El Infortunio

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


En una aldea vivían dos campesinos hermanos; uno pobre y el otro rico.

El rico se trasladó a una gran ciudad, se hizo construir una gran casa, se estableció en ella y se inscribió en el gremio de comerciantes. Entretanto, al pobre le faltaba muchas veces hasta pan para sus hijos, que lloraban y le pedían de comer.

El desgraciado padre trabajaba como un negro de la mañana a la noche, sin lograr ganar lo suficiente para sustentar a su familia.

Un día dijo a su mujer:

—Iré a la ciudad y pediré a mi hermano que me preste ayuda.

Fue a casa del hermano rico y le habló así:

—¡Oh, hermano mío! Ayúdame en mi desgracia: mi mujer y mis hijos están sin comer y se mueren de hambre.

—Si trabajas en mi casa durante esta semana, te ayudaré —respondió el rico.

El pobre se puso a trabajar con ardor: limpiaba el patio, cuidaba los caballos, traía agua y partía la leña. Transcurrida la semana, el rico le dio tan sólo un pan, diciéndole:

—He aquí el pago de tu trabajo.

—Gracias —le dijo el pobre, e hizo ademán de marcharse; pero el hermano lo detuvo, diciéndole:

—Espera. Ven mañana a visitarme y trae contigo a tu mujer, porque mañana es el día de mi santo.

—¿Cómo quieres que venga? Vendrán a verte ricos comerciantes que visten abrigos forrados de pieles y botas grandes de cuero, mientras que yo llevo calzado de líber y un viejo caftán gris.

—¡No importa! Ven; eres mi hermano y habrá sitio también para ti.

—Bueno, hermano mío, gracias.

El pobre volvió a casa, entregó a su mujer el pan y le dijo:

—Oye, mujer: nos han convidado para mañana.

—¿Quién nos ha convidado?

—Mi hermano, porque es el día de su santo.

—Muy bien. Iremos.

Por la mañana se levantaron y se marcharon a la ciudad. Llegaron a casa del rico, lo felicitaron y se sentaron en un banco. Había mucha gente notable sentada a la mesa, y el dueño atendía a todos con amabilidad; pero de su hermano y de su cuñada no hacía caso ninguno ni les ofrecía nada de comer. Los dos permanecían sentados en un rincón viendo cómo comían y bebían los demás.

Al fin terminó el festín; los convidados se levantaron de la mesa y dieron las gracias a los dueños de la casa. Entonces el pobre se levantó también del banco e hizo a su hermano una respetuosa reverencia.

Todos se dirigieron a sus casas haciendo un gran ruido y cantando con la alegría del que ha comido bien y bebido mejor. El pobre se fue también, y mientras caminaba dijo a su mujer:

—Vamos a cantar también nosotros.

—¡Qué estúpido eres! La gente canta porque ha comido bien y bebido mucho. ¿Por qué vas a cantar tú?

—De todos modos cantaré, porque hemos presenciado el festín de mi hermano y me da vergüenza por él el ir callado. Si voy cantando, los que me vean creerán que yo también he comido y bebido.

—Pues canta tú si quieres, que por lo que a mí hace, no cantaré —dijo la mujer con malos modos.

El campesino se puso a cantar una canción, y le pareció oír que otra voz acompañaba a la suya; en seguida dejó de cantar y preguntó a su mujer:

—¿Eres tú la que me acompañaba cantando con una vocecita aguda?

—Ni siquiera he pensado en hacerlo.

—Pues ¿quién podrá ser?

—No sé —contestó la mujer—. Empieza otra vez, yo escucharé.

Se puso a cantar otra vez, y aunque cantaba él solo, se oían dos voces; entonces se paró y exclamó:

—¿Quién es el que me acompaña en mi canto?

La voz contestó:

—Soy yo: el Infortunio.

—Pues bien, Infortunio, vente con nosotros.

—Vamos, mi amo; ya no me separaré de ti nunca.

Llegaron a casa y el Infortunio le propuso irse los dos a la taberna. El campesino le contestó:

—No tengo dinero, amigo.

—¡Oh tonto! ¿Para qué necesitas dinero? ¿No llevas una pelliza? ¿Para qué te sirve? Pronto vendrá el verano y no la necesitarás. Vamos a la taberna y allí la venderemos.

El campesino con el Infortunio se fueron a la taberna y se dejaron allí la pelliza.

Al día siguiente el Infortunio tenía dolor de cabeza; se puso a gemir, y otra vez pidió al campesino que le llevase a la taberna para beber un vaso de vino.

—No tengo dinero —le contestó el pobre hombre.

—Pero ¿para qué necesitamos dinero? Lleva el trineo y el carro y será bastante.

El campesino no tuvo más remedio que obedecer al Infortunio. Cogió el trineo y el carro, los llevó a la taberna, allí los vendieron, y se gastaron todo el dinero y se emborracharon ambos.

A la mañana siguiente el Infortunio se quejó aún más, pidiendo, al que llamaba su amo, una copita de aguardiente; el desgraciado campesino tuvo que vender su arado.

Aún no había pasado un mes cuando se encontró sin muebles, sin sus aperos de labranza y hasta sin su propia cabaña: todo lo había vendido y el dinero había tomado el camino de la taberna.

Pero el insaciable Infortunio se pegó a él otra vez, diciéndole:

—Vámonos a la taberna.

—¡Oh no, Infortunio! ¿No ves que ya no me queda nada que vender?

—¿Cómo que no tienes nada? Tu mujer tiene aún dos sarafanes; con uno tiene bastante para vestirse y podemos vender el otro.

El pobre cogió el vestido de su mujer, lo vendió, gastándose el dinero en la taberna, y después pensó así:

«Ahora sí que no tengo nada: ni muebles, ni casa, ni vestidos.»

Por la mañana, el Infortunio despertó, y viendo que su amo ya no tenía nada que vender, le dijo:

—Escucha, amo.

—¿Qué quieres, Infortunio?

—Ve a casa de tu vecino y pídele un carro con un par de bueyes.

El campesino se dirigió a casa de su vecino y le dijo:

—Préstamo tu carro y un par de bueyes por hoy y trabajaré después para ti una semana.

—¿Y para qué los necesitas?

—Tengo que ir al bosque a coger leña.

—Bien, llévatelos; pero no los cargues demasiado.

—¡Dios me guarde de hacerlo!

Condujo los bueyes a su casa, se sentó en el carro con el Infortunio y se dirigió al campo.

—Oye, amo —le preguntó el Infortunio—: ¿conoces un sitio donde hay una gran piedra?

—Ya lo creo que lo conozco.

—Pues si lo conoces lleva el carro directamente allí.

Llegado al sitio indicado se pararon y bajaron a tierra. El Infortunio indicó al campesino que levantase la piedra; éste lo hizo así y vieron que debajo de ella había una cavidad llena de monedas de oro.

—¿Qué es lo que miras ahí parado? —le gritó el Infortunio—. Cárgalo pronto en el carro.

El campesino se puso a trabajar y llenó el carro de oro, sacando del hoyo hasta la última moneda.

Viendo que la cavidad quedaba vacía, dijo al Infortunio:

—Mira, Infortunio, me parece que allí ha quedado aún dinero.

El Infortunio se inclinó para ver mejor, y dijo:

—¿Dónde? Yo no lo veo.

—Allí en un rincón brilla algo.

—Pues yo no veo nada.

—Baja al fondo y verás.

El Infortunio bajó al hoyo, y apenas estuvo allí, el campesino dejó caer la piedra, exclamando:

—¡Ahí estás mejor, porque si te llevo conmigo me harás gastar todo el dinero!

El campesino, una vez llegado a su casa, llenó la cueva con el dinero, devolvió el carro y los bueyes a su vecino y empezó a meditar sobre el modo de arreglar su vida.

Compró madera, se construyó una magnífica casa y se estableció en ella, llevando una vida mucho mejor que la de su hermano el rico.

Pasado algún tiempo, un día fue a la ciudad a convidar a su hermano y a su cuñada para el día de su santo.

—¿Qué tontería se te ha ocurrido? —le contestó su hermano—. No tienes qué comer y quieres celebrar el día de tu santo.

—Verdad es que en otros tiempos no tenía qué comer; pero ahora, gracias a Dios, no tengo menos que tú. Tú ven a casa y verás.

—Bien, iremos.

Al día siguiente el rico se fue con su mujer a casa de su hermano; al llegar vio con asombro que la cabaña del pobre se había convertido en una magnífica casa; ningún comerciante de la ciudad tenía una parecida.

El campesino los convidó con ricos manjares y vinos finos. Después de acabada la comida, el rico preguntó a su hermano:

—Dime, por favor, ¿qué has hecho para enriquecerte de ese modo?

El hermano le contó todo. Cómo se había pegado a él el Infortunio; cómo lo había hecho gastar en la taberna todo lo que tenía, hasta el último vestido de su mujer, y cuando ya no le quedaba nada le había enseñado el sitio donde se hallaba escondido un inmenso tesoro que había recogido, librándose al mismo tiempo de su mal acompañante.

El rico, envidioso de una suerte tan grande, pensó para sus adentros:

«Me iré al campo, levantaré la piedra y devolveré la libertad al Infortunio para que arruine por completo a mi hermano y no se vanaglorie delante de mí de sus riquezas.»

Envió a casa a su mujer y él se dirigió al campo. Llegó a la gran piedra, la levantó de un lado y se inclinó para ver lo que había escondido debajo. No tuvo tiempo de observar la profundidad del hoyo, porque el Infortunio saltó fuera y se colocó a caballo sobre su cuello, gritándole:

—¡Quisiste hacerme morir aquí, pero ahora por nada del mundo nos separaremos!

—Escucha, Infortunio. No soy yo —repuso el comerciante— quien te había encerrado en este calabozo.

—Pues si no fuiste tú, ¿quién ha sido?

—Ha sido mi hermano y yo he venido expresamente para libertarte.

—¡Eso son mentiras! Me has engañado ya una vez, pero no me engañarás la segunda.

El Infortunio se agarró al cuello del rico comerciante, y éste se lo llevó a su casa. Desde entonces todo empezó a salirle mal. Todas las mañanas el Infortunio empezaba pidiendo una copita de aguardiente, y a fuerza de beber le hizo gastar mucho dinero en la taberna.

—Esto no puede durar más —decidió el comerciante—. Bastante he divertido al Infortunio; ya es tiempo de que me separe de él; pero ¿cómo?

Pensó en ello mucho tiempo, y al fin se le ocurrió una idea. Fue al patio, hizo dos tapones de madera de encina, cogió una rueda de un carro y metió sólidamente uno de los tapones en el cubo de ella; después se fue a buscar al Infortunio y le dijo:

—Oye, Infortunio, ¿por qué estás siempre acostado?

—¿Y qué quieres que haga?

—Podíamos ir al patio a jugar al escondite.

El Infortunio se puso muy contento, y ambos salieron al patio; el comerciante se escondió; pero el Infortunio lo encontró en seguida. Cuando le llegó el turno de esconderse, dijo a su amo:

—A mí no me encontrarás tan pronto, porque yo puedo esconderme en cualquier rendija.

—¡A que no! —le contestó el comerciante—. ¿No eres capaz de esconderte en el cubo de esta rueda y crees que te vas a poder esconder en una rendija?

—¿Cómo que no puedo entrar en el cubo de la rueda? Verás cómo me escondo.

El Infortunio se introdujo en el cubo de la rueda, y el comerciante, cogiendo el otro tapón de encina, tapó bien con un mazo el lado abierto; luego cogió la rueda y la tiró al río.

El Infortunio se ahogó y el comerciante se volvió a su casa y siguió viviendo como en sus mejores tiempos, estrechando la amistad con su hermano.


Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
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