Sí Sé Por Qué

Felipe Trigo


Novela



PRIMERA PARTE

I

En el expreso, con un recelo casi de terror, conocí ayer á estos que habrán de ser mis compañeros de buque: Albert, cónsul; Carlos Victoria, el famoso dramaturgo, y Alejo Hugo Martín, attaché militar en la Argentina.

¡Oh, mi forzosa intimidad con los extraños! ¡Mi débil voluntad, además, para cortarla..., yo que contaba siquiera en esta empresa con la soledad del Océano, y á quien el simple encuentro de un amigo por las calles de Madrid causaba angustia al corazón, temblores y una afonía instantánea y sofocada, como si me echasen una cuerda al cuello!... Por lo pronto, anoche, en el tren, un señor al pie de mi litera; tres al despertar, forzádome á sus charlas... y un hotel ahora, aquí, donde, á más de los nuevos conocidos, me aguardan cuatro periodistas. Son gaditanos, que se han apresurado á saludar al dramaturgo; quieren despedirle de España cenando en Puerta de Tierra, y, con la jovialidad del montilla, se obstinan en que yo les acompañe.

En última consecuencia, debo confesar que no me es completamente insoportable la continua conversación; por primera vez desde hace mucho tiempo, gracias á ella, me ha faltado para ensimismarme en la manía de mis reflexiones dolorosas, y á ratos incluso llego á reír y bromear. Encontraríame satisfecho, ante éstos que no hubieran podido sospechar hallarse departiendo con un enfermo grave, si á última hora no hubiese cedido á la insana cobardía de hablarles de mi enfermedad, de mi neurastenia...

¡Maldita neurastenia!... Les conté todo: que estoy á régimen; que no duermo; que lloro á veces como un niño...; que una extraña piedad me acongoja ante el espectáculo de un mendigo ó de una mujer desamparada...

¡Maldita neurastenia!... Menos mal que no les referí cómo una tarde estuve si me tiro del Viaducto. No puedo tolerar el espectáculo de la barbarie humana. Me ahogan de piedad, de piedad, de piedad... las crueldades de la vida; y la neurastenia no es, tal vez, más que... eso: un estado de exaltación que nos deja percibir en su exacta verdad horrible el fondo de las cosas.

Un estado de clarividencia, de perfección, en que se siente el dolor que nos circunda cual si se tuviese el alma en carne viva. No hay tormento comparable; mas tampoco nada que nos hunda tan sombría y grandiosamente en la mística significación del Universo. Si los dioses sufren, deben de sufrir de neurastenia. Por ella he aprendido á amar las nubes, el sol, los campos, la nobleza, la pureza, los juegos de las flores y las niñas, lo sencillo.

Vienen los amigos á buscarme. Con recóndito pudor les habré de volver á escuchar sus groserías de conquistas y mujeres..., esas mismas groserías de mi pasado que ahora me avergüenzan como en un implacable espejo al oírselas á ellos: ¡Placer, sí, Placer! Seguirán hablando de Placer, la artista que conocimos en el tren y que va también á Buenos Aires. Piensan ya cuál habrá de acapararla... El cónsul, rubio Apolo, la habló en el pasillo del sleeping. Parece que ella le manifestó que me conoce de vista, que soy el marqués de Torre-Alba (me confunde con mi hermano); y este conocimiento, aunque les aclaré la confusión, basta á poner en guardia á mis amigos sobre «la ventaja que me pueda deparar la idea del marquesado con la procacísima cocota»...

Han subido la escalera en escándalo de risas. Abren. Sin tiempo para echarme de la cama, quedo incorporado.

—¡Hala! ¡Pero, hombre, Adamar, que estamos esperando! ¿Qué hace usted?

Creerán que me he recluído en el cuarto tratando de ver en el próximo á la cocota, ó á la actriz, ó á lo que sea esa bella de cien kilos... y me ocasionaría sonrojo confidenciarles que subí, á pretexto del sombrero y el bastón, con la única avidez de meditar mis sobresaltos.

Partimos en dos coches. El andaluz anochecer primaveral huele á claveles. El viento zumba así que dejamos las murallas.

Es la cena de mariscos. No me ha valido la disculpa de mi régimen. Mejor. Comeré y beberé hasta reventar, á ver si acaba mi excelso martirio cuanto antes. Por vergüenza hacia el doctor y mi pobre hermana Elena, que me animaron al viaje, no me vuelvo en el primer tren al tétrico encanto de mi casa.

Comeré mucho, tendré una tremenda indigestión, y mañana, en vez de embarcarme, los propios compañeros me reexpedirán para Madrid. Ahora que son inminentes, el barco y el mar me horrorizan.

No lejos del cenador donde nos sirven abrasando la sopa de almejas, entre flores, botellas y cañas, rugen furiosamente las olas. Sopla el levante y danzan los faroles de papel colgados sobre la mesa. Comemos, comemos; yo me harto. Ponen tortilla de percebes. Y el caso es que la devoro con gusto. Que me sepa bien, al menos, si todo esto ha de ser el veneno que me mate.

Háblase de toros. En seguida de mujeres. Hay, sin embargo, un asunto de gran actualidad, y en él recae la charla: el célebre crimen de Roma, que está intrigando al mundo. Apenas lo he seguido á saltos en la Prensa, por fatiga de atención á cuanto conmigo ó mi enfermedad no se relacione, y me puntualizan el suceso: Una mañana el conde de Montsalvato apareció muerto en su palacio campestre; no obstante haber manifestado su mujer (una joven mejicana, bellísima) que despertada por lamentos sordos acudió desde la inmediata alcoba y le encontró agonizando de un ataque al corazón, huellas de violencia en la garganta del cadáver hicieron imprescindible la autopsia, que descubrió la fractura del hiodes y rastros de un veneno. Se pensó que el asesino fuese algún criado que intoxicaría al conde al servirle de cenar; que, impaciente, habría querido acabar de rematarle en el silencio de sueño de la casa, y que no hubiese podido efectuar el robo al sentir á la condesa. Muchos días, con su falsa aflicción de viuda, continuó ésta en el palacio; pero los periódicos empezaban á insinuar los amores de ella con un profesor de equitación, un emigrado austriaco de historia equívoca, y de pronto, en compañía de una doncella, fugáronse los dos.

Según telegramas que los periodistas recibieron hoy, el austriaco ha sido preso en Trieste.

Recuerdo haber visto en los periódicos las fotografías de la condesa, primero como ilustre viuda, después como criminal..., bella, muy bella en uno y otro aspecto—si bien habiendo creído advertirla en el segundo un no sé qué de feroz y repulsivo.

Pero me importan poco, en suma, el crimen, la condesa y estas necias oscilaciones de nuestra percepción que nos hacen ver diferente el gesto de una cara según nos digan que se trata de una santa ó de una miserable...; y escucho á los demás, y como, como langosta, y langostinos, y ostras, y bocas de la isla y pastelillos de cangrejo...

Mañana la indigestión... No seré yo quien salga de tierra para meterme en ese mar donde estoy viendo bailar las luces de los buques..., donde el viento, más fuerte cada vez, hace de las suyas.

Un farol de nuestra mesa ha ido á parar, con vela y todo, á siete metros. Otros han ardido...

Entre levantarme apresuradamente, á las ocho (tras un sueño de cinco horas, porque nos acostamos á las tres), arreglar mi equipaje de mano, salir á aprovisionarme de acidol, bromuro y comprimidos de Vichy, y venir luego al puerto con el apremio del vapor que va á zarpar, no me ha quedado un segundo para pensar en mis congojas. Sólo sé que por invitación del cónsul, y casi encima de él, nos ha acompañado Placer en la berlina, y que, contra lo temido por mí, me ha sentado bien la brutal cena de anoche.

El levante nos azota y flamea violentamente las gasas del sombrero y las faldas de Placer—que el cónsul ayúdala á arreglar con manejos atrevidos. Contiénelos la presencia de la mucha gente y de las damas que esperan el embarque. Baja la marea, el mar, que estrella sus olas contra el muro, es una zarabanda infernal de espumas y de barcos. Imposible pensar en las lanchas, sin peligro. A tres millas divisamos el Victoria Eugenia en una confusión de trasatlánticos. Van y vienen los remolcadores. Atracan mal á la escalera, y el traslado de cosas y personas se efectúa difícilmente.

Vemos llegar á un esquelético negro vestido de chaqué, con una caja de violín, que deposita cuidadoso al socaire de la caseta factoría; quítase los puños, no muy limpios, y con gemelos inclusive los lanza al vendaval... ¡Diablo de hombre! Hemos visto sus puños huír y perderse rectos en la furia de las olas como dos aves libertadas.

Uno de los periodistas nos informa de que el negro es un músico excelente, mimado en tiempos por el kaiser, en Berlín, y hoy enfermo y miserable. La noticia le cae á mi neurastenia malamente. Símbolo de la humana veleidad. Yo también fuí algo de la vida, y ya no soy nada de la vida..., ya no soy más que un harapo.

Parte un remolcador, á tumbos y á gritos de mujeres. Llega otro. Se le asalta. Contenido con bicheros en prudente separación de la muralla, para ganarle hay que aprovechar el fugaz momento en que la proa enrasa el escalón. Salto y caigo encima de unas jarcias. El cónsul ayuda á la cupletista como puede. Dos señoritas son izadas en brazos de dos nervudos marineros. Chillan, ríen. Vuelan al aire sus piernas; mas no es cosa de preocuparse de pudores en este infernal baile entre cómico y terrible.

Atestada la pequeña embarcación, nos afianzamos á los hierros en la ruda travesía. Va pálida la gente.

Cuando arribamos al buque, nos da el consuelo de un edén en una roca. No se mueve. Todo blanco y en orden, salvo el rimero de menudos equipajes que va recibiendo el portalón. Viene de Génova, de Barcelona, y lleno de pasaje; elegante, en general; lo aprecio al cruzar con el mayordomo hacia mi camarote por la cámara de lujo.

El camarote me place: lecho dorado, baño, mesa, diván, ventilador; mío exclusivamente, lo cierro en cuanto me entran las maletas. He aquí una bella celda en que me podré aislar conmigo mismo. Túmbome en el lecho. Fumo, pienso y deploro no haberme traído á mi criado Castro, que me ayudaría á disponer las ropas en las perchas.

Embarcó el negro con nosotros. Es un tísico que se morirá en el Océano, y yo un grave enfermo que tampoco volverá de Buenos Aires—si llego. ¿Me arrojaré antes al mar?... ¡Quién lo sabe! La muerte se ofrece seductora para quien contempla en su verdad triste la existencia. Ignoraba que encerrase un tal encanto la esperanza de morir.

Trepida el buque. Empieza á removerse y ruge la sirena. Salgo. Acércome á la borda. Todo siniestro para mí, y más esta partida. Al abandonar la patria, la emoción pone lágrimas en los corazones y en los ojos de muchos, por la madre ó la amada ó el amigo que se deja. En mi seco vivir, nada puede conmoverme. Y sin embargo, para mayor escarnio, tengo también mi mujer, frívola, separada de mí hace cinco años, al segundo de la boda. Poco la importará que me muera ó que me ahogue, si ha sabido siquiera que me embarco.

Cierro los ojos, porque sufro el repentino pesar del injusto rigor á que propendo. A lo menos, con Elena..., con mi buena y santa hermana, á quien olvido y cuyo adiós adivina al fin mi corazón. Los egoísmos de su nueva familia y de su nueva casa no la impidieron cuidarme como una madre en el abandono de la mía...

Extraño á la impresión de la partida, torno al camarote. ¡Qué pena! ¡Nada me interesa de cuanto me rodea, tan pintoresco! Vuelvo á tirarme en el lecho, y evoco á mi mujer. Lloro. Culpa suya nuestra desdicha. En mi azarosa locura madrileña dormían el romanticismo de mi niñez provinciana y mi seriedad de hombre de estudios. Al buscar á Laura para la fundación de un hogar y de una vida de trabajo, mis romanticismos fueron mi único refugio contra las barbaries elegantes de caballos y queridas. No supo estimarlo, harto mundana. La quise mucho y no lo merecía. La decepción me hizo entregarme á los fáciles placeres con mayor brutalidad.

Laura duerme en mí como una rubia ilusión enterrada para siempre. No he tenido para qué hablarles de ella á estos conocidos del tren. Me creen soltero y neurasténico por excesos juveniles.

¡Y cuánto me avergüenza esta última verdad!

En fin, ya ¿qué remedio?... Un torpe desdichado que no debió salir del panteón bello de su hotel para no perder las visitas de consuelo de una hermana y su régimen de huevos y de leche. A bordo, uno y otro bien me faltarán. Ni podré comer, siquiera. De cuando estuve en Nueva York á perfeccionar prácticamente mis agrícolas conocimientos de ingeniero, sé demás á qué atenerme con respecto á los huevos en conserva y á las latas de leche de estos buques...

La contrariedad me sofoca; pero causándome una sorpresa al sentirla al fin irremediable: me aterra menos que otras veces. Ignoro si es porque me importa poco no comer ó porque me importa menos comer lo que me pongan. Una especie de estupefacción casi grata. Si al acostarme una noche en Madrid me hubiesen dicho los criados que no tenía mi vaso de leche con azúcar..., ¡oh!, creyéndome el más infeliz de los nacidos, habría sufrido la obsesión de una musiquilla cualquiera—del vals del Conde de Luxemburgo, por ejemplo, más de una semana.

Nadie que no la haya padecido sabe lo que en esta estúpida obsesión de tararear mentalmente horas y horas lo mismo, lo mismo, lo mismo..., sin lograr dormir, sin lograr pensar en otra cosa..., martirio de moscardón del que no puede uno librarse... ¡Habría de qué reír si no hubiese tanto de qué llorar en la dichosa neurastenia!

Y ciérranse mis ojos; tengo casi sueño.

—¿Señorito? ¡Hora de almorzar!

¡Ah! El reloj me lo comprueba. Profundamente he dormido, entonces, tres horas (y cinco de anoche, ocho)—lo cual me va resultando extraordinario. Además, no pienso nada de mis cosas. La neurastenia me irá á dar por dormir y por algún ataque de idiotez.

Hágome un sumario tocado de peines y jabón, y tengo que abrir una maleta para vestirme de smoking.

En el comedor, mucha gente—sin duda de la que venía desde Barcelona y Génova acostumbrada al balanceo. Los de Cádiz han debido de marearse.

Mas... no todos, cuando menos. Desde una mesita de un ángulo me llama el cónsul. No le puedo desairar, y acepto de mal grado (aunque está también Carlos Victoria), porque han sentado con ellos á la cupletista y á otra vistosa hembra de su laya. Me presentan á ésta Mlle. Eyllin, actriz de la Cigale, compañera de camarote de Placer.

Tortilla, el primer plato. Me la como. Guisan bien en el vapor. Albert quiere bromear; pero está pálido y sospecho que se le anda la cabeza. El húsar quedó en un sillón de la cubierta, mareado.

Pavo. Me lo como. No, no cocinan mal en el buque. Me sirve vino Placer, y lo bebo.

Con mi experiencia de la otra travesía, pienso que estos compañeros míos, nuevos en la vida del mar, no saben lo que hacen trayendo á la mesa á estas mujeres: el primer día es el que establece para todo el viaje las costumbres, y las tendremos de constantes camaradas. Por su trapío aisladas del resto del pasaje, se nos aislará con ellas y no podremos tratar más que cocotas. A mí no me complace, y supongo que tampoco al buen nombre de Victoria, del honesto dramaturgo.

Parte Victoria, disparado. Placer se ríe, loba de mar que lo ha cruzado varias veces por razones de contrata; y yo, mientras el bello cónsul procura resistir las invasiones del mareo, miro no lejos á una jovencilla que come con su madre y dos sacerdotes franceses.

La veo casi de espaldas, con la rubia seda ceniza de su pelo en bajo peinado de chicuela, y en un semiperfil de hechicería. De las crudezas que empiezan á cambiarse Placer y Eyllin y el cónsul, me purifico en la muchacha. Parece un ángel. Es mi afición á lo infantil. Tiene lo demás del comedor el aspecto harto mundano de un hotel, y yo diera no sé qué por ser admitido en la mesa de la niña y de los curas. Pequeña isla de respetos en mitad de la algazara... Se ríe y se tintinean demás por todas partes las cucharas y las copas. Los cíngaros se afanan inútilmente haciendo llorar á sus violines. Nadie les atiende.

Pero... corre, ha huído también el cónsul, de improviso, y Eyllin le sigue. La cupletista come mucho, y yo no le voy en zaga—si bien me contraría el quedar solo con ella. Incapaz de disimulos, hay momentos en que no contesto nada á sus gozosos comentarios del mareo de los demás. Sin embargo, es hembra poco ducha en silencios psicológicos. Me habla de compañeras suyas de Madrid. Conozco á varias. Sábelo bien, á pesar de haber actuado preferentemente en Barcelona, y con descocada frescura alude á sus intimidades con una vistosísima Raquel, tan guapa como diablo, y á otra Loló (¡ah, este nombre!), «tan linda como sosa», que fueron mis queridas. Por esto me conoce, confundiéndome algo con mi hermano, y por esto se encuentra más que demás enterada de que soy... ¡atiza! un «maestro del amor».

La conversación, echada á fondo por la ramera impúdica que bajo la mesa me junta una rodilla, lléname de una zozobra de asediado colegial que á la vez sintiese los rubores y rechazos del espíritu y los impulsos de la carne.

Sí, de la carne..., de la carne de pavo que devoro y de la carne del muslo de Placer. No me atrevo á retirar el mío, y bajo las castidades mismas de mi alma y la evocación triste de Loló me obstino en meditar si la provocación descaradísima me causa menos repugnancia de lo que hubiese imaginado..., porque en Cádiz me harté de mariscos, porque he dormido desde ayer como un lirón y porque ahora mismo estoy comiendo como un buitre... Sería hermoso y lamentable que éstos fuesen ya los efectos de la terapéutica marítima..., que con mi vuelta al sueño y al hambre y á la vida en mí resurgiese el animal.

Por lo pronto, olvidado de la niña, estudio egoístamente la cara y el escote de Placer..., y dijérase que á mí mismo me estudio en tal estudio. Guapa. Cuajada de brillantes. Los dientes blancos y perfectos. Sólida como una gigantesca estatua, debe de tener un desnudo irreprochable...

Sino que reacciono, á la hora del café. Sus cien kilos son demasiada carga para sobrellevarla en el viaje como irredimible consecuencia de una leve gratitud.

Fosco, casi huraño, cuando ella espera que me la lleve del brazo á la cubierta, me levanto y me despido:

—Perdón. Tengo que hacer. Voy al camarote.

Y en el camarote, de nuevo encerrado á llave, cual si la bruta prostituta pudiera perseguirme, comparto mis reflexiones entre el negro horror de mi neurastenia y el blanco escote de la bruta prostituta...

No la deseo; ó no sé, al menos, si la deseo ó no.

Torno á refugiarme en el recuerdo puro de la niña.

Por él ennoblecido, me hundo en la memoria de la desgraciadísima Loló—de aquella dulce Ana María en cuyo ser y en cuya alma delicada cometí todos los crímenes...

¡Pobre Ana María!

Maté tu candor, maté tu fe, maté á nuestro hijo en tus entrañas, maté cuanto de grande y santo hubiese podido realizar en el mundo tu bondad.

Y claro es que si tú arrastras por mi culpa el dorado horror de tu vida destrozada, yo debiese arrastrar la cadena de un presidio.

II

Positivamente me resta una de las más ingenuas distracciones de á bordo mi antiguo conocimiento del mar. No son para mí novedades las que excitan la curiosidad de mis amigos. En calma el viento, ellos, que ya pueden andar sin pasamanos, recorren el barco con Placer y con Eyllin. Bajan á las máquinas, para ver cómo, sin que entre el agua, cruza el casco el árbol de la hélice; suben al puente, para ver cómo maneja el sextante el capitán; visitan la punta de la proa, la bodega, las cocinas, y se preocupan de entender los dobles de esquilón y del momento en que se anota la singladura en el cuadro de la marcha.

A mí apenas si el espectáculo de algunos buques que cruzan logra distraerme un rato en la batería de gemelos que formamos en las bordas. Mis nervios se aplacan. Parece de corcho mi cerebro. La mayor parte del tiempo la paso tendido en el canapé, contemplando el juego de las olas.

Sin que pueda decir que estoy mal entre los compañeros, estoy mejor cuando me dejan y se llevan á Placer. Se encuentra irritada por mis desaires, aunque yo, gentil siempre que me habla, procuro suavizarlos. No he vuelto á comer con ellos. Una circunstancia favoreció mi disculpa de descortesías en el propósito: la mesa, de cinco asientos, no lo habría tenido para el húsar; calculé, pues, que me bastaría concurrir un par de días al restorán, á pretexto de mi régimen, así dando tiempo á que pudiera sustituirme el pobre mareado; y, efectivamente, al tornar al comedor, el mayordomo me indicó otra vacante en otra mesa de un viejo matrimonio alemán y de un marino bonaerense. Locuacísimo el marino, con unas patillas y una afable distinción del tiempo de Churruca, no me habla, al menos, de mujeres. Sabe idiomas, y cancillerescamente reparte su conversación conmigo y con los alemanes; pero su propia galantería de gentleman, que tiene que atender á todos, me libra pronto de él en la cubierta.

Yo, entonces, me aislo en un rincón y observo la gente del pasaje. El Victoria Eugenia es el mejor trasatlántico que navega en esta línea. Vienen muchos franceses, y principalmente familias uruguayas y argentinas que regresan de sus visitas europeas á todo rumbo de dinero. Anteanoche un señor del Plata dió quinientos pesos en la rifa de una Virgen que no sé quién organizó. No hay nadie á quien mi nuevo compañero de mesa no conozca. El solo llena de ceremoniosas reverencias las tertulias y los bailes. Toca el piano y la flauta, hace prestidigitaciones, inventa juegos de prendas, y lo mismo se pone á conversar con el segundo maquinista que con un ex presidente de la República de su país, y con la ex presidenta y las hijas, que traen la mejor cámara del barco, y que han sido en Madrid agasajadísimos. Algo anticuado el joven teniente de fragata, sin duda, en materia coreográfica anda aún por rigodones, y en lecturas por Balzac y Víctor Hugo.

Paréceme que sus mismos compatriotas, picados de snobismo al regresar del viejo mundo, le miran con la condescendencia que á un niño candoroso. Mientras él retóricamente trata de ensalzarles á las damas las figuras de Cuasimodo ó Juan Valjuán, ellas se distraen hablando del tango, de Wagner, de los apaches de París..., y, sobre todo, de lo que constituye la última atracción de escándalo europeo: del crimen de la Montsalvato. Traen diarios é ilustraciones, y se desquitan leyendo y discutiendo á bordo cuanto no tuvieron tiempo de saborear en tierra á su placer. Los grabados de la «tristemente célebre condesa» circulan. Se admira su beldad. Una de las más bonitas mujeres de Italia y la más perversa del mundo. Creen que ya la habrán cogido, y que se la ahorcará con el amante. Aguardan impacientes, para tener noticias, la escala de Canarias. Sin embargo, se asedia al capitán, por si radiográficamente pillase algo del suceso.

Me aburro, oyendo en todas partes hablar del crimen; y lejos de esta cubierta de joyas y elegancias, como la vasta galería de un balneario, me hundo en las encrucijadas del barco buscándome á mí mismo.

Más que por la impulsión invencible de pensar y sentir tristezas, según antes me pasaba, diríase que voluntariamente busco ahora el pensarlas y el sentirlas por el hábito de que no quiero prescindir. Ellas han constituído durante dos años mi existencia, y sin ellas parézcome vacío... sin rumbo en la vida, sin objeto.

Porque la verdad, la misma impulsión bestial que, desde que duermo y como, siento á veces ante las provocaciones de Placer, me abochorna hasta el extremo de preferir, incluso con su cohorte de penas desoladas, la orgánica aversión sensual de mi maldita neurastenia. Triste es tener que prescindir de la integridad del amor de las mujeres; pero más triste es tener que aceptarlas en su cercenada realidad de lascivos mecanismos. Los hombres no hemos sabido formarlas el alma todavía.

O mejor dicho, dejar de deformársela. Ejemplo de ello lo llevamos en esta miniatura del mundo que viene á ser el buque. Por eso me place, con amarga complacencia, bajar á la cámara de tercera y ver cuán cerca van unas de otras las pobres torturadas que forman como los símbolos de extrema oposición en el martirio de las vidas femeninas. Son, por una parte, cinco religiosas italianas que irán á hospitales ó colegios argentinos; por otra, y en patrullas diferentes, un sucio rebaño de prostitutas francesas y austriacas que irán á Buenos Aires.

Símbolos, sí, del social absurdo. Representan lo que se tiende á hacer con todas las mujeres de un modo indefectible. Se las parte, y no hay término medio para ellas. O lo espiritual, en un calvario de renunciaciones, ó lo animal, en plena desvergüenza.

Estoy contemplando en el entrepuente el grupo de asustada y blanca sumisión que á un lado componen las monjas; el grupo de descaro arlequinesco que al otro lado componen las rameras.

¡Horrible! Apartados en polarización inconciliable el beso del espíritu y el beso de los labios; rotos el amor del cielo y de la tierra para el amor del hombre y la mujer..., como si la angélica inocencia de los niños no se besase con los labios..., como si las madres no dieran á sus hijos con los labios los besos de la gloria.

Lloro por todas las desgraciadas prostitutas y monjas de la tierra, y me ahoga, me sofoca la piedad.

Pero... otra escena se me ofrece en estos fondos del fastuoso trasatlántico donde llevamos confinados los horrores. Baja de la cubierta de emigrantes una pobrísima familia; la madre, la hija mayor y un niño de quince años, transportan, como preciosas cargas que pudieran dejar caer en la verticalidad de la escalilla, á otros niños más pequeños; la joven es bonita, y mira tímida en su torno. Pasan como en fuga junto al escándalo de burdel de las rameras, y tras el amparo de las monjas buscan el escondite de unos fardos. Al poco llega un mozo de limpieza, besa á los chiquillos y repárteles fiambres; se va inmediatamente, y la familia come, apretada en el amoroso miedo de ella misma. Los circunda una aureola de honradez. Viéndolos comer la escudilla de las sobras, y pensando en los festines de mi mesa y en lo que la bruta de Placer traga á todas horas, siento que las lágrimas del alma se me vierten por los ojos.

Y el rubor me aleja de las gentes; porque el llanto debe ser una cosa vergonzosa en un mundo donde la impudencia de una mujer se paga con brillantes y la virtud de otra con miseria y con limosnas.

Voy enjugándome las lágrimas, y alguien me tropieza: el mozo de antes, que al salir de un camarote con dos cubos, me vierte un poco de agua. Pensando que soy francés porque no contesto, discúlpase en francés; no respondo, y háblame en inglés, al tiempo que se apresura á limpiarme con un paño. Al incorporarse y oir mi neto madrileño, cree reconocerme. Resulta un antiguo acomodador de la Princesa. Charlamos. Se expresa discretamente. Es perito comercial; pero sin influencias para colocarse, y abrumado por los hijos, atendió á la urgencia de ganarse una peseta como pudo. La familia que he visto es la suya. Emigran, y él ha logrado del sobrecargo este puesto eventual en el servicio, que le permite sacar algunas propinillas y restos de las mesas para librar del rancho á su mujer y á los pequeños.

Está flaco; está enfermo. Punto menos que á la fuerza le hago aceptar un billete de diez duros, y llora y quiere besarme las manos... Nos interrumpe una austriaca que viene medio desnuda, de bañarse. Es una de las rameras, grande, de senos lacios, casi vieja y casi horrible. Entra en el camarote y le reclama al mozo los cubos de agua con despótico ademán.

Yo parto, ocultando mi dolor; el infeliz sirviente me ha cruzado una mirada que indica sus resignaciones.

Subo adonde pueda ver el cielo. Desierto á esta hora el verandah de la cubierta alta, porque el pasaje se recluye á la música y al te del comedor, pido una cerveza.

Mas no logro olvidar al mísero padre de familia que sabe francés, que sabe inglés, que es un inteligente trabajador, cuyo acoso de la vida le impidió desenvolver sus aptitudes..., que es un español honrado, cuando menos, que quiso darle á su patria cinco hijos..., y que, lanzado por su patria, emigra y acógese á la compasión del barco sirviéndole de rapa á inmundas extranjeras.

La injusticia me acongoja. No sé qué parte de ella puede caberme á mí, y las lágrimas vuelven á inundar mis mejillas. ¡Oh, la neurastenia! ¡Qué excelsa maldición! ¿Por qué cuando estamos buenos y bien hallados en la vida no vemos todo esto?... Al revés, el ajeno sufrimiento nos impresiona como un contraste pintoresco que realza y le presta el claro oscuro á nuestra dicha: un golfo que, muerto de frío, cierra el coche donde nos ha unido la lujuria con una hembra de alquiler, nos hace sonreír y decirle una alegre chirigota; una anciana mendiga nos hace arrojarla de mal modo una moneda y un insulto, sin pensar que tenga las mismas entrañas hechas por Dios y las mismas canas quizá que nuestra madre; un camarero que nos habla el francés y el alemán nos parece sencillamente un majadero.

Y... seco precipitadamente mis lágrimas..., aunque los que llegan podrían demás, á saber su causa, comprenderlas: la joven rubia con su madre y los señores sacerdotes. Siéntanse á pocas mesas de mí, y ellos se ponen á fumar y ellas á leer libros de oraciones.

Es un ángel esta niña. Viste siempre sencillísimos trajes blancos, con la falda hasta los pies, y luce el ceniza dorado tesoro de su pelo en trenzas á la espalda. Por la gentileza del cuerpo diríase una mujer de veinte años; por la lozanía, y el candor del rostro, una chiquilla de trece.

¿Contará diez y siete ó diez y ocho?... No. Así como hay damitas que gustan de prolongar su aspecto adolescente valiéndose del infantil engaño de las ropas, hay niñas de precoces desarrollos que, á pesar de la puerilidad de su semblante, tienen antes de tiempo que alargarse los vestidos; y ésta es una de ellas. No he visto jamás una expresión más cándida y sincera. Tras la diafanidad de sus ojos verdes, claros, su alma de sencillez fulge al modo de un resplandor ancho y sereno á través de dos faros de esmeralda. Mira como sin ver, á las gentes..., á los cien tontos que á bordo se la comen con los ojos, y mira, en cambio, con éxtasis de atención inmensa las lejanías del mar y los crepúsculos.

Una atracción de suavidades me inclina á venir observándola hace días; á buscar los sitios de apacible soledad que ella prefiere; y he podido advertir que apenas si se asoma con su madre á los bailes del salón, que se acuestan á las once, y que se levantan, igual que yo, para contemplar las albas esplendentes, cuando aún no se ha hundido Venus en la línea de las aguas.

Miedo me da la idea de que, advirtiendo al fin la asiduidad de mi presencia, hubieran de juzgarme uno de esos imbéciles que por ahí las importunan.

Deja el libro. De un paquete de periódicos, saca uno y pónese á leer.

Los grabados tornan á advertirme que lo que tanto la absorbe en los diarios es, ¡ah, también!, el crimen de la italiana.

Como á los demás, como á todas las damas del pasaje. Pero á esta niña, de carne y alma de inocencia, plácela, sin duda, lectura tal, no por saborear manjares de perversión, sino por una trágica atracción folletinesca que afirma su infantilismo. Igual que ayer y anteayer, la veo ensimismarse en los relatos del crimen más que en el libro de oraciones, y á veces sigo en su faz de ángel los horrores que la crispan.

¡Oh, sí, sí, diáfana su faz..., diáfana como un fanal su vida entera! También cuando todas las mañanas la contemplo de hinojos en la misa, veo el fervor con que su pureza pídele á la Virgen no se sabe qué perdones.

¿Será una francesita?... Franceses son los periódicos que lee y en francés habla con los curas, uno de los cuales debe de ser hermano de la madre. Sin embargo, no tiene ese tipo que hace á Francia parecer un monótono bazar de muñecas blondas de pómulos salientes y labios gordos y encarnados.

—¡Adamar? ¡Adamar?... ¡Hombre, Adamar!

Giro, y me estremezco. Medio corriendo y en grandísima algazara llegan á buscarme el dramaturgo, el húsar, el cónsul, Placer y la actriz de la Cigale. Recogida alta la falda, enseña Placer la aparatosa seda de sus medias.

Me causan la impresión de que profanan un templo. Los curas, la madre, la niña-arcángel han vuelto los ojos hacia el tumulto de estas mujeres de hermosura descompuesta. Porque no se sienten aquí, me levanto y salgo al encuentro de mis amigos para ir en su compaña á cualquier parte.

 

Estamos en tierra.

Hemos venido durante la mañana viendo definirse las altas montañas de esta isla, mirando por la vasta extensión del agua la lejanía de las demás del archipiélago, y acabamos de desembarcar en Tenerife. Nos guía muelles adelante un grupo de periodistas canarios que ha acudido á recibir al dramaturgo. Placer tutea desahogadamente al cónsul y no se le descuelga del brazo. Derechos conyugales que se abroga. Él no parece agradecerlo.., ya. Bien con otra triunfal alegría me contó hace unas noches la historia: luna en su camarote, y una ilusión de cien kilos de sirena de cocota á su litera llegada desde la espuma del mar. Lo peor es que ni á luna ni á sol se le aparta desde entonces. Lo que temía para mí, de no haber puesto enérgico el remedio.

Entramos en Santa Cruz. Llena la plaza, de señoras que pasean y de tiendas de tabaco. Es éste el país de la eterna primavera, como la isla de Calipso. Las casas pequeñas, pero lindas, tal que casas de juguete, están pintadas de verde, de rosa, de cielo... Macetas en las ventanas, macetas en los balcones. Tropical Andalucía paradisíaca, y más frecuentada por ingleses. El verdor de las montañas le forma un valladar de frescura á la ciudad. Las mujeres todas me parecen bellas, altas, con la gracia gentil de la española pigmentada en africano.

Tomamos vermouth en la terraza de un bar, y nos surtimos de tabaco. Precios inverosímiles: paquetillos Henry Clay á veinte céntimos, y habanos á real.

Tres coches nos suben una larga calle en cuesta. Siempre las lindas casas y hotelitos de juguete. Visitamos tiendas de orientales. Los bajos precios incitan á comprar. Obsequia Placer al cónsul con un elefantito de marfil y él tiene que pagarla doscientas y pico de pesetas por un bazar de cosas que ha ido escogiendo: gemelos de teatro, chales y kimonos de seda china, maques, polveras, estuchillos...

—Perfectamente—me dice aparte el cónsul—. He hecho el primo; pero con ésto habrá de darse por contenta y no hallará ocasión de nuevos cobros.

La gratitud hácela aferrarse á su brazo más gachona.

Entramos en dos redacciones. Nos retratan. Placer, clavada á su rubio amigo «para que cuando el periódico llegue á España los vean muy juntos», suelta cada barbaridad que canta el credo. «No la gusta París porque allí llueve y ventosea mucho». Al fotógrafo, que al componer el grupo la tocó la barba, le dijo «mari... quita»; y á un chico que corriendo la tropezó en la calle, «hijo de un rato».

Y andaluces, sí, andaluces los canarios, no saben prescindir de llevarnos á un arrabal de Santa Cruz para probar el vino isleño. Luego, montaña arriba, van al Quisisana los coches.

Es uno de los grandes hoteles del turismo. Inglaterra. Misses, ladys y milores. En la ascensión hemos contemplado panoramas sorprendentes. Ahora el Quisisana nos brinda todo el confort apetecible. Su extranjera y silenciosa población le da aires de un convento de elegancia. Para mis ansias de paz tomo nota de este hotel y de este país encantador. Acaso alguna vez venga á habitarlos.

Victoria háceme advertir la injusticia con que los españoles buscamos fuera de España los parajes de belleza; vamos á Niza, á Italia, á Suiza, y no sabemos siquiera que tenemos hechizos superiores en Asturias y Galicia y Baleares, en la propia Extremadura, en Canarias, en Granada. Sin duda somos gentes de un individualismo altivo y feroz que nos deja ser colectivamente calumniados.

Consultando los relojes, deploran nuestros acompañantes que no nos quede tiempo de visitar la verdadera maravilla de la isla: el valle de Orotaba, lleno también de magníficos hoteles; y, andaluces, individualistas, al fin, á la española, encerrados en sus gustos, nos hacen partir del Quisisana para llevarnos á comer á una típica taberna... ¡como si las tabernas y nada más que las tabernas fuesen lo típico de España!

Me resigno á la taberna.

Escabeche y guisos de figón. Algo de guitarreo, con un torero que aparece, al cual Eyllin le acaricia la coleta, y baile de Placer con taconeo y patas por el aire. La actriz parisién y nuestro autor se entienden, á pesar de sus géneros distintos. No hay como ser hombre festejado para la adhesión de una francesa. Eso sí, al final iguales, francesas y españolas... y ya verá también Carlos á la hora de cobrar.

III

Me levanto al amanecer, siempre. Es el momento de las purezas perla de la aurora. Terminados los baldeos y limpio y en orden todo sobre el sueño del pasaje, el buque parece... de ella y mío—parece de los dos. A fuerza de encontrarnos cada día en tan bello despertar, ella y su madre corresponden á la digna inclinación de mi saludo con una bondadosa simpatía mezclada de recelos.

Los recelos de empezar á creerme un galanteador inoportuno. La joven, singularmente, me mira como con la súplica medrosa de que no la turbe la única hora de dulce libertad que goza por el barco. Terror de niña seria que no osa á jugar con las demás niñas delante de la gente, y que no se atrevería á separarse de la madre en mi presencia. ¡Qué clara sorprendo en su faz esa emoción!

La tranquilizo, me alejo, y desde un escondite cualquiera, donde no pueda sospecharme, la contemplo, la contemplo á mi placer.... atraigo nítida su imagen con mis zeiss, con mis potentísimos prismáticos.

Dúrala el temor buen trecho; vigila en torno su contrariedad de volver á verme aparecer, y, entregado el susto del alma verde de sus ojos al mimo de carmín del horizonte, permanece anhelosa y pensativa... Recobrada al fin la confianza de estar sola, se levanta, y, sin apartarse mucho de la madre, juega á dar paseos, á vagar de un lado á otro, á observar á los grumetes en los palos y á acodarse en un rincón de la borda viendo huír las bandadas de delfines.

Viste de blanco; yo, de blanco también, desde los zapatos á la gorra; es blanca la silueta de algún oficial de servicio que cruza; son blancos la cubierta, las bandas, los botes que penden de sus amarras encima de los salvavidas; son de un vaporoso azul-blanco de ópalo el cielo y el mar... y creyérase que somos almas y que vamos navegando infinitamente perdidos á través de un alma inmensa de celaje, de pureza.

Los gemelos me la agrandan y acercan hasta poder contar en el azul esmalte los diamantillos de la medalla de la Virgen que lleva al cuello. Única modesta alhaja que la adorna. No usa pendientes ni sortijas. Sus manos y su cara tienen la pálida mate lozanía de las gardenias, y sus labios, labios puros, que alientan muchas veces entreabiertos, son rojos, de un rojo sano de sangre de granada.

Unas veces, juzgándose absolutamente sin testigos, se instala en cualquier amplio sillón, saca de la escarcelilla un polissoir y llévase gran rato puliéndose las uñas; otras se tiende en un canapé y mira extasiada el horizonte. Perdió la otra noche un pañuelo y yo lo recogí y lo guardé; huele á delicadísimos perfumes. Es toda, elástica y armónica, el augurio de una aristocrática mujer; pero es también la niña de ternura y de pudor que ni en la soledad le consiente el más leve desorden al vuelo de su falda.

Ayer otras niñas más niñas subieron muy temprano. Corrían tirando al alto una moneda, y la moneda rodó metiéndose entre dos tablas del piso; se agruparon de bruces á sacarla; no podían, y una pequeñita lloraba. Las acorrió ella; se postró al suelo también, y con una tijerilla y acopio de paciencia las hubo de ayudar. El grupo, visto con mis zeiss, resultaba encantador; juntas las angélicas cabezas, tocábanse las sedas de los rizos y las manos. No la aventajaba ninguna en suavidad. Últimamente las contentó repartiéndolas monedas suyas... y besos, muchos besos.

¿Por qué no pude yo ir á unir á las inocencias de sus besos la inocencia de mis besos?... ¡Ah, qué pena es que siendo de tanto amor el beso de los niños, y creciendo con la edad el amor del beso, el afán de besar se convierta en crimen!

Mi admiración ideal placeríale á la pureza de este ángel. Pero, no...; cuidadosamente evitaré que la confirme. Entre sus quince años y mis veintinueve años, entre su candor y mi groserísima miseria, entre su calma virginal y mi atormentada situación de hombre casado y endiabladamente enfermo, no puede haber nada común.

Puede haber lo que no necesita ser manifestado por mí ni conocido por quien de modo tan gentil me lo produce: el consuelo de una hermana dulce, más pequeña que mi hermana, que no está aquí..., y la vergüenza y el asco de las pasadas brutalidades de mi vida.

No, no tiene por qué saber jamás la tribulación de repugnancias con que mi corazón llora ante ella; ni podría entenderla, ni el infesto de mi ser permitiríame reposar en la limpia nobleza de su hombro mi frente consternada.

¡Elena, hermana mía, cuánta transparencia de divina humanidad lloraba en el descanso de tu hombro!

Te recuerdo; recuerdo á nuestra madre en esta niña, y tengo que beber los breves minutos de ansias inefables en la copa del bochorno.

Harto breves—los minutos, la hora de comunión con lo ideal. Va saliendo el sol, y van apareciendo pasajeros que despiertan. Primero los niños, que se ponen á jugar y á reír con la alegría de la mañana...; después los curas, que secuestran á la niña hechicerísima con sus calmas evangélicas...; luego, poco á poco, los demás.

Dijérase que al día y al haz del buque llega el mundo en un inverso orden de moral imperfección.

Los últimos, allá á las once, son Eyllin, Placer y mis amigos.

Sino que yo los esquivo cuanto puedo.

O escalas arriba trepo á la cubierta de botes, poniéndome á departir con las olas y las nubes, ó ansiando emociones menos plácidas bajo á los entrepuentes de emigrantes.

Me conocen ya, en el de la proa, en el de la popa.

Cuando los contemplo desde la cubierta de cámara, como desde los miradores de un alcázar que diese á patios de leprosos, el cuadro ofréceseme cruel. Amontonados. Campamentos de locura y suciedad. De día, los que en su inmovilidad apretada caen fuera de los toldos, ampáranse del sol colgando mantas; de noche, algunos las transforman en hamacas, y la mayoría duerme en el suelo de madera, donde se han pisoteado los vómitos y el rancho. Monstruos, más que humanos seres. Cerdos, en su salaz aglomeración forzosa, más que varia humanidad. Babel en marcha, maldita por no se sabría qué Dios de los rencores; hablan todos los idiomas, abrúmanse de todas las ruindades y mezclan con una igual y gris promiscuidad sus vidas y sus almas.

Dan idea del aplastamiento, de la trituración por lo fatal. En vano mujeres jóvenes y bellas, familias honestísimas, que en la pobreza de su país habrán hecho de lo delicado religión de sacrificio (como la del ex acomodador de la Princesa), en un poco de limpieza y de paz querrían aislarse de la soez canallería: con el agua vertida alrededor, corren hasta ellos los detritus; con la copla ó la frase del rufián, la desvergüenza...; y el albo pañizuelo de la pulcra conviértese en guiñapo, y el pudor de la madre y de la virgen en rosa ajada por una lluvia de inmundicia en el estiércol. No lejos de la novia que mira triste en la estela que se pierde la endecha de su amor, van el ladrón y el asesino, que esquivan á la vez que añoran sus presidios torvamente, y el Sileno que grita sobre un tonel.

Todas las concupiscencias, todas las confusiones, todos los apetitos..., toda la condensación del caldo hediondo y negro de la amasada y destripada Humanidad. En la caldera de horror, las inocencias se han fundido; y así por las sombras y el sueño del montón oye la casta el sordo rugir de una lujuria entre un sátiro y una bestia, y así, anteanoche, fueron llevados á la barra dos hombres cuyos cuerpos yacentes se buscaban con viscosas reptaciones de lombrices...

El dolor se me clava en el corazón como una espada.

No había podido nunca imaginarme semejante violación de la humana dignidad. Pensar que con este cosmopolitismo de la crápula, que con esta espuma que Europa le da á la emigración, van muchos inocentes desdichados, muchos engañados..., me acongoja. Pensar aún que á tres metros por encima, que á una baranda por en medio vamos nosotros en festín de lujos, de mágicos salones, de músicas, de flores, de pereza..., me atosiga y me destroza.

¿Por qué esta injusticia tremenda entre los hombres, esta inútil necesidad de la crueldad?

No sé por qué.

No lo comprendo.

Con el espacio y los divanes y los manjares que nos sobran, esos infelices ahorraríanse la humillación de verse tratados de un modo tal por sus hermanos. Un pájaro, un lobo y hasta una hiena no están jamás así en su bandada, en su manada.

¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo!... Y yo debería correr gritando por ahí: «¡Socorro! ¡Que se ahogan, que se asfixian aquí los decoros de la vida!»...

Mas como nadie habría de secundarme y me juzgarían un mentecato; como son tan humildes é ignorantes estas gentes que no suben á escupirnos y á arrogarnos por las bordas..., soy yo el que suele bajar á ellos para sufrir siquiera un poco su tormento.

Me conocen. Pero me rodean desaprensivos tal vez los menos acreedores de piedad, y les voy cobrando miedo. En pocos días les he repartido mil pesetas. Deben proceder de mi dinero el vino y las juergas en que les he advertido algunas veces...

Y huyo, huyo por fin de ellos y de mi presentimiento de sandez repartiéndoles limosnas.

Con una desorientación tremenda en punto á caridades y á filosófica moral, vuelvo á la cristiana indiferencia y á la estultez de mis congéneres. Allá los pobres, pues, con su penar, y los ricos á bailar y á reír en la molicie... hasta la hora del Infierno.

IV

El oleaje de almas y de cosas, que dijérase que para jugar caprichosamente con las vidas salta á bordo desde el oleaje del mar que juega con el buque, me ha lanzado á limbos de ideal. Soy amigo de la rubia-ángel. Imposible habríale parecido ésto á mi afán, y sin embargo ha podido realizarse con la sencillez de una casual presentación á ellas par el teniente de fragata. Bendigo las expansivas hidalguías de este hombre que trata á todo el mundo.

Fué hace cinco tardes. Salíamos del comedor, y los dos sacerdotes franceses, el P. Reims y el P. Ranelahg, uniéronse á nosotros. Nos sentamos, y al poco las dos personas en cuya aparición yo no cesaba de pensar se acercaban sonriéndonos..., ó, á mejor decir, sonriendo á sus antiguos conocidos, puesto que ambas, y la niña especialmente, no pudieron reprimir un cambio de la jovialidad á la contrariedad al advertirme; pero, como antes á los curas, mi presentación se hizo inevitable; Lambea (ajeno, por lo demás, á la emoción de las llegadas), formuló:

—El señor Alvaro Adamar. La señora Leopolda Río Hoffmeyer, y su hija, la señorita Rocío.

Extremé mi corrección para borrar el mal efecto. Me quedé un poco aparte en la tertulia. La dama, los sacerdotes y el teniente de fragata hablaban en francés. Rocío (¡diáfano nombre!), también callada, turbadísima por lo que juzgaría en mí amaño de tenorio, mirábase los pies y me arrojaba ojeadas de recelo; estaba pálida; era tanta su emoción... que yo, incapaz de compaginarla con el simple temor de la libertad de una chicuela amenazada por un impertinente, incurrí un segundo (lo debo confesar) en la sospecha de que fuese lo contrario: el recóndito vibrar de una niña que por primera vez se siente galanteada por un hombre.

Pero deseché mi petulancia. Se hallaba ella junto á mí, ambos aislados de la conversación de los demás, y todavía ante la sorpresa de los nombres españoles y del español empleado en la presentación por el marino, no obstante encontrarnos hablando con franceses, á una pregunta mía respondió que era española, de Barcelona, aunque había vivido en Nueva Orleans casi siempre.

Toda despreocupación é ingenuidad, la coquetería no asomaba á su gesto ni á sus ojos; quise hacerla hablar de los teatros y de la vida elegante de Nueva Orleans, y me respondió del colegio y de juegos infantiles: monjas, las madres; y ella patinaba en el parque del convento. Pasó en seguida un gato junto á nosotros, y le llamó con un rápido gui-rí, gui-rí gui-rí, del cual hubo de explicarme que es el modo con que en Nueva Orleans se sustituye nuestro clásico mis, mis...; le cogió, le acarició; luego un gran papel que cruzó volando, tirado sin duda desde el puente, hízola correr á la borda para verle flotar sobre las aguas... Allí permaneció. Maldito si yo parecía importarla lo que el gato ó el papel—y ello, en final de cuentas, prodújome alegría, porque en la fraternal amistad con esta niña, no busca mi alma, no debe buscar absurdas intrigas imposibles...

Un momento más de atención de la mamá al notarme por la chiquilla abandonado; preguntas sobre si voy al Uruguay ó la Argentina; lamentaciones acerca de las sales disipadas de un pomito roto que sacó de la escarcela, porque sufre mucho de los nervios y no podría reponerlo en el vapor..., y, ¡ah!, preciosa coyuntura para acercarme al camarote y volver ofreciéndola otro pomito de los que yo embarqué con mi antineurasténica provisión de morfinas y bromuros... Y como el marino, cuya inquietud no le deja pasar diez minutos en un sitio, se levantó y se despedía, juzgué discreto acompañarle...

Me completó las noticias. Las nobles pasajeras no son parientes ni tienen nada que ver con el P. Reims y el P. Ranelahg; conociéronse de haber vivido algunos días esperando el embarque en el mismo hotel de Barcelona; muy religiosas las dos, simpatizaron con los dignos sacerdotes. Leopolda es de origen francés-argentino y viuda de un negociante catalán que murió en Nueva Orleans hace tres años; ella y la hija han vuelto á Barcelona para arreglar asuntos familiares, y piensan fijar la residencia en Buenos Aires, donde tienen intereses.

¡Bravo!... Al día siguiente Leopolda se apresuró á agradecerme el tranquilo sueño logrado con mis sales; me habló extensamente de sus nervios; y yo, picado en la manía que iba ya casi olvidando, la hablé de mi neurastenia.

Sus nervios, mi neurastenia y mis sales de Labanda han sido, pues, el nexo de nuestros egoísmos necesarios á toda intimidad; y, ahora, en la blanca gloria de nuestro despertar de las mañanas, puedo unas veces dejar que la voz melodiosa y lenta de la madre apacigüe mis angustias, y puedo otras con la hija vagar por la cubierta, mirando como á través de su inocencia las crestas de ámbar de las olas y contemplando el candor de su inocencia misma cuando ella observa á través de mis gemelos los buques que nos cruzan.

A las seis suena diariamente una campana; mi niña amiga despídese de mí con una graciosa reverencia para ir á misa, al fondo de atrás de la cubierta, donde apenas si suelen concurrir más que las monjas, algunas pobres emigrantes y algún rudo marinero; póstrase de hinojos cerca del altar..., y yo, viendo la guirnalda rubia que la forman en la espalda sus dos trenzas tejidas en arco por las puntas, desde lejos, y también por reverencia á ella de rodillas, hacia ella continúo la adoración de la que adora á la Purísima con fervores que la postran retorcida contra el suelo. Al anochecer vuelvo en la terraza del bar á reunirme á ellas y los venerables sacerdotes. Y aún, algunas noches, después de la comida, concurro á la tertulia de los cuatro, en la baja cubierta, hasta la hora de dormir.

A la tertulia singular de calma y abandono; á la tertulia sin tertulia. Todos arriba se recogen al baile del salón, y esta niña y esta madre y estos curas bondadosos prefieren la fiesta de callada paz de las estrellas. Raramente hablan. La limpieza de sus almas predispuestas á la amplia comunión con los espacios, redímelos de esa mezquina necesidad social que se llama la conversación, tramada siempre de envidias y ruindades. Saber hablar constituye sin duda un don preeminentísimo; pero lo constituye todavía más alto el saber callar.

Por eso, antes quizá que por el temor á importunarlas demasiadamente, no estoy á todas horas junto á ellas; desconfío de que yo sepa callar en el grado de prudencia necesario; dudo en mí de esta superioridad de hombre, que es casi de Dios; por no permanecer mudo, pensando así pecar de descortés, le diría á Rocío... que me parece de arcángel su belleza, que admiro su exquisita sensibilidad, sus gustos infantiles, su talento—ó lo que es igual, diríala cortesísimas sandeces. Fuérzome, pues, á la violencia del silencio, que no es violencia en los demás, y de tan exagerado mi temor, llego á ignorar si él constituye un mérito ó, al revés, un defecto que subraya más el locuacísimo Lambea cada vez que llega á la «tertulia sin tertulia». Entonces cambia todo de improviso: trae constantemente algo que contar, algo que comentar y discutir..., y quién sabe si á Rocío yo no le resulto aburrido demás en el contraste.

El silencio de ella, en verdad, discreto colmo de su inglesa educación, no parece presuponer indiferencia á lo que sepa hacerla oir cualquiera amenamente: lo noto en cómo escucha al P. Ranelahg si éste explícale á la madre algún misterio del libro de oraciones; asimismo lo advertí ayer con motivo de una discusión entre los Padres y Lambea: versó sobre el crimen de Roma—tema eterno y testarudo del vapor, por lo mismo que á nadie nos importa, y traído también á la espiritualidad de esta reunión por el simpático marino—; él se ha hecho un argumento de fortuna contra la creencia general de que no será aprehendida la condesa, y lo repite en todas partes: «La Montsalvato, con la atención fija del mundo entero, con sus fotografías reproducidas por millones y millones de periódicos, con su espléndida beldad de reina llamativa, encuéntrese donde se encuentre, en París, en Londres, en un barco hacia Nueva York por mitad del Océano, no se escapará, no podrá escaparse». Lambea cree que antes del final de nuestro viaje la sabremos detenida; y á la objeción del P. Ranelahg, robustecida por el otro Padre y por Leopolda, relativa á que justamente el convencimiento que tendrá la criminal de no poder pasar inadvertida la hará ocultarse en el fondo de la tierra, Lambea, lógico, replica y prueba que no, que lo de «ocultarse» se dice mejor que se efectúa..., puesto que no se trata de un agujero del campo ó de una peña donde nadie, y menos una hermosísima mujer, haya de vivir como una loba...

¡Ah, sí, qué aguda atención infantil la de Rocío!... Seguí las emociones de su cara, intensas, hondas, que la crispaban á veces de vibraciones de terror..., y no sé si porque me daba enojo el no acertar nunca de tal modo á entretenerla, ó porque me diese pena, pena, ver su alma estremecida con tales infamias, sufrí escuchando al charlatán.

Claro es que he confirmado que á Rocío no la interesa el crimen sino por la absorción que pudiese igual ocasionarla un relato de ladrones ó de brujas... Sin embargo, en el caso de su madre, aficionaríala á otras lecturas.

¡Bah!... Incluso sin estar en el caso de la madre, me faltó nada para rogarle á Lambea que no volviese á hablar del crimen ante ella... Y hubiera sido insigne indiscreción... esa indiscreción que mi afán de ser discreto teme á cada instante: en primer lugar, por mi horror á que nadie crea, ni yo mismo, que pueda estar enamorado de esa niña; y luego, porque habría de resultar extrañamente necio que le marcase vallas de delicadeza al delicadísimo marino á quien le debo el bien de su amistad.

V

Lo saliente en el alma de Rocío es una sensibilidad que lo mismo se conturba por el hecho baladí de la presentación de un extraño, por la simple lectura de un periódico ó por la fe con que se arrodilla y llora ante la Virgen; y la curiosidad hacia esa alma es la obsesión en que se ha concentrado mi vida enteramente.

Sigo vagando por el buque como si ya no existiesen ni para la más leve atención de mis sentidos los otros pasajeros, como si no hubiese cerca de mi alma más que otra alma cuyas profundidades me cautivan. ¡Rocío! Únicamente ella me inquieta con una paradójica inquietud de calmas bienhechoras, y parezco un hombre que, perdida la facultad de observar alrededor, continuase la travesía en el enorme trasatlántico cual si á bordo quedasen sólo él y una chiquilla.

¡Una chiquilla!... Compañera misántropa y gentil, ciega también de divina ceguedad, para no ver sino dentro de la gloria de su alma. Pero su visión, desde su atención muda enfocada en mis angustias, es, sin duda, más intensa; y mi visión sobre su vida blanca de gardenia es de una amplitud que la envuelve como un aura y recoge todos sus efluvios. Apenas si he osado á dejarla adivinar mis penas en insinuaciones de suspiro, y mis penas la inspiran la simpatía y el afecto que la debo. Pensar que ese afecto esté constituído por otros sentimientos, fuese insensatez. Dícemelo su infantil indiferencia. Si la hablo, escúchame y sonríe; si callamos en la extraña «tertulia sin tertulia», no le causo preocupación á sus miradas. Soy yo quien así puede mirarla, quien mira constantemente cómo ella mira al cielo ó mírase los pies, y quien bebe á grandes sorbos la delectación de su bellísima inocencia.

¿Por qué acierto providencial, nuncio de lo que en lejano día habrán de ser todas las mujeres, hay en Rocío una tan armónica exageración acentuada de la mujer y de la niña?...

Su expresión de ángel está rodeada por la opulenta cabellera rubia como por un humano marco de pasión, y bajo sus blusas, sueltas como túnicas, toda la castidad que derrama su semblante no impide vislumbrar la elástica y larga elegancia de un cuerpo macizo y fino, poderoso.

A veces se levanta, se pasea, aléjase á la borda. No pide disculpa ni permiso. Es la libertad de las chiquillas. Y en la chiquilla, de espaldas, desde los hombros á los pies, la esbeltez de la mujer denúnciase en una flexible sucesión de ondulaciones. Marcha apoderándose del suelo lenta y firmemente, con la pesantez de su arrogancia, y á pesar de ello no avanza recta; tal, que si á la dura y ágil goma de su estatua le sobrasen energías.

Obstinado en inquirir la causa de su andar rítmico, creo haberla hallado: es que á cada paso, al ir á pisar con el pie que está en el aire, por un muelle y nuevo impulso del que está apoyado, lo adelanta aún un poco más..., lo cual le imprime á la gracia de la figura toda un balanceo de minué. Efectivamente, hace el efecto de que baila, de que sigue la cadencia de una música que oyese sólo ella..., de que sea tan flexible que pudiera saltar como una tigre, doblarse como una titiritera, enroscarse y enlazarse igual que una serpiente.

Cierro los ojos..., acabo por cerrar los ojos cuando de tal manera la contemplo. Mis ansias egoístas van entonces más allá de lo que conviene á mi miserable situación y á su inocencia. Ha querido la suerte ponerla tarde en mi camino. De un ángel así..., ¡oh!, ¿no hubiese hecho mi amargura la perfecta mujer de los amores juntos del alma y de la carne, del cielo y de la tierra?

Es de noche. Está ella en la borda mirando no sé qué de la obscuridad del mar á ras del casco del buque..., y estoy yo en uno de esos momentos cuya dulzura me envenena. A fin de protegerme en su misma ingenuidad, me levanto y me acerco al lado suyo.

—¿Qué mira usted?

Nos hallamos en el solitario verandah de la cubierta. La ha sorprendido mi silenciosa aparición, y me responde:

—Los fuegos de las olas.

Inclinada nuevamente á contemplarlos, me doblo también al antepecho. Lumbres de plata, que surgen del fondo tenebroso y que rebrillan y dispérsanse en estrellas. Madejas fosforescentes, juegos de hechicería y fantasmagoría que le van tendiendo al barco paveses siderales. Vuelvo á pensar en la sensibilidad y el talento de Rocío, que se manifiesta en todo á cada instante. El espectáculo es de una grandiosa simplicidad digna de su espíritu. Además, al contestarme pudo decir, con expresión directa y vulgar: «Las luces de las olas», y ha dicho, con gráfica energía: «Los fuegos de las olas»...

No me atrevo á romper con comentarios su embeleso. Pasan los minutos. Suena cerca la algazara del pasaje. El contraste de las gentes que no saben divertirse si no es en la frívola elegancia del conjunto de estultez que forman ellas propias, me acentúa la delicadeza de esta niña, de esta melancólica hechicera, de esta espléndida criatura que podría ser la reina del salón. A los mundanos agasajos prefiere los pequeños encantos infinitamente bellos del mar, de que las otras no disfrutan, y sabe sentirlos hondamente.

«Los fuegos de las olas.»

¡Sí, sí; ésta, en la chiquilla, no es la expresión de una chiquilla!

E igual que ahora, cien veces en sus verdes ojos, fijos, he creído percibir el crítico proceso de una mujer de inteligencia extraordinaria.

Cesa de mirar al mar. Apoyada en la borda contra el codo, contempla la celeste diafanidad de maravilla. Hay un lucero cuyo fulgor riela en el agua fuertemente. Calla, calla siempre Rocío, y yo sigo prisionero en la magia blanca de su ser y en la tenue emanación de su perfume. Es gardenia, y tiene aroma de gardenia; huele á la exquisita esencia del pañuelo suyo que traidoramente guardo; es gardenia, y, como las gardenias, tiene el supremo encanto de irradiar la gracia y el bien de su beldad ignorándolo ella misma.

Y, por último, ella es la que dice, señalando á la altura con la maño:

—¿Conoce aquel lucero?

—No—vacilo, avergonzado de no poder satisfacer con mi ignorancia lo que creo una fugaz curiosidad de sus infantiles ignorancias—; Venus..., Mercurio, acaso.

Pero rectifícame sencilla:

—Es Júpiter.

Recorre con los ojos y la mamo la bóveda infinita, y me va nombrando otros luceros, otras constelaciones de las que en las proximidades de la región ecuatorial fulguran como ascuas.

—Marte está allí, aquél de brillo rojo; y aquél Mercurio; no se ven por este lado más planetas. Venus sale á media noche. Mire, vea: Cástor y Polux; á la izquierda, Alderabán; allá Rigel, en el cinturón de Orion; en la Lira, Vega; y luego, por todo éso, Enif, Antarés, Sirio, que es azul y que titila; Altair..., Sirrach..., las Pléyades...

El asombro de esta familiaridad con los astros impídeme continuar mirando el firmamento, para fijarme en Rocío; al advertirlo, se recoge ruborosa, dejando de indicar. Sonríe con una ideal sonrisa que Júpiter alumbra.

Maravillado de la niña que sin conocer el mundo en que vive conoce los mundos con que sueña, se lo manifiesto así, y suspira deliciosa:

—¡Las estrellas son amigas mías!

¡Ah, sí! Por eso, porque Rocío, hasta por su nombre, es algo del cielo, es algo de ángel o de estrella, es algo del espacio, una mañana, que en nuestro despertar de almas tardó en salir, tuve la impresión de que al alba le faltase algo tan del alba como Venus ó un celaje..., tuve la impresión de que se hubiera perturbado el Universo.

—¿Dónde aprendió usted—la pregunto—los nombres de sus amigas las estrellas?

—¡Oh!... En Nueva Orleans; en el colegio.

—Pero en los colegios, en los libros, esas cosas se aprenden... y se olvidan.

Cruza á la colegiala una evocación de melancolías, y añade con dolorosa timidez:

—En mi colegio de Nueva Orleans había una alta terraza adonde me gustaba subir sola por las noches; á fuerza de mirar las estrellas quise conocer sus nombres en una carta de la clase. ¡No sé, muerto mi padre, creía que pudiéndolas nombrar estaba yo más cerca, estaba él menos lejos!

Esta vez, con el talento de la joven, me sorprende su ternura. Siento una enorme gana de decírselo, y ante el nuevo silencio de ella me violento por no hablar.

Mas no logro dominarme.

—Rocío, no puede imaginar en cuántas ocasiones he estado tentado de decirla, de la diafanidad profunda de sus ojos, algo que no es precisamente de sus ojos, que no la he dicho por miedo, y que ahora, sin embargo, digo á usted: que tiene usted mucho talento.

—¡Ah!

—Mucho talento y una gran sensibilidad.

—¡Oh, gracias! Y... ¿por qué no quiso usted decirlo?

—Por miedo..., por miedo de parecerla un fatuo.

—No comprendo.

—Pues, sí. El reconocerle expresamente á otra persona cualidades estimables, y, sobre todo, cuando á la inteligencia se refieren, implica para el que lo hace una especie de afirmación de superioridad, una como tácita reclamación de reciprocidad y gratitud.

Ríese leve, con una de sus carcajadas arpégicas. Yo persisto en aclararla mis ideas.

—Fíjese; si tras de elogiarle á alguien su alta inteligencia, él, sincero, nos replicase ó siquiera nos dejase sospechar que no le merecemos igual concepto, ¿no rectificaríamos inmediatamente tachándole de tonto?... Luego elogiar á una mujer por sus méritos mentales es más peligroso que florearla por sus ojos..., porque no es, en rigor, decirla: «¡Qué inteligente es usted!»..., sino: «¡Vea, vea lo inteligente y perspicaz que soy, que acaso yo sólo puedo comprenderlo!» Perdóneme, pues, si á esta flor que á mi pesar acabo de ofrecerla, no acierto á quitarle matices de vanidad que me sonrojan.

Vuelve á reír la colegiala, la niña que tiene dentro una mujer, y exclama, al retirar su intensa mirada del fondo de mis ojos:

—¡Es usted sutil!

—¿Lo cree?

—Indudablemente.

—Bien...; no sé si dar á usted las gracias, porque ignoro hasta qué punto no sea ello un defecto.

—Cuando menos, un castigo.

—¿La sutileza?—inquiero yo, que soy quien ahora, no comprende.

—La sutileza. Para quien la posee y para quien habla con el sutil. Por ejemplo, sus razones, innegables, arrojan sobre mí, porque le escucho, porque le contesto, porque le reconozco una cualidad, el recelo de «reciprocidades».

—En el sentido de que también sería usted sutil, al entender de sutilezas.

—¡Claro!... Y note usted, Adamar, que de tal modo fuese imposible conversar de nada, de absolutamente nada, sin estarle advirtiendo á cada frase designios de inversión.

—Por eso, quizá, Rocío, habla usted poco.

—Es posible. Como usted.

—Porque tienen las almas fronteras de desconfianza y de malicia.

—Exacto—me concede—. Y el ideal fuese poder decirlo todo de alma á alma, desde lo nimio hasta lo enorme, sin malicias ni recelos.

¿Qué horizontes de luz clarea, al decirme esto, la vida de aparente paz de la criatura?... No lo sé. Tomada de recóndita tristeza, pónese á juguetear con la medalla de la Pura que pende en su garganta. Seducción de misterio divinamente humano para la torpeza de mis ojos, que no saben penetrar lo que, como en mí, en el destrozado por todas las brutalidades y rigores del mundo, con ansias perpetuas de expansión y con condena de perpetua inconfesión pudiese también guardar de «enorme» la niña ruborosa. ¡Oh!, pero la torpeza de mis ojos la ve entera palpitar; el corazón me grita, al menos, que su ansia de cándidas sinceridades difíciles es la misma que mi difícil ansia de sinceridades miserables, y en otro impulso de vehemencias, y en la creciente admiración á su espíritu exquisito, cierto de que nada podrá quedar fuera de la comprensión de ella, le pido á la mujer que ocultábaseme en el ángel:

—¿La placería á usted poder hablar así... conmigo? ¿Ser mi inmensa amiga del alma siempre, siempre... siempre?

Y tiemblo, en seguida. He sido imbécilmente impetuoso. A la rara mariposa que estaba oculta en la crisálida, tímida de todos, por nadie sospechada, quizá ni por su madre..., la he asustado. Rehácese en un suspiro que es casi un sollozo, y tornada á la faz la inconsciencia indiferente de la niña, con su grácil andar de minué se vuelve á la tertulia de su madre y de los curas.

Yo, como si me hubiese quedado un rayo de la luz etérea de su alma en proyección á los abismos, sigo contemplando el fulgor de plata que Júpiter derrama por el mar.

VI

No sólo porque les iban saliendo caras (cuentas terribles, en el bar—de champaña, chartrés, jamón, cigarros turcos), sino también porque los trasnocheos con trueque final de camarotes tomaban proporciones de escándalos, acerca de los cuales les hubo de llamar la atención el capitán, mis amigos abandonaron á Placer y á Eyllin hace días.

Pero á las que por sorda imposición de las damas honorables y orden del sobrecargo fueron expulsadas del comedor, ahora, á la semana, casi las reverencian las damas honorables. Así, para oirlas cantar, el pasaje entero está recluído en el salón. A iniciativas de Lambea se ensaya la magna fiesta con que se solemnizará el paso de la Línea.

La cupletista española y la francesa actriz, luciendo sendos anillos que antes fueron del attaché y del dramaturgo, comen y cenan con dos jovencitos bonaerenses que las han tomado á todo lujo de restorán y de cautelas nocturnas; y con los demás, con las damas y señores honorables, gracias á la necesidad que parece haber habido de su artístico concurso, se tratan muy compuestas de burguesa dignidad el resto de la tarde. Las señoras envidian sus joyas é inquieren qué sastres de París las hacen los vestidos...; las encuentran gentiles y simpáticas..., no menos que al húsar y al cónsul, que declamarán poesías y galantean á las hijas de un rico personaje (el que dió mil pesos para la rifa de la Virgen), y no menos tampoco que á Victoria, de quien es la honesta obra teatral que se va á poner en el festejo.

Hemos comentado estas cosas Rocío y yo. Para la «buena sociedad» importa poco la cruda realidad de dos descocadas artistas y de un célebre autor, si el uno sabe ser casto en sus comedias y todos, en el oportuno instante, disfrazarse bien de hipocresía. Recordando el cuento Boule de Suif, de Maupassant, la he referido su asunto..., atrevido para la niña, pero lleno de nobilísima ironía para la mujer excelsa que en la niña, menos á mí, se le sigue ocultando á todo el mundo.

Y la niña ó la mujer que está leyendo junto á mí, me pregunta divagadora, de improviso:

—¿Conoce usted Buenos Aires?

—No.

—Dicen que es una ciudad hermosa.

—Creo que sí.

—¿Lleva usted ganas de llegar?

—No. ¿Y usted?

Me mira dulcemente; aparta luego los ojos, sonríe y dice:

—Tampoco. El mar me encanta. Debería perder el rumbo el buque y tenerme en esta calma deliciosa no sé cuánto tiempo.

A pesar de que con el ademán indica la extensión azul, donde empieza á declinar el sol tras un espléndido celaje, en la dedicación de su mirada quiero entender que no es completamente ajena mi amistad á su calma deliciosa.

Estamos sentados en el abandono de la cubierta. El P. Reims y el P. Ranelahg, consagran á sus oraciones esta hora, por la otra banda, y Leopolda, la madre de Rocío, dormita, mareada; al contrario que á su hija, el mar, aunque apacible, cáusala gran daño. Es una enferma que nunca puede andar á bordo con el total dominio de sí misma; apenas si medio echada en el canapé, y con el socorro de las sales y la brisa, logra conversar algunos ratos. La temperatura la sofoca, según nos vamos acercando al Ecuador. Y esto acaba de explicarme la «tertulia sin tertulia», el ansia de expansiones de Rocío en sus paseos matinales por el buque, y la sistemática ausencia de ambas en los conciertos, en los bailes, en cuanto signifique reclusión del aire libre.

Cantan otra vez, con voz más armoniosa. Es la actriz de la Cigale. Vuelve Rocío á interrumpir la lectura del Kempis; yo también dejo caer mi libro, y unida la atención en el lejano canto, parece sentir mejor la indolencia de nuestra mutua compañía, de nuestro ya hondo afecto fraternal.

Porque, sí; sin necesidad de una expresa aceptación por su parte, que hubiese implicado la de una especie de amorosa declaración impertinente por la mía, Rocío y yo vamos llegando á la franqueza ideal de las almas hermanas que se lo dicen todo sin recelo.

Hablándola una vez de mi soledad, de la espantosa soledad que me tiene en medio de la barbarie del mundo sin amigos, sin afectos, la he evocado mi infancia provinciana y mi educación en el hogar á la antigua de mis padres,—que me apercibían tan bien para una vida de cariños como mal para el áspero Madrid que en la horrenda libertad de mi orfandad y mi juventud había de recibirme. Rezaba antes de dormir, al confesarme temblaba de fervor, escondiéndome echaba casi todo mi dinero en la mano de un mendigo y en los cepillos de la Virgen, y muchas noches, pensando en los niños que tendrían frío y hambre mientras yo gozaba la caricia de mi lecho, por sufrir por ellos siquiera un poco, como Cristo, hasta hacer brotar la sangre clavábame las uñas en las manos.

Oyéndome, se le saltó á Rocío una lágrima; y hube de añadir:

—Nunca hubiese sabido nadie ésto..., porque hay cosas del eterno niño que no puede confesar el hombre sin rubor..., y no sé por qué sin rubor á usted acabo de decírselo. Quizá porque sea niña también.—«O porque para decirlas, si hay á quién decirlas—comentó—, hagan falta además estos infinitos reposos del mar y de los cielos.»—Y enjugándose los ojos, asimismo sin rubores de dejarme ver cómo lloraba, me habló á su vez de su aún más espantosa soledad..., porque es la soledad de una chiquilla presentida desde antes que el vivir la llegue á ofrecer sus ilusiones. Si la mía está al lado acá del desengaño, la suya está sencilla y horriblemente enfrente del dolor, junto á una madre afecta desde hace mucho tiempo de un mal que limitó su voluntad, y la cual, lejos de dárselos á ella, necesita sus amparos. El padre la educó también en la religión de lo delicado y de lo bello; mas no permitiéndole luego sus viajes y negocios continuar consagrándose á la adorada hija, con aquel germen de purezas en el corazón tuvo que enviarla á la vida no tan noble de un colegio donde la niña de bondad empezó á sentirse herida por las pasiones infantiles de otras niñas. Había salido de la fe y la recogió la doblez y la falsía: porque estaba triste, se le burlaban y no querían jugar con ella las alegres; porque era seria, la tachaban de orgullosa; porque estudiaba é iba á confesarse con fervor, sin esperar cartas de novios por las tapias, las demás pensaban que descubríalas á las madres, y poníanla hortigas en el lecho... Confirmando así del modo más cruel, puesto que veíanlo sus ojos en juveniles almas, las prevenciones de maldad que su padre habíala repetido tanto acerca de las gentes, la ganaban más y más los miedos á la vida que, ya su padre muerto, acecharíala indefensa.—Por eso mira ella los mundos del espacio, y por eso en los santos libros y en no sabe qué aislamientos quiere poner su esperanza de otros mundos.

No me lo expresó completamente; pero sus palabras, sus hábitos, sus lecturas y su simpatía hacia los dos viejos sacerdotes, dejan comprender que no acaricia otra esperanza que los cuidados de su madre, mientras viva, y después la clausura de un convento.

Desde entonces, idénticos nuestros seres y nuestras penas, y tan distintas en su misma semejanza nuestras desesperaciones (la mía desgarrada por todos los desengaños y manchada por todos los cienos del vivir, la suya sublimada por todas las previsiones de la delicadeza aun antes de haber vivido)..., cuando la hablo, á la vez que envidia, siento el miedo de que mis pensamientos de mundana queja lleguen á turbar la fe con que ella al menos se fía al último consuelo de entregarle intactas á Dios las purezas de su alma.

Sólo con mirarla, sin embargo, una amargura se me ofrece—puesto que no va ella por una suave y mística atracción directa al amor de Dios..., sino por amparo, por refugio, por dolorosísimo rechazo de los amores de la vida, que la hace adivinar innobles el instinto de bondad. En esa misma amargura recojo la suficiente tranquilidad para no apartarme de su trato al modo de un infestado peligroso á quien le queda siquiera la conciencia del daño que puede producir. O mostrándola la sinceridad de mis dolores, de mis arrepentimientos del pasado bruto, soy capaz de brindarla en mí mismo la prueba de la no imposibilidad de encontrar otros hombres nobles como yo, como mi padre, como su padre, para librarla un poco de la horrenda persuasión de haber nacido á un mundo de belleza que por maldición no fuese más que infierno..., ó reposando en su fe de ángel las negruras de mi enorme pesadumbre yo me limpiaré de ellas y llegaré también á ser un poco ángel. El juego de nuestra redención está entablado con lealtad igual desde la tierra, desde el cielo... ¡Cuán poco importaría que lo ganase ella, ganándome para otro convento, al pie de su convento, donde hubiera de seguirse hablando nuestra fraternidad por la oración de metal de las campanas!

Y me estremezco de pronto. Terminado el canto de Eyllin rato hace, el sarcasmo que preside mi existencia, entre trágica y ridícula, complácese en romperme las etéreas ilusiones: la orquesta de zíngaros ha comenzado á tocar El conde de Luxemburgo...

Es el vals de mi obsesión, de mi bufo y brutal martirio, tantas veces clavado en mis sesos y repetido en los antiguos insomnios de mis noches. Desde que embarqué, no había vuelto á oirlo. Me aterra su cadencia, su nueva imposición, como la de una tortura de burla maldita que yo habría dejado en tierra, y que en mitad del mar se me aparece, porque, minúsculo y alado Mefistófeles, hubiese venido persiguiéndome tras el buque con las aves. Acométeme el impulso de escapar adonde no pueda escucharlo, y me contiene la sorpresa... ¡No! ¡No! Pasado el horror del ímpetu primero, advierto que lo escucho, que lo soporto, sin que vierta hiel el temblor de mis entrañas... Soy ya, pues, el hombre que duerme y come, el hombre fuerte, libre del estúpido desequilibrio de mis nervios..., y trato de serenarme ante la bella hermana que advirtió mi sobresalto.

Pero éste ha sido tan manifiesto en el impulso de fuga que hubo de incorporarme en el sillón y en la expresión que me había anublado el rostro, que ella me pregunta:

—¿Qué tiene usted? ¿Qué le sucede?

Me está observando, y sufro la vergüenza de un chiquillo que para contestarla debiese declarar sus cobardías.

—¿Qué tiene usted, Adamar?

Continúa observándome, piadosa, y sufro el bochorno de un vil que para responderla debiese desvelarla sus engaños.

Porque, ¡ah!, la odiosa sonatilla está ligada al tiempo en que más se ahondaron de mi mujer á mí los abismos del olvido. Debo empezar confesándole á Rocío que... soy casado.

Una montaña de indecisiones complejísima me impide semejante confesión; y repentina y miserablemente resuelvo falsear un poco la verdad, antes que renunciar á las «sinceridades con la hermana»; antes, al menos, que esquivarle el fondo de mi confidencia de dolor á la que se ha establecido el derecho á ellas con las suyas.

E interroga á su vez el farsante en el sincero:

—Rocío, ¿conoce usted por algún momento de su vida la fuerza evocadora de la música? ¿Guarda su alma algún ritmo que la recuerde intensas cosas de su infancia, de su padre, del colegio?

—Tal vez.

—Tristes ó serenas cosas, ¿verdad?..., é implacablemente unidas á la memoria del oído con plena independencia del posible inverso valor del ritmo musical que las incrusta. Pues ese vals que tocan los zíngaros, ligero, baladí, encanallado además por su populachería, levanta en mí el recuerdo de la tragedia de ilusiones más grande que pudo sufrir un corazón.

—El de usted.

—El mío.

Brilla en sus ojos bajos la curiosidad, y con voz trémula y velada me incita á proseguir, diciendo:

—Tan grande, que sólo el recordarla aún parece impresionarle de tal modo!

—Tan grande—insisto—, que aquel desastre, que únicamente pudo ser contemplado por mi propia compasión, selló para siempre mi lúgubre destino.

Marco también un silencio, á fin de concentrar mis emociones, á fin de ponerlas con la posible verosimilitud los frisos de mentira, y continúo:

—Hubo una mujer á quien yo adoraba lo mismo que adoré á la Virgen cuando niño. Era rubia, y se llamaba Laura. Era mi novia, y en el hogar de sencillez que soñé con ella puse mi afán de redención. Mas era al mismo tiempo, quizá, demasiado joven, demasiado inocente con su cándida alegría en medio del espectáculo del mundo, al lado del amargor de mi tormentosa experiencia casi infame, y muchas veces, Rocío, mirándola sonreír al embeleso de un lazo ó un adorno, ajena á las recónditas tristezas que no podía comunicarla, yo, que peregrino maldito llegaba á ella como á otra humana Virgen que me hubiera de salvar incluso del sacrílego olvido de la que veneró mi niñez en los altares, sufría el temor, en verdad, de verla demasiado niña, demasiado pura para mí.

Rocío me mira, y no puede menos de extrañar:

—¿Demasiado pura!...

—Sí—contesto decisivo—; y con tanto miedo temía eso el que conocía, toda la impureza..., que, ¡yo no sé, Rocío!, á ser posible hubiese mi deseo cambiado á aquella niña por otra con alma de arrepentimiento y de amargura que asimismo, al ser santa de nuevo, hubiera sido, sin quererlo, incluso infame.

—¡Oh!—exclama horrorizada Rocío, cubriéndose los ojos.

Pero se domina, y no la queda más que un poco de ansiedad para decirme:

—¡No comprendo!

Y como el susto de su bondad la ha puesto tan divinamente bella que por contemplarla pierdo la noción de lo que hablo, ella me dice de indefinible modo:

—¡No le creo á usted, Adamar! ¡No puedo creerle!

¡Ah!

¿De qué es su gesto? ¿De reproche? ¿De asombro, simplemente?... Incapaz de discernirlo, me doy cuenta, nada más, de haber rebasado en mis franquezas el límite de las comprensiones de la mujer niña, de la mujer ángel...; sino que como esa franqueza es la menos innoble de las que le estoy mezclando con mentiras, no quiero cometer la nueva cobardía de retirarla.

—Se lo juro á usted por mi honor; se lo juro por mi madre: antes que de tanto infantil candor irreflexivo, habría querido á aquella alma, en santa regresión hasta de lo infame y lo perverso.

Severa mi actitud al formular el juramento, y enorme la emoción que á ella le causa; derríbase al respaldo del sillón, y vuelve á cubrirse los ojos con la mano. La enormidad, si lo ha sido, está hecha. La un poco inconsciente temeridad que acaso haya de apartarme de esta hermana como un indigno monstruo, y con harta más razón que la para ella, al fin indiferente noticia, de si soy ó no casado, queda entre los dos irrecogible.

No me resta otro recurso que explicarla, y lo intento:

—Laura, mi novia, habría formado una vez más el vulgar y constante absurdo de todos los matrimonios, y conmigo de un modo singular: ella, no siquiera pensativa y triste como usted, inocente, confiada, tan ganosa de mi amor como del fausto de Madrid, tan ansiosa de parecerme bella y buena como de parecerlo á los demás, ignorante siempre del alma de aquél con quien habría de formársela á sus hijos, y entregada siempre más de la mitad al exterior, á las perfidias de la vida...; yo, taciturno y arrastrando solo el peso de mi miseria inconfesada, ansioso de noblezas y ternuras infinitas que únicamente pueden saber bien los mártires del dolor y de lo horrendo, deseoso del retiro eterno de un campo bajo el cielo y entre flores y entre aromas del amor..., y así, ella, yo, los dos juntos, condenados al mortal tormento de la mutua incomprensión de sus almas y sus vidas. A tiempo, y por suerte, la catástrofe moral que el frívolo vals me evoca... vino á evitarlo.

Guardo un digno silencio esta vez, y espero. He dicho lo bastante para merecer la maldición ó el perdón de la que escucha torvamente.

Y la que escucha torvamente, sepárase, por último, de los ojos la mano, gira lenta la cabeza y me sonríe. ¡Sonrisa que me abre rosados fondos de la gloria! Es mi hermana, y puede y quiere no dejar de ser mi hermana.

—¿Me cree usted ahora?

—¡Sí!

—¿Y me comprende usted ahora?

—¡Sí!... Prosiga su evocación.

La obedezco. Pareciéndome, no obstante, que en esta incidencia de lo que proponíame referirla ha querido el azar que se concentre la mayor vibración que pudiera sacudir de hondas compasiones á la miseria mía el alma de la buena, pierde interés en mis zozobras lo demás.

—Iba á ser el Carnaval—digo, dispuesto á abreviar los recuerdos de martirio—y mi novia y yo, para casarnos y empezar á realizar la dulce existencia de aislamiento, teníamos apercibida una campestre instalación, lejos de Madrid. Todas las fiestas de multitud gozan la propiedad de entristecerme, y el Carnaval la de infundirme casi el odio. A tal tristeza, y en la angustia de lo que presentabáseme inminente, sumábase la que me llenaba el corazón con la íntima desconfianza de poder nunca reducir en mis ensueños de felicidad recóndita á la cándida aturdida, que, contra mi aprobación, y á pretexto de que «sería nuestra última diversión de solteros», se obstinaba en que concurriésemos los dos en una carroza de máscaras al tumulto de locura. Me negué; la expresé mi pena por su intención, siquiera, de robárseme á la idealidad en aquellos días..., y ella, mi novia, enmudeció y aparentó acceder pasivamente..., sin perjuicio de hacerme ver poco después entre las galas blancas del ajuar el disfraz de colorines. Enviado de París, y precioso, á juicio de la pobre alucinada, por dos días más se consagró á retocarlo en una absorción que no la consentía ver cuanto la apartaba de mi anhelo..., cuanto en cambio yo veía á la virgen amorosa transformada para siempre en arlequín... A fin de no turbarla la hipnótica alegría con mi tortura, no volví durante las cuarenta y ocho horas que aun debía esperarla la carroza de su triunfo.

—¡Oh!—hace leve Rocío en un lamento que es sollozo—. ¿Y ella?

—Ni se dió cuenta de una ausencia que yo mismo ignoraba entonces que había de ser de eternidad. Lo supe, cuando vagando á la siguiente noche en el vacío como en torno de la blanca muerta de ilusión, á través del Carnaval las lágrimas del alma me llevaron á querer mirar algo así como su entierro. Era el momento del desfile por la calle de Alcalá. Yo estaba en la terraza de un Casino. Todo vértigo y todo confusión. Orgía de estruendos y de lumbres. La muchedumbre estrujábase en una demencia del infierno. Por las aceras, la negra reptación de dos sierpes de entrañas monstruosas cuyo aliento ahogaba con igual escándalo de gritos el gemir del niño atropellado y el reír de la púdica ultrajada..., y sátiros y bestias y mendigos con careta y cascabeles que hendían la compacta masa á rugidos y codazos. Por el centro, entre el relinchar de los caballos y el bullir de las comparsas, los coches y los autos con sus racimos de pierrots; las carrozas avanzando lentas con su carga de locura y la multícroma explosión de sus antorchas. Batalla de rabias y alegrías muy lúgubres, en que se cruzaba la carcajada del insulto con el puñetazo del confetti. Tocaban y cantaban canallamente ese cadencioso vals de El conde de Luxemburgo, á la sazón de moda, muchas murgas de ciegos y muchos hombres y rameras borrachos que á saltos avanzaban al son de su cadencia cogidos por las manos en guirnalda. Y seguían, seguían cruzando las carrozas. Y seguía, seguía mirándolas la seca fiebre de mis ojos. Vieron una, de improviso, en un resplandor de talcos y bengalas rojas, más grande que las demás, más payasescamente suntuosa, en su trono de flores de papel, y sentí un horrible frío, y sentí que la sangre se me helaba en la impía burla del escarnio: mi novia, la idolatrada de mi corazón, sin pensar siquiera que el dolor mío pudiese contemplarla, sin querer adivinar que me estaba asesinando su báquica alegría, despeinada, arrebatada la faz, descompuestas las sedas de su traje... horrible, horrible, horrible toda ella, inclinada al barandal ante unos que alargábanla copas de champaña, en un frenesí de risas le arrojaba serpentinas á otro coche.

Se hace tétrico mi acento, y continúo como en un eco de la cruelísima emoción..., de una emoción cuya total intensidad no puede apreciar Rocío, porque era mi mujer aquélla de la cual la estoy mintiendo que no me fuese más que prometida:

—Iba bella, con una desgarrada belleza tan extraña, que iba horrible, horrible... La maldita visión duró delante de mi angustia unos minutos..., y... cuando se perdió...

La pena me interrumpe. Rocío me excita:

—¿Qué?

—¡Nada!... Mi persuasión de cómo podía morir algo muy grande de una carcajada... y la cadencia canalla y ondulosa de ese vals lanzando siempre á la multitud en su rítmica danza de estruendo y de sarcasmo. Yo seguí mirando la confusión de bacanal como un hombre en la agonía abandonado de mi hermana, de su madre, de su Dios... porque en Laura habían puesto las ansias de mi vida todo eso.

Quiere Rocío saber más de Laura; va á preguntarme, y esta vez oblíganos á callar Lambea, que se nos acerca.

Es la hora de comer.

El ensayo ha concluído. Desde el salón dirígese al comedor todo el mundo.

Ya en nuestra mesa, distrae mis penas el marino. Los arreglos de la fiesta le traen atareado. Me cuenta que por segunda vez han ido en comisión él y unas señoritas para rogarle al negro que concurra con su violín maravilloso. Se niega el negro. Le está poniendo el pasaje como un trapo. Además de gran maestro es descortés; no le gustará tocar de balde ó no juzgará lo bastante selecto al auditorio.

Sin embargo, discúlpale Lambea. Da miedo de verle. Viene muy enfermo y derrotado el infeliz. Apenas se alimenta ni sale de un rincón del fumadero.

Refiéreme en seguida noticias radiográficas de hoy, inadvertidas para mi abstracción de solitario, aunque, según parece, no se ha hablado de otra cosa á bordo en todo el día. La condesa de Montsalvato está presa, al fin, en Nueva York; y su amante, Jacobo Vanska, cuyo proceso continúa en Roma, se exculpa, lanzándola las responsabilidades: ella sería la que le provocó impudente al adulterio; ella la que envenenó al conde y la que le estranguló al ver que el tóxico le prolongaba la agonía...

Una inicua mujer vulgar, en suma, que no sé cómo á nadie pueda interesarle de tal modo. Sin embargo, á creer á mi amigo, con su prisión se la librado de un gran peso el mundo elegante del Victoria Eugenia. Ahora se aguarda con nueva ansiedad el día en que, retornada á Italia, haya de ser confrontada con el miserable cómplice que le acompañará á la horca.

VII

Tornan los prestigios mágicos á mi alma y mis sentidos. El nombre de felicidad le sería tal vez demasiado á la calma que me envuelve; pero duermo intensamente en pocas horas y despierto siempre en las plenas agilidades de la vida. Todo me causa un sencillo bien, cuyo halago me penetra: la limpidez del aire, la amplitud del mar, el nácar de estas albas..., que una insaciable ambición me impulsa á buscar más temprano cada día. Cada noche, podría decir. Hoy aún brillan las estrellas. Si Rocío es algo del mismo amanecer, yo soy algo del halo de una adoración satélica que anticípase á esperarla.

Para no turbar mi bien, únicamente me veo forzado á no pensar en el término de este viaje que me impone la contradictoria sensación de su fugacidad y su eternidad al mismo tiempo. Cuando lo pienso, la hora cruel en que la niña hermana y yo hayamos de separarnos háceme temblar como la del nuevo tránsito de lo celestial á lo maldito.

¿Me engañaré?... Acaso el milagro de ventura sea obra del mar, y la niña, que tan distinto de mi camino habrá de seguir el suyo, sólo represente un encanto más en mis renacidas ilusiones. De todas suertes, la gratitud por el descanso que la debo me arrastra á su avidez. Cae su camarote opuesto al mío, también sobre cubierta, en esta banda. Duerme, y vengo á robarla los ensueños del dormir..., como la robé el pañuelo, como la he robado la medalla de la Virgen, como la voy robando secretos de la conciencia poco á poco..., y como la robaría el espíritu, llevándomelo en reliquia de ideal, si pudiese ahora, vampiro excelso, deslizarme hasta el aliento descuidado de su sueño y respirárselo y agotárselo sin tocarla.

¡Bella muñeca dichosa, que ya lejos vivirá de mí, ignorando quién la habría apagado el alma en la luz verde de los ojos!

Pero... me presiente su alma, su vida, que no quiere morir..., y ha despertado y ha venido á descorrer la cortinilla azul en la ventana. Sorprendido al pie, me quedo inmóvil. Acaríciame una oleada de las finas esencias de un nido de mujer, porque sólo permanece corrida la persiana tras la abierta vidriera, y una vez más se me confirma cuán cerca de lo espiritual está lo sensual, hasta en el ángel que más ángel pueda ser sobre la tierra.

La imagino en su desnudez de gasas leves... delante de los pomos del tocador ó del baño, cuyo grifo suelto empieza á sonar en catarata... Casta mi veneración á la estatua de purezas hecha por Dios con carne de la gloria...; pero huyo furtivamente, de improviso..., no sé bien si porque la sola idea de la traición á ella y á mí propio me abochorna, ó porque hacia la proa surgen los marineros del baldeo que con el purificador torrente de sus mangas, como á un ladrón, me arrojarían de donde mora la nobleza...

Busco en la borda el refugio de una azoteílla medio cubierta por los cordajes de un bote. Magnífico balcón sobre el mar. Encima, la densa humareda del buque y las estrellas que empalidecen. Apenas una línea de rosada palidez frisa en el Oriente la alborada; y es sobre el color de alma de las olas tan limpia la pureza que sucede á la noche, que la humana visión de la angélica desnuda se me borra en la visión de la blanca angélica vestida que pronto vendrá á reafirmarle á mis ojos el éxtasis de paz.

Debemos ir navegando no lejos de alguna costa, porque las gaviotas siguen al buque, volando sobre la estela y bajo el humo. Paréceme adivinar entre ellas el minúsculo alado Mefistófeles de mi obsesión, y yo soy al fin quien ríe de su impotencia, para atormentarme con la maldita musiquilla. Cuando recuerdo el vals ó se lo escucho á los zíngaros, sólo me suscita un problema de presente: «¿Por qué al contarle á Rocío la carnavalesca muerte de Laura en mi corazón..., no la dije que es Laura mi mujer?»...

Lo ignoro todavía. Me atrevería á jurar, sin embargo, que, más que el egoísmo de un bajo engaño, hubo de impelerme á mentir la cobardía de no haberla empezado con ésta, la mayor, la confidencia de mis penas. Tarde la noche aquélla, y más ahora, á la verdad, puesto que el espíritu capaz de fraternizar inmensamente á la sola advocación de lo desinteresado y de lo inmenso, no pudo el mío sospecharlo en la chiquilla á quien, únicamente buscaban mis ojos como consuelo de candor y que á su vez, en cambio, pudiera estimar que mi contrita y tardía franqueza la ocultó los designios del ultraje.

Guarde este dolor de mi farsa nuestra gran fraternidad, en el terror de trocarla por el desprecio del alma que, á pesar ó por lo mismo de su comprensión para las eternas cosas infinitas, pudiera no comprender ni perdonar las pequeñas cosas miserables. Hay alturas desde las cuales lo pequeño no se ve, y en donde aparece, si se alza á ellas, demasiado repugnante lo pequeño. Está en tales alturas el alma de Rocío..., por encima de la inocencia, por encima del candor, en la cúspide de majestuosas dignidades que la inundan de una virtud más noble que la de las inocentes candorosas.

Esa alma va entregándoseme, sabiendo bien cómo se entrega en sus alturas y en sus lumbres..., con un poco de sorpresa, nada más, hacia el noble ladrón de grandezas de las almas, que siempre la espía calladamente. Protesta, protesta de dejárseme robar...; pero sonríe después y me brinda los tesoros de su espíritu.

Cierto es que también ella me espía. La solicitud de nuestra atención es mutua. Ha visto mi llanto alguna vez, y he visto muchas veces las claras perlas de su llanto. Saber que somos capaces de llorar, no nos da vergüenza.

Así, anteayer, ella durante la misa se sorprendió porque una lágrima de su fe de adoraciones á la Virgen fué sorprendida, haciéndome sonreír de inefable modo, por mí, que también de hinojos, y casi desde un escondite, la adoraba. Poco después estaba yo en la cubierta baja, rodeado de emigrantes. Habían agotado la plata suelta en mi bolsillo; pero he descubierto, aparte de la familia del ex acomodador de la Princesa, otro interesantísimo grupo familiar que nunca pide, que forma un cuadro de conmovedora sencillez, compuesto por una joven madre ciega y dos niñas, de siete y nueve años, cuyas tristes seriedades la sirven de lazarillo de amor en busca del padre á través del Océano, y luego de entregarlas un billete y volverme para que no viesen las niñas el llanto de congoja que me producían sus gratitudes..., vi con sorpresa que Rocío, desde lo alto de la escala, devolvíame mi sonrisa de poco antes, porque estaba viéndome llorar. Juego de vanidosas humildades de corazón á corazón, de celestes represalias. Abrió la escarcelilla, sacó también un billete, y descendiendo un poco me lo alargó, y me suplicó: «—Entregádselo á esas pobres de parte de la menos generosa»...—Cuando me reuní con ella, cuando la dije quiénes eran aquellos desgraciados..., cuando la escuché decirme que no era la primera vez que enternecíala el espectáculo de mis compasiones pródigas con ellos y con otros..., una aureola de amplitud de divina humana vida la envolvía de tal manera, que no pudo asombrarme la mística sensual pureza idéntica que al pie de la escalilla acababan de recibir mis ojos admirándola en la frente la perfecta idealidad del pensamiento y al borde de la blanca falda la blanca media que ceñía la perfección de una de sus piernas avanzada en el peldaño.

Desnuda cual la imaginé minutos antes, la hubiese visto igual. Maravilla hecha por Dios, como las flores, las flores están desnudas. Hubiésela confidenciado este pensamiento de enormes castidades; pero íbamos ya lejos del dolor por la cubierta de nuestro elegante mundo de las farsas, y sólo las eucarísticas desnudeces podíamos presentarnos.—«Es usted bueno, Alvaro»—me acarició.—«Es usted buena, Rocío»—la devolví. Y contemplándonos con las bondades sin rubor en los ojos, ambos tuvimos que sonreír infantilmente á la amargura de un pensamiento mutuamente adivinado sin decirlo: el de que nos creerían «dos tontos», si nos oyesen, los demás; no comprenderían que nos reuniésemos en las matinales citas sin cita para no decirnos nada ó decirnos estas cosas.

Y un afán de no querer ser menos buena que yo, forzó á la buena, cuyas limosnas son también de santidad, porque reza indudablemente por los pobres, á desprenderse, á entregarme la medalla de la Virgen. Quería que yo se la pusiese á la ciega, con el encargo de que no se la quitara nunca. Se lo prometí y no lo cumplí. La guardo, traidor á mi pesar, porque está perfumada, la medalla de la vida de Rocío—aroma á la vez de gardenia y pensamiento. A la ciega (¡oh, su asombro!) la dí los cien duros á que puede ascender el valor de la medalla.

Robados, pues, á la que cuando me descubre ladrón en esta guisa me perdona, tengo de Rocío el pañuelo, la medalla y muchas joyas más de su conciencia. Alma rara, toda por fuera de silencio y de pueril indiferencia; toda por dentro de curiosidad y de inquietud.

Pero tiene más resplandor el mar y advierto tras de mí un aletear de mariposa. Es ELLA. Me trae la calma de todo, en su sonrisa.

—¡Hola!—me saluda simplemente, pasando á la terracilla circular que es una jaula de balcón sobre las aguas.

—¡Hola!—la saludo con la sencillez que pudiera saludar á un etéreo pedazo mío que vuelve á mí.

Durante un rato, la oración matinal de nuestras almas asomadas á los ojos préndese á la beatitud lejana de la aurora, que es rosada y que es clarísima, con una sola nube como una lanza de carmín. Y debemos, sí, cruzar cerca de costas; parece también un alma perdida la nívea vela triangular de una lancha que esfuma la diafanidad del horizonte.

—No sé por qué no habrá pintores de albas—susurrábame Rocío cuando la hechicería de luz la tiene lleno el ser—; pintores que no pintasen más que albas. Pintarían siempre lo infinito inagotable.

No la contesto. La maga posee el secreto de florecer en los espacios los halagos de la vida; y yo, que sin ella no sabré qué hacer de la mía aunque haya de seguir en mitad del piélago de ilusión de los espacios, me quedo contemplándola.

En la sensación de mi miseria invádeme la angustia de implorarla limosnas de piedad y de salvación.

—Rocío, usted, que en la mística filosofía de sus libros busca la felicidad del porvenir, y que espiritualmente sabe entretener la felicidad de su presente, ¿qué me dice de su espíritu ó qué ha leído en sus libros que pueda servir para forjarle á mi porvenir alguna felicidad?

Percibe pronto el fondo de mi interrogación, y se sonríe.

—¿No es usted feliz?

—Ahora sí, porque también el mar, como á usted, me tiene en un limbo de delicia—; pero... pronto no lo seré..., y quisiera serlo, quisiera que alguien me indicase para la soledad del mundo el programa de una existencia venturosa.

—¡Pobre de mí! ¿Yo había de trazárselo?

—Usted, que es feliz de sí misma porque ha sabido trazárselo á sí misma.

Suspira.

—Pues eso dependerá de sus predisposiciones y aptitudes. Rece y crea mucho en la Virgen, lo primero.

—¡Ah! Esa aptitud, Rocío, la perdí. Únicamente me restan vulgares aptitudes de la tierra.

—¿Cuáles?

—La música, el piano, por ejemplo.

—Bella cosa. Conságrese á la música hasta alcanzar la perfección.

—Pinto algo, también, y sé la fotografía.

—Muy bien. Complementos admirables. Quedábamos en que sería hermoso pintar albas.

—Amo, además, el campo y los cultivos por razón de mis estudios.

Estamos charlando como en afable broma.

—Por Dios, Alvaro..., y ¿con tales cualidades y aficiones no ha de saber formarse un poco de ventura?

—No. Son grandes cualidades, quizá, cuando á la vida no le falta la clave de un amor; usted lo tiene en lo divino; yo no lo encuentro por el mundo.

Mi acento ha sido menos ligero, casi severo..., y la toma á ella su severidad, dejándola una sonrisa triste. Como siempre que sospecha el riesgo de una derivación de mi espiritual afecto á otros egoístas, se me esquiva en sutil condescendencia.

Al cabo de un instante inquiere con una especie de remota compasión que la escuda contra cuanto no sea compadecer desde su alteza mis humanos infortunios:

—¿No tuvo usted nunca otro amor que el de aquella novia, que el de aquella Laura?

Y me observa la mujer de comprensión tan hondamente, que yo creería que ven sus ojos en la profundidad de mi corazón los otros dos nombres de amargura que le ha removido la pregunta: el de Ana María (Loló, para Placer—que brutal un día hubo también de recordármelo) y el de Enriqueta.

Cedo á la tentación de descargar mis pesadumbres en la hermana.

—Amor, ninguno más; bajas pasiones, sí—digo—; Laura constituyó el fracaso de la redención de aquellas pasiones mías, y en singular de dos que me mancharon de crimen y de infamia.

Expresado esto con la tranquila convicción de quien ni miente ni exagera, comprendo que lo he dicho en homenaje de heroicos respetos á Rocío. Es la compensación excesiva de la mentira de omisión referente á mi matrimonio; es más aún, porque será la barrera que por propia voluntad establezca entre mis imprudentes sentimientos, posibles á mi pesar, y la que me deba conocer tan vil que jamás pueda otorgarme sino su horror en la inmensidad de sus santas compasiones.

—¡De crimen y de infamia!—ha repetido, crispada y lúgubre, como ya otra vez que no llegué más que á insinuarla la misma confesión.

No lo cree, tal vez, en aquél cuya bondad la ha emocionado viéndole repartir limosnas á los pobres, y una rabia de mi infamia me fuerza á ponérsela completamente al descubierto.

—Perdida la divina fe y con el afán de recobrarla—empiezo á hablar—, ante la Virgen que usted se arrodilla contándola sus dolores inocentes, me he arrodillado yo contándola mis dolores de impudicia. Y, dígame, Rocío, si á la pureza de una Virgen del altar se le pueden revelar impudicias sin agravio, ¿lo habría en que se las repitiese á usted, á la pureza de una Virgen de la Vida?

Calla, siempre con los ojos bajos, siempre con su anhelación de espera, y no tiene que esperar más la así purificada bestialidad de mis recuerdos.

Acodados ambos sobre el mar, ella dispónese á escuchar el prometido relato de mis crímenes—tanto más horrendos cuanto que son los mismos que realiza á cada hora, entre aplausos y con la absoluta impunidad, la social galantería. Corresponden á la primera época de mi degradación; y reducidos en el mundano ambiente á las sendas elegancias de haber sabido coronar caballerescamente con un duelo un adulterio y de haber seducido á una chiquilla..., en la contrición de mi alma, después, y aquí en la clara grandiosidad de las aguas y los cielos, cobran su negra realidad de asesinatos.

De una de mis historias fué protagonista una mujer conocidísima en Madrid por linda y por liviana. Conquista mía y de mil, su marido, sabio ilustre, más atento á la gloria de su ciencia y al encanto de su hogar y de sus hijos que no á las perfidias de la esposa, la adoraba. Existencia de engañosa dicha en aquel hombre, y que sitié y rompí villanamente. Ciego á la sazón en el torbellino de demencia, mis desaprensiones lanzaron al escándalo con harta facilidad á la histérica, que antes, cuando menos, habíase contenido en ciertos respetos familiares. Ella llamándole inmortal pasión á nuestro desenfreno y yo exasperado por la vanidad satánica de lucirla prostituída más que los demás, hacíala volver á media noche á casa, ebria de champaña y desvergüenza, y en ninguno de los dos cedían las procacidades, ni ante la presencia misma del hombre de dignidad, cuya paz tan rudamente desgarrábamos. Los teatros, cuando la pobre loca iba con él y con su hija, servíanme para proclamarle más á la multitud que era mi esclava y mi querida la que no apartaba sus gemelos de los míos. Llegó á tal punto una vez este descaro, que el marido, desde su butaca, sufriendo la burlona piedad del público y lanzándome la amargura de su enojo, casi de violento modo tuvo que reñirla. Pero todo lo sobrepasaba nuestra obcecación, ajena ó desdeñosa incluso á la angustia dolorida de la niña, que, mirándonos también, comprendía la indecencia de su madre... Y como hubo un momento en que el ultrajado hombre de dignidad se tornó hacia mí amenazadoramente... mi matonería de rufián de frac me sacó del aristocrático palco en que me hallaba y me hizo descender al patio y situarme frente al «provocador»—el cual intentó en seguida mi castigo, y me escupió al verse detenido entre los espectadores que nos estaban observando. Mi tarjeta puso término al tumulto. Duelo. Lance de honor. El público lo sancionaba. Y aquella sanción del público, que no nos arrojó á silbidos á mí y á la impudente, y aquel hombre de ciencia y de bondad, que no nos metió en la cárcel como á dos rateros de su honra, al día siguiente consintieron que por la grave ofensa de un escupitajo de su desprecio y su dolor, la fría saña de un diestro espadachín le hundiese un acero en el pecho al deshonrado. Un hogar deshecho, en suma: una traidora abandonada á su mayor libertinaje, y un herido, mal curado de heridas de la carne, al año por las del alma muerto de pena y de locura entre el amor triste de dos niños.

—Vea, Rocío, un crimen que, parecido á ese célebre de Roma, entraña más iniquidad y estupidez; y, sin embargo, ahorcarán al repugnante Jacobo Wanska y á la miserable Montsalvato, presa en Nueva York, aborrecidos por la indignación universal, mientras yo sigo gozando consideraciones de las gentes.

Mis palabras prodúcenla impresión enorme. Se ha puesto pálida. Veo temblar sus manos y su boca. Nada dice. Es el juez de severidad que me estará juzgando en el mudo horror de su conciencia..., y yo, sombrío en el mortal dolor que no puede remediar lo irreparable, quiero, al menos, mostrarla la inmensidad de mi arrepentimiento, apurando hasta el final el cáliz de lo inmundo.

Para amontonar crueldades de una vez, concreto desde luego que mi otra víctima fué una modesta muchacha á quien, en calvario de cruces juradas de mi honor, hice perder todos los pudores; á cuyo espanto de deshonra le consintió la complicidad de mi desvío matar una inocente vida de los dos en sus entrañas, y cuyo odio á mí, luego de destrozada por siempre en cuanto tenía de noble su espíritu y su ser, la arrojó desesperada al vicio de los demás como pudiera arrojarse á una florida charca de cienos la aparente belleza de un guiñapo.

Así dejo enunciada mi segunda historia de vilezas; y cuando intento irlas destacando con el proceso entero de las iniquidades que asesinaron una vida no nacida y otra vida que, muerta, sigue viviendo del oprobio..., contiéneme una inmutación del pálido semblante de Rocío. Miro adonde ella mira con asombro, con horror, y descubro una especie de fatídico fantasma que en silencio se desliza hacia nosotros por la lejanía de la cubierta.

Algo maldito y espectral que turba también desde fuera de mí el candor de la mañana. Algo como si las sombras desenterradas de mi conciencia se hubiesen ido cadavéricamente concentrando tras de mí.

Quedamos fijos en la extraña aparición que va acercándose, y en su sombría silueta vemos dibujarse las marañas de un lanoso pelo erizado á modo de orejas de tigre; los ojos lívidos de una calavera de carbón que conservase sobre la blancura de los dientes el agónico sarcasmo de una boca seca, estirajada, y la vacía holgura de un esqueleto amortajado en las amplitudes de un chaquet y de un pantalón lleno de manchas... Antes que por él mismo, por el violín que trae en la mano reconozco al negro violinista. No había vuelto á verle desde Cádiz. Más que del fondo del buque, dijérase que surge del fondo de una tumba: tales son las verdes demacraciones de su cara, como de putrefacción, y tal su aspecto de muerto galvanizado por una póstuma amargura.

Sin advertirnos, llega á muy poca distancia de nosotros, y repósase en la borda. Aunque su expresión de sardónica ferocidad me ha paralizado en igual congoja que á Rocío, por un momento me tranquiliza la sospecha de que el estrambótico artista, de que el tísico infeliz venga buscando la sagrada soledad del alba para tocar su extradivarius donde nadie pueda oirle—y le habremos nosotros de escuchar. Lo acaricia, en efecto, con mano trémula, y besan sus labios secos una rosa seca contra el mástil... ¿Qué amores de su vida y de algún lejano corazón besa en el extradivarius y en la rosa?

Mas, no: certero el terror que nos impuso. No le traen afanes de dulzura, sino el odio. Le vemos pulverizar la rosa al viento en la ira de su puño..., le vemos repentinamente la cólera de un golpe de maza que destroza contra la borda el violín... y, helada nuestra sangre, vemos el gesto de demonio con que él, al fin, oprimiendo en la diestra mano los pedazos de madera, salta el antepecho y se arroja de cabeza al mar.

¡Ah! ¡Horrible!

Ha caído como un desbaratado muñeco entre el vuelo de las faldas del chaquet y de sus brazos extendidos; se le han desprendido las zapatillas por el aire, y las olas le recogen, le hunden..., le arrastran en su diáfana profundidad verdosa bajo nuestra atónita mirada... haciéndole reaparecer un momento, allá atrás, con las zapatillas que flotan en la furia espumosa de la estela...

Un sordo gemir de Rocío, la desmaya al arrancarse de la trágica visión. Por no desplomarse, doblase á la borda como una tronchada flor de nieve, y porque no se desplome, recíbenla mis brazos. En la doble y urgente solicitud de aquella desdichada vida que llévanse las aguas, y de este glorioso cuerpo que se ahoga pesadamente contra mí, miro con alternativas ansias la dirección en que aún reapareciendo alguna vez se pierde el trágico suicida, y miro cómo la faz de la divina se descompone en fulguraciones que me espantan. Sus manos suben á la garganta sin sentido; están frías, y está fría la frente que mis manos intentan reanimar. La llamo. La nombro. Agítase toda á las angustias de quien va á morirse sofocado..., y el dolor de mi impotencia por quitarla tal martirio inclíname en suspiros y sollozos hacia ella para darla aliento con mi aliento.

—¡Rocío! ¡Rocío!

No responde; no sé si pedir á voces socorro ó transportarla..., y estoy como loco, y mi angustia y mi piedad besan la frente y las sienes puras con muchos pequeños besos que mis labios vierten como llamas de la vida con su nombre.

—¡Rocío! ¡Rocío! ¡Oh, Rocío!...

Pero siente al fin la inerte el cálido contacto, y recobrada la conciencia, de improviso, suéltase de mí y huye con un larguísimo alarido de espanto y de dolor...

La veo alejarse en la cubierta, rápida, oscilante, previniéndole á la incertidumbre de sus pies el apoyo de las manos avanzadas..., y tras de volverme á mirar todavía la estela del barco, que ya no es quizá sino sudario eterno para el infortunio del negro..., gritando á mi vez escapo en contraria dirección.

Cunde la alarma. ¡Hombre al mar! Acuden marineros. Minutos después el Victoria Eugenia se detiene, vira, retrocede en su camino, y larga botes cuya inútil intención de salvamiento, por más de media hora, presencia el duelo de mucha gente del pasaje. Un duelo de silencio fúnebre que es por el infortunado que nadie acierta á descubrir, y que en la desolación de mi alma podría extenderse al asesinato que yo acabo quizá de efectuar en la nobleza de una hermana.

Buscan los otros al infeliz, que ya no lo será, sin encontrarle..., y busco yo torvamente á Rocío, sin verla en parte alguna.

El buque ha vuelto á tomar su rumbo, separándose durante toda la mañana del desierto lugar de la tragedia. Pero la tragedia sigue en mi soledad del corazón con el vacío de la que refugió en su camarote no sé si el espanto de la macabra escena ó el de la traición torpe de mis besos.

¡Ah! ¡Mis torpezas y mis crímenes!... ¡Bárbaramente he violado las castidades de su espíritu y su faz de tantos modos!...

Por la tarde, continúa recluída con su madre.

Por la noche, el médico de á bordo la visita.

—¡Nada—me dice cuando trato de informarme—; la impresión de la chiquilla! La he puesto morfina y dormirá.

Cuando á la hora del almuerzo, al día siguiente, y pensando en lo que para siempre he perdido, voy al comedor, mis ojos sorpréndense de ver en su mesa á Rocío, muy pálida, muy pálida. La cobardía del asesino ante la víctima impúlsame á escapar; pero me ve también, y me inclino desde lejos como en mísero ruego de perdón. Afable y triste, me sonríe... ¡Oh!

Nos saludamos, rato después, en la cubierta. Sentados uno junto al otro, y los dos cerca de la madre, á quien el suceso de ayer destrozó más todavía, lo recordamos. La impresión le ha dejado á Rocío una languidez de dulce enferma. Débil, tiene en la mano un libro y pónese á hojearlo. Leopolda cierra los ojos y aspira el pomo de las sales.

Dudo ahora un instante si Rocío se dió cuenta de mis besos, y á pesar de la duda quiero sincerarme de lo que, abandonado á su inadvertencia y mi silencio, quedaría en mí ó en ambos con sombras de traición.

Me inclino y dígola al oído:

—Ayer huyó usted de junto á mí por no sé cuál horror. Perdóneme si fué también por el de la locura de mi piedad ante su angustia.

—¡Oh!—suspira resignada en halagos inefables.

—¿Me perdona usted, Rocío?

—¡Oh!—vuelve á suspirar.

No sólo sabe, pues, que la besé, sino cómo la besé.

—Son nuestras almas demasiado hermanas—añado—para que en el supremo dolor no puedan acariciarse sus purezas.

Abre el libro y lee, sin dejar la sonrisa de feliz convaleciente.

Y puesto que hay cosas de la santidad del sentimiento que profanan las palabras, no la digo más.

VIII

Aunque están abiertas las ventanas y los ventiladores funcionan, nos sofoca el calor durante el banquete que es en este anochecer la comida. Hemos pasado hace una hora la línea ecuatorial. Hay quien lleva tomadas cinco duchas, y señoritas que, incapaces de aguantar la ropa, é imitando á Placer y á Eyllin, lucen el corsé y las piernas en la transparencia de los vestidos sin enaguas.

Venimos en plena fiesta. Despertó al pasaje una burlesca diana de acordeones y sartenes, y entre los escudos y banderas que adornan la cubierta desfiló la mascarada de Neptuno; luego de almorzar, música y baile; á las tres, lunch de emparedados y champaña..., brindis, canciones y alguna digna borrachera paseada de alto á bajo del buque á traspiés...

Lambea encuéntrase rendido. Principal director de la zambra, aún le quedan, para después del nuevo lunch de la noche, el concierto y la comedia. Cuando salimos á la cubierta con la dispersión de los que buscan al aire libre algún consuelo, se nos unen el P. Reims y el P. Ranelahg. El mismo afán de un poco de fresco y de reposo nos lanza á los cuatro á la más elevada altura posible en la azotea de popa, donde se hallan Rocío y su madre. Han comido en el bar. Leopolda no soporta la confinación del comedor.

Charlamos, comentando pormenores del festejo. Pero otra actualidad, relativa al infeliz que allá quedó hace tres días en el fondo de las aguas, se ha mezclado hoy á la expansión de regocijos, y Lambea, que todo lo averigua, nos informa de la especie de testamento del suicida que guarda el sobrecargo. Son cartas y retratos de una bella berlinesa, mujer del negro, y de una niña de doce años, su hija. Con un amante se fugó la esposa del violinista años atrás; tuvo que entregarse á otros, al ser por él primero abandonada..., y enferma, al fin, de repugnante mal que la ha destruído la belleza, desde un hospital de Buenos Aires escribió las cartas que demandaban las compasiones del marido. A impulsos de sublime caridad iba, pues, el negro á América, ya casi un agonizante de la pena y de la tisis, sin otro empeño que salvar en el harapo de hermosura la reliquia del espíritu falaz que fué su religión. No pudo terminar la travesía. Sintiéndose morir, prefirió ganarle al inútil sufrimiento algunas horas. Realizaba el viaje sin el amparo de la hija, dejada en un colegio de Europa porque no sepa jamás la vida de la madre, y lega, á una y otra importantes sumas, cuyos documentos y efectivos se han encontrado en la maleta del generoso moribundo que viajaba hasta sin ropa.

Un alma como esa alma ha podido extinguirse aislada entre el desprecio del pasaje.

Y ahora un poco de compasión tardía..., que no le estorbe á nadie divertirse. Únicamente en nuestra tertulia, y sobre el holgorio del buque engalanado, pesa el relato de Lambea como una maldición humana que arrojó á un mártir á la tumba de las olas y que tiene en lejana reclusión á una niña inocente de que un hospitalario pudridero de la vida está agotando las impúdicas podredumbres de su madre...

Es una historia idéntica á mi historia y á la de la Montsalvato y á tantas más.

Siempre la obra destructora del amor en un mundo que sin el amor, no obstante, sería absurdo. ¡No lo comprendo!

Parte el inquieto teniente de fragata. Rocío se ha quedado pensativa, y yo permanezco también dolorosamente impresionado. El Padre Ranelahg, que á la vista de la futura monja y de mis ansias ideales dijérase que ha tomado á empeño nuestra catequística rección, aprovecha la oportunidad para una de sus pláticas. En el cristianismo cree que vuelve á surgir el paganismo más hipócrita y cobarde. No tornará el mundo á la bienandanza de los cristianos primitivos, hasta que con la mirada en Dios acierte de nuevo á recogerse cada cual en la caridad, en la oración, en la pobreza, en la vida interior del penitente. El drama, por mitad horrendo y por mitad hermoso, que acabamos de oír, prueba el desastre de cualquier ventura que se cifre en los bienes de la tierra. Solamente la belleza del alma perdura como lazo de amor á través de las contingencias y de la muerte misma de la física belleza, ya que ésta no es sino una mentira del pecado, encubridora de las repugnancias de la carne.

Calla, y á pesar de la paz que ha derramado en mí, sufro una confusión, puesto que, por una parte, se me impone la evidencia de que sólo con un criterio tal de santidad fuesen imposibles las injusticias que yo siento alrededor, sin encontrarlas el remedio, y, por otra, el estruendo del buque, confirmándome que la humanidad resurge al bruto paganismo, parece que me quiere gritar que con él es la vida misma la que reclama turbulentamente sus derechos. La vida misma, que ni proviene de la santa castidad, ni pronto haría sino agotarse si el mundo entero llegase un día á alcanzar la perfección de la santa castidad. ¿Habría de ser condición de la vida, entonces, vivir de lo bestia y lo cruel, ó no vivir, por el místico suicidio?

Guárdome de manifestar mi duda, iniciando una intempestiva discusión en que yo no podría oponer, después de todo, afirmaciones; pero me inquieta ver reflexiva á Rocío bajo el influjo de las sutilezas del dialéctico.

Afortunadamente corta las meditaciones de la niña una invasión de estruendo que se acerca. Capitaneados por tres comerciantes catalanes, suben las escaleras dos docenas de emigrantes haraposos; detrás va llegando el pasaje, en turbión. Lambea, que vuelve acompañando á la familia del ex presidente de República, se nos acerca un momento á decirnos que se efectuará aquí esta especie de intermedio bufo, porque la cubierta se está arreglando para la función teatral. Todo el mundo se enfila en corro alrededor del la azotea, por los bancos, ó en pie, ó en donde puede.

Y empieza la diversión. Parece los títeres de un pueblo. Carreras de costales, cuyo premio serán cinco pesetas. Meten y atan los comerciantes á diez infelices (cabeza y todo) en sendos sacos, dan la señal de partida, caen de primera intención cuatro ó cinco, y el público se ríe. Al poco están todos en el suelo; se arrastran, ruedan y de cualquier modo procuran avanzar; ni ven adónde van ni en dónde chocan. Unas veces se amontonan y se agarran en pelea de coces desde dentro de los fardos; otras veces salen disparados contra una lucerna, y á un gemido doloroso y á un magullamiento de narices mánchanse de sangre. Pero el elegantísimo pasaje chilla y goza ante los desdichados á quienes ha traído por primera vez al lujo de su cámara para que por un duro le divierta.

A la carrera de costales sucede otra en que parejas de hombres, con sendos cordeles al cuello y pasados entre las piernas, marchando á gatas y tirando uno de otro tendrán que llegar á metas prefijadas. Las parejas son cuatro, y se han descalzado para mejor afianzarse á las rendijas de las tablas con los pies... Le gana el espectáculo en brutalidad al anterior: antes sangraron las narices; ahora sangran las uñas de los pies y de las manos. Si el que va vencido se aferra á un gancho ó al remate de un cordaje, el rival se obstina en arrancarlo, y á la presión del cáñamo parece que van á ser segados los cogotes apopléticos. Entonces, entre la risa general, se les azuza, se les arrea, casi se les golpea y se les pincha como á bueyes que tuviesen atascada la carreta.

Rocío y yo nos ahogamos de una piedad que se dicen de tiempo en tiempo nuestros ojos. Y como la tal pelea, á más de bestial, es larga, pues cada vencedor debe acollerarse con otro vencedor, el público empieza á fatigarse, y advierto que muchos se fijan en el grupo que formamos. Curiosidad de los que no suelen vernos reunidos entre ellos, y que no pudiendo sospechar en mí otra índole de afectos que los del más puro desinterés hacia una niña de falda corta y trenzas á la espalda, pensarán que sólo la intransigencia fanática y el misantropismo sean los que me hagan preferir la soledad al lado de la chiquilla por una igual veneración de los dos á los señores sacerdotes. Todos, todos lo pensarán..., incluso mis amigos, ante los cuales mis desdenes á Placer dejaron bien sentada mi aversión á cierta clase de aventuras y á no importa qué otros devaneos..., é incluso los propios sacerdotes, á pesar de que nos observan más de cerca.

Y, sin embargo... se engañan—como yo mismo me engañaba no hace mucho. Sé al fin que adoro locamente á la «niña de falda corta y trenzas á la espalda», y sé, además, que el misterio de su espíritu y el contacto de su vida en los besos de mi boca fuéronme la revelación de lo que ya puedo confesarme sin bochorno... ¡Casado, sí..., y ella, purísima!... Mas ¿qué importa?... Un insomnio y una tenacidad de mi corazón, en la noche misma que hubo de luchar con la evidencia gloriosa y miserable, en un relámpago de idea me hicieron ver que los nudos de la ley se desatan por la ley..., que un casado se divorcia..., se divorcia..., y que yo, por tanto, podré recobrar mi libertad en Buenos Aires. Secreto que le guardo á la chiquilla por si pasase alguna vez á la plenitud de la mujer de humanidad en mi cariño.

¡Oh, la plena mujer de humanidad que sintieron mis brazos y mis besos! ¡La plena alma de mujer tantas veces sentida por mi alma!

¿Conoce mi pasión?

Lo ignoro. Y en vano aquí trataría de penetrarlo en el hermético candor y en la piedad de la niña tan niña delante de las gentes.

Pero aumentan las risotadas, de pronto, y acrece hasta el tormento su piedad. Agotada la resistencia de un luchador que se aferraba á la lumbrera, de un tirón hercúleo es arrastrado de tal modo por el otro, que tienen que llevárselo con un síncope, del calor y del esfuerzo.

El P. Ranelahg y el P. Reims se marchan, contristados. Les imitaríamos si no le fuese á Leopolda difícil hendir la multitud.

Menos mal que á lo cruento sucede lo jocoso. Depositadas ahora las monedas en el fondo de grandes cubos de agua y de cazuelas embadurnadas con aceite y con tizne, los míseros emigrantes, ya de sobra lastimosos con sus andrajos y sus carnes laceradas, de rodillas, y atadas atrás las manos, han de sacarlas con los dientes. Parece resultar muy divertido verles caerse cara al tizne ó sepultar en los cubos la cabeza hasta los hombros. Se van poniendo hechos una lástima, y el público ríe, ríe... No son hombres, son vivos autómatas que se han traído aquí por diversión. Antes se escarneció el ultraje á sus dolores, y ahora, se escarnece el ridículo de su grotesca humillación con las mismas carcajadas. Cuando alguno á punto de ahogarse saca la abotagada faz de un cubo y vierte el agua por la nariz como una foca, llega al colmo el regocijo. Y no obstante, no fuese una piltrafa de humanidad lo que se ahogaría con la desdicha de estos seres á la vista del aristocrático concurso, sino la humana dignidad.

Sigue, sigue el espectáculo soez, y aun por media hora me obliga á recordar mis sandeces de aquel día en que yo quise sacudir las compasiones de estas gentes gritándoles que se ahogaba la humana dignidad en la sentina de emigrantes...

Soy yo, pues, y es Rocío, quienes únicamente nos ahogamos de piedad, de piedad, de piedad... Somos nosotros, tan sólo, los necios mártires de la piedad estéril, ante la imposición de las crueldades del mundo que el selectísimo concurso manifiesta en toda la magnitud de su inconsciencia.

Y no, no lo comprende; no puede comprenderlo, á pesar de la sanción general abrumadora, la protesta constante de mi alma.

¿Por qué la necesidad de ser crueles? ¿Por qué en todas partes las durezas de la vida, ó por qué, si no, frente á ellas el absurdo de ángeles de bondad como Rocío?

Leopolda, siquiera, oculta en el abanico, le ha pedido anestesias á sus sales.

Dormita tan tronchadamente, que no siente, por último, la dispersión de la desdichada tropa de payasos, á puntapiés de sus joyosos directores—y tras ellos la del público.

Junto al sueño de la pobre enferma destrozada quedamos Rocío y yo en la soledad.

Quedamos con nuestro dolor, con nuestra angustia, con nuestro horror del mundo...; y mudos, caídos atrás en los sillones, el ángel que es del cielo acoge su aflicción á los mundos de los cielos.

Estrellas. Amigas suyas de pureza fulgurante. Están tan altas que no las llegarán las miserias de la tierra. Brillan á través del dosel de humo que nos va tendiendo el buque. Sabe Rocío sus nombres y las va nombrando—algo desorientada bajo este firmamento, que es ya la mitad del Sur. Pero Lambea nos las indicó en las pasadas noches, y puedo á mi vez dirigirlas mi saludo... «Acharnair»... «Procion»... «La Corona»... «Tomalhaut»... «El Fénix»...

La espléndida «Cruz Austral», predilección de nuestros embelesos, queda oculta, hacia la proa, en la balumba de chimeneas y botes y mástiles y puentes del Victoria Eugenia.

Levántase Rocío y va en vago paseo de abstracciones á la borda.

Al poco, voy á su lado.

Ella contempla perdidamente las cinco estrellas de la Cruz Austral. No sé lo que las hable. Seguro de no discordar mucho en el diálogo de alma y de luz, susúrrola al oído:

—Y sin embargo, también tiene sidéreos resplandores nuestro mundo. Desde allí nos deben ver como otra estrella.

Cierra y abre los ojos. Yo insisto:

—Con la misma pureza, que otra estrella.

Me mira.

—Y por mucha razón que parezca apoyar la unánime ferocidad del mundo, contra todo él hay que afirmarle que es estrella en mitad del Universo y que habrá de ser estrella.

Al apartar de mí la mirada, Rocío déjala melancólicamente caer en nuestro mundo, que debería ser estrella y no lo es, en nuestro barco, que es por todas partes cargamento de crueldades. A la izquierda, en el hundido entrepuente de tercera, y al agónico fulgor de las bombillas, muéstrasenos la incongruencia humana con los dos grupos que forman á uno y otro lado las blancas monjas y las colorinescas prostitutas. Y como queda fija en ellas la angélica compasión de la que tanto puede comprender, no dudo en expresarla las mismas reflexiones que sentí al verlas el primer día: «Símbolos del social absurdo, representan lo que de un modo indefectible se tiende á hacer con todas las mujeres; se las parte sin término medio para ellas: ó lo espiritual, en un calvario de renunciaciones, ó lo animal, en plena desvergüenza.»

—Unas—concluyo—van á aprisionar su juventud sin juventud y sin vida en hospitales y lúgubres conventos argentinos; otras, á servirles en burdeles su beldad sin beldad y sin alma al vicio de los hombres.

—¡Qué horrible!—clama algo del ser entero de la mujer-ángel, volviendo á la Cruz Austral la angustia de los ojos.

Callamos los dos. Pero si ella adora los luceros al rechazo de no poder noblemente adorar lo humano, yo estoy adorando en ella la excelsa humanidad de su belleza divinizada por su espíritu.

—¡Qué horror!—repite suspirando.

—¡Y qué error y qué pena, Rocío!—añado, con el recuerdo de las abominaciones del catequista que pudiésemela robar lanzándola al otro extremo de la vida místicamente cercenada—. Vea: todo es bello y digno en la Creación..., la estrella, la nube, la luz, el mar..., el árbol y la montaña, el pájaro y la flor...; todo es diáfano y purísimo en su mismo incesante cambio del vivir y del morir que realiza la eternidad de la armonía creada por Dios y que cautiva de divinidad universal á nuestros ojos..., y sólo nuestros ojos, sólo nuestra, vida material, sólo la plástica belleza, humana, que en usted, por ejemplo, resume todas las purezas de la luz y de las flores..., habría de ser inmundo y despreciable.

Me mira otra vez la que todo lo comprende, y sonríeme para quedarse agradecida en mi mirada. Su atención de espera es tan intensa como la que hubo de prestarle al P. Ranelahg. Él la presentó el enigma de los odios á la vida. No debo yo en el sentido opuesto defraudarla.

—¿No cree usted, Rocío—la expongo lo más humildemente que puedo, es decir, en interrogaciones, que buscan también mi orientación al fulgor que me está irradiando el ángel de la tierra—que hubiera más egoísmo y cobardía al recogernos al alma limitados á la ambición única del cielo, sólo porque en el mundo nos hiera su barbarie, que no en salvarnos combatiendo esa barbarie y salvando á los demás? ¿De qué, entonces, sirviese la humana, caridad del amor que á usted y á mí nos acongoja porque vemos siempre en torno lo cruel?...

Tiembla en la grandeza de alma de sus ojos la conciencia del impoderío de la chiquilla, que fuese toda, á pesar suyo, de estéril compasión, é interrógame á su vez:

—¡Oh! ¿Y es posible eso?

—¡Sí!—no vacilo en contestar—; con el amor que haga religión amorosa de la vida; con el amor que no odie; con el amor que lo ame todo y lo embellezca, desde el perfume de una rosa y el rosa de unos labios, hasta la desdicha de los que no saben besar con pureza igual los labios y las rosas.

Me corrijo, al advertirle demasiadas seguridades á mis dudas de inseguro:

—Es posible, cuando menos, intentar contra la crueldad que inmediatamente nos rodee la obra redentora. Así, usted y yo bajamos á los pobres y les damos limosnas de dinero. No basta, bien lo sé; pero tampoco las limosnas de oración. Entre las religiosas de la caridad espiritual, que huyen de la vida con espanto, y la vida aborrecida y torturada que por las únicas esclusas sin alma del brutal instinto de las gentes reclama sus imperios como puede y sin cesar, siempre invencible, nunca vencida, yo creo que falta un sentimiento de humanas amplitudes que, fundiendo y concordando á aquellos dos, le entregase á la partida vida sus noblezas. Lo creo, y porque lo creo, allá, en mitad del mundo, en mitad de un abierto campo de España, dejé abandonado á la barbarie el templo de humana religión que le dije á usted que esperaba á la Laura que no fué..., á una Laura allí quizá esperada todavía. Con ella, Venus idealizada por el místico resplandor de la Pura Concepción, mitad pagana, mitad cristiana, habría fundado yo la colonia del amor de todos los amores y de todas las limosnas: para ella, besos de ideal en las flores de su pecho y de su boca; para los otros, piedad que aliviase sus dolores, escuela que combatiese su ignorancia, generosidad que salvase su pobreza, y para nosotros y los otros, hijos de los dos á quienes poder educar de modo que continuasen la misma redención de la vida bajo el manto de estrellas de los cielos.

Extínguese mi voz en un suspiro de oración, y nada más tengo que decirla á la divina humana que nada tiene que reprocharme ni decirme. Han debido estremecerse á mis palabras las flores de su boca y de su pecho.

La noche ecuatorial envuelve nuestras vidas en su inmensidad de maravilla. Los astros son lumbres cuya pureza ilumina á la del ángel. Piensa, tal vez, el ángel, la mujer, en lo lejos que va quedando el triste templo de mi amor, y al girar más la cabeza, ansiando descubrir en los nuevos horizontes nuevas tierras que pudiesen convertirse en templo abierto de los cielos, la sorpresa arráncala una exclamación alucinada.

Me vuelvo y sufro el mismo asombro.

Toda una magia.

A mi evocación, la diáfana tierra de divinas claridades habría surgido del mar y está delante de nosotros.

Está inmensa y radiante en la obscuridad, como una gloria. Isla fantástica, blanca, en blanco incendio de resplandor de paraíso.

No comprendemos, al pronto; no podemos comprender, y juntos y silenciosos nos acercamos á la otra borda con la atracción sobrecogida del milagro.

¡Ah! El hechizo se deshace un poco y nos obliga á sonreír humanamente. Es la luna, que sale tras un celaje denso, en el cual finge el país de la ilusión.

Es la luna..., y aunque adivinada por nuestra serena predisposición contra lo sobrenatural, nos cuesta violencia hacerles aceptar á los ojos que sea la luna y que no sea aquéllo un Olimpo donde las desnudas diosas vayan efectivamente á aparecer ante nuestro curioso aturdimiento de mortales.

Fundidas platas y fúlgidos velos en decoración de inmensidad. Apoteosis del ensueño. La negrura de las aguas corta rectamente la negrura de unas acantiladas costas que parecen ganar la línea del cielo avanzadas á nosotros y que en rompientes blancas figuran las suaves playas de luz que van á internarse y perderse en los valles de la luz, en las paradisíacas selvas de transparencias ambarinas, en las edénicas cumbres de albor de nieve que otras sombras pintan por el dilatado reino azul de la quimera...

Miramos la celeste fantasmagoría no sé cuánto tiempo; y cuando la luna ha acabado de salir redonda por lo alto, dejando reducidas las nubes á su gris, Rocío concreta la emoción sentida en un solo pensamiento:

—¡Se comprende que en la inspiración de la Naturaleza quisiese alguna vez la Humanidad forjar su religión!

Digno de ella el pensamiento, fija como definitivamente otro mío en mis angustias eternas de piedad.

—Las ruindades humanas—la digo—no se borrarán hasta que los hombres encuentren su perfección en la simple imitación de la Naturaleza, donde nada es crueldad, donde todo es ritmo y belleza y armonía.

IX

Frío, lluvia y huracán; crespones de nubes. El pampero, el terrible pampero, que nos viene embocando hace sesenta horas desde El Plata. Zarpamos de Montevideo, hermosa población que no he visitado por no restarle ni uno de estos últimos momentos á Rocío, y vuelve á su ingrata danza el barco. Casi una tempestad, en que persiguen nuestros tumbos las aves blancas y las aves negras, como esperando despojos de la muerte.

Mirándolas yo, creyese que van recogiendo de la estela mis propias ilusiones.

El mar ya no es el mar, sino un piélago de sucias aguas.

Mi alma ya no es tampoco más que un piélago de dudas.

He vivido un infinito en tiempo breve. Desde la primavera que mi desolación dejó en España, y desde el estío que mi loca ilusión de juzgarlo eterno cruzó en el Ecuador, pocos días más han bastado para lanzarme á estos otros de tristezas invernales.

Tal que una sombra de mí mismo recorro las abandonadas cubiertas con un ansia de «adiós» á cada sitio en que bebí olvidos de la pena. Nadie. Mudos duelos de la gente mareada, de aquel alegre pasaje que ahora en los salones tristes le huye al yerto anochecer. Rocío, con su obscuro abrigo, parece en luto por los dos.

¿Dónde están las músicas y los gozosos bailes de los otros? ¿Dónde nuestras amigas las estrellas y el perla de nuestras purísimas auroras?

El encanto del mar se rompe según nos acercamos á la tierra. Una noche, ésta, la última, y mañana Buenos Aires. La dispersión se ha iniciado para concentrar á cada cual en su egoísmo. Amistades y simpatías que se deshacen; hondas afabilidades, nacientes amores, quizá, que se deshojan. Ya nadie le importa á nadie, y todos se aperciben á ser extraños que apenas se habrán de saludar en la gran ciudad al verse desde lejos.

¡Sí, sí, los egoísmos!... Cargamento de cosas inconexas que habrán de diseminarse en la vida. Los veo por el cristal de las ventanas. Unos yacen tumbados, con el displicente horror de su mareo, porque el buque no cesa de hundirse y levantarse en el barro furioso de las olas; y otros, en los camarotes, preparan para el desembarco sus maletas. Yo también he ordenado las mías, y Rocío arregla las suyas aún, junto á la madre infeliz, tendida sobre el lecho. Alcázar que se muda, y desabrimiento y trastorno de mudanza, en mitad del cual se va asfixiando mi efímera felicidad.

¿Habremos de ser ella y yo, asimismo, los extraños que no vuelven á verse ó que sólo hayan de saludarse desde lejos?

¡Oh!

Mi corazón protesta; mi corazón me grita que no podrá ser; que no podrá ser esto con la niña cuya angustia resignada siempre está pendiente de mi angustia; pero el plan de su destino, que desconozco, y la falta de un convenio del de ambos, que tampoco me he atrevido á proponerla por exceso de respetos, contra su afán y mi afán pudieran separamos para siempre. Aparte los empeños del P. Ranelahg, que porque ella sea un ángel quiere guardársela á Dios en la clausura, ignoro absolutamente la solicitación de vida que la espera, y los proyectos de su madre. Anoche hablaban del hospedaje que en un convento ofrecíalas el P. Ranelahg. Ello significaría el secuestro con respecto á mi última esperanza. No pude entender bien, sin embargo, más que el dolor que Rocío me lanzaba de soslayo, en despedida.

Está pálida y nerviosa. Su incertidumbre ante el dilema del sacrificio en el espíritu á que la incita el sacerdote y de la amplia vida que yo la he ponderado sin que nadie se la ofrezca, la tienen en algo así como la crispada expectación de la urgencia con que el fin de este viaje habría de resolverlo.

¡Pobre niña!

¡En el momento decisivo, y á pesar de mis ideas de salvación, cuán lejanas se me vuelven á aparecer su purísima existencia y mi existencia miserable!

Suenan los timbres. Llaman á la última comida.

El pampero viene arreciando hasta hacer verosímil la posibilidad de que seamos nosotros los que les sirvamos de festín á los peces y á las aves. Todo se mueve y todo cruje y amenaza, estallar en el buque, que el horrible viento combate por la proa.

Pocos van al comedor: apenas si algunos valerosos cruzan con los pies abiertos y sin soltar los pasamanos.

Me acerco al camarote de Rocío. Como ayer y anteayer, mi brazo le servirá de sostén á Leopolda.

Rocío aparece.

—No; no iremos, gracias. Aquí nos servirán.

Anúnciame que no saldrán luego tampoco al salón porque no puede su madre levantarse, y quedo en volver un instante á decirla el «adiós» de esta última noche...; á decirla: «¡hasta mañana!»

Parto. Mi zozobra va pensando que volveré á decirla «¡hasta mañana!», ó «¡hasta nunca!...» ¡Quién lo sabe! Damas solas que necesitan una noble protección..., ¿aceptó tal vez Leopolda el ofrecimiento del P. Ranelahg? ¿Qué hospedería, qué colegio ó qué convento sería ése, cerrado seguramente para mí?

Mañana, cuando el Victoria Eugenia amanezca anclado en Buenos Aires y con la confusión de todo el mundo por dejarlo, el «adiós», el último «adiós» de Rocío, no podrá tener al menos la efusiva fraternidad de nuestras almas.

Desierto el comedor. O lo que es lo mismo (comparado con la pasada animación, que ya no tornará), algunos solitarios por las mesas. En la mía falta el matrimonio austriaco, y sólo acompáñame Lambea, que celebra mi resistencia contra el mar. En la de Rocío, nadie. En la de Placer, desde su artística absolución, restituída al comedor con Eyllin y los jovencitos bonaerenses, ella únicamente.

Se aburre Placer ó ha olvidado mis desaires; me sonríe. Su afable bestialidad, en la ausencia de lo que constituye caricia ideal para mis ojos, parece burlescamente querer decirme que no me guardará el mundo más que el escarnio de su amor ó el de otras como ella.

Lambea charla de noticias que adquirió en Montevideo.

Todavía la Montsalvato; el crimen que maldito si nunca ha logrado interesarme y que menos le importa ahora, á mi gran preocupación. Mientras dice y comenta el marino no sé qué de si van á ahorcar á Wanska ó de si se está muriendo del tifus y de si se ha confirmado ó no la prisión de la condesa en Nueva York..., yo no logro arrancarme á la obsesión exagerada que me causa este concepto de «lo último» en cuanto hago y cuanto miro: la «última» cena en el vapor; «la última» noche al lado de Rocío; el «último» adiós que de aquí á un poco hayamos de cruzarnos.

Abrevio la amarga cena de desastre, que me evoca la cena de un entierro, y sin saber cuál haya sido entre Rocío y yo el muerto cuyo lúgubre vacío me turba el corazón, voy á mi camarote á besar llorando sus reliquias.

El pañuelo. La medalla. La horquilla de concha que quedó en su sillón una noche.

Es la «última» vez que soñaré en esta pequeña estancia, donde he soñado tantas. Es la «última» vez que miraré estas cosas en esta mesa donde tanto las miré. Y como la «última» vez, como la «última» vez, miro con tristeza igual el diván de mis descansos infinitos, las butacas, la bañera, las cortinas, las perchas y el armario donde ya no están mis ropas; las almohadas del dorado lecho, donde ya no están mis ilusiones...

Pasa el suficiente tiempo para que también Rocío haya acabado de cenar, y, guardando junto al pecho nuevamente las reliquias, salgo á buscarla.

La encuentro en la cubierta. Infantil y valerosa, delante de su camarote, abierto, entretiene la impaciencia jugando á pasear como pudiera un equilibrista pasear por un ancho balancín. El buque, en efecto, cabecea y se hunde de costado hasta hacer rodar las sillas á las bandas.

—¡Qué noche!—me dice.

—¡Qué noche!—contesto.

Y puesto que sólo con habernos parado los dos nos lanza de costado un balanceo, rehacémonos y buscamos el apoyo de la borda.

¡La «última» vez que habremos de conversar en esta borda, desde la cual han contemplado tantas maravillas nuestros ojos!

Se lo manifiesto así... y sonríe..., y sonrío, sonrío yo... por no ceder á la emoción de llanto que volviérame quizá algo ridículo. Pero sonríen tan tristes las afabilidades de los dos, que nuestras sonrisas no son más que llanto de las almas. Sin embargo, ó por lo mismo, queremos aferrarnos á la frivolidad de lo que está fuera de nosotros.

—Ya no tiene el mar fosforescencias.

—No, Rocío; no tiene más que sombra y confusión.

Según se inclina el buque, nos moja la fina lluvia que el viento arrastra ó nos salpican espumas los montes de agua que estrella el casco á nuestros pies. Va en una monstruosa galopada que nos levanta hasta el cielo y nos sepulta hasta el abismo. Unos ratos parece que se para, que gime vencido por el horror del viento y que va á hundirse de popa; otros, que se precipita de quilla en la cuesta abajo de las simas que abre el vendaval.

Negrura, alrededor: ni hay cielo ni horizontes. Perdidos en la locura infernal de las tinieblas, sólo las ráfagas luminosas de las redondas ventanas del casco enfilan cerca alguna vez las turbias aguas..., turbias cual si hubiese removido la tempestad los limos de su fondo.

—Es decir—corrígese Rocío en lo que antes expresó—¡creo que desde ayer no navegamos por el mar!

—Navegamos por El Plata, por un río...

—Menos limpio, pero ancho como un mar.

—Ni tan ancho que en la otra orilla y en pocas horas más no nos haga encontrar á Buenos Aires.

—¡Oh, sí!

A pesar del intento en contrario, he dado pronto en mi obsesión de lo «que acaba», en mi manía dolorosa de lo «último», que la invade y que la apena.

E insisto:

—El término del limbo de delicia. En él empezarán acaso los olvidos.

—¡Los olvidos! ¿De qué?

—De todo. De los recuerdos que cada uno haya de perder al perderse por el mundo.

La oigo suspirar.

—¿No lo cree usted, Rocío?

—¡Oh! Eso será según la intensidad de los recuerdos y el propósito que cada uno ponga en olvidarlos.

Vibra en lo que me dice casi un reproche, no obstante estar viendo mi ansiedad, y, para reasegurarla de mi parte mejor que con palabras, saco su pañuelo.

—Mire. Prenda del propósito de no olvidar con qué nacieron sus recuerdos. Se lo he robado á usted.

Con ligera sorpresa, lo toma de una punta. Yo lo retiro con el jovial temor de que quiera arrebatármelo, y saco y le muestro en la mano la horquilla.

—Mire. ¡La he robado á usted! ¡La he robado á usted!

Sonríe. Sus recónditas alegrías del corazón me devuelven la alegría.

Saco al fin la medalla.

—Mire, mire, Rocío.

A mi ademán de esquivársela tras de habérsela enseñado, responde esta vez más honda su sorpresa:

—¡Oh, mi medalla! ¡Usted la tiene!... ¿Por qué?

—La tengo..., la tengo...—balbuceo mientras ávido lo vuelvo todo al bolsillo—¡porque sí! Me la dió usted para una ciega que no ve sino con los ojos de la fe, sin reparar en que yo no veo sino con mis ojos de codicia. La tengo, Rocío..., porque es de oro y de brillantes... y porque hizo usted mal en comisionarle tal encargo á un hombre á quien no conocía..., á un hombre que bien pudiera resultar un estafador indigno de sus generosas confianzas. La dí á la ciega cien duros y me quedé con la medalla. Sólo me resta pedir á usted perdón... cínicamente, puesto que no pienso devolvérsela.

Se ríe; rápida y sutil, sabe contestarme en igual tono:

—Bien. Entonces... estoy cobrada con exceso; porque no sólo hizo una limosna de cien duros por lo que no me costó ni treinta, sino que además le ha venido usted entregando joyas y tesoros de su alma á una niña á quien tampoco conocía..., á una mujer que... igual pudiese ser una ladrona.

—Verdad es—bromeo, defendiendo de la divina ladrona mi más positivo tesoro con la mano contra el pecho.

—¿Conoce usted, Alvaro—bromea también—nada tan candorosamente ridículo como las fórmulas sociales?... ¡Bah! Dos que no se conocen, otro recién presentado desconocido que los presenta (Lambea, en nuestro caso) y sobra: ¡la amistad!

—¡Entre nosotros, Rocío, la fraternidad, la inmensidad!—comento yo volviendo brusco á lo severo ante la fascinación del talento de la niña—; pero nuestra presentación no la hizo Lambea: la han hecho nuestras almas de profundo modo, y nos conocemos uno al otro mejor aún, tal vez, que á sí propio cada cual. Sea cualquiera, por ejemplo, mi historia, que ya conoce usted, usted me juzga, sin duda, menos miserable que lo que yo mismo me creo.

Nada dice, la que dice siempre más con sus silencios.

Y hay en su purísima belleza una tal exaltación de mártires llantos prontos á correr..., que para no estrecharla en los brazos gritándola que es mía y que nadie de mi ser la arrancará, domo el ímpetu en vagas amarguras, y prosigo:

—Tanta es la virtud de las presentaciones tan raramente realizadas por las almas; tanto nos conocemos, tanto, á pesar del larguísimo pasado que tuvo á las nuestras esperándose, que en vano Buenos Aires las quisiese separar aunque hubieran de apartarse nuestras vidas. Pero ¡ah, Rocío!, ¿no fuese horrendo que con las almas unidas tuviésemos que vivir lejos los dos? ¿No va, acaso, en la misma dirección nuestro camino?

Cedo á la violencia del dolor tomándola una mano para quitársela de la faz, donde espero franca la respuesta, y se crispa, al responder sin esquivarme la franqueza ni la mano:

—Sí, al menos, por lo pronto; usted va también á Buenos Aires. ¿Por qué, pues, Alvaro, lo teme?

—¡Porque le oí anoche al P. Ranelahg brindarle á la futura monja su convento! ¡Porque he temido venir ahora, á despedirme hasta nunca del alma de mi alma!

Beso con lágrimas su mano, largo rato, en el afán de retener á la que querría robarme el sacerdote; ella llora, tornado, sobre la borda, el rostro hacia la otra mano que oprime su pañuelo. Beso luego con besos de dulzuras infinitas sus sienes y su frente..., y ella, al fin, se yergue y se desprende de mi brazo:

—Hasta mañana, Alvaro. Iremos al mismo hotel. Búsquenos para desembarcar.

La he soltado dulcemente ó se ha soltado dulcemente, como se suelta lo que ya es de uno y no puede jamás abandonarle. Me quedo viéndola cruzar, divina y vacilante, al camarote.

Desde él, antes de cerrarlo, me envía otro adiós que adivino en las palabras que borra el huracán.

—¡Hasta mañana!

El viento ruge; el agua hínchase en furia de montañas; el barco gime y bota en su bravo galopar á Buenos Aires: me había olvidado de todo esto, que ya esta noche no hará sino mecer con sus grandezas los ensueños de mi triunfo.

SEGUNDA PARTE

I

Recorremos la ciudad con el encanto de unos ingenuos viajeros complacidos en ir descubriéndola sin guías.

El azar nos cambia sus aspectos.

Recibidos desde el buque Avenida de Mayo adelante por un bulevar lleno de carruajes, de palacios, de una animación completamente europea, fué á la siguiente noche la magna fiesta patriótica que nos aumentó el asombro con el espectáculo de una iluminación de magia, como si Buenos Aires se alumbrara en el opulento incendio de sí mismo. Abierta la Argentina á todos los progresos y en plena y pujante formación, á fuerza de dinero importa á ella cuanto no tiene ni produce de lo más perfecto del mundo: si necesita escuelas, teatros, hospitales, envía una Comisión adonde se encuentren los mejores, y construye lo mejor de lo mejor; si quiere recrearse con los reyes del teatro, contrata, como sucede ahora, á Caruso, á la Paretto y la Guerrero; si desea para un jardín el prodigio de una estatua, le paga á Benlliure otra Dilecta, ó á Rodin otro Penseur.

Estamos en un país al que nada más le inquieta lo fastuosamente positivo del dinero y las riquezas. Así, al hojear en el Majestic los periódicos, alguien nos informa que sobre el frontispicio del alcázar de uno de ellos hay una sirena que, cada vez que resuena anunciando nuevas trascendentes, rompe en un kilómetro á la redonda los cristales—por lo cual el Municipio le impone al periódico una multa de diez mil pesos, sin perjuicio de que vuelva siempre á tocarla y á pagar; así nos dicen que el Jockey Club es el Círculo más lujoso de la tierra, porque dispone de unos cuantos hipódromos que le rinden millones cada año, y así, al cruzar diariamente la Avenida, los inmensos carteles de las fachadas y las vallas, luciendo también cifras de millones y millones de pesos, nos hablan insolentemente del poderío de un emporio comercial.

Tierras, ganados, tabacos, buques, Bancos, explotaciones, nuevos periódicos que se fundan para anunciar más con las planas á mil pesos... Y pesos, pesos, pesos siempre; fija preocupación en las conversaciones de los que corren las calles al apremio del negocio y en las de los que descansan de los negocios en las terrazas de los cafés preparando otros á copas de vermú.

La grandeza singular de Buenos Aires empezó, pues, anonadándonos un poco; un poco, sí, como hecha para glorificar exclusivamente los prácticos dominios de la vida..., como hecha expresamente para arrojar de ella á dos ilusos soñadores. Huyéndole al tráfago mercantil nos alejábamos del centro y por todas partes nos perdíamos en la infinita y como provinciana calma de unas calles rectas y desesperadoramente iguales, de casas de dos pisos, á kilómetros y kilómetros, cortándose á cuadros con el implacable rigor de un tablero de ajedrez. Habríamos jurado que Buenos Aires no fuese sino una vasta factoría adonde las gentes del mundo entero llegaran de pasada á enriquecerse.

—Mire—solía decirme Rocío al bajar del coche en la acera del Majestic é indicándome el cuadriculado del asfalto—: ¡el plano de la ciudad!

Sin embargo, la recorríamos, la recorríamos buscando al azar dentro y fuera del dédalo geométrico sus remansos de hermosura, y no tardamos en hallarlos: la calle Florida, madrileña carrera de San Jerónimo, llena de joyerías y de bazares, donde pasea á pie la elegante juventud; Palermo, espléndido parque de lagos y de selvas, en el cual desfilan los lujosos trenes que no se ven por otros sitios sino en rara dispersión; el Palais de Glace, un magnífico skaating, sobre cuyo hielo gustamos Rocío y yo de patinar al ritmo de la orquesta; el río Tigre, en fin, de aguas profundas que surcamos con ligerísimos esquifes y de paisajes soberanos á los cuales nos lleva un tren cruzando interminables campos de sports donde los bonaerenses corren á caballo ó juegan al tennis, al polo y al foot-ball, en un británico culto á la higiene, todos los domingos.

Así reconciliados con Buenos Aires, fuimos entrando, á través de su grandeza material, en la grandeza generosa y joven de su espíritu. Celebran Rocío y Leopolda la facilidad con que me adapto á la costumbre argentina de guardar los billetes en el bolsillo del pantalón para sacarlos á puñados, arrugados y revueltos; ellas también se van habituando á llevarlos sueltos en las escarcelas, con el pañuelo, el espejito y la caja de polvos, y los tres á la cierta sorpresa europea que al principio nos causaba el verlos pródigamente correr de nuestras manos.

País éste de paradoja, se llama de la Plata, es el de la riqueza y el dinero, á no dudar, y lo único que le falta es la plata, ó lo que es lo mismo, el dinero; lo representan los sucios billetes que nada valen, y todo, en cambio, cuesta un dineral—que tanto menos se regatea cuanto que parece que se paga con viejos papeles inservibles: un paquete de bombones, diez pesos; un par de horas de «taxi», veinte; el hotel, sesenta diarios para ellas y cuarenta para mí..., sin contar los otros cuarenta ó cincuenta á que semanalmente ascienden las gratificaciones repartidas á los camareros del comedor, al camarero y la camarera del cuarto, al portero, á la telefonista, á los ascensoristas...

Pero nuestras alarmas europeas se calman al considerar que un peso equivale á diez reales solamente, y que hasta las clases más modestas, viven confiadas á parecidos rumbos en un medio cuya característica, quizá por desconocer la avaricia del dinero positivo, es la esplendidez que directa emana de la abundancia del trabajo y de las cosas. Noble concepto de una nueva Economía que le explica á Buenos Aires su joven alma generosa.

Se desconoce la tiranía de ahorrar, por lo mismo que el ahorro es fácil y compatible con la cotidiana comodidad de la existencia. La enorme población que al principio tiende á aturdir con los faustos de un París, y que aspira á ser la Nueva York de la América del Sur, es mucho menos todavía; y, sin embargo, con su financierismo propenso á democratizar la riqueza y á desterrar «iniquidades económicas» es ya, acaso, mucho más, aun en medio de la monstruosidad de todo gran conjunto—porque representa la naciente Arcadia donde la Humanidad va afirmando sus decoros. No hay mendigos, no hay ladrones, y se inicia el respeto á la mujer: florearlas en la calle está prohibido bajo multa.

Hasta las propinas las saben aceptar los serviciarios sin el servilismo esclavo de Madrid, sin el servilismo fino de París, donde al que las recibe puede el que las da llamarle «animal» al propio tiempo.

Mandé la otra tarde al chiquillo de un restorán, por un coche, y se excusó de ir porque llovía; acertó á pasar uno, y lo tomó para él el mozo que acababa de servirnos y que ya se retiraba. Asombros, en Rocío y en mí...; asombros sin enojos, en la buena, hacia el hombre independiente que no se juzgó forzado á atenciones con extraños una vez su obligación cumplida, y hacia el discreto muchacho que despreció el peso con que habríamos querido lanzarle á mojarse en nombre nuestro.

—Hacen bien. ¡Oh! ¡Claro!—aplaudió Rocío. Y por castigarse en la intención, llamó al chico y le dió el peso, con pretexto de la vuelta de un periódico.

Asombro como el que en otro orden y en otra tarde nos produjo una especie de rusita elegantemente vestida de pieles y que nos saludaba al cruzar patinando á nuestro lado en el Palais de Glace. No la conocíamos. Al día siguiente, la gentil patinadora me despertaba con el desayuno en el hotel, y se reía de mi torpeza: era la francesa doncella de mi cuarto, la que debe de sacar doscientos ó trescientos pesos mensuales.

Cuando se lo referí á Rocío, comentamos el suceso, comprendiendo por primera vez que en algún hotel del mundo haya lindas doncellitas que puedan servir á plena dignidad.

Así, tocadas de blancas cofias, las vemos diligentes, como monjas de una religión noble del trabajo, por los corredores de este entonado Majestic que dijérase que sólo alberga diplomáticos y reinas.

Harto á diferencia que en el buque, nadie se preocupa de nadie; aquí cada cual confínase en su gravedad cortés y en sus relaciones amistosas. Joyas, sedas, escotes esculturales, desfile de lujos en bizarras toaletas de las damas. Apenas Rocío y Leopolda dan una nota de casta sencillez con sus trajes hasta el cuello, y todas miran simpáticamente extasiadas la beldad niña de mi amiga. Creeríamos haber definitivamente dejado el mundo de las frívolas miserias si no fuese porque también, desde el momento de llegar, la charla de las encopetadas familias por las inmediatas mesas del comedor nos sigue acosando con ese crimen de la Montsalvato, que nada nos importa. Impórtale, por lo visto, al orbe entero. Los periódicos mantienen la estúpida obsesión hinchando cablegramas sobre que no era la condesa la aprehendida erróneamente en Nueva York (sin duda lo que Lambea me contó en el mar la última noche) y de que sea tifus ó no lo sea la grave enfermedad que en Roma tiene á Vanschka á punto de morir antes que hubiese de ser afrontado y ahorcado con su cómplice...

¡Oh, el interés mundial que inspiran los científicos empeños y los cuidados exquisitos con que un concurso de doctores obstínase en salvar al pobre diablo! Insiste, insiste y detállalo todo la Prensa en tono sentimental. De día á día relata los análisis de sangre que efectúan los Laboratorios y Academias para encaminar mejor la curación, los desvelos paternales y las frases de ánimo y cariño de los médicos ilustres al enfermo y las tiernas gratitudes de éste..., cual si se tratase de un héroe esperado por la gloria... Y como no puede ser más repugnante la macabra caridad de arrancarle un hombre á la muerte sin otro fin que entregársele al verdugo..., Rocío y yo, leyendo al menos con interés esta incidente monstruosidad social del célebre proceso, sentimos una tristeza que nos hace temblar y nos ahoga.

Siempre la misma desorientada interrogación de sus ojos á mis ojos. ¿Por qué tanta inconsciencia de maldad ha de ser inevitable?

No atinamos á saberlo.

Lo intentamos, y no logramos comprender por qué. A lo sumo venimos á parar á mi vaga adoración de la Naturaleza, que los ciegos hombres no quieren imitar. No habría ferocidades de lobos, suponiéndolos intelectuados, de ese refinamiento que con el manto piadoso congrega á toda una sociedad cristiana contra un sentenciado inerme.

Sufre mucho Rocío, y, arrebatándola los periódicos, la hablo de mis encinas, de corazón menos dura que el de las gentes, y de mis anchos valles de España, donde está eternamente aguardando almas dolorosas un templo humano del Amor... Y entonces, desde el mundo que es igualmente horrible en todas partes, nuestras ansias de ideal vuelan á perderse en los lejanos campos españoles de encinas, de flores, de cielo, de paz.

—Una noche, un lobo...—la cuento, por contarla historias de pastores...

Mas ¡ah!, mi cuento no suele ser sino una cobarde desviación del infinito miedo á acabar de decirla que sólo ella es en aquel templo la esperada..., del íntimo terror de no saber si haya de resultar posible la liberación legal que acaricié con el divorcio y que me hace retrasar todos los días para el siguiente la consulta á un letrado cuyo juicio negativo hubiera de dejarme en miserables desnudeces ante la angélica, tan bravamente entregada siquiera á mi amistad. Canónico y civil mi matrimonio, no admitirá quizá otra anulación que la civil; y... ¿avendríase á un enlace civil, y en tales adversas condiciones la tan hondamente religiosa?... Cuando por las mañanas la veo volver sola de misa, siento mayor angustia que si continuase ella bajo los sutiles catequismos del P. Ranelahg.—«¡Buenos días!»—la digo besándola, la frente, que nunca se me niega (hermana, hermana confiadísima á mi amistad desde los besos del vapor...), y mis besos de ahora me amargan como los de un farsante que pronto hubiese de quedar al descubierto.

Horrenda ya la duda, cierro los ojos á su espanto, me abandono á la espiritual delicia con la hermana, agravando al paso de las horas nuestra falsa situación, y en vano envidio á los pájaros—libres de leyes que no les fuerzan á ser innobles, como muchas veces á los hombres cuando más bajo la amplitud del cielo se querrían ennoblecer.

Pero es el hotel una artística jaula de hierros y cristales, de cinco pisos, con un hall central en el bajo, sobre el que van abriéndose las abarandadas galerías de los demás hasta la diáfana techumbre que se azulea de cielo, y en la tibia claridad de su interior, al menos, Rocío y yo volamos como dos pájaros á todos los rincones.

No sólo por hábitos de la yanqui educación de Rocío, sino también porque las vigilancias de la madre le fueran humillantes á la hija, capaz de guardarse en su propia dignidad, Leopolda, atareada con sus ocupaciones ó rendida con sus nervios, no se inquieta de nosotros.

Unas veces, pues, estamos en el hall hojeando revistas, y de pronto subimos al sol de la azotea, pasando por mi cuarto á recoger unos gemelos para mirar panorámicamente la ciudad; es la hermana, sola conmigo, que entra en mi aposento sin vacilaciones, sin malicias, sin necesidad de ninguna invitación.—¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Por qué, teniendo ella más pureza y más espíritu, un equívoco pudor habría de contenerla en la puerta con menos dignidad que á la doncella que me lleva incluso al lecho el desayuno?—Otras veces descansamos en las galerías del segundo piso, al pie del comedor, esperando para la mesa á Leopolda, ó después de la cena tomamos el té en las mismas galerías oyendo al gran violonchelista que figura en el sexteto y viendo la exposición de lujos que forman al fin las damas al desfilar hacia la ópera; los ascensores no cesan de bajar y subir; las que cruzan no dejan de mirar á esta bellísima amiga mía que, aunque ya no luce las trenzas á la espalda, se peina de un modo juvenil, y que gusta más de la conversación conmigo que no de los teatros; y como á la media hora la deserción alrededor nuestro es completa y han ido apagando muchas luces, y Leopolda se ha retirado á algún quehacer de sus estancias, Rocío y yo quedamos en la semiobscuridad y el abandono, y muchos ratos, oyéndola decir cosas de ensueño ó escuchándola leer cualquier libro en el estrecho confidente, reclino la cabeza en su hombro confiado á mis dolores con ternura igual que el de aquella Elena hermana cuyas cartas leemos juntos según vienen de Madrid.

No sé de nada tan dulce ni tan noble como el hombro de Rocío, como la seda y el perfume y la tibia vida de esta niña, como la divina confianza de esta criatura-arcángel que nos convierte en dos inocentísimos chiquillos, á pesar ó por lo mismo que no desconoce ella mi pasado de barbarie y que no olvida la memoria de mi pecho y de mis brazos los encantos sentidos en la espléndida mujer el día que hubieron de recogerla desmayada.

Olvido esos encantos, ó los exalto sin olvido en la misma castidad, y juego con la mano que ella á veces me abandona; y como la mano de flor es acariciada á un tiempo por mis manos y mis ojos, en el marfil blando de los dedos descubro muchas noches sombras de tinta, que no desaparecen bien á pesar de todos los cuidados, y que creeríanse la impregnación de quien asiduamente coge la pluma con más absorta atención á escribir que á no mancharse. Una mañana, en efecto, al entrar en el salón que separa frente á frente las alcobas de ella y de su madre, la he sorprendido escribiendo..., escribiendo grandes pliegos que se apresuró á ocultar en la carpeta. Cierto estoy de que no cesa en tarea tal todas las mañanas. Ocupación que me la roba algunas horas. Comentarios á sus libros, tal vez...; aunque al interrogarla me ha dicho que son cartas y notas de asuntos que lleva ella por ahorrarle á la pobre madre la molestia... Sí, sí, bastante también podría explicar la indolencia de Leopolda su triste enfermedad, que casi la incapacita. Más que la cariñosa directora de Rocío, dijérase la dirigida por la niña afortunadamente tan sensata. Así comprendo que en la última noche del buque fuera Rocío quien decidió si aceptaban ó no las ofertas del P. Ranelahg.

Éste ha venido á reiterarlas su interés en dos ocasiones—un noble interés nacido, acaso, hacia la niña indefensa, sobre la misma comprensión de las bondadosas inutilidades de la madre; y desde la segunda, porque almorzó aquí, y yo, naturalmente, no tuve por qué desertar de la mesa, no ha vuelto.

¿Sospechó quizá, anticipándose á la realidad, que yo sea el novio de Rocío, y que en mi lealtad también haya encontrado el ángel la protección que haga innecesarias las demás?

¡Oh, cierro, cierro los ojos del alma y de la cara cuando pienso ésto sobre el hombro de la confiada hermana noble, y háceme temblar el alma y el corazón y todo el ser la idea de la responsabilidad que acaso he ido acumulando sobre mí con tanta, insensatez, con tal encadenamiento de insensibles ligerezas!

Porque es cierto que yo no soy el novio de Rocío ni á nada aun con ella me he comprometido de un modo expreso...; ¿pero dónde encontrar más abominable traición que la de mis torpezas con el ángel cuya fe para entregarme su alma toda entera no ha necesitado convenios ni promesas de palabras?

II

Confírmase mi antigua apreciación: lo singular de Rocío es la sensibilidad que hácela vibrar á todas las emociones. De horror se desmayó en el barco cuando el negro se arrojó al mar, de fe llora arrodillada ante la Virgen y conmovidísima la he visto por un suceso lejano que sólo en su corazón de santa podía repercutir de tal modo.

Esperando que vuelva de la misa suelo desayunarme en el bar, al sol de las cristalerías de la azotea, y una mañana se me apareció loca de gozo para mostrarme un periódico cuyos grandes epígrafes decían:

JACOBO WANSCKA HA MUERTO.—SUS ÚLTIMAS DECLARACIONES.—INOCENCIA
Y ABSOLUCIÓN DE LA MONTSALVATO.

Era la honda impresión de la compasiva que había seguido paso á paso la tragedia y que inesperadamente se encontraba con un redentor final folletinesco. Tomado también de compasión, leí los cablegramas—á la vez que ella volvía á leerlos inclinándose á mi hombro.

Jacobo Wanscka, por una caridad del infortunio menos cruel que la de los ilustres doctores que querían reservárselo á la horca, ha muerto de la enfermedad que le aquejaba. Sus arrepentimientos de la agonía, en solemnes declaraciones al confesor y á los jueces, dejan establecido que en el asesinato del conde no tuvo la esposa ninguna intervención.

Rica la Montsalvato, esclava de él gracias al adulterio á que la empujó la desdicha conyugal, y tan noble, sin embargo, que le hubiese odiado al sospecharle siquiera designios criminales, el amante, para casarse con la presunta viuda y disfrutar de su caudal, concibió y efectuó el crimen sin que ella se enterase hasta que el ruido siniestro la atrajo de un contiguo dormitorio. Seguían pormenores terribles de cómo la infeliz incluso ignoraba que él hubiese permanecido oculto en el palacio después de la velada, durante la cual envenenó á su víctima; de cómo, desconfiando del veneno, el miserable le confió á sus manos el término del drama repugnante, y de la espantosa escena de amenazas con que al ser por la aterrada sorprendido la forzó al encubrimiento... Apresuré estos pasajes, porque sentía á Rocío llorar detrás de mí; salté apenas al que notificaba que el tribunal de Roma ha cerrado el proceso proclamando inocente á la condesa, salvo en su mínima culpa de encubridora por horror, de la que asimismo será absuelta bajo la piedad del mundo así que ella no tarde en presentarse..., y soltando el periódico me volví á la que lloraba.

—¡Siempre me resistí á creerla criminal!—sollozó, explicándome concentradamente su emoción—. Si ella era ya rica, ¿por qué matarle? Además, hay groserías de la maldad tan increíbles en una mujer fina y educada...

La exactitud de este juicio me admiró. No sólo por él sentí más el gozo de ver redimida á la dama delicadísimamente bella que he visto en los retratos, sino que borró la acusación de absurda que al contemplarlos le había lanzado á la Naturaleza, capaz de tal monstruosidad inarmónica entra las líneas nobles de una cara y las líneas nobles de un espíritu.

Por transmitirme su contento no fué á la iglesia esa mañana el ángel en quien tan bien se acuerdan los bellos trazos del espíritu y los bellos trazos de la faz..., el ángel que todo me lo deja ver dentro de su diáfana conciencia.

Sin embargo, generosa de lo grande y de lo exquisitamente impersonal mejor que de lo que ella pensará que constituyen las vulgaridades cotidianas, nunca me confidencia, nada de sus proyectos, de sus asuntos, de su plan de porvenir; y hay en particular una ocupación, entre las que la enferma madre la deja, la de escribir (tan absorbente ahora que la hace madrugar y asimismo olvidarse muchas mañanas de la misa), que á mí me esquiva en el misterio. ¿Qué escribe?... Notas, ó cuentas, ó cartas. Debo aceptar su reserva como otra sutil delicadeza de la que no quiere mezclar á nuestra idealidad los prosaísmos, y, no obstante, igual que un robo de su alma me duele en ocasiones. Tanto más, cuanto que al fin el nombre temido y ansiado fija nuestra situación: es mi novia.

Como por el azar de una conversación, y sin expresos convenios, llegamos á ser los grandes amigos que se lo comunican todo, desde lo nimio hasta lo enorme, un nuevo é insignificante azar ha hecho que quedemos novios proclamados sin necesidad de declaraciones por mi parte. Creyérase que nos impulsa el Destino antes que nuestra propia voluntad.

Un azar. Nada. O algo que flotase en el aire envolviéndonos, y que á la simple acción de presencias extrañas cuajó sobre nosotros. Acaeció... que al mes de llegar no había visitado á ninguna de las personas para quienes traía presentaciones. Las hubiera roto, feliz de encontrarme con Rocío anónimo y aislado en Buenos Aires, y receloso de que el trato con cualquier compatriota que conociese mi estado descubriéraselo á ella. Pero una de las cartas, de la mujer de mi hermano á unos parientes suyos, argentinos, me inquietaba, especialmente—porque también aparte y con cariñosísimo interés habíales anunciado mi visita. Imposible demorarla. No era de temer que supiesen si soy ó no casado, y fuí. Amables los señores de Rialta, acogiéronme en familia desde luego, obligándome á almorzar. Dos días después Rocío y yo, ella con una mano dulcemente abandonada entre las mías, frente á un ascensor, y en espera de la cena, charlábamos en un diván de la desierta galería de nuestro piso; así nos sorprendió el ascensor, dando paso á los señores de Rialta..., los padres, las tres elegantes hijas..., que venían á visitarme. ¡Ah! ¿Cómo por un simple título de amigos explicar la confianza en que me hallaban con Rocío? ¿Cómo corregir la ingrata impresión causada en quienes creeríanla alguna aventurera de hotel?... Me rehice; adelanté hacia ellos, les saludé y les presenté:

—La señorita Rocío Hoffmeyer..., mi novia, mi prometida ya, puesto que será mi mujer dentro de poco.

Halláronla en seguida tan gentil las señoritas de Rialta, que, celebrando su juventud y su belleza, la rodearon en lluvia de atenciones. No tardó en llegar Leopolda—avisada personalmente por Rocío, sin duda para prevenirla. Cenamos todos juntos, y admiré una vez más los bellos dominios de la hija sobre la pasividad de la pobre madre, cuyas extrañezas al oír que los dos nos tuteábamos nos hubieran puesto con los invitados en conflicto. Terminada la cena, los Rialta se obstinaron en llevarnos al teatro—y al salir, no pudimos eludir tampoco su invitación de almuerzo al día siguiente. Amables, sí; muy amables. Parecía que nos conociésemos de largos años.

—¡Adiós, hasta mañana!—me despedí aquella noche de Rocío, detenida un segundo á la puerta de su cuarto, y confirmándola á solas lo que de los dos había querido hacer la casualidad delante de las gentes—. ¡Adiós, Rocío..., mi novia, mi prometida, pronto mi mujer..., tú!!

Con no sé qué congoja, alargándome ambas manos, me ofrecía en los ojos el alma. Recogí sus manos, recogí su alma, y, ávido de su vida entera, la estreché toda contra mí y besé sus ojos con el primer beso de pasión de tantos besos como en tantas noches habían besado las purezas de su frente.

Desde entonces ha dejado de ser la niña para ser plenamente la mujer. La transfiguración viene efectuándose veloz, aunque insensible—según todo en ella se realiza.

No me he dado cuenta de qué modisto la haya podido surtir, ni del momento en que haya abandonado sus trajes de jovencilla, y el hecho es que me parece (siempre la más bella) tan vestida de largo, además, y tan alta y buena moza como cualquiera de estas arrogantes argentinas del Majestic.

No he advertido cuál instante fué el primero en que correspondiesen sus labios á los besos de mi boca, y ahora nuestras bocas se unen fugazmente cada noche en despedidas donde sabe glorificar el ángel las lumbres del amor.

No podría decir cuál minuto marcó el tránsito á la jovialidad expansiva en la pensativa melancólica del buque, y es lo evidente que conmigo está sin desagrado en las reuniones á que frecuentemente nos invitan.

Un cambio exterior que no afecta á la intensa sentimental que es á mi lado. ¿Se debe á que su madre mejora desde hace algunos días, ó á la confianza con que al fin se ve frente á la vida junto á mí?... A ambas cosas, de seguro; y sobre sus alegrías... la duda de la posibilidad de mi divorcio me apuñala el corazón y háceme diferir siempre como un peligro afrentosísimo mi visita al abogado.

Cierro los ojos, cierro los ojos é insensatamente me abandono á la delicia triste del ensueño, que acaso no me guarda más que un ridículo y terrible despertar.

Los Rialta poseen en la Recoleta un magnífico hotel. Allí vamos tratando á muchas gentes distinguidas: diplomáticos, banqueros, hombres de negocios; es decir, vamos tratando á sus esposas y á sus hijas—ya que á ellos, tomados por la argentina actividad que les obliga á pasar las tardes en las oficinas y en las Bolsas y las noches en el Jockey Club cambiando mercantiles impresiones, apenas suele vérseles. Sólo á fin de recoger á las damas con sus automóviles aparecen á última hora en los teatros; y cuando la solemnidad de alguna recepción los fuerza á acompañarlas y á cambiar por la levita el habitual descuido de sus trajes, como en un té donde la otra tarde cantaron la Barrientos y Caruso, las miran con iguales indulgencias que á niñas candorosas vestidas siempre de elegantísimas muñecas.

Y sí, niñas candorosas, grandes niñas candorosas, formado el corazón por el fondo de las rancias virtudes castellanas y el alma abierta á todo lo moderno, á todo lo mundial, esta contradicción las torna encantadoramente incongruentes. Viven á la inglesa desde el punto de vista del confort de sus hogares, sienten en español, menos curiosas por visitar á España que á Francia y Alemania é Inglaterra, y en francés gustan al menor motivo de expresarse. Juegan al tennis ó patinan, sin que las importe lucir las piernas en las cortas faldas, y las mataría el rubor si un descuido en visita se las alzase encima del tobillo. Ofenderíalas un señor recién presentado que al día siguiente las detuviese á saludarlas solas en la calle, y en el salón no tienen el menor reparo en departir con él acerca del Moulin Rouge y de las célebres cocotas de París ó de cualquier tema escabroso puesto en boga desde Europa por libros ó revistas.

Porque, sobre todo, gustan de las conversaciones evocadoras de sus viajes y de la disquisición culta, de la polémica. Jactándose de la ultranueva agilidad de su espíritu, libre de los seculares prejuicios que en el viejo mundo le amodorran, frente á las extranjeras que las tratan, en este cosmopolitismo bonaerense, muéstranse á menudo orgullosas de la espléndida democracia de un país como el suyo, donde no hay que rendir vasallajes á reyes ni señores. Sin embargo, no pueden olvidar los ilustres apellidos españoles que muchas llevan, y así como la señora de Rialta me presenta siempre consignando su parentesco con el conde de Torre-Alba, mi hermano, ella y todas, picadas de aristocratismo, conocen mejor que yo, sin duda por los retratos de las ilustraciones y por las noticias de los revisteros de Madrid, á los descendientes de nuestros históricos duques y marqueses y á los miembros de nuestra dilatada familia real.

En este ambiente de ingenuidad, doblado de rígidas etiquetas, ha caído Rocío como un encanto. Su dominio de varios idiomas confírmala desde luego las simpatías que despiertan su belleza y su bondad. Es admirable la perspicacia que sabe suplirla con una improvisada mundanidad sus infantilismos de inexperta colegiala. Más que una niña educada entre monjas creeríasela una señorita habituada á los refinamientos de un salón. Ninguna acierta á elegir su adorno para cada oportunidad de excursión ó de cena ó de teatro mejor que ella; ninguna se conduce con más gentil desenvoltura de sonrisas y ademanes, y cual ninguna sabe mantenerse en una equilibrada discreción durante las no siempre sencillas discusiones que arman las demás.

Desde el tema tenaz de la Montsalvato, por ejemplo, absuelta como criminal, aunque para estas damas severísimas abominada como adúltera (sin que la disculpen las maldades del marido, que ahora en reacción de sinceraciones y en honor á ella detalla la Prensa diariamente), en términos generales se ha pasado esta noche al del porvenir de la mujer. Un viejo ex ministro sostenía que no pudiera cifrarse sino en la reconstitución del hogar, cada vez más destrozado por perniciosas modas y costumbres, y único semillero de purezas femeninas y de madres capaces de darle al orden social ciudadanos excelentes. Un joven diplomático, opinando que el curso de los tiempos les impondrá á las mujeres la competencia con los hombres en todas las ramas del trabajo y del saber, concedíale, en cambio, más interés al ideal de verlas libertadas, como el hombre mismo, que no al de que continúen siendo sus esclavas virtuosas. Varias señoras han tomado el partido del ex ministro, á pesar de que alguna, junto á mí, me desliza que en su juventud dieron no poco que hablar sus hazañas donjuanescas; más como otras, y entre ellas una culta conferenciante del Consejo Nacional de Educación y una distinguida señorita concurrente á la Escuela de Estudios Psicológicos, apoyan al joven, la controversia sobreviene en una greguería adorable cuyo mismo desorden la encierra pronto en dos extremos inflexibles: el de las que, sin negar la masculina tiranía, juzgan precisamente exaltado frente á ella el sacrificio de pudor y virtud de las mujeres, por lo cual nada deberá cambiarse, y el de las que al sostener la igualdad del hombre y la mujer defiendan que, ó ellos tendrán que confinarse en los hogares con los mismos guardianes de virtud que les imponen á sus esposas y á sus hijas, ó éstas deberán imitarles su absoluta libertad. Recabada mi opinión, abstiéneme el temor de no saber acoplarla de conciso modo entre tanta divergencia; solicitada Rocío más insistentemente, halla la humilde fórmula que á todos satisface: «No cree que esté la solución en que uno ú otro sexo se inviten á sus falsas posiciones actuales, sino en un término medio por el cual los hombres cediesen tanto de su despótica libertad como saliesen las mujeres de su cárcel de prejuicios, hasta encontrarse dignamente.»

¡Oh! Aun conociendo su talento, la vaga profundidad de tal respuesta lánzame al nuevo asombro de la gloria de su alma, tan consciente de ella propia que por nada titubea. Rato después, camino del Majestic, forzado el taxi que nos conduce á rodar despacio entre la aglomeración de otros vehículos frente al teatro Royal, ofrécesenos un cuadro que explica la confinación á que los graves señores argentinos, y los de todas partes, obligan, con más ó menos éxito de resignación, á sus esposas. No todo en ellos resulta abnegaciones de trabajo ni indulgencias desdeñosas á las muñecas bien vestidas, puesto que otras muñecas bien vestidas, no con tanta honestidad, lindas y congregadas en el Royal como en un mercado de placeres, van siendo esperadas á la puerta por los mismos autos que otras noches recogen en Colón honradamente á las honradas... Son las austriacas, las italianas, las francesas; el doloroso cargamento de lujuria y juventud que el viejo mundo le envía al nuevo para saciar el vicio de sus hombres.

Comprende Rocío la significación del espectáculo. Sintiendo la pena del mercado infame que subsiste en nuestro siglo de cultura, tal que en la Alejandría de la barbarie, y recordando á las Eyllin y Placer del buque, á los rebaños de europeas que venían también junto á las monjas, volvemos los dos á evocar lo que yo la dije un día sobre la excisión impuesta á la vida torpemente: ó lo espiritual, en la clausura de renunciaciones de las monjas y en la dorada jaula de resignaciones de las damas, ó lo tan cruel y tan bestial que estamos contemplando.

El auto nos aleja. Con queda voz le resumo á Rocío, sentada al lado mío, enfrente de su madre:

—Todo esto no es sino una forma de la incomprensión á que aludí cuando hube de referirte la mía de otra índole con Laura; y de todo esto hoy tan desacorde, el instinto bruto de los hombres, la pureza de las damas, el misticismo de las monjas y hasta el libre sonreír de las rameras..., fundido alguna vez, por no sé cuál milagro, surgirá definitivo el porvenir que preveías en tu respuesta.

Llegamos. Entramos en el hotel. Subimos.

Como siempre, retrásase Rocío en la puerta de su cuarto brindándome el beso de despedida habitual; pero mi beso en plena boca, y en la vasta sensación de nuestras vidas intensas y diferentes á la vez que parecidas á todas las demás, es tan hondo, es tan largo, fundiendo desde mis labios á sus labios todos los misticismos y purezas y sensualidades de las vidas de los dos, incendiando desde el fondo de mi ser el exaltado afán que en esta noche me invade por saber si la prodigiosa conciencia de Rocío es en verdad tan firme que por nada titubee..., que ella tiene que cortarlo, reclinándose al muro mareada de delicia. Retenida su mano en mi mano, contemplo las gallardas líneas que recorren su estatua hasta los pies.

—¡Qué bella eres! ¡Toda!

Sigo contemplándola, sigo envolviéndola en lo que es otro inmenso beso de mis ojos, nuevo para la casta novia del novio singular que nunca la habló ni la besó sino como hermano, y sobre el rojo anhelo de sus labios sus ojos bajos me esquivan el rubor de su sorpresa.

—¡Qué bella eres toda, toda tú! Una mañana de aquellas de nuestro amanecer de almas en el mar sentí en tu camarote los grifos de tu baño, y cuando saliste estuve para haberte dicho que habría sabido contemplar tu desnudez con idénticas purezas que á tu alma. Así, bajo estas sedas, te estoy ahora imaginando desnuda, purísima y perfecta.

Se estremece. Aumentan la confusión y las lumbres de su faz. Mas no cedo, no quiero ceder, y la reprocho:

—¿Te inquieto? ¡No osas levantar tus ojos á los míos! ¡Ah! Mira, no dí en casa de Rialta mi opinión de la mujer, de la religión de amores que guarda el porvenir y que ya en nosotros se presiente, porque no habría acertado á formularla con las grandes sencilleces de la tuya; la misma, sin embargo: la de la pagana cristiana sin sonrojos de su alma ni su carne, hechas por Dios, y sin ese pudor, por consecuencia, que á solas conmigo te impide confirmar que sea él una de las cadenas de prejuicios de que hablabas hace poco. ¿Te engañabas antes, al decírselo á las otras?

—¡No!—expresa, comprendiendo al fin la intención de mis audacias y entregándome en la firmeza de la voz y de los ojos la brava seguridad de su conciencia.

—¿Qué significa, pues?

—Si lo prefieres, y para ti, para nosotros—sonríe, torturada en humildad—, llámalo «emoción», sencillamente.

Estremecido yo ahora de grandezas, quedamos mirándonos, fijos, serenos, con una serenidad trémula de majestades de la Vida.

—¿Crees en mí?

—¡Como en Dios!

—¿Por encima de toda clase de desconfianzas, por encima de toda clase de temores?

—Sí.

—¡Aunque hubiera de causarte algún mal!

—Aunque hubieras de causármelo; pensaría que tu nobleza me lo causase á pesar tuyo.

—¡Ah! ¿De modo que crees en mí incluso por encima de pudores, por encima de prejuicios?

—Incluso por encima de pudores; incluso por encima de prejuicios.

La acoso—por ver su serenidad cuánto resiste:

—Entonces, ¡ah Rocío!..., ¿si quisiera mi antojo verte desnuda alguna vez?

No vacila. Unicamente al contestar vuelve á bajar los ojos.

—Me verías.

—¿Y si en la alucinación de tu beldad—apuro yo hasta lo cruel—ansiase mi pasión tenerte toda entera?

Se acoge toda roja al refugio de mi hombro y responde en un suspiro de su mismo corazón:

—Me tendrías.

Lo ha dicho con sublime sencillez la purísima, la virgen. Humilde y confiada, su frente háceme en el hombro sentir la de una diosa. Reposa su dignidad en mi dignidad. Ambos callamos.

Es mía y es mi preciadísimo tesoro. Es alma, clara alma de cristal desde la frente á los pies; un alma que en su abandono pasa dulce sobre mí el inmortal peso de la Vida, y con la eucarística unción que á una divina alma que se podría romper, beso su frente; besa ella, santa, mi mano, y así nos despiden en esta noche los dos besos más castos que hayan podido cambiar jamás nuestras noblezas.

III

El coche. Bella perspectiva de todo un día en nosotros mismos. Almorzaremos en el Tigre. Sube Leopolda.

—¿Lloverá?—inquiétase, al subir, Rocío.

—No—afirmo, conminando á las sueltas nubes con el imperio de mi dicha.

Y el portero preséntame una carta cuyo membrete me indica que es, al fin, del letrado á quien anteayer tarde consulté.

Entro en el portal para ocultar mi emoción, y abro la carta. «Tiene el placer» de manifestarme que puedo recoger el informe cuando quiera. Un frío de agujas me recorre; sin embargo, este «tengo el placer» parece desvelar un poco el misterio en el sentido de lo no horrible. ¡Oh! Iría mañana; pero, incapaz de soportar la duda que hoy turbase mi alegría, les ruego á Rocío y Leopolda que me esperen en el Tigre. Va á retenerme una hora la urgencia de un asunto.

Parten.

Tomo otro coche.

Veinte minutos después el letrado me recibe amabilísimo y me anticipa sonriendo:

—Mal; largo. Mas no absolutamente imposible el divorcio, á la mira de otro matrimonio, según le anticipé. Habría que realizarlo en Francia, con previa nacionalización, y no sé si pudiendo prescindir de la voluntad y la comparecencia de ambos cónyuges.

No advierte mi palidez, y pónese á leerme el informe:

«Código argentino. Capítulo VII. Apartado 198: El divorcio que este Código autoriza consiste únicamente en la separación personal de los esposos, sin que sea disuelto el vínculo matrimonial.

»164: Es válido en la república, y produce efectos civiles, el matrimonio celebrado en país extranjero que no produzca allí efectos civiles, si lo ha sido según las leyes de la Iglesia católica.

»159: La validez del matrimonio, no habiendo poligamia ó incesto, es regida por la ley del país en que se ha celebrado, aunque los contrayentes lo abandonen por no sujetarse á...»

No le atiendo.

Es el mismo efecto que si este hombre me hubiese arrojado contra un muro. Contra el muro imbécil de la ley ó contra el muro de mi inmensa estupidez. El lee, lee; yo vuelvo á atenderle cuando, á modo de salvación, invoca la ley francesa:

—«La mujer casada tiene la nacionalidad del marido, aunque se halle ausente.» Siendo así, bastaría que el interesado se nacionalizase en Francia, sin la imprescindibilidad de llevar consigo á su mujer. Única favorable contingencia que nos resta—y termina alargándome con el informe la nota de honorarios—: doscientos pesos.

Pago.

Desde el despacho de ese hombre me encuentro de nuevo en la calle como si me hubiese arrojado por el balcón al mar de mi infinita estupidez.

Las gentes pasan. Yo floto, vacío y perdido, sarcasmo de mí propio.

El muro de la ley y de mi infinita estupidez contra el cual me habría estrellado el amable sonreír de ese hombre de la ley, y el mar de mi infinita estupidez al cual habría caído un harapo lamentable. Más allá de estas casas, que existen ó no existen, no existe ya Buenos Aires, ni el Tigre..., ni ella..., todo borrado en mi sandez que se dilata á la amplitud del universo.

¡Rocío!

Un cerco de hierro en la frente, un temblor de hielo en las entrañas, y en mi desolación un solo convencimiento rotundo y frío: el de que acabo de perderla..., el de que no deberá, en mi miseria, verme más..., el de que para siempre me alejo de ella en el oleaje de la vida como el negro aquél á quien vimos alejarse en el oleaje de las aguas...

Y lo que más le sorprende á mi corazón es que haya podido sorprenderse ante una realidad de destrozo tan temida durante toda mi lenta obra de soberano mentecato.

Cruzo, cruzo calles...; necio inmenso que huye avergonzado sin saber de qué manera y dónde y hasta de él mismo esconderá su necedad.

A ratos, me paro. Me miran las gentes creyéndome borracho, quizá. Medito correr al Majestic (antes que regresen á él Rocío y Leopolda) á tomar rateramente mi equipaje que me permita escapar de Buenos Aires en un tren, en un buque; pero me vuelve la impresión del guiñapo ó del náufrago que no necesitan para nada meditaciones ni equipajes..., y sigo—acabando á mi vez por hallar imbécilmente divertidas á las gentes y á las cosas.

—¡Eeeh!—grítanme de pronto.

Un tranvía; por un centímetro y un segundo no me aplasta. Sonrío; recuerdo que yo he pisado algún sapo alguna vez, y en el vacío de mi pensar queda un pensamiento: el hombre es una cosa blanda y destripable como un sapo.

A las doce, sin saber cómo, encuéntrome en el puerto. Y sí, sí, desde el punto de vista del guiñapo he acabado por hallarlo todo inexplicablemente divertido. Para transportar carbón los carros llevan los caballos con plumas y platas y escudos, como caballos guerreros. Leo: «Dársena Norte». Fondeado un buque: el «Mafalda»; salen señores y damas del pasaje, muy dichosos. Ignoran que la dicha no es cuestión sino de un centímetro y un segundo. Yo asimismo desembarcaba tan contento una mañana. Yo asimismo creía hace dos horas mandar en la tierra y en los cielos.

Pero un carro está ahora á punto de aplastarme, y recójome á la acera.

Hay que ir por donde se pueda ir muriendo sin peligro.

Cruzan marineros. Les oigo hablar, el italiano, el francés, el alemán, y miro las tabernas y las tiendas de cuchillos donde ellos los comprarán para partirse la barriga. Vuelvo á leer. Políglotas letreros: «Bubet», «Trattoria della Alta Italia», «La Giovane Somellina». Portalones de antros cruzados de vigas y tinieblas. Un borracho que con su mujer come salchicha, le larga á un hijito suyo un puñetazo que le tira contra el suelo.

Y yo sonrío. Radicalmente estoy curado de piedad. ¿Qué me importa? ¿Qué más le importa al sol que ese niño goce ó sufra, y que el padre, porque puede, le suelte un puñetazo?

Aléjome hacia la confusión de los muelles y por mucho tiempo me entretengo en mirar cómo entre dos diques alzan un puente para que pase un vapor. ¡Qué estupidez, tantos vapores! Mil, diez mil, cien mil. Cargaderos de trigo, galpones. Barricas de sebo. Bueyes. Negra multitud de hombres que se afanan. ¡Qué estupidez! Al fondo, el Plata...; sucio, como la vida.

Sigo, sigo, otro siglo ú otra hora.

Estoy ya fuera del tumulto. Aquí no hay más que lanchones de patatas; llueve, por último, y me ampara el cobertizo de un figón. Me ladra un perro y asusto á las palomas. Una moza que suda, pregúntame si quiero almorzar: tiene jamón, vino. Perfectamente. Como, bebo, le echo la mitad del jamón al perro y migajas de pan á las palomas. Son muchas; bajan y vuelven al tejado. Vuela con ellas un pájaro negro con cresta roja, cuyo nombre desconozco. El tampoco lo sabrá—y de seguro las palomas ignoran que se llaman las palomas.

Las veo arrullarse y amarse libremente.

¿Qué dirían si las contase mis tristezas?... «Me veis morirme porque en la bandada humana amé á una paloma que me huyó, y ya la bandada no me dejará jamás amar á la que amo...»

Es decir—rectifico, volviéndome á mí mismo—: si por haberme unido á una mujer la ley de la bandada no me deja unirme noblemente á otra mujer, me grita, en cambio: «¡Imbécil! ¡Ahí tienes la falsedad para engañarla, ó ahí tienes la prostitución en que legal y variadamente te brindo mil mujeres!»

La honorable sociedad. Yo también de piedades y ternuras disfrazaba mi vileza.

¡Oh Rocío! ¡Me esperas; hoy debiera haber sido un día más de los de mi bella farsa en tu delicia..., y por primera vez tardo en volver á ti, sin que sospeches que sea ésta mi tardanza de lo eterno... la fuga vergonzosa del cobarde que te ha envuelto en el ridículo..., del grotesco ladrón que, de tan necio, no ha acertado ni á robarte la inocencia!...

Y sin embargo, á las cinco me acerca al Tigre un automóvil. He releído el informe y ha renacido mi esperanza; quizá tenía razón el hombre de la ley: á Francia, Rocío y yo; la espera; el divorcio... con la voluntad ó sin la voluntad de mi mujer. ¿Le aceptará la noble tantas dilaciones más á la farsa descubierta?... Por lo pronto he visto también que puedo darme tiempo á tranquilas reflexiones ocultándola esta tarde mis angustias.

Tales son mis dudas de puñal y mi propósito cuando llego al Tigre Hotel; cuando ella me recibe blanca, toda ángel..., advirtiéndome la trémula zozobra, lo mismo que su madre, á pesar de mis esfuerzos placenteros.

Sin mí tuvieron que almorzar. No sé desentenderme de las preguntas acerca de mi huída y mi retraso con un pretexto baladí, y... miento malas noticias de España:

—Enferma Elena.

—¿Tu hermana?

—Grave—acentúo, mirando á Rocío, que no puede adivinar á qué hermana se refiere la verdad de mi mentira.

Y como en la mentira se me brinda la oportunidad de dejarle tendido un jalón á la inminencia de horror que desconozco, añado:

—Estuve cablegrafiando. No vendrá hasta mañana la respuesta. Acaso mañana mismo deba irme á Madrid.

Cúbrela súbitamente el rostro un velo de pena en que no entra la menor desconfianza. A su piadoso deseo de tornar á Buenos Aires, opone mi tristeza el de distraernos paseando por el río. Dócil siempre, bajamos á una lancha. Inútilmente Leopolda nos arguye que va á llover y que anochece... Abro el motor, y como una flecha la pequeña nave se aleja de Leopolda—cuyo miedo al agua la hace preferir la espera en la terraza, igual que de costumbre.

Sino que, harto contra la costumbre, á la verdad, por mi ensimismamiento ó por no sé cuál ansia de volar con Rocío á soledades inmensas donde no hubiese leyes ni abogados, la lancha, veloz, sigue y sigue, perdiéndose del Tigre Hotel por el ancho Luján, cauce arriba. Desde el hervor de espuma de la quilla, parte la serena superficie en una ondulación que se abre silenciosa para ir á besar la fronda en las riberas.

Empieza á chispear.

Rocío, la que tanto sabe hablar callando, de alma á alma, respeta mi silencio.

Quedan atrás los embarcaderos, los chalets, el restorán, las últimas cabañas de hortelanos. No rompo mi mudez sombría, ganoso sólo de correr por el río desierto, y limítase la prisionera de mi fe á girarse de rato en rato hacia la proa como á inquirir adónde iremos. Puesto el sol entre las nubes que amenazan un diluvio, la luna filtra su claridad sobre nosotros. Y va arreciando la lluvia; va calando la toldilla, que nos deja caer algunos goterones.

—¡Oh, Alvaro, lloverá mucho, y es tarde!—me dice la que más lo dice atenta á mi preocupación que no á temores.

—¡Oh, sí! Verdad.

Viro. Emprendemos el regreso. Pero aumenta la lluvia, con la cual entablo al fin una desesperada competencia—y en nada de tiempo el manso diluvio nos envuelve.

El Tigre Hotel dista media hora. No hallando más refugio que el restorán, cuyas luces vuelven á brillar entre los cendales de agua, á él nos acogemos.

Un mozo se encarga de la lancha; otro nos lleva á un gabinete.

Pido piña y champaña, según pedí jamón y vino en la taberna, por pagar de cualquier modo los refugios á que hoy me fuerzan los desastres del cielo y de mi alma.

Afortunadamente la toldilla nos protegió hasta aquí, bien ó mal. Rocío tiene apenas que quitarse el jersey y el sombrerito de blanco fieltro, y sacudirse un poco la falda.

Por los vidrios del balcón mira cómo cierra el aguacero el horizonte. Resignada, se sienta; yo, con la barrera de mi indignidad ante la dignísima, voy á caer en el diván—lo más lejos posible.

Quedo muy triste. Es más violentamente torvo el silencio en esta confinada soledad. Empieza ella á sentir la desorientación del obstinado hermetismo de mi pena, que la huye.

Apoyado en la mesa el codo, está bajo la lámpara. La contemplo, la contemplo. Su obediencia en toda nuestra correría á través de lo insensato, me sigue revelando la grandeza de su espíritu. La belleza de su rostro, además, y la beldad de su viva vida entera, van lentamente saturándome de lo que he de perder al perderla. Habrá de arrebatármela el rigor social por encima de ella misma.

Este pensamiento me hace recogerme á las rodillas en una convulsión de impotente rebeldía, y Rocío, que lo advierte, se me acerca.

—¿Qué tienes?—pregunta, posándome en el hombro la caricia de su mano.

Mas no sabe contestarle mi esquiva pesadumbre, y se sienta junto á mí, volviendo á demandar, á la vez que procura atraerme compasiva con el brazo:

—¿Qué tienes?

¡Oh, qué tengo! Lo que tengo es un ansia inconfesable de esta caridad que se me brinda; y en otra convulsión refugio contra ella mi dolor. Así permanecemos, y así se acrece insoportablemente mi martirio, porque, envuelto por su alma, estoy oyendo el corazón de la que es tesoro de todos los hechizos. Cruel la suerte que de tal manera háceme sentir cuanto habrá para siempre de quitarme, lloro; y como Rocío, al notarlo, álzame la frente insistiendo: «¿Qué tienes, Alvaro? ¿Qué tienes?», é intenta besar y besa santa mis lágrimas..., yo, en un ímpetu, en un exasperado impulso de apoderamiento loco, beso y retengo contra mi boca, como para la eternidad de una agonía inmortal, la boca ya ungida por mi llanto.

Beso muy hondo, beso muy largo; beso sin fin, al que un afán de morir matándola le da la voluntad de irla aspirando hasta el último aliento de la vida. Beso insaciable de vampiro que la agota, que al desfallecer le desfallece y que hácela cerrar los ojos y continuar siempre el beso pálidamente reclinada é inerte en la corona de reposo que por último nos forman nuestros brazos contra el brazo del diván...

Mas ¡ah!, lo estúpido turba la letal gloria de veneno y nos fuerza á separarnos. Me he levantado al ver entrar al camarero, que, á no dudar, nos cree una impaciente pareja de aventura. Sin tiempo ó fuerzas para incorporarse, Rocío permanece medio tendida y como dormida, ahorrándose sonrojos.

Sigo contemplándola, en tanto el camarero ordena copas y cuchillos.

Es tan bella, que el pobre hombre retarda su faena por mirarla y envidiarme. Y me daña tanto, últimamente, el sarcasmo de envidia tal en el que no puede pensar que mi «aventura» redúcese á un adiós tristísimo á la hechizada hechizadora, que el nuevo choque de la dura realidad en mi vida, llena de los fuegos de su vida, me arranca del corazón una centella.

Una centella, sí..., y con la instantaneidad de las centellas, negros antros de mi ser se han alumbrado: la virgen, la novia, la confiada á mi fe, la toda mía... lo será, y sólo cuando al lado allá del deshonor se vea atada á mi farsa, tendrá que aceptarla sin remedio.

¡Oh, sí!

En cuanto el camarero sale, lánzome á la puerta y cierro el pasador. Al volver, le llevo á la alarmada una rueda de piña y una copa de champaña—pensándole á la escena una preparación de gentil galantería. Pero suelto el champaña y la piña, de pronto—cierto de que no sé ni sonreír, de que todo tendrá que suceder de un modo torvo y casi tétrico—y llegando á la que por no agraviarme demás ha reducido sus alarmas á incorporarse sobre el codo, me siento junto á su cuerpo en el diván.

Nos miramos un momento: yo á ella duro y hosco; ella á mí con la humilde dulzura de una víctima.

—Rocío—la digo secamente—, me confesaste una noche que crees en mí como en Dios, por encima de pudores y temores. ¿Es esto verdad?

—¿Por qué lo dudas?

—Por nada, y no lo dudo; pero por algo que no debe importante (si es cierto que crees en mí de tal manera), yo ansío la prueba completa de tu fe en la realidad, y te pregunto: si quisiese verte ahora mismo desnuda y si mi afán de tu beldad quisiese tenerte toda entera, ¿te vería? ¿te tendría?

Cierra los ojos. No contesta.

Al asombro de lo brusco que la ha dejado caer mi voluntad, sucede en su cara la melancolía de una sonrisa. Con tal angustia se fuerza en comprenderme, que adivino el proceso de su comprensión á través de sus párpados cerrados y en la sonrisa que se la va dilatando y haciéndola expresar una triste y recóndita alegría. Debe de pensar que, en mi obsesión del «viaje á España», durante toda la tarde he estado meditando el modo de asegurarme su amor, no importa cómo, contra olvidos de la ausencia.

¡Oh, la generosa!

Aparto de su bello error el designio mío, en que es preciso que el engaño la haya de ser irreparable, é insisto con igual lenta pesadez:

—Di, Rocío; dime..., ¿te tendría?

Mi acento, mi crispación, mi rigidez siniestra, mi sorda maniobra de antes al cerrar el pasador..., todo, todo la confirma el sacrificio de amorosa que no habré de perdonarla; el sacrificio de pudor á que no puede negarse sin negarse ella propia en la divina sinceridad que me mostró más libre en otra noche; el sacrificio de fe que torpe la está imponiendo el que «por falta de fe para una breve ausencia» se lo exige..., y la dicha y la amargura al mismo tiempo mantienen en el silencio su sonrisa.

—¿Te tendría?—acósola implacable, acósola más duro, posándola como una garra una mano sobre el pecho para más intimación.

La veo ahora abrir los ojos de esmeralda, fijarlos en mí todavía, en vano suplicadores un segundo, girarlos después con pena al ajado lujo de este inmundo saloncillo que yo hubiésele elegido por cámara nupcial á nuestro amor, siquiera digno de otro ambiente..., y á la vez que cierra de nuevo los ojos y abate y gira la cara al otro lado en la cabecera del diván para esquivarme los rubores que la abrasan, la oigo ceder á mi terquedad en un suspiro:

—¡Sí, me tendrías!

Queda á mi merced.

A menos de crueldad, he de ser yo quien la desnude.

Podría envolverla á besos en narcotismos de pasión que salváranla de frialdad ingrata en el despojo de sus ropas, y sin saber por qué, sólo acierto, temblando, á empezar á soltar trabas y corchetes por su peto, por su talle. Suelto un imperdible de oro, en su garganta, temblando. Suelto unos botoncillos de nácar y unas cintas temblando, temblando.

Temblor de un ladrón que se desliza á las vírgenes purezas de una vida, pronto la tibia palpitación de estas purezas entre diáfanos encajes me turba con el sacrílego estupor de un ladrón que lo fuese de la gloria.

Torpe y ávido aparto en el santuario de su pecho los últimos cendales...

Y ¡sí!, ¡sí!..., ¡glorias! ¡Dos glorias han surgido en la sagrada y viva nieve que me quema!

¡Dos glorias! En una de ellas pesa paralizada de terror divino mi mano de ladrón, y mis ojos la miran con divino espanto y miran á la inmóvil virgen profanada que se muere.

¡Ah! Un miedo singular me petrifica. Por un rato no he acertado sino á retirar la mano del ultraje á pureza tanta; pero mis ojos fascinados van hundiéndose en la neta realidad de la traición inicua que realizo..., en la rufianesca sensación de lo brutal, de lo grosero, de lo villano, de lo cobarde que estoy haciendo con la noble abandonada..., y en la súbita y colérica indignación de la repugnancia de mí propio álzome rugiendo:

—¡Levántate! ¡Despréciame! ¡Nos vamos!

La silla que ella antes ocupó me sirve para ir á ocultar sobre la mesa, de bruces, el cieno de sollozos en que rompe mi ser mientras trata de recobrarse de su nuevo asombro la asombrada..., mientras al fin me obedece y arregla rápida y sombría el desorden de su pecho.

Esto ha sido mi galantería en el galante restorán.

Al poco estamos en la calle. No llueve. La luna nos alumbra. Dejado á quien quiera el encargo de conducir la lancha al Tigre Hotel, caminamos por las mojadas aceras, que reflejan la luz de los faroles, tal que dos espectros, un poco separados uno de otro, sin habernos vuelto á cruzar una palabra. Soy yo, cuando queda atrás el caserío y tomamos la avenida á la sombra de los árboles, quien, como en un soplo de las negras confesiones de su alma, pronuncia las primeras:

—Rocío, ¿recuerdas?... La última noche que pasamos en el mar te dije que no me conocías nocías y que pudiera ser un miserable. Muy miserable en otras noches habíame descubierto á ti la saña de purificación de mi pasado, y juro que en aquélla parecíame purificado hasta no creer esto que sigue siendo la verdad: que soy un miserable.

Su confusión es tan grande, que nada puede comprender.

—Un miserable que te ha mentido siempre, siempre...; que hoy también no ha cesado de mentir, y que con mi última traición, ladrón de amor, habría querido robarte los decoros entrando de puntillas por tu alma. Ni está mi hermana enferma, ni es cierto que haya recibido noticia alguna de Madrid: sólo lo es que jugaba á lo inicuo con todas las purezas y que soy un miserable.

Me mira, y vuelve á bajar los ojos. La aturdo. No puede entenderme; no puede creer ladrón de amor á quien la acaba de renunciar de tal manera.

—Escúchame—prosigo—. Juntas nuestras compasiones lloraron demasiadas veces sincera y pródigamente generosas la miseria y el dolor ajenos, y la tuya, tan santa, tendría ahora que volverse á mi infinito dolor de miserable por el daño que me he hecho con el daño que te he hecho. Habrás de odiarme y despreciarme, y ya ves tú si cábele á crimen alguno de la tierra castigo más terrible. Pero diciéndote mi infamia, y porque siquiera me reste en tu desprecio tu piedad, déjame evocar al mismo tiempo en nuestra historia algo que pueda un poco disculparme. El ratero de tu amor, mendigo ya únicamente de las caridades de tu alma, guarda, como las que han estado á punto de servirle de ganzúa, otras palabras tuyas, á que se ampara al fin un desdichado: «Si me causases un mal pensaría que me lo causases contra tu voluntad y noblemente.» ¡Ah, Rocío!, esto me dijiste, y no; noblemente, no; que no admite noblezas la doblez; pero sí, acaso, y sólo, torpemente.

Hay un monótono ritmo en la desesperación cuando se arrastra sangrienta y destrozada, y tras un descanso de aliento lo recobro:

—¿Recuerdas?... Al embarcar en Cádiz yo era un enfermo de pesares de la vida; un hombre enloquecido por la brutalidad del mundo; un místico visionario de purezas, de ideales, que al huir en las Placer y Eyllin los escarnios del humano amor que él soñó divinizado, te encontró divina..., á ti, niña tan niña que llevabas la inocencia del ángel en los ojos y las trenzas á la espalda. Trece, quince años—supuse yo, que aun ignoro los que cuentas; una madre, dos venerables sacerdotes y una virgen del altar guardaban tus candores. ¡Ah, di, Rocío..., para el pobre ansioso de ideal, para el mísero que con todo su posible sedimento de vilezas venía arrancado del consuelo de una hermana, ¿podrían juntarse en ti misma y alrededor tuyo mejores garantías de la lealtad de su intención?... Como á otra hermana te elegí, por niña, por dulce niña triste, triste como yo y única que, al no jugar con las demás, amaba las soledades donde mi corazón podía rendirte adoraciones que no importaba que nunca conocieses... No sé cuál sucesión de insidias flotantes sobre nosotros pudo hacer que aquel melancólico leal ansioso de castidades infantiles, sin notarlo, sin que acertase al menos á estimar el preciso instante del funesto cambio para haberle opuesto la voluntad que lo evitara, pasase á ser el mortalmente prisionero del alma y de la vida de la niña aquella del vapor; no lo sé, y se me ocultará eternamente incomprensible de no achacarlo á la magia que en la niña, por conjuro ó portento más incomprensible todavía, consumó la transfiguración á la mujer que temblaba hace poco entre mis brazos. ¡Oh, Rocío, Rocío..., á la verdad que si en los amaneceres del mar el genio que iba á operar el prodigio hubiese querido mostrarnos en proyección de porvenir, la niña de trenzas á la espalda no hubiese concebido que fuese ella misma esta mujer dolida que va escuchándole su traición á un miserable!... Mujer: no eras la mujer..., y esa traición del genio que me engañó en la niña, contiene la razón, la única razón de sus traiciones... ¿Recuerdas? Yo no te hablaba de amor; nos hablábamos de almas; nos fundimos en las almas; por ternuras de las almas te besaron mis labios una vez..., y al fuego de tu vida se fundieron en las almas nuestras vidas... ¿Recuerdas?... La mañana dulce, bella..., el negro..., tu desmayo..., mis besos y mi enorme abrazo de piedad... Supe entonces de mi amor y de tu amor y fué tarde para desvelarle á la mujer lo que antes no le hubiese interesado á la chiquilla... Recuérdalo... ¿Lo recuerdas?, ¿lo recuerdas?... A la chiquilla le había contado pocas mañanas más atrás mi pena de una Laura que asesinó mis ilusiones, y ahí estuvo mi culpa ó mi torpeza, que ya debiera quedar inconfesable entre los dos: te mentí; aquella Laura del Carnaval horrible, no era mi novia: era mi mujer, es... mi mujer.

—¡Tu... mujer!

Detiénese, espantada como si la sima de mi infamia hubiérase abierto en el camino.

El faro de un automóvil que nos alcanza y nos pasa lanza nuestras sombras fantásticamente alargadas, á los troncos de los árboles. Su sirena se aleja resonando en lamento clamoroso.

Y los fantasmas volvemos á marchar—un poco oblicuamente ante mí la desdichada que lleva roto el corazón.

Yo la he herido. Con la misma calma de ferocidades sin remedio he de ensancharla las heridas para atenuar en lo posible mi infamia y sus angustias.

—Laura vive; pero Laura murió y está muerta en mi alma—digo, arrancándola lo primero el puñal de que mi anunciado «viaje á España» hubiera de haber sido por Laura que me aguarde—. ¡Nos unió una ley cruel, y nos separó hace muchos años el desprecio! Libre mi vida y mi corazón, y sólo mi nombre esclavo de una ley absurda, en la posibilidad de romper con el divorcio tal absurdo, en este país de libertad á que veníamos, descansó mi conciencia del dolor de la única mentira (¡de la única que te he dicho jamás!) al saber que te adoraba. Mas, ¡oh!, posibilidad, no seguridad, la mía, escondida en mis tremendas dudas tuvo que permanecer la indecisión de mi esperanza; y no otro tuvo que ser también el secreto que le seguí guardando á la niña, cuya voluntad no se había revelado aún sino en luces de los ojos; no otro el secreto que mi vergüenza le siguió guardando á la mujer enamorada; no otro el secreto que para mí propio he ido guardando día tras día entre el ansia y el horror de que mi consulta á quien pudiera resolverlo en gloria resolviéralo en catástrofe..., y no otro el secreto, en fin, resuelto ya en catástrofe, porque mi divorcio no se puede efectuar en la Argentina y sí nada más en Francia á través de no sé qué dilaciones de obstáculos y años, que, por forzarte á afrontar esos obstáculos, me acaba de impulsar á la traición de encadenarte á ellos y á mí por tu deshonra. Demasiado noble, demasiado pura para mí, á tiempo, afortunadamente, ha podido tu pureza infundirle al ladrón un respeto religioso. Aborrécele; pero concédele tu perdón, tu caridad..., á cambio de este papel que esta mañana recogí y que te patentizará su torpeza más que su vileza.

He sacado el informe. Tal que su llaga un leproso, se lo muestro á la luz de una farola. Lo toma. Detiénese y lo lee con indolencia triste. Me lo devuelve...

Seguimos silenciosamente avanzando al Tigre Hotel, que ya se ve á cien metros.

Nada me ha dicho. Nada que no sea una digna majestad de mártir puedo en ella traducir.

—Rocío—imploro al pisar la escalinata—, ¿qué piensas de mí?

Y como me retardo, un momento gírase hacia mí, solemne:

—Déjame el espacio de esta noche para que lo piense y sepa contestarte.

—¡Oh, Rocío, Rocío! ¡Siquiera tu piedad!

Entramos.

Mantenida en la dignidad de sus decoros, lo explica breve á su madre la tardanza.

Al regresar en el tren, ella no desdeña intervenir melancólicamente alguna vez en la charla á que me fuerzo con Leopolda—la cual, aunque su discreción lo calla y la mía procura distraerla, comprende que algo horriblemente ingrato nos sucede.

IV

La espero en el bar, donde la he esperado tantas veces y adonde ya hoy acaso no vendrá. He dormido en la hipnotización de la sonrisa que substituyó anoche á nuestro beso, y mi vida no es más que la melancolía de una sonrisa. Calma extraña, recogida en la triste compasión de la que al menos no me odia.

El sol tiende por la galería la alfombra de colores con que lo tiñen los cristales. Se halla no lejos la viajera llegada anteayer. La inmóvil, la aislada, la muda de extraña belleza monstruosa. Vestida de blanco, y muy blanca su cara y sus manos exangües, recúbrese de alhajas y tiene el pelo negro y unos ojos inmensos que miran con fijeza sepulcral. Es jorobada y paralítica, esquelética; dos viejas sirvientes condúcenla al sillón, retirándose detrás á sentarse, y ella ha contemplado en las dos pasadas mañanas, con sus ojos inmensos y hermosísimos, la pareja de triunfo que formábamos Rocío y yo ante el sarcasmo de su vida.

Irradia una simpática resignación de mártir, y la envidia con que sigue contemplándome hiere el idéntico sarcasmo de la vida mía, que ella no sospecha. Somos la misma burla de la suerte.

Mas... ¡oh! Acércase Rocío; me lo advierte una leve inmutación de la jibosa, al verla en la escalera.

Me levanto. Viene pálida. Vuelvo á sonreírme como anoche, y en vano tras la serenidad de su piedad pretendo escudriñar lo que acerca de nuestra situación hayan podido concretarla la noche y el insomnio. Acaban de entregarle dos cartas para mí; las leo, mientras el camarero nos sirve.

El ministro brasileño Rego da Silva nos convida á una cena «en que estará también el ilustre dramaturgo español Carlos Victoria», y luego á Parsifal; y los Rialta á una excursión campestre, á una estancia, mañana, si tenemos libre el día.

—¡Oh!—me limito á lamentar, al darle á Rocío las cartas, cierto de que no querrá exponerse más al ridículo en que la han colocado mis torpezas.

De tal modo he ido en ellas envolviéndola, que así á mi nombre la invitan siempre, con su madre, como si fuésemos una familia cuya representación ostento: como si fuese mi mujer. Y mi gratitud hacia la abnegada que no me quita hoy, al menos, la sensación de la hermana que sola y confiadamente desayuna con su hermano, anticípale consuelos inefables al fallo que irá á decirme el honrado rigor de su conciencia.

—A Parsifal—me dice, dejando los pliegos sobre el mármol—iremos, si quieres. Mañana, á la estancia, no. ¡Oh, mañana! ¡Habrán ocurrido mañana tantas cosas!

Me estremezco. Indicación al enigma que irá en seguida á descifrarme; pero inútilmente lo espera mi ansiedad.

—¡Cuáles!—No puedo, al fin, por menos de excitarla.

—Aún no las sé. ¡Es tan dulce jugar á la inocencia! Déjame seguir sin querer siquiera pensarlas todo el día y pregúntamelas al salir de Parsifal.

Se inclina. Toma el café á cucharaditas. En su sonrisa leo su decisión: habrá resuelto partir mañana de mi lado, en rápida fuga, además, de su falsa posición en Buenos Aires, y desea que hoy sea el último día de nuestra calma en el olvido. No me asiste el derecho de turbarle á la generosa esta mísera ampliación de «su engaño» con impaciencias ni súplicas estériles. La pedía su caridad y me la otorga.

Parecemos dos hermanos á quienes les ha ocurrido una catástrofe de cuyo bochorno no sabrían hablar sin removerse sus angustias, y á la mutua campaña muda le fiamos el consuelo.

Terminado el café, propóneme salir; trata de que distraigamos en las calles la obsesión que, ahondada en reflexiones, se nos hace intolerable, haciéndosenos mortal.

Al poco vagamos por la Avenida, con Leopolda; miramos los escaparates. Entran luego en las tiendas, y algunos de los objetos que adquieren convéncenme de que han salido expresamente á adquirirlos. En una perfumería, Leopolda se surte abundantemente de éteres y sales; en un bazar, Rocío compra un neceser, una pequeña maleta, que habrán de enviarle al Majestic, y en una librería, las Conferencias, del P. Félix, El arte de crecer, de Augusto Nicolás, y El mundo de Dios, de Lepton. Lo inminente se me impone. Propósito terrible el que confirmo. Son los preparativos del viaje que de mí las separará mañana eternamente.

Ni me atrevo á interrogarla, ni debo con lamento alguno reinducirla á explicaciones tan necias como inútiles. Concentrado en mi yerta persuasión, la contemplo—afanoso de fijar cada uno de sus gestos y ademanes; la contemplo cual si, en fuerza de quererlo, pudiera absorberla y guardarla toda dentro de mis ojos.

Novios que hemos llegado casi á ser amantes sin cruzarnos un «te adoro» y sin los infantiles trueques de cintas, de pelo, de flores secas y retratos, no me restará ni la reliquia de su imagen cuando mañana sólo tenga su lejana caridad.

La detengo de pronto, porque la vitrina de un óptico recuérdame mis antiguas aficiones.

—Rocío, el día está espléndido. Paseemos entre flores. ¿Quieres? Compraré un veráscopo y haré durante la tarde cien Rocíos pequeñitas..., cien retratos tuyos para mí.

Compréndeme la angustia en toda su extensión, y accede agradecida.

Entramos. Elijo un veráscopo, al cual proveo de tres almacenes de placas; dejo pagados también, con orden de que me los remitan al hotel, las diapositivas, el revelador, las cubetas, una linterna roja y un estereóscopo.

Tomamos en seguida un automóvil.

Volamos á Palermo.

Pero al cruzar en La Recoleta, frente el Palais de Glace, se me ocurre conservar en mis clichés á la gentil patinadora. Mi primera instantánea sorpréndela al bajar del auto con el pie avanzando hacia el estribo.

Media hora. Ella se desliza por el hielo, y yo voy grabando en el veráscopo las graciosas actitudes de sus pies, de sus brazos, de su estatua ágil, á la vez que la sonrisa de su cara dolorosa. ¡Oh, sonrisa que jamás olvidaré! ¡Oh, temblor sagrado el de mis manos, que preparan la vida de mi muerte!... Tiene algo de fúnebremente espantoso, á la verdad, en el desierto skaating, este vuelo de la funámbula que por última vez juega rauda á la sonrisa y al amor delante de quien va á perderla para siempre.

Cuando he impresionado muchas placas, quince, veinte, el afán de sentir cerca de mí la vida de alma que sólo en alma tengo desde anoche, me impulsa á ponerme unos patines y á enlazarla y conducirla. Es un rato, un momento nada más; pero un momento de gloria durante el cual la caritativa se abandona á mis brazos como nunca en los dehors, y durante el cual nuestras manos se oprimen como hierros.

A la una, estamos en Palermo.

Almorzamos en el restorán del lago, á cuyo borde he hecho otros dos retratos de ella y de un cisne atraído por una golosina de sus dedos (símbolo de Leda para la lumbre del recordar de mi memoria), y tras de impresionar más placas en la mesa de champañas y gardenias á la diáfana luz del recinto de cristal, el antojo de tenerla también en un retrato galantemente bella junto á mí, llévame á instruír á su madre y á rogarla que sea ella quien enfoque y dispare esta vez sobre nosotros.

El resto de la tarde, hasta las cuatro, ya que tenemos que vestirnos para la cena y la ópera, porque empieza á las siete Parsifal, lo pasamos en el mismo agrado triste de seguir impresionando placas entre rosas, entre acacias, por los más abandonados rincones de Palermo.

Una camelia de estufa, que compro al paso, cuando regresamos en el auto, es el beso de flor con que pago á la que ya no volverá á darme sus besos.

Llegamos al hotel de Silva. Alta etiqueta en que encajan bien las elegancias de Rocío. Viste un blanco traje de gasa, cuyo cuerpo ciñe delicadamente la elástica opulencia del suyo, hasta la rosada nieve del escote, y luce en el oro del peinado una diadema de perlas. Está Carlos Victoria; en la arrogantísima mujer no reconoce á la niña del buque; por el parecido y por Leopolda, cree, al pronto, que sea una hermana mayor.

Nos sentamos los seis comensales á la mesa, regada de pétalos de flores.

Entre la discreta conversación, sírvennos los platos tres criados de media roja, y los vinos un jigantesco abisinio de exótico uniforme.

La señora de Silva es una de las damas más celebradamente hermosas de Buenos Aires; plácela acompañarse de Rocío en los paseos, en los teatros..., porque sabe que si una mujer muy bella es un encanto, dos mujeres muy bellas aumentan de una á otra la beldad y el estupor que esparce su presencia.

 

En el enorme teatro, un poco cansado el público de las grandezas del lírico banquete sin entreactos (al modo de París), á pesar de las semitinieblas vuelven los gemelos á fijarse en la señora de Silva y en Rocío. Va terminando la ópera.

Semiobscuridad de catedral. Recogimiento y unción de catedral. Mística llamaba á los espíritus por el genial espíritu de Wagner. Cuando niño pasé en las catedrales horas como éstas, entre olor á inciensos, sin noción del tiempo, purificado en beatitud y adorando en los altares á una Virgen. Aquí, la virgen de alma únicamente está siéndolo Rocío.

Como bajo la, voluptuosidad de un día de sol en la primavera de los campos el alma materializada cae á los ojos, á los sentidos, á todo el cuerpo, para no ser sino cuerpo también é ir derramándose en sensual emanación por la Naturaleza inmensa..., bajo la voluptuosidad de los grandes dolores el cuerpo se sutiliza y se funde al alma para no ser también sino alma é ir derramándose en eterna comunión con purezas inmortales que están por encima del mundo.

Mi impresión (y juraría que la de esta Rocío que ha escuchado á Wagner adormecida en mis ojos) es la de estar existiendo en un limbo de cosas irreales..., de cosas que jamás podrán dejar de ser porque nunca hubieran sido. No hay más en nosotros ni en torno nuestro que su piedad y el fondo de dulzor de mi desdicha: su piedad es Wagner, y ha sido la consagración del Graal y esas polifonías armónicas de las brisas de las selvas... He olvidado los hechizos de la carne que vi en la amorosa abandonada, y el ángel y el perdón del ángel nada más están conmigo.

Crisis de mi ser ante ella, ante mí propio y ante todo. Durante la representación, absorto alternativamente por el templo de la escena y por la adoración á la mujer que al robárseme habrá de quedarme siempre en eucaristía de su piedad, he tenido largamente que pensar si no seré yo el equivocado, el equivocado con mis directos é intensos impulsos del vivir, y si no serán los verdaderos hermenéuticos del sentido de la vida éstos que la cercenan y reducen á fórmulas austeras: los Rego da Silva, con sus serias etiquetas, que ahogan la espontaneidad del corazón; los Wagner, que sobre el dolor de los humildes de la tierra pregonan la miseria humana del amor, exaltando el cruel dominio de lo aristocrático y lo heroico: los P. Ranelahg, en fin, predicando la renunciación al mundo en nombre de la gloria. No lo sé; pero no tendrían razón, entonces, las violetas que nacen sólo para el valle. No lo sé, y no lo comprendo. ¡No lo comprendo!

Cae el telón. Aplauden. Ilumínase el teatro.

El público desfila.

Hiéreme en las escalinatas regias y en el foyer de jaspes y columnas lo que en los místicos y heroicos wagnerianos de dentro de la sala vuelve á no ser heroico ni místico al contemplar el paso de la señora da Silva y de Rocío, las dos vivas beldades. Si rugiesen las miradas, irían cruzando las dos entre un rugido de lujuria... ¡Oh, Wagner! Y ésto, en el pórtico del templo.

El automóvil de los Silva nos recoge con ellos y nos lleva volando hacia el hotel. Vuela también el tiempo del limbo de mi dicha que se acaba. El fatídico mañana se acerca con la impasible velocidad de lo espantoso. «Pregúntame, después de Parsifal.» ¿Qué irá á decirme Rocío?... Un adiós, quizá un último beso sin inútiles palabras.

Cuando el ascensor nos deja en nuestro piso del hotel, aléjase Leopolda.

Rocío y yo permanecemos torvos frente á frente, sin mirarnos.

«Pregúntame al salir de Parsifal»—me dijo.

Me da miedo, un miedo horrible preguntarla, y ella, que lo advierte, anticípase sombría:

—Dentro de medita hora te esperaré; ve á buscarme.

Y rígida, lenta, se aleja. Es una sombra blanca por la luna.

¿Qué se propone?

La he visto muy pálida; no me han mirado sus ojos; no me ha dado siquiera la alianza de su mano..., y la súbita impresión de...

¡Oh!

Con un mundo de confusiones encamínome á mi cuarto.

V

A la media hora, invertida en cambiar por otro mi traje del teatro, cruzo entre el sueño del hotel las galerías. No sé á qué ni dónde voy de mi destino.

Cerrada la puerta del enigma.

Al apoyarme en ella á tranquilizar mi corazón, se abre.

La mano de conjuro que la ha abierto, vuelve á cerrar, sin ruido—y me guía en la obscuridad á otra puerta que cierra también tras de los dos. Avanzo, mientras el negro fantasma que antes era blanco echa la llave, y siento después que se me acerca:

—Tú te crees un miserable; yo, lo soy. Para decírtelo y probártelo te llamo.

—¡Rocío!—suspiro con la pena del dolor de ella por la ruindad de que haya podido contagiarla.

Estamos en su dormitorio, situado salón al medio frente al de su madre, y al fulgor de luna que recogen las vidrieras de un balcón. Las sedas claras del lecho esfúmanse en el fondo. Una mesita sostiene en un vaso mi camelia, junto á dos tazas y un samovar bajo el cual arde el alcohol lívidamente.

Tuerce ella un conmutador, encendiendo un globo azul en el techo, y torna á mí.

—Por si esta noche—me anuncia—es la última que tomamos juntos el té..., ¡ve!, lo preparaba.

«La última». Frase de mis obsesiones; sus labios me la confirman.

Entretiénese poniendo azúcar en las tazas. Está tan pálida, tan sobrenaturalmente transfigurada en su expresión, que la desconozco. Como á Carlos Victoria, me parece una hermana mayor de ella misma que aventajara su belleza por milagro. Si á explicármelo no bastase la emoción que la sofoca, atribuiríalo al negro ropón que la envuelve desde la barba á los pies y al peinado deshecho que descúbrela la frente pana caerla en nudo pesadísimo á la espalda. ¡Ah, sí; yo la había visto siempre con los bandós de oro arcangélicamente pegador á las sienes!

—Mira—vuelve á decir, con su voz y su sonrisa apagadas y siniestras—. El té tendrá esta noche algo de mis gustos de chiquilla. Las monjas de Nueva Orleáns lo hacían así. ¿Te gustará? Clavo, canela y cáscara de limón cocidos con la leche.

Me sobrecoge una trágica impresión. Completamente desconcertado, hallo raro que para nuestro adiós me reserve tal dedicación de sus gustos infantiles.—Vierte té en el samovar. Ante la dificultad de sus movimientos en el abrigo forrado interiormente de pieles, que asoman á los bordes y que pesadísimamente la maniata, quiero adivinar qué ropas sean las que debajo me oculte..., de viajera ó de sencilla penitente que quizá al amanecer y con su madre haya de ir á confiarse al P. Ranelahg.

Tibia, calurosa la habitación, lo que la extenuada pretende abrigar no puede ser sino lo yerto de su alma. El neceser, la maleta y los libros santos que hoy compró espárcense, los unos, aquí, al lado nuestro, en la mesita, y los otros, en un rincón, como atestados de lo preciso para un viaje.

¿Adonde el viaje..., á la tierra por la tierra... ó al convento?

Da lo mismo. A las eternidades de mi ausencia. No dudo más que no se la alumbrará á mis ojos el sol del nuevo día. Tal vez su madre, que sabe sus purezas, no ignore que ella me despide hermana y celeste como nunca en esta noche.

Mas... ¿á qué, entonces, guardarse la angélica conmigo tras de llaves y misterios?... La veo apagar el alcohol, dejando que el té se repose; veo además en la mesa un paquete encintado y lacrado que dice: «Para él»...; un extraño paquete que irá á abrir y á leerme..., testamento de la lúgubre que me esconde en el secreto profundo de la noche por mostrarme únicamente el mimo de agonía de sus sonrisas..., y..., ¡sí, sí!, mirando como una redención las tazas, vuelve á cruzarme la sospecha del veneno. ¿Fuesen tan heroicos su amor y su piedad que deseasen...? ¡Oh! ¡Cómo yo sabría morir en la delicia del último aliento de su ser!

Abrúmame á una silla la delicia. No cesa Rocío de observar mi ansia hacia el «testamento» de su amor, y rodeando la mesa acércaseme de nuevo y me dice, tal que á un niño torpe y terco:

—Durante mucho tiempo has sufrido la inquietud de averiguar lo que yo escribía, cuando por escribir te me hurtaba algunas horas. Ahí lo tienes. Eso. A ti.

De un gesto contiene mi impulso de tomarlo.

—No. Aun no. Mañana no estaré en Buenos Aires. Lo abres entonces; lo lees. Dentro encontrarás la indicación de cómo y dónde mi alma, al menos, queda esperándote siempre.

Es su sentencia. Al escuchársela expresa, por fin, me recorre un calofrío.

Está á un paso de mí.

Tras una pausa en que, alto su rostro, alumbra bien el globo del techo la lívida expresión de su amargura, me pregunta, mesándose atrás el cabello con un rápido movimiento de las manos:

—¿Cuántos años crees que tengo?

En vano para inquirirlo acentúola mi atención.

—No lo sé—tengo que responderla.

Y es cierto que no lo sé ni puedo saberlo, porque hay un grado de intensidad de la belleza, cuando llega hasta el prodigio, que triunfa de la edad. Nadie piensa en los años de la juventud perenne de una estatua.

—¿Cuántos años—varíame su insistencia—crees que tenía la niña aquella del vapor?

—Quince—me es ahora más fácil contestar.

Sonríese amargamente.

—Bien, sí, ven. Vas á ver las joyas de la niña.

Diríjese á un armario; la sigo. Lo abre. Percibo la finísima esencia de las blancas ropas, según ella las remueve buscando un cofrecito. Arrodillada, empieza á sacar de él medallas, cruces, rosarios de oro y pedrería. Por un extremo, de sus ropas adviértola de improviso los dedos de un pie, que ella en seguida esconde..., y... ¡oh!..., veo que está descalza..., descalza!...; lo cual compruébame horriblemente que descalza piensa ir en humildad de penitencia á su convento. Sigue mostrándome alhajas. Conságrale á la tarea tal calma, que yo sonrío de etérea gratitud imaginando que en la monja de mañana, en la divina muerta para mí, sea ello el elegido juego de inocencia con que piensa entretenerme el resto de la noche.

Pronto, sin embargo, me aturde la sucesión de cosas profanas que va enseñándome, impropias de una niña: anillos con brillantes y esmeraldas de altísimo valor; collares de gruesas perlas; pulseras y solitarios de fausto regio; dos broches de liga, también con diamantes y zafiros... Tantas joyas, que constituyen un caudal. Las voy mirando y devolviéndoselas. Ella ha caído sentada á la alfombra, y me muestra luego de una vez las que quedan en el cofre...; vuelve á guardar á puñados desdeñosos las del suelo, y al alzarse, últimamente, e invitarme á las butacas de cerca del balcón, ya no sé impedirme sospechar que no haya puesto Rocío en lo que ha hecho algo más que un juego de chiquilla.

La incongruencia vibra en mí, en, tanto ella, después de servir las tazas, me entrega una y va con la otra á ocupar la anchísima butaca de enfrente. O son esas joyas de su madre ó algo muy singular significaría que hubieran sido de la propiedad y el uso de una niña de quince años, de la colegiala de Nueva Orleáns, del ángel del Victoria Eugenia.

Domino mi curiosidad—puesto que la enigmática parece ir siguiendo en todo un plan preconcebido. Bebo, bebo el té, y lo cierto es que, si es veneno, me sabe á veneno de la gloria; mas no beben ni dan las envenenadoras de amor sus venenos, en verdad, con esta distraída displicencia de atención, puesta en otras cosas, con que va tomándolo Rocío.

Por no espiarla más en mi constante fracaso de supuestos, de torpezas, vuelvo á mirar la habitación. Lujo y buen gusto de un hotel, en cuanto cabe. La alfombra y los muros son pálidamente verdes; el lecho, de caoba, y bronce, tiende sobre los almohadones el damasco verde agua de la colcha...

—Alvaro—interrumpe Rocío mi observación—, ¿me has querido mucho?

—¡Oh!—me hace contestarla la sorpresa de oirla así—; y... ¿por qué haberte querido? ¿Por qué no preguntármelo en presente?

Vuelve humilde á sonreír. Nota que he terminado el té, y corto su intención de levantarse á recoger mi taza, yendo por la suya. Las dejo en la mesa.

—Alvaro—óigola de lejos añadir, divagadora—; nunca nos hemos hablado como novios. Sería bien que, al dejar de serlo y para dejar de serlo, esta noche me permitieras preguntarte todas esas menudas y bellas cosas que los novios se preguntan.

La baña la luna—novia excéntrica, toda envuelta en la negrura del abrigo. Paréceme grato, si ha de hablarme como novia de un ensueño, poder mirarla y escucharla al fulgor de ensueño de la luna..., y pidiéndola permiso, acércome á la llave de la luz, la apago y vuelvo á mi butaca.

Ya es de ensueño la intangible. Recostada en la honda concha del alto respaldar, creyérase que duerme. Sobre el denso luto de su cuerpo, la luna realza blancas las abandonadas manos y la faz con clarores diáfanos de alma.

—¿Me quieres mucho?—interrógame esta vez.

—Sí—contesto—; pero la frase le es pobre á la sencillez de tu grandeza. Te amo mucho.

—Explícame la diferencia de una y otra cosa. Explícame lo que para ti mi amor significaba.

—La diferencia está... en que amar es más que querer, y más que adorar, y más que apasionarse, ya que todo esto implica solamente insensatez ó ceguedad, efímera locura. Te amo con el amor de la Vida, con el que no es sino la mayor necesidad de perfecciones de la vida; con el que no es al mismo tiempo, acaso, sino una forma de la gravitación universal, y con el que resume, pues, las humanas simpatías más altas: porque compendia las ternuras de la madre, las noblezas de la hermana, la serenidad de la amistad y las atracciones del instinto. Por este amor buscaba la miseria mía sus redenciones en tu inteligencia como amiga, en tus delicadezas como madre y como hermana, y en la divina sensualidad de tu belleza como amante. Sólo él hubiese hecho florecer mi alma de ocioso enfermo á una existencia de ventura y de trabajo bello consagrada á ti, á mí y á los demás..., y sin él volveré á ser el infinitamente desdichado en un mundo de odios donde no encuentra un poco de amor el corazón. Así te amo.

Desde la sombra que me protege he ido siguiendo á la luz de la luna, que llena el severo rostro de Rocío, su expansión de dicha dolorosa.

—Y di, Alvaro, ¿me juzgas digna de ti? ¿Quieres decirme qué cualidades mías te hayan hecho creerme digna de tu amor?

—¡Todas! Tu bondad, tu belleza, tu talento, tus noblezas, tus purezas, tu candor.

Dóblase al brazo de la butaca, como agobiada de bochorno.

—¡Tu candor!—reafirmo, adivinándola el recuerdo de su abandono de anteayer—. ¡Tu candor, por encima de ridículos pudores!

Mi enérgica persuasión no logra más que incorporarla retorcida en sus angustias; tornando á caer hacia el respaldo, me pide:

—Si quieres jurarme que crees en mi bondad, en mis noblezas, en cuanto sabes de mi alma, como creo yo en cuanto sé de la tuya á pesar de lo que ignoraba de tu vida; si quieres jurarme que, á pesar de lo que también tú de mi vida desconoces, creerás en todo aquéllo..., mi alma, sintiéndose tal vez rendir justicia, se lo agradecerá á tu compasión; pero... ¡oh!, no existen mis purezas.

Tiemblo de admiración hacia la tan pura que sin duda se obstina en acusarse porque besó de amor mis labios, porque viéronla mis ojos entregada en el amor, y juro con la mano sobre el pecho:

—Creo en tu alma y en tu vida y tus purezas; ¡en toda tú!

Pero sigue moviendo la cabeza en desesperación desfallecida que parece rechazar la amplitud que la concedo.

—Me basta—díceme después con la insensata calma de un delirio—tu sinceridad con respecto á lo que yo la conjuraba. Ahora, escúchame. Siempre he sido yo la que ha oído con el dificilísimo silencio del mentir de mi silencio la verdad de tus palabras, sombreadas, sin que yo lo viese, de mentira, y te toca á ti, por fin, escuchar en silencio la mentira de las purezas mías que voy á descubrirte. El propósito, ¡nótalo bien!, no es improvisado de esta noche ni suscitado siquiera por la franqueza que tú llamaste tus miserias y traiciones de ladrón. También yo era una ladrona que iba entrando de puntillas en tu alma..., y en esos papeles, escritos para ti, y escritos con tanto más dolor cuando más lealmente franco te juzgaba, está la confesión que ya puedo entregarte con menos repugnancia de mí misma.

Se ahoga. Recóbrase un instante.

—Como tú, lanzada por grandes crueldades del mundo á aquel buque en que la fatalidad quiso juntarnos; como tú y más que tú envilecida é impura, y con un afán tan grande como el tuyo de noblezas en que descansasen mis tormentos, tu alma de martirizado solitario, que á su vez buscábase un consuelo de ideal en la simple contemplación de la máscara de inocencias de una niña, hizo que la infortunadísima mujer oculta dentro de la niña, por primera vez admirada noblemente, quisiera descubrirte todos los infantilismos del alma suya á que nadie jamás habíale concedido aprecio en las brutas ambiciones á su carne. Amigos, hermanos pronto, me entregaste tus pesares; y como los dos nos reconocimos al fin enfermos de muerte en la misma ansia de piedad, tú, que falto de fe en el cielo caminabas á la nada en la tierra, sin querer hacerme daño con tu amor te fuiste enamorando de mi pena; y yo, que no con toda la fe necesaria llevaba el horror de mi desdicha al olvido de un convento, sin querer, sin querer tampoco hacerte daño con mi amor, me fuí enamorando de tus penas, de tu amor, de tu piedad. Cada uno sabíase un miserable; pero un miserable redimido en el pesar de su conciencia y humanamente salvado en el «imposible amor de traición» al otro; y la lástima es que á ambos nos faltase en tantos días, en tantos días, y sobre todo en aquéllos tan diáfanos del mar, el valor de confesarnos mutuamente miserables—para no haber tenido que llegar á la misma confesión en estas noches, tras un calvario de vergüenza. Sin embargo, has sido el primero en la lealtad, y tal vez el no haberlo sido yo haga á mi tardía confesión inútil para redimir en tus caridades á quien, como tú, y más que tú, porque tú en Madrid tienes una hermana, sin ti habría de seguir su triste camino sola por el mundo.

—¡Rocío! ¡Tienes á tu madre!

Marca un silencio, y gime abandonándose á una mano:

—Leopolda... no es mi madre.

—¡Cómo!! Que... ¿Leopolda...?

—No es nada de mí.

¡Ah!

Enorme lo que afirma.

La contemplo; la contemplo.

Empiezo á temer que su tortura no sea únicamente la de la cándida novia que me hubiese abandonado sus candores.

¿Por qué me ha mostrado sus joyas? ¿Por qué me acaba de hablar de brutas ambiciones á su carne?

Inmensa mi confusión.

—Como tú, también—continúa, advirtiéndola—, igual que tú de mi alma, guardo palabras de tu alma que pudieran servirle á mi perdón; que pueden servirle al menos de disculpa á la tenacidad de mi amor, si en la vil hubieses al fin de despreciarlo. ¿Recuerdas?... De Laura me dijiste: «Era bella, dulce, noble; mas era al mismo tiempo demasiado pura, demasiado niña; manchado de todas las vilezas, hubiese cambiado á aquella niña por otra con alma de santa que asimismo, al ser buena de nuevo, hubiese sido, sin quererlo, incluso infame..., porque sólo pueden saber de las ternuras infinitas las mártires del dolor y de lo horrendo». Esto te escuché una vez allá en el mar, y no puedes figurarte, Alvaro, la alegría (¡tú la tomaste por el horror de una inocente!) que sintió la que no era sino «una mártir del dolor y de lo horrendo», y que ahora te pregunta: ¿lo repites para mí?

Quedan fijos en avidez sus ojos claros.

Su alma me está expresando tantas cosas de ignominia y de martirio, que una súbita y terrible conexión de aquel ángel del vapor que todo lo entendía y que no se azoraba de mis besos, de esta alusión á las brutas ambiciones á su carne, de estas joyas y de esta madre que no lo es..., fuérzame á pensar en no sé qué precoz prostitución involuntaria de la cual la mártir, la mártir inocente, vendría de Europa huyendo con su máscara de niña.

Por un instante, mi contemplación cobra los asombros de toda mi torpeza y de toda mi piedad ante la víctima adorada y desdichada.

Y, erguido en la butaca, exclamo:

—Creo en ti, purísima, á pesar de tus posibles impurezas, y más cuanto más grande tu impureza hubiese sido. ¡Te lo juro por la sombra de mi madre!

—¡Oh, no!—vuelve á rechazar en sobresalto que no estórbale á su faz los destellos de un gozo como infernal, como excelso, y empezando lenta á desabrocharse las trabas del abrigo, tal que si el calor la sofocara—. Para perdonar ó creer, espera á conocer lo que ese escrito te dirá. Por lo pronto bástame saber que no dudas de las lealtades de mi alma, que no odias á aquella niña de inocencia que no fué nunca de inocencia junto á ti, siquiera mientras no llegues á abominar toda la infamia que te me puede hacer abominable... y que... siendo yo la que puede conocer todas las ternuras infinitas, porque sufrí toda la infamia, te adora mi alma como no adoró jamás una mujer, infame ó pura, hasta ansiar darte esta noche la caricia entera de su ser en su pobre cuerpo ultrajado por el mundo.

—¡Rocío!!—no puedo reprimirme de gemir en la doble sorpresa de cuanto le brinda á mi afán y de cuanto á mi fe, aunque para otra fe, le está robando.

Sin levantarse, su ademán es el de ir á despojarse de ropas, en una lánguida y firme lentitud de las manos que iguala á la con que sigue modulando sus palabras.

—En esta noche, sí, tuya; Rocío, aún, unas horas, toda para ti: ignota enamorada de misterio entre tus brazos, de la cual desconoces hasta el nombre de triste celebridad que yo propia te he oído pronunciar con odio. Y mañana, cuando yo no esté, cuando te hayan dicho quién soy esos papeles, me buscas de nuevo y me perdonas ó escupes mi memoria y me maldices: no habría en mi castigo ni una queja.

Ante mi estupor, saca de las mangas los hombros y los brazos desnudos.

—La mártir de lo horrible, en tanto, te ofrece su vida vil, sin pudores, sin sonrojos, según tú la querías..., santificada cuanto es posible por su alma y por tu alma.

Abre el abrigo pesadísimo. Lo aparta á uno y otro lado... Sobre las negras pieles del forro queda absolutamente desnuda.

¡Oh!

Mi impresión es de hechicería.

El hechizo, el prodigio, el portento de beldad me deja extático.

No he acertado sino á sobrecogerme con la sagrada veneración que impondría una diosa.

Bórrame en un momento toda noción de impurezas del mundo su resplandor de purezas del cielo, y ella, mostrada así, sólo me esquiva al fin su emoción reclinando contra el respaldo la cabeza caída hacia una mano que ocúltala los ojos.

Tiene la otra mano fuera de la butaca, tendida á mí, tal que una flor de nieve. Un seno que altivo le proyecta sombra de valle de rosa á aquél bajo el cual late el corazón, estremécese en la altura á los apasionados sollozos del pecho como una paloma sorprendida. Ánfora de nácares la de su busto, la de su talle, la de sus muslos unidos, cuya dulce esplendidez me explica que hundiéranse al estribo los coches cuando los pisaba el breve pie de la hermosísima criatura. Y es tan casta su olímpica desnudez, que apenas si la luna tiene que recatarla en la penumbra el rincón que en el regazo la forma rizoso y leve broche de divina humanidad.

¡Oh! ¡La bruja de mi asombro!

¡El traje de alma que escondíame la penitente del amor!

Calladamente, como quien pudiera ahuyentar al hada de un ensueño, me levanto y voy á sentarme en el brazo de la butaca, rodeándole el mío por el áureo tesoro de su pelo á la divina.

—¿Quién eres?—la pregunto.

Se refugia en mí—de una convulsión. No me contesta.

—Quién eres lo sé mejor que tú; largamente ha ido diciéndomelo tu alma, y me lo ha dicho de tal modo, que ni el temor me queda de que te lo impida ser lo que hayas sido. Pero porque lo sé, porque en tu tormento de indignidad eres la digna de mí, es preciso que tú, la valerosa, la leal, al ser mía, y para que yo recoja á un tiempo y para siempre en tu vida entera tu amor y tus dolores, arrostres la lealtad y el valor de decirme lo que fuiste. ¡Ya ves, si no, Rocío que ni Rocío te llamas, cómo la mentira de ese bello nombre suspirado por los besos de mi alma en nuestro amor, mancharíalo de mentira!... Dime el tuyo.

—¡Ah!

Otra convulsión recógela más contra mi hombro.

—Dilo. Lo exige la fe suprema que en cada uno no nos haga desconfiar de la del otro; la previa y noble firmeza de la conciencia de los dos, sin la cual esto no significaría más que un término de farsa en el juego de la farsa. Y puesto que él sólo bastaría, según me has anunciado, á revelarme lo que fuiste, aunque de haberlo sido tu escrito mañana te sincere..., y puesto que ya tus joyas, también, y esa madre falsa me han revelado lo bastante..., dímelo, dímelo, pronúncialo, ¡tu nombre! ¡Ah, pobre ángel mío!... Contra tu voluntad y tu inocencia pudo ser el de una famosa vendedora de inocencia y de caricias. ¿Verdad?

Repentina, apártala de mi pecho un nuevo espasmo.

Una señorial dignidad hácela ocultarse instintiva el regazo con el vuelo del abrigo.

—¡No!—protesta luego, solemne y lenta—. ¡No he sido jamás lo que sospechas!... Más infame, menos vil. Habría preferido que, si has de maldecirme; no me maldijeses hasta que yo no pudiese oír tu maldición; pero te obstinas; tienes razón, además, y... sabrás mi nombre, ¡Oh, mi nombre!

Se gira á mí, pleno el rostro á la luna; vuelve á echarse y á ahuecarse el pelo hacia atrás con ambas manos.

—Mírame bien, Alvaro: aun antes de conocernos, tu repugnancia y tu desprecio estaban hartos de verme retratada en los periódicos... entre el escándalo de un crimen... ¿No me recuerdas?

¡De... un crimen! ¡Ah!

En las transfiguraciones, en las sorpresas, en los asombros que la hermética del misterio me guardaba, éste es el más horrible y el último. Estoy contemplándola, esclavo de la fija voluntad con que excita mi memoria, y adquiere su belleza soberana algo de fatídico. Surge su busto como el de una esfinge de marfil de las negras pieles que la frisan la cadera, y la luna alumbra por igual el vello negro en sus axilas y el rubio pelo en su cabeza sujeta por las manos.

—¿No me recuerdas? ¿No me recuerdas?—persiste, trágica, advirtiendo mi atención á su cabello y sus axilas—. ¡Claros mis ojos, que no pude transformar; hueco, así, pero negro también, y no rubio, mi peinado!... ¿No me recuerdas?... ¡Oh, has mirado tantas veces mi retrato en los periódicos, conmigo misma, junto á mí, y te he oído despreciar mi propio nombre tantas veces!...

Tremenda insinuación. Mis torpezas se rasgan.

—¡Tu nombre!—exclamo—. ¿Tú?... ¿Tú eres... tú te llamas...?

Y como me paraliza el terror, ella deja caer los brazos, dobla la frente y termina:

—¡Sí..., la condesa de Montsalvato!!

Repelida de la que ha dicho este nombre, sepárase mi mano tal que de una víbora.

Lo más aparte que puedo, desde el brazo del sillón, la contemplo; ella, en rechazo de mi huída recogida de improviso también al otro lado, fulge sobre la espantada torva su halo siniestro del crimen...

La contemplo, la contemplo sombría toda y envuelta la cara en la blancura misma de sus brazos, monstruo increíble, y miro alrededor de la estancia cual si en un rincón de sus tinieblas estuviese un hombre estrangulado y el tétrico asesino Wanska tras de mí.

Demasiado espantosamente comprendo ahora el descuido de la extraña madre para aquella niña del vapor..., para esta mundana mujer en que pudo transformarse la niña en Buenos Aires..., para esta inicua disfrazada de rubio arcángel en los altares de la Virgen, y en mi corazón de enamorada candorosa...

Mas... ¡oh!... Llora... Veo que el forzado silencio de las lágrimas recórrela la espalda en congoja de sollozos que la ahogan, que la matan, y su desconsuelo ata, las repulsiones que impúlsanme á escapar.

Llora. Llora.

La súbita cobardía de mis nervios disípase dejándome en no menos súbita reacción de angustiosas reflexiones.

Transpira alma su dolor, alma á cuyos fosfóreos resplandores recobro amarga y plena la serenidad de la conciencia. El muerto y el asesino se funden y flotan en sombra sobre mí y sobre la que no es más que una víctima inocente..., sobre la que pudo para mí mismo seguir siendo siempre la Rocío de su mentira impenetrable y por la sola noble voluntad de su lealtad deja de serlo..., sobre la que es la mártir calumniada y santa que sabe todas las ternuras infinitas porque, sin ser infame, sufrió todas las infamias.

Inocente, sí, inocente; inmensamente infortunada. Y así, absolviéndola allá en Roma, lo habría de haber reconocido el Tribunal de la justicia, y en el mundo entero el tribunal de la opinión, para que, ¡ah!, por el delito de su generosidad y de su amor, por el delito de haber sabido ser ángel de perdón á mis vilezas efectivas, ciegas la condenasen mis vilezas.

Me inclino á ella, la atraigo con la dulce y casi brutal violencia del enorme pesar del corazón mío por haber podido abominarla ni un minuto, y con la emoción de sus bellezas sagradas, excelsas, beso su frente, beso su pecho, uno mi boca á su boca.

Cuando la he infundido fervores absolutos, la alzo, medio envuelta en las pieles, y la llevo contra mí hacia el lecho nupcial que ella ha sabido delicadamente prepararle á nuestra vida.

—¡Rocío! ¡Esposa, perdóname!... ¡Juro por ti, lo más alto sobre que ya sabré jurar, que aunque pudiese no te libraría de las infamias que volviéronte mi Ensueño...! Seas quien hayas sido para los demás, para mí eres el Amor, eres la Amada, eres y serás siempre la Mujer, la criatura de Dios, el Ángel que no habría podido ser tan ángel sin las feroces crueldades de la tierra. Nunca cuando yo te hablaba de lo horrible, pude imaginar que me escuchase quien lo había sufrido de tal modo. Nuestra noche triunfal hará que olvidemos el pasado, y Rocío de nombre y alma siempre quedarás para mi alma...

VI

«NOTAS DE LA EX CONDESA DE MONTSALVATO»

Nací en Veracruz hace veintidós años. Cesárea Fernanda, por nombre de pila. Mi padre era de origen español; mi madre, norteamericana. Le debo á él mis cabellos negros y el fondo meridionalmente apasionado de mi corazón, y á ella mis ojos claros y la fe serena de mi espíritu.

Se deslizó mi infancia en la dulzura de un hogar donde no recuerdo que mis padres trataran casi á nadie. Ídolo de los dos y muñeca de las inteligentes adoraciones de mi madre, ella me adornaba y me vestía, ella me mimaba, ella exclusivamente me educaba y con ella aprendí los domésticos cuidados y los idiomas y las cuentas que, desde bien niña, permitiéronme ayudarla en su dirección de la correspondencia comercial y de los libros de negocios. Nos acostábamos á las diez, nos levantábamos al alba; juntas, rezábamos en nuestro cuarto de baño, mirando el cielo del jardín, y juntas íbamos á la iglesia los domingos y luego á ver el mar—á cuyo opuesto lado estaba mi padre con frecuencia.

El mundo figurábaseme una cosa tan vasta y limpia como el mar, tan limpia y noble como mi casa, multiplicación de mi casa misma en un edén abierto á los espacios y en el que el dolor y la maldad nunca hubiéranse excitado. Gentil ilusión infundida en la niña por quien, creyendo poder siempre ampararla con su amor, iba abriéndola el alma á los bellos agrados de Dios y de la vida, sin entenebrecérsela siquiera con esos terrores de los cuentos de ladrones y fantasmas que todas las madres les cuentan á sus hijos. Así, á los doce años tuvo que ser enorme y como absurda la primera conmoción del dolor en mi sorpresa con la muerte de mi madre.

Golpe fatal para todos. Mi padre debía continuar sus viajes á Roma, á Nueva York, á Nueva Orleáns, y, á medio formar mi educación, no quiso confiarme á la antigua sirviente que tuvo que encargarse de la casa. No habiendo buenos colegios en Veracruz, me llevó á uno de Nueva Orleáns, ciudad por él muy frecuentada; y sus presencias allí, aunque breves, y sus cartas, fueron mi consuelo. Cartas en que el dolido amor del ausente mitigaba cada día un nuevo dolor de mi inocencia. Aunque de niña, era ya aquello el mundo de la realidad, que me iba hiriendo á alfilerazos; y hasta que me habitué, hasta que aprendí á ahorrarle la fatiga de mis quejas á mi padre, sus cartas tuvieron que ser algo así como las de un ideal enamorado que quería guardar mi alma para él, aterrándola con la verdad, y aun tal vez la exageración, de las crueldades de la vida. Mi dolor se refugiaba en su recuerdo, en el cariño de las monjas y en el altar de una Virgen; pero á la luz de las estrellas, en la majestad de las noches, evocando á mi madre, lloraba de no poder amar amplia y candorosamente la vida, como ella me enseñó.

A los diez y seis años dejé el colegio. Mujer ya vestida de mujer, me consagré á aquel padre infeliz cuya viudez le había minado la salud y en cuyos ojos leía yo su miedo de morir y dejarme abandonada. Más de una vez, en los viajes á que me llevó y en sus esfuerzos por hacerme frecuentar en Nueva York la sociedad, vislumbré sus ansias de encontrarme un digno marido; rica, no habría sido difícil; pero mi ambición cifrábase en continuar la humilde vida á que habíame acostumbrado la reclusión de mi niñez y la reclusión de mi convento. Para aguardarle en las ausencias, me bastaba Ana Leopolda, la sirviente—leal, buenísima, viuda de un torrero de faros holandés, y que había puesto en mí el cariño de una hija (Rocío) que perdió también cuando pequeña. La llamábamos Popó por familiar abreviación.

Los negocios de mi padre consistían en la importación y exportación de caucho, algodón, maderas, café y petróleo. Su corresponsal más importante era el marqués de Scoppa, linajudo prócer italiano, cuyo hijo, el conde de Montsalvato, completábase la educación mercantil viajando por América; llegado éste á Veracruz, fué acogido cordialmente en nuestra casa.

Era un joven guapo y elegantísimo, de una corrección irreprochable. Su anunciada estancia de tres días, dedicada á visitar los almacenes y centros productores, se dilató á casi un mes. Yo parecía haberle impresionado desde luego; pero supo mantenerse discreto para no requerirme de sentimiento alguno que no fuese la amistad. Debo confesar que me halagó su conducta, tanto como su arrogantísima figura, impregnada de cierta melancolía y dulzura principescas, y que correspondí á las cartas y postales que durante todo el invierno me envió desde Nueva York y Filadelfia.

Inesperadamente volvió á presentarse en Veracruz y le solicitó á mi padre mi mano, manifestándole el deseo de efectuar la boda (para lo cual se había provisto de los necesarios documentos y permisos familiares) con tal celeridad, que yo hubiera de seguirle inmediatamente á Europa. Mucho aturdió á mi padre la sorpresa, y no menos hubo de aturdirme y casi desagradarme á mí; porque por lo mismo que en mis vagos sueños pudo haber entrado la no imposibilidad de ver á través del tiempo trocada en más que de amistad aquella cortés correspondencia, heríame que el hombre delicado aspirase á la brusca adquisición de mi cariño al modo de la de una cosa comercial. Sin embargo, él, con su acento comedido, me explicó tal vehemencia achacándola á la del amor que sentía por mí y á la dignidad que le vedó descubrírmelo, como huésped de mi casa; mi padre, por otra parte, conocedor de la honorabilidad del marqués de Scoppa, no encontraba reprochable en la conducta del hijo más que, si acaso, su excesiva cortesía, su excesiva corrección—y acabó por vencer mi resistencia en su afán de situarme con un hombre distinguido y laborioso. La pena de nuestra separación quedaba compensada para el pobre enfermo que no lo parecía, para el pobre enfermo del corazón, más grave de lo que yo imaginaba en su complexión aparentemente fuerte, con la circunstancia de ser Roma una de las ciudades adonde le llevaban cada dos ó tres meses sus negocios.

A la boda concurrió el marqués, cuyas bondades me encantaron. Durante los preparativos de ella, creí también confirmar en todo la excelente educación del conde: sus maneras selectas; su ilustración, que le permitía opinar con breve seguridad en no importaba qué cuestiones; la sensibilidad de su alma á la moderna, liberada de aristocráticos prejuicios é inclinada á amar lo dulce, lo modesto, lo sencillo.

Vuelto á Roma el marqués, partimos para Nueva York los recién casados.

 

Luna de miel harto extraña, por su misma violencia pasional y por ciertos hábitos y rasgos de carácter que en la intimidad le fué descubriendo á Guido. Aficionado á los licores y al éter, con los cuales exaltábase su fondo de indolencia taciturna á una vida artificial, inyectábase después morfina ó absorbía grandes dosis de cloral para calmarse la excitación de los insomnios. Irritable en demasía, todo lo hallaba ridículo ó ingrato: los museos, los enormes edificios, la fastuosa insolencia de los grandes potentados que solíamos ver en la ópera. Como potentados, sin embargo, él nos había instado en el mejor alojamiento del mejor hotel, y por la menor cosa trataba á los criados con dureza. Sólo á mí envolvíame en atenciones excesivas, como á una niña que necesitase protección y guía á cada instante: al pasar una puerta jamás dejaba de adelantarse á abrirla por su mano, no olvidaba ofrecerme el brazo al bajar una escalera, y temía que en la calle me atropellasen los coches ó que en las tiendas me engañasen, si no intervenía él con su elección, acerca de la finura y el buen gusto de un dijecillo, de un abanico, de un sombrero que compraba. Incongruente siempre, llevábame á media noche á cenar en los restoranes de cocotas, y me contaba cuentos é historietas de inocencia encantadora..., en tanto una tras otra iba apurando copas de coñac.

Pero las consideraciones infantiles, las fraternales sonrisas y las tiernas delicadezas del hombre de veintiséis años á la niña de poco más de diez y ocho, cambiaban radicalmente su cariz en cuanto nos recogíamos al hotel. Guido bebía éter, me lo hacía beber á mí, y me obligaba á fumar cigarros turcos, igual que me había obligado á tomar con él cloral por las mañanas á fin de calmar las extenuaciones de las noches con unas horas de narcótico descanso. Noches tremendas, horriblemente intensas de placer brutal, y de las cuales no olvidaré nunca el estupor de mis candores. Esposa demasiado inocente para poder juzgar en el mundo de nuevas impresiones á que se me había lanzado de improviso, un instinto de mi carne estremecida gritábame el ultraje á cada extraña caricia de Guido, presintiendo en ellas la locura. Mas era mi marido, era el hombre de inflexibles dignidades que me adoraba y no querría manchar á su mujer de perversión, y la protesta de mi alma, cuando agotada y muerta recobrábala en las hondas vergüenzas de mí misma, desvanecíaseme á la consideración de que todo aquello debería de ser la íntima realidad del matrimonio.

Guido me ofrecía cloral, volvía á ser el espiritualísimo hermano que se levantaba á llevarme la cofia y la camisa porque no me molestase enfriándome los pies, que sacaba de la alcoba las flores que pudieran darme dolores de cabeza, que ahuecábame la almohada, que me contaba otro cuento de inocencias al dormirnos á la luz del alba que filtraban los balcones...; y despiertos de nuestro forzado sueño á las pocas horas, ó tornábame al agudo infierno abrasador de sus caricias, para tratar de pedirle luego á la morfina y al cloral nuevos letargos, ó nos levantábamos y nos íbamos en un coche á reponer nuestra pálida fatiga por las frondas de los parques...

 

En Roma, la familia de Guido, excepción hecha del marqués, me recibió con fría curiosidad. Dijérase que esperaban en mí á una salvaje cubierta de plumas de avestruz. Como si lo fuese, al menos, se me vigilaba en la mesa y se me presentaba á las visitas temiendo que cometiese inconveniencias. Se nos alojó en un departamento de la vetusta casa solariega, más que de abundancias de dinero surtida de coronas y de escudos, y yo me moría de pena entre los secos orgullos de tal gente, entre los viejos muebles de caoba y bajo los apolillados artesones. Aunque sabía por mi padre que el marqués de Scoppa no disponía apenas de otras rentas que las de su trabajo, lo cual habíale constituído feliz augurio á la hija del trabajador infatigable..., los desprecios de mi marido á las magnificencias de Nueva York me habían llevado á imaginar, ciertamente, una Roma mejor que aquella Roma y un palacio mejor que su palacio.

 

Nueve hermanos. Él, el primogénito. Mi suegra y mis cuñadas, las dos mayores, celosas de la impresión que yo causaba, celosas de cualquier alhaja que llevaba á los teatros, celosas de «mis mejicanas riquezas» que humillaban su económica estrechez..., trocáronme en franco menosprecio la tolerancia hostil cuando Guido hubo de declararlas que no ascendía la dote de mi madre, precisamente, al fabuloso caudal de un Moctezuma. La india, según oí que de unas á otras me llamaban, perdió sus últimos prestigios. No hubiesen perdonado mi plebeyez sin una lluvia de oro que, redimiendo á Guido, volviéselas á ellas también más ó menos directa y desagradecidamente á la opulencia.

Sin embargo, Guido se apresuró á comprar un automóvil, y aprovechándolo les fué á las vanidosas posible desentenderse un poco de la servil estimación que, por lucirse en el de ella, rendíanle á una encopetada pariente (prima del marqués), llamada Bianca, marquesa de San Bassano. Blanca les constituía el único nexo con el mundo aristocrático que les cerraba la falta de fortuna. Alta, cínica, separada del marido, y de una gentileza no mal conservada en sus cuarenta años, gozaba de enorme libertad y de una intimidad en nuestra casa, especialmente con Guido, que me chocó—aunque él me la explicaba por el afecto que debiérala como á una tita discretísima, como á una especie de segunda madre cuyo consejo le guió desde pequeño. Aparecía á cualquier hora de la mañana ó de la tarde, y se instalaba con nosotros ó nos llevaba á conferencias y conciertos.

Simpática, empezó por mirarme recelosa y acabó por cultivar mis simpatías. De ella era la única asidua afabilidad que íbame restando en aquel ambiente donde el bondadoso y triste marqués de Scoppa no permanecía sino lo preciso á las horas de comer, y en el cual hasta mi marido retirábame las suyas según absorbíaselas su madre, según se las consagraba á la extraña tita que para leer ó conversar de arte y de ciencias rodaba con él por los rincones.

A cada encubierto desaire, á cada grosería de mi suegra, tan torpe que me lo juzgaba á mí lo necesario para no advertírselas, sólo Bianca, ó el noble marqués, si hallábase presente, suplicábanme indulgencia á miradas de piedad; mas como Guido no encontraba siquiera un gesto de reproche para la burla que en presencia suya me inferían, yo me recogía á mi cuarto, á llorar..., y sólo podía ser mayor mi desconsuelo cuando él, al fin, iba de raro modo á consolarme.—«¡Discúlpala! ¡Discúlpala! ¡Me quiere tanto mi madre!»... Pasábame la mano por los hombros, con la lástima que pudiese merecerle un perro castigado, y yo lloraba más..., lloraba más al sentirle partir á pretexto de que esperaba Bianca en el salón...; y yo hube de llorar aún muchísimo más una vez en que, ampliando su franqueza, quiso, sin duda, arrancarme más sinceros los perdones: tras nuevas protestas del fanático cariño de su madre, me declaró que «habíala disgustado nuestra boda, porque rompió su ilusión de casarle con alguna alcurniada millonaria».

¡Ah, sí, inicuos procederes y consuelos espantosos de gentes sin corazón, que ahondaban hora tras hora la sima en que me veía caída sin remedio!

 

Confié en la posibilidad de corregir á Guido á fuerza de ternura, así que nos viésemos libres del influjo de su casa; tomamos la nuestra en un hermoso edificio de la Vía Nazionale, y en verdad que durante los preparativos de la instalación creí que hubiera ido á realizarse mi esperanza.

En muchos días no se me apartó, consagrados ambos á recorrer tiendas de muebles y tapices, dedicados después á ordenarlos en estancias y salones, y bellamente absortos, por último, en completar los adornos con tal esplendidez, según él lo quería, que la envidia hizo desertar á su madre y sus hermanas ante aquel lujo claro y moderno. Junto al garage del automóvil, una cochera recibió un landó con buen tronco de caballos.

«—¿Qué te parece, nenita?»—consultábame á cada cosa el que, rendido de la tarea, no necesitaba ya del cloral al acostarse; y yo, que, experta en números, me hallaba inquieta por las enormes discordancias de tales gastos y mi humilde capital, callábaselas, y, aun mejor, le animaba en todo, contentísima de un derroche que á tiempo, y como Guido mismo, podría enmendarse.

Desgraciadamente, la invasión de cocineras y criados, de la madre y las hermanas otra vez, de Bianca de nuevo, volvió á precipitarle en su mezquina realidad. No portaba por las oficinas de su padre; prescindía de mí como de una necia incapaz de entender las «cultas conversaciones» entabladas con su tita y los demás, y después de los teatros me dejaba en casa y desaparecía con el auto, para regresar de madrugada, borracho, y despertarme raras veces al horror de sus caricias.—Una tarde, ¡oh, el altivo, que trataba á puntapiés á los sirvientes!, le sorprendí besando á una doncella; echada de la casa tras el natural disgusto en que él, no pudiendo disculparse, casi me injurió..., pocas tardes después Bianca y yo le encontramos por el Corso, en un coche, con ella, vestida á pleno lujo.

Y todo esto en cuestión de tres ó cuatro meses, completándome la revelación de aquel hombre, lo mismo que sin transiciones al salir de Veracruz hubo de comenzar á mostrarme sus cambios sorprendentes, increíbles...; y de todo esto tan triste, yo no le contaba nada al pobre padre mío, que creía en la dicha que seguían fingiéndole mis cartas, y al cual, de otra manera, hubiesen abrumado los remordimientos del afán con que me indujo á semejante matrimonio.

Guido, por lo demás, indiferente á la mudez sombría en que yo encerraba mi dolor, ansioso de lucirme con él algunas veces, y no negado nunca al «buen tono» de sus extremos corteses, continuaba abriendo las puertas ante mí y dándome cancillerescamente el brazo al subir ó bajar las escaleras.

Acompañados de la tita Bianca, emprendimos un viaje al llegar la primavera. Niza, la primer etapa. Fué una fatigosísima peregrinación de ciudad en ciudad, de sitio en sitio, durante la cual yo quedé bajo la protección de ambos como una niña tonta. Me hallaba encinta, y, sin consideraciones á mi estado, el afán insaciable de los dos hacía cuanto las guías les señalaban de notable, hacíame seguirles de teatro en teatro y de museo en museo, ó, en mulo, á lo mejor, á los picos de los Alpes. Sus charlas (entre ellos ó con cualesquiera que encontrábamos), eran de lo más vacío que cabe imaginar, no obstante sus pretensiones de elegancia y trascendencia. En efecto, de mi marido, que á primera vista impresionaba como un hombre culto porque hablaba de lo humano y lo divino, yo sabía ya que toda la ilustración reducíase á su voraz lectura de periódicos y revistas extranjeras; y los dos, en punto á arte y á historia, no hacían sino repetir las vulgaridades del Bœdecker: el estilo de tal arco ó de tal templo, el origen de tal histórico castillo, las bellezas de tal plaza, las tales estatuas y tales cuadros y óperas de Fidias, del Greco, de Wagner... Repetían y glosaban lo mismo tantas veces, alternándolo con largas disquisiciones sobre automóviles y perros y caballos, que yo tenía que escucharles en silencio sin acertar á ponerme á tono con tanta necedad. En cambio, eso sí, él me reprendía correcto sobre el modo mío poco distinguido de tomar el cuchillo, el tenedor, y ella de cuando en cuando y compasivamente me dirigía preguntas en varios idiomas para que yo las contestase y no me juzgaran las gentes idiota por completo.

Así y todo persistía siendo la de Bianca la única afabildad con que contaban mis tristezas; y en París, donde nos estacionamos algún tiempo, multiplicando la vida de actividad al acudir á todas partes, ella fué mi socorro en un trance que me puso á punto de morir. A las fatigas del largo recorrido por Suiza y por Bélgica, uniéronse las propias de la gran capital; y «por buen tono», siempre por «buen tono», aumentándolas, discurrió Guido que yo aprendiese equitación, á fin de que elegantemente recorriésemos los tres á caballo el Bosque de Bolonia. Tres mañanas en un picadero, tres mañanas en el Bosque, yo junto á ellos como improvisada amazona, trotando, galopando..., y, á la cuarta, el lecho del hotel y el grave aborto de la pobre destrozada. Los dos primeros días Guido y Bianca me cuidaron, compitiendo en atenciones; pero desde el tercero él no se resignó al augurio del doctor acerca de que no podría levantarme en muchos más, y lanzóse á los encantos de París, dejando á la tita á mi cuidado.

¿Qué dolor parecido al mío sintió Bianca ante el abandono del que llegó á faltar noches enteras?... No lo sé; pero me veía llorar, y so pretexto de que mi inocencia perdonara, como ella, muchas cosas que de otro modo encontraría siempre incomprensibles, se puso á revelarme el carácter de él, deducido de su vida de soltero, y la inmunda historia de su madre. Más aun que por la escasez de fortuna—á decir de Bianca—, la familia de Guido hallábase distanciada de la alta sociedad por la discreción con que el marqués de Scoppa hubo de recogerse en el aislamiento con su mujer, antigua cómica á quien habían hecho célebre su desvergüenza y su hermosura, querida de todo el que la quiso y la pagó, y con la cual, al serlo suya últimamente, retirada á un campestre palacete en Montsalvato, fué teniendo hijos—cuyo amor, al cabo de los años, impulsó á casarse al más que generoso. Improvisada marquesa, la ex cómica, sintió á la vez la invasión de los orgullos de una parvenue y las iras de sus frustradas ambiciones en el borde mismo de la vida de grandeza; quedó, pues, como una especie de rabiosa loba presa en un cepo aristocrático; y si el caritativo marqués supo evitarla el ludibrio social entre las gentes de su clase, no supo impedir que los odios secos de la bestia á todo, á todo lo del mundo, hacia lo de arriba porque no podía llegar, hacia lo de abajo porque recordábala demasiado crudamente su indecencia, transmitiérase á los hijos en la incongruente educación que les fué formando con las finas y nobles maneras del padre y los instintos de rencor y las toscas insensibilidades de la madre.

Guido (el predilecto de ella) resultaba su más lamentable víctima. Cifrados en el niño gentil y luego en el joven arrogante sus ensueños de desquite, el padre encaminábale al estudio y el trabajo—tanto menos eficazmente cuanto más la madre imbuíale ideas de señorío, entregábale dinero para que honrase su rango, en lo posible, y, tras de hacerle conferir uno de los familiares títulos, acariciaba el pensamiento de casarle con cualquier dama linajuda.

Espoleado Guido en tan inversas direcciones, habría ido cumpliendo su forzoso papel de negociante de peor gana que su papel de aristócrata de fuste; habríase mantenido en las ambiguas elegancias de una vida de disipación, que le ofreció más aventuras al hombre guapo que novias princesas al conde sin dinero, y, «buenísimo en el fondo—según Bianca—, había venido últimamente á dar en una suerte de demencia lujuriosa que hacíale desear ávido toda clase de mujeres y conocer todos los vicios».

«Íntimamente»... Y ¿cómo sabía Bianca lo que Guido fuese «íntimamente»? Quizá por experiencia conocería tan bien sus intimidades, que, al escucharla, yo le había visto retratado en su miserable proceder conmigo propia. No cabían más engaños para mi candor después de aquellas revelaciones, y comprendí espantosamente claro y de una vez: Guido era un fracasado negociador del matrimonio de honores y riquezas que habría constituído su obsesión, y que al precio de su libertad, ya inútil, y con la compensación siquiera de mis cien mil duros, pagó el cuerpo de la plebeya que no habría de otra manera podido obtener un nuevo capricho de su vicio. Saciado de mí en los brutos treinta días de Nueva York, desde que llegamos á Roma y á los absurdos orgullos de su madre, yo quedaba reducida á una estúpida intrusa que le había otorgado sus favores y á quien el gran señor habría incluso de despedir si no necesitase mi dinero.

Fluctuando como nunca entre las dudas de que Bianca fuese solamente una tita cariñosa que querría guiarle y le pensara dejar su capital, ó una antigua amante que en el otoño de la pasión y con tal de no perderlo le pasaba todo al vicioso incorregible, volvimos á nuestra casa—donde Guido organizó unos «artísticos» almuerzos, por él llamados «intelectuales», y presididos por Bianca, en honor de yo no sé qué bohemia laya de tiples de ópera, de pintores extranjeros y de jóvenes poetas y sabios, que, á mi juicio, se burlaban disimuladamente de las pedanterías de los dos..., no sin devorarme á mí, de paso, con los ojos.

De sus dos ó tres viajes á Roma, mi padre se llevó la ilusión de una ventura mía tanto más fácil de mentir, aun en su presencia, cuanto más amable y digno parecía seguir siempre mi marido con su correcta educación.

 

Al año y medio, estábamos arruinados; ó lo que es igual, Guido había dilapidado hasta el último céntimo de mi dote. Tuvo que vender el coche, el automóvil, los lujos de la Vía Nazionale; y con un par de sirvientes, tal que á una querida que se asila porque no muera de hambre y de abandono, me recluyó en la campestre Villa Montsalvato, situada en el tranvía de Grottaferrata, no lejos de Frascati, á una hora de Roma. Aunque él se instaló conmigo, vivía realmente en la ciudad, y cada vez más de tarde en tarde iba á verme y á llevarme algún dinero. Hacíame escuchar terribles cosas de «mi plebeyez», de «mi pobreza», de «la oportunidad de que me volviese á mi país, ya que él, no pudiendo con su trabajo sostenerme, no debía tampoco imponerle á su madre que me recogiese de limosna»... Y en una de aquellas ocasiones me dejó tan desesperada y locamente ansiosa de volver junto á mi padre, que, porque éste no demorase ni un momento el llegar á recogerme, le escribí una larga carta contándole todo mi calvario.

La respuesta fué un cablegrama anunciándome que había caído enfermo, y que hasta que él, pronto, pudiera emprender la travesía, enviábame á Popó. Un augurio me hizo comprender horrorizada que la impresión de mi carta habría herido gravemente al enfermo del corazón...—y, en efecto, cuatro días después, firmado por un dependiente, pues que ya, Ana Leopolda hallábase en el mar, otro cablegrama avísame su muerte.

¡¡Su muerte!!... No quisieron creerlo mis ojos de loca, que negábanse á llorar.

¡Yo le había matado!

Llegó Leopolda.

Guido fué á Méjico á recoger la no pequeña herencia.

 

Y pasaron, pasaron los meses. Ya sin padre, y dándome lo mismo continuar en Montsalvato que en otro lugar de las soledades del mundo, vi con la impavidez de una estúpida que mi marido reincidía en las disipaciones que hubieran de lanzarme definitivamente en la miseria. Vuelto junto á mí, y adquirido otro automóvil y dos caballos, en que inútilmente intentó que, como en París, le acompañase á pasear (sin duda, le componía en «buen tono» mi figura), partía con el suyo en busca de Bianca, y juntos tornaban muchas mañanas para cumplimentar, entre los renovados lujos del hotel, los «intelectuales» almuerzos ofrecidos con más fausto á los artistas, á los bohemios extranjeros, á los poetas, á los sabios.

Me forzaba á presenciarlos, con mi lúgubre mudez. Lo demás del tiempo pasábalo con Popó en la triste paz de mis estancias—en tanto que unas veces Guido desaparecía por varios días de Montsalvato, buscado desoladamente por la tita, y otras, prescindiendo también de mí y de mi dolor, ella lograba monopolizarle, y ambos tocaban el piano en el salón ó refugiábanse á leer en la profunda biblioteca.

Pero sobre la índole del afecto de los dos, y acerca de la condición de los comensales de los almuerzos, empecé á recibir acusaciones concluyentes. Anónimos, inicuos como cuanto me rodeaba en el ambiente de asfixiadora iniquidad, sin duda escritos por cualquiera de aquellos sabios y poetas que en la mesa me miraban con ansiosos disimulos. Delatándome los amores de Guido con las aparatosísimas artistas, ó llamándome «inocente y tonta», que ignoraba lo que toda Roma sabía de Guido y Bianca, públicos amantes desde largos años, me citaban á tal hora de tal noche y en tal sitio para sorprenderlos y «vengarnos» luego en la misma moneda de traición.

Leía estos anónimos, los rompía con igual sardónico desdén hacia sus autores que hacia las artistas y Bianca y Guido..., y solamente cuando otra directísima acusación llegó á herirme en otro santo sentimiento más vivo que los celos, me resolví á dejar mi indiferencia: una de las «artistas», en un almuerzo, bien porque á su desaprensión nada le importase ó porque desconociese el origen de lo que, regalo de Guido, lucía ante mis propios ojos, llevaba una pulsera de esmalte negro y de brillantes que había sido de mi madre.

A mi dura queja, cuando estuvimos solos, confirmada por la falta de la pulsera en el joyero, Guido trató cortés, primeramente, de hacerme pensar que estaría engañada, que habría perdido la mía y que pudiese otra parecérsele..., y, al fin, montando en cóleras de gran señor, como un bofetón ó un salivazo me echó por cara «la plebeyez mía tan ruin que le creyera en su misma casa, ladrón de baratijas despreciables...»

Me limité á guardar mejor mis reliquias de recuerdo, y llorando, llorando con Leopolda, volvimos largamente á meditar proyectos de separación que nunca maduró nuestra ignorancia de cómo ni á nombre de quién tendría Guido situado mi dinero. La idea de ser yo la que revolviese como una ladrona en sus papeles, ó de provocarle con tal objeto á una previa explicación, me repugnaba.

 

Un día apareció con un extranjero, «noble conspirador reclamado por la policía de su país», y á quien Guido bajo palabra de honor había prometido secreto amparo en nuestra casa. Era Jacobo Wanscka. Alto, tétrico, moreno, de negras barbas, de unos cuarenta y cinco años; hablaba poco y cifraba su distinción en rendir á cada instante profundas reverencias. Iba sin un cuarto y vestido desastrosamente, y tras de alojarle en una buena habitación, Guido le facilitó ropas suyas y le sentó á la mesa con nosotros. No sé de qué ni dónde le hubiera conocido; pero tanto él como Bianca, admiradores de lo artístico y genial dondequiera que lo hallasen, otorgáronle pronto un respeto de adoraciones al que, diciéndose químico eminente, inventor y ex profesor de ampliación de estudios sociales en Budapest, no era quizá sino un profesional de la aventura que, como cuantos viven al azar, sabía un poco de todo, y mal que bien había ejercido distinta profesión en cada parte. Así «por sus ideas liberadoras forzado perpetuamente al destierro y al incógnito, había tenido que ser maestro de lenguas en Rusia, barítono de ópera en Hong-Kong y maestro de equitación y de esgrima en Río Janeiro».

No sólo Bianca y Guido se extasiaban oyéndole hablar sentenciosamente de filosofía y de sus viajes por el mundo, sino hasta dijérase que copiaban la seca majestad de su voz y de sus gestos. Especie de rey gitano caído en la desgracia, «que soportaba dignamente».

Tan dignamente—en opinión de Guido—que éste discurrió dignificarle la estancia en Montsalvato con un sueldo, á pretexto de que me perfeccionase á mí en la equitación y me instruyese en arte y filosofía. «No se le podía dar á aquel hombre dinero para sus necesidades como á un mendigo; yo, por otra parte, estaría harto necesitada de completar mi social educación». De nada sirvieron mis protestas. Y como la desocupada vida de la tita y el sobrino apasionábase por todo lo mentecato, Bianca llevó otros dos potros de sus cuadras, y los cuatro comenzamos una serie de paseos campestres en que, al menos, se le respetó á mi luto la voluntad de no exhibirme en Roma. Por las mañanas, pues, á caballo; por las tardes, una hora de lección de estética, á la que también concurrían atentísimos los dos—y que me hizo pensar si, con disculpa mía, la hubiesen dispuesto realmente para ellos.

Sólo que incapaces de cualquier orden, de cualquier esfuerzo sostenido, antes de concluír una semana me abandonaron al extraño profesor. Claro está que yo asimismo le abandoné á él, y que quedaron interrumpidas las lecciones. No le vi por unos días más que en la mesa, donde hice concurrir á Ana Leopolda. Guido volvió. Se enteró. Se incomodó mucho. Contra las razones que le aduje sobre mi poca gana de paseos, y, principalmente, sola por los campos con un desconocido, contestó «que aquel desconocido tenía cien veces más decoro que yo misma»; que «aquel desconocido hallábase al amparo del honor del dueño de ella en nuestra casa», y «que aquel desconocido, además, un hidalgo en el fondo, en la apariencia era un maestro de equitación, un serviciario, una suerte de lacayo con el cual cualquiera dama que supiese serlo no tendría en hacerse acompañar á caballo más reparo que si lleváselo en el pescante de su coche»... A título de ejemplo «de buen tono», para vencer «mis vulgares suspicacias», me recordó las jóvenes elegantes amazonas que habíamos visto en el bosque de Bolonia acompañadas por un groom; y, en suma, no saldría á caballo, ya que no tenía yo gana de salir; pero, dispuesto á que no le dejase en ridículo, exigíame la continuación de las lecciones literarias, aunque no estuviese él, sin la onerosa vigilancia de Popó en la sala ni en la mesa.

¡Ah, bien! Era Wanscka un hombre «con cien veces más decoro que yo misma». Las lecciones siguieron. Perspicaz el profesor para saber más del mundo que no de artes ni de letras, y pronto habiendo podido hacerse cargo de la desairada situación mía (en modo alguno necesitada de grandes perspicacias) con respecto á Bianca y muchas más, sus lecciones consistieron en lecturas y torpes glosas de novelas y de libros, como Afrodita, como El Satiricón, como otros de la biblioteca frívola de Guido, de los que, luego de hacerme oír pasajes escabrosos ó francamente indecorosos, tomaba pie para filosofar de grosero modo acerca de las «licencias de la antigua Grecia»; cuando al verme cerrar los ojos de asco y de dolor pensaba el miserable que mi emoción érale propicia, iba poco á poco acercándoseme, acercándoseme, acosándome—hasta que yo me levantaba y me marchaba gravemente.

No podía quejarme á mi marido. Indelicado y tosco el brutal aventurero para intentar siquiera «mi conquista» de otro modo, yo me resignaba á volver, á escucharle con desprecio y en silencio, á insinuarle alguna vez la conveniencia de cambiarle el giro á sus palabras y á encerrarme á llave por las noches. Todo menos delatarle su conducta á Guido, que hubiésela achacado á recelos de «mis vulgares suspicacias», ó tal vez, antes aun que dudar del «hombre de decoros», á provocaciones ó abandonos de la que sólo fiara en su virtud con guardas de presencia.

 

Quince días después, parecidos á quince siglos, había cambiado mucho el aspecto de las cosas. Cuando Bianca y Guido no estaban con nosotros, Jacobo Wanscka vagaba siniestramente por la casa, como un tigre. Dos noches seguidas le había sentido llegar á la cerrada puerta de mi habitación, y la segunda se atrevió á llamar. No me dí por entendida. Sin embargo, á la tarde siguiente, durante «la lección», comprendiendo por mi mayor desprecio que le hubiese oído, osó querer buscarme la disculpa en una dolida declaración de la «noble pasión que le mataba por la mártir á quien agraviaba todo el mundo»... Le interrumpí, indicándole que se debía marchar de Montsalvato; no hubo desde entonces más lecciones, y pérfidamente reducido él á la condición de un esclavo que me extremase los respetos, otra tarde fué á avisarme que Guido, en la biblioteca, me esperaba.

Creí que Wanscka hubiese resuelto partir, evitando así nuestra absurda situación, y que Guido me llamase para facilitarle cualquier cosa indispensable... Al ir á entrar en la biblioteca, sin ruido por la alfombra, desde la entreabertura de las cortinas del despacho vi á la tita Bianca sentada en un sofá, leyendo un libro, con una pierna alzada al respaldo de una silla de enfrente, que la desordenaba las ropas hasta el muslo, y al «sobrino» tendido de espaldas y con la cabeza en el regazo de ella... No quise turbarlos, ¿á qué?...; la indignación contra las canallas intenciones de Wanscka, principalmente, hízome alejarme, renunciando á una escena tan ingrata como inútil... Pero debía pasar de un repugnante asombro á otro, y Wanscka, que me espera en la sombra de un rincón, saltó á mí y me besó, aprisionada entre el hierro de sus brazos. Pude huirle, por último..., y le escupí.

Al poco rato sonaba bajo mi balcón el automóvil. Bianca y Guido iban á salir. Le llamé á él, y, despreocupada de su conducta ante la del otro miserable que afectábame aún más personal é inminentemente, mi primer ímpetu fué confesarle todo para que no pudiese vacilar; sino que temí embrollar la cuestión suscitando los enojos del que á su vez resultaría acusado y provocando un escándalo complejo por demás, en que todos estaríamos contra todos, y por simplificar, en mis vivas ansias de calma, opté por la prudencia.

—Guido—supliqué—; creo que no debe permanecer más tiempo tu amigo en nuestra casa.

—¿Por qué?

—Porque ni yo necesito sus lecciones, ni, faltando tú tanto tiempo de ella y siéndote fácil socorrerle en una fonda, es correcto que me obligues á su estrecha intimidad.

Le impacientaba la prisa por Bianca. La faz fulgurábale de ira.

—¿Cómo, en su estrecha intimidad?—hubo de decirme.

—El come y cena conmigo—traté de suavizar humildemente—; está solo conmigo por las tardes; anda á todas horas por todas partes á su antojo..., y, ya ves, Guido, los criados, las gentes, tratándose de un hombre que no es de la familia y á quien apenas conocemos, acabarían pensando mal.

Nos hallábamos de pie, lejos el uno del otro; yo con la mirada en el suelo; mi marido cerca de la puerta, trémulo de rabia, crispados los puños. Se me acercó.

—Mira, Cesárea; porque tú ames la vida de ignorancia y soledad idiota, que me ha apartado de ti, ó... por lo que sea, te propones estorbar todos mis proyectos: un día me llamas ladrón y obligas á que no pueda volver una dama á nuestra mesa; otro, me inculpas de abandono, pretendes señalarme líneas de conducta y quieres expulsar á quien yo he acogido bajo el honor de mi palabra... Y esto no puede ser; y esto puede ser menos, todavía, cuando en nombre de una virtud más que sospechosa, á fuerza de miedo y terquedad, me amenazas con el temor de que en opinión de las gentes peligre mi respetabilidad porque alojo en mi casa á un caballero.

Le ahogaba la soberbia. Viendo que no lograría convencerle de otro modo, fuí á descubrirle el proceder de Wanscka, en lo referente á mí, cuando menos—y no me dió lugar.

—Pues bien—continuó—; no lo olvides nunca: de la mujer del conde de Montsalvato, ni los criados ni nadie por nada del mundo debe poder sospechar eso que dices..., ¡ni tú misma, aun siendo la villana estúpida que eres!...

Me descargó un tremendo bofetón que me hizo caer vacilante en la otomana, y partió.

Y apenas rodó en el jardín el automóvil, entró Wanscka.

Yo no estaba llorando. Tendida como una mujer de hielo, únicamente tenía la mano en el dolor del ultraje de mi cara y los ojos secamente abiertos.

En otras ocasiones parecidas, aunque no tan inicuamente brutales, mi desesperación, resuelta en lágrimas, me había dejado fuerzas para irme á buscar á Popó ó á rezar ante la Virgen; pero en aquélla quedé desamparada del mundo y de los cielos..., y miré á Wanscka con el infernal rencor impávido de la inmediata venganza que al frío de fuego de mi ser le brindaba su misma repulsión...

Se me acercaba, y no le rechacé. Se inclinó á besarme, y bajo su contacto duro y huesoso de diablo cerráronse mis ojos y sonreía mi boca de maldita. Sin una palabra suya, sin una palabra mía, en la plena insensibilidad de mi indecencia, era ya su poseída de mármol cuando el automóvil no habría corrido cien metros fuera de las verjas...

 

Hecho lo hecho.

Hecho lo que ya no me era posible deshacer cuando recobré la sensación de la conciencia.

Lloré mucho.

Mi locura no me había permitido pensar que, desde las tiranías de un insensato, atada de pies y manos iba á parar, además, á la servidumbre de un bandido.

Le confesé mi vergüenza á Popó, y las dos lloramos juntas. En vano habría intentado negarme á Wanscka nuevamente. Dueño de mi terror, quedaba dueño de mi asustada voluntad y dueño de la casa. Lejos de guardar reservas, como no fuese respecto á Bianca y mi marido, dejó traslucir nuestra situación á los criados por el descaro con que á cualquier hora entraba en mis habitaciones á instalarse junto á mí, y á las gentes de fuera haciéndome pasear á caballo y sola con él por todas partes. Esta sumisa y triste obediencia mía para el profesor de equitación y de estética, encantaba á Guido, que poníala en cuentas de la eficacia del bofetón, á no dudar. Y tanto le agradaba verme, al fin, dulce y complaciente con él, con Wanscka, con la «tita» Bianca, con las actrices y poetas y periodistas de los almuerzos (ante las miradas de los cuales los ojos del tétrico Jacobo ejercían delatoras vigilancias de dominio sobre mí), que él propio tornó á desearle mi cuerpo á sus desenfrenadas caricias ciertas noches—aquellas de las series de tres ó cuatro días que recluíanle en Montsalvato, á reponerse, la extenuación de sus orgías por Roma en ausencias de semanas.

 

A los dos meses de semejante vida, Wanscka resolvió, sin dejar, claro, mis «lecciones», y pretextándole á Guido que había encontrado otras que le empezaban á permitir la independencia, trasladarse á residir en Marino, pequeño pueblo á un kilómetro en la carretera del hotel. Ni á mí se tomó el trabajo de fingirme otro motivo cualquiera de tal resolución. Amo despótico siempre, convencido de que yo, á pesar de todo, le aborrecía, me hablaba poco, me saqueaba de cuanto dinero podía entregarle, rufianescamente renegado de que, «siendo mío, la usurpación de Guido me impidiese mayor prodigalidad», y sabía que para nada podría contar jamás conmigo á no ser por el espanto. La idea de suprimir á Guido de juntó á la pusilánime á quien por el solo secreto de su honra de mujer hubiese impunemente de explotar á plena libertad, debió de sugerirle el crimen; y el objeto de aquella previa é inexplicable separación, no era otro—según revelaron pronto los sucesos—que prepararse una coartada.

Una enfermedad del desdichado Guido precipitó la ocasión. Vuelto un día desde sus crápulas con una hemiplejía que le paralizaba el lado izquierdo, bajo la asistencia médica y sus propias cobardes aprensiones quedó recluído en Montsalvato. Bianca y yo le asistíamos; su madre y sus hermanas iban á verle con frecuencia; y Wanscka, solícito, vigilaba sus medicamentos y le formaba la tertulia hasta última hora de la noche. Habituado á los narcóticos, no lograba conciliar el sueño más que con inyecciones de morfina; y como él no podía valerse, Wanscka se las ponía también, antes de partir. En la noche terrible, sólo me extrañó un poco la atenta lentitud con que detrás del enfermo apercibía Wanscka la inyección, y el afán que mostró de hacer constar ante los criados su salida de la casa..., de la cual, por lo demás, él hallábase provisto de llaves para llegar furtivamente junto á mí.

 

La alcoba de mi marido hallábase apartada de la mía por el cuarto de baño. Serían las tres de la madrugada. Me despertó un lúgubre quejido y un rumor sordo de lucha. Salté de la cama, acudí al dormitorio de Guido... (¡me horroriza la evocación!), y vi á Wanscka aferrado á su garganta...; sorprendido y vuelto á mí, ya sus manos no soltaban más que el cuerpo de un cadáver con la cara descompuesta.

Quedé petrificada. No podría ahora ordenar siquiera mis recuerdos. Sólo sé que, sin acción para gritar, creyendo que el asesino no se habría procurado como amante las llaves de la casa más que para poder así matarnos y robarnos, un azorado terror me postró de rodillas implorándole piedad.

Y de sus palabras, secas, feroces, en tanto me agarrotaba una muñeca, dirigidas á no sé qué bárbaros reproches de imprudencia por haber ido á presenciar «lo que nadie debería haber sabido nunca», sólo también recuerdo éstas, que, luego de haberme arrastrado al cuarto de baño, aclaráronme con no menos espanto la horrorosa situación:

—Tú no has visto lo que has visto. El conde ha muerto de un ataque. Si cuando amanezca, en vez de llamar serena á los criados y en seguida al médico para que lo certifique así, me delataras, tú, mi querida... hubieras de ser la que conmigo, y por librarnos de él, le habrías asesinado.

Iba tal vez á romper de un alarido el mudo nuevo horror de lo que oía, y me tapó la boca:

—Si gritas—dijo—, los que acudan certificarán desde luego, encontrándonos aquí, que fuimos los dos los asesinos.

Demasiado complejas, demasiado terribles emociones. Medio caída en el suelo, mi estupor se recogió en el pánico de temblores que me hacía castañetear los clientes. Wanscka volvió al dormitorio á comprobar que el muerto estaba muerto; tornó para instruirme en la macabra comedia que yo debería representar, y se marchó por el sigilo de la casa.

El miedo me llevó corriendo al cuarto de Leopolda. La conté lo que pasaba, entre ahogos y sollozos, y tras no sé cuánto tiempo de congoja impúsosenos la urgencia de alguna decisión. ¿Habría salido, efectivamente, Wanscka? Como por la noche se escondió ó volvió para vigilar los efectos del veneno, habría podido esconderse para espiar mis obediencias... ¡Oh! Nuestras pobres confusiones impedíannos discernir nada de nada, y no habían sabido hacer más que encerrarnos á llaves y cerrojos... El cadáver allá, con sus ojos abiertos, en un rincón del hotel..., el asesino quizá en otro, todavía, dispuesto á asegurar el secreto de su crimen por nuestro silencio de esclavas ó por nuestro silencio de la muerte..., y yo, de todos modos, aunque á voces demandásemos socorro contra él, por él ante un Tribunal acusada de complicidad y llena de ignominia; á él ligada por una irreparable ligereza; sola en el mundo entre los odios de la familia de Guido, y abandonada á una pública opinión que volveríaseme también adversa al trascender á ella lo que de mi adulterio era sospechado por muchas gentes de Roma y de Montsalvato.

Dos infelices cobardes, en suma; dos inexpertas mujeres acorraladas en un ambiente enemigo, y que con la prisa de resolverse á algo en medio del horror y de la maldad, resolviéronse (sin otra guía que el instinto, acertado ó torpe en su angustia—lo ignoro todavía) á lo que, dentro de lo siniestro siempre, era, cuando menos, lo más fácil.

Y no me abandonaron ni hacia el martirio sombrío del crimen las abnegaciones de aquella sirviente fiel, á quien ya mi ceguedad había envuelto tanto en mis vergüenzas.

A partir de aquí, la premisa divulgó abrumadoramente los detalles.

Las señales de violencia encontradas por los médicos. La autopsia.

La busca del hábil criminal, que entró y partió de la casa sin dejar rastros.

Mi dolorosa postración, que no tenía que exagerarse para merecer respetos compasivos.

Salvo la contrariedad de no haber podido pasar como muerte natural la de la víctima, las cosas parecían marchar bien en los planes del bandido. Iba transcurriendo la segunda semana. Mi íntimo y nuevo horror más grande, mi idea, predominantemente fija, consistía en la repugnancia de tener que volver á entregarme á él; y tan cierta estaba de que él no hubiese de lograrlo, de que yo me moriría antes que ceder, que segura también, por otra parte, de que el fatídico ladrón deseaba, más que mi cuerpo, mi dinero, invertía los reposos que empezaban á rodearme en revisar los papeles de Guido, viendo la manera de poder ofrecerle á Wanscka, de una vez y cuanto antes, una fuerte suma, á condición de su partida. Por lo pronto, íbame librando de aquella mortal repugnancia la inquietud que le mantuvo alejado del hotel. No iba á verme sino en breves y raras visitas delante de las gentes—porque, tarde, pretendía despistar de nuestras relaciones á la policía, que vigilaba.

Cuando un periódico deslizó las primeras sospechas sobre Wanscka, insinuando «como pista digna de seguirse» mi intimidad con él—me vi perdida. Fué Wanscka á vernos y nos conminó á la fuga, sin otra dilación que un perentorio plazo para «reunir de mi capital lo más posible». Iba á ser un salto desde la ignominia á otro vacío abismo de ignominia; tuvimos que someternos: aparte las amenazas del criminal, pesaba ya en mí y en Leopolda la efectiva responsabilidad del encubrimiento.

Gracias á que él, sin delatarse, no podía personalmente emprender la negociación de mi dinero. Esto nos salvó; porque al tercer día, cuando aún faltaba otro para que lo retirásemos de un Banco, tuvimos la desgracia y la suerte, á un tiempo, de que Wanscka escapase con toda rapidez. Era que los periódicos arreciaban contra él, y que al regresar una tarde había visto rodeada de polizontes su casa de Marino. Desde la estación, con un mandadero nos envió una carta avisándonos que «nos esperaría en Trieste»; y para asegurar nuestra sumisión añadía que, si no fuésemos, ya él en salvo, le escribiría al juez participándole «que yo, su amante, había matado al conde».

No volvimos á verle. A las veinticuatro horas nuestra huída también se realizaba; pero antes aún que de Roma y del rigor de la justicia, huíamos de él y de mis públicos bochornos...; huían, dos desdichadas inocentes, de aquella funesta condesa de Montsalvato que yo había sido, y cuyo recuerdo querían por siempre borrar de su memoria como una pesadilla del infierno.

Nápoles. Marsella. Lyon. Unos trajes humildes; unos viejos documentos de Ana Leopolda (Popó, breve, y nada más, para los jueces y las gentes que dejábamos atrás), por engaño de los cuales yo debería pasar como su hija Rocío, de quince años..., y á Barcelona después, vestida de niña y pintada de rubio ángel la que, por suerte, según parece, no había perdido su aspecto infantil ni á través del calvario de lo horrible y de lo inmundo.

Ultimamente, el mar, el buque..., en donde estaba por el Destino escrito que yo hubiese de encontrar, con el amparo de respetabilidades santas que acabaron de alejar de sobre mí toda sospecha, el dilema de la redención siquiera de mi alma en un convento, ó el de la purificación de mi vida en las noblezas del Amor.

Alvaro: si tu piedad no pudiese seguir amando á tu plena enamorada amante de una noche, después de haber leído ésto, perdóname y déjame que mi alma pueda creer que Dios quiere perdonar y acoger en sus asilos á la que quiso siquiera una vez estar entre unos brazos de amor santificada.»

TERCERA PARTE

I

Buenos Aires. Madrid. Roma. Nueva York.

¡Qué lejos de vuestra confusión, de vuestro vértigo! ¡Qué lejos de vuestro lujo, de vuestra farsa, de vuestros crímenes!

¡Qué lejos!

Hundidos en las frondas, bajo la paz de los inmensos cielos, nuestra emoción es la de un apartamiento del mundo feroz de los privilegios y las castas, como si á través del planeta hubiésemos venido á dar en una selva de idílicos salvajes. Bendecimos á la España singular que en sus abruptos rincones pudo reservarnos estos campos de hermosura, no heridos jamás por el silbar de un tren, y estas gentes primitivas de zamarra y de bondad, con cuyos tormentos resignados nuestras compasiones se confunden.

Para llegar aquí tuvimos que salvar tantas cordilleras y jarales de lobos y abismos de torrentes y de pinos y de rocas, que Rocío y Leopolda comprendieron bien que veníamos á un perdido remanso de la vida, adonde las gentes de Madrid no osarían aventurarse sino en una excursión heroica como al centro de África ó al Polo. Y esto, con respecto á Laura, «mi mujer»..., fué la última tranquilidad para la amada amante que ya en el coche estrechaba también contra su seno al hijo de los dos.

La niña del mar, la novia del Majestic, la esposa de mi amor, desde el primer abrazo florecido en sus entrañas, y que, hasta la muerte unida á mí, venía de esperar en Berlín medio año el nacimiento de nuestro hijo; la amiga espiritualísima que nunca á mi desdén de las riquezas habíale oído hablar de mis riquezas..., hubo de asombrarse al saberme dueño de una finca de millones. Asombro de la ávida de espacios que hallábale el de muchas leguas á nuestra reclusión de libertad, y de la pródiga que desde la piedad de ambos vió mucho bien que compartir con infelices.

Hace un año. El silvestre edén que en otros del pasado le apercibí á la insensata que no llegó ni á visitarlo, ha sido y es para el ángel que conoce todas las ternuras porque sufrió toda la infamia. Dijérase que el huracán de lo horrible nos lanzó á estos bosques, y que sus senos de verdor nos han tragado para siempre.

Rocío parece una hechizada. Vive en perennes embelesos, tal que si el cielo y la tierra hubiéranse juntado en un limbo de inocencias donde cobran igual solemnidad sus sonrisas á una flor y los éxtasis divinos de su alma. La Naturaleza nos infiltra de castidades de tomillo y de Universo, arrancándole letanías de veneración á nuestra enorme gratitud. Dejados los templos de pudor que los hombres alzan para incensar á Dios, y ser buenos con Dios dentro de sus muros y perversos entre ellos solos al salir, hemos pasado al templo del espacio en que todo es templo de la vida y en que Dios nos mira á cada instante desde el sol, desde cada rosa, desde cada estrella, desde cada beso de luz de amor á nuestro hijo y desde cada beso de lumbre de amor á nuestro amor.

Subimos algunas tardes á las sierras, y cuando la claridad crepuscular muérese temblando por los valles al son de las esquilas de las cabras, una unción de caridad, que llega en su fervor casi al tormento, nos hace hablar de la insensatez de las ciudades, de la incomprensible torpeza de las gentes que, entre tantos odios suyos y lujurias y envidias y lujos y ambiciones, ignoran que el mayor deleite del vivir está en la honrada hambre y el honrado sueño que á nosotros nos aguarda tras los días inmensos de gozo y de trabajo, que la única gloria de la tierra es el amor y que no hay adorno para la frente de la amada como una diadema de amapolas.

 

En su despacho ha puesto Rocío, bajo una imagen de la Virgen, retratos de su madre y de su padre, ampliados por mí, junto al suyo y el mío y el de nuestro hijo y el de la buenísima Leopolda; y allí, como en un salto de las purezas de su hogar de Veracruz á las purezas de estas calmas, como en un olvido de haber sido la condesa de Montsalvato (olvido que la respeto sin recordárselo jamás), ella misma no sabría cuándo le reza á sus consagraciones juntas en oraciones de oración y cuándo en oraciones de trabajo. Si llego y la interrumpo y la doy un beso, la delicia de su sonrisa y de sus ojos se lo ofrecen á su madre.

«Mi madre me enseñó. Mi padre me enseñó»—díceme, ansiosa de mezclarle á mi amor los nombres de los que ya no existen, siempre que tengo que admirar la perfección con que lleva la contabilidad comercial en libros y en carpetas. Y cuando, también menajera excelente, dentro de un orden que la deja tiempo para todo, prepara junto á la cocinera platos y helados y dulces exquisitos que luego devoramos con Leopolda, vuelve á repetirle á mis sorpresas:—«¡Ah, sí, mi madre me enseñó. Leopolda me enseñó.»—Besa á Leopolda; paga mis felicitaciones de besos besándome delante de ella locamente, y mientras Leopolda sonríe nuestra dicha, yo recuerdo que Rocío se sabe amada con pureza tal que no se inquieta de que algunas mañanas entre Leopolda á nuestro cuarto á despertarnos y la vea salir del lecho al baño completamente desnuda de su sueño junto á mí.

Igual que funde á nuestra vida viva la memoria de cariños suyos sublimados por la muerte, funde sus fervores de cristiana á sus cultos de pagana en un mismo sentimiento. Por eso se ha acostumbrado á dormir desnuda, á andar divinamente impúdica de candor y de inocencia por la intimidad de nuestras estancias, y lo mismo si llora el niño salta del baño hacia la cuna de la contigua alcoba para darle de mamar, envuelta apenas por el ropón de felpa, que desnuda, arrancada de las guirnaldas de mis besos, se arrodilla en sus saludos matinales á la Virgen.

«Venus idealizada por el místico resplandor de la Concepción»—díjela una vez al encontrarla así, recordándola mi ensueño; y me repuso:—«Sí, tienes razón. A la que nos ve, es preciso que yo la diga que sé que sabe que puede verme inmaculada por la Vida entre tus brazos».—Ora, pues, ella, cuando reza, cuando rinde el corazón al recuerdo de sus padres, cuando dedica al trabajo el pensamiento y hasta cuando ama con el alma de su carne encendida en el placer: y esto último no se lo entendería más que como pecado el cura á quien óyele la misa los domingos y con quien nunca se confiesa.

¡Bella y delicadísima salvaje ganada plena por la Vida, al fin, en la rebeldía á toda traba torpe!... Viene de tanta esclavitud, que hállase encantada de poder amarlo todo confiadamente desde mí—según quería su madre; y como sus galas de muñeca están guardadas no sé dónde, sus etiquetas y falsas cortesías, alambres que forzábanla á moverse, están contados de su ser. Otras que las de bajar cancillerescamente una escalera y manejar á la moda el tenedor, las difíciles cortesías de nuestras almas. Somos del bosque, de las praderas, del jaral, como las perdices y las ciervas. Nuestros rostros se curten al dorado fuego de los vientos. Así mordemos las naranjas que rebosan su zumo en nuestros labios; así la miel nos sabe á miel y la comemos en moreno pan, á leche la leche que en las majadas bebemos en los cuernos y la vida á vida pura.

Una rabia por deshacer lo artificioso, hundiéndonos en la rusticidad de lo sencillo. Nos gusta correr, reír, tirar tiros, aspirar el olor de los establos, tendernos en la yerba. A las esencias de los pomos de cristal, preferimos la esencia de los juncos. Se sienta Rocío conmigo al pie de la ribera, en un tronco, á escuchar, con más devoción que los de Wagner, los conciertos de las ranas—porque son la música de Dios—, y cuando en el selvático antojo de sudar y de rendirnos, sin miedo al sol y espantando los lagartos, escalamos las montañas, es néctar al que se dobla de bruces nuestra sed el agua que entre helechos vierte la poceta de algún cancho á la sombra de los robles.

Solemos encontrar á un cabrero que no ha querido abandonar su chozo de los riscos, y que llámala de , y la place á Rocío reír y conversar con él perdidamente. Es tan viejo, que apenas ya puede trepar tras las cabras. El se corta las correas para sus vestimentas de pellica y se fabrica abarcas y calcetas. Nunca salió de estos contornos, ni de su edad tiene otra idea que la de haber nacido cuando «hubo un cólera muy grande».

—Pero, tío Nieves, ¿no sabe usted qué hora es, ni el año en que estamos, ni si es martes ó lunes?

—¿Pa qué, niña, cuidiaos? ¿L’has visto tú al perro relor ni candalarios, por una casual?... ¡Pus no tengo que dir á levantarlo si viene el lobo ó husma á mano qué come!...

Dichoso como el perro, recio también más que el perro, explícanos la filosofía de su existir, encerrada en pocas normas: si tiene gana, come; si tiene sueño, se tumba; cuando sale el sol, es «qu’amanece», y si siente frío échase encima la manta y será que «s’acabao la buena temporá».

Le dejamos, pensando que sobre las peñas y bajo el cielo azul dejamos una felicidad que forjó la Naturaleza, y al llegar á nuestro chalet y encontrar periódicos y revistas de Madrid, que no leemos, pero cuyos grabados nos distraen unos instantes, los lujos cortesanos de algún salón con sus hombres de frac y sus damas escotadas nos parecen un absurdo. Tan lejos de la barbarie se han ido para llegar á otra barbarie de plumas y de joyas, en busca de la felicidad, que ya no sabrían ni comprender la del cabrero.

Tal vez el término justo no consistiese en más que quitarle al uno las roñas del cuerpo y de la cara, obligándole á bañarse en agua y pensamiento, y á los otros las del alma, obligándoles á bañarse en sencillez y en inocencia.

Rocío cierra compasiva el periódico, y su compasión de ángel á las vidas y á las cosas háceme seguirla á un establo, convertido para un pobre becerrillo en hospital. Se despeñó, se rompió una pata y le curamos: yo sujeto al rebelde por el cuello; ella le lava y le aplica el algodón; pero á veces se debate, salta, lucha y acaba por tirarnos al lecho húmedo de paja... ¡No importa! Reimos, sacudiéndonos. Rocío dice que pronto podrá vencerme el pulso y cargarse un costal de trigo, como los gañanes.

Un día la sorprendí entregándole cincuenta pesetas á una forastera que vino á pedirlas, llorando, como ya otras de su aldea y de otras circundantes, para ir á que operasen á una hija suya en la ciudad; al verme la caritativa, se avergonzó, tal vez porque sabe que yo hubiese dado el doble... Y este es el ángel, ruboroso de su piedad misma, de quien la infamia social pudo hacer la querida miserable que en Roma, á escondidas del esposo, le entregaba dinero á un asesino.

Madrid. Roma. Nueva York.

¡Oh, sí!

¡Qué lejos estamos de vuestro vértigo, de vuestra crueldad, de vuestros crímenes!

La Naturaleza es nuestro templo abierto de Dios y de la vida.

La Naturaleza nos infiltra de santidades de romero y de Universo, arrancándole letanías de adoración á nuestra enorme gratitud. Porque la Naturaleza es toda ella bondad, toda ella belleza, toda ella candor; porque la Naturaleza es la única religión de altísima moral capaz de condenar con sus dulzuras el extravío de crueldad de los humanos.

II

Nuestro chalet, blanco, de tejados de pizarra, de anchos ventanales, que al salir y al ponerse incendia el sol, de aleros y terrazas y palos verdes, se alza en la colina entre los de las familias que comparten nuestros gozos: la del cura que toca el esquilón de la ermita los días de fiesta y trabaja también en otras cosas y caza los demás; la del médico, que vigila la higiene y la salud de la colonia; la del administrador, hoy convertido en mi ayudante; la de un mecánico belga, viudo, que va aprendiendo el español, cuyas dos bellas hijas ayudan á Rocío en la contabilidad, y que cuida de las máquinas; la del capataz de cultivos; las de tres jefes de talleres; las de la maestra y del maestro de escuela que educan á los setenta niños de los guardas y operarios y pastores repartidos por la dehesa.

Sigue en amplias alas á esta instalación la de la granja y almacenes, y en el anfiteatro de montañas ábrese frente á nosotros, cortado por el Guadalmina, un valle de vegetación de paraíso. Yerguen las encinas sus troncos sobre la yerbosa pradera donde crecen con un orden de jardín los macizos de peonías, de espinos y laureles—floridos refugios de conejos; cantan las tórtolas y los mirlos, volando desde el ramaje á los aéreos velos que tejen por la perfumada frescura las madreselvas y las zarzas, y las yeguas pastan fraternalmente perezosas junto á las vacas y los mansos toros que se rascan en las peñas, y que ya no asustan á Rocío cuando por la siesta corren como fieras hacia el río buscando algún remanso que los libre de la mosca y del calor.

—¡Oh! ¡Qué bien..., si pudiéramos bañarnos y jugar á que nos pasasen sobre el lomo á la otra orilla!

Niña de timidez de alma y de bravura singular que ama con igual delicadeza lo infinitamente suave y lo violento, que gusta de jugar con las rosas, con los niños y los toros. Para adornar la mesa suele cortar haces de flores en el paraíso del valle que las brinda en todo tiempo, y muchas veces la veo volver dándole avena y rascándole el testuz á un novillo negro que la sigue con una carga en las costillas.

Es el que curamos hace meses. Se llama Careto. Acude así que gritamos su nombre en mitad del encinar.

Recorremos la dehesa á caballo. Las majadas, donde nos ladran los mastines; vemos los carneros de razas gigantescas y hablamos con los pastores, que escuchan mis consejos. Sus chozas han sido sustituídas por cómodas viviendas de cuatro ó cinco habitaciones, y ellos y sus familias respiran bienestar. Más adelante, los cerdos, que reúnense á la voz del mayoral con ruidosas algazaras que se le antojan á Rocío «manifestaciones de estudiantes». Alejándonos siempre, inspeccionamos los campos de regadío en que ya hemos transformado 670 hectáreas de la vega, aumentando un 500 por 100 la producción de cereales y tréboles y alfalfa. En tablares nuevos ensayo con abonos nuevos la remolacha de forraje. Guarda un almacén los instrumentos de labor, y sobre el pavés de los prados tienen también sus limpios albergues los gañanes y el encargado de los canales y la bomba.

Para visitar los olivares y viñedos, el alcornocal y los pinares donde se desmochan ó se cortan árboles de siglos, salvamos las montañas..., siempre salpicadas de las casitas nuevas que les permiten á estas gentes vivir con dignidad. Hemos procurado instalar cerca de nosotros, cerca de la escuela, á los que tienen niños, y los guardas vigilan, más que los hurtos de la leña, la seguridad de los muchachos. En todas partes nos obsequian, sentándonos bajo los emparrados, mostrándonos su cariñosa gratitud. Subidos á cuatro pesetas diarias los jornales, incluso de los pastores, que antes percibían once duros al año y un poco de aceite y sal cada semana..., al tipo de costo, además, y á todo el mundo, se le facilita pan y carne en el horno y el matadero de la finca, otros productos de primera necesidad en la especie de economato que rige el cura, y tierras para su propiedad en rañas extensísimas, adquiridas por nosotros alrededor de La Joyosa á bajo precio, y que ellos, cuando pueden, descuajan con bueyes y vertederas que gratuitamente se les ceden. Así, futuros propietarios, atendidos sin dispendio en los servicios de médico y de escuela y con leve gasto en sus necesidades cotidianas, ahorran, se hacen limpios, están alegres y hacia nosotros rebosan de bondad sus corazones.

Pero la satisfacción se nos turba ante el dolor de otras gentes que al regreso vamos encontrando. Son los trabajadores de las próximas aldeas. Caravanas de hambre y fatiga; hombres y mujeres, mozas como viejas, que vienen de matarse por un ínfimo jornal. Nuestro paraíso está rodeado, pues, está el mismo cruzado por espectros del tormento...; y no podemos traer á tanto desdichado con nosotros. Refrenamos los caballos. Nos cuentan sus horrores. Ganan dos reales; gastan más que en comer en impuestos y en botica, y siempre extenuados, siempre enfermos de la fiebre, el hospital, el lejano hospital de la provincia es, á un tiempo, su horror y su esperanza. Unos nos conocen, y ahorrándose con el encuentro la vergüenza de venir expresamente, nos piden para trasladar al hospital al hijo ó á la madre; otros no nos conocen, y espontáneamente les causamos el asombro de un puñado de pesetas por limosna.

Mas ¡oh! nos apena tener que dar de limosna lo que por derecho de su esfuerzo merecerían tantos infelices, tantos infelices como dejarían de serlo si un poco de inteligente actividad por todas partes les fuese cercenando los jarales á los lobos para dárselos á los hombres en tierras productivas, y Rocío y yo hemos intentado inútilmente reunir y convencer de aquella urgencia, en nuestra granja y nuestros campos, á los ricos—que ociosos en el Casino de sus pueblos se espantan el tedio á bostezos y á manotazos las moscas. Vienen algunos, sorpréndense de la lozanía de los sembrados, del tamaño de un carnero ó del brillo de las máquinas..., y afirmando que ésto necesita un capital y un espíritu de asociación que no existe en la comarca; que yo me arruinaré, que yo hago mal al acostumbrar á los gañanes á mimos y sueldos de marqueses; terminan con compasivo sonreír sin atreverse á expresar que les parecemos dos tontos de remate.

Bien. Rocío y yo esperamos que el ejemplo á la larga les decida. Pero mientras, ¡qué pena que siga el río perdiéndose hacia el mar, y que sigan las rañas llenas de lobos menos hambrientos que los hombres!

Tratando de olvidar en nuestro paraíso lo que no podemos remediar por nosotros propios, desde esas visitas, que solemos tener los domingos, nos vamos al tennis y al skaating á jugar y á patinar con las belgas, con la maestrita y los demás, llenándolo todo de risas y alegrías, ó desde aquellas excursiones y á la espera de la cena quedamos en la terraza, adonde las familias de los próximos chalets vienen á formarnos diarias y animadísimas tertulias. Unas veces, sobre la sensación de nuestra paz, generalizamos acerca de un porvenir aun más dichoso para el mundo, y surgen bizarras discusiones con el entusiasmo de Herman Ferac, el belga, que es socialista. Pronto, sin embargo, las corta el estruendo de las músicas y las canciones juveniles. Nuestra vida social se caracteriza por la cordialidad, por la llaneza. A lo mejor Rocío sepárase con las hijas de Ferac y la del maestro y del médico á oírles cuentos á una zagalilla, ó si nuestro hijo está despierto le cogen entre todas y le llevan en volandas. Hay en la reunión quienes cantan y quienes tañen diversos instrumentos, y no es difícil reunir orquestas de mandolinas y guitarras, á cuyo son van llegando al pie de la escalinata mozuelos y pastorcillas que forman bailes, como para no acabarse nunca, en la glorieta del jardín; Rocío, Mary y Emma Ferac y las otras jóvenes, entre el alboroto de castañuelas y almireces que refuerza la música, complácense en participar de sus jotas y fandangos. Pero lo que principalmente les atrae y les causa un encanto de estupor, es el gramófono, que hacemos sonar algunas noches, ó el cinematógrafo que se proyecta desde dentro del hotel á una pantalla. A nosotros nos divierte el remedo más ó menos fiel de la Paretto, de Anselmi, de Stracchiari, de los valses y las marchas de bandas célebres y la ilusión de exóticos paisajes y escenas..., y el rústico concurso no acierta á comprender que no hayamos escondido tras la bocina ó el telón todo un montón de cantantes y tambores y cornetas y de hombres y de cosas que se mueven. Tal que al teléfono y á la luz voltaica que ven fulgir encima de ellos «sin mecha y sin aceite», se acostumbran poco á poco el diabólico misterio de la vida sin la vida, de la música sin músicos.

A las diez, desfilan. Las veladas nos dejan en la infinita noche una serenidad inmensa de plástica ventura compartida dulcemente. Sin embargo, aun á este pequeño mundo de selección que nos rodea es lógico que le reste algo de su torpeza tradicional, y nuestros ojos tienen, compasivos, que cerrarse para fingir que no lo advierten. El administrador y su esposa, por ejemplo, mal hallados con haber perdido su altivo señorío en la finca, á pesar de nuestras generosidades, preferirían su antigua independencia; se le adivina á él la hostil pasividad ante no importa qué iniciativas mías, deseoso de un desastre que me volviese á alejar de aquí tornándole sus dominios, y ella, Matilde, una no fea aunque demasiado gorda morena de cuarenta años, muy metida en burguesa seriedad, aspira en todo instante nada menos que á rivalizar con Rocío en distinción é incluso en belleza y juventud.

¿Sabe que Rocío no es mi mujer, y funda en ello sus pretendidas superioridades de honesta?... No es de creerlo; ni para esta especie de lugareña emperatriz que se pinta, que no abandona sus empaques de porte y de corsé y los zapatos de charol, cuyo marido no vió nunca en Madrid á Laura, ni para ninguno de estos pueblos y estas tierras donde no estuvo Laura jamás. Sólo la discreción de mi hermana Elena, porque yo se lo escribí, conoce el secreto de mi dicha.—Aunque, por lo demás, que trascendiese ó no, nos fuese indiferente: aquí es nuestro amor ley divina por encima de las gentes y las cosas, igual que las brisas y las lluvias y el cielo azul y el perfume de las flores.

Manías inofensivas, al fin, de una pobre vanidad tanto más fácilmente halagable cuanto que nadie se preocupa de semejantes competencias. Es decir, un poco la hace el juego, y trata de emularla, la inquieta y pálida maestrita. Celosas ambas del afecto que la comunidad del trabajo en la oficina acrece entre Rocío y las belgas; celosas sobre todo de la delicadísima belleza de las tres y de su buena armonía con la modestia gentil de las demás de la colonia, ellas forman espiritual cantón aparte, no obstante el afán de Rocío por impedirlo.

Mary Ferac tiene diez y ocho años; Emma, quince. Rubias las dos como la estopa, poseen la misma ingenuidad de Rocío y coinciden en sus gestos de indómitas chiquillas lanzadas á la plena libertad. Almuerzan á menudo en nuestra mesa. Los lunes y los jueves van á una academia improvisada en un saloncito de la granja, donde yo les enseño Agricultura á mozuelos y mozuelas que estén siquiera versados en leer y en escribir; el cura, principios de Moral, Historia y Geografía; el médico, algo de Física y Química é Higiene; Ferac aplicaciones de las máquinas, y ellas, Mecanografía y Contabilidad y hasta Francés á algunos aplicados (plantel de futuros labradores que se sabrán regir y administrar...); y puesto que ellas terminan antes que yo, salen juntas á esperarme por el campo.

Unas tardes las encuentro descalzas, metidas en los arroyos con la falda á media pierna, cogiendo ranas y peces debajo de las piedras; Leopolda cuida de nuestro nene, y aun diríase que tiene que cuidar de las audaces que gritan al verse en trances apurados; desde lejos me guían sus risas y chillidos, y las ayudo á pescar, descalzándome también. Otras tardes es un tiroteo incesante el que me lleva á encontrarlas, y las descubro en la vega tumbando al vuelo abejarrucos. Adiéstranse en la escopeta; yo enseñé á Rocío, y la experta tiradora les transmite á Emma y Mary su pasión. Mary apunta mal; es tímida; al disparar cierra los ojos.

O avisadas por el fragor del tiroteo, ó porque salgan desde luego con nosotros, algunos de estos regocijos los comparten y presencian las demás de la colonia. Matilde y María Jesús, la maestrita, del brazo y en actitud de procesión, muy estiradas de pendientes y sortijas y corsés y vestidas lo mejor que pueden, forman la nota grave, que desde la dignidad de sus sonrisas parecen condenar las locas algazaras. Marchan, se pasean, se sientan solemnemente. A cada escopetazo vuelven la cabeza como damas educadísimas que por nada del mundo imitarían á las salvajes; y si Rocío y Mary y Emma desnúdanse los pies, acompañadas por las otras, lanzándose á los arroyos por las ranas, ellas dos se bajan más la falda á los zapatos—virtudes que moriríanse de rubor si yo las viese los tobillos.

Pero una tarde no fueron ranas ni arroyos la tentación de las salvajes hechiceras. Al lado allá del vado del río descubrieron un vergel de peonías granate, y osadas resolviéronse á arrasarlo; pronto dejadas en el adelfal las botas y las medias, aventuráronse por la panda corriente cuyos guijarros lastimábanlas los pies. Algunas de las que las seguían (y entre ellas María Jesús, no siempre libre de los contagios de alborozo), tuvieron que retroceder desde la mitad del vado, un poco hondo, y en donde el agua comba despeñábase violenta. Las aturdidas no hacían caso á las prudentes indicaciones de Herman, ni á las mías. Llegaron, fué aquello una embriaguez de coger flores á brazadas, y con ellas en triunfo volvió Rocío la primera. Desorientada Mary por el ancho pedregal, metióse en una profundidad que aumentaba á cada instante. Todos reíamos mirándola cómicamente parada en el aprieto; su padre entró á guiarla de la mano..., y hubo momentos en que ella, por no mojar las ropas, mostró la blanca desnudez de la pierna hasta más de la rodilla...

—¡Qué horror!—comentó junto á mí Matilde—. ¡Delante de usted, esa niña! ¡Qué poca vergüenza!

Hallábase tal vez más irritada por la defección de María Jesús, que aún continuaba gozosamente descalza por la arena, y me limité á corregir severo y dulce:

—No, Matilde..., diga usted «qué candor», más bien.

Y en esa tarde, detrás del triunfo de las flores que conducían en grandes ramos las bellas vidas de contento y de juventud, detrás de la torva Matilde aprisionada en los rígidos y ridículos prejuicios de sus lazos y sus joyas; yo, volviendo á la paz de amor de nuestras casas por el verde paraíso que endulza el ámbar rosa del crepúsculo, entre las yeguas, entre las vacas, entre los toros, bajo el vuelo pausado de las tórtolas y el trinar de ruiseñores y de mirlos, más que nunca fuí sintiendo en la conciencia la recta convicción de que al fin, sí sé por qué se debe ser bueno y limpio de corazón en mitad de la Naturaleza, que es infinitamente bondadosa, que es infinitamente noble é inocente, y que dándonos, en efecto, el candor de poder mirar en las mismas desnudas inocencias á las mujeres que á las aves, á las almas que á las rocas, reserva para quienes tuercen y torturan su religión y su misma vida con férreos torniquetes de artificio toda la perversión del dolor, de lo cruel, de la falta de piedad y de alegría, de lo negro, del pecado.

III

«Debiese haber pintores de albas»—le oí una vez á Rocío—. Y según puedo, torpemente, no mal del todo, sin embargo, á fuerza de paciencia, desde hace días me levanto con estrellas y voy fijando en un gran lienzo la impresión del amanecer primaveral en nuestro bello paraíso. Pero sale pronto el sol, la veo en el silencio de sueño de la casa aparecer blanca, eucarística como una imagen de altar que pudiese andar corriendo por su templo, y dejo los pinceles. En la misma terraza, sobre una mesita de flores, devoramos la manteca y el café. Acuden los tres gatos á subírsenos encima. Con ellos juegan Centella, un galgo, y Nínive, una setter. Poco á poco van sonando fuera los balidos de los rebaños, los cencerros de las vacas, de las yuntas. La vida se despierta alrededor.

Leopolda vigila á las criadas. Nosotros cogemos cestas, y cruzando el jardín, y seguidos por los gatos y los perros, le aportamos á la volatería su provisión. Rocío está ensayando una granja avícola, para instalar otra en regla, ya experimentada. Abre las alambradas, y capitaneadas por sus gallos van saliendo al centro del corral las Prat, las Guineas pintadas, las rubias Wiendot, las negras castellanas de roja cresta, las gigantescas Horpington. Un mar de vidas de pluma que nos acosan, que no nos dejan movernos, y al que llegan los voraces pavos, los patos, los gansos, más torpes y tardíos..., las palomas á densísimas bandadas, aposándosenos en los brazos y los hombros... Arrojándoles al fin todo el trigo, tenemos que huír del escándalo de cacareos y picotazos.

¡Oh, sí, nuestros pobres animales son felices! Su felicidad forja algo de la nuestra, como la lozanía, de las bien cuidadas flores. Estas pagan calladamente nuestro amor con sus aromas. Perdidos por los macizos, Rocío párase á regar; el sol pinta el iris en la lluvia de la manga; y yo la encuentro á veces tan idealmente bella contra los fondos de rosas á través de los policromas velos de cristal..., que abandonando mis podas corro por el veráscopo y en placas de color obtengo espléndidos retratos de la divina jardinera.

—¡Quieta! ¡Quieta!—la sorprendo.

Y me sonríe de gratitud de verme preocupado en cuanto es su adoración.

Guardo suyas más de mil fotografías. Prosigue su tarea, y á menudo el éxtasis me obliga á sentarme en un escondido banco á contemplarla. Tengo un amor, tengo el amor. No sabrían comprender lo que tal cosa significa aquellos para quienes el amor representa algo socialmente accesorio, como una esposa de hastío, frívolamente elegante como una linda querida, ó al revés, trágicamente brutal como las lujurias que asesinan ó la ciega pasión por la cual serían capaces de matar y de matarse. Mi amor es la clave de todas las grandezas y dulzuras de la vida, y él me impregna de la eternidad de la ventura capaz de desbordarse á todo en torno nuestro. ¡Ah, Rocío, dulce compañera amada, esposa-amante en perpetua luna de mieles de la gloria!... Tu belleza, tu talento, tu bondad, complementan la humana, vida que Dios quiso partir entre el hombre y la mujer á fin de que, sólo fundiéndose, pueda integrarse encendida en la luz de amor del Universo. En tu ingenuidad de niña salvada del dolor aprendieron los dolores míos á gozar, á reír, á adorar igual lo inmenso que lo nimio.

Hasta materialmente parece nuestro hogar una expansión de nuestro ser. Todo está calculado para la comodidad sencilla, en una armonía casi rústica, sin lujos ni abrumos de suntuosos muebles que sólo servirían para estorbarnos. Camas y lavabos y divanes rectos, claros, en los dormitorios, de gusto inglés; anchas mesas en el comedor y en los despachos, una biblioteca-salón de butacas y de amable chimenea para el invierno, que es casi cocina, y por el hall, por el billar, por mi galería fotográfica y por todas partes flores, luz, alegría de anchos ventanales abiertos hacia el campo.

Advierte al fin mi feliz contemplación la animosa jardinera, y, llamándome holgazán, me invita á llenar los cestitos de fresones. Otras veces se sienta conmigo y me besa. Charlamos, entonces. Y nuestras charlas, nuestra labor del jardín, en que continuaríamos perdidamente como en cualesquiera otras de nuestra dicha sin tiempo ni medida, interrúmpelas Leopolda al avisarnos que despierta nuestro hijo. Corremos, á ver quién lo saca de la cuna; llego antes; paséole victorioso sin querer soltarle, y enojada la mamá-niña nos castiga con besos á los dos. El goza luego en la bañera. Manoteando, nos salpica. Le sujetamos por un brazo cada uno: es un rollo de alabastro, de carne tan fina que se escapa como un pez. El último antojo de Rocío, antes de ir á su inteligente trabajo con las belgas, cífrase en vestir y adornar al pequeño Jaime, que tiene el nombre del padre de ella, y de ella la belleza de ojos claros. Nos lo disputamos tanto, que ya en estos besos, y hasta delante de Leopolda, le vamos pensando el nombre á otro..., á otra, que quiere la siempre apasionada.

—Será niña, ¿sabes?—me previene.

Nos riñe cómicamente púdica Leopolda, alarmada de oírnos, á besos, decir á toda hora que habremos de tener muchos chiquillos..., y yo salgo con una dichosísima sensación que aun más me dulcifica, pensando en las inmensas noches de amor de la amorosa, mis dulces trabajos de la granja.

Actualmente construímos un molino de harinas á vapor, porque no basta el del río, y ampliamos los hornos de pan, el matadero, el botiquín, al frente del cual hemos puesto á un farmacéutico, y la especie de cooperativa, que regenta el cura. Es que se extiende fuera de La Joyosa nuestra acción. No debíamos negar la ventaja de los bajos precios á los que, al saber nuestro esplendor, iban viniendo de los pueblos inmediatos á surtirse, y los sábados, en especial, fórmase una feria de gentes que se llevan incluso la carne y el pan para toda la semana.

 

Pero el trabajo, las cinco horas de trabajo aparte consagradas al ajeno bien tanto como al propio, el noble trabajo que tampoco al lado nuestro pesa en nadie abrumador, nos vuelve siempre, y vuelve á muchos de los demás, el gusto loco de las campestres expansiones.

Nos hemos hecho cazadores de perdiz. Desde que se acaba de comer, á prisa, porque tal manía llega á pasión en varios, empieza, al bello sol de las encinas, una extraña animación. El médico cruza el primero, con el reclamo á la espalda, en su jaca; á Rocío y á mí nos esperan los caballos y los mozos; en una mula roja el maestro, y en una yegua blanca el cura, se pierden hacia buenos sitios, que ellos presumen de conocer únicamente, y Mary y Emma, que han de unirse con nosotros á la puerta de su casa, preparan las pacíficas borricas de mantas, escopetas y trebejos.

—¡Hala!... ¡Aire!... ¡Emma, niña!... ¡Vamos!—grítala Rocío, impaciente, por un sport que halaga sus aficiones selváticas y su habilidad de tiradora.

Ni á mí me aguarda si tardo en ordenar cartuchos y correas. Monta y aléjase á esperarnos en mitad del encinar. Solemos encontrarla jugueteando desde el potro con Careto, el negro novillo, ya casi un toro, de rizada testuz y finas astas.

Solíamos encontrarla jugueteando con él, mejor dicho; porque una tarde el pobre Careto no acudió á las voces de su amiga. Le había tocado el turno de morir para abastecer á la colonia. No comimos carne aquella noche. Hubiésemos creído devorar algo de nosotros mismos, de nuestra piedad tendida al mísero animal, tan mimado y tan dichoso. «¡Cómo pensar que fuesen á matarle!»—«¡Claro, mujer, como á los otros! ¡Si al menos hubiésemos cuidado de avisar que le dejaran!»... Cómicamente afligidos, nos cruzaba el recelo ingenuo de estar siendo, en mitad de la Naturaleza bondadosa, unos bárbaros hipócritas que criasen á las bestias con cariño sin otro objeto que su muerte. Y ogros, monstruos los dos, nos sonreímos, nos sonreímos; mas no hemos podido volver á poner tantos fervores de inocencia en nuestra comunión de vida santa con las ovejas, con las cabras, con los toros.

¿Subsistirá en Rocío el mismo remordimiento de traición cuando se monta en el caballo y le acaricia á palmaditas?... No lo sé. Dos candorosas bestias más rendidas contra su voluntad á nuestro arbitrio. El terrible problema de saber por qué debieran estar excluídos del humano corazón el despotismo y la crueldad hacia todo, vuelve á nuestras almas, un poco avergonzadas de no acertar ó no poder seguir á la Naturaleza en su plácida religión del bien. Seríamos los humanos perversos, entre todos los seres, por excepción, aun siendo, asimismo, por excepción, inteligentes...; y la inteligencia, pues, resultaría castigo mejor que excelsitud. ¿Por qué no podemos ser buenos? ¿Por qué nuestra superioridad ha de emplearse en lo tirano ó lo feroz?... Cierto estoy de que si la dirigiese á la piadosa estas preguntas, de nuevo veríase constreñida á confesar igual que yo:—«¡No sé por qué! ¡No sé por qué!»

Pero... dejamos pesar en la esclavitud de las caballos la vaga pesadumbre de habernos descubierto menos buenos que creíamos, y con la evidencia también de que la piedad, la piedad, la piedad que hubiese querido desbordársenos desde las gentes á las bestias y á las aves, ha encontrado un límite..., procuramos, charlando con los demás, olvidar estas torturas, en la media hora de camino por los vergeles de la dehesa hacia nuestra bella diversión.

Internándonos al fin otra media hora en la abrupta soledad de las montañas, echamos pie á tierra. Sería siniestro el abandono de los bravíos parajes de lobos si no fuese tanta su hermosura. Tal vez Mary mata poca caza por su inquietud á la eventualidad de un lobo en cuanto se ve sola, desamparada de nosotros, y á menudo la invito á acompañarme—ya que su hermana y Rocío son irreductiblemente independientes.

—¿Vamos, Mary?

Nos despiden las dos bravas Dianas, burlándose. Partimos, cada cual hacia su sitio. El jaral nos traga, azotándonos con la miel de sus hojas y sus flores. A los veinte pasos no nos vemos. A los diez minutos, al llegar al puesto, diríase que nos hemos alejado unos de otros muchas leguas. Situamos sobre una lentisca la jaula; tendemos una manta, acomodándonos lo mejor posible en el estrecho púlpito de romeros y chaparros, abierto al cielo nada más, y Mary procura mantenerse correcta al lado mío.—Sin embargo, al desafío del de la jaula tardan, poco en responder los perdigones del campo, cerca, lejos, por todas partes..., y, al sentir que se aproximan, ella inclínase á espiar por la mirilla el instante en que habrán de aparecer para verlos rodar entre el humo del disparo. La alegría nos vuelve enteramente niños, en un total descuido de si se tocan nuestros hombros ó me rozan los rizos rubios de su frente. «¡Una!», «¡dos!», «¡cinco!»—va contando, según tumbo las perdices; y hay ratos en que la trémula zozobra hacia otras que van á entrar nos petrifica de tal modo en la violenta posición que une nuestros cuerpos cuando cargo á escape la escopeta, que por no espantarlas ella no se mueve.

La idea de la comodidad, no la del pudor intempestivo, impúlsala después á rectificar sus abandonos. Apártase, tiéndese la falda á la pierna, tal vez hasta la mitad advertida al aire..., y la tarde continúa transcurriendo con un infinito dulzor en cuya calma suenan siempre el cantar de las perdices y los tiros lejanos de las otras cazadoras... Contándolos también, el afán de Mary es que no nos aventajen. No siempre la suerte lo permite. Ahuyentan la caza con facilidad un leñador que pasa, un zorro que se acerca hipando, un águila que se cierne por el cielo. Cada ruido engaña en la distancia y toma en las soledades de la sierra proporciones monstruosas. Cazando al salto se nos echó encima el administrador una tarde, con sus perros, y el trasteo que en las malezas armaban nos pareció el de veinte jabalíes... Nos alzamos alarmados, y él se asombró de vernos surgir del nido de ramaje como de una caja de sorpresas...

El retorno á través de la noche fría, es de animadísimos comentarios, que luego proseguimos con los demás en las cinegéticas veladas que ahora sustituyen á las del cine y de los bailes. Arde la leña en el salón, duermen al calor Centella y Nínive, quedan los rincones llenos de cananas y escopetas, y bien visibles en la campana de la chimenea cuelga Rocío las ringleras de perdices. Don Luis, el médico, el maestro, van llegando. La concurrencia neutral se apercibe al griterío de las polémicas, y cada cual, acusando al otro de «comprarle la caza en el camino á los corsarios», exageramos ó mentimos, que es una bendición, nuestras proezas.

Pero una noche tomó la discusión sesgos inquietantes. Se nos tildaba de «asesinos». Gran rondador de reses uno de los maestros de la granja, oponíale sus luchas con los jabalíes y con los lobos á nuestras matanzas de perdices. Argüíamos que precisamente el riesgo le quitaba á aquéllo el carácter de inocente y noble diversión, y él, sobre encontrar la nuestra monótona, aburrida, negábale hasta la inocencia y la nobleza: matando lobos se descastaban los campos de feroces alimañas..., ¿qué nobleza, en cambio, habría en atraer con engaño á una perdiz? ¿Qué inocencia en matarla á mansalva, cuando acudía dichosa al amor del macho prisionero?

No nos parecía tampoco muy salvado en noblezas el maestro de la granja porque esperase á los lobos, que no tienen, como él, un fusil; mas no por esto, al retirarnos á dormir y besar en la cuna á nuestro hijo, Rocío dejó de lamentarse:

—La verdad es, Alvaro, que... ¡cuántos nidos de polluelos habrá ahora sin padres por nosotros!

Y en los días siguientes, no ha podido ser tan loco nuestro encanto de las tardes.

La lluvia ha interrumpido la caza en estos días. Provistos de impermeables y botas recias, harto avezados á la intemperie, Rocío y yo no la tememos. Regresando de la granja por el borde de un arroyo espantamos un zorzal, que, al querer volar, abátese y se arrastra hacia unos juncos. Le cogemos; está herido... ¡Infeliz! Rocío le suelta horrorizada. Una municionada tremenda le ha saltado un ojo, le ha segado el pico y una pata, le ha partido las alas y le ha hecho un boquete enorme en la pechuga. Calado de agua, siniestro, abandonado quién sepa desde cuándo á su agonía, sin posible socorro de los suyos, ha quedado al fin inmóvil junto á un tronco, y nos mira como un espectro acusador. Sobre su dolor caen, tal que un llanto elegíaco, las gotas del ramaje.

Llanto que es de amargura del cielo para nuestra tardía piedad, más inicua. Así habrá por el campo muchas perdices mal heridas por nosotros, y nos las figuramos arrastradas también hasta sus nidos, muriendo lentamente al pie de los hijuelos en la tragedia de su sangre.

—¡Mátale!—suplícame Rocío.

No acierto á obedecer. Al ir ella otra vez á cogerle para, considerar si podría salvarle, el zorzal salta y cae al arroyo. La corriente se le lleva; más impávidamente compasiva que nosotros le ahogará.

Nos miramos é intentamos sonreír disimulándonos la angustia que puede ser sensiblería...; mas, ¡ah!..., están solas nuestras conciencias, capaces de todos los remordimientos infinitos, y el alarde de sonrisas deshácese en la pena de una lágrima.

Inútilmente vuelve con el buen tiempo la animación de cazadores. Disculpados de cualquier modo, no formamos ya en las gozosas cabalgatas. Se reirían si supiesen el motivo, como nosotros mismos nos reímos de nuestra perpleja envidia viéndoles partir; porque, en verdad, la cordial repugnancia á un placer que se funda en la crueldad, no evita que algo quizá implacablemente salvaje de nuestro ser añore las alegrías de las tardes en la sierra, de las locas matanzas de perdices.

¿Cómo con ello podíamos sentir el gozo de una diversión sencilla, casi patriarcal, casi santa, y quién nos habría dicho que la lágrima de duelo ante un pobre pajarillo hubiese de persistir en nuestras almas como minúscula lente á cuyo través hemos visto enturbiarse no sólo aquel placer, sino toda la serenidad de nuestra dicha?

Inmensa la que respiramos, no ha podido destruírse; pero está desorientada sobre el fondo doloroso descubierto en ella propia. Creíamosla forjada del amor que nuestros corazones vertiésenle á todo alrededor, y aquellas lágrimas piadosas, por contradicción incomprensible, han venido á amargarla tal que las gotas de un veneno las linfas de una fuente.

No podemos mirar nada ahora sin percibir el daño que á pesar nuestro repartimos. Pensando trocar la mansa ferocidad de aquellas cacerías por la sencilla distracción de los paseos con Mary y Emma, en cuanto ellas se entraban á pescar en los charcos comprendimos que no son las ranas y los peces menos dignos de compasión que las perdices.

En todo así y en todas partes nos va acosando la visión de lo siniestro. Como el día en que el sacrificio del novillo le restó candor á la comunión de nuestras idílicas caricias á los toros, una sombra de perfidia vela al fin nuestro cándido recreo de cuidar á las aves del corral, de verlas cebadas y felices, no para que su felicidad sea parte de nuestra felicidad, sino para que vayan más sabrosas humeando á nuestra mesa ó valgan más en el mercado.

El corral, la granja, la dehesa toda, no son, pues, sino un criadero perenne de gallinas, de pavos, de palomas, de rebaños de corderos, de hatajos de cabras, de piaras de vacas y de cerdos, que á pesar del amor que por cuidarlos nos desvela pasarán en sangrientos mataderos á montones de cadáveres... Y cadáveres comemos; de cadáveres es nuestra comodidad, nuestra alegría, nuestra riqueza; de espectros y despojos de cadáveres están hechas nuestras ropas, nuestras botas y nuestros abrigos de piel..., y hasta no son sino cadáveres las flores del jardín que Rocío cultiva para cortarlas (matarlas) y adornar en nuestro comedor ó en nuestro lecho festines de la vida.

A veces intentamos hablar seriamente de estas cosas por encima de la desorientación de una felicidad que ya sabemos no formada por la de todo lo demás, y que, sin embargo, subsiste. A veces, no obstante, lo hallamos preferible, y bromeamos desde detrás del íntimo rubor que nos causa la contradicción, la incertidumbre.—«Toma—sonríeme Rocío—ese pedazo de cadáver de ternera, ese pedazo de cadáver de perdiz.»—Yo la sonrío prendiéndola en el pecho «el rojo cadáver de una rosa».—Pero ni la indulgencia de nuestro sonreír acierta siempre á dejar de contener el instintivo ímpetu que nos lanza á lo mejor tras una mariposa, ó el descuido con que marchamos por las sendas aplastando las orugas, las hormigas. Sólo con movernos dejamos la muerte bajo el pie.

Hemos perdido la ingenuidad, ya que no hemos perdido la ventura. Dijérase que un exceso de curiosidades del corazón nos ha forzado á morder el fruto de la ciencia del bien y del mal y que nuestro paraíso ya no tiene su inocencia.

Y esclavos del dolor de una piedad estéril, convictos reos de involuntaria brutalidad en medio de la Naturaleza, no logramos entender de qué modo su eterna y dulce religión de amor hubiera de seguirse.

 

—¿Qué es eso?

Como yo, como Leopolda, Mary y Emma, que almuerzan con nosotros, quedan suspensas en atención á la alarma de Rocío. Hemos oído estampidos y lejanos rumores formidables.

Suenan otra vez, y vamos á las ventanas. El sol luce en la pesada calma del ambiente; limpio el cielo, divisamos por encima del encinar una densa veladura que crece, que sube..., lúgubre polvareda de no se sabe qué ejército infernal que se acerca galopando.

Pero con tal arrollador ímpetu de furias, que, en menos que puede concebirlo nuestro asombro, por el fondo del valle se aproxima inundándolo todo, subiendo á los espacios, borrando las montañas. Vemos hacia nosotros correr despavoridas las vacas, las yeguas, en fuga insensata del peligro que presienten, y el aire levantado delante de lo horrible sacude la quietud de las hojas de los árboles, de las flores del jardín; primero es un estremecimiento, cual si también las flores y las hojas fueran despertándose al terror; luego un embate de vendaval que retuerce las ramas y las troncha, haciéndolas saltar de las encinas...; y árboles, casas, animales, pronto alcanzados, confúndense para no ser más que algo perdido sin remedio en el caos de negrura y de violencia que ya nos nubla el sol, que ya llega también á nosotros azotando bárbaramente en una lluvia de tierra la ventana.

Tenemos que cerrar. Se han arrancado los estores, y el vuelo de un lado del mantel ha lanzado al suelo la vajilla. Tiembla y se conmueve la casa y retumban los portazos en estrépito de cosas que se hunden ó se rompen. Los cristales trepidan á la granizada de arena y polvo que antes nos cegó, y á su través vemos un momento aun entre el turbio huracán volar por las alturas alambres y palos del teléfono, ramas desgajadas, tejas y persianas y tubos de chimenea arrancados de las viviendas de enfrente. Pero ya no divisamos nada en la luz de eclipse, de tinieblas. Se ha echado encima el ciclón y la fragorosa confusión de lo espantoso nos envuelve, zumbando, zumbando, sucia marea de piedras y de troncos que baten como arietes formidables los muros, los cuales gimen protegiéndonos de cuanto es ruina alrededor. Rocío ha ido á recogerse en un rincón, abrazada á nuestro hijo. Leopolda reza en otro fondo de la estancia...

Diez minutos después, el sol, en medio del cielo azul, alumbra con una calma de ironía la desolación de nuestros campos. Encinas y frutales tumbados, caídos los postes del teléfono y la luz, arrasada la huerta, casas con desperfectos. El hundimiento de una nave de la granja ha cogido á cinco operarios, fracturándole á uno las costillas; y sorprendidos sin amparo, hay más hombres y niños heridos, leves, por fortuna, y muertos muchos animales.

 

La Naturaleza ha querido mostrársenos, al fin, tal como ella es: bella, inmensa é impasiblemente bella; inmensa é impasiblemente feroz, también, si se pone á serlo. La sonrisa con que crea las hermosuras de sí propia sin cesar, puede trocarse en la siniestra insensatez con que á sí propia se destruye para volverlas á crear entre sonrisas.

Pero hasta la sonrisa de su amor oculta su impávida impiedad. Rocío y yo hemos aprendido á ver esto con nuestra atención ya despierta hasta á lo íntimo y fugaz de las más pequeñas cosas. Y ahora, cuando en los dulces días de paraíso nos sentamos bajo un árbol á descansar, á dejarnos penetrar por todos los poros de la vida en los aromas de las flores y las delicias serenas de las frondas y los aires, asimismo nos penetra la impresión de que todo es crimen, de que todo es muerte entre las mismas divinas y como santas armonías del aire, de las frondas, de las flores. Una abeja que liba una corola, roba, mata; mata, riendo sus trinos de alegría, el pájaro que busca abejas y larvas en la yerba; mata al pájaro un águila en las purezas del espacio, ó el gato montes en el ramaje de la encina donde le sorprende cantando sus amores, y acaso el gato montés no vuelva á sus guaridas de la sierra sino para ser la víctima de un lobo.

Un día, un hermoso día de la Naturaleza, alza sus triunfales himnos, pues, sobre la muda y perenne renovación de juventud que le constituye la incesante lucha de la vida y de la muerte.

La Naturaleza es cruel. Nuestras ansias persistentes de piedad han visto deshacerse en ella el templo de la religión de las piedades.

¿Dónde prendiéramos de nuevo aquellas ansias?

Hemos gustado demás las amplitudes de la vida, Rocío y yo; está asentada nuestra dicha demasiadamente en esa amplitud que se nos tiende por el alma y por la carne, que la hace á ella glorificar desnuda su amor en oraciones excelsas á la Virgen..., para que nuestro Dios y el de la Virgen que sonríe al amor de la pagana, pueda volver á ser aquel que en nuestra niñez adivinábamos oculto en un rincón del cielo, invisible contemplador irritado de su obra...; para que nuestro Dios pueda ya dejar de ser otro gran Dios espaciado con su bien y su alegría por los aires, por los ríos, por las montañas, estando igual en la piedad y la crueldad de nuestro corazón que en la piedad y la crueldad del Universo.

IV

Armonizados con la crueldad que nuestro paraíso nos impone, y que desde hace tiempo nos permite otra vez cortar flores, coger ranas y tirar tiros y cazar, seguros de que la perdiz herida por nosotros no tardará un gavilán, en devorarla abreviando su agonía (forma de piedad de la cruel Naturaleza), nuestra piedad, apartada de los brutos, concéntrase hacia nuestros semejantes más intensa.

Nada con ellos nos fuerza á ser crueles; ni la torpeza que se nos revuelve alrededor agresiva, y aun de algunos que sólo nos debían pagar en gratitud. Un día, por ejemplo, Rocío recibió un anónimo; lo leyó y me lo alargó sonriendo:

—¡Qué estupidez!

«Tu marido y Mary se entienden. Se ocupan más uno de otro que de la caza, en los puestos de perdiz. Fíjate en qué poco la importa á Mary enseñarle los muslos metiéndose en el río.»—Llegábanos en el correo, y procedería de cerca de nosotros. De Matilde, de la administradora, á no dudar. Dos semanas antes un conyugal escándalo que, en demanda de socorro, hízola escapar campo traviesa con la cara llena de arañazos, había dejado públicamente maltrecha su virtud. Parece que durante la época en que dominaron aquí como señores, tratándose á gran prosopopeya con los de los pueblos inmediatos, ella «se entendió» con el cacique del Palmar...; y el marido acababa de encontrar en un armario cartas y pruebas de que uno de los hijos no es suyo. Parece también que por hallarse el administrador con el rival no muy limpio de conciencia en lo respectivo á arriendos y negocios (lo que explicaría sus actuales desahogos de rentista), pasado el arrebato prefirió echarle tierra á la cuestión y perdonar á la traidora. Mas ya resultaba tarde para devolverla los prestigios. Rabiosa, pues, Matilde; perdidas en la consideración ajena las intachables aureolas de que tanto blasonó, con el anónimo á Rocío, y quizá con malignas insinuaciones sobre Mary á todo el mundo, buscaría nuevos escándalos que les igualase en tosca desvergüenza á los que no habían querido igualarla en virtuosa ostentación.

Tal suele ser la virtud de las rígidas burguesas..., lo mismo por los campos que por los aristocráticos salones...; ¡pobres Ineses que, muy honestamente baja la falda á los tobillos, esperan siempre á su Don Juan en el sofá!

Y claro es que Rocío y yo, delante de la grave Matilde, que más ó menos procesionalmente nos sigue acompañando en los paseos, seguimos sin tener por qué ocultarla que Mary va sola conmigo á los puestos y seguimos viéndola á Mary las piernas tantas veces como lo exigen sus inocentes distracciones.

¡Oh, las nobles desnudeces de las que pueden con un poco de inocencia desnudarse! ¡El cándido impudor de las que así saben perdonarlas hasta el torpe intento de la extensión de su maldad á las mujeres ruborosas...! Lo menos la mitad de los retratos que tengo de Rocío son de su desnudo, unas veces porque dentro de nuestras habitaciones la sorprendo en gentiles actitudes al bañarse, ó al salir del lecho y de mis brazos y postrarse en saludo de oraciones á la Virgen, ó al traerla Leopolda al niño, también sin ropas, y tenderse ella en el mullido de una alfombra á darle paganamente juguetona y perezosa de mamar...; otras veces, porque encerrado en la galería fotográfica hágola posar de viva estatua...; y estos retratos, cuando después los miramos al estereóscopo como vidas pequeñitas petrificadas en gracia y en belleza, dijérase que, á la plena gloria de su carne, son las imágenes del culto que desde la armonía de nuestro amor le puede tender incluso al odio de por fuera de nosotros la gracia y la belleza de todas las piedades.

Sí, sí, beben mis ojos y mi alma en la armónica belleza del alma y de la carne de Rocío el misterio de una nueva y humana religión inmensa de la vida, que á veces sube como inmortal desde mi corazón al cielo mismo por encima de la muerte.

—Mira—he llegado á concretarla uno de esos días en que ella le reza desnuda á la Virgen, que por algo tuvo entrañas de las que salió otra religión—, si el poco de materia que forma mi ser y forma tu beldad nos forma una conciencia, la totalidad material del Universo debe de formar otra conciencia: la de Dios. Al ser del Universo, cuyo alma es Dios, seríamos dioses; nuestro corazón es Dios; nuestra vida es Dios; y porque nuestra vida besa y ama es divina nuestra vida.

 

Con la emoción de que nuestro templo se nos reduce al alma, al corazón, á la humana vida que quiere y puede gozar su cielo de la tierra, nuestro cielo de la tierra, nuestro paraíso va rodeándose de otros paraísos. Aparte la colonia autónoma, que en las parcelas descuajadas de las rañas constituyen ya muchas familias convertidas en propietarios desde el último otoño, funcionan asociados, bajo mis auspicios, dos grupos de importantes labradores cuyas fincas lindan con la nuestra. Las máquinas y el capital de iniciación se los facilitamos mediante contratos de fácil cumplimiento.

Esto, y las peticiones de préstamos y socorros que se multiplicaban y llevábamos en un desorden que habría acabado por ser perturbador, nos ha inducido á instituír una suerte de pequeño Banco Agrario, cuyo objeto es proporcionar á mínimo interés semillas y dinero á cuantos, en relación ó no con nosotros, antes quedaban presos de la usura. Muchas veces, viendo la afluencia de gentes que por tan varios motivos acuden á La Joyosa, Rocío y yo nos hacemos notar de qué modo el trabajo, venturoso de sí mismo, en cuanto de él haya de porvenir nos garantiza una ventura indestructible; no ciframos su empeño en ambiciones expuestas al desastre; al revés, somos unos capitalistas cuya fácil tarea, cuya obsesión principal encamínase á la prosperidad de los extraños; y si mis técnicas iniciativas acrecen los rendimientos que han de aprovechar también á los demás, los cálculos y las numéricas prudencias de Rocío vigilan contra toda posibilidad de nuestra ruina. Ni un negocio ampliamos sin que la excelentísima comptable haya medido bien sus contingencias. Con el exceso del último balance hemos encargado máquinas más perfectas á Berlín. ¡Capitalizaciones de ganancias que extenderán á los demás el beneficio, sin dejar de quedar para nosotros! ¡Aritméticas del corazón de las cuales nada más sabe su maravilloso resultado el corazón!

Verdad es que á la creciente ola de gratitud no le faltan en torno, y aun dentro de ella misma (como los de Matilde) los enojos de los envidiosos y los de los soberbios y torpes egoístas que se creen perjudicados: tenderos que vendían el bacalao y el arroz á triple precio que en Madrid; prestamistas al mil por ciento y á la vista de ejecuciones judiciales; granjeros y labradores que ven despreciados sus malos productos por los nuestros; caciques que temen perder más cada día su influjo para el mal... Las amenazas nos llueven; los hechos en que muchas de ellas se resuelven, también. Hemos sido víctimas de una descomunal asignación en el reparto de Consumos (que al cabo me forzó á recurrir á las influencias de mi hermana para que el Gobierno provincial no lo aprobase), y la impunidad en que uno de estos jueces rurales va dejando á tres malvados que una tarde robaron á nuestro peatón del correo, camino del Palmar, acaba de obligarme á valerme asimismo de mi hermana para sustituír á dicho juez por un amigo.

¿Enconaré así la lucha que contra los odios y par mi parte yo quería que fuese de amor únicamente...? Lo ignoro. Las violencias, sin embargo, llegan á un punto que exige toda clase de defensas. Si oficial y descaradamente hay quien pretende arrollarnos con esas tropelías, aun son más numerosas y más graves, quizá, las que nos atacan sin cesar desde la sombra. De seis meses á la fecha, ó lo que es igual, á partir de la época en que empezaron las colonias nuevas, coincidiendo para el silvestre reyezuelo del Palmar con su derrota del reparto de Consumos, hemos tenido fuego tres veces: en los pinos de la sierra, era un almacén de máquinas y en los depósitos de corcho; hemos visto amanecer asolados un campo de mieses y una viña, y nos han destruído dos canales. Además, y muy particularmente, nos ha causado pena seguir descubriendo la ingratitud y la traición rastrera en nuestras gentes mismas. Aprovechándose del equívoco de las circunstancias anormales, ha fingido un día el administrador que tres facinerosos le robaron el caballo y una suma importante cobrada en una feria—burda farsa desvelada por las pesquisas con que la guardia civil averiguó que él propio le había vendido el caballo á unos gitanos—, y en la destrucción de los canales, imposible de realizar de otra manera, intervino un guarda nuestro, cuya pasividad fué comprada por soborno.

—¡No importa!—solemos convenir Rocío y yo á cada una de estas hazañas que de tarde en tarde nos turban la alegría—. Igual fueron nuestros enemigos esos labradores, esos otros caciques de Valdeleón y de Palmar, que ya son nuestros fieles aliados.

Siete pueblecillos nos circundan. Dos se han rendido en la dulce lucha del amor. Los más pequeños. Quedan cinco, formando un cantón, donde van exacerbándose y reconcentrándose los odios, y de los cuales el Palmar viene á ser la cabeza y el cacique del Palmar su irritado tiranuelo.

—¡No importa! ¡No importa!—repetimos.

Y con la fe de la bondad de nuestra obra contra toda clase de obcecadas rebeldías, con el perdón de nuestro amor dentro de la edénica belleza de los campos, que nos hace olvidar pronto las injurias, seguimos, seguimos por ellos gozando y amándonos y amándolo todo y riendo... sobre el mismo pesar de haber tenido que despedir al administrador y su familia, al guarda que consintió la destrucción de los canales y á otro que después sorprendimos vendiendo corcho de las pilas por su cuenta.

¡Ah, son tantas ya las vidas buenas que están junto á nosotros y que se podrían dañar de mal ejemplo!

 

—¿Qué pasa? ¿Qué es eso? ¿Qué suena?

Como Mary el día del ciclón, Rocío queda hoy en la mesa, escuchando.

Un tiro, y en seguida otro, y otro, y más, con un vago rumor de griterío. Los tiros siguen unos minutos; luego, cesan; pero sigue la algazara. Es en la vega. Un guarda ha cruzado á todo el correr de su jaca. Recordamos que ayer pasaron dos ciervas, fugitivas de algunos cazadores. Tranquilamente continuamos el almuerzo. Habrán vuelto á aparecer y las persiguen.

Otra idea nos había sobresaltado. Es sábado, día de gran concurrencia al economato; día de verdadera feria de todas las pobres gentes de alrededor, que ya por los caminos han sufrido recientemente vejaciones por parte de los mismos grupos mal fachados, de los mismos pagados infelices que sin duda incendian y asolan nuestros campos, y se comprende que al pronto sintiéramos el temor de cualquier nuevo atropello.

Porque los atentados á la propiedad de las cosas y á la seguridad de las personas, desde que, al fin, hace un mes, fué sustituído por otro el juez indigno de Palmar, menudean, lejos de ir cediendo. El lunes estalló otro fuego en una era; no pasa semana sin que nuestros pastores tengan que sostener peleas á estacazos y pedradas con las siniestras patrullas, que vienen á insultarles procazmente, y anteayer mismo nos faltaron al trabajo, por expresa imposición del cacique de Palmar bajo pena de no ocuparlos más en el pueblo, los braceros que de un modo eventual en esta época de estío ayudan á las máquinas.

Mas... ¡oh! Tórnanos la alarma. Apenas transcurrido un cuarto de hora sin que cese el vocerío que pudimos creer de diversión, unos desgarradores gritos de mujeres que se acercan nos atraen á la ventana. Consternadas, corriendo delante de un disperso tumulto que aparece entre los árboles, conducen á un niño ensangrentado.—¿Qué pasa?—tenemos que interrogarnos—. Y como, sea lo que sea, es grave, porque vemos también á un hombre á quien los guardas aprisionan, al mismo tiempo que procuran defenderle de la agresión de varios armados de palos y navajas, y á otros hombres que transportan á uno exánime, tendido..., yo cojo al paso mi rifle, y escapo hacia el trágico barullo, sin poder impedir que Rocío venga tras de mí.

¿Qué pasa?... ¡Ah! Lo que pasa, lo que acaba de pasar rápida y brutalmente junto al río, en la alameda que aun está dentro de la dehesa, no tardan en decírnoslo las rabias ó los lamentos y las lágrimas de todos: una emboscada de miserables que aguardaban á los que regresaban de sus compras, para insultarlos, para escarnecerlos, para entablar, por último, una lucha á tiros, á puñaladas, á palos y mordiscos y patadas, de la cual han resultado dos de ellos heridos, heridos muchos más, niños y mujeres, y un muerto.

Día de horrible duelo. La sala de consulta que el médico tiene en la farmacia se convierte en hospital; otro departamento en cárcel de tres malvados, hasta que llega la guardia civil á recogerlos. Mary, Emma, María Teresa, todos, con Rocío, ayudan á las curas. El muerto era un honradísimo padre de familia, cuya mujer y una hija de trece años le velan como locas. El niño herido muere también..., poco antes de presentarse el Juzgado.

Día de horrible duelo, sí; días también de horrible pena los que siguen. Se nos ha ofrecido esta vez, desgraciadamente, ancho campo en que ejercer nuestra piedad. Pero la tristeza, la tristeza, casi el espanto, queda indeleble en nuestra alma. Nada importa que hallamos remediado con esplendidez el porvenir de los que han quedado sin padre, sin hijo, de los que sufren y no podrían por algún tiempo trabajar ó subvenir con su trabajo á cuidar bien á sus heridos, ante la horrenda verdad indudable, absurda, sin embargo, de que «nuestra obra de amor» haya producido dos muertos.

 

Los ojos cuajados de los muertos, los del niño sobre todo, mártir inocente, creyérase que nos persiguen acusándonos de haber venido con nuestra piedad á estas comarcas para emprender no una obra de amor, sino de torpeza. Esas dos existencias tronchadas, ¿de cuántas más para la expectativa del luctuoso porvenir serán el prólogo?

Nuestras ansias de bien y de paz han desencadenado los rencores que dormían bajo el dolor; han encendido la guerra. En vano la misma enorme impresión de los últimos sucesos parece haber mágicamente suspendido hacia La Joyosa toda hostilidad. Se trata de una tregua. Levantadas en masa las gentes del Palmar ante la inicua bestialidad del crimen, y comprendiendo que su culpa es del cacique que no sólo había lanzado á realizarlo á los diez ex presidiarios que él tenía mimados como guardas rurales y serenos, sino que además intenta sustraerlos á la acción de la justicia, hay públicos disturbios y diarias manifestaciones colectivas contra él, con amenazas de arrastrarlo; y la guardia civil reconcentrada para velar por el orden y favorecer la recta acción del juez especial, no siempre puede impedir las diarias colisiones en que van resultando más heridos.

La Naturaleza, la salvaje Naturaleza, que es impasiblemente bella, es también impasiblemente cruel; la humana vida debe serlo tanto más cuanto más persista con ella identificada, en salvajismo. Unicamente de tal modo logramos explicarnos en estas gentes la feroz crueldad, la grosera y torpe envidia y los criminales egoísmos que no es capaz de contener ninguna suerte de respetos: ni los humanos de la vida, ni los divinos de la gratitud, ni los sociales de las leyes. No contemplamos Rocío y yo con cobardía, en modo alguno, desde nuestra desorientación, el largo porvenir de lucha; pero sí con el desaliento de la posible inutilidad de nuestras quizá insensatas caridades.

¿Nos habríamos equivocado buscándoles á nuestras ansias de amor mayores perfecciones en la imitación de la cruel Naturaleza, huyendo del que nos pareció artificio de la vida ciudadana—donde bajo el miedo á arbitrarias leyes vive siquiera la impiedad suavizada en buenas formas?

A veces, departiendo con Herman Ferac y sus hijas, cuyo recuerdo de la dulce Bélgica no les permite entender el salvajismo de este rincón de España, llegamos á pensar si no debiéramos buscarle á nuestra empresa de amor un más propicio ambiente en otras tierras. Ellos nos hablan de Visé, en donde nacieron, y nosotros evocamos nuestras gratas memorias del Berlín monumental del orden y de las educaciones exquisitas, y de la Suiza, y de la misma Bélgica, cuyos verdes valles cuajados de hotelillos, de fábricas, de granjas, de puentes y telégrafos, hubieron de impresionarnos al correr de los trenes como olimpos ideales en que hubiéranse fundido los bienes del progreso á la sencillez idílica del campo.

Allí, sin haber la corrupción de las grandes urbes, no habría tampoco estos salvajismos del crimen bruto, cien veces peor que el crimen de guante blanco de París—domados los salvajes hombres y la salvaje Naturaleza por cuanto irradian de noble la cultura, la educación, la inteligencia—: allí, pues, serían posibles las santas prosperidades del trabajo sin tener que temer á cada instante, ni jamás, el vandálico atropello.

V

Los periódicos traen alarmas de una guerra europea, inminente.

No las creemos.

Herman Ferac, porque opina que la impediría el internacionalismo socialista. Los demás, bien avenidos con el statu quo de su trabajo, porque rechazan toda intervención social de lo violento. Yo, porque pienso que la misión de Europa, en el ciclo progresivo, habríase alzado muy por encima de las guerras cuyo objeto fuese el destrozo de sí misma; vasta y nobilísima labor de sus Ejércitos la difusión civilizadora, que sólo ella ha realizado y deberá acabar en el mundo, faltaríale la razón de los altos ideales, que siempre presidieron á las guerras de la Historia, al lanzar esos formidables Ejércitos unos contra otros entre próceres naciones que gozan de la misma civilización, de la misma religión, de la misma amplia libertad industrial y comercial, de idénticas costumbres y hasta del máximum de felicidad posible hoy sobre la tierra. El gesto de Austria hacia Servia, á la cual le pide cuentas del asesinato de un príncipe, provocando los enojos de Rusia, que á su vez suscitarían, en guerra de odios, los de Alemania, Francia é Inglaterra..., parécese demasiadamente al «si tú le pegas á ése, yo te pegaré á ti, y todos nos pegaremos» de los chiquillos díscolos ó de los bravos de profesión. Vengar la muerte de un hombre, habría de costar la vida de millones de hombres. No, no creemos las bélicas alarmas; no las creen tampoco esos millones y millones de hombres pacíficos que habrían de guerrear, que habrían de matarse, porque uno mató á otro.

 

Y sin embargo, pocos días después, la guerra estalla. Su verdad se impone como las furias de las tormentas estivales que llenan el cielo azul de truenos y de rayos.

¡¡La guerra!!

Austriacos sobre Belgrado. Rusos y franceses en las fronteras alemanas. Trombas de alemanes lanzadas hacia Rusia, hacia Francia, violando leyes y derechos con el fragor de las granadas á través de la Bélgica neutral. La guerra, la guerra llegando con su trastorno á todas partes, llegando con su dolor hasta nosotros. Una orden de la Legación de su país, hace partir como soldado de reserva á Herman Ferac, sin tiempo más que para llorar en los brazos de ellas y en los brazos nuestros el abandono de sus hijas.

¡¡La guerra!!

En un mes, Inglaterra y el Japón hunden doscientos buques de gran porte y Alemania sesenta; ha quedado sembrado de medio millón de cadáveres el camino de París, y se derrumban Lieja, Reims, Lovaina bajo la metralla y el incendio; porque el horrible fuego con que la civilización lo destruye todo, destruyéndose á sí propia, con sus submarinos y sus aeroplanos y sus acorazados y sus minas y sus cañones y sus gases asfixiantes arde igual en los aires que en el mar y en los fondos del mar y en la tierra y en los senos de la tierra. Como en los tiempos más bárbaros, se saquean al paso las ciudades, se abusa de las mujeres, se fusila á los ancianos y á los niños..., y rotos los armónicos hilos de la Vida, restan sólo abiertas las esclusas de la Muerte.

 

¡Oh! Ya sí que esperamos Rocío y yo con ansia los periódicos. Imposible hablar en nuestras tertulias de otra cosa que la guerra.

Alguien, que lee alto cada noche para la atención de los demás, hace correr lágrimas por las mejillas, al ver los llantos de las pobres Mary y Emma, que no saben de su padre. Ambas nos han hablado de una familia pariente suya, de Visé, á la cual escriben sin tener contestación, y cuyo jefe era un hombre que en fuerza de trabajo había logrado reunir un capital y construírse un hotelito, donde viviera feliz con su mujer y sus hijos, tres gentiles rubias, las mayores, entre ellos, de las cuales tienen y nos han mostrado los retratos; y una noche, cuando al azar de la lectura hemos escuchado los relatos de la toma de Visé, donde los invasores habían hundido á cañonazos las casas y fusilado á uno de cada tres vecinos, encarcelando á todos los demás para consagrarse mejor á una orgía de la que habrían resultado enloquecidas por la deshonra y la desesperación muchas madres, muchas vírgenes, y aun muertas las que sólo consintieron entregarles la vida con el honor á los asesinos de sus padres ó de sus esposos..., el frío del espanto y la piedad nos ha ahogado de congoja, al tiempo que hacía caer á Mary accidentada.

Están las dos hermanas con nosotros desde que las dejó el ausente, y retirada Mary á su habitación, la asistimos sin poder olvidar el cuadro de Visé, símbolo de todas las fierezas de la guerra.

Nos obsesiona, á través de la trágica incertidumbre, la suerte que les haya podido caber á ese honrado jefe de familia y á esas hijas cuyos retratos conocemos. Si viven, las infelices, compañeras y mártires con su propia madre, tal vez, de la obscena brutalidad de una noche del infierno; si no han perdido para siempre al menos el corazón y la razón en forma tal que no las quede sino el reír y el delirar de lo insensato; si por las humeantes ruinas de la ciudad, y entre los cadáveres podridos de las calles, con los espectros dolorosos de otras sacrificadas vírgenes, siguen aún buscando á su padre y sus hermanos..., ¿qué pensarán de la virtud, del pudor, de la bondad, de la dulzura y de la piedad para los niños..., de aquellas tantas cosas delicadas, dulces, nobles, que con tanto afán y por tantos años inculcáronlas sus padres desde la cuna misma, los sacerdotes en los templos y los maestros y los libros santos en la escuela...? ¿Que pensarán de la pureza inmaculada y de aquel aliento de respetos para todo y para todos con que educáronse sus almas en su hogar...? ¿Qué pensarán de la tremenda mentira que hiciéronlas creer acerca de la hidalguía de los hombres educados...? ¡Oh! ¡Si siquiera los que acaban de pasar rugiendo odio por encima de sus vidas y lujuria por encima de sus cuerpos hubiesen sido cafres y no europeos de un próximo país que á ellas en el colegio las mostraron como colmo y arquetipo de cultura y perfección...!

Y si vive aquel padre infeliz, que asistió á los rápidos desmoronamientos absolutos é implacables de su bien, cosa por cosa..., de su dicha y sus respetos, de su fortuna y su hogar, de su honra y de la honra y la vida de sus hijos...; si en su humillamiento y execración totales de vencido, mirando entre el desastre general el desastre de los que son carne de su carne y alma de su alma, y tienen pena, y tienen frío, y no tienen ni tendrán para comer y cobijarse, ha encontrado el esfuerzo que no le haga sucumbir, con otros como él, en la sima de ignominia..., ¿qué pensará de la ilustración, de la fraternidad, de la propiedad, de la sandez de los contratos y las leyes...? ¿Qué pensará de la honradez y de la eficacia del trabajo, y del amor á la sabiduría y al bien, que hubieron de infundirle los sabios y los libros...? ¿Qué pensará de las cándidas altezas del arte y de la ciencia, de la filosofía y de la poesía...? El y los otros desgraciados, si no mueren al bochorno de haber nacido á una vida tan inmunda; y los desgraciados honestos padres del mundo entero, que con el martirio de ellos se hayan estremecido de estupor, cuando puedan reflexionar habrá cada uno de creer amargamente que todos vivieron engañados en la farsa de los sabios y las leyes, que la bestia humanidad es irredimible y que el bien y la civilización no serán jamás sino dos embustes colosales en la bola de barbarie que habrá siempre de ser nuestro planeta.

Al volver ahora melancólicamente de la calma de estos campos, donde sabemos que se esconde el salvajismo, Rocío y yo no podemos contemplar nuestro chalet, riente con su blanca alegría de palos verdes, como una jaula entre las frondas, sin pensar que ya se encontraría destrozado á estar en Bélgica. Un miserable consuelo el de ese mayor salvajismo del mundo que se decía civilizado. No sólo no habríamos hallado en él ambiente propicio á nuestra obra de piedades, que ni siquiera el pequeño rincón de respeto para nuestro hogar, limitado á nuestro amor y nuestro hijo.

 

Un singular fenómeno registran los periódicos. Aquella indignación que por todas partes hubo de levantar la sorpresa de la guerra, alrededor de ella, y por todas partes también, se va cambiando en apasionado partidismo. Contágianse de ferocidad hasta los más pacíficos, y no queda de la lucha sino su aspecto teatral, su trágico interés.

En nuestra misma tertulia, y aun por encima de los compasivos sentimientos hacia Emma y Mary, se habla y se discute al fin de la catástrofe horrorosa como de algo natural que no mereciese ni extrañeza. El señor cura ha acabado por creerla el aviso con que la Providencia querría llamar la atención de la Humanidad acerca de las miserias de la vida, cuyo único reino fuese el cielo; sin embargo, contradictorias sus cristianas esperanzas y sus visiones terrenales, se declara germanófilo, por entender que así la vida mundial se deslizaría mejor bajo férreas férulas de orden y de fuerza. El médico, el farmacéutico, el maestro de escuela, anglófilos y francófilos en nombre de la libertad, piensan que únicamente por la obra previsora de tener que atacar, de tener que defenderse, tal que ahora Francia é Inglaterra, se habrían inventado, con tantos individuales sacrificios, los acorazados, los submarinos, los aeroplanos, los gigantescos cañones del 42, las maravillas químicas de los gases asfixiantes y las mil perfecciones industriales en que para ser ricas y poder soportar en cualquier momento el costo enorme de las modernas luchas se esfuerzan y rivalizan las naciones; en cambio, sin el ansia perenne de la dominación, ó lo que es lo mismo, de la guerra, el trabajo derivaría hacia la comodidad liviana, y el mundo estancaríase en esos lagos de molicie que arrastran á la perversión á las grandes capitales: la guerra sería, pues, la gran purificadora de la vida y espuela de la moral y del progreso; el maestro de la granja, en cambio, más rotundamente lógico con su independiente selvatismo, sostiene que la guerra no es más que la brutal consecuencia lógica de la brutalidad del mundo, donde nada hay ni habrá jamás que no signifique el odio y la pelea perpetua de todo contra todo; por eso él ama el peligro de sus cazas, en un completo desdén á la vida de las fieras y á la propia, que vienen á ser iguales, y por eso los hombres de Europa, á la sazón, se dedican al placer de matar y destruír, pasando sobre el abandono de sus muertos con la misma indiferencia que la bandada de pájaros ó la manada de lobos pasarían sobre los suyos.

Y oyéndolos, oyendo á don Luis, al cura, que á pesar de sus contradicciones recoge la realidad de miserias de esta vida, que no podría ser de bien más que en el cielo; oyendo al boticario y al maestro y al doctor, que no obstante sus incongruencias encierran también exactitudes indudables en su dilema acerca de que el destino del mundo no pueda ser sino estar saltando incesantemente desde las perversiones de la paz á las destrucciones de la guerra...; oyendo, en especial, al maestro de la granja, que con su ruda sinceridad de pensamiento (ya que no con la de su espíritu, puesto que, lejos de odiarnos y mordernos, adora á sus niñitos y ayuda con todas las fuerzas de su fe á nuestra obra de bondades) suele tener la virtud de impresionarnos más que los demás..., como en aquella noche en que nos acusó de «asesinos de perdices»—nos retiramos muchas de estas noches á dormir pensando en la triste verdad de sus palabras.

El orbe entero ardiendo en odio, parece darle la razón, igual, aunque con más estrépito, que no tardó en dársela, ante el estupor de nuestros ojos, aquel zorzal abandonado á su agonía. No le faltarían al pajarillo infeliz hijos ó hermanos ó una hembra compañera que, en vez de quedarse al lado suyo, seguían dichosos volando por los aires. Así, en el salvajismo de los hombres, más cruel, ellos propios son los que van matando y pasando, con la satánica alegría del triunfo, por encima de los montones de heridos, por encima de montañas de cadáveres. ¡Oh, sí! ¿Cómo negarlo...? Es demasiado grande la confirmación de brutalidad que Europa está haciendo en nombre de la Tierra toda, y este hombre, quizá, tiene razón.

Pero, si la tiene..., ¿adónde habría ido á parar el templo que nuestra religión de la piedad trasladó desde la cruel Naturaleza al corazón de los humanos...? Nuestro amor, nuestras piedades se contemplan, y sentimos á veces Rocío y yo la vergüenza y la enorme confusión de no saber siquiera, al fin, si no seremos una ridícula excepción entre las gentes...; si no sería nuestro amor un bruto instinto más, lujuria hipócritamente disfrazada de excelsitud por la pasión mía, por la belleza de ella..., y si no habrían de ser nuestras piedades más que las morbosas y estúpidas y cobardes sensiblerías de un histerismo.

Más desorientados que nunca, quedamos sobre la misma emoción de nuestra noble dicha al besar á nuestro hijo en una especie de acorchamiento de imbéciles que fuesen buenos y felices por su amor y su ternura, aunque no quisiesen serlo.

 

Recibimos en el mismo día noticias de dos sucesos que nos afectan: unas, proceden de la guerra: el hundimiento, por un submarino inglés, del buque en que venían nuestras máquinas encargadas á Berlín; otras, llegan de cerca, y se refieren al traslado, á la fuga del cacique del Palmar á otro pueblo lejano, en vista de que los riesgos personales corridos en el suyo, y el término del proceso con la condena á presidio de los once delincuentes (habiendo estado á punto él de acompañarlos) le han probado también la terminación total de sus influjos.

Pero, aunque esto es ya un iris de paz para nuestro incierto porvenir, así, libres siquiera de los más osados malhechores y del más terco enemigo, y la pérdida de las máquinas nos representa un daño de ciento cincuenta mil pesetas, ni la alegría egoísta de aquel bien, ni el egoísta dolor de tal daño, han podido impedir que nuestra piedad, nuestra piedad, ¡siempre y á pesar de todo nuestra piedad!, saliendo fuera de nosotros se acongoje por el rigor cruel que concédenos favor echando á unos desdichados á presidio ó al destierro, y se acongoje, preferentemente, en casi olvido de nuestro mal, por las trescientas vidas de hombres y mujeres y niños que han ido al fondo del mar con nuestras máquinas.

 

Me buscan en la granja, á escape. Corro, y encuentro en su despacho á Rocío y á Emma sobre el cuerpo de Mary tendido en un diván.

Un periódico francés yace por tierra.

En él han leído las dos hermanas la muerte de su padre.

VI

Una semana—durante la cual ha quedado interrumpida toda ocupación que no sea cuidar á Mary.

Yace en el lecho, sin conciencia, en un sopor que apenas interrumpen los delirios cuando renovamos las compresas heladas de su frente ó la inyectamos cafeína ó éter para reanimarla el corazón. Sobrepuesta á su tormento, Emma la vela unas noches con Leopolda y las amigas, y otras la velamos nosotros, obligando á Emma á retirarse á la contigua habitación, donde llora más que duerme. El médico creyó ayer que Mary moriría.

Pero se ha iniciado hoy una reacción, y Rocío y yo esta noche hemos hecho que todo el mundo se recoja á descansar. La enferma quiso á media tarde como reconocer á Emma y hablarla; ha abierto desde entonces los ojos, girándolos vagamente por la estancia, y al ponerla Rocío la última inyección en un hombro, sin inquietarse de que los desnudos pechos virginales (que de tan bellos la obligaron á decirme: «¡Mira, qué bella es!») pudieran sufrir agravio de mis ojos, ella, fijándose en nosotros, y como si me reconociese y con la conciencia volviésela el pudor, á un inseguro movimiento de la mano trató de protegérselos.

Sí, se salvará. Encuéntrase mejor.

Ahora duerme tranquila por primera vez, hace tres horas.

Son las dos. Estamos en sendas butacas junto al lecho, y mientras yo mirándola y mirando á Rocío y recordando á Herman pienso con desconsuelo infinito que la brutalidad que nos acosa desde todas partes acabará por embrutecernos también, por arrastrarnos en su oleaje de crueldades..., Rocío, quieta, muda, inclinada sobre el codo al almohadón, contempla este benéfico sueño absorta en no sé qué hondas reflexiones.

Tan hondas, que al advertir al fin cómo la intensidad del pensamiento críspala la faz, tal que ante un misterio que se la estuviese desvelando en su alma y en la enferma, y que á mí mismo me quisiera transmitir, la excito:

—¿Qué piensas?

Me mira, recogida, en su enigmática abstracción. Va á hablar. Temerosa de que Mary despierte, levántase y me invita hacia el bay window, al fondo de la alcoba.

Nos sentamos en la otomana.

Tibia la noche, por las vidrieras abiertas la luna nos inunda, y nos llega el trinar de ruiseñores y el perfume de nardos del jardín.

Un momento aún queda Rocío suspensa en sus concentraciones, perdida la mirada por el cielo, y últimamente se gira á mí sonriéndome humildad:

—Lo que pensaba, lo que querría decirte, es difícil. Yo misma he querido decírmelo á mí misma, y no sé. Pero, verás...: mirando á Mary recordaba el zorzal de aquella tarde, y recordando á los que le habían abandonado moribundo, recordaba también nuestro temor del otro día sobre que fuese nuestra piedad una excepción, una vergüenza. ¡Oh, no! Si fuese vergüenza, nuestra piedad, no habría de ser excepción, al menos; y si hubiera de ser orgullo, tampoco tendría por qué excepcionalmente envanecernos. Ni esa pobre niña enferma es el zorzal que vimos recogido por el único consuelo de la muerte, ó el lobo herido de que habló el maestro de la granja, ni nosotros ni Leopolda, ni Emma, ni nadie de La Joyosa, somos los otros zorzales ó los otros lobos que la hayan visto caer herida de dolor para dejarla sin socorro, aun á costa del propio sacrificio. Fíjate: imposible mayor sinceridad que la de la pena de esas jóvenes amigas que aquí han renunciado á su sueño por velarla con nosotros; de ese don Luis, de ese médico, de esos hombres que por ayudarnos á todas horas á cuidarla, y aun llorando muchas veces, olvidan igual sus comodidades, sus casas y sus teorías divina ó humanamente desdeñosas de la vida, ante el simple hecho de una humana vida que se rompe; de esos pastores y zagalas que, despreciando su descanso, desde todas partes de la dehesa y de fuera de la dehesa, no han dejado de venir á llorar por la que fué ángel de dulzura para ellos... El dolor de Mary estaba, pues, haciéndome pensar que la piedad existe de tal modo, y tan fuerte, era las gentes que nos rodean y en las gentes todas de la tierra, que así como en el Palmar pudo revolverse contra los desafueros de un malvado, ni la guerra que asola á Europa es capaz de ahogarla en el fragor de sus crueldades: tal que á Mary, aquí, con nosotros, entre extraños, al fin, que la recogerán para siempre, con su hermana, como á dos hermanas más, no le habrá faltado al pobre Herman la abnegación de otros extraños, de un médico que querría salvarle y de una enfermera que llorase sobre su infortunio en un lecho de hospital, si á él llegó con vida; y no le habrán faltado, no le faltan á los que caen bajo el cañón ó la desdicha, por muchos que puedan ser, esas mismas abnegaciones y socorros, esos mismos hospitales en que transforman los ricos sus palacios, y esos mismos llantos y caricias de la compasión universal que acude con un poco de ciencia á cada herido, con un poco de pan á cada hambre, y con una cruz siquiera á cada tumba...

Calla, un instante; calla la maga, que me está cruzando el ser de glorias de luz ante las cuales se me borran las nieblas sombrías del pesimismo... y cuando voy á agradecerla, no sé si á besos ó á palabras, la fe que me devuelve, sonríe y me pregunta humilde, cogiéndome las manos:

—Y di, Alvaro..., tú lo has de decir, puesto que esto era lo que mirando á Mary no he acertado yo misma á decírmelo á mí misma: si la piedad es una realidad indudable en los demás y en nosotros, si al lado de la brutalidad y la fiereza no habría de ser en la Humanidad entera un inútil histerismo, sino al revés, algo tan extraño que, diferenciándonos de las fieras, de los brutos, sobrepónese al egoísmo para hacernos amar el ajeno sufrimiento antes que el propio bienestar..., ¿qué sería la piedad y qué cosa podría engendrarla de la humana vida, que no tengan los brutos?

Queda ansiosa contemplándome tan bella que al contestarla sólo tengo que robar la respuesta en ella misma:

—Tus ojos. Tu belleza... ¡El amor!

—¡No!—rechaza la que ya habrá medido esto—. También aman las fieras á sus hembras que son bellas, y no saben de piedades.

Vacilo; pero insisto, tomando igual de otro resplandor de ella la contestación:

—¡La inteligencia!

—¡No!—vuelve veloz á protestar—, los más inteligentes son todos esos hombres que en la guerra se destrozan.

Tiene razón. No sé qué más responderla. El desánimo la hace soltarme las manos, para girar la cabeza al cristal y suspirar mirando al cielo:

—¡Oh, Alvaro, somos buenos y no sabemos por qué ni para qué!

«No sabe por qué somos buenos.» «No sé por qué somos buenos.» «No sabemos por qué ni para qué somos buenos y son buenas las gentes.» Acaba así de plantearme el problema que cien veces creímos tener resuelto, restituído por su delicadísima perspicacia á la indudable exactitud de la piedad que guarda cada corazón como un sagrario, y ni aun con revelársenos esa piedad tan fuerte y tan extensa, puede borrarnos la penosa duda de que su fuerza no sea más que una apariencia vana destinada nuevamente á sepultarse en las mansas brutalidades de la paz ó en las fieras brutalidades de la guerra.

Triste y absurda suerte, entonces, la del mundo, que Rocío y yo, con nuestros amores á la Vida, y á pesar de toda la tremenda imposición de todas las crueldades implacables, no queremos admitir; pero, desde ese absurdo, nuestras ansias vienen á estrellarse no menos implacablemente en los hermetismos del enigma: ¿qué es, qué puede ser la piedad; qué puede engendrarla con su tenacidad persistente á través de los dolores, como una fuerza eficaz brotada de algo noble y como inmortal de la vida misma...; qué sentido y qué valor debe concedérsele..., si no hubiera de representar una tan terca como estéril sensiblería en medio de la crueldad humana y en medio de la crueldad del Universo?

¡Ah!, quiere saberlo, quiere saberlo Rocío, que alumbrada por la luna se lo demanda con angustia á las estrellas; quiero, quiero saberlo, contemplando á la que en vano me oyó decirla un día que este mundo pudiera ser estrella y no lo es, y en el afán, como mortal, de averiguarlo, y de averiguarlo, aún, en ella misma, pues no acierto á entender cómo no dejé encerrada toda la razón de la bondad del mundo en cada una de las dos respuestas que me dictaron su amor y su talento..., clávanse mis ojos en la luz fosfórea de sus ojos, miran la sobrenatural belleza de su frente y de su boca y de su cuerpo que es divino..., pasan un punto á la contemplación del cuadro excelso que sírvela de fondo, con el cielo azul, con los astros de la noche soberana, con los perfumes y el trinar de ruiseñores del paraíso de hermosura que, á pesar de su crueldad, es nuestro inmenso y dulce paraíso..., y cayendo otra vez á ella el afán de mis ojos, la contemplo, la contemplo convencido de que sólo en la armónica verdad de la que por ser mi bien y mi ternura fué mi fe y mi salvación, puede estar la razón de todas las razones, de toda la Armonía.

La contemplo con tal aguda y ardiente intensidad, que creo á ratos que mis miradas la quemen como dardos encendidos que se hundiesen por su carne y por su alma en pos de la mariposa del misterio que dentro de ella revuela y se me escapa. Por su alma, por su carne..., por su boca y por sus ojos..., por su vida de pagana divina amante de la Vida que no puede admitir la suya en mentira gentil de la lujuria, si no fuera más nuestro amor que el de dos fieras. Por su vida, de tal modo diáfana y purísima á la pureza blanca de la luna, de tal modo sagrada junto á mí en mitad de las sagradas grandezas de la noche y de los campos y los cielos, que..., ¡oh, al fin!, la mariposa de ilusión de la pureza de todas las purezas que persigo y se me esconde en sus entrañas, sube una vez, salta en un destello ó en un suspiro desde la frente á los labios de la amorosa pensativa, y rápida mi angustia la aprisiona con un grito, con un beso.

He sorprendido y casi asustado á la inmóvil con el beso y el grito de mi triunfo.

—¡Sí sé por qué! ¡ Sí sé, Rocío—la he dicho—qué es la humana piedad y por qué en la Humanidad será su redención! ¡No el amor! ¡No la inteligencia...! Pero ¡sí el sentimiento que sólo puede nacer de la inteligencia y del amor cuando se funden!

Vuelvo á dejar un beso de infinita fe en su boca, otro beso en su frente; y como la clave del misterio, que ya es mía, que ya es nuestra y estaba en nuestro ser, alumbra desde ella y desde mí cuanto de paradoja enorme de piedades y crueldades nos rodea en el mundo y los espacios, me bastan unos segundos más de contemplación dentro de mí mismo para poder decirla á la divina que tanto todo lo sabe comprender:

—Mira, Rocío, la Naturaleza, ni piadosa ni cruel, es tan sólo impávidamente bella y perfecta con una perfección que impúsola su alma, Dios, y que está por encima de nosotros; pero la Naturaleza es cambio y renovación, la Naturaleza es lucha, y la vida, su creación, tiene que serlo. Así la vida humana, con la lucha por condición inevitable, tiende á la violencia; así la vida humana, hecha, como la de los brutos, de sangre, de entrañas, de instintos, de corazón, tiende á la sensualidad brutal; así también la vida humana, hecha, además, de inteligencia, avergonzada de aquellas ferocidad y brutalidad, ha maldecido muchas veces de sí misma y del mundo, sin pensar que maldice la obra de Dios, porque no la entiende. El instinto fiero de la lucha, condición de la existencia de la especie entre las demás especies; el instinto animal de la sensualidad, razón de la especie misma, y la inteligencia, son, pues, tres cosas esenciales y aparentemente contradictorias de la vida, cada una de las cuales parece impulsarla en una opuesta dirección, y á las cuales, sin embargo, no les falta más que armonizarse. Todos tienen razón, los que se abandonan á los instintos contra la inteligencia que parece detestarlos, y los que, confiándose á la inteligencia, torpemente los detestan; y, sin embargo, ninguno tiene la razón. Aquéllos por el contrasentido de su amor á la vida en nombre de una brutalidad y una fiereza que hubieran de convertirla en algo exclusivamente destinado á nacer para matar ó morir, y cuya barbarie no necesitaría pedirle á la inteligencia medios destructores, ya que igual diese morir ó matar antes que después contra un lobo ó contra un hombre y peleando con una porra ó un cañón. Estos, por el contrasentido de su odio á la vida en nombre de la inteligencia, que querría darla destinos exclusivos en el cielo ó en el éter, sin perjuicio de estar proporcionándola progresos y comodidades materiales que aumentan su odiada sensualidad, y defensas y civilizados adelantos que acrecen su fiereza aborrecida. Quiere esto decir que mientras subsistan los contrasentidos de la vida, será un contrasentido la civilización, la tendencia al humano progreso material que la inteligencia realiza, completamente innecesario para el cielo, y no puede por menos de querer decir también que sólo cuando la inteligencia (como siempre y á pesar de ella hácelo su obra) se vuelva hacia aquellos instintos fundiéndose con ellos..., la vida misma, integrada, quedaría capacitada para considerarse como un armónico tesoro. ¡Sí, Rocío...! Unicamente la inteligencia, cayendo á la sensualidad y ennobleciéndola, puede hacer que la sensualidad se alce convertida en sentimiento de amor que á su vez la impregne de ternura, de caricia; y únicamente de la fusión del amor intelectuado con la enamorada inteligencia surge la piedad capaz de hacer que las entrañas sepan decirle á la inteligencia que todas las sabidurías sin amor no son más que crueles é inútiles orgullos, y de hacer que la inteligencia sepa agradecerlos á las entrañas que sean el veneno de la vida que á ella misma la engendra y perpetúa para que en vez de odiarla la guíe y la ampare generosamente con su divino resplandor.

Estrecho más á la bella vida que me escucha con el corazón y con el alma, y prosigo—cierto de que me entiende de inmenso modo y de que igual pudiese ella proseguir:

—¿Comprendes ya lo que representa la piedad...? Toda la incoherencia de la Humanidad á lo largo de los siglos se encuentra informada por esa tenaz y lamentable irreconciliación de los tres elementos esenciales de la vida Hay una historia profana del mundo, como hay una Historia Sagrada, y si en la una lo instintos que por naturaleza nos hunden en la animalidad, aferrándonos al amor de la vida no han acertado, por equivocación á la vez en su abandono, sino á que la vida salte desde la perversiones sensuales de la paz á las destrucciones de la guerra, que algunos llaman purificación (¡extraño modo de purificar la vida hundiéndola en la muerte!), en la otra la artificiosa creación de códigos morales depreciadores de la vida, y de religiosas piedades y virtudes que habrían precisamente de fundarse en tal desprecio, no han logrado impedir que continúe la vida debatiéndose entre sus crueldades de la guerra y sus abyecciones de la paz, cuando no por propio influjo provocando las más sangrientas matanzas con las guerras más crueles. Es que la vida, indestructible y poderosa con sus alientos de lucha y de sensualidad y de espiritualidad, rectifica siempre á cuanto en vano intenta cercenarla ó deformarla, derrumbándole sus aislados absurdos con un simple desperezo; y por eso la piedad, y sólo la piedad, conciencia y sentimiento de su plena integración, al concederles desde la armónica fusión de todos ellos su armónico valor á cada uno, será la fuerza, que en lo porvenir rectifique el tremendo error de los que, á su vez rectificando á Dios, creen que no se pueda amar á Dios amando al mundo en los altares de la Vida; será la fuerza que rectifique el tremendo error de los que no pueden creer que la humana vida sea una cosa divina de carne y alma que debemos adorar como el único bien recibido del Dios que quiso crearla así para el reino de la Tierra, pedazo ó estrella más de su infinito reino de estrellas, de su infinito reino de amor del Universo..., y será la fuerza, en fin, que rectificando el terrible error de los que al obedecer á la Naturaleza en su ley de lucha no aciertan á verla otra finalidad que la ferocidad y la destrucción, le dé á la lucha el sentido racional del triunfo, el sentido racional del gozo de lo conquistado noblemente. ¿A qué ni para quiénes, si no, triunfos ni máquinas, ni sabidurías, ni civilización, si lejos de subordinarse al dominio soberano del hombre que los crea hubiesen eternamente de servir para su muerte...? Sí, sí, ¡oh, sí Rocío...! Luchó ya demás la Humanidad, tiene ya sobradas máquinas, sobrados medios para constituirse inteligentemente en el gozo de la victoria de sí misma, definitiva, garantizándola en su reinado absoluto del cielo de la tierra contra toda clase de barbaries, y á la civilización de la mecánica, que nos concedió tantos prodigios, le falta solamente completarse con la civilización del corazón. Ceda un poco por todas partes la inteligencia en su manía de los talleres, de las fábricas, de los fríos gabinetes de los sabios, de la yerta pequeñez cerrada de los templos, de donde sale el odio porque se adoran imágenes del hombre en vez de adorar al Alma Universal en el misterio de la sagrada inmensidad de la creación; caiga al altar del corazón, á la beldad de la mujer, tan excelsa que la propia inteligencia no supo encontrarles otras formas á Venus y á María..., y en las entrañas mismas de la carne, que dicen que es bestialidad y sensualidad, hará nacer la piedad, y por todas partes, también, y en todos, como en nosotros, porque supimos besarnos con fervor igual en la frente y en la boca, surgirá la piedad, que no es más que el amor tendido á la Humanidad entera desde las entrañas, y que más fuerte que todas las crueldades le impondrá al mundo alguna vez la religión divinamente humana de la Vida, que está tan bella, en tus labios y en tu frente!

Con la impetuosa gratitud de cuanto ha sabido revelarme voy á besarla de nuevo la frente y los labios, y es la diosa de carne de ilusión, es mi Venus idealizada por los místicos fulgores de María, la que se anticipa á lanzarse á mí en tal triunfo de abrazos y de besos... que Mary se despierta.

Se despierta; Mary se despierta.

—¡Rocío!... ¡Emma, Emma!—la oímos.

Corremos á ella. La vemos incorporarse.

Está salvada.

Con la inconsciencia de los sombríos limbos del no ser, de donde surge, mira alrededor y llora, al fin, cuando Emma, que acude rápida de la contigua habitación, arrójase á sus brazos llorando pena y alegría. Rocío, llorando, abrázase á las dos. Lloro también, tendiendo un brazo sobre el grupo de piedad que forman las tres bellísimas criaturas, la que ha sido mi salvación con su amor de carne y alma y las que con su amor del alma herido por la falta del padre serán para nuestro amor y para siempre dos hijas ó dos hermanas más..., y en tanto que Rocío ahogada de sollozos se lo afirma así á la pobre Mary mitigándola la sensación de abandono en que habríala dejado el mundo..., para llorar más mis ternuras me alejo nuevamente al mirador.

Lágrimas que siguen fluyendo de mi ser arrancadas por la paz augusta de la noche que allá lejos turban los sacrilegios de la guerra y por este grupo cuyo santo amor ni todas las ferocidades juntas han podido destruír.

Lloran, lloran los corazones del bello grupo de piedad, y yo pienso que sólo ella, la PIEDAD, tan grande y tan fuerte en nosotros y fuera de nosotros, que ni la guerra con la ley de lo feroz logra aniquilarla; tan grande y tan fuerte que al huracán de la guerra se hunden murallas y pueblos y templos, y ella persiste; tan grande y tan fuerte y tan exaltada bajo el turbión de lo horroroso..., que irá á ser la única ley que, restando incólume y perenne cuando la guerra agotada por la violencia de sí propia deje al mundo entre el destrozo de sus frágiles y viejas inconexas leyes religiosas y sociales, en nombre del corazón se bastará á imponerle al mundo la religión divinamente humana del Amor, la eterna religión divinamente humana de la Vida.

Armonizada la Vida, civilizado el corazón (que es lo que le falta que civilizar á tanta civilización de muerte y odio en torno suyo), la Vida, en el paraíso eterno de la tierra, tal que en nuestro pequeño paraíso va venciendo el ímpetu salvaje que aquí disperso con uñas y con dientes sobre la rústica inocencia se llama unas veces ignorancia y otras caciquismo, vencerá el ímpetu salvaje que oculto unas veces bajo la cultura mundial se llama inmoralidad, se llama crimen, se llama hipocresía, y otras veces descarada y oficialmente bien organizado de superdreadnoughts y de cañones, se llama imperialismo.

¡Oh! ¡Imperialismo! ¡Caciquismo...! Diese igual si aún aquél no fuera más salvaje porque tiene más medios para serlo.

Pero... ¡qué importa!

La Vida os creó para su triunfo, y yo, al fin, sí sé por qué á vosotros, que con vuestro ciego horror de amor creasteis las piedades, la Vida os matará.

 

FIN DE LA NOVELA

 

Villa Luisiana.—Ciudad Lineal.—Madrid, 1916.


Publicado el 14 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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