Dos Consejos

Arturo Robsy


Cuento


Cuando el director de mi periódico envió a buscarme, estaba yo poniendo en limpio un natalicio. Siempre —aunque no se lo crean— hay alguien que escribe eso de que "el hogar de la familia Rodríguez—López se ha visto alegrado con el feliz nacimiento de un hermoso varón que, en la pila bautismal..." etcétera. También comprenderán que quien hace estos trabajos no es precisamente el que firma los artículos de opinión, donde se pone el mundo patas arriba, se le despieza y se le reconstruye al gusto del consejo de administración.

Mi periódico es muy bueno. Hay gente que no vota sin leerlo antes y gente que antes de leerlo no entiende ni lo que le acaba de suceder. Lanzamos modas, verbos y expresiones de éxito como "hegemonizar una región", "apretada agenda altamente importante" y "obsolescencia institucional". Se dice, con razón, que ayudamos a gobernar y, en ocasiones, que el gobierno nos paga el favor.

Cuento esto por dos motivos: el primero es resaltar que pertenezco a una buena y famosa escudería, y el segundo es advertir que, a pesar de ello, no soy en absoluto responsable, porque para ser periodista de Opinión lo primero que se necesita es no ser periodista, vivir lejos de los teletipos y de la redacción, lo que equivale a ignorar la realidad. Ahí tienen, bien clara, la razón por la que no firmo estas cuartillas: cuando escribo pagado puedo ser una cosa u otra, o ambas si se tercia, pero cuando escribo gratis puedo permitirme el lujo de ser yo mientras prescinda de poner mi nombre debajo.


Decía al principio que el director me mandó aviso:

—Un pez gordo necesita un "negro". —me dijo.

Un "negro", ya saben ustedes, es el que escribe para que firmen otros que no se encuentran cómodos entre la ortografía y la sintaxis. Muchos políticos los usan: ellos cenan y pasean, inauguran y fulminan mientras el negro pierde el tiempo delante del papel. "Algo demoledor", le dicen. "Algo chocante". "Pon que son unos cabrones, pero con vaselina y juegos de palabras"

También los magnates quieren negros, mayormente para escribir sus memorias con garbo, para que parezca que había estrellas especiales en su nacimiento y que voces divinas les enviaban mensajes a la hora de decidir.

Desde un cierto punto de vista es apetecible: uno se sienta, escucha, fuma gratis y bebe bueno. Hace luego su novelita, cuyo argumento es el mismo siempre: soy estupendo, soy listo, soy providencial. Soy la leche. Y "da capo" otra vez. Cuando esto se repite cien o doscientas veces puede que el hipotético lector tire el libro a la basura, pero el mecenas queda satisfecho y paga mejor que cualquier editor.

Así que me dieron una dirección y una hora exacta y allí en punto estuve para conocer a mi biografiado, que debía saber de mi lo imprescindible: que estaba vendido al oro de mi periódico y que, ante una seria duda, consultaba el diccionario.

Esperaba encontrarme puros, anillos, estómago florido y alegría de vivir en un ambiente de éxito, pero el hombre poderoso, que me abrió la puerta él mismo, tenía una apariencia humilde, una mirada tímida y escasísimos ademanes. Vivía en un piso pequeño, alquilado con muebles viejos, camino de cochambrosos. Pero si no fuera un pez gordo, me dije, jamás hubiera llegado a las altas esferas de mi periódico. "Yo estoy aquí, ergo él es alguien".

Nos sentamos a una camilla. Ni me ofreció tabaco ni güisqui. Se limitó a mirarme con cierta atención y a preguntarme la edad.

—Es usted joven. Al menos lo bastante como para no ser excesivamente duro de mollera. —me dijo— Exigí juventud y que no fuera un hombre de talento. Los talentudos actuales no sirven a las ideas sino que se sirven de ellas. Sólo tienen tres o cuatro, pero las explican de mil maneras.

—Usted no va a ser un "negro". —siguió.— Firmará. Usted va a ser mi contrapeso, el filtro, la planta depuradora.

—Lo intentaré.

—Imagínese que le digo que he comprado el mundo.

—Je. —respondí, por hacer algún ruido cortés.

Vigilaba claramente mis reacciones. Podía estar probándome, tomándome el pelo o contándome la verdad que se imaginaba.

—No sabe usted quién soy. Casi nadie lo sabe y eso es mucho mejor de lo que se imagina. Soy anónimo y hago poco bulto, pero he comprado el mundo. De modo que váyase haciendo a la idea de que no he perdido la razón ni tengo intención de perderla.

—Es un poco...En fin: me recuerda a aquellos buenos señores que compraban tranvías.

—Y hubieran podido comprarlos: es simplemente que no dieron con el vendedor oportuno. Usted es joven y algo de idealismo le quedará, pero no se escandalice si le digo que el mundo estaba en venta hace exactamente —miró el reloj— ... diecisiete días y cuatro horas. Tranquilícese: no tengo intención de hacer que se apee la gente que no haya pagado el billete.

—Es chocante. —dije sin comprometerme.

Me habló entonces de sí mismo, advirtiéndome que se trataba de una vida vulgar, con infancia ligeramente pobre, equilibrios caseros a fin de mes y una brillante imaginación que, con becas y sacrificios, le permitió subir en la escala social.

—Usted sabe que la humanidad vive entre mitos: la Piedra Filosofal, el Amor Eterno, la Potencia Sexual y el Arte, por ejemplo. Yo los catalogué y los ordené según la importancia que se les da. Dios me libre de ser un bioquímico filósofo, pero permítame enorgullecerme de ser un filósofo bioquímico.

Me gustó el juego de palabras y aflojé un poco en mi desconfianza. Si había comprado el mundo aquel hombrecillo, debió de ser porque hubo quien estuvo dispuesto a vender y porque él tuvo con qué pagar. Pero, ¿cuánto vale un mundo? ¿Quién es el perito capaz de tasar esa enormidad?

Continuó explicándome cosas. ¿Sabía yo que la industria química sigue siendo la que más dinero mueve en el planeta? Dueño de conocimientos serios, un biólogo sólo tiene que mirar con agudeza y hacerse preguntas. ¿Qué relación hay entre los ojos azules y la anemia? ¿Qué relación hay entre la memoria y el consumo de loto, pongamos por caso?

—Pero yo me hice rico sin necesidad de descubrir una medicina mágica. Inter nos: no conviene curar según qué enfermedades y, mucho menos, las que hoy en día son mortales.

—¿Ah, no?

—¿Usted cree que desde el siglo pasado a hoy no se han inventado motores distintos a los de explosión y los eléctricos? Claro que sí, pero no interesan comercialmente. ¿Usted cree que en los últimos ochenta años no se ha aprendido a liquidar el cáncer, con esos microscopios electrónicos que da gloria verlos? Pues le diré algo más: se ha aprendido a provocarlo. Mientras, piense en un presidente americano o en un premier inglés que se haya muerto de eso. Por supuesto que se trata de un secreto bien guardado y franceses, rusos y demás morralla cogen su cáncer, pero no ingleses, americanos y alemanes, que son los amos, los "amos", de la industria química.

El cáncer —añadió— se empezaría a curar a partir del 2.021, por acuerdo general. Pero eso era lo de menos al lado de los modelos nucleares de la inteligencia, que permitirían fabricar genios a voluntad, pero los genios no se llegarían a producir: no interesaban. Al contrario: era preferible corromper a los que nacían de forma natural.

—Me está pintando usted un mundo terrible.

—Te estoy describiendo el mundo que tuve la humorada de comprar. Ni por un momento pensé en llevarme una ganga ni en sacar beneficios de la inversión. Además, ya va siendo hora de que te diga otra cosa importante: compré este perro mundo tres días después de haberme muerto de meningitis.

Entre nosotros: ¿qué se puede pensar de un señor que compra el mundo después de llevar tres días muerto y te lo cuenta sentado delante de ti?

El mundo de aquel buen hombre era, sin duda, cruel, frío, despiadado y egoísta. Costaba imaginar que en él amaneciera cada veinticuatro horas, aunque él precisó que ni el amanecer ni la brisa ni las estrellas importan gran cosa a los que mandan; ni siquiera les importa gran cosa lo que mandan, pues lo único que excita su imaginación es el cómo no dejar de hacerlo.

El mismo dinero era una camelo, apenas una herramienta que tendía a convertirse en fin. Las cosas, en su mayoría, superfluas. Las personas, en su totalidad, superficiales, consumiendo su vida en sobrevivir y renunciando a vivir para ellas mismas. ¿Qué se puede pensar de un hombre que se aburre y de una gigantesca industria montada sobre el aburrimiento humano? Sólo esto: gente vacía o gente con miedo a mirarse por dentro.

—¿No se le ocurre a usted que "vivir a tope" es "negarse a tope"? Si preguntara por ahí vería que lo que más interesa a todos es la vida, la vida como hecho biológico; la propia vida, que usan, insisto, en aturdirse, en distraerse, en matar el tiempo o en venderlo por dinero.

—¿Pagó mucho por un mundo así?

—Muy poco, en realidad... Pero quiero explicárselo todo: aunque bien pronto me puse en el camino de una maravillosa substancia, mi dinero lo hice redactando los prospectos de tres famosos y comunes medicamentos: un tranquilizante, un analgésico y un anticonceptivo, que definen nuestra época de nervios, miedo al dolor y aislamiento. Luego, sin problemas económicos, dediqué todo mi tiempo a la panacea universal: la droga de la inmortalidad. Por aquella época —según confesó— ya no era vanidoso, pero le quedaba una buena provisión de ambición y pensaba en el poder más que en la fama o en el dinero. Ser un gran rey o algo por el estilo y meter en cintura a la humanidad: obligarla a educarse, a convivir en paz y a ser feliz.

—¿Sabe usted cuántos hombres son los que mandan en el mundo? Setenta y tres y ni uno más. Setenta y tres señores, no todos ellos conocidos. Y juegan. No hacen otra cosa que jugar una interminable partida de "monopoly" o de ajedrez... Porque la Edad Media no terminó, amigo mío: evolucionó.

Después de varias demostraciones menores, el nuevo dueño se hizo inocular la meningitis en presencia de aquellos setenta y tres señores. Se tomó su pócima maravillosa y se dejó morir sencillamente. Su cadáver fue sometido a todas las pruebas posibles para certificar lo obvio: que había dejado de existir.

—Morí hace exactamente un mes y, al tercer día, resucité. Aquella gente se apresuró en venderme el mundo a cambio de la inmortalidad, de su inmortalidad. De modo que puedo cambiar el nombre de naciones enteras, provocar guerras, dar comida o hambre, según mi humor, controlar el desarrollo técnico o impulsar la exploración del espacio, porque doy la vida.

—Como Dios.

El hombrecillo tímido sonrió para contradecirme:

—Al contrario que Dios. Lo que Dios nos ha dado es la contradicción Vida—Muerte. Si yo quito el último término, también el primero carece de sentido.

No era momento de discutir. Preferí preguntarle si era esa la historia que debía escribir.

—De ningún modo. En todo lo que le he contado he medio escamoteado un detalle: Yo estuve tres días muerto. Muerto de verdad. Descendí a los infiernos y sé determinadas cosas. Cuando las células de mi cuerpo muerto se regeneraron creé una paradoja en la eternidad y ya le he dicho que soy un hombre imaginativo. Ahora que tengo el poder universal, sé que el Universo es calderilla. Le aseguro a usted que los humanos estamos aquí por error; somos náufragos de... ¿Cómo se lo explicaría? Hemos extraviado la verdad.

—Debería liquidar al ser humano. —puntualizó, ruborizándose— Le aseguro que no hay derecho a tanto sufrimiento y a tanta podredumbre y que, en favor de todos, el hombre debería desaparecer para...¿nacer? Pero estoy empapado de un falso amor hacia mis semejantes, de manera que, en vez de destrucción, quiero que todos los hombres, todos, sepan antes de morir algunas cosas que luego comprobarán.

—Y aquí es donde entro yo. —dije, sin saber todavía si me decía la verdad o había enloquecido. Eso sí: preveía, por su parte, una larga y mística meditación que me aburría por anticipado.

—Nadie lo entenderá mientras viva. —añadió— Tampoco es posible hacerse un Baedeker de la eternidad, pero hay dos cosas que todos, todos, deberán saber y en ello haré que se gasten billones y armas, si se necesitan.

—¿Dos cosas solamente?

Se rió, abandonando por primera vez su aire tímido. Se diría que estaba gastando la mejor broma de la historia.

—Sí. Diga usted que hay un Treinta y Dos de Diciembre y que, pase lo que pase, hay que doblar siempre a la derecha.

—¿Eso?

—Póngalo en poético. —se burló— Repítalo quinientas veces por capítulo y no se preocupe de más.

—Pero, ¿por qué hay que doblar siempre a la derecha y dónde?

—Cuando lo sepa se morirá de risa, sobre todo si no me ha hecho caso.


Así que ya lo saben: hay un Treinta y Dos de Diciembre, que es, seguramente, el Día Cero, y, cuando les llegue la hora, doblen siempre a la derecha, no vaya a ser que...

Por cierto: mejor que no me crean. Me dice el Dueño del Mundo que, si dudan de esto, la cosa tendrá aún más gracia.


Publicado el 8 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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