aparecer intenciones que no habían existido nunca. Empleó el procedimiento de poner todos los actos poco honorables a cargo de míster W, y luego, con la menor delicadeza, se aprovechó de ello para torturar y obli­gar a míster W a cederle en todo. »

—Tendrá usted que demostrar todo eso, Micawber —dijo Uriah, sacudiendo la cabeza con aire amenazador—; a todos les llegará su hora.

—Míster Traddles, pregunte usted a Heep quién ha vivido en esta casa además de él —dijo míster Micawber interrum­piendo su lectura—. ¿Quiere usted?

—Un tonto, y sigue viviendo todavía —dijo Uriah desde­ñosamente.

—Pregunte usted a Heep si por casualidad no ha tenido cierto memorándum en esta casa —dijo Micawber—. ¿Quiere usted?

Vi cómo Uriah cesó de repente de rascarse la barbilla.

—O si no, pregúntele usted —dijo Micawber— si no ha quemado uno en esta casa. Si dice que sí y le pregunta usted dónde están las cenizas, diríjase usted a Wilkins Micawber, y entonces oirá algo que no le agradará mucho.

El tono triunfante con que dijo míster Micawber estas pa­labras tuvo un efecto poderoso para alarmar a la madre, que gritó agitadamente:

—¡Ury, Ury! ¡Sé humilde y trata de arreglar el asunto, hijo mío!

—Madre —replicó él—, ¿quiere usted callarse? Está us­ted asustada y no sabe lo que se dice. ¡Humilde! —repitió, mirándome con maldad—. ¡He humillado a muchos durante mucho tiempo, a pesar de «mi humildad» !

Míster Micawber, metiendo lentamente su barbilla en la corbata, continuó leyendo su composición:

«Segundo: Heep, en muchas ocasiones, según me he in­formado, sabido y creído ...»

—¡Vaya unas pruebas! —dijo Uriah tranquilizándose—. Madre, esté usted tranquila.

—Ya pensaremos en encontrar dentro de muy poco algu­nas que valgan y que le aniquilen, caballero —contestó mís­ter Micawber.

« Segundo: Heep, en muchas ocasiones, según me he in­formado, sabido y creído, ha falsificado, en diversos escri­tos, libros y documentos, la firma de míster W., y particular­mente en una circunstancia que puedo atestiguar. Por ejemplo, del modo siguiente, a saber.»

De nuevo míster Micawber saboreó este amontonamiento de palabras, cosa que generalmente le era muy peculiar. Lo he observado en el transcurso de mi vida en muchos hom­bres. Me parece que es una regla general. Tomando por ejemplo un asunto puramente legal, los declarantes parecen regocijarse muchísimo cuando logran reunir unas cuantas palabras rimbombantes para expresar una idea, y dicen, por ejemplo, que odian, aborrecen y abjuran, etc., etc. Los anti­guos anatemas estaban basados en el mismo principio. Ha­blamos de la tiranía de las palabras, pero también nos gusta tiranizarlas, nos gusta tener una colección de palabras super­fluas para recurrir a ellas en las grandes ocasiones; nos pa­rece que causan efecto y que suenan bien. Así como en las grandes ocasiones somos muy meticulosos en la elección de criados, con tal de que sean suficientemente numerosos y vistosos, así, en este sentido, la justeza de las palabras es una cuestión secundaria con tal de que haya gran cantidad de ellas y de mucho efecto.

Y del mismo modo que las gentes se crean disgustos por presentar un gran número de figurantes, como los esclavos, que cuando son demasiado numerosos se levantan contra sus amos, así podría citar yo una nación que se ha acarreado grandes disgustos, y que se los acarreara aun mayores, por conservar un repertorio demasiado rico en vocabulario na­cional.

Míster Micawber continuó su lectura, poco menos que la­miéndose los labios:

« Por ejemplo, del modo siguiente, a saber: estando míster W. muy enfermo, y siendo lo más probable que su muerte trajera algunos descubrimientos propios para destruir la in­fluencia de Heep sobre la familia W (a menos que el amor filial de su hija nos impidiera hacer una investigación en los negocios de su padre), yo, Wilkins Micawber, abajo fir­mante, afirmo que el susodicho Heep juzgó prudente tener un documento de míster W, en el que se establecía que las sumas antes mencionadas habían sido adelantadas por Heep a míster W para salvarle a este de la deshonra, aunque real­mente la suma no fue nunca adelantada por él y había sido liquidada hacía tiempo. Este documento, firmado por míster W y atestiguado por Wilkins Micawber, era combinación de Heep. Tengo en mi poder su agenda, con algunas imitacio­nes de la firma de míster W., un poco borradas por el fuego, pero todavía legibles. Y yo jamás he atestiguado ese docu­mento. Es más, tengo el mismo documento en mi poder. »

Uriah Heep, sobresaltado, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió cierto cajón; pero, cambiando repentina­mente de idea, se volvió hacia nosotros, sin mirar dentro.

«Y tengo el documento —leyó de nuevo míster Micaw­ber, mirándonos como si fuera el texto de un sermón— en mi poder; es decir, lo tenía esta mañana temprano, cuando he escrito esto; pero desde entonces lo he transmitido a mís­ter Traddles.»

—Es completamente cierto —asintió Traddles.

—¡Ury, Ury! —gritó la madre—. Sé humilde y arréglate con estos señores. Yo sé que mi hijo será humilde, caballe­ros, si le dan ustedes tiempo para que lo piense. Míster Cop­perfield, estoy segura de que usted sabe que ha sido siempre muy humilde.

Era curioso ver cómo la madre usaba las antiguas artima­ñas, después de que el hijo las había abandonado como inú­tiles.

—Madre —dijo él mordiendo con impaciencia el pañuelo en que tenía envuelta la mano— Mejor harías cogiendo un fusil y descargándolo contra mí.

—Pero yo lo quiero, Uriah —exclamó mistress Heep; y no dudo de que así fuera, por muy extraño que esto pueda parecer, pues eran tal para cual—, y no puedo soportar el oírte provocar a esos señores y ponerte todavía más en peli­gro. enseguida he dicho a los señores, cuando me han dicho arriba que todo se había descubierto, que yo respondía de que tú serías humilde y que cederías. ¡Oh, señores; miren cuán humilde soy y no hagan caso de él!

—Pero ¡madre; ahí está Copperfield —contestó furioso, apuntándome con su flaco dedo; todo su odio lo dirigía con­tra mí, como si fuera yo el promotor del descubrimiento, y no le desengañé—, ahí está Copperfield, que te hubiera dado cien libras por decir menos de todo lo que estás soltando.

—¡No lo puedo remediar, Ury! —gritó su madre—. No puedo verte correr un peligro así llevando la cabeza tan alta.

Es mucho mejor que seas humilde, como siempre lo has sido.

Uriah permaneció un momento mordiendo su pañuelo, y luego me dijo, mirándome con ceño:

—¿Qué más tienen ustedes que añadir, si es que hay algo más? ¿Qué quieren ustedes de mí?

Míster Micawber empezó nuevamente con su carta, con­tento de representar un papel de que estaba altamente satis­fecho:

«Tercero y último: Estoy ahora en condición de demos­trar, por los libros falsos de Heep y por el memorándum au­téntico de Heep, que durante muchos años Heep se ha apro­vechado de las debilidades y defectos de míster W. Para llegar a sus infames propósitos. Con este fin ha sabido tam­bién aprovechar las virtudes, los sentimientos de honor y de afecto paternal del infortunado míster W Todo esto lo de­mostraré gracias al cuaderno quemado en parte (que al prin­cipio no entendí, cuando mistress Micawber lo descubrió accidentalmente en nuestro domicilio, en el fondo de un co­fre destinado a contener las cenizas que se consumían en nuestro hogar doméstico). Durante muchos años míster W ha sido engañado y robado, de todas las maneras imagina­bles, por el avaro, el falso, el pérfido Heep. El fin principal de Heep, después de su pasión por el lucro, era tener un poder absoluto sobre míster y miss W.. (no diré nada acerca de sus intenciones ulteriores sobre esta). Su última acción, aca­ecida hace algunos meses, fue inducir a míster W a abando­nar su parte de la asociación y vender el mobiliario de su casa con la condición de que recibiría de Heep, exacta y fiel­mente, una renta vitalicia, pagadera cada tres meses. Estos enredos empezaban con las cuentas falsas sobre el estado fi­nanciero de míster W., en un período en que se había lan­zado a especulaciones aventuradas y no podía tener entremanos el dinero de que era moral y legalmente responsable; continuaban con pretendidos préstamos de dinero a interés enorme, efectuados en realidad por Heep, y seguían, por úl­timo, con una serie de trampas, siempre crecientes, hasta que míster W creyó que había quebrado su fortuna, sus es­peranzas terrestres, su honor, y ya no vio más salvación po­sible que el monstruo en forma humana que había sabido ha­cerse el indispensable y le había conducido a la ruina (míster Micawbér gustaba de emplear la expresión «monstruo de fi­gura humana», que le parecía nueva y original). Puedo pro­bar esto y muchas otras cosas más. »

Murmuré unas palabras al oído de Agnes, quien lloraba de gozo y de pena a mi lado, y hubo un movimiento entre nosotros, como si míster Micawber hubiera terminado. Dijo con un tono grave: «Perdónenme ustedes», y siguió, con una mezcla de decaimiento y de intensa alegría, la peroración de su carta:

« Ya he terminado. Ahora sólo me queda demostrar palpablemente estas acusaciones y desaparecer con mi desgraciada familia de este lugar, en el cual parece que estamos de más y somos una carga para todos.

Esto se hará pronto. Podemos figuramos que nuestro hijito será el primero en morirse de inanición, por ser el miembro más frágil de nuestro círculo, y que nues­tros mellizos le seguirán. ¡Que así sea! En cuanto a mí, mi estancia en Canterbury ha hecho ya mucho; la prisión por deudas y la miseria harán pronto lo demás.

Confío que el feliz resultado de una investigación larga y laboriosa, ejecutada entre incesantes trabajos y dolorosos temores desde el amanecer hasta el atarde­cer y durante las sombras de la noche, bajo la mirada vigilante de un individuo que es superfluo llamarle demonio, y las angustias que me causaba la situación de mis infortunados herederos, derramará sobre mi fúnebre hogar unas gotas de misericordia. Que me ha­gan únicamente justicia y que digan de mí, como de ese eminente héroe naval, al cual no tengo la preten­sión de compararme, que lo que he hecho lo he hecho a despecho de intereses egoístas y mercenarios. Por Inglaterra, por el hogar y por la Belleza. Queda suyo afectísimo, etc.,

Muy afectado, pero con una viva satisfacción, mister Mi­cawber dobló su carta y se la entregó a mi tía con un saludo, como si fuera un documento que le agradase guardar.

Había allí, como ya lo había notado en mi primera visita, una caja de caudales, de hierro. Tenía la have puesta. De re­pente, una sospecha pareció apoderarse de Uriah; echó una mirada sobre mister Micawber, se abalanzó a la caja y abrió con estrépito las puertas. Estaba vacía.

—¿Dónde están los libros? —gritó con una expresión es­pantosa—. ¡Algún ladrón ha robado los libros!

Mister Micawber se dio un golpecito con la regla.

—Yo he sido. Me ha entregado la llave como de costum­bre, un poco más temprano que otras veces, y la he abierto.

—No esté usted inquieto —dijo Traddles—; han llegado a mi poder. Tendré cuidado de ellos bajo la autoridad que re­presento.

—¿Es que admite usted cosas robadas? —gritó Uriah.

—En estas circunstancias, sí — contestó Traddles.

Cuál sería mi asombro cuando vi a mi tía, que había es­tado muy tranquila y atenta, dar un salto hacia Uriah Heep y agarrarle del cuello con las dos manos.

—¿Sabe usted lo que necesito? —dijo mi tía.

—Una camisa de fuerza —dijo él.

—No; mi fortuna —contestó mi tía—. Agnes, querida mía, mientras he creído que era tu padre el que la había perdido, no he dicho ni una sílaba (ni al mismo Trot) de que la había depositado aquí. Pero ahora que sé que es este indivi­duo el responsable, quiero que me la devuelvan. ¡Trot, ven y quítasela!

No sé si mi tía creía en aquel momento que su fortuna es­taba en la corbata de Uriah Heep; pero lo parecía, por el modo como le empujaba. Me apresuré a ponerme entre ellos y a asegurarle que tendríamos cuidado de que devolviera todo lo que había adquirido indebidamente. Esto y unos mo­mentos de reflexión la apaciguaron; pero no estaba nada des­concertada por lo que acababa de hacer (no podría decir otro tanto de su gorro) y volvió a sentarse tranquilamente.

Durante los últimos minutos, mistress Heep había estado vociferando a su hijo que se humillara, y fue arrastrándose sobre las rodillas hacia cada uno de nosotros, haciéndonos las promesas más extravagantes. Su hijo la sentó en la silla, permaneciendo de pie a su lado con aire descontento, soste­niéndole el brazo con su mano, pero sin brutalidad, y me dijo, con una mirada feroz:

—¿Qué quiere usted que se haga?

—Ya le diré yo lo que hay que hacer —dijo Traddles.

—¿Es que no tiene lengua Copperfield? —murmuró Uriah—. Haría cualquier cosa por usted si pudiera usted de­cirme sin mentir que se la habían cortado.

—Mister Uriah va a humillarse —exclamó su madre—. ¡No hagan ustedes caso de lo que diga, buenos señores!

—Lo que hay que hacer es esto —dijo Traddles—: Pri­mero me va usted a devolver aquí mismo el acta por la cual mister Wickfield le abandonaba sus bienes.

—¿Y si no la tuviere? —interrumpió él.

—La tiene usted —dijo Traddles—; así que no tenemos que hacer esa suposición.

No puedo dejar de decir que esta era la primera ocasión en la cual hice verdadera justicia al entendimiento claro y al sentido común práctico y paciente de mi condiscípulo.

—Así, pues —dijo Traddles—, tiene usted que prepararse a devolver por fuerza todo lo que su rapacidad ha acaparado, hasta el último céntimo. Todos los libros y papeles de la so­ciedad quedarán en nuestro poder; todos los libros y todos sus documentos; todas las cuentas y recibos de ambas cla­ses; en una palabra, todo lo que hay aquí.

—¿De verdad? No estoy dispuesto a ello —dijo Uriah—. Me hace falta tiempo para pensarlo.

—Sí —dijo Traddles—; pero entre tanto, y hasta que todo se arregle a nuestro gusto, tenemos que apoderarnos de to­das estas cosas, y le rogamos (o si es necesario le obliga­mos) a quedarse en su cuarto, sin comunicarse con nadie.

—No lo haré —dijo Uriah con un juramento.

—La cárcel de Maidstone es un sitio más seguro de arresto —observó Traddles—, y aunque la ley tardará más en arreglar las cosas y no las arreglará tan completamente como usted puede hacerlo, no hay duda que ha de castigarle a usted. ¡Querido: esto lo sabe usted tan bien como yo! Cop­perfield, ¿quiere usted ir a Guildhall y traer dos guardias?

Aquí mistress Heep estalló otra vez, y llorando y arras­trándose de rodillas se dirigió a Agnes para rogarle que la ayudara, diciendo que su hijo era muy humilde, y que todo era verdad, y que si no hacía lo que nosotros queríamos lo haría ella, y otras muchas cosas por el estilo. Estaba casi fre­nética de miedo por su querido hijo. En cuanto a él, al pre­guntarse lo que hubiese podido hacer si hubiera sido más va­liente, sería lo mismo que preguntarse qué podría hacer un perro con la audacia de un tigre. Era un cobarde de pies a ca­beza, y en este momento, más que en ningún otro de su vida miserable, mostraba su baja naturaleza por su desesperación y su aspecto sombrío.

—Espere —me gruñó, y se secó con su mano sudorosa—. Madre, cállate; dales ese papel; ve y tráelo.

—¿Quiere usted hacer el favor de ayudarla, míster Dick? —dijo Traddles.

Orgulloso de esta misión, cuya importancia comprendía, míster Dick la acompañó como un perro acompaña al re­baño. Pero mistress Heep le dio algún quehacer, pues no so­lamente volvió con el papel, sino también con la caja que lo contenía y donde encontramos una libreta y algunos otros papeles que utilizamos más tarde.

—Bien —dijo Traddles cuando lo hubo traído— Ahora, míster Heep, puede usted retirarse a pensar; pero haciendo el favor de observar detenidamente que le declaro, en nom­bre de todos los presentes, que no hay nada más que una sola cosa que hacer: esto es, lo que he explicado anteriormente, y hay que ejecutarlo sin dilación.

Uriah, sin levantar los ojos del suelo, atravesó brusca­mente el cuarto, con su mano puesta en la barbilla; y parán­dose en la puerta, dijo:

—Copperfield, siempre le he odiado. Ha sido usted siem­pre un hombre de suerte; siempre ha estado usted contra mí.

—Como ya le dije en otra ocasión —contesté yo—, usted ha sido el que ha estado en contra de todo el mundo, por su astucia y su codicia. En lo sucesivo, piense que no ha habido todavía en el mundo codicia y astucia que no se extralimita­sen, aun en contra de sus propios intereses. Esto es tan cierto como la muerte.

—O quizá tan cierto como lo que nos enseñaban en el co­legio (en el mismo colegio donde he aprendido a ser tan hu­milde). De nueve a once nos decían que el trabajo era una lata; de once a una, que era una bendición, un encanto, una dignidad, y qué sé yo cuántas cosas más, ¿eh? —dijo con una mirada de desprecio— Predica usted cosas tan conse­cuentes como ellos lo hacían. La humildad vale más que todo eso; es un sistema excelente. Me parece que sin ella no hubiese arrollado tan fácilmente a mi señor socio. ¡Y tú, Mi­cawber, animal, ya me las pagarás!

Míster Micawber le miró con desprecio olímpico hasta que abandonó el cuarto; luego se volvió hacia mí y me propuso darme el gusto de presenciar cómo se volvía a estable­cer la confianza entre mistress Micawber y él. Después de lo cual invitó al resto de la compañía a que contemplaran un espectáculo tan conmovedor.

—El velo que largo tiempo nos había separado a mistress Micawber y a mí ha caído al fin —dijo míster Micawber—. Mis hijos y el autor de sus días pueden una vez más ponerse en contacto, en los mismos términos de antes.

Como todos le estábamos muy agradecidos y todos deseá­bamos demostrárselo, tanto como nos lo podía permitir la precipitación y desorden de nuestro espíritu, todos hubiése­mos aceptado su ofrecimiento si Agnes no hubiera tenido que volver al lado de su padre, al cual no le habían hecho entrever más que una pequeña esperanza. Hacía falta, ade­más, que alguno se ocupara de hacer guardia a Uriah. Tradd­les se quedó con esa misión, en la cual lo relevaría míster Dick, y míster Dick, mi tía y yo acompañamos a míster Mi­cawber. Al separarme precipitadamente de mi querida Ag­nes, a la cual debía tanto, y pensando en los peligros de que la habíamos salvado quizá aquella mañana, a pesar de su re­solución, me sentía lleno de agradecimiento hacia las des­venturas de mi juventud, que me habían hecho conocer a míster Micawber.

Su casa no estaba lejos, y como la puerta de la sala daba a la calle, entró con su precipitación acostumbrada y ense­guida nos encontramos todos en el seno de la familia. Mís­ter Micawber, exclamando: «¡Emma, vida mía!» , se preci­pitó en los brazos de mistress Micawber. Mistress Micawber lanzó un grito y estrechó a su marido contra su corazón. Miss Micawber, que estaba acunando al inocente extraño, del cual me hablaba mistress Micawber en su última carta, estaba visiblemente emocionada. El pequeñito saltó de ale­gría. Los mellizos manifestaron su júbilo por varias demos­traciones inconvenientes a inocentes. Míster Micawber, cuyo humor parecía agriado por decepciones prematuras, y cuya cara era algo adusta, cediendo a sus mejores senti­mientos, lloriqueó.

—Emma —dijo míster Micawber—, la nube que cubría mi alma se ha desvanecido; la confianza mutua que existía entre nosotros vuelve otra vez para no interrumpirse jamás. Ahora, ¡bienvenida seas, miseria! —exclamó míster Micaw­ber derramando lágrimas—. ¡Bienvenidos seáis, pobreza, hambre, harapos, tempestad y mendicidad! ¡La confianza recíproca nos sostendrá hasta el fin!

Hablando de esta manera, míster Micawber hizo sentar a su mujer y abrazó a toda la familia, continuando con entu­siasmo la bienvenida a una serie de calamidades que no me parecían muy deseables, y después los invitó a todos a can­tar en coro por las calles de Canterbury, ya que no les que­daba otro recurso para vivir.

Pero habiéndose desmayado mistress Micawber por la fuerza de las emociones, lo primero que había que hacer an­tes de completar el coro era volverla en sí. De esto se encar­garon mi tía y míster Micawber. Después le presentaron a mi tía, y mistress Micawber me reconoció.

—Dispénseme usted, mi querido Copperfield —dijo la pobre señora dándome la mano—; pero no estoy fuerte, y el ver desaparecer de pronto todas las incomprensiones entre míster Micawber y yo ha sido una emoción demasiado fuerte.

—¿Es esta toda la familia, señora? —dijo mi tía.

—No tengo más por ahora —contestó mistress Micawber.

—¡Dios mío! No quería decir eso —dijo mi tía—. Quería decir si todos estos chicos eran de usted.

—Señora, todos estos son míos, es la cuenta exacta.

—Y este joven —dijo mi tía con aire pensativo—, ¿qué hace?

—Cuando vine aquí era mi esperanza —dijo míster Mi­cawber— hacerle entrar a Wilkins en la Iglesia o, para ex­presar mi idea con más exactitud, en el coro. Pero no había plaza vacante de tenor en este venerable edificio, que es la gloria de esta ciudad, y... en una palabra, se ha acostumbrado a cantar en cafés y lugares públicos, en vez de ejercitarse en los edificios sagrados.

—Pero es con buena intención —dijo tiernamente mis­tress Micawber.

—Estoy segura, amor mío —contestó míster Micawber—, que lo hace con la mejor intención del mundo; pero hasta ahora no ves demasiado para qué le ha servido.

El aspecto negativo le volvió a míster Micawber, y pre­guntó, un poco enfadado, qué querían que hiciese. Si creían que podía improvisarse un carpintero, o un herrero, sin aprendizaje. Eso era lo mismo que pedirle que volara sin ser pájaro. Si querían que abriera una botica en la calle de al lado, o si querían que se presentara en la Audiencia y que se proclamase él mismo abogado. ¿O querían que cantase en la ópera y obtuviera éxito a fuerza de violencia? ¿Qué querían que hiciera, si no le habían enseñado nada?

Mi tía reflexionó un momento, y dijo luego:

—Míster Micawber, me sorprende que no haya usted pen­sado nunca en emigrar.

—Señora —contestó míster Micawber—, ha sido el sueño dorado de mi juventud y la aspiración feliz de mi edad madura. (Estoy plenamente convencido de que jamás había pensado semejante cosa.)

—¡Ay! —dijo mi tía, lanzándome una mirada—, ¡qué cosa más buena sería para ustedes y su familia, míster y mistress Micawber, que emigraran ahora!

—Sí; pero... ¿y el capital, señora? —exclamó míster Mi­cawber tétricamente.

—Esta es la principal, y puedo decir la única, dificultad, mi querido míster Copperfield —asintió su mujer.

—¿Capital? —exclamó mi tía—. ¡Pero nos están ha­ciendo y nos han hecho ya un gran servicio, y puedo decir que seguramente saldrían todavía muchas cosas de este fuego! ¿Qué mejor cosa podríamos hacer por ustedes que procurarles el capital para ese objetivo?...

—No lo recibiría como donativo —dijo míster Micawber con fuego y animación—; pero si pudieran adelantarme una suma suficiente, al cinco por ciento de interés anual, bajo mi responsabilidad personal, podría reembolsarlo poco a poco; por ejemplo, en una fecha de doce, dieciocho o veinticuatro meses, para darme tiempo.

—¿Si se pudiera? Sí que se puede, y se hará —dijo mi tía—, si a ustedes les conviene. Piénsenlo bien ahora los dos. David tiene amigos que marcharán dentro de poco a Austra­lia. Si ustedes se deciden a irse, ¿por qué no aprovechar el mismo barco? Podían ayudarse mutuamente. Piénsenlo bien, míster y mistress Micawber; piénsenlo con tiempo.

—Una sola pregunta quisiera hacer, mi querida señora —dijo mistress Micawber—: ¿Es sano el clima?

—Es el mejor clima del mundo —contestó mi tía.

—Muy bien —dijo mistress Micawber—. Entonces mi pregunta es la siguiente: ¿Son las circunstancias de ese país tales que un hombre como míster Micawber pudiera elevarse en la escala social? No quiero decir que por ahora aspire a ser gobernador o algo por el estilo; pero ¿encontraría él un campo de acción amplio para el desenvolvimiento de sus facultades?

—¡En ningún sitio lo encontraría más amplio! —dijo mi tía—; para un hombre que sabe comportarse y es trabajador.

—«Para un hombre que sabe comportarse y es trabaja­dor» —repitió lentamente mistress Micawber—. Muy bien. Es evidente que Australia es la esfera de acción adecuada a míster Micawber.

—Estoy convencido, mi querida señora —dijo míster Mi­cawber—, que es, en las circunstancias actuales, el único país propio para mí y para mi familia, y que algo extraordi­nario nos está reservado en esa costa desconocida. No hay distancia, relativamente; y aunque conviene pensar en su proposición, le aseguro que es sólo cuestión de forma.

No olvidaré nunca cómo en un momento se transformó en un hombre temerario, ardiente y lleno de locas esperanzas; y cómo al instante mistress Micawber empezó a hablar de las costumbres del canguro. Jamás pensaré en era cane de Can­terbury, en día de feria, sin recordar el aire resuelto con que andaba a nuestro lado, adoptando ya los modales bruscos y despreocupados de un colono de aquellas tierras y mirando a las reses que pastaban como si ya fuera un labrador aus­traliano.

CAPÍTULO XIII. OTRA MIRADA RETROSPECTIVA

Aún me detendré otra vez a mirarte, ¡oh, mi «mujer—­niña»! Veo delante de mí, entre el tropel de gentes que se agitan en mi memoria, una figura tranquila y quieta que me dice, con su amor inocente y con su infantil belleza: «De­tente a pensar en mí; vuélvete a mirar al "Capullito" que va a marchitarse».

Me vuelvo, y todo lo demás se bona y desaparece. Estoy otra vez con Dora, en nuestra casa. No sé cuánto tiempo lleva enferma. Me he acostumbrado de tal modo a compade­cerla, que no puedo calcular el tiempo. No es que hayan pa­sado muchos mews ni muchas semanas; pero para mí ha sido una época muy triste y muy larga.

Ya no me dicen: «Espera todavía unos cuantos días más». He empezado a temer que puede no llegar a brillar el día en que vuelva a ver a mi mujercita corriendo al sol, con su viejo amigo Jip.

Se ha vuelto muy viejo de repente el pobre Jip. Puede que la eche de menos; tenía algo de su ama, que le animaba, rejuveneciéndole; ya no ve apenas, y se arrastra débilmente.

A mi tía le entristece que no le gruña ya cuando se acerca a la cama de Dora, donde él está tumbado; ahora se acerca, y suavemente le lame las manor.

Dora, acostada, nor sonríe con su encantadora carita, y no deja escapar ni una palabra de queja ni de desagrado. Dice que somos muy buenos con ella; que su querido niño y en­fermero se agota por mimarla; que lo sabe muy bien; que mi tía no duerme, y que, sin embargo, siempre está dispuesta, activa y servicial. Algunas veces sus dos tías vienen a verla, y entonces charlamos del día de nuestra body y de todo aquel tiempo feliz.

¡Qué extraño reposo en mi existencia de entonces, tanto interior como exteriormente, mientras estoy sentado en la habitación, ordenada y tranquila, con los ojos azules de mi «mujer—niña» vueltos hacia mí, y sus deditos jugando alre­dedor de mi mano! Muchas y muchas horas he pasado así; pero de todo aquel tiempo hay tres episodios que todavía tengo presenter en la imaginación.

Es por la mañana, y Dora, a quien las manor de mi tía aca­ban de arreglar, me enseña cómo sus preciosos cabellos se rizan todavía sobre la almohada, y lo largos y brillantes que son, y cómo le gusta tenerlos flojos en su redecilla.

—No es que esté orgullosa de ellos ahora, burlón —me dice al verme sonreír—, sino que me acuerdo de que a ti te parecían preciosos, y cuando empecé a pensar en ti me miraba al espejo y me figuraba que te gustaría mucho que te diera un rizo. ¡Oh cuántas tonterías hiciste, Doady, cuando te lo di!

—Fue el día que estabas pintando las flores que te había dado yo, Dora, y cuando te dije todo lo enamorado que es­taba.

—¡Ah! Pero yo no guise decírtelo entonces, Doady. ¡Cómo llore, creyendo que de veras me querías! Cuando pueda co­rrer como antes, Doady, iremos a ver los sitios donde hacía­mos una pareja tan tonta, ¿verdad? Y pasearemos por los pa­seos viejos. Y no nor olvidaremos del pobre papá.

—Sí; pasaremos unos días muy felices. Pero date prisa para ponerte buena, querida.

—Sí; muy pronto me curaré, ¿lo sabes? Estoy ya mucho mejor.

Es por la tarde; estoy sentado en la misma silla, junto a la misma cama, con la misma carita vuelta hacia mí. Hemos estado callados, y una sonrisa vaga por sus labios. Ya he de­jado de subir y bajar de un piso a otro mi ligera carga. Está acostada arriba todo el día.

—¡Doady!

—¡Dora querida!

—¿Te parecerá muy disparatado que después de haberme contado hace tan poco que mister Wickfield no está bueno, quiera yo que venga Agnes? Porque, si supieras, ¡tengo tan­tas, tantas, ganas de verla!

—Le escribiré, querida mía.

—¿De verdad?

—enseguida.

—¡Qué bueno eres, Doady; abrázame! No es un capricho. No es un deseo tonto. Es que necesito verla.

—Estoy seguro de ello, y con sólo decírselo vendrá segu­ramente.

—¿Estás muy solo ahora cuando bajas al despacho? —mur­mura Dora, echándome los brazos al cuello.

—¿Cómo podría ser de otro modo, cariño mío, cuando veo tu silla vacía?

—¡Mi silla vacía! —dice, estrechándose contra mí toda­vía más—. ¿De verdad me echas de menos, Doady? —repite, mirándome y sonriéndome con alegría, ¡A mí, a una per­sonita tonta y estúpida!

—¿Quién hay en el mundo a quien pudiera echar de me­nos como a ti?

—¡Oh, Doady! ¡Estoy tan contenta y tan... tan triste! —dice, abrazándome más fuerte y envolviéndome con sus dos brazos.

Se ríe, llora, se tranquiliza y por fin se pone del todo con­tenta.

—Del todo —dice—; sólo que tienes que mandarle mi cariño a Agnes y decirle que quiero verla; y que ya no desea­ré nada más.

—Excepto curarte, Dora.

—¡Ah Doady! Algunas veces pienso (ya sabes que siem­pre he sido una cosa tan tonta) que eso no sucederá jamás.

—¡No digas eso, Dora! ¡No lo pienses, querida mía!

—Si puedo, no lo pensaré, Doady. Pero soy muy feliz, a pesar de que mi querido Doady está tan solo frente a la silla vacía de su «mujer—niña».

Es de noche y sigo con ella; Agnes ha llegado, y ha estado con nosotros toda la mañana y la tarde. Ella, mi tía y yo he­mos estado con Dora desde por la mañana. No hemos char­lado mucho; pero Dora ha estado muy contenta y alegre. Ahora estamos solos.

Sé que mi mujercita—niña me abandonará muy pronto. Me lo han dicho; no me han contado nada nuevo; lo sabía; pero estoy muy lejos de haber convencido a mi corazón de esta triste verdad. No lo puedo dominar. Me he escondido hoy varias veces para llorar a solas. Me he acordado del que llo­raba antes de la separación entre la vida y la muerte. He pen­sado en toda esta historia de compasión y de gracia. He in­tentado resignarme y consolarme; pero lo que no puedo creer es que el fin tiene que llegar pronto. Tengo su mano en la mía; tengo su corazón en el mío; veo su cariño hacia mí, vivo, con toda su fuerza. No puedo borrar una débil, pálida, desvanecida esperanza de que viva.

—Voy a hablarte, Doady. Te voy a decir una cosa que es­taba pensando decirte desde hace mucho tiempo. No te im­porta, ¿verdad? —me dice con mirada cariñosa.

—¿Importarme, querida mía?

—Porque yo no sé lo que puedes pensar o lo que habrás pensado algunas veces. Quizá hayas pensado muchas veces lo mismo. Doady querido, temo haber sido demasiado chi­quilla.

Apoyo mi cabeza junto a la suya, en su almohada. Ella me mira dentro de los ojos y me habla muy suavemente. Poco a poco, mientras sigue hablando, me voy dando cuenta, con el corazón dolorido, de que habla en pasado.

—Temo, querido, haber sido demasiado chiquilla; no quiero decir sólo por los años, sino en experiencia, ideas, en todo. Era una criaturita tan tonta, que quizá habría sido me­jor que sólo nos hubiéramos querido como niño y niña que se quieren y se olvidan. He empezado a pensar que no era digna de ser una mujer casada.

Intenté aguantar mis lágrimas para contestarle.

—¡Oh Dora querida mía! ¡Tan digna como yo de ser ma­rido!

—No sé —dice, sacudiendo sus tirabuzones como anti­guamente—. Puede ser. Pero si yo hubiera sido mejor, puede que lo hubiese hecho serio a ti también. Además, tú eres muy inteligente, y yo nunca lo he sido.

—Hemos sido muy felices, mi dulce Dora.

—He sido muy feliz; pero cuando hubieran pasado unos años, mi pobre Doady se hubiese aburrido de su «mujer—­niña». Cada vez habría sido ella menos su compañera, y él se hubiese dado más cuenta de lo que faltaba en su hogar. Ella no habría adelantado nada. Es mejor que sea lo que es.

—¡Oh Dora querida, querida Dora; no me hables así! ¡Cada palabra tuya me parece un reproche!

—No, ni una sílaba —me contesta besándome—. ¡Oh, querido mío!, nunca los has merecido, y te quiero demasiado para dirigirte una sola palabra de reproche, de veras. Era el único mérito que tenía, excepto el ser bonita, o que tú me creyeras bonita. ¿Estás muy solo abajo, Doady?

—¡Mucho, mucho!

—No llores. ¿Está mi silla allí?

—En su sitio de siempre.

—¡Oh cómo llora mi pobre Doady! ¡Huch! ¡Huch! Ahora prométeme una cosa. Quiero hablar con Agnes. Cuando ba­jes, díselo y mándamela; y mientras le hablo no dejes entrar a nadie, ni tan siquiera a la tía; quiero hablar con Agnes a solas.

Le prometo que enseguida subirá Agnes; pero no puedo dejarla, de pena que tengo.

—He dicho que es mejor que sea lo que ha de ser —mur­mura mientras me estrecha en sus brazos— ¡Oh Doady!, des~ pués de unos años no hubieses podido creer más que ahora a tu pobre «mujer—niña», y después de unos años te habría im­pacientado tanto y desilusionado tanto, que no hubieses po­dido quererla ni la mitad. Sé que era demasiado chiquilla y tonta. ¡Es mejor que sea lo que ha de ser!

Agnes está abajo cuando entro en la sala y le doy el re­cado. Desaparece, dejándome solo con Jip.

Su caseta está junto al fuego, y él está tumbado dentro, en su cama de franela, intentando dormir. La luna, brillante, está muy clara y muy alta. Mientras miro la noche, mis lá­grimas corren y mi indisciplinado corazón sufre.

Estoy junto al fuego, pensando con remordimiento en to­dos los secretos sentimientos que he alimentado desde mi boda. Pienso en todas las cosas pequeñas que ha habido entre Dora y yo, y veo que tienen razón los que dicen que las cosas pequeñas hacen la suma de la vida. Para siempre, levantán­dose del mar de mis recuerdos, está la imagen de mi querida niña como la conocí al principio, agraciada por mi amor jo­ven y por el suyo y rica de todos los encantos que llenaban aquel amor. « ¿Habría sido mejor que nos hubiéramos que­rido como un niño y una niña que se quieren y se olvidan?»

¡Corazón indisciplinado, contesta!

No sé cómo pasa el tiempo, hasta que me hace volver a la realidad el viejo compañero de mi «mujercita—niña». Está muy intranquilo, se arrastra fuera de su caseta, me mira y va hacia la puerta, y llora para que le deje subir.

—No, Jip. ¡Esta noche no!

Vuelve hacia mí muy despacito, me lame las manos, le­vanta sus húmedos ojos hacia mi cara.

—¡Oh Jip; puede que ya nunca más!

Se echa a mis pies, se estira como para dormirse y con un gemido se queda muerto.

—¡Oh Agnes! ¡Mira! ¡Mira! ¡Ven!

¡Pero esa cara tan llena de compasión, de dolor; esa lluvia de lágrimas, ese horrible llamamiento, esa mano solemne­mente levantada hacia el cielo!

—¿Agnes?

Se acabó. La oscuridad llega a mis ojos, y durante algún tiempo todo se borra de mi memoria.

CAPÍTULO XIV. LAS OPERACIONES DE MÍSTER MICAWBER

No voy ahora a describir mi estado de ánimo bajo el peso de aquella desgracia. Pensaba que el porvenir no existía para mí; que la energía y la acción se me habían terminado, y que no podría encontrar mejor refugio que la tumba. Digo que llegué a pensar en todo esto; pero no fue en el primer mo­mento de mi pena. Aquellas ideas fueron germinando poco a poco en mí. Si los acontecimientos que voy a narrar ahora no me hubieran envuelto desde el primer instante, distra­yendo mi aflicción, y más tarde aumentándola, es posible (aunque no lo creo probable) que hubiese caído enseguida en aquel estado. Pero hubo un intervalo antes de que me diera cuenta bien de toda mi desgracia; un intervalo durante el cual hasta supuse que sus más agudos sufrimientos habían pasado ya y en el que pude consolar mi memoria, descan­sándola en todo lo más hermoso a inocente de la tiema his­toria que se me había cerrado para siempre.

Todavía hoy no sé cuándo se habló por primera vez de que yo debía ir al continente, ni cómo llegamos a estar todos de acuerdo en que debía buscar el restablecimiento de mi calma en el cambio y los viajes. El espíritu de Agnes domi­naba de tal modo todo lo que pensamos, dijimos a hicimos en aquella época de tristeza, que puedo achacar el proyecto a su influencia. Pero aquella influencia era tan serena, que Ya no sé más.

Y ahora pienso que mi modo de asociarla en la infancia con la vidriera de la iglesia era como una visión profética de lo que iba a ser para mí en la desgracia que debía ago­biarme un día. En efecto; desde el momento inolvidable en que se presentó ante mí, con la mano levantada, su presencia fue como la de una santa en mi solitaria morada: y cuando el ángel de la muerte entró en ella, mi «mujer—niña» se durmió con una sonrisa sobre su pecho. Me lo contaron cuando ya pude soportar el oírlo.

De mi inconsciencia desperté para ver sus lágrimas de compasión, para oír sus palabras de esperanza y de paz, para ver su dulce rostro inclinado, como desde una región más pura y más cercana al cielo, sobre mi indisciplinado cora­zón, dulcificando sus dolores.

Pero voy a proseguir mi relato.

Iba a marcharme para el continente. Esto parecía cosa de­cidida desde el primer momento. La tierra cubría ya los res­tos mortales de mi mujercita, y sólo esperaba por lo que mís­ter Micawber llamaba la «pulverización final de Heep» y «la marcha de los emigrantes».

Volvimos a Canterbury, llamados por Traddles (el más ca­riñoso y mejor de los amigos en mi desgracia), mi tía, Agnes y yo, y nos citamos todos en casa de míster Micawber; allí y en casa de míster Wickfield había estado trabajando sin ce­sar mi amigo desde nuestra reunión « explosiva» . Cuando la pobre mistress Micawber me vio entrar de luto, lo sintió muy sinceramente. Había mucha bondad en el corazón de mistress Micawber que no le había sido arrancada en el trans­curso de los años.

—Muy bien, míster y mistress Micawber —saludó mi tía en cuanto nos sentamos—. ¿Hacen ustedes el favor de de­cirme si han pensado bien en mi proposición de emigrar'?

—Querida señora —contestó míster Micawber—, quizá no pueda expresar mejor la conclusión a la que mistress Mi­cawber, su humilde servidora, y puedo añadir nuestros hijos, hemos junta y separadamente llegado, sino, adoptando el lenguaje de un ilustre poeta, contestando que nuestro bote está en la playa y nuestra barca está en el mar.

—Eso está muy bien —dijo mi tía—. Auguro toda clase de cosas buenas por esta decisión tan sensata.

—Señora, nos honra usted mucho —afirmó. Y enseguida, consultando el memorándum, dijo: —Respecto a la ayuda pecuniaria que nos permita lanzar nuestra frágil canoa sobre el océano de las empresas, he vuelto a considerar detenida­mente este punto importante del negocio, y me atrevo a pro­poner mis notas de mano, hechas (no necesito decirlo) en papel timbrado, como lo requieren varios actos del Parla­mento relativos a estas garantías. Ofrezco el reembolso a dieciocho, veinticuatro y treinta meses. La proposición que primeramente expuse era doce, dieciocho y veinticuatro me­ses; pero temí no tener tiempo suficiente para reunir la canti­dad necesaria. Podría suceder —dijo míster Micawber, mi­rando alrededor de la habitación, como si representara varios cientos de áreas de tierra cultivada— que al primer venci­miento no hubiéramos tenido éxito en nuestra cosecha, o no la hubiéramos recogido aún. Creo que la labor es difícil en esa parte de nuestras posesiones coloniales, donde nos será forzoso luchar contra la tierra inculta.

—Arréglelo usted como quiera —dijo mi tía.

—Señora —contestó él—, mistress Micawber y yo esta­mos profundamente agradecidos por la consideración y bon­dad de nuestros amigos y patronos. Lo que deseo es poder ser exactamente puntual y un perfecto negociante. Vol­viendo, como estamos a punto de volver, una hoja completa­mente nueva, y retrocediendo, como estamos ahora en el acto de retroceder, hacia una primavera de tranquilidad no común, es importante para mi sentido de la dignidad, ade­más de ser un ejemplo para mi hijo, que estos arreglos se ha­gan entre nosotros como de hombre a hombre.

No sé qué sentido prestaría míster Micawber a esta última frase; no creo que ninguno de los que la emplearon se lo haya dado nunca; pero a él le gustó mucho y la repitió, con una tos expresiva: «como de hombre a hombre» .

—Propongo —continuó míster Micawber— pagarés; es­tán muy en uso en el mundo comercial, y creo que debemos su origen a los judíos, que me parece han tenido mucho que ver con ello desde entonces, y los propongo porque son ne­gociables. Pero si una letra o cualquier otra garantía es pre­ferida, me sentiré dichoso conformándome a lo que ustedes decidan sobre ello, « como de hombre a hombre».

Mi tía observó que en el caso en que estaban las dos par­tes, de convenir en cualquiera cosa que fuera, estaba segura de que no habría dificultades para resolver aquel punto. Mís­ter Micawber fue de su misma opinión.

—En cuanto a nuestras preparaciones domésticas, señora —dijo míster Micawber con alguna vanidad—, para hacer frente al destino a que debemos consagramos, pido permiso para referirlas. Mi hija mayor va todas las mañanas, a las cinco, a un establecimiento cercano para adquirir el talento (si se puede llamar así) de ordeñar vacas. Mis hijos más pe­queños tienen instrucciones para que observen, tan de cerca como las circunstancias se lo permitan, las costumbres de los cerdos y aves de corral que hay en los barrios más pobres de esta ciudad; persiguiendo este objetivo, los han traído a casa en dos ocasiones a punto de ser atropellados. Yo mismo he prestado alguna atención, durante la semana pasada, al arte de fabricar pan; y mi hijo Wilkins se ha dedicado a conducir, con un cayado, el ganado, cuando se lo permiten los zafios que lo cuidan. Los ayudaba voluntariamente; pero siento decir que no era muy a menudo, porque generalmente le insultaban con palabrotas, para que desistiera.

—Muy bien, muy bien —dijo mi tía para animar—. No dudo que mistress Micawber también habrá tenido algo que hacer...

—Querida señora —contestó mistress Micawber con su expresión atareada—, le confieso que no me he dedicado ac­tivamente a nada que se relacione directamente con el cul­tivo y el almacenaje, a pesar de estar enterada de que ello ha de reclamar mi atención en playas extrañas. Todas las opor­tunidades que he podido restar a mis quehaceres domésticos las he consagrado a una correspondencia algo extensa con mi familia; porque me parece a mí, mi querido míster Cop­perfield —dijo mistress Micawber, que siempre se volvía hacia mí (supongo que por su antigua costumbre de pronun­ciar mi nombre al empezar sus discursos)—, que ha llegado el momento de enterrar el pasado en el olvido, y que mi fa­milia debe dar a míster Micawber la mano, y míster Micaw­ber dársela a mi familia. Ya es hora de que el león se acueste con el cordero y de que mi familia se reconcilie con míster Micawber.

Dije que pensaba lo mismo.

—Ese es, por lo menos, el modo como yo considero el asunto. Mi querido míster Copperfield —continuo mistress Micawber—, cuando vivía en mi casa con mi papá y mi mamá, mi papá tenía la costumbre de consultarme cuando se discutía cualquier punto en nuestro estrecho círculo: «¿Desde qué aspecto ves tú el asunto, Emma mía?». Ya sé que papá era demasiado parcial—, sin embargo, respecto a la frialdad que ha existido siempre entre míster Micawber y mi familia, me he formado necesariamente una opinion, por falsa que sea.

—Sin duda. Claro que la tiene usted que habérsela for­mado, señora —dijo mi tía.

—Precisamente —asintió mistress Micawber—. Sin em­bargo, puedo estar equivocada en mis conclusiones; es muy probable que lo esté; pero mi impresión individual es que el abismo que hay entre mi familia y míster Micawber puede haberse abierto por el temor, por parte de mi familia, de que míster Micawber necesitara algún auxilio pecuniario. No puedo por menos de pensar —dijo mistress Micawber con expresión de profunda sagacidad— que hay miembros de mi familia que han temido que míster Micawber les pidiera el nombre para algo. Y no me refiero para el caso de bautizar a nuestros hijos, sino para inscribirlo en letras de cambio y ne­gociarlo en la Banca.

La mirada penetrante con que mistress Micawber enunció aquel descubrimiento, como si nadie hubiera pensado en ello, pareció extrañar mucho a mi tía, quien contestó de re­pente:

—Bien, señora; en el fondo, no me chocaría que tuviera usted razón.

—Como míster Micawber está en vísperas de soltar las cadenas que le han atado durante tanto tiempo —continuo mistress Micawber— y de empezar una nueva carrera, en una tierra donde hay campo abierto para sus habilidades (lo que, en mi opinion, es muy importante, porque las habilida­des de míster Micawber requieren mucho espacio), me pa­rece a mí que mi familia debía señalar esta ocasión adelan­tándose la primera. Lo que yo desearía es ver reunidos a míster Micawber y a mi familia en una fiesta dada y coste­ada por mi familia; donde, al proponer algún miembro im­portante de mi familia un brindis a la salud de míster Mi­cawber, míster Micawber pudiera tener ocasión de desarrollar sus puntos de vista.

—Querida mía —dijo míster Micawber con cierta pa­sión—, quizá sea mejor que yo declare ahorra mismo aquí que si desarrollara mis puntos de vista ante esta reunion, pro­bablemente los encontrarían ofensivos, porque mi impresión es que todos los miembros de tu familia son, en general, unos impertinentes snobs, y en detalle, unos bribones sin pa­liativo.

—Micawber —dijo mistress Micawber, sacudiendo la ca­beza—, nunca les has comprendido, y ellos nunca lo han comprendido a ti.

Míster Micawber tosió.

—Nunca lo han comprendido —dijo su mujer—. Puede que sean incapaces de ello. Si es así, esa es su desgracia, y soy muy dueña de compadecerlos.

—Siento mucho, mi querida Emma —dijo, con mayor lentitud míster Micawber—, el haberme traicionado en ex­presiones que puedan, aunque sea remotamente, tener la apariencia de ofensivas. Todo lo que digo es que puedo irme al continente sin que tu familia se adelante a favorecerme; en resumen, con una última sacudida de sus hombros; y que prefiero dejar Inglaterra con el ímpetu que poseo, que deber­les la menor ayuda. Eso no quita, querida mía, que si llega­ran a contestar a tus comunicaciones (lo que nuestra expe­riencia hace muy improbable), lejos de mí está el ser una barrera para tus deseos.

Habiendo arreglado este asunto amigablemente, míster Micawber dio su brazo a mistress Micawber, y mirando al montón de libros y papeles que había encima de la mesa, ante Traddles, dijo que nos dejaban solos, lo que ceremonio­samente llevaron a cabo.

—Mi querido Copperfield —dijo Traddles, apoyándose en su silla, cuando se fueron, y mirándome con tanto carmo que se le enrojecieron los ojos y el pelo se le puso de mil formas raras—, no me disculpo por molestarte con negocios, porque sé que lo interesan profundamente y que hasta podrán dis­traerte. Y espero, amigo mío, que no estés cansado.

—Estoy completamente repuesto —le dije después de una pausa—. Tenemos que pensar en mi tía antes que en nadie. ¡Ya sabes todo lo que ha hecho!

—¡Claro, claro! —contestó Traddles—. ¿Quién puede ol­vidarlo?

—Pero no es eso todo —dije—. Durante estos últimos días le atormentaban preocupaciones nuevas, y ha ido y vuelto a Londres todos los días. Varias veces ha salido tem­prano y no ha vuelto hasta el anochecer. Anoche, Traddles, sabiendo que tenía que hacer este viaje y todo, era casi me­dia noche cuando volvió a casa. Ya sabes hasta qué punto es considerada con los demás, y por eso no quiere decirme lo que ha ocurrido ni lo que le hace sufrir.

Mi tía, muy pálida y con arrugas profundas en su frente, permanecía inmóvil escuchándome; algunas lágrimas extra­viadas corrían por sus mejillas, y puso su mano en la mía.

—No es nada, Trot; no es nada. Ya ha terminado todo, y lo sabrás un día de estos. Ahora, Agnes, querida mía, vamos a dedicamos a estos asuntos.

—Tengo que hacer justicia a míster Micawber —empezó Traddles— diciendo que, aunque parece que para sí mismo no ha conseguido trabajar con éxito, es el hombre más in­cansable cuando trabaja para los demás. Nunca he visto cosa semejante. Si siempre ha hecho lo mismo, a mi juicio, es como si tuviera ya doscientos años. El calor con que lo ha hecho todo y el modo impetuoso con que ha estado exca­vando noche y día entre papeles y libros, sin contar el in­menso número de cartas suyas que han venido a esta casa desde la de míster Wickfield; y a veces hasta de un lado a otro de la mesa en que estábamos sentados, cuando le hu­biera sido más cómodo hablar, es extraordinario.

—¿Cartas? —exclamó mi tía—. ¡Yo creo que sueña con cartas!

—También míster Dick —dijo Traddles— ha hecho ma­ravillas. Tan pronto como le descargamos de observar a Uriah Heep, cosa que hizo con un celo que nunca vi exce­dido,empezó a dedicarse a míster Wickfield; y realmente, su ansia de ser útil en nuestras investigaciones, y su verdadera utilidad en extraer y copiar, y traer y llevar, han sido un estímulo para nosotros.

—Dick es un hombre muy notable —exclamó mi tía—; yo siempre lo he dicho. Trot, tú lo sabes.

—Me alegra mucho decirle, miss Wickfield —continuó Traddles, con una delicadeza y seriedad conmovedoras—, que, en su ausencia, míster Wickfield ha mejorado conside­rablemente. Libertado del peso que le agobiaba desde hacía tanto tiempo, y de los horribles temores bajo los que ha vi­vido, ahora no es el mismo de antes. A veces hasta recobraba su fuerza mental para concentrar su memoria y atención en algunos puntos del asunto; y ha podido ayudamos a esclare­cer algunas cosas que sin su ayuda habrían sido muy difíci­les, si no imposibles, de desenredar. Pero quiero llegar cuanto antes al resultado, en lugar de charlar de todas las circunstancias que he observado, pues si no, no acabaría nunca.

Su sencillez dejaba traslucir que decía todo aquello para ponernos contentos y preparar a Agnes a oír nombrar a su padre en cosas más confidenciales; pero no por eso era me­nos agradable su naturalidad.

—Ahora vamos a ver —continuó Traddles mirando entre los papeles de la mesa—. Después de saber con lo que con­tamos, y de haber contado en primer lugar con una cantidad grande de confusión involuntaria, y en segundo con una con­fusión y falsificación voluntarias, queda demostrado que míster Wickfield puede cerrar ahora su negocio y su notaría sin ningún déficit ni desfalco.

—¡Oh, gracias, Dios mío! —exclamó Agnes con fervor.

—Pero —dijo Traddles— lo que quedaría entonces para subvenir a sus necesidades (y al decir esto supongo la casa ya vendida) sería tan exiguo, que probablemente no excede­ría a unos cientos de libras. Por lo tanto, miss Wickfield, convendría reflexionar si no se podría conservar la notaría abierta. Sus amigos podrían aconsejarle, ya sabe usted, ahora que está libre. Usted misma, miss Wickfield, Copper­field, yo.

—Ya lo he pensado, Trotwood —dijo Agnes mirán­dome—, y siento que no debe ser, y que no será, aunque me lo aconseje un amigo a quien agradezco y debo tanto.

—No diré que te he aconsejado —observó Traddles—. Me parecía bien sugerirlo nada más.

—Me alegra el oírselo decir —contestó Agnes con tranqui­lidad—; esto me hace esperar, casi me da la seguridad de que opinamos del mismo modo. Querido míster Traddles y que­rido Trotwood, papá libre y con honra, ¡qué más puedo desear! Siempre he aspirado, de poder ser, a disminuir los embrollos en que se había metido, a devolverle un poco de los cuidados y cariños que le debo, y dedicarle mi vida. Esta ha sido durante muchos años mi mejor esperanza. Tener la responsabilidad de nuestro porvenir sobre mí será mi segunda gran alegría des­pués de librarle de toda preocupación y responsabilidad.

—¿Has pensado cómo, Agnes?

—Muchas veces. No tengo miedo, querido Trotwood. Es­toy segura del éxito. Tanta gente me conoce aquí y me apre­cia, que estoy segura. No dudes de mí. Nuestras necesidades no son muchas. Si alquilo nuestra querida y vieja casa, y pongo una escuela, seré útil y feliz.

El fervor tranquilo de su alegre voz me trajo a la memoria tan vivamente la querida casa vieja primero, y luego mi ho­gar solitario, que mi corazón estaba demasiado lleno para poder hablar. Traddles hizo como que estaba muy ocupado, buscando entre los papeles durante un rato.

—Ahora, miss Trotwood —dijo Traddles—, esa propie­dad es suya.

—¡Bueno! Lo que tengo que decir es que si desapareció puedo sobrellevarlo, y que si aun existe, me alegraré mucho de recobrarla.

—En su origen creo que eran ocho mil libras —dijo Traddles.

—Eso era —contestó mi tía.

—No he conseguido encontrar más de cinco —dijo Traddles, perplejo.

—¿Miles quiere usted decir —inquirió mi tía con com­postura nada vulgar—, libras?

—Cinco mil libras —dijo Traddles.

—Eso es lo que quedaba —contestó mi tía—. Yo misma vendí tres mil; pagué mil por tus cosas, Trot querido, y llevo conmigo las otras dos mil. Cuando perdí lo demás me pare­ció prudente no hablar de esta cantidad y guardarla en se­creto para algún día de apuro. Quería ver cómo saldrías de la prueba, Trot; saliste de ella noblemente, con perseverancia, abnegación, confiando en ti mismo. ¡Lo mismo se ha portado Dick! ¡No me hablen, porque tengo los nervios alterados!

Nadie lo hubiera creído viéndola tan tiesa, sentada, con los brazos cruzados; pero es que se dominaba maravillosamente.

—Pues no saben lo que me alegro decirles —exclamó Traddles radiante de alegría— que hemos recobrado todo el dinero.

—Que nadie me dé la enhorabuena —exclamó mi tía—. ¿Y cómo es eso, caballero?

—¿Usted creía que míster Wickfield lo había malver­sado? —dijo Traddles.

—Claro que lo creía —dijo mi tía—, y por eso me lo ca­llaba. Agnes, ni una palabra.

—Y se vendió —dijo Traddles—, ¡vaya si se vendió!, en virtud de un poder suyo que él tenía; pero no necesito decir por quién fue vendido o bajo qué firma. Luego el vendedor lo fingió a míster Wickfield (y probó con números el muy canalla) que él mismo se había apoderado del dinero (dán­dole instrucciones generales, decía) para ocultar otros defi­cits y deudas. Míster Wickfield, desamparado, fue tan débil en sus manos, que llegó a pagarle a usted varias cantidades de intereses de un capital que sabía que no existía, hacién­dose así, desgraciadamente, cómplice del fraude.

—Y por fin cargó con toda la culpa —añadió mi tía—, y me escribió una carta loca, culpándose de robo y maldades que nadie puede imaginar. Entonces fui a visitarle una ma­ñana temprano, pedí una vela, quemé la carta y le dije que si alguna vez podía justificarse ante mí y ante sí mismo, que lo hiciera, y que si no podía, se callara por amor a su hija. Si al­guien me habla, me marcho ahora mismo.

Todos nos quedamos silenciosos; Agnes se tapaba la cara.

—Bien, amigo mío —dijo mi tía después de una pausa—, ¿y por fin le ha vuelto usted a sacar el dinero?

—El hecho es —contestó Traddles— que míster Micaw­ber le había cercado de tal modo, que tenía siempre prepara­dos argumentos nuevos por si alguno fallaba, y no se nos pudo escapar. Una de las circunstancias más notables es que no creo que se apoderara de la cantidad por satisfacer su ava­ricia desordenada, sino más bien por el odio que sentía con­tra Copperfield. Me lo dijo claramente. Dijo que hubiese gastado otro tanto por hacer daño a Copperfield.

—¡Ah! —exclamó mi tía frunciendo su entrecejo y mi­rando hacia Agnes—. ¿Y qué ha sido de él?

—No lo sé —dijo Traddles—. Se marchó de aquí con su madre, que no había cesado de clamar, descubrirse y amena­zarnos. Se marcharon en una de las diligencias de la noche, y ya no he vuelto a saber de él, excepto que su odio hacia mí al despedimos fue inmenso. Se considera poco más o menos tan deudor contra mí como contra míster Micawber, lo que considero (como se lo dije) un cumplido.

—¿Supones que tendrá algún dinero, Traddles? —pre­gunté.

—Creo que sí, querido —contestó, sacudiendo muy serio la cabeza— Estoy seguro de que, de un modo o de otro, se ha metido en el bolsillo buenas cantidades. Pero, Copper­field, creo que si pudieras observar a ese hombre en el trans­curso de su vida, verías que el dinero no le impedirá que sea dañino. Es tan profundamente hipócrita, que cualquier fin que persiga tiene que perseguirlo por caminos torcidos. Es su única compensación, por lo que se domina exteriormente. Como siempre se arrastra para conseguir cualquier fin pe­queño, siempre le parece monstruoso cualquier obstáculo que halle en su camino; en consecuencia, odiará y sospe­chará de todo el mundo que se coloque, del modo más ino­cente, entre él y su objetivo. Así, los caminos tortuosos se volverán más torcidos en cualquier momento y por cualquier razón o por ninguna. No hay más que fijarse en su historia de aquí —dijo Traddles— para saberlo.

—Es un monstruo de mezquindad —dijo mi tía.

—Realmente, no sé —observó Traddles pensativo—. Cualquiera puede ser un monstruo de mezquindad propo­niéndoselo.

—Y ahora, respecto a míster Micawber... —dijo mi tía.

—Bien —dijo Traddles alegremente—. Debo una vez más alabar a míster Micawber, pues si no hubiera sido por su paciencia y perseverancia durante todo este tiempo nunca hubiese conseguido nada que mereciese la pena; y creo que debemos considerar que mister Micawber ha hecho el bien por amor a la justicia, si consideramos las condiciones que podía haberle propuesto a Uriah Heep por su silencio.

—Lo mismo pienso yo —dije.

—Y usted ¿qué le daría? —insistió mi tía.

—¡Oh! Antes de tratar de esto —dijo Traddles, un poco desconcertado— temo haber omitido (como no podía expo­ner todo a un tiempo) dos puntos al hacer este arreglo ilegal (porque es perfectamente ilegal desde el principio hasta el fin) de un negocio difícil. Las letras y demás que mister Mi­cawber le dio por los adelantos a Uriah...

—Bien. Hay que pagarlos —dijo mi tía.

—Sí; pero no sé cuándo se podrán encontrar, no sé dónde estarán —contestó Traddles abriendo los ojos—; y les ad­vierto que desde ahora hasta su marcha se verá arrestado constantemente y puesto en la prisión por deudas.

—Pues habrá que ponerlo en libertad cada vez y pagar lo que sea —dijo mi tía—. ¿A cuánto asciende el total?

—Mister Micawber tiene apuntadas en un libro, con el mayor orden, todas las operaciones (las llama operaciones) —comentó Traddles sonriendo—, y la suma total asciende a ciento tres libras y cinco chelines.

—¿Y qué le daríamos además, incluyendo esa suma? —dijo mi tía— Agnes, querida mía, tú y yo hablaremos des­pués de repartírnoslo. ¿Cuánto le daremos? ¿Quinientas li­bras?

A esto Traddles y yo contestamos a un tiempo. Los dos recomendábamos una pequeña cantidad en dinero, y el pago, sin condiciones, de las reclamaciones de Uriah según fueran viniendo. Propusimos que se pagara a la familia el pasaje y los gastos y que se les diera cien libras, y también que se de­bía atender con seriedad a los arreglos de míster Micawber para el pago de los adelantos, ya que el suponerse bajo una responsabilidad así podia ser beneficioso para él. A esto añadí la idea de dar explicaciones de su carácter a historia a mister Peggotty, en quien yo sabía que se podía confiar, y dejar a su discreción el poderle adelantar otras cien libras. Luego propusimos interesar a míster Micawber por mister Peggotty, contando a aquel parte de la historia de este, lo que yo creyera justo y conveniente, a intentar que cada uno de ellos ayudara al otro para su beneficio común. Todos es­tábamos de acuerdo en ello, y también los interesados lo hi­cieron poco después, con una muy buena voluntad y en per­fecta armonía.

Viendo que Traddles volvía a mirar con ansiedad a mi tía, le recordé el segundo y último punto que había prometido.

—Tú y tu tía me disculparéis, Copperfield, si toco, como temo, un asunto doloroso —dijo Traddles vacilando—; pero creo necesario recordároslo. El día de la memorable denun­cia de míster Micawber, Uriah Heep hizo una alusión ame­nazadora al marido de tu tía.

Mi tía, manteniéndose en su tiesa postura y aparente sere­nidad, asintió con la cabeza.

—Quizá —observó Traddles— fuera sólo una imperti­nencia voluntaria.

—No —contestó mi tía.

—¿Existía, perdóneme, de verdad esa persona y estaba en su poder? —insinuó Traddles.

—Sí, amigo mío —dijo mi tía.

A Traddles se le alargó la cara perceptiblemente y explicó que no había podido tocar aquel asunto; que había compar­tido la suerte de las habilidades de míster Micawber al no ser comprendido en cuantos términos había usado; que ya no teníamos ninguna autoridad sobre Uriah Heep, y que si nos podía hacer a cualquiera de nosotros algún daño o cau­sarnos alguna molestia, nos lo haría seguramente.

Mi tía permaneció inmóvil hasta que otra vez algunas lá­grimas rebeldes rodaron por sus mejillas.

—Tiene usted razón —dijo, Estaba bien pensado el alu­dir a ello.

—¿Podernos Copperfield o yo hacer algo? —preguntó Traddles suavemente.

—Nada —dijo mi tía—. Muchísimas gracias, Trot, que­rido mío. ¡Era una amenaza vana! ¡Que vuelvan míster y mistress Micawber, y que ninguno de vosotros me hable!

Al decir esto se arregló su traje y se sentó, con su porte erguido, mirando hacia la puerta.

—Bien, míster y mistress Micawber —dijo mi tía cuando entraron—. Hemos estado discutiendo su emigración, y les pedimos mil perdones por haberlos tenido fuera durante tanto rato; y ahora les diré las condiciones que les proponemos.

Les explicó todo, para satisfacción indudable de toda la familia; y como los niños estaban presentes, se despertaron en míster Micawber sus costumbres puntillosas en cuestio­nes de deudas, y no pudimos disuadirle de salir corriendo, con alegría, a comprar pólizas para sus pagarés. Pero su alegría recibió un gran golpe. A los cinco minutos volvió, cus­todiado por un oficial del sheriff, informándonos, con un diluvio de lágrimas, de que todo se había perdido. Noso­tros, que estábamos preparados a esto, que era, natural­mente, un procedimiento de Uriah Heep, pagamos ense­guida, y al momento ya estaba míster Micawber, sentado ante la mesa, llenando el papel sellado con esa expresión de perfecta alegría que sólo esta ocupación y el hacer ponche podían prestar a su reluciente cara. Era graciosísimo verle trabajar en sus pólizas con la delicadeza de un artista, reto­cándolas como si fueran estampas, mirándolas de lado y re­cogiendo en su cuaderno de bolsilo apuntes de fechas y can­tidades y contemplándolas al terminar, muy convencido de su precioso valor.

—Ahora, lo mejor que puede usted hacer, caballero, si me penmite aconsejarle —dijo mi tía después de observarle en silen­cio—, es renunciar para siempre a esta clase de ocupaciones.

—Señora —contestó míster Micawber—, mi intención es consultar este voto en la página virgen del futuro. Mistress Micawber lo atestiguará. Confío —dijo míster Micawber so­lemnemente— en que mi hijo Wilkins se acordará siempre de que es infinitamente mejor poner el puño en el fuego que usarlo para manejar las serpientes que han envenenado la sangre y la vida de su desgraciado padre.

Profundamente afectado y transformado en un momento en la imagen de la desesperación, míster Micawber miraba a las serpientes con una cara de aborrecimiento horroroso (en el que no se dejaba traslucir su no muy antigua admiración); después dobló el papel y se lo metió en el bolsillo. Esto ter­minó los asuntos de la tarde. Estábamos cansados y tristes, y mi tía y yo teníamos que volver a Londres al día siguiente. Se había decidido que los Micawber nos seguirían después de efectuar la venta de sus cosas a algún corredor—, que los negocios de míster Wickfield debían llegar a un arreglo con la prisa conveniente y bajo la dirección de Traddles, y que mientras estos negocios estaban pendientes Agnes vendría también con nosotros a Londres. Pasamos la noche en la casa vieja, que, libre de la presencia de los Heeps, parecía curada de una enfermedad. Dormí en mi antigua habitación como un náufrago aventurero que vuelve a su hogar.

Al día siguiente volvimos a casa de mi tía (no a la mía), y cuando estábamos sentados solos, como antiguamente, antes de acostamos, me dijo:

—Trot, ¿quieres de veras saber lo que últimamente me ha preocupado?

—Ya lo creo, tía. Si ha habido algún tiempo en que he querido compartir tus penas y tus ansiedades, es ahora.

—Bastantes penas has tenido ya, niño —me contestó ca­riñosamente—,sin necesidad de aumentarlas con las mías. No había más motivo que este para que te las ocultara.

—Lo sé —dije—; pero, cuéntamelas ahora.

—¿Quieres acompañarme mañana? Saldremos en coche —me dijo mi tía.

—¡Claro que sí!

—¡A las nueve! —dijo ella—. Y entonces te lo contaré, hijo mío.

A la mañana siguiente, a las nueve, salimos en el coche y nos dirigimos a Londres. Paseamos en coche entre calles mucho rato hasta que llegamos a una en que están los gran­des hospitales. Junto al edificio había un coche fúnebre sen­cillo. El cochero reconoció a mi tía, y obedeciendo a una seña que por la ventanilla le hizo mi tía, echó a andar despa­cio. Nosotros le seguíamos.

—¿Lo comprendes ahora, Trot? —dijo mi tía—. ¡Se fue!

—¿Murió en el hospital?

—Sí.

Estaba inmóvil a mi lado; pero otra vez volví a ver las lá­grimas rebeldes correr por sus mejillas.

—Primero volvió a verme —dijo mi tía—. Llevaba bas­tante tiempo enfermo; era un hombre destrozado, roto, estos últimos años. Cuando supo el estado en que estaba pidió que me llamaran. Estaba arrepentido, muy arrepentido.

—¡Y tú fuiste, tía; lo sé!

. —Fui. Y estuve con él varias veces.

—¿Y se murió la noche anterior a nuestro viaje a Canter­bury? —le dije.

Mi tía afirmó con la cabeza.

—Nadie le puede hacer daño ahora —dijo—. Era una amenaza vana.

Salimos de la ciudad, y llegamos al cementerio de Hom­sey.

—Mejor aquí que entre calles —dijo mi tía—. Aquí na­ció.

Bajamos, y seguimos al féretro sencillo a un rincón que recuerdo muy bien, donde leyeron las oraciones del ritual y le cubrieron de tierra.

—Hoy hace treinta y seis años, querido mío —dijo mi tía cuando volvíamos al coche—, que me casé. ¡Dios nos per­done a todos!

Nos sentamos en silencio, y así seguimos mucho rato, con su mano en la mía. Por fin se echó a llorar y dijo:

—Era un hombre muy guapo cuando me casé con él, Trot. ¡Ahora había cambiado tanto!

Después del alivio de las lágrimas, se serenó pronto y hasta estuvo alegre.

—Estoy mal de los nervios —me dijo—; por eso me he dejado llevar por mi pena. ¡Que Dios nos perdone a todos!

Volvimos a su casa de Highgate, donde encontramos la si­guiente carta, de míster Micawber, que había llegado en el correo de la mañana:

«Canterbury.

Mi querida señora, y Copperfield: La tierra prometida que brillaba hace poco en el horizonte está otra vez envuelta en niebla impenetrable y desaparece para siempre a los ojos de un infeliz que va a la deriva y cuya sentencia está sellada.

Una nueva orden ha sido dada (en el Tribunal Su­premo de Su Majestad, en King's Bench Westminster) sobre la causa de Heep y Micawber, y el demandado de esta causa es la presa del sheriff, que tiene legal ju­risdicción en esta bailía.

Ahora es el día, y ahora es la hora;

ved el frente de la batalla más bajo,

ved acercarse el poder de Eduardo el vanidoso.

¡Cadenas y esclavitud!

Por consiguiente, y para un fin rápido (porque la tortura mental sólo se puede soportar hasta cierto punto, al que siento que he llegado) mi carrera du­rará poco. ¡Los bendigo, los bendigo! Algún viajero futuro, que visite por curiosidad, y espero que tam­bién por simpatía, el sitio que dedican en esta ciu­dad a los deudores, confío en que reflexionará cuando vea en sus muros, inscritas con un clavo mo­hoso,

Las oscuras iniciales

W M.

P S. —Vuelvo a abrir esta carta para decirles que nues­tro común amigo míster Thomas Traddles (que aún no nos ha dejado y que sigue muy bien) ha pagado la deuda y cos­tes en nombre de la noble miss Trotwood, y que yo mismo y mi familia estamos en la cúspide de la felicidad hu­mana. »

CAPÍTULO XV. LA TEMPESTAD

Me acerco ahora a un suceso de mi vida, tan horrible, tan inolvidable, tan ligado a todo lo que llevo relatado en estas páginas, que desde el principio de mi narración lo he visto irse levantando como una torre gigantesca en la llanura, y dar sontbra anticipada hasta a los menores incidentes de mi niñez.

Muchos años después de ocurrido todavía soñaba con ello. Me impresionó tan vivamente, que aún ahora me pa­rece que atruena mi tranquila habitación, en noches de calma, y sueno con ello, aunque cada vez con intervalos in­seguros y más largos. Lo asocio en mi memoria con el viento tormentoso y con la playa, tan íntimamente, que no puedo oírlos mencionar sin acordarme de ello.

Lo vi tan claramente como intentaré describirlo. No nece­sito hacer memoria; lo tengo presente como si lo viera, como si volviera a suceder de nuevo ante mí.

Como se acercaba la fecha de la salida del barco, mi buena y vieja Peggotty vino a Londres a verme y a despe­dirse. Era nuestra primera entrevista después de mi desgra­cia, y la pobre tenía el corazón destrozado. Estuve constan­temente a su lado, con su hermano y con los Micawber (pues estaban casi siempre reunidos), pero nunca vi a Emily.

Una tarde, muy próxima ya su marcha, estando yo solo con Peggotty, y su hermano, nuestra conversación recayó sobre Ham. Peggotty nos contó la ternura con que se había despedido de ella y la tranquila virilidad, cada vez mayor, con que se había portado últimamente cuando a ella le pare­cía más puesto a prueba. Era un asunto sobre el que nunca se cansaba de hablar, y nuestro interés al oír los muchos ejemplos que podía relatar, pues estaba constantemente a su lado, igualaba al que ella tenía por contárnoslos.

Mi tía y yo habíamos abandonado las dos casas de High­gate; yo, porque me marchaba fuera, y ella, porque volvía a su casa de Dover; y teníamos una habitación provisional en Covent Garden. Cuando volvía hacia casa después de aque­lla conversación, reflexionando sobre lo que había pasado entre Ham y yo la última vez que estuve en Yarmouth, dudé entre mi primer proyecto de dejar una carta para Emily, a su tío, cuando me despidiera de él a bordo, o si sería mejor es­cribirla en aquel mismo momento. Pensaba que ella podía desear, después de recibida mi carta, mandar conmigo algu­nas palabras de despedida a su desgraciado enamorado, y en ese caso yo debía proporcionarle la ocasión.

Así es que antes de acostarme le escribí. Le decía que ha­bía estado con él y que me había pedido que le dijera lo que ya he escrito, en su lugar correspondiente, en estas páginas. Todo se lo contaba fielmente. Aunque hubiera tenido dere­cho para hacerlo, no veía la necesidad de aumentarlo. Su bondad profunda y su constante fidelidad no las podían adornar ni yo ni ningún otro hombre. Dejé la carta fuera, para que se la llevaran a la mañana siguiente, con unas letras para míster Peggotty, en las que le rogaba entregara la carta a Emily, y me metí en la cama, al amanecer

Estaba entonces más débil de lo que yo creía; y no pu­diendo conciliar el sueño sino hasta que el sol estuvo muy alto, seguí en la cama hasta muy tarde. Me despertó la presen­cia silenciosa de mi tía al lado de mi cama. La presentía en mi sueño, como supongo que todos presentimos estas cosas.

—Trot, querido mío —me dijo cuando abrí los ojos—. No me podía decidir a molestarte. Pero míster Peggotty está aquí. ¿Le digo que suba?

Le contesté que sí y apareció enseguida.

—Señorito Davy —dijo después de darme la mano—, le he dado su carta a Emily, y ella ha escrito esta y me ha pedido que le diga a usted que la lea, y que si no ve ningún mal en ello, tenga la bondad de entregársela a Ham.

—¿La ha leído usted? —le dije.

Asintió tristemente. Abrí la carta y leí lo que sigue:

«He recibido tu mensaje. ¡Oh! ¿Qué podría yo es­cribir para agradecer tu inmensa bondad conmigo?

He puesto esas palabras junto a mi corazón. Las guar­daré hasta que me muera. Son como espinas agudas, pero que reconfortan. He rezado sobre ellas; ¡he rezado tanto! Cuando veo tu que eres tú y lo que es el tío, pienso en lo que debe ser Dios, y me atrevo a llorar ante Él.

Adiós para siempre. Ahora, amigo mío, adiós para siempre en este mundo. En el otro, si Dios me perdona, podré despertarme como un niño a ir hacia ti.

Gracias, y bendito seas otra vez, ¡adiós!»

Estaba emborronada con lágrimas.

—¿Puedo decir a Emily que, como no ve usted ningún mal en ello, tendrá la bondad de encargarse de ella, señorito Davy? —dijo míster Peggotty cuando terminé de leerla.

—Naturalmente —dije—; pero estoy pensando...

—¿Qué, señorito Davy?

—Estoy pensando —dije— que voy a volver a Yarmouth. Hay tiempo de sobra para ir y volver antes de que salga el barco. No hago más que acordarme de él en su soledad. Así, le pongo ahora en las manos esta carta, y usted puede decirle que la ha recibido; será una buena acción para los dos. Estoy in­tranquilo; el movimiento me distraerá. Iré esta misma noche.

A pesar de que trató de disuadirme, vi que era de mi opi­nión, y si hubiera necesitado que afirmaran mi intención, lo hubiese conseguido. Le encargué que fuera a la oficina de la diligencia y tomase un asiento en el pescante, para mí. Al anochecer salí por la carretera que había recorrido bajo tan­tas vicisitudes.

—¿No cree usted —pregunté al cochero en cuanto sali­mos de Londres— que el cielo está muy extraño? No me acuerdo haberlo visto nunca así.

—Ni yo —contestó—. Eso es viento, señor. Habrá des­gracias en el mar, me parece...

Estaba el cielo en una sombría confusión, manchado aquí y allí de un color parecido al del humo de un combustible como fuel; las nubes, que, volando, se amontonaban en las montañas más altas, fingían alturas mayores en las nubes, y bajo ellas una profundidad que llegaba a lo más hondo de la tierra; la luna salvaje parecía tirarse de cabeza desde la al­tura como si en aquel disturbio terrible de las leyes de la na­turaleza hubiera perdido su camino y tuviera miedo. Había hecho aire durante todo el día; pero entonces empezó a arre­ciar, con un ruido horrible. Aumentaba por momentos, y el cielo también estaba cada vez más cargado.

Según avanzaba la noche, las nubes se cerraban y se ex­tendían densas sobre el cielo, ya muy oscuro, y el viento so­plaba cada vez con más fuerza. Los caballos apenas si po­dían seguir. Muchas veces, en la oscuridad de la noche (era a fines de septiembre, cuando las noches son largas), los que iban a la cabeza se volvían o se paraban, y temíamos que el coche fuera derribado por el viento.

Ráfagas de lluvia llegaron antes que la tormenta, azotán­donos como si fueran chaparrones de acero; y en aquellos momentos no había ni árboles ni muros donde guarecerse, y nos vimos forzados a detenernos, en la imposibilidad de continuar la lucha.

Cuando amaneció, el viento seguía arreciando. Yo había estado en Yarmouth cuando los marinos decían que «sopla­ban los cañones»; pero nunca había visto nada semejante ni que se le acercara. Llegamos a Ipswich tardísimo, habiendo tenido que luchar por cada pulgada de terreno que ganába­mos, desde diez millas fuera de Londres, y encontramos en la plaza un grupo de gente que se había levantado de la cama por miedo a que se derrumbasen las chimeneas. Algunas de estas gentes se reunieron en el patio de la posada mientras cambiábamos de caballos, y nos contaron que el viento había arrancado grandes láminas de plomo de la torre de una igle­sia, y que habían caído en una cane cercana, cerrando el paso por completo. Otros contaban que unos aldeanos que venían de pueblos cercanos habían visto árboles grandes arrancados de raíz y cuyas ramas cubrían los caminos y el campo. Pero la tormenta no amainaba, sino que cada vez era más fuerte.

Según íbamos avanzando hacia el mar, de donde venía el viento, su fuerza era cada vez más terrible. Mucho antes de ver el mar nos mojamos con su agua salada y con su espuma. El agua había invadido kilómetros y kilómetros del terreno llano que rodea Yarmouth, y cada arroyuelo se salía de su cauce y se unía a otros un poco mayores. Cuando llegamos a ver el mar, las olas en el horizonte, vistas de vez en cuando sobre los abismos que se ahondaban, parecían las torres y las construcciones de otra costa cercana. Cuando por fin lle­gamos a la ciudad, la gente salía a las puertas de las casas, con los cabellos erizados por el viento, y se maravillaba de que la diligencia hubiera podido llegar con semejante noche.

Bajé en la posada vieja, y enseguida, dando tropezones por la calle, que estaba sembrada de arena y algas y volan­deros copos de espuma, temiendo que me cayeran encima tejas o pizarras, y agarrándome a la gente que encontraba, me fui a ver el mar. Al llegar a la playa vi no sólo a los mari­neros, sino a medio pueblo, que estaba allí, refugiado detrás de unas construcciones; algunos, desafiando la furia de la tormenta, miraban mar adentro; pero al momento tenían que volver a guarecerse haciendo verdaderos zigzag para que el viento no los empujara.

Uniéndome a aquellos grupos vi mujeres que se asusta­ban y lloraban porque sus maridos estaban en la pesca del arenque y de ostras, y pensaban, con razón, que los botes podían haberse ido a pique antes de encontrar puerto. Entre la gente había marinos viejos, curtidos en su oficio, que sa­cudían la cabeza mirando al mar y al cielo, y hablándome entre dientes; amos de barcos, excitados y violentos; hasta lobos de mar preocupados mirando con ansiedad desde sus cobijos y fijando en el horizonte sus anteojos como si obser­varan las maniobras de un enemigo.

Cuando ya no me confundió ni el ruido horroroso de la tormenta, ni las piedras y la arena que volaban, y me fui acostumbrando al viento cegador, pude mirar al mar, que es­taba grandioso. Cuando se levantaban las enormes montañas de agua para derrumbarse desde lo más alto, parecía que la más pequeña podría tragarse la ciudad entera. Las olas, al retroceder con un ronco rugido, socavaban profundas caver­nas en la arena, como si se propusieran minar la tierra para su destrucción. Y cuando, coronadas de espuma, se rompían antes de llegar a la orilla, cada fragmento parecía poseído por toda su cólera y se precipitaba a componer otro nuevo monstruo. Colinas ondulantes se transformaban en valles; de valles ondulantes (con alguna gaviota posada entre ellos) surgían colinas; enormes masas de agua hacían retemblar la playa con su horroroso zumbido; cada ola, tan pronto como estaba hecha, tumultuosamente cambiaba de sitio y de forma, para tomar al lugar y la forma de otra a la que vencía; la otra costa, imaginada en el horizonte, con sus grandes to­rres y construcciones, subía y bajaba sin cesar; las nubes bai­laban vertiginosas danzas; me parecía que presenciaba una rebelión de la naturaleza.

Al no encontrar a Ham entre las gentes que había reunido aquel vendaval memorable (porque aún lo recuerdan por allí como el viento más fuerte que soplara nunca en la costa) me fui a su casa. Estaba cerrada, y como nadie contestó a mi lla­mada, me fui por los caminos de detrás al astillero donde trabajaba. Allí me dijeron que se había ido a Lowestoft para hacer algunas reparaciones que habían requerido su talento, pero que volvería a la mañana siguiente.

Volví a la posada, y después de lavarme y arreglarme traté de dormir; pero era en vano. Eran las cinco de la tarde. No había estado sentado ni cinco minutos junto al fuego, cuando el camarero que vino a atizarlo (una disculpa para charlar) me dijo que dos barcos carboneros se habían ido a pique con toda su gente a unas pocas millas, y que otros barcos estaban luchando contra el temporal en gran peligro de estrellarse contra las rocas. «Que Dios los perdone —dijo—, si tene­mos otra noche como la última. »

Estaba muy deprimido, muy solo, y me turbaba la idea de que Ham no estuviera en su casa. Los últimos sucesos me habían afectado seriamente, sin que yo supiera hasta qué punto, y el haber estado expuesto a la tormenta durante tanto tiempo me había atontado la cabeza. Estaban tan embrolla­das mis ideas, que había perdido la norma del tiempo y la distancia. De modo que no me hubiera sorprendido nada en­contrarme por aquellas calles con personas que yo sabía que tenían que estar en Londres. Había en mi mente un vacío ex­traño respecto a estas ideas; pero mi memoria estaba muy ocupada con los recuerdos claros y vivos que este lugar des­pertaba en mí.

Estando en aquel estado, sin ningún esfuerzo de voluntad, combiné lo que me acababa de contar el camarero con mis extraños temores acerca de Ham. Me temía su vuelta de Lo­westoft por mar, y su naufragio. Esta idea creció en mí de tal manera que resolví volver al astillero antes de comer y pre­guntar al botero si creía que había alguna probabilidad de que Ham volviera por mar, y, si me dejaba alguna duda, obli­garle a venir por tierra yendo a buscarle.

Ordené aprisa la comida y volví al astillero con toda opor­tunidad, porque el botero, con una lintema en la mano, estaba cerrando la entrada. Casi se rio cuando le hice mi pregunta, y me contestó que no había miedo de que ningún hombre en sus cabales saliera a la mar con semejante galerna, y menos que nadie Ham Peggotty, que había nacido para marino.

Tranquilizado con esto y casi avergonzado de haberlo pre­guntado, volví a la posada. Si un vendaval como aquel podía aumentar, creo que entonces estaba aumentando. El rechinar de ventanas y puertas, el aullido del viento dentro de las chi­meneas, el aparente temblor de la casa misma que me cobi­jaba y el prodigioso tumulto del mar eran más tremendos que por la mañana. Además, había que añadir la oscuridad, que invadía todo con nuevos terrores, reales a imaginarios.

No podía comer, no podía estar sentado, no podía prestar una atención continuada a nada. Algo dentro de mí, contes­tando débilmente a la tormenta exterior, revolvía lo más pro­fundo de mi memoria, confundiéndola. Sin embargo, en el atropello de mis pensamientos, que corrían, como salvajes, al compás del mar, la tormenta y mi preocupación por Ham me angustiaban de un modo latente.

Se llevaron la comida sin que casi la probara. Intenté re­frescarme con un vaso o dos de vino; pero fue inútil. Me amodorré junto al fuego, sin perder del todo la consciencia ni de los ruidos de fuera ni de donde me encontraba. Pronto se oscurecieron por un nuevo a indefinible horror, y cuando desperté (o mejor dicho, cuando sacudí la modorra que me sujetaba en mi silla) todo mi ser temblaba de un miedo sin objeto a inexplicable.

Me paseé de arriba abajo; intenté leer un periódico viejo; escuché los ruidos horribles de fuera; me entretuve viendo escenas, casas y cosas en el fuego. Por fin, el tranquilo tictac de un reloj que había en la pared me atormentó de tal modo que resolví irme a la cama.

Me tranquilizó un poco el oír decir que algunos de los criados de la posada habían decidido no acostarse aquella noche.

Me fui a la cama excesivamente cansado y aburrido; pero en el momento que me acosté todas estas sensaciones desa­parecieron como por encanto, y estaba perfectamente des­pierto y con todos los sentidos aguzados.

Horas y horas estuve oyendo al viento y al agua, imagi­nándome que oía gritos en el mar; tan pronto disparaban ca­ñonazos como oía derrumbarse las caws de la ciudad. Me levanté varias veces y miré fuera; pero nada podía ver, ex­cepto el reflejo de la vela que había dejado encendida, y mi propia cara hosca, que me miraba reflejándose en lo negro del cristal de la ventana.

Por último, mi nerviosidad llegó a tal punto, que me vestí precipitadamente y bajé. En la gran cocina, donde distinguía las ristras de ajos y los jamones colgando de las vigas, los que estaban de guardia se habían reunido en varias actitudes alrededor de una mesa que habían corrido a propósito hacia la puerta. Una muchachita muy bonita, que tenía los ojos ta­pados con el delantal y los ojos fijos en la puerta, se puso a chillar cuando entré, creyendo que era un espíritu; pero los demás, que tenían más sangre fría, se alegraron de que me uniera a su compañía. Uno de ellos, refiriéndose a lo que habían estado discutiendo, me preguntó que si creía que las al­mas de la tripulación de los carboneros que se habían ido a pique estarían en la tormenta.

Estuve allí unas dos horas.

Una vez abrí la puerta del patio y miré a la calle, vacía. Las algas, la arena y los copos de espuma seguían arrastrán­dose, y tuve que pedir ayuda para conseguir cerrar la puerta contra el viento.

Cuando por fin volví a mi cuarto oscuro y solitario estaba tan cansado que me metí en la cama y me quedé profunda­mente dormido. Sentí como si me cayera de una alta torre a un precipicio, y aunque soñé que estaba en sitios muy distintos y veía otras escenas, en mi sueño oía soplar al vendaval. Por fin perdí este pequeño lazo que me unía con la realidad y soñé que estaba con dos amigos míos muy queridos, pero que no sé quienes eran, en el sitio de una ciudad rodeada de cañonazos.

El ruido del cañón era tan fuerte a incesante, que no podía oír una cosa que estaba deseando oír, hasta que, haciendo un gran esfuerzo, me desperté. Estábamos en pleno día, entre ocho y nueve de la mañana; la tormenta atronaba en lugar de las baterías, y alguien me llamaba dando golpes en la puerta.

—¿Qué pasa? —grité.

—¡Un naufragio muy cerca!

Salté de la cama y pregunté:

—¿Qué naufragio?

—Una goleta española o portuguesa, cargada con fruta y vinos. Dése prisa si quiere verlo. Creo que está cerca de la playa y que se hará pedazos muy pronto.

La voz excitada se alejaba alborotando por la escalera; me vestí lo más aprisa que pude y corn a la calle.

Un público numeroso estaba allí antes de que yo llegara, todos corriendo en la misma dirección a la playa. Corrí yo también, adelantando a muchos, y pronto llegué frente al mar enfurecido.

Puede que el viento hubiera amainado un poco, pero tan poco como si en el cañoneo con que yo soñaba, que era de cientos de cañones, hubieran callado una media docena de ellos. Pero el mar, que tenía sumada toda la agitación de la noche, estaba infinitamente más terrible que cuando yo lo había dejado de ver. Parecía como si se hubiera hinchado, y la altura donde llegaban las olas, y cómo se rompían sin ce­sar, aumentando de un modo espantoso.

Entre la dificultad de oír nada que no fuera viento y olas, y la inenarrable confusión de las gentes, y mis primeros es­fuerzos para mantenerme contra el huracán, estaba tan atur­dido que miré al mar para ver el naufragio, y no vi más que las crestas de espuma de las enormes olas.

Un marinero a medio vestir, que estaba a mi lado, me apuntaba hacia la izquierda con su brazo desnudo (que tenía el tatuaje de una flecha en esa misma dirección). Entonces; ¡cielo santo!, lo vi muy cerca, casi encima de nosotros.

Tenía la goleta uno de los palos rotos a unos seis a ocho pies del puente, tumbado por encima de uno de los lados, enredado en un laberinto de cuerdas y velas; y toda esta ruina, con el balanceo y el cabeceo del barco, que eran de una violencia inconcebible, golpeaba el flanco del barco como si quisiera destrozarlo. Como que estaban haciendo esfuerzos aún entonces para cortarlos, y al volverse la go­leta, con el balance, hacía nosotros vi claramente a su tripu­lación, que trabajaba a hachazos, especialmente un mucha­cho muy activo, con el pelo muy largo y rizado, que sobresalía entre todos los demás.

Pero en aquel momento un grito enorme, que se oyó por encima del ruido de la tormenta, salió de la playa; el mar ha­bía barrido el puente, llevándose hombres, maderas, toneles, tablones, armaduras y montones de esas bagatelas dentro de sus olas bullientes.

El otro palo seguía en pie, con los trapos de su rasgada vela y un tremendo enredo de cordajes que le golpeaban en todos los sentidos. «La ha cabeceado por primera vez», me dijo roncamente al oído el marinero que estaba a mi lado; pero se alzó y volvió a cabecear. Me pareció que añadía que se estaba hundiendo, como era de suponer, porque los golpes de mar y el balanceo eran tan tremendos que ninguna obra humana podría soportarlos durante mucho tiempo. Mientras hablaba se oyó otro grito de compasión, que salía de la playa; cuatro hombres salieron a flote con los restos del barco, tre­pando por los aparejos del último mástil que quedaba; iba el primero el activo muchacho de cabellos rizados.

Había una campana a bordo; y mientras la goleta, como una criatura que se hubiera vuelto loca, furiosa cabeceaba y se bamboleaba, enseñándonos tan pronto la quilla como el puente desierto, la campana parecía tocar a muerte. Volvió a desaparecer y volvió a alzarse. Faltaban otros dos hombres. La angustia de las gentes de la playa aumentó. Los hombres gemían y se apretaban las manos; las mujeres gritaban vol­viendo la cabeza. Algunos corrían de arriba abajo en la playa, pidiendo socorro, cuando no se podía socorrer. Yo me encontraba entre ellos, implorando como loco, a un grupo de marineros que conocía, que no dejasen perecer a aquellas dos criaturas delante de nuestros ojos.

Ellos me explicaban con mucha agitación (no sé cómo, pues lo poco que oía no estaba casi en disposición de enten­derlo) que el bote salvavidas había intentado con valentía socorrerlos hacía una hora, pero que no pudo hacer nada; y como ningún hombre estaba tan desesperado como para arriesgarse a llegar nadando con una cuerda y establecer una comunicación con la playa, nada quedaba por intentar. En­tonces noté que se armaba un revuelo entre la gente, y vi adelantarse a Ham, abriéndose paso por entre los grupos.

Corrí hacia él (puede que a repetir mi demanda de soco­rro); pero aunque estaba muy aturdido por un espectáculo tan terrible y tan nuevo para mí, la determinación pintada en su rostro y en su mirada fija en el mar (exactamente la misma mirada que tenía la mañana después de la fuga de Emily) me hicieron comprender el peligro que corría. Le su­jeté con los dos brazos, implorando a los hombres con quie­nes había estado hablando que no le escucharan, que no co­metieran un asesinato, que no le dejaran moverse de la playa.

Otro grito se elevó de entre la multitud, y al mirar a los restos de la goleta vimos que la vela cruel, a fuerza de gol­pes, había arrancado al hombre que estaba más bajo, de los dos que quedaban, y envolvía de nuevo la figura activa que quedaba ya sola en el mástil.

Contra aquel espectáculo y contra la determinación de un hombre tranquilo, acostumbrado a imponerse a la mitad de la gente allí reunida, todo era inútil; lo mismo podía amena­zar al viento.

—Señorito Davy —me dijo apretándome las dos ma­nos—, si mi día ha llegado, es que ha llegado, y si no, pronto nos veremos. ¡Que Dios le bendiga y nos bendiga a todos! ¡Compañeros, preparadme, porque voy a salir!

Me arrastraron suavemente a alguna distancia, donde la gente me rodeó para no dejarme marchar, argumentándome que, puesto que se había propuesto socorrerle, lo haría con o sin ayuda de nadie, y que ya no hacía más que dificultar las precauciones que estaban tomando para su seguridad. No sé lo que les dije ni lo que me contestaron; pero vi hombres que trajinaban en la playa, y otros que corrían con las cuerdas de un cabrestante cercano, y se metían en un círculo de gentes que me lo escondían. Luego lo vi, en pie, solo, vestido con su traje de mar: con una cuerda en la mano o arrollada a la muñeca, otra alrededor de la cintura, que él mismo iba sol­tando al andar y en el extremo varios de los hombres más fuertes la sujetaban.

La goleta se hundía delante de nuestros ojos. Vi que se abría por el centro y que la vida del hombre sujeto al mástil pendía de un hilo nada más; pero él se agarraba fuertemente. Tenía puesto un extraño gorro rojo (no de mejor color que el de los marineros), y mientras las pocas tablas que le separa­ban del abismo se balanceaban y se doblaban, y la campana se anticipaba a tocar a muerto, todos le vimos hacemos señas con su gorro, y yo creí que me volvía loco, porque aquel gesto me trajo a la memoria el recuerdo de un amigo que me fue muy querido.

Ham, en pie, miraba al mar, solo, con el silencio de la respi­ración contenida; detrás de él, y ante él, la tormenta. Por fin, aprovechando una gran ola que se retiraba, miró a los que suje­taban la cuerda, para que la largasen, y se precipitó en el agua; en un momento se puso a luchar fieramente, subiendo con las colinas, bajando con los valles, perdido en la espuma y arras­trado a tierra por la resaca. Pronto le arriaron con la cuerda.

Se había herido. Desde donde estaba le vi la cara ensan­grentada; pero él no se fijaba en semejante cosa. Me pareció que daba algunas órdenes para que le dejaran los movimien­tos más libres (o por lo menos así lo juzgué yo al ver cómo accionaba) y otra vez volvió a lanzarse al agua.

Ahora se acercaba a la goleta, subiendo con las colinas, ca­yendo a los valles, perdido bajo la ruda espuma, traído hacia la playa, llevado hacia el barco, en una lucha muy dura y muy valiente. La distancia no era nada, pero la fuerza del mar y del viento hacían la contienda mortal. Por fin se acercó a la goleta. Estaba tan cerca ya, que con una de sus brazadas vigorosas hu­biera podido llegar y agarrarse; pero una montaña de agua verde altísima se abalanzó sobre él y el barco desapareció.

Vi algunos fragmentos arremolinados, como si sólo un to­nel se hubiera roto al ser rodado para cargarlo en algún barco. La consternación se pintaba en todos los semblantes. Lo sacaron del agua y lo trajeron hasta mis mismos pies in­sensible, muerto.

Se lo llevaron a la casa más cercana, y como ya nadie me prohibía que me acercase a él, me quedé probando todos los medios posibles para hacerle volver en sí; pero aquella ola terrible le había dado un golpe mortal, y su generoso cora­zón se había parado para siempre.

Cuando, después de haberlo intentado todo y perdida la última esperanza, estaba sentado junto a la cama, un pesca­dor que me conocía desde que Emily y yo éramos niños, murmuró mi nombre desde la puerta.

—Señorito Davy —me dijo, temblándole los labios y con lágrimas en su cara curtida, que entonces estaba de color ce­niza—, ¿quiere usted venir conmigo?

El antiguo recuerdo que había vuelto a mi memoria es­taba en su mirada. Me apoyé en el brazo que me tendía para sostenerme y le pregunté lleno de terror:

—¿Ha traído el mar algún cadáver a la playa?

—Sí —me contestó.

—¿Le conozco yo? —le pregunté entonces.

No me contestó; pero me llevó a la playa, y en la parte donde ella y yo, cuando niños, buscábamos conchas (en la parte donde había algunos fragmentos del viejo barco, que había sido destrozado la noche anterior por el vendaval, entre las ruinas del hogar que había deshonrado) le vi a «él», con la cabeza descansando encima de su brazo, como le ha­bía visto tantas veces dormir en el colegio.

CAPÍTULO XVI. LA NUEVA Y LA ANTIGUA HERIDA

No había necesidad; ¡oh, Steerforth!, de que me dijeras, el día que hablamos por última vez, aquel día que yo nunca hubiera creído que era el de nuestra despedida; no necesita­bas decirme: «Piensa de mí lo mejor que puedas» ; lo había hecho siempre, y no era la vista de semejante espectáculo la que podia hacerme cambiar.

Trajeron una parihuela, le tendieron encima, la cubrieron con una bandera y lo llevaron al pueblo. Todos los hombres que cumplían aquel triste deber le habían conocido, habían navegado con él, le habían visto alegre y valiente. Lo trans­portaron, entre el ruido de las olas y de los gritos tumultuo­sos que se oían a su paso, hasta la cabaña donde el otro cuerpo descansaba ya.

Pero después de depositar la carga en el dintel, se miraron y se volvieron hacia mí, hablando en voz baja. Y comprendí que sentían que no podia colocárseles uno al lado de otro, en el mismo lugar de reposo.

Entramos en el pueblo para llevarle al hotel. Tan pronto como pude reflexionar envié a buscar a Joram para rogarle que me proporcionara un coche fúnebre donde llevarle a Londres aquella misma noche. Sabiendo que era yo el único que podia tomarme aquel cuidado y cumplir el doloroso de­ber de anunciar a su madre la horrible noticia, quería cum­plir aquel enojoso deber fielmente.

Preferí viajar de noche, para así escapar a la curiosidad del pueblo en el momento de la partida. Pero a pesar de que era casi media noche cuando salí del hotel en mi silla de pos­tas, seguido por mi carga, había mucha gente esperándome. Por las calles, y hasta a cierta distancia por la carretera, me seguían grupos numerosos; después ya sólo vi la noche os­cura, el campo tranquilo y las cenizas de una amistad que había hecho las delicias de mi infancia.

En un hermoso día de otoño, a eso de mediodía, cuando el suelo está ya perfumado por las hojas secas, y mientras las que quedan en los árboles son numerosas todavía, con sus matices amarillo, rojo y violeta, a través de las cuales bri­llaba el sol, llegué a Highgate. Terminaba la última milla a pie, reflexionando en el camino en lo que debería hacer y dejando tras de mí el coche, que me había seguido toda la noche.

Cuando llegué delante de la casa, la encontré tal como la había dejado. Todas las persianas estaban echadas; ni un signo de vida en el patio adoquinado, con su galería cu­bierta, que conducía a aquella puerta hacía tanto tiempo inútil. El viento se había apaciguado y todo estaba silen­cioso a inmóvil.

Al principio no tenía valor para llamar a la puerta, y cuando me decidí me pareció que hasta la campanilla, con su ruido lamentable, debía anunciar el triste mensaje de que era portador. La joven criada vino a abrirme, mirándome con expresión inquieta. Mientras me hacía pasar ante ella me dijo:

—Perdón, señorito, ¿está usted enfermo?

—No; es que estoy preocupado y cansado.

—¿Ha sucedido algo, caballero? ¿Míster James...?

—¡Chis! —le dije—. Sí; ha sucedido algo, y tengo que anunciárselo a mistress Steerforth. ¿Está en casa?

La muchacha respondió con inquietud que su señora no salía casi nunca, ni aun en coche; que estaba siempre en su habitación y no veía a nadie, pero que me recibiría. También me dijo que miss Dartle estaba con su señora.

—¿Qué quiere usted que les diga?

Le recomendé que no las asustara; que no hiciera más que entregar mi tarjeta y decir que estaba esperando abajo. Des­pués entré en el salón y me senté en una butaca. El salón ha­bía perdido su aspecto animado, y los postigos de las venta­nas estaban medio cerrados. El arpa no se había tocado desde hacía mucho tiempo. El retrato de Steerforth niño se­guía allí. A su lado, el escritorio donde la madre guardaba las cartas de su hijo. ¿Las releía alguna vez? ¿Las volvería a leer?

La casa estaba tan tranquila, que oí en la escalera los pa­sos de la doncella. Venía a decirme que mistress Steerforth estaba demasiado delicada para bajar, pero que si quería dis­pensarla y molestarme en subir, tendría mucho gusto en verme. En un instante estuve a su lado.

Estaba en la habitación de Steerforth, y no en la suya. Comprendí que la ocupaba en recuerdo de él, y que por la misma razón había dejado allí, en su sitio habitual, una mul­titud de objetos de los que estaba rodeada, recuerdos vivos de los gustos y habilidades de su hijo. Al darme los buenos días murmuró que había abandonado su habitación porque, en su estado de salud, no le resultaba cómoda, y tomó una expresión imponente, que parecía rechazar toda sospecha de la verdad.

Rose Dartle estaba, como siempre, al lado de su sillón. En el momento en que fijó sus ojos en mí me di cuenta de que comprendía que llevaba malas noticias. La cicatriz apareció al instante. Retrocedió un paso, como para escapar a la vista de mistress Steerforth, y me espió con una mirada penetrante y obstinada, que ya no me abandonó.

—Siento mucho que esté usted de luto, caballero —me dijo mistress Steerforth.

—He tenido la desgracia de perder a mi mujer —le dije.

—Es usted muy joven para haber experimentado ya una pena tan grande, y lo siento, lo siento mucho. Espero que el tiempo le traiga algún consuelo.

—Espero —dije mirándola— que el tiempo nos traiga a todos consuelo... Querida mistress Steerforth, es una espe­ranza que hay que alimentar siempre, aun en medio de las más dolorosas pruebas.

La gravedad de mis palabras y las lágrimas que llenaban mis ojos la alarmaron. Sus ideas parecieron de pronto dete­nerse y tomar otro curso.

Traté de dominar mi emoción y pronunciar con dulzura el nombre de su hijo; pero mi voz temblaba. Ella se lo repi­tió dos o tres veces a sí misma en voz baja. Después, vol­viéndose hacia mí, me preguntó con una tranquilidad afec­tada:

—¿Está enfermo mi hijo?

—Sí; muy enfermo.

—¿Le ha visto usted?

—Le he visto.

—¿Y se han reconciliado ustedes?

No podía decir que sí, ni podía decir que no. Ella volvió ligeramente la cabeza hacia el sitio en que creía encontrar a Rose Dartle, y yo aproveché el momento para decir a Rose, con el movimiento de los labios: «¡ Ha muerto! ».

Para que mistress Steerforth no la mirase y leyera en el rostro conmovido de Rose la verdad, para la que no estaba preparada, me apresuré a buscar su mirada; pues había visto a Rose levantar los brazos al cielo, con violenta expresión de horror y desesperación, y después cubrirse la cara con las manos, angustiada.

La hermosa señora (tan parecida, tan parecida a él) fijó en mí una mirada y se llevó la mano a la frente. Le supliqué que se tranquilizara y que se preparase a oír lo que tenía que decirle; mejor hubiera hecho rogándole que llorase, pues es­taba como una estatua de piedra.

—La última vez que vine aquí —balbució miss Dartle­ me dijo que navegaba de un lado a otro. La noche de hace dos días ha sido terrible en el mar. Si estaba en el mar aque­lla noche, y cerca de alguna costa peligrosa, como dicen; si el barco que han visto era el que...

—Rose —dijo mistress Steerforth—, venga aquí.

Rose se acercó de mala gana, sin simpatía. Sus ojos bri­llaban y lanzaban llamas; dejó oír una risa que asustaba.

—Por fin —dijo— se ha apaciguado su orgullo, mujer in­sensata, ahora que le ha dado satisfacción... con su muerte. ¿Me oye? ¡Con su muerte!...

Mistress Steerforth había caído insensible en su sillón, de­jando oír un largo gemido y fijando en ella sus ojos muy abier­tos.

—Sí —exclamó Rose, golpeándose con violencia el pe­cho—; míreme, llore y gima y míreme. ¡Mira! —dijo to­cando con el dedo su cicatriz—. ¡Mire la obra maestra de su hijo muerto!

Los gemidos que lanzaba de vez en cuando la pobre madre me llegaban al corazón. Siempre igual, siempre inarticulados y ahogados, siempre acompañados de un débil movimiento de cabeza, pero sin ninguna alteración en los rasgos, saliendo de unos dientes apretados, como si las mandíbulas se hubieran cerrado con llave y el rostro se hubiera helado por el dolor.

—¿Recuerda usted el día en que hizo esto? —continuó Rose—. ¿Recuerda usted el día en que, demasiado fiel a la sangre que usted le ha puesto en las venas, en un arrebato de orgullo demasiado acariciado por su madre, me hizo esto y me desfiguró para toda la vida? ¡Míreme! ¡Toda la vida ten­dré la huella de su antipatía! ¡Ya puede llorar y gemir sobre su obra!

—Miss Dartle —dije en tono suplicante—, ¡en nombre del cielo!...

—Quiero hablar —dijo, mirándome con sus ojos lumino­sos—. ¡Cállese! ¡Le digo que me mire, orgullosa madre de un hijo pérfido y orgulloso! Llore, pues usted le has cria­do, llora, pues usted le has corrompido; llore sobre él por us­ted y por mí.

Se estrechaba convulsivamente las manos; la pasión pare­cía consumir a fuego lento a aquella criatura diminuta.

—¿Y es usted quien no ha podido perdonarle su espíritu voluntario? —exclamó—. ¿Usted quien se ha ofendido por su carácter altanero, usted, que lo combatía (con los cabellos blancos ya) con las mismas armas que le había dado el día de su nacimiento? ¿Es usted quien, después de haberle edu­cado desde la infancia para que fuera lo que ha llegado a ser, ha querido ahogar en germen lo que había cultivado? ¡Ahora está usted bien pagada por el trabajo que se ha tomado du­rante tantos años!

—¡Oh, miss Dartle, qué vergüenza, qué crueldad!

—Le repito que quiero hablar con ella. Nada en el mundo podrá impedírmelo mientras permanezca aquí. ¿Acaso he guardado silencio durante años enteros para no decir nada ahora? Le he querido como nunca le ha querido usted —dijo, mirándola con ferocidad—. Yo hubiera podido amarle sin pedirle que me correspondiera. Si hubiera sido su mujer, ha­bría sabido hacerme la esclava de sus caprichos por una sola palabra de amor, aunque fuese una vez al año. Sí, ¿quién lo sabe mejor que yo? Pero usted era exigente, orgullosa, in­sensible, egoísta. Mi amor hubiera sido abnegado... hubiera pisoteado sus miserables rencores.

Con los ojos ardientes de cólera, simulaba el gesto de aplastar con el pie.

—Mire usted —dijo volviendo a golpearse la cicatriz—. Cuando tuvo ya edad de comprender lo que había hecho, lo vio y se arrepintió. He sabido cantar para darle gusto, char­lar con él, demostrarle el ardor con que me interesaba por todo lo que hacía; he podido, con mi perseverancia, llegar a ser lo bastante instruida para agradarle, pues he tratado de agradarle y lo he conseguido. Cuando su corazón era todavía joven y fiel, me ha amado, sí, me ha amado. ¡Cuántas veces, cuando acababa de humillarla a usted con una palabra de desprecio, me ha estrechado a mí contra su corazón!

Hablaba con un orgullo insultante, frenético, pero tam­bién con un recuerdo ardiente y apasionado, de un amor cu­yas cenizas dormidas dejaban escapar alguna llama de fuego más dulce.

—Después he tenido la humillación... hubiera debido es­perármelo, si no me hubiera fascinado con sus ardores de niño..., después he sido para él un juguete, una muñeca, que servía de pasatiempo a su ocio; la cogía y la dejaba, para di­vertirse, según el inconstante humor del momento. Cuando se ha cansado de mí, yo también me he cansado. Cuando ya no ha pensado en mí, yo no he tratado de recobrar mi poder sobre él; tampoco me hubiese casado con él aunque me hubieran obligado a ello. Nos hemos separado uno de otro sin una palabra. Usted quizá lo ha visto, y no le ha disgustado. Desde aquel día sólo he sido para ustedes dos un mueble in­sensible, que no tenía ojos ni oídos, ni sentimientos ni re­cuerdos. ¡Ah! ¿Llora usted? ¿Llora por lo que ha hecho de él? No llore por su amor. Ya le digo que hubo un tiempo en que yo le amé más de lo que usted le ha amado nunca...

Lanzó una mirada de cólera sobre aquella figura inmóvil, cuyos ojos no parpadeaban, y no se conmovía con los gemi­dos repetidos de la madre, que parecían salir de la boca de una pintura.

—Miss Dartle —le dije—, ¿es posible que tenga el cora­zón tan duro como para no compadecer a esta madre afli­gida...?

—¿Y a mí quién me compadecerá? —repuso con amar­gura—. Ella ha sembrado lo que recoge hoy.

—Y si los defectos de su hijo... —empecé.

—¡Los defectos! —exclamó con lágrimas apasionadas—. ¿Quién se atreve a juzgarle mal? Valía mil veces más que to­dos los amigos con quienes se encontraba.

—Nadie le ha querido más que yo; nadie conserva de él un recuerdo como el mío. Lo que quería decir es que, aun­que no tuviera usted compasión de su madre; que aun cuando los defectos del hijo, pues usted tampoco lo ha cui­dado mucho...

—Es falso —exclamó, arrancándose sus cabellos ne­gros...—, yo le quería.

—Aun cuando —proseguí— sus defectos no pudieran ser en este momento arrojados de su recuerdo, al menos debía usted considerar a esta pobre mujer como si no la conociera, y socorrerla.

Mistress Steerforth no se había movido, no había hecho un gesto. Estaba inmóvil, fría, con la mirada fija, y conti­nuaba gimiendo de vez en cuando, con un ligero movi­miento de cabeza; pero no daba ninguna otra señal de vida. De pronto, miss Dartle se arrodilló a su lado y empezó a aflojarle la ropa.

—¡Maldito sea! —dijo, mirándome con una expresión mezclada de rabia y de dolor—. ¡Maldita sea la hora en que vino usted por primera vez aquí! ¡Maldito sea! ¡Váyase!

Después de salir volví a entrar para llamar y avisar a los criados. Tenía en sus brazos la figura insensible de mistress Steerforth, la abrazaba llorando, la llamaba, la estrechaba contra su pecho como si hubiera sido su hijo. Y cada vez re­doblaba la ternura para atraer a la vida aquel ser inanimado. Ya no temí dejarlas solas. Volví a bajar sin ruido y avisé a toda la casa al salir.

Volví por la tarde. Acostamos al hijo en un lecho, en la habitación de su madre. Me dijeron que ella seguía lo mismo. Miss Dartle no la abandonaba. Los médicos también estaban a su lado. Habían intentado todos los remedios, pero continuaba en el mismo estado, siempre como una estatua, dejando oír sólo de vez en cuando el gemido monótono.

Recorrí aquella casa funesta; cerré todas las ventanas, ter­minando por las de la habitación donde «él» descansaba. Levanté su mano helada y la puse sobre mi corazón. El mundo entero me parecía muerte y silencio, sólo interrumpido por el gemido doloroso de la madre.

CAPÍTULO XVII. LOS EMIGRANTES

Todavía tenía una cosa más que hacer antes de ceder al choque de aquellas emociones, y era ocultar, a los que iban a partir, lo que había sucedido, y dejarles emprender el viaje en una feliz ignorancia. Para esto no había tiempo que perder.

Cogí a míster Micawber aparte aquella noche y le confié el cuidado de impedir que aquella terrible noticia llegara a míster Peggotty. Se encargó con gusto de ello y me prometió interceptar todos los periódicos, que sin aquella precaución pudieran revelárselo.

—Antes de llegar a él —dijo míster Micawber, golpeán­dose el pecho— sería necesario que esa triste historia pasara por encima de mi cadáver.

Míster Micawber, desde que trataba de adaptarse a su nuevo estado de sociedad, había tomado aires de cazador aventurero, si no precisamente en contra de las leyes, al me­nos a la defensiva. Hubiera podido tomársele por un hijo del desierto, acostumbrado desde hacía mucho tiempo a vivir fuera de los confines de la civilización y a punto de volver a sus desiertos nativos. Se había provisto, entre otras cosas, de un traje completo de hule, y de un sombrero de paja, de copa muy baja y untado por fuera de alquitrán. Con aquel traje grosero, y un telescopio común de marinero debajo del brazo, dirigiendo a cada instante al cielo una mirada de entendido, como si esperase mal tiempo, tenía un aspecto mu­cho más náutico que míster Peggotty. Si puedo expresarme así, había preparado para la acción a toda su familia. Encon­tré a mistress Micawber con el sombrero más hermético, más cerrado y más discreto, sólidamente atado bajo la barbi­lla, y cubierta con un chal que la empaquetaba como me ha­bían empaquetado a mí en casa de mi tía el día en que había ido a verla por primera vez. Mistress Micawber, por lo que pude ver, también se había preparado para hacer frente al mal tiempo, aunque no había nada superfluo en su vesti­menta. A Micawber hijo apenas si se le veía, perdido bajo el traje de marinero más peludo que he visto en mi vida. En cuanto a los niños, los habían embalado, como conservas, en estuches impermeables. Míster Micawber y su hijo mayor tenían las mangas subidas para demostrar que estaban dis­puestos a echar una mano en cualquier parte o a subir al puente y cantar en coro al subir el ancla KYeo... yeo... yeo», a la voz de mando.

Con este aparejo los encontramos reunidos por la noche, bajo la escalera de madera, que llamaban entonces «Hunger­ford Stairs». Vigilaban la salida de una barca que llevaba parte de su equipaje. Yo había contado a Traddles el cruel suceso, que le había conmovido dolorosamente; pero se daba cuenta como yo de que convenía guardar el secreto, y venía a ayudarme en este último servicio. Allí mismo fue donde me llevé a míster Micawber a solas y obtuve de él aquella promesa.

La familia Micawber se alojaba en un sucio tabernucho, completamente al pie de « Hungerford Stairs», cuyas habita­ciones, de tabiques de madera, avanzaban sobre el río. La familia de emigrantes excitaba bastante la curiosidad en el barrio, y estuvimos encantados de poder refugiamos en su habitación. Era precisamente una de esas habitaciones de madera, por debajo de las cuales sube la marea. Mi tía y Ag­nes estaban allí, muy ocupadas, confeccionando algunos vestidos suplementarios para los niños. Peggotty las ayu­daba; tenía delante de sí su vieja caja de labor, con su metro y el pedacito de cera, que había atravesado sano y salvo tan­tas vicisitudes.

Me costó mucho trabajo eludir sus preguntas, y todavía más el insinuar en voz baja, y sin ser observado, a míster Peggotty, que acababa de entrar, que había entregado la carta y que todo iba bien. Pero por fin lo conseguí, y los pobres eran dichosos. Yo no debía de estar muy alegre; pero había sufrido bastante personalmente para que a nadie pudiera ex­trañarle.

—¿Y cuándo se pone el barco a la vela, míster Micaw­ber? —preguntó mi tía.

Míster Micawber juzgo necesario prepárar poco a poco a mi tía o a su mujer para lo que iba a decirles, y les dijo que sería antes de lo que se esperaba la víspera.

—¡El barco lo habrá avisado, supongo! —dijo mi tía.

—Sí, señora —respondió.

—Y bien —dijo mi tía—, ¿se echa a la mar?

—Señora —respondió él—, estoy informado de que tene­mos que estar a bordo mañana, a las siete de la mañana.

—¿Eh? —dijo mi tía—. ¡Qué pronto! ¿Es eso cierto, mís­ter Peggotty!

—Sí, señora; el barco bajará el río con la próxima marea. Si el señorito Davy y mi hermana vienen a Gravesen con no­sotros, mañana a mediodía nos despediremos.

—Puede usted estar seguro —le dije.

—Hasta entonces, y hasta el momento en que estemos en el mar —dijo míster Micawber lanzándome una mirada de inteligencia—, míster Peggotty y yo vigilaremos juntos nues­tros equipajes. Emma, amor mío —continuó míster Micaw­ber, tosiendo con la majestad de costumbre para aclararse la voz—, mi amigo míster Thomas Traddles tiene la bondad de proponerme en voz baja que le permita encargar todos los ingredientes necesarios para la composición de cierta bebida, que se asocia naturalmente en nuestros corazones, al rosbif de la vieja Inglaterra; quiero decir.. ponche. En otras circunstancias yo no me atrevería a pedir a miss Trotwood y a miss Wickfield... pero...

—Todo lo que puedo decir —contestó mi tía— es que, en cuanto a mí, beberé a su salud y a su éxito con el mayor gusto, míster Micawber.

—Y yo también —dijo Agnes sonriendo.

Míster Micawber bajó inmediatamente al mostrador y vol­vió cargado con una olla humeante. No pude por menos de observar que pelaba los limones con un cuchillo que tenía, como conviene a un plantador consumado, de lo menos un pie de largo, y que lo limpiaba con ostentación sanguinaria en la manga de su traje. Mistress Micawber y los dos hijos mayores estaban también provistos de aquellos formidables instrumentos; en cuanto a los más pequeños, les habían atado a cada uno, a lo largo del cuerpo, una cuchara de madera, pendiente de un fuerte cordón. También, para gustar de ante­mano la vida de a bordo o de su existencia futura en medio de los bosques, míster Micawber se complació en ofrecer el ponche a mistress Micawber y a su hija en horribles tacitas de estaño, en lugar de emplear los vasos que llenaban una mesa. En cuanto a él, nunca había estado más encantado que aquella noche, bebiendo en su pinta de estaño y volviendo a guardarla cuidadosamente en el bolsillo al fin de la velada.

—Abandonamos —dijo míster Micawber— el lujo de nuestra antigua patria— y parecía renunciar a él con la más viva satisfacción, Los ciudadanos de los bosques no pue­den esperar encontrar allí los refinamientos de esta tierra de libertad.

En esto, un chico vino a decir que esperaban abajo a mís­ter Micawber.

—Tengo el presentimiento —dijo mistress Micawber, de­jando encima de la mesa su tacita de estaño— de que debe de ser algún miembro de mi familia.

—Si es así, querida —observó míster Micawber, con su viveza habitual, cuando se trataba aquel asunto—, como el miembro de tu familia, sea el que sea, hombre o mujer, nos ha hecho esperar durante mucho tiempo, quizá no le moleste ahora esperar a que yo esté dispuesto a recibirle.

—Micawber —dijo su mujer en voz baja—, en un mo­mento como este...

—¡No habría generosidad —dijo míster Micawber levan­tándose—en vengarse de las ofensas! Emma, reconozco mis culpas.

—Y además no eres tú quien ha sufrido por ello, sino mi familia. Si mi familia se da cuenta por fin del bien de que se ha privado voluntariamente; si quiere tendernos ahora la mano de amigos, ¡no la rechacemos!

—Querida mía, que así sea.

—Si no lo haces por ellos, Micawber, hazlo por mí

—Emma —respondió él—, yo no sabría resistir a seme­jante llamamiento. No puedo prometerte que saltaré al cuello de los de tu familia; pero el miembro de ella que me espera abajo no verá enfriarse su ardor por una acogida glacial.

Míster Micawber desapareció y tardaba en volver. Mistress Micawber tenía aprensión de que hubiera surgido alguna dis­cusión entre él y el miembro de su familia. Por fin, el mismo chico reapareció, y me presentó una carta escrita con lápiz, con el encabezamiento oficial: «Heep contra Micawber».

Por aquel documento supe que míster Micawber, al verse detenido de nuevo, había caído en la más violenta desespe­ración; me rogaba que le enviase con el muchacho su cuchi­llo y su trozo de estaño, que podrían serle útiles en la prisión durante los cortos momentos que le quedaban de vida. Me pedía también, como última prueba de amistad, que llevara a su familia al Hospicio de Caridad de la Parroquia y que olvi­dara que había existido nunca una criatura con su nombre.

Como es natural, le contesté apresurándome a bajar con el chico para pagar su deuda. Le encontré sentado en un rincón, mirando con expresión siniestra al agente de policía que le había detenido. Una vez en libertad, me abrazó con la mayor ternura y se apresuró a inscribir aquello en su libreta, con algunas notas, donde tuvo buen cuidado, lo recuerdo, de añadir medio penique, que yo había omitido, por olvido, en el total.

Aquel memorable cuaderno le recordó precisamente otra transacción, como él lo llamaba. Cuando subimos dijo que su ausencia había sido causada por circunstancias indepen­dientes de su voluntad; después sacó de su bolsillo una gran hoja de papel, cuidadosamente doblada y cubierta con una larga suma. A la primera ojeada me di cuenta de que nunca había visto nada tan monstruoso en ningún cuademo de arit­mética. Era, según parece, un cálculo de intereses compues­tos sobre lo que él llamaba « el total principal de cuarenta y una libras, diez chelines, once peniques y medio», para épo­cas diferentes. Después de haber estudiado cuidadosamente sus recursos y comparado las cifras, había llegado a deter­minar la suma que representaba el todo, interés y principal, por dos años, quince meses y catorce días, desde esa fecha. Había preparado con su mejor escritura una nota que entregó a Traddles, dando miles de gracias por encargarse de su deuda íntegra, como debe hacerse de hombre a hombre.

—Sigo teniendo el presentimiento —dijo míster Micaw­ber moviendo la cabeza con expresión pensativa— de que encontraremos a nuestra familia a bordo antes de nuestra partida definitiva.

Míster Micawber, evidentemente, tenía otro presenti­miento sobre el mismo asunto; pero lo metió en su taza de estaño, y se lo tragó todo.

—Si durante el viaje tiene usted alguna ocasión de escri­bir a Inglaterra, mistress Micawber —dijo mi tía—, no deje de damos noticias suyas.

—Mi querida miss Trotwood —respondió ella—, seré de­masiado dichosa pensando que hay alguien a quien le interesa saber de nosotros, y no dejaré de escribirle. Míster Cop­perfield, que es desde hace tanto tiempo nuestro amigo, es­pero que no tenga inconveniente en recibir de vez en cuando algún recuerdo de una persona que le ha conocido antes de que los mellizos fueran conscientes de su existencia.

Respondí que tendría mucho gusto en tener noticias suyas siempre que tuviera ocasión de escribirnos.

—Las facilidades no nos faltaran, gracias a Dios —dijo míster Micawber—. El océano ya es sólo una gran flota, y seguramente encontraremos más de un barco durante la tra­vesía. Es una diversión este viaje —continuó, cogiendo su telescopio—, una verdadera diversión. La distancia es ima­ginaria.

Cuando lo recuerdo no puedo por menos que sonreír. Aquello era muy de míster Micawber... Antes, cuando iba de Londres a Canterbury, hablaba corno de un viaje al fin del mundo, y ahora que dejaba Inglaterra para ir a Australia, le parecía que partía para atravesar la Mancha.

—Durante el viaje probaré a hacerles tener paciencia des­granando mi rosario, y confío que durante las largas veladas no les molestará oír las melodías de mi hijo Wilkins, alrede­dor del fuego. Cuando mistress Micawber tenga ya el pie se­guro y no se maree (perdón por la expresión), ella también les cantará su cancioncita. A cada instante veremos pasar a nuestro lado tiburones y delfines; a babor como a estribor descubriremos todo el tiempo cosas llenas de interés. En una palabra —dijo míster Micawber con su antigua elegancia—, es probable que tengamos a nuestro alrededor tantos moti­vos de distracción, que cuando oigamos gritar «¡Tierra!» desde lo alto del gran mástil, nos quedemos muy sorpren­didos.

Y blandió victoriosamente su tacita de estaño, como si ya hubiera efectuado el viaje y acabara de sufrir un examen de primera clase ante las autoridades marítimas más compe­tentes.

—En cuanto a mí, yo espero sobre todo, mi querido mís­ter Copperfield —dijo mistress Micawber—, que un día re­vivamos en nuestra antigua patria la persona de algún miem­bro de nuestra familia. No frunzas el ceño, Micawber; no me refiero ahora a mi familia, sino a los hijos de nuestros hijos. Por vigorosa que pueda ser la rama trasplantada, yo no po­dré olvidar el árbol de donde ha salido; y cuando nuestra raza haya llegado a la grandeza y a la fortuna, confieso que me gustaría que esa fortuna viniera a las arcas de la Gran Bretaña.

—Querida mía —dijo míster Micawber—, que la Gran Bretaña busque su suerte donde pueda; yo me veo obligado a decir que, como ella no ha hecho nunca gran cosa por mí, no me preocupa mucho su suerte.

—Micawber —continuó mistress Micawber—, haces mal. Cuando se parte para un país lejano, no es para debilitar, sino para fortalecer los lazos que le unen a uno con Albión.

—Los lazos en cuestión, querida mía —repuso míster Mi­cawber—, no me han cargado, lo repito, de obligaciones per­sonales, para que yo tema lo más mínimo formar otros.

—Micawber —insistió mistress Micawber—, insisto en que estás equivocado; tú mismo no sabes de lo que eres ca­paz, Micawber; y por eso yo cuento con fortalecer, aun ale­jándote de tu patria, los lazos que lo unen con Albión.

Míster Micawber se sentó en su butaca, con las cejas lige­ramente fruncidas; parecía no admitir más que a medias las ideas de mistress Micawber a medida que las enunciaba, aunque estuviera profundamente marcado por la perspectiva que abrían ante él.

—Mi querido míster Copperfield —dijo mistress Micaw­ber—, deseo que míster Micawber comprenda su situación. Me parece extraordinariamente importante que, desde el momento de nuestro embarque, míster Micawber com­prenda su situación. Usted me conoce lo bastante, míster Copperfield, para saber que yo no tengo la viveza de carácter de míster Micawber. Yo soy, si se me permite decirlo, una mujer eminentemente práctica. Sé que vamos a em­prender un largo viaje; sé que tendremos que sufrir muchas dificultades y privaciones; es una verdad demasiado clara. Pero también sé lo que es míster Micawber; sé mejor que él de todo lo que es capaz. Y por eso considero como de mucha importancia el que míster Micawber comprenda su situación.

—Querida mía —contestó él—, permíteme que te haga observar que me resulta imposible darme cuenta de mi situa­ción en el momento actual.

—No soy de esa opinión, Micawber —contestó ella—; al menos, no lo soy por completo. Mi querido míster Copper­field, la situación de míster Micawber no es como la de todo el mundo: míster Micawber se va a un país lejano precisa­mente para hacerse conocer y apreciar por primera vez en su vida. Yo quiero que míster Micawber se ponga a la proa del barco y diga con voz segura: «Vengo a conquistar este país. ¿Tenéis honores? ¿Tenéis riquezas? ¿Tenéis empleos esplén­didamente retribuidos? ¡Que me los traigan! ¡Sois míos!».

Míster Micawber nos lanzó una mirada que quería decir: «Verdaderamente hay mucho sentido en lo que está di­ciendo».

—En resumen —dijo mistress Micawber en tono deci­sivo—, quiero que míster Micawber sea el César de su for­tuna. Así es como yo considero la verdadera situación de míster Micawber, mi querido míster Copperfield. Deseo que desde el primer día de viaje míster Micawber se ponga en la proa del barco, diciendo: «¡Basta de retrasos, basta de des­conciertos, basta de apuros! Eso pasaba en nuestra antigua patria; pero esta es nuestra patria nueva y me debe una repa­ración; ¡que nos la dé! ».

Míster Micawber cruzó los brazos con resolución, como si ya estuviera de pie, dominando la figura que adorna la proa del navío.

—Y si comprende su situación, ¿no tengo razones para decir que fortificará el lazo que le une con la Gran Bretaña en lugar de debilitarle? ¿Habrá quien pretenda que no llegue hasta la madre patria la influencia del hombre importante cuyo astro se levantará en otro hemisferio? ¿Tendré la debi­lidad de creer que, una vez en posesión del cetro de la for­tuna y del genio en Australia, míster Micawber no será nada en Inglaterra? Yo sólo soy una mujer; pero sería indigna de mí misma y de papá si tuviera que reprocharme esta absurda debilidad.

En su profunda convicción de que no había nada que con­testar a aquellos argumentos, mistress Micawber había dado a su tono una elevación moral que yo no le había conocido antes.

—Y por eso deseo más todavía que podamos volver un día a habitar en la tierra natal. Míster Micawber llegará a te­ner (no puedo por menos de creerlo muy probable), míster Micawber llegará a tener un gran nombre en la historia, y entonces será el momento de que reaparezca glorioso en el país que le ha visto nacer y que no había sabido apreciar sus grandes facultades.

—Amor mío —repuso míster Micawber—, no puede por menos que conmoverme tu afecto, y estoy siempre dispuesto a acatar tu buen juicio. ¡Será lo que tenga que ser! ¡Dios me libre de querer arrebatar a mi tierra natal la menor parte de las riquezas que podrán un día acumularse en nuestros des­cendientes!

—Está bien —dijo mi tía, volviéndose hacia míster Peg­gotty—; bebo a la salud de todos. ¡Que toda clase de bendi­ciones y de éxitos los acompañen!

Míster Peggotty soltó a los dos niños, que tenía sobre sus rodillas, y se unió a míster y mistress Micawber para brindar a nuestra salud; después, los Micawber y él se estrecharon cordialmente la mano, y al ver la sonrisa que iluminaba el rostro brillante de míster Peggotty, pensé que él sí que sabría vivir, tener un buen nombre y hacerse querer por todas, par­tes donde fuera.

Los niños también tuvieron permiso para meter sus cu­charas de palo en la taza de míster Micawber y unirse al brindis general; después de esto, mi tía y Agnes se levanta­ron y se despidieron de los emigrantes. Fue un momento do­loroso. Todo el mundo lloraba; los niños se agarraban a la falda de Agnes, y dejamos al pobre míster Micawber en un arrebato de violenta desesperación, llorando y sollozando, a la luz de una sola vela, cuya claridad, vista desde el Táme­sis, debía de dar a la habitación el aspecto de una pobre casa.

Al día siguiente por la mañana fui a asegurarme de que habían partido. Habían subido a la chalupa a las cinco de la mañana, y al ver la pobre casa donde sólo los había visto una vez, y encontrarle un aspecto triste y desierto, porque se ha­bían ido, comprendí el vacío que dejan semejantes despedidas.

Por la tarde de aquel día nos dirigimos a Gravesen Peg­gotty y yo. Encontramos el barco, rodeado de una multitud de barcas, en medio del río... El viento era bueno; la bandera de partida flotaba en lo alto del mástil. Alquilé inmediata­mente una barca y subimos a bordo, a través del laberinto confuso del navío.

Míster Peggotty nos esperaba en el puente. Me dijo que míster Micawber acababa de ser detenido de nuevo (y por última vez) a petición de Heep, y que, según mis instruccio­nes, había pagado el total de la deuda, que yo le entregué al momento. Después nos hizo bajar al entrepuente, y allí se disiparon los temores que yo había podido concebir de que llegara a saber lo ocurrido en Yarmouth. Míster Micawber se acercó a él, le agarró del brazo amistosamente y me dijo en voz baja que desde la antevíspera no le había dejado ni un momento.

Era para mí un espectáculo tan extraño, la oscuridad me parecía tan grande y el espacio tan angosto. que en el primer momento no me daba cuenta de nada; sin embargo, poco a poco mis ojos se acostumbraron a aquellas tinieblas, y me creí en el centro de un cuadro de Ostade. En medio de las vi­gas y cuerdas del barco se veían las hamacas, las maletas, los baúles, los barriles, que componían el equipaje de los emigrantes; algunas linternas iluminaban la escena; más le­jos, la pálida luz del día entraba por una escotilla o una manga de viento. Grupos muy diferentes se apiñaban; ha­cían nuevas amistades, se despedían de las antiguas, se ha­blaba, se reía, se lloraba, se comía, se bebía; algunos estaban ya instalados en el pedazo de suelo que les correspondía, y se ocupaban en arreglar sus efectos, colocando a los niños en taburetes o sillitas; otros, no sabiendo dónde meterse, va­gaban de un lado para otro desolados. Había niños que sólo conocían la vida hacía una semana o dos, y viejos encorva­dos que parecían no tener más que una semana o dos de vida por delante. Labradores que llevaban en sus botas tierra del suelo natal, y herreros cuya piel iba a dar al nuevo mundo una muestra del humo de Inglaterra; en el poco espacio del entrepuente habían encontrado medio de amontonarse mues­tras de todas las edades y estados.

Lanzando una mirada a mú alrededor, me pareció ver, sen­tada al lado de uno de los pequeños Micawber, una mujer cuyo aspecto me recordaba a Emily. Otra mujer se inclinó hacia ella, abrazándola, y después se alejó rápidamente a través de la multitud, dejándome un vago recuerdo de Agnes. Pero en medio de la confusión general y del desor­den de mis pensamientos, la perdí de vista, y ya sólo vi una cosa: que daban la señal de dejar el puente a todos los que no partían; que mi buena Peggotty lloraba a mi lado, y que mistress Gudmige se ocupaba activamente en arreglar las cosas de míster Peggotty, con la ayuda de una joven vestida de negro, que me volvía la espalda.

—¿Tiene usted algo más que decirme, señorito Davy? —me preguntó míster Peggotty—. ¿No tiene ninguna pre­gunta que hacerme mientras estamos aquí todavía?

—Una sola —le dije— ¿Martha?...

Tocó el brazo de la joven que había visto a su lado. Se volvió, y era Martha.

—¡Que Dios le bendiga! ¡Es usted el hombre más bueno de la tierra! ¿Se va con ustedes?

Ella me contestó por él deshaciéndose en lágrimas. No pude decir una palabra; pero estreché la mano de mister Peg­gotty; y si alguna vez he estimado y querido a un hombre en el mundo, ha sido a él.

Los que no partían abandonaban el navío. Yo tenía toda­vía que cumplir mi deber más penoso. Le dije lo que me ha­bía encargado que le repitiera, en el momento de su partida, el noble corazón que había dejado de latir. Se conmovió pro­fundamente. Pero cuando, a su vez, me encargó sus afectos y sentimientos para el que ya no podia oírles, estaba yo más conmovido que él.

Había llegado el momento. Le abracé, cogí del brazo a mi antigua niñera, que lloraba, y subimos al puente. Me despedí de la pobre mistress Micawber, que continuaba esperando a su familia con inquietud, y sus últimas palabras fueron para decirme que no abandonaría nunca a mister Micawber.

Volvimos a bajar a nuestra barca, y a cierta distancia nos, detuvimos para ver al barco tomar su impulso. El sol se po­nía. El navío flotaba entre nosotros y el cielo rojizo; se veía el menor de sus cables y cuerdas en aquel fondo deslum­brante. Resultaba tan hello, tan triste, y al mismo tiempo tan alentador, el ver al glorioso barco, inmóvil todavía sobre el agua débilmente agitada, con todo su cargamento, con todos sus pasajeros reunidos en multitud en el puente, silenciosos, con las cabezas desnudas. Nunca había visto nada seme­jante.

El silencio sólo duró un momento. El viento levantaba las velas; el barco empezó a moverse; resonaron tres ¡hurras!, salidas de todas las barcas, y, repetidas a bordo, fueron de eco en eco a morir en la orilla. El corazón se desfallecía a la vista de los pañuelos y de los sombreros que se movían en señal de adiós, y entonces fue cuando la vi.

La vi, al lado de su tío, todavía temblorosa, estrechándose contra él. Y él nos la enseñaba. Nos vio, y me envió con la mano un último adiós. ¡Adiós, pobre Emily, bella y frágil planta arrastrada por la tormenta! ¡Agárrate a él con toda la confianza que lo deje tu corazón roto, pues él te agarra a ti con toda la fuerza de su inmenso amor!...

Entre los matices sonrosados del cielo, Emily, apoyada en su tío, y él sosteniéndola en su brazo, pasaron majestuosa­mente y desaparecieron. Cuando llegamos a la orilla, la no­che había caído sobre las colinas de Kent... y también, tene­brosa, sobre mí.

CAPÍTULO XVIII. AUSENCIA

Fue una noche muy larga y muy tenebrosa, turbada por tantas esperanzas perdidas, por tantos recuerdos queridos, por tantos errores, por tantas penas.

Dejé Inglaterra sin comprender bien todavía la fuerza del golpe que había sufrido. Dejé todo lo que me era querido, y me fui. Creía que todo terminaría así. Como cuando un sol­dado acaba de recibir un balazo mortal, y todavía no se da cuenta siquiera de que está herido, yo, solo con mi corazón indisciplinado, tampoco me daba cuenta de la profunda he­rida contra la que tenía que luchar.

Por fin fui percatándome, pero poco a poco, lentamente. El sentimiento de desolación que llevaba al alejarme se ha­cía a cada instante más profundo. Al principio sólo era un sentimiento vago y penoso de tristeza y de soledad; pero después fue transformándose por grados imperceptibles en una pena sin esperanzas por todo lo que había perdido: amor, amistad, interés; por todo lo que el amor había roto en mis manos: la primera fe, el primer afecto, el sueño entero de mi vida. Ya no me quedaba nada más que un vasto desierto, que se extendía a mi alrededor irrompible, hacia el horizonte os­curo.

Si mi dolor era egoísta, yo no me daba cuenta. Lloraba por mi «mujer—niña», arrebatada tan joven. Lloraba por el que hubiera podido ganar la amistad y la admiración de to­dos, igual que había sabido ganarse la mía. Lloraba por el pobre corazón roto que había encontrado descanso en el mar enfurecido, y por los restos diseminados de aquella casa donde había oído sonar el viento de la noche cuando yo era niño.

No veía ninguna esperanza de salida a la tristeza, acumu­lada donde había caído. Iba de un lado a otro llevando mi pena conmigo. Sentía todo el peso de aquel fardo que me doblaba, y mi corazón pensaba que nunca podría verse libre de él.

En aquellos momentos de depresión creía que iba a morir. A veces pensaba que por lo menos quería morir al lado de los míos, y volvía hacia atrás, para estar más cerca. Otras veces continuaba mi camino a iba de pueblo en pueblo, per­siguiendo no sé qué ante mí y queriendo dejar detrás tam­poco sé el qué.

Me sería imposible describir una a una todas las fases de tristeza por las que pasé en mi desesperación. Hay sueños de esos que no podrían describirse más que de una manera vaga e imperfecta, y cuando trato de recordar aquella época de mi vida, me parece que es un sueño de esos, que me viene a la memoria. Veo de pasada ciudades desconocidas, palacios, catedrales, templos, cuadros, castillos y tumbas; calles fan­tásticas, todos los viejos monumentos de la historia y de la imaginación. Pero no los veo, los sueño, llevando siempre mi penosa carga y dándome cuenta apenas de los objetos que pasan y desaparecen. No ver nada, no oír nada, única­mente absorto en mi dolor, esa fue la noche que cayó sobre mi corazón indisciplinado. Pero salgamos de ello, como yo terminé por salir, a Dios gracias... Ya es hora de sacudir este largo y triste sueño.

Durante muchos meses viaje así, con una nube oscura en el espíritu. Razones misteriosas parecían impedirme tomar el camino de mi casa y animarme a proseguir mi peregrina­ción. Tan pronto iba de un sitio a otro, sin detenerme en nin­guna parte, como permanecía mucho tiempo en el mismo lu­gar, sin saber por qué. No tenía sentido. Mi espíritu no encontraba sostén en ninguna parte.

Estaba en Suiza; había salido de Italia atravesando los Al­pes, y erraba con un guía por los senderos apartados de las montañas. No sé si aquellas soledades majestuosas hablaban a mi corazón; pero había algo maravilloso y sublime para mí en aquellas alturas prodigiosas, en aquellos precipicios ho­rribles, en aquellos torrentes que rugían, en aquellos caos de nieve y de hielo... Fue lo único de que me di cuenta.

Una tarde, antes de la puesta de sol, bajaba al fondo de un valle, donde pensaba pasar la noche. A medida que seguía el sendero alrededor de la montaña desde donde acababa de ver al sol muy por encima de mí, creí sentir el placer de lo bello y el instinto de una felicidad tranquila despertarse en mí bajo la dulce influencia de aquella paz y reanimar en mi corazón una llama de aquellas emociones desde hacía tanto tiempo olvidadas. Recuerdo que me detuve con una especie de tristeza en el alma, que ya no se parecía al agotamiento de la desesperación. Recuerdo que estuve a punto de creer que podía operarse en mí algún cambio feliz.

Bajé al valle en el momento en que el sol doraba las ci­mas, cubiertas de nieve, que iban a ocultarle como una nube eterna. La base de las montañas que formaban la garganta donde se encontraba el pueblo era de fresca vegetación, y por encima de aquel alegre verdor crecían los sombríos bos­ques de pinos, que cortaban la nieve, sosteniendo las avalan­chas. Más arriba se veían las rocas grisáceas, los senderos, los hielos, y pequeños oasis de pastos, que se perdían en la nieve que coronaba la cima de los montes. Aquí y allí, en las laderas, se veían puntos en la nieve, y cada punto era una casa. Todos aquellos hoteles solitarios, aplastados por la grandeza sublime de las cimas gigantescas que los domina­ban, parecían de juguete. Lo mismo ocurría con el pueblo, agrupado en el valle, con su puente de madera sobre el arroyo, que caía en cascada y corría con ruido en medio de los árboles. A lo lejos, en la calma de la tarde, se oía una es­pecie de canto: eran las voces de los pastores; y viendo una nube, deslumbrante con el fuego del sol, que se ponía, casi me pareció que salían de ella los acentos de aquella música serena que no es de la tierra. De pronto, en medio de aquella grandeza imponente, la voz, la gran voz de la naturaleza me habló. Dócil a su influencia secreta, apoyé en el musgo mi cabeza fatigada y lloré, pero como no había llorado desde la muerte de Dora.

Algunos momentos antes había encontrado un paquete de cartas que me esperaban, y había salido del pueblo para leer­las mientras me preparaban la comida. Otros paquetes se ha­bían perdido, y no había recibido nada hacía mucho tiempo. Aparte de alguna línea diciendo que estaba bien y que había llegado aquí o allá, yo no había tenido fuerzas para escribir ni una sola carta desde mi partida.

Tenía el paquete en las manos y lo abrí. La letra era de Agnes.

Era dichosa, como nos había asegurado, al sentirse útil. Y tenía éxito sin esfuerzo, como había esperado. Era todo lo que me hablaba de ella. Después hablaba de mí.

No me daba consejos, no me hablaba de mis deberes; me decía únicamente, con su fervor acostumbrado, que tenía confianza en mí. Me decía que sabía que con mi carácter no dejaría de sacar una lección saludable de la pena que me ha­bía tocado. Que sabía que las pruebas y el dolor no harían más que elevar y fortificar mi alma. Estaba segura de que ahora daría a mis trabajos un fin más noble y más firme. Se alegraba de la fama que ya tenía mi nombre, y esperaba con impaciencia los éxitos que todavía lo ilustrarían, pues estaba segura de que continuaría trabajando. Sabía que a mi cora­zón, como a todos los corazones buenos y elevados, la aflic­ción les da fuerzas. Del mismo modo que las desgracias de mi infancia habían hecho de mí lo que ya era, las desgracias mayores, agudizando mi valor, me harían todavía mejor para que pudiera transmitir a los demás, en mis libros, todo lo que yo había aprendido. Me encomendaba a Dios, que había acogido en su reposo a mi inocente tesoro; me repetía que me quería siempre como una hermana y que su pensamiento me seguía por todas partes, orgullosa de lo que había hecho e infinitamente más orgullosa todavía de lo que estaba desti­nado a hacer.

Guardé la carta en mi pecho, y pensé en lo que era una hora antes. Cuando escuchaba las voces lejanas, y veía las nubes de la tarde tomar un tinte más sombrío, y todos los matices del valle borrarse, la nieve dorada de las cumbres se confundía con el cielo pálido de la noche, y sentí la noche de mi alma pasar, y desvanecerse con aquellas sombras y aque­llas tinieblas. El amor que sentía por ella no tenía nombre; más querida para mí de lo que lo había sido nunca...

Releí muchas veces su carta, y le escribí antes de acos­tarme. Le dije que había necesitado mucho su ayuda; que sin ella no sería ni hubiera sido nunca lo que me decía, pero que ella me daba la ambición de serlo y el valor de intentarlo.

Lo intenté, en efecto. Faltaban tres meses para que hiciera un año de mi desgracia. Decidí no tomar ninguna resolución antes de que expirase aquel plazo, y, en cambio, tratar de responder a la estimación de Agnes. Aquel tiempo lo pasé todo en el valle en que estaba y en sus alrededores.

Transcurridos los tres meses decidí permanecer todavía durante cierto tiempo lejos de mi país, y establecerme por de pronto en Suiza, que se me había hecho querida por el re­cuerdo de aquella tarde. Después volví a tomar la pluma y a ponerme al trabajo.

Seguía humildemente los consejos de Agnes; interrogaba a la naturaleza, a quien nunca se la interroga en vano; ya no rechazaba lejos de mí los afectos humanos. Pronto tuve casi tantos amigos en el valle como los había tenido en Yar­mouth, y cuando los dejé, en el otoño, para ir a Ginebra, y cuando volví a encontrarlos en la primavera, su sentimiento y su acogida me llegaban al corazón, como si me lo dijeran en mi lengua.

Trabajé mucho y con paciencia. Me ponía temprano y me quitaba tarde. Escribí una historia triste, con un asunto no muy alejado de mi desgracia, y la envié a Traddles, que ges­tionó su publicación, de una manera muy ventajosa para mis intereses; y el ruido de mi reputación creciente llegó hasta mí con los viajeros que encontraba en mi camino. Después de haberme distraído y descansado un poco, volví a po­nerme al trabajo con mi antiguo ardor sobre un nuevo asunto de ficción. A medida que avanzaba en aquella tarea me apasionaba más y ponía en ella toda mi energía. Era mi tercer trabajo de ficción. Había escrito, poco más o menos, la mitad cuando en un intervalo de reposo pensé en volver a Inglaterra.

Desde hacía mucho tiempo, sin perjudicar a mi trabajo paciente, me había dedicado a ejercicios robustos. Mi salud, gravemente alterada cuando dejé Inglaterra, se había resta­blecido por completo. Había visto mucho, había viajado mu­cho, y creo que había aprendido algo en mis viajes.

Ahora ya he contado todo lo que me parecía necesario de­cir sobre esta larga ausencia... Sin embargo, he hecho una reserva. La he hecho; pero no porque tuviera intención de callar ni uno solo de mis pensamientos, pues, ya lo he dicho, estas son mis memorias; pero he querido guardar para el fm este secreto envuelto en el fondo de mi alma. Ahora llego a él.

No consigo entrar por completo en este misterio de mi propio corazón, y, por lo tanto, no puedo decir en qué mo­mento empecé a pensar que hubiera podido hacer a Agnes el objeto de mis primeras y más queridas esperanzas. No puedo decir en qué época de mi pena empecé a pensar que en mi despreocupada juventud había arrojado lejos de mí el tesoro de su amor. Quizás había cogido algún murmullo de este le­jano pensamiento cada vez que había tenido la desgracia de sentir la pérdida o la necesidad de ese algo que no debía nunca realizarse y que faltaba a mi felicidad. Pero era un pensamiento que no había querido acoger, cuando se había presentado, más que como un sentimiento mezclado de re­proches para mí mismo, cuando la muerte de Dora me dejo triste y solo en el mundo.

Si en aquella época hubiera estado yo cerca de Agnes, quizá, en mi debilidad, hubiese traicionado aquel senti­miento íntimo. Y ese fue al principio el temor vago que me empujaba lejos de mi país. No me hubiera resignado a per­der la menor parte de su afecto de hermana, y mi secreto, una vez escapado, hubiera puesto entre nosotros una barrera hasta entonces desconocida.

Yo no podía olvidar la clase de afecto que ella tenía ahora por mí y que era obra mía; pues si ella me había querido de otro modo, y a veces pensaba que quizá fuera así, yo la ha­bía rechazado. Cuando éramos niños me había acostum­brado a considerarla como una quimera, y había dado todo mi amor a otra mujer. No había hecho lo que hubiese podido hacer; y si Agnes hoy era para mí lo que era, una hermana y no una amante, yo lo había querido, y su noble corazón ha­bía hecho lo demás.

Al principio del cambio que gradualmente se operaba en mí, cuando ya empezaba a reconocerme y observarme, pensaba que quizá algún día, después de una larga espera, po­dría reparar las fuerzas del pasado; que podría tener la felici­dad indecible de casarme con ella. Pero, al transcurrir, el tiempo se llevaba aquella lejana esperanza. Si me había amado, ¿no debía ser todavía más sagrada para mí recor­dando que había recibido todas mis confidencias? ¿No se había sacrificado para llegar a ser mi hermana y mi amiga? Y si, por el contrario, nunca me había amado, ¿podría espe­rar que me quisiera ahora? ¡Me había sentido siempre tan débil en comparación con su constancia y su valor! Y ahora lo sentía todavía más, Y aunque antes hubiera sido digno de ella, ya había pasado aquel tiempo. La había dejado huir le­jos de mí, y me merecía el castigo de perderla.

Sufrí mucho en aquella lucha; mi corazón estaba lleno de tristeza y de remordimientos, y, sin embargo, sentía que el honor y el deber me obligaban a no it a ofrecer a una per­sona tan querida mis esperanzas desvanecidas, después de que por un capricho frívolo las había llevado a otro lado cuando estaban en toda su frescura y juventud. No trataba de ocultarme que la quería, que la quería para siempre; pero me repetía que era demasiado tarde para poder cambiar en nada nuestras relaciones mutuas.

Había reflexionado mucho en lo que me decía mi Dora, cuando me hablaba en sus últimos momentos, de lo que nos hubiese ocurrido si hubiéramos tenido que pasar más tiempo juntos; había comprendido que a veces las cosas que no su­ceden producen sobre nosotros tanto efecto como las que su­ceden en realidad. Aquel porvenir de que ella se asustaba por mí era ahora una realidad que el cielo me enviaba para castigarme, como lo hubiese hecho antes o después, aun al lado suyo, si la muerte no nos hubiera separado antes. Traté de pensar en todos los resultados felices que hubiera produ­cido en mí la influencia de Agnes para ser más animoso y menos egoísta, más atento a velar sobre mis defectos y a co­rregir mis errores. Y así, a fuerza que pensar en lo que hubiera podido ser, llegué a la convicción sincera de que aquello no sería nunca.

Esta era la arena movediza de mis pensamientos, las per­plejidades y dudas en que pasé los tres años transcurridos desde mi partida hasta el día en que emprendí mi regreso a la patria. Sí; hacía tres años que el barco cargado de emi­grantes se había echado a la mar, y tres años después, a la misma hora, en el mismo sitio, a la puesta de sol, estaba yo de pie en el puente del barco que me traía a Inglaterra, con los ojos fijos en el agua matizada de rosa, donde había visto reflejarse la imagen de aquel barco.

Tres años. Es mucho tiempo en un sentido, aunque sea corto en otro. Y mi país me resultaba muy querido, y Agnes también... pero no era mía... nunca sería mía... Eso hubiese podido ser; pero ya había pasado el tiempo...

CAPÍTULO XIX. REGRESO

Desembarqué en Londres, en una tarde fría de otoño. Es­taba oscuro y lluvioso, y en un momento vi más niebla y ba­rro que los que había visto en un año. Por no encontrar co­che, fui a pie desde Custom House hasta el Monument; y mirando las fachadas de las casas y las hinchadas goteras, que eran como viejas amigas mías, no podía por menos que pensar que eran unas amigas algo sucias.

He notado a menudo (y supongo que a mucha gente le ha­brá ocurrido otro tanto) que el marcharse uno de un sitio que le es familiar parece ser la señal para que ocurran en él mu­chos cambios. Mirando por la ventanilla del coche observé que una vieja casa de Fish—Street Hill, que seguramente no había visto, desde hacía un siglo, pintores, carpinteros ni al­bañiles, la habían derribado durante mi ausencia, y que una calle cercana, célebre por su insalubridad y mal estado, ha­bía sido dragada y ensanchada. ¡Casi esperaba encontrarme la catedral de Saint Paul envejecida!

También estaba preparado para encontrar cambios de for­tuna en mis amigos. Hacía tiempo que mi tía había vuelto a establecerse en Dover, y Traddles había empezado a tener, poco tiempo después de mi marcha, cierto nombre como abogado. Ahora ocupaba unas habitaciones en Gray's Inn, y me había dicho en sus últimas cartas que tenía ciertas espe­ranzas de unirse en breve a la chica más encantadora del mundo.

Me esperaban en casa antes de Navidad; pero no creían que volviera tan pronto. Los había engañado a propósito, para tener el gusto de sorprenderlos. Y, sin embargo, era tan injusto, que sentía un escalofrío de disgusto al no verme es­perado por nadie, y rodaba solo y silencioso entre las som­brías calles.

Las tiendas tan conocidas, con sus alegres luces, me ani­maron algo, y cuando me apeé en la puerta del café de Gray's Inn recobré mi buen humor. Al principio recordé aquellos tiempos tan diferentes, cuando dejé Golden Cross, y los cambios que habían acaecido desde entonces; pero aquello era natural.

—¿Sabe usted dónde vive míster Traddles? —le pregunté al camarero, mientras me calentaba en la chimenea del café.

—Holtom Court, señor, número dos.

—¿Creo que míster Traddles empieza a tener una fama cada vez mayor entre los abogados? —dije.

—Es posible —contestó el camarero—; pero yo no estoy enterado.

Este camarero, de edad madura y flaco, pidió ayuda a otro de más autoridad (hombre fuerte, con gran papada, vestido de calzón corto negro), que se levantaba de un sitio que parecía un banco de sacristía, en el fondo del café, donde es­taba en compañía de la caja, del libro de direcciones y de otros libros y papeles.

—Míster Traddles —dijo el camarero flaco—, número dos en la Court.

El majestuoso camarero le hizo seña con la mano de que podía retirarse, y se volvió gravemente hacia mí.

—Preguntaba —dije yo— si míster Traddles, que vive en el número dos, en Court, no tiene una fama cada vez mayor entre los abogados.

—Nunca he oído su nombre —dijo el camarero, con una hermosa voz de bajo.

Me sentí humillado, por Traddles.

—Será muy joven seguramente —dijo el portentoso ca­marero fijando sus ojos severamente en mí—. ¿Cuánto tiempo hace que ejerce?

—No más de tres años —dije yo.

El camarero, que yo suponía que hacía cuarenta años que vivía en su banco de sacristía, no podía interesarse por un asunto tan insignificante, y me preguntó qué quería para comer.

Me sentía en Inglaterra otra vez, y estaba realmente triste por lo que había oído de Traddles. No tenía suerte. Pedí con timidez un poco de pescado y un bistec, y me quedé de pie delante del fuego, meditando sobre la oscuridad de mi pobre amigo.

Seguía al camarero con mis ojos, y no podía dejar de pen­sar que el jardín en que había florecido aquella planta era un sitio difícil para crecen Tenía un aire tan tieso, tan antiguo, tan ceremonioso, tan solemne. Miré alrededor de la habita­ción, cuyo suelo habían cubierto de arena, sin duda del mismo modo que se hacía cuando el camarero mayor era un niño, si alguna vez lo fue, lo cual me parecía dudoso. Y miré a las mesas relucientes, en las que me veía reflejado en el mismo fondo de la antigua caoba; y a las lámparas, sin una sola raja en sus colgajos tan limpios; y a los confortables cortinajes verdes, con sus pulimentadas anillas de cobre, ce­rrando cuidadosamente cada departamento; y a las dos gran­des chimeneas de carbón que ardían resplandecientes; y a las filas de jarras jactanciosas, como demostrando que en la cueva no costaba trabajo encontrar viejas barricas poseedo­ras de buen vino de Oporto; y me decía que, en Inglaterra, tanto la fama como el foro eran muy difíciles de ser tomados por asalto. Subí a mi dormitorio para mudar mis ropas hú­medas, y la espaciosa habitación de viejo entarimado (que recuerdo que estaba encima del paseo de arcos que daba a Inn), y la apacible inmensidad del lecho de cuatro columnas, y la indomable gravedad de los ventrudos cajones, todo, pa­recía cernirse austeramente sobre la fortuna de Traddles o de cualquier aventurada juventud. Bajé otra vez a comer, y la misma solemnidad de la comida y el ordenado silencio del establecimiento, vacío de clientes, pues no habían terminado aún las vacaciones, parecía condenar con elocuencia la au­dacia de Traddles y de sus pequeñas esperanzas, que todavía tendrían que esperar lo menos veinte años.

No había visto nada parecido desde que me fui, y mis es­peranzas por mi amigo se desvanecieron.

El camarero mayor se había cansado de mí, y se puso a las órdenes de un viejo caballero de altas polairias, para el cual pareció surgir de la bodega una botella especial de Oporto, pues él no había dado ninguna orden. El camarero segundo me confirmó, en un susurro, que aquel señor estaba retirado de los negocios, que vivía en el Square y que tenía una gran fortuna, que esperaban dejaría a una hija de su la­vandera; se murmuraba también que tenía en su oficina un servicio de plata muy estropeado por el desuso, aunque ja­más ojos humanos vieron en su casa más que una cuchara y un tenedor desparejados.

Entonces pensé que Traddles estaba perdido y que no ha­bía esperanza para él. Sin embargo, como tenía muchas ganas de ver a mi viejo y querido amigo, despaché mi comida de manera nada apropiada, para confirmar la opinión del ca­marero mayor, y me apresuré a salir por la puerta trasera. Pronto llegué al número dos de Court. Una inscripción en la puerta de entrada me informó de que míster Traddles ocu­paba varias habitaciones en el último piso. Subí la escalera. Una escalera destartalada, débilmente iluminada en cada descansillo por un quinqué ahumado, que se moría en una jaula de cristal sucio.

En mi ascensión precipitada me pareció oír el sonido agradable de una risa, y no la risa de un procurador o abo­gado, ni de un estudiante de procurador ni de abogado, sino la risa de dos o tres alegres muchachas. Al paranne a escu­char puse el pie en un agujero donde la Honorable Sociedad de Gray's Inn había olvidado poner madera, y me caí, con bastante estrépito; al levantarme había cesado el ruido.

El resto de mi ascensión la hice con más cuidado; y mi corazón palpitaba con fuerza, cuando encontré abierta una puerta exterior en que se leía: «Míster Traddles». Llamé. Se oyó un gran alboroto en el interior, pero nada más. Llamé otra vez.

Un chico de mirada viva, medio recadero y medio em­pleado, que estaba muy sofocado, pero que me miró como para desafiarme legalmente con arrogancia, se presentó:

—¿Está míster Traddles en casa? —dije yo.

—Sí, señor; pero está ocupado.

—Deseo verle.

Después de un momento de inspección, el chiquillo de mirada viva decidió dejarme entrar, y abriendo más la puerta, me introdujo primero en un pequeño vestíbulo y des­pués en un gabinete, donde me encontré en presencia de mi viejo amigo (igualmente sofocado), sentado delanté de una mesa a inclinado sobre unos papeles.

—¡Cielos! —exclamó Traddles levantando los ojos, ¡Si es Copperfiedl!

Y se precipitó en mis brazos, donde le estreché fuerte­mente.

—¿Va todo bien, mi querido Traddles?

—Todo va bien, mi queridísimo Copperfield, y sólo tengo buenas noticias que darle.

Los dos llorábamos de placer.

—Mi querido amigo —dijo Traddles mesándose los cabe­llos en su excitación, cosa completamente innecesaria—; mi queridísimo Copperfield, ¡cuánto tiempo que no lo había visto! Y bien, amigo mío, ¡cuánto me alegra verte! ¡Qué mo­reno estás! ¡Qué feliz soy! Te juro por mi honor y por mi vida que nunca me he regocijado tanto, mi querido Copper­field, ¡nunca!, ¡nunca!

Por mi parte, tampoco podía expresar mi emoción. Al principio era incapaz de hablar.

—¡Mi querido Copperfield, que ha adquirido una fama tan grande! —continuó Traddles—. ¡Mi glorioso Copper­field! ¡Cielo santo! Pero ¿cuándo has venido? ¿De dónde sa­les? ¿Qué has estado haciendo?

Sin esperar contestación a nada de lo que decía, Traddles, que me había instalado en un butacón, avivaba el fuego con una mano y me tiraba de la corbata con la otra, creyendo, sin duda, que era el abrigo. Sin soltar la tenaza, me abrazaba, y yo le abrazaba también; y ambos, riéndonos y secándonos los ojos, nos sentamos y nos estrechamos las manos por en­cima de la chimenea.

—¡Pensar —dijo Traddles— que estaba tan cercana tu vuelta y que no has asistido a la ceremonia!

—¿A qué ceremonia, mi querido Traddles?

—Pero ¡cómo! —dijo Traddles abriendo los ojos, segun su costumbre—, ¿no has recibido mi última carta?

—Desde luego que no, si se refería a una ceremonia.

—¡Cómo, mi querido Copperfield! —dijo Traddles aga­rrándose el pelo con las dos manos y apoyándolas luego en mis rodillas—. ¡Me he casado!

—¡Casado! —exclamé alegremente.

—Dios me bendiga, sí —dijo Traddles—. El reverendo Horace me casó con Sofía, en Devonshire. Pero, chico, ¡si la tienes ahí detrás de la cortina de la ventana! ¡Mira!

Con gran sorpresa mía, «la chica más encantadora del mundo» salió de su escondite, riéndose y enrojeciendo. La más deliciosa, amable, dichosa; la más resplandeciente no­via que jamás vio el mundo, según creo que le dije a Tradd­les. La besé como un antiguo amigo, y le deseé felicidades con todo mi corazón.

—¡Dios mío! —dijo Traddles—. ¡Qué reunión más en­cantadora! Estás morenísimo, querido Copperfield. ¡Bendito sea Dios, qué contento estoy!

—Y yo también —dije.

—Lo mismo digo —exclamó Sofía enrojeciendo y riendo.

—Somos todo lo felices que se puede ser —dijo Tradd­les—. Hasta las chicas son dichosas; por cierto que me olvi­daba de ellas.

—¿Olvidado? —dije.

—Sí; las chicas —dijo Traddles—, las hermanas de Sofía. Están con nosotros; han venido a dar una vuelta por Lon­dres. El hecho es que cuando... ¿Eras tú el que dabas traspiés por las escaleras, Copperfield?

—Sí, yo era —dije riendo.

—Pues entonces, cuando ibas dando tumbos por las esca­leras —dijo Traddles—, yo estaba jugando con las chicas; especifiquemos: jugábamos al escondite. Pero como esto no se debe hacer en Westminster Hall, pues no parecería co­rrecto si lo viera un cliente, se marcharon, y ahora, sin duda, están escuchando —dijo Traddles, echando una mirada a la puerta de otro cuarto.

—Siento mucho —dije riéndome de nuevo— el haber ocasionado esa dispersión.

—Ni una palabra —añadió Traddles encantado—; si las hubieras visto escaparse y volver otra vez, después de que llamaste, a coger las peinetas, que se les habían caído del pelo, y marcharse como locas, no hubieses dicho eso. Que­rida mía, ¿quieres ir a buscarlas?

Sofía salió corriendo, y oímos que en el cuarto contiguo la recibían con risotadas.

—Verdaderamente musical, ¿no te parece, mi querido Copperfield? —dijo Traddles—. Es muy agradable de oír. Ilumina por completo estas habitaciones, ¿sabes? Para un desdichado bachiller, que ha vivido solo toda su vida, es ver­daderamente delicioso; es encantador. ¡Pobres chicas! Han tenido una pérdida tan grande con Sofía, la cual, te lo ase­guro Copperfield, es y será siempre la muchacha más encan­tadora; y me alegro mucho más de lo que puedo expresar al verlas de tan buen humor. La compañía de muchachas es una cosa deliciosa, Copperfield. No es propio de la profesión; pero es realmente delicioso.

Viendo que tartamudeaba, y comprendiendo que, en la bondad de su corazón, temía haberme ocasionado alguna pena con lo que había dicho, me apresuré a tranquilizarle con una sinceridad que evidentemente le alivió y le agradó mucho.

—Pero, a decir verdad —dijo Traddles—, nuestros arre­glos domésticos están por completo en desacuerdo, mi que­rido Copperfield. Hasta la estancia de Sofía aquí está en de­sacuerdo con el decoro de la profesión; pero no tenemos otro domicilio. Nos hemos embarcado en un bote y estamos dis­puestos a no quejamos. Y Sofía es una extraordinaria admi­nistradora. Te asombraría ver cómo ha instalado a estas chi­cas. Apenas si yo mismo sé cómo lo ha hecho.

—¿Y cuántas tienes aquí? —pregunté.

—La mayor, la Belleza, está —dijo Traddles en tono con­fidencial—; Carolina y Sarah están, ¿sabes?, aquella que lo decía que tenía algo en la espina dorsal; está muchísimo me­jor; y las dos más jóvenes, que Sofía educó, también están con nosotros. ¡Ah!, también Luisa está aquí.

—¿De verdad? —exclamé.

—Sí —dijo Traddles—. Ahora bien; toda la casa (quiero decir las habitaciones) no son más que tres; pero Sofía las ha arreglado, las ha instalado del modo más maravilloso, y duermen lo más cómodamente posible. Tres en ese cuarto —dijo Traddles señalando— y tres en este otro.

No pude por menos que lanzar una mirada a mi alrededor buscando dónde podrían acomodarse míster y mistress Traddles. Traddles me comprendió.

—Como acabo de decirte, estamos dispuestos a no que­jarnos de nada —dijo Traddles—, y así, la semana pasada improvisamos una cama aquí, en el suelo. Pero hay un cuar­tito debajo del tejado, un cuarto muy mono una vez que se ha llegado a él, que la misma Sofía ha acondicionado para darme una sorpresa y que es ahora nuestro dormitorio. Es como un cuchitril de gitanos, pero tiene unas vistas muy her­mosas.

—Por fin, mi querido Traddles, estás casado —dije'. ¡Cómo me regocija!

—Gracias, gracias, Copperfield —dijo Traddles, mientras nos estrechábamos una vez más la mano—; soy tan feliz como no se puede ser más. Aquí tienes a tu antiguo amigo, ya ves —me dijo Traddles mostrándome con aire triunfante el florero y el velador—, y ahí tienes la mesa de mármol; todos los demás muebles son sencillos y útiles, como pue­des ver. Y en cuanto a plata, no tenemos ni siquiera una cu­charilla.

—¡Ya irá ganándose todo! —dije alegremente.

—Eso es —contestó Traddles—: hay que ganarlo.

—Cucharillas para mover el té no nos faltan; pero son de metal inglés.

—Así la plata brillará más cuando la tengáis —dije.

—Eso mismo decimos nosotros —exclamó Traddles—. Ya ves, mi querido Copperfield —prosiguió hablándome otra vez en tono confidencial—; después de aquel proceso en el Tribunal de Doctores, que fue muy provechoso para mi carrera, fui a Devonshire y tuve algunas serias conversacio­nes en privado con el reverendo Horace. Me apoyaba en el hecho de que Sofía, que, como aseguro, Copperfield, es la muchacha más encantadora...

—Estoy convencido de ello —interrumpí.

—Lo es, ya lo creo —repitió Traddles—. Pero temo ha­berme alejado del asunto. Creo que te estaba hablando del reverendo Horace.

—Has dicho que lo apoyabas en el hecho...

—¡Ah, sí! En el hecho de que Sofía y yo habíamos estado en relaciones mucho tiempo y en que, en una palabra, Sofía, con el permiso de sus padres, estaba muy contenta de ca­sarse conmigo —dijo Traddles con su franca sonrisa de siempre—. Esto es, dispuesta a casarse con el metal inglés corriente. Muy bien. Entonces propuse al reverendo Horace (que es un hombre excelente, Copperfield, y merecía ser obispo, o, por lo menos, debiera tener lo suficiente para vi­vir sin verse en apuros) que si podía reunir doscientas cin­cuenta libras en un año, con la esperanza para el año si­guiente de hacer alguna cosa más, y además amueblar un sitio pequeño como este, nos uniera a Sofía y a mí. Me tomé la libertad de demostrarle que habíamos sido pacientes du­rante muchos años y que la circunstancia de que Sofía era extraordinariamente útil en su casa no tenía que ser una ra­zón para que sus queridos padres se opusieran a que su hija se estableciera en la vida. ¿Comprendes?

—Claro que no debían oponerse —dije.

—Me alegro de que pienses así, Copperfield —prosiguió Traddles—; porque sin hacer el menor reproche al reverendo Horace, yo creo que padres, hermanos y demás son a veces muy egoístas en estos casos. También hice notar que mi ma­yor deseo era ser útil a la familia, y que si tenía éxito en el mundo y, por desgracia, le ocurriera alguna cosa (me refiero al reverendo Horace)...

—Ya entiendo —dije.

—O a mistress Crewler... mis deseos eran ser un padre para sus hijas. Me contestó de un modo admirable, hala­gando mucho mis sentimientos, y me prometió obtener el consentimiento de mistress Crewler para este arreglo, Les costó mucho trabajo convencerla. Le subía desde las piernas hasta el pecho y de ahí a la cabeza...

—¿Qué es lo que le subía? —pregunté.

—La pena —contestó Traddles seriamente—. Sus senti­mientos en general. Como ya te dije en cierta ocasión, es una mujer muy superior; pero ha perdido el use de sus miembros. Cualquier cosa que le preocupe le ataca general­mente a las piernas; pero en esta ocasión le subió al pecho y luego a la cabeza; de manera que se le alteró todo el sistema de un modo muy alarmante. Sin embargo, consiguieron cu­rarla, colmándola de atenciones cariñosas, y nos casamos hace seis semanas. No puedes figurarte, Copperfield, qué monstruo me sentí cuando vi llorar y desmayarse a toda la familia. Mistress Crewler me pudo ver antes de partir; no me perdonaba el haberle arrebatado a su hija; pero como es una buena persona, por fin se le ha pasado. He tenido de ella una carta encantadora esta mañana.

—Y, en resumidas cuentas, mi querido amigo —dije—, te sientes tan dichoso como merecías serlo.

—¡Oh! En eso eres muy parcial —dijo Traddles rién­dose—; pero, en realidad, no me cambio por nadie. Trabajo mucho y leo Derecho sin saciarme. Me levanto a las cinco todas las mañanas, y no me cuesta trabajo. Durante el día tengo escondidas a las chicas, y por las noches nos divertimos juntos. Te aseguro que me da mucha pena que se marchen el jueves, que es la víspera del primer día de Michaelmas Term. Pero aquí están las muchachas —dijo Traddles, dejando el tono confidencial y hablando alto—. Míster Copperfield: miss Crewler, miss Sarah, miss Louisa, Margaret, Lucy. Pa­recían un ramo de rosas, tan frescas y tan sanas estaban.

Eran todas muy monas, y miss Caroline, muy guapa; pero en la mirada brillante de Sofía había una expresión tan tierna, tan alegre y tan serena, que valía más que todo y que me ase­guraba que mi amigo había elegido bien. Nos sentamos alre­dedor de la chimenea, mientras el chico, de aire travieso, cuya sofocación adivinaba yo ahora que había sido ocasio­nada por el arreglo precipitado de los papeles, se apresuraba a quitarlos de encima de la mesa para reemplazarlos por el té. Después de esto, se retiró, cerrando la puerta de un por­tazo. Mistress Traddles, cuyos ojos brillaban de contenta, después de hacer el té se puso tranquilamente a tostar el pan, sentada en un rincón, al lado de la chimenea.

Mientras se dedicaba a aquella operación me dijo que ha­bía visto a Agnes. «Tom» la había llevado a Kent, a una boda, y allí había visto también a mi tía; las dos estaban muy bien y no hablaron más que de mí.

Me dijo que «Tom» me había tenido presente en sus pen­samientos todo el tiempo que estuve fuera. «Tom» era una autoridad en todo. «Tom» era evidentemente el ídolo de su vida, y ninguna conmoción podría hacerle vacilar en su pe­destal, siempre creyendo en él y reverenciándole con toda la fe de su corazón, sucediera lo que sucediera.

La deferencia que ambos, ella y Traddles, profesaban a la Belleza me gustaba mucho. No creo que fuera muy razona­ble; pero me parecía encantadora y una parte esencial de su carácten Si en algún momento Traddles echaba de menos las cucharillas de plata, no me cabe duda que era al ofrecer el té a la Belleza. Si su dulce mujercita se vanagloriaba de algo, era únicamente de ser hermana de la Belleza. Las más leves indicaciones y caprichos eran considerados por Traddles y su mujer como cosas naturales y legítimas. Si ella hubiera nacido reina de las abejas, y ellos fueran abejas obreras, no hubiesen podido estar más satisfechos.

Pero su abnegación me encantaba. El mejor elogio que podía hacerse de ellos era el orgullo que tenían por aquellas muchachas y la sumisión a todas sus fantasías. Si alguna vez se dirigían a él, llamándole querido, era para rogarle que les trajera algo o les llevara algo, les levantara algo, les bajara algo, les buscara algo, les cogiera algo, y era interpelado así por una a otra de sus cuñadas lo menos doce veces en una hora. Del mismo modo, no sabían hacer nada sin Sofía. Si el pelo de alguna se desarreglaba, nadie más que Sofía podía arreglarlo. Si alguna había olvidado la tonadilla de alguna canción, nadie más que Sofía la encontraba. Si otra quería recordar el nombre de una plaza en Devonshire, únicamente ella lo sabía. Si se quería escribir alguna noticia a casa, sólo se confiaba en Sofía, para que te escribiera por la mañana, antes de desayunar. Si a alguna se le soltaba un punto en la media, nadie más que Sofía era capaz de corregir el defecto. Eran por completo las amas de la casa, y Sofía y Traddles les servían. No sé cuántos chiquillos hubiera podido cuidar Sofía en aquel tiempo; pero tenía fama de saber toda clase de canciones de niños, y las cantaba por docenas, apropiadas a su vocecita clara, una después de otra (a petición de cada hermana, que quería tener la suya, sin olvidar a la Belleza, que no se quedaba atrás). Yo estaba entusiasmado. Lo mejor de todo era que, en medio de sus exigencias todas las herma­nas tenían gran ternura y respeto por Sofía y Traddles.

Al despedirme, y cuando Traddles me acompañó hasta el café, estoy seguro de que nunca vi una cabellera tan rebelde (ni ninguna otra menos rebelde) ir de mano en mano para re­cibir semejante chaparrón de besos.

Era una escena en la que pensaba con gusto aun después de mucho rato de haberles dado las buenas noches. Un mi­llar de rosas que hubieran florecido en aquellas habitaciones de la deslucida Gray's Inn no hubiesen resplandecido ni la mitad. La idea de aquellas muchachas de Devonshire entre aquellos viejos jurisconsultos y en aquellos graves estudios de procuradores, preparando el té y las tostadas y cantando las canciones de niños en aquella atmósfera sucia de grasilla y pergamino, de lacre, de obleas polvorientas, de botellas de tinta, de papel sellado, de procesos, escritos, declaraciones y recibos, me parecía una cosa tan fantástica como si hubiera soñado que la fabulosa familia del sultán era admitida en la lista de abogados, con el pájaro que habla, el árbol que canta y el agua dorada en Gray's Inn Hall. Sin embargo, noté que después de haberme despedido de Traddles, de vuelta en el café, se había operado un gran cambio en mi desaliento acerca de él. Empecé a pensar que saldría adelante, a pesar de todos los camareros—jefes de Inglaterra.

Sentado en una silla delante de una de las chimeneas del café, para pensar en ellos más a gusto, caí gradualmente desde las consideraciones de su felicidad en la contempla­ción del rastro que iban dejando los carbones ardientes, y pensado, al verlos despedazarse y cambiar, en las principa­les vicisitudes y separaciones que habían sucedido desde que yo había dejado Inglaterra, hacía tres años, y pensaba también en los muchos fuegos de leña que había percibido y que, al consumirse en ardientes cenizas y confundirse en plumado montón sobre la tierra, me parecían la imagen de mis esperanzas muertas.

Ahora podía pensar en el pasado gravemente, pero sin amargura, y podía contemplar el futuro con ánimo sereno. El hogar ya no existía para mí. A la mujer a quien yo podía haber inspirado un amor profundo, le había enseñado a que­rerme como una hermana. Se casaría y tendría nuevos dere­chos en su ternura, y, cumpliéndolos, no sabría nunca el amor que por ella había crecido en su corazón. Era justo que pagase con mi tristeza mi temeraria pasión. Recogía lo que había sembrado.

Pensaba en todo esto, preguntándome si mi corazón po­dría soportarlo y continuar tranquilo en el lugar que ocupaba en el suyo y que ella ocupaba en mí, cuando me di cuenta de que mis ojos se fijaban en una figura que parecía haber sur­gido del fuego, en asociación con mis antiguos recuerdos.

El pequeño míster Chillip, el doctor a cuyos buenos servi­cios fui deudor en el primer capítulo de esta historia, estaba sentado, leyendo un periódico, en el rincón opuesto de la chi­menea. Se le notaba visiblemente envejecido por los años; pero como era un hombre blando, apacible y sereno, los Ile­vaba tan bien, que en aquel momento me pareció que estaba igual que cuando esperaba en nuestro saloncito mi nacimiento.

Míster Chillip había dejado Bloonderstone hacía seis o siete años y desde entonces no le había vuelto a ver. Estaba sentado plácidamente, leyendo el periódico, con su cabecita inclinada hacia un lado, y un vaso de jerez caliente al lado del codo. Parecía tan conciliador en sus modales, que daba la impresión de presentar sus excusas al periódico por to­marse la libertad de leerlo.

Me adelanté hacia donde estaba y le dije:

—¿Cómo está usted, míster Chillip?

Pareció asustarle aquella inesperada interpelación por parte de un extraño, y contestó suavemente, según su cos­tumbre:

—Muchas gracias, caballero, es usted muy amable. Se lo agradezco mucho. Y espero que esté usted bien...

—¿No se acuerda usted de mí? —le dije.

—Pues verá usted, caballero —me contestó míster Chi­llip, sonriendo amablemente y moviendo la cabeza mientras me observaba—. Hay algo en su expresión y su presencia que me parece familiar; pero, en realidad, no puedo dar con su nombre.

—Y, a pesar de todo, lo sabe usted mucho antes de que yo mismo lo supiera —contesté.

—¿De verdad, caballero? —dijo míster Chillip—. ¿Es posible entonces que tuviera yo el honor de asistirle cuando ...?

—Sí —contesté.

—Pues entonces —exclamó míster Chillip—, no hay duda que ha cambiado mucho desde entonces.

—Probablemente —dije.

—Pues bien —observó míster Chillip—; espero que us­ted me disculpe si me veo obligado a preguntarle, por favor, su nombre.

Al decirle cómo me llamaba se emocionó visiblemente. Me estrechó las manos (lo cual para él era un proceder vio­lento, pues acostumbraba deslizar tímidamente, a unas dos pulgadas de su cadera, uno o dos dedos, y parecía descon­certado cuando alguien le agarraba con fuerza). Aun ahora metió la mano en el bolsillo de su abrigo tan pronto como le fue posible soltarla, y pareció tranquilizarse cuando vio que estaba sana y salva.

—Querido mío —exclamó, observándome, con su cabeza inclinada hacia un lado—. ¿Y es usted míster Copperfield de verdad? ¡Bueno! Creo que le hubiera reconocido mirándole más detenidamente. Hay un gran parecido entre usted y su pobre padre.

—No tuve la dicha de conocerle —observé.

—Es verdad, caballero —dijo míster Chillip en tono muy suave—. Y es deplorable bajo todos los sentidos. Pues aun en nuestro recuerdo no ignoramos su fama —dijo míster Chillip, moviendo suavemente su cabecita—. Debe de tener usted una gran excitación aquí dentro —dijo míster Chillip señalándose la frente con el índice—. Y será una ocupación muy fatigosa, ¿verdad?

—¿Dónde vive usted ahora? —le pregunté, sentándome a su lado.

—Estoy establecido a algunas millas de Bury Saint—Ed­mund —dijo mister Chillip—. Mistress Chillip heredó de su padre una pequeña finca en los alrededores, nos instalamos allí, donde (le agradará saberlo) nos va bastante bien. Mi hijo es ya un gran personaje —dijo míster Chillip, sacu­diendo un poquito su cabecita—. Su madre ha tenido que soltar dos pliegues a su ropa la semana pasada. ¡Así pasa el tiempo, como puede usted ver!

Al hacer aquella reflexión, el hombrecillo se llevó la copa vacía a los labios. Le propuse que se la llenaran de nuevo, haciéndole compañía mientras la terminaba.

—Muy bien —contestó despacito, como siempre—, es más de lo que estoy acostumbrado; pero no puedo privarme del placer que me ocasiona su conversación. Me parece que fue ayer el día que tuve el honor de asistirle en el sa­rampión. Salió usted perfectamente de aquella enferme­dad.

Le agradecí el elogio y pedí otro vaso, que trajeron ense­guida.

—Esto es un exceso —dijo míster Chillip moviéndolo—; pero no puedo resistir a una ocasión tan extraordinaria. ¿No tiene usted familia?

Sacudí de un lado a otro la cabeza.

—Sabía que había usted tenido una pérdida hace algún tiempo —dijo míster Chillip—; me lo dijo la hermana de su padrastro. Un carácter muy decidido, ¿verdad?

—Sí, bastante decidido —dije—. ¿Dónde la vio usted, míster Chillip?

—¿No está usted enterado —contestó míster Chillip con su plácida sonrisa— de que su padrastro es otra vez uno de mis vecinos?

—No sabía nada —dije.

—Pues lo es —dijo míster Chillip—. Se casó con una se­ñorita de aquellos contornos que poseía una pequeña fortuna la pobre infeliz. ¿Y cómo se siente? ¿No siente usted fatiga? —preguntó míster Chillip mirándome con atención.

No cóntesté a esta pregunta, y volví a los Murdstone.

—Ya sabía que se había casado de nuevo. ¿Asiste usted a la familia? —pregunté.

—Normalmente no; pero me han llamado algunas veces —contestó—. Los órganos frenológicos de la firmeza están poderosamente desarrollados en míster Murdstone y su her­mana.

Contesté con una mirada tan expresiva, que míster Chi­llip, envalentonado con ella y con la segunda copa, movió varias veces la cabeza y exclamó, en tono pensativo:

—¡Ay querido! Nos acordamos de otros tiempos, míster Copperfield.

—¿Y el hermano y la hermana siguen el mismo estilo de vida? —dije.

—Verá usted —contestó míster Chillip—. Un médico no debía tener oídos y ojos nada más que para su profesión. Pero, sin embargo, tengo que decirle que son muy severos, lo mismo para esta vida que para la otra.

—Espero que en la otra sepan arreglarse sin su ayuda —re­pliqué—. ¿Qué es lo que hace ahora?

Míster Chillip agitó la cabeza, revolvió la bebida y echó un traguito.

—Era una mujer encantadora —observó en tono plañidero.

—¿La presente mistress Murdstone?

—Una mujer encantadora de verdad —dijo míster Chi­llip—. Estoy seguro de que era tan amable como es posible serlo. La opinión de mistress Chillip es que ha cambiado completamente de humor desde que se ha casado, y que está casi loca de melancolía. Hay que convenir que las señoras —observó míster Chillip temerosamente— tienen un gran espíritu de observación.

—Supongo que habrán querido someterla o romperla en su detestable molde, ¿que el Cielo la ayude!, y lo habrán conseguido —dije.

—Verá usted. Al principio había violentos altercados, se lo aseguro —dijo míster Chillip—; pero ahora no es más que una sombra. Me atrevería, señor, a decirle con confianza que, desde que la hermana vino en ayuda del hermano, los dos le han reducido casi a un estado de imbecilidad.

Le dije que lo creía fácilmente.

—No vacilo en decir —continuó míster Chillip, tomando un nuevo traguito de su bebida—, entre usted y yo, que su pobre madre murió a causa de ello, y que la tiranía, el humor sombrío y las persecuciones han hecho de mistress Murdstone casi un ser idiota. Antes de casarse era una mujer muy alegre; pero su austeridad la ha destrozado. Ahora la tratan más como si fueran sus guardianes que marido y cuñada. Esta era la ob­servación que me hizo mistress Chillip no hace aún una se­mana. Y le aseguro a usted que las señoras son muy observa­doras. La misma mistress Chillip es una gran observadora.

—Yes que sigue teniendo la pretensión de dar a este ca­rácter sombrío (me avergüenza usar tal palabra para esta idea) el nombre de religión.

—No se anticipe usted —dijo míster Chillip, cuyos pár­pados iban tomándose cada vez más rojos con el estímulo inacostumbrado de que sacaba su valor—. Una de las obser­vaciones más acertadas de mistress Chillip, una observación que me ha electrizado —siguió diciendo despacio—, es que míster Murdstone se eleva sobre un pedestal y se llama a sí mismo Naturaleza Divina. Cuando mistress Chillip me dijo esto me hubiera podido usted tirar al suelo sólo con el con­tacto de una pluma. ¡Las señoras son muy observadoras!

—Instintivamente —dije yo.

—Me alegro encontrar tal respaldo a mi opinión —re­plicó—. No me ocurre a menudo el dar opiniones que no sean profesionales, se lo aseguro. Míster Murdstone echa discursos en público algunas veces, y se dice, en una pala­bra, lo dice mistress Chillip: que cuanto más tirano ha sido más feroces son sus doctrinas.

—Creo que mistress Chillip tiene mucha razón —dije.

—Mistress Chillip llega a decir —continuó diciendo el más suave de los hombres, con mucha animación— que lo que el pueblo llama equivocadamente su religión es un pre­texto para sus malos humores y arrogancias; y ¿sabe usted —continuó, inclinando suavemente la cabeza hacia un lado— que no encuentro autoridad para míster y mistress Murdstone en el Nuevo Testamento?

—Yo tampoco la he encontrado nunca —dije.

—Entre tanto —dijo míster Chillip—, nadie los puede ver; y como se otorgan la autoridad de condenar a la gente que los detesta, tenemos un buen número de condenados en­tre nuestros vecinos. Sin embargo, como dice mistress Chi­llip, sufren un continuo castigo. Padecen el suplicio de Pro­meteo, de devorar su propio corazón, y el propio corazón es mal alimento. Y ahora, caballero, si usted me permite insistir sobre su estado, no se excite usted demasiado.

No me costó trabajo, dada la excitación de míster Chillip por la influencia de la poción, distraer su atención de este tó­pico y llevarle a sus propios asuntos, sobre los cuales fue muy locuaz durante otra media hora, dándome a entender, entre otras cosas, que si estaba en aquel momento en el café de Gray's Inn era para declarar ante una comisión investiga­dora tocante al estado de un paciente que había enfermado del cerebro por abuso de bebidas alcohólicas.

—Le aseguro a usted —dijo— que en estas ocasiones me pongo extremadamente nervioso. No puedo soportar que se me engañe. Esto me deshace. ¿Sabe usted que me hizo falta tiempo para reponerme de aquella alarmante señora, la no­che de su nacimiento, míster Copperfield?

Le dije que iba a ver a mi tía, el dragón de aquella noche, a la mañana siguiente, y que hubiese podido ver que era una de las mujeres más cariñosas y más excelentes si hubiera lle­gado a conocerla con más intimidad. La mera posibilidad de volverla a ver parecía aterrarle. Contestó con una pálida son­risa: «¿De verdad? ¿Realmente?»; a inmediatamente pidió una vela y se fue a la cama, como si no se encontrara seguro en ningún sitio. No subió precisamente dando tumbos; pero me parece que su plácido pulso debía de dar dos o tres pul­saciones más por minuto que la noche aquella en que mi tía, en el paroxismo de su desencanto, le pegó con su cofia.

Extraordinariamente cansado me acosté, y al día siguiente me metí en la diligencia de Dover, y llegué sano y salvo al salón de mi tía, en el momento en que preparaba el té (ahora tenía lentes), y fui recibido, con los brazos abiertos, por ella, por míster Dick y por mi querida vieja Peggotty, que hacía las veces de ama de llaves. Mi tía se divirtió mucho cuando empecé a contarle mi entrevista con míster Chillip y el re­cuerdo tan terrible que conservaba de ella. Ella y Peggotty dijeron muchas cosas del segundo marido de mi pobre ma­dre, y de la «asesina» de su hermana. Ningún castigo ni tor­mento hubiera obligado a mi tía a llamarla por su nombre de pila o a designarla de otra manera.

CAPÍTULO XX. AGNES

Cuando nos dejaron solos, mi tía y yo estuvimos char­lando hasta muy entrada la noche. Me contó que todas las cartas de los emigrantes respiraban esperanza y alegría; que míster Micawber había enviado ya muchas veces pequeñas sumas de dinero para saldar sus deudas, « como debe hacerse de hombre a hombre; que Janet había vuelto al servicio de mi tía al establecerse esta de nuevo en Dover, y que, por úl­timo, había renunciado a su antipatía por el sexo masculino, casándose con un rico tabernero, y habiendo confirmado mi tía aquel gran principio ayudando y asistiendo a la novia y hasta honrando la ceremonia con su presencia. He aquí al­guno de los puntos sobre los que versó nuestra conversa­ción, aunque ya me había hablado de ello en sus cartas, con más o menos detalles. Míster Dick tampoco fue olvidado. Mi tía me dijo que se dedicaba a copiar todo lo que le caía en las manos, y que con aquel trabajo había conseguido que el rey Carlos I se mantuviera a una distancia respetuosa; que estaba muy contenta de verle libre y satisfecho, y que, en fin (conclusión que no era nueva), sólo ella sabía todo lo que valía.

—Y ahora, Trot —me dijo, acariciándome la mano mien­tras estábamos sentados al lado del fuego, siguiendo nuestra antigua costumbre—, ¿cuándo vas a it a Canterbury?

—Buscaré un caballo a iré mañana por la mañana, a me­nos de que quieras venir conmigo.

—No —dijo mi tía en tono breve—; pienso quedarme aquí.

—En ese caso iré a caballo. No hubiese atravesado hoy Canterbury sin detenerme si hubiera sido para ver a otra per­sona que no fueras tú.

En el fondo estaba encantada; pero me contestó: «¡Bah, Trot! Mis viejos huesos hubieran podido esperar hasta ma­ñana». Y volvió a acariciarme la mano mientras yo miraba al fuego, soñando.

Soñando. No podía saberme tan cerca de Agnes sin sentir en toda su fuerza los sentimientos que me habían preocu­pado tanto tiempo. Quizá ahora estaban dulcificados por el pensamiento de que aquella lección me estaba merecida por no haberlo previsto cuando tenía todo el porvenir ante mí; pero no por eso dejaba de sentirlo. Todavía oía yo la voz de mi tía repetirme lo que ahora comprendía mejor: « ¡Oh Trot! ¡Ciego!, ¡ciego!, ¡ciego!».

Guardamos silencio durante unos minutos. Cuando le­vanté los ojos vi que me observaba atentamente. Quizá ha­bía seguido el hilo de mis pensamientos, menos difícil de se­guir ahora que cuando mi espíritu se obstinaba en mi ceguera.

—Quizá te parezca que a su padre se le han blanqueado mucho los cabellos; pero en lo demás está mucho mejor: es un hombre nuevo. Ya no aplica su medida limitada a todas las alegrías y a todas las penas de la vida humana. Créeme, hijo mío; es necesario que todos los sentimientos se hayan empequeñecido mucho en un hombre para que se pueda me­dir con semejante medida.

—Es cierto —le respondí.

—En cuanto a ella, la encontrarás —dijo mi tía— tan be­lla y tan buena, tan tierna y tan desinteresada como siempre. Si supiera un elogio mayor, Trot, no dudaría en dárselo.

Y, en efecto, no había mejor elogio para ella, ni más amargo reproche para mí. ¡Oh! ¿Por qué fatalidad me había extraviado de aquel modo?

—Si enseña a las niñas que la rodean a ser como ella —continuó mi tía, y sus ojos se llenaron de lágrimas—, Dios sabe que será una vida bien empleada. «Dichosa de ser útil», como decía ella. ¿Y cómo podría ser de otra manera?

—Tiene Agnes algún— —pensaba alto, más bien que ha­blaba.

—¿Algún qué? —dijo vivamente mi tía.

—Algún enamorado —dije.

—Por docenas —exclamó mi tía, con una especie de or­gullo indignado—. Hubiera podido casarse veinte veces, amigo mío, desde que te has marchado.

—No lo dudo —dije—; pero ¿ha encontrado un hombre digno de ella? Pues de no ser así, ella no le querría.

Mi tía permaneció silenciosa un momento, con la barbilla apoyada en la mano. Después, levantando lentamente los ojos:

—Sospecho —dijo— que está enamorada de uno, Trot.

—¿Y es correspondida? —pregunté.

—Trot —repuso gravemente mi tía—, no tengo derecho para decirte más. Ella no se ha confiado nunca a mí, y sólo son suposiciones mías.

Me miraba atentamente, con inquietud (hasta la vi tem­blar), y me di cuenta, más que nunca, de que seguía mis ínti­rnos pensamientos. Hice una llamada a todas las resolucio­nes que había tomado durante tantos días y noches de lucha —on mi corazón.

—Si es así —proseguí—, creo que lo será...

—No digo que lo sea —dijo bruscamente mi tía—; no de­bes fiarte de mis sospechas. Al contrario, has de guardar se­creto. A lo mejor es una idea mía, y no tengo derecho a decir nada.

—Si fuera así —continué—, Agnes me lo dirá algún día. Una hermana, a la que he demostrado tanta confianza, tía, no me negará la suya.

Mi tía separó su mirada de mí, tan lentamente como la ha­bía fijado, y, pensativa, se tapó la cara con una mano. Poco a poco puso la otra mano encima de mi hombro, y permaneci­mos así, uno al lado de otro, pensando en el pasado, sin cam­biar una palabra hasta el momento de acostarnos.

Al día siguiente, temprano, salí para el lugar donde había pasado el tiempo lejano de mis estudios. No puedo decir que me sintiera completamente dichoso con la esperanza de ga­nar una batalla conmigo mismo, ni con la perspectiva de ver pronto su rostro querido.

Pronto recorrí, en efecto, aquel camino, que conocía tan bien, y atravesé aquellas calles tranquilas, donde cada piedra me era tan familiar corno un libro de clase a un colegial. Fui a pie hasta la vieja casa; después me alejé; tenía el corazón demasiado lleno para decidirme a entrar. Volví, y vi al pasar la ventana baja de la torrecilla donde Uriah Heep y después míster Micawber trabajaban: ahora era un saloncito; ya no había oficinas. Y la casa tenía el mismo aspecto limpio y cuidado que cuando la había visto por primera vez. Rogué a la criada que vino a abrirme que dijera a mistress Wickfield que un caballero deseaba verla de parte de un amigo que vol­vía del extranjero. Me hizo subir por la vieja escalera, advir­tiéndome que tuviera cuidado con los escalones (los conocía yo mejor que ella), y entré en el salón. Nada había cambiado. Los libros que leíamos juntos Agnes y yo estaban en el mismo sitio; volví a ver en el mismo rincón el pupitre en que tantas veces había trabajado. Todos los pequeños cambios que los Heep habían introducido en la casa habían sido des­hechos. Todo estaba lo mismo que en los tiempos felices.

Me asomé a una ventana, y miraba las casas de la otra acera recordando cuántas veces las había contemplado los días de lluvia, cuando vine a estudiar a Canterbury, y todas las suposiciones que me divertía hacer sobre la gente que se asomaba a sus ventanas, y la curiosidad con que los seguía subiendo y bajando las escaleras, mientras la lluvia golpea­ba el empedrado. Recordaba que compadecía con toda mi alma a los que llegaban a pie, por la noche, en la oscuridad, empapados y arrastrando las piernas, con su envoltorio al hombro, en la punta de un palo. Todos aquellos recuerdos estaban todavía tan frescos en mi memoria; sentía el mismo olor de la tierra húmeda y de hojas mojadas; hasta me pare­cía el mismo viento que me había desesperado durante mi penoso viaje.

El ruido de la puertecita que se abría en el zócalo de ma­dera tallada me hizo estremecer. Me volví. La bella y serena mirada de Agnes encontró la mía. Se detuvo, poniéndose la mano en el pecho; yo la cogí en mis brazos.

—Agnes, querida mía, ¡he llegado demasiado de impro­viso!

—No, no; ¡estoy tan contenta de verte, Trotwood!

—Querida Agnes; yo sí que soy dichoso volviéndote a ver

La estrechaba contra mi corazón, y durante un momento nos miramos en silencio. Después nos sentamos uno al lado del otro, y vi en su rostro angelical la expresión de alegría y de afecto con que soñaba día y noche desde hacía años.

Estaba tan ingenua, tan bella, tan buena; le debía tanto y la quería tanto, que no podía expresar lo que sentía. Traté de bendecirla, traté de darle las gracias, traté de decirle (como lo había hecho a menudo en mis cartas) toda la influencia que ejercía sobre mí; pero mis esfuerzos eran vanos. Mi ale­gría y mi amor parecían mudos.

Con su dulce tranquilidad calmó mi inquietud; me re­cordó el momento de nuestra separación; me habló de Emily, a quien había ido a ver en secreto muchas veces; me habló, de una manera conmovedora, de la tumba de Dora. Con el instinto siempre justo que le daba su noble corazón tocó tan dulce y delicadamente las cuerdas dolorosas de mi memoria, que ni una de ellas dejó de responder a su llamamiento ar­monioso, y yo prestaba oído a aquella triste y lejana melo­día, sin que me hicieran sufrir los recuerdos que despertaba en mi alma. ¿Cómo hubiera podido sufrir, cuando todo lo dominaba ella, como las alas del ángel bueno de mi vida?

—¿Y tú, Agnes? —dije por fin—. Háblame de ti. No me has dicho todavía nada de lo que haces.

—¿Y qué podría decirte? —repuso con su radiante son­risa—. Mi padre está bien. Nos encuentras muy tranquilos en nuestra vieja casa, que nos ha sido devuelta; nuestras in­quietudes se han disipado; sabiendo eso, Trotwood, lo sabes todo.

—¿Todo, Agnes? —dije.

Me miró no sin un poco de sorpresa y de emoción.

—¿No hay nada más, hermana mía? —dije.

Palideció; después enrojeció y palideció de nuevo. Me pareció que sonreía con serena tristeza, y movió la cabeza.

Había intentado hacerle hablar del asunto de que me ha­bía hablado mi tía, pues, por dolorosa que fuera para mí aquella confidencia, quería someter mi corazón y cumplir con mi deber hacia Agnes. Pero al ver que se turbaba no in­sistí.

—¿Tienes mucho que hacer, querida Agnes?

—¿Con mis discípulas? —dijo levantando la cabeza; ya había recobrado su serenidad habitual.

—Sí. ¿Te darán mucho trabajo, no?

—Es un trabajo tan dulce —repuso—, que sería casi in­grata si le diera ese nombre.

—Nada de lo que es bueno lo parece difícil —repliqué.

Palideció de nuevo, y otra vez, al bajar la cabeza, vi la triste sonrisa.

—¿Te esperarás para ver a mi padre —dijo alegremente—, y pasarás el día con nosotros? ¿Quizá hasta quieras dormir en tu antigua habitación? La seguimos llamando tuya.

Aquello era imposible, porque había prometido a mi tía volver por la noche; pero me gustaría mucho pasar el día con ellos.

—Ahora tengo que hacer —dijo Agnes—. Te dejo con tus antiguos libros y nuestra antigua música.

—Si hasta me parecen las antiguas flores —dije mirando a mi alrededor—; o, por lo menos, las mismas que te gusta­ban antes.

—Es que me gusta —repuso Agnes sonriendo— conser­varlo todo durante tu ausencia, lo mismo que cuando éramos niños. ¡Éramos tan felices entonces!

—Sí. ¡Dios lo sabe! —dije.

—Y todo lo que me recuerda a mi hermano —dijo Agnes volviendo hacia mí sus ojos cariñosos— me hace com­pañía. Hasta esta miniatura de cestito —dijo, enseñándo­me el que llevaba a la cintura, lleno de llaves— me parece, cuando lo oigo sonar, que me canta una canción de nuestra juventud.

Sonrió y salió por la puerta, que había abierto al entrar.

Estaba decidido: conservaría con cuidado religioso aquel afecto de hermana. Era todo lo que me quedaba, y era un tesoro. Si quebrantaba aquella confianza queriendo desnaturalizarla, la perdería para siempre y ya no podría renacer. Tomé la firme resolución de no exponerme; cuanto más la amaba, más interés tenía en no traicionarme ni un momento.

Me dediqué a pasear por las calles, y volví a ver a mi an­tiguo enemigo, el carnicero (ahora comisario, con el bastón colgado en su tienda). Fui a ver el sitio donde habíamos combatido, y allí estuve recordando a miss Shepherd, y a la mayor miss Larkins, y todas mis pasiones, amores y odios de aquella época. Lo único que había sobrevivido era Agnes, mi estrella siempre brillante y cada vez más alta en el cielo.

Cuando volví, míster Wickfield estaba ya en casa; había alquilado, a unas dos millas de la ciudad, un jardín, donde iba a trabajar casi todos los días, y le encontré tal como mi tía me le había descrito. Comimos con cinco o seis niñas, discípulas de Agnes. Míster Wickfield ya no era más que la sombra del retrato que había en la pared.

La tranquilidad y la paz que reinaban en aquella apacible morada, y de las que guardaba un recuerdo tan profundo, ha­bían renacido. Cuando terminó la comida, míster Wickfield no tomó vino, subimos todos. Agnes y sus discípulas se pu­sieron a cantar, a jugar y a trabajar juntas. Después del té las niñas nos dejaron y nos quedamos los tres solos hablando del pasado.

—Tengo muchos asuntos de los que arrepentirme, Trotwood —dijo míster Wickfield, moviendo su cabeza blanca—; lo sabes muy bien; pero así y todo, aunque estuviera en mi mano, no me gustaría borrar tu recuerdo.

Lo creía, pues Agnes estaba a su lado.

—No me gustaría, pues sería destruir al mismo tiempo el de la paciencia, la abnegación, la fidelidad, el amor de mi hija, y eso no lo quiero olvidar, no; ni aun para llegar a olvi­darme de mí mismo.

—Le comprendo —le dije con dulzura—. Siempre he pensado en ello... siempre... con veneración.

—Pero nadie sabe, ni siquiera tú —añadió—, todo lo que ha hecho, todo lo que ha soportado, todo lo que ha sufrido mi Agnes.

Agnes puso su mano sobre el brazo de su padre, como para detenerle, y estaba pálida, muy pálida.

—Vamos, vamos —dijo con un suspiro, rechazando evi­dentemente el recuerdo de una pena que su hija había tenido que soportar, que quizá soportaba todavía (pensé en lo que me había dicho mi tía). Trotwood, nunca te he hablado de su madre. ¿Te ha hablado alguien de ella?

—No, señor.

—No hay mucho que decir... aunque sufrió muchísimo. Se casó contra la voluntad de su padre, que renegó de ella. Antes de que naciera mi Agnes le suplicó que la perdonase. Era un hombre muy duro, y su madre había muerto hacía mucho tiempo. La rechazó, y destrozó su corazón.

Agnes se apoyó en el hombro de su padre y le pasó un brazo alrededor del cuello.

—Era un corazón dulce y tierno —dijo—, y lo hizo peda­zos. Yo sabía cómo era de frágil y delicada. Nadie podía sa­berlo como yo. Me amaba mucho, pero nunca fue dichosa. Sufría siempre por aquel golpe doloroso, y cuando su padre la rechazó por última vez, estaba enferma, débil... empeoró y murió. Me dejó con Agnes, que sólo tenía entonces quince días, y con los cabellos grises que me has visto desde el pri­mer día que viniste aquí.

Abrazó a su hija.

—Mi cariño por mi hija era un amor lleno de tristeza, pues mi alma estaba enferma. Pero ¿para qué seguirte ha­blando de mí? Es de su madre de quien quería hablarte, Trot­wood. No necesito decirte lo que he sido ni lo que soy, lo adivinas, lo sé. En cuanto a Agnes, no necesito decirte lo que es, siempre he encontrado en ella algo de la triste histo­ria de su pobre madre; por eso lo he hablado esta noche, ahora que estamos reunidos de nuevo, después de tantos cambios. Ya te lo he dicho todo.

Bajó la cabeza. Agnes inclinó hacia él la suya de ángel, que tomó con sus caricias filiales un carácter más patético todavía después de aquel relato. Una escena tan conmove­dora venía a propósito para fijar de un modo muy especial en mi memoria el recuerdo de aquella tarde, la primera de nuestra reunión.

Agnes se levantó y, acercándose suavemente al piano, se puso a tocar una de las cosas que tocaba antes y que había­mos escuchado tantas veces en aquel mismo sitio.

—¿Tienes intención de seguir viajando? —me preguntó, mientras yo estaba de pie a su lado.

—¿Qué opina mi hermana?

—Espero que no.

—Entonces no pienso hacerlo, Agnes.

—Puesto que me consultas, Trotwood, lo diré que tu re­putación creciente y tus éxitos deben animarte a seguir, y aunque yo pudiera pasarme sin mi hermano —continuó, fi­jando sus ojos en mí—, quizá el éxito lo reclame.

—Lo que soy es obra tuya, Agnes, y tú debes juzgarlo.

—¿Mi obra, Trotwood?

—Sí, Agnes, mi querida muchacha —le dije, inclinán­dome hacia ella—; he querido decirte hoy, al volverte a ver, algo que tengo en el corazón desde la muerte de Dora. ¿Re­cuerdas que fuiste a buscarme al gabinete y me enseñaste el cielo, Agnes?

—¡Oh, Trotwood! —repuso ella, con los ojos llenos de lágrimas, ¡Era tan amante, tan ingenua, tan joven! ¡Nunca podré olvidarla!

—Tal corno te apareciste entonces, hermana mía, eso has sido siempre para mí. Lo he pensado muchas veces desde aquel día. Siempre me has enseñado el cielo, Agnes; siem­pre me has conducido hacia un fin mejor; siempre me has guiado hacia un mundo más elevado.

Ella movió la cabeza en silencio; a través de sus lágrimas volví a ver la dulce y triste sonrisa.

—Y te estoy tan agradecido, Agnes, tan agradecido eter­namente, que no sé nombrar el afecto que me inspiras. Quiero que sepas, y sin embargo no sé cómo decírtelo, que toda mi vida creeré en ti, y me dejaré guiar por ti, como lo he hecho en medio de las tinieblas, que ya pasaron. Suceda lo que suceda, a pesar de los nuevos lazos que puedas formar y de los cambios que puedan ocurrir entre nosotros, yo te seguiré siempre con los ojos, creeré en ti y te querré como hoy y como siempre. Seguirás siendo mi consuelo y mi apoyo. Hasta el día de mi muerte, hermana mía, lo veré siempre ante mí señalándome el cielo.

Agnes puso su mano en la mía, y me dijo que estaba or­gullosa de mí y de lo que le decía, pero que no merecía aque­llas alabanzas. Después continuó tocando dulcemente, pero sin dejar de mirarme.

—¿Sabes, Agnes? Lo que he sabido esta tarde por tu pa­dre responde maravillosamente al sentimiento que me ha­bías inspirado cuando te conocí, cuando sólo era un colegial.

—Sabías que no tenía madre —contestó con una son­risa— y eso te predisponía a quererme un poco.

—No era eso sólo, Agnes. Sentía, casi tanto como si hu­biera sabido esa historia, que había en la atmósfera que nos rodeaba algo dulce y tierno que no podía explicarme; algo que en otra me hubiera parecido tristeza (y ahora sé que te­nía razón), pero que en ti no me lo parecía.

Agnes tocaba algunas notas y seguía mirándome.

—¿No te ríes de las ideas que acariciaba entonces? ¿Esas ideas locas, Agnes?

—No.

—Y si eo dijera que aun entonces comprendía que podrías amar fielmente, a pesar de toda decepción, amar hasta tu úl­tima hora, ¿no te reirías tampoco de ese sueño?

—¡Oh no, no!

Por un instante su rostro tomó una expresión de tristeza, que me hizo estremecer; pero un momento después seguía tocando dulcemente y mirándome con su serena y dulce son­risa.

Mientras volvía por la noche a Dover, perseguido por el viento, como por un recuerdo inflexible, pensaba en ella y temía que no fuera dichosa. Yo no era feliz; pero había con­seguido hasta entonces encerrar en mí mismo al pasado; y pensando en ello mientras miraba el cielo, pensaba en la morada eterna donde podría un día quererla con un amor desconocido para la tierra y decirle la lucha que se había li­brado en mi corazón...

CAPÍTULO XXI. VOY A VER A DOS INTERESANTES PRESIDIARIOS

Provisionalmente (por lo menos hasta que terminara mi libro, y tenía trabajo para varios meses) me instalé en Dover, en casa de mi tía, y allí, sentado al lado de aquella ventana desde donde había contemplado la luna reflejada en el mar, la primera noche, cuando llegué buscando un refugio, prose­guí tranquilamente mi tarea.

Fiel a mi proyecto de no aludir a mis obras más que cuando se mezclan por casualidad con la historia de mi vida, no diré las esperanzas, las alegrías, las ansiedades y los triunfos de mi vida de escritor. Ya he dicho que me dedicaba al trabajo con todo el ardor de mi alma, y que ponía en él toda mi energía. Si mis libros tienen algún valor, ¿qué nece­sito añadir? Y si mi trabajo no vale nada, lo demás tampoco interesa a nadie.

A veces iba a Londres para perderme en aquel torbellino vivo del mundo o para consultar a Traddles sobre algún asunto. Durante mi ausencia había manejado mi fortuna con el juicio más sólido, y gracias a él estaba en la mayor pros­peridad. Como mi fama creciente empezaba a atraerme una multitud de cartas de personas que yo no conocía, cartas a veces muy insignificantes, a las que no sabía qué contestar, convine con Traddles en escribir mi nombre en su puerta; allí los carteros, infatigables, llevaban montones de cartas dirigidas a mí, y yo de vez en cuando me sumergía en ellas como un secretario de estado, sólo que sin sueldo.

En mi correspondencia encontraba a veces un ofrecimiento de agradecer; por ejemplo, alguno de los individuos que vaga­ban por Doctors's Commons me proponían practicar bajo mi nombre (sólo con que comprara el cargo de procurador) y darme el tanto por ciento de los beneficios. Pero yo declinaba aquellos ofrecimientos; había allí demasiadas cosas de aquel estilo, y persuadido como estaba de que aquello era muy malo, no quería contribuir a empeorarlo todavía más.

Las hermanas de Sofía se habían vuelto a Devonshire cuando mi nombre apareció en la puerta de Traddles. El mu­chacho avispado era el encargado de abrirla, y lo hacía con cara de no conocer ni de vista a Sofía, quien, confinada en una habitación del interior, podía, levantando los ojos de su labor, echar una mirada hacia un rinconcito del jardín, con su bomba y todo.

Siempre la encontraba allí, encantadora y dulce, tara­reando una canción de Devonshire, cuando no oía pasos des­conocidos, y teniendo quieto, con sus cantos melodiosos, al criado en la antesala oficial.

Al principio yo no comprendía por qué encontraba tan a menudo a Sofía escribiendo en un gran libro, ni por qué en cuanto me veía se apresuraba a meterlo en el cajón de su mesa. Pero pronto me fue revelado el secreto. Un día, Traddles (que acababa de entrar, con una lluvia tremenda) sacó un papel de su pupitre y me preguntó qué me parecía aquella letra.

—¡Oh, no, Tom! —exclamó Sofía, que estaba calentando las zapatillas de su marido.

—¿Por qué no, querida? —repuso Tom radiante—. ¿Qué te parece esta letra, Copperfield?

—Es magnífica; una escritura completamente de nego­cios. Creo que no he visto nunca una mano más firme.

—¿Verdad que no parece letra de mujer? —dijo Traddles. —¿De mujer? De ninguna manera.

Traddles, encantado de mi equivocación, se echó a reír, y me dijo que era la letra de Sofía; que Sofía le había dicho que muy pronto necesitaría un escribiente, y que ella quería hacer aquel oficio; que había conseguido aquella letra a fuerza de copiar un modelo, y que ahora copiaba no sé cuán­tas páginas por hora. Sofía estaba muy confusa de que me lo contase.

—Cuando Tom sea juez no lo irá contando así a todo el mundo.

Pero Tom no pensaba así, y, por el contrario, declaraba que siempre estaría igual de orgulloso, fueran las que fuesen las circunstancias.

—¡Qué mujer tan encantadora tienes, mi querido Tradd­les! —le dije cuando ella se marchó, riendo.

—Mi querido Copperfield —dijo Traddles—, es, sin ex­cepción, la muchacha más encantadora del mundo. ¡Si su­pieras cómo lo lleva todo, con qué exactitud, con qué habili­dad, con qué economía, con qué orden y buen humor!

—Tienes mucha razón para elogiarla —repuse—. Eres un mortal dichoso. Y estáis hechos para comunicaros uno a otro la felicidad que cada uno lleva dentro.

—Es cierto que somos las personas más felices del mundo —repuso Traddles—; es una cosa que no puedo negar. Mira, Copperfield, cuando la veo levantarse con la luz, para po­nerlo todo en orden; ir a hacer la compra, sin preocuparse nunca del tiempo, aun antes de que los empleados lleguen a la oficina; hacerme no sé cómo las comidas más sabrosas con los manjares más vulgares; hacerme puddings y pastas; volver a poner cada cosa en su sitio, y, siempre tan limpia y arreglada; esperarme por la noche, por tarde que sea, y siem­pre de buen humor, siempre dispuesta a animarme, y todo esto para darme gusto, no, verdaderamente es algo que no acabo de creer, Copperfield.

Contemplaba con ternura hasta las zapatillas que le había calentado, al meter sus pies en ellas.

—No puedo creerlo —repetía—. Y si supieras cuántas diversiones tenemos. No son caras, pero son admirables. Cuando estamos por la noche en casa y cerramos la puerta, después de haber echado las cortinas... que ha hecho ella... ¿dónde podríamos estar mejor? Cuando hace buen tiempo y vamos a pasearnos por las calles, tenemos también mil di­versiones. Miramos los escaparates de las joyerías, y yo le enseño la serpiente con ojos de diamantes que le regalaría si pudiera; y ella me enseña el reloj de oro que me compraría si pudiese; después escogemos las cucharas y los tenedores, y los cuchillos y las pinzas para el azúcar, que más nos gus­tarían si tuviéramos medios, y, en realidad, nos vamos tan contentos como si nos los hubiéramos comprado. Otras ve­ces vamos a pasear por las calles principales y vemos una casa que se alquila, y pensamos si nos convendría para cuando yo sea juez. Y ya nos la imaginamos. Esta habita­ción será para nosotros; esta otra, para una de las hermanas, etc., etc., hasta que decidimos si nos conviene o no. Algunas veces también vamos al teatro cuando es a mitad de precio y nos divertimos en grande. Sofía, al principio, cree todo lo que oye en la escena, y yo también. Y a la vuelta, a veces compramos algo en la tienda,,o algún cangrejo en la pesca­dería, y volvemos y hacemos una cena espléndida, mientras charlamos de lo que acabamos de ver. Y bien, Copperfield, ¿no es verdad que si fuera lord canciller no podríamos hacer eso nunca?

—Llegues a lo que llegues, mi querido Traddles —pen­saba yo—, todo lo que hagas será bueno. A propósito —le dije en voz alta—, ¿supongo que ya no dibujarás esquele­tos?

—No —respondió Traddles riendo y enrojeciendo—, bueno, no me atrevería a asegurarlo, mi querido Copper­field, pues el otro día estaba con una pluma en la mano y se me ocurrió pensar si habría conservado mi antiguo ta­lento, y temo que haya un esqueleto con peluca... en el pu­pitre del Tribunal.

Nos reímos con ganas. Después Traddles se puso a decir con indulgencia: « ¡Ese viejo Creakle! ».

—He recibido una carta de ese viejo... canalla —le dije, pues nunca me había sentido menos dispuesto a perdonarle la costumbre de pegar a Traddles como cuando veía a Tradd­les dispuesto a perdonarle a él.

—¿De Creakle, el director del colegio? —exclamó Tradd­les—. ¡Oh, no es posible!

—Entre las personas a quienes atrae mi fama reciente —le dije lanzando una mirada a mis cartas— y que descubren de pronto que siempre me han querido mucho, se encuentra él. Ya no es director de colegio, Traddles. Se ha retirado, y es director de la prisión de Middlesex.

Gozaba de antemano pensando en la sorpresa de Tradd­les; pero no demostró ninguna.

—¿Cómo supones que puede haber llegado a director de la prisión de Middlesex? —continué.

—¡Oh, amigo mío! —respondió Traddles—. Es una cues­tión a la que sería muy difícil contestar. Quizá ha votado a alguien, o prestado dinero a alguien, o comprado algo a al­guien que conocía a alguien y que ha obtenido el nombra­miento.

—Sea como sea, lo es —dije—, y me ha escrito que ten­dría mucho gusto en enseñarme en pleno vigor el único ver­dadero «sistema» de disciplina para las prisiones; el único medio infalible de obtener un arrepentimiento sólido y ver­dadero. Ya sabes, lo último en sistemas penitenciarios: con­finamientos solitarios. ¿Qué te parece?

—¿El sistema? —me preguntó Traddles con gravedad.

—No. ¿Crees que debo aceptar su ofrecimiento y anun­ciarle que iremos los dos?

—No tengo inconveniente —dijo Traddles.

—Entonces voy a escribirle avisándole. ¿Recuerdas (sin hablar del modo como lo trataba) que ese mismo Creakle ha­bía arrojado a sus hijos de su casa, y recuerdas la vida que hacía llevar a su mujer y a su hija?

—Perfectamente —dijo Traddles.

—Pues bien; si leyeras su carta, verías que es el más tierno de los hombres para los condenados cargados con to­dos los crímenes. Únicamente no estoy muy seguro de que esa ternura de corazón se extienda a las demás criaturas hu­manas.

Traddles se encogió de hombros sin ninguna sorpresa. Yo tampoco estaba sorprendido; había visto en acción demasia­das parodias de aquella clase. Fijamos el día de nuestra vi­sita y escribí aquella misma tarde a Creakle.

El día señalado, que creo que fue el siguiente, nos dirigi­mos Traddles y yo a la prisión donde míster Creakle ejercía su autoridad. Era un inmenso edificio, cuya construcción ha­bía costado mucho dinero. Conforme nos acercábamos a la puerta, no podía por menos que pensar en el revuelo que ha­bría armado en el país el ingenuo que hubiera propuesto que se gastara la mitad de la suma para construir una escuela in­dustrial para los pobres o un asilo para ancianos dignos de protección.

Nos llevaron a un despacho que hubiera podido servir de cimiento para una Torre de Babel, tan sólidamente estaba construido. Allí nos presentaron al antiguo director de nues­tra pensión, en medio de un grupo que se componía de dos o tres de aquellos infatigables funcionarios, sus colegas, y de algunos visitantes. Me recibió como un hombre que hubiera formado mi espíritu y mi corazón y que me hubiera amado tiernamente. Cuando le presenté a Traddles, míster Creakle declaró, aunque con menos énfasis, que también había sido el guía, el amigo, el maestro de Traddles. Nuestro venerable pedagogo había envejecido mucho, lo que no le favorecía. Su rostro seguía tan malvado, sus ojos tan pequeños, y todavía un poco más hundidos; sus raros cabellos grises, con los que siempre le recordaba, habían desaparecido casi en abso­luto, y las abultadas venas de su cráneo calvo eran muy de­sagradables de ver.

Después de hablar un momento con aquellos señores, cuya conversación hubiera podido hacer creer que no había en el mundo nada tan importante como el supremo bienestar de los prisioneros, ni nada que hacer en la tierra fuera de las rejas de una prisión, empezamos nuestra visita de inspección. Era precisamente la hora de comer, y en primer lugar nos condu­jeron a la gran cocina, donde se preparaba la comida de cada prisionero, que se le llevaba a la celda con la regularidad y precisión de un reloj. Le dije en voz baja a Traddles que me parecía un contraste muy chocante el de aquellas comidas tan abundantes y tan cuidadas, y las comidas, no digo de los po­bres, pero de los soldados y marineros, de los campesinos; en fin, de la masa honrada y laboriosa de la nación, entre los que no había ni un cinco por ciento que comieran la mitad de bien. Supe que el «sistema» requería una alimentación fuerte; en una palabra, descubrí que sobre este punto, como sobre todos los demás, el « sistema» quitaba todas las dudas y zan­jaba todas las dificultades.,Nadie parecía tener la menor idea de que pudiera haber otro sistema mejor que el « sistema» ni que mereciese la pena discutirlo...

Mientras atravesábamos un magnífico corredor pregunté a míster Creakle y a sus amigos cuáles eran las ventajas prin­cipales de aquel todopoderoso, de aquel incomparable «sis­tema» . Supe que era el aislamiento completo de los prisio­neros, gracias al cual un hombre no podía saber nada del que estaba encerrado a su lado, y se encontraba reducido a un es­tado de espíritu saludable, que le llevaba por fin al arrepenti­miento y a la contrición sincera.

Cuando hubimos visitado a algunos individuos en sus cel­das y atravesado los corredores a que daban estas; cuando nos explicaron la manera de ir a la capilla, y todo lo demás, pensé que era muy probable que los prisioneros supieran unos de otros más de lo que se creía, y que evidentemente habrían encontrado un buen medio de correspondencia. Eso creo que ha sido demostrado después; pero sabiendo que se­mejante sospecha sería rechazada como una abominable blasfemia contra el «sistema», esperé a examinar más de cerca las huellas de aquella penitenciaría tan alabada.

Pero fui de nuevo asaltado por grandes dudas. Me encon­tré con que la penitenciaría estaba trazada sobre un patrón uniforme, con los trajes y chalecos que se ven en los escapa­rates de las sastrerías. Me encontré con que hacían ostento­sas profesiones de fe, muy semejantes unas a otras, en fondo y forma, lo que me pareció sospechoso. Y encontré, sobre todo, que los que más hablaban eran los que despertaban mayor interés, y que su amor propio, su vanidad, la necesi­dad que tenían de llamar la atención y de contar sus histo­rias, sentimientos estos bien demostrados por sus anteceden­tes, les hacían pronunciar largas profesiones de fe, en las cuales se complacían.

Sin embargo, oí hablar tanto en el curso de nuestra visita de cierto número Veintisiete, que estaba en olor de santidad, que decidí suspender mi juicio hasta haber visto al Veinti­siete. El Veintiocho le hacía la competencia, y era también, según me dijeron, un astro muy brillante; pero, desgraciada­mente para él, su mérito estaba ligeramente eclipsado por el brillo extraordinario del Veintisiete. A fuerza de oír hablar del Veintisiete, de las piadosas exhortaciones que dirigía a todos los que le rodeaban, de las hermosas cartas que escri­bía constantemente a su madre, inquieta por no verle en buen camino, llegué a estar impaciente por conocerle.

Tuve que dominar bastante tiempo mi impaciencia, pues reservaban el Veintisiete para final. Por fin llegamos a la puerta de su celda, y allí míster Creakle, aplicando su ojo a un agujerito de la pared, nos dijo, con la mayor admiración, que estaba leyendo un libro de salmos.

Imnediatamente se precipitaron tantas cabezas para ver al número Veintisiete leer su libro de salmos, que el agujerito se vio bloqueado. Para remediar aquel inconveniente y para damos ocasión de hablar con el Veintisiete en toda su pu­reza, míster Creakle dio orden de abrir la puerta de la celda y de invitar al Veintisiete a que saliera al corredor. Lo hicie­ron así, y ¡cuál no sería la sorpresa de Traddles y la mía al descubrir que el número Veintisiete era Uriah Heep!

Inmediatamente nos reconoció y nos dijo, saliendo de su celda, con sus antiguas contorsiones:

—¿Cómo está usted, míster Copperfield? ¿Cómo está us­ted, míster Traddle?

Aquel reconocimiento causó entre los asistentes una sor­presa general, que no puedo explicarme más que suponiendo que se maravillaban de que no fuera orgulloso y nos hiciera el honor de reconocemos.

—Y bien, Veintisiete —dijo míster Creakle, admirándole con expresión sentimental—, ¿cómo se encuentra usted hoy?

—Soy muy humilde, caballero —respondió Uriah Heep.

—Lo es usted siempre, Veintisiete —dijo míster Creakle.

En esto, otro caballero le preguntó con expresión de pro­fundo interés:

—¿Pero se encuentra usted completamente bien?

—Sí, caballero, gracias —dijo Uriah Heep, mirando de soslayo a su interlocutor—; estoy aquí mucho mejor de lo que he estado en ninguna parte. Ahora reconozco mis locu­ras, caballero, y eso es lo que hace que me encuentre tan bien en mi nuevo estado.

Muchos de los presentes estaban profundamente conmo­vidos. Uno de ellos se adelantó hacia él y le preguntó, con extremada sensibilidad, qué le parecía la carne.

—Gracias, caballero —respondió Uriah Heep, mirando hacia donde había salido la pregunta—; ayer estaba más dura de lo que hubiera deseado, pero mi deber es resignarme. He hecho tonterías, caballeros —dijo Uriah, mirando a su alrededor con una sonrisa indulgente—, y debo soportar las consecuencias sin quejarme.

Se elevó un murmullo combinado, donde se mezclaba por una parte la satisfacción de ver al Veintisiete en un estado de espíritu tan celestial, y, por el otro, un sentimiento de indig­nación contra el cocinero por haber dado motivo de queja. (Míster Creakle tomó nota inmediatamente.) Veintisiete con­tinuaba de pie entre nosotros, como si se diera cuenta de que representaba el objeto curioso de un museo, de lo más intere­sante. Para darnos a los neófitos el golpe de gracia y deslum­brarnos, redoblando a nuestros ojos aquellas deslumbrantes maravillas, dieron orden de traemos también al Veintiocho.

Me había sorprendido ya tanto, que sólo sentí una especie de sorpresa resignada cuando vi acercarse a Littimer leyendo un libro.

—Veintiocho —dijo un caballero con lentes que no había hablado todavía—. La semana pasada se quejó usted del chocolate, amigo mío; ¿ha sido mejor esta semana?

—Gracias, caballero —dijo Littimer—; estaba mejor he­cho. Si me atreviera a hacer una observación, caballero, creo que la leche con que lo hacen no está completamente pura; pero ya sé que en Londres se adultera mucho la leche, y es un artículo muy difícil de procurarse al natural.

Me pareció que el caballero de los lentes hacía competen­cia, con su Veintiocho, al Veintisiete de míster Creakle, pues cada uno de ellos se encargaba de hacer valer a su protegido.

—¿Y cómo se encuentra usted, Veintiocho? —dijo el de los lentes.

—Muchas gracias, caballero —respondió Littimer—; re­conozco mis locuras, caballero, y siento mucho, cuando pienso en los pecados de mis antiguos compañeros; pero es­pero que obtendrán perdón.

—¿Y es usted dichoso? —continuó el mismo caballero en tono animador.

—Muy agradecido, caballero; muy dichoso —dijo Litti­mer.

—¿Y hay algo que le preocupe? Dígalo francamente, Veintiocho.

—Caballero —dijo Littimer sin levantar la cabeza—, si mis ojos no me han engañado, hay aquí un señor que me co­noció hace tiempo. Puede serle útil a ese caballero el saber que atribuyo todas mis locuras pasadas a haber llevado una vida frívola, al servicio de jóvenes, y haberme dejado arras­trar por ellos a debilidades a las cuales no tuve la fuerza de resistir. Espero que ese caballero, que es joven, aprovechará la advertencia y no se ofenderá de la libertad que me tomo, pues es por su bien. Reconozco todas mis locuras pasadas y espero que él también se arrepentirá de todas las faltas y pe­cados en que ha tomado parte.

Observé que muchos de aquellos señores se tapaban la cara con las manos como si meditaran en la iglesia.

—Eso le hace honor, Veintiocho; no esperaba menos de usted... ¿Tiene usted algo más que decir?

—Caballero —dijo Littimer, levantando ligeramente, no los ojos, sino únicamente las cejas—, había una joven de mala conducta a quien he tratado en vano de salvar. Ruego a ese caballero, si le es posible, que informe a esa joven, de mi parte, de que la perdono y la invito al arrepentimiento. Es­pero que tenga esa bondad.

—No dudo, caballero —continuó su interlocutor—, que el caballero a quien usted alude no sienta muy vivamente, como lo hacemos todos, lo que usted acaba de decir de una manera tan conmovedora. Pero no queremos detenerle más tiempo.

—Muchas gracias —dijo Littimer—. Caballeros, les de­seo buenos días, y espero que también ustedes y sus familias llegarán a reconocer sus pecados y a enmendarse.

El Veintiocho se retiró, después de lanzar una mirada de inteligencia a Uriah. Vi que no eran desconocidos uno para el otro y que habían encontrado medio de entenderse. Cuando se cerró la puerta de su celda se oyó murmurar en todo el grupo que era un preso muy respetable, un caso magnífico.

—Ahora, Veintisiete —dijo míster Creakle, volviendo a entrar en escena con su campeón—, ¿hay algo que podamos hacer por usted? No tiene más que decirlo.

—Le pido humildemente, caballero —repuso Uriah, sa­cudiendo su cabeza odiosa—, la autorización de escribir otra vez a mi madre.

—Le será acordada —dijo míster Creakle.

—Muchas gracias; me preocupa mucho mi madre. Temo que esté en peligro.

Alguien tuvo la imprudencia de preguntar qué peligro podía correr; pero un « ¡chis! » escandalizado fue la respuesta general.

—Temo por su seguridad eterna, caballero —respondió Uriah, torciéndose hacia donde había salido la voz—. Me gustaría encontrar a mi madre en el mismo estado de ánimo que yo. Yo nunca hubiese llegado a este estado de espíritu si no hubiera venido aquí. Querría que mi madre estuviera aquí. ¡Qué felicidad sería para todos que se pudiera traer aquí a todo el mundo!

Aquello fue recibido con una satisfacción sin límites, la mayor satisfacción que habían tenido nunca aquellos señores.

—Antes de venir aquí —dijo Uriah, lanzándonos una mi­rada de soslayo, como si hubiera querido poder envenenar con una mirada al mundo exterior, a que pertenecíamos—, antes de venir aquí he cometido faltas; pero, ahora puedo recono­cerlo, hay mucho pecado en el mundo; hay mucho pecado en mi madre; hay mucho pecado en todas partes, menos aquí.

—Está usted completamente cambiado —dijo míster Creakle.

—¡Oh Dios mío! Ya lo creo —gritó aquel esperanzado.

—¿Y usted no recaería si le pusieran en libertad? —pre­guntó otra persona.

—¡Oh Dios mío; no, caballero!

—Bien —dijo míster Creakle—; todo eso es muy satis­factorio. Antes se ha dirigido usted a míster Copperfield, Veintisiete. ¿Tiene usted algo más que decirle?

—Usted me ha conocido mucho tiempo antes de mi en­trada aquí y de mi gran cambio, míster Copperfield —dijo Uriah mirándome con una mirada feroz, como nunca he visto otra, ni aun en su rostro...— Usted me ha conocido en los tiempos en que, a pesar de todas mis faltas, era humilde con los orgullosos y dulce con los violentos. Usted ha sido violento una vez conmigo, míster Copperfield; usted me dio una bofetada, ya lo sabe usted.

Cuadro de conmiseración general; me lanzan miradas in­dignadas.

—Pero yo le perdono, míster Copperfield —dijo Uriah, haciendo de su clemencia un paralelo impío, que me parece­ría blasfemar el repetirlo—; yo perdono a todo el mundo. Yo no conservo rencor a nadie. Le perdono de todo corazón, y espero que en el futuro dominará usted mejor sus pasiones. Espero que míster Wickfield y mistress Wickfield se arre­pentirán, como todos los demás pecadores. Usted ha sido vi­sitado por la aflicción, y eso le aprovechará; pero todavía le hubiera aprovechado más el venir aquí. Míster Wickfield y mistress Wickfield también hubieran hecho mejor viniendo aquí. Lo mejor que puedo desearle, míster Copperfield, como a todos ustedes, caballeros, es que sean detenidos y conducidos aquí. Cuando pienso en mis locuras pasadas y en mi estado presente me doy cuenta de lo ventajoso que les sería esto. Y compadezco a todos los que no están aquí.

Se deslizó en su celda, en medio de un coro de aprobacio­nes. Traddles y yo descansamos cuando le vimos bajo llave.

Una consecuencia notable de todo aquel hermoso arre­pentimiento fue que me dio ganas de preguntar lo que habían hecho aquellos dos hombres para ser encarcelados. Era evi­dentemente lo único que no estaban dispuestos a confesar. Y me dirigí a uno de los dos guardianes que, por la expresión de su rostro, parecía saber muy bien a qué atenerse sobre toda aquella comedia.

—¿Sabe usted —le dije, mientras seguíamos el corre­dor— cuál ha sido el último error del número Veintisiete?

Me dijo que era un caso de banca.

—¿Un fraude a la banca de Inglaterra? —pregunté.

—Sí, caballero, un caso de fraude, falsificación y conspi­ración, entre él y otros; él era el jefe de la banda. Se trataba de una suma enorme. Los condenaron a perpetua. Veintisiete era el más hábil de la tropa y había sabido permanecer en la sombra. Sin embargo, no lo consiguió del todo.

—¿Y el crimen del Veintiocho, lo sabe usted?

—Veintiocho —repuso el guardián, hablando en voz baja y por encima del hombro, sin volver la cabeza, como si te­miese que Creakle y sus acompañantes le oyesen hablar con aquella culpable irreverencia de las dos criaturas inmacula­das—, Veintiocho, igualmente condenado, entró al servicio de un joven a quien la víspera de su partida para el extran­jero robó doscientas cincuenta libras en dinero y en valores. Lo que me recuerda muy particularmente su asunto fue que le detuvo una enana.

—¿Quién?

—Una mujercita, de la que he olvidado el nombre.

—¿No será Mowcher?

—Pues, sí; había escapado a todas las pesquisas, y se iba a América con una peluca y patillas rubias (nunca he visto un disfraz semejante), cuando esa mujer, que se encontraba en Southampton, se le tropezó en la calle, lo reconoció con su mirada perspicaz y corrió a meterse entre sus piernas para hacerle caer, y le sujetó con fuerza.

—¡Excelente miss Mowcher! —exclamé.

—Ya lo creo que merece la pena decirlo, si la hubiera usted visto, como yo, de pie en el banco de los testigos, el día del juicio —dijo mi amigo—. Cuando lo detuvo le hizo una gran herida en la cara y la maltrató del modo más brutal; pero ella no le soltó hasta verle bajo llave. Es más, le sujetaba con tal ahínco, que los agentes de policía tuvieron que llevárselos juntos. Ella lo puso en evidencia. Recibió cumplidos de todo el Tribunal y la llevaron a su casa en triunfo. Dijo delante del Tribunal que, conociéndole como le conocía, le hubiese dete­nido aunque hubiera sido manca y él fuerte como Sansón. Y yo creo que lo habría hecho como decía.

También era esta mi opinión, y me hacía estimar cada vez más a miss Mowcher.

Habíamos visto todo lo que había que ver. Habría sido en vano tratar de convencer a un hombre como el «venerable» míster Creakle de que el Veintisiete y el Veintiocho eran per­sonas cuyo carácter no había cambiado en absoluto; que se­guían siendo lo que habían sido siempre: unos hipócritas que ni hechos de encargo para aquellas confesiones públicas; que sabían tan bien como nosotros que todo aquello se coti­zába por el lado de la filantropía, y que se los tendría en cuenta en cuanto estuvieran lejos de su patria; en una pala­bra, que era todo cálculo a impostura. Pero los dejamos allí con su «sistema» y emprendimos el regreso, todavía aturdi­dos con lo que acabábamos de ver.

—Quizá sea mejor así, Traddles, « pues no hay corno ha­cerle correr a un mal caballo para que reviente».

—Esperémoslo así —replicó Traddles.

CAPÍTULO XXII. UNA LUZ BRILLA EN MI CAMINO

Se acercaba la Navidad y ya hacía dos meses que había vuelto a casa. Había visto muy a menudo a Agnes, y a pesar del placer que sentía oyéndome alabar públicamente, voz poderosa para animar a redoblar los esfuerzos, la menor pa­labra de elogio salida de la boca de Agnes valía para mí mil veces más que todo.

Iba a Canterbury por lo menos una vez a la semana, y a veces más, y me pasaba la tarde con ella. Volvía por la no­che, a caballo, pues había recaído en mi humor melancó­lico... sobre todo cuando la dejaba... y me gustaba verme obligado a hacer ejercicio para escapar a los recuerdos del pasado, que me perseguían en mis penosas vigilias y en mis sueños, más penosos todavía. Pasaba, por lo tanto, a caballo la mayor parte de mis largas y tristes noches, evocando du­rante el camino el mismo sentimiento doloroso que me ha­bía preocupado en mi larga ausencia.

Mejor dicho, escuchaba como el eco de aquellos senti­mientos. Los sentía yo mismo, pero como desterrados lejos de mí; no tenía más remedio que aceptar el papel inevitable que me había adjudicado a mí mismo. Cuando leía a Agnes las páginas que acababa de escribir; cuando la veía escu­channe con tanta atención, echarse a reír o deshacerse en lá­grimas; cuando su voz cariñosa se mezclaba con tanto inte­rés al mundo ideal en que yo vivía, pensaba en lo que hubiera podido ser mi vida; pero lo pensaba, como antes, después de haberme casado con Dora, sabiendo que ya era demasiado tarde.

Mis deberes con Agnes me obligaban a no turbar la ter­nura con que me quería, sin hacerme culpable de un egoísmo miserable. Mi impotencia para reparar el daño; la seguridad en que estaba, después de una madura reflexión, de que, ha­biendo estropeado voluntariamente y por mí mismo mi des­tino, y habiendo obtenido la clase de cariño que mi corazón impetuoso le había pedido, no me daba derecho a quejarme y sólo me quedaba sufrir. Eso era todo lo que llenaba mi alma y mis pensamientos; pero la quería y me consolaba al pensar que quizá llegaría un día en que podría confesarme con ella sin remordimientos; un día muy lejano en que podría decirle:

«Agnes, mira cómo estaba cuando volví a tu lado, y ahora soy viejo, y no he podido volver a querer a nadie desde en­tonces». En cuanto a ella, no demostraba el menor cambio en sus sentimientos ni en su modo de tratarme. Era lo que había sido siempre para mí, ni más ni menos.

Entre mi tía y yo este asunto parecía haber sido desechado de las conversaciones, no porque nos hubiéramos pro­puesto evitarlo, sino porque, por una especie de compro­miso tácito, pensábamos cada uno por su lado, pero sin decir en alto nuestro pensamiento. Cuando, siguiendo nuestra an­tigua costumbre, estábamos por la noche sentados al lado del fuego, a veces nos quedábamos absortos en aquellos sue­ños; pero con toda naturalidad, como si hubiéramos hablado de ello siempre sin reservas. Y, sin embargo, guardábamos silencio. Yo creo que ella había leído en mi corazón y com­prendía por qué me condenaba al silencio.

Navidad se acercaba y Agnes nada me decía. Empezaba a temer que se hubiera dado cuenta del estado de mi alma y que guardara su secreto por no hacerme sufrir. Si era así, mi sacrificio había sido inútil y no había cumplido ni el menor de mis deberes con ella. Por fin me decidí a zanjar la dificul­tad; si existía entre nuestra confianza semejante barrera, ha­bía que romperla con mano enérgica.

Era un día de invierno, frío y oscuro. ¡Cuántas razones tengo para recordarlo! Había caído algunas horas antes una nevada que, sin ser demasiado espesa, se había helado en el suelo, cubriéndolo. A través de los cristales de mi ventana veía los efectos del viento, que soplaba con violencia. Aca­baba de pensar en las ráfagas que debían de barrer en aquel momento las soledades de nieve de Suiza, y sus montañas, inaccesibles a los hombres en aquella estación, y me pre­guntaba qué era más solitario, si aquellas regiones aisladas o aquel océano desierto.

—¿Sales hoy a caballo, Trot? —dijo mi tía entreabriendo la puerta.

—Sí —le dije—; voy a Canterbury. Es un día hermoso para montar.

—¡Ojalá tu caballo sea de la misma opinión —dijo mi tía—, pues está delante de la puerta, con las orejas gachas y la cabeza inclinada, como si prefiriera la cuadra al paseo!

Yo creo que mi tía olvidaba que mi caballo atravesaba el césped, pero sin flaquear en su severidad con los asnos.

—Ya se animará, no temas.

—En todo caso, el paseo le sentará bien a su amo —dijo mi tía, mirando los papeles amontonados encima de la mesa—. ¡Ay, hijo mío!; trabajas demasiadas horas. Antes, cuando leía un libro, nunca me hubiera figurado que le cos­taba tanto trabajo a su autor.

—A veces, leer cuesta trabajo —le contesté, Y el tra­bajo de autor no deja de tener encantos, tía.

—¡Ah, sí! La ambición, el afán de gloria, la simpatía, y otras muchas cosas, supongo. ¡Bah! ¡Buen viaje!

—¿Sabes algo más —le dije, con tranquilidad, mientras se sentaba en mi sillón, después de haberme dado un golpe­cito en la espalda—, sabes algo más sobre el enamoramiento de Agnes, de que me hablaste?

Me miró fijamente antes de contestarme.

—Creo que sí, Trot.

Me miraba de frente, con una especie de duda, de compa­sión, de desconfianza en sí misma, y viendo que yo trataba de demostrarle una alegría perfecta:

—Y lo que es más, Trot... —me dijo

—¡Y bien!

—Es que creo que va a casarse.

—¿Que Dios la bendiga! —dije alegremente.

—¡Que Dios la bendiga —dijo mi tía—, y a su marido también!

Me uní a sus deseos mientras le decía adiós; bajé rápida­mente la escalera, me subí al caballo y partí. «Razón de más —pensé— para adelantar la explicación.»

¡Cómo recuerdo aquel viaje triste y frío! Los trozos de hielo barridos por el viento venían a golpearme el rostro; las herraduras de mi caballo llevaban el compás sobre el suelo endurecido; la nieve, arrastrada por la brisa, se arremolinaba. Los caballos, humeantes, se detenían en lo alto de las colinas, para resoplar, con sus carros cargados de heno y sacudiendo sus cascabeles armoniosos. Los valles que se veían al pie de las montañas se dibujaban en el horizonte negruzco como lí­neas inmensas trazadas con tiza sobre una pizarra gigantesca.

Encontré a Agnes sola. Sus discípulas habían vuelto a sus casas. Leía al lado de la chimenea. Dejó el libro al verme en­trar y me acogió con su cordialidad acostumbrada; tomó la labor y se sentó al lado de una de las ventanas.

Yo me senté a su lado y nos pusimos a hablar de lo que yo hacía, del tiempo que necesitaba todavía para terminar mi obra, de lo que había hecho desde mi última visita. Agnes estaba muy alegre; me dijo que pronto me haría demasiado famoso para que se me pudiera hablar de semejantes cosas.

—Por eso verás que me aprovecho del presente —me dijo ­y que no dejo de hacer preguntas mientras está permitido.

Miré su rostro, inclinado sobre la labor. Ella levantó los ojos y vio que la miraba.

—Parece que hoy estás preocupado, Trot —me dijo.

—Agnes, ¿puedo decirte por qué? He venido para decírtelo.

Dejó su labor, como acostumbraba a hacerlo cuando dis­cutíamos seriamente, y me dedicó toda su atención.

—Querida Agnes, ¿dudas de mi sinceridad contigo?

—No —respondió, mirándome sorprendida.

—¿Dudas de que pueda yo dejar de ser lo que he sido siempre para ti?

—No —respondió como la primera vez.

—¿Recuerdas lo que he tratado de decirte a mi vuelta, que­rida Agnes, de la deuda de reconocimiento que tengo con­tigo y del cariño que me inspiras?

—Lo recuerdo muy bien —dijo con dulzura.

—Tienes un secreto, Agnes; permíteme que lo comparta contigo.

Bajó los ojos; temblaba.

—No podía ignorarlo siempre, Agnes, aunque te haya sa­bido antes por otros labios que no son los tuyos (lo que me parece extraño); sé que hay alguien a quien has dado el te­soro de tu amor. No me ocultes una cosa que toca tan de cerca a tu felicidad. ¡Si tienes confianza en mí, trátame como amigo, como hermano, en esta ocasión sobre todo!

Me lanzó una mirada suplicante, casi de reproche; después, levantándose, atravesó rápidamente la habitación, como si no supiera dónde ir, y ocultando la cara entre las manos, se echó a llorar..

Sus lágrimas me conmovieron hasta el fondo del alma, pero despertaron en mí algo que me dio valor. Sin que su­piera cómo, se unían en mi espíritu a la dulce y triste sonrisa que había quedado grabada en mi memoria, y me causaban una sensación de esperanza más que de tristeza.

—Agnes, hermana mía, amiga mía, ¿qué he hecho?

—Déjame salir, Trotwood; no me encuentro bien; estoy fuera de mí; ya te contaré... en otra ocasión... te escribiré. Ahora no; te lo ruego; ¡te lo suplico!

Yo trataba de recordar lo que me había dicho la tarde en que habíamos hablado de la naturaleza de su afecto, que no necesitaba correspondencia, y me parecía que acababa de atravesar todo un mundo en un momento.

—Agnes, no puedo soportar el verte así, y sobre todo por mi culpa. Amiga mía, tú, que eres lo que más quiero en el mundo, si eres desgraciada, déjame que comparta tu pena; si necesitas ayuda o consejo, déjame que trate de ayudarte; si tienes un peso en el corazón, déjame que trate de dulcificár­telo. ¿Por qué crees que soporto la vida, Agnes, sino por ti?

—¡Oh!, déjame ahora... estoy fuera de mí... En otra oca­sión.

Sólo podía distinguir aquellas palabras entrecortadas.

¿Me equivocaba? ¿Me arrastraba mi amor propio a mi pe­sar? ¿O sería verdad que tenía derecho para esperar, para so­ñar que percibía una felicidad en la que nunca me había atre­vido ni a pensar?

—Tengo que hablarte, no puedo dejarlo así. ¡Por amor de Dios, Agnes, no nos engañemos el uno al otro después de tantos años, después de todo lo que ha pasado! Quiero ha­blarte sinceramente. Si crees que puedo estar celoso de la fe­licidad que tú puedes dar; si crees que no me resignaría a verte en manos de un protector más querido y elegido por ti; que en mi aislamiento no vería con satisfacción tu felicidad, desecha ese pensamiento, porque no es hacerme justicia. ¡De algo me ha servido el sufrir! Y no se han desperdiciado tus lecciones. ¡No hay el menor egoísmo en mis sentimientos hacia ti, Agnes!

Se había tranquilizado. Al cabo de un momento volvió hacia mí su rostro, pálido todavía, y me dijo en voz baja, en­trecortada por la emoción, pero muy clara:

—Le debo a tu amistad por mí, Trotwood, el declararte que te equivocas. No puedo decirte más. Si he necesitado a veces apoyo y consuelo, nunca me han faltado. Si alguna vez he sido desgraciada, mi pena pasó ya. Si he tenido que llevar una carga, se ha ido haciendo ligera. Si tengo un secreto, no es nuevo... y no es lo que supones. No puedo ni revelarlo ni compartirlo con nadie; debo guardarlo para mí sola.

—Agnes, espera todavía un momento.

Se alejó, pero la retuve. Pasé mi brazo alrededor de su ta­lle. «Si alguna vez he sido desgraciada... mi secreto no es nuevo.» Pensamientos y esperanzas desconocidas asaltaron mi alma; los colores de mi vida cambiaban.

—Agnes, querida mía, tú, a quien respeto y honro... a quien amo tan tiernamente... cuando he venido aquí hoy creía que nadie podría arrancarme semejante confesión. Creía que mi secreto continuaría enterrado en el fondo de mi alma hasta el día de nuestra vejez. Pero, Agnes, si veo en este momento la esperanza de que un día quizá me permitas que te dé otro nombre, un nombre mil veces más dulce que el de hermana...

Lloraba; pero ya no eran las mismas lágrimas; brillaba en ellas mi esperanza.

—Agnes, tú, que has sido siempre mi guía y mi mayor apoyo. Si hubieras pensado un poco más en ti misma y un poco menos en mí, cuando crecíamos juntos, creo que mi imaginación vagabunda no se hubiese dejado arrastrar lejos de tu lado. Pero estabas tan por encima de mí, me eras tan necesaria en mis penas y en mis alegrías de niño, que tomé la costumbre de confiarme a ti, de apoyarme en ti para todo; y esta costumbre ha llegado a ser en mí una segunda natura­leza, que tomó el lugar de mis primeros sentimientos, el de la felicidad de quererte como te quiero.

Agnes seguía llorando; pero ya no eran lágrimas de tristeza: ¡eran lágrimas de alegría! Y yo la tenía en mis brazos como no la había tenido nunca, como nunca había soñado en tenerla.

—Cuando quería a Dora, Agnes y ya sabes si la quería tiernamente...

—Sí —exclamó con viveza—; y soy dichosa sabiéndolo.

—Cuando la quería, aun entonces mi amor habría sido in­completo sin tu simpatía. La tenía, y por eso no me faltaba nada. Pero al perder a Dora, Agnes, ¿qué hubiera hecho sin ti?

Y la estrechaba en mis brazos, contra mi corazón. Su ca­beza descansaba, temblando, en mi hombro; sus ojos, tan dulces, buscaban los míos, brillando de alegría a través de sus lágrimas.

—Cuando me fui, Agnes, te quería. Desde lejos no he de­jado de quererte... y de vuelta aquí, te quiero.

Entonces traté de contarle la lucha que había tenido que sostener conmigo mismo y la conclusión a que había lle­gado. Traté de revelarle toda mi alma. Traté de hacerle com­prender cómo había intentado conocerla más y conocerme a mí mismo; cómo me había resignado a lo que había creído descubrir, y cómo aquel mismo día había venido a verla, fiel a mi resolución. Si me quería lo bastante para casarse con­migo, ya sabía yo que no era por mis méritos, pues el único que tenía era el haberla amado fielmente y el haber sufrido mucho, y eso último era lo que me había decidido a confe­sárselo todo. ¡Oh Agnes! En este momento vi brillar en sus ojos el alma de mi «mujer—niña», y me dijo: < Está bien», y encontré en ella el más precioso recuerdo de la florecita que se había deshojado en todo su esplendor.

—¡Soy tan dichosa, Trotwood! Mi corazón está tan lleno; pero tengo que decirte una cosa.

—¿Qué, vida mía?

Puso con dulzura sus manos en mis hombros, y mirán­dome serenamente al rostro, me dijo:

—¿No sabes lo que es?

—No me atrevo a pensarlo; dímelo tú, querida.

—¡Que te he querido toda mi vida!

¡Oh, qué dichosos éramos, qué dichosos éramos! Ya no llorábamos por nuestras penas pasadas (las suyas eran ma­yores que las mías); llorábamos de alegría al vemos así, el uno junto al otro, para no separamos nunca.

Estuvimos paseando por el campo en aquella tarde de in­vierno, y la naturaleza parecía compartir la alegría tranquila de nuestras almas. Las estrellas brillaban por encima de no­sotros, y, con los ojos en el cielo, bendecíamos a Dios por habernos llevado a aquella tranquila dicha.

De pie, juntos ante la ventana abierta, contemplábamos la luna, que brillaba. Agnes fijó sus ojos tranquilos en ella; yo seguí su mirada. Un gran espacio se abría en tomo mío; me parecía ver a lo lejos, por aquella carretera, un pobre chico, solo y abandonado, que ahora podía decir, del corazón que latía contra el suyo: « ¡Es mío! ».

La hora de la comida se acercaba cuando aparecimos al día siguiente en casa de mi tía. Peggotty me dijo que estaba en mi cuarto. Ponía su orgullo en tenerlo muy en orden y preparado para recibirme. La encontramos leyendo, con los lentes puestos, al lado de la chimenea.

—¡Dios mío! —dijo al vemos entrar—. ¿Qué me traes a casa?

—¡Es Agnes! —le dije.

Habíamos acordado empezar con mucha discreción, y mi tía se desconcertó al decir yo: «Es Agnes»; me había lan­zado una mirada llena de esperanza; pero viendo que estaba tan tranquilo como de costumbre, se quitó las gafas, con de­sesperación, y se frotó vigorosamente la punta de la nariz.

Sin embargo, acogió a Agnes con todo su corazón, y pronto bajamos a comer. Dos o tres veces mi tía se puso las gafas para mirarme; pero se las quitaba enseguida, descon­certada, y volvía a frotarse la nariz. Todo con gran disgusto de míster Dick, que sabía que era mala señal.

—A propósito, tía —le dije después de comer—: he ha­blado con Agnes de lo que me habías dicho.

—Entonces, Trot —dijo mi tía, poniéndose muy colorada—, has hecho muy mal; debías haber cumplido tu promesa.

—No te enfadarás, tía, cuando sepas que Agnes no tiene ningún cariño que la haga desgraciada.

—¡Qué absurdo! —dijo mi tía.

Y viéndola muy molesta pensé que mejor era terminar de una vez. Cogí la mano de Agnes y fuimos los dos a arrodi­llarnos delante de su butaca. Mi tía nos miró, juntó las ma­nos y, por la primera y última vez de su vida, tuvo un ataque de nervios.

Peggotty acudió. En cuanto mi tía se repuso se arrojó a su cuello, la llamó vieja loca y la abrazó. Después abrazó a mís­ter Dick (que se consideró muy honrado y no menos sor­prendido) y se lo explicó todo. La alegría fue desbordante.

Nunca he podido descubrir si en su última conversación conmigo mi tía se permitió una mentira piadosa, o si se ha­bía engañado sobre el estado de mi alma. Todo lo que me había dicho, según me repetía, es que Agnes se iba a casar, y ahora yo sabía mejor que nadie si era verdad.

Nuestra boda tuvo lugar quince días después. Traddles y Sofía, el doctor y mistress Strong fueron los únicos invita­dos a nuestra tranquila unión. Los dejamos con el corazón lleno de alegría, para irnos en coche. Tenía en mis brazos a la que había sido para mí el manantial de todas las nobles emociones que había sentido, la que había sido el centro de mi alma, el círculo de mi vida... ¡Mi mujer! Y mi cariño por ella estaba tallado en la roca.

—Esposo mío —dijo Agnes—; ahora que puedo darte este nombre, tengo todavía algo que decirte.

—Dilo, amor mío.

—Es un recuerdo de la noche en que Dora murió.

—Ya sabes que te rogó que fueras a buscarme.

—Sí.

—Me dijo que me dejaba una cosa; y ¿sabes lo que era?

Creí adivinarlo, y estreché más fuerte contra mi corazón a la mujer que me amaba desde hacía tanto tiempo.

—Me dijo que me hacía una última súplica y que me encargaba un último deber que cumplir.

—¿Y era?

—Nada más que ocupara el sitio que ella dejaba vacío.

Y Agnes, apoyando su cabeza en mi pecho, lloraba, y yo lloraba con ella, aunque éramos muy dichosos.

CAPÍTULO XXIII. UN VISITANTE

Llego al fin de lo que me había propuesto relatar; pero hay todavía un incidente en el que mi recuerdo se detiene a menudo con gusto, y sin el cual faltaría algo.

Mi nombre y mi fortuna habían crecido, y mi felicidad doméstica era perfecta, llevaba casado diez años. Una tarde de primavera estábamos sentados al lado del fuego, en nues­tra casa de Londres, Agnes y yo. Tres de nuestros niños ju­gaban en la habitación, cuando vinieron a decirme que un desconocido quería venue.

Le habían preguntado si venía para negocios, y había con­testado que no, que venía para tener el gusto de verme, y que llegaba de un largo viaje. Mi criado decía que era un hombre de edad y que tenía un aspecto colonial.

Aquella noticia me produjo cierta emoción; tenía algo misterioso que recordaba a los niños el principio de una his­toria favorita que a su madre le gustaba contarles, y donde se veía llegar, disfrazada así, bajo una capa, a un hada vieja y mala que detestaba a todo el mundo. Uno de nuestros ni­ños escondió la cabeza en las rodillas de su madre, para es­tar a salvo de todo peligro, y la pequeña Agnes (la mayor de nuestros hijos) sentó a la muñeca en su silla para que fi­gurase en su lugar, y corrió a esconderse detrás de las cor­tinas de la ventana, por donde dejaba asomar el bosque de bucles dorados de su cabecita rubia, curiosa de ver lo que sucedería.

—Díganle que pase —dije yo.

Y vimos aparecer y detenerse en la sombra de la puerta a un anciano de aspecto saludable y robusto, con cabellos gri­ses. La pequeña Agnes, atraída por su aspecto bondadoso, corrió a su encuentro; yo no había reconocido todavía bien sus rasgos, cuando mi mujer, levantándose de pronto, me dijo con voz conmovida que era míster Peggotty.

¡Era míster Peggotty! Estaba viejo; pero de esa vejez ber­meja viva y vigorosa. Cuando se calmó nuestra primera emoción y estuvo sentado, con los niños encima de las rodi­llas, delante del fuego, cuya llama iluminaba su rostro, me pareció más fuerte, más robusto, y hasta ¿lo diré? más guapo que nunca.

—Señorito Davy —dijo, y aquel nombre de otro tiempo, pronunciado en el tono de otro tiempo, halagaba mi oído—. Señorito Davy, ¡es un hermoso día para mí este en que vuelvo a verle con su excelente esposa!

—¡Sí, amigo mío; es verdaderamente un hermoso día! —ex­clamé.

—Y estos preciosos niños —dijo míster Peggotty— pare­cen florecillas. Señorito Davy, no era usted mayor que el más pequeño de estos tres cuando le vi por primera vez. Emily era lo mismo, y nuestro pobre muchacho también era un chiquillo.

—He cambiado mucho desde entonces —le dije, Pero dejemos a los niños que vayan a acostarse, y como en toda Inglaterra no puede haber para usted por esta noche más al­bergue que esta casa, dígame dónde puedo enviar a buscar su equipaje, y después, mientras bebemos un vaso de aguar­diente de Yarmouth, charlaremos de lo sucedido en estos diez años.

—¿Ha venido usted solo? —preguntó Agnes.

—Sí, señora —dijo, besándole la mano—; he venido solo.

Se sentó a nuestro lado. No sabíamos cómo demostrarle nuestra alegría; y escuchando aquella voz, que me era tan familiar, estaba a punto de creer que vivíamos todavía en los tiempos en que emprendía su largo viaje en busca de su so­brina querida.

—Es un buen charco que atravesar para tan poco tiempo. Pero el agua nos conoce (sobre todo cuando es salada), y los amigos son los amigos, ¡y ya estarnos reunidos! Casi me ha salido en verso —dijo míster Peggotty, sorprendido de aquel descubrimiento—; pero ha sido sin querer.

—¿Y piensa usted volver a recorrer toda esas millas muy pronto? —preguntó Agnes.

—Sí, señora —respondió—; se lo he prometido a Emily antes de partir. Pero, ¿saben ustedes?, los años no me rejuve­necen, y si no hubiera venido ahora es probable que no lo hubiese hecho nunca. Y tenía demasiadas ganas de verlos, seño­rito Davy, en su casa feliz, antes de hacerme demasiado viejo.

Nos miraba como si no pudiera saciar sus ojos. Agnes le retiró de la frente, con alegría,— los largos mechones de sus cabellos grises para que pudiera vemos mejor.

—Y ahora, cuéntenos usted —le dije— todo lo sucedido.

—No es muy largo, señorito Davy. No hemos hecho for­tuna, pero hemos prosperado bastante. Claro que hemos tra­bajado mucho; y al principio era una vida un poco dura. Sin embargo, hemos prosperado. Hemos criado corderos, hemos cultivado la tierra, hemos hecho un poco de todo, y hemos terminado por estar todo lo bien que podíamos desear. Dios nos ha protegido siempre —dijo, inclinando respetuosa­mente la cabeza—, y hemos tenido éxito; es decir, a la larga, no en el primer momento; si no era ayer, era hoy, y si no era hoy, era mañana.

—¿Y Emily? —dijimos a la vez Agnes y yo.

—Emily, señora, desde nuestra partida no ha dicho ni una vez su oración de la noche, al irse a acostar, allá en los bos­ques del otro lado del sol, sin pronunciar su nombre. Cuando usted la dejó y perdimos de vista al señorito Davy, aquella famosa tarde en que partimos, al principio estaba muy aba­tida, y estoy seguro de que si hubiera sabido entonces lo que el señorito Davy tuvo la prudencia y la bondad de ocultar­nos, no hubiese podido resistir el golpe. Pero había a bordo buenas gentes, y había enfermos, y se dedicó a cuidarlos; también había niños en quienes ocuparse, y eso la distraía; y haciendo el bien a su alrededor, se lo hacía a sí misma.

—¿Y cuándo supo la desgracia? —le pregunté.

—Se la he ocultado aun después de saberlo yo —dijo mís­ter Peggotty—. Vivíamos en un lugar solitario, pero en medio de los árboles más hermosos y de rosales que subían hasta nuestro tejado. Un día, mientras yo trabajaba en el campo, llegó un viajero inglés, de nuestro Norfolk o Suffolk (no sé bien cuál de los dos), y, como es natural, le hicimos entrar para darle de comer y de beber; lo recibimos lo mejor que pu­dimos. Es lo que hacemos todos en la colonia. Llevaba con­sigo un periódico viejo, donde estaba el relato de la tempes­tad. Así se enteró. Cuando volví por la noche vi que lo sabía.

Bajó la voz al decir aquello, y su rostro tomó la expresión de gravedad que tan bien le conocía.

—¿Y eso la ha cambiado mucho?

—Sí; durante mucho tiempo, quizá aún ahora mismo. Pero creo que la soledad le ha hecho mucho bien. Tiene mu­cho que hacer en la granja; tiene que cuidar las aves y mu­chas cosas más. El trabajo le ha hecho bien. No sé —dijo pensativo—si ahora reconocería usted a nuestra Emily, se­ñorito Davy.

—¿Tanto ha cambiado?

—No lo sé; como la veo todos los días, no puedo saberlo; pero hay momentos en que me parece que está tan delgada —dijo míster Peggotty mirando el fuego— y tan decaída, con sus tristes ojos azules; tiene el aspecto delicado, y su linda cabecita, un poco inclinada, la voz tranquila... casi tí­mida. ¡Así es mi Emily!

Le observábamos en silencio; él seguía mirando al fuego, pensativo.

—Unos creen que es un amor mal correspondido; otros, que su matrimonio ha sido roto por la muerte. Nadie sabe lo que es. Hubiese podido casarse; no le han faltado ocasiones; pero me ha dicho siempre: «No, tío; eso ha terminado para mí». Conmigo está alegre; pero es muy reservada cuando hay extraños; y le gusta ir lejos, para dar una lección a un niño, o cuidar un enfermo, o para hacer un regalo a alguna chica que se va a casar: pues ella ha hecho muchas bodas, pero sin querer asistir nunca a ninguna. Quiere con ternura a su tío; es paciente; todo el mundo la adora, jóvenes y viejos. Todos los que sufren la buscan. ¡Esa es mi Emily!

Se pasó la mano por los ojos, con un suspiro, y levantó la cabeza.

—¿Y Martha, está todavía con usted? —pregunté.

—Martha se casó al segundo año, señorito Davy. Un mu­chacho, un joven labrador, que pasaba por delante de casa al ir al mercado con las reses de su amo... el viaje es de qui­nientas millas para ir y volver.. la pidió en matrimonio (las mujeres escasean por allí) para ir a establecerse por su cuenta en los grandes bosques. Ella me pidió que le contara su historia a aquel hombre, sin ocultarle nada. Yo lo hice; se casaron, y viven a cuatrocientas millas de toda voz humana. No oyen más voz que la suya y la de los pajaritos...

—¿Y mistress Gudmige? —le pregunté.

Hay que creer que habíamos tocado una cuerda sensible, pues míster Peggotty se echó a reír y se frotó las piernas con las manos, de arriba abajo, como hacía antes en el viejo barco cuando estaba de buen humor.

—Me creerán si quieren; pero también la han pedido en matrimonio. ¡Si el cocinero de un barco, que ha ido a esta­blecerse allí, señorito Davy, no ha pedido a mistress Gud­mige en matrimonio, que me ahorquen! ¿Qué más puedo de­cirles?

Nunca he visto a Agnes reír de tan buena gana. El entu­siasmo súbito de míster Peggotty la divertía de tal modo, que no podía contenerse, y cuanto más reía, más me hacía reír, y más crecía el entusiasmo de míster Peggotty, y más se frotaba este las piernas.

—¿Y qué le ha contestado mistress Gudmige? —pregunté cuando recobré un poco de serenidad.

—Pues bien; en lugar de contestarle: « Muchas gracias, se lo agradezco mucho, pero no quiero cambiar de estado a mi edad», mistress Gudmige cogió una jarra llena de agua, que tenía a su lado, y se la vació en la cabeza. El desgraciado co­cinero empezó a pedir socorro con todas sus fuerzas.

Y míster Peggotty se echó a reír, y nosotros con él.

—Pero debo decir, para hacer justicia a esa excelente criatura —prosiguió, enjugándose los ojos, que le lloraban de tanto reír—, que ha cumplido todo lo prometido, y más todavía. Es la mujer más amable, más fiel y más honrada que existe, señorito Davy. No se ha quejado ni una sola vez de estar sola y abandonada, ni siquiera cuando hemos tenido que trabajar tanto al desembarcar. En cuanto al «viejo», ya no piensa en él, se lo aseguro, desde su salida de Inglaterra.

—Ahora —dije—, hablemos de míster Micawber. ¿Sabe usted que ha pagado todo lo que debía aquí, hasta el pagaré de Traddles? ¿Lo recuerdas, mi querida Agnes? Por conse­cuencia, debemos suponer que ha tenido éxito en sus empre­sas. Pero denos usted noticias suyas.

Míster Peggotty metió, sonriendo, la mano en el bolsillo de su chaleco y, sacando un paquete muy bien doblado, des­plegó con el mayor cuidado un periódico chiquito, de as­pecto muy cómico.

—Tengo que decirle, señorito Davy, que hemos dejado el bosque y que ahora vivimos cerca del puerto de Middlebay, donde hay lo que podríamos llamar una ciudad.

—¿Y míster Micawber, estuvo con ustedes en el bosque?

—Ya lo creo —dijo míster Peggotty—, y de muy buena gana. Nunca he visto nada semejante. Le veo todavía, con su cabeza calva, inundada de sudor de tal modo, bajo un sol ar­diente, que me parecía que se iba a derretin Ahora es magis­trado.

—¿Magistrado? —dije.

Míster Peggotty señaló con el dedo un párrafo del perió­dico, donde leí lo que sigue, del Port Middlebay Times:

« El banquete ofrecido a nuestro eminente colono y conciudadano Wilkins Micawber, magistrado del dis­trito de Port Middlebay, ha tenido lugar ayer, en la gran sala del hotel, donde había una multitud aho­gante. Se calcula que no había menos de cuarenta y seis personas en la mesa, sin contar a todos los que llenaban corredores y escaleras. La sociedad más es­cogida de Middlebay se había dado cita para honrar a este hombre tan notable, tan estimado y tan popular. El doctor Mell (de la Escuela Normal de Salem House Port Middlebay) presidía el banquete; a su derecha es­taba sentado nuestro ilustre huésped. Cuando, después de quitar los manteles y de ejecutar de una manera ad­mirable nuestro himno nacional de Non nobis, en el cual se ha distinguido principalmente la voz metálica del célebre aficionado Wilkins Micawber, hijo, se ha brindado, según costumbre de todo fiel ciudadano, en­tre las aclamaciones de la asamblea, de asentimiento, el doctor Mell lo ha hecho por la salud de nuestro ilus­tre huésped, ornato de nuestra ciudad: «¡Ojalá no nos abandone, si no es para engrandecerse todavía mas, y ojalá su éxito entre nosotros sea tal que resulte impo­sible elevarle más alto! ». Nada podrá describir el en­tusiasmo con que fue recibido este brindis. Los aplau­sos crecían, rodando con impetuosidad, como las olas en el océano. Por fin se consiguió el silencio, y Wil­kins Micawber se levantó para dar las gracias. No tra­taremos, dadas las malas condiciones acústicas del lo­cal, de seguir a nuestro elocuente conciudadano en los diferentes períodos de su respuesta, adornada con las flores más elegantes de la oratoria. Nos bastará decir que era una obra maestra de elocuencia, y que las lá­grimas llenaron los ojos de todos los asistentes cuando, aludiendo al principio de su feliz carrera, ha suplicado a los jóvenes presentes entre el auditorio que nunca se dejasen arrastrar a contraer compromi­sos pecuniarios que les fuera imposible cumplir. Se ha vuelto a brindar por el doctor Mell y por mistress Micawber, que ha dado las gracias, con un gracioso saludo, desde la gran puerta, donde una gran cantidad de jóvenes bellezas estaban subidas en las sillas para admirar y embellecer a la vez el conmovedor espec­táculo. También se brindó por mistress Pidger Begs (antes, miss Micawber), por mistress Mell, por Wil­kins Micawber, hijo (que ha hecho reír a toda la asam­blea al pedir permiso para expresar su agradecimiento con una canción mejor que con un discurso), por la familia entera de míster Micawber (bien conocido en su madre patria, es inútil nombrarla, por lo tanto), etc., etc. Al fin de la sesión, las mesas desaparecieron como por encanto, para dejar sitio a los aficionados al baile. Entre los discípulos de Terpsícore, que no han dejado de bailar hasta que el sol les ha recordado la hora de retirarse, se ha podido observar a Wilkins Mi­cawber, hijo, y a la encantadora miss Helena, la cuarta hija del doctor Mell.»

Leí con gusto el nombre del doctor Mell, y estaba encan­tado de descubrir en tan brillante situación a míster Mell, el maestro, el antiguo sufrelotodo del funcionario de Middle­sex, cuando míster Peggotty me indicó otra página del mismo periódico, donde leí

«A DAVID COPPERFIELD

EL EMINENTE AUTOR

Mi querido amigo:

Han pasado muchos años desde que podía contem­plar con mis ojos los rasgos, ahora familiares a la ima­ginación, de una considerable porción del mundo ci­vilizado.

Pero, amigo mío, aunque esté privado, por un con­curso de circunstancias que no dependen de mí, de la compañía del compañero de mi juventud, no he dejado de seguirle con el pensamiento en el rápido im­pulso que ha tomado su vuelo. Nada ha podido impe­dirme, ni aun el océano,

que nos separa tempestuoso

(BURNS.)

el que participara de las fiestas intelectuales que nos ha prodigado.

No puedo dejar salir de aquí a un hombre que esti­mamos y respetamos los dos, mi querido amigo, sin aprovechar esta ocasión pública de darle las gracias en mi nombre, y, no temo decirlo, en el de todos los habitantes de Port Middlebay, por el placer de la ciu­dad de que es usted poderoso agente.

Adelante, amigo mío. Usted no es desconocido aquí; su talento es apreciado. Aunque relegado en un país lejano, no hay que creernos por eso, como dicen nuestros detractores, ni indiferentes ni melan­cólicos. ¡Adelante, amigo mío; continúe su vuelo de águila! Los habitantes de Port Middlebay le segui­rán a través de las nubes, con delicia y con afán de instruirse.

Y entre los ojos que se levantarán hacia usted desde esta región del globo, mientras tengan luz y vida,

estarán los

pertenecientes a

WILKINS MICAWBER,

Magistrado.»

Recorriendo las otras páginas del periódico descubrí que míster Micawber era uno de los corresponsales más activos y más estimados. Había otra carta suya relativa a la cons­trucción de un puente. Había también el anuncio de una nueva edición de la colección de sus obras maestras episto­lares, en un bonito volumen, considerablemente aumentado; y, o mucho me equivoco, o el artículo de fondo era también de su mano.

Mientras míster Peggotty estuvo en Londres hablamos muchas veces de míster Micawber; pero sólo estuvo un mes. Su hermana y mi tía vinieron a Londres para verle, y Agnes y yo fuimos a decirle adiós, a bordo del navío, cuando se embarcó. Ya no volveremos a decirle adiós en la tierra.

Pero antes de dejar Inglaterra, fue conmigo a Yarmouth para ver la lápida que yo había hecho colocar en el cemente­rio, en recuerdo de Ham. Mientras que, a petición suya, co­piaba yo la corta inscripción que estaba grabada en ella, le vi inclinarse y coger de la tumba un poco de musgo.

—Es para Emily —me dijo, guardándoselo en el pecho—; se lo he prometido, señorito Davy.

CAPÍTULO XXIV. ÚLTIMA MIRADA RETROSPECTIVA

Y ahora que ha terminado mi historia, vuelvo por última vez mi vista atrás, antes de cerrar estas páginas.

Me veo con Agnes a mi lado, continuando nuestro viaje por la vida. Nos rodean nuestros hijos y amigos, y a veces, a lo largo del camino me parece oír voces que me son que­ridas.

¿Cuáles serán los rostros que más me atraen entre esa multitud de voces? Aquí están, se me acercan para contestar a mi pregunta.

Primero, mi tía, con sus gafas, un poco más gordas. Tiene ya más de ochenta años; pero sigue tan tiesa como un huso, y aun en invierno anda sus seis millas a pie, de un tirón.

Con ella está siempre mi querida y vieja Peggotty, que también lleva gafas; y por la noche se pone al lado de la lám­para, con la aguja en la mano, y no coge nunca la labor sin poner encima de la mesa su pedacito de cera, su metro den­tro de la casita y su caja de labor, cuya tapa tiene pintada la catedral de Saint Paul.

Las mejillas y los brazos de Peggotty, antes tan duros, que en mi infancia me sorprendía el que los pájaros no los picasen mejor que a las manzanas, se han empequeñecido; y sus ojos, que oscurecían con su brillo todo el resto de la cara, se han empañado algo (aunque brillan todavía). Sólo su dedo índice, tan áspero, es siempre el mismo, y cuando veo al más pequeño de mis hijos agarrarse a él, tambaleán­dose, para it de mi tía a ella, recuerdo nuestro gabinete de Bloonderstone y los tiempos en que apenas yo mismo sabía andar. Mi tía, por fin, se ha consolado de su desilusión; es madrina de una verdadera Betsey Trotwood de carne y hueso, y Dora (la que viene después) pretende que la tía la mime.

Hay algo que abulta mucho en el bolsillo de Peggotty. Es nada menos que el libro de los cocodrilos; está en bastante mal estado; muchas hojas están arrancadas y vueltas a suje­tar con un alfiler; pero Peggotty se lo enseña todavía a los niños como una preciosa reliquia. Nada me divierte tanto como ver en la segunda generación mi rostro de niño, levan­tando hacia mí sus ojos maravillados con las historias de los cocodrilos. Eso me hace acordarme de mi antiguo amigo Brooks de Shefield.

En medio de mis hijos, en un hermoso día de verano, veo a un anciano que lanza cometas, y las sigue con la mirada, con una alegría que no se puede expresar. Me acoge radiante y me hace una multitud de señas misteriosas:

—Trotwood, sabrás que cuando no tenga otra cosa que hacer acabaré la Memoria, y que tu tía es la mujer más ad­mirable del mundo.

¿Quién es esa señora que anda encorvada apoyándose en un bastón? Reconozco en su rostro las huellas de una belleza altiva que ya pasó, y que trata de luchar todavía contra la de­bilidad de su inteligencia extraviada. Está en un jardín. A su lado hay una mujer brusca, sombría, ajada, con una cicatriz en los labios. Oigamos lo que dicen:

—Rosa, he olvidado el nombre de este caballero.

Rosa se inclina hacia ella y le anuncia a míster Copper­field.

—Me alegro mucho de verle, caballero, y siento mucho observar que está usted de luto. Espero que el tiempo le trae­rá algún consuelo.

La persona que la acompaña la regaña por su distracción

—No está de luto; fíjese usted —y trata de sacarla de sus sueños.

—¿Ha visto usted a mi hijo, caballero? ¿Se han reconci­liado ustedes?

Después, mirándome con fijeza, lanza un gemido y se lleva la mano a la frente; exclama con voz terrible:

—¡Rosa, ven aquí; ha muerto!

Y Rosa, arrodillada delante de ella, le prodiga a la vez sus caricias y sus reproches; o bien exclama, con amargura: «Yo le amaba más de lo que usted le amaba»; o se esfuerza en hacerla dormir sobre su pecho, como a un niño enfermo. As ílas he dejado, y así las encuentro siempre; así de año en año transcurre sus vidas.

Un barco vuelve de la India. ¿Quién es esa señora inglesa casada con un viejo creso escocés? ¿Será, por casualidad, Julia Mills?

Sí; es Julia Mills, siempre esbelta, con un hombre negro que le entrega las cartas en un platillo dorado, y una mulata vestida de blanco, con un pañuelo brillante en la cabeza, que le sirve su Tiffin en su sala de estar. Pero Julia no escribe ya su diario, no canta ya el funeral del amor; no hace más que pelearse sin cesar con su viejo creso escocés, una especie de oso amarillo. Julia está sumergida en dinero hasta el cuello; nunca habla ni sueña con otra cosa. Me gustaba más «en el desierto de Sahara».

Mejor dicho, ahora es cuando está en el desierto de Sa­hara. Pues Julia, aunque tiene una casa preciosa, aunque tiene escogidas amistades y da todos los días magníficas co­midas, no ve a su alrededor retoños verdeantes ni el más pe­queño capullo que prometa para un día flores o fruto. Sólo ve lo que llama « su sociedad». Míster Jack Maldon, que desde lo alto de su grandeza pone en ridículo la mano que le ha elevado y me habla del doctor como de una antigualla muy divertida. ¡Ah, Julia! Si la sociedad sólo se compone para ti de caballeros y damas semejantes; si el principio so­bre el que reposa es ante todo una indiferencia confesada por todo lo que puede avanzar o retrasar el progreso de la humanidad, hubieses hecho mejor, yo creo, perdiéndote «en el desierto de Sahara»; al menos habrías tenido la esperanza de salir de él.

Pero aquí está el buen doctor, nuestro anciano amigo; tra­baja en su Diccionario (está en la letra d). ¡Qué dichoso es entre su mujer y sus libros! También está con él el Veterano; pero ha perdido poder y está muy lejos de tener la influencia de antes.

Y este otro hombre atareado, que trabaja en el Templo, con los cabellos (por lo menos los que le quedan) más recalci­trantes que nunca, gracias al roce constante de su peluca de abogado, es mi buen, mi antiguo amigo Traddles. Tiene la mesa cubierta de papeles, y le digo, mirando a mi alrededor:

—Si Sofía fuera todavía tu escribiente, Traddles, tendría un trabajo terrible.

—Es verdad, mi querido Copperfield; pero ¡qué buenos días los de Holtorn Court!, ¿no es cierto?

—Cuando ella lo aseguraba que un día serías juez, aun­que no fuera aquella la opinión más general.

—De todos modos, si eso llegara a suceder...

—Ya sabes que no has de tardar mucho.

—Pues bien, querido Copperfield, cuando sea juez trai­cionaré el secreto de Sofía, como le he prometido.

Salimos del brazo; voy a comer a casa de Traddles, en fa­milia. Es el cumpleaños de Sofía, y en el camino Traddles me habla de su felicidad presente y pasada.

—He conseguido, mi querido Copperfield, todo lo que deseaba. En primer lugar, el reverendo Horace ha sido ele­vado a un cargo donde tiene cuatrocientas cincuenta libras. Además, nuestros dos hijos reciben una excelente educación y se distinguen en sus estudios por su trabajo y su éxito. He­mos casado muy bien a tres hermanas de Sofía; todavía hay otras tres, que viven con nosotros; las otras tres están con su padre desde la muerte de mistress Crewler, y son felices como reinas.

—Excepto... —dije.

—Excepto la Belleza —dijo Traddles—, sí. Es una des­gracia que se haya casado con tan mala persona. Tenía cierto brillo que la sedujo; pero, después de todo, ahora que está en casa y que nos hemos desembarazado de él, espero que re­cobre su alegría.

La casa de Traddles es una de aquellas que Sofía y él exa­minaban y hacían mentalmente su distribución en sus paseos de la tarde. Es una casa grande; pero Traddles guarda sus pa­peles en el tocador, con las botas. Sofía y él viven en la buhardilla para dejar las habitaciones bonitas a la Belleza y a las otras hermanas. No hay nunca una habitación de más en la casa, pues no sé cómo siempre, por una razón o por otra, hay una infinidad de hermanitas a quienes alojar, y no ponemos el pie en una habitación sin que se precipiten todas a un tiempo hacia la puerta, y ahoguen, por decirlo así, a Traddles con sus besos. La pobre.Belleza está ya para siempre con ellos, viuda, con una niña. En honor del cumpleaños de Sofía han ido a comer las tres hermanas casadas, con sus tres maridos; además, el hermano de uno de los maridos, el primo de otro, y la hermana de otro, que me parece muy dis­puesta a casarse con el primo. A la cabecera está sentado Traddles como un patriarca, bueno y sencillo como siempre. Frente a él, Sofía lo mira radiante, a través de la mesa, con un servicio que brilla lo bastante para no confundirlo tomán­dolo por metal inglés.

Y ahora ha llegado el momento de terminar mi tarea. Me cuesta trabajo arrancarme a mis recuerdos; pero las figuras se borran y desaparecen. Sin embargo, hay una que brilla como una luz celestial y que ilumina todos los demás obje­tos que me rodean, dominándolos, y que permanece.

Vuelvo la cabeza y la veo a mi lado, con su belleza se­rena. Mi lámpara va a apagarse, ¡he trabajado hasta tan tarde esta noche!; pero la presencia querida, sin la que no soy nada, me acompaña.

¡Oh Agnes, alma mía! ¡Ojalá tu rostro esté así presente cuando llegue el verdadero fin de mi vida! ¡Quiera Dios que cuando la realidad se desvanezca ante mis ojos como som­bras, lo encuentre todavía a mi lado, señalándome el cielo!


FIN


Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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