El Teatro por Dentro

Eduardo Zamacois


Crítica



LA FORMACIÓN DE LA COMPAÑÍA

Para que una compañía de las llamadas «de verso» merezca francamente y sin limitaciones el calificativo de «buena», no basta que sean notables todos los artistas que la componen; importa también que entre unos y otros haya cierta proporción ó equilibrio, pues de ello inmediatamente se derivará una belleza nueva: belleza de síntesis, belleza de conjunto.

Parece que la formación de una compañía es tarea fácil, sobre todo cuando el empresario es persona inteligente y propicia á no regatear al negocio aquellos gastos que éste reclame. Nada, sin embargo, más difícil, más ingrave y quebradizo, más sujeto á imprevistas mudanzas.

El que la «campaña teatral» haya de celebrarse en Madrid, es detalle que favorece y allana eficazmente las dificultades con que el director ó empresario ha de luchar. Los artistas prefieren una contrata modesta en Madrid, á marcharse á provincias, donde las temporadas generalmente son cortas, con un buen sueldo. Ellos, gobernados como están por el pueril sentimiento de la vanidad, adoran los elogios de la Prensa cortesana, y en los pequeños rincones provincianos la Fama no hace vibrar nunca sus trompetas gloriosas. En Madrid, además, tienen «su casa», su familia, hostil casi siempre al molesto ambular de la farándula, y lo que pierden en sueldos, lo ahorran en viajes y en fondas...

La circunstancia de que la contrata sea para Madrid, es, por consiguiente, lo único que positivamente favorece los intereses del empresario. Todo lo demás, á pesar del dinero y de los probables honores que va ofreciendo, le es inhospitalario y adverso, como la playa de un país enemigo.

La persona encargada de organizar una compañía, debe hacer con los artistas algo de lo que las partes de una orquesta realizan para ponerse de acuerdo ó al unísono. El director, verbi gracia, coge un diapasón, y golpeándolo contra una mesa que le sirve de caja sonora, levanta una nota limpia, clara, rotunda..., á la que inmediatamente se ajustan los diversos elementos orquestales, desde la flauta plañidera al violón roncador y enfático. Así el empresario, para la organización de su compañía, necesitará elegir una actriz ó actor «tipo», que encarnará un grado, X, de perfección artística, y con arreglo á este modelo deberá luego buscar los otros elementos, procurando celosamente que ninguno de ellos le sea muy superior, ni tampoco excesivamente inferior, sino que todos se hallen «á tono», ó, lo que es lo mismo, que ocupen aproximadamente el mismo nivel, porque nada perjudica tanto al «reparto» y dichoso éxito de una obra teatral, como esas absurdas compañías extranjeras que suelen visitarnos, y en las cuales vemos frecuentemente agrupados, alrededor de un artista de mérito deslumbrante y magnífico, diez ó doce tipos, borrosos anodinos, insoportablemente vulgares. Con lo cual, y como justo castigo á cuanto rompe estúpidamente la inexorable ley de las proporciones, la figura capital, lejos de ser engrandecida y mejorada, pierde, por efecto de la sombra que sobre ella proyectan los demás, mucho de su orgulloso relieve y prestigio.

Amén de este equilibrio espiritual, un director inteligente debe preocuparse de buscar, entre las diversas partes de su compañía, cierta armonía física. Claro es que en la realidad, ó sea en aquella verdadera vida de la cual el artificioso microcosmos teatral sólo es trivial remedo ó mezquino trasunto, no siempre los hombres más altos son los más fuertes y temidos, ni hay ley fisiológica ninguna que se oponga á que de un cabeza de familia raquítico y aislado se derive una prole vigorosa y lucida. Pero en la ficción escénica, los acontecimientos y las imágenes se encadenan de muy distinto modo, y así el espectador, bien sea por hábito ó por predisposición caprichosa de sus sentidos, no comprende que un «barba» débil y pequeñuco pueda ser padre de una «primera actriz», robusta y alta, ni menos reducirla con sus amenazas á sumisión y obediencia; ni tampoco que el «segundo galán» aventaje al «primero» en estatura y gallardía, ya que su misma cualidad de «segundo» implica cierta noción de inferioridad ó dependencia. ¿Qué queréis? Acaso sean estos resabios del Teatro romántico, en donde el protagonista, siempre noble, jarifo y apercibido á la pelea, derrotaba fácilmente á sus rivales; pero los hechos son así, y no hay para qué rebelarse contra el vigor todopoderoso de la costumbre.

Quedamos, pues, que si la «primera actriz» es elegante y gallarda, la «segunda» deberá serle inferior, aunque no con exceso, ya que lo más seguro es que el corazón veleidoso del protagonista vacile entre ambas, y necesario será justificar estos momentos de indecisión sentimental. Por razones análogas, el segundo galán deberá aproximarse bastante, en cualidades físicas y morales al primero; y el «barba» guardará cierta armonía—aire familiar ó de parentesco—con la «característica», y las otras figuras secundarias ó de relleno irán escalonándose de mayor á menor, pero sin brusquedades y suavemente, de modo que el conjunto no ofrezca suturas lamentables ni altibajos violentos.

Finalmente, en la nómina ó coste de una compañía, influye mucho, amén de que la contrata sea ó no para Madrid como antes dije, el que los artistas vayan solos ó sean matrimonio, hermanos, etc. Actores acostumbrados á cobrar, por ejemplo, treinta pesetas diarias, y cuyas esposas disfrutan habitualmente de un sueldo igual, por el lógico deseo de no separarse de ellas, se avendrían á contratarse por un haber muy inferior. Detalles son estos de gran importancia, y que un empresario ó representante de teatros no debe echar en olvido.

Además de este prudente equilibrio y semejanza de unos artistas con relación á otros, el director de la compañía necesita tener muy bien determinada la clase de literatura que sus comediantes han de cultivar, de tal suerte, que las comedias encajen en la arquitectura ó complexión material y moral de sus intérpretes y parezcan como confeccionadas á su gusto y medida; pues actores conocemos que no saben moverse dentro de los moldes pulidos y ricos en policromias interiores de la comedia moderna, y que en los dramas románticos y violentos, por el contrario, saben llegar á las notas más agudas de la emoción; y otros, en cambio, fríos, correctísimos, incapaces de un verdadero gesto trágico.

Terminados todos estos perfiles, acoplados y unidos todos estos cabos sueltos, el empresario puede poner manos activas á su obra, en la seguridad de que su labor no será baldía. Los que creen á los actores gente díscola, interesada y de manejo difícil, se equivocan. El rasgo característico del comediante es la vanidad: este sentimiento constituye su acicate mejor, y en ocasiones, su mejor rendaje. Así, quien sepa sujetarles por esta su gran debilidad, podrá gobernarles á su capricho y sin esfuerzo.

LOS BAÚLES MAGOS

En París, como en Madrid, al llegar este mes, los teatros sufren esa crisis económica que nuestros comediantes llaman «la cuesta de Enero», pues siempre las festividades pascuales trajeron consigo gastos imprudentes que desequilibraron el «haber» de las familias; con la diferencia que allí dicho malestar es menos intenso, por lo mismo que la población flotante es muy considerable y se renueva mucho.

Los contratos que actores y empresarios firmaron á fines del pasado Septiembre, terminan ahora, con las primeras claridades del día que desvanece en la imaginación infantil el encanto brujo de la Noche de Reyes. Momentos son estos de grave inquietud y trasiego para los servidores de la farándula: en las terrases de los cafés cosmopolitas del Boulevard, como en los aireados «mentideros» de la calle de Sevilla, por la tarde, y de la Puerta del Sol, á última hora de la noche, las buenas y las malas noticias revuelan como bandada de pájaros sobre bancal de trigo, las discusiones de los descontentos arrecian, y las ofertas de empresarios fantásticos llueven que es bendición para desvanecerse horas después como por ensalmo diabólico. Hay que asegurar el trabajo durante los meses que aún faltan hasta el 30 de Mayo, día que señala, con la llegada del verano, la clausura de los principales teatros cortesanos y la completa renovación de las compañías. Por ahora sólo se trata de cambiar ligeramente el personal de cada coliseo, para «refrescar» un poco el cartel y así atraer mejor la atención ingrata del público. Los comediantes que se hallan á disgusto en Madrid, buscan en provincias compromisos ventajosos; y otros, por el contrario, que pasaron en ciudades de segundo y tercer orden la primera mitad del invierno, regresan á la corte con propósitos de éxito y de lucro.

Este vaivén febricitante dura poco, que ni los empresarios pueden descuidar sus negocios, ni los representantes diligentes desaprovechan la ocasión de robustecer sus compañías con la adquisición de los buenos artistas que hallan desocupados. Las «bajas» habidas en los teatros provincianos, acuden á cubrirlas los comediantes residentes en Madrid y viceversa; es un cambio rapidísimo de intereses, un flujo y reflujo pintoresco y alegre, con alegría zumbadora de enjambre, que recorre toda la nación de un extremo á otro.

Ya los mejores teatros quedaron tomados, ya las compañías principales salieron... Y en los «mentideros» madrileños sólo quedan los malos comediantes, los fracasados; ó los inadaptables, los ariscos, los orgullosos, que no aceptaron las proposiciones que recibieron por juzgarlas despreciables y hasta ofensivas á sus merecimientos.

Ellos son los que forman después esos negocios efímeros que en el argot de bastidores se denominan «bolos», y que puede durar ocho días, dos, uno... Para esto sus organizadores buscan una actriz ó actor de cierto prestigio, cuyo nombre presta autoridad al cartel, y el resto de la compañía se improvisa de cualquier modo, utilizando indistintamente artistas de verso y de zarzuela. La víspera del viaje la compañía se reúne á ensayar, y para facilitar el trabajo se eligen obras de las que figuran en el repertorio de todas las compañías: La Dolores, Juan José, Marina, Los sobrinos del capitán Grant... El montaje exacto de las mismas es lo de menos; lo importante es que los artistas se conozcan y se acoplen bien, para que el conjunto no padezca mucho. Así, el ensayo se limita generalmente á repetir las escenas más difíciles, las culminantes: todo lo demás queda encomendado á su inspiración, al artificio embaucador de las decoraciones y de la batería.

Y llega la noche, esa noche impregnada de extraña melancolía en que los pobres comediantes, al volver del ensayo con los párpados cargados de sueño, se aplican á sacar de su equipaje los trajes que han de necesitar para el éxodo que emprenderán al siguiente día.

Muchas, muchísimas veces, he asistido á esta operación llena de evocaciones tristes. ¡Ah, los buenos, los aventureros, los sufridos baúles magos!... Arcas de hechicería donde se dieron cita armas de todas clases, pelucas de todos colores, trajes de vivos matices pertenecientes á épocas separadas en la historia universal por siglos; y en cuyos costados hay etiquetas con el nombre de ciudades distanciadas entre sí por millares de leguas. ¡Baúles magos! Al abriros el comediante á quien acompañasteis en su peregrinación por el mundo, recibe como un perfume de cosas idas, de luces extintas, de aplausos perdidos en la frialdad infinita de lo olvidado. Y el artista suspira. Sobre todo las mujeres. ¡Pobres actrices!... Uno tras otro van apareciendo el traje con que representaron La niña boba, las tocas monjiles de «Doña Inés», la rubia peluca de «María Antonieta», la falda corta y las medias blancas de «la Dolores...»; y cada objeto despierta en ellas los recuerdos, punzadores como espinas, de cien noches triunfales. Ya está el hatillo hecho; ya nada falta; ahora, á dormir, que la noche va muy de vencida y hay que madrugar.

Y á la mañana siguiente todos se reúnen en la estación: ellas locuaces y nerviosas, ellos simpáticos, con sus semblantes afeitados y sus sombreros blandos de fieltro; y todos alegres, por efecto de la costumbre que tienen de fingir.

—¿Vámonos?

—Vámonos.

Suenan un silbido y una campana. El tren se pone en movimiento. Allá va la farándula, imagen de la vida...

A PROPÓSITO DE ELEONORA DUSE

Cuenta Ceferino Palencia que hace bastante tiempo, hallándose él en Buenos Aires con su compañía, fué á visitarle á su cuarto del teatro un caballero de nacionalidad italiana, verdadero hombre de mundo, inteligente, elegante y buen mozo. Representaba cuarenta años. Aquel señor, que había viajado mucho y trataba personalmente á todas las actrices y actores célebres de Europa, prodigó á María Tubau las más fervorosas alabanzas.

—Conozco—prosiguió,—varias comediantas que la aventajan en la interpretación de ciertos papeles, pero dudo que ninguna la iguale en la riqueza de sus aptitudes, ni en la asombrosa variedad y extensión de su repertorio.

No sabiendo cómo corresponder á tantas lisonjas, Ceferino Palencia dióse á encomiar exaltadamente la labor de las artistas italianas: en teatro, como en pintura, como en ciencias, Italia sería siempre la más gloriosa de las naciones latinas. Y concluyó:

—Para mí, una de las mejores, por no decir la mejor de las trágicas contemporáneas, es Eleonora Duse. ¡Qué voz, qué fuerza emotiva, qué agilidad de expresión tiene!... ¿No opina usted lo mismo?

El interpelado, que había palidecido hasta la lividez, repuso con un gesto ambiguo. Palencia, aunque sorprendido por aquella frialdad que atribuyó á un exceso de modestia patriótica, continuó elogiando el arte extraordinario de la Duse. A cada momento, y á guisa de ilustraciones interpoladas en el curso de su apasionada jaculatoria, preguntaba:

—¿La ha visto usted en La dama de las camelias? ¿La ha visto usted en Fedora?... ¿Y en Lucrecia Borgia?... ¿Y en María Estuardo?...

Según Ceferino Palencia hablaba, el semblante del caballero italiano iba nublándose; endurecía sus facciones el fuego de un rencor violento y recóndito; temblaban sus labios. De pronto, perdiendo el dominio de si mismo, gritó imperativo:

—¡Señor Palencia!... Yo le ruego, yo le suplico... que no hable jamás de Eleonora Duse delante de mí.

Estaba rojo, sus manos se crispaban coléricas, su respiración se convirtió en jadeo fragoroso. Después, recobrándose prestamente en una transición de voz y de ademán que sus compatriotas Novelli y Zacconi hubiesen admirado, agregó:

—Perdone usted mi incorrección: no he podido contenerme... El solo nombre de esa mujer funesta me vuelve loco... Ha de saber usted que yo soy el marido de Eleonora Duse...

El cronista ignora la historia íntima de la insigne actriz italiana, pero no duda de su intensidad. Pasiones de fragua y fieros dolores deben de haber asolado á esa pobre alma, á la vez dulce y sombría. La existencia de este infierno interior se transparenta en los recursos insuperables de su arte, en el abismo negro de sus ojos, cargados con la enorme tristeza de haber visto pasar la dicha, en la nerviosa elocuencia de sus manos lívidas, en todas las actitudes de su cuerpo raquítico, delgado, desprovisto de atractivos sensuales, y sin embargo, tan imponente en los arrebatos homicidas de la tragedia, y tan envolvente, tan adorable, tan refinadamente femenino, en las horas azules de la caricia. La gran artista, rival de Sara, sufrió mucho, porque toda su vida fué de amor, y ese padecer acerbo informa su arte y lo fecunda. Para desesperarse, como para reír, no necesita Eleonora Duse recurrir á la vulgaridad de los gestos aprendidos: con asomarse á su propio corazón habrá hecho bastante. Yo la he visto llorar, lectora; ¿la viste tú también?... Y si tuviste esa fortuna, ¿no es cierto que en ella el llanto, más que una ficción, parece un recuerdo?

Acerca de todo esto, un excelso poeta, Gabriel D'Annunzio, podría referirnos una historia bien triste.

En estos días ha corrido por París la noticia absurda y grotesca de que Eleonora Duse, que desde hace mucho tiempo vive retirada en Florencia, se casaba con un opulento modisto de la Ciudad-Sol.

Indignada la ilustre actriz, escribe al director de una revista francesa:

«Vivo muy alejada de todo y no doy motivos á la prensa para que se ocupe de mí. Hoy leo la ridícula noticia, lanzada por la Agencia Stéfani, de mi matrimonio. ¿Quién ha podido inventar eso? He telegrafiado á M. Worth lo siguiente: «Espero de su caballerosidad que desmienta tal noticia, se lo suplico. Yo con mi silencio no debo autorizar ese «se dice» calumnioso y contrario á la línea de conducta de toda mi vida.»

Este telegrama es, sencillamente, el retrato de un alma. Eleonora Duse, cansada, envejecida, fatigada de sufrir esa inquietud imprecisa y sin nombre que tortura á los artistas y que raras veces halla término y reposo, porque más que amor, es deseo de amar, empieza á aborrecer la popularidad. Para ella, como para otras muchas histrionisas célebres, el olvido es bálsamo precioso; la que así sobre los escenarios de la farándula, como en el gran teatro de la vida, fué siempre protagonista envidiada, ahora solicita un puesto obscuro de comparsa. ¡Por piedad! Un poco de silencio, un poco de reposo; que no se hable de ella, que los periódicos no repitan su nombre más, que cuando vaya por la calle nadie vuelva la cabeza para mirarla: la exclamación admirativa: «Ahí va la Duse...» que antes llenaba sus oídos de orgullo, ogaño la asusta y la hiere, y es para su pobre alma desilusionada, un azote.

Vivir, sí, pero vivir en paz, alejada de sí misma, cual si asistiese al desenlace sereno de su propia historia; vivir en la sombra, en el olvido, que tiene la serenidad augusta de la muerte...

¿Se comprende ahora el asco con que Eleonora Duse habrá recibido la noticia estúpida de su matrimonio?...

RAQUEL, LA TRÁGICA

En un salón de la Comedia Francesa y guardado respetuosamente entre los cristales de una vieja vitrina, hay un zapatito, un zapatito blanco, de tacón muy levantado y punta muy fina, que perteneció á Raquel. Y el cronista, que conocía la doliente historia de la gran trágica, se preguntaba atónito:

«¿Cómo bajo esos pies tan pequeños, tan frágiles, tan lindos, más hechos para holgar entre pieles que para correr descalzos sobre el polvo ó la nieve de los caminos, ha podido pasar media Europa?...»

Porque Raquel (Elisa Félix era su verdadero nombre) fué hija de bohemios y hasta los diez años ella y sus hermanos siguieron á sus padres por todas las carreteras de Alemania y de Suiza. Sucia, desgreñada, curtida por los vientos y el sol, desnuda de pie y pierna, el cuerpecito raquítico y asexual vestido de andrajos, la pobre niña durmió al raso, donde la noche la sorprendía; y fué de villorrio en villorrio pidiendo limosna, apurando todas las hieles de desdén que tiene para los mendigos la caridad pública; y en las calles de Lyón bailó, al son de la pandereta que golpeaba su padre, sobre la tragedia de sus piececitos ensangrentados...

Desde Lyón, la familia, andando siempre, se trasladó á París. Allí la niña también bailó por las calles y cantaba esas tonadillas alegres, canciones de bohemia que parecen flotar sobre los caminos como un perfume rústico y que los nómadas aprenden nadie sabe dónde. Su voz de contralto y las graciosas muecas y arrumacos de su rostro atraían á la gente.

Entre estos curiosos, acertó á detenerse una tarde M. Choron, profesor de canto y fundador de la Real Institución de Música Religiosa. La voz de la niña mendiga le interesó: era extensa y dulce, y había en ella un ardor extraño. Choron llamó á la futura histrionisa con un gesto.

—¿Qué edad tienes?—la preguntó.

—Once años.

—¿Quieres que yo te enseñe á cantar?

—Sí, señor; ¡ya lo creo!...

Su respuesta fué rápida, terminante; en su cara cobreña, los grandes ojos artistas brillaron de ambición. La diosa Fortuna acababa de pasar junto á Raquel, y Raquel la siguió...

Meses después, Elisa Félix dejaba la escuela de canto para concurrir á la clase libre de declamación que explicaba Saint-Aulaire, comediante meritísimo, frío, correcto, cuya técnica había de dejar en el espíritu de su discípula huella perdurable y excelente. En aquella época, Raquel no pensaba dedicarse á la tragedia; prefería la comedia; sus días de hambre no habían podido secar la vena caudalosa de su buen humor. Era indócil, endiablada, aventurera y alegre como un muchacho. Sus compañeras la llamaban Pierrot, y ella misma firmó con este pseudónimo muchas cartas íntimas que Mlle. Valentina Thomson ha publicado más tarde.

La primera entrevista de Raquel con el gran actor Samson, que luego había de dirigirla y favorecerla eficazmente, merece relatarse.

Pequeña, desmirriada, sin otro encanto que el prestigio de sus ojos magníficos, la pobre niña acababa de cumplir quince años y representaba doce apenas. Inconsolable, su madre repetía:

—¡Qué desgracia! M. Samson, cuando te vea, dirá que todavía eres muy joven.

Entonces, con objeto de dar á su hija mayor plasticidad y representación, la astuta mujer endosó á Raquel varios trajes, unos encima de otros: ya que no podía ser alta, sería ancha. Raquel, bajo su disfraz, reía á carcajadas: aquella truhanería, de verdadera bohemia, la hacía feliz. De este modo, las dos mujeres se presentaron en casa de M. Samson, que las esperaba. Al ver á Raquel, el célebre actor tuvo una ruda explosión de sinceridad.

—Imposible, señorita—dijo,—¿por qué vamos á perder el tiempo? Usted no sirve para el teatro; está usted demasiado gorda... usted ya no crece...

Hija y madre se miraban consternadas. ¿Qué hacer?... Al fin, la madre, reconociéndose autora única de aquel descalabro, confesó su superchería.

—Todo esto—balbuceaba,—M. Samson... todo esto... ¿sabe usted?... es trapo.

El comediante se echó á reír.

—Pues hágame usted el favor de desnudar á esta señorita—repuso,—y sabré á qué atenerme.

Raquel ingresó en el Conservatorio en 1836, y al año siguiente apareció como primera actriz sobre el escenario del Teatro Gimnasio, y en un drama histórico de escaso mérito, titulado La vandeana. Nerviosa, vehemente, dotada de impetuosidades sobrehumanas, poseedora de una voz capaz de repetir todos los alaridos dantescos de la tragedia, con ella resucitaron las heroínas sangrantes y solemnes de Corneille y de Racine: Cinna, Safonisbe, Andrómaca, Ifigenia... Pero siempre, á despecho de tantos triunfos, persistía en ella el recuerdo romántico de La vandeana, su primer drama, con el que salió de la obscuridad y que, según la frase feliz de Julio Janin, fué para Raquel «La Marsellesa de sus días de hambre...»

La mendiga que bailaba al son de la pandereta bohemia en las calles de Lyón y de París, murió agasajada, envidiada, rica; la que anduvo descalza y alegre por tantos caminos, marchó rápidamente por el de la gloria. Tenía, al finar su vida, treinta y ocho años. ¿Qué actriz, en menos tiempo, habrá subido más alto?

ANTE LA BATERÍA

El famoso actor Edmundo Got habla en sus Memorias del desdichado estreno de La mariposa, obra de Victoriano Sardou, á quien yo conocí septuagenario y con un rostro burlón y astuto, de vieja histrionisa, y que tenía en la época á que Got se refiere un semblante reflexivo y dulce, de institutriz.

La mariposa, como se dice en la pintoresca jerga de bastidores, «se hundió».

«El primer acto—cuenta Got,—obtuvo muchos aplausos; pero los otros dos fueron silbados y pateados, especialmente el segundo. El peso de la batalla lo llevábamos Agustina y yo. Agustina, que no consigue acoplarse del todo al repertorio moderno, empezó á vacilar, como de costumbre, y acabó por perder la cabeza. Me quedé solo y vencido... ó casi vencido. No obstante, continué luchando valerosamente...»

Estas palabras, que atestiguan la noble abnegación del célebre comediante francés, no deben sorprendernos, porque ese heroísmo, que ha llenado la historia del teatro de anécdotas conmovedoras, es una flor de hidalguía que brota muy fácilmente en el impresionable y generoso corazón de los siervos de Téspis. Precisa conocer la vida efusiva, febril, toda emoción y toda sobresalto, de telón adentro, para medir el cariño fraternal, la amistad desinteresada y llena de sacrificios, que liga al autor y á sus intérpretes ante las luces de la batería una noche de estreno.

Hasta entonces, durante el lento devanar de los ensayos, el dramaturgo fué una especie de pequeño dictador, sin cuyo consentimiento y beneplácito ninguna iniciativa prevaleció: los actores le pedían la entonación verdadera de las frases difíciles, el pintor escenógrafo le expuso sus bocetos, las actrices le consultaron el color de sus pelucas y de sus trajes, el guarda-muebles aceptó sus órdenes, sin su aprobación el director de escena no hubiese hecho nada... Y en este vaivén de discusiones minúsculas, de reprensiones, de enmiendas, de consejos, seguidos muchas veces á regañadientes y sólo por el imperio de la disciplina, ¡cuántas vanidades chafadas, cuántos pequeños orgullos hervidos, cuántos ocultos rencores surgieron aquí y allá, como espinas, porque el dramaturgo, á pesar de su amabilidad, de la cortés blandura que ponía en sus réplicas y de su vigilante empeño en no disgustar á nadie, no pudo, sin embargo, complacer á todos!... Esa misma impresionabilidad ardiente que caracteriza á los sacerdotes de la farándula les hace susceptibles y vidriosos: ayer fué la primera actriz la que se irritó secretamente contra el autor, porque éste, al enseñarle ella el sombrero con que pensaba «vestir» la obra, no demostró entusiasmarse mucho; hoy es el galán quien se disgusta, porque el dramaturgo, en el ensayo, le corrigió un ademán con demasiada viveza; mañana, en fin, serán la característica, ó la dama joven, ó el actor cómico, los que se creerán ofendidos por el desdichado autor, que preocupado con las multiplicadas peripecias de su obra, al marcharse del teatro no les saludará con bastante afecto...

Semejante á una gran ráfaga de aire, la noche del estreno tiene la virtud de barrer todas estas pequeñas impurezas. Nadie, mejor que los comediantes, sabe cuánto arriesga un autor en esas horas, de las que acaso dependen, no sólo su porvenir personal, sino también el éxito de la temporada y los intereses de la comunidad. Hay, pues, que defenderle, porque aquel hombre es como la bandera en quien van vinculados el prestigio y la gloria y el dinero de todos. Entonces, frente á la batería, cara á cara con el público, el dulce y temible enemigo de los artistas, las pequeñas antipatías se olvidan: hay que vencer, aunque luego, ya en la intimidad y pasado el peligro, los rencores y los celos retoñen. Así, no hubo comediante famoso que alguna noche de quebranto y borrasca, cuando la muchedumbre comenzaba á manifestar con bastoneos y murmullos su disgusto hacia la obra, no sintiese el deseo heroico de hacer algo genial, extraordinario, para contener la catástrofe.

Hay muchos actores que, como aquella Agustina de que habla Edmundo Got, se empavorecen y desconciertan ante la hostilidad del público; pero, en cambio, otros, los más esclarecidos, gustan de luchar con él brazo á brazo y de fascinarle con su gesto hasta vencerle y obligarle á juntar las manos para aplaudir. Acerca de todo esto, don José Echegaray podría referirnos muchos y muy curiosos lances, especialmente si recordase el estreno de La escalinata de un trono, drama que la trágica María Guerrero, bella, soberbia, irresistible, defendió como una leona.

Pero tan hermoso espíritu de solidaridad y sacrificio sólo late perenne en las relaciones de los actores para con el autor. Entre sí, los comediantes, separados por el deseo de brillar, celosos unos de otros, se destrozan fieramente en una lucha taimada y sin cuartel: sus rivalidades personales rebasan los límites de los bastidores y les acompañan sobre el escenario, y allí se recrudecen. Ante la sala silenciosa y palpitante, tan fácil al aplauso como á la protesta, los artistas se despedazan, noblemente unas veces, recurriendo otras á triquiñuelas de mala ley. Los hombres olvidan su galantería, las mujeres su misericordia. Si el galán puede «pisarle» una frase ó «robarle un efecto» á la primera actriz, lo hace, y viceversa. Se acabaron los sexos; nadie tiene piedad de nadie; la sed de gloria lo envenena todo. El encono llega al extremo de que el actor cómico, por ejemplo, diga un chiste que no estaba en su papel, ó deja caer una silla ó haga algo hilarante y grotesco, sin otro propósito que el de distraer al público para que no aplauda á otro actor que «se había preparado» un mutis magistral...

¿Diremos por esto que los comediantes son peores que los demás hombres?

No. ¿Por qué?

¿Acaso todos nosotros, abogados, médicos, ingenieros, comerciantes, en el gran teatro humano, no hacemos lo mismo?

LOS NOVELISTAS EN EL TEATRO

La figura enorme de Balzac, que á pesar de hallarse en la ubérrima y gloriosa plenitud de su labor, necesitaba escribir diecisiete y dieciocho horas diarias para pagar sus deudas, es prueba concluyente de que raras veces el libro produce lo necesario para vivir holgadamente. Los novelistas, sin embargo, sienten cierto aristocrático desdén hacia la literatura dramática, á su juicio sobradamente artificiosa y mercantil.

Cuentan que Honorato de Balzac y Alejandro Dumas se encontraron una tarde en la puerta de la Comedia Francesa. Dumas acababa de entregar el manuscrito de La señorita de Belle-Isle.

—Cuando me sienta cansado—dijo orgullosamente Balzac,—escribiré para el teatro.

A lo que Alejandro Dumas repuso, irónico:

—Le aconsejo á usted empezar cuanto antes, querido amigo.

El autor de Antony tenía razón. El teatro, á pesar de esos moldes inquebrantables de tiempo y de espacio en que necesariamente ha de desarrollarse, no es inferior á la novela: es... «otra cosa»; y el radical antagonismo de ambos géneros, si divorciados esencialmente, más separados aún en cuanto concierne á su complexión y arquitectura, impide fijar entre ellos puntos discretos de comparación.

Lo que sí reconozco son las grandes dificultades de la novela, los milagros de penetración filosófica y de arte indispensables para escribir una obra-tipo: una Madame Bobary, por ejemplo. La novela es narración de acontecimientos, descripción de figuras y de escenarios, examen científico, y al mismo tiempo bello y ameno, de caracteres. A un dramaturgo le basta con escribir al margen de su original la siguiente acotación: «Salón elegante.—Es de noche.—Fulana y Zutana aparecen por la izquierda y en trajes de baile...» No necesita añadir más; el resto queda encomendado á la diligencia de los comediantes y del director de escena. Pero el novelista tiene que decirlo todo, y de manera que sus explicaciones, sin pecar de aburridas, sean lo bastante minuciosas para dar al lector la emoción exacta del ambiente ó lugar donde los personajes van á moverse. Alternativamente psicólogo y pintor, su inspiración irá del sujeto al objeto, y viceversa, ora alambicando la germinación y crecimiento de nuestra vida sentimental, ora estudiando las impresiones que el mundo exterior determina en los individuos, y las reacciones amables ó perversas que en éstos produce, según su educación y temperamento. Paisajes, costumbres, caracteres, modos de hablar, antecedentes étnicos, nada cae fuera del vastísimo campo de acción de la novela: género admirable, amasijo exquisito de ciencia y de arte, donde campean, junto á las trascendentes afirmaciones de la sociología y de la medicina, las frivolidades de las nueve musas; obra suprema, en fin, ordenada á reflejar dentro de una inquebrantable unidad todos los colores y todos los rumores, y todos los perfumes y todas las complejidades, sin guarismos, de la vida. Novelar es bucear, inquirir. Una buena novela es un laboratorio. Hablan los personajes, y el autor debe decirnos por qué hablan así, ó lo que es igual, cuáles sean sus sentimientos; y remontándose, habrá luego de explicarnos también por qué sienten de aquel modo y no de otro diferente, lo que inmediatamente le obligará á internarse por las selvas obscuras de la herencia.

Por lo mismo, la inspiración del novelista es eminentemente analítica; su labor capital, faena de clasificación y desmonte.

Esta cualidad, fertilísima, omnímoda y preexcelente dentro del libro, se transforma en enemiga tenaz, á veces invencible, del novelista, cuando éste, sin verdadera vocación, y atraído sólo por las ganancias pingües que suele reportar el teatro á sus mantenedores, trata de encerrar las frondosidades de su fantasía dentro de los prietos moldes de la comedia. La transición es demasiado brusca; su costumbre de avizorar pacientemente en las almas para desmenuzar los móviles de cada sentimiento ó pasión, les vuelve prolijos; sus personajes, obligados á decir todo lo que en el libro los novelistas, aun los más impersonales, acostumbran á explicar por su cuenta al lector, «hablan demasiado»; las escenas van devanándose con lentitud desesperante; los actos «pesan».

La única razón, por tanto, de que sean contados los grandes novelistas que hayan obtenido en el teatro verdaderos triunfos, es una razón de temperamento; porque rarísimas veces suele unirse al vigor analítico que desciende á las causas de todo fenómeno, esa visión sintética que únicamente aprecia los efectos, y que si alguna vez examina su origen, siempre lo hace de soslayo y como al descuido. El teatro es síntesis, refundición, abreviatura: algo que para interesar, para vivir, necesita tener toda la rapidez palpitante de la vida; la intensidad, superficial y compendiosa, del gesto; la pintoresca movilidad de una cinta cinematográfica.

¿Un ejemplo?

«La casa de la dicha», de Jacinto Benavente.

Seguramente los que aplaudieron las magnificencias de pensamiento y de forma que resplandecen en «Rosas de otoño», «La princesa Bebé», y «La noche del sábado», no recuerdan ese dramita que representado dura media hora apenas, y es, no obstante su brevedad, una de sus creaciones más afortunadas y memorables del extraordinario dramaturgo. «La casa de la dicha» tiene una simplicidad ibseniana. Todo en ella es perfectamente vulgar: los tipos, el diálogo, el asunto. «Federico», el protagonista, es un padre modelo y un esposo ejemplar, consagrado á la felicidad de los suyos; su amabilidad, su buena conducta, la dulzura de su carácter, le han granjeado las simpatías del vecindario. Inopinadamente aparece un inspector que, de orden judicial, va á prenderle por falsificador. La esposa, que ignora la vida secreta de su marido, grita: «¿Qué has hecho, Federico, qué has hecho?...» El responde: «¡Mujer, calla por Dios! Vamos...» El matrimonio sale escoltado por los agentes; la niña, viendo que se llevan á sus padres, llora desoladamente. Una vecina exclama: «¡Pobre hija! ¿Qué será de ella? Si se pensara en los hijos, no se haría nada malo». A lo que la portera responde con esta frase, que resume toda la filosofía sencilla y enorme del drama: «¡Quién sabe! También por ellos se hacen muchas cosas.»

Hoy... ayer... siempre, á cada momento, leemos en la Prensa diaria noticias parecidas: «Anoche, el inspector señor Z. detuvo en su domicilio á X., reclamado por este Juzgado, por delito de falsificación...» Efectivamente, son incontables las veces que en el gran teatro amargo de la realidad se ha representado «La casa de la dicha». De aquí su fuerza, su terrible fuerza de lance humano y vivido; vigor que no proviene de la originalidad de los caracteres, ni de la novedad desusada del argumento, ni de las brillanteces artificiosas del estilo, sino del hecho mismo; porque en el teatro, donde un ademán, ó una inflexión de voz, ó un timbre que suena, pueden tener más elocuencia que una frase, la retórica es lo de menos. De aquí que el mérito literario (no artístico) de muchas obras teatrales modernas sea bien exiguo.

Pero los novelistas ignoran esa sencillez preciosa del arte teatral; acostumbrados á explicarlo todo, tipos y paisajes, no comprenden que, ante las luces de la batería, se pueda responder con una mirada á un largo discurso, ni que un suspiro de amor y una ventana abierta para dar paso á un rayo de luna, basten á servir de desenlace á una comedia; de aquí su frondosidad barroca, sus vaguedades y esa pesadez de detalles que el público no perdona. Añádase á lo expuesto el desdén que sienten hacia el teatro, y que Honorato de Balzac no disimulaba, y se comprenderán sus frecuentes fracasos.

Al teatro hay que ir «por amor», por vocación respetuosa, no por bastardo prurito de lucro y granjería. Hay que querer, con cariño fetiquista, esa vida, bella y ridícula á la vez, de la farándula; hay que sentir la majestad de los escenarios, la religión de sus pobres paredes de trapo, de sus bambalinas, de sus cielos de gasa, de sus árboles pintados, de sus montañas y de sus bosques druídicos, fabricados con madera y cartón, de «sus multitudes» que rugen, obedeciendo á una señal, entre la obscuridad de los bastidores; y hay que amar también á ese tipo extraño, compuesto de docilidad y de orgullo, de fatuidad y de sencillez, indomable á ratos y á ratos también manejable y candoroso como un niño, que se llama actor.

Únicamente así podremos comprender la grandeza del teatro y la majestad, majestad de altar, de esos telones que unos hombres vulgares levantan todas las noches ante el misterio de la vida.

EL DOLOR DE ESTRENAR

Un público heteróclito se agolpa impaciente bajo la gran claridad blanca irradiada por los tres arcos voltáicos que alumbran la fachada del teatro: los automóviles se acercan trompeteando; uno tras otro; los landós se detienen al borde de la acera, y de ellos descienden diligentes mujeres hermosas cubiertas de pieles y de encajes, con la magnificencia de sus cabellos y la nieve de sus gargantas desnudas, aljofaradas de piedras preciosas; mantones plebeyos, capas, boinas, gabanes elegantes y relucientes sombreros de copa, se acercan ó separan, siguiendo esos extraños calofríos que rizan el lomo temblequeante de las multitudes, y al cabo desaparecen por las puertas del teatro; puertas voraces, contraídas en una especie de succión insaciable.

Un joven, modestamente vestido, atraviesa resuelto aquel enjambre de mujeres y de hombres, á los que mira con una expresión compleja de respeto y desdén. Va pensando: «Algún día, muy pronto quizás, vendréis á oírme...» Desaparece por una puertecilla lateral. Un empleado que pasea por allí metido en un largo gabán de paño azul, el aire aburrido, las manos á la espalda, le detiene:

—¿Qué desea usted?...

El interpelado responde aplomadamente:

—Ver al señor X... Conozco el camino.

Y sigue adelante, pisando recio, y dueño de sí mismo. Su entereza le salva; parece «de la casa». El portero le saluda amablemente. ¡Menos mal! El intruso recorre un largo pasillo, empuja una mampara, tuerce á la izquierda, baja dos peldaños, sube después una escalerilla estrecha. Ya está «entre bastidores». Aquel segundo corredor parece una calle, y lo es, en efecto; una calle del grande y amable mundo de la farándula: á ambos lados del pasillo hay puertas numeradas, éstas cerradas, aquellas abiertas. Un individuo, con fiebre de impaciencia en los ojos, va de una á otra precipitadamente, diciendo:

—¡Señorita A..., señorita B..., señorita C..., que se va á empezar!

Los cuartos se abren con estrépito, é invaden el corredor murmullos arpegiantes de conversaciones y de risas, y frufruteos de faldas. Aparecen las actrices sobresaltadas, los rostros embadurnados, prendiéndose aún los últimos alfileres, y luego, gallardas en medio de su inquietud, se dirigen hacia el escenario. Pasa un actor, rígido, aparatoso, con una enorme nariz ciranesca y un bigote postizo. El recién llegado le interroga:

—¿Tiene usted la bondad de decirme: el señor X...?

El comediante, sin detenerse, mira á su interlocutor de arriba abajo; adivina en él á un autor incipiente; su gesto es despectivo.

—Al fondo, en el saloncillo...—responde.

Y se va.

El visitante encuentra al señor X... discreteando amenamente con varios autores: allí están, sentados y formando semicírculo, D. Pedro y don Luis, dramaturgos de altísima y merecida reputación; el señor N..., crítico literario muy estimable; el señor O..., sainetero excelente, Pontífice Máximo de la Risa, y otros escritores de menor historia y cuantía. De pie, y apoyados familiarmente sobre el respaldo de los sillones, algunos comediantes, vestidos ya para salir á escena, escuchan la conversación y celebran sus donaires.

Al aparecer el intruso, todas las miradas refluyen hacia él, y por cada uno de aquellos semblantes burlones y mundanos de «gente de teatro», pasa el mismo pensamiento, la misma expresión de sorpresa irónica: «¡Un autor novel!» Siente el mozo en las mejillas el choque, casi hostil, de tantos ojos curiosos, mas no se desconcierta, y confiado, sereno, con esa serenidad risueña que distingue á los fuertes de voluntad, avanza hacia el grupo:

—¿El señor X...?

—Servidor de usted.

Se levanta despacio, disimulando un gesto de mal humor, y sale al encuentro del visitante.

—Yo soy H... Usted habrá recibido una carta que le anunciaba una visita...

—¡Ah, sí!...

Los dos hombres se dan la mano.

—Pues aquí tiene usted mi comedia. Tres actos. Usted la leerá, ¿no es eso?...

—Sí, sí, señor... ¿por qué no?... Advierto á usted que tengo en ensayo muchas obras. Sin embargo...

—¿Cuándo quiere usted que vuelva por aquí?

—De hoy en un mes.

—Perfectamente. Servidor de usted.

—Beso á usted la mano.

Y transcurre aquel mes y el siguiente, y el señor X... no lee la comedia de H..., tales y tantas son las preocupaciones que le agobian. Pero la espera no debilita las energías del joven autor; al contrario, seguro de vencer, busca recomendaciones, insiste, suplica, porfía, amenaza, y luego, diplomáticamente, se amansa y vuelve á rogar. ¡Cuánta paciencia, cuántos paseos inútiles, cuántas antesalas humillantes le cuesta el pequeñísimo honor de ser leído!

—¿El señor director?

—Acaba de marcharse.

—¡Demonio! ¿A qué hora podré verle?

—Hoy, imposible. Venga usted mañana.

Y al día siguiente:

—¿Está?

—Sí; pero muy ocupado. Pásese usted por aquí más tarde.

Y después:

—¿El señor?...

—Se ha ido enfermo.

—¡Cómo ha de ser! Volveré mañana.

Y la persecución continúa sañuda, implacable, hasta que el señor X..., vencido, obsesionado, lee la comedia.

—Sí—dice,—la obra está bien; pero si quiere usted verla representada en mi teatro, ha de modificarla mucho.

H..., sin vacilar, responde:

—Cuanto sea preciso.

¿Y cómo no, si ve la victoria inmediata, resplandeciente, detrás del estreno?... Lleno de inmensa fe en sí mismo, pone manos diligentes á su labor: pule, corrige, burila, aligera unas escenas, alarga otras, justifica ciertas situaciones, interpola en el papel de la primera actriz varias frases un tanto platerescas y enfáticas, pero que seguramente han de ser aplaudidas..., y con todo ello, ya «bien peinado» y puesto en limpio, vuelve al despacho del señor director.

—Aquí tiene usted mi comedia; ó, mejor dicho, «nuestra comedia».

—Muy bien; la leeré otra vez.

—Y suponiendo que le guste á usted mucho, ¿cuándo podrá representarse?

—La temporada próxima.

¡Un año perdido, ó dos... ó acaso tres!... Bueno, á la juventud, para la que toda la vida es porvenir, el tiempo no le importa.

Estos odiosos trances por que han pasado cuantos escritores llegaron al teatro antes de haber conquistado en el libro ó en la Prensa un nombre respetable, constituyen los prolegómenos—nada más que los prolegómenos—de lo que propiamente podría llamarse «el dolor de estrenar»; Gólgota durísimo, Calvario de ingratitud, al que ningún autor, ni aun los privilegiados, puede estar nunca completamente seguro de haber subido.

Aquella alegría indescriptible, tan vehemente y aguda, que llegaba á ser dolorosa, con que el dramaturgo novel veía acercarse la noche de su primer estreno, es algo precioso que va amortiguándose, por grados insensibles y fatales, en el curso soporífero, interminable, de los ensayos. Todos los días, desde las dos hasta las cinco ó las seis de la tarde, el autor asiste á esa labor lenta, tenaz, puramente mecánica, de los comediantes, que, poco á poco, van asimilándose sus papeles. Desde el primer «ensayo de mesa», hasta que la obra, mal aprendida aún, «baja á la concha», ¡cuántas horas monótonas, cuántas repeticiones, cuántos tanteos baldíos, cuántas energías apagadas en el martirio, sin gritos ni gestos, de la paciencia!...

Al principio, el autor experimenta un placer inefable «en oírse».

«Todo eso, tan bonito y «que suena» tan bien—piensa,—lo he escrito yo...»

Cuanto el apuntador va diciendo, lo repiten los actores, lo que equivale á dos representaciones simultáneas y paralelas. Pero el gozo narcisiano de escucharse se reproduce tantas veces, que llega á emborronarse; los pensamientos, á fuerza de resobados, se deslustran y vulgarizan; las frases pierden su frescura, su elasticidad jugosa; las escenas de más alta tensión dramática, pierden su calor. Lo que fué inspiración, ahora es rutina; las figuras se desdibujan, el interés se apaga..., y al pobre autor, desconcertado, incapaz de recobrar la tensión nerviosa en que se hallaba al escribir su obra, le parece que nada de aquello que oye decir, es suyo.

Añádanse á esto las perplejidades torturantes que en el ánimo del dramaturgo incipiente van sembrando las pequeñas exigencias de los actores y los consejos, impertinentes casi siempre de los amigos. En un entreacto del ensayo, la primera actriz le llama con cierto misterio.

—¿Quiere usted explicarme—murmura,—cómo debo «decir» esta frase?... Yo la he estudiado mucho y «no la siento».

Añade algunas observaciones:

—¿Ve usted?... Si la grito, desentona; si la digo con ironía, también...; si la digo riendo, ¡peor!...

Efectivamente; la primera actriz parece tener razón. Además, ha confesado que aquella frase «no la siente», y no sintiéndola, ¿cómo va á repetirla bien?... El autor trata entonces de sustituir algunas palabras; pero esto, así, de sopetón, tampoco es posible; mejor será cambiarlo todo.

—¡No pase usted apuros—exclama;—mañana la traeré á usted una frase nueva!

Lo peor es que la característica también le pide otra frase para adornar un mutis que, bien aderezado, puede ser de gran lucimiento para ella; y que el galán afirma que tal ó cual escena es empachosamente larga, y conviene á todo trance aligerarla; y que el actor cómico se lamenta de que su papel es corto, y hay en él pocos chistes... Batiéndose en retirada, el autor infeliz promete á todos lo mismo:

—Yo lo pensaré, yo lo estudiaré... Desde luego, lo que usted indica me parece muy bien. Lo importante es que usted, dentro de su papel, se encuentre á gusto...

Pero su suplicio no termina aquí. Al salir del ensayo, su mejor amigo le traba por un brazo.

—Tu obra—dice,—es muy hermosa; pero, á mi juicio, está mal construída. Yo, en lugar de tres actos, hubiera escrito cuatro, más cortos; y casi todo lo que ahora es segundo acto, pasaría á ser primero...

El autor defiende su obra, insiste el otro, discuten acaloradamente y no llegan á un acuerdo. El amigo concluye, con énfasis profético:

—Hijo mío, haz lo que quieras; mi opinión leal, ya la sabes; yo creo que caminas á un desastre. ¡Ahora, tú allá!...

Y cuando se marcha el dramaturgo, desorientado, piensa que su pobre comedia, en efecto, debe de ser muy poca cosa cuando nadie, ni la primera actriz, ni el galán, ni la característica, ni el actor cómico, ni el amigo que ha presenciado los ensayos, acaban de encontrarla completamente bien.

Un autor primerizo se halla en el teatro, según la frase vulgar, «como gallina en corral ajeno». La misma timidez que informa sus gestos y palabras, desautorizándole, eriza su camino de pequeños obstáculos. Sus incertidumbres, su miedo al fracaso, le hacen accesible á las observaciones de todo el mundo. Así, el apuntador, el electricista, el maestro carpintero, el individuo encargado de mover el telón, animados de los mejores deseos, también le aconsejan, aumentando con ello la selva de sus terribles inquietudes.

Y, al fin, llega la noche del estreno; noche dramática, cruel, desgarradora; noche injusta, en la que el éxito es para todos, y el fracaso para el autor únicamente.

Pero no; no seamos pesimistas y coloquémonos en un término medio prudente: supongamos que la obra ha gustado bastante.

¿Y después?

Nada ó casi nada. Los periódicos hablan sumariamente de la nueva comedia, el nombre del dramaturgo vive unas cuantas horas la vida febril, inapresable, de la actualidad, y el público que lee aquel nombre por primera vez, lo olvida en seguida. Una noche, sólo una noche, ha bastado para destrozar y convertir en liviano recuerdo los esfuerzos, las amarguras y las zozobras de tantos años. La obra subsiste en el cartel quince, veinte días...; luego cae en olvido. Su autor, que á fuerza de verla ensayar casi la odia, ni siquiera tiene el consuelo de ir á verla: no puede, se aburriría; todos sabemos que Alfredo de Musset se durmió profundamente y hasta llegó á roncar, en un palco de la Comedia Francesa, durante la representación de «Un capricho», su comedia mejor...

Tal es, lectores, la escena de ese calvario durísimo, de ese triunfo inane y filante, de esa victoria aniquiladora y cruel como una derrota, por la que suspiran tantos autores y en la que sólo hay la desilusión de un gran dolor: «el dolor de estrenar...»

LOS OLVIDADOS: ALBERTO GLATIGNY

El espíritu errabundo, lleno de lozanos verdores, de Alfredo de Musset, flotaba sobre Francia, y la estrella del divino Hugo incendiaba el cielo del arte con resplandores inmortales; era como un florecimiento esplendoroso de juventud, el mocerío, deslumbrado por los magos del lirismo, sufría la sed exquisita de los amores caballerescos, de los viajes arriscados, de las aventuras extremadas y peregrinas.

Alberto Glatigny era hijo de un carpintero. A los quince años tropezó en la bohardilla de la casa paterna un volumen, roído de polillas y medio deshecho, de las «Obras completas» de Ronsard, y aquel libro, cuyos versos se acostumbró á recitar en voz alta, fué para su alma temprana una revelación. Dos años después el futuro poeta huía de su pueblo para ir á establecerse en Pont-Audemer, donde, mientras se dedicaba á aprender el oficio de tipógrafo, escribió un drama en tres actos. Una compañía de comediantes vagabundos pasó por allí, y Glatigny, cautivado por aquel vivir errante, se unió á ellos: su alma debió de experimentar entonces una emoción análoga á la que produce la música en las tardes de lluvia; la misma sensación de melancolía y de silencio que con vigores rembranescos retrata Rusiñol en su inolvidable cuento «La alegría que pasa».

Aquella existencia nómada enajenó su alma. «A esos enamorados de la luna—dice,—á esos perseguidores de una estrella, les he amado con todo mi corazón, y al buscarles por los incontables caminos de la vida, les hallé siempre. Yo he oído la alegre canción que vibra en ellos, y os juro que es una alegre canción de amor y de esperanza, como aquella cuyo eco mortecino susurrea entre los labios entreabiertos y risueños de los niños dormidos».

Pocas historias conozco tan accidentadas ni tan dolorosas como la de Alberto Glatigny, quien en poco más de quince años ejercitó las profesiones de apuntador, comediante, autor dramático, improvisador y poeta.

Tras una dilatada excursión por provincias, Glatigny, siguiendo la opinión de varios amigos que le querían bien y el duro consejo de los públicos que le habían silbado, resolvióse á cambiar el teatro por la poesía, y marchó á la conquista de París. Iba solo, hambriento, sin recomendaciones ni otro equipaje que un manuscrito guardado en el bolsillo interior de su larga levita gris. En París conoció á Teodoro de Banville, su maestro predilecto; á Baudelaire, Leconte de Lisle, Cátulo Mendés, Bataille, Monselet y demás contertulios del cafetín de «Los Mártires», y figuró entre los fundadores del grupo El Parnaso Contemporáneo, que tantos nombres había de legar á la posteridad.

Durante aquella época, Glatigny, que acababa de publicar «Los Pámpanos Locos», su primer libro de versos, luchaba desesperadamente con la miseria. «Cierta noche—escribe Mendés,—en pleno invierno, bajo las frías estrellas, después de haber cenado una zanahoria cogida en el campo, no tuvo otro abrigo que un extraño traje de teatro, fabricado con periódicos viejos, manchados de vivos colores...

Cansado de tanta miseria, el desgraciado poeta volvió al teatro, oficiando, simultáneamente, de comediante y de autor, y en Nancy estrenó «La sombra de Callot», y en el Casino de Vichy la linda comedia «Hacia los sauces», que el público, no siempre avisado, rechazó injustamente. Más tarde regresó á París, donde publicó el libro «Flechas de oro», que obtuvo gran éxito, y se batió con Alberto Wolf, que había censurado sin miramientos la obra de Banville. El desafío fué á pistola. Al oír pasar cerca de su cabeza la primera bala, Glatigny se volvió hacia sus padrinos, diciendo con resignación exquisitamente cómica: «Está visto que han de silbarme en todas partes...»

Pero la poesía produjo siempre poco, y Glatigny, que había vivido una corta temporada en el Concierto del Alcázar improvisando versos, tuvo que volver á su antigua vida nómada. Entonces compuso sus comedias «Los dos ciegos» y «El bosque», que más tarde había de representarse en el teatro Odeón; y poco después, hallándose en Córcega, publicó un libro autobiográfico, esmaltado de graciosos paisajes de alma, que titulaba «El primer día del año de un vagabundo», y le valió de Víctor Hugo un billete de cien francos y una carta que empezaba así:

«Su libro me ha recreado y conmovido. Usted, dulce y querido poeta, nos mueve á sonreír con lo mismo que le hizo sangrar, y tiene usted el arte amable y doloroso de extraer de sus propios sufrimientos un placer para nosotros...»

A los treinta y dos años Alberto Glatigny regresó al lado de su familia, pero ya la enfermedad de riñones que había de matarle le tenía cogido. Allí, en Lillebonne, su pueblo natal, le esperaba, con el amor de la santa Emma Gavien, la única dicha que el destino le reservaba como queriendo poner, á su triste vida un ocaso de mayo. Para el pobre poeta, feo y seco, en quien las mujeres jamás detuvieron una mirada, aquel amor fué, al mismo tiempo que una gran alegría, una regeneración. Odió la bohemia, sintió la afición al hogar y una saludable reacción ordenadora invadió su alma, ganosa de gustar en la quietud de su retiro los placeres que no halló en los caminos y en el acogimiento frío y banal de las habitaciones alquiladas.

Por aquella época, lleno el pensamiento de su amor á Emma, escribía á Mallarmé:


Et les yeux mouillés, j'admire
ce cœur humble et grand; alors
á pleins poumons je respire;
je suis fort parmi les forts.
Et voulant qu'elle soit fiere
du moi, plus tard, je reprende
la besogne familiere:
j'arrete les vers errants.

Deseaba ser rico y famoso para ella; para que ella, «plus tard...», cuando él no existiese, pudiera enorgullecerse de haberle querido.

Pero no pudo; no pudo resistir la luz de aquella gran felicidad que empezaba, y murió á los treinta y cuatro años, cuando iba á ser dichoso.

Tal es la triste historia del olvidado Alberto Glatigny, llamado á ocupar algún día entre los poetas líricos franceses del siglo xix un puesto de honor.

LA FARÁNDULA PASA... VIRGINIA DÉJAZET

Alejandro Dumas hizo inútilmente cuanto pudo para obligar á Virginia Déjazet, que entonces triunfaba sobre el escenario del «Vaudeville», á representar «La dama de las camelias».

—Sería un nuevo triunfo para usted—decía el célebre autor adorado de las mujeres;—¿acaso no le gusta á usted el tipo de Margarita tanto ó más que el de Frétillon?

—¡No, señor, al contrario!

—¿Cómo? ¿por qué?

—Muy sencillo: porque Frétillon se da, y Margarita Gautier se vende...

Y esta breve contestación, llena de espiritualidad y de delicadeza, retrata toda el alma de la actriz famosa; alma rebelde, paradójica, elegante, irónica, cínica y sentimental á la vez, como la de Richelieu ó la del duque de Lauzun, y que parece una síntesis ó evaporación del gran espíritu adorable de París.

«Mi vida—escribía la Déjazet á cierto adorador que la invitaba á publicar sus «Memorias»,—es mucho más sencilla de lo que creen, y no ofrecería nada de muy interesante, pues ni tengo bastantes vicios para atraer la curiosidad, ni tampoco las virtudes necesarias para aspirar á ser admirada».

Así fué, en efecto; aquella mujer indócil, que parecía ingrata porque lo amaba todo, que se reía malévola de sus adoradores y luego en Lyón rompía su falda bordada para que envolviesen con ella á un obrero que sacaron moribundo de un pozo; voluntad amoral, sin más ley ni otro cauce que su alegre capricho; libertina sin sensualidad y liviana sin codicia, que llegó á ser citada como modelo de madres amantísimas, sin haber podido sin embargo, recogerse jamás en la uniforme santidad del matrimonio.

Nació Virginia Déjazet en París, el día 30 de Agosto de 1798, y á los cinco años, y bajo la dirección de su hermana Teresa, que pertenecía al cuerpo coreográfico de la Opera, debutó como bailarina. A los dieciséis años, Virginia era una criatura llena de seducciones y de gentileza, con las manos y los pies muy menudos y un cuerpo grácil, que comprendía todos los ritmos y daba vida á todos los disfraces. El papel de Nabotte, que creó en «La belle au bois dormant», popularizó el nombre de Déjazet, quien, después de una larga excursión por provincias, regresó á París y entró en el teatro del Gimnasio, donde afirmó su popularidad con los estrenos de «Carolina» y «La hermanita». Por rivalidades con la Vertpré, entonces omnipotente, trasladóse al teatro de Novedades, y más tarde al glorioso teatro del Palais-Royal, sobre cuyo escenario había de merecer aquel prestigio de travesura y de gracia genuinamente francesa, que había de consagrar su apellido y hacerle inmortal.

—Es la actriz universal—declara su biógrafo Mirecourt,—á cuyo genio se avienen todos los papeles, como á su cuerpo se acoplan todos los trajes.

Este rasgo último constituye el mérito capital de su arte.

—Poseía—dicen sus contemporáneos,—una habilidad extraordinaria para disfrazarse; los trajes varoniles, especialmente, vestíalos á maravilla, y movíase dentro de ellos con tanto aplomo y desenvoltura, que el sexo desaparecía por completo en aquella mujer, tan mujer y tan linda. Era Virginia Déjazet algo más que una actriz; era también una escultora, una modeladora prodigiosa de sí misma, y sus recursos para transformarse y dar á su rostro expresiones diversas y á sus ademanes ritmos distintos parecían inagotables.

Sobre su cuerpo proteico revivieron la silueta pensativa y delicada de Rousseau, joven; el perfil epigramático de Voltaire, la gracia conquistadora de Richelieu, la hermosura arrogante de Enrique IV, la cabeza atormentada de Napoleón, y también la belleza infinitamente espiritual de Sofía Arnould, la célebre intérprete de Gluck y de Rameau, y la frivolidad boulevardier de Frétillon, y la hermosura voluptuosa de Ninon de Lenclos... Para todos estos «elegidos» del talento y de la gracia, tuvo el genio multiforme de Virginia Déjazet una inflexión exacta de voz y un gesto feliz.

Además de actriz, fué la Déjazet mujer de fértil y amable conversación. Tenía el ingenio alerta; la réplica libre y pronta, y «sus frases», á fuerza de graciosas, solían pecar de crueles.

Alguien, queriendo mortificarla, la dijo, en su cuarto del teatro, que á Leontina, una belleza pomposa y rosada que gozaba entonces de gran popularidad, la llamaban «la Déjazet del boulevard du Temple». A lo que, picada Virginia, contestó: «No me extraña; el duque de Orleans tenía en sus caballerizas un jumento que llevaba su nombre.»

Cierta noche, la Déjazet tomó parte en una representación que la Empresa del teatro de la Opera había organizado á beneficio de las víctimas de las inundaciones del Loire. Iba á comenzar la función, y la célebre actriz atisbaba por una de las mirillas del telón el aspecto de la sala. En aquel instante, cierto caballero que por su riqueza y noble rango disfrutaba en aquellos bastidores de gran predicamento y libertad, llegándose de puntillas á Virginia la cogió por el talle. Ella volvió la cabeza. «Se equivoca usted, caballero—exclamó,—no soy de la casa.»

Desesperado, uno de sus adoradores llegó á decirla: «Deme usted siquiera la limosna de un beso». Pero ella, aludiendo con una sonrisa á las veleidades que la murmuración la atribuía, repuso: «¿Una limosna así?... Imposible. Tengo mis pobres...»

En sus ratos escasos de soledad y melancolía, la hermana de Frétillon y de Lisette también era poetisa. Su lirismo tenía un dulzor femenino y penetrante de poderosa emoción. Claretie cita estos versos que la Déjazet compuso á propósito del cumpleaños de un amado, que bien pudo ser el cancionista Federico Bérat:


Ami! Depuis un an, combien de jours de fête
ont fleuri sous tes pas!
Dans le sentier de l'art le bruit de tes conquêtes,
et dans celui du cœur que de palmes discrètes
t'ont salué tout bas!...

Y así continúa la composición, en una fusión delicadísima de triunfos crepitantes y de intimidad silenciosa.

El éxito más noble de Virginia Déjazet, el más personal, aquel que por sí solo hubiese bastado á perfumar, con un suave aroma de rosas viejas, toda su vida, se lo proporcionó «La Lisette de Béranger», canción de amor, canción sagrada, que todas las bocas jóvenes de París repetían de memoria.

La compuso Federico Bérat en honor del anciano y glorioso Béranger, y aquellas notas sencillas, prendidas en no sé qué inexplicable hechizo romántico, tuvieron la virtud peregrina de hacer latir todas las almas y de agarrarse á todos los oídos; y Lisette fué un «tipo» que de una generación á otra ha dejado un rastro de gracia liviana en las obrerillas sentimentales y alegres de la Ciudad-Sol.

Una mañana, Virginia Déjazet fué á conocer á Béranger á su retiro de Passy. Allí, cuidando las flores de su jardín, estaba el buen viejo, á quien el público tornadizo casi había olvidado.

A su alrededor, los árboles, donde susurraba la suave brisa mañanera, esparcían sombra grata.

—Soy mademoiselle Déjazet—dijo la actriz,—y como usted no puede ir á verme al teatro, vengo á cantarle la canción de Bérat, esa canción que usted ha inspirado y que ya conoce todo París.

Acomodáronse los dos sobre un banco, y en el encanto verde y plata del jardín, la voz de la Déjazet vibró cristalina:


Enfants, c'est moi qui suis Lisette,
la Lisette du chansonnier...

Y mientras cantaba, muy cerca de allí, la señora Judit Frére, la anciana compañera de Béranger, la verdadera Lisette, oyendo aquella canción que ella inspiró y que era su juventud, lloraba en silencio.

Cuando la actriz calló, Béranger tenía los dulces ojos arrasados de lágrimas.

—¡Hija mía!—balbució,—¡hija mía!...

No pudo hablar más, y la besó en la frente. Mucho después, refiriendo esta escena, la Déjazet llena de admiración, decía:

—¡Me dió un beso! Es la representación que he cobrado mejor.

Y al decir esto, no exageraba aquella mujer, todo corazón, que había ganado millones...

DE LA FARÁNDULA

Creer que únicamente los españoles padecemos la dulce manía de escribir para el teatro, es un error. No sé qué hechizo arcano tiene la literatura teatral, que así atrae y emborracha á los hombres; pero es lo cierto que ninguno de ellos, amén de vivir el severo drama de su propia vida, ha dejado de llevar consigo la ilusión de componer un drama, ó por lo menos una comedia de costumbres. Todos, médicos, abogados, oficiales de peluquero... conocieron la golosa tentación. Algunos realizaron su propósito, otros no; de todas maneras, esa obra constituye, en la aridez de sus almas vulgares, «un rincón verde», un oásis de poesía, y también su debilidad, su punto vulnerable.

Hace mucho tiempo, cerca de treinta años, que Alejandro Bissón, que ahora acaba de triunfar en el teatro Vaudeville con su comedia «Mariage d'etoile», llevó una obra al empresario Mr. Laridel. El celebrado autor de «Las sorpresas del divorcio», halló á Laridel en un café solitario y sumido en una desesperación sin gestos ni palabras, ante una copa de bitter.

—¡Estoy arruinado!—exclamó el empresario;—hoy ó mañana debo pagar cincuenta mil francos, y como no los tengo, me cerrarán el teatro.

—¡Y yo que le traía á usted, en este manuscrito, una mina de plata!—repuso Bissón.

Laridel se alzó de hombros, con la indiferencia de quien sabe que todo está perdido: se debía la luz eléctrica; los tramoyistas no habían cobrado sus jornales; á los artistas se les adeudaba cerca de dos meses...

—No importa—dijo Bissón,—yo me comprometo á conjurar esos obstáculos durante dos ó tres semanas, lo suficiente paria que mi obra se ensaye y se estrene.

Al fin convinieron en que Laridel, so pretexto de ir á buscar á provincias los cincuenta mil francos que necesitaba, desapareciera de París, y que Alejandro Bissón asumiría la responsabilidad exclusiva de cuanto malo ó bueno acaeciese en lo sucesivo de telón adentro.

Al día siguiente comenzaron los ensayos: los actores, entusiasmados con la nueva obra, trabajaban febrilmente; las actrices, ¡caso extraordinario! no opusieron el menor reparo al reparto de papeles; Mr. Bissón se multiplicaba, almorzaba y comía en el teatro, y con lo poco que producía la taquilla pagaba á los más necesitados y exigentes.

Una tarde, á la hora del ensayo, penetraba en el escenario un hombrecillo sonrosado, redondo y alegre: era Mr. Chalonette, alguacil del juzgado.

—Vengo—dijo secamente,—á cerrar el teatro.

Bissón, que ya esperaba aquella visita, recibió á Mr. Chalonette con una cordialidad envolvente.

—¿Ha visto usted alguna vez un ensayo?—preguntó.

—No, señor.

—Pues, siéntese usted; es muy curioso. Luego hablaremos.

En el segundo acto había un episodio picante, lleno de travesura, que la hermosa Mlle. Denise interpretaba con gran donaire. Mr. Chalonette la miraba embobado, y el astuto Bissón, que espiaba á su enemigo, hizo repetir la escena hasta tres veces. Después, Mr. Chalonette levantóse á felicitar calurosamente á la gentil actriz, y ella, secundando los planes taimados de su director, pareció encantada con la conversación espiritual del alguacil.

Todas las tardes Mr. Chalonette acudía á los ensayos, y tan grande era su afición, que llegó á tomar parte en ellos, con lo que Alejandro Bissón dejó de temerle; el terrible representante de la ley estaba vencido.

Un día el dramaturgo almorzó en casa de monsieur Chalonette. A los postres, el alguacil, bajando los ojos y ruborizándose como un colegial, declaróse autor de una comedia que él creía representable. Bissón vibró de júbilo; acababa de coger á su rival por el cuello; á partir de aquel momento le pertenecía; era su esclavo.

—¡Quiero conocerla en seguida!—exclamó,—y si me gusta, empezaremos á ensayarla mañana mismo.

Rojo de contento, Mr. Chalonette sacó su manuscrito y comenzó á leer. Acabó la lectura de la última cuartilla entre los brazos engañadores de Bissón.

—¡Eso es admirable!—repetía el dramaturgo.—¡Una obra maestra!... Pero, ¿quién iba á creerlo?

El alguacil balbuceaba:

—Y... diga usted... ¿se estrenará pronto?

—¿Cómo?... ¡Pues ya lo creo!... Antes de quince días.

La comedia de Alejandro Bissón fué un éxito, y Laridel pudo pagar sus trampas y vender su teatro en buenas condiciones. La deliciosa Mlle. Denise prosiguió su carrera triunfal. En cuanto á Mr. Chalonette, pagó con la cesantía su descomedida afición á la farándula, y ya convencido de que nunca será autor, trabaja en una copistería y gana tres francos.

Lector, quiero darte un consejo, y es éste: en tus combates por la vida, no temas nunca al hombre de quien sepas que tiene una comedia escrita.

CARTAS DE MUJERES

En las interesantes «Memorias de Sara Bernhardt», hay un episodio sencillísimo sobre el cual probablemente la atención de muchos lectores resbalará distraída, pero que me impresionó fuertemente por ser un «momento interior» que retrata con admirable fidelidad esa agridulce emoción de orgullo y de coquetería que constituye cuanto las almas artistas encierran de más indeclinable y substancial.

Sara, la Unica, era muy niña todavía, y en el convento donde se hallaba, la comunidad se apercibía á celebrar la visita del anciano «monseñor» de Sibour, arzobispo de París. Para mayor amenidad y brillo de la fiesta, la hermana Teresa había compuesto una obrita teatral, dividida en tres cuadros, y titulada «Tobías recobrando la vista», que debía ser interpretada por las alumnas mayores.

Pero á última hora la pequeña Sara intervino en la representación, y declamó su papel con tan sincera emoción y tan acabado arte, que «monseñor», maravillado, hubo de felicitarla. La futura actriz, fuera de sí, loca de alegría, vibrando de orgullo, rompió á llorar.

Transcurrieron muchos meses, y aquella emoción purísima perduraba en la niña, y bañaba en luz radiante su almita ambiciosa. Una mañana supo que «monseñor» de Sibour había muerto asesinado... ¿Qué sintió entonces Sara?

Ella lo declara, sin sospechar tal vez el alcance inmenso de su confesión. Sentí—dice,—que el asesino me había herido á mí también y despojado de algo precioso, pues «acababa de robarme mi pequeña gloria».

¿Comprendéis?... Hasta allí Sara vivió halagada secretamente por la admiración que sus aptitudes de artista inspiraron á «monseñor», y pensando: «El cree en mi talento y se acuerda de mí». Pero el bondadoso anciano ya había muerto: cerráronse sus ojos á la luz, tinieblas perdurables invadieron su memoria, y de su cerebro huyó con la vida el recuerdo de Sara. Por eso la niña volvió á llorar, porque se reconocía menos admirada que antes, porque acababa de ver desvanecerse «su pequeña gloria».

Traigo á colación esta anécdota, porque ella explica con limpidez y sobriedad aquel prurito á la vez desinteresado y egoísta, que todos los artistas tienen de eternizarse en la memoria de los demás. Despreciadores de lo circunstancial y adjetivo, no parecen dolerse ni del comer modesto ni del sobrio vestir, pero en cambio, aspiran á lo más alto, á la admiración y rendimiento de los espíritus, á que todos les recuerden, á que así el académico, como el burgués modesto, como el obrero, sepan sus nombres de memoria.

Así no es extraño que siempre me produzcan vivo y purísimo alboroto espiritual esas cartas de felicitación que, de cuando en cuando, recibimos los que escribimos para el público. Generalmente son de mujeres, y es lógico que sea así, pues las mujeres leen más que nosotros y en sus almas ardientes y blandas, prontas al entusiasmo, no es difícil suscitar el cosquilleo exquisito de la emoción.

Estas cartas, antes de romper la nema de sus sobrecitos perfumados, me producen una inquietud semejante á la que en la adolescencia nos causaban los billetitos amorosos; pero más alquitarada, más refinadamente egoísta. «Me admira—pienso—y como me admira, me quiere algo; que yo, en mis libros, desnudé mi alma, y «Ella» la encontró hermosa...»

Días atrás el correo me trajo una de estas dulces sorpresas. Era una tarjetita femenina, sin fecha y sin firma, que olía á violetas. ¿Cómo se llama su autora? ¿Dónde reside?... Lo ignoro, pues ni el cartoncito ni el sobre lo decían. ¡Oh, el misterio, el poético misterio, á la vez lancinante y sabroso!... Lectora, cuya alma sensible adivino, leyendo astutamente entre líneas el dolor de mi alma: yo, para quererte, no necesito conocer la blancura de tus manos, ni saber si son tus ojos hermosos, ni de qué color tienes los cabellos. Me basta con la seguridad de que hay lágrimas en ti para mis penas, y en tus labios jóvenes sonrisas de hermana para mis alegrías; le basta á mi vanidad con tus cartas anónimas, que caen sobre mi mesa de trabajo como flores cogidas en el silencio de tu rincón provinciano, y á mi voluntad laboriosa con la convicción de que tú has de leerme.

Este platonismo, este refinamiento sentimental que atribuyo á los artistas, no es exagerado. Un artista, cuanto más grande, mayor importancia otorga á la gloria. Ser admirado constituye «la mitad» de su vida, acaso «toda su vida»; es una sed rara que, no habiendo de calmarse nunca, á ratos, sin embargo, parece satisfacerse con una gota: así lo más frívolo, una carta, un simple apretón de manos, nos embriaga. Ello explica las lágrimas que arrancó á Sara Bernhardt el asesinato de «monseñor» de Sibour.

Todos los que viven del arte son egoístas, con egoísmo implacable y feroz. Yo mismo, viendo pasar un entierro, me he olvidado del muerto para pensar: «Ese que va ahí me conocía tal vez...»

Y, como Sara, he comprendido que la desaparición de aquella vida mermaba un poco mi pequeña popularidad.

LA CAMARGO

En los libros del amenísimo Arsenio Houssaye y en la interesante «Correspondencia» de Diderot con Grimm hallamos abundantes noticias relativas á María Ana Camargo, la bailarina más célebre de la Gran Opera, de París, en el siglo xviii.

Aunque nacida en Bruselas, por las venas de la Camargo corría sangre española, y la pequeñez de sus manos, la finura de sus torsos y la brevedad de sus pies, decían claramente la distinción de su raza, familia noble que había dado á la Iglesia arzobispos y cardenales. En los varios retratos que de ella hizo Nicolás Lancret, el único pintor que ha rivalizado con Watteau en frivolidad y elegancia, la Camargo aparece en la plenitud deslumbradora de su gracia.

En el óvalo nacarino, ligeramente carnoso, del rostro, los grandes ojos italianos llameaban tempestuosos y alegres; tenía la nariz respingueña y corta, voluntarioso el mento, la boquirrita breve y roja, como la herida de un florete; alrededor de la nieve de su frente sajona, los cabellos latinos, encrespados y negrísimos, tejían un marco de ébano. Y luego, su cuerpo, admirable escultura, trepidante y flexible, donde se unían á las redondeces blanquísimas de Rubens, las impacientes nerviosidades goyescas.

Enamorada del apuesto conde de Melun, María Ana huyó de su casa, á los dieciocho años, una noche, llena de perfumes y de estrellas, del mes de Mayo de 1728.

A partir de aquel momento, su vida fué un vértigo de oro y de glorias, una disipación sin freno, un perpetuo festín. Sus ruidosos éxitos de bailarina restaban gravedad á sus extravíos; el reflexivo «Mercurio de Francia» elogió su arte muchas veces; los poetas más notables de su época festejaron su belleza, y si algunos satirizaron sus locuras, lo hicieron suavemente; el mismo Voltaire, en el apogeo entonces de su autoridad de su gloria, compuso en honor de María Ana y de mademoiselle Sallé estos versos famosos:


Ah! Camargo que vous êtes brillante!
Mais que Sallé, grands dieux, estravissante!

Que vos pas sont lègers, que les siens sont dansants! Elle est inimitable, et vous êtes nouvelle!


Les Nymphes sautent comme vous,
et les Grâces dansent comme elle.

La Camargo, frívola, interesada, caprichosa, perversa, enamorada siempre de la belleza, de la distinción y del dinero, es, dentro de la sociedad, galante y artista, que formaron las fastuosidades del Rey-Sol y de Luis XV, su hijo, como un símbolo de carne rosa.

Fué aquel un período admirable de desafíos á primera sangre y de madrigales. Los lacayos gozaban de la confianza de sus señores, y en el gabinetes de las damas principales los abates componían versos; en los bailes palatinos, las marquesas, utilizando los trenzados ceremoniosos del minué, se dejaban oprimir los dedos. Había, para todos los errores, una inagotable tolerancia; el bizarro marqués de Fimarcon se escapaba por las noches, disfrazado de mujer, de la cárcel, adonde le llevó un sucio asunto de intereses, para ir á los bastidores de la Opera; otro noble remitía á la bailarina señorita de Pélissier 20.000 francos en un billetito, donde le declaraba su amor, y el mismo venerable cardenal de Fleury sonreía bonachón y se encogía de hombros ante las lamentaciones del modesto burgués que iba á pedirle justicia contra el raptor de su hija....

María Ana Camargo usó largamente de aquella libertad de costumbres. A su amor estuvieron ligadas las figuras más ilustres: el conde de Clermont, rico como un príncipe oriental, el valiente Marteille, muerto en el campo de batalla; el marqués de Lourdis, pendenciero y libertino; y vió á sus pies á Vitry, á quien llamaban «el hermoso pastor», y al caballero de Rieux, de belleza apolina, y al brillante duque de Richelieu, seductor irresistible, cuyos tacones colorados habían pasado por todos los boudoirs nobles de la Corte, y conoció también al veterano Gruer y al músico Royer, ante quienes, una noche de locura, ella y otras dos célebres bellezas de la Opera representaron «El juicio de París»...

El tiempo, entretanto, continuaba su obra devastadora; pasaron los años, muchos, cerca de cuarenta, y una mañana la Camargo lloró ante el espejo viendo que sus mejillas habían perdido su frescura, que sus ojos no tenían brillo y que eran grises sus cabellos. Entonces, majestuosa y triste como una reina que abdica, pidió su retiro, que Luis XV la otorgó con una pensión vitalicia de 1,500 libras. Abandonada por sus adoradores, y olvidada del público, María Ana se refugió en su hotel de la calle de San Honorato, donde vivió varios años entregada á sus cacatúas, á sus perros y á sus gatos; aquellos serían sus últimos amantes, los más fieles.

Y ya la Camargo era muy viejecita, ya parecía que todo á su alrededor había concluído, cuando el buen dios Azar vino á consolarla permitiéndola dar al mundo un adiós romántico, de inmensa ternura, que fué como violeta humilde entre el manojo de calientes claveles de su vida.

Cierta tarde, la antigua bailarina recibió la visita de un señor anciano que dijo llamarse Mateo Breuil. Frisaba en los sesenta años, vestía de negro y era hombre enjuto de carnes y de ademanes ceremoniosos y pausados. En su semblante, cruelmente arrugado por las emociones, había tristeza y dulzura.

Al ver á María Ana, que le observaba atenta, el desconocido se inclinó respetuoso.

—Ya sé, señorita—dijo,—que mi nombre no despierta en usted ningún recuerdo.

—En efecto...

—No me extraña: Yo nunca he sido presentado á usted; no me he atrevido á tanto; sus ojos, sus grandes ojos, que un tiempo fueron alegría de Francia, me hubiesen anonadado...

Muy sorprendida, la Camargo repuso:

—¿Y bien? No comprendo...

El señor Breuil continuó:

—Usted estaba muy lejos de mí, porque volaba muy alto; los hombres más ricos, los más célebres, los más nobles, solicitaban su amor, y yo, que lloraba por usted desde mi plebeyo asiento de «paraíso», era pobre y vulgar. ¿Cómo alcanzarla?... Pero los años han pasado, y con ellos los brillantes cortejadores que usted tuvo se fueron; ahora se halla usted sola, y por lo mismo, tal vez, un poco triste. Y yo, María Ana, que la quiero á usted con un amor inextinguible, que se impone á la fealdad y á la vejez, yo, que he conquistado una fortuna y permanezco soltero porque de todas las mujeres que he conocido me separaba la imagen de usted y la seguridad de que algún día seríamos el uno del otro, vengo á ofrecerla á usted mi libertad. Nos casaremos, si usted quiere. Mi mano es ésta...

Hablando así, el señor Breuil, los ojos arrasados en lágrimas, se había hincado de rodillas. La escena era demasiado tierna para no interesar el corazón artista de la Camargo, y sus manos trémulas estrecharon cordialmente las viejas manos de su adorador.

—No—dijo,—casados, no; ¿para qué? La edad de las pasiones está ya lejos. Seremos amigos, nada más que amigos...

Y el Sr. Breuil repuso:

—Lo que usted quiera.

Todas las tardes se reunían, y charlando de sus lejanas mocedades pasaron horas muy bellas. El concluyó por instalarse en el piso segundo del hotel de María Ana. Nunca salían á la calle. Por las noches rezaban, jugaban al ajedrez, leían novelas y componían música. Y era dulce, con dulzura inexpresable, el ocaso de aquellos dos ancianitos, que ante la proximidad de la Nada juntaban la nieve de sus cabezas.

Murió María Ana Camargo el día 29 de Abril de 1770, y su cuerpo, vestido de blanco, reposa en la iglesia de San Roque. Cerró sus ojos el señor Breuil, el único de sus amados que no conoció la miel de sus besos.

LAFONTAINE

Aquella noche, después de cenar, los dos viejecitos cayeron en la cuenta de que á Enrique Thomas, que ya pasaba de los dieciséis años, era necesario enseñarle un oficio. En una carrera no había que pensar; los pobres, como ellos, no deben poner el hito de sus ambiciones tan alto.

—Si fuese carpintero...—dijo el padre:—porque en París los carpinteros ganan mucho.

—Mejor sería ebanista.

—O sastre...

Hubo un silencio.

—¿Y si le hiciésemos cura?—exclamó la madre.

Y la opinión de la buena viejecita, que era muy católica, prevaleció. Enrique Thomas entró en un seminario.

Repentinamente, el futuro actor, que más tarde había de pasar á la posteridad bajo el seudónimo de «Lafontaine», se halló con las manos cargadas de libros soporíferos, que le hablaban de asuntos trascendentes y graves, y preso el suelto y gallardo cuerpo juvenil entre los negros pliegues de una sotana. Fué su primer disfraz.

Desde las ventanas del seminario, en las horas dulces de asueto, Enrique Thomas oteaba el campo verde, y desde el remoto horizonte, voces aventureras, voces de libertad y rebeldía, fascinaban su alma peregrina de bordelés. Cada camino que se alejaba serpeando, cada buque que salía del puerto, susurraban en sus oídos una canción de adioses. Sin duda eran interesantes la Metafísica aristotélica y la Suma de Tomás el divino; pero más bello era «vivir» enamorado de unos labios rojos, dormir al pie de un árbol, saludar desde la cresta de un monte la salida del Sol.

Y una madrugada, Enrique Thomas, alucinado por los trinos arpados de las alondras, brincó los altos muros que circuían la huerta del seminario y huyó de Burdeos. Su éxodo fué breve. Otra mañana, un gendarme le detuvo, le pidió «sus papeles», y hallándole indocumentado, le volvió á la casa paterna.

¡Pobre fugitivo!... Sus progenitores no tuvieron para él ningún gesto cordial: apenas le hablaron; en sus sobrecejos, endurecidos por la cólera, no había perdón.

—Si no quieres ser cura, serás grumete—ordenó el padre.

Y pocos días después, Enrique Thomas salió de Burdeos en un bergantín, peor para él que un presidio. Allí, bajo la férula tiránica del patrón, trepó á las vergas, mondó patatas, hizo guardias penosas. Aquella existencia duró tres meses, y fué para él lo que para muchos toreros la primera cornada. Lafontaine sintió el miedo de vivir, el horror silencioso de esa lucha por el pan, que sólo desenlaza la muerte.

Cuando regresó á Burdeos declaró que no volvería al mar, y sucesivamente, trató de ser carpintero, herrero, broncista, sastre... Pero su complexión bohemia era más fuerte que su voluntad, y como antes en el seminario, ahora en el taller su alma de vagabundo languidecía. ¡Qué tediosos los días: las noches qué largas, qué iguales!...

Lafontaine huyó otra vez, y sus biógrafos le encuentran en París vendiendo de casa en casa las obras por entregas que publicaba el editor Lachatre: novelas folletinescas, libros de viajes, libros de Historia, de Geografía, de Arquitectura. Enrique Thomas iba leyéndolos por las calles, devorado su espíritu por una comezón repentina de saber, y luego los vendía, empleando para ello su pintoresca y abundante verbosidad meridional. Su clientela adoraba en él; era simpático, envolvente, inagotable. Jamás tuvo el editor Lachatre un representante igual.

Cierta noche Lafontaine vió en el teatro de la Porte-Saint-Martín á Frédérick Lemaitre, al gran Frédérick, romántico y enorme como Hugo, «y su alma—dice Daudet,—experimentó esa trepidación reveladora que sólo sienten los artistas y los amantes». Enrique Thomas se decretó un porvenir.

—Seré actor—dijo.

A la noche siguiente fué á visitar al viejo y popularísimo Sevestre, protector de los comediantes jóvenes y especie de cacique ó de gobernador general de todos los pequeños teatros de los arrabales parisinos. Contaba á la sazón Lafontaine poco más de veinte años: era de mediana estatura y recio de hombros, y al mirar ladeaba la cabeza en un gesto resuelto y simpático de desafío; tenía la boca byroniana, triste y audaz; los ojos, fulgurantes; el mento, conquistador; la nariz, respingueña y cínica; el ademán, amplio; la frase frondosa y colorista. Todo en él era fuego, conversación, impulso; el gesto se adelantaba á la palabra; la palabra á la idea. Su alma parecía un desbordamiento.

Tanta vivacidad y tanta belleza impresionaron las viejas pupilas, llenas de experiencia, de Sevestre.

—¿Tú has trabajado alguna vez?—le preguntó.

—Nunca.

—Entonces...

—Pero no importa. He visto representar á Frédérick, y sé que sirvo; lo sé... ¡Me atrevería á hacer lo que él hace!...

Había en sus afirmaciones exaltación inquebrantable, fe inmensa, contagiosa; ¡demonio de muchacho!... Y Sevestre, bonachón, se dejó convencer, y Enrique Thomas «debutó». Su viril hermosura interesó á las mujeres; sus ojos, ardientes, emocionaron; su voz, metálica, admirablemente templada, como la de Talma, para orquestar la furiosa sinfonía de las pasiones, hizo vibrar las almas. El público aplaudió, y Enrique Thomas, después de trabajar algún tiempo en los teatros de Sceaux y de Grenelle, pudo pisar el escenario glorioso de la Porte-Saint-Martín.

Su primer maestro fué Frédérick Lemaitre. El famoso actor, que entonces llegaba al cénit deslumbrante de su celebridad, sintió hacia el aventurero bordelés un afecto paternal; él mismo le decía cómo debe estudiarse; refrenaba sus intemperancias, corregía la exaltación meridional de sus gestos y la dureza hirviente de su voz. Por las noches, después de la función, le llevaba á su casa, y allí le obligaba á sacudir el sueño y á meditar sus «papeles». Lafontaine se rebelaba, juraba á grandes voces que él no «podía sentir así», que su ademán era otro; quería marcharse... Pero Frédérick le dominaba con su experiencia y le imponía el grillete de su voluntad.

—Esto se dice así—repetía,—nada más que así.

Y Enrique Thomas, agotado, enervado, casi doloroso, concluía por someterse.

Muchos años después pasó al teatro del Gimnasio, y allí, bajo la autoridad durísima del veterano Montigny, siempre descontento y regañón, acabó de perfeccionarse en su arte. A Montigny todo le parecía mal.

—No levante usted tanto los brazos; no abra usted tanto los ojos... Baje usted la voz... ¿Pero por qué se encoge usted de hombros? ¿No comprende usted que ese ademán rara vez puede ser elegante?...

¡Oh! Montigny era peor aún que Frédérick... A Lafontaine, rabioso, despechado, se le saltaban las lágrimas; su alma inquieta de seminarista, de grumete, de repartidor de obras por entregas, toda su alma díscola y errante, protestaba iracunda contra tantas y tan estrechas imposiciones. Pero al cabo cedía y su técnica se refinaba.

No obstante, Enrique Thomas fué siempre un actor tempestuoso, arrebatado, que estuvo más cerca de Mounet-Sully que del circunspecto Le-Bargy. En «Kean» obtuvo un éxito inmenso. Había algo en él que le ponía fuera de sí mismo. Mas no por esto su prestigio menguaba; al contrario. Las mujeres le adoraban, y más de una noche, al salir del teatro y en medio de las sonrisitas envidiosas de sus compañeros, se vió en el dulce compromiso de subir á un coche que no era el suyo.

* * *

Yo conocí á Lafontaine á fines de 1897, en Versalles. Era muy viejecito. Del antiguo seminarista bordelés, del bizarro galán joven del teatro del Gimnasio, ya no quedaba nada: los ojos habían perdido su mocero ardimiento; los labios, pálidos, temblaban en el óvalo pulcramente afeitado del rostro enjuto; el ademán era frío y borroso; el busto se inclinaba hacia la tierra; en el mento, antes desafiador y petulante, ya no quedaba voluntad. Caminaba á pasos lentos y breves, y al hacerlo se apoyaba en un bastón. Por lo tristes y lo blancos, de nieve parecían sus cabellos.

Residía en Versalles hacía mucho tiempo, sin otra compañía que su esposa, viejecita como él, á quien adoraba; y en la decoración fastuosa de aquellos jardines, que sirvieron de refugio á los amores de Luis XIV, el rey libertino y magnífico, la figura delgada, vestida de negro, del anciano actor parecía más fúnebre.

Una tarde de Diciembre, Lafontaine y su esposa paseaban por el bosque, y la color gris del cielo nuboso y el crujir de las hojas caídas y el silencio de las fuentes heladas debían tener para ellos elocuencia muy triste. De pronto, un árbol se desplomó sobre la anciana, aplastándola. Lafontaine lanzó un grito, su mejor grito tal vez, y perdió el conocimiento. Su corazón estalló. Cuando le recogieron estaba muerto.

Los periódicos hablaron de él muy poco, porque entonces el affaire Dreyfus lo llenaba todo. Le Journal, al dar la noticia, añadía:

«A su entierro no fué nadie.»

¡Nadie!

¡Oh, lectora! A ti, que de haberle conocido joven, acaso le hubieses amado también, ¿no te espanta la horrible negación, el vacío espantoso, el abismo de ingratitud, contenidos en esas dos sílabas?...

«¡Nadie!»

«Sic transit gloria mundi.»

EL PÚBLICO

Examinando atentamente y con algo de mala intención las obras de nuestros novelistas, no es difícil sorprender en ellas inseguridades de desarrollo, titubeos y frivolidades de concepto, que atestiguan cuán menguado ó somero es el lastre científico de sus autores. ¿Y cómo no, cuando para muchos de ellos, todo, en literatura, es cuestión de forma?...

A este reproche justísimo los aludidos podrían redargüir que los libros de «vulgarización científica» de los naturalistas y de los médicos adolecen del defecto contrario: todos ellos descubren un desconocimiento «práctico» de los hombres y de las cosas, la ignorancia que tienen de la vida esas buenas almas, apacibles y sabias, que maduraron en la austeridad candorosa de los laboratorios y de las bibliotecas; son obras frías, en las que falta ese complejo perfume de vicios, de virtudes, de alegrías ingenuas y también de recóndito dolor, que constituye lo que apropiadamente podríamos llamar «olor á humanidad».

Yo estoy seguro de que si el amenísimo Gustavo Le Bon, después de estudiar concienzudamente «el alma» de los pueblos asirio y caldeo, y de buscar en Herodoto, y de aprenderse de memoria páginas de Suetonio y de Salustio, se hubiese tomado el trabajo de frecuentar durante dos ó tres temporadas los bastidores de un teatro, hubiera podido aljofarar con muchos y muy nuevos y curiosos «puntos de vista» su famoso libro «Psicología de las multitudes».

Nada, en efecto, ayuda tanto á escrutar la vida, como la «contrafigura de la vida»; es decir, el teatro, porque sobre el escenario, ante el resplandor de la batería y entre rocas de madera y muros y horizontes de trapo, laten el amor, los celos, la ambición, la codicia, el disimulo, todas las ruindades y pasiones, en fin que riñen y se cotizan en el cruel mercado humano; que es la farándula, lector, «un mundo» abreviado ó miniaturizado, «del mundo»...

Así, para conocer pronto á un pueblo, no nos detengamos á examinar sus museos, ni sus bibliotecas, ni sus periódicos, ni menos sus costumbres, pues todo esto—lo último especialmente,—exige hondos y sostenidos sacrificios de atención; nos bastará con estudiar sus teatros. En el escenario, como sobre un espejo, el ánima de la estirpe se retrata. Poco importa que «los intelectuales» comulguen en estas ó aquellas tendencias estéticas, pues todas esas «modas de belleza» son accidentales y pasajeras: lo importante para el turista que por primera vez se asoma á una ciudad, es «el rebaño», la multitud abigarrada y omnipotente; y ésta, en sus juicios, siempre fué inconsciente y unilateral.

El espíritu irreflexivo y nuboso de los pueblos septentrionales vibra en las obras de Ibsen y de Bjorson, sus dramaturgos predilectos; los teatros londinenses copian el carácter inglés, frío y correcto, incapaz de batir palmas en honor de ningún artista; el carácter alemán, carácter fuerte, enamorado sanamente de la diosa Risa, se refleja en comedias un poco grotescas, llenas de traviesa hilaridad; como el alma francesa se burla y coquetea en las obras de Lavedán, de Bataille y de Capus; obras eclécticas, como dictadas por la gran indulgencia de un supremo cansancio. En cambio el alma española, hosca y rebelde, reaparece en su insana afición á los dramas sanguinarios, inspirados por ideas atávicas, homicidas, de valentía y de honor, como la caliente idiosincrasia italiana clarinea violenta en las tragedias—tragedias infernales de sangre y de hollín—con que asombran á Europa Grasso y Aguglia Ferrau en sus tournées.

En estos largos trazos ó contornos, el alma de cada pueblo no varía, y siempre aparece única y semejante á sí misma. Mas dentro de ésta aun restan por estudiar muchos detalles, muchos dintornos imprevistos, que constituyen el gran espíritu temblequeante de las multitudes; y para su perfecto conocimiento y análisis, nada tampoco más útil que el teatro.

«El público» es un demonio raro, una conciencia que, á pesar de su propensión á lo rutinario, á lo instituído, ofrece anomalías extrañas, crisis momentáneas, fuera de toda lógica y razón, en que el espíritu enorme de la colectividad se retuerce y ríe ó ruge, como una mujer en un ataque de histerismo.

¿A qué motivos deben achacarse esas contorsiones icarias de la multitud?... Nadie podría decirlo; pero los comediantes que luchan con ella diariamente, las adivinan y las temen, por lo mismo que ni su arte, ni aun la experiencia—madre ubérrima de todo saber—les dá ardides seguros para combatirlas.

—Hoy el público—dicen,—viene de mal humor.

Este grito de alarma lo dá el apuntador, el traspunte, el racionista, que, distraídamente, se detuvo á mirar por el agujerillo del telón de boca, cualquiera... Tratándose de esto, ningún «hombre de teatro» se equivoca. Si le preguntásemos al que lo dice el «por qué» de su afirmación, probable sería que no supiese contestarnos. Pero, no importa: seguros debemos estar de que no yerra y de que el peligro existe; es algo amenazador que flota en el aire, que vibra, como un gruñido de cólera, en el estrépito con que los espectadores van ocupando sus asientos.

La noticia ha corrido por los bastidores, ha penetrado en el saloncillo de autores, ha llegado también á los «camerinos», donde las actrices acaban, entre risas, de alegrar con carmín la frescura bermeja de sus labios. Durante un momento todos quedan preocupados; «hoy el público viene de mal humor». ¿Qué sucederá cuando el telón se levante?... Y por las frentes pasa un gesto de inquietud; han sido aquellas palabras como una corriente de aire frío...

Las mujeres son las más sensibles á esta emoción miedosa: Rosario Pino, Nieves Suárez, Lolita Bremón (las devotas abundan) antes de salir á escena se persignan llenas de unción; Ramona Valdivia coge «su papel» y lo repasa febrilmente, haciendo un último y desesperado esfuerzo de memoria; la misma María Guerrero, tan dueña de sus nervios y de «su público», palidece y en el livor del rostro la nariz diríase que se encorva, y que los ojos, los grandes ojos trágicos, se inmovilizan y oscurecen.

Y es que todos los artistas, aun los más independientes y de personalidad más firme, son esclavos de la multitud; el gran enemigo cuya voluntad multiforme palpita hostil en la amplitud de la sala.

Otras noches, en cambio, «el público está bueno». ¿Por qué? Tampoco se sabe; pero es así, y actrices y actores acuden entonces al escenario rientes y tranquilos, como á una fiesta.

Dentro de estos, que podríamos llamar «antojos ó caprichos de la opinión», hay reglas constantes: el público, v. gr., de los sábados y domingos, «es malo»; el de las tardes, «bueno», y más accesible que ningún otro á la emoción de la risa; el público de los estrenos es el más descontentadizo, pero también el más respetuoso y atento. Pero, dentro de estas líneas generales, se producen aberraciones inexplicables: hay en las obras teatrales donaires de situación ó de frase que unas noches son reídos y otras no; como hay momentos dramáticos que unas veces dominan en absoluto la atención de la multitud, y otras, sin razón concreta ninguna, la dejan impasible.

El origen de estas mascaradas del sentir colectivo es lo que los comediantes ignoran y lo que todavía ningún psicólogo ha explicado. Yo creo que en tales extravagancias del humor influyen los vaivenes políticos, las jugadas de Bolsa, y, más que nada, el tiempo; una noche de lluvia y de ventisca agría el carácter de los espectadores, y, sin que ellos lo adviertan, les irrita y predispone á la protesta; la noche, en cambio, que sigue á un día tibio y soleado, inclina á los espíritus á la indulgencia, el aplauso y la risa. ¡Tan poco somos, tan poco valemos, que todo el rumbo de nuestras ideas basta á cambiarlo á veces un simple vaso de vino ó un rayo de sol!

Y es porque el alma del público, esa alma que creemos enorme y terrible, es, en el fondo, un alma frágil y movible de mujer.

CÓMO ESTUDIAN LOS ACTORES

¿Quién podría medir las miríadas de ideas, de voliciones, de recuerdos, de anhelos, vertiginosamente minúsculos, que cooperan al génesis de una obra literaria?

Es evidente, con evidencia vertical que no necesita limitaciones ni comentarios, que los agentes capitales de la producción mental son el «momento nervioso» por que atravesaba el artista, la orientación pasajera de su espíritu, la cantidad de sangre que circulaba por los capilares de su cerebro durante aquellas horas de convulsión creadora; y un poco detrás, las grandes tendencias de su carácter, sus alegrías ó sus abatimientos recientes, su idiosincrasia y otros varios detalles étnicos, que ponen á la historia de cada individuo un largo proemio. Pero aún hay otros factores: son todas las lecturas, todas las impresiones que fué recogiendo en su camino por la vida, todas sus ufanías y desengaños de un instante, todo ese «polvillo de realidad» que sobre el espíritu va depositando la experiencia, lo que desde lejos, desde muy lejos, influye más ó menos eficazmente en el definitivo entono y arquitectura de la obra artística. Sumemos todo ello, y teóricamente (porque el humano cálculo nunca puede descender á profundidades tan arcanas), veremos cómo el fruto de Belleza, sea libro, página musical, lienzo ó escultura, es el cociente de cuantas ideas surcaron el alma del artista desde su niñez más remota, el acorde sinfónico de cuanto ha oído, la síntesis pasmosa de todo lo que ha visto.

La fisiología ó mecánica de ese maravilloso fenómeno que llamamos pensamiento, es bien sencilla: el artista recibe directamente las impresiones sensitivas, las amolda á su temperamento, las devuelve después. Nada más.

La labor del comediante, en cambio, es más compleja, porque en ella interviene otro elemento inspirador: el autor. Quiero decir que el «cómico», al mismo tiempo que busca personalmente en la naturaleza los insustituibles acicates inspiradores de su arte, ha de examinarla á través del criterio de los dramaturgos que interpreta, y componérselas de modo que el estudio «directo», que es el de la naturaleza, y el tortuoso ó «reflejo», que es el de los autores, se complementen y fortifiquen de suerte tal, que lo «vívido» confirme lo leído, y esto, á su vez, ratifique y corrobore lo por él visto y escuchado.

Aquí reside la dificultad suprema del arte teatral, el abismo de imperfección que constriñe á los grandes comediantes á esfuerzos inacabables de observación y estudio. Téngase presente que el escritor, cuando produce, «ve» y «oye» simultáneamente á sus personajes, cual si tras el «telón corrido» de la frente las ideas maniobrasen en un diminuto escenario, y que más tarde el actor, si quiere ser perfecto, ha de hallar dentro de sí mismo aquella voz y aquellos gestos que antes vibraron en el cerebro del artista genuinamente creador.

«Es necesario—dice Iffland,—que el actor se aplique á explicarnos por qué razones el personaje es tal como allí aparece, y qué circunstancias depravaron su alma; siendo, en suma, el paladín oficioso del carácter que representa.»

Ello supone una fusión completa, una identificación sin omisiones ni suturas, entre el dramaturgo y el comediante, un dilatado trabajo de penetración que éste habrá realizado para capturar cuantas vibraciones agitaron el alma de aquél. Así no debe extrañar que actores como Zacconi, como Novelli, como Coquelin, esos reyes del gesto que han bordado las perfecciones supremas de su arte, tengan un repertorio pequeño; los Balzac no abundan; la intensidad, grata á los atenienses, generalmente se logra á expensas de la cantidad, que admiran los bárbaros. Hay tipos, como el de Hamleto, cuyo estudio bastaría á llenar la vida de un actor. «Mis meditaciones acerca de este carácter—dice Macready,—han perdurado hasta el final de mi carrera».

Para obtener tan elevadísimos grados de selección, el comediante no sólo habrá de pulir su espíritu, sino también educar su rostro, su voz y sus ademanes, de suerte que todo ello, en un preciso momento, vibre al servicio de la misma expresión.

«La vida—escribe Rafael Salillas,—es una obra que se desenvuelve en nuestro interior y que tiene en la fisonomía su escenario, un escenario que cambia, que no es el mismo en la sucesión de los tiempos, que empieza por ser un teatro Guignol y se muda en teatro cómico y dramático y trágico, y lírico también y de todas las variedades conocidas: género chico y género grande.»

Lo que el ilustrado médico dice, refiriéndose á las evoluciones por que pasa la cara de los niños, es perfectamente aplicable al semblante de los actores. Considérese que, como el mar acepta todas las presiones del viento, así la fisonomía del comediante queda obligada á traducir cuantas impresiones le imponga el dramaturgo. Estos, ya lo sabemos, jamás saben expresar acabadamente lo que piensan, y todas sus creaciones, aun las más perfectas, son aspectos ó «aproximaciones» de un ideal estético, que el abismo infranqueable que divorcia al fondo de la forma, hace inaccesible. El tormento de la frase lo han padecido los genios mayores; si Shakespeare hubiese podido decir todo lo que quiso, su gloria sería infinitamente más grande. Toda obra, por tanto, deja en el ánimo de su creador la inquietud de algo inconcluído, de algo no dicho, que inmediatamente le impulsa á escribir otra... y otra después.

Así el semblante de los actores: sus facciones deben aspirar á poseer aquella movilidad que el autor lleva en el pensamiento; sus ojos, sus labios, su entrecejo, constituirán un libro de infinitos tomos, un «devenir» inacabable. Es el escenario, unas veces cómico, otras trágico, por donde sucesivamente resbalan todas las gracias, todas las muecas torvas, todos los guiños del juvenil contento, de las pasiones, de la melancolía viril. Cada expresión nueva, por tanto, que el actor descubra, debe constituir una verdadera y legítima obra de arte.

Análogas consideraciones podrían hacerse á propósito de la voz. Como los ojos, la garganta de un actor excelente puede expresarlo todo, ó, al menos, «apuntar» panoramas psíquicos muy diversos, que no es más generoso en policromias el espectro solar, que lo es la escala cromática en penumbras y matices de armonía.

Lo acredita así la costumbre que muchos profesores franceses de declamación tienen de que sus alumnos traduzcan, con una frase vulgar cualquiera, estados de ánimo diferentes. Por ejemplo, el discípulo habrá de exclamar:

—¡Hola..., un perro!...

Alternativamente, según las inflexiones de la voz, estas tres palabras le servirán para revelar alegría, terror, cólera, fastidio, indiferencia. Todo el encanto radicará en la dicción, en la distribución hábil, apenas perceptible, de los acentos, en la suavidad con que la intención resbale de una sílaba en otra. Es una gimnasia de inagotables actitudes, un dinamismo altamente educador, que suelta, fortalece y sutiliza la anatomía del aparato vocal. ¿Se me dirá que tantos refinamientos son excesivos?... ¡No! De esto y de bastante más necesitan ser capaces los buenos actores. ¿Acaso ellos, sobre el escenario del teatro, no deben hallar, como nosotros en el escenario de la vida, la exactitud de esos gritos ó de esas modulaciones que, en determinados momentos, son como miniaturas maravillosas de cuanto fuimos y hemos de ser?

M. Andrieux dividía á los comediantes en tres grupos: los que «cantan», los que «gritan» y los que «hablan».

Vulgarmente, los artistas dramáticos empiezan «gritando» sus papeles. Esto suele indicar exceso de facultades, y también emoción, falta de imperio sobre sí. Es un defecto que la misma Sara Bernhardt ha padecido: á la vista del público, un estremecimiento nervioso la obligaba á crispar los dientes, y por entre sus mandíbulas cerradas la voz pasaba sibilante, con una dureza metálica que después muchos actores, equivocadamente, han querido imitar. Otros comediantes «cantan»; éstos son peores: son los esclavos del «latiguillo» odioso, los siervos del ritmo, en quienes la costumbre de «oírse» mata el hechizo avasallante de la emoción. Para obviar ambos defectos, el actor necesita tener presente que la perfección suma de su arte es «la naturalidad». El actor que, sabiendo de memoria su papel, lo diga, no como quien «repite», sino como quien «improvisa», esto es, hablando desenfadadamente unas veces, tartamudeando otras, según acontece en la vida, habrá conseguido darnos la sensación de la realidad.

A estas excelencias, que pudiéramos denominar adquiridas ó de estudio, necesita el actor añadir una gran capacidad de asimilación y cualidades físicas nada vulgares. Un comediante bizco, patizambo ó jorobado, por mucho genio que tenga, nunca logrará imponerse ni agitar el corazón de las multitudes. Como los profetas, como los oradores, como todos los que triunfaron con el gesto, el actor necesita ser bello. A despecho de los siglos, Grecia y Roma viven en nosotros. Adoramos la línea. A «Cuasimodo» le perdonamos el extravío de su espina dorsal, porque sabemos que, bajo su joroba de bufón, hay un buen mozo.

Dumas (hijo) creía que un comediante podía triunfar sólo con la emotividad, con lo que él denominaba «el demonio interior». El veterano crítico Francisco Sarcey, se muestra más iconólatra; proclama la importancia de la forma. «Al público—dice,—se le seduce con una buena figura y una voz expresiva. Lo demás es obra del instinto».

El antiguo comediante y luego profesor del Conservatorio, M. Worms, también reconoce la supremacía de la escultura. «Primeramente—escribe,—las cualidades físicas son indispensables: la voz, que tan decisiva influencia ejerce sobre el público; la mirada, ese reflejo intenso del pensamiento, sin el cual no puede haber comediante bueno; un temperamento nervioso y sensible; la capacidad de «exteriorizar» rápidamente, un don de observación robusta, y memoria, capacidad que desempeña papel importantísimo en el funcionamiento ó dinámica de todas estas facultades.»

Coquelin, más astuto, establece ciertas clasificaciones: para traducir á los clásicos exige una irreprochable «dicción»; para la interpretación de obras inferiores, una buena presencia, y en la voz un «tic» agradable.

Mounet-Sully, sólo quiere que el comediante tenga «sensibilidad, imaginación». Pero esto es raro: los actores todos, desde Mélingue á Luciano Guitry, piden para sus compañeros, antes que genio, elegancia y belleza.

A propósito de esto, podrían citarse muchas anécdotas. Cuentan que cierta noche, M. Dormeuil, director del antiguo teatro del Palais-Royal, le dijo á Derval, al hermoso Derval, que entonces empezaba su carrera y tenía el pelo muy rubio y las cejas muy abundantes y negrísimas:

—Hijo querido, quítese usted esas cejas; hoy se las ha pintado usted demasiado.

Sorprendido el actor, repuso:

—¿Cómo? ¿Que me las borre?... ¡Pero si son mías!

El bondadoso M. Dormeuil reparó mejor.

—Es cierto—dijo.—¡Oh! Usted triunfará pronto. En usted esas cejas constituyen una originalidad y un contraste más.

La observación es justa. Como Derval, otros muchos actores han acelerado la hora de sus éxitos, merced á la expresión sugestiva de sus facciones. Sirva de ejemplo Antonio Vico: yo creo que la mitad de su poder trágico residió en el bosque hirsuto, terriblemente amenazador y elocuente, de sus cejas irritables.

Claro es que, por obra de ese poder mejorador que la función ejerce sobre el órgano, así como la gimnasia desenvuelve los músculos del acróbata, de modo análogo la costumbre de fingir una y otra vez las mismas expresiones, perfecciona las particularidades fisonómicas de los artistas de teatro, educa la línea de los labios, dá expresión á la frente y al mento, agranda los ojos, de suerte que hallaremos constantemente en los actores veteranos una diversidad de miradas y de guiños, que nunca tiene el rostro del comediante joven.

Pero la educación del semblante no basta: la distancia que separa al escenario de las butacas, la riqueza de las decoraciones, y más que nada, el resplandor de la batería «comen» mucho; es decir, merman la importancia de las figuras, las empequeñecen y emborronan, y de ello ha nacido el maquillaje ó arte de fortalecer ó «abultar» las expresiones, de modo que éstas puedan llegar al público en su absoluta intensidad y pureza.

El maquillaje es al semblante lo que éste es á la idea: algo que lo reanima, que le dá plasticidad y relieve, una especie de careta ó de «segundo rostro», que, unido al primero, al rostro real, coopera á la «materialización» perfecta, acabada, del pensamiento del autor.

Todos los grandes artistas de teatro han reconocido la importancia del maquillaje, cuya invención se atribuye á Daniel Bac, famoso actor bufo de en tiempos del segundo imperio. El célebre Lafont no tardaba nunca menos de tres horas en pintarse; y M. Febvre se extraña de que en los Conservatorios no haya una clase especial donde los alumnos puedan aprender, razonadamente, el arte de caracterizarse.

El maquillaje, en efecto, constituye una especie de rinconcito de la ciencia, cuyo discreto cultivo requiere ciertos conocimientos anatómicos. Caracterizarse como suelen hacerlo José Santiago ó Simó Raso, que supo ofrecernos en «El rayo verde» y en «Los malhechores del bien» dos «cabezas» inolvidables, es muy difícil. Requiere saber todos los secretos habladores de la fisonomía: las arrugas por donde corre la burla, los pliegues del abatimiento, los surcos de la desconfianza y de la cólera; y conocer también, como un pintor, la armonía que debe mediar entre las pelucas y añadidos y las expresiones del semblante, el modo de ensanchar los ojos, de aviejar la boca, de dar á los labios aquella expresión y aquel color más en consonancia con las palabras que han de decir.

Además, estos minuciosos detalles coadyuvan á esa autosugestión, tan preciosa para el arte del comediante. El traje influye en el actor: la trusa y la espada inspiran por educación, acaso por atavismo, pruritos romancescos de aventuras y conquistas; un traje de labriego predispone á las zancadas desvaídas, á los ademanes torpes; una peluca de «viejo» induce á encorvarse hacia adelante y á deslizar temblequeos de ancianidad en las manos y en la voz.

Cuenta Ginisty, á propósito de esto, la historia tierna y conmovedora de cierto actor fracasado que, no pudiendo ya presentarse en público, servía de segundo apunte y para hacer «una voz» desde bastidores. La noche en que se estrenó la comedia «Un señor ó una señora», el anciano actor debía representar, «desde dentro», el papel de un postillón. Para lo cual, cediendo á su inveterada costumbre de caracterizarse, se vistió de pies á cabeza, y se tiñó la nariz y las mejillas de rojo, dándose de ese modo á sí mismo la impresión de que era un cochero borracho. Sus camaradas le embromaban por aquel celo, que estimaban inútil.

Pero él repuso:

—No lo creáis: esto me ayuda á «entonar las palabras».

Amén del examen constante, insaciable, de la obra que han de representar, los actores deben aplicarse á rebuscar en la realidad cuantos elementos puedan robustecer las impresiones que las lecturas les proporcionan, y dar á la ficción escénica visos de hecho verdadero y vívido.

Como los pintores, como los novelistas, los actores buscan en la calle, en el ateneo ó en la taberna, datos ó croquis que luego adaptarán á las figuras ó caracteres que quieren interpretar. Algunos comediantes que, como Coquelin y Pepe Santiago, saben algo de dibujo, tienen un álbum donde apuntan ligeramente las cabezas y los gestos que más interesaron su atención.

Regnier de Maligny, en su «Manual del comediante», dice que éstos necesitan conocer los tipos reales y estudiar principalmente:

«En «el campo», la voz, los ademanes, sencillos y francos, de los campesinos. En «las iglesias», á los verdaderos y á los falsos devotos. En «las audiencias», á los abogados, á los fiscales y á los jueces. En «los hogares de los nobles y de los ricos», á los criados y á los subalternos arrogantes. En «los palacios de los príncipes», á los que los custodian y á cuantos van allí de visita. En «los cementerios», á los parientes verdaderamente afligidos y á los herederos que aparentan estarlo».

Los consejos de este viejo «Manual», un poco pueril, son, en el fondo, de una exactitud insuperable. Jamás la agilidad creadora del genio iguala la fecundidad inexhausta de la naturaleza; todos los caracteres que novelistas y dramaturgos desde Corneille hasta Rostand, han inventado, no suman la muchedumbre de tipos, de temperamentos y de familia, que pueden pasar ante nuestro balcón en el espacio brevísimo de una hora. Algunas de esas «huellas» que la realidad dejó en la formación ó ideación de un personaje escénico, han pasado á la historia. Garrick declara en sus «Memorias» que los gritos, muecas y lívida desesperación de cierto amigo suyo que perdió el juicio porque una hija de dos años se le había caído á la calle desde un balcón, le sirvieron después para componer el borrascoso carácter del «rey Lear».

Después de tan múltiples y prolijas meditaciones, llegan los ensayos llamados «de mesa», que algunos directores de escena tan peritísimos como Fernando Díaz de Mendoza, estiman adversos á la espontaneidad que debe dar gracia y frescura á la labor del comediante; luego los ensayos de conjunto ó generales, donde cada actor se habitúa á conocer el verdadero sitio que ocupa en la obra con relación á los otros personajes, y, finalmente, la noche, siempre pavorosa y terrible, del estreno.

La actriz inglesa Cristina Nilsson, dice: «No son artistas los que pretenden ignorar esa hiperestesia dolorosa que precede á los «débuts».

Son contados los artistas que, como el malogrado Antonio Perrín, conservan, en medio de la sobresaltada emoción general, el amistoso buen humor de su sangre fría. Vico, en los entreactos, permanecía absorto. María Tubau rehuye toda conversación. Pepe Rubio busca la soledad y va y viene, la vista fija en el suelo, las manos cruzadas á la espalda. Son noches de fiebre en que, de telón adentro, nadie nos estrecha la mano, en que parece que nadie nos conoce...

El pánico de esas horas crueles obliga á muchos comediantes á adoptar ciertas precauciones. Algunos buscan á sus nervios un acicate en el ayuno; otros procuran irritarse momentáneamente, artificialmente, para no sentir el «miedo al público». Talma, por ejemplo, antes de salir á escena, arremetía á su criado, le abofeteaba, le insultaba:

—¡Traidor... miserable... ponte de rodillas!...

Esto le permitía autosugestionarse mejor; después se iba. En la mucha ó poca rudeza de aquellos golpes, conocía el pobre servidor la tensión nerviosa en que su amo se hallaba.

—Hoy—decía,—M. Talma me ha pegado muy fuerte; trabajará bien.

Otros artistas, por el contrario, buscan la codiciada perfección en la serenidad, en cierta laxitud íntima que les deja sentir mejor. Así, Adelaida Ristori, la víspera de los grandes estrenos, visitaba un cementerio, y leyendo los epitafios se conmovía hasta el llanto con aquellas expresiones del «humano dolor». Y Fanny Kemble, horas antes de interpretar por primera vez el papel de «Julieta», se fué al parque de San Jaime á leer el libro de Blum, titulado: «Principales caracteres de las Santas Escrituras», «porque aquello—dice,—servía de excelente sedativo á la exaltación de mi cerebro».

El público, que al penetrar en un teatro adquiere con el billete de su localidad el derecho á que le diviertan, desconoce todos esos obstáculos que amargan los éxitos, fáciles al parecer, del comediante. Estos, por su parte, también los ignoran. Si los supiesen, al salir del Conservatorio, la carrera del arte escénico aparecería ante ellos como una cuesta agria, inhospitalaria, casi inaccesible, que tratarían de subir muy pocos.

LA MONTANSIER

Hace un siglo que en cierta habitación reservada del teatro Vaudeville, de París, se conserva el sillón de aquella mujer extraordinaria que se llamó «la Montansier». El amigo que camina delante de nosotros, nos dice, deteniéndose y bajando un poco la voz:

«...Aquí se sentaba la Montansier para dirigir sus ensayos».

Es un sillón canonjil, amplio y cómodo, de respaldo y asiento cuadrados, entre cuyos brazos tranquilos creemos ver agitarse la figurilla picante y grácil, llena de movilidad y de iniciativas, de la famosísima empresaria del Palais Royal. Y hay alrededor del viejo mueble olvidado, como una evaporación de silencio, de melancolía y de paz.

Margarita Brunet nació en Bayona el año de 1730. Sus padres eran obreros modestos. Una tarde llegaron á la ciudad varios artistas de aquellos que á mediados del siglo xviii llevaban á través de Europa, y sobre una carreta, la alegría pícara de sus almas ingraves. Los rostros pintarrajeados de los cómicos, sus trajes vistosos, los acordes carnavalescos de su charanga, que tronaba en la plaza, agitaron el espíritu, hasta allí tranquilo, de la joven, con un viento de libertad. Sería bonito huir, romper lo ordenado, entregarse á la atracción de esos horizontes donde la diosa Aventura celebra diariamente, en la vaguedad ondulante de todos los caminos, sus ritos de poesía y misterio.

Y alucinada por «la alegría que pasa», Margarita Brunet, sin despedirse de nadie y sin amar á ninguno de sus raptores, siguió á la farándula...

Cuando llegó á París, tenía veinte años, y fué á instalarse en casa de su anciana tía, Mme. Montansier, mercera de la calle San Roque. La futura actriz era entonces una muchacha menudita, pizpireta, gran conversadora, diabólica de puro insinuante. Sus labios, rebosantes de risas y de gracia, su palidez meridional y la hermosura de sus ojos negros, rindieron la admiración de muchos viejos nobles que, á la puesta del sol, paseaban la majestad de sus largos casacones bordados bajo los árboles de las Tullerías. Algunos la protegieron generosamente, y Margarita, á quien todos apellidaban «la Montansier», tuvo, como las reinas medioevales, una «Corte de Amor».

A los treinta años conoció á Neuville, un actor que representaba en teatrillos de ínfimo orden papeles de segundo galán; el admirable Neuville, tolerante y discreto, con quien la Montansier ya vieja y gloriosa, había de casarse treinta y cuatro años más tarde. Realmente, Margarita Brunet, con este último rasgo de fidelidad, tan en desarmonía con su olvidadizo temperamento, no hizo más que pagar una deuda sagrada: Neuville, en efecto, fué quien, al mismo tiempo que conquistaba aquel corazón ingrato, fijó su destino. Deslumbrado bajo las pupilas fulgurantes y arcanas de su ídolo, el modesto actor repetía:

«Has nacido para actriz. ¿Por qué no te atreves? Yo te aseguro que en los «papeles» de reina, habías de estar muy bien.»

Al cabo, la Montansier se decidió, y protegida por algunos personajes acaudalados, tomó en arrendamiento el teatro de Rouen. Así comenzó su carrera de empresaria aquella mujer excepcional, que mandó construir el teatro del Havre y tuvo en París dos teatros suyos, por los cuales, durante sesenta años, desfilaron las actrices y actores más célebres de aquella época: Mlle. Mars, la intérprete feliz de Molière y de Marivaux; la Monvel, las hermanas Sainval, el célebre Dugazón, maestro de Talma; el gracioso Brunet, el solemne Grammont, que murió decapitado; Tiercelin... y otros muchos. Y los autores festivos entonces más en boga: Dorvigny, Martainville, Aude...

El primer «paso largo» hacia la Fortuna lo dió Margarita Montansier en Versalles, hallándose de directora en la «Sala» de la calle Sator.

Representábase aquella noche una obra de Fabart, titulada «Los Segadores», y el coro cantaba alegremente alrededor de una olla en la que humeaba una sopa de coles. El olor de la frugal comida impresionó á la reina María Antonieta, quien de incógnito y acompañada de la princesa de Lamballe, presenciaba la función desde un palco proscenio. María Antonieta quiso probar la sopa, y de este modo, ella y la Montansier se conocieron y fueron amigas. Poco después, y merced al favor de la Reina, Margarita construyó en la calle Réservoirs otro teatro más grande y lujoso, que llegó á ser una especie de «antesala» de la Comedia Francesa, ya que allí debían examinarse todos los artistas que aspiraban á pisar el escenario sagrado de la calle Richelieu.

Tantos quehaceres no bastaban á satisfacer ni la actividad ni la ambición de la joven actriz, quien la noche del 12 de Abril de 1790, abría, con el nombre de «Teatro Montansier», las puertas del clásico coliseo del Palais-Royal. La inauguración fué un éxito completo. Representáronse «Los esposos descontentos», ópera cómica de Dubuisson y Storace, y «El sordo», comedia en tres actos, de Desforgues; y el público, que había pagado los palcos á dos y tres libras, no cesó de aplaudir á los artistas. La Montansier y Neuville estaban encantados; el empresario, un buen abate llamado Bouyon, que amaba á la Montansier paternalmente, y á quien años después, en un motín, colgaron de un farol, se frotaba las manos...

Amén de una inteligencia siempre despierta y de una voluntad que jamás conoció los desmayos y cobardías de la fatiga, la Montansier poseía el don de la oportunidad; esa rara virtud, casi omnipotente, que guarda el hito de todas las victorias.

En el mes de Junio de aquel mismo año, el Gobierno, que anhelaba celebrar el primer aniversario del asalto de la Bastilla y comprendía que los trabajos de demolición estaban muy atrasados, invitó al pueblo á tomar parte en ellos.

«Esta invitación cívica—dicen Bordier y Chartón en su «Historia de Francia»,—electrizó todas las cabezas; las mujeres participaron del general entusiasmo y lo propagaron; los estudiantes, los seminaristas, hasta los mismos frailes, dejaban sus claustros y corrían al Campo de Marte, con un pico al hombro».

La Montansier no fué la última en corresponder al patriótico llamamiento, y secundada por el obediente Neuville, cerró su teatro y acudió al Campo de Marte, al frente de una risueña compañía compuesta de autores, músicos y comediantes. Muchas mujeres imitaron su ejemplo, y esto aumentó su popularidad. Ella, finalmente, decretó el traje que las parisinas que deseasen contribuir á la patriótica labor, debían de usar. Era algo muy frívolo, muy de bazar, pero muy bonito: un trajecillo de muselina gris, que disimulase bien el polvo; medias y zapatos del mismo color, y un ancho sombrero de paja adornado por una escarapela. En los diminutos azadones que esgrimían, ardían flores y cintas tricolores...

Además de actriz notable y de empresaria de iniciativas y recursos inagotables, fué la Montansier una de esas mujeres envolventes en quienes el arte de sumar simpatías y de saber servirse de ellas, es algo innato y natural. Así, en su casa, que un corredor ponía en comunicación con su teatro, Margarita reunía todas las noches á los prohombres de aquella época de furiosas tormentas políticas, y bajo los ojos conciliadores, un poco burlones, de la actriz, los Montañeses y los Girondinos deponían sus odios pasajeramente y se daban las manos. Sentados indolentemente sobre los largos divanes de aquella casa indulgente, artistas llenas de belleza y de gracia, y hombres temibles llenos de voluntad, hablaban de política ó charlaban de amor: allí se conocieron el actor Volange y el duque de Orleans; allí nació la amistad de Bonaparte, desconocido aún, y de Talma; por allí pasaron también las cabezas poderosas que poco después, y una tras otra, habían de acrecentar la fama siniestra de Guillotín: Camilo Desmoulins, San Jorge, Barrás, Dantón, Marat, Robespierre...

Cuando Francia sufrió la acometida de las naciones coaligadas, la Montansier, queriendo disipar el mal recuerdo de su amistad con la difunta María Antonieta, organizó y puso bajo las órdenes inmediatas de Neuville un lucido batallón compuesto de actores, autores, figurantes y maquinistas. También se alistaron como cantineras y Hermanas de la Caridad, varias actrices. Este pelotón de voluntarios se portó bizarramente en la sangrienta jornada de Jemmaques, donde el general Dumouriez se cubrió de gloria. Entonces la Montansier, que así sabía vencer como sacar partido de sus victorias, formó una compañía dramática, al frente de la cual corrió á reunirse con sus compañeros, y sobre el mismo campo de batalla dió, para recreo y esparcimiento de las tropas, una función teatral al aire libre.

Estos rasgos magistrales de ingenio y de oportunismo, no bastaron, sin embargo, á serenar la desconfianza que inspiraba á los demagogos, y la Comunne la encarceló, so pretexto de que el «Teatro Nacional», levantado por la Montansier en la plaza de Louvois, y que luego se llamó «Teatro de la República y de las Artes», fué construído «con objeto de poder quemar á mansalva la Biblioteca Nacional».

Cuando la Montansier recobró la libertad, su voluntad, nunca domada, aun tuvo bríos para dirigir otras campañas teatrales, organizar compañías nuevas y exigir al Gobierno, como indemnización á los daños que la había ocasionado injustamente, ¡siete millones de francos!...

Pero ya la Montansier se sentía vieja, usada; sus antiguos amigos y protectores habían muerto, y su espíritu, aunque siempre animoso, había perdido aquella elasticidad rebelde de los años tempranos. Entonces la célebre aventurera miró á Neuville, el bondadoso Honorato, su primero y también su último amor, y se casó con él...

Falleció la Montansier el día 13 de Julio de 1820, á la edad de noventa años. El público que concurría á los jardines del Palais-Royal, conocía de vista á esta viejecita de cabellos plateados, que todas las tardes, desde su ventana, posaba la mirada de sus largos ojos inteligentes sobre aquella multitud, donde ya no quedaba ninguno de los hombres que la amaron.

Con esta mujer empieza la historia del Teatro francés en el siglo xix...

OCTAVIO MIRBEAU

Es Octavio Mirbeau, antes que nada, un gran descontento, un atrevido removedor de ideas, un «profesor de energías», que diría Barrés, y también un filántropo. Descendiente de una antigua familia de notarios, creeríase que en él se reconcentró el espíritu de protesta de todos sus tataradeudos, almas mollares, pensamientos apagados sin luchas, voluntades pacíficas envejecidas mansamente en la uniformidad perdurable, horriblemente triste, de los despachos notariales. Mirbeau siente odio hacia aquella quietud que encorvó la espalda de sus predecesores y su verbo, á ratos impetuoso y flamante como el de Hugo, excita á los vastos combates, desdeña á los hipócritas, maldice de los rutinarismos sociales y descubre á los vencidos y á los débiles el fuego santo de las rebeliones.

Mirbeau es normando; desde niño amó el peligro; era ágil, fuerte y violento; sus compañeros le temían; muchas veces, para acreditar su valor, se arrojaba ante los coches que pasaban por la carretera de Tréviéres, su pueblo natal. Cursó la segunda enseñanza en un colegio de jesuítas, del que salió, como su desdichado «Sebastián Roch», llevando en el alma, «el odio al cura, odio inagotable y fecundo, capaz de llenar toda una vida».

A los veintidós años entró, como crítico de artes, en la redacción de El Orden, desde cuyas columnas defendió los atrevimientos revolucionarios de Rodin, Pissaro, Claudio Monet, etc.; pero la novedad de sus opiniones y las violencias de su estilo, le dejaban cesante poco después. Entonces, imitando el ejemplo de un amigo recién venido de Conchinchina, dedicóse á fumar opio, deseando conocer por sí mismo las torturas que tanto celebraron Baudelaire y Quincey. El exquisito veneno de Oriente, le trastornó; dominado por una melancolía invencible, pasaba los días sentado, sumido en un largo ensueño sin impulsos, esperando las revelaciones de la Pereza, esa gran amiga de los artistas, que Gautier llamó «la décima musa»; comiendo un huevo crudo cada veinticuatro horas y fumándose algunos días ciento ochenta pipas. Esta situación duró varios meses.

Después de ser subprefecto en Ariege una corta temporada, Octavio Mirbeau regresó á París, donde reanudó en Le Gaulois sus tareas periodísticas. De pronto, y cediendo tal vez á una pasión que había de serle fatal, acometió temerarias operaciones bursátiles, que le procuraron ganancias copiosas. Pero luego, herido por una gran traición, huyó de Francia y compró un barco pesquero, sobre el que anduvo navegando dieciocho meses por los mares británicos, lejos de la humanidad traidora que le había lastimado.

Vuelto á la vida literaria, publicó «El comediante», folleto terrible, que le valió una contestación inolvidable de Cocquelin y el odio de todos los actores, quienes, reunidos en asamblea general, prometieron dedicar á monsieur Mirbeau «su indiferencia y su desdén». De esto vengóse Mirbeau, fundando con Pablo Hervieu y Groselande, Las Muecas, hebdomedario satírico que fustigó con crueldades juvenalescas á las figuras capitales del teatro francés.

Las tres novelas que fijan rotundamente la orgullosa personalidad de Mirbeau, son «El Calvario», libro admirable, según Bourget, «por la sencillez magistral de la factura, sus asuntos de punzante sinceridad y el valor con que desnuda las más secretas heridas del alma».

«El Calvario» es «el fracaso del amor». Mintié, el protagonista, adora á una mujer indigna, á quien desprecia, pero de la que no puede zafarse. Algo terrible, superior á su voluntad, le lleva á ella. Una noche, viéndola dormida, se complace en imaginársela muerta, y siente «en su fresco aliento un imperceptible olor á podrido». No obstante, la adora; tiene la atracción de las vorágines; será esclavo suyo hasta morir. Las mejores páginas que Balzac, Dumas y Daudet consagraron á la descripción de este pavoroso estado de alma, son muy inferiores al cruel examen que Mirbeau hace del fatalismo trágico, ineluctable, de las pasiones infames.

«El abate Julio» es el fracaso del sacerdote obligado, por sus votos, á no tener familia. El abate Julio, en quien el autor retrató á cierto tío suyo clérigo, es hombre sencillo, indulgente, lleno de compasión hacia la humanidad y que olvida los latinajos de ritual junto al lecho de los moribundos; sus labios piadosos balbucean frases profanas, ingenuas, de un lirismo místico infinitamente dulce.

«¡Pobre niña—dice,—que te vas al día siguiente de llegar! De la vida sólo conociste las primeras sonrisas, y te duermes á la hora del sufrimiento inevitable... ¡Vete á la claridad y al reposo, almita querida, hermana del alma aromosa de las flores y del espíritu músico de los pájaros!... Mañana, en el jardín, aspiraré tu perfume en el perfume de mis rosales, y te oiré cantar sobre las ramas de mis árboles...»

Finalmente, «Sebastián Roch», es el fracaso de la educación, el infortunio incurable del niño, cuya alma inteligente y dulce corrompieron maestros infames. Es un libro terrible, pesimista y amargo, donde aparece, como en los cuadros de Greco, un fondo de hollín poblado de figuras lívidas.

Consecuencia, derivación ó remate de esta trilogía dolorosa, son «Los malos pastores», obra sombría donde todo naufraga, porque de todo triunfan la injusticia, la desesperación y la muerte, como en el drama de Bjornson, «Más allá de las fuerzas».

Los rasgos más ostensibles de su carácter son la acometividad, la rebelión, el odio; pero «el odio—como dice Rodenbach,—sólo acredita un exceso de amor». Aborrece á los poderosos porque el sufrimiento de los débiles acongoja su corazón. También maldice la guerra: para él, sobre la idea de Patria, siempre acotada y estrecha, está la idea de Humanidad; su altruismo llega al suicidio: «No, yo no mataré—dice Sebastián Roch;—acaso me deje matar; pero no mataré». Y el protagonista de «El Calvario» besa la frente del prusiano á quien hirió mortalmente en la batalla.

Actualmente, Octavio Mirbeau tiene poco más de cincuenta años: es un hombre recio y tranquilo; la serenidad de su ademán revela un gran vigor latente; su cabeza balzaciana, fuerte y cuadrada, tiene una expresión noble de severidad tolerante; la nariz es ancha, el bigote rojizo y áspero; bajo el frontal, que la lucha de las pasiones y del pensamiento arrugaron, las cejas, algo canosas ya, pintan dos arcos inquietos, irascibles y enérgicos; al hablar adelanta el mentón con gesto retador y audaz. Todo acusa la austeridad de un carácter resuelto y severo; únicamente los ojos azules, un poco húmedos, como propensos al enternecimiento, descubren el temple íntimo y más alto de aquel espíritu mejor inclinado á la emoción y al entusiasmo, que á la burla; su cuello robusto tiene, como dice Goncourt, «el tinte sanguinolento de la piel del hombre que acaba de afeitarse». Observándole ceñudo y como preocupado, dispuesto siempre á la exaltación agresiva del impulso, me acuerdo de Anatolio France, cortés, pálido, inalterable, irónico como un dios de marfil.

En casa de Mirbeau los colores verde-claro y amarillo del mobiliario evocan las alegrías del campo y del sol; desde los balcones, abiertos sobre la Avenida del Boulogne, se ve un gran trozo del Bosque. Aunque avecindado en París desde hace muchos años, el alma fuerte de Mirbeau conserva el recuerdo sano de los paisajes normandos; la afición á la naturaleza, á los horizontes inmensos donde las grandes almas enamoradas de lo Absoluto, hallan consuelo...

VICTORIANO SARDOU

He visitado á Victoriano Sardou en su casa del Boulevard Courcelles, casa magnífica y fastuosamente amueblada, que podría servir de escenario á un drama de gran espectáculo: tapices soberbios visten las paredes: la tonalidad obscura del mobiliario insinúa algo de la complexión soñadora y romántica de su sueño; todo allí es penumbra y quietud; de los levantados techos cuelgan complicadas arañas de bronce.

Conocí á Sardou una tarde de invierno. Al entrar en su despacho el gran dramaturgo, que sabía el objeto de mi visita, salió á mi encuentro, alargándome sus dos manos con efusión seductora de cordialidad y agasajo; fué uno de esos gestos admirables que, suprimiendo de cuajo las frialdades ambagiosas de la etiqueta, equivalen á una intimidad de varios años.

Sardou es de mediana estatura, viste limpiamente, pero con el descuido de los hombres que llegaron á abuelos, y no usa joyas. Todos los rasgos de su semblante afeitado y cetrino acusan resolución y osadía; el mentón es vigoroso, la nariz larga parece reír entre dos pómulos muy fuertes, el labio superior se escapa hacia adentro dando á la boca el «rictus» irónico de Voltaire; una larga melena gris cubre sus orejas y su cuello; bajo las cejas despeinadas por los años, los ojos, escépticos y agudos, parecen repetir lo que Schopenhauer escribía á un amigo suyo: «Estos jóvenes vienen á conocerme para poder vanagloriarse, cuando viejos, de haberme visto en carne y hueso y de haberme hablado...» Nada en él, sin embargo, descubre al humorista bilioso; el ademán es copioso y alegre y fácil la risa; sobre aquella cabeza, menos grave que la de Wagner, á quien también se parece, ni el fastidio ni el desengaño hicieron blanco nunca.

Victoriano Sardou nació en 1831, y sus primeros años se deslizaron bajo el bello cielo provenzal. Ya en París, sus padres quisieron dedicarle al profesorado; pero él empezó á estudiar medicina, atraído, más que por una verdadera curiosidad científica, por el aspecto trágico de las salas de disección. Bien pronto las exigencias de la vida le obligaron á abandonar los estudios. Aquellos tiempos fueron terribles; la miseria le expulsaba de todas partes; para poder comer, unas veces daba lecciones de griego y de latín, otras escribía biografías en La Europa Artista, ó pasaba las tardes pescando á orillas del Sena...

Entretanto, su buen talento y su inquebrantable tenacidad, le permitieron escribir varias obras dramáticas: entre ellas «Bernardo Palissy», «Nuestros íntimos», «Flor de Liana» y «Reina Ulfra», que la famosa Raquel no quiso representar.

La fatalidad perseguía á Sardou. El primer drama que estrenó se titulaba «La Taberna», y fué estrepitosamente silbado por los estudiantes, enemigos del segundo Imperio: todo contribuyó al fracaso de la obra; hasta la circunstancia de apagarse el gas cuando comenzaba la escena más interesante... A pesar de lo ocurrido con «La Taberna» en el teatro Odeón, Carlos Desnoyers aceptó «Flor de Liana» para el Ambigú; pero Desnoyers fallecía poco después, y su sucesor perdió el manuscrito. Féval pide á Sardou un drama raro, que no recuerde nada conocido, y Sardou escribe «El jorobado», que debía interpretar Mélingue; pero éste, que era muy celoso y no quería aparecer ridículamente á los ojos de su mujer, se negó á representarlo. El actor Montigny rechazó la comedia «París del revés», que Scribe halló inmunda; y la censura prohibió los ensayos de «Cándido».

Con estos reveses el destino se dió por satisfecho, la ola amarga había pasado, y el joven luchador, ya bien templado el ánimo por la desgracia, iba á caminar, sin tropiezos, hacia la victoria. Su obra «Las primeras armas de Fígaro», estrenada por Déjazet, fué un éxito que le valió ser llamado «el nieto de Beaumarchais». Casi al mismo tiempo triunfaba en el teatro del Palacio Real con «Gentes nerviosas», y poco después robustecía su fama con «El señor Garat», y la lindísima comedia «Patas de mosca».

—Cincuenta años hace que escribo para el teatro—me dice Sardou,—y el éxito aún sigue sonriéndome. Ahí está «La bruja», estrenada ayer... Como para La Fontaine, mi preocupación única es gustar, lo que logro examinando escrupulosamente los gustos de mi siglo. Ya sé que la crítica no es benévola conmigo, pero crea usted que los autores que maldicen del público y hablan de corregir sus gustos, es porque no poseen el arte de agradarle.

El matrimonio había de marcar en la inspiración del autor de «Divorciémonos» un nuevo y felicísimo oriente. Esta es la época ó fase moral de su obra, y coincide con ciertos pruritos de recogimiento y honestidad que la desenfadada sociedad del Segundo Imperio sintió después de veinte años de orgía. Nadie mejor que Victoriano Sardou, que había frecuentado las veladas de Compiégne y los bailes de las Tullerías y salvado á la emperatriz en la terrible jornada del 4 de Septiembre, podía responder á tal deseo: así sus éxitos se multiplicaron. A este período deben referirse las obras «Patria», y «El odio»; sus deliciosas comedias «La familia Benoiton» y «Viejos muchachos», y sus dramas «Serafina» y «Rabagás», en quien unos vieron á Emilio Ollivier y otros á Gambetta.

No discutiré aquí el teatro de Sardou, del que conozco más de cuarenta obras; pero, aun censurando, en general la labor del autor de «La Tosca» y de «Madame Sans-Géne», cuyas rebuscadas artificiosidades repugnan cuantos creen que la belleza y la verdad teatrales pueden convivir sin estorbarse, no cabe negar que sus fábulas están hábilmente compuestas, que las escenas chorrean pasión y enérgico colorido y que sus personajes, y muy especialmente sus mujeres, tienen algo extraño y atrayente sobre todo encomio.

Como otros muchos autores, Victoriano Sardou acostumbra á escribir, no ya los cróquis ó siluetas de aquellos argumentos que más tarde habrá de desarrollar, sino también pensamientos, frases dispersas, citas, artículos de periódicos en los que subrayó con lápiz rojo algunas palabras, y otros pequeños elementos cuya significación y alcance sólo él sabe, y que luego su imaginación y su memoria, laborando juntas, sabrán interpolar entre los hilos del nuevo drama. Estas notas, escritas ligeramente de sobremesa, en el paseo, yendo de cacería ó en el mismo coche que le lleva ó le trae del ensayo, forman más de cien grandes legajos; algunas fueron apuntadas hace veinte años.

Para trabajar, Sardou elige aquella «situación» que ha de ser «motivo» capital ó escena culminante del drama, y seguidamente comienza á preparar cuantos episodios han de anteceder y de seguir á dicho momento; de tal modo que éste sea consecuencia obligada de cuanto le precede y también origen fatal y único de lo que le sigue.

Realizado este trabajo preliminar, Sardou se sienta á escribir. En él, como en Daudet, la producción es violentísima; produce de un tirón, rápidamente y como delirando. A veces se le oye exclamar: «¡Ah, tunanta!»... O bien: «¡Ah, miserable, ya eres mío!...» La cólera de sus personajes le quema, irritándole hasta el paroxismo, obligándole á salpicar el primer original de sus obras de interjecciones y frases soeces. También, según las circunstancias, llora ó ríe.

—No es raro—dice,—hallar huellas de lágrimas en mis manuscritos.

Terminada la obra, Victoriano Sardou, que es, simultáneamente, un «visual» y un «auditivo», dedica toda su atención á ponerla en escena. A su juicio, es tan difícil presentar bien un drama, como escribirlo.

Sardou, que se indignó hasta el insulto contra el famoso Irwing, porque éste había representado el papel de Robespierre con botas de reverso y no con medias blancas de seda, no permite que nada quede encomendado á la discreción ó cuidado de los actores. El lo vigila todo, desde el ornato del escenario hasta la forma y calidad de los muebles: si sobre una mesa, verbi gracia, ha de haber algunos libros, él determinará cuántos serán y de qué tamaño. Las mismas actrices, aun las más rebeldes, aceptan su autoridad, consultándole el corte y color de los trajes que vestirán la noche del estreno. Sardou dá su opinión, que es irrevocable.

—Si no lo hiciese así—dice sonriendo con su risa mordiente como un epigrama,—todas querrían presentarse vestidas de rojo, para mejor llamar la atención del público.

Esta hegemonía que el gran dramaturgo ejerce sobre la gente de teatro, naturalmente indócil y orgullosa, proviene de sus muchos triunfos, de su dilatada experiencia, y, principalmente, de sus portentosas facultades de actor.

Sardou, con quien han trabajado, desde Déjazet y Felia, hasta Rosa Bruck y Mounet-Sully, imita acabadamente el ademán y la voz de todos los actores; entre su pensamiento y su acción hay siempre harmonía perfecta, el ritmo y desembarazo de sus movimientos, son impecables. Cuando un actor no halla una expresión ó la justa entonación de una frase, Sardou, que presencia el ensayo desde una butaca, no puede reprimir su impaciencia y brinca al escenario.

—Esto—exclama,—se dice así...

He tenido varias veces el gratísimo placer de verle ensayar, y declaro que la gallardía, donaire y brioso apasionamiento de este anciano de setenta y tres años, son magistrales. Todos lo reconocen así y nadie se atreve á contradecirle; y probablemente muchos de los artistas que hoy ocupan lugares eminentes en la escena francesa, se congratulan secretamente de que Victoriano Sardou no haya querido nunca ser actor.

* * *

Mí última conversación con Victoriano Sardou ha sido interesante y muy larga. El insigne dramaturgo, me habla de su niñez, de su abuelo, que sirvió como médico en los ejércitos del primer Imperio, de cómo conoció á Lamartine dirigiendo á caballo un motín popular, de su primera entrevista con la Déjazet, de la fe inmutable que siempre tuvo en sí mismo, de su soberbia posesión de Marly le Roi...

A través de su relato pintoresco, frívolo, lleno de travesuras y de risas, recuerdo el duro camino que el autor de «Fernanda» ha recorrido antes de llegar á tan alto. Y entonces me acomete esa curiosidad que inspiran todos aquellos que, viniendo de muy abajo, subieron mucho: los grandes artistas, los reyes del oro, los exploradores que violaron el secreto de las cumbres inaccesibles... y que se traduce en esta pregunta:

—Diga usted, usted que trepó tan arriba: ¿qué piensa usted del mundo? ¿Hay, en efecto, horizontes que yo no sabré nunca? ¿Qué conoce usted que yo no haya visto?

A estas interrogaciones que, al cabo, no me decido á formular, los ojos burlones y penetrantes de Sardou parecen responder:

—No se apure usted; no se inquiete usted; lo extraordinario no ha existido jamás. Schélling tiene razón: «Todo es uno y lo mismo.»

PABLO HERVIEU

Pablo Hervieu tiene cuarenta y siete años, ha compuesto doce volúmenes de novelas y cuentos y nueve obras teatrales: el orden y el trabajo gobiernan su vida: su voluntad es fortísima, la amplitud de su conciencia pone entre sus actos concatenación lógica inmutable; idea despacio y escribe lentamente y por modo casi definitivo, cual si no quisiera molestarse luego en copiar lo hecho: es, quizás, el único autor dramático francés que no ha sido silbado.

Hervieu me recibe en su despacho: es una habitación cuadrangular, alegre y muy clara, con dos ventanas abiertas sobre la Avenue de Boulogne; los muebles son elegantes y cómodos; ni los cuadros ni los chillones «bibelotes» japoneses abundan; los libros, no cabiendo ya en los armarios, invaden el diván y las sillas; es como una marea desbordada de papel; una biblioteca portátil amenaza desplomarse bajo el peso de las últimas publicaciones; no obstante, en aquel hacinamiento caótico de novelas y de revistas, adivinamos cierta ordenación ó clasificación; el maestro recuerda, aproximadamente, dónde están sus libros, y si quisiera buscar alguno, es indudable que tardaría en hallarlo pocos minutos.

Por las abiertas ventanas penetran torrentes espléndidos de sol y canciones de pájaros; estamos á fines de Mayo. El tiempo es magnífico; en la chimenea, tras un biombo chinesco, arde un buen fuego. Este detalle me sorprende; Hervieu, advirtiéndolo, sonríe, haciendo ese gesto dócil del hombre que no sabe rebelarse contra sus hábitos.

—Tiene usted razón... ya hace calor... Pero, en fin, la costumbre...

Pablo Hervieu se halla sentado ante su mesa de trabajo; un cigarrillo humea entre sus dedos delgados y largos de aristócrata; su ademán es modesto y sobrio, pero resuelto; habla poco y sin prisa, y levantando ligeramente la voz al pronunciar las últimas sílabas de cada frase, lo que acusa ese espíritu enérgico que los grafólogos descubren en los que, al escribir, dirigen hacia arriba el trazo final de las letras. Tiene el semblante comunicativo y simpático, la mandíbula fuerte, el mentón cuadrado; este rasgo y la expresión cavilosa del frontal, traducen bien su carácter tenaz, reservado, impenetrable tras el mutismo de las cavilaciones.—«Soy—dice,—como una casa cuyas ventanas tuviesen las cortinas corridas».

Pero lo que más atrae mi curiosidad, son sus ojos, grandes, quietos y verdes, de un verde muy claro; ojos distraídos que parecen desdeñar lo que los labios van diciendo.

Aunque fuerte, Pablo Hervieu es pesimista y escéptico.

«La intimidad—escribe en su libro «Pintados por sí mismos»,—ya lo sabes, es el medio de decirle á un amigo lo que un enemigo piensa de él».

Y en otra parte:

«Creo en el poder del amor sexual, del instinto creador. La amistad, la cordialidad... son sentimientos inseguros, impulsos efímeros, como esos enternecimientos que experimentamos hallándonos de sobremesa, durante una digestión agradable...» extraordinario no ha existido jamás. Schélling tiene razón: «Todo es uno y lo mismo»...

Hablamos de los caracteres que la producción reviste en los grandes autores. Hervieu no comprende las vehemencias alucinantes de Balzac ó de Flaubert, ni la fiebre creadora de Daudet: él empieza á escribir poco á poco, merced á un gran esfuerzo voluntario y sin gozar el flujo impulsivo de la verdadera inspiración: sus ideas van presentándose lentamente y como á remolque, alineándose entre los renglones de una escritura vigorosa y apretada, donde las íes jamás dejan de tener su punto correspondiente. «Mientras trabajo—dice,—guardo conciencia de mi esclavitud, soy como el viajero que espera, bajo las tinieblas del túnel, ver lucir de nuevo la claridad del día.»

Pablo Hervieu empezó escribiendo novelas, y en medio del florecimiento naturalista entonces imperante, sus libros, prudentemente mondados de descripciones soporíferas y de chocarrerías malsonantes, marcaron una tendencia nueva, extraña y personalísima.

«Pintados por sí mismos» es una novela de una tan fortísima, rebuscadora y punzante psicología, que llega á producir en el lector delicado la sensación del dolor físico. Los tipos están magistralmente descritos; la carta con que desenlaza la obra la devota condesa de Pontarmé (que imagina vivir, como Panglós, «en el mejor de los mundos»), tiende sobre este libro lleno de infamias, de arterías cobardes y de rastreras ambiciones, la sonrisa consoladora de una ironía exquisita.

De parecida índole son sus obras «Flirt» y «La armadura», libro de fuerte y copiosa lógica, donde la sociedad aparece esclavizada, más que bajo el amor, por el dinero.

No obstante, aquellos libros en que Hervieu dá una nota más seductora y más original, son «Los ojos verdes y los ojos azules» y «El desconocido». «En nuestros profundos—escribe el autor,—ocurren emociones vagas, vertiginosas, por las cuales comprendemos que una pequeña parte de nosotros mismos ha vivido ya...»

Escuchando al maestro, y bajo la acción sedante de su ademán y de sus ojos tranquilos, recuerdo las incoherencias maravillosas de esos dos libros que emulan las páginas mejores de Maupassant, y que un nervioso no podría leer de noche y á solas. Hoffmann, dando forma y color á sus excentricidades, jamás supo escribir nada semejante. El «terror», en Hervieu, como en Maupassant, no se vé, y he aquí su fuerza; es la fuerza de «Lo otro», de lo que nadie sabe; el poder atrayente y poderoso de los cuartos cerrados, de los viejos retratos, de los cortinajes que el viento estremece suavemente ante la puerta de las habitaciones á oscuras...

Un determinismo absoluto y perfectamente razonado rige lo maravilloso en Hervieu. A Hervieu le enamoran los locos y cuanto hay de independiente y sobrenatural en su desvarío; el protagonista de «El desconocido» es un demente «lógico». La emoción trágica de este libro es poderosísima; un ambiente de manicomio lo envuelve; la afición fisonomista del héroe, que se complace en dar noticias estupendas para estudiar las rayas que el pánico ó la cólera pintarán sobre el rostro de su interlocutor; el guiño suigenérico de aquel médico covail que muestra los caninos al reír ¡sólo los caninos! en virtud de un peregrino fenómeno atávico de ferocidad; sus consideraciones acerca de la muerte y de la posición en que debemos dejar los ojos de los cadáveres... todo tiene una originalidad imborrable.

Hace tiempo que Pablo Hervieu no publica novelas. ¿Por qué? ¿Obedece este cambio á un sesgo nuevo de su inspiración, ó á una idea de lucro?...

A mis preguntas Hervieu ha respondido con un ambagioso alzamiento de hombros; probablemente ni él mismo lo sabe: al principio imaginó novelas, y escribió novelas; luego quiso escribir para el teatro, y nada le impidió llevar adelante su propósito; en los caracteres ordenados y tenaces como el suyo, la inspiración es siempre esclava dócil de la voluntad.

El sagacísimo psicólogo Alfredo Binet divide á los autores dramáticos en «grafistas», ó improvisadores que escriben al correr de la pluma; «oidores», que, como Curel, autosugestionados por su concepción, «oyen» lo que sus personajes dicen y trabajan cual si escribiesen al dictado; y «articuladores», en quienes persiste una relación constante entre la palabra y el yo consciente. Pablo Hervieu pertenece á estos últimos. «Estoy completamente solo—dice,—soy yo, quien habla... quien hace esfuerzos para expresar lo que siente...»

A su juicio, lo capital es el argumento de la obra y la trabazón, vigorosamente lógica, de las situaciones; la calidad de los muebles, la disposición y ornato del escenario, no le preocupan. En cambio, el público le asusta; jamás está contento de sí mismo; á veces, la objeción más leve de un actor inteligente, le mueve á descomponer toda una escena. Sin embargo, es un carácter resuelto, refractario á dejar inconcluído aquello que empezó. «Comprendo—dice,—la indignación, la lucha, las escenas de fuerza, mejor que el enternecimiento». Este rasgo culminante de su psicología alcanza á sus personajes, aun á los secundarios: todos son lógicos y fuertes; «todos tienen menton...»

El teatro de Hervieu no es «un teatro con tesis», como algunos mal informados creyeron; sí un «teatro de ideas», teatro veraz, lógico, un poco triste, real, en fin... donde siempre aparece «la dolorida pequeñez humana de hinojos ante los grandes precipicios sociales».

Brunetiere afirma que Pablo Hervieu tiende á crear la tragedia moderna, despojándola de aquel aburrido carácter histórico que siempre tuvo. Esta es la gran novedad de su obra. ¿Acaso las costumbres contemporáneas son incapaces de remontarnos á la emoción trágica? ¿Acaso lo irremediable ha huído de la vida?

La condición inevitable y suprema de la tragedia es la «fatalidad»: distínguense, desde luego, lo trágico de la «situación», y lo trágico del «carácter». En ambos casos importa que la escena sólo pueda desenlazarse de «un modo», y que las voluntades presas en tal conflicto ó torneo, no puedan seguir más de un camino: inútilmente la razón aconseja y la prudencia y la ternura suplican juntando las manos; los acontecimientos continúan su curso, los personajes avanzan como autómatas empujados por la espalda. «¿Qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué necesito hacer?...» Esto se lo preguntaron Edipo, Orestes, Hamleto, Don Alvaro... ¡todos!... Pero sus dudas no aprovechan, sus reticencias también son vanas; callan lo que debieran decir, hacen lo que no quisieran hacer, y, como fuera de sí mismos, marchan hacia lo Inevitable, que es la desesperación, la muerte, la sublimidad en el horror. Sean cuales fueren los grados que alcance la civilización, lo trágico existirá siempre: el determinismo ha reemplazado sin ventaja, pero tampoco con mengua, la antigua teoría de la fatalidad; y Pablo Hervieu, fiel á las leyes inexorables del derecho y de la lógica, resucita, gracias al Código, la leyenda de Némesis.

Recordemos el argumento de «La ley del hombre», y los dos terribles conflictos de «Las tenazas». ¿Qué hará aquella mujer á quien su marido, escudado en la legalidad, no quiere devolver su independencia? ¿Qué hará aquel hombre que no puede recobrar el hijo que la ley confió á la madre?... Nada: la fatalidad de lo establecido, de lo vigente, les sujeta por el cuello, forzándoles á caer de rodillas.

¿Y «El Dédalo»?

Su artículo me enseña un artículo, muy bien escrito, de «Zeda». El ilustrado crítico de La Epoca, pregunta: «¿Resuelve ó no resuelve el divorcio los conflictos matrimoniales? Este es el problema que plantea Hervieu en su «Dédalo».

Hervieu sonríe.

—No me he propuesto exponer nada—dice,—ni resolver nada. Componiendo esta obra, sólo quise describir los tormentos de dos hombres á quienes la ley hubiese autorizado á desposarse con la misma mujer.

Continuamos hablando. Durante la entrevista, que ha sido larga, Pablo Hervieu ha guardado su actitud respetuosa y amable; su frase siempre fué breve y exacta, y ni el entusiasmo ni la ironía descompusieron en un ápice el ritmo sereno de su ademán; sus ojos avizores no cesaron de mirarme fijamente, saliendo al tropiezo de mi pensamiento, como ganosos de conocer mis penas, mis ambiciones, mi historia... todo eso que los hombres no se cuentan nunca. El silencio de Pablo Hervieu tiene la expresión inquietante de una pregunta; callando, parece repetir lo que su mano escribió:

«Haz que yo pase por todo aquello por donde tú pasaste...»

ALFREDO CAPUS

El rasgo típico más seductor y más nuevo de todo el meritísimo edificio literario de Alfredo Capus es la indulgencia. Como Sócrates, el autor de «La Vena» cree que «nadie es malo voluntariamente»: los hombres son buenos ó perversos, leales ó traidores, según las circunstancias, por lo que éstas debían asumir la responsabilidad total de cuanto el individuo dice y ejecuta. Capus, que en sus frescas mocedades, traducía y comentaba á Darwin, aplica al mundo moral cuanto aquel insigne naturalista escribió relativo á la presión que el medio ejerce sobre el individuo. Todo es obra del momento, y nunca hay en nuestra alma dos estados absolutamente idénticos, como no contiene el trascurso del día dos minutos cuya intensidad luminosa sea matemáticamente igual: lo máximo suele estar sujeto á lo minúsculo; á veces una simple frase ó una mirada de ironía, quiebran la recta de una decisión heróica. Nadie es porfiadamente bueno; nadie, tampoco, es sistemáticamente malo: quien ayer fué honrado porque estaba ahito, mañana, hallándose hambriento, puede ser ladrón.

El criterio sincretista de Capus, su tolerancia inextinguible, su bondad, nunca fatigada, embellecen á sus personajes, aun á los más torcidos y aviesos, dotándoles de una «amoralidad» frívola, espontánea y riente, que les hace irresistiblemente simpáticos. ¿Para qué indignarse contra aquellos vicios que, más que de la maldad ingénita del hombre, provienen de su triste debilidad y apocamiento? Unicamente las grandes almas, capaces de juzgarse á sí mismas, sienten el placer del perdón.

«Conozco vuestro carácter—dice el noble Andrés Jossan, protagonista triunfador de «La Castellana», á Gastón la Rive, vencido, envidioso y artero;—lo conozco muy bien; «lo he tenido»...

Trepando lógicamente de inducción en inducción y fiel á las bases primeras de su ética, llega Alfredo Capus á proclamar un fatalismo nuevo, originalísimo, exquisitamente consolador. A saber: que todos los hombres, aun los más desgraciados, tienen en su historia un momento en que el dios Éxito les sonríe y ofrece la mano. Todos, por tanto, debemos recibir impávidos las injurias de la adversidad, y esperar sin desmayos, como el árabe que aguardaba ver pasar ante la puerta de su tienda el cadáver de su enemigo, á que la fortuna generosa nos brinde sus mercedes.

Esta repartición fatalista de los bienes y de los males, responde evidentemente á ciertas leyes inviolables por las cuales Capus trata de medir el porvenir de todos los individuos. No olvidemos que Alfredo Capus es ingeniero de minas, y que así como antes, en su modo de juzgar las virtudes y errores humanos, aparece el literato influenciado por el naturalista defensor de la «adaptación al medio», ahora le vemos sujeto al criterio inexorable y rigorista del matemático que, sabiendo cómo todas las palpitaciones cósmicas, desde la rotación de las nebulosas y de los astros, hasta el primer rebullo vital de la célula, son el cociente de una suprema operación algebráica, busca el equilibrio del mundo moral en una especie de fórmula numérica que presida el reparto, al parecer arbitrario y casual de las bienandanzas y pesadumbres.

En «La Vena» le dice Julián á Carlota:

«Creo que cualquier hombre medianamente dotado y ni muy tonto ni muy tímido, tiene en su vida una hora de suerte, un instante durante el cual los demás hombres parecen trabajar para él, en que los frutos vienen á colocarse al alcance de su mano para que él los coja. Esa hora, Carlota mía, triste es confesarlo, no nos la dan ni el trabajo, ni el valor, ni la paciencia. Es una hora que suena en un reloj que nadie ha visto...»

La teoría es tranquilizadora: según ella, los más desdichados deben de esperar, con resignación alegre, á que el tiempo vuelva en el libro augusto de los destinos aquella página donde esté la hora feliz de su victoria.

La activa labor de Alfredo Capus ha producido una obra higiénica, limpia de pasiones tenebrosas, risueña y simpática, llamada á dejar rastro firme y original en la historia del teatro contemporáneo.

Discutiendo la finalidad de las obras artísticas, escribía Flaubert:

«El arte, teniendo en sí mismo su razón de existir, no debe ser considerado como un medio. A pesar de todo el genio que se derroche en el desenvolvimiento de tal fábula tomada como ejemplo, otra fábula cualquiera podrá servir para demostrar lo contrario: los desenlaces no son las conclusiones.»

Esto precisamente marca el gran relieve artístico de Capus, en cuyo teatro no hay «desenlaces», dando á esta palabra su restringida significación tradicional. El autor de «Rosina» (la más atrevida de sus obras), no se propone demostrar esto ó aquello con sus comedias, sino que todos los caracteres y situaciones de cada obra forman un total homogéneo, compacto, sin artificiosidades ni suturas, del que se desprende, á guisa de aroma, una filosofía dulce, fatalista y ecléctica. Capus, que conoce exactamente la historia de sus personajes, les acompaña en sus combates, celebrando sin entusiasmo sus virtudes, que él sabe son cualidades mudables, emigradoras y del momento; censurando por idéntica razón sin acritud sus extravíos y punibles tolerancias. Por lo que sus producciones son retales admirables de psicología que, aunque rigorosamente lógicas en el fondo, se muestran tras esa dulce incoherencia que hace amable la vida; obras que se desenvuelven fácilmente, sin convulsiones, redimidas de aquellas terribles y absurdas líneas verticales con que los cultivadores del antiguo teatro desfiguraban la realidad.

—¿Nuestro modo de ser?—pregunta Bourget,—¿no es la obra indestructible de las miradas que nos han seguido y juzgado durante nuestra infancia?»

Tan hábil observación se cumple en Alfredo Capus, cuya obra literaria es sagaz remedo ó disimulado trasunto de su propia vida.

A los veinte años, y mucho antes de concluir su carrera de ingeniero, Capus escribió varios juguetillos cómicos. Después, no queriendo salir de París, dedicóse al periodismo, y colaboró en Le Figaro casi diariamente, derrochando en notas breves, redactadas á vuela pluma y por estilo desenvuelto y brillante, el espíritu socarrón del inmortal barbero de Beaumarchais. Más tarde la firma de Capus sufrió un eclipsamiento de varios años, que acaso fueron muy tristes, y durante los cuales el futuro autor, aleccionado por las hieles de la vida, adquirió esa filosofía bonachona y paciente que caracteriza toda su labor.

La primera obra seria de Alfredo Capus fué una novela titulada «Quien pierde, gana», á la que siguieron de cerca otras dos: «Falsa partida» y «Años de aventuras». Aquellos libros pasaron inadvertidos ante el gran público. Capus, que sin duda conocía el mérito de su trabajo, esperó, sin abatimiento ni pesadumbres, á que la crítica le hiciese justicia. Como sus tipos mejores, Capus estaba cierto de que los años venideros desvanecerían la oscuridad en que la indiferencia del presente dejaba su nombre, y entretanto continuó estudiando, aguardando lo que él mismo llamaba más tarde la ocasión, «la vena».

Alfredo Capus no sobresale como creador de caracteres; este dón, inagotable en Balzac, lo disfrutan muy pocos. Entre los personajes de Capus, el lector advierte puntos numerosos de semejanza, todos se parecen y él lo reconoce así. «Hay—dice,—una docena, una veintena, cuando más, de sujetos-tipos.»

«Quien pierde, gana», es el libro donde Alfredo Capus vertió la originalidad mayor de su espíritu; es el cimiento más fuerte de su obra, la sangre que riega la entraña de sus comedias mejores.

Su argumento es sencillo.

Farjolle, tahúr de profesión, se enamora de una planchadora llamada Emma, con quien se casa, y lo hace sin escrúpulos, seguro de que los celos retrospectivos no han de atormentarle. Farjolle que es pobre, ya no frecuenta los garitos, pero su espíritu de jugador continúa, esperanzado y alegre, aguardando «la suerte». Esta llega al fin. Una antigua oficiala de Emma, que tiene relaciones con el director de un diario importante, protege á Farjolle, que se dedica al periodismo. (Asunto de «La Vena».)

Entretanto, Emma burla á su marido con Vélard, que también ayuda á Farjolle. Este lo sabe, y acompañado de un comisario, sorprende á los culpables en delito flagrante de infidelidad. Parece entonces que todo va á concluir, que todo entre ambos cónyuges está roto; pero Emma se aferra al brazo del esposo, le demuestra que sus relaciones con Vélard constituyen un capricho frívolo que terminará, sin denuestos ni lágrimas, en cuanto ella quiera, y Farjolle, optimista y ecléctico, se deja persuadir. Este resbaladizo incidente llenaba años después el chistoso segundo acto de «Los maridos de Leontina».

Como los negocios de Farjolle siguen rumbo próspero, el comandante Baret, antiguo amigo suyo, le entrega una fuerte suma para que la emplee en algún buen negocio. Así lo hace Farjolle, mas con tan enemiga fortuna, que lo pierde todo, y Baret, al saberlo y convencerse de que Farjolle no puede reembolsarle su dinero, le procesa y encarcela. Es una escena magistral que reaparece casi íntegra en la comedia «Brignol y su hija».

Emma resuelve la situación rindiéndose al amor del banquero Letorneur, viejo y rico, quien, amén de pagar los cincuenta mil francos que salvarán á Farjolle, ofrece á Emma un regalo de doscientos mil francos, y ella acepta, y el esposo perdona y se aplaca, porque aquella cantidad les asegura de una vez para siempre un porvenir sin luchas. Este episodio, que desenlaza el libro, inspira casi todo el tercer acto de «La bolsa ó la vida».

Farjolle, tolerante escéptico, despreocupado, sostenido por la tenaz ilusión de que la fortuna ha de visitarle alguna vez, personifica toda la ética de su autor.

El teatro de Alfredo Capus registra éxitos inmensos. No me extraña. Capus, cruzado de brazos y sonriendo benévolo ante la superficialidad de todas las virtudes y defectos humanos, traduce fielmente el espíritu de nuestra época; época sin ideales, en que los hombres, convencidos de la levedad de sus méritos, perplejos y acobardados por el desplome de la vieja fe y el amanecer de una moral nueva, huyen de las afirmaciones rotundas, y sólo se complacen en la grandeza tolstoiana del perdón.

EDMUNDO ROSTAND

Doce años hace que conocí á Edmundo Rostand; fué una tarde de invierno, en la redacción de Le Gaulois. Días antes se había estrenado «Cyrano», y aquel éxito, sin precedentes en la historia del teatro, parecía ceñir á la figura delicada del joven autor un halo de oro y de luz. Un apretado grupo de literatos y periodistas rodeaba al poeta. Era éste un hombre de mediana estatura, frágil, y vestido con arreglo á las leyes de la más estricta elegancia inglesa. Bajo la ancha frente, su rostro, según aparece en la hermosa caricatura que le hizo Cappiello, se modelaba sobre la línea vertical de un perfil lleno de voluntad. Hablaba en voz baja, y sus manos, débiles y blancas, accionaban muy poco. Parecía distraído. Su aspecto, al mismo tiempo, era amable y glacial.

Eugenio Rostand, padre del poeta, fué en sus mocedades un versificador estimable que tradujo á Cátulo bastante bien, y que más tarde dedicóse ahincadamente á la fundación de Bancos populares, de habitaciones para obreros y otras obras benéficas. De aquel filántropo, que ofrendó á la caridad un inolvidable y largo poema de buenas acciones, heredó su hijo la delicadeza sentimental, la exaltada ternura femenina que aroman toda su obra y ponen en cada una de sus estrofas la fragancia de una lágrima y el bálsamo evangélico de una caricia.

Nació Edmundo Rostand en Marsella en 1868. A los veinte años publicó un libro de versos á lo Teodoro de Banville, titulado «Musardises» (Frivolidades ó Pasatiempos), que ofreció en una dedicatoria alada, rebosante de ingenio melancólico y dulce, á «sus buenos amigos los fracasados».


«Personnages funambulesques,
Laids, chevelus et grimaçants,
Pauvres dons Quichottes grotesques
Et cependant attendrissants...»

Aquella obra sin pretensiones pasó inadvertida; era un libro que estaba bien y nada más. Poco después Rostand, en unión de Enrique Lee, un autor hoy completamente olvidado, escribió en cuatro noches, y con destino al teatro de Cluny, un «vaudeville» en cuatro actos titulado «El guante rojo». La crítica actual nada dice de aquel vago engendro, del que ni siquiera tengo noticia que llegara á estrenarse. Al año siguiente el poeta, modesto y obscuro, desposaba á cierta señorita de notable belleza y distinción, que también publicaba versos bajo el seudónimo de «Rosamunda Gérard», y á quien los literatos que concurrían á las reuniones de Leconte de Lisle habían aplaudido fervorosamente más de una vez.

«Rosamunda», que estudiaba la declamación con Féraudy, y Edmundo Rostand, distraían sus ocios y los de sus amigos íntimos representando comedias. En cierta ocasión, no teniendo nada que ensayar, el futuro dramaturgo escribió un diálogo en verso titulado «Los Pierrots». «Rosamunda» cogió el manuscrito y se lo llevó á Féraudy para que lo leyese, y éste, entusiasmado, habló de ello con Julio Claretie, quien impresionable y optimista como buen meridional, llamó á Rostand á su despacho de la Comedia Francesa para decirle que su obrita le había gustado mucho y que pensaba estrenarla.

Reunido el Comité encargado de la admisión y revisión de obras, el diálogo de Rostand, á pesar de los esfuerzos de Féraudy, que lo leyó magistralmente, fué rechazado por unanimidad.

Aquel mismo día había muerto Banville, y el recuerdo de sus «Pierrots» emborronaba sin duda, el mérito de los de Rostand. Claretie estaba desesperado. «Nunca me consolaré—escribía luego al futuro autor de «Cyrano»—de ver desvanecerse esa pompa irisada de jabón...» Para recobrarse del descalabro sufrido, Julio Claretie pidió á Rostand «otro acto», asegurándole que, por lo menos, sería leído. El poeta (lo ha confesado él mismo después, corroborando así la teoría, un poco fatalista, de Capus), «sintió en aquel momento pasar la fortuna», y repuso:

—Le traeré á usted tres actos.

Así fué; al mes siguiente, Edmundo Rostand, que trabaja muy de prisa, cumplía lo ofrecido, entregando á Claretie el manuscrito de «Les Romanesques». El poeta leyó su obra ante el Comité; la lectura duró una hora y quince minutos. Transcurrieron varios días sin que el fallo de aquél se conociese; molestado en su amor propio, Rostand reclamó de Claretie una contestación categórica. Al cabo, los miembros del Comité, señores graves, llenos en casos tales de impertinente y campanuda suficiencia, declararon que la obra sería admitida «siempre que su lectura no durase más de una hora». Realmente no era mucho exigir. Alegre y confiado, Rostand empezó su tarea por acostumbrarse á leer más de prisa, suprimió las acotaciones, abrevió las explicaciones concernientes á la «mise en scène», pero no sacrificó ni un solo verso. Reunido nuevamente el Comité, Mounet-Sully sacó su reloj, del que ni un instante apartó los ojos. Esta vez la lectura de «Les Romanesques» duró una hora justa; la obra fué admitida.

«Fué aquella—dice el poeta,—mi entrada en la escuela de la paciencia.»

Transcurrieron dos años. El poeta se hallaba en Luchon cuando el bondadoso Claretie le escribió rogándole que fuese á París, sin pérdida de tiempo, para leer su comedia á la compañía. Hízolo así Rostand, y su obra ya estaba definitivamente corregida y sacada de papeles, cuando M. de Curel entregó el original de «L'Amour brode». El autor novel quedó postergado; era natural. Pasaron otros tres ó cuatro meses, y Rostand, ¡al fin!... pudo leer su comedia. La impresión fué excelente: el papel de «Sylvette» lo interpretaría Mlle. Reichenberg; M. Le Bargy, representaría el de «Percinet»; Féraudy se embozaría en la capa y ceñiría la espada del bravucón y delicioso «Straforel».

Inmediatamente comenzaron los ensayos, y, ¡caso raro!... según los actores iban dominando sus papeles, su entusiasmo del primer momento decrecía. Este malestar fué en aumento: Le Bargy, Féraudy, Leloir, Laugier... todos aconsejaban á Rostand que retirase su obra; aun era tiempo; ¿para qué ir á un fracaso que tantos comediantes experimentados y meritísimos estimaban seguro?... El poeta llegó á creer que se había equivocado, y que sus amigos los actores tenían razón. Mlle. Reichenberg era la única que le animaba; ni un instante, en el tráfago enervante de los ensayos, decayó su fe; la exquisita actriz, confiada y alegre, sostuvo la voluntad, ya vacilante, de Rostand, y le infundió ánimos para llegar al estreno.

La obra, efectivamente, triunfó; el primer acto, sobre todo, risueño, pintoresco, rebosante de frescura y de elegante frivolidad, hipnotizó al público; á cada verso de «Sylvette» ó de «Straforel», contestaban los espectadores con un aplauso. Julio Claretie, el verdadero «descubridor» de Rostand, reventaba de gozo. Esto ocurría en la Comedia Francesa la noche del 21 de Mayo de 1894.

Citaré, á propósito de «Les Romanesques», una anécdota muy curiosa:

Una noche, Edmundo Rostand, que, según decía Coquelin, posee facultades extraordinarias de actor, interpretó en Marsella y en honor de sus conterráneos, el papel de «Percinet». Al terminar la representación, un empresario inglés ofreció al poeta doscientos francos diarios por trabajar en Londres. Sonriendo, el ilustre autor repuso:

—¡Pero si yo no soy actor!... Soy Edmundo Rostand...

—¡Ah! En tal caso—replicó su interlocutor, imperturbable,—mejoro mi oferta. ¿Le convienen á usted cuatrocientos francos?...

La proposición, efectivamente, era tentadora, pero Rostand la rechazó; los tiempos varían: el gran Molière, en su lugar, seguramente la hubiese aceptado.

En 1895, y sobre el escenario de la Renaissance, estrenó Sara Bernhardt «La princesa lejana». Son cuatro actos brumosos y tristes, vagamente simbólicos, escritos sin duda bajo la turbia luz de las literaturas septentrionales, entonces en auge. No obstante, el verbo conciso y diáfano, con limpidez meridiana, del excelso poeta latino, derramaba sobre las vaguedades del conjunto relieves preciosos. El asunto de la obra tiene melancolías de égloga. Un viejo príncipe solitario concluye por enamorarse ciegamente de cierta princesa, de quien todos le refieren bellísimos y peregrinos lances, y no quiere morir sin conocerla.


«Ils en parlèrent tant que soudain, se levant,
Le prince, le poète épris d'ombre et de vent,
La proclama sa dame, et, depuis lors fidèle,
Ne rêva plus que d'elle et ne rima que d'elle,
Et s'exalta si bien pendant deux ans qu'enfin,
De plus en plus malade et pressentant sa fin,
Vers sa chère inconnue il tenta le voyage,
Ne voulant pas ne pas avoir vu son visage...»

La dotación del buque donde el anciano príncipe «enamorado de la sombra y del viento», se embarca, la componen foragidos, piratas y aventureros de la peor especie. No importa. La nave así parece un corazón avanzando, á despecho de los ruines instintos que lo muerden, hacia la perfección del Ideal.

La Prensa, que quería ver á Rostand más cerca de Regnard que de Ibsen, maltrató á «La princesa lejana». Pero ello no bastó para que su autor, que parecía complacerse en pulsar y examinar minuciosamente todos los registros variadísimos de su inspiración, estrenase dos años después «La Samaritana». A pesar de sus innegables bellezas líricas, esta obra, que el poeta calificaba de «evangelio en tres cuadros», gustó poco. El poeta cometió la torpeza—su imprevisión merece llamarse así,—de sacar á escena á Jesús, y la figura del divino apóstol del perdón, es demasiado subjetiva, demasiado abstracta para encerrada entre bambalinas. El público, unánimemente, la rechazó; fué una caída á plomo.

«Cyrano de Bergerac» se estrenó el 28 de Diciembre de 1897. ¿Cómo en poco más de tres años pudo Rostand salvar la enorme distancia de perfección que separa «Les Romanesques» del magnífico «Cyrano?»... Porque «Cyrano de Bergerac» es algo sublime, arquetipo, maravillosamente armónico, donde todas las vibraciones innúmeras de la carne y del espíritu humanos dejaron prendidos un suspiro y un matiz; obra admirable, alternativamente pintoresca y sombría, alegre y trágica, caballeresca, triste, heróica unas veces á lo Bayardo, y otras, elegante, frívola y burlona á lo Luis XIV, noble siempre, latina, en fin, hasta en sus quintas esencias más íntimas y depuradas, ella sola embebió y conserva en la catarata refulgente y sagrada de sus alejandrinos toda el alma y toda la inspiración de Edmundo Rostand.

El éxito alcanzado por «Cyrano» no tiene precedentes en la historia del teatro. A su autor, que asistió al estreno y aun tomó parte en la representación disfrazado de cortesano de Luis XIII y como comparsa, la crítica le ensalzó, y diputándole inmortal, buscóle un puesto de honor entre los dioses del arte. Ningún dramaturgo había llegado á la gloria antes que él; cuando iba por los «boulevards», el público se detenía paria verle pasar; los autores le espiaban, le imitaban; diariamente la Prensa hablaba de él; hasta los mueblistas y los sastres explotaron la popularidad sin fronteras del poeta: hubo «sillones Rostand», «chalecos Rostand», corbatas y cuellos «á lo Rostand». Aquel nombre glorioso, repetido por millones de labios, volaba por los hilos del telégrafo de un continente á otro y llenaba el mundo: hasta las estrellas parecían saberlo.

Después del estreno de «L'Aiglon», drama en seis actos, que si no emborronó, tampoco mejoró en un ápice el prestigio de su autor, éste, que siempre fué hombre de constitución delicada y voluntad apacible, y por lo mismo inclinado á la vida rústica, se retiró á su magnífica posesión de Villa Arnaga, en Cambo.

Para ser feliz, cierto poeta oriental necesitaba fabricar una casa cuyos sólidos muros hablasen de su breve tránsito por la tierra á la posteridad; engendrar un hijo que prolongase su raza, y escribir un libro que eternizase su espíritu. De igual opinión debe de ser Edmundo Rostand: sus hijos Juan y Mauricio aseguran la conservación de su apellido, y «Cyrano», por sí solo, le garantiza la inmortalidad. ¿Por qué no tener también una casa?... Y con este pensamiento, el gran poeta levantó esa Villa Arnaga, que, si no es la más excelsa de sus obras, tampoco es la peor.

Ocupa el palacete de Rostand la cima de un altozano situado en la confluencia de los ríos Nive y Arnaga. Un trozo del bien cuidado jardín que la rodea es copia afortunada del «Petit Trianon» versallés. Los terrenos colindantes, sembrados de encinares, son feraces y agrestes, y en la quietud estrellada de las noches de estío se oye la voz del Nive, espumoso y violento. El paisaje, rudo y tranquilo, tiene una majestad religiosa: á un lado, el terreno deriva en ondulaciones suaves hacia Bayona; al otro aparecen los Pirineos, con sus lomas nevadas, y la vecindad de Roncesvalles habla al «turista» de heroísmos centenarios. El mismo Rostand dirigió y compuso la arquitectura, á trozos vasca y á trozos bizantina, de su hotel. Las habitaciones, decoradas por Juan Veber, Enrique Martín, Gastón La Touche, Mlle. Dufau y otros artistas, ofrecen perspectivas espléndidas. El gabinete de «Rosamunda» lo pintó Veber con asuntos tomados de los cuentos de Perrault: un mundo extravagante y encantador de ogros, de gnomos encapuchados, de paisajes feéricos, donde los árboles tienen formas humanas, evocan las extraordinarias aventuras de «La bella dormida en el bosque» y de «Cendrillon».

La luz y las pinturas de cada estancia están armónicamente dispuestas; entre aquellas elevadas paredes, que los azules cerúleos, los tonos verdes claros, los violetas y los amarillos llenan de sol y de panoramas de Arcadia, las habitaciones, amuebladas fastuosamente, parecen más grandes.

En ese retiro, Edmundo Rostand pasó varios años, y su silencio, ¡caso raro! preocupaba á la opinión. De tarde en tarde los críticos preguntaban: «¿Qué hace Rostand?...»

A fines de 1902 llegó á París la noticia de que el desterrado de Arnaga había concluído de escribir una comedia maravillosa, arquetipa: «Chantecler».

«Es superior á Cyrano de Bergerac», clarineaban los periódicos.

Inmediatamente el gran Coquelin toma el tren para Cambo. Mame. Rostand le recibe, y sus grandes ojos, pensativos y dulces, reflejan melancolía profunda.

—No puede usted ver á Edmundo—dice;—Edmundo está enfermo.

El insigne comediante explica su deseo, ruega, se exalta, llega á la cólera, y al fin, consigue su propósito. Rostand se muestra abatido, y le estrecha las manos fríamente.

—Mi obra, en efecto—declara,—está terminada. Puse en ella toda mi alma. Sólo me falta corregirla. Pero crea usted que estoy desanimado: á trozos me disgusta, á trozos me agrada. ¿La verdad?... Ignoro lo que he hecho.

Coquelin quiere conocerla: para eso ha ido á Cambo. El poeta se defiende; al cabo, con la «bonhomie» de un dios que se resignase á descender unos momentos de su altar, coge el manuscrito de «Chantecler» y lee. ¡Admirable! Coquelin se entusiasma, grita, llora; su corazón, su gran corazón, donde cupo «Cyrano», estalla de júbilo. Rostand le escucha conmovido: ¿es posible que aquella comedia sea su obra mejor? Al principio duda; luego, poco á poco, dignamente, se deja persuadir y ofrece al actor emprender sin pérdida de tiempo la corrección de «Chantecler».

De regreso á París, Coquelin alquila un teatro para ir arreglando la «mise en scène» de la nueva comedia, y continuamente y en todas partes repite los versos esplendorosos del «Himno al Sol», que oyó de labios del maestro y que se trajo robados en la memoria. Su entusiasmo es círculo de fuego donde se abrasan cuantos le rodean; los rotativos propalan la noticia, que, al rebasar las fronteras francesas, es recogida por la Prensa de todas las naciones y vuelve á París ensalzada, magnificada. El estreno de «Chantecler» se convierte en un asunto de interés mundial.

Transcurren varios meses, durante los cuales la curiosidad pública, lejos de descaecer con la espera, se exacerba é irrita. De pronto, Coquelin aparece desesperado: Rostand se halla gravemente enfermo de neurastenia; los médicos le han prohibido trabajar. Un periódico indiscreto pregunta: «¿Está loco Edmundo Rostand?»... Y cuenta que sus criados le han hallado metido en un baño sin agua y completamente vestido ¡Pobre Coquelin!

Pasan otros dos años; de tarde en tarde, á intervalos prudentemente calculados, los diarios hablan del maestro: el recuerdo de «Chantecler» persiste triunfador.

Al cabo, el poeta, ya recobrado de sus achaques, llega á París para dirigir por sí mismo los ensayos y decorado de su obra; y cuando parece que las dificultades que se oponían al estreno están vencidas... muere Coquelin.

La desaparición del famoso coq levanta entre los grandes comediantes parisinos formidable revuelo: todos quieren sustituirle: Le Bargy declara que, por representar «Chantecler», está dispuesto á salir de la Comedia Francesa; los «societaires» de la Casa de Molière protestan; el asunto llega á la Cámara, y las discusiones continúan, hasta que Edmundo Rostand entrega su comedia á Luciano Guitry. ¡Buena elección! Lentamente las discusiones de los actores van encalmándose, y con la noticia de que los ensayos han empezado, la curiosidad ardiente del público recibe un terrible y definitivo espolazo. También se habla de la «mise en scène», que será fastuosa y originalísima. Jusseaume, Paquereau y d'Amable, han pintado las decoraciones; los trajes son soberbios: algunos han costado doce mil francos. Las plumas empleadas en el vestuario pesan novecientos kilos y valen más de seis mil duros. Pero no hay que impacientarse: Rostand no quiere que su comedia se estrene hasta pasado el primer aniversario del fallecimiento de Coquelin. Es una delicadeza respetuosa que todos aplauden.

Al cabo, los periódicos fijaron la fecha del estreno de «Chantecler», é inmediatamente una multitud hipnotizada se arremolinó ante las taquillas del teatro de la Porte Saint-Martín. En pocos días el importe de las localidades vendidas para las primeras representaciones de la obra, ascendió á la enorme suma de doscientos mil francos. «Todo París», ora por legítima curiosidad, ora por «snobismo», quería verla. El Sena, desbordándose, suspendió la tan esperada función. Transcurrieron ocho ó diez días. El río comenzó á bajar, la circulación iba restableciéndose rápidamente, el sol devolvió su regocijo habitual á las calles inundadas... Y por cuarta ó quinta vez, los periódicos anunciaron el estreno de «Chantecler».

Este se celebró, al fin, en la noche del 7 de Enero de 1910, y ante la misma batería que hace trece años alumbró los últimos momentos magníficos de «Cyrano de Bergerac».

En la historia general de la literatura tropezamos con otras obras similitudinarias de la de Rostand: «Las aves», de Aristófanes, por ejemplo, y «El reino de los caballos», de Swift; á Goethe también le tentó el mismo asunto.

Julio Claretie dice que los antecedentes de «Chantecler» deben de buscarse en la famosa «Historia cómica de los estados é imperios del Sol», que publicó en la primera mitad del siglo xvii aquel gran extravagante, mitad sabio, mitad espadachín, que se llamó Cyrano de Bergerac. En este libro memorable habla su autor de su odio á las aves nocturnas y de la libertad que dió al loro que una prima suya tenía encerrado en una jaula; y asegura que los pájaros sostienen entre sí largas conversaciones, y que él mismo había aprendido el arte de entenderse con ellos; añadiendo otros muchos pormenores donosos á propósito del severo proceso que las aves incoaron contra él, y del que salió libre y sano merced á la bondadosa intervención de cierta urraca amiga suya.

Edmundo Rostand ha dicho que el asunto de «Chantecler» se le ocurrió bruscamente una tarde que, al regresar á Villa Arnaga, entró en el corral de una casa de labor á beber un vaso de leche. Mientras le servían, el poeta examinó el sitio donde estaba: sobre un montón de paja y de estiércol había varias gallinas, un pato, un perro, un mirlo en una jaula... y todos parecían sostener animado diálogo. De pronto las conversaciones cesaron: ¿por qué?... Lentamente, muy orondo, muy teatral, el mirar impertinente y dominador, un gallo se acercaba...

—«¡Chantecler!»...—pensó Rostand.

Y ya no vaciló: la obra estaba hecha.

Poco á poco, influenciado por la quietud montaraz y bravía de la región vasca, el poeta fué empapándose de todos los colores, de todos los gritos de la naturaleza, que habían de vibrar más tarde en las estrofas del extraño poema que iba componiendo. Su comedia sería de «animales», porque el lirismo de una obra poética no armoniza con el horrible prosaísmo de la indumentaria moderna; y por otra parte, es imposible vestir con trajes de los siglos xv ó xvi personajes que han de pensar y hablar modernamente.

Todas estas dificultades—ha declarado el mismo Rostand al periodista Emilio Berr,—se obviaban sustituyendo á los hombres por animales. ¿Acaso unos y otros, en lo que tienen de más esencial, no son idénticos...?»

El primer acto de «Chantecler» se desarrolla en un corral: el segundo en una eminencia desde donde se columbra un valle: amanece; el tercero, en una huerta: el cuarto, en una selva; es de noche.

Argumento:

Una faisana, ligeramente herida por un cazador, cae en el corral donde impera «Chantecler», hermoso y sultán. La belleza frágil y mimosa de la hembra conquista y rinde la voluntad arisca del gallo, quien, en un soberbio «Himno al Sol», la descubre su amor. Varios pájaros nocturnos, en quienes el poeta personifica los malos instintos, celosos de «Chantecler», quieren exterminarle, y para ello le preparan una emboscada, en la que un gallo inglés, de espolones acerados, ha de darle muerte. «Chantecler», sin embargo, triunfa de su enemigo, y sigue á su faisana al bosque, donde espera vivir libre de envidias y de rencores. Una vez allí, ella, á fuer de hembra envolvente y dominadora, quiere aprisionarle entre los hilos de su cariño, torcer su porvenir, impedirle que cante. Discuten... Pero «Chantecler», más fuerte que Reinaldos, no olvida la sagrada misión que debe cumplir sobre la tierra, é impone á su amada su voluntad.

* * *

LA FAISANA:

«...Je suis la Faisane

Qui du male superbe a pris les plumes d'or!

CHANTECLER:

Vous n'en restez pas moins une femelle encore,

Pour qui toujours l'idée es la grande adversaire!

LA FAISANA:

Serre-moi sur ton cœur, et tais-toi!

CHANTECLER:

 Ja te serre,

Ouì, sus mon cœur de Coq! Mais c'eût été meilleur

De te serrer contre mon âme d'éveilleur!

LA FAISANA:

Me tromper pour l'Aurore! Eh bien, quoi qu'il t'en coûte,

Trompe-là pour moi!

CHANTECLER:

Moi! Comment?

LA FAISANA:

 Je veux...

CHANTECLER:

 Ecouté...

LA FAISANA:

Que tus restes un jour sans chanter!

CHANTECLER:

 Moi!

LA FAISANA:

 Je veux

Que tus restes un jour sans chanter!

CHANTECLER:

 Mais, grands dieux,

Laisser sur la vallée, au loin, l'ombre installée?...

LA FAISANA:

Oh! quel mal cela peut-il faire à la vallée?

CHANTECLER:

Tout ce qui trop longtemps reste dans l'ombre et dort

S'habitue au mensonge et consent à la mort!»

* * *

«Chantecler» es el drama del esfuerzo humano en su lucha implacable por la vida; es el calvario del varón fuerte que, luego de vencer á su rival poderoso y de sobreponerse á las asechanzas de los cobardes que le envidian, encuentra á la faisana, la mujer emancipada, celosa del poder y de los ideales del macho—ideales que no comprende y ante los cuales se siente postergada,—y que sólo á regañadientes concluye por rendirle pleitesía.

El distinguido crítico y académico Emilio Faguet, consigna—y es una observación curiosa que merece anotarse—la escasa intervención que tiene el amor en el Teatro de Edmundo Rostand. Así es, efectivamente. En «La Samaritana» y en «L'Aiglon», v. gr., este sentimiento falta por completo; «Les Romanesques», más que la historia de dos enamorados, es una sátira contra el amor; en «La princesa lejana», la pasión que anima al anciano príncipe es algo abstracto y platónico, casi místico; y en el mismo «Cyrano de Bergerac», no es el Cyrano enamorado, sino el espiritual y heroico, el que predomina.

Algo semejante ocurre en «Chantecler». En vano la faisana tratará de sobreponerse á la voluntad del gallo galán y dictador. «Chantecler» cantará siempre: su clarín es el grito que ahuyenta las sombras de la tierra, y aleja las estrellas sin apagarlas, y llena los campos de matices y echa sobre los surcos la alegría fecundante del trabajo: él es quien llama al sol; él, símbolo de toda actividad, es la llave de oro de la vida...

En estos días, y mientras cuatro compañías francesas se disponen á salir de París para llevar á las principales ciudades de Europa y de América el gran grito lírico de «Chantecler», Edmundo Rostand ha vuelto modestamente á su retiro de Cambo.

Rostand es un ordenado que, como Balzac, escribe de prisa y siempre de noche. A pesar de sus triunfos, el poeta está triste; continuamente se lamenta de su constitución débil, que le impide realizar largos esfuerzos mentales.

—Yo concibo mucho—dice,—pero no puedo trabajar: me canso; por lo mismo, presiento que la mitad de las fábulas y de los personajes que he ideado, morirán conmigo...

Y, aunque trabajase mucho, sería igual. Yo sé que ese dolor que atormenta al poeta no tiene cura: como á todos los grandes, la sed que atormenta á Edmundo Rostand, es sed de Infinito...


Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.
Leído 44 veces.