El Libro de Estampas del Padrino

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


El padrino sabía contar historias, muchas y muy largas. Y sabía también recortar estampas y dibujar figuras. Cuando se acercaban las Navidades cogía un cuaderno de hojas blancas y limpias, y en ellas pegaba ilustraciones, recortadas de libros y periódicos; si no bastaban para su propósito, las dibujaba con su propia mano. De niño yo fui obsequiado con muchos de aquellos libros de estampas, pero el más hermoso de todos fue uno acerca del «Año memorable en que el gas sustituyó en Copenhague a los viejos faroles de aceite de pescado», título que figuraba en primera página.

—Hay que guardar muy bien este libro —me dijeron mis padres—; sólo lo sacaremos en ocasiones solemnes —. El padre había anotado en la tapa:

Si rompes el libro, no será un gran delito.

Peor habrá obrado más de un amiguito.

Lo mejor era cuando el padrino, sacando el cuaderno, leía en alta voz los versos y demás cosas escritas en él, y luego se ponía a contar. ¡Entonces sí que la historia se volvía una verdadera historia!

En la primera página había una estampa recortada del «Correo Volante», donde aparecía Copenhague con la Torre Redonda y la iglesia de Nuestra Señora. A la izquierda había pegado un dibujo que representaba una vieja linterna, con el letrero «Aceite», y a la derecha estaba un candelabro, con la palabra «Gas».

Fíjate en la portada —dijo el padrino—. Es la introducción a la historia que vas a oír. También podría haber servido para una comedia, que habría podido titularse: «Aceite y gas, o la vida de Copenhague». Es un título sensacional. Al pie de la página aparece todavía otro grabado, que no es muy fácil de interpretar; por eso te lo descifraré: es un caballo infernal. Debiera figurar al fin del libro, pero se ha adelantado para advertir que ni la introducción ni el cuerpo de la obra, ni su desenlace valen gran cosa. Él lo habría hecho mejor si hubiera podido hacerlo. Como te digo, el caballo infernal, durante el día, va enganchado al periódico; está en las columnas, como dicen, pero al anochecer se escapa y se sitúa ante la puerta del poeta, y relincha para que el hombre que está dentro se muera en seguida; pero no muere si hay en él vida verdadera. El caballo infernal es casi siempre un pobre diablo que anda desorientado, pero necesita aire y alimento para correr y relinchar. El libro del padrino no le gusta ni pizca, de eso estoy seguro; razón de más para creer que no es tan malo.

Mira, ahí tienes la primera página, la portada.

Era precisamente la última noche que se encendían las viejas linternas de aceite. Habían instalado gas en la ciudad, y daba una luz tan viva, que aquellos pobres faroles quedaban casi eclipsados por completo.

—Aquella noche yo salí a la calle —dijo el padrino—. La gente circulaba en todas direcciones para ver la nueva iluminación. Había un gran gentío, casi doble número de piernas que de cabezas. Los vigilantes estaban tristes, pues presentían que los despedirían como a los faroles de aceite. Éstos recordaban sus tiempos pasados, ya que no podían pensar en los venideros. ¡Recordaban tantas y tantas cosas de las veladas silenciosas y de las noches oscuras! Me apoyé en el poste del farol, y oí chisporrotear el aceite y el pabilo; oí también lo que decía la linterna y te lo repetiré.

«Hemos hecho cuanto hemos podido —decía—. Servimos a nuestra época, la alumbramos en las horas de alegría y en las de pena. Hemos presenciado muchas cosas notables, podríamos decir que hemos sido los ojos nocturnos de Copenhague. Ahora, las nuevas luces vienen a ocupar nuestros puestos y desempeñar nuestras funciones. Cuántos años van a brillar y para qué lo harán, es cosa que aún está por ver. Son más luminosas que nosotras, hay que reconocerlo, pero qué tiene eso de particular, cuando lo funden a uno en forma de poste con tantas conexiones. Todos se ayudan entre sí. Tienen cañerías en todos los sentidos y pueden procurarse fuerzas dentro y fuera de la ciudad. En cambio, nosotras, las linternas de aceite, hemos de alumbrar con lo que llevamos dentro, sin poder contar con los parientes. Nosotras y nuestras abuelas hemos estado alumbrando Copenhague durante un tiempo larguísimo, inacabable. Mas, puesto que ésta es la última noche que nos encienden, como si fuéramos sus ayudantes, no queremos murmurar ni mostrarnos envidiosas, brillantes compañeros; por el contrario, estaremos alegres y complacientes. Somos las viejas centinelas a quienes relevan alabarderos de nuevo cuño, vestidos con mejor uniforme. Les contaremos lo que nuestro linaje ha visto y vivido, remontándonos hasta los abuelos: toda la historia de Copenhague. ¡Ojalá ustedes y sus descendientes puedan presenciar y narrar, hasta el último poste de gas, acontecimientos tan memorables el día en que, como hoy nosotras, tengan que despedirlos; día que les llegará sin duda. Deben estar preparados para cuando venga. Los hombres inventarán seguramente una iluminación más intensa que el gas; yo he oído decir a unos estudiantes que algún día se llegará a quemar agua del mar». La mecha chisporroteó al decir esto la linterna; tenía la sensación de que ya la estaban empapando de agua.

El padrino escuchaba con atención, y pensó que la vieja linterna había tenido una excelente idea al aprovechar aquella noche de cambio del aceite por el gas, para pasar revista a toda la historia de Copenhague.

—Jamás hay que desperdiciar una buena idea —dijo el padrino—. Yo la adopté enseguida; me fui a casa y confeccioné este libro de estampas. Se remonta aún a tiempos anteriores al de las linternas.

He aquí el libro, y aquí va la historia: «La vida de Copenhague». Empieza con unas tinieblas absolutas, una hoja negra como el carbón; es la época de la oscuridad.

—Volvamos ahora la página —dijo el padrino—. ¿Ves este grabado? Sólo se ve el mar embravecido y el furioso viento Nordeste. Bloques de hielo por doquier; nadie navega por sus aguas, aparte las enormes piedras que, allá en Noruega, se precipitan de las rocas sobre los hielos. El viento impele los témpanos, como empeñado en enseñar a las montañas germanas los peñascos que hay en el Norte. La flota de hielo ha llegado ya al estrecho de la costa zelandesa, donde se levanta hoy Copenhague, ciudad que entonces no existía. Bajo el agua se extendían grandes bancos de arena; los bloques de hielo, cargados con las enormes piedras, chocaron contra uno de ellos, y toda la helada flota se detuvo, sin que el viento pudiera despegarla del fondo. Por eso, henchido de cólera, maldijo el banco de arena, el «fondo de los ladrones», como lo llamó, jurando que si algún día se elevaba por encima de la superficie marina, desembarcarían allí ladrones y bandidos.

Pero mientras maldecía y protestaba, salió el sol, y en sus rayos se columpiaban radiantes espíritus buenos, hijos de la luz, que bailaban por encima de los frígidos bloques de hielo y los derretían, por lo que las grandes piedras que estaban presas en ellos, se precipitaron al fondo, sobre el banco de arena.

«¡Chusma del sol! —gritaba el viento Nordeste—. ¿Es esto camaradería y parentesco? Ya me acordaré para vengarme. ¡Lo maldigo!».

«Nosotros lo bendecimos —respondieron los hijos de la luz—. El banco emergerá, y nosotros lo protegeremos. Sobre él se levantarán la Bondad, la Verdad y la Belleza».

«¡Estúpidos!», gritó el viento.

—¿Ves? De todo esto nada sabían las linternas —dijo el padrino pero yo sí lo sé, y es de gran importancia en la vida de Copenhague —. Volvamos ahora la página —añadió—. Han pasado muchos años, y el banco de arena se ha elevado. Un ave marina se ha posado sobre la mayor de las piedras, la que más sobresalía del agua. Puedes verla en la estampa. Corrieron los años. El mar arrojaba peces muertos a la arena; brotaron tenaces carrizos, se marchitaron y pudrieron, y abonaron el suelo. Nacieron otras especies de hierbas, y el banco de arena se transformó en una isla verdeante. Desembarcaron los vikingos; estallaron reyertas y desafíos, que fueron otras tantas avenidas de la muerte. En el Holm de Seeland había un buen fondeadero. Ardió la primera linterna de aceite; creo que asaron pescado sobre ella; abundaba bastante. Los arenques circulaban en enormes bandadas por el Sund, hasta el extremo de dificultar las maniobras de las embarcaciones. Brillaban las aguas como si en su seno estallaran relámpagos de calor; el fondo relucía como una aurora boreal. El Sund era rico en peces; por eso se fue poblando la costa de Seeland. Las paredes de las casas eran de roble, y los tejados, de corteza; no eran árboles lo que faltaba. Los barcos entraban en el puerto; la linterna de aceite ardía balanceándose en las jarcias, mientras el viento Nordeste soplaba, cantando: «¡huu—ui!». Si en el Holm brillaba una linterna, era de bandidos. Contrabandistas y bandidos prosperaban en la «Isla de los ladrones».

—Creo que la maldad va extendiéndose, tal como yo quería —dijo el viento Nordeste—. No tardará en venir el árbol del que pueda sacudir el fruto.

—Y aquí tenemos el árbol —continuó el padrino—. ¿Ves la horca en la Isla de los ladrones? De ella cuelgan ladrones y asesinos, tal y como se hacía entonces. El viento soplaba haciendo chocar entre sí los largos esqueletos, y la luna brillaba satisfecha sobre ellos, como brilla hoy sobre una fiesta campestre. También el sol enviaba contento sus rayos, ayudando a que se pudriesen las colgantes osamentas, y desde sus rayos cantaban los hijos de la luz: «¡Lo sabemos, lo sabemos! En tiempos venideros, esto será hermoso. Será una tierra bella y feliz».

—¡Necias palabras! —refunfuñaba el viento.

—Volvamos otra página —dijo el padrino—. Doblaban las campanas en la ciudad de Roeskilde, residencia del obispo Absalón, hombre que lo mismo leía la Biblia que blandía la espada. Tenía poder y voluntad, y se había propuesto proteger contra el pillaje a los laboriosos pescadores del puerto de aquella ciudad, que entretanto había crecido y convertido en centro comercial. Mandó rociar con agua bendita aquel suelo infame: se restituyó la honra a la Isla de los ladrones. Albañiles y carpinteros pusieron manos a la obra; por iniciativa del obispo, pronto se levantó un edificio. Los rayos del sol besaron sus rojos muros.


Así surgió la Casa de Axel.
Castillo con torreones,
firme en la tormenta;
muros que desafían los siglos.
¡Hu—u—uh!
Vino el viento Norte
con su hálito helado.
Sopló,
arremetió,
mas el castillo no cedió.
Y en el lugar se levantó «Copenhague», el puerto de los comerciantes.
Morada de sirenas, entre lagos brillantes,
Construida en la verde floresta.


Acudieron los extranjeros a comprar pescado, levantaron tiendas y casas, en cuyas ventanas las vejigas de cerdo hacían de cristales, pues el vidrio era muy caro; surgieron graneros, con pináculos y poleas. ¿Ves? En estas tiendas están los solterones, los que no pueden casarse, comercian con jengibre y pimienta: son los «pimenteros».

El viento Nordeste pasea sus ráfagas por las calles y callejas, arremolina el polvo, arranca algún que otro tejado de paja. Vacas y cerdos se meten en el arroyo.

—¡A puñadas y empujones me llevaré las casas en torno al castillo de Axel! No puedo equivocarme. La llaman Steileborg de Tyvsö.

Y el padrino me mostró un dibujo hecho por él mismo. Junto al muro se alineaban los palos, de cada uno de los cuales pendía la cabeza de un pirata capturado, regañando los dientes.

—Esto ha sucedido de verdad —afirmó el padrino—; conviene saberlo y comprenderlo. El obispo Absalón estaba en el baño, y a través de la delgada pared oyó que se acercaba un barco corsario. Salió inmediatamente, subió a su barco y tocó el cuerno, a cuyo son acudió la tripulación, y las flechas volaron, y se clavaron en las espaldas de los piratas. Éstos trataron de huir, remando con todas sus fuerzas; las flechas les herían en las manos, pero no había tiempo para arrancarlas. El obispo capturó a todos los que habían quedado con vida y mandó decapitarlos y exhibir las cabezas en la muralla del castillo. El viento Nordeste soplaba con toda la fuerza de sus carrillos hinchados, con mal tiempo en la boca, como dice el marino.

—Me estiraré aquí —dijo el viento—. Echado en este lugar veré todo este negocio.

Se quedó encalmado varias horas, soplando luego durante días y noches. Transcurrieron años.

Salió el guardián de la torre del castillo y miró al Este, al Oeste, al Norte y al Sur.

—Ahí lo tienes en esta estampa —dijo el padrino, señalándolo—. Ahí está, y ahora te diré lo que vio.

Ante las murallas de Steileborg se despliega al mar hasta el Golfo de Kjöge; el canal que sigue hasta la costa de Seeland es muy ancho. Frente a Serritslev Mark y Solbjerg Mark, donde están los grandes poblados, prospera la nueva ciudad, con sus casas de paredes entramadas y fachadas en hastial. Hay callejones enteros ocupados por zapateros y curtidores, abaceros y cerveceros; hay una plaza—mercado, una casa gremial, y junto a la playa, donde anteriormente había una isla, se levanta la magnífica iglesia de San Nicolás. Tiene una torre y una espira altísima; una y otra se reflejan bellamente en las aguas límpidas. No lejos de allí se encuentra la iglesia de Nuestra Señora, donde rezan y cantan misas, huele el incienso y arden los cirios. Copenhague es ahora la sede del obispo; el obispo de Roeskilde la rige y gobierna.

Otro prelado llamado Erlandsen, ocupa la casa de Axel. En la cocina están asando, se sirve cerveza y vino especiado, mientras suenan violines y timbales. Arden cirios y lámparas, el palacio reluce como una linterna, encendida para iluminar todo el país y todo el reino. El viento Nordeste sopla a Poniente en torno a las fortificaciones de la ciudad, que no son sino un vallado de planchas. ¡Con tal que resista! Fuera está el rey de Dinamarca, Cristóbal I.

Los sublevados lo derrotaron en Skjelskör, y ahora busca refugio en la ciudad del obispo.

El viento silba, diciéndole, como el prelado:

—¡Quédate fuera! ¡Quédate fuera! La puerta está cerrada para ti.

Atravesamos una época de descontento; los días son difíciles. Todos quieren gobernar. La bandera del Holstein ondea en la torre del castillo; hay privaciones y sufrimientos, es la noche del terror: guerra en el país y la muerte negra, una noche tenebrosa, pero luego vino Waldemar Atterdag.

La ciudad del obispo es ahora la ciudad del Rey. Tiene casas de hastial y estrechos callejones, tiene guardas y una casa consistorial; en la puerta de Poniente se alza una horca amurallada. Ningún forastero puede ser ahorcado en ella. Hay que ser ciudadano de la capital para tener el privilegio de colgar allí, tan alto, dominando Kjöge y sus pollos.

—¡Magnífica horca! —exclamó el viento Nordeste—. Es un adorno para el paisaje.

Y venga soplar y arremeter.

De Alemania llegan la aflicción y la miseria.

—Vinieron las Hansas —dijo el padrino—; vinieron de Rostock, Lubeck y Brema; pretendían algo más que apoderarse del ganso de oro de la torre de Waldemar. En la capital de Dinamarca mandaban más que el mismo Rey; vinieron en barcos armados. Nadie estaba preparado, y, por otra parte, el rey Erich no deseaba pelearse con sus primos alemanes; eran muchos y muy fuertes. El Monarca y sus cortesanos se precipitaron por la puerta de Poniente, dirigiéndose a Sorö, junto al lago tranquilo y los verdes bosques, entre canciones de amor y chocar de copas.

Sin embargo, se había quedado en Copenhague un corazón real, una verdadera cabeza de rey. ¿Ves esta figura, esta mujer joven, delicada y fina, de ojos azules y cabello de lino? Es la reina de Dinamarca, Felipa, princesa de Inglaterra. Ella se quedó en la aterrorizada ciudad, en cuyos angostos callejones y calles de empinadas escaleras y cerrados tenduchos, los ciudadanos corrían a la desbandada, totalmente desorientados. Ella tiene el valor y el corazón de un hombre: llama a los ciudadanos y a los campesinos, los anima, los estimula. Se aparejan las naves, se equipan los fortines; los cañones retumban, vomitando fuego y humo. Vuelven los ánimos. Dios no abandona a Dinamarca, y el sol brilla en todos los corazones, mientras el júbilo de la victoria ilumina los ojos. ¡Bendita sea Felipa! La bendición en las chozas, en los hogares, en el palacio real, donde son atendidos los heridos y enfermos. He recortado una corona para ponerla como marco a esta estampa. ¡Bendita sea la reina Felipa!

—Saltemos ahora algunos años —continuó el narrador—. Copenhague salta con ellos. El rey Cristián I ha estado en Roma, el Papa le ha dado su bendición, y en todo el largo camino ha sido objeto de homenajes y honores. En su país levanta una casa de piedras cocidas; en ella prosperará la Ciencia, que será difundida en latín. Los hijos de las familias humildes, del terruño y del taller, podrán venir también, abriéndose paso a fuerza de mendigar, llevando el largo y amplio manto negro, cantando frente a las puertas de los ciudadanos.

Junto a la casa de la Ciencia, donde todo se dice en latín, hay otra casita en la que reinan la lengua y las costumbres danesas. Para desayuno se sirve sopa de cerveza, y se almuerza a las diez de la mañana. A través de los pequeños cristales brilla el sol en la alacena y en la librería, en la cual se guardan tesoros literarios, como el «Rosario» y «Comedias piadosas» del Señor Miguel, el «Recetario de Henrik Harpenstren» y la «Crónica rimada danesa» de los hermanos Niels de Sorö. Todo danés debiera conocerla, dice el dueño de la casa, y éste es el hombre llamado a divulgarla. Es el primer impresor de Dinamarca, el holandés Godofredo de Gehmen. Practica el bendito arte negro: la imprenta.

Y los libros llegan al real palacio y a las casas de los burgueses. Proverbios y canciones adquieren vida imperecedera. Lo que el hombre no sabe expresar en poemas y canciones lo canta el pájaro de la canción popular con palabras floridas pero claras. Vuela libre y vuela lejos, a los aposentos del servicio y al castillo señorial; gorjeando, se posa como el halcón en la mano de la amazona; se desliza como un ratoncillo y se pone a piar ante el siervo campesino en la perrera.

—¡Charla vacía! —exclama el acerado viento Nordeste.

—¡Es primavera! —replican los rayos del sol—. Mira cómo asoma la verde hierba.

—Sigamos hojeando en nuestro libro de estampas —dijo el padrino—. ¡Cómo resplandece Copenhague! Torneos y juegos, magníficos desfiles. ¡Mira los nobles caballeros en sus armaduras, las encopetadas damas vestidas de seda y oro! El rey Hans otorga al Elector de Brandeburgo la mano de su hija Isabel. ¡Qué joven es, y qué contenta está! Anda sobre terciopelo; en sus ojos brilla el porvenir, la felicidad de la vida doméstica. A su lado avanza su real hermano, el príncipe Cristián, de ojos melancólicos y sangre ardiente y alborotada. Los burgueses lo quieren; él conoce sus cuitas, el futuro de los pobres vive en su pensamiento. ¡Sólo Dios concede la felicidad!

—¡Adelante con nuestro libro de estampas! —prosigue el padrino—. El viento sopla furioso, cantando las agudas espadas, los tiempos difíciles y sin paz. Es un día gélido de mediados de abril. ¿Por qué la multitud se apretuja frente al palacio, frente a la vieja aduana, donde está anclada la nave real, izadas las banderas y las velas extendidas? Se ve gente en las ventanas y los tejados. Reinan el dolor y la aflicción, la incertidumbre y el miedo. Todas las miradas se concentran en el castillo, en cuyas doradas salas se bailó otrora la danza de las antorchas, mientras hoy aparecen silenciosas y desiertas. Miran a la ventana del torreón, desde la cual el rey Cristián tantas veces siguió con la vista, al otro lado del Puente de la Corte y del estrecho callejón, a su palomita, la muchacha holandesa que había traído de la ciudad de Bergen. Los postigos están cerrados, la multitud mira al palacio; he aquí que se abre la puerta y se baja el puente levadizo. Ahí viene el rey Cristián con su fiel consorte Isabel, que se niega a abandonar a su real esposo en la hora de la desgracia.

Había fuego en su pecho, fuego en su pensamiento. Quiso romper con los viejos tiempos, romper el yugo del campesino, favorecer al burgués, cortar las alas a los «voraces cernícalos». Pero eran demasiados. Helo ahí abandonando su patria y su reino, para ganarse en el extranjero amigos y parientes. Su esposa y sus leales lo acompañan, todos los ojos están húmedos a aquella hora de la separación. Se mezclan las voces que entonan la canción del tiempo, en su favor, en su contra; un triple coro. Escucha las palabras de la nobleza; pues han quedado escritas e impresas:

—¡Maldición sobre ti, Cristián el Malvado! La sangre vertida en el mercado de Estocolmo clama venganza contra ti y te maldice.

También el coro de los monjes expresa la misma sentencia:

—¡Repudiado seas por Dios y por nosotros! Trajiste a esta tierra la doctrina luterana, le entregaste la Iglesia y el púlpito, permitiste que hablase la lengua del demonio. ¡Maldición sobre ti, Cristián el Malvado!

Pero los campesinos y los burgueses lloraban:

—¡Cristián, rey bondadoso! El campesino no ha de ser vendido como ganado ni trocado por un perro de caza. ¡Esta ley es tu ejecutoria!

Pero las palabras de los humildes son como paja al viento.

Pasa ahora el barco por delante del palacio, y los ciudadanos corren a lo alto de la muralla para decir un último adiós a la real nave.

Largo es el tiempo, y tenebroso. ¡No te fíes de los amigos, no te fíes de los parientes!

Tío Federico, del castillo de Kiel, ambiciona el trono.

El rey Federico está ante Copenhague. ¿Ves esta estampa: «Copenhague la Leal»? Se ciernen sobre ella negros nubarrones, grabado tras grabado; fíjate en cada uno. En una estampa ruidosa; resuena todavía en la leyenda y en la canción: el tiempo es duro, difícil, amargo.

—¿"Qué fue del rey Cristián, el ave sin rumbo? Lo han cantado los pájaros, que vuelan lejos, allende las tierras y los mares. La cigüeña llegó pronto, en primavera, procedente del Sur, a través del país germano. Había visto lo que vamos a contar.

—Vi al fugitivo rey Cristián cruzando el erial. Lo esperaba allí un mísero carruaje tirado por un caballo. Iban en el vehículo su hermana la margravesa de Brandeburgo, que su marido expulsó por haberse mantenido fiel a la doctrina luterana. En el oscuro páramo se encontraron los proscritos hijos del Rey. ¡Largo es el tiempo, y angustioso; no confíes en tus amigos y parientes!

La golondrina llegó del castillo de Sönderborg, entonando una canción plañidera:

—¡El rey Cristián ha sido traicionado!

Yace allí encerrado en la profunda torre; sus graves pasos dejan huellas en el pavimento de piedra, su dedo graba signos en el duro mármol:

¡Ah! ¿Qué dolor halló palabras

como las que oyó la dura piedra?

Del mar embravecido vino el quebrantahuesos. El mar es amplio y libre, y lo surca un barco, tripulado por el valeroso fionés Sören Nordby. La fortuna lo acompaña; pero la fortuna es veleidosa como el viento y el tiempo.

En Jutlandia y en Fionia gritan el cuervo y la corneja:

—¡Avanzamos! ¡Las cosas van bien, muy bien! Yacen allá cadáveres de caballos y de hombres.

Es una época de inquietud, con las querellas de los condes. El campesino empuñó su maza, el comerciante su cuchillo, y todos echaron a gritar:

—¡Degollaremos los lobos, hasta que no quede ni un lobezno!

Nubes y humo suben de las ciudades incendiadas.

El rey Cristián está prisionero en el castillo de Sönderborg; no puede escapar, no ve Copenhague ni su extrema miseria. En el herbazal al norte de la ciudad está Cristián III, allí donde estuvo su padre. En la capital reinan el terror, el hambre y la peste.

Apoyado contra la pared de la iglesia, yace el cadáver de una mujer, vestida de harapos; dos criaturas vivas, sentadas en su regazo, chupan sangre del pecho de la muerta. El valor ha cedido, cede la resistencia. ¡Oh, tú, leal Copenhague!

Resuenan clarines. ¡Escuchan los timbales y las trompetas!

En ricos trajes de seda y terciopelo, con plumas ondeantes, se acercan los nobles montados en caballos guarnecidos de oro, cabalgando hacia el Altmark. ¿Hay allí algún torneo, alguna lucha a la antigua usanza? Burgueses y campesinos endomingados se encaminan también allí. ¿A ver qué? ¿Acaso han erigido una pira para quemar imágenes papistas, o está allí el verdugo, como estaba en la pira de Slaghoek? El Rey, señor del país, es luterano; hay que reconocerlo y proclamarlo en toda forma.

Distinguidas damas y nobles doncellas, con altos cuellos y, luciendo perlas en las cofias, están sentadas detrás de las abiertas ventanas, contemplando aquel esplendor. Sobre un paño extendido, y bajo un dosel, se sienta el Consejo del Reino, en sus trajes antiquísimos, cerca del trono real. El Monarca permanece silencioso. Su voluntad y la del Consejo son leídas en alta voz y en lengua danesa; burgueses y campesinos han de oír palabras duras, duras reconvenciones por la resistencia que opusieron a la alta nobleza. El ciudadano es humillado, el campesino se convierte en esclavo. Luego se alzan voces de condenación contra los obispos del país. Su poder ha terminado. Todos los bienes de la Iglesia y de los conventos pasan al Rey y a la nobleza.

Reinan la soberbia y el odio, reina la ostentación, reina la desolación.

Ave pobre va cojeando, cojeando.

Ave rica rauda va, rauda va.

Los tiempos de transformación traen consigo negras nubes, pero también sol. Hay luz ahora en la casa de la Ciencia, en el hogar del estudiante, y nombres de entonces brillan aún hoy. Hans Tausen, el pobre hijo del herrero de Fionia:

Fue aquel mozo de la ciudad de Birken.

Su nombre pervive en la memoria danesa.

Lutero danés, luchó con la espada del verbo y venció con el espíritu en el corazón del pueblo.

Brilla allí el nombre de Petrus Palladius, latinizado del danés Peter Plade, obispo de Roeskilde, hijo asimismo de un pobre herrero de la tierra jutlandesa. Y entre los apellidos nobiliarios destaca el de Hans Friis, canciller del reino. Sentó a los estudiosos a su mesa, cuidó de ellos y de los alumnos. Uno, por encima de todos, es objeto de un hurra y de una canción:


Mientras moje un estudiante
su pluma en el puerto de Axel,
la obra del rey Cristián
será saludada con hurras.
En aquellos tiempos de transformación los rayos del sol atravesaron las tupidas nubes.
Ahora volvamos la página.

¿Qué es lo que silba y canta en el Gran Belt, junto a la costa de Samsö? Emerge del mar una sirena de cabellera verde como las algas y predice al campesino: Nacerá un príncipe que será un rey poderoso y grande.

Nació en el campo, bajo el oxiacanto florido.

Hoy su nombre brilla en leyendas y canciones, en torno a los castillos feudales y los palacios. Surgió la Bolsa, con su torre y su espira, se levantó Rosenborg muy por encima de la muralla; el estudiante tuvo su casa propia, junto a la cual se alza la Torre Redonda señalando al cielo, una columna de Urania que domina la Isla de Hveen, donde yace Uranienborg; sus doradas cúpulas brillaban a la luz de la luna, y las sirenas cantaban acerca del hombre que moraba en él, el genio de noble sangre, Tycho Brahe, a quien visitaban reyes y hombres ilustres. A tal altura llevó el nombre de Dinamarca, que él y el cielo estrellado son conocidos en todos los países civilizados del Globo. Mas Dinamarca lo repudió.

En su dolor, se consoló con una canción:

¿No está el cielo por doquier?
¿Qué más necesito entonces?


Su canción tiene la vida de la canción popular, como la de la sirena de Cristián IV.

—Viene ahora una página que debes considerar con atención —dijo el padrino—. Las estampas siguen las estampas como los versos en la canción popular. Es una poesía tan alegre en su comienzo, como triste en el final.

Una princesita danza en el palacio real: ¡qué preciosa está! ¡Mírala sentada en las rodillas de Cristián IV!; es su hija querida, Leonor.

Crece en las virtudes y cualidades que adornan a una mujer. El hombre más ilustre de la poderosa nobleza, Korfitz Ulfeldt, es su prometido. Ella es una niña todavía, sometida a los azotes de su severa aya; ella se queja a su amado, y hace bien. ¡Qué lista es, qué cortés e instruida! Sabe griego y latín, canta en italiano al son de su laúd, es capaz de hablar acerca del Papa y de Lutero.

El rey Cristián yace de cuerpo presente en la capilla de la catedral de Roeskilde; el hermano de Leonor sube al trono. En el palacio de Copenhague todo es esplendor y magnificencia, belleza y talento, y por encima de todos destaca la Reina, Sofía Amalia de Luneburgo. ¿Quién sabe como ella dominar el caballo? ¿Quién es tan elegante en el baile? ¿Quién habla con tanta erudición e ingenio como la reina de Dinamarca?

—¡Leonor Cristina Ulfeldt! —así dice el embajador francés—: Ésta supera a todas en belleza e inteligencia.

En el suelo liso del palacio crecía el cardo de la maldad. Fuertemente agarrado, propagaba a su alrededor el sarcasmo y la injuria:

—¡La bastarda! Su coche siempre parado junto al puente de palacio; donde vaya la Reina, allí debe ir ella.

La calumnia, la invención, la mentira dieron sus frutos.

Y, en la noche silenciosa, Ulfeldt coge la mano de su esposa.

Tiene las llaves de las puertas de la ciudad y abre una de ellas. Los caballos aguardan al exterior. Galopan a lo largo de la orilla, camino de la tierra de Suecia.

—Volvamos la página, del mismo modo que la suerte vuelve la espalda a los dos.

Es otoño, con sus días cortos y sus largas noches; gris está el cielo, y húmedo. El viento sopla frío aumentando por momentos su violencia. Ruge entre el follaje del bosque, las hojas vuelan al interior de la mansión de Peder Oxe, desierta y abandonada por su dueño. Y el viento silba sobre Chistianshavn, en torno a la morada de Kai Lykke; ahora es una cárcel. Él ha sido proscrito, infamado; su escudo de armas aparece roto, y su efigie cuelga de la horca más alta. De este modo han sido castigadas sus petulantes y ligeras palabras sobre la venerada reina del país. Aúlla el viento, volando por el solar abandonado donde se levantó la mansión del mayordomo imperial; hoy sólo queda de ella una piedra.

«Lo arrojé como un guijarro sobre los hielos flotantes —dice el viento—; la piedra quedó varada en el lugar donde un día surgiera la Isla de los ladrones, maldita por mí; después vino a parar al palacio del señor de Ulfeldt, donde la castellana cantaba al son del laúd, leía en griego y en latín y llevaba erguida la cabeza. Ahora queda sólo la piedra con su inscripción:

Para eterno ludibrio y vergüenza del traidor Corfitz Ulfeldt».

—¿Dónde está ahora, la noble dama? ¡Hu—uihu—ui! —silba el viento con voz de nieve—. Lleva ya muchos años en la «Torre azul», detrás del castillo, donde las olas se estrellan contra la muralla cenagosa. En el recinto hay más humo que calor; la ventanita queda muy alta, junto al techo. La niña mimada del rey Cristián, la distinguida señorita, la noble dama, ¡qué pobre y miserable vive ahora! El recuerdo extiende cortinas y tapices sobre las paredes ennegrecidas de la cárcel. La mujer piensa en los tiempos felices de su juventud, en los rasgos bondadosos y radiantes de su padre; piensa en su magnífico viaje de bodas, en los días de su encumbramiento, en los de miseria en Holanda, Inglaterra y Bornholm.

¡Nada es demasiado gravoso para el amor verdadero!

Pero entonces estaba él a su lado, y ahora está sola, sola para siempre. No sabe dónde está su tumba, nadie lo sabe.

Lealtad al hombre fue todo su crimen.

Pasó allí muchos y largos años, mientras fuera bullía la vida.

Nunca se detiene, pero nosotros nos pararemos un instante a pensar en aquella mujer y en lo que dice la canción:

Fui fiel al esposo en el honor,
en la desgracia y en el gran dolor.

—¿Ves este grabado? —dijo el padrino—. Estamos en invierno; el hielo tiende un puente entre Laaland y Fionia, un puente para Carlos Gustavo, que avanza arrollador. El pillaje y el incendio, el terror y la miseria reinan en todo el país.


Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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