De los Apeninos a los Andes

Edmundo de Amicis


Cuento


Hace muchos años, cierto muchacho genovés de trece años, hijo de un obrero, fué de Génova a América sólo para buscar a su madre.

Su madre había ido dos años antes a Buenos Aires, capital de la República Argentina, para ponerse al servicio de alguna casa rica y ganar así, en poco tiempo, algo con que levantar a la familia, la cual, por efecto de varias desgracias, había caído en la pobreza y tenía muchas deudas. No son pocas las mujeres animosas que hacen tan largo viaje con aquel objeto, gracias a los buenos salarios que allí encuentra la gente que se dedica a servir, y las cuales vuelven a su patria, al cabo de algunos años, con algunos miles de liras. La pobre madre había llorado lágrimas de sangre al separarse de sus hijos, uno de dieciocho años y otro de once; pero marchó muy animada y con el corazón lleno de esperanzas. El viaje fué feliz; apenas llegó a Buenos Aires, encontró en seguida, por medio de un comerciante genovés, primo de su marido, establecido allí desde hacía mucho tiempo, una excelente familia del país, que le daba un buen salario y la trataba bien. Por algún tiempo mantuvo con los suyos una correspondencia regular, como habían convenido entre sí, el marido dirigía las cartas al primo, que se las entregaba a la mujer, y ésta le daba las contestaciones para que las mandase a Génova, escribiendo él por su parte, algunos renglones. Ganando ochenta pesos al mes y no gastando nada en ella, mandaba a su casa cada tres meses una buena suma, con la cual el marido, que era muy hombre de bien, iba pagando poco a poco las deudas más urgentes y adquiriendo así buena reputación. Entretanto trabajaba y estaba contento de lo que hacía y lisonjeado con la esperanza de que la mujer volvería dentro de poco, porque la casa parecía que estaba sin sombra con su falta, y el hijo menor, principalmente, que quería mucho a su madre, se entristecía y no podía resignarse a su ausencia.

Pero transcurrido un año desde la marcha, después de una carta breve en la que decía no estaba bien de salud, no se recibieron más. Escribieron dos veces al primo y éste no contestó. Escribieron a la familia del país donde estaba sirviendo la mujer; pero sospecharon que no llegaría la carta porque habían equivocado el nombre en el sobre, y, en efecto, no tuvieron contestación. Temiendo una desgracia, escribieron al consulado italiano de Buenos Aires para que hiciese investigaciones; y después de tres meses les contestó el cónsul que, a pesar de anuncio publicado en los periódicos, nadie se había presentado ni para dar noticias. Y no podía suceder de otro modo, entre otras razones, por ésta: que con la idea de salvar el decoro de su familia, que creía mancharla haciéndose criada, la buena mujer no había dicho a la familia argentina su verdadero nombre. Pasaron otros meses sin que tampoco hubiera ninguna noticia. Padre e hijos estaban consternados; al más pequeño le oprimía una tristeza que no podía vencer. ¿Qué hacer? ¿A quién recurrir? La primera idea del padre fué marcharse a buscar a su mujer a América. Pero ¿y el trabajo? ¿Quién sostendría a sus hijos? Tampoco podía marchar el hijo mayor, porque comenzaba entonces a ganar algo y era necesario para la familia. En este afán vivían, repitiendo todos los días las mismas conversaciones dolorosas o mirándose unos a otros en silencio. Una noche, Marcos, el más pequeño, dijo resueltamente: “Voy a América a buscar a mi madre”. El padre movió la cabeza tristemente y no respondió. Era un buen pensamiento, pero impracticable. ¡A los trece años, solo, hacer un viaje a América, necesitándose un mes para llegar! Pero el muchacho insistió pacientemente. Insistió aquel día, el siguiente, todos los días con gran parsimonia y razonando como un hombre. “Otros han ido—decía—más pequeños que yo. Una vez que esté en el barco llegaré allí, como los demás. Llegado allí, no tengo que hacer más que buscar la casa del tío. Como hay allá tantos italianos, alguno me enseñará la calle. Encontrando al tío, encuentro a mi madre, y si no la encuentro buscaré al cónsul y a la familia argentina. Haya ocurrido lo que quiera, hay allí trabajo para todos; yo también encontraré ocupación, al menos lo bastante para ganar con qué volver a casa”. Y así, poco a poco, casi llegó a convencer a su padre; éste lo apreciaba, sabía que tenía juicio y ánimos, que estaba acostumbrado a las privaciones y los sacrificios, y que todas estas buenas cualidades daban doble fuerza a su decisión en aquel santo objeto de buscar a su madre, que adoraba. Sucedió también que cierto comandante de buque mercante, amigo de un conocido suyo, habiendo oído hablar del asunto, se empeñó en ofrecerle, gratis, billete de tercera clase para la República Argentina. Entonces, después de nuevas vacilaciones, el padre consintió y se decidió al viaje. Llenaron un baulillo de ropa, le pusieron algunas liras en el bolsillo, le dieron las señas del tío, y una hermosa tarde del mes de abril lo embarcaron. “Marcos, hijo mío—le dijo el padre, dándole el último beso con las lágrimas en los ojos, sobre la escalerilla del buque que estaba para salir—: ¡ten ánimo, vas con un fin santo, Dios te ayudará!”.

¡Pobre Marcos! Tenía corazón esforzado y estaba preparado también para las más duras pruebas de aquel viaje; pero cuando vió desaparecer del horizonte la hermosa Génova y se encontró en alta mar, sobre aquel gran navío lleno de compatriotas, que emigraban, solo, desconocido de todos, con aquel pequeño baúl que encerraba toda su fortuna, le asaltó repentina desanimación. Dos días permaneció arrinconado en la proa, como un perro, casi sin comer y sintiendo gran necesidad de llorar. Toda clase de tristes pensamientos asaltaban su mente, y el más triste, el más terrible era el que más se apoderaba de ella: el pensamiento de que hubiese muerto su madre. En sus sueños, interrumpidos y penosos, veía siempre la faz de un desconocido que lo miraba con aire de compasión, y después le decía al oído: “Tu madre ha muerto!”. Y entonces se despertaba ahogando un grito. Al fin, pasado el estrecho de Gibraltar, en cuanto vió el Océano Atlántico, tomó un poco de ánimo y cobró esperanzas. Pero fué breve alivio. Aquel inmenso mar, igual siempre, el creciente calor, la tristeza de toda aquella pobre gente que le rodeaba, el sentimiento de la propia soledad, volvieron a echar por tierra sus pasados bríos. Los días se sucedían tristes y monótonos, confundiéndose unos con otros en la memoria, como les sucede a los enfermos. Le parecía que hacía ya un año que estaba en el mar. Cada mañana, al despertar experimentaba un nuevo estupor al encontrarse allí solo, en medio de aquella inmensidad de agua, viajando para América. Los hermosos peces voladores que iban a cada instante a caer en el barco, aquellas admirables puestas de sol de los trópicos con aquellas inmensas nubes color de fuego y sangre, aquellas fosforescencias nocturnas que hacían aparecer todo el Océano encendido como mar de lava, no le hacían el efecto de cosas reales, sino más bien de fantasmas vistos en el sueño. Hubo días de mal tiempo, durante los cuales permaneció encerrado continuamente en el camarote, donde todo bailaba y se caía, en medio de un coro espantoso de quejidos e imprecaciones, y creía que había llegado su última hora. Hubo otros días de mar tranquilo y amarillento, de calor insoportable e infinitamente aburrido; horas interminables y siniestras, durante las cuales los pasajeros, encerrados, tendidos inmóviles sobre las tablas, parecía que estaban muertos. Y el viaje no acababa nunca: mar y cielo, cielo y mar, hoy como ayer, mañana como hoy, todavía, siempre, eternamente. Y él se pasaba las horas apoyado en la borda y mirando aquel mar sin fin, aturdido, pensando vagamente en su madre hasta que los ojos se le cerraban y la cabeza se le caía, rendida por el sueño; y entonces volvía a ver aquella cara desconocida que lo miraba con aire de lástima y le repetía al oído: “¡Tu madre ha muerto!”. Y a aquella voz se despertaba sobresaltado para volver a soñar con los ojos abiertos y mirando el inalterable horizonte.

Veintisiete días duró el viaje. Pero los últimos fueron los mejores. El tiempo estaba bueno y era fresco el aire. Había entablado relaciones con un buen viejo lombardo que iba a América a reunirse con su hijo, labrador de la ciudad de Rosario; le había contado todo lo que ocurría en su casa, y el viejo, a cada instante, le repetía, dándole palmaditas en el cuello: “¡Ánimo, galopín! Tú encontrarás a tu madre sana y contenta”. Aquella compañía le animaba, y sus presentimientos, de tristes, se habían tornado alegres. Sentado en la proa, al lado del viejo labrador que fumaba en pipa, bajo un hermoso cielo estrellado, en medio de grupos de inmigrantes que cantaban, se representaba mil veces en su pensamiento su llegada a Buenos Aires; se veía en una calle, encontraba la tienda, se echaba en brazos del tío: “¿Cómo está mi madre?”. “¿Dónde está?”, “¡Vamos en seguida!”. “En seguida vamos”. Corrían juntos, subían una escalera, se abría una puerta... Y aquí el sordo soliloquio se detenía, se perdía su imaginación en un sentimiento de inexplicable ternura que le hacía sacar, a escondidas, una medallita que llevaba al cuello y murmurar, besándola, sus oraciones.

El vigésimo séptimo día después de la salida llegaron. Era una hermosa mañana de mayo cuando el buque echó el ancla en el inmenso río de la Plata, sobre una orilla en la cual se extiende la vasta ciudad de Buenos Aires, capital de la República Argentina. Aquel tiempo espléndido le pareció un buen agüero. Estaba fuera de sí de alegría y de impaciencia. ¡Su madre se hallaba a pocas millas de distancia de él! ¡Dentro de pocas horas la habría ya visto! ¡Y él se encontraba en América, en el Nuevo Mundo, y había tenido el atrevimiento de ir allí solo! Todo aquel larguísimo viaje le parecía, entonces, que había pasado en un momento. Le parecía haber volado, soñado, y haber despertado entonces. Y era tan feliz que casi no se sorprendió ni se afligió cuando se registró los bolsillos y se encontró una sola de las dos partes en que había dividido su pequeño tesoro, para estar seguro de no perderlo todo. Le habían robado la mitad, no le quedaban más que muy pocos pesos; pero ¿qué le importaba ya, estando tan cerca de su madre? Con su baulillo al hombro, pasó con otros muchos italianos, a un vaporcito que los llevó a poca distancia de la orilla; saltó del vaporcito a una lancha que lleva el nombre de Andrés Doria, desembarcó en el muelle, se despidió de su viejo amigo lombardo; y se dirigió de prisa a la ciudad.

Llegado a la desembocadura de la primera calle que encontró, paró a un hombre que pasaba y le rogó le indicase qué dirección debía tomar para ir a la calle de las Artes. Por casualidad se había encontrado con un obrero italiano. Este le miró con curiosidad y le preguntó si sabía leer. El muchacho contestó que sí—. “Pues bien—le dijo el obrero indicándole la calle de que salía—: sube derecho, leyendo siempre los nombres de las calles en todas las esquinas, y acabarás por encontrar la que buscas”. El muchacho le dió las gracias, y siguió adelante por la calle que le indicaron.

Era una calle recta y larga, pero estrecha, flanqueada por casas bajas y blancas que parecían otras tantas casitas de campo, llena de gente, de coches, de carros que producían ruido ensordecedor; aquí y allá se izaban inmensas banderas de varios colores, en las que había escrito, con gruesos caracteres, anuncios de salidas de vapores para ciudades desconocidas. A cada instante volviéndose a derecha e izquierda, veía otras calles que parecían tiradas a cordel, flanqueadas de casas, también blancas y bajas, llenas de gente y de carruajes, y situadas en el mismo plano de la extensa llanura americana, semejante al horizonte del mar. La ciudad le parecía infinita; creía que se podía pasar días y semanas viendo siempre, aquí y allá, otras calles como aquéllas, y que toda América estaba formada así. Miraba atentamente los nombres de las calles; nombres raros, que le costaba trabajo leer. A cada calle nueva que divisaba, sentía que le latía más de prisa el corazón, pensando que fuese la que buscaba. Miraba a todas las mujeres con la idea de encontrar a su madre. Vió una delante de sí, y le dió una sacudida el corazón; la alcanzó; la miró: era una negra. Y seguía andando, apretando el paso; llegó a una plazoleta, leyó y quedó como clavado en la acera. Era la calle de las Artes. Volvió, vió el número 117; la tienda del tío era el número 175. Apretó más el paso, casi corría; en el número 171 tuvo que detenerse para tomar aliento, diciendo entre sí: “¡Ah, madre mía, madre mía! ¿Es verdad que te veré dentro de un instante?”. Corrió más; llegó a una pequeña tienda de quincalla. Aquélla era. Se asomó. Vió a una señora con pelo gris y anteojos. “¿Qué quieres, niño?”, le preguntó aquélla en español. “¿No es ésta—dijo el muchacho procurando reforzar la voz—la tienda de Francisco Merelo?”. “Francisco Merelo murió”, respondió la señora en italiano. El chico recibió una fuerte impresión al oírlo. “¿Cuándo murió?”. “¡Oh, hace tiempo!—respondió la señora—, algunos meses, tuvo malos negocios, y se fué. Dicen que se fué a Bahía Blanca, muy lejos de aquí, y murió apenas llegó allá. La tienda es mía”. El muchacho palideció. Después dijo precipitadamente: “Merelo conocía a mi madre, la cual estaba aquí sirviendo en casa del señor Mequínez; él sólo podría decirme dónde está. He venido a América a buscar a mi madre. Merelo le mandaba las cartas. Necesito encontrar a mi madre”. “Hijo mío—respondió la señora—, yo no sé de eso. Puedo preguntarle al muchacho del corral, que conoce al joven que le hacía los encargos a Merelo. Puede ser que éste sepa algo”. Fué al fondo de la tienda y llamó al chico, que llegó en seguida. “Dime—le preguntó la tendera—: ¿recuerdas si el dependiente de Merelo iba alguna vez a llevar cartas a una mujer que estaba de criada en casa de Hijos del país?”. “En casa del señor Mequínez—respondió el muchacho—, sí, señora, alguna vez. A lo último de la calle de las Artes”. “¡Ah! ¡Gracias, señora!—gritó Marcos—. Dígame el número... ¿no lo sabe? Hágame acompañar; acompáñame tú mismo en seguida, chico. Aún tengo algunos cuartos”. Y dijo esto con tanto calor, que, sin esperar la venia de la señora, el muchacho respondió: “Vamos”, y salió él primero a muy ligero paso.

Casi corriendo, sin decir una palabra, fueron hasta el fin de la larguísima calle; atravesaron el portal de una pequeña casa blanca y se detuvieron delante de una hermosa cancela de hierro, desde la cual se veía un patio lleno de macetas de flores. Marcos llamó a la campanilla.

Apareció una señorita. “Vive aquí la familia Mequínez, ¿no es verdad?”, preguntó con ansiedad el muchacho. “Aquí vivía—respondió la señorita pronunciando el italiano a la española—. Ahora vivimos nosotros: la familia Ceballos”. “¿Y adónde han ido los señores Mequínez?”, preguntó Marcos latiéndole el corazón. “Se han ido a Córdoba”. “¡Córdoba!—exclamó Marcos—; ¿dónde está Córdoba? ¿Y la persona que tenían a su servicio? La mujer, mi madre, la criada era mi madre. ¿Se han llevado también a mi madre?”. La señorita le miró y dijo: “No lo sé. Quizás lo sepa mi padre, que los vió cuando se fueron. Espérate un momento”. Se fué, y volvió con su padre, un señor alto, con la barba gris; éste miró fijamente un momento a aquel simpático tipo de pequeño marinero genovés de cabellos rubios y nariz aguileña, y le preguntó en mal italiano: “¿Es genovesa tu madre?”. Marcos respondió que sí. “Pues bien: la criada genovesa se fué con ellos; estoy seguro”. “¿Y adónde han ido?”. “A la ciudad de Córdoba”. El muchacho dió un suspiro; después dijo con resignación: “Entonces... iré a Córdoba”. “¡Ah, pobre niño!—exclamó el señor mirándolo con lástima—. ¡Pobre niño! Córdoba está a mil leguas de aquí”. Marcos se quedó pálido como un muerto y se apoyó con una mano en la cancela. “Veamos, veamos—dijo entonces el señor, movido a compasión, abriendo la puerta—; entra un momento, veremos si se puede hacer algo. Siéntate”. Le dió asiento, le hizo contar su historia, estuvo escuchando muy atento y se quedó un rato pensativo; después le dijo con resolución: “Tú no tienes dinero, ¿no es verdad?”. “Tengo todavía, pero muy poco”, respondió Marcos. El señor estuvo pensando otros cinco minutos; después se sentó a una mesa, escribió una carta, la cerró, y dándosela al muchacho, le dijo: “Oye, italianito, ve con esta carta a la Boca. Es un barrio, medio genovés, que está a dos horas de camino de aquí. Todo el que te encuentre te puede indicar el camino. Ve allí y busca a este señor, al cual va dirigida la carta, y que es muy conocido. Llévale esta carta; él te hará salir mañana para la ciudad de Rosario, y te recomendará a alguno de allí que podrá proporcionarte que sigas el viaje hasta Córdoba, en donde encontrarás a la familia Mequínez y a tu madre. Entretanto, toma esto”. Y le dió algunas pesos. “Anda, y ten ánimo; aquí hay por todas partes compatriotas tuyos y no te abandonarán. Adiós”. El muchacho le dijo: “Gracias”. Sin ocurrírsele otras palabras salió con su cofre, y despidiéndose de su pequeño guía, se puso en camino lentamente hacia la Boca, atravesando la gran ciudad lleno de tristeza y de estupor.

Todo lo que le sucedió desde aquel momento hasta la noche del día siguiente, le quedó después en la memoria, confuso e incierto como ensueños de calenturiento: ¡tan cansado, turbado y debilitado se encontraba! Al día siguiente, al anochecer después de haber dormido la noche antes en un cuartucho de una casa de la Boca, al lado de un almacén del muelle; después de haber pasado casi todo el día sentado sobre un montón de maderos, y, como entre sueños, enfrente de millares de barcos, de lanchas y de vapores, se encontraba en la popa de una barcaza de vela cargada de frutas, que salía para la ciudad de Rosario conducida por tres robustos genoveses bronceados por el sol; la voz de los cuales y el dialecto querido que hablaban, llevó algunos bríos el ánimo de Marcos.

Salieron, y el viaje duró tres días y cuatro noches, siendo continua admiración para el pequeño viajero. Tres días y tres noches remontó aquel maravilloso río Paraná, en cuya comparación nuestro gran Po no es más que un arroyuelo, y la extensión de Italia, cuadruplicada, no alcanza a la de su curso. El barco iba lentamente a través de aquella masa de agua inconmensurable. Pasaba por medio de largas islas, antiguos nidos de serpientes, de tigres, cubiertas de árboles frondosos, semejantes a bosques flamantes; y ora se deslizaba entre estrechos canales, de los cuales parecía que no podía salir, ora desembocaba en vastas extensiones de agua, que semejaban grandes lagos tranquilos; después, saliendo de entre las islas, por los canales intrincados de un archipiélago, llegaba a sitios rodeados de montones inmensos de vegetación. Reinaba profundo silencio. En largos trechos, las orillas y las aguas solitarias y vastísimas evocaban la imagen de un río desconocido, que aquel pobre barco de vela era el primero en el mundo que se aventuraba a surcar. Mientras más avanzaban, tanto más aumentaba aquel inmenso río. Pensaba que su madre se encontraba aún a gran distancia, que la navegación debía durar años todavía. Dos veces al día comía un poco de pan y de carne en conserva con los marineros, los cuales, viéndole triste, no le dirigían nunca la palabra. Por la noche dormía sobre cubierta, y se despertaba a cada instante bruscamente, admirando la luz clarísima de la luna que blanqueaba las inmensas y lejanas orillas: entonces el corazón se le oprimía. “¡Córdoba!—repetía este nombre—. ¡Córdoba!”, como el de una de aquellas ciudades misteriosas de las que había oído hablar en las leyendas. Pero después pensaba: “Mi madre ha pasado por aquí; ha visto estas islas, aquellas orillas”; y entonces no le parecían ya tan raros y solitarios aquellos lugares, en los cuales se había fijado la mirada de su madre... Por la noche, alguno de los marineros cantaba. Aquella voz le recordaba las canciones de su madre cuando le adormecía de niño. La última noche, al oír aquel canto, sollozó. El marinero se interrumpió. Después le gritó: “¡Ánimo chico; valor! ¡Qué diablo! ¡Un genovés que llora por estar lejos de su casa! ¡Los genoveses atraviesan todo el mundo tan contentos como orgullosos!”. Aquellas palabras le hicieron experimentar una sacudida; oyó la voz de la sangre genovesa que corría por sus venas, y levantó la frente con orgullo, dando un golpe en el timón. “Bien—dijo entre sí; también daré yo la vuelta al mundo; viajaré años y años, andaré a pie centenares de leguas, seguiré adelante hasta que encuentre a mi madre. Llegaré, aunque sea moribundo, para caer muerto a sus pies. ¡Con tal que vuelva a verla una sola vez...! ¡Ánimo...!”. Y con estos bríos llegó al clarear una fría y hermosa mañana, frente a la ciudad de Rosario, situada en la ribera del Paraná, reflejándose en las aguas los palos y banderas de mil barcos de todos los países.

Poco después de desembarcado subió a la ciudad con su cofre al hombro, buscando a un señor argentino, para el cual su protector de la Boca le había dado una tarjeta con algunas líneas de recomendación. Al entrar en Rosario le pareció que se encontraba en una ciudad ya conocida. Aquellas calles eran interminables, rectas, flanqueadas de casas blancas y bajas, atravesadas en todas direcciones, por cima de los tejados, por espesas fajas de hilos telegráficos y telefónicos, que parecían inmensas telarañas, y oyéndose gran ruido de gente, caballos y carruajes. La cabeza se le iba: casi creía que volvía a entrar en Buenos Aires, que iba otra vez a buscar a su tío. Anduvo cerca de una hora de aquí para allá, dando vueltas y revueltas, y pareciéndole que volvía siempre a la misma calle; y a fuerza de tantas preguntas, encontró al fin la casa de su nuevo protector. Llamó de la campanilla. Se asomó a la puerta un hombre grueso, rubio, áspero, que tenía el aire de corredor de comercio, y que le preguntó fríamente, con pronunciación extranjera:

“¿Qué quieres?”. El muchacho dijo el nombre del patrón. “El patrón—respondió el corredor—ha salido anoche para Buenos Aires con toda su familia”. El muchacho se quedó paralizado. Después balbuceó: “Pero yo... no tengo a nadie aquí... ¡soy solo!”, y le dió una tarjeta. El corredor la tomó, la leyó, y dijo con mal humor: “No sé qué hacer. Ya la daré dentro de un mes cuando vuelva...”. “¡Pero yo estoy solo! ¡estoy necesitado!”, exclamó el chico con voz suplicante. “¡Eh, anda!—dijo el otro—; ¿no hay bastantes pordioseros de tu país en Rosario? Vete a pedir limosna a Italia”.

Y le dió con la puerta en las narices. El muchacho se quedó petrificado. Después tomó con desaliento su baúl y salió con el corazón angustiado, con la cabeza hecha una bomba y asaltado de un cúmulo de pensamientos desagradables.

¡Qué hacer! ¿A dónde ir? De Rosario a Córdoba hay un día de viaje en ferrocarril. Le quedaban ya muy pocos pesos. Deduciendo las que habría de gastar en aquel día, no le quedaría casi nada. ¿Dónde encontrar dinero para pagarse el viaje? ¡Podía trabajar! Pero ¡cómo! ¿A quién pedir trabajo? ¡Pedir limosna! ¡Ah no! Ser arrojado, insultado, humillado como hace poco, no; nunca; jamás; ¡antes morir! Y ante aquella idea, al ver otra vez delante de sí aquella inmensa calle que se perdía a lo lejos en la interminable llanura, sintió que le faltaban otra vez las fuerzas, echó a tierra el cofre, y se sentó en él, apoyando la espalda contra la pared, y se cubrió la cara con las manos, sin llorar, en actitud desconsoladora. La gente le tocaba con los pies al pasar; los carruajes hacían ruido por la calle; algunos muchachos se paraban para mirarlo. Estuvo así buen rato. De su letargo le sacó una voz que le dijo medio en italiano, medio en lombardo:

“¿Qué tienes, chiquillo?”. Alzó la cara al oír aquellas palabras, y en seguida se puso en pie, lanzando una exclamación de sorpresa: “¿Usted aquí?”. Era el viejo labrador lombardo con el cual había contraído amistad durante el viaje. La admiración del viejo no fué menor que la suya. Pero el muchacho no le dió tiempo para preguntarle, y le contó rápidamente lo ocurrido:

“Heme aquí ahora sin dinero; es menester que trabaje; búsqueme usted trabajo para poder reunir algunos pesos; yo haré de todo; llevar ropa, barrer las calles, hacer encargos, hasta trabajar en el campo; me contento con vivir de pan de munición; pero que pueda yo marchar pronto, que pueda encontrar alguna vez a mi madre; ¡hágame usted esta caridad, búsqueme usted trabajo por amor de Dios, que yo no puedo resistir más!”. “¡Cáspita, cáspita!—dijo el viejo mirando alrededor, rascándose la barba—. ¿Qué historia es ésta? Trabajar... se dice muy pronto. ¡Veamos! ¿No habrá aquí medio de encontrar treinta pesos entre tantos compatriotas?”. El muchacho le miraba animado por un rayo de esperanza. “Ven conmigo”, le dijo el viejo. “¿Dónde?”, preguntó el chico, volviendo a cargar con el baulillo. “Ven conmigo”. El viejo se puso en marcha, Marcos le siguió y anduvieron juntos buen trecho sin hablar. El lombardo se detuvo en la puerta de una fonda que tenía en la muestra una estrella, y escrito debajo: La Estrella de Italia; se asomó adentro, y volviéndose hacia el muchacho, le dijo alegremente: “Llegamos a tiempo”.

Entraron en una habitación grande, en donde había varias mesas y muchos hombres sentados que bebían y hablaban alto. El viejo lombardo se acercó a la primera mesa, y en el modo como saludó a los seis parroquianos que estaban a su alrededor, se comprendía que se había separado de ella poco antes. Estaban muy encarnados, y hacían sonar sus vasos, voceando y riendo.

“¡Camaradas!—dijo sin más preámbulos el lombardo, quedándose en pie y presentando a Marcos—: he aquí un pobre muchacho, compatriota nuestro, que ha venido solo desde Génova a Buenos Aires para buscar a su madre. En Buenos Aires le dijeron: ‘No está aquí; está en Córdoba’. Viene embarcado a Rosario, en tres días y tres noches, con dos líneas de recomendación; presenta la carta; le reciben mal. No tiene un céntimo. Está aquí solo, desesperado. Es un infeliz muy animoso. Hágase algo por él. ¿No ha de encontrar lo necesario para pagar el billete hasta Córdoba y buscar a su madre? ¿Hemos de dejarle aquí como a un perro?”. “¡Nunca, por Dios! ¡Nunca nos lo perdonaríamos!”—gritaron todos a la vez, pegando puñetazos en la mesa—. “¡Un compatriota nuestro!”. “¡Ven aquí, pequeño!”. “¡Cuenta con nosotros, los emigrantes!”. “¡Mira qué hermoso muchacho!”. “Aflojad los ochavos, camaradas!”. “¡Bravo! ¡Ha venido solo! ¡Tiene ánimos! Bebe un sorbo, compatriota”. “Te enviaremos con tu madre, no hay que dudarlo”. Uno le tiraba un pellizco en la mejilla, otro le daba palmadas en la espalda; un tercero le aliviaba del peso del cofrecillo; otros emigrantes se levantaron de las mesas próximas y se acercaban; la historia del muchacho corrió por toda la hostería; acudieron de la habitación inmediata tres parroquianos argentinos, y en menos de diez minutos, el lombardo, que presentaba el sombrero, le reunió cuarenta y dos pesos. “¿Has visto—dijo entonces volviéndose hacia el muchacho—qué pronto se hace esto en América?”. “¡Bebe!—le gritó echándole un vaso de vino—. ¡A la salud de tu madre!”. Todos levantaron los vasos. Y Marcos repitió: “A la salud de mi...”. Pero un sollozo de alegría le impidió concluir y dejando el vaso sobre la mesa, se echó en brazos del viejo lombardo.

La mañana siguiente, al romper el día, había ya salido para Córdoba, animado y riente, lleno de presentimientos halagüeños. Pero esta alegría no correspondía al aspecto siniestro de la naturaleza. El cielo estaba cerrado y obscuro; el tren, casi vacío, corría a través de inmensa llanura, en la que no se veía ninguna señal o habitación. Se encontraba solo en un vagón grandísimo, que se parecía a los de los trenes para los heridos. Miraba a derecha e izquierda, y no se veía más que una soledad sin fin, ocupada sólo por pequeños árboles deformes de ramas y troncos contrahechos, que ofrecían figuras raras y casi angustiosas y airadas; una vegetación obscura, extraña y triste, que daba a la llanura el aspecto de inmenso cementerio.

Dormitaba una media hora, y volvía a mirar; siempre veía el mismo espectáculo. Las estaciones del camino estaban solitarias, como casas de ermitaños; y cuando el tren se paraba no se oía una voz; le parecía que se encontraba solo en un tren perdido, abandonado en medio del desierto. Creía que cada estación debía ser la última, y que se entraba, después de ella, en las tierras misteriosas y horribles de los salvajes. Una brisa helada azotaba el rostro. Embarcándole en Génova a fines de abril, su familia no había pensado que en América podría encontrar el invierno, y le habían vestido de verano. Al cabo de algunas horas comenzó a sentir frío, y con el frío, el cansancio de los días pasados, llenos de emociones violentas y de noches de insomnio y agitadas. Se durmió; durmió mucho tiempo; se despertó aterido, se sentía mal. Y entonces le acometió un vago terror de caer malo, de morirse en el viaje y de ser arrojado allí, en medio de aquella llanura solitaria, donde su cadáver sería despedazado por los perros y por las aves de rapiña, como algunos cuerpos de caballos y de vacas que veía al lado del camino de vez en cuando, y de los cuales apartaba la mirada con espanto. En aquel malestar inquieto, en medio de aquel tétrico silencio de la naturaleza, su imaginación se excitaba y volvía a pensar en lo más negro. “¿Estaba, por otra parte, bien seguro de encontrar en Córdoba a su madre? ¿Y si no estuviera allí? ¿Y si aquellos señores de la calle de las Artes se hubieran equivocado? ¿Y si se hubiese muerto?”. Con estos pensamientos volvió a adormecerse y soñó que estaba en Córdoba, de noche, y oía gritar en todas las puertas y desde todas las ventanas: “¡No está aquí! ¡No está aquí! ¡No está aquí!”. Se despertó sobresaltado, aterido y vió en el fondo del vagón a tres hombres con barbas, envueltos en mantas de diferentes colores, que lo miraban hablando bajo entre sí, y le asaltó la sospecha de que fuesen asesinos y lo quisiesen matar para robarle el equipaje. Al frío, al malestar, se agregó el miedo; la fantasía, ya turbada, se le extravió; los tres hombres le miraban siempre; uno de ellos se movió hacia él; entonces le faltó la razón, y corriendo a su encuentro con los brazos abiertos, gritó: “No tengo nada. Soy un pobre niño. Vengo de Italia; voy a buscar a mi madre; estoy solo; ¡no me hagáis daño!”. Los viajeros lo comprendieron todo en seguida; tuvieron lástima, le hicieron caricias y le tranquilizaron, diciéndole muchas palabras, que no entendía; y viendo que castañeteaba los dientes por el frío, le echaron encima una de sus mantas y le hicieron volver a sentarse para que se durmiera. Y se volvió a dormir al anochecer. Cuando lo despertaron estaban en Córdoba.

¡Ah! ¡Qué bien respiró y con qué ímpetu se echó del vagón! Preguntó a un empleado de la estación dónde vivía el ingeniero Mequínez; le dijo el nombre de una iglesia, al lado de la cual estaba su casa; el muchacho echó a correr hacia ella. Era de noche. Entró en la ciudad. Le pareció entrar en Rosario otra vez, al ver las calles rectas, flanqueadas de pequeñas casas blancas y cortadas por otras calles rectas y larguísimas. Pero había poca gente, y a la luz de los pocos faroles que había, encontraba caras extrañas, de un color desconocido, entre negro y verdoso; y alzando la cara de vez en cuando veía iglesias de una arquitectura rara, que se dibujaban inmensas y negras sobre el firmamento. La ciudad estaba obscura y silenciosa; pero después de haber atravesado aquel inmenso desierto, le pareció alegre. Preguntó a un sacerdote y pronto encontró la iglesia y la casa; llamó a la campanilla con mano temblorosa, y se apretó la otra contra el pecho para sostener los latidos de su corazón, que se le quería subir a la garganta.

Una vieja fué a abrir con la luz en la mano. “¿A quién buscas?”, preguntó aquélla en español. “Al ingeniero Mequínez”, dijo Marcos. La vieja, despechada, respondió meneando la cabeza: “¡También tú, ahora, preguntas por el ingeniero Mequínez!. Me parece que ya es tiempo de que esto concluya. Ya hace tres meses que nos importunan con lo mismo. No basta que lo hayamos dicho en los periódicos. ¿Será menester anunciar en las esquinas que el señor Mequínez se ha ido a vivir a Tucumán?”. El chico hizo un movimiento de desesperación. Después dijo, en una explosión de rabia: “¡Me persigue, pues, una maldición! ¡Yo me moriré en medio de la calle sin encontrar a mi madre! ¡Yo me vuelvo loco! ¡Me mato! ¡Dios mío! ¿Cómo se llama ese país? ¿Dónde está? ¿A qué distancia?”. “¡Pobre niño!—respondió la vieja compadecida—. ¡Una friolera! Estará a cuatrocientas o quinientas millas por lo menos”. El muchacho se cubrió la cara con las manos, después preguntó sollozando: “Y ahora... ¿qué hago?”. “¿Qué quieres que te diga, hijo mío?—respondió la mujer—; yo no sé”. Pero de pronto se le ocurre una idea, y la soltó en seguida: “Oye, ahora que me acuerdo. Haz una cosa. Volviendo a la derecha por la calle encontrarás, a la tercera puerta, un patio; allí vive un capataz, un comerciante que parte mañana para Tucumán con sus carretas y sus bueyes; ve a ver si te quiere llevar, ofreciéndole tus servicios; te dejará, quizá, un sitio en el carro; anda en seguida”. El muchacho cargó con su cofre, dió las gracias a escape, y al cabo de dos minutos se encontró en un ancho patio, alumbrado por linternas, donde varios hombres trabajaban en cargar sacos de trigo sobre algunos grandes carros, semejantes a casetas de titiriteros, con el toldo redondo y las ruedas altísimas. Un hombre alto, con bigote, envuelto en una especie de capa con cuadros blancos y negros, con dos anchos borceguíes, dirigía la faena. El muchacho se acercó a él y le expuso tímidamente su pretensión, diciéndole que venía de Italia y que iba a buscar a su madre.

El capataz, o sea el conductor de aquel convoy de carros, le echó una ojeada de pies a cabeza, y le dijo secamente: “No tengo colocación para ti”. “Tengo quince pesos—replicó el chico suplicante—; se los doy. Trabajaré por el camino. Iré a buscar agua y pienso para las bestias; haré todos los servicios. Un poco de pan me basta. Déjeme ir, señor”. El capataz volvió a mirarlo, y respondió con mejor aire: “No hay sitio... y además, no vamos a Tucumán, vamos a otra ciudad, a Santiago. Te tendríamos que dejar en el camino, y tendrías que andar buen trecho a pie”. “¡Ah! ¡Yo andaría el doble!—exclamó Marcos—; yo andaré, no lo dude usted; llegaré de todas maneras; ¡déjeme un sitio, señor, por caridad; por caridad no me deje aquí solo!”. “¡Mira que es un viaje de veinte días!”. “No importa”. “¡Es un viaje muy penoso!”. “Todo lo sufriré”. “¡Tendrás que viajar solo!”. “No tengo miedo a nada. Con tal que encuentre a mi madre... ¡Tenga usted compasión!”. El capataz le acercó a la cara una linterna y lo miró. Después dijo “está bien”. El muchacho le besó las manos. “Esta noche dormirás en un carro—añadió el capataz, dejándolo—; mañana a las cuatro te despertaré. Buenas noches”. Por la mañana, a las cuatro a la luz de las estrellas, la larga fila de los carros se puso en movimiento con gran ruido; cada carro iba tirado por seis bueyes. Seguía a todos un gran número de animales para mudar los tiros. El muchacho, despierto y metido dentro de uno de los carros, con su bagaje, se durmió bien pronto profundamente. Cuando se despertó, el convoy estaba detenido en un lugar solitario, bajo el sol, y todos los hombres, los peones, estaban sentados en círculo, alrededor de un cuarto de ternera que se asaba al aire libre, clavado en una especie de espadón plantado en tierra, al lado de gran fuego, agitado por el viento. Comieron todos juntos, durmieron, y después volvieron a emprender la jornada, y así continuó el viaje, regulado como una marcha militar. Todas las mañanas se ponían en camino a las cinco; paraban a las nueve; volvían a andar a las cinco de la tarde y paraban de nuevo a las diez. Los peones iban a caballo y excitaban a los bueyes con palos largos. El muchacho encendía el fuego para el asado, daba de comer a las bestias, limpiaba los faroles y llevaba el agua para beber. El país pasaba delante de él como una visión fantástica: vastos bosques de pequeños árboles obscuros; aldeas de pocas casas, dispersas, con las fachadas rojas y almenadas, vastísimos espacios, quizá antiguos lechos de grandes lagos salados, blanqueados por la sal hasta donde alcanzaba la vista; y por todas partes, y siempre, llanura, soledad, silencio. Rarísima vez encontraban dos o tres viajeros a caballo, seguidos de unos cuantos caballos sueltos, que pasaban a galope, como una exhalación. Los días eran todos iguales, como en el mar, sombríos e interminables. Pero el tiempo estaba hermoso. Los peones, como el muchacho se había hecho un servidor obligado, se hacían de día en día exigentes; algunos lo trataban brutalmente, con amenazas; todos se hacían servir de él sin consideración; le hacían llevar cargas enormes de forrajes; le mandaban por agua a grandes distancias, y él, extenuado por la fatiga, no podía ni aun dormir de noche, despertando a cada instante por las sacudidas violentas del carro y por el ruido ensordecedor de las ruedas y de los maderos. Además, habiéndose levantado viento, una tierra fina, rojiza y sucia que lo envolvía todo, penetraba en el carro, se le introducía por entre la ropa, le quitaba la vista y la respiración, oprimiéndole continuamente de un modo insoportable. Extenuado por la fatiga y el insomnio, roto y sucio, reprendido y maltratado desde la mañana hasta la noche, el pobre muchacho se debilitaba más cada día, y hubiese decaído su ánimo por completo si el capataz no le dirigiese de vez en cuando alguna palabra agradable. A veces, en un rincón del carro, cuando no lo veían, lloraba con la cara apoyada en su baúl, que no contenía ya más que andrajos. Cada mañana se levantaba más débil y más desanimado, y al mirar el campo y ver siempre aquella implacable llanura sin límites, como un océano de tierra, decía entre sí: “¡Oh! ¡A la noche no llego; no llego a la noche. ¡Hoy me muero en el camino!”. Y los trabajos crecían, los malos tratos se redoblaban. Una mañana, porque había tardado en llevar el agua, uno de los hombres, no estando presente el capataz, le pegó. Desde entonces comenzaron a hacerlo por costumbre; cuando le mandaban algo, le daban un trastazo, diciéndole: “¡Haz esto, holgazán! ¡Lleva esto a tu madre!”. El corazón se le quería salir del pecho; enfermo, estuvo tres días en el carro con una manta encima, con calentura, sin ver a nadie más que al capataz, que iba a darle de beber y a tomarle el pulso. Entonces se creía perdido, e invocaba desesperadamente a su madre, llamándola mil veces por su nombre: “¡Oh! ¡Madre mía! ¡Madre mía...! ¡Oh, pobre madre mía, que ya no te veré más! ¡Pobre madre, que me encontrarás muerto en medio del camino!”. Juntaba las manos sobre el pecho y rezaba. Después se puso mejor, gracias a los cuidados del capataz, y se curó por completo; mas con la curación llegó el día más terrible de su viaje, el día en que debía quedarse solo. Hacía más de dos semanas que estaba en marcha. Cuando llegaron al punto en que el camino de Tucumán se aparta del que va a Santiago, el capataz le avisó que debía separarse. Le hizo algunas indicaciones respecto al trayecto, le cargó el equipaje sobre las espaldas, de modo que no le incomodase para andar, y abreviando, como si temiera conmoverse, le despidió. El muchacho apenas tuvo tiempo de besarle en un brazo. También los demás hombres, que tan duramente le habían maltratado, parece que sintieron un poco de lástima al verle quedarse solo, y le decían adiós con la mano al alejarse; él devolvió el saludo con la mano, se quedó mirando el convoy, que se perdió entre el rojizo polvo del campo, y después se puso en camino, tristemente.

Una cosa, sin embargo, le animó algo desde el principio. Después de tres días de viaje, a través de aquella llanura interminable y siempre igual, veía delante de sí una cadena de altísimas montañas azules con las cimas blancas, que le recordaban los Alpes y le parecía que iba a acercarse a su país. Eran los Andes, la espina dorsal del Continente americano, la inmensa cadena que se extiende desde la Tierra del Fuego hasta el mar Glacial del polo Ártico, por 110 grados de latitud. También le animaba el sentir que el aire se iba haciendo cada vez más caliente; y sucedía esto porque, marchando hacia el Norte, se iba acercando a las regiones tropicales. A grandes distancias encontraba pequeños grupos de casas con una tiendecilla, y compraba algo para comer. Encontraba hombres a caballo; veía de vez en cuando mujeres y niños sentados en el suelo, inmóviles y serios, con caras nuevas completamente para él, color de tierra con los ojos oblicuos, los huesos de las mejillas, prominentes, los cuales lo miraban fijos y lo seguían con la mirada, volviendo la cabeza lentamente, como autómatas. Eran indios. El primer día anduvo hasta que le faltaron las fuerzas, y durmió debajo de un árbol. El segundo anduvo bastante menos, y con menos ánimos. Tenía las botas rotas, los pies desollados y el estómago débil por la mala alimentación. En la noche empezaba a tener miedo. Había oído decir en Italia que en aquel país había serpientes; creía oírlas arrastrarse; se detenía; tomaba luego carrera y sentía frío en los huesos. A veces le daba gran lástima de sí mismo, y lloraba en silencio conforme iba andando. Después pensaba: “¡Oh, cuánto sufriría mi madre si supiese que tengo tanto miedo!”. Y este pensamiento le daba ánimos. Luego, para distraerse del terror, pensaba en tantas cosas de ella, que traía a su mente sus palabras cuando salió de Génova, y el modo como le solía arreglar las mantas, bajo la barba, cuando estaba en la cama; y cuando era niño, que, a veces, lo cogía en sus brazos, diciéndole: “¡Estate aquí un poco conmigo!”; y estaba así mucho tiempo, con la cabeza apoyada sobre la suya y entregado a sus pensamientos. Y se decía entre sí: “¿Volveré a verte alguna vez, madre querida? ¿Llegaré al fin de mi viaje, madre mía?”. Y andaba, andaba, en medio de árboles desconocidos, entre vastas plantaciones de cañas de azúcar, por prados sin fin, siempre con aquellas grandes montañas azules por delante, que cortaban el sereno cielo con sus altísimos conos. Pasaron cuatro días, cinco, una semana. Las fuerzas le iban faltando rápidamente, y los pies le sangraban. Al fin, una tarde, al ponerse el sol, le dijeron: “Tucumán está a cinco leguas de aquí.” Dió un grito de alegría y apretó el paso, como si hubiese recobrado en el momento todo el vigor perdido. Pero fué breve ilusión. Las fuerzas le abandonaron de nuevo, y cayó extenuado a la orilla de una zanja. Mas el corazón le saltaba de gozo. El cielo, cubierto de estrellas, nunca le había parecido tan hermoso. Lo contemplaba echado sobre la hierba para dormir, y pensaba que su madre miraría quizá también al mismo tiempo el cielo: “Oh, madre mía! ¿Dónde estás? ¿Qué haces en este instante? ¿Piensas en tu hijo? ¿Te acuerdas de tu Marcos, que está tan cerca de ti?”.

¡Pobre Marcos! Si él hubiese podido ver en qué estado se encontraba su madre, hubiera hecho esfuerzos sobrehumanos para andar aún y llegar hasta ella cuanto antes. Estaba enferma, en la cama, en un cuarto de un piso bajo de la casita solariega donde vivía toda la familia Mequínez, la cual le había tomado mucho cariño y la asistía muy bien. La pobre mujer estaba ya delicada cuando el ingeniero Mequínez tuvo que salir precipitadamente de Buenos Aires, y no se había mejorado del todo con el buen clima de Córdoba. Pero después, el no haber recibido contestación a sus cartas del marido, ni del primo; el presentimiento siempre vivo de alguna gran desgracia; la ansiedad continua en que vivía, dudando entre marchar y quedarse, cada día esperando una mala noticia, la habían hecho empeorar considerablemente. Por último, se había presentado una enfermedad gravísima: una hernia intestinal estrangulada. Desde hacía quince días no se levantaba. Era necesaria una operación quirúrgica para salvarle la vida. Precisamente en aquel momento, mientras su Marcos la invocaba, estaban junto a su cama el amo y el ama de la casa convenciéndola, con mucha dulzura, para que se dejase hacer la operación.

Un médico afamado de Tucumán había ya venido la semana anterior, inútilmente. “No, queridos señores—decía ella—; no tiene cuenta; yo no tengo ya más fuerza para resistir, y moriré entre los instrumentos del cirujano. Mejor es que me dejen morir así. No me importa la vida. Todo ha concluido para mí. Es preferible que muera antes de saber lo que haya ocurrido a mi familia”. Los dueños volvían a decirle que no, que tuviese valor, que las últimas cartas enviadas a Génova directamente tendrían respuesta, que se dejase operar, que lo hiciese por sus hijos. Pero aquella idea de sus hijos agravaba más y más, con mayor angustia, el desaliento profundo que la postraba hacía largo tiempo. Al oír aquellas palabras prorrumpía en llanto. “¡Oh! ¡Hijos míos! ¡Hijos míos!—exclamaba, juntando sus manos—. ¡Quizá ya no existan! Mejor es que muera yo también. Muchas gracias, buenos señores; se los agradezco de corazón. Más vale morir. Ni aun con la operación me curaría, estoy segura. Gracias por tantos cuidados. Es inútil que pasado mañana vuelva el médico. ¡Quiero morirme: es mi destino! Estoy decidida”. Y ellos, sin cesar de consolarla, repetían: “No, no diga eso”, cogiéndola de las manos y suplicándola. La enferma entonces cerraba los ojos agotada, y caía en un sopor que la hacía, parecer muerta... Los señores permanecían a su lado algún tiempo, mirando con gran compasión, a la débil luz de la lamparilla, aquella madre admirable, que había venido a servir a seis mil millas de su patria, y a morir..., ¡después de haber sufrido tanto! ¡Pobre mujer! ¡Tan honrada, tan buena y tan desgraciada...!

Al día siguiente, muy de mañana, entraba Marcos con su saco a la espalda, encorvado, tambaleándose, pero lleno de ánimo, en la ciudad de Tucumán una de las más jóvenes y florecientes de la República Argentina. Le parecía volver a ver a Córdoba, a Rosario, a Buenos Aires; eran aquellas mismas calles derechas y larguísimas, y aquellas casas bajas, blancas; pero por todas partes se veía nueva y magnífica vegetación; se notaba un aire perfumado, una luz maravillosa, un cielo límpido y profundo, como jamás lo había visto ni siquiera en Italia. Caminando por las calles, volvió a sentir la agitación febril que se había apoderado de él en Buenos Aires; miraba las ventanas y las puertas de todas las casas, se fijaba en todas las mujeres que pasaban, con la angustiosa esperanza de encontrar a su madre; hubiera querido preguntar a todos, y no se atrevía a detener a nadie. Todos, desde el umbral de sus puertas, se volvían a contemplar aquel pobre muchacho harapiento, lleno de polvo, que daba señales de venir de muy lejos. Buscaba entre las gentes una cara que le inspirase confianza, a quien dirigir aquella tremenda pregunta, cuando se presentó ante sus ojos, en el rótulo de una tienda, un nombre italiano. Dentro había un hombre con anteojos y dos mujeres. Se acercó lentamente a la puerta y con ánimo resuelto preguntó:

“¿Me sabrán decir, señores, dónde está la familia Mequínez?” “¿Del ingeniero Mequínez?”, preguntó a su vez el de la tienda. “Sí, del ingeniero Mequínez,” respondió el muchacho con voz apagada. “La familia Mequínez—dijo el de la tienda—no está en Tucumán”.

Un grito desesperado de dolor, como de persona herida de repente por artero puñal, fué el eco de aquellas palabras.

El tendero y las mujeres se levantaron; acudieron algunos vecinos. “¿Qué ocurre? ¿Qué tienes muchacho?—dijo el tendero haciéndole entrar en la tienda y sentarse—; no hay por qué desesperarse, ¡qué diablo! Los Mequínez no están aquí; pero no están muy lejos: ¡a pocas horas de Tucumán!”. “¿Dónde? ¿Dónde?”, gritó Marcos, levantándose como un resucitado. “A unas quince millas de aquí—continuó el hombre—; a orillas del Saladillo; en el sitio donde están construyendo una gran fábrica de azúcar; en el grupo de casas está la del señor Mequínez; todos lo saben, y llegarás en pocas horas”. “Yo estuve allí hace poco”, dijo un joven que había acudido al oír el grito.

Marcos se le quedó mirando, con los ojos fuera de las órbitas, y le preguntó precipitadamente, palideciendo: “¿Habéis visto a la criada del señor Mequínez, la italiana?”. “¿La genovesa? La he visto”.

Marcos rompió en sollozos convulsivos, entre risa y llanto. Luego, con impulso de violenta resolución: “¿Por dónde se va? ¡Pronto, el camino; me marcho en el acto; enseñadme el camino!”. “¡Pero si hay una jornada de marcha!—le dijeron todos a una voz—; estás cansado y debes reposar; partirás mañana”. “¡Imposible!”. “¡Imposible!—respondió el muchacho—. ¡Decidme por dónde se va: no espero ni un momento; en seguida, aun cuando me cayera muerto en el camino”.

Viendo que era irrevocable su propósito, no se opusieron más. “¡Que Dios te acompañe!—le dijeron—. Ten cuidado con el camino por el bosque”. “Buen viaje, italianito”. Un hombre le acompañó fuera de la ciudad, le indicó el camino, le dió algún consejo y se quedó mirando cómo empezaba su viaje. A los pocos minutos el muchacho desapareció, cojeando, con su baulillo a la espalda, por entre los árboles espesos que flanqueaban el camino.

Aquella noche fué tremenda para la pobre enferma. Tenía dolores atroces que le arrancaban alaridos, capaces de destrozar sus venas, y que le producían momentos de delirio. Las mujeres que la asistían perdían la cabeza. El ama acudía de cuando en cuando, descorazonada. Todos comenzaron a temer que aun cuando hubiera decidido dejarse hacer la operación, el médico, que debía llegar a la mañana siguiente, llegaría ya demasiado tarde. En los momentos en que no deliraba, se comprendía, sin embargo, que su desconsuelo mayor y más terrible no lo causaban los dolores del cuerpo, sino el pensamiento de su familia lejana. Moribunda, descompuesta, con la fisonomía deshecha, metía sus manos por entre los cabellos, con actitud de desesperación que traspasaba el alma, gritando: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Morir tan lejos! ¡Morir sin volverlos a ver! ¡Mis pobres hijos que se quedan sin madre; mis criaturas, mi pobre sangre! ¡Mi Marcos, todavía tan pequeño, así de alto, tan bueno y tan cariñoso! ¡No sabéis qué muchacho era! Señora, ¡si usted supiese! No me lo podía quitar de mi cuello cuando partí: sollozaba que daba compasión oírle; ¡pobrecillo! Parecía que sospechaba que no había de volver a ver a su madre. ¡Pobre Marcos, pobre niño mío! Creí que estallaba mi corazón. ¡Ah! ¡Si me hubiese muerto en aquel mismo momento en que me decía ‘¡adiós!’. ¡Si hubiera entonces muerto atravesada por un rayo! ¡Sin madre, pobre niño; él, que me quería tanto, que tanta necesidad tenía de mis cuidados; sin madre, en la miseria, tendrá que ir pidiendo limosna; él, Marcos, tenderá su mano, hambriento! ¡Oh, Dios eterno! ¡No! ¡No quiero morir! ¡El médico! ¡Llamadlo en seguida! ¡Que venga y que me corte, que me haga pedazos las entrañas, que me haga enloquecer, pero que me salve la vida! ¡Quiero curarme, quiero vivir, marchar, huir, mañana, en seguida! ¡El médico! ¡Socorro! ¡Favor!”. Y las mujeres le sujetaban las manos, la acariciaban; suplicando, la hacían volver en sí poco a poco, y la hablaban de Dios y de esperanza. Ella entonces caía en mortal abatimiento, lloraba, con las manos hundidas entre sus cabellos grises, gemía como una niña, lanzando lamentos prolongados y murmurando de vez en cuando: “¡Oh, Génova mía! ¡Mi casa! ¡Todo aquel mar...! ¡Oh, mi Marcos, mi infeliz Marcos! ¡Dónde estará ahora la pobre criatura mía!”.

Eran las doce de la noche. Su pobre Marcos, después de haber pasado muchas horas sobre la orilla de un foso, extenuado, caminaba entonces a través de vastísima floresta de árboles gigantescos, monstruos de vegetación, con fustes desmesurados, semejantes a pilastras de una catedral, que a cierta altura maravillosa entrecruzaban sus enormes cabelleras plateadas por la luna. Vagamente, en aquella media obscuridad, veía miles de troncos de todas formas, derechos, inclinados, retorcidos, cruzados, en actitudes extrañas de amenaza y de lucha; algunos caídos en tierra, como torres arruinadas de pronto; todo cubierto de una vegetación exuberante y confusa que semejaba la furiosa multitud disputándose palmo a palmo el terreno; otros formando grupos, verticales y apretados como si fueran haces de lanzas gigantescas cuyas puntas se escondieran en las nubes: una grandeza soberbia, un desorden prodigioso de formas colosales, el espectáculo más majestuosamente terrible que jamás le hubiese ofrecido la naturaleza vegetal. Por momentos le sobrecogía grande estupor. Pero pronto su alma volaba hacia su madre. Estaba muerto de cansancio, con los pies sangrantes solo, en medio de aquel imponente bosque, donde no veía más que a grandes intervalos pequeñas viviendas humanas, que colocadas al pie de aquellos árboles parecían nidos de hormigas, y alguno que otro búfalo dormido en el camino; estaba agotado, pero no sentía el cansancio; estaba solo y no tenía miedo. La grandeza del campo engrandecía su alma; la cercanía de su madre le daba la fuerza y la decisión de un hombre; el recuerdo del océano, de los abatimientos, de los dolores que había experimentado y vencido, de las fatigas que había sufrido, de la férrea voluntad que había desplegado, le hacían levantar la frente; toda su fuerte y noble sangre genovesa refluía a su corazón en ardiente oleada de altanería y audacia. Y una cosa nueva pasaba en él: hasta entonces había llevado en su mente una imagen de su madre obscurecida y como un poco borrada por los dos años de alejamiento, y ahora aquella imagen se aclaraba; tenía delante de sus ojos la cara entera y pura de su madre como hacía mucho tiempo no la había contemplado; la volvía a ver cercana, iluminada, como si estuviera hablando; volvía a ver los movimientos más fugaces de sus ojos y de sus labios, todas sus actitudes, sus gestos todos, todas las sombras de sus pensamientos; y apenado por aquellos vivos recuerdos, apretaba el paso, y un nuevo cariño, una ternura indecible iba creciendo en su corazón, que hacía correr por sus mejillas lágrimas tranquilas y dulces. Según iba andando en medio de las tinieblas, le hablaba, le decía las palabras que le hubiera dicho al oído dentro de poco: “¡Aquí estoy, madre mía; aquí me tienes; no te dejaré jamás; juntos volveremos a casa, estaré siempre a tu lado en el vapor, apretado contra ti, y nadie me separará de ti nunca, nadie, jamás, mientras tengas vida!”. Y no advertía entretanto que sobre la cima de los árboles gigantescos iba poco a poco apagándose la argentina luz de la luna, con la blancura delicada del alba.

A las ocho de aquella mañana, el médico de Tucumán—un joven argentino—estaba ya al lado de la cama de la enferma, acompañado de un practicante, intentando por última vez persuadirla para que se dejase hacer la operación; a su vez el ingeniero Mequínez volvía a repetir las más calurosas instancias, lo mismo que su señora. Pero ¡todo era inútil! La mujer, sintiéndose exhausta de fuerzas, ya no tenía fe en la operación; estaba certísima, o de morir en el acto, o de no sobrevivir más que algunas horas, después de sufrir en vano dolores mucho más atroces que los que debían matarla naturalmente. El médico tenía buen cuidado de decirle una y otra vez: “¡Pero si la operación es segura y vuestra salvación cierta, con tal de que tenga algo de valor! Y por otro lado, si se empeña en resistir, la muerte es segura”. Eran palabras lanzadas al aire: “No—respondía siempre con su débil voz—; todavía tengo valor para morir, pero no lo tengo para sufrir inútilmente. Gracias, señor médico. Así está dispuesto. Déjeme morir tranquila”. El médico, desanimado, desistió. Nadie pronunció una palabra más. Entonces la mujer volvió el semblante hacia su ama y le hizo con voz moribunda sus postreras súplicas. “Mi querida y buena señora—dijo con gran trabajo sollozando—; usted mandará los pocos cuartos que tengo y todas mis cosas a mi familia... por medio del señor cónsul. Yo supongo que todos viven. Mi corazón me lo predice en estos últimos momentos. Me hará el favor de escribirles... que siempre he pensado en ellos..., que he trabajado para ellos..., para mis hijos... y que mi único dolor es no volverlos a ver más...; pero que he muerto con valor..., resignada..., bendiciéndoles; y que recomiendo a mi marido... y a mi hijo mayor, al más pequeño, a mi pobre Marcos... a quien he tenido en mi corazón hasta el último momento”.Y poseída de gran exaltación repentina, gritó juntando las manos: “¡Mi Marcos! ¡Mi pobre niño! ¡Mi vida...!”. Pero, girando los ojos anegados en llanto, vió que su ama no estaba ya a su lado; habían venido a llamarla furtivamente. Buscó al señor, también había desaparecido, No quedaban más que las dos enfermeras y el practicante. En la habitación inmediata se oía rumor de pasos presuntuoso, murmullo de voces precipitadas y bajas y de exclamaciones contenidas.

La enferma fijó su vista en la puerta en ademán de esperar. Al cabo de pocos minutos volvió a presentarse el médico, con semblante extraño; luego su señora y el amo, también con la fisonomía visiblemente alterada. Los tres se quedaron mirando con singular expresión, y cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja. Parecióle oír que el médico decía a la señora: “Es mejor en seguida”. La enferma no comprendía.

“Josefa—le dijo el ama con voz temblorosa—, tengo que darte una noticia buena. Prepara tu corazón a recibir una buena noticia”.

La mujer se quedó mirándola con fijeza.

“Una noticia—continuó la señora cada vez más agitada—que te dará mucha alegría”. La enferma abrió sus ojos desmesuradamente. “Prepárate—prosiguió su ama—a ver una persona a quien quieres mucho”.

La mujer levantó la cabeza con ímpetu vigoroso, y empezó a mirar a la señora y a la puerta con ojos que despedían fulgores.

“Una persona—añadió su ama palideciendo—que acaba de llegar... inesperadamente”. “¿Quién es?”, gritó con la voz sofocada y angustiosa como llena de espanto.

Un instante después lanzó un agudísimo grito: de un salto se sentó sobre la cama y permaneció inmóvil con los ojos desencajados y con las manos apretadas contra las sienes, como si se tratase de una aparición sobrehumana. Marcos, lacerado y cubierto de polvo, estaba de pie en el umbral, detenido por el doctor, que le sujetaba por un brazo.

La mujer prorrumpió por tres veces: “¡Dios! ¡Dios! ¡Dios mío!”. Marcos se lanzó hacia su madre, que extendía sus brazos descarnados, apretándole contra su seno como un tigre, rompiendo a reír violentamente y mezclándose a su risa profundos sollozos sin lágrimas, que le hicieron caer rendida y sofocada sobre las almohadas.

Pronto se rehizo, sin embargo, gritando como una loca, llena de alegría y besando a su hijo: “¿Cómo estás aquí? ¿Por qué? ¿Eres tú? ¡Cómo has crecido! ¿Quién te ha traído? ¿Estás solo? ¿No estás enfermo? ¡Eres tú, Marcos! ¡No es esto un sueño! ¡Dios mío! ¡Háblame!”. Luego, cambiando de tono repentinamente: “¡No! ¡Calla! ¡Espera!”. Y volviéndose hacia el médico: “Pronto, en seguida, doctor. Quiero curarme. Estoy dispuesta. No pierda un momento. Llévense a Marcos para que no sufra; Marcos mío, no es nada! Ya me contarás todo. ¡Dame otro beso! ¡Vete! Heme aquí, doctor”.

Sacaron a Marcos de la habitación. Los amos y criados salieron en seguida, quedando sólo con la enferma el cirujano y el ayudante, que cerraron la puerta. El señor Mequínez intentó llevarse a Marcos a una habitación lejana; fué imposible; parecía que le habían clavado en el pavimento.

“¿Qué es?—preguntó. ¿Qué tiene mi madre? ¿Qué le están haciendo?”. Entonces Mequínez, bajito e intentando siempre llevárselo de allí: “Mira, oye; ahora te diré; tu madre está enferma; es preciso hacerla una sencilla operación; te lo explicaré todo; ven conmigo”. “No—respondió el muchacho—; quiero estar aquí. Explíquemelo aquí”.

El ingeniero amontonaba palabras y más palabras, y tiraba de él para sacarlo de la habitación; el muchacho comenzaba a espantarse, temblando de terror. Un grito agudísimo, como el de un herido de muerte, resonó de repente por toda la casa. El niño respondió con otro grito horrible y desesperado:

“¡Mi madre ha muerto!”. El médico se presentó en la puerta y dijo: “Tu madre se ha salvado”. El muchacho le miró un momento, arrojándose luego a sus pies, sollozando: “¡Gracias, doctor!”. Pero el médico le hizo levantar, diciéndole: “¡Levántate...! ¡Eres tú, heroico niño, quien ha salvado a tu madre!”.


Publicado el 10 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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