El Rey del Mar

Emilio Salgari


Novela



Primera parte. El rey del mar

I. El asalto del «Mariana».

—¿Vamos avante? ¿Sí o no? ¡Voto a Júpiter! ¡Es imposible que hayamos varado en un banco como unos estúpidos!

—No se puede, señor Yáñez.

—Pero ¿qué es lo que nos detiene?

—Todavía no lo sabemos.

—¡Por Júpiter! ¡Ese piloto estaba borracho! ¡Valiente fama la que así se conquistan los malayos! ¡Yo que hasta esta mañana los había tenido por los mejores marinos de los mundos! Sambigliong, manda desplegar otra vela. Hay buen viento, y quizás logremos pasar.

—¡Que el diablo se lleve a ese piloto imbécil!

Quien así hablaba se había vuelto hacia la popa con el ceño fruncido y el rostro alterado por violenta cólera.

Aun cuando ya tenía edad (cincuenta años), era todavía un hombre arrogante, robusto, con grandes bigotes grises cuidadosamente levantados y rizados, piel un poco bronceada, largos cabellos que le salían abundantes por debajo del sombrero de paja de Manila, de forma parecida a los mejicanos y adornado con una cinta de terciopelo azul.

Vestía elegantemente un traje de franela blanca con botones de oro, y le rodeaba la cintura una faja de terciopelo rojo, en la cual se veían dos pistolas de largo cañón, con las culatas incrustadas en plata y nácar —armas, sin duda alguna, de fabricación india—; calzaba botas de agua de piel amarilla y un poco levantadas de punta.

—¡Piloto! —gritó.

Un malayo de epidermis de color hollín con reflejos verdosos, los ojos algo oblicuos y de luz amarillenta que causaba una expresión extraña, al oír aquella llamada abandonó el timón y se acercó a Yáñez con un andar sospechoso que acusaba una conciencia poco tranquila.

—Podada —dijo el europeo con voz seca, apoyando la diestra sobre la culata de una pistola—. ¿Cómo va este negocio? Me parece que había dicho usted que conocía todos estos parajes de la costa de Borneo, y por eso lo he embarcado.

—Pero señor… —balbució el malayo con aire cohibido.

—¿Qué es lo que quiere usted decir? —preguntó Yáñez, que parecía haber perdido por primera vez en su vida su calma habitual.

—Antes no existía este banco.

—¡Bribón! ¿Ha salido acaso del fondo del mar esta mañana? ¡Es usted un imbécil! Ha dado un falso golpe de barra para detener el «Mariana».

—¿Para qué, señor?

—¿Qué sé yo? Pudiera suceder que estuviese de acuerdo con esos enemigos misteriosos que han sublevado a los dayakos.

—Yo nunca he tenido relaciones más que con mis compatriotas, señor.

—¿Cree usted que podemos desencallar?

—Sí, señor; en la marea alta.

—¿Hay muchos dayakos en el río?

—No lo creo.

—¿Sabe si tienen buenas armas?

—No les he visto más que algunos fusiles.

—¿Qué será lo que les habrá hecho sublevarse? —murmuró Yáñez—. Aquí hay un misterio que no acierto a desentrañar, aun cuando el Tigre de la Malasia se obstine en ver en todo esto la mano de los ingleses. Esperemos a ver si llegamos a tiempo de conducir a Mompracem a Tremal-Naik y a Damna antes de que los rebeldes invadan sus plantaciones y destruyan sus factorías. Veamos si podemos dejar este banco sin que la marea alcance el máximum de su altura.

Volvió la espalda al malayo, se fue a la proa, y se inclinó en la amura del castillo.

El barco que había encallado, probablemente por efecto de una falsa maniobra, era un espléndido velero de dos palos, de reciente construcción, a juzgar por sus líneas todavía limpias, impecables, y con dos enormes velas, las de los grandes paraos malayos.

Debía desplazar por lo menos doscientas toneladas, e iba tan bien armado, que podía hacerse temer de cualquier mediano crucero.

Sobre la toldilla se veían dos piezas de buen calibre protegidas por una plataforma movible formada por dos gruesas planchas de acero dispuestas en ángulo, y en el castillo de proa cuatro bombardas o enormes espingardas, armas excelentes para ametrallar al enemigo, aun cuando de poco alcance.

Además llevaba una tripulación, demasiado numerosa para un barco tan pequeño, compuesta de cuarenta malayos y dayakos, ya de cierta edad, pero todavía fuertes, de rostro altivo y con no pocas cicatrices, lo cual indicaba que eran gente de mar y de guerra a un mismo tiempo.

La embarcación estaba detenida en la boca de una bahía extensa, en la cual desaguaba un río que parecía caudaloso.

Multitud de islas, entre ellas una muy grande, la defendían de los vientos de Poniente. La bahía hallábase rodeada de escolleras coralíferas y de bancos cubiertos de vegetación muy espesa y de color verde intenso.

El «Mariana» había encallado en uno de aquellos bancos ocultos por las aguas, que entonces comenzaba a verse por efecto de la baja marea.

La rueda de proa se había encajado profundamente, haciendo imposible ponerlo a flote con sólo el medio de lanzar el ancla a popa y halar la cuerda.

—¡Perro de piloto! —exclamó Yáñez después de haber observado con atención el bajo.

—¡No saldremos de aquí antes de medianoche! ¿Qué me dice usted, Sambigliong?

Un malayo de cara arrugada y cabellos encanecidos, pero que, sin embargo, parecía muy robusto, se había acercado al europeo.

—Digo, señor Yáñez, que sin la ayuda de la pleamar, son inútiles todas las maniobras.

—¿Tienes confianza en ese piloto?

—No sé qué decirle, capitán —respondió el malayo—, pues no lo he visto nunca. Pero…

—Continúa —dijo Yáñez.

—Eso de haberlo encontrado solo, tan lejos de Gaya, metido en una canoa que no podría resistir una ola, y enseguida ofrecerse a guiarnos… ¡Vamos!… Me parece que todo eso no está muy claro.

—¿Se habrá cometido una imprudencia al confiarle el timón? —se preguntó Yáñez, que se había quedado pensativo.

Después, sacudiendo la cabeza como si hubiese querido arrojar lejos de sí un pensamiento importuno, añadió:

—¿Por qué razón ese hombre, que pertenece a vuestra raza, habrá querido perder el mejor y más poderoso parao del Tigre de la Malasia? ¿No hemos protegido siempre a los borneses contra las vejaciones de Inglaterra? ¿No hemos derrotado a James Brook para dar la independencia a los dayakos de Sarawak?

—¿Y por qué, señor Yáñez —dijo Sambigliong—, se han levantado en armas tan de improviso contra nuestros amigos los dayakos de la costa? Porque también Tremal-Naik, al crear factorías en estos litorales antes desiertos, les ha proporcionado el medio de ganarse la vida cómodamente sin correr el riesgo de caer en manos de los piratas que los diezmaban.

—Esto es un misterio, mi querido Sambigliong, que ni Sandokán ni yo hemos logrado aclarar hasta ahora. Ese imprevisto estado de ira contra Tremal-Naik debe tener un motivo que ignoramos; pero seguramente alguien ha procurado darle aire para que el incendio sea mayor.

—¿Correrán verdadero peligro Tremal-Naik y su hija Damna?

—El mensajero que ha enviado a Mompracem ha dicho que se hallan en armas todos los dayakos y como poseídos de locura, que han saqueado e incendiado tres factorías, y que hablaban de matar a Tremal-Naik.

—Y sin embargo no hay en toda la isla mejor hombre que él —dijo Sambigliong—. No comprendo cómo esos bribones arruinan y saquean sus propiedades.

—Algo sabremos cuando lleguemos al «kampong» de Pangutarang. La aparición del «Mariana» calmará un poco a los dayakos, y si no deponen las armas, los ametrallaremos como merecen.

—Y conoceremos el motivo del levantamiento.

—¡Oh! —exclamó de pronto Yáñez, que había vuelto la cabeza hacia la boca del río—. Allí hay alguien que, al parecer, quiere dirigirse hacia nosotros.

Una pequeña canoa con una vela había desembocado por detrás de los islotes que obstruían la desembocadura del río, y dirigía la proa hacia el «Mariana».

Sólo un hombre la tripulaba; pero estaba aún tan lejos, que no se podía distinguir si era un malayo o un dayako.

—¿Quién podrá ser? —se preguntó Yáñez, que no lo perdía de vista—. Mira, Sambigliong: ¿no te parece que está indeciso respecto de cómo debe maniobrar? Ahora se dirige hacia los islotes, ahora se aleja para echarse sobre las escolleras de coral.

—Se diría que trata de engañar a alguien respecto de su rumbo; ¿verdad, señor Yáñez? —respondió Sambigliong—. ¿Lo vigilarán acaso, y tratará, en efecto, de engañar a alguien?

—Eso mismo me parece —contestó el europeo—. Ve a buscar mi anteojo, y manda que carguen con bala una bombarda. Trataremos de ayudar en la maniobra a ese hombre, que, evidentemente, trata de unirse con nosotros.

Un momento después dirigía el anteojo hacia la canoa, que aun se encontraba a unas dos millas de distancia, y que concluyó por alejarse de los islotes, dirigiéndose resueltamente hacia el «Mariana».

De pronto Yáñez lanzó un grito:

—¡Tangusa!

—¿El que Tremal-Naik había llevado consigo a Mompracem y a quien había hecho factor?

—Sí, Sambigliong.

—Pues ahora sabremos algo de esa insurrección, si es él —dijo el dayako.

—¡Oh, sí; es él! ¡No me equivoco; lo veo bien!…

¡Oh!

—¿Qué es, señor?

—Que veo una chalupa tripulada por una docena de dayakos, y me parece como que quiere dar caza a Tangusa. ¡Mira hacia la última isleta! ¿Ves?

Sambigliong aguzó la mirada y vio que, efectivamente, una embarcación muy estrecha y muy larga dejaba la embocadura del río y se lanzaba a toda velocidad hacia el mar bajo el impulso de ocho remos manejados con gran brío.

—Sí, señor Yáñez; dan caza al factor de Tremal-Naik.

—¿Has mandado cargar una bombarda?

—Las cuatro.

—¡Muy bien! Esperemos un momento.

La canoa, que tenía el viento de popa, bogaba derecha hacia el «Mariana» con bastante velocidad; sin embargo, no podía correr tanto como la chalupa. El hombre que la montaba se hizo cargo de que lo seguían, y dejando la caña del timón, tomó los dos remos para acelerar la carrera.

De pronto una nube de humo se elevó de la proa de la chalupa, y a los pocos instantes se oyó en el «Mariana» el estampido de un tiro.

—¡Hacen fuego sobre Tangusa, señor Yáñez! —dijo Sambigliong.

—¡Bueno, querido yo enseñaré a esos bribones cómo tiran los portugueses! —repuso el europeo con su calma habitual.

Tiró el cigarrillo que estaba fumando, se hizo sitio entre los marineros que habían invadido el castillo de proa atraídos por el disparo, y se acercó a la primera bombarda de babor, apuntándola contra la chalupa.

La caza continuaba con furia, y la canoa, no obstante los desesperados esfuerzos del hombre que la montaba, perdía terreno.

Otro tiro de fusil partió de la chalupa, pero sin daño alguno, pues es sabido que los dayakos manejan mejor sus cerbatanas que las armas de fuego.

Yáñez seguía mirando impasible.

—Está en la línea —murmuró al cabo de dos minutos.

Hizo fuego. Se inflamó el largo cañón, produciendo un estampido que repercutió incluso bajo los árboles que cubrían la lejana costa de la bahía.

A estribor de la chalupa se vio alzarse un chorro de agua: enseguida se oyeron en lontananza gritos de rabia.

—¡Tocada, señor Yáñez! —gritó también Sambigliong.

—Y se irá a pique muy pronto —repuso el portugués.

Los dayakos interrumpieron la carrera y viraron desesperadamente, con la esperanza de saltar en uno de los islotes antes de que se hundiese la embarcación.

La avería que le produjo el proyectil de la bombarda, una bala de libra y media por mitad de plomo y cobre, era demasiado grande para que pudiese correr mucho tiempo.

En efecto, los dayakos estaban todavía a más de trescientos pasos del islote más cercano, cuando la chalupa, que se llenaba rápidamente de agua, faltó bajo sus pies y se fue a fondo.

Como los dayakos de la costa son todos hábiles nadadores, pues pasan la mayor parte de su vida en el agua, lo mismo que los malayos y los polinesios, no había peligro de que se ahogasen.

—¡Salvaos —dijo Yáñez—; pero, si volvieseis a la carga, os abrasaríamos las costillas con una buena metralla de clavos!

La pequeña canoa, viéndose libre de sus perseguidores gracias a tan afortunado tiro, había vuelto a emprender su ruta hacia el «Mariana» empujado por la brisa, que aumentaba con la puesta del sol; así es que muy pronto se encontró en aguas del velero.

El hombre que la guiaba era un joven de treinta años de piel amarillenta, perfil casi europeo, como si fuese hijo del cruce de las razas caucásicas y malaya; su estatura era más bien pequeña, pero parecía muy fornido; llevaba el cuerpo liado en tiras de tela blanca, que le sujetaban fuertemente los brazos y las piernas, y en las ligaduras se veían manchas de sangre.

—¿Lo habrán herido? —se preguntó Yáñez—. Ese mestizo me parece que sufre mucho. ¡Ohé! ¡Echad una escala y preparad algunos cordiales!

Mientras los marineros ejecutaban aquellas órdenes, la pequeña canoa dio la última bordada, pegándose al costado de estribor del velero.

—¡Sube pronto! —gritó Yáñez.

El factor de Tremal-Naik ató la canoa a una cuerda que le habían arrojado, amainó la vela, subió con algún trabajo la escala y apareció sobre la toldilla.

Un grito de sorpresa y horror se le escapó al portugués.

El cuerpo de aquel desdichado aparecía acribillado como por una descarga de innumerables perdigones, y de algunas de aquellas heridas todavía salían gotas de sangre.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez estremeciéndose—. ¡Quién te ha puesto de ese modo, mi pobre Tangusa!

—Las hormigas blancas, señor Yáñez —contestó el malayo con voz apagada y haciendo un horrible gesto de dolor.

—¡Las hormigas blancas! —exclamó el portugués—. ¿Quién te ha cubierto el cuerpo con tales insectos, siempre ávidos de comer?

—Los dayakos, señor Yáñez.

—¡Ah, miserables! Vete a la enfermería y que te curen; después hablaremos. Ahora dime tan sólo si Tremal-Naik y su hija Damna corren peligro inminente.

—El amo ha formado un pequeño cuerpo de malayos, e intenta hacer frente a los dayakos.

—Está bien; ponte en manos de Kibatang, que en-tiende de heridas, y después envía a buscarme, mi pobre Tangusa. Por el momento, tengo que hacer otra cosa.

Mientras el malayo, ayudado por dos marineros, descendía a la cámara, Yáñez había puesto de nuevo su atención en la desembocadura del río, en la cual habían aparecido tres grandes chalupas montadas por tripulaciones numerosas, y una con puente doble, en la cual se veía uno de esos pequeños cañones de cobre amarillo llamados lilas por los malayos, fundidos con una parte de plomo.

—¡Oh, diablo! —murmuró el portugués—. ¿Tendrán intención esos dayakos de venir a medirse con los tigres de Mompracem? ¡No será con esa fuerza con la que habéis de poder con nosotros! ¡Tenemos buenas armas, y os haremos saltar como cabras salvajes!

—Tendrán otras chalupas escondidas detrás de las islas, señor Yáñez —dijo Sambigliong—. Somos demasiado fuertes para que vayamos a tenerles miedo, aun cuando conozcamos la audacia y el empuje de los hijos de piratas y cortacabezas.

—¿No tenemos aún dos cajas de aquellas?…

—¿Balas de acero con punta? Sí, capitán.

—Manda traerlas sobre cubierta, y da orden a todos nuestros hombres para que se pongan botas de mar, si no quieren estropearse los pies. ¿Se han embarcado los haces de espinos?

—También, señor Yáñez.

—Manda ponerlos alrededor de la borda. Si quieren subir el asalto, los veremos gritar como fieras salvajes. ¡Piloto!

Podada, que se había subido hasta la cofa del trinquete para observar el movimiento sospechoso de las cuatro chalupas, descendió, y se acercó al portugués mirando oblicuamente.

—¿Sabes si esos dayakos tienen muchas barcas?

—No he visto apenas ninguna en el río —contestó el malayo.

—¿Crees que tratarán de abordarnos aprovechándose de nuestra inmovilidad?

—No lo creo, mi amo.

—¿Hablas sinceramente? ¡Ten cuidado, porque comienzo a sospechar de ti, pues esta encalladura no me parece accidental!

El malayo hizo un gesto para esconder la fea sonrisa que le apuntaba en los labios, y enseguida dijo con tono de resentimiento:

—No he dado motivo ninguno para que dude de mi lealtad mi amo.

—¡Pronto lo veremos! —contestó Yáñez—. Ahora vamos a buscar a ese pobre Tangusa mientras Sambigliong prepara la defensa.

II. El peregrino de la Meca

Si por fuera era bellísimo el velero, que podía competir con los yachts mejores de la época, el interior, especialmente la cámara de popa, era realmente fastuoso.

Sobre todo la sala central, que servía de comedor y de salón, estaba alhajada con librerías, mesa y sillas talladas e incrustadas de nácar y oro; en el suelo se veían alfombras persas, tapices indios en las paredes, y cortinillas de seda color de rosa con franjas de plata velaban la luz de las ventanillas.

Del techo pendía una gran lámpara que parecía de Venecia, y entre tapices y tapices se veían soberbias colecciones de armas de todos los países.

Tendido en un diván de terciopelo negro, vendado desde la cabeza hasta la planta de los pies y envuelto en una manta de lana, estaba el Intendente de Tremal-Naik, ya curado, y más animado con el cordial que tomara.

—¿Han cesado los dolores, mi valiente Tangusa? —le preguntó Yáñez.

—Kibatang posee ungüentos milagrosos —contestó el herido—. Me ha frotado todo el cuerpo, y ya me siento mucho mejor.

—Pues cuéntame cómo ha sucedido todo eso.

Antes de nada, ¿sigue el amigo Tremal-Naik en el «kampong» de Pangutarang?

—Sí, señor Yáñez; y cuando lo he dejado estaba fortificándose para poder resistir a los dayakos hasta que llegase usted. ¿Cuándo llegó a Mompracem el mensajero que le hemos enviado a usted?

—Hoy hace tres días, y, como ves, no hemos perdido el tiempo para acudir en socorro de nuestro amigo con el mejor barco.

—¿Qué es lo que piensa el Tigre de la Malasia de tan imprevista insurrección, cuando aun no hace tres semanas miraban los dayakos a mi señor como a su genio tutelar?

—A pesar de las conjeturas que hemos hecho, no hemos adivinado el motivo por el cual los dayakos han tomado las armas y destruido las factorías que tantas fatigas le costaron a Tremal-Naik. ¡Seis años de trabajo, y más de cien mil rupias tiradas quizás inútilmente! ¿Tienes alguna sospecha?

—Voy a contarle lo que hemos podido saber. Hace un mes, o antes acaso, desembarcó en estas costas un hombre que no debe pertenecer a la raza malaya ni a la bornesa, diciendo que era un musulmán ferviente, y llevaba el turbante verde de los que han hecho la peregrinación a la Meca. Ya sabe usted, señor, que los dayakos de esta parte de la isla no adoran a los genios de los bosques, ni a los buenos ni a los malos espíritus, como sus hermanos del Sur, pues son musulmanes, a su modo, naturalmente, pero no menos fanáticos que los de la India Central.

¿Qué es lo que dijo aquel hombre a esos salvajes?

Eso ni mi señor ni yo hemos llegado a saberlo. El hecho es que logró fanatizarlos, induciéndolos a destruir las factorías y a rebelarse contra la autoridad del señor Tremal-Naik.

—Pero ¿qué historia es la que me cuentas? —exclamó Yáñez en el colmo de la sorpresa.

—Una historia tan verdadera, señor Yáñez, que mi amo corre el peligro de morir abrasado en su «kampong» juntamente con su hija la señorita Damna, si usted no acude en su socorro. Ese hombre del turbante verde no solamente ha levantado a los salvajes contra la factoría, sino también contra mi amo, pues quieren a todo trance su cabeza, señor Yáñez.

El portugués se había puesto pálido.

—¿Quién podrá ser ese peregrino? ¿Qué misterioso deseo lo empuja en contra de Tremal-Naik? ¿Tú lo has visto?

—Sí, —al escapar de entre las manos de los dayakos.

—¿Es joven o viejo?

—Es viejo, señor; de elevada estatura y flaquísimo; un verdadero tipo de peregrino que tiene hambre y sed. Y aun hay algo más grave en el misterio —añadió el mestizo—. Me han dicho que hace dos semanas llegó un barco de vapor con bandera inglesa, y que el peregrino estuvo conversando largo rato con el comandante.

—¿Y marchó pronto esa nave?

—A la mañana siguiente; y sospecho que durante la noche desembarcó armas, porque ahora muchos dayakos tienen fusiles y pistolas, siendo así que antes no tenían más que cerbatanas y cuchillos.

—¿De modo que los ingleses se mezclan en este asunto? —preguntó Yáñez que parecía muy preocupado.

—Es posible, señor. ¿Sabe las voces que corren por Labuán? Que el Gobierno inglés tiene intención de ocupar nuestra isla de Mompracem con el pretexto de que constituimos un constante peligro para sus colonias, y que nos enviarán a otra tierra más lejana. ¡Los ingleses, que deben estaros reconocidos por haberlos desembarazado de los tigres que infestaban la India!

—Querido mío, ¿tú crees que el leopardo puede guardar gratitud al mono por haberlo librado de los insectos que le molestaban?

—No, señor; porque esos animales carnívoros no tienen ese sentimiento.

—Pues tampoco lo tiene el Gobierno inglés llamado el leopardo de Europa.

—¿Y dejará usted que se apoderen de Mompracem?

Una sonrisa dilató los labios de Yáñez. Encendió un cigarrillo, aspiró dos o tres bocanadas de humo, y dijo con voz tranquila:

—No sería esta la primera vez que los tigres de Mompracem se ponen enfrente del leopardo inglés.

Le hemos hecho temblar un día en Labuán, y corrió el peligro de ver a sus colonos devorados por nosotros y arrojados al agua. ¡No nos dejaremos sorprender ni vencer!

—¿Y Sandokán? ¿Ha enviado a Tija sus paraos para inmolar hombres?

—Sí; y que no serán menos animosos que los últimos tigres de Mompracem —contestó Yáñez—. ¿Quiere Inglaterra arrojarnos de una isla que venimos ocupando hace treinta años? ¡Qué se atreva y entregaremos a las llamas la Malasia entera, y batallaremos sin cuartel contra el insaciable leopardo! ¡Veremos si ha de ser el Tigre de la Malasia el que sucumba en la lucha!

En aquel momento se oyó la voz de Sambigliong, el contramaestre del «Mariana» que gritaba:

—¡A la cubierta, capitán!

—¡Llegas a tiempo! —respondió Yáñez—. Acabo de terminar mi coloquio con Tangusa. ¿Qué hay de nuevo?

—¡Qué avanzan!

—¿Quiénes? ¿Los dayakos?

—Sí, capitán.

—¡Está bien!

El portugués salió de la cámara, tomó la escalera y apareció en la cubierta.

El sol iba a ocultarse rodeado por una nube de oro, y teñía de rojo el mar, ligeramente rizado por una brisa suave.

El «Mariana» seguía inmóvil, y cómo eran aquellos momentos los del máximum de la baja mar, se había inclinado un poco sobre el costado de estribor, de modo que la cubierta aparecía sin banda en aquella parte.

Hacia los islotes que obstruían el río se veía avanzar lentamente una docena de grandes canoas, entre ellas cuatro dobles, precedidas por un pequeño parao armado con un mirim, pieza de artillería algo mayor que el «lila», fundido como este, con plomo, cobre y latón.

—¡Ah! —dijo Yáñez con su flema habitual—. ¿Quieren medirse con nosotros? ¡Muy bien! Tenemos pólvora bastante con que obsequiarlos: ¿verdad, Sambigliong?

—La provisión es buena, capitán —contestó el malayo.

—Observo que avanzan muy despacio. No parece que tengan mucha prisa, querido Sambigliong.

—Esperan a que se haga de noche. Antes de que desaparezca la luz es preciso ver qué trazas tienen.

Tomó el anteojo, y lo asestó al pequeño parao que iba precediendo a la flotilla de chalupas. Iban en él quince o veinte hombres vestidos de guerra: pantalones estrechos abotonados en las caderas y en la garganta del pie; «sarong» muy corto, y en la cabeza, una especie de birrete muy curioso, de larga visera y con muchas plumas, llamado «tudung». Algunos estaban armados de fusiles; los más, en lugar del «kampilang», pesadas armas blancas de un acero muy fino, llevaban los «pisau-raut» —especie de puñal de hoja larga, y no ondulante como los kriss malayos—, y sostenían grandes escudos cuadrados de piel de búfalo.

—¡Hermosos tipos! —dijo Yáñez.

—¿Son muchos, señor?

—¡Uf! Centenar y medio, mi querido Sambigliong.

Dicho esto se volvió, mirando a la toldilla del «Mariana». Sus cuarenta hombres estaban todos en sus puestos de combate: los artilleros, detrás de los dos cañones y de las cuatro bombardas; los fusileros, detrás de la amura cuyos bordes estaban cubiertos con haces de agudos espinos, y los hombres de maniobras, que por el momento nada tenían que hacer, en lo alto de las cofas bombas de mano y carabinas indias de cañón largo.

—¡Vaya; pues que vengan a buscarnos! —murmuró visiblemente satisfecho de las órdenes dadas por Sambigliong.

El sol desaparecía, lanzando sus últimos rayos, tiñendo de una luz áurea y rosada las costas de la inmensa isla y las escolleras contra las cuales se deshacían las olas que venían del mar. El astro del día se sumergía majestuosamente en el agua, inflamando un gran abanico de nubes que había encima de él, y de las cuales partían grandes zonas de oro y ráfagas de púrpura que esmaltaban el claro azul del cielo. Casi bruscamente desapareció el sol, tiñendo de color rojo encendido por breves instantes el horizonte todo; enseguida fue atenuándose aprisa aquella oleada de luz, y, como no hay crepúsculo en aquellas latitudes, la gran fantasmagoría se extinguió y las tinieblas envolvieron la bahía, las islas y las costas.

—¡Buena noche para otros, y mala para nosotros! —dijo Yáñez, que no había podido menos de contemplar extasiado aquella espléndida puesta de sol.

Miró a la flotilla enemiga. El pequeño parao, las chalupas dobles y las sencillas apresuraron la marcha.

—¿Estamos dispuestos?

—Sí —contestó por todos Sambigliong.

—Entonces, ya no os detengo más, mis buenos tigres de Mompracem.

—El pequeño parao se hallaba a tiro, y cubría las chalupas que lo seguían en fila una detrás de otra, para evitar los fuegos de la artillería del «Mariana».

Sambigliong se inclinó sobre una de las piezas emplazadas en la toldilla, que estaban montadas sobre pernos para poder hacer fuego en todas direcciones y después de haber mirado durante algunos instantes hizo fuego, despedazando el árbol de trinquete del parao, el cual cayó sobre el puente, arrastrando la enorme vela.

Aquel tiro, verdaderamente maravilloso, arrancó furiosos gritos a los que iban en las chalupas; a su vez llameó la proa del barco inutilizado.

El cañoncito del pequeño velero había respondido al disparo del «Mariana»; pero la bala, mal dirigida, no había hecho más que agujerear el contrafoque, que Yáñez no había mandado amainar.

—¡Esos bribones tiran como los reclutas de mi país! —dijo Yáñez, que continuaba fumando plácidamente apoyado en la amura de proa.

Al disparo siguió una serie de detonaciones secas. Eran los «lilas» de las chalupas dobles, que secundaban el fuego del parao.

Afortunadamente, aquellos cañoncitos no estaban todavía a tiro y todo se redujo a mucho ruido y mucho humo, sin daño del «Mariana».

—Ante todo, deshaced el parao, Sambigliong —dijo Yáñez— y procurad desmontar el cañoncito, que es lo único que puede hacernos daño. Seis hombres a las dos piezas y menudead el fuego, mi…

Se interrumpió bruscamente lanzando una mirada hacia la popa. Hizo un gesto de sorpresa.

—¡Sambigliong! —exclamó palideciendo.

—No tema, señor Yáñez: el parao estará deshecho o arrasado como un pontón antes de dos minutos.

—¿Y el piloto, que no he vuelto a verlo?

—¡El piloto! —exclamó el malayo dejando la pieza, que ya había apuntado—. ¿Dónde está ese bribón?

Yáñez, presa de una agitación vivísima, había atravesado rápidamente la toldilla.

—¡Busca al piloto! —gritó.

—Capitán —dijo un malayo que estaba al servicio de las dos piezas de popa—, acabo de verlo bajar a la cámara.

Sambigliong, que había sospechado lo mismo, se precipitó por la escalera empuñando una pistola.

Yáñez lo siguió, mientras los dos cañones tronaban contra la flotilla con horrísono fragor.

—¡Ah, perro! —se oyó gritar.

Sambigliong había sujetado fuertemente por la espalda al piloto, que iba a salir de un camarote, y que tenía en la mano un pedazo de cuerda embreada y encendida.

—¿Qué es lo que hacías, miserable? —gritó Yáñez, arrojándose a su vez sobre el malayo, que intentaba resistir al contramaestre.

Al ver al comandante, que tenía también una pistola en la mano, y que parecía dispuesto a saltarle los sesos, el piloto se había vuelto amarillo, es decir, pálido; pero respondió con cierta calma:

—Señor, he bajado para tomar una mecha para las bombardas.

—¿A este sitio por las mechas? —gritó Yáñez—. ¡Bribón, lo que pretendías era incendiar el barco!

—¡Yo!

—¡Sambigliong, ata a este hombre! —mandó el portugués—. ¡Así que hayamos batido a las dayakos nos veremos!

—No hacen falta cuerdas, señor Yáñez —repuso el contramaestre—. Le haremos dormir durante doce horas, y no nos molestará en ese tiempo.

Agarró brutalmente por los hombros, al piloto, que ya no trataba de resistir, le comprimió con los pulgares la nuca, y después le hundió en el cuello, un poco más abajo de los ángulos de las mandíbulas, los índices y los dedos del corazón, estrujándole las carótidas contra la columna vertebral. Con esta operación se produjo una cosa extraña. Podada abrió desmesuradamente los ojos y la boca como si sufriese un principio de asfixia, se le hizo anhelosa la respiración, echó atrás la cabeza y cayó en brazos del contramaestre cual si estuviese muerto.

—¡Lo has matado! —exclamó Yáñez.

—No, señor —repuso Sambigliong—; lo he adormecido, Y hasta dentro de doce o quince horas no podrá despertar.

—¿Hablas en serio?

—Más tarde lo veréis.

—Échalo en una hamaca, y subamos corriendo. El cañoneo se hace muy vivo.

Sambigliong levantó al piloto, que no daba señales de vida, y lo tendió sobre una alfombra: enseguida subieron ambos rápidamente a la cubierta, en el momento mismo en que los dos cañones de caza volvían a tronar, haciendo retemblar el velero.

El combate entre el «Mariana» y la flotilla se había empeñado con ardimiento.

Las dobles chalupas que, como ya hemos dicho, iban armadas con «lilas» se habían colocado en un frente bastante largo a diestra y siniestra del parao para dividir el fuego del velero, empeñándose en proteger resueltamente a las otras embarcaciones, que a pesar de su pequeñez llevaban a bordo tripulaciones muy numerosas reservadas para el ataque final.

Los disparos se sucedían con rapidez, y las balas, aunque todas eran de muy poco calibre, pasaban silbando en gran cantidad sobre el «Mariana», incrustándose en los penoles, horadando las lonas, maltratando el cordaje y astillando las amuras. Varios hombres estaban heridos, y alguno muerto: sin embargo, de esto, los artilleros de Mompracem seguían cumpliendo su deber con fría serenidad y calma maravillosa.

Como había disminuido la distancia, comenzaron a tronar las bombardas, lanzando sobre la flotilla descargas de metralla, compuesta en su mayor parte de clavos que herían cruelmente a los dayakos, haciéndolos gritar y saltar como monos rojos.

A pesar de aquellas descargas formidables no cesaba de avanzar la flotilla. Los dayakos que por lo general eran muy valientes, casi tanto como los malayos, y que no temen a la muerte, remaban con furia, mientras los que iban armados con fusiles sostenían un fuego vivísimo, si bien muy poco eficaz, pues apenas tenían práctica de aquellas armas.

Ya se habían acercado las chalupas a unos quinientos pasos, cuando el parao, sobre el cual se concentraba el fuego de los cañones del «Mariana», se tumbó sobre un costado.

Había perdido sus dos mástiles, el balancín lo había hecho pedazos un tiro de Yáñez, y su obra muerta casi no existía.

—¡Desmonta el cañoncito, Sambigliong! —gritó Yáñez al ver que se acercaba al parao una doble chalupa con la intención de recoger la pieza de artillería antes de que se fuese a pique el barco.

—¡Sí, comandante! —respondió el malayo, que servía en la pieza de babor.

—¡Y vosotros ametrallad a la tripulación antes de que lo recojan! —añadió el portugués, que desde lo alto de la toldilla seguía atentamente los movimientos de la flotilla, sin dejar por eso el cigarro.

Una andanada de los cañones y de las bombardas cayó sobre el parao desmontando el cañoncito, cuya cureña hecha añicos se fue abajo de golpe, mientras un huracán de metralla barría la embarcación desde la proa hasta la popa, hiriendo a la mayoría de los tripulantes.

—¡Buen golpe! —exclamó el portugués con su habitual tranquilidad—. ¡Uno que ya no nos producirá más molestias!

El pequeño velero era tan sólo una cáscara de nuez que se hundía con toda rapidez en el agua. Los hombres que habían escapado de tan tremenda andanada se arrojaron al mar, y nadaban hacia las chalupas, mientras los pontones disparaban furiosos los «lilas» con no mucha fortuna, a pesar de ofrecerles el «Mariana» un buen blanco con su inmovilidad y su mole.

De pronto el parao se puso quilla arriba, volcando en las aguas muertos y heridos. Gritos feroces salieron de las chalupas al ver que el parao se iba a la deriva con la quilla al aire.

—¡Chilláis como ocas! —dijo Yáñez—. ¡Se necesita algo más para vencer a los tigres de Mompracem, queridos míos! ¡Fuego a las chalupas! ¡Adelante, fusileros! ¡Esto va entrando en calor!

Aun cuando privados del parao, que con su pieza podía contestar a los cañones de caza, la flotilla había vuelto a emprender el avance, acercándose rápidamente al «Mariana».

Los tigres de Mompracem no economizaban pólvora ni balas. Los cañones de las piezas de caza y de las bombardas alternaban con las nutridas descargas de fusilería, que abrían grandes huecos en la tripulación de los pontones y de las chalupas.

Aquellos viejos guerreros, que hicieron temblar a los ingleses de Labuán, que habían vencido y deshecho a James Brook, el rajá de Sarawak, y que destruyeron después de combates formidables a los terribles « thugs» indios, se defendían de un modo admirable, sin cuidarse de buscar amparo detrás de la obra muerta.

Despreciando todo peligro, a pesar de los consejos del portugués, que procuraba conservar sus hombres, habían saltado todos sobre las amuras para ver mejor, y desde allí, como desde las cofas, hacían un fuego infernal sobre las chalupas, diezmando cruelmente a las tripulaciones.

Pero los asaltantes eran tantos en número, que a pesar de tan graves pérdidas no se desanimaban.

Otras chalupas salidas del río se habían unido a la flotilla. Por lo menos eran trescientos salvajes suficientemente armados los que se dirigían al abordaje del «Mariana», resueltos a expugnarlo y a matar hasta el último de sus defensores. No podía esperarse cuartel de aquellos bárbaros sanguinarios, que no tienen más que un solo deseo: hacer cosecha de cráneos humanos.

—¡El negocio se va a poner serio! —murmuró Yáñez al ver las nuevas chalupas—. ¡Tigrecitos míos, dad de firme cuanto podáis, o concluiremos por dejar aquí nuestras cabezas! ¡Ese perro peregrino los ha fanatizado de tal modo, que se han vuelto rabiosos!

Se acercó a la pieza de caza de estribor, que acababa de cargarse en aquel momento, y apartó a Sambigliong, que estaba apuntando con ella.

—¡Deja que me caliente también un poco! —dijo—. Si no deshacemos los pontones y no echamos al agua sus «lilas», antes de tres minutos estarán aquí.

—Los espinos los detendrán, comandante.

—No lo sé, querido. Pondrán en juego sus «kampilangs».

—Y nuestros gavieros no harán menos fuego con sus granadas.

—Sea; pero prefiero que no lleguen hasta aquí.

Puso fuego a la pieza, y como siempre, no falló el tiro. Uno de los pontones compuesto de dos chalupas reunidas por medio de un puente, se fue a pique.

Las proas, tocadas a flor de agua, se inundaron, y la masa flotante se hundió.

Un segundo pontón quedó también medio deshecho; al tercer cañonazo que disparó Yáñez, ya las chalupas alcanzaron al «Mariana».

—¡Empuñad los parangs, y llevad a popa las bombardas! —gritó abandonando la pieza, que ya era inútil—. ¡Obstruid la proa!

En un abrir y cerrar de ojos se ejecutaron las órdenes. Los fusileros se pusieron en masa en la toldilla, dejando solos a los gavieros de las cofas, mientras que Sambigliong con algunos hombres desfondaba a hachazos dos cajas, sembrando por la cubierta una infinidad de bolitas de acero, erizadas de puntas finísimas.

Los dayakos, furiosos por las graves pérdidas sufridas, habían rodeado al «Mariana» gritando de un modo atronador y tratando de trepar, agarrándose donde podían.

Yáñez empuñó una cimitarra y se colocó en medio de sus hombres.

—¡Apretad las filas en derredor de las bombas! —gritó.

Los fusileros que estaban cerca de las bordas no cesaron de hacer fuego, hiriendo a quemarropa a los dayakos de los pontones y a cuantos pretendían subir al abordaje.

Los cañones de los fusiles y de las carabinas indias se habían calentado de tal modo, que abrasaban las manos de los tiradores.

Los dayakos llegaban encaramándose como monos. De pronto estallaron grandes gritos de dolor entre los asaltantes.

Habían puesto las manos sobre los haces de espinos que cubría las bordas, y cuyas ramas se habían disimulado con el empalletado.

Al sentirse desgarrados los dedos, y no pudiendo soportar dolor tan agudo, se dejaron caer encima de sus compañeros, arrastrándolos en su caída.

Si los que trataron de asaltar el barco por babor y estribor no pudieron conseguirlo; en cambio los que se izaron por el bauprés, habían sido más afortunados, pues encontraron un apoyo en el mismo palo.

A golpes de «kampilang» desataron los haces de aquel sitio, los arrojaron al agua, y diez o doce hicieron irrupción en el castillo de proa dando gritos de victoria.

—¡Adentro con las bombardas! —gritó Yáñez, que los había dejado hacer.

Las cuatro bocas de fuego lanzaron una andanada de clavos, limpiando todo el castillo.

Fue una descarga terrible. Ninguno de los asaltantes quedó en pie, aun cuando tampoco cayeron muertos.

Aquellos desgraciados, que recibieron de lleno los tiros, rodaban por el castillo dando alaridos de dolor y debatiéndose desesperadamente.

Sus cuerpos, horadados en cien sitios por los clavos, parecían cribas goteando sangre.

Sin embargo, la victoria estaba lejana todavía.

Otros dayakos subieron por todas partes, dispersando primero los espinos con los «kampilangs», y saltaron sobre cubierta a pesar del fuego vivísimo de los tigres de Mompracem.

Pero allí esperaba a los asaltantes otro obstáculo no menos duro que los espinos; eran las bolitas de acero que llenaban toda la cubierta, y cuyas puntas no era posible esquivar ni con las pesadas botas de agua.

Además, los gavieros desde las cofas comenzaron a arrojar granadas que estallaban con estruendo, lanzando en derredor fragmentos de metal.

Pillados entre dos fuegos e imposibilitados de avanzar, los dayakos se habían detenido; enseguida un terror súbito se apoderó de ellos al verse ametrallados de nuevo; allí cayeron varios y los restantes se precipitaron en montón sobre las bordas, arrojándose al agua y nadando como desesperados hacia los pontones y las chalupas.

—Por lo visto, parece que ya tienen bastante —dijo Yáñez, que no había perdido su flema durante la lucha—. ¡Esto os enseñará a temer a los viejos tigres de Mompracem!

La derrota de los isleños era completa. Pontones y chalupas huían a fuerza de remos hacia los islotes que se extendían delante del río; y sin responder al fuego del velero, fuego que hizo cesar muy pronto el portugués, al cual repugnaba matar personas que ya no podían defenderse.

Diez minutos después la flotilla, cuyas chalupas hacían agua la mayor parte, desaparecía en el río.

—Se han marchado —dijo Yáñez—. Supongo que nos dejarán tranquilos.

—Nos esperarán en el río, señor —dijo Sambigliong.

—Nos darán de nuevo la batalla —añadió Tangusa, que a los primeros cañonazos había subido a cubierta para tomar parte en la defensa, aun hallándose, como se hallaba, sin fuerzas.

—Les daremos otra lección que les quitará para siempre las ganas de importunarnos. ¿Habrá agua bastante para ir hasta la escala del «kampong»?

—Durante largo trecho el río es muy profundo, y con viento favorable no habrá dificultad en subirlo.

—¿Cuántos hombres hemos perdido? —preguntó Yáñez a Kibatang, un malayo que hacía de médico de a bordo.

—Hay ocho en la enfermería, señor; entre ellos dos graves, y cuatro han muerto.

—¡Que el demonio se lleve a esos malditos salvajes y a su peregrino! —exclamó Yáñez—. ¡En fin, esto es la guerra! —añadió dando un suspiro.

Enseguida, volviéndose hacia Sambigliong, que parecía esperar alguna orden, añadió:

—La marea está a punto de alcanzar su mayor altura. ¡Tratemos de salir de este banco maldito!

III. En el río Kabataun

Hacía ya cuatro o cinco horas que el agua seguía creciendo en la bahía, cubriendo poco a poco el banco en que había encallado el «Mariana».

Era, pues, aquel el momento para intentar poner a flote la embarcación, lo cual no parecía cosa muy difícil pues los marineros ya observaron un movimiento de la rueda de proa. Todavía no flotaba el velero; pero nadie dudaba de llegar a sacarlo de aquel mal paso ayudándolo con alguna maniobra.

Desembarazada la cubierta de los cadáveres que la llenaban, especialmente en el castillo de proa, donde cayeron muchos dayakos bajo las descargas de metralla hechas a quemarropa, y recogidos y colocados en las cajas los peligrosos balines de punta que habían detenido tan a tiempo el asalto de los belicosos isleños, los tigres de Mompracem se pusieron enseguida a la faena bajo la dirección de Yáñez y de Sambigliong.

A sesenta pasos de la popa se tiraron dos pequeñas anclas, se haló a la cuerda para echar hacia atrás la nave, ayudando el empuje de la marea, y se pusieron las velas de modo que el viento no resultara a favor de proa.

—¡A la cuerda, muchachos! —gritó Yáñez cuando todo estuvo dispuesto—. ¡Saldremos pronto de aquí!

Ya se habían oído ciertos golpeteos del agua bajo la proa, señal evidente de que la crecida de la marea tendía a suspender la embarcación.

Doce hombres se precipitaron a la cuerda, mientras otros tantos se echaron a los cables que sujetaban las anclas para que el esfuerzo fuese mayor: los primeros habían comenzado ya a hacer girar las aspas de los molinetes.

Al cabo de cuatro o cinco vueltas de las aspas del cabrestante, el «Mariana» vaciló sobre el banco en que se apoyaba, virando lentamente hacia estribor a impulsos del viento que henchía con fuerza las dos inmensas velas.

—¡Ya estamos libres! —gritó Yáñez con voz alegre—. Probablemente, hubiera bastado la marea para sacarnos de aquí. ¡Qué sorpresa tan agradable va a tener el piloto cuando despierte! ¡Recoged las anclas, izad las velas, y en marcha hacia adelante en dirección del río!

—¿Embocamos el río, sin esperar al día? —preguntó Sambigliong.

—Me ha dicho Tangusa que es ancho y profundo y que no tiene bancos —respondió Yáñez—. Prefiero atravesar ahora sin luz y sorprender a los dayakos, que seguramente no nos esperarán tan pronto.

Los marineros, haciendo un poderoso esfuerzo con el cabrestante, arrancaron las anclas del fondo, y los gavieros orientaron las velas y los foques del bauprés. Tangusa, que no había dejado la toldilla, se puso al timón, por ser el único que conocía la embocadura del Kabataun.

—Condúcenos tan sólo hasta dentro del río, mi valiente muchacho —le había dicho Yáñez—; después regiremos nosotros el «Mariana» y te irás a descansar.

—¡Oh! Ya no soy un niño, señor —contestó el mestizo—, para tener necesidad inmediata de descanso.

El bálsamo prodigioso con que Kibatang untó mis heridas me ha calmado las dolores.

—¡Ah! —exclamó Yáñez, mientras que el «Mariana», rodeando prudentemente el banco, avanzaba hacia el río—. No me has dicho todavía cómo has caído en manos de los dayakos ni por qué te han martirizado.

—No me dejaron tiempo esos bribones para concluir de contarle a usted mi triste aventura —respondió el mestizo haciendo un esfuerzo para sonreír.

—¿Venías del «kampong» de Tremal-Naik cuando te pillaron?

—Sí, señor Yáñez. Mi amo me había encargado que me llegase hasta la orilla de la bahía para conducirlo por el río.

—Estaba seguro de que no dudaríamos en correr en su socorro; ¿verdad?

—No lo dudaba, señor.

—¿Dónde te sorprendieron?

—En los islotes.

—¿Cuándo?

—Hace dos días. Unos hombres que habían trabajado en las plantaciones me reconocieron enseguida y me asaltaron en mi canoa, haciéndome prisionero. Debieron pensar que Tremal-Naik me enviaba a la costa en espera de algún socorro, porque me interrogaron largamente, amenazándome con cortarme la cabeza si no les revelaba el motivo de mi estancia en aquellos lugares. Como me negué a contestar, aquellos miserables me arrojaron en un pozo que estaba próximo a un hormiguero, me ataron bien, y me hicieron varias incisiones para que saliese sangre.

—¡Ladrones!

—Ya sabe usted, señor Yáñez, qué voraces son las hormigas blancas. Atraídas por el olor de la sangre, no tardaron en venir sobre mí por batallones, y comenzaron a devorarme vivo poquito a poco.

—¡Un suplicio digno de salvajes!

—Y que duró un buen cuarto de hora, haciéndome sufrir tormentos espantosos. Afortunadamente, aquellos insectos se habían arrojado también sobre las cuerdas que me sujetaban brazos y piernas, y no tardaron en roerlas, pues estaban empapadas en aceite de coco para que al secarse me apretasen más.

—¿Y tú apenas te viste libre escapaste? —dijo Yáñez.

—¡Puede usted imaginárselo! —respondió el mestizo—. Como se habían alejado los dayakos, me metí entre la espesura de la floresta vecina, cercana al río; y como vi atracada una canoa con vela, me hice a la mar, pues ya había divisado en lontananza al velero.

—¡Has sido bien vengado!

—Señor Yáñez, esos salvajes no merecen compasión. ¡Oh!

Aquella exclamación se le escapó al descubrir algunas luces que brillaban en las costas de los islotes que componían la barra del río.

—Los dayakos vigilan, señor Yáñez.

—Ya lo creo —repuso el portugués—. ¿Podremos pasar de largo sin que nos vean?

—Tomaremos por el último canal —contestó el mestizo, observando atentamente la superficie del río—. En aquella dirección no veo brillar luz alguna.

—¿Habrá bastante calado?

—Sí; pero hay bancos.

—¡Ah, diablo!

—No tema por eso, señor Yáñez. Conozco muy bien la cuenca, y espero que entraremos en Kabataun sin ningún tropiezo.

—Mientras tanto, nosotros tomaremos nuestras precauciones para rechazar cualquier ataque —contestó el portugués, dirigiéndose al castillo de proa.

El «Mariana» impulsado por una ligera brisa de Poniente, se deslizaba dulcemente, acercándose cada vez más a la cuenca del río.

La marca, que aun seguía subiendo, facilitaría la marcha rechazando un buen trozo las aguas del Kabataun.

La tripulación, excepto dos o tres hombres encargados de la cura de los heridos, estaba sobre cubierta en los puestos de combate, pues no sería difícil que, a pesar de la terrible derrota sufrida, intentasen los dayakos un nuevo abordaje, o rompiesen el fuego ocultos en los bosquecillos de los islotes.

Tangusa guio el «Mariana» de modo que estuviera siempre lejos de las luces que ardían cerca de las escolleras, y que debían dominar el campamento de los enemigos; enseguida, con una hábil maniobra, metió el barco dentro de un canal bastante estrecho que se abría entre la costa y un islote, sin que se oyese grito alguno de alarma en una orilla ni en la otra.

—Ya estamos en el río, señor —dijo a Yáñez, que había vuelto a reunirse con él.

—¿No te parece un poco extraño que no hayan visto nuestra entrada los dayakos?

—Quizás estén durmiendo, no sospechando que pudiésemos salir del banco con tanta facilidad y tan felizmente.

—¡Hum! —hizo el portugués moviendo la cabeza.

—¿Duda usted?

—Creo que nos han dejado pasar para darnos la batalla al remontar el río.

—Pudiera ser, señor Yáñez.

—¿Cuándo llegaremos?

—Al mediodía.

—¿Cuánto dista del río el «kampong»?

—Dos millas.

—De bosque, probablemente.

—Y espeso, señor.

—Ha sido un error de Tremal-Naik no haber fundado junto al río la principal factoría. Nos veremos precisados a dividirnos. Y aunque es cierto que mis tigres se baten tan bien en el puente de los paraos como en tierra…, sin embargo…

—¿Vamos atrás, señor? El viento es favorable, y la marea nos empujará todavía durante algunas horas.

—¡Adelante, y cuidado con dar en seco con el «Mariana»!

—Conozco muy bien el río.

El velero dobló una lengua de tierra que formaba la barra del río, y remontó la corriente empujado por la brisa de la noche, que henchía las velas.

Aquella corriente de agua, que aun hoy es poco transitada a causa de la hostilidad continua de los dayakos que no respetan ni siquiera la cabeza de los exploradores europeos, tenía una anchura de un centenar de metros, corría por entre dos orillas bastante altas, cubiertas de duriones, mangos y árboles gomíferos.

No se veía brillar ninguna luz entre los árboles, ni se escuchaba rumor que indicase la presencia de aquellos formidables cazadores de cabezas.

Solamente de cuando en cuando se oía el chapuz en las aguas, que debían ser muy profundas, de algún caimán dormido a flor de agua, y al que espantaba la masa del velero. Tanto silencio no inspiraba confianza a Yáñez que redoblaba la vigilancia, procurando descubrir algo bajo la densa oscuridad de los árboles.

—¡No —murmuraba—; es imposible que hayamos podido pasar inadvertidos! Alguna cosa debe suceder: Afortunadamente conocemos al enemigo y no nos tomará de sorpresa.

Había transcurrido una media hora, sin que hubiese acaecido nada de extraordinario, y ya comenzaba a confiar el portugués, cuando hacia la parte baja de la corriente del río se vio alzarse por encima de las copas de los grandes árboles una línea de fuego.

—¡Ta! ¡Un cohete! —exclamó Sambigliong, que lo había visto primero.

La frente de Yáñez se nubló.

—¿Cómo es que estos salvajes poseen cohetes de señales? —se preguntó.

—Capitán —dijo Sambigliong—, eso es prueba de que en este negocio andan mezclados los ingleses.

Estos salvajes no han visto cohetes hasta este momento.

—Los habrá traído el misterioso peregrino.

—¡Mire hacia allí: contestan!

Yáñez se volvió hacia la proa, y vio a una gran distancia y hacia la otra parte de la corriente del río extinguirse en el cielo un nuevo rastro de luz.

—Tangusa —dijo volviéndose hacia el mestizo, que no abandonaba la barra del timón— parece que se preparan a hacernos pasar una mala noche los excultivadores de tu señor.

—Lo sospecho, señor Yáñez —respondió el mestizo.

En aquel momento se oyeron voces en la proa, exclamando:

—¡Hogueras!

—¡O incendio!

—¡Mira hacia allá!

—¡Arde el río!

—¡Señor Yáñez! ¡Señor Yáñez!

De unos cuantos saltos se puso en el castillo de proa, donde se habían reunido algunos hombres de la tripulación.

Toda la parte alta del curso del río, que descendía casi en línea recta con sólo un ligero serpenteo, aparecía cubierta por infinidad de puntos luminosos, que ya se agrupaban, ya se dispersaban, para reunirse poco después en líneas y masas espesísimas.

Yáñez había quedado tan sorprendido, que estuvo silencioso algunos minutos.

—¿Algún fenómeno capitán? —preguntó concisamente Sambigliong.

—No lo creo —repuso por fin Yáñez, cuya frente se oscurecía cada vez más.

Tangusa, que había confiado momentáneamente la barra a uno de los timoneles, había ido corriendo, alarmado por aquellas exclamaciones.

—¿Puedes decirme qué es esto? —preguntó Yáñez al verlo.

—Eso son luces que descienden por el río, señor —contestó el mestizo.

—¡Es imposible! Si cada uno de esos puntos luminosos señalase una barca, serían miles de ellas, y no creo que los dayakos posean tantas, ni aun reuniendo todas las que hay en los ríos borneses.

—Sin embargo, son luces —replicó Tangusa.

—Pero ¿dónde las han encendido?

—No lo sé, señor.

—¿Sobre aquellos troncos de árboles?

—No sé decirle. El hecho es que esas luces se acercan, capitán, y que el «Mariana» corre el peligro de incendiarse.

Yáñez lanzó un ¡por Júpiter!, tan tremendo, que dejó estupefacto a Sambigliong.

—¿Qué es lo que han preparado esos canallas? —exclamó el valiente portugués.

—Capitán, preparemos las bombas por precaución.

—¡Y arma a nuestros hombres de botafuegos y manivelas para separar esas hogueras! ¡Esos malditos salvajes tratan de abrasar nuestro barco! ¡Andad pronto, tigrecitos míos: no hay tiempo que perder!

Aquellos centenares y centenares de puntos luminosos se agrandaban a ojos vistas, conducidos por la corriente, y cubrían un trozo enorme del río.

Descendían por grupos, produciendo un efecto maravilloso para visto en otra ocasión; hubieran admirado al propio Yáñez; pero en aquel momento no se paraba en efectos estéticos. Los haces encendidos giraban sobre sí mismos formando líneas circulares y espirales que se rompían enseguida, o ya trazando una recta que al cabo se transformaba en una serpentina.

Un gran número filaba por las orillas; en cambio, otros danzaban en medio, donde la corriente era más rápida.

No se podía saber sobre qué ardían a causa de la espesa sombra que proyectaban los altísimos árboles que cubrían las orillas; pero se suponía que soportase tales hogueras alguna masa flotante.

Toda la tripulación se había armado rápidamente de botafuegos, barras de penoles, aspas y manivelas, y se había colocado a lo largo de los costados del «Mariana» para apartar aquellos peligrosísimos haces inflamados. Algunos hombres habían descendido a las redes de la delfinera del bauprés y a las barcazas para poder maniobrar mejor.

—¡Siempre por el centro del río! —gritó Yáñez a Tangusa, que había vuelto a manejar la barra del timón—. ¡Si nos sorprendiese el fuego, pronto recalaríamos a una de las orillas!

La flotilla ígnea llegaba empujada por las oleadas del agua e iba al encuentro del «Mariana» que avanzaba con lentitud por lo débil de la brisa.

—¡Tomad una de esas hogueras! —dijo Yáñez a los malayos que se hallaban en las redes de la delfinera, cuya extremidad inferior casi tocaba la superficie del río.

Todos los marineros se habían puesto a la faena, descargando furiosos golpes de botafuegos y de manivelas sobre aquellos fuegos flotadores que rodeaban el «Mariana».

Un malayo recogió una de las minúsculas hogueras, y se la llevó a Yáñez. Era una nuez de coco llena de algodón empapado en una materia resinosa que arde mejor que el aceite vegetal, y que usan de ordinario los borneses y los siameses.

—¡Ah, bribones! —exclamó el portugués—. ¡He aquí un maravilloso hallazgo y una cosa que yo no había imaginado! ¡Qué zorros y qué pillos se han vuelto estos dayakos! ¡Tigrecitos míos, sacudid con prisa: si este algodón se adhiere a la madera, nos asan como a patos en asador!

Tiró el coco y se lanzó a la proa, donde era mayor el peligro, pues al embestir contra el tajamar aquellas llamas se volcaban en gran número, y la materia viscosa y resinosa de que estaba empapado el algodón, podía adherirse a los costados, en los cuales prendería enseguida favorecido por la brea, que los cubría.

Los tigres, que comprendieron el gravísimo peligro que corría el velero, no escatimaban los golpes.

Especialmente los que se encontraban en las redes de la delfinera y a caballo de los troncos no cesaban un instante, hundiendo los minúsculos flotadores ígneos, que llevaban a centenares deslizándose y volcándose a lo largo de los costados del «Mariana». Sin embargo de esto, aun se escapaban algunos algodones ardientes que de cuando en cuando se adherían al barco, prendiéndose enseguida al alquitrán que despedía un humo acre y denso.

¡Ay del barco que hubiese tenido una tripulación menos numerosa! Afortunadamente, los tigres de Mompracem eran suficientes para vigilar toda la borda, y cuando el fuego comenzaba a manifestarse, las bombas lo apagaban en el acto, con un potente chorro de agua.

Más de media hora duró tan extraña lucha. Los peligrosos flotadores comenzaron a hacerse más raros, y por último concluyeron de desfilar, desapareciendo río abajo.

—¿Nos prepararán todavía otra sorpresa —dijo Yáñez que se había acercado al mestizo— al ver que su criminal tentativa les ha salido mal? ¿Escogerán otro medio? ¿Qué opinas, Tangusa?

—Creo que no llegaremos al embarcadero del «kampong» sin que los dayakos nos den una batalla, señor, Yáñez —contestó el mestizo.

—Lo prefiero a cualquier otra sorpresa, querido mío. Hasta ahora no veo ninguna chalupa.

—Todavía no hemos llegado. La brisa es tan débil, que, si no aumenta, llegaremos mañana por la noche, en vez de llegar al mediodía.

—Eso me contraría. ¡Ohé, tigretes: abrid los ojos y tened las armas sobre cubierta! ¡Los cortacabezas nos espían!

Encendió un cigarrillo, y se sentó en la borda de popa para poder vigilar mejor las dos orillas.

El «Mariana», que escapó por milagro de aquel segundo peligro, seguía avanzando con lentitud, pues la brisa casi se extinguía.

No se oía rumor alguno en las orillas, cubiertas por inmensos árboles que extendían sobre el río sus ramas monstruosas haciendo la oscuridad mayor, por lo cual no dudaba nadie que ojos ocultos seguían la marcha del velero.

Era imposible que después de aquella tentativa que tan poco faltó para que les saliera bien, los dayakos hubiesen renunciado a la idea de destruir aquella tan pequeña como poderosa nave que los había rechazado de modo tan sangriento.

Habían dejado atrás cinco o seis millas sin que hubiera sucedido nada, cuando Yáñez descubrió bajo las sombras de la floresta unos puntos luminosos que aparecían y desaparecían con gran rapidez.

Parecía como si hombres con antorchas corriesen desesperadamente por entre los árboles, ocultándose de pronto entre la maleza. Enseguida se oyeron en varias direcciones silbidos, que no procedían de las serpientes.

—Son señales —dijo el mestizo, previendo la pregunta que Yáñez iba a hacerle.

—No lo he dudado —respondió el portugués, que comenzaba a inquietarse otra vez.

—¿Qué nueva sorpresa nos preparan?

—No será mejor que la otra, señor. Quieren a toda costa impedirnos llegar al embarcadero.

—Comienzo a perder la paciencia —dijo Yáñez—. ¡Si al menos se mostrasen y atacasen de un modo resuelto!

—Saben que somos fuertes y que no nos falta buena artillería, señor, y por eso no intentarán asaltarnos.

—Instintivamente siento algo que me dice que esos bribones preparan algo malo contra nosotros.

—No digo que no, y le aconsejaría que no mandase desarmar las bombas.

—¿Temes que nos envíen otra flotilla de nueces de coco?

En vez de contestar, el mestizo se levantó rápidamente dando un golpe de barra al timón.

—Estamos en el paso más estrecho del río, señor Yáñez —dijo al cabo—. ¡Prudencia, o damos contra cualquier banco!

El río, que hasta entonces había sido suficientemente ancho para permitir maniobrar al «Mariana» con libertad, se había estrechado casi de pronto hasta el punto de cruzarse las ramas de los árboles de un lado a otro.

La oscuridad era tan profunda, que Yáñez no acertaba a ver las orillas.

—¡Hermoso sitio para intentar un abordaje! —murmuró.

—¡Apunta las lombardas hacia las dos riberas, Sambigliong! —gritó Yáñez.

Los hombres al servicio de aquellas gruesas bocas de fuego ejecutaron las órdenes; pero apenas lo habían hecho, cuando el «Mariana», que había acelerado la marcha hacía algunos minutos, pues la brisa refrescaba, chocó bruscamente contra un obstáculo que lo hizo desviarse hacia babor.

—¿Qué ha sucedido? —gritó Yáñez—. ¿Hemos encallado?

—No, mi capitán —contestó Sambigliong, que se había lanzado hacia la proa—: El «Mariana» flota.

Con un golpe de barra el mestizo puso en ruta el barco; pero de nuevo chocó, y el «Mariana» volvió a desviarse, retrocediendo algunos metros.

—¿Qué es esto? —gritó Yáñez acercándose a Sambigliong—. ¿Hay una línea de escollos delante?

—No veo, capitán.

—Pues no podemos pasar. ¡Mandad bajar a alguno al agua!

Un malayo ató una cuerda y se deslizó por ella, mientras el velero volvía a enderezar el rumbo.

Yáñez y Sambigliong, inclinados sobre la amura de proa, miraban con ansiedad al malayo que se había echado a nadar para descubrir el obstáculo que impedía la marcha del barco.

—¿Es una escollera? —preguntó Yáñez.

—No, capitán —respondió el marinero, que continuaba buceando de cuando en cuando, sin cuidarse de los caimanes que podían merendársele las piernas.

—Entonces, ¿qué es?

—¡Ah, señor! Han tendido una cadena bajo el agua, y no podemos avanzar si no se corta.

En el mismo instante una voz poderosa se oyó entre los árboles de la orilla izquierda, gritando en un inglés muy gutural:

—¡Rendíos tigres de Mompracem: si no, os exterminaremos a todos!

IV. En medio del fuego

Otro cualquiera se hubiese impresionado al oír aquella amenaza lanzada por un hombre que pertenecía a raza tan sanguinaria y animosa, sabiendo al propio tiempo que el camino de huída estaba cortado.

Yáñez, que había oído a un tiempo al malayo y al amenazador enemigo, no dio señal alguna de cólera ni de desfallecimiento.

Otras ocasiones había tenido en su vida no menos terribles, y no había perdido su gran calma.

—¡Ah! —exclamó sencillamente—. ¡Quieren exterminarnos! ¡Menos mal que han tenido la galantería de advertírnoslo! ¡Y aún los llamamos salvajes!

Después de estas palabras, que demostraban su serenidad de ánimo, se volvió al malayo, que estaba todavía en el agua, y le preguntó:

—¿Es muy sólida la cadena?

—Es de ancla gruesa, capitán —contestó el marinero.

—¿Dónde la habrán encontrado estos salvajes?

Porque no creo que hayan aprendido a fabricarlas.

¡Ese peregrino les ha enseñado a hacer maravillas!

—Capitán Yáñez —dijo Sambigliong—, el «Mariana» da de través. ¿Mando echar un anclote?

El portugués se volvió a mirar al velero, que no pudiendo avanzar, no obedecía al timón y comenzaba a virar sobre estribor, yéndose hacia atrás con lentitud.

—Cala un anclote de pincel, y prepara la chalupa.

Es preciso cortar esa cadena.

El ancla cayó con rapidez, hundiéndose pocos metros, pues en aquel sitio el río no era muy profundo, y el «Mariana» se detuvo, enderezándose enseguida con la proa a la corriente.

La misma voz de antes, pero más amenazadora, salió de entre la espesura repitiendo la intimación:

—¡Rendíos, u os exterminaremos a todos!

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¡Me había olvidado de contestar a ese amigo!

Hizo con las manos portavoz, y gritó:

—¡Si quieres mi barco, ven a tomarlo; pero te advierto que tenemos pólvora y plomo en abundancia!

¡Y no me des más la tabarra, porque tengo quehacer en este momento!

—¡El peregrino de la Meca te castigará!

—¡Ve a que te ahorquen con tu Mahoma! ¡Te encontrarás muy bien en su compañía!

Sambigliong hizo calar la chalupa, y mandó seis hombres a cortar la cadena.

—¡Atención, artilleros de babor, y proteged el des-censo!

La más pequeña de las embarcaciones flotó, y seis malayos armados de pesadas hachas y de fusiles saltaron dentro.

—¡Picad firme y, sobre todo, pronto! —les gritó el portugués.

Enseguida se subió en la amura de popa agarrándose a una cuerda, y miró con atención hacia la orilla desde la cual había salido la voz del peregrino misterioso.

A través de la espesura vio pasar todavía puntos luminosos, los cuales se alejaban con velocidad fantástica.

—¿Qué será lo que esos tunantes estarán preparando? —se preguntó, no sin alguna preocupación.

—Señor Yáñez —dijo Tangusa, que había dejado el timón inútil entonces—, en la orilla derecha he visto luces.

—¿Serán los dayakos que estarán reuniendo nuevamente nueces de coco? Hace ya un buen rato que estamos viendo pasar luces.

Al poco rato soltó una imprecación. Había visto elevarse de entre la maleza de las dos orillas treinta o cuarenta cohetes que rompieron la oscuridad densísima que reinaba bajo los árboles.

—¡Ponen fuego a la floresta esos miserables! —gritó.

—¡Y eso sí que es peor! —añadió el mestizo con voz alterada, por el espanto—. Todos esos árboles están rodeados de «giunta wan», saturados de caucho.

—¡Podada! —gritó el portugués, dirigiéndose al hombre que mandaba la chalupa—. ¿Podréis resistir vosotros solos?

—Tenemos nuestras carabinas, señor Yáñez.

—¡Apresuraos cuanto podáis, y enseguida venid a reuniros con nosotros! ¡Sambigliong, manda levar el anclote!

—¿Volvemos a bajar el río, capitán? —preguntó el contramaestre.

—¡Y a escape, querido mío! ¡No tengo ganas de que me asen vivo! ¡A la banda todo el timón, Tangusa!

En un abrir y cerrar de ojos fue levada el ancla y el «Mariana», que tenía el viento de bolina, viró con rapidez de bordo dejándose llevar por la corriente.

Una docena de hombres con grandes remos ayudaban a la acción del timón, que no era muy eficaz, pues tenía a favor el agua.

Los seis marineros de la chalupa, aun cuando desamparados por sus compañeros, no abandonaron la cadena, que golpeaban fuertemente con golpes furiosos, pues los gruesos anillos no cedían con facilidad.

Entretanto, el incendio se propagaba con rapidez espantosa, y nuevos puntos de luz se alzaban de varios sitios para extenderlo en un gran espacio.

Las llamas encontraban un soberbio elemento en los «giunta wan» (urceola elástica), gruesas plantas trepadoras de las cuales extraen los malayos una sustancia viscosa de que se sirven para cazar pájaros; en los «gambires», en los colosales árboles del alcanfor y en las plantas gomíferas, tan abundantes en todos los bosques de Borneo.

Aquella masa vegetal crepitaba cual si sus fibras estuviesen llenas de cartuchos de fusil, y al producir la detonación lanzaban por las grietas una linfa más o menos saturada de resina, la cual a su vez comunicaba fuego fomentando el incendio cada vez más.

Una luz intensísima sucedió a las tinieblas y miríadas de chispas se elevaron a gran altura volteando entre torbellinos de humo.

El «Mariana» descendía precipitadamente con la ayuda de los remos para librarse de tal incendio, que ya se propagaba a los árboles próximos a las dos orillas; pero, apenas había recorrido unos quinientos pasos, cuando la proa chocó, repercutiendo el golpe en todas las partes de la carena.

Gritos furiosos estallaron en el castillo de malayos, temerosos de que apareciesen en un momento dado las chalupas de los dayakos.

—¡Estamos presos!

—¡Nos han cortado la retirada!

Yáñez fue corriendo, imaginándose lo que había sucedido.

—¿Otra cadena? —preguntó abriéndose paso entre sus hombres.

—Sí, capitán.

—Entonces, la habrán tendido hace pocos minutos.

—Eso debe ser —dijo Tangusa, que parecía alterado—. Señor Yáñez, no nos queda otro recurso que tomar tierra antes de que el incendio llegue hasta aquí.

—¡Dejar el «Mariana»! —exclamó el portugués—. ¡Eso nunca! ¡Sería el fin de todos nosotros, incluso de Tremal-Naik y de Damna!

—¿Mando echar al agua la otra chalupa? —preguntó Sambigliong.

Yáñez no contestó. Erguido sobre la proa, con las manos en la escolta del pequeño trinquete, el cigarrillo apagado y apretado entre los labios, miraba el incendio, que se extendía más cada vez.

También hacia la parte baja del río comenzaban a elevarse las llamas. Dentro de muy poco el «Mariana» se encontraría en medio de un mar de fuego: y como los árboles casi cruzaban su ramaje sobre el río, la tripulación corría el peligro de ver caer encima de ella una lluvia de tizones ardiendo y de cálidas cenizas.

—Capitán —repitió Sambigliong—, ¿mando echar al agua la segunda chalupa? Corremos el peligro de perder el «Mariana» si no escapamos.

—¡Escapar! ¿Y hacia dónde? —preguntó Yáñez con voz tranquila—. Tenemos el fuego delante y detrás, y aunque rompamos la cadena, no por eso mejorará la situación.

—¿Nos dejaremos freír entonces, señor Yáñez?

—¡Todavía no nos han guisado! —respondió el portugués con su maravillosa calma—. ¡Los tigres de Mompracem son chuletas un poco duras!

Enseguida, cambiando bruscamente de tono, gritó:

—¡Extended la lona sobre el puente, y arriad las velas sobre los hierros de sostenimiento! ¡Al agua las mangas de las bombas, y calad las anclas! ¡Los artilleros, a su puesto!

La tripulación, que esperaba llena de angustia una decisión, izó en pocos instantes los hierros de sostenimiento, y arrió las dos inmensas velas.

El «Mariana», como todos los «yachts» que hacen viajes a las regiones extremadamente cálidas, tenía una lona para resguardar el puente de los abrasadores rayos solares.

Con toda celeridad se extendió la tela, y las dos velas se echaron encima, dejando caer los extremos a lo largo de las bordas de modo que quedase cubierta toda la nave.

—¡Haced funcionar las bombas y mojad las telas! —mandó Yáñez.

Encendió el cigarrillo y se fue hacia la proa, mientras tanto se lanzaban torrentes de agua contra las telas, empapándolas por completo.

Los hombres encargados de cortar la cadena volvían en aquel momento bogando a la desesperada. Sobre ellos ardían las ramas de los árboles, cubriéndolos de chispas.

—Llegan a tiempo —murmuró el portugués.

—¡Qué magnífico espectáculo! ¡Lástima no poder verlo desde un poco más lejos! ¡Lo admiraría mejor!

Una verdadera tromba de fuego caía sobre el río.

Los árboles de las dos orillas, la mayor parte gomíferos, ardían lanzando monstruosas llamaradas y torbellinos de humo pesado y denso.

Los troncos carbonizados se tumbaban en el suelo haciendo crujir las plantas vecinas, a las cuales se enlazaban otras parásitas, y los «gambires» esparcían chorros de caucho inflamado.

Enormes árboles de alcanfor, causarino, sagús, arenghas sacaríferas, dammares saturados de resina, plátanos, cocoteros y duriones llameaban como colosales antorchas, retorciéndose y estallando; después se desplomaban, cayendo en el río y silbando de un modo ensordecedor.

El aire se hacía irrespirable, y las velas y la tela que cubrían el «Mariana» humeaban y se contraían, no obstante los continuos chorros de agua que los mojaban.

El calor era tan intenso, que los tigres de Mompracem a pesar de la protección de las velas, se sentían desfallecer.

Inmensas nubes de humo y nimbos de chispas que el viento impulsaba se introducían en el espacio comprendido entre el piso de la cubierta y las telas, envolviendo a los hombres aterrorizados, mientras que de lo alto caían sin interrupción ramas llameantes que las bombas apagaban con trabajo, a pesar de que maniobraban enérgicamente.

Una bóveda de fuego lo envolvía todo; barco, río y orillas.

Los dayakos y los malayos que componían la tripulación miraban con espanto aquella cortina de llamas que no se apagaba nunca, y se preguntaban con angustia si había llegado para ellos la última hora.

Tan sólo Yáñez, el hombre eternamente impasible, parecía que no se preocupaba con el tremendo peligro que corría el «Mariana».

Sentado en la cureña de una de las piezas de popa, fumaba con placidez un cigarrillo cual si fuera insensible al calor espantoso que los rodeaba.

—¡Señor —gritó el mestizo, corriendo hacia él con la cara desencajada y los ojos dilatados por el terror—, nos achicharramos!

Yáñez se encogió de hombros.

—Yo nada puedo hacer —respondió con su calma habitual.

—¡El aire se hace irrespirable!

—Conténtate con el poquito que entre en tus pulmones.

—¡Escapemos, señor! ¡Nuestros hombres han roto la cadena que nos cerraba el paso hacia la parte alta del río!

—Querido mío, ten por seguro que allá no ha de hacer más fresco que aquí.

—Entonces, ¿debemos perecer así?

—Sí, si así está escrito —respondió Yáñez sin quitarse el cigarrillo de los labios.

Se recostó sobre la cureña como si fuera sobre una poltrona, añadiendo después de algunos instantes:

—¡Bah! ¡Esperemos!

De pronto algunas descargas de fusilería resonaron en el río acompañadas de grandes gritos.

—¡Qué fastidiosos se han vuelto estos dayakos! —dijo.

Atravesó el puente sin cuidarse de los torrentes de agua que le caían encima, y alzando un pedazo de la inmensa tienda, miró hacia la orilla.

A través de la cortina de fuego vio a varios hombres que parecían demonios corriendo por entre las oleadas de fuego y disparando contra el velero. No parecía sino que aquellos salvajes terribles eran como las salamandras, porque, a pesar de hallarse desnudos, se atrevían a meterse por entre las llamas, para disparar desde más cerca.

A Yáñez se le había contraído el rostro. Una cólera furiosa se manifestó en aquel hombre que parecía tener agua en las venas y podía aportárselas con el más flemático de los anglosajones.

—¡Ah, miserables! —gritó—. ¡Ni aun en medio del incendio queréis concederme una tregua! ¡Sambigliong, tigres de Mompracem, una andanada sin misericordia sobre esos demonios!

Se levantó un poco de tela, reuniéronse las cuatro bombardas sobre estribor, y mientras el incendio devoraba con más ímpetu que nunca los enormes árboles que festoneaban el río, la metralla comenzó a silbar a través de la cortina de fuego, hiriendo a los salvajes con un huracán de clavos y fragmentos de hierro.

Bastaron siete u ocho descargas para decidir a aquellos bribones a retirarse. Algunos habían caído heridos, y se asarían entonces en medio de las hierbas y de la maleza crepitante.

—¡Si hubiese caído también el peregrino! —murmuró Yáñez—. ¡Pero ese tunante se habrá guardado muy bien de exponerse a nuestros tiros!

Llamó al malayo que había guiado la chalupa, y que volvió a bordo en el momento mismo en que comenzaban a arder los árboles que crecían en las márgenes del río.

—¿Habéis cortado la cadena? —le preguntó.

—Sí, capitán Yáñez.

—¿Es decir, que el paso está libre?

—Completamente.

—El fuego se apaga hacia lo alto del río, tendiendo a aumentar hacia la parte baja —murmuró Yáñez—. Será mejor ponernos en marcha antes de que esos canallas tiendan otra cadena o que sus chalupas vengan hasta aquí. Suceda lo que quiera, marchemos.

La bóveda de verdor que cubría el río en aquel sitio quedó destruida por el huracán de fuego que la abrasaba, y en ambas orillas ya no quedaban en pie más que algunos enormes troncos de durión y de árboles de alcanfor medio carbonizados que llameaban todavía como inmensas antorchas.

Hacia Poniente, en cambio, donde la floresta estaba intacta todavía, avanzaba el incendio de un modo terrible.

El peligro de que ardiese el velero se había evitado.

—Aprovechémonos —dijo Yáñez—. El aire comienza a hacerse un poco más respirable, y la brisa sigue soplando de popa.

Hizo recoger la inmensa tela, cuyos bordes estaban sumergidos en el agua, y mandó colocar las velas en los penoles. Las maniobras se realizaron con rapidez, entre una verdadera lluvia de cenizas que aventaba el aire contra el velero, cegando a los hombres y haciéndolos toser.

Todavía era irrespirable la atmósfera que flotaba sobre el río, a causa de los altísimos carbones ardientes de las riberas, pero ya no se corría el peligro de morir asfixiados.

A las cuatro de la mañana se izaron las anclas, y el «Mariana» volvió a emprender la navegación con notable velocidad.

Los dayakos, que debían haber sufrido crueles pérdidas, no volvieron a dejarse ver. Probablemente, el incendio, que iba en aumento hacia Poniente, los había obligado a retirarse a toda prisa.

—No se les ve —dijo Yáñez al mestizo, que observaba las dos orillas, en las cuales todavía ondulaban densas columnas de humo y haces de chispas—. Si nos dejasen tranquilos por lo menos hasta llegar al embarcadero… ¿No habrán comprendido que estamos resueltos a defender hasta el último extremo nuestra piel? Después de las lecciones recibidas, debían persuadirse de que no somos galletas a propósito para sus dientes.

—Han sabido, señor Yáñez, que corremos en socorro de mi patrón.

—Pues no creo que se lo haya dicho nadie.

—Sospecho que lo sabían antes de que usted llegase. Algún criado ha debido hacer traición, o ha oído las órdenes dadas por Tremal-Naik al mensajero que le envió a usted.

—¿Quién habrá sido?

—Aquel malayo que usted recogió porque se le ofreció como piloto, deben haberlo enviado al encuentro del «Mariana».

—¡Por Júpiter! ¡Ya no me acordaba de ese tunante! —exclamó Yáñez—. Ya que los dayakos nos dan un poco de tregua, y el incendio se apaga por sí mismo, nos cuidaremos de él. Quizás consigamos que nos de algunos informes que puedan sernos preciosos acerca de ese misterioso peregrino.

—¡No hablará!

—Si se obstina en seguir mudo, me encargo de hacerle pasar un mal cuarto de hora. ¡Tangusa, ven!

Recomendó a Sambigliong que mantuviera siempre a la gente en sus puestos de combate, temiendo alguna nueva sorpresa por parte de los enemigos, y descendió a la cámara, donde todavía ardía la lámpara.

En un camarote contiguo al saloncito yacía sobre una litera el piloto, presa del profundo sueño que le produjo Sambigliong con sus enérgicas compresiones.

No era aquel un sueño regular. La respiración no se le oía apenas; tan poco, que se podría creer muerto al malayo: además, estaba amarillo, que es la palidez de la raza.

Yáñez, a quien Sambigliong había dicho lo que debía hacer para despertar al piloto, frotó vigorosamente las sienes y el pecho del dormido; después le levantó los brazos, replegándoselos violentamente hacia atrás para dilatarle los pulmones, ejecutando esta operación varias veces.

Al cabo de nueve o diez sacudidas abrió los ojos el malayo y los fijó llenos de terror en el portugués.

—¿Cómo te encuentras, amigo? —le preguntó Yáñez con acento ligeramente irónico.

El piloto seguía mirándolo sin decir palabra, y pasándose y repasándose una mano por la frente sudorosa. Parecía que hacía esfuerzos para coordinar las ideas, y, a medida que la memoria adquiría su imperio, su rostro se tornaba más pálido y una expresión de angustia se retrataba en sus facciones.

—¡Vamos! —dijo Yáñez—. ¿Podremos saber cuándo vas a contestarnos?

—¿Qué es lo que ha sucedido, señor? —preguntó por fin Podada—. No acierto a explicarme cómo me he dormido tan repentinamente después del apretón que me dio el contramaestre.

—La cosa es tan poco interesante, que no vale la pena que te la explique —respondió Yáñez—. Tú, en cambio, eres el que debes darme ciertas explicaciones que me has prometido.

—¿Qué explicaciones?

—Saber, por ejemplo, quién te ha mandado que embarrancases el barco en el banco de arena.

—¡Le juro, señor!…

—¡Déjate de juramentos! Es inútil que te obstines en negar: eres un traidor y te tengo en mis manos.

¿Quién te ha pagado para que destruyeras mi nave?

Porque tú ibas a incendiarla.

—¡Esa es una suposición de usted! —balbució el malayo.

—¡Basta! —dijo Yáñez—. ¿Quieres hacerme perder la paciencia? Quiero saber quién es ese maldito peregrino que ha puesto en armas a los dayakos y que pide la cabeza de Tremal-Naik.

—¡Señor, usted puede matarme, pero no obligarme a decir cosas que ignoro!

—¿Estás seguro?

—¡Yo no he visto nunca ningún peregrino!

—¿Y tampoco has tenido tratos con los dayakos que me han asaltado?

—¡Nunca me he cuidado de ellos, señor; se lo juro por «Vairang Kidul»! (La reina del Sur). Yo me dedicaba a recorrer la costa para registrar las cavernas donde las golondrinas de mar hacen sus nidos, por encargo de un chino que comercia en eso, cuando de pronto vino un golpe de viento que me arrastró con la canoa hacia Poniente. El encontrar su barco ha sido una cosa puramente casual.

—¿Por qué, entonces, estás tan pálido?

—Señor, me han sometido a una compresión tan grande, que creí que querían hacerme pedazos, y todavía no me he repuesto de la impresión —respondió el piloto.

—¡Mientes! —dijo Yáñez—. ¿No quieres confesar?

¡Está bien; ya veremos si hablas o no!

—¿Qué es lo que quiere usted hacer, señor? —preguntó con voz temblorosa el miserable.

—Tangusa —dijo Yáñez volviéndose hacia el mestizo—, ata las manos a este traidor, y enseguida súbele sobre cubierta. Si trata de resistirse, le pegas un tiro.

—Tengo cargadas mis pistolas —contestó el intendente de Tremal-Naik.

Yáñez salió de la cámara y subió al puente, mientras que el mestizo ejecutaba la orden recibida, sin que por su parte el malayo se atreviera a resistirse.

V. Las confesiones del piloto

El «Mariana» había rebasado ya la zona del incendio, y en aquel momento navegaba entre dos orillas llenas de verdor, en las cuales los duriones, los árboles de alcanfor, los sagús, los plátanos de hojas gigantescas y las espléndidas arenghas sacaríferas entrelazaban sus ramas.

Había servido de barrera al fuego por aquel lado un riachuelo que desaguaba en el Kabataun.

Calma absoluta reinaba en ambas riberas, por lo menos en aquellos instantes. No debían haber llegado hasta allí los dayakos, porque se veían una porción de aves acuáticas bañarse tranquilamente, señal evidente de que se creían seguras.

Grandes y gruesos pelargopsis, cuyo enorme pico es del color del coral, nadaban a lo largo de los cañaverales, pescando peces, y los llamados alcedos, y saludaban al velero lanzando un largo silbido; meciéndose en sus nidos, de la forma de una bolsa, piaban blandamente, mientras que dormitaban sobre los bancos de arena buen número de cocodrilos de cinco o seis metros de longitud, cuyos rugosos lomos estaban cubiertos por una espesa capa de fango.

—Ahí están los encargados de hacerle soltar la lengua a ese condenado malayo —murmuró Yáñez, mirando fijamente a los formidables reptiles—. ¡Qué ocasión tan hermosa! ¡Sambigliong!

El contramaestre acudió enseguida.

—Manda echar al agua un anclote.

—¿Nos detenemos aquí, capitán Yáñez?

—Solamente algunos minutos. Y además, acércanos cuanto puedas a uno de esos bancos.

—¿Quiere usted pescar algún cocodrilo?

—Ya lo verás; pero entretanto prepara una cuerda sólida.

En aquel momento apareció el piloto en la cubierta, con las manos atadas atrás y marchando delante del mestizo, que le gritaba y le amenazaba.

El desgraciado parecía presa de un terror muy grande; pero a pesar de eso no parecía dispuesto a confesar.

—Sambigliong —dijo Yáñez tan pronto como calaron el anclote, echa unos trozos de carne salada a esos monstruos, a ver si se les despierta el apetito.

El «Mariana» se había detenido a muy corta distancia de uno de aquellos bancos de fango, en el cual es habían reunido cinco o seis cocodrilos: entre ellos había uno al que le faltaba la cola, perdida, según todas las probabilidades, en alguna de sus inverosímiles luchas.

Calentábanse al sol tranquilamente, y seguían medio adormilados, sin cuidarse de la cercanía del velero, pues dichos reptiles son por naturaleza poco desconfiados.

—¡Despertaos, «boyos»! —gritó Sambigliong, arrojando al banco varios pedazos de carne salada.

—Al ver caer aquel maná los cocodrilos se levantaron; en seguida se lanzaron sobre las presas, disputándoselas ferozmente. Durante un momento no se vio más que una masa de escamas y de colas agitándose con poderosa furia, que se movían en todas direcciones; después se colocaron en la orilla del banco abriendo las enormes mandíbulas, armadas de agudos dientes, en dirección del velero, en espera de otra distribución de comida, pues se les había despertado el apetito.

—Señor Yáñez —dijo el piloto mirando al portugués, como si hubiese comprendido que el hombre destinado a los cocodrilos era él, contemplando medio muerto de miedo las fauces abiertas de los monstruos—. ¡Señor! —balbució acercándose a Yáñez.

—¡Calla! —le contestó secamente.

El contramaestre ató una sólida cuerda en derredor del cuerpo del desgraciado malayo, y enseguida, suspendiéndole con sus poderosos brazos, lo arrojó fuera de la borda antes de que hubiera pensado en oponer resistencia alguna.

Podada dio un grito horrible, creyendo que iba a caer entre las mandíbulas de aquellos reptiles formidables; pero quedó suspenso entre el agua y la borda.

Al ver aquella presa humana los cocodrilos se precipitaron en el agua, poniéndose a nadar con toda velocidad hacia el «Mariana».

El piloto, loco de terror, se debatía como un desesperado, dando vueltas sobre sí mismo y lanzando gritos espantosos. En su rostro, cuyas facciones se contrajeron horriblemente, se retrataba una angustia indescriptible.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Perdón! ¡Salvadme! —gritaba haciendo sobrehumanos esfuerzos para romper las cuerdas que le sujetaban las manos.

Yáñez, de pie sobre la borda, agarrado a la escalera de alambre de babor del trinquete, lo miraba impasible, mientras que los cocodrilos procuraban agarrar la presa lanzándose hasta la mitad del cuerpo fuera del agua, ayudados con enérgicos coletazos dados en ella.

—Si no muere de miedo Podada —dijo Tangusa— será un milagro.

—Los malayos tienen dura la piel —contestó Yáñez—. ¡Dejémosle gritar un poco!

El pobre hombre seguía gritando y diciendo siempre:

—¡Socorro! ¡Perdón…! ¡Qué me alcanzan!… ¡Perdón, señor!

Yáñez hizo una seña a Sambigliong para que tirase un poco de la cuerda, pues un cocodrilo había rozado la presa con la extremidad del hocico; enseguida, volviéndose hacia el piloto, que seguía golpeándose y encogiendo cuanto podía las piernas.

—¿Quieres que te deje caer en la boca de los «boyos», o que mande izarte? —dijo—. Tu vida la tienes en las manos.

—¡No… señor… me tocan…; me alcanzan…; no puedo más!

—¿Hablarás?

—¡Sí; hablaré… lo diré todo…; todo!…

—Júralo por «Vatrang Kidul», ya que es la protectora de los cazadores de nidos de golondrinas de mar.

—¡Lo juro…, lo juro!…

—Pero antes te advierto que si te niegas a confesarlo todo te mando arrojar entre las fauces de los cocodrilos más grandes que haya.

—¡No; no tengo ganas de eso, y!…

—Continúa —dijo Yáñez.

—Pero ¿me matarán después de haberlo confesado todo?

—No sé qué haré con tu pellejo. Seguirás prisionero hasta nuestra vuelta; después podrás ir a que te ahorquen donde quieras. Seguidme a la cámara; y tú también, Tangusa.

El malayo, a quien no le parecía verdad verse vivo todavía y que castañeteaba con terror los dientes, siguió al portugués y al mestizo sin hacerse rogar.

—Ahora escuchemos tu interesante confesión-dijo Yáñez medio tendiéndolo en un pequeño diván y volviendo a encender el cigarrillo, que había dejado apagar para ver mejor el asalto de los cocodrilos y las contorsiones del piloto. —Acuérdate de que lo has jurado y de que no soy hombre para dejar que jueguen impunemente conmigo.

—¡Lo diré todo, patrón!

—Bueno. Los dayakos te han enviado al encuentro del «Mariana».

—No puedo negarlo —contestó el malayo.

—¿Fue el peregrino?

—No, señor. Yo no he hablado nunca con ese hombre.

—¿Quién es?

—Me sería un poco difícil decirlo; no sé siquiera de dónde ha venido. Ha llegado hace algunas semanas, trayendo consigo muchas cajas llenas de armas y mucho dinero en guineas y florines holandeses.

—¿Solo?

—Eso creo.

—¿Y qué es lo que ha hecho?

—Se presentó a los jefes de tribu, que lo recibieron con gran deferencia al ver que llevaba puesto el turbante verde de los peregrinos que han ido a visitar el sepulcro del Profeta. Lo que les haya contado y ofrecido, lo ignoro: sé únicamente que pocos días después los dayakos se levantaron en armas y pedían la cabeza de Tremal-Naik, que hasta el presente había sido su protector.

—¿Les regaló las armas a esos imbéciles fanáticos?

—Y mucho dinero.

—¿Es verdad que un día un barco inglés llegó a la boca del Kabataun y que ese peregrino habló con el comandante? —preguntó Yáñez.

—Sí, señor; y además le diré que la tripulación desembarcó durante la noche otras cajas con armas.

—¿No sabes a qué raza pertenece ese hombre?

—No, señor; lo que puedo decir es que su epidermis es muy oscura y que habla con dificultad el borneo.

—¡Qué misterio tan impenetrable! —murmuró Yáñez—. ¡Aunque me quiebre la cabeza, no acertaré a descifrarlo! Quedó silencioso un instante, como si buscase en las profundidades de un pensamiento sin fin; después, volvió a preguntar:

—¿Cómo han podido saber que el «Mariana» ve-nía en socorro de Tremal-Naik?

—Creo que ha sido un criado del indio el que dio la noticia a los jefes dayakos y al peregrino.

—¿Qué encargo te dieron a ti?

El malayo tuvo un momento de indecisión, pero enseguida contestó:

—Ante todo, el de embarrancar el «Mariana».

—¡No me había engañado al dudar de ti! ¿Y qué más?

—Déjeme, señor, que no confiese el resto.

—Habla sin temor: te he prometido conservarte la vida, y yo no falto nunca a mi palabra.

—Pues… aprovechar el asalto de los dayakos para incendiar el velero.

—¡Gracias por tu franqueza! —dijo Yáñez riendo—. ¿Es decir, que habían decidido matarnos?

—Sí, señor. Según creo, el peregrino tenía algún motivo para quejarse de los tigres de Mompracem.

—¡También de nosotros! —exclamó Yáñez, que iba de sorpresa en sorpresa—. ¿Quién podrá ser? Por nuestra parte, nunca hemos tenido nada con los fanáticos musulmanes.

—No sé qué decirle, señor.

—Si es cierto lo que acabas de contar, ese miserable seguirá persiguiéndonos.

—No los dejará tranquilos, creedme, y pondrá en práctica todos los medios a su alcance para mataros a todos —dijo el piloto—. Me consta que ha hecho jurar a los jefes dayakos que no os respetarán.

—Y nosotros haremos lo que podamos para matar cuantos nos sea posible; ¿verdad, Tangusa?

—Sí, señor Yáñez —contestó el mestizo.

—Podada —dijo el portugués—. ¿Sabes si la factoría de Pangutarang se halla cercada?

—No lo creo, señor, pues el peregrino ha reunido casi todas sus fuerzas para deshacerse de usted.

—Entonces, ¿estará libre el camino que va del embarcadero al «kampong» de Tremal-Naik?

—Por lo menos, estará mal guardado.

—¿Cuánto te ha dado el Peregrino para que embarrancases mi barco y lo incendiases?

—Cincuenta florines y dos carabinas.

—Te doy doscientos, si me guías hasta el «kampong».

—Acepto, señor —respondió el malayo—; hubiera aceptado también sin recompensa alguna, pues le debo la vida.

—¿Estamos todavía muy lejos del embarcadero?

—Llegaremos dentro de un par de horas; ¿verdad? —dijo Tangusa mirando al malayo.

—Quizás antes.

Yáñez desató las cuerdas que sujetaban las manos del prisionero, y salió diciendo:

—Subamos a cubierta.

Reinaba todavía sobre el río una gran calma, y las ligeras ondas que desplazaba la embarcación iban a morir en las orillas cubiertas de soberbias hierbas arborescentes, de hermosas cycas, de pandamus y de palmas que desplegaban sus abanicos de hojas gigantescas.

Entre los «rotangs» que pendían cual largos festones de los altísimos troncos de los árboles, se veían los horribles «kilmang», monos negros que tienen la frente estrechísima, los ojos hundidos en las órbitas, enorme boca, aplastada la nariz, y bajo el cuello un gran bocio que les cuelga cual si fuese una vejiga inflada. Aquellos animales saltaban de rama en rama sin mostrar temor alguno. Algunas veces se veían nadar entre las hierbas multitud de «bewah», gigantescos lagartos semiacuáticos que alcanzan a tener dos metros de largo.

No se veía indicio alguno de los dayakos. Si estuviesen cerca, no mostrarían tanta tranquilidad los monos, en general muy recelosos.

El «Mariana» que avanzaba con lentitud, aun cuando le ayudaban los remos, pues el viento penetraba apenas por entre aquellas dos enormes murallas de floresta, continuó su ruta, sin que nada se le opusiera, hasta el mediodía, que se detuvo delante de una especie de plataforma que avanzaba dentro del agua sostenida por varios pilotes.

—¡El embarcadero del «kampong» de Pangutarang! —exclamaron simultáneamente Tangusa y el piloto.

—¡Cala el ancla y arrima! —mandó el portugués—. ¡Los artilleros a las bombardas!

Dos anclotes cayeron al fondo, y el velero, empujado por la corriente, se apoyó en el embarcadero, a cuyos pilotes se ataron unos cables.

Yáñez había subido sobre la obra muerta para asegurarse de que no había dayakos emboscados en aquella orilla.

No había duda de que los crueles salvajes habían pasado por allí, pues se veían varias cabañas destruidas por el fuego, y un gran cobertizo medio derruido y con los pilares ennegrecidos por el humo y las llamas.

—Parece que no hay ninguno —dijo Yáñez volviéndose hacia el mestizo, que también se había subido en la obra muerta.

—No esperaban que pudiésemos llegar hasta aquí —respondió Tangusa—. Estaban demasiado seguros de que podrían detenernos en la hoz del río, y allí concluir con todos nosotros.

—¿Qué distancia hay de aquí al «kampong»?

—Un par de horas, señor Yáñez.

—Disparando los cañones de caza. ¿Podrá oírlos Tremal-Naik?

—Es probable. ¿Piensa usted ponerse enseguida en camino?

—Sería una imprudencia. Esperaremos a la noche; pasaremos con más facilidad, y acaso sin que nos vean.

—¿Cuántos hombres vamos a llevar?

—No llevaremos más de veinte. Es preciso que no quede sin gente el «Mariana». Si perdiésemos el barco, se perdería para todos, incluso para Tremal-Naik y para Damna. Mientras tanto, haremos una ligera exploración por los alrededores para que no nos tiendan un lazo. Esta tranquilidad es muy sospechosa.

Hizo poner en batería las bombardas y los cañones con la boca hacia el embarcadero, levantar una barricada con barriles llenos de hierros de modo que sirviesen para resguardar mejor a los servidores de la artillería, y mandó amainar las velas, sin quitarlas de los penoles, para que el buque pudiera zarpar en pocos minutos.

Terminados aquellos preparativos, Yáñez, el mestizo y el piloto, escoltados por cuatro malayos de la tripulación y armados hasta los dientes, descendieron al embarcadero para reconocer los alrededores antes de aventurarse con el grueso de la gente bajo los espesos bosques que se extendían entre la orilla del río y el «kampong» de Pangutarang.

VI. La carga de los elefantes

Ante el embarcadero se extendía un pequeño descampado malamente roturado, pues surgían en muchas partes los troncos de los árboles cortados: detrás veíanse restos de cabañas y de cobertizos destruidos por el incendio.

Allí comenzaba una espesísima floresta formada en su mayor parte por helechos arbóreos, cycas, duriones, etc., entrelazados con «rotangs» de extraordinaria longitud, los cuales formaban verdaderas e inextricables redes.

No turbaba rumor alguno el silencio reinante entonces bajo aquellos árboles majestuosos. Únicamente de cuando en cuando se oía entre el follaje un grito débil lanzado por algún «gerkó», lagarto cantador, o el gorjeo de brillantes colores con reflejos metálicos.

Yáñez y sus hombres, después de haber permanecido escuchando durante algún tiempo, para asegurarse de que aquella calma era real, y de concluir de afianzarse en esta creencia, viendo la tranquilidad de una pareja de monos subidos en un plátano, dieron una vuelta por detrás de las destruidas cabañas y se internaron en el bosque, explorando cerca de media milla, sin que encontrasen rastro alguno de sus implacables enemigos.

—¡Parece imposible que hayan desaparecido! —dijo Yáñez, a quien le parecía inexplicable aquella imprevista tregua después del encarnizamiento demostrado—. ¿Habrán renunciado a atormentarnos en vista de la batida que han llevado?

—¡Hum! —hizo el piloto—. Si el peregrino ha jurado la perdición de todos ustedes, me parece que hará lo posible por conseguirlo y por cortarles la cabeza.

—Pon la tuya también en el número —dijo el portugués—. Volvámonos a bordo y esperemos a la noche.

El retorno lo realizaron sin incidente de ninguna especie, afirmándose cada vez más en la suposición de que los dayakos todavía no habían podido reunirse en aquellos lugares.

Apenas se ocultó el sol, dispuso Yáñez rápidamente los preparativos para la marcha. A bordo había aún treinta y seis hombres, incluyendo a los heridos.

Escogió quince tan sólo, pues no quería mermar demasiado la tripulación, que podría verse acometida durante su ausencia, y cerca de las nueve de la noche, después de haber recomendado a Sambigliong que ejerciese la más activa vigilancia para que no lo tomasen de sorpresa, volvió a saltar en tierra con Tangusa, el piloto y la escolta.

Todos iban armados de un modo formidable, con carabinas indias de largo alcance y con «parangs», terribles cimitarras que de un solo golpe decapitan a un hombre; además llevaban gran provisión de municiones, pues ignoraban si Tremal-Naik tendría suficiente para poder resistir un asedio.

—¡Adelante, y, sobre todo, haced el menor ruido posible! —dijo Yáñez en el momento en que se internaban en el bosque—. Todavía no tenemos la seguridad de encontrar libre el camino.

Miró hacia atrás para echar la última ojeada al velero, cuya masa se destacaba en el agua del río, y, sin saber por qué, sintió que se le oprimía el corazón.

Tuvo como un presentimiento desagradable.

—¿Lo perderé? —murmuró con inquietud.

Desechó aquel importuno pensamiento y se puso a la cabeza de la escolta, precedido por el mestizo y el piloto, que marchaban a pocos pasos de distancia, y que eran los únicos capaces de orientarse en medio de aquella enorme confusión de vegetales y por entre las redes de las colosales plantas trepadoras.

Como por la mañana seguía imperando un profundo silencio bajo aquella bóveda de verdura sin fin, cual si la floresta estuviese libre por completo de fieras y de toda clase de animales salvajes. Ni siquiera se veían las aves nocturnas que, como los enormes murciélagos pelados, tan comunes son en las islas de la Malasia. Tan sólo los lagartos cantores hacían oír su ligero y estridente chillido.

El cielo estaba cubierto de nubes, y la atmósfera era pesada bajo las enormes hojas que se entrelazaban estrechamente a treinta o cuarenta metros del suelo.

—Cualquiera diría que nos amenaza un huracán-dijo Yáñez, que respiraba fatigosamente.

—Y no tardará en estallar, señor —contestó el mestizo—. He visto que se ponía el sol tras una nube negruzca. Apenas tendremos tiempo de llegar al «kampong».

—Si es que no nos detiene nadie.

—Hasta ahora, señor, no se han hecho presentes los dayakos.

—Supongo que nos los encontraremos cerca del «kampong».

—Si los hay, no serán tantos que puedan oponer-nos una resistencia seria; al menos, por el momento.

—Los que han ido a esperarnos en la hoz del río es casi seguro que no hayan vuelto todavía.

—Si se detuviesen, aunque no fuese más que durante veinticuatro horas, no los temería —contestó Yáñez—. Con la tripulación reforzada, es inexpugnable el «Mariana». ¿Tendrá muchos defensores Tremal-Naik?

—Supongo que habrá podido reunir una veintena de malayos.

—Siendo así, tendremos un pequeño ejército que dará quehacer a ese maldito peregrino. ¡Apretemos el paso para llegar al «kampong» antes del alba!

La floresta no permitía avanzar con la rapidez que hubieran deseado, pues se encontraban en medio de una plantación antigua de pimienta que envolvía los árboles en una red por completa inextricable.

Las gigantescas plantas no lograron ahogar los altísimos sarmientos de la pimienta, los cuales, replegándose por el suelo, ciñéndose a los «rotangs» y a los «canalons» y rodeando las monstruosas raíces que emergían de la tierra por falta de espacio, formaban un colosal enrejado de resistencia enorme.

—¡Mano a los «parangs»! —dijo Yáñez al ver que no podían pasar los dos guías.

—Haremos ruido —replicó el piloto.

—Pues yo no tengo ganas de volver atrás.

—Pueden oírnos los dayakos, señor.

—Si nos acometen, los recibiremos como se merecen. ¡Adelante!

A fuerza de tajos lograron abrirse paso, y siempre manejando los machetes a derecha e izquierda, continuaron penetrando en la interminable espesura.

Hacía una hora que avanzaban luchando obstinadamente con las plantas, cuando el piloto se detuvo de repente, diciendo:

—¡Quietos todos!

—¿Los dayakos? —preguntó en voz baja Yáñez, que se le había reunido en el acto.

—No sé, señor.

—¿Has oído algo?

—He oído crujir ramas delante de nosotros.

—Vamos a ver, Tangusa; y vosotros, esperad aquí sin hacer fuego hasta que yo dé la señal.

Se echó en tierra, encontrándose ante una maraña de raíces y sarmientos, y comenzó a deslizarse hacia el sitio donde aseguraba el malayo que había oído crujir las ramas.

El mestizo lo seguía, procurando no hacer ruido.

Así recorrieron unos cincuenta metros, y se detuvieron bajo la corola de una flor monstruosa; era un «crebul», cuya circunferencia medía tres metros aproximadamente y exhalaba un olor desagradable.

En derredor de aquella flor había un pequeño espacio libre, desde el cual podían verse fácilmente los hombres que avanzasen a través de la floresta.

—No se ha equivocado Podada —dijo Yáñez al cabo de un momento que escuchó con gran atención.

—En efecto: alguien se acerca afirmó el mestizo.

—Pero eso, ¿qué es? —preguntó de pronto Yáñez.

En aquel momento se oyó en lontananza un rumor extraño, que se parecía al que producen los vagones de un tren en marcha.

—No es un trueno —dijo el portugués.

—Todavía no relampaguea —dijo Tangusa.

—Cualquiera creería que es un río que ha roto los diques.

—Hasta ahora no ha caído ni una gota de agua, y el Kabataun está lejos.

—¿Qué será?

—Lo que sea se aproxima rápidamente, señor.

—¿Hacia nosotros?

—Sí.

—¡Calla! Aplicó el oído al suelo, y escuchó otra vez conteniendo la respiración.

La tierra transmitía con claridad aquel rumor inexplicable, que parecía producido por el rápido avance de enormes masas.

—No comprendo, en absoluto, lo que pueda ser-dijo al cabo Yáñez levantándose. —Lo mejor será que nos repleguemos hacia la escolta; quizás el piloto nos explique este misterio.

Volvieron a desandar a rastras lo recorrido escurriéndose por entre los infinitos sarmientos que había.

Cuando llegaron adonde estaban sus hombres, vieron que estos también parecían poseídos de una viva agitación, pues hasta allí llegaba el rumor. Sólo Podada estaba tranquilo.

—¿De qué proviene ese ruido? —le preguntó Yáñez.

—Es una columna de elefantes que vienen huyendo de algún peligro, señor —respondió el piloto—. Deben ser muchísimos.

—¡Elefantes! ¿Y quién puede haber espantado a esos colosos?

—Yo creo que los habrán espantado los hombres.

—¿Es decir, que los dayakos avanzan por Poniente? Porque de ese lado viene el ruido.

—Eso mismo estaba pensando.

—¿Qué me aconsejas que haga?

—Que nos alejemos lo más pronto posible.

—¿No encontraremos a los elefantes en el camino?

—Es probable; pero bastará con una descarga para obligarlos a desviarse. Esos colosos tienen un miedo increíble a los disparos de las armas de fuego, porque no están habituados a oírlos.

—¡Entonces, adelante! —mandó el portugués con resolución—. Debemos llegar al «kampong» antes de que se acerquen los dayakos.

Se pusieron de nuevo y con gran prisa en camino, tajando los «rotangs» y los cálamus. El fragor aumentaba en intensidad rápidamente.

El piloto debía haber acertado cuál era la causa que lo ocasionaba. Entre el ruido producido por el incesante crujir de las plantas arrolladas por las irresistibles patas de aquellas masas enormes, lanzadas a un desenfrenado galope, comenzaban a oírse los resoplidos peculiares de los elefantes.

A los paquidermos debían venir espantándolos muchos hombres, pues de ordinario no huyen ante un grupo de cazadores.

Por fuerza, era la banda de los dayakos la que los hostigaba.

Yáñez y sus hombres forzaban el paso, temiendo verse envueltos y atropellados por los paquidermos en su loca carrera.

Hallaron algunos espacios libres, y echaron a correr mirando con espanto a sus espaldas, pues a cada instante se creían alcanzados y hechos añicos por los monstruosos animales. El mismo Yáñez parecía preocupado.

Llegaban en aquel momento a una espesura formada casi en su totalidad por enormes árboles de alcanfor y que ninguna fuerza podría derribar, pues los troncos eran gigantescos, cuando el piloto se detuvo por segunda vez, diciendo precipitadamente:

—¡Escondeos detrás de esos árboles, que bastan para protegeros! ¡Qué llegan!

Apenas tuvieron tiempo para resguardarse detrás de los enormes troncos, cuando aparecieron los primeros elefantes.

Desembocaron a todo correr de una espesura de «sunda-matune», llamados árboles de la noche, porque sus flores no se abren hasta después de haberse puesto el sol.

Aquellos monstruosos animales, que pasaban locos de terror, cayeron de golpe en un bosquecillo de palmas jóvenes que les cerraba el camino y lo arrasaron de tal modo, que parecía como si una hoz enorme manejada por un titán lo hubiese segado.

Aquellos elefantes no eran más que la vanguardia de la manada, pues a los pocos instantes apareció el grueso de la columna lanzando bramidos espantosos.

Eran unos cuarenta o cincuenta elefantes entre machos y hembras, que se empujaban procurando adelantarse unos a otros. Sus trompas formidables desgajaban con irresistible ímpetu, abatiéndolo todo, árboles y maleza.

Viendo Yáñez que algunos parecía como que se dirigían hacia los árboles del alcanfor, iba a mandar hacerles una descarga, cuando divisó varios puntos luminosos que detrás de los paquidermos describían ígneas parábolas.

—¡Silencio! ¡Que nadie se mueva! ¡Los dayakos! —exclamó Podada.

En efecto; algunos hombres casi desnudos por completo corrían detrás de los elefantes, lanzando sobre los lomos de los animales ramas resinosas encendidas, que tan pronto como caían volvían a recoger rápidamente para volver a arrojárselas.

Los dayakos no eran más de veinte; pero los paquidermos, aterrados por aquella lluvia de fuego que sin cesar les caía encima, no se atrevían a resolverse, por efecto del terror de que eran presa, pues, con que hubiesen dado una sola carga, hubieran triturado a tan pequeño grupo de enemigos.

—¡No os mováis, y, sobre todo, no hagáis fuego! —repitió precipitadamente Podada.

Habían pasado los elefantes, golpeando los primeros troncos del grupo de los árboles de alcanfor sin que las colosales plantas hubiesen cedido, desapareciendo en lo más espeso de la floresta, perseguidos siempre por los dayakos.

—¿Serán cazadores? —preguntó Yáñez, así que el fragor se perdió a lo lejos.

—Que nos cazaban —repuso el malayo—. Alguno que vigilaba el embarcadero ha debido vernos saltar a tierra; y como probablemente no serían bastantes en número los dayakos que hubiese por estos alrededores, procuraron echarnos encima los elefantes.

Ya verá usted cómo los obligan a correr toda la floresta, con la esperanza de que nos encuentren en la carrera y nos aplasten.

—¿Qué, podríamos volver a encontrarlos todavía?

—Es probable, señor, si no nos apresuramos a salir de esta espesura y a refugiarnos en el «kampong» de Pangutarang.

—¿Estamos aún muy lejos?

—No lo sé, pues esta parte de la floresta es tan in-trincada, que no podemos orientarnos ni correr mucho Sin embargo, supongo que llegaremos antes del amanecer.

—Marchemos antes de que vuelvan los elefantes.

Además, no siempre se encuentran árboles de alcanfor para guarecerse. Pero una cosa me asombra.

—¿Qué cosa es, señor?

—¿Cómo han podido reunir tantos animales esos salvajes?

—No siendo domadores como los «mauht» de Siam o como los «cornac» indios, los habrán encontrado por casualidad —dijo Tangusa, que asistía al coloquio.

—En estas florestas no es raro encontrar manadas de cincuenta, y aun de cien cabezas.

—¿Y los animales se prestarán a este juego?

—Seguirán huyendo hasta que los dayakos dejen de hostigarlos.

—No creía que esos tunantes fuesen tan astutos.

¡Amigos, al trote!

Salieron de la espesura que tan oportunamente los salvó de la espantosa carga, y se internaron en otros boscajes formados en su gran mayoría por árboles gomíferos, sandarcas, etcétera, procurando orientarse, y sin poder ver ni una estrella a causa de la tupida bóveda de hojas que los cubría.

Afortunadamente, ya no estaban tan espesos los árboles y las plantas trepadoras se hacían cada vez más raras; por lo tanto, marchaban con más celeridad, y aun podían correr algunos ratos, siendo menor también el peligro de caer en una emboscada.

Todavía se oía a lo lejos, ora con más intensidad, ora más débilmente, el fragor que producían los elefantes lanzados en loca carrera.

Los pobres animales, unas veces arrojados hacia una parte, otras empujados hacia atrás, hacían el juego a los dayakos, quienes los guiaban con gran habilidad por donde deseaban, con la esperanza de sorprender a aquel puñado de hombres en cualquier parte de la inmensa floresta.

Podada y el mestizo, sabiendo, como sabían, de qué se trataba, se arreglaban de modo que siempre estuviesen lejos del peligro, conduciendo a su gente en sentido opuesto al seguido por los paquidermos.

Después de más de media hora los dayakos, quizás convencidos de que los tigres de Mompracem no se encontraban en aquella parte de la selva, empujaron a los elefantes hacia el río, pues poco a poco el fragor de aquella furibunda carga fue alejándose hacia el Sur, hasta que dejó de oírse.

—Creen que todavía estamos lejos del «kampong» —dijo el piloto después de haber escuchado durante un momento—. Van a buscarnos hacia el Kabataun.

—¡Qué tenaces son esos bribones! —dijo Yáñez—. Realmente, nos han declarado guerra a muerte.

—Señor —contestó Podada—, saben que si logramos unirnos a Tremal-Naik, se les hará muy difícil el asalto del «kampong».

—Por mi parte, yo les dejo el «kampong»: no tengo intención ninguna de establecerme aquí. Tengo orden de conducir a Tremal-Naik y a su hija Damna a Mompracem: eso es todo. Ni siquiera hacer la guerra al peregrino, al menos por ahora. Más adelante veremos.

¿Renuncia usted a saber quién es ese hombre misterioso que ha jurado el exterminio de todos ustedes?

—Todavía no he dicho la última palabra —contestó Yáñez sonriendo—. ¡Ya llegará el día en que ajustemos las cuentas a ese señor! Por ahora pongamos en salvo al indio y a su graciosa hija. ¿Dónde estamos?

Me parece que comienza a clarear la espesura.

—¡Buena señal! El «kampong» de Pangutarang no debe estar muy lejos.

—Dentro de muy poco encontraremos las primeras plantaciones —dijo el mestizo, que hacía algunos minutos iba observando la floresta—. Si no me engaño, estamos junto al Morapohe.

—¿Qué es eso? —preguntó Yáñez.

—Un afluente del Kabataun, que sirve de límite a la factoría. ¡Alto, señores!

—¿Qué es?

—Que veo brillar luces allá lejos —exclamó Tangusa.

Yáñez aguzó la mirada, y a través de un claro de árboles y a una distancia considerable vio brillar entre las tinieblas una gran luz, que no debía ser un simple farol.

—¿El «kampong»? —preguntó.

—O una luz de los sitiadores —dijo Tangusa.

—¿Tendremos que dar una batalla antes de entrar en la factoría?

—Pillaremos por la espalda al enemigo, señor.

—¡Callad! —dijo en aquel momento el piloto, que se había adelantado algunos pasos.

—¿Qué es lo que hay todavía? —preguntó Yáñez después de algunos minutos de silencio.

—Oigo chocar el río contra ambas orillas. El «kampong» se encuentra delante de nosotros, señor.

—¡Pues atravesémoslo! —contestó Yáñez resueltamente—, y caigamos a paso de carga sobre los sitiadores. Tremal-Naik, por su parte, nos ayudará como mejor pueda.

VII. El «Kampong» de Pangutarang

Cinco minutos después, y en medio del más absoluto silencio, atravesaban el riachuelo, que apenas tenía agua, y se reunían en la orilla opuesta, casi desprovista de árboles.

Una vasta llanura, en la cual se veían algunos grupos de palmeras, se extendía en un gran espacio, elevándose en el lugar que ocupaba una maciza edificación, sobre la cual se erguía una torrecilla a modo de observatorio.

Apenas comenzaba a clarear el día, y no era posible distinguir lo que era aquello en realidad; pero el piloto y el mestizo no tenían necesidad de la luz para saber dónde se encontraban.

—¡El «kampong» de Pangutarang! —exclamaron a un tiempo.

—¡Y rodeado por los dayakos! —añadió Yáñez arrugando el entrecejo—. ¿Se habrá reunido ya el grueso de sus fuerzas?

Multitud de hogueras dispuestas en semicírculo ardían ante la factoría, cual si los terribles cortacabezas hubiesen establecido un gran campamento.

Yáñez y sus hombres se detuvieron mirando con ansiedad aquellas lumbres, tratando de darse cuenta de las fuerzas de los sitiadores.

¡Esto sí que es un inconveniente de importancia! —murmuraba Yáñez—. Sería una imprudencia aventurarse a ciegas contra fuerzas que pueden ser veinte veces superiores; y, por otro lado, sería también una locura esperar a que amanezca. Faltaría la ventaja de la sorpresa, y podrían rechazarnos.

—Señor —dijo el piloto—, ¿qué decide usted?

—¿Crees que son muchos los sitiadores?

—A juzgar por el número de hogueras, podría creerse que sí. ¿Quiere usted que vaya a cerciorarme de las fuerzas que componen?

Yáñez lo miró con desconfianza.

—Sospecha usted de mí, ¿verdad? —dijo sonriendo el malayo—. Tiene usted razón: Hasta ayer era su enemigo. Sin embargo, está usted equivocado: he roto con esos hombres, y prefiero que me cuente entre los suyos, que son malayos como yo.

—¿Podrás regresar antes de que salga el sol?

—Todavía tardará media hora en salir, y le prometo que estaré de vuelta dentro de diez minutos.

—¡Vaya; entonces me dará una prueba de fidelidad! —dijo Yáñez.

—La tendrá usted.

El malayo tomó un «parang» hizo un gesto de despedida, y se alejó, metiéndose por medio de una plantación de jengibre, que los sitiadores no habían destruido todavía.

Yáñez, reloj en mano, contaba los minutos. Temía mucho que tardase el piloto y que clarease antes de su regreso, haciendo imposible la sorpresa.

No había contado seis minutos, cuando apareció Podada corriendo a todo correr.

—¿Qué hay? —le preguntó Yáñez adelantándose a su encuentro.

—El grueso de las fuerzas que nos atacó en la boca del río no ha llegado todavía. Los sitiadores no son más de ciento, y sus filas son tan débiles, que no pueden resistir un empuje repentino.

—¿Tienen armas de fuego?

—Sí, señor.

—¡Bah! ¡Ya sabemos cómo se sirven de ellas!

Se volvió hacia sus hombres, que se le habían reunido, y que solamente esperaban sus órdenes para caer sobre el enemigo.

—¡Tirad a matar! —les dijo—. ¡Es preciso que de-muestren los tigres de Mompracem que no temen a esos cortacabezas!

—En cuanto lo ordene usted, lo echaremos a pique todo, señor Yáñez —contestó el más viejo—. Ya le consta que nunca hemos tenido miedo.

—Acerquémonos en silencio para atraparlos por la espalda. No hagáis fuego si yo no lo mando. ¡Formemos en columna de asalto!

Formaron en doble fila, y el pelotón desapareció en los jengibres, que eran bastante altos para ocultarlos.

Yáñez se había puesto una carabina en bandolera; desenvainó el machete, y empuñó una magnífica pistola india de dos cañones.

Atravesaron con tal rapidez la plantación, que no tardaron cuatro minutos en colocarse a ochenta pasos de los sitiadores.

Estos, seguros de que nadie los sorprendería, vivaqueaban en grupos de cuatro y cinco hombres en derredor de las hogueras.

A trescientos metros más allá se alzaba el «kampong».

Era una especie de «kotta», o sea una fortaleza bornesa, formada por un cuerpo de fábrica y circundada por anchos tablones de durísima madera de tek, suficientemente sólidos para resistir las balas de los cañoncitos llamados «lilas», y aun las de un «mirim»; además, la rodeaba por completo un espeso bosque de arbustos espinosos que hacían imposible que pudiesen tomar por asalto la fortificación hombres casi desnudos y privados de escarpias.

Sobre la parte de fábrica alzábase una casa de hermosa apariencia que recordaba los «bungalows» indios, con una torrecilla de madera semejante a un alminar árabe, en el cual ardía una gran linterna a manera de faro.

—Tangusa —dijo Yáñez, que había mandado a sus hombres que se echasen a tierra… pues quería que no pudieran divisarlo antes de que él se diese cuenta exacta de la situación en que se hallaba la factoría—, ¿dónde está el paso de entrada?

—Frente a nosotros, señor.

—¿No iremos a caer en medio de los espinos?

—Yo guiaré.

—¿Estáis prontos? —preguntó Yáñez volviéndose hacia los suyos.

—Todos estamos prontos, capitán.

—Cargad al grito de ¡Viva Mompracem!, para que no corramos el peligro de que nos fusilen los defensores del «kampong». ¡Adelante!

Hicieron una descarga, y tumbaron a cinco o seis dayakos que habían abandonado precipitadamente la lumbre en derredor de la cual vivaqueaban; enseguida atravesaron como el rayo la débil línea del sitio, haciendo fuego y gritando a todo gritar:

—¡Viva Mompracem!

Los cortacabezas, sorprendidos por aquel asalto inesperado con el cual ni soñaban, no intentaron siquiera oponer resistencia; así que el animoso grupo pudo alcanzar el bosque espinoso y ponerse bajo su amparo.

Varios hombres de los que defendían el interior de la fortaleza aparecieron armados con fusiles, y se disponían a hacer fuego, cuando se oyó una voz que gritaba con ímpetu:

—¡Quietos! ¡Son amigos! ¡Abrid la puerta!

—¡Ohé; amigo Tremal-Naik! —exclamó Yáñez lleno de alegría. ¡No tenemos ganas de que nos fusilen los tuyos! ¡Ya tenemos bastante con el plomo de los dayakos!

—¡Yáñez! —gritó el indio con una verdadera explosión de entusiasmo.

Un tablón enorme de madera de tek, tan pesado como si fuese de hierro, y que levantaron varios hombres sirviéndose de fuertes cables suspendidos de grandes garruchas, dejó libre el paso, por el cual se lanzaron los tigres de Mompracem con el mestizo y el piloto, penetrando en el «kampong», mientras que los defensores del reducto exterior saludaban a los sitiadores con dos disparos de bombarda y un violento fuego de fusilería.

Un hombre de estatura más bien alta, de mediana edad, y con el bigote y el pelo entrecanos, pero todavía esbelto y vigoroso, de finas facciones, con la piel un poco bronceada y ojos muy negros, abrió los brazos para estrechar al portugués.

No vestía como los borneses ricos, sino a la moda india, un poco modernizada, pues ya no están en uso el «doote» ni el «dugbah» siendo el traje indo-inglés más sencillo y cómodo, pues consta de una chaqueta de tela blanca con alamares de seda roja, ancha faja recamada de oro, estrechos calzones blancos y turbante pequeño.

—¡Aquí; sobre mi pecho, amigo Yáñez! —exclamó, abrazándolo estrechamente—. ¡Está escrito que tengo que recurrir siempre a la generosidad y al valor de los invencibles tigres de Mompracem! ¿Cómo está el Tigre de la Malasia?

—Reventado de salud.

—¿Y tú, Surama?

—Queriéndote siempre muchísimo. ¿Y Damna?

¿Dónde está que no la veo?

—¿El tigre o mi hija?

—Uno y otra. ¡Ya me olvidaba de tu valiente fiera!

—Mi hija está durmiendo, y el tigre va camino de la costa con Kammamuri.

—¡Cómo! ¿El maharatto no está aquí? —exclamó Yáñez.

—Ante el temor de que Tangusa no hubiera podido reunirse con vosotros para guiaros, partió, a pesar de mis consejos, con una pequeña escolta, y a estas horas, si ha logrado escapar de los dayakos, se habrá embarcado para Mompracem.

—Ya lo encontraremos más tarde.

—Ven, amigo mío —dijo Tremal-Naik—. Este sitio no es a propósito para que hablemos. ¡Hola, Tangusa! Haz los honores de casa, y prepara comida y bebida a los tigres de Mompracem.

Se dirigió hacia el «bungalow» que se alzaba entre algunos techados de enormes dimensiones, llenos de productos agrícolas y de una doble línea de defensa, e introdujo a su amigo en una habitación del piso bajo, iluminada todavía por una hermosa lámpara india, cuyos vidrios azulados atenuaban la luz.

Tremal-Naik no había renunciado a sus costumbres de hijo de Bengala. La habitación estaba amueblada a la moda india, con muebles ligeros, pero elegantísimos; en derredor se veían esos bajos y cómodos divanes que no faltan en las casas ricas de los adoradores de Brahma Siva y Visnú.

—Ante todo tomad una buena copa de «bram» —dijo el indio llenando dos copas con ese delicioso y excelente licor, compuesto con arroz fermentado, azúcar y el jugo de varias palmas que lo perfuman.

—Estoy tan sudoroso como un caballo que ha corrido doce leguas sin tomar aliento. ¡Ya no soy joven, amigo mío! —dijo Yáñez vaciando de un trago la copa—. Ahora explícame este misterio.

—Si me lo permites, una pregunta antes de nada.

¿Cómo habéis llegado?

—Con el «Mariana» y después de haber forzado la boca del río. Luego te contaré los pormenores de la lucha.

—¿Dónde has dejado el «Mariana»?

—En el «embarcadero».

—¿Es muy numerosa la tripulación?

—Es igual en fuerza a la que he traído.

Tremal-Naik se quedó pensativo.

—Son hombres capaces de defender mi velero —dijo Yáñez.

—Es que también son muchos los dayakos, más de los que crees; sobre todo, bien armados y ejercitados.

—¿Por el peregrino?

—Sí.

—Habrás visto a ese bribón.

—¿Yo? ¡Nunca!

—¿Tampoco tú sabes quién es? —preguntó Yáñez en el colmo del asombro.

—No —respondió Tremal-Naik—. Le envié un mensajero hace dos semanas rogándole que se viese conmigo donde quisiera para que me explicase los motivos de su odio, y prometiéndole que nadie atentaría a su vida.

—Y él se habrá guardado muy bien de obedecer.

—Me contestó en cambio que fuese yo a entregarle mi cabeza juntamente con la de mi hija.

—¿Ha tenido tanta audacia ese miserable? —exclamó indignado Yáñez—. Veamos; ¿has ofendido a algún jefe de los dayakos? Porque estos cortacabezas son ferozmente vengativos.

—Yo no he hecho nunca mal a ninguno: además, ese hombre no es dayako —contestó el indio.

—Entonces, ¿qué es?

—Algunos dicen que es un árabe viejo y fanático; otros dicen que es un negro; y otros, que es un indio.

—Debe tener algún motivo muy grande para odiarte de ese modo.

—Ciertamente que sí; pero, cuanto más pienso en ello, menos acierto a descubrir la causa; en vano me devano los sesos para acertar. Sin embargo, he tenido una sospecha.

—¿Cuál?

—Pero es tan absurda, que te reirías si te la dijese dijo Tremal-Naik.

—Dila.

—¿Será algún « thug»?

En vez de acoger con una sonrisa esta sospecha, como esperaba el indio, Yáñez palideció ligeramente.

—¿Estás bien seguro, Tremal-Naik —dijo al cabo, gravemente—, de que a los lugartenientes del jefe de los estranguladores, de Suyodhana, en fin, los hayamos matado a todos en la caverna de Raimangal, o los ingleses en las hecatombes de Delhi? ¿Quién podrá asegurarlo?

—¿Y crees que después de once años haya pensado alguien en vengar a Suyodhana?

—Has podido probar por ti mismo su tenacidad y el implacable odio de aquellos asesinos. Tú has sido la causa de su fin.

Tremal-Naik volvió a quedar pensativo, y en su rostro se dibujaba una angustia grande. De pronto hizo un gesto como para arrojar de él aquella visión, y dijo:

¡No! ¡Es imposible; es absurdo! Admito que aun haya « thugs» en la India; pero no se habrían atrevido a tanto. Ese peregrino debe ser un miserable charlatán que trata de imponerse a los dayakos para fundar alguna sultanía, y finge odiarme. Habrá esparcido la voz de que no soy mahometano, de que soy un enemigo de los dayakos, una hechura de los ingleses encargado de sojuzgarlos, o cualquiera otra cosa por el estilo, para lanzarme de aquí. Será todo lo que quieras, incluso un verdadero fanático; pero no un « thug».

—Bueno: lo que te parezca; pero no creo que te encuentres en muy buenas condiciones al presente.

¿Has perdido todas tus factorías?

—Las han saqueado y quemado.

—Hubiera sido mejor que te hubieses quedado con nosotros en Mompracem.

—Intentaba colonizar estas costas y civilizar a estos bárbaros.

—Y, ¡claro!, has escrito en la arena —dijo Yáñez riendo.

—Ya lo ves.

—Además, este asunto te costará, probablemente, algunos centenares de miles de rupias. Menos mal que pueden pagar los gastos tus factorías de Bengala. ¿Cuándo vamos a desalojar esto?

—Te pido de plazo tan solo veinticuatro horas-contestó Tremal-Naik, —para poder recoger lo mejor de cuanto poseo; después prenderemos fuego a todo, y nos iremos en busca de tu barco.

—Y nos iremos a escape hacia Mompracem —dijo Yáñez—. También es necesaria allá nuestra presencia.

Pronunció tan gravemente estas palabras, que el indio se sorprendió.

—¿Qué? ¿Sucede algo? —preguntó.

—¡Qué sé yo! No sé nada todavía. Corren rumores inquietantes para el Tigre de la Malasia.

—¿Cuáles?

—Parece ser que los ingleses tienen intención de hacernos desalojar a Mompracem. Desde hace algún tiempo vienen achacándonos todos los actos de piratería que se realizan a lo largo de las costas de la isla, siendo así que hace ya muchos años que nuestros paraos dormitan sobre sus anclas. Dicen que nuestra presencia anima a los piratas costeros, y que, ya directa, ya indirectamente, los azuzamos contra los barcos que van a Labuán. ¡Mentiras! Pero tú ya conoces la doblez del leopardo británico.

—Y su ingratitud también —dijo el indio—. ¡Así es como quiere recompensarnos el haberles limpiado la India de la secta de los « thugs»!

—¿Cederá Sandokán?

—¡Él!… Es capaz de arrojar el guante de desafío a toda Inglaterra, y…

Un cañonazo lejano le cortó la palabra.

—¿Has oído? —exclamó poniéndose en pie de un salto, presa de vivísima agitación.

—Sí; se oyen cañonazos hacia el Sur.

—¡Son los dayakos que atacan al «Mariana»!

—Sígueme al observatorio, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. Desde allí podemos oír mejor hacia que lado suenan los disparos.

VIII. La explosión del «Mariana».

Los dos hombres, visiblemente impresionados, salieron de la habitación, ascendieron por una escalerita y se encontraron en una terraza del «bungalow», sobre la que se elevaba la torrecilla o alminar, que era elevadísima, y a la cual se subía por otra escalera exterior.

En pocos momentos se hallaron en lo más alto de aquel observatorio, que terminaba en una reducida plataforma circular, donde había una gran bombarda de largo cañón que podía batir desde tal altura todos los puntos del horizonte.

El sol había salido ya, iluminando la llanura, y sus rayos parecían de fuego, pues en aquellas regiones no hay hora ninguna de fresco, ni siquiera al despuntar el astro diurno.

Al aparecer la luz de los dayakos que sitiaban el «kampong» se alejaron a una distancia de seiscientos o setecientos metros, resguardándose detrás de gruesos troncos de árboles cortados a propósito para que les sirviesen como de trincheras movibles, haciéndolos rodar hacia adelante o hacia atrás, según les pareciera.

Durante la noche debía haber aumentado el número de los sitiadores, porque Tremal-Naik, apenas hubo lanzado en derredor la mirada, no pudo contenerse y exclamó:

—Ayer tarde no nos rodeaban tantos.

Iba Yáñez a hacerle una pregunta, cuando se oyó retumbar en lontananza un segundo cañonazo, que repercutió en el recinto del «kampong».

—¡Ese ruido viene del Sur! —exclamó el portugués—. Son los cañones del «Mariana» que disparan. ¡Los dayakos han acometido a mi gente!

—Sí —confirmó el indio—. Viene del lado de Kabataun. ¿Crees que con la artillería que tienen podrán rechazar al enemigo?

—Sería necesario conocer el número de los asaltantes. ¿De qué fuerzas dispone ese peregrino maldito?

—Ha fanatizado a cuatro tribus, y cada una debe haberle proporcionado, por lo menos, cincuenta combatientes.

—¿Armados de fusiles?

—Sí, amigo Yáñez. Ese hombre misterioso ha traído consigo un verdadero arsenal, incluso «lilas» y «mirimes». ¡Otro cañonazo!

—¡Y este es de las bombardas! —exclamó Yáñez haciendo un movimiento de ira.

Del lado de la inmensa floresta que se extendía hacia el Sur llegaban hasta el «kampong» los ecos de detonaciones más ligeras y secas, producidas, sin duda, por las piezas de cañón largo.

Los disparos aumentaron rápidamente en intensidad, produciendo un rumor incesante cual si disparasen a un tiempo muchas piezas de artillería y muchas bombardas.

Yáñez había palidecido y estaba muy nervioso.

Paseaba dando vueltas por la plataforma como un león enjaulado, interrogando ansiosamente con la mirada a todos los puntos del horizonte. También el indio era presa de una viva sobreexcitación.

Los disparos se sucedían a intervalos cortos.

Debía haberse empeñado una batalla furiosa, terrible, en el río, entre los escasos defensores del «Mariana» y el grueso de las fuerzas del peregrino misterioso.

—¡Y no cesa! —exclamaba Yáñez, que ya no podía contenerse—. ¡Si estuviese yo allí!

—Sambigliong es un valiente que no se rendirá estoy seguro —contestó Tremal-Naik—. Es un tigre viejo de fuertes garras y que sabe defenderse.

—Pero a bordo no hay más que dieciséis hombres útiles, mientras que los de los dayakos pueden ser trescientos o cuatrocientos, y disponen también de artillería.

—¿Dudas entonces de que pueda resistir el «Mariana»? —preguntó Tremal-Naik—. Si lo tomasen —continuó con angustia—, se habría concluido todo para nosotros. ¿Y mi hija?

—¡Calma, amigo mío! —repuso Yáñez—. Los dayakos tendrán aquí un hueso muy duro de roer. He estudiado atentamente tu «kampong» y me parece bastante fuerte. Ya sabes que los salvajes, generalmente, encuentran obstáculos para sus acometidas con cualquier cosa que se les oponga. ¡Por Júpiter!

¡No cesa el cañón! ¡Por lo visto, se hacen pedazos allá abajo! ¿Cuántos hombres tenemos?

—Una veintena.

—¿Malayos todos?

—Malayos y javaneses —contestó Tremal-Naik.

—Cuarenta hombres encerrados en un recinto tan sólido, pueden dar a torcer bastante hilo a esos bribones. ¿Estás bien provisto?

—Tengo víveres y municiones en abundancia.

—¡Señor Yáñez, buenos días! —dijo en aquel momento una joven apareciendo en la plataforma.

El portugués dio un grito.

—¡Damna!

Una bellísima muchacha de unos quince años, de cuerpo tan flexible como una palmera, con largos cabellos negros ligeramente ensortijados, con la piel del rostro un poco bronceada, como la de las mujeres indias, pero más clara y de correctas facciones, que más parecían de la raza caucásica que de la indiana, se detuvo delante del portugués, mirándole con sus ojos negros y brillantes como carbones encendidos.

Realzaba sus gracias el traje que vestía, medio europeo y medio indio, compuesto de una chaquetilla o justillo de brocatel recamado de oro, de una amplia faja de cachemira que le pendía sobre una de sus bien redondeadas caderas y una falda un poco corta que dejaba ver unos pantalones de seda blanca, los cuales bajaban hasta los zapatos de piel roja y punta retorcida.

—Soy muy feliz volviendo a verlo —prosiguió la niña, tendiéndole una manita de hada—. Hace dos años que no lo hemos visto.

—Siempre tenemos que hacer allá, en Mompracem.

—¿Medita expediciones el Tigre de la Malasia?

—¡Qué hombre tan terrible! —dijo Damna sonriendo—. ¡Ah!… ¡el cañón! ¿No lo oís?

—Hace ya más de media hora que retumba, hija mía —dijo Tremal-Naik—, y, probablemente, anuncia alguna desgracia.

—¿Quién hace fuego, padre?

—Los tigres de Mompracem.

—Que defienden mi barco —añadió Yáñez—. ¡Callad! Me parece que los tiros disminuyen. ¡Y yo sin poder ver nada!

Se inclinaron todos sobre el parapeto de la plataforma y escucharon con ansiedad.

Ya no se oían sino de vez en cuando y a largos intervalos las detonaciones secas de las espingardas y la profunda voz de las piezas de caza.

De pronto se hizo un gran silencio, como si la batalla hubiera cesado de improviso.

—¿Han vencido, o han sido destrozados? —se preguntó Yáñez, que sentía la frente bañada de sudor.

Repentinamente atravesó las capas atmosféricas una detonación formidable, repercutiendo con tal intensidad, que retembló la torre desde la base hasta la cúspide. Yáñez dio un grito, y Tremal-Naik y Damna palidecieron.

—¡Dios mío! ¿Qué habrá sucedido? —preguntó la niña.

—Yáñez —dijo Tremal-Naik con voz afectuosa—, no tenemos la certeza de que haya volado tu barco.

—Debe haber volado el «Mariana» —contestó Yáñez con voz ronca—. ¡Pobres, de mis hombres!

En el rostro del portugués se reflejó un dolor intenso, mientras que sus ojos se humedecían.

—Ese espantoso estampido no puede haberlo producido más que la voladura de la santabárbara —contestó el portugués.

—He visto volar tantas naves, que no puedo equivocarme. No me importa que el buque se haya ido a fondo, teniendo, como tenemos en Mompracem, gran número de veleros. Mis hombres son los que lamento.

—Puede ser que hayan abandonado la nave antes de que volase. ¿Quién sabe si habrán sido ellos mismos los que hayan puesto fuego a la pólvora para que no cayese en manos de los dayakos?

—Puede ser —contestó Yáñez, que había vuelto a serenarse, recobrando su calma habitual.

—¿Había a bordo alguno que supiese dónde se encuentra mi «kampong»?

—Sí; el correo que te hemos enviado hace seis meses.

—Pues, entonces, si ese hombre ha escapado de la muerte, podrá conducir hasta aquí a los supervivientes.

—¿Y pasar a través de las filas de los dayakos? Es una empresa muy difícil para tan pocos hombres.

Además, aun cuando llegasen hasta aquí, no por eso mejoraría nuestra situación.

—¡Es verdad! —contestó el indio—. ¿Cómo vamos a arreglarnos sin tu barco para descender el río?

—Padre, buscaremos canoas —dijo Damna.

—¿Para ir expuestos a un fuego incesante, sin protección ninguna? ¿Quién llegaría vivo a la boca del río?

—¡Mira los dayakos! —dijo Yáñez en aquel instante.

Los sitiadores, que también debían haber oído aquel estampido formidable, lo mismo que el cañoneo, abandonaron sus trincheras movibles, retirándose hacia los bosques que circundaban la llanura, como si tuviesen intención de levantar el bloqueo.

—¡Se van, padre! —dijo Damna—. ¿Habrán comprendido que es inútil obstinarse en atacar este «kampong»?

—Yáñez —dijo Tremal-Naik—, ¿habrá sido derrotado el peregrino, y habrá enviado algún correo mandando retirarse a los sitiadores?

—¿O que traten de llevarnos a alguna emboscada? —preguntó a su vez el portugués.

—¿De qué modo?

—Con la esperanza de que nos aprovechemos de su retirada para abandonar el «kampong», y acometernos en plena selva con todas sus fuerzas. No, querido Tremal-Naik; no estoy tan loco que vaya a meterme en la boca del lobo. Hasta que sepamos la suerte que ha corrido el «Mariana», no dejaremos esta factoría donde podremos defendemos bastante tiempo, en el caso de que haya sido deshecha mi tripulación. Pongamos un centinela aquí, y no nos preocupemos por el momento de las maniobras de esos bribones.

—Señor Yáñez —dijo Damna—, entretanto, venga a descansar un poco y a desayunarse.

Aun cuando angustiados por la suerte que hubiesen corrido los tripulantes del «Mariana», no oyendo ya ningún cañonazo, bajaron a la sala de la planta baja donde los criados del «kampong» habían preparado un abundante lunch a la inglesa con carne fría, manteca y té con bizcochos.

Terminada la refacción y mandado al mestizo a que vigilase desde la torrecilla los movimientos de los dayakos hicieron una visita minuciosa por el recinto y a las obras de defensa con objeto de estar dispuestos a sostener un largo sitio.

Habían transcurrido tres horas desde que se oyó la voladura, cuando gritó Tangusa desde lo alto del alminar:

—¡A las armas!

Y de pronto resonaron algunos disparos.

Yáñez y Tremal-Naik se precipitaron en la plataforma más alta del recinto, desde la cual se podía dominar un buen espacio de llanura.

Apenas llegaron, cuando vieron que un pequeño grupo de hombres salía de la selva corriendo a todo correr y disparando sobre los dayakos, que acudían de todas partes procurando cerrarles el paso.

El indio y el portugués lanzaron un grito:

—¡Los tigres de Mompracem! ¡Sambigliong!

Enseguida mandaron con voz tonante:

—¡Las bombardas; fuego!

—¡Alzad la contrapuerta a nuestros amigos!

Los tigres, que habían oído a Yáñez, al ver a sus compañeros batallando con los sitiadores, se arrojaron sobre las tres bombardas que defendían el recinto de la parte meridional, haciendo fuego a un tiempo.

Al oír los dayakos los disparos y al ver que caían varios de los suyos, abrieron las filas y se refugiaron a escape en la espesura.

Sambigliong y su grupo, hallando libre el paso, se lanzaron hacia el «kampong» a la carrera, sin cesar de disparar.

La contrapuerta estaba levantada, y parte de la guarnición se había dirigido hacia ellos para sostenerlos en el caso de que los dayakos volviesen a atacarlos, y para guiarlos a través del bosque de espinos.

Los supervivientes del «Mariana» no eran más de media docena. Iban negros de la pólvora, bañados en sudor, con las ropas deshechas y ensangrentadas y con los labios espumantes por la carrera, que debía haber durado tres horas lo menos. Por fortuna, el correo que conocía el camino estaba entre ellos.

—¿Mi barco? —gritó Yáñez corriendo al encuentro de Sambigliong.

—¡Volado, capitán! —respondió el contramaestre con voz sofocada.

—¿Por quién?

—¡Por nosotros! No podíamos resistir más. Eran centenares y centenares de salvajes que nos caían encima. Todos nuestros compañeros han sido muertos, incluso los heridos, y he preferido poner fuego a la pólvora…

—¡Eres un valiente! —le dijo Yáñez con voz profundamente conmovida.

—¡Capitán…, vienen! ¡Son muchos! ¡Preparaos a la resistencia!

—¡Ah! ¡Vienen! —exclamó Yáñez de un modo terrible.

—¡Vengaremos a nuestros muertos!

IX. La prueba de fuego.

Las hordas de los dayakos desembocaban en aquel momento en la floresta, lanzados a una carrera desenfrenada en grupos grandes y pequeños, sin orden alguno.

Aullaban como bestias feroces agitando de un modo insensato sus pesados «kampilangs» de luciente acero, y disparando al aire algunos tiros de fusil.

Parecían furiosos, y probablemente lo estaban, por no haber logrado decapitar a los últimos defensores del «Mariana» que, más listos que ellos, habían podido refugiarse en la factoría antes que pudieran prenderlos.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que los observaba atentamente desde lo alto del recinto—. Son muchos esos bribones, y, aun cuando su instrucción militar deja mucho que desear, van a darnos que hacer.

—No son menos de cuatrocientos —dijo Tremal-Naik.

—¡Ta! ¡Ta! Disponen de un parque de sitio —añadió el portugués, viendo salir de la espesura un gran pelotón que conducía una docena de «lilas» y un «mirim»—. ¡Ese canalla de peregrino! Parece que entiende de cosas de guerra, pues dedica todos sus cuidados a la artillería.

—¡No marchan muy mal los artilleros! ¡Maniobran como soldados de tres meses!

Le aseguro, capitán, que no tiran mal del todo —dijo Sambigliong—. Barrían muy bien el «Mariana» enfilándolo de popa a proa.

—¿Habrá sido soldado antes ese condenado peregrino? —se preguntó Yáñez—. ¿Quién demonios puede ser ese hombre misterioso?

—Yáñez —dijo Tremal-Naik mirándolo de un modo expresivo—, ¿crees que podamos resistir mucho tiempo?

—Comparados con ellos, estamos un poco débiles de artillería —respondió el portugués—, porque no tenemos nuestras piezas de caza; pero antes de que los sitiadores suban al asalto, tendremos tiempo bastante y diezmaremos lo suficiente sus columnas si quieren intentarlo a viva fuerza. Basta con que no lleguen a faltar los víveres y las municiones.

—Ya te he dicho que estamos bien provistos, especialmente de lo primero. Todos los cobertizos se hallan abarrotados.

—Entonces, nos sostendremos bien hasta que regrese Kammamuri. Sandokán no dudará de enviarte más socorros, sabiendo que estás en peligro. ¿Qué tiempo habrá empleado en llegar a la costa?

—Por lo menos, una semana.

—Entonces, a estas horas debe estar en Mompracem.

—Eso creo, si es que no lo han matado los dayakos —contestó Tremal-Naik.

¡Hum! ¡Acometer a un hombre que va escoltado por un tigre! Nadie se habrá atrevido a tanto. De aquí a quince días, poco más o menos, podrá estar de vuelta. Nos sostendremos firmes hasta entonces, y mientras tanto procuraremos divertir a los dayakos haciéndoles bailar a metrallazos.

—¿Y si Sandokán no nos mandase socorros?

—En tal caso, amigo mío, nos marcharemos —contestó Yáñez con su calma acostumbrada.

—¿Con todos esos sitiadores?

—Ya veremos si son tantos dentro de quince días.

Porque supongo que no cargaremos las bombardas con patatas ni los fusiles con huevos de paloma.

Terminaremos nuestra inspección, querido Tremal-Naik, y procuraremos fortificar los puntos más débiles. Debemos resistir, y resistiremos.

Mientras proseguían su visita, los dayakos acamparon en derredor de la factoría lejos del alcance de los tiros de las bombardas, construyendo rápidamente con ramas y hojas de plátanos pequeñas cabañas para resguardarse de los rayos solares, y sus artilleros algunas trincheras de tierra y piedra emplazando las piezas de modo que pudiesen batir la factoría por todos lados.

Aquellos cañones no eran de calibre para producir daños en la maciza empalizada de tejo que cerraba el recinto, pues es madera durísima y ofrece una resistencia enorme. Sin embargo, cuando Yáñez, terminada la visita, subió a la torrecilla con Tremal-Naik y Sambigliong para ver mejor la llanura, no pudo contener un gesto de cólera.

—¡Ese peregrino ha debido ser soldado! —repitió—. A los dayakos jamás se les hubiese ocurrido levantar trincheras ni hacer fosos para ponerse a cubierto de los tiros del adversario.

—¿Lo ves? —dijo en aquel momento Tremal-Naik.

—¿A quién?

—Al peregrino.

—¡Cómo! ¿Se atreve a mostrarse?

—Míralo allí, de pie, sobre aquel tronco de árbol que han hecho rodar los artilleros hasta colocarlo delante del «mirim» con objeto de reforzar la trinchera.

Yáñez miró atentamente en la dirección indicada, y sacó del bolsillo unos anteojos de marina, apuntándolos hacia allí.

Encima del tronco había un hombre muy alto y muy seco, vestido completamente de blanco, con alamares de oro, zapatos rojos de punta retorcida, como los que usan los borneses ricos, y la cabeza cubierta con un amplio turbante de seda verde, que le bajaba hasta los ojos.

Su edad parecía fluctuar entre los cincuenta y los sesenta años. Era de color muy bronceado, pero no tan oscuro ni opaco como el de los malayos y de los dayakos, y sus facciones, que Yáñez distinguía perfectamente, tenían una regularidad y una perfección que no era la de las dos razas dominantes de las islas malayas.

—Parece un árabe o un birmano —dijo Yáñez después de haberlo observado atentamente.

—No es dayako, ni menos malayo. ¿De dónde habrá salido ese hombre?

—¿No lo has visto nunca? —preguntó Tremal-Naik.

—Mientras más registro en mi memoria, más me convenzo de no haber tenido jamás que ver con ese hombre —contestó el portugués.

Y, sin embargo, debemos haberlo visto en alguna parte. Su odio contra mí, y también contra vosotros, pues según tengo entendido, en cuanto concluya conmigo se ocupará de los tigres de Mompracem, lo habrá motivado algo.

—¡Ah! ¿También quiere tomarla con Mompracem? —dijo Yáñez sonriendo—. ¡Se conoce que no sabe todavía lo que valen nuestros tigrecitos! ¡Qué pruebe a lanzar sus hordas sobre las costas de nuestra isla! ¡Ya verá cuántos dayakos vuelven! ¡Ta!

¡La danza guerrera! ¡Mal indicio!

—¿Qué quieres decir, Yáñez?

—Que los dayakos se preparan para la pelea. Antes de poner mano en los «kampilangs» se excitan con la danza. Sambigliong, ve a decir a nuestra gente que esté dispuesta, y haz llevar las bombardas a los cuatro ángulos del edificio para poder batir todos los puntos del horizonte. Cuando se pongan en movimiento los dayakos, iremos nosotros a dirigir la defensa.

Unos ciento cincuenta guerreros con un «kampilang» en cada mano se destacaron formando cuatro columnas con el grueso de la gente, y avanzaron hacia el «kampong» para proseguir bailando.

Así que llegaron a unos quinientos pasos del recinto, dieron un grito feroz: era un grito de desafío.

Después formaron cuatro círculos y se pusieron a danzar desordenadamente.

Depositaron en el centro las armas, cruzando unas con otras; enseguida algunos de aquellos salvajes sacaron de una especie de morrales que llevaban colgados varias cabezas humanas que parecían cortadas recientemente, y las colocaron entre los grupos formados con los «kampilangs».

Al ver aquellas cabezas, Yáñez apenas pudo reprimir un gesto de ira.

—¡Miserables! —exclamó.

—Pertenecían a tus hombres; ¿verdad, mi pobre amigo? —dijo Tremal-Naik.

—¡Sí! —contestó el portugués—. Deben haber pescado los cadáveres lanzados por la explosión al río para apoderarse de sus cabezas. No haremos nosotros eso, no; pero ¡vive Dios!, las cambiaremos por plomo.

—¿Quieres que ya que están a nuestro alcance les hagamos una descarga de metralla?

—Todavía no. Dejémoslos que disparen ellos el primer tiro.

Mientras tanto, los dayakos continuaban saltando como monos o como borrachos en la plena excitación de una borrachera bailando de un modo espantoso, moviendo los brazos y haciendo contorsiones al son de los golpes que varios tamborileros daban con unas mazas en un tronco hueco cubierto con piel de tapir.

Los danzarines bailaban primero con una cierta cadencia tranquila, y enseguida daban saltos como si ante ellos hubiese una hoguera, y por último emprendían una carrera loca empuñando unos pequeños «kriss», cual si persiguiesen a un imaginario enemigo que huye.

Aquella danza duró más de media hora; al cabo de ella los guerreros, exhaustos, anhelantes, volvieron a sus respectivos campamentos.

Reinó un silencio profundo durante algunos minutos, y de pronto resonó en la llanura un grito formidable lanzado por todos los combatientes.

—¿Se disponen para atacarnos? —preguntó Tremal-Naik a Yáñez, que de nuevo se puso a mirar con los gemelos.

—No; veo a un hombre que acaba de salir del cobertizo donde se resguarda el peregrino, y que trae una banderola verde en lo alto de una lanza.

—¿Qué? ¿Nos envían algún parlamentario?

—Eso parece —contestó el portugués.

—¿A intimarnos la rendición?

—La paz de seguro que no.

Un dayako, probablemente algún guerrero famoso, a juzgar por las grandes plumas con que se adornaba la cabeza y por la extraordinaria cantidad de brazaletes de cobre que le cubrían los brazos y piernas, había salido del campamento, seguido de otro que llevaba uno de aquellos grandes tambores de madera de que se sirvieron para marcar el compás a los bailarines.

—¡Caracoles! —exclamó el Portugués—. ¡Un parlamentario en toda la regla! Únicamente que en vez de un trompetero, trae un tamborilero, o, mejor dicho, un tamborilerazo. Ese peregrino debe ser un hombre muy civilizado. Bajemos, Tremal-Naik. Vamos a ver qué es lo que nos envía a decir el general de los dayakos.

Apenas habían dejado la torrecilla y entrado en la terraza que se extendía sobre la contrapuerta, cuando llegó el parlamentario diciendo que quería hablar con el dueño blanco.

—Yo no soy el dueño del «kampong» —dijo el portugués inclinándose sobre el parapeto y mirando con curiosidad al guerrero y al tamborilero.

—No importa —respondió el parlamentario—. El Peregrino de la Meca, el descendiente del gran Profeta, desea que no hable sino con el hombre blanco, el hermano del Tigre de la Malasia.

—¡Por Júpiter! —exclamó riendo Yáñez—. ¡Dos hermanos de distintos colores! ¡Ese peregrino debe ser un necio!

Y alzando la voz prosiguió:

—Entonces, decidme qué es lo que me quiere el descendiente del Profeta.

—Me envía a decirte que por ahora os concede la vida a ti y a tus hombres, con la condición de que le entregues a Tremal-Naik y a su hija.

—¿Y qué quiere hacer con ellos?

—Cortarles la cabeza —contestó cándidamente el guerrero.

—Pero por lo menos me dirás por qué motivo quiere decapitarlos.

—Porque así lo quiere Alá.

—Pues dile que, a su vez, mi Alá no lo quiere; que yo he venido aquí para hacer respetar su deseo, y que estoy dispuesto a defender a mis amigos.

—Te repito que Alá y el Profeta han decretado la muerte de ese hombre y de esa muchacha.

—¡Pues yo envío al diablo a todos ellos y a ese peregrino embrollón, que os ha embaucado dándoos a beber alguna mixtura!

—El peregrino es un hombre que ha hecho milagros delante de nosotros.

—Pero no delante de mí; y así, le dirá que lo desafío a que me haga alguno. Mientras tanto no me pruebe lo contrario, seguiré creyéndolo un intrigante que abusa de vuestra credulidad y de vuestros instintos sanguinarios.

—Le diré cuanto me ha dicho el hombre blanco.

—No te apresures, porque nosotros no tenemos prisa —dijo Yáñez con ironía.

El tamborilero redobló por tres veces en el pesado instrumento, cuyo sonido se parecía al de un trueno lejano; hecho esto, los dos salvajes volvieron al campamento donde los guerreros esperaban con impaciencia.

—¡Ese peregrino debe ser el mayor tunante que haya bajo la capa del cielo! —dijo Yáñez a Tremal-Naik así que se alejaron los dos parlamentarios—. ¿Qué milagros habrá hecho ese hombre para que los dayakos hayan llegado a creerle un semidiós? ¡Quisiera saberlo!

—Evidentemente, algo ha debido hacer —contestó el indio—. Nadie se impone tan de repente a esos salvajes que son desconfiados por naturaleza.

—¡Armas, dinero y milagros! —exclamó Yáñez—. ¡Con todo eso se doma hasta a los antropófagos! ¡Y no saber por qué ese hombre la ha tomado con nosotros!

—Conmigo y con mi hija —rectificó Tremal-Naik.

—Eso por ahora; pero ¿y después? Además, no sería yo el que se fiase de las promesas de ese impostor. ¡Ta! ¡Vuelve el parlamentario! ¡Ya comienzan a serme importunos él y su tamborilero! ¡Si vuelve otra vez, mando que le tiren a las piernas un metrallazo de clavos y balines!

—Hombre blanco —dijo el parlamentario cuando llegó debajo de la terraza—, el peregrino me envía a decirte que realizará delante de ti un milagro tan grande, que ningún otro hombre pueda realizarlo, demostrándote a ti y a tus gentes que es invulnerable.

—¿Quiere que yo haga la prueba de la penetración disparando sobre él una bala de mi carabina? —preguntó Yáñez burlonamente.

—Se propone ejecutar ante tus ojos la prueba de fuego, y demostrarte que saldrá ileso por la protección celestial de que goza. Tan solamente pide que le concedas una zona de terreno próxima al «kampong» para que puedas observarlo.

—¿Y después?

—¿No te hasta?

—Pregunto qué es lo que hará después.

—Esperar tu resolución.

—¿Que debe ser?…

—Entregarle en sus propias manos el indio y su hija, porque, efectuada la prueba, no dudarás ya de que es un semidiós contra quien nadie puede luchar; ni tú, ni tus hombres, y menos el Tigre de la Malasia, aun cuando diga que es invencible.

—Ya que el peregrino es tan galante que nos ofrece un espectáculo, dile que, por nuestra parte, no nos oponemos. Por lo menos, nos servirá de distracción.

—¿No crees, hombre blanco, que pueda realizar el peregrino esa prueba?

—Te lo diré cuando haya visto el milagro.

—Y entonces, ¿te rendirás?

—Eso, por ahora, no puedo decírtelo.

—Tus hombres dejarán en el acto las armas y te abandonarán.

—Muy bien; esperaré a que os entreguen los fusiles —contestó Yáñez con sonrisa irónica.

No había transcurrido un cuarto de hora del regreso de los dos parlamentarios al campamento, cuando Yáñez y Tremal-Naik, que permanecieron en la terraza, deseando regodearse con el milagro, vieron dos grupos de dayakos, compuesto cada uno de una quincena de hombres desarmados, que se acercaban al «kampong» llevando grandes cestos llenos de piedras, planas la mayor parte, que debían haber sido recogidas en el lecho de algún riachuelo.

Se detuvieron a cincuenta pasos de la terraza, y las colocaron formando una especie de ara de seis metros de largo por otros tantos de ancho.

—Preparan el brasero —dijo Yáñez a Tremal-Naik, que lo interrogaba.

Distribuidos los dos grupos, avanzaron otros dos cargados de leña resinosa, que acumularon sobre las piedras, prendiéndole fuego y dejándola arder durante par de horas.

Yáñez, Tremal-Naik y toda la guarnición, exceptuando a los centinelas, asistieron pacientemente a los preparativos colocándose debajo de los árboles, cuyas frondosas ramas proyectaban una sombra muy fresca en la terraza construida sobre el recinto, desde donde los defensores podían hacer fuego con comodidad.

Los dayakos, que, por lo que podía colegirse, querían demostrar al hombre blanco —para ellos un ser superior— los milagros del peregrino, habían ido reuniendo poco a poco en derredor de la hoguera, sin que los defensores del «kampong» se tomasen el trabajo de protestar pues todos habían ido sin armas.

—He aquí una diversión que no hemos gozado nunca —había dicho Yáñez—, y que no producirá ningún efecto, por lo menos sobre mis tigrecitos.

—Y mucho menos sobre mis malayos y javaneses añadió. Ya no creen en Alá como esos imbéciles.

¿Quién habrá dado a conocer a esos salvajes la religión mahometana?

—Los árabes antiguos, querido —respondió el portugués—. ¿No sabes que aquellos intrépidos navegantes conocieron y recorrieron estas regiones cuando todavía europeos ignoraban que existiesen en esta parte del globo las grandes islas malayas? Tú no sabes que existió un hombre llamado Tolomeo, y que vivía en el año 166 del nacimiento de Jesucristo; pero puedo decirte que ya en aquella época los árabes conocían perfectamente a los malayos; el Quersoneso Aurea, donde colocaban el monte Ofir, que no era sino el Sumatra; Glabadiva, que es la Java actual; los sátiros, que son los batias; mejor dicho los antropófagos. ¡Eh! ¡Mira el peregrino que se adelanta! Ese bribón se dejará abrasar las plantas de los pies para hacer creer a sus fanáticos que es un semidiós, ser superior, un verdadero descendiente del gran Profeta. ¡Admiro su fuerza de voluntad y su presencia de ánimo!

—¡Yo lo mataré de un tiro de fusil o de bombarda! —repuso.

—No cometeremos tal asesinato, amigo mío. Debemos ser los últimos en contestar a las provocaciones. Somos personas civilizadas.

Un grito enorme les advirtió que el peregrino iba a salir del campamento para demostrar al hombre blanco y a sus guerreros su invulnerabilidad y su poder de ente superior.

Damna, la gentil y graciosa anglo-india, se había reunido con su padre y con Yáñez. También los tigres de Mompracem estaban en la terraza, con las carabinas apoyadas en el parapeto, por temor de alguna sorpresa por parte de aquellos salvajes, en los cuales no tenían confianza alguna.

El peregrino avanzaba hacia el ara de piedras, convertidas en ascuas después de dos horas de fuego continuo.

Levaba puesto el turbante verde, y la cara cubierta con un pedazo de seda del mismo color. Vestía una especie de camisa muy ajustada, de «nanquín» amarillo, que le llegaba hasta las rodillas, y tenía los pies desnudos.

—O ese hombre es un gran embustero, o es una verdadera salamandra —dijo Yáñez.

—¿No pasean también los faquires indios sobre tizones ardientes, en lugar de hacerlo sobre piedras calentadas? —dijo Tremal-Naik—. ¿No te acuerdas de la fiesta de Damna Ragiae, dónde conociste a la adorable Surama, la sobrina del rajá de Gualpara?

—¡Por Júpiter! ¡Es verdad; me acuerdo! —contestó Yáñez.

—También en aquella fiesta los fanáticos corrían sobre las brasas.

—Pero salían tostados de aquel infierno, mientras que este demonio de peregrino promete que paseará sobre esas piedras, puestas al rojo blanco, sin que le suceda nada.

—Ya lo veremos, Yáñez, a menos que sea un gran faquir.

—¡Abre los ojos, Damna! —dijo Yáñez viendo que la muchacha se inclinaba sobre el parapeto—. ¡No me fío de esos bribones!

—¿Qué teme usted, señor Yáñez?

—¡Eh! Un tiro de fusil dispara pronto.

—A la vista no. ¡Adelante, señor descendiente de Mahoma! ¡Mostradnos vuestro milagro!

El misterioso adversario de Tremal-Naik había llegado al ara de piedras, que debían despedir un calor intolerable.

Se recogió un instante en sí mismo con las manos levantadas y fija la mirada hacia Oriente, o sea en dirección del lejano sepulcro del profeta; movió los labios como si rezase, y enseguida se lanzó resueltamente, gritando tres veces de un modo estentóreo:

—¡Alá! ¡Alá! ¡Alá!

Con paso seguro, insensible al horrible calor que salía de las piedras, desnudas las piernas y los pies, avanzó sobre el ara a paso lento, sin proferir un gesto que revelase el menor dolor.

Los dayakos, estupefactos, atontados ante aquella prueba, alzaban los brazos mirándolo con admiración profunda.

Para ellos, aquel hombre debía de ser, sin duda alguna, un semidiós, un verdadero descendiente del gran Profeta.

Realizando el recorrido, el peregrino se detuvo un instante; enseguida volvió sobre sus propios pasos, siempre tranquilo, siempre impasible, como si en vez de pasear sobre aquellas piedras donde se podía cocer pan, paseara sobre la hierba de un prado.

—¡Ese debe ser un hijo del compadre Belcebú! —exclamó Yáñez, que no podía menos de admirar el estoicismo de aquel hombre—. ¿Cómo puede resistir ese calor? Tiene los pies desnudos: aquí no puede haber trampa.

—¡Ese hombre debe ser insensible como las salamandras! —contestó Tremal-Naik.

Terminada la segunda prueba, el peregrino volvió el rostro enmascarado con el trapo hacia Yáñez y lo miró durante algunos instantes; después se alejó lentamente, dirigiéndose hacia su cobertizo, mientras que los dayakos, presa de una verdadera exaltación, gritaban hasta enronquecer.

—¡Alá! ¡Alá! ¡Alá!

Algunos minutos más tarde, en tanto que los guerreros volvían a sus campamentos precipitándose hacia el peregrino, se presentó por tercera vez bajo la terraza.

—¿Qué es lo que quieres todavía, pesado? —le preguntó Yáñez.

—Vengo a preguntarte si después de tan gran prueba como la que te ha dado el descendiente del Profeta te decides a rendirte —dijo el guerrero.

—¡Ah, es verdad; debía darte una contestación! —dijo Yáñez. Puedes decirle al hijo, sobrino o primo de Mahoma, que le doy las gracias por el interesante espectáculo que se ha dignado ofrecernos a nosotros, pobres incrédulos.

Enseguida, quitándose con un gesto soberano un magnífico anillo que llevaba en un dedo se lo tiró al parlamentario, añadiendo:

—¡Y esta es su recompensa!

X. El asalto al «Kampong».

En las islas malayas, y también en algunas de la Polinesia, todavía está en uso la prueba del fuego; pero no sirve, como entre nosotros sirvió en tiempos pasados, para probar la inocencia de aquel a quien se culpaba de homicidio o de hurto: en la Malasia y en la Polinesia es tan sólo una ceremonia religiosa.

Únicamente los sacerdotes son los que en ciertas épocas del año, y con objeto de tener propicias a las divinidades más o menos celestiales, realizan ese paseo, no sobre carbones encendidos, como los fanáticos de la India, sino sobre piedras puestas al rojo blanco.

Dicha ceremonia se celebra casi siempre en una pequeña calzada formada con pedruscos, y que mide generalmente tres metros de largo por medio de ancho.

Los sacerdotes encienden el fuego al despuntar la aurora, y lo mantienen vivo hasta el mediodía; después, acompañados de algunos discípulos, quitan las cenizas y los tizones, pronuncian algunas frases de ritual que, según ellos, son indispensables, sacuden con una rama los bordes del brasero, y andan lentamente sobre las piedras con los pies desnudos.

No está marcada la longitud de los pasos; pero se supone que deben pisar, por lo menos tres veces cada vuelta.

¿Cómo se arreglan para resistir y, lo que es más asombroso, para salir indemnes de la prueba? ¡Misterio!

Atribuyen su invulnerabilidad al «maná», poder misterioso que hace que los iniciados puedan andar sobre las piedras ardientes sin que se produzcan ninguna quemadura. Dicho poder no está representado por símbolo alguno, y puede transmitirse de unos a otros tan sólo por medio de la palabra.

Como quiera que sea, el hecho es que dichos sacerdotes salen absolutamente indemnes de la terrible prueba.

Un viajero europeo, el coronel inglés Gudgeon, hace algunos años que, juntamente con varios compañeros suyos, quiso hacer por sí mismo la prueba hallándose en una isla del Océano Pacífico en ocasión de celebrarse una ceremonia religiosa. El coronel tenía por seguro que su empeño iba a costarle sufrir quemaduras dolorosas. Pues bien, (¿lo creeréis?); el animoso inglés salió de la prueba tan ileso como los sacerdotes. Tan sólo uno de sus compañeros, a pesar de haber recibido el maná, o sea el poder misterioso, que como hemos dicho se transmite con la palabra, sufrió quemaduras bastante grandes; pero, según los sacerdotes, fue suya la culpa.

Cometió la imprudencia de mirar atrás, cosa severamente prohibida a los que han recibido el maná; una excusa dada por los sacerdotes, seguramente, para salvar la dignidad del rito.

¿Cómo pudo realizar la prueba el coronel, si todavía una hora después de terminada la ceremonia estaban tan calientes las piedras, que ardieron en el acto varias raíces de una madera muy dura que echaron sobre aquel ara? El inglés no ha sabido explicárselo.

Contó que había experimentado en todo el cuerpo gran calor, y en los pies, algo parecido a ligeras sacudidas eléctricas, pero nada más, y que esas sacudidas le duraron unas siete u ocho horas consecutivas. En cambio, la piel de los pies no tenía señal alguna de la más pequeña quemadura.

En Nueva Zelanda son más terribles las pruebas de fuego, y se dice que tan sólo los individuos de ciertas familias pertenecientes a ciertas castas tienen el privilegio de poder resistirlas.

En esa región no se reduce la cosa a pasear por encima de unas cuantas piedras, sino que el paseo se realiza dentro de un horno de forma redonda, de diez metros de diámetro, y en el cual hay que permanecer de veinte a treinta segundos.

Es tan elevada la temperatura dentro de dichos hornos, que una vez a cierto viajero que quiso medirla se le fundió el recipiente de metal del termómetro, vertiéndosele todo el mercurio. ¡El instrumento señalaba 200 grados!

¿Cómo pueden resistir esos hombres-salamandras? También esto es un misterio. Sin embargo, resisten, y salen incólumes de prueba tan espantosa.

Teniendo esto en cuenta, no es para admirarse si también el peregrino de la Meca, que no por eso dejaba de ser un hombre extraordinario, había podido realizar su prueba, con objeto más bien de fanatizar a sus guerreros que de producir impresión en Yáñez y en los defensores del «kampong», demasiado escépticos y burlones para caer estúpidamente en la emboscada y ofrecer su cabeza a los «kampilangs» de aquellos salvajes sanguinarios.

El desprecio que hizo el portugués pagando al peregrino como si se tratase de un histrión o de un clown, tenía que desencadenar la cólera, a duras penas reprimida, de aquellos cortacabezas y redoblar la furia del despreciado.

Efectivamente; apenas hubo regresado al campamento el parlamentario, cuando se alzó un espantoso clamoreo en derredor del «kampong»; clamor que parecía producido más bien por un centenar de fieras que por seres humanos.

—¡Ya se han puesto a rabiar como si fueran monos rojos después de haber comido una guindilla! —dijo Yáñez riendo—. Tendremos guerra sin cuartel.

¡Bah! Nos defenderemos mientras tengamos cartuchos o hasta que no quede vivo un dayako.

Después, alzando la voz, gritó:

—¡Muchachos, a vuestros puestos, y matad cuantos más podáis! ¡No olvidéis que si caéis en manos de esos brutos, lo menos malo que puede pasaros es que os corten la cabeza de un solo golpe de «kampilang»!

Los tigres de Mompracem, malayos y javaneses, se precipitaron hacia sus puestos de combate, resueltos a oponer la más encarnizada resistencia y a quemar hasta el último cartucho, pues el milagro del peregrino no había hecho mella alguna en su fidelidad.

Además, estaban seguros de que iban a dar una lección tremenda a tan desordenadas hordas. Resguardados como estaban por la muralla de maderos de tek, que podía desafiar los fuegos de los «lilas» y aun los de los «mirim», y siendo todos tiradores escogidos, no temían el ataque, especialmente con la dirección de Yáñez, que gozaba de fama de invencible, como el mismo Tigre de la Malasia.

Sin contar a los tigres de Mompracem, todos habían sido piratas, única profesión posible, por lo menos entonces, en aquellos países que, siendo riquísimos, no tenían comercio alguno.

Con tales hombres resueltos a vender cara la piel y sabiendo, como sabían, que no había de haber piedad para ellos, los dayakos iban a encontrarse con un hueso durísimo de roer.

Al ver a los asaltantes que se reunían en derredor de la cabaña del peregrino, tigres, malayos y javaneses se apresuraron a ocupar los ángulos del recinto, desde donde podían barrer la llanura con las bombardas.

Yáñez y Tremal-Naik a su vez se quedaron en la terraza por la parte de la compuerta, pues estaban seguros de que los dayakos habían de dirigir sobre aquel punto sus principales ataques.

Pusieron en batería la bombarda más gruesa del «kampong» y a su servicio seis piratas de Mompracem, enviando a Sambigliong a la torrecilla, que era el mejor punto para poder batir el llano.

—Damna —dijo el portugués, viendo que los dayakos formaban ya la columna de asalto—, este no es tu sitio, aun cuando sé que manejas una carabina como cualquier fusilero de a bordo. Dentro de pocos minutos los «lilas» y los «mirim» de esos bribones enviarán abundantes balas al recinto, y no quiero que te expongas a tal peligro.

—¿Creéis que el peregrino lanzará sus gentes al ataque? —preguntó la niña.

—Sí, porque en este mundo hay hombres que no saben ser agradecidos.

—Señor Yáñez, no le entiendo.

—He pagado a ese hombre el espectáculo que nos ha ofrecido dándole un anillo que en manos de un judío vale seguramente mil florines, y ve lo que son las cosas: ese bergante me recompensa con un asalto al arma blanca. ¿Vale la pena ser generoso con ese perro inmundo? Si hubiese hecho tal regalo a un clown o a un histrión de mi país, estoy seguro de que me hubiese llevado a cuestas hasta España, atravesando, si fuera preciso, la sierra, del Guadarrama. ¡Qué mundo tan bribón!

—¡Ah, señor Yáñez! —exclamó Damna riendo—. ¡Aun cuando esté usted a las puertas de la muerte, no dejará de decir chistes!

—¿Te ríes? —dijo el portugués—. ¡No desmientes tu raza, niña mía!

—Con usted y con sus tigrecillos, no tengo miedo a los dayakos.

Un cañonazo interrumpió el diálogo. Los asaltantes habían disparado un «mirim».

La bala pasó silbando sobre el recinto, y fue a caer al otro lado del «kampong» sin causar ningún daño.

—Es preciso rectificar la mira, queridos míos, o no haréis nada —dijo Yáñez.

—¡Pronto, Damna; retírate! —dijo Tremal-Naik—. ¡Las balas no respetan a nadie!

—Ni siquiera a las niñas bonitas —añadió Yáñez.

—¿Voy a estar sin hacer nada mientras vosotros necesitáis gente? —preguntó Damna.

—Si tenemos necesidad de una tiradora más, te llamaremos —respondió Tremal-Naik—. Vete a la habitación baja del bungalow: allí no correrás peligro alguno.

En aquel momento resonaron cuatro tiros, uno detrás de otro. Los «lilas», al disparar el «mirim», habían enviado sus balas contra los tablones del recinto.

—¡Vete! —repitió Tremal-Naik—. ¡No voy a poder batirme a gusto si te veo aquí expuesta a los tiros de la artillería! Cuida de que no dejen apagar los hornos de las cocinas.

—¿Los hornos? —preguntó Yáñez, mientras que Damna, después de haber dado un beso a su padre, descendía corriendo la escalera—. ¿Vas a ofrecer algún banquete a los sitiadores?

—Sí; pero ya verás de qué clase —contestó el indio—. Un verdadero plato infernal, que los hará gritar como condenados. ¡Míralos; ya se mueven! ¡Tú, a la bombarda, Yáñez, que eres un maravilloso artillero!

—Y los ametrallaré perfectamente —respondió el portugués, tirando el cigarro y acercándose al cañón, cuya boca amenazaba a la llanura.

Los dayakos, instruidos por el peregrino, habían formado cuatro columnas de asalto, cada una compuesta de sesenta u ochenta hombres que se dirigían hacia el «kampong», cubriéndose con sus inmensos escudos, cuadrados hechos de piel de tapir o de búfalo, y armados únicamente con los «kampilangs».

Una quinta columna, exclusivamente compuesta de fusileros, se había distribuido por la llanura, formando una cadena para apoyar el ataque juntamente con las «lilas» y los «mirim».

—El peregrino debe haber sido soldado —dijo una vez más Yáñez—; pero todavía dudo que le resulte bien su táctica. Así que los dayakos se lancen al asalto, romperán las filas. En estos guerreros no puede haber entrado la disciplina militar. ¡Adelante con la música!

Los sitiadores comenzaban a disparar con gran violencia. Los cañonazos alternaban con nutridas descargas de carabina; pero sin obtener apenas resultado, porque los gruesos tablones de tek del recinto no cedían tan fácilmente: además, los defensores del «kampong» se hallaban bien resguardados por los parapetos.

Por otra parte, los árboles espinosos que se extendían en derredor eran espesísimos, impidiendo a los fusileros de los sitiadores hacer puntería.

La espingarda colocada en la plataforma del alminar disparó el primer tiro contra la columna que se dirigía hacia el sitio donde estaba la contrapuerta, y la bala, de buen calibre, lanzada por Sambigliong, que era un magnífico artillero, no se había perdido.

—¡Ya se ha derramado la primera gota de sangre! —dijo Yáñez—. ¡Esperemos a que se convierta en un río!

Los tigres de Mompracem, que eran los que servían las bombardas, disparaban desde los ángulos del «kampong», produciendo un ruido ensordecedor.

Como aquellas pequeñas bocas de fuego no podían contrarrestar los tiros de los «lilas» y sobre todo de los del «mirim», disparaban balas de una libra contra las columnas de asalto, abriendo grandes claros.

Las carabinas indias, de gran alcance, manejadas por los malayos y los javaneses, apoyaban vigorosamente el fuego de las espingardas, poniendo a dura prueba el rendimiento de los asaltantes.

Yáñez no perdía el tiempo. Cada tiro de carabina que hacía era un hombre a tierra: enseguida iba a la bombarda tan pronto como esta se hallaba cargada, y enfilando la columna que se dirigía hacia la contrapuerta, disparaba haciendo tiros tan verdaderamente admirables que dejaban estupefacto al mismo Tremal-Naik, y que arrancaban gritos de entusiasmo a los malayos y a los javaneses del «kampong».

Los dayakos, que no se veían muy bien sostenidos que digamos, ni por los artilleros, que eran pésimos tiradores, ni por sus fusileros, más hábiles disparando flechas que balas, procuraban apretar el paso, animándose con gritos feroces y cubriéndose lo mejor que podían con sus escudos, cual si estos pudiesen librarlos de los proyectiles de las carabinas indias. El fuego del «kampong» los diezmaba. Las columnas experimentaban pérdidas enormes, pero no por eso se descomponían.

Sin embargo, cuando las bombardas comenzaron a descargarles encima torrentes de metralla, cubriéndolos de clavos y de fragmentos de hierro, se los vio vacilar, y las líneas se abrieron por varias partes.

—¡Adelante! —gritaba Yáñez, que ni siquiera se tomaba el trabajo de cubrirse con el parapeto—. ¡Tirad de firme, y concluiremos por echarlos a rodar!

¡Ametralladles las piernas!

Y el fuego iba siempre en aumento, cubriendo las bandas con una verdadera lluvia de plomo, de hierro y de clavos.

Tigres de Mompracem, malayos y javaneses rivalizaban en bravura y en audacia, resueltos a no permitir que los dayakos llegasen debajo del recinto ni se lanzaran al asalto.

Sobre todo, las bombardas hacían verdaderos estragos, tumbando un buen número de hombres a cada descarga de metralla que disparaban. No producían heridas mortales, es verdad; pero, al destrozarles las piernas, ponían fuera de combate a los guerreros.

A pesar de esto y de las enormes pérdidas sufridas, los obstinados salvajes no cejaban. Por el contrario, hicieron un esfuerzo supremo, y llegaron rápidamente a la zona de los árboles, arrojándose animosamente entre los espinos, donde se detuvieron para reposar un momento antes de intentar el último avance.

—¡Es verdadera carne de cañón! —dijo Yáñez, cuya frente se había nublado—. ¡No creía que pudiesen llegar tan cerca! Es verdad que aun no están en el recinto, y que, si las bombardas resultan inútiles por el momento, todavía pueden dar fuego las carabinas y las pistolas.

—No te inquietes, amigo mío —dijo Tremal-Naik—. Les tengo preparada una sorpresa que les producirá en el pellejo más efecto que los clavos.

—Pero, mientras tanto, están ahí abajo.

—¡Déjalos venir! Los recintos son altos, y los tablones de tek lo bastante gruesos para que sus «kampilangs» se mellen sin arrancar ni una astilla.

—Me inquieta el fuego de sus cañones.

—¡Tiran tan mal!

—Pero ¿qué hacen? Yo no los oigo.

—Avanzaban arrastrándose bajo los espinos.

—¿Está bien asegurada la contrapuerta?

—He mandado poner las clavijas de hierro, y nadie podrá alzarla. ¡Míralos allí!

Mientras los «lilas» y el «mirim» continuaban disparando, abriendo a todo lo largo de los recintos algún que otro agujero por los cuales apenas cabía una mano, y los fusileros avanzaban, siempre dispuestos en cadena, tirándose al suelo y ocultándose detrás de los pequeños repliegues del terreno y de los troncos cortados para hurtarse a las descargas de la bombarda colocada en el alminar, el cual no había cesado de hacer fuego, los asaltantes se abrían paso con grandes precauciones a través de las plantas espinosas.

Como iban casi desnudos y la maleza y los arbustos estaban armados de formidables puntas agudísimas, la empresa no era fácil, como lo probaban los gritos de dolor que daban los sitiadores, y que no podían refrenar.

—Se hacen tiras las carnes —dijo Yáñez, que inclinado sobre el parapeto los espiaba por entre la abertura que formaban dos sacos de arena colocados delante de la bombarda. Las espinas muerden; ¿verdad, queridos míos?

—¡Y, sin embargo, pasan esos demonios! ¡Allí sale el primero, que se escurre a lo largo del recinto!

—¡Y que no irá a decir a sus compañeros si es o no sólido! —añadió el portugués.

Apuntó la carabina y disparó casi sin mirar. El dayako, que había salido, a costa, probablemente, de algunos desgarrones al atravesar aquella terrible barrera, se incorporó de golpe sobre las rodillas, largó ambos brazos a un tiempo, y volvió a caer dando un grito ronco, con la cabeza deshecha por el proyectil.

—¡Fuego al medio de la espesura! —gritó Yáñez—. ¡Están debajo de ella!

Enseguida hizo girar sobre el perno la bombarda, y bajando el cañón cuanto pudo, lanzó de través una andanada de metralla, mientras que los tigres de Mompracem, los malayos y los javaneses reanudaban el fuego, destrozando a un tiempo arbustos y hombres. Voces espantosas se elevaron de debajo de la espesura; señal clara de que no habían sido perdidos todos los tiros; enseguida un aluvión de hombres se lanzó hacia la contrapuerta, atacándola a golpes de «kampilang» en tanto que los «lilas» y el «mirim» redoblaban sus tiros, tratando de enviar las balas a la terraza para alejar a los defensores.

Tremal-Naik dio un silbido. De repente salieron de la cocina ocho hombres con enormes calderos, que despedían un humo acre y denso.

Subieron las escaleras rápidamente y colocaron los calderos en la parte de la terraza que daba sobre la contrapuerta.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez al verse envuelto por aquel humo, que le producía una tos violenta—. ¿Qué es lo que traéis ahí?

—¡Mira, Yáñez! —gritó Tremal-Naik—; ¡deja el puesto a estos hombres!

—¡Pero esos comienzan a subir!

—¡El caucho hirviendo los hará bajar!

Los ocho hombres armados de cacerolas y cucharones de largo mango, comenzaron a volcar el líquido humeante que contenían los calderos.

Gritos espantosos, horribles, desgarradores, se oyeron enseguida en la parte baja del recinto. Los dayakos, brutalmente abrasados por el caucho hirviendo que les arrojaban, sin economizarlo nada, desde lo alto del parapeto se lanzaron como locos en medio de los espinos, huyendo a la desesperada.

Una media docena de ellos, que había recibido las primeras paletadas del terrible líquido, quedaron allí, delante de la compuerta, retorciéndose y aullando de un modo lúgubre, cual lobos hidrófobos.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez haciendo un gesto de horror—. ¡Este indio ha tenido una idea feliz! ¡Asa vivos a esos pobres diablos!

Los dayakos huían de todas partes, pues también desde las otras terrazas comenzaron a rociar a cuantos habían intentado escalar el recinto.

El intenso fuego de las espindargas y de las carabinas completaba la derrota de los sitiadores, que ya no pensaban más que en ponerse fuera del alcance de las armas de fuego de los defensores del «kampong», yendo a refugiarse en sus campamentos.

En vano habían tratado los fusileros de correr en ayuda de las columnas de asalto, que se replegaban atropelladamente. Una andanada de metralla lanzada por todas las bombardas los obligó a seguir a los fugitivos.

Dos minutos después no quedaban en derredor del «Kampong» más que los muertos y algún herido próximo a lanzar el último suspiro.

XI. El regreso de Kammamuri

Convencidos los dayakos de que no era fácil tomar el «kampong» al asalto, sobre todo después de la desastrosa prueba que habían realizado y que les había causado pérdidas gravísimas, decidieron establecer el sitio en toda regla, en espera de que los defensores tuviesen que capitular, acosados por el hambre.

Construyeron en derredor de la llanura cuatro campos atrincherados para precaverse contra una posible salida de los sitiados, reforzándolos con trincheras, elevadas seguramente bajo la dirección del peregrino, que cada día se revelaba más como hombre de guerra.

Además, llevaron la artillería mucho más adelante, socavando para ello dos trincheras paralelas, y molestando no poco a los sitiados con un continuo cañoneo, que, si no causaba daños graves obligaba a Yáñez y a Tremal-Naik, lo mismo que a su gente, a estar siempre en guardia, por temor a que fuese el preludio de un nuevo asalto.

Ya habían transcurrido cinco días desde la primera tentativa de ataque, sin que en realidad hubiese ocurrido otra cosa que un gasto enorme de municiones por parte de los dayakos y mucho ruido. Lo único que consiguieron había sido la demolición de la torrecilla, que como estaba demasiado expuesta, fue desmoronándose por pedazos, lo que obligó a los defensores a retirar la bombarda y a abandonar aquel puesto.

Yáñez comenzaba a aburrirse. Hombre de acción e inquieto, no obstante su aparente calma, veía que la cosa iba para largo, y no bastaban a distraerle los cigarros que consumía en cantidad prodigiosa.

No se carecía de nada en el «kampong». Los almacenes estaban abarrotados, y los cobertizos, llenos de «gabá», el magnífico arroz que cultivan los javaneses y que supera en mucho al del Ramgoon.

En los recintos o corrales del interior picoteaban muchas gallinas selváticas, prontas a dejarse degollar sin la menor protesta para satisfacer el hambre de los asediados; las frutas abundaban, y las bodegas estaban repletas de enormes vasijas de tierra colmadas de «bram», fuerte licor obtenido por la fermentación del arroz mezclado con azúcar y con el jugo de varias palmas. ¿Qué más? Durante las horas más cálidas del día la guarnición podía apagar la sed con magnífico «kalapa», bebida refrescante que contienen las nueces de coco, pues había multitud de cocoteros en el compartimiento de la granja, y fumar sin escasez los deliciosos «cortados», esos perfumados cigarros de Manila, y los «rorok» javaneses, cigarritos enrollados en una hoja seca de «ni-pa» de sabor muy agradable.

—¿Qué es lo que te hace falta, que te aburres tanto, amigo mío? —preguntó el indio a Yáñez al caer de la tarde del quinto día, viéndole más contrariado que nunca—. No creo que haya guarnición alguna sitiada que goce de tanta abundancia.

—¡Esta calma me aplana! —respondió el portugués.

—¡La llamas calma! ¡Pero si la artillería enemiga no deja de zumbar desde la mañana hasta la noche!

—Para no hacer más que agujeros en los tablones que no han hecho nunca daño a nadie y que no protestan.

—¿Querrías mejor que las balas agujereasen a nuestros hombres?

—Tienes siempre razones que ofrecer, mi querido Tremal-Naik; pero, sin, embargo, yo quisiera marcharme de aquí.

—No hay más que alzar la contrapuerta. Pero yo en tu lugar preferiría pasear en derredor del «bungalow» —contestó riendo el indio—. Tu inquietud depende de la absoluta falta de noticias de Sandokán.

—También eso es cierto. Deseo saber cómo van las cosas en Mompracem, y suspiro porque regrese Kammamuri.

—Déjalo el tiempo necesario.

—Ya debía estar aquí.

—No son muy seguras que digamos las regiones que tiene que atravesar para llegar a la costa, amigo Yáñez, y no tendría nada de extraño que hubiese encontrado bastantes obstáculos en su camino. Vámonos a la terraza de la contrapuerta a ver de una ojeada a los sitiadores antes de que se ponga el sol.

Salieron del saloncito donde acababan de cenar en compañía de Damna, y se fueron hacia el recinto.

Los hombres de guardia, que eran los javaneses, pues a ellos les tocaba velar aquella noche, devoraron con apetito envidiable, puestos a horcajadas en los parapetos, sus extravagantes platos.

Unos engullían, sin dárseles un pepino de las balas enemigas que de cuando en cuando se clavaban en los pancones el «panciang», condumio mal oliente compuesto con cangrejitos y pescados pequeños conservados en vasijas de barro, donde se los deja fermentar hasta que se corrompen; otros se regodeaban con el «udang», pasta hecha con crustáceos secados al sol y reducidos después a polvo, y otros comían el «laron», que también es una pasta amasada con larvas de ciertos gusanos acuáticos, plato escogido y gustosísimo para los paladares javaneses y malayos.

No parecía que el asedio hubiese menguado el apetito a aquellos valientes, ni tampoco el rudo trabajo a que estaban sometidos, dejándolos sin deseos de masticar el «siri» y el «batel» por cuyo abuso tenían los dientes tan negros como semillas de girasol.

Apenas llegaron al parapeto, Yáñez y Tremal-Naik notaron que había algún movimiento en el campo de los dayakos.

Los jefes reunieron en derredor suyo a sus muchos guerreros, y parecía que les dirigían discursos entusiásticos, a juzgar por los furiosos movimientos de brazos, mientras que en otros sitios ejecutaban las danzas guerreras del «kampilang» y del «kriss».

El sol se ponía en aquel momento tras un denso y negro nubarrón que parecía saturado de electricidad, y cuyas márgenes eran cárdenas.

—¿Un ataque y un huracán? —se preguntó Yáñez; que aspiraba el aire, entonces muy seco—. ¿Qué es lo que me dices, Tremal-Naik?

—Esta noche tendremos tempestad —contestó el indio, mirando también el nubarrón que se extendía a ojos vistas.

—Con acompañamiento de fuego celeste y terrestre. Porque tengo la seguridad de que los dayakos deben estar cansados de cañonear inútilmente nuestros recintos, y aprovecharán la tromba de agua para emprender el ataque.

—Y no estaría mal escogido el momento. Se dispara mal cuando el agua da en la cara.

—Cubramos las terrazas, Tremal-Naik. Nuestros hombres pueden alzar en media hora los cobertizos necesarios para poner a cubierto del agua por lo menos a los artilleros. ¡Por Júpiter! ¿La tomarán de veras esta noche?

—No lo creo, mientras tengamos caucho.

—Manda llenar todas las cacerolas que tengas.

—Voy a dar órdenes —contestó el indio, descendiendo precipitadamente.

Iba a dirigirse Yáñez hacia el ángulo del recinto en el cual se hallaba la bombarda, cuando de pronto pasó silbando por delante de él una flecha, lanzada probablemente por un «sumpitan» o sea una cerbatana, y fue a clavarse en uno de los postes que sostenían la terraza.

—¡Ah, traidores! —exclamó Yáñez lanzándose hacia el parapeto con una pistola en la mano.

Miró hacia debajo de los árboles espinosos, mientras que Sambigliong, que estaba poniendo la bombarda en batería, haciéndose cargo del peligro que había amenazado al portugués, corría armado con una carabina. No se movía ni una rama, ni rumor alguno turbaba el silencio que había bajo los arbustos que flanqueaban el recinto.

—¿Ha visto usted a ese bribón, capitán? —preguntó el nostramo.

—Debe haber desaparecido enseguida —contestó Yáñez.

—Quizás estuviese envenenada la flecha con el jugo de «upas».

—¡Veamos! —dijo el inglés, dirigiéndose hacia el poste.

—¡Una flecha mensajera! —exclamó.

En la extremidad del dardo, cuya caña o asta era muy fuerte, había distinguido una cosa blanca, como si fuese un pedazo de papel arrollado al poste.

—¡Vamos; entonces no se trata de una tentativa de asesinato contra mi respetable persona! —dijo.

Arrancó la flecha, cuya punta, hecha con una agudísima espina, se clavó profundamente en el madero, y rompió el hilo que sujetaba la carta al asta.

—Señor Yáñez —dijo Sambigliong—, ¿se sirven ahora de las flechas los dayakos para enviar las cartas a su destino? Pues es un servicio postal de nuevo género.

—¿Qué es lo que hay? —preguntó en aquel momento Tremal-Naik, que ya había dado las órdenes y volvía con Damna.

—Un cartero desconocido que me ha entregado esta carta en la punta de una flecha —contestó Yáñez—. ¿Será una intimación de rendición?

Desenvolvió con cuidado el papel, que estaba cubierto de gruesos caracteres, le echó un vistazo y dio un grito de alegría.

—¡Kammamuri!

—¡Mi maharatto! —exclamó Tremal-Naik.

—¡Lee, Yáñez, lee!:


Desde esta mañana estoy en los alrededores del campo —escribía en inglés el maharatto—, y esta noche procuraré introducirme en la factoría con la ayuda de un excriado que ahora está entre los rebeldes.

Dejad colgando una cuerda en el ángulo que mira hacia el Sur y preparaos a la defensa, los dayakos se disponen para asaltaros. «Kammamuri».
 

—¡Ya está aquí ese valiente maharatto! —exclamó Tremal-Naik—. Debe haberse tragado el camino para haber regresado tan pronto.

—¿Estará solo? —preguntó Damna.

—Si tuviese tigres de Mompracem en su compañía, lo hubiera escrito —contestó Yáñez.

—Por lo menos, tendrá el tigre —dijo Tremal-Naik.

—Si es que no lo han matado —dijo Yáñez.

—¿Quién será ese excriado que lo ayuda?

—Debe haber varios entre los rebeldes —contestó Tremal-Naik—. Yo tenía unos veinte dayakos a mi servicio, y tan pronto como apareció el peregrino se fueron todos.

—Señor Yáñez —dijo Sambigliong—, esta noche estaré en el ángulo que mira al Sur.

—Tú eres más necesario aquí que allá —respondió el portugués—. ¿No has oído que los dayakos se disponen a asaltarnos? Enviaremos a Tangusa con el piloto. Y ahora, amigos, preparémonos a sostener el segundo ataque, que, probablemente, será más formidable que el primero, y no olvides que, si entran aquí los dayakos, irán nuestras cabezas a aumentar sus colecciones.

Ya había llegado la noche: era muy oscura, y no prometía nada de bueno. El negro nubarrón había invadido todo el cielo, ocultando rápidamente los astros: hacia el Sur relampagueaba.

Reinaba una calma pesadísima en la llanura y en la floresta. El aire era tan sofocante, que hacía difícil la respiración; y tan cargada estaba de electricidad la atmósfera, que todos los hombres del «kampong» experimentaban gran inquietud y malestar.

En los campamentos de los dayakos la oscuridad era absoluta, y tampoco se percibía rumor alguno por aquel lado. Los «lilas» y el «mirim» hacía ya algunas horas que no disparaban.

Los defensores del «kampong», así que terminaron de construir los cobertizos para resguardar las espindargas, se habían tendido en el parapeto de la terraza, escuchando ansiosamente y con las carabinas al alcance de la mano.

Yáñez, Tremal-Naik y una media docena de tigres, vigilaban desde la compuerta donde se había emplazado la bombarda que se retiró de la torrecilla.

Ambos estaban, algo nerviosos y preocupados.

Aquel silencio de los campamentos de los dayakos ejercía sobre ellos mayor impresión que un tiroteo de los más violentos.

—Prefiero un ataque furioso a esta calma —dijo Yáñez, que fumaba rabiosamente mordiendo al propio tiempo la punta del cigarro—. ¿Avanzarán arrastrándose como las serpientes?

—Es probable —contestó Tremal-Naik—. No los veremos alzarse hasta que hayan atravesado la llanura y se encuentren reunidos bajo los espinos.

—Quizás esperen que estalle el huracán para que no sea tan eficaz el fuego de nuestras carabinas.

Cuando aquí llueve, es el diluvio.

—El caucho los calmará y sustituirá a las balas.

Todos los recipientes disponibles están al fuego.

Entretanto se condensaba el huracán. Algunas rachas de viento llegaban ya, doblando las copas de los árboles espinosos; hacia el Sur, tronaba y relampagueaba. La gran voz de la tempestad daba la orden de ataque.

De repente, un atroz relámpago, semejante a una enorme cimitarra, cortó en dos la enorme nube rebosante de agua; enseguida se oyó un pavoroso fragor. Parecía que allá en la bóveda celeste se había empeñado un duelo con enormes cañones de marina o de costa y que carros cargados con planchas o barras de hierro corrían como locos sobre puentes metálicos.

Aquel ruido duró dos o tres minutos con gran acompañamiento de relámpagos; enseguida se abrieron las cataratas del cielo y una verdadera tromba de agua se volcó sobre la llanura.

Casi en aquel mismo instante se oyó gritar a los centinelas colocados en los ángulos de los recintos:

—¡A las armas! ¡Aquí está el enemigo!

Yáñez y Tremal-Naik, que se habían recostado bajo el parapeto, se pusieron en pie de un salto.

—¡A las bombardas! —había gritado con voz tonante el portugués.

A la luz de los relámpagos, luz vivísima porque era un relampagueo continuo, con incesante acompañamiento de truenos formidables, se veía a los dayakos lanzados a una carrera desenfrenada atravesar el llano en grupos mayores o menores con sus gigantescos escudos en alto para protegerse contra los torrentes de agua.

Parecían demonios vomitados por el infierno. La ilusión era completa al verlos al resplandor rojizo, lívido o violado de los relámpagos.

Las espingardas, previsoramente resguardadas con los cobertizos, habían comenzado a disparar de un modo violento, segando la copa de los arbustos espinosos antes de que la metralla cayese sobre la llanura.

También los malayos, los javaneses y los piratas que no estaban al servicio de las bocas de fuego disparaban como mejor podían, adosados por completo a los parapetos; pero el agua que caía era tanta que la mayor parte de las veces las carabinas fallaban.

La tempestad hacía muy difícil la defensa con las armas de fuego, y no había señales de que comenzara a calmarse. Cierto que no podía durar mucho tiempo: los huracanes que estallan en aquellas regiones adquieren una intensidad espantosa de la cual no podemos formarnos idea; pero, generalmente, no duran más allá de media hora.

Algunos huracanes se desarrollan y cesan en unos minutos. ¡Pero qué furia la suya en tan brevísimo tiempo! Parece que se hunde el Universo entero o que lo devora un incendio inmenso, no obstante el agua que cae del cielo.

La nube negra parecía que se había convertido en una masa de fuego y que todos los vientos se concretaban sobre la llanura extendiéndose en derredor del «kampong» de Tremal-Naik.

Los árboles se retorcían como si fueran simples hierbecillas; los gigantescos «duriones», que parecían poder desafiar las más tremendas convulsiones terrestres, caían al suelo arrancados de cuajo por aquellas ráfagas irresistibles; a los poderosos «pombos» los despojaba vertiginosamente de sus ramas; las enormes hojas de las palmas y de los plátanos volaban por el aire cual pájaros monstruosos.

Agua, viento y fuego se mezclaban rivalizando en violencia, mientras allá arriba, en lo alto de la cúpula llameante, los truenos hacían oír la robusta voz de la tempestad, ahogando por completo los estampidos de los «mirim» de los «lilas» y de las bombardas.

Aun cuando cegados por los relámpagos y medio asfixiados por los colosales chorros de agua, que les caía encima, los defensores del «kampong» no se desanimaban y mantenían siempre un fuego vivísimo, ametrallando a las hordas salvajes que avanzaban mezclando sus gritos con los truenos.

—¡No os paréis; fuego siempre! —gritaban sin cesar Yáñez, Tremal-Naik y Sambigliong, que estaban bajo el cobertizo que defendía la bombarda de la contrapuerta.

Los dayakos, que no sufrían grandes pérdidas, pues no marchaban en columna, llegaron pronto a reunirse bajo las plantas espinosas, que se pusieron a cortar como locos con sus pesados machetes, con objeto de abrirse un paso que les permitiera ir libremente al asalto del recinto.

Todos sus esfuerzos se dirigieron hacia la compuerta. Era aquel el sitio más sólido del «kampong» pero también el que ofrecía mayores probabilidades para poder llegar a invadir la factoría.

Algunos grupos se habían armado de pesados pilotes para servirse de ellos como de arietes y hundir los pancones del recinto.

Comprendiendo Yáñez y Tremal-Naik que iban a jugar la última carta, hicieron venir corriendo a todos los criados del «kampong» con los calderos llenos de caucho. Una vez más, aquel líquido horrible podía rendir mayores servicios que las armas de fuego.

Los dayakos, que cortaban rápidamente los arbustos espinosos, llegaban ya. Un grupo, después de haber abierto un ancho sendero, desembocó bajo el recinto y asaltó resueltamente la compuerta, golpeándola de un modo terrible con un tronco de árbol enarbolado por treinta o cuarenta brazos.

Una lluvia de caucho hirviendo les cayó sobre la cabeza, quemándoles a un tiempo los cabellos y el cuero cabelludo, y obligándolos a retirarse precipitadamente y a abandonar la empresa.

No tuvo mejor fortuna otro grupo que intentó sustituir al primero; pero llegaba el grueso de las fuerzas, que ni la metralla lograba detener. Doscientos o trescientos hombres, furiosos ante la obstinada resistencia que oponían los asediados, se precipitaron contra el recinto, apoyando en los parapetos gruesas cañas de bambú para escalar las terrazas. A los gritos de Yáñez y de Tremal-Naik, todos los hombres del «kampong» corrieron hacia aquella parte, no quedando más que unos cuantos artilleros con las bombardas. Habían tirado las carabinas, que eran casi inútiles con aquel aguacero que no cesaba, y empuñaron los «parangs», armas no menos pesadas y cortantes que los «kampilangs» de los dayakos. A pesar de las abundantes rociadas del líquido infernal, los asaltantes subían intrépidamente con una desesperación terrible y dando gritos espantosos.

Los primeros que llegaron a los parapetos rodaron instantáneamente al foso, con las manos cortadas y abierta la cabeza; pero otros sobrevinieron y daban formidables golpes de «kampilang» para alejar a los defensores.

Trepaban como monos por los bambúes, o saltando unos sobre otros formaban pirámides humanas que ni el caucho hirviente con que los rociaban podían deshacer.

Al sentirse abrasados daban gritos horrorosos; les caía a pedazos la piel humeando, y, sin embargo, aquellos fanáticos animados por las voces del peregrino, que resonaban desde las plantas espinosas, resistían con una tenacidad que hizo palidecer a Yáñez, el cual comenzaba a perder la fe en el triunfo.

Los defensores del «kampong» sobre todo los tigres de la Malasia, no mostraban menos tenacidad ni menos coraje que los asaltantes. Con los «parangs», manejados por brazos sólidos, cortaban y mutilaban de un modo horrible a cuantos llegaban a erguirse sobre los parapetos.

En tanto, gritaban los dayakos:

—¡Alá! ¡Alá! ¡Alá! —ni más ni menos que los fanáticos musulmanes de la arenosa Arabia, y los piratas de Yáñez contestaban con no menos entusiasmo:

—¡Viva Mompracem! ¡Plaza de los tigres del Archipiélago!

La sangre corría a torrentes. La empalizada del recinto chorreaba, y las terrazas se ponían rojas. De una a otra parte combatían con igual furor, mientras que el huracán, rugiendo siempre, alumbraba con sus relámpagos a los combatientes para que pudieran acometerse mejor.

La tenacidad y el ardimiento de los dayakos no obtenían gran resultado. Por tres veces los guerreros del peregrino, desafiándolo todo; el fuego de las bombardas que los tomaba de costado y los diezmaba, las rociadas de caucho ardiendo, y los «parangs» que los mutilaban, intentaron el asalto, logrando ponerse a horcajadas en los parapetos, y las tres veces se vieron obligados a dejarse caer en los fosos, ya llenos de muertos y de heridos.

—¡Todavía otro esfuerzo! —gritó Yáñez, que veía vacilar a los asaltantes—. ¡Un esfuerzo más, y daremos cuenta de estos testarudos!

Las espingardas redoblaban sus descargas, y los malayos y los javaneses, que tuvieron un momento de descanso, volvieron a cortar carne viva mientras que los criados volcaban los últimos recipientes de caucho.

El ataque ya no era tan enérgico. Los dayakos asaltaron por cuarta vez, pero sin el empuje y el fanatismo de antes.

El terror comenzaba a apoderarse de ellos. Ni siquiera invocaban a Alá.

Sin embargo, su último esfuerzo no fue menos peligroso que los anteriores. Todavía eran muchos, mientras que la guarnición había disminuido bastante, expuesta como estaba al fuego de alumnos tiradores ocultos bajo los arbustos.

Además, comenzaba a dejarse sentir el cansancio. Las anchas hojas de acero pesaban en las manos de los malayos y de los javaneses y hasta en las de los tigres de Mompracem.

Los cortacabezas volvieron a trepar, en tanto que en el foso, sus compañeros, haciendo un supremo esfuerzo, intentaban abrir una brecha en la contrapuerta golpeando los pancones con un tronco. ¡Ay, si los defensores pierden ánimo! ¡Todo concluiría para ellos, incluso para la graciosa Damna!

Yáñez, con la bombarda vuelta de modo que barriera el parapeto, gritó a sus hombres, a punto de lanzarse sobre los asaltantes que se disponían a saltar a la terraza:

—¡Atrás por un momento!

Salió el tiro, y la metralla barrió desde un ángulo al otro del recinto todo el parapeto, matando e hiriendo a cuantos enemigos se encontraban allí.

Al mismo tiempo los criados volcaban todos los recipientes que aun quedaban llenos, sobre los que golpeaban la contrapuerta.

Apenas se había disipado el humo, cuando un soberbio tigre cayó sobre el parapeto, lanzando un bramido feroz, y revolviéndose contra un dayako que milagrosamente había quedado en pie, le clavó los dientes en el cráneo.

Al ver al terrible carnívoro, que los incesantes relámpagos hacían destacarse como si fuera pleno día, un terror invencible invadió a los asaltantes.

Si también las fieras del bosque corrían en ayuda del hombre blanco y del indio, era que aquellos hombres tenían mayor poder que el peregrino de la Meca.

A los pocos instantes la retirada se convirtió en fuga precipitada, desordenada. Los salvajes arrojaron sus escudos y sus «kampilangs» para correr más libremente.

Ninguno obedecía a los jefes ni a los gritos del peregrino, que en vano se deshacía gritando:

—¡Adelante por Alá! ¡Mahoma os protege!

Después de todo, no eran tan imbéciles que olvidasen que ni Alá ni el Profeta los habían protegido en nada.

Mientras que huían los dayakos, perseguidos por la metralla de las bombardas, un hombre se había lanzado sobre la terraza, dirigiéndose rápidamente hacia Yáñez y Tremal-Naik.

Era un hermoso tipo indio, de cerca de cuarenta años, no tan alto como Tremal-Naik, pero en cambio más membrudo: su piel bronceada tenía ciertos reflejos cobrizos, destacándose netamente sobre su traje blanco; sus ojos eran muy negros y de mirada enérgica, y sus facciones de finas líneas eran a un tiempo arrogantes y dulces.

Yáñez, al verlo, había gritado lleno de alegría:

—¡Kammamuri!

—¡Mi valiente maharatto! —exclamó a su vez Tremal-Naik.

—Llego demasiado tarde —contestó el indio—. ¿Verdad, patrón?

—¡A tiempo para ver los talones a los dayakos! —contestó Tremal-Naik.

—¿Acabas de saltar en este momento? —preguntó el portugués.

—Sí, señor Yáñez; y ha sido un verdadero milagro que no me hayan matado vuestros hombres. Trepaba por la cuerda en el mismo instante en que hacían una descarga de metralla.

—¿Has estado en Mompracem?

—Sí, señor Yáñez.

—Entonces, habrás visto al Tigre de la Malasia.

Hace siete días hoy que lo dejé.

—¿Has venido solo?

—Solo, señor Yáñez.

—¿No has traído refuerzo alguno?

—No.

—Vete a descansar y a reponer tus fuerzas, porque debes estar casi muerto por las privaciones. Dentro de poco tiempo iremos a reunirnos contigo —dijo Tremal-Naik—. Yáñez, tiremos los últimos tiros a los fugitivos, y tú, Darma —gritó volviéndose hacia el tigre— deja a ese hombre y vete a la cocina.

XII. La orgia de los «dayakos»

Al cabo de diez minutos, cuando ya Yáñez y Tremal-Naik estuvieron persuadidos de que los dayakos habían desalojado incluso la zona de los árboles y se habían retirado a sus respectivos campamentos y confiados también en que no habían de volver a molestarlos, por lo menos durante aquella noche, abandonaron la terraza para reunirse con el maharatto.

La tormenta iba apaciguándose. La nube se había deshecho, y a través de un Jirón asomó la luna. Solamente se escuchaba el rumor lejano del trueno y el silbido del viento a través de las florestas que rodeaban la llanura.

Encontraron a Kammamuri en el saloncito, sentado a la mesa y repartiéndose con el tigre un pollo asado, como si fuesen hermanos.

—¿Ha terminado el combate, patrón? —preguntó, volviéndose hacia Tremal-Naik.

—Y espero que no les quedarán ganas de volver en algún tiempo —contestó el hindú—. Es la segunda derrota que sufren.

—¿Qué noticias traes de Mompracem? —preguntó Yáñez, sentándose frente al maharatto—. Estoy asombrado de verte llegar sin una escolta. En Mompracem no faltan hombres.

—Es cierto, señor Yáñez; pero allí no son menos necesarios que aquí —contestó el maharatto.

El portugués, lo mismo que Tremal-Naik, no pudieron reprimir un gesto de sorpresa.

—Patrón, señor Yáñez, traigo graves noticias de Mompracem.

—Explícate mejor —dijo el portugués—. ¿Quién se atreve a amenazar la madriguera de los tigres de Mompracem?

—Un enemigo no menos misterioso que el peregrino, apoyado por los ingleses de Labuán y por el sobrino de James Brook, el nuevo raja de Sarawak.

Yáñez propinó sobre la mesa un puñetazo tan formidable, que hizo bailar todos los vasos y botellas que en ella había.

—¡También está amenazada Mompracem!

—Sí, señor Yáñez; y la cosa es más grave de lo que se pueda creer. El gobernador de Labuán ha notificado a Sandokán que debe prepararse a desalojar la isla.

—¡Nuestra Mompracem! ¿Por qué razón?

—Ha escrito al Tigre, diciéndole que la presencia de los antiguos piratas en aquella isla, constituye un peligro permanente para la tranquilidad y el desarrollo de la colonia inglesa, que la isla está demasiado cerca y demasiado defendida, y, por último, que sirve para animar a los piratas borneses, los cuales comienzan a levantar la cabeza y a recorrer el mar contando con su apoyo.

—¡Mentira! Hace ya muchos años que hemos renunciado a nuestras correrías, y no prestamos ayuda alguna a los borneses que recorren los mares de Malasia.

—¡Son infamias! —gritó Tremal-Naik—. ¿Es esa la recompensa que reservaba Inglaterra para los valientes que libraron a la India de los estranguladores? ¡Tienen razón en llamarle el leopardo insaciable!

—¿Y qué es lo que ha contestado Sandokán a ese gobernador insolente? —preguntó Yáñez.

—Que está dispuesto a defender la isla, y que no cejará ante ninguna amenaza.

—¿Se está fortificando?

—Ha contratado a cien dayakos de Sarawak, que a estas horas ya habrán llegado. Como sabe usted, también cuenta con amigos fieles entre los antiguos partidarios de Muda-Hassim, el competidor de James Brook, el exterminador de los piratas.

—Sí; por allí hay personas todavía que recuerdan que nosotros fuimos los que derrotamos a Brook enviándole a Inglaterra sin una guinea —respondió Yáñez—. ¿Y quiénes son los que han promovido estas guerras? Aquí, los dayakos soliviantados por un peregrino, quieren la cabeza de su señor; allá, los ingleses andan excitados por no sé quién, pues hasta hace poco vivíamos en muy buenas relaciones con el gobernador de Labuán.

—Y, según parece, también el raja de Sarawak, el sobrino de Brook, que es de la partida —añadió Kammamuri—. Una nave de ese reino echó a pique sin motivo alguno hace varios días un prao de Sandokán, dejando que se ahogase la tripulación entera. Se envió a otro velero para que le diera caza y a pedir explicaciones al comandante y una reparación; pero, por toda respuesta, los que tripulaban dicho velero recibieron la intimación de seguirle a Sarawak.

—Cosa que no habrán hecho, supongo —dijo Tremal-Naik.

—No, pero tuvieron que volverse más que de prisa a Mompracem bajo el fuego de un barco de vapor que apareció de improviso para ayudar al primero; y ese barco llevaba izada la bandera del raja.

—Tremal-Naik —dijo Yáñez, que se había levantado y paseaba ahora muy nervioso por el saloncito—, tengo una sospecha.

—¿Cuál?

—Que todo esto sea obra del raja para vengar la caída de su tío, y que esté de acuerdo con el Gobierno inglés. Nosotros resultamos molestos para Labuán por su proximidad a Mompracem.

—No se trata de él solo, señor Yáñez: hay alguien más interesado en esto —dijo Kammamuri.

—¿Quién?

—¿Saben lo que me ha contado el excriado de mi señor, ese que me ha ayudado a atravesar los campamentos de los dayakos y a llegar hasta aquí sin ser visto?

—¿Qué te ha dicho? —preguntaron a un tiempo Yáñez y Tremal-Naik.

—Que el peregrino que ha fanatizado a los dayakos y que les ha pagado y dado armas en abundancia, no es árabe como se le creía hasta ahora, sino un indostano.

—¡De la India! —exclamaron los dos amigos.

—Y aún tengo que decir algo más grave todavía, que les hará abrir más los ojos y les hará comprender mejor con qué clase de enemigo tenemos que habérnoslas. El excriado logró sorprenderle una noche en una cabaña, y le vio arrodillado ante una vasija llena de agua que contenía pececillos rojos, seguramente magos del Ganges.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, deteniéndose instantáneamente, mientras Tremal-Naik se ponía en pie de un salto con la cara alterada—. ¡Una vasija con peces dentro!

—Sí, señor Yáñez.

—¡Entonces ese hombre es un thug! —exclamó Tremal-Naik, con acento de terror.

—Eso debe de ser, porque tan sólo los estranguladores indostanos adoran a los magos del Ganges que, según su creencia, encarnan en el alma de la diosa Kali —repuso Kammamuri.

Un profundo silencio reinó en el saloncito durante algunos minutos. Hasta «Darma», el soberbio tigre domesticado, devoraba su cena sin lanzar ese ronrón de satisfacción peculiar de los felinos, como si también hubiese comprendido la excepcional gravedad de lo que ocurría.

—Veamos —dijo de repente Yáñez, que había vuelto a reponerse, recobrando su sangre fría—; ¿qué clase de hombre es el que te ha contado todo eso?

—Ese hombre es Karia, un dayako que estuvo a nuestro servicio, y que ahora se encuentra en el campo de los rebeldes: es un hombre inteligentísimo, que fue corsario durante varios años. Un día le salvé la vida en el momento en que iba a devorarle un tigre, y me guarda cierto agradecimiento. Como ya he dicho, él fue quien pudo hacer que yo atravesase las líneas de los rebeldes.

—¿Dónde le has encontrado? —preguntó Tremal-Naik.

—En la selva, cuando procuraba acercarme al «kampong». En lugar de denunciarme, entregándome al peregrino, me condujo hasta aquí después de haberles advertido a ustedes de mi presencia con una flecha que llevaba una carta.

—¿Podemos fiarnos de cuanto te ha contado? —dijo Yáñez.

—Por completo. Además, nunca ha oído hablar de los thugs de la India, y quedó muy maravillado cuando me oyó decir que si el peregrino adoraba a escondidas a los peces, no era un musulmán.

—Yáñez —dijo Tremal-Naik, que todavía se hallaba bajo una profunda impresión—, ¿qué piensas hacer?

El portugués, apoyado en la mesa con una mano en la frente y la cabeza inclinada, parecía meditar profundamente.

—¡Hemos sido unos estúpidos! —dijo de pronto—. Me sorprende cómo no hemos pensado en que ese condenado peregrino podía ser un thug. De ahí el odio que te tiene, Tremal-Naik, puesto que primero les robaste la virgen de la pagoda y luego les escamoteaste a tu hija Damna, que debía sustituir a su madre: eso sólo era bastante para que abrieses los ojos.

Después de un breve silencio prosiguió:

—Si no hubiésemos visto a Suyodhana, su jefe, morir bajo el puñal de Sandokán, podría creerse que todo esto que sucede es obra suya; pero todos nosotros hemos sido testigos de su muerte, y hemos visto que su cadáver era arrojado en la fosa común, juntamente con los de los rebeldes de Delhi.

—¿Quién podrá ser ese peregrino? ¿Uno de los lugartenientes de Suyodhana?

—Yáñez, ¿qué es lo que debemos hacer? —preguntó por segunda vez Tremal-Naik—. Ahora que sabemos que aquí está la mano de los thugs, que nosotros creíamos aniquilados para siempre, tiemblo por la vida de mi hija Damna.

—No nos queda otro recurso que marcharnos lo más pronto posible y reunimos con Sandokán. Aquí no tenemos nada que hacer, y Sandokán y yo sabremos recompensarte con creces de lo que abandonas en manos de los dayakos.

—Aún soy bastante rico, y tú sabes que tengo también factorías en Bengala. Lo que quisiera saber es cómo podremos escapar, teniendo a los sitiadores a la espalda.

—Ya encontraremos el medio. Se dice que la noche es buena consejera. Puesto que los dayakos nos dejan tranquilos unos instantes, vayamos a descansar. Sambigliong se encargará de disponer las guardias. Quizá mañana haya encontrado una buena idea.

Los sitiadores, después de la terrible lección que recibieron, no se encontraban muy dispuestos a repetir el asalto. Por lo tanto, los tres amigos que estaban cansadísimos, se retiraron a sus habitaciones, aunque no ciertamente muy contentos, sobre todo Tremal-Naik y Yáñez, que estaban preocupados por el cariz que tomaban los acontecimientos.

La noche transcurrió tranquilamente. Los dayakos, desanimados y también abatidos por las grandes pérdidas sufridas, no se habían atrevido a dejar sus campamentos, que debían de estar llenos de heridos.

Los hombres que hacían la guardia en el Kompong estuvieron oyendo hasta la madrugada un redoble de tambores y el llanto de los parientes de los muertos que yacían en los fosos del recinto, y que nadie había levantado.

A la mañana siguiente, Yáñez, que había dormido poco y mal, angustiado por las desagradables noticias traídas por el maharatto, se levantó antes de que el sol hubiese aparecido por el horizonte.

Parecía atormentado por alguna idea, porque, en lugar de descender a la sala para hacerse servir el té como acostumbraba a hacer todas las mañanas, se fue a la terraza, en la cual quedaba todavía en pie un trozo de la torrecilla de madera demolida por la artillería enemiga, y desde allí se puso a examinar atentamente el recinto y el reparto y disposición interna del «kampong».

La factoría describía un basto paralelogramo, cortado en su mitad por el bungalow, por los cobertizos y por una empalizada, de modo que pudiera repartirse la defensa.

La primera parte, donde estaba la contrapuerta, comprendía lo edificado con mampostería; la segunda, o sea la granja, estaba integrada por las habitaciones ligeras de la servidumbre y de los trabajadores y los recintos de los animales. Esta disposición, que no había sido observada anteriormente por el portugués, le llamó la atención.

—¡Por Júpiter! —murmuró, frotándose alegremente las manos—. ¡Esto se presta maravillosamente a mi proyecto! Todo depende de la provisión que el amigo Tremal-Naik tenga en las cantinas. Si abunda el bram, daremos el golpe. Los dayakos no son menos aficionados a la bebida que los negros, y los licores fuertes ejercen sobre ellos una fascinación irresistible. ¡Perro de peregrino! ¡Te prepararé un golpe maestro!

Visiblemente satisfecho, descendió de la terraza y encontró a Tremal-Naik y a Kammamuri en el saloncito, vaciando algunas tazas de té.

—¿Has encontrado alguna idea aceptable que nos permita salir de aquí? —preguntó, dirigiéndose hacia el padre de la muchacha.

—He atormentado mi cerebro durante toda la noche sin resultado alguno —respondió Tremal-Naik, que parecía muy abatido—. No nos queda más que una tentativa, una tentativa desesperada.

—¿Cuál?

—Abrirnos paso con los parangs por entre las filas de los sitiadores.

—Lo cual sería, probablemente, un suicidio —respondió Yáñez—. Treinta contra trescientos, y, además, llevando a diez o doce hombres heridos, que no podrían sostener la lucha cuerpo a cuerpo… ¡Mal asunto!

—No he encontrado otro medio mejor.

—¿De cuántos vasos de bram dispones? —preguntó bruscamente el portugués.

—¿Para qué puede servirnos ese licor? —preguntaron a un tiempo Tremal-Naik y Kammamuri, mirándole con sorpresa.

—Para poder escaparnos, amigos míos.

—¿Bromeas, Yáñez?

—No, Tremal-Naik. El momento no estaría muy bien escogido. ¿Estás bien provisto?

—Como proveo a todas las tribus de los alrededores, tengo llenas las cantinas.

—Los dayakos son buenos bebedores, ¿verdad?

—Como todos los pueblos salvajes.

—Si encontrasen en su camino un centenar de vasos de ese licor a su disposición, ¿crees que se detendrían para vaciarlos?

—No se lo impedirían ni los cañones —contestó Tremal-Naik.

—Entonces, amigos míos, el peregrino ha perdido la partida —dijo Yáñez.

—No te comprendemos.

—El «kampong» está dividido en dos partes por la empalizada interior.

—Sí, mandé construirla adrede para poder oponer una mayor resistencia en el caso en que el enemigo hubiese podido forzar la contrapuerta —respondió Tremal-Naik.

—La idea ha sido muy buena, amigo mío, y nos servirá admirablemente en este momento. Nosotros concentraremos todas nuestras fuerzas en la granja y las habitaciones de los criados, dejando a los dayakos el paso libre y abandonándoles el bungalow y los cobertizos con los depósitos.

—¿Cómo? —exclamó Tremal-Naik—. ¿Les dejas nuestras mejores obras de defensa?

—De nada nos servirán desde el momento en que hayamos decidido abandonar la plaza —respondió Yáñez—. Así, pues, demoleremos una parte del recinto, la que mira a la contrapuerta para atraer mejor a los dayakos.

—La empalizada de dentro no es muy sólida.

—Lo suficiente para que resista algunas horas. Además, los dayakos no se fatigarán en demolerla. Preferirán beberse el bram —dijo Yáñez riendo—. Colocaremos en el patio todos los vasos y recipientes que haya en la cantina y verás cómo esa barrera los detiene mejor que ninguna otra.

—De seguro que se emborrachan.

—Eso es lo que deseo; porque nos aprovecharemos de su embriaguez para largarnos, después de haber prendido fuego al bungalow y a los almacenes. Protegidos por la barrera de fuego, ninguno nos molestará por lo menos durante algunas horas.

—Tippo sahib, el Napoleón de la India, no hubiera sido capaz de trazar un plan parecido.

—¡Aquel no era un tigre de Mompracem! —dijo Yáñez, con cómica seriedad.

—¿Caerán los dayakos en el lazo?

—No lo dudo. Apenas vean que está abierta la contrapuerta y que las terrazas han quedado desarmadas y desalojadas, no titubearán en asaltarlas. Seguramente habrá espías en los arbustos espinosos, que irán corriendo a advertírselo.

—¿Y cuándo se da el golpe? —preguntó Kammamuri.

—Todo debe estar dispuesto para esta noche. Las tinieblas nos son necesarias si hemos de huir sin que nos vean.

—¡Manos a la obra, Yáñez! —dijo Tremal-Naik—. Tengo plena confianza en tu plan.

—¿Hay un caballo para Damna?

—Tengo cuatro y buenos.

—Muy bien: haremos correr a los dayakos hasta la costa. Kammamuri, ¿cuántos días empleaste en llegar hasta ella?

—Tres días, señor.

—Procuraremos llegar antes. Las aldeas de pescadores no faltan, y sabremos encontrar algún prao o alguna chalupa.

Inmediatamente se comunicó a los defensores del «kampong» el audaz proyecto, y todos lo aprobaron sin ninguna objeción. Además, no había nadie que no estuviese dispuesto a hacer una tentativa, un supremo esfuerzo para librarse de aquel asedio, que comenzaba a desmoralizar a la pequeña guarnición.

Se puso manos a la obra para realizar todos los preparativos. Se retiraron las bombardas y se emplazaron detrás de la empalizada interior, sobre terrazas construidas apresuradamente; después se vaciaron las cantinas, y todo el bram se trasladó al patio que se abría delante del bungalow.

Había más de ochenta grandes vasijas de enormes dimensiones, con una capacidad de dos y aun de tres hectolitros cada una: el licor allí contenido era más que suficiente para emborrachar a un ejército, siendo, como era, excesivamente alcohólico.

Cuando se puso el sol, la guarnición derribó una parte del recinto, y después de haber aislado las terrazas, le prendió fuego para atraer mejor a los dayakos, haciéndoles creer que había estallado un incendio en el «kampong».

Una vez terminados todos los preparativos y dispuestos montones de leña en los cobertizos y en las habitaciones de la planta baja del bungalow, abundantemente rociado con resina y caucho, para que las llamas prendiesen inmediatamente, la guarnición se retiró detrás de la empalizada en espera del enemigo.

Tal como Yáñez había supuesto, los asaltantes, atraídos por los reflejos del incendio que devoraba las terrazas, contra las cuales se habían estrellado hasta entonces sus esfuerzos y prevenidos también por sus hombres situados en la avanzada y ocultos bajo los arbustos espinosos, de que los recintos habían sido demolidos, no dudaron en abandonar sus campamentos para emprender un último asalto.

Cuando se vieran entre los kampilangs y el fuego, la guarnición del «kampong» no podría tardar en rendirse.

Era ya noche avanzada, cuando los centinelas que vigilaban en los dos ángulos posteriores de la factoría, anunciaron la presencia del enemigo.

Los dayakos habían formado seis pequeñas columnas de asalto, y avanzaban corriendo con un clamoreo ensordecedor. Ya estaban seguros de la victoria.

Cuando Yáñez les vio meterse por entre los arbustos espinosos, hizo prender fuego a los montones de leña acumulados bajo los cobertizos y en las habitaciones del bungalow, y en cuanto sus hombres se pusieron a salvo, ordenó que dispararan las bombardas, simulando una defensa desesperada.

Los dayakos habían llegado delante del recinto. Al verlo medio derrumbado, dudaron un momento, temiendo que tras aquello hubiese alguna emboscada; pero en seguida pasaron corriendo bajo las terrazas que acababan de arder, y se precipitaron como lobos en el «kampong», gritando desaforadamente y dispuestos a degollar a los defensores a golpes de kampilang.

Al verlos que se dirigían hacia las enormes vasijas que formaban como una doble barricada delante del bungalow, Yáñez dio orden de suspender el fuego para no enfurecer demasiado a los asaltantes.

Estos, cuando vieron los recipientes, se detuvieron por segunda vez. Un resto de desconfianza los detenía todavía, pues no se imaginaban lo que podrían contener.

El olor del alcohol que invadía el local, pues las vasijas habían sido descubiertas a propósito, no tardó en darles en las narices.

¡Bram! ¡Bram!

Aquel fue el grito que salió de todas las gargantas. A continuación se precipitaron sobre los vasos, arrancaron del todo las cubiertas de las vasijas y metieron las manos en el líquido.

Pronto estallaron nuevos gritos de alegría entre los asaltantes. Había que tomar un sorbo, tanto más cuanto que los defensores habían suspendido el fuego.

Un sorbo, tan sólo un sorbo, y en seguida, ¡adelante, al ataque! Pero después de la primera gota, todos habían cambiado de parecer; era mejor aprovecharse de la inacción de los defensores del «kampong»; además, era infinitamente mejor aquel licor ardiente que las balas de plomo.

En vano los jefes les instaban para que avanzasen. Los dayakos parecían ostras adheridas a sus bancos, con la diferencia de que se habían incrustado en los vasos.

¡Ochenta vasijas de bram! ¡Qué orgía! ¡Nunca se habían visto en fiesta parecida!

Habían tirado los escudos y los kampilangs, y bebían de bruces, sordos a los gritos y a las amenazas de sus jefes.

Yáñez y Tremal-Naik reían alegremente, mientras que sus hombres arrancaban, sin apenas hacer ruido, algunos tablones del recinto para preparar la retirada.

A todo esto, los cobertizos empezaban a ceder, y por las ventanas del bungalow salían torrentes de negro humo.

Dentro de muy pocos instantes una barrera de fuego se interpondría entre los sitiadores y los sitiados.

Los dayakos no parecían preocuparse porque el incendio devorase el «kampong» entero.

Bebedores insaciables continuaban vaciando los enormes recipientes, gritando, riendo, cantando y retorciéndose como monos. Bebían directamente con las manos, con las cestas de mimbre destinadas a guardar las cabezas de los enemigos vencidos, o con trozos de coco encontrados en el suelo del patio.

Sus propios jefes habían terminado por imitarlos. Después de todo, el terrible peregrino estaba en el campamento y no podía verlos. ¿Por qué no habían de aprovecharse de aquella abundancia, puesto que por el momento los sitiados se mantenían tranquilos?

Y aquellos hombres caían como muertos, a punto de reventar alrededor de los recipientes, en tanto que las llamas se elevaban a prodigiosa altura, arrojando sobre ellos una nube de chispas.

El bungalow se había convertido en un horno, y los almacenes, llenos de provisiones, ardían como carretillas iluminando a los bebedores.

Había llegado el momento de escapar. Los dayakos no recordaban seguramente que tenían delante de ellos al enemigo: tan rápida y completa había sido la borrachera.

—¡En retirada! —ordenó Yáñez—. ¡Abandonadlo todo, menos las carabinas, las municiones y los parangs!

Ayudando a los heridos se alejaron silenciosamente de la empalizada, atravesaron el recinto y se lanzaron a la carrera a través de la llanura, precedidos por Tremal-Naik y por Kammamuri, que cabalgaban a ambos lados de Damna.

El tigre los seguía dando enormes saltos, y asustado por el reflejo del incendio, a cada momento más intenso.

Finalmente llegaron a los límites de la espesura que se extendía hacia el Poniente, y en aquel lugar se detuvieron los fugitivos, que eran en total treinta y nueve, entre los cuales se hallaban siete heridos para tomar un poco de alimento y para observar desde allí lo que sucedía en el «kampong» y en los campamentos de los dayakos.

La factoría parecía un horno.

El bungalow, que tantas fatigas había costado a su propietario, ardía de abajo arriba como si fuese una sola llamarada, lanzando al aire espesas nubes y haces de chispas.

Los recintos también estaban envueltos en las llamas y se convertían rápidamente en pavesas, juntamente con las terrazas. Se oían los estallidos de las bombardas, que habían sido abandonadas tal como estaban todavía cargadas.

Se distinguía a varios hombres conduciendo a los guerreros borrachos que corrían el peligro de morir abrasados en torno a los recipientes de bram.

El peregrino, que a la cuenta debía de haber reservado en el campamento algunos grupos de hombres para apoyar las columnas de asalto en el caso de que no hubiesen podido penetrar en el «kampong», había acudido con ellos para enterarse de lo que estaba sucediendo a sus gentes en el interior del recinto, ya que no se oían desde el exterior ni gritos de guerra ni disparos.

—¡Que el infierno sea con toda esa canalla! —exclamó el portugués, acercándose a uno de los cuatro caballos que Tangusa había conducido hasta allí.

Y montando en el animal, añadió:

—Por lo único que siento marcharme de aquí, es por no haberle podido poner la mano encima a ese perro peregrino. Pero confío en que habré de encontrarlo aún en mi camino el día en que menos lo piense. Y entonces, ¡ay de él!

—¿Un día? —dijo de pronto Kammamuri, que estaba mirando hacia el Norte—. ¡Habrá que correr, señores! ¡Hemos sido descubiertos y vienen a por nosotros!

XIII. La retirada a través de los bosques

Gracias al resplandor del incendio que iluminaba toda la llanura, el maharatto pudo distinguir una columna de dayakos que avanzaba corriendo a lo largo de las márgenes del bosque, procurando acercarse sin ser vistos. Debía de ser la última reserva que el peregrino lanzaba a la caza de los fugitivos.

Alguno de los dayakos debía de haberlos visto atravesar la llanura y dado la voz de alarma antes de que desapareciesen entre la espesura.

Yáñez y Tremal-Naik se persuadieron al primer golpe de vista de que no era cosa de empeñar una lucha, aun cuando el grueso de los enemigos se encontraba imposibilitado de tomar las armas por lo menos durante varias horas.

—¡Lo menos son cien y la mayoría armados con fusiles! —había dicho el portugués—. ¡Encomendémonos a nuestras piernas y carguemos en los caballos a los heridos más graves! ¡O sea que, Tremal-Naik, echa pie a tierra, y tú también, Kammamuri! ¡Sambigliong, dispón que un grupo proteja la retirada!

Se colocaron seis heridos sobre los tres caballos libres; el séptimo subió a las ancas del que montaba Damna, y la pequeña columna desapareció rápidamente por entre la espesura huyendo hacia Poniente.

Sambigliong, junto con ocho hombres escogidos, entre los más ligeros y robustos, se puso a la retaguardia para aminorar con algunas descargas el empuje y el avance de los perseguidores.

Llevaban una ventaja de varios kilómetros y procuraban mantenerla haciendo desesperados esfuerzos para no rezagarse.

Aquella desenfrenada carrera bajo árboles y plantas gigantescas duró más de una hora, al cabo de la cual Yáñez y Tremal-Naik mandaron hacer alto en medio de una espesura para que la gente tomase un poco de aliento.

En caso de que hubiera necesidad, aquel lugar se prestaba para una buena defensa, pues la espesura la formaban duriones de troncos enormes, tras de los cuales podrían resguardarse muy bien.

Había cesado todo rumor. Ya no se oían los gritos que los perseguidores lanzaban al descubrir sus huellas. ¿Se habrían detenido sin atreverse a penetrar en la espesura o avanzarían a paso de lobo para sorprenderlos?

—Esperémosles aquí —había dicho Yáñez—. Si no han perdido nuestras huellas, nos encontrarán infaliblemente, y prefiero dispararles entre estos colosos, a que nos caigan encima en otro sitio más descubierto. Si podemos darles otra lección, esos buitres nos dejarán tranquilos hasta que a los demás se les pase la borrachera. Porque una borrachera de bram es terrible, ¿verdad, Tremal-Naik?

—Dura, por lo menos, veinticuatro horas —contestó el hindú.

—Pues con una ventaja como esa, llegaremos antes que ellos a la orilla del mar.

—Si es que no bajan por el Kabataun en piraguas. Ese es el peligro.

—¿Es más corta la vía fluvial?

—Pero mucho más, Yáñez.

—No había pensado en eso. ¡Bah! Si nos asaltan en el mar, nos defenderemos. Todo depende de que encontremos un par de praos.

—Los encontraremos, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. En la aldea donde yo alquilé uno para ir a Mompracem he visto otros varios. Aquellos pescadores no tendrán inconveniente en vendernos un par de ellos.

Permanecieron más de una hora entre la espesura formada por los duriones, esperando la llegada de los dayakos, pero fue en vano. Bien porque hubiesen perdido el rastro de los fugitivos, o porque hubieran regresado a sus campamentos, el caso es que no aparecieron y el pequeño grupo, después de un breve consejo, acordó proseguir la marcha.

Colocaron a la muchacha y a los heridos en el centro de la columna, y se internaron resueltamente en la inmensa floresta que, según aseguraba Kammamuri, se extendía hasta la misma orilla del mar casi sin interrupción.

Prosiguieron el camino durante toda la noche, siempre con el temor de verse rodeados, de un momento a otro, por los cortacabezas, y cuando ya empezaba a clarear, improvisaron un campamento en la orilla de un riachuelo que debía de ser un afluente cualquiera del Kabataun.

Sus temores iban desvaneciéndose poco a poco y empezaban a tener la esperanza de poder llegar a la costa sin verse obligados a combatir y de poder embarcarse en seguida para Mompracem.

Efectivamente, aquel día también transcurrió con tranquilidad. No tenían noticia alguna de la columna de dayakos que se había lanzado en su persecución.

Durante otros tres días continuaron marchando a través de aquella floresta interminable, habitada tan sólo por algún que otro tapir pacífico o algunas bandadas de babirusas; al atardecer del quinto día comenzaron a subir los primeros contrafuertes de los montes Cristallos, gran cadena costera que se extiende de norte a sur a breve distancia de la costa occidental de la enorme isla.

A pesar de la tupida espesura de los bosques, del encuentro con no pocas panteras negras y con los gigantescos urias, unos monos de pelo rojizo y dotados de una fuerza hercúlea, también pudo realizarse la marcha sin graves peligros.

Al mediar el sexto día, después de haber vislumbrado la anchura del mar desde uno de los puntos más elevados de la cadena de montañas, descendían hacia un estrechísimo valle que desembocaba en la costa.

Llevaban cuatro horas de marcha en medio del más profundo silencio y caminando uno tras de otro —tan angosto era el paso y tan obstruido se hallaba por enormes peñascos—, cuando oyeron unos gritos lejanos que les obligaron a detenerse.

—¿Los dayakos? —preguntó Yáñez, volviéndose rápidamente.

En aquel instante se oyó una descarga procedente de las alturas del pequeño valle, y apareció una numerosa tropa que descendía velozmente por los flancos boscosos de la costa.

—¡Bribones! —exclamó Yáñez, furioso—. ¡Han venido siguiéndonos para hacernos polvo en este lugar!

—Capitán —dijo Sambigliong—. Prosiga en dirección de la costa con los heridos, la señorita Damna, Tremal-Naik y una pequeña escolta: Kammamuri dice que el mar está a unas tres millas de distancia.

—¿Y tú? —preguntaron Tremal-Naik y el portugués.

—Yo, señores, junto con los demás, impediré que esos canallas puedan pasar hasta que hayáis dispuesto los praos. Si no los detenemos, caerán todos sobre esta garganta tan estrecha y ninguno de nosotros volverá a ver Mompracem.

—¡Pronto, señores, el enemigo se nos viene encima!

—¿Podréis resistir durante media hora? —preguntó Yáñez.

—Y también durante una hora, capitán. Allí —dijo el valiente contramaestre del Mariana, indicando otra roca que se alzaba precisamente en medio del pequeño valle—, nos sostendremos cómodamente y durante largo tiempo.

—¡Sí, mi valiente! —dijo Yáñez con voz conmovida—. Apenas oigáis los disparos de nuestras carabinas, replegaos hacia la costa. Los praos o las chalupas estarán dispuestos. Dice Kammamuri que este valle desemboca en una aldea.

—Sí, señor Yáñez. Es una aldea habitada por pescadores y los barcos no faltan. ¡Pronto, señores! Entre nosotros y el tigre les daremos trabajo a los dayakos.

Algunas balas llegaron silbando de un modo siniestro hasta la angostura, y se aplastaron contra las rocas. La muchacha corría verdadero peligro en aquel lugar.

—¡Hasta pronto! —gritaron Yáñez y Tremal-Naik, lanzándose detrás de los caballos que llevaban a los heridos y a Damna.

—¡A mí, compañeros! —dijo Sambigliong, volviéndose hacia sus hombres—. ¡Hagamos frente a esos canallas! ¡Allí, todos sobre aquella roca! ¡Ven, Kammamuri!

Eran veinte hombres, pues ocho se habían destacado para escoltar a Yáñez y a Tremal-Naik, y todos iban bien armados y bien provistos de municiones.

En unos cuantos saltos llegaron a la roca que interceptaba casi por completo el paso de la garganta del vallecito, y se escalonaron tras las rocas pequeñas y las hendiduras. «Darma», el tigre amaestrado, el fiel amigo del maharatto, estaba con él dispuesto a clavar sus garras en las carnes de los dayakos.

La columna enemiga había descendido hasta la hondonada, y se hallaba a cincuenta pasos de la roca. La componían un centenar y medio de hombres, la mayor parte de ellos armados con carabinas; la flor seguramente de las fuerzas del maldito peregrino.

Al ver que los tigres de Mompracem, los malayos y los javaneses de la factoría ocupaban la cumbre de la roca, en vez de marchar directamente al asalto, los guerreros se dispersaron por las malezas que cubrían el suelo de la hondonada y abrieron fuego con extraordinaria violencia, pues tenían la esperanza de desalojar en seguida de allí a los defensores.

—¡Amigos! —gritó Sambigliong, volviéndose hacia sus hombres—, os advierto que debemos resistir hasta que oigamos la señal que ha de hacer el hombre blanco. No contéis los muertos ni economicéis los tiros.

—¡Fuego! —gritó Kammamuri, que ocupaba el punto más elevado de la posición.

Una nutrida descarga partió de entre las rocas, tumbando a un grupo de enemigos que, despreciando el peligro, marchaban audazmente hacia adelante sin tomar precaución alguna. Los doce hombres que componían dicho grupo cayeron todos al suelo.

—¡Empezamos bien, Sambigliong! —gritó Kammamuri—. ¡Por Siva y Visnú que deberían enviarnos a otro manojito de hombres!

Los dayakos, furiosos por la total destrucción de su vanguardia, no dudaron en contestar con formidables descargas, que resonaban de un modo ensordecedor en el angosto valle.

Durante algunos minutos el fuego fue intensísimo por ambas partes; pero finalmente los dayakos comprendieron que por aquel sistema no lograrían arrojar nunca de la roca a los defensores, los cuales se hallaban perfectamente resguardados de los tiros; así, pues, formaron varios grupos y se dispusieron al asalto de la formidable posición.

Empuñando los kampilangs, se lanzaron a la lucha con su acostumbrado ímpetu, a la par que lanzaban grandes gritos para infundir mayor terror a los enemigos; pero aún no habían llegado todavía a la base de la roca, cuando el fuego de los tigres, de los malayos y de los javaneses, les obligó a detenerse y a volver a coger los fusiles.

—¡Amigos! —gritó Sambigliong a sus valientes, que no abandonaban sus puestos, aun cuando muchos estaban ya heridos—. ¡Ha llegado el momento terrible! ¡Hay que morir como héroes!

Los dayakos, mientras continuaban disparando sin cesar, se precipitaron al asalto por segunda vez.

A pesar de las enormes pérdidas que sufrían, habían comenzado a trepar por la roca, siempre dando voces y saltando como monos, impacientes por apoderarse de las cabezas de aquellos defensores obstinados y por vengarse de tan continuadas derrotas.

Los hombres, guiados por Sambigliong y Kammamuri, resistían tenazmente. La lucha se hacia terrible, era un combate feroz, salvaje, inhumano.

Los hombres caían gritando y aún procuraban herir al enemigo con el fusil, el kampilang o el parang.

Sambigliong y Kammamuri veían con angustia que el grupo de sus hombres iba disminuyendo cada vez más. Todos cuantos se encontraban hacia la mitad de la gran roca habían sido degollados o fusilados en sus mismos puestos.

¡Y la señal no se oía! ¿Qué sería lo que le habría sucedido a Yáñez? ¿Acaso aún no habrían entrado en el puerto los praos de los pescadores? Esto último era lo que Sambigliong y Kammamuri se preguntaban con ansiedad, pues ya se reconocían impotentes para impedir el asalto.

Los dayakos seguían subiendo desafiando intrépidamente a la muerte y haciendo brillar las hojas de sus kampilangs. Ya apenas hacían fuego: tan seguros estaban de la victoria.

Al ver cómo acuchillaban a los hombres que se hallaban situados en el tercio inferior de la roca, Sambigliong gritó:

—¡Kammamuri, lanza el tigre!

—¡A ellos, «Darma»! —gritó el maharatto—. ¡Destrózalos!

La fiera, que había estado gruñendo sordamente durante aquellas descargas terribles y permanecía aún escondida tras un peñasco, al oír el mandato saltó hacia adelante lanzando un rugido espantoso; cayó sobre un dayako que estaba decapitando a un javanés y le clavó los dientes en la nuca.

Cuando los salvajes vieron que se les venía encima aquella fiera, que parecía querer devorarlos a todos, se precipitaron como locos hacia la base de la roca, volviendo a cargar a toda prisa sus fusiles.

Al ver que huían, «Darma» abandonó a su primera presa para caer sobre otra. De un segundo empuje se lanzó encima de uno de los fugitivos, y le tiró de un golpe a tierra: una nutridísima descarga le hirió.

La pobre bestia se irguió bruscamente sobre sus patas traseras y permaneció algunos instantes en aquella posición; en seguida cayó, mientras Kammamuri, dando un grito de desesperación, exclamó:

—¡Mi «Darma»! ¡Me lo han matado!

En aquel mismo instante se oyeron tres disparos lejanos.

De todo el pelotón no quedaban más que once hombres; los restantes habían caído bajo las balas y los kampilangs de los dayakos, y sus cuerpos yacían en la pendiente de la roca privados de cabeza.

Sambigliong agarró a Kammamuri, que iba a descender hacia donde se hallaba el tigre, aun a riesgo de que le matasen y le llevó consigo, diciéndole:

—¡Está muerto, déjalo!

Después se lanzaron a una carrera loca, desenfrenada, por la parte inferior del valle, mientras resonaba otra descarga en dirección de la costa.

Yáñez debía de tener mucha prisa. El pelotón atravesó a la velocidad de un rayo toda la estrechura de la garganta del vallecito, bajo una granizada de balas, pues los dayakos habían emprendido su persecución, desembocando en una pequeña llanura en cuya extremidad se elevaban quince o veinte cabañas construidas sobre estacas. Más allá se oía el rumor del mar.

—¡Señor Yáñez! —gritaron Sambigliong y Kammamuri, viendo unos pequeños praos anclados delante de la minúscula aldea, con las velas desplegadas y dispuestos a hacerse a la mar.

El portugués salió en aquel momento de una cabaña, acompañado de Tremal-Naik y de la muchacha, mientras que la escolta aproximaba a la orilla los dos barquichuelos.

—¡Pronto! —gritó, a su vez Yáñez, cuando vio a los supervivientes que, sin dejar de correr, atravesaban la pequeña llanura.

Pocos instantes después, extenuados, empapados en sudor y ensangrentados, se precipitaban hacia la orilla.

—¿Y los otros? —preguntaron a un tiempo Yáñez y Tremal-Naik.

—¡Muertos; todos muertos! —contestó Kammamuri, con voz anhelante—. ¡Incluso el tigre, nuestro valiente «Darma»!

—¡Maldito sea ese peregrino! —gritó el hindú, cuyo rostro revelaba un inmenso dolor—. ¡También hemos perdido a mi tigre!

—¿Y los dayakos? —preguntó Yáñez.

—Dentro de algunos instantes estarán aquí —dijo Sambigliong—. ¡Pronto! ¡Embarquémonos! ¡Tú, Tremal-Naik, en el mayor, con tu hija y la escolta; y yo, con Kammamuri y los supervivientes en el otro!

Rápidamente saltaron a bordo, y los dos barcos se hicieron a la mar. La población de la aldehuela, al oír los gritos de los dayakos, se puso a salvo a toda prisa en los bosques vecinos.

El viento era favorable, y los praos salieron de la pequeña bahía con unas cuantas bordadas y bogaron rápidamente hacia el sudoeste, ya que no querían apartarse mucho de la costa al menos por el momento.

Los dayakos llegaban entonces a las orillas de la bahía; pero ya era demasiado tarde: la presa por la cual tanto suspiraban, se les escapaba una vez más, y precisamente cuando creían tenerla ya entre las manos.

No sabiendo cómo desfogarse, prendieron fuego a la aldea.

—¡Canallas! —exclamó Yáñez, que llevaba la barra del timón—. ¡Si tuviese todavía mi Mariana, os hubiera dado una lección que no hubieseis olvidado jamás! Pero, en fin, no todo ha terminado entre vosotros y nosotros. Acaso os encontremos algún día en nuestro camino, y entonces, ¡ay de vuestro peregrino!

Los dos barquitos, impulsados por un viento fresco del Septentrión, estaban ya muy lejos y remontaban el cabo de Gaya para entrar en la bahía de Sapangar, dentro de la cual desembocaba el Kabataun.

Aquellos praos eran dos pequeños barcos de pescadores, con grandes velas de juncos tejidos, bajos de casco, sin puente y con guarda-balances, para poder apoyarse y resistir las rachas de viento sin correr peligro de volcar.

Aquel en el que viajaba Tremal-Naik con la muchacha y los ocho hombres de la escolta era un poco mayor, y llevaba por armamento un lila; a su vez, el de Yáñez no tenía más que una bombarda vieja, colocada en un caballete que estaba fijo en la proa.

—¡Pésimos veleros! —dijo Sambigliong, después de un rápido examen—. ¡Son tan viejos como yo!

—No los había mejores, mi valiente amigo —respondió Yáñez—. Ha sido un verdadero milagro encontrarlos, y, además, nos costó mucho trabajo lograr que aquellos pescadores nos los vendieran.

—¿Vamos a Mompracem directamente?

—Costearemos hasta Nosong antes de emprender la travesía. No puede uno fiarse mucho de esos barquichuelos, que absorben el agua como si fuesen esponjas.

—Estoy impaciente por llegar, capitán.

—Yo no lo estoy menos que tú, Sambigliong.

—¿Qué habrá sucedido por allá, después de las noticias que nos trajo Kammamuri? Tengo unas ganas de saberlo… ¿Estará batiéndose el Tigre con los ingleses?

—No me extrañaría. Sandokán no es hombre que arríe la bandera y que ceda a las exigencias del gobernador de Labuán, sin antes oponer toda la resistencia de que es capaz.

Y tras un suspiro, añadió:

—¡Cómo deploro ahora la pérdida de mi barco! Con mi Mariana y el suyo, apoyados por los praos de guerra, hubiéramos podido dar que hacer a los cañoneros de Labuán.

—No es culpa mía que se perdiera, capitán Yáñez —dijo Sambigliong.

—Tú has hecho heroicidades por defender mi nave —contestó Yáñez, con voz suave—. No tengo nada que reprocharte, amigo mío.

—Arrimémonos a la costa y procuremos ganar camino. Si el viento sigue, mañana por la noche llegaremos a Mompracem.

Se había puesto el sol, y las tinieblas se extendían rápidamente. El mar estaba encalmado; tan sólo rizaban su superficie ligeras ondulaciones, que en nada molestaban a los dos barquichuelos, los cuales continuaban su rumbo hacia el Sudoeste, siempre a una distancia de dos o tres cables uno de otro.

Yáñez, sentado a popa sobre una piedra muy grande que servía de ancla, llevaba la barra del timón y fumaba sus últimos cigarros, mientras la mayor parte de sus hombres roncaban tendidos en el fondo de la embarcación.

Únicamente velaban cuatro hombres a proa, por causa de la maniobra.

Ni una sola luz brillaba sobre el mar, que se había vuelto del color de la tinta. Incluso en la costa todo eran tinieblas. Tan sólo hacia el islote de Sapangar, que cierra por Poniente la bahía de su mismo nombre, brillaba un punto rojizo; probablemente, la antorcha de algún pescador nocturno.

Remontando el cabo de Gaya, se encontraron con que casi no hacía viento, y ambos veleros avanzaban muy despacio.

—Tengo grandes deseos de que estemos muy lejos de la bahía cuando amanezca —murmuró el portugués—. ¡La boca del Kabataun estuvo a punto de ser fatal para mi Mariana!

Yáñez se quedó velando hasta la una de la madrugada, y al no divisar nada sospechoso, cedió la barra a Sambigliong, y se tendió en un banco sobre una vela vieja de junco.

Algunas horas más tarde le despertó bruscamente un grito del contramaestre:

—¡A las armas! ¡Todos en pie!

En aquellos momentos comenzaba a clarear, y los dos praos, que durante la noche apenas habían navegado, se encontraban con rumbo a la punta septentrional de la isla de Gaya.

Al oír el grito de su fiel contramaestre, Yáñez se había levantado rápidamente, y preguntó:

—¡Bueno! ¿Qué sucede ahora? ¿No se puede dormir tranquilo un momento, ni…?

Se interumpió bruscamente, haciendo un gesto que revelaba una viva ansiedad.

Un gran giong, un velero más redondeado y más largo de lo que son, por regla general, los praos, con dos velas triangulares, salía en aquel momento de la bahía, seguido por media docena de chalupas dobles aparejadas, con puente, y otra chalupa de vapor que no llevaba bandera alguna en el asta de proa.

—¿Qué querrá esa flotilla? —se preguntó el portugués.

Un disparo de mirim hecho a bordo del giong fue la respuesta. La flotilla intimidaba a los praos a que se detuviesen.

—¡Los dayakos, señor! —Gritó en aquel momento Sambigliong, que se había dirigido a la proa para ver mejor los hombres que tripulaban el velero y las canoas dobles—. ¡Señor Yáñez, vire de bordo y echémonos hacia la costa!

El portugués lanzó una blasfemia.

—¡Todavía ellos! —exclamó—. ¡Esto es el final!

Era una locura tratar de empeñar la lucha contra fuerzas tan poderosas y que disponían de lilas y de mirim, y, probablemente, de bombardas. Huir era también imposible: la chalupa de vapor, que montaban, así mismo, hombres de color, no hubiera tardado en alcanzar a los dos viejos y pésimos veleros. Echarse hacia la costa, o mejor, hacia la isla de Gaya, que estaba cubierta de espesos bosques, era la única salvación que quedaba a los fugitivos.

—¡Dirigios hacia la costa! —gritó Yáñez—. ¡Y cargad los fusiles!

El prao de Tremal-Naik, que se encontraba a siete u ocho cables del de Yáñez, había virado de bordo y marchaba hacia Gaya.

Por desgracia, faltaba el viento. El giong, dándose cuenta de las intenciones de los fugitivos, dando una larga bordada había logrado colocarse entre los dos praos, seguido por la chalupa de vapor, y comenzó a hacer fuego con sus lilas tratando de deshacer la maniobra.

—¡Ah, canallas! —gritó Yáñez—. ¡Nos separan para destrozarnos con más facilidad! ¡Sí, tigres de Mompracem! Demos la batalla y vayámonos a pique antes de caer vivos en manos de esos salvajes.

Cogió la carabina, y rompió el fuego disparando contra el puente del giong.

Sus hombres también habían empuñado las armas, y fogueaban vigorosamente a la tripulación de la nave enemiga.

También en el prao de Tremal-Naik, aun cuando estaba cogido entre el gran velero y la chalupa de vapor, que procuraba abordarle, las carabinas disparaban rabiosamente, empeñadas en una feroz resistencia.

Sin embargo, aquella lucha tan desigual no podía durar mucho. Una andanada de metralla desarboló, de un solo golpe, el prao del hindú, y lo dejó raso como un pontón y completamente inmovilizado, mientras que una pequeña granada disparada por la pieza que montaba la chalupa de vapor le deshacía la rueda de proa abriéndole un boquete enorme.

—¡Tigres de Mompracem! —gritó Yáñez, que se había dado cuenta en el acto de la desesperada situación en que se encontraba Tremal-Naik—. ¡Vamos a salvar a la muchacha!

Por segunda vez, el prao viró de bordo, procurando acercarse al del hindú, cuando vio que le cortaba el camino el giong.

Terminada su obra de destrucción, el gran velero se revolvió contra el de Yáñez, mientras que la chalupa de vapor, protegida por otras dos chalupas dobles, abordaba al prao de Tremal-Naik, que comenzaba a irse a pique.

—¡Fuego contra el puente, tigrecitos! —Gritó el portugués—. ¡Por lo menos, vengaremos a los amigos!

En aquel momento, una voz con acento metálico gritó desde la popa del giong:

—¡Rendíos al peregrino de La Meca! ¡Os prometo la vida!

El misterioso enemigo había aparecido sobre la toldilla de cámara, con su turbante verde puesto y empuñando una de esas cimitarras cortas usadas en la India y llamadas tarwar.

—¡Ah, perro! —gritó Yáñez—. ¡Conque también aquí! ¡Toma!

El portugués, que llevaba en la mano una carabina cargada, la apuntó, e hizo fuego rápidamente.

El peregrino abrió los brazos, volvió a cerrarlos y, por último, cayó sobre el timonel. Un terrible alarido de furor se alzó entre los tripulantes del giong.

—¡Por fin! —gritó Yáñez—. Ahora, fumemos nuestro último cigarrillo.

XIV. El buque americano

La derrota de los tigres de Mompracem era sólo cuestión de minutos.

Estrechado por la chalupa de vapor y por las dos barcas dobles, el prao de Tremal-Naik, que hacía agua en gran cantidad por la proa, había sido tomado al asalto, a pesar de la desesperada resistencia opuesta por la tripulación, decidida a desaparecer en los abismos del mar.

Yáñez, presa de una emoción fácil de comprender, había visto a Tremal-Naik, a Damna y a los pocos supervivientes de la tripulación, arrastrados a la chalupa de vapor, la cual, sin preocuparse más de la batalla, había tomado rumbo hacia el Sur, bogando a toda velocidad.

En el segundo prao no quedaban más que siete hombres, mientras que en el giong había por lo menos el triple, y disponía de gruesas piezas de artillería si se las comparaba con la única pieza de aquel, la bombarda. Por su parte, las dobles chalupas acudían de todos lados para acabar con la embarcación y ayudar al velero grande.

No quedaba más camino que rendirse o ahogarse. Una andanada de metralla hizo caer, rotas en pedazos, las dos velas del junco, quitando de ese modo a Yáñez la esperanza de poder llegar a la isla, que se encontraba todavía a ocho o diez cables de distancia, y salvarse, así, entre sus espesísimas florestas.

Los siete valientes no por eso habían dejado de hacer fuego, quemando fríamente los últimos cartuchos. El portugués, dando el ejemplo, disparaba con una calma extraordinaria y sin quitarse de los labios su último cigarro, que se había prometido a sí mismo terminar de fumar antes de irse al otro mundo.

El giong, que conservaba todas sus velas, se dirigía sobre el pobre prao, que se hallaba inmovilizado, para abordarlo o para deshacerlo con un vigoroso golpe de espolón. Suspendió el fuego de sus piezas de artillería, juzgando inútil desperdiciar las municiones: tan seguro se hallaba de vencer sin dificultad a aquel puñado de héroes.

—¡Eh! ¡Tigres de Mompracem! —gritó Yáñez, viendo que la tripulación del velero preparaba los ganchos y arpones de abordaje—. ¡Una descarga más, y en seguida, mano a los parangs! ¡Nosotros seremos los que saltemos al puente del giong!

Aquellos siete gigantes, que preferían la muerte a rendirse, descargaron las carabinas y empuñaron a continuación las pesadas hojas de acero, cuando de pronto retumbó detrás de ellos una violenta detonación, cuyos ecos se perdieron en el lejano horizonte.

Un instante después, una nube de humo se alzaba en la popa del giong y el palo mayor, deshecho por la explosión de un obús, caía pesadamente sobre la cubierta, y las velas, al caer, cubrieron a los combatientes como un inmenso sudario.

Yáñez, sorprendido de que hubiese alguien que corriera en su socorro, y precisamente en aquel momento, en que le parecía tan próximo su fin, se giró rápidamente.

Un magnífico barco de vapor de grandes dimensiones, armado de un modo formidable y tripulado por hombres vestidos de blanco, europeos, sin duda, remontaba en aquel preciso instante la punta septentrional de Gaya, y se dirigía a gran velocidad al lugar de la batalla.

—¡Amigos, tigrecitos! ¡Estamos salvados! —gritó, mientras un segundo obús hacía pedazos el timón del giong, y otro partía en dos una de las dobles chalupas.

De un salto, Yáñez se subió en la amura de popa, y haciendo portavoz con las manos, gritó repetidamente:

—¡A mí, europeos!…

La respuesta se tradujo en un cuarto cañonazo, que abrió un enorme agujero en la línea de flotación del giong. Los hombres que montaban aquel soberbio buque debieron comprender que en el prao iba un hombre blanco, un hombre que pertenecía a su raza y que corría grave peligro, y sin pedir más explicaciones, cañonearon bravamente al gran velero, que iba tripulado por salvajes.

En el puente de órdenes, varios oficiales hacían señas para tranquilizar al portugués.

Al ver avanzar a aquel coloso de hierro, las dobles chalupas se habían apresurado a ponerse a salvo, dirigiéndose hacia la isla y abandonando al giong a su propia suerte. Tanto más cuanto que ni siquiera tenían el apoyo de la chalupa de vapor, que había desaparecido con los prisioneros hacia el Sur.

El velero, agujereado por tres partes, se había inclinado sobre babor, pues embarcaba agua por la hendidura, que debía ser enorme. Sus tripulantes, después de haber descargado las piezas de artillería contra el barco de hierro, comenzaron a saltar al agua para no ser absorbidos por el remolino.

—¡Amigos —gritó Yáñez—, a los remos! ¡Vamos a buscar al peregrino!

Mientras el barco de vapor arriaba dos chalupas, montada cada una por doce hombres armados con carabinas, los piratas de Mompracem, a fuerza de remos, colocaron el prao junto al giong, que ya empezaba a sumergirse.

A bordo no quedaban más que los muertos y algún herido. Todos los demás, nadaban como desesperados hacia la isla, adonde ya hablan llegado las dobles chalupas.

Yáñez, Kammamuri y Sambigliong se izaron rápidamente a bordo del velero, y corrieron hacia la toldilla de la cámara, donde suponían que se encontraría el peregrino.

No se habían engañado: su misterioso e implacable adversario yacía tendido sobre una vela vieja, con los puños apretados sobre el pecho, comprimiéndose la herida que le había producido la carabina de Yáñez. No estaba muerto, y apenas vio cerca de sí a aquellos tres hombres, con un movimiento imprevisto, se levantó sobre sus rodillas, y tomando de su cinturón una pistola de cañón muy largo, trató de hacer fuego. Kammamuri a riesgo de recibir el tiro en medio del pecho, se le arrojó encima con la rapidez de un rayo y le arrebató el arma.

—¡Creía que estabas muerto —dijo el maharatto—; pero ya que te encontramos todavía vivo, volveremos a enviarte al infierno!

Había vuelto el arma contra el peregrino e iba a saltarle el cráneo, cuando Yáñez le detuvo el brazo.

—Es más estimable vivo que muerto —le dijo—. ¡No cometamos la tontería de matarle! Sambigliong, coge a ese hombre y llévalo al prao. ¡Listo: el giong se hunde!

El velero continuaba inclinándose sobre el costado derecho, amenazando volcarse. Yáñez y sus compañeros saltaron sobre el prao, que una de las chalupas remolcó hacia el vapor, el cual se había detenido a una distancia de dos cables.

Toda la tripulación, que era muy numerosa, se había subido en las amuras del barco, y seguía con gran curiosidad la operación de salvamento.

—¡Son europeos! —exclamó Yáñez, apenas terminaron de atar al peregrino—. ¿Serán ingleses?

—Por lo menos hablan en inglés —dijo Kammamuri, que había oído una orden del oficial que guiaba la chalupa.

—¡Sería verdaderamente cómico que debiéramos nuestra salvación a unos enemigos tan encarnizados como los dayakos!

Después, lanzando un profundo suspiro, añadió:

—¿Y Tremal-Naik? ¿Y Damna? ¿Qué les ha sucedido? ¡Ah, Dios mío!

—La chalupa de vapor desapareció hacia el Sur, señor Yáñez.

—¿No se dirigió hacia la boca del Kabataun? ¿Estás seguro?

—Segurísimo, no han sido entregados a los dayakos.

—Entonces, ¿quiénes eran esos otros? ¿A dónde los han conducido?

Una sacudida los interrumpió. El prao había dado un encontronazo contra la plataforma inferior de la escala, que había bajado rápidamente.

Un hombre como de unos cincuenta años, fuerte y musculado, de barba rizada y cortada en punta, y que vestía un traje de paño azul oscuro con botones dorados y una gorra con galones, esperaba en la plataforma superior.

Yáñez fue el primero que saltó sobre los escalones; subió rápidamente y dijo en inglés al comandante del barco:

—Gracias, señor, por su socorro. Unos minutos más tarde y mi cabeza hubiera ido a aumentar las colecciones de esos terribles cazadores de cabezas.

—Soy muy feliz, señor, por haber podido salvarle —respondió el comandante, tendiéndole la diestra, con un gesto efusivo—. En un caso semejante, cualquier otro hombre blanco hubiese hecho lo mismo. Con esos bribones no hay misericordia, porque tampoco ellos reparan en nada.

—¿Tengo el honor de hablar con el comandante?

—Sí, señor…

—Yáñez de Gomara —contestó el portugués.

El comandante hizo un gesto de sorpresa. Cogió a Yáñez por una mano, y se lo llevó sobre la toldilla, para dejar el paso Ubre a Sambigliong y a los otros que conducían al peregrino, y se puso a mirarle con viva curiosidad, repitiendo:

—¡Yáñez de Gomara! ¡Este apellido no es nuevo para mí! ¡By God! ¿Es usted el compañero de aquel hombre formidable que hace años destronó a James Brook, el exterminador de los piratas?

—Sí, yo soy.

—Estaba yo en Sarawak el día que Sandokán entró con los guerreros de Muda-Hassim y sus invencibles tigres. Señor De Gomara, estoy satisfechísimo por haber podido prestarle un poco de ayuda. ¿Qué querían de ustedes aquellos hombres?

—Es una historia un poco larga de contar. Ahora, señor, permítame preguntarle: ¿no es usted inglés?

—Me llamo Harry Brien, y soy americano, de California.

—¿Y este barco tan poderosamente armado, y que es mejor que un crucero de primera clase?

—¡Oh, mucho mejor! —dijo, sonriendo, el americano—. Hasta ahora creo que no existe otro semejante en toda Malasia, y ni siquiera en el Pacífico. Fuerte a prueba de escollos, con formidable artillería y rápido como una gaviota.

Se volvió hacia los marineros que los rodeaban, y que interrogaban, llenos de curiosidad, a los compañeros del portugués, mientras el médico de a bordo hacía la primera cura al peregrino, a quien le salía del pecho un hilillo de sangre.

—Dad de comer a esos bravos —les dijo—. Y usted, señor De Gomara, sígame a la cámara. ¡Ah! ¿Qué quiere usted que haga de su prao?

—Abandónelo a las olas, comandante —respondió el portugués—. No vale la pena tomarlo a remolque.

—¿Dónde desea desembarcar?

—Si no le es molestia, lo más cerca posible de Mompracem.

—Le conduciremos allá directamente. Está casi en mi camino, y me agradará visitarlo. Acompáñeme, señor De Gomara.

Se dirigieron hacia la popa y descendieron a la cámara, mientras el barco emprendía su camino con rumbo al Sur, después de haber sido izadas las chalupas y de haber cortado todas las amarras del prao.

El comandante mandó servir un desayuno frío en el saloncito de popa, e invitó a Yáñez.

—Podemos charlar mientras comemos y bebemos —dijo, amablemente—. Mi cocina está a su disposición, señor De Gomara, y lo mismo digo de mi bodega particular.

Cuando terminaron de comer, el americano ya estaba al corriente de las desgraciadas aventuras que su comensal había corrido en la tierra de los dayakos, por culpa del misterioso peregrino, y la peligrosa situación en que se encontraba Sandokán.

—Señor De Gomara —dijo, ofreciéndole un cigarro de Manila perfumado—, voy a proponerle un negocio.

—Usted dirá, señor Brien —contestó el portugués.

—¿Sabe usted hacia dónde me dirigía?

—No me es posible adivinarlo.

—A Sarawak, para tratar de la venta de este barco.

Yáñez, presa de una visible emoción, se levantó.

—¡Quiere usted vender su barco! —Exclamó—. ¿No pertenece a la marina de guerra americana?

—Nada de eso, señor De Gomara. Este barco se ha construido en los astilleros de Oregón por cuenta del sultán de Shemerindan, que, según me contaron, quería vengar a su padre, muerto por los holandeses en la derrota que infligieron a aquellos piratas hace ya muchos años.

—¿En 1844? —dijo Yáñez—. Conozco esa historia.

—El sultán había entregado ya a los constructores un anticipo de veinte mil libras esterlinas, prometiendo pagar el resto al serle entregado el barco, y, además, un buen regalo si estaba construido de modo que pudiera desafiar impunemente a los barcos holandeses. Y, efectivamente, como habrá podido comprobar, este barco vale más que un crucero de primera. Desgraciadamente, cuando llevaron el buque a la roca de Cotti, se supo que el sultán había sido asesinado por un pariente suyo, instigado por los holandeses, a lo que parece, para evitarse una segunda campaña. Su heredero no quiso saber nada del barco, y renunció a los anticipos ya efectuados.

—¡Ese hombre era un imbécil! —dijo Yáñez—. ¡Con un barco como este hubiera podido hacer temblar incluso al sultán de Veranni!

—He telegrafiado a los constructores, desde Témate, los cuales me han encargado que se lo ofrezca al raja de Sarawak o a cualquier otro sultán. Señor De Gomara, ¿quiere usted comprarlo? Con tal barco podría ser el rey del mar.

—¿Cuánto vale? —preguntó Yáñez.

—Los negocios son los negocios, señor —dijo el americano—. Los constructores piden cincuenta mil libras esterlinas.

—Y yo, señor Brien, le ofrezco sesenta mil, pagaderas en el Banco de Pantianak, con la condición de que me deje el personal de máquinas, al cual ofreceré doble paga.

—Son gente que no rehusará; aventureros de la mejor casta, dispuestos lo mismo a cerrar o abrir una válvula que a disparar un fusil.

—¿Acepta usted?

—¡By God! Es un negocio de oro, señor De Gomara, y no lo dejaré escapar.

—¿Dónde quiere usted desembarcar con su tripulación?

—Si es posible, en Labuán, para tomar el vapor correo que va a Shanghai. Una vez allí, encontraremos con facilidad quien nos transporte hasta San Francisco.

—Cuando lleguemos a Mompracem, pondré a su disposición un prao que le desembarque en Labuán —dijo Yáñez.

De una especie de faja que llevaba oculta debajo de la camisa, sacó un librito, pidió una pluma y rubricó diversos billetes.

—Aquí tiene usted estos cheques por valor de sesenta mil libras esterlinas, pagaderas al portador en el Banco de Pantianak, donde Sandokán y yo tenemos depositados tres millones de florines. Desde este mismo instante, señor Brien, el barco es mío y tomo el mando.

—Y yo, señor De Gomara, de comandante me convierto en un pasajero pacífico —dijo el americano, recogiendo los cheques—. Vayamos a visitar el buque, señor De Gomara.

—No es necesario: me ha bastado una ojeada para juzgarle. Sólo deseo saber el número de cañones que monta.

—Catorce piezas, cuatro de ellas de treinta y seis. Una artillería verdaderamente formidable.

—¡Me basta! ¡Tengo que cuidarme del peregrino! ¡O me confiesa a dónde condujo la chalupa de vapor a Tremal-Naik y a Damna, o le martirizo hasta que exhale su último suspiro!

—Conozco un medio infalible que he aprendido de los pieles rojas, y tengo por seguro que le hará hablar —dijo el americano—. ¿La ruta siempre hacia Mompracem, señor De Gomara?

—Y a marchas forzadas —contestó el portugués—. Es probable que Sandokán se encuentre en estos momentos a punto de medirse con los ingleses, y no dispone más que de un prao.

—En cambio, usted, señor De Gomara, tiene a su disposición uh buque capaz de batirse con los más fuertes. ¡Piezas del treinta y seis! Harán saltar a los cañoneros de Labuán, lo mismo que un excéntrico sus bolas.

Salieron de la cámara y subieron a cubierta. La nave marchaba a todo vapor, con una velocidad por completo desconocida en los vapores de aquella época.

¡Quince nudos y seis décimas por hora! ¿Quién podía competir con aquel vapor americano que volaba como una gaviota o poco menos? Yáñez estaba realmente entusiasmado.

—¡Es un rayo! —le había dicho a Harry Brien—. ¡Con esta nave, ni los ingleses de Labuán ni el raja de Sarawak me dan miedo! ¡Ni siquiera Sandokán! ¡Podría declarar la guerra a la propia Inglaterra!

Kammamuri se le acercó en aquel instante y le dijo:

—Señor Yáñez, la herida del peregrino no es de gran importancia. La bala que usted le disparó debe de haber chocado antes en alguna cosa dura, probablemente en la empuñadura del tarwar que llevaba ese hombre en el cinto, y tan sólo le ha herido de refilón, y después se le ha incrustado en una costilla.

—¿Dónde está?

—En un camarote de proa.

—Señor Brien, ¿quiere usted acompañarme?

—Soy con usted, señor De Gomara —contestó el americano—. Veamos si es posible aclarar el misterio en que se envuelve ese terrible personaje.

Se dirigieron a la proa por el lado de babor, y entraron en una pequeña habitación que servía de enfermería.

El peregrino estaba tendido en una litera y vigilado por Sambigliong y un marinero.

Era un hombre de unos cincuenta años, delgadísimo, con la piel muy bronceada, las facciones muy finas, como la de los indostanos pertenecientes a las castas elevadas, y los ojos muy negros, penetrantes y animados por una luz siniestra.

Tenía los pies y las manos atados, y estaba encerrado en un mutismo feroz.

—Capitán —dijo Sambigliong a Yáñez—, acabo de ver el pecho de este hombre, y lo tiene tatuado con una figura de serpiente con cabeza de mujer.

—Eso demuestra que es un thug de la India, y no un árabe mahometano —respondió Yáñez.

—¡Ah! ¡Es un estrangulados! —exclamó el americano, mirándole con vivo interés.

Al oír la voz de Yáñez, el prisionero se sobresaltó; después, volviendo la cabeza y mirándole con unos ojos llenos de odio, dijo:

—Sí, soy un thug, un amigo devoto de Suyodhana, que juró vengar en Tremal-Naik, en Damna y en ti, y más adelante en el Tigre de Malasia, la destrucción de mis correligionarios. He perdido la partida cuando ya la creía ganada. ¡Mátame! ¡Hay alguien que me vengará, y más pronto de lo que te figuras!

—¿Quién?

—¡Ese es mi secreto!

—¡Que yo te arrancaré!

Una sonrisa asomó a los labios del estrangulador.

—Y, además, me dirás a dónde ha conducido la chalupa de vapor a Tremal-Naik, a Damna y a mis tigres, que huían del fuego de tus lilas.

—¡Eso no lo sabrás nunca!

—¡Despacio, señor estrangulador! —dijo el americano—. Permíteme que te advierta que conozco un medio infalible para hacerte hablar. No lo resisten ni siquiera los pieles rojas, que son de una terquedad increíble.

—¡No conoces a los indostanos! —respondió el thug—. ¡Me matarán; pero no podrán arrancarme ni una sola silaba!

El americano se volvió hacia sus marineros y les dijo:

—Poned en el puente un par de tablas y un barril de agua.

—¿Qué va usted a hacer, señor Brien? —preguntó Yáñez.

—Ahora lo verá, señor De Gomara. Le prometo que ese hombre hablara antes de dos minutos.

Después, volviéndose hacia Sambigliong y Kammamuri:

—Vosotros —dijo—, coged a ese hombre y llevadle sobre cubierta.

XV. Fuego desde a bordo

El índostano no opuso la menor resistencia; ni tampoco había desaparecido de sus labios su sonrisa irónica. Daba la impresión de que aquel hombre estaba absolutamente seguro de sí mismo y que ni ante la perspectiva, nada agradable por cierto, de tener que soportar una tortura, conmovíase lo más mínimo, y conservaba una fortaleza de ánimo digna de lo que era: un sectario fanático.

Cuando se encontró en cubierta, tendido sobre una tabla y fuertemente ligado para que no pudiera hacer el menor movimiento, su serenidad era completa.

Miró tranquilamente a los marineros, que formaron un círculo a su alrededor, y después volvió la vista hacia el capitán y a Yáñez, y le dijo a este último, con su acento burlón:

—Y ahora, ¿me echaréis a los peces?

—Haremos algo mejor que eso, señor estrangulador —dijo el americano—. ¿Te molesta la herida?

El estrangulador hizo un gesto de desprecio.

—¡No dan ustedes poca importancia a ese arañazo! —dijo, con voz breve—. ¿Me toman por un niño?

—Más vale así. Traed un par de baldes y un embudo.

Tres marineros, que llevaban lo que se había pedido, se abrieron camino por entre la tripulación. El embudo era el que utilizaba el cantinero para echar vino en las botas, y se trataba de una pieza maciza con una embocadura lo bastante ancha para llenar por completo la boca del prisionero.

—¿Quieres confesar? —preguntó, por última vez, el americano—. Te evitarás una tortura inútil, que no serás capaz de resistir.

—¡No! —respondió secamente el estrangulador

—¿Ni aun cuando te prometa darte un día de libertad? —preguntó Yáñez, a quien le repugnaba tener que recurrir a los medios extremos.

—Ese día moriré.

—¡Vamos, comenzad! —dijo el americano.

Todos se habían amontonado en derredor de la tabla. Tan sólo el timonel seguía detrás de la rueda, y los fogoneros delante de los hornos.

Dos marineros introdujeron la extremidad del embudo en la boca del indostano, mientras le mantenían inmóvil; entretanto, otro marinero iba vertiendo lentamente el agua contenida en una cubeta.

El estrangulados forzado a beber para no ahogarse, había tratado de romper las ligaduras, haciendo un esfuerzo tremendo para apartar el embudo. Comprendió en seguida que no podría resistir largo tiempo aquel martirio, que para él resultaba desconocido hasta aquellos momentos.

Sin embargo, decidido a aguantar hasta el último límite, e incluso a morir, no hizo movimiento ni gesto alguno que diese a entender al americano y al portugués que se hallaba dispuesto a hablar.

El agua continuaba llenándole el estómago, y el vientre del prisionero se hinchaba por momentos. Sus facciones parecían sufrir un espasmo violentísimo; los ojos se le saltaban de las órbitas, y su respiración por la nariz era ansiosa y producía un ronquido lúgubre, siniestro.

—¿Quieres confesar? —le preguntó el americano, que presenciaba la escena en actitud fría e impasible, haciendo una seña al marinero de la cubeta para que se detuviese.

El thug hizo un movimiento negativo, feroz, con la cabeza, y con los dientes quiso triturar el tubo de hierro del embudo.

Pero, al no poder conseguirlo, otro par de litros de agua se deslizaron por el tubo. El indostano, con el rostro completamente congestionado, los ojos espantosamente extraviados y el estómago dilatado de una manera atroz, hizo de pronto un movimiento brusco. Se rendía.

—¡Basta! —había dicho Yáñez, horrorizado—. ¡Basta!

Retiraron el embudo. El thug aspiró largamente una gran bocanada de aire, y con voz estentórea, murmuró:

—¡Asesinos!

—¡Oh! ¡No morirás por haber tomado un poco de agua! —dijo el americano—. Eso no se puede resistir, ¿verdad? Pero no se corre peligro alguno si no se continúa. ¿Hablarás?

El indostano permaneció silencioso durante un instante; pero viendo que el americano hacía señas a los marineros para que volviesen a emprender el martirio, sintió un espanto horrible que se reflejó en su rostro.

—¡No…, no… más! —balbució.

—¿Quién es el que te ha enviado? Habla o proseguimos —dijo Yáñez.

—Sindhia —contestó el indostano.

—¿Quién es Sindhia? Y sobre todo, ¿tú quién eres?

—Soy…, soy… el preceptor… de Sindhia… Le he… educado… Yo… soy… el amigo… fiel… de Suyodhana.

—¿Y ese Sindhia? —insistió Yáñez, que se daba cuenta de que al prisionero cada vez se le extraviaba más la vista y la respiración se le hacía más anhelante.

—Habla, o volveremos al agua —dijo el americano.

—Es… el hijo… de… Suyodhana —balbució el estrangulador.

De los labios de Yáñez, de Kammamuri y de Sambigliong se escapó un grito de asombro. ¡Suyodhana había dejado un hijo! ¿Sería posible? ¡El jefe de los sectarios, el que menos parecía amar a las mujeres, el que encarnaba sobre la tierra la Trimusti de la religión hindú, como un día la pequeña Damna había encarnado a Kali, la divinidad sanguinaria, tuvo su idilio, su novela, como un simple mortal!

Yáñez se había inclinado sobre el prisionero para pedirle mayores explicaciones, y se encontró con que el pobre habla perdido el conocimiento.

—¿Morirá? —preguntó, volviéndose hacia el americano—. Todavía no lo ha dicho todo. ¡Es preciso que yo sepa dónde se encuentra el hijo del terrible estrangulador y a dónde han conducido a Tremal-Naik y a Damna!

—Deje que digiera el agua tranquilamente —contestó el americano—. Esa tortura no mata si se suspende a tiempo; mañana, este hombre estará tan bien como usted y como yo. Que le lleven a su camarote y que le dejen dormir.

—Se ha desvanecido.

—El médico de a bordo se encargará de hacerle volver en sí. No pase cuidado, señor De Gomara: esta tarde o mañana sabremos cuanto es necesario saber.

Hizo una señal a los dos marineros, y se llevaron al indostano al entrepuente.

—Y bien, señor De Gomara —dijo el americano, volviéndose hacia Yáñez, que parecía bastante pensativo y preocupado—. No me parece que le hayan alegrado las noticias que acaba de averiguar. ¿Es hombre peligroso, el hijo del jefe de los estranguladores?

—Puede serlo —respondió Yáñez—; sobre todo, no sabiendo, como no sabemos, dónde está ni lo que es, ni de qué medios dispone. La guerra sorda e implacable que nos ha hecho hasta ahora indica que ese Sindhia tiene la energía y la ferocidad de su padre. Es imprescindible que yo sepa dónde se oculta.

—Entonces, ¿no estaba entre los dayakos que los han acometido?

—Me figuro que no. A la cabeza de la insurrección no había nadie más que el peregrino. De eso estamos seguros. Si hubiera habido entre ellos otro indostano a estas horas lo sabríamos.

—¿Cree que pueda ser poderoso ese Sindhia?

—Los hechos así lo demuestran. El ha sido el que ha armado a los dayakos; él ha seducido o sobornado, quizá, a los ingleses, y también al sobrino de James Brook. Tengo la seguridad de que dispone de incalculables riquezas.

—Y el oro es el nervio de la guerra —dijo el americano.

—Y habrá armado también algunos barcos.

—Pero el de usted puede echarlos a pique sin gran dificultad, señor De Gomara. Nada desafiará impunemente a su artillería, que es la más moderna y la más poderosa que se conoce hasta ahora, y que está adoptándose en la marina de mi país.

—Señor Yáñez —dijo en aquel momento Kammamuri, que hasta entonces había permanecido en silencio y no menos pensativo que el portugués—, ¿qué me dice de esa revelación inesperada?

—Que no hubiera supuesto jamás que todavía habíamos de vérnoslas con los thugs de la India. Tú, que ya has sido durante algún tiempo prisionero de ellos, ¿no oíste contar nunca que Suyodhana tuviese un hijo?

—No, señor Yáñez. Además, si los thugs lo hubiesen sabido, el jefe habría perdido gran parte de su influencia. Debe de haberlo tenido muy lejos de los Sunderbunds, sin que nadie supiera nada, para ocultar su culpa. Un jefe como él no puede amar a una mortal; su corazón debe estar reservado a la diosa sanguinaria, y no a otra mujer.

—¿Crees que era muy rica la comunidad de los thugs?

—Me han dicho que podía disponer de tesoros fabulosos, y que solamente Suyodhana sabía dónde estaban ocultos.

—Naturalmente, una vez aniquilada la secta, esas riquezas habrán ido a parar a manos de Sindhia.

—Es posible, señor Yáñez —contestó el maharatto.

—¡Y ahora nos desafía para vengar a su padre! —dijo el portugués, como hablando consigo mismo—. ¡Del mismo modo que el Tigre de Malasia venció al Tigre de la India, igualmente vencerá al Tigrecito!

—Sin embargo, me asombra —dijo el americano— que el hijo de un estrangulador haya logrado el apoyo de los ingleses, si es cierto lo que usted sospecha.

—¡A saber bajo qué nombre o bajo qué título se ocultará! —dijo Yáñez—. Porque no habrá sido tan tonto que haya ido diciéndole al gobernador de Labuán que es un sectario de Kali. Necesito saber dónde se encuentra, y me lo dirá su preceptor, aun cuando tenga que torturarle hasta que muera.

—Bastará con que se le amenace con otra ración de agua —dijo el americano—. No resistirá, ya lo verá; él lo explicará todo, señor De Gomara. Vaya a descansar un poco. Debe de estar bastante cansado después de tantas emociones. Sus marineros están durmiendo como lirones.

El portugués, que hacía dos noches que no pegaba un ojo, siguió el consejo del americano: descendió a la cámara con Kammamuri y, vestido como estaba, se tendió en una litera.

La nave continuaba su rumbo hacia el Sudeste, manteniéndose siempre a una docena de millas de la costa. Devoraba sus quince nudos, una velocidad extraordinaria en aquella época, en la cual los mejores vapores no alcanzaban más de doce millas.

No se veía barco alguno por el horizonte. En dirección de la costa, muy sinuosa y llena de minúsculas radas y ensenadas, marchaban lentamente a la vela algunos praos, tripulados, sin duda alguna, por pescadores, pues las aguas que bañan aquellas islas son riquísimas en pescado.

Al mediodía, el Nebraska —este era el nombre del magnífico vapor— divisaba la isla de Tega y se dirigía directamente hacia el cabo Nosong, que forma la extremidad de otra gran isla separada de tierra firme por un estrecho canal que desemboca en la vasta bahía de Bruj.

A las cuatro de la tarde ya se veía hacia el Sur la colonia inglesa de Labuán, a la que amenazara Sandokán durante tantos años con el exterminio de sus primitivos colonos.

En aquellos momentos, el americano despertaba bruscamente a Yáñez.

—¡En pie, señor De Gomara! —gritó el comandante.

En su voz había cierto tono que hizo que el portugués se pusiera en pie de un salto. El rostro del americano se había oscurecido.

—¿Tiene que comunicarme alguna mala noticia? Me parece que está usted un poco agitado, señor Brien.

—¡By God! —exclamó el americano, frotándose con rabia la cabeza—. ¡No lo esperaba, señor Yáñez!

—Pero ¿qué es lo que pasa?

—¡Lo que pasa es que ese maldito se ha ido al otro mundo sin completar sus revelaciones!

—¡Muerto!

—Llevaba un veneno oculto en un anillo. Recuerde usted que tenía uno en un dedo, con un cabujón bastante grueso.

—Sí, me parece habérselo visto.

—He encontrado levantada la piedra del cabujón, y debajo un vacío lo suficientemente grande como para contener varias semillas o granillos de alguna sustancia tóxica. Lo cierto es que ha quedado muerto ante los ojos de los marineros de guardia —dijo el americano.

Yáñez hizo un gesto de cólera.

—¡Se ha llevado a la tumba el secreto que más me apremiaba descubrir! —exclamó, apretando los dientes—. ¿Cómo nos las arreglaremos para averiguar a dónde ha conducido aquella chalupa de vapor a Tremal-Naik, a Damna y a sus hombres? ¡Maldición! ¡Empieza a nublarse la estrella que nos ha protegido durante tantos años! ¿Será esto el principio del fin?

—No se desanime, señor Yáñez —dijo el americano—. No se habrán comido ya e sus amigos. El hecho de que no los hayan matado en el acto significa que los raptores habían recibido orden de llevarlos a algún sitio.

—Pero ¿a dónde?

—He ahí el punto oscuro, por ahora.

Yáñez, que había perdido la calma en varias ocasiones durante aquella desgraciada expedición, empezó a pasear por el camarote, dando muestras de viva agitación.

¿Qué hacer? ¿Qué decidir? ¿Hacia dónde dirigir las pesquisas? Tales eran los pensamientos que turbaban su mente.

—¿Dónde nos encontramos ahora, señor Brien? —preguntó, de repente, deteniéndose ante el americano.

—A la vista de las costas de Labuán, señor De Gomara.

—¿Cuándo podremos llegar a Mompracem?

—Entre diez y once de la noche.

—Mande echar al agua una chalupa con víveres y armas para dos hombres, y aproximémonos a Labuán.

—¿Qué va usted a intentar, señor De Gomara?

—Tengo una sospecha.

—¿Cuál?

—La chalupa de vapor se dirigió hacia el Sur sin entrar en la bahía de Kabataun, la cual remontarán ya mis praos.

—¿Y qué piensa usted?

—Que tal vez hayan conducido a Labuán a Tremal-Naik, a Damna y a mis hombres.

—¿Quiere usted desembarcar a un par de hombres para que averigüen lo que puedan?

—Y después iremos a recogerlos.

—Tendrán más probabilidades de lograrlo si son dos hombres blancos, y a bordo los hay con valor para ello. Basta con pagarles.

El americano ordenó que equiparan una chalupa, llamó a dos marineros, dos californianos altos como granaderos, y les dijo lo que pretendía el portugués.

—Iremos aunque sea al infierno —contestó uno de los marineros—. ¿Verdad, Bob?

—A prender a Belcebú si lo desea, señor comandante —dijo el otro.

—Dentro de dos días, a más tardar, vendré a recogeros.

—¿Por la noche? —preguntó Bob.

—Nuestra presencia os la indicaremos con una luz verde.

—¡Que el diablo nos lleve si no conseguimos nuestro propósito, señor comandante! —respondió el primero.

La chalupa estaba dispuesta. Los dos californianos bajaron a ella y tomaron rumbo rápidamente hacia la isla, mientras el Nebraska reanudaba rápidamente su camino, dirigiéndose hacia Poniente.

Un poco más tarde, y después que el médico hubo certificado que el estrangulador estaba realmente muerto, fue arrojado al mar metido en una lona y con una bala de cañón a los pies para sustraerle a la voracidad de los tiburones, que marchan casi siempre a ras de agua.

El Nebraska, que no había moderado su velocidad, a las ocho de la tarde se encontraba a mitad del camino entre Labuán y Mompracem.

El mar estaba solitario y la luna se elevaba en el horizonte, reflejándose en las aguas.

Una calma absoluta reinaba alrededor del barco. Ni la más ligera ondulación rizaba aquella superficie, que parecía una balsa de aceite.

Yáñez, Kammamuri y Sambigliong registraban el horizonte, llenos de ansiedad, desde el castillo de proa, impacientes por ver la elevada roca sobre la cual estaba la vivienda del Tigre de Malasia, mientras que el americano, que había vuelto a tomar por el momento el mando del poderoso buque, se paseaba sobre el puente.

—¡Qué sorpresa para Sandokán, cuando nos vea llegar con un refuerzo como este! —dijo Sambigliong—. Perdimos el Mariana y volvemos con un barco que vale por veinte Mariana.

—Y que le dará hilo para torcer a Sindhia y a sus aliados, si es que los tiene —contestó Yáñez.

—¿Se habrán contentado los ingleses con una simple amenaza, capitán?

—Ya hace rato que nos han dado a entender que teníamos que salir de Mompracem.

—Y la última amenaza era grave, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Hasta entonces nunca había visto a Sandokán tan preocupado.

—¿Se preparaba para resistir?

—Sí, señor Yáñez.

De repente, el portugués palideció.

—¿Y si llegamos demasiado tarde? —preguntó, con ansiedad.

—No; es imposible que hayan podido vencer en tan poco tiempo. Sandokán tiene hombres de hierro, y cañones, y formidables baterías.

—Las fuerzas de Labuán tan sólo, no son suficientes para tal empeño. Dentro de una hora sabremos a qué atenernos.

Como cada vez que le atormentaba algún pensamiento, Yáñez se había puesto a pasear por el castillo, con las manos metidas en los bolsillos y el cigarro apagado entre los labios.

Transcurrieron quince o veinte minutos. Ya solamente les separaban de Mompracem unas dieciocho o veinte millas.

De improviso, desde Poniente se percibió un rumor lejano, que se extendió por todo el mar, resonando de un modo siniestro.

El portugués interrumpió bruscamente sus paseos, mientras que el americano descendía precipitadamente del puente de órdenes.

—¡Un cañonazo! —exclamó Yáñez.

—Y el ruido procede de Mompracem, señor De Gomera —dijo el americano, subiendo al castillo—. El viento sopla de proa.

—¿Acaso los ingleses habrán atacado la isla?

—En tal caso, como nosotros estamos aquí, demostraremos la potencia de nuestra artillería. ¡Maquinistas, a tiro forzado, y cargad las válvulas cuanto podáis! ¡Artilleros, a vuestros puestos!

En aquel momento resonó una segunda detonación, más claramente que la primera, seguida a los pocos segundos por una serie ininterrumpida de detonaciones más o menos sonoras.

Ya no era posible engañarse: en el horizonte, y en dirección a Mompracem, se estaba librando una batalla, y dura.

Yáñez y el americano se habían lanzado al puente de órdenes, mientras que los artilleros cargaban rápidamente las piezas de la cubierta y las de las baterías, y se doblaba el personal de las máquinas.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó Brien al oficial de cuarto, que inspeccionó velozmente todas las piezas.

—SI, comandante.

—¡Doble reserva al timón, y la guardia franca, a la cubierta!

Las detonaciones continuaban aumentando. Se percibían claramente los estampidos secos de las piezas pequeñas y el retumbante y más prolongado de la artillería de grueso calibre.

Yáñez, un poco pálido por la emoción, pero tranquilo, había dirigido un anteojo hacia Poniente, mientras el buque se deslizaba como una gaviota, dejando tras de sí una interminable estela de espuma.

—¡Humo en el horizonte! —gritó de pronto el portugués—. ¡Hay barcos de vapor allá abajo! Son ingleses: no hay duda. ¡Pronto! ¡Pronto!

—Señor De Gomara, corremos el peligro de saltar. Ya no pueden forzarse más las calderas.

El humo blanquecino que se distinguía perfectamente a la luz de la luna, se alzaba del lado de Mompracem.

Los disparos menudeaban. En aquella dirección estaban combatiendo de un modo furioso.

Al poco rato empezaron a distinguirse los fogonazos de la artillería. Llameaban en una gran extensión, cual si fuesen muchas naves las que combatían.

—¡Nuestros praos! —bramó de pronto Yáñez, apartando el anteojo—. ¡El Tigre de Malasia se aleja hacia el Norte!

—¡Malditos! ¡Otra vez nos han vencido los ingleses!

El americano le había arrancado el anteojo de las manos.

—¡Sí; los praos! —dijo finalmente—. ¡Los cañoneros les están disparando! ¡Marchan hacia el Suri!

—¡Artilleros! —gritó Yáñez—. ¡Dispuestos para el fuego de banda! ¡Deshaced aquellos barcos!

El Nebraska avanzaba rápidamente para interponerse entre los veleros que huían, siempre disparando, con el Mariana de Sandokán a la retaguardia, que relampagueaba como un volcán, y las pequeñas embarcaciones de vapor que los perseguían, haciéndoles unas formidables descargas.

—¡Ya estamos en pleno baile! —dijo el americano—. ¡Muchachos, fuego por las bordas!

XVI. La declaración de guerra

A pesar de que huía delante del enemigo, la flotilla del Tigre de Malasia se batía furiosamente, contestando al fuego con extraordinario vigor por medio de las cuatro piezas de caza situadas sobre la toldilla del Mariana, y las gruesas bombardas de los praos.

La flotilla se componía de ocho veleros con inmensas velas y unas tripulaciones muy numerosas, pero tan sólo el que montaba el Tigre, que era mayor que el que Yáñez perdió en el Kabataun, podía hacer frente al adversario, al menos durante algún tiempo. Los otros no eran más que simples embarcaciones malayas, aunque un poco mayores que los praos corrientes, sin balancín y con puente, y con las amuras lo suficientemente altas como para proteger a los fusileros.

La escuadra enemiga, que debía ser la que arrojó de su isla a los tigres de Mompracem, era mucho más fuerte y estaba mejor armada: se componía de dos pequeños cruceros que enarbolaban la bandera inglesa, de cuatro cañoneros y un bergantín de tonelaje casi igual al del Mariana.

A pesar de su ventaja, todos aquellos barcos no se atrevían a abordar a los veleros de Sandokán, y tenían bastante trabajo sólo con contestar a las formidables descargas de fusilería de los piratas, a los cañonazos de las piezas de caza y a los tiros de metralla de los praos, que limpiaban los puentes como rachas de huracán.

La imprevista aparición de la magnífica y poderosa nave americana interrumpió por un momento la lucha,

pues tanto los perseguidos como los perseguidores ignoraban a qué nación pertenecía, ya que no enarbolaba bandera alguna por ninguna parte.

Entonces, una voz poderosa se elevó desde el puente de mando del Nebraska, advirtiendo a los tigres de Mompracem que allí tenían a un formidable protector.

—¡Viva Sandokán! ¡Hurra por Mompracem!

Y en seguida, la misma voz gritó:

—¡Fuego sobre los ingleses!

Las siete piezas de babor del barco americano, todas de gran calibre y de gran alcance, relampaguearon casi al mismo tiempo con un estampido horrísono que repercutió hasta el fondo de la estiba, haciendo retemblar los puntales; y aquella tempestad de proyectiles le cayó encima a uno de los cruceros, demoliéndole de un golpe, y haciéndole saltar en pedazos la banda de estribor, al propio tiempo que le estallaban las calderas.

Un huracán de fuego y de humo hizo irrupción seguidamente en el cuarto de máquinas del crucero, y a continuación se oyó un fragor formidable, que parecía producido por los estallidos de las cajas de municiones y de los barriles de pólvora.

El crucero, detenido de pronto, se inclinó sobre el costado sobre el que había recaído el cañonazo, mientras que la tripulación se lanzaba al agua con grandes gritos.

—¡Bueno, señor De Gomara! —dijo el americano, que estaba junto a él en el puente—. ¿Qué le parece nuestra artillería?

—Después se lo diré —contestó el portugués—. Interpongámonos entre los praos y los cañoneros, y empeñemos la batalla. ¡Artilleros, fuego por estribor! ¡Eh, al bergantín!

Esta orden fue seguida de una segunda descarga, mientras los praos de los tigres de Mompracem se resguardaban detrás del barco americano, sin dejar de disparar con sus grandes bombardas.

El bergantín, que se había adelantado para proteger con sus cañones de caza al otro crucero, recibió tal andanada, que toda su amura quedó hecha astillas, mientras que el palo mayor, partido en dos cerca de la toldilla, se derrumbaba a lo largo de la proa con horrísono estruendo, arrastrando consigo parte del castillo y matando o hiriendo a media docena de gavieros.

Un formidable griterío se elevó de los puentes de los praos del Tigre de Malasia, que retemblaron bajo poderosas descargas de metralla. Los piratas de Mompracem se tomaban ahora el desquite, gracias al socorro que les prestaba aquel barco, que había enarbolado y desplegado la bandera roja del antiguo corsario, con sus tres cabezas de tigre en el centro.

Al darse cuenta los cañoneros de que eran impotentes para sostener la lucha contra un adversario que poseía una artillería de potencia y calibre casi desconocidos en aquella época, una vez que hubieron recogido rápidamente a los marineros del crucero hundido, y después de arrojar un cable al bergantín que se encontraba imposibilitado de hacerse a la vela, se batieron rápidamente en retirada con dirección a Mompracem, mientras eran despedidos con una descarga, la última de las piezas de caza del Mariana y de las bombardas de los praos.

Mientras esto sucedía, un hombre se había arrojado a la escala del barco americano, que había sido bajada rápidamente, y lanzándose sobre cubierta, cayó entre los brazos de Yáñez.

Era de estatura bastante elevada y extraordinaria mente desarrollado, tenía una hermosísima cabeza de aspecto fiero y enérgico, la tez bastante bronceada, muy negros los ojos, dentro de los cuales parecía arder un fuego especial, y el cabello espeso, rizado, negro como ala de cuervo y largo, pues le caía sobre la espalda. En cambio, la barba era un poco gris, mientras que sobre la frente se dibujaban algunas arrugas no precoces.

Iba vestido a la usanza oriental, con casaca de seda de color azul recamada en oro y mangas amplias, sujeta a la cintura con una ancha faja de seda roja que sostenía una soberbia cimitarra, y dos pistolas de largo cañón con arabescos y las culatas incrustadas de nácar y plata; llevaba unos amplios calzones, botas altas de piel amarilla y punta doblada, y cubría su cabeza con un pequeño turbante de seda blanca, en medio del cual brillaba un diamante del tamaño casi de una nuez.

Una bellísima jovencita que vestía el traje de las mujeres de la India le seguía.

—¡Sandokán! —exclamó Yáñez, estrechándole contra su pecho—. ¡Vencido tú! ¡Y tú también, mi querida Surama!

Un relámpago iluminó la mirada del comandante de la escuadrilla de veleros, mientras que su rostro reflejaba una expresión terrible de odio y de dolor al propio tiempo.

—¡Sí; vencido por segunda vez y por el mismo enemigo! —exclamó, con voz sorda.

—¡Te arrojaron de Mompracem!

—Puedes suponer que no lo habré abandonado por darles gusto, Yáñez.

—¿Se ha perdido todo?

—Todo lo han destruido esos perros. Las aldeas están ardiendo, sus moradores han sido sacrificados sin respetar a las mujeres ni a los • niños, con esa ferocidad característica de los ingleses, cuando se sienten más fuertes y encuentran por delante a gente de color. Nuestra casa ya no existe.

—Pero ¿cuál es la causa de ese asalto repentino?

En vez de contestar, Sandokán había echado en derredor una mirada, fijándola después en la toldilla, que estaba llena de marineros americanos.

—¿Dónde has encontrado este crucero? —preguntó, finalmente—. ¿Qué es lo que has hecho en estos días? ¿Y Tremal-Naik? ¿Y Damna? ¿Y el Mariana? ¿Quiénes son estos hombres blancos que toman la defensa de los tigres de Mompracem?

—Después de mi partida hacia el Kabataun han sucedido cosas gravísimas, hermano mío —contestó el portugués—. Pero antes de que te cuente nada de esto, dime hacia dónde te dirigías ahora.

—Primeramente, en tu busca; después, a buscar un nuevo asilo. Al norte de Borneo no faltan islas donde poder vivir y prepararse para la venganza —dijo Sandokán—. ¡El Tigre de Malasia aún hará oír su rugido en las playas de Labuán y también en las de Sarawak!

Yáñez hizo una seña al comandante americano, que estaba detenido a pocos pasos de distancia, esperando las órdenes del nuevo propietario del barco; y después de haberle presentado a Sandokán, le preguntó:

—¿Dónde desea desembarcar, capitán?

—Si es posible, en Labuán, donde me será más fácil embarcar para Pantianak; y además, allí tengo dos hombres que podrán darle excelentes noticias, señor De Gomara. Hasta que ya no le haga falta, quedará a sus órdenes todo el personal de máquinas, que ha aceptado sus proposiciones, y dos contramaestres de artillería, para enseñar a los malayos el manejo de las piezas. Tendré una gran satisfacción en permanecer en su compañía para tomar parte en la campaña que no dudo iniciará contra esos señores de la bandera roja encuartada. Me gustaría verlo.

—Avancemos lentamente hacia Labuán, de modo que no lleguemos antes de la noche. Los praos podrán seguirnos sin dificultad, pues sopla un viento fresco.

Luego, Yáñez, pasando un brazo bajo el derecho de Sandokán, le llevó hacia la popa, y ambos descendieron a la cámara, seguidos por la joven indostana.

En aquel momento desaparecían entre la niebla del horizonte los cañoneros, el bergantín y el crucero.

—Cuéntame qué es lo que ha sucedido en Mompracem —dijo el portugués, mientras descorchaba una botella de whisky, sonriendo a Surama—. ¿Por qué se te han echado encima? Kammamuri, cuando regresó a la factoría de Tremal-Naik, me explicó que el gobernador de Labuán quería apoderarse de tu isla.

—Sí, con el pretexto de que mi presencia constituía un peligro continuo para aquella colonia, y de que daba alientos a los piratas de Borneo —contestó Sandokán—. No obstante, no creía que las cosas se sucediesen tan de prisa en contra de nosotros, que hemos prestado a Inglaterra un servicio tan grande como fue el de desembarazarle la India de la secta de los thugs. Pero me equivoqué: hoy hace cuatro días, un enviado inglés me llevó la orden de que desalojara la isla en el plazo de cuarenta y ocho horas, conminándome con arrojarme de ella a viva fuerza. Entonces escribí al gobernador, diciéndole que yo venía ocupando la isla desde hacía veinte años, que me pertenecía por derecho propio, y que el Tigre de Malasia era hombre para defenderla largo tiempo, cuando, de repente, ayer noche, sin previa declaración de guerra, veo venírseme encima esa escuadra que tú has tratado tan bien, mientras que otra, compuesta de veleros pequeños, desembarcaba cuatro compañías de cipayos con cuatro baterías de artillería en la orilla occidental.

—¡Canallas! —exclamó Yáñez, dando muestras de gran indignación—. ¡Nos han considerado como si todavía fuésemos piratas!

—¡Peor, como antropófagos! —dijo Sandokán, con voz temblorosa por la ira—. A medianoche, las aldeas ardían, y sus habitantes, sorprendidos, morían asesinados con una ferocidad nunca vista, mientras la escuadra abría un fuego terrible contra nuestras trincheras de la bahía pequeña, destruyéndome un buen número de praos. Aun cuando estaba cogido entre dos fuegos, el de las piezas de los barcos y el de las baterías de los cipayos, resistí como un desesperado hasta el amanecer más de catorce asaltos; luego, me embarqué en los restos de mi flotilla, y me abrí paso a cañonazos por entre los cruceros y los cañoneros, logrando huir a tiempo.

—¿Y qué es lo que piensas hacer ahora?

El Tigre de Malasia levantó la mano derecha, como si empuñase un arma y se preparase a dar un golpe mortal; después, contrayendo los labios como la fiera cuyo nombre llevaba, dijo, en una terrible explosión de ira:

—¿Qué es lo que pienso hacer? Hace veinte años hice temblar a Labuán, y ahora volveré a sembrar el terror por todas sus costas. ¡Declaro la guerra a Inglaterra, y también a Sarawak!

—¿O al hijo de Suyodhana?

—¿Qué es lo que has dicho, Yáñez? —gritó, mirándole con profunda sorpresa.

—Que el hombre que ha sublevado a los dayakos del Kabataun, el que ha movido al gobernador de Labuán y al raja de Sarawak para arrojarte de Mompracem, es el hijo del Tigre de la India, a quien tú mataste en Delhi.

Sandokán se había quedado mudo de asombro; parecía como si aquella inesperada revelación le hubiera inmovilizado completamente.

Al cabo de un rato, dijo:

—¡El jefe de los estranguladores de la India tenía un hijo!

—Y muy hábil, muy resuelto y decidido a vengar la muerte de su padre —añadió Yáñez—. Nosotros hemos perdido ya nuestra isla, todas las factorías de Tremal-Naik han sido destruidas, y ese querido amigo y Damna, se encuentran en su poder.

—¡Te los han arrebatado! —gritó Sandokán.

—Después de un horrible combate que hubiera terminado con la muerte de todos, si no hubiera sido por la llegada providencial de este barco.

Sandokán se puso a dar vueltas por el saloncito, lo mismo que una fiera enjaulada, con la frente borrascosamente fruncida y las manos cruzadas sobre el pecho.

—¡Cuéntamelo todo! —dijo, de pronto, deteniéndose ante el portugués, y vació de un solo trago una taza de whisky.

Yáñez le explicó lo más brevemente que pudo las diversas y complejas aventuras que hubo de correr desde su partida de la isla de Mompracem.

Sandokán le escuchaba en silencio y sin interrumpirle.

—¡Ah! ¿Este barco es nuestro? —dijo, cuando Yáñez hubo concluido su relato—. Está bien: haremos la guerra a Inglaterra, a Sarawak y al hijo de Suyodhana. ¡A todos!

—¿Y qué es lo que vamos a hacer de nuestros praos? No pueden seguir a este barco, que boga como un pez. ¿Quieres echarlos a pique?

—Los enviaremos a la bahía de Ambong. Allí tenemos amigos, que tendrán consignados nuestros veleros hasta que volvamos. Únicamente llevaremos al Mariana, en el cual irá la tripulación.

—¿Qué? ¿Nos seguirá?

—Puede hacernos falta más tarde.

Salieron de la cámara y subieron a cubierta, donde Kammamuri, el valiente maharatto, y Sambigliong les esperaban.

El barco marchaba a poco vapor y en dirección de Oriente, seguido a poca distancia por el Mariana de Sandokán y los praos, los cuales tenían a su favor un viento que los empujaba.

En la lejanía se perfilaban ya débilmente las alturas de Labuán, y los últimos rayos del sol poniente ponían en ellos reflejos dorados.

A las nueve de la noche, el crucero se detenía a media milla de distancia de la playa, frente al mismo lugar donde habían desembarcado los dos marineros, pues podía darse el caso de que hiciesen la señal aquella misma noche.

No se habían encendido los faroles en los otros barcos, ni tampoco en el formidable buque, para no atraer la atención de los cañoneros ingleses que vigilaban y defendían la isla.

Habían transcurrido cuatro horas, cuando sobre la escollera brilló un cohete verde. Yáñez, Sandokán, el americano y la joven indostana, que se hallaban en el puente charlando, sentados en sendas poltronas, se levantaron bruscamente.

—¡Esa es la señal de mis hombres! —exclamó el americano—. ¡Ya sabía yo que eran un par de tunos y que no perderían el tiempo en las tabernas de Victoria!

A una orden suya, un marinero lanzó un cohete rojo, al cual los dos americanos de la playa contestaron inmediatamente con otro de igual color.

Poco a poco fue destacándose de la escollera una sutil nubécula que dejaba tras sí una estela fosforescente. El mar, saturado de noctilucas, brillaba bajo el golpe de los remos como si se encendiesen bajo la chalupa luces de azufre.

Yáñez mandó bajar la escala.

Diez minutos más tarde, la embarcación abordaba al vapor, y los americanos subían rápidamente.

—¿Qué? —preguntaron brevemente Yáñez y el comandante, llenos de ansiedad.

—Hemos logrado más de lo que podíamos esperar, señores —contestó uno de ellos.

—Explícate pronto, Tom —dijo el americano—. ¿Sabes a dónde han sido conducidas esas personas?

—Sí, capitán; lo he sabido por un compatriota nuestro que montaba la chalupa de vapor de la cual ha hablado el señor —dijo, señalando a Yáñez.

—¿Se ha detenido en Labuán esa chalupa? —preguntó el portugués.

—Sólo por pocos minutos, y con objeto de repostarse de carbón y desembarcar a ese compatriota nuestro, que tenía una herida de bala en un brazo —contestó el marinero—. Ese hombre me dijo que a bordo iban un hindú, una muchacha y cinco malayos.

—¿Y a dónde los han llevado?

—A Redjang, en el fortín de Sambulu.

—¡En el sultanato de Sarawak! —exclamó Sandokán—. Entonces, ¿ha sido el raja quién ha mandado aprehenderlos?

—No, señor. Nuestro compatriota nos ha dicho que ha sido un hombre que se hace llamar el Rey del Mar; pero que, según parece, cuenta con el apoyo más o menos velado del gobernador de Labuán y del raja.

—¿Y no sabe quién es ese hombre? —preguntó Yáñez.

—El mismo lo ignora, y no le ha visto nunca. Sin embargo, también me ha dicho que es un hombre poderoso y amigo del raja —contestó el marinero.

—Ese hombre no puede ser otro que el hijo de Suyodhana —dijo Sandokán, después de un breve silencio.

Se volvió hacia el comandante americano.

—¿Quiere usted que le desembarquemos aquí? —le preguntó.

—Lo prefiero a cualquier otro lugar de la costa.

—¿No le molestarán los ingleses, después de lo que ha hecho?

—Nadie me conoce aquí, señor. Además, soy súbdito americano, y no se atreverían a molestarme. Inventaré una historia cualquiera para explicar mi presencia en las costas de la isla; por ejemplo, un naufragio ocurrido mar adentro, pero muy adentro, un barco preso de los piratas borneses, u otra cosa por el estilo. Por eso no se inquiete.

—¿Querría usted encargarse de depositar una carta en el correo de Victoria, para el gobernador de Labuán?

—Tendré un gran placer en hacerle ese servicio.

—Le advierto que se trata de una declaración de guerra.

—Ya me lo suponía —respondió el americano—. Me guardaré muy bien de decir al gobernador que he sido yo el que la puso en el correo.

—Yáñez —dijo Sandokán, volviéndose hacia su amigo—, coge mi caja, que está en mi camarote del Mariana, y saca de ella mil libras esterlinas, que quiero regalárselas a la tripulación americana, y manda que preparen las chalupas para su desembarco. Yo voy al camarote un momento para escribir la carta al gobernador.

Cuando volvió al puente, la tripulación americana que debía salir del barco, excepto el personal de máquinas y los dos cabos de cañón, que habían firmado ya sus respectivos contratos, le saludó con un formidable:

—¡Hurra el Tigre de Malasia! ¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra!

Sandokán reclamó silencio con un gesto, hizo subir a bordo a los que mandaban los praos y a la mayor parte de sus tigres, y leyó en voz alta:


Nosotros, Sandokán, llamado el Tigre de Malasia, expríncipe de Kini-Ballou, y Yáñez de Gomara, legítimos propietarios de la isla de Mompracem notificamos al señor gobernador de Labuán que desde hoy declaramos la guerra a Inglaterra, al raja de Sarawak y al hombre que se hace llamar el Rey del Mar, protegido de ellos.

Sandokán y Yáñez de Gomara.

A bordo del Rey del Mar, 24 de mayo de 1868.
 

Un rugido terrible, salvaje, salió como un huracán del pecho de los formidables tigres de Mompracem.

—¡Viva la guerra! ¡Muerte y exterminio para los del trapo rojo!

—Señor —dijo el comandante americano, tendiendo la diestra a Sandokán—, le aseguro que dará usted una lección muy dura a ese poderoso John Bull. Del poder de este barco, le respondo yo: ninguno de los que naveguen por estos mares podrá hacerle frente. Pero antes de dejarle, quiero hacerle una pregunta y darle un consejo.

—Hable usted —dijo Sandokán.

—Este barco no cuenta más que con quinientas toneladas de carbón, que, aun cuando las economice lo que pueda, no podrán durarle más de un mes. Sírvase cuanto pueda de las velas; porque después de la declaración de guerra encontrará cerrados los puertos holandeses y los del sultanato de Bruni, que se mantendrán neutrales y se negarán a proveerle.

—Ya había pensado en eso —contestó Sandokán.

—Envíe el Mariana a Bruni para que cargue carbón antes de que estalle la guerra, y señale cualquier lugar de la gran bahía de Sarawak para que su barco no se encuentre sin combustible en lo mejor de las operaciones. Acuérdese de que, para usted, el carbón es tan preciso como la pólvora.

—En caso desesperado, saquearé los depósitos que para el abastecimiento de sus escuadras tienen los ingleses en algunas islas —contestó Sandokán.

—¡Adiós, señores; buena suerte! —dijo el americano, estrechando con fuerza la mano a los dos antiguos piratas de Mompracem.

Guardó la misiva en la cartera, y descendió por la escala.

La tripulación había ya ocupado sus puestos en las embarcaciones, que dirigían muchos hombres de color.

La escuadrilla partió inmediatamente, después de haber lanzado otro ¡hurra!, caluroso.

Media hora después, aproximadamente, el personal americano desembarcaba en la costa de Labuán, y regresaban de nuevo las embarcaciones que lo habían conducido.

El Mariana y los praos tendieron las velas, dispuestos a zarpar con rumbo al Norte, dirigiéndose al puerto amigo de Ambong. Llevaban las tripulaciones muy reducidas, pues la mayor parte de los marineros habían pasado al crucero.

—Ahora —dijo Sandokán, después de haber dado las últimas órdenes a los comandantes de las embarcaciones y de que estas se pusieran en marcha— corramos a libertar a Tremal-Naik y a acabar con el poder del Rey del Mar.

Momentos más tarde, el Rey del Mar —nombre con que rebautizaron a la poderosa nave americana—, marchaba a toda máquina hacia el Sur, para acercarse a la bahía de Sarawak.

(La narración de esta obra sigue en «Por el mar de la Sonda»)

Segunda parte. Por el mar de la Sonda

I. Una expedición nocturna

—¡Señor Yáñez, por aquel agujero de allí abajo veo brillar una luz!

—Ya la he visto, Sambigliong.

—¿Será algún prao que esté anclado en la rada?

—No; más bien creo que se trata de una chalupa de vapor. Probablemente, la que ha conducido hasta aquí a Tremal-Naik y a Damna.

—¿Acaso vigilarán la entrada de la rada?

—Es muy posible, amigo mío —respondió tranquilamente el portugués, tirando el cigarrillo que estaba fumando.

—¿Podremos pasar sin ser vistos?

—¿Crees que van a temer un ataque por nuestra parte? Redjang está demasiado lejos de Labuán, y lo más probable es que en Sarawak no sepan todavía que nos hemos reunido. A no ser que ya tengan noticia de nuestra declaración de guerra. Además, ¿no vamos vestidos como los cipayos del Indostán? ¿Y no van vestidas ahora lo mismo que nosotros las tropas del rajá?

—Sin embargo, señor Yáñez, preferiría que esa chalupa o ese prao no estuviera aquí.

—Querido Sambigliong, no dudes que a bordo estarán todos durmiendo. Les sorprenderemos.

—¡Cómo! ¿Vamos a asaltar a esos marineros? —preguntó Sambigliong.

—¡Naturalmente! No quiero que queden a nuestras espaldas enemigos que luego podrían molestarnos en nuestra retirada. Dejaremos libre el camino para que el Rey del Mar no se vea precisado a venir en nuestro socorro, teniendo, como tendría, que arrimarse a la costa. Podría dar un encontronazo con algún escollo. Supongo que no habrá mucha gente en esa chalupa, prao o lo que sea, y nosotros somos bastante ligeros de manos. No hay que hacer uso de las armas de fuego: solamente deben funcionar los kriss y los parangs. ¿Me habéis entendido?

—Sí, señor Yáñez —contestaron varias voces.

—Pues entonces, ¡adelante y en silencio!

Esta conversación se sostenía a bordo de una gran chalupa que avanzaba al impulso de doce remos y que iba ocupada por catorce hombres, los cuales vestían el pintoresco traje de los cipayos de Sarawak: un jubón de paño rojo, pantalón de tela blanca, un pequeño turbante, también blanco, y zapatos de punta vuelta.

Doce de dichos hombres tenían un color de tez muy oscuro, asemejándose mucho a los malayos, o, por lo menos, a los dayakos; En cambio, los otros dos eran de raza caucásica, y vestían uniformes de oficiales.

Todos ellos eran gente robusta, altos y musculosos; cerca de sus respectivos asientos llevaban carabinas de fabricación india, pesados sables de hoja muy larga y puñales ondulados, los famosos y temibles kriss malayos.

La chalupa, que avanzaba silenciosa y velozmente, dirigida por Yáñez, que iba al timón, se encaminaba hacia una bahía muy amplia que se divisaba en la costa occidental de la isla grande de Borneo, por la parte que la bañan las aguas del golfo de Sarawak.

A pesar de que la noche era oscurísima, la chalupa avanzaba sin ninguna vacilación, deslizándose por entre las escolleras coralíferas que asomaban entre dos aguas, a babor y a estribor, y contra las cuales se deshacía la resaca con prolongados mugidos.

Iba con rumbo a un pequeño punto luminoso que se vislumbraba en el fondo de la rada, y que tan pronto se elevaba como descendía, como si fuera zarandeado por continuas sacudidas.

Ya había penetrado la chalupa en aquella ancha abertura de la costa, cuando el hombre blanco que iba sentado al lado de Yáñez, y que parecía un guapo mozo de veinticinco o veintiocho años, de contextura maciza, con la barba cortada a lo americano y que vestía el uniforme de subteniente, preguntó:

—Capitán Yáñez, y si nos interrogan, ¿qué vamos a contestar?

—Que llevamos víveres al fortín de Macrae —contestó el portugués, que había encendido otro cigarrillo.

—¡Realmente, parece que nuestra chalupa va cargada de todo cuanto Dios ha creado!

—Y así que hayamos Puesto borda con borda, ¿caeremos sobre ellos?

—Sí, señor Horward. Nosotros los piratas no vacilamos jamás en tirarnos a fondo enseguida. Sí es una chalupa de vapor, usted se encargará de ponerla rápidamente en presión, de ese modo los remolcaremos enseguida, después de haber dado el golpe.

—¿Confía usted en el resultado?

—Plenamente, señor Horward. Dentro de dos horas, Tremal-Naik y Damna estarán a bordo de nuestro buque: yo se lo aseguro.

—¡Ustedes Ion admirables!

—¡Cómo que estamos acostumbrados a correr toda clase de peligros y aventuras! —Contestó el portugués—. También ustedes los americanos tienen buena sangre en las venas.

—¡Oh!

De aquella embarcación, que todavía no podía precisarse bien si era un prao o una chalupa, salid una voz que gritó:

—¿Quién vive?

—¡Somos amigos, que llevamos víveres al fuerte de Macrae!

—Tenemos orden de prohibir toda clase de desembarco hasta que amanezca,

—¿Quién ha dado esa orden?

—El capitán Moreland, que está en el fortín esperando a que su barco se haya aprovisionado de carbón.

—Entonces, esperaremos cerca de vosotros hasta que amanezca.

Enseguida, volviéndose hacia el maquinista americano y hacía Sambigliong, que estaba cerca de él, dijo, a media voz:

—No sabía que hubiese un barco por estas aguas. ¡El capitán Moreland! ¿Quién será?

—Sin duda, algún inglés que estará al servicio del rajá de Sarawak —contestó el americano.

—¡Pues el barco se quedará sin el jefe! —dijo Sambigliong—, ¡le haremos prisionero junto con la guarnición del fortín!

—¡Despacio, querido! —dijo Yáñez—. En ese fortín puede haber más gente de la que nosotros pensamos, y nuestro juego es, sobre todo, de astucia, Además, es preciso que no sospechen nada, puesto que ahí tenemos la chalupa encargada de aprovisionarlos,

—Eso es una verdadera suerte, señor Yáñez —dijo el americano.

—No digo que no. ¡Mire usted si me había equivocado! Es una chalupa de vapor y no un prao. ¡Muchachos, estad prontos!

—¡Acercaos —gritó de pronto una voz ronca—, u os largo un metrallazo!

—¡Y asesinaréis a unos compañeros! —contestó Yáñez—. Pero debo advertir que no soy un dayako, sino un oficial del rajá.

El hombre que había formulado la amenaza, murmuró algunas palabras que Yáñez no pudo oír.

La chalupa estaba ya tan cerca, que se la podía ver perfectamente, pues estaba alumbrada por un gran farol colocado en lo alto de la chimenea.

Se trataba de una barcaza de una docena de metros de longitud, ancha de costados, con puente y armada con un pequeño cañón, situado en la proa. Algunos hombres vestidos de blanco, y que parecían indostanos, por los turbantes que llevaban, estaban apoyados en la borda.

—¡Echad un cable! —dijo Yáñez, mientras que sus malayos alzaban los remos y cogían los parangs, ocultándolos luego bajo los bancos.

Desde a barcaza arrojaron una cuerda, y Sambigliong, que había pasado a proa, la cogió enseguida.

—¡Listos! —susurró Yáñez a sus hombres—. ¡En cuanto yo dé la orden, saltad a bordo!

En pocas brazadas, la chalupa se encontró al lado de la barcaza, Yáñez y el americano pasaron rápidamente a bordo de la segunda.

—¿Quién es el que manda aquí? —preguntó el portugués, con voz imperiosa.

—Yo soy, señor —contestó, haciendo un saludo, un indostano que llevaba en la manga los galones de sargento—. Usted me perdonará, señor teniente, si he amenazado con ametrallarlos; pero el capitán Moreland me ha dado órdenes severísimas, y no puedo permitirle que desembarque…

—¿Dónde está el capitán?

—En el fortín.

—¿Y su barco?

—En la boca del Redjang, delante de la entrada septentrional.

—¿Están todavía en el fortín los prisioneros?

—¿Ese hindú y su hija?

—Si —dijo Yáñez.

—Ayer estaban todavía; pero creo que tan pronto como se haya aprovisionado de carbón el buque del capitán, los transportará a Sarawak.

—¿Teme algo?

—Un golpe de mano de los tigres de Mompracem. Se dice que se han lanzado al mar para hacer la guerra al rajá y a Inglaterra.

—¡Tonterías! —dijo Yáñez—. Todos han huido hacia el norte de Borneo. ¿Cuántos hombres hay aquí?

—Ocho, señor teniente.

—¡Ríndete!

Antes de que el sargento, sorprendido, se diera cuenta de su situación, ya el portugués le había cogido por el cuello con la mano derecha, mientras que con la izquierda le apuntaba al pecho con una pistola de las que llevaba al cinto. Al ver aquello, los doce tigres que componían la tripulación de la chalupa saltaron rápidamente a la barcaza, y cayeron sobre los otros indostanos, con los parangs levantados.

—¡El que oponga la menor resistencia, es hombre muerto! —gritó Yáñez.

El sargento, que debía de ser hombre de valor, trató de librarse de las manos del portugués y de sacar el sable, y gritó a su tropa:

—¡Coged las carabinas!

Horward, el americano, que se había colocado detrás de él, le sujetó por la mitad del cuerpo, y le hizo rodar hasta el fondo de la barcaza, mediante una zancadilla aplicada en el momento oportuno.

Cuando vieron caer a su sargento y que los piratas estaban dispuestos a hacer uso de los parangs, la tripulación ya no se atrevió a moverse.

—¡Sambigliong, ata al sargento! Y vosotros, desarmad a todos y encerradlos bien asegurados debajo del puente.

La orden fue ejecutada inmediatamente, sin que los indostanos se resistieran.

—Ahora —prosiguió el portugués, sentándose al lado del sargento, a quien habían atado a la amura—, si quieres salvar la piel, hablemos un poco. Será inútil que te obstines en callar, porque nosotros conocemos el modo de hacer que cantes, aunque fueras realmente mudo. ¿Cuántos hombres hay en el fortín de Macrae?

—Cincuenta, contando con el capitán y un teniente del rajá.

—¿Quién es ese sir Moreland?

—Se dice que ha sido teniente de la marina angloindia.

—¿Y qué es lo que ha venido a hacer aquí?

—No lo sé, señor. Se cree que está en muy buenas relaciones con el rajá de Sarawak y que goza de la protección del gobernador de Labuán. Sólo sé que manda un hermoso barco de vapor, armado de un modo formidable.

—¿Entonces, es inglés?

—Eso dicen —respondió el sargento—, aun cuando es de color muy oscuro.

—¿Qué bandera enarbola su barco?

—La del rajá de Sarawak.

—¿Qué distancia hay de aquí al fortín?

—Una milla escasa.

—Te concedo la vida, y te regalaré diez libras esterlinas. Señor Horward, usted permanecerá aquí con dos de los nuestros, y mientras regreso, encenderá usted la máquina. Necesitaremos la barcaza dentro de algunas horas. El resto de los hombres se embarca conmigo.

Luego, volviéndose de nuevo hacia el sargento, añadió:

—El fortín está en una altura, ¿no es cierto?

—Frente a nosotros —contestó el indostano—. Es la única elevación que hay en esta costa.

—Muy bien. Permanecerás prisionero hasta que regresemos, y si estás tranquilo, te dejaremos libre en seguida. ¡Buenas noches y buena guardia, señor Horward!

—¡Buena suerte, capitán Yáñez! —contestó el americano.

El portugués volvió con Sambigliong y nueve hombres más a la chalupa, y dio la señal de partida.

La embarcación se apartó de la barcaza y se dirigió hacia la playa, que se encontraba a trescientos o cuatrocientos pasos, y contra la cual se estrellaba la resaca, extendiéndose las olas por ella a lo largo de un buen trecho.

Los once hombres desembarcaron y dejaron la chalupa en seco; cambiaron los parangs por las carabinas, y cargaron con grandes cestos, que parecían muy pesados.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó Yáñez.

—Sí, capitán —contestaron todos.

—Dejadme hablar a mí solamente, y estad prontos para lo que ocurra.

—Seremos mudos.

—¡Adelante, valientes! ¡Los tigres de Mompracem no temen a los mamelucos del rajá de Sarawak!

Mientras tanto, la niebla que hasta entonces había ocultado las estrellas, se había ido disipando, y Yáñez distinguió inmediatamente la altura donde estaba emplazado el fortín; tanto más cuando que el resto de la costa era una llanura.

Aquel pelotón de hombres se puso en marcha en medio del silencio más profundo. Yáñez iba alumbrando el camino con una linterna que había cogido de la chalupa, y cuya luz podía verse a gran distancia, dado lo oscuro de la noche.

Por la otra parte de la duna descubrieron una especie de sendero que serpenteaba por entre las plantaciones de índigo, y que parecía dirigirse hacia la elevación; los tigres se internaron por aquel camino, marchando en fila.

Veinte minutos más tarde llegaban al pie de la minúscula colina, que apenas tendría unos doscientos metros de elevación, y en cuya cumbre se vislumbra confusamente una especie de pequeño torreón, rodeado de casas y del recinto fortificado.

—Sí no están durmiendo o no son ciegos, a estas horas ya deben de haber visto la luz de mi linterna —dijo el portugués—. ¡Ah, mi querido señor Moreland; Ya verás cómo te la juegan bien los tigres de Mompracem Después de esto, Sandokán se encargará de tu barco, puesto que tienes uno!

Un estrecho sendero en zigzag conducía hasta el fortín.

Después de haber descansado un rato, para que sus hombres reposaran, pues las cestas que llevaban eran muy pesadas, Yáñez comenzó a subir, con el sable desenvainado.

Cuando ya estaba el pelotón a mitad de la cuesta, se oyó una voz que gritaba, desde uno de los taludes del fortín:

—¿Quién va?

—¡El teniente Jarshon con cipayos de Sarawak, que traen víveres para el fortín, por orden del capitán Moreland!

—¡Esperad!

Se oyeron unas voces; enseguida brillaron luces en la empalizada, y por último, tres hombres que parecían dayakos, aun cuando llevaban el traje típico de la India e iban armados con carabinas, se dirigieron hacia el grupo. Uno de ellos era portador de una antorcha.

—¿De dónde viene usted, señor teniente? —preguntó uno de los tres hombres.

—De Kohong —contestó Yáñez—. ¿El capitán Moreland está todavía levantado?

—Ahora acaba de cenar con los prisioneros.

—¡Muy tarde se cena en Macrae!

—Es que el capitán no vino hasta después del anochecer.

—Pues condúceme enseguida a su presencia; tengo que comunicarle noticias muy graves.

—¡Sígame usted, señor teniente!

Yáñez se puso detrás, murmurando entre dientes:

—¡He aquí un detalle que no había previsto! Si al verme aparecer, Tremal-Naik y Damna lanzaran de improviso un grito de sorpresa… ¡En guardia, mi querido Yáñez! ¡Estás jugando una partida peligrosa!

El grupo atravesó un puente levadizo, dos recintos y un gran patio descubierto, y se detuvo ante una construcción de mampostería bastante amplia, que estaba coronada por una pequeña torre. Los rayos de luz salían por las ventanas de la planta baja.

—Vaya usted, señor teniente: el capitán está ahí —dijo uno de los dayakos—. ¿Doy alojamiento a los hombres que le acompañan?

—Por ahora, no; déjalos en el patio.

Envainó de nuevo el sable, aseguró las pistolas en la faja, cambió una rápida mirada con Sambigliong, y, aparentando una calma suprema, entró en el saloncito, iluminado por una linterna china de papel pintado al óleo. Delante de una mesa ricamente servida se encontraban tres personas: un capitán de marina, Tremal-Naik y Damna.

II. Un audaz golpe de mano

Cuando Tremal-Naik y Damna vieron entrar a Yáñez, vestido de aquel modo tan desusado de él, se levantaron como movidos por un resorte, y quedaron con la boca abierta, a punto de proferir un grito de sorpresa, que hubiera sido muy natural en aquella ocasión, pero que el audaz portugués temía grandemente, por sus fatales consecuencias. Una rápida mirada de este lo detuvo a tiempo en los labios de ambos.

Por fortuna, el capitán Moreland, que daba la espalda a la puerta y a quien se le enredó la correa del sable en el respaldo de la silla, cuando iba a levantarse, no pudo sorprender aquella imperiosa mirada.

El portugués dio media vuelta sobre los talones, se cuadró y llevó la diestra a la visera del casco de corcho cubierto de franela blanca, y saludó militarmente.

El capitán era un arrogante joven de unos veinticinco años, de elevada estatura, con ojos negros que parecían llamear, una barba fina y negra que le proporcionaba un aspecto altivo, y la piel muy bronceada. Diríase que le corría por las venas más sangre indostana o malaya que europea, a pesar de la pureza de líneas de sus facciones, que eran más caucásicas que indostanas.

—¿De dónde viene, señor teniente? —preguntó en purísimo inglés, después de haberle mirado largamente.

—Vengo de Kohong a traer a usted víveres, de parte del gobernador. ¿No los esperaba usted, capitán?

—Sí; había pedido provisiones, porque aquí no es posible encontrarlas.

—Botellas y productos europeos, ¿no es eso?

—Sí, es verdad —contestó el capitán—. Pero no era necesario que me enviaran un oficial para traerme eso: bastaba con algunos soldados.

—No se atrevía a comunicarles las noticias que me ha encargado que transmita a usted personalmente.

—¿Noticias?

—¡Y graves, sir Moreland!

—¿Es usted el comandante de la guarnición de Kohong?

—Sí, capitán.

—Usted no es inglés.

—No, señor; soy español, y desde hace algunos años estoy al servicio del rajá de Sarawak.

—¿Y qué es lo que tiene usted que decirme?

Yáñez señaló a Tremal-Naik y a Damna, que permanecían en pie, inmóviles y llenos de asombro, pero sin pronunciar una sola palabra ni hacer el más pequeño movimiento que pudiera poner en guardia al capitán.

—¡Tiene usted razón! —dijo sir Moreland, sonriendo—. ¡Son mis prisioneros!

Se volvió hacia Tremal-Naik y Damna, y les dijo con extremada cortesía:

—Dispénsenme ustedes que me ausente por algunos minutos.

«¡Vaya! —pensó Yáñez—. ¡No les trata como a prisioneros, sino como a huéspedes! ¿Qué es lo que significa esto? ¡Aquí hay gato encerrado!».

Siguió la dirección de la mirada del capitán, y vio que la fijaba insistentemente en la muchacha, la cual bajó los ojos ruborosamente.

«¡Ah! ¡Demonio! —pensó el portugués, arrugando el entrecejo—. Parece que se entiende la sangre angloindia. ¡Tendría que ver!».

El capitán abrió una puerta lateral, e introdujo a Yáñez en un gabinete muy elegante y amueblado al estilo de la India, con ricos tapices, muebles ligeros, pequeños divanes de telas orientales con hilos de oro, y grandes vasos de bronce con relieves colocados en los ángulos.

Una lámpara en forma de globo, un poco opaca y de color azulado, esparcía una luz ligeramente velada sobre los tapices, haciendo brillar sus recamados argentinos.

—Nadie puede oírnos, teniente —dijo el capitán, después de haber cerrado la puerta con llave y haber dejado caer un pesado cortinón de brocado antiguo.

—¿Sabe usted, capitán, que los tigres de Mompracem han declarado la guerra a Inglaterra y al rajá de Sarawak, su protegido? —dijo Yáñez,

—Ayer me lo comunicó el rajá por medio de un correo —contestó sir Moreland—. Pero ¿es que están locos?

—No tanto como usted cree —respondió Yáñez—. Recuerde usted que fue Sandokán el que deshizo y arrojó de aquí a James Brooke, cuando este se hallaba en todo su auge y se creía invencible.

—¡Aquellos eran otros tiempos, teniente! Y, además, ¡desafiar a Inglaterra! ¿Ignoran, Quizá, que el poderío naval inglés es temido, incluso por los Estados europeos? Esos locos harán algún crucero con sus praos por estas aguas, y a los primeros cañonazos quedarán deshechos.

—En eso Precisamente es en lo que está usted equivocado, sir Moreland. No es con sus veleros con lo que emprenderán la guerra. Ayer se vio un enorme barco de vapor a veinte millas mar adentro de Kohong, y llevaba enarbolada la bandera roja de los tigres de Mompracem.

El capitán se sobresaltó.

—¿Cómo es eso?

—Y, según parece, se dirigía hacia estas costas.

—¿Le ha encontrado usted?

—No, capitán.

—¿Y qué es lo que vienen a hacer aquí? ¿Sabrán que tengo anclado mi barco en la segunda boca del Redjang?

—El gobernador de Kohong cree que tratan de asaltar el fortín de Macrae, para libertar a los dos prisioneros, y por eso me envía para que advierta a usted que se los mande en seguida. Yo tengo el encargo de conducirlos en la lancha de vapor que se halla estacionada en la rada.

—Están más seguros a bordo de mí barco.

—Los expone usted a los riesgos de una batalla; sobre todo, siendo ya ahora muy dudosa la victoria. El gobernador preferiría que usted se los enviase. Según tengo entendido, ese mismo deseo se lo ha manifestado también al rajá de Sarawak. Dice que hay que retener, aun cuando sea en calidad de huéspedes, a esas dos personas, para oponer así un obstáculo a la audacia de Sandokán, e impedirle que insurreccione a los dayakos del interior, que siguen siendo aliados suyos desde los tiempos de James Brooke.

Sir Moreland permaneció silencioso durante unos instantes, y parecía presa de una preocupación muy honda; al fin, después de algunos momentos de silencio, dijo, con una inflexión de tono muy particular, que no se le escapó al portugués:

—También yo tengo por eso prisioneros a Tremal-Naik y a Damna.

Se pasó la mano por la frente, con un movimiento nervioso, y suspiró.

—¡La fatalidad del Destino! —dijo, como hablando consigo mismo.

Yáñez le observaba atentamente, mientras pensaba:

«¡Qué demonio! ¿Se habrá enamorado este angloindio de los ojos de Damna? ¡Por Dios vivo que me parece un hermoso joven, lleno de fuego y de atrevimiento, y se me figura que es un hombre leal! ¡Probemos a ablandarle!».

Y ya en voz alta, preguntó:

—¿Qué decide usted, capitán?

—El gobernador de Kohong puede estar en lo cierto —contestó sir Moreland, después de un breve silencio—. Los prisioneros serían para mí un embarazo a bordo de mi barco. Además, nunca se puede saber cómo va a terminar una batalla, sobre todo cuando esos terribles piratas andan por medio. Tengo gran confianza en el poder y en la solidez de mi barco y en el valor de mis hombres, que he escogido cuidadosamente, y también en la potencia de mis cañones, que son de los más modernos; pero desconozco la fuerza de mis adversarios, y podría tocarme la peor parte. ¿Cree usted que sabrán dónde está mi Sambai?

—¿Es ese el nombre de la nave de usted?

—Sí —contestó el capitán.

—En Kohong se cree que el Tigre de Malasia y Yáñez lo saben, y no dudan en que le acometerán de un momento a otro.

—Entonces confiaré a usted los dos prisioneros. Pero ¿me responde usted de ponerlos a salvo?

—Seguiré, la costa marchando por detrás de las escolleras. En aquellos canales interiores hay poca agua, y el barco de los piratas de Malasia no podrá seguirme. ¡Respondo de ellos, capitán!

—Sería mejor que aprovechase usted la oscuridad de la noche.

—Precisamente eso mismo era lo que quería proponer a usted —dijo Yáñez, que a duras penas contenía su alegría.

—¿Cuántos hombres tiene usted?

—Diez aquí y dos en la rada.

—Puede usted utilizar la barcaza de vapor, y de ese modo llegarán a Kohong al amanecer.

—¿Y usted, capitán?

—Yo saldré al mar para ir en busca del Tigre de Malasia. ¡Deseo medirme con ese hombre!

—¿Le odia usted?

—Es un pirata a quien ya es tiempo de domar —se limitó a contestar el capitán—. ¡Sígame usted!

Abrió la puerta y volvió a entrar en el saloncito donde todavía estaban Tremal-Naik y Damna.

—¡Prepárense ustedes para marchar! —dijo, mirando de un modo particular a la muchacha.

—¿Adónde quiere usted llevarnos, capitán? —preguntó Tremal-Naik.

—He recibido orden para que los conduzcan a ustedes a Kohong.

—Pero ¿es que alguien amenaza al fortín?

—A esa pregunta no puedo contestar.

Yáñez hizo un gesto, fingiendo aprobar lo dicho, Sir Moreland indicó a los dos prisioneros que debían ir a prepararse; luego, destapó una botella, llenó dos copas y ofreció una al portugués.

—Usted me responde de que no permitirá que los hagan prisioneros, ¿verdad? —preguntó el angloindio, después de haber bebido su copa.

—Si veo algún peligro, me echaré sobre la costa, capitán —contestó Yáñez.

—Los soldados que usted trae. ¿Son gente aguerrida?

—Son los mejores de la guarnición de Kohong. ¿Cuándo voy a tener el honor de volver a ver a usted?

—Pienso zarpar al amanecer y me dirigiré en seguida hacia la ciudadela; a no ser que me detengan los piratas de Malasia. Todavía no desespero de poder vencerlos.

Yáñez esbozó una ligera sonrisa irónica.

—Confío en que así será, capitán —dijo—. ¡Ya es hora de acabar con esos peligrosos salteadores de los mares!

En aquel momento entraban en el saloncito Tremal-Naik y Damna. El primero se había puesto un gran turbante, y la muchacha se había echado sobre los hombros un manto de seda blanca que la envolvía por completo.

—Les daré a ustedes escolta hasta la playa —dijo el capitán—, aun cuando no hay nada que temer.

Al escuchar esta resolución de sir Moreland, Yáñez frunció ligeramente el entrecejo.

—¿Piensa llevar gente consigo? —murmuró, bastante contrariado, pero tan bajo que nadie podía oírle—. ¡Bah! Los reduciremos a la obediencia tan pronto como estemos a la vista del mar.

Salieron todos juntos al patio, donde se encontraban los diez piratas alineados y apoyados en sus carabinas. Cuando vieron aparecer al capitán, presentaron armas con tal precisión, que el propio Yáñez quedó asombrado.

—¡Son hombres fuertes! —Dijo sir Moreland, después de haberlos mirado uno por uno—. ¡Vámonos!

Cuatro de los piratas formaron la vanguardia; detrás se pusieron Yáñez y Tremal-Naik y en seguida, a corta distancia, Damna con el capitán; en último término iban otros seis hombres. Los que iban delante llevaban un farol y tres antorchas para alumbrar el camino, pues el cielo había vuelto a cubrirse con un espeso velo de bruma que impedía que las estrellas proyectaran esa vaga luz que despiden principalmente en la límpida atmósfera de las regiones ecuatoriales.

Un profundo silencio reinaba en la llanura, sobre la cual se elevaba la colina, y sólo era interrumpido por los pasos ligeros del grupo. Incluso la resaca parecía haberse calmado, probablemente a causa del reflujo del mar.

Yáñez iba callado; pero de vez en cuando cambiaba una mirada con Tremal-Naik y le daba con el codo, como recomendándole la mayor prudencia. Detrás de ellos, el capitán dirigía a la joven algunas palabras en voz tan baja, que por más que el portugués aguzaba el oído, no lograba captarlas.

Los piratas, por su parte, caminaban mudos como peces, con el dedo apoyado en el gatillo de sus carabinas, y dispuestos a lanzarse sobre el capitán a la primera orden.

Descendieron de la colina, y siguieron avanzando por entre las plantaciones. Como la senda era muy estrecha, Yáñez aprovechó esta circunstancia para alejarse del capitán.

—Es preciso que estés dispuesto a todo —susurró a Tremal-Naik, tan pronto como estuvo seguro de que no podían oírle.

—¿Y Sandokán? —preguntó en voz baja el hindú.

—Nos espera dando bordadas.

—¡A qué riesgos acabas de exponerte, Yáñez!

—Había que intentar un golpe de audacia, porque sin vosotros no estábamos libres para dar principio a las hostilidades.

—¿Qué vas a hacer con el capitán? Te pido su libertad, pues él personalmente no nos ha tratado como a prisioneros, sino como a huéspedes.

—No tengo intención alguna de matarle. Asesinarle sería una villanía. ¿Quién es ese hombre?

—Un inglés que está al servicio del rajá, y que antes perteneció a la marina angloindia.

—¿Ese hombre inglés, con esa piel tan bronceada y con esos ojos tan negros? No; más bien creo que es angloindio.

—Yo también he sospechado lo mismo; pero sea lo que fuere, con nosotros se ha portado como un perfecto caballero.

—¡Silencio, ya estamos en el mar!

Pocos minutos después llegaban a la playa, junto al lugar donde se encontraba la chalupa embarrancada en la arena. A una distancia de tres o cuatro cables, humeaba la chimenea de la barcaza. El maquinista americano no había perdido el tiempo.

—¡Empujad hacia el agua la chalupa! —ordenó Yáñez.

Mientras cuatro de los piratas ejecutaban la orden, los restantes se habían colocado en derredor del grupo formado por Tremal-Naik, Damna y el capitán.

Sambigliong se colocó detrás de este último.

En cuanto Yáñez vio que la chalupa ya flotaba, se acercó a sir Moreland, que estaba cerca de Damna y le tendió la mano, diciéndole:

—¡Confíe usted en mí, capitán! ¡Pondré a salvo los prisioneros!

Mientras pronunciaba estas palabras le apretó con tal fuerza la mano al angloindio, que le hizo crujir los dedos y le paralizó el brazo.

Mientras le tenla cogido de este modo para impedir que desenvainara el sable, Sambigliong cogió al capitán por la mitad del cuerpo y le echó al suelo.

Sir Moreland dio un grito de furor.

—¡Ah! ¡Miserables!

Los piratas se precipitaron sobre él, y en un abrir y cerrar de ojos le ataron las manos atrás y le quitaron el sable y las pistolas que llevaba al cinto.

En cuanto pudo ponerse en pie, pues le habían dejado libres las piernas, hizo ademán de arrojarse sobre Yáñez, que le miraba sonriendo silenciosamente.

—¿Qué significa esta agresión? —gritó, pálido de ira—. ¿Quién es usted?

Yáñez se quitó el casco y saludándole con ironía, contestó:

—¡Tengo el honor de presentarle los saludos de mi amigo el Tigre de Malasia!

—¿Y quién es usted?

—Yáñez de Gomara, sir Moreland.

La sorpresa que le produjo al joven capitán tal revelación fue tan enorme, que durante algunos instantes no pudo pronunciar ni una sola palabra.

—¡Yáñez! —exclamó al fin, mirándole casi con terror—. ¡Usted, el compañero del Tigre de Malasia!

—¡Tengo ese honor! —repuso el portugués.

El capitán volvió los ojos hacia Damna. La jovencita no había dado el más ligero grito, ni hecho el más mínimo movimiento durante aquella agresión imprevista. Había permanecido inmóvil y silenciosa a cinco pasos del angloindio, aun cuando su palidez demostraba la angustia que sentía.

—¡Si se atreve usted, máteme! —dijo, volviéndose hacia Yáñez.

—Caballero, nos llaman piratas, pero sabemos ser generosos; mucho más generosos que otros —respondió el portugués—. Si yo hubiese caído en manos del rajá, a estas horas ya me hubiese fusilado, en cambio, yo, señor, le concedo a usted la vida.

—Que yo te habría pedido —dijo Tremal-Naik.

—Y que yo no te hubiera rehusado —añadió Yáñez.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere usted hacer conmigo? —preguntó el capitán, apretando los dientes.

—Dejarle en libertad, señor, para que regrese a Macrae.

—Es que tal vez se arrepienta usted de esa generosidad, porque mañana les daré caza a ustedes con mi barco.

—Y encontrará en su camino a un adversario digno de usted —contestó Yáñez—. Si quiere usted esperar a la tripulación de la barcaza, aquí estará dentro de pocos minutos.

—¿Se han rendido esos cobardes?

—Los hemos sorprendido y no podían medirse con nosotros. ¡Capitán, buenas noches y buena suerte!

—¡Nos veremos más pronto de lo que usted cree!

—¡Les esperaremos, sir Moreland! ¡Eh! ¡Embarcaos!

Tremal-Naik cogió de una mano a Damna, que no había dicho una palabra, y la llevó dulcemente a la chalupa, donde la hizo sentarse a popa; después se embarcaron los demás.

Mientras tanto, el capitán se paseaba nerviosamente por la playa, tratando de romper las ligaduras que le sujetaban las manos.

La chalupa se dirigió rápidamente hacia la barcaza, cuya chimenea seguía humeando, y que tenía encendido el farol de la proa.

Después de haber estrechado la mano del portugués y de haber dado las gracias con una sonrisa, Damna habla apoyado un codo en la borda de popa, y miraba, fijamente a la playa.

El capitán había cesado de pasear. Erguido sobre una pequeña duna, miraba cómo se alejaba la chalupa; aunque no era ciertamente la barca lo que miraba.

—Y bien, Tremal-Naik; ¿qué me dices de este golpe de audacia? —preguntó Yáñez, riendo.

—¡Qué eres el demonio! —contestó el hindú—. No dudaba de que algún día vendrías a rescatarnos; pero nunca creí que fuese tan pronto. ¿Cómo habéis sabido que nos habían conducido a Macrae?

—Lo supimos en Labuán. Después te contaré todo cuanto ha sucedido desde que os hicieron prisioneros. Por ahora tan sólo te diré que poseemos uno de los más poderosos navíos del mundo, y que nos disponemos para hacer la guerra al rajá de Sarawak y a Inglaterra, porque queremos vengarnos de que nos hayan arrojado de Mompracem.

—¿Os atrevéis a tanto?

—Y además debo añadir otra cosa, que va a dejarte asombrado.

—¿Cuál?

—Que aquel peregrino que nos dio tanto quehacer era un emisario del hijo de Suyodhana.

—¿Qué dices?

—En cuanto estemos a bordo del buque te lo explicaremos mejor. Ahora dime si hubieras pensado jamás en que Suyodhana tuviera un hijo.

—Jamás he oído decir eso; ni tampoco se me habría ocurrido pensarlo, porque el jefe de los thugs no podía tener mujer. ¡Entonces él ha sido el que desde un principio nos ha traído esta guerra!

—En la que le apoyan Inglaterra y el rajá de Sarawak.

—¿Y cómo es posible que los ingleses dispensen su protección al hijo de un thug para que venga a luchar contra nosotros, que hemos librado a la India de esa plaga que la deshonraba?

—Eso es un misterio que todavía no hemos logrado esclarecer.

—¿Y dónde está ese hombre?

—Eso es otro misterio, querido Tremal-Naik. Esperemos a ver si le encontramos para hacer con él lo que hicimos con su padre. ¡Señor Horward!

La chalupa había llegado junto a la barcaza, y el americano subió a la cubierta.

—¿Todo ha salido bien, señor Yáñez?

—Mejor no era posible. ¿Está la máquina en presión?

—Desde hace una hora.

—¿Y los prisioneros?

—Parecen conejos.

—¡Muchachos, a bordo!

Ayudó a subir a Damna a la barcaza y tras ellos subieron todos.

—¡Apresurémonos! —dijo Yáñez.

Mandó desatar uno a uno a los indios que componían la tripulación de la barcaza, deslizó en el bolsillo del sargento un puñado de libras esterlinas y les ordenó trasladarse a la chalupa mientras les decía:

—El capitán Moreland os espera en la playa. Saludadle en mi nombre y dadle las gracias por la barca de vapor que me ha regalado. Señor Horward, a todo vapor.

El americano hizo silbar la máquina repetidas veces, como si se despidiese irónicamente de los hombres de la chalupa, y una vez levada el ancla, la barcaza bogó con rapidez hacia la salida de la bahía.

Yáñez confió la barra del timón a Sambigliong y se fue hacia la proa para colocarse junto a Tremal-Naik, que sondeaba atentamente las tinieblas, procurando descubrir el buque de Sandokán, que debía de estar surcando las aguas a poca distancia de la costa.

Como llevaba todas las luces de a bordo apagadas, no resultaba fácil poder divisarlo.

—Se habrá ido mar adentro, a no ser que durante mi ausencia haya ocurrido alguna novedad —dijo Yáñez a Tremal-Naik, que le interrogaba—. Hemos sabido por un prao que venía a Labuán, que una escuadrilla de cruceros había salido del puerto de Victoria con la intención de darnos caza.

—¿La habrá encontrado Sandokán?

—Hubiéramos oído los cañonazos. Además, Sandokán no es hombre que se deje sorprender, sobre todo con el barco que ahora posee. ¡Allá veo espumear algo!

¡Es nuestro buque, no hay duda! ¡Señor Horward, cargue usted las válvulas!

La barcaza, que funcionaba estupendamente, avanzaba con gran rapidez sobre el oscuro mar, dejando a popa una estela que a veces era luminosa por efecto de un principio de fosforescencia.

De pronto una enorme mole que se deslizaba sobre el agua con un sordo fragor, apareció ante la chalupa de vapor cortándole el camino, y una voz formidable gritó:

—¡Apuntad el cañón de proa!

—¡Alto! —Ordenó Yáñez con rapidez—. ¡Eh, Sandokán, echa la escala! ¡Son los tigres de Mompracem que vuelven!

La barcaza, que había moderado la marcha, abordó a la enorme embarcación muy cerca del costado de estribor, bajo la escala que había descendido de un solo golpe.

III. Un combate terrible

Sandokán esperaba a Yáñez y a sus compañeros situado en lo alto de la escala y al lado de una bellísima jovencita de cutis ligeramente bronceado, facciones dulces y finas, ojos negrísimos y cabello largo y trenzado con cintas de seda. Vestía el traje pintoresco de las mujeres de la India.

Algunos hombres de color aceitunado y con la divisa blanca de la marina de guerra, alumbraban la escala con grandes linternas.

Yáñez, que fue el primero que subió a la toldilla, tendió en seguida una mano al terrible pirata y otra a la joven indostana.

—¿Nada? —preguntó con ansiedad el Tigre de Malasia

—¡Míralos! —respondió Yáñez.

Sandokán profirió un grito y se lanzó hacia Tremal-Naik, mientras que Damna se echaba en los brazos de la joven indostana, exclamando:

—¡Surama! ¡Creí que no volvería a verte más!

—¡A la cámara, queridos amigos! —dijo Sandokán después de haber abrazado al hindú y de haber besado a Damna en las mejillas—. ¡Tenemos mil cosas que contaros!

—Un momento, Sandokán —dijo Yáñez, deteniéndole—. Manda poner la proa al Norte, y marchemos a poco vapor buscando la segunda boca del Redjang. Hay un leopardo negro que nos espera allí y que si no le acometemos, estropeará nuestros planes. Se dice que es muy fuerte.

—¿Un barco?

—Sí, que a estas horas estará preparándose para darnos caza.

—¡Ah! —dijo Sandokán, sin dar demasiada importancia al aviso—. ¡Mañana nos desembarazaremos de ese importuno!

Llamó a Sambigliong y al jefe de máquinas, y después de haberles dado algunas instrucciones, bajó al elegante saloncito de la cámara con Tremal-Naik, Damna y Surama, que se apoyaba dulcemente en Yáñez, su sahib blanco.

En cuanto se hubo enterado del éxito de la expedición y le hubo explicado a Tremal-Naik todo cuanto había sucedido después del combate realizado en las costas de Borneo, lo de la adquisición del buque americano y la declaración de guerra lanzada a un tiempo contra la desagradecida Inglaterra y contra el sobrino de James Brooke, añadió:

—Ya no son las escuadras inglesas, que no tardarán en alcanzarnos, ni la flotilla del rajá de Sarawak, lo que me inquieta: es el misterio que rodea al hijo de tu antiguo enemigo, mi querido Tremal-Naik. ¿Dónde se es conde ese hombre, que ha dado una prueba tan considerable de su poderío, destruyendo tus plantaciones y tus posesiones por obra del peregrino? ¿Cuándo nos acometerá? ¿Qué es lo que está tramando? Yo no temo a nadie y, sin embargo, ese hombre, a quien no hemos visto jamás, que no sabemos dónde se halla ni lo que prepara, me preocupa más que la presencia de una escuadra inglesa.

—¿No habéis recogido ninguna noticia acerca de él? —preguntó Tremal-Naik, que parecía tanto o más preocupado que el formidable pirata.

—Hemos interrogado durante nuestra caminata hacia el Sur a varias personas y detenido a algunos veleros de Sarawak; pero no hemos logrado saber dónde está ese hombre.

—¡No será un espíritu!

—Alguna vez habremos de verle la cara —dijo Yáñez—. Si quiere hacer la guerra y vengar la muerte de su padre, no podrá permanecer escondido eternamente.

—Y mientras tanto, ¿qué es lo que piensas hacer, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik.

—Pues pienso comenzar las hostilidades dando la bar talla a ese barco que se halla anclado en la boca del Redjang. ¡Ya que hemos declarado la guerra, demostremos que la hacemos de veras!

—¿Quiere usted echarle a pique? —preguntó Damna, en un tono que sobresaltó a Yáñez.

—Le destruiré, Damna —repuso Sandokán fríamente.

El portugués, que la miraba con gran atención, vio que palidecía y que un tenue suspiro se escapaba de su pecho; pero esto fue todo, porque la joven no opuso la menor objeción a la terrible sentencia de muerte que el formidable pirata había dictado contra el barco de sir Moreland.

Se levantaron todos para subir a cubierta. Surama cogió de una mano a Damna y le dijo:

—Dejemos a los hombres que hagan lo que tengan que hacer. Vente conmigo a mi camarote. He mandado que te dispusieran una camita muy linda, porque estaba segura de que muy pronto volvería a verte.

La hija de Tremal-Naik contestó sólo con una sonrisa, y la siguió al interior de la cámara.

Cuando Sandokán, Tremal-Naik y Yáñez pisaron la cubierta, ya todos los tripulantes se hallaban en sus puestos de combate, pues Sambigliong habla advertido a los tigres de Mompracem que el crucero se disponía a acometer a un gran barco enemigo.

Los faroles de posición estaban encendidos e iluminadas las baterías, El personal del timón se había reforzado. Los cuatro grandes cañones de caza, cargados ya y dispuestos en batería a proa y popa dentro de torres giratorias defendidas por planchas de hierro de gran espesor, esperaban para lanzar bocanadas de muerte.

Un golpe de viento dispersó nuevamente las nubes amontonadas en el cielo, y las arrojó hacia el Sur; las estrellas, que habían reaparecido, difundían una vaga claridad sobre las negras aguas del amplio golfo de Sarawak y podía distinguirse, gracias a aquella claridad, cualquier barco, aunque navegara con las luces apagadas.

El Rey del Mar marchaba a poca presión, con objeto de no consumir demasiado combustible, y para economizar todavía más, Sandokán había mandado desplegar las velas bajas del trinquete y del palo mayor, pues el viento era favorable y bastante fresco. El pirata, siguiendo los consejos del capitán americano, se había hecho sumamente ahorrativo en lo referente al consumo del combustible, puesto que, después de su declaración de guerra, no podía aprovisionarse en ningún puerto, por cuya causa no utilizó más que las velas en su travesía desde Labuán al golfo de Sarawak, maniobra muy familiar para sus hombres, aun cuando muchos de ellos ya habían aprendido también el servicio de las máquinas con los americanos que permanecieron a bordo.

Yáñez y Tremal-Naik, apoyados en la amura de proa, en cuya parte alta había defensas circulares para resguardar a los fusileros miraban atentamente al horizonte, en tanto que Sandokán efectuaba una visita a las baterías y a los cañones para comprobar que todo estuviera en orden.

Por Levante aparecían confusamente las costas, que se elevaban cada vez más, conforme iban aproximándose al escarpado y altísimo promontorio de Sirik, que cierra por Occidente el golfo de Sarawak. Aun cuando por aquellos lugares se encontraba la ciudadela de Redjang, no se veía brillar luz alguna.

De este modo transcurrió la noche, explorando continuamente sin resultado alguno; pero apenas comenzó a clarear el día, cuando se oyó de pronto la voz del vigía instalado en la cruceta del trinquete, que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Humo a Levante!

Yáñez, Tremal-Naik y Sandokán subieron rápidamente las escaleras de babor del trinquete, se elevaron hasta la cofa y en seguida vieron a lo lejos, donde el mar parecía confundirse con el firmamento, alzarse un penacho de humo en la límpida y transparente atmósfera matutina

—Viene de la boca del Redjang —dijo Yáñez—. ¡Apuesto un cigarro contra cien libras esterlinas a que ese es el barco de sir Moreland!

—¿Has visto tú ese barco? —preguntó Sandokán a Tremal-Naik.

—No —contestó el hindú—; pero me dijeron que estaba completando su cargamento de carbón en la segunda boca del Redjang.

—¡Cómo! ¿Hay allí algún depósito de combustible?

—He oído hablar de un prao que le enviaban a Sarawak cargado de carbón. En aquella playa no debe de haber ni siquiera una miserable aldea,

—¡Qué lástima! —dijo Sandokán

—Pero también he oído decir que hay uno en la boca del Sarawak, Ese depósito se halla en una isleta, y allí es donde se aprovisiona la escuadra del rajá.

—¿Quién te lo ha dicho?

Sir Moreland.

—Pues si ya la escuadra del rajá, también podemos ir nosotros; ¿verdad, Yáñez?

—¡Y sin tener que pagarlo! —contestó el portugués, que jamás vacilaba por nada—. Mira ya comienza a verse la proa. Vienen hacía nosotros, Sandokán, y a toda máquina. También ellos han debido ver el humo de nuestro barco.

Sandokán sacó del bolsillo un anteojo, lo alargó cuanto era posible, y lo dirigió hacia la nave, cuyo casco ya comenzaba a verse, incluso a simple vista.

—Efectivamente —dijo—; es un hermoso buque, parece un crucero de gran tonelaje. Veo muchos hombres a bordo.

—¿Vienen hacia nosotros? —preguntó Yáñez.

—Y creo que a tiro forzado. Tiene miedo de que nos escapemos. ¡No, querido mío, no tenemos deseos de huir! ¡Aquí vamos a dar comienzo a las hostilidades! ¡Lo echaremos a pique!

—¡Lo siento por el capitán! —dijo Tremal-Naik—. ¡Atenúa el daño en obsequio a la hospitalidad que nos dispensó!

—¡Hospitalidad dorada, pero sin libertad! —dijo Yáñez.

—¡Preparémonos! —dijo Sandokán.

Descendieron a la cubierta, donde se encontraron con Damna y Surama, que subían en aquel instante de su camarote,

—¿Nos atacan, sahib mío? —preguntó Surama a Yáñez.

—Y dentro de poco hará mucho calor aquí, Surama —contestó el portugués.

—Venceremos nosotros, ¿no es cierto?

—Lo mismo que vencimos a los thugs de Suyodhana.

—¿Es el barco de sir Moreland? —preguntó Damna con alguna ansiedad, que no se le escapó al astuto portugués.

—Lo suponemos.

En seguida la cogió de un brazo, y llevándola hacia la torre de proa, le preguntó sonriendo:

—¿Qué es eso, Damna? Esta es la tercera vez que al oír hablar del capitán parece que te conmueves.

—¡Yo! —exclamó la muchacha, ruborizándose ligeramente—. ¡Se ha equivocado usted, señor Yáñez!

—¡Por Júpiter! ¡A lo que parece, la vejez me ha debilitado la vista!

—¡Oh, no, todavía ve usted muy bien!

—¿Entonces…?

Damna volvió la cabeza hacia el mar, fijó la mirada en el barco enemigo, que forzaba la marcha y dijo:

—¡Es un gran barco!

—Que no valdrá tanto como el nuestro —contestó Yáñez.

—Oblíguenle ustedes a que se rinda en lugar de echarlo a pique. Podría serles útil.

—Si el que manda ese buque es sir Moreland, no arriará la bandera. Aun cuando sea joven, ese hombre debe de ser un valiente, y se batirá mientras quede en pie un solo hombre de su tripulación.

—¿Y no le van a dar ustedes cuartel?

—Cuando el barco se hunda, procuraremos salvar a los supervivientes; te lo prometo, Damna. Retírate al camarote con Surama, que van a empezar a llover granadas.

La voz potente y sonora como un clarín del Tigre de Malasia, resonó en el puente en aquel momento:

—¡Jefe de máquinas, a todo vapor! ¡Dispuestos para hacer fuego de costado! ¡Los fusileros detrás de las aspilleras!

El barco enemigo, que debía de poseer máquinas poderosas, se hallaba ya a unos dos mil metros, y se dirigía en línea recta sobre el Rey del Mar, de los tigres de Mompracem, cual si tuviese intención de darle un espolonazo, o por lo menos de abordarle.

Se trataba de un hermoso crucero. Enarbolaba tres mástiles y tenía dos chimeneas. Parecía que iba armado de un modo formidable, a juzgar por el número de sus portas y por los cañones que se velan en la cubierta; pero carecía de torres blindadas como las que protegían a los tigres de Mompracem.

Detrás de las amuras y hasta en las cofas, se velan muchos fusileros y varios oficiales en el puente de mando.

—¡Ah! —dijo Sandokán, que lo contemplaba tranquilamente—. ¿Quieres ser el primero en medirte con los tigres de Mompracem? ¡Pues estamos dispuestos a recibirte!

Mientras las dos jovencitas abandonaban a toda prisa la cubierta y se refugiaban en la cámara de popa, Yáñez y Tremal-Naik se retiraron a la torrecilla de órdenes, desde donde podían ponerse en comunicación con el personal de las máquinas.

Los artilleros americanos, juntamente con los mejores tiradores malayos, esperaban detrás de sus respectivas piezas, empuñando las correas de hacer fuego.

De repente resonó en el ámbito del mar una detonación, y una bocanada de fuego salid de una de las dos piezas de proa del crucero, Se oyó un silbido ronco, y en seguida se elevó una llama en el borde de la primera torrecilla de babor del Rey del Mar, mientras que los cascos pasaban silbando por encima de los fusileros, replegados detrás de la amura.

—¡Una granada de doce pulgadas! —exclamó Yáñez—. ¡Buen tiro!

Nuevamente se dejó oír la voz de Sandokán:

—¡Artilleros, ya no os detengo más!

Relampaguearon a un mismo tiempo las dos piezas de caza de proa y las de la batería de estribor, que al encontrarse a tiro, tronaron también con un estruendo tal, que retembló todo el buque.

El crucero, que ya había ganado otros quinientos metros y que maniobraba presentando al enemigo su costado de babor, contestó seguidamente.

Comenzaban a llover balas y granadas sobre ambos barcos, golpeando rudamente los costados de hierro, arrancando astillas a los puentes, chamuscando los penoles e hiriendo a la marinería.

Al reventar, las granadas lanzaban a lo alto chorros de fuego que amenazaban a cada instante incendiar la arboladura.

Los fusileros, a su vez, tendidos detrás de las amuras, habían comenzado a disparar, menudeando las descargas.

Los dos barcos se hallaban envueltos por una espesísima nube de humo, surcada a intervalos por relámpagos, y el estruendo era tan enorme, que apenas podían oírse las voces de mando.

El barco americano, mejor protegido, mejor artillado, mucho más rápido y tripulado, además, por unos hombres que habían encanecido entre el humo de los combates, llevaba ventaja a su adversario. Su poderosa artillería castigaba de un modo terrible al crucero, inundándole de fuego y de hierro, demoliendo su obra muerta, matando a sus hombres y abriéndole en el casco enormes boquetes.

En vano aquella nave, que había creído aniquilar fácilmente a los piratas de Mompracem, hacía esfuerzos sobrehumanos para dar la réplica a aquel auténtico huracán de hierro que caía con horrible estruendo sobre sus puentes, y hacía considerables estragos entre los artilleros y los fusileros de la cubierta. Sus balas rebotaban en las planchas metálicas del Rey del Mar, y sus granadas no lograban destruir las torres blindadas, dentro de las cuales disparaban sobre seguro los artilleros de Mompracem, bajo la dirección de los jefes de cañón americanos.

Cuando Sandokán se percató de la completa inutilidad de los fusileros, tan indispensables en los praos pero no en esta otra clase de barcos, los mandó que se retiraran bajo cubierta, ordenando, además, dirigirse al crucero para darle el último golpe.

El Rey del Mar, casi incólume, a pesar del furioso e ininterrumpido cañoneo de su enemigo, se lanzó hacia adelante, describiendo un enorme semicírculo en torno al crucero del enemigo, que entonces se había detenido.

Cuando se hallaba a una distancia de cuatrocientos metros aproximadamente, le hizo una terrible descarga de andanada con las piezas del puente y las de babor, dejándole raso como un pontón.

Las dos chimeneas cayeron destrozadas, sobre la cubierta, derribadas por dos granadas que estallaron en su base.

—¡Esto se acabó! —dijo Yáñez—. ¡Intimidémosle a la rendición!

—¡Si es que se rinde! —contestó Sandokán.

Esperó a que el viento aclarase el humo, y luego mandó izar en el pico del palo mayor la bandera blanca. La contestación fue una andanada que tiró por tierra a la mitad de los timones del Rey del Mar.

—¿Es que no tenéis bastante todavía? —gritó Sandokán—. ¡Echadle a pique! ¡Fuego! ¡Fuego sin piedad!

Inmediatamente volvió a reanudarse por ambas partes el cañoneo, y siguió en aumento de un modo espantoso. El Rey del Mar continuaba dando vueltas rápidamente en derredor del desgraciado crucero, que se deshacía materialmente bajo la lluvia de proyectiles que le enviaba su enemigo.

El barco americano lograba maravillas. Parecía un volcán en erupción dispuesto a destruirlo todo.

Por su parte, el crucero oponía una resistencia verdaderamente heroica a pesar de que ya no era otra cosa que un montón de ruinas. Sus dos piezas de cubierta, desmontadas por aquella granizada de proyectiles ya no contestaban.

El puente estaba inundado de muertos y de heridos, mezclados con trozos de obra muerta, con penoles partidos, con pedazos de aparejos y de cordaje, caídos de la arboladura bajo las descargas de metralla enviadas por Sandokán.

Regueros de fuego corrían de proa a popa, iluminando el mar de un modo sobrecogedor, y por los contracantiles de babor y de estribor salían chorros de sangre.

El barco se deshacía por momentos bajo los golpes furiosos, mortales, del Rey del Mar.

—¡Basta! —gritó de pronto Yáñez, que asistía a tanto estrago desde la torre de órdenes—. ¡Alto el fuego! ¡Al mar las chalupas!

Sandokán, que contemplaba la escena fría, impasible y terriblemente, se volvió hacía el portugués y le dijo:

—¿Qué es lo que ordenas, hermano?

—¡Qué cese la matanza!

El Tigre de Malasia vaciló durante unos instantes y después repuso:

—¡Tienes razón: salvemos a los supervivientes! ¡Esos hombres y sobre todo su comandante, son unos héroes! ¡Rápido! ¡Al agua las chalupas!

IV. Sir Moreland

La agonía del crucero había dado comienzo; y era una agonía terrible, espantosa.

Aquel coloso, completamente envuelto en humo, agotaba inútilmente las escasas fuerzas que le quedaban, tratando aún de asestar un golpe mortal al formidable adversario que le había vencido y le disparaba los últimos tiros de su artillería.

Aquella espléndida nave, que sería probablemente la unidad más fuerte de la escuadra del rajá de Sarawak, ya no era más que un informe montón de ruinas, que las llamas iban devorando lentamente mientras que el agua la invadía por todas partes para arrastrarla a los profundos abismos marinos.

Sus flancos, hechos astillas por las granadas y los obuses del potente navío americano, parecían cribas; sus amuras y mástiles ya no existían; sus baterías no ofrecían refugio alguno a los últimos supervivientes.

Enormes llamas irrumpieron a través de las escotillas y de las grietas de cubierta con furioso ímpetu, y se alargaron espantosamente en medio de un inmenso fragor, y lanzando al aire nimbos de chispas y densas nubes de humareda, que formaban como un gigantesco toldo sobre el barco.

El crucero se hundía poco a poco, cabeceando y, sin embargo, sus artilleros no cesaban de disparar con las últimas piezas que todavía quedaban en batería y sus fusileros, que habían quedado reducidos a menos de la mitad, hacían un fuego vivísimo y saltaban como tigres a través de la cubierta invadida por las llamas, animándose con salvajes hurras.

A pesar del fuego de la nave semihundida, fuego mal dirigido a causa de la excitación de los tiradores, la chalupa de vapor y las tres balleneras del Rey del Mar habían sido echadas rápidamente al agua para recoger a los últimos supervivientes en el momento en que el barco se fuese a pique.

Yáñez tomó el marido de la barcaza, que tripulaban catorce remeros por falta de tiempo para encender las calderas; Sambigliong mandaba la otra,

—¡Apresúrate, Yáñez! —había gritado Sandokán.

Damna y Surama, que habían subido a cubierta al ver que las llamas envolvían a la desgraciada nave, gritaban:

—¡Sálvelos! ¡Sálvelos usted, señor Yáñez! ¡Qué se ahogan!

Las chalupas emprendieron rápidamente la marcha, dirigiéndose hacia el crucero. Los pocos hombres que todavía quedaban sobre él, al ver que sus adversarios acudían en su socorro, cesaron de disparar y empezaron a arrojarse al agua para escapar de las llamas y evitar el peligro de volar por los aires cuando estallara el buque.

La barcaza fue la primera que llegó junto al crucero. Yáñez, sin hacer el más mínimo caso del humo ni de la lluvia de chispas, subió rápidamente por la escala que habían echado, y se lanzó hacía el puente de órdenes, seguido por media docena de malayos.

Ante todo quería salvar a sir Moreland, si es que le habían respetado las granadas del Rey del Mar.

Iba abriéndose paso por entre los fragmentos de toda clase y los cadáveres que obstruían la cubierta, cuando de pronto hizo explosión la proa, arrojándolos a todos en el agua.

El golpe fue tan violento que Yáñez, que había ido a parar cerca de una de las balleneras, se desvaneció. Afortunadamente, los malayos le vieron caer y tuvieron tiempo de cogerle casi en el acto y de llevarle a la barcaza que se había acercado.

Abierto por la proa, el crucero se iba a pique rápidamente. Sambigliong y los hombres de la chalupa que habían subido a bordo, descendían a toda prisa, conduciendo a varios heridos que, con grandes riesgos, habían podido sustraer a las llamas.

La nave se hundía. Desaparecieron sus amuras y las olas invadieron bruscamente la cubierta, limpiándola desde popa a proa y apagando de golpe las llamas.

La barcaza y las balleneras huían a fuerza de remos, mientras que en derredor del buque se ensanchaba un gigantesco remolino.

La bandera de Sarawak fue lo último que brilló, iluminada por el sol; resplandecieron durante un instante sus colores y en seguida desapareció en el abismo.

¡Todo había concluido! El crucero descendía entre los mugidos del inmenso vórtice en busca del insondable fondo del golfo.

Las cuatro chalupas, que habían huido a tiempo de la succión ejercida por el buque en su inmersión, que fue cubierto en el acto por una enorme ola que se extendió, con mil ruidos, sobre la superficie del océano, regresaban apresuradamente hacia el Rey del Mar, que aguardaba a quinientos metros de distancia del lugar del desastre.

Las aguas del golfo se llenaron de restos del barco hundido y de cadáveres.

Cajas, barriles y trozos de velamen flotaban en todas direcciones.

Sambigliong se ocupaba en reanimar al portugués, mientras otros se afanaban en derredor de un oficial joven, a quien habían salvado en el preciso momento en que el crucero iba a desaparecer, y que parecía gravemente herido, pues llevaba la chaqueta empapada en sangre.

Por fortuna, Yáñez no había sufrido lesión alguna. Lo que le habla aturdido principalmente fue la Imprevista voladura y el estallido de la explosión.

Efectivamente, al primer sorbo de ginebra que le hizo beber el malayo, volvió en sí y abrió los ojos.

—¿Cómo se siente usted, señor Yáñez? —le preguntó, sobresaltado, Sambigliong.

—Estoy medio deshecho; pero me parece que no se me ha roto nada —contestó el portugués, tratando de esbozar una sonrisa—. ¿Y el barco?

—Se ha ido a pique.

—¿Y sir Moreland?

—Aquí viene en la ballenera. Hemos podido salvarle por verdadero milagro.

Yáñez se levantó sin necesidad de la ayuda del malayo.

El joven comandante del crucero yacía en el fondo de la barcaza, con el pecho al descubierto, muy pálido, manchado de sangre y con los ojos cerrados.

—¡Muerto! —exclamó.

—No, no está muerto; pero la herida que tiene en el costado debe de ser grave.

—¿Quién le ha herido? —preguntó Yáñez con ansiedad—. ¿Tú, Sambigliong?

—¿Yo? ¡No, señor Yáñez! La explosión ha sido la que le ha puesto en este estado. Y probablemente será algún casco de granada el que le haya producido la herida.

—¡Pronto! ¡A bordo!

—Ya hemos llegado, señor Yáñez.

Las cuatro chalupas abordaron al Rey del Mar cerca de la escala, que pendía desde hacía ya algún tiempo.

Hicieron sitio a la barcaza.

Dos hombres cogieron con sumo cuidado al comandante de la nave hundida, que seguía desvanecido y comenzaron a subir con grandes precauciones, seguidos por Yáñez y catorce marineros del crucero, únicos supervivientes arrebatados a las olas.

Sandokán, que con tanta impasibilidad había asistido a la destrucción del buque enemigo, los esperaba en lo alto de la escala.

Al ver al capitán y a los marineros del rajá, se quitó el turbante y dijo con voz grave:

—¡Honor a los valientes!

En seguida estrechó en silencio la mano de Yáñez.

Damna, que, junto con Surama, se hallaba a algunos pasos de distancia, muy pálida, profundamente emocionada por la horrible escena que se había desarrollado ante sus ojos, se adelantó hacía los marineros que transportaban al desgraciado comandante.

—¿Ha muerto? —preguntó con voz abogada.

—No —contestó Yáñez—; pero según parece la herida es grave.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó la joven.

—¡Silencio! —dijo Sandokán—. ¡Abrid paso al valor desgraciado! ¡Qué lleven al comandante a mi camarote!

Con un gesto que no admitía réplica, detuvo a Damna y a Surama, y siguió a los marineros hasta la cámara, acompañado por Yáñez y Tremal-Naik.

El médico de a bordo, que era americano y que lo mismo que los maquinistas y los cabos de cañón, había aceptado las proposiciones que le había hecho Sandokán para que continuase en el barco hasta que terminase la campaña, acudió inmediatamente.

—¡Venga usted, señor Held! —le dijo Sandokán—. ¡Me parece que el comandante del crucero está muy grave!

—Haremos cuanto sea posible para salvarle —contestó el americano.

—Cuento con la ciencia de usted.

Entraron en el camarote, donde habían ya depositado a sir Moreland sobre el rico lecho del pirata.

—Esperad en el corredor hasta que yo os avise —dijo Sandokán a los dos marineros—, y decid a los enfermeros que estén preparados para venir en cuanto se les llame.

El médico desnudó completamente a sir Moreland. No tenía más que una herida en un costado; pero era horrible.

El proyectil que se la causó, probablemente un casco de granada, había magullado y rasgado la carne, formando un hondo surco, que tenía más de veinte centímetros de largo.

La sangre se escapaba a borbotones por la herida, amenazando con desangrar rápidamente a aquel desdichado,

—¿Qué pina usted, señor Held? —preguntó Yáñez, mirándole como sí quisiera adivinar su pensamiento.

—La herida es más dolorosa que grave —respondió el médico—. Ha perdido mucha sangre; pero este inglés es robusto.

—¿Puede usted asegurarme que curará?

—Aseguro a usted que no corre peligro la vida de este hombre.

Sandokán permaneció unos momentos silencioso, mirando el cadavérico rostro del inglés; después, y como si hablara consigo mismo, dijo:

—¡Es mejor así! Ese hombre puede resultarnos útil algún día.

Iba a salir de la habitación cuando el herido exhaló de pronto un profundo suspiro, al que siguió un gemido ronco.

El doctor habla puesto sus manos sobre la herida para unir sus bordes, y cuando sintió aquella presión, el comandante del crucero se estremeció; después abrió los ojos.

Echó en derredor una mirada opaca, deteniéndola primero en el doctor y luego sobre Yáñez, que estaba al otro lado de la cama.

Abrió los labios y murmuró apenas con voz casi imperceptible:

—¡Usted!

—¡No hable, sir Moreland, no hable! —dijo el portugués. ¡Se lo prohíbe el doctor!

El comandante hizo un gesto negativo con la cabeza, y haciendo acopio de todas sus fuerzas, añadió con voz más clara, aunque muy fatigosa:

—Mi… espada… está… en mi… barco…

—No se la hubiera aceptado a usted, caballero —dijo Sandokán—. Lo que siento es que se haya ido a pique con el barco y que por eso no pueda devolvérsela. ¡Es usted un valiente y le estimo como se merece!

Haciendo un heroico y supremo esfuerzo, el joven levantó su diestra y se la tendió a su adversario, que la estrechó suavemente.

—¿Y mis… hombres…? —volvió a decir sir Moreland, mientras su rostro se le contraía de nuevo.

—Los hemos salvado. ¡Pero basta! ¡No se fatigue usted!

—¡Gracias! —murmuró el herido.

Se desplomó y cerró los ojos nuevamente; había vuelto a desmayarse.

—¡Ahora le toca a usted, doctor! —dijo Sandokán.

—No dude que le cuidaré y que me tomaré tanto cuidado con él como si se tratase de un hijo de usted. ¡A ver, que vengan los enfermeros!

Mientras estos entraban llevando desinfectantes, rollos de algodón fenicado y varios frascos, Sandokán, con Yáñez y Tremal-Naik, subían lentamente la escalera y volvían a la cubierta.

Damna, que los esperaba en la puerta de la cámara, se acercó al portugués.

—¡Señor Yáñez! —susurró, procurando que la voz le saliera firme.

El portugués se quedó mirándola unos instantes sin contestar, y finalmente le estrechó la mano en silencio.

—¿Se salvará? —le murmuró con angustia Damna.

—Así lo espero —repuso Yáñez—. ¿Te interesa mucho ese joven, Damna?

—¡Es un valiente!

—¡Sí, y algo más también!

—Si se cura, ¿le retendrán ustedes prisionero?

—Veremos qué es lo que decide Sandokán; pero es probable.

Damna se alejó con Surama, que se había separado un poco, y Yáñez fue al encuentro de Sandokán, que hablaba animadamente con Tremal-Naik.

—¿Qué opinas de ese joven? —le preguntó.

—¿Es el que mandaba el fuerte de Macrae?

—Sí —contestaron a un tiempo Yáñez y Tremal-Naik.

—¡Pues es un hombre valeroso! —dijo Sandokán—. Para nosotros ha sido una verdadera suerte que haya caído en nuestras manos. Si el rajá tuviese medía docena tan sólo de hombres como él, nos darían muchísimo quehacer. No debe de ser inglés de pura sangre, es demasiado oscuro el color de su piel.

—Me ha dicho que solamente su madre era inglesa —dijo Tremal-Naik—. Formaba parte, según creo, de la marina inglesa. Eso me contó una noche. Tenía el grado de teniente.

—¿Y qué es lo que vamos a hacer con él? —preguntó Yáñez.

—Le tendremos como huésped —contestó Sandokán—. Pudiera sernos útil el día menos pensado. En cuanto a los demás prisioneros, haré que se embarquen en una chalupa, y los dejaré en libertad para que se vayan a cualquier punto de la costa.

—Y ahora, ¿adónde diriges tus miras? —preguntó Tremal-Naik.

—Yáñez y yo hemos trazado ya nuestro plan de guerra —repuso Sandokán—. Nuestro primer y principal cuidado es no dejamos sorprender por la escuadra de Sarawak ni por las inglesas. Seguramente que procurarán reunirse para deshacernos de un solo golpe; pero sí encontramos el medio de tener carbón siempre que lo necesitemos, con la velocidad que puede alcanzar el Rey del Mar, podemos reírnos del rajá y también del gobernador de Labuán.

—Por eso os aconsejo que, ante todo y sin dar tiempo a que se reúnan las dos escuadras, deis un golpe de mano contra los depósitos de carbón que hay en la boca del Sarawak —dijo Tremal-Naik.

—Precisamente eso es lo que vamos a intentar —respondió Sandokán—. Después iremos a destruir los depósitos que los ingleses poseen en la isleta de Mangalum. Una vez que ellos no tengan posibilidad de abastecerse, nosotros quedaremos en condiciones de superioridad con respecto a unos y a otros, y libres para arrojarnos sobre las líneas de navegación y dar un golpe mortal al comercio de los ingleses con el Japón y con China. ¿Aprobáis esta idea?

—Sí —contestaron Yáñez y Tremal-Naik.

—Pero además tengo otra idea —continuó Sandokán, después de un breve silencio—. Tengo el proyecto de insurreccionar a los dayakos de Sarawak. Conservamos todavía entre ellos muy buenos amigos, que son precisa, mente los que nos ayudaron a derrotar a James Brooke. Estando nosotros en el mar y aquellos terribles cortacabezas a la espalda, ni el rajá ni el hijo de Suyodhana se encontrarán seguramente muy a gusto.

—¿Crees que el hijo del jefe de los thugs se hallará con el rajá?

—No estoy seguro —respondió Sandokán.

—Ni yo tampoco —añadió Yáñez.

—¿Has enviado el Mariana a alguna parte? —preguntó el hindú.

—Nos espera en el cabo Taniong-Datu, cargado de carbón, municiones y armas.

—¿Habrá llegado ya?

—Eso supongo.

—En ese caso vamos a Sarawak.

V. A la caza del rey del mar

Unos minutos más tarde, los supervivientes del crucero eran embarcados en una chalupa provista de víveres en abundancia para que pudiesen negar hasta Redjang sin correr el riesgo de pasar hambre, Por su parte, el Rey del Mar se lanzó a través del golfo de Sarawak con la proa puesta hacia el sur.

En el mar reinaba una calma casi absoluta; sólo de tarde en tarde soplaba la brisa, que en aquellas latitudes parece de fuego, y todos los veleros la temen porque suelen quedarse casi inmóviles durante largas semanas. De tarde en tarde, una anchísima ondulación que procedía del Este, engrosaba gradualmente, y después de pasar bajo el crucero al que imprimía una brusca sacudida, iba a perderse en la dirección opuesta.

Cuando había pasado aquella enorme ola procedente de las lejanas costas de las islas de Sonda, el océano volvía a recobrar su anterior inmovilidad.

En ninguno de los cuatro puntos cardinales se vela buque alguno. En cambio, abundaban los pájaros de los trópicos, voladores Incansables, que, a veces, se encuentran a centenares de millas de la costa. Eran, en su mayor parte, Priafinus ciscercus, especie de procelarios, los cuales —cosa verdaderamente extraña— llevan casi siempre cogidos a las plumas del abdomen cangrejitos de mar y pequeñísimos moluscos, obligándolos a vivir en el aire a pesar suyo. Sin embargo, parece que no se encuentran muy a disgusto en aquellos viajes, aéreos, porque no se advierte en ellos sufrimiento alguno.

De vez en cuando aparecían entre dos aguas, a un metro escaso de profundidad, largas filas de magníficas medusas en forma de paraguas transparentes, que se dejaban transportar blandamente por el flujo y el reflujo. Otras veces marchaban delante del barco, rápidos como flechas, los Prontoporsas, que son los delfines más pequeños de la especie, armados con un pico larguísimo y las espléndidas doradas, cuyas escamas parecen pintadas de azul y oro, enemigos terribles de los peces voladores, y que cuando van a morir pierden sus colores y se vuelven grises.

El Rey del Mar bogaba rápidamente; hacía más de doce nudos y marchaba en línea recta hacia la costa de Sarawak, con objeto de destruir los depósitos de carbón de la escuadra del rajá.

Era realmente un barco soberbio, dotado de extraordinarias cualidades marineras, a pesar de su coraza, de sus torres y de su artillería; en suma, un corsario completamente moderno: el único probablemente que podía atreverse a emprender aquella audaz correría contra la poderosa flota inglesa, sin hallar un puerto en que poder refugiarse.

—Y bien, Tremal-Naik —dijo Sandokán, que salía en aquel momento a la cubierta, después de haber hecho una ligera visita a sir Moreland—; ¿qué me dices de nuestro Rey del Mar?

—Que es el crucero mejor y el más poderoso que he visto: ¡una verdadera maravilla! —contestó el hindú, visiblemente entusiasmado.

—Sí, los americanos son magníficos constructores. Hace veinte años tenían que recurrir al extranjero para crear su propia escuadra, y ahora tienen mejores astilleros que nadie. En la actualidad, sus navíos son sólidos y poderosos. Con este, yo te aseguro que hemos de proporcionarles muchos dolores de cabeza a nuestros enemigos.

—¿Y si Inglaterra te echase encima los mejores barcos de su marina? ¿Has pensado en eso, Sandokán?

—Los haremos correr, querido —contestó el Tigre de Malasia—. El océano es muy grande y nuestro buque el más veloz. Además, habrá transportes ingleses a quienes podamos atacar y privar de combustible. No creas que tengo la presunción de poder sostener indefinidamente esta lucha; pero antes de que llegue el día en que, por una u otra causa, deba terminarse, habremos causado a nuestros enemigos daños tan grandes, que lamentarán habernos arrojado de nuestra isla.

Encendió su magnífico narguillé, se cogió a un brazo del hindú, y después de haber paseado durante algunos minutos desde la rueda del timón hasta la torre de popa, dijo:

—¿Sabes que el capitán va mejorando?

—¿Sir Moreland? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí, a pesar de lo horrible de la herida, tiene una fiebre muy ligera, El señor Held está asombrado, y yo creo que con razón. ¡Qué fibra tan magnífica tiene ese hombre!

—¿Te ha reconocido?

—Sí,

—Debe de haberse quedado estupefacto al verse en nuestras manos. Seguramente que no creía que iba a encontrarse tan pronto con sus antiguos prisioneros. ¿Duerme?

—Sí, y muy tranquilamente por cierto.

—¿No te estorbará ese hombre?

—Pudiera suceder que sí; pero tengo algunos proyectos acerca de él.

—¿Cuáles?

—Todavía no lo sé —dijo Sandokán—. Ya pensaré en que podrá sernos útil, Ante todo procuraremos hacernos amigos suyos. Yo creo que nos debe algún reconocimiento por haberle salvado de la muerte.

—Adivino lo que piensas —dijo Tremal-Naik—; esperas que te proporcione algunas noticias acerca del hijo de Suyodhana.

—Pues sí, realmente —confesó Sandokán—. Combatir a un enemigo desconocido que no se sabe dónde se encuentra ni qué está tramando, es para inquietar a cualquiera. ¡Bah! Un día u otro saldrá del misterio en que se envuelve y se nos mostrará, y ese día el Tigre devorará también al tigrecito de la India.

En aquel momento apareció el doctor Held en la puerta de la cámara.

El americano que, como hemos dicho, habla aceptado las proposiciones que le hiciera Sandokán, las cuales podían costarle la vida, era un arrogante joven de veintiséis o veintiocho años, de estatura elevada, delgado, de mirada inteligente, frente amplia, rostro tan rosado como el de una jovencita, y llevaba la barba rubia cortada en punta.

—¿Qué nos dice usted, señor Held? —le preguntó Sandokán, yendo solícitamente a su encuentro.

—Que ya puedo responder de la curación del prisionero —respondió el médico—; dentro de quince días tendremos a nuestro hombre perfectamente bien. ¡Esos angloindios tienen una piel muy dura!

La conversación fue interrumpida por la campana que anunciaba la comida.

—¡A la mesa, de lo contrario, Yáñez se impacientará! —dijo Sandokán.

Mientras tanto, el Rey del Mar continuaba su marcha hacia el Suroeste.

El océano continuaba desierto, pues la zona que recorría el barco apenas era frecuentada por veleros y vapores, los cuales remontaban generalmente más al Norte o más al Sur, unos para evitar las zonas de calma absoluta y los otros los bancos submarinos, que abundan extraordinariamente en las cercanías de las costas de Borneo.

De vez en cuando bandadas de volátiles se posaban en las cofas de los mástiles y tomaban posesión de ellas, permitiendo que los marineros se les acercasen sin demostrar por ello la menor inquietud.

Aquellos pájaros pertenecían a la especie de las aves procelarias gigantes, de plumas oscuras, llamados quebrantahuesos. Son pescadores empedernidos y poseen un pico tan agudo y tan fuerte que les permite hacer frente a los peces de mayores dimensiones, a los cuales matan hiriéndoles en la cabeza.

También algún que otro magnífico albatros solía revolotear en torno de la nave, el cual saludaba a la tripulación lanzando su peculiar gruñido, muy semejante al de un cerdo, y atravesaba la toldilla sin apresurarse, a pesar de los tiros que le disparaban los malayos.

Como caza, esos pájaros son detestables; porque sí bien miden de punta a punta de sus alas tres metros y medio, su cuerpo no llega a pesar más allá de ocho o diez kilogramos sin contar, además, conque su carne es coriácea y se halla impregnada de un olor desagradable.

Cuando se les ve en el aire, son dignos de admiración por su vuelo maravilloso. Durante algunos instantes permanecían casi inmóviles encima del crucero, haciendo vibrar de una manera apenas perceptible sus gigantescas alas; en seguida partían como rayos, se abatían sobre el mar y en un abrir y cerrar de ojos pescaban pequeños cefalópodos y calamares, que son su comida preferida.

No faltaban presas para aquellos avidísimos volátiles porque las agrias de esa parte del océano son extraordinariamente ricas en pescados, cosa que contentaba también a los marineros, que se las ingeniaban para cogerlos, a pesar de la velocidad con que marchaba el buque, utilizando para ello pequeñas redes. Luego, la pesca servía para aumentar el menú de a bordo.

Por otra parte, bogaban casi en la superficie bandadas de doradas, delfines pequeños y serpientes de mar de un metro de largo, de forma cilíndrica, piel oscura y negra, y cola amarilla; también flotaban multitud de trotones, pescados tan extraños, que casi siempre navegan con el vientre hacia arriba, y que se hinchan a placer hasta tomar la forma de una bola.

Los trotones subían a millares desde las profundidades del océano, mostrando las agudas espinas que los recubren por completo, y que les proporcionan una gran semejanza con los erizos terrestres; pero sus colores son diferentes, pues los hay blancos, violáceos y manchados de negro. Por en medio de los trotones y con los tentáculos extendidos para aprovechar el menor soplo de aire, desfilaban largas hileras de nautilos.

De vez en cuando un movimiento de terror dispersaba a tantos habitantes del océano tropical. Las doradas desaparecían precipitadamente; los trotones se desinflaban con gran rapidez y se dejaban ir al fondo; los nautilos replegaban sus tentáculos, volvían su concha en la que navegaban como en pequeños barcos y se sumergían.

Todo aquello era debido a que aparecía en medio de ellos un enemigo terrible, de voracidad insaciable, que abría su formidable boca, erizada de unos dientes tan agudos como los de los tigres: ese enemigo es el charcharios, un pez-perro de cinco o seis metros de largo. Su imprevista aparición sembraba el terror. El charcharios es temido incluso por el hombre.

Con la rapidez del relámpago se tragaba los peces que se hablan retrasado un instante en su huida: luego desaparecía en seguida, precedido siempre por su piloto, que es un lindísimo pescadito de piel azul y púrpura, con estrías negras, de unos veinticinco centímetros de largo, y que sirve de guía a su terrible patrono y protector.

Una vez el peligro había desaparecido, volvían a reaparecer las doradas jugueteando, los trotones subían a la superficie convertidos de nuevo en una bola, y las espléndidas conchas ribeteadas de nácar de los nautilos, enderezaban de nuevo sus ocho tentáculos, ligeramente redondeados por las puntas.

Yáñez y Sandokán entraron hacia el anochecer en el camarote donde estaba el angloindio, y comprobaron con satisfacción que el herido se encontraba bastante mejor que por la mañana.

La fiebre casi había desaparecido y la herida, sabiamente cuidada por el hábil americano, apenas sangraba.

Cuando entraron, sir Moreland estaba hablando con voz bastante clara con el señor Held, y le pedía noticias acerca del poder del buque corsario.

Cuando los vio entrar, el angloindio hizo un esfuerzo para sentarse; pero Sandokán se lo impidió con un gesto.

—No, sir Moreland —dijo—, está usted demasiado débil y por ahora debe abstenerse de hacer el más mínimo esfuerzo. ¿No es cierto, mi querido Held?

—Podría volver a abrirse la herida —contestó el doctor—. Ya sabe usted, sir, que le he prohibido todo movimiento.

El prisionero tendió la mano al médico, a Yáñez y a Sandokán y les dijo:

—Muchas gracias, señores, por haberme salvado; aun cuando yo hubiera preferido irme a pique con mi barco en compañía de mis desgraciados marineros.

—Un marinero siempre tiene mil ocasiones de morir —contestó Yáñez, sonriendo—. Todavía no ha concluido la guerra, puesto que para nosotros apenas ha comenzado.

Una nube oscureció la frente del angloindio.

—Yo creía que había terminado la misión de ustedes con el rescate de aquella jovencita y de su padre.

—Para eso no hubiese comprado yo un barco del poder de este —dijo Sandokán—; con mis praos me hubiera bastado.

—¿De modo que continuarán ustedes haciendo el corso?

—Indudablemente; mientras haya un solo hombre y un solo cañón disponibles.

—Les admiro a ustedes, señores; pero imagino que esas correrías van a terminar pronto. El rajá e Inglaterra les perseguirán con sus escuadras. ¿Cómo van ustedes a poder resistir tales ataques? Les faltará a ustedes el carbón y se verán en la precisión de rendirse o de hacerse echar a pique después de una resistencia inútil.

—¡Ya lo veremos!

Sandokán cambió bruscamente de tono y le preguntó:

—¿Cómo se encuentra usted, sir Moreland?

—Relativamente bien; el doctor me ha asegurado que dentro de unos días podré levantarme.

—Tendré un gran placer en verle a usted paseando por el puente de mi barco.

—¿De modo —dijo sonriendo el angloindio— que cuentan ustedes con retenerme prisionero?

—Aunque quisiera devolverle la, libertad, no podría hacerlo en este momento, porque estamos muy lejos de la costa.

—¿Vamos hacia el Norte?

—No, sir Moreland; al contrario: vamos hacia el Sur. Tengo ganas de ver la boca del Sarawak.

—Lo comprendo perfectamente, Pretenden ustedes asaltar los depósitos de carbón del rajá.

—Todavía no lo sé,

—Señor Sandokán, si usted me lo permite, desearía que me explicara usted una cosa.

—Hable usted, sir Moreland —contestó el Tigre de Malasia—. Después, si a su vez me lo permite usted, le liaré algunas preguntas.

—Lo que deseo saber es por qué ha envuelto usted también en esta guerra al rajá de Sarawak.

—Porque estamos convencidos de que es el protector del hombre misterioso que ha lanzado contra nosotros a los ingleses de Labuán, y que en un mes tan sólo nos ha causado tantos perjuicios.

—¿Y quién es ese hombre?

Sandokán clavó en el angloindio una agudísima mirada, como si quisiera leer en el fondo de su corazón y después dijo:

—Es imposible que usted, que pertenece a la marina del rajá, no le haya conocido.

Sir Moreland permaneció silencioso durante algunos instantes.

—No —dijo finalmente—, no he visto nunca al hombre a quien usted alude. Sin embargo, he oído contar que un individuo misterioso que, según parece, posee riquezas fabulosas, ha visitado al rajá, poniendo a su disposición hombres y barcos para vengar a James Brooke.

—Un indostano, ¿no es cierto?

—No lo sé —contestó sir Moreland—, porque no lo he visto jamás.

—¿Y ese hombre ha sido el que ha lanzado contra nosotros al rajá y a los ingleses?

—Así me lo han contado.

—¿El hijo de un jefe famoso de los thugs de la India?

—Eso no lo sé.

—¿Quiere medirse con los tigres de Mompracem?

—Y según creo, está seguro de vencerlos.

—¡Caerá, como cayó su padre y como ha caído toda su secta! —dijo Sandokán.

En los negros ojos del angloindio brilló un relámpago. De nuevo quedó silencioso, como si un pensamiento repentino le turbase; después dijo:

—¡El porvenir lo dirá!

Y cambiando bruscamente de conversación, preguntó:

—¿Siguen a bordo aquel indostano y su hija?

—Ya no nos separaremos de ellos, porque su suerte está ligada a la nuestra —contestó Sandokán.

Sir Moreland lanzó un suspiro y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

—Descanse usted tranquilo —le dijo Sandokán—. Esta noche no sucederá nada.

Salid del camarote acompañado por Yáñez, y ambos subieron a la cubierta; Surama y Damna estaban tomando el fresco y charlando con Tremal-Naik.

Al ver a Yáñez, Damna se apresuró a interrogarle con la mirada.

—¡Todo va bien! —le susurró el portugués, con su acostumbrada sonrisa.

—¿Podré visitarle?

—Mañana nada te impedirá que lo hagas sí…

Un grito del vigía instalado en la cofa del trinquete le cortó la frase,

—¡Humo en el horizonte! ¡Al Oeste!

Aquel grito hizo ponerse en pie de un salto a Sandokán, que acababa de tomar asiento al lado de Tremal-Naik, y toda la tripulación corrió a la cubierta.

Sobre el cielo, todavía iluminado por el sol, que no había terminado de ocultarse, se elevaba una sutilísima columna de humo que se destacaba perfectamente en la límpida y tranquila atmósfera.

—¿Será algún barco de guerra que venga en busca de nosotros —preguntó Yáñez— o un pacífico vapor, que vaya con rumbo a Sarawak?

—Más bien creo que sea un barco de guerra —dijo Sandokán, que había dirigido el anteojo hacía aquella mancha de humo—. ¡Ah! Parece que se aleja hacía el Oeste: el humo se ha replegado hacia nosotros.

—¿Creéis que nos haya descubierto? —preguntó Tremal-Naik, que se había reunido con ellos.

—Igual que nosotros nos hemos dado cuenta de su presencia, lo mismo puede haberles sucedido a ellos; habrán visto el humo de nuestro barco.

—Tengo una sospecha —dijo Yáñez.

—¿Cuál?

—Que sea un barco explorador.

—Es posible, Yáñez —contestó Sandokán.

—¿Y qué es lo que piensas hacer?

—Seguirle a distancia. Mañana al amanecer nos pondremos en su persecución, y tanto peor para él si pertenece a la escuadra del rajá o de Labuán. Pasaremos la noche en la cubierta.

Las sombras de la noche caían rápidamente, y las tinieblas impidieron que pudiera seguirse viendo aquel penacho de humo; pero el Rey del Mar había puesto la proa a Poniente para seguirle en su ruta.

Estaba seguro de poder alcanzarle con sus poderosas máquinas antes de que amaneciese, y de capturarlo o de echarlo a pique con su formidable artillería.

Se acordó que permaneciese sobre cubierta la guardia franca, como medida de precaución, pues podría darse el caso de que, durante la noche, ocurriesen graves acontecimientos.

—¡A doce nudos! —ordenó Sandokán—. ¡Le seguiremos de cerca!

La noche era espléndida; una verdadera noche de los trópicos, llena de fascinación y de encantos, como tan sólo puedan darse en aquellas regiones de calma casi perpetua.

A pesar de que el sol había desaparecido ya desde hacía algunas horas, parecía como si hubiera dejado tras de sí un rastro de luz, porque la oscuridad no era completa en el firmamento. Una vaga claridad, una transparencia increíble reinaba allá arriba, proyectándose en las aguas del océano, y permitía que los marineros de cuarto pudieran ver a larga distancia.

Las aguas parecían, a trechos, como si fuesen de fuego. Desde los profundos abismos marinos subían las medusas a legiones, y las magníficas anémonas abrían y extendían sus brillantes corolas rosáceas, blancas, azules, amarillas y violeta, ondeando blandamente sus franjas fulgurantes.

En medio de aquellas oleadas de luz submarina se deslizaban de vez en cuando grandes monstruos que esparcían el terror y la confusión entre los moluscos.

Unas veces eran charcharios, escualos hambrientos y siempre peligrosos; otras eran gigantescos calamares con pico de papagayo, ojos glaucos y fijos y los tentáculos cubiertos de ventosas. En cambio, en otras ocasiones aparecía sobre la superficie una masa gigantesca, lanzaba a lo alto chorros enormes y volvía a caer con un golpe sordo y profundo.

Era un ballenato con el dorso negro y verdusco, de unos quince metros de longitud; cetáceo bastante común en los mares tropicales, a pesar de la encarnizada persecución con que los acosan los barcos balleneros.

Aun cuando el día había sido bastante fatigoso y, por lo menos en apariencia, no amenazaba ningún nuevo peligro al buque, Sandokán y Yáñez no se retiraron a dormir. Y no era, ciertamente, para gozar de aquella magnífica noche, ni para admirar los fulgores de las anémonas, espectáculo, por otra parte, al que ya estaban habituados los antiguos navegantes de los mares de Malasia.

Un secreto temor les retenía en el puente. Paseaban con cierto nerviosismo, deteniéndose con frecuencia para mirar hacia Poniente.

Aquel humo les preocupaba mucho, pues temían que fuese el de un barco destacado de alguna escuadrilla.

—¿Has visto algo? —preguntó Yáñez a Sandokán, a eso de la medianoche, al ver que se detenía por enésima vez y dirigía el anteojo hacia el Oeste.

—Juraría que hace algunos minutos había visto brillar un punto blanco muy luminoso en la dirección por donde desapareció el penacho de humo —contestó, pensativo, el Tigre.

—¿Sería el farol del trinquete de ese barco, o una estrella?

—No, Yáñez, ni una cosa ni otra.

—¿Crees que no nos andará buscando la escuadra de Labuán? Ten por seguro que no permanecerá tranquilamente en el puerto de Victoria, después de nuestra declaración de guerra. Pero con la velocidad que podemos alcanzar, no nos será difícil dejarla a nuestras espaldas.

—Y el carbón se nos acabará muy pronto —contestó Sandokán—; nuestras carboneras están ya medio vacías.

—Las llenaremos por cuenta del rajá.

—Si podemos llegar hasta la boca del Sarawak.

—¿Qué es lo que temes?

Sandokán no respondió. Continuaba mirando siempre hacia el Poniente, recorriendo con la vista toda la línea del horizonte.

De pronto bajó el anteojo.

—¡Un relámpago! —dijo.

—¿Dónde, Sandokán?

—Ha brillado en la dirección que tomó aquel barco.

Me parece que ha sido un relámpago de luz eléctrica.

—Sí, señor —afirmó el americano Horward, que había salido un momento de la sala de máquinas—. También yo lo he visto.

—Entonces, ¿ese barco estará comunicándose con otro? —preguntó Yáñez.

—Eso es lo que temo —respondió Sandokán—. Afortunadamente, el horizonte está muy claro y en seguida podemos distinguir al enemigo.

—Señor Horward, hágame usted el favor de dar orden en la máquina para que fuercen la marcha a catorce nudos. Tengo curiosidad de saber quién es el que puede navegar con nosotros.

Acababa de transmitir la orden al americano, cuando volvió a brillar de nuevo un relámpago en la dirección del primero. Una lámpara eléctrica de gran potencia había proyectado sobre el océano un amplísimo haz luminoso.

Un instante después, una sutil columnilla de humo se elevó en el horizonte.

—¡Un cohete! —dijo Yáñez—. Se trata de dos barcos que se comunican entre sí, y uno ~ de ellos debe de ser el que huyó al acercarnos nosotros. Está indicando el rumbo que llevamos.

—Señor Sandokán —dijo el americano— si no me engaño, veo deslizarse por el océano un punto negro. Ahora atraviesa una franja de agua fosforescente.

—¡Un punto! Entonces no puede tratarse de un barco.

—Y a lo que parece, marcha con una velocidad extraordinaria.

—¿Será alguna chalupa de vapor?

Asestó nuevamente el anteojo y lo mantuvo en posición horizontal durante algunos minutos. El punto negro, que se agrandaba rápidamente, había atravesado la zona fosforescente, confundiéndose con el color oscuro del agua; pero se acercaba a otra formada por millares de nautilos, anémonas y medusas.

—Me parece una gran chalupa de vapor —dijo Sandokán—, y no está a más de dos mil metros de distancia. ¡La enviaremos a que haga compañía a las medusas! ¡Nostramo Sloher!

VI. Los misterios de sir Moreland

Un viejo cabo de cañón, de larga barba canosa y espaldas cuadradas se adelantó, marchando con ese peculiarísimo balanceo de los viejos lobos de mar.

—El capitán que nos ha vendido este barco me ha dicho que eres un artillero famoso —dijo Sandokán, mientras el nostramo se quitaba de la boca un pedazo de cigarro que estaba masticando, después de lo cual saludó gravemente.

—Los ojos todavía los tengo buenos, comandante —contestó el viejo.

—¿Serías capaz de enviar una bala a aquel curioso que trata de aproximarse a nosotros? Si le alcanzas y le echas a pique, tendrás cien dólares de premio.

—No necesito más, comandante, sino que mande usted detenerse al Rey del Mar durante unos cinco minutos.

—Te pido un tiro de maestro.

—¡Probaremos, comandante!

El punto negro, que se había convertido ya en una raya muy visible, entraba entonces en la segunda zona fosforescente.

—¿Lo ves? —le preguntó Sandokán.

—Debe de ser una de esas máquinas que han inventado mis compatriotas y que llevan un torpedo fijo en el asta —dijo el viejo—. Si se acercan son peligrosos.

—¡A tu puesto!

Yáñez había dado la orden de echar atrás.

El Rey del Mar anduvo todavía unos doscientos metros, a pesar de que la hélice funcionaba en sentido contrario; en seguida se detuvo y conservó una inmovilidad absoluta, pues el océano estaba como una auténtica balsa.

El cabo de cañón se había colocado ya detrás de una de las grandes piezas.

En la toldilla de la nave reinaba un silencio profundo. Todos esperaban aquel disparo llenos de ansiedad, y tenían fijos los ojos en la chalupa, la cual bogaba a todo vapor por en medio de la fosforescencia, aunque procuraba acercarse al crucero sin ser descubierta.

De repente rompió el silencio un grito que salió de la torre:

—¡Pronto!

La pequeña embarcación de vapor se encontraba en aquellos instantes a unos mil quinientos metros de distancia del Rey del Mar. Su casco negro se dibujaba claramente sobre la luminosa superficie de las aguas.

Retumbó una detonación y un relámpago iluminó al mismo tiempo las tinieblas.

Durante algunos instantes se oyó por el aire un ronco silbido, que fue debilitándose rápidamente. El proyectil de buen calibre se alejaba rozando las ondas.

De repente resonó otra detonación a larga distancia. En la chalupa torpedera se elevó una llamarada, seguida de un haz de chispas.

Casi en el mismo momento se apagó bruscamente la fosforescencia. Los nautilos, las medusas y las anémonas, asustados por aquel estruendo, desaparecieron prontamente en las misteriosas profundidades del mar.

—¡Tocada! —gritó Sandokán.

Un grito de triunfo estalló a bordo del crucero. El veterano artillero, con aire risueño, se adelantó hacia Sandokán.

—Comandante —le dijo—, he ganado mis cien dólares.

—¡No, doscientos! —replicó el Tigre de Malasia.

Luego dio algunos pasos hacia adelante, exclamando:

—¡Lo sospechaba! ¡Está bien! ¡Os haré correr!

Algunos puntos luminosos, que apenas se distinguían, aparecieron en el horizonte un momento después de la inmersión de los moluscos fosforescentes.

Para los avezados ojos de aquellos marinos, envejecidos sobre el océano, no eran estrellas, sino faroles de barco; y probablemente, barcos de guerra lanzados sobre la pista del Rey del Mar.

—¿Será la escuadra del rajá o la de Labuán? —había preguntado Yáñez.

—Me, parece que esos barcos vienen del Septentrión —contestó Sandokán—. Apostaría a que la escuadra inglesa trata de reunirse con la de Sarawak. Alguien ha debido decirles que estamos recorriendo estos mares, y se han dedicado a perseguirnos.

—Eso destruye nuestros proyectos.

—Es cierto, Yáñez, porque nos veremos forzados a huir hacia el norte. El Rey del Mar es poderoso; pero no tanto que pueda hacer frente a una escuadra.

—¿Qué es lo que te propones hacer?

—Dejar para una ocasión más oportuna la destrucción de los depósitos de carbón de Sarawak, y remontarnos hasta el cabo Taniong-Datu, con objeto de encontrar al Mariana, y en seguida echarnos sobre las líneas de navegación antes de proveernos de combustible en Monzalm. En cuanto la escuadra vaya a buscarnos a los parajes de Labuán, volveremos para ajustar las cuentas al rajá y al hijo de Suyodhana.

—¡Has nacido para ser un gran almirante! —dijo Yáñez, riendo.

—¿Apruebas mí proyecto?

—Por completo. ¿Y el Mariana?

—Le enviaremos a la boca del Redjang para que nos espere allí, y encargaremos que armen a nuestros amigos los dayakos.

—¡Ahora boguemos pronto, hermanito! ¡Los barcos se aproximan!

—¡Señor Horward! —gritó Sandokán—. ¡A toda máquina!

—Iremos a tiro forzado, comandante —contestó el americano.

El Rey del Mar había vuelto a emprender su carrera. Montones de carbón llovieron sobre los hornos, y las máquinas funcionaron de un modo rabioso, imprimiendo al casco un sonoro trepidar.

Todos habían subido a cubierta, incluso Damna y Surama. Podía darse el caso de que de un instante a otro se encontrara el crucero con algún buque destacado en exploración hacia Levante, y todos querían estar dispuestos para la lucha.

Sin embargo, en aquella dirección no se veía brillar ninguna luz.

Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, de pie en el puente de órdenes, miraban con gran atención los puntos luminosos que ahora parecían haber cambiado de posición. Era que los comandante de los buques ingleses, al darse cuenta de que el corsario huía hacia el Norte, cambiaron de rumbo con la esperanza de capturarle.

Pero la distancia entre ambos, en lugar de disminuir, aumentaba de minuto en minuto y, aun cuando forzaban la máquina, aquellos barcos no podían navegar a la misma velocidad que el corsario.

Después de una carrera furiosa que duró más de una hora, los puntos luminosos fueron haciéndose casi invisibles.

—Creo que ya es tiempo de que volvamos a tomar de nuevo nuestro rumbo hacia el Noroeste —dijo Sandokán a Yáñez—. Los ingleses continuarán su persecución siempre hacia el Norte.

Mandó apagar todos los faroles, y el Rey del Mar, después de describir una gran curva, se dirigió otra vez hacia el Noroeste.

La maniobra obtuvo el resultado que se esperaba, puesto que, durante algunos minutos se vio brillar los faroles de los otros barcos en los confines del horizonte, y luego desaparecieron en seguida.

—¡Vamos! —dijo Yáñez muy satisfecho—. ¡Todo va bien! ¡Creo que podemos irnos a dormir durante algunas horas! ¡Nos hemos ganado el descanso!

Cuando despuntaba el día, el mar estaba completa mente desierto. No se veía más que a los pájaros marinos revoloteando sobre las olas que agitaba la brisa matutina.

El Rey del Mar había reducido su marcha a ocho nudos. A cada momento que pasaba se hacía más preciado el combustible.

Sandokán subió a cubierta, coincidiendo con los primeros rayos del sol. Todavía estaba algo inquieto, aunque ya no abrigaba la menor duda respecto al resultado obtenido con la maniobra de la noche anterior.

—Les hemos engañado completamente —dijo Yáñez, que, acompañado de Damna, se había reunido con él—. Llegaremos hasta el cabo Taniong sin que tengamos ningún mal tropiezo. A propósito, ¿qué habrá pensado sir Moreland del cañonazo que hemos disparado esta noche?

—Me dijo el doctor Held que se había sobresaltado mucho por temor de que hubiéramos echado a pique algún barco —contestó Yáñez.

—Vamos a verle.

—¿Me permiten ustedes que vaya yo también? —preguntó Damna.

—No veo ningún inconveniente —respondió Sandokán—. Por el contrario, él se alegrará de volver a ver a su bella prisionera. ¡Vamos, muchacha!

—Esa visita le producirá mucha alegría… y a ti también —añadió Yáñez en voz baja, acercándose a la joven.

Cuando entraron en el camarote, sir Moreland ya había despertado y estaba charlando con el médico.

Cuando vio a Damna, que iba detrás de Sandokán y de Yáñez, la mirada del angloindio se animó vivamente, y por algunos instantes no pudo apartar los ojos de la joven.

—¡Usted, señorita! —exclamó—. ¡Qué feliz me hace el volver a verla!

—¿Cómo se encuentra usted, sir Moreland? —preguntó Damna, ruborizándose.

—¡Oh! La herida va cicatrizándose rápidamente; ¿no es verdad, doctor?

—Dentro de ocho o diez días estará cerrada por completo —respondió el americano—. Es una curación verdaderamente milagrosa.

—Hubiera preferido no verle herido, sir Moreland —dijo Damna.

—Entonces no me hubiera visto usted aquí —respondió el angloindio. Me hubiera dejado hundir con mi barco al lado de la bandera de mi patria.

—Pues me alegro de que hayan podido salvarle de la muerte.

El joven capitán la miró sonriendo y después dijo:

—Muchas gracias, señorita; pero…

—Pero ¿qué? ¿Qué es lo que quiere usted decir, sir Moreland?

—Que también estaría yo más contento si hubiera salvado mi buque y mis marineros. ¡Ah señorita, no esperaba que fuese derrotado por los protectores de usted de un modo tan desastroso! Y, sin embargo, puede usted creerlo, no lamento mi prisión.

Sir Moreland —dijo Sandokán—, ¿no sabe usted que esta noche pasada por poco nos sorprenden los barcos ingleses?

—¿La escuadrilla de Labuán? —preguntó, emocionado, el herido.

—Supongo que sería ella; pero hemos logrado engañarla y eludir con facilidad el peligro.

—No imagine usted que siempre haya de tener la misma fortuna —dijo el angloindio. Un día cualquiera, probablemente el menos pensado, se encontrará delante de un hombre que no le dará cuartel.

—¿Alude usted al hijo de Suyodhana? —preguntó Sandokán.

—No puedo darle más explicaciones. Es un secreto que no puedo violar —contestó el angloindio.

—No puede ser ningún otro salvo él —dijo Yáñez—, aun cuando haya afirmado usted que no sabía nada de ese obstinado y misterioso adversario.

Sir Moreland pareció no haber oído a Yáñez; estaba mirando a Damna con expresión de angustia.

Sandokán, Yáñez y la joven permanecieron hablando todavía durante algunos minutos en el camarote, cambiando algunas palabras con el médico.

Pero antes de que la joven se marchara, sir Moreland le dijo, mirándola con cierta tristeza:

—Señorita, espero que volveré a verla pronto, y que no me mirará usted siempre como a un enemigo.

En cuanto la joven hubo salido, el angloindio, que había permanecido largo tiempo sentado, mirando fijamente a la puerta del camarote y con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud pensativa, dijo al doctor, después de lanzar un profundo suspiro:

—¡Qué cosa tan triste es la guerra! ¡Siembra el odio, incluso entre corazones que podían latir al unísono, animados por un mismo afecto!

—Y el de usted hubiera latido mucho, ¿verdad, sir Moreland? —dijo el americano, sonriendo.

—¡Sí, doctor! ¡Lo confieso!

—Por la señorita Damna, ¿no es eso?

—¿Por qué he de ocultarlo?

—Es una joven muy bella y muy animosa, digna de su padre y de usted.

—¡Y que nunca será mía! —dijo sir Moreland, con acento extraño—. ¡El destino ha abierto entre nosotros y sin que en ello tengamos la menor culpa, un abismo que nada logrará salvar!

—¿Por qué motivo? —preguntó el doctor Held, asombrado por el tono con que había hablado el herido, y en el cual parecía advertirse una gran angustia y un odio profundo—. Estos hombres son enemigos del rajá y de los ingleses; pero no de usted.

Sir Moreland miró al americano sin contestarle; pero su rostro tenía una expresión tan terrible, que le llamó vivamente la atención.

—Cualquiera diría que en la vida de usted hay algún secreto —dijo el americano.

—¡Maldigo al destino, eso es todo! —contestó el joven con voz sorda.

Luego, cambiando de tono, preguntó bruscamente:

—Doctor, ¿adónde nos conduce el comandante?

—Por ahora vamos hacía el Noroeste.

—¿A Sarawak? ¿Querrá desembarcarme?

—Qué, ¿lo sentirla usted?

—Tal vez sí.

—¿Por alejarse de la señorita Damna?

—Por otros motivos más graves —contestó el angloindio.

—¿Cuáles si no es una indiscreción mi pregunta?

—Porque el rajá me enviará de nuevo contra ustedes, y probablemente me estará reservado asestarles un golpe mortal y echar a pique a la mujer a quien amo —dijo sir Moreland.

—Ese día puede ser que aún tarde mucho en llegar.

—Yo creo lo contrario, porque el barco de ustedes no va a poder estar en el mar eternamente, y no siempre encontrará medio de proveerse de víveres, de municiones y de combustible, máxime no contando con un solo puerto amigo.

—¡Sir, el océano es inmenso!

—Es cierto; pero cuando diez, veinte navíos les encierren a ustedes en un círculo de hierro, ¿qué esperanza les quedará? Admiro la audacia de estos piratas de Malasia, como admiro su buque, una obra maestra de la ingeniería naval; pero permítame usted que dude del buen éxito de la empresa que están realizando. No niego que podrán causar graves daños a la marina mercante inglesa, muchos disgustos al rajá, siendo como es el Rey del Mar el barco más rápido que quizá exista y también el mejor armado; pero no por eso ha de durar mucho tiempo este estado de cosas.

—Estos formidables corsarios, sir Moreland, no tienen la pretensión de mantener en jaque durante muchos años a las escuadras inglesas. Saben muy bien la suerte que les espera, y no ignoran que un día cualquiera, sus cadáveres irán a dormir el eterno sueño en las tenebrosas profundidades del mar, o en el fondo de cualquier abismo.

—¿Y lo sabe también la señorita Damna? —preguntó, estremeciéndose, el angloindio.

—Lo supongo, sir Moreland.

—¡Ah! ¡No! ¡Desembárquela usted! ¡Sálvela!

—Es imposible. Aquí combaten su padre y sus protectores, a los cuales, según tengo entendido, les debe la vida y no los abandonará —contestó el americano.

Sir Moreland se pasó una mano por la frente y dijo, como si hablara consigo mismo:

—¡Sería mejor que las escuadras nos echaran a pique a todos! ¡Por lo menos habríamos terminado y yo no oiría ya más el grito de la sangre que clama venganza!

VII. En el Mar de la Sonda

El Rey del Mar, que había navegado siempre a poca velocidad con objeto de economizar el precioso combustible, llegaba seis días más tarde al cabo Taniong-Datu, vasto promontorio que cierra el golfo por Poniente, o, por mejor decir, el mar de Sarawak.

El Mariana ya se encontraba allí, escondido en una pequeña rada resguardada por elevadísimas escolleras que hacían Invisible el barco para los que pasaban de largo.

Lo gobernaba uno de los piratas más viejos de Mompracem, que había tomado parte en todos las empresas del Tigre de Malasia y de su compañero Yáñez; un hombre muy fiel y de un valor extraordinario como guerrero y como marino.

De acuerdo con las órdenes que había recibido, nevaba un buen cargamento de armas y municiones para aprovisionar al Rey del Mar, en caso de que tuviera necesidad de ellas; pero en lo tocante a carbón apenas había podido reunir unas treinta toneladas, porque después de la declaración de guerra de Sandokán, los ingleses de Labuán habían monopolizado todo el combustible que había en Bruni, capital del sultanato de Borneo.

Aquella partida de carbón apenas era suficiente para mantener al barco durante un par de días, y aun así, navegando a muy pequeña velocidad; sin embargo, se embarcó rápidamente en las carboneras.

Con el temor de que los persiguiesen, Sandokán se apresuró a dar las últimas órdenes al comandante del Mariana. Debía dirigirse sin titubear a Sedang, remontar el río hasta la ciudad del mismo nombre, fingiéndose una tranquila embarcación mercantil que arbolaba bandera holandesa, verse con los jefes de los dayakos que tomaron parte en la expulsión de James Brooke, tío del actual rajá, proporcionarles armas y municiones, hacer atacar a hierro y a fuego las fronteras del Estado, y en seguida ir a esperar al Rey del Mar en la boca del río.

Algunas horas más tarde y mientras el Mariana se disponía para salir a la vela, el crucero se alejaba de Taniong-Datu para continuar su ruta con velocidad moderada hacia el noroeste, a fin de llegar a Mangalum para proveerse en abundancia en aquel depósito carbonífero, destinado a los buques que hacen la travesía directa en los mares de la China.

Al cabo de siete días, habiendo navegado siempre con muy poca rapidez para no encontrarse sin carbón en el caso de un encuentro con cualquiera de las escuadras enemigas, el Rey del Mar, que se había mantenido continuamente bastante alejado de la costa, pasaba a través del banco de Vernon. Aquel mismo día, sir Moreland, sostenido por el doctor, hizo su primera aparición en el puente.

Todavía estaba muy pálido y algo débil; pero la herida se le había cicatrizado casi por completo, gracias a su constitución robusta y a los asiduos cuidados del médico americano.

Era una mañana hermosa y no excesivamente cálida. Soplaba del sur una ligera brisa fresca que rizaba la inmensa superficie del mar de la Sonda, y que susurraba dulcemente entre las escotillas y el cordaje metálico del crucero.

Numerosas bandadas de pájaros, la mayor parte de ellos de los llamados pedreros, que son unas aves marinas dotadas de pasmosa agilidad y cuyo vuelo es ligerísimo, revoloteaban sobre el barco, juntamente con los Phoebetrie fuliginoso, los más pequeños de la familia de los diomedeos, persiguiendo a los peces voladores que las voraces doradas arrojaban de su elemento, obligándolos a volar largo trecho sobre las olas para ponerse a salvo.

Cuando vio aparecer al angloindio apoyado en el brazo del doctor, Yáñez, que estaba paseando por el puente al lado de Surama, se apresuró a ir a su encuentro.

—¡Vaya, ya le veo a usted restablecido! —le dijo—. ¡Crea que me alegro mucho, sir Moreland! A los hombres de mar les hace más provecho el aire libre del puente que el del camarote.

—¡Sí, señor Yáñez, ya estoy bien, gracias a los cuidados y a las atenciones de este buen doctor! —respondió el capitán.

—Desde este instante puede usted considerarse, no como nuestro prisionero, sino como nuestro huésped. Está usted en completa libertad para hacer lo que mejor le plazca e ir donde más le acomode. Para usted nuestro barco no tiene secretos.

—¿Y no teme usted que pueda abusar de su generosidad?

—No, porque le creo a usted un caballero.

—Piense usted en que cualquier día nos encontraremos frente a frente como enemigos terribles.

—Entonces combatiremos con lealtad.

—¡Ah, eso sí, señor Yáñez! —dijo sir Moreland, con cierta aspereza.

Después de haber pronunciado estas palabras, de haber echado una larga ojeada sobre la superficie del mar y de haber aspirado afanosamente el aire marino, dijo:

—Han salido ustedes de la región cálida. Esta brisa es del Norte. ¿Dónde estamos si no hay inconveniente en que lo sepa?

—Muy lejos de Sarawak.

—¿Huyen ustedes de los lugares que frecuentan los barcos del rajá?

—Por ahora sí, porque tenemos que renovar nuestras provisiones.

—Entonces, ¿tienen ustedes puertos amigos?

—No, ciertamente. A nosotros nos bastan los de los enemigos para aprovisionarnos —contestó sonriendo el portugués—. Sir Moreland, colóquese usted donde crea que puede aspirar mejor esta hermosa brisa.

El angloindio se inclinó para dar las gracias y subió a la toldilla de la cámara, donde habla visto a Damna, sentada en una mecedora colocada bajo el toldo extendido a la altura de las guías.

La joven fingía leer un libro; pero no había dejado de mirar al capitán a través de sus largas pestañas.

—Señorita Damna —dijo Moreland, acercándose a la muchacha—, ¿me permite usted que me siente a su lado?

—Le esperaba a usted —contestó la hija de Tremal-Naik, ruborizándose ligeramente—. Estará usted mejor aquí que en el camarote. Allí hace calor.

El doctor Held ofreció una silla al convaleciente, encendió un cigarro y fue a reunirse con Yáñez que, juntamente con Surama, se divertía en mirar los saltos que daban los pobres peces voladores, perseguidos en el mar por las doradas y por los pájaros marinos en el aire.

El angloindio permaneció silencioso durante algunos Instantes mirando a la joven en aquellos momentos más hermosa que nunca; finalmente, dijo con voz en la que se advertía una vibración extraña:

—¡Qué felicidad encontrarme aquí después de tantos días de encierro, y al lado de usted todavía, cuando ya pensaba que no volverla a verla, después de su fuga de Redjang! ¡Me la jugó usted de veras, señorita!

—¿No me ha guardado usted rencor, sir Moreland, por haberle engañado?

—Ninguno, señorita; estaba usted en su derecho de recurrir a cualquier ardid para recobrar su libertad. Sin embargo, yo hubiera preferido tenerla prisionera,

—¿Por qué?

—No lo sé; me sentía feliz estando cerca de usted.

El capitán exhaló un largo suspiro y después añadió, con voz triste:

—¡Y, sin embargo, el destino me impondrá el deber de olvidarla!

—Sí, sir Moreland; será preciso Inclinarse ante la adversidad del destino.

—Todavía no sé —repuso el capitán— lo que haré para romper con los decretos de los hados.

—No olvide usted, sir, que entre nosotros está la guerra, y que esta nos separará para siempre. ¿Qué dirían mí padre, Yáñez y Sandokán, si supieran que aceptaba la mano de uno de sus enemigos? ¿Y qué dirían las gentes de usted, cuyo odio hacia nosotros es todavía más profundo, más encarnizado, más despiadado? ¿Ha pensado usted en eso, sir Moreland? Usted, uno de los más brillantes oficiales de la marina del rajá, a quien su patria ha armado para que nos suprima sin misericordia, ¿podría casarse con la protegida de los piratas de Mompracem? Comprenda usted que es completamente imposible, que es un sueño que jamás se convertirá en realidad, porque el abismo que nos se para es demasiado profundo.

—Nuestro amor colmaría ese abismo, porque el amor no tiene patria.

—Quisiera que así fuese —dijo Damna tristemente—. Sir Moreland, olvídeme usted. El día en que recobre usted su libertad, olvídese de mí; vuelva usted al mar, y obedezca a la voz del deber, que le obliga a exterminamos. Olvide que en este barco se encuentra una muchacha a quien ha querido, y sin misericordia haga tronar la artillería contra nosotros, y échenos a pique o háganos saltar por los aires. Nuestro destino está escrito con letras de sangre en el gran libro de la vida, y todos estamos dispuestos a afrontarlo.

—¡Yo, matarla a usted! —exclamó el angloindio—. ¡A todos los demás, sí, pero a usted, no!

Las palabras «los demás» las había pronunciado con tal acento de odio, que Damna le miró con espanto.

—¡Cualquiera diría que tiene usted secretos rencores contra Yáñez y Sandokán, y también contra mi padre!

Sir Moreland se mordió los labios, como si se hubiera arrepentido de haber pronunciado aquellas palabras, y contestó en seguida:

—Un capitán no puede perdonar a los que le han vencido y han hundido su barco. Yo estoy deshonrado, y necesito el desquite, sea cuando sea.

—¿Y los ahogaría usted a todos? —preguntó Damna, horrorizada.

—¡Hubiera sido mejor que yo me hubiera hundido con mi nave! —dijo el capitán, rehuyendo la pregunta de la joven—. ¡No volvería a oír ese grito terrible que me persigue!

—¿Qué es lo que usted está diciendo, sir Moreland?

—¡Nada! —respondió el angloindio, con voz sorda—. ¡Nada, señorita Damna! ¡Divagaba!

Se levantó y empezó a pasear agitadamente, como si ya no sintiese los dolores que debía de producirle la herida, todavía no cicatrizada por completo.

El doctor Held, que se encontraba allí cerca, al verle tan agitado, se le acercó.

—¡No, sir Moreland! —le dijo—. Esos esfuerzos pueden acarrearle graves consecuencias, y por ahora le prohíbo que los haga. ¡Todavía está usted bajo mi autoridad!

—¿Qué importa que vuelva a abrirse la herida? —dijo el angloindio—. ¡Desearía que la vida se me escapase por ella! ¡Así, por lo menos, todo habría terminado!

—No se lamente usted de que le hayamos salvado, sir —dijo el médico, cogiéndole del brazo y llevándoselo hacia la cámara—. ¿Quién puede decir lo que la suerte le tiene reservado?

—¡Amarguras, nada más que amarguras! —contestó el capitán.

—Sin embargo, ayer parecía que estaba usted contento de hallarse todavía vivo.

El angloindio no respondió y se dejó conducir al camarote, pues se había levantado un viento muy fresco.

El Rey del Mar continuaba su ruta hacia el Norte, sosteniendo siempre una velocidad de siete nudos.

Al mediodía, Yáñez y Sandokán tomaron la altura, y vieron que los separaba de Mangalum una distancia de ciento cincuenta millas; distancia que podían recorrer en poco más de veinticuatro horas, sin tener que forzar la máquina.

Ambos tenían prisa por llegar, pues el tiempo tendía a descomponerse rápidamente, a pesar de haber amanecido un día magnífico.

Aparecieron unos cirros blanquecinos hacia el Sur, que se iban ensanchando y avanzaban lentamente: eran la vanguardia de nubes mucho más densas, y a los dos piratas no les agradaba la perspectiva de dejarse sorprender por un huracán en aquellos parajes llenos de bancos y de escolleras aisladas.

Efectivamente, el mar de la Sonda, tan abierto a los vientos fríos del Sur y del Oeste, es uno de los peores para los navegantes, porque se forman en él olas tan gigantescas, que ni en el propio océano Pacífico se ven de tales dimensiones.

Por otra parte, Mangalum no podía ofrecer un refugio seguro a un barco de gran porte, pues no contaba más que con una rada muy pequeña, suficiente tan sólo para los praos.

Los temores de los dos viejos lobos de mar, muy pronto se vieron confirmados.

Por la tarde, el sol desapareció entre un espeso velo de vapores de color muy oscuro, y la brisa se había trocado en un viento fuerte y bastante fresco.

La calma que hasta entonces había reinado, en el mar, se había turbado; de vez en cuando, largas oleadas procedentes del Sur, se estrellaban contra el crucero mugiendo sordamente, y le levantaban, imprimiéndole una brusca sacudida.

—Mañana tendremos mar gruesa —dijo Yáñez al doctor Held, que había vuelto a subir a la cubierta—. Si se desencadena el huracán, el Rey del Mar va a bailar de un modo terrible. Yo he cruzado ya estos parajes y sé lo terribles que son cuando soplan los vientos del Sur y del Oeste.

—Creo que se levantan olas verdaderamente monstruosas, ¿verdad, señor Yáñez?

—De quince metros, y hasta, a veces, incluso alcanzan una altura de dieciocho metros; y su longitud es inconmensurable.

—Pero Mangalum no debe de estar muy lejos ya.

—Es preciso rodear la isla y alejarse de ella, mi querido señor Held. Mangalum no es más que un gran escollo, y las otras dos isletas que lo flanquean, dos puntas rocosas.

—En ese caso, será una vida poco envidiable, la de sus habitantes. Y, sin embargo, no parece que estén descontentos de su tierra, aun cuando se hallan poco menos que aislados del resto del mundo, pues lo único que ven, y sólo de cuando en cuando, es algún que otro barco que va a aprovisionarse de carbón.

—Y son tan pocos los buques que entran en la rada de Mangalum, que el depósito de combustible sólo se renueva cada dos o tres años.

—Dicen que es la colonia más pequeña que existe en el globo.

—Es cierto, doctor; su población no excede de cien personas. El año pasado no eran más que noventa y nueve. Claro que hace años llegó a haber hasta ciento veinticinco.

—¿Y por qué ha disminuido?

—Por efecto de un tremendo huracán que arrojó las olas a través de la isla, las cuales asolaron muchas casas y arrastraron a varios de sus habitantes.

—Y los supervivientes, ¿por qué no abandonaron la isla?

—Porque, a pesar de lo Ingrata y poco segura que es aquella tierra, la quieren; por otra parte, en ningún otro lugar podrían gozar de la libertad de la que disfrutan en su Isla. Aun cuando pertenecen a diferentes razas, pues los hay Ingleses, americanos, malayos, burgueses de Madagascar y chinos, todos viven en perfecta armonía y bajo un régimen de Igualdad absoluta. Se puede decir que esos isleños han resuelto a su satisfacción el famoso problema social, pues practican algo parecido al comunismo, Su jefe es el habitante más viejo de la Isla, pero sus poderes son limitados. Todos trabajan para la comunidad, se instruyen unos a otros y no conocen el valor de la moneda, que para ellos es solamente una curiosidad. Hasta las mujeres, que están en mayor número que los hombres, se han dedicado a los trabajos masculinos, con objeto de evitar el peligro que podría acarrear el que se desequilibrase la producción y el consumo.

—¡Entonces, es una isla maravillosa! —exclamó el doctor.

—Considerándola desde cierto punto de vista, es admirable, en efecto —dijo Yáñez.

—¿Hace muchos años que está poblada?

—Desde mil ochocientos diez. Antes no había más habitantes que grandes bandadas de pájaros marinos. Un desertor Inglés llamado Granvil fue el primero que, en unión de otro compañero suyo y de un americano, arribó a esta isla. Como era más fuerte que sus compañeros, se proclamó a sí mismo rey de la Mangalum y de los dos islotes vecinos. Sin embargo, el cargo que se había adjudicado no le sirvió para gran cosa, porque cuando, en mil ochocientos dieciocho, el Gobierno inglés envió un barco para que tomara posesión de la isla, solamente vivía el americano. Este poseía mucho oro, mercancía totalmente inútil entre aquellas rocas, y que, en cambio, en su patria le hubiera proporcionado grandes goces; pero cuando le invitaron a que regresase a América, se negó terminantemente. Poco más tarde empezaron a desembarcar malayos, burgueses e ingleses. Y en mil ochocientos sesenta y cinco, la población aumentó de golpe, pues un corsario americano que durante la guerra de Secesión había hecho cuarenta prisioneros, los desembarcó en la isla. Aquel aumento inesperado hizo durísima la vida de los isleños, pues el buque corsario se olvidó de desembarcar, al mismo tiempo que los hombres, víveres, A pesar de ello, la colonia fue prosperando poco a poco, y continuó aumentado. Probablemente, a estas horas, el señor Griell, que es el actual gobernador de la isla, tiene más de un centenar de administrados.

—¡Un reyezuelo!

—Que rige bien su reino, sobre todo desde que recibió la visita de un almirante de la escuadra inglesa de la China, que le invistió con el poder supremo por encargo de la reina de Inglaterra.

—¡Sería cosa de haber visto los honores que habrán rendido al almirante!

—No, señor Held; los honores los tuvo que hacer él, ofreciendo a la colonia un banquete pantagruélico, que aún recuerdan con gran placer los glotones de la isla; y al banquete siguieron muchos regalos, entre ellos el de una bandera inglesa, que Griell conserva.

—Ardo en deseos de ver ese reinecito. Supongo que nos dispensarán una buena acogida —dijo el doctor.

—Lo dudo —respondió Yáñez—, porque a esos isleños no les interesa que disminuya su provisión de carbón, que ellos consumen en gran parte, Sin embargo, lograremos calmarlos, teniendo, como tenemos, argumentos muy persuasivos. Estamos en guerra y se la haremos, sin excepción alguna, a todos los súbditos ingleses.

VIII. La Isla de Mangalum

Las olas batieron, durante toda la noche, con furioso ímpetu, los costados del buque.

El viento había ido en aumento, aunque todavía su violencia no era tanta como para que dificultara la navegación de aquel poderoso barco, dotado de magníficas condiciones marineras, a pesar del enorme peso de su artillería gruesa y de las torres blindadas.

A la mañana siguiente, el tiempo tenía un cariz más amenazador, Las olas se sucedían furiosas, con las crestas llenas de espuma, y produciendo un sordo fragor al romperse con estruendo contra el espolón del barco.

Al pasar por encima de la cresta de las olas, el viento levantaba verdaderas cortinas de agua, que recorrían el océano danzando de un modo desordenado, y que al chocar contra la arboladura y las torres del crucero, se deshacían en lluvia.

Grandes nubarrones cubrían el cielo, interceptando por completo la luz del sol y proyectando una sombra tétrica sobre el mar.

Los pájaros marinos, verdaderas aves de los temporales, se solazaban por entre las olas, dejándose conducir por el viento, y saludaban a la tempestad con gritos ensordecedores.

Los albatros corrían a ras del agua y de repente se elevaban, describiendo vertiginosos círculos; los quebrantahuesos atravesaban las montañas de agua que rodaban por el océano, y volteaban en el aire los llamados fragatas.

Pero el Rey del Mar afrontaba admirablemente el huracán, remontando con facilidad las olas que le asaltaban por la proa, y que mugían y bramaban a sus costados.

Sandokán y Yáñez dieron orden a Horward para que activase los fuegos de las calderas, con objeto de poder llegar a Mangalum antes de que el huracán se desencadenase, porque entonces seria peligrosísimo intentar la arribada.

Durante la tarde estalló la borrasca con verdadero furor, y todavía no se divisaba el pico de la isla.

La prudencia aconsejaba internarse en el mar, pues de este modo el crucero no se expondría al peligro de que el viento lo arrojase contra una roca.

—Esperaremos a que esto se calme para acercamos a Mangalum —dijo Sandokán—; todavía tenemos combustible para un par de días.

El Rey del Mar había puesto la proa a Poniente, pues en aquella dirección no había bancos ni escollos, El huracán le batía entonces con inaudita violencia, y le imprimía espantosas sacudidas.

Todo el mundo estaba en la cubierta, incluso Damna y sir Moreland.

Las olas, que semejaban montañas, se volcaban encima del crucero, lanzando mugidos ensordecedores, oponiéndose a su marcha y amenazando con llevarle muy lejos de la ruta que seguía.

—Es una borrasca terrible —dijo sir Moreland a Damna, que se resguardaba entre la torre de popa y la amura del coffedarm—. Su barco tiene que luchar mucho para poder mantenerse.

—¿Qué? ¿Hay peligro de ir a pique? —preguntó la joven, sin que en su voz pudiera advertirse el menor indicio de miedo.

—Por ahora no, señorita. El Rey del Mar es un barco a prueba de escollos, y no puede deshacerlo ninguna ola.

—Sin embargo, ¡qué gigantescas son!

—Enormes, señorita. Precisamente en estos parajes alcanzan una altura espantosa. Retírese usted, este no es su sitio, señorita. Aquí se corre inminente peligro.

—Sí los demás lo afrontan, ¿por qué he de huir yo?

—Son hombres de mar. Retírese usted, señorita, porque ahora el crucero se dispone a virar de bordo, las olas van a barrer la popa, y alguna podría llegar hasta la torre.

—¡Me causa tanta pena no poder admirar este huracán en el apogeo de su terrible cólera! ¡Ah! ¡Qué espectáculo! ¡Mire usted, sir Moreland, mire usted qué olas! ¡Parece que van a envolvernos y a arrastrarnos! ¡Espere usted un minuto más!

—¡Cuidado, señorita! ¡Las olas asaltan la popa! ¿Lo ve usted?

El Rey del Mar, que luchaba por alejarse mar adentro, se encontraba con frecuencia con la hélice fuera del agua, y parecía una minúscula cáscara de nuez, Saltaba sobre aquellas montañas líquidas dando tales bandazos, que hacían temer que perdiese estabilidad en el momento menos pensado; otras veces caía en el abismo, en el cual parecía que se hundía para siempre.

Los golpes de mar se sucedían sin tregua y barrían la toldilla, con grave peligro para los marineros, a quienes arrojaban contra la obra muerta, y algunas veces, incluso los arrastraba.

Yáñez y Sandokán miraban Impasibles aquellos furores de la naturaleza. Aferrados al pasamanos del puente, tranquilos, inmutables, daban las órdenes con voz tan tranquila como de ordinario.

Tenían absoluta confianza en su barco, y no dudaban que habían de salir Incólumes de la tormenta.

Por otra parte, habían adoptado todas las precauciones posibles para poder afrontarla ventajosamente.

Redoblaron el personal de máquinas y el del timón, hicieron reforzar los cabos de las chalupas, atar la artillería ligera, asegurar la gruesa y cerrar todas las puertas, escotillas, etc., para que no entrase en el interior del barco ni una gota de agua.

El Rey del Mar estuvo afrontando valerosamente durante toda la noche las iras del huracán, sin alejarse demasiado de los parajes de Mangalum; hacía el mediodía del día siguiente, el viento se calmó, y el barco volvió a tomar su primitiva ruta.

El cielo, sin embargo, seguía amenazador, y todo hacía temer que la tempestad tendría, más tarde, una segunda parte.

—Apresurémonos, para poder aprovechar estos momentos de relativa calma —dijo Sandokán a Yáñez y a Tremal-Naik—. Las carboneras están casi vacías y sería una grave imprudencia dejarse alcanzar por otro huracán con los fuegos medio apagados.

Ya no debían de estar muy lejos de la isla, porque el Rey del Mar, sosteniéndose aguas adentro por temor de ser arrojado contra aquella tierra o contra las escolleras que la rodeaban, no se había acercado mucho a las costas del Oeste.

A eso de las diez de la mañana se desgajaron las masas de vapores que aborregaban el cielo, y una montaña se dibujó claramente en el horizonte.

—¿Es Mangalum? —preguntó Tremal-Naik a Yáñez, que la miraba con el anteojo.

—Sí —respondió el portugués—. Apresuremos la marcha, y haremos rabiar a esos Isleños y a su minúsculo gobernador.

El Rey del Mar aumentó la velocidad de la marcha, consumiendo las últimas toneladas de carbón. La montaña Iba agrandándose a ojos vistas. Era una gran ondulación del terreno, cubierta por una vegetación muy espesa y verdeante, y en su base y en un repliegue de la costa se veía el puertecito.

—Dentro de dos horas llegaremos —dijo Yáñez al hindú.

El portugués no se había engañado; todavía no era mediodía cuando el Rey del Mar se encontró frente a la pequeña rada, en cuya playa se velan grupos de cabañas y barcas en seco.

—¡Arrojad el escandallo! —gritó Sandokán—. A ver sí tenemos agua suficiente para entrar.

Sambigliong, junto con varios marineros provistos de sondas, había Ido a proa para medir la profundidad de las aguas, mientras que el Rey del Mar moderaba rápidamente su velocidad.

Cuando vieron aparecer aquel enorme barco, los habitantes de la Isla, en su mayoría pertenecientes a la raza blanca, se apresuraron a salir de sus cabañas y, creyéndole Inglés, fueron corriendo a enarbolar en la antena de señales la preciosa bandera que les habla regalado el almirante del mar Amarillo.

Eran unos cincuenta, entre hombres, mujeres y niños, estos saltaban alegremente por los montones de algas gigantescas que cubrían las orillas de la minúscula bahía, creyendo tal vez que iban a ser nuevamente obsequiados con otro banquete digno de Gargantúa, como el que les ofreciera el almirante británico.

Después de haber recomendado a los timoneles que tuvieran siempre al Rey del Mar al largo de la playa, Sandokán dio orden de echar al agua la chalupa de vapor y las dos balleneras mayores, pues las olas seguían siendo muy fuertes.

—Veo el carbón —dijo.

—Y yo los bueyes que están paciendo en los cercados —contestó el portugués.

—Me parece que la carrera que hemos dado no habrá sido en balde —añadió el Tigre de Malasia—. Por lo menos aquí no habrá que temer que hagan resistencia.

En las chalupas había ya treinta malayos armados con fusiles y kampilangs, el embarque había sido muy dificultoso, a causa del fuerte oleaje.

El Rey del Mar se colocó de través; en seguida se echó una buena cantidad de aceite bajo viento y contra viento, lográndose obtener así una calma relativa.

El agua se encalmó en el trozo comprendido entre el buque y la isla, y el desembarco pudo efectuarse con facilidad.

Por mandato de Yáñez, la chalupa de vapor tomó a remolque las dos balleneras y se dirigió rápidamente hacia la playa, en la cual se abría una pequeña cuenca llena de algas, que daba paso a otra más amplia y completamente limpia.

La travesía había sido efectuada en cinco minutos.

Yáñez, que asumid el mando de la expedición, fue el primero que desembarcó entre la minúscula población de Isleños, y preguntó por el gobernador.

—Soy yo, señor —contestó un viejo que vestía un traje de tambor mayor del ejército Inglés, por lo solemne de las circunstancias—. Soy muy feliz en ver y saludar a un capitán de Su Majestad la reina de Inglaterra.

—Señor gobernador, la reina de Inglaterra no tiene nada que ver con nosotros —respondió el portugués, mientras sus hombres desembarcaban y cargaban sus fusiles—. Quiero decir que no soy representante del imperio británico.

—¿Qué es lo que dice usted, señor? —exclamó el viejo, inquieto.

—Según parece, no tiene usted noticias frescas de lo que ocurre en el mundo.

—Por aquí no viene más que algún que otro barco, y no han vuelto a dejarse ver los almirantes ingleses.

—Entonces, tengo el disgusto de informar a usted que nosotros estarnos en guerra con Inglaterra, por cuya razón debe usted considerarnos como a enemigos.

—¿Y vienen ustedes a conquistar la isla? —exclamó el gobernador, palideciendo—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Holandeses, quizá?

—Nosotros somos los tigres de Mompracem.

—He oído hablar vagamente de ustedes.

—¡Tanto mejor! Pero puede usted tranquilizarse: no tenemos intención de destruirle, y mucho menos de apoderarnos de su isla, señor Griell.

—Entonces, ¿qué es lo que desean? —preguntó, temblando, el gobernador.

—¿Es cierto que los ingleses tienen aquí un pequeño depósito de carbón?

—Sí, señor; pero nosotros no podemos disponer de él, sino el Gobierno de la Gran Bretaña; por lo tanto, comprenderá usted que no puedo tocarlo, sin antes haber recibido una orden del Almirantazgo.

—Esa orden haré que se la den más tarde —respondió Yáñez—. Ese carbón, que no puede usted defender, es nuestro por derecho de guerra; y si quiere usted evitarse perjuicios, es necesario que dentro de una hora me traigan agua dulce y víveres; de lo contrario, una vez haya pasado ese plazo de tiempo, mis hombres destruirán las viviendas y las plantaciones de todos ustedes.

—¡Señor! —exclamó el pobre gobernador—. ¡Protesto contra esa violencia!

—Debía usted de protestar contra el Almirantazgo, que no ha pensado en enviar aquí una escuadra para defenderlos —dijo Yáñez, con voz seca—. ¡Vamos, aquí espero, reloj en mano!

—¡Es un acto de piratería!

—Llámelo usted como quiera, porque a mí me tiene sin cuidado. ¡Qué se retiren todos, o mis hombres harán fuego!

Esta amenaza, formulada en lengua inglesa, obtuvo un resultado inmediato. Los isleños, que ya miraban de través a los corsarios, ante el temor de que, efectivamente, les hiciesen una descarga, se dispersaron en seguida, yendo a refugiarse en sus viviendas.

Únicamente el gobernador, por el prestigio de su dignidad, se retiró el último, llamando a consejo a tres o cuatro colonos ancianos, que serían, probablemente, los personajes más influyentes y respetados de la isla.

Sin tomarse el trabajo de esperar las decisiones del gobernador, Yáñez se dirigió hacia el depósito de carbón, que se hallaba situado en el extremo de la bahía bajo un gran cobertizo.

Habría acumuladas allí, por lo menos, seiscientas toneladas de combustible, provisión nada despreciable; pero su transbordo habla de exigir mucho tiempo.

Regresaron a bordo dos chalupas, con objeto de conducir a tierra a otros ochenta hombres de refuerzo, y comenzó el acarreo, a pesar de lo pésimo del tiempo y de los furiosos aguaceros que se sucedían a cada cuarto de hora.

Mientras que los malayos y los dayakos trabajaban de un modo febril, Yáñez, que se habla sentado bajo el cobertizo, contaba los minutos reloj en mano y con el cigarrillo entre los labios, resuelto a tomar una determinación violenta.

Reunió cerca de sí una docena de fusileros que no esperaban más que una orden para entrar a saco en las viviendas de los isleños y destruir sus plantaciones.

Pero no había transcurrido todavía la hora, cuando aparecieron algunos colonos conduciendo hacía la bahía unas cincuenta cabras y otras tantas ovejas, animales todos ellos de buen aspecto y hermosa raza, con los cuales se podrían hacer soberbios filetes.

Los precedía el gobernador, acompañado por sus consejeros. El pobre hombre tenía un aspecto muy afligido; pero también manifestaba la cólera que le embargaba.

—Señor —dijo, acercándose a Yáñez—, cedo ante la fuerza; pero haré presente mi queja al Almirantazgo.

En lugar de contestarle, el portugués sacó de su cartera un talón y se lo dio.

—¿Qué es esto? —preguntó, sorprendido, el gobernador.

—Es un cheque de quinientas libras esterlinas, que puede usted cobrar o hacer que se lo cobren en Pontianak, donde residen nuestros banqueros. Esos animales pertenecen a sus administrados, y se los pagamos; el carbón pertenece al Gobierno inglés, y se lo cogemos. Ahora déjenos usted tranquilos y no vuelva a ocuparse de nosotros.

—Hubiera preferido quedarme con mis animales, que nos son bastante más útiles que el dinero de usted —respondió, irritado, el gobernador.

Probablemente, no serían sólo esas palabras las que hubiera querido decirle, si hubiera podido; pero al ver que los fusileros levantaban sus armas, se alejó prudentemente, seguido de sus consejeros.

Mientras tanto, desembarcaron más hombres con chalupas; y como entre el Rey del Mar y la playa las aguas estaban bastante tranquilas, pues el buque se oponía, con su mole, al embate de las olas, la operación de estibar el combustible prosiguió con actividad febril.

Todos rivalizaban en apresuramiento. Mar afuera, las olas se encrespaban por momentos, deshaciéndose con rabia contra los escollos; el tiempo, por su parte, no tendía a aclarar ni mucho menos, y el embarque de aquella masa de combustible requería muchas horas de trabajo.

Montañas y más montañas de carbón iban cayendo en la carbonera durante todo el día y buena parte de la noche. Al día siguiente fue Tremal-Naik a relevar a Yáñez. El mar se había calmado un tanto, aun cuando el tiempo seguía amenazador, y el portugués propuso a sir Moreland hacer una correría por una de las isletas que flanqueaban a Mangalum, con objeto de cazar pájaros marinos. Como Surama se hallaba indispuesta a causa de un mareo, propuso a Damna que les acompañara, tanto más cuanto que la joven era una gran cazadora.

Después de almorzar, el angloindio, el portugués y la muchacha, armados con escopetas, se embarcaron en una ballenera pequeña y se dirigieron a la isleta de Poniente, que era un enorme escollo cuya cumbre alcanzaba una altura de setecientos u ochocientos pies, y que caía, como cortada a pico, sobre las aguas, por tres de sus vertientes.

En los salientes de las rocas se velan revoloteando miles de pájaros. La mayor parte de ellos eran albatros blancos y negros, que, a pesar de que viven juntos en los islotes desiertos, se hallan separados según el color de sus plumas, Sin embargo, no faltaban otras muchas clases de aves marinas, mucho más apreciadas desde el punto de vista culinario.

Yáñez dirigía la chalupa, y en menos de media hora aproaron en la base del escollo y en una playa de algunos centenares de metros.

Una vez atada la embarcación detrás de una línea de rocas que la resguardaba de las acometidas de las olas, Damna y los dos cazadores treparon por los costados del gran peñasco, y comenzaron a disparar sobre las espesas bandadas de pájaros, que revoloteaban en tal cantidad sobre sus cabezas, que algunas veces llegaban a oscurecer la luz del sol.

Albatros blancos y negros, quebrantahuesos, los llamados gavieros y gaviotas caían por docenas en la playa, las demás aves ni siquiera se tomaban el trabajo de abandonar las altas grietas en las cuales habían anidado.

La cacería se prolongó hasta muy cerca de la puesta del sol, con gran satisfacción por parte de sir Moreland, que también era un magnífico tirador; pero como estaba la mar gruesa y se había levantado un viento violentísimo, decidieron emprender la vuelta rápidamente.

Iban ya a embarcarse, cuando oyeron la sirena del crucero que silbaba con insistencia.

—Nos llaman —dijo Yáñez—. Ya han terminado de cargar, y el Rey del Mar se dispone para marcharse.

Pero de pronto arrugó el entrecejo, al ver que las olas se estrellaban en el escollo con una violencia terrible.

—¿Habremos cometido una imprudencia en tardar tanto? —se preguntó—. ¡Qué movido está el mar!

—¡Apresurémonos, señor Yáñez! —dijo sir Moreland, mirando a Damna con inquietud.

—¡Me parece que ya a costarnos trabajo poder llegar a bordo!

La sirena del crucero continuaba silbando, y se veía a los marineros que les hacían señales.

—Parece que nos indican que no salgamos a mar abierto —dijo Yáñez—. ¿Estará peor de lo que creíamos del otro lado de las escolleras? ¡Bah! ¡Hagamos la prueba!

Agarró los remos y lanzó resueltamente a la chalupa fuera de la minúscula ensenada; pero apenas rebasaron la línea de los escollos, una ola enorme, una verdadera montaña de agua, cayó sobre ellos, y por poco los echa a pique.

Casi en aquel mismo instante vieron que el crucero, acometido por otra oleada más grande, todavía procedente del Sur, salía bruscamente empujado hacia la embocadura de la rada de Mangalum. El terrible golpe de mar debía de haber roto la cadena del ancla.

—¡Señor Yáñez! —gritó Damna, llena de espanto—. ¡El Rey del Mar huye!

Nuevas montañas de agua se debatían con furor entre la isla y el crucero, al propio tiempo que la noche caía rápidamente.

—Volvámonos, señor Yáñez —dijo sir Moreland—. El crucero ha sido arrastrado hacia afuera y…

No concluyó la frase. Una enorme ola que se precipitó sobre la chalupa, la volcó y arrojó a todos al agua.

Rápido como el pensamiento, Yáñez se abalanzó al salvavidas que iba atado al banco de popa, y sujetó a Damna por un brazo.

Apenas hubo pasado la ola, vio que también el angloindio se sostenía cogido al otro salvavidas de proa.

—¡Sir Moreland! —gritó—. ¡Ayúdeme usted!

Damna se le habla escapado de entre las manos, pero el traje azul que vestía la joven volvió a aparecer a poca distancia de ambos.

El portugués, que era un nadador formidable, se puso en un par de brazadas al lado de la muchacha, llegando a tiempo de agarrar el vestido.

—¡Sir, ayúdeme usted! —repitió, con voz ahogada.

El capitán parecía que habla recobrado de golpe todas sus fuerzas en aquel instante supremo.

Mientras con la mano izquierda apretaba el salvavidas, con el brazo derecho suspendió a la joven por el cuello y le levantó la cabeza.

—¡Señorita, agárrese usted bien! ¡Estamos aquí el señor Yáñez y yo! ¡La salvaremos!

Al sentirse cogida y suspendida, Damna abrió los ojos. Estaba pálida como un Brío, y su mirada expresaba un terror profundo.

Al ver el salvavidas que el angloindio empujaba hacia ella, se aferró a él con una gran energía.

—¡Usted, sir!… —balbució.

—¡Y yo también, Damna! —dijo Yáñez—. ¡No te sueltes! ¡Cuidado! ¡Nos embiste otra ola!

—¡Una cuerda! —gritó el capitán—. ¡Ate usted el salvavidas!

—¡Mi cinturón! —contestó el portugués—. ¡Usted! ¡Tómelo usted! ¡Cuidado!…, ¡la ola!…

El angloindio ató con una rapidez realmente prodigiosa los dos anillos de corcho. Apenas había hecho el nudo, cuando se les echó encima una ola gigantesca.

Instintivamente, los dos hombres apretaron contra sí a la muchacha, y la sostuvieron con un brazo.

De pronto se sintieron arrebatados; después, lanzados a lo alto entre torbellinos de espuma que los cegaban, y, por último, precipitados en una espantosa sima que parecía no tener fondo.

—¡Señor Yáñez!… ¡Sir Moreland! —gritó la joven—. ¿A dónde descendemos?

—¡Animo, señorita! —respondió el capitán—. ¡La tierra no está lejos y las olas nos empujan! ¡Ya vuelve a elevamos otra ola!

—El islote se halla frente a nosotros y a menos de quinientos metros —dijo Yáñez—. Sir Moreland, ¿podrá usted resistir?

—Así lo espero —respondió el capitán.

—¿Y su herida?

—¡No se preocupe usted por ella! Está bien fajada y casi cerrada. ¡Otra ola!

Efectivamente, otra ola los cogió por debajo, los levantó casi hasta tocar las nubes, y volvió a precipitarlos con vertiginosa rapidez.

—¡Dios mío, qué golpes! —dijo Damna.

—¡No deje usted el salvavidas! —dijo el capitán—. ¡Nuestra salvación depende de estos anillos de corcho!

—¿Se ve todavía el Rey del Mar?

—Ha desaparecido, empujado por el huracán —contestó Yáñez—. Pero no tengas cuidado, Sandokán y Tremal-Naik no han de abandonamos. ¡Aquí está el escollo! ¿No iremos a parar contra las rocas? Sir Moreland, no se deje usted arrastrar.

El capitán no contestó. Miraba hacia el enorme escollo, cuya cumbre aparecía cubierta de nubes tempestuosas.

De pronto lanzó un grito de alegría.

—¡La calma, el aceite! —exclamó—. ¡Brahma nos protege!

¿Se había vuelto loco el angloindio? No, sir Moreland había visto bien.

Delante de ellos se calmaban las olas repentinamente.

Durante el embarque del carbón, Sandokán había mandado derramar en derredor del buque algunos barriles de aceite para tranquilizar las aguas y que pudiesen abordar las chalupas cargadas de combustible.

Aquella materia oleosa, empujada por alguna corriente se había acumulado delante del terrible escolio, formando una zona brillante de varios kilómetros de longitud y de algunos cables de anchura.

Bien conocida es la propiedad milagrosa que tienen las materias grasas para apaciguar las olas enfurecidas. Con algunos barriles hay, a menudo, suficiente para obtener una calma relativa en derredor del barco, pues el aceite tiende a extenderse mucho.

El que la tripulación del Rey del Mar había derramado en aquellas catorce o quince horas fue bastante para establecer una relativa calma entre las tres islas.

—¡Sí, el aceite! —contestó Yáñez—. ¡Otra ola, y llegaremos a la zona pacífica!

Una nueva ola llegaba mugiendo y bramando. Tenía una altura de unos quince metros, por lo menos, y su cresta estaba llena de espuma. Su longitud alcanzaba varias millas.

Cogió a los náufragos, los elevó huta la cumbre, y en seguida los arrojó hacia adelante; pero apenas penetró en la zona oleaginosa, perdió de repente su ímpetu y se deslizó bajo el aceite, transformándose como por arte de encantamiento en una larga ondulación, privada ya de toda violencia.

—¡Estamos a salvo! —gritó el portugués—. ¡Sir Moreland, un esfuerzo más, y llegaremos al islote!

El angloindio le miró sin abrir la boca. Estaba muy pálido, y de sus labios salía un ronco silbido.

Probablemente había vuelto a abrírsele la herida recién cerrada, con los esfuerzos incesantes que había llevado a cabo, y también por lo prolongado de su estancia en el agua. Sus fuerzas se agotaban a ojos vistas.

—¡Sir —dijo Damna, que se dio cuenta inmediatamente de lo que sucedía—, usted está enfermo!

—¡No es nada!… La herida… —contestó el capitán, con voz apagada—. ¡Bah! ¡Resistiré… cerca de usted…, señorita!… ¡La tierra… está… allí!…

Las oleadas que siguieron les empujaron con suavidad hacia el escollo, cuya imponente mole se alzaba gigantesca a menos de un cable de distancia.

Si el océano estaba más o menos tranquilo en el espacio adonde había llegado la grasa, más allá estaba hecho una furia.

Las olas se sucedían las unas a las otras con horrísono fragor, y sobre los náufragos rugía el viento con rabia sin igual, en competencia con los truenos que retumbaban por todo el ámbito.

Los náufragos estaban ya casi a cubierto de los furores de la borrasca, y se dirigían siempre hacia el centro de la mancha de aceite, abriéndose paso por entre enormes aglomeraciones de algas.

—¡Salgamos pronto de aquí, sir Moreland! —dijo Yáñez, que nadaba con gran vigor, remolcando los dos salvavidas—. ¡Estas aguas saturadas de aceite van a dejar nuestras ropas en un estado lastimoso! ¡Parecemos balleneros o cazadores de focas!

—¡Sí, apresurémonos! —contestó Damna—. ¡Sir Moreland ya no puede más!

—¡Cierto, no puedo negarlo! —respondió el angloindio, que se movía fatigosamente.

—Otro menos robusto y menos enérgico que usted, se hubiera ido al fondo a estas horas —dijo Yáñez.

—¡Ah! ¡Siento las algas bajo mis pies! ¡Dejémonos llevar por las olas!

Su buena suerte los había empujado hacia la playa donde habían estado cazando por la tarde.

Algunos montones de hierbas marinas de las llamadas por los isleños beccalumgas asomaban por entre las hendiduras de las rocas; más arriba no había nada: las peñas, de color negruzco, estaban desnudas por completo, y parecía como si las hubiesen teñido torrentes de pez que descendieran de la cumbre.

Los tres náufragos fueron a caer dulcemente en la tierra arenosa, empujados por la última ola, Ya era tiempo: sir Moreland estaba a punto de soltarse.

Yáñez ayudó a Damna a subir a la playa, ~ pues el angloindio apenas tenía fuerzas para moverse.

—¡Los salvavidas! —balbució sir Moreland.

—¡Ah, sí! ¡Es cierto! —contestó Yáñez—. ¡Son demasiado útiles para dejar que se pierdan!

Volvió a descender a la playa y los sacó a la arena.

—¿Cómo se siente usted, sir Moreland? —preguntó Damna, con solicitud.

—Un poco débil, señorita; pero todo pasará. Afortunadamente, la herida no ha vuelto a abrirse.

—Busquemos un lugar donde resguardarnos —dijo Yáñez—. Con este huracán, que cada vez se hace más violento, el Rey del Mar no podrá volver en seguida.

—¿Correrá algún peligro, señor Yáñez?

—No lo creo, Damna. Resistirá maravillosamente esta segunda prueba. Por fortuna, ha completado a tiempo su provisión de combustible.

—¿De modo que nos veremos precisados a pasar aquí la noche? —dijo Damna.

—Nadie vendrá a importunarnos; en estas rocas no habrá panteras negras. Refugiémonos en este saliente, y esperemos a que amanezca.

El portugués cogió una brazada de algas y se dirigió hacia una roca cuya cima ofrecía un refugio bastante grande para estar a cubierto los tres náufragos.

Sir Moreland y Damna le siguieron, llevando cada uno, a su vez, otra brazada de algas, para tener un asiento menos duro que el que podía proporcionarles el áspero peñasco.

IX. La traición de los colonos

Durante toda la noche, el huracán siguió rugiendo con inusitada violencia, acompañado de una lluvia torrencial que semejaba un verdadero diluvio, y el agua, corriendo a lo largo de los flancos del gigantesco escollo, se precipitaba en la playa en forma de pequeñas cascadas, empapando a los tres náufragos.

Los truenos eran ensordecedores; retumbaban entre las nubes tempestuosas, y en lo alto de la cumbre del islote se oía rugir el viento con inusitado furor.

La zona de mar comprendida entre las tres Islas estaba espantosamente embravecida. Montañas de agua se volcaban incesantemente sobre la playa, mugiendo en derredor de la escollera, saltando, cabalgando unas sobre otras. La espuma, Impulsada por las ráfagas de viento, llegaba hasta debajo de la peña donde se habían refugiado los tres náufragos, con gran disgusto de Damna.

—¡Qué noche más espantosa! —decía la joven—. ¿Qué le habrá sucedido a nuestro barco? ¿Podrá el señor Sandokán hacer frente a la tempestad? ¿Qué opina usted, sir Moreland, usted que también es marino?

—Que el barco no corre peligro alguno —contestó el angloindio—. Habrá sido empujado bastante lejos, probablemente, y el Tigre de Malasia se habrá visto forzado a ponerse a la capa para huir del huracán. Esta es la región de las tempestades.

—Así, pues, ¿no sabemos cuándo podré volver a ver a mi padre?

—En estos parajes, los huracanes son muy violentos, pero, en cambio, no duran mucho tiempo —dijo Yáñez—. Sin embargo, los hay tan furiosos, tan enormes, que muchas veces, ni los mismos barcos de vapor pueden resistirlos. Después de todo, aquí no se está muy mal, noches peores he pasado. ¡Lo peor es que mis cigarros se han puesto inservibles! ¡Bah, ya me resarciré de este ayuno!

—Señor Yáñez —dijo el angloindio—, ¿nos habrán visto arribar los isleños?

—Es probable.

—¿No ha pensado usted que pueden venir a hacernos prisioneros para vengarse de nosotros, por el carbón que les han cogido?

—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. ¡Hace usted que me preocupe, sir Moreland! También podría usted llamarlos, en calidad de súbdito inglés, y ordenar que me detuviesen. Estaría usted en su derecho, siendo, como es, enemigo nuestro.

El angloindio le miró sin responder, y por último dijo, secamente:

—Yo no haré eso, señor Yáñez. Por hoy debo estarle reconocido, lo que me pesa bastante, pero no por ello he de olvidarlo.

—Otro que no fuese como usted, no desperdiciaría una ocasión como esta.

—Ocasión que no sería muy oportuna, porque no tardaría el Rey del Mar en venir a libertarle y tomar una dura venganza.

—¡Eso sí que no lo dudo! —respondió, riendo, el portugués—. En fin, dejemos esta conversación y procure usted descansar. Está usted más fatigado que yo, y la noche va a ser larga.

Efectivamente, Damna y el angloindio tenían gran necesidad de reposo; y, a pesar de los rugidos del mar y de los formidables estampidos de los truenos, no tardaron en caer rendidos sobre las algas.

Yáñez, que era de complexión más robusta y estaba más acostumbrado a las vigilias, permaneció de guardia.

De cuando en cuando se levantaba, y sin hacer el menor caso del diluvio que cala y de las oleadas de espuma que las ondas arrojaban sobre la roca, descendía hasta la playa para mirar al mar.

Esperaba que de un momento a otro verla lucir entre las tinieblas los faroles del crucero; pero su esperanza se desvanecía siempre. Entre aquel caos de aguas rugientes no aparecía ningún punto luminoso.

Cuando la luz de los relámpagos no iluminaba el horizonte, aquella masa líquida parecía negra, como si los torrentes que caían de las nubes fuesen de alquitrán.

Cuando el amanecer ya estaba próximo, comenzó a ceder un tanto la tempestad, alejándose hacia el Este, es decir, en la dirección seguida por el crucero. El viento había amainado, aun cuando siguiera oyéndosele bramar en la cumbre de aquel gigantesco escollo.

También las olas comenzaban a decrecer, y ya no se rompían en las rocas con la furia con que lo habían hecho durante la noche.

Suponiendo Yáñez que Damna y el angloindio seguirían durmiendo, salió del refugio en busca de algo conque desayunarse.

«Nos contentaremos con huevos de pájaros marinos —pensó—. Después de todo, no son tan malos como se cree».

En una especie de plataforma que se extendía a unos cuarenta metros de altura, había visto algunos nidos de pájaros; el portugués comenzó a trepar por las grietas y resaltos que hacían accesible por aquel lado el colosal escollo, por lo menos hasta cierta altura.

Habla ascendido ya unos quince metros, cuando de improviso llegaron hasta él unos gritos que parecían venir de lejos.

Presa de repentina Inquietud, Yáñez se volvió rápidamente, agarrándose con fuerza a la punta de una roca.

Una larguísima chalupa montada por media docena de isleños entraba en aquel momento en la minúscula rada.

—¡Por Júpiter! —exclamó, al mismo tiempo que se dejaba escurrir roca abajo—. ¡Nos han estropeado la combinación! ¿Cuánto apostamos a que me hacen pagar el carbón, metiéndome una onza de plomo en la cabeza?

En cuanto estuvo abajo, se precipitó en el refugio, gritando:

—¡En pie, sir Moreland!

—¿Ha llegado el Rey del Mar? —preguntaron a un tiempo el capitán y Damna.

—Lo que ha llegado ha sido otra cosa muy distinta —respondió Yáñez—. ¡Son los isleños, que van a desembarcar!

—¿Nos han visto? —preguntó sir Moreland.

—Esto temo, porque yo estaba hace un momento en lo alto de las rocas.

—¿Y dónde están? —preguntó Damna.

—Remontando la escollera: dentro de un momento los veremos aquí.

—¿Nos harán prisioneros?

—Es probable —respondió el angloindio, en cuyos ojos brilló una luz extraña.

—Voy a espiarlos —dijo Yáñez, metiéndose entre las dunas.

Sir Moreland —dijo Damna, en cuanto ambos se quedaron solos, y viéndole un tanto pensativo—, ¿se vengarán esos isleños en el señor Yáñez?

—No lo dudo: le harán pagar caro el carbón.

—Pero usted, que viste el uniforme británico, podrá salvarle.

—¡Yo! —dijo el angloindio, como si le causara asombro lo que acababa de oír.

—¡Qué! ¿No se opondrá usted a que le apresen?

Sir Moreland cruzó los brazos y se quedó mirando a Damna. Su frente se había nublado, su rostro tomó una expresión de dureza casi salvaje y brilló en sus ojos un fuego sombrío.

—¡No hará usted eso, sir Moreland! —repitió la muchacha—. ¡No olvide usted que ese hombre le ha salvado de la muerte, y que le ha tratado, no como a un enemigo, sino como a un huésped!

El capitán continuaba callado; parecía librarse en su corazón un áspero combate, a juzgar por las diversas emociones que se reflejaban en su rostro.

—¡Es un enemigo! —dijo, finalmente, con voz sorda.

—¡Sir Moreland! ¡No me obligue a perderle el cariño que le profeso! Yo también debo al señor Yáñez la vida y la de mi padre…

El angloindio hizo un gesto que parecía una explosión de cólera, pero en seguida lo reprimió.

—¡Sea! —dijo—. ¡De ese modo no tendré que agradecerle nada!

Luego salid del refugio, y lleno de una airada agitación, iba murmurando con tétrico acento:

—¡Algún día lograré encontrarle frente a frente!

En aquel momento desembarcaban los hombres de la chalupa, que eran todos de raza blanca e iban armados con fusiles. Entre ellos figuraba uno de los consejeros del gobernador.

Uno de los isleños, que debía de haber visto a Yáñez, remontó la duna detrás de la cual trataba de ocultarse el portugués, y gritó con voz amenazadora:

—¡Es inútil que te escondas, corsario! ¡Sal de ahí!

El portugués no se hizo repetir la invitación, y se levantó, diciendo con aire de burla:

—¡Buenos días, señor mío, y muchas gracias por esta visita tan matutina!

—¡Tienes una frescura sin límites, ladrón! —dijo el isleño—. ¿No eres tú uno de los que se nos han llevado el carbón?

—¡Un ladrón! ¡Un ladrón de carbón! —exclamó el portugués—. ¿Qué quieres decir? ¡No te entiendo!

—¿No formaba usted parte de la tripulación de aquel barco pirata?

—¿Qué piratas? Yo soy un náufrago, y no he robado nunca nada a nadie. Soy un hombre honrado, un caballero.

—¡No, usted debe de ser uno de aquellos ladrones!

Una voz que parecía muy indignada se dejó oír en aquel momento desde detrás de la duna: era sir Moreland, que llegaba casi corriendo.

—¿Es a nosotros a quienes llama usted ladrones? —gritó—. ¿Quién es usted para atreverse a ofender a un capitán de la marina angloindia y del rajá de Sarawak?

Cuando el isleño vio aparecer aquel nuevo personaje que vestía el uniforme de comandante, aun cuando se hallaba en un estado muy deplorable, después del baño en las olas de aceite, se quedó mudo.

—¿Qué es lo que quiere usted? ¿Por qué nos amenaza? —preguntó el angloindio, simulando una viva indignación.

—¡Un capitán inglés! —exclamó, por fin, el isleño—. ¿Qué lío es este?

Hizo portavoz con las manos, y Volviéndose hacia la playa, gritó:

—¡Eh! ¡Compañeros! ¡Venid acá!

Otros cinco hombres, también armados con fusiles viejos de los que se cargaban por la boca, corrieron hacia la duna en actitud amenazadora; pero al ver a sir Moreland, bajaron en seguida las armas y se quitaron los sombreros de tela encerada.

—Capitán —interrogó el jefe—, ¿cuándo ha arribado usted?

—Anoche, junto con mi hermana y este compañero mío. Nos hemos librado de un naufragio espantoso —contestó sir Moreland.

—Los conduciremos a Mangalum, y allí tendrán ustedes hospitalidad. Además, no estarán ustedes mucho tiempo entre nosotros.

—Qué, ¿debe arribar pronto algún barco?

—Hemos visto un pequeño buque de guerra, que parece inglés, hacia las costas septentrionales de la isla. Pero el huracán que se desencadenó en cuanto se marcharon los piratas, ha debido de empujarlo hacia alta mar.

—¿Cuándo le han visto ustedes?

—Ayer tarde, un poco antes de la puesta del sol. ¿Sería quizá el de usted?

—No, el mío se ha ido a pique a cuarenta millas de distancia de aquí, algunas horas antes de que apareciese el otro.

—¿Iba usted persiguiendo al corsario?

—Sí.

—¡Qué desgracia! ¡Si hubiera usted llegado primero, no se hubieran atrevido a importunamos aquellos ladrones!

—Ya volveremos a perseguirlos.

—Pero, perdóneme usted, capitán: ¿dice usted que este hombre es amigo suyo?

—Y es cierto —contestó sir Moreland—. Se salvó junto conmigo y con mi hermana.

—Pues se parece a uno de aquellos ladrones,

—Este hombre es un honrado negociante de Labuán.

—¡Ah! —dijo el jefe de la chalupa.

Durante esta conversación, Damna se había acercado al grupo. Al verla, los isleños la saludaron cortésmente, y la ayudaron a embarcarse. Yáñez, que había permanecido impasible, se colocó a proa, y en vano intentaba encender un cigarro.

Sin embargo, aquella tranquilidad era sólo aparente, pues le preocupaba mucho la inminencia de la arribada de aquel pequeño barco de guerra avistado por los isleños.

«¡Se enreda el asunto! —pensaba—. Este angloindio tomará el desquite, de eso no hay duda, y me conducirá en calidad de prisionero a ese barco, si no es que me sucede algo peor. ¡Además, estos isleños me miran con unos ojos!… ¡Dudo mucho de que hayan creído la historieta de sir Moreland!».

A todo esto, la chalupa se había alejado de la playa. Cuatro hombres empuñaban los remos, el quinto se puso a proa al lado de Yáñez, y el jefe tomó la barra del timón.

Este último era un hermoso viejo, muy barbudo y bronceado. Yáñez le reconoció como uno de los cuatro consejeros del gobernador.

No se equivocaba, porque el isleño fijaba de cuando en cuando sobre él, con verdadera obstinación, sus ojos azules, Sin embargo, hasta entonces no había dado muestra alguna de desconfianza, ni tampoco respecto a Damna; antes al contrario, le había ofrecido el puesto de honor a popa, y le echó su chaqueta de tela encerada sobre los hombros.

Fuera de la ensenada, el mar estaba muy agitado todavía, Frecuentes olas levantaban la chalupa bruscamente, sacudiéndola de un modo brutal, y precipitándola de improviso en el vacío.

Sin embargo, los remeros, luchando con denodado esfuerzo, y sin desfallecer ante el ímpetu de la marejada, luchaban con los remos. Eran todos hombres muy robustos, y acostumbrados a aquellas tareas, casi diarias, en derredor de sus islas, batidas por los vientos impetuosos del Sur.

Una vez fuera de las escolleras, izaron una pequeña vela triangular y, mejor equilibrada, la chalupa bogó con mucha velocidad hacia Mangalum, que no estaba ya muy lejos.

Durante el viaje, los isleños no pronunciaron una sola palabra. El jefe miraba con frecuencia de soslayo a los tres supuestos náufragos, deteniendo los ojos de un modo especial en Yáñez.

La travesía se realizó con toda felicidad, aun cuando ya cerca de Mangalum arreció el ímpetu de las olas; por fin, después de mediodía, la chalupa se detuvo en la extremidad del puertecito.

—Desciendan ustedes —dijo el jefe, ayudando a Damna—. Aquí estarán mejor que en las rocas del islote.

Pronunció estas palabras con un acento casi burlón, que no se le escapó a Yáñez.

—¡Este viejo tunante debe de haberme reconocido! —murmuró el portugués—. ¡Si el Rey del Mar no vuelve pronto, me parece que la aventura no va a terminar muy bien para mí, y, por su parte, sir Moreland se ha metido en un verdadero lío!

También el angloindio debía de haberse dado cuenta de que había jugado una mala carta, porque parecía muy preocupado.

Los isleños dejaron en seco la chalupa para que no pudiera arrastrarla la resaca, que se hacía sentir con gran violencia aun dentro de la pequeña ensenada; se echaron los fusiles al hombro, y acercándose rápidamente a los náufragos, los rodearon.

—¿A dónde nos conducen ustedes? —preguntó sir Moreland, que a cada momento aparecía más Inquieto.

—A mi casa —respondió el jefe.

No había salido ningún isleño de sus viviendas, las cuales se velan escalonadas a lo largo del declive. Probablemente, no se habían percatado del regreso de la chalupa y preferían estar en el interior de sus cabañas, pues comenzaba a llover otra vez.

El jefe atravesó una especie de plaza y condujo a los náufragos a una casita de bonita apariencia, parte de ella construida con madera y parte con piedra. En lo alto de su tejado, que terminaba en punta, flameaba una tela roja, resto, probablemente, de una bandera inglesa.

Abrió la puerta de la casa e invitó a entrar al angloindio, a Damna y a Yáñez; en seguida, mientras sus hombres armaban precipitadamente sus fusiles, se volvió hacia un viejo que estaba fumando en un ángulo de la habitación, cerca de una ventana, y le preguntó, indicándole a Yáñez:

—Señor gobernador, ¿conoce usted a este hombre? Mírele bien, y dígame si no es uno de los que robaron la provisión de carbón que nos confiara el Gobierno inglés.

—¡Ah, bribón! —exclamó, furioso, el portugués.

El viejo se levantó rápidamente.

—¡Sí, es uno de ellos! —gritó el gobernador.

—¡Ahora no te nos escaparás, y haremos que te ahorquen los marineros ingleses en el mástil más alto de sus barcos! ¡Pirata!

—¡Yo, pirata! —exclamó Yáñez, levantando el puño.

Sir Moreland se interpuso rápidamente.

—Un capitán de Su Majestad la reina de Inglaterra no puede permitir que en su presencia se cometa violencia alguna. Señor gobernador, este hombre es un corsario, y no un pirata.

El viejo, que hasta entonces no se había dado cuenta de la presencia del angloindio, le miró con estupor.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Vea usted el traje que llevo y las insignias de mi graduación.

—¿Ha arribado el barco de usted?

—Mi barco se ha ido a pique frente a Mangalum, después de un combate terrible con el corsario.

—¿No pertenece usted al barco que hemos visto ayer tarde?

—No, porque ayer fui llevado por las olas a las escolleras del islote.

—¿En compañía de este hombre? —preguntó el gobernador, cuyo asombro iba en aumento.

—Sí, juntamente con él y con esta señorita, a quienes hemos salvado del huracán.

—¡Y usted, un capitán inglés, estaba en compañía de los corsarios! ¡Vaya, vaya! ¡Es usted un comediante muy hábil, pero yo no soy tan tonto que vaya a hacer caso de su cháchara!

—Primero nos contó que había naufragado —dijo uno de los isleños.

—Afirmo a ustedes por mi honor que soy James Moreland, capitán de la marina angloindia, ahora al servicio del rajá de Sarawak —dijo el joven comandante.

—Pruébelo usted, y entonces lo creeré.

—Ahora no puedo dar ninguna prueba, porque mi barco se ha ido a pique.

—¿Y este hombre? ¿Cómo se encuentra con usted, cuando hace dos días estaba con los piratas?

—Porque se salvó conmigo en una chalupa durante el abordaje, y mientras el buque corsario lo empujaba al océano, mi barco se hundía.

—Me parece que es usted el jefe de esos piratas, metido en la piel de un inglés.

—¡Viejo! —gritó Yáñez—. ¿Quiere terminar de llamarnos piratas? ¡Este señor es un capitán angloindio!

—¡Ustedes son piratas!

—¿Qué es lo que te he quitado?

—El carbón.

—¡No era tuyo, era del Gobierno!

—¡Y los animales!

—¡Qué te han sido pagados! —replicó Yáñez, perdiendo ya la calma—. Todavía tienes en el bolsillo, estoy seguro de ello, el cheque sobre Pontianak; y cuenta que hubiéramos podido llevarnos todos tus animales sin darte una sola libra esterlina.

—¿Y cree usted por eso que voy a dejarlos ir? —dijo el gobernador, con una sonrisa irónica—. El buque inglés no tardará en arribar, y entonces ya veremos cómo se las componen con su comandante. ¡Espero que he de verlos bailar la última danza con una buena cuerda al cuello!

—¡Y yo le digo a usted que, al menos por lo que a mí se refiere, habrá de pedirme mil perdones! —dijo sir Moreland, que también comenzaba a irritarse—. Y le advierto, entretanto, que si tocan un solo cabello de esta señora o de este hombre, ¡palabra de James Moreland que mando bombardear esta aldea por los cañones ingleses!

—¡Bien, bien! —dijo el gobernador, riendo—. Pero mientras eso suceda, serán ustedes nuestros prisioneros por derecho de guerra. ¡Ah, señores piratas: pagaréis el carbón que nos había confiado el Gobierno inglés, y otra vez los animales! ¡No se engaña así come así a un hombre como yo!

—¡Bien, ya lo veremos! —dijo sir Moreland—. Pero vaya usted a indicar al barco de guerra, sí es que todavía está a la vista, que tiene que hacerle importantes comunicaciones.

—¡No parece sino que tengan mucha prisa en que los ahorquen! —respondió el gobernador—. ¡Haré lo posible por darles gusto!

Se volvió hacía sus súbditos, que habían asistido al coloquio, apoyados en sus fusiles, y les dijo:

—Os lo confío; tened cuidado de que no se escapen, Esto nos hará ganar un premio y, además, el reconocimiento del Gobierno inglés. Llevadlos al almacén, y cerrad con llave. ¡Vamos! —dijo el jefe, empujando duramente a Yáñez hacia la puerta—. ¡Por ahora ha terminado la comedia!

El angloindio, el portugués y Damna se dejaron conducir sin oponer la menor resistencia, pues sabían que sería del todo inútil e incluso peligroso, con aquellos hombres rudos y brutales. Atravesaron nuevamente la plaza, y los introdujeron en una maciza construcción de piedra que servía de almacén a los colonos.

Era un cuadrilátero de unos cincuenta metros de longitud, entonces casi vacío, pues no había en él más que montones de pescado seco y barriles que contenían, probablemente, aceite o grasa, El techo estaba sostenido por gruesas pilastras de piedra arrancadas de las salinas de la isla.

—¿Tienen ustedes hambre? —preguntó el gobernador.

—No me desagradaría tomar un bocadito antes de que me ahorquen —dijo Yáñez, burlonamente.

—¡Hasta luego! Les advierto que a la primera tentativa de fuga, hacemos fuego sobre ustedes.

Y dicho esto, cerraron la puerta, atrancándola por fuera.

Sir Moreland, Yáñez y Damna, esta menos asustada de lo que pudiera creerse, se miraron casi sonriendo.

—¿Qué me dice usted de, esta aventura, sir Moreland? —preguntó la joven.

—Que si realmente ese barco inglés está cruzando las aguas de la isla, concluirá pronto —respondió el capitán.

—Para usted, pero no para nosotros.

—¿Y por qué, señorita?

—En cuanto los de usted sepan que somos corsarios, ¿no nos ahorcarán?

—O por lo menos nos conducirán a Labuán para ser juzgados —dijo Yáñez—. Cosa que agradaría bastante a aquel gobernador, que tiene contra mí antiguos rencores.

—Procuraré evitar que eso suceda —respondió el capitán—. Sería peligroso, especialmente para el señor De Gomara.

—Vamos a ponerle a usted en un grave compromiso, sir Moreland —dijo Damna.

—No lo creo, señorita. ¿Quién me dice que el comandante de ese barco no sea amigo mío? En ese caso, nos entenderíamos fácilmente. El señor De Gomara se ha portado conmigo como un caballero, y yo no he de serio menos que él.

—¿Ha olvidado usted la aventura nocturna de Redjang?

—Una astucia de guerra, señorita, por la cual no conservo rencor alguno a usted ni a sus protectores.

—¡Es usted muy bueno, sir Moreland!

—No soy mejor ni peor que los demás. ¡Ah!

De pronto resonó un cañonazo que hizo retemblar las paredes del almacén.

—¡Un barco de guerra! —exclamó el angloindio.

—¿Será el Rey del Mar o el buque que esperan los isleños? —preguntó Yáñez.

—¡Pronto lo sabremos!

Ambos se lanzaron hacía la puerta, y la golpearon, gritando:

—¡Abrid! ¡Queremos ver desembarcar a los ingleses!

—¡Silencio! —tronó una voz amenazadora—. ¡Si fuerzan ustedes la puerta, hago fuego!

X. El regreso del Rey del Mar

Después del cañonazo se oyeron unos clamores ensordecedores y varios disparos de fusil. Pero no eran gritos de guerra, sino de alegría, señal evidente de que no se trataba del Rey del Mar, sino de la nave inglesa avistada anteriormente.

Yáñez y sir Moreland intentaron trepar hasta el techo, donde había algo semejante a un ventilador, pero tuvieron que desistir de su empeño a causa de lo elevado de aquellos muros.

—¡Bah! —dijo el angloindio—. Será una espera de pocos minutos.

—¿Se tratará de un barco perteneciente a la flotilla de Labuán? —preguntó Yáñez.

—Lo supongo. Parece que mis compatriotas han desembarcado: ¿no oye usted esos hurras?

—Sí, es la población que los saluda.

—Dentro de algunos momentos, la comedia se cambiará en farsa, con gran asombro por parte de ese estúpido gobernador, que se ha empeñado en no creer que soy un capitán auténtico. Los gritos se acercan: mis compatriotas vienen a felicitarnos.

—En cambio, los isleños supondrán que vienen en nuestra busca para ahorcamos —dijo Damna.

—¡Son capaces de haber preparado las cuerdas! —dijo Yáñez, bromeando.

Se escuchó un rumor de voces muy cerca de la puerta, un momento después, las traviesas que la sujetaban cayeron al suelo, y un torrente de luz inundó el almacén.

En el umbral apareció el gobernador, junto con un hombre todavía joven, de larga barba rubia y ojos azules, que vestía el uniforme de teniente de la marina.

Detrás de ellos iba un pelotón de marineros armados con la bayoneta calada y rodeados por muchos isleños.

—¡Aquí están los piratas! —gritó el viejo, señalando a los prisioneros—. ¡Merecen diez brazas de cuerda bien enjabonada! ¡Préndalos usted!

El teniente, asombrado, en lugar de ordenar a los marineros que avanzasen, se precipitó hacía sir Moreland con los, brazos abiertos y gritando:

—¡Comandante! ¿Es posible? ¡Usted todavía vivo! ¡Yo estoy soñando!

—¡No, mi querido Leyland! —exclamó sir Moreland—. ¡Soy yo misma, en carne y hueso! ¡Abráceme usted, amigo mío!

Mientras, el teniente y el capitán se precipitaban uno en brazos del otro, el gobernador, completamente aturdido por aquel inesperado golpe teatral, se rascaba furiosamente la cabeza repitiendo:

—¡Pero si es un aliado de los piratas! ¡Mírelo usted bien, señor teniente! ¡También, pretende engañarle a usted!

Sin hacer el menor caso de las protestas del viejo ni de las imprecaciones ni de los gritos de asombro de los isleños, el teniente había preguntado:

—¿Cómo es que se encuentra usted aquí, capitán, cuando todos le creíamos sepultado con su barco? ¡Porque esto se halla a una gran distancia de Sarawak!

—¿No se lo haz contada los marineros que dejó en libertad el corsario?

—Sí, pero nadie quiso creer lo que decían.

—Señor Leyland, ¿qué es lo que ha venido a buscar usted aquí?

—El corsario.

—Ha llegado usted demasiado tarde, y, además, le aconsejo que no mida usted sus fuerzas con ese buque. Es preciso bastante más que un crucero. ¿Quiere usted que le dé un consejo de amigo? Salga pronto, de aquí y evite encontrarse con el Rey del Mar de los tigres de Mompracem. Vámonos a bordo, y allí se lo contaré todo; pero antes déjeme que le presente a dos amigos: la señorita Damna Praat y su hermano.

Al ver que el teniente tendía la mano al portugués, el gobernador saltó como una bomba:

—¡Es un engaño! —gritó—. ¡Ese es el pirata que nos había robado! ¡Ahórquelo usted!

—¡Silencio, vieja comadreja! —dijo sir Moreland—. ¡Esos asuntos no le importan a usted! ¡El carbón no era de su propiedad!

—¿Y nuestros animales?

—Mande usted cobrar el cheque en Pontianak —dijo con ironía Yáñez.

—Pero ¿qué historia es esa, capitán? —preguntó el teniente.

—Más tarde le daré a usted mayores explicaciones —contestó sir Moreland—. Haga usted que sus marineros protejan a esta señorita y a su hermano.

—¡Ahórquelos usted! —bramaba el gobernador, enfurecido—. ¡Todos ellos son piratas!

—¡Silencio! —gritó, ya impaciente, el oficial—. Si estos señores son piratas, como usted afirma, ya los juzgará un consejo de guerra. ¡Marineros, haced el cuadro, y a bordo en seguida!

—¡Señor teniente! —gritó el viejo.

—¡Basta! ¡Se le Juzgará! ¡Adelante, en línea cerrada!

Los marineros, que eran unos treinta, todos ellos muy bien equipados, cerraron filas en derredor de sir Moreland, Yáñez y la muchacha, y descendieron hacia la playa seguidos por el gobernador y el pueblo, que comentaba desfavorablemente la conducta del teniente, creyendo de buena fe que quería proteger a unos vulgares piratas.

En la ensenada había tres chalupas, mar afuera se veía un hermoso crucero de pequeñas dimensiones, todo pintado de negro, que navegaba lentamente entre los dos promontorios.

El capitán, el teniente, Yáñez y Damna se embarcaron en la mayor de las chalupas junto con diez marineros, y el resto de los hombres, en las otras dos.

En pocos minutos recorrieron la distancia y abordaron a la escala de estribor, que había quedado tendida.

—Capitán —dijo el teniente, en cuanto sir Moreland hubo puesto pie en la cubierta, siendo saludado por los estrepitosos hurras de la tripulación—, pongo mi barco a su completa disposición.

—No deseo más que un camarote para mí y otro para cada uno de mis compañeros, Después que usted me haya oído dirá sí ha de tratárseles como a prisioneros de guerra. Señorita Damna, y usted, señor De Gomara, espérenme un momento.

La embarcación volvió a emprender la marcha, y el capitán y el teniente descendieron a la cámara, donde sostuvieron una prolongada conversación.

Cuando regresaron, sir Moreland aparecía sonriente, como si estuviera muy contento.

—Señorita, señor De Gomara —dijo, acercándose a ellos—, no irán ustedes a Labuán, porque el buque tiene que detenerse irremisiblemente en Sarawak.

—¿Y allí nos entregará al rajá? —preguntó Yáñez.

—Eso es todo cuanto podemos hacer, aunque, yo hubiera deseado otra cosa —replicó el capitán, dando un suspiro.

—¿Qué es lo que dice usted, sir Moreland? —preguntó Damna.

El angloindio movió la cabeza sin contestar, y ofreciendo el brazo a la joven, la condujo hacia la popa, y le dijo, presa de cierta agitación:

—¡Quisiera arrancar a usted una promesa, señorita!

—¿Cuál, sir Moreland? —preguntó Damna.

—¡Que no vuelva usted a embarcarse en el Rey del Mar!

—¿Estoy prisionera?

—El rajá la pondrá en libertad en seguida.

—Es imposible, sir, allí está mi padre y tengo por seguro que no abandonará el Rey del Mar. Su suerte está unida a la de los últimos piratas de Mompracem.

—Debe usted pensar que cualquier día me encontrará de nuevo frente al barco de Sandokán, y que, probablemente, tendré que echarlo a pique y matarlos a todos, incluso a usted misma; ¡yo, que daría por usted toda mi sangre! ¿Qué decide usted, señorita Damna?

—Dejemos que la suerte lo disponga todo, sir Moreland —contestó la joven.

—¡Y, sin embargo, usted me ama!

—Si —murmuró la muchacha, con voz tan tenue, que parecía un suspiro.

—¿Jura usted que no me olvidará?

—¡Se lo juro!

—Tengo confianza en nuestro destino, Damna.

—En cambio, yo terno que haya de sernos fatal a los dos. Nuestro cariño ha nacido bajo el signo de una mala estrella, sir Moreland, lo presiento.

—¡No hable usted así, Damna!

—¿Qué quiere usted, sir Moreland? Veo nuestro porvenir muy oscuro, Me parece que no tardará mucho en suceder la catástrofe que nos amenaza. Esta guerra será también fatal para nosotros.

—Usted puede evitar ese riesgo, Damna, peligro que se esconde en los abismos del Atlántico,

—¿Cómo puedo evitarlo?

—Ya se lo he dicho: abandonando a su suerte al Rey del Mar.

—No, sir Moreland; mientras ondee la bandera de los tigres de Mompracem, Damna, la protegida de Sandokán y de Yáñez no abandonará su barco.

—¿No sabe usted que esos hombres están condenados a perecer? Los mejores y más poderosos barcos de la marina inglesa vendrán muy pronto a estos mares, y despedazarán al corsario. Huirá, vencerá tal vez en otra batalla; pero, más pronto o más tarde, sucumbirá bajo nuestra artillería.

—Ya se lo he dicho a usted, y vuelvo a repetírselo una vez más, nosotros sabremos morir como los valientes, al grito de ¡viva Mompracem!

—¡Es usted bella y animosa como una verdadera heroína! —exclamó sir Moreland, mirándola con admiración—. ¡Ese río de sangre será fatal para todos!

Yáñez se acercó en aquel momento, precipitadamente.

—¡Sir Moreland! —exclamó—. Viene hacia nosotros un barco de vapor; ya ha sido visto por el comandante.

—¿Será el Rey del Mar? —exclamó Damna.

—Se sospecha que sea un barco de guerra. Mire usted: los marineros se preparan para combatir.

La frente de sir Moreland se oscureció, y sobre su rostro se extendió una intensa palidez.

—¡El Rey del Mar! —murmuró, con voz sorda—. ¡Viene a destrozar mi felicidad!

Se le aproximó el teniente, que llevaba un anteojo en la mano.

Sir James, si no me equivoco, se dirige hacia nosotros un buque de alto bordo.

—¿Será alguno de los nuestros? —preguntó el capitán.

—No, porque viene del Nordeste, y nuestra escuadrilla se ha dirigido hacia Sarawak, con la esperanza de encontrar al corsario en el camino.

Apareció en el horizonte un punto negro coronado por dos grandes columnas de humo, que se agrandaba cada vez más. Al parecer, se dirigía a toda velocidad hacia el grupo de las islas de Mangalum.

Sir Moreland habla enfocado el anteojo, y miraba con gran atención. De pronto se le escapó de las manos aquel instrumento de óptica.

—¡El Rey del Mar! —exclamó con voz ronca, mientras miraba tristemente a Damna.

—¡Sandokán! —dijo Yáñez—. ¡Por esta vez todavía no me ahorcarán!

—¿Es el corsario? —preguntó el teniente.

—¡Sí! —respondió sir Moreland.

—¡Le daremos la batalla y lo hundiremos! —añadió el teniente.

—¡Qué! ¿Quiere usted irse a pique? Porque, si usted pelea, dentro de muy pocos minutos este barco y su tripulación estarán en el fondo del mar de la Sonda. Es preciso, algo más que un crucero de tercera clase para hacer frente a ese buque el más moderno, el más rápido y el más poderoso de cuantos existen.

—Sin embargo, yo no me dejo capturar sin combatir —contestó el teniente.

—Ni tampoco pretendo yo eso, amigo mío: espero que podremos evitarlo, porque si no, serían desastrosas para nosotros las consecuencias.

—¿Y cómo lo vamos a hacer?

—Mande usted echar una chalupa al agua, y déjeme que vaya antes a parlamentar con el Tigre de Malasia.

Usted perderá los dos prisioneros, y yo perderé mucho más, se lo juro a usted, pero se salvarán este barco y sus tripulantes.

—A sus órdenes, sir James.

Mientras los marineros echaban al agua una ballenera, el Rey del Mar, que corría con una velocidad de doce nudos, se echaba encima del crucero.

Ya habla apuntado los poderosos cañones de la torre de proa, y se preparaba a cubrir de balas y metralla a su minúsculo enemigo para echarlo a pique a la primera andanada.

El larguísimo gallardete de combate había sido izado y ondeaba en el mástil de proa, al propio tiempo que en la popa se izaba la bandera roja de Mompracem, adornada con una cabeza de tigre.

Al ver que el crucero inglés se detenía, que enarbolaba una bandera blanca y echaba al agua una chalupa, Sandokán ordenó que diesen contravapor, y se detuvo también a unos mil doscientos metros del enemigo.

—¡Parece que los ingleses no se sienten lo bastante fuertes para pelear con nosotros! —dijo a Tremal-Naik, que se había reunido con él en la torrecilla.

—¿Querrá rendirse? ¿Qué es lo que vamos a hacer con ese barco?

—Le cogeremos la artillería y las municiones, y además, el carbón —contestó Sandokán—. Podrían servir a nuestros amigos los dayakos de Sarawak.

Y al cabo de unos instantes, añadió:

—Aunque me desagradaría perder el tiempo. Tenemos que ir en busca de Yáñez y de Damna.

—¿Crees que todavía los encontraremos en el escollo? —preguntó, lleno de angustia, Tremal-Naik.

—No lo dudo. Los he visto arribar antes de que la oscuridad envolviera aquel islote. ¡Oh! ¡Un capitán en la ballenera! ¿Vendrá a entregar su espada? ¡Hubiera preferido un combate, para aplicar ese afán que me invade de destruirlo todo!

—¿Es posible? —dijo en aquel momento Sambigliong, que había apuntado un anteojo hacia la chalupa—. ¡Tigre de Malasia, o yo me equivoco, o es él realmente! ¡Mire usted! ¡Mire usted!

—¿Qué es lo que has visto?

—¡Es él! ¡Le digo a usted que es él!

—Pero ¿quién?

—¡Sir Moreland!

—¿Moreland? —exclamó Sandokán, palideciendo, y a continuación enrojeció vivamente, mientras que un relámpago de esperanza iluminó sus ojos—. ¡Moreland a bordo de aquel buque! Entonces, Yáñez, Damna… ¿Cómo pueden encontrarse ahí? ¡Es imposible! Tú te has equivocado, Sambigliong.

—¡No, señor! ¡Mírele usted! ¡Nos ha visto, y nos saluda, agitando la gorra!

Sandokán se lanzó fuera de la torrecilla, exhalando un grito de gozo.

—¡Sí! ¡Es él, sir Moreland!

La ballenera avanzaba rápidamente al impulso de doce remeros.

El angloindio, de pie en la popa y sin abandonar la barra del timón, seguía saludando.

—¡Abajo la escala! —gritó Sandokán.

Apenas había sido ejecutada la orden, cuando abordó la ballenera. Sir Moreland subió a bordo con rapidez, y dijo con cierta frialdad:

—Tengo mucho gusto en volver a ver a ustedes, señores, y en poder darles una noticia que me agradecerán bastante.

—¿Yáñez, Damna? —gritaron a un tiempo Sandokán y Tremal-Naik.

—Están a bordo de aquel barco.

—¿Y por qué no los ha traído usted? —preguntó Sandokán, arrugando el entrecejo.

El angloindio, que había adoptado un aire sumamente grave y que hablaba casi imperiosamente, contestó:

—Vengo para entablar negociaciones, señores.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que el comandante de ese barco les entregará a ustedes el señor Yáñez y la señorita Damna, con la condición de que ustedes dejen tranquilo su buque, el cual, como pueden ver, no tiene fuerzas para medirse con el Rey del Mar.

Sandokán tuvo un momento de vacilación, y finalmente contestó:

—De acuerdo, sir Moreland; ya sabré encontrarlo más adelante.

—Ordene usted que bajen la bandera de combate. De ese modo, el comandante comprenderá que ha aceptado usted su proposición, y enviará en seguida a los prisioneros.

Sandokán hizo una seña a Sambigliong, y pocos momentos después el gallardete descendía sobre la cubierta. Casi en el mismo instante en que esto sucedía, se destacó del costado del crucero una segunda chalupa: en ella iban Yáñez y Damna.

Sir Moreland —dijo Sandokán—, ¿dónde recogió a ustedes ese buque?

—En Mangalum —respondió el angloindio, sin apartar los ojos de la chalupa, que se acercaba a gran velocidad.

—¿Se habían salvado ustedes en el escollo?

—Sí —contestó secamente el capitán, que parecía haber perdido su habitual cordialidad y hallarse inmerso en profundas cavilaciones.

Poco después llegaba la segunda chalupa. Yáñez y Damna subieron precipitadamente la escala, y cayeron el uno en brazos de Sandokán y la segunda en los de su padre.

Sir Moreland; muy pálido, miraba tristemente aquella escena. Cuando se separaron, se volvió hacia el Tigre de Malasia, y le preguntó:

—Y ahora, ¿seguirá usted reteniéndome prisionero?

—No, sir Moreland, es usted completamente libre. Vuélvase a bordo de ese buque —contestó Yáñez.

Sandokán no pudo ocultar un gesto de asombro. No creía, ni mucho menos, que fuese aquella la contestación que debía darse al angloindio, sin embargo, no replicó.

—Señores —dijo entonces el capitán, con voz grave y mirando fijamente a Sandokán y a Yáñez—, espero que volveremos a vemos pronto; pero entonces, como enemigos encarnizados.

—Le esperaremos a usted —respondió fríamente Sandokán.

Sir Moreland se aproximó a Damna y le tendió la mano, diciendo con triste acento:

—¡Que Brahma, Sivah y Visnú la protejan, señorita!

La muchacha, que estaba profundamente conmovida, le estrechó la mano sin articular una sola palabra. Parecía como si tuviese un nudo en la garganta.

El angloindio fingió no ver las manos que le alargaban Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik, en vez de ello, saludó militarmente, y descendió a toda prisa la escala sin volver la vista atrás.

No obstante, cuando la chalupa que le conducía hacia el crucero pasó por delante de la proa del Rey del Mar, levantó la cabeza, y al ver a Damna y a Surama en el castillo, las saludó con el pañuelo.

—Yáñez —dijo Sandokán, llevándose a un lado al portugués—, ¿por qué le has dejado marchar? ¡Podía habernos sido muy útil como prisionero!

—Y un grave peligro para Damna —respondió Yáñez—. ¡Se aman!

—¡Me lo había figurado! Es un hermoso y valiente joven. Como Damna tiene también sangre angloindia en sus venas… Quizá después de la contienda…

Se quedó unos instantes como abstraído en un profundo pensamiento y luego añadió:

—Debemos comenzar ya las hostilidades; vámonos hacia las líneas ordinarias de navegación, y mientras la escuadra nos sigue buscando en las aguas de Sarawak, procuraremos causar a nuestros adversarios los mayores perjuicios posibles.

XI. El crucero del Rey del Mar

Cuarenta y ocho horas más tarde, el Rey del Mar; que había reemprendido su ruta rumbo a Poniente, para esperar al pairo a los barcos que venían de la India, de las grandes islas de Java y de Sumatra, y que se dirigían directamente por los mares de la China y del Japón, avistó un penacho de humo a unas quinientas; millas de distancia del grupo de las Burguram.

—¡Barco de vapor! —dijo Kammamuri, que estaba de guardia en la cofa del trinquete.

Sandokán, que en aquel momento se hallaba comiendo con sus amigos y con el jefe de las máquinas, se apresuró a subir al puente, al mismo tiempo que ordenaba:

—¡Reavivad los fuegos! ¡Los artilleros, a los cañones de las torres!

Toda la tripulación subió a la cubierta, sin excluir la guardia franca, pues nadie podía suponer con qué clase de barco iba a tener que vérselas el Rey del Mar.

Como el crucero se encontraba todavía a muy poca distancia de las islas de Borneo, podía darse el caso de que se topara de improviso y de manos a boca con algún buque de guerra que se encaminase hacia Labuán o hacia Sarawak.

El Tigre de Malasia escudriñaba el océano utilizando un anteojo de gran alcance. Por el momento no se vela más que una columna de humo que se destacaba en el luminoso horizonte; pero el barco no debía de tardar en aparecer, pues el Rey del Mar Iba a su encuentro con una velocidad de doce nudos.

—¿Qué es, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik, que se le había acercado.

—¡Un poco de paciencia, querido mío! —contestó el formidable pirata.

—¿Y si ese barco no es inglés?

—Se le saluda y se le deja marchar, pues no vamos a ponernos en guerra con el mundo entero.

—¿Lo ves?

—Ahora comienzo a distinguirle, y me parece que es un vapor mercante, porque no veo el gallardete rojo de los buques de guerra. Ya se destaca en el horizonte la arboladura. Bastará disparar un cañonazo sin bala para detenerle. Ordena que Sambigliong disponga cuatro chalupas con algunas ametralladoras, y que se armen sesenta hombres.

—¿Le abordaremos? —preguntó Kammamuri.

—Si es inglés, como supongo, sí. Nuestro crucero empieza mejor de lo que esperábamos, teniendo en cuenta los pocos días que hace que hemos dado principio a las hostilidades.

La distancia se acortaba rápidamente, pues el Rey del Mar aumentaba la velocidad, con objeto de estar en condiciones de impedir la fuga al vapor, que parecía de muy buena marcha.

Los hombres de vigía en la plataforma reconocieron la bandera desplegada en el asta de popa, y la noticia fue saludada con un grito de júbilo.

—¡No me había equivocado! —dijo Sandokán—. ¡Ese barco es inglés!

Inspeccionó rápidamente las chalupas, que ya habían bajado hasta las portas, y los sesenta hombres que debían ocuparlas; en seguida dio la orden de dirigir el crucero sobre el vapor de modo que le atajase el camino.

Aquel barco, probablemente, procedía de los puertos de la India. Era un gran vapor de más de dos mil toneladas, con dos mástiles y dos chimeneas.

Sobre la toldilla había una multitud de gente que se agolpaba en la obra muerta, atraída por la presencia de aquel buque de guerra que con tanta velocidad se dirigía hacia ellos.

En cuanto estuvieron a unos mil metros de distancia, Sandokán mandó desplegar su bandera en el palo de mesana y disparar un cañonazo sin bala, lo cual significaba: «¡Deteneos!».

Al oír aquella intimidación Inesperada, se produjo gran confusión a bordo del vapor. Viose a los marinos y a los pasajeros correr hacia la proa, y sus gritos llegaban claramente hasta el buque corsario.

La vista de aquella bandera, tan conocida en los mares de Malasia, debió de producir en todos una Impresión enorme, y mucho más porque el Rey del Mar continuaba corriendo como si quisiera pasar por ojo al pobre barco.

Durante algunos minutos se vio que el buque viraba unas veces hacia babor, otras sobre estribor, como si dudara acerca del camino que debía emprender; pero una bala, disparada por una de las piezas de caza, y que pasó silbando sordamente sobre la toldilla, los decidió a detenerse.

—¡Máquinas atrás! —ordenó Sandokán—. ¡Al agua las chalupas, y a sus puestos los hombres de desembarco! ¡Tú, Yáñez, encárgate del mando!

El portugués se ciñó el sable que le había llevado Sambigliong, se puso en el cinto las pistolas, y descendió en la chalupa más grande, tomando asiento junto a Tremal-Naik.

El vapor se había detenido a ochocientos metros de distancia, considerando inútil toda resistencia contra aquel crucero formidable, que con una sola descarga le hubiera echado a pique.

Los pasajeros, agolpados en la toldilla, proferían gritos ensordecedores, creyendo que había llegado su última hora.

Las cuatro chalupas, tripuladas por los sesenta hombres, armados con carabinas y kampilangs, se pusieron rápidamente en marcha en dirección al vapor, mientras que los artilleros del Rey del Mar apuntaban dos piezas de las torres de babor, dispuestos a hacer fuego al menor indicio de resistencia por parte de los Ingleses.

Cuando las chalupas se hubieron aproximado al vapor, y estaban a una distancia de trescientos pasos, Yáñez ordenó imperiosamente a los marinos Ingleses que bajasen la escala, amenazando con hacer fuego si no le obedecían.

A bordo hubo unos momentos de confusión y de duda. Aparecieron en las bordas algunos marineros armados de fusiles, como si tuviesen intención de oponer resistencia; pero los, furiosos gritos de los pasajeros, que no querían, como es de suponer, exponerse al peligro de que la formidable artillería del corsario los echase a pique, les obligaron a retirarse, y la escala descendió de un solo golpe.

Yáñez, seguido de Tremal-Naik, Kammamuri y doce hombres, se lanzó, hacia la plataforma, desenvainando su sable inmediatamente.

El capitán del barco le esperaba rodeado de sus oficiales, mientras que los pasajeros, que serían aproximadamente unos cincuenta, se agolpaban detrás, mudos y aterrorizados.

El capitán era un hombre arrogante, de alta estatura, rostro enérgico y bronceado por el sol de los trópicos, con el pelo negro y la barba rizada; en fin, un tipo soberbio de marino.

Al ver aparecer a Yáñez con el sable desenvainado, palideció, y en seguida arrugó el entrecejo.

—¿A qué debo el honor de esta visita? —preguntó, con voz temblorosa por la ira.

—¿Ha visto usted los colores de nuestra bandera? —preguntó a su vez el portugués, tras un gesto irónico de saludo.

—Sé que los piratas de Mompracem tenían en otro tiempo un estandarte rojo con una cabeza de tigre.

—Entonces me permitirá usted que le notifique que esos piratas han declarado la guerra a la nación de ustedes y al rajá de Sarawak.

—Me habían asegurado que ya no hacían el corso.

—Y es verdad, señor mío; pero el Gobierno de ustedes ha provocado a los tigres de Mompracem, y estos han vuelto a tomar las armas.

—En conclusión, ¿qué es lo que quiere usted?

—Concederles veinte minutos para que puedan embarcarse en las chalupas, y echar a pique este barco.

—¡Eso es un acto de piratería!

—Llámelo usted como mejor le plazca; eso no me importa —respondió Yáñez—. ¡U obedecen ustedes, o se ahogan! ¡Ustedes escogerán!

—Concédame usted algunos minutos para que pueda, consultar con mis oficiales.

—No le concedo más que veinte; una vez hayan transcurrido, nos retiraremos y el crucero abrirá fuego, estén ustedes a bordo o no. Apresúrense, porque tenemos prisa.

El capitán, que hacía grandes esfuerzos por dominarse, llamó a consejo a sus subordinados; casi en seguida dio las órdenes para echar las chalupas al mar, y mandó descender, ante todo, a los pasajeros.

—Cedo a la fuerza, porque no puedo oponer resistencia —dijo a Yáñez—; pero apenas hayamos llegado a Natuna o a Banguram, daré parte telegráficamente al gobernador de Singapoore.

—Nadie se lo impedirá a usted —contestó Yáñez—. Mientras tanto, debo hacerle observar que ya van diez minutos transcurridos y que permito que los pasajeros y la tripulación se lleven consigo cuanto posean.

—¿Y la cala de a bordo?

—Nosotros no sabríamos qué hacer con ella; si a usted le desagrada perderla, puede llevársela.

Mientras tanto, los marineros habían echado al agua todas las lanchas, después de haberlas provisto de víveres por varios días, remos y velas.

El capitán dio la orden de embarco, y este comenzó, haciendo bajar primero a las mujeres y después a los demás pasajeros. Los últimos en embarcarse fueron los oficiales, que llevaban los papeles de a bordo y la caja.

—¡Inglaterra vengará este acto de piratería! —dijo el capitán del vapor, que estaba muy conmovido.

Yáñez saludó sin replicar.

En cuanto el barco quedó desierto, los malayos de las barcas subieron a bordo, mientras que las chalupas de vapor del Rey del Mar se acercaban rápidamente.

Se abrieron las carboneras con objeto de sacar el combustible, que era muy escaso, porque el vapor debía hacer escala en Saigón para renovar sus provisiones, y comenzó a toda prisa la faena.

Dos horas después, los malayos abandonaban, a su vez, el buque. Todavía estaban a la vístalas chalupas que conducían a la tripulación y a los pasajeros.

—¡Dos cañonazos en la línea de flotación! —ordenó Sandokán.

Poco después, dos granadas hundían el costado de babor del buque, abriéndole dos enormes brechas, a través de las cuales se precipitó el elemento líquido.

Al cabo de cuatro minutos desaparecía la nave en los abismos del mar de la Sonda, produciéndose una explosión tremenda al estallar sus calderas. El Rey del Mar volvió a emprender su crucero, y se alejó hacía el Sudoeste.

A la mañana siguiente, un velero inglés sufría la misma suerte, después de haberle tomado una parte de su cargamento, que consistía en pescado seco, y que iba consignado a los puertos de Hainán. Igual fin tuvieron otros buques de vapor y de vela, que fueron a hacerse mutua compañía en los profundos abismos del océano.

El crucero batía las líneas de navegación sin que nadie se lo estorbase, llevando el corso desde las costas de Borneo hasta dar vista a la isla de Anaba, atajando en su camino a los barcos que procedían del estrecho de Malaca directamente, de los mares de la China y del Japón.

Ya habrían echado a pique a cañonazos otros treinta barcos, causando enormes pérdidas a las compañías navieras, cuando un día, un prao bornés anunció a aquellos terribles destructores que había visto en aguas de Natuna una escuadra compuesta de varios buques de guerra.

Probablemente, se trataba de la de Singapoore, enviada para cañonear al buque corsario. Aquel mismo día se reunieron en consejo Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el ingeniero Horward, quienes decidieron suspender el crucero y dirigirse sin vacilar a Sarawak en busca del Mariana, que debía de estar esperándolos en la boca del Sedán.

Además, sus amigos y antiguos aliados los dayakos debían de haber comenzado ya a invadir el sultanato; por lo tanto, aquel era el momento preciso para atacar por mar al rajá y hacerle pagar cara su cooperación en la conquista de Mompracem.

En vista de esta determinación, el Rey del Mar, que tenía llenas las carboneras y llevaba también gran cantidad de combustible en la estiba, hizo rumbo hacia el Sudeste, pues antes quería Sandokán cerciorarse de si los ingleses seguían todavía en su isla.

Ordenó que pusieran el máximo de velocidad en la máquina, y el crucero devoraba las millas. Durante cuarenta y ocho horas navegó hacia Borneo, sin tener un mal encuentro, a pesar de que todos estaban seguros de que por aquellos mares, y con objeto de sorprenderlos, cruzaba una gran escuadra.

Hacia la puesta del sol del segundo día, llegaba el Rey del Mar a la vista de Mompracem, el antiguo refugio de los tigres de Malasia.

Sandokán y Yáñez, profundamente emocionados, volvieron a ver su isla, desde la cual, y con sólo sus praos, habían hecho temblar durante largos años al poderoso leopardo inglés.

Cuando se acercaron al cabo oriental, en que se abría una rada pequeña, ya la noche había cerrado hacía algunas horas; pero la espléndida luz de la luna permitía distinguir la gran roca en que había ondeado orgullosamente en otros días la terrible bandera del Tigre de Malasia.

La casa que sirvió de refugio a los dos jefes piratas, ya no se veía. En su lugar, se alzaba un fortín, probablemente bien artillado, para impedir que los últimos tigres, errantes por el mar, intentasen la reconquista de su madriguera. En el fondo de la rada se distinguían también confusamente obras de defensa, bastiones y elevados recintos.

Apoyado en la borda de popa, sin decir palabra, con los ojos turbados y ensombrecido el rostro, Sandokán miraba su antigua morada; por la expresión de su semblante, se adivinaba fácilmente que su corazón sangraba en aquellos momentos.

Yáñez, que estaba a su lado, le puso una mano en la espalda y le dijo:

—El día menos pensado la reconquistaremos, ¿verdad, Sandokán?

—¡Sí! —contestó el pirata, tendiendo el puño a la Isla de un modo amenazador—. ¡Sí! ¡Y ese día los arrojaremos a todos al mar, pero sin misericordia!

Volvió la mirada hacia el océano, que brillaba bajo los rayos de la luna.

—¡De nuevo vuelve a acometerme un deseo furioso de destrucción! —dijo—. ¡Delante de mí veo sangre!

Casi en aquel mismo instante, se oyeron unos gritos procedentes de la proa:

—¡Allí! ¡Allí! ¡Miren ustedes!

Sandokán y Yáñez se precipitaron hacia la amura de babor, al ver que los hombres de guardia se lanzaban a través de la toldilla.

—¡Faroles! —exclamó el portugués.

—¡La sangre que buscaba! —gritó Sandokán, en cuyo corazón parecían haberse despertado de golpe sus antiguos instintos de ferocidad.

Hacia levante, y en dirección de la isla Romades, tuyas cumbres ya se divisaban, aparecieron distintamente, y casi a flor de agua, seis puntos luminosos verdes y rojos, y en lo alto, otros dos blancos.

—Son dos barcos de vapor —dijo Yáñez—, y apostaría a que vienen de Labuán.

—¡Tanto peor para ellos! —contestó Sandokán, tendiendo la mano hacia aquellos puntos luminosos—. ¡Pagarán lo de Mompracem! ¡Da orden para que activen los fuegos!

—¿Qué es lo que quieres hacer, Sandokán? —preguntó el portugués, impresionado por la luz siniestra que brillaba en los negros ojos de aquel hombre terrible.

—¡Echar a pique a esos barcos con toda la gente que llevan!

—Sandokán, no olvidemos que no somos piratas, sino corsarios. Además, todavía no sabemos si esos barcos son de guerra o mercantes, y si enarbolan o no bandera inglesa.

En lugar de responder, el Tigre de Malasia mandó apagar las luces, llamar «¡todos a cubierta!», y dirigir el crucero sobre los dos barcos.

A las once, el Rey del Mar viraba de bordo a unos quinientos metros de distancia de los dos vapores, los cuales, completamente ajenos al tremendo peligro que les amenazaba, navegaban a cuarto de máquina y muy cerca el uno del otro.

—Parecen dos transportes —dijo Yáñez—. ¡Escucha, Sandokán!

En los entrepuentes, que aparecían iluminados, estallaba un ruido de tamboriles, notas de cornetín y canelones. Aprovechando aquella noche espléndida y la tranquilidad del océano, los soldados se divertían. El viento; que soplaba del septentrión, llevaba aquellos rumores hasta el Rey del Mar.

—Son soldados ingleses de Labuán, que regresan a la patria —dijo Yáñez—. ¿Oyes, Sandokán? Esas canciones que hemos oído también en las campamentos ingleses de la India durante el sitio de Delhi.

—¡Sí, soldados! —repuso el Tigre de Malasia con acento extraño—. ¡Bien! ¡Saludan a la lejana patria, pero va a caer la muerte sobre ellos!

—¡No hables así, amigo mío!

—Pero ¿no piensas que esos hombres me han arrojado de la isla, después de haber hecho una matanza entre mis valientes?

Se habla erguido completamente; tenía el rostro inflamado por una terrible cólera, y sus ojos llameaban. El antiguo pirata, el temerario Tigre de Malasia, que durante tantos años había ensangrentado las aguas de aquellos mares, volvía a despertarse.

—¡Sí, reíd, cantad, bailad, esas son danzas fúnebres! ¡Mañana, apenas amanezca, se helará la risa en vuestros labios! ¡Os habéis olvidado demasiado pronto de mi pequeño pueblo, a quienes sorprendisteis y degollasteis en las playas de mi isla! ¡Pero aquí está su vengador, espiándoos!

El Rey del Mar, que ya había virado de bordo, seguía silenciosamente a los das barcos, sosteniéndose siempre a una distancia de una milla.

A aquellos ya no les era posible huir, pues no podían competir en velocidad con un buque de tal potencia. Quizá si navegaran en aguas de las islas Romades que estaban muy cerca, podrían conseguir algo, sin embargo, aun en ese caso, no hubieran logrado salvarse todos.

Inclinado sobre la borda, Sandokán no les quitaba ojo. Parecía tranquilo, pero debían de atormentarle pensamientos terribles de destrucción, de sangre, de venganza.

—¿Quién me impediría —dijo, de pronto— caer como una tromba sobre esos barcos, y a golpes de espolón, enviarlos hechos pedazos al fondo del mar? ¡El océano guarda muy bien los secretos que se le confían, y jamás se sabría nada!

—Por humanidad, no lo harás, Sandokán —dijo Yáñez.

—¡Humanidad! ¡Es una palabra que carece de sentido, cuando se está en guerra! ¿Acaso se acordaron ellos de esta palabra cuando decretaban a sangre fría la conquista de nuestra isla y el exterminio de nuestro pequeño pueblo? ¿Qué es lo que hoy queda de los tigres de Mompracem, de aquellos tigres que tan gran servicio prestaron a esos ingleses, librándolos de la infame secta de los thugs? ¡El reconocimiento de los voraces salteadores de los mares es ese! ¡Nos han arrebatado a traición nuestra isla, asaltándonos por la noche con fuerzas diez veces superiores, como si fuésemos bestias feroces! ¡Y eres tú, Yáñez, quién habla de humanidad! ¿Crees que si mañana cayera sobre nosotros o sobre nuestros praos una escuadra inglesa nos respetaría? ¡No, nos echarla a pique, enviándonos a dormir el sueño eterno en los abismos del mar de Malasia!

—Sandokán, nosotros podríamos defendernos, disputar la victoria, mientras que esos dos barcos no pueden oponer nada a nuestra artillería poderosa y al espolón de nuestra nave.

—¡Es verdad, señor Yáñez! —dijo una voz detrás de ellos.

Sandokán se volvió rápidamente, y se encontró ante Damna.

—Tú lo apruebas porque…

No terminó la frase, que debía de aludir a los amores de la joven con el angloindio.

—¡Qué procuren defenderse ellos también, Damna! —añadió.

—No podrían hacerlo, señor Sandokán —replicó la joven—. En esos barcos es probable que vayan quinientos o seiscientos pobres muchachos que suspiran por el momento de volver a ver su patria y abrazar a sus ancianos padres ¡No haga usted llorar a tantas madres, usted, que ha sido siempre tan generoso!

—¡Mis hombres, los viejos tigres de Mompracem, han llorado la noche que los arrojaron de su isla! —dijo Sandokán, reprimiendo su ira—. ¡Qué lloren también las mujeres inglesas!

Sandokán se apartó de la borda y volvió hacía las dos torres de popa, de cuyas boca-portas salían las extremidades de dos grandes cañones de caza que amenazaban al horizonte.

Iba a abrir la boca para ordenar que se hiciese fuego con aquellos dos monstruos de bronce, cuando Damna, en aquel preciso instante, puso una mano sobre los labios del terrible pirata.

—¿Qué es lo que va usted a mandar, mí generoso protector? —preguntó la angloindia.

—¡Voy a dar la orden de muerte! ¡Quiero que esos cantos de alegría se truequen en un grito de angustia! ¡Quiero que el mar abra sus abismos para tragarse a los conquistadores de mi isla!

—¡Eso no lo hará usted, señor Sandokán! —dijo Damna, con voz firme—. Piense usted que cualquier día puede verse acometido por fuerzas superiores a las suyas y ser vencido. ¿A quién respetarán entonces los vencedores?

—Además, no debes olvidar, Sandokán —añadió Yáñez, con voz grave—, que llevamos a bordo a dos muchachas: Surama, la primera y única mujer a quien he amado, y esta joven, por salvar a la cual emprendimos contra los thugs una guerra en la que tuvimos que hacer prodigios. Si ahora haces eso, ni siquiera ellas podrían sustraerse a la ira de nuestros vencedores. ¿O es que quieres también hacerlas nuestras cómplices en este acto inhumano?

El Tigre de Malasia se había cruzado de brazos, y miraba ya a Damna, ya a Surama, que se acercaba lentamente en aquel instante. La luz terrible que pocos momentos antes brillaba en sus ojos, fue apagándose poco a poco.

De pronto, sin decir una palabra, tendió a Yáñez la mano, sacudió dos o tres veces la cabeza, y en seguida se puso a pasear, deteniéndose de cuando en cuando para mirar a los barcos, que continuaban su rumbo, pasando a la vista de las islas Romades.

El Rey del Mar les seguía continuamente a la misma distancia.

Transcurrió la noche sin que Sandokán descansara un solo momento. Continuó paseando en la cubierta por entre las torres, pero ya no volvió a abrir la boca.

Cuando los primeros albores del nuevo día comenzaron a difundirse por el cielo. Mandó acelerar la marcha del crucero, y que los artilleros fuesen a ocupar su puesto de combate.

Por medio de una rápida maniobra, se puso a distancia de pocos cables de los barcos, y mandó izar su bandera, apoyando la orden con un cañonazo sin bala.

Agudos gritos resonaron en los dos transportes, cuyos puentes se cuajaron de soldados, pálidos de terror.

—¡Arriad la bandera y rendíos, o de lo contrario, os echo a pique! —les dijo Sandokán, por medio de señales.

Al mismo tiempo ordenó apuntar los cañones, dispuesto puesto a que a la orden siguiese la ejecución de la amenaza.

XII. En aguas de Sarawak

Los dos transportes, que se veían, en, la Imposibilidad de oponer la menor resistencia, pues tan: sólo poseían piezas de artillería ligera, completamente inofensivas contra la poderosa coraza del corsario, obedecieron inmediatamente y bajaron las banderas.

En la cubierta de aquellos dos barcos, reinaba una confusión indescriptible. Los soldados, que serían unos trescientos o cuatrocientos, corrían alocados por los puentes y se agolpaban en derredor de las chalupas, creyendo que el crucero iba a hundirlos.

—¡Os concedo dos horas para desocupar los barcos! —dijo el Tigre de Malasia nuevamente—. ¡Transcurrido ese tiempo, abriré el fuego! ¡Obedeced!

Las islas Romades se hallaban a unos cuantos kilómetros de distancia, mostrando sus costas, desiertas por completo y flanqueadas por abundantes bancos de arena y escolleras.

Los comandantes de ambos barcos, después de un breve consejo, habían contestado:

—¡Cedemos ante la fuerza para evitar una matanza inútil!

En seguida fueron echadas al agua todas las chalupas disponibles, tan cargadas de soldados, que parecía que iban a hundirse, pues todos se apresuraban a embarcar por temor a que el corsario rompiese el fuego.

Al ver que algunos llevaban consigo fusiles, Sandokán, que se mostraba inexorable, ordenó que los arrojasen al mar o que volviesen a llevarlos a bordo, amenazando con acribillar en el acto a las embarcaciones si no era obedecido.

Mientras el embarque se realizaba entre gritos, imprecaciones, amenazas y disputas, el Rey del Mar giraba lentamente en derredor de los dos barcos, siempre apuntándolos con los cañones.

—¿Qué es lo que vas a hacer con esos transportes? —preguntó Yáñez.

—¡Los hundiremos! —respondió fríamente Sandokán. ¡El mar está dispuesto a recibirlos!

—¡Qué lástima no poder remolcarlos hasta cualquier puerto!

—¿A cuál? ¡No hay ni un solo refugio amigo para los últimos tigres de Mompracem! ¡Cualquiera diría que todos los Estados de Borneo, después de habernos admirado tanto, tienen miedo del leopardo inglés! Pero no importa; no por eso dejaremos de hacer lo nuestro. Confiaremos al mar estas presas. ¡Ese, por lo menos, no nos las devuelve nunca!

—¡Cuántos tesoros perdidos inútilmente! —respondió Damna.

—¡Así es la guerra! —contestó con sequedad Sandokán—. Yáñez, manda que echen al agua las chalupas y que abran los depósitos de carbón. ¡El Rey del Mar tendrá buena provisión de combustible!

Los soldados, cuyas embarcaciones habían hecho ya varios viajes, habían acampado casi todos en la playa más próxima, dispuestos a refugiarse en los bosques en caso de peligro.

Yáñez hizo embarcar cincuenta hombres bien arma, dos y les ordenó que ocupasen ambos transportes, antes, de que terminasen de abandonarlos sus tripulaciones, con objeto de evitar cualquier traición.

Aquellos barcos llevarían, probablemente, pólvora a bordo, y los respectivos comandantes, al marcharse, podrían haber dejado colocadas algunas mechas encendidas en la santabárbara, y hacer que volasen los transportes, y con ellos los depósitos de carbón, de que tan necesitados estaban los tigres de Mompracem.

En cuanto hubo salido el último inglés, se dirigió a bordo de las dos naves un nuevo pelotón de malayos al mando de Kammamuri para proceder a la descarga del combustible y las municiones de guerra.

Los soldados miraban con ansiedad desde la playa la maniobra de los piratas, y se mostraban muy asombrados al ver que no tomaban los dos buques a remolque, que era lo que habían sospechado.

Los hombres de Sandokán trabajaron febrilmente durante todo el día ocupados en vaciar las bien provistas carboneras de los dos transportes. Al caer la tarde ya las habían vaciado casi por completo.

—¡Y ahora —dijo Sandokán—, mar, toma las presas que te ofrezco! ¡Cuando nosotros también nos vayamos al fondo, senos clemente!

Antes de abandonar los dos barcos, los malayos encendieron mechas adheridas a los barriles de pólvora que habían dejado en la santabárbara.

Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, se apoyaron en la amura de popa para mirar tranquilamente a los dos transportes. Delante de ellos hablan colocado un cronómetro.

—¡Tres minutos! —dijo, de repente, Sandokán, volviéndolo hacia sus compañeros—. ¡El final!

Un instante después retumbaba una explosión horrísona, a la que siguió otra a muy poca distancia, no menos ensordecedora.

Ambas naves, cuarteadas por las voladuras, se hundían rápidamente, en medio de los gritos furiosos de los soldados y de las tripulaciones, que contemplaban la catástrofe desde la costa de la isla.

—¡He ahí la guerra! —dijo Sandokán, con una sonrisa sarcástica—. ¿La han querido? ¡Qué la paguen! ¡Y esto no es más que el comienzo del drama!

Luego, volviéndose hacia Yáñez, añadió:

—¡Ahora vámonos a Sarawak, aquel golfo será el teatro de nuestra futura campaña, y allí las presas serán más abundantes que aquí! ¡Ya lo veréis!

El Rey del Mar se alejó rápidamente de las islas Romades, poniendo la proa al Sur.

Con las carboneras repletas y un sobrecargo en la estiba, podía desafiar a correr a todos los barcos que los aliados debían de haber reunido en las aguas de Sarawak.

El potente crucero, que devoraba las millas, avistó dos días más tarde el cabo Taniong-Datu y pasé por delante de la misma rada donde se había refugiado el Mariana. No habiendo encontrado nada en aquel lugar, volvió a emprender, sin la menor vacilación, la carrera hacia el Sureste para ir a la boca del Sedang.

Sandokán quería saber, ante todo, si la tripulación de su pequeño buque habla logrado realizar la misión que le confiara, que, como ya sabemos, consistía en sublevar y proporcionar armas a sus antiguos aliados los dayakos del interior, que tan vigorosamente le ayudaron contra James Brooke, el famoso exterminador de los piratas.

El Rey del Mar, que no había moderado su marcha, avistaba cuarenta y ocho horas después el monte Matang, pico colosal que se levanta cerca de la costa de Poniente de la amplia bahía de Sarawak, y cuya cumbre, llena de verdor, tiene una elevación de dos mil novecientos sesenta pies. Al día siguiente, el crucero navegaba por delante de la boca del río que baña la capital del rajá.

Era el momento de abrir bien los ojos, porque los barcos ingleses o del rajá podían aparecer de un momento a otro.

La imprevista aparición del corsario habría sido anunciada, seguramente, a las autoridades de Sarawak, y, como consecuencia de ello, se lanzarían al mar los mejores cruceros para proteger, contra una acometida cualquiera, a los barcos que dejaban el río en dirección a Labuán o a Singapoore, pues allí era fácil para los audaces piratas de Mompracem, la captura de los buques mercantes.

Se ordenó una extrema vigilancia a bordo del crucero, los gavieros estaban constantemente, de día y de noche, en las plataformas superiores, provistos de anteojos de largo alcance, prontos a lanzar la voz de alarma en el caso de que apareciese la menor columna de humo sobre el horizonte.

Para mayor precaución, Yáñez y Sandokán ordenaron que una vez se hubiese puesto el sol no se encendiese a bordo luz alguna, ni siquiera en los camarotes cuyas ventanillas daban a los costados exteriores, y mucho menos los faroles reglamentarios.

Querían pasar inadvertidos por delante de la boca de Sarawak para que no los siguiesen en su camino por las costas orientales y realizar las operaciones que se propusieran sin ninguna clase de entorpecimiento.

Instintivamente comprendían que los estaban buscando, y que los barcos ingleses y los del rajá, debían de estar cruzando por aquellos lugares. Quizá también podrían haber adivinado sus planes, o lo que sería toda, vía peor, haberles informado alguien de lo que proyectaban.

En efecto, contra lo que era habitual en ellos, los dos piratas parecían sumamente, preocupados. Se les veía pasear por el puente durante horas enteras, y detenerse con frecuencia para sondear el horizonte con ansiedad.

Por la noche, sobre todo, no abandonaban la cubierta, descansando tan sólo algunas horas después de salir el sol.

—Sandokán —dijo Tremal-Naik, cuando ya el Rey del Mar rebasó algunas millas de la segunda boca de Sarawak—, me parece que estás muy inquieto.

—Sí —contestó el Tigre de Malasia—, no te lo oculto, querido amigo.

—¿Temes algún encuentro?

—Estoy convencido de que me siguen o me preceden, y un marino difícilmente se equívoca. ¡Se diría que huele a humo de carbón de piedra!

—¿Supones que nos sigue la escuadra inglesa o la del rajá?

—La del rajá no me preocupa mucho, porque el único barco que podía medirse con el mío, yace en el fondo del mar.

—Es decir, ¿el de sir Moreland?

—Sí, Tremal-Naik. Los cruceros que posee el rajá son viejos y de segundo orden, y no valen absolutamente nada como buques de combate. La que me preocupa es la escuadra de Labuán.

—¿Será muy fuerte?

—Muy fuerte, no, pero sí numerosa. Pueden cogernos en medio y damos bastante trabajo, aun cuando creo que nuestro crucero es lo bastante poderoso como para medirse también con ella. Inglaterra tiene sus mejores buques en Europa.

—Esos están muy lejos —dijo Tremal-Naik.

—¿Y quién me asegura que no haya enviado algunos para darnos caza? Me han dicho que en la India también los tienen formidables, En cuanto hayan tenido noticias de los daños que hemos causado a sus compañías de navegación, no dudarán los ingleses en lanzar sobre estos mares lo mejor de su escuadra en la India.

—¿Y entonces? —preguntó Tremal-Naik.

—Haremos lo que podamos —contestó Sandokán—. Si no nos falta el carbón, les haremos correr mucho.

—¡Siempre es el carbón nuestro punto negro!

—Di más bien nuestro lado débil, Tremal-Naik, porque, para nosotros, todos los puertos están cerrados. Afortunadamente, la marina inglesa es la más numerosa del mundo, y siempre habremos de encontrar vapores, aun cuando tengamos que ir a buscarlos en los mares de China. ¡Ah! ¡Viene la niebla! ¡Esto es verdaderamente una suerte para nosotros, ahora que vamos a pasar frente a las costas del sultanato!

—¿A qué distancia estamos de Sedang?

—A unas doscientas millas. Estas son las aguas más peligrosas. Si esta noche no tenemos ningún encuentro, mañana hallaremos al Mariana. ¡Tremal-Naik, abramos los ojos y aumentemos la velocidad!

La fortuna parecía estar de parte de los últimos tigres de Mompracem, porque en seguida que se puso el sol, cayó sobre el golfo una niebla muy densa.

Por lo tanto, el Rey del Mar tenía mayores probabilidades de poder huir de la persecución que le daban los barcos aliados, en el supuesto de que se hubiesen movido para sorprenderle.

A pesar de esto, Yáñez y Tremal-Naik habían dado las órdenes oportunas para que todo el mundo estuviese preparado. Podía aparecer cualquiera de los enemigos, empezar la lucha y el ruido de los cañonazos atraer la atención de la escuadra.

El crucero, que había aumentado su velocidad hasta alcanzar los trece nudos, marchaba a través de la niebla, cuya densidad iba en aumento.

Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el ingeniero americano, estaban sobre la toldilla, cerca de los timoneles, procurando en vano distinguir algo a través de las oleadas calientes de la niebla, que de vez en cuando rasgaba el viento.

Los artilleros se hallaban también en sus puestos, detrás de los monstruosos cañones y al lado de la artillería ligera, y resguardados por las amuras iban los malayos y los dayakos.

Todos callaban, escuchando con gran atención. No se oía otra cosa que los roncos mugidos del vapor, el de la hélice que batía las aguas y el del espolón que las hendía.

Ya debían de haberse alejado unas cincuenta millas de la segunda boca de Sarawak, cuando, de repente, se oyó silbar una sirena.

—¡Un barco en exploración que anuncia su presencia a otro! —dijo Yáñez a Sandokán—. ¿Será de guerra o mercante?

—Supongo que será algún aviso del rajá —respondió el Tigre de Malasia—. ¿Nos esperarían?

—Manda poner rumbo hacia Levante.

—Quisiera saber primero con qué adversario tenemos que luchar.

—Con esta niebla no me parece cosa fácil, Sandokán —dijo Tremal-Naik—. ¿Cuándo podremos llegar a la boca del Sedang?

—Dentro de cinco o seis horas. ¿Ves tú algo, Yáñez?

—Nada más que niebla —respondió el portugués.

—Pues nosotros no nos desviaremos. Así es que tanto peor para el que caiga bajo el espolón de nuestro barco.

Y acercándose al tubo que comunicaba con la cámara de máquinas, gritó con poderosa voz:

—¡Señor Horward! ¡Adelante a toda máquina, a tiro forzado!

El Rey del Mar continuaba su carrera, aumentando la rapidez.

De trece nudos por hora había subido a catorce, y todavía no era suficiente. El Ingeniero americano ordenó elevar la tensión al tiro forzado, con objeto de llegar a los quince.

Cierto que el carbón se consumía más rápidamente, pero todavía tenían bastante cantidad como para navegar durante algunas semanas, sin verse obligados a proveerse de combustible.

Transcurrieron dos horas más. De pronto se iluminó la niebla como si la atravesara un haz de potente luz.

No podía ser la luz de la luna, porque era mucho más intensa y brillante, procedía del este y corría de Norte a Sur, arrancando a las aguas chispas de plata.

—¡Un reflector eléctrico! —exclamó Yáñez—. ¡Nos buscan!

—¡Sí, sí, nos buscan! —dijo Tremal-Naik—. ¿Serán muchos?

Sandokán no había despegado los labios; pero arrugó el entrecejo.

Transcurrieron unos minutos.

—¡Máquina atrás! —gritó de pronto el Tigre de Malasia.

El Rey del Mar, arrastrado por la velocidad adquirida, todavía anduvo unos doscientos o trescientos metros; pero luego se detuvo, y se dejó mecer por las amplias oleadas del golfo.

Delante del crucero había un barco que, probablemente, no estaría solo. Exploraba el mar, proyectando hacia todos lados un haz de luz eléctrica.

—¿Se habrá dado cuenta de nuestra presencia, la escuadra de Sarawak? —preguntó Tremal-Naik.

—Debe de habernos visto algún velero, o quizá algún prao que haya podido eludir nuestra vigilancia —dijo Sandokán.

—¿Qué piensas hacer, Sandokán?

—Por ahora esperaremos; después pasaremos, aún cuando tengamos que echar a pique diez barcos a golpes de espolón. El Rey del Mar tiene una proa a prueba de escollos, y las máquinas son tan sólidas, que no saltarán por un simple encontronazo.

El haz luminoso seguía recorriendo lentamente la superficie de las aguas, desde el Norte hasta el Sur, procurando rasgar la niebla, que, afortunadamente, era muy densa.

De improviso y por el lado opuesto, esto es, por la popa del crucero, apareció la luz de otro reflector e inmediatamente otros dos, uno al Norte y otro al Sur.

De los labios del portugués, que se hallaba de guardia con los timoneles, se escapó una sorda imprecación.

—¡Nos han rodeado perfectamente! ¡Malditos sean esos tiburones! ¡Me parece que dentro de pocos minutos va a hacer aquí mucho calor!

El Tigre de Malasia había seguido atentamente la dirección de aquellos haces luminosos. Su barco se hallaba precisamente en el centro, y todavía no podía haber sido descubierto, pero tampoco le era posible moverse en ninguna dirección sin que le vieran.

Llamó con un gesto a Yáñez y al ingeniero americano.

—Se trata de forzar el paso —les dijo—. Probablemente delante no tendremos más que un barco. La carga va bien estibada.

—¿Atacaremos con el espolón? —preguntó el americano.

—Es lo que me propongo hacer, señor Horward. Mande usted que se doble el personal de la máquina.

—Está bien, comandante —respondió el americano—. Mis compatriotas harían lo mismo en un caso como este.

—¿Están todos los artilleros en sus puestos?

—Si —contestó Yáñez.

—¡Adelante a toda máquina! ¡Pasaremos como quiera que sea!

Los raudales de luz eléctrica seguían cruzándose en todos sentidos, y poco a poco se hacían más brillantes.

Probablemente, los que mandaban aquellos barcos debían haber descubierto la enorme mole del Rey del Mar, y se disponían a acometerle, dirigiéndose hacia un mismo punto.

Se aproximaba un momento terrible, y, sin embargo, malayos, dayakos y americanos, conservaban una tranquilidad admirable, en tan supremo instante.

—¡Todo el mundo a las baterías! —gritó Sandokán, entrando en la torre de mando, junto con Yáñez y Tremal-Naik.

El Rey del Mar saltó hacia adelante. Su velocidad aumentaba por momentos, y el humo, que salía en violentas bocanadas por las dos chimeneas, se desplomaba sobre los puentes por efecto de la niebla.

Un sonoro retemblor sacudía toda la nave, los árboles de la hélice doblaban sus revoluciones y el vapor mugía en las calderas.

Cual si fuera un gigantesco proyectil, el crucero atravesó la zona luminosa; pero apenas había vuelto a Introducirse en la oscura niebla, nuevos torrentes de luz llegaron hasta él.

Los barcos enemigos se dedicaron a su persecución para darle alcance, y procuraban encerrarle en un círculo de fuego y de hierro.

Sandokán estaba impávido, ordenando que el barco corriera siempre hacia el Este.

Retumbaron algunos cañonazos, y se oyó a los proyectiles rasgar el aire, cuando pasaban silbando sordamente.

—¡Dispuestos para el fuego de andanada! —gritó Yáñez.

—¡Por Júpiter! ¿Y las muchachas?

—Están resguardadas en la cámara —respondió Tremal-Naik.

—Envía a alguien para que les diga que no se asusten si perciben un gran golpe —dijo Sandokán.

Sombras gigantescas se movían entre la niebla, iluminada continuamente por los reflectores.

La escuadra enemiga iba a caer sobre el crucero de los tigres de Mompracem, con el intento de cortarles el paso.

De improviso, una mole negra apareció casi de un modo fantasmal ante la proa del Rey del Mar, y a menos de cuatro cables de distancia. Era ya imposible detener la marcha del crucero.

—¡Con el espolón! —gritó Sandokán con voz de trueno.

El Rey del Mar se precipitaba como un ariete sobre el buque enemigo. Un golpazo espantoso, seguido de gritos de angustia, retumbó en la niebla, y se repitió luego hasta perderse en la lejanía del océano.

El espolón del crucero había penetrado por completo dentro del barco enemigo, abriéndole una grieta enorme.

El Rey del Mar se detuvo un momento, inclinándose hacia popa, en tanto que en el otro buque, atacado y herido de muerte, sonaron varias explosiones. Eran las calderas, qué acababan de estallar.

—¡Máquina atrás! —gritó el ingeniero americano.

Se oyeron a proa unos sordos crujidos, y en seguida el Rey del Mar, dando una brusca sacudida, libertó al espolón, se hizo atrás y viró sobre babor.

El buque, que había sido pasado por ojo, se iba a pique rápidamente entre los clamores y el griterío ensordecedor de su tripulación.

El Rey del Mar había vuelto a emprender la carrera, pasando por la popa del barco que se sumergía, y de nuevo se sumergió en medio de la niebla.

Otras sombras aparecieron por babor y estribor. Los buques de la escuadra, aprovechando aquel momento de detención forzosa, habían llegado hasta el corsario, y proyectaban sus reflectores sobre los puentes del fugitivo.

—¡Fuego acelerado! —ordenó Yáñez.

El crucero se inflamó como un volcán en erupción, con un horrendo estampido. Las gigantescas piezas de las torres rompieron el fuego casi simultáneamente, haciendo retemblar la nave desde la quilla hasta la punta de los mástiles y lanzando sobre los navíos contrarios sus enormes proyectiles; los cañones de medio calibre de las baterías siguieron el ejemplo, machacando al adversario.

No obstante, los perseguidores no parecían asustarse, a pesar de que aquella tremenda descarga de la artillería gruesa moderna, debía de haberles producido graves daños, irremediables en un barco pequeño o mal defendido.

Los relámpagos de los cañonazos menudeaban por todas partes. Los proyectiles y las granadas se aplastaban o se abrían sobre el sólido blindaje del barco corsario, o reventaba entre los puentes, lanzando trozos de metal.

Golpeaban los flancos de babor y estribor, caían a popa y a proa, deslizándose sobre las planchas de las toldillas y rebotando en los bordes de las torres.

Pero el Rey del Mar, no por eso se detenía en su marcha; antes al contrario, contestaba con furia espantosa, enviando balas a diestro y siniestro por la parte de popa.

Un barco pequeño que navegaba con velocidad vertiginosa, salió de improviso de entre la niebla, y con loca temeridad corrió hacia el crucero.

Era una chalupa grande de vapor que llevaba un asta muy larga en la proa; la antigua torpedera. Horward, el ingeniero americano, que conocía aquella arma mortífera, dio un grito:

—¡Cuidado! ¡Tratan de lanzarnos un torpedo!

Sandokán y Yáñez saltaron fuera de la torre de órdenes. La chalupa, iluminada por los reflectores eléctricos de los otros barcos, se dirigía velozmente hacia el Rey del Mar, tratando de alcanzarle; un hombre, el que la tripulaba, iba a proa detrás del asta.

—¡Sir Moreland! —gritaron ambos a un tiempo.

Era, efectivamente, el angloindio, que, impulsado por una loca temeridad, se proponía aniquilar al crucero.

—¡Detened esa chalupa! —gritó Sandokán.

—¡No, que nadie le haga fuego! —dijo Yáñez a su vez.

—¿Qué es lo que dices, hermano? —preguntó asombrado, el Tigre de Malasia.

—¡No le matemos! Damna le lloraría siempre. ¡Dejadme hacer a mí!

A estribor había varias piezas de mediano calibre. Yáñez se dirigió a la más cercana, que ya hablan apuntado sobre la chalupa, corrigió rápidamente la mira y en seguida dio un tirón a la correa.

La chalupa se encontraba ya a unos trescientos metros de distancia, pero ya no iba a poder seguir al crucero, el proyectil le dio en la popa con una precisión matemática, y le arrancó a un tiempo el timón y la hélice, obligándola, de este modo, a detenerse en su veloz carrera.

—¡Buen viaje, sir Moreland! —gritó con voz irónica el valiente artillero.

El angloindio hizo un gesto de amenaza, y el viento llevó hasta los tigres de Mompracem estas palabras:

—¡Dentro de poco encontraréis al hijo de Suyodhana! ¡Os espera en el golfo!

El crucero ya habla atravesado la zona luminosa y se refugiaba en la niebla.

Por última vez descargó sus cañones de caza en dirección de los barcos enemigos, que no podían competir con su máquina, y desapareció hacia el Este, mientras los malayos y los dayakos gritaban con voz estentórea:

—¡Viva el Tigre de Malasia!

XIII. El desastre del Mariana

La poderosa nave de los tigres de Mompracem, construida por esos incomparables ingenieros americanos, justificó, una vez más, su título de invencible, y demostró estar hecha a prueba de escollos.

A pesar del tremendo encontronazo que había tenido que soportar al dar aquel golpe terrible de espolón, resistieron maravillosamente tanto las máquinas como la proa y lo mismo ocurrió con el blindaje, sobre cuyas planchas cayó la incesante granizada de tanta artillería.

De aquel combate habla salido casi incólume, porque, salvo alguna abolladura sin importancia, sus potentes costados podían volver a sufrir perfectamente otra prueba. Las víctimas habían sido cuatro: todos ellos artilleros mutilados al reventar una granada.

El Rey del Mar no aminoró la marcha. Sabiendo ya de un modo indudable que era seguido, y suponiendo que los aliados debían de haber adivinado la intención de aquel crucero, Sandokán y Yáñez querían llegar a la boca del Sedang con una ventaja de veinticuatro horas, por lo menos para proteger al Mariana y, si era posible, ponerse al habla con los jefes de los dayakos.

Estaban seguros de que habían de encontrar al pequeño buque escondido entre las escolleras, en espera de su llegada.

—Si el diablo no mete el rabo —dijo Yáñez a Tremal-Naik—, cuando llegue la escuadra de los aliados, todo estará concluido.

—¿No dejarán de perseguimos? —preguntó el hindú.

—Procurarán encerrarnos entre el Sedang y el Redjang para ponernos en el trance de tener que ir hacia la costa —respondió el portugués—, pero todavía espero que no han de llegar a tiempo.

—¿Y si nos encontramos allá abajo con el hijo de Suyodhana? ¿Has oído lo que gritó sir Moreland?

—Pudiera ser; pero supongo que ese hombre no tendrá una escuadra bajo sus órdenes.

—¿Y si la ha armado? Los thugs debían de poseer inmensos tesoros, y los habrá recogido el hijo de Suyodhana después de la dispersión de la secta.

—Sí, patrón: inmensos —dijo Kammamuri, que se había acercado en aquel momento—. Durante mi cautiverio en el subterráneo de Raimangal, pude ver una caverna llena de barriles colmados de oro. Además, me dijeron que en las principales casas de banca de la India tenían depositadas sumas incalculables.

—¡Estás amargándome el cigarro, mi querido Kammamuri! —dijo Yáñez—. ¿El hijo del Tigre de la India ha podido armar varios barcos? ¡Bah! —exclamó, encogiéndose de hombros—. ¡Nuestro crucero puede hacer frente a varios a la vez, y le daremos una lección a ese señor! ¡Por cierto, que ya era hora de que se mostrase y nos permitiera ver si se parece a su padre!

—¡Qué lástima que sir Moreland no nos haya proporcionado algunas noticias acerca de nuestro enemigo! —dijo Tremal-Naik.

—¡Hum! —dijo Yáñez—. Yo sospecho que ese angloindio está más al servicio del hijo de Suyodhana que al del rajá de Sarawak.

—Razón de más para que no se le respete, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Usted debió dejar que disparasen toda la artillería sobre su chalupa de vapor, en lugar de tocarle tan sólo.

—¿Qué quieres? ¡Me daba pena dejar que matasen a ese joven tan valiente! —respondió Yáñez.

—Y tan amable y cortés —añadió Tremal-Naik—. Cuando Damna y yo éramos sus prisioneros, se portó siempre como un verdadero caballero, especialmente con mi hija.

—¿Desde el primer momento?

—Desde el principio, no —contestó el hindú—. Durante los primeros días estuvo sumamente frío; tanto, que a mentido me miraba de muy mala manera, lo cual me inspiraba inquietudes y preocupaciones; pero fue cambiando poco a poco.

—¡Ah! —replicó Yáñez, sonriendo.

Volvió a encender el cigarro, que se le había apagado, y se dirigió hacia la toldilla de la cámara, en la cual entraban en aquel momento Damna y Surama.

—¿No habéis tenido miedo, muchachas? —dijo, mirando especialmente y con cierta malicia a la hija del hindú.

—¡Gracias, señor Yáñez! —le susurró Damna, cogiéndole la mano y apretándosela fuertemente.

—¿Qué es lo que sabes?

—¡Lo he oído todo!

—Lo hubieras sentido mucho si le hubiesen matado, ¿verdad, Damna?

—¡Sí! —suspiró la muchacha—. ¡Es un amor fatal!

—¡Bah! Cuando concluya la guerra, buscaremos a ese joven animoso, y…, ¡quién sabe! Todo puede terminar bien, y quizá seréis una pareja feliz, pues, por lo que yo he podido ver, también sir Moreland te quiere con toda su alma.

—Sin embargo, sahib blanco —dijo Surama—, me han dicho que había intentado volar nuestro barco.

—Averiarle gravemente para aprovecharse de la confusión y ver de robar a Damna —dijo Yáñez—. ¡Oh, tengo por cierto que no hubiera dejado que ella se ahogase! La niebla se aclara, y veo que por allí comienza a difundirse un poco de luz. Es que amanece; ahora veremos si todavía llevamos a retaguardia los barcos de los aliados.

La niebla, que tan oportunamente había protegido a los tigres de Mompracem, comenzaba a disiparse, siendo aventada por la brisa matutina.

Cuando todas aquellas nubes hubieron desaparecido, pudo verse que el océano estaba desierto.

La escuadra aliada, comprendiendo que no podía competir con las poderosas máquinas del Rey del Mar, debía de haberse quedado muy atrás, o emprendido el regreso hacia la boca del Sarawak.

También por el Norte aparecía el horizonte limpio, pues el corsario se había apartado mucho de las costas de Borneo para que no pudiera distinguirle ningún buque costero.

No se veía otra cosa que pájaros marinos, los cuales revoloteaban con ligereza y velocidad verdaderamente admirables.

El Rey del Mar siguió durante todo el día su veloz carrera, pues Sandokán no sólo quería conservar la ventaja taja conseguida, sino aumentarla, con objeto de tener tiempo para buscar al Mariana.

Antes de ponerse el sol, el crucero navegaba ya en las aguas que bañan la costa de Sedang.

—Por el momento podemos consideramos fuera de peligro —dijo Yáñez a Horward, que, lo mismo que Damna, contemplaba la puesta del astro diurno.

—Sí, pero dentro de unos días, probablemente antes de cuarenta y ocho horas, nos veremos obligados a volver a comenzar la canción —respondió el americano.

—Los barcos de los aliados no nos dejarán tranquilos.

—Pero ¡qué puesta de sol tan soberbia! —exclamó en aquel momento Damna.

—Las que se admiran en estos mares son las más hermosas que pueden contemplarse —dijo Yáñez—. Donen unas tonalidades que no se ven en ningún otro lugar. Si están ustedes atentos, verán el famoso rayo verde.

—¡Un rayo verde! —exclamaron Damna y el americano.

—Y espléndido, Damna: es un fenómeno maravilloso, que tan sólo se puede —admirar en los mares de Malasia y en el océano Índico. El cielo está muy puro, y probablemente, podrás verlo. Espera a que el borde superior del sol esté a punto de sumergirse,

—¿Es posible que de todos esos fulgores de incendio pueda surgir un rayo de ese color? —exclamó.

—Estoy seguro de no equivocarme; pongan ustedes atención.

El sol se hundía tras un océano de luces, cuyos colores iban variando poco a poco por efecto del estado higrométrico de la atmósfera y de la distancia que separaba al astro del cenit.

Mientras iba sumergiéndose en el océano, se difundía por el cielo una luz roja y amarillenta, que adquiría con gran rapidez un tono violáceo que se desvanecía insensiblemente en un fondo azul grisáceo.

El borde superior del disco solar estaba a punto de desaparecer, cuando de improviso surgió un rayo completamente verde, de una belleza tal, que arrancó sendos gritos de admiración a Damna y al americano.

Durante algunos instantes se proyectó sobre el agua, y en seguida desapareció de pronto, a tiempo que el último segmento del astro rey se ocultaba tras la movible superficie.

—¡Magnífico! —exclamó Horward.

—¡Soberbio! —había dicho Damna—. ¡Jamás había visto un rayo de ese color!

—Porque has recorrido estos mares muy pocas veces —respondió Yáñez.

—¿Y no puede verse en otros lugares? —preguntó Kammamuri, que se había reunido con ellos.

—Es dificilísimo, porque tienen que concurrir condiciones excepcionales de limpieza y pureza de la atmósfera y solamente en estos parajes se dan con frecuencia. La campana nos llama a la mesa para cenar. Aprovechemos este momento, ya que ningún peligro nos amenaza —dijo Yáñez, ofreciendo el brazo a la joven angloindia.

Dos horas después de la puesta del sol, el Rey del Mar, que no había disminuido la velocidad que llevaba, se encontraba frente a la boca del Sedang y a una distancia de media docena de millas.

—¿Se habrá escondido el Mariana dentro del río? —preguntó Kammamuri a Yáñez, que estaba reconociendo la costa con el auxilio de un anteojo.

—No habrá sido tan mentecato su comandante. Debe de haberse ocultado entre las escolleras de levante, las cuales forman varios canales. Avanzaremos lentamente en esta dirección.

El barco puso proa hacia la boca del río, llegando hasta muy poca distancia de aquella; en seguida se dirigió hacia el Este, donde se destacaban largas filas de escolleras.

Se encontraban a muy poca distancia de las primeras rocas, que emergían de las aguas cual minúsculas islillas, cuando retumbaron débilmente en lontananza algunas detonaciones.

Sandokán, prevenido en el acto por Kammamuri, se apresuró a subir a la cubierta, junto con Tremal-Naik y Horward.

Examinaron con atención el horizonte, mirando en todas direcciones; al alcance de la vista no aparecía barco alguno de vela ni de vapor. Sin embargo, aquellos disparos —tres si no estaban equivocados los hombres de guardia— los habían oído todos ellos. Sandokán manifestó una viva inquietud.

—¿Habrá sorprendido algún barco a mi viejo Mariana y lo habrá cañoneado? —se preguntó.

—¿Hacia qué parte se oyeron los disparos?

—Hacia Occidente —dijo Yáñez, que estaba de guardia.

—¿No se ha visto antes en esa dirección ninguna columna de humo?

—Nada, el horizonte estaba purísimo.

—Y esas detonaciones, ¿eran muy débiles?

—Debilísimas.

—Entonces, esos cañonazos deben de haberlos disparado a una gran distancia —dijo Horward.

—Sí, teniendo en cuenta que el viento sopla del Este.

—Sandokán —dijo Tremal-Naik, cuya frente se había oscurecido—, busquemos en seguida al Mariana.

—Eso es lo que vamos a hacer —contestó el Tigre de Malasia—. Si no le encontramos detrás de esa escollera, volveremos hacia el Sedang. Manda que Kammamuri y los gavieros suban a las cofas con buenos anteojos para que registren el horizonte cuidadosamente.

El Rey del Mar continuaba navegando hacia el Este, siguiendo la costa a distancia de un par de millas para no chocar en algún banco de arena.

Sin embargo, no aparecía ningún barco.

Una profunda ansiedad se había apoderado de la tripulación, y especialmente de Sandokán y de Yáñez. La ausencia del prao, que debía de encontrarse hacía ya algunos días en aquel paraje, los inquietaba mucho; temían que hubiera sido descubierto y echado a pique por algún barco enemigo.

El que se hallaba más enfurecido era Sambigliong, que paseaba y volvía a pasear, dando vueltas como un loco entre las torres de los grandes cañones, y prometía hacer pedazos al osado que se hubiera atrevido a abordar al viejo Mariana.

La carrera del Rey del Mar duró una hora, sin que los gavieros hubieran logrado descubrir el velero en ninguna dirección. En vista de este resultado, Sandokán dio orden de virar de bordo y de acercarse a una barrera de escollos altísimos que formaba un brazo de mar entre este y la costa.

Todos tenían el convencimiento de que le había ocurrido una desgracia al pobre barco.

—¡Activad los fuegos! —ordenó Sandokán—. Si los ingleses llegan a tiempo, les haremos pagar caro este golpe de mano.

—¿Crees que la escuadra aliada se nos echará encima? —preguntó Tremal-Naik a Yáñez.

—Le llevamos, por lo menos, una ventaja de doce horas —contestó el portugués—. ¡Llegará demasiado tarde!

El buque volaba cual si fuera una gaviota a tiro forzado. En los hornos se precipitaban toneladas de carbón que desarrollaban un calor tan intenso, que los mismos maquinistas y fogoneros lo soportaban difícilmente.

La luna había salido poco después de las once, y la noche era tan clara, que podía verse perfectamente en la argentada superficie del golfo el más pequeño punto negro. Sin embargo, los gavieros contestaban siempre negativamente a las preguntas que de vez en cuando les dirigían.

—¡Nada, siempre nada! ¡Ningún punto negro se divisaba en el horizonte!

—¿Significarían aquellos cañonazos la agonía del Mariana? —se preguntaban todos con creciente angustia.

A eso de medianoche comenzaron a delinearse las costas orientales del Sedang. Parecían negrísimas a causa de las imponentes masas de sus bosques seculares.

De pronto y cuando ya el Rey del Mar había embocado el canal que se abría detrás de la escollera, resonó una voz en la plataforma del trinquete.

—¡Humo delante de nosotros!

Yáñez enfocó el anteojo en aquella dirección.

—¡Un barco de vapor! —gritó el portugués—. ¡Dos mil metros! ¡Un buen tiro para un artillero hábil! ¡Detengámosle! ¡Cien rupias a quien le toque!

Todavía no había terminado la frase, cuando ya el viejo cabo americano de cañón, que había ganado los doscientos dólares, se colocó detrás de su pieza, bajo la torrecilla de babor.

Veíase perfectamente que el vapor trataba de huir. La luna le daba de lleno.

La distancia era muy respetable; pero el viejo artillero tenía confianza en su vista y en su cañón.

—¡Ahora lo arreglaré yo! —dijo—. ¡Las cien rupias van a danzar en mi bolsillo, en espera de ocasión para comprar una montaña de tabaco y un barril de ginebra!

Aguardó a que el buque pasara junto a la proa del crucero, e hizo fuego rápidamente.

¿Había dado en el blanco, causando al enemigo un grave daño, o había fallado? Fue imposible saberlo, porque casi en el mismo instante, desapareció el barco detrás de un obstáculo que la distancia no había permitido distinguir, y que no se sabía si era una escollera o un islote.

El Rey del Mar se habla lanzado en su persecución, moderando, sin embargo, la marcha, porque corría el peligro de encontrarse en el momento menos pensado ante uno de tantos bancos arenosos como se extienden en las proximidades de las bocas del Sedang.

A un kilómetro de distancia de la costa, Sandokán ordenó que se sondara.

Como no conocía del todo bien aquellos lugares, no se atrevía a avanzar el crucero por miedo a varar.

Sin embargo, el buque contra el cual disparó el americano, había desaparecido. Probablemente habría aprovechado alguna de las escolleras que se extendían hacia el Norte para internarse en un canal y alejarse o buscar refugio en cualquier seno o ensenada.

En su segunda carrera, el Rey del Mar debía de haberse remontado mucho hacia levante del río Sedang, porque Yáñez y Sandokán decidieron abandonar al fugitivo, el cual sería, probablemente, muy débil, cuando no se atrevía a hacerles frente y viraron hacia Poniente para seguir buscando al Mariana.

Les asaltó la duda de si el prao, para sustraerse a la persecución, habría buscado también algún escondrijo, o se habría arrojado sobre la costa.

Hacía un cuarto, de hora que marchaban a poca velocidad, continuando la búsqueda del prao, cuando cerca de una escollera apareció una masa negruzca con unas velas muy altas y todavía desplegadas.

—¡Nave a la costa! —gritaron los vigías de las cofas.

—Debe de ser nuestro Mariana —gritó Yáñez—. ¡Por fin!

El Rey del Mar viró rápidamente de borda y avanzó con lentitud hacia la escollera. En seguida se precipitaron todos a la proa para ver mejor aquel barco, cuya inmovilidad les produjo no poca inquietud; tanto más, cuanto que parecía estar adherido a las rocas.

Le enfocaron con un reflector eléctrico, iluminándole como si fuese pleno día; pero, cosa extraña, a pesar de eso nadie apareció sobre la cubierta.

—¡Disparad tres cohetes! —ordenó Yáñez—. Si hay gente a bordo, seguramente contestarán.

—¿Será el Mariana? —preguntó Tremal-Naik, que participaba de los temores de los dos comandantes.

—Todavía no puedo decírtelo —respondió el portugués—, aun cuando las velas son como las de un prao grande o las de un griong.

—Tengo una duda. Ese barco se habrá echado sobre la escollera y embarrancado en la arena para huir de algún cañoneo de los ingleses. ¿No crees, Tremal-Naik?

—Sí.

—Temo que hayas adivinado.

—¿Y la tripulación? No se ve a nadie.

—Y nadie contesta —dijo Sandokán, que se había acercado, mientras que Kammamuri y Sambigliong lanzaban los cohetes, que estallaron en el aire, despidiendo multitud de chispas multicolores.

—Entonces es que los ingleses han hecho prisionera a la tripulación —dijo Tremal-Naik.

—Pues nosotros iremos a libertarla, aun cuando haya que perseguir a ese barco hasta dentro del río Sedang. Manda echar al agua una chalupa, y vamos a ver si ese prao es, en efecto, el Mariana.

El crucero había moderado aún más la marcha, por el temor constante de encontrarse ante un bajo fondo.

Los escandallos no daban más que doce metros de profundidad, y el fondo tendía a elevarse rápidamente.

La gran chalupa de vapor cayó al agua, y Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, con veinte malayos armados, tomaron asiento en ella y se dirigieron hacia la escollera.

El Rey del Mar había virado de bordo, volviendo un poco mar adentro, porque el oleaje era en aquellos lugares bastante fuerte.

La escollera no distaba más que unos quinientos o seiscientos metros. Estaba compuesta por una larga fila de rocas de color muy oscuro, cortada en forma de sierra y con los costados carcomidos y corroídos por la eterna erosión de las olas.

El barco había embarrancado hacia la punta septentrional, y por fuerza del encontronazo, que debía de haber sido violentísimo, se había replegado sobre un flanco, sosteniéndose con las barcazas contra una roca tan elevada como la arboladura.

Temiendo una sorpresa, Sandokán mandó a diez de sus hombres que preparasen los fusiles; hecho esto, se dirigió la chalupa hacia una caleta rodeada por un cinturón de escollos, y cuyas aguas permanecían tranquilas.

Quedaron seis marineros de guardia en la embarcación, y con los otros se acercó al barco.

—¡El Mariana! —gritó de pronto, con acento de dolor.

El desgraciado velero, ya fuera por causa de una falsa maniobra, o bien porque había sido lanzado a propósito, se había reventado contra la punta de la escollera de una forma tan brusca, que se podía dar por perdido.

Las agudas rocas le habían deshecho el casco, produciéndole una grieta tan enorme, que entraban libremente por ella las olas hasta la bodega.

—¡En qué estado encontramos a este pobre barco! —Exclamó Yáñez, que no estaba menos conmovido que el Tigre de Malasia—. ¿Qué será lo que le habrá obligado a echarse sobre esta escollera? ¿Y dónde está su tripulación?

—Allí, en el costado de babor, hay una escala de cuerda —dijo Tremal-Naik—. ¡Subamos!

—¡Preparad las armas! —ordenó Sandokán—. ¡Pudiera suceder que hubiese ingleses a bordo!

—¡Ya estamos! —dijo Yáñez.

Y subió el primero; tras él, Sandokán, y luego todos los demás, que llevaban montados los fusiles y las pistolas.

En él barco reinaba un silencio de muerte, pero ¡qué desorden en la toldilla! Allí se veían cajas y barriles abiertos, bombardas y fusiles tirados, y en la proa un enorme agujero que parecía producido por alguna granada.

La escotilla grande estaba descorrida, y allá abajo, en las profundidades de la bodega, mugía el agua sordamente.

—No hay nadie —dijo Yáñez.

«¿Qué les habrá sucedido a mis hombres?», —se preguntó Sandokán con ansiedad—. «¿Y la carga que tenía la nave? Porque me parece que la estiba ha sido vaciada».

En aquel momento y desde la cumbre del escollo en el cual se apoyaba el Mariana, gritó una voz:

—¡El capitán!

Sandokán y Yáñez levantaron vivamente la cabeza, en tanto que los malayos, por precaución, armaban las carabinas.

Un hombre de tez oscura y medio desnudo, descendía a grandes saltos por las rocas, llevando en la mano un parang, cuya larga hoja brillaba intensamente, herida por los rayos de la luna.

En pocos instantes llegó hasta la amura de babor, y saltó en la cubierta, diciendo:

—¡Capitán, le esperaba!

—¡Tú, Sakkadama! —exclamaron a un tiempo Yáñez y Tremal-Naik, reconociendo en él al piloto del Mariana.

—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó Sandokán.

—Ayer tarde nos sorprendió un barco de vapor, y nos obligó a arrojarnos sobre esta escollera, con lo cual se abrieron dos boquetes bajo la línea de flotación. Huyó al ver el crucero.

—¿Y ha saqueado el Mariana?

—Sí, Tigre de Malasia, Se llevaron las armas y las municiones.

—¿Y tus compañeros dónde están?

—Han pasado el Sedang.

—¿Y tú te has quedado?

—No había sitio en la chalupa, porque la otra la deshizo un cañonazo.

—¿No os habéis puesto al habla con los dayakos?

—Sí —contestó el piloto—, hace ocho días, pero no hemos podido hacer nada. El rajá, sospechando de ellos, hizo prender a bastantes, y a los demás los ha desterrado fuera de la frontera.

—¡Maldición! —exclamó Yáñez—. ¡Esta es una noticia que no esperaba! ¡Adiós esperanzas!

—Hemos tardado demasiado —dijo Sandokán—, y el rajá se ha prevenido.

—¿Y ahora qué vamos a hacer, Sandokán?

—No nos queda otro recurso que luchar en el mar —contestó el Tigre de Malasia—. Volveremos hacia el Norte, ya que el grueso de la flota aliada se encuentra en las aguas de Sarawak, y reanudaremos la guerra contra los buques mercantes, causando los mayores daños posibles a las compañías de navegación. ¡Si es preciso, iremos hasta los mares de China! ¡Amigos, a bordo!¡No perdamos el tiempo!

Ya se disponían a descender a la chalupa, cuando oyeron un cañonazo disparado a bordo del Rey del Mar.

Sandokán dio un salto.

—¿Habrán visto la escuadra de los aliados? —preguntó.

—Lo supongo —contestó Yáñez—. Veo que dirige la proa hacia nosotros.

—¡Mirad! —gritó Tremal-Naik.

Una luz vivísima iluminaba el horizonte por el oeste, unos minutos antes completamente oscuro.

La escuadra aliada, compuesta de media docena de barcos, se dirigía velozmente hacia el crucero, a fin de impedirle salir a alta mar.

—¡Pronto! ¡A bordo! —gritó el Tigre de Malasia.

Se dejaron escurrir por la cuerda uno tras otro, y la chalupa salid a toda velocidad hacia el Rey del Mar, que, por su parte, iba a su encuentro.

Aun cuando estaban muy lejos, los barcos enemigos habían roto el fuego, y los cañonazos sucedían unos a otros, algunos proyectiles cayeron a pocos metros de ambas embarcaciones. Tardarían muy pocos minutos en llegar a su destino las balas y las granadas.

El Rey del Mar estaba ya a dos o tres cables, y maniobró de modo que pudo proteger a la chalupa contra los disparos de la artillería adversaria, oponiendo a los proyectiles sus resistentes costados. De un solo golpe descendió la escala.

El ingeniero Horward, Damna, Surama y Kammamuri salieron a la torrecilla de popa, gritando:

—¡Pronto! ¡Pronto! ¡Suban ustedes!

Algunos marineros habían calado ya los palangres para izar la chalupa.

Yáñez, Sandokán, Tremal-Naik y sus compañeros se lanzaron por la escala, después de haber asegurado los ganchos.

—¡Por fin! —exclamó el americano—. ¡Creí que no llegaban ustedes a tiempo!

—¡Los artilleros a sus puestos! —gritó Sandokán—. ¡Dobles timoneles a la rueda!

—¡Vamos a tener trabajo para desembarazamos de la escuadra, pero somos fuertes y veloces! —dijo Yáñez.

XIV. El demonio de la guerra

Una vez hubo sido embarcada la chalupa rápidamente, el Rey del Mar viró de bordo a toda prisa, y se lanzó hacia el Norte para no meterse entre las escolleras que se prolongaban en dirección de Poniente.

La escuadra aliada corría a todo vapor, con la esperanza de cortarle el paso, y forzaba las máquinas cuanto podía para llegar a tiempo.

Pero entre todos aquellos barcos de tipo anticuado y que se pudrían en las estaciones de ultramar, no había ninguno que pudiera competir con el rapidísimo crucero, el cual marchaba a tiro forzado, ni tampoco con su poderosísima artillería, que en aquella época era la última palabra.

Los proyectiles llovían sobre el puente del corsario y golpeaban contra las torres, produciendo un ruido ensordecedor y despidiendo altas llamaradas; pero todo esto apenas producía efecto alguno en el blindaje.

El barco de los tigres de Mompracem contestaba con igual energía. Sus grandes cañones de caza tronaban sin cesar, hiriendo gravemente a los adversarios, demasiado débiles para medirse con él.

Yáñez, con el inseparable cigarro entre los labios, y Sandokán, sombrío e inmóvil, presenciaban tranquilamente aquel terrible espectáculo, sin que un solo músculo de su fisonomía se alterase. Tan sólo cuando algún proyectil daba de lleno en un barco enemigo, manifestaban su satisfacción con una chupada más vigorosa el primero, y con un simple movimiento de cabeza el segundo. A bordo, el estruendo era espantoso.

Torrentes de fuego salían por las aspilleras de las torrecillas y por los contracantiles de las baterías; nubes de humo envolvían los costados del poderoso buque.

El Rey del Mar huía con rapidez de vértigo, sustrayéndose al temible cerco en que quería encerrarle la escuadra y dejando tras de sí columnas de humo y de chispas.

El crucero pasó, como si fuera un proyectil, por entre dos barcos que pretendían cogerle, disparándoles dos tremendas andanadas y protegiéndose con las dos piezas de popa.

La escuadra aliada, impotente, por su menor velocidad, de cazarle, se iba quedando a retaguardia, aun cuando navegaba a todo lo que daban sus máquinas. Las bayas ya no llegaban hasta el puente del crucero.

Cuando ya los tigres de Mompracem se creían a salvo, de detrás de una alta muralla de escollos, vieron a salir a todo vapor cuatro soberbios cruceros de tanto bordo cada uno como el propio Rey del Mar.

—¡Mil diablos! —exclamó Sandokán—. ¿De dónde han salido esos navíos? ¡Yáñez! ¡Manda que pongan la proa al Norte!

Los cuatro cruceros se habían lanzado sobre el Rey del Mar, pero, desgraciadamente para ellos, hablan aparecido demasiado tarde para tomar parte activa en el combate.

—¡Un momento antes y no sé cómo nos las hubiéramos arreglado! —dijo Yáñez, que les observaba a través de la aspillera de la torre de órdenes.

—Pero ahora, señor Yáñez, se quedarán a popa —dijo el ingeniero americano, que también los miraba con gran atención—. En cuanto a armamento, quizá puedan competir con nosotros, pero no en potencia de máquina, ganamos terreno a ojos vistas, y dentro de seis horas ya no los veremos.

—¿De quién serán esos barcos tan hermosos? —preguntó Tremal-Naik.

—No veo ondear ninguna bandera en su arboladura.

—Supongo que serán ingleses —respondió Yáñez—. Puede ser que pertenezcan a la escuadra angloindia. Antes no se veían en Labuán barcos tan modernos.

—Y, según parece, no piensan dejarnos —dijo Sandokán, que volvía a entrar en la torre en aquel momento—. Por fortuna, estamos fuera del alcance de su artillería. Esperaremos a que caiga la noche para hacer una falsa maniobra y doblar hacia Occidente. Saldremos de las costas de Labuán.

—¿Acaso piensan estas gentes que intentamos dar un golpe de mano en esa isla? —preguntó Yáñez.

—O en Mompracem —contestó Sandokán—. ¡Qué lástima tener que consumir tanto carbón para sostener esta velocidad!

—Por ahora, bastante hacemos con obligarlos a correr; después ya nos proveeremos a costa de los vapores mercantes.

El Rey del Mar continuaba su veloz carrera a tiro forzado, La escuadra de los aliados que intentó rodearle cerca de los escollos, se hallaba ya fuera de la vista; tan sólo los cuatro cruceros, a pesar de que iban perdiendo camino progresivamente, continuaban la persecución con renovada energía.

También sus máquinas debían de ser potentes, porque cuando empezó a amanecer, el Rey del Mar no había logrado adelantarles más que una milla, y había engullido cantidades inmensas de carbón. Como desde un principio les llevaba cuatro millas de ventaja, se sostenía fuera del alcance de su artillería, que en aquella época no podía disparar a esa distancia.

Al mediodía aún no había cesado la caza; pero ya se había ganado otra milla.

Yáñez, que no había dejado la cubierta ni un solo instante, iba a bajar al comedor, cuando Damna se le acercó.

La joven parecía muy preocupada y muy triste.

—Señor Yáñez —le dijo, deteniéndole—, ¿le ha visto usted?

—¿A quién? —preguntó el portugués, aun cuando habla comprendido qué era lo que le preguntaba la muchacha.

—¡A sir Moreland!

—No, Damna, no le he visto en ninguno de los puentes de mando de la escuadra de los aliados.

La joven palideció.

—¿Habrá muerto? —preguntó, al cabo de un instante,

—¿Y por qué iba a haber muerto? No ha peleado contra nosotros; y cuando le estropeé su chalupa de vapor, estaba tan vivo como yo.

—¿Vendrá en alguno de esos cuatro barcos?

—Tampoco le he visto en ninguno de ellos. He mirado atentamente los puentes con el anteojo, y no u he visto.

—Pues, a pesar de eso, mi corazón me dice que viene en uno de esos cruceros.

Yáñez sonrió sin responder, y, ofreciéndole el brazo, la condujo al comedor.

Por la tarde todavía se divisaban los cruceros, pero ya a una distancia de doce millas.

A pesar de que sus chimeneas vomitaban torrentes de humo, seguían perdiendo camino.

A medianoche, el Rey del Mar, que no había encendido las luces, viró bruscamente de bordo, dirigiéndose hacia Poniente, en dirección del cabo Taniong-Datu, para meterse de nuevo en el mar de la Sonda.

Era necesario proveerse de carbón, y sin tener puertos amigos y sin la ayuda del Mariana no había otra esperanza ni otro recurso que tomárselo a los barcos ingleses, los cuales no habrían interrumpido, seguramente, sus acostumbrados viajes.

Después de haberse asegurado de que ya no se veían los cruceros, Sandokán mandó reducir la velocidad del buque para economizar el combustible, ya que ignoraba cuándo podría renovar su provisión, que empezaba a ser otra vez muy escasa.

Dos días después avistaban el cabo Taniong-Datu, y el Rey del Mar prosiguió su camino hacia el Noroeste, confiando que en aquella dirección podría sorprender a algún vapor procedente de Singapoore o de los puertos de Java y de Sumatra; pero durante los primeros días que siguieron no se vio humo alguno en el horizonte.

Había que tener en cuenta que en todas las islas del mar de la Sonda se había corrido la voz de que recorría aquellos parajes un buque corsario, y los vapores ingleses no se habían atrevido a salir de los puertos, en espera de que la escuadra de Labuán le echara a pique o le capturase.

Aun cuando estaban muy preocupados, pues no ignoraban que de la abundancia de carbón dependía el poder estar siempre a salvo, Sandokán y Yáñez no eran hombres que desesperasen fácilmente.

Todavía podían marchar a poca velocidad durante trescientas o cuatrocientas millas, e ir, si era preciso, hasta los mares de China meridional, y si hubiesen querido, intentar todavía un buen golpe de mano.

Pero, al menos por el momento, no tenían propósito de alejarse mucho de las costas de Borneo. Por otra parte, la escuadra inglesa de extremo Oriente debía de haberse puesto ya en movimiento para capturarlos, y no querían hacerle frente con tan escasa provisión de combustible.

—Esperemos —había dicho Sandokán a Tremal-Naik, que le interrogaba acerca de sus planes—. No nos conviene dejar de momento estos parajes y rebasar las islas Natuna y Banguram. Sé muy bien que allá encontraríamos barcos que apresar, pero tampoco aquí me faltará qué hacer.

—¿Qué es lo que esperas aquí? Se diría que aguardas algo.

—Algo espero, efectivamente —contestó Sandokán, con una sonrisa misteriosa—. ¡Deseo matar dos pájaros de un tiro!

—Hace ya cuatro días que hemos dejado las aguas de Sarawak.

—Para nosotros no tiene valor el tiempo. Por lo tanto, esperemos.

—¿Y si aquellos cruceros continúan su persecución?

—Es verdad —respondió Sandokán—, pero ¿detrás de quién? Estoy seguro de que los he engañado completamente, y dudo mucho que volvamos a encontrarlos por ahora en nuestro camino.

Durante cuarenta y ocho horas continuó el Rey del Mar navegando hacia el Noroeste, sosteniéndose muy alejado de las costas de Borneo. Avistó de nuevo las islas Natuna y Banguram, y dobló hacia Levante, pues ambos comandantes deseaban hacer rumbo a Bruni, capital del sultanato de Borneo, porque sabían que de vez en cuando frecuentaban aquellas aguas los vapores ingleses.

No podían equivocarse. Hacía quince horas que habían avistado las islas, cuando en el límpido horizonte se perfiló un gran barco. Era un steamer de dos chimeneas y tambores, que marchaba en dirección de Bruni, seguramente con objeto de hacer allí escala antes de volver a salir para los mares de China.

La bandera roja que ondeaba en la popa confirmó las esperanzas de Yáñez y Sandokán, que parecían tantear el buque desde lejos.

El steamer se hizo cargo de la presencia del crucero y de los colores de sus insignias, y aun cuando al principio continuó su rumbo hacia el Nordeste, viró de pronto de bordo con gran rapidez, lanzándose hacia Levante, esperando encontrar refugio en cualquier bahía de Borneo.

Antes de salir de los puertos de la India, el comandante debía de haber recibido aviso acerca de la presencia de un corsario malayo en los mares de la Sonda, y por eso se dio a la fuga, evitando la lucha a toda costa.

A pesar de que el steamer corría cuanto podía, forzando la máquina al máximo, a juzgar por los torrentes de humo que vomitaban sus chimeneas, el Rey del Mar le alcanzó por medio de una habilísima maniobra, y le disparó primero un cañonazo de pólvora sola, y después otro con bala para hacerle comprender que estaba resuelto a hundirle.

Al ver que no le obedecía y que aumentaba la velocidad, le disparó con una de las piezas de caza un cañonazo que le deshizo la toldilla de cámara.

Un momento después, el buque izaba un bandera blanca en el pico del trinquete y acortaba la velocidad.

—¡Tiene arrestos, ese comandante! —dijo Yáñez, mientras echaban al agua las chalupas—. Desgraciadamente, no podemos ser generosos, y ese magnífico vapor irá a reunirse con los otros en el fondo del mar de Malasia.

Descendió a la lancha de vapor y se dirigió al steamer, seguido por cinco chalupas montadas por setenta hombres, entre malayos y dayakos.

El steamer se había detenido a unos diez cables del Rey del Mar, Era un soberbio buque, en el que iban muchos pasajeros, que, mudos, aterrados, esperaban ansiosamente a que abordaran los corsarios. El capitán, rodeado de sus oficiales, no había abandonado el puente.

Yáñez fue el primero en subir a bordo. Atravesó por entre la multitud allí reunida, y se dirigió hacia el puente de órdenes, y una vez allí, le dijo al capitán del steamer, que no se había movido para Ir a su encuentro:

—Señor, no es usted muy cortés con un hombre que hubiera podido cañonearle.

—Hágalo usted, si así le place —contestó, fríamente, el capitán—. Yo no me opongo, pero piense usted, sin embargo, que a bordo de mi barco hay más de quinientas personas, entre ellas muchas mujeres, muchos niños y muchos hombres que no son Ingleses.

—¿Tiene usted suficientes chalupas para que quepan todos, incluso la tripulación?

—Sí.

—La costa de Borneo no está lejos, y el mar no da por ahora señales de alborotarse. Mande usted embarcar a todos y váyanse, porque el vapor, desde ahora, no pertenece a nadie más que a mí.

—Mis marineros y los pasajeros son dueños de abandonar el barco; yo me quedaré aquí, suceda lo que suceda —dijo el inglés—. ¡Yo no cedo ante los piratas de Mompracem!

—¡Ah! ¿Sabe usted quiénes somos? ¡Magnífico! ¡Le echaremos a usted a pique con el barco!

—¡Qué! ¿Lo hundirán ustedes?

—Señores, les concedo dos horas, y aquí espero reloj en mano.

—Repito que yo no saldré del barco —respondió con obstinación el inglés—. ¡Quiero hundirme con él!

—Si no le sacamos a usted por la fuerza del puente de órdenes —dijo Yáñez, impaciente.

El portugués iba a volverse hacia sus gentes, que ayudaban a los marineros del vapor a echar las chalupas al agua, cuando vio que se dirigía hacia él un hombre pequeño, zambo, con la barba cuidadosamente afeitada, y que resguardaba los ojos tras unas antiparras ahumadas.

—Comandante —le dijo el desconocido, quitándose rápidamente el sombrero y desabrochándose una larga zamarra de paño oscuro, la cual no parecía molestarle, a pesar del intenso calor que hacía—. ¿Es usted uno de esos famosos piratas de Malasia?

—Uno de los jefes —contestó Yáñez, mirando con curiosidad a aquel hombrecillo panzudo y patizambo.

—Entonces, me llevará usted consigo, porque yo estaba tratando de buscar un barco que me llevase a Mompracem.

—Nosotros no vamos a esa isla; pero debo decirle que no embarcamos más que hombres de mar y de guerra.

—Yo deseo ir con ustedes para combatir a los ingleses. Conozco, señor, todas las maravillosas empresas y aventuras que han realizado ustedes.

—¡Usted! —exclamó Yáñez, con acento burlón.

—¿Usted no sabe quién soy yo?

—No.

—Pues soy el demonio de la guerra, o, si así le parece mejor, el doctor Paddy O’Brien, de Filadelfia, en fin, un hombre que podrá causar grandes perjuicios a los ingleses. He aquí por qué no me negará usted el que me embarque en su crucero, juntamente con mi equipaje. Prestaré a ustedes preciosos servicios, no lo dude; tan grandes, que asombrarán al mundo entero, y que también le harán temblar.

XV. El último crucero

Yáñez escuchó pacientemente a aquel hombrecillo que se proponía conmover al mundo, mirándole con una curiosidad no exenta de ironía, y se preguntaba si, en efecto, tendría delante de sí algún hombre de ciencia poseedor de un formidable secreto, o a un loco.

Cuando vio que el portugués no se decidía a contestar, y adivinando lo que pensaba, el desconocido le dijo:

—Usted imagina que el doctor Paddy O’Brien tiene trastornado el cerebro, ¿no es cierto, señor? O que, por lo menos, tiene ganas de divertirse. No, comandante, no; yo he logrado hacer un descubrimiento prodigioso, que producirá terribles resultados.

—Continúe usted —dijo flemáticamente Yáñez, porque aquello comenzaba a divertirle.

—¿Sabe usted que he encontrado el medio de encender la lámpara eléctrica sin necesidad de hilo? En Chicago he realizado experimentos extraordinarios y a distancias de tres y cuatro mil metros.

—Esas experiencias me interesan poco, mi querido señor Paddy O’Brien. Para deshacer a nuestros adversarios nos bastan nuestros cañones.

—¿Y qué haría usted si yo le dijese que también he encontrado el medio de incendiar a cierta distancia los barriles de pólvora?

—¡Ah! —exclamó Yáñez, sacando del bolsillo un cigarro, y encendiéndolo seguidamente—. ¡Eso es, en verdad, un descubrimiento asombroso, admirable!

—Le parece a usted inverosímil, ¿verdad, comandante? —dijo el hombre de ciencia.

—No lo he experimentado todavía, y, por lo tanto, no debo creer ni dejar de creer.

—Y ahora, ¿consentirá usted en embarcarme? Si usted rehúsa, desembarcaré en Bruni, e iré a ofrecer a los ingleses mi secreto.

—Ya que —tiene usted ganas de hacer una excursión a través de los mares de Malasia a bordo del Rey del Mar, no me opongo. Pero va usted a ser testigo de cosas tremendas que le pondrán la carne de gallina en más de una ocasión. Además, le advierto que le colocaremos a usted bajo la guardia de hombres fieles e incorruptibles hasta el Instante en que se experimente su asombroso, maravilloso y terrible descubrimiento. No se sabe nunca… En un momento de mal humor podría ocurrírsele a usted hacer la prueba contra nosotros y volarnos la santabárbara,

—¡Puede usted hacer lo que quiera!

—¡Ah! Y el equipaje de usted quedará secuestrado, porque, seguramente, contendrá el secreto de esa diablura espantosa, y yo mismo lo vigilaré.

—No me opongo.

—Y todavía debo añadir algo más: mandaré torcer ex profeso una buena cuerda para ahorcarle sin contemplaciones si, por casualidad, le asaltara el deseo de intentar algo en contra nuestra. ¿Me ha comprendido usted, señor demonio de la guerra?

—Perfectamente —respondió el americano.

—¿Acepta usted en estas condiciones?

—Acepto, comandante.

—Pero no diga a nadie que es usted pariente de Belcebú: nuestros hombres son gente resuelta y animosa; pero podrían asustarse si supieran que he embarcado al demonio de la guerra. ¡Doctor, mande usted a buscar su equipaje!

Mientras se sucedía esta extraña conversación, los pasajeros habían abandonado el steamer, agolpándose atropelladamente en las chalupas, en las cuales se habían embarcado víveres suficientes para poder llegar a las costas de Borneo sin correr el peligro de tener que soportar el hambre y la sed.

Sin embargo, no se habían alejado mucho, esperando a su capitán; pero este seguía negándose obstinadamente en salir del barco, a pesar de los ruegos de su oficiales y de las intimidaciones de Yáñez y de sus hombres.

En vez de ello, aquel valiente marino se había sentado tranquilamente en una mecedora que mandó subir al puente de órdenes, y se había puesto a fumar su pipa con una colma que dejó asombrados incluso a los malayos.

Ante la amenaza de Yáñez de hacerle embarcar a viva fuerza, contestó con un simple encogimiento de hombros.

Admirado ante aquella presencia de ánimo, y antes de dirigirse a sus hombres para que obligaran al capitán a deponer su actitud, el portugués mandó aviso a Sandokán de lo que sucedía.

—¡Ah! ¿No quiere abandonar su barco? —respondió el Tigre de Malasia, que estaba a una distancia que permitía hacerse oír—. ¡Pues que se quede, ya que así lo desea!

Ordenó a las chalupas que se alejasen en seguida, amenazándolas con echarlas a pique, y no volvió a preocuparse de aquel hombre.

—¿Y dejaremos que vuele con su barco? —preguntó Yáñez.

—Ahora exploremos las carboneras, que deben de estar casi vacías, pues ese barco estaba a punto de terminar su viaje. Te envío un refuerzo de cien hombres, con objeto de no perder demasiado tiempo. Nos encontramos demasiado cerca de Bruni, y podrían sorprendernos.

Tal como Sandokán había previsto, las carboneras del steamer estaban punto menos que agotadas, porque el buque debía volver a aprovisionarse de combustible en Bruni antes de proseguir su camino para los mares de China.

No quedaban más que unas cuantas toneladas de carbón, cantidad absolutamente Insuficiente para completar las provisiones del Rey del Mar, que había consumido demasiado durante su precipitada huida.

Sin embargo, fueron necesarias cuatro horas para transportarlo al crucero, Juntamente con una cantidad considerable de víveres y la caja de a bordo, que se hallaba muy repleta.

Durante el saqueo, el capitán inglés no dejó su puesto ni hizo movimiento alguno para protestar.

Continué fumando con una calma realmente admirable, e incluso se dignó aceptar un vaso de whisky que Yáñez le ofreció, y lo sorbió lentamente con tranquilidad perfecta.

En cuanto se hubieron alejado las últimas chalupas cargadas de carbón, Yáñez se acercó al Inglés, y luego de haberle saludado cordialmente, le dijo:

—Señor, nosotros hemos terminado.

—Pues, entonces, también a mí me toca acabar de vivir —respondió el comandante del steamer.

—Pongo a disposición de usted mi yole, que irá bien abastecido de víveres, y asimismo una vela para que pueda usted reunirse con las chalupas antes de que lleguen a la costa. Mire usted: la brisa es favorable, porque sopla del Oeste.

—Ya he dicho que yo no abandono mi barco, y sostengo mi palabra. Hace seis años que vengo gobernando este steamer a través del océano, y le quiero demasiado para abandonarlo; si ha de irse al fondo, yo me Irá con él.

—Por lo menos, dígame qué muerte es la que prefiere. Pensaba hacerle saltar poniendo fuego a una tonelada de pólvora; pero si a usted le parece mejor que le echemos a pique con una bala de cañón… Se verá hundirse con lentitud y pudiera usted arrepentirse antes de que haga explosión bajo las olas.

—Eso me es indiferente, haga usted lo que mejor lo plazca.

—¡Adiós, señor! ¡Es usted un valiente!

—¡Adiós, comandante, y buena suerte! —respondió el Inglés, con ironía—. ¡Ah! ¡Tengo que pedir a usted un favor!

—Diga usted.

—Que, si tiene usted ocasión, haga saber a los armadores de, Bombay que John Kopp ha muerto, como un verdadero hombre de mar, a bordo de su barco.

—Lo haré; se lo prometo. Dentro de diez minutos tendré el honor de cañonearle.

—Para entonces ya habré terminado de fumar mi pipa.

Se separaron. Yáñez descendió inmediatamente a la ballenera, que le aguardaba bajo la escala, y el inglés, siempre impasible, volvió a sentarse en la mecedora, después de haber izado la bandera inglesa.

—¿Y ese no quiere moverse? —preguntó Sandokán, en cuanto Yáñez puso el pie en la cubierta del crucero.

—Es un terco digno de ser admirado —respondió el portugués—. Quiere irse a pique con su buque. ¿Lo consentirás?

—Todavía no nos hemos puesto en marcha —dijo Sandokán, sonriendo.

Se acercó a la popa, donde se encontraba el viejo artillero americano apoyado en una de las torrecillas, y le susurró al oído algunas palabras.

Poco después, el crucero viraba de bordo, avanzando a poca máquina en dirección del steamer. El inglés seguía fumando, en espera del cañonazo que había de hundir su barco.

Sandokán se dirigió a la proa y le miró sonriendo.

El Rey del Mar, guiado por Sandokán, pasó a treinta pasos de la popa del vapor, y aminoró la marcha.

Entonces, Sandokán cogió el portavoz y gritó al inglés:

—Señor, quisiera pedir a usted un favor, Si tiene usted ocasión de volver a ver a sus armadores, dígales que los tigres de Mompracem han respetado su barco porque lo mandaba un valiente. ¡Buena suerte!

Después, mientras la bandera de Mompracem saludaba al inglés, se alejó velozmente hacia el Septentrión.

***

El astuto y prudente Sandokán no quiso entretenerse demasiado en aquellos parajes tan próximos a Labuán, temiendo caer entre la escuadra de la colonia y los cuatro cruceros, los cuales deberían de estar buscándole encarnizadamente, así, pues, tomó el partido de dirigirse hacia las costas septentrionales de Borneo, para echarse sobre los barcos procedentes de Australia.

Era imposible, o por lo menos muy difícil, que los ingleses llegasen a imaginar que se hubiera alejado tanto del golfo de Sarawak.

Además, estaba seguro de que podría sorprender algunos barcos australianos antes de que los armadores suspendieran los viajes.

Como deseaba permanecer por completo ignorado, se alejó de las rutas seguidas ordinariamente por los barcos, y de repente apareció un día a cuarenta millas de la punta septentrional de Borneo.

Fue un crucero que duró sólo seis días y, sin embargo, ¡cuántos, desastres sufrió la marina mercante inglesa en tan breve tiempo! Dos vapores y tres veleros cayeron en manos de los implacables tigres de Mompracem, y sufrieron la misma suerte que los que habían sido capturados en el mar de Malasia.

Las tripulaciones y los pasajeros quedaban en libertad para ponerse a salvo en las costas de las islas más próximas, pero los barcos eran hundidos, invariablemente, con sus respectivos cargamentos casi íntegros.

Tuvieron noticia, por algunos praos, que la escuadra de los mares de China, alarmada por tantas capturas, estaba reuniéndose; en vista de estas nuevas, el Rey del Mar con las carboneras bien repletas, volvió de nuevo a tomar rumbo hacia el interior del océano, y descendió hacia el Sur.

Sandokán y Yáñez querían ir a destruir los magníficos steamers que hacían el servicio entre la India y la baja Conchinchina.

Sandokán se hallaba nuevamente dominado por la terrible ansia de hundir, y parecía que resucitaba el sanguinario pirata de otros tiempos. Sabiendo que más pronto o más tarde había de encontrarse frente a alguna de las poderosas escuadras que el Almirantazgo había lanzado tras él, quería dar un golpe mortal al comercio inglés, y asombrar al mundo con su audacia.

—Nuestros días están contados —había dicho a Yáñez y a Tremal-Naik—. Dentro de algunos meses ya no encontraremos ningún barco inglés que nos provea de combustible. Mientras tanto, aprovechémonos; después sucederá lo que nos haya decretado la suerte.

—Encontraremos otros barcos que nos aprovisionarán —había dicho Yáñez—, porque obligaremos a los de otras nacionalidades a que nos vendan el carbón, aun cuando haya que recurrir a la violencia.

—¿Y después?

—¿No estoy yo aquí para después? —dijo detrás de ellos una voz como de gallina clueca—. ¡Mi asombroso invento destruirá todos cuantos barcos traten de acometernos!

Era el doctor Paddy O’Brien, de Filadelfia, el demonio de la guerra, de quien hasta entonces nadie se había acordado.

—¡Ah! ¿Es usted? —dijo Yáñez, sonriendo un poco burlonamente—. ¿Usted, que en el momento del peligro, detendrá los proyectiles que lancen contra nosotros?

—No, señor; usted se equivoca: yo no detendré los proyectiles —contestó vivamente el hombrecillo—. Lo que haré será volar los polvorines de los buques que nos acometan. Mi aparato no fallará.

—Tengo la convicción de que eso es posible —dijo en aquel momento el ingeniero Horward—. Mi compatriota me ha explicado en qué consiste su invento, y aun cuando la cosa parezca increíble, creo que, en efecto, puede hacer volar los buques que nos persigan.

—Ya lo veremos —dijo Sandokán, con acento de duda.

—Sí continuamos bajando hacía el Sur, el mejor día nos encontraremos con nuestros adversarios. Para entonces debe usted tener dispuesta su maravillosa máquina, señor Paddy.

El Rey del Mar siguió, durante dos días más, su ruta hacia el Sur y enderezando la proa mar adentro, sin que lograse descubrir ni un solo vapor en ninguna dirección.

Los armadores debían de haber dado ya las órdenes oportunas para que se detuviesen sus barcos en los puertos de las islas de la Sonda, con objeto de no exponerlos al riesgo de que los echase a pique el audaz corsario, que hasta entonces, con sus rápidas correrías y con sus desapariciones súbitas, había podido huir de la caza que le daban las escuadras.

La interrupción de las líneas de navegación debía causar a los ingleses unas, enormes pérdidas.

—¿Qué le acontecería al Rey del Mar tan pronto como desapareciese en las ardientes bocas de sus hornos última tonelada de carbón?

—No se me ocurrió pensar que el arma que yo manejaba tuviese doble filo —murmuró un día Sandokán—, uno para los ingleses, y otro para mí.

Habían recorrido ya quinientas millas y el Rey del Mar se acercaba a las costas de Malaca, sin que hubiese asomado ningún barco inglés. Ciertamente habían visto algunos buques; pero alemanes, italianos, franceses y holandeses; barcos que constituían más bien un peligro, porque podían notificar al Almirantazgo el rumbo del corsario, por temor a que este cualquier día se revolviese contra ellos.

Sandokán y Yáñez comenzaban a preocuparse. Comprendían instintivamente que para El Rey del Mar, los días estaban contados, y que el círculo de hierro iba a estrecharse en torno de los últimos tigres de Mompracem.

Con frecuencia los sorprendía Kammamuri y Tremal-Naik con la frente pensativa y la mirada torva. Otras veces los velan, mirando largamente a Damna y a Surama, y luego movían la cabeza tristemente, como si sintieran remordimientos por haberlas embarcado para envolverlas en una catástrofe tremenda, de la cual ya no dudaban.

—Oye, muchacha —dijo un día Yáñez, mientras Damna contemplaba el horizonte, enrojecido por últimos rayos del sol poniente, como sí esperase ver aparecer por aquella parte del horizonte al hombre que amaba—, ¿tienes miedo a la muerte?

—¿Por qué me hace usted esa pregunta, señor Yáñez? —Interrogó la joven angloindia, sonriendo con tristeza.

—Porque me parece que va a sonar pronto nuestra última hora.

—¡Cuándo mueran ustedes, nosotras les seguiremos a los abismos del mar! —respondió Damna.

—¡Sí, yo no dejaré al sahib blanco que me ama! —dijo Surama, mirando dulcemente al portugués.

—Sin embargo, quiero libraros de la muerte antes de que os toque con sus alas heladas, y Sandokán piensa como yo. Nosotros corremos ahora hacía Malaca, y podemos sacrificar las últimas provisiones de carbón para dejaros en aquellas playas.

Damna y Surama hicieron con la cabeza un enérgico signo negativo.

—¡No! —dijo la primera, con voz resuelta—. ¡Yo no quiero dejar a mi padre ni a ustedes suceda lo que sea!

—¡Ni yo me separaré de ti, sahib blanco, a quien debo la libertad y la vida! —dijo Surama.

—Piensa, Damna, que algún día podrás ser una esposa feliz, uniéndote a un hombre que te ama con pasión y a quien yo estimo en lo que vale.

—¡A estas horas, sir Moreland ya me habrá olvidado! —respondió la muchacha, lanzando un profundo suspiro.

—Piensa también que de un momento a otro puede caer sobre nosotros la escuadra de los aliados, y encerrarnos en un círculo de fuego; y piensa, además, que eres mujer.

—¡No, señor Yáñez! —dijo Damna, más fieramente—. ¡Nosotras no abandonaremos a ustedes! ¿Verdad, Surama?

—¡Yo seré muy feliz muriendo al lado de mi sahib blanco! —contestó la aludida.

Yáñez la acarició con una mano la larga cabellera negra, y después dijo:

—¡Bah!… ¡Quizá!… Todavía no estamos vencidos.

XVI. El hijo de Suyodhana

No, los últimos tigres de Mompracem no habían sido vencidos todavía; pero estaban amenazados de serlo en un breve plazo, pues no sabían ya dónde proveerse del combustible que les era tan necesario, lo mismo que la pólvora.

El carbón disminuía a ojos vistas; las carboneras estaban casi vacías; la esperanza de encontrar algún barco se alejaba cada vez más. Era preciso tomar una resolución suprema, y Sandokán y Yáñez la tomaron inmediatamente, de acuerdo con Tremal-Naik y el ingeniero americano.

De mutuo acuerdo decidieron dirigirse sin vacilar a la Isla de Gala, en la cual se habían reunido los praos en espera de que terminara la guerra, no con la esperanza de poder aprovisionarse allí de combustible, sino para tener siquiera el apoyo de aquellos veleros en el momento supremo, y al mismo tiempo para enviar a algunos a cargar en Bruni.

Como se trataba de pequeñas embarcaciones mercantiles que podían enarbolar cualquier bandera, nadie les pondría obstáculos porque quisieran embarcar carbón.

La dificultad estribaba en poder llegar hasta la isla, que estaba a más de cuatrocientas millas de distancia, antes de que la escuadra aliada, que ya debía de haberse alejado de las aguas de Sarawak, cayese sobre el Rey del Mar y le sorprendiera con los fuegos medio apagados, obligándole a aceptar un combate con fuerzas enormemente superiores.

Por el momento no parecía que les amenazase tan gran peligro, porque un giong que procedía del Sur les habla dicho por la mañana que no había visto barco alguno de guerra en las aguas de Labuán ni en las de Bruni.

Terminado aquel breve consejo, el Rey del Mar se puso en seguida con rumbo hacia el Nordeste, debiendo pasar muy lejos de Mompracem, y sostenerse a Poniente de los dos grandes bancos de Samarang y de Vernon.

Para hacer la máxima economía posible de carbón, se apagaron la mitad de los fuegos; de este modo el crucero caminaba solamente con una velocidad de seis nudos por hora.

Sandokán, que estaba más nervioso que Yáñez, se sentía, además, de un pésimo humor.

Se le veía pasear horas enteras por la pasarela de órdenes, escrutando con gran ansiedad el horizonte, poseído de una preocupación cada vez mayor. Ya no era el hombre tranquilo e impasible de otros tiempos, seguro de su barco y de su artillería, que se reía de los peligros y que los afrontaba con la sonrisa en los labios, fumando filosóficamente.

Varias veces al día bajaba a las carboneras, ya casi agotadas, se detenía ante los hornos, ante aquellas bocas hambrientas que pedían alimento con insistencia, y experimentaba en el corazón unas terribles opresiones, cada vez que los fogoneros precipitaban entre las llamas casi moribundas, paletadas de combustible.

Cuando salían de allí, su frente aparecía tempestuosa y sombría, y de nuevo se ponía a pasear, con aire taciturno durante largo tiempo entre las torres de popa y de proa, con los brazos cruzados e inclinada la cabeza, y sin dirigir la palabra a nadie.

Tan sólo doscientas treinta millas separaban al Rey del Mar de las costas occidentales de Borneo, cuando comenzó a esparcirse a bordo una grave noticia.

Un pequeño velero que había sido interrogado dio una respuesta que hizo temblar a toda la gente del corsario.

—¡Cruceros ingleses al Suroeste!

—¿Cuántos?

—Dos.

—¿Cuándo los habéis encontrado?

—Ayer tarde.

Era preciso huir. Aquellos dos barcos debían de ser la vanguardia de alguna escuadra; podían llegar de un momento a otro, y descubrir al Rey del Mar.

—¡Quememos las últimas reservas de combustible! —había dicho Sandokán a Yáñez.

—¿Y después?

—¡Estaremos dispuestos para combatir!

El Rey del Mar apresuró la marcha. Huía a toda prisa, haciendo doce nudos por hora, sacrificando las últimas toneladas de combustible, con una pequeña esperanza: la de encontrar algún buque mercante y quitarle el carbón antes de que llegase la escuadra.

A bordo se habían redoblado los vigías. Hombres de ojos de lince vigilaban en las cofas.

Mientras tanto, Sandokán había dado la orden de prepararse para la batalla, que, según todas las probabilidades, debía ser la última, a menos que se realizara algún milagro.

Faltaban todavía ciento cuarenta millas; la velocidad disminuía, las carboneras estaban vacías y las calderas se enfriaban de minuto en minuto.

Se aproximaba el momento terrible, y, sin embargo, a bordo todos estaban tranquilos, porque hacía mucho tiempo que habían hecho el sacrificio de sus vidas. Nadie temía a la muerte que les amenazaba, y miraban impasibles las aguas que se convertirían para ellos en una sepultura.

Solamente lamentaban una cosa: morir lejos de Mompracem.

A las ocho de la noche, el Rey del Mar se detuvo casi encima de la gran cuenca del Vernon. Todo cuanto podía desarrollar calor había sido devorado por los implacables hornos de las máquinas.

Los barriles de alquitrán, las cajas de cáñamo empapado en licores, las materias grasas de la despensa, los muebles de las salas; en fin, hasta las hamacas y los efectos dé los tripulantes.

Si hubieran podido transformar las paredes metálicas del barco en otro tanto combustible, aquellos hombres no hubieran dudado en arrojarlas al fuego, con tal de llegar hasta las costas de Borneo, todavía muy lejanas.

Al notar que el buque se detenía, Sandokán se había ido directamente hacia la popa, más sombría que nunca, y allí se apoyó en la borda.

No había dicho una sola palabra ni hecho demostración alguna. Encendió la pipa, y fumó con más furia que de costumbre, fijando los ojos en el horizonte, que se envolvía rápidamente en tinieblas.

Yáñez imitó a Sandokán.

De aquella parte venía el peligro, y lo presentían acercarse, terrible, formidable, abrumador, implacable.

La oscuridad se había hecho completa y teñía las aguas de un color casi negro. En el cielo había muy pocas estrellas; apenas se veían por entre los jirones de nubes que surgían al impulso de la brisa del mar.

A bordo reinaba un silencio profundo desde que la máquina había dejado de funcionar, y, sin embargo, los doscientos cincuenta hombres que componían la tripulación del crucero, estaban en la cubierta; unos sobre las amuras, otros detrás de los gigantescos cañones de las torres; pero ninguno hablaba.

A eso de la medianoche, Tremal-Naik se acercó a Sandokán, que no había abandonado su puesto.

—Amigo mío —le dijo—, ¿qué es lo que nos falta hacer?

—¡Prepararnos para morir! —contestó el Tigre de Malasia con voz tranquila.

—Yo estoy dispuesto, ¿y las muchachas?

En lugar de responderle, Sandokán extendió la mano derecha hacia el Oeste y dijo:

—Allí están, ¿los ves?

—¿Quiénes, Sandokán?

—Los barcos enemigos.

—¡Ya! —murmuró el hindú, que no pudo reprimir un estremecimiento.

—Corren hacia aquí como fieras para aniquilar a los últimos tigres de Malasia. Sus miradas ya están fijas en nosotros.

Tremal-Naik miró en la dirección indicada, en tanto que los hombres de guardia gritaban:

—¡Barcos a popa!

Brillaban varios puntos allá en el horizonte, que se iban agrandando rápidamente.

—¿Están dispuestos nuestros hombres? —preguntó Sandokán.

—Sí —contestó Yáñez, que estaba cerca de él.

—¿Y las muchachas? —preguntó, temblando ligeramente.

—Están tranquilas.

—¡Quisiera salvarlas!

—¿Y qué es lo que debemos hacer para conseguirlo?

—Embarcarlas en una chalupa y alejarlas de aquí antes de que nos rodeen los barcos enemigos.

—Se negarán, me han jurado que si tenemos que morir, ellas se irán a pique con nosotros.

—¡Aquí está la muerte!

—La esperan.

—¡Sálvalas, Yáñez!

—Te repito que no quieren dejarnos, no insistas.

—¡Bien, sea! ¡Si morimos no caeremos sin habernos vengado! ¡A mí, tigres de Mompracem!

Los barcos enemigos corrían a toda máquina, formando un amplio semicírculo, que más tarde debía cerrarse para coger en medio al Rey del Mar y enviar1o roto, deshecho por las innumerables bocas de sus cañones, al fondo del océano.

Sandokán y Yáñez, que al llegar el momento supremo del peligro habían vuelto a recobrar su calina habitual, daban las órdenes con voz tranquila.

En cuanto vieron que sus hombres estaban todos en sus correspondientes puestos de combate, subieron a la pasarela de mando.

En el palo de popa hicieron enarbolar la bandera roja con la cabeza de tigre en el centro.

Varios haces de luz procedentes de los barcos enemigos, que habían encendido sus potentes reflectores, se concentraron sobre el Rey del Mar, iluminándolo como si fuese de día.

—¡Sí, miradnos, somos nosotros! —dijo Sandokán.

Cuatro grandes buques de vapor, sin duda alguna los más poderosos de la escuadra de los aliados, se habían colocado silenciosamente en semicírculo alrededor del crucero, al que amenazaron con su artillería. Sin embargo, no dispararon ningún cañonazo.

Esperaban a que fuese de día para empezar la lucha suprema, o para intimidar la rendición; palabra que no existía en la lengua del activo pirata.

Damna se había acercado en silencio a la borda de popa. Estaba muy pálida, pero tranquila, como toda la tripulación.

Su mirada vagaba con insistencia de un barco al otro. ¿Qué buscaba? No se podía dudar: a sir Moreland.

Una voz interior le decía que el hombre amado debía de estar cerca, en uno de aquellos poderosos acorazados que iban a demoler al impotente Rey del Mar.

Mientras tanto, los buques aliados, que habían apagado los reflectores eléctricos, giraban lentamente alrededor del crucero, estrechando cada vez más el cerco. Desfilaban como fantasmas de una noche tenebrosa, y parecía que sus faroles, cual ojos llameantes, se clavaban de un modo sangriento sobre su víctima.

Sin embargo, no estaban al alcance de la artillería gruesa. Seguros ya de que no se les escapaban los tigres de Mompracem, no se apresuraban a acercarse demasiado.

A eso de las dos de la mañana, Sandokán y Yáñez, que no habían abandonado su puesto, descendieron lentamente de la pasarela y se dirigieron hacia el centro del barco. Estaban como siempre, fríos e impasibles.

Se acercaron a Tremal-Naik, que se había apoyado en un cabrestante y seguía con una mirada llena de inquietud a su hija, que vagaba como un fantasma por el castillo de popa,

—Amigo —le dijo Sandokán con acento triste—, aquí se hundirán mañana en el abismo los últimos tigres de Mompracem.

Tremal-Naik sintió un estremecimiento y levantó vivamente la cabeza.

—¿Crees que esos cruceros podrán vencer a un barco tan poderoso como el tuyo? —preguntó.

—Son los cuatro grandes cruceros que trataron de apresarnos en la bahía de Sarawak. Estarnos seguros de que no nos equivocamos.

—¿Y podrán hundir a tu Rey del Mar?

—Estoy completamente convencido de ello,

—Y yo también —dijo Yáñez—. Esos buques deber, de tener una artillería formidable, y, además, son cuatro.

—Y nosotros no podemos movernos —añadió Sandokán.

—En resumen, ¿qué es lo que queréis decirme? —preguntó el hindú.

—Proponerte que te vayas a bordo de uno de esos barcos y que te rindas, llevándote a tu hija y a Surama.

Tremal-Naik se enderezó, haciendo un gesto de sorpresa y de dolor al propio tiempo.

—¡Yo, alejarme de vosotros! —exclamó—. ¡Oh, no, nunca! ¡Si mueren aquí los últimos tigres de Mompracem, a quienes debo la vida y tanta gratitud, morirán también el antiguo cazador de jaguares negros y su hija!

—Pero yo debo advertirte que tu hija ama y es amada por un hombre que podría hacerla feliz —dijo Sandokán.

Sir Moreland, ¿no es cierto? —dijo Tremal-Naik—. ¡Ya me había dado cuenta! ¿Habéis dicho a Damna el grave peligro que corremos?

—Sí —respondió Yáñez.

—¿Y qué os ha contestado?

—Que no abandonará nuestro barco.

—¡No podía contestar de otro modo! —añadió el hindú con orgullo—. ¡No desmiente su sangre! ¡Si el destino ha señalado nuestro fin, que se cumpla el destino!

Se estrecharon las manos, y los tres se dirigieron hacia el puente de órdenes.

De pronto, Yáñez se detuvo y dio un grito:

—¡Qué estúpido! ¡Y yo que le había olvidado!

—¿A quién? —preguntaron a un tiempo Sandokán y Tremal-Naik.

—¡Al demonio de la guerra!

Una loca esperanza había renacido en el cerebro del portugués. En aquel momento se acordó del hombre, de ciencia americano, de Paddy O’Brien, a quien llevaban como prisionero en uno de los camarotes de proa, y vigilado noche y día.

Descendió rápidamente bajo cubierta, atravesó el corredor, y se detuvo ante la pequeña habitación que ocupaba el hombrecillo.

—¡Despierta al prisionero! —dijo al malayo de guardia.

—Ya está en pie, señor Yáñez.

El portugués abrió la puerta y penetró en el camarote. Paddy O’Brien estaba sentado delante de una mesilla, y parecía sumergido en un cálculo muy intrincado, con las narices sobre un montón de papeles cubiertos materialmente de cifras.

—¿Es usted, señor de Gomara? —dijo el doctor, sujetándose los anteojos—. ¿Qué viento le trae a usted por aquí? Hacía mucho tiempo que no le veía, y esperábale a usted.

—Doctor —dijo el portugués sin andarse con preámbulos—. Los barcos enemigos nos han rodeado, y estamos a punto de que nos echen a pique,

—¡Ah! —dijo el americano, sin desconcertarse lo más mínimo.

—Usted me ha dicho que posee un secreto terrible…

—Y confirmo lo dicho.

—Pues ha llegado el momento de experimentar ese secreto, señor demonio de la guerra.

—Mande usted que suban mis cajas a cubierta.

—¿No hará usted saltar nuestro barco en lugar de los del enemigo? —preguntó Yáñez, un poco inquieto.

—Saltaría yo también lo mismo que usted, y por ahora no tengo ganas de morir —respondió el doctor—. Señor de Gomara, aprovechemos estos momentos de calma.

Subieron a cubierta, y los marineros, por su parte, llevaron las cajas del doctor.

—Allí están los buques aliados —dijo Sandokán, acercándose al hombrecillo,

—Sí, ya veo que nos han rodeado —respondió Paddy O’Brien, arrugando el entrecejo—. ¡Ese barco es el que va a saltar primero!

Un pequeño crucero que en un principio no había sido visto, se destacó del grueso de la escuadra, y comenzó a dar vueltas alrededor del Rey del Mar, pero manteniéndose siempre a una distancia de dos o tres mil metros. ¿Iba a hacer un reconocimiento o a provocar el fuego de los piratas de Mompracem?

Paddy O’Brien hizo abrir sus cajas, que contenían aparatos eléctricos, totalmente incomprensibles para Yáñez y Sandokán.

Examinó con sumo cuidado cada objeto, sin apresurarse, antes al contrario, con mucha calma, como quien está seguro de lo que tiene que hacer, y después, volviéndose hacia Yáñez, que le vigilaba, teniendo su mano derecha apoyada en la culata de la pistola, le dijo:

—¡Cuando usted quiera!

—¡Haga usted funcionar su aparato!

—Sobre aquel buque que pasa por estribor: ¡saltará en el acto! —dijo Paddy fríamente.

Por el interior de todos los marinos que rodeaban al americano corrió un fuerte estremecimiento. Aquel hombre tan pequeño, ¿sería capaz de realizar el milagro que anunciaba?

—¡Atención! —gritó de pronto el demonio de la guerra.

Apenas había pronunciado esta palabra, cuando un relámpago deslumbrador rompió bruscamente las tinieblas, seguido de una espantosa detonación.

Una enorme columna de agua se alzó en torno al pequeño crucero, mientras que una tempestad de astillas y fragmentos caía por todas partes.

Un inmenso griterío, salido de centenares de pechos, resonó lúgubremente en los aires, y se extinguió súbitamente.

El barco había hecho explosión, y se hundía con rapidez, pues tenla los costados abiertos.

En aquel mismo instante reventaba una granada sobre el puente del Rey del Mar, entre el aparato y Paddy O’Brien. El americano dio un grito y cayó casi a los pies de Yáñez, el cual había escapado milagrosamente de los cascos del proyectil.

—¡Doctor! —dijo el portugués, precipitándose hacia él.

—El… el… apa… —murmuró el desgraciado inventor, agitando los brazos con un movimiento desesperado.

Se llevó las manos al pecho para contener la sangre que se le escapaba por una horrible herida.

Sandokán se había lanzado hacia las cajas.

Al verlas dio un grito de desesperación.

La granada había destrozado el aparato, haciendo añicos las pilas.

Yáñez levantó dulcemente la cabeza al americano.

—¡Señor O’Brien! —dijo, mientras que un sollozo le oprimía la garganta.

El herido abrió los ojos, y los fijó en el portugués.

—¡Esto… ha… con… clui… clui… cluido! —dijo roncamente. Con su mano llena de sangre estrechó la de Yáñez; después, apoyando un codo en el suelo, como para sostenerse, volvió a caer.

—¡Muerto! —dijo tristemente Yáñez.

—¡He aquí la primera víctima! —respondió Sandokán.

Yáñez depositó sobre la toldilla al desgraciado inventor, le cerré los ojos, le cubrió con una lona, y en seguida, irguiéndose fieramente, dijo.

—¡Todo ha terminado! ¡Aquí morirán los últimos tigres de Mompracem! ¡Tremal-Naik, Damna y Surama, a mi torre, y vosotros a vuestros cañones! ¡Nuestra vida está ahora en las manos de Dios!

—¡A vuestros sitios de combate! —gritó Sandokán—. ¡Demostremos cómo saben morir los piratas de Malasia!

El alba, un alba de color de rosa que anunciaba un día magnífico, rasgaba rápidamente las tinieblas.

Del crucero más próximo partió un disparo sin bala, intimidando a la rendición.

Por su parte, Sandokán mandó izar la bandera roja en señal de combate.

En lugar de romper el fuego, el crucero enemigo hizo señales con las banderas, cuyo significado era:

«Antes de que comience el fuego, enviad a las dos jóvenes a mi bordo. Sir Moreland responde de sus vidas».

—¡Ah! —exclamó Yáñez—. ¡Tenemos delante al angloindio! ¡Procuraremos echar a pique también a ese barco! ¡Damna! ¡Surama!

Las dos muchachas salieron a la torrecilla.

—Os proponen que os pongáis a salvo en aquellos barcos —dijo Sandokán.

—¡Nunca! —contestaron enérgicamente las dos jóvenes.

—¡Pensadlo bien!

—¡No! —dijo Damna—. ¡Yo no quiero dejar a ustedes ni a mí padre!

—Comunicad la respuesta —ordenó Yáñez.

Un contramaestre americano la señaló en seguida.

Entonces se vieron izar lentamente sobre los mástiles de guerra de los cuatro cruceros, cuatro banderas negras, Un golpe de viento las tendió, y pudo distinguirse en medio de ellas y recortada en amarillo, una figura monstruosa con cuatro brazos, sosteniendo en las manos extraños emblemas.

Un grito de asombro y de furor al propio tiempo, se escapó de los labios de Yáñez, de Sandokán y de Tremal-Naik, Acababan de reconocer la enseña de los thugs, de la secta de los estranguladores de la India,

¿Acaso eran aquellos barcos del hijo de Suyodhana, de su implacable e invisible enemigo? Las banderas parecían confirmarlo.

Un profundo silencio reinó a bordo del Rey del Mar, tal había sido el estupor que invadió a todos. Pero en seguida lo rompió bruscamente la voz metálica de Sandokán, que gritó:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!

Espantosas detonaciones cubrieron sus últimas palabras. Las granadas llovían por todas partes sobre el Rey del Mar, que el imperceptible flujo de las aguas iba llevando hacía el banco de Vernon.

Un huracán de hierro y de acero salía de cada una de las grandes piezas de la cubierta y de las de mediano calibre de las baterías; pero no iban dirigidas sobre el puente del Rey del Mar, donde, dentro de la torrecilla blindada estaban Damna y Surama.

Aquellas masas de metal batían tan sólo los costados del crucero, cual si los artilleros hubiesen recibido orden de respetar a las muchachas, a los dos comandantes y a Tremal-Naik, que estaban con ellas.

En cambio, contra las torres que protegían a los grandes cañones de caza, lanzaban sin cesar granadas, tratando de desmontarlos y de cuartear las gruesas planchas de hierro de los parapetos.

El Rey del Mar se defendía de un modo terrible. Era como un volcán, que llameaba por todas partes. Los últimos tigres de Mompracem estaban resueltos por completo a hacer pagar muy cara la victoria a sus potentes enemigos.

Con los grandes obuses batían en brecha a los barcos adversarios, causándoles grandes daños en los puentes, cuarteándoles las chimeneas y abriendo enormes agujeros en las planchas de la coraza. En medio de aquel retumbar incesante y ensordecedor, se podía escuchar la voz formidable de Sandokán, que gritaba de vez en cuando:

—¡Fuego, tigres de Mompracem! ¡Destruid! ¡Matad!

Pero ¿cuánto tiempo iba a poder resistir el Rey del Mar los terribles disparos de tantas bocas de fuego? Sus costados, aun cuando de una solidez extraordinaria, empezaron a ceder al cabo de media hora de estar recibiendo por cientos las balas y las granadas; sus cañones habían sido desmontados uno a uno y reducidos al silencio. Sus torres, a excepción de la de mando, siempre respetada, empezaban ya a desmoronarse bajo aquella lluvia de granadas, y en las baterías, los muertos eran ya muy numerosos.

Sandokán y Yáñez, encerrados en la torrecilla, contemplaban aquel terrible espectáculo, con una tranquila serenidad. El primero se mordía de vez en cuando los labios hasta hacerse sangre; el segundo fumaba flemáticamente su eterno cigarrillo; tan sólo parecía conmoverse cuando sus miradas se encontraban con las de Surama.

Damna, que estaba sentada en un ángulo, sobre un rollo de cuerdas y al lado de Tremal-Naik, con las manos en los oídos para atenuar el ruido de los cañonazos, miraba al vacío.

De improviso, el Rey del Mar dio un salto de popa a proa, como si hubiese sido levantado por una fuerza desconocida, y una columna enorme de agua cayó sobre la cubierta, arrebatando cuanto en ella había. Retembló todo el casco cual si se abriese, o como si estallaran las municiones de la santabárbara.

Horward, muy pálido, se precipitó dentro de la torrecilla. El ingeniero americano gritó:

—¡Acaban de disparar un torpedo! ¡Nos vamos al fondo!

De las baterías se elevaron unos gritos salvajes, que se confundieron con los últimos disparos de las dos piezas de caza de la cubierta, todavía en servicio.

En los cuatro cruceros enemigos cesó de repente el fuego.

Sandokán dirigió una mirada llena de tristeza a sus dos, camaradas, y después dijo:

—¡Ha llegado el momento supremo! ¡Ya está abierta la tumba para los últimos tigres de Mompracem!

Levantó a Damna, y salid de la torrecilla, seguido de Yáñez, de Tremal-Naik y de Surama, y se detuvo en la parte de afuera para contemplar su barco.

¡Pobre Rey del Mar! La magnífica nave que había resistido tantas pruebas y que, parecía invencible, ya no era más que un pontón que se iba a pique.

Sus torres quedaron destruidas por el huracán de proyectiles lanzados contra ellas; sus cañones estaban casi todos desmontados, el puente se hallaba cuarteado, y los costados parecían cribas con enormes agujeros.

Oleadas de humo salían de las escotillas, de las cuales surgían negros de pólvora y empapados de sangre, los hombres de las baterías.

—¡Al mar una chalupa! —ordenó Sandokán.

No había más que una, que por milagro escapó ilesa de los tiros del enemigo. Algunos malayos la arriaron precipitadamente, mientras otros bajaban la escala.

—¡Primero tú con las muchachas, Tremal-Naik! —dijo Sandokán.

—No os cuidéis de nosotros. Las tripulaciones de los cruceros vienen a recogernos.

Efectivamente, de los costados de los buques victoriosos se destacaron varias embarcaciones que acudían a fuerza de remos, En la primera iba sir Moreland, el cual agitaba un pañuelo blanco.

La chalupa en que iban las dos muchachas, Tremal-Naik, Kammamuri y cuatro remeros, se alejó del Rey del Mar, porque el buque se iba hundiendo.

—¡Y ahora —dijo Sandokán, con un gesto admirable—, abajo, envuelto en mi bandera! ¡Ven, Yáñez, todo ha concluido!

—¡Bah! —dijo el portugués, echando al aire una bocanada de humo—. ¡No se puede vivir indefinidamente!

Atravesaron el puente, obstruido por multitud de fragmentos de granadas y de balas, y subieron por la escala del árbol militar, deteniéndose en la plataforma.

Desde lejos, Tremal-Naik, Damna y Surama les hacían señas para que se echasen al agua. Contestaron con una sonrisa, y les saludaron agitando la mano.

Después, Sandokán, cogiendo su bandera roja y tremolándola sobre su cabeza, se envolvió entre sus pliegues, diciendo:

—¡Así es como muere el Tigre de Malasia!

Debajo de ellos, los últimos tigrecillos de Mompracem, que eran aproximadamente un centenar, heridos la mayor parte, esperaban impasibles y silenciosos, con los ojos fijos en los dos jefes, a que los absorbiese la vorágine, el gran vórtice.

El Rey del Mar se hundía con lentitud, vibrando ligeramente, y en el fondo de la estiba se oía mugir el agua de un modo sordo y profundo.

Las chalupas de los cruceros hacían esfuerzos desesperados para llegar a tiempo de recoger aquellos náufragos, que se entregaban voluntariamente a la muerte. La de sir Moreland era la primera y perseguía a la chalupa en la que iban Tremal-Naik y las dos muchachas, que volvían del barco, pues sir Moreland comprendió la resolución desesperada que habían adoptado sus antiguos amigos.

Sandokán, siempre envuelto en su bandera, los miraba impasible y con la sonrisa en los labios.

Yáñez, con el ceño un poco fruncido, turnaba con la calma de costumbre su último cigarrillo.

Cuando las aguas comenzaron a invadir la cubierta, el portugués dejó caer el cigarro casi consumido, diciendo:

—¡Anda a esperarme en el fondo del mar!

De pronto, cuando parecía que ya el casco debía sumergirse por completo, cesó bruscamente el descenso. El flujo que había empujado al buque hacia el Este, lo llevó hasta encima del banco de Vernon, recorriendo más espacio del que se supusiera, y la quilla, como era lógico, tocó en el fondo.

En el instante mismo en que las dos chalupas, una montada por sir Moreland y seis remeros indostanos, y la otra por Tremal-Naik y las muchachas con los remeros malayos, llegaban debajo de la escala de babor, el casco del Rey del Mar se inclinaba dulcemente hacia estribor, acostándose sobre el flanco.

Cuando sir Moreland vio que el barco quedaba inmóvil, se apresuró a subir al puente, seguido por Tremal-Naik y las dos muchachas.

Yáñez se había vuelto hacia Sandokán, cuyo rostro se nubló.

—¡Ni siquiera nos quiere la muerte! —le dijo—. ¿Qué es lo que vas a hacer?

—¡Vayamos a conocer al hijo del Tigre de la India! —dijo, poniendo la diestra en la empuñadura de oro de su kriss—. ¡Que tenga cuidado, porque el Tigre de Malasia también podría matar al tigrecito!

Se desembarazó de la bandera, bajó lentamente la escalerilla con la misma majestad con que un rey desciende las gradas de un trono, y se detuvo delante de sir Moreland, diciéndole:

—Y bien, ¿qué pretende usted hacer con nosotros?

El angloindio, que estaba sumamente conmovido, se quitó la gorra para saludar a los dos héroes piratas, y en seguida dijo noblemente:

—Ante todo, señores, permítanme ustedes una palabra.

Cogió de una mano a Damna, que había subido a bordo con Surama, y conduciéndola ante Tremal-Naik, le dijo:

—Yo la amo y ella también me ama. No podría vivir sin su hija de usted, y bien saben los númenes de la India cuánto he hecho por olvidarla, Seque usted con una palabra el río de sangre que de usted me separa, para que el grito terrible de mí asesinado padre se apague para siempre. ¡Ayer noche se me apareció su ánima, y me ha dicho que les perdonase a todos!

—Pero ¿qué es lo que dice usted, sir Moreland? ¿De qué padre habla usted? —preguntó el angustiado Tremal-Naik.

—Damna, ¿me ama usted? —preguntó sir Moreland, sin contestar al hindú.

—¡Sí, muchísimo! —respondió la joven, ruborizándose y bajando los ojos.

—¡La guerra ha terminado entre nosotros! —dijo sir Moreland—. ¡La mancha de sangre ha sido borrada! ¡Tremal-Naik, bendiga usted a sus hijos!

—Pero ¿quién es usted? —gritaron a un tiempo Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik.

—¡Yo soy el hijo de Suyodhana! ¡Vengan ustedes! ¡Ahora son mis huéspedes!

Conclusión

Veinte minutos después, los cuatro cruceros abandonaban las proximidades del banco de Vernon, en el fango del cual iba enterrándose, poco a poco, el casco del valeroso Rey del Mar.

A bordo del mayor de aquellos se habían embarcado todos los supervivientes, entre los que figuraban Kammamuri, Sambigliong y el ingeniero Horward, y en el salón de la cámara se reunieron Tremal-Naik, las dos jóvenes, los dos jefes piratas y el hijo de Suyodhana.

Una viva ansiedad, no exenta de una enorme curiosidad, parecía haberse apoderado de todo el mundo. Las miradas estaban fijas en el tigrecillo de la India, a quien, hasta entonces, habían considerado como un oficial de la marina angloindia.

Sir Moreland se sentó al lado de Damna.

—Debo a ustedes unas explicaciones —dijo el hijo del terrible jefe de los thugs—, que no les desagradará conocer, ni siquiera a Damna, y que servirán para disculpar la guerra, tan larga y tan obstinada, que he venido haciéndoles.

»Hasta que llegué a la edad de veinticinco años, no me informó mi preceptor, un indostano de gran saber y de alto rango, de que no era el hijo de un oficial angloindio, como hasta entonces me había hecho creer, sino del jefe de la secta de los thugs, que se había casado en secreto con una señora inglesa, que murió al darme a luz.

»Confiado a los cuidados de una familia de la tierra de Gales, establecida desde hacía muchos en Benares, como si fuese yo, en efecto, huérfano de un oficial de la compañía de la India y educado a la inglesa, ustedes comprenderán fácilmente la terrible impresión que sufriría cuando, al cumplir los veinticinco años, me dieron la noticia de que era hijo del jefe de una secta execrada por todos los hombres honrados.

»En el testamento que dejó mi padre, por el que me hacía dueño de ciento sesenta millones de rupias depositados en las casas de banca de Bombay, me imponía el deber de vengar la muerte del Tigre de la India. Largo tiempo estuve dudando, pueden ustedes creerme; pero, al fin, la voz de la sangre se impuso, y aun cuando me repugnase la idea de convertirme en vengador de aquella secta, yo, que entonces era oficial de la marina angloindia, me dejé vencer, sobre todo por la terrible influencia ejercida en mi por mi preceptor.

»Conocía toda la historia; sabía dónde tenían ustedes su refugio, y me preparé para la guerra, mandando construir cinco poderosos barcos. Como sabía que el Gobierno inglés vivía en continua zozobra por causa de ustedes, que eran vecinos demasiado próximos a Labuán y que el rajá de Sarawak, el sobrino de James Brooke, esperaba, a su vez, la ocasión para vengar a su tío, me apresuré a ofrecer mí ayuda y mis barcos al gobernador de la colonia.

»Quería apoderarme de todos ustedes para vengar la muerte de mi padre; y mientras me preparaba en el mar, mi preceptor, fingiéndose peregrino de La Meca, sublevaba a los dayakos del Kabataun.

»Afortunadamente, el amor produjo en mí un cambio radical. Poco a poco se fue extinguiendo el odio que sentía contra ustedes. Los ojos de esta muchacha ejercieron sobre mí una fascinación ideal, y me hicieron ver con horror la enormidad del delito que estaba a punto de cometer, al querer vengar a aquella secta sanguinaria, reprobada por todas las gentes de bien.

»Hace ya muchas noches que no he vuelto a oír el terrible grito de venganza de mi padre. Quizá se haya aplacado su ánima. Que me perdone, pero yo, hombre civilizado, no puedo ser el vengador de los thugs de la India. ¡Señor Yáñez, Tigre de Malasia, están ustedes en libertad, juntamente con todos sus hombres! Yo solo los he vencido, y, por lo tanto, yo solo tengo el derecho de condenarlos o de absolverlos, y los absuelvo.

El hijo del thug permaneció inmóvil durante un momento y después, volviéndose hacia Tremal-Naik, le dijo:

—¿Quiere usted ser mi padre?

—¡Sí! —contestó el hindú—. ¡Sed felices, hijos míos, y que jamás vuelva a turbarse la paz ahora que los thugs ya no existen!

Con un movimiento simultáneo, el angloindio y Damna se arrojaron en los brazos abiertos de Tremal-Naik.

Kammamuri, que había bajado silenciosamente la cabeza, lloraba emocionado en un ángulo de la salita.

—Señor Yáñez, señor Sandokán —dijo sir Moreland—, ¿adónde quieren ustedes que los conduzca? Nosotros volveremos a la India; ¿y ustedes?

El Tigre de Malasia se quedó un momento pensativo, y finalmente respondió:

—Mompracem ya está perdida, pero en Gala tenemos nuestros praos y nuestros hombres, y allí contamos con amigos muy leales. Llévenos usted a esa isla, si no le causa molestia. Fundaremos allí una nueva colonia, lejos de las amenazas de los ingleses.

Después de una breve pausa, continuó:

—Quizá volvamos a vernos en la India algún día. Hace tiempo que vengo acariciando un sueño.

—¿Cuál? —preguntaron Tremal-Naik, Damna y sir Moreland.

Sandokán fijó la mirada en Surama y respondió:

—Tú eres hija del rajá, y te han robado el puesto que te pertenecía. ¿Por qué, muchacha, no hemos de darte un trono para compartirlo con Yáñez, que dentro de pocos días será tu marido? ¡Ya hablaremos de eso, mi buena Surama!


Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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