Diálogo de las Cosas Acaecidas en Roma

Alfonso de Valdés


Diálogo



Diálogo en que particularmente se tratan las cosas acaecidas en Roma el año de 1527, a gloria de Dios y bien universal de la República Cristiana

Al Lector

Es tan grande la ceguedad en que por la mayor parte está hoy el mundo puesto que no me maravillo de los falsos juicios que el vulgo hace sobre lo que nuevamente ha en Roma acaecido, porque como piensan la religión consistir solamente en estas cosas exteriores, viéndolas así maltratar, paréceles que enteramente va perdida la fe. Y a la verdad, así como no puedo dejar de loar la santa afición con que el vulgo a esto se mueve, así no me puede parecer bien el silencio que tienen los que lo deberían desengañar. Viendo, pues, yo por una parte cuán perjudicial sería primeramente a la gloria de Dios y después a la salud de su pueblo cristiano, y también a la honra de este cristianísimo Rey y Emperador que Dios nos ha dado si esta cosa así quedase solapada, más con simplicidad y entrañable amor que con loca arrogancia, me atreví a cumplir con este pequeño servicio las tres cosas principales a que los hombres son obligados. No dejaba de conocer ser la materia más ardua y alta que la medida de mis fuerzas, pero también conocía que donde hay buena intención Jesucristo alumbra el entendimiento y suple con su gracia lo que faltan las fuerzas y ciencia por humano ingenio alcanzada. También se me representaban los falsos juicios que supersticiosos y fariseos sobre esto han de hacer, pero ténganse por dicho que yo no escribo a ellos, sino a verdaderos cristianos y amadores de Jesucristo. También veía las contrariedades del vulgo, que está tan asido a las cosas visibles que casi tiene por burla las invisibles; pero acordeme que no escribía a gentiles, sino a cristianos, cuya perfección es distraerse de las cosas visibles y amar las invisibles. Acordeme que no escribía a gente bruta, sino a españoles, cuyos ingenios no hay cosa tan ardua que fácilmente no puedan alcanzar. Y pues que mi deseo es el que mis palabras manifiestan, fácilmente me persuado poder de todos los discretos y no fingidos cristianos alcanzar que si alguna falta en este Diálogo hallaren, interpretándolo a la mejor parte, echen la culpa a mi ignorancia y no presuman de creer que en ella intervenga malicia, pues en todo me someto a la corrección y juicio de la santa Iglesia, la cual confieso por madre.

Argumento

Un caballero mancebo de la corte del Emperador, llamado Lactancio, topó en la plaza de Valladolid con un arcediano que venía de Roma en hábito de soldado y, entrando en San Francisco, hablan sobre las cosas en Roma acaecidas. En la primera parte, muestra Lactancio al Arcediano cómo el Emperador ninguna culpa en ello tiene, y en la segunda, cómo todo lo ha permitido Dios por el bien de la cristiandad.

Personajes

LACTANCIO.
ARCEDIANO.
PORTERO.

Parte 1

LACTANCIO.— ¡Válgame Dios! ¿Es aquel el Arcediano del Viso, el mayor amigo que yo tenía en Roma? Parécele cosa extraña, aunque no en el hábito. Debe ser algún hermano suyo. No quiero pasar sin hablarle, sea quien fuere.

Decí, gentil hombre, ¿sois hermano del Arcediano del Viso?

ARCEDIANO.— Cómo, señor Lactancio, ¿tan presto me habéis desconocido? Bien parece que la fortuna muda presto el conocimiento.

LACTANCIO.— ¿Qué me decís? Luego, ¿vos sois el mismo Arcediano?

ARCEDIANO.— Sí, señor, a vuestro servicio.

LACTANCIO.— ¿Quién os pudiera conocer de la manera que venís? Solíais traer vuestras ropas, unas más luengas que otras, arrastrando por el suelo, vuestro bonete y hábito eclesiástico, vuestros mozos y mula reverenda. Véoos ahora a pie, solo, y un sayo corto, una capa frisada, sin pelo, esa espada tan larga, ese bonete de soldado… Pues allende de esto, con esa barba tan larga y esa cabeza sin ninguna señal de corona, ¿quién os pudiera conocer?

ARCEDIANO.— ¿Quién, señor? Quien conociese el hábito por el hombre y no el hombre por el hábito.

LACTANCIO.— Si la memoria ha errado, no es razón que por ella pague la voluntad, que pocas veces suele en mí disminuirse. Mas, decime, así os valga Dios, ¿qué mudanza ha sido esta?

ARCEDIANO.— No debéis haber oído lo que ahora nuevamente en Roma ha pasado.

LACTANCIO.— Oído he algo de ello. Pero, ¿qué tiene que hacer lo de Roma con el mudar del vestido?

ARCEDIANO.— Pues que eso preguntáis, no lo debéis saber todo. Hágoos saber que ya no hay hombre en Roma que ose parecer en hábito eclesiástico por las calles.

LACTANCIO.— ¿Qué decís?

ARCEDIANO.— Digo que, cuando yo partí de Roma, la persecución contra los clérigos era tan grande que no había hombre que en hábito de clérigo ni de fraile osase andar por las calles.

LACTANCIO.— ¡Oh maravilloso Dios y cuán incomprensibles son tus juicios! Veamos, señor: ¿y hallásteisos dentro en Roma cuando entró el ejército del Emperador?

ARCEDIANO.— Sí, por mis pecados, allí me hallé o, por mejor decir, allí me perdí; pues, de cuanto tenía, no me quedó más de lo que veis.

LACTANCIO.— ¿Por qué no os metíais entre los soldados españoles y salvarais vuestra hacienda?

ARCEDIANO.— Mis pecados me lo estorbaron y cupiéronme en suerte no sé qué alemanes, que no pienso haber ganado poco en escapar la vida de sus manos.

LACTANCIO.— ¿Es verdad todo lo que de allá nos escriben y por acá se dice?

ARCEDIANO.— Yo no sé lo que de allá escriben ni lo que acá dicen, pero séos decir que es la más recia cosa que nunca hombres vieron. Yo no sé cómo acá lo tomáis; paréceme que no hacéis caso de ello. Pues yo os doy mi fe que no sé si Dios lo querrá así disimular. Y aun si en otra parte estuviésemos donde fuese lícito hablar, yo diría perrerías de esta boca.

LACTANCIO.— ¿Contra quién?

ARCEDIANO.— Contra quien ha hecho más mal en la Iglesia de Dios que ni turcos ni paganos osaran hacer.

LACTANCIO.— Mirad, señor Arcediano, bien puede ser que estéis engañado echando la culpa a quien no la tiene. Entre nosotros, todo puede pasar. Dadme vos lo que acerca de esto sentís, y quizá os desengañaré yo de manera que no culpéis a quien no debéis de culpar.

ARCEDIANO.— Yo soy contento de declararos lo que siento acerca de esto, pero no en la plaza. Entrémonos aquí en San Francisco y hablaremos de nuestro espacio.

LACTANCIO.— Sea como mandareis.

ARCEDIANO.— Pues estamos aquí donde nadie no nos oye, yo os suplico, señor, que lo que aquí dijere no sea más de para entre nosotros. Los príncipes son príncipes, y no querría hombre ponerse en peligro, pudiéndolo excusar.

LACTANCIO.— De eso podéis estar muy seguro.

ARCEDIANO.— Pues veamos, señor Lactancio: ¿paréceos cosa de fruir que el Emperador haya hecho en Roma lo que nunca infieles hicieron, y que por su pasión particular y por vengarse de un no sé qué, haya así querido destruir la Sede apostólica con la mayor ignominia, con el mayor desacato y con la mayor crueldad que jamás fue oída ni vista? Sé que los godos tomaron a Roma, pero no tocaron en la iglesia de San Pedro, no tocaron en las reliquias de los santos, no tocaron en cosas sagradas. Y aquellos medios cristianos tuvieron este respeto, y ahora nuestros cristianos (aunque no sé si son dignos de tal nombre) ni han dejado iglesias, ni han dejado monasterios, ni han dejado sagrarios; todo lo han violado, todo lo han robado, todo lo han profanado, que me maravillo cómo la tierra no se hunde con ellos y con quien se lo manda y consiente hacerlo. ¿Qué os parece que dirán los turcos, los moros, los judíos y los luteranos viendo así maltratar la cabeza de la cristiandad? ¡Oh Dios que tal sufres! ¡Oh Dios que tan gran maldad consientes! ¿Esta era la defensa que esperaba la Sede apostólica de su defensor? ¿Esta era la honra que esperaba España de su Rey tan poderoso? ¿Esta era la gloria, este era el bien, este era el acrecentamiento que esperaba toda la cristiandad? ¿Para esto adquirieron sus abuelos el título de Católicos? ¿Para esto juntaron tantos reinos y señoríos debajo de un señor? ¿Para esto fue elegido por Emperador? ¿Para esto los Romanos Pontífices le ayudaron a echar los franceses de Italia? ¿Para que en un día deshiciese él todo lo que sus predecesores con tanto trabajo y en tanta multitud de años fundaron? ¡Tantas iglesias, tantos monasterios, tantos hospitales, donde Dios solía ser servido y honrado, destruidos y profanados! ¡Tantos altares y aun la misma iglesia del Príncipe de los Apóstoles, ensangrentados! ¡Tantas reliquias robadas y con sacrílegas manos maltratadas! ¿Para esto juntaron sus predecesores tanta santidad en aquella ciudad? ¿Para esto honraron las iglesias con tantas reliquias? ¿Para esto les dieron tantos ricos atavíos de oro y de plata? ¿Para que viniese él con sus manos lavadas a robarlo, a deshacerlo, a destruirlo todo? ¡Soberano Dios! ¿Será posible que tan gran crueldad, tan gran insulto, tan abominable osadía, tan espantoso caso, tan execrable impiedad quede sin muy recio, sin muy grave, sin muy evidente castigo? Yo no sé cómo acá lo sentís, y si lo sentís, no sé cómo así lo podéis disimular.

LACTANCIO.— Yo he oído con atención todo lo que habéis dicho, y, a la verdad, aunque en ello he oído hablar a muchos, a mi parecer vos lo acrimináis y afeáis más que ningún otro. Y en todo ello venís muy mal informado, y me parece que no la razón, mas la pasión de lo que habéis perdido os hace decir lo que habéis dicho. Yo no os quiero responder con pasión como vos habéis hecho, porque sería dar voces sin fruto. Mas sin ellas yo espero, confiando en vuestra discreción y buen juicio, que, antes que de mí os partáis, os daré a entender cuán engañado estáis en todo lo que habéis aquí hablado. Solamente os pido que estéis atento y no dejéis de replicar cuando tuviereis qué, porque no quedéis con alguna duda.

ARCEDIANO.— Decid lo que quisiereis, que yo os tendré por mejor orador que Tulio si vos supiereis defender esta causa.

LACTANCIO.— No quiero sino que me tengáis por el mayor necio que hay en el mundo si no os la defendiere con evidentísimas causas y muy claras razones. Y lo primero que haré será mostraros cómo el Emperador ninguna culpa tiene en lo que en Roma se ha hecho. Y lo segundo, cómo todo lo que ha acaecido ha sido por manifiesto juicio de Dios, para castigar aquella ciudad, donde con grande ignominia de la religión cristiana reinaban todos los vicios que la malicia de los hombres podía inventar; y con aquel castigo despertar el pueblo cristiano, para que, remediados los males que padece, abramos los ojos y vivamos como cristianos, pues tanto nos preciamos de este nombre.

ARCEDIANO.— Recia empresa habéis tomado; no sé si podréis salir con ella.

LACTANCIO.— Cuanto a lo primero, quiero protestaros que ninguna cosa de lo que aquí se dijere se dice en perjuicio de la dignidad ni de la persona del Papa, pues la dignidad es razón que de todos sea tenida en veneración, y de la persona, por cierto, yo no sabría decir mal ninguno, aunque quisiese, pues conozco lo que se ha hecho no haber sido por su voluntad, mas por la maldad de algunas personas que cabe sí tenía. Y porque mejor nos entendamos, pues la diferencia es entre el Papa y el Emperador, quiero que me digáis, primero, qué oficio es el del Papa y qué oficio es el del Emperador, y a qué fin estas dignidades fueron instituidas.

ARCEDIANO.— A mi parecer, el oficio del Emperador es defender sus súbditos y mantenerlos en mucha paz y justicia, favoreciendo los buenos y castigando los malos.

LACTANCIO.— Bien decís, ¿y el del Papa?

ARCEDIANO.— Eso es más dificultoso de declarar, porque si miramos al tiempo de San Pedro, es una cosa, y si al de ahora, otra.

LACTANCIO.— Cuando yo os pregunto para qué fue instituida esta dignidad, entiéndese que me habéis de decir la voluntad e intención del que la instituyó.

ARCEDIANO.— A mi parecer, fue instituida para que el Sumo Pontífice tuviese autoridad de declarar la Sagrada Escritura, y para que enseñase al pueblo la doctrina cristiana, no solamente con palabras, mas con ejemplo de vida, para que con lágrimas y oraciones continuamente rogase a Dios por su pueblo cristiano, y para que este tuviese el supremo poder de absolver a los que hubiesen pecado y se quisiesen convertir, y para declarar por condenados a los que en su mal vivir estuviesen obstinados, y para que con continuo cuidado procurase de mantener los cristianos en mucha paz y concordia, y, finalmente, para que nos quedase acá en la tierra quien muy de veras representase la vida y santas costumbres de Jesucristo, nuestro Redentor; porque los humanos corazones más aína se atraen con obras que con palabras. Esto es lo que yo puedo colegir de la Sagrada Escritura. Si vos otra cosa sabéis, decidla.

LACTANCIO.— Basta eso, por ahora, y mirá no se os olvide, porque lo habremos menester a su tiempo.

ARCEDIANO.— No hará.

LACTANCIO.— Pues si yo os muestro claramente que por haber el Emperador hecho aquello a que vos mismo habéis dicho ser obligado, y por haber el Papa dejado de hacer lo que debía por su parte, ha sucedido la destrucción de Roma, ¿a quién echaréis la culpa?

ARCEDIANO.— Si vos eso hacéis (lo que yo no creo), claro está que la tendrá el Papa.

LACTANCIO.— Decidme, pues, ahora vos: pues decís que el Papa fue instituido para que imitase a Jesucristo, ¿cuál pensáis que Jesucristo quisiera más, mantener paz entre los suyos o levantarlos y revolverlos en guerra?

ARCEDIANO.— Claro está que el Autor de la paz ninguna cosa tiene por más abominable que la guerra.

LACTANCIO.— Pues, veamos: ¿cómo será imitador de Jesucristo el que toma la guerra y deshace la paz?

ARCEDIANO.— Ese tal muy lejos estaría de imitarle. Pero, ¿a qué propósito me decís vos ahora eso?

LACTANCIO.— Dígooslo porque pues el Emperador, defendiendo sus súbditos, como es obligado, el Papa tomó las armas contra él, haciendo lo que no debía, y deshizo la paz y levantó nueva guerra en la cristiandad, ni el Emperador tiene culpa de los males sucedidos, pues hacía lo que era obligado en defender sus súbditos, ni el Papa puede estar sin ella, pues hacía lo que no debía, en romper la paz y mover guerra en la cristiandad.

ARCEDIANO.— ¿Qué paz deshizo el Papa o qué guerra levantó en la cristiandad?

LACTANCIO.— Deshizo la paz que el Emperador había hecho con el Rey de Francia y revolvió la guerra que ahora tenemos, donde por justo juicio de Dios le ha venido el mal que tiene.

ARCEDIANO.— Bien estáis en la cuenta. ¿Dónde halláis vos que el Papa levantó ni revolvió la guerra contra el Emperador, después de hecha la paz con el Rey de Francia?

LACTANCIO.— Porque luego como fue suelto de la prisión, le envió un breve en que le absolvía del juramento que había hecho al Emperador, para que no fuese obligado a cumplir lo que le había prometido, porque más libremente pudiese mover guerra contra él.

ARCEDIANO.— ¿Por dónde sabéis vos eso? Así habláis como si fueseis del consejo secreto del Papa.

LACTANCIO.— Por muchas vías se sabe, y por no perder tiempo, mirad el principio de la liga que hizo el Papa con el Rey de Francia, y veréis claramente cómo el Papa fue el promotor de ella, y siendo esta tan gran verdad, que aun el mismo Papa lo confiesa, ¿paréceos ahora a vos que era esto hacer lo que debía un Vicario de Jesucristo? Vos decís que su oficio era poner paz entre los discordes, y él sembraba guerra entre los concordes. Decís que su oficio era enseñar al pueblo con palabras y con obras la doctrina de Jesucristo, y él les enseñaba todas las cosas a ella contrarias. Decís que su oficio era rogar a Dios por su pueblo, y él andaba procurando de destruirlo. Decís que su oficio era imitar a Jesucristo, y él en todo trabajaba de serle contrario. Jesucristo fue pobre y humilde, y él, por acrecentar no sé qué señorío temporal, ponía toda la cristiandad en guerra. Jesucristo daba bien por mal, y él, mal por bien, haciendo liga contra el Emperador, de quien tantos beneficios había recibido. No digo esto por injuriar al Papa; bien sé que no procedía de él y que por malos consejos era a ello instigado.

ARCEDIANO.— De esa manera, ¿quién tendrá en eso la culpa?

LACTANCIO.— Los que lo ponían en ello y también él, que tenía cabe sí ruin gente. ¿Pensáis vos que delante de Dios se excusará un príncipe echando la culpa a los de su consejo? No, no. Pues le dio Dios juicio, escoja buenas personas que estén en su consejo y aconsejaranle bien. Y si las toma o las quiere tener malas, suya sea la culpa; y si no tiene juicio para escoger personas, deje el señorío.

ARCEDIANO.— Difícil cosa les pedís.

LACTANCIO.— ¿Difícil? ¿Y cómo? ¿Tanto juicio es menester para esto? Decidme: ¿qué guerra hay tan justa que un Vicario de Jesucristo deba tomar contra cristianos, miembros de un mismo cuerpo cuya cabeza es Cristo, y él, su Vicario?

ARCEDIANO.— El Papa tuvo mucha razón de tomar esta guerra contra el Emperador; lo uno, porque primero él no había querido su amistad, y lo otro, porque tenía tomado y usurpado el Estado de Milán, despojando de él al duque Francisco Esforcia. Y viendo el Papa esto, se temía que otro día haría otro tanto contra él, quitándole las tierras de la Iglesia. Luego con mucha justicia y razón tomó el Papa las armas contra el Emperador, así para compelerle a que restituyese su Estado al Duque de Milán, como para asegurar el Estado y tierras de la Iglesia.

LACTANCIO.— Maravillado estoy que un hombre de tan buen juicio como vos hayáis dicho una cosa tan fuera de razón como esa. Veamos: ¿y eso hacíalo el Papa como Vicario de Cristo o como Julio de Médicis?

ARCEDIANO.— Claro está que lo hacía como Vicario de Cristo.

LACTANCIO.— Pues digo que el Emperador contra toda razón y justicia quisiese quitar todo su Estado al Duque de Milán, ¿qué tenía que hacer en eso el Papa? ¿Para qué se quiere él meter donde no le llaman y en lo que no toca a su oficio? Como si no tuviese ejemplo de Jesucristo para hacer lo contrario, que, llamado para que amigablemente partiese una heredad entre dos hermanos, no quiso ir, dando ejemplo a los suyos que no se debían entremeter en cosas tan viles y bajas. ¿Y queréis ahora vos que se ponga entre ellos su Vicario con mano armada, sin que le llamen para ello? ¿Dónde halláis vos que Jesucristo instituyó su Vicario para que fuese juez entre príncipes seglares, cuanto más ejecutor y revolvedor de guerra entre cristianos? ¿Queréis ver cuán lejos está de ser Vicario de Cristo un hombre que mueve guerra? Mirad el fruto que de ella se saca y cuán contraria es no solo a la doctrina cristiana, más aun a la natura humana. A todos los animales dio la natura armas para que se pudiesen defender y con que pudiesen ofender; a solo el hombre, como a una cosa venida del cielo, adonde hay suma concordia, como a una cosa que acá había de representar la imagen de Dios, dejó desarmado. No quiso que hiciese guerra; quiso que entre los hombres hubiese tanta concordia como en el cielo entre los ángeles. ¡Y que ahora seamos venidos a tan gran extremo de ceguedad, que más brutos que los mismos brutos animales, más bestias que las mismas bestias, nos matemos unos con otros! Las bestias viven en paz, y nosotros, peores que bestias, vivimos en guerra. Y entre los hombres, si buscamos cómo viven en cada provincia, en sola la cristiandad, que es un rinconcillo del mundo, hallaréis más guerra que en todo el mundo; y no tenemos vergüenza de llamarnos cristianos. Y, por la mayor parte, hallaréis que aquellos la revuelven que deberían apaciguarla. Obligado era el Romano Pontífice, pues se precia de ser Vicario de Jesucristo; obligados eran los cardenales, pues quieren ser columnas de la Iglesia; obligados eran los obispos, siendo pastores, de poner las vidas por sus ovejas, como lo hizo y lo enseñó Jesucristo, diciendo: Bonus pastor animam suam ponit pro ovibus suis; mayormente siendo dadas sus rentas al Papa y a estos otros prelados para que, usando de su oficio pastoral, mejor puedan amparar y defender sus súbditos. Y ahora, por no perder ellos un poquillo de su reputación, ponen toda la cristiandad en armas. ¡Oh, qué gentil caridad! ¡Doyte yo dineros para que me defiendas, y tú alquilas con ellos gente para matarme, robarme y destruirme! ¿Dónde halláis vos que mandó Jesucristo a los suyos que hiciesen guerra? Leed toda la doctrina evangélica, leed todas las epístolas canónicas; no hallaréis sino paz, concordia y unidad, amor y caridad. Cuando Jesucristo nació, no tañeron alarma, mas cantaron los ángeles:Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis! Paz nos dio cuando nació y paz cuando iba al martirio de la cruz. ¿Cuántas veces amonestó a los suyos esta paz y caridad? Y aun no contento con esto, rogaba al Padre que los suyos fuesen entre sí una misma cosa, como él con su Padre. ¿Podríase pedir mayor conformidad? Pues aún más quiso: que los que su doctrina siguiesen no se diferenciasen de los otros en vestidos, ni aun en diferencias de manjares, ni aun en ayunos, ni en ninguna otra cosa exterior, sino en obras de caridad. Pues el que esta no tiene, ¿cómo será cristiano? Y si no cristiano, ¿cómo Vicario de Jesucristo? Donde hay guerra, ¿cómo puede haber caridad? Y siendo este el principal conocimiento de nuestra fe, ¿queréis vos que la cabeza de ella ande de él tan apartada? Si los príncipes seglares se hacen guerra, no es de maravillar, pues como ovejas siguen a su pastor. Si la cabeza guerrea, forzado es que peleen los miembros. Del Papa me maravillo, que debería de ser espejo de todas las virtudes cristianas y dechado en quien todos nos habíamos de mirar, que habiendo de meter y mantener a todos en paz y concordia, aunque fuese con peligro de su vida, quiera hacer guerra por adquirir y mantener cosas que Jesucristo mandó menospreciar, y que halle entre cristianos quien le ayude a una obra tan nefanda, execrable y perjudicial a la honra de Cristo. ¿Qué ceguedad es esta? Llamámonos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos animales. Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna burlería, ¿por qué no la dejamos del todo?; que, a lo menos, no haríamos tantas injurias a Aquel de quien tantas mercedes hemos recibido. Mas pues conocemos ser verdadera y nos preciamos de llamarnos cristianos y nos burlamos de los que no lo son, ¿por qué no lo querremos ser nosotros?, ¿por qué vivimos como si entre nosotros no hubiese fe ni ley? Los filósofos y sabios antiguos, siendo gentiles, menospreciaron las riquezas, ¿y ahora queréis vos que el Vicario de Jesucristo haga guerra por lo que aquellos ciegos paganos no tenían en nada? ¿Qué dirá la gente que de Jesucristo no sabe más de lo que ve en su Vicario, sino que mucho mejores fueron aquellos filósofos que por alcanzar el verdadero bien, que ellos ponían en la virtud, menospreciaron las cosas mundanas, que no Jesucristo, pues ven que su Vicario anda hambreando y haciendo guerra por adquirir lo que aquellos menospreciaron? Veis aquí la honra que hacen a Jesucristo sus vicarios; veis aquí la honra que le hacen sus ministros; veis aquí la honra que le hacen aquellos que se mantienen de su sangre. ¡Oh sangre de Jesucristo, tan mal de tus vicarios empleada! ¡Que de ti saque dineros este para matar hombres, para matar cristianos, para destruir ciudades, para quemar villas, para deshonrar doncellas, para hacer tantas viudas, tantas huérfanas, tanta muchedumbre de males como la guerra trae consigo! ¡Quién vio aquella Lombardía y aun toda la cristiandad los años pasados en tanta prosperidad; tantas y tan hermosas ciudades, tantos edificios fuera de ellas, tantos jardines, tantas alegrías, tantos placeres, tantos pasatiempos! Los labradores cogían su panes, apacentaban sus ganados, labraban sus casas; los ciudadanos y caballeros, cada uno en su estado, gozaban libremente de sus bienes, gozaban de sus heredades, acrecentaban sus rentas, y muchos de ellos las repartían entre los pobres. Y después que esta maldita guerra se comenzó, ¡cuántas ciudades vemos destruidas, cuántos lugares y edificios quemados y despoblados, cuántas viñas y huertas taladas, cuántos caballeros, ciudadanos y labradores venidos en suma pobreza! ¡Cuántas mujeres habrán perdido sus maridos, cuántos padres y madres sus amados hijos, cuántas doncellas sus esposos, cuántas vírgenes su virginidad; cuántas mujeres forzadas en presencia de sus maridos, cuántos maridos muertos en presencia de sus mujeres, cuántas monjas deshonradas y cuánta multitud de hombres faltan en la cristiandad! Y, lo que peor es, ¡cuánta multitud de ánimas se habrán ido al infierno, y disimulámoslo, como si fuese una cosa de burla! Y aun no contento con todo esto, el Vicario de Jesucristo, ya que teníamos paz, nos viene a mover nueva guerra, al tiempo que teníamos los enemigos de la fe a la puerta, para que perdiésemos, como perdimos, el reino de Hungría, para que se acabase de destruir lo que en la cristiandad quedaba. Y aun no contentándose su gente con hacer la guerra, como los otros, buscan nuevos géneros de crueldad. ¿Qué tiene que hacer el emperador Nerón, ni Dionisio Siracusano, ni cuantos crueles tiranos han hasta hoy reinado en el mundo, para inventar tales crueldades como el ejército del Papa, después de haber rompido la tregua hecha con don Hugo de Moncada, hizo en tierras de coloneses, que dos cristianos tomasen por las piernas una noble doncella virgen, y teniéndola desnuda, la cabeza baja, viniese otro y, así viva, la partiese por medio con una alabarda?… ¡Oh crueldad! ¡Oh impiedad! ¡Oh execrable maldad! Y, ¿qué había hecho aquella pobre doncella? Y, ¿qué habían hecho las mujeres preñadas que, en presencia de sus maridos, les abrían los vientres con las crueles espadas y, sacada la criatura, así caliente, la ponían a asar ante los ojos de la desventurada madre? ¡Oh maravilloso Dios que tal consientes! ¡Oh orejas de hombres que tal cosa podéis oír! ¡Oh sumo Pontífice que tal cosa sufres hacer en tu nombre! ¿Qué merecían aquellas inocentes criaturas? Maldecimos a Herodes, que hizo matar los niños recién nacidos, ¿y tú consientes matarlos antes que nazcan? ¡Dejáraslos siquiera nacer! ¡Dejáraslos siquiera recibir el agua del bautismo; no les hicieras perder las ánimas juntamente con las vidas! ¿Qué merecían aquellas mujeres, porque debiesen morir con tanto dolor, y verse abiertos sus vientres, y sus hijos gemir en los asadores? ¿Qué merecían los desdichados padres, que morían con el dolor de los malogrados hijos y de las desventuradas madres? ¿Cuál judío, turco, moro o infiel querrá ya venir a la fe de Jesucristo, pues tales obras recibimos de sus vicarios? ¿Cuál de ellos lo querrá servir ni honrar? Y los cristianos que no entienden la doctrina cristiana, ¿qué han de hacer sino seguir a su pastor? Y si cada uno lo quiere seguir, ¿quién querrá vivir entre cristianos? ¿Paréceos, señor, que se imita así Jesucristo? ¿Paréceos que se enseña así el pueblo cristiano? ¿Paréceos que se interpreta así la Sagrada Escritura? ¿Paréceos que ruega así el pastor por sus ovejas? ¿Paréceos que son estas obras de Vicario de Jesucristo? ¿Paréceos que fue para esto instituida esta dignidad, para que con ella se destruyese el pueblo cristiano?

ARCEDIANO.— No puedo negaros que no sea recia cosa, mas está ya tan acostumbrado en Italia no tener en nada el Papa que no hace guerra, que tendrían por muy grande afrenta que en su tiempo se perdiese sola una almena de las tierras de la Iglesia.

LACTANCIO.— Por no seros prolijo quiero dejar infinitas razones que para confundir esa razón podría yo aquí alegar. Mas vengamos a la extremidad. Digo que el Emperador quisiera tomar al Papa las tierras de la Iglesia, ¿no os parece que fuera menor inconveniente que el Papa perdiera todo su señorío temporal que no que la cristiandad y la honra de Jesucristo padeciera lo que ha padecido?

ARCEDIANO.— No, por cierto. ¿Y así querríais vos despojar a la Iglesia?

LACTANCIO.— ¿Cómo despojar a la Iglesia? ¿A quién llamáis Iglesia?

ARCEDIANO.— Al Papa y a los cardenales.

LACTANCIO.— Y todo el resto de los cristianos, ¿no será también Iglesia como esos?

ARCEDIANO.— Dicen que sí.

LACTANCIO.— Luego el señorío y autoridad de la Iglesia más consiste en hombres que no en gobernación de ciudades, y, por consiguiente, entonces estará la Iglesia muy acrecentada cuando hubiere muchos cristianos, y entonces despojada cuando hubiere pocos.

ARCEDIANO.— A mí así me parece.

LACTANCIO.— Luego el que es causa de la muerte de un hombre más despoja la Iglesia de Jesucristo que no el que quita al Romano Pontífice su señorío temporal.

ARCEDIANO.— Así sea.

LACTANCIO.— Pues decime vos ahora: ¿cuántas personas serán muertas después que el Papa comienza esta guerra por asegurar, como decís, su Estado? Dejo los otros males que la guerra trae consigo.

ARCEDIANO.— Infinitas.

LACTANCIO.— Luego más ha despojado él la Iglesia de Dios que la despojaría quien le quitase a él su señorío temporal. Veamos: si alguno quisiera tomar la capa a Jesucristo, ¿creéis que se pusiera en armas para defenderla?

ARCEDIANO.— No.

LACTANCIO.— Pues, ¿por qué queréis que el Papa lo haga, pues decís que fue instituido para que imitase a Jesucristo?

ARCEDIANO.— De esa manera nunca la Iglesia tendría señorío; cada uno se lo querría quitar si supiese que el Papa no lo había de defender.

LACTANCIO.— Si es necesario y provechoso que los sumos pontífices tengan señorío temporal o no, véanlo ellos. Cierto, a mi parecer, más libremente podrían entender en las cosas espirituales si no se ocupasen en las temporales. Y aun en eso que decís estáis engañado; que yo os prometo que cuando el Papa quisiese vivir como Vicario de Jesucristo, no solamente no le quitaría nadie sus tierras, mas le darían muchas más. Y veamos: ¿cómo tiene él lo que tiene, sino de esta manera?

ARCEDIANO.— Decís verdad, pero ya no hay caridad en el mundo.

LACTANCIO.— Vosotros, con vuestro mal vivir, matáis el fuego de la caridad y en vuestra mano estaría encenderlo si quisieseis.

ARCEDIANO.— ¿Queréis que lo encendamos perdiendo cuanto tenemos?

LACTANCIO.— ¿Por qué no? Si os lo dieron por amor de Dios, ¿por qué no lo perderéis por amor de Dios? Claro está que todos los verdaderos cristianos con tal condición poseemos estos bienes temporales, que estemos aparejados para dejarlos cada vez que viéremos cumplir así a la honra y gloria de Jesucristo y al bien de la cristiandad. Pues, ¿cuánto más de veras deberían de hacer esto los clérigos y cuánto más de veras lo debería de hacer el Vicario de Jesucristo?

ARCEDIANO.— Vos estáis tan santo que no cumple tomarme con vos. Cierto no os habríamos menester en Roma.

LACTANCIO.— Ni aun yo querría vivir entre tan ruin gente.

ARCEDIANO.— ¿Cómo la que ahora hay?

LACTANCIO.— Ni aun como la que había; que entre ruin ganado no hay que escoger.

ARCEDIANO.— Cómo, ¿y teneisnos a nosotros por tan malos como aquellos desuellacaras?

LACTANCIO.— ¿Por tan malos? Y aun no estoy en dos dedos de decir que por peores.

ARCEDIANO.— ¿Por qué?

LACTANCIO.— Porque sois mucho más perniciosos a toda la república cristiana con vuestro mal ejemplo.

ARCEDIANO.— ¿Y aquellos?

LACTANCIO.— Aquellos no hacen profesión de ministros de Dios como vosotros, ni tienen de comer por tales como vosotros, ni hay nadie que les quiera ni deba imitar como a vosotros. Esperad, pues, que aún no hemos acabado. Hasta ahora he tratado la causa llamando al Papa Vicario de Jesucristo, como es razón. Ahora quiero tratarla haciendo cuenta o fingiendo que él también es príncipe seglar, como el Emperador, porque más a la clara conozcáis el error en que estabais. Cuanto a lo primero, cosa es muy averiguada que el Papa hubo esta dignidad por favor del Emperador, y habida (¡mirad qué agradecimiento!), luego se concertó con el Rey de Francia, cuando pasó en Italia y dejó la amistad del Emperador, y aun dicen algunos que el mismo Papa lo instó a que pasase en Italia. Y, no obstante esto, el Emperador, habida la victoria contra el Rey de Francia, no solamente no quiso quitar al Papa las ciudades de Parma y Placencia, como de justicia y razón lo podía hacer, mas ratificó la liga que sus embajadores con él hicieron. Pero el Papa, no contento con esto, comenzó a tratar nueva liga en Italia contra el Emperador estando el Rey de Francia preso, mas descubriose la cosa que secretamente trataban y no hubo efecto. Y no bastó esto para que el Emperador no procurase por todas las vías a él honestas y razonables de contentar al Papa, porque él fuese medianero en la paz que se trataba entre él y el Rey de Francia y no la estorbase, mas nunca lo pudo alcanzar. Concluyose en este medio la paz con Francia, y luego que el Rey fue suelto, comenzó el Papa a procurar de hacer nueva liga con el Rey contra el Emperador, sin haberle dado causa alguna para ello, y esto a tiempo que los turcos con un poderoso ejército comenzaron a entrar por el reino de Hungría. ¿Paréceos que era gentil hazaña? Estaban los enemigos a la puerta y él revolvía nueva guerra en casa. Requería al Emperador que no se aparejase para resistir al turco y él, secretamente, se aparejaba para hacer guerra al Emperador. ¿Paréceos que eran estas obras de príncipe cristiano?

ARCEDIANO.— Veamos: y el Emperador, ¿por qué no hacía ver la justicia del Duque de Milán? Y si no había errado, ¿no había razón que le restituyese su Estado?

LACTANCIO.— Sí, por cierto. Pero, mirad, señor: el Emperador puso en el Estado de Milán al duque Francisco Esforcia, pudiéndolo tomar para sí, pues tiene a él mucho más derecho que el mismo Duque, y solo por la paz y sosiego de Italia y de toda la cristiandad lo quiso dar a un hombre de quien nunca servicio había recibido. Y después su Majestad fue informado por sus capitanes que el Duque había entendido y sido parte en la liga que el Papa y los otros potentados de Italia hicieron contra él, y pues en ello había cometido crimen laesae maiestatis, era razón que, como rebelde y desagradecido, fuese privado de su Estado.

ARCEDIANO.— ¿Cómo? ¿Queréis privar un hombre sin ser oído?

LACTANCIO.— ¿Por qué no, cuando el delito es evidente y manifiesto, y de la dilación se podrían seguir inconvenientes? Como entonces, que estaba el ejército del Emperador en extremo peligro, si no se apoderaba de las ciudades y villas de aquel Estado de Milán.

ARCEDIANO.— ¿Pues por qué después el Emperador no había querido hacer información para saber la verdad y restituirle su Estado si se hallara sin culpa?

LACTANCIO.— ¿Y cuándo visteis vos oír por procurador un reo en caso criminal, especialmente donde interviene crimen laesae maiestatis? Presentárase él y oyéranle a justicia. De otra manera, el no presentarse le hacía culpado.

ARCEDIANO.— Temíase de los capitanes del Emperador, que le tenían mala voluntad.

LACTANCIO.— A la fe, temíase de su poca justicia. Si no, mirad que luego que salió fuera del castillo de Milán se juntó con los enemigos del Emperador. Y también, ¿qué tenía el Papa que hacer en esto? Si un príncipe quiere castigar su vasallo, ¿hase él de entremeter en ello? Y aunque lo hubiese de hacer y fuese este su oficio, ¿no bastaba que el Emperador le envió a don Hugo de Moncada, ofreciéndole todo lo que él pedía? ¿Qué hombre hay en el mundo que no quisiera más uno en paz que dos en guerra, cuanto más dándole con la paz todo lo que él pedía con la guerra? Si el Papa tanto deseaba que el duque Francisco Esforcia fuese restituido en su Estado, solamente porque ni el Emperador se quedase con él ni lo diese al infante don Fernando, su hermano, ¿por qué no aceptaba lo que don Hugo de Moncada le ofreció de parte del Emperador, que era contento que aquel Estado estuviese en poder de terceros hasta que la justicia del Duque fuese vista, y que, si no tenía culpa en lo que le acusaban, prometía de hacérselo luego restituir, y si se hallase culpado y hubiese de ser privado de su Estado, su Majestad prometía de no tomarlo para sí ni darlo al infante don Fernando, su hermano, sino al Duque de Borbón, que era uno de los que el mismo Papa para esto había nombrado primero? ¿Queréis que os diga? El Papa pensaba tener la cosa hecha, y que, desbaratado el ejército del Emperador, no solamente lo echarían de Lombardía, mas de toda Italia y le quitarían todo el reino de Nápoles, como tenían concertado y aun entre sí partido; y con esta esperanza el Papa no quiso aceptar lo que con don Hugo el Emperador le ofreció.

ARCEDIANO.— Antes no fue por eso, sino que ya él estaba concertado con los otros y no quería romper la fe que les había dado.

LACTANCIO.— ¡Gentil achaque es ese! Y, ¿qué más miel tenía la fe que había dado al Rey de Francia para destruir la cristiandad que la que primero dio al Emperador para remedio de ella? Antes, de razón debía guardar la que dio al Emperador y romper la que dio al Rey de Francia. ¿No sabéis que juramento hecho en daño y perjuicio del prójimo no se debe guardar, cuanto más en daño de toda la cristiandad y en daño y perjuicio de la honra de Dios y de tanta gente como a esta causa ha padecido?

ARCEDIANO.— En eso yo confieso que tenéis mucha razón. Mas vos no consideráis que el ejército del Emperador amenazaba de venir sobre las tierras del Papa, y que el Papa, como buen príncipe, pues príncipe lo queréis llamar, es obligado a defenderlas, y sabéis vos muy bien que el derecho natural permite a cada uno que defienda lo suyo.

LACTANCIO.— Si el Papa guardara la liga que tenía hecha con el Emperador o quisiera aceptar lo que de nuevo le ofreció, no amenazara su ejército de venir sobre las tierras de la Iglesia. Y aunque eso sea, y yo os conceda que el derecho natural permite a cada uno que defienda lo suyo, mas decidme: ¿entendéis vos que los príncipes tienen el mismo señorío sobre sus súbditos que vos sobre vuestra mula?

ARCEDIANO.— ¿Por qué no?

LACTANCIO.— Porque las bestias son criadas para el servicio del hombre, y el hombre, para el servicio de solo Dios. Veamos: ¿fueron hechos los príncipes por amor del pueblo o el pueblo por amor de los príncipes?

ARCEDIANO.— Creo yo que los príncipes por amor del pueblo.

LACTANCIO.— Luego el buen príncipe, sin tener respeto a su interés particular, será obligado a procurar solamente el bien del pueblo, pues fue instituido por su causa.

ARCEDIANO.— De razón así habría ello de ser.

LACTANCIO.— Pues veis aquí, pongo por caso que el ejército del Emperador quisiera ocupar las tierras de la Iglesia; veamos: ¿cuál fuera más provechoso a los moradores de ellas, que el Papa de su propia voluntad las renunciara al Emperador o hacer lo que ha hecho por defenderlas?

ARCEDIANO.— Si al provecho del pueblo se mirase, claro está que si el Papa diera todas aquellas tierras al Emperador, no padecieran tantos daños como han padecido. Pero dadme un príncipe que haga eso.

LACTANCIO.— Doyos el Emperador. ¿No sabéis vos que pudiera él muy bien, y con mucha razón y justicia, tomar para sí el Ducado de Milán y la Señoría de Génova, pues no hay ninguno que a ello tenga tanto derecho como él? Mas porque le pareció convenir más al bien del pueblo que diese lo uno al duque Francisco Esforcia y en lo otro pusiese a los Adornos, lo hizo muy liberalmente, posponiendo su provecho particular al bien público, como cada buen príncipe debe hacer.

ARCEDIANO.— Si se hiciese lo que se debería hacer, espiritual y temporal, todo habría de ser del Papa.

LACTANCIO.— ¿Del Papa? ¿Por qué?

ARCEDIANO.— Porque lo gobernaría mejor y más santamente que ninguno otro.

LACTANCIO.— ¿Vos no tenéis mala vergüenza de decir eso? ¿No sabéis que en toda la cristiandad no hay tierras peor gobernadas que las de la Iglesia?

ARCEDIANO.— Yo bien lo sé, mas no pensé que lo sabíais vos.

LACTANCIO.— Pues luego, ¿paréceos que el Papa hizo como buen príncipe en tomar las armas contra el Emperador, de quien tantas buenas obras había recibido, rompiendo la paz y amistad que con él tenía?

ARCEDIANO.— Sé que el Papa no tomó las armas contra el Emperador, sino contra aquel desenfrenado ejército que hacía horribles extorsiones y cosas abominables en aquel Estado de Milán, y era justo que aquella pobre gente fuese libre de aquella tal tiranía.

LACTANCIO.— Maravíllome de vos que digáis tal cosa. Veamos: si el Papa quisiera mantener la amistad con el Emperador, ¿qué había menester su Majestad tener ejército en Italia? Sé que ya lo había mandado despedir, y cuando supo lo de la liga que se tramaba contra él, fue forzado a entretenerlo. Si el Papa no pretendía sino la libertad y restitución del Duque de Milán y librar aquel Estado de las vejaciones del ejército del Emperador y asegurar las tierras de la Iglesia, ¿por qué no tomaba la amistad del Emperador, con que se remediaba todo, pues era rogado y requerido con ella? Y si el Papa no quería más de lo que vos decís, ¿qué culpa tenía el reino de Nápoles, que lo tenían ya entre sí repartido? ¿Qué culpa tenían las ciudades de Génova y Sena, que tenían, la una por mar y la otra por tierra, cercadas? Quería evitar las extorsiones y vejaciones que el ejército del Emperador hacía en Lombardía, y no solamente acrecentaba aquellas, mas daba causa para que se hiciesen muchas más en toda Italia y aun en toda la cristiandad. Leed la capitulación de la liga hecha entre el Papa y el Rey de Francia, venecianos y florentines, y veréis si era eso lo que el Papa buscaba. ¿Qué le había hecho el Emperador porque debiese tomar las armas contra él?

ARCEDIANO.— ¿No os he dicho que el Papa no tomó las armas contra el Emperador, sino contra su desenfrenado ejército?

LACTANCIO.— ¿De manera que la guerra no era sino contra el ejército?

ARCEDIANO.— No.

LACTANCIO.— Pues si contra el ejército era y el ejército se ha vengado, ¿por qué echáis la culpa al Emperador?

ARCEDIANO.— Porque el Emperador los sostenía y les envió más gente con que hiciesen lo que hicieron.

LACTANCIO.— ¿Vos no decís que el oficio del Emperador es defender sus súbditos y hacer justicia? Pues si el Papa se los quería maltratar, y ocupar sus reinos y señoríos, e impedir que no pudiese hacer justicia del Duque de Milán, como es obligado, por fuerza había de mantener y aumentar su ejército, para poderlos defender y amparar, pues dejándolo de hacer ya dejaba de ser buen emperador.

ARCEDIANO.— En eso tenéis razón. Mas decidme: ¿paréceos que fue bien hecho que el Emperador mandase hacer el insulto que don Hugo y los coloneses hicieron en Roma?

LACTANCIO.— Nunca el Emperador tal mandó.

ARCEDIANO.— ¿Cómo? ¿No mandó él que don Hugo juntamente con los coloneses entrasen en Roma y procurasen de prender al Papa?

LACTANCIO.— No, que no lo mandó, y aunque lo mandara, ¿paréceos que fuera mal hecho?

ARCEDIANO.— ¡Válgame Dios! ¿Y eso queréis vos defender?

LACTANCIO.— Sí. Veamos: si vos tuvieseis un padre que en tanta manera hubiese perdido el seso que con sus propias manos quisiese matar y lisiar sus propios hijos, ¿qué haríais?

ARCEDIANO.— No teniendo otro remedio, encerraríalo o tendríalo atadas las manos hasta que tornase en su seso.

LACTANCIO.— Y, ¿no os parecería que vuestros hermanos os eran en cargo por lo que hacíais?

ARCEDIANO.— Claro está que me serían en cargo.

LACTANCIO.— Pues el Papa, decime, ¿no es padre espiritual de todos los cristianos?

ARCEDIANO.— Sí.

LACTANCIO.— Pues si él con guerras quiere matar y destruir sus propios hijos, ¿no os parece que hace muy gran misericordia, así con él como con sus hijos, el que le quiere quitar el poder para que no lo pueda hacer? No me lo podéis negar.

ARCEDIANO.— Bien. Pero, ¿vos no veis que se hace gran desacato a Jesucristo en tratar así a su Vicario?

LACTANCIO.— Antes se le hace muy gran servicio con evitar que su Vicario, con el mal consejo que cabe sí tiene, no sea causa de la muerte y perdición de tanta gente, por los cuales murió Jesucristo también como por él. Y creedme, que el mismo Papa, cuando dejada la pasión venga en conocimiento de la verdad, agradecerá muy de veras al que le quita la ocasión para que no pueda hacer tanto mal. Si no, venid acá: si vos (lo que Dios no quiera) estuvieseis tan fuera de seso que con vuestros propios dientes os mordieseis los miembros de vuestro cuerpo, ¿no agradeceríais y tendríais en mucha gracia al que os atase hasta que tornaseis en vuestro seso?

ARCEDIANO.— Claro está.

LACTANCIO.— Pues veis aquí. Todos los cristianos somos miembros de Jesucristo y tenemos por cabeza al mismo Jesucristo y a su Vicario.

ARCEDIANO.— Decís verdad.

LACTANCIO.— Pues si este Vicario por el mal consejo que cabe sí tiene es causa de la perdición y muerte de sus propios miembros, que son los cristianos, ¿no debe agradecer mucho a quien estorba que no se haga tanto mal?

ARCEDIANO.— Sin duda vos decís muy gran verdad. Mas no cada uno alcanza este conocimiento ni puede juzgar más de lo que ve, y por eso los príncipes deberían mirar bien lo que hacen.

LACTANCIO.— Más obligados son los príncipes a Dios que no a los hombres, más a los sabios que no a los necios. Gentil cosa sería que un príncipe dejase de hacer lo que debe al servicio de Dios y bien de la república por lo que el vulgo ciego podría decir o juzgar. Haga el príncipe lo que debe y juzguen los necios lo que quisieren. Así juzgaban de David porque bailaba delante del arca del Testamento. Así juzgaban de Jesucristo porque moría en la cruz y decían: alios salvos fecit, seipsum non potest salvum facere. Así juzgaban de los Apóstoles porque predicaban a Jesucristo. Así juzgan ahora a los que muy de veras quieren ser cristianos menospreciando la vanidad del mundo y siguiendo el verdadero camino de la verdad. ¿Y quién hay que pueda excusar los falsos juicios del vulgo? Antes se debe tener por muy bueno lo que el vulgo condena por malo, y por el contrario. ¿Quereislo ver? A la malicia llaman industria; a la avaricia y ambición, grandeza de ánimo; al maldiciente, hombre de buena conversación; al engañador, ingenioso; al disimulador, mentiroso; y trafagador, buen cortesano. Y por el contrario, al bueno y virtuoso llaman simple; al que con humildad cristiana menosprecia esta vanidad del mundo y quiere seguir a Jesucristo dicen que se torna loco; al que reparte sus bienes con los que lo han menester por amor de Dios dicen que es pródigo; al que no anda en tráfagos y engaños para adquirir honra y riquezas dicen que no es para nada; al que menosprecia las injurias por amor de Jesucristo dicen que es cobarde y hombre de poco ánimo; y, finalmente, convirtiendo las virtudes en vicios y los vicios en virtudes, a los ruines alaban y tienen por bien aventurados, y a los buenos y virtuosos llaman pobres y desastrados. Y con todo esto no tienen mala vergüenza de usurpar el nombre de cristianos, no teniendo ninguna señal de ello.

ARCEDIANO.— Bien me parece eso, aunque, para deciros la verdad, por ser vos mancebo y seglar y cortesano, sería bien dejarlo a los teólogos. Mas digo que sea como vos decís; veamos: a lo menos, ¿no fuera razón que, hecho ese insulto, el Emperador castigara a los que saquearon el sacro Palacio y templo de San Pedro?

LACTANCIO.— Cierto, mejor fuera que el Papa no rompiera la tregua ni la fe que dio a don Hugo.

ARCEDIANO.— Sé que no la rompió él.

LACTANCIO.— ¿Pues quién hizo la guerra con los coloneses?

ARCEDIANO.— Eso hízose en nombre del Colegio, y no del Papa.

LACTANCIO.— No me digáis esas niñerías. ¿Cúyos eran los capitanes? ¿Cúya era la gente? ¿Quién la pagaba? ¿Cúyas las banderas? ¿A quién obedecían? Esas son cosas para entre niños. Mas me maravillo de quien tan gran vanidad inventa y de los cardenales, que tal cosa consintieron se hiciese en su nombre. Mas muy bien está, pues los ha Dios castigado.

ARCEDIANO.— ¿No queríais que el Papa castigase los coloneses, pues son sus súbditos?

LACTANCIO.— No, pues había dado su fe de no hacerlo, y rompía la tregua siempre que tomaba las armas contra ellos, y sabía que el Emperador no lo había de consentir, pues los coloneses también son sus súbditos, como del Papa, y es obligado, como buen príncipe, de ampararlos y defenderlos.

ARCEDIANO.— Pues veamos: ya que esa tregua se rompió, y de la una parte y de la otra se hicieron muchos males, ¿por qué el Emperador después no quiso guardar la otra tregua que el Virrey de Nápoles hizo con el Papa, al tiempo que estaba perdida mucha parte del reino de Nápoles y todo el resto en manifiesto peligro de perderse?

LACTANCIO.— ¿Cómo que no la quiso guardar? Antes os digo de verdad que en viniendo a sus manos la capitulación de esa tregua, aunque las condiciones de ella eran injustas y contra la honra y reputación del Emperador, luego su Majestad, sin tener respecto a lo que el Papa había hecho con tanta deshonestidad dando investiduras de sus reinos a quien ningún derecho tenía a ellos —cosa de que los niños se deberían aun burlar—, la ratificó y aprobó, mostrando cuánto deseaba la amistad del Papa y estar en conformidad con él, pues quería más aceptar condiciones de concordia injusta que seguir la justa venganza que tenía en las manos. Mas, por permisión de Dios, que tenía determinado de castigar sus ministros, la capitulación tardó tanto en llegar acá y la ratificación en ir allá, que antes que llegase estaba ya hecho lo que se hizo en Roma. Y, cierto, si bien lo queréis considerar, ninguno tuvo la culpa sino el mismo Papa que, pudiendo vivir en paz, buscó la guerra, y esa tregua más la hizo por necesidad que no por virtud, cuando vio la determinación con que iba a Roma el ejército del Emperador. ¿Y no fuera más razón que vosotros guardarais la que hicisteis con don Hugo? Habiendo así rompido aquella, ¿qué se podía esperar sino que otro tanto haríais a esta, si el ejército se volvía? Y ya que visteis que el ejército no se quería volver, ¿por qué no moderasteis aquellas injustas condiciones que en la tregua habíais puesto, y volviérase el ejército y Roma quedara libre?

ARCEDIANO.— Querían que les diese el Papa dineros.

LACTANCIO.— ¿Y por qué no se los daba?

ARCEDIANO.— ¿Mas por qué se los había de dar, no siendo obligado a ello?

LACTANCIO.— ¿Cómo que no era obligado? Veamos: ¿para qué dan los cristianos al Papa las rentas que tiene?

ARCEDIANO.— Para que las gaste y despenda en aquello que más bien y más provechoso sea a la república.

LACTANCIO.— ¿Pues qué cosa pudiera ser más provechosa que hacer volver aquel ejército? Claro está que, aunque las cosas sucedieran como el Papa las demandaba, pasando aquel ejército adelante, no se podían excusar muertes de hombres ni las otras malas venturas que la guerra trae consigo.

ARCEDIANO.— Decís verdad, mas, ¿por qué el Emperador no paga a su ejército y será obediente a sus capitanes? Bien sé yo que no quedó por el Duque de Borbón que la tregua no se guardase, mas el ejército no le obedecía, porque no era pagado, y esto es culpa del Emperador.

LACTANCIO.— Si el Emperador no paga su gente, quizá lo hace porque no tiene con qué.

ARCEDIANO.— Pues si no tiene con qué, ¿por qué quiere hacer guerra?

LACTANCIO.— Mas, ¿por qué se la hacéis vosotros y le forzáis a que mantenga ejército para defenderse? Sé que el Emperador en paz se estaba si vosotros no le movíais guerra.

ARCEDIANO.— Y aun yo os prometo que si el ejército no hiciera tan extrema diligencia, que él tuviera bien que hacer en defenderse, y creo yo que no le quedara hoy al Emperador un palmo de tierra en toda Italia.

LACTANCIO.— ¿Cómo?

ARCEDIANO.— Tenía ya el Papa hecha otra nueva liga, muy más recia que la primera, en que el Rey de Inglaterra también entraba, y el Papa prometía de descomulgar al Emperador y a todos los de su parte, y privarlo de los reinos de Nápoles y Sicilia, y continuar contra él la guerra hasta que por fuerza de armas le hiciese restituir al Rey de Francia sus hijos.

LACTANCIO.— Gentil cosa era esa. ¿No fuera mejor hacer volver el ejército que encender otro nuevo fuego?

ARCEDIANO.— Mejor, pero al fin los hombres son hombres y no se pueden así, todas veces, domeñar a lo que la razón quiere. Mas venid acá: aunque en todo lo que habéis dicho tengáis la mayor razón del mundo, ¿paréceos a vos gentil cosa que con aquellos alemanes, peores que herejes, y con aquella otra canalla de españoles e italianos, que no tienen fe ni ley, haya el Emperador permitido que se destruya aquella santa ciudad de Roma? Que, mala o buena, al fin es cabeza de la cristiandad y se le debería tener otro respeto.

LACTANCIO.— Yo os he claramente mostrado cómo esto no se hizo por mandado ni por voluntad del Emperador, pues allende que vosotros le habíais comenzado a hacer guerra, cuando la tregua se hizo, luego que le fue presentada, la ratificó.

ARCEDIANO.— ¿Por qué tenía tan mala gente en Italia, que como lobos hambrientos vinieron a destruir aquella santa Sede apostólica?

LACTANCIO.— Si vosotros quisierais estar en paz, como deberíais, y no movierais guerra contra el Emperador, pues no os pedía nada, no fuera menester que él mantuviera ni enviara esa gente en Italia. ¿Queréis vosotros que os sea lícito hacer guerra y que a nosotros no nos sea lícito defendernos? ¡Gentil manera de vivir!

ARCEDIANO.— Séaos lícito mucho en hora buena, pero no con herejes, no con infieles.

LACTANCIO.— Por cierto vos habláis muy mal. Porque cuanto a los alemanes no os consta a vos que sean luteranos, ni aun es de creer, pues los envió el rey don Fernando, hermano del Emperador, que persigue a los luteranos. Antes, vosotros recibisteis en vuestro ejército los luteranos que se vinieron huyendo de Alemania y con ellos hicisteis guerra al Emperador. Pues cuanto a los españoles e italianos, que vos llamáis infieles, si el mal vivir queréis decir que es infidelidad, ¿qué más infieles que vosotros? ¿Dónde se hallaron más vicios, ni aun tantos, ni tan públicos, ni tan sin castigo como en aquella corte romana? ¿Quién nunca hizo tantas crueldades y abominaciones como el ejército del Papa en tierras de coloneses? Si los del Emperador son infieles porque viven mal, ¿por qué no lo serán los vuestros, que viven peor? Si a vosotros os es lícito hacer guerra con gente que tenéis por infieles, ¿por qué no nos será lícito a nosotros defendernos con gente que no tenemos por infieles? ¿Qué niñería es esa? Lo que vosotros hacéis contra el Emperador no lo hacéis contra él, sino contra su ejército, y lo que el ejército hace contra vosotros no lo hace el ejército, sino el Emperador.

ARCEDIANO.— Digo que el ejército lo hiciese sin mandado, sin consentimiento, sin voluntad del Emperador, y que su Majestad no haya tenido culpa ninguna en ello; veamos, ya que es hecho, ¿por qué no castiga los malhechores?

LACTANCIO.— Porque conoce ser la cosa más divina que humana y porque acostumbra a dar antes bien por mal que no mal por bien. ¡Gentil cosa sería que castigase él a los que pusieron sus vidas por su servicio!

ARCEDIANO.— Pues ya que no los quiere castigar, ¿por qué se quiere más servir de gente que tan recio y abominable insulto ha hecho?

LACTANCIO.— Por dos respectos. Por evitar los daños que, andando sueltos, harían, y por resistir al fuego que vosotros encendisteis. Donosa cosa sería que, pasando franceses en Italia, el Emperador deshiciese su ejército.

ARCEDIANO.— Ya no me queda qué replicar. Cierto, en esto, vos habéis largamente cumplido lo que prometisteis. Yo os confieso que en ello estaba muy engañado. Ahora querría que me declaraseis las causas por qué Dios ha permitido los males que se han hecho en Roma, pues decís que han sido para mayor bien de la cristiandad.

LACTANCIO.— Pues en lo primero quedáis satisfecho, yo pienso, con ayuda de Dios, dejaros muy más contento en lo segundo. Mas pues ahora es tarde, dejémoslo para después de comer, que hoy quiero teneros por convidado.

ARCEDIANO.— Sea como mandareis, que aquí nos podremos después volver.

Parte 2

LACTANCIO.— Por acabar de cumplir lo que os prometí, allende de lo que en esto a la mesa hemos platicado, cuanto a lo primero vos no me negaréis que todos los vicios y todos los engaños que la malicia de los hombres puede pensar no estuviesen juntos en aquella ciudad de Roma, que vos con mucha razón llamáis santa, porque lo debería de ser.

ARCEDIANO.— Ciertamente, en eso vos tenéis mucha razón, y sabe Dios lo que me ha parecido siempre de ello y lo que mi corazón sentía de ver aquella ciudad (que, de razón, debería de ser ejemplo de virtudes a todo el mundo) tan llena de vicios, de tráfagos, de engaños y de manifiestas bellaquerías. Aquel vender de oficios, de beneficios, de bulas, de indulgencias, de dispensaciones, tan sin vergüenza, que verdaderamente parecía una irrisión de la fe cristiana, y que los ministros de la Iglesia no tenían cuidado sino de inventar maneras para sacar dineros. Empeñó el Papa ciertos apóstoles que había de oro y después hizo una imposición que se pagase en la expedición de las bulas pro redemptione Apostolorum. No sé cómo no tenían vergüenza de hacer cosas tan feas y perjudiciales a su dignidad.

LACTANCIO.— Eso mismo dicen todos los que de allá vienen, y eso mismo conocía yo cuando allá estuve. Pues venid acá: si vuestros hijos…

ARCEDIANO.— Hablá cortés.

LACTANCIO.— Perdonadme, que yo no me acordaba que erais clérigo, aunque ya muchos clérigos hay que no se injurian de tener hijos. Pero esto no se dice sino por un ejemplo.

ARCEDIANO.— Pues decid.

LACTANCIO.— Si vuestros hijos tuviesen un maestro muy vicioso, y vieseis que con sus vicios y malas costumbres os los infeccionaba, ¿qué haríais?

ARCEDIANO.— Amonestaríale muchas veces que se enmendase, y si no lo quisiese hacer y yo tuviese mando o señorío sobre él, castigaríalo muy gentilmente, para que por mal se enmendase si no lo quisiese hacer por bien.

LACTANCIO.— Pues veis aquí: Dios es padre de todos nosotros, y dionos por maestro al Romano Pontífice, para que de él y de los que cabo él estuviesen aprendiésemos a vivir como cristianos. Y como los vicios de aquella corte romana fuesen tantos, que infeccionaban los hijos de Dios, y no solamente no aprendían de ellos la doctrina cristiana, mas una manera de vivir a ella muy contraria, viendo Dios que ni aprovechaban los profetas, ni los evangelistas, ni tanta multitud de santos doctores como en los tiempos pasados escribieron vituperando los vicios y loando las virtudes, para que los que mal vivían se convirtiesen a vivir como cristianos, buscó nuevas maneras para atraerlos a que hiciesen lo que eran obligados, y, allende otros muchos buenos maestros y predicadores que ha enviado en otros tiempos pasados, envió en nuestros días aquel excelente varón Erasmo Roterodamo, que con mucha elocuencia, prudencia y modestia en diversas obras que ha escrito, descubriendo los vicios y engaños de la corte romana y, en general, de todos los eclesiásticos, parecía que bastaba para que los que mal en ella vivían se enmendasen, siquiera de pura vergüenza de lo que se decía de ellos. Y como esto ninguna cosa os aprovechase, antes los vicios y malas maneras fuesen de cada día creciendo, quiso Dios probar a convertirlos por otra manera, y permitió que se levantase aquel fray Martin Luter, el cual no solamente les perdiese la vergüenza, declarando sin ningún respeto todos sus vicios, mas que apartase muchos pueblos de la obediencia de sus prelados, para que, pues no os habíais querido convertir de vergüenza, os convirtieseis siquiera por codicia de no perder el provecho que de Alemania llevabais, o por ambición de no estrechar tanto vuestro señorío si Alemania quedase casi, como ahora está, fuera de vuestra obediencia.

ARCEDIANO.— Bien, pero ese fraile no solamente decía mal de nosotros, mas también de Dios en mil herejías que ha escrito.

LACTANCIO.— Decís verdad, pero si vosotros remediarais lo que él primero con mucha razón decía y no le provocarais con vuestras descomuniones, por aventura nunca él se desmandara a escribir las herejías que después escribió y escribe, ni hubiera habido en Alemania tanta perdición de cuerpos y de ánimas como después a esta causa ha habido.

ARCEDIANO.— Mirad, señor: este remedio no se podía hacer sin Concilio general, y dicen que no convenía que entonces se convocase, porque era manifiesta perdición de todos los eclesiásticos, tanto, que si entonces el Concilio se hiciera, nos pudiéramos ir todos derechos al hospital y aun el mismo Papa con nosotros.

LACTANCIO.— ¿Cómo?

ARCEDIANO.— Presentaron todos los Estados del Imperio cien agravios, que dice que recibían de la Sede apostólica y de muchos eclesiásticos, y en todo caso querían que aquello se remediase.

LACTANCIO.— ¿Pues por qué no lo remediabais?

ARCEDIANO.— ¡A eso nos andábamos! Ya decían que las rentas de la Iglesia, pues fueron dadas e instituidas para el socorro de los pobres, que se gastasen en ello, y no en guerras, ni en vicios, ni en faustos, como por la mayor parte ahora se gastan, y aun querían que los pueblos, y no los clérigos, tuviesen la administración de ellas. Allende de esto querían que no se diesen dispensaciones por dineros, diciendo que los pobres también son hijos de Dios como los ricos, y que, dando las dispensaciones por dineros, los pobres, que de razón deberían de ser más privilegiados, quedan muy agraviados, y los ricos, por el contrario, privilegiados.

LACTANCIO.— No estéis en eso, que, a la verdad, yo he estado y estoy muchas veces tan atónito que no sé qué decirme. Veo, por una parte, que Cristo loa la pobreza y nos convida, con perfectísimo ejemplo, a que la sigamos, y por otra, veo que de la mayor parte de sus ministros ninguna cosa santa ni profana podemos alcanzar sino por dineros. Al bautismo, dineros; a la confirmación, dineros; al matrimonio, dineros; a las sacras órdenes, dineros; para confesar, dineros; para comulgar, dineros. No os darán la extrema unción sino por dineros, no tañerán las campanas sino por dineros, no os enterrarán en la iglesia sino por dineros, no oiréis misa en tiempo de entredicho sino por dineros. De manera que parece estar el paraíso cerrado a los que no tienen dineros. ¿Qué es esto, que el rico se entierra en la iglesia y el pobre en el cementerio? ¿Que el rico entre en la iglesia en tiempo de entredicho y al pobre den con la puerta en los ojos? ¿Que por los ricos hagan oraciones públicas y por los pobres ni por pensamiento? ¿Jesucristo quiso que su Iglesia fuese más parcial a los ricos que no a los pobres? ¿Por qué nos aconsejó que siguiésemos la pobreza? Pues allende de esto, el rico se casa con su prima o parienta, y el pobre no, aunque le vaya la vida en ello; el rico come carne en cuaresma, y el pobre no, aunque le cueste el pescado los ojos de la cara; el rico alcanza ocho carretadas de indulgencias, y el pobre no, porque no tiene con qué pagarlas; y de esta manera hallaréis otras infinitas cosas. Y no falta quien os diga que es menester allegar hacienda para servir a Dios, para fundar iglesias y monasterios, para hacer decir muchas misas y muchos treintanarios, para comprar muchas hachas que ardan sobre vuestra sepultura. Aconséjame a mí Jesucristo que menosprecie y deje todas las cosas mundanas para seguirle, ¿y tú aconséjasme que las busque? Muy gran merced me haréis en decirme la causa que hallan para ello, porque así Dios me salve que yo no la conozco ni alcanzo.

ARCEDIANO.— ¡A buen árbol os arrimáis! A osadas1 que yo nunca rompa mi cabeza pensando en esas cosas de que no se me puede seguir ningún provecho.

LACTANCIO.— Buena vida os dé Dios.

ARCEDIANO.— Allende de esto decían que, cuando a los clérigos fueron dadas las libertades y exenciones que ahora tienen, eran pobres y gastaban lo que tenían con quien más que ellos había menester, y que ahora, pues son más ricos que no los legos, y muchos gastan lo que tienen con sus hijos y mancebas, que no parecía honesto ni razonable que los tristes de los pobres fuesen agraviados con huéspedes y con imposiciones, y los clérigos, en quien todos los bienes se consumían, quedasen exentos. Decían asimismo que había tantas fiestas de guardar que los oficiales y labradores recibían mucho perjuicio de ello, y que pues se veía claramente que la mayor parte de los hombres no se ocupaban los días de fiesta en aquellas obras en que se deberían de ocupar, sino en muy peores ejercicios que los otros días, que sería bien se moderase tanto número de fiestas.

LACTANCIO.— ¿Paréceos que decían mal?

ARCEDIANO.— Y vos, ¿quereislo defender? ¿No veis que los santos cuyas fiestas quitaseis se indignarían, y podría ser que nos viniese algún gran mal?

LACTANCIO.— Mas, ¿vos no veis que se ofenden esos santos más con los vicios y bellaquerías que se acostumbran hacer los días de fiesta, que no en que cada uno trabaje en ganar de comer? Si todas las fiestas se empleasen en servir a Dios, querría yo que cada día fuese fiesta; mas, pues así no se hace, no tendría por malo que se moderasen. Si un hombre se emborracha, o juega todo el día a los naipes o a los dados, o anda envuelto en murmuraciones, o en mujeres o en otras semejantes bellaquerías, parécenos que no quebranta la fiesta; y si con extrema necesidad cose un zapato para ganar de comer, luego dicen que es hereje. Yo no sé qué servicios son estos. Pésame que los ricos tomen en aquellos días sus pasatiempos y placeres, y todo carga sobre los desventurados de los oficiales y labradores y pobres hombres.

ARCEDIANO.— Por todo eso que habéis dicho no se nos daría nada, sino por lo que nosotros perderíamos en el quitar de las fiestas.

LACTANCIO.— ¿Qué perderíais?

ARCEDIANO.— Las ofrendas, que se hacen muchas más los días de fiesta que los otros días. Decían así mismo que había muchos clérigos que vivían muy mal, y, no casándose, tenían mujeres e hijos tan bien y tan públicamente como los casados, de que se seguía mucho escándalo en el pueblo, por donde sería mejor que se casasen.

LACTANCIO.— ¿Y de eso pesaríaos a vosotros?

ARCEDIANO.— ¿Y no nos había de pesar que de libres nos hiciesen esclavos?

LACTANCIO.— Antes me parece a mí que de esclavos os querían hacer libres. Si no, venid acá: ¿hay mayor ni más vergonzoso cautiverio en el mundo que el del pecado?

ARCEDIANO.— Pienso yo que no.

LACTANCIO.— Pues estando vosotros en pecado con vuestras mancebas, ¿no os parece que muy ignominiosamente sois esclavos del pecado, y que os quita de él el que procura que os caséis y viváis honestamente con vuestras mujeres?

ARCEDIANO.— Bien, pero, ¿no veis que parecería mal que los clérigos se casasen y perderían mucha de su autoridad?

LACTANCIO.— ¿Y no parece peor que estén amancebados y pierdan en ello mucha más autoridad? Si yo viese que los clérigos vivían castamente y que no admitían ninguno a aquella dignidad hasta que hubiese, por lo menos, cincuenta años, así Dios me salve que me parecería muy bien que no se casasen; pero en tanta multitud de clérigos mancebos, que toman las órdenes más por avaricia que por amor de Dios, en quien no veis una señal de modestia cristiana, no sé si sería mejor casarse.

ARCEDIANO.— ¿No veis que casándose los clérigos, como los hijos no heredasen los bienes de sus padres, morirían de hambre y todos se harían ladrones, y sería menester que sus padres quitasen de sus iglesias para dar a sus hijos, de que se seguirían dos inconvenientes: el uno, que tendríamos una infinidad de ladrones, y el otro, que las iglesias quedarían despojadas?

LACTANCIO.— Esos inconvenientes muy fácilmente se podrían quitar si los clérigos trabajasen de imitar la pobreza de aquellos cuyos sucesores se llaman, y entonces no habrían vergüenza de hacer aprender a sus hijos con diligencia oficios con que honestamente pudiesen ganar de comer, y serían muy mejor criados y enseñados en las cosas de la fe, de que se seguiría mucho bien a la república. Y, así Dios me valga, que esto, a mi parecer, vosotros mismos lo deberíais desear.

ARCEDIANO.— ¿Desear? ¡Nunca Dios tal mande! Mirad, señor (aquí todo puede pasar): si yo me casase, sería menester que viviese con mi mujer, mala o buena, fea o hermosa, todos los días de mi vida o de la suya; ahora, si la que tengo no me contenta esta noche, déjola mañana y tomo otra. Allende de esto, si no quiero tener mujer propia, cuantas mujeres hay en el mundo hermosas son mías o, por mejor decir, en el lugar donde estoy. Manteneislas vosotros y gozamos nosotros de ellas.

LACTANCIO.— ¿Y el ánima?

ARCEDIANO.— Dejaos de eso, que Dios es misericordioso. Yo rezo mis Horas y me confieso a Dios cuando me acuesto y cuando me levanto, no tomo a nadie lo suyo, no doy a logro, no salteo camino, no mato a ninguno, ayuno todos los días que me manda la Iglesia, no se me pasa día que no oigo misa. ¿No os parece que basta esto pasa ser cristiano? Ese otro de las mujeres… , a la fin nosotros somos hombres y Dios es misericordioso.

LACTANCIO.— Decís verdad. Pero en eso, a mi parecer, sois mucho menos que hombres, y no sé yo si será misericordioso perdonar tantas bellaquerías si queréis perseverar en ellas.

ARCEDIANO.— Dejarémoslas cuando seamos más viejos.

LACTANCIO.— ¡Bien está, burlaos con Dios! ¿Y qué sabéis si llegaréis a mañana?

ARCEDIANO.— No seáis tan supersticioso; sé que algo ha Dios de perdonar. Y veamos: ¿así querríais deshacer vos las constituciones de la Iglesia, que ha infinitos años que se guardan?

LACTANCIO.— ¿Por qué no, si conviene así a la república cristiana?

ARCEDIANO.— Porque parecería haber la Iglesia en tanto tiempo errado.

LACTANCIO.— Muy mal estáis en la cuenta. Mirad, señor: la Iglesia conforme a un tiempo ordena algunas cosas que después en otro las deshace. ¿No leéis en los Actos de los Apóstoles que en el Concilio hierosolimitano fue ordenado que no se comiese sangre ni cosa ahogada?

ARCEDIANO.— Leído lo he.

LACTANCIO.— ¿Pues por qué no lo guardáis ahora?

ARCEDIANO.— Nunca había parado mientes en ello.

LACTANCIO.— Pues yo os lo diré: entonces fue aquello ordenado por satisfacer algo a la superstición de los judíos, aunque conocían bien los Apóstoles no ser necesario, y así después se derogó esta constitución como cosa superflua, y no por eso se entiende que el Concilio errase. Pues de esta misma manera, ¿qué inconveniente sería si lo que la Iglesia en un tiempo por respetos y necesidades ordenó, se derogase ahora habiendo otros más urgentes, por donde parece que con aquello se debería dispensar? Por cierto yo no hallo ninguno, sino que, como decís, no os estaría bien a vosotros.

ARCEDIANO.— Dejémonos ahora de eso.

LACTANCIO.— ¿Pues no os parece a vos que fuera mucho mejor remediar lo que habéis dicho que pedían los alemanes y enmendar vuestras vidas, y pues os hacemos honra por ministros de Dios, serlo muy de veras, que no perseverar en vuestra dureza y ser causa de tanto mal como por no remediar aquello ha acaecido?

ARCEDIANO.— Si los alemanes piden justicia en esas cosas, la Iglesia lo podrá remediar cuando convenga.

LACTANCIO.— Pues veis ahí: como vosotros no quisisteis oír las honestas reprensiones de Erasmo, ni menos las deshonestas injurias de Luter, busca Dios otra manera para convertiros, y permitió que los soldados que saquearon a Roma con don Hugo y los coloneses hiciesen aquel insulto de que vos os quejáis, para que viendo que todos os perdían la vergüenza y el acatamiento que os solían tener, siquiera por temor de perder las vidas os convirtieseis, pues no lo queríais hacer por temor de perder las ánimas; pero como eso tampoco aprovechase, viendo Dios que no quedaba ya otro camino para remediar la perdición de sus hijos, ha hecho ahora con vosotros lo que vos decís que haríais con el maestro de vuestros hijos que os los infeccionase con sus vicios y no se quisiese enmendar.

ARCEDIANO.— Podrá ser lo que decís, pero, ¿qué culpa tenían las imágenes, qué culpa tenían las reliquias, qué culpa tenían las dignidades, qué culpa tenía la buena gente que así fue todo robado, saqueado y maltratado?

LACTANCIO.— Contadme vos la cosa como pasó, pues os hallasteis presente, y yo os diré la causa por que, a mi juicio, Dios permitió cada cosa de las que con verdad me contareis.

ARCEDIANO.— Mucha razón tenéis, por cierto, y eso haré yo de muy buena voluntad, y oiré lo que dijereis de mucha mejor. Habéis de saber que el ejército del Emperador dejó en Sena esa poca artillería que traía y, con la mayor diligencia y celeridad que jamás fue oída ni vista, llegó a los muros de Roma a los cinco de mayo.

LACTANCIO.— Veamos: ¿por qué entonces el Papa no envió a pedir algún concierto?

ARCEDIANO.— Antes el buen Duque de Borbón envió a requerir al Papa que le enviase alguna persona con quien pudiese tratar sobre su entrada en Roma. Y como el Papa se fiaba en la nueva liga que tenía hecha y que el ejército de la liga le había prometido de venirlo a socorrer, no quiso oír ningún concierto. Y cuando esto supo el ejército, luego el día siguiente por la mañana determinó de combatir la ciudad, y quiso nuestra mala ventura que, en comenzando a combatir el Burgo, los de dentro mataron con un arcabuz al buen Duque de Borbón, cuya muerte ha sido causa de mucho mal.

LACTANCIO.— Por cierto que se me rompe el corazón en oír una muerte tan desastrada.

ARCEDIANO.— Causáronla nuestros pecados, porque, si él viviera, no se hicieran los males que se hicieron.

LACTANCIO.— ¡Pluguiera a Dios que vosotros no los tuvierais! ¿Y quién nunca oyó decir que los pecados de la ciudad sean causa de la muerte del que los viene a combatir?

ARCEDIANO.— En esto se puede muy bien decir, porque el Duque de Borbón no venía para conquistarnos, sino a defendernos de su mismo ejército; no venía a saquearnos, sino a guardar que no fuésemos saqueados. Nosotros debemos de llorar su muerte que, por él, no hay hombre que no le deba de haber antes envidia que mancilla, porque perdió la vida con la mayor honra que nunca hombre murió, y con su muerte alcanzó lo que muchos señalados capitanes nunca pudieron alcanzar, de manera que para siempre quedará muy estimada su memoria. Sola una cosa me da pena: el peligro con que fue su ánima, muriendo descomulgado.

LACTANCIO.— ¿Por qué descomulgado?

ARCEDIANO.— Porque con mano armada estaba en tierras de la Iglesia y quería combatir la santa ciudad de Roma.

LACTANCIO.— ¿No sabéis vos que dice un decreto que muchos están descomulgados del Papa que no lo están de Dios? Y también el Papa no entiende que sea descomulgado el que está en tierras de la Iglesia con intención de defenderlas en todo lo que se pueda excusar que no reciban daño, como este príncipe iba.

ARCEDIANO.— Decís verdad, pero el primer movimiento fue voluntario.

LACTANCIO.— Para eso le disteis vosotros causa, y él era obligado a defender el reino de Nápoles, pues lo había el Emperador hecho su lugarteniente general en Italia, y también él no iba a ocupar las tierras de la Iglesia, sino a prohibir que el Papa no ocupase las del Emperador y a hacer que viniese a concordia con su Majestad.

ARCEDIANO.— Allá se avenga. Pues, tornando a nuestro propósito, el ejército del Emperador estaba tan deseoso de entrar en Roma, unos por robar y otros por el odio muy grande que a aquella corte romana tenían, y otros por lo uno y por lo otro, que los españoles e italianos por una parte, a escala vista, y los alemanes por otra, rompiendo con vaivenes el muro, entraron por el Burgo, adonde, como sabéis, está la Iglesia de San Pedro y el sacro Palacio.

LACTANCIO.— Y aun muy buenas casas de cardenales. De una cosa me maravillo: que teniendo los de dentro artillería y los de fuera ninguna, pudiesen así ligeramente entrar.

ARCEDIANO.— Verdaderamente fue una cosa maravillosa. ¿Quién pudiera creer que habiendo dentro de Roma seis mil infantes, allende del pueblo romano, todos determinados de defenderse, y muy buena provisión de artillería, aquella gente a espada y capa les entrasen, sin que muriesen más de ciento de ellos?

LACTANCIO.— Y de los vuestros, ¿cuántos murieron?

ARCEDIANO.— Ya sabéis vos cómo siempre suelen en caso semejante añadir. Quieren decir que seis mil hombres, pero, a la verdad, no pasaron de cuatro mil, que luego se retrajeron a la ciudad. Y dígoos de verdad que yo tuviera esta entrada por muy gran milagro, si no viera después aquellos soldados hacer lo que hacían. Por donde me parece no ser verosímil que Dios quisiese hacer tan gran milagro por ellos.

LACTANCIO.— Estáis muy engañado; sé que Dios no hizo el milagro por ellos, sino por castigar a vosotros.

ARCEDIANO.— Creo que decís muy gran verdad.

LACTANCIO.— Maravíllome que, viendo muerto al capitán general, no desmayaron (como comúnmente suele acaecer) y dejaron el combate.

ARCEDIANO.— Sí, por cierto; en eso estaban los otros pensando. Antes su muerte les acrecentó el esfuerzo para acometer y entrar con mayor ánimo.

LACTANCIO.— Maravillas me contáis.

ARCEDIANO.— Así pasa. Porque este buen Duque de Borbón era de todos tan amado, que cada uno de ellos determinó de morir por vengar la muerte de su capitán.

LACTANCIO.— Y aun eso debió de ser causa de las crueldades que se hicieron.

ARCEDIANO.— Es cosa muy averiguada.

LACTANCIO.— ¡Oh inmenso Dios, y cómo en cada particularidad de estas manifiestas tus maravillas! ¡Quisiste que este buen Duque muriese por ejecutar con mayor rigor tu justicia! Pues veamos, señor: el Papa, ¿dónde estaba entonces?

ARCEDIANO.— En su palacio sin ningún temor; tan seguro, que faltó muy poco que no fuese tomado. Mas como él vio el pleito mal parado, retrájose al castillo de San Ángel con trece cardenales y otros obispos y personas principales que con él estaban. Y luego los enemigos entraron en el Palacio y saquearon y robaron cuanto en él hallaron, y lo mismo hicieron en todas las casas de cardenales y otras gentes que vivían en el Burgo, sin perdonar a ninguno, ni aun a la misma Iglesia del Príncipe de los Apóstoles. En esto tuvieron harto que hacer aquel día, sin que quisiesen probar a entrar en Roma, donde, alzados los puentes del Tíber, nuestra gente se había fortalecido.

LACTANCIO.— Veamos: el pueblo romano y aun vosotros todos, cuando veíais las orejas al lobo, ¿por qué no os concertabais con el ejército del Emperador? ¿Qué teníais que hacer vosotros con la guerra que hacía el Papa?

ARCEDIANO.— Por cierto muy poco, pero, ¿qué queríais que hiciésemos? ¿Nunca habéis oído decir que allá van las leyes donde quieren reyes? El pobre pueblo romano, viendo a la clara su destrucción, quiso enviar sus embajadores al ejército del Emperador para concertarse con él y evitar el saco, pero nunca el Papa se lo quiso consentir.

LACTANCIO.— Dígoos de verdad que esa fue una grande inhumanidad. ¿Y no valiera más que aquel pobre pueblo se librara, que no que padecieran lo que han padecido?

ARCEDIANO.— Decís muy gran verdad, pero, ¿quién pensara que había de suceder como sucedió? Luego los capitanes del Emperador determinan de combatir la ciudad y esta misma noche, peleando con los nuestros, la entraron; y el saco turó más de ocho días, en que no se tuvo respeto a ninguna nación ni calidad ni género de hombres.

LACTANCIO.— ¡Válgame Dios! Y los capitanes, ¿no podían remediar tanto mal?

ARCEDIANO.— Ya hacían todo cuanto podían y no les aprovechaba nada, estando la gente encarnizada en robar como estaba. ¡Vierais venir por aquellas calles las manadas de soldados dando voces! Unos llevaban la pobre gente presa; otros ropa, oro, plata. Pues los alaridos, gemidos y gritos de las mujeres y niños eran tan grande lástima de oír, que aún ahora me tiemblan las carnes en decirlo.

LACTANCIO.— Y aun por cierto, a mí en oírlo contar.

ARCEDIANO.— ¡Pues es verdad que tenían respeto a los obispos o a los cardenales! Por cierto, no más que si fueran soldados como ellos. Pues, ¿iglesias y monasterios? Todo lo llevaban a hecho, que nunca se vio mayor crueldad ni menos acatamiento ni temor de Dios.

LACTANCIO.— Eso debían hacer los alemanes.

ARCEDIANO.— A la fe, nuestros españoles no se quedaban atrás, que también hacían su parte. ¿Pues los italianos? ¡Pajas! Ellos eran los que primero ponían la mano.

LACTANCIO.— Y vosotros, ¿qué hacíais entonces?

ARCEDIANO.— Cortábamos las uñas muy de nuestro espacio.

LACTANCIO.— Mas de verdad.

ARCEDIANO.— ¿Qué queríais que hiciésemos? Unos se metían entre los soldados, otros huían, otros se rescataban, y todos andábamos cual la mala ventura.

LACTANCIO.— Después de rescatados, ¿os dejaban vivir en paz?

ARCEDIANO.— No les dé Dios más salud. En tanto peligro estábamos como de antes, hasta que ya no nos quedaba cosa ninguna que nos pudiesen saquear.

LACTANCIO.— Entonces, ¿de qué comíais?

ARCEDIANO.— Nunca faltaba la misericordia de Dios. Si no podíamos comer perdices, comíamos gallinas.

LACTANCIO.— ¿Y los viernes?

ARCEDIANO.— ¿A qué llamáis viernes? ¿Vos pensáis que los soldados hacen diferencia del viernes al domingo? ¡Maldita aquella! Que, a deciros la verdad, me parece una cosa muy recia que se tenga ya tan poco respeto a los mandamientos de la Iglesia.

LACTANCIO.— No lo tenéis vosotros a los mandamientos de Dios, ¿y maravillaisos que los soldados no lo tengan a los preceptos de la Iglesia? Veamos: ¿cuál tenéis por mayor pecado: una simple fornicación o comer carne el Viernes Santo?

ARCEDIANO.— ¡Gentil pregunta es esa! Lo uno es cosa de hombres y lo otro sería una grandísima abominación. ¡Comer carne el Viernes Santo! ¡Jesús! No digáis tal cosa.

LACTANCIO.— ¡Válgame Dios, y cómo tenéis hermoso juicio! ¿Y vos no veis que os valdría más comer carne el Viernes Santo y otro cualquier día de ayuno que cometer una simple fornicación?

ARCEDIANO.— ¿Por qué?

LACTANCIO.— Porque sería más saludable al cuerpo y menos dañoso al alma.

ARCEDIANO.— ¿Cómo?

LACTANCIO.— ¿No es cosa muy clara que la carne es más provechosa que el pescado?

ARCEDIANO.— Sí.

LACTANCIO.— Luego más saludable al cuerpo sería comer carne que pescado. Pues cuanto al ánima, ¿no ofende más a Dios el que peca contra sus mandamientos propios que el que peca contra los de la Iglesia?

ARCEDIANO.— Claro está.

LACTANCIO.— Luego más se ofende Dios con la fornicación, que es prohibidajure divino, que en el comer de la carne, que es constitución humana.

ARCEDIANO.— Confesareos que tenéis razón, con una condición: que me digáis la causa por que no os parece más grave pecar contras las constituciones humanas que contra la Ley divina.

LACTANCIO.— No nos enredemos más en eso, que tiempo habrá para todo. Ahora prosigamos adelante nuestro propósito.

ARCEDIANO.— Sea así. Dejemos eso para otra vez, y decime ahora: ¿qué razón había que pagasen justos por pecadores? Verosímil es que en Roma había muchas buenas personas que ni en los vicios de ella ni en la guerra tenían culpa y padecieron juntamente con los malos.

LACTANCIO.— Los malos recibieron la pena de sus maldades, y los buenos, trabajos en este mundo para alcanzar más gloria en el otro.

ARCEDIANO.— A lo menos fuera razón que a los españoles y alemanes y gentes de otras naciones, vasallos y servidores del Emperador, se tuviera algún respeto; que, sacando la iglesia de Santiago de españoles y la casa del maestro Pedro de Salamanca, embajador de don Fernando, rey de Hungría, y don Antonio de Salamanca Hoyos, obispo gurcense, no quedó casa, ni iglesia, ni hombre de todos cuantos estábamos en Roma, que no fuese saqueado y rescatado. Hasta el secretario Pérez, que estaba y residía en Roma por parte del Emperador.

LACTANCIO.— En solo eso debierais de conocer que fue manifiesto juicio de Dios, y no obra humana, y que no se hizo por mandato ni voluntad del Emperador, pues ni aun a los suyos se tuvo respeto.

ARCEDIANO.— Decís verdad, mas, ¿no es muy recia cosa que cristianos vendan y rescaten cristianos, como aquellos soldados hacían?

LACTANCIO.— Recia, por cierto, pero tan común es entre gente de guerra que no os deberíais de maravillar que allí se hiciese, donde no solamente se solían vender y rescatar hombres, más aun ánimas.

ARCEDIANO.— ¿Ánimas? ¿En qué manera?

LACTANCIO.— Yo os lo diré, pero a la oreja.

ARCEDIANO.— No hay aquí ninguno.

LACTANCIO.— No me curo. Llegaos acá…

ARCEDIANO.— Ya os entiendo.

LACTANCIO.— Pues, ¿no os parece que tengo razón?

ARCEDIANO.— Sí, por cierto, y muy grande; y ahora conozco haber Dios permitido esto para que nosotros vengamos en conocimiento de nuestro error. Más os contaré. Los cardenales que estaban en Roma y no se pudieron encerrar con el Papa en el castillo fueron presos y rescatados, y sus personas muy mal tratadas, y traídos por las calles de Roma a pie, descabellados, entre aquellos alemanes, que era la mayor lástima del mundo verlos, especialmente cuando hombre se acordaba de la pompa con que iban a Palacio y de los ministriles que les tañían cuando pasaban por el castillo.

LACTANCIO.— Por cierto, recia cosa era esa; pero habéis de considerar que ellos se lo buscaron, porque consentían que el Papa hiciese guerra al Emperador, y después de hecha la tregua con don Hugo, sufrían que en nombre del Colegio se rompiese y se hiciesen las mayores abominaciones que jamás fueron oídas. ¿Y cómo? ¿Pensabais que Dios no os había de castigar?

ARCEDIANO.— ¿Qué podían ellos hacer si el Papa lo quería así?

LACTANCIO.— Cuando hubieran hecho todas sus diligencias por estorbarlo, si no les aprovechara, saliéranse de Roma y no quisieran ser participantes en tantas maldades. Sé que las puertas abiertas estaban. ¿No sabéis que agentes et consentientes pari poena puniuntur? Y también, si por otra parte sus pecados lo merecían o no, pregúntenlo a maestre Pasquino.

ARCEDIANO.— No he menester preguntarlo, que quizá sé yo más que no él.

LACTANCIO.— Pues si lo sabéis, no os maravilléis de lo que visteis, sino de lo que Dios quiso por su bondad infinita disimular.

ARCEDIANO.— ¿Qué decís de las irrisiones que allí se hacían? Un alemán se vestía como cardenal y andaba cabalgando por Roma de pontifical con un cuero de vino en el arzón de la silla; y un español, de la misma manera, con una cortesana en las ancas. ¿Podía ser en el mundo mayor irrisión?

LACTANCIO.— Veamos: ¿y no es mayor irrisión de la dignidad que el cardenal tome el capelo y haga obras peores que de soldado, que no un soldado tome el capelo queriendo contrahacer a un cardenal? Lo uno y lo otro es malo, pero no me neguéis vos que lo primero no sea peor, y aun más perjudicial a la Sede apostólica.

ARCEDIANO.— Es verdad; mas, a la fin, los cardenales son hombres y no pueden dejar de hacer como hombres; eso otro es perder la obediencia y reverencia a quien se debe, sin la cual ninguna república se puede sostener.

LACTANCIO.— Ya nos contentaríamos con que los cardenales fuesen hombres y algunas veces no se mostrasen menos que hombres. La obediencia puesta en malos fundamentos no puede durar. Mas, decime: ¿los Apóstoles no eran hombres?

ARCEDIANO.— Sí, pero a ellos manteníalos el Espíritu Santo.

LACTANCIO.— Y veamos: ¿el Espíritu Santo de ahora no es el que era entonces?

ARCEDIANO.— Sí.

LACTANCIO.— Pues si ellos quisiesen pedirlo, ¿negaríaseles?

ARCEDIANO.— No.

LACTANCIO.— Pues, ¿por qué no lo piden?

ARCEDIANO.— Porque no lo han en gana.

LACTANCIO.— Pues de esa manera suya es la culpa, y de aquí adelante conocerán cuán grande abominación es que, siendo ellos columnas de la Iglesia, hagan obras peores que de soldados, pues les parecía muy abominable cosa que los soldados se vistiesen en hábito de cardenales. ¿Cómo no me decís nada de los obispos?

ARCEDIANO.— ¿Qué queréis que os diga? Tratábanlos como a los otros. Direos lo que vi: que entre otros muchos hombres honrados que sacaban a vender a la plaza, llevaban los alemanes un obispo de su nación que no estaba en dos dedos de ser cardenal.

LACTANCIO.— ¡Qué! ¿A vender?

ARCEDIANO.— ¡Qué maravilla! Y aun con ramo en la frente, como allá traen a vender las bestias, y cuando no hallaban quién se los comprase, los jugaban a los dados. ¿Qué os parece de esto?

LACTANCIO.— Mal; pero ya os digo que no se hizo sin misterio. Decidme: ¿cuál tenéis en más: un ánima o un cuerpo?

ARCEDIANO.— Un ánima, sin comparación.

LACTANCIO.— Pues, ¿cuántas ánimas habréis vosotros vendido en este mundo?

ARCEDIANO.— ¿Cómo es posible vender ánimas?

LACTANCIO.— ¿No habéis leído el Apocalipsis, que cuenta las ánimas entre las otras mercaderías? El que vende el obispado, el que vende el beneficio curado, aquel tal, ¿no vende las ánimas de sus súbditos?

ARCEDIANO.— Decís muy gran verdad. Cierto, nunca me parecieron bien aquellas cosas, ni aquel dar beneficios a pensión, con condición que me rescatase a tanto por ciento, que es querer engañar a Dios.

LACTANCIO.— A la fe, querer engañar a sí. Pues de esta manera, ¿cuántas ánimas habréis vos visto jugar a los dados?

ARCEDIANO.— Infinitas.

LACTANCIO.— Pues veis aquí, de hoy más vendréis en conocimiento de vuestro error, y no os maravillaréis que aquellos soldados, que viven de robar, vendiesen los oficiales, pues vendíais los beneficios; ni los obispos, pues vendíais los obispados. Y es tanto más grave lo uno que lo otro, cuanto es más digna un ánima que un cuerpo. Antes les debéis de agradecer, pues no vendieron ningún cardenal.

ARCEDIANO.— ¿No bastaba que los rescataban, y compusieron sus casas y todas cuantas había en Roma, que ninguna quedó libre?

LACTANCIO.— Vos no queréis acordaros de las bolsas que habéis descompuesto con vuestras composiciones. Pues no os maravilléis que descompongan ahora las vuestras. ¿No habéis leído en el Apocalipsis: Reddite illi sicut et ipsa reddidit vobis, et duplicate duplitia secundum opera eius: in poculo quo miscuit vobis miscete illi duplum. Quantum glorificavit se et in deliciis fuit, tantum date illi tormentum et luctum… quia fortis est Deus qui iudicabit illam? ¿Qué os parece? A la fe, juicios son estos de Dios.

ARCEDIANO.— Las carnes me tiemblan en oíros. Pero decime: ¿para qué o de qué sirve la perdición de tanto dinero? Que afirman montar el saco de Roma, con rescates y composiciones, más de quince millones de ducados.

LACTANCIO.— ¿A eso llamáis vos perdición? A la fe, dígole yo ganancia.

ARCEDIANO.— ¿Cómo ganancia?

LACTANCIO.— Porque ha muchos años que todo el dinero de la cristiandad se iba y consumía en Roma, y ahora tórnase a derramar.

ARCEDIANO.— ¿De qué manera?

LACTANCIO.— El dinero que había de pleitos, de revueltas, de trampas, de beneficios, de pensiones, de espolios, de anatas, de expediciones, de bulas, de indulgencias, de confesionarios, de composiciones, de dispensaciones, de excomuniones, de anatematizaciones, de fulminaciones, de agravaciones, de reagravaciones, y aun de canonizaciones y de otras semejantes exacciones, hanlo ahora tomado los soldados, como labradores, para sembrarlo por toda la tierra.

ARCEDIANO.— ¡Y qué negros labradores! Veamos: ¿de qué servía destruir aquella ciudad, de tal manera que no tornará a ser Roma de aquí a quinientos años?

LACTANCIO.— ¡Ya pluguiese a Dios!…

ARCEDIANO.— ¿Qué?

LACTANCIO.— Que Roma no tornase a tomar los vicios que tenía, ni en ella reinase más tan poca caridad y amor y temor de Dios.

ARCEDIANO.— Pues el sacro Palacio, aquellas cámaras y salas pintadas, ¿qué merecían? Que era la mayor lástima del mundo verlas hechas estalas de caballos y aun al fin todo quemado.

LACTANCIO.— Por cierto, sí. Mucha razón fuera que, padeciendo toda la ciudad, se salvase aquella parte donde todo el mal se aconsejaba.

ARCEDIANO.— Pues la Iglesia del Príncipe de los Apóstoles, y todos los otros templos e iglesias y monasterios de Roma, ¿quién os podría contar cómo fueron tratados y saqueados? Que ni quedó en ellos oro, ni quedó plata, ni quedó otra cosa de valor que todo no fuese por aquellos soldados robado y destruido. ¿Y es posible que quiera Dios que sus propias iglesias sean así tratadas y saqueadas, y que las cosas a su servicio dedicadas sean así robadas?

LACTANCIO.— Mirad, señor: esa es una cosa tan fea y tan mala que a ninguno puede parecer sino mal, pero, si bien miráis en ello, hay en estas cosas a Dios dedicadas tanta superstición y recibe la gente tanto engaño, que no me maravillo que Dios permita eso y mucho más, porque en estas cosas haya alguna moderación. Piensa el mercader, después que mal o bien ha allegado una infinidad de dineros, que todos cuantos males ha hecho, y aun hará, le serán perdonados si edificase una iglesia o un monasterio, o si diere una lámpara, o un cáliz o alguna otra cosa semejante a alguna iglesia o monasterio; y no solamente en esto se engaña, pareciéndole que hace por su servicio lo que las más veces se hace por un fausto o por una vana gloria mundana, como manifiestan las armas que cada uno pone en lo que da o en lo que edifica, mas, fiándose en esto, le parece que no ha más menester para vivir como cristiano y, siendo este un grandísimo error, no tienen vergüenza de admitirlo los que de ello hacen su provecho, no mirando la injuria que en ello se hace a la religión cristiana.

ARCEDIANO.— ¿Cómo injuria?

LACTANCIO.— ¿No os parece injuria, y muy grande, que lo que muchos gentiles con sola la lumbre natural alcanzaron de Dios, lo ignoremos ahora los cristianos, enseñados por ese mismo Dios? Alcanzaron aquellos que no era verdadero servicio de Dios ofrecerle cosa que se pudiese corromper; alcanzaron que a una cosa incorpórea, como es Dios, no se había de ofrecer cosa que tuviese cuerpo por principal oferta, ni por cosa a él mucho grata; dijeron que no sabía qué cosa era Dios el que pensaba que Dios se deleitaba de poseer lo que los buenos y sabios se precian de tener en poco, como son las joyas y riquezas, y ahora los cristianos somos tan ciegos que pensamos que nuestro Dios se sirve mucho con cosas corpóreas y corruptibles.

ARCEDIANO.— Luego de esa manera, ¿queréis decir que no se hace servicio a Dios en edificar iglesias, ni en ofrecer cálices y otras cosas semejantes?

LACTANCIO.— No digo eso, antes digo que es bueno si se hace con buena intención, si se hace por la gloria de Dios y no por la nuestra; pero digo que no es eso lo principal. Digo que más verdadero servicio hace a Dios el que le atavía su ánima con las virtudes que él mandó, para que venga a morar en ella, que no el que edifica una iglesia, aunque sea de oro y tan grande como la de Toledo, en que more Dios, teniéndole con vicios desterrado de su ánima, aunque su intención fuese la mejor del mundo. Y digo que es muy grande error pensar que se huelga Dios en que le ofrezca yo oro o plata, si lo hago por ser alabado o por otra vana intención. Digo que se sirve más Dios en que aquello que damos a sus iglesias, que son templos muertos, lo demos a los pobres para remediar sus necesidades, pues nos consta que son templos vivos de Dios.

ARCEDIANO.— De esa manera ni habría iglesias ni ornamentos para servir a Dios.

LACTANCIO.— ¿Cómo que no habría iglesias? Antes pienso yo que habría muchas más, pues habiendo muchos buenos cristianos, dondequiera que dos o tres estuviesen juntados en su nombre, sería una iglesia. Y allende de esto, aunque los ruines no edificasen iglesias ni monasterios, ¿pensáis que faltarían buenos que lo hiciesen? Y veamos: este mundo, ¿qué es sino una muy hermosa iglesia donde mora Dios? ¿Qué es el sol, sino un hacha encendida que alumbra a los ministros de la Iglesia? ¿Qué es la luna, qué son las estrellas, sino candelas que arden en esta Iglesia de Dios? ¿Queréis otra iglesia? Vos mismo. ¿No dice el Apóstol: Templum enim Dei sanctum est, quod estis vos? ¿Queréis candelas para que alumbren esta iglesia? Tenéis el espíritu, tenéis el entendimiento, tenéis la razón. ¿No os parece que son estas gentiles candelas?

ARCEDIANO.— Sí, pero eso nadie lo ve.

LACTANCIO.— Y vos, ¿habéis visto a Dios? Mirad, hermano, pues Dios es invisible, con cosas invisibles se quiere principalmente honrar. No se paga mucho ni se contenta Dios con oro ni plata, ni tiene necesidad de cosas semejantes, pues es señor de todo. No quiere sino corazones. ¿Quereislo ver? Pues Dios es todopoderoso, si quisiese, ¿no podría hacer en un momento cien mil templos más suntuosos y más ricos que el templo de Salomón?

ARCEDIANO.— Claro está.

LACTANCIO.— Luego, ¿qué servicio le haréis vos en darle lo que él tiene, no queriéndole dar lo que él os pide? Veamos: si él se deleita con templos, si se deleita con oro, si se deleita con plata, ¿por qué no la toma toda para sí, pues es todo suyo?

ARCEDIANO.— Quizá porque quiere que nosotros de nuestra voluntad se lo demos porque tengamos causa de merecer.

LACTANCIO.— ¿Cómo queréis vos merecer con dar a Dios lo que él menosprecia, si no le queréis dar lo que él os demanda?

ARCEDIANO.— Luego, ¿no querríais vos que hubiese estas iglesias que hay ni que tuviesen ornamentos?

LACTANCIO.— ¿Cómo no? Antes digo que son necesarios. Pero no querría que se hiciese por vana gloria; no querría que por honrar una iglesia de piedra dejemos de honrar la Iglesia de Dios, que es nuestra ánima; no querría que por componer un altar dejásemos de socorrer un pobre, y que por componer retablos o imágenes muertas dejemos desnudos los pobres, que son imágenes vivas de Jesucristo. No querría que hiciésemos tanto fundamento donde no lo deberíamos de hacer; no querría que diésemos a entender que se sirve Nuestro Señor Dios y se huelga en poseer lo que cualquier sabio se precia de menospreciar. Decime: ¿por qué menospreció Jesucristo todas las riquezas y bienes mundanos?

ARCEDIANO.— Porque nosotros no las tuviésemos en nada.

LACTANCIO.— ¿Pues por qué queremos darle como cosa a él muy preciosa y grata lo que sabemos que él menospreció y quiso que nosotros menospreciásemos, no teniendo cuidado de ofrecerle nuestras ánimas muy puras y limpias de todo vicio y pecado, siendo esta la más preciosa y agradable cosa de cuantas le podemos ofrecer?

ARCEDIANO.— No sé quién os enseñó a vos tantos argumentos, siendo tan mozo.

LACTANCIO.— Pues mirad, señor: ha permitido ahora Dios que roben sus iglesias por mostrarnos que no tiene en nada todo lo que se puede robar ni todo lo que se puede corromper, para que de aquí adelante le hagamos templos vivos primero que muertos, y le ofrezcamos corazones y voluntades primero que oro y plata, y le sirvamos con lo que él nos manda primero que con cosas semejantes.

ARCEDIANO.— Vos me decís cosas que yo nunca oí. Pues que así es, decime: ¿cómo y con qué le hemos de servir?

LACTANCIO.— Esa es otra materia aparte, de que hablaremos otro tiempo más de nuestro espacio. Ahora proseguid adelante.

ARCEDIANO.— Como mandareis. ¿Qué me diréis, que los templos donde suele Dios ser servido y alabado se tornasen establos de caballos? ¡Qué cosa era de ver aquella iglesia de San Pedro de la una parte y de la otra toda llena de caballos! Aun en pensarlo se me rompe el corazón.

LACTANCIO.— Por cierto que eso a ningún bueno parecerá bien; pero muchas veces vemos que la necesidad hace cosas que por la ley son prohibidas, y que en tiempo de guerra esas y otras muy peores cosas se suelen hacer, de las cuales tendrán culpa los que son causa de la guerra.

ARCEDIANO.— ¡Gentil disculpa es esa!

LACTANCIO.— ¿Por qué no? Y también, veamos: el que trae otra suciedad mayor que aquella en lugar más santo que aquel, ¿no hace mayor abominación?

ARCEDIANO.— Claro está.

LACTANCIO.— Pues decime: si vos habéis leído la Sagrada Escritura, ¿en ella no habéis hallado que Dios no mora en templos hechos por manos de hombres, y que cada hombre es templo donde mora Dios?

ARCEDIANO.— Algunas veces.

LACTANCIO.— Pues, ¿cuál será mayor maldad y abominación: hacer establo de estos templos de piedra, donde dice el Apóstol que no mora Dios, o hacerlo de nuestras ánimas, que son verdaderos templos de Dios?

ARCEDIANO.— Claro está que de las ánimas, pero eso, ¿cómo se podrá hacer?

LACTANCIO.— ¿Cómo? ¿A qué llamáis establo?

ARCEDIANO.— A un lugar donde se aposentan las bestias.

LACTANCIO.— ¿A qué llamáis bestias?

ARCEDIANO.— A los animales brutos y sin razón.

LACTANCIO.— Y a los vicios, ¿no los llamaríais brutos y sin razón?

ARCEDIANO.— Sin duda, y aun muy peores que bestias.

LACTANCIO.— ¿Luego de esa manera, mayor abominación será traer en el ánima, que es verdadero templo donde mora Dios, los pecados, que son peores que bestias, que no los caballos en una iglesia de piedra?

ARCEDIANO.— A mí así me parece.

LACTANCIO.— Pues ahí conoceréis cuán ciego teníais en Roma el entendimiento, que topando cada hora por las calles hombres que manifiestamente tenían las ánimas hechas establos de vicios, no lo teníais en nada, y porque visteis en tiempo de necesidad aposentar los caballos en la iglesia de San Pedro, paréceos que es grande abominación y rómpeseos el corazón en pensarlo, y no se os rompía cuando veíais en Roma tanta multitud de ánimas llenas de tan feos y abominables pecados, y a Dios, que las hizo y redimió, desterrado de ellas. Por cierto, gentil religión es la vuestra.

ARCEDIANO.— Tenéis razón. Pero mirad que lo que dijo San Pablo, que Dios no mora en templos hechos por manos de hombres, se entiende en aquel tiempo que él lo decía, que sé que ahora el santísimo Sacramento en los templos mora.

LACTANCIO.— Decís verdad. Mas veamos: ¿vos no me habéis confesado que los vicios son peores que bestias?

ARCEDIANO.— Y aun ahora lo digo.

LACTANCIO.— Pues quien trae una manada de vicios a la iglesia, que son peores que bestias, ¿no es peor que el que trajese una manada de caballos?

ARCEDIANO.— A mi parecer sí, pero esas bestias son invisibles.

LACTANCIO.— ¿Cómo? ¿Queréis decir que Dios no ve los vicios de los hombres?

ARCEDIANO.— Dios bien los ve, mas los hombres no los ven, y los caballos todos los veíamos.

LACTANCIO.— De esa manera queréis decir que menor abominación es ofender a Dios que a los hombres, pues queréis excusar la ofensa que se hace a Dios en parecer ante él cargado de maldades, porque no lo ven los hombres. ¿Agraváis el aposentar los caballos en la iglesia en tiempo de necesidad porque son visibles a los hombres? Mirad, señor: no se ofende Dios con los malos olores de que se ofenden los hombres. El ánima en quien los vicios están arraigados, esta es la que ofende a Dios, y por eso quiere él que esté muy limpia de vicios y de pecados, y muchas veces nos lo tiene así mandado. Pero vosotros tomaislo todo al revés: tenéis mucho cuidado en tener muy limpios estos templos materiales, y el verdadero templo de Dios, que es la vuestra ánima, teneisla tan llena de vicios y abominables pecados que ni ve a Dios ni sabe qué cosa es.

ARCEDIANO.— Así Dios me salve que tenéis la mayor razón del mundo. Pero si vierais aquellos soldados cómo llevaban por las calles las pobres monjas, sacadas de los monasterios, y otras doncellas, sacadas de casa de sus padres, hubierais la mayor compasión del mundo.

LACTANCIO.— Eso es tan cosa común entre soldados y gente de guerra, que siendo a mi parecer muy más grave que todas esas otras juntas, no hacemos ya caso de ello, como si no fuese peor violar una doncella, que es templo vivo donde mora Jesucristo, que no una iglesia de piedra o madera. Pero la culpa de esto no tanto se debe de echar a los soldados cuanto a vosotros, que comenzasteis y levantasteis la guerra y fuisteis causa que ellos hiciesen lo que han hecho. Verdaderamente, aunque ningún otro mal causase la guerra, por solo esto la debíamos de dejar.

ARCEDIANO.— Los registros de la Cámara apostólica, de bulas y suplicaciones, y los de los notarios y procesos quedaron destruidos y quemados.

LACTANCIO.— Eso pienso yo que permitió Dios para que con ellos quemásemos todos los pleitos, porque es la mayor vergüenza del mundo que se traigan pleitos sobre beneficios eclesiásticos. Veamos: pues los beneficios se hicieron para los clérigos y el primer carácter que el ánima del clérigo ha de tener es caridad, ¿cómo la tendrá andando en pleito con su prójimo?

ARCEDIANO.— ¿Por qué no?

LACTANCIO.— Porque si la caridad tuviese alguno de los pleiteantes, querría más perder el beneficio que estar en discordia con su prójimo.

ARCEDIANO.— Eso sería perfección.

LACTANCIO.— Y aun así deberían de ser perfectos todos los clérigos.

ARCEDIANO.— No alcanzan todos esa perfección. Y también, ¿de qué comerían tantos auditores, abogados, procuradores, copistas, si no hubiese pleitos?

LACTANCIO.— Sean sastres, aguadores o melcocheros y no nos quiten la caridad cristiana.

ARCEDIANO.— También es gentil caridad esa vuestra, que personas tan honradas tomen tan viles oficios. Pero veamos: ¿qué querríais hacer de los pleitos que están comenzados?

LACTANCIO.— Que se diese el beneficio al más idóneo de los pleiteantes, o que se quitase a entrambos y lo diesen a otro que mejor lo mereciese.

ARCEDIANO.— De esa manera no habría justicia.

LACTANCIO.— Antes mucha más, porque se emplearían los beneficios en tales personas que hiciesen aquello para que fueron ordenados.

ARCEDIANO.— ¿Y ahora no se hace?

LACTANCIO.— No por cierto, porque los bienes de los beneficios son de los pobres, y vosotros, trayendo pleitos sobre ellos, gastaislos entre abogados y procuradores, y entre tanto los pobres mueren de hambre.

ARCEDIANO.— Muchos hay que no los gastan en eso y aun muchos que los gastan en cosas muy peores, como vos mismo podéis ser buen testigo. Y, ¿quién queríais que determinase de la suficiencia entre los clérigos para darles o quitarles los beneficios?

LACTANCIO.— Cada obispo en su obispado, porque conocerían mejor las personas.

ARCEDIANO.— Sí, pero hay muchos obispos que no tienen tantas letras ni juicio para saberlo hacer.

LACTANCIO.— Y aun, ¡mal pecado!, aunque lo supiesen no se querrían entremeter en ello, pero diputarían personas que lo hiciesen.

ARCEDIANO.— ¿Queréis que os diga? A la fin todo andaría por favor.

LACTANCIO.— No lo creáis, que hay muchos obispos sabios y de buena conciencia, y los otros tomarían ejemplo en estos, y, a la verdad, este me parece ahora el mejor remedio hasta que haya otra más entera reformación de la Iglesia.

ARCEDIANO.— Y de los pleitos que había sobre cosas de seglares, ¿qué queríais hacer?

LACTANCIO.— Si fuese príncipe, o partiría la diferencia o lo daría todo al más hombre de bien.

ARCEDIANO.— ¿No veis que pervertíais la justicia?

LACTANCIO.— ¿Queréis que os diga? Todas las cosas creó Dios para el servicio del hombre y da la administración de ellas más a uno que a otro, para que las repartan con los que no tienen, y es justicia que las tenga el que mejor las sabe administrar. Lo demás, a mi ver, es manifiesta injusticia.

ARCEDIANO.— Vos querríais, según eso, hacer un mundo de nuevo.

LACTANCIO.— Querría dejar en él lo bueno y quitar de él todo lo malo.

ARCEDIANO.— Tal sea mi vida. Pero no podréis salir con tan grande empresa.

LACTANCIO.— Vívame a mí el Emperador don Carlos y veréis vos si saldré con ello.

ARCEDIANO.— Esperad, que aún no lo habéis oído todo. Desde que el ejército del Emperador entró en Roma hasta que yo me salí, que fue a 12 de junio, no se dijo misa en Roma, ni en todo aquel tiempo oímos sonar campana ni aun reloj.

LACTANCIO.— Los ruines poco iba en que oyesen misa, pues la oyen sin devoción, atención ni reverencia, y los buenos harán con el espíritu lo que no podrán hacer con el cuerpo. Pero veamos: ¿por qué los clérigos y frailes no decían misa?

ARCEDIANO.— ¡Por Dios, que esa es una gentil pregunta! ¿No os dije al principio que no había clérigo ni fraile que osase andar por Roma sino en este hábito de soldado como yo vengo?

LACTANCIO.— ¿Por qué?

ARCEDIANO.— Porque cuando los alemanes veían un clérigo o fraile por las calles, luego andaban dando voces: ¡Papa, papa, ammazza, ammazza!

LACTANCIO.— ¡Oh, válgame Dios! Yo me acuerdo, cuando estaba en Roma, que traían por allí muchas profecías que decían de esta persecución de los clérigos, y que había de ser en tiempo de este Emperador.

ARCEDIANO.— Así es la verdad; mil veces las leíamos allí por nuestro pasatiempo.

LACTANCIO.— Pues, ¿por qué no os enmendabais?

ARCEDIANO.— ¿Quién creyera que aquello había de ser verdad?

LACTANCIO.— Cualquiera que considera bien las cosas de Roma.

ARCEDIANO.— Ni más ni menos. Pues allende de esto había tan gran hedor en las iglesias que no había quién pudiese entrar en ellas.

LACTANCIO.— ¿De qué?

ARCEDIANO.— Habían los soldados abierto muchas sepulturas pensando hallar tesoro escondido en ellas, y como se quedaban descubiertas, hedían los cuerpos muertos.

LACTANCIO.— No era mucho que sufrierais aquel perfume en pago de los dineros que lleváis por enterrarlos.

ARCEDIANO.— ¿Burlaisos?

LACTANCIO.— No, por mi vida, sino que os digo la verdad. Que, pues los clérigos no tienen vergüenza de llevar tributo de los muertos, cosa que aun entre los gentiles era torpísima, tampoco habían de tener asco de entrar en las iglesias a rogar a Dios por ellos.

ARCEDIANO.— Bien pensáis vos haber acabado; pues, como dicen, aún os queda lo peor por desollar, porque he querido guardar lo más grave para la postre.

LACTANCIO.— Ea, decid.

ARCEDIANO.— No dejaron reliquias que no saquearon para tomar con sus sacrílegas manos la plata y el oro con que estaban cubiertas, que era la mayor abominación del mundo ver aquellos desuellacaras entrar en lugares donde los obispos, los cardenales, los sumos pontífices apenas osaban entrar, y sacar aquellas cabezas y brazos de apóstoles y de santos bienaventurados. Ahora yo no sé qué fruto pueda venir a la cristiandad de una tan abominable osadía y desacatamiento.

LACTANCIO.— Recia cosa es esa; mas decidme: después de tomada la plata y oro, ¿qué hacían de los huesos?

ARCEDIANO.— Los alemanes, algunos echaban en los cementerios o en campo santo; otros traían a casa del Príncipe de Orange y de otros capitanes; y los españoles, como gente más religiosa, todos los traían a casa de Juan de Urbina.

LACTANCIO.— ¿Así despojados?

ARCEDIANO.— ¡Mira qué duda! Yo mismo vi una espuerta de ellos en casa del mismo Juan de Urbina.

LACTANCIO.— Veamos: ¿y eso tenéis vos por lo más grave?

ARCEDIANO.— Claro está.

LACTANCIO.— Venid acá: ¿no vale más un cuerpo vivo que ciento muertos?

ARCEDIANO.— Sí.

LACTANCIO.— Luego muy más grave fue la muerte de los cuatro mil hombres que decís que no el saco de las reliquias.

ARCEDIANO.— ¿Por qué?

LACTANCIO.— Porque las reliquias son cuerpos muertos y los hombres eran vivos, y me habéis confesado que vale más uno que ciento.

ARCEDIANO.— Verdad decís, pero aquellos cuerpos eran santos y estos otros no.

LACTANCIO.— Tanto peor; que las ánimas de los santos no sienten el mal tratamiento que se hace a sus cuerpos, porque están ya beatificados, y estas otras sí, porque muriendo en pecado se van al infierno, y muere juntamente el ánima y el cuerpo.

ARCEDIANO.— Así es, pero también es recia cosa que veamos en nuestros días una osadía y desacato tan grande.

LACTANCIO.— Decís muy gran verdad; mas mirad que no sin causa Dios ha permitido esto por los engaños que se hacen con estas reliquias por sacar dinero de los simples, porque hallaréis muchas reliquias que os las mostrarán en dos o tres lugares. Si vais a Dura, en Alemania, os mostrarán la cabeza de Santa Ana, madre de Nuestra Señora, y lo mismo os mostrarán en León de Francia. Claro está que lo uno o lo otro es mentira, si no quieren decir que Nuestra Señora tuvo dos madres o Santa Ana dos cabezas. Y siendo mentira, ¿no es gran mal que quieran engañar la gente y tener en veneración un cuerpo muerto que quizá es de algún ahorcado? Veamos: ¿cuál tendríais por mayor inconveniente: que no se hallase el cuerpo de Santa Ana o que por él os hiciesen venerar el cuerpo de alguna mujer de por ahí?

ARCEDIANO.— Más querría que ni aquel ni otro ninguno pareciese que no que me hiciesen adorar un pecador en lugar de un santo.

LACTANCIO.— ¿No querríais más que el cuerpo de Santa Ana, que, como dicen, está en Dura y en León, enterrasen en una sepultura y nunca se mostrasen, que no que con el uno de ellos engañasen tanta gente?

ARCEDIANO.— Sí, por cierto.

LACTANCIO.— Pues de esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y se perdería muy poco en que no las hubiese. Pluguiese a Dios que en ello se pusiese remedio. El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos, y también en Nuestra Señora de Anversia; y la cabeza de San Juan Bautista, en Roma y en Amians de Francia. Pues apóstoles, si los quisiésemos contar, aunque no fueron sino doce y el uno no se halla y el otro está en las Indias, más hallaremos de veinticuatro en diversos lugares del mundo. Los clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres, y el uno echó Santa Helena, madre del emperador Constantino, en el mar Adriático para amansar la tempestad, y el otro hizo fundir en almete para su hijo, y del otro hizo un freno para su caballo; y ahora hay uno en Roma, otro en Milán, y otro en Colonia, y otro en París, y otro en León y otros infinitos. Pues de palo de la cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay de ella en la cristiandad se juntase, bastaría para cargar una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia. Pues leche de Nuestra Señora, cabellos de la Madalena, muelas de San Cristóbal, no tienen cuento. Y allende de la incertinidad que en esto hay, es una vergüenza muy grande ver lo que en algunas partes dan a entender a la gente. El otro día, en un monasterio muy antiguo me mostraron la tabla de las reliquias que tenían, y vi entre otras cosas que decía: «Un pedazo del torrente de Cedrón». Pregunté si era del agua o de las piedras de aquel arroyo lo que tenían; dijéronme que no me burlase de sus reliquias. Había otro capítulo que decía: «De la tierra donde apareció el ángel a los pastores». Y no les osé preguntar qué entendían por aquello. Si os quisiese decir otras cosas más ridículas e impías que suelen decir que tienen, como del ala del ángel San Gabriel, como de la penitencia de la Madalena, huelgo de la mula y del buey, de la sombra del bordón del señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del jubón de la Trinidad y otras infinitas cosas a estas semejantes, sería para haceros morir de risa. Solamente os diré que pocos días ha que en una iglesia colegial me mostraron una costilla de San Salvador. Si hubo otro Salvador, sino Jesucristo, y si él dejó acá alguna costilla o no, véanlo ellos.

ARCEDIANO.— Eso, como decís, a la verdad, más es de reír que no de llorar.

LACTANCIO.— Tenéis razón. Pero vengo a las otras cosas que siendo inciertas, y aunque sean ciertas, son tropiezos para hacer al hombre idolatrar. Y hácennoslas tener en tanta veneración que aun en Aquisgrano hay no sé qué calzas viejas que dice que fueron de San José; no las muestran sino de cinco en cinco años y va infinita gente a verlas por una cosa divina. Y de estas cosas hacemos tanto caso y las tenemos en tanta veneración, que si en una misma iglesia están de una parte los zapatos de San Cristóbal en una custodia de oro, y de otra el santo Sacramento, a cuya comparación todas cuantas reliquias son menos que nada, antes se va la gente a hacer oración delante de los zapatos que no ante el Sacramento; y siendo esta muy grande impiedad, no solamente no lo reprenden los que lo deberían reprender, pero admítenlo de buena gana por el provecho que sacan con muy finas granjerías que tienen inventadas para ello. Veamos: ¿cuál tendríais por mayor inconveniente, que no hubiese reliquias en el mundo o que se engañase así la gente con ellas?

ARCEDIANO.— No sé, no me quiero meter en esas honduras.

LACTANCIO.— ¿Cómo honduras? ¿Cuál tenéis en más, el ánima de un simple o el cuerpo de un santo?

ARCEDIANO.— Claro está que un ánima vale mucho más.

LACTANCIO.— Pues, ¿qué razón hay que por honrar un cuerpo que dicen santo (y quizá es de algún ladrón) queráis vos poner en peligro tantas ánimas?

ARCEDIANO.— Decís verdad, pero puédese dar bien a entender a los simples.

LACTANCIO.— Bien, pero muchas veces los que lo deberían dar a entender son los que no lo entienden, y allende de esto, ¿para qué queréis poner en peligro un ánima sin necesidad? Veamos: si quisieseis en esta villa ir a Nuestra Señora del Prado y no supieseis el camino, ¿no tendríais por muy grande inhumanidad si alguno os guiase por el río, con peligro de ahogaros en él, pudiendo ir más presto y más seguro por la puente?

ARCEDIANO.— Sí, por cierto.

LACTANCIO.— Pues así eso otro. Vos, ¿para qué queréis las reliquias?

ARCEDIANO.— Porque muchas veces me ponen devoción.

LACTANCIO.— Y la devoción, ¿para qué la queréis?

ARCEDIANO.— Para salvar mi ánima.

LACTANCIO.— Pues pudiéndola salvar sin peligro de perderla, ¿no tomaríais de mejor voluntad el camino más seguro?

ARCEDIANO.— Sí, y aun dicen los confesores que es pecado ponerse a sabiendas en el peligro de pecar.

LACTANCIO.— Dicen muy gran verdad.

ARCEDIANO.— Bien, pero, ¿qué camino hay más seguro?

LACTANCIO.— El que mostró Jesucristo: amarlo a él sobre todas las cosas y poner en él solo toda vuestra esperanza.

ARCEDIANO.— Decís verdad, mas porque yo no puedo hacer eso, quiero hacer esto otro.

LACTANCIO.— Grandísima herejía es esa, decir que no podéis, a lo menos, pedir gracia para hacerlo, pues decís que la pedís y no se os da. Luego, ¿mintionos Dios cuando dijo: petite et accipietis? Y también, ¿qué ceguedad es esa? ¿Pensáis vos que sin guardar los mandamientos de Dios iréis a Paraíso aunque tengáis un brazo de un santo o un pedazo de la cruz y aun toda ella entera en vuestra casa? Sois enemigo de la cruz, ¿y quereisos salvar con la cruz?

ARCEDIANO.— Cierto, yo estaba engañado.

LACTANCIO.— Pues veis aquí: con tanta mayor razón se puede el vulgo quejar de los que les ponen en estas y en otras semejantes supersticiones con peligro de perder sus ánimas, que vos del que os guió por el río con peligro de ahogaros en él, cuanto el ánima es más digna que el cuerpo.

ARCEDIANO.— Bien, pero el vulgo más fácilmente con cosas visibles se atrae y encamina a las invisibles.

LACTANCIO.— Decís verdad, y aun por eso nos dejó Jesucristo su cuerpo sacratísimo en el Sacramento del altar, y teniendo esto no sé yo para qué hemos menester otra cosa.

ARCEDIANO.— De esa manera, ¿no querríais vos que se hiciese honra a las reliquias de los santos?

LACTANCIO.— Sí querría, por cierto; mas esta veneración querría que fuese con discreción y que se hiciese a aquellas que se tuviesen por muy averiguadas, como por la Iglesia está ordenado, y entonces querría que se pusiesen en lugar muy honrado, y que no se mostrasen al pueblo, sino que le diesen a entender cómo es todo nada en comparación del santísimo Sacramento que cada día ven y pueden recibir si quieren; y de esta manera aprendería la gente a amar a Dios y a poner en él toda la confianza de su salvación.

ARCEDIANO.— Y las reliquias dudosas, ¿qué querríais hacer de ellas?

LACTANCIO.— También esas querría yo poner en un honesto lugar sin dar a entender que allí hubiese reliquias.

ARCEDIANO.— Y las verdaderas, ¿no querríais que estuviesen en sus custodias de plata o de oro?

LACTANCIO.— No, por cierto.

ARCEDIANO.— ¿Por qué?

LACTANCIO.— Por no dar causa que se les hiciese otro desacato como el que se les ha hecho ahora en Roma, y por no dar a entender que los santos se huelgan de poseer lo que cualquier bueno se precia de menospreciar.

ARCEDIANO.— Bien decís, pero, ¿no veis que los santos se enojarían si les quitaseis el oro y la plata en que sus huesos están encerrados, y podría ser que de enojo nos hiciesen algún mal?

LACTANCIO.— Antes tengo por cierto que se holgarían que les quitasen aquel oro y plata para socorrer gente necesitada, que muchas veces se pierde por no tener que comer.

ARCEDIANO.— Eso no entiendo si no me lo declaráis más.

LACTANCIO.— Yo os lo diré. El santo que mientras vivía en este mundo y tenía necesidad de sus bienes, los dejó y repartió a los pobres por amor de Jesucristo, ¿no creéis vos que holgaría de hacer otro tanto después de muerto, cuando no los ha menester?

ARCEDIANO.— Sí, por cierto; pues aun nosotros que no somos santos, cuando nos queremos morir, no pudiendo llevar nuestros bienes con nosotros, holgamos de darlos a los pobres y repartirlos entre iglesias y monasterios.

LACTANCIO.— Pues decime vos ahora: ¿qué razón hay para que se presuma que le pesará a un santo de hacer después de muerto lo que hizo mientras vivió?

ARCEDIANO.— Ninguna; antes, a mi ver, se holgaría que haga alguno por amor de él lo que hiciera él si fuera vivo.

LACTANCIO.— Pues veis ahí; como todos los santos, mientras vivieron, holgaron de ayudar con sus bienes a los pobres, así holgarían ahora de ayudarles con aquella plata y oro que la buena gente les ha dado, después de muertos.

ARCEDIANO.— Así Dios me salve, que es muy buena razón y creo que decís muy gran verdad, pero escandalizaríase el vulgo.

LACTANCIO.— Yo os doy mi fe que no haría si se proveyese que gente supersticiosa, que tienen en más sus vientres que la gloria de Jesucristo, no los anduviesen escandalizando.

ARCEDIANO.— Cuanto a eso yo me doy por satisfecho.

LACTANCIO.— Pues veis aquí cómo Nuestro Señor Jesucristo ha permitido que en Roma se haga tan gran desacato a las reliquias por remediar los engaños que con ellas se hacen.

ARCEDIANO.— Bien está, yo os lo confieso; pero, ¿qué me diréis del poco acatamiento que se tenía a las imágenes? ¿Qué razón hay para que Dios permitiese esto?

LACTANCIO.— Yo os diré. No quiero negar que ello no fuese una grandísima maldad, pero habéis de saber que tampoco eso permitió Dios sin muy gran causa, porque ya el vulgo, y aun muchos de los principales, se embebecían tanto en imágenes y cosas visibles, que no curaban de las invisibles, ni aun del santísimo Sacramento. En mi tierra, andando un hombre de bien, teólogo, visitando un obispado de parte del obispo, halló en una iglesia una imagen de Nuestra Señora que dice que hacía milagros en un altar frontero del santísimo Sacramento, y vio que cuantos entraban en la iglesia volvían las espaldas al santísimo Sacramento, a cuya comparación cuantas imágenes hay en el mundo son menos que nada, y se hincaban de rodillas ante aquella imagen de Nuestra Señora. El buen hombre, como vio la ignominia que allí se hacía a Jesucristo, tomó tan grande enojo, que quitó de allí la imagen y la hizo pedazos. El pueblo se conmovió tanto de esto que lo quisieron matar, pero Dios lo escapó de sus manos. Los clérigos de la iglesia, indignados por haber perdido la renta que la imagen les daba, trabajaban con el pueblo que se fuesen a quejar al obispo, pensando que mandaría luego quemar al pobre visitador. El obispo, como persona sabia, entendida la cosa como pasaba, reprendió al visitador del desacatamiento que hizo en romper la imagen, y loó mucho lo que había hecho en quitarla. Así que pues no había en la cristiandad muchos tales visitadores que se doliesen de la honra de Dios y quitasen aquellas supersticiones, permitió que aquella gente hiciese los desacatos que decís para que, dejada la superstición, de tal manera de aquí adelante hagamos honra a las imágenes que no deshonremos a Jesucristo.

ARCEDIANO.— Por cierto, esa es muy santa consideración, y aun yo os prometo que hay muy grande necesidad de remedio, especialmente en Italia.

LACTANCIO.— Y aun también la hay acá, y si miráis bien en ello, los mismos engaños que recibe la gente con las reliquias, eso mismo recibe con las imágenes.

ARCEDIANO.— Decís muy gran verdad, mas no sé si os diga otra cosa, que aun en pensarlo me tiemblan las carnes.

LACTANCIO.— Decidlo, no hayáis miedo.

ARCEDIANO.— ¿Queréis mayor abominación que hurtar la custodia del altar y echar en el suelo el santísimo Sacramento? ¿Es posible que de esto se pueda seguir ningún bien? ¡Oh cristianas orejas que tal oís!

LACTANCIO.— ¡Válgame Dios! Y eso, ¿vísteislo vos?

ARCEDIANO.— No, pero así lo decían todos.

LACTANCIO.— Lo que yo he oído decir es que un soldado tomó una custodia de oro y dejó el Sacramento en el altar, entre los corporales, y no lo echó en el suelo, como vos decís. Pero comoquiera que ello sea, es muy grande impiedad y atrevimiento, digno de muy recio castigo. Mas, a la verdad, no es cosa nueva, antes suele muchas veces acaecer entre gente de guerra, y de ello tienen la culpa los que, sabiéndolo, quieren más la guerra que vivir en paz. Pero digo que nunca hubiese sido hecho, ¿paréceos esa la mayor abominación que podía ser? Veamos: ¿no era mayor echarlo en un muladar?

ARCEDIANO.— Mayor.

LACTANCIO.— Pues, ¿cuántas veces lo habéis vos visto en Roma echar en el muladar?

ARCEDIANO.— ¿Cómo en el muladar?

LACTANCIO.— Yo os lo diré. Decime: ¿cuál hiede más a Dios, un perro muerto de los que echan en el muladar o un ánima obstinada en la suciedad del pecado?

ARCEDIANO.— El ánima, porque dice San Agustín que tolerabilius foetet canis putridus hominibus quam anima peccatrix Deo.

LACTANCIO.— Luego no me negaréis que no sea un pestífero muladar el ánima de un vicioso.

ARCEDIANO.— No, por cierto.

LACTANCIO.— Pues el sacerdote que levantándose de dormir con su manceba —no quiero decir peor—, se va a decir misa, el que tiene el beneficio habido por simonía, el que tiene el rencor pestilencial contra su prójimo, el que mal o bien anda allegando riquezas, y obstinado en estos y otros vicios, aun muy peores que estos, se va cada día a recibir aquel santísimo Sacramento, ¿no os parece que aquello es echarlo peor que en un muy hediente muladar?

ARCEDIANO.— Vos me habláis un nuevo lenguaje y no sé qué responderos.

LACTANCIO.— No me maravillo que la verdad os parezca nuevo lenguaje. Pues mirad, señor: ha permitido Dios que eso se hiciese o se dijese, porque viendo los clérigos cuán grande abominación es tratar así el cuerpo de Jesucristo, vengan en conocimiento de cómo lo tratan ellos muy peor y, apartándose de su mal vivir, limpien sus ánimas de los vicios y las ornen de virtudes para que venga en ellas a morar Jesucristo y no lo tengan, como lo tienen, desterrado.

ARCEDIANO.— Así Dios me valga, que vos me habéis muy bien satisfecho a todas mis dudas, y estoy muy maravillado de ver cuán ciegos estamos todos en estas cosas exteriores, sin tener respeto a las interiores.

LACTANCIO.— Tenéis muy gran razón de maravillaros, porque a la verdad es muy gran lástima de ver las falsas opiniones en que está puesto el vulgo, y cuán lejos estamos todos de ser cristianos, y cuán contrarias son nuestras obras a la doctrina de Jesucristo, y cuán cargados estamos de supersticiones; y a mi ver todo procede de una pestilencial avaricia y de una pestífera ambición que reina ahora entre cristianos mucho más que en ningún tiempo reinó. ¿Para qué pensáis vos que da el otro a entender que una imagen de madera va a sacar cautivos y que, cuando vuelve, vuelve toda sudando, sino para atraer el simple vulgo a que ofrezcan a aquella imagen cosas de que él después se puede aprovechar? Y no tiene temor de Dios de engañar así la gente. ¡Como si Nuestra Señora, para sacar un cautivo, hubiese menester llevar consigo una imagen de madera! Y siendo una cosa ridícula, créelo el vulgo por la autoridad de los que lo dicen. Y de esta manera os dan otros a entender que si hacéis decir tantas misas, con tantas candelas, a la segunda angustia hallaréis lo que perdiereis o perdisteis. ¡Pecador de mí! ¿No sabéis que en aquella superstición no puede dejar de intervenir obra del diablo? Pues interviniendo, ¿no valdría más que perdieseis cuanto tenéis en el mundo, antes que permitir que en cosa tan santa se entremeta cosa tan perniciosa? En esta misma cuenta entran las nóminas que traéis al cuello para no morir en fuego ni en agua, ni a manos de enemigos, y encantos, o ensalmos que llama el vulgo, hechos a hombres y a bestias. No sé dónde nos ha venido tanta ceguedad en la cristiandad que casi hemos caído en una manera de gentilidad. El que quiere honrar un santo, debería trabajar de seguir sus santas virtudes, y ahora, en lugar de esto, corremos toros en su día, allende de otras liviandades que se hacen, y decimos que tenemos por devoción de matar cuatro toros el día de San Bartolomé, y si no se los matamos, hemos miedo que nos apedreará las viñas. ¿Qué mayor gentilidad queréis que esta? ¿Qué se me da más tener por devoción matar cuatro toros el día de San Bartolomé que de sacrificar cuatro toros a San Bartolomé? No me parece mal que el vulgo se recree con correr toros, pero paréceme que es pernicioso que en ello piense hacer servicio a Dios o a sus santos, porque, a la verdad, de matar toros a sacrificar toros yo no sé que haya diferencia. ¿Queréis ver otra semejante gentilidad, no menos clara que esta? Mirad cómo hemos repartido entre nuestros santos los oficios que tenían los dioses de los gentiles. En lugar de dios Marte, han sucedido Santiago y San Jorge; en lugar de Neptuno, San Telmo; en lugar de Baco, San Martín; en lugar de Eolo, Santa Bárbara; en lugar de Venus, la Madalena. El cargo de Esculapio hemos repartido entre muchos: San Cosme y San Damián tienen cargo de las enfermedades comunes; San Roque y San Sebastián, de la pestilencia; Santa Lucía, de los ojos; Santa Apolonia, de los dientes; Santa Águeda, de las tetas; y por otra parte, San Antonio y San Eloy, de las bestias; San Simón y Judas, de los falsos testimonios; San Blas, de los que estornudan. No sé yo de qué sirven estas invenciones y este repartir de oficios, sino para que del todo parezcamos gentiles y quitemos a Jesucristo el amor que en él solo deberíamos tener, vezándonos a pedir a otros lo que a la verdad él solo nos puede dar. Y de aquí viene que piensan otros porque rezan un montón de salmos o manadas de rosarios, otros porque traen un hábito de la Merced, otros porque no comen carne los miércoles, otros porque se visten de azul o naranjado, que ya no les falta nada para ser muy buenos cristianos, teniendo por otra parte su envidia y su rencor y su avaricia y su ambición y otros vicios semejantes tan enteros, como si nunca oyesen decir qué cosa es ser cristiano.

ARCEDIANO.— ¿De dónde procede eso a vuestro parecer?

LACTANCIO.— No me metáis ahora en ese laberinto, a mi ver más peligroso que el de Creta. Dejemos algo para otro día. Y ahora quiero que me digáis si a vuestro parecer he cumplido lo que al principio os prometí.

ARCEDIANO.— Digo que lo habéis hecho tan cumplidamente, que doy por bien empleado cuanto en Roma perdí y cuantos trabajos he pasado en este camino, pues con ello he ganado un día tal como este, en que me parece haber echado de mí una pestífera niebla de abominable ceguedad y cobrado la vista de los ojos de mi entendimiento, que desde que nací tenía perdida.

LACTANCIO.— Pues eso conocéis, dad ahora gracias a Dios por ello y procurad de no serle ingrato, y pues vos quedáis satisfecho, razón será que me contéis lo que más en Roma pasó hasta vuestra partida.

ARCEDIANO.— Eso haré yo de muy buena voluntad. Habéis de saber que, luego como el ejército entró en Roma, pusieron guardas al castillo porque ninguno pudiese salir ni entrar, y el Papa, conociendo el evidente peligro en que estaba y el poco respeto que aquellos soldados le tenían, determinó de hacer algún partido con los capitanes del Emperador, para lo cual mandó llamar a micer Joan Bartolomé de Gatinara, regente de Nápoles, y le dio ciertas condiciones con que era contento de rendirse para que de su parte las ofreciese a los capitanes del ejército; y aunque andando de una parte a otra, procurando este concierto, desde el castillo le pasaron un brazo con un arcabuz, a la fin, cinco días después que el ejército entró en Roma, la capitulación fue hecha y por entrambas partes firmada. Pero como en este medio el Papa tuviese nueva cómo el ejército de la liga lo venía a socorrer, no quiso que aquel concierto se ejecutase.

LACTANCIO.— Por cierto, eso me parece la más recia cosa de cuantas me habéis dicho. ¿No había padecido harta mala ventura la pobre de Roma por su causa, sin que quisiese acabar de destruirla? Si viniera el ejército de la liga a socorrerla, claro está que habían de pelear con los nuestros y morir mucha gente de una parte y de otra, y si los nuestros vencían, el Papa y los que con él estaban quedaban en mayor peligro, y si los de la liga, Roma fuera de nuevo saqueada. ¿Cómo, no fuera mejor tomar cualquier concierto que, habiendo visto tanto mal, ser causa de otras muertes de gentes y de nueva destrucción?

ARCEDIANO.— Por cierto vos tenéis mucha razón, que muy menor inconveniente fuera aceptar el concierto que el daño que de ser socorrido se podía seguir. Pues como el ejército del Emperador supo esto y que los enemigos venían, salieron al campo con ánimo de combatir; mas ellos no osaron pasar del Isola, donde estuvieron algunos días, y el castillo siempre se tenía, con esperanza de ser socorrido o que entre los imperiales se levantaría alguna discordia por faltarles su capitán general; y ellos en este medio no cesaban de hacer sus trincheras y minas para combatir el castillo, y aun en ellas fue herido de una escopeta el Príncipe de Orange, a quien tenían por principal cabeza en el ejército. Allí vino el cardenal Colona con los señores Vespasiano y Ascanio Colona, y remediaron algo de los males que se hacían. Vino asimismo el Virrey de Nápoles y don Hugo de Moncada y el Marqués de Gasto y el señor Alarcón y otros muchos capitanes y caballeros con la gente del reino de Nápoles, y como en este medio no cesaban los tratos en el castillo, a la fin el Papa, sabido que el ejército de la liga se volvía y viendo que no tenía esperanza de ser socorrido, acuerda de rendir el castillo en poder del Emperador con estas condiciones: que toda la gente que estaba dentro se fuesen libremente donde quisiesen, y que no tocasen a cosa alguna de lo que en el castillo estaba, y por el rescate de las personas y hacienda, el Papa prometía de dar cuatrocientos mil ducados para pagar la gente.

LACTANCIO.— ¿Cómo? ¿Y no les bastaba lo que habían robado?

ARCEDIANO.— Sé que eso no entra en la cuenta de la paga. Y para seguridad de esto el Papa les dio en rehenes aquella buena criatura de Joan Mateo Giberto, obispo de Verona, con otros tres obispos, y a Jacobo Salviati con otros dos mercaderes florentines; y allende de esto prometió de dejar en poder del Emperador hasta saber lo que su Majestad querría mandar, el dicho castillo de San Ángel, y Ostia y Civitá vieja con el puerto, y prometió también de dar las ciudades de Parma, Placencia y Módena; y Su Santidad, con los trece cardenales que estaban en el castillo, se iban al reino de Nápoles, para desde ahí venirse a ver con el Emperador.

LACTANCIO.— Por cierto que fue ese un buen medio para ordenar algún bien en la cristiandad.

ARCEDIANO.— Sí, mas, para deciros la verdad, aunque quisieron ellos que esto así se dijese, porque parecía mal retener un Papa y Colegio de cardenales contra su voluntad, digan lo que quisieren, que a la fin ellos estaban gentilmente presos.

LACTANCIO.— ¿No decís que él mismo de su voluntad se quiso ir a Nápoles?

ARCEDIANO.— Sí, pero aquello fue de necesidad hacer virtud; mas pues él quiso estar tantos días esperando ser socorrido, ¿no os parece que si en su voluntad estuviera holgara más de estar en el ejército de la liga que donde está?

LACTANCIO.— No puedo negaros que no sea verosímil, pero, ¿qué sabéis si después ha mudado esa voluntad?

ARCEDIANO.— Por cierto yo no lo sé, ni aun lo creo, ni parece bien que la cabeza de la Iglesia esté de esta manera.

LACTANCIO.— Veamos: quien pudiese evitar algún mal, ¿no es obligado a hacerlo?

ARCEDIANO.— ¿Quién duda?

LACTANCIO.— ¿No sería reprensible el que diese causa a otro para hacer mal?

ARCEDIANO.— Sería en la misma culpa, porque qui causam damni dat, damnum dedisse videtur.

LACTANCIO.— Decís muy bien. Pues veis aquí: el Papa está de su voluntad o no; si está de su voluntad, no es sino bien que esté donde él quisiere, y si contra su voluntad, decidme, ¿para qué querría estar con el ejército de la liga?

ARCEDIANO.— Claro está que para vengarse de la afrenta y daño que ha recibido.

LACTANCIO.— Y veamos: ¿qué se seguiría?

ARCEDIANO.— ¿Qué se podría seguir sino mucha discordia, guerra, muertes y daños en toda la cristiandad?

LACTANCIO.— Pues para evitar esos males tan evidentes, ¿no os parece que está mejor en poder del Emperador que en otra parte, aunque estuviese contra su voluntad, conforme a lo que hoy decíamos del hijo que tiene a su padre atado? Y si el Emperador le dejase ir donde él quisiese, ¿no se le imputarían a él los males que de allí se siguiesen, pues daría él la causa para ello?

ARCEDIANO.— Yo lo confieso, pero, ¿qué dirán todos, grandes y pequeños, sino que el Emperador tiene al Papa y a los cardenales presos?

LACTANCIO.— Eso dirán los necios, a cuyos falsos juicios sería imposible satisfacer; que los prudentes y sabios, conociendo convenir al bien de la cristiandad que el Papa esté en poder del Emperador, tendranlo por muy bien hecho, y loarán la virtud y prudencia de su Majestad, y aun serale la cristiandad en perpetua obligación.

ARCEDIANO.— Cuanto por lo mío, yo holgaré que esté donde quisiereis con que me den acá la posesión de mis beneficios. Pero no sé si miráis en una cosa: que estáis descomulgados.

LACTANCIO.— ¿Por qué?

ARCEDIANO.— Porque tomasteis y tenéis contra su voluntad el supremo Pastor de la Iglesia.

LACTANCIO.— Mirad, señor: aquel está descomulgado que con mala intención no quiere obedecer a la Iglesia; mas el que por el bien público de la cristiandad detiene al Papa y no le quiere soltar por evitar los daños que de soltarle se seguirían, creedme vos a mí, que no solamente no está descomulgado, pero que merece mucho cerca de Dios.

ARCEDIANO.— Cosa es esa harto verosímil, mas no sé yo si nuestros canonistas os la querrán conceder.

LACTANCIO.— El canonista que no lo querrá conceder mostrará no tener juicio.

ARCEDIANO.— Yo así lo creo; allá se avengan. De una cosa tuve muy gran despecho: que el Papa luego perdonó a toda la gente de guerra cuantas cosas habían hecho.

LACTANCIO.— ¿Por qué os pesó?

ARCEDIANO.— Porque ellos quedan ricos y perdonados, y nosotros llorando nuestros duelos.

LACTANCIO.— ¿Vos creéis que vale aquel perdón? Así hizo con los coloneses, perdonolos y después destruyolos. ¡Gentil manera de perdonar!

ARCEDIANO.— No sé qué me crea, sino que ellos quedan absueltos de las ánimas y cargadas las bolsas.

LACTANCIO.— Pues, ¿por qué no reclamabais?

ARCEDIANO.— A eso nos andábamos. ¡Para dejar la pelleja con la hacienda! Las cosas estaban de tal manera, que hecho y por hacer les perdonaran. ¡Si vierais al Papa como yo le vi!

LACTANCIO.— ¿Dónde?

ARCEDIANO.— En el castillo.

LACTANCIO.— ¿A qué ibais allí?

ARCEDIANO.— Vacaron ciertos beneficios en mi tierra, por muerte de un mi vecino, y fuilos a demandar.

LACTANCIO.— Demasiada codicia era esa. ¿No habíais mala vergüenza de ir a importunar con demandas en tal tiempo?

ARCEDIANO.— No, por cierto, que hombre vergonzoso el diablo lo trajo a palacio, y también había muchos que los demandaban y quise más prevenir que ser prevenido.

LACTANCIO.— Ahora os digo que es terrible la codicia de los clérigos. ¿Y qué? ¿También había otros que los demandaban?

ARCEDIANO.— ¡Mirad qué duda! ¿Y para qué pensáis vos que vamos nosotros a Roma?

LACTANCIO.— Yo pensé que por devoción.

ARCEDIANO.— ¡Sí, por cierto! En mi vida estuve menos devoto.

LACTANCIO.— Ni aun menos cristiano.

ARCEDIANO.— Sea como mandareis.

LACTANCIO.— Yo os doy mi fe que si yo fuera Papa, vos no llevarais los beneficios solo porque madrugasteis tanto y después de tan gran persecución no habíais dejado la codicia.

ARCEDIANO.— Y aun por eso es Dios bueno, que no lo erais vos, sino Clemente Séptimo, que me los dio luego de muy buena gana, aunque iba en hábito de soldado como veis.

LACTANCIO.— Yo os prometo que esa fue demasiada clemencia. Ea, decime: ¿cómo lo hallasteis?

ARCEDIANO.— Hallelo a él y a todos los cardenales y a otras personas que con él estaban tan tristes y desconsolados, que en verlos se me saltaban las lágrimas de los ojos. ¡Quién lo vio ir en su triunfo con tantos cardenales, obispos y protonotarios a pie, y a él llevarlo en una silla sentado sobre los hombros dándonos a todos la bendición, que parecía una cosa divina; y ahora verlo solo, triste, afligido y desconsolado, metido en un castillo, y sobre todo en manos de sus enemigos! Y allende de esto, ¡ver los obispos y personas eclesiásticas que iban a verlo, todos en hábito de legos y de soldados, y que en Roma, cabeza de la Iglesia, no hubiese hombre que osase andar en hábito eclesiástico! No sé yo qué corazón hay tan duro que oyendo esto no se moviese a compasión.

LACTANCIO.— ¡Oh inmenso Dios, cuán profundos son tus juicios! ¡Con cuánta clemencia nos sufres, con cuánta bondad nos llamas, con cuánta paciencia nos esperas, hasta que nosotros, con la continuación de nuestros pecados, provocamos contra nosotros mismos el rigor de tu justicia! Y pues así en lo uno como en lo otro nos muestras tu misericordia y bondad infinita, por todo, Señor, te damos infinitas gracias, conociendo que no lo haces sino para mayor mérito nuestro. ¡Quién vio aquella majestad de aquella corte romana, tantos cardenales, tantos obispos, tantos canónigos, tantos protonotarios, tantos abades, deanes y arcedianos; tantos cubicularios, unos ordinarios y otros extraordinarios; tantos auditores, unos de la cámara y otros de la Rota; tantos secretarios, tantos escritores, unos de bulas y otros de breves; tantos abreviadores, tantos abogados, copistas y procuradores, y otros mil géneros de oficios y oficiales que había en aquella corte! ¡Y verlos todos venir con aquella pompa y triunfo a aquel palacio! ¿Quién dijera que habíamos de haber una tan súbita mudanza como la que ahora he oído? Verdaderamente, grandes son los juicios de Dios. Ahora conozco que con el rigor de la pena recompensa la tardanza del castigo.

ARCEDIANO.— Pues, ¡si vierais aquellos cardenales despedir sus familias y quedarse solos, por no haberles quedado qué darles de comer!

LACTANCIO.— De una cosa me consuelo: que, a lo menos, mientras esto les turare, parecerá más al vivo lo que representan.

ARCEDIANO.— ¿Qué?

LACTANCIO.— A Jesucristo con sus apóstoles.

ARCEDIANO.— Decís verdad; mas en ese caso más querrían parecer al papa Julio con sus triunfos. Decime: ¿cómo ha tomado el Emperador lo que en Roma se ha hecho contra la Iglesia?

LACTANCIO.— Yo os diré. Cuando vino nueva cierta de los males que se habían hecho en Roma, el Emperador, mostrando el sentimiento que era razón, mandó cesar las fiestas que se hacían por el nacimiento del príncipe don Felipe.

ARCEDIANO.— ¿Creéis que le ha pesado de lo que se ha hecho?

LACTANCIO.— ¿Qué os parece a vos?

ARCEDIANO.— Cierto yo no lo sabría bien juzgar, porque de una parte veo cosas por donde le debe pesar y de otra por donde le debe placer, y por eso os lo pregunto.

LACTANCIO.— Yo os lo diré. El Emperador es muy de veras buen cristiano, y tiene todas sus cosas tan encomendadas y puestas en las manos de Dios, que todo lo toma por lo mejor, y de aquí procede que ni en la prosperidad le vemos alegrarse demasiadamente ni en la adversidad entristecerse, de manera que en el semblante no se puede bien juzgar de él cosa ninguna; mas, a lo que yo creo, tampoco dejará de conformarse con la voluntad de Dios en esto como en todas las otras cosas.

ARCEDIANO.— Tal sea mi vida. ¿Qué os parece que ahora su Majestad querrá hacer en una cosa de tanta importancia como esta? A la fe, menester ha muy buen consejo, porque si él de esta vez reforma la Iglesia, pues todos ya conocen cuánto es menester, allende del servicio que hará a Dios, alcanzará en este mundo la mayor fama y gloria que nunca príncipe alcanzó, y dirase hasta la fin del mundo que Jesucristo formó la Iglesia y el emperador Carlos V la restauró. Y si esto no hace, aunque lo hecho haya sido sin su voluntad y él haya tenido y tenga la mejor intención del mundo, no se podrá excusar que no quede muy mal concepto de él en los ánimos de la gente, y no sé lo que se dirá después de sus días, ni la cuenta que dará a Dios de haber dejado y no saber usar de una tan grande oportunidad como ahora tiene para hacer a Dios un servicio muy señalado y un incomparable bien a toda la república cristiana.

LACTANCIO.— El Emperador, como os tengo dicho, es muy buen cristiano y prudente, y tiene personas muy sabias en su consejo. Yo espero que él lo proveerá todo a gloria de Dios y a bien de la cristiandad. Mas, pues me lo preguntáis, no quiero dejar de deciros mi parecer, y es que cuanto a lo primero, el Emperador debería…

PORTERO.— Mirad, señores, la iglesia no se hizo para parlar, sino para rezar. Salíos afuera, si mandareis, que quiero cerrar la puerta.

LACTANCIO.— Bien, padre, que luego vamos.

PORTERO.— Si no queréis salir, dejareos encerrados.

ARCEDIANO.— Gentil cortesía sería esa, a lo menos no os lo manda así San Francisco.

PORTERO.— No me curo de lo que manda San Francisco.

LACTANCIO.— Bien lo creo. Vamos, señor, que tiempo habrá para acabar lo que queda.

ARCEDIANO.— Holgara cosa extraña de oíros lo que comenzasteis; mas, pues así es, vamos con Dios, con condición que nos tornemos a juntar aquí mañana.

LACTANCIO.— Mas vamos a San Benito, porque este fraile no nos torne a echar otra vez.

ARCEDIANO.— Bien decís; sea como mandareis.


Publicado el 21 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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