Cuentos Morales

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuentos, Colección



Prólogo

Muy corto. Me paso la vida disertando acerca de materia estética, pero no me gusta hacerlo tratándose de mis propias obras. Esto no es un programa literario, ni defensa de escuela, tendencia o cosa por el estilo; es, sencillamente, una breve explicación del título de este libro. No digo Cuentos morales en el sentido de querer, con ellos, procurar que el lector se edifique, como se dice; mejore sus costumbres, si no las tiene inmejorables; y declaro que no aspiro a esos laureles que ciertas gentes, que confunden la ética con la estética, tienen reservados para las buenas intenciones.

Yo soy, y espero ser mientras viva, partidario del arte por el arte, en el sentido de mantener como dogma seguro el de su sustantividad independiente. No hay moda literaria, ni reacción que valgan para sacarme de esta idea. Sigo opinando que los libros no pueden ser morales ni inmorales, como los Estados no pueden ser ateos ni católicos, a no ser en el mundo de los tropos peligrosos. Aun reduciendo el significado de moral a la virtud que una cosa pueda tener para moralizar a los que cabe que sean seres morales (los individuos racionales), diré que mis cuentos no son morales en tal concepto. Los llamo así, porque en ellos predomina la atención del autor a los fenómenos de la conducta libre, a la psicología de las acciones intencionadas. No es lo principal, en la mayor parte de estas invenciones mías, la descripción del mundo exterior, ni la narración interesante de vicisitudes históricas, sociales, sino el hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad.

Al dar ese tinte general a estos cuentos (como lo tienen otros antes publicados y muchos que se publicarán, si Dios quiere, más adelante) no sigo inspiración ajena, ni tendencias de escuela, ni pruritos de la moda, ni nada que se le parezca: no sigo más que naturales impulsos que la edad imprime en quien llega a la mía y es, por vocación y hasta por oficio, inclinado a reflexionar un poco. Ya lo han dicho muchos escritores insignes: el lado moral de la vida preocupa al hombre amigo de pensar, más que cuando la vida empieza, o está en su florecimiento, cuando nos vamos haciendo ricos de experiencia del mundo… para aprender a dejarlo dignamente. Tal vez esto contribuya a que el progreso moral no sea tan rápido como otros: los que más tienen que hacer en el mundo todavía, los jóvenes, no saben lo que deben hacer; y a los viejos, los que ya saben algo de la vida… lo que más les importa es morirse.

Yo no soy viejo todavía; pero, como si lo fuera… porque ya no soy joven. Si en la juventud hubiese sido poeta, en el fondo de mis obras se hubiera visto siempre una idea capital: el amor, el amor de amores, como dice Valera, el de la mujer; aunque tal vez muy platónico. Como en la edad madura soy autor de cuentos y novelillas, la sinceridad me hace dejar traslucir en casi todas mis invenciones otra idea capital, que hoy me llena más el alma (más y mejor ¡parece mentira!) Que el amor de mujer la llenó nunca. Esta idea es la del Bien, unida a la palabra que le da vida y calor: Dios. Cómo entiendo y siento yo a Dios, es muy largo y algo difícil de explicar. Cuando llegue a la verdadera vejez, se llego, acaso, dejándome ya de cuentos, hable directamente de mis pensares acerca de lo Divino.

Hay quien nace para joven y quien nace para viejo. Yo confieso que soy de los últimos; pues, aunque tuve algún tiempo el orgullo de ser uno de los más puros rumiantes de amor platónico, jamás las cosas raras y profundas que el amor de mujer me hizo sentir en la juventud, fueron algo tan dulce, tan suave, tan de las entrañas, tan mío, como esto que ahora siento y pienso a veces, y que no va con ella, sino con Dios y el Universo suyo. Mi leyenda, mis ensueños de la Idea Divina, ya empezaron cuando empezaban mis ensueños amorosos, de don Juan por dentro… y a todas mis Dulcineas las he ido siendo infiel; y mi leyenda de Dios queda, se engrandece, se fortifica, se depura; y espero que se acompañe hasta la hora solemne, pero no terrible, de la muerte.

He hablado tanto de mí mismo y tan poco de los intereses generales literarios, porque la razón de ser de mis cuentos como son, se funda en cosas mías, no en influencias ni propósitos escolásticos.

Hágame el público el favor, aunque le aconsejen otra cosa algunos críticos, de no ver en este libro y otros que escriba y que se le parezcan, un prurito de novedad (valiente novedad), un amaneramiento exótico. Tanto valdría llamar amanerado al otoño, la estación más filosófica del año… y de la vida.


CLARÍN.

Noviembre de 1895.

El cura de vericueto

Primera parte

I

»como nunca da nada… de barato,
»dicen que tiene gato
»de viejas peluconas bien repleto… »

Así empezaba el pequeño poema burlesco, parodia campoamoriana, que estaba escribiendo mi amiguito Higadillos, paisano de Campoamor, estudiante de medicina y colaborador de tres o cuatro periódicos con momos y sin religión positiva.

Higadillos era un badulaque, por supuesto, que se creía un sabio positivo y positivista a los veinte años, porque había leído a Spencer traducido, y leía el Gil Blas, periódico de parís, y la Revue des Revues; además había estado en París una temporada, y con esto y no pagar a la patrona, aunque se hundiera el mundo, se consideraba más esprit fort que un roble, y de vuelta, como decía él, de todas las neurosis místicas y evangelizantes, de que se reía con delicia. Le parecía a él que después de tantas diabluras como se discurrían para buscar nuevos idealismos, después de las misas sacrílegas y otras barbaridades por el estilo, el género nuevo más original, más oportuno, era… volver simplemente, decía, al kulturkampf, al volterianismo y al realismo pornográfico y escéptico. ¡Guerra al clero! Esta era la sencilla novedad que se la ocurría.

¡Yo soy un primitivo! gritaba, dando a ese adjetivo un sarcástico sentido, con que, por antífrasis además, significaba todo lo contrario de lo que querían decir los pintores al llamar primitivos a los cristianos artistas del misticismo italiano de la Edad Media. Era un primitivo porque suponía la sencillez, la sinceridad y la naturalidad en el sensualismo y en la impiedad, en la ligereza filosófica del siglo XVIII.

—Señores —exclamaba Higadillos en el café— es un prurito enfermizo el andar buscando constantemente novedades metafísicas, éticas y estéticas; supone esa variación constante, además de la inhibición malsana de las facultades mentales que deben ejercer la hegemonía, supone falta de gusto, falta de juicio serio, personal, firme. La verdad no está en la novedad, no está en el cambio; está en algo histórico, en uno de los momentos que ya vivió el pensamiento humano: el quid, la gracia del talento, está en averiguar cuál de esos momentos, sin ser de moda, es el que está en lo cierto. Pues bien, yo lo he averiguado, lo cierto es Lucrecio en un sentido, Rousseau en otro, Voltaire en otro, Spencer en otro, Zola en otro y… El Motín en otro. Materialismo, o mejor, sensualismo, determinismo, hedonismo, naturalismo, individualismo, escepticismo ético, este es la fija. El caso es ahondar ahí, no buscar nuevas tierras. El mundo ya está descubierto; ahora a descubrir minas.

Una tarde, hablándome de estas sus filosofías, Higadillos me preguntó:

—Tú que eres de allá, ¿no conoces al cura de Vericueto? Pues es divino; todo un documento, como ahora se volverá a decir. Voy a hacer con él un poema que sea la antítesis del cura de Pilar de la Horadada. Ya tengo tres o cuatro números romanos en que imito las muletillas indeclinables de don Ramón. Oye el principio…

Y empezó a leer lo que ustedes han visto.

Excuso decir que yo dejé de atender al quinto o al sexto verso; pero lo que después, en prosa, me dijo Higadillos acerca del cura de Vericueto, me llamó la atención bastante; y me propuse, en volviendo a la tierra, conocer la original personaje de quien se burlaba el famoso mozalbete de repugnante impiedad superficial y bachillera.

II

Yo tengo mi casa de campo en la marina, donde los montes alzan poco la cresta y parecen las olas suaves y nada altaneras que se deshacen sobre la playa en ondas graciosas, tenues, cada vez más tenues, hasta ser un cordón de encaje que entre el sol y la arena disipan de una sola chupadura. Las montañas, como olas de la tierra que van al encuentro de las olas del agua, son, en el alta mar de los puertos, gigantes que meten la cabeza cana, como de rizada espuma, por las nubes plomizas; pero según se van acercando a la costa, se van achicando, achicando, hasta ser colinas, cubiertas de verdores, hasta la cima, y luego suaves lomas que llegan a confundirse con las dunas, donde las montañas del Océano también se desvanecen.

Desde un altozano, donde tengo una huerta, u en medio de ella un modesto belvedere, suelo yo contemplar en la lejanía del horizonte, medio borrados por la niebla, los picos y las crestas de las sierras y cordales, que son la espina dorsal del Pirineo por esta parte cantábrica. Cuando el cielo está muy despejado por todos los puntos cardinales, se ve desde mi huerta los Picos de Europa, que parecen girones de nubes que a veces dora el sol, para mí ya ausente.

Pues una tarde, recreándome con la vaga poesía romántica de tales contemplaciones, este verano, me vino a la memoria de repente la imagen, a mi modo fabricada, del cura aquel de la montaña que Higadillos me había pintado en Madrid como un Harpagón de misa y olla. Por aquella tarde del horizonte, en uno de aquellos repliegues de piedra blanquecina que se destaca sobre las laderas de hayas, pinos, robles y castaños, vivía y tenía su parroquia el pobre sacerdote que yo deseaba conocer. En una de las estribaciones del Cordal de Suaveces estaba Vericueto, el lugar que daba nombre a la parroquia de mi señor cura.

Pensar en él y reanimarse el deseo de visitarle fue en mí todo uno; y como Higadillos vivía por allí cerca, y me había invitado repetidas veces con franca hospitalidad, y como pago de no pocos socorros con que mi flaca bolsa le había sacado de varios apuros, sin vacilar, decidí el viaje; y al día siguiente el tren me llevó cerca de aquellas sierras; u desde cierta estación, un mal caballo me sirvió para andar lo peor del camino, que fue el subir por cañadas peligrosas las primeras cuestas del Cordal de Suaveces; hasta dar con mis huesos molidos en la parroquia de Antuña, donde Higadillos me recibió con los brazos abiertos, pues era tan alegre y expansivo camarada, como superficial pensador y profundo mentecato.

Cuando le recordé su promesa de llevarme a casa del cura de Vericueto, y le declaré que esta visita era el móvil principal de mi viaje, se turbó un poco; así, cual algo contrariado; pero pronto se repuso, y, por lo menos, fingió celebrar mucho mi buena memoria y excelente propósito.

Y al día siguiente, muy de mañana, a pie, emprendimos la marcha, que fue toda cuesta arriba, pues era Vericueto lugar muy bien pintado por su nombre; porque, si os queréis figurar una montaña, muy puntiaguda, como una gran torre, podéis decir que Vericueto ocupaba el campanario.

III

Vericueto es una bandada de chozas pardas y algunas casuchas blancas esparcidas por la ladera aquella de Suaveces; parece que van al asalto de la cumbre, berrueco inmenso que amenaza desplomarse sobre la diseminada tropa y aplastar todas las viviendas que encuentre en su caída; a la cabeza del asalto, es decir, en lo más empinado del lugarejo, se ve un grupo de aquellas chozas, de las más humildes, de las más viejas, rodeando la iglesia parroquial, mezquina fábrica, una mala capilla cuadrada, fea, prosaica, que hacen bien en ocultar casi por completo los corpulentos robles que la rodean, con hojarasca siempre gárrula y temblona, a poco, casi nada que sople la brisa. Si la iglesia estuviera blanqueada, como el obispo mandó muchas veces, la nieve de sus paredes brillaría entre las ramas verdes con hernioso contraste; pero no hay tal contraste, porque el cura aborrece los sepulcros —y la iglesia— blanqueados por fuera, y no quiere dar ganancias a los borrachos de los albañiles, blasfemos, quimeristas, jugadores… y volterianos, probablemente, aunque es claro que sin saberlo. Sin contar con que la mano de obra cuesta un sentido. Además, ¿qué se diría si el cura gastase dinero de la fábrica en pompas y vanidades, mientras no puede emplear un céntimo en lo otro, en lo del pique?

¿Qué es lo del pique? Ya se verá luego.

Más alta que la iglesia, más alta que todas las chozas del grupo, está la casa del señor cura, que para dar ejemplo de humildad y de protesta contra la hipocresía, tampoco está blanqueada por fuera… ni por dentro; y se está cayendo a pedazos y deja que yedra y más yedra trepe por los costados y amenace comérsela y enterrarla.

Si alguien le dice al párroco, y hace ya mucho tiempo que nadie le dice nada que se refiera al presupuesto de gastos, —Señor cura, ¿por qué no reteja usted la rectoral?

—En un pesebre —contesta el cura— nació Nuestro Señor; en un portal, o tal vez en una cueva, pero de seguro a teja vana.

—Pero, señor, que las paredes se están haciendo polvo…

—Quia pulvis es… Nosotros y las paredes de la rectoral somos de barro, y en cuanto hay sequía, naturalmente, volvemos al polvo.

Además, ¿había de gastar dinero en tejas y adornos de confitería para poner la rectoral como un castillo de terrones y bizcocho, mientras no se gasta un ochavo, a pesar del peligro inminente que amenaza a todos, en lo del pique?

Y sobre todo, concluía el cura; Fiat just et ruat caelum. —Cúmplase la ley, y húndase el cielo, y con él la rectoral—. Y la ley es: «que tu mano izquierda no gaste lo que gane la derecha».

Pero repito que todas estas conversaciones ya estaban en desuso. Años hacía que nadie se acordaba de molestar al cura de Vericueto aconsejándole gastos que no había de hacer.

La única vez que el obispo llegó en su visita cerca de Vericueto, se abstuvo de subir a la iglesia porque estaba muy arriba, y porque lo del pique, que el cura le exageró, a propósito, para que no subiera, le dio un poco de asco y le hizo pensar: «No vaya a llegar el obispo en el momento en la cosa suceda… ya que ha de suceder». Y no subió a Vericueto.

Pero ya es hora de que subamos nosotros, sin miedo a lo del pique; que por ahora no sabemos lo que es.

Jadeante, dignos de que nos enjugara el rostro la Verónica, con la americana al hombro, llegamos Higadillos y yo al atrio de la iglesiuca; asomamos las narices por unos agujeros de la puerta principal, que dejaba ver el interior del templo, mezquino, adornado más de grietas y telarañas que de retablos e imágenes… Pero allí corría un vientecillo más fresco, y el miedo a la pulmonía nos hizo continuar la marcha, hasta dar en la quintana de la rectoral misma; y sin pararnos a saludar a las gallinas y al perro, que nos recibió gruñendo, entramos en lo que debiera ser portal y era ya la cocina. O no había chimenea para el hogar, o el funcionaba bien; ello era que le humo llenaba la estancia, y después de muchas idas y venidas salía por el tejado, metiéndose por donde podía.

La casa tenía planta baja y un piso; pero la parte de este, que estaba sobre la cocina hacía muchos años que se había deshecho, podrida la madera; se había inutilizado y a trechos se veía desde abajo el desván. El humo salía por allí a sus anchas; en la cocina no encontramos alma humana, pero sí de cerda, pues, gruñendo también, nos salieron al encuentro dos de la piara de Epicuro, como diría el párroco; pero no dos volterianos, sino dos de Teberga, con la oreja larga, dos que prometían para un próximo porvenir excelentes jamones, dignos de la fama de su pueblo.

Al sentir que no cejábamos, los señores de la Cerda se acobardaron y corrieron hacia las habitaciones interiores, sirviéndonos, sin pensarlo, de guías, y anunciando nuestra presencia.

—¿Quién anda ahí? —gritó una voz áspera y perezosa allá dentro.

—Gente de paz —contestó Higadillos disfrazando la suya.

—¡Ramona! ¿No está ahí Ramona? ¿Qué pasa? ¿quién va?

—¡Somos los hombres… del porvenir!… —cantó mi amigo con música de La Marsellesa.

—¡Ah, vaya! Adelante… el Gran Oriente.

Pisando despacio, con cierto recelo o respeto, no sé por qué, entramos en una sala estrecha, cuyo pavimento no se sabía de qué era, pues lo cubría capa empedernida de secular suciedad, aluvión de la desidia amasada con polvo, restos de todos los despojos e inmundicias. En la sala no había nadie más que los futuros Ifigenios del mondongo, que al creerse acosados, parecían dispuestos a una defensa digna del más refractario jabalí.

Higadillos y el que suscribe tuvimos miedo.

Pero la voz, que sonaba en una alcoba del fondo, rugió de esta suerte:

—¡Chin! ¡chin! ¡fuera, chin! ¡Ramona, torna los gochos!

No se presentó aquella mitológica Ramona a tornar a los señores de la Cerda; pero ellos, a los gritos del amo (tal vez porque se llamaban chin los dos, siendo tocayos), huyeron por la puerta que dejamos franca con mil amores. La sala era, por lo visto, comedor y biblioteca y… bodega. A un lado había una mesa de castaño, de grandes alas dobladas; cerca de ella anqueles de pino con platos y otros enseres de rudimentario menaje culinario; enfrente, en un estante, en forma de tríptico, tosco y sucio y viejo, algunas docenas de libros mezclados con botellas, unas lacradas y otras vacías. La leyenda de oro estaba custodiada por dos ejemplares de sidra de Cima embotellada; y en cuanto a Perrone parecía que le llevaban preso dos corpulentas, y muy galoneadas de oro y rojo, botellas de cognac, de cuello de cigüeña.

—¿Se puede, señor de la tribu de Levi?

—Ya he dicho que pase el Gran Oriente.

—Es que no vengo solo.

—Pues adelante con los faroles… de toda la masonería militante…

Higadillos levantó una cortina de percal verde, y yo, sin pasar del umbral, desde la puerta de la alcoba, que tenía luz propia, la de una gran ventana a Oriente, vi en una cama de nogal, ancha y recia, bajo una colcha de punto, blanca y limpia, un busto de clerigón, una camisa de buen hilo, de señor, fina y reluciente, pero sin tirilla, como si hubiera reventado por arriba para dejar libre la salida del cuello de atleta, fuerte, sonrosado, de músculos fornidos; digno fuste de una cabeza que me recordó en seguida algunos de los grabados con que Doré ilustró los Cuentos droláticos de Balzac.

La impresión general que producía aquel rostro despertaba la imagen del tronco de una añosa encina… con verrugas. Era una gran masa de carne surcada por arrugas expresivas, regueros por donde corría la malicia que tenía sus manantiales en los ojos pequeños, agudos, picarescos, llenos de chispas que saltaban con las palabras. La cara del cura de Vericueto no era un cliché de la fisonomía del avaro, era un misterio complicado en que no había de seguro más que la malicia, la astucia… y un no se sabía qué de bondad, de honradez latente arraigada en el espíritu. Recordaba una de esas grandes sátiras con que la Edad Media supo zaherir al clero sin lastimar a la Iglesia.

IV

Don Tomás Celorio, a quien todos los curas del arciprestazgo llamaban familiarmente «Vericueto» por el nombre de su parroquia, llevaba de párroco propietario veinte años, y hacía dos que no se movía de la cama.

Poco a poco le habían ido acorralando los achaques, y cuando ya no pudo defenderse y tuvo que rendirse al peso de su corpachón y de los cánones, que exigieron otro clérigo en la parroquia, admitió el auxilio a regañadientes, tomó al coadjutor como a enemigo solapado de los intereses propios, y no le cedió un ochavo de cuantos derechos le pertenecían, habiendo de atenerse el intruso, que en rigor lo hacía todo, al mezquino sueldo de su Cargo Secundario.

Celorio mandaba y disponía desde la cama cual un Caudillo que, rendido por las heridas en tierra, sigue dirigiendo una batalla. El cura seguía siendo él; nada de economato; un coadjutor como otro cualquiera; no consentía Celorio, ni al obispo en persona, que se le tratara como un trasto inútil. «Yo soy ahora un párroco inmueble, gritaba, pero párroco en funciones; mi iglesia es mía». Y como no podía ir al templo, ejercía la cura de almas desde su lecho como Dios le daba a entender. Su gran afán era no perder un cuarto de cuantos la ley católica le concedía como cura propio de Vericueto. No bautizaba, ni llevaba al Señor a los enfermos, ni casaba ni enterraba a nadie, pero cobraba todo lo que hacía a la caso, y para cumplir con las apariencias, de tarde en tarde, reunía en torno de su lecho a las beatas y a los santurrones de la parroquia, y les enderezaba una plática breve, con voz gangosa y enérgica entonación, predicando siempre en favor de la caridad y el desprecio de los bienes efímeros de este mundo.

También seguía siendo desde la cama padre espiritual de algunas privilegiadas criaturas, viejas místicas que acudían a la cabecera del lecho de nogal convertido en confesionario, y allí, de rodillas junto a la mesilla de noche, declaraban sus culpas, que Celorio oía rascándose el cogote. Lo más gracioso era que no pareciéndole decente escuchar los pecados ajenos, y atar y desatar en mangas de camisa, como un mozo de cordel, reconocía la necesidad de revestirse de ciertas ropas que, sin hacerle salir del lecho, dejarán ver en él al sacerdote. No le servía la sotana, que era demasiado larga… y además porque estaba hecha pedazos. La única que tenía le había durado veinte años, y estaba or todas partes agujereada, inservible; y como en la cama no la necesitaba, había discurrido no comprar otra; siendo, en su opinión, esta una de sus economías más razonables. Pero, gracias a Dios, Ramona, el ama de Celorio, vestía de por vida el hábito de los Dolores, u el cura dio en la peregrina invención de meterse por la cabeza una falda negra, de alpaca, propiedad de Ramona, que la lucía los domingos. Con aquella falda sobre la camisa absolvía Celorio a las hijas de confesión que acudían al pie de su lecho en busca de la gracia.

Lo mismo que la cura de almas y consiguientes derechos de estola y pie de altar, dirigía y cobraba a don Tomás, sin salir de la cama, sus negocios y ganancias temporales: pues dijeran lo que quisiesen allá en palacio, era el párroco de Vericueto tratante en una porción de artículos de consumo, y ejercía en el mercado de la próxima villa de Suaveces una especie de hegemonía económica, que no era monopolio, pero sí supremacía lucrativa. Con gran descaro, y sin miedo a denuncias, Celorio ganaba honradamente, pero con olvido de las leyes eclesiásticas, muy buenos réditos de un capital esparcido en multitud de pequeñas industrias y comercios, tales como la cría de cerdos, las vacas en comuña o aparcería, venta de legumbres, frutas, gallinas y hasta pañuelos de seda en una tienda del aire, o sea puesto ambulante, de baratijas, en que, junto a los colorines de la seda indiana, brillaban las piedras falsas de la joyería, pendientes y collares mezclados y confundidos con rosarios, escapularios, cintas tocadas al Santísimo Cristo de Cueto, y medallas procedentes de Roma y bendecidas por el Papa.

Si a todos estos anzuelos del industrioso párroco acudían los ochavos que con tanto sudor ganaban los aldeanos del contorno, debíase, no a malas artes, ni menos a imposiciones hierocráticas, sino a la lealtad y honradez de las transacciones, a la baratura de los productos, a la parsimonia con que Celorio procuraba cierta ganancia en cada trato, en cada venta, siendo su afán, no el lucro excesivo, fabuloso, en cada caso, sino la muchedumbre de negocios. Su lema era no consentir cohecho ni perdonar derecho; todo lo suyo para él, pero nada más que lo suyo.

«El ojo del amo engorda el caballo», era otra máxima popular que le sirvió de guía y norte mientras pudo andar por su pie. Aunque es claro que, descaradamente, él no se ponía en el mercado detrás del mostrador (un banco portátil) de su tienda a vender arracadas y cintas del Cristo, rondaba por allí cerca: iba, además, de un puesto a otro; de las berzas, repollos y remolachas a la cesta de fruta, y hasta se le veía en el mercado de cerdos, saltar entre los menudos lechoncillos con la sotana un poco levantada, como al descuido, pero muy atento, las transacciones que le importaban harto más que el encargado de la venta. A veces olvidaba todo disimulo, y cuando sus intereses estaban amenazados por exigencias excesivas del comprador, el cura, con toda su actividad y pericia, terciaba en el trato; y hasta llegaba a declararse propietario de la cosa en la venta cuando se ponía en duda el mérito de los productos. Solía esto suceder tratándose de lechugas, tomates y pimientos, que eran el orgullo del buen párroco, hortelano de vocación. Sabía él que declarar la procedencia de aquellos frutos era tanto como hacer su apología, pues la huerta del cura de Vericueto tenía fama muchas leguas a la redonda.

En ocasiones, cuando todos eran de casa, es decir, no había en el mercado gente forastera, Celorio se despojaba de todo disimulo y se sentaba sobre una cesta volcada, entre sus repollos y berzas; y mientras se comía una cebolla que iba remojando en agua, pesaba y repesaba, cobraba la calderilla y entregaba al comprador los cogollos rozagantes, orgullo y amor del buen Columela tonsurado.

Que de estos y otros parecidos excesos llegaban soplos al obispo, ya lo sabía él; pero también le enseñaba la experiencia que el obispo hacía oídos de mercader, porque profesaba a Celorio un cariño cogido allá en la adolescencia, en el seminario, a la edad en que las amistades se injertan para no separarse en la vida.

Siempre le había repugnado la idea de que el lícito comercio estuviera vedado a los clérigos. Parecíale esta prohibición especie de estigma que para siempre deshonraba la industria más universal y necesaria. «Mientras tenga la Iglesia por cosa mala para sus sacerdotes el cambio leal y justo de sus mercancías por dinero, los mercaderes se creerán autorizados para ser algo ladrones. Si el comercio estuviera sólo en manos de quien recibe al Señor en su cuerpo todas las mañanas, y lo recibe dignamente, mejor andarían los negocios; iría el crédito como una seda, se evitarían pleitos, gastos, policía, cien y cien trabas, obra muerta, muy cara y embarazosa, de la vida económica. Quédese para los paganos tener el mismo dios para el robo y para el comercio. Si Jesucristo arrojó del templo a los mercaderes fue por vender en el templo; pero al mandarnos pagar el tributo, que es el precio de la paz y el orden que debemos al Estado, bien nos dijo el Señor que en comprar y vender no hay pecado.

Más aún que tales teorías, la irresistible necesidad del lucro legítimo mantenía a Celorio en aquella situación algo irregular de pastor que convertía a su rebaño en consumidores de sus productos; de párroco que convertía a sus feligreses en parroquianos.

Pero no bastaba ganar, era necesario ahorrar, gastar lo menos posible. Celorio vivía como un cenobita, no por penitencia, no por mortificar la carne, que de todos modos en él prosperaba, gracias al buen natural y a la vida morigerada e higiénica; vivía con muy poco por guardar mucho; y a tanto llegó en él este espíritu de economía, que le sacrificó hasta el instinto de conservación, como lo demostró en el asunto que se llamaba del pique, el cual vamos a ver, por fin, en qué consistía.

V

En lo más alto de aquella montaña, camino de cuya cumbre, y no muy lejos, estaba la iglesia y rectoral de Vericueto, mas otras muchas casas y chozas de la parroquia, había, según ya se ha dicho, un enorme berrueco, o sea peñón ingente que, no sé si se dijo también, amenazaba desplomarse sobre aquellas frágiles moradas y hacerlas polvo. Esto de la amenaza no es retórica, sino la pura verdad; porque, según pude ver por mis ojos aquel día que visité al cura Celorio, la tal peña, grandísima y formidable, estaba como por milagro sostenida en la altura, y el instinto de las leyes del equilibrio que a nuestro modo, y por observación, tenemos todos, le decía a cualquiera que la mole granítica o lo que fuese (granítica no sería, pero ya pesaba sus miles de quintales) no debía de poder mantenerse mucho tiempo, si caigo o no caigo, y tenía que caer por fuerza el día menos pensado. Poco a poco ya se había venido inclinando, y si había grandes tormentas, cuando las aguas arañando la tierra rodaban con gran fragor de lo más pino y eminente, la fiera de la altura se sacudía un poco, rompiendo algunos eslabones de la cadena que la sujetaba todavía; ello era, sin metáforas, que el agua y el viento trabajaban como en una mina, en el asiento secular de aquella mole, y cada vez era mayor el peligro de que le faltase punto de apoyo y se dejara caer al valle rodando, de seguro, pues no había otro en camino, sobre la rectoral de Vericueto, su iglesia y el lugarejo que las rodeaba. Y si el berrueco se desplomaba no podía quedar piedra sobre piedra, ni bicho viviente en todos aquellos edificios que tenían existencia tan precaria con amenaza tan fiera.

La industria de aquellos pobres montañeses ya de muy atrás había procurado impedir, o por lo menos dilatar, la catástrofe; y aunque parezca mentira es verdad que con cuerda, con débiles cuerdas, puntales, ramaje entrelazado, especies de trincheras y otras fábricas no más seguras, los vecinos de Vericueto habían puesto como dique al diluvio de piedra que los amenazaba; y tenían como obligación inmemorial el renovar de tarde en tarde la complicada máquina de su pobre defensa.

Muchos forasteros, al ver con espanto aquel inminente peligro, habían indicado la idea de emigración de aquellas buenas gentes. «¿Cómo consentían en seguir habitando lugares que tanto daño podían recibir a la hora menos pensada?». A esto los de Vericueto no contestaban más que con encogerse de hombros, como los aldeanos pobres, y aún muchos ricos, cuando les hablan de curar males crónicos y de muerte con gastos exorbitantes

¡Mudarse! Ahí es nada, ¿Y adónde había de ir? —El cura Celorio era el primero que encontraba descabellada la idea de abandonar la parroquia. Sería una especie de traición. Además, la costumbre del peligro se lo había hecho ver tan remoto que, en el fondo, los naturales de aquella altura amenazada ya no tenían miedo. En tiempo de sus padres y de sus abuelos ya amenazaba caer la Muela, que así llamaban al peñón, no sé por qué; y no había caído. ¿No tiraría una generación más? Nadie negaba que había desprendimientos de tierra, que la peña se ladeaba más cada pocos años, que la defensa de cuerdas, maderos y tierra era pobre cosa, cada día más inútil… Pero el peligro, que en buena filosofía, en pura lógica, nadie negaba, no los tenía asustados. El cura veía que era algo así como las amenazas de los castigos eternos, o muy largos y duros, de la otra vida, que nadie por allí negaba, y sin embargo hacían en los feligreses poca mella. Nadie desconocía que al malo le espera el infierno o el purgatorio, a buen dar; y con todo… se vivía como si el fuego eterno, o secular por lo menos, fuera cosa d ela semana que no traía jueves. Lo mismo sucedía con lo del peñasco.

Celorio era de los que más claro veía el peligro, pero también de los que, generalmente, menos miedo tenían a la catástrofe, para él indefiniblemente aplazada. «No será en mis días», pensaba con cierta esperanza, parodiando sin saberlo, la famosa frase de un diplomático, también con órdenes mayores.

En los gastos que ocasionaba la pobre defensa que de tantos años tenía fabricada Vericueto para que la peña no se le viniera encima, comenzaron las disensiones y reyertas entre los vecinos, y principalmente con el cura; reyertas y disensiones que envenenaban la vida de la aldea harto más que el miedo a la común desgracia que no acababa de venir. Para algunos escépticos era una superstición, aunque ellos no le llamaban así, el miedo a la Muela; estos empíricos exagerados, como no pocos sabios, no admitían que lo que no había sucedido en tantos y tantos años fuera a suceder el mejor, o más bien, el peor día. Lo de desplomarse, y hundir el lugar, el berrueco, era para ellos como la metafísica para ciertos boticarios científicos. «¡Muy largo nos lo fiáis!» venían a pensar, como decía el don Juan Tenorio de Tirso.

El cura no era de estos; pero él creía que los gastos de la reparación de cuerdas, trabajos en los estribos y puntales, etc., etc., que contenían la Muela, debían estar repartidos a proporción del miedo de cada quisque. Otros que más debía gastar el que más tenía que perder; pero el cura a esto replicaba que secundum quid. Él, bienes materiales tenía por allí más que otros, pero no tenía mujer ni hijos, y a Ramona… que la partiera un rayo. Y sobre todo, que no era el interés sino el miedo al peligro lo que debía, contarse. Y fundado en esto, se negaba a contribuir al entretenimiento de la fábrica de defensa, porque, en resumidas cuentas, él no tenía miedo a la muerte, ni estaría bien que diese tanto precio a la efímera existencia terrena un ministro del Señor.

«Si en desplomarse o no la Muela me fuese a mí la vida del alma, yo pagaría, aunque fuera sólo, todas las cuerdas y vigas que fuese menester: pero el cuerpo, ¿qué me importa a mí el cuerpo?».

Después, cuando supe ciertas cosas, comprendí que a Celorio otra le quedaba; importábale mucho, por lo que más adelante se verá, que su vida terrenal no se cortase de repente y llegara a cierto tiempo; pero en él luchaba el miedo al peligro de perder la existencia, necesaria para las ganancias, con la repugnancia a gastar en obra tan improductiva, y acaso inútil, como aquellas ataduras frágiles de la Muela.

Toda esta guerra de vecindad, sin embargo, era sorda casi siempre y de poco alcance; pero otra cosa fue cuando surgió la cuestión verdaderamente política y social, que se llegó a llamar lo del pique.

Ello fue que un alcalde de Suaveces, más celoso que otros, o más enemigo de Celorio y los de su partido, que era el retrógrado, el absolutista, o como quiera llamarse, llevó a cabo en la cumbre de Vericueto una revista, que él llamó inspección ocular, y vino en decretar que el berrueco llamado la Muela amenazaba ruina (así dijo en el Ayuntamiento) y era necesario que mediante una derrama, o sea contribución local extraordinaria, los vecinos de Vericueto aflojasen la mosca para pagar los gastos necesarios para proceder al derribo, o lo que fuera, de aquel peñón que podía aplastar medio concejo.

Pero los de la parroquia, unidos esta vez al cura como un solo avaro, pusieron el grito en el cielo, cuanto y más en el berrueco, y juraron morir aplastados como sapos antes que cargar con el mochuelo; pues lo que se les pedía estaba muy por encima de sus posibles, y la obra que el alcalde juzgaba necesaria era en interés, no sólo de Vericueto, sino de todo el concejo; por lo cual Suaveces en masa debía contribuir a los gastos.

Que sí, que no, que qué sé yo; ello fue que se hizo cuestión de partido, de cacique contra cacique, de elecciones; y unos por otros la casa por barrer: el Ayuntamiento que el cura, el cura que el Ayuntamiento o Poncio Pilatos; el berrueco siempre tan tieso, es decir, tan torcido, y si caigo no caigo.

Y esto era lo del pique. Por si has de pagar tú o he de pagar yo, nadie se acordaba de conjurar el peligro, que podía ser en daño de muchos; y los más interesados en la obra proyectada eran los más tercos. Estaban dispuestos a morir como héroes antes que soltar un cuarto al efecto de lo que el alcalde pedía.

Y así pasaron años, y el cura Celorio cayó en cama; de modo que para su persona el peligro aumentaba. Vino el alcalde a verle para hacerle la forzosa; le dijo que reparase en el peligro que corría; que ahora no podía valerse ni echar a correr; más es, recordando una frase que le había apuntado el médico, exclamó:

—Mire, señor cura, que con tener el peñón como lo tiene constantemente, amenazándole encima de su cabeza, está usted como si estuviera bajo la espada de Demócrito.

—Bueno —repuso el cura—; pues dele expresiones a Demócrito, señor alcalde, que yo no aflojo la bolsa ni por Demócrito riendo, ni por Heráclito llorando, cuanto más por ese Damocles como otros le llaman.

Y en esta situación estaban Celorio y lo del pique, cuando yo acompañado de Higadillos, fui a conocer y tratar a D. Tomás Celorio, cura de Vericueto.

VI

No saqué de aquella, y otras visitas, la impresión y el juicio que Higadillos pensaba; encontraba, lo mismo en los ojos que en la sonrisa, que en las palabras de Celorio, un fondo de delicadeza así como vergonzante, que no se compadecía con las cualidades del tipo, groseramente epicurista, avaro, carnal y cazurro que Higadillos pintaba en su poema y en su conversación.

Lo que yo vi, por lo pronto, en nuestras prácticas con Celorio, es que este se burlaba lindamente, pero sin saña, de la ciencia valetudinaria de mi huésped y amigo, el cual, en materias filosóficas y de teología, así dogmática como histórica, estaba muy poco fuerte.

Higadillos, por ejemplo, opinaba que los católicos tenían obligación de creer que Cristo estaba en el cielo sentado a la diestra de Dios Padre; y era de ver cómo Celorio, oyendo esto, sacudía la cama de nogal con las carcajadas, y hasta un poco de tos, que el donoso disparate le producía.

—Pero, ciruelo —exclamaba en dejando de toser—, ¿cómo ha de ser literal eso de la diestra de Dios, si Dios, como no es cuerpo, no tiene derecha ni izquierda?

—Pues es de fe —gritaba Higadillos.

—Lo que es de fe, yo a lo menos lo creo como si lo viera, es que sabe usted tanto de teología como yo de herrar moscas.

Era Celorio hombre de cierta instrucción, aunque de pocas noticias precisas, por tener sus principales estudios fecha muy remota.

Noté que a veces, si Higadillos no le miraba, guiñaba un ojo, sacaba la lengua, y vine a comprender que la preparaba una gran broma.

Segunda parte

I

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Yo, Tomás Celorio, cura párroco de Vericueto, quiero que valga como testamento mío, en que dejo declarada mi última voluntad, este que firmo y redacto por mi propia mano en esta forma tan diferente de las usadas para tales casos, pero no menos válida si hay justicia en la tierra. —No dejo el cuerpo a los gusanos, que ya ellos se lo tomarán sin mi permiso, como cosa muy suya que es; ni dejo el alma a Dios, que fuera dejarle lo que nunca fue mío y siempre de Su Divina Majestad, como Él probará con mandarla adonde a su Justicia convenga. Lo único mío es este montón de papeles, entre los cuales se encontrará este mi testamento, junto todo ello en un arca, si antes algún ladrón, engañado por la fama falsa de rico de que me ha cargado la malicia, no entra en él escondite del supuesto tesoro que guardo bajo la cama, y con la ira del desencanto destruye todos esos documentos para él inútiles, y que para mí representan el descanso de mi vejez, la paz de mi conciencia, y el rescate de mi pundonor ultrajado. Pues esto de que dispongo, y que ha de ser todo lo mío, si se liquida bien mi herencia, y se compara justamente el debe y el haber que dejo a la hora de mi muerte, quiero que sea de la propiedad de D. Gil Higadillos y Fernández, filósofo y maldiciente de profesión, mi buen amigo a pesar de todo, y que ha de tener un buen sentir antes de verse en el trance por que yo habré pasado cuando esto se lea, y morirá en el seno de mi Santa Madre la Iglesia, según a Dios le pido en mis frecuentes oraciones.

Es asimismo voluntad mía que ese montón de papeles bien doblados no sea registrado sino después de que este mi testamento sea leído por las personas a quien dé el encargo de que apenas yo cierre el ojo abran el arca, que tengo debajo de mi cama y se enteren, ante todo, del contenido del primer documento que encuentren, que será este, si la ajena codicia no me revolvió los papeles.

Ya tengo dicho, y así espero que se cumpla, que esta lectura ha de hacerse en alta y clara voz por el mismo Higadillos, mi heredero, si como espero está presente al acto, y creo que estará, pues su gran curiosidad, su poco de codicia y algo de piedad, le obligarán a satisfacer este deseo mío, que tantas veces le tengo manifestado. Si Higadillos no estuviere presente, leerá mi coadjutor, y a falta de este la persona de más respeto entre los presentes; y no creo que a esto se falte, pues muchas veces se lo tengo pedido a Ramona Cencillo, mi ama de llaves, a quien buen chasco espera, al coadjutor D. Sancho Benítez y a varios feligreses que serán los que probablemente rodearán mi lecho cuando yo expire.

Para explicar cómo teniendo yo fama de rico, gracias a la usura en que viví más de veinte años, muero tan pobre como pronto verán los que otra cosa esperan, dejo aquí escrita parte de mi historia, toda la que hace al caso para mi disculpa. También la escribo para que con ella adquiera mi heredero algo más de provecho que los papeles adjuntos, pues más que esos papeles y más que cuantos bienes materiales pasaron por mis manos, vale la lección que el filósofo Higadillos puede sacar y disfrutar aprendiendo a no juzgar a los hombres por las apariencias, ni el fondo de los corazones por la exterioridad de ciertos hábitos; que el hábito no hace al monje.

Y sin más preámbulo, empiezo ya a decir quién soy yo y cómo y por qué vine a parar en tan económico administrador de los viles intereses de que fui por poco tiempo a manera de depositario.

Nací en una aldea, no lejana a estos contornos, en casa que tenía escudo sobre la puerta, recuerdos de antigua bienandanza y de sempiterna honradez, y al venir yo al mundo mermadas rentas, ni con mucho bastantes a mantener, con el decoro necesario a la hidalguía nuestra, a ocho hijos que éramos, entre varones y hembras; diez bocas, contando a los padres, y catorce incluyendo a toda la servidumbre indispensable para ayudarnos en el cuidado de las tierras y ciertas industrias caseras y aldeanas que nos ayudaban no poco. No era yo el primero ni el último de los cinco hermanos varones, ni el mimo de mis padres, ni un estropajo en la casa; se me quería como a todos; pero un buen natural o lo que fuera, seguramente la gran repugnancia que me causaban las reyertas y el dolor propio o ajeno, y sobre todo, el horror a la injusticia, al mal reparto de lo que a cada cual corresponde, me hicieron siempre ceder antes que otros mis pretensiones, por no reñir, por no molestar, por no ser injusto. Grave problema era en la casa el de ir despachando la competencia de los dientes, es decir, colocando tanta herramienta de consumir la hacienda donde menos daño hiciera o ya no lo hiciese; y los expedientes para lograr este anhelo constante de la familia consistían en casar hijas o meterlas en un convento, y en mandar a la Habana a un hijo a que hiciera fortuna, si Dios era servido; buscarle a otro un empleo y aprovechar para alguno la ventaja de cierta modesta pensión que en el testamento de un canónigo pariente se le dejaba a aquel de nosotros que abrazare el estado eclesiástico. Mi hermano mayor era débil, flaco, enfermizo, amigo del estudio, pero no de las faldas negras que el pariente pedía como condición para su liberalidad póstuma; además, mi padre no quería clérigo al primogénito; el que seguía demostró su afición a los viajes, a los azares de la suerte, y fue el que embarcó casi sin consultar con los otros; y yo, aunque era tal vez el más robusto y el más aficionado a la vida de labrador, a sus tareas y placeres, cargué, no sé cómo ni por qué, por el despego de los demás, antes que por mi afición, con la gravísima incumbencia de cantar misa y cobrar la pensión, con la cual, por acuerdo de mis padres y hermanos, que creían, como yo, interpretar así la real voluntad del tío difunto, había de ayudar a aquellos de mis hermanos que menos amparados quedasen, y aun a mis padres si llegaran a necesitarlo.

Fui sacerdote sin gran vocación, pero también sin repugnancia, con fe bastante para tomar en serio la estrecha disciplina de mis deberes. La vida que me esperaba no me parecía muy diferente de la que todas suertes hubiera yo escogido, y sólo en el capítulo de la carne vi un poco de cuesta arriba; pero esto ya cuando le había tomado gusto a la carrera y me había interesado muy de veras la teología, pues aquella especie de matemáticas celestiales de Santo Tomás eran muy eran muy de mi gusto; y por defender tal doctrina, que me parecía evidente, hubiera yo andado a silogismos, y aun a cintarazos, con cualquiera. Si al principio la vida del seminario me disgustó no poco, fue por la libertad campesina que me faltaba, no por el rigor del régimen eclesiástico; por fin, el hábito, el compañerismo, el espíritu de cuerpo, hicieron de mí un cuervo (como nos llamaban), entusiasta, sincero, de aplicación más que mediana, si no modelo de virtudes, tampoco escándalo de la santa casa, donde había muchos como yo que, si transigían con el diablo algunas veces, rescataban los pecados con la debida penitencia, muy sincera, y no pocas veces vencían en aquellas luchas en que la tentación no era ni tan fuerte ni tan hermosa como suelen figurarse los profanos que escriben cosas de literatura a costa de clérigos.

Nunca había yo soñado con casarme; y aun el tiempo en que era libre y podía dejar el seminario, jamás se me pasó por las mientes echar de menos el matrimonio, y la cáfila de hijos con sus docenas de muelas, y los apuros del hambre y las carreras, y las bodas de las hijas, etc., etc. De todo esto había visto sobrado en mi casa; y si algo sentía yo que le faltaba al clérigo que podía serle agradable, no era ciertamente el verse como yo había visto a mi buen padre, a quien nunca llegaba el agua al sal. No, el matrimonio no era una tentación; pero es claro que una cosa es el matrimonio y otra la mujer. El clérigo renuncia ostensiblemente al matrimonio y a la mujer; pero sabe que si transige con el pecado, el matrimonio seguirá siéndole imposible, pero el amor posible, aunque ilícito. Yo no sé lo que pasará por los demás clérigos que no sean muy buenos; pero por mí, que era mediano, pasó esto que declaro: casi sin darme cuenta de ello, el distingo que dejo apuntado contribuyó no poco a que sin gran esfuerzo ni solemnidades de conciencia contrajera el compromiso de castidad a que me ligaba mi estado. Después, la experiencia me enseñó que no era tan fiero el león como le pintaban. Si primero hubo lucha, no muy encarnizada, y no fue siempre la victoria de la virtud, las batallas ganadas para el bien eran las más, y esto borraba el remordimiento de las pérdidas, amén del considerar que en tales alternativas de fortuna se pasaba la juventud de infinidad de compañeros míos. Del no jactarme de bravucón en tales combates con las tentaciones, creo yo que vino la paz en que me fui viendo luego, pues encontré la concupiscencia un derivativo en el moderado afán de luego que no podía tener en mí otra forma que la del juego. Los apuros pecuniarios que habían sido el tema constante de las preocupaciones familiares en la casa paterna, habían dado como un tinte amarillento a todos mis actos mi actividad, fuerte y fecunda, se encaminaba siempre en pos de la legítima ganancia, con gran anhelo de la legítima ganancia, con gran anhelo de la propia y respeto de la ajena. Las tentaciones del amor fueron pronto para mí tortas y pan pintado en comparación de las tentaciones del oro. Pero hubiera yo querido conquistarlo en franca y noble lucha con la naturaleza, en industria lícita y útil a la república. Vedábame el estado sacerdotal todo conato en tal sentido, y hube de atenerme al tresillo, al solo y… a la santina, o sea el monte, que se jugaba en las rectorales en las noches que seguían a las fiestas del Sacramento y otras no menos solemnes. No había para mí otro modo de dar expansión a mi deseo de legítima ganancia.

II

Metido en la aldea, viviendo de pitanzas, alguno que otro sermonzuco y la pensión de marras, que repartía con la demás familia, vegetaba mi juventud, sin encontrar la reina de Saba en cada rincón frondoso; llevando las tentaciones de bolina; criando mucha sangre, que no se me pudría, pues se gastaba en correr de aquí para allá, madrugar mucho y servir bien en mi oficio. Pero si no me hacía la lujuria tirarme de espaldas o de vientre sobre cardos y abrojos, otra comezón me apuraba y era la de la ganancia que no conseguía, el prurito del medro codicioso, apegado a mi espíritu como sarna heredada o cogida en la penuria miserable de los míos, en aquel hogar tan pobre en su hidalguía, tan acongojado con los apuros de cada cena, de cada par de zapatos, de cada teja que se rompía, de cada árbol que se secaba. Soñaba yo, así literalmente, con los miedos de hambre que años y años había pasado en casa de mis padres, y para toda la vida se me había pegado el hábito de pensar y anhelar constantemente en la pecunia y por la pecunia.

Parecíame la cosa más seria del mundo, la realidad más realidad, más inexorable, más fija en sus leyes. «Con el dinero no se juega», pensaba yo (¡ojalá no hubiera jugado nunca con el dinero!) esto era para mí un dogma; de todas las demás cosas tenía yo mis dudas, veía en el fondo de las preocupaciones humanas algo de ilusión, de fantasía, que si los pusilánimes no advertían, los valientes notaban, desengañados y atrevidos, sabiendo que no es bien muy seguro el que se puede perder cuando cualquier cosa se arriesga. Esta especie de semi—escepticismo burlón (respecto de las cosas temporales, por supuesto) servíame, como a otros, para osar mucho y con cierta gracia, por el escaso valor que previamente daba al que podía ir perdiendo… Mas esto en cosas que nada tuvieran que ver con los cuartos. Así, verbigracia en las de amor propio, honores, concepto ajeno, lindezas de la ropa o del ajuar casero, firmeza de las amistades y otras vanidades del mundo, como el mérito de nuestros actos, verdad de las doctrinas y opiniones, etc., etc. Si se me hablaba de milagros, yo creía todos aquellos que tenía obligación de creer, mas otros muchos en que las leyes naturales que se torcían nada tenían que ver con la marcha económica del mundo; pero en milagros de dinero no creía; porque parecíame a mí que en esto de los maravedises la seriedad exigía que no hubiese excepciones y que todo de antemano se pudiera calcular sin temor a inexplicables sorpresas. Dios mejor que nadie sabía cuánta formalidad se necesita en el comercio, en el cambio, en el crédito, y era seguro que todo lo tenía de modo inalterable dispuesto en las leyes a este orden relativas. Sin contar con que los milagros eran para fines espirituales, para dar frutos de religión, y la plata y el oro cosas rematadamente terrenas, perecederas y mundanas. El Señor había vuelto la vida a los muertos, la vista a los ciegos, la salud a los paralíticos, pero a los pobres les había mandado tener paciencia, y no les había llenado la bolsa más que con el buen consejo dado a los ricos de que les abandonaran sus riquezas. Por donde se veía que el mismo Dios, que sacaba la salud, la vista, la vida, de los abismos de su gracia, no había querido disponer así, por cosa vil, del dinero, y no encontraba otra manera de hacerlo pasar a unas manos que el sacarlo de otras, prueba de la perpetuidad y fijeza de las leyes del cambio.

Por toda esta teología yo paré en el más empedernido jugador de solo y tresillo de todo el Arciprestazgo. ¿Qué hacer? No había para un pobre capellán otra manera de procurarse un peculio adventicio fuera de los mezquinos derechos que me valían el altar y el púlpito, los entierros y otras menudencias. Y en mí el afán de legítimo lucro era invencible. Además, lo que yo, hacían los clérigos rurales en general, jugar y más jugar; en esto no se distinguían los buenos de los malos, jugaban todos.

Íbamos de rectoral en rectoral, de fiesta, en fiesta siempre los mismos curas con los mismos espada mala bastos; unos con la buena estrella de los estuches, otros siempre pasando ¡transeat!

Ya se sabía; en cada parroquia había dos fiestas por lo menos: la sacramental y la del santo patrono. Además, había hijuelas, capillas y ermitas y otros santuarios con sus romerías, misas cantadas y correspondientes comilonas de honrados levitas que no ofendían a Dios con su buen apetito, inocentes bromas y bueno o mal naipe. Verdad es que, como ya llevo advertido, a veces, a última hora (una hora muy larga que solía prolongarse desde las doces de la noche hasta las cuatro o las cinco de la mañana), se echaba, con gran misterio y cierto picante remordimiento, la santina, o sea su poquito de monte; y aunque no digo yo que parezca muy bien el modesto óbolo de una pitanza, ganada con el canto llano y los sublimes salmos del rey poeta, confiado a la mudable condición de una sota o de un caballo; ni sostengo que sea conforme a los cánones que una imitación de Bossuet o de Bourdaloue, se emplee, verbigracia, en un entrés trasnochado; ello es que mayores delitos registra la historia de los papas; y no había otra manera de matar el tiempo sin notoria malicia.

No sólo jugábamos en las casas rectorales y de los clérigos sueltos, sino en las de algunos amigos que, aunque no pertenecían a la iglesia docente, eran muy buenos camaradas, fieles hijos de la Iglesia, y algunos grandes espadas en el difícil arte de la malilla.

El conde de Vegarrubia era el núcleo de los jugadores de tresillo y demás, clérigos y seglares, en doce leguas a la redonda. Criado y educado en París, allí había gastado muchos millones y mucha salud, y ahora le encontraba más gracia que a lucir caballos y tiros lujosos en el bosque de Boulogne, a darse tono de experto tresillista y arriesgado en todo juego de azar, delante de media docena de curas de aldea o caciques de campanario.

Todavía era muy rico, y eso que seguía gastando en disparates que, si no eran como los discurridos en París, no eran menos extravagantes y costosos. No tenía ni idea del mérito del dinero, y con todo no pensaba en otra cosa, con tal de pensar en el juego; divertíase viendo rabiar a los pobres que perdían y desafiando con la suya la seriedad ajena ante los golpes de la adversa fortuna. Yo, a lo menos, de mí sé decir que en cuanto al conde, que además muy delicadamente sabía mostrar la superioridad que atribuía a su noble sangre, se me plantaba cara a cara con cierta sonrisa y unos ojos fríos y corteses invitándome con mucha gracia a probar fortuna, a disputarme los favores de la suerte y a manifestar sangre fría ante los desdenes de la voluble deidad del abismo, ya estaba yo todo erizado de orgullo, recordando el abolengo puro de mi desgraciada hidalguía, siempre muy pobre, pero siempre muy linajuda. Mucho más grande, pienso ahora, era mi valor que el suyo, pues mi pasión a los cuartos era mucho mayor, no por el juego, sino por el metal mismo, y las cantidades mismas suponían mucho más para mi inopia incurable que para su riqueza sin suelo. Y ahora he de notar que sólo en las malas comedias las pasiones son tan exclusivas que no dejan ver otras flaquezas; yo, a más de amigo de la legítima ganancia, era muy partidario de los pergaminos de mi familia, cuyas pretensiones linajudas me parecían tanto más dignas de defensa cuanto más la pobreza de muy antigua había venido probando el oro de la ley de nuestra hidalguía.

Entre los vecinos y amigos de más lejos que frecuentaban la tertulia del conde, había algunos mayorazguetes y dos o tres barones y vizcondes. Uno de aquellos, el bañón de Cabranes, me interesaba a mí por su buena figura, aristocrática de veras, aunque melancólica y algo delicadilla, y sobre todo porque sabía de él desgracias análogas y aun superiores a las mías. Muerto su padre, había quedado a la cabeza de una muy numerosa familia en que abundan las señoritas, que no se casarían jamás por falta de dote y sobra de necesidades ficticias; eran nobles y no eran ricos, iban camino d ela ruina como D. Quijote a la cena en el castillo, sin quitar la celada. Era el de Cabranes joven muy afable, siempre triste y taciturno… y jugaba como un desesperado, no al tresillo, que no sabía, sino en cuanto se ponía el cobertor (costumbre misteriosa) para los juegos de azar o de envite.

Una noche, después de una francachela en casa del conde, en la cual se me hizo a mí beber mucho más de lo acostumbrado, ya a muy altas horas de la noche, la suerte, el diablo se empeñó en ponernos uno frente al otro al barón y a mí; todo lo ganaba él o todo lo ganaba yo; golpes fuertes de prosperidad o de extraño revés iban y venían de él a mí, dejando como en la sombra a los demás jugadores, el conde inclusive, que, envidioso, en vano hacía locuras de audacia con su dinero para disputarnos la atención de todos. Era todo esto anuncio del tremendo desafío que se preparaba entre bromas corteses y fraternales, entre alegría de clérigos bonachones, en la excitación de la buena pero algo excesiva bebida.

Llegó un momento en que yo le ganaba un dineral al barón de Cabranes; algunos curas, menos amigos del oro que yo ordinariamente, pero también menos capaces de rasgos de grandeza y menos cuidadosos del brillo de su raza, me daban con el codo para que dejase de tentar a la suerte y me retirase con mi ganancia, que a ninguna trampa ni cosa fea debía; pero más caso hacía yo de los impulsos generosos del vino, también generoso, de la nobleza que inspira la suerte que sopla favorable, y particularmente de las miradas y sonrisas del conde, que parecían decirme: «Vamos, plebeyo, retírate si te atreves; ¡si lo estás deseando, hidalgüelo! Sólo un noble como yo es capaz de seguir dando el desquite hasta que salga el sol a este pobre barón que pálido y tembloroso, por más que disimule, ya empieza a jugar sobre su palabra acaso más de lo que tiene». Yo no cejaba; ganaba siempre, y siempre daba el desquite.

III

No sólo el orgullo me incitaba a darle tiempo y forma al barón para cambiar la rueda de la fortuna: también la simpatía que me inspiraba, la lástima que le tenía me animaban a ello. Fingía el infeliz gran serenidad: sonreía, sonreía sobre todo cuando la risa fina del conde le desafiaba, tentaba su valor. A cada nuevo golpe repetía Cabranes:

—Pero, amigo capellán, esto no vale; así va usted a acabar por perder de fijo… Basta, basta… le debo a usted…

—Adelante, adelante —interrumpía yo, entre la admiración de todos.

Empezó el trance fiero de jugar lo que ya no había presente; riqueza que se tenía o no se tenía… ¡Pero bastaba la palabra de un noble! Yo no sé si creía en el dinero ausente, pero creía en la palabra. ¡Debajo de las piedras buscaría un Cabranes el dinero que ofrecía!

El conde, ante aquellos dos valientes, cada cual a su modo, lleno de envidia, empezó a apuntar la idea de que… todo era broma; de que no entendía el barón deber de veras lo que perdía de palabra… El barón, como si hubiese que mostrarse fino, distinguido, fingiendo seguir la broma de que aquello pareciese broma… por el bien parecer, algo dijo en este sentido; pero mirando al conde y mirándome a mí de suerte que quería decir: «El que crea eso de veras, que yo no he de pagar en serio, me ofende como si me diera una bofetada». Y al barón nadie le abofeteaba sin pagar con la vida.

Tan lejos fue, huyendo de él, la suerte, que llegó mi ganancia a términos que me dejaban bien claramente ver que los Cabranes no tenían con qué satisfacer la deuda… sin que por eso dejasen de tenerla por sagrada.

Y yo seguía ofreciendo el desquite.

No lo jugaba, es claro, el barón todo de una vez; la vergüenza no le consentía doblar cantidades, que pronto hubieran hecho fabulosa la deuda; perdía poco a poco; iba cayendo de peña en peña, rebotando, por aquel abismo abajo.

Llegó un momento en que cesaron las fingidas bromas, los comentarios: el barón callaba por no jurar y desesperarse, yo por prudencia, los demás por la seriedad honda del caso.

Yo mismo sentí cierta alegría, como un consuelo, como si respirase mejor, la primera vez que dejo de perder el de Cabranes; ganó después otra cantidad, y otra, y otra; u en mí empezó ya cierto temor supersticioso; cuando lo ya desquitado por el barón montó a una suma de miles de duros, me dolía a mí en el alma aquel caudal imaginario que acababa de írseme de entre… las musarañas de la fantasía, como si hubiera tenido que vender las pocas tierras de mis padres para pagar aquello.

Hubo después alternativas; la suerte coqueteaba, y entonces, mucho más que antes el orgullo, me ataban el egoísmo, el interés, la rivalidad, la lucha, a la terrible partida en mal hora empeñada.

Mi arrogancia, mi audacia de jugador afortunado, seguía después de que ya nada le debía a la suerte y sí algo al barón; me parecía un derecho mío seguir ganando. Llegó un momento en que era yo quien tenía que intentar el desquite.

Entonces volvió a reír el conde, y era a mí a quien desafiaban y tentaban sus ojazos azules, nobles y fríos.

Ni se habló siquiera de interrumpir el juego. El cura hidalgo no era menos que el noble tronado; en eso estábamos. Se me daba el desquite, como lo había dado yo. Y corría la noche. Se acercaba el alba, y con ella la hora de decir misa varios de los que rodeaban la mesa cubierta con el cobertor peludo de Palencia.

El conde volvió a cesar en sus cuchufletas y risitas cuando yo, lleno a mi vez de vergüenza, empecé a perder también bajo mi palabra. El barón, radiante de alegría, con la generosidad poco segura de los afortunados, daba a entender muy discretamente que estaba dispuesto a creer en mis riquezas fiduciarias como yo había creído en las suyas.

Pero yo comprendía, con terror, que los circunstantes me concedían, en silencio, mucho más limitado crédito que al barón de Cabranes. Este era pobre para ser noble y para sustentar numerosa familia; pero, al fin, mucho más rico que el mísero capellán que vivía de pitanzas y de una pensión de limosna.

Con todo, seguí jugando. Yo también caía de peña en peña, rebotando, en aquel abismo de la deuda inverosímil; el tiempo volaba, la partida tenía que acabarse, entraba la luz del alba por las rendijas de los balcones cerrados y difundía por la sala el color de las capillas de los condenados a muerte, a la hora de la agonía. Seguía perdiendo poco a poco. Pero ya perdía miles y miles de duros. Los mirones empezaban a bostezar, a cansarse, el interés de lo incierto desaparecía: ya se veía la solución: que yo no me desquitaba. El conde, cansado de respetar mi desgracia, manifestó hastío, desdén; como era verdad que tenía el valor de despreciar sus propias pérdidas, se permitía despreciar también la mía; ya daba a entender que iba a suspenderse el juego, por el bien parecer, porque era muy tarde, es decir, muy temprano; con cierta crueldad fingía olvidarse de lo que allí más importaba, que era mi situación; daba por supuesto que yo también atribuía, o fingía atribuir, más importancia a la circunstancia de la hora que era, que al estado en que me iba a dejar la suspensión del juego.

Un rayo de luz viva entró, como si fuera la policía, hasta iluminar la baraja; se levantaron dos o tres de los testigos de aquel duelo… y fuera sonó una campana. Tocaban a misa. La misa de Fray Fernando, que debían oír el conde, el barón y otros legos.

Desaparecieron los naipes, se retiró el cobertor, se abrieron los balcones, entró la claridad del día a borbotones y con las sombras desapareció la pesadilla. Pero quedaba la realidad de que ya parecía acordarme yo solo. Debía al barón de Cabranes miles de duros.

Aquella mañana yo no dije misa. Cuando volvieron los demás de oír la de Fray Fernando, nos reunimos en el cenador de la huerta del conde a tomar chocolate.

Vegarrubia, o me tuvo lástima, o quiso menospreciarme. Y volvió a su tema de que la partida, en la parte confiada al crédito, había sido broma. Daba por hecho que el barón no creía que yo, con toda formalidad, le debía tantos miles de duros. Llegaron señoras y el conde insistió en hablar del capital que yo debía. Entonces hice lo que antes había hecho el barón: fingir que creía fantástica la deuda, cosa de juego, de buen humor… Pero mi modo de mirar al barón debió darle a entender lo mismo que yo había comprendido en su mirada de aquella noche: que era darme de bofetadas el pensar que yo creía aquello que estaba diciendo: «No tengo con qué pagar, decían mis ojos, pero debo… y para este hidalgo, para pagar, lo esencial no es tener, sino deber. Debo… luego pago… aunque no tenga. Dios no hace milagros con el dinero, que es vil, y menos a favor de los jugadores; pero un hidalgo como yo, auque sea cura, paga… paga… ».

El barón sonreía… pero bien comprendí que no se negaría a cobrar todo lo que yo pudiera pagarle.

Al conde no le miré siquiera.

Al día siguiente escribí al de Cabranes una casta, porque no me atreví a ir a decirle en persona «que esperase»; y en la carta le decía, en sustancia, esto: «Ahí va todo lo que tengo, todo lo que hoy por hoy es mío. Seguiré pagando a medida que pueda, y crea usted que no me reservaré más bienes que los que la ley más severa concede al deudor menos digno de miramientos. Hasta que pague todo lo que debo, que es mucho más de lo que yo puedo ganar en muchos años, atado como estoy de pies y manos, para hacerme rico, por mis votos, hasta que no le deba nada, me condeno a presidio, a trabajos forzados de miseria, de sordidez, de avaricia. Hágame el favor de aceptar esta manera de cumplir con usted, estos plazos indefinidos, pero seguros; y además, no como favor, con el derecho que me asiste, le pido que ni pos las mientes se le pase hablar de perdonar la deuda, ni reducirla ni cosa por el estilo. Antes que nada, aun antes que sacerdote, soy hombre. Este deber de pagar deudas de juego no es cosa de mi ministerio, porque el buen sacerdote no juega, es deber humano, de mi condición pecadora de hombre vicioso… pero hidalgo».

El barón me contestó muy fino, muy correcto, como se dice ahora, dándome para el pago todos los plazos que quisiera, y no aludiendo ni remotamente a la idea de perdonar ni de reducir la deuda. Era lo que yo le exigía… y sin duda lo que él necesitaba.

¡Estaban tan pobres!

Después de leer su carta, satisfecho, en cierto modo, pero por mil razones aturdido, loco… dirigime por instinto al reclinatorio de mi alcoba, sobre el cual estaba abierta la Biblia por el Nuevo Testamento.

¡Luz, Señor! grité, y, de rodillas, lancé una mirada sobre el sagrado texto.

Decía:

«Deja tus bienes a los pobres y sígueme». Pero yo leí: «Deja tus bienes al barón, y sígueme».

Ya sabía el camino. Todo para el barón, para mí la pobreza. Mi sudor, mi trabajo, mis afanes, mis ganancias, el oro serio, inflexible, con el cual no se hacen milagros… para mi deuda.

IV

Deber… y no poder pagar es un tormento que se le olvidó al Dante en su Infierno. Por algo se llama deber a la obligación; el deber supremo… es pagar lo que está en deber. La conciencia me decía que yo iría a buscar siete estados bajo la tierra lo que se me debiera, lo que fuese mío y no me lo dieran… pues lo mismo había de respetar el derecho de los demás. Mi acreedor para mí era una cosa sagrada, casi un ídolo de terror. Comprendía aquella ley de las XII Tablas, que al que no pagaba lo entregaban sin defensa al acreedor. «Ni judicatum facit… secum ducito, vincito, aut nervo, aut compedibus… Si no paga que le lleve a su casa, y si quiere que le encadene, le ponga cadenas o hierros en los pies… ». Y luego, si no hay quien compre al mísero esclavo de la deuda… tertiis nundinis partis secanto; pasado el tercer día de mercado, que le partan en pedazos y se lo repartan los acreedores.

Ya lo sabía el barón; como yo no valía nada, como ni de balde habría quien me quisiera, podía partirme en cachos, hacer de mí picadillo. Esta era la ley que yo encontraba justa. Me hubiera vendido al otro lado del Nalón (ya que el Tíber estaba lejos), de muy buena gana, para pagar a Cabranes aquellos miles de duros. Pero ¿quién compra a un sacerdote… que no se vende? Porque ¡ay!, como sacerdote, yo no me vendía. Bien sabía yo que el dinero que necesitaba para pagar no lo adquiriría jamás por medios ilícitos. Y los lícitos en mi profesión ¡eran tan poca cosa! ¿Camino del clérigo para la riqueza? La simonía. Yo no había de ser simoniaco. Veía que otros, sin valer más que yo, llegaban a obispos, juntaban grandes rentas; pero yo no era bastante virtuoso, ni bastante sabio para merecer por tales conceptos subir a las alturas; ni era intrigante y adulador y falso, mojigato, hipócrita, para usurpar las dignidades primeras debidas al mérito. Además, no me sentía ambicioso; me faltaban las alas aquilinas de la vanidad y el orgullo; mi pobre vuelo de gallina me apartaba de la ambición y me condenaba a la avaricia cominera, a escarbar en las miseriucas de la vida prosaica, rastrera, para chuparle a la tierra gusanos. Por aquel tiempo cayó en mis manos un libraco, pienso que de un señor Bastiat, en el que vi la apología del ahorro; allí se cantaban los milagros del petit centime. ¡Aquel era mi camino! Por el céntimo tenía yo que ir en busca de mi reconquista, de mi libertad, perdida en las cadenas de la deuda. Pero ¡ahorrar! ¿Cómo ahorra un pobre capellán, que si tiene para cenar no tiene para comer? En otro oficio, yo estaba seguro de que mi ingenio me ayudaría para ganar, a fuerza de trabajo y escasez, para mis necesidades, lo que bastara a cumplir con mi compromiso; pero la sotana me ataba y me impedía la acción, la defensa, como al pobre Agamenón la enmarañada urdimbre de Clitemnestra arrojó sobre su cabeza, para que a mansalva le rematara Egisto.

Estábame prohibido el comercio, para el cual yo me sentía con grandes facultades; no se me abría ninguna otra puerta del templo de la riqueza, por donde pudiera pasar dignamente un sacerdote. ¡Ser buen hombre, buen sacerdote, y tener que pagar miles de duros sin falta, para pagar una deuda sagrada, de caballero!

Admití, aunque vi que era meterme en un callejón sin salida, un humilde curato que se me ofreció; lo firmé resignado, y metime en Vericueto como en una cueva, que no era, ciertamente, la de una mina.

Veinte años llevo arañando la tierra, cuidando esta pobre viña del Señor, donde he tenido que encerrar toda mi actividad, todos mis esfuerzos. Me sitié por hambre; me traté como un anacoreta. Pero esto no era lo más doloroso. No bastaba lo que yo pudiera ahorrar escatimándolo a las necesidades de mi propio cuerpo; si quería llegar a juntar algo, ir pagando poco a poco, tenía que poner a contribución a los demás, a los que tenían derecho a mi caridad, a los pobres. La caridad para mí era un lujo que mi deuda me prohibía: «Tendré la caridad en el corazón», me dije; pero esto mismo llegó a parecerme una hipocresía; desear el bien ajeno y no procurarlo, compadecer a los demás y no ayudarlos con la limosna, me repugnaba; preferí endurecerme hasta que llegaran tiempos mejores. No admitía cohecho, pero no perdonaba derecho. Todo lo que podía legítimamente conseguir del pie de altar, lo procuraba. Era una ley inflexible, a la romana. Esta dureza, esta inflexibilidad, las conseguí pensando una cosa muy sencilla: que mi dinero no era mío, era de Cabranes; que toda largueza, toda liberalidad, por mi parte, hubieran sido falsas; un fraude, pues yo no tenía derecho a ser generoso con lo que era ajeno, de mi acreedor.

Todo lo que yo ganaba en mi humilde parroquia, y ganaba cuanto era canónicamente lícito, iba a manos del barón, cuya pobreza aumentaba cada día. Él recibía mis remesas, la renta de mi deuda, en silencio, triste, algo humillado. No me las hubiera reclamado, pero daba a entender que siempre llegaban a tiempo, que se contaba con ellas.

En tanto, mis piadosos feligreses iban criando la leyenda de mi avaricia. «¡El cura tenía gato!». El gato del cura hacía soñar a muchos aldeanos. Como no se sabía que yo colocara en parte alguna mis ahorros, se dio por averiguado que los guardaba en el arca que estaba debajo de mi cama, arca cerrada con buena llave y candado.

Yo era un avaro sin entrañas. La cosa ya no tenía remedio. Los primeros años, este mal concepto del público me dolió mucho; pero más me dolía no poder ser un buen párroco, liberal con los necesitados de mi parroquia. No lo era. Cada cual pagaba lo suyo. Poco a poco me fui acostumbrando al papel que representaba, y como dicen los periódicos, llegué a cultivar el arte por el arte. Sí, me aficioné a mi cadena, a mi tortura; como otros llegan a tomar cariño a un achaque, a un dolor, yo me enamoré, sin sentirlo, de la vida a que me llevó la necesidad. En el ahorro, en la parsimonia, en el cálculo cominero, hasta en las costumbres sórdidas, llegué a encontrar cierto placer. Llegué a verme yo mismo cual me veían los demás. Mis ganancias de lento aluvión, siempre eran para mí deuda; pero vine a ser avaro por mi cuenta; fue una vocación que me nació adaptándome al medio, ejercitando los órganos correspondientes a aquella necesidad. ¡Hasta darwinista en acción me obligaba a ser mi deuda implacable!

El genio del comercio, de la ganancia industriosa no pudo contenerse dentro de mí, salió por donde pudo, y empecé a intentar ciertos tratos lícitos per se, pero no muy conformes con la dignidad de mi oficio. Empecé cuidando cerdos y gallinas con particular esmero: ya que no podía ser caritativo con el prójimo, quise tratar bien a los animales, cebándolos a cuerpo de rey… para sacarles más producto. Los cuartos de los derechos parroquiales se convertían en tocino y en huevos frescos con asombrosa rapidez, para volver, mediante la circulación de la sangre del mundo, del vil metal, a trocarse en moneda, aumentada con el debido rédito; y de mis manos pasaba a las de Cabranes.

Pero mis delicias, mi consuelo mayor, acabé por encontrarlos en mi huerto; en las berzas particularmente. Hortelano como yo, y no lo digo por alabarme, no lo hay en veinte leguas a la redonda.

Leí las Geórgicas de Virgilio, leí a Columela y con mayor encanto leí, devoré, el libro de Catón el Antiguo, De re rustica, que me enseñaba la bucólica de la avaricia, la égloga del interés. Amar la naturaleza, amar el campo, para sacarle el rédito, el fruto, vino a ser el único placer de mi vida.

Los maliciosos de la parroquia dieron en murmurar, bien lo sé, que Ramona y yo nos entendíamos, y que no eran mis berzas y mis gallinas, mis cerdos y mis perales todos mis amores.

Pura calumnia: cuando Ramona entró en la rectoral ya era mi castidad cosa definitiva; ¿una virtud? no lo sé; un hábito, o mejor acaso, desuetudo, es decir, que en mi organismo, como ahora se dice, había prescrito lascivia. «Deja la lujuria un mes y ella te dejará tres», dice la sabiduría popular: pues yo había dejado la lujuria meses y meses y ella me dejó a mí años y años. Cuando a los cinco o seis de ser yo párroco Ramona entró en casa, todavía era una real moza, es verdad; pero si yo la guardé en mi hogar hasta los días de mi vejez y la suya, no fue por sus encantos físicos, sino por lo bien que me ayudaba a ser económico, avaro. Mujer más sórdida por naturaleza no la he conocido. Es una máquina casera de barrer para adentro, de no gastar. De ella salió la peregrina invención que siempre pusimos en práctica, de fingirse más sorda que es y desaparecer de casa, o esconderse cuando venían a visitarme personas a quien yo debía obsequiar convidándolas a comer o a refrescar. «¡Ramona! ¡Ramona!» gritaba yo. Y nada, a la otra puerta. Ramona jamás parecía; y como el cura mismo no había de poner la mesa, ni fregar los platos, ni sacar el puchero de la lumbre, se dejaba el agasajo para otra vez. Muchos céntimos me hizo ahorrar en esta vida transitoria Ramona Cecillo. Pero lo que ella no sabe es que a mí no me la da ningún gallego; y gallega es el ama de este cura. Verdad es que Ramona era que ni pintada para ayudarme en la avaricia y en el comercio de gallinas, legumbres, frutas, etc., etc… pero ¿cree ella que en pago de sus servicios le voy a dejar una buena manda? ¡Ca! Nada le debo. Tengo bien echadas mis cuentas. Lo sisado por lo servido. Yo he tenido siempre una cuenta corriente abierta a sus rapiñas domésticas; siempre llevé el exacto balance de lo que ganaba gracias a ella, y de lo que ella me hurtaba por unas y otras mañas; y en Dios y en mi conciencia que a la hora presente no le debo un ochavo. No debo nada a nadie… ¡ni al barón de Cabranes!, que a estas horas, con la venta de lo poco mío y lo ya cobrado año tras año, tiene al fin en su poder todos los miles de duros que me ganó en aquel terrible desquite de la terrible noche en que tal vez yo gané el infierno. Iré acaso al infierno, sí, pero iré sin trampas; como un mal sacerdote, y como un buen caballero.

No, no me queda nada; desnudo nací, desnudo me hallo… porque con el gato del cura no cuento como cosa mía, pues hace mucho tiempo que todo lo que en él he ido metiendo poco a poco lo considero propio de mi universal heredero D. Gil Higadillos y Fernández.

Y es mi voluntad que al llegar a este punto en la lectura de mi testamento, si por tal puede pasar este papel, el mismo Higadillos, o la persona que en su ausencia leyere en alta voz este documento, proceda al registro del arca hasta que claramente se vea en qué consiste el gato del cura de Vericueto, mi única herencia, bien liquidada, que quiero que guarde como recuerdo y enseñanza mi amigo D. Gil Higadillos».

V

Al llegar a este punto en su lectura, Higadillos, que estaba verde, se inclinó sobre el arca que habíamos sacado de su escondite, que era bajo la cama del difunto, y empezó a sacar papeles y papeles, todos iguales, todos pequeños y escritos sólo por un lado. Unos cuantos renglones y una firma; la firma del barón de Cabranes. Eran los recibos de las cantidades que Celorio, el cura de Vericueto, había entregado a su acreedor para ir matando la deuda, el cáncer de su vida. Celorio había visto la tierra de promisión: la libertad. Moría cuando ya no debía nada. Por eso contaba Ramona que pocos días antes, como un pobre ciego se había parado a la puerta rascando el violín, al ir a echarle ella con cajas destempladas, según costumbre, oyó la voz del amo que gritaba:

—¡Que pase quien sea! ¡que pase!

Y había pasado el ciego, y el cura, con cara de Pascua, le había entregado dos monedas de dos pesetas, que había cobrado aquella tarde y con las cuales había dormido la siesta apretándolas e el puño.

Aquellas cuatro pesetas de ser las primeras realmente suyas de que podía disponer el siervo de su deuda, después de tantos años.

Al presenciar tal locura, tal liberalidad, Ramona había murmurado:

—¡El amo está de muerte!

Y murió, en efecto, a los pocos días.

[…]

Lo malo era que Higadillos ya había publicado en una Biblioteca diamante muy cuca, el poema burlesco que había terminado aquel verano. Y por cierto que, sin saberse por qué, había gustado, se vendía bien y el editor le había entregado algunos miles de reales, pocos miles, dos o tres.

—¿Qué hago yo con este dinero? —me preguntaba Higadillos, avergonzado, pensando en las calumnias humorísticas de su poema, en el gato del cura —de viejas peluconas bien repleto, que él había heredado y no era más que un montón de papeles inútiles.

—¿Qué hago yo con este dinero?

Por fin hizo lo que yo le aconsejé:

Lo gastó mandando decir, por el ama del cura de Vericueto, las mismas de San Gregorio.

Boroña

En la carretera de la costa; en el trayecto de Gijón a Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera al salir del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca de castaños y robles, pinos y nogales, con los naturales, tapices de la honda pradería de terciopelo verde oscuro que desciende hasta refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de agosto, muy calurosa aún en Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que fundía el ambiente una dulce brisa que se colaba por la angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e inquietas del robledal espeso de la Voz que da sombra en la carretera en un buen trecho.

Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior, que dormitaban cabeceando, no despertaron siquiera. Del cupé saltó como pudo, y no con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencia de cana, vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas.

Pepe Francisca don José Gómez y Suárez en el comercio, buena firma, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de ausencia; treinta años invertidos en matarse poco a poco, a fuerza de trabajo, para conseguir una gran fortuna, con la que no podía ahora hacer nada de lo que él quería: curar el hígado y resucitar a Pepa Francisca de Francisquín, su madre.

De la boca del coche sacó el zagal, con gran esfuerzo, hasta cuatro baúles, de mucho lujo todos y vistosos, y una maleta vieja, remendada, que Pepe Francisca conservaba como una reliquia, porque era el equipaje con que había marchado a Méjico, pobre, con pocas recomendaciones, pocas camisas y pocas esperanzas. Dio Pepe a los cocheros buena propina, y a una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto en una nube de polvo.

Quedó el indiano solo, rodeado de baúles, en mitad de la carretera. Era su gusto. Quería verse solo allí, en aquel paraje con que tantas veces había soñado. Ya sabía él, allá desde Puebla, que la carretera cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, a los ocho años, apacentaba las cuatro vacas de Francisquín de Pola, su padre. Miraba a derecha e izquierda; monte arriba, monte abajo, todo estaba igual. Sólo faltaban algunos árboles y… su madre. Allá enfrente, en la otra ladera del angosto valle, estaba la humilde casería que llevaban desde tiempos remotos los suyos. Ahora vivía en ella su hermana Rita, su compañera de llinda, en el Suqueru, casada con Ramón Llantero, un indiano frustrado, de los que van y vuelven a poco sin dinero, medio aldeanos y medio señoritos, y que tardan poco en sumirse de nuevo en la servidumbre natural del terruño y en tomar la pátina del trabajo que suda sobre la gleba. Tenían cinco hijos, y por las cartas que le escribían conocía el ricachón que la codicia de Llantero se le había pagado a Rita, y había reemplazado al cariño. Los sobrinos no le conocían siquiera. Le querían como a una mina. Y aquélla era toda su familia. No importaba; quisiéranle o no, entre, ellos quería morir: morir en la cama de su madre. ¡Morir! ¿Quién sabía? Lo que no habían podido hacer las aguas de Vichy, los médicos famosos de Nueva York, de París, de Berlín, las diversiones del mundo rico, los mil recursos del oro, podría conseguirlo acaso el aire natal; pobre frase vulgar que él repartía siempre para significar muchas cosas distintas, hondas complicaciones de un alma: faltaba vocabulario sentimental y sobraba riqueza de afectos. Lo que él llamaba exclusivamente el aire natal era la pasión de su vida, su eterno anhelo; al amor al rincón de verdura en que había nacido, del que le habían arrojado de niño, casi a patadas, la codicia aldeana y las amenazas del hambre. Era un chiquillo enclenque, soñador, listo pero débil, y se le dio a escoger entre hacerse cura de misa y olla o emigrar; y como no sentía vocación de clérigo, prefirió el viaje terrible, dejando las entrañas en la vega de Prendes, en el regazo de Pepa Francisca. La fortuna, después de grandes luchas, acabó por sonreírle; pero él la pagaba con desdenes, porque la riqueza, que procuraba por instintos de imitación, por obedecer a las sugestiones de los suyos, no le arrancaba del corazón la melancolía. Desde Prendes le decían sus parientes: «¡No vuelvas! ¡No vuelvas todavía! ¡Más, más dinero! ¡No te queremos aquí hasta que ganes todo lo que puedas!» Y no volvía; pero no soñaba con otra cosa. Por fin, sucedió lo que él temía: que faltó su madre antes de que él diese la vuelta, y faltó la salud, con lo que el oro acumulado tomó para él color de ictericia. Veía con terrible caridad de moribundo la inutilidad de aquellas riquezas, convencional ventura de hombres sanos que tienen la ceguera de la vida inacabable, del bien terreno sólido, seguro, constante.

Otra cosa amarilla también le seducía a él, le encantaba en sus pueriles ensueños de enfermo que tiene visiones de vida sana y alegre. Le fatigaban las idas abstractas, sin representación visible, plástica, y su cerebro tendía a simbolizar todos los anhelos de su alma, los anhelos de vuelta al aire natal, en una ambición bien humilde, pero tal vez irrealizable… La cosa amarilla que tanto deseaba, con que soñaba en Puebla, en París, en Vichy, en todas partes, oyendo a la Patti en Covent Garden, paseándose en Nueva York por el Broadway, la cosa amarilla que anhelaba saborear era… un pedazo de torta caliente de maíz, un poco de boroña (borona), el pan de su infancia, el que su madre le migaba en la leche, y que él saboreaba entre besos.

«¡Comer boroña otra vez! ¡Comer boroña en Prendes, junto al llar, en la cocina de casa!» ¡Qué dicha representaba aquellos bocados ideales que se prometía! Significaba el poder comer boroña la salud recuperada, las fuerzas devueltas al miserable cuerpo, el estómago restaurado, el hígado en su sitio, la alegría de vivir, de respirar las brisas de su colina amada y de su bosque de la Voz.

«¡Veremos!», se dijo Pepe, plantado en la mitad de la carretera, cubierto de polvo, rodeado de baúles en que traía el cebo con que había de comprar a sus parientes, salvajes por el corazón, un poco de cariño, a lo menos cuidados y solicitud, a cambio de aquellas riquezas que para él ya eran como cuentas de vidrio.

Tardaba en llamar a los suyos, en gritar: «¡Ah, Rita!» como antaño, para que acudiesen a la carretera y le subieran a casa el equipaje… y a él mismo, que, de seguro, sin apoyo no podría dominar la cuesta. Tardaba en llamar, porque le placía aquella soledad de su humilde valle estrecho, que le recibía apacible, silencioso, pero amigo; y temía que los hombres le recibiesen peor, enseñando la codicia entre los pliegues de la sonrisa obsequiosa con que de fijo acogerían al ricachón sus presuntos herederos. Por fin, se decidió.

—¡Ah, Rita! —gritó como antaño, cuando llindaba en el Suqueru y desde el prado pedía la merienda a su hermana, que estaba en casa.

A los pocos minutos, de Rita, de Llantero, su esposo, y de los cinco sobrinos, Pepe Francisca descansaba en el corredor de la casucha en un sillón, de cuero, herencia de muchos antepasados.

Pero el aire natal no le fue propicio. Después de una noche de fiebre, llena de recuerdos, y del extraño malestar que produce el desencanto de encontrar frío, mudo, el hogar con que se soñó de lejos, Pepe Francisca se sintió atado al lecho, sujeto por el dolor y la fatiga. En vez de comer boroña, como anhelaba, tuvo que ponerse a dieta. Sin embargo, ya que no podía comer aquel manjar soñado, quiso verlo, y pidió un pedazo del pobre pan amarillo para tenerlo sobre el embozo de la cama y contemplarlo y palparlo.

«¡Con mil amores!» Toda la boroña que quisiera. Llantero, el cuñado codicioso, el indiano fallido, estaba dispuesto a cambiar toda la boroña de la cosecha por las riquezas de los baúles y las que quedaban por allá.

Rita, como había temido su hermano, era otra. El cariño de la niñez había muerto; quedaba una matrona de aldea, fiel a su esposo, hasta seguirle en sus pecados; y era ya como él avarienta, por vicio y por amor de los cinco retoños. Los sobrinos veían en el tío la riqueza fabulosa, desconocida, que tardaba en pasar a sus manos, porque el tío no estaba tan a las últimas como se había esperado.

Atenciones, solicitud, cuidados, protestas de cariño no faltaban. Pero Pepe comprendía que, en rigor, estaba solo en el hogar de sus padres.

Llantero hasta disimulaba mal la impaciencia de la codicia; y eso que era un raposo de los más solapados del concejo.

Cuando pudo, Pepe abandonó el lecho para conseguir, agarrándose a los muebles y a las paredes, bajar al corral, oler los perfumes para él exquisitos, del establo, llenos de recuerdos de la niñez primera; le olía el lecho de las vacas al gozo de Pepa Francisca, su madre. Mientras él, casi arrastrando, rebuscaba los rincones queridos de la casa para olfatear memorias dulcísimas, reliquias invisibles de la infancia junto a su madre, su cunado y los sobrinos iban y venían alrededor de los baúles, insinuando a cada instante el deseo de entrar a saco la presa. Pepe, al fin, entregó las llaves; la codicia metió las manos hasta el codo; se llenó la casa de objetos preciosos y raros, cuyo uso no conocían con toda precisión aquellos salvajes avarientos, y en, tanto, el indiano, sentenciado a muerte, procuraba asomar el rostro a la huerta, con esfuerzos inútiles, y arrancar migajas del cariño del corazón de su hermana, de aquella Rita que tanto le había querido.

La fiebre última le cogió en pie, y con ella vino el delirio suave, melancólico, con la idea y el ansia fijas de aquel capricho de su corazón: comer un poco de boroña. La pedía, entre dientes, quería probarla; llevábala hasta los labios, y el justo del enfermo la repelía, pesará a sus entrañas. Hasta náuseas le producía aquella pasta grosera, aquella masa viscosa, amarillenta y pesada, que simbolizaba para él la salud aldeana, la vida alegre en su tierra, en su hogar querido. Llantero, que ya tocaba el fondo de los baúles y se preparaba a recoger la pingüe herencia, agasajada al moribundo, seguíale el humor y la manía; y todas las mañanas le ponía delante de los ojos la mejor torta de maíz, humeante, bien tostada, como él la quería…

Y un día, el último, al amanecer, Pepe Francisca, delirando, creía saborear el pan amarillo, la «borona» de los aldeanos que viven años y años, respirando el aire natal al amor de los suyos; sus dedos, al recoger ansiosos la tela del embozo, señal de muerte, tropezaban con pedazos de «borona» y los deshacían, los desmigajaban… y…

—¡Madre, torta! ¡Leche y boroña, madre; dame boroña! —suspiraba el agonizante, sin que nadie le entendiera.

Rita sollozaba a ratos, al pie del lecho; pero Llantero y los hijos revolvían en la salucha contigua el fondo de los baúles y se disputaban los últimos despojos, injuriándose en voz baja para no resucitar al muerto.

La conversión de Chiripa

Llovía a cántaros, y un viento furioso, que Chiripa no sabía que se llamaba el Austro, barría el mundo, implacable; despojaba de transeúntes las calles como una carga de caballería, y torciendo los chorros que caían de las nubes, los convertía en látigos que azotaban oblicuos. Ni en los porches ni en los portales valía guarecerse, porque el viento y el agua los invadían; cada mochuelo se iba a su olivo; se cerraban puertas con estrépito; poco a poco se apagaban los ruidos de la ciudad industriosa, y los elementos desencadenados campaban por sus respetos, como ejército que hubiera tomado la plaza por asalto. Chiripa, a quien había sorprendido la tormenta en el Gran Parque, tendido en un banco de madera, se había refugiado primero bajo la copa de un castaño de Indias, y en efecto, se había mojado ya las dos veces de que habla el refrán; después había subido a la plataforma del kiosko de la música, pero bien pronto le arrojó de allí a latigazo limpio el agua pérfida que se agachaba para azotarle de lado, con las frías punzadas de sus culebras cristalinas. Parecía besarle con lascivia la carne pálida que asomaba aquí y allí entre los remiendos del traje, que se caía a pedazos. El sombrero, duro y viejo, de forma de queso, de un color que hacía dudar si los sombreros podrían tener bilis, porque de negro había venido a dar en amarillento, como si padeciese ictericia, semejaba la fuente de la alcachofa, rodeado de surtidores; y en cuanto a los pies, calzados con alpargatas que parecían terracuota, al levantarse del suelo tenían apariencias de raíces de árbol, semovientes. Sí, parecía Chiripa un mísero arbolillo o arbusto, de cuyas cañas mustias y secas pendían míseros harapos puestos a… mojarse, o para convertir la planta muerta en espanta—pájaros. Un espanta—pájaros que andaba y corría, huyendo de la intemperie.

Tenía Chiripa cuarenta años, y tan poco había adelantado en su carrera de mozo de cordel, que la tenía casi abandonada, sin ningún género de derechos pasivos. Por eso andaba tan mal de fondos, y por eso aquella misma y trágica mañana le habían echado del infame zaquizamí en que dormía; porque se habían cansado de sus escándalos de trasnochador intemperante que no paga la posada en años y más años.

—Bueno, pero para ellos —se había dicho Chiripa sin saber lo que decía, y tendiéndose en el banco del paseo público, donde creyó hacer los huesos duros; hasta que vino a desengañarle la furia del cielo.

Así como los economistas dicen que la ley del trabajo es la satisfacción de las necesidades con el mínimo esfuerzo, Chiripa, vagamente pensaba que lo del mínimo esfuerzo era lo principal, y que a él habían de amoldarse también las necesidades, siendo mínimas. Era muy distraído y bastante borracho; dormía mucho, y como tenía el estómago estropeado le dejaba vivir de ilusiones, de flatos y malos sabores, comida ruin y fría y mucho líquido tinto, y blanco si era aguardiente. Vestía de lo que le dejaban otros miserables por inservible, y con el orgullo de esta parsimonia en los gastos, se creía con derecho a no echar mano a un baúl sino de Pascuas a Ramos y cuando una peseta era absolutamente necesaria.

Un día, viendo pasar una manifestación de obreros, a cuyo frente marchaba un estandarte que decía: ¡Ocho horas de trabajo!, Chiripa, estremeciéndose, pensó:

—¡Rediós, ocho horas de trabajo; y para eso tiran bombas! Con ocho horas tengo yo para toda la temporada de verano, que es la de más apuro, por los bañistas.

En llevando dos reales en el bolsillo, Chiripa no podía con una maleta, ni apenas tenerse derecho.

Pero tenía un valor pasivo, para el hambre y para el frío, que llegaba a heroico.

Generalmente andaba taciturno, tristón, y creía, con cierta vanidad, en su mala estrella, que él no llamaba así, tan poéticamente, sino la aporreada… en fin, una barbaridad.

Su apodo, Chiripa (el apellido no lo recordaba; el nombre debía de ser Bernardo, aunque no lo juraría) lo tenía desde la remota infancia, sin que él supiera por qué, como no saben los perros por qué los llaman Nelson, Ney o Muley; si él supiera lo que era sarcasmo por tal tendría su mote, porque sería el hombre menos chiripero del mundo. Ello era que hacía unos treinta años (todos de hambre y de frío) eran tres notabilidades callejeras, especie de mosqueteros del hampa, Pipá, Chiripa y Pijueta. La historia trágica de Pipá ya sabía Chiripa que había salido en papeles, pero la suya no saldría, porque él había sobrevivido a su gloria. Sus gracias de pillete infantil ya nadie las recordaba; su fama, que era casi disculpa para sus picardías, había muerto, se había desvanecido, como si los vecinos del pueblo, envejeciendo, se hubieran vuelto malhumorados y no estuvieran para bromas. Ya él mismo se guardaba de disculpar sus malas obras y su holgazanería como gatadas de pillo célebre, como cosas de Chiripa.

«¡Bah! el mundo era malo; y si te vi, no me acuerdo». Veía pasar, ya lleno de canas, a los señoritos que antaño reían sus travesuras y le pagaban sus vicios precoces; pero no se acercaba a pedirles ni un perro chico, porque no querrían ni reconocerle.

Que estaba solo en la tierra, bien lo sabía él. A veces se le antojaba que un periódico, o un libro viejo y sobado que oía deletrear a un obrero, hubiera sido para él un buen amigo; pero no sabía leer. No sabía nada. Se arrimaba a la esquina de la plaza, donde otros perdían el tiempo fingiendo esperar trabajo, y oía, silencioso, conversaciones más o menos incoherentes acerca de política o de la cuestión social. Nunca daba su opinión, pero la tenía. La principal era considerar un gran desatino el pedir ocho horas de trabajo. Prefería, a oír disparates, que le leyeran los papeles. Entonces atendía más. Aquello solía estar hilvanado. Pero ni siquiera los de las letras de molde daban en el quid. Todos se quejaban de que se ganaba poco; todos decían que el jornal no bastaba para las necesidades… había exageración; ¡si fueran como él, que vivía casi de nada! Oh, si él trabajara aquellas ocho horas que los demás pedían como mínimum (él no pensaba mínimum, por supuesto), se tendría por millonario con lo que entonces ganaría. «Todo se volvía pedir instrumentos de trabajo, tierra, máquinas, capital… para trabajar. ¡Rediós con la manía!». Otra cosa les faltaba a los pobres que nadie echaba de menos: consideración, respeto, lo que Chiripa, con una palabra que había inventado él para sus meditaciones de filósofo de cordel, llamaba alternancia. ¿Qué era la alternancia? Pues nada; lo que había predicado Cristo, según había oído algunas veces; aquel Cristo a quien él sólo conocía, no para servirle, sino para llenarle de injurias, sin mala intención, por supuesto, sin pensar en Él; por hablar como hablaban los demás, y blasfemar como todos. La alternancia era el trato fino, la entrada libre en todas partes, el vivir mano a mano con los señores y entender de letra, y entrar en el teatro, aunque no se tuviera dinero, lo cual no tenía nada que ver con la gana de ilustrarse y divertirse. La alternancia era no excluir de todos los sitios amenos y calientes y agradables al hombre cubierto de andrajos, sólo por los andrajos. Ya que por lo visto iba para largo lo de que todos fuéramos iguales tocante al cunquibus, o sean los cuartos, la moneda, y pudiera cada quisque vestir con decencia y con ropa estrenada en su cuerpo; ya que no había bastante dinero para que a todos les tocase algo… ¿por qué no se establecía la igualdad y la fraternidad en todo lo demás, en lo que podía hacerse sin gastos, como era el llamarse ricos y pobres de tú, y convidarse a una copa, y enseñar cada cual lo que supiera a los pobres, y saludarlos con el sombrero, y dejarles sentarse junto al fuego, y pisar alfombras, y ser diputados y obispos, y en fin, darse la gran vida sin ofender, y hasta lavándose la cara a veces, si los otros tienen ciertos escrúpulos? Eso era la alternancia; eso había creído él que era el cristianismo y la democracia, y eso debía ser el socialismo… como ello mismo lo decía… cosa de sociedad, de trato, de juntarse… alternancia.

* * *

Salió del kiosko de la música a escape, hecho una sopa, echando chispas contra el Fundador de la alternancia y contra su Padre, y se metió en la población en busca de mejor albergue. Pero todo estaba cerrado. A lo menos cerrado para él. Pasó junto a un café: no osó entrar. Aquello era público, pero a Chiripa le echarían los mozos en cuanto advirtiesen que iba tan sucio, tan harapiento que daba lástima, y que no iba a hacer el menor gasto. A un mozo de cordel en activo le dejarían entrar, pero a él, que estaba reducido a la categoría de pordiosero… honorario, porque no pedía limosna, aunque el uniforme era de eso, a él le echarían poco menos que a palos. Lo sabía por experiencia… Pasó junto al Gobierno de provincia, donde estaba la prevención. Aquí me admitirían si estuviera borracho, pero en mi sano juicio y sin alguna fechoría, de ningún modo. No sabía Chiripa qué era todo lo demás que había en aquel caserón tan grande; para él todo era prevención; cosas para prender, o echar multas, o tallar a los chicos y llevarlos a la guerra. Pasó junto a la Universidad, en cuyo claustro se paseaban, mientras duraba la tormenta, algunos magistrados que no tenían qué hacer en la Audiencia. No se le ocurrió entrar allí. Él no sabía leer siquiera, y allí dentro todos eran sabios. También le echarían los porteros. Pasó junto a la Audiencia… pero no era hora de oír a los testigos falsos, única misión decorosa que Chiripa podría llevar allí, pues la de acusado no lo era. Como testigo falso, sin darse cuenta de su delito, había jurado allí varias veces decir la verdad; y en efecto, siempre había dicho la verdad… de lo que le habían mandado decir. Vagamente se daba cuenta de que aquello estaba mal hecho, pero ¡era por unos motivos tan complicados! Además, cuando señoritos como el abogado, y el escribano, y el procurador, y el ricacho le venían a pedir su testimonio, no sería la cosa tan mala; pues en todo el pueblo pasaban por caballeros los que le mandaban declarar lo que, después de todo, sería cierto cuando ellos lo decían.

Pasó junto a la Biblioteca. También era pública, pero no para los pobres de solemnidad, como él lo parecía. El instinto le decía que de aquel salón tan caliente, gracias a dos chimeneas que se veían desde la calle, le echarían también. Temerían que fuese a robar libros.

Pasó por el Banco, por el cuartel, por el teatro, por el hospital… todo lo mismo, para él cerrado. En todas partes había hombres con gorra de galones, para eso, para no dejar entrar a los Chiripas.

En las tiendas podía entrar… a condición de salir inmediatamente; en cuanto se averiguaba que no tenía que comprar cosa alguna, y eso que todas le faltaban. En las tabernas, algo por el estilo. ¡Ni en las tabernas había para él alternancia!

Y, a todo esto, el cielo desplomándose en chubascos, y él temblando de frío… calado hasta los huesos… Sólo Chiripa corría por las calles, como perseguido por el agua y el viento.

Llegó junto a una iglesia. Estaba abierta. Entró, anduvo hasta el altar mayor sin que nadie le diera nada. Un sacristán o cosa así cruzó a su lado la nave y le miró sin extrañar su presencia, sin recelo, como a uno de tantos fieles. Allí cerca, junto al púlpito de la Epístola, vio Chiripa otro pordiosero, de rodillas, abismado en la oración; era un viejo de barba blanca que suspiraba y tosía mucho. El templo resonaba con los chasquidos de la tos; cosa triste, molesta, que debía de importunar a los demás devotos esparcidos por naves y capillas; pero nadie protestaba, nadie paraba mientes en aquello.

Comparada con la calle, la iglesia estaba templada. Chiripa empezó a sentirse menos mal. Entró en una capilla y se sentó en un banco. Olía bien. «Era incienso, o cera, o todo junto y más; olía a recuerdos de chico». El chisporroteo de las velas tenía algo de hogar; los santos quietos, tranquilos, que le miraban con dulzura, le eran simpáticos. Un obispo con un sombrero de pastor en la mano, parecía saludarle, diciendo: —¡Bien venido, Chiripa!— Él, en justo pago, intentó santiguarse, pero no supo.

No sabía nada. Cuando la oscuridad de la capilla se fue aclarando a sus ojos, ya acostumbrados a la penumbra, distinguió el grupo de mujeres que en un rincón arrodilladas formaban corro junto a un confesionario. De vez en cuando un bulto negro se separaba del grupo y se acercaba al armatoste, del cual se apartaba otro bulto semejante.

—Ahí dentro habrá un carca —pensó Chiripa, sin ánimo de ofender al clero, creyendo sinceramente que un carca valía tanto como un sacerdote.

Le iba gustando aquello. «Pero ¡qué paciencia necesitaba aquel señor, para aguantar tanto tiempo dentro del armario! ¿Cuánto cobraría por aquello? Por de pronto nada. Las beatas se iban sin pagar».

«Y nada. A él no le echaban de allí». Cuando la capilla fue quedando más despejada, pues las beatas que despachaban, a poco salían, Chiripa notó que las que aún quedaban, se fijaban en su presencia. «¿Si estaré faltando?» pensó; y por si acaso, se puso de rodillas. El ruido que hizo sobre la tarima llamó la atención del confesor, que asomó la cabeza por la portezuela que tenía delante y miró con atención a Chiripa.

«¿Iría a echarle?». Nada de eso. En cuanto el cura despachó a la penitente que tenía al otro lado del ventanillo con celosías, se asomó otra vez a la portezuela y con la mano hizo seña a Chiripa.

—¿Es a mí? —pensó el ex—mozo de cordel.

A él era. Se puso colorado, cosa extraordinaria.

—¡Tiene gracia! —se dijo, pero con gran satisfacción, esponjándose—. Le llamaban a él creyendo que iba a confesarse, y le hacían pasar delante de las señoritas aquellas que estaban formando cola. ¡Cuánto honor para un Chiripa! En la vida le habían tratado así.

El cura insistió en su gesto, creyendo que Chiripa no lo notaba.

—¿Por qué no? —se dijo el perdis—. Por probar de todo. Aquí no es como en el Ayuntamiento, donde yo quería que me diesen voto, pa ver lo que era eso del sufragio, y resultó que aunque era para todos, para mí no era, no sé por qué tiquis—miquis del padrón o su madre.

Y se levantó, y se fue a arrodillar en el sitio que dejaba libre la penitente.

—Por ahí, no; por aquí —dijo el sacerdote haciendo arrodillarse a Chiripa delante de sus rodillas.

El miserable sintió una cosa extraña en el pecho y calor en las mejillas, entre vergüenza y desconocida ternura.

—Hijo mío, rece usted el acto de contricción.

—No lo sé —contestó Chiripa humilde, comprendiendo que allí había que decir la verdad… verdadera, no como en la Audiencia. Además, aquello del hijo mío le había llegado al alma, y había que tomar la cosa en serio.

El cura le fue ayudando a recitar el Señor mío Jesucristo.

—¿Cuánto tiempo hace que no se ha confesado?

—Pues… toa la vida.

—¡Cómo!

—Que nunca.

Era un monte virgen de impiedad inconsciente. No tenía más que el bautismo; a la confirmación no había llegado. Nadie se había cuidado de su salvación, y él sólo había atendido, y mal, a no morirse de hambre.

El cura, varón prudente y piadoso, le fue guiando y enseñando lo que podía en tan breve término. Chiripa no resultaba un gran pecador más que desde el punto de vista de los pecados de omisión; fuera de eso, lo peor que tenía eran unas cuantas borracheras empalmadas, y la pícara blasfemia, tan brutal como falta de intención impía. Pero si jamás había confesado sus culpas, penitencia no le había faltado. Había ayunado bastante, y el frío y el agua y la dureza del santo suelo habían mortificado sus carnes no poco. En esta parte era recluta disponible para la vida del yermo; tenía cuerpo de anacoreta.

Poco a poco el corazón de Chiripa fue tomando parte en aquella conversión que el clérigo tan en serio y con toda buena fe procuraba. El corazón se convertía mucho mejor que la cabeza, que era muy dura y no entendía.

El clérigo le hacía repetir protestas de fe, de adhesión a la iglesia, y Chiripa lo hacía todo de buen grado. Pero quiso el cura algo más, que él espontáneamente expresara a su modo lo que sentía, su amor y fidelidad a la religión en cuyo seno se le albergaba. Entonces Chiripa, después de pensarlo, exclamó como inspirado:

—¡Viva Carlos Sétimo!

—¡No, hombre; no es eso!… No tanto —dijo el confesor sonriendo.

—Como a los carcas los llaman clerófobos…

—¡Tampoco, hombre!…

—Bueno, a los curas…

En fin, aplazando las cuestiones de pura forma y lenguaje, se convino en que Chiripa seguiría las lecciones del nuevo amigo, en aquel templo que había estado abierto para él cuando se le cerraban todas las puertas; allí donde se había librado de los latigazos del aire y del agua.

—¿Conque te has hecho monago, Chiripa? —le decían otros hambrientos, burlándose de la seriedad con que, días y días, seguía tomando su conversión el pobre diablo.

Y Chiripa contestaba:

—Sí, no me avergüenzo; me he pasao a la Iglesia, porque allí a lo menos hay… alternancia.

El número uno

Como planta de estufa criaron a Primitivo Protocolo sus bondadosos padres. Bien lo necesitaba el chiquillo, que era enclenque; a cada soplo de aire contestaba con un constipado, y era siempre la primera víctima, el primer caso, el nominativo de todas las epidemias que los microbios, agentes de Herodes, traían sobre la tropa menuda de la ciudad. Era el niño seco, delgaducho, encogido de hombros, de color de aceituna; un museo de sarampión, viruelas, escarlatina, ictericia, catarros, bronquitis, diarreas; y vivía malamente gracias al jarabe de rábano yodado y a la Emulsión Scott. Parecía su cuerpo la cuarta plana de un periódico; era un anuncio todo él de cuantos específicos se han hecho célebres.

Y con todo, se notaba en el renacuajo un apego a la existencia, un afán de arraigar en este pícaro mundo, que le daba una extraña energía en medio de sus flaquezas; y prueba de la eficacia de esta nerviosa obstinación se veía en que siempre se estaba muriendo, pero nunca se moría, y volvía a pelechar, relativamente, en cuanto le dejaba un mal y antes de caer en otro. ¡Con la décima parte de sus lacerías cualquiera hubiera muerto diez veces, y, caso de subsistir, habría presentado la dimisión de una existencia tan disputada y costosa!

Pero lo mismo Primitivo que sus padres se empeñaban en que tan débil caña había de resistir a todos los vendavales, y resistía a costa de sudores, cuidados, sustos y dinero.

D. Remigio, el padre, no concebía que el mundo sobreviviera a su chiquitín; y habiendo tantas cosas buenas, sanas, florecientes sobre la tierra, creía que el plan divino sólo se cumpliría bien si llegaba a edad proyecta aquel miserable saquito de pellejos y huesos de gorrión, donde unas cuantas moléculas se habían reunido de mala gana a formar pobres tejidos que estaban rabiando por descomponerse e irse a otra parte con la música de su oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, carbono y demás ingredientes.

Aún en las enfermedades más fuertes, le quedaba a Primitivo la expresión de aquella voluntad firme de no morirse, en los ojos negros, brillantes, que lo miraban todo como tomando posesión de ello, usufructuándolo, acaparándolo.

Si el excesivo anhelo de vivir a toda costa era género de concupiscencia, no había en la creación animalejo más concupiscente que aquel miserable comino que le parecía un diamante al señor Protocolo.

Por lo mismo era más lamentable el espectáculo del continuo peligro, de la amenaza eterna de que todo aquel armazón diminuto y débil se descuajaringase y se lo llevase pateta de un soplo.

* * *

Si las carnes lucidas no venían ni aun con los mejores bocados, ni con los reconstituyentes más acreditados, después de las más francas convalecencias, ni el chiquillo estiraba mucho en la cama; lo que le crecía de un modo extraordinario a cada fiebre y a cada indigestión y a cada bronquitis era lo que llamaba su padre el talento: una agudísima inteligencia para entender y retener toda materia discursiva de la que podía existir en el ambiente moral de lugares comunes en que iba corriendo su azarosa existencia.

Pero D. Remigio, en vez de asustarse ante aquella alarmante precocidad, procuraba ejercicio y alimento para ella. Así, en vez de tener Primitivo que discurrir por su cuenta aquella porción de sórdidas matemáticas que descubrió Pascal, a quien su padre ocultaba los libros que las enseñaban, pudo ahorrarse este trabajo, porque Protocolo le rodeó la cama en que se moría más que vivía, de cuantos libros técnicos, mapas, aparatos fueron necesarios para que el prodigio aprendiera lo que no sabía ninguno de su edad.

Así es, que cuando Primitivo abandonaba el lecho y podía asistir a la escuela, primero, y a los estudios del Instituto y preparatorios después, contaba sus viajes al aula por triunfos y por catarros. Siempre volvía malo y cargado de laureles.

En la escuela era rey de Roma, y cada poco tiempo traía un celemín de medallas y de diplomas de honor. Ni él ni su padre se cansaban de tanto galardón, de tanto ostensible testimonio de una abrumadora superioridad sobre el resto de los mortales.

Disfrutaban padre e hijo de tales premios con la glotonería del gastrónomo goloso y tragaldabas. Vivían en perpetuo hartazgo de vanagloria.

Por desgracia, en el sistema de enseñanza corriente no faltaban elementos para satisfacer esta pícara vanidad, pues lo general era convertir la noble emulación en una encarnizada lucha por la existencia del orgullo y el egoísmo. Se medía el valor intelectual por la pícara medida de las comparaciones odiosas y enemigas de toda humildad y caridad. Cuando el chico entró en cierto colegio vio el cielo abierto, pues allí tomaba aires de heroísmo aquella riña de gallos de la aplicación y el mérito: los que sabían más, eran capitanes generales, caudillos, Aquiles y Cides… Primitivo, a quien tumbaba el vuelo de un pájaro, era siempre el Napoleón de aquellas campañas, en que no había balas, pero sí algo no menos peligroso, pues había mortales asechanzas contra la salud de aquellas criaturas, a quien el amor propio… y el odio al mérito ajeno obligaban a trabajar quince y más horas diarias.

De allí salió bien aleccionado el mocosuelo ilustre para emprender los estudios más graves de la Academia, que le había de dar el título facultativo, objeto inmediato de su carrera.

Ya se sabía: Primitivo, como en la escuela, como en el colegio de segunda enseñanza, en la Academia siempre el primero: si había notas, sobresaliente y premio; si había escalafón, el número uno.

En casa de Protocolo no se concebía mayor desgracia que la que hubiera caído sobre aquel hogar si una vez sola Primito hubiera descendido al número dos. ¡Horror! Ni pensarlo.

Y el diablo del chico, según se iba haciendo mozalbete, como si le probasen mejor las raíces cuadradas y los logaritmos, que el rábano y el hígado de bacalao, iba echando… así, una especie de cecina que podía pasar por carne fresca. Seguía amarillento y verdoso y seco… pero algo había medrado, y ya pasaba meses y meses sin una mala pulmonía.

Tenía una fama de sabio, que valía por la de los siete de Grecia, entre toda la juventud víctima de la politécnica emulación.

Por supuesto que la sabiduría de Protocolo—Lepijo se limitaba, voluntariamente, a los libros de texto y sus afines; pues el chico despreciaba todo lo que no conocía; y así, por ejemplo, tenía por imbéciles e ignorantes a todos los literatos y juristas, porque los primeros no necesitan una carrera, y los otros la solían ganar muy holgadamente. Sólo porque no había rigor en los exámenes, tenía el derecho por una pamplina; y así de lo demás. Ignoraba tan profundamente lo que no había estudiado de modo perfecto, que no sospechaba apenas su existencia; de dolido deducía que todo se lo sabía él.

Llegó a ser en él segunda naturaleza aquello de ver en sí el número uno. Hasta cuando la debilidad le hacía soñar esa extraña pluralidad del yo, esa alarmante anarquía de la conciencia en que parece que cada centro misterioso de la vida sacude el yugo de cierta heguemonía cerebral: hasta en esas disparatadas visiones en que se convertía en muchos Primitivos, seguía siendo el primero en todos ellos: sí, todos aquellos Primitivos interiores eran números unos. Por supuesto, Primitivo salió de la Academia con el número uno de la promoción, y esta ventaja la llevó al escalafón del cuerpo.

* * *

Pero ¡ay, amigo! que él creía que el mundo era otra especie de escalafón, en que ocupaba el primer lugar el muchacho que más matemáticas, conformes o no con Euclides, sabía y podía explicar en un periquete.

Su idea era que nadie le pondría el pie delante: ¡era el número uno de la Academia en que se hilaba más delgado!

Empezó a notar. Con gran asombro y grandísimo disgusto, que la sociedad no le admiraba demasiado.

Ya el jefe de la oficina le trataba con una superioridad que le mortificaba y le parecía injusta; pues el jefe, en su promoción, había sido de los últimos.

La segunda persona que le trató con menos consideración de la que él creía merecer fue una muchacha rubia, muy guapa, a quien se declaró en un baile, y que le dio calabazas, con el frívolo pretexto de que ya había dado el sí a un oficial del Gobierno civil que no había pasado de bachiller en artes, pero que era más alto, de mejor color que Protocolo, y que pesaba lo menos veinte kilos más que él.

De estoa disgustos fue teniendo muchos. Asistía a los teatros, y veía que sacaban a las tablas para aturdirlos a palmadas a músicos y danzantes, tenores, poetas, hasta oradores; pero a nadie se le ocurría pedir que saliera el número uno de la promoción de Primitivo. A él, tan matemático, no se le ocurría jamás hacer un cálculo muy sencillo, que se fundara, por ejemplo en los siguientes datos:

En su misma Academia había cada año un número uno que salía de ella con esta supremacía; la Academia contaba, sin hablar de los muertos, lo menos con treinta o cuarenta números unos ni más ni menos que él. Por aquí ya iba entrando en el coro general.

Había en el país (y no se hable del extranjero) muchas Academias con sendos números unos para cada promoción. Aquí había que multiplicar cuarenta por veinte lo menos.

Había otras muchas carreras que, sin llamarse Academias ni numerara el mérito de los alumnos como cuartos de fonda, también tenían sus gallitos; es decir, sus números unos correspondientes. Y aquí ya no se sabía cuánto había que multiplicar por cuánto.

Fuera de las carreras, en la industria, en las profesiones libres, y en la escuela del mundo, había multitud de actividades a que acudían muchos jóvenes en noble emulación, y en que los más listos y aprovechados eran también el número uno correlativo.

Y aquí ya Primitivo pasaba a perderse en una verdadera multitud de números unos. Y además… no todo era en la vida la inteligencia, la aplicación en la enseñanza, en el arte. quedaban los números unos, infinitos, de la fortuna, que solían pasar delante: los números unos de la energía, de la audacia, del favor, de la gracia, de la malicia, de la desfachatez, de la hermosura física, de la moral, del amor, del crimen, de la salud, de la diligencia, de la oportunidad, de la casualidad… ¡de tantas cosas! Y toda esta proporción considerable de la humanidad era tanto como el pobre Primitivo; todos eran los primeros de algo, los adocenadísimos números unos de cualquier miseria humana.

Pero estas cuentas no se las echaba el chico de Protocolo, que si bien había mejorado algo de salud al acabar la carrera y dejarse de empollar tanto, no mejoró de color, porque todos los desengaños que le daba el mundo se convertían en bilis.

Quería que la vida, la ancha vida, la compleja, la misteriosa vida, fuese como una especie de regatas o carreras de primeros lugares, de números unos, en que todo se rigiera por un reglamento de recompensas análogo al que usaban los Padres Jesuitas para tales casos, o al que regía en la Academia. Y como no era así, el orgullo, la bilis y la poca salud hicieron del carácter de Protocolo una materia… moral… así como viscosa… amarillenta… un veneno asqueroso. La envidia, por musa del chiste, le sirvió para crear cierta fama de gracioso, de satírico, y para ganarse una porción considerable de bofetadas, desaires, sustos y más graves contratiempos.

En su espíritu no podía buscar consuelo para tantos desengaños, porque allí no había nada vago, poético, misterioso, ideal, religioso. Todo era allí positivo; todo estaba cuadriculado, ordenado, numerado. Todo era para él número uno, y el que venga detrás que arree.

Y como aquella salud a media asta que gastaba el infeliz era cosa ficticia, al llegar la edad en que otros empiezan a echar panza y a tomar las buenas carnes y el aspecto con que han de llegar a la vejez, Primitivo, comido por el despecho, los desengaños y la bilis, empezó a descomponerse, a encogerse y doblarse, a convertirse en una raíz cuadrada de su propia personilla.

Y así desapareció del mundo. Los periódicos dijeron que había muerto tísico; pero ello fue que una tarde de mucho calor el número uno se evaporó en una podredumbre que era una peste. Como su padre ya había muerto antes, Primitivo se fue de este planeta sin que nadie le llorase. ¡Cómo habían de llorarle el número dos, ni el tres, ni le cuatro, ni el último, a quienes había despreciado tanto!

Y le faltaba la imagen más negra.

La otra vida.

Cuando allá le pidieron sus títulos para la gloria, para el premio a que aspiraba, se encontró con que lo del número uno de la promoción era poco más que un papel mojado.

Y como Primito se impacientase, le dijeron:

—Vea usted, vea usted los que tienen que pasar delante de usted.

Y fueron pasando delante a ocupar en la gloria en el escalafón de Dios, mejor puesto que Protocolo, infinidad de corderos y ovejas del rebaño humano que jamás habían sido el número uno de nada en la lucha por la existencia. Fueron pasando, sí, aquellos humildes borregos que se habían dejado trasquilar con paciencia; los pobres, los humildes, los santos, los mártires, los sencillos. La mayor parte de aquellos bienaventurados no sabían leer. Contar, ni uno solo. Y allí eran la aristocracia.

Después pasó la clase media de la virtud… y, con sudor de congoja, Protocolo empezó a calcular que la índole de méritos que él alegaba allí era de las últimas en el aprecio de quien repartía recompensas… ¡Qué vulgo revulgo, santo Dios, era en la gloria el número uno de la Academia!

Y pasaban, pasaban gentes anónimas sin numeración, sin factura, bultos extraviados en los azarosos viajes del tren de la vida…

¡Y él, Primitivo Protocolo, con su etiqueta en regla, su número uno en la factura, allí olvidado en el andén, sin que una mano caritativa le metiera entre los bultos amontonados en el furgón de cola… !

Y así está todavía, esperando vez; esperando, como hay que esperar en el cuento de las cabras de Sancho…

Pasará, llegará a pasar, porque la bondad de Dios es infinita… pero ¡Dios sabe cuándo será llamado al festín de la caridad… el número uno!

Para vicios

Doña Indalecia era una viuda de sesenta años que había nacido para jefe superior de Administración o para Ministro del Tribunal de Cuentas, y acaso, acaso mejor para inspector general de Policía; pero sus creencias, sus gustos, sus desgracias, sus achaques, sus desengaños la habían inclinado del lado de la piedad; y era una ferviente beata, no de las que se comen los santos, sino de las que beben los vientos practicando las obras de misericordia en forma de sociedad, fuese colectiva, comanditaria o anónima; era muy religiosa, muy caritativa, pero siempre en sociedad; creía más en la Iglesia que en Dios; pensaba que Jesús se había dejado crucificar para que, andando el tiempo, hubiese un lucido Colegio de Cardenales y Congregación del Índice. La consolaba la idea de aquella triste profecía «siempre habrá pobres entre vosotros», porque esto significaba que siempre habría Sociedad de San Vicente de Paúl y Hermanitas de los Pobres, etc., etc. Amaba los organismos caritativos mucho más que la caridad; cabe decir que las lacerías humanas no empezaban a inspirarle lástima hasta que los desgraciados estaban acogidos al amparo de alguna archicofradía. Para ella los pobres eran los pobres matriculados, los oficiales, los de esta o la otra sociedad; por estos se desvivía, pero ¡infelices! ¡de que manera! Tenía una inquisición en cada yema de los dedos de las manos; era un Argos para perseguir el vicio de los miserables, para distinguir las verdaderas necesidades de las falsas; no daba un cacho de pan sin formar a su modo un expediente. Su gloria era ver asilos de lujo, limpios, ordenados, con rigurosa disciplina, con todos los adelantos, tales que los asilados no pudieran respirar fuera del reglamento. Y, para que más que la verdad, doña Indalecia hubiera preferido que un asilo que se creaba, limpísimo, inmaculado, nuevecito todo… no se estrenara, no se echara a perder por el uso de los miserables a quienes se dedicaba. Llegó a ver en el pobre, en el protegido, una abstracción, una idea fría, pasiva; y así, cuando algún desgraciado a quien tenía que amparar mostraba que era hombre con flaquezas como todos, doña Indalecia se sublevaba. Los vicios en los desheredados le parecían monstruosos.

Sus convicciones se arraigaron más y más, cuando llegó a saber, por conversaciones con sacerdotes ilustrados y catedráticos, y por ciertas lecturas, que la ciencia moderna estaba de acuerdo con ella en lo de la caridad bien entendida, con su cuenta y razón.

Cuando leyó que la limosna esporádica, la limosna suelta, en la calle, al azar, la limosna ciega, como la fe, era contraproducente, así como delito, se volvió loca de gusto. «¡Pues es claro, lo que ella había dicho siempre!». En cada pordiosero veía un criminal, y en cada transeúnte que soltaba en la calle un perro chico, un anarquista.

Su policía caritativa no sólo perseguía a los pobres falsos, a los pobres viciosos, sino a los ricos que no sabían ejercer la caridad, que daban limosnas de ciego, como palos.

Sujeto a esta vigilancia, tenía, sin que él lo sospechara, al Director de la Biblioteca provincial, don Pantaleón Bonilla, un vejete muy distraído, como llama el vulgo al que jamás se distrae, al que siempre está atento a una cosa. Bonilla estaba fijo en sus trece, que eran sus libros, sus teorías de filósofo y de bibliófilo científico. No hacía más que ir de casa a la Biblioteca, de la. Biblioteca a casa, siempre corriendo por no perder tiempo, tropezando con transeúntes, faroles y esquinas. Cuando le costaba un coscorrón un tropiezo, suspiraba, y, en vez de rascarse, se aseguraba bien las gafas, que a su juicio tenían la culpa de todo…

Doña Indalecia era muy señora suya; la trataba, es decir, se le quitaba el sombrero, sin verla; pero no sabía el infeliz que le seguía los pasos; que la tenía escandalizada con su conducta.

«¡Y eso es un sabio!» decía para sí doña Indalecia, siguiéndole de esquina en esquina, hasta dejarlo metido en la Biblioteca. «¡Pero con este hombre no hay caridad posible; no hay organización que valga; nos lo corrompe todo! ¡Esto es un libertinaje! ¡Debe entender en ello el Gobernador como en lo de la blasfemia!».

Pero ¿qué era ello? Bonilla no advertía nada; se creía inocente. Ello era, que en cuanto salía de casa le rodeaban los pordioseros; le acosaban cojos y mancos, mujeres harapientas con tres o cuatro crías colgadas del cuerpo, por el pecho y por la espalda; pilluelos descalzos, que saltaban como gozquecillos tras los faldones de su levita… ¿Y en qué consistía el delito de Bonilla? ¡Ahí era nada! En ir soltando perros chicos y grandes como globo que arroja lastre para seguir volando…

Como no podía menos, el exceso de la demanda llegó a ahogar las salidas… El coro de miserables llegó a ser muchedumbre, motín, ola, que cortó el paso al manirroto… D. Pantaleón un día llegó a fijarse en que no le dejaban andar.

—¡Pero qué es esto! —exclamó, mirando a los lados, hacia atrás, como pidiendo auxilio—. ¿De dónde sale tanto pobre? ¿No hay policía?

—Si hubiera policía estaría usted preso —le contestó la voz de doña Indalecia, que le seguía, y que al verle volverse se le puso delante.

Y después que la viuda, repartiendo golpes con la sombrilla, el abanico y hasta con el rosario espantaba a los pobres, a los pordioseros, como Jesús arrojó del templo a los mercaderes, (ese como es de doña Indalecia), cuando ya Bonilla se vio libre de moscas, la beata con tono agridulce, y por cobrarle el favor que le había hecho, le soltó un sermón en forma.

—¡Parece mentira —vino a decirle en muchas más palabras— que siendo usted un sabio, no sepa que su manera de ejercer la caridad ofende a Dios y a la sociedad! Usted corrompe a los pobres, fomenta la holganza, subvenciona el vicio; todos esos cuartos que usted arroja a derecha e izquierda, se gastan en alcohol y otras porquerías. Cuando usted se muera y pida que le lleven en volandas al cielo los pobres a quien socorrió, se encontrará con que no puede ser, porque sus protegidos estarán en el infierno; y los que no, como no se podrán tener en pie, de borrachos, no podrán llevarle… etcétera, etc.

D. Pantaleón Bonilla escuchó a la vieja sonriendo, con interés. Cuando terminó la plática, notó que no tenía argumento serio que oponer.

—¿De modo, señora, que sin querer he estado años y años corrompiendo la sociedad, subvencionando el vicio?… Y todo sin intención. ¡Cómo tiene uno tantas cosas en la cabeza! No, y lo que es leer, yo también he leído todo eso que usted dice de la caridad ordenada, organizada: ilustres filántropos y santos muy clásicos, me han convencido de que la limosna perezosa, empírica, desordenada, casual es nociva. ¡Pero… como no tengo tiempo ni para rascarme! En fin, yo me enmendaré; yo me enmendaré… En adelante, no me meteré donde no me llaman; cada cual a lo suyo; ustedes a su caridad, yo a mis libros, cada cual a su vocación…

* * *

Durante algún tiempo, doña Indalecia pudo observar que Bonilla se enmendaba; ya no le acosaban los pobres por la calle; le dejaban ir y venir, sabiendo que ya no llovían perros grandes ni chicos. La viuda respiró satisfecha. Era una conversión.

Pero después de un viaje que tuvo que hacer para fundar algo caritativo en otra provincia, volvió y… ¡oh desencanto! vio otra vez a su don Pantaleón soltando trigo a diestro y siniestro como la molienda de San Isidro Labrador… El enjambre de los pordioseros de nuevo le seguía, como las abejas de una colmena que llevan de un lado a otro.

Tras varios días de espionaje, la implacable viuda volvió a interpelar al demagogo de las limosnas.

Pero entonces fue él quien habló largo y tendido; y vino a decir:

—Qué quiere usted, hija mía… Por lo visto… era un vicio. No tengo otros. He seguido el consejo de usted… he estado mucho tiempo sin dar un ochavo… y no me sentía bien; el no dar limosna me preocupaba, sentía una comezón… remordimientos… Me asaltaron mil dudas… Acaso usted y los suyos no tenían razón… Y yo no estoy para dudas nuevas, para más problemas… ¡bastante tengo con los míos! Figúrese usted, señora, que ando a vueltas con el criterio de la moralidad. ¿Por qué debemos ser buenos, morales? En rigor todavía no lo sé… Pero en la duda… procuro no ser como Caín. Conque… figúrese usted si por unos cuantos perros y pesetillas sueltas voy yo a cargar con cien quebraderos de cabeza. Además, yo no tengo virtud ni tiempo suficientes para ejercer la caridad metódica, sabia, ordenada… y como yo hay muchos… A los que estamos en esta inferior situación ¿se nos ha de negar todo acto de caridad? Déjesenos ser la calderilla de la filantropía, y repartir un poco de calderilla. De la mía yo no sé qué hacer si no doy limosna… Yo no fumo, no juego, no gasto en mujeres, ni bebo… ¡Algún vicio había de tener! Déjeme usted este. Como no quiera usted que me dé al aguardiente… Dispénseme usted, señora; pero no tengo tiempo ni humor para no dar limosna. Me falta algo si no la doy, tengo que contenerme, gastar la energía que necesito para otras cosas, me distraigo de mis pensares y mis quehaceres… ¡un horror! —Vuelvo a repartir cuartos, y como un reloj. Suplico a usted que no le dé vueltas. Y no me venga usted con el cielo. No pido cosa tan rica a cambio de este bronce que reparto. Nada de eso. Me basta con creer que no me condeno por darle estos perros grandes a esa mujer que trae un chiquillo colgando de cada brazo… y mire usted… mire usted este pillastre, pálido, canijo, que tirita de frío… ¿cree usted que irá a seducir a una hija de familia con este real en perros que le regalo? Y en último caso, señora, si hacen lo que yo, si también tienen vicios, pues de defectos están libres ustedes, los beatos, pero no los pobres ni los sabios; si tienen vicios… tienen que ser vicios de perro chico… parva materia… Con que toma, toma, toma.

Y Bonilla, entusiasmado con su discurso, empezó a echar calderilla a puñados, como el labrador que siembra y arroja el grano sin responder, más que con la esperanza, de la simiente que fructifica… Y según soltaba perros chicos y grandes, iba diciendo don Pantaleón:

—Ea, ea… tomad… para vicios… para vicios…

El dúo de la tos

El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera.

«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.

«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente.

«Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante».

De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó.

«Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.»

Los vapores de la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla un poco, cual una aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas tinieblas, más dolorosas por no ser completas, parece que la idea de luz, la imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la mar que a lo lejos suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza.

El pueblo, de comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme.

El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras.

De pronto, como si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos de mujer.» Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro!» ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!»

Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el bulto de la derecha un efecto melancólico análogo al que produjera antes el bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal.

«Sola del todo», pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella compañía… compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se entienden.

Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que en forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra.

Pasaron una, dos horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos, resonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta entraban en las lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos de luz que giraban y desaparecían.

Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la hora; solemnes campanadas precedidas de la tropa ligera de los cuartos, menos lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el alerta.

Pasó media hora más. También lo dijeron los relojes.

«Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a la vida su acreedor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía morir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su presa.

En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta.

«Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, familiarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril.

Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto perdido, buscando aire sano para un pecho enfermo; de posada en posada, peregrino del sepulcro, cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya no se pagaba de sensiblerías, o iban éstas por otra parte. Contra quien sentía envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público.

—El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero! —repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del pobre condenado a muerte del que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo!

Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos… Un eco… en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era… ¿cómo se diría? Más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere, era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer.

Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle.

Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice.

La mujer del 32 tenía veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus discípulas. Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; además, el clima de España era más benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los desconocidos enfermos.

La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía. Conoció pronto que era trágica también. «Estamos cantando un dúo», pensó; y hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por contener el primer golpe de tos.

La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba también; también trasportó la tos del 36 al país de los ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio.» Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados en el aire, arrastrados por la bufera infernal.

La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36.

La fiebre sugería en la institutriz cierto misticismo erótico; ¡erótico!, no es ésta la palabra. ¡Eros! El amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar.

«¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un nido de pluma blanda y suave para acercarnos juntos a la muerte, pensando en otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cuidaría yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen… ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo.»

Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensaba:

Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás qué delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por libros y conjeturas. Allá voy, allá voy… si me deja la tos… ¡esta tos!… ¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu mirada en mis ojos… »

Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos.

El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aun despierta, a la luz del día, ratificaba su intención; hubiera consagrado el resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre… ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle… ¿para qué?

Volvió la noche. La del 32 no oyó toser. Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie. Estaba vacío como el 34.

En efecto; el enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de dolor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto… como en las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa, donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de la tos del dúo.

La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que prefirió a la fonda; murió entre Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.

Vario

Seriberis Vario fortis, et hostium Victor, Maeonii carminis aliti…

(Horacio—Odas. L. I—VI Ad Agrippam.)

Lucio Vario, el poeta, a paso largo, como dejándose llevar por su peso, bajaba por el Clivus Capitolinus. Quien le viera caminar tan de prisa pensaría que era algún hombre de negocios, que tal vez venía del templo de Juno Moneta, que dejaba atrás, a la izquierda; y sin pararse a contemplar ni a reverenciar las solemnes estatuas doradas de los doce dioses mayores, los Dii consentes, junto a cuyos pedestales pasaba, se dirigía al templo de Saturno, que a la derecha se le presentaba con su imponente mole. Mas no lo miró siquiera el poeta, como no miró a los dioses, y pasó adelante; nada tenían que ver con la preocupación que tan distraído lo arrastraba cuesta abajo ni las potencias olímpicas ni los asuntos de la Tesorería. Allá enfrente, tras los muros de la cárcel Tulliana, el sol se escondía, y eso miraba Vario bajando. Moría el sol, y él se acordaba de Virgilio, aquel sol que se había puesto allá, en Brindis, y que no volvería a salir de su sepulcro del Pausilipo. Tampoco reparó en La Concordia, que dejó a la izquierda, aunque miró a este lado; pero miró pensando en algo más lejano y más alto, en el Tabulario, que se erguía en la ladera del Capitolio, midiéndose con el monte. En el Tabulario pensaba, porque algo tenía que ver con sus ideas. Una sonrisa amarga, irónica, asomó a sus labios. Se detuvo. ¡El sol, el ocaso, Virgilio, el sepulcro, la gloria, el Tabulario, la eternidad, la nada! Todos estos pensamientos pasaron por su frente. Era el Tabulario depósito de archivos, precaución inútil de la soberbia romana para inmortalizar lo pasajero, lo deleznable. ¡Archivar! ¡guardar! ¿Para qué? ¿Dónde estaba el archivo de las almas? Se guardaba el papiro, se guardaban los dypticos (duplios), los miltiplices, se guardaban tabellae y pugillores… llenaban con ellos armarios y nidi… y el poeta a la sepultura. ¡Ah! En vano era todo el artificio y la pompa fúnebre de libitinarios, pollinctores dissignatores, tibicines y praeficae: en vano el aparato del funus publicum, de la naeniae, porque todo ello había de acabar en el capulo o en el cestrino, el sarcófago o la urna cineraria. Y después Molliter cubent ossa… buenas palabras… y el olvido.¡El olvido! ¿El olvido también para el poeta? ¿Habrían hecho mal Tucca y él en desobedecer el mandato del poeta muerto, que pedía para su poema la hoguera, mientras ellos lo conservaban intacto para la inmortalidad?…

Corría Septiembre, el mes en que pocos años antes habían enterrado a Virgilio… y Roma, la Roma del Foro, del Comitium, la que bullía al pie de Janus Bifrons, la de los banqueros y negociantes, que olvidaban las Tres Parcas vecinas y se entregaban al agio con ardores dignos de la eternidad, no pensaba ya, ciertamente, en el cantor de Eneas. Alrededor de los Janos qui sunt in regione Basilieae Pauli las abejas interesadas del negocio zumbaban rozándose con Vario sin verle. ¡Estaba vivo y ya no le veían! Siguió adelante; dio con su cuerpo, como si anduviese por máquina, llevado por el hábito, en el Janus Vicus, y se encontró sin querer entre los suyos, en el vaivén de la vida literaria, en las tiendas de libros, donde, sentados o de pie, discutían los aficionados de las letras, mientras iban y venían los litterati, los esclavos copistas, llevando bajo el brazo sus notas tironianas, trípticos, polípticos, mostrando algunos todavía las manos manchadas del atramentum librarium en que mojaban el cálamo.

Vario, entre los suyos, sintió una invencible repugnancia. La vida efímera y apasionada, de las letras le daba en aquel momento horror. —Juicios falsos, gustos nuevos, envidias, rencores; todo se revolvía allí con la febril ansiedad de lo pasajero; figurábasele una lucha mortal y cruel a la luz de un relámpago. Relámpago era la vida, y aprovechaba su luz la pasión para herir, para saciarse matando el bien ajeno. Entre la multitud de rollos, brillando a los últimos rayos del sol poniente, cornua y umbilici de lujosos volúmenes, vio los rótulos de las obras del amigo muerto. «Bucólicas», «Geórgicas», «Eneida»; y vio a los propios hijos, los de su ingenio, entre ellos, el «Panegírico de Augusto» y su famosa tragedia «Thyestes»… Pero estaban en los estantes, en los nidi, como enterrados en vida. —Sintió un escalofrío; se le figuraron sus obras metidas en los nichos del librero cosas, muertas ya, de su propio ser, algo de su alma enterrado. El pergamino, el papiro, las tablas enceradas morían también. En la librería estaban de cuerpo presente, después en las bibliotecas tenían su sarcófago. El Tabularium ¿qué era más que un panteón?

Sin hablar con nadie, desdeñando la locuela de parásitos y poetas neófitos que le sonreían y saludaban, tomó por la vida sacra, a la derecha; dejó a la izquierda la Basílica Porcia y parándose, vuelta la espalda a la Curia Hostilia, contempló en silencio y con desprecio el Foro que tenía enfrente, el Foro también callado en aquellas horas; pero en su imaginación todavía hirviente con el rumor de los espumarajos de la calumnia y la mentira… Allí la retórica se empleaba en el mal, en el daño, más francamente que en el libro. Los Rostros, desiertos, parecían restos de un naufragio en el mar de las pasiones curialescas y políticas… ¡Cuánta ira! ¡cuánto engaño habían brotado de allí… y cuánta sangre! Últimamente ¡la sangre de César! César, su héroe, el de su poema. Como para salvar aquella imagen, para que no se la matasen allí, para que ahogasen la fantasía y el corazón aquellas ideales emanaciones de sangre y odio, que le parecía sentir exhalándose del Foro, Vario huyó, tuvo que buscar un poco de aire más puro, y subió la cuesta del Palatino, dejando a la izquierda el templo que habitaban las Vestales.

* * *

Pero no se ahogaba sólo en el Foro; se ahogaba en toda Roma: por su espíritu pasaban ráfagas, como venidas de Oriente, de aquellas que sentimos que a veces mueven, como las brisas las mieses, los versos de Virgilio, ráfagas de espiritual anhelo, de piadosa contemplación de lo futuro. Vario, el poeta de los terríficos festines de los Pelópidas, el complaciente cantor cortesano de Augusto, sentía como una esclavitud su vida romana, y sin saber lo que era, buscaba un más allá, algo nuevo, más puro, más libre, más noble; y debía de estar allá, hacia el Oriente… También el dulce amigo, el cisne mantuano, había sentido al llegar la muerte el ansia de volver los ojos a Oriente, de atravesar el mar, de tocar el suelo de aquella Grecia, maestra de las almas.

«¡Al mar, al mar Oriental!» se dijo Vario. Y en un instante trazó en su mente el itinerario del viaje imaginado. Primero a Nápoles, a despedirse de la sepultura del Pausilipo; después a Brindis… y de allí a las ondas, a surcar en la nave «Liburna», las aguas inmortalizadas por Homero y por Virgilio.

Al día siguiente, de madrugada, Vario salía de Roma, y dejando a la izquierda, lejos, el Esquilino; y más cerca, a la derecha, el Palatino y el Celio, comenzó a atravesar el Lacio, la tierra del dios escondido, a lo largo de la Vía Campaniense. Llegó a Nápoles, visitó el sepulcro de Virgilio, meditó sobre aquellas piedras, y a los pocos días emprendía el camino de Brindis; pasó por Venusia, célebre también en la historia de la poesía, cruzó la antigua misteriosa tierra de los Yapigios, tal vez hijos del Oriente, y entró en el pueblo donde el poeta había visto por última vez la luz. Una angosta nave oneraria le recogió en el puerto de Brindis, y, no sin cierta melancolía, dejó la tierra de Italia, que salía como a despedirle con las islas artificiales del puerto, coronadas de templos y estatuas, rodeadas de altos muros y extendiendo mar adelante un dique de arcos, bajo cuyas bóvedas jugaba la luz con las aguas bulliciosas.

* * *

En pie, sobre el puente, Vario, a solas, contemplaba allá en el horizonte la línea brumosa que señalaba la tierra. Al Norte las costas de Iliria; más abajo Caonia, Epiro. En aquella dirección, tras de las alturas Molosas, adivinaba el Pindo.

Caía la tarde, cuando, dejando atrás las costas de Corcira, la nave llegaba frente al promontorio de la Quimera… Vario, a la luz del crepúsculo, escribía con rápido estilo, rasgando sin ruido la tenue capa de cera sobre el pulido abeto… La cercana tierra sagrada de las musas le infundía una inspiración febril; quería aprovechar la ráfaga, abriendo las velas de la fantasía al soplo de los ensueños poéticos… pero trabajaba en un poema que se llamaba «La Muerte… ». La nave volaba ¡oh fatalidad simbólica! con la proa enfrente de la embocadura del Aqueron, que, muy cercano, dejaba al mar el tributo de sus aguas. Enfrente el Aqueron, el río de los muertos; más cerca, a babor, ¡la Quimera!…

No creía Vario en la Mitología, que llenaba de nombres y de imágenes sus versos; pero si no como filósofo, como artista, en su corazón y en su fantasía, era pagano. Era además, de cierta manera, supersticioso, vagamente, burlándose en principio de la superstición, pero débil ante ella como ante un vicio de la inteligencia. Había presenciado el festín en que Augusto, a pesar del celo con que procuraba restaurar la religión oficial, el frío culto romano, había parodiado los festines de los doce dioses mayores del Olimpo. Había sonreído oyendo a Horacio decir: «Que crea en todo eso el judío Apela, bien está; pero yo sé a qué atenerme respecto de los dioses». —Él, como Roma entera, seguía una tendencia que se suele notar en Occidente cuando la religión propia decae, cuando reina el escepticismo y la negación; una reacción oriental: el misticismo teosófico, las extrañas creencias de los misterios y magias de Oriente llenaban los espíritus que abandonaban al olvido los dioses penates y el culto de Vesta, que ya no encontraba sacerdotisas. —No creía Vario en nada positivamente; pero cualquier prestigio, una alucinación, una superchería, encontrarían su razón débil y dócil al encanto. Augusto mismo, que perseguía a Mithra y a Cibeles, a Isis y Serapis, temía el rayo y el vuelo del águila, y calzaba por precaución primero el pie derecho que el izquierdo. Y Augusto era dios. ¿Qué haría Vario, su sacerdote, su poeta?

«La Quimera» estaba en frente, Grecia era la cercana orilla, el Aqueron mezclaba con las ondas que surcaba la nave liburna sus propias aguas tristes, mezcladas antes con las del Cocyto… ¿Qué más? ¡Todo era símbolo de muerte, de ultratumba de las sombras de allá abajo… Él, Vario, venía de Nápoles y había pasado cerca del Averno, el lago funesto que no cruzaban las aves, y a cuya orilla hablaba en su caverna la sibila de Cumas… Todo era prestigio, signo siniestro… todo hablaba de muerte… Y Vario recordó el origen de su viaje; aquel mal humor que le había sobrecogido bajando por el Clivus Capitolinus y que le había hecho aborrecer la vida efímera bulliciosa, por breve y sin sustancia, y huir de Roma. Y aún le duraba el ansia de inmortalidad, el anhelo de idealidad eterna…

Sus versos, que hablaban de la muerte también, iban arando la cera con paso bien medido del estilo silencioso y sutil… De pronto, como sintiendo sobre el cráneo el peso magnético de miradas intensas, alzó la cabeza Vario y vio enfrente de sí… las sirenas de Ulises; las mujeres aladas, ninfas tristes de voz suave, divinidades de rapina, almas de buitre en rostros de hermosura siniestra, macilenta en su plástica corrección de facciones. Rodeaban las sirenas la nave, y arrastrando las alas sobre las olas seguían su marcha; dormía la tripulación; Vario, a solas con el encanto, los oídos abiertos, las manos sin ligaduras, oyó el canto de las sirenas que le llamaba a la muerte.

Y decía el coro:

«Lucio Vario, ¿por qué trabajas en vano? Trabajas para la muerte, trabajas para el olvido. Deja el arte, deja la vida, muere. Oye tu destino, el de tu alma, el de tus versos… Serás olvidado, se perderán tus libros. Tu suerte será la de tantos otros genios sublimes de esto que llamará pronto la antigüedad, el mundo. Dentro de poco un sabio pedante pretenderá saber todo lo que supo y pensó y soñó la antigüedad clásica. Llamarán lo clásico a lo escogido por la suerte para salvarlo del naufragio universal… por algún tiempo. Tú no serás grande para la posteridad porque se perderán tus obras; los ratones, la humedad, la barbarie de los siglos, y otros cien elementos semejantes, serán tus críticos, tus Zoilos, acabarán contigo, y la pereza del mundo tendrá un gran pretexto para no admirarte: no conocerte. En vano hoy la fama lleva tu nombre a las nubes; en vano Virgilio te admira, y lo dice; su testimonio se atribuirá a la amistad y a la dulzura; en vano Horacio hablará de tu vuelo Aquilino en la región de la poesía épica; los pedantes del porvenir dirán que alabándote a ti alababan a Augusto, de quien fuiste el cantor cortesano; en vano vendrá dentro de poco un hombre severo, leal, noble, que se llamará Tácito, y elogiará tu famoso Thyestes; la posteridad no creerá en ti, no sabrá de ti. Perteneces al naufragio. Como tú, cientos y cientos de ingenios ilustres de esta tierra griega que buscas y de esa tierra itálica que dejas perecerán por el fuego, por la dispersión, por el polvo, por la sangre, por la barbarie y la ruina… y por la descomposición de la materia… Llegarán tiempos de escasez para el papiro egipcio, las membranas serán caras, faltará superficie duradera en que escribir; y sobre las mismas páginas que contengan las lecciones de vuestra sabiduría, vuestros ideales, vuestros sueños, vendrán otros hombres a escribir otra ciencia y otros errores, otros sueños, otras supersticiones, otras esperanzas, otros lamentos. Con la tragedia de Thyestes naufragarán las tragedias de los trescientos cincuenta trágicos griegos, y la humanidad dirá que sólo hubo tres grandes trágicos en Grecia, los que se salvaron; pero aun de estos perecerá casi todo. De los seiscientos historiadores helénicos, quedarán bien pocos. Y en tu tierra la misma suerte. Contigo perecerán Galo, Polion, Calvo y los venerables antecesores Ennio, Mevio, y Cinna, y Varrón de Narbona… y todo el coro de la tragedia latina… Todavía ayer en Roma contemplabas el Tabulario con envidia… ¡Los archivos! ¡Ellos perecerán! Serán polvo, después del aire, nada. Visitaste el Vicus sandalarius, refugio de libros nuevos y viejos… el Vicus y los libros serán ruina, polvo, viento. En vano habrá sido el afán de Pomponio Ático por acaparar copias y ediciones… En vano crecerá este prurito de almacenar volúmenes; Sanmónico Sereno, ¡cuán ufano se mostrará con su biblioteca de sesenta y dos mil tomos! Roma llegará a tener veintinueve bibliotecas públicas… Un poco de polvo del desierto que se detiene un punto a engañar a la vanidad y a la curiosidad humana en forma caprichosa; seguirá soplando el viento del olvido, y el polvo volverá a cruzar el desierto… Vario, adelántate a la muerte, sé tú el olvido. No escribas, muere».

«Muere, muere, no escribas más», repitió el coro.

Vario se estremeció; pasó la mano por los ojos; sacudió el delirio, bebió con anhelo el aliento de la brisa fresca de la tarde, y la última luz del crepúsculo siguió trazando sus versos, arando la cera con el estilo silencioso y sutil que caminaba con medida.

Creyó la profecía; sintió sus versos hundidos en la nada del olvido, pero la inspiración siguió alumbrando en su cerebro, más fuerte, más libre. Vario respiró con fuerza; su alma sacudía una cadena que caía rota a los pies del viajero: la cadena del tiempo, la cadena de la gloria, la cadena del vil interés egoísta… «¡Ah, todo era polvo, lo decían los hexámetros de Vario a la muerte: todo era nada, todo pasaba, todo caía en el olvido… pero la brisa era saludable; y graciosamente meciendo el espíritu, el metro rítmico refrigeraba el alma; el sol del ocaso era sublime en su tristeza de rosa y oro; los colores del mar encanto de los ojos; la paz de las ondas parecía una música silenciosa… y Vario, que el mundo no conocería, mientras vivía, era poeta.

La imperfecta casada

Mariquita Varela, casta esposa de Fernando Osorio, notaba que de algún tiempo a aquella parte se iba haciendo una sabia sin haber puesto en ello empeño, ni pensado en sacarle jugo de ninguna especie a la sabiduría. Era el caso, que, desde que los chicos mayores, Fernandito y Mariano, se habían hecho unos hombrecitos y se acostaban solos y pasaban gran parte del día en el colegio, a ella le sobraba mucho tiempo, después de cumplir todos sus deberes, para aburrirse de lo lindo; y por no estarse mamo sobre mano, pensando mal del marido ausente, sólo ocupada en acusarle y perdonarle, todo en la pura fantasía, había dado en el prurito de leer, cosa en ella tan nueva, que al principio le hacía gracia por lo rara.

Leía cualquier cosa. Primero la emprendió con la librería del oficioso esposo, que era médico; pero pronto se cansó del espanto, de los horrores que consiente el padecer humano, y mucho más de los escándalos técnicos, muchos de ellos pintados a lo vivo en grandes láminas de que la biblioteca de Osorio era rico museo.

Tomó por otro lado, y leyó literatura, moral, filosofía, y vino a comprender, como en resumen, que del mucho leer se sacaba una vaga tristeza entre voluptuosa y resignada; pero algo que era menos horroroso que la contemplación de los dolores humanos, materiales, de los libros de médicos.

Llegó a encontrar repetidas muestra de literatura cristiana, edificante; y allí se detuvo con ahínco y empezó a tomar en serio la lectura, porque comenzó a ver en ella algo útil y que servía para su estado; para su estado de mujer que fue hermosa, alegre, obsequiada, amada, feliz, y que empieza a ver en lontananza la vejez desgraciada, las arrugas, las canas y la melancólica muerte del sexo en su eficacia. Lejos todavía estaba ese horror, pero mal síntoma era ir pensando tanto en aquello. Pues sus lecturas morales, religiosas, la ayudaban no poco a conformarse. Pero le sucedió lo que siempre sucede en tales casos: que fue más dichosa mientras fue neófita y conservó la vanidad pueril de creerse buena, nada más que porque tenía buenos pensamientos, excelentes propósitos, y porque prefería aquellas lecturas y meditaciones honradas; y fue menos dichosa cuando empezó a vislumbrar en qué consistía la perfección sin engaños, sin vanidades, sin confianza loca en el propio mérito. Entonces, al ver tan lejos (¡oh, mucho más lejos que la vejez con sus miserias!), tan lejos la virtud verdadera, el mérito real sin ilusión, se sintió el alma llena de amargura, en una soledad de hielo, sin mí, sin vos y sin Dios, como decía Lope, sin mí, es decir, sin ella misma, porque no se apreciaba, se desconocía, desconfiaba de su vanidad, de su egoísmo; sin vos, es decir, sin su marido, porque ¡ay! El amor, el amor de amores, había volado tiempo hacía; y sin Dios, porque Dios está sólo donde está la virtud, y la virtud real, positiva, no estaba en ella. Valor se necesitaba para seguir sondando aquel abismo de su alma, en que al cabo de tanto esfuerzo de humildad, de perdón de las injurias, de amor a la cruz del matrimonio, que llevaba ella sola, se encontraba que todo era presunción, romanticismo disfrazado de piedad, histerismo, sugestión de sus soledades, paliativos para conllevar la usencia del esposo, distraído allá en el mundo… El mérito real, la virtud cierta, estaba lejos, mucho más lejos.

Y estas amarguras de tener que despreciarse a sí misma, si no por mala, por poco buena, era el único solaz que podía permitirse. Al que apelaba sin falta, cuando, cumplidos todos sus deberes ordinarios, vulgares, fáciles, como pensaba ahora, aunque sintiéndolos difíciles, se quedaba sola, velando junto al quinqué, esperando al buen Osorio, que, allá, muy tarde, volvía con los ojos encendidos y vagamente soñadores, con las mejillas coloradas, amable, jovial, pródigo de besos en la nuca y en la frente de su eterna compañera, besos que, según las aprensiones, los instintos de ella, daban los labios allí y el alma en otra parte, muy lejos.

* * *

Y una noche leía Mariquita La Perfecta Casada, del sublime Fray Luis de León; y leía, poniéndose roja de vergüenza, mientras el corazón se lo quedaba frío: «… Así, por la misma razón, no trata aquí Dios con la casada que sea honesta y fiel, porque no quiere que le pase aún por la imaginación que es posible ser mala. Porque, si va a decir la verdad, ramo de deshonestidad es en la mujer casta el pensar que puede no serlo, o que en serlo hace algo que le debe ser agradecido».

Y como si Fray Luis hubiera escrito para ella sola, y en aquel mismo instante, y no escribiendo, sino hablándola al oído, Mariquita se sintió tan avergonzada que hundió el rostro en las manos, y sintió en la nuca, no un beso in partibus de su esposo, sino el aliento del agustino que, con palabras —133— del Espíritu Santo, le quemaba el cerebro a través del cráneo.

Quiso tener valor, en penitencia, y siguió leyendo, y hasta llegó donde poco después dice: «Y cierto, como el que se pone en el camino de Santiago, aunque a Santiago no llegue, ya le llaman romero, así, sin duda, es principiada ramera la que se toma licencia para tratar de estas cosas, que son el camino».

Y, siempre con las manos apretadas a la cabeza, la de Osorio se quedó meditando:

—¡Yo ramera principiada y por aquello mismo que, si ahora siento como dolor de la conciencia que me remuerde, siempre tomé por prueba dura, por mérito de mi martirio, por cáliz amargo!

Por el recuerdo de Mariquita pasó, en una serie de cuadros tristes, de ceniciento gris, su historia, la más cercana, la de esposa respetada, querida sin ilusión, sola en suma, y apartada del mundo casi siempre.

Casi siempre, porque de tarde en tarde volvía a él, por días, por horas. Primero había sido completo alejamiento; la batalla maternal: el embarazo, el parto, la lactancia, los cuidados, los temores y las vigilias junto a la cuna; y vuelta a empezar: el embarazo, cada vez más temido, con menos fuerzas y más presentimientos de terror; el parto, la lucha con la nodriza que vence, porque la debilidad rinde a la madre; más vigilias, más cuidados, más temores… y el marido que empieza a desertar, en quien se disipa algo que parece nada, y era nada menos que el amor, el amor de amores, la ilusión de toda la vida de la esposa, su único idilio, la sola voluptuosidad lícita, siempre moderada.

Como un rayo de sol de primavera, con el descanso de la maternidad viene el resucitar de la mujer, que sigue el imán de la admiración ajena; ráfagas de coquetería… así como panteística, tan sutiles y universales, que son alegría, placer, sin parecer pecado. Lo que se desea es ir a mirarse en los ojos del mundo como en un espejo.

La ocasión de volver al teatro, al baile, al banquete, al paseo, la ofrece el mismo esposo, que siente remordimientos, que no quiere extremar las cosas, y se empeña —se empeña, vamos— en que su mujercita ¡qué, diablo! vuelva a crearse, vuelva al mundo, se distraiga honestamente. Y volvía Mariquita al mundo; pero… el mundo era otro. Por de pronto, ella no sabía vestirse; lo que se llama vestirse. Sin saber por qué, como si fueran escandalosas, prescindía de sus alhajas: no se atrevía a ceñirse la ropa, ni tampoco a despojarse de la mucha interior que ahora gasta, para librarse de achaques que sus maternidades trajeran con amenazas de males mayores. Además comprende que ha perdido la brújula en materia de modas. Un secreto instinto le dice que debe procurar parecer modesta, pasar como una de tantas, de esas que llenan los teatros, los bailes, sin que en rigor se las vea. Al llegar cierta hora, en la alta noche, sin pensar en remediarlo, bosteza; y si la fiesta es cosa de música o drama sentimental, al llegar a lo patético se acuerda de sus hijos, de aquellas cabezas rubias que descansarán sobre la almohada, a la tibia luz de una lamparilla, solos, sin la madre. ¡Mal pecado! ¡Qué remordimiento! ¿Y todo para qué? Para permitirles la poca simpática curiosidad de olfatear amores ajenos, de espiar miradas, de contemplar los triunfos de las hermosas que hoy brillan como ella brillaba en otro tiempo… ¡Qué bostezos! ¿Qué remordimiento!

Con el recuerdo nada halagüeño de las impresiones de noches tales, Mariquita se resolvió a no volver al mundo, y por mucho tiempo cumplió su palabra. En vano, marrullero, quería su esposo obligarla al sacrificio; no salía de casa.

Pero pasaban años, los chicos crecían, el último parto ya estaba lejos, la edad traía ciertas carnes, equilibrio fisiológico que era salud, sangre buena y abundante; y la primavera de las entrañas retozaba, saliendo a la superficie en reminiscencias de vaga coquetería, en saudades de antiguas ilusiones, de inocentes devaneos y del amor serio, triunfador, pero también muerto de su marido.

Mariquita recordaba ahora, leyendo a Fray Luis, sus noches de teatro de tal época.

Llegaba tarde al espectáculo, porque la prole la retenía, y porque el tocado se hacía interminable por la falta de costumbre y por la ineficacia de los ensayos para encontrar en el espejo, a fuerza de desmañados recursos cosméticos, la Mariquita de otros días, la que había tenido muchos adoradores.

¡Sus adoradores de antaño! Aquí entraba el remordimiento, que ahora lo era, y antes, al pasar por ello, había sido desencanto glacial, amargura íntima, vergonzante… Acá y allá, por butacas y palcos, estaban algunos de aquellos adoradores pretéritos… menos envejecidos que ella, porque ellos no criaban chicos, ni se encerraban en casa años y años. ¡Por aquellos ilustres y elegantes gallos no pasaba el tiempo!… Ahora… adoraban también, por lo visto; pero a otras, a las jóvenes nuevas; constantes sólo, los muy pícaros, en admirar y amar la juventud. Celos póstumos, lucha por la existencia de la ilusión, por la existencia del instinto sexual, la habían hecho intentar… locuras; ensayar en aquellos amantes platónicos de otros días el influjo poderoso que en ellos ejercieran sus miradas, su sonrisa… Miró como antaño; no faltó quien echara de ver la provocación, quien participara de la melancolía y dulce reminiscencia… Entonces Mariquita (esto no podía verlo ella) se había reanimado, había rejuvenecido; sus ojos, amortiguados por la vigilia al pie de la cuna, habían —137— recobrado el brillo de la pasión, de la vanidad satisfecha, de la coquetería inspirada… ¡Ráfagas pasajeras! Pronto aquellos adoradores pretéritos daban a entender, sin quererlo, distraídos, que no cabía galvanizar el amor. Lo pasado, pasado. Volvían a su adoración presente, a la contemplación de la juventud, siempre nueva; y allá, Mariquita, la antigua reina de aquellos corazones, recogía de tarde en tarde miradas de sobra, casi compasivas, tal vez falsas, en su expresión. ¡Qué horror, qué vergüenza! ¡Por tan miserable limosna de idealidad amorosa, aquellos desengaños bochornosos! Y, aturdida, helada, había dejado de presumir, de sonsacar miradas, ¡es claro! por orgullo, por dignidad. ¡Pero el dolor aquel, pensaba ahora, leyendo a Fray Luis, el dolor de aquel desengaño… era todo un adulterio!

¡Cuánto pecado, y sin ningún placer! El desencanto en forma de crimen. El amor propio humillado y el remordimiento por costas. ¡Y ella, que había ofrecido a Dios, en rescate de otras culpas ordinarias, veniales, aquellas derrotas de su vanidad, de algo mejor que la vanidad, del sentimiento puro de gozar con el holocausto del cariño!

Sí; había andado, con mal oculta delicia, aquellos pocos pasos en el camino de Santiago… luego romero… ramera ¡oh, no, ramera no! Eso era algo fuerte, y que perdonara el seráfico poeta… Pero, si criminal del todo no, lo que es buena, tampoco. Ni buena, ni tan mala, ¡y padeciendo tanto! Sufría infinito, y no era perfecta. No podían amarla ni Dios, ni su marido. El marido por cansado, Dios por ofendido.

Y pensaba la infeliz, mientras velaba esperando al esposo ausente, tal vez en una orgía:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! La verdadera virtud está tan alta, el cielo tan arriba, que a veces me parecen soñados, ilusorios por lo inasequibles.

Un grabado

Asistía yo a la cátedra de aquel profesor de filosofía, con un profundo interés que no me inspiraban las lecciones de tantos y tantos ilustres maestros que en la misma Universidad, Babilonia científica, exponían con entusiasmo y fuego de convicción unos, de soberbia, también convencida, otros, la multitud de sistemas, la inmensa variedad de teorías modernas que se disputan hoy el imperio del pensamiento. La gran ola positivista, la ciencia de los petits faits de Taine, predominaba; por cada curso de filosofía pura, había cuatro o cinco de historia crítica de la filosofía, y veinte de psicología fisiológica con estos o los otros nombres.

El doctor Glauben explicaba metafísica, y con todo el aparato metódico de las modernísimas tendencias, empleaba el curso en preparará los discípulos para comprender que había un Padre celestial. Esta idea, que en un salón del gran mundo, o en el seno de la familia admitirían la mayor parte de los profesores y de los estudiantes, era, en una cátedra de filosofía en una de las Universidades más ilustres del país más sabio, una verdadera originalidad que hubiera costado su fama de profundo pensador y muy experto hombre científico al Doctor Glauben, si los argumentos que en pro de su atrevida afirmación rotunda exponía fuesen determinadamente los de cualquiera de las clásicas escuelas deístas, que decididamente, estaban fuera del movimiento.

Pero lejos de considerar a Glauben como anticuado, estudiantes y profesores asistían a su cátedra, o leían sus artículos, con atención, con profunde interés; y más bien se caía al principio en la tentación de tacharle de amanerado, de demasiado innovador y revolucionario en filosofía, de amigo de encontrar caminos sin huellas; esto al principio, porque a las pocas conferencias se advertía que Glauben era todo sinceridad, que tenía en la cabeza un corazón, y que buscando con rigorosa lógica aquella idea de paternidad celestial, como explicación única racional del mundo, exponía la historia de su amor, el supremo anhelo de su existencia.

Sus armas de combate eran de la fabricación más moderna; luchaba con los más recientes adalides del positivismo discreto atenuado, con el mismo género de discurso y de fuentes auxiliares que ellos. Todos reconocían que no había sabio en el país que pusiera el pie delante a Glauben en punto a ciencia contemporánea; era sociólogo, psicólogo, naturalista, matemático, lógico, lingüista; estaba al tanto de los últimos descubrimientos; manejaba los petits faits como el primero; estaba de vuelta de todas las grandes ilusiones del idealismo genial que un día predominara en su patria; planteaba la cuestión como podía hacerlo un Wundt, un Spencer… y concluía como un San Francisco de Asís, como un Bossuet, como un Crisóstomo. «Había Dios, Dios padre; era una locura infinita, que había de parecer imposible a las edades futuras. La negación del Padre nuestro que estaba en los cielos, es decir, en lo infinito, en lo absoluto».

«Lejos de haber pasado la humanidad de la edad teológica a la filosófica y de esta a la positiva, estaba, por lo que toca a la ciencia, en un periodo de embrionarios esfuerzos, muy parecidos a la vida de los salvajes en las relaciones extracientíficas, periodo que era como especie de caos intelectual, del cual, no se sabe cuándo, se saldría, para aproximarse poco a poco a la edad teológica, la definitiva».

«Como la ciencia busca la verdad sabida, no sólo creída, para ella no supondrá menos progreso, menos trabajo realizado el que su última solución sea cosa tan llana para la fe sencilla y vulgar de gran parte de los pueblos. Es indiferente, para el progreso científico, para la demostración de su gran fuerza, que sus conclusiones respecto del misterio del mundo sean estas o las otras; la calidad de la afirmación es cosa extracientífica, lo que importa es el modo de la afirmación; que sea A o que sea B la verdad, no le importa a la ciencia; lo que le importa es saber que es verdad y poder demostrarlo. Puede haber Dios, puede no haberlo; la ciencia por mucho que progrese, no puede llegar, en este punto, más que a una de esas dos conclusiones. Así, no es extraño que tan lejano período de luz científica, tan lejano que no se vislumbra todavía, por lo que toca al asunto de su afirmación, no sea cosa más nueva que esta: que nuestro Padre está en los cielos.

* * *

A los pocos días de asistir a la cátedra de Glauben perdía, el que lo tuviera, el hábito de la preocupación de lo contemporáneo como superior a lo antiguo, el hábito de inclinarse a la moda en filosofía; las más recientes hipótesis que los demás profesores exponían como deslumbrantes novedades, las analizaba Glauben con fría imparcialidad, las comparaba y barajaba con las teorías viejas, y a poco aparecía con la pátina de lo caduco, de lo transitorio; tenía una rara habilidad, nada maliciosa, para borrar el prestigio del barniz reciente en las doctrinas que sometía a examen. Y con todo, no ofendía a nadie; muchas veces le oían los mismos inventores de las teorías que sometía a aquel baño histórico y no podían sentirse mortificados, porque no despreciaba nada; lo antiguo, lo moderno, todo era pensamiento, nobleza del alma.

Glauben era alto, delgado y pálido; como de unos cincuenta años, con cabellera ondeada, negra, sin una cana, de hebras sedosas, tenues, dóciles a la mano fina y aristocrática que solía acariciarlas, como si sintiese bajo ellas el palpitar de las ideas. Mientras acariciaba la melena con la mano, apoyaba el codo en la mesa y la cabeza en la palma de la mano, cuyos dedos jugaban con la seda negra del cabello dócil. Sonreía casi constantemente, con cara dolorosa, melancólica. Sus ojos, paseándose distraídos en miradas que nada buscaban fuera, a veces, al menor ruido hacia la puerta del aula, se mostraban asustados. Si entraba algún discípulo algo tarde, suspendía Glauben la plática, le miraba como inquieto, sin respirar; y después que el estudiante pasaba delante de él y buscaba su asiento, Glauben respiraba tranquilo, volvía a sonreír y a proseguir de nuevo el suspendido discurso. Aunque allí, al dar el reloj de la casa la hora señalada para terminar la conferencia, los estudiantes se daban por enterados, sin necesidad de que avisara un bedel, y el profesor daba en seguida por terminada la clase, Glauben, por excepción, porque no podía vencer las distracciones del discurso y olvidaba el tiempo, había ordenado que un dependiente anunciase la hora. Pero cada vez que se cumplía esta ceremonia, Glauben miraba al galoneado ujier inquieto, en silencio y como temeroso de que tuviese algo particular que decirle. «La hora», exclamaba el buen hombre inclinándose. Y Glauben, respirando con fuerza y sonriendo, decía a su gente: «Hasta mañana».

Después de mucho tiempo de oírle, cuando ya asistía yo a un segundo curso de su filosofía, entablé con él relaciones de amistad privada. Le conocí en su casa. Era viudo; tenía tres hijos, dos niñas y un niño; la niña mayor de nueve años, el niño de cinco, la menor de tres. Salía muy poco. Si paseaba con sus hijos, se retiraba temprano, porque miraba la frescura del crepúsculo, la puesta del sol como una acechanza del enemigo a la salud de su prole. La sombra, el frío, la humedad, le espantaban. Si salía él solo, volvía pronto a casa también, subía de prisa la escalera hasta su cuarto piso, llamaba a la puerta con fuerza, y pálido, con los ojos inquietos, se apresuraba a preguntar, mientras le abrían: «¿Qué tal todos?». «Bien, bien», le contestaban. Y Glauben volvía a sonreír, y a su buen color; y entraba tranquilo en su hogar, como en un cielo.

Si fuera de casa se le detenía demasiado tiempo en la cátedra, en el círculo, en una junta universitaria, empezaba a mostrarse inquieto, y acababa por no poder resistir a la tentación de volverse corriendo a casa.

No viajaba. Era gran partidario de que el hombre de ciencia corriera mucho mundo, conociera muchas gentes, costumbres, ideas, etc., etc., pero él no se movía. Envidiaba a los representantes que iban a los congresos científicos, pero él jamás aceptaba tales comisiones.

Un día, cuando ya teníamos mucha confianza, me atreví a preguntarle por qué no salía nunca del pueblo y por qué paraba tan poco fuera de casa. Me quería mucho, y creía en mi entusiasmo por su persona y por su doctrina. Me miró con maliciosa dulzura, sonrió de un modo nuevo, para mí, y después de pasarse una mano por la frente, le vi otra cara, menos alegre, como acongojada, pero muy franca, muy dispuesta a una confidencia íntima.

—Yo tengo… —dijo— yo tengo una especie de enfermedad… ¡Cuidado! No hay que decirles nada a nuestros amigos los de la patología psicológica… no quiero que me clasifiquen y me saquen en sus clínicas impresas como voto involuntario, y de calidad, en favor de sus hipótesis. Pero la verdad es que soy un caso. Mi enfermedad tiene una historia de origen bien claro, bien determinado. Nació, o por lo menos, brotó al exterior, de repente, en una crisis.

Glauben calló un momento. Parecía que dudaba si debía proseguir por aquel camino de las revelaciones.

Con voz más solemne y reposada, continuó:

—La cosa… es más grave que parece. Porque el secreto de mi enfermedad, es en parte el secreto de mi filosofía.

Se volvió a mí para ver qué efecto me hacían sus palabras. Ya sabía él que por mucho que me importaran sus aprensiones de enfermo, si las tenía, más me importaba su filosofía, de la cual iba yo haciendo algo mío, algo que me llegaba muy adentro, y empezaba a guiar en parte mi conducta.

—¿No ha notado usted —siguió, cada vez con más miedo a que no fuera prudente lo que decía— no ha notado usted que… cuando hablamos aquí, privadamente, de nuestras ideas de cátedra, de mi método, de mi tendencia, sobre todo, de mis conclusiones… no me entusiasmo tanto, no le animo a usted tanto a abundar en mis ideas, y hasta parece que no agradezco bastante la ardorosa defensa en que usted me las refleja fielmente, y además, con el encanto que les añade su espíritu de joven y un si es no es poeta?

Calló y volvió a sonreír, como pidiéndome perdón por el mal que pudieran hacerme sus palabras.

—Sí —me atreví a decir—; he sentido muchas veces cierta frialdad relativa, así como deseos de no insistir, como si se tratara de algo que ofendiese su modestia.

—No, de algo que me remordiera un poco, un si es no es, en la conciencia.

Sin embargo —exclamé asustado— la sinceridad de su doctrina, la buena fe de usted yo no las pondría en duda, aunque usted mismo…

—Gracias. No es eso. Sinceridad, absoluta; creo firmemente que es la verdad lo que pienso, lo que siento. Creo también que mi método es riguroso, que no deja nada atrás; que no impone ningún postulado gratuito No es eso.

Tras nueva pausa prosiguió.

—Es esto otro —y con el puño cerrado dio dos o tres golpes al aire, rápidos, de arriba abajo—. Desde que murió mi mujer, yo me agarré a mis huérfanos, como en un naufragio. Como si todo el mundo fuera las fauces del mar traidor, y sólo mis rodillas lugar de salvación para mis hijos. Mis hijos sin madre: esta idea era un tormento horroroso, sin tregua, real, positivo, sin consuelo posible. Todo era enemigo por ser indiferente, por no ser madre. Yo mismo, a pesar de mi amor, me parecía extraño a lo más íntimo del cariño que necesitaban los pequeñuelos, mis caricias desmañadas, masculinas, mi regazo anguloso no eran el nido de antes, con el calor y la suavidad de la madre. ¡Qué padecer, amigo mío, qué padecer espantoso! En todo veía acechanzas contra la vida de mis pobres criaturas: el frío era su mortal enemigo; el frío del aire que podía matármelos, el frío de la indiferencia conque los veían los extraños, que podía matármelos también. Yo no concebía horror como el de aquella vida, soledad más grande. Pero había más horror, más desamparo, más soledad.

Una noche, en el Círculo, abrí una ilustración inglesa, miré un grabado; representaba un cuadro, no recuerdo si de Gregory o de Hopkins o de quién… se llamaba «Huérfanos». Una niña morena, como de diez años, arrimada a un banco de carpintero, sostenía con un brazo a otra niña de tres, sentada en el mismo banco, pero muy apretada la cabeza contra el cuerpo de la mayor; al otro lado un niño de cinco o seis años, en pie, se apretaba también contra la hermana grande, procurando como refugiarse bajo el delantal pobre y roto de la rapazuela… Estaban solos, allí no había madre… ni padre… la orfandad era aquello… la soledad absoluta… Primero me venció la impresión desinteresada del arte, y pude observar; pero esta observación me llevó a ver claro… Los tres huérfanos, parecidos, más los pequeñuelos entre sí, miraban al espacio, al porvenir que se echaba sobre ellos, amenazador, misterioso, con vaga conciencia nada más del cruel destino que les aguardaba, del peligro próximo. En el rostro delgado, inteligente, de la hermana mayor, había cierta prematura experiencia, y cierta resignación debida a esfuerzos de voluntad, de valor, impropios de la edad, impuestos por el apuro de la desgracia. Amparaba a sus pequeñuelos cobijándolos, ¡ella, que era tan tierna, tan débil, tan inocente! No importaba, parecía desafiar con humilde tristeza… plácida, resignada, los embates del hambre, del frío, de la indiferencia… del caos de la vida en que iban a caer los huérfanos… El niño tenía expresión más dolorosa, de menos calma; pero también parecía menos atento a la causa de su pena… padecía mucho, y sin embargo, de un modo incoherente, obscuro, distraído por el espectáculo de cuanto le rodeaba. Pero el arte y la expresión patética suprema estaban en el angelillo de tres años, que aplastaba la rizosa melena contra el cuerpo flaco de su hermana, buscando allí el amparo de la madre que faltaba para siempre… ¡Qué mirada aquella! ¡Qué horrorosa tranquilidad melancólica la de aquel dolor que se ignoraba a sí propio! ¡Qué crueldad de pincel sublime, que sabía pintar así el desamparo injusto, la sagrada vida inocente, débil, abandonada, sola, en el universo inconexo, ilógico… ¡Oh! Perdone usted; ni entonces, ni ahora tuve ni tengo palabras para lo que expresaban aquella cabecita celestial, aquellos ojos de la niña de tres años sin padre ni madre, que lo buscaba todo en el amparo frágil de otra huérfana.

La contemplación me dominaba: sentía que me estaba poniendo malo, malo allá, muy por adentro; y sin embargo insistía en mirar, en padecer, en comprender, en adivinar el dolor posible de la vida, en ahondarlo, en aumentarlo con la fantasía… Mis hijos podían verse así; podía faltarles el padre, podía faltar yo: ¿quién sabía si aquel sufrir infinito era ya principio de la muerte? ¡La orfandad completa! ¡Solos mis hijos en el mundo, en el cual yo sé, porque por algo se es filósofo, que nadie quiere de veras a no ser los padres! ¡Oh infinito padecer! ¡Aquí estás presente!… Yo no sé qué hubiera sido de mi razón si mis ojos hubieran seguido embriagándose con aquella copa de amargura; leyendo la Biblia del dolor posible en aquel grabado de crueldad sublime… Por fortuna empecé a sentirme mal, hacia fuera; me desvanecía; el estómago protestaba… caí en una silla, estuve trastornado un instante; y a poco salí del círculo, sin que nadie hubiera advertido cuánto acababa de padecer allí un hombre.

Nunca jamás volví a mirar el grabado… Pero desde aquella noche ¡qué vida! El mundo se me convirtió en una procesión de símbolos de mi desgracia, la orfandad de mis hijos. Cuando los veo en sus juegos, en sus mutuas caricias, formando grupos de ternura angelical, veo el grabado, los veo solos, huérfanos, tristes… rodeados de la nada del universo sin paternidad… Sus cabecitas inclinadas, sus melenas sacudidas al viento, sus ojos a veces soñadores y tristes, el aire penseroso de este, los arrullos de tórtola solitaria de la pequeña… todo se vuelve cartones, apuntes proféticos para el cuadro póstumo. ¡Así estarán en el mundo sin mí! Sin madre, ¡ni siquiera padre… !

La vida de mi espíritu llegó a hacerse imposible; yo tenía que disimular, es claro; el suicidio, aparte de considerarlo inmoral, era para mí absurdo porque era su resultado lo que yo temía; la orfandad de mis hijos. Había que vivir y vivir de aquella manera. Me refugié en el trabajo, es decir, en la reflexión, en mis filosofías… y de allí me vino el remedio, el paliativo a mi dolor… La idea de la realidad, del universo sin cariño paternal, era demasiado horrorosamente miserable para no ser falsa.

No podía ser el mundo una cosa tan mala. La creación, como mis hijos, necesitaba padre… y a través de doctrinas viejas y nuevas, de sistemas orientales y occidentales, inmanentes y trascendentales… fui buscando, buscando… la paternidad, como imperativo categórico del dolor… La infinidad del mal, lo absoluto de la desesperación que suponía la no existencia de un Dios Padre, era cosa demasiado perfecta en su género de mal, para no ser cosa artificiosa, hipótesis, una teoría alambicada, una figura geométrica, regular, abstracta, que no se daba en la realidad, sino en el cerebro enfermo del hombre. No podía ser que el universo no tuviera Padre… El Padre nuestro… Aquel en cuyo seno yo dejaré a mis hijos si mis locuras me matan antes de tiempo. Pensando que hay Dios, Padre Celestial; pensando que, pese a la apariencia, el universo es un regazo, un nido de cariño, puedo vivir sin una camisa de fuerza. ¡Si mis hijos no tuvieran más padre que yo, mortal!… Pero le tienen sí. ¿Verdad? ¿No es verdad que en cátedra lo pruebo? ¿Que no hay positivismos ni intelectualismos que valgan ante la idea seria, clásica, tradicional, estética, armoniosa… del Padre Eterno que está en los cielos… es decir, en todas partes?

El Dr. Glauben se había puesto en pie… yo también; y temblaba, no sé si de miedo; debía de estar muy pálido. Él me lo dijo. Y me tendió la mano, añadiendo más tranquilo:

—No tema usted; no estoy loco todavía, loco de atar, a lo menos… ¿Sinceridad? Absoluta. Creo firmemente cuanto digo en clase. Y me parece que lo pruebo.— Una pausa.

—Con todo; mi lealtad de pensador, de hombre de ciencia, me obliga a hacer a usted estas declaraciones. Ya conoce usted mi enfermedad; ya conoce usted sus consecuencias, que son el por qué subjetivo de mi sistema… No se fíe usted del todo. Puedo… puedo estar equivocado… Pero cuando usted tenga hijos… crea usted en Dios Padre…

El torso

El duque de Candelario tenía media provincia por suya; y no iba muy descaminado, porque a sus cotos redondos no se les veía el fin, y ejércitos de labradores le pagaban renta. Mucho había heredado de sus ilustres ascendientes; pero él también había adquirido no poco, y nadie podía decir que de mala manera y sin servir a la patria: era en su vejez, que casi se podía llamar florida por lo bien que en cosas que habían de dar fruto la empleaba, y por la lozana alegría de su humor y la constancia de sus fuerzas y alientos, era, digo, un agricultor de grandes vuelos, inteligente, activo, desinteresado con el pobre; pero atento a la legítima ganancia; y así se enriquecía más y más, ayudaba a los que le rodeaban a ganar la vida, y a quien le sacaba el jugo era a la tierra.

Si de este modo servía ahora a la patria, antes le había dado algo que valía más; su sangre y el continuo peligro de la vida; había sido bravo militar, llegando a general, y en todos los grados de su carrera había tenido ocasión de probar el valor en verdaderas hazañas. Aún más que por todo esto, le estimaban en su tierra por lo llano, alegre y franco del carácter. No se diga que despreciaba sus pergaminos, pero tenía la democracia del trato, como rasgo capital, en la sangre; y por algo le llamaban el duque de los abrazos. En los membrudos remos, como él decía, que no desdeñaban las armas del trabajo del campo, estrechaba con sincera hermandad a los humildes aldeanos, que adoraban en él y le acompañaban en su vida sana, activa, de cazador y labrador y buen camarada en honestas francachelas.

Vivía casi siempre en el campo, en un gran palacio, con aspecto de castillo feudal, donde el más aristocrático señorío se mostraba por todas partes.

El amo inspiraba confianza en cuanto se le veía; su regia mansión, situada en medio de sus dominios, rodeada de bosques, imponía frío respeto.

Pero mientras D. Juan Candelario, duque de Candelario, vivió, venció él a todos a la tradicional reserva, a la etiqueta linajuda, al aspecto imponente y aristocrático de su casa; y lo que era más arduo, venció la sorda oposición de su digna esposa, tan noble como él, no menos buena, pero de gustos menos democráticos, menos expansiva en el trato de los inferiores. El duque, burla burlando, tenía voluntad de hierro, y donde estaba él no mandaba marinero. Así era su gran palacio casa de todos, porque él lo quería, y hacíase tratar como un labrador más rico que los otros, pero no de otra madera.

Tenía sólo un hijo, que, en cuanto fue posible, su madre se apresuró a enviar a Inglaterra a que se educara en Eton, después en Oxford y después en la escuela del gran mundo inglés. No se opuso el duque, porque le pareció racional que su heredero recibiese la sólida instrucción y las lecciones de vida de gran señor que allá lejos sabía él que se adquirían; pero esto no le impidió suspirar cuando advirtió que su Diego se había entregado a ideas, hábitos y tendencias que distaban mucho de aquella sencillez castellana que para D. Juan era educación y naturaleza.

Su hijo se parecía más a la duquesa que al duque mismo, y la educación que este llamaba estirada, correcta y fría, ponía el sello a las diferencias que lamentaba. Pero no se quejó. Cada cual sería a su manera. A él, ni Diego, ni nadie le sacaría ya de su paso; pero el sucesor, que fuera como Dios tuviese dispuesto; dejaba a los demás la libertad, que él para sí había reclamado, de vivir a su modo. Ahora sí; mientras el duque viejo existiese, su casa, pusiera el señorito el gesto que pusiera, seguiría marchando como siempre.

Diego, en efecto, sentía invencible repugnancia ante aquellas costumbres de su padre. Él, que había tenido criados estudiantes, que desde el colegio había aprendido a medir las distancias que la realidad establece entre las clases diferentes, por necesidad, veía hasta una hipocresía, o por lo menos una ilusión ridícula, de mal gusto, en aquella aparente igualdad del trato, que no pasaba de la superficie, que no podía llegar al fondo. Todo esto, pensaba, es una comedia grotesca, que a nosotros nos molesta y a los pobres aldeanos los humillaría, si fueran de más fina epidermis.

Con lo que menos transigía, con lo que estaba a matar, era con la confianza dichosa, extendida a las relaciones de los amos y de la servidumbre. Aquí lo grotesco y lo incómodo rayaban en tormento.

—Es preferible —decía D. Diego a su madre en secreto— servirse a sí propio a ser por otros servido de esta manera; un criado que no es una máquina respetuosa, un autómata perfecto, es la mayor impertinencia que puede haber en un hogar. Siempre he distinguido a los verdaderos nobles de los improvisados y de los personajes plebeyos, por la servidumbre. La de estos últimos suele ser descuidada en el vestir, incorrecta en las ceremonias del trato, y todo ello sin que su señor, tal vez déspota, note semejantes distancias, que pregonan su humilde origen. El criado adivina al señor verdadero, y aunque en su servicio tenga que soportar más severa disciplina, en él está más satisfecho, tomando más en serio su oficio.

Casi odio contra su querido padre sentía don Diego, al ver cómo trataba al duque Ramón, su antiguo compañero de glorias y fatigas, un héroe de la clase de tropa, y ahora jardinero y un poco mayordomo, y claramente favorito del amo. Diego era el ídolo de Ramón; antes de marchar el chico a Inglaterra, a las nodrizas y al ayo había disputado el veterano el cariño, los cuidados del rapaz, que, cuando no estaba sobre su rodilla sana, estaba sobre su pata de palo, y si no sobre sus hombros, apretándole las orejas como los ijares a un caballo. Con la ausencia, el cariño del jardinero no se enfrió, se idealizó, cuando volvió el señorito tieso, pulquérrimo, frío, con aires de gran señor, que hasta en el menor gesto muestra la sangre privilegiada. Ramón convirtió de repente la mitad de su cariño en respeto; si antes le quería como a un ídolo familiar, ahora le temía como a un dios, con temor amoroso, reconociendo la suprema justicia de aquella desigualdad que se le señalaba. Si con el amo viejo era confianzudo, era por cumplir una consigna; porque así se lo había ordenado implícitamente; por lo demás, él tenía el respeto a la sangre donde el señorito la nobleza, en el fondo de la conciencia. Bueno se hubiera puesto el duque si Ramón le hubiese venido con remilgos y etiquetas. Verdad era que poco a poco aquellas relaciones de hermandad, aquella vida de camaradas, las había ido tomando como cosa de la naturaleza; y como todo lo que él decía o hacía estaba bien para el amo, y como su celo por el interés de la casa era de corazón, apasionado, y esto lo estimaba el duque más que un tesoro, Ramón se dejaba llevar por aquella plácida pendiente. Aun en presencia del duque joven continuó tratando al viejo con la franqueza igualitaria de siempre; porque ¡ay de él y de todos si el amo hubiera advertido que allí que allí se desobedecía a nueva voluntad, a gustos nuevos!

—En muriendo yo —había dicho una vez don Juan— que te cuelguen de un árbol, o que te pongan una casaca verde, si quieren; pero mientras yo viva… ¡lo de siempre!

* * *

Pasaron años; Diego vivió lejos de su padre, a lo gran señor, en el mundo; se casó con una duquesa, y no volvió al palacio de Candelario hasta que murió su madre. Estuvo allí poco tiempo. Lo bastante para convencerse que el duque llenaría el vacío que dejaba su mujer, en lo posible, con la influencia de Ramón. Sin malas artes, sin astucia, sin ambición, por su inteligencia, su energía y su celo, el jardinero había invadido todas las funciones de mando. El duque, muy postrado, decía:

—Él es mis pies y mis manos… y eso que no tiene ni manos, ni pies.

En efecto; el veterano, que había dejado una pierna en la guerra, había dejado después, poco hacía, en un tejado del palacio, un brazo, con ocasión de apagar un incendio. No importaba; con lo que le quedaba, Ramón lo dirigía todo, lo vigilaba todo.

Diego, al verle de tal modo lisiado, le puso un mote que hizo sonreír a su esposa la duquesa, poco amiga también de aquellas confianzas de los criados; le llamó el Torso, porque apenas le quedaba más que el tronco, y ese, viejo y arrugado, aunque fuerte como una encina.

Poco antes de morir, el duque llamó a su hijo a su lado. El pobre viejo, rendido ya en el lecho en que iba a expirar, no sentía ahora la energía que en otro tiempo le hizo ser dueño absoluto de su casa. A los pocos días de llegar don Diego, Ramón, ya caduco también, tuvo que entregar el poder; el señorito muy amado, que no dejaba de quererle a él, pero a distancia, le hizo entender bien claramente que se había equivocado si creía que aquel trato familiar de amos y criados que don Juan había impuesto, era ley natural del mundo; el verdadero respeto, la verdadera lealtad a los amos, consistía en otra cosa; en saber guardar la decorosa distancia que hay de clase a clase.

En adelante, puesto que por desgracia don Juan ya no dirigiría nunca la casa, todo cambiaría; cada cual volvería a su sitio; él, Ramón, pues era jardinero, volvería a sus jardines, viviría allá arriba, en el Pabellón de la Glorieta, que estaba en un altozano, a lo último del parque.

Ramón no se lo hizo decir dos veces. «Amo nuevo, vida nueva». Era un perro fiel: mientras se había querido caricias, confianza, había sido cariñoso, confianzudo; había dormido a los pies de su amo, dándole el calor de su afecto… ahora se le mandaba a la puerta, a vigilar desde fuera como buen mastín… pues afuera, al Pabellón de la Glorieta; al destierro.

Y allá se fue, humilde, algo avergonzado de haber tomado en serio su papel de mayordomo y favorito.

Don Juan notó el cambio, pero ya no tenía humor ni fuerzas para protestar. Además, él abdicaba de buen grado: era natural que su hijo quisiera empezar a ejercer el mando; él mismo le animaba a ello para darse el gusto de ver reinar al heredero, orgullo y gloria de su padre. «Diego es un gran señor, se decía don Juan; yo, a lo sumo, habré sido un gran aldeano».

* * *

Y murió don Juan, y el cambio iniciado se acentuó y acabó por ser completo. Aquellos dominios, metidos en el riñón de España, parecían ahora una de esas mansiones de los landlords que nos describe y pinta The Graphic de vez en cuando; allí todo era inglés; todo, como diría don Juan, tieso, correcto, frío. Mayordomo hubo, pero no fue Ramón; los criados fueron autómatas con aquella casaca verde de que el difunto duque se burlaba; hubo en el palacio siempre convidados; pero no eran los labradores del contorno, sino señores muy serios poco llanos también.

Ramón apenas salía de su pabellón de allí arriba al extremo del parque; se dio por confinado, sobre todo desde que se le advirtió que su cargo de jardinero sería en adelante honorario, si bien seguiría cobrando su sueldo, pero sin ejercicio de funciones. Don Diego atendería a su vejez con todos los cuidados que merecía. No le faltaría más que la confianza de antaño. No se quejó; cambió de vida; fue el más respetuoso, el más estirado, el menos comunicativo de la servidumbre. Aceptó su suerte, y sin vergüenza comió agradecido el pan que se le daba por los servicios de toda una vida. Sin embargo, en un rincón de la huerta trabajaba lo que podía, casi siempre solo.

Los duques iban y venían; vivían en Candelario parte del verano y todo el otoño. En toda la temporada Ramón veía a su don Diego del alma dos o tres veces. Llegaban a él, como rumores lejanos, ecos de las borrascas domésticas, ecos conducidos por aquellos criados de librea verde, tan tiesos, tan finos, tan respetuosos. Ramón sentía lágrimas en los ojos cuando oía aquellos chismes de lacayos, en que las tragedias domésticas se tomaban como sainetes por la servidumbre, que se vengaba así, a escondidas, de su humillación constante… «El señorito no era feliz!» pensaba en sus soledades en el Pabellón de la Glorieta. ¡Pero Dios le librara de decirle una palabra de consuelo!

Una tarde le vio acercarse a la Glorieta, solo, taciturno, con el terrible ceño fruncido. Ramón estaba sentado en un banco rústico, descansando de la faena, para él cada día más fatigosa de regar las legumbres. Pasó el duque a su lado, cabizbajo; Ramón se puso en pie, en el pie que tenía, y llevó la mano única a la frente para hacer el ademán de descubrirse, aunque no traía nada en la cabeza. El duque le vio; le miró con repentina dulzura; le puso una mano sobre el hombro; pero al notar que al criado, al Torso, se le llenaban los ojos de agua y de preguntas, y temiendo que rompiera a hablar como no debía, en vez de permitirle preguntar por las penas del amo, le dejó frío con un gesto, y le dijo:

—¿Qué tal ese reuma?

—El médico dice que acabaré por perder el uso de este otro brazo —y con el muñón del que le faltaba procuraba señalar el que tenía—. Y yo creo que lleva razón el médico, porque me pesa como un plomo. Pero lo peor no es eso: es que la pierna… mía se empeña en pedir el canuto, y no hay otra en la reserva.

—Ya sabes que nunca te faltará nada.

Y el señorito, el que un día jugaba saltando sobre aquella pierna que a Ramón se le moría, cansada de trabajar sola, siguió adelante, hundida el alma otra vez en sus pesadumbres, y la cabeza inclinada hacia la tierra de sus dominios, que no les daba una respuesta a las dudas infamantes de sus airados celos, a las sospechas de su honor.

* * *

Después de cien borrascas de la vida, el duque, solo, separado de su duquesa, cuya perfidia supo de modo cierto; sin hijos, sin amor a nada del mundo, sin amigos verdaderos, como la mayor parte de los hombres, se retiró a sus dominios de Candelario, como al abrigo de una ensenada en una isla desierta. No era un puerto familiar donde le aguardaran los suyos; era un abrigo en tierra inhospitalaria. El mundo era ya para él la isla desierta; en Candelario vivía con hombre de cariño, de fe, de ilusiones; pero sin luchar con las olas. En calma terrible; de cementerio. Pero también entre cementerios, el afecto escoge. En su palacio había la corrección de siempre; los criados, siempre de verde, saludaban inclinándose hasta el suelo; el servicio era solícito, esmerado; nada faltaba al duque; su cuerpo era servido como por las manos volanderas de los castillos encantados. Pero le sobraba una cosa: la discreción absoluta de su gente; los criados, según antigua costumbre, por disciplinaria tradición, miraban en el duque al ser superior, feliz y sin flaquezas, por decreto divino, por privilegio de la sangre y la grandeza; suponer al amo necesitado de consuelo, de ayuda, pidiendo y solicitando, con la mirada a lo menos, amparo, calor del corazón, era absurdo, una irreverencia. Ningún criado de aquellos, ni el más sinceramente fiel, creía que entraba en el cuadro de sus obligaciones tener lástima del señor, pararse a pensar en qué podía estar triste en aquella soledad espantosa.

En cuanto a los campesinos dependientes de la casa, ya hacía muchos años que habían olvidado el camino del palacio, a lo menos el de las habitaciones del amo. El duque nuevo era una abstracción para ellos; su señorío un concepto de derecho, no un poder representado en una forma conocida.

Don Diego envejecía de dolor, de hastío, de soledad; a solas con su grandeza, se sentía como un rey Midas del linaje y de la etiqueta: todo lo que tocaba se le convertía en frío respeto.

La debilidad de sus achaques, que empezaron pronto, le tenía nervioso; empezó a aborrecer a sus siervos voluntarios, porque no adivinaban lo que ahora necesitaba, que era afecto, trato humano, pero no de humanidad humillada, servil. Llegó a hacer la corte a sus palaciegos; a procurar, de modo indirecto, adulándolos, como podía, sin abdicar, sonsacarles algo más que el servicio exacto, cumplido con ceremoniosa perfección. Fue en vano; nadie sospechaba lo que quería. Estaba entre muebles y semovientes: no entre hombres. Los árboles del Parque, inclinados, a su paso, por la brisa, le saludaban; lo mismo hacían los criados; pasaba el amo y se inclinaban como los árboles.

Cerca del anochecer, cierto día, el duque llegó hasta el extremo del Parque; alzó la cabeza al verse junto al pabellón solitario de la Glorieta. Allí dentro, como enterrado en vida, estaba Ramón, que no acababa de morir; olvidado de todos menos de un mozalbete encargado de su servicio. El veterano había ido perdiendo terreno, pero no quería abandonar la casa de que había sido perro fiel; no quería morir. El señorito no le visitaba nunca. Pasaba el día sentado en un sofá de paja, haciendo solitarios con naipes viejos, sobre una mesa de mármol, con grandes esfuerzos de la mano única que movía apenas, para la cual cada naipe, sobado y lleno de dobleces, pesaba como una losa. La pierna de carne se había hecho de palo también; no se movía. Los ojos eran centellas, pero los oídos tapias: todo le sonaba a Ramón a ruido del bosque que tenía a la espalda. Como no oía, apenas quería hablar, para no decírselo él todo. Además, casi nunca tenía con quién.

Le dominaba una idea. «¿Qué haría, cómo lo pasaría el señorito allá abajo?».

Don Diego vaciló… pero no pudo contenerse. El alma le hizo dar unos pasos más y penetrar en la triste vivienda del desterrado, del confinado, del enterrado en vida, del tronco arrinconado, como mueble vetusto y noble; del Torso de carne y hueso.

El Torso, al ver al amo frente a sí, quiso incorporarse, pero no pudo. Levantó un poco la mano, que no llegó a la cabeza. Saludó con ponerse rojo de respeto y de dicha. ¡Qué santo orgullo el suyo! ¡El señorito venía a verle a su sepulcro!

El duque le puso la mano sobre el hombro; se sentó a su lado en el sofá de paja.

—¿Qué solitario es ese? —preguntó por señas.

—El de los reyes.

—¿Te lo enseñó mi padre? —volvió a decir don Diego también con gestos, señalando con la mano, que sacudió dos veces, allá hacia las nubes, hacia los cielos…

—Sí; el señor duque —contestó Ramón, moviendo el muñón del brazo perdido, también hacia arriba.

—El señor duque… que de Dios goza —repitió el Torso, que no pudo contener dos lágrimas pobres, muy delgadas.

Y el amo tampoco pudo, ni tal vez quiso reprimirse; y, dejando caer la cabeza sobre el hombro de Ramón, abrazando al Torso, lloró en silencio, en abundancia, como idólatra que se reconcilia con su fetiche, y le cuenta al tronco inerte, dios de los lares, las penas íntimas que no le importan al mundo.

Cristales

Si el alma un cristal tuviera…

Mi amigo Cristóbal siempre estaba triste… no, no es esa la palabra; era aquello una frialdad, una indiferencia, una abstinencia de toda emoción fuerte, confiada, entusiástica… No sé cómo explicarlo… Hacía daño la vida junto a él. Sus ojos, de un azul muy claro y de pupilas muy brillantes, brillantes desde una obscuridad misteriosa y preguntona, parecían el doctor Pedro Recio de toda expansión, de toda admiración, de todo optimismo; amar, admirar, confiar, en presencia de aquellos ojos, era imposible; a todo oponían el veto del desencanto previo. Y lo peor era que todo lo decían con modestia, casi con temor; la mirada de Cristóbal era humilde, jamás prolongada. Podría decirse que destilaba hielo y echaba a correr.

¿Por qué era así Cristóbal, por qué miraba así? Un día lo supe por casualidad.

* * *

—«El mejor amigo, un duro» —dijo delante de nosotros no sé quién.

—Me irritan —dije a Cristóbal en cuanto quedamos solos— me irritan estos vanos aforismos de la falsa sabiduría escéptica, plebeya y superficial; creo que el mundo debe gran parte de sus tristezas morales a este grosero y limitado positivismo callejero que con un refrán mata un ideal…

—Sin embargo —dijeron a su modo los ojos de Cristóbal, y sus labios sonrieron y por fin rompieron a hablar:

—Un duro… no será gran amigo; pero acaso no hay otro mejor.

Otros lloran la perfidia de una mujer… Yo me había enamorado de la amistad; había nacido para ella. Encontré un amigo en la adolescencia; partimos el pan del entusiasmo, el maná de la fe en el porvenir. Juntos emprendimos la conquista del ensueño. Cuando la bufera infernal del desengaño nos azotó el rostro, no separamos nuestras manos que se estrechaban; como a Paolo y Francesca, abrazados nos arrebató el viento… Los dos vivíamos para el arte, para la poesía, para la meditación; pero yo era autor dramático, y él no. Menos el don del teatro, que niega Zola, tal vez porque no lo tiene, todo lo dividíamos Fernando y yo. Nuestra gloria y nuestro dinero eran bienes comunes para los dos. El mundo, con su opinión autoritaria, vino a sancionar estos lazos; se nos consideró unidos por una cadena de hierro inquebrantable. Así sea, dijimos. Y en nuestro espíritu nació uno de esos dogmas cerrados en falso conque la humanidad se engaña tantas veces.

Yo había notado que Fernando era muy egoísta; de la terrible clase de los inconscientes; era egoísta como rumia el rumiante: tenía el estómago así. Pero había notado también que yo, aunque más refinado y lleno de complicaciones, era otro egoísta. «¿Cómo puede vivir nuestra amistad entre estos egoísmos? Vive en su atmósfera», pensaba yo; observando que mi amigo tenía vanidad por mí, preocupaciones, antipatías y odios por mí. Yo también me sentía ofendido cuando otros censuraban a Fernando; este derecho de encontrarle defectos me lo reservaba; pero no veía en ello malicia, porque también, y con cierta voluptuosidad, examinaba yo mis propias máculas y deficiencias, creyéndome humilde. Uno de los disfraces que el diablo se pone con más gusto para sus tentaciones, es el de santo.

* * *

Cierta noche se estrenó un drama mío; era de esos en que se rompen moldes y se apura la paciencia del público adocenado, pero no tan malévolo como supone el autor. En resumidas cuentas, y desde el punto de vista del mundanal ruido, el éxito fue un descalabro. Una minoría tan selecta como poco numerosa me defendía con paradojas insostenibles, con hipérboles que equivalían a subirme en vilo por los aires, para dejarme caer y aplastarme. En el saloncillo bramaba una verdadera tempestad crítica. La fórmula era darme la enhorabuena, pero con las de Caín. En cuanto yo daba la vuelta, se discutía el género, la tendencia, y por último, se me desollaba a mí. Entonces acudían los amigos; me ensalzaban a mí y le echaban una mano protectora al género, a la tendencia. Yo recibía los parabienes con cara de Pascua, pero en calidad de cordero protagonista.

Lo que nadie decía, pero lo que pensaba, era esto: «La culpa no es del género, no es de los moldes nuevos, es del repostero este, es del ingenio mezquino que se ha metido en moldes de once varas. Se ha equivocado. Esta es la fija. Se ha equivocado».

Así pensaban los enemigos; y aun lo insinuaban, atacándome de soslayo. Y así pensaban los amigos, defendiéndome de frente e insinuándolo más con esta franca defensa.

¿Y Fernando? Fernando me defendía casi a puñetazos. En poco estuvo que no tuviese dos o tres lances personales. Yo le oía de lejos; no le veía.

Él no pensaba que yo le oía. Su defensa, apasionada, furiosa, era ingenua, leal. ¡Qué entusiasmo el suyo! Era ordinariamente moderado, casi frío; pero aquella noche, ¡qué exaltación!

—Le ciega la amistad —se oía por todos los rincones.

¡Qué no me hubiera cegado aquella noche a mí!

Como se recogen los restos gloriosos de una bandera salvada en una derrota, Fernando me recogió a mí, me sacó del teatro y me llevó a nuestra tertulia, de última hora, en un gabinete reservado de un café elegante.

Al entrar allí me fijé, por primera vez en aquella noche, en el rostro de mi amigo que vi reflejado en un espejo. Sentí un escalofrío. Me atreví a mirarle a él cara a cara. Y en efecto, estaba como su imagen. Aún había en el amigo no sé qué de pasión que no había en el espejo. Estaba radiante. En sus ojos brillaba la dicha suprema con rayos que sólo son de la dicha, que no cabe confundir con otros. Fernando, muy diferente de mí en esto, era un amador de mucha fuerza y de buena suerte; para él la mujer era lo que para mí la amistad: su buena fortuna en galanteos le hacía feliz. Su rostro, generalmente frío, soso, de poca expresión, se animaba con destellos diabólicos, de pasión intensa, cuando conseguía su amor propio grandes triunfos de amor ajeno. Pero tan hermosamente transfigurado por las emociones fuertes y placenteras, como le vi aquella noche, en aquel gabinete del café, no le había visto ni siquiera en la ocasión solemne en que vino a pedirme que le dejara solo en casa con su conquista más preciosa: la mujer de un amigo.

Mientras cenábamos, me fijé en los ojos de Fernando. Allí se concentraba la cifra del misterio. Allí se leía, como del enigma: «¡Felicidad! ¡La mayor felicidad que cabe en este cuerpo y en este espíritu de artista, de egoísta, de hombre sin fe, sin vínculos fuertes con el deber y el sacrificio!».

¡Si el alma un cristal tuviera!… ¡Oh! ¡Sí; lo tenía! Yo leía en el alma de Fernando, a través de sus ojos, como en un libro de psicología moderna, como en páginas de Bourget.

Fernando era feliz aquella noche de una manera feroz; sin saberlo, sí, como las fieras. Sabía él por experiencia propia, que la quinta esencia del sentimiento de un artista, de lo que este cree su corazón, tal vez porque no tiene otro mejor, y no es más que una burbuja delicada y finísima, un coágulo de vanidad enferma, estaba padeciendo dentro de mí dolores indecibles; sabía que el público y los falsos amigos me habían dado tormento en la flor del alma artificiosa del poeta… pero no sabía que él, su vanidad, su egoísmo, su envidia, se estaban dando un banquete de chacales con los despojos del pobre orgullo mío triturado.

¡Qué luz mística, del misticismo infernal de las pasiones fuertes, pero mundanas, en sus ojos! ¡Cómo se quedaba en éxtasis de placer, sin sospecharlo! ¡y qué decidor, qué generoso, qué expansivo! Lo amaba todo aquella noche. Hubiera sido caritativo hasta el heroísmo. Su dicha de egoísta le inspiraba este espejismo de abnegación. Sin duda creía que el mundo seguía siendo él. Oía las armonías de los astros. Y para mí, ¡qué cuidados, qué atenciones! ¡Qué hermano tenía en él! Se hubiera batido, puedo jurarlo, por mi fama. ¡Y el infeliz, sin sospechar siquiera que estaba gozando una dicha de salvaje civilizado, de carnívoro espiritual, y que esta dicha se alimentaba con sangre de mi alma, con el meollo de mis huesos duros de vanidoso incurable, de escritor de oficio!

Aquel espectáculo que me irritó al principio, que fue supremamente doloroso, fue convirtiéndose poco a poco en melancólica voluptuosidad. El examen, lleno de amargura, del alma de Fernando, que yo veía en sus ojos, se fue trocando en interesante labor finísima; no tardó mi vanidad, tan herida, en rehacerse con el placer íntimo, recóndito, de analizar aquella miseria ajena. ¡Cuánta filosofía en pocos minutos! A los postres de la tal cena, en que el único apóstol comensal era un Judas, sin saberlo, a los postres, ya recordaba yo mi obrita del teatro como una desgracia lejana, de poética perspectiva. Mi descalabro, el martirio oculto de mi amor propio, la perfidia de los falsos amigos y compañeros, todo eso quedaba allá, confundido con la común miseria humana, entre las lacerías fatales necesarias de la vida… En mi cerebro, como un sol de justicia, brillaba mi resignación, mi frío análisis del alma ajena, mi honda filosofía, ni pesimista ni optimista, que no otorga a los datos históricos, al fin empíricos, siempre pocos, más valor del que tienen… Y lo que más me confortó fue el sentimiento íntimo de que el dolor intenso que me producía la traición inconsciente de Fernando, no me inspiraba odio para él, ni siquiera desprecio, sino lástima cariñosa. «Le perdonaba, porque no sabía lo que hacía».

«Mi dogma, la amistad, me dije, no se derrumba esta noche como mi pobre drama: Fernando no me quiere de veras, no es mi amigo, ¿y qué? lo seré yo suyo, le querré yo a él. Su amistad no existía, la mía sí».

* * *

En tal estado, llegué a mi casa. Entré en mi cuarto. Comencé a desvestirme, siempre con la imagen de Fernando radiante de dicha íntima, apasionada, ante los ojos de la fantasía. Mi espíritu nadaba en la felicidad austera de la conciencia satisfecha, de la superioridad racional, mística, del alma resignada y humilde… ¡Qué importaba el drama, qué importaba la vanidad, qué importaba todo lo mundano… qué importaba la feroz envidia satisfecha del que se creía amigo!.. Lo serio, lo importante, lo noble, lo grande, lo eterno, era la satisfacción propia, el estar contento de sí mismo, elevarse sobre el vulgo, sobre las tristes pasiones de Fernando… Antes de apagar la luz del lavabo me vi en el espejo. ¡Vi mis ojos! ¡Oh, mis ojos! ¡Qué expresión la suya! ¡Qué cristales! ¡Qué orgullo infinito! ¡Qué dicha satánica! Yo estaba pálido, pero, ¡qué ojos! ¡Qué hoguera de vanidad, de egoísmo! Allí dentro ardía Fernando, reducido a polvo vil… Era una pobre víctima ante el altar de mi orgullo… de mi orgullo, infierno abreviado. ¿Y la amistad? ¿La mía? ¡Ay! Detrás de los cristales de mis ojos yo no vi ningún ángel, como la amistad lo sería si existiese; sólo vi demonios; y yo, el autor del drama, era el diablo mayor… tal vez por razón de perspectiva…

Don Urbano

Se hizo superior el año sesenta, en Julio, el día del eclipse. Por cierto que, dice él, muy orgulloso sin saber por qué, por cierto que hubo que suspender el ejercicio, porque no se veía, y el tribunal discutió si se traerían luces o no se traerían. El año sesenta y cinco, la Unión liberal, dice él también, me dio la escuela de párvulos; y lo dice de un modo que da a entender que no le pesará si alguien llega a creer que el mismo O'Donnell en persona vino al pueblo a darle la escuela de párvulos, a él, a don Urbano Villanueva.

Por lo demás, no crean ustedes que es fatuo, ni que tiene grandes aspiraciones políticas; su vanidad se reduce a eso, a encontrar una misteriosa relación entre el acto solemne de hacerse el maestro superior, y el famoso eclipse de sol del año sesenta… Con esto, u con suponer a la Unión liberal interesada en otorgarle la escuela de párvulos, se da por satisfecho su egoísmo. En todo lo demás es altruista; su existencia estuvo por mucho tiempo consagrada… no al prójimo sino a los árboles y a los edificios, principalmente a los árboles, sin que tampoco despreciase los arbustos, siempre y cuando que se tratara de los que son propiedad del concejo. En un principio, cuando la Unión liberal le dio la escuela, creyó que su vocación consistía en renovar el sistema de educación de los infantes, y hasta llegó en su audacia a imaginar una especie de reloj gráfico intuitivo, para que los niños de teta mamaran nada más a las horas debidas. Su idea era facilitar el desarrollo de las facultades físicas y anímicas de los niños llorones, dejándolo todo a la espontaneidad de la naturaleza… metódicamente enderezada. Los niños eran tiernas plantas. (De esta metáfora nació la afición de don Urbano al arbolado público). La savia natural, decía, se encarga de hacerlos física e intelectualmente; yo todo lo dejo a la intuición y al aire libre… pero… pero

árbol que crece torcido
tarde su tronco endereza,
pues hace naturaleza
del vicio con que ha nacido.

Y es necesario que el árbol crezca derecho mediante el método racional—intuitivo. Por lo cual, don Urbano, en un principio, trató s los niños, física y moralmente, como si fueran sistemas de poleas, enredándolos en una porción de correas… físicas y morales también. Para enseñarles a poner bien la pluma, les ataba los dedos con balduque, y después les decía: «Ea; ahora, allá vosotros; escribid con toda libertad». Era muy partidario de la libertad… con correas. Creía firmemente en el crecimiento espontáneo; pero la dirección del crecimiento era cosa de él, de don Urbano; lo cual demostraba con un análisis etimológico de las palabras pedagogo, método, ortografía, ortología, ortopedia, ortodoxo, y otras como estas últimas, en que entraba por mucho la idea de rectitud; rectitud que conseguía él por medio de rodrigones y ligaduras. «Señores», solía exclamar dirigiéndose a los párvulos que le había entregado la Unión liberal; «señores, tienen ustedes que desengañarse; así como

Dios el bravo mar enfrena
con muro de leve arena,

es necesario que el buen pedagogo, esto es, director de niños, enfrene las malas pasiones de ustedes y los extravíos psicofísicos propios de la edad por que ustedes atraviesan, no con muros de arena, sino con una de arena… y otra de cal, es decir, por las dulces y por las agrias, por aquello de que, entre col y col, lechuga. Mucho recreo, mucha expansión al aire libre… pero todo con método, con orden, con medida; ya lo dijo la Sabiduría: omnia in mensura, in numero, in pondere disposuisti. El aire libre, el libre ambiente es cosa muy recomendable… pero con medida. ¡Oh, si hubiera contadores de aire como los hay para el agua y para el gas! Señores, yo lo confieso, cada vez que veo una cuerda me enternezco y bendigo a la naturaleza que la ha criado, o por lo menos ha criado la primera materia que la industria aprovecha para hacer cuerda. ¡Una cuerda! ¿No ven ustedes en ella el símbolo de la sociedad?». Y callaba un momento D. Urbano, para hacer con toda intensidad una pausa, que él tenía como recurso retórico muy socorrido. En las comedias románticas de la época leía él muchas veces la palabra pausa, entre paréntesis, y le causaba siempre excelente efecto. Pues bueno, en sus discursos de la escuela hacía pausas, particularmente cuando cometía la figura de interrogación; y también le gustaba mucho cometer figuras, y atreverse con las licencias que le permitían, en cierta medida, la gramática de la Academia y la retórica de Terradillos. Cada vez que decía: Lo he visto con mis propios ojos, se quedaba muy hueco y se tenía por un pillín, temerario como él sólo en materia de pleonasmos. Y el infeliz, que no había roto un plato en su vida, tenía remordimientos gramaticales, y a media noche despertaba diciéndose: «Se me figura que ayer, en aquella solicitud a la Junta provincial de Instrucción pública… he abusado de las sinalefas». Porque es de advertir que D. Urbano escribía estas solicitudes en verso, aunque disimulado por la forma de los renglones; era verso libre; siempre endecasílabos u octosílabos, muy bien medidos (¡la dicha de medir!) por los dedos, pero como no caían en copla, la Junta de Instrucción pública no caía en la cuenta, y tomaba por prosa la poesía.

Si D. Urbano escribía así, no era por faltar al respeto a los señores vocales, sino por el gusto de medirlo todo. «Mida usted sus palabras», quería decir para él: «hable usted en verso». ¡El verso, el metro! ¿ven ustedes? decía D. Urbano a sus párvulos; el metro es la poesía y el metro es la medida; luego la medida es la poesía, porque dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.

Volviendo a lo de la cuerda, después de hacer aquella pausa para dar tiempo a los chicos a contestarle algo, si se les ocurría alguna objeción, cosa inverosímil, D. Urbano proseguía:

—Sí, señores; la cuerda es el símbolo de la sociedad, porque la sociedad es un vínculo de derecho, vinculum juris, un lazo, algo que ata; y ¿con qué se hacen los lazos, las lazadas y los nudos? Con cuerda. Además, la cuerda no sólo es materia del lazo social, del vínculo, sino sanción para impedir o castigar las transgresiones, y de aquí el trato de cuerda, los azotes, las disciplinas. Esto, elevado a institución religiosa, es el cilicio, la cuerda del mendicante. Si de estas regiones místicas descendemos a los intereses materiales, tenemos que sin cuerda no habría ciudades ni propiedad rústica bien deslindada; porque con la cuerda de la plomada construimos los sólidos edificios, para que obedezcan a las leyes arquitectónicas y den a la vertical lo que es suyo; con las cuerdas determinamos las rasantes de las calles, alineamos las arboledas municipales, lugares de recreo, trazamos los caminos a través de la tierra, y por último, medimos las heredades y las distinguimos y separamos con sus linderos correspondientes, en digno tributo a la divinidad del dios Terminus. Por eso, señores, lejos de quejarse, deben ustedes dar gracias a Dios, que crió el cáñamo, cuando yo les ato la mano a la pluma o les ato ambas manos a la espalda para corregir sus desafueros, y enseñarles, por el sistema preventivo, lo que es la pena del galeote y del presidiario que va a purgar su delito atado codo con codo; y como la educación debe ser integral, y ustedes deben ir creándose hábitos para toda clase de finalidad racional; como cabe en lo racional que algunos de ustedes acaben en un presidio, bueno es que sepan de todo y aprendan por experiencia propia cómo las gasta la vindicta pública para reprimir los excesos de la libertad en los ciudadanos.

Porque sí, señores míos; a propio intento, y como manda la retórica, he dejado lo de más efecto para lo último en esta apología de la cuerda; la forma sublime de la cuerda es la cuerda de presidiarios, porque esta es la que sirve para garantía del orden, para sujetar el mal y dejar libre el bien; y aun si quisiera remontarme más a la suprema expresión de la cuerda simbólica, representaría ante la pasmada fantasía de ustedes la imagen de una horca, en la que el papel principal lo representa una cuerda; una cuerda con un nudo, siquiera sea corredizo; para demostrar que al que huyó del lazo del vínculo social, este lazo, este nudo se le aprieta al cuello».

Y D. Urbano enjugaba el sudor de la frente con un pañuelo de hierbas.

Pero ¡ay! Fueron en vano sus discursos. Los párvulos no le comprendían. Cambió de escuela, trató de enderezar a mocosos más talladitos, y peor. —¡Peor, gritaba él: la cera está fría, ya no es cera, es hierro; y esto es machacar en hierro frío!—. No había remedio; la humanidad se torcía; no había rodrigones que bastaran; todo el esparto y todo el cáñamo del mundo no eran suficientes para guiar por el buen camino, ni la letra ni el espíritu de la infancia. El corazón del niño, como los perfiles de su pluma, iban de mal en peor.

Fue inútil que D. Urbano inventase varias máquinas de madera y cuerda, todas mecánico—intuitivas, como las llamaba él, para corregir los defectos de la humanidad pueril. Los chicos seguían siendo el diablo.

Por fin, cansado de luchar, dejó la enseñanza, y procuró conquistar una plaza de delineante al lado del arquitecto municipal.

Ya que los hombres no se dejaban alinear, alinearía casas. ¡Oh, la santa simetría! Su Biblia, en adelante, fueron las ordenanzas municipales, que tan sabias disposiciones contenían para impedir las demasías arquitectónicas de los vecinos.

D. Urbano se convirtió en un verdadero familiar de aquella inquisición de policía urbana. Era un espía del alcalde, y le denunciaba los abusos de la vecindad que abría una puerta a la calle, ensanchaba un hueco o cambiaba la disposición de una tapia.

Acudía a las sesiones del ayuntamiento, ávido siempre de denunciar abusos de este género a los concejales celosos.

Lo que más le preocupaba eran los áticos y las rasantes. «¡Que Fulano Gómez ha sacado un ático sobre el segundo piso! ¡Fuego en él! ¡Embargo! ¡Que Zutano Pérez no sigue la rasante de la calle Tal en su casa nueva! ¡Multa y embargo!

La gente empezó a murmurar. Todos decían:

—Pero ¡qué mala intención tiene el maestro de párvulos! ¿Qué le importará a él que una casa sea más alta que otra, o que avance más o menos hacia el arroyo?

¡Mala intención! No, señor; era amor de la medida, del orden, de la plomada y del nivel, de la simetría, de la línea recta. Y no cejaba en su empeño. Si en el Ayuntamiento no le hacían caso, se iba a los periódicos, y procuraba deslizar una gacetilla que se titulaba, por ejemplo, (con letras gordas):

¡Alinear por la derecha!

Era gran amigo de la expropiación forzosa, y con tal de evitar un martillo (su pesadilla) en la vía pública, hubiera derribado la casa paterna, aunque tuviese que pasar por el ombligo de cualquiera de sus mayores. Línea recta, y caiga el que caiga. Era un anarquista de la rasante. ¡La rrrasante! como él decía con énfasis nivelador.

Pero también tuvo que renunciar a la policía urbana, a la belleza del orden municipal de los edificios; calles, casas con ático, rasantes y demás ensueños, se convirtieron en desengaños; la intriga, el favor, el caciquismo, pudieron más que él; sólo consiguió perder el destino. Los amigos del alcalde, ya se veía, podían construir en mitad del arroyo, y levantar las siete colinas de Roma sobre la rasante de la calle. Las ordenanzas eran un papel mojado. No podía haber calles derechas. Le pasaba a la ciudad lo que al ciudadano, se torcía por naturaleza.

Ni los hombres, ni las casas, se sujetaban al orden, a la rectitud.

Sus ilusiones se refugiaron en el arbolado. Prefería los plantíos nuevos: de los árboles seculares que mandaban respetar los gacetilleros, se reía él. Los árboles viejos solían ser irregulares, retorcidos, llenos de nudos y verrugas; ¡claro! Habían crecido sin rodrigones, sin orden,

y árbol que crece torcido
tarde su tronco endereza…

¡abajo los árboles seculares! y nada de sensiblería… Alamedas nuevas, y vamos andando. Calles de chopos muy derechitos en filas muy derechas… eso es el progreso, esa es la hermosura… Pero los árboles nuevos se secaban, se morían, o no se plantaban siquiera, y sólo aparecían en las cuentas municipales. ¡La comisión de arbolado se comía en dinero los ejemplares más ricos de esperanzas!

Don Urbano abandonó la ciudad a su destino de corrupción, de libertinaje y desorden. Madrugaba mucho y salía al campo y no volvía hasta la noche. ¿Qué hacía? En la estación correspondiente se extasiaba viendo a las yuntas abrir la tierra con el brillante colmillo del arado. Aquellas líneas rectas que los pacienzudos bueyes iban trazando en la madre tierra, como quien borda, le encantaban. El instinto los guiaba, porque el arador era más buey que ellos, en concepto de don Urbano, que aborrecía ya a la humanidad. Si a veces el surco se desviaba un poco de la marcha conveniente, don Urbano gritaba en tono de jovial reprensión:

¡Ay, ay, que surco tan torcido ha hecho!

y no se sabe si este verso del fabulista lo aplicaba al labrador, o a la yunta.

Con esta costumbre de salir tan temprano a la aldea, y no volver hasta la noche, fue adquiriendo aspecto montaraz; no se afeitaba ni cortaba el pelo. Un día se lo advirtió un rapabarbas de las afueras.

—¡Pero don Urbano! ¿Usted no tiene espejo en casa?

—¿Por qué lo dices?

—Porque esa cabeza necesita una buena poda.

Don Urbano sintió vergüenza. ¡Nosce te ipsum! pensó, mientras se miraba en aquel espejo que le presentó el barbero.

¡Él, que tanto aborrecía el desorden, el crecimiento sin medida ni simetría, tenía la cara y la cabeza como una selva virgen!

Desde aquel día dio una importancia excepcional al arte de la peluquería, y empezó a reconciliarse con la humanidad barbuda.

Notó que había muchos hombres que acudían con sistemática frecuencia a que les hicieran la barba y les cortaran el pelo. Todas aquellas almas torcidas, que habían rechazado la cuerda y el rodrigón para el propio crecimiento, se sometían humildes a las tijeras y a la navaja niveladora del peluquero.

Desde entonces, don Urbano, menos adusto y siempre muy afeitado, frecuentó las peluquerías más acreditadas.

Y se pasa hoy las horas muertas viendo a los maestros y a los oficiales servir a los parroquianos, y sigue con atención casi mística el subir y bajar de las tijeras por el cuero cabelludo del prójimo.

Y su mayor delicia es poder decirle a cualquiera que se ha servido, mientras este se sacude los pelos que le pican, decirle sonriendo…

—Está usted perfectamente… No le han dejado ninguna escalera.

El frío del Papa

Decía el periódico: «No es cierto que Su Santidad León XIII esté enfermo. Su salud se mantiene firme; pero no hay que olvidar que es la salud de un anciano, de un anciano cuyo espíritu ha trabajado y trabaja mucho. Está débil, sin duda; pero no se ha de juzgar por las apariencias de lo que es capaz de resistir aquel temperamento; detrás de aquella delicadeza, de aquel palidísimo color, de aquellos músculos sutiles, hay un vigor, una resistencia vital que no puede sospechar el que le ve y no conoce su fibra. Los catarros le molestan a menudo. Su gran batalla es con el frío. En sus habitaciones no se enciende lumbre; pero después que se acuesta necesita sobre su cuerpo flaco mucho abrigo. Parece imposible que aquellos miembros tan débiles resistan el peso de tanta ropa como hay que echarles encima».

Interrumpió Aurelio —marco, exfilósofo, la lectura que le había llenado de lágrimas los ojos, y el espíritu de ideas y de imágenes.

Era la noche del 5 de Enero, víspera de Reyes. En su pueblo, donde Aurelio se había refugiado después de recorrer gran parte del mundo, todavía se consagraba aquella noche a la inocente comedia mística, tradicional, de ir a esperar lo Reyes; ni más ni menos que en su tiempo, cuando él era niño, y seguía por calles y plazas y carreteras, a la luz de las pestíferas antorchas, a los pobres músicos de la murga municipal, disfrazados, con trapos de colorines y tristes preseas de talco, de Reyes Magos, reyes melancólicos con cara de hambrientos.

A lo lejos, allá en la calle, se oía la inarmónica elegía de un clarinete desafinado que se alejaba con su tristeza…

«¡El Papa tiene frío!» pensó Aurelio. Y la ternura de un símbolo de inefable misterio doloroso le anegó el alma en visiones mezcladas de agudas ideas luminosas.

Sus recuerdos de otras noches de Reyes, el clarinete que se alejaba, la noticia que acababa de leer, le devolvían, por lo que atañe al sentir, a la fe de su poética infancia, de su tormentosa adolescencia… La verdad estática de la leyenda sublime, única, le penetraba el corazón; y por él pasaba algo muy semejante a lo que el Fausto de Goethe sentía al escuchar las campanas que tocaban a Gloria y los cánticos populares de Pascua:

(«Erinn'rung halt mich nun, mit kindlichem Gefühle, etc… ».)

(¡Tal recuerdo reanima en mi corazón los sentimientos de la niñez… y me vuelve a la vida. ¡Oh! que os oiga otra vez, cánticos celestiales; ha corrido una lágrima, la tierra me reconquista».)

Aurelio Marco llegaba a la vejez y su espíritu necesitaba un báculo; tenía canas en el pensamiento de nieve: huyendo de pretendida ciencia positiva, que niega y profana lo que no explica, había vuelto, no a la confesión dogmática de sus mayores, pero sí al amor y al respeto de la tradición cristiana: no entraba en el templo por no profanarlo, se quedaba a la puerta, aterido. Asistía al culto por fuera, contemplando la austera y dulce arquitectura de la torre gótica, himno de la sincera piedad musical, inefable… Mas tales sentimientos, tales ideas de lo que llamaba él el buen sentido religioso, no le calentaban el corazón, como en su juventud borrascosa, borrascosa por dentro, se lo calentaban hasta abrasarlo loe relámpagos de la fe poética, expectante, personal, originalísima, que brillaba a veces entre las tinieblas de sus dudas y negaciones.

—Ahora —pensaba— sentía mejor, más sinceramente, con más prudencia, con más caridad para las ideas contrarias; se acercaba, sin duda, al justo medio, a la sabia parsimonia… ¡pero qué frío!

—También tenía frío el Papa; un frío que le llegaría a los huesos.

* * *

Aurelio Marco se puso en pie de repente, como para sacudir las ideas; se quedó mirando, sin verla, la luz de su lámpara, roja detrás del cristal de color de leche; hizo un gesto singular con los labios, que chocaron con fuerza y ruido, como dando un beso a la adversidad y a la resignación a un tiempo, y llevando ambas manos a la frente, cual si buscara un medio artificial, mecánico, para pensar como quería, se dijo casi casi como quien se vuelve a una divinidad que se imagina en el cenit, no muy lejos:

—¡Oh! ¡Si yo pudiera… aunque fuese soñando, volver a creer esto mismo que ahora siento… y no creo! ¿Por qué en mí la poesía y el amor son creyentes, y no lo es la inteligencia? Si me viera por dentro, ¿vería en mí la Iglesia un enemigo? ¡Ah! Debiera ser yo para ella, como tantos otros, un enfermo, pero un enfermo suyo. ¿Qué tengo yo que ver con el Papa? Y, sin embargo, ¡qué, escalofríos me da el frío del Papa! Todo un símbolo tierno y melancólico…

Volvió a sentarse Aurelio Marco en su sillón de cuero, y creyendo oír todavía, a lo lejos, los ayes del clarinete del rey Baltasar, inclinada la cabeza, se quedó dormido.

Había vuelto a los siete años; le llevaba una garrida moza del pueblo, de la mano, corriendo, corriendo, haciéndole volar, tocando apenas con los delicados pies el polvo de la carretera; su melena flotante batía sobre sus hombros como unas alas, y le infundía como un soplo en la nuca.

Era de noche, una noche muy clara, helada, de estrellas que parecían acabadas de lavar. La carretera, bien la conocía, era la de Castilla, la de Madrid, la del ancho mundo, la de los ensueños ambiciosos… por allí se iba a la dicha misteriosa, vaga, pero segura. Y, sin embargo, mirando mejor a los lados, desconocía el camino. A derecha o izquierda edificios sin cuento, todos tristes, solemnes, de piedra; todos sepulcros: aquella inmensa mole parecía el gran monumento fúnebre de Cecilia Metela… Aquella era la carretera de Castilla, y era, además, algo así como la Vía Apia.

—¿Adónde vamos? ¿Adónde va tanta gente? ¡A esperar los Reyes!

En el corazón y en el pensamiento de Aurelio había los anhelos del niño y la experiencia y la ciencia del adulto.

¿Qué era ir a esperar los Reyes? Nada, un juego, una ilusión; y, con todo, ¡qué alegría! ¡qué exaltación! Aquel engaño, que no engañaba a nadie, engañaba a todos. Era una imagen, un símbolo de la vida aquella carrera en la noche helada, por la Vía Apia arriba. Viéndose apenas, distinguiéndose mal, como en la vida, donde apenas nos conocemos, la multitud se apresuraba, se disputaba el paso, atropellándose por llegar primero, ¿adónde? A la ilusión. Salían al camino a los Reyes… que no habían de encontrar.

—¡Allí vienen! ¡Allí vienen! ¡Aquella luz! —gritaban los de la broma.

Y Aurelio casi los creía, y la carrera se precipitaba. La luz era de una taberna. Allí no había Reyes; había borrachos y mujerzuelas, que también preguntaban por los Reyes.

—¡Más arriba! ¡Más arriba! ¡Otra luz! ¡Otra taberna! ¡Adelante! ¡Más arriba!… Tumbas, sombras a los lados; estrellas frías y brillantes en el cielo; oscuridad y esperanza enfrente, a lo lejos. ¡Adelante!

* * *

La multitud va quedando zaguera; la ilusión ya la fatiga; las tabernas van tragando por el camino al pueblo que vuelve a la realidad para caer en la ilusión alcohólica sin ideal y de despertar amargo. Aurelio y la moza garrida que le hace volar, llevándole en vilo, llegan a verse solos… no importa, siguen. El camino hace un recodo en un altozano; el horizonte se ensancha y lo corta con obscuridad simétrica el perfil de un gran templo, de cúpula inmensa. Aurelio se ve solo dentro de la nave cuyas bóvedas se pierden en las sombras de la altura. Por la parte del ábside el gran templo está en ruinas y deja ver el campo, las montañas y las estrellas; en el altar mayor hay una cuna humilde en un pesebre; del lado del Evangelio hay una cama de hospital, limpia y pobre; en la cuna gime y tirita de frío un niño de piel de rosas; en la cama humilde tirita un anciano caduco, pálido como la cera, de piel transparente, en los huesos.

Las estrellas parece que envían sobre la cuna y la cama efluvios de hielo. ¡Cuánto frío! ¡Qué desnudez! Una mula y un buey están al lado de la cuna; el buey arroja nubes del vapor de su aliento sobre el niño en la cuna. El anciano, que se muere de frío, de tarde en tarde levanta la cabeza temblorosa y mira hacia la cuna, y sonríe agradecido al buey que calienta con su aliento al niño. El frío hace delirar al anciano, que piensa, con esos consuelos de la pesadilla que huye del dolor: «Mientras él no se hiele, yo no me hielo».

Aurelio ve que de repente entran en la nave del templo tres personajes vestidos de púrpura y oro, con sendas coronas en la frente; son, como el buey y la mula, figuras de nacimiento de tamaño natural. Bien los conoce: son Baltasar, zapatero y clarinete en la murga del municipio; Melchor, sacristán y figle de la banda; Gaspar, panadero y cornetín. Los Reyes Magos rodean el lecho del anciano. «¡Se muere de frío!» dijo Melchor.

—«¡Se hiela en esta noche eterna del mundo sin fe, sin esperanza, sin caridad». Esto lo dijo Gaspar.

Y Baltasar, suspirando: «Cubrámosle con nuestro manto».

Y Baltasar entonces echó sobre el Pontífice León XIII, que este era el anciano del lecho humilde, echó su manto pesado de púrpura, y Gaspar el suyo, y Melchor el suyo.

El buey, que los veía, dejó un momento al Niño, y vino también a calentar con su aliento al Papa, que se moría de frío.

Aurelio Marco, de rodillas, sentía la inefable emoción del dolor religioso, de la sumisión piadosa a las despiadadas lecciones del misterio impenetrable y santo. «¡El Niño, en la cuna, muriendo de frío al nacer!; ¡el anciano, el Pontífice, sucesor de Pedro, vicario del Niño en la tierra, muriendo de frío en la extrema vejez!

El buey, Aurelio lo conocía, era el buey mudo disfrazado, Santo Tomás, que con el aliento de su doctrina quería calentar al Papa aterido. Los mantos de los Reyes eran: la tradición respetada; las grandezas del mundo que se adherían a la Iglesia para salvar el capital de la civilización cristiana; el poder de la herencia de la fe, de la belleza mística…

Todo era en vano; el viejo daba diente con diente.

Los Reyes Magos ya no sabían qué hacer; cómo dar un poco de calor al cuerpo débil que los temblores sacudían.

Miraban al cielo. Por la parte del ábside derruido se veía la bóveda estrellada. Allí estaba quieta, como un ascua de oro, su guía fiel, la estrella de Oriente… pero fría, como todas las demás, indiferente.

—¡Si saliera el sol! ¡si saliera el sol! decían los Reyes Magos.

Y arropaban bien, ciñéndole los mantos al triste cuerpo consumido, el Papa, que se moría de frío.

Y el Papa, de tarde en tarde, sonriendo entre los temblores, levantaba la cabeza y miraba hacia la cuna del pesebre, en el altar mayor. En el delirio, cuajado en su cerebro, pensaba:

«Mientras Él no se hiele, yo no me hielo».

Y Melchor, Gaspar y Baltasar, como un coro, repetían:

«¡Si saliera el sol! ¡Si saliera el sol!».

León Benavides

«Un león por armas tengo,
y Benavides se llama».

(TIRSO DE MOLINA — La prudencia en la mujer.)

Apuesto cualquier cosa a que la mayor parte de los lectores no saben la historia ni el nombre del león del Congreso, el primero que se encuentra conforme se baja por la Carrera de San Jerónimo. Pues, llamar, se llama… León, naturalmente. Pero ¿y el apellido? ¿Cómo se apellida? Se apellida Benavides.

Pero más vale dejarle a él la palabra, y oír su historia tal como él mismo tuvo la amabilidad de contármela, una noche de luna en que yo le contemplaba, encontrándole un no sé qué particular que no tenía su compañero de la izquierda.

«¿Qué tiene este león de interesante, de solemne, de noble y melancólico que no tiene el otro; el cual, sin embargo, a la observación superficial, puede parecerle lo mismo absolutamente que este?».

Hacia la mitad de la frente estaba el misterio; en las arrugas del entrecejo. No se sabía cómo, pero allí había una idea que le faltaba al otro; y sólo por aquella diferencia el uno era simbólico, grande, artístico, casi casi religioso, y el otro vulgar, de pacotilla; el uno la patria, el otro la patriotería. El uno estaba ungido por la idea sagrada, el otro no. Pero ¿en qué consistía la diferencia escultórica? ¿Qué pliegue había en la frente del uno que faltaba a la del otro?

Y contemplaba yo el león de más arriba, empeñado, con honda simpatía, en arrancarle su secreto. ¡Cuántas veces en el mundo, pensaba, se ven cosas así: dos seres que parecen iguales, vaciados en el mismo molde, y que se distinguen tanto, que son dos mundos bien distantes! El nombre, la forma, cubren a veces bajo apariencias de semejanza y aun de identidad, las cualidades más diferentes, a veces los elementos más contrarios.

Y en estas filosofías me sorprendió una voz metálica, que vibraba a los rayos de la luna como a los del sol vibraba aquella famosa estatua egipcia.

Temblorosa, dulce, apagada, saliendo de las fauces de hierro, decía la voz:

«Es una cicatriz, la diferencia que buscas entre mi compañero y yo no está más que en eso; en que yo tengo en la frente una cicatriz. La cicatriz te revela un alma, y por eso te intereso. Gracias. Ya que te has fijado en que yo tengo un espíritu y el otro no, oye mi historia y la historia de esta cicatriz.

* * *

Nací en las montañas de León, hace muchos siglos, en los más altos vericuetos que dividen, con agujas de nieve eterna, la tierra leonesa y la tierra asturiana. Yo era de piedra, de piedra blanca, dura, tersa. Desde mi picacho veía a lo lejos, hacia el Nordeste, otras montañas, blanquecinas también, y a fuerza de contemplarlas hundidas como yo, hundidas hacia arriba, en los esplendores del cielo azul, llegué a enamorarme de ellas, como el objeto más digno de mis altos pensares. El sol nos iluminaba; de ellas a mí, de mí a ellas, iban y venían resplandores. Se llamaban Covadonga.

Un día, el hierro de un noble montañés me hizo saltar de mi asiento, me arrancó de las entrañas de mi madre, la cima, y abajo en la cañada el tosco instrumento de un vasallo me labró de suerte que del fondo de mi naturaleza berroqueña poco a poco se fue destacando en relieve una figura, y desde entonces tuve un alma, fui una idea, un león. Fui un león rapante en un cuartel de un escudo. De aquellos días acá pasé por cien avatares, por metempsícosis sin cuento; pero sin perder la unidad de mi idea, mi idea de león.

Mi idea nació, en rigor, de un equívoco; mi nombre no debiera ser león, sino legión; porque vengo de Legio y no de Leo. La ciudad de León, a que debo el ser quien soy, se llama así, como saben todos, por haber sido asiento de cierta legión romana. Pero hay algo superior a la lógica gramatical, y la transformación de Legio en León quedó justificada por la historia. Los leoneses fueron leones en la guerra de la Reconquista. Desde mi escudo montañés, donde el cierzo puro de la cañada del puerto me fue ennegreciendo con la pátina del tiempo noble, bajé con los Benavides, cuyo orgullo era, cuyas hazañas inspiraba, a los llanos de Castilla y corrí por Extremadura y Portugal, y hasta puse la garra en tierra de Andalucía. En matrimonios por amor y en matrimonios por razón de Estado, vime enlazado muchas veces, en los cuarteles de los escudos, con águilas y castillos, y cabezas cortadas, y barras y pendones. Unas veces fui de piedra, otras de hierro, de plata y oro a veces también; y ora corrí los campos de batalla, flotando al aire en el bordado relieve de una enseña, ya saltando sobre el pecho de un noble caballero, o de una hermosa castellana en la caza, imagen de la guerra.

Mas un día quise probar fortuna en la vida real, dejar de ser símbolo y tener sangre… y convertirme en león verdadero, con garras y dientes, por tener el honor de que me venciera Mío Cid, Rodrigo de Vivar, el que ganó a Valencia.

Pasaron siglos y siglos, y de una en otra transformación llegué a verme hecho hombre, mas sin dejar mi naturaleza leonina.

Y en mi encarnación humana quise nacer donde había nacido como piedra, y fui leonés de la montaña, y al bautizarme llamáronme León, y mis padres eran de apellido Benavides. Pero Benavides pobres; nobles olvidados que trabajaban el terruño como sus antiguos siervos.

En mi aldea, como Pizarro en la suya, fui el terror de mis convecinos, pues desde muy tierna edad comencé a obrar como quien era, a hacer de las mías, leonadas, cosas de fiera. Valga la verdad… desde chico vertí sangre; pero fue defendiendo mi dignidad o la justicia del débil, y luchando siempre, como el Cid mi vencedor, con quince y más enemigos.

Me llamaban Malospelos, porque los tenía tales, que crecían como selva enmarañada, crespos y abundantes, de tal forma, que en la fortísima cabeza no se me tenían gorra ni sombrero, que me sofocaban como si fueran yugo.

En las romerías hacía yo mis grandes estragos, mis hazañas mayores… Yo no quería mal a nadie, ni siquiera a los montañeses del otro lado de los puertos, con quien los de mi pueblo andaban en guerra en tales romerías… No aborrecía a nadie… pero el amor, el vino, todo se me convertía a mí en batalla. Los ojos de las zagalas morenas y pensativas de mi montaña leonesa me pedían hazañas, sangre de vencidos… La voluptuosidad para mí tenía como un acompañamiento musical en el esfuerzo heroico, en la temeridad cruenta. Y después, como el diablo lo añasca, siempre se me ponían entre las manos huesos frágiles, músculos fofos… No sabía resistirme… Sabían irritarme y no sabían vencerme. Nadie me tenía por malo, aunque todos me temían; y entre bendiciones y llantos de zagalas, viejos y niños… acabé por salir del pueblo, camino de presidio. Tenía veinte años.

Por hazañas inauditas, por esfuerzos heroicos; salvando a un pueblo entero a costa de sangre mía —poca y casi negra— vime libre de cadenas y convertido en soldado. En la guerra bien me iba; ¡pero la paz era horrible! Había una cosa que se llamaba disciplina, que en la guerra era un acicate que animaba, que confortaba; y en la paz como el hierro ardiente del domador, que horroriza y humilla, y hasta acobarda, y agria y empequeñece el mismo carácter de los leones, que ya se sabe que por sí son nobles.

¡Lo que me hizo padecer un cabo chiquito, que olía a mala mujer, y se atusaba mucho; muy orgulloso porque sabía de letra! ¡Lo que me hizo pasar por causa de los pícaros botones, que todos los días me estallaban sobre el pecho! A mí el pecho se me ensanchaba como por milagro; respiraba fuerte, como una fragua y… ¡zas! allá iba un botón; y el cabo allí enfrente, debajo de mi barba, insultándome, sacudiéndome: «¡Torpe! ¡haragán! ¡mal recluta!». ¿Y la gorra de cuartel? No me cabía en la cabeza. Cada vez que entraba en fuego, la gorra, el ros, o lo que fuese, me saltaba del cráneo, porque de repente la melena me crecía, se enmarañaba… ¡qué sé yo! No podía llevar nada sobre las sienes. ¡Y qué disgustos! ¡qué humillaciones por esto! En la acción yo era el más bravo; pero en el cuartel siempre estaba bajo el rigor de un castigo; pasaba arrestado la vida…

Por fin, en una campaña terrible, en que morían los nuestros como si fueran moscas, y morían sin compasión, descuartizados… yo me volví lo que era, una fiera loca. Y no sé lo que hice, pero debió de ser tremendo. En el campo de batalla, a mis solas, rodeado de enemigos, me convertí en lo que fui en tiempo del Cid… pero aquí el Cid era yo; vencí, deshice, magullé, me bañé en sangre… hasta hinqué los dientes… era león para algo. Después se habló de mi heroísmo, de la victoria que se me debía… pero me vendió la sangre que me brotaba de la boca. ¿Era una herida? No. La sangre no era mía. Parece ser que entre los colmillos me encontraron carne. La cosa estaba clara: caso de canibalismo… ¡qué se diría! No había precedente… pero por analogía… El honor, la disciplina… la causa de la civilización… también estaban sangrando. Se formó el cuadro, dispararon mis compañeros, los mismos a quien yo había salvado la vida. Y caí redondo. No me tocó más que una bala, pero bastó aquella, me dio en mitad de la frente. Me enterraron como un recluta rebelde, y resucité león de metal, para no volver más a la vida de la carne. Aquella bala me mató para siempre. Ya jamás dejaré esta figura de esfinge irritada, a quien el misterio del destino no da la calma, sino la cólera cristalizada en el silencio. Esta cicatriz tiene tanto de cicatriz como de idea fija.

Calló el león, y con desdén supremo, volvió un poco la cabeza para mirar a su compañero de más abajo, el león sin cicatriz, vulgarmente arrogante, insustancial, cómico, plebeyo.

«Yo», concluyó Benavides, «soy el león de la guerra, el de la historia, el de la cicatriz. Soy noble, pero soy una fiera. Ese otro es el león… parlamentario; el de los simulacros».

El Quin

Lo siento por los que en materias de gusto no tienen más criterio que la moda, y no han de encontrar de su agrado esta verídica historia, porque en ella se trata de estudiar el estado de alma de un perro; y ya se sabe que el arte psicológico, que estuvo muy en boga hace muchos años, volvió a estarlo hace unos diez, ahora les parece pueril, arbitrario y soso a los modistos de las letras parisienses, que son los tiranos de la última novedad.

Los griegos, los clásicos, no tenían palabra para el concepto que hoy expresamos con esta de la moda; allí la belleza, por lo visto, según Egger, no dependía de estos vaivenes del capricho y del tedio. ¡Ah! los griegos hubieran podido comprender a mi héroe, cuya historia viene al mundo un poco retrasada, cuando ya los muchachos de París y hasta los de Guatemala, que escriben revistas efímeras, se burlan de Stendhal y del mismísimo Paul Bourget.

De todas suertes, el Quin era un perro de lanas, blanco. Él no sabía por qué le llamaban el Quin, pero estaba persuadido de que este era su nombre y a él atendía, satisfecho con este conocimiento relativo, como lo están los filósofos positivistas con los suyos, que llama Clay conocimientos sin garantía, y que no alcanzan más firme asiento. Si hubiera sabido firmar, y poco le faltaba, porque perro más listo y hasta nervioso no lo ha habido, hubiera firmado así: El Quin; sin sospechar que firmaba, aunque con muy mala ortografía: Yo el rey. Sí, porque sin duda su verdadero nombre era King, rey; sólo que las personas de pocas letras con quien se trataba pronunciaban mal el vocablo inglés, y resultaba en español Quin, y así hay que escribirlo.

Mayor ironía, por antífrasis, no cabe; porque animal que menos reinase, no lo ha habido en el mundo. Todos mandaban en él, perros y hombres, y hasta los gatos; porque le parecía una preocupación de raza, indigna de un pensador, dejarse llevar del instinto de antipatía inveterado que hace enemigos de gatos y perros sin motivo racional ninguno.

El Quin había nacido en muy buenos pañales; era hijo de una perrita de lanas muy fina, propiedad de una señorita muy sensible y muy rica, que se pasaba el día comiendo bombones y leyendo novelas inglesas de Braddon, Holifant y otras escritoras británicas. Nació el Quin, con otros cuatro o cinco hermanos, en una cesta muy mona, que bien puede llamarse dorada cuna; a los pocos días, la muerte, más o menos violenta, de sus compañeros de cesta le dejó solo a sus anchas con su madre. La señorita de las novelas le cuidaba como a u príncipe heredero; pero según crecía el Quin, y crecía muy deprisa, iba marchitando las ilusiones de su ama, que había soñado tener en él un perrito enano, una miniatura de lana como seda. La lana empezó a ser menos fina y rizosa; la piel era como raso, purísima, sonrosada… pero el Quin ¡daba cada estirón! Un perito declaró a la señorita fantástica que se trataba de un bastardo; aquella perrita ¡preciso es confesarlo! Había tenido algún desliz; había allí contubernio; por parte de padre el Quin era de sangre plebeya sin duda… De aquí se originó cierto despego de la sensible española—inglesa respecto del perro de sus ensueños; sin embargo, se le atendía, se le trataba como a un infante, si no ya como a príncipe heredero. Al principio, por miedo que lo arrojara a la calle, a la vida de vagabundo, que le horrorizaba, porque es casi imposible para un perro, sin el pillaje y el escándalo; al principio, digo, Quin procuró mantenerse en la gracia de su dueño haciendo olvidar el vicio grosero de su crecimiento aborrecido, a fuerza de ingenio… y, valga la verdad, payasadas.

Un escritor muy joven y de mucho talento, Mr. Pujo, en un libro reciente hace una observación muy atinada, que no me coge de nuevas, respecto de lo mucho que se engañan las personas mayores, de juicio, respecto del alcance intelectual de los niños. El niño, en general, es mucho más precoz de lo que se piensa. Yo de mí sé decir que, cuando contaba muy pocos años, me reía a solas de los señores que me negaban un buen sentido y un juicio que yo poseía hace mucho tiempo, para mis adentros. Pues esto que les suele pasar a los niños, le pasaba al Quin, que había llegado a entender perfectamente el lenguaje humano a su manera, aunque no distinguía las palabras de los gestos y actitudes porque en todo ello veía la expresión directa de ideas y sentimientos. El Quin no acababa de comprender por qué extrañaban los hombres que él fuera tan inteligente; y los encontraba ridículos cuando los veía tomar por habilidad suma el tenerse en dos pies, el cargar con un bastón al hombro, hacer el ejercicio, saltar por un aro, contar los años de las personas con la pata, etc., etc. todas estas nimiedades que le conservaban en el favor relativo de su ama, le parecían a él indignas de sus altos pensares, cosa de comedia que le repugnaba. Si se le quería por payaso, no por haber nacido allí, en aquel palacio, poco agradecimiento debía a tal cariño. Además, delante de otros perros menos mimados, que no hacían títeres, le daba vergüenza aquel modo de ganar la vita bona. Él deseaba ser querido, halagado por el hombre, porque su naturaleza le pedía este cariño, esta alianza misteriosa, en que no median pactos explícitos, y en que, sin embargo, suele haber tanta fidelidad… a lo menos por parte del perro. «Quiero amo, decía, pero que me quiera por perro, no por prodigio. Que me deje crecer cuanto sea natural que crezca, y que no me enseñe como un portento, poniéndome en ridículo».

Y huyó, no sin esfuerzo, del palacio en que había visto la luz primera.

* * *

Pasaba junto a la puerta de un cuartel, y el soldado que estaba de centinela lo llamó, le arrojó un poco de queso y el Quin, que no había comido hacía doce horas, porque todavía no sabía buscárselas, mordió el queso y atendió a las caricias del soldado. ¿Por qué ir más lejos? Él, amo sí lo quería; la vida de perdis le horrorizaba: si le admitían, se quedaría allí. Y se quedó. Ocultó al regimiento, que a poco prohijó al animal, las habilidades que tenía; pero dejó ver su nobleza, su lealtad; y todo el cuartel estaba loco de contento con el Quin, cuyo nombre se supo porque lo llevaba grabado en el collar de cuero fino con que se había escapado.

Desde el coronel al último recluta, todos se juzgaban dueños y amigos pro indiviso del noble animal. El Quin ocultaba sus gracias, su gran ingenio, pero se esmeraba en las artes de la buena conducta, era leal, discreto en el trato, varonil, hasta donde puede serlo un perro, en su fidelidad al regimiento no había nada de amanerado, de comedia. Era el encanto y el orgullo del cuartel y a él no le iba mal del todo con aquella vida. Desde luego la prefería a la del palacio. A lo menos aquí no era un bufón, y podía crecer y engordar cuanto quisiera. Huía de que le cortaran la lana al ras del pellejo, porque no quería lucir la seda de color de rosa de su piel; no quería mostrar aquellas pruebas de su origen aristocrático. La lana larga le parecía mejor para su modestia, para su incógnito; la llevaba como una mujer honesta y hermosa lleva un hábito. Procuraba estar limpio, pero nada más.

Trabó algunas amistades por aquellos barrios y le presentaron sus compañeros en el oficio de azotacalles a una eminencia que llamaba muchísimo la atención en Madrid por aquella época. Le presentaron al perro Paco. El Quin le saludó con mucha frialdad. Le caló en seguida. Era un poseur, un cómico, un bufón público. En el fondo era una medianía; su talento, su instinto, que tanto admiraban los madrileños, eran vulgares; el perro Paco tenía la poca dignidad de hacer valer aquellas habilidades que otros canes ocultaban por pudor, por dignidad, por no merecer la aclamación humillante de los hombres, que se asombraban de que un perro tuviera sentido común. Entre los perros, Paco llegó pronto a desacreditarse; los más grandes de su especie, o lo que fuese, le despreciaban en medio de sus triunfos populares; prostituía el honor de la raza; todo su arte era una superchería; todo lo hacía por la gloria; llegó al histrionismo y al libertinaje asqueroso. Las vigilias de los colmados, sus hazañas de la plaza de toros las vituperaban los perros dignos, serios, valientes y las miraban como Agamemnon y Ayax, de Shakespeare, los chistes y agudezas satíricas de Tersites.

El Quin era de los que le desdeñaba más y mejor, sin decírselo. El perro Paco cada vez que le encontraba se ponía colorado, como se ponen colorados los perros negros, es decir, por los ojos, y en su presencia afectaba naturalidad y fingía estar cansado de aquella vida de parada, de exhibición y plataforma. Por no ver aquellas cosas, el Quin deseaba salir de la corte. «Perro chistoso, pensaba el Quin, recordando a Pascal, mal carácter». Empezó, además, a encontrar poco digna de su pensamiento más hondo, la vida del cuartel. Algunos soldados eran groseros, abusaban de su docilidad… y aquella fama de perro leal que tenía y tanto había cundido, acabó por molestarle. Deseaba oscurecerse, irse a provincias; peor ¿con quién?

* * *

Un comandante del regimiento que había declarado al Quin, si no hijo, perro adoptivo, tenía pendiente de resolución en las oficinas de Clases pasivas la jubilación de un pariente cercano, y con el tal comandante solía nuestro héroe entrar en aquellas oficinas; pero es claro que no pasaba de la portería, donde le toleraban; y allí esperaba a que saliera su comandante para irse de paseo con él. Pues en aquella portería, donde el Quin llevaba grandes plantones, encontró la persona con quien pudo realizar su gran deseo de marcharse a provincias.

Observaba el Quin que, después de mayor o menor lucha con los porteros, todos los que pretendían entrar a vérselas con los empleados, lo conseguían. Notó el perro que los más audaces, los más groseros en sus modales eran los que entraban más fácilmente, aunque no fueran personajes. Los tímidos sudaban humillación y vergüenza antes de vencer la resistencia de los cancerberos con galones. Y un joven delgado, de barba rala, de color cetrino, de traje no muy lucido, de ojos azules claros muy melancólicos, a pesar de no faltar ni un día sólo a la portería defendida como una fortaleza, nunca podía pasar adelante; y eso que, a juzgar por el gesto de ansiedad que ponía cada vez que le negaban el permiso de entrar donde tanto le importaba, aquella negativa debía de causarle angustias de muerte. El Quin, tendido en un felpudo, con el hocico entre las patas, seguía con interés y simpatía la pantomima cotidiana del portero y el joven cobarde.

El cancerbero ministerial le leía en los ojos al mísero provinciano (que lo era, y harto se le conocía en el acento) que venía sin más recomendaciones y sin más ánimos que otras veces; y en él desahogaba toda su soberbia y todo su despotismo vengándose de los desprecios de otros más valientes. En el rostro del joven se pintaba la angustia, la desesperación; se leía un momento un relámpago de energía, que pasaba para dejar en tinieblas de debilidad y timidez aquella cara abandonada a la expresión de la tristeza abatida.

Llegó a conocer el Quin que el portero todavía tenía en menos al tal muchacho que a él mismo, con ser perro. Puede que primero le hubiera dejado pasar a él a preguntar por su expediente.

El de los pantalones de color de canela, como el Quin llamaba para sus adentros al provinciano de barba rala, se sentaba en un banco de felpa y allí se estaba las horas muertas, como podía estar un saco, para los efectos del caso que le hacían.

Por algunos pedazos de conversación que el Quin sorprendió, supo que aquel chico venía de una ciudad lejana a procurar poner en claro los servicios de su padre, difunto, a fin de obtener una corta pensión de viuda para su madre, pobre y enferma. No tenía padrinos, luego no tenía razón; ni siquiera le permitían ponerse al habla con el alto empleado que se empeñaba en interpretar mal cierto decreto; equivocación, o mala voluntad, de que nacían los apuros del pretendiente, llamémosle así. Pretendiente de justicia, el más desahuciado.

A fuerza de verse muchas veces solos en la portería el Quin y Sindulfo (el nombre del tímido mancebo), con el compañerismo de su humildad, de aquel non plus ultra que los detenía en el umbral de la gracia burocrática, llegaron a tratarse y a estimarse. Los dos se tenían a sí propios, en muy poco; los dos sentían la sorda, constante tristeza de estar debajo, y sin hablarse, se comprendían. De modo que, con poco que buenas palabras sin más que algunas muestras de deferencias, tal como dejarle el Quin un sitio mejor que el suyo a Sindulfo, algunas caricias de una mano y otras de un hocico, se hicieron muy buenos amigos. Y cuando ya lo eran, y compartían en silencios eternos su común desgracia de ser insignificantes, una tarde entró un mozo de cordel con un telegrama para Sindulfo, que se puso pálido al ver el papelito azul. Apenas era nada. La muerte de su madre; todo lo que tenía en el mundo. Se desmayó; el portero se puso furioso; le dieron al provinciano, de mala gana un poco de agua, y en cuanto pudo tenerse en pie casi le echaron de allí. Sindulfo no volvió a las oficinas de Clases pasivas. ¿Para qué? La viuda ya no necesitaba viudedad; se había muerto antes de que le arreglaran el expediente. Nuestros covachuelistas jamás cuentan con eso, con que somos mortales.

Pero no perdió Sindulfo el amigo que había ganado en la portería. La tarde de su desgracia el Quin dejó, sin despedirse, al comandante, y siguió al huérfano hasta su posada humilde.

En la soledad del Madrid desconocido, el provinciano de los pantalones de color de canela no tuvo más paño de lágrimas, si quiso alguno, que las lanas de un perro.

* * *

Y en un coche de tercera se fueron los dos a la ciudad triste y lejana de Sindulfo. El Quin, por no separarse de su amo, se agazapó bajo un banco, y así llegó a la provincia: lo que él quería; a la oscuridad, al silencio.

Aquel poco ruido y poco tránsito de las calles le encantaba al Quin. Le parecía que salía a la orilla después de haber estado zambullido entre las olas de un mar encrespado.

Se trataba con pocos perros. Prefería la vida doméstica. Su amo vivía en una casita humilde, pero bien acariciada por el sol, en las afueras. Vivía con una criada. Por la mañana iba a un almacén donde llevaba los libros de un tráfico que no había por la tarde. Y entonces volvía junto al Quin, y trabajaba silencioso, triste, en obras primorosas de taracea, que eran su encanto, su orgullo, y una ayuda para vivir. El ruido rápido, nervioso, de la sierrecilla, algo molestaba al Quin al principio; pero se acostumbró a él, y llegó a dormir grandes siestas mecido por aquel ritmo del trabajo.

¡Ay, respiraba! Aquello era vivir.

Los primeros meses Sindulfo trabajaba en la marquetería callado, triste. A veces se le asomaban lágrimas a los ojos.

«Piensa en su madre», se decía el Quin; y batía un poco la cola y alargando el hocico se lo ponía al amo sobre las flacas rodillas, que cubría el paño de color de canela. Una tarde de Mayo el Quin vio con grata sorpresa que su dueño, después de terminar una torre gótica de tejo, sacaba de un estuche una flauta y se ponía a tocar muy dulcemente.

¡Qué encanto! Aquellas dancitas antiguas, aquellas melodías románticas, monótonas, pero de sencillez y naturalidad simpáticas, apacibles, entrañables, le sabían a gloria al perro.

El Quin nunca había amado. Las perras le dejaban frío. Aquella brutal poligamia de la raza le hacía repugnante el amor sexual. Además, ¡qué escándalos daban los suyos por las calles! ¡Y qué lamentables complicaciones fisiológicas las de la cópula canina! «Si algún día me enamoro, pensó, será en la aldea, en el campo».

La flauta de su dueño le hacía pensar en el amor, no en los amores. Para temperamentos como el del Quin, la amistad puede ser un amor tibio; sublime en la solidez de su misteriosa tibieza.

Sus amores eran su dueño. Le leía en los ojos, y en el modo de trabajar en la taracea, y, sobre todo, en el de tañer la flauta, el fondo del alma. Era un fondo muy triste, no desesperado, pero sí desconsolado. Era Sindulfo hombre nacido para que le quisieran mucho, pero incapaz de procurar traer a casa el amor, en pasando de la personalidad íntima de un perro. Había llevado al Quin; no se atrevería a llevar una compañera, mujer o querida.

Pero Sindulfo, como el Quin en la paz tenía un bálsamo. Sí, se comprendían por señas, por actos acordes. La vida sistemática, el silencio en el orden, la ausencia de peripecias en la vida, como una especie de castidad; la humildad como un ambiente. Esto querían.

El cariño del Quin era más fuerte, más firme que el de Sindulfo. El perro, como inferior, amaba más. No temía, sin embargo, una rival. «No, pensaba el perro; aquí no entrará una mujer a robarme este halago. Mi amo no me dejará nunca por una esposa ni por una querida. No se atreve con ellas».

* * *

—Nos vamos al campo, amigo, entró un día diciendo Sindulfo. Y se fueron. A pocas leguas de la ciudad, donde la madre había dejado unas poquísimas tierras que llevaba en renta un criado antiguo, Sindulfo iba a pescar, y a corregir las condiciones del arrendamiento.

Al Quin, a la vista de los prados y los bosques y las granjas sembradas por la ladera, le corrió un frío nervioso por el espinazo. Se acordó de su antiguo pensamiento: «Yo sólo podría amar en la aldea».

«¡Si todavía podré ser yo feliz con algo más que paz y resignación dulce!». Sentir esta esperanza le pareció una soberbia. Además, era una infidelidad. ¿No se había casi prometido él, en secreto, no querer más que a su amo, al amo definitivo?

Pero tenía disculpa su vanidad de soñar con poder ser feliz voluptuosamente, en las nuevas intensas emociones que le causaba el ambiente campesino, la soledad augusta del valle nemoroso.

Con delicia de artista contemplaba ahora el Quin los pasos de su vida: de la corte a la ciudad provinciana, de la ciudad a la aldea… Y cada paso en el retiro le parecía un paso más cerca de su alma. Cuanta más soledad, más conciencia de sí.

Cuando llegó la noche, los caseros le dejaron en la quintana, en la calle, delante de la casa. ¡Oh memorables horas! Las aves del corral yacían recogidas en el gallinero, y allá a lo lejos se oían sus misteriosos murmullos del sueño perezoso. El ganado de cerda, en cubil de piedra, dormitaba soñando, con gruñidos voluptuosos; el aire movía suavemente, con plática de cita amorosa, las bíblicas y orientales hojas de la higuera; la luna corría entre nubes, y en toda la extensión del valle, hasta la colina de enfrente, resonaban como acompañamiento de la luz de plata, que cantaba la canción de la eterna poesía del milagro de la creación enigmática, resonaban los ladridos de los perros, esparcidos por las alquerías. Ladraban a la luna, como sacerdotes de un miedoso culto primitivo, o como poetas inconscientes, exasperados y tenaces en su ilusión mística.

El Quin se sintió unido, con nuevos lazos, de iniciación pagana, a la madre naturaleza, al culto de Cibeles… y a las pasiones de su raza… De los castaños de Indias se desprendía un perfume de simiente prolífica; amor le pareció un rito de una fe universal, común a todo lo vivo. De la próxima calleja, sumida en la obscuridad de los árboles que hacían bóveda, esperaba el Quin que surgiera la clave del enigma amoroso.

El alma toda, con las voces de la noche de estío, le gritaba que por aquella obscuridad iba a presentarse el misterio; por allí debía de aparecer… la perra.

Sintió ruido hacia la calleja… surgieron dos bultos… Eran dos mastines. Dos mastines que le comían al Quin las sopas en la cabeza.

El Quin ignoraba las costumbres de la aldea. No sabía que allí, los perros como los hombres, iban a rondar, a cortejar a las hembras.

Aquellos dos mastines eran dos valientes de la parroquia que habían olido perro nuevo en ca el Cutu, y venían a ver si era perra.

Olieron al Quin con cierta grosería aldeana, y, desengañados, con medianos modos le invitaron a seguirles. Iban a pelar la pava, o, como por aquella tierra se dice, a mozas, es decir, a perras.

¡Oh desencanto! La perra, en el campo, como en la corte, como en la ciudad, vivía en la poligamia.

El Quin, sin embargo, no resistió a la tentación; y más por la ira del desengaño, que por la seducción de la noche de efluvios lascivos, siguió a los mastines; como tantos poetas de alma virginal, tras la muerte helada del primer amor puro, se arrojan a morder furiosos la carne de la orgía.

El Quin—Rollá pasó aquella noche al sereno.

* * *

Siguió a los mastines por la calleja obscura, sin saber a punto fijo adónde le llevaban, aturdido, lleno de remordimientos y repugnancia antes del pecado. Le zumbaban los oídos. Pero iba. Era la inercia del mal, de la herencia de mil generaciones de perros lascivos.

Desembocaron en los prados anchos, iluminados por la luna, cubiertos por una neblina, recuerdo del diluvio según Chateaubriand, la cual, como una laguna de plata, inundaba el valle. Era sábado. Los mozos de todas las parroquias del valle cortejaban en las misteriosas obscuridades poéticas de las dos colinas que al Norte y al Sur limitaban el horizonte, junto a las alquerías escondidas en la espesura de castaños y robledales.

El ixuxú prehistórico del aldeano celta resonaba en las entrañas de las laderas y bajo las bóvedas de los bosques, mezclándose con el canto del grillo, la wagneriana exclamación estridente de la cigarra y el ladrido de los perros lejanos.

Jamás es la prosa del vicio grosero tan aborrecible como cuando tiene por escenario la poesía de la naturaleza.

En aquel valle, de silencio solemne, que hacían resaltar los lamentos de los animales en vela, aquellos gritos como perdidos en la inmensa soledad callada de la tierra y el aire; en aquella extensión alumbrada con luz elegiaca por la eterna romántica del cielo, ¡cuánto hubiera deseado el Quin alguna pasión casta, un amor puro!… Pronto se enteró de lo que ocurría. Se trataba de una perra nueva que había llegado a un de aquellas parroquias rurales por aquellos días. La escasez de perras en la aldea es uno de los males que más afligen a la raza canina del campo; por una selección interesada, en las alquerías se proscribe el sexo débil para la guarda de los ganados y de las casas; y al perro más valiente le cuesta una guerra de Troya el más pequeño favor amoroso, por la competencia segura de cien rivales.

Pero aquellos mastines hicieron comprender al Quin aquella noche, con datos de observación, que menos racionalmente obraban los hombres. Al fin, los perros se atacaban, se mordían para conquistar una hembra, o por lo menos alcanzar la prioridad de sus favores; pero los mozos de la aldea, que gritaban ¡ixuxú! y, como los perros, atravesaban los prados a la luz de la luna, y se escondían en las cañadas sombrías, y daban asaltos a los hórreos y paneras en mitad de la noche, ¿por qué se molían a palos y se daban de puñaladas con navajas barberas y disparaban ad vultum tuum cachorrillos y revólveres? Por el amor de la guerra; porque, pacíficamente, hubieran podido repartirse las zagalas casaderas, que abundan más que los zagales y no eran tan recatadas que no echaran la persona (galanteo redicho, conceptuoso, a lo galán de Moreto), con diez o doce en una sola noche, a la puerta de casa, a la luz de las estrellas, como Margarita la de la de Fausto, menos poéticas, pero más provistas de armas defensivas de la virginidad putativa, gracias a los buenos puños.

Sí; los hombres, como los perros, hacían del valle poético, en la noche del sábado, campo de batalla, disputándose en la soledad la presa del amor. La diferencia estaba en que las aventuras perrunas llegaban siempre al matrimonio consumado, aunque deleznable y en una repugnante poligamia, mientras los deslices graves eran menos frecuentes entre mozos y mozas.

* * *

Al amanecer, jadeante, despeado, con una cuarta de lengua fuera, la lana mancillada por el lodo de cien charcos, el Quin llegó a la puerta de la granja en que descansaba su amo, arrepentido de delitos que no había cometido, con la repugnancia y el dejo amargo de placeres furtivos que no había gustado. Traía la vergüenza de la bacanal y la orgía, sin la delicia material de sus voluptuosidades. La perra dichosa, tan disputada por ochenta mastines aquella noche, había repartido sus favores a diestro y siniestro; pero la timidez, la frialdad de Quin, no habían sido elemento a propósito para fijar un momento la atención de aquella Mesalina de caza; porque era de caza.

En fin, nuestro héroe volvió a la puerta de su casa sin haber conocido perra aquella noche, y en cambio humillado por las patadas y someros mordiscos de otros perros, que le habían creído rival y le habían maltratado.

Pero faltaba lo peor. Sindulfo, el dueño, más querido que todas las perras del mundo, había desaparecido. Se había ido de pesca antes de amanecer. El Quin no sabía adónde. Esperó todo el día a la puerta de la granja, y el amo no pareció. Ni de noche vino. Al día siguiente supo Quin que un recado urgente de la ciudad la había hecho abandonar su proyectada estancia en el campo y volverse al almacén, donde era indispensable su presencia. Más supo el perro: el casero de Sindulfo, el aldeano que llevaba en arriendo sus cuatro terrones, se había enamorado del buen carácter del animal, y había suplicado a Sindulfo que se lo dejara en la granja, ya que él no tenía perro por entonces. Y el Quin, en calidad de comodato, estaba en poder de aquellos campesinos.

Toda la extensión del ancho valle le pareció un calabozo, una insoportable esclavitud.

Él era humilde, obediente, resignado; pero aquella ingratitud del amo no podía sufrirla. ¡Cómo! ¿El destino enemigo le castigaba tan rudamente al primer desliz? ¡Sólo por una tentativa, casi involuntaria, de crápula pasajera, le caía encima el tremendo azote de quedarse sin el amparo del único real cariño que tenía en el mundo! No pensaba el Quin que esta forma toman los más exquisitos favores de la gracia; que los deslices de los llamados a no tenerlos tienen pronta y aguda pena, para que el justo no se habitúe al extravío.

Tomó vientos, y con la nariz abierta al fresco Nordeste, como hubiera hecho Ariadna, a ser podenco, el Quin, huyendo de la alquería a buen trote, buscó el camino de la ciudad y llegó a su casa de las afueras en pocas horas.

No le recibió de buen talante Sindulfo, aunque orgulloso del apego del perro a su persona y de la hazaña del viaje; pero el Quin tuvo que volver a la aldea, porque la palabra es la palabra, y el préstamo del perro había de cumplirse. No se rebeló el humilde animal. Ante un mandato directo y terminante, ya no se atrevió a invocar los fueros de su libertad.

El cariño le ataba a la obediencia. Aquel amo lo había escogido él entre todos. Era el amo absoluto. Lloró a su modo la ingratitud, y la pagó con la lealtad, viviendo entre aquellos groseros campesinos, que le trataban como a un villano mastín de los que daba la tierra.

Al principio la vida de la aldea, con su prosa vil de corral, le repugnaba; pero poco a poco empezó a sentir, como nueva cadena, la fuerza de la costumbre. Empezó a despreciarse a sí mismo al verse sumirse, sin gran repugnancia ya, en aquella existencia de vegetal semoviente.

Y ¡horror de los horrores! empezó a perder la memoria de la vida pasada, y con ella su ideal: el cariño al amo. No fue que dejara de quererle, dejó de acordarse de él, de verle, de sentir lo que le quería; velo sobre velo, en su cerebro fueron cayendo cendales de olvido; pero olvidaba… las imágenes, las ideas; desapareció la figura de Sindulfo, en concepto de amo, el de ciudad, el de aquellos tiempos. Perro al fin, el Quin no era ajeno a nada de lo canino, y su cerebro no tenía fuerza para mantener en actualidad constante las imágenes y las ideas. Pero le quedó el dolor de su desencanto; de lo que había perdido. Siguió padeciendo sin saber por qué. Le faltaba algo, y no sabía que era su amo; sentía una decepción inmensa, radical, que entristecía el mundo, y no sabía que era la de una ingratitud.

¡Quién sabe si muchas tristezas humanas, que no se explican, tendrán causas análogas! ¡Quién sabe si los poetas irremediablemente tristes, serán ángeles desterrados… del cielo… y sin memoria!

El Quin se amodorraba; como no tenía el recurso de hacerse simbolista, ni de crear un sistema filosófico, ni una religión, se dejaba caer en la sensualidad desabrida como en un pozo; escogía la forma más pasiva d ela sensualidad, el sueño; siempre que le dejaban, estaba tendido, con la cabeza entre las patas. Y con la paciencia de Job, un Job sin teja, miraba las moscas y los gusanos que se emboscaban en sus lanas, sucias, largas, desaliñadas, lamentables.

Y así pasó mucho tiempo. Era el perro más soso del valle. No vivía ni para afuera ni para adentro; ni para el mundo ni para sí. No hacía más que dormir y sentir un dolor raro.

* * *

Una tarde, dormitaba el perro de lanas sobre la saltadera del muro que separaba la corrada de la llosa, por entre cuya verdura de maíz iba el sendero, que llevaba a la carretera, haciendo eses. Por allí se iba a la ciudad, y el Quin despertó mirando con ojos entreabiertos la estrecha cinta de la trocha, según instintiva costumbre, sin acordarse ya de que por allí había marchado el ingrato amigo.

De repente, sintió… un olor que le puso las orejas tiesas, le hizo erguir la cabeza, gruñir y después lanzar dos o tres ladridos secos, estridentes, nerviosos. Se puso en pie. Oyó un rumor entre el maíz. ¡Aquel olor! Olía a una resurrección, a un ideal que despertaba, a un amor que salía del olvido como un desenterrado… Al olor siguió una voz… El Quin dio una salto… y en aquel instante, allá abajo, a los pocos metros, apareció Sindulfo, con su pantalón candela todavía.

De un brinco el Quin se arrojó de la pared sobre su amo; y en dos pies, con la lengua flotando al aire como una bandera, se puso a dar saltos como un clown para llegar a las barbas ralas del dueño, que reaparecía brotando entre las tinieblas del olvido del latente dolor nostálgico.

¡Todo lo comprendía el Quin! ¡Aquello era lo que le dolía a él sordamente! ¡Aquella ausencia, aquella ingratitud, que ya estaba perdonando, en cuanto se hizo cargo de ella! ¡Perdonaba, ya lo creo! ¿Cómo no, si el ingrato estaba otra vez allí?

Saltaba el Quin, aullando tembloroso de delicia suprema… Saltaba… y en uno de esos saltos, en el aire, sintió que, como una sierra de agudísimos dientes, le cogían por mitad del cuerpo y le arrojaban en tierra. Mientras el lomo le dolía con ardor infernal, sintió que le oprimía el pecho y el vientre con dos patazas de fiera, y vio, espantado, sobre sus ojos la faz terrible de un enorme perro danés, gigante, que le enseñaba las fauces ensangrentadas, amenazando tragarle…

Acudió Sindulfo y libró a su pobre Quin de las garras de la muerte.

—¡Fuera, Tigre! ¡Malvado! ¿Habrase visto? ¡Son celos, ja, ja; son celos!

Cuando el Quin volvió de su terror y aturdimiento, se enteró de lo que pasaba. Ello era que con Sindulfo venía su nuevo amigo fiel, el Tigre, un perro danés de pura raza, fiera hermosa y terrible.

No consentía rivales ni enemigos de su amo, y al ver los extremos de aquel perruco de lanas, se había lanzado a defender a su dueño o a librarle de caricias que a él, al Tigre, le ofendían.

Sí; tal era la triste verdad. El Quin había hecho nacer un Sindulfo el amor genérico a la raza canina; el individuo ya le era indiferente; no podía vivir sin perro, y ahora tenía otro, al cual le unían lazos firmes y estrechos ¡Cosa más natural!

Sindulfo acarició al Quin, le cató las heridas, que eran crueles; pero en el fondo estaba orgulloso y satisfecho de la hazaña del Tigre. ¡Qué celo el de su danés!

Aquella noche la pasó el Quin desesperado de dolor; con ascuas de fuego material en las heridas de sus lomos, y fuego de un infierno moral en las entrañas de perro sensible.

¡Para esto volvía el recuerdo, para esto renacía la clara conciencia de la amistad perdida! No pudo resistir su pasión.

Se pasó la horrible noche rascando la puerta del cuarto de Sindulfo; y por la mañana, cuando la abrieron, saltó dentro de la alcoba con ímpetu loco, y sin reparar en el lodo y la sangre de sus lanas miserables, se lanzó sobre el lecho en que aún descansaba el amo ingrato, saltando por encima del Tigre, que en vano quiso coger por el aire al intruso.

El Quin, tembloroso, casi arrepentido de su hazaña, se refugió en el regazo de su dueño, dispuesto a morir entre los dientes del rival odiado, pero a morir al calor de aquel pecho querido.

No hubo muertes; Sindulfo evitó nuevos atropellos; pero aquella tarde dejó la aldea, se volvió a la ciudad con el Tigre, se despidió del Quin con tres palmadas y prohibiéndole que le acompañara más allá de la saltadera de la corrada.

Y el Quin, herido, maltrecho, humillado, los vio partir, al amo y al perro favorito, por el sendero abajo, camino de la carretera, de la ciudad, del olvido…

Era la hora del Angelus; en una capilla que había al lado de la granja se juntaba la gente de la aldea a rezar el rosario. Iban los campesinos entrando en el templo, sin fijarse en el Quin y menos en sus penas.

El perro de lanas, cuando perdió de vista al ingrato, dejó su atalaya, anduvo un rato aturdido, y al oír el rumor de la oración en la capilla, atravesó el umbral y se metió en el sagrado asilo. No entendía aquello; pero le olía a consuelo, a último refugio de espíritus buenos, doloridos… Mas cuando sentía estas vaguedades, sintió también una grandísima patada que uno de los fieles le aplicaba al cuarto trasero para arrojarlo del recinto.

«Es verdad», pensó; saliendo de prisa sin protestar.

«¿Qué hago yo ahí? Lo que los perros en misa. Yo no tengo un alma inmortal. Yo no tengo nada». Y volvió a su atalaya, en adelante inútil, de la saltadera, sobre el muro que dominaba el sendero, el sendero de la eterna ausencia.

No pudiendo con el peso de sus dolores, se dejó caer, más muerto que echado… Oscurecía; el cielo plomizo parecía desgajarse sobre la tierra. Metió la cabeza entre las patas y cerró los ojos… Para él no había religión, para él no había habido amor: había despreciado la vanidad, la ostentación; se había refugiado en el afecto tibio, sublime en su opaca luz, de la amistad fiel… y la amistad le vendía, le ultrajaba, le despreciaba…

Y para colmo de injurias, volvería la condición de su cerebro, de su alma perruna, a traerle el olvido rápido del ideal perdido… y le quedaría el dolor sordo, intenso, sin conciencia de su causa…

¡Pobre Quin! Como era un perro, no podían consolarse pensando que, con eso y con todo, a pesar de tanta desgracia, de tanta miseria, sólo por haber sido humilde, leal, sincero, era más feliz que muchos reyes de los que más ruido han hecho en la tierra.

La Noche-mala del Diablo

Viajaba de incógnito Su Majestad in inferis, despojada la frente de los cuernos de fuego que son su corona, y con el rabo entre piernas, enroscado a un muslo bajo la túnica de su disfraz, para esconder así todo atributo de su poder maldito.

Viajaba por el haz de la tierra y recorría a la sazón el Imperio Romano, en cuya grandeza confiaba para que le preparase por la fuerza y la humillación de las almas el dominio del mundo, que era suyo, según demostraban, con árboles genealógicos y una especie de leyes Sálicas, los abogados del infierno.

Había llegado a la Judea romana, atravesando el Gran mar como si fuera un vado; sobre las olas las plantas de Luzbel dejaban huellas de humo y chirridos del agua que quedaba hirviendo a su paso. Tomó tierra en Ascalon, y subiendo hacia el Norte por la playa estéril y desierta, antigua patria de los Filisteos, pasó, al ponerse el sol, cerca de Arimatea y de Lidda; más al llegar la noche, fría, helada, las estrellas que brillaban, y temblaban, muchas de ellas, con particular brillo y temblor, le dieron cierto miedo supersticioso; y como un ave a quien el viento, que cambia, empuja hacia donde va su ímpetu; o como nave que la tempestad envuelve, Lucifer se sintió impelido hacia Oriente, o mejor, hacia el Sudeste, camino de Emmaús, y allá fue, remontando la corriente de un flaco riachuelo.

A cada paso la noche le daba más miedo. Era clara, serena; mas, por lo mismo, temblaba el Diablo, porque cada astro era un ojo y un grito; todos le miraban y maldecían, cantando a su modo con su luz la gloria del Señor. Y además, en el ambiente sentía Satán ráfagas misteriosas, vibraciones sobrenaturales, y como aprensión de voces ocultas, de divina alegría, estremecimientos nerviosos del aire y del éter; la vida magnética del planeta se exaltaba; el Diablo se ahogaba en aquella atmósfera en que, como una tormenta, parecía próximo a estallar el prodigio. Tal como las altas nubes abaten a veces el vuelo y ruedan sobre las montañas y descienden a beber en las aguas de los valles, al demonio le parecía que aquella noche, el cielo, el de los ángeles, se había humillado y se cernía al ras de tierra; y las nieblas del río y las lejanías azuladas del horizonte le parecían legiones disfrazadas de querubines. Dejó atrás Emmaús, y guiado por instinto superior a su voluntad, siguió caminando al Sudeste, dejando a la izquierda a Jerusalén, cuyas murallas le parecieron de fuego. Llegó cerca de una majada de pastores que velaban y guardaban la vigilia de la noche sobre su ganado. No se acercó a su hoguera, ocultándose en las sombras a que no llegaban los reflejos inquietos de las llamaradas. Mas de pronto, la hoguera empezó a palidecer cual si llegara el día y la luz del sol ofuscase el vigor de su lumbre; los pastores miraron en torno y creyeron que de repente al aurora aparecía por todos los confines del cielo, y se acercaba a ellos con sus tintes de rosa. No era la aurora; eran las alas del ángel del Señor que vibraban con santa alegría, y al sacudir el aire creaban la luz. Temblaron los pastores sobrecogidos, postráronse en tierra, y ocultaban el rostro entre las manos, mientras el diablo clavaba dientes y garras en la tierra, como raíces de una planta maldita.

Lucifer oyó el confuso rumor de las palabras del Ángel, que sonaban desde lo alto como suave música escondida en los pliegues del aire; pero no comprendió lo que decía a los pastores la aparición celeste. No entendió que les decía: «No temáis, porque vengo a daros noticias de gozo, que lo será para todo el mundo. Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador que es Cristo el Señor.

«He aquí las señas: hallaréis al niño envuelto en pañales, echado en un pesebre».

Nada de esto oyó Satanás distintamente, pero sí vio que sus aprensiones de antes se cuajaban en realidad; porque de repente, como de una emboscada, salieron de las ondas del aire legiones de ángeles, una multitud de los ejércitos celestiales que alababan a Dios y decían: «Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz, buena voluntad para los hombres».

Mas todo pasó como un sueño, volvieron a brillar la hoguera abajo y las estrellas arriba… pero el demonio daba diente con diente. Se acordó del Paraíso, del delito de Adán, de la promesa de Dios. ¡Iba a nacer el Unigénito! Dios iba a cumplir su palabra. Su infinito amor entregaba al Hijo a la crueldad y ceguera de los hombres.

Escondido en su propia sombra, que simulaba la de un nubarrón, Lucifer siguió a los pastores, que cual iluminados dejaron la majada y se encaminaron a Betlehem.

Y llegaron al mesón en que José y María se albergaban, y allí les dijeron que la casa estaba llena y que se habían acomodado José y María en el lugar más humilde de la posada: entraron y vieron al niño acostado en un pesebre.

Y mientras los pastores adoraban al Niño Dios, el Diablo, en forma de murciélago, entraba y salía en el corral humilde, lleno de envidia del amor de Dios. Pero empezaron a entrar y salir también ángeles menudos, de los coros del cielo, los modelos de Murillo, y como tropezaban sus alas con las del murciélago infernal, y se espantaban y huían, Lucifer se alejó de la cuna del Redentor y salió a la soledad de la noche, a la triste helada, tan ensimismado, que al volver, en lo oscuro, a su figura natural, no se acordó de despojarse de sus alas de murciélago, las cuales le fueron creciendo en proporción a su tamaño. Parecían capa angulosa de piel repugnante y como viva; y por instinto, para librarse del relente, el Demonio, meditabundo, se embozó en las alas.

* * *

—¡Oh, noche! —pensaba—. ¡Qué noche! Después del trance de la batalla celestial perdida; después de la primera noche en las tinieblas del abismo, esta es la más terrible de mi vida inmortal.

Y la envidia de la caridad le mordía el alma, que como era de ángel, aunque caído, conservaba en el mal, en la impotencia para el bien, todas las delicadezas de percepción y gusto de su prístina condición seráfica. El diablo sabe mucho, y sabe que lo más grande, lo más noble, no es la hermosura corporal, ni el poder, ni el ingenio, ni la fortuna; que lo más grande es el amor, la abnegación. Y así, no le envidiaba a Dios sus dominios sobre la infinidad del firmamento estrellado, su sabiduría, la belleza de sus obras creadas para su gloria: envidiábale aquel amor infinito que entregaba a los dolores de la carne la naturaleza divina, y hacía del Verbo un Hombre para comunicar con los míseros mortales.

La imaginación profética, su mayor tormento, presentaba a Lucifer, envuelto en sus alas de murciélago, el espectáculo del mundo a partir de aquella noche terrible que los pueblos llamarían Noche—buena.

¡Dios penetraba en los espíritus rebeldes; el Cristo iba a reinar en las almas y en las sociedades que parecían más refractarias a su ley! Primero el humilde señorío de unos cuantos judíos pobres, ignorantes; después la atracción misteriosa ejercida sobre el mundo pagano distraído, más frívolo que pervertido en el fondo; la conversión de pueblos bárbaros, el dominio por la fe, por la esperanza, por la caridad; reino ideal, sin espada. Y el demonio sonreía con amarga complacencia imaginando lo que seguía: la cruz—cetro, el báculo—hoz, que al enganchar a la oveja descarriada le hace sangrar con el filo: el poder temporal, el imperio ortodoxo; después el Papado—Imperio, la fuerza ciega creyéndose cristiana; la Cruz sirviendo de pared a los edictos imperiales; pasquines del Estado pegados al sublime leño; sentencias de muerte clavadas allí donde se leyó INRI. Sonreía el diablo, pero no muy contento, porque bien veía que aquello duraba poco… poco en comparación de la multitud de los siglos futuros… ¡Otra vez el reinado espiritual!… Resurrección de aquellos esplendores pasajeros del siglo XIII, del Evangelio nuevo; el mundo civilizado, de vida compleja, de cultura intensa y extendida por todas las regiones, viniendo a ser, sencillamente, una gran cofradía, que se pudiera llamar o Confederación Universal o La Orden Tercera. Francisco de Asís eternamente de moda. La frase evangélica: «Siempre habrá pobres entre vosotros… » explicada, no por la miseria material, no por el egoísmo que acapara, sino por la constante imitación de San Francisco.

Los pueblos más lejanos y más extraños a la civilización cristiana, dejando sus ídolos, sus libros sagrados, para copiar, primero, a la Europa y a la América laicas, profanas, sus Estados, sus armamentos, sus leyes frívolas de formalidad política, sus artes, su industria… y después imitar su conversión, el fondo íntimo de la esencia de su cultura, el fondo cristiano. Todos los pueblos cristianos. El mundo entero viendo con nueva claridad y fuerza el profanado sentido de aquellas palabras: «Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella… ».

«¡Oh, sí! —pensaba Lucifer llorando—. ¡Qué idea la de Dios! Hacerse hombre… Y hacerse hombre en la sangre del Hijo… Ser Hijo de Dios, nacer en un pesebre, predicar diciendo: Padre nuestro que estás en los cielos… danos el pan de cada día… Hágase tu voluntad… Todos somos hermanos; Dios, Padre de todos; perdonad las injurias; dadlo todo a los pobres y seguidme… Tener la cruz… y morir en ella… perdonando… ¡Inolvidable! ¡Inolvidable!…

»En cambio… yo… —seguía pensando Lucifer— me voy haciendo viejo; dentro de poco será cada día para mí un siglo; mis años caducos no serán respetables, seré el anciano chocho, sin grave dignidad, de que se burla el vulgo y que persiguen los pilletes, no el venerable patriarca que guía un pueblo; seré después algo menos que eso: una abstracción, un fantasma metafísico, un lugar común de la retórica; bueno para metáforas… ¡Ay! yo no me comunico con el mundo; en mis apariciones jamás dejo mi prerrogativa diabólica, mi inviolabilidad de espíritu; tengo miedo a hacerme carne que los hombres puedan atormentar… El egoísmo estéril no me deja reproducirme… Yo no tengo Verbo, yo no tengo Hijo… Yo me inutilizaré, me haré despreciable, llegaré a verme paralítico, en un rincón del infierno, sin poder mostrarme al mundo… y mi Hijo no ocupará mi puesto. ¡El gran rey de los Abismos no tiene heredero!… ».

* * *

Y como seguía sintiendo, a lo lejos los estremecimientos de alegría del Universo en la Noche—buena; aquellas señas que se hacían las estrellas, guiñándose, en la inteligencia del sublime secreto como diciéndose unas a otras: «¡Lo que acaba de suceder! Allá abajo, donde quiera, en un rincón de la Vía Láctea… ¡ha nacido Dios!». Como los ángeles insistían en revolotear sobre Betlehem, y el cielo seguía, como niebla baja, cerrazón divina, a ras de tierra, mezclados el Empíreo y la Judea, Lucifer, a quien la envidia desgarraba las inmortales entrañas del espíritu sutil, hizo un supremo esfuerzo de voluntad, quiso violentar su egoísmo y pensó: «¡Yo también quiero encarnar, yo también quiero tener un hijo, yo también quiero mi Noche buena!… ».

Pero ¿en quién engendrar al Hijo del Demonio? ¿Cómo perpetuar el mal en forma humana, en algo que dure siempre sobre la tierra, y haga de mi naturaleza cosa viva, tangible, imperecedera, inolvidable! —Y abriendo las alas de murciélago, que eran ahora inmensas, y se extendieron hasta el horizonte, ocultó en aquella oscuridad las estrellas; la noche se hizo tenebrosa. Y, con la voz del trueno, Satanás declaró su deseo a las tinieblas; propuso a la Noche la cópula infernal de que debía nacer el Satán—Hombre, la humanidad diabólica.

Mas, infeliz en todo, su imaginación profética le hizo ver por adelantado el cuadro de sus inútiles esfuerzos, el constante fracaso de sus pruritos de amor diabólico, el aborto sin fin de sus conatos de paternidad maldita. ¡Terrible suerte! Antes de emprender las hazañas de su imposible triunfo, ver y saber los desengaños infalibles. ¡Ver muertos los hijos primero de engendrarlos!

Y vio que de la Noche tendría por hijos al Miedo, la Superstición, que porque es ciega se toma por la Fe; nacerían el Error sentimental, la Ciencia apasionada, es decir, falsa; el Ergotismo hueco, la Hipótesis loca, la Humildad fingida, que rinde la virtud de la Razón a la Autoridad, y hace esclavo del orgullo inconsciente a la Conciencia. Mas todos estos hijos, pálidos, como nacidos en cuevas frías, oscuras, iban muriendo poco a poco; raza de microbios que la luz del Sol aniquilaba.

Lucifer, ya que a Dios no podía, quiso imitar a Júpiter y tomar mil formas para seducir a sus Europas, y Ledas y Alcmenas; y de meretrices, cortesanas, malas vestales y reinas corrompidas, tuvo hijos bastardos que le vivían poco; todos flacos, débiles, contrahechos. Tuvo por concubinas la Duda, la Locura, la Tiranía, la Hipocresía, la Intolerancia, la Vanidad, y le nacieron hijos que se llamaban el Pesimismo, el Orgullo, el Terror, el Fanatismo. Todos vivían hambrientos, devorando el bien del mundo que trituraban en sus fauces, que eran los estragos; pero en vano, porque poco a poco se iban muriendo… Hasta hizo tálamo el demonio del pórtico de la Iglesia; pero ni la Inquisición, ni la Ignorancia, ni la Monarquía absoluta, ni la Pseudo—Escolástica, le dieron el Hijo que buscaba, el inmortal, porque todos perecían. Al fin, en la Civilización creyó haber engendrado lo que buscaba, sorprendiéndola dormida; de aquella unión forzada nació el Materialismo, sensual, frívolo, egoísta… pero murió a manos de los hijos legítimos de aquella madre casta, y Satán vio que el mundo volvía a Jesús cuando parecía llegada la hora del diablo.

¡Padre infeliz! Después de siglos y siglos de constantes afanes por dejar descendencia, ¡rodeado de sombras, de recuerdos de prole infinita desaparecida, muerta, llorando en vejez estéril! Así pudo verse Lucifer en aquella imagen de lo futuro que su fantasía atormentada le presentó en el fondo tenebroso de la noche, en cuyo seno quiso engendrar su primogénito nacido para morir. Él, inmortal, no podía dar la inmortalidad a lo que engendraba… Cada año un hijo… cada año un muerto.

Todas las Noches—Buenas, Jesús nacía en un pesebre, y los pastores le veían entre las manos puras de María, que le envolvían en pañales…

Y a la misma hora, en la soledad de la noche fría, el diablo enterraba en los abismos el hijo suyo, muerto de helado, envuelto en un sudario hecho de nieve, de la nieve que nace de los besos sin amor del padre maldito que no puede amar; y como engendra sin cariño, sin espíritu de abnegación, de sacrificio, sólo engendra para la muerte eterna.

Ordalías

Don Braulio Aguadet era un riquísimo señor valenciano, que tomaba muy en serio las cosas más serias de la vida; por ejemplo, la educación de sus hijos.— Para muchos era manía el afán que Aguadet mostraba por encontrar para su prole el ave fénix de los maestros, un ayo ideal, aunque tuviera tan buen diente que le comiera la mitad de la hacienda. Sus hijos no iban a la escuela por que Aguadet temía las epidemias físicas y las morales, como él decía; los microbios de la difteria y los microbios del mal ejemplo, de la enseñanza rutinaria y servil. Se acercaba para los chicos el momento crítico de pasar a la segunda enseñanza, y don Braulio ya había resuelto no dejarles tampoco asistir al Instituto. Lo que él necesitaba era el ave fénix de los preceptores; una especie de Sócrates sin colocación, que quisiera dedicarse a maestro de los Aguadet impúberos.

Pero, es claro; el ayo ideal no parecía. En vano el buen señor, con perjuicio de sus negocios, cambiaba de vecindad cada poco tiempo, y de Valencia se iba a Barcelona y de allí a la corte. El Pestalozzi que él había soñado no estaba en ninguna parte. En el extranjero no había que pensar; porque Aguadet, que leía muchos libros de pedagogía, había leído al pedagogo ilustre, que dice que es un crimen enseñar a los niños a hablar en dos lenguas a un tiempo. La boca se le hacía agua cuando en las páginas de anuncios de los periódicos ingleses leía la oferta de ayos de exportación, señores que eran doctores, académicos, publicistas y una porción de letras mayúsculas, que Aguadet no sabía lo que significaban (v. gr. Ll D. B. A. DD. etc., etc.), y que se ofrecían por poco dinero para casa de los padres, como nuestras amas de cría. Un doctor inglés de aquellos, pero vertido al castellano, era lo que él quería para sus hijos. Pero la planta no era indígena; no había por acá ayos como los soñaba Aguadet.

No faltaron pedantes de todas clases, sexos y escuelas y sectas que, al olor del buen trato que don Braulio ofrecía, acudieron, haciendo honesto alarde de sus habilidades para injertar sabios precoces en retoños vulgares y aun silvestres. Pero Aguadet, que parecía un bendito, y lo era, en el sentido de ser una excelente persona, no se dejaba engañar, y en seguida les encontraba el flaco a los variadísimos géneros del Tartufo pedagógico que se le fueron presentando. Había aprendido por observación y por curiosas lecturas, los peligros de las enseñanzas demasiado artificiosas, y recordaba que hasta el famoso Filantropinum, que sirvió en Alemania de modelo a las reformas de la pedagogía intuitiva, de la enseñanza de las cosas, etc., etc., acabó de mala manera, degenerando en una porción de ridículas novedades latitudinarias. Conque al buen señor, que no se fiaba ni de Basedow en persona, ¡que le vinieran con institutrizos, como él decía, ya del género jesuítico, ya del integral, ya del rousseauniano! ¡oh, la cosa era tan peliaguda! A veces las apariencias no eran malas; pero, ¡había tantos sepulcros blanqueados por fuera!

* * *

Llegó una ocasión en que, sin esperanza ya de encontrar cosa de provecho, Aguadet trabó por accidente relaciones con un matrimonio que le había llamado la atención —era esto en Madrid— porque se les veía muy a menudo en el Real, en los estrenos del Español y de la Comedia, en butacas de orquesta, en palcos por asiento, vestidos pobremente, pero con su especie de etiqueta del harapo; muy de señores siempre, muy limpios; sin una mancha, y tal vez sin un pelo, en toda la ropa. Eran feos los dos, insignificante ella sobre todo, él de facciones y color grotescos, por lo llamativos y pronunciados. Era may rojo y muy huesudo. También los vio en los conciertos del Príncipe Alfonso y en los cuartetos del Conservatorio y en el Museo de Pinturas y en las iglesias en que había música clásica. En todas partes parecían extranjeros, y sabía él que no lo eran. Hablaban mucho entre sí, comentando seriamente lo que veían y lo que oían, olvidados del mundo que los rodeaba, pensando sólo en el arte, sin parar mientes en la sorpresa, no exenta de disimulada burla, que su aspecto estrambótico solía suscitar en todas partes.

Parecían intrusos… y sin embargo, infundían cierto respeto. Acudían, bien se veía, a donde acude la sociedad de los ricos, de los elegantes, siendo, probablemente, ellos pobres y de seguro sin elegancia aparente alguna. Pero iban por coincidencia de medios, para bien distintos fines; porque la sociedad elegante frecuentaba los espectáculos exquisitos, de arte fino, por lujo, por moda, por ostentación; y ellos, el matrimonio extraño, por necesidad estética, por amor a la belleza, pesándoles bien que tales primores no fuesen más baratos, aunque fueran menos aristocráticos.

Observaba don Braulio que marido y mujer escogían siempre las localidades más humildes, si las había de varias clases, desafiando muy tranquilos, o mejor, sin pensar en tales nimiedades, el mal disimulado menosprecio de los que, desde mejor punto, miraban a los intrusos como gente loca y temeraria que no pensaba en lo ridículo.

—Y sin embargo —se decía Aguadet— si la esencia de lo cursi está en lo que dice Valera, en el excesivo temor de parecerlo, estos dos son los entes menos cursis del mundo, porque se presentan con los harapos limpios y bien cosidos, con tanta natural satisfacción como un rey con manto y corona.

Tanto le llamó la atención la pareja, que no paró hasta trabar conversación con ellos; cosa facilísima, pues aquellos excelentes sujetos creían lo más natural del mundo que se comunicaran ideas e impresiones, muy particularmente cuando se gozaba en común del espectáculo de lo bello.

Marido y mujer eran ilustradísimos; hablaban de arquitectura, pintura, música y poesía, como gente que ha visto, oído, leído y meditado mucho y en muchos países. Resultaba que habían paseado por media Europa, aprovechando los trenes baratos, siempre en tercera, por no haber cuarta, y sin beber vino ni comprar chucherías inútiles. —«Era un asombro lo poco que se gastaba recorriendo el mundo civilizado. Bastaba para ello tener la vocación del verdadero peregrino de la belleza. Todo museo notable, todo teatro célebre, todo centro de gran cultura, toda maravilla de un arte, era para ellos un santuario que visitaban, no a pie, porque sería mucho más caro (por el tiempo invertido y por los zapatos gastados), pero sí alimentándose como los antiguos romeros. No llevaban el agua en una calabaza porque no era necesario, pero de agua y poco más vivían. El agua era su ídolo higiénico… Casi tenía razón el filósofo jónico, «casi todo bien procedía del agua… ».

* * *

Un día, después de ser ya muy amigos y de haberlos llevado varias veces a su casa, le preguntó Aguadet al marido, don Ruperto, qué vocación tenía, para qué carrera mostraba él más aptitud y afición más decidida.

—Yo creo que he nacido para la enseñanza y la educación. Guiar un alma y un cuerpo, no echados a perder por el mundo y sus errores, es mi mayor deseo y mi vocación acaso.

Aguadet, que tal oyó, puso cada día mayor empeño en estudiar a fondo al matrimonio misterioso. No ocultaban su escasez de recursos, pero no hacían alarde de miseria, y temió que no le sería fácil, sin imprudencia, penetrar en el hogar, muy pobre de fijo, de aquellos universales dilettanti. Pero, con gran sorpresa, a la primer insinuación vio colmado su deseo. Si antes don Ruperto no le había ofrecido su casa, había sido porque no creía que ver tan pobre mansión pudiera tener ningún interés ni causar complacencia.

Don Braulio vio todo lo que quiso: la cocina, el comedor, la sala, el gabinete, todo a lo pobre, pero limpio; menos pobre por la sencillez lacónica, pudiera decirse, de las costumbres y necesidades de aquella gente. Una lógica singular guiaba sus hábitos, y por consecuencia sus necesidades; habían suprimido los pleonasmos de satisfacciones que la civilización acumula en nuestra vida. La falta de originalidad, la servil imitación de gustos y preocupaciones ajenas, según don Ruperto y consorte, nos hacen gastar inútilmente nuestro haber, con tanta dificultad, y tiempo perdido, alcanzado; y así, no nos quedan ni vagar para la contemplación de las bellezas gratuitas y no gratuitas del mundo, ni medios económicos para conseguir estas últimas. Por cubrir gastos que no satisfacen gustos ni necesidades verdaderas, espontáneas, dejamos de disfrutar de muchas cosas nobles de la vida. Pasmaba pensar, según don Ruperto, lo mucho que come de sobra el más sobrio y menos amigo de los placeres de la mesa. Además, era ridículo escoger los manjares por razón de vanidad, de rutina, de deleite grosero del paladar, etc., etcétera, cuando un estudio un poco serio y atento de la higiene moderna, nos pone en situación de comer mejor, esto es, lo que de veras nos hace falta, y muy barato. De la ropa, no se diga. Los medios de conservarla, según los recursos de la industria contemporánea, eran muchos, y constituían un arte serio y muy útil. En cuestión de muebles… en fin, sobraban casi todos. Y en cambio, era necesario viajar, leer, visitar museos, monumentos, oír música buena, etc., etc.

Don Braulio, encantado por aquellas apariencias, empezó a insinuar a don Ruperto la idea de encargarle de la educación de los Aguadet menores. Don Ruperto, también con indirectas, dio a entender que aceptaría el cargo, y que le vendría muy bien para arreglar su situación económica, nada próspera, a pesar de tanta parsimonia en los gastos; pero también dejó comprender que ni él solicitaba favores ni daría en su vida un paso para inclinar el ánimo de su nuevo amigo en aquel sentido.

Aguadet entraba cada día en más ganas de conocer a fondo aquel espíritu, aquella vida que tan poco se parecía a la de tantos y tantos pedagogos que él conocía.

De religión, de filosofía, de pedagogía, de letras, de historia, de cuanto don Braulio quiso, habló don Ruperto, «la moral era ciencia experimental, y su único laboratorio la virtud». Y la virtud era la más ardua de las empresas posibles. Así que la mayor parte de los moralistas no tenían laboratorio.

Todo esto, y muchas cosas más que Aguadet averiguó, estaba bien y le inclinaba más cada vez a entregar la educación de sus hijos al anacoreta estético, como él llamaba a don Ruperto… Pero… ¿y si era sepulcro blanqueado como tantos otros?

Y miraba y retemiraba de soslayo, a hurtadillas, de mil maneras, a su nuevo amigo, como podría meter el estoque, si fuera empleado en casillas, para buscar matute en el fondo de su carro. —Quería leer en el alma de aquel hombre, a través de aquella ropa, negra siempre, tan limpia tan rapada, tan sutil. —No acababa de ver completa pulcritud en aquella austera sencillez, en tan absoluta falta de refinamientos indumentarios, en la ausencia total de lujo y superfluidad. —Al verle, de repente, siempre le parecía un hombre sórdido, sucio… y no había tal; desde el sombrero de copa, de moda atrasada, pero reluciente y bien planchado, hasta las botas, de pacotilla, pero como soles, todo revelaba allí completa pulcritud, muchos pensamientos y cuidados domésticos consagrados a la ropa, en cuanto símbolo de dignidad humana.

Cuando don Ruperto sacaba el pañuelo, don Braulio lo miraba de reojo con atención suma; solía sorprender zurcidos muy bien hechos; manchas, nunca.

Y sin embargo, no se rendía. —«Esta virtud tendrá mácula, pensaba; aquí habrá hipocresía, comedia, bastidores y telones para que los vea el mundo».

* * *

—¡Ah! —se dijo un día Aguadet— ¡ya di con ello!… La prueba, la última, la definitiva. —Prueba de ordalías, como si dijéramos: nada de fuego, pero el agua, ¿por qué no?

—¿Sabe usted nadar, don Ruperto? —preguntó una vez don Braulio, así como al descuido.

Don Ruperto se puso un poco encarnado, y dijo por fin:

—No, señor; por esa parte mi educación está incompleta. Nunca me he decidido. De niño, mis hermanos y otros chicos mayores que yo me arrojaron al mar muchas veces para enseñarme tan útil habilidad con violencia, por sorpresa; y sólo consiguieron que tomara horror al agua… en cuanto elemento para la locomoción, se entiende; yo me baño en casa; pero en el mar o en el río no me atrevo.

—¡Malo! ¡malo! —pensó don Braulio—. Este hombre que tanto habla del agua y sus excelencias… le tiene asco al agua. ¡Malo! Sepulcro blanqueado por fuera probablemente.

Una tarde invitó don Braulio a don Ruperto a visitar cierta quita de recreo de Aguadet, en medio de la cual había un estanque de aguas profundas, puras, cuyo fondo se veía como detrás del cristal más diáfano. Paseaban juntos, filosofando, a la orilla del agua. Don Ruperto, a ratos, perdía el hilo de la conversación por mirar el terreno que pisaba; porque don Braulio tenía la mala costumbre, por lo visto, de torcerse a la derecha al andar e impedir a su pareja seguir el camino recto; ello era que le iba echando hacia el agua, y había que pensar en no caerse al estanque, sin perjuicio de mantener la interesante conversación.

Mas hubo un momento en que don Ruperto olvidó aquel cuidado material; se le fue el santo al cielo, y cuando más metido estaba en cierto laberinto de ideas metafísicas… sintió que le faltaba tierra, que don Braulio, apoyándose en él, resbaló sobre el suelo, mientras su propio individuo caía de cabeza al estanque. Y no sintió más, porque con el susto y la impresión del agua, casi helada, perdió el conocimiento; y cuando volvió en sí, se encontró en una alcoba de la casa de campo, metido en una cama, entre cobertores, y tan desnudo como le pariera su madre.

A su lado don Braulio sonreía, radiante de satisfacción.

—No ha sido nada —le dijo—. ¡Un susto, nada más que un susto! No ha bebido usted ni dos cuartillos de agua. Además, es potable. Ello fue, que yo, distraído con la argumentación, resbalé sobre una cáscara de naranja; al caer me apoyé en usted, y usted se fue al agua…

—¿Y mi ropa? —preguntó tímidamente, pero sin vergüenza, don Ruperto.

—Descuide usted. Está puesta al fuego. Secará en seguida. La interior y la de color, toda. Siento no tener yo ahora en esta quinta ropa mía que pudiera servirle…

—¡Oh, gracias, gracias!…

A poco se levantó Aguadet de la silla que ocupaba al lado del náufrago, y fue a la cocina a ver como estaba la ropa de su amigo.

Sobre una cuerda, cerca de una buena hoguera, estaban todas las prendas negras: levita, chaleco, pantalón, corbata; en otra cuerda toda la ropa blanca… camisola, camiseta, calzoncillos, calcetines. Don Braulio pasó otra vez revista a tales prendas, que ya tenía bien miradas.

¡Qué triunfo para la sinceridad de aquella virtud austera, sencilla y noble! Don Braulio, después de recoger en el agua, ayudado por los criados se la quinta, el cuero exánime de su amigo, había tenido buen cuidado de desnudarle y examinarle toda la piel, de arriba abajo, y toda la ropa sin dejar un hilo.

De aquella inspección, resultaba que aquel don Ruperto debía, en efecto, de bañarse todos los días en casa. Y en cuanto a la ropa interior, era toda una ejecutoria de pulcritud.

—¡Oh! —pensaba don Braulio— ¡esta es la verdadera limpieza, como es la virtud verdadera la que no está destinada a que el mundo sepa de ella! Este hombre no podía venir preparado. ¿Cómo podía él sospechar que yo, hoy precisamente, había de tirarlo al agua? No venía preparado. Y hoy es sábado. Luego este hombre se muda todos los días. La tela es pobre, está muy gastada, llena de repasos, que son ejecutoria de la atenta laboriosidad de su mujer; pero ¡qué limpieza! ¡Qué buen olor a manzanas maduras, o no sé qué! ¡Oh, sí! No cabe duda; por dentro como por fuera. Los calcetines como el pensamiento, el corazón como la camisa elástica; ¡todo blanco! ¡Todo en orden! ¡Todo puro!».

Secó la ropa, y media hora después, don Ruperto se vestía en presencia de don Braulio; a este se le figuraba un sacerdote del culto de la pobreza limpia, sin jactancia ni vergüenza, que se revestía de las insignias de su honradez. Se veía claramente que se hubiera vestido con igual tranquilidad delante de un Concilio… a no vedarlo otros respetos.

Ni hacía alarde de su esmerada pulcritud, ni le causaban vergüenza aquellos zurcidos y sutilezas de la ropa blanca.

Cuando le vio otra vez empaquetado en su traje negro, don Braulio tendió la mano a don Ruperto, y le dijo:

—De modo, querido amigo, que quedamos en eso; quedamos en que desde mañana empezará usted a desasnarme los chicos…

Viaje redondo

La madre y el hijo entraron en la iglesia. Era en el campo, a media ladera de una verde colina, desde cuya meseta, coronada de encinas y pinares, se veía el Cantábrico cercano. El templo ocupaba un vericueto, como una atalaya, oculto entre grandes castaños; el campanario vetusto, de tres huecos —para sendas campanas obscuras, venerables con la pátina del óxido místico de su vejez de munís o estilitas, siempre al aire libre, sujetas a su destino— se vislumbraba entre los penachos blancos del fruto venidero y los verdores de las hojas lustrosas y gárrulas, movidas por la brisa, bayaderas encantadas en incesante baile de ritmo santo, solemne. Del templo rústico, noble y venerable en su patriarcal sencillez, parecía salir, como un perfume, una santidad ambiente que convertía las cercanías en bosque sagrado. Reinaba un silencio de naturaleza religiosa, consagrada. Allí vivía Dios.

A la iglesia parroquial de Lorezana se entraba por un pórtico, escuela de niños y antesala del cementerio. En una pared, como adorno majestuoso, estaba el ataúd de los pobres, colgado de cuatro palos. Debajo dos calaveras relucientes como bajo—relieve del muro, y unas palabras de Job.

La puerta principal, enfrente del altar, bajo el coro, era, según el párroco, bizantina; de arco de medio punto, baja, con tres o cuatro columnas por cada lado, con fustes muy labrados, con capiteles que representaban malamente animales fantásticos. Aquellas piedras venerables parecían pergaminos que hablaban del noble abolengo de la piedad de aquella tierra.

El templo era pobre, pero limpio, claro; de una sencillez aldeana, mezclada de antigüedad augusta, que encantaba. En la nave, el silencio parecía reforzado por una oración mental de los espíritus del aire. Fuera, silencio; dentro, más silencio todavía; porque fuera las hojas de los castaños, al chocar bailando, susurraban un poco.

Dos lámparas de aceite, estrellas de día, ardían delante de altares favoritos. A la Virgen del altar mayor la iluminaba un rayo de sol que atravesaba una ventana estrecha de vidrios blancos y azules.

Sobre el pavimento, de losas desiguales y mal unidas, quedaban restos del tapiz de grandes espadañas por allí esparcidas pocos días antes al celebrar una fiesta; la brisa, que entraba por una puerta lateral abierta, movía aquellas hojas marchitas, largas, como espadas rendidas ante la fe; un gorrión se asomaba de vez en cuando por aquella puerta lateral, llegaba hasta el medio de la nave, como si viniera a convertirse, y al punto, pensándolo mejor, salía como una flecha, al aire libre, al bosque, a su paganismo de ave sin conciencia, pero con alegre vida.

En el presbiterio, a la derecha, sentado en un banco, el cura, anciano, meditaba plácidamente leyendo su breviario. No había más almas vivientes en la iglesia. El gorrión y el cura.

* * *

Entraron la madre y el hijo, santiguándose, húmedas las yemas de los dedos con el agua bendita tomada a la puerta.

A los pocos pasos se arrodillaron con modestia, temerosos de ser importunos, de interrumpir al buen sacerdote, que se creía solo en la casa del Señor.

En medio de la nave se arrodillaron. La madre volvió la cabeza hacia el hijo, con un signo familiar; quería decir que empezaba el rezo; era por el alma del padre, del esposo perdido. Ella rezaba delante, el hijo representaba el coro y respondía con palabras que nada tenían que ver con las de la madre; era aquel diálogo místico algo semejante a los cuadros de ciertos pintores cristianos de Italia, de los primitivos, en los que los santos, las figuras asisten a una escena sin saber unos de otros, sin mirarse, todos juntos y todos a solas con Dios. Así estaba el cura, sin saber del gorrión, que entraba y salía, ni de la madre y el hijo que oraban allí cerca.

* * *

Entonces comenzó el milagro.

Llegó el rezo a la meditación. Cada cual meditaba aparte. La madre, por el dolor de su viudez, llegaba a Dios en seguida, a su fe pura, suave, fácil, firme, graciosa.

El hijo… tenía veinte años. Venía del mundo, de las disputas de los hombres. La muerte de su padre le había herido en lo más hondo de las en entrañas, en el núcleo de las energías que nos ayudan a resistir, a esperar, a venerar el misterio dudoso. A veces le irritaba la resignación de su madre ante la común desgracia; sentía en sí algo de la hiel de Hamlet; veía en el fervor religioso de su madre el rival feliz de su padre muerto.

Era estudiante, era poeta, era soñador. Su alma no se había separado de la fe de su madre en arranque brusco, ni por desidia y concupiscencia; como el gorrión en la iglesia aldeana, su espíritu entraba y salía en la piedad ortodoxa… Leía, estudiaba, oía a maestros de todas las escuelas; su absoluta sinceridad de pensamiento le obligaba a vacilar, a no afirmar nada con la fuerza que él hubiera sabido consagrar al objeto digno de una adhesión amorosa definitiva, inquebrantable. Padecía en tal estado, consumía en luchas internas la energía de una juventud generosa; pero por lo pronto sólo amaba el amor, sólo creía en la fe, sin saber en cuál; tenía la religión de querer tenerla. Y en tanto, seguía a la madre al templo, donde sabía que estaba cumpliendo una obra de caridad sólo al complacer a la que tanto quería. Además, su alma de poeta seguía siendo cristiana; los olores del templo aldeano, su frescura, su sencillez, el silencio místico, aquella atmósfera de reminiscencias voluptuosas de la niñez creyente y soñadora le embriagaban suavemente; y, sin hipocresía, se humillaba, oraba, sentía a Jesús, y repasaba con las ideas las grandezas de diecinueve siglos de victorias cristianas. Él era carne de aquella carne, descendiente de aquellos mártires y de aquellos guerreros de la cruz. No, no era un profano en la iglesia de su aldea, a pesar de sus inconstantes filosofías.

La madre, del pensamiento del padre muerto pasaba al pensamiento del hijo… acaso amenazado de muerte más terrible, de muerte espiritual, de impiedad ciega y funesta. Recordaba las lágrimas de Santa Mónica; pedía a Dios que iluminase aquel cerebro en donde habían entrado tantas cosas que ella no había transmitido con su sangre, que no eran de sus entrañas. En sus dolorosas incertidumbres respecto de la suerte moral de su hijo, su imaginación se detenía al llegar a la idea de la posible condenación. Aquel infinito terror, sublime por la inmensidad del tormento, no llegaba a dominarla, porque no concebía tanta pena. ¡El infierno para su hijo! ¡Oh, no, imposible! Dios tomaría sus medidas para evitar aquello. Las almas eran libres, sí; podían escoger el mal, la perdición… pero Dios tenía su Providencia, su Bondad infinita. El hijo se le salvaría. ¡A la oración! ¡a la oración para lograrlo!

Los dos, absortos, llegaron a olvidarse del tiempo, a salir de la sombra del péndulo que va y viene, en la cárcel del segundo que mide, eterno presidiario. Aquel fue el milagro. La previsión, el temor que imagina vicisitudes futuras, se cuajaron en realidad; se les anticipó la vida en aquellos instantes de meditación suprema.

* * *

Para el hijo, el argumento poético de la fe se iba alejando como una música guerrera que pasa, que habla, cuando está cerca, de entusiasmo patriótico, de abnegación feliz, y después al desvanecerse en el silencio lejano deja puesto a la idea de la muerte solitaria. El no pensar en los grandes problemas de la realidad con el acompañamiento sentimental de los recuerdos amados, de la tradición sagrada, llegó a parecerle un deber, una austera ley del pensamiento mismo. Como el soldado en la guerrilla se queda solo ante el peligro, acompañado de las balas enemigas, ya sin la patria, que no le ve en aquella agonía, sin música animadora, sin arengas, sólo con la guerra austera, como la pinta Coriolano el de Shakespeare, así aquel pensador sincero se quedaba solo en el desierto de sus dudas, donde era ridículo pedir amparo a una madre, a la infancia pura, como lo hubiera sido en un duelo, en una batalla. Buena o mala, próspera o contraria, no había allí más ley que la ley del pensar. Lo que fuera verdadero, aunque fuera horroroso, eso había que creer. Como el valiente, que lo es de veras, no cree tener un amuleto que le libra de las balas, sino que se mete por ellas seguro de que pueden pasar por su cuerpo como pasan por el aire; así pensaba, con valor; pero la juventud se marchitaba en la prueba: el corazón se arrugaba, encogiéndose. Dudando así, escapaba la vida. Las ilusiones sensuales perdían el atractivo de su valor incondicional; al hacerse relativas, precarias, se convertían en una comedia alegre por su argumento, triste por la fatal brevedad y vanidad de sus escenas. No se podía gozar mucho de nada. La ilusión del amor puro, de la mujer idealizada, se desvanecía también; sólo quedaba de ella jirones de ensueño flotando dispersos, desmadejados a ras de tierra, como el humo de la locomotora, el que huye por los campos con patas de araña gigante, disipándose un poco más a cada brinco sobre los prados y entre los setos…

La lógica lo quería; si la gran Idea era problema, ensueño tal vez, la mujer ensueño era fenómeno pueril, vulgaridad fortuita en el juego sin sentido y sin gracia de las fuerzas naturales…

Quedaba la naturaleza. Y el pensador, que ya no esperaba nada del amor, del cielo vaporoso fantástico, se puso a amar el terruño y su producto con la cabeza inclinada al suelo. Fue geólogo, fue botánico, fue fisiólogo… el mundo natural sin la belleza de sus formas aparentes todavía puede mostrarse grande, poético, pero triste, a veces horroroso, en su destino, como un Edipo; la naturaleza llegó a figurársela como una infinita orfandad; el universo sin padre, daba espanto por lo azaroso de su suerte. La lucha ciega de las cosas con las cosas; el afán sin conciencia de la vida, a costa de esta vida; el combate de las llamadas especies y de los individuos por vencer, por quedar encima un instante, matando mucho para vivir muy poco, le producía escalofríos de terror; eterna tragedia clásica, con su belleza sublime, misterioso, sí, pero terrible.

Pasaba la vida, y como en una miopía racional, el espíritu iba sintiéndose separado por nieblas, por velos del mundo exterior, plástico; volvían con más fuerzas que en la edad de los estudios académicos, las teorías idealistas a poner en duda, a desvanecer entre sutilezas lógicas la realidad objetiva del mundo; y volvía también con más fuerza que nunca la peor de las angustias metafísicas, la inseguridad del criterio, la desconfianza de la razón, dintel acaso de la locura. Un doloroso poder de intuición demoledora de análisis agudo, como una fiebre nerviosa, iba minando los tejidos más íntimos de la conciencia unitaria, consistente: todo se reducía a una especie de polvo moral, incoherente, que por lo deleznable producía vértigo, agonía…

* * *

El pensamiento de la madre, en tanto, volaba a su manera por regiones muy diferentes, pero también siniestras, obscuras. El hijo se le perdía. Se apartaba de ella, y se perdía. Muy lejos, ella lo sentía, vivía blasfemando, olvidado del amor de Dios, enemigo de su gloria. Era como si estuviera loco; pero no lo estaba, porque Dios le pedía cuenta de sus actos. Era un malvado que no mataba, ni robaba, ni deshonraba… no hacía mal a nadie, y era un malvado para Dios. Y ella rezaba, rezaba, rezaba para sacarle de aquel abismo, para atraerle al regazo en que había aprendido a creer. Cosa rara; le veía en tierra, de rodillas, en un desierto, sin comer, sin beber sin flores que admirar, sin amores que sentir, triste, solo, de hinojos siempre, las manos levantadas al cielo, los ojos fijos en el polvo, esperando sin esperanza; maldito y a su modo inocente, réprobo sin culpa, absurdo doloroso para las entrañas de la madre y de la cristiana.

«¡Más vale enterrarlo», pensaba ella. «Que viva poco y de prisa, si ha de vivir así». Y ella misma le iba haciendo la sepultura, arrojando nieve en derredor del cuerpo inmóvil del anacoreta condenado; en vez de tierra, nieve. Ya caía nieve sobre él, ya le llegaba a los hombros, ya le cubría la cabeza… ¡Señor, sálvale, sálvale, antes que desaparezca bajo la nieve en que lo sepulto!

* * *

En una crisis del espíritu del hijo, las cosas empezaron a tener un doble fondo que antes no les conocía. Era un fondo así, como si se dijera, musical. Mientras hablaban los hombres de ellas, ellas callaban; pero el curioso de la realidad, el creyente del misterio, que, a solas, se acercaba a espiar el silencio del mundo, oía que las cosas mudas cantaban a su modo. Vibraban, y esto era una música. Se quejaban de los nombres que tenían; cada nombre una calumnia. La duda de la realidad era un juego de la edad infantil del pensamiento humano; los hombres de otros días mejores apenas concebían aquellas sutilezas. Todo se iba aclarando al confundirse; se borraban los letreros de aquel jardín botánico del mundo, y aparecía la evidencia de la verdad sin nombre. Ya no se sabía cómo se llamaba en griego el árbol de la ciencia, que ahora no servía de otra cosa que de fresco albergue, de sombra para dormir una dulce siesta, confiada, de idilio. Volvía, de otra manera, la fe; los símbolos seguían siendo venerables sin ser ídolos; había una dulce reconciliación sin escritura ni estipulaciones; era un trabado de paz en que las firmas estaban puestas debajo de lo inefable.

Lo que no volvía era el entusiasmo ardiente, la inocencia graciosa en el creer; había un hogar para el alma, pero el ambiente, en torno, era de invierno. Los años no se arrepentían.

* * *

La madre sintió que el alma se le aliviaba de un peso horrendo. Cesó la pesadilla. La brisa le trajo hasta el rostro los aromas del bosque vecino; en cuanto gozó aquella dulzura pensó en el hijo, no según le veía en los ensueños; en el hijo que meditaba a su lado. Volvió hacia él suavemente la cabeza. El hijo también miró a la madre… Apenas se conocieron. El hijo era un anciano de cabeza gris; la madre un fantasma decrépito, una momia viva, muy pálida. El hijo se puso en pie con dificultad, encorvado; tendió la mano a la madre y la ayudó a levantarse con gran trabajo; la pobre octogenaria no podía andar sin el báculo de su hijo querido, viejo también, si no decrépito.

La besó en al frente. Se santiguó con mano trémula frente al altar mayor: comprendía y agradecía el milagro. El hijo volvía a crecer, había hecho el viaje redondo de la vida del pensamiento; no había más sino que en aquella lucha se había ganado la existencia; él ya era un anciano, y ella, por otro portento de gracia, vivía en la extrema decrepitud, próxima al último aliento, pero feliz, porque había durado hasta ver al hijo otra vez en el regazo de la fe materna. Sí, creía otra vez; no sabía ella cómo ni por qué, pero creía otra vez. Se acercaron a la puerta de columnas labradas con extraños dibujos; tomó la madre agua bendita de la pila y la ofreció al hijo, que humedeció la mente arrugada y cubierta de nieve.

En el pórtico se detuvieron. La madre no podía andar abrumada por el cansancio. Sonrió, tendiendo la mano hacia el ataúd de los pobres, una caja de pino, sucia, manchada de lodo y cera, colgada en el muro blanco.

Y con voz apagada, al perder el sentido, la anciana feliz exclamó:

—¡E esa… mañana… en esa!…

La trampa

¿Convenía o no la carretera? Por de pronto era una novedad, y ya tenía ese, inconveniente. Manín de Chinta, además, sentía abandonar la antigua calleja, el camín rial, un camino real que nunca había llegado a cuarto siquiera; porque, pese a todas las sextaferias que habían abrumado de trabajo a los de la parroquia, en ochavo se había quedado siempre aquella vía estrecha, ardua, monte arriba, con abismos por baches, y con peñascos, charcos y pantanos por el medio. En invierno, el ganado hundía las patas en el lodo hasta los corvejones; en verano, aquella masa, petrificada en altibajos ondeados, como olas de un mar de barro, mostraba todavía los huecos profundos de las huellas de vacas y carneros, que adornaban como arabescos el oleaje inmóvil. No importaba; por aquel camino habían llevado el carro el padre de Manín, el abuelo de Manín, todos los ascendientes de que había memoria.

Manín de Chinta tardaba tres horas en llegar con las vacas a la villa; mucho era para tan poco trecho; pero tres horas habían tardado, su abuelo. Además, la carretera le dividía por el medio el suquero, fragrante y fresco pedazo de verdura, regalo del corral. Manín resistió cuanto pudo, dificultó la expropiación hasta donde alcanzaron sus influencias… pero el torrente invencible y arrollador de la civilización y el progreso, como dijo el diputado del distrito, en una comida que le dictaron los mandones, en casa del cura nada menos, el torrente, es decir, la carretera, pudo más que Manuel; y por medio del suquero pasó el enemigo, llenando de polvo, que todo lo marchitaba, la hierba y los árboles, que a derecha e izquierda siguieron siendo propiedad de Manín.

El romanticismo de estos aldeanos nunca es tan excesivo que llegue a luchar largo tiempo con lo útil. Manín consagró algunas añoranzas al camín rial abandonado, que se llenó de hierba; pero como todos los vecinos, aprovechó la carretera, que poco a poco fue tomando aire rústico, cierto derecho a la vecindad, y llegó a ser cosa familiar y de provecho. A la orilla del nuevo camino se fueron fabricando casuchas pintadas, más limpias y sólidas que las chozas de la ladera cercana; abundaron a lo largo de la carretera las tabernas y abacerías, aumentó el tráfico, y sin pasar mucho tiempo, vio Manín que sus convecinos iban abandonando, para sus viajes a la villa, la muy pesada carreta del país, de mortal rechino, carreta que debía de ser todavía como las que usaron los Hunnos y los Argipeos. Iban adoptando ligeros carricoches, de dos ruedas, saltarines y pintados de colores tan vivos, tan chillones, que al rodar veloces por el camino, parecía que hacían casi tanto ruido con el verde y rojo y azul de su madera, como con las llantas que iban brincando sobre la grava.

Manín de Chinta sintió envidia, y acabó por desear tener también su carretón pintado; era algo carpintero, y entre él y un herrero de la vecindad consiguieron, no sin gastos considerables, dejar a la puerta del corral de los de Chinta un vehículo azul y rojo con toldo, bancos de pino, y hasta un estribo a la trasera. No faltaba más que el caballo.

* * *

Manín tenía en casa a su madre, Rosenda, a su mujer, María Chinta de Pin de Pepa, dos hijas casaderas, y un hijo, Falo (Rafael), licenciado del ejército del arma de caballería.

Después de pensarlo mucho, de sacar y meter muchas veces los pesos que guardaba el ama de la casa en un bolsillo verde, de malla, dinero que procedía de la venta forzosa de parte del suquero, decidió la familia que Falo fuese a la próxima feria de la Ascensión, allá muy lejos, a la capital de la provincia, a comprar un animal de tiro, fuerte, como de mil a mil quinientos reales, que estuviera acostumbrado al oficio y pudiese arrastrar a todos los de casa por cuesta de la Grandota arriba. Falo comprendió que él o nadie podía llevar a cabo la peligrosa empresa de meter en casa una boca más, de costumbres desconocidas y de utilidad no demostrada.

Toda la familia se mostraba de antemano recelosa contra el intruso, antes de que este viniera, en cuanto Falo se despidió, camino de la feria.

Vacas, cerdos, gallinas, cabras, patos y conejos… todo eso era género conocido, gente de casa, como quien dice. El pollino que llevaba a moler el maíz era huésped humilde, sufrido; pero ¡un caballo! ¡y caballo para un coche, o poco menos! La novedad era demasiado grande, molesta, casi dolorosa.

—Hay que hacer obra en el corral, junto a las vacas, para dejarle sitio al caballo —dijo la Chinta.

Y Manín, con cierto desdén, se encogió de hombros, y dijo entre dientes:

—¡Bah! como quieras… todavía no se sabe si Falo encontrará algo que convenga. Siempre hay tiempo.

Y era como una esperanza en la familia que Falo se volviera sin el animal que había ido a comprar, y que estaba pidiendo a gritos (a gritos rojos) el carricoche tumbado sobre las varas, a la puerta.

Volvió Falo jinete en una yegua. Era de buena alzada, torda, cabeza fina, de buen andar, airosa al sacudir los remos y nada espantadiza. No estaba flaca ni muy rellena. No tenía más sino que, en cuanto la dejaban sola, entregada a sí misma, se quedaba muy triste, se abría un poco de piernas, alargaba el cuello, y de tarde en tarde hacía un ruido así como si suspirara por dentro, con las entrañas, que le retemblaban.

Venía de Castilla, de la tierra llana; tal vez la abrumaban las montañas. ¿Edad? En la edad estaba el misterio. Como buena jamona, por la boca no confesaba los años; pero muy vieja no debía de ser. O tal vez sí; tal vez era una Ninón de Lanchos, en su clase.

Falo no la había comprado en la feria. De la ciudad volvía con los pesos, casi satisfecho de no haber topada con nada que conviniese. Todo era malo, o caro, o sospechoso. La verdad era que el licenciado de caballería no entendía mucho de la ciencia del chalán, y había cobrado miedo a los gitanos que tantas gangas le ofrecían.

Donde compró Falo fue al salir de la villa, ya cerca de su casa; compró a un vecino del mismo concejo, el Artillero, un gitano del Norte, más gitano que todos los que recorren el mundo. El Artillero le conoció a Falo, en cuanto le vio contemplando la yegua que él montaba, que el de caballería se había enamorado de ella. Falo, mucho tiempo después, comprendió por qué le había hecho tanta gracia; se parecía a un caballo que a él le habían matado los carlistas en una célebre carga. Pero de esto no se dio cuenta el hijo de Manín de Chinta por de pronto. Le gustó la yegua, pensaba él, porque sí, porque tenía buena facha, buen color, andaba bien y no se espantaba.

Falo llegó a casa al oscurecer, y metió la yegua en la cuadra improvisada por Manín en un rincón del corral de las vacas. Comprendió el licenciado que la gente de casa no le agradecía la compra. Los viejos, pensando en el dinero, trescientas pesetas, que había quedado por allá, estaban así como arrepentidos de la resolución temeraria de arrastrar coche. Además, ¡una caballería mayor era cosa tan nueva, tan extraña a la vida mezclada que hacían allí personas y brutos! A la madre de Manín, muy vieja, impedida para todo menos para fumar, comer y mandar a gritos, dando órdenes que unas veces se cumplían y otras no, pero siempre se respetaban; a la ochentona Rosenda le parecía muy mal que el pollín (el burro), más antiguo, con muchos servicios, se acomodara en el cubil de la quintana, en buen amor y compañía de los vecinos de la vista baja, y que el intruso, es decir, la intrusa, necesitase medio corral para ella sola. ¿Y comer? ¡María Santísima! La hierba mejor del suquero, a veces una pajada… gollerías, golosinas.

Pasaron días, y el sordo rencor de todos, menos Falo, contra la Chula, la yegua torda, iba a más en vez de aplacarse. Falo pasaba cerca de ella horas y horas, limpiándola, acariciándola, como para consolarla de aquellos desdenes y de las raciones no muy abundantes.

La yegua castellana cada vez más triste. De tarde en tarde volvía la cabeza de repente, como si esperara ver algún paisaje de la llanura con que estebe soñando, medio dormida. Cerraba los ojos, arrugándolos, temblorosos, y las moscas acudían entonces a los lacrimales, como a sonsacarle las lágrimas de sus saudades de bruto melancólico, resignado.

La Chula empezó a adelgazar. Junto a un corvejón le salió un bulto duro. Falo, lleno de terror, ocultó a Manín y a las mujeres el triste descubrimiento. Curó a escondidas al animal con sal y vinagre.

Llegó el día de la prueba. Se la enganchó al carricoche, montaron Manín, su mujer y su hijo, y emprendieron el camino de la villa. No había novedad. La Chula había tirado mucho en este mundo. No extrañó las varas ni el ruido de las ruedas al saltar sobre la piedra, ni los frecuentes encuentros con carromatos, carretas tan cargadas de hierba, que desaparecían bajo el monte móvil de verdura, piaras bulliciosas, coches y velocípedos. A todo parecía acostumbrada. Era partidaria del nihil mirari: tal vez ni siquiera pensaba en lo que pasaba a su lado. Andaba y soñaba, como hacen en este mundo muchos poetas desterrados a la prosa de la vida: trabajan y sueñan.

De cuando en cuando, cono volviendo a la realidad, levantaba la cabeza, como si buscara aire más libre, horizontes más anchos: aquellas colinas verdes tan cercanas, a derecha o izquierda, parecía que la oprimían, que la ahogaban. A lo menos, Falo, que guiaba, se iba figurando todo eso. Cada pocos minutos el mozo miraba, sin que lo notara su padre, la hinchazón de la pierna: iba a más; y ¡otra desgracia! La yegua se alcanzaba, y una herradura había hecho sangre en otro remo. Llegó la cuesta de la Grandota, ¡prueba formidable! La Chula, discretamente fustigada por Falo, emprendió la subida a trote largo. A la mitad de la pendiente tropezó el vehículo con una carreta que bajaba, y la yegua se paró de repente

Quel giorno piú non legevammo avante.

Aquel día la Chula no dio un paso más camino de la villa. Todo fue inútil, latigazos, palos, caricias, argumentos persuasivos de Manín, quejas de su mujer, ayuda de transeúntes que vinieron a suspender las ruedas del carricoche en el aire. No arrancó. No se encabritaba, no se impacientaba; nada de coces ni relinchos; silencio, resignación: pero ni un paso. Llovían palos; cerraba la torda los ojos, temblorosas las tristes membranas que los cubrían; ¡a sufrir, a aguantar, a soñar con Castilla! Hubo que volver a casa como se pudo.

Al día siguiente, al amanecer, Falo vio con terror que la pierna estaba mucho más inflamada; la herida seguía sangrando y además… en el lomo y en el pecho las correas habían labrado la carne y brillaban, destilando humor entre gotas rojas, grandes mataduras. Hubo que enterara a Manín de Chinta de lo que pasaba; el aldeano cogía el cielo con las manos; las mujeres salieron a la quintana a dar gritos, a lamentarse, como las plañideras en un entierro. Allí se vociferó la biografía del Artillero a lo Aristófanes.

Si aquel hombre era un tramposo con los Chintas, gritaban, merecía volver al presidio, donde ya había estado.

La Chula iba de mal en peor; bajaba como en la Bolsa el papel cuando hay pánico. Cada vez le asediaban más moscas, como para repartírsela. Falo veía con espanto la próxima transformación de aquella figura animada, que él había empezado a querer sin saber por qué, en masa inerte, repugnante, putrefacta; previa el sálvese el que pueda terrible de la materia que huye de un organismo abandonado por el soplo misterioso de la vida. Además, como Falo no creía en la inmortalidad del alma de las yeguas, aquella podredumbre en que iba a deshacerse su nueva amiga le parecía más horrorosa, y él, por lo mismo, sentía más lástima.

Se puso a curar y a cuidar a la Chula con todo el ahínco y entusiasmo de su energía de aldeano joven y testarudo; quería que sanara.

En tanto Manín se apresuró a dar pasos para deshacer el trato. «Por fortuna, no la había comprado en la feria». «El Artillero tendría que devolverle su dinero y llevarse la trampa, pues le había engañado miserablemente». No sabía si tenía derecho o no a la rescisión o lo que fuere; pero sabía algo más positivo: que era cuestión de mandones, de caciques; que el juez le haría al Artillero cargar con la yegua si el señorito se empeñaba.

El señorito era el mandón de la villa, el cacique de cuyo bando era Manín, que tenía dinero suyo a réditos y en arrendamiento cierta tierruca de hombre tan poderoso. El Artillero también tenía mandón que le protegiera: fue lucha de caciques. El juez, oficiosamente, hizo que la cosa se pusiera en manos que lo resolvieran sin llegar a un juicio, dando a entender que él, llegado el caso, daría una solución igual; quería servir al más poderoso dilatando o conjurando el compromiso. El mandón más fuerte, el señorito, el de Manín, salió con la suya. El Artillero tuvo miedo y se dio por vencido, antes de serlo en el mal afamado foro de la villa.

* * *

Pero toda esta guerra pseudo—jurídica de influencias, intrigas, rencores y vanidades duró semanas y semanas, y en tanto la yegua ni curaba ni se moría. Poco a poco, alrededor de Falo, que la cuidaba, fueron acudiendo algunos vecinos inteligentes, por amor al arte de la veterinaria. Rosenda y la Chinta también empezaron a interesarse por el animal y sus lacerías. Manín fue el último, pero acudió también, y acabó por ser el más solícito, el que más se esmeraba en aliviar los males de la trampa.

La Chula, iba siendo cosa familiar, como la carretera. Hasta las vacas paraban mientes en ella. No se diga las gallinas, que le andaban todo el día entre las patas.

La idea de que era «un animal de Dios» esparció por el corral un ambiente de asilo caritativo. Falo triunfaba, radiante.

La yegua, al cabo, empezó a mejorar algo, muy poco; la familia le tomaba ley. Hasta el cura de la parroquia vino un día a verla. Era el cura, como la Chula, castellano, grave, noble, triste, cortés; también echaba de menos la ancha llanura. Declaró el párroco, dándole palmadas en el vientre, que era la yegua una buena pieza, que sanaría tal vez, que no tenía más que el peso de los años y ciertos vicios de la sangre. Apuntó la idea de que era, relativamente, caso de conciencia el cuidar al pobre animal, que parecía agradecer los remedios y el halago.

* * *

Una mañana se presentó el Artillero blasfemando, con el bolsillo de cuero en una mano y una cabezada en la otra. Venía por al yegua. «Le habían hecho una charranada; pero ya la pagarían en las próximas elecciones. Habría tiros». Arrojó el dinero a los pies de Manín, entró en el corral y se puso a desatar del pesebre a la Chula, como quien toma lo suyo. Salió con ella a la quintana, le puso la cabezada, montó, a pelo, de un brinco y, sin despedirse, apretó los ijares de la bestia para emprender la marcha… Pero la Chula no se movía.

Sin fijarse en este detalle importante, dando patadas feroces en el vientre de la torda, el Artillero, gritaba: «¡Esto es contra ley! ¡Esto clama al cielo! Si no fueran arriba y abajo todos unos pillos, yo acudiría al juez y a la Audencia por mis trescientas pesetas; pero el pobre en todas partes se escachifolla y se repudre… y se… ¡Anda borrica!». y ¡zas, zas! ¡qué patadas y qué ramalazos!

Falo, enfrente del Artillero, como para cortarle el paso, le contemplaba; pálido, mordiendo los labios. Manín, detrás de la Chula, rodeado de las mujeres, tenía un pie sobre el bolsillo que el Artillero había arrojado al suelo, y revolvía dentro de su cerebro estrecho grandes pensamientos.

De tal modo maltrataba el Artillero a la yegua, que no podía moverse, que la indignación estaba pronta a estallar en todos los del grupo. La familia contemplaba en silencio el trato cruel. La vieja, la ochentona, la varonil Rosenda, fue la primera que gritó:

—Cacho de bruto, ¿no ves que no quiere? ¿No tienes entrañas? Deja la torda o por las piernas te cojo y vas a tierra…

—Y si no lo hace la abuela, lo hago yo —dijo Falo, dando un paso adelante.

—La yegua es mía; pa eso ganasteis el pleito en ca el señorito. ¡Puñales! ¡Y que a esto lo llamen justicia!…

—Tuya es la yegua —contestó Manín de Chinta, más sereno que Falo—; pero como el animal le tiene ley a la casa, por lo visto… y como no se quie dir… por mí, que se quede. Conque apéate; toma tu dinero, que ahí está donde lo dejaste, y la Chula vuelva al pesebre.

Y Manín separó el pie que pisaba el bolsillo y puso una mano sobre la grupa de la yegua.

Después de pensarlo, el Artillero, dejando de maltratar al animal, dijo con tono conciliador, pero no sin cierta sorna:

—Bien está lo que dices; pero has de pagar las costas.

—¿Qué costas, si todo se arregló entre amigos?

—Amigos, ¿eh? ¡del demonio! Las costas son la sangre que me habéis quemao y retepodrido, y lo que he gastao en zapatos en viajes a la villa… Con cinco pesos encima tuya es la yegua.

Y después de dimes y diretes, dudas, vacilaciones y embozados insultos, se hizo el trato; volvió la Chula a la cuadra, Falo a cuidarla, y el Artillero se fue con sus trescientas pesetas y veinticinco que no había traído.

La Chula, después de algunas semanas, pudo volver a tirar del carricoche. Cumplía con su oficio medianamente; como un veterano que ya merece el retiro. El carretón no se cargaba demasiado. Al llegar a las cuestas grandes, la gente a tierra; la Chula subía poco a poco; no se la apuraba. Se paraba a veces y se hacía la vista gorda. Ella procuraba cumplir lo mejor que podía; la familia le toleraba sus flaquezas naturales, su horror a lo empinado.

Así se vivía, soportándose unos a otros; como se sufría a la vieja, que ya no trabajaba y gruñía; como todos tenían algo que tolerarse, algo que perdonarse mutuamente. Así es la vida entre los que se quieren y atraviesan este valle de lágrimas juntos, unidas las manos para que no los disperse el viento del infortunio.

Se paraba la Chula en la Grandota; se sentaba la Chinta sobre un montón de grava y, con toda calma, fumaba un cigarrillo que en vez de papel tenía media hoja seca de maíz. Y Falo esperaba, silbando, pasando la mano por el lomo a la yegua torda, que se parecía al caballo que él había dejado muerto en un campo de batalla.

Don Patricio o el premio gordo en Melilla

—¿Por qué me llamaré yo Patricio? —se había preguntado muchas veces, para sus adentros, el señor de Caracoles, mientras metía las manos en los bolsillos de los pantalones, que siempre traía repletos de oro y plata, y sacudía con los dedos, haciéndolo sonar, el vil metal que le hacía cosquillas al saltar sobre los muslos.

«¡Patricio Clemente Caracoles y Cerrajería!»—. «Los apellidos, seguía pensando, están bien; sobre todo el materno, me tiene orgulloso; es toda una garantía. Cerrajería, Cerrajero…, Cerrojo… ¡Magnífico! Llevo en este apellido una caja de caudales, de esas que se disparan solas contra los ladrones. Caracoles… tampoco está mal. La vida del caracol me gusta; se ha dicho: no hay hombre sin hombre; yo digo: no hay hombre sin concha; el que no sea testaceo que se muera. Pero… ¡Clemente!, ¿a qué viene eso? ¡Patricio!… Como quien dice: patriota… patriotero… ¡ay, qué risa!».

Patricio Clemente había hecho su fortuna, un fortunón, pues venía a cobrar tres onzas diarias de renta, allá en la Habana; había empezado por coime en una casa de juego y había concluido por ser dueño de ella, casi, casi en sociedad con lo más principal de la población, a lo menos desde el punto de vista de la jurisdicción y el imperio.

Después había hecho muchísimos negocios, todos muy bonitos para él; y como se había acostumbrado en su antiguo trato a cobrar la puerta, para él todo negocio había de tener puerta, y puerta de oro, pues siempre se había de cobrar. Él siempre, en cualquier contrato, había de sacar un diezmo de puerta, o vi o clan o metu, pero siempre lo sacaba. Y para tranquilizar la conciencia, se decía: «Esto es por la puerta».

También hizo millones con las puertas de su ciudad natal, en cuanto volvió a esta, atraído por el amor al terruño y por algunos negocios que había efectuado desde Cuba. En cuanto llegó al puerto, en vez de ponerse a cantar, como el tenor de Marina,

Al ver… en la inmensa
llanura del mar… etc.

se dijo (recitado): «Aquí los consumos deben de ser una mina, si se les hace sudar bien». Y, en efecto, cargó con los consumos, y las puertas de su ciudad natal se convirtieron en otras tantas puertas del infierno, bien guarnecidas de cancerberos, con gorra de galón dorado y sendas inscripciones, que al decir fielato, querían decir:

Lasciate ogni peseta, voi ch'entrate.

El tiempo que don Patricio no lo pasaba trabajando, esto es, explotando al prójimo, lo empleaba en una sociedad de recreo; y el recreo de Clemente consistía en jugar al golfo con signos convencionales.

El golfo, con aquellos semáforos, que pagaba bien, era otra mina, pero de recreo.

El verdadero recreo de don Patricio era ir a casa de los banqueros y comerciantes amigos, en los días de arqueo, a revolverles el oro, la plata y los billetes. Se ponía pálido, se quedaba mudo, con una vaga sonrisa en los labios, y fija la mirada en los montones amarillos o de papel abigarrado; no oía lo que le decían, y se acercaba a paso lento, como un gato, sin ruido, y metía las manos, con los dedos muy abiertos, entre el papel o el metal, y revolvía, revolvía; lo pesaba, contaba de memoria, como quien murmura oraciones de un culto misterioso… y con voz ronca, lleno de emoción, acababa por balbucir:

—¡Dios mío! ¡Cuánto de esto he manejado yo en mi vida!

Y se enternecía con sus recuerdos, todos llenos de puertas, como Tebas.

Después, volvía en sí, se ponía colorado, pretendía sincerarse, y sacudía las manos abiertas, mostrándolas a los dependientes. «Vean ustedes, señores… Miren… miren. Conste que no me llevo nada… Es por el gusto… ¡Cómo uno ha contado tanto dinero!».

* * *

Pues a este don Patricio Clemente, a poco de estallar los sucesos de Melilla, le propusieron los de la Sociedad de Recreo que se suscribiera con algo para los heridos y los huérfanos y viudas de la campaña.

—¿Con cuánto se suscribe usted, Caracoles?

—¡Caracoles! Yo nun me suscribu cun nada; porque nun sabe unu dónde la tiene.

Así contesta don Patricio, que es rayano de Galicia y Asturias y habla como los gallegos de comedia.

—Pero ¿por qué no se suscribe usted?

—Primeramente por lu dichu. Item: porque nun sé escribir.

—Pues ponga usted una cruz.

—¡Ah, graciosín! Detrás de la cruz el diablu.

Cansado de que le dieran matraca con lo de la suscripción, don Patricio se presentó en el Circulo de Recreo cierta tarde con una idea (y manos puercas, como siempre), y después de ganar al golfo, gracias a los tahuregramas, según costumbre, se dirigió muy contento al salón en que se reunían los que no cobraban ni pagaban, los que gastaban saliva, desengañados de la sota y sus variedades. Y les echó don Patricio un discurso, lleno de úes, que en substancia, y sin acento de gallego convencional, venía a decir así:

«Yo no doy dinero, por ahora y sin perjuicio; pero doy algo que vale más, porque lo vale o lo puede valer. —Vamos a ver, señores; ustedes que tanto hablan del desprendimiento de todas las clases, del patriotismo y el catachinchín de la augusta matrona España, que se desangra por sus hijos y requetecatachinchín (tocando los platillos con los puños), ¿qué me apuestan a que una magnífica idea que se me ha ocurrido no encuentra eco, como ustedes dicen, en la santísima nación de Recaredo y Catachinchi… dasvinto? —Y cuenta que a nadie se le pide un cuarto, por ahora y sin perjuicio. Ello es que, como del vicio se ha de hacer virtud, y así hice yo en Cuba y bien me fue; y siendo la lotería el gran vicio nacional, y pudiendo calcularse que a la lotería de Navidad juegan casi todos los españoles, la gran patriotada, y sin soltar la mosca, por ahora, sería que todos los españoles que, poco o mucho, jugasen en el sorteo de Navidad, se comprometieran a entregar para los heridos, huérfanos y viudas de la campaña de Melilla… la mitad de lo que les tocase cobrar si les caía el premio gordo. Es decir: que suponiendo que ese premio asciende a ocho millones de reales, cuatro millones serían, de fijo, para los heridos y demás de Melilla. Comprometiéndose a lo que digo todos los jugadores, ya podían asegurar esos defensores de la patria que, sin jugar, les había caído el gordo. Y cuatro millones no son un grano de anís. En cambio el sacrificio no es grande. Lo sería ofreciéndolo después de cobrar los millones; pero cuando lo que se renuncia no es más que la mitad de una remotísima esperanza, el sacrificio no puede ser más pequeño. Pongan ustedes mi idea en los periódicos. ¿A que nadie la acepta? ¿A que nadie se compromete a entregar para Melilla la mitad del premio gordo si le toca?».

La idea de don Patricio fue acogida con grandes aplausos.

—¡Magnífico! ¡Magnífico! —gritaron los del Círculo; y se puso en los periódicos, redactada en forma, la proposición de Caracoles.

La mayor parte de los que en el pueblo tenían cuatro cuartos jugaron a la lotería, comprometiéndose, bajo palabra de honor, a entregar la mitad de lo que cobraran si les caía el gordo.

Don Patricio, Cerrajería, por parte de madre, declaró que había tenido la debilidad de tomar un billete entero, despilfarro en él inaudito; y también juró solemnemente que si le tocaban los ocho millones, cuatro eran para los heridos y demás de Melilla.

—Y nun tengu inconveniente en declarar ante escribanu, que en el bien entendidu que me toque el gordu cedu cuatru millones para los necesitadus de Melilla.

Y para mayor seguridad, don Patricio decía, a quien quería oírselo, el número de su billete.

Llegó el día del sorteo, y los del Círculo quisieron darle una broma a Caracoles para probar su patriotismo. Se fingió un telegrama, con todos los requisitos necesarios del engaño; se lo presentaron a Cerrajería, y este leyó asombrado: «Premio gordo en esa; el número tantos» (el de don Patricio). Y Caracoles exclamó:

—Está buenu, señores; está buenu.

—Y ¿que dice usted ahora, don Patricio? ¿Entregará usted a los de Melilla sus cuatro millones?

—Nun señores; porque yo prometí en el bien entendidu que me tocara el gordu.

—Pues el gordo es este.

—Nun, señores; esto es una broma de ustedes, que son muy graciosus; pero yo soy más graciosu todavía; porque yo nun jugué nada a la lotería, nin jugaré en mi vida hasta que sea gobiernu y sea mía la puerta. ¡Je! ¡je! ¡Si sabré yo lu que son puertas!

El sustituto

Mordiéndose las uñas de la mano izquierda, vicio en él muy viejo e indigno de quien aseguraba al público que tenía un plectro, y acababa de escribir en una hoja de blanquísimo papel:

Quiero cantar, por reprimir el llanto,
tu gloria, oh patria, al verte en la agonía…

digo, que mordiéndose las uñas, Eleuterio Miranda, el mejor poeta del partido judicial en que radicaba su musa, meditaba malhumorado y a punto de romper, no la lira, que no la tenía, valga la verdad, sino la pluma de ave con que estaba escribiendo una oda o elegía (según saliera), de encargo.

Era el caso que estaba la patria en un grandísimo apuro, o a lo menos así se lo habían hecho creer a los del pueblo de Miranda; y lo más escogido del lugar, con el alcalde a la cabeza, habían venido a suplicar a Eleuterio que, para solemnizar una fiesta patriótica, cuyo producto líquido se aplicaría a los gastos de la guerra, les escribiese unos versos bastante largos, todo lo retumbantes que le fuera posible, y en los cuales se hablara de Otumba, de Pavía… y otros generales ilustres, como había dicho el síndico.

Aunque Eleuterio no fuese un Tirteo ni un Píndaro, que no lo era, tampoco era manco en achaques de malicia y de buen sentido, y bien comprendía cuán ridículo resultaba, en el fondo, aquello de contribuir a salvar la patria, dado que en efecto zozobrase, con endecasílabos y heptasílabos más o menos parecidos a los de Quintana.

Si en otros tiempos, cuando él tenía dieciséis años no había estado en Madrid ni era suscritor del Fígaro de París, había sido, en efecto, poeta épico, y había cantado a la patria y los intereses morales y políticos, ahora ya era muy otro y no creía en la epopeya ni demás clases del género objetivo; no creía más que en la poesía íntima… y en la prosa de la vida. Por esta, por la prosa de los garbanzos, se decidía a pulsar la lira pindárica; porque tenía echado el ojo a la secretaría del Ayuntamiento, y le convenía estar bien con los regidores que le pedían que cantase. Considerando lo cual, volvió a morderse las uñas y a repasar lo de

Quiero cantar, por reprimir el llanto,
tu gloria, oh patria, al verte en la agonía…

Y otra vez se detuvo, no por dificultades técnicas, pues lo que le sobraban a él eran consonantes en anto y en ía; se detuvo porque de repente le asaltó una idea en forma de recuerdo, que no tardó en convertirse en agudo remordimiento. Ello era que más adelante, al final que ya tenía tramado, pensaba exclamar, como remate de la oda, algo por el estilo:

Mas ¡ay! que temerario,
en vano quise levantar el vuelo,
por llegar al santuario
del patrio amor, en la región del cielo.
Mas, si no pudo tanto
mi débil voz, mi pobre fantasía,
corra mi sangre, como corre el llanto,
en holocausto de la patria mía.
¡Guerra! no más arguyo…
el plectro no me deis, dadme una espada:
si mi vida te doy, no te doy nada,
patria, que no sea tuyo;
porque al darte mi sangre derramada,
el ser que te debí te restituyo.

Y cuando iba a quedarse muy satisfecho, a pesar del asonante de santuario y tanto, que algo le molestaba, sintió de repente, como un silbido dentro del cerebro, una voz que gritó: ¡Ramón!

* * *

Y tuvo Eleuterio que levantarse y empezar a pasearse por su despacho; y al pasar enfrente de un espejo notó que se había puesto muy colorado.

—¡Maldito Ramón! Es decir… maldito, no, ¡pobre! Al revés, era un bendito.

Un bendito… y un valiente. Valiente… gallina… Pues Gallina le llamaban en el pueblo por su timidez; pero resultaba una, gallina valiente; como lo son todas cuando tienen cría y defienden a sus polluelos.

Ramón no tenía polluelos; al contrario, el polluelo era él; pero la que se moría de frío y de hambre era su madre, una pobre vieja que no tenía ya ni luz bastante en los ojos para seguir trabajando y dándoles a sus hijos el pan de cada día.

La madre de Ramón, viuda, llevaba en arrendamiento cierta humilde heredad de que era propietario don Pedro Miranda, padre de Eleuterio. La infeliz no pagaba la renta. ¡Qué había de pagar si no tenía con qué! Años y años se le iban echando encima con una deuda, para ella enorme. Don Pedro se aguantaba; pero al fin, como los tiempos estaban malos para todos, la contribución baldaba a chicos y grandes; un día se cargó de razón, como él dijo, y se plantó, y aseguró que ni Cristo había pasado de la cruz ni él de allí; de otro modo, que María Pendones tenía que pagar las rentas atrasadas o… dejar la finca. «O las rentas o el desahucio». A esto lo llamaba disyuntiva don Pedro, y María el acabose, el fin del mundo, la muerte suya y de sus hijos, que eran cuatro, Ramón el mayor.

Pero en esto le tocó la suerte, a Eleuterio, el hijo único de don Pedro, el mimo de su padre y de toda la familia, porque era un estuche que hasta tenía la gracia de escribir en los periódicos de la corte, privilegio de que no disfrutaba ningún otro menor de edad en el pueblo. Como no mandaban entonces los del partido de Miranda, sino sus enemigos, ni en el Ayuntamiento ni en la Diputación provincial hubo manera de declarar a Eleuterio inútil para el servicio de las armas, pues lo de poeta lírico no era exención suficiente; y el único remedio era pagar un dineral para librar al chico. Pero los tiempos eran malos; dinero contante y sonante, Dios lo diera; mas ¡oh idea feliz!

«El chico de la Pendones, el mayor… ¡justo!». Y don Pedro cambió la disyuntiva de marras y dijo: o el desahucio o pagarme las rentas atrasadas yendo Ramón a servir al rey en lugar de Eleuterio. Y dicho y hecho. La viuda de Pendones lloró, suplicó de rodillas; al llegar el momento terrible de la despedida prefería el desahucio, quedarse en la calle con sus cuatro hijos, pero con los cuatro a su lado, ni uno menos. Pero Ramón, la gallina, el enclenque sietemesino, alternando entre las tercianas y el reumatismo, tuvo energía por la primera vez de su vida, y a escondidas de su madre, se vendió, liquidó con don Pedro, y el precio de su sacrificio sirvió para pagar las rentas atrasadas y la corriente. Y tan caro supo venderse, que aún pudo sacar algunas pesetas para dejarle a su madre el pan de algunos meses… y a su novia, Pepa de Rosalía, un guardapelo que le costó un dineral, porque era nada menos que de plata sobredorada.

¿Para qué quería Pepa el pelo de Ramón, un triste mechón pálido, de hebras delgadísimas de un rubio de ceniza, que estaban vociferando la miseria fisiológica del sietemesino de la Pendones? Ahí verán ustedes. Misterios del amor. Y no lo querría Pepa por el interés. No se sabe por qué le quería. Acaso por fiel, por constante, por sincero, por humilde, por bueno. Ello era que, con escándalo de los buenos mozos del pueblo, la gallarda Pepa de Rosalía y Ramón la gallina eran novios. Pero tuvieron que separarse. Él se fue al servicio: a ella le quedó el guardapelo, y de tarde en tarde fue recibiendo cartas de puño y letra de algún cabo, porque Ramón no sabía escribir, se valía de amanuense, pocas veces gratuito, y firmaba con una cruz.

Este era el Ramón que se le atravesó entre ceja y ceja al mejor lírico de su pueblo al fraguar el final de su elegía u oda a la patria. Y el remordimiento, en forma de sarcasmo, le sugirió esta idea: «No te apures, hombre; así como D. Quijote concluía las estrofas de cierta poesía a Dulcinea, añadiendo el pie quebrado del Toboso, por escrúpulos de veracidad, así tú puedes poner una nota a tus ofrecimientos líricos de sangre derramada, diciendo, verbigracia:

Patria, la sangre que ofrecerte quiero,
en lugar de los cantos de mi lira,
no tiene mío más, si bien se mira,
que el haberme costado mi dinero.

¡Oh, cruel sarcasmo! ¡Sí, terrible vergüenza! ¡Cantar a la patria mientras el pobre gallina se estaba batiendo como el primero, allá abajo, en tierra de moros, en lugar del señorito!

Rasgó la oda, o elegía, que era lo más decente que, por lo pronto, podía hacer en servicio de la patria. Cuando vinieron el alcalde, el síndico y varios regidores a recoger los versos, pusieron el grito en el cielo al ver que Eleuterio los había dejado en blanco. Hubo alusiones embozadas a lo de la secretaría; y tanto pudo el miedo a perder la esperanza del destino, que el chico de Miranda, tuvo que obligarse a sustituir (terrible vocablo para él) los versos que faltaban con un discurso improvisado de los que él sabía pronunciar tan ricamente como cualquiera. Le llevaron al teatro, donde se celebraba la fiesta patriótica, y habló en efecto; hizo una paráfrasis en prosa, pero en prosa mejor que los versos rotos de la elegía u oda desgarrada. Entusiasmó al público; se llegó a entusiasmar él mismo de veras; en el patético epílogo se le volvió a presentar la figura pálida de Ramón… y mientras ofrecía, entre vivas y aplausos de la muchedumbre, sellar con su sangre, si la patria la necesitaba, todas aquellas palabras de amor y sacrificio, se juraba a sí propio, por dentro, echar a correr aquella misma noche camino de África, para batirse al lado de Ramón, o como pudiera, en clase de voluntario.

* * *

Y lo hizo como lo pensó. Pero al llegar a Málaga para embarcar, supo que entre los heridos que habían llegado de África dos días antes estaba en el hospital un pobre soldado de su pueblo. Tuvo un presentimiento; corrió al hospital, y… en efecto, vio al pobre Ramón Pendones próximo a la agonía.

Estaba herido, pero levemente. No era eso lo que le mataba, sino lo de siempre: la fiebre. Con la mala vida de campaña, las tercianas se le habían convertido en no sabía qué fuego y qué nieve que le habían consumido hasta dejarle hecho ceniza. Había sido durante un mes largo un héroe de hospital. ¡Lo que había sufrido! ¡Lo mal que había comido, bebido, dormido! ¡Cuánto dolor en torno; qué tristeza fría, qué frío intenso, qué angustia, qué morriña! Y ¿cómo había sido lo de la herida? Pues nada; que una noche, estando de guardia, y con una… que llamaban desintería que no se podía tener, se había separado un poco de su puesto, así, como… por decencia por no apestarse a sí mismo después, y allí, acurrucado, en un rayo de luna… ¡zas! un morito le había visto, al parecer, y, lo dicho ¡zas!… había hecho blanco. Pero en blando. Total nada; aquello nada. Pero el frío, la fatiga, los sustos, la tristeza, ¡aquello sí!… y la fiebre, la reina de sus males, le mataba sin remedio.

Y murió Ramón Pendones en brazos del señorito, muy agradecido y recomendándole a su madre, y a su novia.

Y el señorito, más poeta, más creador de lo que él mismo pensaba, pero poeta épico, objetivo, salió de Málaga, pasó el charco y se fue derecho al capitán de Ramón, un bravo de talento, y buen corazón y fantasía, y le dijo:

—Vengo de Málaga; allí ha muerto en el hospital Ramón Pendones, soldado de esta compañía. He pasado el mar para ocupar el puesto del difunto. Hágase usted cuenta que Pendones ha sanado y que yo soy Pendones. Él era mi sustituto, ocupaba mi puesto en las filas y yo quiero ocupar el suyo. Que la madre y la novia de mi pobre sustituto no sepan todavía que ha muerto; que no sepan jamás que ha muerto en un hospital, oscuramente, de tristeza y de fiebre…

El capitán comprendió a Miranda.

—Corriente —le dijo— por ahora usted será Pendones; pero después, en acabándose la guerra… ya ve usted…

—Oh, eso queda de mi cuenta —replicó Eleuterio.

Y desde aquel día Pendones, dado de alta, respondió siempre otra vez a la lista. Los compañeros que notaron el cambio celebraron la idea del señorito, y el secreto del sustituto fue el secreto de la compañía.

Antes de morir, Ramón habla dicho a Eleuterio cómo se comunicaba con su madre y su novia. El mismo cabo que solía escribirle las cartas, escribía ahora las que le dictaba Miranda, que también las firmaba con una cruz; pues no quería escribir él por si reconocían la letra en el pueblo.

—Pero todo eso —preguntaba el cabo amanuense— ¿para qué les sirve a la madre y a la novia si al fin han de saber… ?

—Deja, deja —respondía Eleuterio ensimismado—. Siempre es un respiro… Después… Dios dirá.

La idea de Eleuterio era muy sencilla, y el modo de ponerla en práctica lo fue mucho más. Quería pagar a Ramón la vida que había dado en su lugar; quería ser sustituto del sustituto y dejar a los seres queridos de Ramón una buena herencia de fama, de gloria y algo de provecho.

Y, en efecto, estuvo acechando la ocasión de portarse como un héroe, pero como mi héroe de veras. Murió matando una porción de moros, salvando una bandera, suspendiendo una retirada y convirtiéndola, con su glorioso ejemplo, en una victoria esplendorosa.

No en vano era, además de valiente, poeta, y más poeta épico de lo que él pensaba: sus recuerdos de la Iliada del Ramayana, de la Eneida, de Los Lusiadas, de la Araucana, del Bernardo, etcétera, etc., llenaron su fantasía para inspirarle un bell morir. Hasta para ser héroe, artista, dramático, se necesita imaginación. Murió, no como había muerto el pobre Ramón en su casa, sino con distinción, con elegancia; su muerte fue sonada; no pudo ser un héroe anónimo; y, aunque simple soldado, su hazaña y gloriosos fin llamaron la atención y excitaron el entusiasmo de todo el ejército; el general en jefe le consagró públicos y solemnes elogios; se le ascendió después de muerto; su nombre figuró en letras grandes en todos los periódicos, diciendo: «Un héroe: Ramón Pendones»; y para su madre hubo el producto de una cruz póstuma, pensionada, que la ayudó, de por vida a pagar la renta a don Pedro Miranda, cuyo único hijo, por cierto, había muerto también, probablemente en la guerra, según barruntaban los del pueblo, pero sin que se supiera cómo ni dónde.

* * *


Cuando el capitán, años después, en secreto siempre, refería a sus íntimos la historia, solían muchos decir:

«La abnegación de Eleuterio fue exagerada. No estaba obligado a tanto. Al fin, el otro era sustituto; pagado estaba y voluntariamente había hecho el trato».

Era verdad. Eleuterio fue exagerado. Pero no hay que olvidar que era poeta; y si la mayor parte de los señoritos que pagan soldado, un soldado que muera en la guerra, no hacen lo que Miranda, es porque poetas hay pocos, y la mayor parte de los señoritos son prosistas.

El señor Isla

¡Quién lo vio y quién lo ve! En otro tiempo creía en Dios, en el prójimo, en las leyes de la Historia providencialmente regida, en el arte; creía en la ciencia, en la eficacia de la actividad, en los resultados milagrosos del espíritu de asociación…

Estaba delgado, la grasa se la consumía el ir y venir, el estar en todo.

Era de la comisión de esto y de lo otro, bullía en el salón de sesiones del Congreso, en las cervecerías donde se hace y se deshace literatura, en los saloncillos de los teatros, en las librerías; escribía en varios periódicos y revistas, publicaba libros… y por fin, hasta estrenó una comedia sociológica en que ponía la organización actual del mundo civil y económico de oro y azul en preciosas redondillas, que Dios y él sabían el trabajo que le costaban. El que no conociese al Isla de entonces, podía creer, a juzgar por las redondillas de su comedia, que era un hombre que estaba desesperado y tragaba mucha hiel; que era un Proudhon próximo a tirarse de cabeza en el estanque grande del Retiro, o en el Manzanares, a la primera avenida; pero ¡quia! Por aquellos días, sobre todo después que le aplaudieron las redondillas incendiarias, estaba isla muy satisfecho, amaba todo, creía en la justicia social, de que no encontraban trazas los personajes de la comedia.

Había que verle sonriente, repartiendo apretones de manos entre cómicos, diputados, periodistas, músicos y danzantes; y más era de admirar y envidiar por su alegría, cuando pisaba las tablas entre damas y galanes para recibir los aplausos de aquella sociedad, de quien decía poco antes uno de los personajes:

Sociedad en lucha fiera
contra mí desde el nacer,
nada te quiero deber…
ni el ser; ¡déjame que muera!

No era pesimista y demagogo más que en tres actos y en verso, porque vestía bien aquello de venir al teatro a combatir las preocupaciones reinantes y reivindicar derechos no sabía él a punto fijo de quién, pero vamos, de alguien que debía de padecer hambre y sed de justicia. Y allí estaba él, Isla, para aplacar la sed y el hambre de aquellos desgraciados, que no conocía, con escenas de relumbrón, golpes de efecto, monólogos filosóficos y de palenque en la última quintilla.

Sí, conciencia, en vano lucho
en esta fiera batalla;
tú eres necia, el mundo ducho…
Me vencerá la canalla
si te escucho… ¡no te escucho!

Y cobraba los derechos de autor de reparaciones sociales, salvaba los fueros de la justicia, recibía parabienes y vivía feliz.

Estaba en todas partes, todo le interesaba; el suceso del día, fuera religioso, económico, científico, político, artístico… o de toros y loterías, le impresionaba tanto, que siempre parecía que iba con él la cosa.

Había quien juraba haberle visto en una boda el mismo día y a la misma hora en que otros le habían hablado en un entierro.

* * *

Pero, amigo; poco a poco la gente empezó a cansarse de tanto ver, oír, oler y palpar al señor Isla. Los periódicos y las revistas le traspapelaban los artículos. Los editores buscaban disculpas para no admitirle los libros. En círculos literarios y políticos, en tertulias y cafés, iba siendo uno de tantos, de los que son coro por mucho que alboroten y aunque se las echen de originales… ¡Malo, malo, malo! Isla empezó a sospechar si tendrían razón los personajes de su comedia, que tantas perrerías decían de la sociedad.

Por si acaso, escribió un drama en que el pesimismo ya se tiraba a las paredes, de puro desesperado. El drama no era ni mejor ni peor que la comedia. Pero había pasado tiempo; el público había visto otras cosas… en fin, ya no hacían efecto las redondillas con dinamita. El drama en cuanto pasó; pasó… en silencio.

Al año siguiente se presentó Isla otra vez en la escena; venía con una alta comedia llena de amarga ironía, con personajes misteriosos, que hablaban con una concisión sibilítica que ponía los pelos de punta. Cada galán podía llamarse Apocalipsis.

Y la alta comedia, desde su altura, cayó al foso.

Y lo mismo sucedió a otra que vino dos años después. En vano en esta los personajes que hablaban prosa florida, poética, veían algún rayo de luz; el público no quiso apreciar aquellas esperanzas de salvación social en lo que valían.

Mientras las comedias se le iban haciendo a Isla más alegres, menos pesimistas, a él se le iba agriando el carácter. No con redondillas, pero sí con interjecciones, muy redondas también, se quejaba el poeta de su suerte, y del mal gusto reinante, y de la frívola y mudable sociedad. Él envejecía, se anticuaba, se repetía; la sociedad no; y ¡claro! no se entendían.

* * *

Por esto, para vengarse, para insultar al mundo, tomó casa en las afueras, muy lejos, donde no llegaba siquiera el tranvía.

Y en aquella Tebaida, donde todavía costaba no pocos reales el pie cuadrado de terreno, entre solares que no tardaría en invadir y llenar de piedra, teja y madera la pícara sociedad, el señor Isla (que iba engordando, engordando, para aislar su corazón y su espíritu del mundo ambiente), despreciaba al universo y se acostaba muy temprano.

Se acostaba muy temprano para protestar a su manera contra las novísimas tendencias del teatro que no contaban para nada con él, con el antiguo Juvenal sociológico en tres actos y en verso.

No perdonaba ocasión de hacer saber al mundo literario que él, Isla, se acostaba con las gallinas, juzgando una decadencia criminal y deletérea el trasnochar y ahogarse en la atmósfera infecta de los teatros.

—¡El teatro! —decía—; ¡puf! género falso, antihigiénico, enfermizo, artificial, pueril… ¡La naturaleza, dadme la naturaleza! y extendía los brazos hacia los solares en venta.

* * *

Gozaba cuando le venían a pedir un pensamiento para un álbum dedicado a una eminencia, o una firma para otro homenaje cualquiera, o una interview respecto de algún asunto de actualidad… gozaba negándose rotundamente a echar una rúbrica ni decir palabra. ¡Su opinión! Él no tenía opinión sobre aquellas fruslerías. Que todo estaba perdido, que le dejasen en paz; esa era su opinión.

Prohibía que su nombre sonase para nada en ninguna parte. Lo único que hubiera visto con buenos ojos, hubiera sido que la Gaceta publicase todos los días, junto al parte oficial de la salud de los reyes esta noticia: «El señor Isla se acostó anoche a las ocho y cuarto; de modo que cuando se levantaba el telón en los teatros, ya estaba él durmiendo».

En una ocasión un periódico, en la lista de los literatos que habían acompañado al cementerio el cadáver de cierto escritor insigne, puso el nombre del señor Isla.

¡Qué indignación la suya! Estuvo a punto de publicar un comunicado protestando; pero lo dejó por no exhibirse.

No se enteraba jamás de los ministerios que subían y bajaban, ni de las catástrofes nacionales, ni de los grandes triunfos del arte. Leía libros extranjeros y siempre antiguos. A él que no le hablasen de la actualidad.

Aspiraba a una especie de nirvana en que se desvanecía todo… menos el señor Isla, con su gran panza actual, sus recuerdos, sus memorias que estaba escribiendo, su teatro satírico—sociológico en tres actos y en verso.

Creía vivir en plena vida natural, sencilla. Plantaba, en un huerto de prosperidad imposible, árboles frutales, flores, legumbres… y después no volvía a pensar en ellos, y se olvidaba del sitio en que los había enterrado.

—¡Oh, la naturaleza! ¡la naturaleza! —exclamaba mirando a los solares tristes, pardos, con ojos cargados de aburrimiento y de bilis.

Y la cabeza se le cubría de canas, y el alma de escamas y de espinas.

Creía ser un filósofo práctico; un San pablo del desierto…

Que no sabía ir dejando el puesto; ir marchándose. Quería parar el tiempo y llenar todo el espacio.

Se empeñaba en ser isla para tomarse, a solas, por continente.

Snob

Rosario Alzueta comenzaba a cansarse del gran éxito que su hermosura estaba consiguiendo en Palmera, floreciente puerto de mar del Norte. Era lo de siempre: primero la pública admiración, después el homenaje de cien adoradores, tras esto el tributo de la envidia, la forma menos halagüeña, pero la más elocuente de la impresión que produce el mérito; y al cabo, el hastío del amor propio satisfecho, y las punzadas de la vanidad herida por rivalidades que la aprensión hace temibles. Además, el natural gasto de la emoción era de doble efecto; en la admirada y en los admiradores producía resultados de atenuación que estaban en razón directa; cuanto más se la admiraba menos placer sentía Rosario, acostumbrada a este tributo, y el público, que ya se la sabía de memoria, al fin alababa su belleza por rutina, pero sin sentir lo que antes, pues la frecuencia de aquella contemplación le había ido mermando el efecto placentero.

En la playa, en los balnearios, en los conciertos matutinos, en los paseos del muelle y de los parques, en el pabellón del Casino, baile perpetuo en el real de la feria, en las giras de la pretendida hig life palmerina y forastera, en todas partes la de Alzueta era la primera; para quien la veía por primera vez, la única. A los teatros no iba nunca; despreciaba los de Palmera; decía que se asfixiaba en ellos; prefería dejarse contemplar, sentada, a la luz eléctrica, bajo un castaño de Indias del paseo de noche.

La llamaban la Africana: era muy morena y hacía alarde de ello; nada de polvos de arroz ni de pintura. Era un bronce, pero del mejor maestro. Afectaba naturalidad. Era un jardín a la inglesa de un parvenu continental de esos jardines en que se quiere imitar a la naturaleza a fuerza de extravagancias y falta de plan y comodidades.

Rosario, que era por el alma un puro artificio, pretendía poseer la sencillez, el sincero candor, como si tan altos dones fueran cosa fácil de adquirir para una muchachuela como ella, en resumidas cuentas mal educada. Segura de su belleza plástica, creía que por añadidura se le debía el encanto de la gracia inocente. Esplendorosa planta de estufa, quería que se la tomase por violeta escondida y humilde. Al montón de los admiradores les engañaban tales apariencias; los más adoraban en ella, con más entusiasmo que su evidente belleza de hembra y de estatua, aquella naturalidad contrahecha, con la misma fe estúpida con que veían idilios en los episodios del galanteo en una fiesta de un jardín amañada por un Tecrito con faldas, ayudado por algún Mosco o Bion, revistero de salones.

Si Rosario hubiera sido bas bleue, una literata, siquiera una romántica rezagada, hubiera podido tener cierto fondo, aunque repugnante, para las formas de falsa naturalidad, de sencillez prístina y de paraíso. Pero su espíritu sólo estaba ocupado por vanidades de sociedad y por inclinaciones sensuales, egoístas y prosaicas: era lo que habían hecho de él la vida frívola, sin ideas, de instinto y rutina, de sensualidad rastrera y trivial en que desde el nacer se la había tenido metida como en una pajarera.

Era aquella alma de multitud, un poco de ruido de muchedumbre metido en un cuerpo de diosa de museo. Se creía distinguida, ser aparte, excepcional, musa de la soledad y el silencio, y era algo así como número del programa de unas fiestas.

No había alcanzado los tiempos en que ciertos ensueños literarios eran populares, aun en nuestro país, y no podía imitar a heroínas de poemas, ni fingir efectos de luna en las aguas muertas de su espíritu, charca triste, sin fondo misterioso ni poesía en la orilla. No sabía nada de cuanto imaginó en el mundo para figurarse la vida interesante, trascendental; y era hasta cómico el contraste de sus posturas, gestos y demás artificios de expresión, con la ruin trivialidad de sus juicios, reflexiones, deseos, gustos y tendencias. Póngase algún ejemplo: afectaba naturalidad, sencillez, encantadora gracia para decir que… le gustaba más el género chico que el grande en el teatro, o que prefería un artículo de Taboada a unos versos de Felipe Pérez, o que no le resultaba la Cibeles donde la habían puesto.

La de Alzueta había visitado tierra extranjera, sí, y de ello estaba muy orgullosa, y por ello tenía no pocas máculas; pero de lo extranjero sólo conocía superficies, cosas de las guías y de las ilustraciones, sección de grabados. Modas, fiestas, causas ruidosas, vida de ferrocarril y de exposición, preocupaciones de clase… esto era lo que Rosario podía ver y considerar fuera de su patria lo mismo que en ella. Por lo cual no podía ni siquiera imitar a esas mujeres, tal vez no más apreciables que ella, pero más amenas, que saben distinguirse por esos mundos, con aventuras ideales, con teosofías, empresas raras de caridad o de socialismo, idolatrías de arte, fetichismos de adoración al genio, etc., etc., o lo que es menos malo que todo eso, grandes exageraciones y extravagancias amorosas. De esta especie de gran mundo espiritual, falso y pernicioso, pero menos vulgar y pedestre, nada sabía Rosario.

Hablaba mucho, discutía mucho, era un ergotista invencible en las carreras de resistencia; nunca le faltaba un argumento baladí de esos que no tienen respuesta por su misma insustancialidad e incongruencia. Entendía de todo aproximadamente, como esos periodistas que hoy abundan, los cuales, según las estaciones y las circunstancias, son críticos de teatro, de pintura, de tribunales, de sport, de libros, de política o de salones. Defendía a Wagner a gritos en el Real, sin oír, ni dejar oír a los demás lo mismo que estaba alabando. Era la musa de la vulgaridad del día, del sufragio universal de la tontería ambiente. Su estilo, hablando, era el de esos gacetilleros sosos que hoy tenemos, que por toda gracia usan algunas muletillas insignificantes, frases hechas y convencionalismos pasajeros. Daba pena oír de aquella boca tan hermosa, hecha para callar divinos misterios de la poesía, tantas sandeces envueltas en latas, infundios, y otros terminachos bajos y feos. Me resulta, no me resulta, decía a cada instante aquel juez con faldas, que olvidaba su hermosura por su ergotismo. Les veía o no la punta a las cosas y las despreciaba si estaban mandadas recoger. Mareaba aquella hermosa hembra, que parecía un periódico de esos llenos de crónicas insulsas que suelen tener tantos compradores.

Como otras muchas de su clase, fundaba su patriotismo en hablar con cierta sequedad algo chulesca, en huir del eufemismo y la perífrasis, aun para tratar materias que reclaman el litote por bien del decoro. Pocas cosas más repugnantes que esas formas crudas que cierta parte de nuestras damas aristocráticas, y sus imitadores, afectan como sello de nacionalidad. El contraste de esos malos modos, de ese rompe y rasga inoportuno con las demás formas especiales de la vida elegante, delicada y ceremoniosa, es, puro chillón, escándalo. Rosario, imitando a ciertas damas de alto copete, era de las que más exageraban ese vicio, que en ella resaltaba con desgraciada originalidad, por su prurito de ser natural y sencilla con redomado artificio.

* * *

Esta mujer, que era así, por triste sarcasmo de la realidad, bellísima de cuerpo, ridícula en espíritu, aunque esto último lo notaban pocos; esta mujer se aburría ya en Palmera, en medio de sus triunfos; porque, en resumidas cuentas, ninguno de sus flamantes adoradores le parecía digno de que ella fijase en él su atención ni por un día.

Pero una tarde, paseando por la playa, vio llegar por el mar, del Norte lejano, en un yate muy elegante, de grandes velas triangulares, tersas, largo, estrecho, sutil, como un espíritu de las hondas, vio llegar el Lohengrin de sus ensueños.

Era un joven inglés, Aleck Bryant, hijo de opulentísimo landlord de Pembroke. El rubicundo Alejandro venía, por un capricho, desde Milford, a la ventura, mar adelante; y llegaba a Palmera nada más que por seguir cierta línea recta… Pero a los pocos días procuraba aclimatarse; le gustaba aquella España del Norte, que no se parecía a la de sus lecturas, y sí más bien a la verde Erin que él dejaba al Noroeste. Lo más escogido de la colonia elegante que veraneaba en Palmera acogió con los brazos abiertos al noble inglés, como era natural; se disputaban su amistad y compañía los sportmen de más tono… y, desde luego, las muchachas más seductoras de la alta sociedad le convirtieron en una especie de premio extraordinario en aquella constante exposición de coquetería.

Bryant era guapo, robusto, riquísimo, instruido, elegante, gran viajero, hombre de mundo y de sport, tenía sprit, en fin, todos los dones del catecismo de los barbarismos de la distinción y de la crema.

Rosario Alzueta pronto vio en él buena presa. Era digno de su orgullo. Se le presentaron, y ella, para seducirle, sacó todos los chismes de matar corazones, el fondo del baúl de su naturalidad de jardín inglés falsificado, además, echó mano de su caudal de gracias y habilidades exóticas. Poco tardó Aleck Bryant en saber que la de Alzueta había corrido en velocípedo nada menos que sobre la arena de Battersea Park. Hablaba, como si fueran amigas suyas, de la famosa Mss. Humfrey y de las ilustres velocipedistas duquesa de Portland, condesa de Dudley, marquesa de Hastings, y hasta indicaba haber tenido ciertas relaciones con la princesa Maud de Gales, la duquesa de York y la mismísima reina de Italia.

Supo Bryant, a la fuerza, que en la famosa disputa de las damas biciclistas acerca del traje propio para tal ejercicio, Rosario Alzueta se adhería al partido aristocrático, que estaba por la falda (skirt).

El noble inglés escuchaba a la hermosa Africana sonriente, en silencio, devorándola con los ojos azules, dulces entre malicia; apenas se enteraba de lo que le decía en un francés que parecía mal castellano. Era, sin duda, la mujer más hermosa de los baños; y mientras no siguiera su viaje, Alejandro no tenía por qué separarse de ella; y no se separaba, a no ser cuando lo exigían las muchas correrías del valiente excursionista por aquel pintoresco país.

Rosario ya no dudaba de la preferencia. ¡Qué victoria!

* * *

Pero una noche, en el paseo que amenizaba la música de un regimiento, sentada Rosario en su trono de deidad del bosque municipal, si no bajo la copa de una encina, cabe las ramas de un castaño de Indias… oyó, allí muy cerca, algunas sillas más atrás, una conversación en francés que entendió vagamente, y que la interesaba mucho. Un caballero extranjero, amigo nuevo de Bryant, procedente de Biarritz, hablaba con el inglés, de ella, de Rosario; estaba segura. No podía coger todos los pormenores del diálogo; pero la sustancia sí. Ello era que el extranjero, sin sospechar que ella los oía, preguntaba a Bryant si era cierto que le interesaba aquella hermosísima española morena. Cuando llegó lo más importante de la respuesta del inglés, disimuladamente Rosario volvió uno poco la cabeza y pudo observar la fisonomía, el gesto del que juzgaba su adorador más rendido… ¡Cosa extraña! En el francés del viajero británico la de Alzueta quiso oír alabanzas de su belleza, de que ella jamás había dudado; pero algo más debía decir el mozo, porque el tono de su voz, el gesto que acompañaba a sus palabras, no significaban entusiasmo, sino cierta desdeñosa lástima sincera, algo mezclado de tenue y discreta burla… En fin, pudo oír perfectamente que Alejandro Bryant de ella, de Rosario. Que era… snob.

«¡Snob!». La de Alzueta conocía la palabreja, pero no sabía a punto fijo lo que significaba… Temía que no fuese nada bueno.

Una terrible corazonada la hizo ponerse roja de vergüenza: un presentimiento le decía que snob era la manera de decir cursi en inglés.

Aquella noche no durmió, dándole vueltas en el cerebro a la dichosa cuestión filológica.

Al día siguiente, en la playa, preguntó a un amigo, catedrático de retórica en un instituto, qué significaba snob. El catedrático se extendió en consideraciones… Según el diccionario que él tenía, significaba hombre vulgar, de pretensiones; Thackeray, en su famosa novela Vanity fair, (la feria de la vanidad), usaba el vocablo en el sentido necio, estúpido, majadero o cosa por el estilo… y por ahí adelante. Rosario dejó al erudito con la palabra en la boca. Bryant no la había llamado necia, ni vulgar, ni presuntuosa… no, no era eso… ¡Snob! ¡snob! Cuando aquella misma tarde encontró al inglés, siempre sonriente, en la garden party de la marquesa de X**, Rosario le leyó en los ojos en seguida la traducción de la dichosa palabreja…

¡Ay! Sí; en los diccionarios el significado no sería exacto; pero en aquella mirada, la dulce malicia de los ojos azules, al gritar:

—¡Snob! ¡snob! —estaba gritando:

—¡Cursi! ¡cursi!

«Flirtation» legítima

Este señor don Diego Paredes estaba constantemente en ridículo y en candelero; siempre en berlina y siempre empleado. Todos los ministros se reían de él y todos le dejaban en su dirección o en su puesto de consejero; en fin, cobrando muy buenos cuartos. Y don Diego era feliz; porque la vanidad le hacía no comprender las burlas de que era objeto; y en cambio el sueldo era cosa tan positiva y al alcance de la mano que no podía menos de fijarse en él. Atribuía la buena suerte de estar siempre en su sitio a su gran mérito. Creía sinceramente que ningún partido podía prescindir de sus luces y que por eso no quedaba nunca cesante. Tenía de todo: era economista y escribía largo y tendido acerca de nuestros ferrocarriles y de nuestros carbones, y de nuestros corchos, y en fin, de todo lo nuestro que no era suyo; pero en sus ratos de ocio, como él decía, colgaba la péñola de hacer país, haciendo riqueza pública, y descolgaba la lira y escribía versos, imitando a Quintana o a Cánovas del Castillo, que, para él, allá se iban. Dadme que pueda… Dadme que cante… Decían las odas de Paredes. Siempre estaba pidiendo algo, como si ni le chupara ya bastante al Estado. También era orador político y privado; hablaba en familia y hablaba en el Congreso, porque era diputado cunero casi siempre. Sus discursos eran de resistencia. Iba a su escaño como preparado para un viaje al polo; llevaba cien mil documentos fehacientes y soporíferos, cinco vasos de agua, dos o tres cajas de pastillas, y hay quien dice que las zapatillas y algunos fiambres. Ello era que las tres (!) o cuatro (!!) Horas de estar de don Diego entendiendo (entiendo yo, decía), o teniendo para sí, el orador parecía, por lo descompuesto del traje, por el aspecto de cansancio, por sus maniobras entre papeles, cajas y vasos de agua, uno de esos amigos que se quedan a velar a un enfermo y se rodean de comodidades para pasar la noche al lado del moribundo. Don Diego velaba (los demás dormían) el sueño de la Soberanía nacional; y era hombre que a las dos de la madrugada (en las sesiones permanentes, que eran su encanto), desatado el nudo de la corbata, sueltos algunos botones del chaleco, y a veces enseñando un poco de la faja de seda encarnada, estaba dándole vueltas la elocuencia de los números y llenándose la boca con toneladas y caballos de vapor, y apastando al preopinante (que estaría en la cama) bajo el peso de millones de kilos de corned beef, alias tasajo, que venían de los Estados Unidos cargados de amenazas, como nuevas hordas de Hunnos en forma de carne salada.

En vano se le dormían los de la comisión, y los ministros de guardia, y los maceros… él se creía el Cicerón de los datos concluyentes y el Demóstenes del arancel y de los certificados de origen. Era feliz, pero en el cielo de su dicha había una nube: la prensa. De las burlas de diputados y ministros no hacía caso; ¡todo envidia! Pero las cuchufletas en papel impreso le desconcertaban, le aturdían. En cuanto a un periódico se le ocurría reírse de él, ya creía don Diego que España entera se apresuraba a comprar el diario de la mañana para tener el gusto y el mal corazón de morirse de risa a costa del ilustrísimo señor don Diego Paredes. Cada gacetilla burlona le parecía una sentencia definitiva; creía que la opinión la formaban aquellos papeles, y que el mundo entero estaba obligado a creer que él era un mamarracho, si los periódicos daban en emplear el látigo de la sátira contra su talento, su oratoria, sus números, sus versos.

El ridículo don Diego no fue muy popular, en su aspecto cómico, hasta que dio con él el demonio de Masito Caces, Tomás Caces, un escritor de gran crédito, adquirido con una sátira tan chusca como descarada. Masito escribió por casualidad en su periódico, muy popular, un articulejo pintando a don Diego en la tribuna, en noche de velar las armas junto a la pila del presupuesto. La descripción, en caricatura, hizo mucha gracia; Caces volvió a poco sobre el asunto, y otra vez con buen éxito: vio en don Diego un gran filón; lo estudió a fondo y encontró en él un modelo que ni a peso de oro. La fama de Masito creció en un tercio y quinto a la poesía, a la oratoria, a la estadística de don Diego Paredes. Goces llegó a poseer tan bien a su personaje, que en las aventuras, gestos, palabras, y versos, y discursos enteros que le atribuía, el público adivinaba que así debía ser el famoso personaje.

Lo que no sabía Caces era que don Diego, admirador en general de los escritores satíricos, a él, a Masito, le había consagrado un culto verdadero de entusiasmo literario, de mucho tiempo atrás, desde la época en que Caces no se acordaba para nada del ilustre prócer. ¡Cuál sería el terror de Paredes al verse flagelado tan sin piedad y a la continua por aquel látigo, que, a su juicio, era capaz de derribar un trono de un trallazo! Don Diego no dormía, don Diego lloraba en secreto, se aprendía de memoria los palos de su admirado enemigo, y hubiera dado un ojo de la cara por comprarlo, por hacerlo suyo, o a lo menos, reducirlo al silencio.

* * *

Masito Caces veraneaba en una hermosa villa del Norte. Allí vio una tarde, en una gira campestre, una mujer que le hizo decir para sus adentros: «Si yo creyera en el ideal todavía, le encontraría a esa mujer un aire de familia con el ideal». Pero no hizo caso… hasta que volvió a ver a aquella joven al día siguiente en la playa. Era más baja que otra cosa, trigueña, de cabello muy abundante, en ondas; boca fresca, ojos como los que tantas veces alaba el Ramayana, como aquellos tan nobles y tan dulces de Sita, de figura de almendra. Las cejas arcos del amor. ¡Y cómo miraba! ¡Con qué franqueza y cuán sin malicia ni coquetería! miraba para ver, para enterarse… ¡y no volvía a mirar! Eso era lo peor, no volvía a mirar. Lo peor y lo mejor. Caces estaba cansado de la especie de ley fisiológica y psicológica que hace de casi toda mujer una coqueta, frustrada, por lo menos.

En pocos días se enteró Caces de quién era la niña que cada vez le llegaba más adentro, que a sus años (cerca de cuarenta) le hizo sentir cosas parecidas a las más fuertes y memorables de su juventud, que había sido una continua orgía de idealidad apasionada. Gustaba a todos; pero los Tenorios de oficio la dejaban en paz, porque todo asedio era inútil. No hacía caso de nadie. Y esto con la mayor modestia. No era orgullosa, no afectaba desdén; no era fría, ni insustancial. Se adivinaba en sus ojos, en su boca, en su frente, en muchos gestos suyos, que había allí siete libros de amor posible, cerrados con siete sellos. El caso era tener la clave.

Nadie se jactaba de haber sorprendido en Sita (como la llamaba Caces, antes de saber quién era) la menor señal de preferencia; nadie podía gozar esa dulce vanidad de sorprender que una virgen casta nos mire a hurtadillas, con relación a Sita.

Y Caces, que nunca había sido presuntuoso en materia de seducción, y menos que nunca desde que se iba haciendo viejo; Caces… con tanta sorpresa como placer tuvo que declararse (a sí mismo nada más) que la gran indiferente… había llegado a notar que él la miraba mucho; y que se le había conocido que lo iba agradeciendo; y que gozaba al verse por Caces contemplada… Y una noche, en el teatro, Tomás notó que su amor último, primero se había retirado un poco, en su palco, tapándose con una columna, y que, en el último entreacto, de repente, se había adelantado, y se había apoyado en el antepecho, conmovida, llenos los ojos de efluvios de pasión, y que un momento, rapidísimo, se había atrevido a fijar la mirada en la suya, en la del periodista satírico en vacaciones.¡Virgen santísima qué instante! Aquello sí que era gozar como si no hubiera el infierno del desencanto definitivo, irremisible.

Para abreviar: aquello se repitió… una vez… dos… muchas.

Sita, con gran parsimonia, admitía (y pagaba en billetes de mil pesetas, es decir, con pocas pero muy ricas miradas) la adoración respetuosa, apasionada en silencio, de Caces. Y así pasó el verano… y así comenzó el invierno en Madrid, donde se encontraron.

Caces, ya enamorado, y no sin esperanza, había dejado de llamar Sita a la de los ojos dignos de ser cantados os Valmiki. La llamaba… Elena Paredes. Por su nombre y apellido. Era hija única de don Diego Paredes, viudo.

* * *

«¿Por qué habrá dejado en paz al bueno de don Diego ese diablo de Masito? Ni por casualidad le alude en sus sátiras políticas».

Así decía la gente.

¡Qué había de burlarse de Paredes el pobre Caces, si tenía el ilustre prócer aquella hija que robaba corazones, y a él le tenía en el quinto cielo!

Trabajo le costaba echar de la pluma, a cuyos puntos se venía él sólo, el nombre del orador grotesco y soporífero; pero ¡no faltaba más! Aunque Masito suponía que Elena ignoraba las judiadas que él había escrito contra su padre, t creía que ella no leería su periódico, ni se metería en las quisicosas de la vida pública de don Diego, sin embargo, por delicadeza, por creerlo deber del amor, se abstenía de atacar ni citar siquiera al ilustre Paredes.

Mucho tiempo estuvo sin atreverse a pasar de su adoración muda; temía un fracaso por lo arriesgado de su intento. Elena era una buena proporción, bella, de fama envidiable, y… muy joven. Él no era rico… y no tenía nada de Adonis… y era ya, para tal niña, algo viejo.

Pero en una ocasión que le pareció propicia, y en que juzgó ridículo no aprovechar los momentos, Caces, con ciertos rodeos, con fina retórica natural y sencilla (la más capciosa retórica), entre pruebas de respeto mezclado de pasión indomable… se declaró verbalmente.

Sus palabras, su actitud, causaron hondo efecto en Elena Paredes.

Pero la sustancia de la respuesta fue como sigue:

«Yo no he querido a nadie todavía; tengo del amor una idea acaso exagerada; el hombre que primero me llamó la atención fue usted. Mi padre me había enseñado a admirar el talento de usted hace mucho tiempo, antes de conocerle de vista. Después me enseñó a ver en usted el enemigo mayor de la tranquilidad de mi casa. Somos solos mi padre y yo; nos queremos mucho… yo le adoro: es muy nervioso, muy impresionable; padece infinito con los ataques de la prensa. Los artículos de usted, a quien tanto admira, le dejaban confuso, avergonzado… y a mí ¡me han hecho llorar tantas veces! La primera vez que, allá, en los baños, me dijeron: ese es Caces, le miré a usted mucho tempo seguido sin que usted me viera. Casi me daba ira no encontrarle antipático, odioso. Después noté que usted empezaba a fijarse en mí. La impresión fue grande y dulce… me halagaba aquella contemplación; y además, yo sentía que me daba una ventaja que yo debía de aprovechar no sabía cómo, pero sin duda. Dejé pasar el tiempo, me dejé mirar… querer, pues usted dice que llegó a tanto. Poco a poco formé mi plan. Los sucesos me ayudaron a inventarlo. Noté después de algunos meses, que usted ya no molestaba a mi padre. Él, que nada sabía de… mis coqueterías, de mi flirtation, también empezó a respirar tranquilo. Hablaba en el Congreso, escribía en verso y en prosa… y usted le dejaba en paz. ¡Pobre papá de mi alma! ¡Está tan solo! ¡Quería tanto a mi madre! ¡Es tan nervioso! ¡Le impresiona tanto todo! Al fin llegué a ver claramente que usted, por mí, porque yo le gustaba, ya no mortificaba a mi padre. Se lo agradecí… y aproveché sus buenas disposiciones. Si antes no sabía yo fijamente por qué me dejaba adorar con gusto y dudaba de la legitimidad de mis tenues insinuaciones, ahora ya, sin miedo, sin remordimiento, le miraba a usted, le alentaba, para asegurar la paz de mi casa; para tener contento al hombre que más quiero en el mundo. Ya lo sabe usted todo… Temía este momento. Podía seguir dándole esperanzas… pero así, de palabra… el engaño me parecería ya una traición con mi firma. Lo demás, lo que hubo hasta hoy… al fin es lo que se llama en inglés flirtation. No pasa de ahí. ¿Se cree usted con derechos? Alguno tiene; el que ahora usa… el de atreverse a declararse. Pero yo soy libre todavía. ¿Que he coqueteado un poco? Puede ser. Puede haber sido… principalmente por ver feliz a mi padre. ¿Que acaso podría yo llegar a quererle a usted? Acaso. Pero no quiero ponerme a ello. Mientras mi padre viva seré suya, su hija, su compañera inseparable. Y de usted no seré nunca. No es venganza. Pero yo… no puedo ser esposa de quien ha puesto en ridículo a mi padre. Esas burlas separan más que la sangre. En todo caso, y perdóneme usted si soy pedante (por eso le he leído a usted) tengo más vocación de Antígona que de Julieta. Yo, lo repito, no he querido venganza, sino defender nuestra dicha. Ahora usted, si se cree ofendido, burlado, puede satisfacer su despecho, puede vengarse, volver a las andadas, a hacerme llorar otra vez riéndose y haciendo al público reírse de mi padre».

Y como Case no era un miserable, dicho se está que se quedó con las calabazas y sin aquel filón de sátira y caricaturas a la pluma que le proporcionaban las ridículas pretensiones de don Diego Paredes, el pobre viudo, el padre de Elena, el ilustre prócer, a quien tanto quería su hija única.

La tara, Pasillo cómico

Efectivamente: el teatro representa un pasillo en una fonda. Una dama elegante, mince y frèle, que diría un traductor, envuelta en una mano, a ser posible misteriosamente, se detiene delante del cuarto número 13. Llama discretamente a la puerta con los ¡oh prosa! Nudillos de la mano derecha, (derecha, no del espectador, sino de la tapada). Se abre la puerta, entra la dama y termina la primera escena, que como ustedes ven, es muda. No se rompen moldes, ni siquiera un plato, a lo menos por ahora.

Escena segunda.— Ni vista ni oída. El pasillo sólo.

Pasa… un buen rato. Llega un caballero que está pasando un mal rato… pero esto ya constituye la escena tercera. Se conoce que está disgustado en que blasfema entre dientes (¡adiós moldes!) y da patadas, pietinando sobre la plaza, como diría el traductor de marras.
Se detiene ante la puerta del cuarto número 13. ¡Nada! Es decir, que a la otra puerta, aunque llama también con los nudillos. Llama con el puño del bastón. Nada. Llama a gritos blasfemando y rompiendo moldes y casi cinchas.

UNA VOZ DENTRO.— ¿Quién va?…

EL CABALLERO DEL PASILLO.— Soy López. ¿Es usted Pérez?

LA VOZ.— Servidor de usted. ¿Qué se le ofrecía al señor López?

LÓPEZ.— Que me entregue usted a la… (Moldes nuevos.) de mi mujer, viva o muerta.

PÉREZ.— ¡Caballero!…

LÓPEZ.— ¡Señor mío!…

PÉREZ.— Ni viva ni muerta; aquí no tengo ninguna mujer, ni de usted, ni de nadie…

LÓPEZ.— ¡Abra usted, cobarde, o descerrajo la puerta a tiros!

PÉREZ.— …

(En fin, se insultan ad libitum; pero, por fin, y después de estar sin contestar a LÓPEZ como unos tres minutos, PÉREZ abre la puerta.)
Mutación.— El cuarto número 13. Es un cuarto con dos camas. A derecha e izquierda, arrimados a la pared, sendos armarios de espejo, que se parecen como dos gotas de agua… y como dos armarios completamente iguales. No hablan. El de la derecha está abierto, el de la izquierda cerrado. LÓPEZ se precipita furioso hacia el armario cerrado, y sólo ve su brutal imagen.

LÓPEZ.— ¡Ahí está la muy!… (M. n.)

PÉREZ.— ¡Pero señor López! ¿Cómo ha de estar ahí una señora? ¡Como no esté descuartizada! Serénese usted y repare que estos dos armarios son completamente iguales; repare usted que ese que está abierto consta de varios cajones separados por tableros horizontales, y lo mismo le sucede al que está cerrado. Es más, si usted quiere podemos registrar los armarios de las habitaciones contiguas, donde no hay huéspedes, y verá usted que todos los armarios de todos los cuartos son absolutamente iguales, y todos tienen tableros; están divididos en cajones. ¿Quiere usted que su señora de usted se haya metido en píldoras dentro de ese armario?

Mientras habla PÉREZ, LÓPEZ mira debajo de las camas, donde no hay nada ni nadie; palpa las paredes, que no ocultan ninguna puerta secreta; se asoma al balcón, donde no está su mujer.

LÓPEZ.— Veamos esos otros armarios de otros cuartos… pero yo miraré desde la puerta para no perder de vista esta habitación (Lo hacen como lo dicen). En el número 14 no hay huésped. Registran los armarios de este cuarto, idénticos a los del 13, y los dos están divididos en cajones por tableros horizontales.

LÓPEZ.— (En el cuarto número 13, donde se cierra por dentro, con PÉREZ.) Está bien; pero como yo estoy seguro de que mi mujer se ha metido aquí… porque la conozco… y he sorprendido con… en fin, ¡como yo sé que está aquí!… y no se habrá tirado por el balcón, ni aquí hay puertas falsas, ni está entre esos colchones (Dando palos sobre las camas.) y ese armario está cerrado… tiene que estar ahí dentro. Abra usted o lo abro yo a tiros.

PÉREZ .— (Con cierta energía.) De ningún modo. Ahí guardo yo mi secreto, un secreto de industria que no puede ver nadie. Yo le daré a usted todas las pruebas racionales que quiera y se me ocurran para convencerle de que es absurdo pensar que ahí dentro esté una mujer; pero abrir, de ningún modo. Primero doy parte a la policía, o grito diciendo: «¡Socorro, ladrones!».

LÓPEZ.— ¡Señor Pérez!

PÉREZ.— ¡Señor López! ¡Ah, se me ocurre una idea! Voy a convencerle a usted de que es imposible que su señora de usted esté ahí dentro. Aguarde usted cinco minutos. Queda usted en su cuarto… es decir, en el mío: vigile usted para que no se escape… y soy con usted en seguida.

Desaparece PÉREZ, y LÓPEZ se queda contemplando su terrible figura en el espejo del armario cerrado.
No hay monólogo, aunque no estaría del todo mal, ni sería contrario a las leyes naturales que LÓPEZ increpase hipotéticamente a su mujer, en el supuesto de que estaba en el armario.
Vuelve PÉREZ acompañado de cuatro mozos de cordel, que son como armarios en lo de no hablar, cargados con una báscula que le han prestado a PÉREZ en la portería de la fonda. Paga PÉREZ a los mozos y los despide.

LÓPEZ.— ¿Para qué es eso?

PÉREZ.— ¿Sabe usted, señor López, aproximadamente, cuánto pesa su señora de usted?

LÓPEZ.— ¡Como que es mi cruz! Sí, señor, yo la hacía pesarse muy a menudo, porque la quería mucho, y me preocupaba verla tan delgada… La última vez que se pesó, hará una semana, pesaba 56 kilos.

PÉREZ.— Perfectamente. El artefacto que yo tengo ahí dentro, y que es mi secreto, pesa algo, pero mucho menos que puede pesar una mujer. Bueno; pues ahora, vamos a pesar los dos armarios. Primero este, el abierto, para conocer la tara del otro; pesemos después el cerrado, y la diferencia acusará el peso del artefacto, que es mi secreto. Verá usted que pesa mucho menos que su señora de usted… y se marchará usted y me dejará tranquilo.

LÓPEZ.— (Después de pensarlo.) Convenido. Mi mujer es capaz de ocultarme cualquier cosa… pero lo que pesa… No puede ocultarlo.

Entre los dos colocan el armario abierto sobre la báscula: lo pesan; LÓPEZ apunta en un papel el número de kilos que pesa el mueble.
Cogen entre los dos el armario cerrado, después de dejar libre la báscula, y lo pesan en ella también. La diferencia de peso entre los dos armarios es de 40 kilos, que pesa de más el armario cerrado.

PÉREZ.— (Triunfante.) Ya lo ve usted, caballero. Le han engañado a usted, y ha venido a ofender a dos inocentes: por lo menos a uno, a mí. Su esposa de usted no puede estar en ese armario… a no ser que en una semana haya perdido 16 kilos de peso. Si usted tiene una mujer que pesa nada más 40 kilos… no merece la pena de seguirle los pasos.

LÓPEZ.— (Meditando.) Efectivamente… Este armario abierto está vacío… son iguales los dos, y este otro pesa 40 kilos más… y mi mujer pesa 56… luego, descontada la tara, no es mi mujer el artefacto que queda allá dentro.

—¡Caballero! ¡Me he equivocado! Respetaré el secreto de su industria de usted… Usted dispense.

LÓPEZ se dirige a la puerta. PÉREZ le acompaña haciendo cortesías y respirando con fuerza.
Al llegar al umbral, LÓPEZ se da una palmada en la frente, y exclama: «¡Ah!». Pero no dice ahora lo comprendo todo, porque eso no es de los nuevos moldes. Se lanza sobre el armario abierto, desarma los cuatro tableros que separan los cajones, echa los tableros sobre la báscula, que está desocupada, los pesa… mira… ¡16 kilos! Lo que va de 40 a 56, es decir, del peso del artefacto al peso de su mujer… Se precipita sobre una de las camas, levanta un colchón, descubre dos tableros; se lanza sobre, la otra cama, descubre otros dos tableros… mira triunfante y con terrible ironía (antiguos moldes) al señor de PÉREZ, y dice con voz ronca, lenta y tono atrozmente sardónico:

—¡Caballero! si no quiere usted morir de cinco tiros (Saca un revólver.) , llame usted a ese timbre y diga usted que suba el dueño de la fonda.

Se hace todo como se pide.

LÓPEZ.— (Al AMO DE LA FONDA.) Caballero, por razones que usted no puede saber, este mueble (El armario cerrado.) , es para mí de un valor artístico inapreciable. Así como está, sin abrirlo, necesito trasladarlo ahora mismo a mi casa. El señor Pérez tiene conmigo una deuda que me va a satisfacer ahora mismo, abonando a usted por ese armario la cantidad que usted exija… y le advierto, en conciencia, que este mueble vale mucho más de lo que usted puede figurarse: para mí vale más que para nadie; pero aun para el señor Pérez y para cualquiera vale mucho… Conque… pida usted… pida usted… que todo lo pagará el señor Pérez.

EL FONDISTA.— Señor, yo… pediría… mil pesetas…

LÓPEZ.— ¡Mucho más!… ¡mucho más!…

El FONDISTA va subiendo; LÓPEZ dice siempre: ¡más, mucho más!…

Y pos fin hace cargar a cuatro mozos de cordel con el armario cerrado, por el cual el señor PÉREZ abona al dueño del mueble cuarenta mil reales, a mil reales por kilo de lo que pesaba el artefacto, que era su secreto.

González Bribón

Es más bien bajo que alto; tiene unos ojos azules muy fríos, que, por lo punzantes, parecen oscuros (porque lo azul no pincha, como opinarán los decadentes americanos, que todo lo ven azul); cuando González Bribón mira sin odio (sin amor siempre mira) sus ojos claros parecen un lago, es decir, dos… helado, helados.

Una noche salimos de un estreno de Echegaray, de aquellos que levantan verdaderas tempestades; era en tiempos en que el burgués de las inverosimilitudes todavía no era crítico. Salíamos riñendo, como siempre; entusiasmados nosotros, indignados los enemigos; entre el barullo, junto al guardarropa, tropecé con Bribón. Me fui a él.

—¿Y usted? ¿Qué opina usted?… ¿Es usted de los nuestros, o es usted de los indignados?…

—Soy de los indignados, porque… me han perdido el gabán.

—Pero ¿qué opina usted? —Opino eso, que me entreguen el gabán.

Por lo visto pareció el gabán de pieles de González Bribón, y en él se metió como buen caracol literario.

González Bribón es de su tiempo, es de su pandilla, es de su tertulia, es de su periódico, es de su daltonismo, esto es, que sólo cree en el color que ha escogido para verlo todo como su cristal se lo pinta.

Se parece al río Piedra; los agravios que corren por el alma de Bribón se petrifican como la calumnia en la abadesa de «Miel de la Alcarria». Después, con el mármol, o «terra—cuota», de sus rencores, Bribón hace «bibelots» artísticos, muchas veces correctos.

Es uno de esos egoístas que no lo parecen porque son nerviosos. Se mueve mucho, pero siempre es alrededor de sí mismo.

En Bribón el «misoneísmo» (muy acentuado) es una forma de la autolatría

Todavía admira a Eguilaz, porque en tiempos de este, todavía era él, Bribón, joven, revistero de moda.

Cual esos elegantes del año sesenta y tantos, que, como quien erige un monumento al recuerdo de sus conquistas, siguen vistiéndose, en lo posible, por el corte que usaban entonces, González Bribón se ha quedado a la zaga, muy a la zaga en gusto literario, no por incapaz de comprender y sentir lo nuevo, sino por nostalgia de sus verdores; por cariño a su tiempo.

Es de los que hablan todavía de los chistes de Inza, y de los que llaman genio a Florentino Sanz, y le admiran por el «Quevedo», y porque se quedaba hasta muy tarde en el Casino.

González Bribón no nació malo. Se hizo. Primero fue romántico. Se le conocía un drama en que hablaba mucho de la luna. Pero como la sátira de la crítica le hizo ver las estrellas, todo el clair de lune se le convirtió en bilis.

Es capaz de aguardar veinte años para vengar un agravio. Frecuenta las oficinas donde sabe que tiene algún expediente que le interesa a algún crítico de los que se han burlado de su romanticismo, y emplea sus relaciones con los altos funcionarios para conseguir que el expediente no marche o marche mal.

No acostumbra ir al Congreso, ni al Ateneo, ni a ningún sitio en que haya tribuna. Pero cuando sabe que habla algún enemigo literario suyo, va. Si el otro habla bien, se calla. Pero a fuerza de paciencia consigue que el enemigo le de el gusto de ponerse malo hablando, o de estar afónico, o de no complacer a los señores… Bribón sale de «estampía» en su periódico, gritando: «¡Si no podía menos! ¡Si ya lo habíamos previsto!».

Tiene para seguir a sus adversarios la paciencia de aquel inglés que siguió a un famoso funámbulo por todo el mundo «hasta verle caerse de la cuerda y matarse». Bribón no pierde de vista «a sus rencores», y cuando los ve caer hace como que «estaba allí» por casualidad, y… ¡aquí que no peco! Parece cómplice de todas las desgracias.

Lleva a los periódicos en que tiene parte como accionista, a sus amigos y protegidos… ¿Para qué le defiendan a él? No; para que ataquen a sus enemigos.

Frecuenta mucho las librerías principales. ¿Sabéis por qué? Para espiar la venta de los libros ajenos. Procura quedarse a solas con el librero, y entonces, lleno de emoción, le pide, le suplica, que le confiese «si Fulano vende mucho». (Fulano, algún enemigo de Bribón).

Goza con verdadero deliquio de envidia satisfecha, cuando le dice el librero que no «corre tal obra».

El «crack» de la «novela larga», le tiene loco de contento. Sus principales antiguos enemigos, son «novelistas largos». (Él escribe cuentos).

También procura estar bien relacionado con los editores extranjeros, y con los editores de revistas de París, Londres, Roma, Nueva York, etcétera, etc.

¿Para qué? Para mandarles «informes» de nuestros literatos. Por supuesto, poniendo en las nubes a pocos amigos, y omitiendo o desacreditando a sus enemigos.

Bribón es el autor de esas reseñas de literatura española contemporánea que publican de tarde en tarde, así como por compasión, algunos papeles ingleses, franceses e italianos.

También se encarga con mucho gusto de mandar datos a las enciclopedias literarias, diccionarios biográficos y otras obras por el estilo.

¿Para qué? Para «omitir» a los enemigos o ponerlos de insignificantes que dan lástima.

«Hasta en la guía de forasteros» procura influir.

¿Cómo? Es toda una novela. Se hizo amigo del corrector de pruebas; un día le convidó a comer, le emborrachó, y como el otro le dijera que tenía que ir a corregir las pruebas del último «año» de «la guía», le pidió plenos poderes para ir en su lugar, a hacer sus veces. Y fue… y su enemigo mortal, X. Y. Z. que figuraba en el libro oficial en una lista que era una especie de escalafón… le rebajó dos o tres puestos y le quitó el Excelentísimo.

Últimamente averiguó que las agencias telegráficas se han metido a críticas y mandan a las provincias telegramas dando cuenta de los estrenos y juzgando, en juicio sumarísimo, las obras estrenadas.

Pues Bribón se ha hecho amigo de dos o tres Menchetas (empleo la palabra no en sentido patronímico, sino como apelativo común) y en cuanto hay estreno… de enemigo, ya se sabe, la agencia Abichuelas, o la agencia Fiebre, o la agencia Maleta les dicen a sus «provincianos»: «Catástrofe teatral… autor perseguido juez de guardia… Patatas simbólicas. Todo merecido».

Puede suceder que sea mentira y se trate de un gran éxito, pero ¿quién le quita a Bribón el gusto de haber desacreditado a un enemigo por unas veinticuatro horas?

Pero no se contenta con desacreditar a los literatos que aborrece.

Les sigue la pista a los enemigos de aquellos a quien él aborrece y se complace en darles bombo. Bribón escribe unos artículos en que según su programa se habla «de todo menos de crítica literaria».

Esto es un pretexto para no tener que hablar de los libros buenos de sus enemigos.

Pero… a veces pide al lector permiso para «hacer una excepción» a favor de don Fulano… y escribe un bombo escandaloso para elogiar el libro de un cualquiera.

Y ese cualquiera siempre es algún gozquecillo que le ha mordido las pantorrillas a un literato de los que odia Bribón.

Bribón no escribe libros.

Pero estos días se ha descolgado con una gran «biografía», en papel vitela, «a varias tintas», con retrato del biografiado… un volumen de todo lujo.

Es el panegírico de don Insignificante de Tal.

Un buen mozo, que vive amontonado con la infiel esposa de Z. X. Y… . del crítico que peor trató el drama romántico en que González Bribón decía aquellas cosas de la luna.

La Reina Margarita

Por la noche se la veía en el ensayo, los días que no había función, que eran lunes y viernes, ocupar, en la sombra, una butaca de quinta o sexta fila, envuelta en su chal gris, humilde; permanecía inmóvil horas y horas, callada, sin reír cuando reían allá arriba, en el escenario, sus compañeros, que no pensaban en ella. Las noches de función solía ir a un palco de tercer piso, como escondiéndose, ocupando el menor espacio posible, y quieta, callada como siempre. No la divertía mirar al público, desconocido, indiferente, casi hostil; para ella era lo mismo siempre, en todos los pueblos que iba recorriendo con la compañía: un enemigo distraído, que le hacía daño sin pensar en ella. No le miraba. Demasiado tenía que verle de frente, frío, insensible, cuando la pobre tenía que salir a las tablas y cantar sin perder el compás, sin atragantarse, y hasta expresando con gestos y actitudes ciertas pasiones que no eran las suyas, penas que no eran las que la mortificaban. Miraba al escenario: prefería ver una vez más, después de mil, la misma escena, oír el mismo canto: a lo menos, aquel aburrido monótono espectáculo repetido era algo familiar, como una patria moral ambulante; la ópera viajaba con ellos. Miraba el escenario como un nómada podía mirar el carro o la tienda que le acompañaba a través de regiones nuevas, desconocidas. En su imaginación la escena era la tierra firme, el público el mar tenebroso. Esto cuando veía las tablas desde fuera; porque cuando estaba sobre ellas, el público seguía siendo el mar bravo, y el escenario era un frágil leño flotante, juguete de las olas.

Iba al teatro, no porque gozara con el espectáculo, sino por huir de la soledad de la posada, y por costumbre; por seguir a los suyos, que al fin lo eran los de la compañía, aunque para ella desabridos, fríos, distraídos, casi indiferentes. Estaba acostumbrada desde pequeña a hacer lo mismo. Su madre había sido cantante; su padre, músico de la orquesta: ella, niña, prefería quedarse a dormir, pero sola no; iba al teatro, a padecer entre bastidores frío, sueño, cansancio, hastío… mas todo lo prefería al miedo de verse sola en la posada, de noche. Ahora que no tenía padres a quien seguir, iba al teatro por seguir a todos los de la compañía, por huir de la poca luz de su celda de huésped pobre; del frío, del silencio, del aislamiento, que la comían el alma con sus horas de bostezos como simas.

No recordaba cómo había entrado ella en el arte. Ello había empezado por ser una ilusión de su señora madre; un día había hecho falta buscar una niña que representara cierto papel; pareció ella; la aplaudió el público, y desde entonces quedó incorporada oficialmente a la compañía. En otra ocasión, un director de orquesta, algo maestro de canto y algo aficionado a la madre de la infeliz Marcela, nuestro personaje, descubrió que la niña tenía hermosa voz; lo creyeron el padre y la madre, nadie lo negó, y la chica aprendió música y empezó, cuando tuvo edad suficiente, a cantar papeles muy modestos en la compañía donde trabajaba su madre. Así había empezado aquello: era cantante porque nunca había sido otra cosa, ni nadie la había propuesto cambiar de oficio. Tenía apego al teatro, como se lo tienen a su tierra aun aquellos que viven en país triste, ingrato. Teníale el cariño tibio que engendra la costumbre. Pero no conservaba ninguna ilusión de artista, hasta casi había olvidado las que al principio de su opaca, triste carrera había tenido. El público la había desengañado poco a poco. Además, no era hermosa. Había tenido sus dieciocho años como cualquiera; pero ni laureles ni amores habían tejido para ella una corona de felicidad. Desengaños vulgares, sordos, en todo. En la compañía en que estaba ahora, había permanecido años y años por vínculos de amistad de sus padres difuntos con los directores de la empresa; y porque Marcela llenaba huecos, lo aguantaba todo, no tenía pretensiones, no hacía sombra a nadie y se contentaba con un sueldo inferior a su categoría de cartel. Nunca había trabajado más que en provincias. Los gacetilleros, mal vestidos y no siempre bien educados, que ejercían de Aristarcos del bel canto, la trataban ordinariamente con un desdén provinciano que hay que conocer para apreciarlo en toda su humillante amargura. La perdonaban la vida. Cuando más, decían que no había descompuesto el conjunto; pero lo más común era afirmar que la señorita Marcela Vitali (Vidal) había hecho laudables esfuerzos para dominar la emoción que visiblemente la embargaba. Sí, esto era verdad. Tenía un miedo cerval, invencible, al público; un miedo que no se le quitaba con los años. Sus protectores, los amos del cotarro, se fueron acostumbrando a tolerarla como una carga de caridad, si no de justicia. Por evitarla a ella disgustos y por no comprometer las obras más de lo que otros las comprometían, iban prescindiendo, más cada vez, de Marcela. Seguían pagándole un corto sueldo, y ella, que comprendía que apenas lo ganaba, callaba, humillada, triste, pero casi agradecida. En general, los demás cantantes ni la querían ni la odiaban; la miraban como un apéndice inofensivo de la compañía. Pero donde el egoísmo y la envidia nada tienen que aborrecer, la malicia burlona todavía tiene algo que decir, gracias a su horrible dilettantismo. No se sabe quién inventó para Marcela un apodo, que fue en adelante el nombre que tuvo para los de casa. Se la llamó la Reina Margarita.

* * *

Fue por esto. Cada día se le manifestaba el público a Marcela menos favorable en todas las óperas, por insignificante que su papel fuese; pero con una excepción. En cierta obra clásica, muy aplaudida en todas partes, la Vitali tenía a su cargo el personaje de una Reina Margarita, más o menos fantástica; una Reina que no gobernaba; lo más constitucional posible; porque, en todo y por todo dejaba pasar delante y eclipsarla a otra primera tiple, que sin ser duquesa tal vez siquiera, la obscurecía a ella, a la Reina, por completo; la comía la voz cuando cantaban a un tiempo, y le quitaba un amante que la Margarita amaba en secreto. Todo el mundo estaba allí menos la Reina, que en el tercer acto desaparecía, después de perdonar varias felonías a una porción de coristas, y no volvía a presentarse en escena. Era una majestad triste, modesta, apocada, que oía en pública audiencia una porción de arias, romanzas, dúos y tercetos; se pasaba media hora sentada en su trono, sin que nadie le hiciera caso, y cuando se permitía cantar, tres o cuatro veces en toda la ópera, lo hacía en melodías de dolorosa resignación, sin grandes gritos: y dejándose, al fin, dominar por voces más poderosas que, en un concertante, acababan de ahogar sus lamentos de elocuente, dulce monotonía.

No sabía ella por qué, Marcela se había enamorado de este papel; y el público, y el director, y los compañeros, le encontraban en él cierta gracia que otras veces no tenía. Hasta casi guapa salía Marcela Vidal en su Reina Margarita. Las únicas flores que había oído de soslayo a los abonados de los palcos proscenios de la platea, habíalas debido a su Reina Margarita. Para no cambiar nunca de aspecto, ya que había parecido bien en este papel, Marcela se hizo un traje para tal ópera, y en ella nunca usaba los de la empresa, sino el que le había costado su trabajo y su dinero. Algunas veces el público no sólo había encontrado simpática y discreta a la Vidal en este papel, sino que hasta la había gratificado con alguna palmada de propina al terminar cierto dúo con la tiple, la cual después la eclipsaba por completo. En el cuarto acto ya nadie, ni en la escena ni en la sala, se acordaba de la Reina Margarita; pero esto no quitaba que ella se fuese a su humilde posada, solita, más contenta o menos triste que de ordinario, no forjándose ilusiones (esta fragua la tenía ella apagada mucho tiempo hacía), pero con la satisfacción de haber ganado el pan que comía, por lo menos aquella noche.

Sin embargo, esta misma buena impresión llegó a gastarse, Marcela notó la ironía que sus compañeros indicaban con cierta malicia al llamarla Reina Margarita, aludiendo al relativo triunfo de la humilde cantante en este papel; y ella misma acabó por ver el lado cómico de su limitadísima especialidad. La empresa era la que tomaba con más seriedad la cosa; ya se sabía: en aquella ópera de recurso, el papel de Reina para Marcela; antes faltaba la luz de las baterías que así no fuera.

* * *


Llegó la compañía a una ciudad del Norte, en mitad del invierno. Los cantantes estaban aburridos, todos temían quedar sin voz; la humedad les llegaba a las entrañas. Tiritaban, encogidos, y no les bastaba todo el vestuario para envolvérselo al cuello. El tenor, que se creía hombre del porvenir, y hubiera querido tener un estuche de terciopelo para la laringe, no abría la boca más que para comer, hasta que llegaba la hora de cantar. Era un pueblo triste, levítico, opulento, que tenía ópera por lujo más que por afición. Los ricachos se abonaban, pero dejaban muchos días los palcos sin gente. No había afición a la música, no había más que dinero, que en punto al arte se convertía en pretensiones. No entendían, pero, como eran ricos, se creían con derecho a ser exigentes; además, no se quería un mal contrato: sentirían mucho que se les diera gato por liebre, no por las notas desafinadas, que no les hacían ningún daño, sino por la lesión enorme que pudiera causar a sus intereses el pagar como ocho cantantes que valían como cuatro, v. gr. Así es que se consultaba con inquietud, y oyéndolos como a oráculos, a los pocos peritos, o que pasaban plaza de tales, o que había en el pueblo. Los cómicos, como suele acontecer, hacían rancho aparte en la ciudad: no trataban apenas a nadie; no les interesaban ni los monumentos, ni las costumbres, ni los paisajes de la hermosa campiña. De la posada al teatro, al ensayo o la función. No sabían más que esto: «que llovía sin cesar, que el cielo era de plomo, y que el público era muy frío, muy reservado, temía comprometer su fama de inteligente aplaudiendo lo que no merecía aplausos».

Para Marcela no ofrecía aquello novedad; todos los públicos le parecían el mismo; un enemigo, un juez, un verdugo; algo así como una especie de guardia civil que la perseguía a ella por el delito de no tener buena voz, y aturdirse y no acabar de dominar la escena. El agua, la humedad que le atravesaba los huesos, el cielo oscuro, bajo, ceniciento, eso sí le entristecía. Se sentía allí más extranjera que en las demás ciudades de su patria, que ella no tenía por patria. Como no se podía salir a paseo por los alrededores, lo cual solía ser su recreo único fuera del teatro, se aburría mortalmente un la posada. Cosía, recomponía la seda y los galones y las perlas falsas de su traje de Reina, hacía solitarios con una baraja sobada… y dormía mucho. Cantó una, dos, tres noches la Reina Margarita; por primera vez la citaron nominatim los gacetilleros severísimos; no tuvieron inconveniente en declarar que la señora Vitali había estado discreta en su modesto y simpático papel de Reina, escuchando merecidas pruebas de simpatía en el dúo del segundo acto… y nada más. Marcela volvió a su huelga oficial, a envolverse en el chal gris, y ocultarse en la sexta o séptima fila de butacas, en la sombra, las noches de ensayo, y en su palco tercero en las noches de función.

* * *

Estando allí, en el palco tercero de la extrema izquierda, asistió a un penosísimo espectáculo que le puso carne de gallina y le hizo aborrecer más que antes al monstruo, al público enemigo.

El tenor, el cómico de primera, acabó por ponerse malo de la garganta con la humedad, y por lo que abusaba de él la empresa. La gacetilla bramó; los abonados amenazaron con retirarse al monte Aventino (en el Círculo de recreo). Echando la cuenta por los dedos, aquellos dignos comerciantes demostraban que con el catarro pertinaz del tenor se les defraudaba en tantas pesetas con tantos céntimos. «Estas son puras matemáticas», decían ellos enseñando los dientes a la empresa.

La cual cogía el cielo con las manos, y no sabía qué hacer. Como llovido del cielo, que la empresa cogía, cayó en el pueblo, no se sabe de dónde, un tenor procedente de la capilla de cierta insigne catedral. Sabía más música que el otro; aprovechaba su poca, pero bien timbrada voz, con mayor maestría, y en fin, daba mucho más gusto oírle cantar a él que al tenorcito de las pretensiones y los escrúpulos. Declaró el recién venido que la partitura que mejor dominaba era el Fausto. Ropa no la tenía, pero sabía el papel, sin tropezar, de cabo a rabo. Se le arregló como se pudo la ropa, de otros Faustos mejores mozos, que había en el teatro, empolvada y con algunos zurcidos. Candonga, pues el nuevo tenor se llamaba Candonga, no se sabe por qué, pues ni era candonguero ni amigo de candonguear; Candonga se resistió a confirmarse en italiano y a llamarse Cantonghini, como le propuso la empresa. «¿Y Scherzo? llámese usted Scherzo, que es una especie de traducción de Candonga», le dijeron. Pero nada; él era dócil, pacato, mas en este punto no cedía. No quería renegar del apellido de su padre. Y como el apuro era grande, la empresa se sometió, y en carteles se decía: Fausto, señor Candonga.

Lo peor no era esto; sino que Candonga pisaba mal, apoyando primero con fuerza el calcañar; destrozaba en seguida los tacones, y parecía un animal raro con aquel modo de poner la planta. Además, tenía la costumbre de calarse demasiado el sombrero por atrás; y, para decirlo todo, no se sabe en qué consistía, pero encogía los brezos de tal manera, que todas las mangas le venían largas. La empresa no reparó en esto, ni el director de escena ni el de la orquesta se fijaron en que aquel hombre jamás había sido Fausto más que vestido de paisano, con grandes apariencias de seminarista.

Llegó la noche del debut de Candonga, y aquello fue el disloque, según decía un señorito de las butacas que había estudiado farmacia en Madrid. El público gozó mucho, porque se rió de Candonga toda la noche a mandíbula batiente; y cuando tocaban a cantar, el pobre tenor de capilla parecía un ángel bastante entendido en el arte. Por de pronto, cuando hubo que despojarle de la hopalanda del sabio, tirando por tramoya de una cuerda, le dejaron en mangas de camisa y con media barba. Se arregló aquello como se pudo; pero en la primera entrevista con Margarita, Fausto no hizo ver más que sus disposiciones para la carrera eclesiástica. En fin, un martirio. El pobre, que debía de necesitar mucho el sueldo, aguantaba: se reían de él, y él se sonreía y procuraba estar fino con Margarita la rubia, que estaba en ascuas junto a un seductor que parecía, por lo menos, subdiácono. Candonga se agarraba al canto como a un clavo ardiendo. Si le hubieran dejado cantar con las manos en los bolsillos, lo hubiese hecho mucho mejor, y mejor aún bajo tierra; pero, en fin, mientras cantaba, cesaba la risa, y hasta le aplaudían algo. Pero volvía a predominar la mímica, y el público, cruel, pagano, volvía al jaleo, a la bronca, se oían chistes que iban de palco a palco. Una orgía de humorismo provinciano a costa de un infeliz hambriento.

Margarita, la otra, la Reina, sentía desde allá arriba una lástima infinita. La voz de aquel señor Candonga, a quien no tenía el gusto de conocer, le llegaba al alma, le pedía compasión, consuelo; para ella todo lo que cantaba aquel Fausto venía a decir: «Vosotros los que pasáis por este camino del arte, por este calvario, decidme si hay dolor como mi dolor». Se le saltaban las lágrimas. Si hubiera tenido una bomba de dinamita, acaso la hubiera arrojado sobre aquellos señoritos de las butacas, que despellejaban a un hombre que sabía más música que todos ellos. Salió Marcela del teatro antes de la apoteosis, es decir, del consumatum est.

* * *

Feliciano Candonga y la Reina Margarita no tardaron en hacerse amigos. Se conocieron entre bastidores, en la obscuridad de un rincón, durante un ensayo de una ópera en que la señorita Vidal cantaba unas cuantas notas y Candonga absolutamente nada. Simpatizaron en seguida. Los atraía, cual un imán, la semejanza de su suerte. Feliciano, después de aquel Fausto famoso, no volvió a salir a las tablas; la empresa no se atrevía a despedirlo por si el otro tenor, que ya había sanado, volvía a inutilizarse; pero tampoco osaba la empresa desafiar la indignación del público con una segunda presentación del tenor de capilla. Se estaba a la expectativa; y en tanto se le entretenía el hambre al infeliz cantante con algunas piltrafas de sueldo. Por lo visto, él estaba muy mal de recursos, porque, a pesar de lo humillante de su situación, no se quejaba; sonreía a todos, fingía no darse por desairado y esperar turno para volver a salir a escena.

Marcela y Feliciano comprendieron que su situación de artistas medio licenciados era muy parecida. Este lazo los unió estrechamente. Además, se parecía su carácter. Los dos buscaban la obscuridad, eran modestos: dos resignados.

La Reina Margarita ocupaba su butaca en la fila siete, en lo obscuro, las noches de ensayo, y a poco allí se presentaba el tenor desahuciado. Hablaban en voz muy baja, a ratos, cuando el director de orquesta no exigía silencio absoluto. Otras veces oían la música con religiosa atención, contentos con oírla así, tan cerca uno de otro. Coincidían en sus opiniones acerca del mérito de las óperas y del mérito de los que a ellos les tenían de reemplazo. Coincidían en estar exentos de envidia. Y era un nuevo placer delicado, lleno de consuelo, aquel dúo de la caridad, de justicia, en que su ánimo estaba tan armonizado. Admiraban las mismas bellezas y perdonaban los mismos agravios.

De lo que más hablaban era de ellos mismos. Marcela, singularmente, encontró una delicia desconocida en contar a otra persona sus tristezas, la monotonía gris de su existencia. No era, en apariencia a lo menos, muy poética su conversación. Los catarros que martirizaban a la pobre cantante eran tema de la mayor parte de sus diálogos, al empezarlos por lo menos. Por acuerdo tácito, llegaron a tomar por costumbre el comunicarse lo que habían hecho y lo que habían padecido o gozado durante todo el día. Hablaban muy bajo, con cierta mística entonación que parecía concierto de amores, del frío, de la helada, de la humedad, de la poca ropa que daban en la posada para la cama, de otras nimiedades tristes de la vida ordinaria. Supo Candonga que Marcela se pasaba las horas muertas haciendo solitarios con una baraja sobada. Él le ofreció una nueva. Candonga, por su parte, jugaba mucho al dominó en un café de las afueras. De lo que no hablaban jamás era del arte con relación a las propias miras; parecía que para ellos no había porvenir, ni bueno ni malo. Candonga, alma sincera, creía firmemente que aquella muchacha tan simpática sabía poca música y cantaba muy medianamente. Hubiera partido con ella una peseta y un puchero de garbanzos, pero era incapaz de adularla, de engañarla. Marcela, que creía ver en Feliciano un músico aceptable, comprendía más cada día, que aquel hombre tan natural, tan bueno para en casa, nunca sería lo… farsante que se necesita ser para dominar las tablas. No; no veían porvenir, y no hablaban de él. Si Marcela insistía en tratar de asuntos teatrales, pero siempre refiriéndose a los demás, no era por gusto, sino porque no sabía nada de otras cosas.

Un día notó Candonga con asombro que Margarita, la Reina, no sabía a punto fijo quién era Martínez Campos. No sabía nada del mundo, que para ella todo era público, público hostil, juez implacable. Cuando se agotaba el tema de las vicisitudes de sus aburrimientos, fríos, catarros y demás tristezas cotidianas, Feliciano iba poco a poco renovando la conversación mediante referencias a otros horizontes de vida desconocidos para Marcela. El tema favorito llegó a ser la manera de ganarse el sustento sin contar para nada con el público del teatro. Había quien ganaba muchísimo más que ellos; v. gr., comprando harina, teniéndola en casa una temporada y vendiéndola después. Se compraba como ciento, se iba vendiendo uno a uno, y sin más, se ganaba por cada ciento… tanto; mucho. «¡Qué felicidad!» pensaba la Reina. Y la gente que entraba a comprar y a vender no tenía derecho a silbarle a uno; había trato o no; pero sin insultar a nadie: si el género no gustaba, no por eso los parroquianos se burlaban del comerciante. Y suspiraba la Vitali, pensando en aquel paraíso del tanto por ciento, pacífico, sedentario, escondido, serio, honrado, humilde.

Y de una en otra, Candonga llegó a confesarle su secreto. Que si él se veía como se veía era por haber sido tonto, vanidoso. Que ciertas adulaciones se le habían subido a la cabeza, y se había empeñado en ser artista, aunque fuera de iglesia; y por seguir esta vocación había abandonado a un tío suyo que le hubiera metido en un pueblo de la provincia de Palencia, en el comercio de harinas, con grandes probabilidades de hacer un negocio decente. La Reina Margarita, asombrada, aconsejó al tenor que escribiera al tío, que cantara… la palinodia. Y así lo hizo. Y cuando un mes más tarde la compañía levantaba sus tiendas y se iba con la música a otra parte, Feliciano, la última noche de función, en la obscuridad del antepalco, le hacía saber a la Reina Margarita que Fausto rompía su pacto con el diablo del arte, y se marchaba a Grijota, donde le esperaban los sacos fructíferos de su tío Romualdo. La Reina le dio la enhorabuena con voz trémula; y ya en toda la noche habló poco. Feliciano se creyó en el caso de acompañarla hasta la posada, cuando ella le dijo que se retiraba, porque no se sentía bien. Por la calle, obscura, húmeda, triste, no hablaron tampoco apenas. Al llegar al portal de la pobre vivienda donde tanto se había aburrido Marcela, se detuvieron, cortados los dos, mudos.

No sabían cómo despedirse…

—¿Y usted? —dijo por fin Fausto.

—¿Yo? Mañana en el tren de las siete sale la Reina Margarita, en tercera; ocho horas de viaje, y por la noche en Z… función… La Reina Margarita se presentará al respetable público… ¡y procurara no descomponer el conjunto!

Y entonces Fausto Candonga, que dejaba el teatro principalmente por no saber adorar a Margarita (la plebeya) como era debido, en la escena de la ventana; Fausto Candonga, como pudo, tartamudeando, ofreció a la Reina su blanca mano, y su blanca harina, y los sacos del tío Romualdo… y todo lo que él podía valer en Grijota. En fin, se declaró, metiéndose en harina; y la dicha de aquella luna de miel que ofrecía, se cifraba en la ganancia legítima, segura, lejos de las baterías del escenario, lejos del público, de las lentejuelas y de las imponentes figuras de los violoncelos y de la tiránica batuta del director de orquesta…

* * *

Algunos años después se celebraba en Grijota la proclamación del diputado provincial don Romualdo Candonga, y hubo gaudeamus, fuegos artificiales y su poquito de teatro. Y lo mejor de la función fue que, nada menos que el señor don Feliciano y su digna esposa doña Marcela Vidal, salieron al tablado que se levantó en el Ayuntamiento a cantar como ángeles, vestidos con trajes que ni los cómicos de la corte. Había que ver al rico mercader de harinas y a su señora la hacendosa doña Marcela, cada cual por su lado, y sucesivamente, hacer las delicias de sus convecinos, con unos gorgoritos y unos suspirillos cantados que daban gloria. Candonga pisaba de tacón, como siempre, y el traje de Fausto que le había hecho su mujer, lo vestía como lo hubiera vestido uno de aquellos quintales de harina de flor que tenía en su casa; pero cantar era un prodigio. Y cantaba solo, sin Margarita que le estorbase.

Y después salió la Reina Margarita con el traje de su propiedad, que había conservado. Y rayó a gran altura, sin que la eclipsara nadie.

Al día siguiente, los músicos del pueblo sostenían que era una lástima, que el feliz matrimonio no se lanzara de nuevo a la vida artística, pues tenía seguros los aplausos, las contratas, etc., etc.

—¡Qué horror! —se decían Marcela y Feliciano, mirándose y sonriéndose—… ¡Si todo el público fuera como el de Grijota! ¡Amigos y parientes! Y por si alguna chispa de tentación les quedaba en el alma, en el fondo, Candonga vistió con su traje de Fausto un armatoste de cañas que tenía en al huerta para espantar los gorriones.

Y cuando llegó domingo el gordo, el primer día de carnaval, llamó la atención de Grijota, en el baile de las Maritornes, una máscara que lucía un traje de seda, oro y pedrería… Era Sinforosa, la ilustre fregona de los Candonga, a quien su ama, doña Marcela, había disfrazado con el traje que un día fuera su única ilusión de artista, el traje de corte de la Reina Margarita.

El caballero de la mesa redonda

I

Ya hacía frío en Termas—altas; se echaba de menos la ropa de invierno y las habitaciones preparadas para defendernos de los constipados y pulmonías; el comedor, largo y ancho como una catedral, de paredes desnudas, pintadas de colores alegres que hacían estornudar por su frescura, tomaba aires de mercado cubierto.

Se bajaba a almorzar y a comer, con abrigo; las señoras se envolvían en sus chales y mantones; a cada momento se oía una voz imperativa, que gritaba:

—¡Cierre usted esa puerta!

Los pocos comensales se apiñaban a la cabecera de la mesa del centro, lejos de la entrada temible. Detrás de la puerta de cristales que comunicaba con el vestíbulo de jaspes de colores del país, se veía, como en un escaparate, la figura lánguida del músico piamontés, de larga melena y levita raída, que unos dedos flacos y sucios por las cuerdas del arpa. Las tristes notas se ahogaban entre el estrépito del viento y de la lluvia, que azotaba de vez en cuando los vidrios de las ventanas largas y estrechas.

Diez o doce huéspedes, últimas golondrinas valetudinarias de aquel verano triste de casa de baños, almorzaban taciturnos, apiñándose, como buscando calor unos en otros. Al empezar el almuerzo sólo se hablaba de tarde en tarde para reclamar con voz imperiosa cualquier pormenor del servicio. Los camareros, con los cuales ya se tenía bastante confianza para reprenderles las faltas, sufrían el mal humor de los huéspedes de la otoñada, como ellos decían. Se acercaba el día de las grandes propinas, y esto contribuía al mal talante de los bañistas, a darles audacia y tono de déspotas, y también a la paciencia de los criados.

Allí no se le tomaba a mal a nadie sus malos modos, sus quejas importunas; se contaba con ellos; era una ley natural; los fondistas y camareros venían observando cómo se cumplía todos los años al fin de la temporada. Además, también aquellos arranques de misantropía se ponían en la cuenta aunque disimuladamente. El dueño de las Termas—altas vivía con sus rentas, es decir, con sus bañistas. Presidía la mesa; oía las murmuraciones de los enfermos sin turbarse, sin… oírlas, en rigor; ni él las tomaba a mal, ni los pupilos se recataban para desahogar en su presencia. Era un pacto tácito que ellos descargasen la bilis de aquel modo y que él no les hiciera caso. Ni se emprendían las reformas que se pedían ni se coartaba el derecho de reclamarlas.

Decir que aquello estaba perdido, que la casa amenazaba ruina, que el viento entraba por todas partes, que el agua mineral ya no estaba caliente siquiera, ni tibia; que en aquel país llovía demasiado en otoño, tal vez por culpa del señor Campeche (el dueño de los baños), era lo que constituía los lugares comunes de la conversación. Algunas veces el mismo señor Campeche se descuidaba, y no sabiendo de qué hablarle a un forastero, le decía de corrido, como quien repite una lección de memoria: «Pero ¿ha visto usted qué clima más endemoniado? ¡Siempre lloviendo! ¡Cómo se aburre uno aquí!».

Nadie diría que aquellas eran las mismas Termas—altas que se abrían por primavera al público. En Mayo llegaba el señor Campeche rozagante, alegre, silbando, azotándose el vientre ampuloso con el puño de marfil de su junquillo; apeábase de su cochecillo de dos ruedas pintado de amarillo, reluciente; daba un vistazo a los baños, a la fonda, a los jardines ya llenos de pájaros, locos de alegría, los primeros huéspedes; y tentándose el bolsillo, se decidía a emprender lo que él llamaba mejoras enfáticamente.

Las mejoras se reducían a dar una mano de cal a todo el edificio, y a pintar los frisos azules de verde, o los verdes de azul; también solía arreglar los grifos de los baños si estaban completamente destrozados, tapar alguna grieta, remedar tal cual pila de mármol falso; y para colmo de reformas, blanqueaba el hospital de pobres viejos, que ostentaban en la miserable portada un presuntuosísimo letrero que decía, en griego, con letras gordas coloradas: «Gerontocomía». Aquella palabreja solía aparecer en las pesadillas de lo enfermos que acudían a Termas—altas.

Las primeras bromas de los bañistas noveles se referían siempre al rótulo griego: la mayor parte se marchaban sin saber lo que significaba. El mismo Campeche no estaba seguro de que aquello tuviera traducción posible. A una señora que acudía a las Termas desde treinta años atrás la llamaban doña Gerontocomía.

Además, había mucho lavoteo y mucho limpiar muebles y poner lo de allí aquí y revolverlo todo. Cuando llegaban los primeros bañistas, ya se sabía, todo lo encontraban cambiado de arriba abajo. Obreros y criadas iban y venían; no podía uno arrimarse a ninguna pared ni puerta, porque todas untaban, y el ruido de los martillos y sierras atronaba la casa; olía todo a aguarrás; el piso, de pino estrecho, siempre estaba encharcado o lleno de arena, porque, en lo de fregar y dejarlo todo como un sol, Campeche era inexorable.

—Mucho ruido y pocas nueces —decía doña Gerontocomía, levantando un poco las enaguas y saltando de charco en charco por las siempre húmedas galerías.

Lo cierto es que Campeche, a pesar de todo aquel aparato reformista, que tanto estrépito y desconcierto producía, gastaba muy poco cada año en mejorar su finca, que, según los huéspedes de otoño, era una ruina.

Siempre lo mismo: los parroquianos de primavera, alegres, aturdidos, optimistas, encontraban aquello flamante; era el mejor establecimiento balneario de España y del extranjero; ¿y las aguas? el que no sanara sería bien descontentadizo.

Y el señor Campeche, ¡qué fino! ¡qué atento! ¡qué celoso defensor de la fama de sus Termas! Ello era verdad que las obras, las mejoras, molestaban bastante; que no dejaban dormir en paz la mañana, ni la siesta, no andar en zapatillas por la casa; pero, en fin, se veía vida, animación, alegría, pruebas de prosperidad, movimiento simpático.

—Señores —decía Campeche, sonriendo y encogiendo los hombros, hundidos al parecer bajo el peso de tanta responsabilidad—; perdonen ustedes; este año se han atrasado mucho las obras… ya lo sé; ¡ha habido tanto que hacer! Desde Enero estamos dale que le darás. Sobre todo, la nueva crujía del hospital de pobres viejos…

Lo gracioso estaba en que los mismos a quienes engañaba por la primavera el señor Campeche, o que se dejaban engañar, eran, en parte, los que en otoño desacreditaban a gritos el establecimiento y hablaban de su próxima venida en las mismas barbas del propietario. Este convencionalismo ya no lo extrañaba nadie, era universalmente admitido. Cuando se iba en la primera temporada todo estaba bien; cuando se iba en la otoñada todo estaba mal.

En primavera, y parte del verano también, los bañistas daban y recibían bromas perpetuas. Podía haber aguas mejores que aquellas desde el aspecto hidroterápico, pero baños más famosos por las grandes chanzas permitidas, no los había. Como no todos los humanos tienen las mismas pulgas, sea en primavera o en invierno, más de una vez y más de dos hubo allí desafíos, que jamás llegaron a un funesto desenlace; y más de diez veces por temporada había bofetadas, o por lo menos insultos atroces.

Pero lo regular era que se tolerasen las bromas y que se devolvieran con creces. Se notaba que los jóvenes, que durante todo el invierno, en la vecina capital, se distinguían por lo taciturnos, retraídos y nada despiertos, eran precisamente los que en Termas—altas sacaban más los pies del plato y tenían ocurrencias más peregrinas y hacían las mayores atrocidades, palabra técnica, que significaba tanto como dar en el hito.

Famoso era, en tal concepto, hacía muchos años, un joven enfermo del hígado, de color de cordobán, que en la ciudad no hablaba con nadie.

Una tarde de lluvia, aquel joven hipocondríaco llegó a caballo a los baños del señor Campeche. Se apeó; se acercó a un amigo, a quien preguntó con voz de sepulcro:

—¿Es cierto que aquí hacen ustedes atrocidades?

—Sí, señor, es cierto…

—El médico me ha mandado mirar correr el agua, y distraerme. He visto correr las cataratas del Niágara… y como si fuese un surtidor… nada. Voy a ver si distrayéndome… voy a hacer también alguna atrocidad… ¡este hígado!

Y, en efecto, se fue a la cuadra, montó otra vez en su caballo, picó espuela… y se metió en el comedor de la fonda, saludando muy serio a los presentes.

La broma produjo bastante impresión; algunas señoras se desmayaron; en fin, todo fue como se pedía; el joven del hígado enfermo, que en vano había visitado el Niágara, mejoró, recibió cordiales felicitaciones, y confesó que hacía muchos años que no se había divertido tanto. Sin embargo, algunos envidiosos comenzaron a murmurar, diciendo que aquello no era completamente original, que prescindiendo de Raimundo Lulio, quien según la leyenda había entrado a caballo en la iglesia siguiendo a una dama, ya allí mismo, en aquel mismo comedor, se había presentado jinete en un burro garañón, y todo era montar, un diputado provincial, famoso por esto y por haberle rajado una ingle a un elector, de una navajada, años adelante. El joven del hígado supo que se murmuraba, y dispuesto a eclipsar a todos los diputados provinciales del mundo, al día siguiente se distinguió de una vez para siempre del vulgo de los bromistas con una hazaña que dejó la perpetua memoria a que antes me refería.

Y fue que, colocando, con gran trabajo, encima de la balaustrada de una galería abierta sobre el comedor, una gran cómoda, que bien pesaría dos quintales, sobre una de las mesas en que estaban comiendo hasta doce señoras y unos veinte caballeros.

No murió nadie, pero fue por casualidad; ¡el del hígado hizo lo que pudo!

La mesa y la cómoda se hicieron pedazos, el piso se hundió, del servicio de plata, cristal, etcétera, no se supo más; los síncopes pasaron de veinte, hubo tres desafíos, se marcharon catorce huéspedes.

Los más recalcitrantes tuvieron que confesar este hecho evidente: que como la broma de la cómoda no se había dado ninguna. En cuanto al señor Campeche, tuvo el buen gusto de no decir una palabra al héroe de la atrocidad; estaba en las costumbres.

Nadie se explicaba, satisfactoriamente a lo menos, por qué en los meses alegres de Mayo y Junio, y aun en los de calor, Termas—altas era una Arcadia balnearia; y en otoño, un hospital triste, aburrido, frío, donde todos tenían mal humor.

Probablemente contribuiría el clima a esta diferencia. El paisaje era de los más hermosos de litoral del Norte; verdura por todas partes, colinas como macetas de flores, riachuelos, bosques, un lago de verdad, accidentes románticos del terreno, tales como grutas, islas en miniatura, cascadas, y hasta una sima en lo alto de un monte cónico, que el señor Campeche juraba que era el cráter de un volcán apagado. A los incrédulos les amenazaba con los testimonios escritos que constaban en el Ayuntamiento, allí, a legua y media de la casa.

El cráter era el elemento legendario de aquella topografía, que había convertido en una industria el dueño del balneario.

Pero, si el país ofrecía tales delicias naturales, en cuanto empezaba Septiembre se aguaba la fiesta; nublas, vientos, aguaceros, días sin fin de lluvia fría y triste, de horizonte de plomo, un frío húmedo que hacía pensar en el de la sepultura; tales eran los achaques de la estación en aquel delicioso país de panorama. En vano Campeche entonces enseñaba a los nuevos huéspedes fotografías del cráter y de las cataratas.

¡Si el cráter estuviera en ebullición, le decían, menos mal: se calentaría uno al amor del cráter!… En cuanto a cataratas… allí estaban abiertas las del cielo. ¿Por qué venían en otoño enfermos a Termas—altas? Porque, comprados o no por Campeche, los médicos de toda la provincia aseguraban que la mejor temporada de baños, higiénica y terapéuticamente considerada, era la de Septiembre y Octubre.

De modo, que por el verano venían los que querían divertirse, y por el otoño los que querían curarse. Tal vez esto, no menos que las variaciones meteorológicas, era causa de la desigualdad de humores en las diferentes temporadas.

II

En aquellos días tristes del mes de Octubre, en que los huéspedes del gran hotel de Termas—altas se apiñaban hacia la cabecera de la mesa, en el comedor frío y húmedo, a los postres, la conversación, antes floja y malhumorada, se animaba un tanto, aunque fuera para maldecir con nuevos alientos de la vida insoportable de aquel caserón y del abuso de las propinas. Se hablaba mucho también de la virtud curativa de las aguas, tópico de conversación que en la temporada primera era casi de mal tono. La mayor parte de los enfermos se declaraban escépticos, unos en absoluto, negando la eficacia de toda clase de baños, otros con relación a los de Termas—altas.

Aquella mañana en que vimos detrás de la vidriera de la entrada al mísero piamontés del arpa disputar en vano al viento y a los chaparrones el privilegio de halagar las orejas de los comensales, la animación biliosa de última hora había crecido en razón directa del mal humor taciturno con que el almuerzo había comenzado.

Se negó allí todo: el cráter, las cataratas, las mejoras del establecimiento, la eficacia y hasta la temperatura oficial de las aguas, el buen gusto de las bromas pesadas del verano, la hermosura del paisaje, la existencia del sol en tales regiones, ¿y qué más? hasta la fama de bellas y no muy timoratas que gozaban las muchachas del contorno se puso en tela de juicio.

Un matrimonio tísico, de cincuenta años por cada lado, de gesto de vinagre, aseguró que las chicas de aquellas aldeas eran feas, pero honradas a fuerza de salvajes; y que las aventuras que se referían, no eran más que invenciones del señor Campeche para atraer parroquianos y gente profana, es decir, solterones sanos como manzanas, que no venían allí más que a alborotar.

—No me parece muy correcto —decía el vejete, cuyas palabras sancionaba su mujer con cabezadas solemnes— no me parece muy correcto desacreditar a todo el sexo débil de un partido judicial entero, con el propósito de llamar la atención y atraer gente de dudosa procedencia y de malas costumbres.

Este señor, que así hablaba, era fiscal de la Audiencia, y su mujer le ayudaba a echar la cuenta por los dedos, cuando se trataba de pedir años de presidio, y de sumar o restar en virtud de las circunstancias agravantes o atenuantes. La fiscala se había acostumbrado de tal suerte al tecnicismo penal, que cuando le preguntaban cómo le gustaban los baños, si muy fríos o muy calientes, respondía:

—¿Sabe usted? ¡Me gusta tomarlos desde el grado medio al máximo.

Como siempre, negó aquella mañana el fiscal la hermosura de las muchachas del contorno y la facilidad de los idilios consumados al raso en aquellas frondosidades.

—Pues hombre —se atrevió a decir un don Canuto Cancio, antiguo procurador, que respetaba mucho al fiscal, y le aborrecía mucho más, por pedante, como él decía—; pues hombre, don Mamerto no tiene fama de embustero… y, con permiso de usted, señor fiscal, y salvo su superior criterio… y su conocimiento del mundo… don Mamerto asegura… en el seno de la confianza, por supuesto, que él, que la Galinda y la de Rico Páez… y la molinera…

—Lo de la molinera es un hecho —interrumpió otro comensal.

—Y a la de Rico Páez la he visto yo con don Mamerto en la llosa de Pancho, al oscurecer, este mismo año, en Junio —dijo otro huésped.

—A usted, don Canuto —se dignó contestar el fiscal, despreciando a los interruptores, a quienes no conocía— a usted le hacen comulgar con ruedas de molino.

La fiscala, asegurando sobre la afilada nariz los lentes de miope, miró a don Canuto con desdén, y con aire de desafío, como retándole a desmentir a su marido:

—¡De molino! —aseguró la altiva señora.

—Ese don Mamerto…

Expectación general; cesa el sonido de tenedores; los camareros se detienen a oír lo que va a orar el señor fiscal contra don Mamerto, el ídolo de Termas—altas. El mismo señor Campeche, que oye sonriendo que le desacrediten las aguas, frunce el entrecejo, temiendo que el señor fiscal se extralimite en esta ocasión.

—Ese don Mamerto…

El fiscal vacila. Duda si su autoridad es suficiente para arriesgarse a decir algo que lastime la fama de don Mamerto.

—Ese don Mamerto —exclama con voz de trueno un coronel retirado, que ocupa al lado de Campeche la cabecera— es un modelo de caballeros, incapaz de mentir, y mucho menos de darse tono con aventuras falsas y fortunas soñadas, ¡entiéndalo usted, señor mío!

Los fiscales se vuelven, con sillas y todo, hacia el coronel, el cual desde este momento asume la responsabilidad de todo lo que allí pase, según inveterada costumbre, siempre que se agrian las cuestiones a la mesa.

Don Canuto es el que echa la liebre siempre, y si le insultan o desprecian, calla y se vuelve hacia el coronel, como diciéndole: «¡ahora usted empieza!»; y el coronel, que nunca tira la piedra, porque es muy prudente, jamás esconde la mano, y aun suele utilizarla, plantándola en la mejilla del lucero del alba si le irrita.

Don Diego, con su gota y todo, defiende las tradiciones de la mesa; y nada más tradicional y respetable allí que don Mamerto Anchoriz, nuestro héroe.

Es don Mamerto Anchoriz un señor que se presenta todos los años en Termas—altas dos veces, a pasar ocho días por Mayo o Junio y otros ocho en lo peor de la otoñada, cuando más llueve, por hacer compañía a aquellos señores y animar un poco a la gente. Nada de esto ni de otras muchas cosas importantes ignora el fiscal, y por eso hace mal en poner reparos a un hombre que es sagrado en Termas—altas.

Verdad es que hasta ahora el señor fiscal no ha dicho más que: «Ese don Mamerto… »; pero lo ha dicho dos veces, y según el coronel, a don Mamerto no se le llama ese; en fin, él hipoteca las espaldas y asume toda la responsabilidad de lo que pueda ocurrir. «Y ¡ojalá ocurra algo —piensan muchos huéspedes— porque todo es preferible, hasta la muerte de un fiscal, a la monotonía de aquella existencia!».

El fiscal prevé un conflicto, porque ni su carácter, ni su dignidad, ni su posición social le permiten mostrar pusilanimidad, ni retirar palabras, ni aun dejar de decir las que tiene deliberado propósito de decir. En cuanto a la fiscala, todavía tiene muchas más agallas que su marido; e irritada en su grado máximo, echa sapos y culebras, dispuesta a defender la dignidad de la toga como gato panza arriba, en el caso que su cónyuge no se muestre bastante enérgico.

Pero se muestra; porque dice, cogiendo un cuchillo por la hoja y golpeando el mantel pausadamente con el mango, en señal de tenacidad de carácter, y fijeza de opiniones, y serenidad de ánimo:

—Señor coronel, nada he dicho que pueda ofenderle a usted o al señor don Mamerto; pero toda vez que usted se adelanta a mis juicios, con el ánimo de cohibir la libre manifestación de mi pensamiento, he de decir, sin ambages ni rodeos, todo, absolutamente todo lo que pienso del señor Anchoriz.

—Se guardará usted de decir nada que sea en su desprestigio…

—Diré, y digo, y tengo y mantengo, que el tal don Mamerto es un viejo verde…

Ni la cómoda, que en día memorable, cayó desde la galería sobre la mesa, produjo efecto más estrepitoso que el de estas palabras del representante del ministerio fiscal. Tal fue la indignación en los comensales, hasta en los criados, que el mismo furor del coronel se perdió en el oleaje del general escándalo, y por aquella vez no pudo asumir responsabilidad alguna.

Fiscal y fiscala quedaron anonadados bajo el universal anatema, y aprendieron a respetar la opinión de la multitud y el peso de la tradición, ante los cuales poco vale el prestigio de la misma ley; y es de extrañar que el señor fiscal no supiera que ya en Roma la costumbre, esto es, la tradición, la historia, tenía fuerza superior a la ley escrita.

El coronel les llegó a tener lástima, y no desafió ni al marido ni a la mujer.

Pero, menos delicado Perico, un camarero fanático de don Mamerto, se encargó de dar a la pareja el golpe de gracia, diciendo modestamente, pero con la fuerza de los hechos consumados:

—El señor Anchoriz ha llegado esta mañana; se está bañando y ha dicho que vendría a almorzar en seguida.

Conmoción eléctrica. A don Canuto se le caen las lágrimas… Se le figura que ya no llueve… que ha vuelto la primavera… Todo lo perdona, y sin pizca de ironía saluda al señor fiscal y señora, que se retiran dignamente a su cuarto después de una profunda inclinación de cabeza.

El coronel exige que no se le diga nada de lo ocurrido a Anchoriz; no quiere que sepa el pequeño servicio que acaba de hacer saliendo por su honor.

—Estas cosas no se hacen porque se agradezcan, sino porque salen de dentro.

—Convenido; no se le dirá nada. Pero ¡qué alegría! ¡Ha llegado don Mamerto! No podía faltar. ¡Y qué delicadeza! Precisamente con aquel tiempo de perros. ¡Qué abnegación!

El piamontés del portal se levanta de pronto, y con pulso firme y potente arranca al arpa melancólica los acordes solemnes de la marcha real.

—¡Él es! —Todos en pie—. ¡Viva don Mamerto! —Las servilletas ondean como blancos gallardetes—. ¡Viva!

III

Don Mamerto Anchoriz, acostumbrado a estas ovaciones, no se turbó un momento. Con el sombrero de paja fina negra y blanca, de la estrecha y redonda, saludó al concurso, mientras la sonrisa majestuosa y benévola de sus labios finos y sonrosados brillaba bajo el bien rizado bigote, entre las patillas anchas, negras y lustrosas.

Era alto y fornido, de tez blanca y suave, de mano pequeña y delicada, con uñas de color de rosa. Sobre el vientre, un poco abultado, poco, despedía relámpagos de blancura un chaleco de la más rica tela, y cazadora y pantalón de alpaca de seda gris completaban el traje de tan arrogante buen mozo, cuya pierna había, en todas las épocas de nuestra historia constitucional, sin contar las dos primeras, atraído las miradas de las mujeres de todas las clases sociales.

Desde los quince años había sido don Mamerto el mejor mozo de su tierra, y según la malicia, medio siglo llevaba de seducir casadas y solteras, viudas y monjas, marquesas y ribeteadoras, aldeanas y bailarinas. Es claro que exageraba la malicia. Don Mamerto no podía tener setenta y cinco años ni mucho menos, pero sí era seguro que tenía muchos más de los que aparentaba; y no se diga de los que él confesaba, porque él no confesaba nada, ni de sus años se le había oído hablar nunca.

Lo cierto era que las generaciones pasaban y se sucedían, y Anchoriz era el mismo para todas ellas, el Anchoriz de patillas negras, de labios sonrosados, de ojos suaves y brillantes, de puños tersos blancos como nieve, de pantalón inglés del mejor corte, de arrogante apostura, de elegancia discreta, seria y sólida; el Anchoriz, eterno arquetipo de buenos mozos, adorno de toda fiesta, espectador de todo espectáculo, parte de toda alegría pública, elemento de la animación y de la algazara a todas horas y en todos sitios.

Jamás se le había visto en un entierro, ni los enfermos le debieron visitas, ni dio limosnas en su vida, ni prestó un cuarto, ni hizo un favor de cuenta, ni votó a nadie diputado ni concejal, ni dejó de engañar a cuantos maridos pudo, ni de padres ni de hermanos se cuidó para seducir doncellas; y, sabiéndolo así toda la provincia, no había hombre mejor quisto en ella, y todos decían: —¡Oh, Anchoriz! ¡Un cumplido caballero! ¡Y qué bien conservado!

También se decía de él que si hubiera leído hubiera sido un sabio, porque talento natural no le había como el suyo, y del mundo sabía cuanto había que saber.

No era muy rico, pero vivía como si lo fuera. Durante muchos años no había tenido oficio ni beneficio, sino un hermano acaudalado con quien no vivía (porque su casa era siempre la mejor fonda del pueblo), pero que pagaba todos sus gastos, a lo que se creía; todo a pretexto de una herencia que no acababa de repartirse. Ni el hermano se quejaba, ni el mundo murmuraba. Murió aquel pariente, y dividida la herencia, se vio y se calculó que la parte de Mamerto era exigua; mas él había seguido siendo el mismo, feliz, bien comido, elegante, sin privarse de nada. Por fin se había descubierto que de poco tiempo a aquella parte era Anchoriz administrador general del duque de Ardanzuelo, aunque nada le administraba, porque los mayordomos particulares del duque se lo daban todo hecho a Mamerto.

El palacio del magnate estaba a la disposición del administrador general; y por ostentación, por vanidad o por lo que fuese, haciendo un paréntesis en su vida de fonda, Anchoriz se fue a vivir al gran caserón de Ardanzuelo. Sin embargo, la comida la hacía traer de la fonda. Pasaron seis meses, y el público notó que Anchoriz adelgazaba y palidecía.

¡Anchoriz triste, Anchoriz malucho! ¿Iba a acabarse el mundo? Los médicos más distinguidos de la ciudad se creyeron en el deber de estudiar al enfermo, sin alarmarle, por supuesto. No pudieron dar en el quid de la enfermedad. Fue él, Mamerto mismo, quien acertó con el diagnóstico y la cura. Una tarde se presentó en la cocina del Hotel del Águila, su antigua vivienda; se acercó al cocinero, y sonriendo, después de darle una palmada en el hombro, exclamó:

—Perico, pon hoy tropiezos en la sopa.

—¿En qué sopa?

—En la de casa, en la sopa de todos…

—Pero… ¿el señorito come aquí hoy?

—Sí, hoy, mañana… y todos los días; pon tropiezos.

Los tropiezos eran pedacitos de jamón, aderezo familiar de la sopa, que Mamerto amaba como un dulce recuerdo del hogar paterno; él, que en la comida era un perfecto gentleman y había sabido despreciar desde muy joven la cocina española y burlarse del puchero y los guisotes, comía, siempre que podía, sopa grasienta con pedacitos de jamón, lujo de los grandes banquetes de su padre a que para toda la vida se había aficionado. Era el único recuerdo que consagraba a la tradición, a la familia. No creía en la religión de sus mayores (aunque tampoco se metía con ella para nada, según su frase); no creía en los buenos resultados de la monogamia, ni en los afectos naturales engendrados por la sangre; no creía en la patria; no creía más que en la sopa con tropiezos. Era su única preocupación, su única antigualla.

Cuando él vivía en la fonda se comía a menudo la sopa de don Mamerto.

Al oír aquella noticia, el cocinero se enterneció, se enterneció el pinche, y las muchachas encargadas de la limpieza de los cuartos lloraron de alegría, o cantaron, según el temperamento. El número 6, que había sido durante tantos años de don Mamerto, estaba vacío desde que él lo había dejado. Allí volvió aquella misma noche. La viuda de Uria, dueña del hotel, dijo solemnemente a los criados que aquel día era inolvidable, para la casa.

Cuando el huésped querido ocupó en el comedor el puesto de la mesa que tantos años había sido suyo, hubo en la estancia un silencio elocuente, una emoción profunda en criados y comensales antiguos.

Los huéspedes nuevos miraban también con respeto al héroe de la noche. En cuanto a Mamerto, risueño, impasible con los ojos en el plato sopero, enfriaba su sopa de tropiezos con la naturalidad y modestia y tranquila parsimonia que eran sus rasgos característicos.

Se conocía que, como siempre en situación semejante, aquel hombre no pensaba más que en la sopa.

Aquella sencillez con que supo volver a sus hábitos el caballero sin tacha, recordó a un comisionista erudito el caso de Fray Luis de León cuando volvió a su cátedra de Salamanca, después de su larga prisión: —«Decíamos ayer», había dicho Fray Luis. Pues Mamerto parecía estar diciendo: —Comíamos ayer…

Desde que volvió a la fonda, se notó por días, casi por horas, la mejoría. En pocas semanas volvió a ser el mismo de siempre, y la ciudad durmió tranquila.

IV

Jamás había estado enfermo, ni pensaba estarlo. Muchas y muy complicadas eran las causas que contribuían a esta perfecta salud, que era la suprema ambición de Anchoriz, su única ocupación seria; pero si algún entrometido se atrevía a preguntarle: —Hombre, ¿qué receta tiene usted para estar siempre bueno?— Mamerto contestaba sonriendo: —No lea usted nunca después de comer.

Y si el que consultaba le merecía algún interés, añadía Anchoriz: —Ni antes.

Es claro que esta receta vulgar la daba para despachar a los importunos; su sistema higiénico, su filosofía, no era cosa que pudiera exponerse como los aforismos médicos de un sacamuelas. ¡Ahí era nada! ¡Querer inquirir el secreto de una salud inalterable!

Ciertamente que, en el programa de su vida, siempre sana, entraba la abstención de la lectura; pero no era esto sino parte muy secundaria del sistema.

¡Leer! Claro que no; ¿para qué? La lectura suponía cierta curiosidad nociva, una impaciencia espiritual, una falta de equilibrio que contradecían las condiciones del bienestar verdadero. En rigor, el no leer, más que causa de salud, era efecto de la salud; no estaba sano porque no leía, sino que no leía… porque estaba sano.

Nada de cuanto pudiera decir un escritor podía importarle a él absolutamente nada.

No aborrecía Anchoriz la literatura y la ciencia, no; las despreciaba como despreciaba las boticas, y a los boticarios, y a los médicos, y a los enfermos. Ante un ataque de nervios, ante un rasgo de heroísmo, ante un chispazo de ingenio, Mamerto sonreía con lástima; todo aquello era lo mismo: desequilibrio, anuncio de pronta muerte, una idea equivocada de la existencia. No concebía un desafío, ni una mala palabra, ni una buena obra. El principio de la vida era el egoísmo absoluto. Sacrificar a los demás algo que fuera más allá de los servicios que impone la cortesía, era perderse. No hacer jamás nada en bien del prójimo, era obra dificilísima, casi milagrosa; cierto, por eso él no había conocido más hombre feliz que uno: Mamerto Anchoriz.

De este gran principio del egoísmo absoluto nacían todas las reglas de conducta, que daban por resultado aquella plácida existencia, que Ancharia pensaba prolongar indefinidamente. ¿Había de morir? Allá se vería. Todas las afirmaciones rotundas le empalagaban; no había nada seguro respecto de nada; el que hasta la fecha se hubiesen muerto todos los hombres conocidos, no era una prueba absoluta de que en adelante se muriesen todos también.

La ciencia decía que todo organismo se gasta, que todo lo infinito perece… ¡Conversación! ¡La ciencia decía tantas cosas! El no negaba la posibilidad y aun la probabilidad de la muerte; pero, en fin, no era cosa segura, lo que se llama segura, y esto bastaba para su tranquilidad. Lo importante además no era este aspecto metafísico y abstracto de la cuestión, sino su aspecto práctico, es decir, el no morirse.

—Mientras yo viva, poco importa que sea mortal. Una cosa es mortal y otra cosa es muerto. —Recordaba haber oído que, según Buffon, todo hombre, por viejo que sea, puede tener la legítima esperanza de vivir todavía un año: Gran sabio era, sin duda, este señor Buffon, y digno de no haberse muerto. Él, Anchoriz, pensaba tener siempre el cuerpo en disposición de funcionar más de un año; y así, la muerte, que al fin era, por lo que a él se refería, sólo una palabra, una amenaza, una creación fantástica, iría retrocediendo, y la vida ganándole terreno. Por otra parte, él sabía cómo morían esos ancianos que son ejemplos de longevidad: acaban como pajarillos, como recién nacidos. Se extinguen sin lamentos; en ellos el estómago y toda la vida vegetal sobrevive al cerebro y a cuanto anuncia la existencia del alma…

Pues morir así, en rigor, tampoco es morir. Él esperaba, suponiendo lo peor, esto es, morirse al cabo, pasar a mejor vida cuando ya no lo sintiera… y expirar como un viejecito, a quien había conocido pregonando: —¡Quesos de Villalón! ¡El quesero! —desde el lecho de muerte, y jurando y perjurando que ya era la hora de comer… No, aquello no era morir… Y allá… hacia los ciento veinte años… y pico… ¡qué diablos!, el trago no era tan fuerte. En todo caso, ya lo pensaría.

Y entretanto vivía tranquilo, sereno; sub specie aeternitatis.

V

Así era el hombre a quien con tanta alegría y solemne agasajos recibieron los comensales de Termas—altas, tan aburridos poco antes en aquel comedor frío y húmedo, en aquella mañana de la otoñada triste.

Por de pronto, nada se le dijo del incidente de los fiscales; toda la conversación fue para las noticias frescas, picantes, que traía de la ciudad don Mamerto.

Bodas, bailes, escándalos de amor y del juego, romerías… de todo esto desembuchó el floreciente gallo, muy satisfecho porque podía con tal abundancia saciar la curiosidad de aquellos buenos amigos (a muchos de los cuales sólo los conocía para servicios… de mentirijillas). El coronel le preguntó después qué había de la guerra civil, y qué de una explosión de grisú en las minas de Langreo. Anchoriz puso cara compungida, se limpió los labios con la servilleta y declaró que de tan lamentable catástrofe y de las luchas de nuestros hermanos no tenía la más insignificante noticia.

Y poco después jugaba al tresillo en la sala de recreo (¡de recreo, y tenía un piano que tocaban a ocho manos los bañistas!) sonriente, seguro de ganar a unos chancletas que se consideraban muy honrados con tal compañero, tan fino, tan jovial, y a quien no había quien diese un codillo.

Por la noche, gracias a la influencia de Anchoriz, se reanudaron los rigodones y la Virginia; que no se bailaban desde fines de Julio. Don Mamerto no solía bailar; pero en aquella velada memorable se dignó invitar una dama que metida en un rincón detrás de una mesa de juego, con cara de pocos amigos, parecía estar despreciando todas aquellas frivolidades mundanas, con gesto avinagrado y haciendo calceta. Sí, calceta; no se avergonzaba de ello.

Era la fiscala. Anchoriz ya sabía (se lo habían dicho al tomar café) el incidente del almuerzo. Por lo mismo, se iba derecho al enemigo, seguro de vencerlo.

En efecto, después de una repulsa y varios melindres, la fiscala en persona salió a bailar del brazo de don Mamerto. Una salva de aplausos acogió a la pareja. ¡Lo que es la gloria! A la fiscala se le puso cara de Pascua.

La vanidad le llenaba el mezquino espíritu. Poca vanidad bastaba para llenar recinto tan estrecho. Sin más que una finísima invitación, una mirada de caballero galante, algunas sonrisas en que la salud y la buena sangre hacían veces de poética espiritualidad, Anchoriz había conquistado a la fiscala. Esta señora, al sentir su brazo sostenido por el de aquel buen mozo… de hoja perenne, es decir, siempre en sus verdores, vio el mundo, y a don Mamerto particularmente, desde otro punto de vista, bajo el punto de vista de las flores, y perdonó a Anchoriz… porque había amado mucho.

Cinco o seis días estuvo nuestro héroe haciendo las delicias de los rezagados de Termas—altas. Y buena falta hacía animar y consolar a los que se quedaban, porque los que dejaban el balneario parecía que se llevaban la alegría.

—¿Qué será — decía la fiscala a don Mamerto, a quien llegó a hacer confidente de cierto romanticismo histórico que tenía ella debajo del Código penal en que consistía lo más de su corazón; —qué será que toma una tanto cariño a todas estas personas que conoce de tan poco tiempo; y que al despedirse de cada cual parece que se le deja llevar un pedazo del alma? ¿Será la intimidad del trato, lo excepcional de las relaciones en estos sitios y en estas circunstancias?

—Sí, señora —contestaba don Mamerto, sonriendo— algo es eso; pero la causa principal de este sentimentalismo de final de verano consiste en la mucha fruta que se come y en la salsa de tomate. Estos alimentos debilitan… y los nervios se exaltan… y de ahí ese repentino amor al prójimo y tendencia a ver en todo lo que pasa y se va motivo de melancolía…

—¡El tomate! Estas tristezas que causan estas ausencias… ¿las produce el tomate?…

—Sí, señora; pero sobre todo, la fruta; la de hueso particularmente. Los melocotones crían bilis y la bilis engendra esas penas de tan frívolo motivo.

Por lo demás, a Anchoriz no le costaba trabajo procurar la alegría de los otros, porque él estaba como unas castañuelas. A pesar de la fruta, no le importaba un bledo de los que se iban ni de los que se quedaban; con tal que no faltase gente, que fueran estos o los otros, le importaba un rábano. Por eso no comprendía cómo se afligían tanto algunos cuando se moría alguien. «¿Por qué lloran las muertes y se festejan los nacimientos? Vean ustedes el periódico —exclamaba—. Parte de la alcaldía: día de hoy; cuatro defunciones, seis nacimientos. Vamos ganando dos. Y siempre es lo mismo».

Así era que en los anuncios de marcha de los bañistas él veía nada más motivo de diversión. A pocas simpatías que hubiese ganado en el establecimiento el huésped que se despedía, Anchoriz organizaba, con ocasión del viaje, una jarana, una broma de buen gusto, que consistía en confabularse muchos de los bañistas, hacerse los distraídos a la hora de las despedidas y dejar que se amoscase el que se marchaba, creyendo que se le olvidaba y no se le decía adiós. Y cuando iba a montar en el coche que debía llevarle a la estación, ¡zas! la manifestación salía al pórtico, en formación solemne, cantando la marcha real y tocando los platillos con piedras del río. Y el amoscado huésped se marchaba contentísimo, satisfecho de su popularidad en el balneario, y seguro de que allí dejaba una porción de verdaderos amigos, no menos firmes por poco probados.

Y Anchoriz, que tan buen amigo de esta clase era, tan fiel a la amistad en el holgorio y tan decidido a no acompañar a nadie en el sentimiento, ¿qué pensaba de la amistad de los demás respecto de él? ¿Sería un escéptico? ¿Negaríase toda esperanza de que los demás fueran con él más caritativos que él con los demás? No; no pensaba en eso. Desechaba por importunas estas comparaciones, como la idea de la muerte. No quería meterse en honduras, averiguando adónde llegaba el egoísmo ajeno. Estas investigaciones no le convenían al suyo.

Si el hombre era malo, egoísta, lo mejor era no tener ocasión de llegar a conocerlo por experiencia. Por lo cual, sin decidir la cuestión en sentido pesimista, por si acaso, Anchoriz hacía con la amistad, lo que don Quijote con la segunda celada, no la ponía a prueba. Y su egoísmo, agarrándose al interés, a toda ganancia posible, al amparo de la ley, que asegura lo que se ganó, con caridad o sin ella, procuraba vivir sin necesitar de nadie, a fuerza de no hacer nada por quien pudiera necesitar del alegre y servicial don Mamerto.

La alegría, algo afectada, por lo mismo que todos temían la tristeza de la soledad y del mal tiempo, que se iban acentuando, había llegado al colmo, gracias siempre al señor Anchoriz, cuando una mañana, por cierto de excepcional hermosura en el cielo, de sol esplendoroso y brisa templada, un camarero anunció en el comedor, que don Mamerto no bajaba a comer a la mesa redonda porque se sentía algo indispuesto.

Todos los comensales se volvieron hacia el portador de tal noticia.

—¿Está en la cama? —preguntaron muchos.

—Sí, en la cama; y ha mandado al doctor Casado que vaya a verle.

—¡Anchoriz en la cama! ¡Al mediodía!

Consternación general; y aún más que eso, asombro: así, como si el sol a las doce del día no hubiera dejado todavía las ociosas plumas de su clásico lecho, ni los brazos de la deidad con quien el mito le supone amontonado.

VI

Sin acabar los postres, una comisión del seno… de la mesa redonda fue a visitar a don Mamerto a su cuarto, sin perjuicio de que todos los bañistas, uno por uno, acudiesen después a cumplir con este deber como lo calificó el representante del ministerio público, que, aunque a regaña dientes, se había reconciliado con el Tenorio averiado, gracias a la influencia de la fiscala.

El médico del establecimiento, muy amigo de divertirse y de tratar en broma la medicina, particularmente la hidroterapia, apenas había querido tomarle el pulso ni mirarle a don Mamerto. «¿Qué había de tener Anchoriz? Nada. Al día siguiente ya estaría a las ocho tomando una ducha… ». Pues no estuvo. En vez de la ducha, tuvo que tomar con paciencia los 39 grados de fiebre con que Dios quiso… no probarle, que demasiado sabía Dios qué sujeto era Anchoriz, sino mortificarle.

Los dos primeros días de enfermedad don Mamerto, con la mayor finura del mundo, no permitió que los amigos y amigas que venían a verle entraran en su alcoba; no podían pasar del gabinete, que era como los demás de la casa, es decir, los de primera clase; con esta diferencia, que la mesa y la cómoda parecían escaparate de objetos de tocador: docenas de peines, de cepillos para la cabeza, para las uñas, para los dientes; jeringuillas a docenas también; cientos de botes, frascos, tarros, barras de cosméticos; triángulos de tul para fijar las guías de los bigotes; cajas de jabón; misteriosos artefactos de química, aplicada a la senectud refractaria; y mil cachivaches más de estuche, de neceser, de cuarto de cómico.

Desde el gabinete se le hablaba, y en la alcoba sólo entraba el camarero y el doctor. Al principio don Mamerto contestaba a las almas caritativas que le iban a preguntar por la salud, precisamente cuando la había perdido, con gran amabilidad, esforzando la voz para que le oyeran bien desde fuera, con el tono correcto y finísimo y jovial de siempre. Parecía pedir perdón al público por aquella molestia que le causaba tan inoportunamente cayendo en cama e interrumpiendo la general alegría, que él había renovado. Tampoco él creía en la importancia de su mal a pesar de la fiebre; en este punto estaba de acuerdo con el médico de la casa. ¿Malo de cuidado él? No faltaba más.

Pero como la cosa se iba haciendo pesada, la fiebre no cedía, la debilidad iba trabajando, el cuerpo se le molía y el aburrimiento le asediaba, don Mamerto, por las molestias, t el doctor, por la fiebre, empezaron a alarmarse.

La gente invadió la alcoba y el enfermo no tuvo fuerza para resistir la invasión. Es más: aunque tenía sus motivos para no dejar entrar a nadie, pudo más el deseo de ver seres humanos en rededor, de encontrar caras amigas que pudiesen mostrarle con gestos de compasión que participaban de su disgusto, aunque fuera en cantidades exiguas. Quería apoyarse en el prójimo para padecer; enterar al mundo entero de aquel disgusto tan interesante: la enfermedad de Anchoriz; hasta deseaba contagiar el dolor a los demás, para ver si así él se libraba de penas.

Los bañistas, al ver en el lecho del dolor a don Mamerto, se hicieron cruces… mentalmente. ¡Lo que somos! ¡Es decir, lo que era Anchoriz! Con cuatro o cinco días de fiebre, y de no pintarse, veinte años se le habían echado encima.

Parecía decrépito: parecía su padre resucitado. Bien conocía él que efecto causaba, pero ya no estaba para vanidades y coqueterías; quería que le compadeciesen, ante todo. Y sí; le compadecían; y le hacían mucha compañía, demasiada; parecía aquello un jubileo. ¡Qué entrar y salir! Todos le querían velar. Todos querían llevar cuenta con las horas de tomar medicinas y con las clases y porciones de estas. Tocaron a poner sinapismos en las pantorrillas… y resultó que nadie sabía hacerlo con aseo y eficacia más que la fiscala. Esta señora no vaciló un momento, los puso con gran pulcritud y manos de madre. Era de las damas que más asiduamente visitaban al enfermo; pero ya había notado Anchoriz que tomaba precauciones para no hacer ruido, para no molestarle, que tenían en olvido todos los demás. Cuando la sintió ponerle los sinapismos, advirtió, en la suavidad y calma con que la angulosa dama le movía el cuerpo y la ropa de la cama, algo así como un tierno recuerdo de la lejana infancia; pensó en la madre que había perdido muy pronto. Aunque era tan fea, sobre todo tan ridícula por su figura, por su empaque y por sus cómicas manías, le tomó apego y quiso que ella le arreglase el embozo y las almohadas. Era una delicia sentirla maniobrar con movimientos tan delicados y eficaces, que parecían caricias y medicinas.

Don Mamerto, con la debilidad, se hacía más observador, y empezó, como buen crítico, a ser algo pesimista respecto de las pequeñeces de la vida ordinaria. No era oro todo lo que relucía. Echaba de ver que, los más, tomaban al cuidarle como un entretenimiento. Muchos hacían que hacían. Y no pocos empezaban a cansarse. Algunos ya escaseaban las visitas y atenciones. Otros se le despidieron porque se les acababa la temporada, y le dejaron solo; es decir, sin el ancho mundo que ellos ¡egoístas! iban a cruzar, a correr, ¡a gozar!

¡Cosa más rara! El Anchoriz enfermo acabó por notar un gran parecido entre el carácter de todas aquellas personas tan sanas que le iban abandonando, y el carácter del Anchoriz, robusto y frescote, que él siempre había sido. Hacían con él lo que él siempre había hecho con todos. Pero no era lo mismo. En los demás no estaba bien.

VII

Aquel buen tiempo que parecía haber traído consigo Anchoriz, se fue al traste; los aguaceros volvieron a poner sitio a Termas—altas; parte de la guarnición sitiada se rindió al enemigo, el hastío, y salió de la plaza sin honores de ningún género, porque ya no estaba allí, a la puerta, don Mamerto, para despedir a los que escapaban, con la marcha real.

Unos le decían adiós y otros no. Él fue notando la soledad. Sintió el terror de quedarse allí, atado al lecho, mientras poco a poco todos los bañistas iban desfilando. Ya era aquello un sálvese el que pueda.

En sus manías y aprensiones de enfermo, llegó a sentir la falta de sociedad, como él decía, tanto como la enfermedad misma; la fiebre le convertía el aislamiento en una desgracia. Más era. El quedarse tan solo, metido en aquel cuarto de una casa de baños, lo relacionaba él con la respiración, y cada vez que le anunciaban: «Se ha marchado también don Fulano», se le figuraba que le faltaba aire.

Quería oír ruido, aunque le molestase.

El médico le aconsejaba silencio y obscuridad, y él buscaba estrépito y luz. Hizo que lo trasladasen la cama al gabinete; y de noche, mientras duraba la tertulia de los pocos huéspedes que quedaban, en el salón, que estaba más cerca, don Mamerto mandaba que abrieran la puerta de su habitación para oír fragmentos de las conversaciones. Se jugaba al tresillo, y lo que oía más a menudo era: «Espada, mala, basto. Estuche… Codillo… » y otras lindezas por el estilo.

Parecía mentira que hubiese en la casa personas que diesen tanta importancia al basto y aun a la espada, estando él tan malito, como sin duda se iba poniendo.

Sí, muy malo; valga la verdad. Lo sentía él, y además lo comprendía por ciertas señales: veía que el médico, Campeche, los criados, le trataban con el rencoroso cuidado que un enfermo grave inspira a los extraños que tienen que asistirle.

Aquello no era lo tratado: el Anchoriz sano, alegre como unas castañuelas, siempre sería muy bien venido; Anchoriz meramente indispuesto… podía pasar, hasta tenía cierta gracia por la novedad del caso. Pero Anchoriz… en peligro de muerte, y exigiendo días y días, noches y noches atenciones sin cuento… francamente era una sorpresa dolorosa. Una broma pesada.

O por darse importancia, o porque fuera verdad, el médico dejó correr la voz de que acaso, acaso aquello degeneraba en tifoidea.

La frase, con la tal degeneración, no debía de ser suya, pero el temor a la tifoidea, sí.

A los pocos días ya no sintió Anchoriz las voces del salón; en vano hacía abrir la puerta; ya no oía: mala, basto, rey, fallo… Parecía mentira, pero aquellas palabras sin sentido ya para él, estúpidas, indiferentes, frías, habían llegado a hacerle compañía; le hablaban de una humanidad que existía, aunque muy lejana; eran como un barco que un náufrago ve en el horizonte… una esperanza que pasaba a muchas millas de sus ahogos.

Acabó el tresillo, acabó la tertulia; acababa todo; el señor Campeche tuvo que marcharse: ya no había huéspedes; ya se había despedido el cocinero francés extraordinario, la servidumbre también se había reducido muchísimo… Aquello estaría ya como en invierno… si no fuera la inoportuna enfermedad del señor Anchoriz. El médico también se impacientaba. Oficialmente ya no tenía obligación de estar allí. Se habló de trasladar al enfermo a la capital. Imposible.

No hubo más viaje que volverlo a la alcoba, que le pareció antesala de la sepultura. En aquel antro apenas conocía a las pocas personas que se le acercaban. A la fiscala, sí; la conocía por el tacto, por la dulzura maternal con que le movía en el lecho, con que le arreglaba las almohadas y el embozo. Los fiscales no se habían marchado. Él tenía licencia larga y ella mandaba, por las buenas, en su marido. Eran ridículos, tiesos, a la antigua española; tenían ideas muy atrasadas y muy esclavas del mecanismo legal en asuntos de derecho; eran rigorosos y rutinarios en materia penal, porque lo era el Código; pero, por lo visto, eran excelentes personas. Acaso él no era más que un marido dominado por su mujer; pero ella, estuviera o no enamorada de Anchoriz, como se había susurrado, sin respetar sus años, era, por los resultados a lo menos, un alma caritativa.

Sin la fiscala, Anchoriz hubiera muerto como un perro; como un perro asistido por camareros.

No murió así. Fue de otro modo. Una noche, mientras le velaba un mozo de cocina… durmiendo a pierna suelta y roncando, don Mamerto se sintió muy mal. Llamó, dio gritos, no muy poderosos, y todo fue inútil.

Como si ya estuviese enterrado y despertara en la caja, empezó a dar puñetazos y patadas a la pared; no quería morir sin testigos… sin lástima. El mozo, nada, como un tronco. El pobre se había levantado a las cinco de la mañana, y había trabajado mucho.

Anchoriz, que no había necesitado soñar para tener en la vida muchas veces delante de sí encantadoras y voluptuosas apariciones, dignas del ensueño, en figura de mujeres esbeltas, lozanas, que en traje muy ligero se acercaban a deshora a su lecho de solterón, ahora veía, soñando, delirando tal vez, que de la obscuridad, que la luz de una lamparilla no hacía más que acentuar con un tinte de palidez, surgía un fantasma anguloso, flaco, la muerte con una cofia, figura de danza macabra.

No era la muerte; era la fiscala, en camisa, con las manos colocadas como aconsejaba el pudor póstumo; horrorosa en su fealdad de media noche, pero movida por un espíritu de caridad, que no se destruía por completo, aunque la malicia tuviera razón, y viniese con el refuerzo de cierta curiosidad lasciva inútilmente, o ridículamente romántica y amorosa. Ello era que había que contentarse con lo que había.

La humanidad no ponía a disposición de Anchoriz en aquel trance supremo más que una vieja desdentada, fea, solemne y ridícula, llena de preocupaciones, y un poco piadosa.

Tal como era, se acercó al moribundo; y como no hubo tiempo para más, para llamar médico, cura, ni siquiera criados, ella sola se las arregló como pudo; y en los últimos momentos de extraña lucidez del gran egoísta, le habló de consuelos celestiales, le abandonó con ternura una mano escuálida, a que él se cogió, apretándola, como si así pudiera agarrarse a la vida, y, como lloró él, y lloró ella, y hay lugares comunes cristianos que en ciertos momentos recobran una sublimidad siempre nueva, que sólo entienden los que se ven en supremos apuros, acaso lo que pasó entre la vieja y el libertino, entre la honrada fiscala y el viejo verde, fue la aventura de faldas más interesante con que hubiera podido entretener a los comensales de la mesa redonda el solterón empedernido… si hubiera podido contarla.


Publicado el 30 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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