La Prueba

Emilia Pardo Bazán


Novela



Capítulo 1

No sé si he dicho en la primera parte de estos verídicos apuntes que Luis Portal, mi sensato, cuco y oportunista condiscípulo, era bastante feo y desgarbado, lo cual probablemente influía mucho en su manera de entender la vida y en su intransigencia para con los sueños, las ilusiones, la poesía, la pasión y demás cosas bonitas que dan interés a nuestro existir. Tenía Portal el cuerpo cuadradote y macizo; las manos anchas y mal puestas; la pierna corta; la cabeza bien desarrollada, pero redonda cual perilla de balcón; el cuello sin gallardía, y los hombros altos; las facciones demasiadamente grandes para su estatura, de lo cual resultaba una facies nada vulgar, pero de mascarón de proa; una carofla, como le decían para hacerle rabiar, cuando era chico, sus compañeros en el Instituto de Orense. El claro entendimiento de Portal le inducía a sufrir con risueña cachaza las bromas relativas a su físico; pero el amor propio inherente a la naturaleza humana debía de hacerle sentir a veces su aguijón, y lo revelaba, sin querer, en cierto afectado desprecio hacia la belleza masculina, y en las pullas que nos soltaba a los compañeros a quienes creía mejor tratados por la naturaleza.

Nunca advirtiera yo la mala gracia y prosaico exterior de Luis como un día que vino a verme, hallándome ya convaleciente de la enfermedad que atrapé a la salida del teatro Real —y que no sé si debo llamar bronco—pneumonía, bronquitis capilar, laringitis aguda, pulmonía doble, o con otro de los infinitos nombres que entretejen la complicada red de las afecciones de los órganos respiratorios—. Después de haber estado en verdadero peligro, alcanzando esas temperaturas altísimas más allá de las cuales el organismo se abrasa y aniquila, y sobreviene la muerte, de pronto se me inició franca mejoría, y ya me permitían levantarme un poco a las horas favorables, y permanecer al lado de mi mesita, reclinado en una butaca. El día en que Portal vino a acompañarme —domingo por señas— estaba el cielo encapotado, cosa rara en Madrid, y el camarada entró hasta mi cuartito metido en luengo impermeable barato, de esos que apestan a azufre desde una legua. Oculto en aquella garita de tela rígida, con su esclavina, su capucha caída a la espalda y su hongo, Portal parecía cada vez más rechoncho y desairado, y el color bazo de la prenda se confundía con el moreno de su gran cara. Esta, no obstante, irradiaba júbilo, que yo atribuí a la compra y estreno del impermeable, y así se lo dije al comprador.

—¡Qué tono nos damos! ¿Cuánto vales hoy con funda?

Portal sonrió, giró sobre sus tacones, se puso de perfil, se volvió de espaldas…

—¿No parece increíble que lo den por cuatro duros menos una peseta? ¡Y con esto, vengan chaparrones! Ya puede uno salir al campo, hacer cuantas expediciones quiera…

—Sí, pero no estar al lado de un amigo convaleciente. Hijo, eso huele a demonios —advertí— sin fijarme en la rareza de que Portal, tan sedentario y comodón, soñase en hacer excursiones campestres cuando se necesita chubasquero.

Mi amigo salió a colgar su adquisición en el perchero del recibimiento, y volvió, ya a cuerpo gentil, a sentarse cerca de mi sillón, dirigiéndomela pregunta clásica:

—¿Qué tal ese valor?

Abrí la válvula. ¡Necesitaba tanto un desahogo! ¿Y con quién mejor que con Luis, el camarada y amigote conocedor de la rara historia de mi alma durante el período de un año?

—De la enfermedad, chacho, muy bien; a pedir de boca. Yo mismo conozco que voy reponiéndome. Cada sorbo de caldo es vida que bebo. Ya puedo andar ¿ves? sin trémolos en las piernas ni telarañas en los ojos.

Hice la prueba, me puse en pie y di algunos pasos firmes, tropezando en seguida con la pared, pues mi cuarto era, como ustedes no ignoran, reducidísimo.

—¡Eh, pocas valentías!… A sentarse —ordenó Luis—. ¿De modo que hecho un héroe? ¿Con ánimos para todo?

—Según para qué —respondí, dejándome caer en la butaca y envolviendo las piernas otra vez en mi capa raída—. La carne va robusteciéndose; pero el espíritu… ps, ps.

La faz de Portal expresó claramente este signo ortográfico?

—Tú no sabes las cosazas que yo soñé en los días de mayor gravedad, en los días del calenturón, de los treinta y nueve grados y muchas décimas… Soñé (pero mira que lo estaba viendo y oyendo tan claro como te puedo ver y oír a ti, si me hablas ahora) que la tití… ¿entiendes? la tití en carne y hueso me hacía mil caricias, me decía palabras tiernas así por lo bajo, me abrazaba, consentía que la abrazase… en fin, que teníamos resuelto el problema.

Portal continuaba mirándome, pensando tal vez: «Dejemos a este que desembuche. A ver en qué para».

—Pues hijo —continué—, cesar el peligro y disiparse el sueño, fue todo uno. Mi tití ya es la de siempre: fuerte e inexpugnable, revestida de su deber lo mismo que de una cota de mallas. Cariñosa conmigo, sí; ¿pero qué? El cariño que nadie rehúsa a un enfermo, a no tener entrañas de fiera. ¡Nada de lo otro… nada! Así es que estoy tan perturbado, que echo de menos la fiebre, y la antipirina, y las drogas puercas que me disponía nuestro paisano el doctorcillo Saúco, el cual me ha vuelto loco a fuerza de potingues. ¡Ay! Me papaba yo ahora un cuartillo de óxido blanco a trueque de oír alguna de aquellas palabritas de azúcar, que ni sé en qué consistían… o por soñar que las estaba oyendo.

Mi amigo se cogía la barbilla como quien reflexiona. Al fin resolló:

—¿Y estás bien seguro de que efectivamente no has soñado las demostraciones de la tití? ¡Porque es tan fácil ilusionarse!

—¡Caramba! ¿De cuándo acá me ilusiono yo tratándose de esta mujer?

—Baja la voz —advirtió el prudente orensano—. Pueden andar por el pasillo, y si nos oyen…

—Tienes razón —contesté poniendo la sordina—. Pero conste que no me ilusiono, ni hay tales carneros. Habré delirado, habré divagado; solo que aquello… ni fue divagación ni delirio. Tan verdad como que ahora charlamos los dos aquí.

—Y después —interrogó Luis—, ¿nada?

—Nada absolutamente; ni esto.

Calló Portal un instante, y dándome suave palmada en el hombro, declaró con énfasis:

—Hijito, piensa bien si te es igual ser perdigón o aprobar las asignaturas. Si te es igual, sigue enamorado así, a lo Don Quijote, de la fermosa Dulcinea; si no, manda a paseo figuraciones y delirios; trinca los libritos en cuanto estés bueno del todo… y a vivir. Desde que te amartelaste, hablas y obras lo mismo que si tuvieses dos mil duros de renta asegurados, y siguieses la carrera por adorno. Mira que estamos en Abril, y que una enfermedad retrasa. Ya sabes que nuestros arrenegados estudios son como las cabras del cuento de Sancho Panza: si saltamos una cabra, hay, que empezar el cuento otra vez. Aprende de mí; a poco que me descuidé el año pasado… ¡No volverá a suceder, juro a Dios, por muchas tentaciones que se me presenten!

Al hablar así, sonrisa misteriosa iluminó la amplia faz de mi amigo, y sus ojos, expresivos a fuerza de inteligencia, destellaron chispas de orgullo, lo mismo que si dijesen: «Tampoco por acá somos costal de paja, y tenemos nuestras aventuras como cada hijo de vecino».

—Chacho —pregunté—, ¿qué pasa? Aquí hay gato encerrado… ¿De cuándo acá secretitos para mí? ¿No te lo cuento yo todo?

La sonrisa de Portal se difundió por su gran cara, y fue ya, más que sonrisa, resplandor de alegría verdadera. Los hombres que tienen poco partido con las mujeres, sonríen así cuando pueden afirmar que han cautivado a una.

—¡Phs!… —respondió, alardeando de modesto y de discreto— verás. Como se trata de una cosa tan rara, tan distinta de lo que solemos encontrar… No sé si te harás cargo… ¿eh? Porque ya te digo que es de lo que no abunda.

—Gracias por la brillante opinión que tienes formada de mis entendederas.

—No es eso, hombre… no es eso. Es que no estando en pormenores…

—Bueno; cállatelo si te da la gana, pero no me vengas con músicas. A fe que si quieres explicarte…

—Pues procuraré enterarte bien… y enterarme yo mismo: estoy aún como quien ve visiones. Lo primero, te diré que es una extranjera, una inglesa…

—¿Inglesa?

—Sí, hijito; del mismo Londres… castiza. Una mujer preciosa; ese tipo de allí, ya sabes… alta, blanca como la nieve, muy fresca, facciones regulares, y el pelo de un rubio así pálido, pálido… casi ceniza… ¡No creas que sosa… no! ¡Más maliciosa y más salada!… En los carrillos dos hoyos llenos de chiste.

—Que me estás haciendo agua la boca… Ten caridad, hombre.

—No exagero pizca. ¡Si te aseguro que he tomado el asunto con cierta serenidad! No soy como tú, que te vas amelonando, amelonando… hasta que pierdes la chaveta. Nada de eso; yo en mis trece… Pero de ahí a cerrar los ojos y desconocer las cualidades de la persona…

—Anda con ellas. Inglesa, alta, pelo ceniza, hoyos… ¿Qué más?

—¡Bah!… ¿Soy algún simplón? Lo de los hoyos y del pelo es lo que menos me importa. Si algo me interesa o podrá llegar a interesarme, es el modo de ser de la chica. Ya sabes que a mí no me hacen feliz la ignorancia cerril y las rutinas educativas de la mujer española. Me gusta una muchacha instruida, capaz de alternar en conversación, despreocupada, con aficiones artísticas y conocimientos en todas las materias… Esta creo yo que es la mujer del porvenir. Bueno; pues mi Mó realiza ese tipo.

—Tu… ¿qué? —pregunté interrumpiéndole—. ¿Cómo dices que se llama esa señorita?

Portal se acercó a la mesa, cogió un lápiz y escribió sobre el primer papel que halló a mano: Maud.

—¡Ah! —exclamé, recordando mi inglés prendido con alfileres—. Eso me parece que significa Matilde. ¿Por qué no le llamas Matilde, que es más bonito y suena mejor?

—¡Hombre, qué ha de sonar! Mó es precioso… Mó, Mó… —repitió Luis relamiéndose.

—Bueno, pues convenido; responde por Mó la inglesa —dije, comprendiendo que mi amigo estaba encariñado con la sílaba británica—. ¿Y dónde has descubierto ese tesoro?

—En el tranvía. Suelo meterme en él a la tarde, ir hasta el fin del trayecto y volver luego paseando. Muchas veces subo por el de la Puerta del Sol a la calle de Fuencarral, y no me bajo hasta la Glorieta de Bilbao; desde allí, pédibus andando, a casa, a comer. Esto, generalmente, de seis a siete. Dos o tres tardes noté que en la misma Puerta del Sol entraba una señorita de aspecto extranjero. Chico, desde el primer día me llamó la atención. ¡Iba tan decidida y tan sencilla y tan seria! Por el camino sacaba un libro y leía. Miré de reojo… debía de ser una edición de Shakespeare, porque distinguí una lámina de Romeo subiendo por el balcón de Julieta.

—Bonito misal para una señorita —interrumpí yo—. ¿Sabes que por ahora no veo nada de particular en todo eso?

—Ni lo verás después —replicó Portal con algún enfado—. Para ti, todo lo que no sea descolgarse por una reja, robar a una esposa del Señor o seducir a una creyente heroína…

—No te sulfures, y sigue palante.

—Pues poco tengo ya que añadir —exclamó mi amigo, evidentemente amostazado por la interrupción—. Escalamientos y raptos, no los hay en esta historia. No la canté ninguna trova, ni la propuse la fuga. ¡Ha sido lo más vulgarón!… En vez de afincarme de hinojos, fui y la pagué el tranvía…

—¿Y diez a diez centimitos, entruchasteis la inglesa y tú?

—Yo no sé si puede llamarse entruchar —prosiguió el oportunista—. A las tres veces que pagué ya me saludó. Al otro viaje, después del saludo, me pidió prestado El Imparcial, que yo no acababa de comprar, y comentamos juntos alguna noticia. Ella solía bajarse poco más allá del Tribunal de Cuentas, a la entrada de una calle muy solitaria, donde me dijo que vivía. Así que se estableció el trato, la propuse que llegase conmigo hasta la iglesia de Chamberí, que luego nos volveríamos a pie; y aceptó la proposición sin empacho, porque en el extranjero no existen esas ñoñerías ridículas de aquí, y una señorita y un hombre se pasean juntos sin que tiemblen las esferas. A pie nos volvimos, con una tarde preciosa, y charlando que era una bendición de Dios.

—¿Y qué tal de varas? ¿Entra bien en suerte?

—¡Varas! ¡Estás fresco! Te equivocas de nación, hijo. A mi inglesa no ha nacido el que le ponga varas. Con una española, en el mero hecho de dar ese paseíto entre dos luces, teníamos arreglado el asunto; pero con esas barbianas… ¡Si ni sabe uno por dónde empezar!

—¡Inocente! —exclamé gozándome en ver al sagaz Luis cogido en la red, como un doctrino—. ¿No te acuerdas de lo que dice Shakespeare (ya ves que cito un inglés) en Otelo? «El vino que ella bebe está hecho con uvas».

—¿Sí? Pues aplícale eso a tu tití, que a Mó no le cuadra. Porque lo que no resultó en el primer paseo… resultó en los posteriores… ¡Pero si vieras! De la manera más natural del mundo. Si te cuento cómo…

—Todo soy oídos.

—Pues nada… Figúrate que siempre hablábamos de cosas indiferentes, de esas que son conversación vedada para las madrileñas: de política, de ciencias, de literatura, de artes, hasta de religión… y yo sin encontrar resquicio para espetarle la declaración y saber cómo lo tomaría… Una tarde que habíamos dado un paseo más largo que de costumbre, la veo que saluda a un señor alto y entrecano que pasaba, y al saludarlo se orzara bastante. Pregunto por qué, y quién era aquel señor, y me contesta: «¡Oh! Nadie… El representante de la compañía Stirling, que conoce a mi papá muchísimo. Yo me he puesto así, colorada, porque como aquí no es costumbre que las señoritas paseen solas con sus novios… En mi país se hace, y no extraña… ». Así averigüé que era novio de Mó. ¡Figúrate cómo me quedaría!

—¡Olé por la pérfida Albión! ¡La niña que no tomaba varas! Total, que ella fue quien te espetó a ti su atrevido pensamiento.

—¡Bah!… Yo no sé a qué te entero de estas cosas. Está visto que nuestro ideal amoroso se parece como un huevo a una castaña. Mejor me fuera callarme el pico.

—No, hombre, no; si me hace gracia el verte dichoso y contento, en posesión de la mujer con que sueñas. ¿Qué es Mó? ¡Pues santas Pascuas! Ya ves que soy más tolerante, muchísimo más que tú. Tú no transiges con la mía… Yo admito la tuya, con sus pies de una vara de largo, que parecerán dos sollas… Ya todo esto, aún no sabemos qué oficio ni qué beneficio tiene la señorita Mó, ni si cuenta con padre, madre o perrito que le ladre.

—¡Qué cosa más rara! —exclamó riéndose Portal—. Has nombrado precisamente todas las cosas que Mó posee. ¡Padre y madre! ¡Ya lo creo! Y excelentes personas. Un poco así… vamos, muy ingleses en tu tipo. ¿Perrito que le ladre? Se me había olvidado decirte que cuantas tardes pasea conmigo, lleva un king’s Charles de lanas negras… una monada.

—Estaréis muy monos, efectivamente, la señorita, el cusculeto y tú.

—Y —prosiguió mi amigo desdeñando la interrupción— en cuanto a oficio y beneficio… Mó lo tiene; no es como estas mujeres de por acá, que andan en busca de un marido que las mantenga, porque su ineptitud y las absurdas ideas sociales no les permiten ganarse honradamente la vida. Mó va todos los días a la calle Ancha de San Bernardo a dar lecciones de inglés, geografía e historia a unas señoritas hijas de gente rica. En muchísimas casas le hacen proposiciones para institutriz; pero no le conviene. Prefiere estar con su familia, con sus hermanitos.

—¡Ay, ay, ay!… ¡Malorum! —dije, saboreando el gusto de motejar a Portal—. ¡Muy encandilado te veo! Esto va a tener mal fin.

—¿Quién, yo? —preguntó mi amigo, tocándose con el índice de la izquierda la solapa de la americana—. ¿Casaca a mí, al hijo de mi padre? ¡Quia, hombre! Por lo mismo que se trata de una mujer ilustrada, instruida, superior a su sexo, ¿crees que va a preguntarme si voy con buen fin; ¡Dios nos libre! Mó y yo somos dos amigos… vamos… dos que se gustan, que se dan paseítos juntos por las afueras y que se irán algún domingo de excursión a Alcalá o al Escorial… ¡Pero de esto a lo otro! ¡A la Vicaría! ¡Qué desatino, chacho! Ella vive y se las arregla; yo estoy en camino de conquistarme también mi posición; no tengo nada de Quijote ni de visionario; por lo tanto, figúrate si me he de caer en ese pozo.

—¿Entras en la casa? —pregunté.

—Todavía no —respondió mi amigo con cierto embarazo.

—¿Pero vas a entrar?

—¡Ah! Sí, no habrá más remedio… Pero en concepto de amigo de Mó solamente. Nada de noviazgos oficiales. Así se lo he dicho a ella, y está enteramente conforme. En su casa tampoco hacen preguntas indiscretas, ni extrañarán que lleve presentado a un amigo, a tomar té. Son otras costumbres, más fáciles y racionales que las nuestras. Después de que me presenten a mí, te llevo a ti un día. Debe de ser una casa patriarcal.

—¿Conque excursioncitas? Ahora ya veo yo la razón práctica de los cuatro duros menos una peseta del apestoso —dije a Portal, para tirarle más de la lengua.

No conseguí. Continuó hablándome de su aventura y de los méritos de la señorita Mó, la cual era un estuche de habilidades; pintaba a la acuarela, tocaba el piano, escribía impresiones, bordaba y hasta sabía levantar mapas —mapas, no es broma—. Era visible que mi amigo estaba en ese período en que las naturalezas más egoístas que altruistas ceden al placer de creerse amadas, y experimentan una plenitud vanidosa que se parece muchísimo al verdadero entusiasmo. De repente torció la conversación, y me dijo con misterio:

—La Belén me ha preguntado más de diez veces por ti. Hasta dio una misa a no sé qué Virgen, para que te sanara. ¡Pillete!… ¡Qué fortuna! Haz, haz remilgos. Y… ¿y tu tío Felipe? ¿Qué tal se ha portado mientras duró la enfermedad? Explícame eso, que será curioso. ¿No ha sacado el Cristo de los celos? ¡Si vieses cuánto me extraña que ya no tengas desazones por ese motivo!

—Ninguna —contesté sobriamente—. Admírate. En mi opinión, ese hombre está cansado de su mujer, y hasta creo que arrepentido de su boda.

—¡Chist!… ¡Baja la voz! No hablemos aquí de eso —suplicó mi cauteloso amigo—. Hacemos muy mal en tocar siquiera la conversación. Si no se enteran ellos, pueden enterarse la cocinera o el criado, y entonces peor que peor. Veo que este intríngulis toma nueva faz… El primer día que te permitan salir, charlaremos.

Capítulo 2

El día llegó por sus pasos contados, después de los trámites inevitables de toda convalecencia: el ala de pollo, devorada con placer y golosina; el sopicaldo frecuente; los paseos por la casa, realizados por países nuevos; y después de ejecutar tantas acciones indiferentes con la ilusión que ya no producen cuando son actos de la vida diaria, el alta, el regreso al mundo de los sanos, que, en vez de júbilo, causa inexplicable melancolía, análoga quizás a la del navegante que después de haberse acercado al puerto seguro, se arroja otra vez al Océano. Permitiéronme salir a la calle embozado en mi capita, a las horas de sol, de ese generoso luminar madrileño, alivio de los achacosos, alegría de los vagos y consuelo de los tristes. Una mano desconocida, sin duda la piadosa diestra de la tití, había descolgado de la pared de mi cuarto el espejo, para impedirme que comprobase lo que los médicos llaman el hábito exterior de la enfermedad. Con el alta volvió el espejo a su clavo, y cuando me vestía, pude echar una ojeada a mi coram vobis. La ropa me revelaba un estirón en mi persona, y la azogada luna me dio otra noticia más sorprendente, demostrándome que se había cumplido el ciclo de mi desarrollo físico y realizádose la plenitud de mi ser. Era una especie de vegetación suave, pero tupida, que me guarnecía el mentón, dando a mi fisonomía aspecto tan nuevo, que apenas me reconocí. ¡Barba, Dios mío, barba! ¡El signo de la dignidad viril; el noble atributo de la hombría de bien; el fenómeno que señala el pleno ritmo de las funciones fisiológicas; el adorno que negó la naturaleza a las razas inferiores, oscuras y salvajes; el símbolo de la lealtad; el distintivo de la aristocracia en sus orígenes; aquello que se les repelaba a los traidores, y por que juraban los caballeros sin tacha, como sobre sagrada reliquia!

Apenas podía creer que fuese realmente barba lo que orlaba mis mejillas con cerco de tan dulce sombra. Admirábame, a manera de hombre electrizado que ve cumplirse en su organismo, sin anuencia de su voluntad, arcanas leyes de la naturaleza. Tocaba aquel vello oscuro, lo acariciaba, lavábalo con agria y jabón, pasábale el peine, y me costaba trabajo reprimir la tentación de ir a retratarme en seguida. Nunca hice tanto gasto de espejo como al punto en que me convencí de que era hombre barbado. En mí surgía, con la entera virilidad, secreto orgullo y cierta conciencia de la legitimidad de la pasión. Antes, cuando pensaba a solas en el enigma de mi enamoramiento loco, y me acusaba por dejarme llevar sin defensa de la corriente romántica, solía, buscando argumentos contra mí mismo, acordarme de mi faz casi lampiña, de mis mejillas lisas y redondas como las de una damisela, y del ligero trazo al difumino sobre el labio superior, único rasgo grave que realzaba una fisonomía por demás juvenil. Ahora me parecía que hasta el bigote se había robustecido y espesado, y contemplando mis ojos, agrandados por la enfermedad, y mis facciones, acentuadas por la transformación, sentía cual si hubiese subido un peldaño de la escala humana, pareciéndome que ya ni los grandes sentimientos ni los grandes actos eran ridículos en mí.

Además —con algún rubor lo declaro—, comprendía que mi apostura, mi exterioridad, lo que llamaba mi estampa Luis, habían mejorado en tercio y quinto con la aparición de la barba. Claro está que no pretendía darla de buen mozo, ni era semejante vanidad lo que me complacía, sino la idea de que parecer más hombre era desde luego el principal y tal vez el solo canon de la estética varonil.

Una cosa me cohibía, aguándome el gustazo de las barbas. Y era cierta deficiencia, no orgánica, sino social: la carencia de algo tan preciso para existir entre nuestros semejantes, en medio de nuestra civilización, como la sangre para el proceso biológico. Me faltaba, ¿quién no lo adivina?, metal acuñado; y el metal acuñado es padre de todo aplomo y arrogancia, y fundamento hasta de esa labor imaginativa que cristaliza en nuestro cerebro los ensueños y las aspiraciones poéticas. ¿Qué hace la criatura humana privada de tan indispensable emolumento? Ni aun la pasión es lícita al que carece de palanca de oro. Poned aun hombre en la fuerza de la juventud, con energía y plasticismo de ilusiones, y atadle las manos por falta de un pedazo de papel mugriento con la efigie de Mendizábal o de Lope de Vega, y veréis lo que es bueno en materia de berrinches vergonzantes. Sin dinero, sólo no agacha las orejas el descarado petardista, el corsario capaz de apostarse en la esquina de un callejón para dar caza a las pesetas ajenas, y que ya ha perdido esa delicada película que es al decoro lo que al cuerpo humano la epidermis.

En aquella ocasión, la escasez de guita se traducía en mí por gran decadencia en el ramo de indumentaria. Entre la batalla de todo el invierno y el estirón de la enfermedad, no había prenda que me sirviese. Lo noté al vestirme par a la primer salida, y cuando mi tití me despidió en la puerta, encargándome que «volviese temprano por causa del frío», me avergoncé de mis pantalones rabicortos y de mi capa vetusta. «Parezco un escribiente temporero», pensé con rabia.

Recuerdo que fue lo primerito de que hablamos Portal y yo mientras bajábamos, por las calles de Serrano y Lista, hacia el paseo de la Castellana. Hacíamos rumbo al candelero de Colón, cuando dije a mi amigo:

—Chico, no hay, cosa más cargante que no disponer de un céntimo. A veces me entran ganas de echarlo todo a rodar y marcharme a Buenos Aires. Con lo que sé ya me basta para ganarme la vida allí. Es una ridiculez andar como ando, con este tipo y este pergeño, y no poder irse en derechura al sastre: «Hagame usted un traje de mezclilla, que estamos en primavera». Aquí me tienes reducido a un chupiturqui que parece la chaquetilla del pirata Barbarroja, y a esta capa indecente. Hijo, no nos acerquemos a Recoletos, que allí pulula la gente y encontraremos conocidos. El descubridor de las Américas nos manda volver atrás.

Así lo hicimos, y Portal, tomando a broma mis contrariedades, me preguntó:

—¿Y para cuándo son los sablazos a las mamás?

—¡Ya comprenderás que no deja de habérseme ocurrido! Y por ahí acabaré… pero me molesta. Mi madre hace demasiado; hace prodigios. No habrá otro remedio… Mal va a sentarla el petitorio, después de que mi tío la avisó de que le pasará la cuenta del médico.

—¿Eso hará?

—Eso. ¿Qué te creías tú? Y lo prefiero. Me avergonzaría que pagase él los gastos de mi enfermedad. Gracias a Dios, correrá con ellos mi madre. Mi tío está sufriendo en su carácter un cambio, para empeorar, por supuesto. Antes era únicamente antipático. Ahora se ha hecho aborrecible. El menor extraordinario le sobreexcita. Yo le observo, y me froto las manos, porque veo que en mi tití se establece correlación de sentimientos, y que conforme él se vuelve más tacaño, más cominero y más duro, ella se retrae más, y la intimidad matrimonial se la lleva el diablo.

—Chacho —advirtió Portal deteniéndose, con el movimiento característico que ejecutamos cuando una conversación nos interesa—, en la historia de tus tíos noto que armas unos embrollos psicológicos tales, que no ocurriendo nada en ese matrimonio, al menos exteriormente, cuando hablas tú parece que existe un drama interior complicadísimo. Ni comprendo al marido ni al galán. A ver si me aclaras el infundio.

—Verás —contesté, apoyándome en su brazo, porque aún me sentía un poco débil—. Pues la situación me parece bien sencilla, aunque en ella, como en todas estas cuestiones amorosas y matrimoniales, hay algo que no se explica bien. Ni en amor ni en filosofía conseguirás nunca entender las substancias. Soy el primero a reconocer que es una anomalía este entusiasmo tan fuerte, y creo que debido al solo hecho de haberse casado con mi tío esa mujer…

—Sí, hijo, es anomalía, o manía, hablando pronto —afirmó el oportunista—. He visto muy poco de eso. Si tú vivieses recluido en algún seminario… ¡Corcho! entonces… El hombre reprimido esta expuesto a cometer ene disparates por una escoba con faldas. Pero teniendo tú libertad y la suerte de haberle caído en gracia a una mujer tan principal como Belén… ¿No sabes? Coche, ¡tiene coche ya!… Tanto la calenté la cabeza, que la mujer no ha sosegado hasta sacárselo al bolsista. Lo sé porque ayer volvió a preguntarme por tu salud… No te quiere enfermo la chica.

—Déjame de belenes —contesté risueño—. ¿Nos sentamos en este banco? —añadí indicando uno entoldado por frondosa acacia.

—Corriente. Pero vas a confesarte conmigo. A ver si determino los coeficientes de tu estado moral, y averiguo la causa de que estés así, a quinientas atmósferas de amor, sin por qué ni para qué.

El sol, que picaba agradablemente, calentando mis piernas y mis pies y la parte de tronco que yo sacaba de la zona de sombra producida por el árbol, me infundía en las ideas claridad y optimismo, causándome a la vez cierta impresión que puede llamarse de irrealidad de las penas; benéfica operación mediante la cual el alma elimina el gas mortífero del dolor, y respira el oxígeno de la esperanza, sin causa ni motivo, sólo por la virtud curativa y reparadora que lleva consigo la existencia.

—También a mí —contesté— me han entrado ganas de hacer examen. A veces se me figura que vivo rodeado de fantasmas, y que esos fantasmas me los he forjado yo mismo. Se me ocurre si no habrá tal pasión, ni tal odio, ni nada. Chacho, ¿qué te parece?

Y al decirlo apoyé la mano en el hombro de Luis. Mi amigo, opuesto siempre a dar pábulo a la curiosidad de los transeúntes, y además muy poco demostrativo, al menos con los varones, se apartó, y dijo mirándome con un reposo lleno de inteligente sagacidad:

—Buena señal cuando tú mismo conoces tu extravagancia. Capítulo primero. Mientras estabas malito, ¿te figuraste que la mujer de tu tío te manifestaba cariño, o amor, o qué sé yo qué?

—Tampoco entiendo yo lo que era. Ojalá fuese amor; pero también pudo ser cariño.

—Y al cesar el peligro, ¿cesaron las demostraciones?

—Sí, de repente. Hoy sólo noto en ella… la simpatía involuntaria que siempre noté; una especie de atracción, que, comparada a la repulsión que la inspira su marido… ya es algo.

—¿Y él? ¿Él? Capítulo segundo e importantísimo. ¿Él ha pescado? ¿Hay celotipia?

—No. Casi no entró en mi cuarto.

—¿Y a qué atribuyes tú esa frescura?

—A dos cosas puede atribuirse. La primera, a que mi tío no es tonto, y sabe de qué madera está hecha su mujer.

Portal, sin abrir la boca, dejó oír el sonido de una u repetida y prolongada.

—¿No lo crees? A ver la segunda explicación. A mi tío no le importa su mujer. Nunca la quiso, y desde hará un par de meses se ha despegado totalmente de ella.

—¿Por qué?

—Sospecho que por la boda de su padre, aquel señor de Aldao, que debe de estar ido, cuando hizo la melonada de casarse en secreto con una chicuela, hija de un cabo de carabineros, que tendrá dieciséis o diecisiete años y la mayor cabeza de viento que se conoce en las cuatro provincias. A mi tío se le atravesó la boda; empezó por armar escándalo con su mujer, lo mismo que si ella fuese responsable de las chocheces del papá; y desde ese día casi no ha vuelto a dirigirle la palabra. Se está fuera todo el tiempo que puede, y escatima hasta un ochavo. Nunca fue espléndido; pero ahora sufre una crisis de avaricia. De rechazo, no por celos ¡quia!, tiembla que yo le sea gravoso. Uno de los motivos porque no quiero hablarle del mal estado de mi guardarropa, es porque le creo capaz de ofrecerme prendas suyas de desecho. Te digo que está el hombre medio lunático; se figura que el señor de Aldao tendrá sucesión, y, que la tití quedará desheredada, y anda todo caviloso; ninguna conversación le distrae; cuando la gente le pregunta qué le duele, responde que no sabe, que es un poco de murria… Sólo el verle da hipocondría.

Portal reflexionó algunos instantes, y clavando en mí las pupilas, intensas y escrutadoras, repitió:

—¿Pero tu estás seguro de que ese hombre no tiene celos?

—No —repliqué con energía—. Siento, conozco que no los tiene. Aunque me lo jurasen frailes descalzos. No tiene celos.

—¡Cosa más rara! —murmuró mi amigo, sacudiendo la cabeza meditabundo—. Porque no puedo convencerme de que sea únicamente cuestión de boda del suegro… Eso le pondría furioso al pronto; pero las murrias no penden de la boda. Si estás seguro de que no hay celos, otros disgustos habrá. Un paisano mío me dijo anteayer que en Pontevedra andan muy mal las cosas, y que el Santo del Naranjal le da de codo a don Felipe y protege a su gran enemigo Dochán, el que le hizo tanta guerra para que no le pusiesen en casa la oficina de Correos… En algo de esto consistirá; aunque, realmente, son motivos fútiles para tanto abatimiento. No lo entiendo. Nadie me quita de la cabeza que ahí hay busiles. Los celos sí que lo explicarían perfectamente; pero tú dices —insistió el muy porfiado— que celos no.

—Celos no. Vive seguro de ello. ¡Ojalá los tuviese, y fundados!

—Oraciones de locos no llegan al cielo. Y después de todo —añadió Portal rascándose una oreja—, ¿de dónde sacas que no existe fundamento para celarse? No me has repetido cien veces que ella le mira con repugnancia? Si tú lo notas, ¿no había de notarlo él? ¿Y no dices que ella te hizo muchas carantoñas mientras estabas enfermo? Pues auto en mi favor. Si él percibe algo, y al mismo tiempo nota que no le cae en gracia a su señora… blanco y migado…

—¡Te digo que no es eso! —repliqué impaciente—. Te digo que si fuese así, no me cabría a mí el gozo en el cuerpo, ni necesitaría tomar el sol para reanimarme. ¡Ay, ojalá! Pero naíta. Mi dicha ya sabes que carece de elementos positivos, y se funda en el negativo de sorprender en ella, no sólo aquella repugnancia misteriosa de antes, sino, de algún tiempo acá, otro sentimiento más declarado y más activo. Sí; por mucho que se reprime y trata de no caer en lo que a ella misma le parece una maldad muy grande, no lo logra, y el sentimiento renace más fuerte que su voluntad. ¿No sabes que yo la estudio constantemente? Esta manía es una gran empollación.

—Ya lo sé… ¡Así empollases las asignaturas! ¿Y qué más averiguas de ese estudio?

—Que antes era sólo repulsión, y ahora es aborrecimiento… No lo dudes, no. Mi felicidad no tiene otra base. Vivo de que le aborrezca. ¿Comprendes lo que en una criatura como ella significa el odio? ¡Ella, que es toda simpatía y caridad! Pues le odia. Yo la observo: nada de cuanto hace puede escapárseme. Noto que por las mañanas, cuando vuelve de misa o del confesionario, se vence, le habla con dulzura, hasta con afecto, y no le mira, por no dejar asomar a sus ojos la luz de aquello que pretende encubrir a toda costa… Pero a medida que pasa el día, su vehemencia y su espontaneidad vuelven a sobreponerse, y ¡créelo! si la voluntad fuese un veneno… mi tío estaría muerto hace días.

—¡Válgala el diablo! ¿Y de qué razones nace ese odio?

—Ya te lo he dicho: en mi concepto, del actual modo de ser de él, y de que la antipatía enconada puede convertirse así, de pronto, en saña invencible. Yo no soy persona que haya sentido jamás impulsos de atentar a la vida de nadie; pero a mi tío, créeme que de algún tiempo a esta parte le hubiera escabechado dos o tres veces de muy buena gana.

El oportunista pegó un brinco sobre el banco de piedra, y se puso a mirarme lo mismo que se mira a los locos y a persignarse de prisa.

—¡Hijo… hijo… hijo… ! ¡Esta es la cierta! ¡Rematado, rematado! No te lo digo de broma: tus nervios se encuentran desequilibrados completamente; por Dios, sin tardanza, duchas, bromuro, régimen tónico…

—Déjame a mí. Cada loco con su tema —le respondí sonriendo—. Mi gloria consiste en una quimera, ya lo sé, y quimera muy rara… ¿Pues qué mal hago? A mí me basta, y a los demás no les importa. Estoy satisfecho con que medie cierto paralelismo de sentimientos entre la mujer fuerte y yo. Si a mí me inspira repugnancia una persona, repugnancia le inspira a ella; lo que yo odio, ella lo odia: podrá no quererme a mí, pero nadie quita que sus afectos van al compás de los míos. Tú dices que mi tía es una mujer de otros tiempos, y que el espíritu cristiano y la religiosidad profunda que dictan sus acciones la hacen incompatible conmigo, que soy racionalista. Pues mira: podremos entender de diferente modo, pero sentimos igual. No lo dudes. A cualquier camueso que no conciba estas honduras y delicadezas, se le figurará que mi tío, el marido, su dueño, es el obstáculo que hay entre nosotros… ¡Memo quien tal crea! Mi tío es el lazo que nos une. No creas que yo le quiero mal porque esté casado con ella. ¡Qué disparate! Ya sabes que mi tío me es antipático desde hace ene años… desde que nací; y que ahora mi repulsión se ha convertido en aversión… porque ella le detesta también. No hay más.

Mi amigo no contestó al pronto. Después exclamó, mirándome compadecido:

—Vámonos a casa. Tienes calentura.

—No, no creas que estoy trastornado.

—¡Si no digo trastornado! Pero tienes fiebre. Echas chispas por los ojos. Embózate… y a casita.

Cuando ya habíamos pasado más allá del monumento colombino, Portal me dijo en el tono con que se da una mala noticia:

—¿No sabes quién está, en mi concepto, cien veces más malo que estuviste tú? ¿Pero sentenciadito?

—¿Quién?

—El empollón de Dolfos.

Así llamábamos en nuestra jerga amistosa y escolar a un pobre muchacho zamorano, muy corto de alcances, compañero de estudios y también de hospedaje el año anterior. Era un chico apocado, insulso, tristón, pero el más tenaz y asiduo de todos nosotros, porque, huérfano de padre y madre, le pagaba la carrera con sus economías una abuelita casi octogenaria, que le había dicho: «No quiero morirme sin verte ingeniero». Su verdadero nombre era Restituto Suárez; pero por su patria y su aspecto triste, o, como dicen los portugueses, soturno, le habíamos puesto Dolfos.

—¿Qué tiene? —pregunté a Portal.

—¿Qué ha de tener? Chacho, lo natural. Que los cerebros son igual que los estómagos; no todos pueden resistir una misma comida, y comida fuerte: no todos son capaces de cenar langosta, verbigracia. Al infeliz se le ha indigestado el atracón de binomios y polinomios, invariantes y covariantes, canonizantes de las cúbicas, y otras hierbas. ¿Te parece a ti que no has más que meterse eso en las casillas de la chola, de una chola pobre y sin humus ninguno? ¡Claro! como meter… se mete, mazo y escoplo, a fuerza de pasarse muchas noches en blanco, de suprimir todo ejercicio, y de embrutecerse con el machaques… Ese desgraciado de Dolfos no ha catado, puede decirse, un día de asueto desde que es alumno. No le ha dicho jamás a una mujer: «por ahí te pudras». ¡Si eso es vivir… ! Y ahora está malo; malo de verdad. No prueba comida; tiene una tos blanda, que no me hace gracia ninguna; más flaco que un espectro… y dale que tienes a los libros. Quiere ganar al año a toda costa. Como no gane la Sacramental…

Quedamos en que yo iría en breve a visitar al malparado asiduo. A tiempo que nos acercábamos a doblar la esquina de la calle de Alcalá, Portal me dio un achuchón, exhalando un grito.

—Mira… mira quién va por allí…

Volví la cabeza. Al trote corto de un jaco no muy fogoso ni de sangre muy pura, rodaba paseo arriba la victoria donde se reclinaba, provocativa y tímida a la vez, como suelen ir las mujeres de su oficio, Belén, mi pecadora. Ceñida por el corsé, realzada por el traje verde y el redondo sombrero de castor, Belén parecía lo que era en realidad: una gran mujer, digna de precipitar al abismo a cualquier protector espléndido.

¡Cristo, en cuanto nos guipó! Porque estábamos situados de manera que sin vernos no podía pasar. Sus ojazos resplandecieron; la alegría se derramó por su hermosa cara, pálida y algo retocada de blanquete; y en su agitación, ni acertaba a decir al cochero que parase. Yo le conocí las intenciones, y arrastrando a mi amigo, me alejé, después de saludar a Belén con una sonrisa.

—Es capaz de hacernos subir al coche —dije a Portal—. Huyamos.

Ya en la plaza de la Independencia, le pregunté por Mó.

— ¿Qué dice la Gran Bretaña?

—Ayer me presentaron en casa de los padres —respondió mi amigo—. Otro día te contaré… o, mejor dicho, te llevaré allá. ¡Verás qué gente!

Capítulo 3

Escribí a mamá una carta de estudiante legítima, que partía los corazones a fuerza de exagerar mi situación y el estado de mi guardarropa. «La capa imposible. He preguntado a un sastruco de mala muerte lo que costaría su arreglo, y dice que veinticinco pesetas poniéndole buenos embozos, y veinte si se los pone inferiores. Como la pobre está tan tronitis, creo que son de esta última clase los que se le deben echar. Otro capítulo. Mi sombrero, más indecente todavía que la capa; por donde tiene pelo, que no es por todas partes ni mucho menos, lo tiene verde, casi color de esmeralda, y por donde no lo tiene, está cubierto de un barniz tornasolado de grasa, o de goma, o no sé de qué, que revuelve el estómago mirarlo. Item. Mis pantalones mejores amenazan romperse. Los peores ya se rompieron, y además todos ellos me sirven para los brazos mejor que para las piernas. Por hoy basta de calamidades, pero conste que necesito ropa sin remedio».

Toda madre atiende a estas demandas si le queda un solo céntimo disponible. Mamá me giró dinero para vestirme, aunque al mismo tiempo me encargaba la mayor parsimonia, quejándose amargamente, por variar, de mi tío. Es cierto que el residir yo en su casa le ahorraba a ella parte de gastos de hospedaje; pero en cambio los de médico, que no habían sido flojos, los de botica, y todos los demás, de cualquier género que fuesen, recaían sobre la pobre señora, agobiándola, precisamente aquel año, cuando las rentas bajaran la mitad con la emigración y la baratura de los trigos de fuera.

Entre estas lástimas del orden económico andaban mezcladas otras que pertenecían a la esfera del sentimiento. Mi madre lamentaba que le hubiesen ocultado la gravedad de mi mal, porque, eso sí, para venir a verme en momentos tales, no le faltaría a ella dinero nunca. Añadía —con aquella graciosa manera suya de confundir y barajar las cosas más incoherentes— calurosas protestas contra el doctorcillo Saúco, un chico de nuestro país, «tan gallego como nosotros», que al año de estar en Madrid buscándose la vida, ya se creía con derecho a cobrar duro por visita, lo cual era todo un escándalo. «El médico de Cebre, que lleva tanto tiempo de práctica, me asiste por seis ferrados de trigo anuales». ¡Cuarenta y pico de duros en médico! Este dato lo tenía mi madre clavado en el corazón, y, en su concepto, el hecho de ser gallego el doctor Saúco hacía más escandalosa la exorbitancia de sus honorarios. Las cuentas de botica que le había enviado mi tío, la horrorizaban también. Aquellos medicamentos debían de estar amasados con oro, a la fuerza. En fin, el asunto es que yo hubiese salido adelante, y estuviese ya bueno y guapo y con barba corrida…

Para mí, el asunto es que ya tenía ropa aceptable, y con ella podía presentarme ante la gente, de un modo adecuado a los ensanches y prolongaciones de mi cuerpo y a la eflorescencia de mi barba. En cuanto me puse de nuevo de pies a cabeza, estrenando un traje de entretiempo, barato, pero de agradable color y mediano corte, pareciome que recobraba la verdadera salud. Hasta entonces no había cesado mi dolencia; aún pesaba sobre mí, en forma de vestimenta menguada y pobre. Al salir a la calle llevaba, retozándome dentro, un regocijo bullicioso y pueril, más propio de algún chicuelo que de hombre hecho y derecho y barbado. ¡Tanto influye en nuestro espíritu la cáscara del ropaje, indispensable requisito o pasaporte que nos exige la sociedad!

Disipado aquel sentimiento de vaga nostalgia que noté en los primeros instantes de mi convalecencia, entrome una especie de hervor de vitalidad, de ansia de movimiento, que se tradujo en hacer visitas a todos mis conocidos, adquirir relaciones nuevas, salir, hablar… todo menos la necesaria y desesperante empolladura. Los libros me inspiraban tedio, un tedio que quería ocultarme a mí mismo, por vergüenza, pero que era real y efectivo; mi cabeza estaba como oxidada, y los goznes de mi entendimiento y de mi memoria se resistían a funcionar. La primera vez que comprobé este fenómeno, me causó una especie de terror. «¡No puedo, no puedo! ¡Ay, Dios mío, qué va a ser de mí este año!». Dos o tres veces realicé el esfuerzo penoso que consiste en poner en tensión la voluntad para obligar a la inteligencia a concentrarse y funcionar metódicamente, sin irse por esos cerros o entregarse a una inercia dormilona. La pícara no quería obedecer. Y, en cambio, el cuerpo, antojadizo y rebosando lozanía, resistíase a la sujeción y a la encerrona. Mi deseo mayor era flanear, callejear, tomar el sol, detenerme aquí y allí sin objeto, pasear solamente por el gusto de sentir que mis músculos y mis tendones poseían elasticidad y vigor propios de gimnasta. Como suele suceder en los años en que la corriente vital asciende aún, yo, después de mi enfermedad, encontrábame más animoso, firme y entero que antes, y la subida de la savia primaveral, combinada con la impetuosa salud, me espoleaba causándome una ebullición interna, volcánica, semidolorosa.

Mi primer visita fue a la calle del Clavel, a la casa de huéspedes de doña Jesusa. La encontré como siempre, ordenada, pacífica, limpia en lo que cabe, con su jilguero cantarín en el mismo rincón del pasillo; y a sus inquilinos, bien poco mudados en lo moral, siguiendo cada uno la pendiente de su carácter. A Trinito me lo hallé tumbado a la bartola, y al pobre de Dolfos, estudiando con furia. El cubano, en aquellos últimos tiempos de la carrera, no necesitaba más que dar un repaso; su memorión le sacaba de apuros. En cambio Dolfos, cuyas facultades de comprensión y asimilación disminuían con la progresiva debilidad del cuerpo y la anemia cerebral, se pasaba el día, y acaso la noche, encorvado sobre el libro mortífero. ¡Cómo estaba el infeliz aquel! Cuando se levantó para abrazarme, tuve ese movimiento involuntario de retroceso que realizamos ante la muerte pintada en un rostro. El asiduo era un espectro. En su faz térrea, ni aún brillaban sus ojos atónitos y apagados. Lo que se le veía mucho, por lo descarnado de sus mejillas, eran los dientes amarillentos en las encías pálidas y flácidas. Sus orejas se despegaban del cráneo de un modo aterrador, como si fuesen a caerse al suelo. Sentí su mano viscosa entre las mías, y noté en ella juntos el ardor de la calentura y el sudor de la agonía próxima. Su aliento era ya la descomposición de un estómago que no tiene jugos digestivos, ni energía para ejecutar esa benéfica contracción, la masticación interna, a que debemos el equilibrio funcional. Le dije las tonterías y vulgaridades de cajón. «Chico, cuidarse… Me parece que empollas demasiado… No conviene exagerar… El número uno ante todo… Prudencia, prudencia. ¿Por qué no sales y tomas aires de campos ¡Te encuentro algo flacucho!… ». Y el maniático, con una sonrisa casi suplicante, que pedía excusas, respondiome: «Ya ves, ahora, para lo que falta… Pocas son las malas falos, como dices tú; hasta junio solamente… En examinándome y saliendo con bien… ¡plam! a casa, junto a la viejuca… Va a chochear de contento… va a ponerse a bailar, aunque no puede menearse de su butaquita. ¡Y yo!» —Interrupción, a cada palabra por una tos que parecía salir de una olla rota—. «Yo… mira, yo… para ser franco… contentísimo también. Porque chico, la aciertas… es demasiada sujeción, y lo que es este verano… te aseguro que he de correr liebres y que he de beber mosto. No; si ya hasta se me ocurre que este género de vida… me perjudicará… a la salud. La comida no me aprovecha y tengo una poquita… ¡ay!… nada más que una poquita… de expectoración. Pero no vale la pena; conozco el remedio. En llegando a Zamora… ».

—Pues mira —insté—, lo que conviene… hacerlo pronto. Esas cosas que atañen a la salud, en tiempo… porque si no… ¿quién sabe a lo que te expones? Ea, hoy sales a dar una vuelta conmigo…

El asiduo se alarmó como si le propusiese cometer algún crimen.

—¿Una vuelta? Estás loco. ¡Tú no te fijas en lo que tengo que hacer! Esos condenados puertos y señales marítimas y esa… indecente… legislación de obras públicas… ¡ya ves que no es lo más difícil… ! pues no acaban de entrarme. A veces… se me figura que mi cabeza es una espumadera: echo en ella párrafos y más párrafos… Al minuto no queda ni gota. ¡Ay! ¡Si yo pudiese apretar, apretar los sesos! No creas; un día hasta me até un pañuelo por las sienes… Lo que se me ha quitado… ahora… son las jaquecas que padecía al principio. Del mal el menos. Siquiera no tengo que acostarme y quedarme a oscuras. Únicamente… la cuestión del estómago… Pero en yendo este año a unas aguas minerales… ya me dijo Saúco que me pondría como nuevo. Lo que tengo es nervioso, puramente nervioso… Las ganas de acabar.

Dejele con sus consoladoras esperanzas y su obstinación honrada y absurda, para enterarme de cómo andaba el bueno de Trini. ¡Ah! De monises, rematadamente mal: ni un cuarto para hacer bailar a un ciego. Pero en cambio, de gloria… ¡ssss! Trinito, que para todo poseía la misma facilidad desastrosa, se había aprendido la jerga o caló de la crítica gacetillera, fusilando sin escrúpulo frases y hasta conceptos enteritos de escritores conocidos y celebrados; y sin omitir ni las frialdades jocosas que el género impone, ni unas cuantas citas trastrocadas y de cuarta mano, ponía él de oro y azul a los más pintados maestros y compositores del mundo; pues por ahora su especialidad era la crítica musical, aunque alimentaba siniestros propósitos de correrse a la artística, a la dramática, y a la literaria, si a mano viene. Como al ramo de crítica musical se dedican pocos autores, y no deja de hacer bien en un diario, aunque son contados los lectores que se enteran, Trinito había logrado en poco tiempo que «le abriese sus columnas» cierto periódico muy autorizado y popular; y a cada acontecimiento musical que sobrevenía, les endilgaba a los suscritores dos columnas y media, de aquellas que le habían abierto. Cobrar no cobraba por su prosa un céntimo partido por la mitad; pero sus escarceos críticos le valían entrada gratis en teatros y conciertos, relación con cantantes, etcétera; y esperaba él que más adelante, cuando «se diese a conocer», aún le reportarían ventajas mayores. Portal estaba muy gracioso describiendo los artículos de Trini. «El tupé más colosal del siglo. Lo mismo habla de Mozart y de Beethoven, que si desde chiquito los hubiese tratado tú por tú. A Arrigo Boito le adivina las intenciones, y Saint—Saëns que no se descuide ni se caiga, que no habrá perdón para él. Da gusto verle encararse con Ambrosio Thomas preguntándole si cree que por ese camino se va a alguna parte, y tirarse como un gato a los ojos de Wagner cuando incurre en monotonía. Te aseguro que es divino el muchacho. ¿Pues con las cantantes? A la pobre de la Sgarbi me la puso de vuelta y media porque dice que no entró a tiempo en no sé qué cavatina. Estaba con la Sgarbi, por lo del retraso, como si la infeliz mujer le debiese dinero o le hubiese dado calabazas. Tú ya sabes lo patoso, lo manso que es a diario Trinito… Pues escribiendo parece un dragón. Se come a la gente».

También visité la casa de Pepa Urrutia, mi antigua patrona vizcaína, por el interés que me inspiraba siempre el desastrado de Botello. Me llevé chasco. Botello había desaparecido, tragado quizás por la obscura boca de la miseria, o lanzado a desconocidas regiones por la dura mano de la necesidad. La casa de la Pepa rebosaba de alumnos de Arquitectura y Minas, con algunos huéspedes de paso; y el puesto de don Julián, aquel valenciano trápala que en otros tiempos llevaba allí la batuta, ocupábalo (según pude inferir de algunas indiscreciones de los comensales, entre los cuales había uno bastante conocido mío, Mauricio Parra), el señor de Téllez de los Roeles de Porcuna, noble sin dinero, hombre ya entrado en años, de majestuosa presencia, pero más tronado que Botello mismo, si estar más tronado cupiese.

Venía este tal a Madrid a asuntos graves e importantísimos, pues se trataba de nada menos que de un pleito de tenuta sostenido contra la casa más ilustre quizá de nuestra nobleza, a fin de recobrar unos mayorazgos que le detentaban muy contra razón y fuero. Todos los días, en la mesa redonda, refería el buen señor Téllez de los Roeles las causas, orígenes, bases, razones y fundamentos de su derecho inconcuso a los dos mayorazgos de Solera de Hijosa y Mohadín, que sin justicia retenía la casa ducal de Puenteancha; citando el privilegio rodado concedido a su ascendiente el maestre de Alcántara, en virtud del cual su línea, adornada con el don de la masculinidad, era incuestionablemente la llamada a suceder. Vi al señor Téllez cuando me lo presentó sin ceremonia Mauricio Parra, y no pude menos de admirar el evidente corte aristocrático de su figura, que era prolongada, bien barbada como la de los Apóstoles de los Museos, de ancha frente, que coronaban con dignidad mechones grises; la estatura aventajada, finas las manos, y toda la persona revestida de un carácter de autoridad, resignación y tristeza casi mística que imponía consideración y respeto. La misma pobreza de su ropa, raída y esmeradamente cepillada, le hacía simpático: el modo de caerle el abrigo era elegante, y su aspecto nunca delataba incuria, desaseo o sordidez. Yo, mirando al señor Téllez, juzgaba maliciosa y desvergonzados a los muchachos estudiantes que suponían a aquella persona tan decente extralegales influencias sobre Pepa Urrutia. ¿Era capaz de ejercitarlas? ¿No sería más bien que el corazón de la patrona, blando y caritativo de suyo, se había derretido aún más viendo al pariente de los duques de Puenteancha, sucesor en el marquesado de Mohadín de los Infantes y acaso en una grandeza de primera clase, reducido a la mayor estrechez? Lo cierto es que Pepita profesaba al señor de Téllez inexplicable veneración; que todo le parecía poco para su regalo; que se cree fundadamente que no le presentaba la cuenta nunca, y que se interesaba hasta el delirio por el éxito de las pretensiones del marqués de Mohadín… in partibus infidelium.

Hízome gran impresión aquel tipo original, con quien más adelante hube de trabar relaciones que en nada interesan al curso y desarrollo de la presente historia. La del respetable litigante la contaría yo de muy buena gana, si tuviese aptitudes de narrador; pero ella es tan peregrina, que no quedará en el olvido; se impondrá a la atención de los que pasan su vida escudriñando los repliegues del corazón ajeno, acaso para distraer nostalgias del propio.

Cierro la lista de las distracciones que encontré en la convalecencia, y con las cuales creí engañar el tiránico afecto enseñoreado de mi alma, diciendo que penetré en dos círculos sociales muy distintos: en casa de una señora que daba reuniones y en la de un importante personaje político, jefe de partido, escritor y sabio, a quien me presentó Mauricio Parra, que era de sus prosélitos más fervientes.

Yo también comulgaba, y no con menos devoción, en la creencia de Mauricio; yo me contaba entre los devotos de aquel insigne repúblico, a quien llamaré don Alejo Nevada, y le reconocía por jefe cuando mis fiebres amorosas dejaban lugar a las políticas. Creía además, o, mejor dicho, deseaba que el entusiasmo político borrase mis preocupaciones de otra índole, pues me encontraba en un momento de esos en que con sinceridad nos proponemos combatir nuestra locura, aplicando todos los derivativos que dicta la ciencia. Mi entusiasmo por Nevada me infundía esperanzas de que su vista y trato refrigerante serenasen mi cabeza, trayéndome a aquel camino de las líneas rectas en mal hora abandonado, al cual la severa figura del que yo interiormente llamaba mi jefe debía ayudarme a volver.

No pisé su casa sin religiosa emoción de neófito. He notado que cuando nos acercamos a los personajes célebres, de quienes se habla en todas partes y a quienes se juzga con criterio muy distinto y contradictorio, a veces con la más salvaje grosería y la maledicencia más inconsiderada y ponzoñosa; a quienes un día tras otro la caricatura, las sátiras de los periodiquines y los sueltos aviesos y ladradores de la sección política colocan en la picota a pública vergüenza; he notado digo, que citando nos llegamos a estos personajes, parece que el insulto, la inquina, el humo y el polvo mismo de la batalla les han puesto aureola, y lejos de infundirnos irreverencia todo lo que hemos oído y leído, redobla nuestro acatamiento. Yo entré poseído de ese respeto involuntario —que muchos, considerándolo ridículo, encubren bajo una franqueza chabacana y de mal gusto— en la residencia de don Alejo Nevada.

La casa no tenía, sin embargo, nada de imponente, como no fuese su propia austera sencillez y la voluntaria abstención del lujo barato moderno, deslumbrador para los incautos. El edificio era antiguo, desahogado y alto de techos: pasado el recibimiento, descansábamos, en una pieza que adornaba vasta anaquelería abarrotada de libros. Allí esperábamos, y allí se leían periódicos o se discutía a media voz, mientras no llegaba el turno de ser introducido en el despacho contiguo y saludar al grande hombre.

Cuando me tocó la vez, entré aturdido y enajenado, ciego, enredándome en los muebles y tropezando con las sillas. Al dar la mano a Nevada humedecía mi diestra ligero trasudor, y el corazón me latía fuerte. No supe decir más que frases balbucientes y torpes. Tuve conciencia de mi falta de aplomo, y la amabilidad con que Nevada me sentó a su lado y me dirigió preguntas, acabó de aturrullarme. Sin embargo, poco a poco fue normalizándose mi circulación y disipándose la niebla que hasta entonces me oscurecía los rasgos de Nevada: vi claramente su faz de rey mago, que parecía desprendida de algún tríptico medioeval, su barba de nieve, sus ojos tranquilos, dormidos tras los espejuelos, sus mejillas rosadas como de figura de porcelana, el dibujo frío y anguloso de sus facciones, la calma de sus movimientos. Aquella impasibilidad sin mezcla de arrogancia alguna, aquella llaneza y tibieza de la expresión, aquella palabra glacial, que servía de verbo a una política abstracta, incolora y pacienzuda, me parecieron entonces el colmo de la sabiduría. Nada más distinto de como solemos representarnos a un agitador y a un radical, que aquel viejo apacible, semejante a las figuritas de cerámica que representan la ancianidad en el arte de los pueblos de Oriente. Nevada, con su trato afable y pálido y su yerta conversación, encarnaba a maravilla las líneas rectas que debían predominar en mi cerebro.

Así que recobré la presencia de ánimo, aprecié también el aspecto del despacho, y todos y cada uno de sus detalles contribuyeron a afianzar en mi espíritu la consideración. Tanta modestia y seriedad me cautivaron. El sillón que mi jefe ocupaba, de cuero negro con grandes y doradas tachuelas; la ancha mesa; la anaquelería cargada de libros y subiendo hasta el techo, lo mismo que la de la antecámara; los estantes, que en vez de ricos chirimbolos, lucían reproducciones en yeso, lo más barato y modesto que en arte cabe poseer; las anchas fotografías y grabados, único adorno de las paredes, todo revelaba la misma formalidad, la misma carencia de pretensiones, y el mismo propósito de huir de la vulgaridad por medio de la sobriedad espartana; e indicaban aficiones científicas los instrumentos de observación, colocados en otras rinconeras, los termómetros y giróscopos de Benot o Echegaray, un microscopio, una hermosa caja de compases.

La conversación del repúblico era como su nido; apagada, sorda, sin brillo alguno, aunque en ocasiones importante y firme, y en otras profunda. Sus palabras, pronunciadas por una voz sin inflexiones, una voz blanca, y en forma fríamente castiza, se me grababan en el cerebro como si me las inscribiese acerado punzón. Cuando ya dejé desbordar algo mi entusiasmo, revelándolo en dos o tres frases, ni músculo ni fibra de aquella fisonomía se estremeció; sus ojos no brillaron, sus espejuelos sí; no observé en el semblante ni la dilatación de la vanidad, ni la inconsciente efusión de la simpatía que responde a la simpatía; sólo contestó a mis protestas un «vamos, vamos» inerte. La misma apacibilidad de Nevada me impulsó a extremar mis vehemencias, empeñándome en arrancar del trozo de sílex la chispa; recuerdo que le dije que estaba decidido a todo, y que me considerase como recluta disponible. El jefe me preguntó entonces mi nombre y señas, y lo apuntó cuidadosamente, con pulso igual y bien sentado, en un libro. Supe después que también llevaba, en papeletas, como un catálogo de biblioteca, el índice de todos los comités del partido en España, y me pareció que semejante idea de catálogo, de clasificación y de método, introducida en el hervor de una comunicación joven y entusiasta, pintaba al hombre.

Salía yo a tiempo que entraba un fuerte sostén del partido, prócer de tan alta alcurnia como pingüe hacienda, tipo bien diferente y aun opuesto al de Nevada, cabeza de enérgico diseño, meridional, respirando pasión, modelada con rasgos hondos y valientes curvas, como en lava del Vesubio. El contraste entre aquellos dos personajes políticos hacía sorprendente su estrecha unión y amistad. A pesar de la entrada del prócer, Nevada, al despedirme, me acompañó hasta la puerta.

Seguí yendo los domingos por la mañana a casa de mi jefe, aficionándome a la tertulia de la antesala, donde se dilucidaban problemas de actualidad, y la conversación al par que de miasmas políticos, se cargaba alguna que otra vez de efluvios intelectuales, sobre todo si alternaba en ella Mauricio Parra. Traté de presentar allí a Luis Portal; pero el orensano no quiso prestarse, porque, según decía, «en esa ermita no entran más que los devotos, y ya sabes que yo… nequaquam».

Nuestras polémicas en la antesala eran a media voz. Generalmente leíamos la prensa, que se amontonaba, en grandes cascadas, sobre la mesa central. Los personajes que despuntaban en la reunión eran un síndico de vinateros, hombre acomodado y de influencia, que solía ejercer altos cargos municipales; cierto tipógrafo socialista, de quien a veces, en nuestra zozobra de noveles conspiradores, sospechábamos que fuese agente provocador e hiciese bajo cuerda la política de Cánovas; un cura zorrillista que no formaba opinión sobre cosa alguna divina ni humana mientras no consultaba a don Manuel, y este resolvía la consulta —y el elemento estudiantil, no escaso ni pacífico. Tanto que muchas veces, en ocasión de entrar el prócer o algún personaje de alto fuste, y cuando oíamos el rumor alternado del diálogo en el despacho vecino, nos entraba ansia de esa atmósfera de disputa que ha sido por largo tiempo ambiente propio de la política española; y vencidos de nuestro antojo, apelábamos al recurso de irnos a otro piso de la misma casa, la redacción de un periódico masónico, donde veían la luz actas del Grande Oriente mantuano, el legítimo, el ajustado al rito antiguo escocés. Allí podíamos subir el diapasón y despacharnos a nuestro gusto. Mauricio Parra llevaba la batuta. Aquel muchacho, dotado de inteligencia no inferior a la de mi amigo Luis, era su polo opuesto, en el sentido de que tenía temperamento batallador, carácter acerbo y díscolo, poquísima transigencia, decidida afición a contradecir, y debajo de estas espinas y abrojos, un gran fondo de ternura y tal vez un candor de que no adolece el sagaz y cauto Portal. La vida, con su roce y su desgaste, no había conseguido limar los ángulos del carácter de Mauricio, ni atenuar la crudeza de sus opiniones, generalmente paradójicas. Para muestra de estas trasladaré lo que decía de mi carrera y del espíritu que en ella domina.

—Déjeme usted —exclamaba encolerizado Mauricio—. Su carrera de ustedes, tal como aquí se entiende, es una carrera, ya que no de obstáculos, de disparates. Estudian ustedes, no cabe duda, diez veces más que los ingenieros franceses y belgas; pero estudian cosas que maldita la falta que les hacen para el ejercicio de la profesión. Aquí sacamos de quicio todas las carreras por querer elevarlas a sus elementos más sublimes, prescindiendo de los meramente útiles; y luego resulta que nuestros ingenieros hacen dramas, hacen leyes, hacen política, lo hacen todo menos ferrocarriles, puentes y montaje de fábricas. ¿Quieren ustedes saber cuál es para mí el ideal del ingeniero? El hombre que dirige a conciencia la construcción de un ferrocarril, y el día de la inauguración recibe de frac a las comisiones y al, Rey, y en seguida, cuando se trata de que el Rey recorra la línea, se quita el frac, se planta su blusa, trepa a la locomotora y hace de maquinista y lleva el tren al final del trayecto. ¡No se subiría el hijo de mi padre a un tren dirigido por Echegaray o Sagasta! Esa gimnasia feroz de matemáticas, ¿me quieren ustedes decir para qué sirve? En Francia un ingeniero no estudia la teoría de su profesión más que tres años, y luego pasa a centralier, y blusa al canto, ¡y práctica, y práctica, y más práctica! Mientras que aquí, sabrán ustedes mucho de buñolería científica… pero no saben hacer lo que hace un maestro de obras: ¡una tapia!

—¡Hombre! —le contestaba alguno escandalizado—. ¡No tanto, por Dios!

—¡Ni una tapia! Me ratifico. Son ustedes, a estas alturas, lo que fueron los médicos allá en el siglo XVIII: una gente atestada de fórmulas, y sin el menor sentido de la realidad. Entonces los médicos se habían plantado en Aristóteles: ustedes hoy están en Euclides. Mucho fárrago de teorías y de proposiciones, muchos conocimientos abstractos, y nada de anatomía ni de clínica profesional. Para la cosa más sencilla se ven ustedes atarugados. Se les pide a uno de ustedes un modelo de puente, verbigracia, y, se toma un trabajo loco, se gasta cinco meses, lo calcula todo muy bien, resistencias, distancias, coeficientes de flexión… para que luego les digan a ustedes en el Creuzol: «Pues sí, señor, todo eso es óptimo, y muy meritorio y muy laudable, están ustedes muy fuertes en el cálculo… ; pero han perdido el tiempo lastimosamente, porque aquí tenemos modelitos de puentes hechos ya, cuyo resultado se conoce por experiencia, y con pedir el modelo número 2, o el número 3, salían ustedes del apuro sin tanto descornarse».

—¡Pero eso —exclamaba yo indignado— es hacer de nosotros punto menos que artesanos! Suprímanos usted, y que nos reemplacen los sobrestantes de caminos.

—Pues eríjame la profesión en sacerdocio, y deje los puentes en el aire o abra túneles que luego resulten anteojos de teatro —respondiome el furioso paradojista—. ¿Ha visto usted que los Edison ni los Eiffel salgan de ninguna Escuela especial? ¿No sabe usted que Eiffel dice a quien lo quiere oír que il se fiche de las matemáticas? ¿Le parece a usted que es sano y bueno, en una cosa de carácter eminentemente práctico, mandar la práctica al rábano, como hacen ustedes? Y además, ¿no es doloroso ver reducir a tal estado a los alumnos, que en esos años de la carrera, lo más florido y plástico de la vida, no les quede ni tiempo ni cabeza para adquirir otra clase de conocimientos sino los puramente técnicos? Da grima ver a los chicos pasar su juventud sin obtener ni ese barniz tan necesario hoy, que se llama cultura general, y que es como la camisa limpia del entendimiento. Salen ustedes de ahí aplatanados, atrofiados del cerebro, y con los sesos rellenos de guarismos. Usted y Portal son de lo más lucidito de la Escuela, no en la carrera tal vez, sino en cuanto a que han procurado ustedes, a salto de mata, apoderarse de algunas ideas, leer algo más que el libro de texto. Conservan ustedes cierta vida intelectual, que sería mucho mayor si no estuviesen sometidos a ese régimen depresivo. Su amigo Luis es un cabezón; de allí podría salir un grande hombre de estado, un economista… ¡yo qué sé! Y usted que tiene tanta sensibilidad, tanta fantasía… ¿por qué no había de ser artista, o escritor, o… ?

—Pues si no quiere que Echegaray haga dramas —objeté—, ¿cómo me aconseja a mí que en vez de mis asignaturas cultive las letras?

No era Mauricio de los que se dejan coger en un renuncio. Se evadía con sofística habilidad. Nosotros atribuíamos su gran inquina contra la Escuela, a que en tiempos pretéritos tuvo que salir de ella por la puerta de los carros.

Capítulo 4

La señora que daba reuniones vivía en el primero de la casa de mis tíos. Era viuda de un Subsecretario, y allá en sus mocedades hubo de presumir de elegantona y peripuesta; hoy tenía el pelo blanco, las formas rozagantes, corva la nariz, el continente entre severo y meloso, y todas las pretensiones cifradas en sus dos pares de niñas, muchachas del género insulso, nerviosas y linfáticas, de estas cuya inutilidad e intolerable sosera son fruto combinado de la vida anodina, la deficiencia de instrucción, la estrechez de miras y la frivolidad. «De la cabecita de esas cuatro pollas no se saca para hacer un frito de sesos», afirmaba Luis. Las señoritas del primero eran prueba viviente de que andaba acertado mi amigo al insistir en la necesidad de crear una mujer nueva, distinta del tipo general mesocrático. ¿Quién podría sufrir la vida común con semejantes maniquíes?

Pasábanse todo el día de Dios en la ventana, ya entre cristales, ya con el cuerpo fuera. Cuando no estaban así, en postura de loritos, martirizaban el piano, revolvían figurines, charlaban de modas, leían revistas de salones para husmear las bodas y los equipos de la gente encopetada, criticaban a sus amigas, fisgoneaban quién entraba y salía en casa de los vecinos, se miraban al espejo o daban vueltas a sus sombrerillos y trajes. A falta de otro género de doctrinas y conocimientos, su madre les inculcaba ideas de nimia corrección social, explicándoles día y noche lo que era bien visto y mal visto, lo que podían hacer y lo que no podían hacer unas señoritas; y a aquellas criaturas, capaces de establecer comunicación telegráfica con el primer mequetrefe que pasase por la acera fronteriza, les parecía tan imposible ir solas hasta la esquina de la calle, como en ferrocarril a la luna. A falta de su madre —que padecía un principio de estrechez valvular, y no podía andar mucho a pie— las acompañaba una criada zafia y descaradilla, y con tan excelente rodrigón, ya se atrevían las muchachas a salir a compras, a misa, a casa de las amigas de confianza, mientras todas cuatro, juntas, pero sin la maritornes, no se hubieran determinado ni a tomar un carrete de hilo en la tienda de enfrente.

La noción fundamental de la moral inspirada a las niñas de Barrientos era la inseparabilidad. La madre se desvivía para meter en la cabeza a sus cuatro retoños que el toque de la fraternidad estribaba, no sólo en vestir tan idéntico, que si una de las hermanas compraba, verbigracia, un alfiler de cabeza de gallo, las demás revolviesen todas las tiendas de Madrid buscando otros tres gallos igualitos, sino en hablar, obrar, y hasta creo que estornudar a las mismas horas y del mismo modo. Cuando a una le dolía la cabeza, las otras tres suprimían el paseo; si una aprendía, por afición, a calar madera con sierrecilla, era obligatorio que a las restantes les entrase igual manía, llenándose la casa de cajitas enanas y edificios góticos de cinco pulgadas de alto; si una aprendía cierta sonata al piano, habían de aprenderla las restantes, y si una se levantaba y salía del gabinete, la seguían las otras en hilera como las grullas. La madre, viéndolas sometidas al régimen de la fraternidad forzosa, solía exclamar, cayéndosele la baba: «¡Cómo están tan unidas!». Y aprobaban los presentes: «¡Ay! muy unidas… ¡Da gusto ver una familia así!».

Lo que realmente daba —según Portal, presentado por mí a la señora de Barrientos— era pavor, de imaginar que se preparaban con tal régimen futuras esposas y madres de familia; de pensar que aquellas muñecas rellenas de serrín, y con la cabeza hueca, serían, andando el tiempo, base de un hogar, compañeras de un hombre inteligente, que hubiese probado las amarguras y los combates de la vida, ejercitado el cerebro, desarrollado sus ideas y contraído la necesidad de emitirlas. «¡Yo —exclamaba Luis— me suicido si me mandan que me amarre al tiránico yugo con una de esas sin sustancia! ¡No creas por eso que prefiero a tu ideal! Entre la tití y las señoritas de Barrientos, me quedo sin ninguna; la señora de tu tío (en mi concepto está algo loca) es una mujer de otras edades, a quien por errata le tocó nacer en el siglo presente, adornada con virtudes que no necesito y convicciones que me estorban; y las de Barrientos, unas pavisosas coquetuelas que no veo la necesidad de que naciesen ni en este siglo ni en ninguno, porque maldito si sirven para nada. Créeme, chacho: el hombre de mediano sentido común que cargue con ellas, a los dos meses las administra algún alcaloide. ¡Dios me libre de tales plepas por siempre jamás amén! ¿A quién le caerán semejantes gangas?».

Ya podía conjeturarse a quien, pues las señoritas de Barrientos tenían novio todas, aunque de muy diverso pronóstico matrimonial: dos había de casaca, y dos de pasatiempo. Los de casaca se dirigían a la segunda y tercera de las niñas, Aurora y Concha; los de entretenimiento a la mayor y menor, Camila y Raimunda. Eran los de casaca un par de buenos muchachos, que esperaban, el uno por la notaría y el otro por la efectividad de capitán, para ofrecer el cuello a la coyunda; y los de entretenimiento, dos estudiantes de leyes, asociados para aquellos amoríos, amigos de cháchara, pero más recelosos de la Vicaría que toro corrido de la garrocha.

Como las muchachas de Barrientos estaban «tan unidas», yo he de decir en toda verdad que cuando asistía a sus saraos me era imposible no confundirlas, y también a sus novios, de una manera a veces muy cómica. Viéndoles pegados a sus respectivas damiselas, conseguía orientarme; pero en cuanto se deshacían los dúos, me quedaba en ayunas de cuál era el de Raimunda ni cuál el de Concha. Hasta tal punto me mareaba el amoroso rigodón, que se me puso en la cabeza que el novio de Aurora, el futuro notario, chico muy formal y dulce, la mejor proporción de los cuatro pretendientes, hablaba más con Camila, la mayor de las hermanas, que con su misma novia. Camila tendría sus veintiséis o veintisiete años largos de talle, y aunque ajustada al patrón uniforme de la insignificancia fraternal, me parecía que alguna vez, sobre todo cuando cantaba acompañándola al piano Raimunda, revelábase en ella una mujer distinta, escondida, nada espiritual por cierto. Al modular las notas de algún tango o cancioncilla, sus labios se entreabrían, el canto enronquecido y arrullador salía de ellos como chorro candente, sus ojos se nublaban, y transformaba su cara empalidecida una especie de deliquio. Aquella pobre criatura debía de estar muy fatigada de su larga soltería.

A casa de Barrientos bajaba yo con la tití una vez por semana, los jueves, día señalado para las recepciones. No sabiendo qué hacer, y en la imposibilidad de dar conversación a Carmiña, se la daba a Camila, lo cual me distraía un poco, pues lentamente, bajo el artificio de su educación convencional, iba descubriéndose la naturaleza más fogosa que yo había encontrado nunca. La proximidad de un individuo de mi sexo producía en Camila una impresión que encubría disimulando; a veces adoptaba la expresión cándida y bobalicona de sus hermanas, pero no siempre podía mandar en sus ojos ni en su fisonomía delatora, a no estar yo tan subyugado por otro orden de sentimientos, Camila hubiera sido un peligro para mí; y no porque me gustase, que no me gustaba poco ni mucho, sino porque mujeres de tal condición no necesitan gustar para constituir riesgo. Son el clásico fuego junto a la estopa.

En los saraos barrientescos, tití se manifestaba como cumple a su estado, absteniéndose de cuanto trascendiese a mundanismo: siempre moderada en el vestido y adorno, hallábase tan dispuesta a dar palique, en el rincón del sofá, a las señoras formales, como a teclear polkas y rigodones para que bailase la gente moza.

A lo que no se prestaba nunca era a tocar allí el piano en toda regla. No sé si la tití era una profesora, o algo menos; seguramente una aficionada discretísima. Es imposible sacar mejor partido de un instrumento seco, ingrato y duro como el piano, en que el sonido no se liga al sonido sino a fuerza de inteligencia y sensibilidad en el ejecutante. No se podía comparar la ejecución de Carmiña a esa catarata de notas sonoras, metálicas y brillantes que tanto se aplaude en los conciertos: jamás la vi romper a sudar mientras tocaba, ni hago memoria de que saltase cuerda alguna en el arrechucho de una serie de octavas o de una escala cromática doble. Su manera despuntaba por lo suave, tersa, matizada y sobria. No daba una pifia, ni aplicaba el pedal cuando no hacía falta. Tenía gusto en la elección de piezas: no recuerdo que estudiase fantasías sobre motivos de ópera alguna. Cogía, sí, la ópera entera, e iba leyéndola, divagando, deteniéndose más en los pasajes reconocidamente hermosos, y manifestando al traducirlos que había entendido muy bien su sentido recóndito, el pasional inclusive. Sus trozos predilectos eran sonatas de Beethoven o de Schumann. También tocaba música de iglesia, pero decía ella que no se prestaba el piano, y que tenía capricho de un buen armonio. Capricho, ¡ay! que llevaba pocas trazas de satisfacer, pues mi tío no parecía muy inclinado a aflojar cuartos para fines meramente recreativos.

Cada día se patentizaba mejor que mi tío Felipe Unceta sufría honda crisis: no estaría enfermo del cuerpo, pero debía de estarlo, y gravemente, del espíritu. Su carácter más desabrido y agrio, sus períodos de murria y silencio, la indiferencia en que a ratos caía, indicaban sobradamente que no era su estado de ánimo el propio de un hombre a quien mira con buenos ojos la fortuna, que ha triunfado en su pequeña escaramuza por la existencia, y es dueño de una esposa joven y envidiable como Carmiña Aldao.

Repito que le observaba sin cesar. No me ocupaba en otra cosa; aunque en apariencia me distrajese, volvía siempre al foco o centro de mi vida sentimental, que eran Carmiña y su marido —y aún creo que pudiera invertir los términos diciendo mi tío Felipe y su mujer—. El odio puede ser más irritante y activo que el amor, y yo por odio me convertí en anatómico de dos almas. La historia de mi loca pasión por la tití podía reducirse a un espionaje, pues me bastaba saber las vicisitudes de su espíritu, juzgándome feliz si andaban acordes con las del mío propio. Pues bien: hacia la época a que voy refiriéndome —el mes de mayo— hube de notar (no era ilusión) que la inexplicable sequedad y acedumbre de mi tío para con su mujer tomaban carácter de desvío absoluto. Este desvío, acentuándose gradualmente, se manifestó sin rebozo en dos síntomas.

El primero fue tan significativo en el terreno material, que no dejaría duda ni al más topo. Había en la casa, contiguo al despacho, un gabinete o dormitorio interior, estucado, que servía de ropero: allí colgaba mi tío su vestuario, allí colocaba algún trasto estorboso, y allí se aseaba cuando su mujer tenía ocupado el lavabo de la cámara nupcial. En esta alcoba supletoria existía también una cama de hierro, doblada y arrimada a la pared. Pude cerciorarme de que a principios del mes de mayo la cama recibió colchones y sábanas, y mi tío pasó las noches en ella.

El segundo indicio, puramente moral, aún resultó para mí más luminoso y me produjo mayor satisfacción interna. Fue percibir en el semblante y en toda la persona de la tití —desde que se realizó este apartamiento conyugal— un cambio favorabilísimo. ¿Habéis visto la flor lacia y mustia, que al segarle con delicado corte de tijera el tallo, e introducirla en agua, yergue la cabeza, adquiere color, frescura y gallardía, y lozanea saliéndose del vaso de cristal? Pues así revivió la mujer incomparable, cuando sin intervención suya, sin tener que acusarse de nada, se aflojó el lazo que apretara en mal hora su generosa voluntad. Seguramente que los mártires de la leyenda cristiana irían al suplicio muy animados, cantando muchos himnos y todo lo que ustedes gusten; pero figurémonos que sin necesidad de quemar incienso ante los ídolos, ni de apostatar de la fe, ni de recibir un triste libelo, en aquellos instantes terribles, obtuviesen la conservación de la dulce vida… y crean ustedes que los mártires, sobre todo siendo jóvenes y llenos de esperanza, se pondrían tan contentos. ¿Pues qué? ¿Acaso el mismo Hijo del Hombre, en el Huerto, no se volvió a su Padre, implorando que pasase aquel cáliz, si era posible?

Mi tití no tenía que beber el cáliz ya. No era su culpa si el esposo se alejaba de ella. Ningún acto suyo había ocasionado el aislamiento. Podía cumplir su programa litoral, ser buena a toda costa, y al mismo tiempo no apurar la hiel de deberes tan amargos. Yo veía que los negros ojos de Carmiña recobraban el brillo y la húmeda suavidad de la ventura: que sus ojeras, perdiendo el amoratado color, sólo rodeaban de ligero cerco obscuro los luceros de la cara; que su tez dejaba el tinte rancio de la bilis estancada y reprimida, para adquirir el tono de nácar que presta la sangre cuando circula normalmente; que hasta su buen apetito indicaba plenitud y serenidad, y su risa expansión del ánimo. En resumen, mi tía iba poniéndose guapa.

La satisfacción de tití se revelaba hasta en su modo de herir las teclas. Alegres y brillantes valses, cadenciosas polkas, brotaban de sus dedos, saltando como mariposas juguetonas y aladas de un matorral. Arpegios rápidos, marchas y galopes sonoros nacían de sus manecitas, ya redondeadas y llenas, como son las de las mujeres felices. Otras veces volvía a Schumann y a Beethoven, pero con una reposada languidez que imprimía a aquellas ensoñadoras divagaciones mayor encanto. Las teclas no gemían, ni rezaban ya, o al menos su rezo se parecía a acción de gracias fervorosa.

Hasta en el traje de Carmiña me pareció advertir indicios de ese renacimiento moral que presta valor a los objetos exteriores y nos lleva a reflejar en ellos la situación de nuestro espíritu. Mi tití se componía más; su peinado, siempre sencillo, tenía algunos toques de coquetería modesta; prendía a veces una rama de lila en el pecho; otras un bonito y limpio fichú blanco alegraba su traje, habitualmente obscuro.

En esta ocasión tuve mil de hablarla a solas, porque mi tío se marchaba de casa con diferentes pretextos, y siempre andaba de cabildeos políticos, tejiendo intrigas de menor cuantía, relacionadas con sus proyectos de veraneo en Pontevedra y el influjo que allí deseaba reconquistar. Las tiranías locales, aunque piden frecuentes viajes a la corte, también imponen al tirano residencia en sus dominios. Sucedíale a mi tío lo que a muchos caciques de su misma exigua talla: que no poseyendo condiciones para volar con sus propias alas en Madrid, consiguen dominar una provincia merced al favor de personajes más altos; pero faltándoles este puntal, la acometida de otra medianía hace tambalearse su efímero poder. El adversario de mi tío era Dochán, ambiciosillo rastrero, de habilidad suma, que ya le tenía minados todos los caminos y tomadas todas las vueltas. Había empezado por fundar, contra El Teucrense, otro periodiquín llamado La Aurora de Helenes: esta hoja ladradora y procaz llenaba sus tres páginas con ataques a mi tío y a ciertos paniaguados suyos que, desatendidos por Sotopeña, iban inclinándose hacia el partido conservador o el reformista, únicamente por recurso; porque veían al Santo indiferente a sus quejas, sordo, desde lo alto de la hornacina, a sus postulaciones, y ya se permitían de vez en cuando, seguros de que nada lograban por medio del incienso, apelar a la intimidación, dirigirle estocadas y reticencias, sacando el estribillo aquel de las romanas virtudes. ¡Ancha y pródiga mano y paciencia heroica necesitaba el Santo bendito para satisfacer a todos sus conterráneos, que fundaban en sus milagros la aspiración de hacer del presupuesto la quinta provincia gallega!

A mi tío le pegaba La Aurora sin reparo. Le daba con las de alambre. Salían a relucir diariamente enjuagues y chanchullos, el alquiler de la casa para oficina de Correos, los solares lamosos, los expedientes de carreteras… todo, todo; la eterna miseria de los escándalos de provincia, basura removida sin cesar, que nunca se entierra, y no por indignación vengadora, sino por odios personales, o por desesperación de que otro haya sido autor de la fechoría y usufructuario también. Aparte de las concusiones, le arrojaban a la faz la dureza de su corazón, ajeno a los afectos de familia, y su guerra contra Luciano Aldao, a quien sitiaba por hambre cerrándole el camino de la deseada prebenda del Hospital: en efecto, mi tío desplegaba encarnizamiento horrible contra su cuñado: si pudiese, le reduciría a la miseria.

He dicho que me encontraba muchas veces solo con Carmiña, sentado cerca del piano, oyéndola juguetear con las teclas, o viéndola hacer, labor y repasar la ropa, tarea doméstica que desempeñaba a las mil maravillas. Decir que no se me ocurriese arriesgar un paso decisivo, sería mentir: yo, como es natural, pensé, no sólo en la posibilidad de declararme, sino en la probabilidad de sorprender dormida a la virtud, y robar a su sueño lo que su vigilia no me otorgaría nunca: pensé también que el temporal apartamiento de los cónyuges coadyuvase a mi propósito… Sí, todo lo pensé, y nada hice entonces. Tenía miedo, mucho miedo a que un desplante mío malograse lo obtenido ya: ¿no valía más gozar tan dulce intimidad que exponerme a una ruptura, un castigo, un extrañamiento impuesto por la tití? Calma…

¿Qué podía yo desear? Interrumpidas las relaciones entre ella y su dueño, libre casi, y yo a su lado… Lo demás que lo hiciese el tiempo… o alguna circunstancia fortuita como la de mi enfermedad, circunstancia que yo aguardaba siempre, con la viva fe de los enamorados, fiando en que nuestra convivencia y la soledad de aquella mujer acabarían por inclinarla hacia mí, de modo tan insensible como se inclina el sauce hacia el agua. Y así era. Sin pecar de fatuo comprendía que mi presencia agradaba; que Carmiña se entretenía charlando conmigo; que su juventud se entendía bien con mi juventud; que el interés de su vida lo constituía mi trato, y que la santa «pintada sobre fondo de oro», según la frase de Portal, iba destacándose de la niebla mística, y entrando en más humano ambiente. Mi mismo respeto, mi cautela para no espantarla, contribuían a captarme su corazón. ¡Ah! Era evidente: habían reflorecido aquellos días tan hermosos del Tejo, porque a veces las pupilas de tití adquirían la misma expresión que la tarde en que salimos a pescar en la ría y cogimos el murciélago alevoso; y su voz, inflexiones parecidísimas a las que tuvo en los supremos instantes de mi grave enfermedad… Yo no sabré encarecer lo azucarado de aquellas proximidades y aquellos coloquios, tan inocentes en el terreno positivo.

Empezaba a mostrarme suma confianza. Hablome varias veces de asuntos de familia, de cómo Candidiña le había escrito una carta pidiendo perdón por su boda, y ella había respondido con otra atestada de buenos consejos. «Pero de esto no le he dicho nada a Felipe —añadió—. Sería probable que se enfadase mucho; y ¿a qué provocar discusiones y malos humores y tonterías? ¿No te parece que hice bien? Yo creo que no es ninguna acción reprensible el haber contestado a Cándida. ¿Qué sacábamos de darla un bufido? Ella con eso no había de volverse más formal. Al contrario, tal vez mi carta influya para sentarle la cabecita a aquella tolitatis… Mira, esto de que Candidiña es una tolitatis te lo digo a ti: que a la gente… ¡líbreme Dios! Si las primeras en desacreditar a una mujer son las personas de su familia, nunca honra tendrá. Yo quiero que Cándida tenga honra, ya que se ha casado con mi padre. Estoy deseando llegar allá para calentarle bien las orejas, y hartarla de sermones. Ella no es tonta, y yo le demostraré claramente la cuenta que trae cumplir con su deber. ¿Sabes lo que voy a decirla? Pues lo siguiente, y en tono bien categórico: —Cándida, mira, sé buena, que no te pesará. Si eres buena, te prometo que aunque no tengas hijos, he de hacer que mi padre te deje cuanto pueda; que asegure tu suerte para toda la vida. Mi pobre padre, por un orden natural, poco tiempo ha de vivir; conserva su decoro los años que viva, y después libre quedas… Yo haré que la pobreza no te angustie… Seré tu mejor amiga, te querré mucho, iré contigo a todos lados, no sufriré que te haga nadie un desaire ni una mala partida… He de conseguir que te trates con todo el señorío de Pontevedra… ¡Vaya! ¿Qué te pensabas tú? Con la del Gobernador, con los marqueses del Remo, con la familia de Filgueira… pero no avergüences a mi padre… ¿lo oyes? porque entonces tendrás en mí la enemiga peor… —Todo esto he de encargárselo a la chiquilla… ¡y si así no consigo nada!… Espero que conseguiré… ¡ojalá!… Cándida es una aturdida, pero no creo que se atreva a cometer el mayor crimen de una mujer… que es faltar a su marido. ¡No, de eso no puede ser capaz!».

Cuando hablaba así, articulando estas palabras para mí tan funestas, me hubiera corrido a besos su sagrada boca.

«Por desgracia —añadía—, Felipe no me permitirá que trate a Cándida. Esto sí que me lo temo. ¡Mis consejos serían tan convenientes para la infeliz! Y no es igual… ¡quia! es enteramente distinto aconsejar por carta, que de viva voz. Felipe ni quiere oír hablar de que yo la trate. Dice que si en público se dirige a nosotros, debemos volverle las espaldas. Te aseguro que esto me tiene disgustadísima».

Prometí que le conseguiría una entrevista clandestina con Cándida, o que iría yo mismo a transmitir los recados.

—¡Bah! no… guasas tuyas —contestó la tití—. ¡Valiente embajador! Lo que harías sería levantar de cascos a mi madrastra. No conviene. No tienes tú formalidad ni suposición para semejante envío de recaditos. Te tiemblo… Salustio… Esa cabeza… Pero mira: otro enredo que me trae muy cavilosa, mucho, es lo de mi hermano. El pobre, cargado de familia: todos los años un chico: papá sin darle gran cosa… y cuanto le diese siempre sería insignificante para mantener el pico a tanta gente menuda. Por eso pretende el empleíto del Hospital, u otra cualquiera que le ayude… Y mira tú, ¿qué trabajo le costaría a Felipe apoyarle en su pretensión? Pues le hace una guerra a muerte… y mi hermano lo va a conseguir por Dochán… ¡Figúrate qué vergüenza! ¡El mayor enemigo de mi marido! Parece que hasta don Vicente Sotopeña se manifestó sorprendido y disgustado al ver que Felipe le tira a degüello al pariente más próximo de su mujer. Tú ya sabes que don Vicente Sotopeña es tan amante de la familia… Nada, por Felipe se moriría de hambre mi hermano…

—Tú —interrumpí—, lo que es a tu hermano, no tienes que agradecerle mucho… Si él te recibe en su casa, no te hubieras casado.

Tití no contestó a esto. Parpadeó, y sus grandes pupilas me contemplaron un segundo. Indudablemente iba humanizándose y saliendo del fondo de oro.

—No importa —contestó—. Que él se haya portado mejor o peor conmigo, no quita para que yo le desee buena suerte y me parezca mal perjudicarle. Es mi hermano, tiene muchos hijos, y es un prójimo. No sé qué daría porque Dios le tocase en el corazón a Felipe. Te aseguro que…

Vi favorable coyuntura para entrar en materia y dije:

—Vamos, tití, confiesa que no eres allá muy dichosa con tu cónyuge.

Capítulo 5

Carmiña no se arredró. Esperaba sin duda, desde que nos hablábamos así confidencialmente, que tarde o temprano se me fuese a mí la lengua y saliese a relucir la cuestión vedada, la eterna manzana conyugal. Estaba, pues, dispuesta al combate, y a la resistencia apercibida.

—¿Y por qué no he de ser dichosa? —contestó dejando asomar a sus mejillas un carmín puro—. La dicha (no te rías de estos términos) está en nosotros mismos. El que cumple con su obligación y lo hace de buena gana, es feliz. ¿A que no me lo niegas?

—¿Pues no he de negártelo? La felicidad del ser humano consiste en realizar plenamente su destino y los fines propios de la vida, y uno de los fines principalísimos en tu sexo es el amor y la maternidad. Tú no amas ni tienes hijos; luego…

Al tocar este registro, al asestar contra el corazón de la noble mujer este dardo impregnado de ponzoña, vi que ella no esperaba tan rudo ataque. Se puso de color de la grana; sus ojos se entornaron dolorosamente; abrió primero la boca para respirar y beber el aire, como quien recibe tremendo golpe, y luego la cerró, como el que comprende la necesidad de callar a toda costa. Pude conocer mejor el efecto que le había causado mi estocada, en que guardó silencio por algún rato, no acertando ni a reponerse. Y al fin salió con este argumento endeblísimo:

—Cuando Dios no ha querido darme hijos, él sabrá por qué. Nunca debemos rebelarnos contra la voluntad de Dios, que conoce mejor que nosotros lo que nos hace falta.

—Bien, corriente; así será, pero una cosa es resignarse, es decir, fastidiarse, y otra ser feliz. Tú feliz no eres.

—No sé de dónde lo sacas. No parece: sino —repuso ella buscando una escapatoria— que me ves por ahí llorando por los rincones de la casa. Pues me parece que…

—¡Ay, tití! —exclamé acercándome a pretexto de revolver en la canastillita de los hilos y de jugar con los carretes y las estrellas de crochet—. ¡Ay, tití! ¡Las cosas que podía yo contestarte! ¡Ay si te dijese clarito el porqué no lloras por los rincones de la casa! ¿crees que no atisbamos, que no miramos, que no vemos los demás? ¡Bobiña! ¡Pues si yo me paso la vida pendiente de lo que tú haces… de lo que tú sientes… oyéndote la respiración! ¿No había de saber el porqué te baila la alegría en el cuerpo esta temporada? ¡Ay, boba!

Dije esto con todo el fuego que el craso requería. La pobre tití no contaba tampoco con el empleo de armas de tan mala ley, de hoja triangular, que ensanchaban la herida. Se demudó, y sin aparentar enojo, seria, entera, firme, se levantó y salió del gabinete, dirigiéndose al interior de la casa.

¿Me atreveré a referir cuál fue el resultado de nuestra conferencia? Sí; porque en la historia, que voy narrando, el lector no puede ver más que un aspecto de los sucesos, el que tenían para mí; y al través de mis ojos es como ha de considerar el alma de la mujer fuerte. Yo no juro, pues, que los hechos fuesen cual voy a referirlos; sólo puedo afirmar que así se me representaban.

Hizo la casualidad que aquel día diesen un sarao las señoras de Barrientos. Siempre estas cachupinadas se verificaban los jueves; pero tratábase de una extraordinaria, por coincidir el jueves con los días de la señora, que tenía el mal gusto de llamarse Ascensión, nombre sumamente difícil de pronunciar. El caso es que en honor de doña Ascensión se armaba aquella noche baile, sus miajas de concierto casero, y un cachito de buffet. Mi tía se vistió y arregló con esmero evidente; púsose el traje blanco, que no había vuelto a salir desde la noche de bodas; colocó no sin gracia sus joyas en pecho y cabeza: se empolvó, se rizó el pelo ocultando algo, según exigía la moda, su vasta frente; entreabrió el corpiño destapando la garganta, y en suma, procuró —¡caso notable!— presentarse de manera que pudiese atraer las miradas y el deseo. Ya estaba emperejilada así cuando nos sentamos a la mesa; y noté que, con una especie de coquetería febril, intentaba conseguir que se fijase en ella su marido. Me estremecí hasta los tuétanos. No puedo explicar lo que sufría, y aquel suplicio, yo mismo me lo había preparado, sembrando en el alma de la esposa el recelo y los escrúpulos, rasgando brutalmente el velo con que aún procuraba cubrirse para disculpar la alegría de su emancipación. Mis palabras le habían abierto los ojos, y a la luz de mis indiscretas afirmaciones, veía su contento por la ruptura de la intimidad matrimonial, y se espantaba de semejante estado, que no le parecía ortodoxo, ni mucho menos, por lo cual resolvía cargar valerosamente con la cruz y restablecer el trato con su esposo. Marchaba a la unión, como el soldado a la toma del reducto, donde ha de llover sobre su pecho la muerte. ¡Y yo presenciándolo, yo viéndolo, yo sufriéndolo, yo siendo de ello causa involuntaria!

Cuando la tití estuvo engalanada del todo, acudió a solicitar las alabanzas, los requiebros, digámoslo así, del marido. Encerraba un elemento profundamente trágico la acción de aquella mujer santa y pura, de aquella señora recatadísima, remedando los artificios de las cortesanas citando procuran agradar, no va al indiferente recién llegado, sino al mismo hombre que les infunde repulsión y aborrecimiento. «¿Qué te parece, Felipe? —preguntaba la infeliz—. ¿Qué te parece? ¿Está bien? ¿Te gusta cómo me he peinado? ¿Hace mal aquí esta rosa?». Y mi tío, ¡bendición de la Providencia!, posaba en su mujer una mirada distraída y rápida, respondiendo con indiferencia profunda: «Perfectamente… Los hombres entendemos poco de eso».

No lograron nada sus tretas de sublime y honesta coquetería. Nada, nada. Tuve el gusto de comprobarlo. Mas no por eso tragué menos saliva, ni masqué menos hieles. Yo hubiera besado sus pies llamándola santa y heroína… y la hubiera estrangulador, considerando que la santa era una mujer, y que esta mujer se brindaba a otro hombre.

La esterilidad del tremendo sacrificio reflejábase al día siguiente en el rostro de la piadosa sacerdotisa del hogar. Leí en la cara de Carmiña un gozo sereno, y esa especie de sedación plácida que experimentamos después de haber salvado de un gran peligro, y que presta tan simpática expresión al semblante de los marinos veteranos. El sentimiento del deber cumplido se unía al de la indulgencia de la suerte, para templar su ánimo y alumbrarlo con luz de esperanza. Mas sin duda no quería que yo se lo dijese; temía a mi sagacidad. Los primeros días huyó de mí. Costome trabajo reanudar aquellas sabrosas y dulces pláticas de las largas tardes de mayo, cerca del piano o del costurero. Lo conseguí por último, y ella se prestó, entregándose nuevamente a la confianza desde que pudo advertir que no hacía alusiones al asunto escabroso.

Un día, no sé por qué resbaladizos senderos, que yo tintaba de jabón a propósito, llegó la tití a interrogarme acerca de mis amoríos y mis noviazgos. Ella aseguraba que yo tenía novia, de fijo. Yo solía entretenerla contando historias de mis amigos, por supuesto, las contables, pues que cortaría le lengua antes que derramar en los oídos de Carmiña una palabra ofensiva, fea o de dudosa interpretación. ¡No, eso nunca, por ningún motivo ni pretexto! Y sin embargo, cuando me preguntó de mí mismo, entrome un arrechucho tal de franqueza, que desembuché todo, absolutamente todo lo relativo a Belén, escogiendo formas y términos, pero sin quitar punto ni coma en lo esencial. Confesión auricular entera, complaciéndome en inmolar en aras de la virtud la negra oveja del pecado, o sea la mísera Belén. Mi tití me escuchaba con los ojos dilatados de curiosidad, el seno oprimido de interés, el ceño un tanto fruncido; y, al concluir yo, no pudo menos de exclamar con voz opaca:

—¡Ay, Dios mío! ¿Y eso… sigues? ¿Vas a ver a esa… señorita muchas veces?

—¡Señorita! —contesté risueño—. ¡Valiente señorita nos dé Dios! No, tití… ya no voy a ver a esa señorita, como tú dices…

—Bueno; a esa… mujer.

—A esa mujer. Hace lo menos quince o veinte días que no piso aquella casa. Si quieres que no vuelva a pisarla nunca, basta con que digas: «Salustio, te prohíbo que te acerques a Belén». Y cátate que no me acerco en mi vida. Nada, no me acerco. Palabra de Honor.

—¡Hombre… prohibir!… Yo no soy nadie para prohibirte eso. Pero me parece muy mal, muy mal, que vayas ahí ni a ningún sitio donde peques gravemente; y si es lo mismo pedírtelo que mandártelo… te suplico que no vayas. Te lo ruego.

—Es lo mismo. No iré, tití, no iré. El pecado no me importa cosa mayor… pero por darte gusto, por darte gusto… ¿lo entiendes?

—Pues no me gusta que lo hagas por darme gusto, sino que debes hacerlo por no ofender a Dios.

—¿Te contentas con que no lo haga?

—A falta de pan, buenas son tortas —respondió festivamente, revelando que le causaba verdadera alegría mi promesa. ¡Malicia y vanidad! Me figuré que también a ella la movía un impulso humano al rogarme que no viese más a la pecadora.

—Mira —le dije espontáneamente—: si dejo de ir a casa de Belén, no me lo agradezcas ni miaja. Puedo jurarte que no la quiero; que no me hace feliz esa historieta.

—Y entonces, ¿por qué vas?

—Phss… Tonterías en que cae uno por… por sosera.

—¿No es bonita?

—Bonita sí; pero ¿qué importa su hermosura? Un objeto que no nos interesa nunca es hermoso, tití. Esto de la hermosura tiene su busilis, como todo. Está en el corazón. Allí sí que se ve claramente lo bonito y lo feo.

Se lo dije mirándola con ojos tan expresivos, que, según entiendo, no pudo dudar del sentido de mis palabras. «Eres un bobo» pronunciaron los labios; pero la animación de la faz, la involuntaria expansión de la sonrisa, parecían murmurar: «Gracias, sobrinito. Me sabe a gloria lo que me dices».

Pronto tuvimos otro nuevo pretexto para confidencias y otro interés común. ¿De qué pensarán ustedes que se trataba? Pues de un suceso que, al parecer, debía sernos casi indiferente a los dos. Es el craso que mi compañero Dolfos, el zamorano, no pudo llegar al codiciado término de sus afanes. El destino le impidió dar cima a la empollación magna y mortal. Faltábanle, para acabar de subir la cuesta, sólo dos escalones, un par de asignaturas, una bicoca; pero la naturaleza se plantó, diciendo: «No paso de aquí. Se ha consumido todo el aceite de la lámpara. Conmigo no se juega impunemente». El asiduo cayó en cama, y todavía, luchando con la disnea, en el último período de una tisis caseiforme, insidiosa al pronto y que al final corrió a galope tendido, aún quería llenarse la cabeza de científico plomo. En el lecho, donde le clavó lo que él llamaba su «catarro de primavera», no soltaba los libros, y mediante piadosa engañifa de la imaginación, mientras los demás veíamos ya su cuerpo en el ataúd, y su pobre cerebro inerte, ahíto de matemáticas sin digerir, él veía el examen decisivo y postrimero, el diploma, la salida de Madrid, la llegada a Zamora, y la anciana paralítica, que al oírle levantaría la cabeza, temblorosa de placer, y no pudiendo moverse del sillón, extendería las manos para tocar más pronto la ropa del nieto querido… Mi tití, sabedora de la apurada situación del buen Dolfos, no se enternecía tanto por ella, como al recuerdo de la viejecita que esperaba a su niño, y que, en vez de recibir al ser amado, dejaría caer en la falda, de las manos inertes, el telegrama horrible…

—¡Dios mío, pobre anciana, pobre señora! —exclamaba Carmiña, inundada de compasión—. ¿Creerás que sueño con ella muchas noches? No la conozco, pero me la figuro; me parece que estoy viéndola. Me parte el alma. No sé qué me sucede cuando pienso en lo que la espera. Di, ¿y él sin aprensión ninguna?

—Ni tanto así. Lleno de ilusiones, persuadido de que en cuanto se meta el calor y pase esta mala temporada y se examine y lo aprueben y salga ingeniero, se largará a Zamora chorreando salud. La condición de su mejoría es acabar la carrera… y el desdichado no la acaba.

—Dejadle con sus quimeras. Tiempo tendrá de saber lo peor. Cuando el médico diga que está muy grave… eso sí… entonces… hay que prepararle y que se confiese. ¿Me das palabra de que no se irá al otro mundo sin sacramentos?

—Te la doy —respondí, dándole también el corazón en una sonrisa—. Por ahora no le desengañamos, ¿a qué? ¡Si así es más dichoso!… Ni a la abuelita de Zamora se le dice nada.

—¿Y no hay esperanza?

—¡Quia! ¡Esperanza! Ninguna. Nos vemos y nos deseamos para conseguir que doña Desusa no le eche de casa. La aseguramos que el médico responde de él… pero la patrona no es lerda, y bien tapisca que el huésped se las lía por la posta.

A los pocos días advertí a Carmiña que aquella noche me quedaría velando a Dolfos, el cual se encontraba ya en los últimos. Mi tití se arrasó en lágrimas al oírlo. Con ímpetu indecible exclamó:

—¡Si vieses de qué buena gana te ayudaría a velar! ¡Me da tanta lástima!

—Si tú vas a velarle, ten por seguro que cura —murmuré piadosamente—. ¡Me acercaba al pasillo, cuando me llamó tití para suplicarme que «no me olvidase del confesor».

No estaba Dolfos para curar, aunque le velasen los serafines. La muerte no soltaba su presa. La abuela no le verá nunca más en este mundo. Sólo llegará hasta ella un papel azul, seco, breve, transmitido por el rayo, que será para la anciana otro rayo de dolor… «El hijo de tu hija está en la caja; le alumbran cuatro cirios. Aunque vengas y le beses, y vuelvas a besarle con toda la ternura de tu corazón dos veces maternal, no abrirá los ojos, no pagará tus caricias, no sonreirá para decirte: Ya tengo carrera… no te apures… desde hoy seré tu sostén. No. El telegrama, sólo el telegrama… y para ti el eterno desconsuelo, hasta que la muerte, que parece olvidarte, te recoja desdeñosamente y te administre la gran medicina».

Capítulo 6

Recuerdo los últimos días de mayo, como se recuerdan las fechas críticas; y sin embargo, en ellos no me ocurrió cosa que en apariencia merezca referirse; porque mi historia es rica en detalles internos, pero exteriormente monótona y vulgar. ¿Qué sucedió en aquella quincena, para que yo la distinga y la señale con tinta roja o con piedra negrísima? ¿Qué sucedió? ¡Ah! Una cosa sencilla, legal, sancionada por la sociedad y por Dios; una cosa que debe regocijar a las gentes bien intencionadas… Mi tío pasó de la mayor indiferencia por su mujer, de una especie de separación amistosa, a un acceso de amor conyugal, rabioso casi. El lazo del matrimonio —hasta entonces medio desatado— volvió a apretar estrechamente las gargantas de la pareja.

¿Cómo se verificó aquella reconciliación o ritornelo conyugal? No sabré decirlo: burlaron mi vigilancia, y puedo asegurar que me cogió tan de susto, que dos días antes del fenómeno hubiera jurado que el apartamiento de los esposos era más radical que nunca. En efecto, yo tenía motivos para afirmar que mi tío no sólo huía de su mujer, sino que cortejaba a otras con empeño, amartelado lo mismo que un cadete. Lo supe por Belén, a la cual (¡oh flaqueza humana!) hice entonces dos o tres visitas, a puros ruegos y, ardientes instancias de la pecadora. La cual, con profunda indignación, me enteró de las veleidades eróticas de mi tío. «¿Querrás creer que al tiñoso ese le da por rondarme desde hace unos días? Cartas y todo me ha escrito… Porque yo, con la puerta en las narices… Para lo que había de sacar él… Como si lo viera, iba a dejarme allí un duro en calderilla… Sólo una vez le he de recibir, a ver si me cuenta algo de su mujer».

—¡De su mujer! —exclamé azorado—. ¿Qué tienes tú que ver con ella? Déjala, y no te ocupes de las señoras, que no se acuerdan de ti.

—¡Ay, ay!… —chilló la muchacha—. ¡Pues, hijo, ni que fuera la Santísima Virgen! No te atufes, que yo no voy a comérmela. ¿Es de merengue y se quiebra con tocarla? ¿Sabes que ya me olía a mí que te duele mucho ese lado del cuerpo? ¿Y habrá mamarracho como tu tío, que te tiene en casa, a la verita de su señora? ¡Ay, ay, ay! Nada, lo que digo, si yo me lo calé… Soy perro viejo: a mí no me la das tú, ni veinte como tú. Por eso te me escurres y no hay quien te traiga aquí…

Me puse furioso con la paloma torcaz, y creo que hasta tuve la indelicadeza de decirla tres o cuatro frases duras, más groseras precisamente por dirigirse a quien yo debía reconocimiento y consideración, a falta del amor y del respeto íntimo que no podía profesarle. Mis asperezas encresparon el genio de Belén. Con el rostro encendido de cólera y los ojos preñados de iracundas lágrimas, se acusó de quererme y se maldijo por haber puesto afición tanta en un chisgarabís como yo. Y viendo que en vez de replicar o maltratarla me levantaba para tomar la puerta, corrió a ponerse delante y a estorbármelo, abriendo los brazos con una espontaneidad y vigor de actitud que le envidiaría una tiple en el acto cuarto de Hugonotes.

—¡No, tú no sales!

—Anda, chulapo, indino… pégame si quieres salir!

En los brillantes ojos negros, que despedían centellas; en el seno enhiesto y rígido, destacado por la postura; en las soberbias líneas de aquel cuerpo de mujer que me cerraba el paso había un reto, una provocación apasionada, que de parte de un hombre de su mismo temple, un hombre como el que Belén deseaba en aquel instante despertar en mí, le valdrían el apetecido bofetón, y después una lluvia de salvajes caricias para borrar la equimosis. Pero conmigo, ni lo uno ni lo otro consiguió la hermosa. Me armé de paciencia, me senté en una silla y dije con gran seriedad:

—Hija, ya te cansarás de estar ahí crucificada… Ya bajarás los brazos y me dejarás largarme. Así no creo que te pases el día entero. Es postura muy incómoda. Anda, ponte en la razón y permíteme que me retire con mis honores, acompañándome hasta la puerta si gustas.

Mi calma y mi resolución produjeron efecto mágico. Se aplacó lo mismo que el mar cuando derraman sobre sus irritadas olas un pellejo de aceite. La espuma del furor descendió aplanándose; las airadas pupilas cesaron de lanzar rayos; la invectiva murió en los labios rojos; los brazos, lánguidos y sin brío, descendieron a lo largo del cuerpo… y la domada y subyugada pecadora vino a caer… ¡vergüenza me da escribirlo! a hincarse medio de rodillas ante mí, abrazándome por la cintura, con una especie de humildad desesperada.

«¡Ay, hijo, te vales de que sabes que te requiero y no puedo pasar sin ti!… Perdona, no estés así con ese gesto y esa cara… ni tampoco te rías, que es lo que me irrita más. Soy alguna mona para dar risa. No; reírte no… Menos así, seriote y como si fueses a comerme. Bueno; que tiene una prontos y ligerezas y arrechuchos. Perfecto sólo Dios. Ahora voy a ser una chica modelo. Ya verás como no te armo bronca… pero no te vayas, hijo, y sobre todo atufado. ¿Me das tu palabra de honor de que volverás? No vienes nunca… ¡una vez cada mes! Galleguito, no puede ser… yo voy a ponerme mala. Por eso dice una disparates y se mete con las señoras… Si vienes, seré una malva. ¡Huy, resaladito, qué bien me saben las paces! Cúmpleme un antojo. Pégame un cachete… sin miedo; no duele na… si es por gusto; por gusto… ».

Lo que menos me importaba era aquel borrascoso episodio con mi rendida pecadora. En cambio no dejó de hacerme cavilar mi tío volviendo a las andadas y dispuesto a prevaricar. Mas ¡qué fue cuando vi los ímpetus amorosos del hebreo restituidos a su legítimo cauce, concentrados en su esposa!

Manifestose el fenómeno sin preliminares, y sin transición. A los dos días de haber rehusado Belén los homenajes de mi tío, este, sacrificando a los penates, se dedicó a su mujer con entusiasmo. Así como suele decirse que no hay llave para el ladrón de casa, diré que para el observador a domicilio no hay cortina ni biombo. Yo, por obra de la fatal convivencia, sorprendí las gradaciones y episodios de aquella renovada luna de miel. Pude ver al marido comunicativo a la hora del almuerzo, solícito a la del paseo, encandilado a la de la comida, y nervioso e impaciente a la de la velada. Por desgracia era sábado, y yo había renunciado a un teatrillo a que me convidaban Mauricio Parra y otros amigotes, con propósito de acompañar a mi tití, entretenido en ver cruzarse las lanas y juguetear las agujas de madera al través del punto tunecino, o en escuchar trozos del Don Juan o de Roberto. Y he aquí que la resolución de quedarme me obligaba al suplicio de presenciar… Era como si lo presenciase, señores. Yo interpretaba la inequívoca actitud de aquel hombre ansioso de disolver la soñolienta tertulia para quedarse a solas con su mujercita; sus miradas al reloj, sus gestos de impaciencia cuando Camila Barrientos, que había subido un rato a traer no sé qué recadillo de su mamá, tardaba en irse y hojeaba los últimos números de La Ilustración. Yo conocía la expresión del rostro de mi tío en ocasiones dadas; yo no necesitaba averiguar el nombre de lo que relucía en sus ojos e inflamaba su tez… Me puse tan nervioso, tan excitado, tan fuera de mí, que Camila me preguntó:

—¿Salustio, le pasa a usted algo?

Carmiña, involuntariamente, volvió la cabeza y clavó en mí sus pupilas… Yo pagué la mirada. Creo que nunca nos entendimos como en aquel momento. La ojeada de ella decía categóricamente: «¿Qué es esto? Una prueba inesperada, un castigo de Dios con el cual no contábamos. Pero no te asustes: tengo ánimo y fuerzas. Verás tú cómo me crezco. Y después de todo, no haré más que cumplir con mi deber». Y mi mirar le contestaba: «Tú lo tomas así, como un ángel que eres; pero yo, que soy un diablo, sufro y me retuerzo, como deben de retorcerse y sufrir los diablos allá en las mansiones infernales».

Mi tío se salió con la suya. Aún no habían dado las once cuando consiguió echarnos. Camila Barrientos me clavó el puñal hasta la cruz, diciendo a la tití: «Hoy tu marido te contemplaba como si estuviese haciéndote el oso. Se le caía la baba. Una novena para que nos toque otro así». Corrí a mi cuarto, y me encerré en él, más enloquecido que la noche de la boda, en el Tejo. Traté de enfrascarme en el estadio, de leer periódicos, de hojear una novela… ¡Imposible! Rugiendo de ira y de pena, apagué la luz, me encerré con llave y me tumbé sobre la cama. Acordábame de Luis Portal, que solía decirme: «Cuando está uno rabioso y dado a Barrabás, un cigarro es el mejor entretenimiento. En echando unas chupadas, es macho lo que la imaginación se distrae… ». En semejante momento sentía yo amargamente no fumar ni tener cigarrillos; y por un capricho de mi alma enferma, se me antojaba que si fumase, pasaría como por encanto aquel malestar, aquella ponzoña de la acre saliva, aquella calentura de la sangre requemada.

El día siguiente, a la hora de almorzar, tuve un consuelo del orden negativo, como todos los míos en tan desdichada página amorosa; y fue ver en la faz de la tití, más enarcadas aún que en la mía, las huellas de un combate moral y un quebranto físico muy profundo. Bastara una noche para desencajar su rostro y dar a sus facciones, donde antes brillaba la frescura de la juventud, una expresión de agonía como la que tiene la cara de la Virgen que los pintores representan viendo expirar en la Cruz a su Hijo. La palidez de la tití era azulada, sus ojeras lívidas, y los movimientos que hacía para desdoblar la servilleta, servirse o beber, parecían automáticos. Ni uno ni otro comimos, puede decirse. Mi tío, en cambio, lo hizo con ganas; no obstante, al venir a la mesa el tercer plato, comenzó a fijarse en la actitud de Carmiña, y por vez primera noté en su fisonomía una expresión de extrañeza y recelo, lo mismo que si acabase de caer en la cuenta de que su mujer… Clavó en ella la vista y su mirada suspicaz le quiso registrar el alma: ideas que acaso no habían cruzado por su mente, se condensaron, y una expresión irónica timbró su voz al decir:

—¿Qué te sucede, Carmen? ¿No comes? Parece que no tienes apetito. Estás así como si te sucediese algo raro.

—He comido —respondió ella.

—No es verdad. No has probado la tortilla ni los riñones, la chuleta se queda ahí. ¿No guisa a tu gusto la cocinera? ¿Por qué no mandas que te hagan otra cosa?

¡Sombra de la sospecha, ligera nube que pasas rozando apenas el espíritu y dejas en él para siempre tu negror! ¿Atravesaste entonces por la imaginación del hebreo? ¿El genio cauteloso de su raza se reveló en aquellos instantes decisivos de su vida? ¿Alumbraste también con siniestra luz la conciencia de aquella mujer purísima, casta, noble, pero mujer al fin de carne y hueso, hija y descendiente de Eva, vehemente y apasionada en el fondo, aunque sujeta al yugo de la virtud por las áureas ligaduras de la fe más acendrada? ¿La dijiste lo que no quería creer?

Al notar el marido la absorción y desgana de la esposa, las mejillas de Carmiña pasaron de la palidez a un rojo vivo; temblor violento la sacudió, y con su indispensable séquito de acongojados sollozos declarose en ella el ataque de nervios… que, digan lo que gusten los saineteros y los escritores festivos, rara vez se presenta en la mujer a no provocarlo una causa honda, psíquica, algo que hiere en el corazón femenino sentimientos profundos o pudores recónditos y sagrados…

El ataque duró poco: un minuto escasamente. En seguida reaccionó la tití: bebió agua, se levantó y contestó a las obstinadas y recelosas interrogaciones de su marido:

—Sí, puede que no esté bien… ¡Qué disparate! ¡Qué ha de valer esto la pena de llamar al médico! Me acostaré un rato… En tomando tila… Si ya no tengo nada; nada absolutamente.

No pude resistir más: despedime y salí. Me eché a la calle con objeto de disipar una exaltación que, comprimida, fermentaría y me conduciría a algún desatinado extremo. Fuime en busca del bálsamo tranquilo, de Luis Portal, que siempre había de calmarme un poco. Pero no tuve la suerte de encontrarle. Era domingo, supe por Trinito que estaba con Mó de expedición en el Pardo.

Capítulo 7

Cuando evoco el recuerdo de los días siguientes, creo evocar el de una larga pesadilla; y, sin embargo, no pasarían de quince; pero en ellos mi estado moral fue tan penoso y violento que pensé que mis nervios se desatasen definitivamente. Mi tío, después del episodio del comedor, en vez de alejarse de su mujer, se mostraba con ella más que nunca… ¿diré rendido? No; pero solícito y afanoso, como quien echa de ver que ha descuidado el cultivo de una finca importante y se propone reparar la omisión. A alguna idea semejante, característica de la naturaleza codiciosa del hebreo, respondía indudablemente aquel no apartarse de Carmiña ni de día ni de noche, aquella especie de frenesí conyugal, aquella intimidad restablecida plenamente, con circunstancias propias de luna de miel. Y si no eran rasgos de propietario celoso de sus derechos, ¿qué significaban la frialdad repentina que me demostraba a mí, el no dirigirme la palabra en la mesa, el concederme sólo pocas, humillantes y secas frases, citando antes puede decirse que sólo charlaba conmigo? Mi posición en la casa, durante la feroz quincena, llegó a ser depresiva, análoga a la de un pariente sostenido por caridad, o de un importuno tácitamente despachado a cada momento, y que no acaba de entender las indirectas. Aquella tirantez debieron de percibirla hasta los criados, aunque eran dos ejemplares célticos traídos del riñón de Galicia, que a duras penas empezaban a desasnarse, cuanto más a leer en el alma de sus amos —lectura que es la borla de doctor de los sirvientes—. Pero la hostilidad y el desdén de mi tío eran tales, que saltaban a los ojos. Notolos Camila Barrientos, y una noche se emancipó hasta embromarme disimuladamente sobre lo celoso que era el tío y lo desagradable que resultaba la posición de un muchacho alojado en casa de un matrimonio. Como yo estaba tan desequilibrado, recuerdo que se me fue la lengua y contesté muy destempladamente a la presunta señorita candorosa. La cual, en vez de formalizarse, me pidió excusas en voz queda, y como yo se las implorase a mi vez, me dijo algo que me preocupó, no sé si porque a la sazón todo me preocupaba.

—Su tío de usted me parece que ha cambiado muchísimo de carácter. Antes era una persona bastante corriente; bromeaba con nosotras, estaba de buen humor, discutía… Ahora parece, o enfermo, o maniático. ¿No se ha fijado usted? Pues fíjese: lo notó mamá lo mismo que nosotras.

Camila, al decir esto, apoyaba el dedo en la frente. En idéntico sitio se me clavó a mí la idea sugerida por la señorita: «Efectivamente —pensé— que es raro pasar de la total indiferencia por una mujer, a tales extremos. ¿Estará mi tío lunático?».

Semejante conjetura… ¿lo confesaré? se me presentó desde el primer instante, no negra y fúnebre como debiera, sino en cierto modo grata y consoladora. «Si se vuelve loco, pierde de hecho la soberanía doméstica, la autoridad sobre su mujer, la fuerza moral y el carácter de jefe de familia. Un loco es un ser que carece de alma, y la humanidad racional lo expulsa de su seno. El loco no posee derechos sociales y civiles; el loco no tiene mujer, ni hijos, ni amigos siquiera. Si mi tío se trastorna, el resultado será igual que si se divorciase. El lazo roto queda, y ella sola en el mundo, porque un loco no acompaña, ni presente ni ausente. ¿Habrá un efecto manía?… ». La tensión de mi voluntad llegaba a desearlo. ¡Y de ahí a otros deseos va tan poco!

No tardé en dar el paso que me separaba del terreno en que ya se desatan las voliciones y nos arrastran al crimen, pero al crimen mental, típico frecuente en nuestra enervada época. Recuerdo que aquellos días me tentó el diablo a dedicarme a lecturas dramáticas y tempestuosas, de esas que agitan el corazón y anublan la conciencia, y entre ellas se contó una traducción de Hamleto, que me produjo efecto muy hondo, induciéndome a comparar la irresolución, la ebullición moral y la inacción física del extraño príncipe de Dinamarca con mis propios sentimientos. Y en medio de la lectura, me hirió de pronto, embargando mis potencias, aquella rara frase: «Cuando acaricio a mi segundo esposo, mato segunda vez al primero». Comprendí entonces que mientras más virtuosa e invencible es una mujer, más fatalmente desea su enamorado la muerte del marido; y vi también, por modo clarísimo, que mi pasión desatada no era sino el odio antiguo a mi tío el hebreo, odio inveterado ya, que había tomado distinta forma, pero que subsistía implacable.

Si el deseo matase como la estricnina, y existiera inoculación por la voluntad, mi tío se hubiese muerto cien veces. A solas, con los codos en la mesa y la frente sostenida entre mis palmas febriles, yo me saciaba del sueño fúnebre, y me entregaba al detestable goce de figurarme a mi tío extendido en el féretro, con los ojos cerrados y las manos cruzadas. La pujanza con que me dominaba este deseo era tal, que nunca ansia amorosa me subyugara así. Si me hubiesen dicho entonces: «Elige entre tu tía vencida, demente, roja de vergüenza y de pasión, o tu tío rígido, yerto, cadáver… », sin vacilar optaría por lo segundo.

Claro es que no se me ocultaba la monstruosidad de la idea. Tanto la comprendía, que ansiando libertarme de la absurda y estéril figuración, solicité más que nunca el trato de Portal, única persona capaz de librarme de mis obsesiones y combatir a los endriagos y vestiglos de la fantasía con las armas de la risa y del ingenio. Desgraciadamente, mi simpático Sancho Panza andaba entonces ocupadísimo, no sólo en la empollación de fin de curso, sino con su otra gran empollación sentimental, la anglomanía que se le había metido en el cuerpo. A pesar de sus alardes de independencia y despreocupación, de asegurar que él tomaba aquello con extraordinaria filosofía y tranquilidad, respondo de que si se perdiese mi oportunista, que le buscasen al canto de Mó, porque no desperdiciaba coyuntura de estar con ella.

Para ver algunos ratos a Portal fue preciso seguirle a su polo magnético, o sea a casa de los Mos. Me empeñé en ser presentado, y no habría transcurrido media hora desde la presentación, cuando percibí lo que mi orensano se guardaba bien de confesar: que el padre de Mó era, al mismo tiempo que cabeza de patriarcal familia… ministro del Señor, o en lenguaje más llano, clérigo protestante.

¿Por qué se lo tendría tan calladito el camarada? Yo lo había sospechado alguna vez, sin verdadero fundamento, puesto que Luis, al preguntarle las condiciones del futuro suegro, invariablemente respondía: «Conste que no voy allí con carácter de yerno… pero el papá de Mó es un sujeto apreciabilísimo… y la mamá… ¡Ah! Lo que es esa… No he visto nada igual». El cuidado en no especificar la profesión del apreciable sujeto no había dejado de escamarme… Repito que me cercioré de la verdad al poco rato de haberme sentado en el sofá del señor Baldwin —que así se llamaba el pastor.

Este tenía el tipo agigantado y pletórico de la pura raza sajona; eran sus patillas del mismo color que la tez, exceptuando la frente, blanca y tersa como la de un niño. En tres años de residencia en Madrid no había logrado amoldar su laringe a la pronunciación española; y ningún inglés de sainete o caricatura dice cosas más grotescas que el señor Baldwin cuando intentaba servirse de nuestro idioma para algo que no fuese gruñir: «Buons dis… com stá».

Nadie encontraría explicación satisfactoria al fenómeno de que la comunión evangélica hubiese enviado a tierras apostolizables tan tosco misionero, a no existir la misionera o pastora mistress Baldwin, mujer singular, a quien tuve desde el primer instante por un milagro en su género.

Nada tenía de la inglesa rara, seca y angulosa, tipo convencional en las letras y en el arte. Muy al contrario. Para pintar a mistress Baldwin fielmente, hay que servirse de los tonos más armoniosos y suaves, las líneas más exquisitas y el más discreto claroscuro. Su rostro poseía esa uniformidad de color que hace tan aristocráticas las cabezas al pastel: sobre su blancura de perla destacábase el gris de acero de los ojos, en los cuales resplandecían algunas chispas áureas al sonreír. Sus facciones finas, pero de grandioso dibujo, expresaban constante afabilidad artificiosa, ya casi natural a fuerza de persistencia. Vestía con dignidad y decoro sumo: de azul marino o de negro, generalmente de seda, lo cual hacía que al andar o al sentarse su ropa tuviese un crujido muy señoril; llevaba al cuello una cadena de oro de muchas vueltas, sostén de la sabonetilla siempre en hora, reluciente por virtud del uso; y sobre sus cabellos grises del gris polvoriento con que encanecen las rubias, alisados en bandós, usaba una especie de platito de encaje blanco, nítido de limpieza, planchado tonto una servilleta y que acentuaba el óvalo algo ajado, pero de contorno puro, de su faz.

Desde que se entraba en la esfera de aquella mujer de tan distinguido continente, era imposible no ver en ella el punto matemático donde todos los radios tenían que converger y unirse. Su marido, hombrachón que la hubiera pulverizado de una guantada; sus hijos, alguno de ellos ya con veinte años y un aspecto de vigor para dar envidia a la raquítica raza española; sus hijas, entre las cuales descollaba Mó; sus tertulianos, y… es preciso decirlo de una vez, sus feligreses, sus ovejas, marchaban a paso redoblado por la ruta que les señalaba la mano prolongada, flexible, adornada con anticuados anillos, de la pastora.

Semejante mujer había nacido para el trono, o, por mejor decir, para cardenal—ministro de un rey absoluto. Rebosaba en ella ese don de mando, esa autoridad encubierta por dulcísimas formas, patrimonio de las abadesas. Su sonrisa y sus modales tan refinadamente adantados encubrían la voluntad más templada y férrea que ha dado nunca de sí la tierra de la perseverancia y del cerrado fanatismo. Bajo las apariencias hercúleas del marido, no había sino un pelele, un muñeco de trapos, que jamás poseyó la energía necesaria para sostener su desairado papel de apóstol de una creencia aborrecible a la inmensa mayoría de los españoles, y que a los mismos descreídos o racionalistas no nos cae en gracia. El señor Baldwin se hubiera largado de España con viento fresco a las primeras de cambio, si no le mantuviese la barra de acero, forrada en piel de guante, que tenía por esposa. Ella, la pastora, era quien se aferraba en hacer reflorecer los áureos tiempos de la calle de la Madera durante los años revolucionarios: ella quien ideaba obras pías con fines de propaganda y ediciones de libros catequéticos; ella quien… ¿Pero a dónde voy con reseñar las proezas de la matrona insigne? Todo saldrá en la colada de la ciencia histórica, cuando algún sabio del siglo XXIII escriba otros Heterodoxos novísimos. La verdad es que al ver así a mistress Baldwin, recostada en su butaca, apoyados los pies en un cojín, el codo puesto en el velador cargado de álbumes, ilustraciones, revistas y enormes diarios ingleses, era cosa de pensar que aquella señora vivía consagrada exclusivamente a recibir a sus amigos con un chic de duquesa anciana.

Cuando entré yo en casa de los pastores, serían las cinco de la tarde. Dispensome la pastora atentísima acogida; y no digo cordial, porque de cordialidad no se trataba allí. Hízome sentar frontero a ella, y me preguntó minuciosamente por mi familia, mis estudios, mis aficiones. Al saber que me gustaba la música, puso los ojos en blanco, y su cara adquirió expresión beatífica. ¡Oh! ¡La música! Luego, al tratarse de mi carrera, elevó otro salmo entusiasta a la ciencia. ¡Oh! ¡La sciensia! Después, sonriéndome con una sonrisa que parecía estrenada para mí, me fue enseñando multitud de tesoros que formaban un pequeño museo: hierbajos, algas y conchas recogidas en Australia por ella, y que guardaba prensadas entre hojas de libros: y por último, en tono misterioso y confidencial, apoyó el dedo en la boca, y con el mismo aspecto extático, silabeó: «Van a cantar las niñas».

Cuatro vi acercarse al piano, pero ya entre ellas mis ojos habían distinguido a Mó, sin necesidad de seguir la dirección de las miradas de Luis. Hube de confesar interiormente que, respecto a su hermosura, no exageraba el oportunista. Por lo regular nos inclinamos a encontrar defectos físicos en las novias de nuestros amigos, como si así desahogásemos el involuntario despecho que causa la felicidad ajena, la amorosa sobre todo. Pues a pesar de esta tendencia, me vi precisado a reconocer que valía un imperio la señorita Mó. Deliciosa mezcla o fusión de los dos tipos paterno y materno, atestiguaba a la vez la fidelidad y legalidad de la pastora y las ventajas del cruzamiento entre sajones y normandos para la selección sexual. El color, la frescura de amanecer, la plasticidad del tipo, procedían indudablemente del pastor, que allá en sus verdes años sería un mocetón como un roble; y la finura de los rasgos, la distinción y pulcritud, de la madre. Sus ojos eran los de la pastora, ya acerados y dominadores, bañados aún en el fluido amoroso de la juventud. Por lo demás, Portal la había fotografiado: era exactísimo lo del oro del pelo, casi ceniza, lo de la blancura, y hasta lo de los hoyos tentadores que se dibujaban, a cada jugueteo del reír, en las mejillas tersas, aterciopeladas por el vello de un cutis del Norte, que aún no lograra curtir el recio clima continental de la metrópoli española.

Semejante pedazo de hembra explicaba todos los desvaríos en que pudiese caer el más escéptico y sesudo de los mortales. Si a los dones naturales reunía la señorita Mó aquella sorprendente cultura de que mi amigo hablaba siempre, no se podía negar que Luis, al descubrir la joya británica, había tenido un hallazgo. Involuntariamente me sentí penetrado de consideración hacia Portal; convine en que aquel mozo había sabido desenterrar la gran mujer, y justifiqué sus hipérboles y su jactancia.

Al pronto, la casa de los Mos me causó la misma impresión favorable, por su aspecto de orden y bienestar. La familia Baldwin había elegido una calle aseada y tranquila, sin malos olores de mercados y tiendas, ni estrépito de coches; desde sus ventanas se recreaba la vista en el arbolado de un jardín fronterizo, ventaja inestimable en Madrid; en su saloncito los muebles eran prácticos y cómodos; había libros, grabados, flores; la familia aparecía limpia, sociable, disciplinada… Mi respeto hacia el pesquis de Luis se acrecentó, y a hurtadillas le dirigí un guiño que en nuestra charla familiar se traduciría así: «¡Al pelo!».

Mas transcurridos los primeros instantes, después de haber visto y admirado los tesoros botánicos y zoológicos de la pastora, cuando las niñas se llegaron al piano para cantar, recordé que Luis me había ensalzado a su Mó como a «la mujer del porvenir», hembra superior al nivel general de su sexo, libre de preocupaciones enfermizas; varonil en el mejor sentido de la palabra, que es el que implica fuerza, entendimiento y resolución. Hablo, por supuesto, poniéndome en lugar de Luis; pues quien haya seguido el desarrollo de mi vida afectiva al través de estas páginas, comprenderá de sobra que no prefiero tal clase de mujer, sino que estoy por la otra, la del pasado, la que por espacio de diecinueve siglos ha venido siendo el ideal de la humanidad; la que en cierto modo ya lo era antes, pues sus rasgos esenciales difieren poco de los que trazaba Salomón en un bosquejo que no se ha borrado de la memoria humana. Pero aunque no me fuese posible aceptar más tipo femenino que el que cifraba Carmen, colocándome en el punto de vista de mi amigo, era capaz de discernir si Mó realizaba aquel prodigio de la sociedad futura: la mujer nueva.

Si lo realizaba, no tardaría ella en manifestarlo, y en percibirlo yo. La seguí atentamente con los ojos cuando se acercaba al piano, a fin de acompañar a Alicia, su hermana segunda, que representaba de catorce a quince años, y llevaba todavía suelto y colgando el hermoso cabello semialbino. La chica perfiló una canción inglesa, que es tanto como decir sosa y agria, cuya letra sentimental trataba —a lo que pude advertir— de un niño huérfano, abandonado por ciertos tíos muy crueles, que pide limosna, y acaba por quedarse tiesecito entre la nieve una noche de Christmas, a la puerta de un palacio donde se celebra espléndido festín. Acabada la tonadilla, sustituyó a Alicia su hermana Beth o Elizabeth, entonando otra canción no menos insulsa, sólo que en ella no se trataba de niño huérfano, sino de la aspiración del alma que quiere tener alas para volar a la gloria, a la verita de los querubines. «Wings! —mayaba la chiquilla—. Wings… my God… wings!».

Pensé que después de la segunda cantata no nos diesen más música, pero engañeme, porque inmediatamente salió al redondel un chiquitín, Edward, de calcetines cortos, pierna al aire y guedeja blonda, el cual nos regaló (ni al diablo se le ocurre) el terceto de los ratas en la Gran Vía. ¡El terceto de los ratas! ¡Quién imaginara verlo salir de labios de aquel angelito, nacido en la quinta parte del mundo, pues Edward era australiano!

No se había acabado el catálogo de las sorpresas: así que hubo cantado y representado el Benjamín, veo que se levanta la pastora, elige un cuaderno de música y se arrima al piano, rodeada de sus hijas, sin que faltase del corro el australianito. Calose la pastora las galas de oro: quitose delicadamente sus mitones de seda, que puso, bien doblados, sobre el velador; y contrayendo las cejas y apretando los labios como quien ejecuta una acción importante y absorbente, y acompañándose ella misma, rompió a entonar un cántico religioso, en que andaban como por su casa las souls y los sins (no pude entender más del texto). Al concluir la primer estrofa, toda la familia, agrupada en torno del instrumento, coreó el estribillo, y el mismo reverendo Baldwin, acercándose, poniendo su diestra sobre la cubierta del piano, arqueando su poderoso y elefantino esternón, sostuvo con voz becerril los agrios falsetes de las muchachas. Miré a la cara de la pastora, y también a Mó. De los semblantes de las dos mujeres se había borrado la expresión habitual, en la una fina e insinuante, en la otra alegre y juvenil, sustituyéndolas —especialmente en la madre— cierta exaltación sombría y dura, como se nota en los personajes de algunos cuadros de martirio. Volvime a fin de ver qué gesto pondría Luis, y observé que estaba medio en sombra y con la cara vuelta.

Acabado por fin el concierto, nos brindaron una taza de té excelente, acompañada de una copa de Jerez y de ciertas golosinas que, si no recuerdo mal, se llaman cracknells. Me convidaron a que volviese, a que frecuentase la casa, y la pastora sobre todo me dijo con sorprendente cortesía: «¡Oh! ¡Oh! Creemos que usted no dejará de venir a vernos de cuando en cuando… ».

Al salir murmuré casi al oído de Portal:

—Esta gente será buenísima, todo lo que gustes; pero, vamos, que en devoción no se quedan atrás de la tití. A mí me huelen más a sacristía: te lo advierto.

—Ya sabes —respondió mi atraigo secamente— que los protestantes observan y practican su religión. No son como nosotros.

—¿Lo dices en son de alabanza?

—Sí y no —repuso un poco amostazado—. Sobre eso habría mucho que hablar.

—¿Y por qué tu Mó, esa señorita tan ilustrada, les deja a sus hermanos cantar adefesios?

—¡Qué sé yo! —exclamó el oportunista—. ¡Qué importa! Vamos, ¿qué tal? ¿No es guapa?

—De primera. Eso no puedo negártelo.

Capítulo 8

Y entretanto, ¿qué hacía la tití? ¡Ay! es lo único que aliviaba mi rabioso tormento: sufrir, sufrir probablemente cien veces más que yo. Sorprendida y arrollada por la repentina asiduidad del esposo, doblaba el cuello; pero se desmejoraba, demacrábase su faz, y sus ojos relucían, como ascuas atizadas por la fiebre, detrás de los negruzcos párpados. Cualquier indiferente pensaría, al mirarla: «Esta mujer está enferma. Peligra si no se cuida».

Ocurrióseme un día hacer lo que nunca hiciera: seguirla cuando fuese por la mañana a sus devociones. No sospechando que la atisbaba nadie, de fijo que se entregaría libremente a aquella pena, único alivio de las mías propias. Puse por obra mi resolución. Dejando clases y dejándolo todo (¡qué me importaban las clases! ¡qué me importaba cosa alguna!), me aposté en la esquina para aguardar a que saliese Carmen. La vi aparecer, devocionario en mano, rosario en muñeca, velo de blonda a la cara, no sé si por modestia o porque el eterno instinto de coquetería de la mujer la enseña a entrecubrir el rostro cuando en él asoman los estragos de la pena o de la edad. Iba con paso ligero, como persona deseosa de hacer ejercicio y respirar aire sano. Por la calle de Jorge Juan hacia la plaza de Colón, y desde allí, con gran sorpresa mía, en vez de tomar hacia el Prado para dirigirse a las Pascualas, subió por la ronda de Recoletos. Diríase que, más que iglesia y oraciones, necesitaba esparcimiento; soledad, un paseo agitado, que le infundiese la ilusión de cierta libertad momentánea. Iba aprisa, tan aprisa, que el seguirla me costaba trabajo. Corría lo mismo que si huyese de sí propia, o de algún perseguidor. No de mí; ni me había visto, ni me evitaría aunque me viese: al menos tal era mi convicción íntima.

Al final de la ronda dudó un instante qué dirección tomaría; por fin, describiendo con viveza un arco de círculo, se metió por la luenga calle de Minagro. «¡Cosa más rara! —discurría yo—. Lo que es por aquí, no habrá ninguna iglesia de las que ella suele frecuentar». No la había tampoco en la calle del Cisne, por donde torció hacia Chamberí. Era evidente que aquel correteo insensato ni tenía objeto, ni finalidad, ni cosa que lo valga. Al fin llegó a las inmediaciones de una iglesia; dudó breves instantes, y acabó por no pasar el umbral del templo. Este suceso, insignificante en apariencia, me dio en qué discurrir.

¿No iba a la iglesia? ¿Por qué? ¿Es que no se atrevía a consultar con Dios sus pensamientos? ¿Es que Dios no tenía ya fuerzas para consolarla? ¿Es que la desesperación avasallaba tanto su espíritu, que no le permitía acudir adonde siempre encontraran alivio sus males?

Casualmente la misma tarde se vio mi tío obligado a ir al salón de Conferencias para activar no sé qué intriga y Carmen se quedó en casa. Por no infundirla recelo, yo también salí, pero volví al cuarto de hora. Llamé despacito, a fin de que ella no prestase atención al campanilleo. Entré haciendo el menor ruido posible hasta su cuarto, y la sorprendí como deseaba.

Sentada, o, por mejor decir, caída en el diván; con la labor abandonada sobre el regazo; la cesta de los ovillos de lana a sus pies; las manos cruzadas y casi crispadas en torno de las rodillas; los ojos enturbiados por el dolor; la boca contraída en amargo pliegue; los pies juntos, como si cansados de recorrer penosos caminos, aspirasen a inacción eterna… así la encontré. Yo había entrado sin que me viera, y pude considerarla buen rato. Al fin, no sé si el magnetismo con que la mirada llama por la mirada, u otra causa inexplicable, la avisó de mi presencia: se estremeció, se puso en pie, y sin decir palabra me dejó acercarme.

Cuando me vio a su lado, súbitamente, adoptando una resolución, pronunció algo semejante a lo que leerán ustedes:

—Oye, Salustio: voy a pedirte un favor por Dios y por lo que más quieras. Que no hagas estas tonterías de acecharme y de seguirme. Tú llevarás la mejor intención del mundo; pero confiesa que es una conducta rara… y, sobre todo, que me haces mucho daño, creyendo hacerme bien; que me angustias. Te lo repito: me afliges, me agobias, me mortificas atrozmente. Si es eso lo que te propones…

—Carmen —le contesté con no menor vehemencia, y nombrándola, acaso por primera vez, sin el diminutivo regional—: tú ves visiones, y quieres hacérmelas ver a mí. Ni te molesta el interés que te demuestro, ni ese es el camino. Al contrario, te agrada: es lo único que te consuela. Y como te consuela y te agrada, pobre mártir, por eso, cabalmente por eso, tienes escrúpulos de una compensación tan insignificante, y has determinado privarte de ella. Lo sé, lo sé, lo adivino…

—Pues adivinas tonterías, y no sabes lo que te dices —contestó ella briosamente, muy nerviosa y accionando como si fuese a pegarme—. Ni hay tal alivio, ni tal compensación, ni absolutamente nada de eso. El llamarme mártir es un romanticismo bobo. Hazme el obsequio de decirme en qué soy mártir. ¡Mártir, mártir! ¡A cualquier cosa llaman martirio! ¡Qué ridiculez!

Bajo el influjo de su exaltación, accionaba, sus mejillas se arrebataban, llenábanse sus ojos de reprimidas lágrimas. Pero yo no me arredré; comprendí lo crítico de la situación, lo campal de la batalla, y que la misma cólera de mi tía daba un mentís a sus afirmaciones. Conocí que estaba la señora de Unceta en uno de esos momentos en que el sentimiento hierve y se desborda, y en que se puede sacar partido de la fermentación del alma. Si yo me hallase enteramente dueño de mí, tranquilo y frío, a no dudarlo, tenía asegurada la mejor parte en la lucha; pero lo malo es que yo también empezaba a hervir. Mi sangre bullía, mi lengua no acertaba a dar forma a los pensamientos.

—Tití, cálmate —le dije—. Razonemos. No me niegues que tu vida es un martirio… Mira que yo, con esta manía de acecharte, sé mejor que tú misma lo que te pasa. Te he seguido día por día. ¡Como que no pienso en otra cosa, y que a eso aplico todo mi conato!

—Muy mal hecho —arguyó la tití llorando casi.

—Muy mal, convenido, como quieras… detestablemente… pero es así. Desde el Tejo, desde tu conferencia con el fraile… ya ves que te lo confieso sin ambages ningunos… desde el Tejo, no he perdido ripio. He visto la paciencia valerosa de los primeros días… y la procesión que andaba por adentro; que andaba, señora, no me lo oculte usted. Después la alegría de la emancipación, cuando… cuando se… aflojaron… ciertos nudos. ¡Ay, tití! ¡Qué alegre y qué guapa te habías puesto entonces! ¿A que no me lo confiesas? Y luego… lo de ahora… la calentura, la quina que tragas, lo que te consumes allá en tu interior… No, déjame acabar, que lee de decírtelo. ¿Conque no es esto suplicio, y suplicio cruel? ¿O los martirios sólo consisten en aquellas salvajadas que cuenta el Año Cristiano, los potros y los ecúleos, y los garfios de hierro que arrancan las costillas? ¡Carmen, Carmen! A otros engañarás, a mí no. No sólo eres mártir, sino que eres santa, y a los santos…

Completé la frase con la acción; me incliné, y cogiendo a bulto, por donde pude, la bata de mi tía, la besé. Ella se echó atrás con violencia, y gritó saltándosele las lágrimas:

—Como vuelvas a decir ni a hacer bobadas así… o me voy de casa, o digo a mi marido que te ponga en la calle. Me estás molestando, pero de verdad, con tus consuelos, y tus novelerías, y tus comedias. Si me llamas santa otra vez, créelo, no te dirijo la palabra en mi vida, suponiendo que te mofas de mí descaradamente. ¡Cuidado con mi santidad! ¿Y quién te mete a ti a hablar de santos? Tú tienes unas ideas religiosas… así, nada más que medianas; lo que es de santos, confiesa que no entiendes ni pizca. Vaya que si yo fuese santa… ¿para qué quería más? ¡Pues ya me había caído el premio gordo! ¡Santa! Me daría por contenta con ser buena, sin añadiduras. Tú no has leído vidas de santas ni de santos. Lo menos que hicieron fue dejarse cortar la cabeza o asar en las parrillas (al decir esto, se rió nerviosamente). ¿Crees tú que se contentaron con morir, y que por esa hombrada sola se fueron al cielo derechitos? ¡Anda, anda! La vida de los santos, antes del instante de prueba, había sido ya una serie de méritos. No habían aborrecido a nadie; habían dominado constantemente sus pasiones, y habían vivido como ángeles. Y yo…

—Y tú te juntas al que aborreces —interrumpí—, y tú te alejas del que… te es simpático… y tú trituras tus pasiones como la santa más pintada. No me vengas con santas a mí… Ninguna hizo más que tú.

—¡Ave María, qué barbaridad! —exclamó sinceramente—. Si no estuviese tan incomodada por tus desatinos, ahora me reía a carcajadas yo. Hay para estarse riendo un año (y al decir esto se le soltó una lágrima gruesa, rápida y de esa bonita forma de perla que tienen las de las imágenes). Te digo que sí, que a carcajadas me reía, hombre. Las santas que siendo reinas se fueron a los hospitales a cuidar enfermos asquerosos; las santas que andaban llenas de cilicios que les hacían llagas y costras; las santas que comían diariamente un mendrugo de pan o unas hierbas cocidas y mezcladas con ceniza… ¡Hijo! No me salgas con simplezas; soy una pecadora… y esta conversación es ociosa y tontísima. No viene al caso que la llevemos más adelante.

Sentí una revolución en mi ser. No me reprimo en aquel instante si me ofrecen la gloria. Estábamos solos en la casa, porque los criados hallábanse recluidos en la cocina, al extremo del largo pasillo. Comprendí que rara vez vería a mi tití tan fuera de su reserva acostumbrada; o, mejor dicho, no reflexioné sobre el caso, sino que me dejé llevar del instinto, el más seguro consejero en guerra y en amor, y ataqué a la pobrecilla con este inesperado ardid:

—Pues ya que te empeñas… pecadora serás. Si es pecado lo que se hace contra toda voluntad, lo que nos impone una fuerza superior a nosotros mismos… entonces, pecadora eres, a pesar de tus buenos propósitos.

Alzó la cabeza y me miró con inquietud y ansiedad.

—¿Que te repugna tu esposo? (osadamente). ¿Que no le puedes sufrir? Pues más mérito si le sufres. ¿Que mi compañía te presta… alguna distracción… o algún consuelo? Pues más mérito… más mérito si huyes de mí, y no me permites que me acerque, y ahora mismo te desvías y te arrinconas en el diván para no tocarme ni al pelo de la ropa. ¡Santa, santiña! También para ti hay tentación y corona… No todos los cilicios son de cerdas, ni es el pan duro y las hierbas sin sal la comida que peor sabe… ¿Verdad, Carmiña? ¿Verdad? Di que sí.

Articulé estas últimas palabras en voz baja, y con ese tono ahogado, que ni se finge, ni se oye impunemente. Fascinada por el mismo terror que la causaban sus impresiones, mi tití calló, volviendo el rostro. Así permaneció un momento, que yo aproveché para asir otra vez su vestido (no me atreví a las manos) y besarlo con tal unción, que ella gritó como si la mordiese en su carne:

—¡Salustio! ¡Salustio!… De vergüenza estoy que no sé lo que me pasa… O te vas, o salgo a la ventana y grito… Te digo que te vayas… y, también que no vuelvas a hablarme en tu vida de semejantes cosas… Es lo más ridículo y lo más bochornoso… Pero tú ¿qué te has figurado? Hasta me tiembla la voz… ¿No comprendes que es una cobardía muy grande meterse con quien no tiene defensa?… ¡Cobarde! No me importa que te parezca mal… Y mira, con verte tan inconveniente me crezco yo… Ahora te digo que vas a irte por la posta.

Yo me había corrido algo en aquella extraña conversación. No podía retroceder; no había términos hábiles. Además, mi sangre, mi cabeza, mi corazón, eran cráteres furiosos. No contesté, pero mi mismo silencio me dio fuerzas para sujetarla por la ropa y cogerla con dulce violencia las manecitas contra las cuales apoyé mis mejillas ardorosas y mis ojos y restregué la frente sintiendo felicidad indecible, balbuciendo sílabas que pretendían, sin conseguirlo, formar palabras. Levanté después la cara y miré a Carmiña sonriendo, enajenado de ventura, sin soltar sus delgadas muñecas. Era mi mirada más elocuente que cuantas declaraciones pudiesen dirigirse a una mujer. Mi tití no necesitaba que yo le dijese lo que sentía; mis ojos, mi actitud, mi turbada voz sobraban para declararme. Hubo un momento en que por el rostro de ella se esparció otra sonrisa tan luminosa como la mía; pero duró muy poco, reemplazándola una expresión de terror vivísima. Sin enfado, sin cólera, en tono suplicante, exclamó:

—Déjame, por Dios. Tengo que arreglarme y bajar a casa de Barrientos.

—No es verdad. Acaban de salir a paseo. Las he visto yo. Estate. Ni te toco, ni te sujeto (y al decir esto aflojé las manos). Quiero convencerte de lo fácil que es matarle a uno de alegría. ¡Yo creo que estoy enfermo ya de… de esto… ! ¡Ay!, permíteme que respire, porque soy capaz de ahogarme.

Me levanté y di tres o cuatro agitados paseos por el gabinete. Reía y lloraba a un tiempo. El convencimiento de la realidad tanto tiempo sospechada me aturdía, y, a poder, me hubiera alejado de allí como el niño que roba dulces y tiene prisa de huir para comérselos a solas. Mi tía, encogida en el ángulo del diván, escondía la cabeza entre las manos. Lo que para mí era revelación de ventura, constituía para ella el espanto del descubrimiento de un crimen. Ahora veía la mujer fuerte que yo no era meramente el sobrinillo cariñoso y animado, la cara simpática de la familia, sino el hombre —aquel ser que la mujer apetece como la materia apetece la forma— el único hombre del mundo, porque los demás no tenían existencia real en la esfera del sentimiento… Ahora comprendía que su alma, al huir de los brazos conyugales, donde sólo quedaba el cuerpo inerte, se iba en busca de otra alma, la mía, sin saberlo, y sin permiso de la honrada voluntad. Ahora averiguaba por qué no tenía ánimos para entrar en la iglesia, por qué adelgazaba, por qué sufría, por qué le hacía daño el sonido de las teclas al recorrerlas sus dedos, por qué se sentía tan nerviosa, tan alterada y tan… así… cuando la mujer buena ha de poseer un espíritu apacible, respirar placidez y serenidad, y dejar las crispaciones y las borrascas para las conciencias culpables y los corazones manchados e infieles…

En medio de mi alteración adiviné todo esto. El respeto, la lástima, el cariño delirante, me dictaron la línea de conducta más discreta con semejante mujer y en situación tal. Y fue acercarme a ella y decirla:

—Carmiña, ya me voy… Salgo de casa. No quiero que tengas por mí ni un minuto de contrariedad. No te pregunto nada. Sé cuanto me importaba saber. Ahora no te acecho más. Soy para ti como un hermano… ¿lo oyes? Quita esas manos de la cara, y déjame que te vea… que ya me marcho.

Separó las manos y apareció con los ojos secos, asombrados, mortalmente pálida. Pero al verme sonreír y dirigirme hacia la puerta, su mirada fue calmándose y destellando luz.

Capítulo 9

Hay coincidencias. Quien lo niegue desconoce el juego variadísimo y complicado de la vida sentimental; quien lo niegue vegeta, o, mejor dicho, deja cristalizarse con regularidad, por el proceso mineralógico, los casos que en su existencia puedan presentarse.

Al otro día de la fecha, memorable para mí, de la que en novelesco estilo se llamaría la escena del diván, entró mi tío a la hora del almuerzo, teniendo en las manos una carta: y al desplegarla, dijo con tono del que da una rara noticia:

—¿No sabes quién está en Madrid, aquí mismo?

Carmiña, levantando los ojos que tenía clavados en el mantel, preguntó con la indiferencia del que espera pocas contingencias felices:

—¿Quién?

—El Padre Moreno.

¡Que si le hizo eco la nueva! Una impresión fulminante. Saltó en la silla y exclamó con voz entrecortada de júbilo:

—¿Que está… aquí? ¿Desde cuándo? ¿Y por qué no vino a vernos ya?

—Pues está hace dos días… ; pero toma, entérate de la carta, y verás en qué consiste que no haya venido.

Tití se apoderó del papel, con esa trepidación de la mano y esa rapidez de movimiento que delatan la sacudida eléctrica del espíritu. Leyó para sí prontamente, interrumpiendo la lectora con frecuentes exclamaciones. «¡Ay, Jesús! ¡Y yo que no sabía nada! ¡Pues el Padre no me había escrito ni esto! ¡Ave María Purísima! ¡Qué decidido! ¡Ay, pobre!… Cojo el velo y allí me voy. ¿Vienes, Felipe?

—Ve tú ahora —dijo el marido demostrando que no le seducía la excursión—. Yo iré por la tarde, o mañana. No estoy vestido, y tengo que contestar una carta muy larga a Castro Mera.

—¿Pero qué le sucede al Padre? —interrogué con curiosidad—. ¿Puede saberse? Sentiré que sea cosa desagradable o mala.

—Cosa mala sí… ¡Vaya si es mala! —exclamó con su acostumbrada vehemencia mi tía—. Y una cosa que yo se la estaba profetizando siempre. Me lo sacan de Marruecos, un clima tan caliente, y lo meten allá en Compostela a aguantar humedades y fríos. Lo natural; ha cogido una enfermedad que lo ha doblado, y se ha tenido que ir a Andalucía en busca de mejor temperatura. Y apenas llega a Andalucía, ve que el mal es más grave de lo que pensó, y tiene que venirse aquí a que le hagan una operación, probablemente dolorosa. ¿Y sabes dónde se encuentra? En San Carlos. Tiene allí un amigo, el médico Sánchez del Arroyo. Hay que ir a verle sin tardanza. Su carta es alarmante; se conoce que el Padre está aprensivo. Pues él poca aprensión acostumbraba gastar… Era valiente como él solo. Para que se asuste y diga que va a morirse… Allá me voy sin más.

—Almuerza primero —advirtió su marido.

¡Valiente almuerzo! En el comedero de un pájaro cabría. Antes de los postres se levantó, y a poco rato volvió a presentarse vestida de mañana, con aquel sencillo trajecito negro y aquel velo de blonda que yo conocía tan bien. Entró como indecisa, apoyándose en la sombrilla de tafetán tornasol y sacudiendo los guantes, que no se había calzado aún. Miró a su marido y le hizo una seña, llevándosele a un rincón para decirle algo muy reservado. Por discreción me aparté, pero no tanto que no viese el gesto indefinible que acostumbraba a hacer mi tío cuando se veía obligado a gastos que no figuraban en su presupuesto. La tití no tardó, sin embargo, en deslizar en su bolsillo un bullete dado por el esposo.

Por la tarde aproveché las pocas horas que tenía libres, yéndome también a San Carlos. Quiso la casualidad que al doctorcillo Saúco le tocase aquel día hacer guardia, pues era uno de los seis profesores que turnan en la asistencia del hospital. Mi paisano manifestó gran alegría al verme y se empeñó en hacerme cumplidamente los honores de la casa.

—Es precioso que veas las clínicas, y los baños, y el museo, y el paraninfo, con el techo de Padró… Mira, tu fraile no está en ninguna clínica, ya lo supondrás: le hemos dado el cuarto que se reserva para los enfermos de campanillas. Es un fraile muy tratable; ya nos hemos hecho tan amigos en las pocas horas que hace que le conozco. Sube… es por aquí al final de este pasillo, antes de la balconada… ¿Se puede entrar?… Que sí… Pasa, hombre.

Pasé, en efecto, y el fraile, al ver entrar a una visita, se incorporó trabajosamente en la butaca.

A un mismo tiempo veía yo dos figuras, y las dos eran del Padre Moreno; pero ¡cuán diferentes! La primera, la que yo había conocido en el Tejo pocos meses antes: aquel fraile moreno, tostado por el sol de África, de brillantes ojos, cetrina tez, vigorosas proporciones, negro pelo, cuello robusto, voz timbrada y viril, fuertes músculos, viva complexión y ánimo arriesgado y pronto. Y la segunda, la actual, un hombre amarillo como los cirios, consumido, de ojos pálidos, de mejillas hundidas, en que la descuidada barba tendía una triste pincelada azul, negruzca a trechos; de cabello que casi se había vuelto gris y donde ya no se destacaba con energía la tonsura; de manos enflaquecidas, de labios sumidos, de encorvado dorso.

Daba dolor ver así a Aben Jusuf. Creo que si le encuentro en la calle no le conozco: tanto le había envejecido y desemblantado el mal. Él, en cambio, me reconoció a pesar de mis barbas, y con voz que intentaba ser como la de otros tiempos, me saludo:

—¡Hola!… Felices, don Salustio… ¿Conque también usted viene a ver a este pobre fraile?

—¡Vaya! —me apresuré a decir medio abrazándole— y con mucho gusto. Vía sabe usted que se le quiere, Padre Moreno, y que tiene en mí un amigo de verdad. He sentido bastante saber que está usted malo. ¿Cómo se encuentra? ¿Qué es ello?

Con un rezago de su antigua marcialidad, me contestó Aben Jusuf:

—¿Que qué tengo? Hijo, poca cosa… Una pierna que casi no sé si es de mi cuerpo o del ajeno. ¡Una pierna que tal vez sea preciso… rsss! o ¡ssrrr!

Hizo el ademán del que saja con un bisturí y del que sierra con un serrucho. Yo protesté, estremeciéndome como si fuese a sufrir la cruenta operación.

—Vamos, Padre… Valdrá más el ruido que las nueces. En diciendo que le reconocen y que le ponen unas hilas… ya está usted dado de alta.

—Bien, bien; eso se verá… y eso es lo que menos importa. Dios sabe lo que ha de hacer conmigo.

—¿No le decíamos todos —interrumpí regañando— allá en la Ullosa, ¿se acuerda?, que no le convenía el clima de Compostela? Aquella humedad, aquel frío… ¡Para un moro!

—Mire usted, caballero Salustio… lo que más conviene es hacer lo que se debe. Créalo… ¿Me ve usted en este estado, con la pierna así y con esta cara que parece que acaban de desenterrarme? Pues no me hallo descontento, ni cosa que lo valga. En todas partes se pueden coger enfermedades… ¿No le parece lo mismo? En todas. Los males vienen pronto. Paciencia. Diga —añadió haciendo un esfuerzo y señalando hacia la mesilla colocada a su lado—: ¿quiere un buen habano? No tenga reparo en aceptar, que casi puede decirse que fuma usted de lo suyo. El doctor Saúco ya tuvo la amabilidad de aceptar uno, y lo alabó.

Volví la cabeza y vi el cajón abierto, con falta de dos puros no más, con sus ataduritas de los colores nacionales, y comprendí para qué objeto le había pedido cuartos Carmiña a su esposo.

—Padre Moreno —respondí—, yo no le puedo dar cigarros, porque soy un estudiantillo que no se permite esos lujos; pero algo haré por usted. Vendré aquí a menudo; y si necesita que le velen o que le acompañen, me ofrezco a todo.

—Mil gracias. Aquí me atienden perfectamente. Ningún enfermo con familia se puede alabar de mejor asistencia. Sólo el doctor Saúco, que me abandona… Me mata de sed.

—¿No quiere usted admitir favores míos? —exclamé un tanto molestado por el tono en que se expresaba el fraile.

—Al contrario. Los quiero admitir, sí. Y tanto los quiero admitir… que he de pedirle uno muy gordo.

—¿De qué se trata?

—Ya hablaremos, ya hablaremos —respondió él mordiendo la punta del puro y disponiéndose a prenderle fuego.

Saúco, entendiendo a media palabra, se acercó al fraile, y señalando a un frasquito:

—Ahí queda la poción… No se olvide usted de tomarla a cada cuarto de hora…

Nos dejó libres, y entonces el fraile se preparó a hablar, echando una lenta y golosa chupada.

—Y ese favor que quiere pedirme… sepamos… ¿está en mi mano hacerlo?

—Claro que está. De otro modo no se lo pediría.

—Sepamos con qué se come el favor.

—Pues… No crea que mi enfermedad está en la lengua. Hablo más claro que nunca. Lo diré en dos palabras. Con cualquier pretexto… queda a cargo de usted el inventarlo; y sin dilación ninguna… Yo le ruego… que se marche de casa de su tío, a una posada.

Me quedé suspenso, mudo, sin saber qué contestar ni qué cara poner.

—Se lo suplico a usted, caballero —insistió el fraile—. Ya ve usted cómo han puesto sus achaques al Padre Moreno, para que llegue a suplicar estas cosas. Que si yo estuviese en mi estado normal, pudiendo andar con mis piernas y servirme de mis brazos… no le pediría a usted… ¡Caramelo! ¡Qué había de pedir!

Incorporose en la silla, olvidado de su padecimiento, transfigurado, echando chispas. Desde que había empezado el corto diálogo, animárase gradualmente; sus pómulos de cera dejaran transparentar la infusión de la sangre, y me pareció verle restaurado a su prístino ser, arrogante, fiero, intrépido, como en sus tiempos mejores.

—Padre… —murmuré—. Poco a poco… Eso que me indica no es tan fácil de hacer como usted tal vez cree; y me parece a mí que, cuando menos, tengo el derecho de preguntar: ¿por qué se me pide que dé ese paso?

—Pues yo tengo el derecho de no contestarle —respondió el Padre, sosteniendo aún su repentina animación—; pero no quiero hacer uso de él, y respondo sin ambages, categóricamente, con arreglo a mi genio y a mi tipo. Deseo que salga usted de casa de don Felipe, porque no debió entrar en ella nunca; porque si está aquí el hijo de mi padre, no se comete semejante pifia; porque a su tío le cegó el buen deseo… o la idea de ahorrar unos ochavos… cuando discurrió la incongruencia de que usted viviese a mesa y mantel con un matrimonio joven… o nuevo, o como se le antoje llamarle; y porque en todo este arreglo de vida familiar, ha habido poca prudencia y tacto y ninguna sal en la mollera, y, es tiempo de poner coto a semejantes chapucerías.

Dijo esto el Padre con tono cada vez más coercitivo; pero de repente le vi palidecer, llevarse la mano al muslo y derrumbarse en el sillón, exhalando un gemido sordo.

—¡Ay… ay… Moreno, Moreno! —pronunció hablando consigo mismo—: Moreno, ¡qué echadito que estás a perder! Hijo, eres una pura plasta… Salustio, ¿quiere usted pasarme ese vaso de agua o de porquería, que está ahí? ¿La cucharita? Apuremos esta pócima.

Hice lo que me pedía; tomó el remedio, y recostó la cabeza sobre el almohadillado del respaldo. Así que dio señales de reanimarse, anudé la desatada conversación:

—Padre… usted comprende que yo no puedo salir ahora de casa de mis tíos. Llamaría la atención. Los exámenes se acercan; estamos a las puertas de junio…

El Padre me miró con leve expresión burlona.

—No entre usted a examen. Se lo aconseja Silvestre Moreno. Lo que es este año… perdigón, como dicen ustedes.

No dejó de amoscarme aquella ironía y aquel afán de meterse en lo que, a mi entender, ni le iba ni le venía al fraile moro.

—Hablemos con calma, Padre —dije resueltamente—. Usted, con ese ruego o, mejor dicho, esa orden de despejar el terreno que me está dando, parece suponer cosas que… vamos… pueden redundar en ofensa de Carmen.

—De la señora de su tío de usted.

—Bien, de la señora de mi tío… Como usted guste. Hablemos clarito, sin circunloquios ni reservas mentales. A mí no me duelen prendas. Hace un año próximamente que nos hemos conocido… ¿verdad? y aquel mismo día conocí yo también a la señorita de Aldao. A un tiempo supimos usted y yo que ella se casaba sin amor y hasta con repugnancia verdadera; y al saberlo… usted, Padre, aprobó… y yo desaprobé y protesté, y lo dije. ¿Se acuerda de nuestra conversación, la tarde de la boda, en el soto del Tejo, cuando usted rezaba sus horas tan pacífico y yo casi lloraba? ¿Sí o no? ¿Se acuerda?

—Sí señor… me acuerdo… —contestó el fraile—. ¿Y a qué viene recordármelo?

—¿A qué? Yo aseguraba que aún teníamos medio de deshacer la boda; profetizaba que era un desatino, pero gordo… y usted me mandó a paseo… y me dijo que tenía una jumera. ¿Es verdad, o no es verdad?

—Como el Evangelio. Y la tenía usted; sólo que por lo patético y lo fino.

—Bueno: el asunto es que usted no hizo maldito caso de mis presentimientos. Ha pasado un año, y en él ha perdido usted de vista a Carmiña. Vuelve a encontrarla… y como yo se lo pronostiqué: desgraciada, triste, enferma de repulsión… ¡y ahora el Padre no querrá confesar que me sobraba razón por cima de los pelos!

—Lo que oigo —gritó el fraile ya montado en cólera— me da ganas de enviar al rábano la pata mala, y levantarme y hacer con usted una atrocidad. Todo es puro desatino y absurdos sin ningún fundamento: perdone usted si me expreso con tanta claridad… ¿Carmen desgraciada? ¿Y por qué? Va usted a descifrarme ese enigma. ¿En qué la falta su esposo? ¿Qué motivos razonables de disgusto la da? ¿No la quiere, no la acompaña? ¿No la trata bien, según su carácter, que cada cual tenemos el nuestro? ¿Qué plato la ha tirado a la cabeza? ¡Me indignan —y repito que pido a usted excusas si la forma es ruda y poco parlamentaria— las alharacas con que usted me viene!

—Y a mí me indigna su modo de sentir y de pensar de usted, Padre —repliqué no menos airado que el moro—. ¿De modo que en no tirando platos ni solfeando con una tranca, ni trayéndose a casa una pindonga, ya no tiene derecho a quejarse una mujer como Carmen Aldao? ¿Lo cree usted de buena fe? ¿Se atrevería a jurar que no es indispensable en el matrimonio la paridad y la simpatía de las almas, el cariño mutuo, todo lo que allí falta y faltará siempre? ¿Piensa usted que una mujer elevada, sincera, efusiva, amante, puede resignarse a vivir con un hombre sórdido, bajo, inmoral e intrigante, esclavo de la materia? ¿Es así? Según el criterio de usted, en extendiendo los dedos y refunfuñando cuatro palabras en latín, las incompatibilidades más profundas desaparecen, y los espíritus se asimilan y se funden por ensalmo? Una bendición… y acabose todo. ¿Ya no hay más?

—Y para usted —replicó el Padre, dominándose a fuerza de pulso interior y articulando con voz sonora y profunda— el matrimonio es asunto de mero deleite; en no gustándole el cónyuge a la cónyuge, y viceversa… lazo roto. Dios ha de crear para nuestro uso propio y exclusivo un ser exento de faltas, enteramente conforme al patrón que se traza nuestra fantasía; y si resulta que no es aquello… ¡zas! allá van el sacramento y los deberes al traste. El sensualismo…

Esta palabra cruda y teológica me hirió en el alma, y salté protestando.

—Padre, ustedes los sacerdotes que ejercen en el confesionario, y se han abstenido del trato con mujeres, no distinguen de colores, no ven más que un aspecto de las cosas, y a veces calumnian los sentimientos más nobles y más limpios. Calumnia involuntaria, pero calumnia al fin, y calumnia que irrita a los que nos sentimos inocentes. Usted al parecer me atribuye la suposición de que mi tía no es feliz con su marido porque este no la agrada así… materialmente, en sus condiciones físicas. Lo cual es una enormidad, y ¡no se lo perdono a usted!

—¡Naranjas y piñones! —exclamó el fraile ya fuera de sí—. ¿Conque no hay sensualidad del espíritu ni extravíos de la imaginación? Y, además, a mí no me venga usted con flores retóricas. Yo no comulgo con ruedas de molino. Detrás de esos descontentos que usted supone, habría —si no fuesen fantásticos e inventados por usted— lo que hay en el fondo de todas las cosas de la misma índole: el fuego de la concupiscencia y el aguijón del diablo. Por fortuna nada de eso existe más que en la fantasía de usted. Carmen es feliz con su esposo: todo lo feliz que se puede ser por acá, en este valle de… rabietas: su conciencia y su honor están intactos, y si yo quiero que usted se salga de la casa, no es porque vea en su presencia peligro, sino porque puede verlo el mundo, y la fama con un soplo se enturbia. Usted, que me recordaba hace poco nuestra conversación en el soto del Tejo, ¿se acuerda también de lo que tratamos en la Ullosa? Me parece que le dije que no le tendría por hombre honrado si se acercaba de una manera sospechosa a la mujer de su tío.

¿Por qué me escocieron tanto estas palabras del fraile? ¿Es que veía surgir formidable obstáculo, no al logro de mis deseos, pues yo no los fijaba en cosa concreta, sino a mi reciente y deliciosa plenitud de felicidad ideal? No lo sé. Sólo afirmo que sus palabras me encresparon, y que en un arranque de independencia y rebeldía, determinado a echarlo todo a rodar, exclamé:

—Pues, Padre, tengo el sentimiento de decirle lo que no le he dicho hasta la fecha. Que es usted para mí una persona respetabilísima, apreciable como pocas, simpática, digna; que estoy convencido de ello y que lo repetiré en todas partes; pero de ahí a que yo le tome por doctor infalible en cuestiones de moral, va tanto como de aquí a Montevideo. Yo puedo ser honrado a carta cabal, aunque no se lo parezca, y si porque me interesa una mujer que es infeliz —infeliz, infeliz, aunque usted lo niegue— pierdo para usted el prestigio de hombre honrado, juro que me importa un bledo. Vamos a llevar la cuestión al terreno más arduo, para que vea que soy franco y que no me duelen prendas más que a usted. Suponga que, efectivamente, estoy enamorado de mi tía Carmen. Pues esto será una desgracia para mí, y acaso un peligro para ella (ya ve que concedo bastante); pero lo que es a mi honradez… ni le quita ni le pone.

Hice de propósito una pausa, a fin de que la frase siguiente cayese como una piedra sobre el cráneo de Aben Jusuf.

—¡Ni a la de ella tampoco!

¿Quién pintará la metamorfosis que al oír esta última herejía se obró en el semblante del fraile moro? Sus ojos vibraron llamas y fuego, rodando en las órbitas, con todo el brío de sus tiempos mejores las facciones, ya tan acentuadas de suyo, se movieron como si las levantase un cataclismo interior, dibujándose en ellas arrugas profundas y fuertes, rígidas, casi metálicas; en el primer momento, no pudiendo hablar, aspiró desesperadamente el aire, según debe de hacer el que se asfixia. Pero aquella violenta impresión no se derramó en palabras, porque el hombre segundo, el que la religión de Cristo había injertado en el salvaje tronco de aquella alma de africano, se sobrepuso y venció; y recobrando, mediante un esfuerzo inaudito, la calma… respondiome en voz algo bronca y demudada aún:

—Pues… señor mío… si está usted tan conforme consigo mismo y no ve en su comportamiento nada digno de censura, no tenemos más que hablar. Usted cree que introducirse en las casas, bajo la protección y el amparo de los parientes próximos a fin de atentar en una forma o en otra a su honor y combinar pian pianino el adulterio y el incesto, no son acciones reprobables ni hay en ellas nada que desdiga de los principios de un cumplido caballero. Yo pienso de diferente manera; pero como usted, por otra parte, no tiene allá unos principios religiosos excesivamente claros, mi voz carece de autoridad sobre usted, y cuanto yo le diga le suena a mojiganga. Cese, pues, toda conversación ociosa, y desde hoy cese usted también de ver y de tratar al Padre Moreno. Porque yo, en cumplimiento de mi obligación, no podría menos de dirigir a usted alguna advertencia que de fijo se le haría impertinente… y no tenemos tampoco la flema en el bolsillo. Deje a este pobre enfermo, y siga su rumbo. Pero tenga entendido lo que voy a añadir: aquí no habrá lucha: porque Carmen, aunque no es santa ni virgen, como usted dice sacrílegamente, es mujer de bien y sabe a lo que está obligada; y si lucha hubiese… entre usted, joven y lleno de recursos y atractivos, y Silvestre Moreno, envejecido ya y probablemente enfermo de lo que ha de llevarle al hoyo… Moreno sería el vencedor. No le digo más.

Yo escuchaba paseando por la habitación de arriba abajo y con las manos metidas en los bolsillos; sintiendo en mi interior, en el estómago y en las entrañas, esa trepidación ardiente que notamos en circunstancias críticas. Mi batalla era secreta, y no por eso menos empeñada y furiosa. Luchaba con mi orgullo, con mi pasión, con mi carne toda, para no volverme y decir al fraile… lo que le dije por fin, en irresistible impulso de mi conciencia y de mi alma.

—Padre… respecto a luchas y victorias, hablaremos; pero tocante a lo otro… para que vea usted… ¡tiene usted razón! Razón que le sobra. No es delicado vivir en esa casa… lo comprendo, lo reconozco: mi misma posición es humillante, particularmente desde hace algún tiempo… ; y saldré de ella, mi palabra de honor, pronto, pronto… lo más pronto posible. No dude que saldré… ; y adiós, Padre.

Mostré querer marcharme sin tenderle las manos, y él me llamó con cordialidad súbita.

—Venga acá, venga acá… Usted en religión pensará como quiera, pero conserva un fondo de sentimientos delicados que me agrada. Y vamos a ver, ¿qué mal le ha hecho a usted Carmen para que dude de que yo sería el vencedor en la lucha, si tal lucha existiese?

—Padre, de eso no quería tratar; conste que es usted quien me pincha. Supongamos que hay lucha… si no… ¿a qué viene esta discusión? Hay lucha… pues usted vencerá… ¡estoy cierto de que sí!, en lo exterior, en el terreno positivo… ¿me explico? ¿me entiende?

—¡Demasiado! —contestó gravemente el fraile.

—¡Y lo mejor de todo… es que yo, en ese particular, no deseo —tan cierto como que quiero a mi madre— que salga usted derrotado!

—Adelante —articuló Aben Jusuf ceñudo y pensativo.

—Mi victoria es de otro género… ¡Mi reino no es de este mundo! —pronuncié con ligera ironía, que el Padre debió de encontrar pesada—. Hay una esfera en la cual siempre saldré triunfante… y esa me basta… ¡Y usted ahí sí que no llega! Ese es el imperio de la libertad. ¡En el quinto piso del alma, Padrecito… ni usted… ni nadie!…

El moro callaba. Alzó sus ojos al techo de la enfermería, y las movibles facciones de su rostro adquirieron una expresión, casi desconocida para mí, de exaltado misticismo. Sonrió luminosamente, y me dijo con mezcla de unción y desdén:

—En todos los pisos entra Jesucristo cuando se le antoja.

Al salir pregunté al doctorcillo Saúco qué padecía el fraile. Mi paisano movió la cabeza.

—¿Qué ha de tener? Era un hombre como una loma… Tenía cuerda para cien años; pero hizo una vida impropia de naturalezas tan robustas. Máquinas de esa potencia, están mejor andando que paradas. Él, si no se ha parado del todo, ha clavado, cuando menos, ruedas muy importantes… y ahí tienes las resultas. Lo que padece es serio. Regularmente se impondrá la operación.

Capítulo 10

Mi posición en casa de mis tíos fue desde aquel día extremadamente embarazosa. No veía el modo de salir de allí, y lo deseaba muy de veras, porque además de la actitud de mi tío, se me había grabado en lo más vivo la afirmación del moro: que era depresivo sostenerse a expensas del marido de Carmen. Ya se me hacía totalmente insufrible la estéril y dolorosa convivencia, que me obligaba a adivinar y casi a presenciar las intimidades conyugales y atentaba al carácter romántico de mi amor.

¿De qué me servía vivir bajo el mismo techo? Desde la entrevista con el fraile se había producido un cambio en la tití. Me evitaba cuidadosamente, me dirigía las palabras indispensables, y luego se desviaba de mí como si yo estuviese apestado. Su aparente desvío no me desesperaba del todo, porque comprendía la causa, y adivinaba la batalla secreta de aquel espíritu superior; no obstante, mi situación implicaba tal tirantez, tantos rozamientos penosos, tamaña dosis de pachorra en momentos dados, que no había resistencia que alcanzase, ni yo podía responder de que a lo mejor no saltara el resorte.

Por ahora, la victoria del fraile era puramente material. De la moral podía gloriarme yo. ¡Y dijese lo que dijese el moro… cuán débiles mis armas y pertrechos! El Padre, apoyándose en creencias y principios arraigados en el alma de aquella mujer; teniendo por cómplices a la ley y a la sociedad; con el cielo en una mano y el infierno en la otra, para premiar la virtud o castigar el delito… y yo, sin más que el dinamismo del sentimiento; ¡yo, que representaba para Carmen la infracción del deber, la mancha del honor, el atropello de las convicciones, la vergüenza, el crimen y la pérdida del alma! No militaba en mi favor sino la fuerza que en los minerales se conoce por afinidad, y por amor en los seres orgánico—racionales: fuerza que en todos existe latente y sólo aguarda favorable ocasión para revelar su poder. Y así, inerme, o, mejor dicho, armado únicamente con las armas naturales, sabía que en mí recaería el triunfo; que todos los imperativos categóricos de la razón, todos los preceptos y mandamientos de la religión, todos los sermones del Padre, no bastarían para que aquella mujer no aborreciese a su marido y me quisiese a mí muy de adentro… ¡Este era el lauro!

Lauro noblemente ganado si yo salía de casa de mi tío. Era deshonroso residir allí.

Irme pronto… ¿Y de qué manera? Ese problemita sí que no lo resuelve fácilmente una persona colocada en mis circunstancias. Había que decirle a mi tío: «Me voy de su casa de usted». A mi madre: «No quiero estar más con mis tíos. Dispóngase a pagar un dineral de posada, o lo que para sus medios equivale a un dineral». Y al mundo, al microcosmos de nuestro círculo: «Salgo de aquí. Piensen lo que gusten, yo salgo. Bien comprenderán que hay gato encerrado, cuando me voy así, quince o veinte días antes de los exámenes».

Determinado a romper por todo antes que dejarme estar, fui, no obstante, dando largas, trazando el modo de cumplir la palabra al fraile. No me atrevía a volver a San Carlos mientras no pusiese por obra mi resolución. Mi tía, en cambio, visitaba al Padre diariamente, y por ella y por el doctorcillo Saúco sabía yo noticias del estado del enfermo, que, a decir verdad, era lastimoso. Habían hecho con el pobre Aben Jusuf verdaderas diabluras: suponiendo que tenía la enfermedad en el hueso de la pierna, ya le cloroformizaron dos veces para abrirle calicatas en la tibia por medio de barrenos y berbiquíes. «Nada —exclamaba el doctorillo—: que con toda su ciencia (digámoslo muy bajo), Sánchez del Arroyo y el marqués de la Salud le yerran la cura. Han trabajado en él como los carpinteros en la madera. Te digo que me lo han destrozado al infeliz; él creyó dos o tres veces que era la de vámonos, y pidió los sacramentos y se dispuso en regla… Es mozo terne y bragado. No tenía miedo ninguno, por más que confesaba que no le hacía pizca de chiste el morir. ¡Qué lástima de hombre! Pues que aquí te corto, y allí te sajo, y acullá te pincho… ; y luego salimos con que no había tal caries del hueso, sino una inflamación del periostio… ».

—A mí háblame en castellano claro. Nada de palabrotas.

—Chico, periostio es la membrana que rodea…

—Bueno: ¿qué se deduce de esa membrana? ¿Que el fraile escapa o se las lía?

—No sabemos. Muy comprometido se encuentra, y mucho tiempo andará con muletas, si llega a contarlo. Siempre le quedará un portillo. Lo que te juro es que yo no he visto hombre de más amistades ni que inspire mayores simpatías. Todos le queremos bien, lo mismo internos que profesores; lo mismo las hermanas que los mozos del anfiteatro. Nos tiene seducidos por lo campechano y lo animoso. Diariamente vienen a visitarle muchas señoras. Nos da lástima. Es un tío que ha cumplido bien con las obligaciones de su profesión, haciendo una vida y llevando un régimen muy contrarios a su temperamento… Lo que le sucede es lógico; no debe quejarse; así es que no se queja; dice y repite que está conforme con cuanto disponga Dios. Lo repito: mimado de señoras, como nadie. Una de las más asiduas es tu tía.

Ocurrióseme, al decirme esto el doctorcillo, que para hablar un momento a solas con la tití, lo mejor era esperarla a la entrada o a la salida del hospital. Así lo hice. Le tuve la parada, y al verla bajarse del tranvía de Atocha, acerqueme a ella con rapidez. Sorprendiose al verme, y al través del velo de blonda pude notar el vivo color que se extendió por su rostro.

—Hola… ¿Tú por aquí, Salustio? —me preguntó disimulando—. ¿Vienes a ver al Padre? Sube, que entraremos juntos.

—No vengo a ver al Padre, sino a ti —contesté resueltamente—. Como en casa te me escurres de entre los dedos, tengo que arreglármelas para encontrarte en otros sitios. ¿Quieres hacerme el favor de apartarte de la puerta y oírme? Cuestión de un minuto.

Dudó, y por fin se avino a aproximarse a la esquina de la calle del Fúcar.

—Quiero decirte —pronuncié tratando de hablar con aplomo y no sabiendo reprimir la agitación— que me voy de tu casa. Me voy sin aguardar a que pasen los exámenes. Pretexto, yo lo buscaré; pierde cuidado. Pero no quiero estar más allí.

—Tú… Pues haces bien… Ya me lo esperaba.

—¿Hago bien, verdad?

—Sí… Yo creo que sí.

—Eso quería saber… Nada más. Ahora… vuélvete a San Carlos. Si pasa alguno y nos ve aquí… Vuélvete. No: antes escucha otra palabrita. Me voy de tu casa, pero no me aparto de ti. Contigo estoy siempre, a todas horas. ¿Me has entendido?

Por detrás del enrejado de blonda la vi parpadear, demudarse, querer contestar algo y no poder… Me parecía que el golpear de su corazón hería a intervalos la estirada seda de su corpiño, y que en sus labios palpitaba una frase pretendiendo salir… Mas, en vez de hablar, alargome la mano, que cogí y deshice entre las mías. ¡Ay, Dios! no sabía soltarla… La evidencia de ser querido era para mí tan contundente y tan deliciosa, que me sentía del todo enajenado, en esa situación psíquica en que somos capaces de un desatino, y conociendo bien que es desatino, conocemos igualmente que no podríamos salvarnos de cometerlo. Estábamos los dos así, aturdidos, ella sin desprender su mano, yo sin aflojarla… Pasó un chiquillo silbando y arrastrando un carrito de madera; el estrépito del tranvía hizo retemblar el suelo… y nos encontramos desasidos, ella caminando hacia el hospital, yo inmóvil en la misma esquina.

Aquel día, al regresar a casa, planteé la cuestión de cambio de alojamiento. El pretexto se me había ocurrido al quedarme plantado en la bocacalle como un guardacantón. Aseguré a mi tío que para salir airoso de los exámenes, precisaba repasar con mis condiscípulos. Él me miró, calando con sus duras pupilas hasta el fondo de mi pensamiento. «Tú verás lo que traces —respondiome—. No te digo ni sí ni no. Las fondas cuestan. No sé cómo lo tomará tu madre». Y al mismo tiempo su expresión, más repulsiva cada vez, parecía añadir: «Vete enhorabuena. Tu presencia es ya una rémora para mí. Hice mal en traerte conmigo; me comprometes y me estorbas. Cuantos menos bultos, más claridad».

Me fui sin demora. Escribí a mi madre que me convenía repasar… etcétera… y me instalé en casa de doña Desusa. La compañía de Portal me hizo bien, y por vez primera, después de bastantes meses, pensé en una cosa muy sencilla, muy insignificante, muy tonta… ¡En que sería conveniente aprobar el curso!

¡Realidad brutal y opresora! Cuando más queremos construir libremente el edificio de la vida soñada, acudes tú y nos pegas un empellón, recordándonos que hay en nuestro existir parte de mecanismo, de engranaje fatal, del que sólo nos evadimos por medio de la poesía, la locura o la muerte. ¡Insufrible serie de ruedecitas dentadas, que van mordiéndose y comunicándose el movimiento esclavizado de nuestra fantasía y de nuestra sangre impetuosa, las cuales reclaman imprevistos, aventura, romance, drama!

Todo lo anterior significa que yo no estaba demasiado dispuesto a sufrir el examen. ¡Ay de mí! La atmósfera, cálida ya, de aquellos días de junio olía terriblemente a calabazas. Estábamos los de la Escuela que no nos llegaba la camisa al cuerpo; y sobre todo los que, como yo, se habían permitido divagaciones y extraordinarios, lujo vedado al alumno de ingenieros. Recordaba con horripilación que tenía en mi hoja faltas de asistencia no justificadas, con otras de puntualidad que si no llegaban al corto número reglamentario suficiente para fundar la pérdida del curso, eran bastantes para calificarme de alumno descuidado y para despertar en el tribunal una prevención que había de traducirse por mayor rigor en las preguntas. Así como el acróbata que ha descansado mucho tiempo conoce la falta de flexibilidad en sus articulaciones y teme desgraciarse en la primer plancha, yo, oxidado por mi larga residencia en el país imaginario, me estremecía pensando en el instante crítico del llamamiento.

Con ardor de última hora me enfrasqué en los libros. Ciertas asignaturas no me entraban, no tanto por su dificultad, sino porque antes de meterles el diente había que sacudir la capa de polvo gris del aburrimiento y del fastidio. No se necesita gran esfuerzo intelectual para comprender pasajes como el siguiente, del Tratado de las construcciones en el mar: «Poëy llama la atención sobre una nube de forma especial (globo cirro y globo cúmulo), figurando bolsas o vejigas, indicio seguro de tempestad inminente, que los meteorologistas ingleses denominan Pocky cloud o nube postulada… ». Tampoco se requiere ser ningún Newton para hacerse cargo de que «los fracto cúmulos son las nubes más bajas, según Poëy, irregulares y desgarradas en sus bordes, que, moviéndose con gran velocidad, atraviesan rápidamente la región cenital; en lo cual difieren de los cúmulos, que parecen estar inmóviles en el horizonte, por más que según algunos esta inmovilidad sea sólo aparente». ¡Pero apréndase usted el relato de memoria, sin omitir sílaba, y poniendo mucho cuidado en no trabucar los fracto cúmulos y los cúmulos! ¡Atráquese usted en dos o tres semanas, de puertos y señales marítimas, de caminos de hierro, de economía política, de derecho administrativo, de legislación de obras públicas, cuando en el espíritu no hay sino conflagración y tormenta y en la cabeza las vegetaciones rojas y doradas del jardín de la fantasía!

¿Recuerdan ustedes aquella especie de símbolo con que yo solía expresar mi estado moral y psicológico, suponiendo que mi cerebro era un campo de batalla donde lidiaban incesantemente las rectas y las curvas, encarnando las rectas la vida real, el buen sentido y los severos estudios, y las curvas la imaginación y la pasión? Pues en el último período de mis trabajos, cuando convenía apretar las clavijas y echarme en brazos de las rectas, las curvas habían vencido, y un imposible, una novela, un extravío, un fantasma, me sacaban de quicio, entregándome al desorden y a la irregularidad, y retrasando una vez más el término de mi carrera —la emancipación.

Quise recobrar en breve plazo el tiempo malamente perdido. El salir mis tíos a su excursión veraniega me devolvió un poco de serenidad para consagrarme a los libros. En ellos me sepulté, pasándome las noches en claro a fuerza de tazas de ese brebaje que conocemos por café de exámenes, y que hacemos echando un puñado de café a hervir en un puchero hasta que suelta todo el jugo, y bebiéndonos después a pasto la amarga infusión. Fue aquello una desesperada gimnasia mental, una carrera loca para recuperar lo que no se asimila en días, ni en meses. A veces sentía vértigos; parecíame que mi masa encefálica se volvía caldo y que mi sangre se carbonizaba, por falta de sueño, de paseo y de reposo. Me acostaba cuando ya cantaban los pajaritos; dormía cuatro horas escasas, y el cuerpo no me pedía alimento; en ciertos momentos del día tuve hasta fiebre.

Como suele suceder en casos tales, hociqué en lo más fácil precisamente: en el condenado derecho administrativo. Respondí con lucimiento a dos preguntas, y al formularme la tercera, que carecía completamente de importancia, advertí como un agujero en mi cabeza, un espacio vacío donde no se dibujaba ni la nebulosa de una idea referente a aquella parte del interrogatorio. Lo dije con absoluta sinceridad: «No me acuerdo».

Y al regresar a casa, con el suspenso sobre el espíritu, por cuánto no empieza a delinearse sobre el fondo de la memoria la necesaria respuesta… Como placa fonográfica que en momentos dados repite los sonidos un tiempo depositados en ella, mi memoria devolvía automáticamente —cuando no se necesitaba ya— la definición y las palabras mismas del libro… De tal modo me irritó aquella inútil y tardía facultad, que me di un puñetazo en la frente. Si pudiese emprenderla a cachetes con la memoria… la emprendo, de fijo.

Capítulo 11

¡Qué a pechos lo tomó mi madre! El tropiezo momentos antes de llegar a la meta la sacó de quicio. Sus cartas tenían que ver. Díjome claramente que me creía entregado a vicios o dominado por alguna bribonaza, la cual bribonaza me apartaba del estudio. «Tu madre es muy lógica y razonable en eso —afirmaba Portal—. ¡Cómo ha de concebir que por patoso y desaborío hayas perdido el año! La verdad es que nadie se lo figura. Si Belén fuese la culpable… hombre, entonces… ». El resultado de las sospechas de mi madre fue llamarme a Galicia. Quería verme por sus ojos, regañarme con su propia boca, enterarse de cómo me había dejado la enfermedad, averiguar a ciencia cierta el nombre y las truhanerías de la supuesta pirindonga, embaucadora y sonsacadora de inocentes alumnos… Mamá, desde la Ullosa, pretendía saber al dedillo todos los riesgos, emboscadas y escollos en que puede estrellarse un joven de mi edad, perdido en la vorágine cortesana. Desde este punto de vista, sus cartas eran a veces un tesoro de advertencias cómicas.

Su primer pregunta, al llegar yo a la Ullosa, fue algo parecido a esto: «¿En qué manos caíste? Vamos, sé franco con tu madre. ¿Te envolvieron, te sacaron de tus casillas? No me ocultes nada. ¿Estás malo? Yo haré que te vea el médico de liebre, que es una gran cosa. ¿Y tus tíos? Por fin te dieron la patada, ¿verdad? ¿Te fuiste de allí porque no podías resistirlos; ¿Tu tía es una empalagosa? Ya me lo sospechaba yo». Todo se lo sospechaba la buena de mamá, menos lo único cierto… ; y de fijo que si alguien se lo indica, ella responde con indignación: «Mi hijo no es capaz de andar en líos con señoras casadas. tiene más decencia y mejores principios que todo eso. ¡Vaya!».

Desde que descansé en la Ullosa, mi mayor deseo —¿quién lo supone?— fue ver a la tití. ¿Por dónde andaba? De fijo en el Tejo o en Pontevedra… No necesité mucho tiempo para averiguarlo: mi madre, con su plantilla de espías, de repórteres, estaba siempre muy enterada de la vida exterior de aquel matrimonio. Justamente revelaba entonces mamá gran alegría y satisfacción por una particularidad que la lisonjeaba mucho: Carmen Aldao no estaba encinta… «Puede que nos tengan hijos», me decía sin disimular el júbilo. Y yo, con tono y acento muy distintos, impulsado por otras esperanzas, bien diferentes de las de mi madre, contestaba sordamente. «Puede que no los tengan». Pocos días después, mi madre se manifestó alborotada y preocupada por noticias frescas, también referentes al matrimonio. Con aire misterioso vino cierta mañana a despertarme, trayendo en la mano una carta de Pontevedra. «¿No sabes lo que escribe Josefina Montero? —preguntó en tomo enfático, rebosando un interés que no se explicaba por la importancia de la nueva—. Tus tíos se han ido a los baños de la Toja». «¿Está enferma Carmen?», pregunté con ansiedad. «No, es él… Tiene un golpe de erisipela feroz».

Todavía añadió mamá otro parrafito chismográfico. «En Pontevedra no hay más conversación sino de Candidiña, la mujer del señor de Aldao, y lo que va a suceder entre ella y su hijastra. ¿No sabes? El viejo, después que se casó tan de tapadillo y negó la boda a puño cerrado los primeros meses, de repente se desvergonzó y… me sale de bracete con la chiquilla. Es una irrisión verlos así por las calles, ella tan maja y tan sobresaliente y él arrastrando los pies. El bajón que ha dado en poco tiempo don Román, yo no te lo quiero decir, porque no lo crees. Es un espectro. Ella parece que le hizo tragar que ya tuvo un mal parto; y el viejo está que se le cae la baba pura. Te digo que allí se prepara mi sainete. Algunos cuentan si Castro Mera los visita o no los visita… habladurías; pero bien empleadas le están al vejete por la chochez que le entró. Últimamente ella encargó a París un sombrero. ¿Qué tal? ¡Candidiña con sombrero de París!».

Manifesté mi indignación contra semejante abuso, y pocos días más adelante supe, por la acostumbrada estafeta que comunicaba los acontecimientos a mamá, cómo muy en breve regresarían a Pontevedra mi tío y su mujer. «Dice que Felipe viene bastante mejorado. Lo dudo». Y preguntando yo por qué dudaba de la mejoría, respondiome moviendo la cabeza: «Al tiempo. En fin, ahora vienen a Pontevedra porque quieren armar unas fiestas muy lucidas, más lucidas que las del año anterior; y tu tío y Castro Mera son los que revuelven el cotarro… Dicen que no se habrán visto otras iguales. Intrigas de ellos; porque mira, yo te enteraré, para que no te chupes el dedo como los bobos. Dochán… ¿no conoces tú a Dochán? Pues es un tuno muy largo, aún más largo que tu tío, al menos para estas intriguillas de por aquí; en Madrid no sé; hablo de esta tierra. Así que Dochán vio que tu tío se casaba, tomaba el tole y le dejaba el campo libre, discurrió que él podía hacerse dueño de la provincia agarrándose a los faldones de Sotopeña. Procuró metimiento con Lupercio Pimentel, le llevó la corriente, supo adularle en dos o tres cuestiones… En fin, él se las arregló de manera que Sotopeña diese de codo a tu tío y empezase a servirse para todo de Dochán. Por poco le revientan lo de la casa de Correos; sólo que Castro Mera paró el golpe. Pero trinaron el terreno en cuanto se refiere a la diputación: echaron abajo al Presidente, que era suyo, y, plantaron a otro: dos cuartos de lo mismo en las Comisiones; en fin, no hay hechura de tu tío que no dance. Ahora, sólo para darle un bofetón —como que desde que se casó don Román, tu tío anda en pugna con el cuñado—, le regalaron a este la plaza que pretendía en el hospital. Felipe está que brama; y no sabiendo qué hacer para desprestigiar al Santo, dicen que mandó poner en El Teucrense unos artículos terribles descubriendo mil picardías: chanchullos gordos… Además, Castro Mera, que es listo como una pólvora, tanto revolvió y tanto hizo, que consiguió que no le brindasen a Lupercio Pimentel la presidencia del Certamen literario… ¿se dice así? eso, el Certamen. A pretexto de que nos hacía falta un literato muy famoso, les metió en la cabeza convidar a uno que se llama… me acordaré? Sí… Don Apolo Añejo… ».

Echeme a reír: conocía al personaje por las pullas de la crítica festiva, por la continua zumba de los estudiantes, que habían personificado en el autor famoso elegido por los pontevedreses la literatura de redoma y la poesía momificada: «Parece —continuó mamá muy seria— que ese señor es el más nombrado en Madrid. Te cuento esto sólo para que veas que llevan la pugna a todos los terrenos tu tío y Dochán. Están a matar. No se sabe quién triunfará; pero ya es una cuestión que se ha enzarzado tanto, que andan furiosos y un día se pegan. ¡Y los periódicos! El Teucrense y La Aurora no hacen sino insultarse. Si se comen… figúrate qué chiripa. Damos a la Peregrina una misa cantada».

Al saber que mis tíos estaban de vuelta en Pontevedra, entrome invencible afán de ver a Carmen otra vez, y resolví ir a toda costa a las fiestas. No dejó de ser empresa bastante ardua: mamá, impresionada por mi fracaso en la carrera, lejos de decirme como otros años: «Diviértete y come, que bastante trabajas en invierno», me repetía la consigna de estudiar, de estudiar a destajo, de recobrar lo perdido. No obstante, puse tal empeño, que conseguí la apetecida licencia: y mi madre se decidió a acompañarme, porque le saldría más cara mi estancia en la fonda que en su casita. Salimos, pues, hacia la capital, la Helenes de los revisteros. Inmediatamente que llegamos pasé a ver a mis tíos; no así mamá, detenida por una cuestión de etiqueta. «Que venga primero Carmen —dijo— que es más joven».

Yo no me paré en tales requisitos y fui… ¿qué es ir? Corrí; creo que me llevaron las piernas solas a aquella casa. Era uh piso chiquito, donde habían metido apresuradamente algunos muebles, residuos de la antigua habitación de mi tío Felipe, hoy alquilada para oficinas de Correos. Los trastos eran viejos y pocos, pero mi tití había conseguido prestarles un aspecto muy agradable de orden y limpieza. La doncella, la galleguita desasnada en Madrid, me conoció, me recibió en palmas y me dejó pasar, sin tomarse ni el trabajo de anunciarme, considerándome parte integrante de la familia.

Entré. Siempre me gustaba sorprender así a Carmiña, porque dada la vehemencia de su carácter, le era muy difícil reprimirse en los primeros momentos y no dejar asomar a la superficie lo interior del alma. Acerté de medio a medio, pues al sentir el ruido de mis pasos, al verme en la sillita donde estaba haciendo labor, la impresión fue tan fuerte, que no sabía qué contestar a mi saludo: se le trababa la lengua. De tal modo se sobrecogió, que yo era entonces el que permanecía relativamente sereno, dueño de mí, el que dominaba la situación, a pesar de mi estudiantil inexperiencia, para los casos pasionales. Cogí sus manos, que en la palma humedecía ligero y helado sudor; la arrastré hasta la ventana, y clavé los ojos en su rostro, que encontré más pálido, más deshecho, más desencajado que nunca. Pugnaba por apartarse, y porque nos sentásemos como en visita, muy formales; pero no lo consentí, y la mantuve junto a los vidrios, sin saciarme de verle la cara. Estábamos tan cerca, que yo, siendo más alto, podría bien fácilmente inclinarme y robarle el supremo bien, el sello de amor, el ansiado beso, favor dulcísimo que implica los restantes; pero me detuvo, más que el respeto, la piedad, el temor de cubrir de vergüenza aquellas mejillas mustias. Si yo la besase, de fijo le quedaría una mancha roja en la faz. Sí; yo veía el beso apetecido señalarlo como la marca que imprimía allá en otros tiempos el hierro candente del verdugo. No: besarla, nunca. Reprimiendo la tentación, le estrujaba las manos, le incrustaba mis dedos en la palma trémula. Ella consiguió por fin llevarme hacia el sofá, y sentándose en él, que señaló la butaca, donde me hundí sin soltarle las manos. Entonces, con acento suplicante y opaco, murmuró:

—Déjame, Salustio; anda.

Aquella voz me rasgó el pecho. La solté. Yo me encontraba tan turbado como ella y comprendía que ni uno ni otro podíamos expresarnos por medio de palabras, y el único lenguaje adecuado sería el abrazo largo y mudo. Con gran sorpresa mía, Carmen se rehízo, cobró aliento, se echó atrás, y pronunció con firmeza:

—Salustio, ya una vez te dije que no me siguieses ni me importunases. Llegó el caso de repetírtelo. No vuelvas por aquí, y menos cuando yo esté sola. No me hagas más desgraciada de lo que soy. ¿Quieres ponerme en el compromiso de que le avise a tu tío que es cosa de cerrarte la puerta? Pues mira que no me arredra el hacerlo. Hay ocasiones en que rompo por todo.

Tardé en responder, haciendo un llamamiento a mi sangre fría. Comprendí que era decisiva la batalla. Me recogí, y sin cólera, como el que ruega, objeté:

—Ya que me echas, permíteme hablar. Quieres que no venga. Yo no puedo vivir sin verte. Tú tampoco respiras: estás desmejoradísima, enferma y triste. Te has ido poniendo así desde el día de tu matrimonio. ¿No te sirve de alivio el verme y el hablar conmigo un rato? ¿Por qué te niegas a recibir esta distracción o este consuelo? ¡Si vieses lo que has variado desde que te dejé! ¿Que no? Bueno, ya no volveré nunca a molestarte; pero explícame siquiera en qué te perjudican mis visitas. ¿Es tu marido quién se opone? ¿O eres tú la que escrupulizas y me despides?

Echose atrás nuevamente en el sofá, y antes de responder me miró. Por instantes resplandecían sus pupilas y se transfiguraba su rostro. Su voz era entera y pura al contestarme:

—Los dos. Mi marido, si comprendiese lo que ocurre, naturalmente que lo desaprobaría; y yo, que estoy enterada, lo desapruebo. Sí, es verdad que ando enferma y triste, y parece que ni ganas tengo de vivir; pero no es porque tú no vengas… Al revés. ¿Cómo te lo explicaré? Atiende bien, trataré de descifrártelo. Un día me dijiste que no atentarías a mi honra… Mi honra es mía, y claro que nadie atentará contra ella, porque no lo consentiré; pero para hablar tú así, es que yo te he dado lugar a que pienses disparates. Esto es culpa mía, culpa mía sólo. Desde luego te digo que en mi conducta hay mucho que censurar. En vez de dar consejos a Cándida, vale más que me observe a mí misma… Ahora me parece que he soltado un despropósito. ¡Ni en mi conducta ni en mis hechos descubro nada que pueda avergonzarme realmente… ¡sólo que mejor sería que no hubiesen mediado entre nosotros ciertas… tonterías, tonterías tunas! Hago mal en hablar contigo de estas cosas; pero siento allá en mis adentros que es mejor que nos expliquemos terminantemente.

—Pues eso deseo. Háblame claro —exclamé impaciente y nervioso.

—Clarísimo. Verás con qué claridad. Tú te has figurado que yo no quiero a mi marido, y hasta que siento por él… así… una especie… de repugnancia. Has tenido valor de decírmelo. Pues supón que fuese verdad. Una mujer que teme a Dios… ¡mira que hablo seriamente! tiene que querer a su marido… y yo he resuelto querer al mío… o morir. Estoy completamente segura de que si no consigo llegar a quererle tanto que lo confieses tú mismo… me muero. Sólo con que puedan los extraños dudar de ese cariño, me convenzo de que he obrado mal hasta hoy. Yo me he obligado solemnemente a quererle, en presencia de quien ni olvida las promesas ni consiente los perjurios. No le debo tan sólo fidelidad, sino amor, y… en ese punto… Por eso me irrito cuando me llamas santa. ¡Bonita santa estoy! ¡La burla que tendrás hecha de mí! Pero ya se acabó… No has de reírte de mis bobadas.

No sabía qué replicar. Contra aquella mujer no tenía argumentos. En el fondo de mi conciencia, su sacrificio me parecía unas veces hueco y vano, otras admirable y sublime; unas veces quintaesenciado, artificioso y estéril, otras espontáneo, heroico y provechosísimo a la moralidad de las generaciones futuras. Era mi doble naturaleza presentándome el pro y el contra de la idea del matrimonio cristiano; eran el tradicionalista y el racionalista que yo llevaba en mí, enzarzados y arañándose.

—¿Sabes —prosiguió ella— lo primero que conviene hacer cuando quiere uno ir derechito por el buen camino? Apartar estorbos y tropiezos. Por eso te repito que no basta haberte salido de casa, sino que es necesario no venir por aquí mucho, y menos cuando Felipe no esté. Ni es decoroso ni conveniente; compréndelo tú mismo, y valdrá más.

La sentencia de extrañamiento no me sobrecogió. La esperaba. Estaba seguro de que Carmen había de parapetarse tras ese muro de papel que consiste en alejar materialmente a un hombre, cuando ese hombre no ignora que es querido. El destierro importaba poco: no así aquella bizarría de la voluntad, nunca vencida, que en el propio sufrimiento buscaba nuevos bríos.

—Bien —murmuré tomando el sombrero—. Me echas de tu casa, sin tener en cuenta lo respetuoso que ha sido siempre mi porte contigo y la consideración absoluta que te he guardado. Creo que me harás justicia confesando que no me he extralimitado nunca. Te veía abatida y lastimada, y aspiraba a servirte de consuelo. No me lo permites. Pues como lo que está dentro del alma a la cara tiene que salir, yo te digo que, no pudiendo verte de cerca ni un minuto, haré las tonterías que son naturales: te seguiré cuando salgas, te pasearé la calle, y en el teatro te miraré.

—No harás eso —respondió— porque como yo no daré pábulo; la gente te tomará por loco.

—He pensado muchas veces si lo estaré —respondí en un acceso de lirismo, sintiendo que el corazón se me ablandaba como mantequilla en verano—. Y otras me parece que tú no estás tampoco en tu sano juicio, tontiña. Ese plan de querer a tu marido o morir… verás tú mi franqueza… es hermoso, muy hermoso: ni presumes toda la hermosura que encierra. Sólo que es la hermosura de la enajenación mental. ¿Has leído el Quijote? Pues eso… pues eso. Eres un Quijote hembra. Me despides… ¡Te acordarás de mí! Me barres… Tu corazón me recogerá. Adiós, por segunda vez te lo digo… Soy profeta. Al tiempo.

Me lancé a la calle y paseé sin rumbo, yendo a dar con mi cuerpo en un banco de la Alameda, a tales horas solitaria. La sombra de los árboles gigantescos, la frescura, la perspectiva del río, debieran recrearme; pero ni observé estas condiciones exteriores. Mi idea fija me vedaba la contemplación de la naturaleza. Cada derrota exaltaba más mi espíritu; cada demostración palmaria de la fortaleza moral de tití me dejaba más ilusionado, más convencido de que en ella, y sólo en ella, se cifraba la perfección femenina. Y por otro lado se me representaban claramente las dificultades, los tropiezos, hasta la esterilidad de la aspiración, que, a poder ser cumplida y satisfecha, no dejaría en pos de sí más que drama, conflicto, vergüenza y dolor para aquella misma mujer a quien yo intentaba subir al pináculo y a la cual deseaba tantos bienes y glorias.

Devanando estos pensamientos, yo atravesaba las fiestas de la Peregrina sin advertir su bullicio mareante. Para mí, ni los paseos en la Alameda, con su música y sus señoritas vestidas de alegres colores veraniegos, ni el teatro con su compañía de zarzuela que nos brindaba La Mascota por décima vez, ni las funciones de iglesia, ni los bailes de los círculos de recreo, ni nada, en fin, de lo que compone el programa de unos festejos provincianos, tenía el menor atractivo, como no me sirviese de pretexto para ver a mi tití, aunque sólo fuera de paso; ¡verla pasar con su marido, descolorida, desmejorada, triste, fea para todos, menos para mí!

En el paseo sorteaba las vueltas para cruzarme con ella una vez más. En los templos, por la mañana, solía encontrarla, y mientras ella oía misa, rezaba o leía en su libro, yo allí me dejaba estar, hasta que mis amigos y mi madre misma se enteraron —pues en los pueblos cunde rápidamente la más insignificante noticia— de que yo frecuentaba las iglesias, y me dieron broma con mi devoción, suponiendo que alguna linda muchacha era el imán que me atraía allí. En el teatro, mientras me suponían absorto en la contemplación con tal o cual polluela de las que descollaban por su palmito o su elegancia en el vestir, yo miraba furtivamente hacia aquel palco platea donde la mujer de mi tío se sentaba modestamente vestida, peinada sin pretensiones, compuesta y grave en su actitud. ¿Notó ella que yo la miraba así? ¿Volvió la cabeza hacia donde me encontrase? Mentiría si dijera que no. La volvió, en efecto, y varias veces, con disimulo, pero con una especie de angustia. Probablemente aquel movimiento sólo quería decir: «Sobrino, a ver si no me comprometes».

Moviose aquellos días de los festejos gran zalagarda en Pontevedra: la pugna entre mi tío y, Dochán alcanzaba su período álgido, y sobreexcitada por la presencia de los beligerantes, daba lugar a una guerra horrible de personalidades y de ataques groseros, ya dirigidos a cara descubierta. El Teucrense y La Aurora de Helenes eran los puestos estratégicos elegidos por los combatientes para disparar desde allí contra el enemigo. Órgano El Teucrense de mi tío, había llegado al extremo de acosar sin rebozo a Dochán de acciones penadas por el Código, no siendo de las menos graves la de haberse llevado a su casa muebles comprados para alhajar los salones de la Diputación. Había cierto sofá, ciertas cortinas y cierta alfombra a que El Teucrense no cesaba de sacudir el polvo. Los dochanistas, en cambio, imputaban a los de mi tío enjuagues mayúsculos: y como el cadáver a flor del agua, tornaban a subir a la revuelta superficie de la política local los chanchullos viejos y enterrados, los que ya han prescrito, los que en Madrid ni vuelven a nombrarse —los solares expropiados, por ejemplo—. Pero todavía estas armas, con ser de tan envenenado filo, no bastaban a los dochanistas, que empezaban a inmiscuirse en la vida privada, hablando del objeto que se propusiera don Felipe Unceta al casarse con la hija de «un propietario rico»; de cómo las segundas nupcias del suegro le «reventaran»; de la inquina entre el yerno, el suegro y el cuñado; y, por último, deslizando insinuaciones sobre malos tratamientos a la esposa, basadas en la decadencia física de esta… A todo se aludía en aquellos momentos, excepto a lo que verdaderamente existía en el fondo de mi alma y en el de la pobre tití… Es que los malignos y los maldicientes, en fuerza del propio instinto dañino que los guía y de la brutalidad de su saña, no toman en cuenta los móviles puramente sentimentales de la humana conducta, ni las delicadezas psíquicas, y llegan a tener ojos y no ver, a tener oídos y no oír. Ante aquella mujer modesta, retraída, apenas engalanada, desmejorada y flacucha, tipo enteramente opuesto al de la adúltera de melodrama que pintan en los artículos morales y los folletines, nadie se imaginaba, ni por asomos, que le saltase el corazón en el pecho cuando veía pasar a un alumno de ingenieros, sobrino de su marido, ni que este sobrino se encontrase pronto a dar por ella el porvenir entero y a mirar con indiferencia al resto de las mujeres. ¡Ah! ¡Si pudiesen sospecharlo! ¡Qué hallazgo para la fracción Dochán!

Aunque mi tío aparentase gran serenidad y soberano desdén (estilo político aprendido en Madrid) hacia las pestilentes habladurías de La Aurora, yo comprendía que le llegaban al alma, y de puertas adentro le veía exasperado, acentuando más la acritud y desigualdad de carácter ya demostrada en Madrid; cosa rara, pues la ecuanimidad de mi tío era en otros tiempos forma propia de su índole cautelosa y prudente. En Pontevedra se susurraba que el ataque de erisipela había sido muy grave, y hasta se lanzaban ciertas especies que no es lícito repetir ni estampar, calumniando su conducta y atribuyéndole desenfrenado libertinaje. Particularmente los dochanistas subrayaban con atroz malignidad aquello de «¿No sabe usted? Estuvo en la Toja temporada larga; veinte días lo menos». Observando a mi tío, no pude menos de advertir en él muy graduado aquel decaimiento físico, cuyos primeros síntomas habíamos advertido casi a la vez la señorita de Barrientos y yo. Dos o tres veces vino a vernos quejándose de inapetencia, y diciendo a mi madre: «Benigna, mujer, hazme unas papas a tu modo… así como en la aldea… a ver si me despiertan el estómago». Al pronto, el plato humeante le atraía, y abriendo un boquete en la harina de maíz, derramaba en él la leche y se preparaba a devorar; pero a la segunda cucharada se le acababa la vocación. «No hay cosa que me guste. Tengo además un cansancio… ¡si vieses! Y me parece que debo de haber enflaquecido. Los pantalones se me caen». Al formular estas quejas el hebreo, mi madre le miraba fijamente, con vivísima expresión de inteligente curiosidad. Los ojos de mamá hablaban, querían decir algo importantísimo y luego… chitón. Una circunstancia me extrañó entonces, y fue advertir cómo mi madre apartaba cuidadosamente el vaso, el plato, la servilleta y los cubiertos de que se había servido mi tío, y los encerraba en el aparador bajo llave. Cierto día que la criada tocó a aquel depósito, le echó mi madre una chillería muy fiera. «Tengo dicho que ahí no… Eso es para don Felipe… Hay tazas de sobra en el alzadero, mujer».

No obstante, al llegar a su plenitud los festejos, en el estado de mi tío se verificó un cambio favorable: le vi repentinamente alegre y animado; él mismo aseguró que recobraba el apetito; y no sé si por esto o porque era inminente la llegada de don Apolo Añejo, a quien él mismo había invitado a presidir el Certamen, con el fin de dar en la cabeza a Pimentel y a los sotopeñistas, mi tío se lanzó de nuevo al combate contra Dochán, y se exhibió mucho, en compañía de su esposa, en calles, paseos y diversiones.

De don Apolo Añejo se habló bastante aquellos días en Pontevedra, discutiéndose con osadía sus méritos y aptitudes para presidir nada menos que un Certamen local. ¡Notoria injusticia, regatear siquiera a tan perínclito varón la palma, ya mustia por la edad, y el laurel, más seco que el de los vasares de cocina, sancionados por cincuenta años de consecuencia literaria, de fidelidad a la escuela poética, cuyo busilis está en nombrar las cosas de rara modo absolutamente contrario a como las nombra todo el mundo, llamando al agua linfa; a los vasos, cráteras; al café, haba insomnífera, y al té, salutífera sinense droga. ¡Ni eran tan fósiles las rimas de don Apolo, que no le hubiese servido de escalón para trepar a ciertos puestos administrativos, y aun a una penumbra política, donde se mantenía, no sin fruto. Diríase a primera vista que para don Apolo había de ser un compromiso el discurso del Certamen; pero el clásico vate lograba ocultar tan diestramente su ignorancia en casi todas las cuestiones humanas y divinas, que esperábamos que sucediese lo mismo en los juegos florales de Helenes.

Mi tío se multiplicaba a todas horas (frase tomada de una crónica de El Teucrense) para organizar una lucida recepción a don Apolo. Los dochanistas le creaban mil dificultades. Ya se entendían con el director del orfeón «Ecos del Lérez», a fin de que no se prestase a dar serenata al señor de Añejo; ya intrigaban en el Casino sumiendo obstáculos a la velada literaria en su honor; ya excitaban el amor propio regional era pro de Lupercio Pimentel, tal cabo hijo del país, y más acreedor a que se le confiase la presidencia del Certamen. Sin embargo, la llegada de don Apolo determinó un período de tregua; el amor propio urbano, el deseo de dejar bien a su ciudad, aplacaron el ánimo de los contendientes, el aspecto entonado del vate, sus medias palabras, recalcadas y acentuadas con enigmáticas sonrisas, le conquistaron aprecio y consideración. Deshízose entonces la prensa, sin distinción de colores, en frases encomiásticas, y dio cuenta minuciosa de los pasos y movimientos del literato insigne: hoy había salido ala calle en compañía de Fulano y Mengano: a la tarde le tocaba extasiarse ante tal iglesia o ruina: a la noche es seguro que iría a «admirar» la iluminación de la Alameda: ayer se dejo decir que las pontevedresas son de canela y azúcar…

La mañana del Certamen —víspera de la función de la Divina Peregrina— reviví en cierto modo aquel mes del año anterior, en que se había verificado la boda de Carmen y principiado para mí la verdadera juventud con los primeros estremecimientos de la pasión. Por las calles de Pontevedra me encontré a Serafín Espiña, tan lejos del sacerdocio como cuando le conocí; al Alcalde de San Andrés; al Ayudante de marina, con toda su familia, mujer, cuñadas y mamones; a don Wenceslao Viñal, individuo del jurado, embutido en su levitón y dignificado con su chistera, y a Castro Viera, del jurado también, calzándose guantes color de zanahoria.

Y después vi entrar en el teatro, donde había de verificarse la literaria solemnidad, a una pareja que llamaba la atención, provocaba maliciosas risas, hacía volver la cabeza a todo el mundo y proyectaba con mi sombra una silueta de caricatura. Érase el señor de Aldao, trémulo, pocho, concluido, con el labio colgante y los pies a rastra, y su esposa, hermoseada, fresca, blanca como la leche, afinada ya, derecha y gentil, elegantemente vestida de seda lila a pintitas negras, y luciendo su capotita de paja que guarnecía, embosacándose en los cabellos rubios, una rosa té. Iban de ganchete, y Cándida —he de confesarlo— no manifestaba ni descoco ni engreimiento con su nueva posición; sólo cierto gracioso aturdimiento infantil, que la indujo, cuando me vio, a amenazarme con el abanico, y a sonreírme con boca y ojos, mostrando unos dientes como piñones entre la cereza partida de los labios.

Yo no entré en el Certamen. Por ser de día y hallarse encendidas las luces todas, dentro reinaba un calor asfixiante, y no merecía la pena de arrostrarlo el oír la leyenda Os Turrichaos, en octavas reales y en dialecto, y premiada con un ejemplar de las Obras de Cervantes; el Himno a Helenes, tintero de plata; el Romance a Nuestra Excelsa Patrona la Divina Peregrina, florero de bronce y cristal… y otras obras destinadas al pozo del olvido, a pesar de que don Apolo las llamó aromadas flores del poético vergel galaico. Tampoco el discurso de Añejo, con sus disertaciones sobre los gay saber y los trovadores de la Edad Media, me seducían gran cosa. Yo sabía que Carmen estaba allí; pero prefería verla al salir, que ahogarme y que aguantar el chaparrón de rimas laureadas. Y a propósito, ya que hago mi autobiografía, declararé que no profeso gran afición ni a los versos excelentes, y que los malos, del género Trinito, lejos de exaltarme la fantasía, me causan una especie de desprecio cómico y, de reacción de prosaísmo. Yo tengo la arrogancia, la presunción de creer que mi historia con Carmiña Aldao es más poesía que el Himno a Helenes.

Al concluirse el discurso resonaron aplausos y, salieron a la puerta unos cuantos espectadores, rendidos de calor, agradecidos a que la perorata sólo hubiese durado hora y media. Entre ellos venía el director de El Teucrense, que me tocó en el hombro.

—¿No sabe lo que acaba de hacer su tío? —me preguntó—. Se encuentra en los pasillos con el suegro y, la mujer, y ni siquiera los saluda. No se habla de otra cosa en el teatro.

—¿Y el discurso de Añejo?

—¡Hombre!… Poquita voz, poquita gracia… unas palabras tan enrevesadas que casi no se entienden… Nos habló de los trovadores y de los troveros… ; nos dijo que caminásemos a la apoteosis de Galicia, haciendo muchos Certámenes por el estilo de este que él preside… y nos encargó que no nos extraviásemos imitando a los decadentistas… decadentistas, así como suena. Yo no sé que en Pontevedra haya decadentista ninguno. Me parece que el público entendió: dentistas. Mañana en El Teucrense voy a ver si publico un extracto del discurso: por eso he tomado apuntes. Ahora vuelta al horno, a ver cuándo da fin esa lata de poesías. No nos llega la camisa al cuerpo, de miedo a que el autor de Os Turrichaos nos endilgue su leyenda sin perdonar octava. Esperamos que el Presidente pondrá coto a tamaño abuso. Si no, como decía el cura tartamudo, te… te… tenemos misita hasta las cu… cu… cuatro. ¿Qué hace usted ahí? Entre a oír los cantos de la Musa.

¡Entrar! Preferí darme una vuelta por el pueblo y volver a apostarme a la puerta cuando racionalmente supuse que faltaba poco para acabarse la función. Pero sin duda el autor de Os Turrichaos no había perdonado al público ni una octava triste, pues todavía esperé largo rato. Por fin empezó a vaciarse el local. Todo el mundo, al salir, respiraba como quien se ve libre de una carga enojosa: las fisonomías se dilataban al contacto del aire fresco, y el sol les infundía regocijo; había suspiros de satisfacción y voces que sonaban alegres, sacudiendo el enervamiento de la insufrible ceremonia. Salió Carmen entre su marido y don Apolo: al paso de este grupo la gente abría camino y oíanse murmullos de curiosidad.

Capítulo 12

Al otro día del Certamen se celebraba el baile del Casino. Yo tenía seguridad de que la tití asistiría, porche su marido la obligaba a exhibición continua mientras durasen las fiestas y fuese preciso imponerse y ganar prestigio contra los dochanistas. Me preparé a concurrir también al festival, según decía La Aurora, y a las diez ya vagaba como alma en pena al través de aquellos salones, no ocupados a la sazón sino por el Presidente y algún individuo de la directiva, que daban los últimos toques a la decoración y se enteraban de cómo andábamos de flores, polvos de arroz y horquillas en el tocador, «digno de Las mil y una noches», afirmación de La Aurora también. Empezó a acudir la gente en pelotones, pues es raro que en bailes de provincia entre una familia sola, antes suelen reunirse para arrostrar la situación desairada de los primeros momentos. Divanes y banquetas fueron alegrándose con los colores delicados de los trajes de las señoritas, y al tocar la orquesta la primer polka, seis u ocho parejas salieron ya bailando con ímpetu, teniendo el salón por suyo. En poco tiempo aumentó la concurrencia de tal modo, que la circulación se hizo difícil. Y mi tití sin presentarse.

A eso de las doce menos cuarto realizó su entrada del brazo de don Apolo, que desplegaba con ella galantería senil. No hay mujer en el mundo, al menos el mundo tal cual hoy le conocemos, que, por santa que sea, no trate de parecer algo mejor en un baile; y Carmen, a pesar de su completa abnegación, de fijo había consagrado aquella noche un ratito al espejo. Llevaba su acostumbrado vestido blanco, pero refrescado, adornado con piñas de rosas; en el pelo flores naturales y alguna joya discretamente prendida. Sus largos guantes de Suecia disimulaban la ya angulosa línea de sus brazos. No diré que estuviese bonita: había allí tantas caras radiantes y juveniles, que a ellas con justo título pertenecían los honores de la belleza plástica. Mis ojos, sin embargo, apartándose de los lozanos botones de flor, iban en busca de la rosa mística, de la hermosura puramente espiritual, patente en un rostro consumido por la pasión y la lucha. Si yo no viese allí aquel rostro, tal vez hubiese bailado con las lindas muchachas que aguardaban pareja. Pero no quise. Mirarla a hurtadillas era mejor.

A su lado estaba Añejo. Ella le oía y contestaba con afabilidad, tratando de no alzar la voz ni hacer ademanes en que se fijase el concurso. ¿De qué le hablaría don Apolo tan seguido y tan acaloradamente? Supe después que del éxito de su gran Elegía a la rota del Guadalete, oída con suma benignidad por el rey Alfonso XII e impresa a expensas de una corporación doctísima. Mi tío dejó a su mujer entregada a la rota del Guadalete, y dando una vuelta por el salón, no tardó en reunirse con el director de El Teucrense, que, muy deferente y solícito, se le acercó diciendo: «¿Don Felipe, qué hay? ¿Qué se le ocurre?». Estaban tan cerca de mí, que pude oír la respuesta. Con voz más quebrantada de lo que acostumbraba, respondió mi tío: «Hombre, días pasados me sentí muy bien… Pero hoy no sé como ando. Tengo un cansancio y un hormigueo en los pies… Y a veces, dolores. Creo que estoy perdido de reuma. Las pensiones de la vejez, que empiezan a cobrarse ya». «Eh, qué vejez ni que rabo de gaita, ¡si es usted un muchacho! —protestó el periodista—. Cuidarse y no criar bilis, que ya fastidiaremos a los de La Aurora y a la gente que nos impone el Santo. Si le da la gana de mandar, que mande en Compostela, donde posee su distrito y donde ha empleado hasta a los correcanes de la catedral. De aquí hemos de espantarle. Mire usted, don Vicente tendrá todo el talentazo que guste y que la gente le reconoce; pero en sus protecciones toca el violón más que nadie. ¡Cuidado con haber entregado el pueblo a Dochán, a Paredes, a Rivas Moure, a Requenita y a toda esa chusma de La Aurora! Hay días que le entran a uno ganas de hacer una barbaridad. Ayer en el Certamen me cansé de llamarles pillos; y se lo tragaron, porque hoy no chistan». Mi tío moderó el celo del seide, repitiendo: «Calma, calma y mala intención… A don Vicente ya le haremos ver que no le queda más remedio sino venirse a buenas y transigir. Crea usted que a estas horas está harto de Dochán y de los compromisos en que le pone… El asunto de los muebles… ». No quise oír más, y dejando al marido y al periodista engolfados en su diálogo, me interné en el salón, atraído por la tití.

Noté que estaba muy acompañada; varias señoras de lo más granado de la población habían ido aproximándose y formando en torno de ella y del señor Añejo ese núcleo superior que inevitablemente se constituye en todo baile o sarao, para desesperación de las que en él no tienen cabida. Un incidente vino a poner de relieve lo que indico.

Cuando las señoras consiguen organizar el susodicho núcleo, desplegan habilidad felina para mantenerlo y evitar la injerencia de elementos extraños o heteróclitos. La media docena de damas que, con mi tití en medio, presidían moralmente el baile, realizando una ingeniosa captación de los divanes, extendiendo las faldas, haciendo que no veían a las que se dirigiesen al mismo punto, habían obtenido el deseado aislamiento. Dos o tres tentativas de inmixtión fueron desconcertadas rápidamente. Pero sobrevino una que demostró la unión, la sorprendente armonía con que se verificaban los movimientos en el pequeño cuerpo de ejército femenil. Y fue que entró por la puerta grande —casi fronteriza al diván— el señor de Aldao, dando la derecha a su esposa, la cual, a decir verdad, venía muy bonita con su traje claro y su cabello rubio empolvado y crespo. La pareja se dirigió como una saeta al diván; y las señoras, con admirable prontitud, se ensancharon, ahuecaron los trajes, y fingiéndose distraídas y abanicándose precipitadamente, imposibilitaron la colocación de la intrusa. Esta, llena de sagacidad, a despecho de su inexperiencia, vio desde lejos la maniobra, y tirando del brazo de su sexagenario marido, le apartó del sitio peligroso. Hubo un momento de curiosa ansiedad en el salón; el lance ocurría durante el descanso, y los hombres habían salido, quedando casi despejado el centro de la sala y permitiendo enterarse de todo. La improvisada señora vaciló; no sabía a qué lado dirigirse; temía otro desaire. Por fin, lo hizo hacia la izquierda, sentándose en la esquina de una banqueta ocupada por algunas señoras, de las menos encopetadas del pueblo; como que entre ellas se contaba la familia de un concejal, almacenista de vinos, y la de un fomentador de San Andrés. El marido de Candidiña, después de acomodarla, hubo de hacer lo que todos, retirarse, dejándola en la embarazosa situación de una mujer sola, blanco de ojeadas poco benévolas, y a quien nadie dirige la palabra. Miró alrededor con cierta angustia, y su rosada faz de angelote se puso repentinamente seria. Para aparecer menos cohibida, hizo gestos, se arregló los encajes del escote, se pasó la mano por el pelo, puso bien la cola, abanicose, y olió la flor que llevaba en el hombro, casi rozando con la mejilla. Su espíritu imploraba un salvador… y el salvador no tardó en aparecerse, en figura de Castro Mera, que de frac, obsequioso y meloso, con el requiebro en los labios y la insolencia en las pupilas, cruzó el salón y se acercó a la señora de Aldao, mostrando más desenfado del preciso. La conversación entre Candidiña y el diputado provincial pasó a animado cuchicheo, y las señoras sentadas al lado de la de don Román empezaron a secretear entre sí, no sin algún severo fruncimiento de cejas y algún movimiento de cabeza que desaprobaba enérgicamente.

Yo contemplaba a mi tití desde lejos, y pude notar que no perdía detalle de esta escena. Dos o tres veces advertí en su rostro señales de contrariedad y desazón reprimida, y esos movimientos nerviosos mal disimulados que se escapaban a la mujer cuando las conveniencias sociales la obligan a permanecer en un punto y su deseo la lleva a otro. No pudiendo contenerse más, hizo a don Apolo una graciosa indicación con la cabeza y la mano, y el cantor de Guadalete se inclinó, ofreciendo el brazo con apresuramiento y deferencia. Cruzaron el salón, y, a mi parecer, tití lo verificaba con la dignidad de una reina, con la ligereza de un hada y con la divina sonrisa de una virgen. Y sin dejar de sonreír, entre la expectación general, acercose a su madrastra, le tendió la mano, y mientras Cándida balbucía, temblando de emoción y de sorpresa: «Muchas gracias… Carmiña… » la honesta y sublime mujer se inclinó, posó los labios en la frente de la chicuela, y empujándola familiarmente por los hombros, la enganchó casi del brazo de Añejo, a la vez que ella tomaba el de Castro Mera, diciendo con dulce autoridad: «¡Me toca a mí!». Cuando atravesaron el recinto para ir a instalarse en el diván, se oiría el volar una mosca. En cambio, medio minuto después las acaloradas conversaciones sotto voce remedaban el zumbido de una colmena.

«Hizo mal. —No, pues a mí me parece que muy bien. —Es una escena, de todos modos. —¿Usted lo haría? —Yo no; yo pienso de otra manera; soy muy poco democrática; esa fregatriz no es para alternar con las señoras desde sus principios. —Pero, en fin, es la mujer de su padre, y consentir que lo ponga en berlina… —¿Usted cree que al cabo no lo pondrá? —Es un golpe de efecto. —No, un rasgo de humildad y de modestia. Es muy buena Carmiña: mire usted que la conozco desde que nació. —Yo también, señora. —¿Y el marido? —¡Ay! ¡Unceta! Ese es más atravesado que Caín; va a armar la de pópulo, porque desde que se casó el suegro no quiere tratarle. —¡Jesús! ¡A ver qué cara pone cuando vuelva del salón de descanso!… —Mire usted con gafe expansión le habla la hijastra a la madrastra… ». —Etcétera, etcétera.

Mi tía, en efecto, dirigía la palabra cariñosamente a Cándida, le hacía los honores y la presentaba a las demás señoras del grupo, quienes, comprendiendo la buena obra, se asociaban a ella por medio de sonrisas, atenciones y celo. De común acuerdo manifestaron a Castro Mera cierta frialdad, y el tenorio provinciano cesó de revolotear alrededor del grupo. Entonces me acerqué yo. El señor de Aldao, asomándose a la puerta del salón, buscaba con la vista a su mujer, y esta, radiante de orgullo, le hizo una seña, a que el viejo obedeció con cuanta agilidad permitían sus años, acercándose al diván. Si mi tití no se encontrase sobradamente recompensada de su acción generosa por la satisfacción de su conciencia, le daría mejor premio la alegría pueril que iluminó el rostro del viejo al encontrar a su mujer sentada allí, en medio de la crema de la sociedad. Entre la hija y el padre se entabló un diálogo en que nada significaban las palabras, y todo la expresión. Sobre la faz de Carmiña, coloreada por la excitación del suceso, creí ver escrita en caracteres de luz esta divisa: «Honrar padre y madre».

El reverso de la medalla fue la entrada de mi tío. No puedo expresar la transformación de su rostro judaico cuando, al regresar al salón, se dio cuenta de la gran novedad. Primero mostró no querer acercarse al diván; después cambió de propósito, y fue aproximándose lentamente. Ya al lado de su mujer, y haciendo que no veía a don Román ni a Cándida, ordenó: «Vámonos, que es tarde».

Carmiña no se arredró. Obediente hasta el fanatismo en tantas ocasiones, en alguna era insubordinada hasta la heroicidad. Púsose en pie, sin apresurarse nada; se despidió de su padre, de don Apolo, de las señoras; y por último, echando a Cándida los brazos al cuello, le dijo no sé qué al oído. El efecto del secreteo fue tal, que la muchacha exclamó con decisión: «Si te vas tú, yo también quiero irme: Román, marchémonos en seguida». Y, en efecto, las dos señoras tomaron a un tiempo sus abrigos, y sólo en la calle se separaron, dirigiéndose a sus respectivas casas.

El que tenga la paciencia de leerme puede juzgar de la marejada que en el baile se produjo. Donde bramó más tempestuosa fue en el bando de Dochán. Formose un círculo, en que un redactor de La Aurora, Requenita, comentaba durísimamente la acción de sacar a la señora de Unceta del baile, escurriéndose desde ese terreno al de las apreciaciones sobre la conducta política y privada de mi tío. Por allí cerca andaba el director de El Teucrense, que replicó de manera insultante y personal, diciendo que al menos el mobiliario de mi tío no era adquirido por ninguna corporación, y disparando luego contra el mismo Requenita, con alusiones a los fondos de cierta suscripción, que habían dado fondo en el bolsillo del redactor de La Aurora. La disputa paró en una especie de reto. «Ahí fuera me lo dirá usted, si quiere», contestó Requenita a la provocación más directa de su adversario. Intervinimos, los calmamos, y al parecer se sosegó la batalla.

A eso de las cinco de la madrugada, que es tanto como decir que el sol alumbraba ya, salíamos juntos del Casino el director de El Teucrense y yo. Habíamos cenado, y aturdidos por el sueño y unas copas de detestable seudo Champaña, mirábamos con sorpresa la claridad del día, cuando al poner el pie en la calle se arrojaron sobre nosotros cuatro o cinco individuos, vociferando interjecciones. Eran los de la turbia Aurora periodística. Venían armados de garrotes, y el primer lampreazo cayó, sonoro y magnífico, sobre las espaldas del director de El Teucrense, que retrocedió, pálido de susto, gritando: «¡Indecentes… canallas!». El siguiente fue para mí, y me alcanzó en el sombrero, que por fortuna resguardó mi cabeza. Pero segundaron, y sentí el golpe en la mano, tan doloroso, que encendió mi furia, y en vez de pedir auxilio, me arrojé sobre el que acababa de herirme, lo desarmé, y con su propio bastón le perseguí, sin conseguir atizarle, porque apeló a la fuga. A todo esto ya se habían reunido varios rezagados del baile, con esa prontitud que tienen las gentes para enterarse de los acontecimientos y acudir a su teatro. Levantaron del suelo al de El Teucrense, que se quejaba de puntapiés y pisotones, amén de los bastonazos; y a mí también quisieron acudirme con remedios farmacéuticos y caseros, éter, agua, vinagre. Mi juvenil orgullo se rebeló. Protesté: «Si no tengo nada. Total, un palo en la mano. ¿Ven ustedes? No hay hueso roto. La manejo bien». La agresión había sido tan imprevista, que yo no sabía el nombre de mi apaleador. «Se llama Rivas Moure. Es uno que por influencias de Dochán desempeña interinamente una cátedra del Instituto». Sin querer, y como si masticase alguna cosa pesada e indigesta, al retirarme a mi casa iba murmurando: «Rivas Moure, Rivas Moure». La mano me escocía. Por fortuna era la izquierda.

Capítulo 13

Y digo por fortuna, porque, a la verdad, el ser apaleado e inutilizado a causa y en defensa de mi tío me parecía la mayor primada en que pudiese incurrir en el mundo. Era indudable que en concepto de sobrino de don Felipe Unceta me habían pegado, y esta injusticia de la suerte me envenenaba la sangre. Hasta entonces, en las diferentes trifulcas con compañeros, yo había vapuleado sin volver por las tornas. Ahora me zurraban a traición, y recibía el palo que a mi tío iba dirigido moralmente. ¡Rayos y truenos! En mi interior repetía: «Rivas Moure… ¡Ah! Yo te pillaré».

Hubiera dedicado a esta caza el día, si la casualidad no lo dispusiese de otro modo, quizá más oportuno y conducente a mis planes. Presentose en mi casa azoradísimo, a cosa de las once, cuando aún tenía yo la mano envuelta en paños de árnica y estaba acostado, el director de El Teucrense, descolorido y desencajado, y en pocas palabras me enteró de que le ocurría un lance… un lance serio, comprometidísimo: y era que La Aurora, sobre haber lucido para él de tan desapacible modo, ahora quería completar la desazón, y a las diez de la mañana le había enviado dos padrinos, los señores Dochán y Rivas Moure, cuya visita tenía por objeto buscar «solución honrosa» al conflicto provocado por la mañana a la salida del baile. «De modo que —decía el pobre diablo, pues en el fondo no era otra cosa el director— aquí me tiene usted, después de que me han agredido brutalmente, metido de cabeza nada menos que en un desafío. ¡Le digo que nuestra misión es una serie de amarguras! Un desafío… Yo había pensado en usted para padrino: en usted y en don Felipe, si quisiese… ; pero de seguro que no querrá… por lo cual, si le parece, iremos ahora a solicitar el concurso del señor Castro Mera. No, a mí no crea que me intimida el lance, como lance… Pero siempre son disgustos: tiene uno hermanas, familia a la cual se debe… y ¡ya ve! no agrada la idea de dejarla en el desamparo… ».

Me volví en la cama y solté la risa. «Tranquilícese —contesté al bueno del director—. No dejará usted desamparadas a sus hermanas por ahora. Es más: si se guía usted por mí, y si Castro Mera me entiende y se adapta a mis instrucciones, yo le prometo que ni siquiera habrá lance ninguno. Voy a levantarme, y, saldremos reunidos. Usted hágame el favor de enderezar el cuerpo, de ladear el sombrero y de encender un pitillo y fumar con macho garbo mientras andemos por esas calles. Porque esté seguro de que nos siguen los pasos y atisban todo cuanto hagamos hoy. Al ir a casa de Castro Mera, daremos un rodeo para pasar por delante de la redacción de La Aurora… Que sí, hombre, que sí; que no saldrá nadie ni con un junquillo. Respondo yo. ¡Ay!… Y por la calle… ni palabra del objeto de nuestra correría. Procuraremos hablar alto, y de cosas indiferentes: de Os Turrichaos, del frac de don Apolo Añejo, o de las chicas guapas, o de un rayo que las divida… pero del desafío, ni esto».

Salimos, en efecto, juntos, no sin que yo, por lo que potest contingere, me hubiese provisto de un recio palo de tojo, cortado en mi monte patrimonial de la Ullosa, y capaz de dar mucho juego manejado con arte. El director de El Teucrense, siguiendo mis consejos, iba engallado y firme, aunque no tan provocativo como yo le quisiera.

Al acercarse a la esquina por donde había que torcer para pasar ante la redacción de La Aurora, mostró olvidarse de lo convenido, e inclinarse a echar por el camino más corto; pero no lo sufrí, y girando resueltamente hacia la izquierda, me metí por la calle que nos conducía a la misma boca del lobo, o sea la temida redacción… «Ánimo. Nada de prisas. Nada de torcer la cabeza», deslicé al oído de mi apadrinado. No me engañaba al presumir que serían notados nuestros menores pasos y movimientos. Detrás de los cristales de las vidrieras había curiosos ojos, oídos que pretendían sorprender algún fragmento de nuestra conversación, lenguas que comentaban nuestra actitud, y particularmente la del periodista. La imprenta de La Aurora, a planta baja, estaba entreabierta: allá en el fondo se veía la máquina, los galerines con la composición, y dos o tres hombres de blusa que rodeaban a un individuo de americana, en quien reconocimos al punto al famoso Requenita, iniciador de la zambra del Casino. «Ahora se nos echan encima», murmuró el de El Teucrense apretándome el codo. «Haga usted como yo —respondí—; mire usted para dentro frunciendo mucho las cejas». Hízolo así; Requenita, fingiendo no habernos visto, se internó en las profundidades de la redacción; nadie asomó, ni ganas, y en paz y en gracia de Dios llegamos al portal de Castro Mera.

Nos recibió el diputado provincial de babuchas blancas y en mangas de camisa; también él acababa de salir de la cama en aquel momento y, se disponía a rasurarse.

Apenas enterado del objeto de nuestra visita noté con sorpresa que estaba tan aturrullado y receloso, como si a él mismo, y no al periodista, tocase cruzar el hierro. Al verle que se le podía recoger con cucharilla, comprendí la necesidad de que yo me atribuyese facultades dictatoriales. «Déjenme ustedes a mí —les dije—. Respondo de lo que ocurra. En último caso, me bato por el señor. Pero pierdan cuidado, que no llegará la sangre al río. Todo esto de los desafíos es guagua. Pamema pura. No sé a qué viene tenerles tanto asco, si al fin nunca vemos enterrar a ningún individuo muerto en un lance de honor. Esta madrugada corrimos más peligro con los garrotes de esos mamarrachos. ¿Quiere usted quedar con lucimiento, sí o no? Pues denme plenos poderes y facultades omnímodas. Usted, señor director, ya no nos hace maldita la falta. Se va usted a su redacción, o a su casa, o a donde se le antoje, y escribe usted para el número de mañana un artículo que en sustancia diga esto: ‘Los barateros y matones que se reúnen en número de cinco para agredir a dos personas inermes, son víctimas de un caso fulminante de canguelitis cuando las cosas se formalizan y se llevan al terreno del honor’. Como al partido de ustedes lo que más le conviene es inutilizar a Dochán, aluda usted claramente a Dochán mismo, y asegure que sus seides forman la nueva cuadrilla de apaleadores. Esta tarde leeremos el artículo y le daré el visto bueno. Lo demás corre de mi cuenta». Recuerdo que Castro Mera me dio un golpecito en la espalda, murmurando: «¡Chico listo! Veo que conoce usted la brújula… Sostener al tío contra viento y marea… ¡Soberbio! No tiene Dochán un segundo por el estilo».

Llevé aquel negocio militarmente. Castro Mera y yo nos personamos en casa de Dochán, sin aguardar a que él viniese a buscarnos y sospechase que huíamos de la quema. Un tanto sorprendido por lo enérgico y glacial de nuestra actitud, el jefe de los enemigos de mi tío hizo llamar a Rivas Moure, que entró en la sala cabizbajo y nos saludó sin mirarnos a la cara. Yo le medí desde el primer instante con ojeada despreciativa, afectando dirigir la conversación a Dochán exclusivamente. Mi arenga se dividió en tres puntos: primero, que sentíamos que los señores de La Aurora se nos hubiesen adelantado, porque desde la emboscada del Casino, nuestro apadrinado deseaba encontrar alguien en quien castigar debidamente: la indigna agresión; segundo, que siendo el ofendido el director de El Teucrense, entendía que el duelo durase hasta quedar inutilizado uno de los combatientes; tercero, que no podía contentarse con un palito más, dado con la hoja de un sable sin filo, sino que exigía la pistola, a veinte pasos, avanzando, hasta conseguir «sus propósitos».

A medida que yo hablaba, el semblante irónico y cauteloso de Dochán se oscurecía, y Rivas Moure, que tenía un hociquito de comadreja, exangüe y mal barbado, fijaba con azoramiento las pupilas en la punta de sus botas, no atreviéndose a levantar la consternada faz. Por último, rompieron el silencio, se resolvieron a mirarse, y puestos de acuerdo con aquella ojeada, Dochán articuló:

—Lo que ustedes proponen… no se han fijado ustedes bien… Yo no puedo aceptar responsabilidades gravísimas. Vivimos en una época y un país civilizado…

—Pues a veces parece mentira; y si no que lo diga el señor Rivas Moure —contesté volviéndome hacia el catedrático suplente, el cual torció la cabeza y se paso verdoso.

—En fin, nosotros… —balbució Dochán.

—Nuestro deber es impedir una escena cruenta… un día de luto…

—El duelo es inmoral —añadió sentenciosamente Dochán, levantando un dedo corto y peludo.

—Lo inmoral, señor Dochán —respondí muy despacio, recalcando las sílabas—, es que nuestras costumbres políticas se hayan rebajado tanto, que forme parte de ellas el insulto, el apaleamiento y la agresión traicionera, sin que nadie proteste con un acto digno. El señor director de El Teucrense ha sido agredido de la manera más vil, cuando ni tenía medios de defensa ni amigos que le guardasen las espaldas; y bastante hace al admitir una satisfacción en el terreno que pisan los caballeros, pues estaría en su derecho si, imitando y llevando a la perfección los procedimientos de su adversario, le clavase una bala en la sien, donde quiera que lo encontrase. Conste así, y ruego a ustedes que tomen este asunto con toda la seriedad que exigimos. Esperamos pronta respuesta, y volveremos a recogerla a las cuatro de la tarde.

Castro Mera y yo salimos de allí disputando. El abogado estaba atónito de mi ardimiento, y a la vez alarmadísimo, temiendo que los otros se las tendrían tiesas: «Amigo Castro —le dije—, esta tarde, a las cuatro y media, redactará usted un modelo de acta que dará las doce. Esa gente es tan osada y cínica como blanca de sangre. Capaces de atacar por la espalda cuando van en mayor número, no lo son de ponerse uno a uno ante el cañón de una pistola, en un lance. Sólo pido de plazo hasta las cuatro y media. Estoy tan seguro del resultado, que no apuesto, porque sería, en puridad, robarle a usted los cuartos».

Realizáronse completamente mis vaticinios. A la tarde, Dochán y Rivas Moure, hechos un caramelo de puro corteses, nos ofrecieron todo género de satisfacciones, jurando que sólo la exagerada caballerosidad y delicadeza de su apadrinado había sido causa de una mala inteligencia, y de una provocación que, en su entender, «no procedía». No solamente el redactor jefe de La Aurora, señor Requena, da a ustedes las satisfacciones más cumplidas…

—Sí… pero ¿y el bastonazo? —pregunté encarándome con Rivas Moure.

—Aquí somos gente formal —interrumpió Dochán—. No damos importancia a lo que carece de ella… Un acaloramiento… Cuando asiste uno a bailes y fiestas y pasa algún rato en el buffet… Usted comprende… Por lo demás…

—Bueno, pues que conste en el acta la borrachera del señor redactor —indicó Castro Mera, que, ya envalentonado por el giro que tomaba la cosa, se permitía hasta decir chistes.

—¿Y qué es lo que iban ustedes a hacer además de dar en el acto las satisfacciones más cumplidas?

—Pues además… queríamos decir a ustedes… que de hoy en adelante La Aurora no… vamos, guardará consideraciones… a El Teucrense… y… y a su director… Porque es realmente aflictivo que en el estadio de la prensa se realicen esos pugilatos… La prensa, en cumplimiento de… de su misión sagrada… debe marchar unánime, gestionando los intereses vitales de la región… Es doloroso que se den ciertos espectáculos…

—Vamos —dije a media voz, pero no tanto que no pudiese oírlo Rivas Moure—. De ayer a hoy han descubierto que la misión de la prensa… ¡Botarates! Gato escaldado…

Extendió el acta Castro Viera, con todas aquellas retractaciones y satisfacciones que pudiésemos desear; firmáronla por su apadrinado ellos, y por el nuestro nosotros; y así que la doblamos y la guardó Castro Mera en su bolsillo, reinó embarazoso silencio, hasta que lo rompió Dochán, proponiendo que nos fuésemos al café a solemnizar el fausto acontecimiento del desenlace de tan enojoso asunto. Aceptamos, y nos instalamos ante una mesa donde el camarero depositó inmediatamente el servicio de café y la clásica garrafita de coñac. Fundiose el hielo, y la conversación se hizo animada. Los padrinos de La Aurora estaban indudablemente satisfechos, por la terminación, si no muy gloriosa, al menos bien pacífica del lance, y hasta se permitían bromear con nosotros y manifestar una cordialidad que parecía anuncio de próxima reconciliación entre los partidos dochanista y uncetista. Aquella era la ocasión que espiaba yo para extraerme la hiel del cuerpo. Rompiendo el mutismo que guardaba y dejando mi café intacto, me puse de pie y dije lo más alto que pude:

—Señor Rivas Moure… usted creía sin duda que al sentarme aquí era con ánimo de tomar café en su compañía. Pues estaba equivocado, muy equivocado. Lo que yo buscaba era coyuntura favorable de decirle a usted que no tomo ¡ni gloria! con rufianes y cobardes que apalean a traición.

Y sin añadir una palabra más, cogí la taza del café abrasando, y la arrojé contra la cara de Rivas, donde se estrelló, poniéndole de perlas. Alzose un tumulto; se interpusieron; Castro Mera me sacó de allí… y a poco oía un regular sermón de mi madre, trémula de susto y de indignación contra «ese pillete de Rivas, que ya el año pasado engañó a una muchacha, y la plantó con un chiquillo en el vientre».

Capítulo 14

¡Divina Peregrina, y cómo vino al día siguiente la buena de La Aurora! Sueltos embozados y misteriosos: otros que se clareaban; un largo artículo titulado Manos ocultas; unos versos macarrónicos que ocupaban casi toda la tercera plana; el número entero, en fin, consagrado a demostrar esta palmaria verdad: que mi tío Felipe Unceta tenía a sueldo un ejército de espadachines, matones, entre los cuales figuraban, en primera línea, su sobrino y el director de El Teucrense; que con este ejército aterrorizaba y cohibía y ahogaba la voz de la prensa imparcial; pero que no le valdría la treta, porque ellos (los de La Aurora) estaban determinados a irse al bulto y a no entretenerse con espantapájaros y testaferros, imponiendo severo correctivo al que se escondía cobardemente detrás de sus mesnadas, pues ya encontraría modo de llegar hasta su inviolable persona. Mezcladas con estas indirectas del Padre Cobos venían otras no menos ofensivas; salían por centésima vez los solares, con lujo de pormenores aún inéditos, y se hablaba de ciertos incidentes ocurridos en el baile entre un suegro y un yerno, una hijastra y una madrastra, incidentes que habían procurado el donoso espectáculo de una reconciliación de familia, hecha en público por la esposa sin anuencia del esposo.

Con el periódico en el bolsillo salí a pasear mi efervescencia y mi berrinche. Echando mano de toda la filosofía que tengo de reserva, pensaba para mi sayo: «¿Qué se hace aquí? ¿Sentarles la mano de verdad, o mandarles al cuerno? Delibera, Salustio. Comprendo que te molesten algo ciertas estupideces, que te indigne la mala fe de presentarte como un seide de tu tío, una especie de sicario asalariado para tirar tazas de café hirviendo a la cara de sus adversarios políticos. Pero reflexiona y hazte cargo de una cosa, que te refrescará la sangre, impidiéndote cometer las barbaridades que se te ocurren. El razonamiento a que debes atender para calmarte, no tiene vuelta de hoja. La Aurora no se lee fuera de aquí, y aquí todo el mundo sabe cómo las cosas han pasado: luego ni aquí ni fuera puede perjudicarte. A quien perjudicará unas miajas será a tu tío y a su prestigio político. Supongo que dirás que por allí te las den todas».

Con estas reflexiones me aplaqué. Sin embargo, dediqué la tarde a pasear los sitios más públicos, a fin de que no dijesen que me escondía: y puedo asegurar que por ningún punto del horizonte vi rastro de Rivas Moure ni de otras gentes de su calaña. A pesar de que duraba aún la tornafiesta de la Peregrina, ellos se habían retirado huyendo del mundanal ruido.

Al recogerme a casa para cenar, encontré a mi madre agitadísima: hasta que me esperaba en la escalera para desahogar más pronto.

—¿No sabes? —dijo precipitadamente—. Todo se vuelve líos. Ahora vamos a tener huéspedes en la Ullosa. Yo salgo para allá mañana en el coche de la tarde, y ellos pasado en una carretela que alquilan. ¡Bonito jaleo se me prepara! Y me parece que allá no tengo azúcar, y que se me acabó todo el dulce de pera. No sé cómo voy a salir del compromiso. Sólo esto me faltaba: encontrarme con tu tío y su mujer a cuestas…

—¿Cómo? —pregunté no menos alterado que mi madre—. ¿Dice usted que mi tío y su mujer se van a la Ullosa? ¿Pero por qué? ¿Qué novedades son esas? ¿Usted los convidó?

—¿Convidarlos? Chiquillo, ¿qué dices? ¿Qué novedades han de ser? Canguelo… celotipia… o como le llaméis al miedo, para no llamarle por su verdadero nombre. Está Felipe que no le llega la camisa al cuerpo con lo que decía ayer La Aurora y con todos los belenes y desafíos de estos días atrás. A mi modo de ver, recela que los de Dochán se proponen inutilizarle o matarle, para que no les haga sombra y puedan ellos cortar la carne a su santo gusto… Está con esa aprensión que no ve por dónde pisa.

—¿Pero se lo ha dicho a usted?

—¡Hombre! no; él le echa la culpa a la enfermedad, y sale con que los médicos le mandan respirar aires de campo… ; y como al Tejo no quiere ir, porque no le da la gana de hacer las paces con el suegro, mira por cuánto no me cae a mí la pejiguera…

—Mamá, ¿qué importa? —contesté calurosamente—. Ya les obsequiaremos lo mejor que se pueda. Lo que hay de cierto es que no es muy airoso para mi tío el largarse ahora. Creerán que está muerto de miedo…

—¡Ya se ve!… Y creerán la verdad pura —confirmó mi implacable mamá.

Al día siguiente salió en el coche de línea, dejándome a mí el encargo de acompañar a los tíos en la carretela. Protesté, aunque la comisión me sabía a gloria; pero al advertirme que era «encargo expreso de Felipe», dejéme convencer, y a las seis de la mañana me vi encerrado en la estrecha cárcel de un cajón sustentado en cuatro ruedas, frente a la mujer querida, respirando su atmósfera y sintiendo por vez primera, desde el famoso vals del Tejo, un año hacía ya, el contacto de sus finos piececitos y de su cuerpo delicado; contacto que me crispaba los nervios y me haría olvidar toda moderación, si el recelo de angustiarla no me sirviese de poderoso freno…

A medida que apretaba el calorcillo y el polvo de la carretera subía en ráfagas turbias, metiéndose por las ventanillas del carruaje, mi tío, acometido de sueño o de modorra, recostara la cabeza en el rincón, y cerrara los párpados. El sol, colándose al través de las cortinas de percal, introducía, por donde estas no ajustaban, una flecha de luz, que bañaba el rostro del hebreo —donde se advertía cierta demacración— y su cuello, salpicado de placas rojizas. Así adormecido, con los ojos cerrados y algo retraídos hacia el cráneo, la boca apretada y las ventanas de la nariz llenas de transparente sombra, parecía un cadáver, y por vez primera se fijo mi pensamiento en la hipótesis de la muerte natural de aquel hombre, único obstáculo a mi dicha. «Está enfermo en realidad: se me figura que lo que tiene es serio. Ha cambiado mucho, ahora lo noto. Su tipo era sanguíneo y fuerte, mientras que en la actualidad tiene un aspecto de mortificación… ». Y después de volver a mirarle, yo discurría: «No lo puedo sentir. Si se muere, casi digo que la acierta, dejando a su mujer en libertad y a mí a la puerta del ciclo».

No sé si Carmen interpretó la expresión de mi rostro: lo cierto es que me miró de un modo raro e indefinible, llevando los ojos de su marido a mí, y de mí a su marido. La conversación se arrastraba: apenas si trocábamos alguna palabrilla, adormilados y enervados por el calor y el polvo, mecidos por la trabajosa oscilación del coche, que casi no movían los jacos rendidos de otras viajatas y agobiados de tábanos y moscas. Abanicábase mi tití, y la brisa que levantaba su abanico enfriaba el sudor en mis sienes, causándome una sensación deliciosa…

Llegamos a mis dominios a las tres, exhaustos de fatiga, como si hubiésemos hecho a pie la jornada… Mi madre nos esperaba ya y tenía preparados refrescos, leche, fruta. La tarde la pasamos gratamente fuera de casa, mi tití de bata de percal y sombrerón de paja tosca, divirtiéndose mucho con el gallinero y los establos —pues en mi humilde casita patrimonial no existían jardines, aunque pegados a la tapia crecían rosales, celindas y geranios, flores vulgares con que armé un ramillete para regalárselo a Carmiña—. El reposo después de la sofocación del viaje; la serenidad de la naturaleza, que siempre se comunica al espíritu; la libertad y amenidad del campo, prestaban a mi tía un poco de animación, algo de carmín en las mejillas, y agilidad de los movimientos, infundida por la certeza de que no atisbaba la sociedad. Mi tío, quejándose de dolor en los huesos, se había tumbado en un sofá, y Carmen, mi madre y yo quedamos dueños de la huerta.

Aquella tarde, y también al otro día (el lugar, la ocasión y mis años explican, si no disculpan, el fenómeno), rompiose algún tanto la valla del respeto interior que ofrecía a mi tití en holocausto; hizo la sangre su oficio, y noté con terror que si antes me dominaba al tenerla próxima o encontrarme a solas con ella, la inmunidad había desaparecido, y el amor dantesco ya se revelaba vivo y humano, como arraigado en las entrañas. Sentíame capaz de incurrir en desacatos, no sólo indelicados, sino odiosos, que me enajenasen para siempre una voluntad secretamente mía, y me abochornasen después. Me temía a mí mismo, como temen los propensos al suicidio acercarse a la boca de un abismo o sacar el cuerpo fuera por la barandilla de una torre. Me proponía vencerme en absoluto; pero no estaba seguro de conseguirlo, a menos que me ayudasen las circunstancias.

Diré de qué horrible manera me ayudaron.

Al tercer día de nuestra estancia en la Ullosa, mi madre y mi tío salieron juntos con objeto de ver algunos sembrados y majuelos, orgullo de la cultivadora. Ambos iban de sombrero de paja y sombrillas de crudillo, forradas de verde. Yo me quedé leyendo y soñando, encendida la sangre con la idea de que Carmiña estaba a pocos pasos de mí, en la soledad de aquella casa, donde sólo se cría el pesado zumbido de las moscas, y alguna que otra vez, a lo lejos, la orgullosa, retadora y melancólica voz del gallo en el corral. El sol, el silencio, el misterio de las ventanas entornadas para procurar un poco de frescura, eran incentivos de mi imaginación, gotas de lava derramadas por mis venas. ¡Tenerla allí, tan cerca, y no cerciorarme de que positivamente me quería! Y el caso es que se me figuraba que si ella viniese y me diese de palabra, sólo con una palabrita, el bálsamo consolador de la esperanza y de la promesa, aquel entendimiento y aquella inquietud dolorosa se desvanecerían en un soplo.

¿Dónde estaría? Encerrada en su cuarto, de fijo, por no encontrarse conmigo a solas. En estor pensaba, cuando prestando atención, oí su voz en el establo, a mis pies. Los establos, en la Ullosa, forman la planta baja, y encima dormimos los racionales, por lo cual mi madre sostiene que no existe en el mundo mansión que reúna tales condiciones de salubridad. Yo atendí a la voz, que pronunciaba cariñosos adjetivos en dialecto, palabras tiernas: no tardé en comprender que iban dirigidas al recental, cría de la vaca, la madre había salido sin duda a pastar al monte, y el ternerillo, sólo en la cuadra, mugía saudosamente, a pesar de decirle mi tía tantas cosas dulces, y de ofrecerle pan. Dudé al pronto, pero por fin descendí al establo, y a despecho de la media oscuridad que en semejantes sitios reina, divisé a Carmiña con su bata de percal, remangada de brazos y presentando al becerro un puñado de hierba tierna y húmeda. El gracioso animal sacaba su hocico tibio y sedoso, pasándole: a mi tía por las manos la áspera lengua, y mojándola de baba clara y pura como la de un niño. Sus ojos nos miraban cándidos y asombrados; sus doradas orejillas cortas se empinaban sobre su infantil testuz. Era imposible no deleitarse con tan gentil y precioso bicho, y la tití me lo dijo en cuanto me acerqué.

—¡Cosa más mona!… Tráele hierba, verás cómo se la zampa… Te digo que es una judiada dejarlo solito. ¡Pobriño… anda, come, bobo, come!

La obscuridad del establo no me permitía ver a mi interlocutora sino de una manera vaga, que me alentaba a pronunciar palabras atrevidas. Y seguramente iba a deslizarme, cuando entró, sudoroso y limpiándose la frente con la manga, un gañán, el mozo de labranza de mi madre, que nos presentó, muy envueltas en un pañuelo de algodón para que no se manchasen los sobres, diez o doce cartas y unos cuantos periódicos. Salí a la luz, miré los sobres uno por uno, y como todos venían dirigidos a mi tío, se los entregué a Carmiña. Los periódicos iba a guardármelos; pero viendo entre ellos dos números de La Aurora, les quité la faja en un santiamén y busqué en el texto algo que se refiriese a nuestras recientes tragedias, recelando encontrar alusiones a la precipitada marcha que bien podía parecer cobarde fuga, y en efecto lo era, por parte de mi tío al menos. Lo primero con que tropezaron mis ojos fue un artículo titulado: «Retirada vergonzosa». En él ponían a mi tío de vuelta y media por haber tomado las de Villadiego. Y en el numero siguiente, otro artículo, cuyo encabezado y contexto me parecieron harto graves. Rezaba el epígrafe:«Los hijos de Israel, o un trozo de historia retrospectiva»; y allí, exhibido con lujo de erudición —robada sin duda a la cobarde complacencia de don Wenceslao Viñal—, se hacía la descripción física de mi tío, relacionándola con su origen judaico; se hablaba de los judaizantes castigados por al Inquisición, sobre todo del azotado Juan Manuel Cardoso Muiño; se daba vaya a los «aristócratas» que mezclaban su sangre con una sangre tan impura, y se establecía cierto paralelo entre la procedencia y las mañas de don Felipe, el cual, no pudiendo prestar a usura como sus abuelos, se dedicaba a chupar la sangre de la provincia. El artículo, aunque lleno de procacidad e insolencia, revelaba maña para eludir la denuncia ante los Tribunales, sin dejar por eso de mortificar, herir y levantar roncha. No sé por qué, al arrugarlo con involuntaria ira, me atravesó la mente este pensamiento: «¿Sabrá ella que está casada con un judío?». Creo que me sugirió tan mala idea la familiar palabra judiada, empleada por la tití para calificar el hecho de separar al ternerillo de su madre. Ni siquiera reflexioné que si mi tío era hebreo, me alcanzaba a mí la mancha de familia: y tendiendo a la tití el periódico, la dije: «Carmiña, lee. Mira a dónde llegan los rencores políticos».

Se asomó también a la puerta del establo, y leyó. La observé entre tanto. Sin duda la lectura confirmaba presentimientos antiguos, repugnancias indefinibles hasta entonces, estremecimientos del alma que no podían justificarse por ninguna razón material y tangible. La aversión quedaba explicada ya. Aquella cara de judío no la dibujaba la imaginación antojadiza; su marido parecía un sayón… porque lo era; y el horror instintivo acertaba más que los razonamientos.

Devolviome el periódico sin pronunciar palabra, y subiendo la escalera, se encerró en su cuarto con llave.

Mamá y mi tío regresaron pronto. Comimos, y hasta dormimos un rato de siesta, pues en el vallecito de la Ullosa, encerrado entre colinas, el calor, en las horas meridianas, era intolerable. A eso de las cuatro vino mi tío a llamar a mi puerta, y entró en el cuarto, diciéndome:

—Salustio… ¿Conoces tú por aquí cerca algún médico formal y que sepa su obligación?

—¿Aquí cerca? —respondí—. El de Cebre no es malo; es un hombre estudioso y que se toma interés por los enfermos… Una vez asistió a mamá en unas anginas. Pero… ¿qué sucede? ¿Está indispuesta… mi tía?

—No… ¿Qué distancia hay hasta Cebre?

—Hay tres leguas que andar, lo menos. No importa; enviaremos al criado.

—¡Bah! —respondió—. No merece la pena. Iré a Pontevedra… es preferible. Lo que tengo no vale nada probablemente. Por la mañana tomamos una ración de sol más que regalar; yo traía ya la sangre quemada con los belenes de estos días… y creo que se me ha arrebatado la erisipela un poco. Se me han formado ampollitas… ¿ves? —añadió remangándose el puño de la camisa y enseñando su brazo velludo—. Luego reventarán… El soleado es dañosísimo para esto de los humores.

Sin duda a causa de la antipatía que me inspiraba el paciente, se me figuró muy, repugnante el aspecto de las ampollas, y me costó algún esfuerzo fijar en ellas los ojos. Ofrecime a ir en persona a Cebre y traer al médico si hacía falta. «No —contestó mi tío—. Voy yo a Pontevedra, ida por vuelta, a consultar a Saúco, que esta allí, según he visto en los periódicos. Pero se me figura que no hay necesidad. Con un poco de agua de vegeto me pondré tan bueno. Hice una imprudencia en exponerme al sol de justicia de esta mañana. Tu madre se moría si no me enseñaba la viña nueva. Además está uno desazonado, porque aquella gente… En fin, cuestión de refrescos. Irritación y nada más».

No se volvió a hablar aquel día del padecimiento. Ni yo pensaba en él, dedicándome a estudiar en el rostro de Carmiña los efectos de la revelación contenida en el artículo de La Aurora. ¡Ah! Se veían tan patentes como si los hubiese escrito un dedo de fuego en su fisonomía. El esfuerzo de un mes para querer a su marido era inútil; el desvío instintivo se sobreponía ya, la naturaleza recobraba sus derechos, y al contacto del deicida estremecíase profundamente la cristiana…

A la mañana siguiente se me pegaron a mí las sábanas. Me habían desvelado toda la noche mis sugestiones de pasión y de odio, mis livianos pensamientos y la desazón de girar en aquella especie de círculo vicioso o devaneo estéril en que consumía mis mejores años, la savia de mi cerebro, y las fuerzas de mi alma. Mientras corrían las horas nocturnas, yo cavilaba si no sería mejor hacer de una vez algo, malo o bueno, disparatado o razonable, pero decisivo; algo que pusiese fin a la situación ambigua, rara y casi tonta de enamorado platónico; algo, en suma, que me desentumeciese y me resolviese el problema, aunque fuese echándolo todo a rodar. Fluctuando así pasé, lo repito, de claro en claro la calurosa noche veraniega, y sólo al amanecer concilié un sueño letárgico: de modo que a cosa de las diez aún no me había rebullido, ni por asomos. Incorporeme sobresaltado al oír que entraba en mi dormitorio una persona que abrió de golpe las maderas, arrojando sobre mis ojos y mi cara un torrente de luz solar y exclamando en el tono con que gritaría «¡Fuego!»:

—¡Salustio, Salustio!

Abrí los párpados, aturdido todavía. Era mamá. Aunque embargadas mis potencias por el sueño, presentí o adiviné que algo grave, gravísimo, ocasionaba su entrada en mi cuarto a deshora y aquel extraño acento. Me froté los ojos, me estiré, moví la cabeza y vi que el rostro de mamá expresaba un sentimiento mixto: sorpresa, miedo, espanto y cierta satisfacción misteriosa… Se inclinó sobre mi cama y dejó caer estas palabras:

—¿Sabes qué ocurre? Salustio… ¿sabes?

—¿Qué? No… ¿cómo he de saber? Carmiña…

—¡Carmiña! Sí, ¡buena Carmiña te dé Dios! Tu tío…

—¿Ha reñido con ella?… ¿La?…

—Tu tío —dijo enérgica y rápidamente— ha pasado la noche con calentura y dolores; cree que tiene un ataque de erisipela, una inflamación de la sangre…

—Bien, ¿y?…

—¡Y lo que tiene es el mal de San Lázaro!… —articuló mi madre, con los ojos dilatados de horror.

Capítulo 15

¿El mal de San Lázaro? —repetí sin comprender aún claramente el sentido de la tremenda palabra.

—Bueno, la lepra —respondió mi madre emitiendo la voz entre sus dientes apretados y con una expresión que no es posible imitar ni repetir.

La revelación produjo su natural efecto. Mudo yo de estupor en los primeros instantes, y silenciosa ella para dejar que me penetrase bien de la trascendencia de la noticia, nos mirábamos de hito en hito, y a fuerza de ocurrírsenos un tropel de ideas, no formulábamos ninguna. Mi madre fue la primera a recobrar la palabra, y con el acento dramático de la mujer del pueblo que narra un asesinato de que ha sido testigo presencial, dio salida al torrente de sus impresiones.

—Te digo que es lepra, tan cierto como que tu padre está en la sepultura. Yo ya me lo tenía tragado hace tiempo. No creas que me coge de susto. Pero estas cosas siempre afectan, cuando uno las ve así de realce. Felipe es el vivo retrato de la abuela… y, la abuela murió lazarada también. ¿No te decía yo que Dios es muy justo y no deja sin castigo las fechorías?

—¡Mamá, está usted loca! —exclamé interrumpiéndola—. No puede ser; ese mal ya no existe; es una enfermedad de otros tiempos, de allá de la Edad Media, y ahora ni se ve ni se sabe que la padezca ninguno. Son desvaríos; vamos, que no.

—¿Que nadie la tiene? ¿Que no la padece nadie? —prorrumpió mamá casi con furia—. Sí, fíate en Dios y no corras… En Marín te enseñaría yo más de cinco pobretes leprosos; y esos no la ocultan. Lo que sucede es que en los señores siempre se llama erisipela o humor herpético. Ni en el potro confiesan la verdad: ¡buena gana! Y nosotros debemos hacer lo mismo, porque es una mancha muy grande para la familia y una vergüenza horrorosa.

—Vergüenza ni mancha, no —protesté—. ¿Qué culpa tiene nadie de sus padecimientos? El estar enfermo no es afrenta —respondí, mientras en mis adentros una desazón involuntaria me desmentía.

—¡Qué ideas tan disparatadas traéis de Madrid! —porfió mi madre con tenacidad invencible—. ¿No te parece vergüenza ser de familia de judíos y de lazarados? Hay cosas que da risa oírlas. ¡Sois más extravagantes! Vergüenza y grandísima; y si se corriese por allí, te perjudicaría para casarte hoy o mañana. Tú erre que es erisipela, y de la erisipela no te me sales. Pera yo quise decírtelo, primero por desahogar, segundo para que vivas avisado, y además para que me aconsejes lo que hacemos.

—¿Lo que hacemos? —repetí sin comprender el alcance de la pregunta.

—¡Pues claro! —repuso mamá sorprendida—. ¿Crees que me voy a quedar con la lepra en casa, así tan fresca y tan conforme? ¿Crees que voy a exponerme a que se nos pegue? ¡Cualquier día! Desde que me he convencido de que la cosa es lo que me figuré, ni paro ni sosiego: les dejaría campanado en la Ullosa y me largaría yo a donde Cristo dio las tres voces, contigo por supuesto.

—¡Pero mamá, esa es una inhumanidad! —objeté alarmado—. ¡Dejar a Carmiña sola con el marido, en semejantes circunstancias! ¿Usted no conoce que no puede ser?

—¿Que no puede ser? —contestó mamá admiradísima—. ¿Y por qué? ¿Qué obligación tengo yo de aguantar a Felipe ahora? Su mujer es su mujer; que lo asista, que para eso le tomó de marido; ¿pero nosotros? ¿Me haces el favor de decirme a qué santo lo habíamos de sufrir? ¿Qué le debemos? Nos ha despojado, nos ha robado…

—¡Chist!… No levante usted la voz… —pronuncié en tono suplicante, echándome de la cama y buscando mis zapatillas y mis calcetines.

—Me ha robado lo mejor de mi legítima: como es la pura verdad, no hay por qué ocultarlo —arguyó mi madre, a quien el pavor de la repugnante enfermedad hacía perder toda noción de prudencia, y hasta olvidarse de su propio interés—. Me ha dejado en cueros, bien sabes que te lo he dicho, y lo que le sucede es castigo justísimo de Dios; ya te anuncié que el día menos pensado se lo encontraría tu tío encima de la cabeza.

—Mamá —respondí pasándome el pantalón—: no sabes el efecto que me produce oírte esas disparates. ¿Conque Dios anda vara en mano sacudiendo a los que a ti te molestan?

—¡Disparates son los tuyos! —replicó ella intrépidamente—. ¿Conque Dios no premia ni castiga? ¿Conque Dios no les da a los pícaros su merecido, aquí en este mundo y en el otro? ¿Conque cualquiera puede hacer lo que se le antoje, coger el pan del huérfano y de la viuda, y Dios le deja campar por su respeto? Salustiño, yo no se tanto como tú, ni he estudiado, ni leo libros; pero ciertas cosas las entiendo lo mismo que los sabios… ¡y pobres de nosotros si se precisase mucha sabiduría para entenderlas!

Abrocheme agitadamente el chaleco. No acertaba a entrar los botones en los ojales. Mis torpes dedos se negaban a servirme. Renunciando a discutir con mamá, en la seguridad de no convencerla ni poder sacarla de sus convicciones bíblicas, duras y rencorosas, mi único deseo era ver a Carmiña, cerciorarme de la realidad del caso atroz, y discurrir por dónde se aminoraría la gravedad del conflicto. Pensaba en esto al hacerme descuidadamente el lazo de la chalina, encontrándose ya mis potencias enteramente despejadas, como suele ocurrir cuando nos sorprende a mitad del sueño una novedad importante, que nos llama al terreno de la acción. Incierto de la verdad, y deseoso de apurarla, me volví hacia mi madre preguntando:

—¿Pero tú estás bien segura de que es lepra, lepra auténtica? Tus conocimientos en medicina…

—¿Que si estos segura? Como yo fuese médico, a ciencia me ganarían otros… ¡pero lo que es a golpe de vista! Tengo yo ojo de diablo. Además, he visto lazarados mil veces. En la Toja los hay a docenas. En Marín teníamos uno que venía diariamente a casa a pedir limosna: traía su taza para el caldo, y nosotros le dejábamos otra llena en el portal; porque comprenderás que se tomaban mil precauciones, y todas eran pocas. ¡A mí me da eso una grima!…

—Pues, mamá, si lo tenemos en la masa de la sangre, quien menos debe asustarse somos nosotros.

—Hombre… lo tenemos y no lo tenemos —replicó con su ilógico tesón—. Quien sacó aquí cara de judío es tu tío Felipe, y a él es a quien se le ha transmitido el mal. La prueba es que yo nunca tuve aprensión de padecerlo, ni de que lo padecieses tú.

—Y entonces —argüí—, ¿por qué te empeñas en que ahora aislemos al tío, si no hemos de contraer la enfermedad?

—¡Pamplinas! —gritó mi madre tercamente—. El preservarse nunca sobra. Lo primero somos nosotros. Él que se las arregle. Bien rico es: no le faltarán enfermeras ni médicos.

—Pero —insistí—, ¿estás convencida?…

—¡Si estoy convencida! ¡he visto la úlcera!… ¡Esta mañana tenía la ropa interior pegada al cuerpo!

—¿Y él… sospecha?

—¡Ni por asomo! Erisipela y más erisipela. Le echa la culpa al sol de ayer.

Yo estaba vestido ya, y me había pasado por los soñolientos ojos la toalla húmeda. Planteme delante de mi madre, en interrogadora actitud, como el que dice: «Bueno, ¿y en qué quedamos? ¿Cómo desenredamos la situación? Porque quiero saber a qué atenerme».

—Pues, hijo —declaró mamá con su acostumbrada resolución—; yo no soy de las que se atollan ni de las que se quedan en la estacada. Esta misma tarde a Pontevedra, o ellos, o nosotros. Lo más prudente y natural me parecería que lo hiciesen ellos, en busca de facultativo; pero como Felipe tiene un miedo que no ve a que le apaleen los de La Aurora, acaso le dé por estarse aquí hasta Dios sabe cuándo: tal vez hasta que se vuelva a Madrid: ya ves tú si sería pacheca. De modo que si ellos no se afufan, somos tú y yo los que esta misma tarde, por la diligencia, tomamos el portante sin dilación. Ahí les queda la casa, la criada, las ropas… que regularmente tendré que quemarlas toditas cuando tu tío se marche, porque yo no me acuesto en sus sábanas; primero pido limosna para comprar otras nuevas.

La oía aterrorizado. ¿De manera que iba a permanecer allí Carmiña, sola, con su marido atacado de tan horrible mal?

—Mamá, vete tú, si quieres. Yo no tengo aprensión. Me quedo para lo que haga falta.

—¿Que no te vienes? ¡Pero estás de remate? ¿Crees que voy yo a dejarte aquí, ni a consentir que se te pegue el mal por locuras y quijotismos y bobadas? ¿Tantas obligaciones le debes a tu tío que te juegas por él la salud? Salustiño, mira que no me incomodes… Tú te vienes a la tardecita.

—Tiempo perdido, mamá… No he de ir.

—¿Cómo que no? —exclamó mi madre, agotada ya su escasa provisión de paciencia—. ¿Cómo que no? ¿Se puede saber quién manda aquí?

—Tú, en todo menos en esto —contesté deseoso de no enfadarla, y tuteándola en broma como hacía muchas veces.

—No; no me vengas con guasas y con tonterías, que entonces me pongo aún más frenética —gritó la vehemente criatura en tono indescriptible—. Has hecho cuanto se te ha antojado; me has perdido el año, y no te he dicho una palabra siquiera (lo cual no era verdad, pues me había dicho varias). Pero si ahora se te antoja coger la lepra por tu gusto…

—Por Dios, no alce usted la voz… Cállese… ¡Que va a enterarse Carmiña!

—Pues que se entere. ¡Caramba con tantos miramientos y tantos circunloquios! Yo no sé si entiendo lo que te pasa con tus tíos, pero estás hecho un sorbete para ellos, todo derretido y acaramelado. A la fuerza Felipe te hace concebir que hoy o mañana te protegerá. No te fíes de él… y ahora menos, que por un orden natural… ¡No te comprometas, te lo aconseja tu madre!… Esos días atrás, en Pontevedra, te pusiste en peligro de que te anduvieran en las costillas… Me viniste a casa con la mano izquierda estropeada… ¡Aún tienes la señal… no la escondas! ¿Y todo porqué? ¡Por sostener el partido de tu tío contra Dochán! No pensé que le quisieses tanto… Ahora vas a exponerte a ganar la muerte… ¡Mándale a paseo, que yo, para que acabes tu carrera, soy capaz de ponerme a servir!…

Decía estas incoherencias accionando y gesticulando mucho en tono ya suplicante, ya colérico, hasta que por último, cogiéndome por la solapa de la americana, lanzó el ultimátum:

—Si no quieres obedecerme, a mí que hablo sólo por tu bien, te pego un bofetón… y no tienes más remedio que venirte.

La tomé en brazos, triunfando de su desesperada resistencia, y besándola en el pelo, porque escondía la cara, contesté:

—Presentaremos la otra mejilla. ¡Tendrá chiste que me pegues sobre la barba! Mamá, no chochees, no desbarres. Ni tú ni yo podemos salir de aquí dejando a tu hermano enfermo y a su esposa sola con él.

—Pues ya verás si los dejo o no los dejo —respondió mamá—. Y a ti hago que te ate el mozo del ganado, y atadito te llevo.

La casualidad o la suerte lucieron que no se preciase echar mano de estos remedios heroicos. El hebreo se presentó a la hora del desayuno, como solía, pero muy desmadejado y lacio, anunciando que aquella misma tarde, por el coche de línea, iba a tomar el tren par a seguir a Vigo, pues comprendía que su estado de salud reclamaba consulta formal, en toda regla. «Esta erisipela es molestísima. Es preciso atender al vicio de la sangre, que se ha revelado ahora más fuerte que antes de ir a la Toja, me parece. Tengo entendido que Sánchez del Arroyo está en Vigo dando baños a su familia. Podré saber su dictamen».

Yo, sin tocar al chocolate ni al vaso de leche que me habían puesto enfrente, consideraba a mi tío con ardiente curiosidad, sufriendo esa fascinación que ejerce sobre nosotros lo horrible y lo repulsivo, lo que nos estremece y nos plantea el enigma del dolor y la miseria humana. Quería leer en su fisonomía descolorida y como infartada, en su cuello, sembrado de rojas flictenas, el secreto de la incurable enfermedad, transmitida de padres a hijos, mejor dicho, de abuelos y nietos, disuelta en las gotas de sangre judía que corrían por las venas de nuestra raza. «No sabe lo que tiene —pensaba yo—: ni ella lo sospecha tampoco. ¡Vaya una situación y un caso! ¿Qué haremos ahora? ¿Se le dice o se le oculta? ¿Cuál resultará más piadoso: revelar la verdad, o encubrirla hasta el último instante? ¿El médico tendrá valor para desengañarla? ¿Obrará piadosamente, encubriéndosela? ¿Qué va a ser de esta infeliz? ¿Como soporta el asco y el miedo y la congoja? Una mujer que siempre miró a su marido con repulsión invencible, ¿qué será ahora? En cuanto lo sepa, la vida se le hace imposible». Y por virtud instantánea del terrible misterio cuyo velo se había descorrido para mí, noté en mi corazón y en mis sentidos un cambio singular. La vez del juvenil y ardoroso deseo que me torturaba pocas horas antes, percibí una especie de adormecimiento de la vida sensitiva: pareciome que se purificaba todo en mí; que podía mirar a Carmiña como se mira a los ángeles, anafroditas de suyo: es más: la idea de su forzada convivencia con el leproso, me infundió esa pureza o frigidez que se desarrolla a la cabecera de un enfermo grave, al pie de un lecho de muerte, en los supremos instantes dolorosos de nuestra pobre y flaca humanidad. Sentí mi amor mutilado o deparado —conforme se entienda— y me pareció, al ofrecer aquella gran oblación íntima, que ya estaría así hasta la consumación de los siglos; que me había purificado para siempre.

A la tarde les vi marchar con la desesperación de no poder acompañarles, de no haber trocado dos palabras a solas con Carmiña, de no saber si mi madre se equivocaba, y de perder de vista al ser querido cuando le esperaban horas tan crueles. Las fibras más profundas de mi alma me dolían al despedirme de la mujer ligada a aquel hombre sentenciado a espantoso género de muerte. Presentía su calvario, adivinaba mis torturas, y temblaba por ella en muchos terrenos. ¿No era contagioso el mal? ¿No caería sobre su cabeza como el rayo? ¿No iba ella también a ser leprosa?

Así que les hubo despedido mi la carretera, mi madre se volvió a casa. Con sus propias manos acarreó leña, la apiló, le puso cebo de ramas secas debajo, y prendiendo fuego con mi papel retorcido empapado en petróleo, armó en el patio una fogarada idéntica a las que hacen los muchachos en la noche de San Juan. Así que crujió la leña, mamá arrancó las sábanas de la cama de mis tíos (las sábanas que estimaba tanto, hiladas y tejidas caseramente del lino que ella misma cultivara); sacó las toallas, los vasos, las servilletas, el mantel, los platos, los cubiertos, todo cuanto había servido para los huéspedes, y sin un momento de vacilación, de prisa, a brazados, lo arrojó a las llamas. Quedaba en el cuarto de los huéspedes un pañuelo que tití llevaba al cuello, un pañuelo de seda. Lo arrojó también; y hasta que el fuego no lo hubo consumido todo, derritiendo el metal blanco y estallando el vidrio, no se retiró de allí la inquisidora.

Capítulo 16

No volví a tener noticias del matrimonio lo menos en quince días. ¡Decir lo que me consumía y desesperaba entretanto! ¡Oh falta de dinero, estorbo a cualquier grande acción, rémora invisible que nos sujeta más fuertemente que todas las cadenas y prisiones del mundo, eterna cortapisa de nuestros mejores impulsos, cable que nos amarras a la realidad, matadora de los ensueños y enemiga de la libertad como ningún tirano! ¡Ira de Dios! ¡Verme con barbas, lleno de amor y de zozobra, saber que la mujer amada atraviesa el más amargo trance, y no ser dueño de ofrecerle ayuda, compañía, consuelo!

A veces me calmaba un poco la esperanza de que mamá se hubiese equivocado de medio a medio, lo cual no sería sorprendente. Ella no era ninguna autoridad en medicina, ni mucho menos, y su fogosa imaginación y sus preocupaciones tradicionales podían extraviarla. ¿Acaso hay lepra en el mundo? ¿Acaso persiste esa enfermedad bíblica y gótica? ¿Quién se acuerda de San Lázaro ya? ¿Dónde vemos una leprosería? ¿Padece de semejantes dolencias ninguna persona de cierta educación, de regulares medios de fortuna? ¿No era pesadilla o calenturiento antojo suponer que mi tío la padeciese?

Transcurrida la quincena, una carta de Carmiña a mi madre me hizo entrever un rastro de luz. Decía que el achaque de Felipe no presentaba mejoría notable; que Sánchez del Arroyo no estaba en Vigo, y que deseosos de consultar a un médico de nombre, habían resuelto adelantar unos cuantos días el regreso a Madrid. «Felipe tiene aprensión, mucha aprensión», añadía la esposa. «Como le falta apetito y le molestan los dolores, discurre que el facultativo a quien vea en Madrid le enviará, aprovechando lo que queda de otoño, a algunos baños o aguas que le sienten mejor que le sentaron los de la Toja. El cree que estos estaban contraindicados, y que de allí procede todo su mal». Y a final de la carta, como un inciso, añadía: «Yo muy bien. Aquí he comido perfectamente, y los baños de mar me han repuesto». Estas indicaciones me hicieron cavilar: «¡Generosa mentira! —pensé—. Su objeto es persuadirme de que no le faltan fuerzas para llenar los deberes de esposa, por más difíciles que sean. Ahí me dice con disimulo: —Sobrino, no flaquearé. Verás cómo tengo valor—. Pero a mí no me engaña. Comprendo mejor que nadie su estado. ¡La repugnancia, el asco, el terror, la protesta de la naturaleza contra una enfermedad de esa índole! ¡Un matrimonio indisoluble! Imposibilidad de apartarse de él e imposibilidad de acercarse… ». Mi imaginación, ya sin freno, bordó sobre este tema crueles variaciones, representándome cosas hechas para crispar los nervios a quien los tuviese más adormilados y pacíficos. ¿Pero creen ustedes que en mi fuero interno, me resignaba a dejar marchar los sucesos como Dios quisiera? Nada de eso. Yo tenía mis planes y mis resoluciones, que había de poner por obra, sin dilación y sin remedio. Como que me proponía nada menos que ser el salvador de mi tití, y redimirla de aquella espantable tribulación. Yo me convertiría en ángel de su guarda o en compañero de su martirio. Mi amor, al depurarse, había adquirido refinamientos y delicadezas mayores, y me sentía modelo por cierto resorte caballeresco e ideal, que me impulsaba a todo linaje de abnegación.

No veía el momento de salir camino de la corte española. Ansiaba —pienso que como nunca— ver a mi tití, saber la verdad de lo que le pasaba, cuál era el estado de su salud y de su espíritu, y ofrecerme y entregarme a ella sin reserva alguna. Cuando llegó el ansiado momento, mi madre se encerró conmigo para leerme la cartilla y encargarme que hiciese… precisamente lo contrario de lo que tenía determinado hacer. «Por casa de tu tío aporta lo menos que puedas. Pararás en la fonda de doña Jesusa. Procura, mira que te lo encargo, no verles; discúlpate con que tienes mucho que estudiar; y si Felipe te da la mano, no la cojas: con disimulo te apartas, fingiéndote distraído… ¿ves? así —y mamá representaba a lo vivo la escena de hacerse el sueco—. Mira que ese mal se pega: y tú, para más, tienes la misma sangre que tu tío; al fin, digan los médicos lo que se les antoje, de una casta somos, que no podemos negarlo; y no tendría nada de particular que donde menos se piensa retoñase… Ojo, que te lo encargo. La posada la pago yo; no necesitas andar complaciéndolo a él para que nos ayude: que si por buscar la herencia atrapamos la muerte, esa sí que es ruina. No, hijiño: que cada uno mire por sí: no te metas en aventuras, ni hagas el caballero andante».

Prometí seguir al pie de la letra tan sabios consejos, y emprendí el viaje, ansioso de suprimir la distancia y plantarme de un vuelo en Madrid. En lo del hospedaje obedecí, claro está, instalándome en casa de doña Jesusa, por más que entonces desearía yo a par del alma compartir la vivienda de mis tíos; y no era que me propusiese ningún torcido y siniestro fin. ¡Sedme testigos de ello, árboles del soto de la Ullosa, que me visteis muchas tardes entregado a sueños dignos del hidalgo manchego en los riscos de la sierra!

La hora de llegada del correo no era a propósito para visitar a nadie. ¡Una noche más de incertidumbre! Por la mañana, en cuanto me fue posible, corrí a la calle de Claudio Coello. En el portal tuve un momento de escepticismo. Viendo a la portera que me saludaba, apoyándose en su vetusta escoba; encontrando la escalera invariable, los evonymus del patio nada crecidos, el aspecto de las cosas tranquilo e idéntico a sí propio… me aferré a la idea de la irrealidad del drama interior. «Ni hay tal lepra, ni tales sacrificios, ni tal amor, si me apuran». Metí las manos en los bolsillos, dudé un segundo… y al fin tomé la escalera, subiéndola de tres en tres escalones, como los chicos. Me introdujo la criada en la sala… ¡Gran polka bailada por el corazón!… Alzose el portier del gabinete… y con verdadera sorpresa mía salió a recibirme… ¿quién pensará el lector? Ni más ni menos que el fraile moro.

—¡Usted por aquí, Padre!

—Más que usted de verme me admiro yo de encontrarme en el mundo de los vivos… —contestó el fraile, cuyo aspecto confirmaba plenamente su aseveración. Estaba amojamado, verdoso, amarillento, y con los ojos caídos y mortecinos: su andar dificultoso se apoyaba en una muleta de palo liso, sin cojín ni adornos de clavazón dorada—. Ya no soy aquel Padre Moreno que usted conoció —añadió tristemente—. Mi robustez se deshizo como la espuma. Dos operaciones horrorosas he sufrido, ambas con aplicación de cloroformo; me han barrenado los huesos, y creo que me han extraído los tuétanos a la vez. Si le digo a usted que un día, al hacerme la cura, pregunté qué era aquello que me sacaban… me contestan que unas hilas… ¡y era el tendón que llaman de Aquiles, que salía deshecho! Pero ¿qué se le ha de hacer? Dios no quiso llevarme todavía… y por aquí estoy. ¿Viene usted a saber de su tío?…

—Justamente… —tartamudeé—. Quería enterarme de cómo sigue, y saludar a Carmen.

—Pues no sé si ahora podrá salir. Creo que están haciéndole la cura… ; y como puede decirse que quien la hace es ella, porque nunca permite descansar en el practicante…

—De modo —pregunté articulando lentamente y fijando mis ojos preguntones, casi magnéticos a fuerza de irradiar voluntad, en los del fraile—; de modo que sigue su curso el mal?

—¿La erisipela? —contestó Aben Jusuf cruzando con sobrehumano vigor su mirada con la raía—. Sigue, ¡pues claro está!…

—¿La erisipela? —pronuncié, ya enteramente seguro de lo que pretendía averiguar, es decir, que mi madre no se había engañado y el fraile también lo sabía.

—La erisipela, el padecimiento que se le declaró este verano en Pontevedra —dijo él con serenidad.

—Oiga usted, Padre —supliqué, inspirado por una idea repentina—. ¿Quiere usted hacerme un favor? Ya que en este momento no me es posible ver a los tíos… véngase usted a dar un paseíto conmigo… y a tomar una taza de café.

—¡Ay! ¡Paseíto! ¡Usted cree que habla con el Silvestre Moreno del otro verano! —respondiome con melancólica resignación el fraile—. Con esta pata coja no podré andar como Dios manda lo menos en diez meses… Vaya usted aplazando el paseo para entonces.

—Pues véngase usted a mi fonda… La verdad por delante: necesito hablar con usted en reserva. Tomaremos un coche, y no tendrá usted que estropearse la pierna mala.

—¿Y a qué necesita usted celebrar semejante conferencia? —interrogó el moro vendiéndose caro, y manifestando cierta coquetería espiritual.

—Pues figúrese usted que se trata de hacer confesión —respondí llevándole el genio.

—¡Confesión! Están verdes… —objetó moviendo la encanecida testa.

No obstante, logré persuadirle a que se viniese conmigo. Servile de apoyo hasta que nos metimos en un simón, y creyendo que era el sitio más seguro para hablar, tomé por horas el coche y le mandé ir al paso por la ronda. Y allí, encajonado, alentado por la proximidad material, que tanto ayuda a la expansión, me expliqué con entera franqueza. La lealtad de mis propósitos me prestaba energía.

—Padre, usted sabe mejor que yo lo que el marido de Carmen padece. Usted conoce esa enfermedad al dedillo; ha estado usted en África, ha tenido mil ocasiones de verla, de saber que es contagiosa, y que es mortal. No me lo niegue.

—Lo que no me explico —contestó el fraile arrugando el entrecejo— es cómo se encuentra tan enterado el caballero Salustio. Eso sí que me admira.

—Lo sé —dije sonriendo desdeñosamente—, no por ninguna indiscreción epistolar, como usted está figurándose, sino porque en nuestra familia esa enfermedad es hereditaria; salta una generación, y se presenta cuando menos la esperamos. Hay en nosotros sangre israelita, y tenemos por ella ese legado cruel.

—Bien cruel, efectivamente —respondió pensativo y apiadado el Padre—. Es cosa tremenda, y crea usted que si yo conociese ese antecedente antes de casarse Carmen, la diría: «considera a lo que te expones… ».

—¿Lo ve usted? —exclamé triunfante—. ¿Ve usted cómo acertaba yo al opinar que esa boda era un atentado y un desastre?

—Poco a poco. Tantos como desastre y atentado, no. Usted cree que la vida ha de componerse de una serie de dichas y venturas, y en eso se equivoca mucho, porque la vida es una prueba, y a veces una sucesión de pruebas que acaba con la muerte. A su tía de usted, la señora de don Felipe, le envía Dios una prueba más dura y más amarga; pero ya sabe Dios dónde hiere, porque ni su alma es del temple común, ni ella está cortada por el patrón de la mayor parte de las señoras. Carmen es la mujer cristiana, se lo dije a usted en cierta ocasión… precisamente cuando tuve el gusto de que nos conociésemos… ; y si yo, hablando humanamente, preferiría que hubiese sido dichosa aquí y en el otro mundo, como confesor diré a usted que no lamento demasiado verla en este apuro, porque es un medio de que luzca en todo su esplendor la hermosura de su alma.

—Padre Moreno —objeté con acento hosco y dolorido—: es usted tan buen fraile, tan buen fraile… que ya no tiene entrañas ni corazón. A fuerza de virtud, suprime usted la humanidad, como quien suprime un estorbo, o la pisotea como a un bicho. No contento con eso, se mira usted en el espejo de su propia perfección, hasta el extremo de desconfiar de los simples mortales, juzgándoles radicalmente incapaces de intención honrada y de limpieza de propósitos. ¡Apuesto un duro a que no consiente usted en lo que propongo!

—¿Y usted qué va a proponerme? Sepamos. Por supuesto, en su juicio acerca de mí hay manifiesta exageración; vamos, que me ve al través de un cristal teñido de colores enteramente fantásticos. Usted, señor positivista, hace del Padre Moreno —que es la misma prosa, el hombre más a la pata la llana— uno de esos frailes de drama o de novelón por entregas; si me descuido, me atribuye que vengo a prenderle para entregarle al Tribunal de la Inquisición. No tengo pizca de Torquemada: soy bastante razonable… me parece.

—Pues ya que se juzga tolerante y, humano —argüí—, veremos cómo toma la proposición que yo voy a dirigirle. Usted saldrá de Madrid dentro de pocos días, según entiendo. Además, no está usted en situación de cuidar enfermos, sino de mirar por sí mismos y reponer algo, si es posible, los quebrantos de la salud. Carmiña se queda aquí sola… peor que sola; bregando con un enfermo asqueroso, expuesta a que desfallezca su ánimo, y a que, con todo su heroísmo, sus fuerzas le hagan traición. Pues bien; no se oponga usted a que yo la ayude en la asistencia de su esposo.

Una carcajada, no amarga e irónica, sino muy franca, sorprendente en un hombre débil y dolorido aún, brotó de los labios del Padre Moreno.

—Usted perdone que me ría —dijo—, pero es que no lo puedo remediar. ¡Naranjas con el alumno de ingenieros! Tengo que reírme, y mejor es que me ría que no que me formalice y armemos la de Roncesvalles. De modo que usted cree que su mamá le envía aquí para hacer de hermana de la Caridad? Y otra cosa, amiguito. ¿Piensa que los cuidados de usted complacerían al infeliz paciente como la asistencia tiernísima de la esposa amante?

—Ea, Padre Moreno —exclamé saliendo de mis casillas, como solía siempre que me arrollaba el fraile maldito—: a mí no me venga usted con retóricas de púlpito, ni me trastee con palabritas insidiosas. Ya sabe que yo estoy en el secreto: Carmiña es una esposa honrada, la más honrada de todas las esposas del mundo; pero no puede ser una esposa amante… ¡y la razón me parece bien sencilla! porque no está enamorada de su esposo.

—Y de usted sí,¿verdad? —replicó ya en tono de mofa punzante el Padre Moreno.

Titubeé. Estaba cogido. Yo protestaría, pero… la verdad es que el Fraile había dado en el hito y traducido mi pensamiento exactamente. Para salir del apuro, resolví meterlo todo a barato por el lado del honor y la delicadeza.

—¿De modo que usted supone que en esta proposición mía hay malicia, hay algún fin dañado, algún siniestro propósito? ¿Me juzga usted tan real? ¿Me atribuye ni la sombra de una idea ofensiva para Carmen: Le juro, Padre —puede que usted no lo crea ni se fíe de mi palabra—, que hoy por hoy es sagrada para mí la mujer de mi tío; que usted no estará a su lado con más pureza que yo. Si se muere su marido, me casaré con ella; entretanto, seré su hermano, y hermano más respetuoso no lo ha tenido ninguna mujer desde que hay mundo y fraternidad.

El Padre se revolvió en su asiento, afianzando con dos dedos los anteojos que usaba desde que la enfermedad le había acortado la vista. Luego se remangó la manga del sayal, como si quisiera pegarme, movimiento familiar en él; y en seguida me miró y volvió a soltar la risa.

—¡Caramelo! No puede negarse que es usted muy chusco. No tenía usted precio para actor cómico, señor mío de mi mayor respeto. Vamos, lo dicho; es usted de oro, y de plata, y de todos los metales preciosos. ¿Pero no comprende, inocente, que yo, que ni soy director de su conciencia de usted, ni presumo que su conciencia de usted gaste el lujo de tener director, no necesito enterarme de si usted lleva intenciones limpias o sucias y va con buen o mal fin? ¿No conoce que eso a mí no me preocupa, sino en cuanto le considero prójimo? Por usted me alegraré de que sea verdad… y la cuestión de conciencia, aquí termina. Si con algún título pudiera yo meterme en esta danza, sería como amigo de usted, para desengañarle y, quitarle las telarañas de los ojos. Sólo que no querrá usted consentir la extirpación de esa catarata moral; y entonces, el cirujano no tendrá más recurso sino dejarle con su padecimiento, hasta que venga la experiencia y le opere.

—¿Y en qué consiste mi catarata, vamos a ver? —pregunté algo preocupado por el aplomo y seguridad del fraile.

—Pues… ¿quiere usted saberlo? ¿Se convencerá? ¿No me saldrá echando por las de Pavía?

—Ni por pienso… Diga usted.

—Consiste su catarata en que cree usted que Carmen puede desear que la ayuden a asistir a su marido, y no es cierto, porque Carmen aspira a llevarse ella sola la gloria de la asistencia; consiste en que cree usted que Carmen aborrece a su esposo, y Carmen le ama. Estos son sus errores, sus cataratas morales. ¿Cuánto va a que no las he batido?

—¡Padre! —exclamé—, perdemos el tiempo en conversaciones tontas. Lo perdemos lastimosamente: siento decírselo. Porque usted me habla como a un niño de tres años, prescindiendo de que hace bastantes más que tengo uso de razón; y por lo tanto, no puede convencerme. Desautoriza sus palabras la falta de sinceridad.

—¿De sin—ce—ri—dad? —deletreó picarescamente el fraile.

—¿No está usted asegurando que Carmiña ama… —así, textualmente—, ama a su marido?

—Y me ratifico en ello.

—Pues yo insisto, Padrecito Moreno… ; por ese camino no se va a ninguna parte. Mis ojos, mi juicio, mi inteligencia, que no me la ha dado Dios para adorno, sino para que me guíe y me sea útil, gritan a voces lo contrario. Padre Moreno, no le molesto a usted más. Ahora me toca a mí: se ha acabado nuestra conversación.

—¡Eh! ¡Caramelo! —exclamó el Padre con uno de aquellos chispazos de vigor que revelaban al antiguo Aben Jusuf—. ¡Poquito a poco, que de Silvestre Moruno nadie se despide así! Fraile soy, a mucha honra, y también hombre de vergüenza y de verdad. Le he dicho a usted que Carmiña ama a su marido… y usted me sale con que no le amaba. Pues acuérdese usted de lo que le aviso: hoy le ama… y el tiempo se encargará de probarle a usted mi veracidad. Cuando se lo pruebe ¡naranjas! me debe usted una satisfacción. La de reconocer que ha sido bastante terco.

—Entonces… le han vuelto a Carmen el corazón del revés, como un guante.

—Exactamente. ¿Cree usted que no puede ser? ¡Vaya si puede, señor mío! Hace media hora que hablamos como cotorritas, y no nos entendemos, ni trazas, porque tampoco entendemos el mundo ni la vida de la misma manera. Usted cree que no hay en esto de las relaciones conyugales más que el capricho, la golosina de la imaginación, el frenesí de los sentidos… o una chifladura muy superferolítica, de esas que se leen en los versos o se cantan en las óperas; y que si inspira cierta prevención un esposo robusto y sano, doble repugnancia ha de infundir el mismo esposo lleno de lacras, herido por la mano de Dios con un mal repugnante e inmundo. Pues ahí verá usted las consecuencias de ser pagano, como lo es usted, por desgracia. La persona que tiene un alma disciplinada por el cristianismo, lejos de aborrecer el sufrimiento, ve en él la ley universal, la gran norma de la humanidad, que sólo nace para sufrir y para merecer otra vida mejor que esta. Me ha contado fray Ceferino González —porque yo no soy, sabihondo, soy un pobre teólogo, y santas pascuas— que ahora los filósofos más de moda, aun entre ustedes mismos, los racionalistas, reconocen esta verdad, y están conformes en que el mundo no es más que un abismo de dolor, y que hay un velo de ilusión que nos lo pinta de diferente manera, extraviándonos y haciéndonos perder de vista la realidad. Pues la verdad que ahora, al cabo de los años mil, descubren los filósofos flamantes, la tenemos olvidada de puro sabida los cristianos. Al convencernos de que el dolor es la ley, y que nadie la elude, se nos desarrolla una virtud llamada caridad. Si a la caridad se añade la gracia, se nos inmuta el corazón, y amamos el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. ¿Usted dice que el padecimiento del marido de Carmen es asqueroso? ¡Ya lo creo que lo es! No lo sabe usted y si se acercase a asistirle, se me figura que toda la resolución de que hace usted alarde iba a llevársela el diablo. Bueno; pues en la Edad Media, ese mismo mal existía y abundaba, y era acaso más repugnante que hoy, porque no había para combatirlo tantos medios científicos como actualmente; tantos desinfectantes, verbigracia. Y las Santas y los Santos más grandes de la Iglesia estaban —permítame usted la frase— enamorados, lo que se dice enamorados, de los leprosos. Les daban los nombres más cariñosos y tiernos; les consideraban como a hijos o hermanos. Eso, dirá usted, es contra la naturaleza humana, que busca lo sano y lo hermoso, y rechaza lo que mortifica los sentidos. Pues ahí verá usted, ¡caramelo! Por eso le decía yo que no podíamos entendernos. Porque usted sólo ve la naturaleza y lo terrenal, y yo veo lo sobrenatural, pero realísimo, puesto que en otros siglos se encontraba a cada paso, y en este todavía se encuentra.

—¿Y usted cree —pregunté sin darle crédito alguno— que a mi tía la ha herido esa gracia a que se refiere?

—¡Váyase usted al recaramelo! —me contestó bruscamente el fraile—. No sé a qué gasto saliva. No me entiende: estoy hablando chino… La experiencia le enseñará.

—¿Vuelvo, señorito? —dijo el auriga, cuando toqué al vidrio del clarens.

—Sí; Claudio Coello… número tantos…

—¿O quiere que le lleve a otro sitio, Padre?

—Si le es lo mismo, déjeme en la puerta de San Carlos.

Capítulo 17

La experiencia, sí… pero, ¿cómo me iba a gobernar para adquirirla? Porque era dificilísimo ver despacio a tití, que salía poco del cuarto del enfermo; y en este cuarto la permanencia se me figuraba ingrata en demasía. Resolví esperar al domingo para pasar allí cierto tiempo y sacar algo en limpio acerca del actual estado de cosas.

No me faltaba conversación en la casa de huéspedes, porque conviene saber que Luis Portal, ya dueño de su diploma, pero no colocado todavía, no se había movido de Madrid, donde al llegar yo, le encontré… ¡oh asombro! reñido, enteramente reñido con la inglesa.

—Pero chacho, ¿cómo ha sido eso? —preguntele atónito—. ¡Si estabas hecho un arrope manchego! ¡Si no se te podía resistir!

—¡Ahí verás tú! —respondió el oportunista, agarrándose febrilmente a mi brazo y paseando conmigo, arriba y abajo, por el reducido cuartuco—. Eso te probará que soy todo un hombre, y que no me dejo llevar de la fantasía, ni del capricho, ni de la pasión. Si tomases ejemplo de mí, mejor te fuera. A mí no me arrastra el corazón, o lo que sea, a cometer insensateces y a comprometer mi provenir.

—Bueno; déjate de filosofías, y vengan detalles. ¿Por qué has tronado con tu Mó?

—¡Hijo!… Por trescientas mil cosas. Mejor dicho, no… sólo por una… pero menudita. ¡Bagatela! La señorita Baldwin quería… ¡no se le ocurre ni al diablo! quería casarse conmigo. Y no para más adelante, cuando yo tenga unas miajas de porvenir, cuando me abra mi surco… Ahorita, inmediatamente… Para irnos juntos a Ciudad Real, adonde estoy, destinado.

—¡Hombre!… ¿Pues no decías que Mó no pensaba en casaca, y que era una mujer superior, y así y andando?

Mi amigo me miró con sus ojos ardientes, hinchados y cercados de negras ojeras.

—Eso parecía… Cualquiera lo hubiese pensado… Pero, hijo… así que me vieron metido en harina, me echaron la red. Fue una conspiración sumamente curiosa, en que toda la familia Baldwin tomó parte. Dieron por hecho que nos casábamos: ya conoces el sistema. Los chiquitines me llamaban brother; la pastora me decía a veces: «Luis, hijo mío… ». Abusaban de mí como si ya tuviese puesta la coyunda; me empleaban sin escrúpulo y sin duelo en sus obras de propaganda y evangelización, y yo quisiera que me vieses ocupado en corregir pruebas de un folleto titulado La gran crisis, donde se profetiza que el jueves 5 de marzo de 1896 serán arrebatados al cielo, sin morir, ¡ciento cuarenta y cuatro mil cristianos!

—¡Bah! Exageras.

—¡Qué he de exagerar! No te rebajo un cristiano de los ciento cuarenta y cuatro mil. Aquí conservo ejemplares del folletito, parto de la musa de mi reverendo ex suegro el señor Baldwin, o, mejor dicho, de la pastora. Mira ese grabado: la mujer encarnada sobre la bestia bermeja. ¡Qué mono! Representa a Roma. ¿No ves la tiara?

—Pero entonces, aquella señora Baldwin tan fina y tan lista… ¿está loca, o qué?

—Yo no sé qué responderte. Es una cosa muy rara. Creo que la cultura y la sensatez de esa gente no pasan del exterior: hay un barniz simpático, que encubre un fanatismo delirante y una intransigencia cruel. Mó, educada de otra manera, sería un encanto de muchacha: no puede negarse. Porque hay allí tesoros… Pero le han inoculado el virus…

—¡Santa Bárbara! —exclamé cogiéndome la cabeza con las dos manos—. ¿Pues no pretendías haber descubierto en ella el ave Fénix… la mujer del porvenir? ¿En qué quedamos? Veo que se te han caído los palos del sombrajo completamente. ¡Qué variación!

—¡Qué quieres! —profirió con amargura Luis—. Yo tengo el defecto de ver claro…

—¿A última hora?

—¡Más vale tarde que nunca! —añadió con despecho—. He penetrado más allá de lat cáscara… y resulta que era de plaqué y saltaba al apoyar el dedo. Hoy por hoy, no sé si te diga que prefiero el tipo de nuestra mujer ignorante y cerril a una marisabidilla como Mó. Las cosas a medias, los conatos siempre tienen algo de aborto, cierto sello ridículo. La instrucción de Mó es embolada, es ñoña; sólo sirve para confirmar preocupaciones, no para desterrarlas dejando libre el campo intelectual. A Mó le han enseñado a pintar, pero sin estudio del modelo vivo, flores y pájaros únicamente; Mó toca el piano… como cualquiera; a Shakespeare lo lee, conformes… pero en edición expurgada; Mó conoce la historia de su país… según un compendio para niños; en suma, chacho, cuando yo creía encontrar su espíritu igual al de un varón… me suena a hueco, lo mismo que el de las demás hembras, y además lo estorban unas florecitas de trapo y unos requilorios de altar de convento…

—¿Y cuándo has notado eso tú? —pregunté al oportunista.

—¡Bah! Inmediatamente —afirmó alzando los hombros—. Pero no quería convencerme, porque… —Riose nerviosamente—. ¡Esto del amor es una cosa empecatada!

—¿Y reñisteis por eso sólo?

—Reñimos —contestó Portal repentinamente exaltado y, echando chispas por los ojos y lumbres por su amplia faz— el día en que me planteó la crisis e hizo cuestión de gabinete la inmediata boda. Yo me solivianté… y ella no, al contrario: estaba más serena, y más cándida, y más guapa que nunca… ¡Erre en que hacía un papel desairado, y en que a su edad ya su madre llevaba tres años de matrimonio, y, habían nacido ella y William, el mayor de los chicos… ¡Estuve por decirle que la indemnizaría del retraso! Desde que empezamos la polémica, me trató de usted… ¡Y si vieses qué sonido tan particular, tan seco, le daba al usted la muchacha! Yo, haciéndola mil reflexiones… y nada, tiempo perdido… como si hablase a esa cama de hierro…

Calló un instante el oportunista, y sus cejas se contrajeron con sombría expresión. Al cabo de algunos segundos añadió con esfuerzo:

—Llegué a figurarme que esa mujer no me ha querido nunca. Sí, adquirí el convencimiento…

—¿Por qué se quiso casar pronto?

—¡Bah! Por eso no precisamente… Hay que fijarse en las caras, los gestos, la manera de mirar… Lo que uno cuenta no da jamás idea de lo que ha sucedido. Quisiera que la vieses. Parecía un mercader discutiendo un negocio… Aquel corazón es de berroqueña; es un témpano, mejor dicho… ¡Un témpano! No sé cómo pude llegar a ilusionarme tanto al principio, y personificar en Mó la mujer nueva nada menos. ¡Corteza, cáscara, mentira! Pero yo, en mis trece. De casaca no quise ni prometer, ni soltar prenda. ¡Si vieses con qué tranquilidad me despachó! Yo en la puerta, y ella de espaldas, rígida, sin llamarme… Pero se lleva chasco, que con Mathew tampoco se casa. ¡Buena gana tiene el mozo!

—Mathew… ¿Quién es ese? ¿Un rival?

—Un cajero que se trajo de Inglaterra la compañía Stirling. ¡Un inglesito más antipático! Y piensa en bodas lo mismo que yo. Ya verá la señorita Mó cómo se lleva chasco… Mathew no se casa… ¡Como no se case con una botella de gin!…

Al hablar así, el rostro de mi amigo se descomponía, contrayéndose de ira reconcentrada y revelando oculto sufrimiento.

—Pues si resulta que Mó no es lo que tú soñabas —le dije— debes alegrarte del trueno.

—Y me alegro… ¿Quién lo duda? ¿Crees que lloro? Así que me largue a Ciudad Real… bailaré de gusto. ¡Ventaja mayor! Pero no todos se mostrarían tan enteros. Esto requiere mi fuerza de voluntad.

No guise dar broma a mi amigo, porque me parecía crueldad manifiesta. Conocí que estaba herido de punta de amor, tanto o más que yo mismo; que rebosaba despecho y amargura, y que pacía de tripas corazón. Ya me encontraba yo versado en los misterios del antojo amoroso, de ese diablo que se nos aloja en las entrañas y no nos deja vivir, y figureme que la traducción más fiel y ajustada de ciertas biliosas melancolías, de ciertas alegrías sin pretexto, y aun de ciertos desórdenes en que vi caer a mi sensato amigo, no tenían otra explicación sino la de haberse quedado su alma cautiva entre los deditos de la bella zagala evangélica.

Antes de avistarme con mi tío hablé confidencialmente al doctorcillo Saúco, su médico de cabecera desde que Sánchez del Arroyo había interrumpido sus visitas, nunca muy frecuentes, como de facultativo llegado ya a la cúspide de la reputación. Al pronto intentó mi paisano disimular conmigo y convencerme de que la enfermedad de don Felipe Unceta no era sino una «degeneración cutánea»; pero persuadido de que yo estaba en autos, cantó de plano el hombre. «Entonces, hijo, ya que lo sabes… Pero guardame el secreto; es decir, guárdetelo a tí propio; que si se enteran por ahí de que te viene de casta… Por supuesto, tú no tienes nada que temer. Si acaso, tus hijos; esta enfermedad casi siempre salta una generación. A veces también se extingue, a fuerza de tiempo y de cruzamientos de sangre. Lo que va siendo raro es que se presente tan de mano armada y, con proceso tan rápido como en tu tío. Esta… esta es de órdago. Ya se le van anestesiando las extremidades. Los músculos empiezan a atrofiarse».

—Pero yo creí que no había semejante enfermedad en el mundo.

—¡Vaya si la hay! Sólo que a esa clase de padecimientos, en las personas acomodadas, los llamamos de dientes afuera dermatosis, degeneraciones cutáneas… y adelante con los faroles. No son frecuentes, sin embargo, en la esfera social de tu tío los casos de lepra.

—¿Y tiene cura? —pregunté con ansiedad, aunque presumiendo la respuesta.

—¡Cura… ! El cura, hijo… si es buen católico ese señor. Sólo caben paliativos. Y la cosa va de prisa. A quien compadezco es a la pobre señora. Tu tío será dentro de poco un montón de lacería, como Job en su estercolero. La Edad Media en estos casos aislaba rigurosamente, y dicen que a los gafos se les ponía al cuello una campanillita para que huyese de ellos la gente sana. Hoy tendemos encima de ciertos males repugnantes un velo de ácido fénico… y se acabó. Mucha desinfección, pero igual podredumbre. Y aquí tienes un caso en que yo entiendo que procedía la disolución del matrimonio.

Después de estas advertencias facultativas, cualquiera presume cómo iría yo de preocupado cuando el domingo logré por fin tiempo y oportunidad de ver al enfermo y a la enfermera… No sé qué frío misterioso me traspasaba los huesos al subir las escaleras, al llamar, al entrar en el cuarto de mi tío… Encontrábase este arrellanado en un sillón, con un periódico sobre las rodillas: sin duda acababa de leerlo. A su lado, tití hacía labor. Cuando yo llegué, ella tenía la cabeza baja: así es que lo primero que atrajo mis miradas fue el rostro del enfermo.

Había en él algo que impresionaba siniestramente, tal vez por su misiva inmovilidad, pues noté que le faltaba el juego expresivo de las facciones, sin duda a causa de la atrofia muscular de que hablara el doctorcillo. No estaba, sin embargo, ni muy desfigurado, ni enflaquecido en demasía. Sus cejas y pestañas habían desaparecido casi, y en la parte inferior de sus mejillas noté manchas lívidas y siniestras. Mi angustia creció al comprobar la tremenda verdad del pronóstico de mi madre. Era el mal sagrado y pavoroso de la Biblia, que al cabo de tantos siglos caía nuevamente sobre la raza de Israel!…

Mi tío, al verme, hizo lo que acaso por suspicacia hacen todos los enfermos de finales considerados contagiosos: me tendió la mano, ya algo retorcida por la gafedad, y mostró intención de apretármela. Yo no vacilé, y se la entregué explícitamente, llevado de un instinto de delicadeza; pero, al tocar la suya, me subió una náusea al galillo. El horror tradicional a aquel formidable castigo del cielo surgía del fondo de mi alma, y mi diestra se estremeció en la del leproso…

Tití se había levantado para saludarme. También me alargó su manecita, cuyo contacto me sorprendió, porque no estaba calenturienta. Entonces me atreví a mirarla de frente, y admiré el cambio de toda su persona. Ya no mostraba decaimiento, ni demacración, ni ojeras, ni aquel terror que se grabara en su rostro cuando en la Ullosa comprendió que era de estirpe hebrea su marido. La vida brillaba en sus serenos ojos; su tez, aunque no sonrosada, tenía la tersura que presta el equilibrio de los humores; había cobrado carnes, y en sus brazos y talle observé dulce plenitud de formas. Su actitud misma se diferenciaba completamente de la de antes. Ahora mostraba una tranquilidad resuelta, una presencia de espíritu que casi podía confundirse con el gozo. Si yo conociese menos los quilates del alma de la tití, creería que la alegraba la enfermedad de su marido. Lo cierto es que su transformación la favorecía notablemente: era otra mujer, y mujer capaz de inspirar todos los desvaríos de la fiebre amorosa. Y, sin embargo, yo, que había ardido por la triste y desmejorada criatura vista en Pontevedra, hoy me reconocía perfectamente dueño de mis sentidos: abismado en la idea de la enfermedad, no creía que pudiese mi imaginación inflamarse nunca en aquella atmósfera.

—Hoy nos acompañarás a la mesa, Salustio —advirtió mi tío, dirigiéndose a su mujer—. Que le pongan un plato. Vente todos los domingos: yo no puedo salir, y me darás conversación. Se aburre uno de estar así sujeto, tan encerrado, tan privado del trato de gentes…

—¿Y cómo se encuentra usted? —dije, por decir algo.

—Hombre… ¡qué sé yo!… Saúco siempre me anima, y se ríe de mí… Dice que pasaré mal invierno tal vez, pero que a la primavera estaré muy aliviado. Ya ves que aún me queda buen rato de rabiar… Se me agarró de veras el condenado reumatismo, y como está complicado con la erisipela, de ahí se originan estos malditos fenómenos o degeneraciones cutáneas… Lo peor de todo, que está uno hecho un sucio; que no se puede presentar ni en el Congreso ni en ninguna parte, hasta que empiece a quitarse esto del pescuezo y de la cara… Vamos, que está uno impresentable; y aquí en Madrid no se admite la gente sino charolada y lustrosa… Lo siento, porque Dochán en el interregno se despacha a su gusto y me hace por allí barrabasadas…

No contesté. ¡Me parecía tan cómicamente fúnebre oír a aquel hombre sentenciado a muerte interesarse por mezquindades de política local!

—Si pudiese cuidar —añadió—, aún daría mis vueltas por ciertos Centros, y divertiría a toda aquella pandilla de los Dochanes, los Requenas y los Rivas Moure. Precisamente ahora tienen descontento a don Vicente, y lo pasarían bastante mal si yo no estuviese inutilizado.

La voz de tití se alzó entonces, timbrada con la misteriosa sonoridad que indica que lo que se dice sale del alma.

—No pienses en esas niñerías, Felipe —murmuró amistosa y eficazmente—. Piensa en tu curación, si Dios quiere permitir que te cures pronto. Allá los de Pontevedra que se arreglen como gusten. Primero eres tú. Yo no entiendo de medicina, pero me parece que la condición necesaria para sanar debe de ser tranquilizar el espíritu, ¿no es cierto, Salustio? Y cuando por casualidad nos viene un mal de esos que no tienen remedio… entonces… ¡cada vez se necesita más el sosiego del ánimo, la resignación y el desprecio de las menudencias!

Al decir esto, recogió el periódico, que se le había caído a su marido de las manos casi inertes; y comprendiendo sin duda la conveniencia de distraer su espíritu y quitarle de la cabeza los pensamientos relativos a su mal, que pudieran abrumarle, fue preguntándome mil cosillas de la Ullosa, de mi madre, de la huerta…

—¡Si vieses el becerrito! —la dije—. ¿Te acuerdas qué chiquitín? Podíamos llevarle en brazos como a una criatura… Pues ahora se ha hecho un ternero hermosísimo. Está casi tan grandote como la madre…

La evocación de este recuerdo inofensivo y bucólico la hizo ruborizarse algún tanto.

—Carmen —indicó el enfermo—: siento mucho frío aquí. ¿Por qué no enciendes?

La verdad es que el aire era templado y suave, y que no hacía la chimenea maldita falta; pero sin duda el frío del hebreo era aquel que radica en la médula y gira por las venas llevado por la aglobulia. Carmen accedió a su deseo prontamente: la leña estaba colocada ya haciendo pirámide, y las satillas en su punto: con aproximar un fósforo bastó para conseguir en breve hermosa llama. Mi tío se acercó a ella, tendiendo los pies con movimiento más propio de la estación boreal que de un otoño tan benigno. Carmen y yo seguimos charlando de la Ullosa. Otras veces, en presencia de su marido, no solía ser tan íntima y afectuosa nuestra charla. Ahora se notaba en su manera de cruzar la palabra conmigo, que no sentía encogimiento alguno, que me hablaba… como se hablan los que no tienen ningún secreto, nada sobreentendido, que el mundo debe ignorar.

Cuando más engolfados estábamos en nuestra inocente conversación, en que el enfermo tomaba alguna parte, aunque no mucha, como si el hablar le costase esfuerzo, de pronto la tití saltó en la silla.

—Huele a chamusquina —dijo mirando alrededor y sacudiendo el borde de su falda—. ¿Qué es lo que arde, Salustio?

Me acerqué a la chimenea… y vi que lo que ardía, despidiendo humo y tufo insufrible, era la zapatilla del enfermo, cuyo pie izquierdo se apoyaba casi en uno de los inflamados troncos.

—¡Tío que se abrasa usted! —grité; y uniendo la acción al aviso, desvié la butaca y le pase fuera del alcance del fuego. Su mujer, al hacerse cargo de lo que sucedía, se precipitó, se echó de rodillas y arrancó del pie la zapatilla, por un lado medio carbonizada. Salieron adheridos a ella fragmentos del calcetín, y por el tejido de algodón vi extenderse, formando geométricas ondulaciones, la llama. En el sitio descubierto del pie había una llaga estremecedora… Carmen exhaló un grito.

—¡Pero si te has achicharrado el pie! —exclamó alarmada, palpando la quemadura, que era profunda y extensa—. ¡Te lo has abrasado!… ¡Hasta huele a carne tostada!

—No puede ser… ¡Si no me duele! —contestó el enfermo.

—¡Te digo que te has quemado!… —respondió ella con acento doloroso y compasivo—. No muevas el pie, que voy a buscar bálsamo, un trapo y una venda.

—Yo iré, Carmen; explícame dónde está todo eso —pronuncie, ofreciéndome con solicitud.

—Gracias; tendrías que tardar… yo vuelvo en un instante.

Salió rápidamente, y, en efecto, al minuto volvería, trayendo lo necesario. Arrodillose ante el enfermo, y con precauciones infinitas, mucho aplomo y mucho mimo, curó la llaga, aplicándole el bálsamo empapado en un trapo limpio, doblado en dos. De tiempo en tiempo alzaba la cabeza con inquietud.

—¿Pero no sientes dolor ninguno? ¿Ninguno, ni miaja?

—No, mujer —articuló el esposo—. Sin duda me ha insensibilizado los tejidos la erisipela. Ese pie me parece que no es mío. No te tomes tanta molestia: haz con él lo que quieras, por que no siente.

Vendado ya el pie, Carmen trajo un calcetín y pasó todos los trabajos del mundo para meterlo por encima de la venda. Logrolo; fue por otras zapatillas, y al cabo depositó el lastimado miembro sobre un cojín, rodando la butaca al punto donde le pareció que el enfermo disfrutaría del calor sin miedo a contingencia semejante. Al ejecutar estas acciones, se acusaba de lo ocurrido. «Culpa mía… Por no mirar… A los enfermos no debe perdérseles nunca de vista. Ya no volverá a sucederme, Felipe. Ahora quiera Dios que venga pronto el doctor Saúco… No, no creo que deje de dar una vuelta por aquí esta noche. Ya nos dirá lo que conviene poner a la quemadura. Porque yo no me atrevo a aplicar remedios sin que Saúco me los disponga».

Habiéndome repetido el enfermo con insistencia el convite de acompañarles a comer, hube de aceptar, temeroso de que mi negativa se interpretase como asco o miedo al contagio horrible. Entre Carmiña y yo le ayudamos a pasar al comedor —pues decía que quedándose en su cuarto le entraba murria—. No fue fácil la traslación. Aquel hombre que, al abrasarse un pie, no había sentido asomo de molestia en sus tejidos achicharrados, tenía, al adoptar la posición vertical, tan agudos dolores en los huesos, que en el momento de incorporarse exhaló un gemido ronco, y luego una maldición ahogada entre dientes. Pasado el primer instante, quiso ir solo, y nos mandó que le soltásemos: así lo hicimos, y empezó a andar mirando fijamente hacia sus pies y tambaleándose…

—Felipe… —dijo la tití en suplicante tono— Felipe… por Dios… apóyate en mí. Tengo miedo de que te caigas. Con el pie así lastimado… Cógete.

Sostenido por ella, hizo la breve travesía, y al sentarse suspiró profundamente, como quien sale de una faena terrible. Antes de que empezásemos a comer, mi tití fue más de media docena de veces a la cocina, a que el caldo del enfermo estuviese bien colado y bien desalado, a que no le sazonasen la carne, a filtrarle el agua, con otras menudencias de enfermería íntima. Yo entretanto aguardaba, y mis ojos, sin querer, se fijaban en la loza blanca del plato sopero vacío colocado delante de mí, y en el cristal de los vasos, donde aún el vino tinto no lanzaba sangrientos reflejos. ¿Lo pongo aquí o no lo pongo? ¡Sí! ¡Vaya toda la verdad en su desnudez, más bella, para el que sabe considerarla, de lo que son jamás las galas de la mentira! En aquel momento me parecía el colmo del sacrificio y del espanto comer en semejante vajilla y beber en vasos semejantes. ¡Compartir los manjares del leproso! Una horripilación interna me cerraba el estómago lo mismo que recio tapón. Es verdad que ya me había desayunado con mi tío en la Ullosa, sospechando que tenía lepra; pero es distinto: entonces no estaba seguro de que lo fuese; no la había visto en toda su fealdad; no había respirado sus miasmas… «No, lo que es hoy, no entra bocado en mi cuerpo… En ese borde del vaso puso los labios… y esta cuchara la habrá introducido cien veces en la boca… ».

Cuando la tití regresó al corredor y, ocupó su silla, atravesaba yo uno de esos instantes críticos, en que un sudor se va y otro se viene, y la voluntad flaquea, más aplanada por un insignificante obstáculo que ante alguna empresa dificilísima. Sentía que no me era posible tocar a la comida; que iba a atragantárseme o a causarme los efectos del mareo. ¿Quién me había mandado aceptar? No, no podía… ; estaba viendo siempre el pie del malato, los tejidos lacerados por la enfermedad y, por el fuego; notaba el espantoso dolor inquisitorial de la achicharrada carne…

Mi tití cogió la sopera, la destapó, me sirvió sopa… Ya su marido y ella esgrimían la cuchara, y empezaban a comer. Hice un esfuerzo, llevé una cucharada a la altura de la boca… para devolverla al plato sin probarla, pues había en mi garganta un obstáculo, algo que materialmente impedía, como una compuerta, el paso de los alimentos. Entonces Carmen alzó los ojos, y los puso en mí con serenidad majestuosa. Aquella ojeada era la que yo me temía. Torcí la faz; pero las grandes pupilas negras me seguían, y con energía magnética me obligaban a que me volviese y respondiese a la mirada. No era un mirar airado ni desdeñoso: estaba impregnado de piedad… , pero de piedad algún tanto compasiva… lo peor, lo más mortificante. Parecían decir: ¿Lo ves, sobrino? Ahí tienes tú hasta donde llega la caridad racionalista y el valor romántico, que no se apoya en creencia ninguna. ¡Fantasmón! ¡Tantas plantas como has echado… y no puedes ni tomar una cucharada de alimento aquí! ¡Miren qué gran valentía se le pide al caballero andante este! Engullirse un plato de sopa de tapioca… Ni más ni menos. ¿Pues a que no lo engulle? ¡Pobretín, y qué lástima me estás dando! ¡Para que te pusiesen a ti a desempeñar mis funciones y a curar llaguitas!».

Y yo sin tragar la cucharada… Al cabo mi tití sonrió como debe de sonreírse un serafín que se burla de algún diablillo de escalera abajo… y me dijo con desesperante bondad:

—Salustio, si no tienes ganas, no comas… Me parece que hoy has almorzado tarde.

—Muy tarde, por cierto —respondí cobardemente, vencido, desmoralizado, seguro de que no podía dominarme hasta deglutir la maldita sopa—. A las tres… figúrate… y fuerte.. con Portal y otros amigos… Ahora me sería imposible… ; pero por no desairaros…

—Pues por Dios, nada de violentarse —indicó ella, subrayando las palabras.

Respiré, y aparté el plato. Repentinamente aliviado del pánico de comer allí, se me desató la lengua, y hablé con animación, tratando de meter gran bulla para ocultar mi ayuno. Ni café me presté a tomar, a despecho de las instancias de mi tío, que porfiaba a fin de que yo probase algo. A cosa de las nueve se alzó el mantel, y nos quedamos en el comedor un ratito de tertulia: hablose de Aurora Barrientos, que estaba próxima a contraer nupcias con su notario, de lo poco que ahora subían las niñas y la mamá… Esto lo indicó mi tío, con cierta irritación en la voz. «De los enfermes todo el mundo escapa», murmuró sordamente. Poco después de las nueve vino Saúco; enterose del incidente del fuego, hizo las preguntas que son de rigor en casos tales, recetó, añadió varias advertencias… y al indicar que se retiraba, yo, que no me resistía a mí mismo, que creía ahogarme en aquella atmósfera, me escapé con él… sin tender la mano a mi tío.

Capítulo 18

En el portal aspiré amplia bocanada de aire.

—¡Ay, Saúco! —le dije—. ¡Qué oficio el vuestro!

—Parece que te hizo impresión la vista de don Felipe… —murmuró el doctor—. No me extraña. El que no está familiarizado con ciertos males… ¿Y qué tal el episodio de hoy? Es la forma anestésica, la muerte de los tejidos: los nervios se destruyen completamente, de manera que tu tío pudo quemarse el pie enterito sin notarlo, hasta que el fuego llegase a la parte sana… Te digo que esta enfermedad es pavorosa. Pero ya se le ha curtido a uno la piel. ¿Quieres venirte a Apolo a oír una pieza?

Accedí. Me iría a cualquier parte, con tal de distraerme, de no pensar más en las miserias de nuestro infeliz organismo. Saltamos del tranvía y nos bajamos ante el vestíbulo de Apolo, que la luz eléctrica alumbraba con lunares resplandores. Acababa justamente de alzarse el telón, y representaban una de esas piececillas inmortalmente bobas, en que un tío procedente de Cuba llega de pronto a sorprender a un sobrino, suponiéndole casado y padre de familia, mientras el pillín del muchacho se ha mantenido soltero. Al anuncio de la venida del pariente ricachón, unas complacientes amiguitas se prestan a improvisarle al sobrino hogar completo, con mujer, suegra, cuñadas y chiquitines, a fin de que el de los ingenios (estos tíos antillanos de comedia siempre poseen ingenios a patadas) se enternezca y no retire su protección al calaverilla. En los quid pro quo a que da lugar la suposición de estado civil, consiste toda la sal de la pieza, bien reída por el candoroso público. Iba comenzando a enterarme del imbroglio, cuando a poco me arranca un grito la presencia de la actriz que salía sacudiendo los muebles con un plumero, en el papel de maritornes… No cabía duda: a pesar de la cascarilla y del colorete, conocí a Cinta, que realizaba al fin sis aspiraciones de «artista lírica», si bien en la esfera más humilde.

Puedo asegurar que mientras no vi a aquella criatura, ni por asomos me acordaba de la existencia de su hermana, la buena moza Belén, que me había distinguido siempre con constantes e inmerecidos favores. Su recuerdo, de ordinario indiferente, o punto menos, para mí, me produjo efecto extraño, no sentido jamás: algo que se parecía a la efusión, mitad romántica y mitad ardorosa, de un corazón joven que aspira impetuosamente a la dicha… Mezclen ustedes y agiten en un vaso la nostálgica embriaguez del recuerdo y la savia juvenil que es como el cráter en actividad, y obtendrán el filtro que me hechizó en aquel instante, obligándome a decir a Saúco que «me había olvidado de un negocio tan urgente… que no podía esperar a ver cómo acababa el enredo de la familia postiza… ». Y dejando al mediquín con más que regular escama, corrí, corrí, empujando a los transeúntes y sorteando los carruajes, hacia la calle de las Hileras… Un recelo me acuciaba: si no estuviese en casa Belén, o si, estando, no me recibiera por… por cualquier motivo, archidesagradable para mí entonces.

No habían apagado todavía el gas del portal. Serían poco más de las diez. Me disponía a llamar a la puerta, cuando observé que se encontraba entornada solamente. En el recibimiento no había luz, y avanzando con precaución para no tropezar en algún mueble, vi a lo lejos una dudosa claridad procedente de la sala, y arriesgándome a sufrir las consecuencias de mi imprudente osadía, me dejé guiar por aquel resplandor, y entré en la pieza siseando quedito: «¡Belén! Psss… ¡Belén!». La sala estaba vacía, sin mueble alguno: aparecía inmensa, y en ella retumbaban los pasos y se ahuecaba la voz. Habían desaparecido los espejos, el entredós, las colgaduras… La claridad se debía a un quinqué de petróleo colocado en el suelo. Empujé la puerta del gabinete, entreabierta también, y un grito femenil respondió a mi entrada… «¡Chiquilla!». «¡Dios, qué asombro! ¡Ay, apareció de mi alma!». Dos brazos mórbidos se ciñeron a mi cuello; mi hálito ardiente me calentó los labios, murió en ellos un suspiro… y me encontré caído en la meridiana, con la cabeza de la pecadora sobre mis hombros…

—¡Qué reguapa estás! —la dije con admiración al cabo de un minuto.

—¡Zalamero, invencionista! —contestó estrechándome con furia.

No era zalamería, no, ni ganas. Nunca la gallarda escultura de su cuerpo ostentara líneas más acreedoras al cincel pagano, ni su cara más hermosa palidez, ni sus labios remedaran mejor a la granada madura, salpicada de gotas de leche. Acaso al incremento real de su belleza sumaba yo el elemento subjetivo, y en mis ojos, sedientos de robustez y vitalidad, era donde se reflejaba tan magnífica y tentadora la gran mujer. Sorprendida en el deshabillé más incorrecto, Belén calzaba chapín de raso, vestía un faldellín de peluche carmesí con encajes negros, y sobre su arrogante busto jugueteaba una pañoleta de rejilla atada atrás. No me cansaba de tocar sus brazos firmes, sus apretadas carnes, murmurando con idolatría: «¡Qué sana estás… qué fresca y qué guapetona!… Te mordería lo mismo que si fueses un albérchigo». «No… —tortoleaba ella en voz arrulladora— no, trapacero, si tú no me quieres a mí… Sino que vienes de allá, no me has visto hace tiempo y taentrao capricho… Lo conozco que taentrao… ».

Cuando la dejé resollar un poco, me reveló el secreto de la desaparición de los muebles. «Una pastelá. Que Armiñón se casó con una prima suya, viuda, ricachona… y no lo suelta. No, él, como portar, se ha portado a lo caballero: me regaló una cantidad redondita… mil duros en cuatros. Dice que viva con eso y que sea de hoy pa endelante de bien. ¡No parece sino que antes era una cualquier cosa! Y figúrate tú si alcanzan mil duros para ser mujer de bien. Me dio horror de consejos… Que vendiese los muebles, la ropa y las alhajas, que despidiese a aquella doncella tan finica y me mudase a un pisito… En eso le atendí, porque… mientras no se tercia cosa de provecho… este cuesta mucho. Hoy, por la mañana han venido las prenderas y arramblado con la sala toda. Pero aquí, en mi gabinete y mi dormitorio, no se ha tocado aún a cosa ninguna. Y me alegro, ya que la Virgen de la Paloma te trajo esta noche. ¡Qué morenillo vienes, pedazo de gloria! Así me gustas requetemás».

Habría transcurrido cosa de media hora, cuando… ¡oh naturaleza insaciable, molino que no se para nunca! dejaste oír tu voz allá en el fondo de mi estómago vacío… Bien recordarán ustedes que no había probado alimento en casa del tío Felipe.

Mis mandíbulas se desencajaron con histérico sollozo; veló mis ojos leve niebla; noté como si me barrenasen las vísceras, y un desfallecimiento se apoderó de mí… La individua me contemplaba con inquietud. «¿Qué te pasa? ¿Estás malito?». Sonreí, me incorporé sobre un codo, y murmuré con esfuerzo: «Chiquilla, si vieses… No he comido hace bastantes horas… Dame un sorbo de vino, si lo tienes a mano».

¡La merienda que allí se armó en pocos minutos! Corrió la pecadora al corredor y a la despensa, trayendo copas, platos, cubiertos, pan, salchichón, ternera fría, botellas… el descorchador. «¡Ay qué fortuna!», exclamaba a cada objeto que dejaba sobre el lavabo, o en el suelo, o donde Dios quería. «Pues si vendo hoy, las botellas, me luzco… La Paca me las quiso comprar, y me decía la muy lagartona: —Suelta ese Champán, mujer, que tú no vas a bebértelo, y yo te lo pago a peseta botella… —¡Mira que a peseta! Y costaron a quince cuando se trajeron el día de San Telesforo… Anda, que si las vendo… se me desgracia ahora el lunche».

No tardó el lunche en organizarse, no escaso de bebidas ni de manjares, y a medida del deseo. Alborozada con mi presencia, Belén encendió las bujías color de rosa del tocador, echó a la puerta de la calle llavín y cerrojo, y se empeñó en que abriésemos desde el principio una botella de Champán, para que hubiese alegría y fiesta. «Si se las han de llevar esas ladronas de solemnidá en una mala peseta, bebámoslas, hijo… que van mejor empleadas».

Yo no sé si por el estado de vacuidad de mi estómago, o por virtud natural del vino bullicioso, desde la tercer copa me pareció que se verificaba en mí un cambio singularísimo, cuyos efectos expliqué a Belén, que se reía, tomando mis explicaciones por efectos de la incipiente turca. «Mira, salada, antes de entrar a verte, yo tenía sobre el corazón una telilla gris, pegajosa y fría como las telarañas. Y desde que te he visto, la telaraña se me quitó, o, mejor dicho, fue volviéndose una gasa brillante, más finita y más dorada cada vez, que ahora es una espumilla de oro… Una espumilla que crece, y se alborota, y forma obras, y me sube todo alrededor, como un mar… ¡Pero qué mar!… ¡ay! ¡tan bonito! Nado en él… floto… no me sumerjo… ¿Lo ves?», añadía haciendo el ademán del que da paladas.

—Es la espuma del Champán propiamente —explicó la pecadora, riendo con libertina carcajada y sacudiendo su negro cabello fosco, semejante a melena de león.

—No… no es el Champaña… No creas que confundo los colores… El Champaña es líquido, hija… y esta espuma de que te hablo me parece fluida… un fluido universal… que lo penetra todo…

Me incliné sobre su orejita, encendida como la grana, y murmuré:

—¡Tonta, si es la vida! ¡La vida misma… una cosa inmensa, que no se concluye! La vida se presenta así… en días que van y que vienen y que se enfurecen o se aplacan… como un mar… La vida es… una diosa; hubo épocas en que los pueblos la adoraban… La vida es hermosísima; toda se vuelve luces, y flores, y risas, y… No me hables de enfermedades ni de muerte… ¡cosas tan antipáticas! Morir… sin que se sepa que morimos… sin visajes, ni porquerías, ni remedios… y que no se nombre la muerte… porque es una evolución o una modificación de la vida… es seguir viviendo. ¿Verdad que tú estás… sanita… como las manzanas? ¡Ay, qué sanita!

Ella se rio con expansión, de aquellos disparates ordenados.

—La vida… —dije aproximándola más a mí— la vida… eres tú.

—¿Soy yo una diosa, según eso? —preguntó envanecida la pecadora.

—Una diosa… Sí… ¡ya lo creo! del paganismo, hija, del paganismo… la única religión que hizo del mundo un paraíso terrenal… porque el cristianismo… francamente, pichona… es una religión… así… muy lúgubre… de… de gente que ni come… ni bebe… ni… ni…

Belén abría de par en par sus magnéticos ojazos, sin comprender a qué venía todo aquello, ni qué relación guardaban con el casa presente los dislates que salían de mi boca. Pero yo no me reía de su cara entre atónita y curiosa, porque empezaba a no distinguirla tal cual realmente era. La buena moza me parecía más alta, más mujerona, más rica en colorido, y en formas más espléndida; sus labios eran del tamaño y color de una rosa gigantesca, hecha de llama y sangre… El resto de la figura la veía al través de una bruma dorada y pálida, movible cortina salpicada de danzarines puntos blancos que incesantemente se entrecruzaban, bajaban, subían, se proyectaban en rocío de aljófar, como el chorro de agua al despedirlo el pulverizador… Me froté los ojos, porque aquella gasa sutil me los cegaba… y entonces vi a Belén mucho menos. Solo sentí el aterciopelado contacto de su falda de peluche, sobre la cual me parece que recliné la frente para aletargarme.

Capítulo 19

Serían las doce de la mañana cuando empecé a despertarme, con acíbares en la boca, las sienes estallando de jaqueca, el hígado pesado como plomo, y en el alma esa inexplicable desolación, ese pesimismo obscuro y hondo de los días que siguen a las noches orgiásticas. En medio de mi sopor oía un ruidito semejante al que hacen las teclas del piano cuando se las hiere en seco estando el instrumento desencordado del todo; eran los tacones de la pecadora, que daba mil vueltas por el cuarto, en puntillas, y entraba de vez en cuando, para volver a salir con algún objeto en las manos o en la falda. Sin duda a cada salida cuidaba de mirar hacia mí, pues al punto se dio cuenta de que yo estaba despierto, y llegándose e inclinándose a mi oído murmuró: «No hagas caso… Duerme más si se te antoja. Están ahí las prenderas, y les voy sacando a la sala las cosas, para que las vean y las ajusten… ¡Infundiosas como ellas, venir a tales horas! Si te incomodan, mira… las plantifico en la calle».
No contesté. Me levanté como si me impulsase un resorte. ¡Yo sí que quería plantarme donde la perdiese de vista! Su pelambrera enredada; su bata de rica seda, con el encaje hecho jirones; el chapaleteo de su calzado; su misma hermosura, su frescor intacto después de la noche toledana, me empalagaban como empalaga el último bocadillo de piña de América o de otro dulce muy rápido y gustoso. Bascas de la materia, ¡cómo asombráis el espíritu! ¡Cómo le recordáis su origen, su fin, su esencia divina! ¡Lástima que algunas veces os retraséis en el camino, y llegaréis solo en buena sazón para chapuzarnos en las amargas aguas de arrepentimiento de que hablaba el Salmista!
Necesité violentarme para no tratar mal a la desdichada. Comprendí la brutalidad que les entra de sobremesa a ciertos hombres. Me disculpé con jaquecas y molestias gástricas, y ella empeñándose en llamar a un médico, en aplicarme compresas de agua de colonia, en darme calcio… Por fin logré zafarme, y en mi casa me lavé de pies a cabeza, me cambié de ropa, y me juré a mí mismo ir a la calle de Claudio Coello a borrar la mala impresión de la comida… «Salustio, ahora veremos si eres hombre o pelele. Anoche te portaste… Vergüenza debías tener. ¡Para eso tanto bravucar con el Padre Moreno, tanto echártela de redentor y hermano de Carmen… y ayer, sólo con la idea de que el enfermo bebía en aquel mismo vaso, ya no pudiste catar bocado, ya te pusiste a soñar disparates y acabaste por hacer de una pendanga nada menos que la encarnación de la vida!… No tienes tú, no, el coraje de esa mujer sencilla y modesta… Y lo que es ella te ha calado… Anoche es seguro que le infundiste lástima. ¡Rehabilítate hoy!».
Cuando el propósito de rehabilitación me llevó a casa de mi tío, eran las cinco de la tarde, y la criada, al abrirme la puerta, me indicó que en el corredor encontraría a su señora.
Allí me dirigí, y esta vez Carmen, al verme, no mostró aquella extraña emoción de otras veces, cuando impensadamente me presentaba. Saludome muy cordial, y su fisonomía no perdió la irradiación dulce y serena que ya había notado en ella el domingo anterior. Estaba en pie, de bata floja, recogido el pelo al descuido, y arreglando loza en el chinero.
—¡Qué milagro! —la dije—. ¿Cómo no te encuentro al lado del tío Felipe? Me han dicho que no sales de allí.
—Es una exageración —contestó tranquilamente, y sonriendo sin interrumpir su tarea—. El mal no requiere estar siempre allí, como no sea para que no se aburra de verse solo. ¡Viene tan poca gente! Pero hoy casualmente ha llegado de Pontevedra Castro Mera, y me lo entretendrá un ratito. Yo, con eso, me he escapado a dar una vuelta por aquí.
Continuó arreglando. Las tazas, las copas, bajo su mano inteligente, se situaban en orden y con lucimiento, y en su bolsillo, a cada movimiento del brazo, se oía, sonoro y claro más que nunca, el tilinteo de las llaves.
—Carmen —pregunté tomando una silla—: ¿y qué te parece a ti del estado del enfermo? ¿Le encuentras alguna mejoría? ¿Esperas que sanará? Nadie puede saberlo mejor que tú, que le cuidas.
Se volvió hacia mí con un plato de china en la mano, y antes de responder, lo pensó un poco. Luego dijo lentamente, con voz nublada y sinceramente dolorida:
—No le encuentro mejoría ninguna. Al contrario. Tiene unos dolores horribles, y cada día se le presenta en alguna parte del cuerpo nueva llaga. Estos días empieza la garganta a afectársele. No: lo que es mejorar, no mejora. Se me figura, al contrario, que pierde más terreno del que el médico sospecha o da a entender.
—¿Y tú… —murmuré acercándome a ella y hablando muy bajito— sé franca… sabes… lo que tiene?
El plato chocó con las otras piezas de loza al depositarlo en el estante, y ella respondió tan bajo como había hablado yo mismo:
—Sí.
Callamos los dos un instante. Ella arreglaba, pero ya alterada y febril, y la loza y el cristal se embestían con frecuencia. Fui el primero a recobrar el uso de la palabra, y acercándome y tomándole las manos según acostumbraba otras veces, exclamé:
—Carmiña, mira, tengo que pedirte un favor… pero un favor muy grande… Ya te suelto, mujer… Yo te he obedecido siempre que me leas suplicado alguna cosa… ahora compláceme tú… ¿me complacerás? ¿me lo prometes? Si ya has adivinado de lo que se trata, si ya lo entendiste… ¡A mí no me digas!… Atiende; por ahora sufres con mucho valor la asistencia… estás empezando, como quien dice… Lo que llevas bregado, no es nada para lo que te queda por bregar… Tú no te formas ni idea de cómo va a ponerse ese hombre… Tu marido llegará a criar gusanos en vida —murmuré estremeciéndome y temblando con solo el pensamiento—. ¡Ay! Día vendrá, Carmen, en que no podrás resistir, en que llegarás al límite de tus fuerzas, porque todo en el mundo tiene límites… Pues… yo… yo puedo prescindir de estudios y de todo… escucha… y ayudarte, ayudarte… Verás cómo me vengo aquí y me porto… Te respondo de mi estómago y de mi voluntad… No llevo mira interesada alguna… quiere decir que no soy el de antes… ¿me comprendes? Si falto a mi programa… échame a la calle. Y esto no te lo ofrezco como favor, no: te lo ruego… será una satisfacción inmensa para mí. Es la única felicidad a que aspiro. Tití… anda… ¡no me lo niegues!
Interrumpida su labor, se quedó ante mi reflexionando, mirándome fijamente al fondo de las pupilas. Y al cabo, con voz apacible, pronunció:
—Salustio, te lo agradezco muchísimo. Tienes muy buen corazón, y no dudo que me lo ofreces de verdad, con el mejor deseo del mundo: además, siendo pariente tan próximo de Felipe, yo no había de impedirte que te acercases a su cama cuando está enfermo. Pero en cuanto a que llegue a fatigarme la asistencia… en eso, te equivocas. No me cansará, aunque dure diez años. Tengo muchísima mayor provisión de energía de la que tú te figuras. Mi energía aumenta con las circunstancias. Desde que Felipe está así, me he vuelto más robusta, más comedora; cuatro lunas de sueño me bastan… En fin, que estoy desconocida.
—Supongamos —insistí— que tú enfermases, que esa provisión de fuerzas se agotase… ¿Qué harías? ¿No me permitirías auxiliarte, ni siquiera a ratos? ¡Ay, Carmen! No tienes para mí buena voluntad…
—Sí la tengo, sí la tengo —respondió ella—. Sólo que tú tampoco te fijas en las circunstancias. ¿Crees que los enfermos se acostumbran a todas las personas indistintamente: ¡Quia, hijo! Nones. Se les forma hábito de una persona… y ha de ser precisamente aquella, y no otra, la que los cuide. Con Felipe me está pasando esto. Si le falto yo, se halla sin sombra. Poco me puedo desviar de su lado. A los dos minutos me llama. Desengáñate, los pobres enfermos se habitúan… ¡y quítales de la cabeza la afición o la costumbre, o como tú quieras calificar esa manera de ser!
—¿Por qué no dices el cariño? —respondí irónicamente.
—¡Pues sí, el cariño! —afirmó ella con toda la efusión de su alma—. ¿Cómo no han de preferir a aquella persona que más les quiere?
—¡Aquella persona que más les quiere! —repetí como quien no entiende lo que oye.
—Pues claro. ¿Le ha de querer nadie tanto como yo? —dijo con naturalidad, al par que con ímpetu, la esposa.
Sentí un dolor al lacio izquierdo, como si me taladrasen las telillas del corazón con taladro muy fino; mis riñones se contrajeron, fenómeno que siempre he notado en los momentos en que un desengaño me hiere o siento profundamente mortificado mi amor propio, y con voz bronca y agitada respiración, supliqué:
—Carmen, no te engañes. Las mentiras, por generosas y nobles que sean, manchan la boca. Tu no puedes mentir, porque siempre fuiste para mí la verdad personificada. Como si nos oyese Dios…
—Ya nos oye —declaró ella con hermosa solemnidad.
—Pues porque nos oye… contesta: ¿es verdad eso de que quieres a tu marido?
—Más que he querido a nadie en este mundo.
Sentí la puñalada, y en vez de un grito, arrojé secamente esta insigne vulgaridad:
—Pues, hija, no lo comprendo. Pero qué aproveche.
Y la tití, con acento severo y quizás un tanto desdeñoso, repuso:
—Es natural que no lo comprendas. ¡Ojalá llegues a comprenderlo algún día! No te deseo mayor bien.
Se volvió con propósito de marcharse, y yo la detuve por la bata, tembloroso de pena y de corajina.
—Carmen, por Dios… Carmen… ten compasión de mí. Todo lo que aseguras será como el Evangelio… no lo discuto… pero explícamelo, ábreme los ojos, dame luz para que lo entienda… Necesito entenderlo… Me vuelvo loco. Es natural, muy natural; está muy en carácter en ti que asistas bien a tu marido, que le cuides, que te desvivas por él, que realices todos esos milagros… ¡Como que tú eres… ya lo sabes, vamos… no te lo repito, no te me pongas así! Pero una cosa es eso, y otra el querer… El querer se clava en las entrañas, ¿y quién lo saca de allí? ¿Me vas tú a convencer de que le quieres? Imposible.
Ella accedió, casi risueña, a detenerse; y sentándose en la silla más próxima a la mía, habló confidencialmente, sin rebozo.
—Me pones en un apuro, Salustio… ¿Cómo me gobierno para explicártelo? A mí me parece que ciertas cosas no tienen explicadera. Se caen tanto de suyo, que si me haces discurrir sobre ellas, entonces… entonces sí que no las voy a entender. La verdad es que yo fui bastante mala con mi marido mientras estuvo sano. ¿No te acuerdas tú?
—¡Sí me acuerdo! —confirmé ardientemente—. Le profesabas horror… esto sí que no lo discutirás… horror… Cuando se apartaba de ti, entonces te ponías contenta y de aspecto saludable… En cambio cuando se mostraba asiduo… estabas como el que pasa una enfermedad peligrosa… De manera que…
La tití, al oírme, iba enrojeciéndose, enrojeciéndose, primero por las mejillas, hasta que luego la oleada de sangre se extendió a la frente, la barbilla, y hasta creo que por la raíz de los cabellos…
—Pues… —dijo con ahogo, reprimiéndose acaso para no dar salida a importunas lágrimas— precisamente por todo eso que estás diciendo, cuanto haga yo ahora es poco para borrar lo de antes, y estoy agradecidísima a Dios porque me ha concedido medios de reparar mi conducta anterior. Es cierto que lo hacía yo así… no sé cómo, sin querer y sin poderlo remediar, porque me incitaba una cosa interior, una prevención o una manía; pero no me disculpo con eso, porque las manías raras se vencen; cuando una mujer se casa, adquiere compromisos muy sagrados, y no hay sino llenarlos… ¡y acabose!… Nadie me había obligado a casarme con Felipe, y en vez de quererle, parece que andaba buscando todos los pretextos para apartarme de él… Entonces, Dios… que es tan bueno… se armaría de paciencia, y diría para sí: «¿Hola? ¿Frialdades tenemos? Pues yo haré que te veas en la precisión de acercarte a tu marido… y que no puedas desviarte de él ni un minuto. Yo le mandaré una enfermedad que sólo tú tendrás arranque para asistírsela… ¿No has querido admitir en tu corazón el cariño de esposa, en las condiciones naturales? Pues yo haré que lo admitas, quieras que no, por medio del sacrificio y de la prueba… ». ¿Tú no creerás una cosa, Salustio? Cuando Dios nos manda la copa de ajenjo, si la bebemos de buena gana, sabe a almíbar… y si la tomamos con repugnancia, entonces se le nota todo el amargo, o más aún del verdadero amargo que tiene… Yo al principio (no te lo oculto) hice esto venciéndome, porque me parecía que era mi obligación, mi deber; y un deber hasta de caridad con un… Pero así que me resolví y dije para adentro: «Carmen, Carmen, esto lo has de ejecutar y no hay más remedio, así se hunda el mundo… » me pareció que ya se me quitaba de encima todo el peso del trabajo, ¡y más todavía! que empezaba a entrarme por Felipe una cosa que no había sentido nunca… así como un… un apego… una ley…
—Dilo de una vez… ¿Amor?…
—Ya voy creyendo que sí, que así debe llamarse… —respondió firmemente la sacerdotisa del hogar—. Por lo menos crece todos los días… a cada paso es mayor, y me recompensa más de las pocas fatigas que sufro… Cuanto más cuido a mi marido, más me acostumbro a cuidarle y menos tengo que vencerme para tocar sus llagas… En términos que ahora —mira tú… ¡no te rías!— me daría así como… envidia… o celos… si otro viniese a compartir mi tarea y a ser para él lo que yo soy actualmente.
—Y él… —pregunté con sarcasmo, para ocultar mi decepción y mi furia— él ¿qué tal? ¿También estará contigo muy amoroso y tierno?…
—¡Vaya si lo está! —afirmó ella con efusión indecible, dejando ya sin rubor alguno, transparentar al borde de sus pestañas las lágrimas—. Si tú vieses lo que el pobre ha cambiado para mí… te admirarías.
—¿Tan derretido anda? —indiqué con igual retintín e ironía.
—¡No es eso! —exclamó con su alma entera en los labios la santa mujer—. ¡No finjas que no te enteras, Salustio! Es que ahora… ¿cómo te diría yo? ha caído una valla que había entre nosotros… se ha fundido una especie de gran pedazo de hielo… y yo no sé… me mira de otro modo… me habla con diferente eco de voz… no puede estar sin mí un instante; no se arregla si yo no le acudo; pero no solamente me llama porque me necesita para cuidarle, sino a todas horas: mi compañía la reclama moralmente; es su único consuelo. Antes, cuando estaba robusto y sano, se pasaba el día fuera de casa, y a la noche, al tiempo que volvía, yo… en fin, que apenas nos hablábamos, puede decirse. Ahora charla conmigo, me pregunta a cada rato mil cosas, me suplica que esté siempre cerca… Hasta… ¡mira tú! hasta la llave del dinero… que no la soltaba nunca… pues aquí está, ¿ves? —exclamó sacando el manojo de llaves, y repicándolo triunfalmente—. Parece que le han cambiado el alma… o que me la han cambiado a mí… y tal vez será a los dos… Lo cierto es… ¡cuidado que no te engaño!…
Al llegar aquí, sus ojos resplandecieron, su semblante tomó expresión celestial, y sus labios murmuraron suavemente:
—Cuando me casé… tú ya sabes cómo fue aquello… es indudable que yo hubiese preferido… tal vez… no casarme… o… cualquier persona… en fin… Pues hoy… si me dicen qué estado elijo… con los ojos cerrados respondo que este entre todos los del mundo; y si me dan a escoger marido… con los ojos cerrados también, digo que el que tengo… ¡y ninguno más! Clavó en mí sus luminosas pupilas al repetir:
—¡Ninguno… ninguno más!
No callaba. Como siempre, tascaba el freno, admiraba, protestando, al mismo tiempo una voz mofadora preguntaba en mis adentros: «¿Es esto virtud, extravagancia, o desvarío? ¿Llega a estos límites el tipo ideal que tú te has forjado? Que esta mujer cuide y atienda a su marido enfermo, bien; pero que por el hecho de verle así, atacado de mal tan asqueroso, se considere prendada de él y le anteponga a todo el mundo… ¿cabe en lo racional y en lo posible?». Y la voz, contestándose a sí propia, susurraba misteriosamente: «Hay enigmas del sentimiento que la razón más embrolla que aclara. El concepto del deber estricto es insuficiente en ciertas situaciones. Los grandes milagros los hace el amor; las acciones más sublimes vienen de la locura. La tití nunca ha sido una mujer equilibrada y flemática: una mujer equilibrada cuida a su esposo, pero no se entusiasma con él porque esté hecho un jeroglífico de lacras y miserias. Donde acaba el raciocinio empieza la iluminación. Tu tití es una iluminada. Tiene aureola».
—¿De modo, Carmen —la dije—, que estáis tan amartelados tu marido y tú, que no quepo entre vosotros? ¿Ni de ayuda acertaré a servirte? ¿Te sobro, en toda la extensión de la palabra?
Ella tuvo una de las transiciones que solía, de ángel a mujer, o, mejor dicho, a chiquilla ingenua y traviesa. Y mirándome y entornando los ojos con cierta malicia, contestó:
—¡Ay, Salustio! ¡En qué apuro te pondría si aceptase tus proposiciones! ¡Quien te vería pasarte cuatro meses… seis… un añito entero, ayunando al traspaso, como ayunaste el otro domingo!
—¡Búrlate! —exclamé—; haces bien, porque estuve aquel día más sandío aún de lo que piensas. Ponme a prueba hoy, y me portaré como un hombre… ya que no como una mujercita de tu temple, que nos planta la ceniza en la frente a los hombres todos. Y toda vez que hasta la ocasión de rehabilitarme me quitas… sé al menos benigna en una cosa.
—¿En cuál?
—Confiesa… ea, confiesa que antes de enamoricarte de tu marido… me quisiste un poco… a mí, a este pecador… y en cierta ocasión me cuidaste casi tanto como a él.
—No lo niego… Es decir, lo del cuidado.
—¿Y lo otro?
—No contesto. Sólo el contestar sería ya un resbalón —dijo seriamente—. Vamos allá, que Castro Mera se habrá largado y estará solito el enfermo.
Tuve que seguirla, y entrar con valor, no fuera que se riese de mi poca entereza la tití. Se me hizo más fácil que el primer día tomar y estrechar la mano del leproso. Me acerqué a él con estudiada naturalidad, y busqué diferentes pretextos para tocarle la ropa y aproximarme bien. A eso de las siete salí de aquella casa, pero estaba decretado que no pasase quince minutos más sin volver a ver a Carmiña.
Es el caso que al tiempo de ir a cruzar yo por delante del piso primero, vi entreabrirse suavemente la puerta de las señoras de Barrientos, que era la de la derecha, y salir por ella una mujer, muy velada, que miró con precaución hacia atrás, al recibimiento obscuro, y luego cerró nerviosamente, con mano trémula, procurando hacer el menor ruido posible. Luego, ciñendo más aún el velo a la cara, descendió las escaleras con paso azorado y rápido… sin fijarse en que yo la seguía. En el aspecto, en el talle, en el modo de andar, había conocido a una de las señoritas de Barrientos; pero ¿cuál? Eran a primera vista tan semejantes, que la averiguación se hacía difícil. De todos modos, fuese la que fuese, parecía suceso tan inusitado ver a una de las inseparables salir de un modo furtivo, enteramente sola, entre luces y con tal agitación, que comprendí que allí pasaba algo de no pequeña importancia. Eché detrás de la señorita, y en el portal la alcancé. Ella, al sentir pasos de alguien que le iba a los alcances, se volvió y ahogó un grito. El velo se entreabrió, y entonces pude distinguir perfectamente las facciones de Camila Barrientos. ¿Por qué asustada? ¿Por qué, en vez de saludarme, huyó de mí en tan desatada carrera, que a mi vez tuve que apretar los talones? A diez pasos más allá de la casa estaba parado un coche de punto. Asomó la cabeza por la ventanilla un hombre, y el sombrero casi me petrificó cuando reconocí en el que iba dentro esperaba a Camila, ¡al novio de su hermana Aurora!
Latigazo al jamelgo… Arrancó el coche echando chispas, y allí me quedé yo, de una pieza, sin saberlo que me pasaba, ni si alguna ilusión juguetona se quería divertir en retozar conmigo… Así que me repuse del pasmo, empecé a discurrir qué haría. ¿Subir y contárselo a Carmen? ¿Que ella informase a la mamá? Estas dudas me clavaron en el piso de la calle, y allí creo que me estaría aún, si un grito desesperado, una interpelación de agonía no resonasen impensadamente detrás de mí, y dos damas en pelo, jadeantes, alarmadísimas, en quienes reconocí a mi tía y a la viuda de Barrientos, no se agarrasen cada una de un brazo mío, exclamando a la vez:
—¿Ha visto usted a mi niña?
—Camila… ¿por casualidad la has visto salir tú?
—¡Eh! Sí, la he visto… Acabo de verla… —tartamudeé, sin saber a cuál de las dos atendiese.
—¿Por dónde va?
—¿Hacia qué lado tomó?
—¿Te dijo algo?
—¿Cómo no la llamó usted?
—Pero ¡por Dios, señoras!… Si no me dejan ustedes respirar! Ya voy, ya explico… Abrió la puerta con mocho tiento; bajó delante de mí, como si huyese; por más que pretendí alcanzarla, no pude. Se tapaba con el velo; iba como trastornada. Ahí en la esquina se ha metido en un simón…
—¿Sola? ¿Sola?
—Con… con un caballero —respondí, no atreviéndome a añadir la más negra.
La bóveda celeste, cayendo sobre la venerable cabeza cana de la señora de Barrientos, no la hubiese aplastado tan pronto. Quiso hablar y no pudo; se echó atrás; se puso carmesí… luego violeta… y exclamó roncamente:
—¡Eeeh… aaah! ¡Se… señ… un… coche… un… hom… ! ¡No… no… pue… !
Cogimos entre mi tití y yo a la matrona, que no daba cuentas de sí, y en vilo, pasando las penas del purgatorio, la subimos por la escalera. Entramos en el piso primero como una bomba… Renuncio a describir el espectáculo que ofrecía la casa. Aurora y sus dos hermanitas, abrazadas, lloraban en un rincón… Mi tití me dijo, compadecida y azarada:
—¿Búscales, Salustio!… A ver si das con ellos…
—No te apures, Carmiña —contesté—. Ya parecerán. A estas horas de fijo no tienen gana de que los encuentren. ¿Y qué? En vez de casarse Aurora, se casará Camila… Tratándose de unas hermanas tan unidas, tanto monta.
—¿Pero era el novio de su hermana? —preguntó la tití gravemente.
—¡Qué! ¿no lo sabías?
—No, pero… casi te diré que no me sorprende. Tenía yo mis barruntos… ¡Pobre familia! Los regalos comprados, el equipo listo…
—¡Bah! El amor no se para en dificultades —murmuré por lo bajo, con ánimo de ver qué me contestaba.
Calló al pronto, y, por fin, mirándome con serenidad y desabrochando uno a uno los corchetes que ocultaban las opulentísimas bellezas del busto de la señora de Barrientos, respondiome:
—A eso no se llama amor, sino felonía. Aurorita —añadió alzando la voz—: tráigame usted la antihistérica.

Epílogo

Provisto hacía algún tiempo de mi diploma en la Escuela de Caminos, hallábame una noche en Aranjuez, adonde me habían llevado mis primeros deberes profesionales, hospedado en aquella fonda que aún conserva las mamparas de damasco rojo de la época en que se enorgullecía llamándose residencia del Príncipe de la Paz. Anunciáronme que había llegado de Madrid un caballero deseoso de verme y saludarme; mandé que entrase al punto, y sin tardanza me dio los brazos Luis Portal, mi condiscípulo y amigote.

Después de las exclamaciones consiguientes, Portal se dispuso a explicarme el objeto de su venida tan a deshora y cuando ni por soñación contaba yo con su visita.

—Es bastante raro… Te sorprenderá, pero no hagas aspavientos, que en el fondo no hay qué… Mañana, en Madrid… ¡Krrr! —e imitaba con la lengua el sonido que hace al abrirse una navaja de muelles—. Tengo el antojo de que tú me apadrines…

—¿Lance?

—No, digo, sí… Boda.

—¿Te casas? —articulé estupefacto—. ¿Así, tan de sopetón? En tu última carta —la recibí hará diez días— ni mentabas intenciones semejantes.

—¡Ahí verás tú!… Ni yo me lo imaginaba tampoco hace una semana. Estaba en Ciudad Real, y descuidadísimo… Pero un día se me presenta allí Mó… ¡Si vieses qué peripecias!… El diablo lo añasca todo… Casamiento y mortaja…

—¡Ah bonachón, pedazo de pan! ¿Pues no decías que para ti no se había cortado la casaca? ¿Pues no decías que la fuerza de voluntad… y que el carácter… y que los hombres… y que nadie te la daba a ti?…

Portal no contestó: sonrió, miró de soslayo hacia la punta de sus botas llenas de polvo, y una expresión maliciosa e infatuada pasó por su rostro anchísimo, curtido ya por el sol de los ejercicios de la profesión ingenieresca.

—¡Pch!… No podía fallar: sospechaba que habías de salirme con eso… No cabe duda; la vida no puede teorizarse; gracias si la vamos practicando a tropezones… ; y la teoría es el reverso de la práctica. Estas cosas vienen así… rodadas: no porque uno las busque, ni las prepare, ni las arregle; y así como no puede prepararlas… ¡corcho! tampoco las puede rehuir.

—¿Pues no te habías desilusionado? ¿Pues no reconocías que Mó… vamos, no era tu ideal, ni por semejas? ¿No me confesaste que cualquier muchacha sencilla e ignorante te parecía preferible? ¿No armaron un complot su mamá y ella y hasta los chiquillos, para cogerte en la red (textuales palabras tuyas).

—Bien… yo acaso me expresé aquel día con cierta exageración. Estaba fuera de juicio. No hay que tomar al pie de la letra lo que dice un enamorado emberrechinado. Mó no es la mujer nueva, convenido; pero acaso no es tiempo aún de que esa hembra excepcional aparezca en nuestra sociedad y la modifique… Entretanto, Mó es una real mujer, que me tiene ley, que dejaría por mí la proporción más brillante… y eso supone algo, compadrito. Mathew… ¿ves tú? se casaba, iba al ara de Himeneo, si a ella se le antojase. No es invención, no; cartas cantan… Y el tal Mathew tiene muchas libras…

—¿De carne?

—¡Esterlinas, caracoles!

—¿Y dices que mañana? ¡Estoy, turulato!

—Cabal… Todo lo he arreglado al vuelo… Si es locura… ¡mejor! Alguna locura se ha de hacer en la vida… , chacho… : y las locuras, en caliente, que es cuando tienen mejor substancia. Estoy, convencido de que los locos la aciertan más que los cuerdos. Nuestro siglo está enfermo de sensatez: nuestra generación, hipocondríaca de formalidad y de tanto calcular las consecuencias de los actos pasionales… Yo creo que es hora de tocar a rebato. ¿Qué opinas?

—Que antes no pensabas así. Todo se te volvía prudencia, reflexión, oportunismo y cuquería.

—Pues… velay. La vida es una serie de velays! No me hagas observaciones. Los que nunca hemos roto un plato, de repente… ¡cataplum! nos dejamos caer y rompernos una vajilla entera.

—Pues ya que hoy no tienes tren para volver a Madrid, y que es la última noche que pasamos juntos —le dije— me entran ganas de leerte unos borrones que escribí… una especie de novela o de autobiografía… sobre todo aquello… ¿bien te acordarás? aquel infundio mitad amoroso y mitad psicológico que tuve con la mujer de mi difunto tío Felipe. En el cuaderno sales a relucir a cada paso, y te servirá como de remordimiento, porque escribí tus frases y tus sanos consejos y tus doctrinas para entender bien la aguja de marear en esto de amoríos y bodas. ¿No te molestará el oírlo?

—Al contrario, me gustará mucho —afirmó mi amigo—. Haz que traigan una maquinilla de café y los ingredientes para confeccionarlo; pide para mí dos cajetillas de cigarros, porque me olvidé de comprar antes de venirme; di también que suban un par de botellitas de alemana; y… soy todo oídos, a ver qué resulta de ese engendro.

Saqué del cajón mis apuntes, en los cuales había encontrado delicioso entretenimiento, un baño de frescura, que me desimpresionaba del último período de mis aridísimos estudios. Portal me escuchó con atención, convertida luego en interés; protestando algunas veces por medio de un movimiento de cabeza, cuando le parecía menos exacta la narración; aprobando otras, y riendo a la evocación del recuerdo ya casi borrado; y sólo me interrumpió repentinamente hacia el final, a tiempo que yo entraba de lleno en el relato de los últimos meses de la enfermedad de mi tío. «¡Alto ahí!» dijo, arrojando el cigarro que chupaba.

—¿Qué se te ocurre? —pregúntele.

—Hacerte una observación —respondió— para el caso de que algún día destinases esos borrones a la publicidad; tentación en que caerás ¡cómo si lo viese! porque ningún joven de nuestra época se conforma a archivar sus estudios (inspiraciones les llamaban antes). Si encajas eso por ahí… en periódico o revista… debes, en mi concepto, suprimir todos los capítulos donde pintas los progresos y los caracteres de la enfermedad de tu tío. Créeme: al público no le gustan esas descripciones brutalmente naturalistas, y cuanto más a lo vivo las dibujes, más antipáticas le serán. No obligues al que haya de leerte a oler un frasquito de sales, ni bragas que las señoras nerviosas cierren tu libro sin acabarlo.

—Ya conozco que el asunto no es de lo más ameno… Por otra parte, no pienso dar esto a la prensa. (Al hablar así otra me quedaba, pues yo tenía resuelto, para mi sayo, que no eran tan despreciables los apuntitos que no mereciesen hacer gemir los tórculos.) Pero supón que me entrase la manía de lanzarlo a los famosos cuatro vientos de la publicidad: ¿no sería un contrasentido segregar cabalmente esos capítulos en que la figura de tití aparece, no ya sobre fondo de oro, sino sobre un rompimiento de gloria, como el de las Concepciones de Murillo? Es cierto que no ocurren en esa parte de mi narración sucesos variados y sorprendentes; ¿pero te parece poco semejante asistencia, hecha con abnegación tal? Dices que es repugnante. ¿Pues y la Biblia, cuando describe a Job rayéndose la podre con un casco de teja?

—¡Bah! ¡De la Biblia acá… no nos hemos vuelto poco delicados! Créeme, guarda para ti esos detalles clínicos, esa poesía farmacéutica, y, pasa como sobre ascuas por encima del mal de tu tío. Peor es meneallo, rapaz. Conténtate con decir que se puso malito, y que se fue empeorando, empeorando… hasta que estiró la pata.

—¡Pero te repito que entonces mutilo completamente el carácter y la imagen de Carmiña! —objeté dolorido—. Si no la seguimos paso a paso en el camino del calvario; si no la vemos casi abandonada de todo el mundo; negándose a llamar a una monja, porque su esposo no quería atenciones más que de su mujer; habiéndosele despedido los criados por pánico de «coger el mal»; pasándose las noches en vela, rendida, febril, sin probar alimento en veinticuatro horas, obligada a lavar ella misma las vendas y los trapos…

—¡Huy, hijo! Vendas, trapos… ¡Todo eso apesta a Hospital, a fénico, a pus! ¡No lo nombres siquiera! Toma mi consejo. Insisto en que no debes decirlo. El arte no desciende ahí. El arte debe ser una selección… El artista pasa al través de la naturaleza haciendo lo mismo que haría un paseante inteligente y delicado: recogiendo las florecitas para atarlas y formar un ramillete y colocarlo en un lindo búcaro para que adorne su casa, recree los ojos y embalsame el aire. La ciencia… ya es diferente: el botánico puede coger las hierbas malas, feas y ponzoñosas, y guardarlas con cariño, y estudiarlas y clasificarlas…

—Pero si yo no tengo pretensiones de artista, ni Cristo que lo fundó —contesté con la menor dosis de sinceridad posible.

—Hablamos para el caso de que las tuvieses. Suponiendo que ese libro de tu autobiografía fuera a imprimirse, yo le daría un tajo; yo me pararía en firme en aquel incidente… verás… La escapatoria de Camila Barrientos con el novio de su hermana… Porque creo que esa vez fue la última que se cruzaron entre Carmiña y tú palabras relativas al drama de pasión que indudablemente existía entre ambos, muy tapadito, pero muy auténtico. Después, para que no se ignorase en qué había parado la cosa, pondría un epílogo… la muerte de tu tío… y nada más. Nada más por ahora, quiero decir, porque tus confesiones traen cola, chacho; a los dos o tres años de estar casado con la tití… han de sucederte cosas dignas de la pluma de Balzac. Sigo en mi idea… esta clase de mujeres tan santas, tan excelentes y admirables, no pueden hacernos felices a nosotros… y nuestra vida a su lado sería un infierno. En fin, hoy no es día de que yo predique a nadie… Estoy desautorizado. Se ha llevado pateta mi prestigio.

—Vamos —indiqué—, lo que pasa es que a ti, en tu estado de ánimo actual, no te hacen gracia esas páginas dolorosas. Pues las salto… y si quieres, de palabra te contaré cómo se murió mi tío, pues fue un momento en que experimenté yo una emoción bastante rara. No tengas miedo: abreviaré, porque conozco que estás muriéndote de soñarrera… y hoy es jugarte una serranada el no dejarte dormir.

Sonrió el orensano, y yo continué:

—En los últimos meses de la enfermedad, mi tío no se dejaba ver de nadie, más que de su mujer y del médico. A mí se me prohibió la entrada. Yo hubiera insistido; pero me lo impidió una interminable carta de mamá, donde me anunciaba el propósito de venir a Madrid para obtener que su hermano testase en mi favor, como era justo. La tal carta me hizo adoptar dos resoluciones: primera, la de engañar a mamá, evitando a toda costa que viniese, afirmándole que mi tío estaba resuelto a dejarme su fortuna toda; segunda, la de no poner los pies en la casa mientras durase el mal. Parecíame esto de elemental delicadeza; no sé si en mi resolución entraría por algo la poca gracia que me hacía el contagioso y horrible padecimiento.

Una tarde vino a mi fonda el Padre Moreno, solicitando hablarme. Yo ignoraba que el fraile moro hubiese regresado a Madrid; le creía convaleciente en el convento de Chipiona. Díjome que había venido a Madrid para activar y despachar ciertos asuntos de su Orden, «que a usted le importan un pito», añadió con su brusca familiaridad acostumbrada, y que se alegraba, porque así lograra reducir y consolar al marido de Carmen, el cual, a fuerza de tanto padecer, enterado ya de su verdadera situación, estaba «dado a Barrabás, y sin querer aceptar la voluntad de Dios, ni confesarse. Ya le tenemos como un guante —prosiguió Aben Jusuf— y ahora lo que desea es verle a usted en estas últimas horas… ».

—¿Tan malo esta?

—Dice el médico que no pasará de esta noche o de la madrugada. La anemia, producida por las lesiones interiores y sus consecuencias, es lo que le acaba. Lo que es por el mal propiamente dicho… viviría diez años, si vida puede llamarse la de un leproso.

—¿Y quiere verme? ¿Sabe usted que no tengo ganas de ir?

—Pues venga usted sin ganas —contestó el fraile, terciándose el manteo o capa eclesiástica, y echando delante con resolución. Ya no usaba muleta; estaba otra vez hecho un valiente.

Le seguí; ¡qué remedio! subí las escaleras, crucé el pasillo, entré en el cuarto, y a la débil luz de una lamparilla y en el fundo de la cama que en otro tiempo fue tálamo nupcial, vi mi objeto de forma indistinta: la cabeza del enfermo envuelta en vendas múltiples. Una voz ronca y extraña, como la de los sordomudos, me llamó; sin duda la enfermedad alterara las cuerdas vocales… Mi tití, que había entrado conmigo, se colocó a los pies de la cama, y al otro lado de ella se situó el Padre Moreno.

—Sal… us… tio… —pronunciaba el enfermo tan dificultosamente, que una misteriosa tristeza compasiva se apoderó de mí—. Es… toy… muy…

—No hable usted, tío… —supliqué aproximándome más, arrostrando el olor de éter mezclado con el de la descomposición cadavérica que exhalaba ya aquel cuerpo—. Si tiene usted algo que decirme… Carmen lo hará por usted.

—Carm… hija… ven… —articuló el desgraciado.

Carmen se acercó también, pero sollozando, con el rostro oculto en el pañuelo.

—Yo hablaré, señor de Unceta… No se fatigue —intervino el Padre—. Lo que quiere su tío es decirle que… vamos… que allá en otro tiempo… cuando murió el señor abuelo de usted y se hicieron las partijas… tal vez no hubiese toda la equidad posible en el reparto de los cupos… y que hoy, en estos momentos solemnes…

Al llegar a este punto, el viviente cadáver pretendió incorporarse, ladeose un tanto, y de entre sus vendas y del fondo de su destruida laringe salió un acento… ¡qué acento, señor!… Decía: «Salustio… per… perdóname… y dile a… a… tu madre que… me perd… ». ¡Qué espantoso daño me hizo aquello! Se me apretó la garganta, se me cortó el aliento, y exclamé ahogándome:

—No me pida usted perdón… Le ruego que no me lo pida usted… Yo soy quien debe…

—Su señor tío —interrumpió el Padre secamente, como si le molestase la escena— está animado de sentimientos tan equitativos, que hizo ayer sus disposiciones dejándole a usted la parte mejor de su caudal… El total no, porque también favorece en el testamento a su señora, que le ha asistido… como usted sabe y le consta… y que le ha dado pruebas de cariño inmenso.

—¡Tío! —exclamé fuera de mí—: ¿por qué hizo usted ese disparate… ? Todo, todo a Carmiña… Ella lo merece; yo ni lo merezco, ni los quiero, ni lo admito. Me ocasiona usted el mayor disgusto… No me deje usted nada. Renuncio… ¡Por Dios! He concluido mi carrera, y a mi madre le sobra con qué vivir. No necesito bienes. Por Cristo, borre usted mi nombre de su testamento.

— Felipe —suplicó a su vez la tití con voz empañada por el llanto— déjaselo todo a tu hermana, todo, todo; y yo, si no me quieren en casa de mis padres, con ella me iré a vivir, caso de que tú faltases… que nos sucederá, porque Dios te conservará la vida.

—Basta de porfías —intervino el fraile—. No sean bobos por exceso de desinterés. Don Felipe estuvo acertadísimo en el reparto de su hacienda. Si logra algún alivio en su enfermedad, ya tendrá tiempo de modificar la última voluntad que ayer dictó. Ahora —por si se empeorase— que piense en Dios, en su justicia y en su misericordia. Carmen, échese usted un rato. Salustio y yo velaremos… Saúco no tardará en venir a pasar la noche también… Al hacer el Padre esta proposición, el tronco del enfermo se agitó, sus manos entrapajadas salieron de entre las sábanas, y con sobrehumano esfuerzo gritó claramente:

—¡No te vayas… Carmiña!

Ella se precipitó al lecho. Con el rostro casi transfigurado, con la expresión angelical de la Santa Isabel de Murillo, se desplomó sobre el leproso, murmurando: «¡Felipe, queridiño, corazón mío, si no me voy!». Y sobre aquellos labios, roídos por el asqueroso mal, con una vehemencia que en otra ocasión me hubiese estremecidos de rabia hasta los mismos tuétanos, apoyó su boca, firme y largamente, y sonó el besos santo… Mi tío, galvanizado, consiguió incorporarse; pero el esfuerzo retiró probablemente la sangre de su cerebro… y cuando su cabeza volvió a recaer sobre la almohada, ya vidriaba sus ojos la agonía. ¿Qué más te diré?… El Padre Moreno dijo la recomendación del alma, a que contestamos Carmen y yo… Nada, lo que puedes suponerte…

—¿Cuál fue ese fenómeno raro que notaste entonces? —preguntó el curioso Portal.

—Que el corazón me aumentó de tamaño… No te rías, se me ensanchó atrozmente… y fui cristiano por espacio de una hora lo menos.

El orensano parecía reflexionar.

—¿Y cuándo te casas con la viuda? —pronunció al fin.

—¡Vaya una ocurrencia! Está con su luto riguroso… y padeciendo, pues acabada la asistencia, se vieron las resultas de tanta fatiga en el quebranto de su salud. A Pontevedra se ha vuelto. Sé de ella por mi madre.

En aquel instante amanecía, y los canoros ruiseñores de Aranjuez, desde la frondosa copa de los árboles centenarios, saludaban al nuevo día con sus arpadas lenguas.

—¿Sabes —indicó Portal— que este sitio es precioso? Mira qué alborada nos dan los pájaros… Y luego la habitación grande y fresca, el piso de azulejos… Voy, a venirme aquí a pasar la primer noche.


Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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