Aquella noche, la vÃspera del dÃa fijado para su coronación, el joven rey se hallaba solo, sentado en su espléndida cámara. Sus cortesanos se habÃan despedido todos, inclinando la cabeza hasta el suelo, según los usos ceremoniosos de la época, y se habÃan retirado al Gran Salón del Palacio para recibir las últimas lecciones del profesor de etiqueta, pues aún habÃa entre ellos algunos que tenÃan modales rústicos, lo cual, apenas necesito decirlo, es gravÃsima falta en cortesanos. El adolescente —todavÃa lo era, apenas tenÃa dieciséis años— no lamentaba que se hubieran ido, y se habÃa echado, con un gran suspiro de alivio, sobre los suaves cojines de su canapé bordado, quedándose allÃ, con los ojos distraÃdos y la boca abierta, como uno de los pardos faunos de la pradera, o como animal de los bosques a quien acaban de atrapar los cazadores.
Y en verdad eran los cazadores quienes lo habÃan descubierto, cayendo sobre él punto menos que por casualidad, cuando, semidesnudo y con su flauta en la mano, seguÃa el rebaño del pobre cabrero que le habÃa educado y a quien creyó siempre su padre.
Hijo de la única hija del viejo rey, casada en matrimonio secreto con un hombre muy inferior a ella en categorÃa (un extranjero, decÃan algunos, que habÃa enamorado a la princesa con la magia sorprendente de su arte para tocar el laúd; mientras otros hablaban de un artista, de RÃmini, a quien la princesa habÃa hecho muchos honores, quizás demasiados, y que habÃa desaparecido de la ciudad súbitamente, dejando inconclusas sus labores en la catedral), fue arrancado, cuando apenas contaba una semana de nacido, del lado de su madre, mientras dormÃa ella, y entregado a un campesino pobre y a su esposa, que no tenÃan hijos y vivÃan en lugar remoto del bosque, a más de un dÃa de camino de la ciudad.
El dolor, o la peste, según el médico de la corte, o, según otros, un rápido veneno italiano servido en vino aromÃ