Los hombres, vestidos con sus trajes de dÃa de fiesta, esperaban a la puerta de la granja. El sol de mayo derramaba su luz esplendorosa sobre los manzanos en flor, que parecÃan enormes ramos redondos, blancos, rosáceos y perfumados, que cubrÃan todo el patio con un techo florido. De todos ellos caÃa constantemente una nieve de pequeños pétalos, formando remolinos y ondulaciones en el aire, antes de posarse en la hierba alta, en la que brillaban como llamas los dientes del león, y las amapolas semejaban gotas de sangre.
Una cerda madre, de vientre enorme y ubres abultadas, dormitaba al borde del estercolero, y una multitud de cerditos corrÃa a su alrededor con el rabo ensortijado como una cuerda.
De pronto empezó a sonar la campana de la iglesia, a lo lejos, más allá de los árboles de las granjas. Su metálica voz lanzaba en los cielos gozosos su débil llamada lejana. Las golondrinas cruzaban como flechas por el inmenso espacio azul encuadrado en las grandes hayas inmóviles. De cuando en cuando pasaba una vaharada de establo y se mezclaba con el aroma suave y dulzón de los manzanos.
Uno de los hombres que estaban en pie delante de la puerta, se volvió hacia la casa y gritó:
—Ea, Melina, vamos ya, que están tocando.
TendrÃa unos treinta años. Era un campesino fornido, al que todavÃa no habÃan conseguido deformar, ni encorvar, los muchos años de trabajo en la tierra. Un viejo, su padre, avellanado como un tronco de haya, de muñecas abultadas y piernas torcidas, sentenció:
—Está visto, nunca acaban de prepararse las mujeres.
Los otros dos hijos del viejo se echaron a reÃr; uno de ellos se volvió hacia el hermano mayor, que era quien primero habÃa hablado, y le dijo:
—Ve en su busca, Polito; de otro modo, no estarán antes del mediodÃa.
El joven entró en su casa.
Una bandada de patos, que se habÃa detenido cerca del grupo de campesinos, empezÃ