Una vÃspera de Año Nuevo, hace unos cuarenta años, el padre Vicentio, que venÃa de la Misión Dolores, seguÃa lentamente su camino a través de las arenosas colinas. Cuando trepaba por la cresta más elevada, cerca de la Misión Creek, su ancha y luminosa faz podÃa confundirse fácilmente con la benéfica imagen de la luna saliente: tan blanda era su sonrisa y tan indefinidas sus facciones. Era el padre Vicentio hombre de notable reputación y carácter, su ministerio en la Misión de San José habÃa sido recibido con cordialidad y unción; los salvajes, de corta inteligencia, le adoraban, y habÃa logrado imprimir su individualidad entre ellos con tal firmeza, que, según se decÃa, los niños tenÃan un milagroso parecido con él.
Cuando llegó el santo sacerdote a la parte más solitaria del camino, espoleó a su mula para acelerar el paso al que el obediente animal se habÃa acostumbrado durante su larga experiencia de los hábitos de su amo. Aquella localidad tenÃa mala fama. Con frecuencia se veÃan marineros —desertores de barcos balleneros— que se ocultaban en los suburbios de la ciudad, pues los espesos matorrales y los troncos de robles caÃdos en tierra, que por todas partes interrumpÃan la marcha, eran propicios para servir de cómodo escondrijo en caso de alguna desesperada huida. Además de estos obstáculos materiales, se decÃa que el Diablo, cuya hostilidad hacia la Iglesia era bien conocida, a veces frecuentaba las proximidades de la población en la figura de un ballenero espectral que habÃa encontrado la muerte, en una jarana con abundante vino, en la mano de un compañero. El espÃritu de este infeliz marinero era visto frecuentemente sentado sobre la colina, a la hora del crepúsculo vespertino, empuñando su arma favorita y con un cubo lleno de cuerdas, en acecho de algún viajero retrasado sobre quien ejercitar su destreza profesional.
Se cuenta que el buen padre José MarÃa, de la Misión Dolores, habÃ