Ricardo

Emilio Castelar


Novela



Capítulo 1. Los vapores del vino y los vapores de la idea

Nuestro Madrid es pueblo esencialmente sobrio, y para persuadirse de que nuestro Madrid es pueblo esencialmente sobrio, no hay como pasearse por sus calles, y ver cuán desprovistas se hallan de aquellas fondas, de aquellas galerías, de aquellas tiendas por París esparcidas en abundancia, y que ofrecen al paladar toda suerte de licores y manjares. En el año de 1866 todavía era menor el número de establecimientos consagrados a lo que pudiéramos llamar comida pública. Exceptuando las tabernas, con sus fríos pedazos de bacalao frito, y sus tortillas pertenecientes a la edad de piedra; los figones, donde los mozos de cuerda restauraban sus fuerzas, con aquella olla tan provista de tocino como desprovista de carne; las fondas de rúbrica, en su mayor parte inhabitables, Madrid no tenía más comedores oficiales que cierto salon de los entresuelos del Café Suizo, completamente abandonado del público; la casa de Lhardy, que de uvas a peras mostraba en su escaparate algunas cabezas de jabalí, como disponía en sus cocinas algunas comidas de encargo; y el llamado, a la francesa, restaurant de Farrugia, sito a la entrada de la Carrera de San Jerónimo, casi en la desembocadura de la Puerta del Sol, donde un aficionado al bien comer se arruinaba, por dar platos buenos a bajo precio, y por fiar demasiado en las pagaderas, más estrechas ciertamente que las tragaderas, de sus comensales y parroquianos. Entonces, aunque el Café Español existía ya, y daba de comer en los cuartitos del callejón de Gitanos, todavía no se levantaban los salones de Fornos, que luego pasaron a socorrido asunto de arengas tribunicias y tema favorito de oposiciones políticas. Madrid mostraba su sobriedad histórica, que tanto disgusta a los extranjeros, y tanto cuadra a nuestro histórico carácter.

Mas la noche del 21 de Junio de 1866 varios jóvenes se habían reunido a cenar en el entresuelo de Farrugia, y habían prolongado la cena hasta la madrugada siguiente. No conozco pueblo alguno en Europa donde se duerma menos que en Madrid. a las doce de la noche, a la una, y aun las dos de la madrugada, están las calles céntricas concurridísimas, y concurridos los cafés, esas colmenas de murmuración, donde acuden las gentes en tropel, para aguzar sin duda los aguijones de la calumnia. El Casino prolonga sus veladas hasta el alba, y el Ateneo mismo, que de severo y austerísimo se precia, hasta mucho despues de entrada la media noche. Comienzan las tertulias cuando en otras partes comienza el sueño; y concluyen los teatros cuando les da la gana a nuestros empresarios, los cuales emplean más tiempo en levantar un telón, que emplearían en levantar una montaña. Esta sobra de desvelos, esta falta de sueño, da a nuestro Madrid achaques quizá irremediables. La noche cuelga sus cobertores de sombras, para que bajo ellos nos entreguemos al reposo. Hasta las combinaciones químicas de nuestra atmósfera, hasta el ministerio que desempeña la luz en la elaboración de los gases vitales, convidan a unir las tinieblas interiores de nuestro sueño con las tinieblas que envuelven al hemisferio. El insomnio agita los nervios, y los nervios desvelan así la fantasía como la sensibilidad, exacerbándolas; y la exacerbación de la fantasía y de la sensibilidad concluyen por llevarnos, tanto en la vida pública como en la vida privada, a exaltaciones y a delirios, muy contrarios a aquella armonía entre todas las facultades, y a aquel equilibrio entre todos los humores, verdadero secreto de la robustez de nuestras fuerzas y de la salud de nuestra vida.

Pero vaya usted con homilías, ni siquiera con ejemplos, a corregir las costumbres. Varios jóvenes velaban, pues, allá por la madrugada del veintidós de Junio, en el entresuelo de la fonda de Farrugia, prolongando excesivamente opípara cena, comenzada en la noche del veintiuno. Componíase aquella sociedad de pisaverdes madrileños, de algunos calaveras hastiados, de muchos estudiantes que habían concluido su licenciatura, de dos o tres literatos, los cuales movían las lenguas, mientras la generalidad movía y apuraba las copas. Aunque el aspecto del entresuelo, tan bajo de techo como todos los entresuelos madrileños, nada tenía, a la verdad, de espléndido, la mesa era esplendidísima: candelabros de bronce dorado, despidiendo mares de luz; guarnición de plata fina; vajilla de Sevres; cristalería de Venecia y de Bohemia; cubiertos de oro a los postres. Los trajes que vestía aquella juventud eran bien diversos y varios. Llevaban los unos el frac negro con que acababan de investirse en la Universidad para su profesión y su carrera; llevaban los otros sus relucientes trajes de paseo, que brillaban con esa profusión de cadenas, botones, anillos a la corbata y a los dedos, que tanto en extrañas tierras nos critican; y sólo dos o tres ostentaban las prendas raídas, propias de aquellos que comienzan la vida en lucha con la miseria. Como sucede en todas las reuniones, dos o tres parlaban, y los demás se avenían a las opiniones de los parlantes, o las desechaban y combatían por lo bajo con rumores y protestas. Los tres más decidores eran: Arturo Díaz, optimista decidido, a quien le parecía el mundo un edén verdadero; Federico Trives, desdichado pesimista, a quien le daba por filosofar a roso y belloso acerca de nuestros males irremediables, y de nuestros desengaños continuos; y finalmente, Jaime García, dado por completo a la política, con esa febril exaltación propia de sus veinticinco años. Los tres llevaban la conversación, y los demás, o reían, o aprobaban, o disentían por lo bajo, o lanzaban interjecciones a diestro y siniestro, echándoselas de hábiles interruptores. Ninguno de ellos frisaba en los treinta años; ninguno, pues, tenía motivo para mostrarse muy amargado de la vida, muy herido del desengaño, muy experimentado en nuestros dolores y tristezas, que se acrecientan, y se enconan, y se exacerban con el curso y el movimiento de esta nuestra desdichada y trabajosa existencia. Allá, a eso de las tres de la mañana, cuando comenzaban a despuntar los albores del día, la conversación tomaba entre los tres amigos un tono verdaderamente elevado, y un aspecto verdaderamente filosófico.

—Despues de todo, decía Arturo, cuando se examina el mundo, hasta en sus cosas más nimias se echa de ver…

—Que no puede ser peor, le interrumpió Federico.

—Que necesita una reforma, dijo Jaime.

—Una reforma radical, radicalísima, gritaron todos.

—No, mil veces no, replicó Arturo.

—¿Ya vuelves a tus halagüeñas fantasías, a tu embriaguez de felicidad? preguntó el descontentadizo al contento.

—Dejadme acabar, y veréis cómo os satisfago a todos. Cuando yo era muchacho tenía por único libro cierta obra, que se llamaba Almacén de los niños, obra preciosa.

—¡Preciosa! A este Arturo todo le parece bien. Si sale a la calle, y le echan sobre la cabeza el agua de las macetas, y lo manchan, dice: «perfectamente; después de haber bebido tanto, necesitaba refrescarme». Si le dan con una teja en mitad del cráneo, y lo descalabran, repite: «perfectamente también: necesitaba, después de comer tanto, esta sangría». ¡Obra preciosa! Madama Genlis, su autora, fue una cotorrona fastidiosa, hija de cierto noble arruinado, favorita de Felipe Igualdad, enemiga implacable de la pobre reina María Antonieta, quizá por odio a su belleza; escritora más pesada que un predicador cuaresmero, y sólo propia a disgustar a los niños de la lectura, y meterles en la cabeza mil rancias e insustanciales historietas.

—Pues mira, Federico, no te libras de la que voy a referir.

—Venga, venga, gritaron todos.

—Andaba un día cierto viandante por los campos, cuando vio las calabazas, fruta tan gorda, por los suelos, y las bellotas, fruta tan menuda, por las encinas. ¡Qué mal hecho está el mundo! exclamó enseguida. Esos hermosos frutos tan colosales, confundidos con la tierra, y esos otros, pequeñillos y ruines, al aire. ¡Cuánto más valía lo contrario; las calabazas arriba, y las bellotas abajo! Al poco tiempo, como hiciera mucho calor, entráronle ganas de sestear un rato, y se tendió a la sombra de la encina. Durmióse, y aún roncó largamente. Y, cuando más metido estaba en el sueño, le despertó una bellota, que, desprendida del árbol, fue a darle en la punta de la nariz. ¡Oh! Bien hecho está, sin duda alguna, el mundo, exclamó. Si las calabazas hubieran estado arriba, y me caen sobre la faz, como me han caído las bellotas, ¡ay! me aplastan y desnarigan. Bien está el mundo, tal como es. No pretendamos en manera alguna arreglarlo.

—¿Veis que insustancial historia? — ¿No tenía yo razón? ¡Te parece el mundo muy hermoso! La vida, que nadie explica y que nadie comprende, es un dolor eterno. Estamos sujetos a llevar la cadena perpetua de nuestro organismo como el condenado perpetuamente a presidio. Todo placer acaba en pena: el amor en hastío, el beber en borrachera, la comida en hartazgo o indigestión, el goce de las artes en cansancio, la juventud en alteradas pasiones, la pasión más pura en amargos desengaños. De cada satisfacción cumplida nace una necesidad nueva; y de cada necesidad nueva una aspiración incontrastable; y de cada aspiración incontrastable un nuevo dolor acerbísimo. Desde el mineral frío e inerte hasta el hombre, a medida que crece el sentimiento, a medida que crece la inteligencia, crecen también las tristes aspiraciones sin satisfacción posible en la tierra. No queráis ser grandes hombres, no lo queráis, jóvenes que veis ahora el dintel hermoso de la vida al través de las primeras ilusiones y de los primeros amores del alma; si llegáis a poetas, a filósofos, a oradores inmortales, ¡ah! las penas de todos los seres creados se prenderán a vuestro corazón; las lágrimas que desde el principio al fin de los tiempos vertieran o viertan todas las generaciones, se condensarán en vuestros ojos; las espinas sembradas en todos los planetas se pegarán a vuestros corazones; y concluiréis por renegar de vosotros mismos y por maldecir al Ser que os ha creado. Cada animal tiene satisfechas sus necesidades. En el círculo donde vive, el radio de su deseo no va más allá del cumplimiento y satisfacción de sus instintos. Pero nosotros debemos desear siempre algo que jamás pueda cumplirse. No tenemos alas, y quisiéramos volar; volaríamos, pues desearíamos salir de nuestra atmósfera; salíamos, pues necesitábamos ir a otro sistema planetario; íbamos, pues querríamos abrazar y contener en nosotros mismos el Universo; lo conteníamos y lo abrazábamos, pues ya no podíamos satisfacernos sino en Dios; llegábamos hasta Dios, pues habíamos de estar inquietos por algo más allá; que nadie ha visto aún donde se encuentran trazados los límites de nuestras constantes aspiraciones y de nuestros inagotables deseos. Así nadie tampoco ha sondeado el dolor ni ha adivinado su pavoroso fondo. Vivir es batallar. El arte mismo que se ha inventado para consolarnos, jamás nos habla sino de penas, de pasiones desgraciadas, de tragedias horribles o de ridiculeces cómicas, provocadoras de una risa cien veces más amarga que todos los dolores juntos. Mirad por todas partes. Para comer, una carnicería, donde se degüella a seres inocentes que ningún mal os han hecho. Para vestiros, el despojo de millares de animales sensibles o el deshile de millares de sensibles plantas. Aquí un esbirro, allá un cuerpo de guardias, acullá un hospital, más lejos una casa de socorro, al fin de tal calle la cárcel, un poco más léjos el presidio, en este extremo el manicomio; en aquel otro el garrote y los jueces mezclados en su ministerio con los sayones y con los verdugos…

—Chico, chico, dijo Arturo riéndose, tienes la borrachera muy triste, Federico.

—Olvidas, añadió Jaime, que a todos esos males opone la ciencia moderna profundísimas reformas.

—¿Reformas dices,— preguntó Federico,— reformas?

—Sí, reformas, gritaron todos.

—¡Reformas! ¿Para qué estudias tú, Ramiro? preguntó, dirigiéndose a uno de los que llevaban su flamante frac de ceremonia.

—Estudio para abogado.

—Y tú, Luis, ¿para qué estudias? Le preguntó a otro vestido también de etiqueta.

—Estudio para médico.

—¿Y qué quieres decir con esas preguntas? Le dijo Arturo.

—¿Y qué quieres indicar con esas reticencias? Le volvió a decir Jaime.

—¿No lo comprendéis?

—Nó. Respondieron ambos a una.

—Pues tenéis bien pocas entendederas. Les pregunto eso para demostraros que siempre el mundo será lo mismo. Hay médicos, como en tiempo de los Faraones; hay abogados, como en tiempos de Sila o de Mario. Es decir, las mismas enfermedades que había hace cuarenta siglos. Nuestro cuerpo está hoy, después de la redención universal, tan sujeto a constiparse como antes de que apareciera ningún Redentor. Nuestra voluntad está sujeta también a los antiguos achaques, puesto que hay abogados. Se codicia la mujer del prójimo, se captan las herencias, se me niega lo mío, se roba lo tuyo, se calumnia, se mata como en el primer momento en que aparecimos sobre la faz del planeta. No me habléis de progreso, mientras haya médicos y abogados en el mundo.

—Vamos, misantropía, pura misantropía, gritó Jaime.

—Romanticismo trasnochado, añadió Arturo.

—Misterios del alma, aseveró Ramiro, por aseverar algo.

—En nuestra edad, dijo Luis, se ven las cosas de esa suerte cuando nos ha faltado la mujer que amábamos, o nos ha vendido el amigo con quien compartíamos toda nuestra vida.

—¿Y sabéis a qué se reducen esos abandonos de la mujer amada, y esos desengaños del amigo preferido? Preguntó solemnemente Arturo.

—¿A qué?

—A que el amigo no ha contestado en la cátedra a la lista por vosotros, o que la mujer amada no ha salido a misa en la hora conveniente, por dolerle las muelas o los callos a su bendita mamá, la aborrecible futura suegra.

—Justo, dijo Jaime, y en cuanto sucede esto, el cielo parece de papel ahumado, las estrellas como la ceniza del cigarro frío, el Universo entero como una casa de dormir a dos reales.

—Para mí las acciones más desagradables tienen los orígenes y los móviles mejores, dijo Arturo. Yo nunca echo las cosas a mala parte. Todo me parece bien, y estoy contento hasta cuando tengo dolor de muelas; porque bien pudiera tener otra cosa peor. Tú, ¿quieres saber otro cuento?

—Por Dios, Arturo, que no sea tan desustanciado como el cuento de las bellotas y las calabazas.

—Lo peor es, dijo Ramiro, que al hablar de calabazas nos ha entristecido este optimista, pues nos ha recordado nuestras angustias antes de los exámenes, y nuestra incertidumbre el día que escribimos la primer carta a la novia.

—Vamos, gritaron los demás, refiere tu cuento.

—Cierto día entraba un musulmán muy piadoso en mezquita consagrada por la devocion de su gente. Llevaba el propósito de quejarse porque no tenía babuchas, cuando se encontró con un desgraciado que no tenía piernas. Desde entonces ya no volvió a quejarse.

—Insulseces tuyas.

—Id a saber en qué consiste la felicidad. Para el pobre, en tener dinero; para el rico, en tener salud; para el hambriento, en el hartazgo; para el harto, en el hambre. Y vaya de cuento…

—Arturo, Arturo, exclamó Federico, basta, basta.

—No; cuenta, cuenta. Ya sabes que a Federico todo lo parece mal, así tus cuentos como tu silencio, dijo Luis.

—Véngate, gritó Ramón.

—El que no haya estado en Londres, y no haya conocido aquella sociedad, jamás podrá medir la distancia existente entre un Lord de los palacios aristocráticos y un pordiosero de las sucias calles. Cierto ricacho inglés padecía la enfermedad corporal de su raza, la desgana, como el hastío es la enfermedad íntima y espiritual. Acababa de asistir a un gran banquete; y habiéndole pasado bajo las narices toda suerte de platos apetitosos y de olorosísimos vinos y licores, ni unos ni otros le provocaron el menor deseo. Si quería llevarse un bocado a la boca le venían náuseas; si una copa al labio, invencibles manos. Por fin se fue, desesperado de su suerte y dolorido de su enfermedad, cuando al llegar a la calle, tropieza con un pobre, haraposo, descalzo, macilento, demacrado, con todas las señales de la miseria, el cual le, dice: «Una limosna, señor, que tengo hambre». El lord le miró de arriba abajo, y le echó al rostro esta exclamación: «Tienes hambre, ¡y te quejas!»

—No negarás, Arturo, que este cuento tiene gracia, dijo Ramón.

—No negarás que tiene filosofía, añadió Luis.

—Dejadme en paz con vuestra gracia y vuestra filosofía. Lo que no tiene maldita gracia es la vida; lo que no tiene ninguna razón suficiente que lo justifique es nuestro picarísimo mundo.

—Pues mira, Federico, mis tesis optimistas se hallan completamente justificadas.

—¿Cómo?

—De esta suerte: Un hambriento puede ser más feliz que un harto.

—Si tu lógica no fuese tan arbitraria, deducirías otra consecuencia más legitima, Arturo.

—¿Cuál?

—Que hambrientos y hartos en este pícaro mundo son por igual desdichados.

—No lo creas. Voy a referirte otro cuento.

—Mira, tus cuentos son tan inoportunos como los refranes de Sancho.

—Y tan sabios.

—Alábate, que no tienes abuela.

—No me alabo en verdad.

—No haces otra cosa.

—Si los cuentos fueran de mi invención, me alabaría alabándolos. Pero como son de ajena invención, si alguna vanidad tengo, proviene del arte de saberlos aplicar oportunamente.

—Tus oportunos cuentos resultan importunidades continuas.

—Veámoslo. Cierta vez se encontraba enfermo un rey de la India, en tal grado, que languidecía a la vista, y casi, casi, llegaba diariamente a trance de muerte. Sus padres, sus hermanos, sus ministros, sus próceres, sus cortesanos clamaban a todos los médicos del reino y de los reinos circunvecinos, sin hallar jamás quien acertase con aquella extrañísima enfermedad de languidez y desmayo, no obstante las continuas consultas y las sapientísimas disertaciones. Al fin supieron que lejos, muy lejos se encontraba un médico sabio, muy sabio. Mandaron por él a toda prisa, y lo trajeron al cabo con todo cuidado. El médico miró la lengua del enfermo, le tomó el pulso, le palpó el cuerpo, observó todos los fenómenos de su vida y todas las funciones de su organismo, llegando, por último, a decir, que para aquella extraña enfermedad sólo existía un remedio posible, a saber: que el rey se pusiera por la noche la camisa de un hombre feliz. oír esto y buscar por todas partes el precioso remedio, fue cosa de un abrir y cerrar de ojos. Soldados, ciudadanos, embajadores, pregoneros, comisarios de todas clases y categorías corrieron desalados en busca del hombre feliz que a toda costa necesitaban. Anuncios por aquí, pregones por allá, reclamos de este lado, ofertas del otro, y no aparecía un hombre feliz por ninguna parte. Ya las esperanzas se agotaban y el pobre enfermo se moría. Desesperando de encontrar dechado tan raro en las ciudades, decidieron correr por los campos donde habita toda tranquilidad y donde se allega fácilmente ese reposo tan fácil de confundir con la ventura. Nada, nada, nada. Cierta noche, corría por las orillas del Ganges uno de los comisarios gozándose en el seno de aquella hermosísima y exuberante naturaleza, extrañado de que por allí no reinase la felicidad. El río repetía las infinitas bellezas del cielo; exhalaban los bosques embriagadoras esencias; y lucían en tanto número las luciérnagas aladas, que semejaban un diluvio de estrellas. Y tanta vida, tan exuberante, tan prodigiosa, no producía ninguna felicidad, ninguna en e1 mundo, ni siquiera una apariencia engañosa. Dirigíase ya hacia la ciudad el emisario, caballero en su jaco, maldiciendo de su mala estrella, llorando la suerte de su patria, destinada a verse tan pronto destituida de aquel rey sin rival en la tierra, y oye una voz que decía: «Cuán feliz soy». Al momento de oír esto, se exalta de alegría, gira a todas partes como arrebatado por una tromba, se orienta con cuidado, se endereza al sitio de donde partía la voz, y da con una cabaña bajo cuyos juncos se encontraba de rodillas un penitente perdido en sus místicas contemplaciones y en sus éxtasis religiosos. ¿Es V. feliz, le preguntó, para cerciorarse de tanta ventura? Completamente feliz. ¿Lo es V.? volvió a preguntar. Le digo a V. que lo soy, que me siento feliz, feliz, feliz en absoluto. Entonces, pronto, pronto, déme V. su camisa. ¡Ay! El hombre feliz no tenía camisa.

—Vamos, Arturo, todos tus tiros te salen por la culata.

—No te parece perfectamente demostrado…

—Que los reyes se mueren sin remedio; que los humildes no tienen camisa; que el mundo es suplicio continuo, y la vida continua muerte.

—No bromeemos, dijo Jaime. No digamos cosas impropias del tono con que departimos desde el principio de esta conversación.

—Si querrás que lloremos.

Le observó Ramón.

—Tanto como llorar, no; pero digamos gravemente cosas graves.

—Pues oigámoslas de tus labios, Jaime, ya que tan ligeros te parecen mis cuentos, replicó Arturo picado.

—Y tan siniestros mis pensamientos, dijo Federico.

—Nosotros tenemos una fuerza tan grande como las fuerzas del Universo.

—Oigamos.

—Nosotros podemos, a nuestro arbitrio, ser los motores de la sociedad como Dios el motor de los cuerpos celestes.

—¡Ilusiones, murmuró el pesimista!

—¿Dónde está esa fuerza? ¿Cómo se llama?

—Está en nosotros, y se llama voluntad.

—¡Ah! ¡Ah! Gritaron algunos como desencantados.

—Todo depende de todo. La voluntad no depende absolutamente de nada ni de nadie.

—De los motivos que la determinan, gritó Federico.

—Y que puede contrariar a su arbitrio, replicó Jaime.

—¡Bravo! ¡Bravo! Gritaron los licenciados.

—La voluntad resulta de la fuerza universal. Es el Cosmos amor u odio. Podríamos vivir sin pensar y no podríamos vivir sin querer. Todos los seres se mueven al impulso del deseo. Todos los seres, hasta los más ínfimos, aman o aborrecen; el infusorio y el león. Digan lo que quieran los humanos, la máquina de vapor que conduce la vida es el corazón. La voluntad; hé ahí 1a causa de las causas. Agucémosla, impulsémosla, dirijámosla; y habremos conquistado el mundo.

Una salva de aplausos respondió a estas palabras de Jaime, y el eco de esos aplausos le entusiasmó en términos, que le obligó a encarecer sus ideas, a reiterar sus sentimientos, a insistir sobre el tema capital de sus disertaciones.

—¿Podéis negarlo, vosotros que tenéis por amigo el héroe de la voluntad? ¿Quién no le admira? El que no le conozca. Nacido en la opulencia se levanta como el trabajador, al mismo tiempo que se levanta la aurora. Corriendo a hacer el bien de los demás, se recata y se oculta como si fuera a perpetrar una mala acción, a cumplir una mala obra. Le hemos visto pasarse días enteros cuidando como una mujer al niño de una lavandera ausente; recluírse como un médico en hospital infestado con los enfermos y contagiosos; gastar como una hermana de la caridad sus rentas en socorrer esta desgracia, acudir a aquella necesidad, devolver la paz a una familia desgraciada. ¡Cuántas veces ha recogido el suspiro último de un colérico abandonado por todos los suyos, y lo ha amortajado y lo ha conducido al cementerio sin separarse de él hasta haberle arrojado la última paletada de tierra mezclada con oraciones y con lágrimas! ¡Cuántos matrimonios le deben la paz que disfrutan, porque él, de sus ahorros, ha fabricado su nido, dando al novio pobre útiles para el trabajo y a la novia dote y ajuar! ¡Cuántos jóvenes, pervertidos por la vagancia en estas grandes capitales, han salido de la cárcel merced a sus predicaciones, con el ánimo fortalecido para emprender el camino de la virtud y recabar un nombre sin mancha en una vida sin ninguna sombra! ¡Qué vocación la suya! Muchas tardes hemos ido de paseo al Prado y a Atocha. En el montecillo que divide este último lugar de los altos del Retiro, toman el sol gran muchedumbre de vagos, y al par juegan a las cartas. No había medio de detenerlo. Su empeño constante es luchar constantemente con el vicio. Se insinuaba entre ellos como un mero curioso; les dirigía algunas preguntas sobre las combinaciones de sus cartas; les hablaba de sus familias y de sus obligaciones; y concluía por apoderarse de ellos en tales términos y persuadirlos con elocuencia tan persuasiva que dejaban el juego y seguían todos sus consejos. Acabado esto, les repartía algunos pescozones y algunas pesetas, y les amenazaba con una inquisición continua de sus actos, y les decía que iba a probar en lo porvenir su arrepentimiento y su enmienda. Cuántas veces me ha dicho que no comprende cómo las misiones allá entre los indios pueden tener más mérito que las misiones aquí entro los cultos y civilizados europeos; mayores peligros que entre los salvajes y en los bosques se corren aquí, en el descenso a los infiernos de este mundo europeo, en el contacto con sus llagas interiores, en el contagio con sus terribles pestes morales capaces de apagar hasta la luz de la conciencia y corromper hasta el fuego más puro de la vida. Yo nunca olvidaré el pasado cólera, el día en que Madrid, angustiado, parecía próximo a desaparecer todo entero, en aquella enfermedad recogida de la atmósfera, del seno mismo de la vida. Han trascurrido seis meses y no se ha olvidado el terror. Las calles desiertas o llenas de luto y duelo, los ataúdes cruzándose por todas partes, los médicos rendidos a la enfermedad o al cansancio, las familias dispersas, los moribundos sin auxilios materiales ni religiosos, los enterradores sin fuerzas para dar sepultura a tantos montones de cadáveres; la capital. agonizando bajo aquella pesada losa de su atmósfera irrespirable en que se ahogaban hasta las aves del cielo; y entre tanta angustia, él, de pie constantemente, como si el sueño y el hambre no dominaran su naturaleza, despojando su casa de la última sábana y del último colchón, corriendo a pedir limosna cuando tenía agotados todos sus recursos; verdadero genio de caridad a la cabecera del moribundo, verdadero ángel de la muerte al pie de los cadáveres.

—Hélo ahí, gritaron todos.

Y, en efecto, apareció Ricardo.

Capítulo 2. En las tempestades sociales

—Vamos, sois incorregibles, gritó Ricardo entrando azorado en aquel comedor donde se mezclaban los vapores del vino y la combustión de las bujías y el humo de los cigarros, componiendo una atmósfera verdaderamente irrespirable.

—Ricardo, gritó Jaime, llegas en el momento mismo en que recitaba, sacando del calor de tu amistad calor para mi elocuencia, la apología del alma más grande que he conocido en este mundo.

—Pero, ¿cómo tenéis esa seriedad tan estoica en presencia de sucesos tan graves, preguntó Ricardo.

—Ya veréis, dijo Federico, ya veréis como una desgracia nueva sobreviene a probar la verdad inagotable de Dios y la paz y la ventura de que gozan ¡ay! en esta vida todos los humanos.

—El mal es un accidente, exclamó Arturo, porfiado en sostener sus polémicas con Federico; el bien supremo está siempre en el conjunto de todas las cosas.

—Pero con vuestro eterno disputar, esta es la hora en que no sabemos las noticias traídas por Ricardo.

—¡Pobre España! exclamó éste. No he nacido en su seno; pero pertenezco por mi sangre a su raza, y la amo como si fuera mi patria. Y en este momento la guerra civil estalla en sus calles; y la revolución vuelve de nuevo a sacudirla violentamente y desgarrarla con dolores intensos.

—La revolución, gritó Jaime fuera de sí, la revolución tan anhelada. Han concluido los poderes protervos. El nuevo día que asoma por el Oriente, trae una nueva edad al género humano. Las ideas perseguidas van a estallar en volcanes que iluminen y fecunden la tierra.

—¡Viva la libertad! gritaron a una todos los jóvenes allí reunidos.

—No me toca, dijo Ricardo, mezclarme en vuestras competencias. Aunque siento por la libertad el mismo culto que sentís vosotros, no puedo tomar las armas por ninguno de los combatientes. Mi ciudadanía está en otra parte y allí está mi derecho. Pareceríame un asesinato verter la sangre de mis semejantes cuando no tengo razón alguna ni motivo para combatir aquí; pero el día será terrible luchando como luchan entre sí estos leones de España, cuyo valor tiene toda la virtud y toda la intensidad de los antiguos tiempos. No seré combatiente; pero seré enfermero, médico, cirujano, todo lo necesario al alivio y al consuelo de nuestros semejantes. Que vayan unos a morir y otros a matar. Vamos nosotros a combatir desarmados por el bien de todos.

—Permíteme, Ricardo, una observación muy oportuna, dijo el misántropo Federico.

—Despáchate, porque urge el tiempo y se oyen las primeras descargas.

—No hay cosa peor que entrar desarmado en una contienda armada. Eres el blanco de los tiros que disparan ambos contendientes. Eres la víctima de todas las cóleras que estallan en los aires, y el cebo de todos los odios que pelean con tanta furia. No te interpongas, no, entro esos combatientes que, ciegos de ira, consumirán a quien crea calmarlos.

—Ya sabes, Federico, que no tiene mérito en mí correr peligros. Una fuerza superior a mi voluntad me arrastra contra mi propio deseo. Sería imposible para mí, completamente imposible oír las descargas, ver los combatientes, presenciar el sacrificio de éste, la herida de aquél, las agonías del moribundo, la soledad del cadáver insepulto, y no correr a derramar todo el bien que atesoro. Cuando hacemos aquello que no es dado evitar, ni tenemos mérito ni demérito. No me ruegues que evite peligros a los cuales me llama mi conciencia y me arrastra con sus ímpetus la incontrastable Naturaleza. Tomaré todas las precauciones que el instinto de conservación aconseja; pero arrostraré todos los peligros, que la necesidad imprescindible de hacer bien me imponga.

—Ricardo, exclamó Jaime entusiasmado, no trates de permanecer indiferente en esta pelea a cuyo éxito se libran más que intereses de nuestra patria, intereses de toda la humanidad. Tú, por el corazón que en ese pecho late; por la inteligencia que te ilumina; por la enérgica voluntad que te dirige, perteneces a la legión de los profetas, cuyos ojos descubren las cimas de lo ideal desde las tristes playas de la realidad; a la legión de los combatientes cuyos nombres en la cruzada del pueblo están por siempre escritos; a la legión de los mártires que fecundan con su sangre el pensamiento de este siglo; eres nuestro, y el clamor que hiende los aires y que encrespa las pasiones, te llama y conjura como a todos, a pelear y a morir por la emancipación de las conciencias opresas, por la realización de los desconocidos y vulnerados derechos.

—No estáis en lo justo. Así como a Federico le perturba su afecto hacia mi en el consejo que me da de abstenerme te perturba a ti el amor a tu idea en el consejo que me das de intervenir. Déjame escuchar mi vocación y cumplir en la vida mi especial ministerio. Hartos elementos de guerra hay hacinados en el suelo, hartos gérmenes de odio sembrados en los corazones, hartos hábitos de muerte esparcidos en los aires, hartos abismos de perdición abiertos a nuestras plantas para devorarnos, como insondables sepulcros: déjame que en este mar de hiel vierta yo una lágrima; que en este bramido de iras, levante yo una palabra de consuelo; que en este choque de dos combatientes feroces interponga yo lo único que tengo, mi pobre corazón, para ver si puedo amortiguar el golpe. Hablamos demasiado cuando ha venido el momento de la acción. Nada hay en estos conflictos supremos tan criminal como la indiferencia. Aquel que crea necesaria a su patria la revolución, que vaya a las barricadas; aquel que crea necesaria a su patria la autoridad, que vaya con el Gobierno; en cuanto a mí, no hay más que hablar; en esta lucha, veré combatientes que caen y los curaré y los consolaré; vencidos que huyen y los protegeré; semejantes míos que padecen y los socorreré. ¡Nadie podrá separarme de este camino que he trazado en medio del océano de pasiones procelosas tan tumultuariamente levantado en esta hora suprema. Cada cual a su puesto. Yo tengo ya escogido el mío.

El 22 de Junio de 1866 fue un día terrible que jamás podrá borrarse de nuestra memoria. Al concluir el otoño anterior y entrar el invierno, sufrimos el cólera; al concluir la primavera y entrar el verano, sufrimos la revolución. No pueden calcularse de antemano con seguridad las explosiones de una sociedad agitada como no pueden calcularse los estallidos de un volcán hirviente. Las escorias están frías; las cenizas heladas; en la cima del monte reinan el silencio y la muerte; en la falda brotan la vegetación y la vida; si algo se descubre es ligera nube de humo, blanquecina y abrillantada como el ala de un ave misteriosa que se pierde en el azul de cielos esplendentes; si algo se oye es la respiración natural de una fragua que trabaja con orden y regularidad incontrastables; pero súbitamente, tras largos períodos de reposo, el suelo se estremece y tiembla; bocas incandescentes y humeantes se abren; vapores rojizos, en cuyos senos retumba tempestad gigantesca se elevan; lluvia de piedras encendidas, semejantes a misteriosos aerolitos cae; ríos de lava roja como hierro candente corren; átomos de minerales parecidos a los copos de la nieve en lo finos y al rescoldo en lo ardientes, llenan la atmósfera y dificultan la respiración; hedor de gases sulfurosos trastornan los sentidos; cataratas de agua hirviente que, mezclándose con las cenizas forman sedimento destructor, se precipitan por todas partes; y allá en las alturas, una columna gigantesca de rayos y centellas colosales, brilla con fulgores indecibles mientras aquí en la tierra las piedras chocan con las piedras y las raíces del monte misterioso se agitan como si hubiera perdido sus bases el planeta y comenzado la ruina de todo el universo.

Algo semejante sucede en la sociedad. No sabéis dónde ha ido a posarse la idea que despedís de vuestra pluma, como no sabéis donde ha ido el ácido carbónico que lanzáis por vuestra respiración o el fluido electromagnético que recogéis y despedís por el conducto de vuestros agitados nervios. Pero lo cierto es que la idea vaporosa, la idea etérea, la idea vaga estalla en revoluciones misteriosas donde un nuevo espíritu se elabora y produce. Quizás los poderosos de la tierra no atendieron a la tragedia que en Madrid se representaba el 22 de Junio. Diríales el telégrafo, sublevación en los cuarteles, revolución en las calles, centenares de muertos, millares de heridos, triunfo del Gobierno, orden restablecido, la paz reina en Madrid. Y se darían por satisfechos en sus tronos. Pero aquella erupción había conmovido a París sin que París lo advirtiese; trastornado a Roma sin que lo supiera Roma. El trono de los emperadores y el trono de los papas de Occidente sufrieron, al estremecerse nuestras piedras, un estremecimiento de muerte. La batalla de Sadowah se daba en los campos de Bohemia, y la batalla de Madrid en las llanuras de Castilla. Coincidieron por aquellos días los dos sucesos y coincidieron más los resultados. En Sadowah, se elevaba la revolución dirigida por el Poder; en Madrid la revolución dirigida por el pueblo; en ambas partes la revolución. Aquello y esto trajeron al cabo el nuevo día de un génesis social. La esclava Hungría se emancipó; la muerta Venecia resucitó en sus lagunas; unióse bajo la tutela de un pueblo protestante la Alemania imperial antes desmembrada, y el cesarismo de París y la teocracia de Roma cayeron bajo este doble golpe en los senos del abismo. No sabía el soldado alemán lo que realizaba en aquel momento angustioso; no lo sabía tampoco el revolucionario español, que, después de haber pasado largo insomnio, se lanzaba a las calles con el descuido y la alegría con que ligero cazador se lanza a las montañas; uno y otro estaban muy lejos de adivinar que eran verdaderos instrumentos de idea tan superior a ellos como necesaria a la constante renovación y al progreso constante de nuestra humanidad en la tierra.

El día 22 de Junio fue un día calurosísimo. A las dos de la mañana, algunas nubes manchaban el cielo y algunas gotas caían de estas nubes tempestuosas. Por los bordes del horizonte se encendían lejanos y débiles relámpagos; en los giros de los aires iban como en los senos de las almas torrentes de electricidad. El sol surgió espléndido y disipó todos los vapores. Lucía, pues, nuestro cielo con ese azul que no tiene rival en Europa, y brillaba el sol en toda su lumbre y con todos sus arreboles. ¡Ay la escena a que el cielo indiferente sonreía y que el sol espléndidísimo iluminaba, era una escena de exterminio a cuya tristeza hubieran cuadrado mejor espesísimas tinieblas y torrentes de lágrimas. Si algún observador hubiera podido abarcar Madrid antes de amanecer, como lo abarcaba desde la cima de los campanarios don Cleofás en El Diablo cojuelo, viera vagar por todas partes hombres del pueblo que discurrían de aquí para allá con sigilo y que se daban al oído misteriosas consignas. A pesar del tiempo y de la estación, iban los más envueltos en largas capas y ocultaban bajo estas capas fusiles, retacos, toda suerte de armas. Las habitaciones de los principales responsables de la pública tranquilidad, estaban, al parecer, habitadas por tranquilo sueño y envueltas en tranquilas sombras. Ni una luz se veía en la Presidencia del Consejo; ni una luz en el palacio habitado por la aristocrática persona que gobernaba a Madrid; ni una luz en la capitanía general y en el gobierno militar de la plaza. Solamente en el ministerio de la Gobernación había velada a causa de despachar el ministro negocios urgentes tras una comida en casa del Nuncio, que se prolongó hasta las altas horas de la noche. Pero nadie presentía la terrible, la horrorosa, la trágica jornada que en aquellos momentos avanzaba sobre la capital, próxima a verse bien pronto envuelta en las ráfagas de una increíble tormenta.

Italia es la tierra de las conjuraciones; Francia la tierra de las revoluciones; España mezcla siempre la conjuración a la revolución. No esperéis aquí aquellos sigilosos complots que tan admirablemente urden nuestros hermanos de allende los Alpes y en que brillan su incomparable astucia; pero no esperéis aquí tampoco una de esas revoluciones de espontaneidad tan natural como las dos destructoras de Luis Felipe y Napoleón III allende los Pirineos; nosotros mezclamos, por una antigua tradición propia del carácter español, a las revoluciones con más apariencia de naturales y espontáneas una sombra necesaria de conjuración italiana. Y esta mezcla tenía el 22 de Junio. El pueblo, que estaba impaciente por sublevarse, había de ser apoyado en su gran maniobra por dos fuerzas perfectamente organizadas y perfectamente advertidas; por los artilleros así del cuartel de San Gil como de la subida al Retiro, y por el regimiento de infantería que se hallaba en la Montaña. No pude saber por qué especie de inadvertencia ni por qué especie de precipitación los artilleros del Retiro no tuvieron las fuerzas que aguardaban en el Prado para que apoyasen su salida, ni los artilleros de San Gil la espera suficiente para que el orden reinara y la disciplina se estableciese en sus filas desbandadas. Aquellas fuerzas faltaron; unas, como la artillería del Retiro salieron contra la revolución: otras, como la infantería de la Montaña, ya sublevada, cejaron al súbito influjo de un valerosísimo general; y otras, como las reunidas en San Gil, se desparramaron en tropel confuso por las calles sin dirección y sin guía, después de haber manchado aquel día extraordinario y de haber oscurecido aquella revolución general con inútiles y cruentas inmolaciones de sus mejores jefes.

Lo cierto es que la revolución se generalizó por todo Madrid y la batalla se empeñó en todas las calles; batalla al cabo entre el ejército y el pueblo. El jefe militar que los revolucionarios designaran, y que vino después desde Soria a Madrid disfrazado de pasiego, y anduvo aquella noche por nuestras calles disfrazado de cura, hombre valerosísimo, resbaló con su caballo por la plaza de Santo Domingo y cayó en la acera como herido de muerte, siendo necesario recogerlo, recluirlo en el primer escondite a mano, y preservarlo a las primeras persecuciones de la policía y a las primeras violencias de la batalla y de la victoria. Así el pueblo quedó huérfano de toda dirección regular y entregado a la furia de sus instintos y al ímpetu de su coraje. Pocas veces se habrá dado en las calles de una ciudad batalla más cruenta. El fuego se generalizó por todas partes y en todas direcciones. Las barricadas se levantaron por ensalmo como si una fuerza interior las erigiese y las tornase en volcanes de grandes erupciones. Al ver los artilleros esparcidos por doquier, algunos de ellos con cañones que arrastraban a brazo, creía el vecindario tener de su lado la parte mejor de la guarnición y se animaba hasta el punto de salir las damas con menosprecio de las balas y riesgo de la vida a presenciar desde los balcones la fácil y esperada victoria. Pero bien pronto los ánimos más optimistas se convencieron de que comenzaba uno de esos días cruentos, por la historia registrados con dolor, y que las generaciones trasmiten a las generaciones como parte de la pasión eterna desde el principio de los tiempos sufrida por la humanidad, días señalados entre las amarguras de su vida y entre las espinas de su corona.

A las nueve de la mañana todo el mundo se convenció de que no quedaba a los revolucionarios sino sus fuerzas, y todo el mundo se preparó a cumplir fielmente con sus más estrictos deberes. La universalidad de los generales corrió a inscribirse en las legiones de la resistencia, con tal presteza y en tanto número, que por las calles hormigueaban uniformes bordados, bandas y plumas como en día de parada o en día de besamanos. Contrastaba aquel lujo oficial con las caras pálidas, los ojos inyectados en sangre, las manos crispadas, los trajes descuidados, la estoica serenidad de los hijos del pueblo que salían por las esquinas y las bocacalles, armados de sus desiguales armas, a comenzar la batalla y a sostener la erección de las barricadas. No sé cuál orador ha dicho que no debía vestir la toga viril quien no hubiese asistido a una de nuestras grandiosas revoluciones. La idea se sube a la cabeza de las gentes, que parecen transfiguradas; la pasión estalla con tal empuje, que inspira el menosprecio de la vida; la actividad y la fuerza se centuplican como en todas la crisis; un entusiasmo contagioso os posee; una impaciencia de pelear os arrastra; y llegáis a la abnegación mayor y al sacrificio de cuanto os liga al mundo por esa especie de magnetismo que unos combatientes envían a los otros, en cuya virtud todos se sostienen erguidos en el humo de la guerra, y todas esperan o bien a la muerte o bien a la victoria.

—¡Qué siniestros ruidos! Las piquetas arrancan las piedras; los trabajadores levantan las barricadas entre canciones políticas y gritos de entusiasmo; las campanas tocan a rebato como anunciando el incendio de las almas; las voces de combate resuenan con su estridor terrible; los pasos de las patrullas y de los regimientos agobian el suelo según retiembla; el tambor redobla sus toques siniestros de ataque, y la corneta su paso de carga; el nutrido fuego de fusilería como un trueno que precediera a granizada de plomo fundido, acompaña las descargas de artillería a cuyos estampidos las casas se bambolean cual si zozobraran en aquella tormenta; y a todo este estruendo imposible de idear ni de fingir no habiéndolo oido, se unen las injurias, los votos, las imprecaciones, los mutuos insultos con que los combatientes se persiguen, como si después de haber sembrado en el suelo tantos cuerpos o heridos o exánimes, quisieran ciegos de furia destruir también y aniquilar las almas.

Jamás los que en semejante día vivieron podrán olvidarlo. En el cuartel de San Gil, en el parque de artillería contiguo, la batalla se empeña cuerpo a cuerpo al arma blanca cuando no bastan los tiros y en las escaleras y en los corredores y en los salones, pareciéndose los combatientes a fieras rabiosísimas encerradas en la misma jaula. Da horror ver cómo los de dentro cazan desde las ventanas a los de fuera, y cómo los de fuera cuando penetran ciegos de terror y de ira tras el espectáculo de sus compañeros muertos, tras el peligro de sus propias vidas, en la embriaguez de la cólera, en el delirio de la venganza inmolan, sin darse punto de reposo, a cuantos encuentran al paso. No queráis verlos, sí no los habéis visto, a estos combatientes de las calles cubiertos con el polvo y el humo y la sangre, desgarrados los trajes, amoratados los rostros, saltándoles de las órbitas los ojos, negras las manos, cargados con sus fusiles que arden y con sus sables que gotean sangre, abalanzándose sobre sus presas y despidiendo al mismo tiempo entre resuellos de ira injurias de muerte. El combate creció tanto, que se oía en los dos extremos de Madrid con la misma violencia que en el centro. Fuego en la plaza de San Gil; fuego en la plaza de Santo Domingo; fuego nutrido por los alrededores de San Ildefonso; fuego nutridísimo en las calles del Desengaño y Fuencarral; fuego por Antón Martín y Atocha; fuego en el mercado de la Cebada; fuego en las aceras de la Magdalena; combates parciales y aislados; escaramuzas continuas y pertinaces; encuentros sangrientos cuyo total resulta mucho más desolador que cualquier gigantesca batalla. No olvidarán jamás los que pelearon aquel día, cómo se desplomaban las barricadas; cómo caían los cuerpos acribillados por las balas; cómo resollaban los heridos al desangrarse y retorcerse en el suelo; cómo la metralla arrastraba en nubes de humo y polvo piedras y hierro candente; cómo los pies se resbalaban en la sangre de que aparecían empapadas las piedras; cómo se tropezaba a cada paso con un cadáver; cómo había necesidad de tenderse sobre aquel suelo humedecido para libertarse de los tiros lanzados de uno y otro lado que sembraban en rededor vuestro la ruina, la desolación, la muerte. Cuando vino la noc he, nada más terrible que el silencio después del estruendo. El pueblo acaba de ser vencido. A las órdenes imperiosas de los vencedores, las casas se iluminaban con los farolillos destinados a las fiestas, y en aquella soledad, estos aparecidos de los días de Júbilo semejaban las antorchas en los cementerios. Por todas partes se oían los gritos de los heridos o se deslizaban como sombras los cuerpos de los fugitivos esquivándose a la persecución y a las delaciones. Algunas barricadas se mantenían de pie y luchaban sus defensores con mayor desesperación, y, por consiguiente con mayor coraje a medida que llegaban peores noticias, cual si buscasen, decididos a dar la muerte o recibir la muerte, una venganza para los desmanes de los suyos y un consuelo a la propia y decisiva derrota. Entrada la noche, algunos luchaban todavía desde las casas; pero en los estertores de la última rabia. Era de ver, apagados los reverberos por la interrupción de las cañerías del gas, encendidos los mustios faroles en las altas ventanas, a los siniestros resplandores de aquella luz, las barricadas en ruinas, los despojos en confusión, la sangre coagulándose entre las piedras, los vencidos huyendo, los centinelas atisbando recelosos, los cadáveres todavía insepultos con la cabeza en la acera y el cuerpo en el arroyo, los caballos sin jinete de aquí para allá corriendo espantados, desbocados, como si hubieran visto condensarse en los aires todo el odio de esta cruenta guerra de las calles, verdadera guerra de exterminio.

Pero entre esta desolación universal cruzaba como un ave que no quisiera posarse en la tierra el alma de Ricardo. Temperamento ardentísimo, voluntad exaltada, inteligencia abierta a todas las ideas de este siglo, corazón ardiente al fuego de la pasión más pura por la libertad, había ahogado todos estos ímpetus de su naturaleza para consagrarse al bien y verter el bálsamo de sus consuelos sobre todas las exacerbadas heridas. En cuanto la batalla comenzó, Federico se encerró en su casa; Arturo se dio a meditar sobre las ventajas que vendrían a la humanidad de aquellos acontecimientos, preguntando cuanto sucedía con el más vivo interés y yendo a los sitios de mayor peligro por mera curiosidad; Jaime cogió la bandera tricolor y la carabina para encaminarse a las barricadas donde le aguardaban sus amigos y le pedían sus ideas; mientras que Ricardo, de los jóvenes licenciados seguido, se dio a la caridad, al bien, a interponerse como un sacerdote entre los combatientes, a curar como un médico, a los heridos, a correr como una hermana de la caridad tras la camilla del moribundo y la mortaja del muerto.

Aún no acababa de dejar la Puerta del Sol y la Carrera de San Jerónimo, cuando ya tenía ocasión de ejercer sus instintos y desempeñar su cuasi divino ministerio. Sorprendidos en la cama, llamados por la alarma, algunos oficiales se dirigían desde sus casas a los cuarteles para ponerse a la cabeza de sus respectivas compañías. No había medio de ocultarse; el vistoso uniforme los denunciaba desde lejos, y aquella carrera de su casa a su cuartel, debía ser bien peligrosa, porque los insurrectos se hallaban diseminados por todas partes y apercibidos a detener a sus enemigos. Subía uno de estos oficiales, joven de pocos años y de gallarda figura, por la Red de San Luis en demanda del cuartel de San Mateo, cuando varios insurrectos desembocan por el mercado que se llama del Carmen, y atisban al flamante militar casi a la puerta del Ateneo. Verlo y apuntarle sus carabinas fue obra de un abrir y cerrar de ojos. Ricardo conoció con el prodigioso instinto que Dios ha puesto en todos los llamados a redentores de sus semejantes la difícil posición del oficial y los medios más seguros de salvarlo. Así es que, al momento dejó el silencio profundísimo que había guardado desde la Carrera de San Jerónimo; y volviéndose al grupo que le seguía, gritó con voz de trueno: ¡Abajo los tiranos! ¡Viva la libertad! Los jóvenes que le seguían, se extrañaron mucho del grito; pero lo siguieron y le secundaron unánimes con todo entusiasmo. Los insurrectos, que seguían atisbando al joven militar, se sintieron movidos de curiosidad al ver semejante grupo de auxiliares no prometido ni esperado. El oficial, conociendo que no tenía defensa alguna en aquel apuradísimo trance, se arrimó a la pared muy resignado, y aguardó la muerte con heroica calma, pues nada podía hacer contra el número y la superioridad de sus contrarios, y nada intentar sino rápida y vergonzosa fuga.

¡Muchachos! gritó de tal suerte y con tales pulmones Ricardo, que todos tornaron la cabeza hacia él y se prendieron a sus labios.

—¡Viva la libertad

—Vivaaa… gritaron a una cuantos le escuchaban con ese entusiasmo propio de nuestros ardientes corazones españoles.

—Pues bien, muchachos..: y poco a poco Ricardo se había interpuesto como quien se desliza entre la carabina del barricadero y el cuerpo del militar.

—Pues bien, muchachos, gritaba Ricardo con todos sus pulmones, uno de vuestros oradores lo ha dicho, las manchas de sangre que no se ven fácilmente en la roja púrpura de los tiranos resaltan a más no poder en la blanca inmaculada bandera de los pueblos.

La hermosura varonil de Ricardo; su ancha frente, la cual irradiaba ideas en todos estos trances supremos; la avasalladora mirada que atraía la atención hacia los profundos abismos de sus ojos; el elegantísimo dibujo de sus labios trazados como para despedir torrentes de elocuencia; su ademán humilde al par que imperioso; su gesto artístico sin dejar de ser natural; las oportunas palabras dichas en este instante; el oportunísimo recuerdo invocado, le ganaron todas las voluntades en esta tierra semi—semítica nuestra, tan dispuesta y decidida a seguir e imitar a todos los oradores por lo mucho que tienen de profetas.

—Señorito, mire que le voy a descerrajar el tiro guardao para ese perro de melitar calcunda y condenao que quiere tratarnos como a perros rabiosos, le dijo el barricadero con esa mezcla de cortesía y de familiaridad tan reconocidas por todos en nuestro pueblo.

—¿Le vas a matar? le preguntó Ricardo con calma.

—Lo voy a freír y a todo el que se ponga por delante.

—¡Grande hazaña!

—Chico, ese es otro faccioso, dispara, gritó uno de los amotinados.

—Faccioso, porque quiero recordaros vuestro deber; faccioso porque despierto en vuestras almas dormidas la luz de la conciencia; faccioso porque defiendo a un hombre inerme contra seis o siete trabucos cargados hasta la boca; faccioso porque deseo evitar a esta hora de resurrección un crimen, y a esta causa del pueblo una mancha indeleble de sangre; faccioso porque os conjuro a seguir el ejemplo de todos nuestros liberales jamás manchados con un asesinato; los facciosos seréis vosotros, los que creéis una grande hazaña ir diez contra uno; yo tengo idea más alta de la libertad, y yo me creo incapaz de eso, porque late en mi pecho un corazón lleno de sentimientos populares y consagrado desde los primeros latidos de mi vida a la adoración de la democracia que se asienta en los principios eternos del derecho y en las divinas ideas de la justicia.

No hubo remedio. Después de un párrafo así, tan meridional por el calor, tan español por el estilo, tan varonil por el arranque, tan elocuente por la forma, tan popular por la claridad del fondo, inspirado en el bien, dicho disputando un hombre a la muerte, enderezado al corazón de las muchedumbres, tan fáciles a todos los sentimientos vehementísimos, la causa del militar estaba ganada, y él a salvo. Una tempestad de aplausos respondió a la palabra de Ricardo, y entre las aclamaciones se deslizó la victima próxima a caer un minuto antes en el suelo herido por seis o siete balas, y siguió su camino hasta ponerse en salvo.

—Buena la hemos hecho, exclamó un vejete del pueblo.

—Miste qué Dios, dijo una pescadera.

—Si a mi marío lo coge la tropa, lo pone el pellejo como una criba a balazos, añadió otra mujer del mercado.

—Todavía voy a tener que defenderos a vosotros de vosotros mismos, exclamó Ricardo.

—Si empezamos así… dijo otro armado de todas armas, retaco en la mano derecha, palo en la izquierda, pistola en los sendos bolsillos, tres ó cuatro navajas de Albacete en el cinto.

—¿Y os creéis valientes? les preguntó Ricardo.

—¿Pues no hemos de serlo, si lo fuimos desde el vientre de nuestra madre?

—¿Y los valientes se atreven a matar a hombres desarmados, que quizá participan de sus ideas y que van dirigidos por compromisos de honor como vuestros compromisos al cumplimiento de su deber?

—Tiene razón el señorito, dijo uno de los interlocutores.

—Sobre todo, yo estoy aquí a vuestro lado. Yo no me retiraré a mi casa hasta que haya concluido el combate. La gente que ese hombre mande puede matarme a mí como vosotros; las balas que a sus órdenes se disparen pueden llegar a mi cuerpo como al vuestro. Pero nunca debemos estar tan bien con nuestra conciencia como al resolvernos a morir. Y no es de hombres honrados, repito, ensañarse con un enemigo inerme. De otra manera debemos presentarnos, como soldados del pueblo, a defender su causa y si caemos en la demanda, como mártires, a dar cuenta a Dios de nuestras acciones y de nuestra vida.

Una ovación verdaderamente entusiasta siguió a estas palabras, y Ricardo pudo continuar su camino mientras los interlocutores se apostaban perfectamente para recibir a las tropas y empeñar la pelea.

Tomó el joven Red de San Luis arriba, pasó por la fuente, vaciló entro dirigirse bien a la calle de Fuencarral, bien a la calle de Hortaleza; pero, oyendo fuego hacia su izquierda, prefirió la calle de Fuencarral por creer mayor allí el peligro y mayor la necesidad de sus socorros. En efecto, al término de esta calle, hacia la izquierda, acababa de empeñarse una batalla en regla y se oía el tiro de fusilería mezclado con el estampido de los cañones, y lo que aún era más horrible, las mutuas injurias y los mutuos insultos de los combatientes.

—Verdugos del pueblo, decía el pueblo a los soldados.

—Ladrones, pillos, incendiarios, asesinos, decían los soldados al pueblo.

—¡Viva la reina! gritaban unos a cada descarga.

—¡Viva Prim! respondían los otros. Y aquí lanzaban los mismos o mayores insultos a sus respectivos lemas.

Ricardo llegó por fin a un sitio donde había todas las dificultades del mundo para pasar. Apostados los insurrectos tras de barricadas a medio construir; apostados los militares en las bocas de las calles, al abrigo de las esquinas, en el dintel de las puertas, se erguían, se mostraban, salían unos y otros en medio del arroyo o de la acera, en las cimas de los improvisados reductos para descargar sus respectivas armas, volviendo a desaparecer prontamente como si de los abismos surgieran y tornaran a los abismos. Las balas, por consiguiente, caían como una lluvia espesísima. La sangre, por doquier corría, difundida como si fuera un licor baladí por las aceras, además de haber salpicado horriblemente las paredes. El cuerpo de un guardia civil estaba tendido y abandonado al pie de baja ventana herméticamente cerrada. Al caer había abrazado con tal fuerza su fusil, que lo mostraba casi confundido con su cuerpo. Un perro, doliente y plañidero, dando aullidos que hubieran despedazado, no ya los corazones, las piedras, lamía la herida abierta en la frente de su amo y husmeaba en los oídos, en los labios como para prestar al cuerpo inanimado su propio aliento e infundirle su propia vida. Ricardo volvió la cabeza y encontró que nadie le seguía porque a todos sus compañeros les faltara el ánimo necesario para arribar hasta aquel sitio. Y, en efecto, dos balas se pegaron dos dedos más arriba de su cabeza; un metrallazo se llevó gran fragmento de la esquina donde se había guarecido; un caballo, que sin duda acababa de dejar su jinete tendido por alguna parte, se desplomó acribillado a sus plantas. Ricardo no podía dejar el cadáver de un semejante suyo a la intemperie, ni prescindir tanto, de su propia conservación que se expusiese a morir por recoger un muerto. Pero le dolía ver cómo un animal solamente velaba y cuidaba y plañía y lloraba aquel cuerpo humano, por sus semejantes, los humanos, al odio y a la guerra tristemente inmolado. Y se tendió en el suelo, para preservarse mejor de las balas, y se arrastró como una culebra, y cogió por los pies el cadáver, y lo empujó hacia sí con tal ímpetu, que pudo llevarlo tras una esquina, y meterlo en el zaguán de una casa, donde a lo menos lo preservaba de los rayos del sol, que habían sobre él amontonado enjambres de voraces moscas.

Todavía no estaba acabada semejante operación, cuando aparecieron dos mozos de cordel llevando en una camilla pálido joven, perteneciente a las filas del pueblo, y herido de muerte. Los dos marusos que no estaban por morir tan jóvenes, al verse en medio de aquellas ráfagas de plomo derretido, dejaron la camilla en medio del arroyo, y corrieron a salvarse como alma que lleva el diablo, desapareciendo bien pronto de aquella terrible escena. La única precaución que tomaron para preservar al desgraciado mortal caído en sus manos, fue envolverlo y ocultarlo de tal manera en las cubiertas de la triste camilla, que pudiese muy fácilmente asfixiarse. Así, bajo aquella especie de paño mortuorio, palpitaba un cuerpo con sacudimientos casi epilépticos, y resonaba un quejido continuo. Las balas podían bien pronto concluir con aquel dolor, porque cruzaban en todas direcciones, y rozaban casi con la cubierta de aquel triste lecho ambulante. Una de ellas fue a dar en el pie delantero y derecho de la camilla, volcándola casi, y descubriendo al desgraciado e interesante enfermo. Unos minutos más allí, en aquel peligro inminente, y no había remedio, era blanco de los tiros y pasto de la muerte. En tal situación, Ricardo solamente pidió consejo a su corazón, y solamente oyó la voz de la humanidad, que resonaba en su conciencia, exaltada por el culto al deber, por el amor al sacrificio. Así corrió desde su esquina a la camilla con la celeridad misma con que corrían las balas, y se abalanzó al cuerpo del herido, para preservarlo de las asechanzas del peligro, con riesgo de su propia existencia. El infeliz mortal, que sufría dolores acerbos, y que deseaba la vida como todo aquel receloso de morir pronto, se agarró a su protector inesperado como aquel que se ahoga en el fondo de las aguas, en la oscuridad de la próxima muerte, en las angustias de la asfixia, en los estremecimientos de la agonía se agarra al que va a salvarlo, y lo ase con fuerza, y lo oprime con fuerza y consigo lo ahoga. En efecto, una bala atravesó el ala derecha del chambergo de fieltro que llevaba Ricardo, y otra bala agujereó los faldones de su levita dejándolo ambas intacto y salvo. Mas no era posible continuar allí, porque no era posible que ni uno ni otro salieran ilesos de tamaño riesgo.

—Usted no debe ser un mortal, sino un verdadero ángel, dijo el herido, abrazando cada vez con más exaltación a su salvador.

—Soy un amigo de todos cuantos sufren.

—Nadie sufre tanto como yo.

—¿Puede V. ponerse de pie?

—Imposible.

—Se necesita salir pronto de aquí.

—Salgamos.

—Pero, ¿cómo?

Otra bala vino a dar en otra pata de la camilla, y a derribarla de tal manera que la posición del pobre enfermo resultaba a cada momento más insostenible.

—Mi madre…

—¡Madre mía! Exclamó Ricardo al oír aquella exclamación del infeliz enfermo. Póngase usted de pie, y apóyese en mi brazo.

—No puedo.

Y al decir esto, cascos de metralla levantaron las piedras de alrededor, envolvieron a los dos en nubes de polvo y de humo, y rozaron con la almohada de la camilla, quemando casi la cara del herido. Una de las piedras hirió levemente la mano de Ricardo, a pesar de esta levedad de la herida, terriblemente ensangrentada. Entonces, nuestro heroico joven, sacando fuerzas de flaqueza, recogiendo todo su aliento, con un impulso verdaderamente sobrehumano y una energía incontrastable, sin saber cómo, por uno de esos actos en la desesperación inspirados, cogió enfermo, colchonetes, almohadas, cubierta, y lo trasportó a sitio seguro, cayendo al llegar, a lo que podríamos llamar el puerto, como desmayado y exhausto de tanto esfuerzo, en el duro suelo.

Los amigos de Ricardo, que se hallaban guarecidos en sitios de refugio, corrieron hacia donde estaba el joven caído, en cuanto notaron su desmayo, para socorrerle y salvarlo. Pero el accidente había sido un vértigo, y Ricardo, con la elasticidad propia de sus cortos años, se puso pronto de pie, y se convirtió hacia su protegido, que le miraba con ojos de indecible agradecimiento.

—Ricardo, gritaron sus jóvenes amigos. Os habían llevado el botiquín.

—Bueno está eso.

—Te metiste en la boca del lobo.

—Ni el valor más probado sigue a la temeridad insensata. Cualquiera diría que eres un suicida: dijo el licenciado en medicina, que hacía una triste figura con su frac empolvado y su sombrero de ceremonia, en aquella hora solemne y en aquella crítica situación.

—¡Vaya! Que me preservé perfectamente. No asomaba ni las narices, por temor de que bien una bala del pueblo o bien una bala del ejército me dejaran frío. Pero, ¡cómo resistirme a socorrer este herido! Vamos, tú, Galeno, pronto, pronto, mira lo que tiene este pobre herido, y cúralo.

—Mañana debía casarme, dijo el herido con voz fatigosa. ¡Pobre María!

—Deje V. pensamientos tristes, y piense en curarse y ser útil a su familia y a su patria, le dijo Ricardo.

—¿Qué hubiera sido de mí sin V.? Cuando vea a mi madre le diré; por este joven tienes hijo, y a mi novia, por este joven tienes tu amante esposo.

—Es necesario proceder rápidamente a la curación, exclamó el licenciado.

—Y aquí estamos amenazados, dijo Ricardo, de una nueva irrupción de combatientes e imposibilitados para toda maniobra.

—El edificio más cercano a nosotros y más alejado del combate, pensó el joven médico, es la iglesia de San Ildefonso.

—Pues vamos a la iglesia de San Ildefonso, exclamó Ricardo con esa firme resolución que tenía en cuanto trataba de hacer bien a los demás, y esparcir como una sombra benéfica sus sentimientos de caridad y emplear sus arranques de próvida virtud.

Los jóvenes dispusieron la camilla como Dios les dio a entender; arreglaron al enfermo con presteza, y se dirigieron solícitos y con esmeradísimo cuidado hacia el punto convenido. Al llegar se encontraron con un espectáculo bien propio de las revoluciones. Los apostados allí habían cogido un joven, que muy apuesto y erguido, adornado con un rico uniforme de San Juan de Jerusalén, se dirigía al palacio de los reyes, y lo tenían preso en el depósito señalado a los cadáveres. Por de pronto no hicieron caso alguno de él, y se limitaron a encerrarlo. Pero luego vinieron noticias de que varios liberales apresados por las tropas del Gobierno habían sido, sin formación de Consejo verbal siquiera, instantáneamente fusilados; tristes noticias, que no tenían fundamento alguno, y que nacen y se acrecientan y se abultan grandemente en las revoluciones, a cuyo calor se eleva, cual en los climas tropicales, tanta vida, pero también tantas monstruosidades. Mas ¿cómo dudarlo, cuando se trataba de enemigos? Y ¿cómo no creerlo, cuando lo decían muchos que llegaban fugitivos, con el humo de la batalla todavía en el rostro, y que juraban haberlo visto? Así es que inmediatamente se acordaron de los rehenes que tenían, y decidieron por ende fusilar sumariamente al buen caballero de San Juan de Jerusalén. Ricardo llegaba en el momento mismo en que se constituía el Consejo, y entraba en el depósito de cadáveres a deponer a su herido, exánime, agonizando, medio muerto. Y aún no ha llegado, mientras sus compañeros aparejan vendas, hilas, bálsamos, cordiales, merced a un caritativo farmacéutico de la vecindad, se entera de todo cuanto acontece. No hay remedio; el Consejo de Guerra se ha formado, el sumario procedimiento se ha concluido, la sentencia se ha dado, el palaciego va a morir en desquite de las falsas o verdaderas barbaridades atribuidas al Gobierno y a sus tropas. Imagínese el terror de la víctima e imagínese también la compasión de Ricardo. Al pronto se le ocurre salir, hablar, mover los corazones de aquellos jueces improvisados, como había movido en la Red de San Luis, por un arranque de elocuencia, los corazones de los improvisados combatientes. Pero dos recursos iguales empleados en un solo día no podían darle de ninguna manera idénticos resultados. Así es que al ver los peligros del joven y la urgencia de salvarlo, se dirigió a un rincón oscuro de aquel lóbrego sitio, al hueco de una capilla, y le dijo que tomara su traje y que le diera su uniforme. A pesar del instinto de conservación, que a todo se sobrepone, el sanjuanista se negaba, receloso de que tanta abnegación le costara a su patrocinador la vida. Pero Ricardo le observó que él tenía muchos conocidos entre los revolucionarios, y por lo mismo celebrarían su estratagema y respetarían su vida. A tal observación nada tuvo ya que oponer el favorecido, y de prisa, temblando, entre el eco de los votos que le condenaban a muerte y los aplausos de la muchedumbre que aplaudía aquel acto de justicia, se cambió de traje, y se deslizó en medio del concurso hasta recabar y conseguir su libertad.

Acabado, pues, el proceso, publicada la sentencia, todo a viva voz, todo sumariamente, fueron varios, que representaban el papel de soldados, al depósito y cogieron la víctima dándole algunos minutos para reconciliarse con Dios y disponer verbalmente su última y suprema voluntad. Ricardo se engañó de medio a medio; nadie le conocía entre aquellos tropeles de sublevados reunidos por la casualidad y que pronto por la casualidad serían disueltos, tan anónimos y tan irresponsables como la ráfaga del huracán en la atmósfera y como la onda de la tormenta en el mar. Así es que dirigiéndose hacia ellos les dijo, con aquella dulzura propia de su carácter.

—No tengo nada que disponer; no tengo para qué reconciliarme con Dios por una razón muy sencilla, por no ser la persona que buscáis.

—No diga V. eso, le replicó el que mandaba el pelotón.

—Pues lo digo porque debe decirse siempre la verdad. Ibais a fusilar a un palaciego y tendréis que fusilar a un liberal. He mudado con él de traje porque creía mi cuerpo más seguro que el suyo de vuestras balas. Pero si a toda costa queréis una víctima, yo estoy aquí, inmoladme. Sólo os digo como habréis perdido vuestra pólvora y vuestras balas porque inmolaréis uno de los vuestros. Me olerá principalmente a pólvora el cerebro; pero si lo examináis después de atravesado por vuestros proyectiles, percibiréis que huele también a liberal, y a liberal avanzado, avanzadísimo. Vaya en gracia. Cúmplase vuestra voluntad soberana.

—No queremos oír más excusas, dijo uno de los individuos del pelotón, movido por esa manía de hablar que aqueja a los revolucionarios en todos los momentos más críticos.

Si no es V. el palaciego que buscamos, al cabo, es V. su natural sustituto, y como ha mudado con é1 de traje, quizá también ha mudado de pellejo y con él se ha ido también todo cuanto V. tenía de liberal. Ha burlado V. la justicia del pueblo, y por burlar la justicia merece el mismo castigo que el anterior por provocarla.

—Ademas, ¿quién nos ha dicho que V. no es usted? dijo un revolucionario.

—Justamente, añadió otro, un sanjuanista dejamos y un sanjuanista volvemos.

—Pues no, que estaríamos aquí como procuradores o jueces, para identificar las personas,

—Yo no recuerdo, la fisonomía de la cara del otro.

Dijo un oficial de carpintero con uno de esos barbarismos tan frecuentes por los barrios bajos de nuestra culta capital.

—Pongámonos en el caso de la ordenanza. Nos dicen que llevemos al sanjuanista encerrado en el depósito de cadáveres, hemos encontrado uno, lo llevaremos; y todo está concluido porque hemos llenado perfectamente nuestro deber y obedecido al pie de la letra nuestras precisas e invariables instrucciones.

Ricardo, que tanto había socorrido a todos en estos trances, no tenía quien le socorriera a él. Sus compañeros, únicos autorizados a testificar la identidad de su persona, acababan de irse con el herido a una botica cercana para apercibirle mejor todos los medicamentos, y cuidarle, si quier fuese interinamente, con mas recursos y con mejor esmero. Así es que, entre aquellos revolucionarios de pelo en pecho, nadie reconocía a Ricardo, y nadie, por consiguiente, podría deponer en favor de su persona ni socorrerle en aquellas supremas angustias. El joven pertenecía a esas almas grandes, que no se curan de todo cuanto pueda argüir en su contra mientras no les arguya también clara y distintamente su conciencia, y que confían su justificación a los sucesos y a los tiempos en la seguridad de que Dios y su justicia no se ausentan jamás de esta nuestra tierra. Lo apretaba mucho el trance en que se había metido, pero aún aguardaba salvarse porque le parecía imposible que el hacer bien pudiera traerle un mal irreparable. Pero en aquel momento los anuncios todos eran desconsoladores y desesperantes para la mejor naturaleza del mundo: la más dada a esperanzas, la más mecida en ilusiones, la más segura de las humanas bondades podía creer de que aquella tragedia llegaba a un desenlace espantoso. La plaza ofrecía bien extraño aspecto. Algunos revolucionarios, subidos en las torres, tocaban las campanas a rebato; otros, desde los tejados, seguían la marcha de los combates y anunciaban todo cuanto entreveían con repetidos clamores y gritos; multitud de mujeres apilaban las barricadas y multitud de niños traían piedras en espuertas; varios milicianos improvisados hacían evoluciones que les preparaban al combate; y el Consejo de guerra sentado a la puerta de la iglesia para presenciar el cumplimiento de su sentencia, mandaba al pelotón que se formase a la entrada del mercado para que cumpliese su cometido y sacrificase al reo, satisfaciendo por completo el voto de la conciencia popular allí representada y la vindicta de la revolución ofendida. Al salir Ricardo, un rumor resonó por toda la plaza.

—Miren qué papagayo, decían unos.

—Miren que cangrejo cocido, gritaban otros.

Sin embargo, sus ventajas personales lucían de una manera extraordinaria en aquella hora suprema. Su cabeza parecía llevar una aureola de santidad. Su frente irradiaba más que nunca la luz del pensamiento. Sus ojos fijos en una idea, quizá en una interior visión, tenían esa sublimidad del martirio que puede entreverse en la vida y no puede pintarse en el arte. Todo su ser llegaba a una de esas transfiguraciones que alcanzan los sentimientos sublimes y las grandes ideas. Bien pronto aquella multitud volvió en sí misma, a la vista del joven, al encanto de su varonil hermosura, al prestigio de la juventud, al reclamo de sus propios generosos sentimientos que pueden extraviarse un momento, pero no pueden perderse por completo. Un rumor de admiración siguió a los estremecimientos del odio. Una vivísima idea de compasión sucedió a las antiguas ideas inspiradas por la ira.

—No le matéis, no lo matéis, gritaron las mujeres primero.

—No lo matéis.

Dijeron luego los jóvenes.

Los mismos jueces que pudieron condenarle ausente, no podían herir aquella frente elevada y sin una ligera nube; aquellos ojos serenos que irradiaban caridad; aquellos labios abiertos como para bendecir, aquella juventud que iba a la muerte con serenidad. heroica, sin duda por creer que jamás se le podía acabar la vida. Pero, a mayor abundamiento, apareció allí, aclamado, seguido de una gran muchedumbre, puesto, digámoslo así, en el pavés de la revolución, el joven y heroico demócrata Jaime García, que pasara toda su jornada en una batalla constante. Cuando llegó, cuando vio a Ricardo vestido de aquella manera, fue de risa y broma su primera frase. Pero bien pronto la idea que tenía de sus virtudes le inspiró el pensamiento propio de la situación, el pensamiento de que sería debido aquel cambio de traje a una de esas acciones heroicas cuyo secreto móvil se encuentra siempre en la abnegación sin límites de aquella alma grandiosa nacida para el sentimiento y el ejercicio de lo sublime en la tierra. No hay para qué añadir cómo se pondría y qué reconvenciones dirigiría a sus correligionarios en cuanto supo que Ricardo corrió, por sus impulsos al bien, grave peligro de muerte. Después de estas escenas los dos jóvenes se dieron a un reposo momentáneo y a una mutua comunicación de sus respectivas impresiones.

—¿Qué crees de esta jornada, Jaime?

—La creo completamente perdida.

—¿Por qué batallar con la seguridad de un desastre?

—Por cumplir un deber imperioso, por salvar la honra, por satisfacer la conciencia.

—La libertad, la primera de nuestras facultades, ¡cuán cara nos cuesta! ¡a qué subido precio la compramos! ¡qué sacrificios tan cruentos nos exige!

—Sobre todo, en estos pueblos que no tienen idea tan clara de su derecho como los pueblos sajones. La opinión jamás logra abrirse paso por los grandes y amplios respiraderos que tiene en todos los pueblos libres. Se condensa en el silencio, se irrita con la persecución, se exacerba y estalla en estas explosiones, que son bellas, pero que son también devastadoras, como las explosiones de un volcán.

—Una fuerza desorganizada se encuentra en frente de otra fuerza organizada. Un pueblo combate con un ejército. El pueblo tiene más sangre que dar, más sacrificios que hacer; su resistencia será más heroica, su empuje más fuerte, su ímpetu más avasallador: pero el cálculo vencerá a la impericia, la ciencia dominará a la vida, y la fuerza que brota de un poderoso organismo arrollará a la fuerza anárquica y desorganizada.

—Lo mismo creo y lo mismo digo, Ricardo; no hay esperanza alguna de que triunfemos hoy. Tantos esfuerzos serán por el pronto inútiles. Tanta sangre se evaporará y se desvanecerá tristemente en lo vacío. Mañana, de seguro, no habrá más que algunas piedras removidas en el suelo, algunos cadáveres tendidos por las calles, algunos charcos de sangre que se borran de la tierra. Nuestros enemigos vencerán y se regocijarán de su victoria. El fuerte látigo con que nos cruzan las caras, será más agudo. El pesado hierro con que nos abruman los hombres, será mucho más grave. Nuestra esclavitud no tendrá esperanza ni remedio por el pronto. Pero levántate de aquí; en idea cruza con tu inteligencia los tiempos por venir, escudriña sus secretos, y verás cómo este sacrificio tan cruento no podrá ser un sacrificio perdido. Ahora echamos las bases graníticas de ese nuevo planeta de la justicia que ha de elevarse erguido y brillantísimo sobre el viejo planeta de la tiranía y del feudalismo. Los huesos que hay esparcidos en esas calles, y que parecen fríos, alimentarán mañana la combustión de la vida universal, purificados en el fuego de la libertad, y avivados por la transfiguración sublime que traen consigo todos los grandes sacrificios. La sangre que ha caído sobre esta tierra estéril, será de una fecundidad prodigiosa. En sus inciertos vapores van disueltas muchas ideas. Nosotros no podemos saber la trascendencia que el hecho de hoy podrá tener en todos los tiempos, ni la virtud creadora que alcanzará mañana un pensamiento quizá prematuramente sembrado en la conciencia pública. Pero hay días creadores, y éste es uno de ellos; hay días en que los pueblos pasan de un hemisferio a otro hemisferio del tiempo, y nos suceden las mismas extrañas cosas que les pasaban a los compañeros de los grandes descubridores y de los grandes navegantes, cuando iban a cruzar esas líneas ecuatoriales que dividen y separan los hemisferios del planeta. Parece que los astros cambian de posición. Parece que la aguja imantada, cuya constante fijeza nos señalaba el rumbo, se perturba y rueda como tomada de un vértigo. Pero no por eso el mundo se ha acabado. Entramos en nuevos mares, en nuevos continentes, en nuevos horizontes. La naturaleza se renueva y se engrandece. La vida toma aspectos más brillantes. El mundo nuevo parece el eden perdido en nuestra memoria, que renace en nuestras esperanzas…

Cuando estaban más embebidos en la conversación resonaron más cerca los tiros, y tuvieron que levantarse ambos jóvenes e irse cada cual a continuar su respectivo ministerio. Jaime, que luchaba, cogió el mando de sus pelotones, y les señaló el sitio que cada cual debía ocupar en la próxima lucha. Ricardo, que consolaba, organizó su pelotón también de médicos y de cirujanos improvisados, los cuales se habían provisto de todo lo necesario para aliviar, para curar, para llevar la salud allí donde llevaba la desastrosa guerra el dolor y la muerte. El ruido de fusilería y el ruido de cañón eran formidables. Los vencedores, que tal nombre debía darse ya a las tropas, venían por tres puntos distintos: por la calle de Colón, ganada ya la de Fuencarral; por la calle de Valverde, sometida ya la del Desengaño; por la Corredera alta de San Pablo, vencidos los barrios que más resistencia ofrecían, al extremo Norte de Madrid. No había más remedio que esperar allí a una resistencia inútil, o retirarse en orden para buscar mejores fuerzas y mayores núcleos de combate. Eran las tres de la tarde, y la batalla duraba desde las tres de la mañana, en aquellos largos y calurosos días del solsticio de verano. Las tropas venían furiosas, pues les habían opuesto una resistencia sublime en todas partes.

Jaime no creyó que debía retirar en tropel y a la desbandada sus gentes, sino conducirlas con orden, y antes de disolverlas, probar su ánimo y sus fuerzas en porfiado combate. Sabía que la jornada era ya completamente perdida; pero quería que por lo menos se conservase incólume y entera la honra. Su tránsito desde la plazuela de San Ildefonso a la calle de Jacometrozo, en que luchó horas enteras con todo el ímpetu de aquel ejército ensoberbecido, pasará a la posteridad entre los actos más gloriosos de la guerra de las ciudades, y entre los esfuerzos más enérgicos y más sublimes del humano valor. Un puñado de hombres resueltos peleó cuatro horas en tan corto espacio con gran número de veteranos victoriosos. Esquina por esquina, casa por casa, piedra por piedra, fueron defendiéndose con ese heroísmo inspirado por la fe en los grandes principios, que suele rayar en sublime locura. Aquellas gentes parecían los soldados de la desesperación. Por lo mismo que mantenían una causa ya vencida, redoblaban su ímpetu y sus esfuerzos. Jamás se vio en la guerra de las calles, donde tan fácilmente corre el contagio, así de la esperanza como del desaliento, una porfía parecida a aquella porfía. En nuestra patria el valor es una cualidad universal, y con el valor, ese desprecio a la vida, esa indiferencia ante la muerte, esa abnegación de todo interés personal y egoísta, ese pundonor sublime que de un ciudadano hace un soldado, de un soldado un héroe, de un héroe un mártir, pasando bien pronto la historia más vulgar de los hechos diarios a la poesía de la leyenda. Pero, junto al heroísmo de la guerra, todavía resaltaba más el heroísmo de la caridad, personificado en Ricardo. Al fin los combatientes estaban sostenidos por el común empuje, por la rabia común: el esfuerzo general que nace de todas las voluntades particulares, el humo de la pólvora que embriaga, el vértigo de la batalla que ciega, los sustentaban y los tenían a todos en esa tensión tan propia para las acciones maravillosas, mientras que los héroes de la caridad no luchaban y recibían una lluvia de balas; no se embriagaban en la pasión común, y a cada paso se veían frente a frente con la muerte, participando de todos los dolores del combate y de todos los peligros, sin participar, ni de su entusiasmo, que conjura el dolor y aminora el peligro, ni del esplendor de la gloria. Pero, ¡cuántos heridos recogió en aquella larga calle de amargura! ¡Cuántos moribundos disputó a la muerte! ¡Cuántas muertos que, sin él, hubieran sido un estremecimiento de terrible desesperación, fueron por él, por sus palabras de consuelo, por sus arrebatos de cariño, un tránsito dulce de esta vida triste a otra vida mejor! Su caridad conjuró muchos males, y su presencia en todos los conflictos endulzó muchas amarguras.

Ya no había un solo defensor de la libertad en las barricadas del pueblo al caer la noche del 22 de Junio. Madrid parecía un cementerio. A todas las alegrías y a todas las esperanzas que alumbró la aurora, siguieron tristezas dignas de envolverse en las tinieblas. Aquella jornada que pudo decidirse a favor de la libertad, con los elementos hacinados y las huestes reunidas, resultó una jornada de desgracias irreparables y de irreparables desastres. Mas en la calle de Jacometrezo, unos cuantos liberales se habían encastillado en formidable casa, decididos a vender caras sus vidas antes de entregarse. Decíase que estaban entre ellos los primeros cazadores de Castilla; y así debía ser, porque asestaban los tiros con tal tino, que donde ponían la mirada ponían tambien la bala. Cuantos se acercaban a penetrar por las puertas, a escalar los balcones, a abrir una brecha cualquiera en paredes o ventanas, caían rodando acribillados por tres o cuatro balazos. Conocíase la serenidad, la sangre fría, el ojo certero, el hábito antiguo de la guerra, en la economía de todo alarde inútil, de todo esfuerzo vano, resueltos sin duda alguna a hacer poco estruendo y mucho daño, a no desaprovechar ninguno de los medios de combate. La casa, en la oscuridad, sólo iluminada por los fogonazos, en el silencio sólo interrumpido por las descargas, cerrada como una tumba antigua, y defendida como una fortaleza inexpugnable, tenía indudablemente algo de extraño y de siniestro y de fantástico. Los combatientes, apénas visibles, que entreabrían una ventana, lanzaban un disparo y desaparecían, semejábanse a duendes y fantasmas. Y a la verdad, sólo almas en pena, malhalladas con el reposo, podían empeñarse en combatir, cuando todo estaba perdido; en sostenerse contra la fatalidad incontrastable de los hechos, cuando todo estaba resuelto. El ejército había acometido el ataque con heroísmo, pero no había logrado ninguna ventaja cierta. Por fin, resolvieron entrar por una casa vecina que daba a un callejón, donde no podían ir las balas, y derribando tabiques, penetrar en las habitaciones con seguridad, y dar cuenta de los héroes, sin misericordia. No había remedio: estaban perdidos. Por la calle no podían escapar, sitiados de las tropas; en las habitaciones no podían defenderse diez contra mil, próximos a ser aplastados por el número. No hay para qué decir, pues el lector lo habrá adivinado, cómo debía encontrarse entre aquellos últimos combatientes el animoso Jaime. ¡Y su muerte era segura! No pudo seguirle Ricardo, entregado a cuidar de sus enfermos, en una carpintería de la calle de la Salud, convertida, por la caridad, de taller en hospital, donde yacían vencedores y vencidos, combatientes del ejército y combatientes del pueblo, los cuales departían entre sí, y se auxiliaban, y se consolaban, después de haber peleado tan porfiadamente. Como la calle de la Salud desemboca en la calle de Jacometrezo, y el postrer combate se sostenía tan cerca, cada uno de aquellos tiros resonaba en el corazón de Ricardo, y le abría una herida en el alma. Hubiera querido estar a un tiempo con los combatientes y con los enfermos. Y cuando se hallaba más perplejo, entra un vecino de la calle de Jacometrezo, precipitado, despavorido, con el traje en desorden, con los cabellos erizados y los ojos errantes, como presa de una fiebre, y cogiendo del brazo a Ricardo, lo lleva a un cuarto perteneciente a la carpintería, que está solo, y le dice:

—Van a morir.

—¿Quiénes?

—Jaime y los heroicos defensores del reducto último que resta a la libertad.

—¡Jaime! Voy a morir con él, dijo Ricardo, dirigiéndose a la puerta.

—Espere V.

—No me detenga, porque es inútil.

—Espere V, porque sin mis instrucciones también es inútil todo sacrificio.

—¿Podremos aún salvarlos?

—Podremos con mucho riesgo.

—No hay riesgo que me intimide. Yo prefiero una muerte cierta a una vida de remordimientos, y remordimiento inextinguible sería para mí saber que Jaime estaba en peligro, y que no había agotado todos los medios de salvarlo.

—Los oficiales, desesperados de tomar la casa frente a frente, y deseosos, como es natural, de economizar sangre, penetrarán por una casa contigua, y de esquina, y penetrarán inmediatamente, derribando tabiques, y como los revolucionarios están resueltos a vender caras sus vidas, morirán todos sin remedio.

—Pues a morir con ellos, gritó Ricardo con entusiasmo.

—A salvarlos, si es posible, dijo su interlocutor con más calma.

—¿Cómo podremos salvarlos?

—Yo conozco un escondite que está dentro de la carbonería, donde sólo se necesita levantar una losa grande, que tiene abierta una cruz profunda, y desde allí van al fin de la calle de Tudescos, donde llegarán sin ningún tropiezo y sin ninguna novedad. Es más; yo conozco al oficial que manda el pelotón destinado a entrar en la casa sitiada, y a coger, quizás a matar, a los sitiados. Si se ve cara a cara con él, muéstrele esa sortija, y dígale: si V. salva a esos hombres, si V. los salva a todos por el amuleto que traigo aquí, es de V. Luisa. Todo esto se podría hacer con seguridad de éxito, y todo esto se malogra por no poder llegar hasta la casa.

—¿Cómo no poder llegar? La voluntad no conoce imposibles. Llego yo.

—¿Usted?

—Llego o muero. Quíteme, aunque sea a manotazos, el polvo. Abróchome la levita con aire marcial.

—Pero el ejército creerá que va V. a socorrerlos, y de un tiro lo dejarán a V. frío.

—Para engañar a un ejército siempre hay alguna estratagema. La guerra es, ha sido y será siempre una mezcla informe de emboscadas y de mentiras.

—Mas si salva V. de los unos, tenga seguridad de caer en manos de los otros, que le descerrajarán un tiro al lucero del alba.

—Ya veremos cómo nos arreglamos para que reconozcan en mí un auxiliar.

—La verdad es que ese uniforme…

—¡Oh! Este uniforme, del cual me apoderé esta tarde por otra estratagema, que rescató una vida, paréceme llave salvadera para abrir la primera puerta de nuestra peligrosísima aventura.

En efecto, Ricardo salió a la calle con verdadera resolución, y pasó ante los soldados con aire tan marcial, que le tomaron, merced a la oscuridad, por uno de sus oficiales. El vecino, que le acompañaba y que le diera aquellas instrucciones, se quedó a cierta respetuosa distancia, siguiendo con anhelo indescriptible el número de dificultades que necesitaba vencer para salir airoso de tan grave empeño. Su ademán resuelto, su aire imperioso y marcial, su ascendiente sobre los soldados, como quien tiene costumbre inveterada de ejercerlo, valiéronle el paso franco hasta el sitio donde se dirigía.

—¡Tanto tiempo detenidos ante esa morada! Ahora la inspeccionaré, y veremos si pueden defenderse mucho tiempo. Para vencer a la resolución, no hay como la resolución. Pronto nos darán debida cuenta esos rebeldes intratables de sus acciones y de sus personas. Pronto los veremos rendidos a nuestras plantas. Esa última tabla de la sublevación caerá en nuestras manos, como ha caído todo Madrid, merced a vuestro bizarro comportamiento. Ánimo, ánimo, y a concluir esto en seguida, con la mayor decisión y el más resuelto empeño. Ánimo, ánimo, muchachos; que ayer erais bisoños, y hoy, curtidos en estas batallas inmortales de un día, sois ya veteranos.

Y diciendo estas palabras, pudo acercarse al pie mismo de la casa. Los soldados le miraban con asombro y le seguían con envidia. Algunos quisieron acompañarle, arrastrados por esa atracción invencible que ejerce el valor sobre los valientes. Pero Ricardo los disuadió con arte, persuadiéndoles, por lo contrario, de que su trabajo, puramente de inspección, necesitaba, para el éxito más completo, de una sola voluntad. El peligro comenzaba entonces. Como les había parecido a los unos un oficial amigo, debía parecerles a los otros un oficial enemigo. Los unos le habían dejado pasar; los otros no debían dejarle subir. Ricardo, instruido en gimnasia, trepó de una manera tal, que parecía tener maña bastante para burlar las paredes. Agarrándose a un barrote, cogiendo el hierro de un balcón, pegándose como un lagarto a cualquier superficie, verificaba su peligrosísima ascensión. El sigilo había sido tanto, que los sitiados no advirtieron aquella extraña visita, hasta que tocaba con las manos en la deseada meta y vencía la última resistencia. Pero, advertidos, resonó una descarga tan fuerte, que todos los soldados, y el consabido vecino, dieron con un grito de horror irreproducible, inexplicable, como se exhala de los peligros y de los trances supremos, al animoso joven por completamente perdido y muerto. Afortunadamente no le tocaron las balas, y su robusta voz, dominando el estruendo y diciendo «Jaime», anunció a éste que les acudía algún auxilio y que se presentaba el salvador de todos los desgraciados, el incomparable amigo del alma, el heroico hermano en sentimientos y en ideas, Ricardo de Jura.

—¿Vienes a morir conmigo, tú, a los demás hombres tan necesario? —le preguntó Jaime abrazándole, al verlo entrar salvo por el balcón.

—Vengo a salvarte.

—¿Para qué la salvación?

—Para que guardes y conserves esa vida consagrada a la libertad y a la patria.

—No quisiera ver el nuevo día. Las tinieblas de una noche eterna son el único refugio y la única esperanza de mi alma. Los vencidos solamente pueden esperar su salud de la muerte.

—Esa desesperación no es propia de tus ideas ni propia de tu siglo. Los hombres de otras edades y de otras civilizaciones, creían que al eclipsarse una causa no recobraría jamás su luz. Nosotros sabemos de antiguo que el ideal de este siglo no puede extinguirse. A este día nefasto seguirán días faustos, como tú mismo decías esta tarde al sostenerme y alentarme en mis dudas y en mis tristezas.

En esto, la pared que separaba a los soldados, de aquel puñado de valientes, los cuales apenas subían a diez, retemblaba a los golpes dados por la piqueta de los zapadores; y resonaba tan tristemente como puede resonar la piqueta del enterrador en los cementerios, abriendo la siniestra fosa.

—Jaime, es la muerte.

—Ricardo, vuélvete a la calle y déjame morir a mí.

—No puedo retroceder, y aunque pudiera, no retrocedería.

—Yo, después de esta jornada, no puedo vivir.

—Tengo un medio de que os salvéis todos.

—No porfíes. El único beleño a la derrota es el sopor de la muerte.

—Jaime, que es un suicidio.

—Ricardo, que es una necesidad. Después de haber llevado tantos de los nuestros a un sacrificio inútil, solamente nos resta ya sacrificarnos también y morir.

—Mirad; abajo, en la carbonera, hay una piedra que conduce a una alcantarilla, y por ella podéis salir muy lejos, sin temor de que nadie os moleste, porque está prevenido y dispuesto todo en vuestro favor.

Mas, después de muchas dudas, decidieron todos, mientras Ricardo bajaba a descubrir la piedra y a levantarla, como en efecto la descubrió y levantó, que no se iría ninguno si no se iba precedido de su jefe, precedido de Jaime. Y la resolución de Jaime parecía verdaderamente incontrastable. Primera batalla y primera derrota de su vida, no le era dado resignarse a su desgracia. El mundo estaba a sus ojos desierto desde el punto en que estaba la libertad vencida. Se reconvenía a sí mismo con amargura, como si él no hubiera hecho cuanto estaba en su mano por salvar los caros penates de sus ideas, aun a costa de los mayores sacrificios. Así combatió, cuando ya no quedaba ni esperanza, con los diez amigos más resueltos que había tenido a mano, fascinados todos por la grandeza de su alma. Había realmente en aquella heroica resolución algo del sublime dolor de Bruto después de la batalla de Filipos y del sublime holocausto de Catón después de la batalla de Farsalia. Pero, en tanto que Ricardo porfiaba, la pared cedía y los soldados entraban a someter la última resistencia. Cosas horribles hay en este planeta sembrado de horrores mas ninguna tanto como esta lucha a oscuras, cuerpo a cuerpo, en el seguro de una casa y en el silencio de la noche. Quien hubiera visto la proyección de las antorchas en las paredes medio destruidas; las reproducciones de los rostros, encendidos por todos los arrebatos juntos, en los espejos mal alumbrados; la caída de los cuerpos de unos y otros, empeñados en combates parciales a brazo partido; el salpicar de la sangre caliente, que manchaba tantos objetos destinados al amor de las familias y al culto de la vida; quien hubiera visto esto entre fogonazos, disparos, juramentos, insultos, hubiera visto una de las escenas más horribles que pueden manchar toda una época y ennegrecer toda una existencia. Jaime cayó a un tiro como exánime, en cuanto los soldados y el oficial aparecieron tras los escombros tintos en sangre y alumbrados por las siniestras antorchas, como una evocación mágica e infernal. Así que Ricardo vio esta catástrofe, dijo a los combatientes:

—Huid, que vuestro jefe es muerto.

Y todos huyeron.

Y luego, volviéndose al militar, exclamó:

—Tome este anillo, que Luisa es de usted.

Súbita alegría iluminó el rostro antes enrojecido por el odio. Una palabra de compasión cayó de aquellos labios antes contraídos por la ira, y ahora entreabiertos como para respirar el placer. La voz de que cesara el fuego se dio instantáneamente, y esta voz detuvo a los soldados en la pieza contigua. Ricardo, que experimentó el efecto de su amuleto, pidió el cuerpo de su amigo y su propia libertad. Ambas le fueron concedidas. Y entonces pudo ver que Jaime respiraba todavía; pudo trasladarlo, en brazos de cuatro soldados, a su propia casa, sita en la calle de Alcalá, y pudo descansar un momento de las emociones de aquel día y consagrarse al ejercicio de la caridad, salvando de la muerte a su amigo del alma.

Capítulo 3. En el hogar

Al día siguiente, mientras Jaime reposaba después de penosa noche, trabajada por la fiebre y por el delirio en el primer sueño a fuerza de cuidados y de medicinas conseguido, Ricardo se iba un momento a vecina casa para concluir de arreglar un matrimonio desarreglado a causa de esas desavenencias tan frecuentes en algunas familias, y tan dolorosas para aquel corazón que no podía soportar el espectáculo de los ajenos dolores sin socorrerlos y consolarlos. En el camino hablaba consigo mismo, y decía:

—Después que hemos recorrido el mundo y gustado sus amarguras, y visto sus desengaños, y probado cómo la gloria sabe a cenizas, cómo el poder suena a hueco, cómo la ambición jamás encuentra satisfacciones a la altura del deseo, nos recogemos en nosotros mismos, y adivinamos que todas las nobles aspiraciones anhelosas por lo infinito se abrevian y se reducen al nido del hogar donde finalmente encuentra el alma desasosegada la verdadera ventura posible en este mundo. De suerte, que ni pienses en recoger, como Prometeo, la lumbre del sol; no hay lumbre como el amable fuego de un hogar bien provisto: ni te armes como los dioses antiguos del rayo que hierve en las nubes; no hay rayo como el reflejo de una mirada amorosa: ni pasees la imaginación por los espacios infinitos e inconmensurables; no hay espacio como la santa casa donde te acuerdas de tus padres y donde esperas del legítimo amor la venida de los hijos; ni te sumerjas en los embates y en los oleajes alterados de las pasiones; no hay pasión como aquella que jamás cansa ni hastía, y que en espacio brevísimo resume y compendia la vida entera, y se dilata hasta la eternidad; ni te afanes por el arte y por sus inspiraciones, porque no hay poesía, ni arte, ni inspiración, como la que exhala aquella religión purísima que se llama la religión de la familia y el culto a sus dulces y profundos sentimientos. La humanidad es un objeto demasiado colosal para que nosotros podamos conseguir, no ya su felicidad, pero ni siquiera su mejoramiento, mientras una débil esposa puede ser feliz en el nido de nuestros amores, y bajo las tenues alas y el pobre calor de nuestro corazón. Dediquémonos, pues, a hacer la felicidad de esos seres, y mientras no podamos conseguirlo para nosotros mismos porque no llame la pasión a nuestro pecho, sembremos la felicidad doméstica, imposibilitados como estamos de sembrar por lo escaso de nuestras fuerzas y lo grande del objeto, la pública felicidad.

Y diciendo esto, subió a un cuarto tercero de modesta casa en la calle del Caballero de Gracia, y llamó a una sonora campanilla. En aquel humilde albergue, se albergaba la pobreza, es verdad; pero la pobreza modesta, limpia; la pobreza que se encuentra tan alejada de la fortuna como de la miseria. El suelo de ladrillos brillaba como si fuera de acero bruñido; las sillas, de Vitoria, no tenían ni una mancha, ni un átomo de polvo; sobre la mesa de pino pulimentado campeaban dos búcaros de fresco barro y llenos de suaves y olorosas flores. Un espejo era todo el adorno de las blancas paredes, pero espejo de luna reluciente y de brillantísimo marco. Al través de espesas cortinas de algodón cerníase la luz derramando dudosa sombra que daba frescura al cuarto. Habitábalo antigua doncella de la madre de Ricardo, que, originaria de la América española, nunca había querido casarse mientras viviera su señora en Nueva—Orleans, y se casó en cuanto vino a España y dio con la gente de su raza, de sus costumbres y de su habla. Tenía como unos treinta años, y gozaba, según su aspecto, de la mejor salud y robustez, en compañía de una hermosísima niña, a la cual estaba unida como la flor al tallo, o como el tallo a la flor. En cuanto entró Ricardo, hija y madre le recibieron a una con el mayor contento. La niña se cogió a sus rodillas pidiendo un millar de besos, y la joven le tendió la mano con verdadera franqueza, que no excluía profundísimo respeto.

—¿Salvó V., Micaela, a los revolucionarios aquí refugiados?

—Los salvé a todos.

—¿Cómo se arregló V. para salir tan pronto de ellos?

—La pobreza es industriosa. Los repartí entre mis amigas, y a estas horas se encuentran ya en el puerto.

—¿Y cómo va de asuntos domésticos?

—¡Ay, señorito!

—¿Se aflige V.?

—¿Pues no he de afligirme?

—¿Qué sucede?

—Mi marido

—Siempre con historias.

—No.

—Me quiere mucho.

—¿Qué más puede V. desear?

—Quiere mucho a su hija.

—Miel sobre hojuelas.

—Le quiere a V.

—Pues si a todos nos quiere, ninguno podemos quejarnos.

—Yo un poco puedo y debo quejarme.

—¿Por qué?

—Porque algunas veces pasamos apurillos.

—¿Quién no los pasa en el mundo?

—Pero los nuestros son más de sentir.

—Naturalmente, cada cual se duele de los suyos.

—Son más de sentir, porque… ,

—Acabe V.

—Porque son más fáciles de evitar.

—Dígame V. en qué consisten; si un profano puede saber sin escrúpulo esas contrariedades matrimoniales, dígamelo clara y lisamente.

—Pues mire V., en que tenemos…

—¿Ya se corta V.?

—En que tenemos alguna falta de cuartos.

—Y eso…

—Si no ha entibiado el cariño de mi marido, ha disminuido la felicidad del matrimonio.

—Vamos, ¿acabará V.?

—¡Ah!

—¿Suspira V.?

—Sí.

—¿Se ha desahogado ese pecho?

—Completamente.

—Y por qué no lo ha dicho V. antes?

—Porque tenía tanta vergüenza…

—Ya sabe V. como la hemos tratado siempre.

—Con la mayor confianza.

—Y ya sabe V. cómo andan los negocios de casa.

—Lo sé todo.

—Yo, que era riquísimo por mi padre, me quedé con una sola de mis haciendas, y no quise tocar a uno sólo de sus pesos duros en cuanto llegué a la plenitud de la razón.

—El señorito ha hecho cosas que ningún otro mortal quizás hubiera hecho en su lugar.

—Obedecí a mi conciencia. Una fortuna, adquirida por la esclavitud, en la esclavitud sustentada, era fortuna para mí imposible. Renuncié a todo cuanto había heredado de mis padres. Emancipé mis negros y les repartí mis haciendas, de acuerdo con mi santa madre. El día que hicimos eso, no teníamos más abrigo que el abrigo de Dios.

—Cuya misericordia no podría faltar a quien de esa suerte realizaba y cumplía su justicia.

—En efecto; cuando más pobres nos creíamos, nos encontramos más ricos. En la familia de mi madre todos tenían un nombre honrado e ilustre; pero ninguno tenía una posición desahogada. El único tío millonario, antes de saber nuestra resolución, sin duda por acumular sobre una sola cabeza inmensa fortuna, le legó a mi madre una cuantiosa herencia. De ella vivimos y viajamos después que se acabó la guerra americana, en la cual combatí por la libertad de los negros y por la unidad de la patria. Mas yo no dispongo de cuanto quisiera, porque me tiene mi madre por pródigo, y no me deja usar de nuestra riqueza a mi arbitrio, entregándome sólo una renta que al principio de cada mes ya está gastada por duplicado. Le doy todas estas explicaciones a fin de que comprenda, cómo para la tranquilidad de su casa, no puedo hacer otra cosa más que desprenderme de este solitario. Ahí le tiene, último resto de mis alhajas.

Y sacando de su bolsillo la cartera, extrajo un anillo que tenía grueso brillante, y se lo entregó a Micaela.

—Señorito, es V. Dios en persona, la Providencia misma hecha hombre. Ya no dependerá mi pobre Antón de las agencias de provincias que llegan o no llegan; dependerá de un comercio que pondremos en esta misma calle para competir con todos los merceros, los cuales se han hecho ricos. Y habrá paz en mi casa, y tranquilidad en la familia, y salud y alegría. Donde no hay harina, todo es mohína. Al perro flaco, pulgas. En comenzando a subir, se llega hasta la cima. ¡Qué alegría! V. nos ha casado; V. nos ha dotado. Y ahora que la estrechez turbaba un poco la paz doméstica, V. nos vuelve el alma al cuerpo con este donativo que es una verdadera fortuna ¡Qué dicha! ¡Qué alegría!

—¡Cómo esa palabra alegría me resuena en el alma!

—La tengo completa.

—¡Envidiable suerte! ¡Cuánto diera yo por verla alguna vez en mi hogar, aunque mi hogar fuese una cabaña!

—Es verdad, señorito. Mamá…

—¡Oh! Mamá no ha recobrado desde su viudez ni por una hora la calma. Nuestra casa parece un convento. Los lutos y los duelos no han cedido un minuto. Las lágrimas no se han secado en sus ojos. Las largas noches se pasan en largos insomnios; los días entre oraciones y recuerdos. Alguna vez procura sonreírse al verme, pero bien pronto vuelve a inclinar la cabeza sobre el pecho y a despedir un sollozo tan amargo que sacude hasta el fondo del alma y desgarra hasta la fibra última de las entrañas. Yo me he criado oyendo llorar, suspirar, gemir perpetuamente. Yo no he visto jamás, desde que alcé la cabeza de la cuna, un rostro placentero. La luz del mirar de mi madre ha llegado siempre hasta mí al través de mares de lágrimas, y el fuego de su amor ha vivido velado entre las nubes de una tempestad continua. Yo no conozco esos días en que las familias celebran fiestas, recuerdan aniversarios felices, se sientan a la mesa para una comida o una cena de esparcimiento, se acercan a la lumbre a referir historias gratas y renovar el culto a los muertos. Mi madre es una santa; pero entregada como las santas de la Edad Media a una perpetua penitencia. En vano le he pedido, le he rogado, le he instado para que considerase cuánto necesitaba su hijo de alguna alegría, de algún contento, del algún reposo en el hogar. Siempre me ha dicho que debía casarme pronto a fin de tener una compañía placentera a mi lado, y en seguida ha añadido que me casara por amor: solamente por amor, muy penetrado, muy persuadido de que estaba perdidamente enamorado de la mujer elegida, y muy resuelto a vivir, a respirar solamente en la felicidad del amor. Y al decir estas palabras con una elocuencia verdaderamente arrebatadora, me cogía ambas manos con sus manos; me llenaba de besos; me regaba de lágrimas amarguísimas, y concluía por caer o en el sueño de un desmayo parecido a la muerte, o en los sacudimientos de un ataque nervioso parecido a la epilepsia. Imagínese V. qué vida mi vida; siempre en estos dolores continuos; siempre con estos espectáculos de horror ante los ojos; siempre con el acento de los sollozos en el oído; siempre amargado; en el pan, la hiel; en la noche, el quejido; en cada hora del día, la reproducción de un estremecimiento de pena, viendo sufrir a la persona más querida del alma, a la única que debía consagrar hoy su existencia a mi ventura. Nadie puede penetrar en esta situación verdaderamente angustiosa; nadie, porque mi madre se aleja hasta de los criados; y solamente V. ha observado alguna vez cómo se retuercen sus brazos, cómo se extravían sus ojos, cómo se parte su pecho en estas exaltaciones de su carácter, y en estos delirios acerbos de sus amargas penas. Yo he dudado de su cariño y me he arrepentido luego de esta duda, al verla tan próvida, tan amante, tan consagrada a mí; combatiendo, por sonreírse, con sus propios dolores, tratando de alentarme con la esperanza de alguna tregua a sus sollozos; pero vencida al fin por la intensidad del dolor y entregada completamente a su invencible dominio. Mi casa, de esta suerte, es un desierto, y de esta suerte mi vida entera es un holocausto. La sociedad nos está completamente vedada, pues las puertas del sepulcro no se abren sino a los muertos. Los placeres y los esparcimientos del mundo, completamente prohibidos, porque mal se puede aspirar a ninguna alegría cuando se habita de continuo con el dolor. Ni siquiera los viajes han logrado distraernos y calmarnos. En vano hemos recorrido el mundo a ruegos míos para procurarnos algún alivio o algún olvido en el conocimiento del mundo, en el trato con nuevas gentes, en la separación de aquellos lugares, testigos de nuestra vida anterior, y por lo mismo, llamadas a despertar dolorosas memorias. Los años, lejos de aminorar, han acrecentado la pena; el movimiento, que para la juventud es un aliciente a la distracción, para la edad madura es un cansancio que fatiga así las fuerzas del cuerpo, como las fuerzas del alma. Hemos llegado a la patria de nuestros abuelos, y nos hemos establecido en este Madrid que tantas veces saludamos desde América. Mi madre, descendiente de antiguos virreyes castellanos, ama quizá tanto como el Nuevo Mundo donde hemos nacido, este viejo mundo en que reposan las cenizas de sus padres. Yo creí que el oír la lengua española y su incomparable melodía; el respirar este aire acariciado tantas veces desde lejos en continuas esperanzas; el ver esta luz espléndida reverberada por un cielo azul que serena hasta las tempestades del alma y que acaricia los globos de nuestros ojos, daría al desgarrado corazón de mi pobre madre algún bálsamo capaz de cicatrizar sus abiertas y profundísimas heridas. Engañéme completamente. Al descubrir estas costas; al penetrar en esta tierra querida; al recorrer sus campos benditos; al orar en sus iglesias góticas; al ver sus históricos monumentos, el ánimo advierte que teatro hubiera sido éste en otro tiempo para su felicidad, cuando era capaz de ser feliz esa alma desolada. Así, después de haber hecho un esfuerzo para visitar algún sitio célebre, su melancolía crece y vuelve a sumergirse su corazón despedazado en las penas continuas que la ahogan, exacerbadas por las dichas con que había soñado su deseo y por la triste realidad de su tormento. En cuanto a mí, nada en el mundo me interesa, sino el dolor. Cuando corro a los campos de batalla como en la tremenda guerra americana; cuando me pierdo en las revoluciones, como ayer mismo; cuando peleo en los tristes hospitales con la peste; cuando busco por las buhardillas la desnudez para vestirla y la miseria para aliviarla, me impulsa siempre el deseo de averiguar si hay en la tierra algún ser tan desdichado como el ser que me dio la vida, y, por consecuencia, tan desdichado como yo. Y siendo imposible llevar un rayo de alegría dulce a mi hogar, lo llevo a los extraños hogares. Y siendo imposible la felicidad en mi pecho, quiero gozarme en labrar la ajena felicidad. Al cabo sé que una palabra puede serenar tempestades como las oídas en mi alrededor, siempre rugientes; que una lágrima de compasión puede ahuyentar dolores como los a mi lado siempre despiertos; que un diamante puede ser seguro talismán para una familia, mientras que para nosotros el cielo parece de bronce y la tierra entera erizada de espinas, entre las cuales jamás brota ni puede brotar una flor. Muchas veces he querido seguir el consejo de mi madre; he querido amar, he querido elegir entre tantas jóvenes como pasan a mi lado, una compañera de mis penas, y una esposa del alma. Y al ver que ninguna ha conseguido fijarme, he imaginado que me encontraba como aquel Satanás, compadecido por Santa Teresa de Jesús; he creído que me encontraba ¡ay! imposibilitado de amar. Pero, ¿adónde íbamos, si pudiera ser feliz; a dónde íbamos imposibilitado de alejar a mi madre, en cuya compañía quiero vivir y morir, imposibilitado de hacer feliz a mi esposa, que al cabo concluiría por contagiarse de desesperación.

No acabaríamos nunca si hubiéramos de repetir todos los lamentos que el infeliz Ricardo expresaba en el seno de aquella fiel mujer, único confidente posible de sus penas, a las cuales creía tributar el mayor tributo de consideración, vertiendo torrentes de compasivas lágrimas.

Capítulo 4. La desesperación

La casa de Ricardo era en efecto la tumba de su madre. No había más que acercarse a su gabinete para convencerse de que vivía Carolina en brazos de la muerte. El suelo estaba alfombrado de palio negro; las paredes tapizadas de negra bayeta; las ventanas cubiertas de cortinas igualmente fúnebres; sobre las mesas veíanse siempre—vivas, violetas, cruces, libros de rezo, en tal manera, que parecía encerrada aquella mujer en triste catafalco cual si asistiera a sus propios funerales, y celebrara sus propias exequias. Un largo trajo de merino negro, sencillo en demasía, pero ajustado a su elegantísimo cuerpo, la amortajaba entre sus anchos pliegues; una toquilla negra cubría su cabeza peinada con la sencillez correspondiente a su tocado, pero con limpísimo esmero. Como el rostro, a pesar de su demacración, no había perdido la hermosura; como los ojos, a pesar de su fiebre, no habían perdido el poder; como el cuerpo, a pesar de sus maceraciones o de sus dolores, no había perdido la esbeltez; semejábase a una imagen de la penitencia trazada por artista, cuya hábil mano tuviese empeño en asociar al dolor acerbo la perfecta hermosura.

A veces solía abandonarse por completo a la desesperación, cuya fuerza no se aminoraba jamás en aquellos sus agitados nervios, y en aquella su vivísima sensibilidad. Entonces la palidez de la muerte caía como una sombra con matices entre verdes y amarillos sobre sus hermosas facciones; copioso sudor producido por la extrema debilidad y el pertinaz desmayo bañaba su cuerpo; la postración la rendía hasta el punto de no poder estar de pie; y la razón se escapaba de su inteligencia como si sólo quedaran ya en aquel organismo medio roto, pavesas de la vida, crepúsculos del alma; y en aquella alma medio extinta la capacidad necesaria al sufrimiento. Y como jamás podrá el dolor tener esta exaltación continuamente, ni revolcarse en estos espasmos de violencia, habíanse acostumbrado sus ojos y sus facciones a una contracción casi perpetua, reveladora de contrariedad casi continua. Sus largos párpados se entornaban como al peso de sueño incontrastable; su cabeza se caía sobre el pecho como la flor marchita inclinándose sobre el tallo; las mejillas mostraban surcos hondísimos de esos que deja el pensamiento con sus hondas tristezas; la frente mostraba arrugas numerosas; y los extremos de los labios una dejadez tan irremediable y tan duradera como la de aquellos que han dejado la vida. No respiraba; suspiraba. Y cuando sobre aquel suspiro quería poner algo más doloroso todavía, no suspiraba en verdad; amargamente sollozaba. En la frecuencia con que se llevaba la mano a la garganta, veíase que la anudaba una pena terrible. Toda su vida era aflicción. Así, los músculos que la anatomía moderna llama músculos del dolor, estaban casi siempre en su frente contraídos; las cejas arqueadas como a la interior contemplación de una idea fija; y el labio superior vibrante cual si a todas horas le agitase el afán o la necesidad de gemir.

Imposibilitada Carolina de toda expansión, su tristeza la conducía necesariamente a concentrarse dentro de sí misma y a vivir de sus propios dolores, como vivía y se alimentaba en los infiernos el Conde Ugolino de la carne cruda de sus hijos. Esta idea fija de su pena irremediable le congestionaba el cerebro con una congestión tan pesada, que la obligaba y constreñía a tener siempre la cabeza sobre la palma de la mano para auxiliarla a soportar tanta pesadumbre. Y sin embargo, esta pena, ¡ah! no había alterado sensiblemente su hermosura. Diríase que aquella mujer era la Niobe antigua, tal como la hemos admirado en los Museos de Florencia, embellecida y como transfigurada por la intensidad misma de su desesperación. Cuántas veces quedaba como fuera de sí; cuántas veces miraba y no veía más objeto que los negros círculos producidos por la irritación de sus pupilas; y pugnando por abrir su alma a pensamientos o esperanzas múltiples, sólo sentía el pensamiento y la esperanza de la muerte. Y a medida que más rodaban en su cabeza estos torbellinos de ideas fúnebres, más se contraían y cerraban sus labios con el sello de un tenaz y profundísimo silencio. ¿Qué palabra habría en el humano lenguaje, bastante a llevarle algún consuelo en aquella desolación tan duradera como su vida? Ni siquiera la luz que todo lo vivifica, que todo lo anima, que todo lo colora, que despierta la vida en los organismos, y la alegría en la vida, llegaba hasta el interior de aquella alma desierta. Ni siquiera le quedaba el lenitivo último de los desgraciados; departir de sus penas, comunicarlas, hacer que penetren hasta el alma de otros seres y provoquen la consoladora y necesaria compasión. Pasaba continuamente de las tristezas a las aflicciones, y de las aflicciones a las tristezas. Estos dos estados eran al cabo los dos estados naturales y perpetuos de su alma, envuelta en los senos del misterio y obligada por la propia delicadeza de sus sentimientos y por la piedad maternal y el culto necesario de la honra vinculada en su hijo a un perpetuo silencio.

Nada hace a los humanos tan desgraciados como faltar a la entera vocación de su vida. Eminentemente sociales como somos, la fuerza que mantiene la sociedad es el amor, como la fuerza que mantiene el Universo es la atracción. El amor primero, esencial, necesario, es el que acerca entre sí, une, confunde en sus placeres y en sus efusiones indecibles a los dos opuestos sexos. Pero, aparte de esta primera y genuina acepción del amor, hay otros muchos grados conocidos en la lengua común por las palabras afecto, cariño, simpatía, amistad, que nos unen con el suelo en que nacimos, con el hogar que habitamos, con la religión que en la primera edad recibimos, con los semejantes que vemos, grados varios constitutivos de esta entidad superior que llamamos sociedad. El ser más social, es el ser que más siente, porque es el ser que más atrae. La pureza y la intensidad de los grandes sentimientos crea y mantiene la sociedad. De consiguiente, la mujer más sensible, más tierna, más afectuosa, también es mucho más sociable que el hombre. Como sucede en la vida común, que junto a una mujer inteligente y hermosa, suele formarse una abreviada sociedad, sucede en la vida universal, y en las grandes y permanentes sociedades humanas. El hombre, fuerte de temperamento, llamado a la guerra, con voraces instintos de odio, cazador, guerrero, es mucho menos social que la mujer; como el águila, como el milano, como todas las aves carniceras y rapaces, unas obligadas a vivir en las sombras para tender sus emboscadas; otras en los altos y solitarios peñascos para lanzarse sobre sus presas, indudablemente son mucho menos sociables que los ruiseñores, cuyos coros de amor resuenan por la primavera en nuestros floridos campos, y que las golondrinas, siempre en bandadas, viajeras misteriosas, benditas entro todos los pueblos, y cuyos dulces píos y cuyos parabólicos vuelos y cuyos consoladores regresos de las largas emigraciones a nuestros patrios techos, nos anuncian la vuelta del calor y la resurrección de la vida. Así, pues, la mujer tiene el don de despertar todos los grandes afectos, y como tiene el don de despertar todos los grandes afectos, tiene el don también de servir como base incontrastable y primera a la humana sociedad.

Una mujer que falta en el mundo a esta vocación primera de su naturaleza, a este ideal luminoso de su vida, a este llamamiento de la sociedad, es e1 más desgraciado de todos los seres, como lo son generalmente todos aquellos cuyos medios y cuyas facultades no corresponden por uno de esos accidentes, denominados infortunios, al fin primordial para que fueron criados. Carolina había nacido para amar y ser amada en el seno de la familia, y para procurar a cuantos se agrupaban a su lado bajo la techumbre del hogar la primera y la más necesaria de todas las felicidades, la felicidad doméstica. Carolina había nacido para irradiar desde este centro de amor íntimo la luz y el calor de sus amores, en amistad, en afecto, en cariño, en obras piadosas y caritativas sobre toda la sociedad de su tiempo, animando desde las inspiraciones que mueven a la libertad, hasta las inspiraciones que mueven al culto y a la práctica de la poesía y del arte. Vestal en la casa, y en la familia sacerdotisa; numen y musa de muchas grandes obras sociales por su inteligencia y por su hermosura, sus ideas y su sangre la impulsaban a despedir esas corrientes de electricidad que en la sociedad sirven para grandes operaciones; en la sociedad, necesitada como la naturaleza de una mecánica y de una química especial que distribuya las fuerzas, que condense las ideas, que cristalice los organismos, que produzca y mantenga la vida. Había faltado Carolina por una serie de accidentes, todos infortunados, a este fin supremo de su existencia, y en realidad se había precipitado desde las sonrosadas alturas del alto ministerio que le deparaba naturaleza, al hondo abismo de una irremediable desgracia, que la reducía tristemente a ser incompatible ya con toda sociedad.

El sentimiento provoca el sentimiento. Un suspiro triste os sumerge en la tristeza, aunque vuestro ánimo se halle naturalmente alegre como el ver una persona en el borde de un abismo os produce vértigo semejante al que experimentaríais si en su lugar os encontrarais. La comunicación del sentimiento se parece al estallido de una chispa eléctrica. La mirada que recoge de lo interior una idea, y la concentra en las retinas, como se concentra la luz en los focos de los espejos ustorios, y la despide sobre otra mirada, produce instantáneamente en el choque de los ojos una misteriosísima centella, la cual penetra hasta en lo íntimo del ser, y agita hasta las entrañas del alma. La palabra, ese sonido tan tenue, combinando letras y vocablos, si recoge de lo íntimo del ser grandes sentimientos, concluye por dominar a un auditorio frío e indiferente, por hacerlo reír si quiere provocar la risa; por hacerlo llorar, si quiere provocar el llanto; por llevarlo a la compasión, cuando se enternece; al odio, cuando se indigna; a todas las emociones más distantes en aquella hora de la voluntad y de la idea del que escucha arrastrado a pesar suyo por la rápida y misteriosa comunicación de las profundas emociones. Hay almas que son grandes conductoras de los sentimientos y de las ideas, como hay cuerpos que son grandes conductores de la electricidad. El alma de Carolina era una de estas almas. Dios le había dado los dones que más sirven para despertar en los demás los sentimientos experimentados en ella misma; le había dado el don de una mirada comunicativa, y el don de una palabra elocuente. Pero aquella naturaleza franca, irradiante, efusiva, había tenido que encerrarse en sí misma como si fuera una triste naturaleza egoísta, dada la concentración natural e inevitable del dolor.

Carolina, desde la hora terrible de su desgracia, se hubiera retirado del mundo y se hubiera ido a un convento para recoger en su corazón el amor divino, ya que le había sido negado el humano amor, a no tener junto a sí el hijo de sus entrañas, lazo único que la ataba a la sociedad y a la tierra. Un alma como la suya, que en el matrimonio podía haber encontrado felicidad tan grande, se había visto obligada a vivir con un esposo a quien no había amado jamás. Y aún con éste, con su marido, a pesar de todas sus ideas, de una pureza inmaculada; a pesar de sus honrados instintos; a pesar de sus castas inclinaciones, no había podido ser ni tan consecuente, ni tan fiel como se lo aconsejaba su conciencia y se lo imponía su propia voluntad. Luego se prendó de otro mortal, y ni tuvo valor para seguirlo, ni valor para rechazarlo. Cayó en sus brazos un momento, el cual decidió de su vida por toda una eternidad. Al esposo que le diera un hijo, una fortuna, un apellido, sino ilustre, ilustrado por la riqueza y por la política en aquella altiva sociedad americana, le había correspondido, arrastrándole a la locura primero, y a consecuencia de la locura, a una muerte desastrosa, cuya agonía fue un estallido continuo de maldiciones que concluyeron por levantar entre tantas interiores tristezas, una espesa nube de remordimientos en la conciencia sombría de la atribulada esposa. Cuando asociaba el día de su unión al pie de los altares con Jura, y el día de su viudez, pensaba que no había sido buena esposa y que no había amado, como era de su deber, y como lo prometiera por inviolable juramento, necesitaba contenerse con ambas manos la cabeza, víctima de vértigos horribles, para no perder completamente la razón. Cuántas veces se levantaba airada contra sí misma por un impulso ciego, y se reconvenía con las reconvenciones amargas que hubiera podido dirigir a otro ser cualquiera. En ninguna memoria estuvo jamás tan presente y tan viva una culpa; en ninguna conciencia estuvo jamás tan presente y tan vivo un remordimiento.

Luego, otro de los sentimientos de su vida había sido el amor, ciego al mulato Antonio. Cuanto más ahondaba en su corazón y en su memoria, más veía que aquella pasión resultaba la pasión única de su vida. En todos los espejismos de su imaginación; en todas las ilusiones que se levantaban de sus sentimientos; en todos los recuerdos de su memoria, las únicas horas placenteras y los únicos instantes felices se relacionaban con aquellas serenatas de amor, con aquellos versos de profundo sentimiento, con aquellas encendidas miradas que penetraron hasta los abismos de su ser, y que en él difundieron una pasión inextinguible. Pero, ¡oh pena de las penas! Este amor había tropezado en la realidad, y de tan irremediable tropiezo, había provenido también una irremediable desgracia. El ser tan amado había subido hasta el cielo de aquel amor purísimo, y lo había manchado con el hálito de un placer pasajero que diera al cabo frutos de perdición eterna. Los dos amantes que acaso habían nacido el uno para el otro, que en realidad se buscaban y seguían, como se buscan y siguen unos a otros los mundos suspensos en el espacio por la misma atracción, debieron, a causa de este minuto de placer, convertido en un infierno perdurable, separarse por toda una eternidad, y huir uno del otro como pueden huirse y esquivarse los seres que a muerte se aborrecen. Y habían huido y se habían separado, para que esta mutua separación, ¡ah! no pudiera realizarse sin que en mil pedazos se destrozaran y de arriba abajo se desgarrasen aquellos dos corazones. Querer a un mortal y no verlo; y no hablarle, y no sentirlo a su lado, y no compartir con él todas las ideas al par de todos los sentimientos, y no asociarlo a su misma suerte, a sus dolores, a sus alegrías, y no tenerlo bajo el mismo techo, y no recoger en su mirada la luz de la vida, en su aliento el aire para el pecho, ¡oh! es el dolor de los dolores, dolor a cuyos golpes y estremecimientos se destrozaba, concluyendo por ver siempre ante sus ojos nublados de lágrimas, sin tranquilidad alguna lo presente, sin esperanza lo porvenir, sin alivio el mal que la postraba, sin compasión los humanos corazones, vacío el mundo y vacíos hasta los cielos, cuyo esplendor se ocultaba y desaparecía tras el sudario de negrísima tristeza. Así es que amaba y maldecía a Antonio; deseaba tenerlo a su lado con el corazón, y de su lado lo rechazaba con la conciencia, resultando de tal estado una horrible batalla, en la cual se aguzaban cada día más para atormentarla sus dolores y sus remordimientos.

Pero no hay término ni límites en el sufrimiento. Aún la atenazaba más las entrañas otra pena intensísima: la separación de la hija que naciera de su culpa y de su caída; la separación de la hija de Antonio; aquella hija, pedazo verdadero de su corazón, parte integrante de su alma. En noche siniestra, el hombre que se había aprovechado de un momento, en el cual su voluntad estaba como perdida y como enajenada, asaltó la casa que conocía tanto, entró en el gabinete que profanara con sus arrebatos, cogió de su cuna la niña que era como prenda viviente de aquel amor, y se la llevó consigo a educarla bajo otro techo y a convertirla en ornamento de otra familia. Diez y seis años hacía de esta horrible tragedia, y en esos diez y seis años no se cansó jamás Carolina de llorar y de desesperarse. Su marido en la demencia, su amado en necesario apartamiento, su hija arrancada de su seno; cada uno de estos dolores tenía fuerza por sí sólo para atribular una vida entera y perder un alma inmensa. Cuánta fuerza no tendrían todos juntos acumulados con sus tristes pensamientos sobre una sola cabeza, con sus horribles torcedores sobre un solo corazón. Así es que Carolina, la infeliz, no vivía; pero tenía realmente razón para no vivir en aquella inmensa desventura. Esposa infeliz, había sido causa de la demencia y de la muerte de su marido. Amante infeliz, había sido causa de la desesperación. de su amado. Madre infeliz, había sido causa de que su hija se educara léjos del regazo maternal, donde únicamente puede criarse la infancia necesitada de esos tiernos cuidados que no se adivinan, si no los inspiran a la voluntad las entrañas.

Al llegar aquí, a esta consideración de su desgracia, perdía Carolina todo imperio sobre sí misma, y se daba entera a un dolor, de tal suerte intenso, que sus sacudimientos podrían causarle de seguro la muerte, si la complexión humana, destinada al dolor, no tuviera tanta resistencia. Madre, y la naturaleza había sido de tal manera violentada en ella, que le arrancaron sin conmiseración alguna la hija de sus entrañas. Todo se puede sustituir en el mundo; todo, menos el corazón de una madre. Cuán poco valor tuvo en el empeño y en la batalla por guardar aquella angelical criatura; se decía a sí misma. La última de las hembras del último de los animales, se defendería y defendiera su prole con mayor rabia y con mayor empeño. Una tigre, o hubiera muerto, o hubiera matado al raptor, si en su propia madriguera, lactando sus cachorros, la sorprende. A cada momento de su vida, se acordaba de la vida de su hija. Un padre, y más un padre tan combatido por toda suerte de contrariedades, como el infeliz Antonio, no podía proveer a la educación de una tierna niña. El padre representa siempre la fuerza, la energía, el valor, y la pobre criaturita necesitaba la compasión, la ternura, la delicadeza, las lágrimas, la providencia maternal. ¿Qué mujer puede sustituir a la madre cuando ni siquiera el padre la sustituye? Solamente en los oídos maternos resuena como una música, el lloro incómodo de los niños; solamente una madre se pierde embebecida en la sonrisa y se mira en la mirada que surge de la cuna y se abisma en la contemplación estática, verdaderamente indispensable, para sostener los cuidados de la maternidad y conjurar los peligros que rodean a la inocencia. Y luego, al llegar a la alborada de la razón, nadie puede enderezar el sentimiento hacia lo divino como una madre; y al encresparse el oleaje de las primeras pasiones, nadie como una madre calmarlas y dirigirlas a la plena realización del bien. Solamente la previsión maternal, sus adivinaciones proféticas, alcanzan a señalar los abismos de la vida sin corromper la pureza del corazón y sin empañar ni siquiera ligeramente el espejo clarísimo de la inocencia en que se reflejan las cosas bellas del mundo.

Con razón, pues, se le partía el alma cuando se acordaba de lo que hubiese sido su vida con la hija del alma al lado, y de lo que era sin su hija. Cuánto la hubiera regocijado la sonrisa de aquellos labios, constantemente brillando sobre su vida; la primer palabra gorjeada por la tierna garganta; el nombre de «mamá» dicho antes que ningún otro nombre; los primeros tímidos conceptos y las primeras encantadoras gracias; la inclinación a consagrarse al amor desde sus juegos y a constituirse en el divino ministerio de la maternidad con sus muñecas; el día de cambiar las mantillas por el vestidito; y el día de los primeros pasos; y el día del Primer premio de lectura; y el día de la primera comunión; y el día del primer rubor producido por el primer asomo de la pasión; y el día del vestido largo, y todos esos días aniversarios de otros tantos instantes venturosos, que son como creadores de un alma, en la cual pone una madre todas sus inspiraciones, toda su luz, todos sus amores, todas sus ilusiones que de nuevo florecen, y todas sus esperanzas que se perpetúan sobre el corazón de su hija, abreviado universo de su alma estática y amante.

Un tiempo fue en que tuvo noticias de su hija. Sabía que iba creciendo en inteligencia y hermosura. Sabía por esas industrias propias de las madres, todos sus pasos y toda su vida. Pero la rica familia con la cual vivía y de que formaba parte la niña con su padre Antonio, se había venido a Europa, y después de ese viaje a Europa, en el cual llevaban empleados más de seis años, nada había podido saber sino que continuaban viajando. Antonio se vengó bien cruelmente de la negativa que opuso Carolina a seguirle con no enviarle ni una sola palabra de su hija. En verdad, la causa primera del viaje estaba en el deseo que tenía Antonio de procurarse distracción a sí mismo, y cultura verdadera y esparcimiento a su hija, a la cual había puesto el nombre de Elena. Conforme ésta iba creciendo en años, su padre se iba penetrando de cuán necesario era ocultarla su origen, y no decirla que tenía una madre y un hermano en la tierra. Antonio vivía con el rico habanero, su hermano de leche, que le rescatara en el mercado y que hiciera de su afecto una verdadera necesidad del alma. Este riquísimo habanero había sido padrino de Elena, bautizada en Méjico después del rapto. Aunque al morirse su primera novia había hecho juramento de no casarse, casóse al cabo, seducido por las gracias de una bella mejicana, con la cual no tuvo ningún hijo. Así el matrimonio y Antonio vivían para Elena y la cuidaban con el amor y el celo con que hubiera podido cuidarla su propia madre. Para Elena, Antonio, su padre, era viudo, y no le hablaba nunca de su madre por no renovar recuerdos tristes de otros tiempos ni abrir heridas del alma, recuerdos y heridas que todavía destilaban sangre, según las tristezas continuas del mulato, cuyas pasiones se hallaban todas reunidas y concentradas en su hija. Juntos habían recorrido toda Europa y gozado todos los esparcimientos propios de un viaje tan delicioso. Juntos vivían los cuatro en una paz completa, sin que hubiera objeto preferible a Elena para su cariño, ni otro heredero a su inmensa fortuna.

Carolina estuvo adherida a América mientras vivió su esposo, el caballero Jura. Le era imposible dejarlo, y cuidaba de él muchas veces con riesgo de la vida, porque. su locura llegaba con facilidad al furor, y por consiguiente a la violencia. Pero en cuanto Jura murió, en cuanto pasó el duelo, en cuanto guardó por un año entero el luto junto al cementerio donde estaba enterrado, vínose a Europa, trayéndose a Ricardo, que bien lo necesitaba, por haber recibido una mortal herida en la guerra de los Estados Unidos y en defensa de la hermosa bandera de Washington mantenida en las inmaculadas manos de Lincoln. Luego, como Ricardo se avergonzó al morir su padre, de tener una fortuna ganada en la trata y mantenida por la esclavitud, no hubo otro remedio sino repartirla entre los negros emancipados, y venirse a Europa en busca de algún lenitivo a los antiguos e inveterados dolores. Pero en realidad, el principal móvil de aquel viaje en Carolina, era buscar a su hija, encontrarla, verla, saber de ella, aunque jamás ella supiera nada de su madre. ¡Infeliz Carolina! ¡Ah! No sabía cuán fatal iba a serle este encuentro. En la realización de este deseo tan anhelado se encontraba la mayor desgracia y la mayor catástrofe de su vida, el sacrificio de seres inocentes inmolados por su irreparable culpa y partícipes de sus castigos.

Capítulo 5. La velada de San Juan

Noche divina en verdad, esta noche del solsticio de verano. Como el 23 de Junio es el día más largo del año, el instinto de los pueblos ha consagrado su hermosa noche con poéticas y placenteras fiestas. Recuerdo, como, hace tiempo, recorriendo en tal aniversario los feraces campos del bello Portugal, a cada paso encontrábamos hogueras alimentadas por plantas aromáticas que esclarecían el camino con sus destellos y embalsamaban los aires con su humo. De la misma suerte, en los antiguos pueblos, al borde luminoso de los mares del arte, a la puerta de los templos de mármol erigidos en los altos promontorios y retratados en las tranquilas aguas, encendíanse esta tarde hogueras, a cuyo alrededor danzaban los mancebos y las doncellas, entre canciones de amor y coros, acompañados por cítaras de oro, coronadas con ramas de laurel y flores de verbena.

En nuestros pueblos del Mediodía la noche de San Juan era la noche de los misterios; la noche decisiva para la incierta humana suerte, la noche en que cuajan los amores, la noche destinada al encuentro de los seres que han de dormir en el mismo lecho y que han de reposar en el mismo sepulcro, para despertarse abrasados y confundidos también allá en la eternidad. Las gitanas hacen su agosto. Son de ver con el zagalejo de seda celeste, bordado con argentadas lentejuelas; con el cinto al talle, de cuyos hilos caen sonajas y cascabeles y amuletos y relicarios; con el pañuelo de mil colores ajustado al jubón de raso negro; la castaña a la nuca; el peine dorado sobre la sien izquierda en la ancha cabeza; morenas como el pórfido egipcio, negras de ojos, que tienen toda la atracción y toda la profundidad del abismo, escudriñando, a la luz de los astros, las palmas de las manos, para decir a las casadas si sus maridos les guardan fidelidad o no en las largas navegaciones y a las solteras si vendrá o no el novio a pedirlas pronto en casamiento.

¡Cuántas veces he visto yo a mis vecinas, más hermosas y más admiradas, allá por las riberas de nuestro Mediterráneo, abrir las ventanas con sigilo, mirar los astros con escrutiñadora inquietud, apercibir las orejas a recoger la primera campanada de la media noche, y en cuanto su tañido caía de la alta torre dando las doce, romper un huevo fresco, puesto aquella mañana por una gallina negra, y depositar la clara en un vaso de agua, para deducir de los dibujos formados por aquella extraña mezcla secretos de amor, que no le habían revelado ni los latidos de su propio corazón, ni los ojos de su adorado amante!

Naturalmente, noche así es noche de amores. Y el amor no tiene expresión tan propia de sus aspiraciones infinitas y de sus melancolías indecibles, como la música, y la música no tiene momento tan bello y tan digno de sus cadencias como la alta noche en que todo se recoge y calla, y solamente vela y escucha quien padece los desvelos del amor. Y en la noche, la melodía que se esparce más dulcemente por los aires, como un aroma venido del cielo, y que penetra a través de paredes y puertas y rejas, como la luz al través del cristal, es la melodía de la serenata. El rasguear y el pespuntear de los dedos en la guitarra arrancan chispas, que cargan de sentimientos las almas, y que en deseos inexplicables encienden la sangre. Las cuerdas de la guitarra suspiran, gimen, sollozan, lloran, como si fueran las fibras de un corazón enamorado. Y tras aquellos suspiros de dolor, porque la pasión siempre es dolorosa; tras aquellas gotas de reprimidos lloros que se escapan y se evaporan y se elevan de cada una de las melancólicas notas; suena la canción meridional, la más bella de las canciones que han ideado los hombres, con sus cadencias larguísimas como el rumor de las selvas y el susurro de los arroyos y la resonancia de los mares, con esas cadencias, sobre las cuales se levantan aquellas cuartetas incorrectas pero sublimes, llenas de hondas quejas, esmaltadas de orientales comparaciones, reducidas a continuas imágenes, que expresan la tristeza, la nostalgia, la aspiración a lo infinito, la pena del alma enamorada, el recelo de los perversos, la incertidumbre y las dudas eternas, los celos desgarradores, la felicidad de la posesión, la angustia de las separaciones, el anhelo por un suspiro y por una mirada, la desesperación por una ausencia, el deseo al descanso de la muerte, todos los temas y todas las formas del más humano entre los sentimientos expresado en el habla sencilla del más poeta entre los pueblos.

La ronda y la rondalla; la soledad y la malagueña; las playeras y las saetas son los poemas de amor más bellos que han cantado los hombres, profundos de pensamiento como las poesías del Norte, hermosos de forma como las obras del Mediodía, cadenciosos y sostenidos a la manera de una melodía árabe inspirada por la uniformidad del desierto, tristes y desgarradores como una lamentación de los profetas hebreos a las orillas de extranjeros ríos, propias para cantar las tristezas del amor y para henchir de inspiración una noche como la noche de San Juan, iluminada por las estrellas de los cielos clarísimos y por los ojos de las almas enamoradas. Y a todos estos poemas, entonados al son de la guitarra, se unen allá en el Mediodía entre nosotros la enramada que cubre de tomillo y de romero la visitada reja, y la orna de rosas y de jazmines, cuyo olor embriaga, y de frutas de aquella estación, que parecen, por lo delicadas y por lo olientes, verdaderas flores.

¡Cuánta poesía y cuánto sentimiento en la noche de San Juan! Cuando en la madurez y en el otoño de la vida recuerda el ánimo entristecido aquellas horas de sublime tristeza, aquellas sombras de dudosa incertidumbre, aquellas inspiraciones respiradas en el aire al par que el aliento de las flores se convence de una cosa profundamente verdadera y profundamente sencilla, de que sólo se vive mucho cuando mucho se siente. No digamos que el corazón es el órgano donde reside el criterio de la verdad, no digamos que el sentimiento es el grado superior de la vida. Realmente el corazón ocupa un rango muy inferior a la celeste bóveda del cerebro, y el sentimiento nos confunde hasta con las plantas. Pero quizá por eso mismo, por ser más propio de nuestra condición, y más acomodado a nuestra pobre naturaleza; en el sentir, ó en el amar, si queréis que concretemos la palabra, se encuentra la vida verdadera. Pensar, elevarse en alas de la idea a lo infinito, descubrir el Universo desde la vertiginosa cima de lo ideal, penetrar en el origen de los pensamientos y en el origen de las cosas, todo eso es superior a la humanidad, y por lo mismo tiene algo como lo divino, que abruma nuestro ser, agota extraño nuestras fuerzas y despedaza nuestro organismo. Yo os conjuro a que miréis a todos los héroes principales del pensamiento para convenceros de que en esas alturas reina una soledad a la cual es muy preferible la ignorancia del campesino a quien rodean los próvidos cuidados de la amistad y del amor. Así la vida es más humana que cuando se espacia en la ambición o en la ciencia, cuando se reduce al breve nido del sentimiento donde se encierra en una felicidad cuya dulzura nace de su propia limitación. Sentir es vivir, mientras que pensar es algo verdaderamente sobrehumano; algo superior a la humana existencia.

Mas, volviendo a la noche de San Juan, debemos recordar cómo en Madrid no tiene la poesía que en nuestras regiones meridionales. Pero tiene mucha vida y mucha animación. Nuestra calle de Alcalá y nuestro Prado, ofrecen dilatado espacio y natural teatro a todas las expansiones del pueblo. Hacia el Este, los bosques del Retiro que huelen como rebosando aún el aroma de la primavera; hacia el Norte, la desembocadura del paseo de Recoletos, y la blanca masa y la línea de la estatua de Cibeles; entre las alamedas, esas fuentes teatrales que toman por la noche fantásticos aspectos a los reflejos de las luces artificiales; en lo alto de las colinas, las torres semi—góticas de San Jerónimo, y en lo hondo del valle el intercolumnio casi griego del Museo de Pinturas; a la mitad, el Obelisco del Dos de Mayo con sus fúnebres cipreses, y en todos estos espacios, barracas donde se venden flores y macetas, tiendas de campaña donde se fríen apetitosos buñuelos, aguadores con sus faroles aparatosos y sus botijos y sus azucarillos níveos: botillerías que ostentan todos los colores y todos los matices más brillantes en sus botellas de varios tamaños; tabernas y cafés al aire libre; grupos de gentes que cuchichean y que cantan al son de la guitarra, y que beben, ora licores, ora refrescos, entre dichos, requiebros, jácaras, gritos, clamores, juegos de los niños, suspiros de los amantes, canciones de los ciegos, coros de las rondallas, pespunteo de las guitarras, estridor de las murgas, chirridos de las matracas, flauteo de los pitos, ruido y animación universal. Los madrileños no llevan a ninguna de sus fiestas la poesía que los meridionales. Entre el Prado de Madrid y las delicias de Sevilla, hay tanta diferencia como entre el Manzanares y el Guadalquivir. Es el Prado más propio de la corte, aparatoso como un salon de Palacio, rico y regio, adornado a mayor abundamiento en aquellos tiempos en que la casa de Borbón obligaba a todas las naciones de Europa a decorar sus paseos y sus monumentos como se decoraban los gigantescos palacios y los alineados jardines de Versalles. Pero desde las alamedas del Prado, no se ven las florestas de San Telmo con sus palmas y sus naranjales; no se descubre en lo lejos del horizonte la Torre del Oro acompañada por la gallardísima Giralda; no se mezclan las velas blancas de las naves con las verdes ramas de los árboles, no se oye aquel río sonoro que parece irse al mar entonando melancólicamente los romances moriscos repetidos por las almenas, y por las celosías y por los ajimeses del mudéjar alcázar. A la verdad, donde quiera cine la palma viva, que el azahar huela, que el Cielo reverbere espejismos de Oriente; que un gran río murmure, que las olas del mar canten, que el calor meridional anime los campos y encienda las mejillas, que el recuerdo de nuestras cruzadas continuas habite, hay mucha más poesía indudablemente que en nuestras prosaicas llanuras del Centro de nuestra península. En Madrid hay feria, como hay feria en Sevilla. Pero comparad nuestros empolvados muebles, nuestros puestos de melocotones de Aragón, nuestras tiendas parecidas a barracas, nuestros viejos trastos, nuestro árido y triste paseo de Atocha con los gallardos jinetes andaluces, con las pintorescas serranas, con las gitanas que tienen toda la poesía de las razas orientales, con las tiendas parecidas a jardines y a salones de baile, con la poesía infinita de la feria de Sevilla, encarecida por todos los poetas, visitada de todos los extranjeros, viva como la naturaleza del Mediodía, llena de placer, y al mismo tiempo de esas melancólicas y poéticas ideas a que parece inclinado el genio incomparable de la bellísima y sin par Andalucía.

Pero aquí, allí, en toda España, hay algo común que deslumbra; el cielo de nuestras noches de estío. Cuando levantamos los ojos y descubrimos los astros innumerables tachonando lo infinito, sentimos no tener alas para volar hasta esos abismos de vida poblados de mundos, cuyas armonías quisiéramos oír como vemos sus divinos resplandores. La tinta azul oscura que la noche extiende en los espacios, parece destinada a que resalten las infinitas luminarias y su continuo centelleo. Unas tienen color de oro, otras color de luna, muchas reflejos rojizos; éstas de verdaderos soles aspecto; aquéllas la indecisión de gasas trasparentes o la brevedad de cónicos gérmenes, todos la vida de la luz, alma del Universo, la cual, por etérea, por pura, por impalpable, se aproxima al ser y esencia de la idea. ¡Cuántas veces el pensamiento vuela entre esos planetas, esos mundos, esos soles para recoger su impalpable sustancia como la tenue mariposa vuela entre las flores para recoger en las tenues alas sus matices y bañarse en sus deliciosos aromas! Noches de Junio, en que la primavera se despide y envía sus últimos suspiros; en que el ruiseñor, criados ya sus polluelos, se calla y exhala sus últimos gorjeos; en que el calor comienza a encender la tierra y el relampagueo de la exuberante electricidad a centellear por los rojizos horizontes; en que las rosas levantan el incienso de sus más delicados perfumes, y las fajas blanquecinas de la vía láctea, comienzan a rayar en la bóveda celeste; ¡cuánto amor y cuánta poesía se encierran en tus misterios y en tus sombras!

Ricardo, que después de dejar a Micaela tan pagada de su felicidad, no se apartó un minuto de Jaime, cuya herida, tomada por mortal en los primeros momentos, perdía gravedad en el concepto de los médicos, a medida que se revelaba a su ciencia, Ricardo, decía, salióse a eso de las once en la noche de San Juan a dar un paseo por el Prado, y ver si había sucedido a la batalla del veintidós alguna animación. Madrid estaba, a la verdad, de triste luto y en profundo duelo. Los comerciantes se habían presentado pero apenas se habían presentado los compradores. Humeaba en la sartén el hirviente aceite; resplandecían colgados de las ramas los faroles; exhalaban las verdes albahacas sus aromas desde los rojos tiestos; lucian las botillerías sus frascos y los aguaduchos sus botijos, y los teatros ambulantes sus polichinelas, y los dioramas sus vistas, y los organillos sus sonatas, y los confiteros sus provisiones, y los acróbatas su agilidad, sin que el bullicioso Madrid, que por el Prado se esparce todos los años en semejante noche, corriera a participar de la nocturna fiesta y a henchirla con su inagotable alegría..Veíase por este apartamiento, por esta invencible tristeza, cómo había la población peleado en el combate y caído en el desastre.

Ricardo, penetrado de esto, comenzó a pasear por las más apartadas alamedas y a perderse en los más vagos ensueños. Sus ojos, que buscaban en la creación todo lo grande, como buscaba su alma en el pensamiento y en la conciencia todo lo divino, sus ojos erraron por el cielo y se perdieron absortos en la contemplación de aquellas sus innumerables bellezas. Lo tibio del aire, lo hermoso del horizonte, el centelleo de los astros, el aroma exhalado por los vecinos bosques, todo cuanto lo circunda, le hablaba de esa pasión propia de la juventud, que emplea tan persuasivos llamamientos, porque completa y perfecciona nuestra débil naturaleza. Su alma necesitaba, más que apartadísimas estrellas, cercanas miradas. Sus manos se tendían casi involuntariamente hacia las rosas, y al sentir que no tenía para quién cogerlas, ni a quién regalarlas, dejábalas con febril y nerviosa repulsión. El mundo está vacío, pensaba para sí, cuando no se oye en sus rumores un suspiro; cuando no se ve en el centellear de su lumbre el rayo de unos ojos, cuando no se mezcla a sus espectáculos y a sus armonías un pensamiento de amor. No podía estar tan alto y tan lejano como el más apartado mundo otro corazón amante, con cuyo cariño compartir la inmensa pesadumbre de la vida insoportable, por lo abrumadora, para una sola alma. Muy vívido era el incienso de las plantas, el resplandor de los astros, el magnetismo de la electricidad difundida en los aires; pero nada tan vívido como el amor. Ahí está, en ese reducido círculo, y no en el inmenso espacio, toda nuestra felicidad. Hacia ese centro gravitan nuestros sentimientos, y en ese fuego se encienden nuestras ideas. Después de haberlo visto todo, y de haberlo todo gustado, no queda más verdadera aspiración que el anhelo por un casto cariño recibido y pagado en modesto y limpio hogar. Fuera de eso, la vida es una tormenta continua. Y Ricardo se volvía a todas partes como para pedirlo al aire, al cielo, a la luz, a la noche de San Juan, que le trajera alguna revelación del objeto amado para quien había venido a la tierra. Nuestros cuerpos habrán sido amasados en el barro de la tierra, pero nuestras almas lo han sido en el amor de los cielos. Y como en cosa tan frágil cual nuestro cuerpo, no podría contenerse fuego tan vivo cual nuestro espíritu, recibimos sólo media alma, lo bastante para no calcinar todos nuestros huesos, para no romper todo nuestro organismo, para no abrasar toda nuestra sangre, y andamos buscando la otra mitad depositada en el seno de una mujer, y no somos felices hasta que no la encontramos completando con su ser nuestro ser, y con su vida nuestra vida.

Cuando más embebido estaba Ricardo en tales reflexiones, oye un rumor de femeniles voces y femeniles faldas, semejante al cántico y al aleteo de gorjeadoras e inquietas avecillas. Y este rumor le obliga a volver la cabeza, y en cuanto vuelve la cabeza, se encuentra con hermoso grupo de encantadoras jóvenes ceñidas todas de esos vaporosos trajes de estío que tanta gracia añaden con su ligereza a las naturales gracias, e iluminadas con los reflejos de las varias luces artificiales medio ocultas entre los árboles, que tanto atractivo dan con su misterio a los naturales atractivos. Había en el franco regocijo de aquellas niñas, en el andar ligero, en los graciosos movimientos, en el natural abandono, en el decir sencillo al par de poético, tantas seducciones, que Ricardo, decidido a andar a la ventura por los paseos del Prado, se fijó en ellas y se dio resueltamente a seguirlas. Todos los pensamientos tristes se iban al rayo de aquellos ojos y al conjuro de aquellas risas. Parecía que tanto júbilo tornaba jubiloso al ánimo más triste. El corazón y el cerebro de Ricardo se sintieron como aligerados de todo peso, como poseídos de calor primaveral, como llenos de esperanzas, como renovados; así, que siguió aquel grupo encantador y oyó sus palabras varias, y recogió el magnético influjo de sus indescriptibles miradas. Ninguna de las jóvenes llega a los veinte años; y todas ellas, de tipos varios, tienen particulares encantos. Esta es rubia y pálida y delgada como la aparición de Ofelia que atraviesa, luz entre sombras, las dudas y los terrores y los remordimientos esparcidos en el más sublime de los dramas modernos, en el Hamlet; aquélla, por la línea esférica de su cabeza que anuncia la benevolencia, por la lumbre de sus ojos que anuncia la pasión, y por la esbeltez de sus formas que revelan la más acabada hermosura meridional, se asemeja completamente a una Virgen de Murillo; es decir, a una sevillana perfecta; tiene la de más aquí, ese color pálido que a verdoso tira, tan frecuente en nuestras mujeres, pero contrastado con el correctísimo dibujo de sus facciones, el perfil oriental de su rostro, el encendido calor de sus ojos negros y brillantes, el ondear de sus cabellos del mismo color que los ojos; tiene la de más allá cierta crasitud impropia de sus juveniles años, pero en cambio, remata aquel cuerpo un tanto pesado la más hermosa faz que podía idearse, por sus griegas líneas, por su aguileña nariz, por sus labios rojos, por sus blancos dientes, por los hoyuelos de sus mejillas, por la corrección de su barba partida en corte graciosísima, por la blanca y sonrosada tez llena de paz y de calma: en fin, ¿a qué detenernos más en esta descripción? todas, sin excepción, e iban más de diez, todas eran, o lindas, o graciosas, o hermosísimas.

Si Ricardo hubiera tenido las costumbres españolas, digérales a hurtadillas miles de requiebros y miles de ternezas, aún a riesgo de disgustar a sus custodios. En efecto; alejados de bien que atentos a sus pasos, iban un matrimonio joven, y un caballero de apuesta figura. Al ver a este, los más indiferentes notaban su elegancia, su gentileza, su gallardía, y solamente por el color cetrino y el dibujo de los labios, dedujeran que pertenecía a la raza de los mulatos. La gravedad de este segundo grupo contrastaba con la ligereza y la alegría del grupo formado por las jóvenes.

Decíamos que si Ricardo tuviera las costumbres españolas, regalara con mil requiebros los tiernos oídos de aquellas jóvenes. Y en efecto, nada tan español como la libertad que los hombres se toman para decirles cuanto les atraviesa por las mentes a las mujeres. Cuando estas bromas se contienen dentro de la más exquisita cortesía, pueden pasar como un desahogo de nuestro corazón exaltado; pero cuando llegan a temeridades de lenguaje, como las temeridades entre nosotros usadas y corrientes, desdicen de la antigua caballerosidad española, y ofenden al sexo cuyo principal escudo y cuya principal belleza es sin duda alguna el pudor. Muchas veces suelen decirse frases de una oportunidad incomparable, inspiradas por la natural influencia de una hermosura indecible. La imaginación meridional, tan fácil para las súbitas improvisaciones, y tan rica en esas imágenes que relacionan el mundo externo con el interno, vierte su facundia inagotable en una frase pronta y deliciosa, donde se mezcla al ardor de la pasión el centellear de la idea, luz y fuego a un mismo tiempo. Pero con la costumbre arraigada de hablar entre sí los hombres libremente, nada más fácil que convertir giros, interjecciones, frases de más o menos limpieza en pies forzados de toda conversación, lanzarlos como la más natural de las expresiones a la frente inmaculada de una hermosa mujer, digna por mil títulos, y sobre todo por su sexo, a religioso respeto, que debe confinar en religiosísimo culto. De todos modos, cuando por el extranjero se viaja, por el Norte especialmente, se echa de ver en seguida la reserva con que son admitidas y tratadas por todos las mujeres, con las cuales no media o antiguo trato o ceremoniosa presentación. Y verdaderamente contrasta esta reserva y esta ceremonia extranjeras con nuestros dichos, requiebros, chicoleos, con las frases de efecto, con las imágenes de brillo, con las palabras de doble sentido, con las ternezas que inspira en España la presencia de una hermosa mujer, continuamente rodeada de esta clase de homenajes. Pero Ricardo no se atrevió a desplegar sus labios, ni a decir ni una sola palabra.

Bien pronto, sin embargo, la admiración general que todas inspiraban, se fijó muy particularmente en una sola, en una que descollaba entre ellas por la singularidad de su belleza. Tendría como diez y siete años, y llegaba a lo que puede llamarse un portento, descollando entre sus compañeras, no por su mayor hermosura, sino por la naturaleza de esta hermosura, extraordinariamente singular y extraña. Sucede con la belleza femenil exactamente lo mismo que sucede con la belleza musical. Una sonata suele no gustarnos a la primera audición, y una mujer suelo no atraernos a la primera vista. Cuando los oídos se acostumbran a la melodía, y la recogen y la aprenden y la hacen suya, como si saliera de la voz del propio sentimiento, aquella melodía arrebata. Cuando la mujer que a primera vista no os ha gustado, consigue atraeros con su mirada, fijaros en su hermosura, seduciros, o con una de esas palabras, o con uno de esos suspiros, cuyo secreto ella sola posee, concluye al fin por cautivaros, como si ella sola existiera en el mundo.

Ricardo se fijó a los pocos pasos, pues, en la joven a quien sus compañeras llamaban Elena con mucha frecuencia, y que pertenecía a ese género de hermosura poco asequible a primera vista, y sin embargo, perfectísima. Ciertas perfecciones de aquella tentadora Elena al pronto no podían advertirse. No se podía advertir su brevísimo pie, cubierto por los pliegues de su largo traje, no se podía advertir toda la pequeñez de sus manos. Y al mismo tiempo que no se podían advertir estas perfecciones tampoco ciertos defectos que necesitaban especial estudio; lo corto de aquellos sus brazos y la media luna entre morada y azul que se veía en la raíz misma de sus uñas. Pero podía advertirse a primera vista el color moreno de una gracia y de una transparencia verdaderamente indecibles; los ojos negros, de una profundidad insondable; la nariz de un corte estatuario, arrancando de frente espaciosísima; el dibujo ovalado de aquella cara, que no hubieran podido trazar mejor los dos primeros dibujantes de la Historia, Fidias en lo antiguo y Rafael en lo moderno; la boca grande y los labios gruesos, que al abrirse revelaban unos dientes de armoniosísimas proporciones y de nívea blancura, el aire de su persona, en que mezcló naturaleza a la majestad más solemne el más exquisito recogimiento y la más sencilla modestia.

Elena tenía lo que llamaban los latinos prestancia, una hermosura imponente, sin dejar de ser femenina y delicada. La suavidad era en ella como la fragancia en las flores, esencia misteriosa que se exhalaba de cada una de sus facciones como de cada una de sus palabras. A esta suavidad inexplicable mezclábase la proporción más completa, y de tal suerte, que las líneas de sus formas cumplían y realizaban la más acabada armonía. Su belleza era naturalmente la belleza femenina, delicada, suave, melodiosa, a expensas de la energía y de la fuerza. Aquella mano era breve, diminuta, suave, como destinada a las caricias. Aquella su frente, por lo ancha, revelaba la más centelleante fantasía. No había en sus músculos ninguna contracción, ni en su cutis ninguna arruga, y por lo mismo era su virtud culminante la serenidad. Tenía los ojos grandes, y no saltones, más bien salientes, como anunciando con su luz aquella fisonomía de una atracción irresistible, cual anuncia el faro los escollos. Sus labios aspiraban el amor, y parecían pedir un beso hasta al aire que los circundaba. A estas cualidades propias de una hermosura europea, reunía la oriental languidez, que tan admirablemente cuadra a la hermosura americana, de suerte que Elena estaba llamada por su belleza propia, y por la singularidad de esta belleza, a ejercer un soberano influjo en cuantos la rodeaban, y causar grandes estragos, como decirse suele entro nosotros, en los exaltados corazones de los entusiastas y ardientes españoles.

Siguió el joven a las bellísimas niñas por el Prado; y oyó sus conversaciones, y bebió en esas conversaciones multitud de ideas, que despertaron en su pecho multitud de afectos. Una deshojaba blanca rosa para interrogarla sobre si el amado ausente la quería o no. Otra dejaba errar sus ojos azules por las apartadas estrellas, y decía que solamente en aquel regazo depositaría sus secretos. Ésta recitaba unos versos sentimentales, que hablaban cadenciosamente del amor. La otra modulaba una melodía beliniana, de esas que encierran las tristezas del alma y las nostalgias del corazón. Todas al fin se mostraban afectuosas y tiernas para el sentimiento. Sólo Elena aparecía entre aquel coro como indiferente y superior a las humanas pasiones. Cuando sus compañeras lanzaban algún suspiro, ella se sonreía con una sonrisa de candor que revelaba la más pura inocencia. Cuando todas hablaban de sus pasiones, ella sólo hablaba de sus viajes. Y Ricardo recogió de las palabras sueltas que llegaban hasta sus oídos la especie de que Elena, como viajera, iba el domingo próximo a la plaza de toros a experimentar las emociones de nuestras azarosas corridas. Mucho disgustó esta resolución al joven, porque era irreconciliable enemigo de los toros; pero se reconcilió un tanto con semejante ocurrencia, cuando supo que la realizaba por mandato de sus padrinos, a los cuales no podía negar cosa alguna, y que repugnaba realmente tal espectáculo a su corazón. Lo cierto es, que durante mucho tiempo siguió Ricardo embebecido al coro de las muchachas; volvió cuando ellas volvían; se paró cuando ellas se paraban; y no pudo resistir al poder de su atracción y de su influjo. Pero, entre todas, tenía especial virtud para fijarle Elena, en cuyos ojos se miró varias veces absorto. El mirar de la joven resplandecía entre todas aquellas miradas con ardientes resplandores. Su cabeza descollaba sobre todas aquellas angelicales cabezas. Sonreíanse sus labios, con una gracia tan natural y tan sencilla, que provocaba a esos sentimientos afectuosos, tiernos, duraderos, cuya falta de intensidad está de sobra contrastada por su larga vida, como que llegan a confundirse con nuestro propio ser, y a formar como parte de su esencia. Era Elena el retrato de la ternura, de la delicadeza, de la sensibilidad, de la inocencia, de toda esa parte femenil de la naturaleza humana, que parece venida al mundo para encantarlo y esclarecerlo, y convertirlo en el edén perdido, que ya se esconde en nuestros recuerdos, o ya renace en nuestras esperanzas. Ricardo, sin darse cuenta casi de lo que hacía, aplicaba el oído con tanta atención al coloquio de las jóvenes, que acababa por saber todo cuanto atañía a la niña que, a lo menos por aquel momento, había sostenido y fijado su atención. Venía de Méjico. La acompañaba un matrimonio, engalanado con el condado de la Floresta, el marido habanero, la mujer mejicana. Y solamente tenía padre, sin que nunca hubiera conocido a su madre. Con tanta porfía siguió las conversaciones, las preguntas, las respuestas, las confidencias de las jóvenes, que se enteró de todo cuanto le convenía saber, y lo guardó avaro en su memoria.

A las altas horas de la noche volvió a su casa, y penetrado de que el herido Jaime dormía perfectamente, se encerró en su cuarto. Parecíale que algo nuevo pasaba por todo su ser. Parecíale que un extraño afecto, nunca antes sentido, embargaba por completo su corazón. Quería pensar, y la imagen de la joven se interponía entre su voluntad y su inteligencia para distraerle de todo pensamiento que no fuera la contemplación de aquella recién aparecida imagen. Quería dormir, y la idea fija en el alma revelada a su alma le quitaba el sueño. ¡Qué trasformación! Ya no estaba solo como antes. A su aislamiento había sucedido la correspondencia con un corazón que, distinto del suyo, era del suyo complemento. A veces creía que adelantaba mucho el juicio y que sentía verdaderos desvaríos, inexplicables por lo fugaz de la aparición que se deslizó como un sueño por sus ojos. Pero el pensamiento, el corazón volvían solícitos a la porfía de sentir y de pensar siempre lo mismo. Apagó la luz y se encendieron los luceros de aquellos ojos encantadores. Cerró fuertemente los párpados para no ver ni las sombras, y la voz dulcísima se deslizó en su oído. Quiso convertir su pensamiento a los problemas filosóficos a cuya contemplación lo llamaba el hábito, ya antiguo, de ejercitar su razón, y volvió a caer rendido por el éxtasis ante aquella imagen del amor. Quiso pulsar las cuerdas de su lira, trasportarse en alas de la imaginación al cielo de las inspiraciones artísticas, y le dominó de nuevo la realidad que tenía impresa en la fantasía como en la retina, y en la retina como en el corazón. Se alejó de todas estas esferas de la actividad, y se fue a pensar en la emancipación del género humano, a ver si le distraía pensamiento tan absorbente de este amor tan imperioso. Hasta el ídolo de la libertad apareció pálido a su vista en comparación del ídolo a quien acababa de ofrecer un altar en su pecho. Las tristezas y las desgracias humanas no le conmovieron, no, en aquel momento como en otros momentos de su vida. Era tanta su felicidad interior, que le irradiaba sobre todos los objetos exteriores. Una punta de egoísmo comenzó a penetrar en aquel corazón abierto al Universo entero, cerrado sólo al propio interés y al amor propio.

Estaba visto; en una sola noche había sentido toda la fuerza avasalladora del amor. Cien veces apagó la luz, y cien veces volvió a encenderla. Cien veces se tendió en la cama, llamando el sueño a su auxilio, y cien veces se irguió sin poder pecar los ojos. Cien veces abrió los balcones, y cien veces los cerró maquinalmente, sin saber ni por qué los abría ni por qué los cerraba. Cien veces hojeó sus libros más favoritos, sus obras más queridas, y leyó páginas enteras sin saber qué había leído. Cien veces contempló las obras de arte que otras veces le distraían, sus estatuillas, su álbum de dibujos, su colección de acuarelas, y todo le pareció frío, descolorido, indigno de su atención y de su interés en aquella noche misteriosa que había doblado su vida y decidido de la vocación de su alma. Hasta la contemplación de las estrellas le cansaba; esa contemplación en la cual había consumido por otro tiempo noches enteras de reveladores desvelos. ¿Qué parte del cielo podía compararse con la frente de la hermosísima joven? ¿Qué estrella del firmamento podía lucir como lucía aquel mirar celeste? ¿Dónde buscar rayos de luz comparables a las hebras de su cabellera? ¿Dónde recoger una corriente de magnetismo como la corriente que despedía aquel breve cuerpo centelleante de vivificadora electricidad? Estaba enamorado. Pero en el atolondramiento que le produjera la aparición de la celestial mujer, no había pensado cómo verla de nuevo, ni cómo averiguar las señas de su casa. En una de aquellas vueltas había Elena subido a su coche y había desaparecido a la vista de Ricardo. Así, éste solamente pudo recordar el anuncio de que iría a los toros. Pues a los toros también iría Ricardo por vez primera en su vida.

Capítulo 6. Diálogos filosóficos

A los pocos días estaba Jaime sentado en amplio sillón de baqueta, departiendo con sus dos amigos, el optimista Arturo y el pesimista Federico, en la convalecencia de su herida, y hablando con ellos de los varios asuntos que pueden servir de tema a una conversación. juvenil.

—Aún no rayaba el alba del 22 de Junio cuando ya se veía venir la derrota.

—Yo lo predije, afirmó Federico; yo lo anuncié.

—Y tus predicciones y tus anuncios siempre son lo mismo, le dijo el enfermo; con presagiarlo todo mal, estás despachado. Y como en el mundo abundan más los males que los bienes, por regla general aciertas, y luego la echas de previsor y aun de profeta.

—Tú mismo reconoces la superior abundancia del mal sobre el bien; luego tú mismo convienes con mi filosofía.

—No; el reconocimiento de que abunda el mal me inspira la idea de combatirlo con todas mis fuerzas y ahogarlo en la abundancia del bien; mientras que tus opiniones pesimistas te llevan a una resignación musulmana y a un fatalismo…

—Vamos, hay mucho malo en el mundo.

—No puede decirse eso en esta casa, observó Federico, en presencia de Jaime, al lado de Ricardo. Éste ha sido una hermana de la Caridad. Si le sondeaban a Jaime la herida, apercibía todos los instrumentos como un auxiliar de cirujano. Si le propinaban alguna medicina, la preparaba, la apercibía, la gustaba como un ayudante de Farmacia. No hay en ningún hospital de Europa enfermero semejante a él. Resiste al sueño como si fuera superior a las necesidades humanas. Pasa de pie, a la cabecera de una cama, no ya horas, días enteros. Conoce las crisis de las enfermedades como un médico. Cura, lava, sondea como los practicantes del Colegio de San Carlos. Consuela como un sacerdote. Acaricia como una madre. Riñe, si es preciso, como un maestro. Cumple las disposiciones de la cura con el vigor de un militar ordenancista. Sus virtudes…

—¿Y las he negado yo nunca? La excepción confirma la regla general. Además, el diablo, que tiene en sus garras engarzados los mundos; el diablo, que en los espacios infinitos tiene tendida su telaraña inmensa de sombras, envolverá por alguna parte a Ricardo como a todos los mortales. Este Jaime es otro modelo de buenos muchachos. Pues ahí le tienes postrado, herido, después de haber puesto su vida a dos dedos de la muerte por una idea de cuya esencia real todavía no se ha enterado, por una idea no demostrada, por la libertad.

—¿No crees tú en la libertad? le preguntó Jaime al pesimista. Pues entonces, ¿en qué, en qué crees tú?

—No creo en la libertad porque no creo en la voluntad. El acto que parece más libre está determinado por un motivo. Luego la voluntad obedece al motivo como la máquina obedece al motor, y el motor a la fuerza impulsiva. Yo vengo a verte porque siento necesidad de ello; no podría hacer otra cosa. Luego mis hechos son como mis afectos, necesarios. La causa que os parece más universal, resulta miserable efecto de otra causa anterior. Crees que la sangre se vuelca en el corazón y lo hace oscilar como un péndulo, y no piensas qué sería de esa sangre tan roja y tan ardiente, si allá en los abismos del espacio se apagara el sol, o aquí en la superficie de la tierra se extendiera más deprisa la creciente rotonda de hielo que cubre nuestro polo. Todo acto está provocado por un motivo; todo motivo determinado por una fuerza; yo soy de esa fuerza tan esclavo como lo es de la gravedad el astro mayor que ahora oscila en lo infinito y la barbilla de pluma que ahora vuela por el aire. El Universo es una inmensa mesa de billar por donde van rodando una porción de bolas. Yo no sé quién tiene el taco en la mano. Pero sé que las bolas todas se mueven al choque de ese taco, que engendra el movimiento universal. Y me forjo la ilusión de que yo me muevo a mí mismo, cuando no podría moverme sin los músculos, ni los músculos moverse sin el fluido que corre por los nervios, que acaso se desprende de una nube misteriosa o de una aurora boreal apartadísima. Me muevo, pues, por fuerzas independientes de mi voluntad, y propias del Universo. Como la partícula de hierro que colora mis venas, como la estela de fósforo que corre por mi cerebro, como la paletada de cal que compone mis huesos, no me pertenecen a mí esas fuerzas, sino que pertenecen a la Naturaleza. Una modificación engendra necesariamente otra modificación que ha de seguirla, aunque nos opongamos con toda nuestra voluntad y ejercitemos todo nuestro albedrío. Así el carácter humano resulta tan inmutable como esa piedra fría. Yo seré pesimista porque mi bilis incurable me inspira una tristeza eterna; y Arturo será optimista porque su salud de hierro y su temperamento le llevan a una alegría que quisiera comunicar a todas las cosas creadas e increadas. Pero ni él podrá dejar de ser optimista, ni yo pesimista, aunque quisiéramos con decidida resolución. Nacemos buenos o malos, como nacemos con los ojos claros y los labios gruesos, o al revés. El Universo en que me hallo encerrado, como la alimaña prisionera en su jaula de hierro; la materia a quo pertenezco, y de cuyas fuerzas no puedo en manera alguna escaparme; el vaso de este imperfecto organismo que contiene y guarda el alma; la fatalidad de un carácter formado para mí quizás antes de que la vida se animara en mis huesos; los impulsos internos de mis pasiones y los impulsos externos de las fuerzas cósmicas; todos estos motores determinantes aparecen tan poderosos a mis ojos, que no le dejan a la libertad ningún espacio; de suerte que tú, Jaime, generoso Jaime, has combatido en combates hercúleos; has derramado tu sangre en holocaustos sangrientos; has puesto tu vida en peligro inminente de muerte, tan sólo por una ilusión del espíritu, desvanecida en cuanto se la mira con el razonamiento y se la prueba en la experiencia.

—Ve a todos los diablos con esa filosofía. No quiero ser sabio, si a consecuencia de mi saber pierdo mis mejores ideas. Obedecerá mi cuerpo al fatalismo de la materia, pero mi alma obedece a la libertad. Podrán moverla motivos siempre: pero esos motivos son tan míos como mis propias resoluciones. Porque la conciencia mueva la libertad no deja la libertad de ser y de someterse voluntariamente a la conciencia. Y la prueba de que se somete voluntariamente es que al no someterse, recibe el aviso de los remordimientos y el castigo consiguiente a no haber procedido bien. Si me arrancas la libertad del alma, me reduces a ser, y reduces conmigo a todo el género humano, como inmensa legión de polichinelas en este teatro del Universo, movidas por un hilo invisible. He peleado en favor de la libertad, y la libertad es una idea real. He trabajado por la emancipación dé los pueblos, y el sentido común responderá a todas esas cavilosidades filosóficas, dividiendo los pueblos en libres y esclavos. Eres mucho mejor, Federico, que tu filosofía. Si fueras a ella fiel te sujetarías el mal, porque el mal es necesario. No creerías en el mérito y en el demérito de las acciones, porque son forzosas. Te parecería cada hombre el tornillo de una máquina inmensa, montada por un maquinista colosal que nos domina a todos con la fuerza incontrastable de la fatalidad. Será mentira cuanto lo pienso, y sin embargo, prefiero morir por esas mentiras a vivir con tus verdades.

—Luego, añadió Arturo, vemos crecer a cada paso y a cada momento la libertad en el hombre como crece la vida en el Universo. La historia humana en el fondo no es otra cosa que la victoria sobre la fatalidad. Vencemos las fatalidades de la materia con el instrumento de la industria y los esfuerzos del trabajo; vencemos las fatalidades sociales en otro tiempo tan incontrastables, con las instituciones modernas verdaderamente instituciones libres; vencemos las fatalidades de nuestras pasiones, con el vigor adquirido por la conciencia y el conocimiento claro de la moral; vencemos los monstruos que por todas partes abortan contra nosotros los abismos, porque llevamos en una mano la clave de Hércules, y en otra mano la antorcha de Prometeo. Yo soy al revés de ti, Federico. Yo si atiendo al Universo, oigo un Te—Deum elevado a su Creador en coro por todas las cosas creadas; yo si atiendo a la tierra, veo que de aquellos períodos de catástrofes y de combates hemos pasado a este período de paz y de armonía en que el trabajo produce todo lo necesario a nuestra conservación y a nuestro sustento; yo si atiendo a la historia veo la ergástula vacía, la cadena del siervo rota, el potro del tormento destrozado, la noche de la ignorancia vencida; en la atmósfera los montgolfieros anunciándonos que algún día tendremos alas; en los mares la campana del buzo, diciéndonos que exploraremos los líquidos abismos; en nuestras manos el lente que conjura los astros a bajar hasta nuestra débil vista; el rayo que se amansa hasta convertirse en nuestro mensajero; el aire que se descompone en gases varios; los signos todos de nuestro imperio sobre el fatalismo de la materia y los títulos nobiliarios de nuestro derecho. Oscurece cuanto quieras el disco brillante de la conciencia humana con tus artificiosas ideas; sumerge cuanto quieras la voluntad en el Océano sin fondo de la vida universal; mira en todas partes el límite y las sombras; por tu empeño, no dejará de resultar que así como el tono grave y el agudo contribuyen a la armonía de la música, y el color y la sombra al esplendor del cuadro, y la risa y el llanto a la hermosura del drama, y la alegría y el dolor al contraste de la vida; lo que crees tú mal, resulta al postre bien: que el conjunto de la Naturaleza es bueno, y el ser de los seres, Dios, es tanto el bien supremo, como el supremo amor.

Apenas pronunciaba Arturo esta última palabra, Ricardo salía de su cuarto y entraba en el cuarto de su amigo Jaime, a cuyo cuidado consagrara esa tenacidad en el cumplimiento de sus deberes y en la práctica del bien que constituían como el fundamento de su carácter. Sucedíale en aquel momento cual nos sucede siempre que tenemos alguna superstición; teñía con ella todos los objetos, y con ella relacionaba todos los sucesos que veían los ojos y todas las palabras que a sus oídos llegaban.

—Amor, habéis dicho, exclamó.

—Amor, repitió Arturo.

—Hablabais de Dios, y hablabais del amor.

—Juntamente, observó Jaime.

—Y teníais razón. Dios es amor; y el amor es Dios.

—¿Estarás por ventura enamorado? le preguntó Federico en tono socarrón.

—Se distrae mucho, se absorbe en pensamientos bien tenaces; dijo con profunda convicción Jaime.

—¡Enamorado! exclamó con admiración Federico.

—Yo no diré que me halle enamorado, pero digo que no soy quien antes era, que no siento en mí el mismo ser que antes sentía.

—Vamos a estudiar los síntomas de la enfermedad; dijo el pesimista tomando la muñeca de su amigo, como para pulsarlo.

—Enfermedad divina como la inspiración; enfermedad preferible a la salud. Tristeza sublime como la tristeza del genio, pero tristeza preferible a todas las alegrías.

—Síntomas, dijo el socarrón; poco sueño y poco apetito. Desprecio de todo cuanto no sea ella. Consagración completa a una sola idea. Por todo recuerdo, haberla visto, y por toda esperanza, volverla a ver. El cerebro ocupado por su imagen, el corazón dolorido de su amor, una pena honda más grata que todos los placeres, un suspiro continuo como desahogo al pecho de un solo sentimiento henchido, y por lo mismo estallando. La color pálida, los ojos errantes, la cabeza echada hacia atrás, los labios vibrando como si cantaran, las cejas juntas como acontece en la contemplación interior, la idea fija en el objeto amado, los espacios llenos de la luz de sus ojos y de las sombras de sus cabellos, el espíritu lleno de sus miradas y de sus palabras.

—Bien, bien; exclamó Jaime aplaudiendo irónicamente.

—Parece que has encontrado ya algo bueno en este mundo, observó al pesimista el optimista.

—Como que también tengo en este punto mi filosofía.

—Ya verás como nos recita un trozo de Schopenahuur, dijo el optimista a Jaime.

—¿Cómo has dicho? respondió éste. Nombre verdaderamente impronunciable que debe ser alemán, pues huele a chop y a cerveza.

—Y tú, dijo el pesimista a su eterno contrincante; cuando nos recitas una de tus odas al progreso, cuando entonas uno de esos cánticos, no haces más que traducir una de las profecías socialistas que el genio de San Simón ha inspirado a Krausse.

—¿Qué sabemos de dónde vienen ni a dónde van las ideas? dijo Arturo. Flotan en los espacios como esos corpúsculos impalpables que componen los rayos del sol y que se mueven agitadísimos en una danza perpetua. Pregúntale a la gota de rocío dónde está el barro de que se ha evaporado y dónde el aliento de la atmósfera que la ha convertido de vapor en líquido y la ha cuajado en las hojas de la rosa. Así como no sabemos de dónde ha provenido el oxígeno necesario a nuestra respiración, tampoco sabemos qué inteligencia ha producido primero las ideas y las ha comunicado de unos espíritus a otros espíritus en el movimiento universal, que impulsa las almas, como impulsa los cuerpos. Me asimilo el aire de la atmósfera, el calor de la luz, el átomo de hierro o el átomo de cal perdido en la tierra; me asimilo tal inspiración, que se escapa de un cántico; tal nota, que se escapa de una cuerda vibrante; tal idea, que se escapa de una inteligencia superior, alimentándome del espíritu universal en mi alma, como de la vida universal mi cuerpo se sostiene y alimenta. De consiguiente, perdona mi impertinencia como yo perdono la tuya, y hablemos según nuestra razón, sin curarnos de la fuente ni de la propia prosapia de nuestros pensamientos.

—Yo ignoro si alguien lo ha dicho, pero como es cosa vulgar, entiendo que sí, añadió Ricardo: nadie se libra del amor y su imperio. Le obedece en la cohesión el átomo que se junta a otro átomo y le obedece en la atracción el cuerpo que se suspende de otro cuerpo. Es la vida y la muerte; es el reclamo que llama y la guerra que separa. Es el placer de los placeres mezclado al dolor de los dolores. Cuando queremos analizarlo, se escapa rápidamente a nuestro examen; no lo encontramos en ninguna parte, como en ningún hueso, en ningún nervio, en ninguna fibra encontramos el espíritu que vivifica al cuerpo; y lo sentimos como una atmósfera invisible e impalpable rodeando todo nuestro ser y esclareciéndole y manteniéndole con su alma luz y su calor fecundante. Las fuerzas magnéticas que tiene el imán para los cuerpos, tiene el amor para las almas. No queráis, repito, examinarlo; se rompe al examen de nuestro juicio, como se pierden las tenues alas de la mariposa al contacto de nuestros dedos. Tiene mil aspectos y mil matices. Obedece a la razón suprema, y le aqueja la suprema locura; ilumina y ciega; vivifica y mata. Mucho nos hace padecer, pero preferimos con él todos los dolores, a tener sin él todas las alegrías. Hijo de la luz, ama las tinieblas; publicado por los ojos, por los suspiros, por la contracción de los labios, quiere el secreto. Se pierde en una efusión inconcebible, y se llama el mayor egoísmo. En su seno se mezclan el fuego de los infiernos con el éter de los cielos. Es la vida, porque es el conjunto de todos los contrastes; y es el Universo, porque a un tiempo destruye y renueva. El alma tiene un alma, que es el amor. Por eso la luz y el alma se parecen; porque la luz tiene calor, y el alma tiene amor. Y como el calor vivifica todas las cosas, el amor vivifica todas las ideas. Si lo suprimierais, habríais suprimido la estrella en el empíreo, y el arte en la tierra. Si lo interrumpierais, habríais interrumpido la cadena que liga a todos los seres, y la perpetuidad y la trasmisión de nuestra vida. Alma de las cosas, eres el rayo tibio de la luna, el beso de la estrella, el aliento que hincha la ola, el aroma que exhala el calor de la flor, la chispa de electricidad que culebrea en las nubes tempestuosas, el carmín que tiñe la mejilla de la virgen, el sueño que embarga la mente, el ala que sostiene la inspiración, el deseo que lleva unas almas al seno de otras almas, el fuego que mantiene el Universo, la fuerza que junta en el gran todo las cosas, la armonía de las esferas, el instinto que reúne los seres. Sin el amor, la idea no vendría a visitar nuestras almas; sin el amor, la religión no se levantaría en las riberas que juntan la vida con la muerte para señalarnos la eternidad; sin el amor no cantarían su coro inmortal las inmortales artes. Amor, amor bendito.

—Mucho, mucho has hablado, Ricardo, y muy elocuentemente; pero en verdad te digo que has hablado del amor como un poeta, y no como un hombre. Has recorrido desde la agrupación de los átomos en la materia hasta las efusiones del alma en la poesía, y no has dicho la palabra que todo lo contiene y lo resume todo. Somos individuo y especie. Y por eso tenemos dos pasiones predominantes; el instinto de la propia conservación, que nos mantiene como individuos, y el amor que perpetúa y mantiene la especie. Soberano puede llamarse. el instinto de conservación, pero más soberano aparece todavía el instinto del amor. No nos importa por él destruirnos, ni gastarnos, ni morir, porque merced a él conservamos la vida en nuestros descendientes y la inmortalidad en nuestra estirpe.

Los seres se engendran por el amor, y el amor recorriendo e identificando en sus placeres y en sus caricias los dos sexos opuestos, completa la humanidad. Por eso el deseo recorre la escala de todos los seres, y al amor podemos llamarlo con verdad el deseo de los deseos, puesto que en sus besos de fuego y en sus deliquios de entusiasmo se forjan los seres y:se eternizan. Así el amor tiene un aspecto de placer y otro aspecto de sacrificio. Atraído por el placer, dispensa la vida, y la gasta, y la evapora, y la disipa, a fin de conservar y de perpetuar la especie. Sin el ejercicio de la mente aún se concibe la vida; pero no se concibe sin los latidos del corazón. De aquí necesariamente los espejismos infinitos, los celajes divinos, las atracciones misteriosas, las fuerzas incontrastables, los magnetismos irresistibles, puestos por la naturaleza en el amor. Lo necesitaba para la perpetuidad de las especies, y lo ha mantenido como el fuego mismo de la vida. Por esta razón no hay felicidad como sentir el amor, ni pena como perderlo. La mujer completa al hombre, y el hombre y la mujer reunidos perpetúan la especie. El amor funde, pues, en una sola dos almas, a cuyo alrededor, en nubes de poesía, brotan, como en los cuadros de nuestros pintores místicos ¡ay! los niños sonrosados, los ángeles amorosos, los lazos eternos de la pasión, los hijos, por los cuales y para los cuales se ha avivado en el alma esta fuerza misteriosa, a la cual se halla entregada por el Universo la perpetua duración de la vida.

—Ricardo, dijo Arturo, ha poetizado mucho, y tú, Federico, has razonado mucho el amor. Para mí ni es ese calor universal que pinta las flores y pone la serenata en la garganta del ruiseñor, ni es esa pasión reflexiva que sólo se propone perpetuar la especie, y que sólo desea tener sucesión y legar una herencia. Los seres verdaderamente enamorados no se ocupan sino el uno del otro; no se consagran sino al placer de amarse por el amor mismo. La pasión brota con una espontaneidad que excluye todas esas consideraciones a posteriori, las cuales muestran el amor en su filosofía, como el naturalista muestra los animales en su gabinete, disecado. El amor es un deseo tiránico. Y lo primero que tras sí el deseo se lleva con irresistible ímpetu, como un huracán o como una inundación, es la voluntad. Por eso podemos llamar al amor esclavo del deseo. Por eso no razona, sino que se deja arrastrar del sentimiento, ansioso por esas emociones convertidas en delirios, deliquios, éxtasis; por esas emociones en las cuales perdemos y enajenamos nuestro ser, como si de él voluntariamente nos despojáramos para depositarlo en el regazo amado, y allí disolverlo y diluirlo cual un sus piro en el aire o una lágrima en el mar. Sentir, sentir mucho, en eso consiste el amor, y no importa que sea pena o alegría, celos o satisfacción, duda o fe, desesperación o esperanza, infiernos o venturas, con tal que sea sentimiento. Aman los que padecen, y padecen los que aman. Un suspiro, una melodía, la vista de un cuadro, la reflexión más sencilla, el espectáculo de los ajenos dolores o de las ajenas venturas, todo exalta al ser apasionado a quien arrebatan las inspiraciones del amor. La fantasía se apodera de las facultades intelectuales y el sentimiento de las facultades morales. El sol resplandece para iluminar el objeto amado; la vida brota, para refluir toda entera en su seno: lejos de su presencia, ni se respira ni se vive. La idea de la inmortalidad se mezcla al sentimiento y a la pasión. Donde quiera que haya un átomo nuestro allí habrá un rescoldo de ese amor infinito. No queremos el cielo, si la mujer querida no ha de estar allí; y con ella, en su compañía, nos reímos de las llamas del infierno. Francesca tiene un consuelo allá en los tristes círculos de tinieblas, por donde vuela plañidera en castigo de su adúltero beso: que Paolo no se apartará jamás por toda una eternidad de su lado. Decidle si quiere convertirse sin Paolo en querubín de las alturas celestes, y se precipitará, abrazándolo más fuertemente todavía, de cabeza en lo profundo del infierno. El alma enamorada no ve en la creación más que a su amado; no descubre en los altares más que su sombra; no oye en los rumores de la naturaleza más que su voz; le importa poco, poco la honra o la deshonra, con tal de ser suya para siempre. Lloro, dice Eloísa, no las faltas cometidas, sino la imposibilidad de cometer otras nuevas. Llámame tu esposa o tu manceba. Bien sabe Dios cuánto más temo el ofenderte a ti que el ofenderlo a él. Ved ahí la pasión. ved ahí el amor.

—Magníficamente hablado todo eso, dijo Ricardo. Pero créeme a mí, lo florearías menos si lo sintieras más.

—¿A qué disertar? Preguntó Jaime con verdadera oportunidad. Tales disertaciones no conducen a nada. Valiera más, Ricardo, que nos contaras tus amores, y nos describieras la feliz mujer de esos amores causa, de esos amores objeto.

—Si no sabría deciros lo que pasa por mí.

—No sabes decirlo tú, tan elocuente.

—He perdido la palabra, como casi, casi he perdido la razón.

Los tres jóvenes se echaron a reír a tal observación.

—¿Os reís?

—¡Pues qué hemos de hacer al verte tan mudado! Respondió Jaime.

—No sé cómo vas a amar, si llevas al amor el ímpetu que has llevado a la caridad, dijo Federico.

—Alma de bronce necesita tu amada, para no fundirse en el fuego de tu amor.

—Mirad, es cosa cómoda hablar desde la indiferencia. En esas alturas heladas en que estáis discurrís admirablemente.

—Ya te hemos dicho, le observó Jaime, que no queremos discursos, ni pronunciarlos, ni oírlos; queremos noticias.

—Háblanos de tu amada, dijo Federico.

—Descríbela, añadió Arturo.

—Nos interesa tanto como a ti. En ella habrás puesto, como es natural, tu felicidad, y ya sabes cuanto tu felicidad nos importa.

—No esperéis que os diga ni una sola palabra.

—Reservado estás, lo dijo Federico.

—Reserva bien contraria a tu carácter, añadió Arturo.

—No queréis oírme ahora, y no vais por consiguiente a comprenderme jamás.

—Pues habla.

—Ahí está la dificultad.

—¿En hablar?

—Justamente, en hablar.

—Vamos, Ricardo, no te la eches ahora de silencioso y cartujo.

—Se habla cuando se sabe lo que uno piensa o lo que uno siente.

—Pero la palabra tiene una rebeldía indomable para expresar estos sentimientos vagos, indescifrables, incomprensibles, que ahora me poseen. Respetad mi silencio, que después de todo no oculta ningún secreto. Me ha sucedido lo que no podía menos de sucederme a mi edad. He visto una joven hermosa, y francamente, la he amado. A estas horas ignoro hasta quién es, ni dónde vive. Todo cuanto sé es que me ha herido, que me ha desvelado, que ha venido a apoderarse de mi corazón por entero, y si no de mi corazón, de mi memoria, en la cual vivo su recuerdo, su imagen, su mirada, las pocas palabras que le he oído. No hay nada de extraordinario ni de novelesco en mi afecto. La he visto y la he querido. Trataré de que sepa mi amor. Trataré de saber si puedo contar con su correspondencia. A esto queda reducido todo cuanto sé y todo cuanto podéis sabor vosotros. No me preguntéis ya más, aunque creáis que no puedo deciros menos. Dejadme conservar en mi interior esta pasión que parece profanarse y perderse en nuestras conversaciones.

Y los tres jóvenes, comprendiendo que molestaban a Ricardo insistiendo mucho en el tema de sus amores, le dieron de mano, y tramaron otras conversaciones menos interesantes y menos necesarias al curso y desarrollo de nuestra historia.

Capítulo 7. Una corrida de toros

No ha visto animación bulliciosa en ciudades quien no ha visto a nuestro Madrid en tarde de toros. Mucho se contiende y disputa acerca del orígen de tal fiesta. Unos dicen que la debemos a los árabes; otros, que la tenían ya, como demuestran ciertas monedas, los antiguos iberos. Para corroborar la primera tesis se fijan sus mantenedores en la afición que tienen los andaluces al toreo; y para corroborar la segunda se fijan sus mantenedores en la mayor afición aún de los vascos, de los navarros y de los aragoneses. No afirmará cosa nueva ni extraña quien afirmó que los españoles tienen desmedida afición a la fiesta nacional. Y no ofenderá a Madrid quien diga que si los españoles tienen desmedida afición a la fiesta nacional, los madrileños merecen la capitalidad de España por su capital devoción a estos espectáculos. No empiezan los toros cuando se echa la llave, y se despeja la plaza, y se presenta la cuadrilla; empiezan antes, en las disputas de taller sobre si los bichos de Miura son más bravos que los bichos de Veraguas, y Frascuelo más listo que el Tato; en la visita al Monte de Piedad y a la casa de empeño, cuando no hay otro recurso, para procurarse algunos cuartejos con que comprar un tendido de sol; en la asistencia al encierro; en los grupos de la calle de Alcalá, donde se ofrecen y aceptan, y venden y compran, y se chalanean, por no decir se cotizan, los mejores puestos en conversaciones interminables, que parecen programas orales de la próxima corrida y críticas anticipadas de su éxito.

Pero llega la tarde, y aquí empieza verdaderamente la fiebre producida por la fiesta. Desaparecieron las antiguas calesas, aquellos sillones de cuero o paño, empotrados en otros sillones de madera, pintada con mil floreos y alguna figurilla que se destacaban sobre un fondo amarillo; sillones clavados y sostenidos sobre dos anchas ruedas, y que corrían a todo correr, tirados por jacos, en cuyas cervices flotaban largos flecos de pana roja y sonaban largas sartas de gruesos cascabeles. Desaparecieron con las calesas las manolas y su zapato escotado y sus medias caladas, y su basquiña a lo tapiz de Goya, y su pañuelo de Manila atado a la espalda, amarillo como la calesa y florido como el mes de Mayo, y su collar de corales, y su mantilla terciada, y su flor medio caída al moño, y su gracia, digna de competir con la gracia andaluza, y que tantos asuntos diera al primer pintor del pasado siglo y al primer sainetista de todo nuestro teatro.

Pero si han desaparecido las calesas y las manolas, no han desaparecido con ellas las aficiones toreras. Madrid sale de madre en una tarde de toros. Como las laderas de las montañas despiden el agua al valle, y el valle al río, las diversas regiones de la capital envían sus gentes a la grande arteria formada por la calle de Alcalá, llena de un rumor extraño, que ningún otro ruido puede remedar, y de un polvo que en vano aplacan las aguas cristalinas del esclavizado Lozoya, como diría cualquier poeta de la antigua escuela sevillana. Desde la Puerta del Sol a la Puerta de Alcalá, a cuya izquierda se alzaba el antiguo circo, truenan por las aceras dos largos torrentes de criaturas humanas, afanadísimas, sudorosas, agitadas, que aprietan el paso con anhelo y que desean llegar con ansia, mientras que por el arroyo de la calle, por el gran camino, corren desbocados, sin miedo a choques ni a vuelcos, todos los carruajes habidos y por haber; el ómnibus de plaza atestado hasta el tope; las berlinas y simones de punto, asaltadas a golpes; las tartanas y tapiceras y charabanes de diversas suertes arreglados y estallando con tanta carga y a tanta animación; los coches de lujo que conducen las familias pudientes, contagiadas por la popular alegría. Son de oír los chasquidos de tantos látigos, las invitaciones al coche de tantos chalanes, los gritos que ofrecen el agua de limón y otros refrescos, los clamores de los muchachos que venden o el cartel de la corrida o la reventa de algún sitio, los resoplidos y relinchos de las bestias azotadas y apaleadas, el girar de las ruedas movidas por un vertiginoso movimiento, el chicoleo continuo de los muchachos a las muchachas, el descompasado vocerío, el universal estruendo. Entre aquel continuo movimiento, entre aquella exaltadísima agitación, se ven pasar los alguaciles, caballeros en sus estropeados jacos, cubiertos con sombreretes antiguos, sobre los cuales campea la blanca pluma al viento; calzón prieto de punto, ropilla negra de terciopelo, capeta al hombro, espadín al cinto, gola al cuello, remedo y evocación de otros tiempos. Y junto a los alguaciles los picadores, encerrados en aquellos incómodos preservativos de sus piernas; con la pica erguida, el sombrero de fieltro, adornado con moñas llamativas; los calzones amarillos; los estribos descomunales; las botas, más descomunales todavía, la faja de pintados colores; el chaleco vistosísimo; las chaquetillas bordadas de oro y cargadas de áureos botones; la camisa blanca como el ampo de la nieve; y las patillas y el polo negros como las plumas del cuervo.

Al llegar a las inmediaciones de la plaza, el estruendo crece y crecen los encontrones y los ahogos. El jinete no se cura de la gente de a pie, y penetra al través de aquellos muros de cuerpos humanos, como si de las leyes de la impenetrabilidad se burlara. El carretero y el cochero chasquean sus látigos sobre las cabezas, cual si el aire solamente recogiera los chasquidos. Los carruajes se aglomeran todos en corto espacio, y se embarazan los unos a los otros, no obstante las intimaciones de los guardias de orden público y los mandatos imperiosos de los guardias civiles, que caracolean en sus caballos por todas partes. Los vendedores se acercan a uno hasta darle continuos encontrones, y vociferan destempladamente en vuestros oídos, a riesgo de reventarlos. Esos curiosos, que aquí van a ver entrar y salir las gentes así a las fiestas como a los entierros, oponen obstáculos insuperables al movimiento. Allí, unos ofrecen naranjas; otros, en sus esportillos, cacahuetes y garbanzos tostados; éste un refresco; aquél un vaso de vino; y todos gritan de tal suerte que aturden y ensordecen a los que ya tienen los oídos atronados del estruendo por todas partes y en todos lados resonante. Aunque hay varias puertas semejantes a las llamadas vomitorios por los antiguos romanos, se aglomera tanta muchedumbre, queriendo entrar toda a un tiempo por aquellas estrechas entradas, que el penetrar es asunto de gigantescos esfuerzos y de innumerables tropezones, y a veces hasta de asfixia. El polvo que se levanta, el ruido que se mueve, el movimiento que prestan los innumerables empujones, la agitación de los ánimos, el cansancio y la fatiga de los llegados a pie, los saltos de los que abandonan los carruajes, el vocerío infernal, semejante al bramido de la tormenta, el calor tropical, las palabras que cambian unos con otros, los acordes de sonora música, compuesta toda ella por instrumentos metálicos, las mil y una incidencias de la entrada y la salida, y la colocación en los respectivos asientos, la franca y casi demente alegría que a todo el mundo se comunica, las llamadas, imprecaciones, gracias, preguntas, dichos, dicharachos lanzados por unos a otros; todo esto, verdaderamente vertiginoso, os presta por algunos momentos el vértigo de los grandes espectáculos, en cuyo seno buscamos la distracción por medio del necesario olvido a todas nuestras penas, y la tregua necesaria a nuestras ocupaciones y a nuestros continuos trabajos.

La entrada en la plaza, antes de comenzar la corrida, reconcilia con tales fiestas a sus mayores enemigos. Desde luego veis reunido un pueblo con todas sus clases, con sus individualidades varias, con sus tumultuosas pasiones; uno y diverso como la Naturaleza; halagüeño y sublime como el mar; que ríe a carcajada estentórea, y grita a gritos atronadores, y ruge con rugidos feroces, y dice gracias infantiles, y se irrita sin saber por qué, y se calma y serena sin saber cómo, y mueve millares de cabezas, parecidas a la ondulación de los trigos mecidos por el viento, y agita millares de abanicos, semejantes a las pintadas alas de grandes mariposas, y tiene todos los atractivos indecibles y todos los abismos insondables guardados en el seno de las innumerables muchedumbres. Por el redondel anda una multitud inquieta y varia, disponiéndose a recibir y apurar todas las emociones de tan querido espectáculo. Por las gradas se van colocando los recién venidos, que saludan a gritos estentóreos, con ardor comunicativo, a los tendidos vecinos. Entre barreras discurren, ora los mozos adscritos al servicio de la plaza, ora las gentes más aficionadas a las terribles impresiones de la corrida. Arriba, en los palcos, brilla una guirnalda de mujeres, las cuales, con decir que son españolas no hay necesidad de añadir que son hermosas, y que de común acuerdo, han proscrito para este espectáculo el sombrero francés, llevando sus mantillas blancas admirablemente prendidas, entre cuyos pliegues brilla más la delicada rosa enlazada a sus cabellos, y los luminosísimos ojos que despiden miradas de amor. Así veis, descubrís todo un pueblo con las pasiones de abajo y las delicadezas de arriba, con todo cuanto tiene de más varonil y todo cuanto tiene de más tierno, recorriendo de una ojeada las series de clases, de personas, de estados, en que se diversifica la vida y se organiza la sociedad.

Las plazas han sido en todos tiempos el refugio de la libertad. Ese pueblo no podía reunirse en ninguna otra parte, y se reunía allí en número imponente. Estaba obligado al silencio de un cenobio en la monástica sociedad absoluta, y, en la plaza gritaba con toda la fuerza de sus pulmones. Doblaba la rodilla en cuanto descubría la carroza conduciendo al monarca, y bajaba la frente hasta tocar en el polvo; no podía ni mirar cara a cara la autoridad; pero en la plaza la argüía, la denostaba, la trataba como si fuera su esclava. Las alusiones políticas más audaces, los clamores más subversivos, los dichos más peligrosos se permiten hasta en las épocas de mayor retroceso, allí donde se guarda quizá nuestra más constante tradición. Así es que los extranjeros, al ver aquella muchedumbre; al oír sus clamores y sus amenazas; al presenciar una de esas tormentas, en las cuales todo el mundo habla a un tiempo mismo y gesticula; al observar los naranjazos y los insultos arrojados hasta al palco presidencial, y los bancos rodando en fragmentos por la arena removida y sangrienta, creen hallarse en plena revolución, cuando en realidad se hallan en una de esos desahogos que tanto alivian y amansan el ánimo de nuestro pueblo. No de otra suerte los déspotas asiáticos que vejaban a sus siervos les servían una vez por año a la mesa; y los emperadores romanos, que cerraban al pueblo los comicios donde se agitaba la libertad, les abrían de par en par las puertas del circo donde luchaban los tigres y panteras, en vez de luchar las sublimes ideas y las elevadas pasiones. De igual suerte en nuestra Plaza Mayor, donde el absolutismo daba sus fiestas, entre sus cerradas y tristes paredes, en sus húmedos espacios, el rey reunía a las procesiones de nuestras cofradías, en que llevaba vela y escapulario; las corridas de toros, en que cabalgaban nuestros caballeros, esgrimiendo sus rejoncillos; y a las corridas de toros los autos de fe, en que las llamas, alimentadas por los hacecillos conducidos en hombros de los magnates, devoraban la carne y la sangre humana, y calcinaban los huesos como en las edades más atrasadas de la humanidad y en los tiempos más nefastos de la historia. Así, cuando nuestras libertades cayeron, cuando el poder absoluto renació tras las maldecidas reacciones del 23 y la funesta intervención extranjera, cerradas las Universidades, porque en su seno latía la idea de libertad, abrióse como centro de enseñanza la grande escuela sevillana de tauromaquia, a cuyas puertas se veía una inscripción de bajo imperio dedicada al pío, al felice, al restaurador Fernando VII, por haber condecorado con el nombre de Catedrático a Romero, el cual, sentado en su redondel, con una espuerta de ladrillos al lado para tirarlos como sabias advertencias a sus discípulos, enseñaba el arte único que ya quedaba sobre la ruina de todas nuestras artes y la extinción total de todas nuestras ciencias.

Pero dejemos esto, y volvamos a la corrida. En cuanto el circo se ha henchido de gente y la hora convenida ha sonado, comienza la Guardia civil a hacer el despejo, a enviar a los curiosos que por el redondel pululan a sus respectivos sitios y asientos. Así que el despejo se ha concluido, que la plaza se ha limpiado, que la arena respira frescura, como recién barrida y regada, al sonido del clarín, las puertas que dan al frente del palco presidencial, bajo el sitio donde toca la música, se abren de par en par, para dejar paso a la cuadrilla que va a rendir pleito homenaje al presidente y a hacer al público el saludo correspondiente. El grupo es pintoresco: los alguaciles en sus jacos, destacando sus negras figuras sobre la mantilla carmesí que cubre el aparejo; los banderilleros vestidos con tan femenil coquetería, el traje de raso cuajado en oro y plata, las medias de seda, los zapatos dignos de un baile, los pañuelos de batista asomando por los bolsillos, la monterilla de terciopelo negra, con tantas borlas y agremanes, la moña a la nuca; los espadas, solemnemente detrás, con sus capas de tafetán rojas, moradas, azules, rolladas al brazo; los picadores en correctas filas; y por último, las mulas, llenas de pompones, de cintas, de banderolas, de arreos multicolores, rodeadas por los mozos de la Plaza; todo lo cual da a la vista una verdadera fiesta, y provoca un estremecimiento general, nacido de la ansiedad que se muestra en gigantesco estallido de gritos, clamores, silbidos, risas, aplausos, expansiones de alegría, sólo posibles en estos pueblos iluminados por el cielo azul y el sol esplendente que, esmaltando los aires con sus arreboles, penetran hasta el fondo de nuestras almas, y las vivifican, y las animan, y las exaltan.

Profundo silencio sigue bien pronto a esta algazara. El clarín suena, el toril cede, el toro sale en plaza. De piel lustrosa, de apostura gallarda, los ojos llenos, los morros resoplantes, la cerviz erguida, las patas ligeras, fuertes las pezuñas, bien delineada la cola, mejor delineados aún los cuernos que sobre el testuz, a guisa de media luna, se levantan, armas agudas, y casi podríamos decir afiladas al mismo tiempo que fuertes, y de una fuerza irresistible, el animal tiene tal estampa y tal trapío, que después de haber recogido el pueblo la respiración para verlo y observarlo, estalla en estridentes alaridos de entusiasmo. Primero aparece el bruto como deslumbrado, después como incierto y temeroso; ya corre en varias direcciones, ya se detiene y mira de este al otro lado, ya atiende al estruendo, hasta que al fin cede a su natural brío, y acomete y embiste. Los diestros le estudian, le observan, lo trastean; ya le llaman, y al acercarse, le burlan; ya le provocan con el trapo, como dicen a sus capas, y poniéndoselo a la vista, y de la vista apartándoselo, en mil ondulaciones, le desorientan; ya se acercan, casi en cruz y con otros ademanes temerarios, y amenazados, corren a la barrera y la saltan, en pos de un seguro, como si tuvieran alas en sus pies y fuesen de goma elástica sus cuerpos. Llamado por aquí, atraído por allá, burlado de esta suerte, comienza la ira a mover al pobre animal, y escarba el suelo con rabia, y levanta la cabeza con verdadera soberbia, hasta que al fin ve un bulto de mayores dimensiones y de más fijeza que los móviles capeadores y a él se dirige y en él descarga y desahoga toda su cólera. Es el picador, que se planta sobre los estribos con fuerza, le aguarda frente a frente con calma, le presenta la delantera del caballo, por ser de menor blanco, le opone largo palo, a cuyo extremo hay acerada punta, y le resiste cuando el bruto se clava y se estremece al dolor, y brama y saca la lengua, que destila hirviente espuma, y sacude la cerviz, por cuya brillantísima piel corre un hilo de sangre caliente, y esgrime los cuernos con verdadero furor, y embiste a cuanto encuentra, y todo al paso lo derriba, y en todo, con cólera asoladora, se detiene y se ceba. Ya ha visto la sangre, ya ha sentido el dolor; pues se ha embriagado con una embriaguez irresistible. A sus ímpetus, a sus embistes, a sus acometidas, los picadores ruedan con estruendo por el suelo, y apenas pueden moverse; los caballos caen mortalmente hondos; los chorros de sangre caliente manan de estas heridas y tiñen la arena; las tripas, los intestinos, los mondongos humeantes se arrastran por el suelo; y el pueblo grita, vocifera, anima, azuza, ora al rabilargo que ha rejoneado perfectamente, ora al capeador que ha distraído la fiera, ora al banderillero, que ha presentado todo su cuerpo al enemigo, y haciendo un quiebro, se ha salvado de muerte segura, ora al diestro que ha dado un quite y ha redimido a un picador maltrecho; suertes e incidentes en cuyos raros casos todos se gozan, y de cuyo. mérito a una todos hablan, con voces descompasadas e interjecciones atronadoras, moviendo estrépito tanto, que diríais iba a desquiciarse y venirse abajo aquella plaza henchida por una muchedumbre de verdaderos locos.

Otra nueva fase de la corrida sigue a esta primera. La presidencia hace una señal, y el clarín anuncia que ha llegado el momento de banderillear al toro. Los diestros cogen las banderillas engalanadas con recortes de diversos colores, llaman al bicho, y haciendo una especie de arco sobre los cuernos, sin rozarlos, las clavan en el cuello, que se estremece, con terrible estremecimiento, y las sacude con violencia. Los bramidos se redoblan y las carreras en todas direcciones, corriendo de esta suerte la atormentada fiera a sostener el combate a que los pullazos le provocan. Por fin suena la señal, y la hora de la muerte. El primer espada se dirige a la presidencia, el instrumento de muerte y la muleta en la mano izquierda, la monterilla en la derecha, suelta lo que llamamos brindis, y en realidad es la consagración del trance en que va a meterse y del toro que va a matar a una o más personas, y cumplida esta forma de rúbrica, arroja la monterilla con desprecio al suelo, y se encamina airosamente al sitio donde se encuentra el toro. Parece que lo ha magnetizado con su mirar, que lo ha oprimido con su superioridad, que lo ha acorralado con su imperio, y que lo tiene completamente a su arbitrio, vencido por el dolor de aquellos gigantescos combates. Pero no hay que fiarse. El toro en estos últimos instantes tiene menos ímpetu, pero más intención. Baja la cabeza con cierto aire resignado, y de pronto la alza con cierto ímpetu incontrastable. La muleta en la izquierda, la espada en la derecha, el matador lo trastea, le da pase tras pase, le ofrece el trapo y se lo esquiva, le atrae y le burla con una agilidad y una destreza, en las cuales brilla el dominio absoluto de la inteligencia sobre la fuerza. Los banderilleros, los chulos o mozos de la plaza forman como un círculo en torno del animal, y con sus capas le llaman, ora a un lado, ora a otro, según lo exigen los varios movimientos del bruto y las varias incidencias de la suerte. Son de ver con aquellos vistosos y relumbrantes atavíos, con aquellas capas multicolores, el toro en medio, entre receloso y resignado, el espada enfrente, siguiendo todas las intenciones de la fiera, y preparándose a rematarla con todas las reglas del arte. Unas veces, aguarda al toro, y lo remata recibiendo; otras veces, si rehúsa embestir, lo engaña con la muleta, y al bajar la cabeza y descubrir la cerviz, se cierra con él, y lo acaba a volapié; otras veces lo descabella, hiriéndole en el nacimiento de la médula espinal, y rematándolo a guisa de cachetero, como si fuera un rayo su arma. Cuando cualquiera de estas suertes capitales se ha realizado con éxito, y el diestro ha logrado cumplirlas con limpieza y rematarlas con fortuna, el entusiasmo estalla, y enloquece al público, los cigarros y las petacas vuelan por los aires, los sombreros de todas formas y tamaños ruedan por los suelos, los ramilletes de las señoras caen como en las tablas de un teatro, los cuartos y los dulces llueven a manera de granizos, y el espada obtiene uno de esos triunfos a que ningún otro puede compararse, porque en ninguna parte se reúne tanta gente, ni esta gente, ya reunida, se embriaga con tan loco entusiasmo. Por regla general, sólo en el descabellamiento resulta la muerte instantánea. En las demás suertes el toro soporta por algunos minutos con gran coraje su herida, intenta combatir aún y vencer su agonía y la debilidad consiguiente, hasta que cae derribado en tierra, y el cachetero le arrebata la vida y le sacrifica de un solo golpe, hiriéndole más abajo del testuz, en los comienzos y raíces de la médula. Terminado así lo que podríamos llamar un acto de la tragedia, suena la música, comenta el público la suerte, salen las mulas engalanadas, y se llevan la res muerta y los caballos que han quedado tendidos, mientras los mozos y los chulos riegan o enarenan el circo, y limpian o encubren como Dios les da a entender la llamativa sangre.

Aquí Ricardo, seguía las suertes con grande ansiedad y las examinaba con toda la atención que cabía en alma tan tierna como su alma. La animación de la calle de Alcalá verdaderamente le sedujo; la entrada en la plaza y el aparecer de las cuadrillas le encantó; la algazara y el estruendo le contagiaron de la general alegría; y toda la primera parte de la fiesta le pareció de sorprendente efecto, y rica en lances capaces de levantar en el más indiferente profundas emociones. Pero así que corrió la sangre del toro, así que rodaron los picadores por el suelo, así que cayeron las tripas de los caballos heridos y reventados, todas sus emociones se redujeron a mezcla informe de horror y repugnancia. El caballo, el animal más generoso y más noble, a quien todas las lenguas han escogido como símbolo de la gentileza y la hidalguía, el compañero de todos los héroes desde Alejandro hasta el Cid, y a su misma gloria y a su misma poesía elevado por la tradición y por la leyenda, el que todos los pueblos mayores de la historia han consagrado como su compañero, desde los árabes hasta los ingleses, tan hermosamente dibujado por la naturaleza, tan soberbio de estampa, tan dócil a la par que tan valeroso, entregado con los ojos vendados, al furor de un toro irritadísimo y sin defensa, herido, reventado, muerto. Ricardo apartaba los ojos de la arena así que el toro se dirigía al caballo, y pugnaba consigo mismo fuertemente para no dar un grito como débil mujer, a pesar de su valor y de su heroísmo indudables, así que veía al buen animal caído en el suelo, reventado por las cornadas, estremeciéndose y pataleando a la crueldad del dolor, en una horrorosísima agonía. Al primer caballo muerto se hubiera ido de la plaza si no le retuviera el objeto único que lo había llevado a la función, el ver de nuevo a la joven Elena. Y otra parte del espectáculo también le contrarió y le puso de mal humor: el combate a la fiera sola, los pullazos que le abrieron las carnes, las banderillas por donde corría la sangre, el porfiado empeño en atormentarla y su tremenda muerte.

Tenía Ricardo a su lado un caballero, anciano, muy anciano, como de noventa años; limpio, muy limpio, como todo viejo verde; vestido, muy vestido, como buen petimetre; sin desmentir la moda presente, ni rebelarse al gusto de las costumbres reinantes; pero con cierto aire arcaico; entusiasta de los toros, cual todos los hombres de su tiempo, cual Nicolás Moratín y Francisco Goya. En el gesto expresivo de Ricardo, que tan claramente retrataba el fondo de su alma, conoció las diversas emociones despertadas por los toros y le dijo con la franqueza que los españoles en estas fiestas establecen siempre.

—¿No le gusta a V. la función?

—De la función en sí nada digo, repuso Ricardo, por lo poco que entiendo. Paréceme bien.

—Como que Calderón ha picado por todo lo alto, y el Gordito ha lucido sus banderillas por todo lo extremo, y Lavi ha dado un volapié que le estará envidiando Romero desde la derecha del Padre Eterno, en donde deben haberle colocado, al morir, sus suertes y servicios.

—Conozco que la función en sí, puede llamarse buena; pero no me gusta el género.

—No me diga V, no puedo oírlo en paciencia, y de labios de un joven. Así van afeminándose y perdiéndose las generaciones hasta convertirse los hombre en mujeres, y las mujeres en nada, como dice el antiguo refrán. Roma dominó el mundo mientras los circos.

—La crueldad debilita en vez de fortificar el ánimo. Los circos nacieron cuando los romanos dejaron las armas a los extranjeros y erigieron los Césares sobre sus libertades antiguas. En cuanto Roma cayó en la crueldad de los espectáculos, perdió la fuerza en los combates y la virtud en los comicios.

—Buena conversación para los toros. Anda usted con esos reparos y quizá ha visto las carreras de caballos inglesas mucho más peligrosas y de muchas mayores desgracias; los saltos mortales de los circos; los bailes sobre la cuerda floja a cuarenta metros del suelo; el paso de tal titiritero sobre el Niágara con un saco en los pies y una corona de cohetes en la cabeza; y ninguno de estos espectáculos le ha ofendido como estas corridas, en que la agilidad del cuerpo y la inteligencia del alma vencen a la fuerza bruta y muestran cuán legítimo es el dominio de nuestra especie sobre la Naturaleza.

—Mire V, replicó Ricardo un poco ofendido por el tono acre de la conversación. En todos esos espectáculos hay los mismos peligros que en los toros; y además no hay como en los toros sangre y sangre caliente por necesidad; muertes y muertes violentísimas por fuerza.

—Supongo que V. come todos los días su carne correspondiente y necesaria a la alimentación y al sustento. Supongo que, al alimentarse así, no tiene la compasión que ahora siente por los pobres animales; porque si la tuviera, renunciaría a ser carnívoro, alimentándose de vegetales, si no le llegaban los vegetales también al tierno corazón.

Ricardo estuvo a punto de incomodarse con aquel señor que tan sarcásticamente le argüía y redargüía; pero comprendió dos cosas, a saber: cuán arraigada está la costumbre de dar bromas en los toros, y cuán permitida toda libertad de lenguaje a un viejo de tantos años.

—No soy español, pero amo mucho a España; sino mi patria, es la patria de mis padres; y por su esplendor, quisiera no ver en ella ni la censura, ni las loterías, ni los toros.

—Pues si tanto ama V. a España, debe amar sus costumbres y hasta sus supersticiones. Ser patriotas es sentir, amar, aborrecer como siente, como ama, como aborrece nuestra patria. Y ser español, es tener las supersticiones de España. Y la más arraigada superstición, resulta el apego a estas funciones de toros. El Cid aparece tan ducho en descabezar infieles, como en alancear toros. Alonso VII, el emperador, salió en persona a la plaza. D. Juan II, cuya corte merece el título de caballeresca y artística, protegió todos estos ejercicios de bizarría. Tanto se toreaba en el Pardo, en el Prado, en la puerta de Hierro, en las plazas de Madrid, como en la Vega de Granada, allá por los fines del siglo decimoquinto. La plaza de Vivarrambla correspondía con las plazas de Burgos y de Valladolid. El gran emperador Carlos V no se desdeñó de matar un toro de una lanzada en las fiestas tenidas por el feliz natalicio de su primogénito. Pizarro alcanzó tanta celebridad en las arenas como en las conquistas. Y D. Sebastián de Portugal mereció el duelo de su pueblo, no sólo por la pericia con que esgrimía la espada, sino por la destreza con que manejaba el rejoncillo. Doña Isabel la Católica alcanzó cuanto le vino en mentes; poner en sus blasones la granada abierta, descubrir un mundo ignorado, fundar la inquisición santísima, burlar a los moriscos sometidos, proscribir a los judíos, y no pudo obtener la prohibición de los toros porque a ello se opuso el sentimiento nacional. Conque, amiguito, si quiere V. a España, quiera V. los toros.

No, en mis días. Podemos querer mucho a las naciones y detestar sus faltas. Yo amo a la nación del Romancero, a la nación del Municipio, a la nación de las Cortes, a esta hija del sol, a esta madre de Velázquez y de Cervantes; pero no la nación del Santo Oficio, la nación de los Jesuitas, la nación de los toros. Y me creo tan español de corazón, como V. pueda ser español de nacimiento.

—Para merecer el dictado de español se exige ¡vive Dios! fumar mucho, y V. no fuma; renegar y maldecir mucho, y V. ni reniega, ni maldice ni usa ninguna de esas interjecciones, con cuya fuerza aumentamos la fuerza de nuestro riquísimo lenguaje; y gustar de los toros, nuestro mayor timbre nacional, porque muestran la pujanza de un suelo que da esos animales, y la fuerza de un brazo que los subyuga y los somete, y V. no gusta de los toros.

—Se puede ser español también sin tener ninguna de esas aficiones, ejercitando el valor propio de esta raza en mayores empresas que los toros; siguiendo las huellas de los héroes que le ganaron tantas victorias y de los repúblicos que le trajeron la libertad admirando en su teatro a Lope y Calderón, en sus letras a Cervantes, y en sus artes a Berruguete y a Ribera.

—Pues uno de los artes más notables y más indígenas, es el arte nobilísimo del toreo. Y desde fines del pasado hasta mediados de éste, ha florecido. Yo doy gracias al cielo por haberme tocado vivir en tiempo de tantas proezas. En el período ese, han nacido las picas y los picadores, las banderillas y los banderilleros, las espadas y todas sus admirables suertes. Juan Romero fundó esta profesión nobilísima, entregada antes a los aventureros y a los aficionados. Él fue quien primeramente se plantó a la cara de un toro y lo desafió a muerte. Costillares trajo la muleta y engañó con verdadera ciencia a un bruto tan taimado. Juan Romero reunió a fuerzas hercúleas ciencia consumada. Pepe—Hillo escribió un arte del toreo, en que dio las reglas aprendidas en su larga práctica. Tras éstos, vino Montes; tras de Montes, vinieron Cúchares y el Chiclanero; ahora el Tato y tantos otros; de suerte, que quien ignora los goces del toreo, ignora uno de los mayores goces nacionales. Aquí resaltan la alegría comunicativa de nuestro pueblo, su valor indomable, su sobriedad espartana, su carácter varonil, su fibra acerada, su fuerza. Y su coraje avasalladores.

—¡Bah! Otras cosas mejores tiene España; replicó Ricardo por única respuesta a los discursos del viejo, los cuales ya le iban fatigando, a pesar de que hablaba con su dentadura postiza y todo, como pudiera hablar un maestro en cátedra, un jurisconsulto en estrados, un sonador en la tribuna.

Dios, después de esto, más que a oír al viejo y a ver la corrida, a mirar si Elena había venido. Corría ya el segundo toro, y por más que escudriñaba todos los sitios donde la joven pudiera hallarse, no la descubría por ninguna parte. Unas veces preguntaba si no había venido a pesar del formal propósito manifestado a sus amigas. Otras veces imaginaba que se había ido, a cuya idea perdía la luz de los ojos y le faltaba la respiración al pecho. Ya se volvía de un lado a otro. Ya consultaba su reloj con una verdadera impaciencia. Desde la noche de la verbena, la joven que más había impresionado en este mundo su corazón, desapareció como un sueño, y en el único sitio donde pensaba verla, no aparecía. Uno de los caracteres capitales de Ricardo, era la impaciencia. No podía tolerar ninguna espera. Así se movía como si le atormentaran, y miraba el reloj a cada instante, cerrándolo y abriéndolo con movimientos maquinales. Cuando más se deshacía en su asiento, oyó una voz que exclamaba:

—¡Cuánto tardan!

Era la voz del viejo. Esperaba también a alguien como él: esta afinidad de situaciones y de circunstancias movió al buen Ricardo en su impaciencia a dirigirse al vecino, y preguntarle:

—¿Espera V. a alguien?

—A unos sobrinos míos.

—¿Dónde vienen?

—Al único palco que está vacío en toda la plaza.

—¿Éste de nuestra derecha?

—Justamente; éste.

—Serán, como yo, poco aficionados a los toros.

—Sí, como V. Es un matrimonio mejicano, muy joven, que no tienen hijos, y han adoptado una hermosa niña, hija por cierto de un mulato muy inteligente. Viajan a lo gran señor, y habrán tardado en vestirse y arreglarse, perdiendo con esto lo mejor de la función: el despejo de la plaza, la salida de la cuadrilla y el primer toro.

—Si no fuera imprudencia, me atrevería a preguntarle si la joven adoptada por sus sobrinos se llama de nombre Elena.

—Justamente, Elena.

A Ricardo se le encendió hasta el blanco de los ojos al escuchar la repetición de aquel nombre, y por consecuencia, la confirmación de sus sospechas.

—¡Hola, hola! Me ha parecido que suspiraba usted

—No, dijo Ricardo maquinalmente, desmintiendo con la acentuación la misma palabra pronunciada por los labios.

—Pues, mire V. Así como digo una cosa, digo otra.

—¿Qué dice V.?

—Me disgusta que no le gusten los toros, casi tanto como me gusta que le gusten mucho las mujeres.

—Mucho, murmuró Ricardo con una timidez digna de cualquier doncella.

—Eso es la vida. El ejercicio más noble en que podemos emplearnos se llama amar. ¿Usted conoce a Elena?

—La he visto una vez.

—¿No es verdad que difícilmente se encuentra en el mundo una muchacha más hermosa?

—No difícilmente; imposible que haya otra, dijo Ricardo.

—Si yo tuviese sesenta o setenta años menos…

Ricardo se echó a reír involuntariamente al notar la imposibilidad de realización en los deseos del viejo.

Donde las dan las toman. Pronto ha tomado V. el desquite. Antes me he reído yo de que su tierno corazón le impidiera gustar de los toros; ahora se ríe V. de que mis años me impidan a mí agradar a las mujeres. Así es el mundo. Yo no me he casado por exceso de amor. Me gustaban tanto todas, que nunca llegué a fijarme en ninguna. Pero si yo hubiera visto una muchacha como esa cuando yo era muchacho, no me iría ahora con palma al otro mundo. ¡Qué ojos! ¡Qué sonrisa, amigo mío, qué sonrisa! ¡Cuán fragante su aliento! ¡Cuán dulce su mirada! Vamos, hay para volverse loco. Cuando posa sus miradas en mí, da la sangre todo el calor de la primavera, y me devuelve todo el vigor y toda la juventud de los primeros años. Pero héla ahí. Mírela V. más hermosa que nunca.

En efecto; apareció Elena, acompañada de los condes de la Floresta, en el palco, que estaba completamente vacío, y a la hora misma de salir el tercer toro, apareció hermosísima. Vestía basquiña de raso negro, muy ajustada al gracioso y flexible cuerpo. Una mantilla blanca resaltaba sobre el negro de sus cabellos y un clavel oscuro se perdía entre los pliegues de la mantilla. El aire de la joven era completamente español, en lo suelto, en lo gracioso, en lo salado, como decimos aquí sin saber por qué, en la mezcla de cierta majestad casi varonil con cierta timidez y virginal modestia. De las tres personas que constantemente la acompañaran la noche en que la vio Ricardo, solamente se veían con ella dos: los padrinos. El padre no había ido. Inmediatamente nuestro joven echó de ver esta ausencia, y aun sintió deseo de averiguar su causa; pero a bien que allí estaba el gárrulo viejo dispuesto a referirlo todo.

—¡Hermosísima! dijo Ricardo entre dientes

—Divina, incomparable, un ángel del cielo, una diosa del Olimpo, añadió el viejo.

Añadidura de que Ricardo se burló un tanto con reservada y discreta sonrisa, al sentir mezclados en ella los ángeles católicos y los dioses paganos.

—¿Qué edad tendrá? preguntó.

—¡Qué edad! Pues no hay necesidad sino de verla, y ya se adivina. Tiene diez y siete años.

—Caballero, ¿me perdonará V. una salida de franqueza, que quizá sea una salida de tono?

—Pues no la he de perdonar. —¿Para qué y a qué estamos en los toros? —Aquí reina en absoluto la más absoluta confianza. Diga V. lo que quiera.

—¿Con quién tengo la honra de hablar?

—Con el Conde de la Tafalera; hijo, a mucha honra, del siglo pasado; más joven que los jóvenes del siglo presente; antiguo gentilhombre de los Palacios Reales en los tiempos de Carlos IV; enciclopedista empedernido; galanteador incansable; noble de abolengo; soltero de estado; más rugoso que antiguo pergamino y más alegre que unas castañuelas. Ahí tiene usted mi título, mi profesión, mi físico, mi moral, muchas cosas más de las que podrían ponerse en cualquiera filiación o en cualquier pasaporte.

—Y V. es tío de Elena.

—Pero, hombre, los jóvenes de ahora no me parecen tan listos como éramos nosotros allá en nuestro tiempo. Yo soy tío de los padrinos, tío de los condes de la Floresta.

—¡Ah! Ya caigo.

—¿Y el padre de Elena, cómo no ha venido a la corrida?

El padre de Elena es un personaje más triste que un entierro. En vez de la alegría de la gente de nuestro tiempo, de aquel tiempo de majas y manolas y chulos y petimetres y toreos y Godoys y jolgorio, tiene metida en la médula de los huesos la tristeza y la desesperación romántica del año treinta y seis. Para protagonista de un drama de esos que no os dejan dormir en cuatro noches con sus espectros sangrientos, obras tan diversas de aquellas que yo prefiero, de las comedias de Moliere y de Moratín; para protagonista de esos dramones vale en verdad todo cuanto pesa. Siempre está triste. Su tristeza a veces se me pega a mí, sin que nunca pueda yo pegarle a él mi alegría natural. Por lo demás, excelente. Se ha empeñado en que ha de visitar Andalucía en pleno estío, y se ha ido a recorrerla. Yo gusto mucho de su conversación y poco de sus quejidos; en términos que ahora nos encontramos como el pez en el agua, y vivimos contentos bajo el mismo techo mis sobrinos, a quienes amo como si fueran mis hijos, y Elena, a quien adoro como si fuera mi nieta.

—¿Como nieta no más? —preguntó con cierto candor Ricardo.

—Miren el malicioso. A mis años, ¿podría amar de otra suerte? — digo chicoleos por costumbre, y hago el amor en obediencia a tradiciones antiguas. —Mas no estoy para nada. Desconfiad en ciertos achaques de los reservados. Más fuego hay en ese silencio que en todas nuestras largas tiradas de requiebros.

Ricardo no pudo apartar los ojos ni un momento del sitio donde se encontraba Elena. En vano había querido volverlos a la plaza; por su propia virtud, por su fuerza propia, se convertían al palco. Cada movimiento de aquella divina cabeza; cada sonrisa de aquellos labios; cada mirada de aquellos ojos, lo conmovían con una extraña conmoción semejante al escalofrío; y le anunciaban que aquel afecto, nunca antes sentido, era amor, verdadero amor. Estaba seguro, él tan devoto de la naturaleza y del arte, que en la mejor galería de cuadros y estatuas no buscaba ya con su mirar más figura que la figura de Elena, y que en presencia del paisaje más bello, no se fijaría, en otra cosa que en su frente y en sus ojos, ni aspiraría otro aroma que la fragancia de sus encendidos labios. Pero, ¿cómo expresar, y, sobre todo, comunicar esta pasión? ¿Cómo demostrar que no era uno de esos arrebatos inspirados por el capricho de un momento, sino uno de esos afectos que absorben todo el ser, y llegan a sustituirse a la esencia misma de la vida, a nuestro pensamiento, a nuestra alma? Ricardo, que la noche aquella, de la aparición de Elena había estado en el recuerdo de Elena absorto, no acertaba el medio de dar a conocer su pasión a quien podía corresponderla, y con esta correspondencia calmarla. De lo único de que estaba seguro era de que ya no podía vivir sin la hermosa joven, sin verla, sin mirarla, aunque no hubiese de saber jamás la pasión que inspiraba. No perdió, pues, ninguna de las emociones reveladas por su rostro. La vio alegre y jubilosa al entrar y recibir la impresión primera de aquel espectáculo tan bullicioso y tan animado. Sus ojos pasaron de los tendidos a la plaza con la ligereza del pensamiento, y admiraron la multitud tendida por las gradas y la apostura de la cuadrilla que esperaba con calma un nuevo toro. Al salir éste creció la animación de su rostro como creció la animación del espectáculo. Las suertes primeras de las capas le gustaban, sin duda, porque la agilidad de los diestros la inspiraba confianza absoluta en que no podría haber ninguna desgracia. Pero palideció mortalmente, hasta llegar a ponerse del color de la cera, y con aspecto como de muerta así que empezó la parte principal de la corrida, y que vio la sangre teñir el suelo. En uno de estos momentos, cuando parecía que su cabeza iba a ceder a la emoción y a inclinarse inerte sobre el pecho, como una flor marchita, terrible alarido escapado a un tiempo de toda la multitud que llenaba la plaza, hirió los cielos con su intensidad, y obligó a Ricardo a volver instantáneamente la vista. Un toro había cogido a un banderillero, y lo manchaba con sus espumas, y lo pateaba con sus pezuñas, y lo hería con sus cuernos. El infeliz iba a morir sin remedio despedazado por la cólera del enfurecido bruto. Ricardo no se cuidó de cosa alguna, dejándose llevar de sus ímpetus. Sin saber cómo, sin saber por dónde, con la fuerza del toro que todo lo arrolla, con la agilidad del tigre que salta como si volara, con la presteza del rayo que luce antes de sonar, llega hasta donde se encontraba el toro enardecido, sin que pudieran detenerlo y calmarlo los diestros, en su mayor parte magullados, y heridos y maltrechos por tanta pujanza, y, sobre todo, aterrados, y le arranca la presa como si la caridad le diera fuerzas múltiples, y medio arrastrando, medio en brazos, la lleva lejos de sus acechanzas, libertándole, aunque no de heridas ya irremediables, de una muerte segura. El entusiasmo de la plaza fue tan grande como el acto mismo, y tan ruidoso como lo es siempre la expresión de un afecto en numerosas muchedumbres. Todo el mundo aplaudía y admiraba la presteza de aquel movimiento, la heroicidad de aquel acto, el arrojo con que desafiara al bruto, la fortuna con que conjuró quizás maquinalmente su cólera y le arrancó su víctima, la fuerza hercúlea con que arrastró aquel cuerpo inerte a sitio seguro y lo preservó de irremediable muerte. Ricardo, que había concluido todo este acto en menos tiempo del que empleo en referirlo, se esquivó al general entusiasmo y se refugió en la enfermería para hacer oficio de cirujano en el pobre a quien había redimido y salvado. Y apenas acababa de entrar en aquel humilde local, donde algunos toreros daban gracias a la Virgen de haberlos preservado de todo mal, y le pedían nuevamente su auxilio, oyó la conocida voz del viejo, su vecino de tendido, que entraba todo azorado y confuso, hablando consigo mismo, como si hablara a la multitud.

—¿Qué le pasa a V.?

Le preguntó con verdadera ansiedad Ricardo.

—Calle V.; esto de los nervios es terrible.

—Acabe V.; ¿qué sucede?

—En mis tiempos las mujeres no tenían nervios. Esa es una invención moderna.

—¡Ah! Ya sé…

—Elena, Elena…

Ricardo comprendió a la primera palabra y se lanzó fuera de la enfermería, mientras el conde de la Tafalera se paseaba de un lado a otro, hablando consigo mismo, y diciendo poco más o menos estas palabras:

—Vamos, no se puede vivir en mundo tan diverso del mundo que uno ha conocido y tratado. Bien hacían los pueblos aquellos que mataban a los viejos. ¡Miren qué remilgada! Se desmaya por un accidente tan sencillo. En mi tiempo las señoras eran de otra pasta, más francas, más campechanas, más tratables, y sobre todo, más toreras. Luego, ¡qué derogación a todas las leyes del toreo! El señorito que estaba a mi lado, y que parecía una damisela, se lanza de un salto sobre la plaza como si tuviera alas, y detiene al toro como si fuera un perro, y coge a un banderillero como si recogiera una capa; de suerte que, bajo su fina apariencia, se ocultaba un Hércules. Pero debieron haberlo llevado a la cárcel en vez de aplaudirlo tanto, por haber cometido la indignidad de penetrar en el redondel reservado a la cuadrilla, y de meterse donde no le llamaban. ¿Qué falta hacía el chuchumeco allí donde hay diestros, y chulos, y banderilleros como el Minuto, y espadas como Labi, que en un santiamén alejan una fiera y salvan a cualquier desgraciado? La verdad es que ese atolondrado ha venido a deslustrar una de las mejores corridas de esta temporada. Jamás tomó ningún toro tantas varas como ha tomado el segundo esta tarde, ni jamás picó Calderón ni con tanta fuerza ni con tanta gracia. Y el señorito se ha metido donde nadie le llamaba y donde nada tenía que hacer sino pintarla, y ya se ve; las señoritas, que ven los peligros de un torero con toda indiferencia, como si no fueran los toreros semejantes suyos e hijos de Adán como ellas, así que han visto un señorito, un individuo de su especie, en peligro, se han asombrado todas y se ha desmayado Elena. Vamos, hasta fea me parece desde que he visto tal remilgo.

En esto entraban a Elena en la enfermería. Traíala sin sentido, en sus brazos, Ricardo. El pensamiento humano es incapaz de adivinar todo el placer que sintió el joven al conducir aquella hermosa carga y al respirar el aliento que se escapaba de aquel pecho. Una emoción singular, única, inexplicable, corría como misteriosa corriente eléctrica por todo su cuerpo, y agitaba todos sus nervios. En aquella emoción hubiera parado la rueda del tiempo, y se hubiera detenido por toda una eternidad. Su vida no estaba en él, estaba en aquel breve cuerpo; allí acaba de huir y de refugiarse para siempre. Así, cuidó de la joven con tal solicitud; la curó con tanta ciencia, que pronto le devolvió el sentido, recibiendo el mayor de los premios que podía recibir, y alcanzando la mayor de las venturas que podía alcanzar: unas gracias profundamente sentidas y con grande ternura dichas de parte de Elena; y de parte de los condes de la Floresta, y de su tío el singular anciano, una invitación a visitar la casa donde encontraría siempre afecto correspondiente al afecto que por todos había mostrado Ricardo en aquella tarde.

Capítulo 8. Un baile

Estaba Ricardo algún tiempo después en su cuarto vistiéndose y arreglándose para ir a un baile, y encontraba tantas dificultades al querer ceñirse con arte y sin arrugas su corbata blanca, que llamó en su auxilio a su madre. Esta fue en seguida al llamamiento del hijo, y le arregló el nudo con esmero y lo arregló con la solicitud propia de una madre.

—No te conozco, Ricardo.

—Me he vuelto muy calavera.

—No, calavera no. Dios nos libre. Tú siempre serás bueno, como tu natural. Pero vamos, te diviertes ahora mucho; andas de toros a teatros, de teatros a bailes, de bailes a paseos con un empeño bien extraño en ti.

—Qué quiere V., madre. Alguna vez había de reclamar la juventud sus derechos.

—No creas que lo siento. Hora es ya de que conozcas un poco el mundo. Criado en esta casa de luto y de viudez, tu juventud ha tenido un carácter bien triste y bien impropio de tu posición y de tus años. Pero ¿qué quieres? Hay dolores muy acerbos en esta vida, y tu madre es una verdadera Dolorosa.

—¡Madre mía!

—Yo nunca he intentado oponerme a las expansiones naturales a tu corazón, nada de eso. Te he infundido el sentimiento de la honra y el temor a Dios, y luego he dejado tu voluntad entregada a tu conciencia. He atendido a tu educación como a un culto. Cuando has llegado a cierta edad, y he visto y tocado el imposible de celarte como en la niñez, te he dejado libre y te he dicho que practicaras las máximas aprendidas al dejar la cuna, y que, si sentías inclinación hacia una obra o un pensamiento indigno de ti, evocaras la imagen de tu madre. Hasta ahora sólo satisfacciones me has dado. Así es que veo con grande contento despertarse en ti cierta juventud de alma y cierta ligereza de gustos necesarias para no envejecer antes de sazón. A cada tiempo sus obras: las flores a la primavera; los frutos al otoño.

—No ha habido una madre como V.; pero confiese V. que yo soy un buen hijo.

—Es verdad, Ricardo.

—Y por consiguiente V. una madre muy feliz, muy feliz, muy feliz.

Carolina se turbó por completo al oír esta afirmación, y se puso a trastear en los muebles y en los objetos de tocador que por allí tenía Ricardo, a fin de ocultarle su emoción y de encubrirle las gruesas lágrimas, por aquellas palabras, llevadas a sus ojos. La punzada de su remordimiento penetró en la conciencia y en el corazón; el recuerdo de su culpa se levantó en la memoria y el cariño de su hija robada a su amor y perdida por siempre para ella en el corazón; las entrañas se le agitaron con un dolor de tal intensidad, que perdió por algunos segundos la luz de los ojos. Pero acostumbrada a dominar, no el dolor, al cual se entregaba en cuerpo y alma, sino la expresión del dolor, volvió bien pronto a reanudar el diálogo antes empeñado, y a reanudarlo con ademán tranquilo y serena voz.

—Mira, Ricardo, tengo una observación que comunicarte.

—Dígame V, mamá, cuantas observaciones quiera. Yo las oiré como si bajaran del cielo, que cielo es, y dilatadísimo y luminoso el alma de una madre.

—Pues he notado que cuanto más te diviertes más triste pareces.

—Eso es aprensión de V.

—Vamos, sé con tu madre franco.

—No puedo serlo todavía.

—¿Todavía?

—He pesado, santa mamá, todas mis palabras.

Cualquiera que presenciara esta escena viera nublarse la frente y fruncirse el ceño de Carolina al oír este calificativo de santa. Pero cuando estaba con su hijo tenía el hábito ya arraigado de dominar sus emociones, y no dijo ni una sola palabra, devorando aquel nuevo remordimiento, gota de plomo candente llovida sobre su corazón.

—Vamos. Algo te pasa; dijo Carolina con la serenidad que usaba, siempre que no la vencían mucho los dolores, en presencia de su hijo.

—Algo me pasa, madre mía. Así lo ha presentido V. en su corazón mucho antes de que sucediera; lo ha adivinado, leyéndolo y divisándolo en la frente de su hijo.

—He visto que a medida de tus distracciones crecían tus tristezas. Cuanto más te entregas a la sociedad y a sus goces, más nubes pasan por tus ojos. Ábrelo el corazón a tu madre. Dile cuanto te sucede o puede sucederte.

—Madre mía, por ahora nada; deseos vagos, inquietudes del alma, quizá alguna aspiración a la felicidad doméstica, miradas que ignoro si son advertidas, suspiros que ignoro si son escuchados, en realidad, algo vago, algo incierto, algo todavía misterioso, como el lejano albor de nueva revelación, como el anuncio de una vida nueva; suceso de inmensa importancia para mí, que de llegar a la realidad y de encarnarse en la vida, será de V. inmediatamente conocido y a V. consultado, pues todos los actos míos necesitan el amor y la bendición de mi madre.

—Mira, hijo mío, tu madre desea la felicidad del ser que más ha querido en este mundo, de su hijo, y sabe que tal felicidad no puede existir sin el amor en el hogar, que es la prenda más segura de tranquilidad en la vida. Pero tu madre te aconseja que estudies profundamente tu corazón, que te cerciores de sus preferencias y de sus inclinaciones, y que te muevas solamente por aquella pasión, que al cabo llega a ser el alma del alma, lo infinito en la existencia, la única insaciable, porque no se satisface con cosa alguna material, la única inextinguible, porque es el fuego mismo de la vida, el amor, el amor, el amor sin el cual no hay ventura alguna posible aquí en la tierra.

—Yo nunca he comprendido el matrimonio sin amor.

—Hijo mío, el matrimonio sin amor es el mayor de los crímenes. Vale más la muerte que un estado cuyas consecuencias trascienden a los hijos. No comprendo tormento más cruel que vivir confundido o identificado bajo el mismo techo, con persona, o bien indiferente, o bien odiosa. Mira si te quiero, hijo mío, pues preferiría verte muerto a verte casado, sin que precedan a tu casamiento la inspiración y las bendiciones del amor. Ama, ama, ama mucho y cuando estés seguro de amar mucho, cásate sin dilación con la mujer a quien ames. Matrimonio sin amor, matrimonio sin amor, matrimonio sin amor, ahí está el infierno verdadero, que no lo hay, como no amar y tener que fingir una pasión exaltada en la cual no cabe fingimiento.

En esto, cuando Ricardo iba a confirmar la observación de su madre, se oyó una voz que decía: «e1 Sr. D. Jaime ha llegado». En efecto, el herido, repuesto, dado de alta, trasladado ya a su casa, volvía para ver a su cariñoso amigo y caritativo enfermero, e ir en su compañía al baile, que en obsequio a sus sobrinos los condes de la Floresta, daba el marqués de la Tafalera en su palacio de la Fuente Castellana. Ricardo besó en la frente a su madre, y se dirigió con Jaime a la fiesta. En cuanto se hubo cerrado la puerta, Carolina, que tanto había sufrido para reprimirse en aquella conversación, se echó sobre un sofá, se cubrió el rostro con las manos, y lloró amargamente, hasta el extremo de que sus ojos parecían carbones encendidos, y el sueño tranquilo parecía negado a su triste y desolada existencia, pues toda la noche estuvo en aquella triste actitud, entregada a sus recuerdos y a sus pensamientos, como si fuera la estatua del dolor erigida sobre un sepulcro.

Brillaba el baile de una manera que no podría justamente encarecerse. Un jardín amplísimo le servia de salón magnífico en deliciosa noche de estío. Con decir que lucían a un tiempo las luces en la enramada, las estrellas en el cielo, y los ojos meridionales en la faz de nuestras mujeres, se dice, sin necesidad de nuevos encarecimientos, toda la hermosura y todo el esplendor de aquella fiesta. El acento melodiosísimo de una orquesta de cuerda se confundía con el susurro de los árboles, y el susurro de los árboles con el rumor de las conversaciones, y el rumor de las conversaciones animadísimas con el eco de los surtidores y de las cascadas. Ricardo había ido solamente por ver a Elena, y él tan arrojado, siempre que a ella se acercaba sentía un descorazonamiento tan grande, como si desfalleciese su voluntad y se desmayara su ánimo, en la seguridad de no merecer tanta ventura. En cambio Jaime había pasado toda la noche junto a Elena, y le había hablado largamente, sin advertir, sin sospechar siquiera que fuese aquella hermosa joven la amada de su amigo.

Pero el señor marqués de la Tafalera, que desde la célebre tarde de los toros, no obstante sus graves censuras al que había sobrepuesto su caridad a las leyes y conveniencias del toreo, sintiera por Ricardo una grande amistad, trató de aproximar Elena a su médico, y la llevó al fin del brazo, hasta cederla al brazo de Ricardo, mezclando a su buena acción ese número de frases pintorescas y varias que salían a borbotones de sus labios, y que daban a su vejez algo de la gracia que tiene el candor y la inocencia de la infancia.

Por fin Elena y Ricardo se quedaron solos al pie de una colinilla bordada de pinos, al borde de una fuente que fluía tan melodiosamente como las canciones de una serenata, a la entrada de una gruta misteriosa que cubrían cortinas de jazmines, cuyas corolas exhalaban ese embriagador aroma que trastorna. La sombra de los añosos y gigantescos árboles hacía resaltar la figura de Elena, vestida de blancas gasas, con una sencillez verdaderamente griega, en cuya virtud no ostentaba más adorno que los rizos de su negra cabellera, natural candor, en artístico desorden sobre sus anchos y desnudos hombros. Si el pobre Werther estuviera allí diría que al borde de las fuentes se arreglan los matrimonios que han de ser felices, y se mecen los genios benéficos que hay en el Universo.

Los dos jóvenes se encontraron frente a frente en una situación bien difícil, porque ni uno ni otro acertaban a comenzar una conversación. Ricardo, tan elocuente, así que veía a Elena callaba como un muerto, y no sabía qué decir, temeroso de alguna indiscreción o de alguna de esas traiciones de los labios al corazón ya harto rendido por las estáticas miradas de sus ojos. El viejo, después de haber andado por algunas alamedas, volvió a su encuentro, y les dijo estas palabras en su tono festivo, franco y bonachón:

—Mire V, caballero lidiador, héroe en los peligros, como un semidiós antiguo, melindroso en la sociedad, como una monja mística, no vaya V. a perder el tiempo hablando de astronomía o de historia con esta perla que gustará de otras conversaciones más dignas de su hermosura y más en proporción justa con sus años. Yo no acierto a explicar el proceder de la gente al uso. Perder el tiempo de la juventud equivale a perder el capital más cuantioso y más productivo. Y la juventud no puede ejercer sus facultades en cosa más alta y más provechosa que amar, sí, amar: que tal es su destino. Si yo me encontrara joven, Ricardo, con sus años, con su figura, con su talento ya le hubiera hecho cien mil declaraciones a Elena, y rendido ese su corazón inexpugnable.

Y desapareció de nuevo, después de haber lanzado esa bomba a los pies de la gentil pareja.

—Dispense V., Ricardo, dijo Elena, poniéndose de veinte mil colores, como en el habla vulgar decimos. Este buen marqués pasa su vida entera en broma, como si el mundo fuese un carnaval perpetuo y la vida un baile de máscaras. Ya comprendo que deben molestar a usted esas gracias. Pero hay que tener con los viejos la misma tolerancia que con los niños. No saben muchas veces lo que dicen.

Después de estas breves palabras volvieron a caer en profundo silencio, en el mismo en que habían caído algunos minutos antes. Elena levantaba tanto los ojos que los ponía en las estrellas, pareciéndose su mirada en tales momentos a la de esas Vírgenes de Murillo, que buscan algo invisible y sobrehumano allá en la inmensidad de los cielos. Ricardo los bajaba tanto, que los tenía clavados en el suelo, a guisa de novicio o de doctrino. Pero de vez en cuando la mirada de Elena bajaba del cielo a la frente del joven, y la mirada del joven subía furtivamente de la tierra al cielo de aquellos ojos, y ambos se quedaban inmóviles, como si les doliera salir de aquel éxtasis, y fiar al aire el sentimiento íntimo de sus respectivos corazones. Por fin la joven tuvo más valor que el joven, y rompió aquel silencio con estas palabras:

—¿Le gusta a V. el baile?

—¿Qué entiende V. por que guste el baile?

—Pues, que guste.

—¿Asistir al baile o tomar parte en el baile?

—Me explicaré mejor. ¿Le gusta a V. bailar?

—Diréle a V. Con todo el mundo, como hacen muchos, que bailan indistintamente e invitan a cuantas encuentran, no. Pero con una pareja de mi elección bailaría con mucho gusto.

—Entonces no puede haber aquí pareja alguna de su elección.

—¿Por qué?

—Porque no ha bailado V. en toda la noche.

—Y si le dijera que no he sacado a bailar a la que desde el primer momento he elegido por…

—¿Por cortedad?

Preguntó Elena.

—Llámele V., si quiero, cortedad al miedo que tendría a una negativa. Ahora, en la incertidumbre, todavía me queda la esperanza. Si rehusara el bailar conmigo ¡oh! no sé lo que me pasaría.

—No parece sino que el baile sea algún compromiso de mayor cuantía. ¿A quién podría dirigirse que le negara un vals o un rigodón?

—¿No me lo negaría V.?

—Yo de ninguna manera.

—¿Conque podemos bailar?

—Como V. quiera y cuando V. quiera.

En aquel momento entonaba la música un vals de Strauss, y Ricardo cogió del brazo a Elena, la llevó a la glorieta donde se bailaba, y comenzó a dar con ella vertiginosas vueltas al compás de la música de Strauss, que parece poseer el secreto de acompañar al baile y prestarle una embriaguez que da verdaderos vértigos. Las manos se tocaban; el brazo se ceñía a la cintura; mezclábanse los dos alientos; sentíanse los latidos de los dos corazones uno junto a otro. Ricardo creyó perder el sentido al estrechar aquella mano que le comunicaba torrentes de electricidad; al ceñir aquel cuerpo que se mecía en sus brazos; al contemplar de cerca aquella mirada que le abrasaba la sangre; al respirar aquel aliento que difundía el amor más exaltado en su pecho; al sentir, rozándole la frente, los rizos de la negra cabellera; y en las vertiginosas vueltas experimentó el deseo que se experimenta siempre junto al objeto amado: el deseo de permanecer así perpetuamente. Rodaron los dos a compás, y no oían la música; dieron mil vueltas entre las parejas, sin chocar con ninguna, y no veían el baile; ejercitaron sus fuerzas en términos que hubieran cansado a los seres más robustos, más fuertes, más hercúleos, y no se fatigaban. El amor tuvo una expresión y mil satisfacciones de aquellas que en su primera florescencia valen por todas las satisfacciones posibles en la vida; el desahogo de un suspiro, el premio de una mirada, el roce de un vestido, el placer de una palabra, la esperanza de una expansión futura, el bien supremo de un vals, en el cual los dos seres que se buscan y se necesitan, se han dulcemente encontrado en estrechísimo abrazo. Estaban fuera del mundo; movíanse impulsados del deseo en espacios fingidos por sus almas; no sabían nada de cuánto les rodeaba, como si el Universo entero hubiera desaparecido a sus ojos; y por una eternidad continuaran en semejante éxtasis, a no llamarlos a volverse a lo real y lo cierto la suspensión del vals y la interrupción de la música.

Pero los dos jóvenes, a la verdad, no se cansaron de la soledad que tuvieron durante el baile; necesitaban más, e instintivamente, sin curarse de nada ni de nadie, cogiéronse del brazo y se entregaron a pasear por aquellas alamedas. Durante algunos minutos no se dijeron ni una sola palabra. Luego, la tibieza voluptuosa de aquella noche; el resplandor de los astros entre los pliegues del cielo y de las luciérnagas entre las hojas del follaje; la vibración casi imperceptible de las tranquilas auras y el acento armonioso de la música; esa inspiración que cae de las alturas y que se respira en los aires durante estas orientales noches de nuestro estío, tan propicias al deseo, llevaron casi insensiblemente la conversación de los dos jóvenes a lo que llenaba su corazón y su inteligencia, al tierno coloquio de amor. Guardáronse muy bien de decir ni de revelar lo que sentían mutuamente aquellos dos seres el uno por el otro, y departieron como si de un tema ajeno a su corazón se tratase, pero con grande calor y con vivísima elocuencia, como habla siempre la pasión.

—El mundo, decía Ricardo, envía contra cada uno de nosotros muchos enemigos; pero basta el sentir una pasión profunda y la seguridad de una correspondencia cierta para probar la felicidad en medio de las más agudas espinas. El amor puede embellecer hasta un calabozo y convertirlo en cielo. La pena de un desengaño puede trocar en calabozo los edenes más bellos de la tierra.

—Pero permítame V. decirle, replicó Elena, que para mi el amor sólo existe en el corazón de la mujer. Nuestra alma necesita como ciertas delicadas aves arrullar perpetuamente y ser arrulladas. El hombre tiene otras muchas pasiones que divierten su ánimo del amor. Nosotras sólo entendemos las vibraciones de esa arpa eólica que forma la melodía de la vida. Ustedes, aunque tengan su corazón cautivo, y estén a una beldad rendido, se enardecen como el caballo cuando oye el clarín guerrero que les habla del odio, del combate y de la matanza.

—Casi estoy por concederle a V. cuanto dice. El amor vive en el corazón de la mujer. Pero no puede V. imaginarse cuánto en el conocimiento y en la experiencia de esa pasión progresa el hombre, si encuentra en su camino la mujer que le está predestinada. Entonces lo olvida todo, lo arroja todo lejos de sí, los gustos, las pasiones, las artes guerreras, las glorias, las luchas, y se rinde y se entrega exclamando: todo eso es vanidad y sombra; la vida, amor mío, está en ti, o mátame de un desprecio o hazme feliz para siempre.

—Es verdad, dicen eso. Pero, ¿lo cumplen? Yo creo que damos nosotras todo el corazón a cambio de medio corazón, si acaso, que nos entregan. Para los hombres hay la plaza, el Campo de batalla, la tribuna, la autoridad, el poder; para nosotras sólo hay el rincón de la casa, el culto de la familia, la devoción perpetua al ser a quien una vez hemos amado; para nosotras sólo existe el amor. Y por eso yo aconsejo que antes de ceder al vértigo y de adorar al hombre, como sólo nosotras adoramos, comencemos por enterarnos un tanto del espacio que en su corazón, lleno de afectos contrarios, nos ha podido dejar.

—Esos recelos son como las ausencias, como las riñas, como las tempestades del amor, incentivos que acrecientan su fuerza, combustibles que avivan su fuego.

—Ciertamente, al fin y al cabo un corazón lleno de amor lo perdona todo. El pobrecito se resigna muchas veces a que lo engañen. ¡Necesita tanto del engaño! Como él ama cree que lo aman, y es feliz y venturoso. Y muchas veces se funda su ventura sobre una mentira; no quiero averiguarla, porque sería la verdad más triste que la muerte.

—Los sentimientos no se comprenden hasta que no se experimentan. Si la vida. no los enseña, jamás los enseña la idea. De aquí la imposibilidad en que estamos cuando no sabemos si somos o no correspondidos de entrever la delicadeza y la ternura capaces de penetrar en nuestra alma, a virtud de un amor correspondido, y por consiguiente, satisfecho y feliz. Las otras pasiones son como sorpresas que al descuido nos asaltan, como estremecimientos que nos sacuden, como relámpagos que pasan; la única pasión perenne, la que está en la primavera, en el otoño, en el invierno de la vida, como la savia en el árbol, aunque no tenga ni hojas, ni frutos, ni flores, como la sangre en el cuerpo, como la luz en el Universo, es el amor.

Y Ricardo miró con tanto afecto a Elena después de esta afirmación soberana, que la joven sintió encenderse sus mejillas, anunciando la aurora del amor, como los horizontes sonrosados anuncian la aurora del día. Y este rubor no fue parte a que el enamorado saliera de sus vaguedades generales y entrara en una declaración concreta, a causa de la timidez que inspiran siempre al hombre una belleza adorable, una pasión naciente y el temor a no ser correspondido. Las abstractas discusiones que habían empeñado avivaban su amor; y desde el punto en que tomó esta vivacidad ya no pudo encontrar palabras, sino suspiros, miradas, expresiones reveladoras de un estado del ánimo que por necesidad ocultaba el labio, al mismo tiempo que debían revelarlo claramente los ojos, esos soles del amor, que atraen las almas y las tienen como suspensas de la virtud de su atracción. En realidad, Ricardo estaba preso de la pasión que Elena en él despertara. En cuanto a ésta, conocía ya la pasión, y comenzaba a corresponderla antes de revelársela de palabra, si no con la voluntad toda entera, con el instinto propio de su sexo, ese primer grado del amor. Para Ricardo, Elena era lo visible y lo invisible, el tiempo y la eternidad, la naturaleza y el arte, la tierra y los cielos, todo el ser, como acontece al joven de gran corazón siempre que por vez primera ama. Todas sus ideas habían caído en aquella viva llama del amor, evaporándose éstas, rompiéndose aquéllas, trastornándose todas, como le sucedería a los planetas si cayeran de pronto sobre la superficie del sol. Pero hay que decirlo en su honra; si respecto a su vocación y a su destino conocía haberse engañado, pues en lugar de ser padre de todos los desgraciados exclusivamente cual pensó en cierto tiempo, iba a ser padre de familia, esposo amante, sobre todo, el amor exaltó sus virtudes con verdadera exaltación. Cuando se sintió mejor quiso que todos sus semejantes fueran mejores: cuando se sintió más feliz quiso que todos fueran felices. Una nueva alma entró en su seno, pero sin perder y sin deslustrar a la antigua. Aquel amor que comenzara por una inspiración súbita, como esas nubes formadas de súbito en cielo sereno, aspiraba ya a la correspondencia y necesitaba ser correspondido. El único temor que le asaltaba era el recelo de una negativa, a la cual no hubiera podido en manera alguna resistir una vida reconcentrada en el amor. En aquella noche del baile no se atrevió a una declaración, la aplazó para otro momento, puesto que tenía abiertas de par en par las puertas de la casa de Elena, y segura la amistad de la familia, a pesar de la ausencia del padre, que en cuanto conociera a Ricardo contribuiría sin duda a este afecto. Ricardo adivinaba que Elena se había enamorado de él; pero no adivinaba que Jaime se había enamorado de Elena.

Capítulo 9. La felicidad

Desde la noche del baile Ricardo experimentó su corazón y lo observó profundamente; y de estas observaciones y estas experiencias dedujo, no por silogismos, por sentimientos, una inflexible consecuencia; que su vida dependía completamente de la vida de Elena. Sobre todas sus vocaciones se levantaba ésta en pocas palabras resumida: amar y ser amado. Sin que su gran corazón se disminuyera un punto, sin que le faltaran aquellos impulsos generosos y aquellos movimientos heroicos a su naturaleza congénitos, comprendía que el nuevo afecto nacido en él, elevaba todo cuanto era y todo cuanto hacía en este mundo a culto religioso por una sola persona, a cuyos pies ofrecía como sagrada ofrenda todas sus virtudes. Hasta aquellos días caminó a ciegas por el mundo sin tener a quien consagrar sus pensamientos ni de quien recibir inspiraciones. Desde entonces, todo ensueño poético de su alma tenía una Musa que lo idealizara, todo combate por el bien tenía una dama que lo bendijera. Su alma había sido hasta aquel momento vasto cielo iluminado por una luz sin calor. Desde esta trasformación la pasión de las pasiones pone en todo su ser y en todos sus actos ese fuego vivaz suyo que es el fuego creador de la vida. Pero ¿iba o no a ser correspondido? Esta pregunta le conturbaba en términos que destruía todos sus proyectos y disipaba todos sus ensueños de felicidad. Modesto por excelencia, no encontraba en sí méritos bastantes a despertar una pasión. Si se miraba al espejo, como suelen los enamorados, encontrábase vulgar; si se miraba a la conciencia, encontrábase sin ninguna de esas cualidades amables que inspiran fácil amor. Encerrado en ciertas esferas de la vida donde sólo reinara una serenísima virtud mezclada a un profundo dolor, quizá no tenía ninguna de las prendas que dan a la juventud todo su encanto. Cuando tal idea le asaltaba, hubiera dado su existencia por ser uno de estos jóvenes a la moda, de sociedad, hábil en los ejercicios del canto y del baile, instruido en los secretos de los salones, elegante en su vestir y en sus maneras, capaz de encadenar con una sola mirada aquella hermosa joven, la cual sin duda alguna en los viajes había adquirido esa ligereza que da el cambio de escenario, de tratos, de costumbres y de vida en la continua renovación de un continuo movimiento. El inocente no se comprendía a sí mismo, y por consecuencia no comprendía tampoco que su varonil hermosura, sus ojos llenos de inspiraciones, su frente elevada en cuyos espacios se elevaba como un sol luminoso la inteligencia, su gran corazón revelado en frecuentes actos heroicos y hasta sublimes, la comunicativa elocuencia de sus palabras, el calor irradiante de sus ideas bastaban para inspirar una gran pasión de esas que llenan toda una existencia, que sobreviven a la acción demoledora del tiempo y a los cambios y a las trasformaciones del mundo, que se creen por su virtud y por su fuerza inaccesibles a la misma muerte.

En tales dudas, en tal incertidumbre, lo que verdaderamente 1e fijaba en una idea era el convencimiento de su pasión por Elena, única mujer a cuyo lado quería vivir y morir, única mujer en cuya alma encontraba la mitad de su alma. Penetrado de esta convicción se reconvenía a sí mismo por no haberse ya cerciorado de si era o no correspondido. Él no necesitaba hablar, no. Harto habían hablado sus ojos. Lo que necesitaba. era saber si le correspondía Elena, saber si experimentaba a su lado aquella felicidad que da a sus elegidos el amor y que tanto se parece a la bienaventuranza. Y él mismo que, en cuanto se trataba de socorrer y salvar a un infeliz, lanzábase en su auxilio sin mirar los peligros, naufragando mil veces con los náufragos de la vida; en cuanto de sí mismo se trataba, no tenía tanto ánimo y no osaba abordar a las playas donde veía su paz y su ventura. Tal estado le condenaba a un perpetuo combate. Mas al cabo de cierto tiempo comprendió cómo en esta incertidumbre se encontraba daño mayor que en la certeza de una negativa y en la realidad de una desgracia. Y como quien toma resolución verdaderamente incontrastable, decidió presentarse ante Elena y decirle con toda lisura, con toda llaneza, que no podía vivir sin su amor, y que el hogar sin ella era verdaderamente un sepulcro y sin ella el corazón un cadáver. Admitido en casa de los condes de la Floresta con toda franqueza encontrándose mil veces sola a Elena, habiendo hablado tanto con miradas y con suspiros necesitaba hablar clara y concretamente, saber si le estaba reservada en la voluntad de aquella mujer la vida o si le estaba reservada la muerte. Parecíale que muchas veces le miraba también, que respondía a sus suspiros con suspiros, que hablaba en términos a primera vista ambiguos y en realidad clarísimos; pero apenas se asía a tal creencia, cuando le asaltaba el temor de que aquellas observaciones suyas fueran pareceres sin base o ilusiones y engendros del deseo. Así es que, pasados pocos días del baile, tras una noche de insomnio, después de mil dudas y de un largo examen de conciencia, se decidió a ir, a presentarse, a decirle a Elena toda su pasión y a preguntarle si esta pasión encontraba eco en su pecho y le impulsaba a pasar unida a él en eterno amor toda la existencia; pues de una palabra suya dependía el enlace de sus nombres, y de sus destinos, y de sus vidas como ya se habían enlazado y confundido sus almas.

Vistióse con todo esmero como quien va a una fiesta y se miró mil veces al espejo. Anduvo mucho de un lado a otro como quien estudia y ensaya un papel. Habló en voz alta diciendo frases que de seguro no podría repetir en el momento para que las preparaba y profería. Fue a despedirse de su madre como siempre; pero con ternura tan porfiada y tan extraña, que indicaba una crisis decisiva en su vida y uno de esos momentos en que cambia de rumbos y de horizontes el alma.

Por fin se encaminó al palacio del marqués de la Tafalera, donde habitaba Elena con su padre, a la sazón ausente, y con sus padrinos los condes de la Floresta. Había mandado poner el coche, y cuando lo vió, lo hizo retirar a fin de tener más tiempo y caminar más despacio. Entró en la casa de su amada y le pasaron al jardín. Su primer deseo fue encontrar sola a Elena; pero cuando se acercó al cenador, donde solía verla, se alegró de que estuviese la condesa. Saludó a ambas amigas con su natural afabilidad; más al fijar la vista en Elena, se puso colorado como una muchacha a quien le dicen un requiebro. Elena tenía en las manos una redecilla de seda que se aumentaba a ojos vistas entre sus dedos: al lado una jaula donde aleteaba y gorjeaba pintado jilguerillo que parecía pedir caricias a su ama; enfrente un libro de poesías abierto sobre un velador de mármol y en cuyas páginas acababan de caer algunas hojas de las flores que tapizaban el poético cenador. Ricardo se sentó y empezó a hablar de cosas indiferentes hasta ver si la condesa se marchaba con cualquier pretexto, y podía hacer su declaración y dirigir su pregunta con toda libertad. Pero, en cuanto hizo la condesa ademán de irse, rogóle Ricardo que se quedara y le habló de asuntos varios, para fijar su atencion y detenerla más tiempo. Así que la condesa parecía decidida a quedarse, comenzaba de nuevo el joven a sentir natural intranquilidad y a desear su necesaria ausencia. Por fin, llamada al interior del palacio por la voz agria de su tío el marqués, fuese la señora y se quedaron los dos jóvenes enteramente solos. Ricardo de buen grado se hubiera ido también. A la deseada soledad siguió un extraño silencio. Elena fijaba la vista en su redecilla como quien teme que una mirada haga traición a todos sus sentimientos, y los revele de súbito. Ricardo apartaba las hojas de las flores caídas sobre las hojas del libro y leía algunos versos sin saber qué leía. Acariciaba luego al pajarillo, como para decirle que en sus gorjeos, cantara a su ama el amor de que estaba poseída el alma de su tímido amante.

Levantábase y volvía a sentarse con una inquietud que denotaba bien la inquietud de todo su ser. Al fin rompió el silencio y dijo esta palabra:

—Elena.

El bello nombre de la mujer amada había sido pronunciado con tanto afecto que indicaba el estado de alma en que se encontraba Ricardo. Elena 1o comprendió muy bien y ocultó lo que había comprendido diciendo con una incomparable naturalidad.

—Gracias a Dios. Ya habló V. Temía que, al irse mi madrina, se hubiera llevado consigo la voz y la palabra de mi buen amigo.

Esta frase de Elena abría a Ricardo el camino para desahogar la pasión que le ahogaba. Pero persistente en su timidez no se dio por entendido, y dijo:

—Elena, debe ser muy hermoso el fijar la vida y preservarla de los diarios combates. Hay en ella desiertos de hielo y tempestades de fuego. Ni en tanto frío, ni en fuego tan voraz se encuentra la felicidad. Para subir al cielo necesitamos volar desde un estrecho nido.

—El cielo, donde las almas se encuentran y se unen y no tienen temor alguno a verse divididas por dudas, ni separadas por el espacio; ¡debe ser muy hermoso!

—¿No es verdad, Elena, que hallarse siempre al lado del ser querido, no ver sino sus ojos, no respirar sino su aliento, no oír sino su voz, será necesariamente la mayor entre las dichas posibles? La separación, siquiera sea por un minuto, equivale a la muerte. En cada instante de ausencia hay una eternidad de dolores. El mundo parece vacío, el corazón desierto cuando la fatalidad nos obliga a privarnos de aquella luz que ilumina la inteligencia y vivifica el corazón, de la mirada que nos envía el rayo benéfico de su bendito amor. Cielos, donde la eternidad reina; cielos donde no penetra la muerte; cielos donde no hay separación posible, si las almas se trasparentan todas en el eden; si unas a otras en la inmensidad se ven perpetuamente; no debíais llamarse cielos sino otra palabra más propia y más expresiva del bien supremo que en vuestro seno se encuentra, debíais llamaros felicidad.

—Bien habla V. del amor. Pero no es la palabra la prueba mayor del sentimiento.

—La palabra es la revelación por excelencia del espíritu. Cuando Dios ha querido manifestarse a los hombres, se ha llamado a sí mismo Verbo. Realmente yo ni encuentro ni puedo encontrar otro resplandor más vivo de las ideas que el resplandor de la palabra.

—Admitido. Mas las palabras de V. sólo dicen generalidades, Ricardo, ideas sin enlace; comentarios de una oscuridad espesísima puestos a sentimientos no bien definidos ni explicados.

—Y a decir verdad, ¿no entiende V., Elena, todo cuanto le he querido decir desde que la conozco?

—A decir verdad, no.

—¿Y me ha oído V. suspirar?

—Sí.

—¿Y me ha oído V. gemir?

—Sí.

—¿Y me ha oído V. vagar en alas de mis palabras por el cielo de mis esperanzas?

— Sí, Ricardo.

—¿Y no ha adivinado V. cuánto quería decirle?

En esto apareció la condesa y su tío el marqués, departiendo en ese tono, ora de disputa y ora de sermón, que daba el buen viejo a todas sus conversaciones. La materia de que trataban debía ser interesantísima por la viveza con que discutian, y peligrosa por el empeño que la condesa mostraba en ocultarla a los dos jóvenes. El buen marqués no hizo caso de las advertencias de su sobrina y les sometió resueltamente a Elena y Ricardo el tema de aquella controversia.

—Decíamos…

—No haga V. caso de lo que dice mi tío.

Le advirtió a Ricardo la condesa encendida como una amapola.

—Decíamos que los tiempos presentes, no son al amor tan propicios como eran nuestros tiempos.

—Ya ven Vds. que la conversación no correspondía ciertamente a una mujer casada y a un viejo ochentón.

—¿Cómo? ¿Por qué?

Preguntó el viejo.

—Porque las conversaciones de amor se deben quedar para los jóvenes.

—Pues no faltaba otra cosa. Lo único que hace amable la vida es esa pasión esparcida por Dios desde el principio al fin de los tiempos y desde la primera a la última de todas las cosas. Esa palomilla que pasa por los aires, o busca su pareja, o sus polluelos o su nido. El sol tiene sus tierras como el sultán tiene sus sultanas. El planeta tiene su luna como el artista su musa. Esa mariposa si vuela busca amor. Esa flor si abre su cáliz, es porque quiere que el amor se deslice en su corola. Amar es vivir. Lo único que, después de esta vida nos queda en el mundo, la paveza única que luce después de apagados todos nuestros sentimientos; el recuerdo único que resta después de extinguida nuestra memoria, es la satisfacción de haber amado y de haber sido amado.

—Tiene razón el marqués.

Dijo Ricardo.

—Y tanto como la tengo. Y decía que en mi tiempo no se oponían obstáculos insuperables, como hoy, a los enamorados. En cuanto alguno entraba en una casa…

—Tío, no hablábamos de eso, hablábamos, dijo la condesa, de ciertos afectos…

—No, señor. Te ruego, querida sobrina, que no seas embustera. Hablábamos de cómo se pedía la mano de una muchacha en otro tiempo y cómo se pide ahora. Hablábamos de cómo requeríamos nosotros de amores a las jóvenes y cómo se las requiere en esta época. Hablábamos de la manera más lícita y más conducente a preparar y facilitar un matrimonio cuyos anuncios asoman por todas partes. De eso hablábamos.

La condesa se ponía de mil colores a cada palabra de su tío, y la pobre Elena, tan directamente aludida, no sabía qué hacer ni qué decir. Ya estiraba su red hasta romperla, ya vertía el agua de la jaula, ya hojeaba las páginas de su libro con tal desasosiego, que se le caía dos o tres veces a tierra y dos o tres veces obligaba a Ricardo a bajarse para recogerlo, cuando el marqués decía una de sus reflexiones más cándidas y más inoportunas.

—Como, decía el marqués arrebatado ya por su propia garrulería y sin ver el tormento que daba a la condesa y a Elena: como; el amor es toda la vida, es más que la vida, es la esperanza de la inmortalidad. Fuera de esta pasión vive el alma como el cuerpo fuera del aire, en la asfixia. Y hay que ocultarlo como un crimen. Y hay que envolverlo en miles de reticencias. Pues yo detesto, cual sucedió a toda la gente de mi siglo, la hipocresía; yo prefiero pasar por malo siendo bueno a pasar por bueno siendo malo. Yo conjuro a los jóvenes que están plenamente en su derecho de amar y que gozan de la edad del amor, a no perder el tiempo y a vivir y gozar con todo su corazón; si yo tuviera una hija o ahijada o sobrina que casar, y la viera rondada y requerida y enamorada, seguidamente daría el quién vive a su galan, seguidamente. Yo estoy a mal, muy a mal con la gente moza de ahora.

Tras amar muy poco, diluye esa cantidad mínima de amor en tantos suspiros, cartas, medias palabras, disertaciones, filosofías que prueban la inanía de sus pasiones y la falsía de su pecho. Nosotros no alzábamos los ojos para mirar a nadie a la cara. Obligados a rezar el rosario todos los días, metidos en casa al anochecer, puestos en el potro de las declinaciones y de los diptongos, celados por nuestros padres, sin poder fumar un cigarro ni decir un requiebro, con la mitad de los cabellos en las manos de nuestra mamá y la mitad de las posaderas entre las disciplinas de nuestros maestros, el día menos pensado, cuando más distraidos parecíamos y más ajenos al amor, de un revuelo nos encontrábamos casados, y así que nos casábamos a los siete meses ya apercibíamos la cuna y los trapitos de cristianar, y a los nueve meses cumplidos ya teníamos un muchacho que lloraba como pudiera mugir un becerro. Pero ahora ¡ay! ahora es todo lo contrario. Examen de la mujer que por novia se escoge; luego de examinada, largos días de suspiros y equívocos y embelecos; después amores más largos que una eternidad; al fin casamiento tardío y sin felicidad, y sin el complemento y la alegría de la vida, sin hijos. Que todos los demonios se lleven a una generación tan tímida para aquello que más necesario es a la vida y más conducente a la felicidad, para el bien supremo, para el amor. Nosotros éramos de otra pasta bien diversa de la pastaflora que hoy se usa. Nosotros éramos hombres en toda la extensión de la palabra. Antes que sufrir esas largas dilaciones hoy en uso nos hubiéramos roto la cabeza y nos hubiéramos dejado los sesos en la ventana o en la reja de nuestra novia.

Elena estuvo a punto de desmayarse, y solamente la animó un poco la imperturbable atención prestada por Ricardo, que ni siquiera pestañeaba, a tan largo discurso. En cuanto a la condesa, se hizo sangre en los labios de tanto morderlos para reprimir las palabras que de ellos brotaban espontáneamente contra las imprudencias de su tío. Al fin, no sabiendo cómo cortar conversación de esta suerte peligrosa, anunció no sé cuántas visitas imaginarias y se llevó al buen viejo poco menos que por fuerza.

—Diserta todo el día.

Exclamó Elena.

—Disertaciones llenas de gracia.

—Poco oportunas sin embargo. Habla siempre, segun la idea que le salta en las mentes, chochea.

—Y cuando habla del amor es siempre elocuente.

—Como que ha sido muy enamoradizo, segun le dicen a todas horas mis padrinos.

—No creo que haya sido tan enamoradizo. Si hubiera sentido muchas pasiones y mariposeado por la vida y puesto los ojos en multitud de mujeres y sentido hoy afecto por ésta y mañana por la otra, no se expresara a sus años con ese fuego cuando habla del amor y de sus goces más puros.

—¿No es verdad que llega hasta la elocuencia?

—Es verdad; el amor llena toda la vida. Cuando se ama no hay ni puede haber miedo al hastío.

—¡Ah!

—¿Qué son todos los goces en comparación del amor? La gloria un poco de ruido; las ambiciones otro poco de hinchazón. Después que habeis visto la tierra y presenciado todos sus espectáculos, las corrientes del Niágara, las pirámides del Desierto, las islas del Mediterráneo, las ruinas del suelo helénico, las musas del pueblo italiano, por mucho culto a las artes que tengáis y a la naturaleza, no sentís en su contemplación el éxtasis que sentís junto al objeto de vuestros amores, que os transporta fuera del mundo y os da en sus caricias todo un cielo.

—Muy elocuentemente habla V. del amor,

—Será verdad que hablo con elocuencia, pero también es verdad que lo siento con vigor. Si yo pudiera decir los insomnios que sufro, las amarguras que se mezclan a mi vida, el dolor que me traspasa el pecho cuando temo no ser correspondido, ¿qué me pasará en ese triste caso? Yo no lo sé, porque no quiero pararme a pensarlo; yo solamente puedo decir una cosa, que de ese amor vivo, y que sin ese amor no podría vivir un minuto. La imagen de la mujer querida está grabada en mi corazón, en mi mente, en la retina de mis ojos. Si quiero pensar, pienso en ella; si imaginar, solamente a ella la imagino; si escribir, pongo su nombre; si sentir, la siento en todos los latidos de mi pecho; si dormir, la veo en sueños como si de ella, de mi amada, fuera una sombra el alma. Así, deseo saber si me ama, para vivir en eterna felicidad, o si me aborrece para despedirme de toda ventura y enterrarme en una desesperación más triste que el sepulcro. En fin, Elena, a mi antigua timidez ha sucedido un valor sin límites. He venido esta tarde resuelto completamente a decidir mis destinos, a resolver el problema de mi vida. Elena, V. no ha querido comprenderme, V. no ha querido adivinar que el asunto de todos mis pensamientos es usted, que es el objeto de todos mis desvelos, V. la inspiración de mis inspiraciones, V. la vida de mi vida, V. el amor de mis amores. Yo la amo a V., yo le ofrezco mi nombre, mi fortuna, mi casa, una madre en mi madre, mi vida junto a su vida en este mundo, mi alma junto a su alma en la eternidad. Sin V. no podría vivir.

—Ni yo sin V. tampoco, Ricardo.

—Será verdad. ¡Oh! no quiero saber más. ¿Usted corresponde a mi amor? ¿V. me ama como la amo yo.

—Yo le amo a V., yo le amaré toda mi vida.

Ricardo cogió entre sus manos la diestra de Elena y se la llevó al corazón que latía con una fuerza extraordinaria. Lágrimas de felicidad se asomaron a los ojos de ambos amantes. El temor que de no comprenderse tenían estaba vencido. La vida desde aquel momento se aparecía a sus ojos circuida con la espléndida aureola de una interminable felicidad; se comprendían y se amaban.

Capítulo 10. Un consejo de familia

Mientras pasaba la anterior escena departían la condesa y su tío con varias señoras y señores que fueron de visita. La conversación allí no tenía los peligros que en presencia de Ricardo, y el viejo se despachaba a su gusto sin temor ninguno a las reconvenciones y a las advertencias. Enamorado de sus primeros años, no se podía hablar de ningún asunto que él no relacionase con los recuerdos de su memoria y con los afectos de su pasada vida. Una señorita habló del teatro y de lo fastidioso que era en verano cuando todo Madrid está en baños, y las buenas compañías en vacaciones, y los cómicos de la legua sólo presentes o los titiriteros del Circo de Price, para ofrecer por todo espectáculo saltos siempre iguales o decoraciones y comparsas bastantes a distraer la vista unos minutos y dejar el corazón sumido en la mayor indiferencia. En cuanto oyó estas observaciones dijo el marqués lo siguiente:

—En mi tiempo el teatro era una escuela de moral. Para vender chucherías por sus gradas se necesitaba que, aguadores, barquilleros y demás gente de la misma harina, llevaran su certificado de buena conducta, previo examen de Doctrina cristiana ante el cura párroco. Yo era un mosquetero de primera, es decir, un asistente a casi todas las representaciones ruidosas. Como que una vez me llevaron a la cárcel por haber penetrado en el vestuario de la primera dama, crimen prohibido en todas las ordenanzas y castigado con penas acerbísimas. ¿Y qué había de hacer? Nos ponían de buenas a primeras un listón de media vara en el proscenio para que desde las lunetas no viéramos los pies de las comediantas, y, a decir verdad, me gustaba mucho verlas todo el cuerpo. Yo era chorizo, yo odiaba de muerte a los polacos hasta pasar otra noche en la cárcel por haber arrojado a la cabeza del jefe de nuestros enemigos un pepino de a libra que le derribó la peluca y a su pecho un tomate de seis onzas que le puso como nuevas las chorreras. Entonces cada representación equivalía a una batalla, y el interés se encontraba más en el patio que en las tablas, y todo era jolgorio, rebullicio, estruendo, placer y baraunda.

—Y que no hablarían Vds. poco de esas batallas en las gradas de San Felipe el Real.

Le observó una señora.

—¡San Felipe el Real! No me hable V. de ese sitio porque me pongo furioso, al ver que lo ha derribado la prosaica niveladora piqueta de este tiempo y ha sustituido sus arquitectónicas líneas

y su magestuosa rotonda con ese armatoste de casa de vecindad que se llama la casa del Maragato, rematada por un mirador semejante a preñada y grotesca chimenea. ¡Cuánto más hermosa era la iglesia de San Felipe, la iglesuela misma del Buen Suceso, donde íbamos a ver salir las petimetras de misa, que esos caserones en herradura, pintados todos de color de yema de huevo e insufribles a la vista por su uniforme monotonia! Entonces relucian los sombreros de tres picos, las medias de seda, las capas de grana, los encajes de Irlanda, los botones de acero, las chupas bordadas de mil colores, las basquiñas de damasco, las mantillas de blonda, las peinetas de concha, las hebillas de oro, los relojes con sus círculos y sus agujas de diamantes. Entonces, después de ayudar a misa con la mayor devocion, de darle el agua bendita a nuestra cortejo con el más vivo amor, de concederle a Pajarito media hora de audiencia para que nos arreglara la cabeza, nos íbamos a leer las mentiras de la Gaceta y a escudriñar la vida y milagros de toda la corte y de todos los artesanos. ¡Felices aquellos tiempos en que había calesas y manolas. Desgraciados los tiempos presentes en que solo hay aburridos y aburrimientos!

Cuando más engolfado estaba el buen marqués en tales disertaciones apareció Elena. Su palidez era tal que todos los concurrentes la advirtieron y le preguntaron si estaba enferma. Pero Elena se sonrió con tal placidez que indicó bien claramente como si estaba conmovida su conmoción provenía de placenteras emociones. La madrina y el marqués, solícitos por la felicidad de la niña, y conocedores de la crisis suprema que atravesaba en aquellos momentos, hubieran querido interrogarla adivinando alguna nueva fase en sus relaciones con Ricardo, pero les impidió toda pregunta la más vulgar prudencia y se callaron hasta que despidieron la visita. Aún no bajaba ésta la escalera cuando volvíase el viejo frotando las manos hacia el sitio donde había quedado Elena pensativa y le dirigía a boca de jarro esta pregunta:

—¿Se ha declarado?

—Sí.

—Gracias a Dios. Boda tendremos. No hay cosa que me guste en el mundo como una boda.

—Calle V., tío, dijo la condesa; que ha estado V. a punto de descomponerlo todo con sus temerarias palabras.

—¡Descomponer! Si no suelto el tiro de mis indirectas no se declara ni en cien años. No he visto un muchacho ni más pulcro ni más pudoroso, ni más reservado, ni más tímido. Bueno hubiera sido para correr una estudiantina con nosotros. Le declarábamos el atrevido pensamiento a todas aquellas que no queríamos y que nos importaban un ardite. Imagina qué haríamos con las que nos importaban y de veras queríamos. Conde, conde. Que llamen al señor conde.

Éste apareció en seguida a los gritos del viejo, impaciente por dar a todo el mundo la buena nueva.

—¿Qué hay?

—Gran noticia.

—Veamos.

—La más feliz que podíamos esperar.

—Despache V.

—Si estoy loco de contento.

—Acabe V. por los clavos de Cristo.

—Ricardo ha declarado su pasión a Elena.

—Buen partido.

—Toma si lo es, dijo la condesa; figura interesante, juventud florida, inteligencia extraordinaria, corazón de ángel y fortuna de príncipe, aunque un poco quebrantada por sus larguezas, que corregirá una esposa próvida y económica. Vamos, no hay que dudarlo, es todo un buen partido.

—Dime, ¿y le ha costado mucho la declaración?

Preguntó a Elena el viejo.

—Aún después de haberse ido V., se perdió en sus generalidades de siempre.

—Pero tú…

—Yo, seguí las instrucciones de mi madrina.

—Justo, dijo el viejo; para esto de cazar pájaros no hay liga como los consejos de una mujer experimentada.

—Y al fin…

Añadió la condesa un poco impaciente.

—Al fin toda su timidez se trocó en valor.

—Justo, observó el marqués; y lanzaría una declaración…

—Elocuentísima.

Dijo Elena interrumpiéndole.

—¿Y tú le dijiste que sí inmediatamente?

Añadió el conde.

—Pues no, dijo el Marqués; pues no, se iría con repulgos de empanada y escrúpulos de monja.

—Quizá debí detenerme; pero no pude. ¡Lo deseaba tanto!

—Hiciste bien; observó el viejo. Bueno es el amor para diplomacias.

—Él me quiere, yo le quiero. Pues no hay más que hablar.

—Justamente.

—Acaso hubiera convenido, observó el conde, aguardar a tu papá.

—Y ¿por qué?

Dijo el viejo.

—Para formalizar el asunto es necesario tu papá.

Observó la condesa a las exclamaciones de su tío.

—Para formalizar el asunto, sí, como son necesarios también el escribano y el cura, replicó el marqués. Mas, para decirse uno a otro que se querían, así necesitaban del papá como del preste Juan de las Indias.

—¿Se habrá ido contento?

Preguntó el conde.

—No sabía lo que le pasaba. Salió del cenador tropezando con todo cuanto encontraba al paso. Atravesó el vestíbulo fuera de sí. Llegó a la calle sin sombrero, y cuando volvió a buscarlo estuvo a punto de ponerse más en ridículo que al salir con la frente al sol; porque se encasquetó un sombrero con escarapela perteneciente a uno de los lacayos. Estaba loco.

—Lo siento por el pobre Jaime García.

Dijo la condesa.

—Es verdad.

Añadió Elena suspirando.

—¿Qué ha pasado con Jaime García?

Preguntó el conde.

—¿No sabes que se enamoró perdidamente de la chica?

Dijo la condesa respondiendo con una pregunta a otra pregunta.

—No sabía tal cosa.

—Pues le declaró su pasión, menos tímido que Ricardo.

—¿Y Elena?

—Naturalmente; Elena, prendada ya de Ricardo, le contestó con una negativa muy dulcificada, pero muy redonda.

—Mucho quiero a Ricardo, dijo el viejo marqués; pero no dejo de querer a Jaime. Es un muchacho de excelentes prendas. Cree mucho, cosa rara en nuestro tiempo. A mí francamente no me importa que la fe cambie de objeto con tal que exista. La virtud de creer se parece a la virtud de admirar, en que engendra grandes cosas y grandes ideas. Jaime cree en las libertades modernas y por consiguiente ama como cree, con verdadero fervor.

—Luego, es valiente como el Cid.

Dijo el conde.

—Sin rival.

Añadió la condesa.

—Y ha probado su valor en mil ocasiones. Morirá con indiferencia por dar fe de sus ideas. Combate como un héroe antiguo, y cuando ha concluido de combatir, cuida de sus propios enemigos como una hermana de la Caridad moderna. En fin, es lástima que no haya otra Elena en el mundo para premiar a ese mozo.

—Yo temí, dijo la condesa, que el premio se lo llevara Jaime y no Ricardo, por la sencilla razón de que los valientes vencen a los tímidos. Y como, en los primeros instantes del desarrollo de esta pasión estudié a Elena con el cuidado con que podría estudiarla una madre, la vi muchas veces muerta y perpleja. ¿No es verdad?

—Yo diré a V… .

—Habla, mujer, le dijo a Elena el marqués; habla. Todos tomamos cartas en el asunto menos la verdadera interesada. Y los sentimientos no se explican ni se conciben por más talento que se tenga, sino experimentándolos en nosotros mismos.

—Tiene V. razón, querido tío; que hable Elena. No le oí jamás a nadie explicar los sentimientos como ella los explica. Tiene en esto una erudición bien impropia de sus años. No habla como una joven enamorada, habla como un libro viejo.

Dijo el conde.

—La misma observación hice yo siempre con puntas y ribetes de crítica.

Añadió el marqués.

—Vaya. Si hablan Vds. así, créanlo, no digo una sola palabra, ni una sola.

—No te enfades, Elena; tienes todas las perfecciones juntas, a las cuales, como no ha de haber en este mundo cosa alguna que sea acabada y perfecta, se une este defecto, sí, este defecto de degenerar un poco en erudita y sabia. Si hablaras un poco más afectadamente y pusieras entre frase y frase algún dicho escolástico, citando el autor o texto de donde los tomabas, pasarías muy fácilmente por una cumplida marisabidilla de antaño.

—Puesto que Vds. se ríen de mí, repito que no diré una sola palabra.

—Vamos, no te enfades, hija mía.

Dijo el conde.

—Ya se ve, se ha criado una entre literatos, oyendo disertaciones continuas y diserto sin quererlo y hasta sin pensarlo, por un hábito que no está en nuestra naturaleza y que ha crecido y se ha arraigado en la costumbre.

—Tienes razón, y no hay para qué excusarte con esta o la otra razón, ni con este o el otro motivo. Corrige tus defectos, pero sé fundamentalmente como eres. No hay remedio, por más que filosofen los filósofos y moralicen los moralistas, no hay remedio. El carácter humano es lo más incorregible que existe en la creación. Muda de accidentes y de modificaciones, pero queda uno en esencia y siempre fundamentalmente parecido a sí mismo.

—Pero con tantas disertaciones no habeis dejado a Elena explicar sus sentimientos.

—Sí, estuve perpleja. Creí durante muchos días que Ricardo no me amaba y que me amaba Jaime. Y el amor se alimenta de la esperanza como la religion de la fe. Nada nos aleja tanto del amor como no tener la seguridad de una completa correspondencia. Y nuestras pasiones empiezan por ser agradecimiento, siguen por ser amistad, concluyen por ser amor. Mi corazón siempre se inclinó con preferencia a Ricardo, pero nunca creyó que Ricardo se inclinaba a mí. Dicen Vds. que sé mucho y yo sostengo que no sé ni una sola palabra de amor. Yo debí conocer en el balbucear continuo de Ricardo, en su misma incertidumbre, en la preocupación que encerraba su palabra y que acusaba su gesto, en toda su persona, el amor con que me amaba. Luego declaro que a pesar de esa erudición prematura con que gratuitamente Vds. me enaltecen yo no entiendo una palabra de amor.

—Vamos, se explica esta muchacha como un doctor. ¡Lástima grande que ponga tantas ideas en sus sentimientos! Así como la sobrada erudición mata al genio, las sobradas reflexiones matan el amor. Yo tengo otra doctrina más cómoda y mucho más natural. Le ama porque sí. ¿Les parece a Vds. poco? Se prefiere un amante a otro porque se le prefiere. ¿Quieren Vds. más filosofía? Pues ahí está la que el amor pide, lo que el amor consiente. E1 alma ama como brilla la estrella, como canta el ruiseñor, como susurra el arroyo, cómo compone el músico, y como versifica el poeta, porque sí, porque no puede pasar por otro punto, porque le da la real gana, y se ha concluido, como dirían las castañeras picadas. El arte por el arte, y por el amor el amor.

—Luego no quieren que una diserte. Papá está todo el día filosofando y diciendo preciosidades de ingenio. Mi padrino le acompaña y añade alguna reflexión nueva. Mi madrina jamás deja caer los libros de las manos. Y luego hemos venido a casa del marqués en este culto Madrid donde oímos una disertación por minuto. Nuestras casas han sido bibliotecas; nuestras ocupaciones continuas el discurrir y disertar. Yo no tengo la culpa de que me hayan enseñado antes el hilo de un argumento que el hilo de un ovillo. La culpa será de todos Vds.

—Tienes razón, dijo el conde, y tu padre ha tomado siempre por tema principal de sus disertaciones continuas el sentimiento. Como es tan reservado no hemos sabido nunca qué le ha pasado en la vida; sus relatos se han reducido a decirnos que lo aquejó de antiguo una pasión desgraciada. Aquí paz y después gloria. Por mucho cuidado que hayamos tenido de ti no hemos podido preservarte de que te contagies con las ideas que has respirado como si verdaderamente fueran tu única atmósfera; y te aficionaras a disertar sobre los grandes afectos antes aún de haberlos experimentado y sentido.

—Ya es hora de que pensemos en anunciar a Antonio el caso presente. Ya es hora de que vaya entendiendo y alcanzando cómo ha de quedarse al fin y a la postre sin su hija, la cual, por una sabia ley divina de la Naturaleza, ha de seguir a su marido.

Dijo el marqués.

—Verdaderamente es hora.

Añadió el conde.

—Para esto ninguno de nosotros tan competente como la misma Elena.

Observó la condesa.

—Sí, hoy mismo debe salir la carta.

Dijo el conde con imperio.

—Pero tomad precauciones, añadió el marqués. No le emboquéis de buenas a primeras el hecho. No se lo digáis así de sopeton.

—Además, se incomodaría creyendo que la historia era antigua y que se la habíamos ocultado a sabiendas.

Observó el conde.

—Haré lo que Vds. quieran.

—Lo mejor es una carta, así, de cierta vaguedad, indicando que has sentido emociones, las cuales acaso exigen su auxilio y su consejo. No le digas nunca, sobre todo, el nombre de la persona preferida. Es necesario ocultarle lo intenso de la pasión, lo próximo de tu matrimonio y el nombre de tu amado hasta que venga, y pueda poco a poco acostumbrarse, Elena, a la idea de perderte, idea que apena a tu padrino y que apenará mucho más a tu padre.

Tienes razón, dijo la condesa a su marido. Precávete un tanto contra la pésima impresión que puede producirle este nuevo caso. Si de manos a boca le dices el nombre de tu marido y averigua su nacionalidad americana se opondrá resueltamente a tu matrimonio. Mil veces me ha dicho que desea para su hija un marido español y no de ninguna otra parte. Mil veces me ha dicho que no quiere para ti esposo del continente americano y mucho menos de los Estados Unidos. Mil veces ha dicho que en España existe, más que en ninguna otra parte, idea verdadera de la familia y calor en los sentimientos, y afecto tierno en los cónyuges, y cariño para todos los individuos de la familia y amor de la familia entre sí. Así, para vencer su resuelta repugnancia a todo yerno americano precisa dos cosas: primera, que vea el amor de Elena a Ricardo; segunda, que las buenas prendas de éste le sean conocidas y le infundan toda la profundísima admiración que merecen. En pocas palabras ruégote encarecidamente, Elena, que indiques a tu padre las nuevas fases de tu vida; pero ocultándole sigilosamente el nombre y el orígen de tu amado. Que venga advertido en buen hora; mas que no venga preparado. La advertencia se necesita; y la preparación resultará luego que hayamos puesto en ella todo nuestro empeño. No olvides ninguna de estas circunstancias indispensables, y pon manos a la obra de advertir a tu padre y de procurar tu felicidad, que al cabo es también la felicidad de toda esta familia. Ve, hija mía, ve a escribir tu carta, preliminar necesario a todo cuanto ideamos, y que dará muy pronto la ventura completa. Nadie siente como yo tu separación de este hogar; pero nadie comprende como yo que no pueden burlarse las leyes de la Naturaleza ni contradecirse las prescripciones irrevocables del destino. Ve, hija mía, ve a escribir tu carta.

Elena dejó el salón donde estaba reunida la familia y se encerró en su cuarto a trazar la carta y cumplir las ordenes de sus padrinos. Mientras tanto, el marqués de la Tafalera, que nunca soltaba la palabra, se perdió en largo laberinto de frases, inspiradas todas ellas por la chochez habitual a sus años, por los recuerdos de sus mocedades que revoloteaban de continuo sobre su mollera algo perturbada. Dolíale mucho no haber penetrado en casa de Ricardo y conocido y escudriñado todos sus rincones para cerciorarse por sí mismo de cuánto bien podía ofrecer a Elena su casamiento, y cuántas ventajas procurarle su nuevo hogar.

—Esta maldita costumbre de no hacer visitas, concluirá por romper todos los lazos sociales y por destruir esta sociedad. Las gentes no se conocen unas a otras. Si viviéramos en mis tiempos, así como se daban Reales Ordenes, prohibiendo el excesivo número de platos en las comidas o el excesivo lujo en el vestir, hubiéranse dado prohibiendo esas tarjetas, segun las cuales basta un pedazo de carton a expresar los mayores afectos y aún a sustituirlos. Íbanse en aquellos días los caballeros muy peripuestos y petimetres de casa en casa; rezaban el rosario con las familias amigas, pidiendo a Dios así por todas las necesidades como por todos los necesitados; y luego, en torno de un tapete verde, a la luz de un velon colosal, con espaciosa tarima por taburete y un brasero de cisco por calentador, hablaban de todas las cosas posibles con una franqueza y una honestidad de que ahora en este tiempo seco y árido no podemos tener ni aproximada idea. Así el trato unía las familias y la unión se completaba luego por el amor que tan fácilmente prende en la gente moza. Ahora a todos nos separa la idea política, la idea religiosa, y más que todo la tarjeta, el cartón, ese expediente de la pereza, ese sustituto de la antigua visita afectuosa y por lo mismo social. Si yo tuviese, yo, viejo verde, aunque viejo ochenton, la debida entrada en casa de un amigo como Ricardo y el debido trato con su madre y familia, podría estar mucho más seguro de la suerte reservada a nuestra Elena en el nuevo estado que todos a una le preparamos. Pero vaya V. a saber cosa alguna; con estas ceremonias todo lo dificultan, y en esta separación de familias que a todos nos aíslan y en este achaque de las tarjetas que han reemplazado a las antiguas y estrechas y cariñosas relaciones, y que han destruido uno de los afectos más íntimos y más puros, el más necesario quizás a las almas delicadas, el purísimo afecto de la amistad.

En esto apareció Elena con su carta que leyó solemnemente a la familia, atenta toda a los menores perfiles del estilo y a las más tenues inflexiones de la voz.

«Papá mío: te quiero con todo mi corazón, te quiero con toda mi alma. Aunque sé cuánto te gusta Andalucía, cómo te recrean desde las ondas del Mediterráneo hasta los cristales de Sierra Nevada, desearía verte volver muy pronto, porque de veras te necesito. Arrancarte a tus peregrinaciones me es dolorosísimo. Paréceme que contemplo tu asombro en la Mezquita, tus pasos entre los rosales de Córdoba, tu éxtasis en la Catedral de Sevilla, tu gozo al recoger la luz cernida por los alicatados de la Alhambra y respirar el fresco aire que sube de la vega de Granada. Papá mío, me cuesta mucho arrancarte a todos estos goces del alma que endulzan un tanto tus profundas tristezas. Pero no puedo pasar por otro punto sin faltarte a ti, lo cual no me perdonarían ni Dios ni mi conciencia. Tú me has dicho mil veces, y yo así lo he visto, que no eres uno de esos padres ridículos empeñados en que sus hijos no sientan lo mismo que ellos han sentido a su edad. Tú me has dicho que lejos de aspirar a un respeto reservado y silencioso, el cual pusiera entre tu inteligencia y mi corazón muros infranqueables, aspirabas a una amistad sencilla y tierna que te permitiese conocer todos los pliegues y repliegues del corazón de tu Elena y gozar toda su confianza. Tú me has anunciado que, siendo ineludible la naturaleza, habrían de despertarse en mí afectos cuyo despertamiento querías conocer el primero para dirigirlos al bien y conservarlos en la más pura virtud. No estaba cierta de mí misma, no sabía lo que por mí pasaba y he callado. Creí una de tantas amistades pasajeras lo que en realidad es otro sentimiento mayor. Ahora que lo veo, ahora que lo conozco, ahora te digo en verdad, te digo de rodillas, con las manos plegadas en tu presencia, y los ojos puestos en tus ojos, cual si delante de Dios fuera a presentarme: ¡ay! amo y soy amada y este amor purísimo necesita la primera y la más fecunda de todas las bendiciones, sí, necesita la bendición de mi padre. No quiero decirte nada, sino que tu hija, tu Elena, tu ángel, como tú la llamas, no procederá jamás a cosa alguna sin tu consentimiento, y que su primera felicidad, aquella que antepone a todo en el mundo, es sujetarse y someterse a tu obediencia. Te amo, con toda mi alma».

—Perfectamente.

Dijo la condesa.

—Has expresado con fidelidad nuestra idea.

Añadió el conde.

—Vamos, estas muchachas de ahora levantan figuras, dijo el marqués. A ninguna de las marisabidillas de mi tiempo se le hubiera ocurrido una carta así, que siendo lo más natural del mundo, parece arrancada a una novela.

Y entre estas y otras reflexiones, la carta corrió a su destino y fue a dar, cosa que es necesario decir cuando del correo español se trata, a manos de Antonio, el cual se dolió desde luego mucho de que el amor, tan pronto y tan a deshora sobrevenido, pudiese privarle de su hija.

Capítulo 11. Un aniversario

Estaba pocos días después de la anterior escena Carolina en su gabinete. Como las fuentes manan agua, manaban lágrimas sus ojos. Que conservara en su dolor y en su llanto continuos la vista era un milagro de la divina Providencia, como es otro milagro de la previsión divina que ciertos animalejos marinos perdidos en los más negros abismos del Océano, tengan ojos bastante poderosos a recoger la luz absorbida por las aguas y formarse un día para sí en las espesas tinieblas. Apenas asomaba el alba y ya abría Carolina las ventanas de su habitación después de haber pasado la noche entera en pugna con sus insomnios. El día, que tan alegremente brilla para los felices, llegaba a su alma con el siniestro resplandor de una antorcha funeraria. Y en efecto, día tristísimo. Era el aniversario del nacimiento de aquella niña idolatrada que sólo vino al mundo para demostrar el adulterio de su madre, y que le arrebató la implacable crueldad del mismo hombre de cuyo amor naciera, amor en sus goces pasajero como los delirios de una noche, y en sus tristezas perdurable como las llamas del infierno.

Su imaginación exaltada y su memoria fidelísima le pintaban con una exactitud funesta los incidentes varios de semejante trance: el casamiento sin amor, causa de las causas; la separación de su marido, peligro de los peligros: la inteligencia y el sentimiento de su mulato Antonio, tentación de las tentaciones; la escena del incendio, incentivo de los incentivos; la noche del pasajero placer, culpa de las culpas; y la mañana del horrible despertar, remordimiento de los remordimientos. Después pasaba por su imaginación la vuelta del esposo ausente, la tarde del parto terrible, la demostración de su irremediable deshonra, la locura de aquél que le diera su nombre, el robo de la niña arrancada para siempre a las entrañas de su infeliz madre, desde entonces sumida en dolores inenarrables y presa de ponzoñosas angustias.

Como queriendo atormentarse más cruelmente sacó los trapos de cristianar que había ella misma aderezado para su niña. Estaba allí el pañal que la envolvió por vez primera; allí la capa blanca que debió servir para llevarla a la iglesia; allí las papalinillas que cubrieron su angelical cabecita. Carolina tocó cada uno de estos objetos con arrebato; los arrimó a su pecho con exaltación; los llenó de besos con frenesí; los empapó de lágrimas con verdadero dolor. Todo ello, que debía ser en amores legítimos; bajo el techo de una casa consagrada, por la sociedad, por la ley, por la opinión; dentro de una familia amante y afectuosa, manantial de santas delicias, se convirtió por la irreparable culpa de un momento en la más acerba de las penas que pueden ¡ay! sentirse y llorarse en esta triste tierra cubierta de tantas tinieblas y de tantos dolores erizado. En tal situación tendía los brazos como si hablara con algunos seres extraños y se entregaba a desahogos de palabra, dichos en la soledad, y que de haber sido por alguien escuchados u oídos, la acusaran de rematadísima locura. Mujeres, decía, mujeres que veis mi honda tristeza y que no adivináis su recóndita causa. Antes de tropezar, suicidaos mil veces. Os presentaréis más limpias al tribunal de Dios y más limpias a los ojos del mundo, suicidas que adulteras. Sobre todo, no tendréis en vuestra alma, como un hierro candente enrojecido en las llamas del infierno, la mirada torva y escudriñadora de vuestra conciencia. Contra esto no hay defensa. La vida se vuelve ponzoñosa. La sangre, que por las venas discurre, quema como plomo derretido. El sueño no repara las fuerzas ni procura descanso, porque resulta al cabo una sirte de ensueños cuyos estremecimientos concluyen por destruir el cerebro y destrozaros uno a uno todos los nervios agitados en el más terrible desorden. Cada hora es una invocación desesperada a la muerte. En cada aspiración de vuestro pecho se recoge una nueva angustia. No hay defensa, no puede haberla contra esta pena interior, íntima, profundísima, reconcentrada en las entrañas para atormentarnos a todas horas y todos los días con sus horrorosos tormentos. El mundo entero os martiriza porque el mundo entero os reconviene. En la presencia de un semejante vuestro, veis un juez que llama al verdugo, sí, al verdugo de vuestros remordimientos, los cuales, a cada minuto os atormentan y jamás os matan, porque daros la muerte sería teneros compasión y piedad. Mujeres, oídme. Sed puras como el alma que aceptasteis de Dios; puras como la luz primera que recogisteis en vuestra retina.

Y después de haber dicho todas estas palabras que rayaban casi en exaltadísimo delirio, caía como exánime, exhausto el corazón de tanto sentir, vacía la cabeza de tanto llorar, encendidos los ojos como dos carbones ardientes, sobre un sillon donde se revolcaba y se deshacía en estremecimientos parecidos a los que produce el más fuerte ataque de epilepsia. ¡Pobre madre! su hija hubiera sido la compañera de su vida, la dulzura de sus penas, la luz de sus ojos, la compensación a tantos dolores sufridos, la esperanza de toda su existencia atormentada, el ángel de luz que Dios había mandado a sus tinieblas palpables, y que le hubiera sonreído en sus dolores eternos. Haberla sentido en sus entrañas, visto con sus ojos, estrechado contra su corazón, puesto en su seno y recogido en su regazo para después perderla por siempre, era un dolor a cuyos estremecimientos se desesperaba aquella inconsolable madre.

—Dios mío, decía, cuando la fatiga la postraba hasta el aniquilamiento completo de sus fuerzas; Dios mío, yo recibiría como tu visita santísima la muerte. Yo creería que, al matarme, te habías apiadado al fin de esta mujer infeliz. Si a través del estruendo que producen tantas pasiones alteradas, como braman y rebraman en el corazón humano; si a través de los mundos innumerables que ruedan en lo infinito, llegan hasta ti los lamentos de esta pobre naufraga que en mares de lágrimas se ahoga y que se acoge como a su último asidero a la esperanza de una muerte próxima, prívala de esta luz que abrasa el globo de sus ojos y de este aire que aviva la llama de sus dolores y de este mundo donde todo le recuerda su culpa y su castigo. Arroja la ceguera eterna sobre mi vista empañada ya por las lágrimas; el eterno hielo sobre mis rígidos miembros entumecidos por un frío, precursor de la última hora. Aniquílame de suerte que conmigo mueran mi memoria y mi conciencia y mi corazón, porque si hubieras de conservármelos aún allá arriba, delante de ti, en tus cielos eternos, entraría conmigo la sombra del crimen consumado y conmigo el dolor de haber en una noche perdido a mi hija. Pero, al fin, sea cualquiera mi destino, arráncame a este mundo por piedad, que no puedo vivir más en su seno. Desarmen tu justicia mis dolores sin límites y laven mi culpa estas lágrimas sin tasa. Suceda lo que quiera, mátame, Dios mío, mátame. El beso de la muerte será tan dulce a mis labios como pudiera ser dulce el beso de una madre. Yo necesito, Señor, la muerte en mi desdicha y la espero de tu inagotable misericordia.

Después de estas palabras se callaba con profundísimo silencio y se ponía a pensar en su hija con religioso recogimiento. Brotó de su amor, vino a sus brazos una niña hermosísima, hija de la culpa, pero inmaculada como un ángel. Débil, necesitaba de la fuerza de su madre; sujeta a mil enfermedades, de su cuidado, semejante a la divina Providencia; sin pensamiento y sin palabra, de que su madre le enseñase a mirar al cielo, como el ave enseña a volar a sus hijuelos, y le murmurase la primera oración en los oídos, como el ave ensaya a sus hijuelos en los primeros y más dulces gorjeos. Las mujeres necesitan de sus hijas para volver a la infancia y recobrar en ellas la inocencia. Este pensamiento era el que mas atenaceaba a Caro1ina. Yo, decía para sí, yo hubiera completamente redimido mi culpa consagrando la vida a su cuidado. El que la arrebató a mis brazos, después de haberme tristemente perdido, me arrebató también todo medio de redención y toda esperanza de salud. Yo hubiera de nuevo recibido la primera inocencia con los juegos de mi hija. Yo le hubiera dado una familia de muñecas y cosídole un equipo entero y puéstole una casita con todo el ajuar necesario, donde se ensayara a ser madre y a desempeñar el divino ministerio que luego debía ser la ocupación total y entera de su vida. ¡Con qué éxtasis la hubiera visto coger su muñeco, abrigarlo del frío, vestirlo dos o tres veces por día, mecerlo en sus brazos con una cancion a media voz, dormirlo en su seno, y a sus pechos lactarlo, reproduciendo y remedando, más bien por presentimientos que por recuerdos, todos los actos derivados de las supremas vocaciones que inspira a la tierna alma de una niña en sus misteriosos designios la misteriosa Naturaleza!

Los dos hermanos reunidos me hubieran presentado y resumido la vida entera: la ternura ella y él la fuerza; ella la poesía y él la razón; ella la caridad y el valor él; ella el arte y él la ciencia; ella el amor concentrado que ha puesto el Criador en la diosa de la familia, mientras él tendría aquellos amores, menos intensos, más difusos, más esparcidos, más varios que necesita el hombre, para ser, además del sostén de su casa el sostén de su patria; parte de la familia y parte de la humanidad; menos dulce y tierno, pero más universal y más complejo. Y en ambos hubiera yo vivido; y en ambos hubiera descansado de mis penas; y en ambos hubiera visto resumido y compendiado todo el Universo.

Mi hija se ha llevado consigo hasta los cuidados que yo debía a mi hijo. El dolor no ha permitido que yo velara junto a él como hubiera velado de tener la plena y absoluta posesion de mí misma, teniendo por lo menos a mis dos hijos. Ángel mío, ángel mío ¿que te hiciste? ¿Dónde te ocultaste a mis ojos? ¿Cómo has contraído este corazón que necesitaba dilatarse en tu seno? Mis compañeras hubieran sido tus muñecas. En recortarte y componerte un vestido consumiera el tiempo que ahora consumo en pensar inútilmente cómo serías, ángel mío, cómo habrías crecido, cómo jugado, cómo puesto tus cinco sentidos en los pasatiempos primeros de la infancia, cómo amado a esta madre. Hija mía de mi corazón, me retuerzo de dolor y no puedo aliviar mis penas. Te llamo y me parece oír todavía tu primer lloro al nacer y el lloro último que se deslizó por mis oídos. Si estuvieras muerta, al fin, tendría yo un sitio donde ir a verte, un sitio donde hallarte, un sitio donde poner una corona, un recuerdo donde verter una lágrima, donde a lo menos esperar que nuestros huesos se mezclarían y se confundirían nuestras cenizas por toda una eternidad. Hija, hija mía. ¿Dónde estás? ¿Dónde te ha ocultado a mis ojos la implacable fatalidad empeñada en perseguir a tu madre porque ha sido muy criminal, muy criminal, muy criminal?

Y una carcajada epiléptica respondía a estas desgarradoras observaciones.

Y tras la carcajada decía:

Como, al mismo tiempo que la ejercitaba en los juegos propios de su edad, le hubiera enseñado los divinos misterios de la religión y las efusiones por las cuales se disipa como nube de incienso el alma humana en lo infinito, ¡cuántas veces, al caer la tarde y brillar la primera estrella, y oír la campana llamando a la oración, hubiera plegado sus manecitas y unido su voz al inmenso coro de todas las cosas creadas para pedirle a Dios que la preservara de las desgracias caídas sobre su madre y que diera a su alma la inmaculada pureza a la cual jamás llega el barro de este mundo! Aquí conservo su cuna vacía, la cuna en cuyo breve espacio depositaba yo aquel cuerpecito, escudo entre la cólera de Dios y la culpa de mi alma; aquí aquellos cendales, aquellas mantillas que parecen conservar todavía el calor de su vida. Hija, hija mía, tu madre te engendró en el crimen, te parió en el remordimiento, y te perdió para su castigo. Desde que volaste y te fuiste de mi lado no miro una flor, una de aquellas flores en cuyos pétalos se guardan enjambres invisibles de ideas, porque sus esencias reservadas por mí para ti en los ensueños y en las esperanzas de esta vida hoy me envenenarían el alma; no visito un jardín porque recuerdo aquel por donde entró el raptor y salió mi dicha; no voy a paseo alguno pues en cuanto aparecen jugando los niños o pasan con sus madres algunas jóvenes pierdo el sentido y caigo en frenético delirio. Hasta los animalillos despiertan los dolores del alma. Si veo volar en Abril mariposa delicadísima sobre las macetas, pienso cómo la perseguirías tú. Si llega en invierno, cuando la nieve cubre los tejados, una avecilla hambrienta, me imagino como desmigajarías para alimentarla tú, la miga del pan. Si el gato mismo se espereza a mis pies, al amor de la lumbre, en el hogar, me figuro cómo le acariciarías y le recogerías en tus faldas. Todo cuanto pasa en torno mío, todo me recuerda tu nombre y mi desgracia, tu imagen divina y la tristeza en que me encuentro y la soledad y la desolación de mi alma.

Una enfermedad me costó hace tiempo cierto accidente bien natural y sencillo. Fui a misa y me encontré con las niñas que celebraban su primera Comunión. Los trajes blancos que denotaban la blancura de sus almas; las guirnaldas de blancas rosas prendidas a los cabellos virginales; el velo que las envolvía en sus gasas trasparentes y que dibujaba toda la delicadeza de sus formas; la nube de incienso en que iban como envueltas; los acentos del órgano que acariciaban sus oídos y que abrían sus almas a la comunicación mística con Dios; el coro producido por aquellas voces tan puras como las oraciones mismas que exhalaban; el arrobamiento con que las miraban y las oían sus madres de rodillas ante los altares; la Virgen María en el ara con su corona de estrellas en las sienes y su media luna a los pies, abriendo con sus manos el manto celeste, como para excitarlas a que se guarecieran y abrigaran en sus cerúleos pliegues contra las tormentas del mundo; la figura del sacerdote vestido con su capa pluvial, los ojos en arrobamiento, el cáliz de oro en la mano derecha y en la izquierda la hostia consagrada; todo cuanto mis ojos veían evocó tu dulce recuerdo y me sumió en una tristeza tan amarga que perdí por algunos días mi razón y estuve a punto también de perder la vida.

Cómo te hubiera hecho yo deletrear las primeras nociones que nuestra alma necesita para habitar en el Universo. Cómo hubiera procurado que las primeras letras robustecieran tu fe y el sentimiento moral indispensable a la virtud y a sus rudos combates. Qué celo hubiera yo tenido porque las primeras lecturas prolongaran tu inocencia largo tiempo y te tuvieran como encantada en el paraíso de la vida. De cuántas precauciones hubiera yo rodeado tu juventud, de cuántos muros tu corazón a fin de que nunca la serpiente del mal se deslizara en tu conciencia, llena como un vaso bendito de divinas aromas. Yo hubiera adivinado en la tierra el reptil ponzoñoso que podía envenenarte; en el horizonte la nube que podía formarse y empañar tu pureza o sacudir con una chispa eléctrica tus nervios; en las flores o en los arbustos las espinas que podían punzarte; en las ilusiones el desengaño que podía herirte; en las esperanzas el desencanto que podía dolerte; en el amor el hombre único que Dios había predestinado a tu felicidad sobre el mundo.

Entonces yo fuera a la sociedad; arrojara lejos de mí los lutos de la viudez; y expiara el primer carmín de la pasión en tus mejillas; el primer fuego del amor en tus ojos; el primer latido de la nueva vida en tu corazón; el primer asomo del deseo en tu pecho; el primer dolor y la primera tristeza en tus desgracias; el primer aleteo del alma que te llevaba a posarte sobre otro corazón y a preferir otro hogar. Y hubieras ido por el mundo con tu madre al lado como ángel de la guarda; con la virtud en torno tuyo, como atmósfera necesaria a tu alma; con la felicidad enfrente de ti, como término al largo viaje de la vida y premio a todas tus acciones. ¿Qué te habrá sucedido? ¿Qué mujer despiadada te habrá dado su pecho sin haberte dado su vida? ¿Quién habrá cuidado de preservarte cuando la tempestad de la primera pasión haya venido a sacudir las ramas en flor del arbusto de tu vida? ¿Quién te habrá cogido las manos y te las habrá plegado para enseñarte a pedir a Dios la fortaleza que vanamente buscaríamos en los combates de la tierra? ¿Qué mano te habrá servido de venda para cerrar tus ojos a las tristes realidades de la vida, y qué voz te habrá advertido del peligro a la orilla del abismo? ¡Que me devuelvan a mi hija! ¡Que un momento me la enseñen aunque vea detrás de aquel momento dibujarse siniestramente la muerte! Hija mía, hija mía. ¿Cómo el aire mismo no se apiadará de mí, y no llevará hasta tus oídos la voz de tu madre?

—Madre mía.

Oyó Carolina cuando murmuraba casi interiormente estas palabras.

—Mi hijo, mi Ricardo.

—Madre.

—Entra, hijo mío.

—Me pareció que sollozaba V.

—No.

—Creí oírlo distintamente.

—Sería quizá que me he dormido un poco en el sillón y me ha dado una pesadilla.

—Como llora V. tanto y con tanta frecuencia, no me extrañaba, aunque sí me sobrecogía.

—La viudez…

—Madre, yo he visto muchas viudas que han conservado la más piadosa memoria de sus maridos, que no han pensado en volver a casarse, que han sufrido mucho durante largos años, pero que al cabo se han conformado con su triste suerte y adquirido una resignación que quitaba a su dolor esa continua desesperación, madre mía, en que V. a sí misnia se devora.

—Que quieres; eso va en temperamentos.

—¡La soledad de esta casa!

—Ricardo.

—Madre mía.

—Vamos, sé con tu madre franco.

—Lo seré.

—Habla.

—Madre, madre mía.

—Habla.

—Una pasión, el amor…

—Lo adiviné hace algunos días.

—Mi felicidad, mi vida entera pende por completo de ese amor.

—Dios lo bendiga.

—Bendígalo V., madre mía, y Dios lo bendecirá.

—Hijo mío, yo te bendigo siempre, yo pido a Dios bendiga a la mujer que tú hayas elegido.

—Esa bendición sale de lo más profundo de vuestra alma y llegará a lo más profundo del cielo.

—Óyeme, Ricardo, óyeme.

—Hable V., madre, que yo le escucho como si escuchara a Dios mismo.

—¿Has sondeado tu corazón?

—Lo he sondeado.

—¿Has comprendido que no puede ser feliz sino con esa mujer?

—Lo he comprendido, lo siento, lo conozco. Fuera de ese amor, lejos de esa mujer, la vida me es imposible.

—Pues bien; desde el punto en que tienes esa convicción, es necesario obedecerla. Desde el punto en que tienes ese gran sentimiento es necesario seguirlo.

—Dios la bendiga V.

—Pero comprende mi cuidado. ¿Estás seguro de que sólo obedeces al amor?

—Sólo al amor.

—Mira, Ricardo, estudia profundamente eso.

—Me estudio a mí mismo con la atencion que exige esta suprema crisis.

—¿Qué edad tiene tu novia?

—Hoy mismo cumple diez y siete años.

—¿Hoy? ¿Diez y siete años? ¡Que casualidad!

—¿Qué dice V.?

—Nada, nada. No me atrevo a preguntarte si es hermosa porque no la amarías si no te lo pareciera. Pero lo qué verdaderamente te pregunto es si la amas.

—La amo.

—¿Tú no has sentido inclinación por ninguna otra mujer?

—Por ninguna otra.

—¿De suerte que no puedo comparar ese afecto con ningún otro afecto?

—Con ninguno.

—¿Es una pasión?

—Pasión exaltada.

—¿Te acuerdas de ella a todas horas?

—A todas horas.

—¿Sueñas con ella?

—Sueño.

—Cuando no la ves, ¿deseas con ansia, volver a verla?

—Con ansia indecible.

—Cuando la ves ¿no te apartarías de su lado?

—Solamente para venir a ver a V., madre mía.

—¿No concibes la vida sin su afecto?

—No.

—¿Darías por ella todas las glorias y todas las riquezas?

—Las daría.

—¿Ninguna ambición te mueve más que la de estar a su lado?

—Ninguna.

—Perdona, pues, hijo mío, perdona este largo interrogatorio, perdónalo. El matrimonio con amor, es la felicidad de las felicidades; el matrimonio sin amor, es la desdicha de las desdichas.

—Pues si el amor ha de constituir la felicidad del matrimonio, yo seré completamente feliz.

—Dios te bendiga, hijo mío, como te bendice tu madre.

—Pues bien, le tengo que rogarle una cosa.

—¿Que vaya a pedir su mano?

—Sí, madre mía.

—Iré cuando quieras y como quieras. Pero permíteme añadir mis informes a los tuyos.

—Lo que V. quiera, madre mía.

—Y en cuanto los tenga, te acompañaré. Sólo necesito saber de ti que la amas y saber de ella que es virtuosa. No pregunto ni el nombre que lleva, ni la posición que tiene, ni la fortuna; me basta con que su virtud te honre y tu amor te haga feliz.

—Madre mía, tendrás una hija.

Y se fue Ricardo. Pero al oír esta palabra Carolina, tuvo que llevarse la mano al corazón, y se desplomó en una silla como si la hubiera herido de muerte aquella fatal palabra.

Capítulo 12. Proyectos de color de rosa

Vencidos los obstáculos que la timidez de Ricardo y la discreción de Elena opusieron a la felicidad de ambos, cuanto más se conocían, más profundamente se amaban. La disposición de aquellos dos seres a lanzarse el uno en brazos del otro, tenía tal fuerza irresistible, que, al cumplirse y realizarse por fuerza, se encontraron ambos en el cielo y vivieron por algunos días en esos felices instantes en que ni se siente siquiera el peso de la vida. Todo sonreía en torno suyo a causa de que interiormente sonreían sus almas henchidas de las más vivas esperanzas. ¡Cuán hermoso el mundo iluminado por el amor! El cielo inmenso brilla con esplendor antes no visto, y parece que en sus arreboles vuelan genios benéficos, ángeles de luz y de bendición, los cuales traen de Dios mismo promesas de vida, que afirman el goce perpetuo de tanta y tan incomunicable ventura. El alba y la tarde; el crepúsculo matutino con sus tintas blancas y el crepúsculo último con sus tintas rojas; la estrella que brilla sobre el ocaso y la estrella que brilla sobre el oriente; la luz mortecina de la luna con toda su tristeza y la luz vívida del sol con todos sus ardores; el mar en calma o el mar en tormenta podrán produciros afectos de dulce melancolía o afectos de exaltado placer, pero siempre sonreirán bellos y amorosísimos a vuestros ojos cuando los tiña el reflejo de vuestra propia felicidad.

Para el que lleva en sí mismo su dicha, el paisaje más vulgar parece el paisaje más hermoso: triste cabaña en uniforme prado; interminable llanura sin vegetación y aún sin ondulaciones, aldeas terrosas, molinos de viento desvencijados, campanarios vulgares, como todos nadan en el éter proveniente de la dicha interior, tienen arreboles prestados por los ojos, cuyos globos ilumina la irradiación de un alma enamorada y correspondida, de un alma feliz. Para persuadiros de esto, visitad con el corazón despedazado por el desengaño los mismos sitios recorridos antes con el corazón lleno, henchido de amor. Las azules ondas del Mediterráneo os parecerán tristes y plomizas; las palmas que vibran y los naranjales que huelen como ofrendas puestas sobre abandonada sepultura. El sitio más bello os dejará indiferente y frío. Las ruinas majestuosas de Poesthum; las escultóricas cortes de las islas parthenopeas parecidas a sirenas del mar tirreno; la campiña de Valencia o de Milán; las vegas de Granada o de Murcia, nada dirán a vuestro pensamiento, como si las hubiera despojado de toda hermosura, prestándoles su propia desolación y soledad la inmensa tristeza de vuestra alma.

Elena y Ricardo encontrábanse pues en ese estado, en que todo parece hermoso, porque todo se tiñe de la hermosura prestada a las cosas por la interior felicidad. Si en aquel cenador, donde tantas veces luchó su pasión con su timidez se veían, quedábanse como absortos, como arrobados en su mutua contemplación. Una alondra que piase saliendo al cielo desde el nido; una mariposa que cerniese sus alas de mil colores sobre humilde flor; una estrella cuya luz centellease como pestañean los ojos enamorados; una luciérnaga que se perdiese en el fresco césped semejándose a un fragmento de aerolito; cualquier objeto o ser que en otro tiempo hubieran visto indiferentes, les llamaba la atención y les daba socorrido tema para disertar sobre su felicidad íntima y sobre las relaciones de esta felicidad con la vida y el alma universal, que alimenta la llama del universal amor.

Ricardo había adquirido un optimismo idéntico al de su amigo Federico. Parecíale nuestro prosaico Madrid 1a más hermosa entre las ciudades de Europa y América; nuestro alineado Retiro con sus vulgarísimos estanques un jardín más bello que los jardines de Armida; el estado político del mundo digno de lástima entonces lo mismo que ahora, a causa de vernos los seres racionales sujetos a matarnos por el capricho o la voluntariedad del hombre, ese estado contra el cual protestara en tantas ocasiones, inmejorable, perfecto; el mundo lleno de seres felices, como si quisiera absorberlo todo en el egoísmo de su propia felicidad. El sonido de una guitarra de ciego en la noche; el eco de una canción cualquiera; la mirada que en otro tiempo recogiera indiferente; el zumbido de los insectos, el gorjeo de las aves, las armonías de las esferas; los sentimientos del corazón humano todo le sumergia en el éxtasis inspirado por la contemplación de su bienaventuranza. No veía las fuerzas de destrucción que hay ocultas en el seno de la Naturaleza; la guerra a muerte que se tienen declarada unos seres a otros seres en el combate gigantesco por la vida; la infinidad de males abortados contra todos los humanos por su irremediable limitación; ni siquiera el espectáculo de las calamidades sociales tan propia para dispertar en su pecho aquel amor al sacrificio y aquella ardiente caridad, resortes de su carácter; el amor le había dado un excesivo deseo de vivir para gozar de aquella inmensa dicha de ser amado, la mayor dicha dada al hombre en este nuestro planeta.

No vivía más que para su amor. A la hora en que podían recibir los condes, poco después del almuerzo, ya estaba en la casa. Bien es verdad que Elena se había puesto un relojito antiguo al cinto, y miraba toda la mañana su minutero de diamantes con impaciencia y lo mostraba a Ricardo con tristeza, cuando Ricardo había llegado dos o tres minutos más tarde de la una, dos o tres minutos en que la enamorada niña corría mil veces a la puerta del comedor y mil veces se asomaba al balcón, a pesar de las indirectas de la condesa refrenadas por el buen humor y la viveza de su viejo tío, el cual gozaba en ver las inquietudes, los recelos y las expansiones del amor. Desde la una a las siete de la tarde no se apartaba Ricardo ni un punto de su amada. Por regla general pasaban estas horas en el jardín donde la condesa pintaba o leía y Elena se ocupaba en las labores propias de su sexo y de su edad. La contemplación estática y silenciosa era toda la vida de aquellos dos seres enamorados. Para interrumpirla y variarla un poco, para no dar pretextos a bromas del tío, solía Ricardo leer algunas páginas; pero al cabo de cierto tiempo, como ignoraba lo mismo que leía, puestos el pensamiento y los ojos en otra parte, dejaba el libro sin que Elena advirtiese aquella interrupción. Para probar cuanta era la mutua pasión que los dos amantes se inspiraban, baste decir que, interrumpidas solamente por las conveniencias sociales sus visitas, y pasando Ricardo junto a Elena la tarde toda hasta la hora de comer, la velada hasta la media noche, luego le escribía, y como tiraba la carta al correo de la tarde, cuando salía de su casa por la mañana para ir a casa de Elena, ésta la recibía muchas veces, muchísimas, estando él presente. Tales muestras de mutuo afecto servían para atizar el fuego de la pasión cada día más intensa, pasión que acabó por ser el alma de ambos jóvenes. Así, cuando alguna que otra vez, se iba la condesa y se quedaban los dos amantes solos, su conversación se reducía a hablar el uno del otro y los dos de las perspectivas de vida en que debían ambos a dos apoyarse mutuamente y complacerse y unirse de tal suerte y con tanta intimidad, que sus dos personas formasen una sola con una sola alma empleada en gustar y avivar aquella interminable felicidad.

—Yo creo, Elena, que de no verte a ti, jamás hubiera amado a ninguna mujer. ¿Y tú, si no me hubieras conocido a mí?

—Te diré. Las mujeres necesitamos mucho más el amor que vosotros los hombres, y como lo necesitamos más, solemos buscarlo con mayor anhelo, y nos engañamos creyendo haberlo encontrado en nosotras o fuera de nosotras cuando realmente todavía no existe. Yo no creo que hubiera podido en el mundo amar a otro ser, sino a ti, Ricardo.

—Nuestras almas estaban predestinadas una a otra.

—Por eso laten nuestros dos corazones de tal manera que parecen uno solo.

—Imposible comprender la vida sin ti. Más fácil me sería comprender el Universo sin el sol.

—Por eso debemos confundir nuestras vidas como están nuestras almas.

—No me parecería hogar, Elena, el hogar en que no estuvieses tú. No me parecería mundo el mundo en que tu no estuvieses. Yo me desconocería a mí mismo, si separase mi alma, de tu alma. Creo que si muriera antes que tú, y cuando tu te murieras, no te enterraban a mi lado, había de levantarse mi cadáver por sí mismo para buscar el tuyo y unir nuestros huesos en una sepultura y bajo una misma tierra, pues separados, no podrían dormir en paz el sueño de la muerte. Paseábame hace algunas tardes por la catedral de Toledo. Estaba enteramente sola. El coro se hallaba ocupado por el cabildo que cantaba vísperas; pero en el templo no había más persona que yo, perdido en sus naves y estático en la contemplación de sus bóvedas. La luz cernida por los vidrios de colores jaspeaba con los matices del iris las losas del pavimento; los acentos del órgano, las salmodias de los sacerdotes, el aroma del incienso llenaban de misticismo mi alma como de misterios divinos el aire; las aureolas de los santos y las alas doradas de los ángeles nadaban todos en el éter como si las iluminara el sol de la gloria. Entré en la capilla del condestable y vi los sepulcros de mármol en los cuales reposan dos esposos como si estuvieran todavía en su alcoba y en su lecho de matrimonio. Así, dije yo, así quiero dormir el sueño de la muerte al lado de mi amada.

—¿Por qué hablas de la muerte cuando todo nos invita a la vida? Para seres tan jóvenes como nosotros y tan felices, la muerte está muy lejos; y apenas se descubre entre los celajes de nuestras ilusiones y apenas se cree en ella entre la vida de nuestras esperanzas. Mira como todo vive en torno nuestro. Las aguas se destrenzan por todas partes en arroyos. Las palomas, que bajan a beber en su linfa, arrullan. Los nidos están todavía calientes de sobrellevar los pajarillos que los llenaban con sus cuerpecitos y los santificaban con sus amores. Todo vive y todo ama alrededor nuestro. La muerte misma tan temida es una ficción de los sentidos, porque todo cuanto muere, se trasforma y resucita. Yo he aprendido en las elocuentes palabras de mi padre desde las nociones necesarias para conocer lo infinitamente pequeño hasta las nociones necesarias para conocer lo infinitamente grande. Y he visto la transformación universal así en las larvas de los insectos, como en los aerolitos de los cielos. No me hables, pues, de la muerte; háblame de esta vida nuestra tan feliz de la cual viviremos los dos eternamente. Háblame de esta alma toda tuya, y a cuyo disco no pueden llegar, no llegarán jamás los vapores de la muerte. Háblame de la inmortalidad que necesariamente nos ha de sonreír aun después de la muerte y nos ha de encontrar entregados a nuestros perpetuos amores. Con seres tan felices como nosotros nada tiene que ver, Ricardo mío, la muerte.

—Es verdad, tienes razón. Debemos pensar en la vida. Hemos de tener una casita aquí, en España, que si no es nuestra patria, es la patria de nuestra raza, una casita oculta entre el follaje de jardín silencioso. Allí, en la casita, hemos de fabricar nuestro nido, que parezca como apartado del mundo. En este nido ha de haber todo lo necesario para nosotros, para el esparcimiento de nuestras almas. Tu saloncito será el museo. Allí tendrás un cuadro de Rafael, precioso como todas las obras del gran artista, que parece hijo de Grecia, una sacra familia, cuya vista nos sostenga y nos conforte a nosotros, fundadores de otra familia, la cual quisiéramos también divinizar con nuestras virtudes. Unas estatuitas antiguas, tan puras y tan bellas como todas las obras clásicas, elevarán constantemente en tu alma la idea de la hermosura, y resplandecerán entre las cortinas de flores que nuestro jardín nos preste, hermanando el Arte con la Naturaleza. Al pie de un magnífico piano de Erard tendrás un arpa de cuyas cuerdas saques notas que caigan sobre el corazón y lo embelesen, embelleciendo con armonías ese mundo del sentimiento en que vamos a encontrar el paraíso. Luego vendrá mi biblioteca llena de los mejores libros publicados en todas las lenguas, depósito de cuanto el hombre sabe sobre lo finito y lo infinito. Allí, entre la biblioteca y el jardín, en comercio continuo con el arte o con la ciencia adorándonos perpetuamente, estáticos en nuestra mutua contemplación, llegaremos a olvidar hasta el mundo que nos rodea y a reconcentrarnos en nuestra felicidad, que será eterna. Mi santa madre nos bendecirá de continuo y presidirá la casa con sus próvidos cuidados.

—¡Tu madre! ¡Cuánto deseo conocer a tu madre! ¡Qué impaciencia tengo por verla! Como no he conocido madre, paréceme que en ella el cielo me la depara y me la envía, y que, al encontrarme bajo su amparo contigo y a tu lado voy a tener como una segunda infancia y voy a volverme tan niña como si saliera de la cuna.

—Lo mismo, Elena, lo mismo me sucede a mí con tu padre. Cuento por minutos el tiempo que falta para verlo. Te has criado sin madre tú; yo me he criado sin padre. Nuestra educación ha sido necesariamente, y por esta causa, una educación imperfectísima; tu padre será mi padre, como mi madre tu madre. Y al mismo tiempo que el amor, sentiremos, encontrándonos cada cual personas de nuestro sexo con quienes comunicar el afecto más tierno y más sencillo, pero no menos necesario a la vida, el afecto de una profunda y verdadera amistad.

—No he visto en ninguna parte a tu madre.

—Yo solamente le vi la noche de San Juan, la noche en que por la vez primera te apareciste a mí para no separarte jamás de mi corazón y de mi memoria, solamente en aquella ocasion vi de lejos a tu padre.

—Lo hubieras visto mil veces, de estar aquí, puesto que me acompaña siempre y yo he deseado mucho ver Madrid y lo he recorrido en todas direcciones. Pero le dio el capricho de irse, a viajar solo por la poética Andalucía, cuyo calor en esta calurosa estación, en este calurosísimo clima, temía por mí, y hé ahí la causa de su ausencia. Pero a tu madre jamás la he visto contigo y me has dicho que no podría verla en ninguna parte.

—Te he dicho la verdad. Mi madre no sale de casa. Amó con frenesí a mi padre y arrastra los lutos de una austerísima viudez. Muchos años hace que murió su esposo; nunca la he visto sonreírse. Su dolor tiene hoy la misma intensidad que tenía en los primeros años de su triste estado, y llora, y solloza como si estuviéramos en el día mismo en que mi padre se volvió loco o en que pasó de ésta a la otra vida.

—Sábete que mi padre me habla a todas horas de mi madre. Me dice que la perdí a los pocos días de nacer. Me dice que ruegue a Dios largamente por ella. Y cuando habla de todo esto, su dolor toma, no esa intensidad que el dolor de tu madre, la cual sería al cabo impropia de su sexo, sino tan grande y recóndita concentración, que le abrasa el corazón y las entrañas. No le veo una lágrima; Pero si veo que los ojos están próximos a salirsele de las órbitas cuando evoca estos recuerdos. No le oigo un sollozo; pero sí le oigo palabras entrecortadas que me aterran por su vaga incoherencia y que me demuestran como, pensando mucho sobre sus dolores, podría llegar de arrebato en arrebato a una completa locura. Así es que nunca le hablo de estas tragedias, cuyo relato profundamente vela en el silencio y profundamente respeto como cumple a la sumisión y debida por convicción y por cariño a mi bondadoso padre.

—Hemos vuelto a las tristezas, Elena, que me echabas en cara hace muy poco. Difíciles son de curar estos corazones heridos por desgracias irreparables, Pero nuestros cuidados podrán de alguna manera curar sus aprensiones y nuestros besos cicatrizar sus heridas. Pondremos tantas flores en su camino que acaben uno y otro por no advertir los abrojos cuyas agudas penas les taladran las sienes. Viviremos para ellos y para nosotros.

—Hemos de derramar el bien, Ricardo, por donde quiera que dirijamos nuestros pasos.

—Sí, sí. Mi naturaleza expansiva, deseosa de curar males a cuyo remedio no alcanza muchas veces la voluntad individual, se ha reconcentrado durante estos días de una ventura desconocida antes en el egoísmo de la felicidad. Pero así que esta ventura, por medio de la costumbre sea cóngenita con nosotros, entrará a formar parte de nuestra naturaleza. Y no debemos entonces perder el tiempo en la muda y estéril contemplación de nuestra bienaventuranza, cuando nos rodean ¡ay! tantas desventuras y tantos desventurados. En estos días últimos, la alegría de mi alma, la novedad de mi situación, el fuego de mi amor me llevaban al triste olvido de los que padecen y de los que lloran. Tú me los recuerdas, y con ellos me recuerdas también la vocación de mi vida. Además de un matrimonio, vamos a fundar una hermandad. Y esta hermandad, imbuida en los más puros sentimientos, podrá consagrarse a obras caritativas después de haberse consagrado a la familia y al hogar. Bajaremos a los abismos de nuestras sociedades modernas tan llenas de males y de desgracias. Subiremos a las buhardillas donde habita la miseria. Nos inclinaremos sobre el lecho del moribundo y nos postraremos sobre la tumba del muerto. Aquí derramaremos un socorro, allá una limosna, acullá una palabra de consuelo, más lejos una lágrima de compasión, y con esas lágrimas compondremos una corona más hermosa y más duradera que la corona de los reyes, y con diamantes más luminosos, porque en las lágrimas de compasión que el feliz derrama por el desgraciado y en las lágrimas de agradecimiento con que el desgraciado riega las manos caritativas de los felices, de los generosos, de los próvidos; en ese rocío más fecundo que el rocío de la mañana, se descompone una luz más refulgente, que la luz del sol; se descompone la increada luz de la divinidad. Y habremos cumplido un impulso de nuestra naturaleza realizando el bien solamente por ser bien. Y habremos sembrado larga cosecha de bienes para nuestros hijos, que heredarán, sin duda, los sentimientos de sus padres.

—Vamos a ser felices, muy felices, Ricardo mío.

—Y algunas veces nos acordaremos de nosotros mismos. Y para dar treguas a nuestros grandes trabajos y variedad a nuestra vida, iremos…

—De viaje por Europa. ¿No es verdad?

—Seguramente.

—Hasta en eso nos parecemos, en el amor a los viajes.

—Nos parecemos en tantas cosas…

—Es cierto.

—Mira. Mi madrina dice que tenemos así como aire de familia, y que si no fueran nuestros orígenes tan diversos, nuestros países tan apartados, hasta nuestras razas tan distintas podría decirse que éramos parientes; más que parientes, hermanos.

—En mi filosofía se explica eso; se explica, por una razón bien extraña y singular, pero convincente y persuasiva, al menos, para mí. Las almas se disponen, se arreglan, se cincelan los cuerpos con sujeción a su naturaleza inmaterial. Desprendidas del éter, cuando tocan al barro de este mundo, lo pulen como suele el buen alfarero pulir el vaso. Ese cristal que reverbera la luz y que parece por su brillo un astro, fue en otro tiempo grosera tierra. Estos huesos nuestros, tan semejantes a los minerales, se disponen como una obra de arte al recibir en sus frías moléculas el calor divino de las almas. Las nuestras eran ya la una para la otra desde la eternidad. Y descendiendo, al través de los planetas, a este bajo mundo, y separándose en esa carrera, cada una se ha creado un cuerpo al través, de cuya mortal envoltura pudiese conocer a la otra. Y por eso, desde que nos hemos visto, hemos suspirado, yo por ti, por mí tú. Estábamos enamorados desde la eternidad.

—Y nos parecemos en nuestras inclinaciones y en nuestros gustos. Te placen los viajes como a mí; y las artes como a ti me placen.

—En los viajes y en las artes he tenido los mejores goces de mi vida. No olvidaré nunca las sublimes tristezas que han sobrecogido a mi alma, cuando he contemplado bajo los cipreses de San Onofre, cerca de la celda donde murió el Tasso, allá a lo lejos, la campiña romana sembrada de sepulcros, envuelta en los vapores mortales de las lagunas pontinas y en las sombras inmortales de sus misterios y de sus recuerdos, necrópolis sublime de generaciones de dioses. Los monumentos destrozados se tendían a mis pies en aquel Josafat de la antigua historia, y a mi izquierda surgía la colosal rotonda de San Pedro, dorada por los últimos rayos del sol y semejante a un planeta aproximándose a nuestra tierra. Y de allí, como si pasáramos de las sombras al día, íbamos a los campos parthenópeos, a las orillas de mármol donde espira la onda que todavía lleva en su seno la nereida, cuya corona se descubre de día en la espuma férvida del oleaje, y de noche en la fosforescencia de las estelas. Por todas estas regiones, reunidos los dos, veríamos los espectáculos de la naturaleza y del arte bajo todos sus aspectos, porque tu sentimiento y tu adivinación de mujer alcanzarían misterios estéticos ocultos a mis ojos.

—Pero, mira Ricardo, en lo primero que debemos pensar es en nuestra casa.

—Es verdad, en nuestra casa, en nuestro nido de amores.

—No olvides que la casa ha de ser el santuario donde encerremos nuestros dos corazones y practiquemos el culto a la familia.

—Ya te dije cómo será, y te lo repito ahora. Tendremos la biblioteca donde yo reúna los libros; el museo donde tú reúnas los objetos de arte; el jardín que nos dé una breve muestra de la inmensa Naturaleza; el gabinete de física y química donde podamos recrearnos en el estudio y en las experimentaciones científicas.

—Y te olvidas de que necesitamos también, para que la vida entera se contenga en aquel reducido mundo, un oratorio donde podamos consagrar a Dios nuestras acciones todas del día y pedirle de rodillas lo que más necesitan los mortales en el hondo abismo que habitan; su protección, nunca negada a todos cuantos la piden y la necesitan.

—Tendremos cuanto tú dispongas. En mi casa serás como una diosa.

—Y tú en mi corazón dominarás perpetuamente, con la tiranía del amor.

—¿Me amas? Elena.

—No podrá decírtelo jamás mi palabra.

—¿Te acuerdas de mí?

—Cuando te ausentas es cuando más presente estás a mi lado por el vigor de representación que hay en mi fantasía, y la fidelidad a tu recuerdo de mi memoria; tu imagen se ha grabado en el fondo de mi alma y forma parte integrante de mi vida.

—Yo te prometo, Elena, que este amor se disminuirá en mi pecho. Los años no harán más que aumentarlo, dándole la solidez que da el tiempo así a los afectos como a las cosas. El recuerdo de estos días de felicidad quedará consagrado como un culto, como una religión de mi vida. Ya nada puede separarnos, ni la muerte misma, porque creemos en Dios y esperamos en la inmortalidad. Te amo y me amas: hé ahí nuestra vida.

Y así continuaron los dos novios discurriendo sin tasa ni medida sobre su inagotable pasión y la eternidad de su ventura.

Capítulo 13. Otro rendido amador

—No te pongas triste.

Decía el marqués de la Tafalera a Elena, que leía y releía una carta con evidente tristeza.

—¡Pues no he de ponerme triste!

—Ya habrás leído cien veces la dichosa carta.

—No puedo apartarla de mi pensamiento ni de mis ojos.

—Tate; vuelta al tormento.

—¡Pero si me parece papá tan contrariado!…

—Ya lo verás regocijado en cuanto venga y conozca al yerno.

—Hasta de su venida recelo y de la entrevista.

—Pueril temor.

—¡Ay!

—El novio no puede ser más aceptable.

—Me ha dicho mi madrina…

—¿Qué? Veamos.

—Que mi padre no quiere para mí un marido americano.

—Pues lo tragará por fuerza.

—Tiene una tenacidad incomprensible.

—No le hagas caso.

—Eso es más fácil de decir que de hacer.

—Chica, en queriendo la dama y el pretendiente, no importa que no quiera la demás gente; decíamos nosotros en nuestro tiempo.

—¡Cuánto me va a sermonear!

—¿Es dado a sermones?

—Muchísimo.

—Pues te compadezco.

—Naturalmente, su universo está en mi corazón.

—¡Cómo ha de ser! La naturaleza es infalible, es incontrastable, es fatal en todos sus decretos y en todas sus leyes. Y la naturaleza le arranca ese universo.

—No puedo yo mandar sobre mi corazón.

—Justamente. ¡Y sermonear por eso! Yo, desde que los frailes se acabaron y, se perdieron los sermones al aire libre, dichos a grito herido, en plazuela o calle, sobre púlpito movible, entre una inmensa muchedumbre que daba alaridos, como si la pincharan, no he vuelto a oír sermón alguno, pues nada me da mayores mareos ni con más fuerza me atormenta.

—Tengo hasta miedo de que papá vuelva. Tantos son mis recelos.

—Pues mira, vendrá muy satisfecho. Para que retoce la alegría en el cuerpo, y le bailen a uno sin querer las piernas, y los ojos chispeen cual si los encendieran todas las pasiones juntas, no hay cosa como ver bailar a la luz del cielo andaluz, al borde de una mesa oliendo a manzanilla, sobre la tierra caldeada, entre el pespunteo de la guitarra, y a la cadencia del cántico, unas boleras por las mozas de calidad y de rumbo que encierran sus pies en zapatito de raso y adornan sus cabezas con rosas y claveles, trasportándole a uno al séptimo cielo, con balances semejantes al flexible meneo de la caña mecida por las auras, y elipses y parábolas semejantes al curso de las estrellas por la inmensidad del espacio. Si tú fueras capaz de comprender cómo en mi tiempo bailaban la Prado y la Caramba, sentirías infinito haber nacido en edad tan mal aventurada como ésta que no comprende esa clase de espectáculos y no engendra esa clase de sílfides.

Mientras el marqués y Elena departían de esta suerte, llegaba la condesa de la Floresta con otra carta en la mano escrita por Antonio. Lo mismo que la dirigida a su hija, tenía por objeto único el próximo enlace y la consiguiente serie de reflexiones, que suceso de esta magnitud en la vida podía inspirar a padre tan bueno y tan amante. Escrita la carta a Elena en el momento de recibir la primera noticia, revelaba el malhumor consiguiente a recibir el amago de una inmediata separación. Escrita la carta a la condesa mucho más tarde, revelaba cierta reflexión sobreponiéndose al ciego sentimiento. Y como revelara esto, convenía en que, si el novio era merecedor de prenda tan querida y tan hermosa como su hija, no encontraba razón para negarle una ventura merecida y oponerse por irreflexivo sentimiento a lo que demandaban de consuno la sociedad y la naturaleza. Dolíale mucho ver ese pedazo del corazón apartado de su pecho; pero, desde el día en que le sonriera en la cuna, presentía este fatal momento y lo contaba como triste fecha impuesta necesariamente a la vida por las leyes ineludibles del Universo.. Lo único que deseaba era cerciorarse por sí mismo de que el joven preferido quería a Elena hasta el punto de poder sustituir con ventaja el cuidado providencial de su padre.

—¿No te lo decía yo?

Exclamó el marqués, todo regocijado, dirigiéndose a Elena.

—Me volvéis el alma al cuerpo.

—¿Tan triste estabas?

Preguntó la condesa.

La carta a mí parecía dictada por una desesperación invencible.

—Naturalmente, era como el primer estremecimiento de un corazón lacerado.

—Pobre padre mío ¡cuán bueno es!

—Ahora hay que prepararlo al caso supremo, a la notificación de que va a tener un yerno. americano.

—¡Vaya! exclamó el marqués. No es mala manía. Al demonio no se le ocurre otra locura igual. Tener una hija casadera y descartar todo un continente de la opción a su mano, paréceme donosísima cosa.

—¡Qué quiere V., tío! Cada cual tiene en este pícaro mundo su respectiva aprensión. Hay quien se desmaya al oler una rosa, quien se enfurece al oír una melodía, quien vomita al gustar un confite. Antonio es americano de nacimiento y no quiere marido de América para su hija. Ponedle puertas al campo y límites a los humanos caprichos.

—Puede darse. todavía por malcontento y hacerse de pencas cuando en este tiempo de las desvinculaciones, y de la desamortización universal, dijo Tafalera, ha encontrado nada menos que todo un mayorazgo, heredero único de rica hacienda, con talento además de riqueza, con hermosura además de talento, sin padre ni ayo que administren por él o por él hablen, tan sabio que parece un doctor en todas las ciencias y tan rendido que parece un esclavo de Elena.

—¡Qué quiere V., señor tío! Así es el mundo. No hay cosa grande que no encuentre por necesidad grandes dificultades. Todo lo tenemos arreglado, todo vencido. Solamente nos falta superar esa dificultad de la manía de Antonio, que ligera a la simple vista, puede complicarse gravemente por falta de precaución o por sobra de confianza.

—Es verdad; toma todas las precauciones imaginables, ya que en el mundo existen seres tan raros como ese padre capaz de vedar al amor de su hija nada menos que los habitantes de todo un mundo.

—En estas y otras conversaciones volvieron tío y sobrina a la casa quedándose en el jardín Elena sola, que ora hojeaba un libro sin fijarse en nada, ora releía su carta sin poder sacudir sus supersticiones, ora acariciaba los pajarillos de las cercanas jaulas maquinalmente, absorta en dos objetos capitales; en el recuerdo de Ricardo y en el temor a las supersticiones de Antonio. Cuando más absorta estaba en esta contemplación, oyó ruido de ramas, y al volver la cabeza para averiguar quién las agitaba, se encontró con Jaime, suspenso, estático, cual si no pudiera decir una palabra, ni dar un paso, fascinado por Elena.

—Caballero Jaime.

Dijo la joven con su natural desembarazo.

—¡Elena!

Exclamó Jaime, dando a este nombre una indefinible acentuación de cariño.

—Adelántese V.; siéntese.

—Buscaba a sus señores padrinos y al marqués en el jardín.

Dijo el buen Jaime como demostrando que su presencia pedía alguna excusa.

—Ya vendrán o les llamaremos. Entre tanto, descanse V., y tome asiento.

Jaime dio dos o tres pasos volviendo a quedarse como petrificado. Él, tan valiente, capaz de luchar solo con todo un ejército, temblaba como la hoja del árbol, se enrojecía como la doncella más pudorosa en presencia de la hermosísima joven.

—Vamos, le vuelvo a rogar que tome asiento y no creo que me desaire.

—De ninguna manera. Palabras de V. equivalen a mandatos para mí.

Y Jaime se sentó, pero con tal atolondramiento, que derribó un velador, y pisó el traje de Elena, y se enredó en varias cuerdas tendidas por el suelo, volviendo a ponerse colorado como las rojas flores abiertas sobre su cabeza en las enredaderas del cenador.

Después de sentado no sabía qué decir. Sus grandes ojos se abrían para recoger los rayos de luz descendidos de las pupilas de Elena, y sus labios se cerraban herméticamente sin poder proferir ni una sola palabra. La joven, conociendo todo lo embarazoso de aquella situación, y deseando despejarla, rompió el silencio y preguntó:

—¿Cómo tiene V. la herida?

—Bien.

Dijo secamente Jaime.

—¿No le molesta en los cambios de tiempo?

—Suele molestarme. Pero no le presto atención alguna como si las molestias atacaran un cuerpo extraño.

—Fuerte es V… .

—No, Elena; dolores más graves y más profundos quitan toda intensidad a ese ligero dolor.

—El amor a la libertad perdida, el deseo frustrado de una redención social inmediata, las derrotas del pueblo.

Jaime, al oír estas palabras, meneó tristemente la cabeza.

—Yo creí que solamente las desgracias sociales alcanzaban hasta el grande corazón que late en el ancho pecho de V.

—En otro tiempo yo creí lo mismo.

—Mas ¿ahora?

—Ahora creo lo contrario.

—Explíquese V.

—Creo que, egoísta como todos los seres, aspiro con mayor vehemencia a mi propia felicidad que a la felicidad común.

—Comprendo, comprendo.

—¿De veras, Elena?

—Comprendo que el amor a una mujer ha penetrado donde antes sólo dominaba el amor a la humanidad.

—¡Qué quiere V., así somos! Imaginábame superior al resto de los mortales, inaccesible a ningún amor que no fuera el amor a la libertad, y no contaba con que la naturaleza pudiera crear seres tan perfectos como…

—Vamos, hablemos de otra cosa, dijo Elena comprendiendo por el recuerdo de las antiguas declaraciones como Jaime iba a intentar otras nuevas.

—Ya le he dicho a V. una vez que la amaba, y lo repito y lo repetiré cien veces, porque lo siento siempre.

—¡Jaime!

Exclamó Elena como reprendiéndole severamente con la voz y con el gesto.

—¡Elena!

Dijo Jaime en tono de amarguísima reconvención.

—Me ha faltado V.

—¿Yo?

Preguntó Jaime con verdadera extrañeza.

—V. sabía que…

—Yo solamente sé que amo y no soy amado.

—Nunca pude llegar a figurarme…

—Que inspirara V. una pasión, que abrasase un alma, que sus ojos llegan hasta un corazón cerrado a todo amor. Pues se desconocía V. a sí misma, desconocía la virtud de esa mirada, el encanto de esa palabra, la magia y el hechizo de toda su persona.

—Jaime, no podemos continuar de esta suerte.

—Elena, le he dicho una vez y ahora le he revelado de nuevo todo cuanto pasaba en mi conciencia.

—Jaime, no tenía motivo alguno para creer que fuera yo el objeto de ese misterio. Si lo hubiera tenido jamás le preguntara ni una sola palabra.

—Pero, Elena, V. no ha mirado a mis ojos mucho más reveladores de todo cuanto pasaba en mi ánimo que mis propios labios.

—Jaime, como una vez me hizo las mismas declaraciones y las rechacé para siempre, creíale después de mi negativa enamorado solamente de su idea.

—El amor a mi idea no excluía otra pasión menos sublime, si se quiere, pero más imperiosa.

—Y no puedo explicarme cómo habiendo guardado hasta aquí absoluta reserva, me dirige V. de nuevo palabras de ese género tan inesperadas y tan extrañas.

—Muchos misterios hay en el mundo y en el alma. Pero ninguno tan impenetrable como el misterio de la determinación de nuestras acciones. Vaya V. a saber el motivo que impulsa a una acción, o la serie encadenada de motivos a cuyo último eslabón un hecho se encuentra. En vano me esforzaría por averiguar a dónde va, a qué fuente, a qué ola, a qué rocío el vapor acuoso salido de mi aliento, y en vano me esforzaría por saber qué causa moral o física me determinó a la reserva ayer y hoy a la franqueza. Lo único decible es que había salido con ánimo de ver a V., pero sin ánimo de decirle una palabra más sobre mis íntimos sentimientos. Su pregunta ha provocado mi respuesta, y ahora lo sabe ya todo. La libertad queda siempre la pasión primera de mi alma. Pero como esta pasión, lejos de excluir la que V. me inspira, la sostiene, la alienta, la aviva, los dos amores se confunden y se identifican absolutamente en mi ser abrasado por este voraz fuego.

—Jaime, concluyamos para no volver a hablar de semejante asunto a ambos embarazoso. Yo le agradezco a V. mucho ese afecto, a pesar de su exaltación, a la cual no he dado ningún pábulo. Mentiría si no le dijese que tengo a V. en una grande estimación. Aunque yo me resistiera, la impondría a mi voluntad el honor que en todas sus acciones resplandece. Pero mentiría también si le dijera que me inspira una pasión correspondiente a la que V. dice experimentar por mí. Jaime, mi corazón no es ya libre. Por consecuencia oír las palabras de V. podría pasar ayer por ligereza, pero hoy se elevaría a verdadero crimen. No hablemos más de esto ni una palabra. Voy a llamar a los padrinos y al tío para decirles que está V. en el jardín y que necesita verlos. Adiós, Jaime.

—Adiós.

Y dijo éste agarrándose a uno de los barrotes del cenador para no caerse a impulsos del sentimiento que le causaba esta inapelable despedida.

Capítulo 14. Revelaciones

Ricardo había reunido sus amigos más íntimos y más queridos a comer, con ánimo de decirles el próximo cambio en su vida y la resolución de su casamiento. Aunque todos cuantos le trataban le querían realmente, los tres amigos del alma, aquéllos que prefería entre todos, eran el liberal Jaime, el pesimista Federico y el optimista Arturo, los cuales reunían a la rica variedad de sus ideas, inapreciable riqueza también de afectos y de sentimientos. Ricardo había mandado poner la mesa en sus habitaciones particulares a fin de que la algazara del reducido festín y la alegría de los jóvenes convidados no perturbaran el dolor solemne y monótono de su madre. La conversación tenía el aspecto general de todas aquellas conversaciones entre los consabidos amigos, el aspecto filosófico. Mas veíase que tomaba en ella poca, muy poca parte Jaime, abrumado por una profundísima tristeza que en vano pretendía disimular.

—Ya no hay sobre ciertos puntos esenciales motivo alguno de duda, exclamaba Federico. Nuestro cuerpo no es un universo aparte a quien le basta para vivir su propio organismo: por la respiración, por los alimentos, por las combustiones de la sangre, por la absorción de las moléculas pertenece nuestro cuerpo, como cualquiera de las grandes manifestaciones de la vida, a la química universal, a sus universales acciones y reacciones; nuestras fuerzas no dependen solamente de los músculos del cuerpo humano, dependen también de la gravitación que rige así a los átomos como a las moles y de las atracciones que emplean unos mundos sobre otros mundos y unos soles sobre otros soles. Por eso digo y sostengo que el pensamiento no es otra cosa sino una combustión del cerebro, y la voluntad no es otra cosa sino un impulso de las fuerzas cósmicas.

—¡Qué ideas! Dijo Arturo. Imposible sacarlas de tamaña cabeza que por lo dura debe pertenecer al reino mineral. Con esas afirmaciones has destruido la individualidad del alma y el libre albedrío. Nuestro pensamiento es el fluido eléctrico que corre por los nervios poco más o menos, como la aurora boreal, cuya rosada luz en el cielo azul perturba la aguja magnética junto al timón del barco. Nuestra voluntad es un aspecto de la mecánica celeste. Ya no hay libertad, y por consiguiente la conciencia queda reducida a uno de esos circulillos rojos que vemos en todas partes cuando miramos demasiado al sol; los tribunales a una conjuración tenebrosa contra la naturaleza humana tan necesariamente condenada a sus movimientos como cualquier aerolito perdido en el espacio; la responsabilidad exigida al hombre por el sentido común a una tremenda superstición, a una palpable injusticia. El ladrón roba y el asesino mata como la piedr a cae. No puede haber castigo para el hombre como no lo hay para la teja que de un tejado se desprende y te parte la cabeza. No cedo a ninguna de tus ideas, Federico, pero mucho menos a la que niega lo más esencial en mi vida, a la que niega mi libertad.

—¡Buena libertad! Vete del planeta a que estás encadenado como el preso a su cárcel y échate a volar por esos mundos y esos espacios que entrevés con los ojos y ambicionas con el deseo y con el pensamiento. Sal de esta atmósfera pesada y baja; por poco que te eleves, la respiración te faltará a tu pecho, la sangre brotará por todos tus poros, y al cabo de algunos minutos te agitarás en la asfixia, hasta quedarte rígido, inmóvil, muerto, como fuera del agua los peces. Luego rompe si puedes, desorganiza tu organismo, tu cuerpo. Interrumpe la comunicación de los nervios con el cerebro, de los hilos telegráficos con la pila eléctrica, y verás a qué llegan tus sensaciones y tus pensamientos. Consigue interrumpir la respiración o detener la circulación de la sangre. Logra que una mujer no despierte en ti los instintos del sexo, que una melodía no te halague, que un cañonazo no te atruene, que una palabra elocuente no te cautive, que una acción inmoral no subleve tu conciencia. Esclavo del universo que habitas, esclavo del planeta a donde estás atado, esclavo de la atmósfera que respiras, esclavo del organismo que te encadena, esclavo del instinto que te domina, esclavo de la pasión que te avasalla, esclavo de la idea que a la inteligencia se impone, esclavo de los motivos que determinan tu voluntad, esclavo de la naturaleza eterna y de la complexión propia, bajo el peso de todos estos fatalismos abrumadores, que por una serie de combinaciones, semejantes a las que te hacen llevar sobre la mollera una columna de aire más pesada que las columnas ciclópeas, erigidas sobre la frente de las esfinges de Asia, gritas con todos tus pulmones: ¡viva la libertad! y te crees indudablemente libre.

—Jaime, ¿no respondes nada?

Le preguntó Ricardo, al ver maltratada así la nocion de las nociones, la nocion de libertad.

—No había oído nada.

—¿Cómo? replicó Ricardo asombrado, negaban el principio moral por excelencia, llegaban el principio de libertad, y tan sordo tú que no atendías a ese atentado a tus creencias más profundas.

—Hay momentos de la vida en que estamos fuera de nosotros mismos, Ricardo, momentos de incontrastable tristeza.

—Dínos, pues, por qué te encuentras tú en uno de esos momentos.

—No puedo, no debo, no quiero decir nada.

—Te desconozco.

—Y yo a mí mismo.

—Hace días que te veo presa de un dolor ajeno completamente a tu estoico carácter y contrario a todas tus convicciones acerca de la vida.

—A mi carácter puede ser, a mis convicciones, no. En mis convicciones entra que la vida es una pena perpetua.

—¿Veis cómo al cabo cae en mi doctrina?

Exclamó Federico.

—Una pena perpetua, la vida, dijo Ricardo al oír esta afirmación; una pena perpetua para ti, para el mártir de la libertad que defiendes como único medio de realizar la virtud; para el cantor del progreso cuya realidad ves en toda la humana historia. Díme, Jaime, ¿qué vapor ha salido de tu corazón hasta oscurecer y nublar tu clara inteligencia? El sentimiento se ha sobrepuesto a la razón y la ha turbado.

Jaime tenía tal repugnancia a hablar, que levantó hombros y manos y meneó la cabeza con lánguida indiferencia, como para indicar cuánto le contrariaba ocuparse en aquel asunto a deshora suscitado.

—Efectivamente, dijo Arturo; yo mil veces eché de ver desde hace algún tiempo que la alegría, el amor a la vida aumentaba en el ánimo de Ricardo, a medida que disminuía en el ánimo de Jaime.

—Vamos, dijo Federico, el paño fúnebre que ha puesto Dios sobre todos los objetos, alcanza también a tus ojos que hasta aquí irradiaban la felicidad más perfecta. Por fin comprende Jaime que este mundo es el peor de los mundos, y el hombre el más infeliz de todos los animales.

—No porfíes, Federico, no porfíes. En vano querrás arrancar el corazón de Jaime a sus sentimientos y la razón a sus ideas. Podrá una pena más o menos grave perturbarlo, pero no puede destruir su inteligencia y su vida. Ricardo, otras veces tan triste ahora está alegre; Jaime, otras veces tan alegre, ahora está triste. El accidente de un día no decide de la vida que fluye y fluirá en todos los tiempos. Jaime volverá de su tristeza y verá el mundo como lo ha visto siempre, más empapado cada día en el espíritu y el espíritu cada día más luminoso.

—Pero ya que no sepamos las causas de la tristeza de Jaime, sabremos las causas de la alegría de Ricardo. Habla, habla, y te escuchamos.

Dijo Federico.

—Amigos míos, me caso.

Respondió Ricardo.

—Haces bien, dijo Jaime, animándose a la revelación de Ricardo. Haces perfectamente. Este—mundo es un campo de batalla empapado en sangre, cubierto de cadáveres, lleno de ruinas, donde solamente hay un puerto de refugio, una llama que avive los seres, una luz que los dirija, una armonía que se eleve sobre todas las contradicciones, el amor, el bendito amor. Mira en el cielo cómo va el planeta seguido de su luna; mira en el mar cómo va la ballena acompañada de su pareja; contempla en la alta torre las enamoradas cigüeñas sobre su nido leñoso y en el aire las pareadas alondras y en el bosque las tórtolas; y díme luego si no aman desde el gusanillo de luz perdido en una hoja cercana al arroyo hasta el serafín que bate sus alas en presencia del Eterno. Ama, Ricardo, ama en buen hora: que la única felicidad de la vida es el amor.

—Pero, vamos, sépase ya el objeto de esa pasión; revélanos cuál será la eterna compañiera de tu vida.

Dijo Federico dirigiéndose a Ricardo.

—Todos la conocéis.

Respondió Ricardo.

—Razón mayor para que todos estemos impacientes.

—Pues bien, ya no guardo más tiempo mi secreto.

—Albricias completas.

Exclamó Arturo.

Es la joven americana a quien todos admiráis, la hermosísima Elena, la ahijada de los condes de la Floresta.

—Hermosa en verdad.

Dijo Federico.

—Incomparable.

Añadió Arturo.

—Que sea enhorabuena.

Dijeron a una Federico y Arturo.

—Ya ves, añadió éste, cómo todos aquellos propósitos de soledad, cómo todas aquellas aspiraciones a una especie de vida monástica sin más objeto que la predicación de la verdad y el cumplimiento del bien, pasaron como una leve sombra. El corazón humano tiene horror invencible a la soledad, y necesita encontrar en el amor su indispensable complemento.

—Dios quiera, sin embargo, dijo Federico, que no tenga ocasión de arrepentirse. En todas esas flores de la vida hay muchas espinas. ¡Cuántas veces te acercas al rosal y en vez de la ninfa con que sueña la poesía, encuentras en sus olientes hojas la venenosa víbora!

Mientras hablaban así los jóvenes, deslumbrados por la noticia, enjugábase el sudor Jaime horriblemente dolorido. Cada una de aquellas palabras le taladraban el corazón y las sienes. Así unas veces se llevaba la mano a la frente como si quisiera alejar una idea terrible, y otras veces al pecho como si quisiera oprimirlo para evitar un suspiro, revelador de su pasión. Por fin, mientras que Ricardo, Federico y Arturo departían sobre la felicidad del amor, sobre la fuerza de los instintos que lo inspiran, sobre las tendencias a la fundación del hogar y al establecimiento de la familia, sobre todas las ideas que pueden abordarse en tema semejante, Jaime se levantaba, pedía su gabán, y tomando del brazo a Ricardo, le impelía hacia la habitación vecina.

—¿Qué me quieres?

Le preguntó éste.

—¡Ricardo!

—Dijo solemnemente Jaime.

—¡Qué voz! ¡Qué gesto!

—Ricardo, mentirían mis labios si te felicitasen a despecho de mi corazón.

—Cómo, Jaime, ¿tú, tú no me felicitas? ¿Qué has encontrado en Elena?

—Mucha hermosura, mucho corazón, mucha inteligencia.

—Entonces, ¿qué?

—Ricardo, ¿no lo has comprendido?

—No.

—Pues, mira, yo la amo también. Yo también no puedo vivir sin ella.

—Tú, tú…

Dijo Ricardo fuera de sí.

Pero Jaime, sin escuchar más palabra, se salió de la habitación y se fue precipitadamente a la calle.

Capítulo 15. El regreso de Antonio

Grande, extraordinaria alegría en casa del marqués de la Tafalera. Antonio acababa de llegar por el tren de la mañana desde la hermosa Andalucía. La familia entera se hallaba de pie muy temprano para recibir y agasajar al recién venido. En la espaciosa estancia que servía de comedor al palacio, en torno de la mesa ocupada por las jícaras de chocolate y los vasos de agua fresca, hablaba la familia entera del viaje, como preliminar necesario a otra conversación más solemne, la relativa al matrimonio de Elena. Ésta tomó la precaución de decir a Ricardo que no fuera al palacio hasta no obtener la necesaria autorización de su padre. Así el suegro no conocía ni de nombre ni de vista al futuro yerno. Vuelto de su deliciosa expedición por este asunto, conforme la hora de controvertirlo y tratarlo se acercaba, resistíase Antonio, reconcentrado como en afecto único, en el amor paternal que le inspiraba su preciosísima hija. Por consiguiente no debe maravillarnos que la conversación de la boda se retrasase y se redujese todo el diálogo de Antonio, Elena, el marqués de la Tafalera y los condes de la Floresta a las impresiones del reciente viaje.

—Tus cartas, decía la condesa, nos han suficientemente instruido en tus juicios. Encuentras Andalucía incomparable, ¿no es verdad?

—Te diré. No tiene las altas cordilleras de Italia, ni el caudal de los ríos que van de los Alpes al Mediterráneo, ni la multitud de ciudades donde todas las artes del dibujo han hecho sus principales milagros y han dejado sus incomparables monumentos. Pero en cambio, es de una poesía indecible. Yo no he contemplado noches como aquellas noches de la bahía de Cádiz en que parecen buscarse las estrellas con miradas de amor. Yo no he respirado en ninguna parte aire como el balsámico que se respira en Sevilla, cuando las primeras sombras de la tarde caen sobre el azahar. Yo jamás he visto ponerse el sol como lo he visto desde los miradores del Generalife, tras las montañas de Loja, tiñendo con color de oro fundido las abruptas crestas de la Alpujarra y con color de rosa pálida las rotondas y agujas de la Sierra Nevada. Yo no he visto ni en Asia el Oriente como en la mezquita de Córdoba o en las grutas de mil colores que forman los alicatados de la Alhambra. Yo no olvidaré el crepúsculo de A1mería, en que, sentado al pie de una palmera, a la orilla del mar azul cuyas ondas morían melancólicamente en la playa de doradas arenas, la gitana con el sello de su antigua grandeza y de su esclavitud extrañamente mezclados, tal como debía ser Cleopatra vencida, levantaba los brazos y la cabeza al cielo, y acompañada por el son de las propias castañuelas, por el vito o la soledad, por el pespunteo de esas cuerdas de guitarra que gimen y lloran, bailaba un baile semejante a las sagradas danzas que en honor de sus dioses ofrecían los antiguos pueblos y los antiguos tiempos.

—Chico, todo eso me parece melancólico, dijo el marqués, y por lo mismo contrario a la alegría que retoza en el cuerpo cuando recorre las tierras andaluzas. Para conocer Andalucía es preferible una visita al freidero de pescadilla en Cádiz, o al bodegon de los montañeses en el Puerto, donde rocías con vino viejo las frescas bocas de la isla, a una visita a la catedral de Sevilla y a la Alhambra de Granada. Más que una pintura de Murillo te industria en la vida y en sus secretos una serrana con su media roja, su zapato blanco, su zagalejo verde, su toca de tul entre cuyos pliegues se agrupan con tanto arte las flores, y su relicario de oro cayendo sobre la curva y el dibujo de sus redondos pechos. Ver desfilar los siglos desde la capilla del zancarrón o desde la torre de la sultana es muy filosófico, pero no tan propio como ver desfilar el gitano de anchos pantalones y largas melenas; el contrabandista, caballero sobre su alazán que parece engendrado por los vientos del desierto; los chalanes con sus látigos en la mano, su cuchillo en la faja, su mentira en el labio; los toreros con sus largas trenzas cayendo sobre la chaquetilla de raso en cuyos bolsillos campean los pañuelos de pita o seda; el majo a caballo con más cascabeles que una feria y la maja a su grupa, enseñando unos pinreles más breves que un suspiro, y lanzando de los ojos, que brillan como soles entre las sombras de las mantillas, unos rayos a cuya lumbre se encienden hasta las frías piedras y se avivan y resucitan los muertos.

—Verdaderamente, dijo la condesa; el tío se anima al recuerdo de los placeres de su juventud y a la evocación de los países que ha visitado en su larga vida.

—Calla, chica, son unos sosos, unos desgalichaos los andaluces de estos días, metidos a políticos, para lo cual sirven como yo para gran turco. Andaluz perfecto aquel Manolito Gázquez de mi tiempo, sastre, velonero, majo de todas las cuadrillas y de todas las cofradías, tan celebre que el sultán le encargó los clavos con que está adornada la puerta otomana y el Papa saltó de gusto en la Santa Sede misma al oírle tocar el piporro por las capillas de San Pedro y los cardenales se arremangaron los hábitos para bailar un bolero acompañado por su guitarra y dieron cien días de indulgencia a toda moza que danzase con él un zapateado, vertiginoso como el placer, y a todo católico que comiese un gazpacho de sus manos más fresco que los rocíos del alba.

—Yo he alcanzado todavía, dijo Antonio, en mi último viaje, alguna parte de esas delicias. A la orilla del Guadalquivir, a la vista de la Giralda y la Torre del Oro, en Triana, junto a olorosos limoneros, en cuyas ramas campeaban con el blanco azahar de esta primavera los amarillos frutos del pasado estío, he visto el viejo guitarrista sentado sobre silla de pino y esparto; tañendo la guitarra que ora gemía como una melodiosa endeclia, ora tronaba como una tempestad de encendidas pasiones; y a su lado, inmóvil y absorto como un santón árabe, el cantaor que entonaba la larga y cadenciosa caña como un prolongado sollozo, acompañando a una elegía de tristeza y de amor; y en frente la bailadora cuyos brevísimos pies apenas tocan al suelo, con la cabeza echada atrás como para contemplar lo invisible, los ojos estáticos, los airosos brazos a lo alto, las sonoras castañuelas entre los dedos, jaleada por los dichos y refranes y equívocos de los majos cuyas palmas chocándose, y cuyos gritos subiendo sobre todo, rumor, semejantes a los gritos de una caravana en el Desierto, daban al baile mezcla tan extraña de gusto refinadísimo y de aire primitivo y salvaje que inspiraban un completo embeleso.

—Al oíros hablar así, dijo el conde, cualquiera diría que en vez de haber visitado aquellas regiones de la vida y del amor os habíais metido en algún cementerio. Tristeza, pena, sollozo, canto melancólico, elegíaco, ¿qué Andalucía es esa? Nosotros le llamábamos a las muchachas perlas, cuerpos buenos, salerosas. Nosotros echábamos los sombreros a los pies de las bailarinas con un regocijo infinito. Nosotros íbamos del baile de candil, a la taberna, de la taberna donde nos amanecía al derribo de Tablada, del derribo a los toros, de los toros a pelar la pava, y nuestra vida era una. fiesta continua. Mas vosotros vais a Andalucía como pudierais ir a una Tebaida. No me habléis pues de ese viaje ascético porque me da verdadera grima. Los románticos de ahora, como los místicos de otros tiempos, concluirían con sus tristezas y sus desventuras y sus sollozos y sus lloros y sus desesperaciones y todos sus sentimientos por despoblar la tierra.

—Naturalmente, querido tío, observó el conde, Antonio llevaba sobre sí otras ideas que las ideas de vuestro tiempo.

—Y sobre todo, dijo el tío, guiñando el ojo a Elena; llevaba sobre su alma cierta asesina carta, escrita por una mano de ángel, anunciándole que las hijas de los hombres caen bajo la común ley del universal amor.

Elena, al oír esta salida del viejo marqués, se puso colorada como la grana, y no sabiendo qué hacer, levantóse y salió de la estancia, corriendo toda azorada, al ver cómo la conversación daba en su verdadero y único centro de gravedad.

—¿Conque no hay remedio?

Preguntó Antonio melancólicamente.

—No hay ninguno

Le contestó la condesa.

—¿Conque va a separarse de nosotros?

—Para siempre.

—Dejadle a un padre este desahogo, dejadle que llore su desgracia.

Y Antonio se cubrió el rostro con las manos; y lloró amargamente la decisión de su hija.

—Pero, señor, exclamó el viejo marqués, no sé como sois. Yo me vuelvo loco. Asustaríame en verdad pertenecer a este tiempo, llamarme joven ahora. Qué quieres, ¿qué tu hija: se quede para vestir imágenes? Pues bravo negocio. ¿Qué se vaya contigo a una Tebaida? Pues bien se conservaría y propagaría de esa suerte la especie humana. ¿Que no se case nunca? Malo un solterón, pero peor, mucho peor, una solterona. ¿De qué puedes quejarte? El joven es buen mozo, robusto, de un carácter bondadosísimo, aficionado a las artes y a las ciencias, cumplido caballero, espartano en virtud, exaltado de amor a Elena, rico como un Creso; ¿y todavía lloras? Pues, Antonio, te aseguro que si recorres Andalucía como un cartujo y recibes la felicidad como si fuera una inmensa desgracia, debes ponerte inmediatamente en cura porque sólo estás para habitar un manicomio.

—Pero señor marqués, dijo Antonio un tanto amostazado; V. no tiene hijos y por consiguiente V. no puede saber los sentimientos propios del corazón de un padre.

—No tengo yo hijos. Sobre eso habría mucho qué hablar; yo he sido tan…

—Vamos, tío, exclamó la condesa, dejémonos de esas peligrosas conversaciones.

—¿Vosotras me aseguráis que el novio de mi hija tiene todas esas cualidades por el tío descritas y cuyo conjunto atribuyo al afán casamentero que lo aqueja?

—Hablemos formalmente, dijo el conde; hablemos como cumple a un asunto de esta naturaleza.

—¿La familia?

Preguntó Antonio.

—De la primer distinción.

—¿Cuántas personas la componen?

—Dos solamente: madre e hijo.

—¿La madre es viuda?

—Viuda.

—¿Virtudes?

—De primer orden.

—Yo me he enterado perfectamente, dijo la condesa, como tú puedes suponer. La madre es una señora de austerísima virtud, consagrada a llorar a su esposo, consagración que cumple como un culto, pues desde los días primeros de su viudez puede decirse que su luto es como un sudario y su vida como una anticipación de la muerte.

—¿Y el muchacho?

—Es un santo.

Dijo el conde.

—Ese calificativo no me gusta. Paréceme que encierra algo así de encogido, de escrupuloso, de poco natural.

—No lo creas. Pertenece a la sociedad moderna por sus ideas, por la amplitud de su inteligencia, por la variedad de sus conocimientos, por la mezcla de un valor sobrehumano con una tierna delicadeza femenil.

—De la posición no hablo.

—Tienes razón. Elena no necesita de nada ni de nadie, porque tiene toda nuestra riqueza. Pero la posición de su novio es indudable, porque posee una de las primeras fortunas de…

—¿De dónde? Preguntó con viveza Antonio.

—De…

—Ya estamos en la dificultad. Exclamó el marqués.

—Vamos. Me ocultáis algo.

—¿Qué hemos de ocultar? Preguntó la condesa.

—Pues si nada ocultis, ¿por qué no decirme de una vez, y sin rodeos, de dónde proviene la fortuna de mi yerno?

—Hombre… Seamos claros. Proviene de América.

—¡Cielos!

—¿Qué? Dijo el marqués.

—Presagio mal. Respondió Antonio.

—¿Por qué? Le preguntó la condesa.

—¿Por qué? No sabré decirlo. Una superstición. Pero nunca quise marido americano para mi hija.

—Pues mira, ya no tiene remedio, observó el viejo marqués.

—Y si no casas a Elena con su novio ten por seguro que le cuesta la vida.

—Pues a ese precio no quiero oponerme. No hago ninguna observación. Consiento. Presentadme al dichoso mortal.

—Nos ha dicho, que no se presentará a ti sino después que haya venido su madre, y le hayas otorgado a ella la mano de tu hija.

—Pero, ¿por qué? Pregunto ahora a mi vez. En todo esto hay algo de ridículo. Voy a consentir, sin ver siquiera al novio.

—No sería la primera vez; exclamó Tafalera; todos los reyes se casan así.

—No me convence el ejemplo.

—No te apures por cosa tan trivial. Inmediatamente después que hayas hablado con su madre, podrás hablar con el hijo, o simultáneamente. No darás tu permiso, no sin haberle visto antes.

—Pero, ¿qué quieres? Observó el conde. Un hijo tan bueno tendría escrúpulo de acercarse a ti sin que antes se acercase y te hablara su madre.

—Todo sea por Dios. Exclamó Antonio con cierta resignación.

—Mañana verás a la madre y verás al hijo.

—Llamad a Elena.

Ésta entró al llamamiento de su padre y se arrojó a sus pies, hecha un mar de lágrimas.

—Hija mía. Exclamó Antonio, acogiéndola entre sus brazos y llorando con ella.

—Si de esa manera celebráis las bodas, dijo el marqués, ¿cómo celebraréis los entierros?

—Hija mía, tu padre consiente en tu matrimonio.

—Padre mío, dijo Elena, sin poder añadir una palabra como abrumada por el peso de tanta felicidad.

—¿Qué no haría por ti, por la ventura de su hija, éste tu padre?

—¡Dios bendiga a mi padre. Dios le dé toda la felicidad que merece!

Y padre e hija abrazados trajeron en torno suyo al marqués de la Tafalera, que besaba con trasportes la mano de la niña, y a los condes que alternativamente saludaban a Elena y a Antonio, formando un grupo, en el cual sonreía la felicidad más completa.

Capítulo 16. El encuentro

Era la mañana del deseado día en que Carolina iba a ver al padre de Elena para formalizar y concluir la boda. Ricardo no había podido dormir en toda la noche. El paso de un estado a otro estado de la vida llenaba su alma de pensamientos graves, y movía su voluntad a firmes propósitos de allegar una ventura sin limites, robustecida por la práctica continua de las más excelentes virtudes. Ya se veía en su casa, tranquila y solemne como un templo; con su mujer amorosa y virtuosísima, como madre de familia; rodeado de sus hijuelos, bellos cual los ángeles; consiguiendo el alivio a las penas de su madre con la compañía de la recién llegada hija, y con el advenimiento de sus queridos netezuelos; dedicado después de cumplir todos sus deberes domésticos, a curar al enfermo, a socorrer al pobre, a consolar al afligido, a difundir por todas partes, como el sol del empíreo, los rayos de su lumbre, la felicidad en que vivía su alma.

Esta vida nuestra tiene tales condiciones que solamente ve la felicidad en los celajes engañosos de la esperanza. Los bienes más preciados y más apreciables, como el respirar fácilmente, el vivir en plena salud, el tener lozana mocedad, apenas se comprenden y se estiman, sino cuando flaquean o se pierden. Al llegar a la madurez de nuestra vida, en los días cercanos a la ancianidad, cuando volvemos los ojos a una infancia consumida en juegos inútiles, y a una juventud disipada en ilusiones y esperanzas sin realización posible sobre la tierra, nos dolemos y decimos tristemente, que si volviéramos a comenzar la vida, a tener el goce de todas sus delicias, la emplearíamos mejor, cuando, de seguro, si tal renacimiento pudiese verificarse, caeríamos en los mismos errores, y nos disiparíamos en las mismas pasiones que ahora lamentamos. Triste suerte la nuestra: no conocer los bienes sino cuando nos los han arrebatado los males; no apreciar la salud y la ventura sino cuando las han herido de muerte la enfermedad y la desgracia.

No podía haber en el mundo persona más feliz que Ricardo en aquel día preparatorio de su boda. Florecía en su vida la juventud más bella y más lozana. En un cuerpo sin defectos, latía un alma sin sombras y sin remordimientos. La independencia de su posición le aseguraba contra las asechanzas de aquellos disgustos que más molestan y más empequeñecen la vida. Si volvía la vista a lo pasado, encontrábalo lleno de las estelas de sus buenas obras, semejantes a un surco luminoso en los espacios. Si penetraba en las profundidades de su alma,. veíalas cargadas de ideas como el cielo de mundos. Una pasión, la de hacer bien, la de mejorar a sus semejantes le dominaba por completo. El amor había nacido en él a su tiempo oportuno, le había llenado el alma de goces, le había. puesto al comienzo de una senda floridísima, le había dado una felicidad sin límites. Hermosa y virtuosísima joven, dechado de gracias, dotada de una superior inteligencia, le aguardaba con los brazos abiertos, para darle en todos los goces del amor legítimo satisfacciones a la voluntad, placeres a los sentidos, delicias al pensamiento, dichas inacabables al corazón. Hasta la sombra única que cubría aquel cielo iba pronto a desvanecerse, el dolor de Carolina, aliviado naturalmente por los nuevos aspectos que tomaba el hogar y los nuevos seres que surgían en el seno de la familia. Así, todo le alentaba en el cielo y en la tierra, desde la ida hasta el sentimiento, desde el corazón hasta la conciencia. El átomo de materia que entraba por las celdillas de su cuerpo, parecía enrojecido en la lumbre del universal amor. La idea que se despertaba en su cerebro, parecía como uno de los ángeles que se despertaron y surgieron allá en la luz increada antes del nacimiento de los mundos. Y, sin embargo, esta vida nuestra tiene tantos abismos, que bajo tales dichas abría sus fauces la más horrible desdicha. Desde tamañas alturas iba el infeliz a rodar muy pronto en los abismos. Su situación en aquella hora solemne semejaba a la situación de la avecilla que se deja su nido tranquilo en el árbol, y atraída por la gozosa luz y por el aire celeste, se eleva, y se eleva cantando sus amores, batiendo sus alas, respirando por cada una de sus plumas, encendida la sangre, rebosante la vida, perfumado todo su cuerpo con los aromas del bosque, y no ve que allá arriba, en lo alto, en lo infinito, donde sólo debía estar Dios y el bien, extiende sus anchísimas alas y traza sus infernales círculos el águila que se desprende sobre ella como una sombra letal, y la coge entre sus garras, y le destroza las carnes, le sorbe la sangre y la devora en un instante, pasándola de los espasmos de la vida a las tinieblas de la muerte. Yo siempre me acordaré de un día de primavera que vagábamos por los bosques de Riofrío, en compañía de varios cazadores. Una pareja de gamos, lustrosísima, ágil, joven, nerviosa, corría por los prados, se acercaba a los arroyos, subía la cabeza a la rama de los árboles y la bajaba sobre las yerbas del campo, se removía y saltaba en todas direcciones, alegre y juguetona, como si les rebosara en el cuerpo la exuberancia de la vida. Y aleve cazador, de rodillas tras una encina, entre aquella fiesta de la vida, en que zumbaban las abejas y mugían los bueyes y revoloteaban las mariposas y abrían sus cálices las flores y cantaba el coro de las avecillas, apercibía una asechanza de muerte, oculto y emboscado. El tiro partió, y el gamo rodó, lanzando un gemido tan triste, y despidiendo de sus ojos una mirada tan melancólica, henchida de reconvenciones tan elocuentes, que más de un cazador juró no volver a cazar en su vida, y tuvo un día entero de torcedores y de remordimientos. La vida humana se alimenta de la muerte, y las humanas artes se inspiran en el dolor y en la desgracia.

El pobre Ricardo se levantó aquella mañana con una alegría que acaso iba a ser la última alegría de su vida. En aquel gozo cuidó de su persona con mayor esmero que otras veces. Aunque apenas durmiera, había sido aquel insomnio por una causa tan placentera, que lejos de darle aspecto de cansancio, parecía animarlo más con la multitud de ideas condensadas sobre su conciencia. Carolina se animó también, y acompañó gustosísima a su hijo a la casa de los condes de la Floresta, ya que en esta visita se encontraba como resumida toda la felicidad de Ricardo. A las dos de la tarde salieron en el mejor coche de la casa aquellos dos seres que no presentían las desgracias amontonadas sobre sus cabezas. Ricardo iba vestido con particular esmero, que no excluía cierta dejadez, con la cual aumentaba su natural elegancia. Carolina vestía de riguroso luto. Los pliegues de su trajo, de merino negro, ceñíanse estrechamente al cuerpo. Los largos cendales de su velo caían de la cabeza a los pies como un sudario. Espesa gasa le cubría el rostro, pero a través de esa gasa relucían sus ojos, y trasparentábase el blanco mate de sus pálidas mejillas. Aunque el dolor la hiriera y la acosara tanto, arrancándole toda la serenidad que realza a la juventud, su hermosura se conserva todavía superior a las heridas abiertas por sus penas y a las injurias del tiempo. El deseo que su corazón de madre sentía en aquel momento supremo, animaba sus ojos y coloreaba su rostro con reflejos indecibles de juventud y de gracia. Por un cuarto de hora parecía distinta de la mujer dolorida que conocemos, como triste estatua funeraria, sobre cuyo frío mármol hubiera caído un rayo del calor universal de la vida.

Madre e hijo llegaron al palacio, en cuyas escaleras solamente se veían los criados y los lacayos de gran librea, como cumplía a la jubilosa fiesta. Ningún individuo de la familia se atrevió a salir al paso hasta que el padre y la madre no hubieran solemnemente convenido en la bondad de aquel matrimonio y señalado de antemano el día en que debía verificarse. De consiguiente, Antonio y Carolina se iban a encontrar cara a cara después de tantos años de apartamiento, para saber que su mutuo abandono, su falta mutua, no solamente había labrado la propia infelicidad, sino también la infelicidad de sus inocentes hijos castigados con un castigo terrible. Ricardo dio el brazo a su madre para subir la escalera y la introdujo hasta el salón donde debía aguardar la presencia de Antonio, yéndose enseguida con el resto de la familia a otra estancia donde aguardaban el conocido y esperado fin de la ceremoniosa entrevista, reducida ya por tácito consentimiento de todos a mera fórmula de cortesía. Aún no había salido Ricardo del salón cuando se presentó Antonio e hizo una gran reverencia a Carolina. Ésta, que permanecía velada, no fijó la vista en el hombre que entraba medio velado a su vez por las sombras de la estancia, cuyos balcones entornados solamente cernían una luz muy pálida. Así es que entre las reverencias de rúbrica, el crepúsculo de la sala y el velo de Carolina, no se reconocieron al pronto. Pero Carolina levantó su velo a fin de facilitar la conversación, y un grito agudo, horrible, semejante al de un náufrago que se hunde en el mar, al de un desgraciado que recibe una puñalada en mitad del corazón, al de un supersticioso que cree ver un alma aparecida, un grito indescifrable, llenó los espacios de la estancia. «Antonio» dijo Carolina, «Carolina» dijo Antonio, y ni uno ni otro sabía lo que por ellos pasaba en este momento más doloroso y más trágico que toda una eternidad de penas en el eterno infierno.

Capítulo 17. Esperanza y desesperación

Mientras Carolina y Antonio se veían tras tanto tiempo y experimentaban con esta entrevista nuevas desgracias en su propia vida y en la vida de sus hijos, sonreían éstos como si instintivamente su dicha se reanimara sobre su ocaso. La estancia, donde estaban, era una espaciosa galería sobre el jardín, adornada de estatuas y de cuadros, con cortinajes de aromáticas flores, con cascadas de cristalina agua y sobre cuyos extremos saltaban y gorjeaban en pajareras de alambres doradas innumerables avecillas. Los condes de la Floresta y su tío el marqués se habían ido a un extremo de la galería para aguardar el momento en que Antonio iba a presentarles a Carolina, mientras los novios, al otro extremo, se entregaban a las ilusiones propias de su pasión. Todo sonreía en aquel sitio, sin que cayera una sombra de la tristeza de muerte, cuyas espesas nubes a más andar avanzaban. El sol, penetrando entre las ramas, trazaba caprichosos arabescos de luz y de sombras; el cielo, que a través de los enverjados y las enramadas se alcanzaba, lucía con ese color celeste claro que parece templado por una ligera gasa blanca; la obras de arte resplandecían con mágicos resplandores en el éter; el gorjeo de las avecillas se acordaba con la esencias de las flores; y el matrimonio felicísimo que formaban los condes de la Floresta, y la alegría inagotable del viejo marqués, y los arrullos de los novios próximos a una completa dicha añadían el regocijo moral a las rientes fiestas de la Naturaleza.

¡Cómo las miradas de los novios, de aquellos dos seres felices se juntaban y confundían en el éxtasis de una mutua contemplación, la cual podría prolongarse por toda una eternidad, sin que viniera de ninguna suerte a herirla el mal mezclado naturalmente a toda dicha: la insensibilidad, la indiferencia, el hastío! ¡Cuántas palabras que gorjeaban como las aves en primavera, que lucían como el alba en los horizontes de la noche, que llevaban en su seno nuevos mundos como la esperanza, que tenían la ceguera misteriosa de la inspiración y de la fe! ¡Qué mezcla de niñerías y de grandezas! Sobre un descuido de lenguaje, sobre una distracción pasajera, sobre una mirada errante, alzábase el relampagueo de los celos, que bien pronto se desvanecía en la celeste serenidad de una mutua confianza. Todo lo que fuera de ellos sucedía relacionábanlo consigo mismo, como si el Universo entero no fuese más que una expresión de sus amorosos pensamientos. Si habéis visto un arbusto cargado de las primeras flores, llenas de aroma y de miel; empapado en el matinal rocío, por cuyas gotas tiemblan los matices de la luz; circuido de mariposas y de abejas; habéis visto aquellas dos almas en este momento supremo en que se abrían a todas las esperanzas posibles e ignoraban su irremediable desgracia. Así es que, con la monotonía natural a conversaciones de este género, hablaron de lo existente y lo posible, de lo creado y lo increado. La pareja de alondras que se elevaba al cielo; las golondrinas que se despedían de los tejados, apercibiéndose a un largo viaje; el corazón, cuyos latidos se veían al través del ajustado corpiño de Elena; la mirada sumergida en el amoroso arrobamiento; todo cuanto pasaba dentro y fuera de ellos dos, todo les servía para disertar sobre su amor, con esas disertaciones interminables, que no encierran, sin embargo, tantas y tan profundas ideas como un sólo suspiro.

La vida es una corriente de ilusiones. Cuanto más cerca estaban del abismo abierto a sus plantas, más risueños veían los celajes de lo porvenir. Conforme se iban acercando al funesto desenlace, descubrían con mayor claridad su ventura eterna, el nido de sus amores, la soledad de los dos en medio del mundo, los ángeles que debían surgir de sus besos, la felicidad que debían dejar a su paso, la vida entera juntos, el sueño de la muerte en el mismo sepulcro, el despertar a otro mundo mejor en las eternas cimas de la misma gloria. Así todo lo arreglaban al patrón de sus amores, desde el vestido que debían ceñirse hasta la oración que debían consagrar al Eterno; desde la hora de comer el pan de cada día hasta la eternidad, que se oculta allende la muerte. Nunca el cielo había aparecido a los ojos de Ricardo y Elena tan hermoso; nunca la luz tan vívida; nunca los rumores de la creación habían acariciado su oído con una tan suave melodía: respiraban sus pulmones el aire de la vida, como si la vida hubiera de eternizarse; discurría la sangre por sus venas a manera de una savia primaveral, como si la juventud hubiera de sostenerse perpetuamente; las esperanzas se cuajaban en realidades bellísimas; las ilusiones venían como un natural florecimiento del alma; el mundo se eterizaba y trasparentaba, como si hubiera perdido el mal; el cielo descendía hasta el mismo alcance de sus manos; y parecíales cosa fácil en esta dicha suya, derivada de la universal felicidad, arrancar todas las espinas, secar todas las lágrimas, redimir todas las penas, convirtiendo el infeliz género humano, sujeto al límite, y por lo mismo al dolor, en dechado acabadísimo de todas las perfecciones, por obra y virtud de la felicidad inmensa que ambos sentían derramarse sobre su seno. Si un genio que no tuviera la impenetrabilidad de los cuerpos, a cuyos oídos y a cuyos ojos nada importara la distancia, hubiese oído en aquella hora suprema los dos diálogos, el de Elena y Ricardo, el de Antonio y Carolina, se hubiera aterrado indudablemente de ver cuán cerca está el mal del bien; cuán próximas las florestas del paraíso de las llamas del infierno; como la luz que viene del cielo se desvanece tras las tristes sombras elevadas por nuestra impura tierra.

En efecto, el esclavo y su señora, el amante y su amada, el padre y la madre de Elena, después de haberse reconocido súbitamente y gritado con aquel clamor a que ningún grito humano podría compararse, quedaron como petrificados, como aquellos cuerpos a los cuales hiere un rayo, como aquellas almas que sobrecogidas por un caso inesperado, ni siquiera sienten, ni piensan, más muertas que si hubieran visto frente a frente la muerte. Antonio retrocedió aterrado, como si quisiera huir de la mujer a quien tanto había buscado, y huir al par de sí mismo. Carolina se cubrió el rostro con las manos y bajó la cabeza sobre el pecho, la cabeza, que le temblaba cual si hubiera roto la sangre por las celdillas de su cerebro, y herídola con una fulminante apoplejía. Antonio se detuvo ante la puerta, avisado más que por la razón, por uno de esos instintivos arranques, cuyo imperio parece incontrastable y que tienen algo de fatal y de orgánico. Que pasara, si apenas llegado el momento de ver la madre de aquel qué debía casarse con su hija, sale despavorido, demudado, temblando, como si una aparición lo acabara de sobrecoger, y levanta todo género de sospechas en el ánimo de los suyos. Un movimiento ciego, superior a su voluntad, que le impulsaba a huir, detúvole con incontrastable empuje frente aquella mujer, a quien viera de joven a través de todas las ilusiones del amor, y a quien veía en aquella hora suprema a través de todas las nubes del remordimiento. Carolina, por su parte, sintió tan vivamente el rudo golpe, que apenas veía ni respiraba, como tomada de una horrible catalepsia, esa enfermedad tan semejante a la muerte.

Por fin el movimiento natural de las emociones, que se parece en el alma al movimiento natural de las moléculas en el cuerpo, sacáronlos de aquel estupor, y moviéronles a decir alguna palabra. Antonio, como sucede siempre a los mas fuertes, fue el primero en apoderarse de su voluntad, y vencerse hasta el punto de dar algunos pasos y acercarse a donde estaba Carolina petrificada e inmóvil. Al movimiento de aquellos solemnes pasos, a la aproximación de aquel hombre, la infeliz mujer sacudía su inercia, y vacilaba en su asiento, como la sonámbula a quien el magnetizador despierta y llama. Pero el despertar fue horrible. Echó atrás la cabeza, como si quisiera desasirla del cuerpo; levantó a lo alto los brazos, como si buscara en tanto naufragio algún sobrenatural auxilio; irguióse, creciendo de una manera desmedida, como la serpiente que se ve pisoteada; y lanzó un sollozo tan fuerte, acompañado de un hipo tan horrible, que Antonio se precipitó sobre las puertas para cerrarlas herméticamente a fin de que no trasmitieran aquel indiscreto eco de indecibles dolores, cuya expresión debía ocultarse como un verdadero crimen.

La infeliz no podía contenerse, porque cielo y tierra desaparecían al impulso de su dolor. Una parte considerable de sus cabellos blanqueó por súbita manera. Epiléptico temblor la sacudió de pies a cabeza, moviendo su cuerpo como el huracán mueve al arbusto. Los latidos de su corazón, impresionado por los movimientos del cerebro, podían oírse como la oscilación de un péndulo en el silencio de la noche. Subían del corazón al cerebro vapores de muerte y bajaban del cerebro al corazón rápidos rayos. Mientras su cabellera blanqueaba a la helada de la desesperación, se encendían sus mejillas al rubor y a la vergüenza de los remordimientos. La sangre le golpeaba fuertemente en las arterias, como si estallara en su cuerpo y quisiese abrirse paso y derramarse por el suelo a fin de no alimentar el dolor, no alimentando la vida. Los dientes rechinaban con aquel rechinamiento cuyo estridor se sobrepone a todos los ruidos en el infierno. Y al mismo tiempo la bañaba un sudor frío, compañero de su mortal agonía.

Antonio estaba tan fuera de sí como Carolina misma; pero su naturaleza varonil se revelaba en el mayor imperio sobre la expresión de sus emociones. Temblábale visiblemente la nariz; contraíansele las cejas, faltábale la respiración; pero se movía en todas direcciones para apagar los ecos del sollozar de Carolina, y se mantenía erguido, cuando todos sus nervios trepidaban al empuje eléctrico de todos sus sentimientos. Sólo podía haberse adivinado su dolor en la caída casi involuntaria de los labios y en las furtivas lágrimas que se desprendían de sus ojos, y que se escapaban por una fuerza superior al soberano imperio de su incontrastable voluntad. Así es que Antonio pudo hablar antes de que hablara Carolina y decir la palabra que verdaderamente flotaba sobre aquella terrible escena, palabra más elocuente que todos los discursos.

—¡Ay de nuestros hijos!

Al sacudimiento de aquella palabra se obró una reacción en el alma de Carolina, que, sintiéndose comprendida, empezó ya a hablar, aunque con el desorden propio de su estado, y como si poco a poco fuese tocando el abismo insondable donde había caído.

—¡Qué desgracia!

—Animáos, fortalecéos, señora.

—¡Ánimo! ¡Fortaleza! me dices. Ánimo para morir es lo que necesito.

—Señora…

—No me llames así, porque creo oír acentos de ironía en tu palabra. No llames señora a la infame que ha sido tu manceba.

—Un momento de vértigo, rescatado con una vida entera de penitencia, os lanzó a mis brazos.

—Momento que ha decidido de la eternidad. En aquel minuto de olvido de mí misma, ¡ay! maté a mi esposo, deshonré a mi hijo y engendré esa hija infeliz, a quien debí haber dado muerte en mis entrañas, para que no tuviera la desgracia de conocer esta madre. ¡Oh! ¿Por qué no morirnos los dos en el día mismo en que latiste, hija mía, en este desgarrado seno? ¿Por qué no renunciamos a la luz que debía abrasarnos como fuego, y a la vida que debía retorcernos en tantos tormentos?

—Deliráis, Carolina.

—¿Deliro? No, no.

—Volved en vos, volved, señora.

—Delirio mayor que todos estos hechos no puede darse, no puede comprenderse.

—En verdad, murmuró Antonio.

—Cuando el castigo caía solamente sobre mí, yo lo aceptaba resignada. Mía era la falta; mía también la pena.

—Comprendo. Ahora los castigados son…

—Antonio, los inocentes.

—Es verdad. Cielo implacable, ¿qué culpa tienen ellos de nuestra culpa?

—Calla. No blasfemes. No culpes al cielo, que tantas advertencias nos dirige, que tantos avisos nos da, y que lo hace todo en nuestro favor, menos suprimir ese albedrío, por el cual son nuestras las culpas, como nuestras las virtudes.

—¡Haberse los dos seres visto cuando yo los creía separados por toda la eternidad, y haber sentido el uno por el otro semejante pasión, pura ayer como la inocencia, y que desde este momento sería un crimen!

—Antonio, Antonio. No te contentaste con deshacer un matrimonio que Dios había hecho. No te contentaste con perder a una desgraciada que había permanecido pura durante toda su existencia. No te contentaste con imprimir en tu hija la marca que revelaba a todos los ojos su origen y mi deshonra. Viniste como un ladrón en noche nefasta, a robarme una criatura que necesitaba del pecho y del amor de su madre. La separaste de mi regazo, donde la había puesto en su divina previsión la Providencia. Y los que a mi lado hubieran crecido, como hermanos que eran, queriéndose con el casto afecto que inspiran la naturaleza y el trato, y que santifica el hogar, se aman ahora como amantes, con toda la exaltación de tal pasión, con todo el ardor de los sentidos.

—Y no podéis imaginaros como Elena ama a Ricardo. Cuando está presente, según todos me han contado, su amor es un arrobamiento, un éxtasis. Cuando está ausente, no aparta los ojos de su retrato, no deja de leer ni un minuto la carta que diariamente le dirige. ¿Cómo decirle que no pueden unirse? ¿Cómo decirle que ella debe amar a otro hombre, y que él debe amar a otra mujer? ¿Cómo arrancarles a sus ilusiones sin que la vida de ambos se quede entre nuestras manos? ¿Cómo consentir que continúen ni un momento amores cuya existencia ofende a las leyes divinas y humanas? ¡Oh! Yo pierdo la razón. La conciencia se me escapa del cerebro, y me asalta una verdadera locura. Y al separarles, no habrá más remedio que decirles claramente la causa de su separación. Y al decirles la causa de su separación, no habrá más remedio que revelarles la infame culpa de sus padres. Y los que debían bendecirnos ¡ay! nos maldecirán. Y los que debían amarnos ¡ay! nos odiarán. Y nuestra falta será la desgracia de esos hijos inocentes que arrastrarían una vida venenosa y mortal, porque en vez de haber tenido la luz de la virtud sobre su cuna, tuvieron la sombra del pecado.

—Antonio, Antonio, ¿te acuerdas cuántas veces en la porfía y combate de la pasión te dije lo que había de sucederme? ¿Te acuerdas cómo resistió mi voluntad a los asaltos de la pasión y mi sentimiento a los halagos de tu fantasía? ¿Te acuerdas cómo te dije que un momento de ceguera tendría una eternidad de dolores? Te acuerdas cómo pedí, cómo rogué, cómo insté a tu corazón, para que de esta infeliz te compadecieras? Ahora estamos en e1 fondo de aquella inmensa desventura, que la palabra de Dios mismo me anunciaba, y me advertía con la voz inestinguible de la conciencia. Dos seres inocentes, que debían haber crecido bajo el ala de mi corazón, se ven separados por el oleaje de estas pasiones. ¡Hermanos, engendrados en las mismas entrañas, no se han visto jamás, ni el uno sabe la existencia del otro! Sienten una pasión desdichada, que no puede satisfacerse a los ojos de Dios, ni legitimarse a los ojos de la sociedad. Y no hay medio alguno, que no se tome por un capricho nuestro, capaz de atajarlos en el amor que sienten, honrado y digno amor, cuya criminal naturaleza desconocen.

—¡Oh! Cuanto más se reflexiona sobre este horrible caso, más criminal me considero a mis propios ojos, y más claro veo cómo la falta recae sobre los seres que tienen la más completa inocencia.

—Y yo conozco a Ricardo.

—Y yo a Elena.

—Y Ricardo que amó tarde, muy tarde, dado el país de su nacimiento, la raza de su madre, ama con una intensidad, en la cual se contiene y se resume toda su existencia.

—Y Elena, que ama por la vez primera, cree este amor la única pasión posible de su vida.

—No lo dudo, me obedecerá.

—Y Elena a mí.

—Pero al obedecerme, reconcentrará todo su amor dentro de sí mismo.

—E igualmente su desdichada hermana.

—Y este amor reconcentrado y no satisfecho lo matará.

—También matará a Elena una contradicción que no podrá comprender.

—Y habremos sido nosotros mismos los verdugos de nuestros hijos.

—Y en vez del ser les habremos dado el no ser. Y en vez de conservarlos para la sociedad y para la naturaleza, los habremos precipitado con nuestras propias manos en el sepulcro.

—Pasión horrible la tuya, que ha envenenado nuestra existencia y que ha herido a nuestros hijos.

—Horrible posición la vuestra, señora, que enlazándoos con un hombre, por quien sólo teníais una afectuosa amistad, os condenó a convertir la más creadora y más santa de todas las pasiones, a cuyo influjo no podía eximirse alma tan grande como la vuestra, en verdadero crimen.

—Pero el sentimiento del deber, la afectuosa amistad a mi marido, la separación del mundo, la ignorancia de más vivos afectos, habíanme dado como una segunda naturaleza, que compenetraba todo mi ser, y que se confundía con toda mi existencia. De haberme dejado en aquella soledad no cayera yo tristemente, y pasara mi vida como esos cielos serenos, en los cuales jamás las tempestades se condensan. —¿Por qué viniste con tu extraña presencia y con tu tormentoso amor a turbar tanta dicha, a perderme para siempre, a deshonrar a mis hijos, a matar a mi esposo, a ser el infierno de mi vida?

—Mirad, Carolina, como no sabemos por qué misterio se juntan los átomos, no sabemos por qué afinidad secreta se encuentran las almas. Yo, nacido bajo las palmas reales de Cuba, llegué a las orillas del Mississipi, triste suerte, por haber salido una carta en vez de salir otra. Si los puntos fueran distintos, si en lugar de oros, saltaran copas; si viniera un rey cuando vino, por ejemplo, un caballo; me quedo yo en la hacienda de mis amos, mejor dicho, de mis amigos, y no voy a turbar la paz de vuestra casa. Pero educado en sentimientos y en ideas muy superiores a mi cuna y a mi suerte, miré al sol de hito en hito, como esas aves capaces de llegar a las altísimas regiones, donde sólo ellas pueden respirar y sostenerse. El amor se apoderó de mí, amor exaltadísimo, por lo mismo que se veía malherido por el desprecio. Y este amor, que prendió en mi alma, se comunicó a la vuestra por misterios iguales a la comunicación de la luz y del calor, desde estrella a estrella, en la inmensidad del espacio. La soledad del campo, la separación de vuestro esposo, la insistencia de mi exaltado afecto, las inclinaciones incontrastables que os arrastraban hacia mí, los miles de accidentes sobrevenidos para acercarnos, mis pocos años, y mis muchos ímpetus, todo nos precipitó al uno en brazos del otro, confundiéndonos en aquel amor, que inspirado por las inspiraciones de la naturaleza, se había convertido en verdadero crimen por las leyes arbitrarias de la sociedad.

—No arbitrarias, justísimas. Yo era de mi esposo, y tú me robaste a sus brazos, y me perdiste. Si todos los deseos inspirados por la naturaleza debieran satisfacerse, diríamos que el robo era una necesidad impuesta por las legitimas fuerzas del Universo, contrariada solamente por las leyes arbitrarias de la sociedad. No: pasión criminal la vuestra, que no debió ni pensar en mí, separada de vuestros brazos por leyes morales y leyes religiosas, tan fuertes y tan respetables como las leyes mismas de la naturaleza.

—Criminal, como queráis, Carolina; criminal, pero verdadera. Mi impetuosa naturaleza africana; la sangre hirviente que corre por estas venas, más enrojecida al sol de los trópicos; este corazón, donde batallan tantas pasiones arremolinadas como verdaderos huracanes, ni antes ni después de haberos visto sintió ninguna pasión. Os amé con amor tan exclusivo, que para mí no ha existido otra mujer en la tierra. Yo he andado por todo el mundo, yo he visto las grandes ciudades de Europa, y ni una sola vez he pensado en que ninguna otra mujer ocupara en mi corazón y en mi memoria el lugar ocupado por la mujer a quien amo con toda mi alma. Su recuerdo eterno, inmóvil, fijo siempre en los horizontes de la conciencia, ha guiado toda mi vida, sin que padeciese eclipse ni tocara en el ocaso. Mucho he sufrido tendiendo los brazos, y encontrando solamente a mi lado la vana sombra de un amor ausente; pero clavaba mi dolor hasta las entrañas, sin compasión y sin misericordia, como buscando el placer de sentir por ella, aunque sintiera angustias de muerte. Decidme luego que fue un capricho fugaz, una voluntariedad pasajera, algo como la inconstancia de los vientos, esta pasión que, nacida un día sin esperanza, que atormentada por tantos abismos como de su necesaria satisfacción me separaban, que satisfecha de modo propio a exacerbar su sed, se ha mantenido veinte años tan viva como el primer día, resistiendo al tiempo que apaga hasta los soles, y quedando tan unida conmigo mismo, que por fuerza ha de ser como el rescoldo de mi vida, y ha de quedar con su calor inextinguible hasta en el frío de mis huesos tras la muerte.

—¡Me amabas tanto, y me arrebataste a mi hija!

—Éste fue el único acto egoista de mi vida. Pero os lo confieso, me era imposible vivir sin ella. Vacilé entre robar la angelical criatura que me pertenecía o suicidarme. Y decidí robarla; sus ojos mantuvieron por atracción misteriosa este esqueleto en el mundo. Pero os engañaría, engañaría a Dios, que nos escucha, si os ocultase que todo cuanto más en ella amaba mi corazón era vuestro recuerdo, el reflejo de esa alma en su frente, la reverberación de la luz de vuestros ojos en sus ojos, la imagen viva de vuestro amor, consuelo único dable a mi tristeza y a mi desdicha. La robé, porque robaba en ella un pedazo de vuestro ser y una parte de vuestra alma. Sólo así hubiera podido llegar a este momento supremo de la vida.

—¿Para qué? Antonio, ¿para qué? Para encontrarte ahora con una pena más acerba que todas las antiguas penas juntas. Imposible sustraerse a los castigos de la justicia de Dios. Aunque desciendas al centro de la tierra, te persigue su certera mirada, que no descubres en ninguna parte, y que en todas se halla fija. Aunque atravieses lo infinito, y te destierres en el más apartado astro, allí te encontrarás con su presencia. Aunque caves la sepultura más honda y dejes en su tenebroso seno los fríos huesos, mientras una centella de tu conciencia esté en ellos, aunque sea tan tenue como las últimas partículas del fósforo, allí estará el remordimiento. Nos habíamos separado después del delito que trajo sobre todos un diluvio de lágrimas. Nada sabíamos ni yo de ti, ni tú de nosotros. Mi hija no se apartaba un momento de mi memoria, mas ya me había resignado tristemente a no volverla a ver jamás. Todo parecía concluido entre nosotros. Nuestro sacrificio estaba consumado; nuestro castigo cumplido. Sólo teníamos que aguardar la muerte. Y de pronto, en este planeta tan grande, cuando parecíamos separados por los mares y por los continentes, se encuentran nuestros hijos, y caen para su castigo y e1 nuestro, como si el crimen sólo pudiera engendrar crímenes, en pasión nefasta, que no vamos a poder conjurar sino a costa de su felicidad o de su existencia.

—¿Por qué criarnos tan desgraciados? El amor que en todos los seres revela el regocijo universal es en nosotros la pena más acerba. La paternidad que en todos aparece como un sacerdocio, en nosotros aparece como un ministerio digno del verdugo. La sombra letal que esparcimos se extiende hasta los inocentes corazones de nuestros hijos y los seca. ¿Por qué, por qué somos tan desgraciados? La vida no ha sido para nosotros más que un tormento continuo. El mundo no ha sido más que el potro donde se ha consumado ese tormento sin término y sin tregua. Por todas partes nos han circuido las amarguras, y el cielo para todos tan piadoso no ha hecho más que sumergirnos cada vez con mayor crueldad en nuestro náufrago.

—¡Oh! Antonio! Te quejas, y no adviertes cuán triste es mi situación; más grave y más mortal todavía que la tuya. Desde que te he visto, sólo deseo una cosa en este mundo, ver a mi hija, cubrir de besos su rostro, ahogarla entre mis brazos, consumirla en el amor de madre que calcina mis huesos. Una breve distancia la separa de mí. Algunas puertas y algunos pasos bastarían para juntarnos. Mis entrañas saltan como si aún la llevaran en su seno. Al acercarme a cualquiera de estos objetos que ella ha tocado, siento un escalofrío indecible correr por mis huesos agitadísimos. Mis ojos se abren involuntariamente a ver si descubren su imagen, y esa imagen se parece a la que llevo grabada en mi corazón. Una fuerza me arrastra hacia ella, y sin embargo, me contengo, inerte como la piedra fría, por temor de revelarle el secreto de su nacimiento en la exaltación de mis dolores, revelándole también la verdad desnuda sobre su triste desgracia. Yo quisiera verla aunque me muriese en seguida. Pero no quisiera verla para matarla. Y sin embargo, hija de mi amor, hija de mis entrañas, tu madre que debiera haber libado todas las flores de la vida para ofrecerte su miel, sólo puede darte un veneno que te aniquile. ¡Oh! No la maldigas. No la maldigas. Si un mar de lágrimas pudiera lavar la más mínima de nuestras culpas, ya estaría mi alma limpia como en el día primero de su aparición llena de inocencia, sobre esta vida llena de crímenes. Si el dolor pudiera rehabilitarnos, ya estaría yo con mis continuas maceraciones rehabilitada, y sería digna de habitar entre los bienaventurados del cielo. Pero no habiendo podido rescatarme a mis propios ojos, mal podría rescatarme a los ojos de Dios. Su justicia no está satisfecha aún, puesto que nos condena a esta nueva prueba. ¡Cómo contemplaría yo tus ojos! ¡Con qué placer te estrecharía contra este seno que te ha engendrado! Déjamela ver, Antonio; déjamela ver un momento, aunque me muera de placer y de pena al mismo tiempo, aunque la ahogue entre mis brazos y la asfixie quitándola con mis besos el aire que respira. Descúbreme, por piedad, a mi hija.

—¿Habéis pensado, Carolina, la angustiosa situación en que nos encontramos? ¿Habéis recapacitado los medios que nos quedan para conjurarla? Antepongamos a todas las satisfacciones la salvación de nuestros hijos, que hemos perdido involuntariamente, pero que hemos perdido sin remedio.

—Antonio, ¿ni siquiera la satisfacción de verla y de abrazarla?

—Pero, Carolina, ¿os creéis capaz de dominaros?

—Yo no sé.

—¿Os creéis capaz de mostrar hacia ella la comedida distinción con que debe una suegra tratar a su futura nuera?

—Lo dudo mucho.

—Pues entonces, ¿qué deseáis?

—Verla.

—¿Y revelarla su origen?

—¡Oh! No.

—¿Y pregonar la deshonra de su madre?

—No, no.

—¿Y perderla ante una sociedad como ésta?

—Dios me libre.

—¿Y entregarla a las murmuraciones de todos?

—¡Antonio!

—¿Y hacerla tan desgraciada como su madre?

—¡Por piedad!

—¿Y dificultar, imposibilitar que, curada esta pasión imposible por Ricardo, tenga mañana un marido que la adore con hijos que la bendigan?

—Yo pongo sobre todas las cosas la felicidad de mi hija.

—Pero no sobre la satisfacción de hacerla comprender que sois su madre, aunque tal revelación súbita pudiera en estos momentos, sin las debidas precauciones, herir en mitad del corazón a vuestro hijo, matar de un soplo a vuestra hija, deshonraros a vos misma, perdernos a todos.

—¡Si te asomaras a mi corazón y vieras su sentimiento… !

—Decíaisme hace poco, y no sin fundamento, que el haber anegado la razón y la conciencia en la ciega sensibilidad, nos ha perdido. Mil veces me habéis hablado de que un momento ha decidido en nosotros de la eternidad.

—Verdaderamente.

—Pues ahora hay que refrenarse. Hay que someter ese corazón ciego a la límpida conciencia. Hay que salvar a nuestros hijos. Miradlos en la flor de la juventud, en el cenit de la felicidad, en el colmo de la fortuna, hermosos y robustos, adorados por cuantos los conocen, dotados con las prendas más preciadas de corazón y de inteligencia, sumergidos en el tormentoso oleaje, y ahogándose materialmente. No sois su madre, si os lanzáis para hundirlos más en el abismo, antes de buscar todos los medios de salvarlos. Se necesita la calma, el cálculo, la posesión de nosotros mismos, para arbitrar el medio más seguro de separarlos, sin que esta separación les cueste la vida. No hay otro remedio sino decir que de esta entrevista ha salido roto el casamiento. No hay más remedio que arrancarlos toda esperanza. No hay más remedio que hacerles comprender inmediatamente la imposibilidad de su matrimonio. No hay más remedio que separarlos, partiéndonos de aquí nosotros mañana mismo, sin que nadie sepa nuestro paradero. Si imprevistas circunstancias; si la aparición de los incidentes de este malhadado amor; si mil casos incalculables sobrevinieran al fin, a quien podríais vos misma, señora, revelar el secreto de vuestra negativa sería a Ricardo, más propio para comprenderlo y excusarlo que nuestra pobre hija. De suerte, que apercibámonos a salvarlos. No pensemos en otra cosa. Ya que los hemos perdido, sean nuestros corazones su puerto, y procedamos de manera que no aumentemos sus desdichas y nuestros remordimientos.

—Es verdad. Razonas ahora fríamente. Ves los hechos bajo todos sus aspectos, como un astrónomo que examina los astros. Ves tu corazón como un filósofo que estudia los humános sentimientos. Puedes muy bien contenerte con la reflexión, y dirigirte por virtud del impulso de tu propia conciencia. Pero si la pasión te inspira, si el arrebato de cualquiera de tus afectos te mueve, sueles cegarte también, y no reposas hasta haber satisfecho tu imperioso deseo que te arrastra como un torrente. Quisiste tener contigo a tu hija y no pensaste en el resultado, que pudiera traer la satisfacción de ese deseo. Me la arrebataste a mí, a su madre, condenándome al extremo de no poder verla y de tener necesidad de recordarla, como quien recuerda un crimen, con remordimiento. ¿No pensaste. en el castigo que podía caer sobre esta falta? ¿No pensaste que hermanos, nacidos en mi seno, criados en mi regazo, amándose con la casta fraternidad que inspiran la sangre, el hogar, el trato, podrían, separados por la distancia, ignorado cada cual del otro, encontrarse en el mundo y quererse como verdaderos amantes? Te lanzaste sobre la cuna de mi hija como el tigre sobre la presa. Me la arrebataste, como la hubiera arrebatado cualquier máquina, sin curarte de mí, sin atender a mis súplicas y mis lloros, cruel, implacable. Y ahora, cuando tocas las consecuencias de aquel hecho, en nuestro mutuo dolor y en la común desgracia de nuestros hijos, recoges las fuerzas de tu entendimiento y examinas los recuerdos con la fría serenidad de un médico. Pero yo, Antonio, no puedo razonar así. Contrariada largos años, mi corazón estalla de impaciencia. Necesito ver a mi hija, a la que he llevado nueve meses en mis entrañas, a la que he nutrido con mi vida, a la que es corazón de mi corazón, alma de mi alma. No me conozco, cuando al verte, no he salido desalada por esos salones y no me he lanzado en sus brazos para morir de alegría al volverla a ver. Me contengo, me domino, contrarío con una voluntad poderosísima mis instintos que me llevan a buscarla y saciar la sed infinita que tienen mis labios de sus besos, y todavía me aconsejas una imposible prudencia. Tú eres padre y la amas mucho. Pero ¿puedes, por ventura, saber, ni presentir, ni adivinar, ni imaginar siquiera cómo en este mundo ama el corazón de una madre?

—Carolina, vuelvo a recordaros que nos ha perdido sobreponer las sombras de nuestras pasiones al esplendor clarísimo de la conciencia. Vuelvo a recordaros que hemos oído el sentimiento y desoído la razón. El extremo dolor o el extremo placer nos han dado raptos de locura, pasajeros sí, pero de locura al cabo. Diríase que teníamos dos almas, una mezclada al vil barro de la materia, una residente en el corazón o en el hígado, diluida en la hiel o en la sangre, y otra serena, tranquila, resplandeciendo en la frente, agarrada al cerebro, diluida en las ideas y en los pensamientos, pero ambas en guerra como dos especies enemigas que intentaran perderse mutuamente y aniquilarse. Hemos sido los esclavos sumisos de un deseo soberano e imperante. Bien es verdad que este deseo resultaba el más vivo de los deseos humanos, el amor, al cual se mezcla la admiración por la persona amada, el anhelo de estar perpetuamente a su lado, la envidia a los objetos que la cercan, los celos de los seres que pudieran amarla o recibir su amor, el miedo de perderla, la tristeza por sus ausencias, la esperanza de unirse a ella, la alegría de volver a verla otra vez, la desesperación por que tarda, y hasta las múltiples aspiraciones al eterno descanso, si estamos seguros de dormir a su lado por toda una eternidad el sueño de la muerte. Pero es indudable que podemos y debemos dominar todas las pasiones; primero porque la conciencia nos ilumina para distinguir las dañosas de las buenas, y después, porque la voluntad consigue dominarlas todas. ¿Qué alcanzaríamos ahora con revelar a los demás nuestra culpa? La desgracia de nuestros hijos, vuestro deshonor, el arrebato mío llevándome hasta arrancaros de las manos una hija a quien solamente os podíais preservar de mil desgracias; toda esta serie de males que jamás nos podrá inspirar el arrepentimiento necesario que exigen. Volved en vos, señora. Mayor será vuestra pasión de madre, si logra dominarse hasta el punto de salvar a su hija, que si al primer impulso de un movimiento irreflexivo cede y cae. Pensad, señora, en que no tenéis derecho a recrudecer y agravar la desgracia de vuestros hijos. Pensad en la triste suerte que podéis reservarles. Pensad, señora, pensad cómo la ceguera conduce al abismo…

Cuando más exaltadamente hablaba de todas estas cosas Antonio, suenan pasos levísimos, el crujir de un traje de mujer, el llamar a la puerta con los nudos de mano delicada y el eco de una voz angelical, que a través de las cortinas, se queja de tanta tardanza en acabar la conversación, y pregunta si algo extraordinario ha sucedido. Antonio comprende que aquella imprudencia temeraria de su hija puede traer algún estallido de la pasión de Carolina, y se interpone, a fin de cortarle a ésta el paso, y de impedir una súbita entrevista. Pero Carolina, que ha adivinado de quién era aquella voz, que ha sentido un vuelco indescriptible en el corazón, que ha experimentado una especie de vértigo, perdiendo hasta la luz misma de sus ojos; salta como si volara, arroja a un lado el obstáculo opuesto por las fuerzas de Antonio; levanta la cortina con verdadero arrebato, abre la puerta, y coge entre sus brazos a Elena, y la estrecha y la llena de besos, y la mira y la remira mil veces, y le dice todas las palabras incoherentes, pero expresivas, que puede inspirar una pasión de madre largo tiempo contenida o contrariada, y en aquel momento, por un milagro del cielo, satisfecha. Era necesario, para sentir y comprender la inmensa felicidad traída al corazón de Carolina por el súbito olvido de todo cuanto no fuera su hija, haberla visto momentos antes y verla en aquel momento supremo. Su paso tardo tomó una ligereza indecible, cómo si acabara de sacudir toda la gravedad de las antiguas penas; su esférica cabeza se irguió de la misma suerte que esas flores marchitas, cuya corola reaniman algunos besos del aire o algunas gotas de la lluvia; estallaron en su pecho gritos tales que llenaban aquel recinto con ecos parecidos al gorjeo de las avecillas cuando vuelven a sus nidos, y los encuentran llenos de los polluelos que acaban de romper los cendales de la cáscara donde estaban recluidos, y aletean regocijados al primer sentimiento y a la primera aparición de la vida; su rostro sombrío tomó una expresión de felicidad bienaventurada, como solamente podría pintar un artista místico; largos hilos de lágrimas cayeron por sus mejillas, pero desprendidos de unos ojos que brillaban con alegría celeste y en arrobamiento, para cuya expresión ni se encuentran ni se encontrarán palabras en el lenguaje, como que, saliéndose de lo humano, parecen llegar a esas esferas calificadas en todos tiempos y por todos los pueblos de verdaderamente sobrenaturales, sobrehumanas y cuasi divinas. Elena, al pronto, se extrañó muchísimo de aquella explosión inesperada. Así, abrió los ojos, arqueó las cejas, contuvo la respiración, como todo aquel que se sorprende o que se extraña. Pero apenas sentido este primer impulso, sintió otros no menos fuertes de corresponder a tantas caricias, nacidos del inmenso cariño que aquella mujer le inspiraba de repente por un misterio, al cual no daba otra explicación sino el amor mismo sentido hacia Ricardo. Hija mía, hija de mi corazón; decía Carolina. ¡Qué hermosa! Déjame que te dé un millón de besos. Déjame que te ahogue entre mis brazos. Déjame que te mire una y mil veces. Corazón mío, alma mía, ídolo mío, espejo de mis ojos, amor de mis entrañas, hija, hija mía. Tú debías adivinar este cariño; debías esperarlo. No me cansara, aunque te tuviera así toda una eternidad. ¡Qué crecida! ¡Hermoso talle, airosísimo porte! Tu mirada deslumbra. ¡Oh! Cómo te pareces a los tuyos! Bebo tu aliento. Me acojo a la sombra de tus pestañas. Quiero vivir a tu lado. Ya nadie podrá separarme de ti en el mundo. Ya estarás siempre conmigo. Habitaremos bajo el mismo techo. Rezaremos todos los días, para dar gracias a Dios por haberte criado tan hermosa. Mis manos, ya trémulas, se apoyarán sobre tus hombros. Mis ojos, gastados de llorar, se dejarán guiar por tu mirada. Mi oración, que no llegaba al cielo, llegará si le pones las alas necesarias con tus religiosas oraciones. Ídolo de mi corazón, alma de mi alma, estrella mía, lucero de los luceros. Pónme la mano ésta sobre el corazón, y sentirás que hace veinte años no ha latido como late ahora. Y es porque estoy contigo. Que vengan a arrebatarme ahora a mi hija…

Antonio, comprendiendo que la alegría de haber encontrado aquel pedazo de su corazón y de sus entrañas trastornaba a Carolina hasta el extremo de ponerla en completo olvido de toda la temeridad que encerraban sus palabras, y de todas las revelaciones que podrían desprenderse de su exaltada efusión, se interpuso entre madre e hija para separarlas y cortar e interrumpir aquella peligrosísima escena. ¡Imposible decir cuánto sufrió el infeliz en estos breves momentos! Un sonrojo encendidísimo le subió al rostro y a la frente. Su primer impulso fue huir, ocultarse impulso que obedeciera a no ser por el temor a mayores males, ocasionados por su fuga. De todos modos, apartaba su vista de la vista de Elena, que parecía como interrogarle. Sus grandes ojos pestañeaban rapidísimamente, cual si obedecieran al relampagueo interior de sus ideas. Ya se ponía pálido como la muerte, ya rojo como la grana. Ora sentía un desvanecimiento parecido al vértigo; ora una nube de sangre que pasaba tempestuosa por sus retinas. La posesión de sí mismo, a que estaba tan acostumbrado, le faltó por completo, lo mismo que el dominio de la palabra, interrumpida a cada sílaba por un extraño balbuceo, que le daba aires de tartamudo. Los músculos de su faz se contraían. y se dilataban con rapidez, equivalente al pestañeo de sus párpados. Y cada una de las palabras pronunciadas por Carolina resaltaba en sus oídos como terrible acusación, y todas estas acusaciones le reconvenían con voces tan aterradoras que le llenaban de espanto. Mas en tal confusión, si perdió por algunos minutos el dominio de sí mismo, no lo perdió por completo. Cuando los dichos y frases que su loca alegría inspiraba a Carolina, podían llegar a la revelación suprema, separó con fuerza, diciendo solemnemente a Elena:

—Ve, hija mía, ve donde están tus padrinos y tu tío; ve, y diles a todos la cariñosa, la entusiasta, la indescriptible acogida que has merecido a tu futura suegra, la cual te saluda, te acaricia, te ama como madre a una verdadera hija.

Y cogiendo de la mano a Elena, y lanzando una mirada henchida de amargas reconvenciones a Carolina, salió fuera de la estancia con aire a la verdad bien sombrío. Carolina cayó de nuevo desde aquella expansión natural, tras largos años empleados en reprimirse inútilmente, cayó abatida y postrada en brazos de la realidad, tan fría como la muerte, y precipitándose en el sofá, bajo la reacción de los nuevos sentimientos suscitados por aquel brusco cambio, lloró con amarguísima amargura. En cambio Elena, seducida por las apariencias, engañada por las palabras de su padre y por los deseos de su propio corazón, incapaz de comprender cuánto querían decir las caricias exaltadísimas de Carolina, aunque algo extrañada de aquel súbito amor nacido en su madre política, y algo confusa con sus inexplicables palabras, recogió de todo aquello lo más apropiado a su deseo, y notificó a todos en general, pero muy especialmente a Ricardo, que el matrimonio era cosa arreglada y que su padre le había presentado ya a Carolina con el título de madre; noticia de todos celebrada, porque todos deseaban por igual aquella afortunada boda.

Capítulo 18. Las contrariedades

—Pero, Elena, decía el marqués al día siguiente de la entrevista historiada en el capítulo anterior; ¿vas a perder el brillo de tus ojos con ese llanto perenne?

—¿Quiere V. que esté contenta? Creía decidida mi suerte; clavada la rueda de mi fortuna. El casamiento con Ricardo, deseo único de mi vida, parecía pendiente de una ceremoniosa entrevista. Mi padre consentía de antemano; la madre de Ricardo también. Al verse nada debían decidir, puesto que todo estaba previamente convenido y arreglado. Entran en el salon principal y quedamos apercibidos esperando el instante en que iban a llamarnos. Pasa una hora, otra hora, y mientras su entrevista no acaba, empieza nuestra impaciencia. Entonces convenimos todos en que llame yo la atención de mi padre sobre esta tardanza y, me entere del motivo que la causa. Voy, llego, me acerco, llamo; y apenas he llamado, cuando la madre de mi novio sale como desesperada, me coge fuertemente, me mira con verdaderos trasportes, me abraza con efusión, me besa con delirio, me llama mil veces su hija idolatrada, extremos explicados por mi padre con la única razón que podía verdaderamente explicarlos; con el placer sentido por la que iba a ser mi suegra al encontrar la joven destinada a hacer en el mundo la felicidad de su hijo. Vuelvo, encuentro aquí la familia reunida, cuento lo ocurrido y les anuncio cómo la madre de Ricardo me ha llamado hija y mi padre me ha dicho que estaba próximo el deseado enlace. Vuestro regocijo no tuvo límites, y solamente era comparable al que yo sentía. Aguardamos algunos instantes en la seguridad de recibir la primera bendición necesaria a nuestra felicidad; y nos encontramos con un recado mandándome ir al dormitorio de mi padre por haberse puesto malo y mandando a Ricardo ir al coche en busca de su madre por volverse a casa. En cuanto llegué a la estancia, vi que mi padre era presa de una horrible calentura. En cuanto llegó Ricardo al coche, se encontró con que su madre era presa de un profundo desmayo. Ésta es la hora en que no he podido dejar a mi padre sino algunos momentos en que, tras un delirio espantoso, duerme algunos instantes, aunque atormentado de pesadillas. Y ésta es la hora en que Ricardo aún no ha dejado a su madre, porque tras un desmayo le sobreviene otro desmayo. ¿Quiere V. cosa mas triste?

—No, triste no, extraña. Hasta cierto punto divertida por sus incidencias; de todos modos inexplicable en sus motivos. Esos dos padres parecen dos locos. Tienen hija e hijo pintiparados para un excelente matrimonio; el muchacho buen mozo, la muchacha hermosísima; ambos jóvenes, apasionados, ricos. Y en vez de agarrarse a esta coyuntura como a un puerto de salud y de refugio, lo retardan, lo impiden, lo imposibilitan tristemente con escrúpulos de monja, con escenas de melodramas, con ridiculeces incomprensibles. Chica: errar o quitar el banco. Yo, si fuera de vosotros dos, diría: o nos casáis, o tenéis que prepararlo, a él para misa cantano, a mí para un mongío. En mi tiempo, los padres, que no querían casar a sus hijos, les daban un beneficio, les ponían la beca del seminario más próximo, les obligaban a cantar misa. Aún recuerdo la bandera blanca en la torre de nuestra aldea cuando cantó misa un primo mío, y los recentales, y los tostones, y los bizcochos, y las empanadas que nos regalaron nuestros amigos y convecinos con tan fausto motivo para una comida digna del buen Camacho, y cuyos varios vinillos hicieron hablar al predicador en la sobremesa más de lo que por iluminación del Espíritu Santo había hablado en el púlpito. Las muchachas a quienes impedían casarse, las encerraban en los conventos, las metían a esposas de Cristo, privándolas de toda relación con el mundo. Me parece que estoy viendo a mi prima Prisca con su traje de color de yema, adornado de redes y madroños verdes; con su pañuelo de Manila, más florido que Mayo; con su mantilla de blonda, más blanca que la espuma; con más collares que un platero, más brazaletes que una maga, más plumas que un pájaro, más piedras que un relicario, más coloretes que un cuadro, despojándose de todas aquellas galas y reduciendo su persona a las cuatro paredes de un convento, donde podía asegurarse que la habían enterrado viva.

Cuando estaba el buen marqués de la Tafalera en esta parte de su peroración, aparece pálido, desceñido, preocupado como quien acaba de sufrir una gran desgracia, el bueno de Ricardo. Elena, al verlo llegar así, le creyó enfermo, quizás herido, y corrió como a socorrerlo y a curarlo. En efecto, apenas respiraba. Sus ojos tenían singular extravío. Temblaban sus manos como si estuvieran azogadas. Y los espasmos de un grande escalofrío corrían por todo su cuerpo. Sin embargo, al ver a Elena, pareció serenarse un poco, y fijó en ella una mirada de supremo amor.

—Ricardo, ¿qué ha sucedido?

—Elena, después de sus desmayos me ha llamado mi madre y me ha dicho con grandes angustias, entre sollozos y ataques de nervios, que precisa renunciar para siempre a nuestro enlace.

—¡Ricardo! exclamó Elena cubriéndose el rostro con las manos y sin poder proferir ninguna otra palabra porque los sollozos le cortaban la respiración y le anudaban la voz en la garganta.

—¿Qué dices? preguntó el marqués maravillado de tan extraña salida.

—Ya lo ha oído V., marqués. Lo que imaginábamos principio de nuestra dicha, ha pasado a principio de nuestra desdicha. Los padres, a quienes creíamos halagar con nuestro matrimonio, han debido tener una entrevista terrible cuyo secreto nadie puede penetrar, y uno y otro están malos, y uno y otro demuestran que la enfermedad proviene de la violencia de sus sentimientos y del choque eléctrico de sus ideas.

—Estoy para volverme loco, mi querido Ricardo. En los largos años que llevo de vida, no he visto ni creo tornar a ver cosa como ésta. Cuidado que un veterano de la corte de Cárlos IV debe estar acostumbrado a historias, comedias, tragedias y sainetes. Pues no recuerdo un paso semejante; y si me apuras, creo no haberlo jamás leído ni en la novela más inverosímil. Dos jóvenes como vosotros,galan incomparable, muchacha divina, se acercan por sus propias inspiraciones y por las leyes de la naturaleza y la voz del mundo entero a una felicidad completa, y les corta el paso la negativa de sus padres, que ni se conocen ni se han visto nunca, ni quieren revelar la causa de su disentimiento, pues supongo que nada habrá dicho mamá.

—Nada. Estaba de tal suerte, que nunca la vi tan demudada. Tendida en su lecho, parecía una estatua yacente. La color tomaba una blancura tal, como si no corriese por sus venas ni una gota de sangre. El cabello le caía en desorden sobre los hombros y las espaldas. Afiladas las manos y flacas, a guisa de las extremidades de un cadáver, se movían como si quisieran asir algún objeto. Sus ojos me miraban con una expresión de dolor que no he sorprendido nunca en su dolorida vista. Y sacando una voz cavernosa de su pecho destrozado, díjome, con aire de misterio: Hijo mío, no pienses en esa boda. Es imposible. Y volvió a caer en un nuevo síncope, sin darme ninguna explicación y sin añadir una sola palabra.

—¡Dios mío!, exclamó Elena levantando los brazos al cielo: ¡Dios mío, qué dolor! Hace tres días era la mujer más feliz del mundo y hoy me siento la más desgraciada. Y no puedo adivinar la causa de mi desgracia; no puedo comprenderla para tratar de remediarla.

—Vamos, si todo esto continúa así, vais a moriros, dijo el marqués.

—Y no tendrá remedio. El corazón se me parte en mil pedazos, añadió Elena.

—Pues sería una gracia que a esa edad, con tanta vida, cuando comenzáis a entrar en el mundo, teniendo que dar tantos hijos útiles a la humanidad y a la patria, por un capricho de vuestros misteriosos padres, vayáis a contrariar los mandatos de Dios. Casaos por encima del gallo de la pasión y del lucero del alba, si os place.

—Pero ¿cómo? preguntó Ricardo.

—Bastante me importaría a mí esa oposición. Los padres gritan al principio, por cualquier capricho, y en cuanto ven la resolución de sus hijos, se ablandan y se entregan.

—Me parece difícil conseguir esa blandura de los nuestros, a lo menos del mío, observó Elena.

—¿También ha querido disuadirte? le preguntó Ricardo.

—No ha dicho una palabra; pero en sus gestos, en sus ademanes, en sus frases entrecortadas, en los apretones de manos, en las miradas de dolor, descubro que algo gravísimo debe decirme, que le mueve anticipadamente a compasión el efecto mismo de sus palabras sobre mi alma.

—¡No hay esperanza ninguna!

Exclamó Ricardo con los ojos fijos en el cielo, como pidiéndole un milagro capaz de conjurar su desgracia.

—¿Cómo que no hay esperanza ninguna? exclamó el marqués. Si os amáis, no tenéis que consultar a nadie sino a vuestros corazones. En el sentimiento no impera ni la propia voluntad. Buen caso haría yo de las voluntades ajenas. La patria potestad no es un absoluto derecho de vida y muerte como en otros apartados tiempos. Hoy, el Abraham que cogiese el cuchillo para inmolar a su hijo, siquier mostrase como fiador de tamaño crimen al mismo Padre Eterno, le condenarían a cadena perpetua o al palo, por tentativa frustrada de parricidio. Pues esos padres vuestros quieren inmolar algo superior a la vida, el órgano de los grandes sentimientos, el corazón. No lo consintáis. Sed con ellos deferentes, hasta el extremo último que os permitan vuestras fuerzas. Pero, en llegando a ese extremo, revolveos contra su tiranía y haced vuestra santa voluntad.

—Pero ¿cómo?

Preguntó Ricardo.

—¿Cómo? ¡Qué lo pregunte eso un joven de tus años en esta bendita centuria! Diríase que te han educado en convento de monjas. Aplica el oído a las palpitaciones de tu corazón, y pregúntale si es verdad o no tu amor. Si puedes vivir sin tu amada; si lo que llamabas pasión era capricho; si el hervor de tu sangre resultaba tan superficial y tan fugaz como la erupción cutánea de cualquier niño; si no amabas, a pesar de las infinitas frases con que embellecías ese amor, toma retórico antes que vida de la vida; véte en buen hora y no vuelvas a mirar a la joven a quien has herido con una declaración engañosa, para abandonarla al primer gesto de tu madre, como pudieras abandonar en la infancia cualquier objeto frágil o precioso, vedado a tus juegos en el momento mismo de echarle mano.

—Señor marqués; la suposición no más de que mi amor pudiese aparecer como una burla, es injuriosa. Toda la intensidad de pasión que puede caber en el pecho de un joven, toda cabe en mi pecho enamorado hasta el fanatismo. Mirad; cuanto pueda sonreír a la vida, me sonríe a mí; juventud, riqueza, estimación universal.. Pues nada de esto quiero sin Elena. La privación de su amor, sería como la privación del aire para mí. Creedlo; al golpe de semejante desgracia, sobrevendría la muerte.

—Lo mismo digo yo, Ricardo. Creo imposible vivir sin ti.

—No os engañéis. No digáis de esas frases vulgares, las cuales duran tanto como el soplo de aire que las recoge y que se las lleva. Si es verdad todo cuanto decís; si estáis resueltos a pasar la vida juntos; si fuera de vuestro amor no respiráis; si no podéis vivir separados; si concebís que toda felicidad depende por completo de vuestra eterna unión; decidíos a seguir los impulsos del alma, y desafiad todas las resistencias, avasallándolas con vuestra voluntad incontrastable.

—¿Cómo? Pregunto otra vez, y no os incomodéis a mis preguntas.

—¡Ah! No amáis como decís. Sabéis cantar el amor; no sabéis sentirlo. Si lo sintierais, ya veríais cómo calan a vuestras plantas todos los obstáculos y cómo cedían a vuestra voluntad todas las resistencias. Estas grandes pasiones se abren paso por cualquier parte, y todo lo arrollan y lo arrastran todo en su impetuosísima corriente. Se abandona por ellas el hogar, la familia, la patria. El imperio que sobre nosotros ejercen sólo puede disculparse por la intensidad que naturalmente tienen.

—Nos aconsejáis una rebelión abierta.

—Sí, una rebelión. Pero conste que no debéis intentarla por mis consejos sino por vuestros arrebatos. Si para un acto de esta clase no tenéis más motivo que unas palabras de mis labios, renunciad a él, porque sentiréis el remordimiento, y no sentiréis el goce.

—¡Dio mío, abandonar a mi padre equivale a asesinarle!

Exclamó Elena.

—Pues quédate con tu padre. Cuídalo si tanto te necesita. Vive a su lado. No te apartes de él un momento. Pero no digas que amas cuando no prefieres el amor a todo, a familia, a hogar, a amigas, a padre, a religión. Por un beso del ser amado se debe dar hasta la eternidad. Eso es pasión; lo demás es retórica.

—Pero recapacitad, marqués, un poco. Yo debí ser el primero en dolerme del dolor de Elena por la separación de su padre, y no me duelo. Nosotros no aspirábamos a una de esas pasiones trágicas de teatro, que tienen varias escenas sobrehumanas, y luego pasan con la noche en que se representan. Nosotros aspirábamos a una pasión prosaica, vulgar, que nos juntase bajo el mismo techo, que nos diese la misma vida, que nos rodease de nuestra familia, de nuestros parientes, de nuestros padres; cielo sereno, iluminado por una perenne claridad, donde todo contribuyese a la ventura común, el amor legitimo respetado por la sociedad entera, el cariño de la familia unida, el ejercicio de virtudes sencillas y modestas, el recuerdo de lo pasado sin sombras, el presentimiento de lo porvenir sin dolores, el culto tranquilo de dos corazones confundidos, la esperanza segura en el encuentro de nuestras almas, ¡oh! más allá de la muerte. Para esto necesitábamos que todo fuese santo en el hogar. Ante Dios nos hacía falta la oración de sus sacerdotes, ante el mundo la firma de sus magistrados y el consentimiento de sus leyes, ante nuestra conciencia, para que en la nueva vida no hubiese ni una espina ni un remordimiento, la bendición de—nuestros padres.

—Magníficamente parlado. Ni un tilde se puede enmendar en ese perfecto discurso. Pero quien piensa con esa madurez y habla con esa corrección, debe meterse a predicador, a fraile, a misionero, a moralista, llevando sobre la cabeza un bonete, bajo los pies un púlpito, en la mano derecha el Crucifijo, en la mano izquierda el hisopo, para predicar noche y día virtud a las gentes, pero no meterse a amar con todo el ímpetu propio de las humanas pasiones.

—Pero ¿qué hacer?

Preguntó Elena.

—Yo os aconsejo…

Y Tafalera suspendió su consejo, como si él mismo lo temiese.

—¿Qué?

Preguntó Ricardo.

—Nada.

Dijo enfadado el marqués.

—¡Qué mal genio!

Observó Elena.

—¡Mal genio! Eso podéis decir todavía.

—Os hemos pedido un consejo.

—Pero en cosas tales no se aconseja uno de éste ni del otro, sino del propio corazón, del propio sentimiento.

—¿Qué haríais en nuestro lugar?

—Yo, Yo.

—Vos.

—Lo primero no pedir consejo.

—¿Y lo segundo?

—Echar a correr. Apelar a la estratagema de la fuga. Cuando vieran vuestros padres que había un rapto en toda regla, ya se darían a partido, consintiendo en lo que ahora indudablemente rechazan.

—Mi padre me mataba.

Dijo Elena.

—Mi madre se moría de dolor.

Dijo Ricardo.

—Pues al claustro, muchachos, tú sacristán, ella monja. De esa categoría son vuestros escrúpulos.

—Nuestras observaciones, le replicó Ricardo, prueban que sentimos la triste negativa, pero no prueban que dejemos de arrostrarlo todo cuando sea preciso.

—Yo estoy dispuesta a obedecer a mi padre hasta el último extremo; pero también dispuesta, si no pudiera vencerlo, a seguirte a ti, a quien desde el día de mi juramento considero como mi esposo. Díme el camino que he de tomar, y lo tomaré sin recelo.

—Tanto más, añadió el viejo marqués, frotándose las manos de gozo, cuanto que tenéis un guardián de vuestra honra y un fiador de vuestro buen proceder. Para salvar todos los escrúpulos, yo me voy con vosotros, y no os dejo solos ni un momento, sino después que hayáis recibido la bendición del cura y entrado en la cofradía de los casados. Por consiguiente, manos a la obra. Arreglémoslo todo. Cuando nos echen de menos que estemos en Francia. Ya veréis así que oigan la campanada de vuestra fuga, así que sepan la resolución de vuestra suerte, así que vean cómo, de insistir en sus trece, solamente cosecharán la muerte o la deshonra de sus hijos, llamarse a andana, y en cuatro días casaros.

Elena temblaba de pies a cabeza, pero con tal estrépito, que a distancia se oía el rechinamiento de sus dientes. Ricardo, pálido, ojeroso, agitadísimo, pensaba con horror en la pena que iba a dar a su madre esta triste resolución, por la cual podía quedar abandonada a mayor soledad. Así es que, aún no había convenido en el supremo recurso aconsejado por la incorregible travesura del viejo Tafalera, cuando se le ocurrieron algunas observaciones que lo templaban. Su madre se aparecía a sus ojos, viuda, desolada, sola, y le helaba materialmente el corazón perdidamente enamorado de Elena.

—Yo me resuelvo a todo.

Dijo, venciéndose con sumo esfuerzo.

—Y yo también.

Añadió Elena.

—Pues mañana mismo el rapto; mañana mismo la fuga.

—Pero no puedo decidirme sin haber apurado todos los medios.

Observó Ricardo.

—Ni yo tampoco.

Añadió Elena.

—Necesito una suprema apelación a mi madre.

—Y yo otra suprema apelación a mi padre.

—Tomáos todo el tiempo que os pida el gusto. Mas no olvidéis que para impulsar a los demás a grandes resoluciones, no hay cosa como tenerlas fuertemente decididas uno mismo. El calor de los sentimientos tiene algo de irradiante y de comunicativo. Para decidirlos a ellos empezaos por decidiros vosotros mismos a una suprema resolución.

—Decididos.

Exclamaron a un tiempo Elena y Ricardo.

—Pues lo más pronto posible, fuga y rapto, toda una pieza de teatro.

Capítulo 19. El golpe de gracia

Ricardo salió despavorido de casa de su amada y temeroso del efecto que podía producir en persona tan enferma como Carolina la suprema resolución. A cada paso que daba hacia su casa, retrocedía más, no en el empeño último y supremo, en el momento de realizarlo. Carolina era su madre, y una madre tiene derecho a todo en este mundo. Carolina era una madre desgraciada, y esta desgracia aumentaba su autoridad y disminuía el poder de su hijo. Siempre en duelo; de insomnios inacabables por la noche, de llantos perennes por el día, de continua desesperación; su hijo era la única prenda que la detenía sobre el abismo y que la ataba a la vida. Si también desaparecía su hijo, —¿qué le quedaba ya en el mundo? —Una soledad más triste, un dolor más intenso: la muerte violenta quizás por única solución a la tragedia de su vida. Así es que Ricardo no osaba notificar a su madre que, en cambio del ser recibido de su amor, en cambio de la educación recibida de sus próvidos cuidados, en cambio de la fortuna guardada por su previsión, iba a ofrecerle una fuga inevitable, un rapto criminal, un apartamiento indefinido; golpes todos de muerte. Así, conforme se acercaba a su casa iba deteniendo su paso, como si quisiera aplazar indefinidamente la hora suprema de comunicar una resolución parricida.

Pero de no tomar esta resolución, de someterse ciegamente al deseo de su madre, renunciaba para siempre al único fin anhelado por todo su ser: al amor de Elena. ¿Por qué su madre le había concedido la vida si le quitaba la dicha? ¿Por qué le había avivado los grandes sentimientos si apagaba el más vehemente y necesario de todos ellos? ¿Por qué le había granjeado una fortuna, si esa fortuna quedaba sin el empleo más útil, sin contribuir para nada a la formación de una familia? El amor le ocupaba la vida entera. Impetuosísimo por temperamento, aquella pasión le arrastraba con una fuerza incontrastable. No había luz en el mundo como la luz que despedían los ojos de su amada; no había vida como la vida que exhalaba su aliento. Las armonías del arte le parecían ecos vanos cuando no las escuchaba con el corazón lleno de aquel amor; los grandes combates sociales vanos sacrificios, si no los sostenía la seguridad de encontrar después del esfuerzo refugio segurísimo en la providencia de un correspondido amor. Toda su vida, desde la vida en la naturaleza hasta la vida en el arte; desde la vida en el arte hasta la vida en la ciencia; desde la vida en la ciencia hasta la vida en la sociedad; todo tenía por alma ese amor que la mantenía, que casi la formaba, que constituía su esencia, como el oxígeno la esencia primera del aire y el alimento de la llama. Renunciar a ese amor le era tan difícil como renunciar al espíritu y a la vida del espíritu. En ese amor se compendiaba y se resumía toda su existencia, todo su ser.

A su vez Carolina padecía tormentos horribles, exacerbados por los sucesos recientes. En aquella mañana de la resolución de su hijo habíase levantado, por no poder sufrir en su inquietud la inercia a que le condenaba el guardar cama. Envuelta en su peinador blanco, esparcido el abundante cabello por la espalda fría y pálida como el mármol, los ojos brillantes al fuego de la fiebre y circuidos de una aureola morada, semejábase a una de esas Dolorosas en quienes la piedad cristiana ha idealizado las penas y las tristezas de las madres. La ambición de toda su vida, el encuentro con su hija, acababa de realizarse en condiciones tales que abrieron y enconaron todas las heridas de su alma, nunca cicatrizadas. La vió, sí, la vio buena, hermosa, amante; con virtudes que se reflejaban en la serenidad de su mirada; con talentos que resplandecían en los espacios de su frente; y no pudo ni decirle cómo la amaba, ni entregarse a los trasportes de su corazón, ni retenerla a su lado, porque la revelación de su cariño equivalía a la revelación de su deshonra y a la acusación del rapto cometido por el único hombre acepto a su corazón, y amado de ella con profundísimo amor en este mundo. Luego, víctimas de una fatalidad, en la cual se veía claramente un castigo, sus dos hijos, desconocidos el uno al otro, a causa de trágicas incidencias, se encontraron en la vida; y por la mutua ignorancia de su respectiva existencia, al encontrarse casualmente, quisiéronse como amantes en vez de quererse como hermanos. Su mutua pasión, que tenía en apariencia todas las legitimidades; la ingenuidad, el desinterés, la pureza, el amor aparecía natural ante la sociedad que encontraba en aquellos dos seres cualidades idóneas para completarse con la personalidad superior del matrimonio; y sin embargo, no era posible, por reprobarla a un tiempo las leyes de la naturaleza y las leyes de la moral. Y cobraba diariamente fuerza, y crecía en los dos corazones, y se arraigaba con el trato, y se unía tanto a la mutua estima como a la mutua admiración, y llenaba desde los sentimientos hasta las ideas de aquellos dos seres, y se convertía en la vida de su vida y en el alma de sus almas. Separarlas de pronto; decirles que debían renunciar a todas las esperanzas y a todas las ilusiones; inspirarles la idea de que su cariño exaltadísimo tenía que convertirse en amistad tranquila, y descender a un grado inferior de fuerza y viveza, resultaba imposible sin la explicación previa del misterio de su vida deshonrosa al nombre de sus padres. Pero aún resultaba más imposible todavía tenerlos uno al lado del otro; dejarlos entregados a una pasión criminal; consentirles el aumento de esperanzas irrealizables y de ilusiones fantásticas, a las cuales debía suceder tarde o temprano una espantosa realidad. No había remedio; precisaba revelarles su verdadera situación para decirles toda la imposibilidad de sus amores. Pero ¿cómo, sin que entrevieran el crimen de sus padres? ¿Cómo, sin que los dos seres, a quienes cada cual de ellos creía dechado de todas las perfecciones, apareciese circuido con las sombras de la más infame deshonra? Consentirles su pasión, era perderlos ante Dios, ante el mundo, ante su propia conciencia: separarlos por capricho, por voluntariedad, por los arrebatos de un momento, después que su pasión creciera tanto, equivalía a matarles, porque despedazaba sus dos corazones, indisolublemente unidos en igual amor. Así es que Carolina se volvía a todas partes en pos de un alivio a su dolor, y no lo encontraba; en busca de un desenlace a esta tragedia de su vida, y no podía ni adivinarlo siquiera, erizado como estaba de dificultades insuperables. Ni siquiera le parecía dable la muerte, ese descanso tan deseado en otras ocasiones, tan pedido a la Providencia; beleño único a sus penas, calmante único a la intensidad de su dolor, porque el anhelo de la muerte encerraba un acto de egoísmo, el reposo para ella y el dolor para sus hijos. Pero si no caía en la muerte, si un natural instinto la preservaba del suicidio, y hasta de la aspiración al suicidio, en cambio la impelía al misticismo. Sus nervios se descomponían y vibraban desordenadamente, como si los agitase un huracán incomprensible; por sus ojos pasaban en nubes de formas no conocidas ni soñadas visiones magnéticas, de un brillo, que ya se parecía al sol de los soles, ya al fósforo de las tumbas; plegarias extrañas, indescifrables, como los oráculos de las antiguas Sibilas, se evaporaban de sus labios perfumados por las esencias de las ideas místicas, y enardecidos, por las llamas de amores sin fin y sin objeto; los éxtasis más frecuentes la desceñían hasta de su organismo, y la elevaban, como separándola del mundo, en espíritu, a las cunas inaccesibles de lo ideal; y una vaga aspiración a no ser, a la absorción en lo eterno, llegaba en algunos momentos a apoderarse con tanto imperio de su alma, que perdía la conciencia de toda su vida, y se aniquilaba en completo aniquilamiento, como si en vez de persona en sí y por sí, fuera la cinta de alga removida de aquí para allá por los vientos del cielo en los abismos de la insondable eternidad. En uno de estos momentos se encontraba, cuando vino su hijo a despertarla para decirle, que no podía sufrir más tiempo su penosa incertidumbre. Así entró en la habitación de su madre con ánimo de agotar todos los medios pacíficos antes de decirle de una vez, que de acceder o no a su demanda y dar o no su consentimiento, dependía la nueva dirección de su vida, porque estaba completamente resuelto a un rapto, a una fuga, a un matrimonio exigido por el escandalo, y fundado en la necesidad, ya que no querían regularizarlo con su acuerdo y cumplirlo con su bendición, para que fuese acepto al cielo, y honroso y legítimo ante el mundo.

—Madre mía.

Dijo Ricardo, dirigiéndose a Carolina, y distrayéndola de su sueño, más bien magnético, que vulgar y ordinario.

—Hijo querido, hijo del alma.

Respondió en seguida Carolina al llamamiento de Ricardo, frotándose los ojos con ambas manos, como si volviera de un profundo sueño tras larguisima noche.

—¿Cómo está V.?

—Me encuentro un poco mejor.

—¡Cuánto me alegro!

—Es cosa triste este continuo padecer.

—¡Tristísima!

—La felicidad…

—Es fácil de encontrar, madre mía, cuando no tenemos empeño en lanzarla de nuestro lado.

—No lo creas. Si tienes alguna vez felicidad verdadera, no la gozas, porque apenas la adviertes. Casi todas las desdichas humanas son dichas perdidas, o ignoradas de nosotros, hasta el momento mismo de su pérdida irreparable.

—¡Cuán verdad es eso que V. dice ahora! ¡No sabemos lo placentero de respirar fácilmente hasta que no encontramos dificultad en la respiración! Y no sabía yo lo feliz de mi amor con esperanza, hasta haber caído en la presente desesperación.

—Ricardo.

—¡Madre mía!

—No puedo decirte todo cuanto pasa por mi alma al oír tus quejas.

—Pues yo, madre mía, puedo decírselo a usted todo, enteramente todo lo que sucede en mí, sin dejar ni siquiera un pliegue recóndito a sus ojos.

—Ya lo creo.

—Yo amo.

—Ya lo sé.

Dijo Carolina suspirando.

—Amo con toda la violencia de mi ser, lleno de tempestades como el trópico donde he nacido.

—Conozco, hijo mío, tu temperamento. Te he llevado nueve meses en mis entrañas. Te he alimentado dos años a mis pechos. Sé toda la vehemencia de tu alma.

—Pues si la sabe V., no la condene a dolores como los dolores que la atenacean desde el instante fatal en que opuso una negativa irrevocable al más vehemente de todos sus deseos.

—Mírame cara a cara, hijo mío.

—Miraros es mi felicidad, madre, y mi desgracia veros siempre llorosa.

—Soy tu madre.

—Mi madre idolatrada.

—Los que ni son ni pueden ser madres, jamás alcanzarán a comprender ni a sentir cómo nosotras amamos a nuestros hijos. En la pasión del amor hay mucho de egoísmo y mucho de sensualidad. Pero en el amor maternal todo es puro como la misma inocencia. El móvil único está en el cariño por el cariño mismo, y la abnegación y el sacrificio se imponen como una verdadera necesidad.

—Pues si el consentimiento en mi matrimonio es un sacrificio, hágalo V. en virtud de esa necesidad que de sacrificarse por sus hijos siente el corazón de las madres.

—Si fuera un sacrificio, Ricardo mío, ya estaría hecho. ¿Qué no hiciera yo por tu amor? Mas no es un sacrificio; es una imposibilidad ese consentimiento que no debías pedir a tu madre, cuando sabes que tu madre no puede concederlo.

—Dígame V., por lo menos, madre mía, la razón de esa imposibilidad.

—Ni puedo darte el consentimiento, ni puedo decirte la causa de esta irrevocable resolución.

—Me vuelvo loco. Me parece que la razón se escapa de mi cerebro. Muchas veces dirijo la mano a la frente, tan solo para detener a esa fugitiva que me abandona a la demencia más exaltada y más triste. Dais una sentencia que es mi condenación inapelable, y no queréis decir por qué la habéis dado. Ese silencio aumenta la gravedad de la resolución en V., y en mí el dolor de la acerba pena. Imposible modificar nuestra naturaleza. Buscamos instintivamente la razón de las cosas por un impulso de la inteligencia superior a los impulsos de la voluntad. Como sabemos que todo hecho o acción tiene su motivo, sabemos que tiene su razón y su causa. Resistiráse la voluntad a buscarla, pero la inteligencia de continuo la busca, y no descansa hasta que la ha encontrado. Imposible el consentimiento, decís. Sea en buen hora. Pero imposible, mucho más imposible que desconozca yo la causa de esta imposibilidad. La buscaré en todas partes, la escudriñaré, hasta llegar a encontrarla. ¿Cómo? Seré infeliz, acallaré los latidos de mi corazón, dejaré al ángel que idolatro, me condenaré a una soledad eterna, moriré para toda dicha en la flor de mi juventud, y ni siquiera he de alcanzar ni saber por qué he sido tan desdichado. Todas las cosas tienen su razón de ser; y mi desventura no ha de resultar lo único inexplicable en el mundo. Me habrá aplastado la fatalidad; pero ya que la sienta, dejadme a lo menos conocerla. Todo ser se vuelve contra aquello que lo hiere. Usted no me hiere a mí, porque una madre no puede herir a su hijo. Usted no me desama a mí, porque es amor todo su corazón. Sepa yo para maldecirla eternamente la fuerza ciega que a todo se sobrepone y a todos igualmente nos avasalla. Sepa yo la razón de esa negativa. Lo exige y lo necesita mi alma, mi vida, mi voluntad, mi entendimiento, mi corazón, todo mi ser. Por Dios, madre mía, decidme: ¿cómo siendo toda bondad os negáis a la ventura de vuestro hijo?

—No sabrás, Ricardo, cómo y en qué grado puede tu madre quererte. Mis entrañas todavía conservan la dicha que les causó el estremecimiento primero de tu ser en su seno. Mi corazón late para ti. Mi vida es tuya como es mía la vida que te anima. El parecido de nuestros rostros revela bien el parecido de nuestras almas. Cuando te veo venir a mi presencia, recuerda siempre que te di la respiración en que se avivan tus pulmones y la sangre con que se riegan tus venas. Soy tu madre, y es inútil toda otra reflexión, ocioso todo encarecimiento. Y no sería tu madre, si después de haberte dado la vida, no procurara darte la felicidad. Una existencia desdichada sería el más triste de los presentes, y acaso podría darte derecho, si no para maldecir, para dolerte de tu madre. Unes tu felicidad a Elena, y yo me interpongo entre los dos. Pues, al interponerme, créelo, hijo mío, sufro la coacción de una fatalidad irresistible. Hay realmente una causa, hay una razón de mi negativa. ¿Cómo no haberla? ¿Podrías crerme tal que sin motivo alguno me resolviese y determinase a una acción tan grave como la negativa a tu matrimonio, bajo todos aspectos necesario? Hay una razón que no debes saber. Cree a tu madre, por lo mismo que la amas. Comprende su cariño. Díte a ti mismo en lo más hondo de tu pecho y en lo más recóndito de tu pensamiento, que la mujer, autora de tus días, no puede proceder en todo cuanto a ti pertenece y toca, sino movida de una pasión, delante de la cual parece leve cosa el amor que te profesas a ti mismo, y que en ti ha puesto naturaleza para la obra suprema de tu conservación. Si te quiero más que tú mismo puedes quererte, este cariño mío basta a explicarte mi resolución. La tomo, porque no puedo tomar otra; y la razón de tomarla está toda entera en mi amor.

—Pero ¿y el misterio de los motivos?

—Tú lo has dicho; el misterio.

—Y ese misterio impenetrable no puedo yo penetrarlo?

—Tú lo has dicho: impenetrable.

—Decídmelo.

—No puedo.

—Por Dios, madre mía.

—No puedo.

—Por el amor que me tiene.

—No, no.

—Por la hora de mi nacimiento.

—¿Qué podrás invocar que sea bastante a moverme, cuando ya has invocado inútilmente el amor de madre?

—Invoco la memoria de mi padre.

—Ricardo, no me martirices.

—La memoria de mi padre, que hubiera conocido por la pasión que tenía V., y por la santa felicidad que encontró en su enlace…

—¡Ricardo!

Gritó Carolina; pero con gritos desgarradores, como si le apuñalasen el corazón, como si le abrasaran las carnes en una llama vivísima.

—Mi padre hubiera conocido, continuó Ricardo, prestando atención tan solo al movimiento interno de su idea y sin advertir el dolor y la desesperación de su madre; hubiera conocido que en hogar tranquilo, en familia amada, en amor correspondido, en una esposa fiel…

—Calla, Ricardo, calla; si no quieres matarme, dijo Carolina sacudiendo con furia a su hijo como para sacarlo de aquella conversación e impelerle a otro género de ideas y de sentimientos que no la hirieran con tan profundas heridas.

—Mi padre me hubiera dicho, si por acaso a mi felicidad se negaba, la razón de su negativa.

—Ricardo, no seas cruel con tu madre.

—¿Habla V., madre mía, de crueldad?

—No puedes adivinar cómo laceras mi pecho con tus palabras.

—Y V. no puede adivinar cómo desgarra el corazón de su hijo. Si comprendiera cómo amo, si llegara a asomarse a mi pecho, si el dolor condensado sobre mi corazón, si la tristeza extendida como una sombra mortal en mi mente pudieran llegar hasta la inteligencia de V. no se cerraría de esa suerte su corazón a la piedad.

—¿Crees tú, Ricardo, que yo, tu madre infeliz, no siento todo cuanto sientes tú, hijo de mis entrañas? Tus dolores se unen a mis dolores y los exacerban hasta el punto de no poder sufrirlos. ¡Qué día tan bienhadado será el día de mi muerte! Cuando la vea venir, cuando se acerque a mi lecho de dolor y tienda la mano para herirme, habré de bendecirla como a una mensajera de la divina misericordia. Si hubiese de prolongarse esta pena aún más allá del sepulcro, si hubiera de durar toda una eternidad como dura el infierno, dudaría hasta de la bondad de Dios, y creería que nos había llamado a la vida tan sólo por el placer de atormentarnos ¡Oh! ¿Cuándo vendrá la muerte?

—Pues, madre mía, por ese dolor que yo comprendo, dad vuestra bendición a mi casamiento.

—No puedo, hijo mío. Dios sabe que no puedo.

—Decidme la causa de esta negativa.

—Repito lo mismo, hijo mío, repito que no puedo.

—Pues bien, madre, no extrañará V. la acción que voy a notificarle. Pensé llevarla a cabo sin su consentimiento.

—Ricardo, ¿qué vas a hacer? Preguntó Carolina profundamente azorada, adivinando por la solemnidad del tono y del ademán lo irrevocable de las resoluciones de su hijo.

—Madre mía, yo solamente sé que amo a Elena con un amor incontrastable, y que V. se opone a la satisfacción de ese amor con una incontrastable negativa. Los derechos de los padres sobre sus hijos tienen también sus límites. Como no podéis condenarme a muerte, no podéis tampoco a perpetua infelicidad condenarme, castigo más terrible mil veces que la muerte.

—Hijo mío por piedad; piensa, reflexiona, qué al negarse tu madre a tu dicha, tiene una razón de todo punto invencible.

—No la comprendo, porque no la sé, y como no la sé, no existe para mí. De consiguiente, no extrañe V. que obedezca a mi naturaleza, que obedezca a mi corazón, que obedezca a mis compromisos, que obedezca a Dios, cuyo soplo creador ha debido infundirme esta purísima pasión, aunque no obedezca a mi madre.

—¡Infeliz! ¡qué piensas hacer!

—Pienso, aunque V. se interponga, huir con Elena, robarla a su padre. Todo está arreglado para el caso. A una señal mía saldrá de su casa, y yo iré a reunirme con ella para demostrar ante Dios y ante el mundo cómo no hay fuerza bastante a separar dos corazones que se buscan y que se encuentran ¡ay! en la común satisfacción del amor. Madre, cuando ya hayamos vivido juntos, cuando el negarse a nuestro cariño equivaldría a convenir en nuestra deshonra, entonces y solo entonces bendecirá V. nuestro matrimonio, ya indispensable al bien y a la tranquilidad de todos.

—Hijo mío, no delires. Eso que dices no puede suceder. ¡Separarte de tu madre! ¡Dejarla abandonada en su dolor! No lo he oído, porque no lo has dicho. Desmentirás toda tu naturaleza, y la naturaleza no se desmiente nunca. Tu madre no puede decirte nada más. Se opone a tu casamiento en la imposibilidad material y moral de consentirlo. No quieras saber la causa. Si pudieras aprenderla en un minuto y en otro minuto olvidarla para siempre, yo te la diría. Pero no; es imposible. Ricardo, hijo mío, a tus pies me arrojo. Te pido perdón. Conozco cuánto lacero tus entrañas. Conozco que pierdo tu vida, todo lo conozco. Pero no, no puedo hacer otra cosa Compadece a tu madre infelicísima, compadécela. No tratas de saber por qué se opone a tu dicha, como no tratas de saber por qué Dios te ha creado.

—Madre mía, perdóneme V., perdone a este hijo desdichado. Mi triste estrella quiere que en rebelión de mi madre me presente, mi estrella nefasta. Pero no puedo desasirme a una pasión que me domina; no puedo absolutamente separarme de su poderoso influjo, que ha convertido en nueva vida mi vida. Para mí se puede apagar el sol y no se pueden apagar los ojos de Elena. Tanto me da que falte a mi pecho el aire de la atmósfera, como el aire de sus suspiros. Su amor queda siendo ya la sangre de mi sangre, la vida de mi vida, el alma de mi alma. Arrancadme del pecho el corazón, y pisoteadlo, y mordedlo; no me causaréis un dolor tan vivo como si me arrancáis esta pasión, a cuyo soplo respiro y vivo. Madre mía, me matáis. Y yo no puedo responder de mí mismo en este trance supremo. El que en los abismos del mar, cae, al ahogarse, coge ciegamente el primer objeto capaz de salvarle y volverle a la vida. Yo, en mis angustias, me he acogido a la fuga. Adiós, madre mía, adiós. Dentro de una hora habremos partido como amantes desesperados los que vosotros no queréis unir en fiel y digno matrimonio. Adiós, madre mía, bendecid a un hijo que no os maldecirá jamás.

Y Ricardo tomó la actitud resuelta de quien se despide y se marcha. Pero Carolina le asió fuertemente del brazo le retuvo a su lado con verdadero imperio, y le impidió tomar por aquel minuto la suprema resolución con que amenazaba.

—¡Hijo mío!

Le dijo con una expresión inexplicable de angustia.

—¡Madre, madre mía!

Le respondió Ricardo.

—Tu madre soy.

—Y como tal siempre la he amado.

—Menos en este instante.

—No, ahora más que nunca, pues ni siquiera me atrevo a una resolución como la de esa fuga, aconsejada por mi corazón, exigida por mi honor, sin decíroslo francamente.

—No puedes irte.

—Debo irme.

—Tu madre ruega.

—Dios me perdonará si por vez primera he desoído su voz.

—Corres a tu perdición.

—Corro a mi amor.

—Amor imposible.

—Amor santo.

—Dios lo condena.

—No, porque Dios lo ha inspirado.

—Lo condena tu madre.

—En un momento de incomprensible exaltación.

—Quédate aquí, a mi lado.

—Volveré cuando pueda volver trayendo a este hogar una hija.

—¡Horror cien veces!

Gritó Carolina.

—Madre, el impulso ciego de la naturaleza domina por completo la voluntad.

—Hijo, tu madre no puede revelarte el abismo a que te precipitas.

—Elena será mi mujer.

—Imposible.

—Elena será vuestra hija.

—¡Dios mío, Dios mío!

Gritó Carolina.

—Y cuando sea vuestra hija…

—Calla, calla; que me matas.

—Y cuando sea vuestra hija la bendeciréis.

—Ricardo, compasión, compasión, compasión.

—Madre mía, téngala V. de su hijo.

—Si tú supieras…

—Solamente sé que amo.

—Ama también a tu madre.

—No se excluyen, no, las dos pasiones.

—Hijo mío, respeta un secreto.

—Madre mía, comprended mi pasión.

—Por Dios.

—Por Dios, digo yo también.

—Espera.

—No puedo esperar.

—Espera, te repito.

—Las palabras que me habeis dicho me han quitado toda esperanza.

—Te lo manda tu madre.

—No la obedezco, porque me manda lo que no puedo cumplir.

—Excusa una porfía.

—Madre, adiós.

—Detente.

—Adiós.

Y Ricardo salió de la habitación.

—¿Dónde vas, infeliz?

—Voy donde me llama mi amor.

—Amor maldito.

—Que vos bendeciréis cuando Dios lo haya bendecido.

—Ricardo, dijo Carolina, asiendo fuertemente a su hijo que se disponía a partir, Ricardo, Elena es tu hermana, Elena es mi hija, maldíceme o mátame si quieres.

Y cayó desplomada en el suelo, como si la hubiera herido un rayo. A esta palabra Ricardo se llevó las manos a la frente, como si quisiera apartar de ella un pensamiento insufrible. Sus ojos saltaban de las órbitas. Su rostro se demudó en tales términos que nadie lo hubiera conocido. Erizáronse sus cabellos. Un temblor convulsivo le sacudió todo el cuerpo. Y poco después de esta emoción de asombro, recapacitando lo que había oído, viendo a sus plantas rígida y como muerta a su madre, lanzó un sollozo tan largo, tan triste, tan terrible, tan desconsolador, que hubiera partido hasta las piedras, y que se parecía siniestramente al resuello que se llama el estertor de la muerte.

Capítulo 20. Desenlaces necesarios

El viejo marqués de la Tafalera y el joven conde de la Floresta departían, paseándose por el jardín, sobre los sucesos, cuyos funestos golpes acababan de sobrecoger a la familia. Envuelta en misterios impenetrables su causa, perdíanse ambos a dos en conjeturas, a cual más descabelladas. La venida de Carolina a pedir la mano de Elena; la interminable entrevista con Antonio; los trasportes de amor al tropezar con la futura nuera; el resultado tristísimo de la negativa incontrastable a todo enlace; la extraña enfermedad de Antonio, que ya tenía accesos cuasi epilépticos, ya una paz rayana con la indiferencia, enfermedad a veces agravada por un delirio continuo, en el cual decía palabras incoherentes, indescifrables, pero verdaderamente siniestras y trágicas; todos estos sucesos eran propios a romper la cabeza más bien organizada si trataba de elevarse hasta el claro conocimiento de sus causas. ¿Por qué Antonio repugnaba un marido americano para su hija? ¿Por qué, a pesar de esta repugnancia, dio el consentimiento al matrimonio con Ricardo? ¿Por que aseguró Ricardo que por parte de su madre no habría ningún inconveniente en demandar la mano de Elena y consentir la boda? ¿Por qué, al presentarse Carolina en aquel palacio, todo se descompuso? ¿Por qué en el momento mismo de descomponerse todo, Carolina mostró aquel amor exaltadísimo, digno de una madre apasionada, a la herida Elena? ¿Por qué después de esta manifestación de sus afectos se encerró en una completa negativa al deseado enlace? ¿Por qué Antonio se negó también, con verdadero furor, después de haber convenido con verdadera complacencia? ¿Por qué de resultas de su negativa cayó en cama con ataques de nervios, asaltos de fiebre y violencias de verdadero delirio? Imposible dar con la causa de todos estos extraños incidentes.

Pero sobrevino después de tantas rarezas el caso más raro y más inesperado. Movidos por los consejos y las excitaciones del conde de la Tafalera, gran amigo de ultimar matrimonios felices; arrastrados por sus propios corazones, presa de grande exaltación; los dos jóvenes acababan de convenir en una fuga pedida a gritos por su pasión y necesaria para arrancar a la necesidad el negado consentimiento. Todo estaba dispuesto a este trance, último recurso de la desesperación. Ricardo se apartó momentáneamente de su amada con ánimo de volver a llevársela consigo. Para dar al acto la gravedad posible, el viejo marqués se comprometía a acompañar a los novios, escudándolos de esa suerte con su autoridad, si no a los ojos del mundo, a los ojos de la familia. Señalada la hora, Elena esperaba sin detenerse siquiera ante la enfermedad de su padre, reconocida por los médicos como consecuencia de su estado moral, y que, por lo mismo, pasaba del delirio a la paz, de la fiebre al frío, de la mayor gravedad a la completa salud, a medida que se condensaban o se desvanecían sus varias emociones. Los dos jóvenes, discurriendo con el extravío propio de todas las pasiones y pensando que toda duda se acabaría en cuanto ellos mostrasen verdadera resolución, imaginaban vencer fácilmente la resistencia de sus padres con supremas e irrevocables determinaciones, como la de huir a su tutela y juntarse bajo un mismo techo, como juntos y confundidos estaban en el seno de un exaltado amor. Ignorantes de la causa real que los separaba, atribuían a empeño del capricho lo que era imposición de la necesidad. Elena aguardaba con impaciencia la llegada de Ricardo a la hora convenida. El marqués se rejuvenecía al calor de la aventura, que le devolvió todo el júbilo de sus primeros años. Pero ¡cuál no sería el asombro de ambos al recibir una carta solemne, triste, desgarradora, de Ricardo, diciendo como revocaba, no solamente su proyectada fuga, sino toda esperanza de enlace, convencido como Carolina y como Antonio de su completa imposibilidad! Ya puede todo el mundo figurarse qué comentarios saldrían de los labios de Tafalera, qué reflexiones tan extrañas, qué ideas tan originales sobre la pacata juventud de su tiempo, la cual, fingiendo amores, en cuya virtud parecía librar lo porvenir, según tantas frases bellísimas y tantos actos de exaltación y de apasionamiento, al llegar el trance de una resolución definitiva y suprema, lejos de correr al goce como la mariposa a la luz o como la piedra al centro de gravedad, se detenía, se retiraba por escrúpulos, ni siquiera explicables y comprensibles, aceptando con tristeza, pero también con resignación, la pérdida. de toda una esperanza cuyo calor aparecía en otro tiempo como el mismo calor de la existencia.

—Se va V. a volver loco, mi querido tío, le decía su sobrino el conde de la Floresta.

—Calla, hombre, si no puedo creer a mis propios ojos. Estoy tan rabioso, que si mordiera, mi mordedura daría rabia como la del perro hidrófobo.

—Serénese V., que le va a costar el dichoso asunto una enfermedad.

—Aquí todos nos pondremos enfermos; es verdad. Pero la enfermedad más general resultará la menos sentida y proclamada, la locura. Nos sucede con tal estado de nuestra alma lo mismo que le sucede al tísico con la enfermedad que aqueja a su cuerpo; no la conoce, y toma la fiebre de su sangre por un exceso de vida, como nosotros tomamos ahora el estado de nuestro entendimiento por una vislumbre de razón. Pero ni hay tal vislumbre ni tal niño muerto. Todos estamos locos; porque cuanto sucede aquí es antinatural, antiracional, absurdo e imposible.

—Serénese V., repito, y tenga un poco más de calma. Es verdad que hay para volverse locos por tanta rara coincidencia; pero también es verdad que no se alcanza cosa alguna de provecho rompiéndose la mollera en reflexiones y comentarios embrollados, en cuyas sinuosidades puede perderse y extraviarse el más sólido y más grave cerebro.

—No puedo comprender cómo es la presente generación; no puedo, ni nadie sería capaz de comprenderlo. En mi tiempo para acercarse a una niña se necesitaba burlar el cuidado de los padres, del aya que había sustituido a la antigua dueña, del paje, del lacayo, del cura que decía misa en el oratorio de la casa y tomaba el chocolate y rezaba, el rosario con la mamá, de tantos cancerberos como circuían y guardaban en inexpugnable fortaleza a una verdadera hermosura. Y sin embargo, lo burlábamos todo. Ahora sucede lo contrario: las niñas están casi, casi, a la mano; y esos bergantes, indignos de sus gloriosos antecesores, ni fuerza tienen para coger el fruto que les toca en los labios. Un matrimonio ya hecho, arreglado, convenido, se deshace por una genialidad de los dichosos padres, genialidad inexplicable: y ese mandria de Ricardo, en vez de apelar a un rapto, a una fuga, a lo que haría el último de los hombres ¡ay! escribe, como pobre cuitado, una carta, en la cual, ¡estúpido! lo da todo por concluido, por roto, y aconseja a la mujer querida nada menos que el amor a otro novio. Nada queda ya en el mundo, ni amor, ni celos, ni odios, ni venganzas, ni virtudes. Lo bueno y lo malo se acaban juntamente a causa de una vida vulgar, monótona, uniforme, en cuyo fondo gris no sucede cosa alguna. Esta pasión debía concluir por el rapto o por el suicidio. y concluye de la más prosaica manera, adhiriéndose el muchacho de la noche a la mañana al insensato parecer de sus desatentados padres, y aconsejando nada menos que otro novio a su amada, extinto completamente su amor, puesto que se han extinguido las llamas visibles del amor, los celos. Y luego querréis que yo, pobre viejo, en cuya gastada osamenta, próxima a descomponerse en la muerte, aún se conserva el rescoldo de las antiguas pasiones, animando mi voluntad y encendiendo mi sangre, transija de ninguna manera con esta juventud, atea en religión, escéptica en filosofía, egoísta en moral, utilitaria en política, juventud que calcula así la felicidad como el amor matemáticamente, que aconseja con frialdad un nuevo amador a la mujer a quien acaba de abandonar; que ni siente ni padece, como si en vez de alentarse al fuego de las pasiones, naturales en sus años, recibiera ya el hielo de la vejez, confundiéndose por lo fría, por lo inerte, por lo rígida, con esos fósiles perdidos en las entrañas del planeta y dotados de todas las apariencias y todas las formas del organismo, pero sin un solo soplo de animación, ni una sola centella de vida.

—No maldigáis, dijo el conde de la Floresta a su tío, no maldigáis por un solo joven a toda la juventud española. El defecto de la generalización, tan frecuente en las naturalezas meridionales, esa tendencia incontrastable a deducir de lo particular lo general, nos lleva por necesidad a mil errores. De lo hecho por Ricardo no deduzca V. en manera alguna que pudiesen proceder así todos los jóvenes de nuestro tiempo.

—Ricardo es el mejor de los jóvenes que he conocido; y cuando el mejor procede así, ¿cómo procederán los demás?

—La vida humana aparece como un misterio continuo. No podemos juzgar las acciones humanas, porque no podemos conocer sus móviles. Donde creemos que hay una falta, resulta por el motivo determinante una virtud. Donde nos parece que hay una virtud, resulta por los móviles una falta. Solamente Dios conoce las acciones humanas, porque solamente Dios escudriña sus móviles, misterios muchas veces insondables para nosotros, los míseros mortales.

—No hay móvil ninguno que pueda justificar ese cambio tan brusco, ese tránsito tan rápido desde el amor más exaltado al desvío más triste. Ricardo se ha gozado en subir tan alto, como a las cimas del cielo, a nuestra Elena para lanzarla desde allí a los más hondos abismos. Este amor reproduce la fábula del águila y la tortuga.

—Caso extraño, cuya razón no se alcanza a nuestra débil inteligencia, la cual penetra más fácilmente en el fondo de los abismos del cielo que en el fondo de los abismos del alma.

—Y es necesario casar a toda costa y a toda prisa la pobre Elena, sea con quien quiera.

—Imposible en estos momentos, con el corazón despedazado por completo, con la amargura de los desengaños en los labios, con el sentimiento todavía vivo, sin que el tiempo haya ejercido su virtud ni en los ojos se hayan secado las lágrimas.

—Pero ¿no comprendes que este rompimiento súbito ha de engendrar hablillas innumerables?

—Lo comprendo.

—¿No comprendes que el único medio de conjurar esas hablillas se encuentra en constituir pronto una familia para Elena, y en procurarle un buen matrimonio?

—También es verdad.

—Pues apresurémonos. Ahí está el bueno de Jaime, joven tan generoso, tan valiente, tan liberal, tan desprendido como el mismo Ricardo, y a quien tarde o temprano amaría Elena.

—Difícil me parece.

—Mas, imposible el matrimonio con Ricardo, no ha de quedarse nuestra Elena para vestir santos, ni ha de ser con el tiempo una de esas cotorronas que padecen de los nervios, y fastidian a cuantos las tratan con sus desmayos, sus histéricos, sus aprensiones, sus patatuses. Líbrenos el cielo. Hay que darle marido, y pronto, muy pronto. Y de darle marido, ninguno como Jaime, que mil veces me ha hablado de su pasión exaltada con las lágrimas en los ojos; corazón de oro, inteligencia de fuego, voluntad de hierro; valiente, como un Cid; entusiasta como un joven de mi tiempo; sin escrúpulos de monja ni repulgos de empanada, cual ese adamado Ricardo; y tan capaz de tomar una fortaleza como de rendir un alma; resuelto en sus decisiones, tenaz en sus propósitos, constante en sus afectos, consecuentísimo con sus ideas, modesto en sus virtudes, y a quien creo bastante elevado para dar la felicidad a toda una nación, y con mayor motivo a la delicada alma de una tierna niña, que sólo quiere lo más fácil y más hacedero en este bajo mundo: amar y ser amada.

—Miradla, ahí viene, pálida y triste.

—Respetemos su dolor, dijo Tafalera, en estos primeros y supremos instantes de su natural explosión. Nada más difícil que contrariarlo cuando en explayarse encuentra su único alivio.

En verdad, así que se emboscaron por el jardín los dos interlocutores, apareció Elena. El peinador blanco que la cubría, el cabello en desorden que le flotaba sobre la espalda, dábanle aspecto de trágica aparición. Aquella frente, en otro tiempo tan tersa, tenía arrugas, como si en concebir pensamiento extraño se esforzase; aquellos ojos tan brillantes, que despedían chispas de vida, alzábanse ahora al cielo, cual si nada les llamase ya la atención, ni pudiera fijarlos en la tierra, semejándose su mirada dulce y triste a la mirada de esas almas místicas o en pena que suspiran por la redención, o que se esfuerzan por subir a otro mundo mejor desde este bajo mundo. Palabras incoherentes salían de sus labios, palabras parecidas a los tristísimos gorjeos del ave cuando se encuentra abandonada de su querida pareja o separada del nido donde pían sus idolatrados polluelos. En sus manos crispadas tenía una carta, y si alguna vez bajaba sus ojos era para fijarlos en aquellos renglones sobre los cuales caían, después de la lectura, hilo a hilo sus lágrimas.

Capítulo 21. Adiós para siempre

Elena: hemos acusado injustamente a nuestros padres. Cuando me apercibía con toda resolución a la fuga proyectada he sabido por inesperadas revelaciones la irremediable imposibilidad de nuestro matrimonio. La naturaleza, el mundo, la sangre que corre por nuestras venas, todo cuanto creíamos que nos llamaba a la misma suerte y nos requería a confundirnos en el mismo amor, todo nos separa y nos aparta con invencible separación y apartamiento. Sabe el hecho, Elena mía, no sepas la causa. Resígnate a la voluntad de Dios, y no acuses ni a tu padre, ni a mi madre; sobre todo, no acuses a tu infeliz Ricardo, que acaba de recibir en mitad del corazón una herida de muerte, a la cual no sobrevivirá mucho tiempo su débil naturaleza. A pesar de la aparente tranquilidad que reina en mis expresiones, a pesar del trazo segurísimo de estas lineas y de estas letras; si oyeras al través de la distancia los suspiros que me cuestan, si presenciaras los estremecimientos que me obligan a separar la pluma del papel, y las lágrimas que inundan mis mejillas y ciegan mis ojos, acaso me perdonarías en este trance, comprendiendo que tan sólo te doy un sorbo de la hiel con que destrozo ahora mis entrañas y acabo mi existencia.

Me separé de ti con ánimo de volver a unirme contigo para siempre. Caí a los pies de mi desolada madre pidiéndola una bendición sobre nuestras frentes que debía ser la bendición del cielo. Sentí, pensé, desde el momento que tuve la dicha de verte, ligar mi vida con tu vida, hacer de nuestras dos almas una misma y sola alma allá en los cielos, donde las almas se juntan y se confunden, allá en los cielos del amor. Comprende que la tierra donde pensaba vivir se ha desquiciado bajo mis plantas; que el horizonte a que creí deber aire y luz se ha venido en cenizas sobre mi cabeza; que la estrella única de mi vida se ha extinguido como un fuego fatuo; y que ando a tientas, entre ruinas, desconociéndome ya a mí mismo, como si fuera una sombra disipada en los abismos de la muerte.

¿Qué dirás de mí cuando recibas esta carta? ¿Qué idea te formarás del joven a quien acabas de ver rendido a tus plantas, ofreciéndote una mano, que retira de pronto, sin razón y sin motivo plausibles? Amar a un ser, confundirle con el ser propio; no aspirar a otra luz que la luz de sus ojos; no vivir en otra atmósfera que sus blandos suspiros; unir a sus ilusiones nuestras ilusiones y a sus esperanzas nuestras esperanzas; ver al través de su existencia así la vida como la muerte, así el tiempo como la eternidad; preferir su voz a todas las melodías del Universo y del arte, su protección a las fuerzas de la Naturaleza y su amparo al amparo mismo de la Providencia; y luego, en un solo día, perderlo para siempre, y perder con él todo cuanto nos ataba a la tierra, ¡oh! es una pena tal, que a su acerbidad no puede, no, resistir por mucho tiempo nuestra vida.

¡Cuán preferible contemplar el ser amado exánime y muerto! No respira, es verdad; no vive; dolor acerbísimo. Mas saber que respira y no respira en nuestra misma atmósfera; saber que vive y no vive en nuestra misma vida; saber que habla y no habla para halagar nuestros oídos, ¡oh! es un tormento tan cruel, que descoyunta nuestra alma. Mucho más felices que ahora seríamos reducidos a cenizas y encerrados en la misma sepultura, donde confundidos nuestros átomos, no pudiesen unos de otros separarse. El frío de la muerte había de convertirse en calor más fecundante que el calor del Sol a la llama de nuestros amores.

Pero, ¿a dónde voy? ¿Qué pensamientos pasan por mi cerebro destrozado? ¿Qué locuras me atrevo a escribir, injuriando a Dios, injuriándote a ti, injuriándome a mí mismo? Perdona este momento de extravío, en el cual no volveré a caer. Nuestro afecto debe quedar reducido a una sencilla amistad, porque así lo manda el deber. Y al cumplimiento del deber no podemos sustraernos sin subvertir esas eternas leyes morales por cuya virtud penden nuestras almas de Dios. Elena, he dejado para siempre de ser tu amante. No hay poder humano que tuviese ni fuerza ni autoridad para hacerme tu marido. Debemos renunciar por toda una eternidad al cariño exaltado que nos profesábamos. Debemos querernos tranquilamente como dos amigos, como si hubiéramos nacido del mismo seno y criádonos en el mismo regazo. A la exaltación tiene que suceder precisamente una serenidad bien distante de las antiguas tempestades. Hé ahí lo que exige de nosotros el deber; hé ahí lo que tu Ricardo está dispuesto a cumplir con todas sus fuerzas y a observar en toda la duración de su vida. No hay remedio. Así lo requiere la fatalidad.

Cuando lo supe, no sabía qué decir, a quién acusar, de quién dolerme y quejarme. Instintivamente llevaba la mano al corazón y creía acabados sus latidos. Erré algunos minutos por mi casa, sin saber a dónde iba y de dónde venía, como si hubiera salido del tiempo y del espacio. Luego entré en mi cuarto y caí de rodillas ante un crucifijo, hermoso objeto de arte, convertido, por el estado de mi ánimo en santo objeto de religión. Yo no sabía, sin embargo, qué pedirle cuando estaba cierto de que no podía concederme lo único deseable, tu amor y tus caricias. Le pedí un claustro ruinoso cubierto de zarzas y de yedras; una sepultura sobre la cual creciesen las ortigas y la cicuta; lágrimas, siquiera fuesen del rocío; miradas, siquiera fuesen de la luna, para la tierra removida; los brazos de una cruz de piedra extendiendo su sombra sacrosanta y guardando la eterna rigidez de mi cadáver. Pero entonces recordé cómo no hay átomo que se pierda y se aniquile; entonces recordé cómo el aliento que se escapa de mi pecho vuela a depositarse en el cáliz de las flores y a pintar sus hojas; cómo las moléculas que circulan por mi cuerpo, venidas quizás de un astro lejano por virtud del calor y de la luz universal, van a juntarse en nuevos seres sin que ninguno de ellos se pierda o se aniquile; y creí y proclamé la inmortalidad, tan solo para esperar encontrarte en otro mundo mejor cuando desceñidos de la manchada materia y en toda su pureza la esencia de nuestro ser, podamos amarnos en la eternidad como las almas aman a Dios en la bienaventuranza.

Y todos estos pensamientos, extraños en mi desesperación, se condensaron sobre una sola idea fija, sobre la idea de mi muerte. Matarme parecíame tanto como dudar de la eficacia de mi dolor y de su crueldad. Para acabar pronto no hé menester más arma que esta pena mía, elavándose y hundiéndose en lo profundo de mi corazón y de mis entrañas. Yo estoy seguro, segurísimo, de que pronto, muy pronto, habrá de dar estrecha cuenta de mí esta idea: no somos hoy lo que éramos ayer. Hora maldita en que supe tamaña desventura, ¿por qué antes de revelármela no me aniquilaste? Feliz hubiera muerto sin conocer este dolor, el más cruel sin duda alguna de todos los dolores humanos. He querido borrar de mi pensamiento el triste suceso; volver a mi anterior estado, siquiera por un minuto; departir con las flores de mis macetas y las avecillas de mis pajareras, a las cuales contaba yo con la muda elocuencia de los suspiros tu amor y mi felicidad. Pero ¿son las mismas? No deben ser, porque me han parecido las unas marchitas y tristísimas las otras. No deben ser, porque no han sonreído las flores ni han gorjeado las aves como antes sonreían y gorjeaban. En mi pena me he arrojado sobre el lecho como si me extendiera en el sepulcro. He llorado mucho y no he conseguido descargarme de mi aflicción. Desesperado, he corrido a la calle para huir de mi hogar a ver si huía de mí mismo. Las gentes me miraban con extrañeza, sin duda por lo desceñido de mi traje, por lo demudado de mi rostro, por lo descompuesto de mi cabello en desorden. Afortunadamente era ya de noche, y no podía notarse mi pena como de día, a cuya luz hubiera con seguridad hecho exactamente lo mismo. Ignoro si fue mi instinto o si fue la Providencia quien me condujo hasta las puertas de un cementerio. Pero recuerdo que entré, que pisé los huesos, que removí la tierra, que palpé las sepulcrales lápidas, que ví el reflejo siniestro de los fuegos fatuos y el siniestro mirar del buho y de la lechuza, que me revolqué sobre aquellas plantas, agarrándome a las ramas de los cipreses como a un último asidero en mi naufragio. Mis brazos volvieron a levantarse al cielo; mis labios volvieron a invocar a Dios. No le pedía cosa alguna; pedíale tan solo el aniquilamiento perpetuo, el sueño eterno. Las estrellas que tantas veces habíamos mirado juntos en las noches de estío, cuando embebecidos uno en otro buscábamos con nuestros ojos lo infinito, me parecían lámparas funerarias, tristes como esta misma tierra en que hemos sido tú y yo tan desgraciados. Y ¿cómo habían de parecerme otra cosa, cuando estaba seguro de que la esencia de tu aliento no subiría hasta mis labios entreabiertos; de que el rayo de tu mirada no penetraría como una idea hasta mi cerebro; de que el crugir de tus vestiduras no halagaría mis oídos; de que la música de tu palabra no trasportaría a mundos desconocidos mis pensamientos; de que tus sedosos cabellos no rozarían mi frente; de que jamás el aire volvería a repetir esta palabra anhelada, te amo como cuando respirabas, Elena, sólo para mí, para tu amante? Entonces la tierra se hermoseaba, los cielos resplandecían con nuevos resplandores, las estrellas nos mandaban ecos de sus himnos al Creador, el Universo entero se trasparentaba como para revelarnos las santas verdades ocultas en sus senos. ¡Cuán felices éramos uno y otro! ¡Cómo nos parecía la vida inacabable! ¡Cómo el placer purísimo nos trasformaba a nuestros mismos ojos haciéndonos creer que éramos inmortales! Vivir tú para mí; vivir yo para ti: hé ahí el secreto de todo nuestro ser, la aspiración necesaria de nuestros dos corazones.

Mas ¿por que amontono todas estas cosas, ya sin ningún sentido? ¿Por qué evoco todos estos recuerdos, ya deshojados y marchitos a mis plantas? Te anuncio que la naturaleza de nuestra pasión ha cambiado, y escribo como si nada absolutamente nos hubiera sucedido a nosotros; como si estuviéramos todavía en tu jardín, a orillas de la fuente, donde se retrataban los faroles venecianos, acariciados por las auras del cielo y por las armonías de la orquesta, lanzándonos uno en brazos de otro a los vértigos del baile, no por bailar, sino por estrecharnos fuertemente y confundir las dos amorosas almas en la luz de nuestras miradas y en el aroma de nuestros alientos. No, no pensemos en eso, porque con sólo pensar perpetramos el mayor de los crímenes. Pensemos en nuestra única esperanza, en la playa serena donde arribaremos un día, en la muerte. Mi sepultura estará aquí, en España, donde te he conocido y te he amado. Escogeré la aldea meridional de cuya rada mis antepasados, los fundadores de la familia de mi madre, salieron para pelear e imperar en América. Aunque mis ojos estén huecos y vacíos, yo necesito aquella luz para calentar mis cenizas; aunque mis oídos estén sordos, yo necesito como una eterna plegaria el rumor de las ondas mediterráneas penetrando entre las tablas de mi ataúd y resonando en la cavidad de mi sepultura. Allí viene más pronto la golondrina y se calla más tarde el ruiseñor, Allí florece, en los secos torrentes, el verde laurel con que yo había soñado tantas veces Y que había creído, en las ilusiones de la juventud, propio para mis sienes. ¡Cómo te agradeceré que alguna vez recuerdes que allí están mis restos, y vayas a depositar desde cualquier punto de la tierra donde te encuentres, algunas flores regadas con tus lágrimas! Mis huesos saltarán de gozo en su soledad. Nadie deberá saber cuál ha sido mi desgracia, ni tú misma. No se la digas a ningún ser humano, porque en el mundo castíganse las desdichas fatales como si fueran culpas propias. Sin embargo, cuando veas dos flores que se mecen sobre el mismo tallo; cuando dos cansadas alondras vuelvan de su vuelo a lo infinito y por casualidad descansen un momento en las ramas de los sauces plantados sobre mi sepulcro; cuando la brisa del mar arranque su polen a una palmera para depositarlo en el cogollo de otra palmera estremecida; cuando la luna bese con sus amorosísimos rayos a su esposo, a nuestro planeta, cuéntales, a fin de que me compadezcan y lloren contigo sobre mis restos fríos, cómo yo he sido el ser malaventurado y maldito para quien el amor se convirtió, al brotar dentro de su pecho, en imposibilidad incontrastable, en verdadero crimen.

¿De qué ha servido el venir a la tierra, si en la tierra no he acertado a conocer la pasión de las pasiones, no he acertado a conocer el amor? Nadie me ama. Nadie une su existencia a la mía. No hay un pensamiento fijo siempre en mi nombre; no hay una memoria que guarde perpetuamente mi recuerdo. Al acercarme a mi casa no tengo quién me espere. Al habitarla no encuentro quién comparta ni mis alegrías ni mis penas. El día de ayer completamente falto de recuerdos; el día de mañana completamente falto de esperanzas; por toda vida un desierto. Dentro de poco, cuando mueran los seres, naturales predecesores míos en las sendas de este mundo, ni tendré. a quien llorar, ni tendré quién me llore. No veré en mi casa abandonada las próvidas manos que todo lo arreglan; la dulce sonrisa que todo lo embellece; la tierna mirada que todo lo ilumina; la melodiosa palabra que todo lo armoniza; el sentimiento, que todo lo vivifica; es decir, el cuidado, la sonrisa, la mirada, la palabra, el sentimiento de una mujer unida a mi por la elección de la Voluntad y consagrada por el óleo de la virtud, cuyo amor, sin dejar de ser un goce delirante, es al mismo tiempo en la conciencia paz, y título de consideración y de estima a los ojos del mundo. ¡Ah! Al salir de mi casa no me contarán el tiempo que estoy fuera ni me preguntarán cuándo vuelvo. Desierta y fría como la tumba misma, no se oirán las sonoras carcajadas, los ruidosos juegos, las precipitadas carreras, los dichos entrecortados, las palabras sin sentido de los sonrosados niños que vuelan como las mariposas, que pían como los nidos, que encantan como el alba, que perpetúan con su inocencia nuestra inocencia, y renuevan con su infancia en la vida nuestra propia infancia. Ningún estímulo para el trabajo; ningún incentivo para la gloria; ningún deseo de ilustrar un nombre que nadie ha de llevar; ninguna compañía grata en las largas veladas de invierno al amor de la lumbre y al borde de la chimenea; ninguna esperanza de mezclar mis huesos con otros huesos queridos en el frío seno de la muerte. Soledad, soledad, eterna soledad por todas partes; hé ahí cuanto descubro en torno mío desde este momento al momento supremo de mi muerte.

Pero ¡ah! tal estado es mucho más horrible cuando se trata de una mujer; mucho más horrible cuando de ti se trata, Elena mía. Por consiguiente, siendo imposible nuestro matrimonio (perdona las manchas de esta hoja, ¡he llorado tanto!), siendo imposible nuestro matrimonio, ruégote que no cierres tu corazón a la esperanza de ser feliz. al lado de otro hombre a quien ames al cabo como seguramente me hubieras amado a mí. No te exalte, no te extrañe esta proposición presentada por aquél, que ayer mismo hubiera inmolado con rabia a quien le disputase tu corazón o se hubiera muerto de pena al saber la existencia de un rival afortunado. Entre los muchos deberes que la fatalidad me impone, el primero quizá es también el más penoso; procurar por los medios imaginables tu ventura doméstica junto a un marido a quien ames con todo tu corazón y que con todo su corazón te ame. Pero no lo dudes; cumpliré este deber con el rigor extremo con que he cumplido todos mis deberes. Podrá costarme la vida, es verdad, pero la vida será eternamente el primero entre todos los holocaustos exigibles por la conciencia y por el deber. Escoge un marido en quien se unan las prendas corporales con las prendas morales. No te enamores de hermosas apariencias; que la hermosura externa pasa pronto, y pronto satisface, mientras la hermosura del alma guarda para cada día una sorpresa y en cada sorpresa un encanto. No te dejes llevar del instinto ciego del primer impulso de la voluntad, sino de la reflexión unida al amor; porque las obras eternas, como un matrimonio feliz, han de preparar y concluir maduramente. No atiendas a ninguna ventaja material; ni a la cuna, ni al nombre, ni a la riqueza, ni a la gloria: para amar, lo verdaderamente indispensable es el amor. Trata mucho y durante el mayor tiempo posible a la persona en cuya compañía vas a pasar toda tu existencia. Procura conocerla en todos los actos de su vida; estudiarla en todos los repliegues de su corazón, porque no sabes como la cosa más mínima decide del amor, y cómo el amor, súbitamente acabado, cuando no queda reparación ni remedio, acibara el matrimonio y emponzoña la vida. Cerciórate de que la persona elegida es digna de ti, y ha de elevarte y ennoblecerte a tus propios ojos. La mujer que pierde la estimación a su marido, cae en una degradación moral, que si no hiere su honra, pervierte su alma. Después de casada no tengas ni más teatro ni más baile que tu casa; ni más diversión que contemplar el rostro de tus hijos; ni más trabajo que la educación de aquéllos destinados a sucederte y a honrar tu nombre con sus acciones. Para realizar esta obra de abnegación solamente háber menester el amor, el amor, siempre el amor.

De mí no vuelvas a acordarte. Baja los grados de tu amor hasta convertirlo en el afecto sencillo que se profesa a un amigo, a un hermano. Para combatir la pasión que aún pudiera quedar en tu pecho, opónla esta idea, la idea de su completa imposibilidad. Yo soy como Satanás; me encuentro imposibilitado de amar. Y como me encuentro imposibilitado de amar, me encuentro también imposibilitado de vivir. Soñé un día con la libertad; pero no puedo ya servirla, puesto que no puedo tenerla para entregarla a una mujer adorada. Soñé con la ciencia; pero las otras verdades me son de todo en todo indiferentes, desde que sé a ciencia cierta esta verdad desconsoladora, que nunca seré feliz. Soñé con el arte; mas para subir a sus esferas celestes y trasformarse en su impalpable éter, hay que pedir luz a la mirada de una mujer que sea la Pitonisa de sus secretos, la Musa de sus aspiraciones, la Diosa de su religión. Ni siquiera el trabajo me llama y me atrae, pues no tiene el trabajar para quién sea, ya que este pobre solitario vive sin posteridad y sin esperanza. Por eso te pido lo único que ya puedo pedirte; un recuerdo, un suspiro, una oración, una lágrima en la hora próxima de mi muerte. Adiós, Elena, adiós para siempre.

Capítulo 22. Finis

Han pasado dos años después de todas las escenas que hemos en los anteriores capítulos descrito. Antonio se ha llevado su hija a París, y con su hija se ha ido toda la familia, sin excluir el viejo tío, empeñado en hacer a toda costa y a toda prisa la felicidad de Elena en el seno de bienaventurado matrimonio. Las exigencias de la política, una conspiración descubierta como suelen descubrirse siempre todas las conspiraciones en España, ha llevado también a París al bueno de Jaime, cada día más enamorado de la libertad y de Elena. Allí el marqués de la Tafalera ha conseguido dos cosas: primera, que la joven comprendiese toda la imposibilidad de sus amores con Ricardo; y segunda, que se resignara a nuevas relaciones. Nadie en la familia pudo penetrar la causa de la separación entre Elena y Ricardo; pero todos la veían como irremisible e irremediable. Los dos amantes no volvieron a verse ni a escribirse. Entre tanto Jaime visitaba todos los días el palacito de los condes de la Floresta en la Avenida de los Campos Elíseos. Y aunque lo visitaba, si bien decía a todos cuánta era su pena, jamás se lo decía a quien más necesitaba saberla, jamás se lo decía a Elena misma, después de su última inapelable repulsa en el jardín de Madrid. Y la causa de este silencio estribaba en razón sencillísima que enaltecía su carácter: Jaime ignoraba la ruptura de las relaciones y no quería dañar a un amigo, tan amado como Ricardo, aunque fuese a costa de su eterna felicidad. Mas no se necesitaba ir mucho tiempo a la casa para saber el triste caso. Allí estaba la trompeta de la fama, el marqués de la Tafalera. Y aun después de sabido insistió el pundonoroso joven, por otras razones no menos valederas, en retraerse de toda declaración que pudiese parecer infidelidad, si no a su amigo, a la memoria de su amigo. En vano el marqués, a quien la ancianidad diera monomanía de casamentero, le demostraba la extraña naturaleza de los amores de Ricardo, el cual, en los días mismos de su ruptura con Elena y en la carta última, le aconsejaba un matrimonio que fuese la felicidad de la vida para ella, la paz del alma para él. Jaime no osaba declararse, diciendo que solamente lo haría, aunque en pedazos el corazón se le partiese, autorizado por Ricardo, a quien no volvió a hablar del amor sentido por Elena desde el día en que, a impulsos de irreflexivo sentimiento, se lo reveló con francas revelaciones dictadas por rapto de pasión.

Tales dificultades convirtiéronse en obstáculos insuperables para otro que no fuese nuestro buen marqués. En seguida se le ocurrió el expediente que todo lo resolvía y el medio que todo lo allanaba. Imposible, dada la formalidad de Ricardo, imposible en él decir una frase por decirla, sin ánimo de encarnarla en la realidad, tal como la tenía en el pensamiento y en la pluma. Dijo que se creía el primer interesado en procurar a Elena un venturoso enlace; y precisaba que cumpliera lo dicho. Y la mejor manera de cumplirlo consistía en interceder con Jaime para que Jaime se casara. Y si Ricardo intercedía, Jaime indudablemente se casaba; pues no quería otra cosa. Tafalera, que en achaques de amor podía pasar, no ya por bachiller o licenciado, sino por uno de los primeros doctores, comprendió bien e1 estado del ánimo de los dos jóvenes. Elena jamás se curó totalmente de su pasión por Ricardo. Pero el amor, como todo, se estrella cuando choca en lo imposible. Lloró, gimió; se puso pálida y ojerosa; sus días se pasaron en ataques de nervios continuos; sus noches en continuos insomnios; pero al cabo tuvo que rendirse a la realidad y que entregarse al impulso de la corriente, al impulso de la vida. El mandato categórico de su padre; el parecer unánime de la familia, que sin acertar con el misterio en sí, comprendía o adivinaba la imposibilidad del matrimonio; la carta misma de Ricardo en el momento de aguardarlo para una fuga resuelta y frustrada; todas estas razones bastaron a persuadirla de que su amor no tenía esperanza alguna sobre la tierra. Y ya sabéis lo que significa la desesperación. Ya sabéis cómo un amor que no se alimenta en las llamas de la vida, en las esperanzas ¡ay! o mata o muere sin remedio. De otra suerte imposible vivir en los celos y recelos sin término; en los delirios sin tregua; en los deseos sin satisfacción; en los ensueños sin realidad; en los combates sin victoria; en las esperanzas que han de terminar forzosamente por una desesperación muy parecida a la muerte. ¿La pasión no mató a Elena? Pues la pasión murió en Elena. Las palabras misteriosas de su padre; la carta desgarradora de su amante;. la separación interpuesta tan a tiempo; la vida de París, y ¿por qué no decirlo de una vez? hasta la presencia de Jaime la consolaban de su perdido amor y la impulsaban a sentir otro nuevo, si menos intenso, menos ocasionado también a tempestades. Principios de olvidar a Ricardo, principios de inclinarse a Jaime; propicia ocasión para tejer nuevas relaciones, sobre todo, tratándose de jóvenes tan accesibles al amor, y entre los cuales se levantaba un tercero tan hábil en urdir matrimonios como el marqués de la Tafalera. ¿Qué muralla había entre los dos jóvenes? En Elena el recuerdo de su amor a Ricardo, y en Jaime el escrúpulo de su amistad a Ricardo.

Pues todo lo resolvía Ricardo. De un tiro mataba dos pájaros. Precisaba acudir a él como a la solución de todos estos problemas y como al Deus ex maquina de todos estos dramas. El marqués comprendió bien pronto que una carta no valía. cosa, y pretextando negocios urgentes en Madrid, tomó el tren y se encajó sin descansar desde la capital de Francia en la capital de España. No acabaríamos nunca si hubiéramos de relatar todas las reflexiones que en el camino se le ocurrieron. ¡En qué mal hora atacaron los románticos, decía, las unidades clásicas, a las cuales prestaba nuestro buen Moratín su fervoroso culto! En estos días, con los ferrocarriles y los telégrafos eléctricos, las más embrolladas comedias, las más terribles tragedias, se desenlazan con facilidad en veinticuatro horas. Este drama terminará pronto, gracias a la celeridad del movimiento continuo y a la rapidez de comunicaciones. Y ya veis cómo el romanticismo, pretextando culto a la verdad, resulta inverosímil. Un alumno de la escuela huguesca ya hubiera matado con puñal o con veneno a Ricardo, a Elena, a Jaime, a cualquiera de los personajes. La realidad viviente es mucho más clásica. La realidad viviente no tiene esas catástrofes tan grandes como inverosímiles. Elena, que no ha podido casarse con Ricardo, se casa con Jaime; y Laus Deo. Jaime, que no ha podido ser plato de primera mesa, se resigna a ser plato de segunda; y andando. En cuanto a Ricardo, nada mejor que procurarle de cualquier manera la tranquilidad de toda su vida. Anudó unas relaciones por pasión y las rompió sin motivo. Pues ahora se le presenta la gran coyuntura de escapar a todo remordimiento uniendo a dos amantes a quienes, quizás sin culpa, había hecho infelices. Y Tafalera se frotaba las manos creyendo contentar a todo el mundo y contemplando las correcciones clásicas de nuestra vida, que desenlaza por plácidos matrimonios las mayores tragedias.

En cuanto hubo llegado a su casa y limpiádose el polvo del camino, tomó un baño para reparar sus fuerzas y un sueño para reparar su cerebro. Y en cuanto, lavado y dormido, pudo ponerse de pie, mandó la correspondiente carta a Ricardo pidiéndole hora para una entrevista. Inútil decir que Ricardo le dio la hora más próxima a la recepción de la carta y que Tafalera se presentó a la cita con su acostumbrada exactitud. Nunca se presentara si hubiera de saber la emoción que lo aguardaba. El joven, por quien tan grande amistad había tenido en otro tiempo, se le aparecía, no tanto enfermo como triste; pero de una tristeza mortal. Notábasele en cada una de sus palabras el esfuerzo que debía hacer para hablar. El entrecejo fruncido, los ojos apagados, la frente surcada por esas arrugas que abren las ideas fijas, los labios contraídos por mortal sonrisa, decían bien a las claras cuánta era su desdicha y cuántos estragos y destrozos causara en su pecho. Y eso que, al entrar el marqués, con su aire de alegría, con sus bromas de rúbrica, con sus paralelos entre el viejo y el nuevo mundo, no pudo menos de sonreírse con cierta alegría que pareció sobre sus dolores como un nido o una flor sobre las tumbas. ¡Ay! Reanimáronse todos sus recuerdos y creyó ver la vuelta dichosa de su pasada vida. Sus ojos brillaron con plácido brillo. Pero en cuanto le habló el marqués de la embajada que traía, volvió a caer en la tristeza más profunda, y en tal manera, que hasta la voz se le anudaba en la garganta y las lágrimas le venían a los ojos sin que pudiese en manera alguna reprimirlas. Mas accedió a todo cuanto creyó el marqués necesario al enlace de Elena y Jaime, cumpliendo su deber por el culto profesado eternamente al deber. Llegó a más; llegó a prometer su presencia en una boda tan satisfactoria para él y que le procuraba tres cosas igualmente deseables: el matrimonio de Elena, la felicidad de Jaime y la paz de su conciencia.

El marqués, que se entristeciera mucho al ver la tristeza de Ricardo, se alegró mucho más de lo que antes se había entristecido, al ver el completo éxito en la ideada empresa y la proximidad del matrimonio. Estábamos por Agosto del sesenta y ocho, y harto luto, en su sentir, llevaba Elena en dos años al malogrado noviazgo de Ricardo, roto por Agosto o Setiembre del sesenta y seis. Luego la atmósfera de España olía a tormenta y el marqués necesitaba dejar arreglado su negocio antes de que una oleada política se llevase de nuevo a Jaime por esos mundos, en pos de riesgos que habían de conjurar mucho los brazos de una joven y amantísima esposa. No bien recogió las cartas que creyó necesarias, después de reposar veinticuatro horas, partióse de Madrid a París, más contento que unas pascuas. A la melancolía de Ricardo, que tan desagradablemente le afectara en los comienzos de su visita, no le dio luego importancia alguna, pues desde el día en que le viera renunciar a su fuga, y por ende, a su matrimonio, túvolo antes por destinado a un convento de cartujos que por destinado a los goces del mundo. Si lo hubiera visto después que lo dejó; si hubiera presenciado los sollozos que partían su pecho; los estremecimientos que doblaban todo su cuerpo; las lágrimas llovidas por sus ojos enrojecidos; las ideas de muerte acariciadas por su extraviada mente; el dolor, el inmenso dolor con que consumara el sacrificio pedido por la conciencia, compadeciera con profundísima compasión al desdichado mártir del deber.

Y lo cumplió Ricardo hasta el fin. Como su madre estaba pendiente de su voluntad, persuadióla a que le acompañase a París. Con la sabiduría innata en las madres, opúsose Carolina a este viaje que un secreto presentimiento le hacía odioso. Mas, como quiera que después de sabidas su infamia y su deshonra, las atenciones de Ricardo para ella y sus muestras de cariño se redoblaron diariamente, en vez de disminuirse como recelaba y parecía natural, no osó oponerse a un deseo de su hijo, expresado con verdadera vehemencia. Luego Carolina era al cabo mujer, y tenía dos intereses propios en el viaje ideado; primero procurar una distracción tal vez saludable a la melancolía de Ricardo, y segundo ver, siquiera fuese a hurtadillas y de lejos, a su idolatrada Elena. Se habían hecho tales encarecimientos de la boda, de su felicidad, de las prendas de su yerno, que todo esto llevaba alguna alegría a su corazón de madre y ponía alguna gota de miel en sus acerbas penas. Y en verdad era muy difícil que averiguase el secreto móvil de la acción de Ricardo, a saber, clavarse el puñal de sus celos y de sus penas hasta la empuñadura a ver si lograba lo que tanto apetecía; la muerte.

No hubo remedio. El marqués de la Tafalera, que cedía todos sus bienes al nuevo matrimonio en vida, con la condición única de que lo cuidaran como a un padre o a un abuelo, quiso celebrar aparatosamente en el aparatoso París la boda. Así es que hubo una procesión de carruajes desde los Campos Elíseos a la alcaldía del distrito, y desde la alcaldía del distrito a la iglesia parroquial. Y el carruaje más lujoso fue el carruaje donde iban Ricardo Jura y su madre, acompañados de Arturo y Federico, los cuales aún disputaban sobre su tema favorito en pleno París y en plena ceremonia, sobre si este planeta nuestro es el mejor o el peor de los mundos posibles. El optimista hubiera podido encontrar miles de argumentos para su optimismo en la felicidad de aquella boda y en la alegría de aquel París que, por una singular excepción, lucía su cielo azul y su sol espléndido, en cuanto pueden ser para un meridional azules y espléndidos cielos y soles del Norte. El pesimista, al revés, hubiera podido encontrar otra clase de argumentos en la tristeza de Ricardo, si la tristeza de Ricardo no desapareciera aquel día tras una especie de demencia tan gozosa, tan delirante, tan extraña a su carácter, que bien podía llamarse siniestra, muy siniestra alegría. ¿Habéis visto la última llamarada de una lámpara que se apaga; la última mejoría de un enfermo que agoniza; la última hora de un tísico a quien da la fiebre todas las exaltaciones de la vida? Pues así era la alegría de Ricardo, una alegría mortal, con la que aceleraba su fin.

Sin embargo, al ver salir a Elena con su vestido blanco, su velo de desposada, su corona de azahar; al verla embellecida por el rubor, tuvo un ahogo que le obligó a sentarse y que concluyó por fuerte tos, a cuyos sacudimientos diríase que el pecho se le despedazaba. La concurrencia, embebida en contemplar la hermosura de Elena y la riqueza con que iban adornadas todas las damas concurrentes a la boda, no oyó los fúnebres sonidos, cuyos ecos acompañaban con su siniestra cadencia la general alegría. Bien es verdad que, deseoso Ricardo de no revelar sentimientos ahogados por la voz del deber, mandó a sus nervios con imperio, y sus nervios le obedecieron con sumisión hasta el extremo de acallar la tos y perderse en la concurrencia, como el más contento y satisfecho. Trasladados de la casa nupcial a la alcaldía, nuevas nubes oscurecieron la frente de Ricardo, nuevos ahogos asfixiaron su pecho, nuevos desmayos sobrecogieron sus fuerzas, cuando la feliz pareja pronunció el sí eterno que ya no podía revocarse en el mundo. Diríase que bajaba sobre los párpados del joven la soñolencia de la muerte. Carolina, aunque seguía con verdadero éxtasis todo el ceremonial de la boda de su hija, en cuyas incidencias estaba como absorta, notó la pena de Ricardo y le preguntó si por acaso se sentía mal. Pero Ricardo volvió a sobreponerse a su naturaleza física con la energía de su naturaleza moral, respondiendo sencillamente como si sentía algún malestar lo achacaba al concurso inmenso rebosando en la alcaldía y al enrarecimiento del aire desvaneciendo la atmósfera. En efecto; cuando bajaron para tomar el coche, vieron cuantos le acompañaban que recobraba la energía de sus fuerzas y el buen humor de su ánimo. Así continuó departiendo sobre todo, armando cierta algazara, como si quisiera aturdirse, hasta la iglesia parroquial, donde el sí dado ante los hombres y repetido ante Dios, volvió a asestarle una puñalada tan fuerte, que se cayó al suelo como herido de un vértigo, sí, vértigo fugacísimo, y de consiguiente confundido por todos con una caída cualquiera. De esta suerte continuó todo el día, pisándose las entrañas y haciendo como que estaba gozoso, hasta el punto de engañar a la concurrencia. En el banquete otro ataque de tos, prontamente reprimido, le impidió brindar. En el baile, que sucedió al banquete, los ahogos de su pecho le impidieron bailar. Y cuando perdió la luz de sus ojos y hubo de agarrarse al buen Arturo, que iba a su lado, para no caerse de nuevo, fue al enseñarle el marqués de la Tafalera la cama nupcial, verdadera joya de arte. Su pena crecía, crecía conforme la hora de separarse los novios y recluirse en su camarín de bodas, adelantaba, adelantaba. Milagrosamente tenía consigo a su madre, por vez primera en una fiesta tras su viudez, trasformación de todos notada y sólo debida al afán con que contemplaba a su hija, besándola en cuantas ocasiones lo podían pedir las conveniencias, con ardor tan extraño, que conmovían misteriosamente a Elena. Y el pobre Ricardo trataba de ocultar a su madre el horrible dolor que sufría; e iba ocultándose por los rincones como uno de esos buenos perros, los cuales diz que huyen la casa de sus amos, cuanto se sienten mal, para no acongojarles con su agonía y con su muerte. Mas allá, a la una de la madrugada, sentado en un sillón, su cabeza temblaba como si la sacudiera una apoplejía, sus ojos iban tomando el vidrioso brillo del ojo de los cadáveres y la lengua se le pegaba a las secas fauces. Y nadie fijaba su atencion, nadie, en aquel extraño ser que se moría, mientras los novios escuchaban toda suerte de plácemes y los jóvenes corrían en vertiginosas vueltas de baile al son cadencioso de la música. Por fin llegó la hora mortal para Ricardo. Los dos seres felices iban a separarse, y cogidos del brazo, despedíanse de toda su comitiva. Por una extraña casualidad, Ricardo fue la primera persona a quien se dirigieron. Jaime le cogió una mano y Elena la otra, sin que de la silla se moviera. Pero, al contacto de aquellas dos manos, como un cadáver galvanizado por la corriente eléctrica, se levantó con prontitud, miró a Elena con arrobamiento, recogió todas sus fuerzas como para decir una palabra ahogada en sus labios, y cayó al suelo desplomado. Los concurrentes se lanzaron sobre el cuerpo, y antes que todos Elena y Carolina. Ésta buscaba el corazón de su hijo dando suspiros ahogados, que parecían rugidos feroces, y no podía encontrarlo, por lo cual lanzaba de sus ojos un relampagueo horrible. Aquélla, con la rodilla izquierda en tierra, ponía la hermosa cabeza del que fue su amante sobre la rodilla derecha, y como que lo envolvía con su velo de boda trocado, sin que lo adivinara, en verdadero sudario. Jaime, de rodillas también, buscaba el pulso de su amigo y sentía faltarle las fuerzas al sentir que no lo encontraba. Por fin, uno de los tres o cuatro médicos asistentes a la boda, se dirigió al sitio donde todos se aglomeraban y dijo, después de haber examinado al enfermo, con profesional franqueza, sin considerar los corazones a los cuales pudiera herir: —Se le ha roto una aneurisma que padecía y no hay cosa que hacer; está muerto.

Al oír esta palabra, Carolina se levantó dejando su hijo en tierra sobre las rodillas de Elena y entre las manos de Jaime, se levantó como si buscara alguna persona. Y en efecto; buscaba a Antonio que, asistiendo como ella a la ceremonia, se esquivaba cuanto un padre puede esquivarse en la boda de su hija; y al saber la catástrofe se había quedado hecho casi de piedra, rígido y frío, tanto más cuanto que el marqués de la Tafalera, tomándolo por un simple desmayo, acababa de declamar a roso y belloso con bien verdes consideraciones contra los ataques de nervios de Ricardo, accidentes propios de una hembra, los cuales perturbaban la boda en el instante supremo. Así hubiera querido irse al oír la terrible palabra del médico y la voz más terrible todavía de «muerto, muerto», repetida por los concurrentes en aquella atmósfera cargada con los vapores del sarao, los aromas de los ramilletes, los humos del vino, los acentos de la música, los rumores del baile. Y no pudo irse, porque una carcajada de Carolina le heló tristemente la sangre en las venas y le petrificó en su sitio. La infeliz mujer, que a la palabra del médico perdiera la razón, cogió por el brazo a Antonio con esa fuerza hercúlea que tienen los locos, y arrastrándole hasta donde estaba el cadáver, gózate, exclamó, en tu obra. Hé ahí cómo ha sido castigado nuestro crimen horrible en ese inocente. Ricardo, el hijo de mi matrimonio, se enamoró de Elena, la hija de tu adulterio. Y hubo necesidad de revelarle nuestra falta y la imposibilidad de su amor, revelaciones que le han costado la vida. Un grito de horror salió del pecho de todos los concurrentes. Y tales palabras fueron ya las últimas que pronunció Carolina con alguna cordura, pues desde aquel momento hasta el fin de sus días sólo supo decir incoherencias, ni más ni menos que su marido el caballero Jura. La escena fue tan terrible, que el marqués de la Tafalera tuvo un acceso de apoplejía aquella misma noche, del cual quedó paralítico, sobreviviendo sólo un año, pues casi día por día sufrió el segundo acceso que le llevó a la muerte. Antonio, sin querer que la luz del nuevo amanecer le viera en París, se enterró en un convento de los Alpes, después de haber encerrado a Carolina, cuya locura se volvió a las dos horas tan furiosa, que hubo necesidad de recluirla en un manicomio, a pesar de los alaridos dados por Elena, cuya noche de boda se celebró de esta suerte, con la apoplejía del padrino, la despedida eterna del padre, la muerte fulminante del hermano, la locura furiosa de la madre. Así jamás volvieron a verse abiertas las ventanas del palacio de los condes de la Floresta en la Avenida de los Campos Elíseos. Jamás este matrimonio, ni mucho menos el de sus ahijados, Elena y Jaime, volvieron al mundo, consagrados a emplear en obras misteriosas de caridad las inmensas fortunas dejadas por tantos infelices. El día que depositamos los restos de Ricardo en el primer cementerio de París, prometí, ocultando los nombres por respeto a una gran desventura, escribir esta historia solamente para enseñar a las familias cuán terribles son las consecuencias de un matrimonio sin amor. La obra será mala, porque la emoción se ha sobrepuesto en ella al arte; pero es tan buena la intención, que confío en el rescate de tantos errores y tantas faltas. Bien sabe Dios que no me ha guiado otro móvil. Y concluyo, porque estos tristes recuerdos me apenan como el día mismo en que presencié tan horrible tragedia, y me traen a la memoria nombres de amigos cariñosos cuyos corazones desgarró para siempre la implacable fatalidad con sus terribles desgracias, y cuyos huesos descansan hoy en sepulturas que regarán mientras yo viva, mis lágrimas.


Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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