A la dama que me pide cuentos alegres
Al leer su carta, señora, me ha asaltado algo asà como un remordimiento. Me he recriminado el color pesimista de mis cuentos y me he comprometido a enviarle algo alegre, profundamente alegre.
¿Por qué habrÃa de estar triste, después de todo? Vivo a mil leguas de las nieblas parisinas, sobre una colina luminosa, en la región de los tamboriles y del vino moscatel. A mi alrededor todo es sol y música; tengo orquestas de aguzanieves, orfeones de abejarucos, por la mañana los chorlitos que hacen ¡chorolÃ, chorolÃ!; a mediodÃa las chicharras, luego los zagales tocando la zampoña y las guapas mozas morenas a las que se les oye reÃr en los viñedos… En verdad, el lugar está mal elegido para tejer fantasÃas tenebrosas; yo deberÃa, más bien, enviar a las damas poemas color de rosa y cestas llenas de cuentos galantes…
¡Pues bien, no! TodavÃa estoy demasiado cerca de ParÃs. A diario llegan hasta mis pinos las salpicaduras de sus tristezas… En este momento en el que escribo, acabo de saber que el pobre Charles Barbara ha muerto en la miseria; por lo cual mi molino se ha vuelto de luto riguroso. ¡Adiós a los chorlitos y a las chicharras! Ya no tengo ánimos para contar cosas alegres. Por esa causa, señora, en lugar del lindo cuento festivo que habÃa decidido escribir para usted, no leerá hoy sino una leyenda melancólica.
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Érase una vez un hombre que tenÃa la sesera de oro; sÃ, señora, una sesera completamente de oro. Cuando vino al mundo, los médicos pensaron que aquel niño no podrÃa vivir, tan pesada era su cabeza y tan desmesurado su cráneo. Sin embargo, vivió y creció al sol como un hermoso retoño de olivo; sólo que su gruesa cabeza le arrastraba siempre, y daba pena verlo tropezar con los muebles al andar… A menudo se caÃa. Un dÃa rodó desde lo alto de una escalinata y vino a dar con la frente en un peldaÃ