Cuentos de Canterbury

Geoffrey Chaucer


Cuento


SECCIÓN PRIMERA
1. PRÓLOGO GENERAL
2. EL CUENTO DEL CABALLERO
3. DIÁLOGO ENTRE EL ANFITRIÓN Y EL MOLINERO
4. EL CUENTO DEL MOLINERO
5. PRÓLOGO AL CUENTO DEL ADMINISTRADOR
6. EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR
7. PRÓLOGO AL CUENTO DEL COCINERO
8. EL CUENTO DEL COCINERO
SECCIÓN SEGUNDA
1. PALABRAS DEL ANFITRIÓN AL GRUPO
2. PRÓLOGO DEL MAGISTRADO
3. EL CUENTO DEL MAGISTRADO
4. EPÍLOGO
SECCIÓN TERCERA
1. PRÓLOGO DE LA COMADRE DE BATH
2. LA DISPUTA ENTRE EL FRAILE Y EL ALGUACIL
3. EL CUENTO DE LA COMADRE DE BATH
4. PRÓLOGO DEL FRAILE
5. EL CUENTO DEL FRAILE
6. PROLOGO DEL ALGUACIL
7. EL CUENTO DEL ALGUACIL
SECCIÓN CUARTA
1. PRÓLOGO DEL ERUDITO
2. EL CUENTO DEL ERUDITO
3. PRÓLOGO DEL MERCADER
4. EL CUENTO DEL MERCADER
5. EPÍLOGO
SECCIÓN QUINTA
1. PRÓLOGO DEL ESCUDERO
2. EL CUENTO DEL ESCUDERO
3. LO QUE EL TERRATENIENTE DIJO AL ESCUDERO Y EL ANFITRIÓN AL PRIMERO
4. PRÓLOGO DEL TERRATENIENTE
5. EL CUENTO DEL TERRATENIENTE
SECCIÓN SEXTA
1. EL CUENTO DEL DOCTOR EN MEDICINA
2. PALABRAS DEL ANFITRIÓN AL MÉDICO Y AL BULERO
3. PRÓLOGO DEL BULERO
4. EL CUENTO DEL BULERO
SECCIÓN SÉPTIMA
1. EL CUENTO DEL MARINO
2. SIGUEN LAS ALEGRES PALABRAS ENTRE EL ANFITRIÓN, EL MARINO Y LA PRIORA
3. PRÓLOGO AL CUENTO DE LA PRIORA
4. EL CUENTO DE LA PRIORA
5. LAS ALEGRES PALABRAS ENTRE EL HOSPEDERO Y CHAUCER
6. EL CUENTO DE SIR TOPACIO
7. INTERRUPCIÓN
8. EL CUENTO DE MELIBEO
9. LAS ALEGRES PALABRAS ENTRE EL ANFITRIÓN Y EL MONJE
10. EL CUENTO DEL MONJE
11. PRÓLOGO DEL CAPELLÁN DE MONJAS
12. EL CUENTO DEL CAPELLÁN DE MONJAS
13. EPÍLOGO AL CUENTO DEL CAPELLÁN DE MONJAS
SECCIÓN OCTAVA
1. PRÓLOGO DE LA SEGUNDA MONJA
2. EL CUENTO DE LA SEGUNDA MONJA
3. EL PRÓLOGO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO
4. EL CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO
SECCIÓN NOVENA
1. PRÓLOGO DEL INTENDENTE
2. EL CUENTO DEL INTENDENTE
SECCIÓN DÉCIMA
1. PRÓLOGO DEL PÁRROCO1
2. EL CUENTO DEL PÁRROCO
3. LA DESPEDIDA DEL AUTOR

SECCIÓN PRIMERA

1. PRÓLOGO GENERAL

Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la flor; el delicado aliento de Céfiro ha avivado en los bosques y campos los tiernos retoños y el joven sol ha recorrido la mi­tad de su camino en el signo de Aries; las avecillas, que duer­men toda la noche con los ojos abiertos, han comenzado a trinar, pues la Naturaleza les despierta los instintos. En esta época la gente siente el ansia de peregrinar, y los piadosos viajeros desean visitar tierras y distantes santuarios en países extranjeros; especialmente desde los lugares más recónditos de los condados ingleses llegan a Canterbury para visitar al bienaventurado y santo mártir que les ayudó cuando esta­ban enfermos.

Un día, por aquellas fechas del año, a la posada de «El Ta­bardo», de Southwark, en donde me alojaba dispuesto a emprender mi devota peregrinación a Canterbury, llegó al anochecer un grupo de 29 personas. Pertenecían a diversos esta­mentos, se habían reunido por casualidad, e iban de camino hacia Canterbury.

Las habitaciones y establos eran cómodos y todos recibi­mos el cuidado más esmerado. En resumen, a la puesta del sol ya había conversado con todos ellos y me habían acepta­do en el grupo. Acordamos levantarnos pronto para empren­der el viaje como les voy a contar.

Sin embargo, creo conveniente, antes de proseguir la his­toria, describir, mientras tengo tiempo y ocasión, cómo era cada uno de ellos según yo los veía, quiénes eran, de qué cla­se social y cómo iban vestidos. Empezaré por el Caballero.

El Caballero era un hombre distinguido. Desde los inicios de su carrera había amado la caballería, la lealtad, honorabi­lidad, generosidad y buenos modales. Había luchado con bravura al servicio de su rey. Además había viajado más le­jos que la mayoría de los hombres de tierras paganas y cris­tianas. En todas partes se le honraba por su bravura. Había estado en la caída de Alejandría. Casi siempre se le otorgó el lugar de honor con preeminencia a los caballeros de todas las otras naciones cuando estuvo en Prusia. Ningún otro caba­llero cristiano de su categoría había participado más veces en las incursiones por Lituania y Rusia. También había interve­nido en el sitio de Algeciras en Granada, luchado en Benma­rin y tomado Ayar y Atalia, y en expediciones por el Medi­terráneo oriental. Había sobrevivido a 15 mortíferas batallas y entablado combate en Trasimeno para defender la fe en tres torneos, y siempre había dado muerte a su rival. Este dis­tinguido Caballero había asistido al rey de Palacia en sus lu­chas contra un enemigo pagano en Turquía. Y siempre con­siguió una gran reputación. Aunque sobresalía, era prudente y se comportaba con la modestia de una doncella. Nunca se dirigió con descortesía a nadie. A decir verdad, era un perfec­to caballero. Por lo que respecta a su apariencia, sus montu­ras eran excelentes, pero no llevaba vestidos llamativos. Ves­tía un sobretodo de algodón grueso marcado con el orín de su cota de mallas. Acababa de llegar de sus expediciones y se disponía a peregrinar.

Le acompañaba su hijo, que era un joven Escudero, apren­diz de Caballero y enamoradizo, de rizados cabellos como si se acabara de quitar los rulos. Frisaría, al parecer los veinte años. Era de mediana estatura, lleno de vida y fortaleza. Ha­bía intervenido en salidas de caballería en Flandes, Artois y Picardía. En tan poco tiempo se había comportado excelen­temente y esperaba obtener el favor de su dama. Iba adoma­do como pradera repleta de frescas flores, rojas y blancas. Todo el día tocaba la flauta o cantaba y era alegre como el mes de mayo. Su túnica, corta y de anchas y largas mangas.

Era un buen jinete y sabía dominar a su montura. Podía componer la música y la letra de sus canciones, lidiar en tor­neos, bailar, dibujar bien y escribir. Era un amante tan apasionado, que de noche no dormía más que un ruiseñor. Era cortés, modesto, servicial y corta­ba la carne para su padre en las comidas.

El Asistente era el único criado que acompañaba al Caba­llero en aquella ocasión: así lo había querido. Iba vestido de verde —jubón y capucha—, con un haz de agudas flechas rematadas con plumas brillantes de pavo real que llevaba a mano en bandolera. Preparaba, como el mejor, todos los apa­rejos de su grado: sus flechas nunca dejaban de alcanzar el blanco por no tener las plumas bien dispuestas.

En la mano llevaba un potente arco. Su tez era morena, su cabello cortado a cepillo y era hábil en todo lo relacionado con el trabajo de la madera. Llevaba el brazo protegido por una pieza de cuero, y a un costado, la espada y el escudo; al otro, una daga de buena montura, aguda como la punta de una espada; sobre el pecho, una medalla de San Cristóbal de plata brillante. De un cinturón verde, en bandolera, le colga­ba el cuerno. Era un verdadero hombre de los bosques

También había una Monja, una Priora que sonreía de modo natural y sosegado; su mayor juramento era: «¡Por San Eligio!». Se llamaba señora Eglantine. Cantaba bonitamen­te las horas litúrgicas, pero entonadas con voz nasal. Habla­ba un francés bueno y elegante, según la escuela de Strafford at Bow, porque desconocía el francés de París .

En la mesa mostraba en todo sus buenos modales. De su boca nunca caía migaja alguna o se humedecían sus dedos por meterlos codiciosamente en la salsa. Cuando se llevaba la comida a la boca tenía cuidado en no derramar gota alguna sobre su toca. Mostraba gran interés por los buenos modales. Se secaba el labio superior con tanto cuidado, que no dejaba la más mínima señal de grasa en el borde de su copa después de haber bebido. Al comer tomaba los alimentos con delica­deza. Era muy alegre, agradable y amistosa. Se esforzaba en imitar la conducta cortesana y cultivar un porte digno, de for­ma que se le considerase persona merecedora de respeto.

Era tan sensible y de corazón tan delicado y lleno de com­pasión que lloraba si veía a un ratón atrapado, sobre todo si sangraba o estaba muerto. Cuidaba unos perrillos, a los que alimentaba con carne frita, leche y pan de la mejor calidad. Si uno de ellos moría o alguien cogía un palo amenazándo­los, lloraba amargamente. Era todo sensibilidad y ternura de corazón. Llevaba su toca adecuadamente plegada. Su nariz estaba bien formada; sus ojos eran grises como el vidrio; su boca, pequeña, pero suave y roja. Su frente, sin embargo, era amplia; posiblemente tendría un palmo de amplitud. A decir verdad, estaba bastante desarrollada.

Sus vestidos eran, a mi entender, elegantes. Llevaba en el brazo un rosario de pequeñas cuentas de coral, intercaladas con otras grandes y verdes; de él colgaba un broche dorado y brillante que tenía escrita una A coronada y debajo el lema: Amor vincit omnia.

Como secretaria y ayudante le acompañaba otra Monja, su capellán y tres sacerdotes. Se hallaba también un Monje de buen aspecto, adminis­trador de las posesiones del convento y amante de la caza; un hombre cabal con cualidades más que sobradas para con­vertirse en abad. Guardaba muchos y hermosos caballos en el establo. Mientras cabalgaba, se podía escuchar a pleno viento silbante el tintineo de las campanitas con la misma claridad y fuerza que el de la campana de la capilla del con­vento filial del que era prior. Como la regla de San Mauro o de San Benito le resultaba anticuada y demasiado estricta a este monje, descuidaba las normas pasadas de moda y se guiaba por otras más modernas y mundanas.

Le importaba un comino el texto en donde se afirmaba que los cazadores no pueden ser santos; o que monje que no guar­de la clausura, o sea, monje fuera del convento, es como un pez fuera del agua; para él todo esto eran tortas y pan pintado.

Su opinión me parecía correcta. ¿Por qué debía estudiar y malgastar su talento en libros de convento, o dedicarse al tra­bajo manual y trabajar como lo ordenó San Agustín? Que se quede Agustín con su trabajo manual. Por eso era un cazador empedernido de a caballo. Poseía podencos veloces como pájaros. Todo su placer consistía en perseguir y cazar liebres, sin reparar en gastos.

Vi que sus bocamangas estaban ribeteadas con pieles, gri­ses y costosas, las mejores del país. Le sujetaba la capucha un broche labrado en oro, rematado con un complicado lazo por debajo de la barbilla. Tenía una calva brillante como bola de cristal, al igual que la cara; parecía que la hubieran ungi­do. Estaba rechoncho y gordinflón.

Sus ojos, saltones e inquietos, relampagueaban como as­cuas bajo el caldero. Llevaba unas botas flexibles y su caballo era perfecto. Más parecía un vistoso prelado que un ajado es­píritu. Su plato favorito era el pavo cebado rustido. Su mon­tura, de color castaño bayo.

Nos acompañaba también un Fraile mendicante, un festivo y alegre distrital de aspecto solemne. No existía en las cuatro Ordenes mendicantes nadie que le superase en adulación y chismorreo. Había financiado el matrimonio de muchas jóve­nes. Era una firme columna de su Orden. Se le tenía en gran consideración y recibía el trato familiar de los hacendados de toda la zona, así como de las señoras ricas de la ciudad. Tenía más poder de absolución que un simple párroco: era licencia­do de su Ordene. Escuchaba las confesiones con dulzura y ab­solvía con gusto, si estaba seguro de obtener un buen rancho. La generosidad con una Orden mendicante era, para él, la me­jor señal de una buena confesión. Ante la dádiva se vanagloria­ba de conocer el arrepentimiento de un hombre. A tanto llega la dureza de corazón, que mucha gente, aun con remordi­miento sincero, no puede llorar. Por consiguiente, las oracio­nes y lágrimas pueden ser sustituidas por la entrega de dinero a los pobres frailes. Llevaba siempre la capucha cargada de cu­chillos y agujas para hermosas mujeres.

¡Qué agradable era su voz! Podía cantar y tocar el violín a la perfección y entonaba las baladas como el mejor. Su cuello, blanco como un lirio, escondía la fortaleza de un luchador. Conocía las tabernas, posaderos y mozas de mesón mejor que a los leprosos y mendigos. No resultaba adecuado a un hom­bre de tan distinguida posición alternar con enfermos leprosos ni era conveniente ni lucrativo tratar con semejante puma; pero sí con mercaderes y acomodados. Por esto ofrecía humil­de y amablemente sus servicios allí donde podía sacar tajada.

Era el más capacitado de todos y el más efectivo mendi­cante de su comunidad. Pagaba una cantidad fija por tener el territorio donde mendigaba; ningún miembro de su fratemi­dad «trabajaba» furtivamente en sus dominios.

Aunque se topara con una viuda sin zapatos, tan persuasi­vo resultaba su In Principio, que siempre obtenía alguna pe­queña dádiva antes de partir. Lo que recogía superaba con creces a sus ingresos legales.

En los días en que había que arreglar querellas domésticas era de gran ayuda. Tenía aspecto de maestro o Papa, no el de un monje con hábito raído como de estudiante.

Su capa era doble, redonda como campana recién salida del molde. Tartamudeaba un tanto, con cierto amaneramien­to para hacer su inglés más atractivo. Cuando tocaba el arpa y terminaba su canción le brillaban los ojos bajo las cejas como estrellas en noche de helada. Este singular fraile se ape­llidaba Hubert.

Había también un Mercader de barba partida, de vestido multicolor, montado en silla elevada, botas con hermosas y limpias hebillas. Sobre la cabeza, un sombrero flamenco de castor. Hablaba con engolamiento de los numerosos benefi­cios que obtenía. Deseaba que los mares entre Middleburg y Orwell quedaran navegables a cualquier precio.

Era un experto en el cambio de escudos. Este distinguido mercader utilizaba su cerebro en provecho propio. Todos ig­noraban que estaba adeudado (tan dignamente ejecutaba sus transacciones y peticiones de crédito). Era un personaje nota­ble, pero, en verdad, no recuerdo su nombre.

También estaba un Erudito de Oxford que llevaba largo tiempo estudiando lógica. Su caballo era delgado como un poste y os aseguro que él no estaba más gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa corta muy raída. No había encontrado todavía subvención y era demasiado poco mundano para ejercer un empleo.

Prefería tener en la cabecera de su cama los 20 libros de Aristóteles encuadernados en negro o en rojo que vestidos lujosos, el violín y el salterio. A pesar de toda su sabiduría, guardaba poco dinero en su cofre. Gastaba en libros y erudi­ción todo lo que podía conseguir de sus amigos, y en pago rezaba activamente por las almas de los que le facilitaban di­nero para proseguir su formación. Dedicaba la máxima aten­ción y cuidado al estudio.

Nunca pronunciaba palabras innecesarias y hablaba siem­pre con circunspección, brevedad y concisión, y selecto vo­cabulario. Sus palabras impulsaban hacia las virtudes mora­les. Disfrutaba estudiando y enseñando.

No faltaba también un Magistrado, prudente y habilido­so, que frecuentaba los porches, y era muy conocido, dis­creto y distinguido; o al menos así lo parecía; sus palabras re­zumaban sabiduría. Había actuado como juez en los proce­sos por real decreto y tenía jurisdicción plena para enjuiciar todos los casos; por su saber y reputación se había hecho acreedor a muchos regalos y vestidos. Nunca compró nadie propiedades por tan poco; los asuntos más embrollados los clarificaba y dejaba libres de carga.

Era el más ocupado de los mortales y, sin embargo, toda­vía lo parecía más de lo que en realidad lo estaba. Conocía todos los casos legales y decisiones que se habían dictamina­do en los procesos desde los tiempos de Guillermo el Con­quistador. Se sabía las leyes de memoria.

Integraba también el grupo un Terrateniente, de barba blanca como pétalos de margarita. Era de temperamento san guíneo. Por las mañanas le apetecía pan remojado en vino.

Si Epicuro sostenía que la plenitud de la felicidad consistía en el deleite perfecto, nuestro terrateniente era verdadero hijo suyo. En su casa ejercía la hospitalidad en sumo grado. Era el San Julián de su comarca. Su pan y cerveza poseían una calidad exquisita. Su bodega estaba repleta de vinos se­lectos. La despensa rebosaba de tortas, pescados, carne... Inundaba la casa de alimentos y bebidas con todos los refi­namientos que imaginarse puedan y variaba los platos y co­midas de acuerdo con las distintas estaciones del año.

Poseía muchas perdices, bien criadas, en pequeñas jaulas, así como peces de agua dulce, brecas y lucios, en un estan­que. ¡Ay del cocinero si no condimentaba la salsa fuerte y pi­cante y no estaba preparado para cualquier contingencia! Su comedor siempre se hallaba dispuesto a acoger posibles co­mensales.

Presidía frecuentemente las sesiones de los jueces de paz y a menudo había sido elegido representante por su conda­do. De su cinto colgaba una pequeña daga y una bolsa blanca cual leche recién ordeñada. Había desempeñado tam­bién el cargo de sheriffy de supervisor en el pago de impues­tos. En resumen, era un respetabilísimo terrateniente.

Entre los demás se hallaban un Mercero, un Carpintero, un Tejedor, un Teñidor y un Tapicero, todos ataviados con li­brea uniforme, perteneciente a un gremio poderoso y honorable. Su atuendo era nuevo y recién repasado; sus dagas no terminaban en latón, sino que estaban delicadamente mon­tadas con plata forjada cincelada, haciendo juego con sus cinturones y bolsas. Cada uno parecía un auténtico ciuda­dano de burgo, digno de tener un lugar en el estrado de la casa consistorial y su capacidad y buen juicio, aparte de sufi­cientes posesiones e ingresos, para ostentar el cargo de conce­jal. Para esto todos ellos contarían con el entusiasta asenti­miento de sus esposas —de lo contrario, dichas señoras me­recerían total reprobación. Pues resulta muy agradable ser llamada «Doña» y desfilar en primer lugar en las fiestas de la iglesia y que le lleven a una el manto con gran pompa. Habían llevado con ellos, para tal ocasión, a un Cocinero que se quedaba solo cuando hervía pollo con huesos de tuétano, sazonándolo con pimienta y especias. ¡Y lo bien que conocía el sabor de la cerveza de Londres!. Sabía asar, freír, hervir, tostar, hacer guisos y repostería. Pero era una verdadera lástima que tuviera una supurante úlcera en la espinilla, o al menos así pensaba yo, pues hacía budín de arroz condi­mentado con salsa blanca con los ejemplares de pollo más selectos.

Se encontraba, además, en el grupo un Marino que vivía en la parte occidental del país; me imagino que procedía de Dartmouth. Cabalgaba lo mejor que podía, montado so­bre un caballo de granja y vestía una túnica de basta sarga que le llegaba a las rodillas. Bajo el brazo llevaba una daga colgada de una correa que le rodeaba el cuello. El cálido ve­rano había tostado su piel; era todo un pillastre, capaz de echarse al coleto cualquier cantidad de vino de Burdeos mientras los mercaderes dormían. No tenía escrúpulos de ningún género: si luchaba y vencía, arrojaba a sus prisione­ros por la borda y les enviaba a casa por mar, procedieran de donde fuera. Desde Hull a Cartagena no había quien le igualara en conocimientos marinos para calcular mareas, co­rrientes y calibrar los peligros que le rodeaban; o en su expe­riencia de puertos, navegación y cambios de la Luna. Era un aventurero intrépido y astuto; su barba había recibido el azote de muchas tormentas y galemas. Conocía todos los puertos existentes entre Gottland (Suecia) y el cabo Finiste­rre y todas las ensenadas de Bretaña y España. Su barco se llamaba Magdalena.

Nos acompañaba un Doctor en Medicina. No tenía rival en cuestiones de medicina y cirugía, pues poseía buenos fundamentos en astrología. Estos conocimientos le permitían elegir la hora más conveniente para administrar remedios a sus pacientes; y tenía gran destreza en calcular el momento más propicio para fabricar talismanes para sus clientes. Sa­bía diagnosticar toda suerte de enfermedades y decir qué or­gano o cuál de los cuatro humores —el caliente, el frío, el húmedo o el seco— era el culpable de la dolencia. Era un médico modelo. Tan pronto como descubría el origen de la perturbación, daba allí mismo al enfermo la medicina corres­pondiente, pues tenía sus farmacéuticos a mano para suministrarle drogas y jarabes. De este modo cada uno actuaba en beneficio del otro —su asociación no era reciente. El Doctor estaba muy versado en los autores antiguos de la clase médi­ca: Esculapio, Dioscóndes, Rufo, Hall, Galeno, Serapio, Rhazes, Avicena, Averroes, Damasceno, Constantino, Ber­nardo, Gaddesden y Gilbert. Era moderado para su propia dieta: no contenía nada superfluo, sino sólo lo que era nutri­tivo y digestivo. Raramente se le veía con la Biblia en las ma­nos. Vestía ropajes de color rojo sangre y azul grisáceo, forrados de seda y tafetán; sin embargo, no era ningún manirro­to, sino que ahorraba todo lo que ganaba gracias a la peste. En la medicina, el oro es un gran reconstituyente; y por eso le tenía un afecto especial.

Entre nosotros se hallaba una digna Comadre que proce­día de las cercanías de la ciudad cle Bath; por desgracia, era un poco sorda. Tejiendo telas llegaba a superar incluso a los famosos tejedores de Ypres y Gante. Ninguna mujer de su pa­rroquia osaba adelantársele cuando se dirigía al ofertorio; pues si alguna se atrevía, se enojaba hasta perder los estribos. Sus pañuelos eran del más fino lienzo; y me atrevo a decir que el que llevaba los domingos sobre la cabeza pesaba diez libras. Sus medias eran del más hermoso color escarlata y las llevaba tensas; calzaba relucientes zapatos nuevos; su rostro era bello; su expresión, altanera, y su talante, gracioso. Toda su vida había sido una mujer respetable. Se había casado consecutivamente por la Iglesia con cinco maridos, sin con­tar sus varios amores de juventud, de los que no es preciso hablar ahora. Había visitado Jerusalén tres veces y cruzado muchísimos ríos del extranjero; había estado en Roma, en Boulogne, en la catedral de Santiago de Compostela y en Colonia, por lo que sabía muchísimo de viajes. Por cierto que tenía los dientes separados. Montaba cómodamente a lomos de un caballo cansino y cubría su cabeza con una toca y un sombrero que más parecía un escudo o coraza. Una fal­da exterior cubría sus anchas caderas, mientras que en sus ta­lones llevaba un par de puntiagudas espuelas. Cuando tenía compañía, reía con sonoras carcajadas. Sin duda conocía to­dos los remedios para el amor, pues en ese juego había sido maestra.

Nos acompañaba también un hombre religioso y bueno, Párroco de una ciudad, pobre en dinero, pero rico en santas obras y pensamientos. Era, además, hombre culto, un erudi­to que predicaba la verdad del Evangelio de Jesucristo y en­señaba con devoción a sus feligreses. De carácter apacible y bonachón, buen trabajador y paciente en la adversidad —pues había estado sometido con frecuencia a duras prue­bas—, se sentía reacio a excomulgar a los que dejaban de pagar el diezmo. A decir verdad, solía repartir entre los po­bres de su parroquia lo que le habían dado los ricos, o lo que tenía de su propio peculio, pues se las arreglaba para vivir con muy poco. A pesar de regentar una parroquia extensa, con pocas casas y muy distantes entre sí, ni la lluvia ni el trueno, ni la enfermedad ni el infortunio le impedían ir a pie, con la vara en la mano, a visitar a sus feligreses más alejados, tanto si eran de alta alcurnia como de baja condición. A su grey le daba el hermoso ejemplo de practicar, luego predicar. Era un precepto que había sacado del Evangelio, al que aña­día este proverbio: «Si el oro puede oxidarse, ¿qué es lo que hará el hierro?» Pues si el cura en el que confiamos está co­rrompido, nadie debe maravillarse de que el hombre corrien­te se corrompa también. ¡Que tomen nota los sacerdotes! ¿No es una vergüenza que el pastor se halle cubierto de es­tiércol mientras sus ovejas están limpias?

Al sacerdote corresponde dar ejemplo a su rebaño con una vida pura y sin mácula. Él no era de los que recogían su be­neficio y dejaban a las ovejas revolcándose en el fango mien­tras coman a la catedral de San Pablo en Londres en pos de una vida fácil, como una chantría, en la que, les pagaran para cantar misas por el alma de los difuntos, o una capellanía en uno de los gremios, sino de los que permanecían en casa vi­gilantes sobre su rebaño para que el lobo no le hiciese daño. Era un pastor de ovejas, no un sacerdote mercenano. Pero, a pesar de su virtud, no despreciaba al pecador. Su forma de hablar no era ni distante ni severa; al revés, se mostraba con­siderado y benigno al impartir sus enseñanzas. Se esforzaba en ganar adeptos para el cielo mediante el ejemplo de una vida modélica. Sin embargo, si alguien —sin importarle su rango— se empeñaba en ser obstinado, jamás dudaba en propinarle una severa amonestación. Me atrevería a decir que no existe en parte alguna mejor sacerdote. Nunca busca­ba ser objeto de ceremonias o de especial deferencia, y su conciencia no era excesivamente escrupulosa. Enseñaba, es verdad, el Evangelio de Jesucristo y sus doce Apóstoles; pero él era el primero en cumplirlo al pie de la letra.

Venía con él su hermano, un Labrador. ¡La de cargas de es­tiércol que había llevado en el carro este buen y fiel trabaja­dor! Vivía en paz y armonía con todos. En primer lugar, amaba a Dios con todo su corazón, tanto en los buenos tiempos como en los malos; luego amaba a su prójimo como a sí Mismo. Trillaba, cavaba y abría zanjas y, por amor a Jesucristo, cuando sus caudales se lo permitían, hacía lo mismo para cualquier persona pobre sin percibir emolumento alguno. Pagaba el justo diezmo, tanto por sus cosechas como por el au­mento de su ganado, sin escatimar nada. Cabalgaba humilde­mente sobre una yegua y vestía una holgada camisa de labriego.

Por último, había un Administrador, un Molinero, un Al­guacil, un Bulero, un Intendente y, el último de todos, yo. El Molinero era un sujeto alto y fornido, de osamenta grande y poderosos músculos que utilizaba a las mil maravi­llas en las justas de lucha de un extremo al otro del país, pues se llevaba el premio en cada una de ellas. Era rechoncho, cuadrado y musculoso; no había puerta que no pudiera sacar de sus goznes o derribarla embistiéndola con la cabeza. Su bar­ba era pelirroja como el pelaje de una zorra o las cerdas de una marrana, y por su anchura, semejante a una azada. En el lado derecho de la punta de la nariz tenía una verruga de la que surgía un penacho de pelos rojos parecidos a las cerdas de la oreja de un puerco. Sus fosas nasales eran inmensas y negras. En bandolera ceñía espada y escudo. Tenía una boca­za ancha como la puerta de un horno y su hablar era general­mente obsceno y picante. Contaba chistes irreverentes y era todo un parlanchían goliárdico. Y hay que ver lo bien que se sabía todos los trucos de su oficio, como sisar grano y co­brar tres veces el justo valor; sin embargo, era bastante hon­rado para ser molinero. Vestía una chaqueta blanca y una ca­peruza azul y nos sacó de la ciudad al son alegre de la gaita.

Otro personaje era Intendente de uno de los Colegios de Abogados, que podía haber servido de modelo a todos los proveedores por su astucia al comprar víveres; pues, tanto si pagaba al contado como si compraba a crédito, vigilaba los precios del momento, por lo que siempre era el primero en entrar y hacer una buena compra. Ahora bien, ¿no es nota­ble ejemplo de la gracia de Dios que el ingenio de un hom­bre sin educación, como éste, sobrepasase la sabiduría de un grupo de hombres cultos? Sus superiores eran más de trein­ta, y todos ellos eruditos y expertos en cuestiones legales. Ha­bía una docena de ellos en el Colegio capaces de manejar las rentas y las tierras de cualquier par de Inglaterra de modo que, a no ser que éste fuese un loco despilfarrador, podría vi­vir honorablemente y libre de deudas con sus ingresos, o, al menos, del modo sencillo que le gustase; capaces también de asesorar a todo un condado sobre cualquier pleito que pudie­ra surgir. A pesar de todo ello, este tal administrador podía engañar a todos ellos juntos.

Era un hombre delgado y colérico. Apuraba el afeitado de su barba al máximo y recortaba los cabellos alrededor de sus orejas dejándolos muy cortos; la parte superior de la cabeza la llevaba tundida por delante como si fuera la de un sacer­dote. Sus piernas, largas y escuálidas, parecían estacas; sus pantorrillas no se veían. Cuidaba hábilmente de las arcas y graneros; ningún interventor podía con él. Observando la se­quía y las precipitaciones de lluvia podía estimar con bastan­te precisión el rendimiento de sus semillas y granos. Todo el ganado de su dueño, tanto bovino como vacuno, porcino y caballar, la producción de leche y las aves de corral, estaban a cargo de este hombre, que había tenido que rendir cuentas desde que su amo cumplió los veinte años. Nadie podía de­mostrar que iba atrasado en los pagos. Estaba al corriente de todos los trucos y timos realizados por los administradores, vaqueros y trabajadores de la granja, por lo que le temían como a la peste. Residía en una bonita casa sombreada por frondosos árboles y circundada por un prado. Sabía comprar mejor que su dueño y había sido capaz de almacenar bienes secretamente. Era muy ducho en obsequiar a su amo con re­galos que ya le pertenecían, por lo que, al mismo tiempo que conseguía ganar su aprecio, obtenía el obsequio de un traje o una caperuza. De joven había aprendido un buen oficio en el que era muy diestro: el de carpintero. Montaba una robus­ta jaca de color gris, moteada, a la que llamaba «Escocesa». Vestía un largo gabán azul; de su cinto colgaba una espada herrumbrosa. Procedía de los alrededores de la ciudad de Bawdeswell, en Norfolk. Llevaba el gabán recogido con un ceñidor, al estilo de los frailes, y siempre era el que cerraba el cortejo cuando cabalgábamos.

En la posada, entre nosotros, había un Alguacil de menu­dos ojos y rostro encendido como el de un querubín, total­mente cubierto de granos. Era cachondo y lascivo como un gorrión. Los niños se asustaban de su cara con sus roñosas ce­jas negras y su escuálida barba. Ni el mercurio, el blanco de plomo, el azufre, el bórax, el albayalde, el crémor tártaro ni otros ungüentos que limpian y queman podían librarle de las blancas pústulas o de los botones granulentos que llenaban sus mejillas. Tenía una gran pasión por los ajos, cebollas y puerros y por beber un fuerte vino tinto, rojo como la san­gre de toro, que le hacía bramar y charlar como si estuviera chiflado; cuando estaba realmente borracho de vino no ha­blaba más que en latín. Sabía dos o tres términos legales que había aprendido de algún edicto, lo que no es de extrañar, puesto que oía latín durante todo el día, pues, como se sabe, cualquier individuo puede enseñar a un grajo a pronunciar wat igual que el mismísimo Papa. Sin embargo, si se hurga­ba más en él, se descubría que era poco profundo; todo lo que sabía hacer era repetir como un loro questio quid juns una y otra vez.

Era un tipo sinvergüenza y campechano, tan bueno como ustedes puedan imaginar. Por un litro escaso de vino permi­tía a cualquier camarada conservar su concubina durante un año y, además, le perdonaba. Además era muy capaz de se­ducir a una mujer. Si alguna vez hallaba a un tipo amartela­do con una chica, solía decirle que no se preocupara por la excomunión del Arcediano para tal caso, a menos que creye­ra que su bolsa se hallaba en el lugar de su alma, pues era pre­cisamente en la bolsa donde sería castigado. «Tu bolsa es el infierno del Arcediano», solía decir. Pero estoy seguro de que mentía como un bellaco; los culpables deben temer el signi­ficavit porque destruye el alma de la misma forma que la ab­solución la salva, y, por consiguiente, también debía estar al cuidado del mandato judicial que los metía en la cárcel. To­das las prostitutas jóvenes de la diócesis estaban enteramente bajo su dominio, puesto que era su confidente y único ase­sor y consejero. Este alguacil había colocado sobre su cabeza una guirnalda tan grande como las que cuelgan de las facha­das de las cervecerías. Llevaba un escudo redondo como una torta.

Con él cabalgaba un digno Bulero de Rouncival, su ami­go y compañero del alma, que había llegado directamente desde el Vaticano de Roma. Canturreaba en voz alta «Acérca­te, amor», mientras el alguacil entonaba la parte baja con mas estridencia que una trompeta. El cabello de este Bulero tenía el color amarillo cual la cera y lo llevaba lustroso y bri­llante como madeja de lino; los rizos le caían en pequeños grupos extendidos sobre sus hombros, en donde descansa­ban en forma de mechones finamente esparcidos. Se sentía más cómodo cuando andaba sin caperuza, que llevaba meti­da en un hato. Por el hecho de llevar el cabello suelto y sin cubrir, salvo por un pequeño solideo, pensaba estar a la últi­ma moda. Tenía unos grandes ojos saltones como los de un conejo. En la parte interior del solideo llevaba cosida una pe­queña reproducción del lienzo de la Verónica. Su cartera, que apoyaba en su regazo, iba llena a reventar de indulgen­cias, todavía calentitas, procedentes de Roma. Tenía una voz delgada como de cabra y su rostro no mostraba ni el menor vestigio de barba, que parecía no tener ganas de crecer; su cu­tis era tan fino como acabado de afeitar. Lo tomé por castra­do o invertido. Pero en cuanto a su profesión, desde Berwick a Ware no había bulero que le llegase a la suela del zapato, puesto que en su bolsa guardaba una funda de almohada que, según él decía, estaba hecha del velo de Nuestra Señora. Aseguraba poseer un fragmento de la vela de la barca perte­neciente a San Pedro cuando intentó caminar sobre las aguas y Jesucristo le sostuvo. Tenía una cruz de latón montada en guijarros y un relicario de vidrio lleno de huesos de cerdo. Sin embargo, cuando tropezaba con un pobre clérigo cam­pesino sabía hacer más dinero en un día con dichas reliquias que el clérigo en dos meses. Es decir, por medio de una des­carada adulación y un poco de pases y visajes se metía al clé­rigo y a su gente en el bolsillo. Si queremos ser justos con él, en la iglesia era, desde todos los puntos de vista, un buen eclesiástico. Leía a la perfección un pasaje o una parábola, pero sobresalía en el himno del ofertorio, porque después de haberlo cantado, consciente de que tenía que predicar, sabía muy bien cómo hacer soltar dinero a los fieles con su hablar meloso. Por eso siempre cantaba con gran fuerza y alegría.

Hasta aquí les he descrito a ustedes en pocas palabras la clase de gente, atuendo y número que formaba nuestro gru­po y la razón por la que se reunieron en esta excelente posa­da de Southwark, «El Tabardo», al lado mismo de «La Cam­pana». Ha llegado ya el momento de contarles la forma de comportarnos la noche en que llegamos a la posada; luego les hablaré de nuestro viaje y del resto del peregrinaje. Pero, en primer lugar, debo rogar a ustedes indulgencia en no atri­buirme falta de refinamiento si utilizo aquí un lenguaje sen­cillo al dar cuenta de su conversación y conducta y reproduz­co las palabras exactas que utilizaron. Pues ya saben ustedes tan bien como yo que quien repite una historia o un cuento que ha explicado otro, debe hacerlo reproduciendo con la máxima fidelidad posible las palabras que se le han confiado, por grosero o descuidado que sea su lenguaje; de otro modo debe falsificar el cuento o reinventarlo o encontrar nuevas palabras para relatarlo. Aunque el hombre sea su hermano, no debe contenerse sino utilizar las palabras que usó, cuales­quiera que fueren. En la Biblia, el lenguaje del propio Jesucristo es claro y directo; pero, como ustedes saben, esta con­dición no constituye ningún atentado al buen gusto. Ade­más, Platón dice (como cualquiera que le lea puede compro­bar por sí mismo): «Las palabras deben corresponder a la ac­ción». Por ello les ruego que me perdonen si en este relato no presto la debida atención al rango de las personas en el or­den en que debieran aparecer. No soy tan listo como ustedes podrían suponer.

Nuestro Anfitrión nos recibió con los brazos abiertos a to­dos y nos asignó inmediatamente lugares para la cena. Nos sirvió las mejores viandas; el vino era fuerte y nos apetecía beber. Era un individuo de aspecto sorprendente, un adecua­do maestro de ceremonias para cualquier sala. Era corpulen­to, de ojos saltones (no hay ciudadano en Cheapsides con mejor presencia que él), atrevido en el hablar, pero astuto y cortés; un hombre de cuerpo entero. Además era bastante bromista, puesto que, después de cenar, cuando habíamos pagado cada uno la cuenta, empezó a hablar de proporcio­narnos diversión, diciendo:

—Damas y caballeros: bienvenidos. Les doy mi palabra de que no miento si afirmo que no he visto compañía más agra­dable bajo mi techo en lo que va de año. Si supieran cómo me gustaría proporcionarles alguna diversión... Pero acaba de ocurrírseme un juego que les divertirá y no les va a costar ni un penique. Ustedes van a Canterbury. ¡Que tengan un buen viaje y que el santo mártir les recompense! Sin embar­go, pueden divertirse relatando cuentos durante el camino. No tiene sentido cabalgar mudos como estatuas. Por ello, tal como les acabo de decir, idearé un juego que les aporte algu­na diversión. Si les gusta, acepten unánimemente mi deci­sión y hagan lo que les indicaré cuando partan mañana. Les juro por el alma de mi padre que podrán cortarme la cabeza si no lo pasan bien. Ni una palabra más. ¡Levanten todos la mano!

No tardamos mucho en decidirnos. No vimos ventaja al­guna en discutir su propuesta, por lo que la aceptamos sin re­chistar y le rogamos que nos diese las órdenes pertinentes.

—Damas y caballeros —empezó el anfitrión—, háganse a sí mismos un favor y escuchen lo que voy a decir y no menos­precien mis palabras. En resumen, he ahí mi propuesta: cada uno de ustedes, para que el camino les parezca más corto, de­berá contar dos cuentos durante el viaje. Quiero decir, dos en la ida y dos en la vuelta. Cuentos del estilo de «érase una vez...». El que relate su historia mejor —con el argumento más edificante y divertido— será obsequiado con un banque­te a costa del resto del grupo, aquí, en esta posada y bajo este mismo techo, al regresar de Canterbury. Y para hacerlo más divertido, tendré mucho gusto en cabalgar junto a ustedes a mis propias expensas y en ser su guía. El que no se someta a mi decisión deberá pagar todos los gastos del trayecto. Aho­ra, si ustedes están de acuerdo, háganmelo saber enseguida, sin más dilación, y efectuaré los preparativos pertinentes.

Su propuesta fue aceptada. Alegremente le dimos palabra y le encarecimos que, tal como había manifestado, fuera nuestro guía, juez y árbitro de nuestros relatos y que dispusiera una cena a un precio fijo de antemano. Aceptamos ser gobernados por sus decisiones en todo, por lo que unánime­mente nos sometimos a su buen juicio. Entonces mandó a buscar más vino, y cuando nos lo hubimos bebido, nos fui­mos a la cama sin dilación.

A la mañana siguiente nuestro anfitrión se levantó al rom­per el alba, nos despertó y nos reunió a todos en grupo. Sali­mos cabalgando un poco más rápido que al paso, hasta que llegamos al abrevadero de Santo Tomáss, donde nuestro an­fitrión tiró de la brida de su caballo y dijo:

—Damas y caballeros, ¡atiendan, por favor! ¿Recuerdan lo que prometieron? Si en esta mañana persisten en la misma idea que tenían anoche, vamos a ver a quién le toca contar el primer cuento. El que se rebele contra mis disposiciones ten­drá que pagar todo lo que gastemos por el camino; de lo contrario, que nunca más beba ni una sola gota. Ahora, an­tes de proseguir, echemos suertes.

—Señor caballero —dijo él—, ¿quiere su señoría echar las suertes?, pues ésta es mi voluntad. Acérquese más, mi señora priora, y usted también, señor erudito; abandonen esa timi­dez y actitud comedida. ¡Todos a echar suertes!

Todos pusieron manos a la obra. Por cierto que, sea por ca­sualidad, destino o fatalidad, la verdad es que le tocó la chi­na al caballero, para deleite de todos. Por lo que ahora le co­rresponde a él relatar su historia, de acuerdo con lo estipula­do y según lo descrito. ¡¿Qué más puedo decir yo? Cuando el buen hombre vio cómo estaban las cosas, con gran sensatez cumplió la promesa que había hecho libremente, y dijo:

—Ya que me corresponde a mí iniciar el juego, así sea, ¡por Dios! y ¡bendita sea mi suerte! Ahora sigamos cabal­gando y escuchad lo que voy a decir.

Proseguimos nuestro viaje a caballo y enseguida empezó su animado relato con estas palabras.

2. EL CUENTO DEL CABALLERO

Nos cuentan viejas leyendas que había una vez un du­que llamado Teseo, dueño y señor de Atenas. No existía por entonces conquistador más poderoso bajo el sol. Había conquistado muchos reinos de inigualable riqueza y, por su caudillaje y valor caballeresco, incluso el país de las Amazonas, que por aquel entonces se llamaba Escitia, y se había casado con Hipólita, su reina. Se la llevó a vivir con él a su propio país, con la mayor pompa y esplen­dor, junto con Emilia, la hermana menor de aquélla. Y aquí dejo a este noble duque y a sus huestes armadas cabalgando victoriosamente y al son de la música hacia Atenas.

Si no resultara demasiado largo de narrar, describiría por­menorizadamente cómo fue vencido por Teseo y sus caballe­ros el país de las Amazonas y, muy especialmente, la encona­da batalla que sostuvieron los atenienses con ellas; cómo Hi­pólita, la feroz y hermosa reina de Escitia, fue asediada; la fiesta que se celebró cuando su boda y la gran tormenta que les sobrevino en la travesía hacia su patria. Pero, de mo­mento, debo omitir estos detalles, pues Dios sabe muy bien que tengo un gran campo que arar y que dispongo de débi­les bueyes para tal menester. El resto de mi relato es bastante largo, y no quiero robar el tiempo a los demás. Que cada uno relate su cuento cuando le corresponda, y veremos quién gana el banquete. Voy, pues, a reanudar mi narración donde la dejé.

El duque del que iba hablando estaba ya en las inmedia­ciones de la ciudad cuando, en medio de su alegría y triunfo, observó por el rabillo del ojo a un grupo de mujeres vestidas de negro, arrodilladas de dos en dos, en hilera, a lo largo del camino. Sus lloros y lamentos eran tales que jamás criatura viviente alguna había oído algo semejante; no cesaron en sus gemidos hasta que consiguieron agarrar la brida y la rienda de su caballo.

—¿Quiénes sois que así turbáis mi regreso al hogar y la ale­gría general con vuestras lamentaciones? preguntó Te­seo. ¿Por qué os quejáis y lamentáis así? ¿Acaso os moles­ta que reciba estos honores? ¿O es que alguien os ha insulta­do u ofendido? Decidme qué es lo que debo enderezar y por qué razón vais así vestidas de negro.

Casi a punto de desmayo, con un semblante pálido como la muerte que partía el corazón, la dama de más edad empe­zó a hablar:

—Mi señor, a quien la diosa Fortuna ha concedido la victoria y todos los honores dignos de un conquistador, no nos molestan ni vuestros laureles ni vuestro triunfo, sino que os pedimos ayuda y gracia. ¡Tened piedad de nuestra pena y de nuestro infortunio! Que de la nobleza de vuestro corazón caiga al menos una gota de piedad sobre nosotras, pobres mujeres, pues, mi señor, no hay ninguna de nosotras que, en el pasado, no haya sido duquesa o reina. Pero ahora, como podéis ver, somos las más infelices de las mujeres, gracias a la rueda traicionera de la diosa Fortuna que hace que los asun­tos no nos sean propicios. Creednos, mi señor: hemos esta­do aguardando vuestra llegada en el templo de la diosa de la Piedad durante dos semanas enteras. Ahora, señor, ¡ayudad­nos, ya que podéis hacerlo!

»Yo, que lloro aquí mi desgracia, fui en el pasado la espo­sa del rey Capaneo, el que sucumbió en Tebas. ¡Maldito sea aquel infausto día! Todas las que aquí sollozamos, vestidas de negro, perdimos a nuestros esposos durante el asedio de la ciudad. ¡Ay de nosotras! En este preciso momento, el an­ciano Creón, ahora señor de Tebas, lleno de cólera e iniqui­dad está deshonrando sus cadáveres: con desprecio tiránico ha hecho amontonar los cuerpos degollados de nuestros es­posos y no quiere ni oír hablar de quemarlos o de darles se­pultura, sino que, lleno de desprecio, los arroja a los perros para que los devoren.

Al decir esto cayeron de bruces, gritando lastimosamente: —Tened compasión de nosotras, infortunadas mujeres, y dejad que nuestro dolor penetre en vuestro corazón. Cuando el duque les oyó hablar, de un salto se apeó del caballo, con el corazón lleno de compasión al ver la desgra­cia y abandono de aquellas mujeres que habían tenido tan alto rango. Sintió tan intensa piedad, que parecía que el co­razón le iba a estallar. Levantó con sus brazos a cada una de ellas y trató de infundirles ánimo, jurando por su condición de caballero que utilizaría todo su poder en vengarlas del ti­rano, hasta que toda Grecia conociera la forma en que Teseo iba a dar a Creón la muerte a que se había hecho acreedor. Entonces, desplegó de inmediato su estandarte para congre­gar a sus hombres y se dirigió contra Tebas con todo su ejér­cito. Ni siquiera media jornada se acercó a Atenas para des­cansar, sino que aquella noche pernoctó en el camino que conducía a Tebas. Envió a la reina Hipólita y a su joven y en­cantadora hermana Emilia a la ciudad de Atenas para que permanecieran allí mientras él seguía cabalgando. ¿Qué más puedo decir?

La roja imagen de Marte con su lanza y escudo resaltaba su gran estandarte blanco hasta que su reflejo brilló en todos los puntos de los campos que atravesó, junto al estandarte llevaba un pendón de oro, bordado con la figura del Mino­tauro, que había conquistado en Creta. De esta guisa el du­que conquistador cabalgó con sus huestes —la flor de la ca­ballería— hasta llegar a Tebas, donde se desplegaron en per­fecto orden de batalla.

Para abreviar el relato: luchó con Creón, el rey de Tebas, y le mató en noble combate, como corresponde a un valiente caballero. Entonces, tras derrotar a los hombres de Creón, asaltó la ciudad, derribando murallas, vigas y puntales. Lue­go, Teseo restituyó a las mujeres los cadáveres de sus esposos para que recibieran sepultura siguiendo los ritos funerarios de costumbre. Tardaría demasiado en describir el griterío de las mujeres como expresión de su dolor cuando fueron inci­nerados los restos de sus esposos o en relatar la solemne ce­remonia con que el noble conquistador de Teseo las obse­quió en su despedida, pues quiero que mi cuento sea lo más breve posible.

Tras haber matado a Creón, tomado Tebas y dispuesto de todo el reino a su antojo, el noble duque Teseo pemoctó en el campamento al aire libre. A continuación dispuso del país a su gusto; los saqueadores se dedicaron al pillaje de los ca­dáveres, despojándolos de armas y ropajes. Sucedió que en­tre los cuerpos amontonados encontraron a dos jóvenes caballeros, que yacían uno al lado del otro y que iban vestidos con el mismo escudo de armas. Sus armaduras, ricamente elaboradas, estaban perforadas por varios golpes mortales. Uno de los caballeros se llamaba Arcite; el otro, Palamón. Aunque estaban medio vivos o medio muertos, como que­ráis, los heraldos los reconocieron, sobre todo por su equipo y sus escudos de armas, como primos y miembros, a su vez, de la real casa de Tebas. Los saqueadores los apartaron del montón de cadáveres y los transportaron con todo cuidado a la tienda de Teseo, quien, rechazando cualquier clase de res­cate, los envió inmediatamente a Atenas condenados a cade­na perpetua. Después de dictar estas disposiciones, el noble duque y su ejército se dirigieron directamente a casa, corona­dos con los laureles conquistados allí, y, no hace falta decir­lo, vivió honrado y alegre el resto de sus días.

Mientras, Pala­món y su amigo Arcite permanecían encerrados para siempre en un torreón, sufriendo pena y oprobio. Con ninguna can­tidad de oro podría comprarse su libertad.

Así transcurrían los días y los años. Una mañana del mes de mayo ocurrió que Emilia —más hermosa que un lirio en su tallo verde y más lozana que el mes de mayo en su flori­do esplendor, pues su tez competía ventajosamente con las rosas— se había levantado y vestido antes de romper el alba como solía hacer a menudo.

Las noches de mayo no son propicias para el sueño. En esta época del año los corazones nobles se agitan y salen a su conjuro de su sopor:

—¡Levántate y rinde homenaje a la primavera!

Esto hizo recordar a Emilia que debía rendirse a los encantos del mes de mayo y se levantó de la cama. Imagináosla vestida con ropajes nuevos, con su cabello de un dorado rubio cayén­dole por la espalda en forma de trenza de casi una yarda de lon­gitud, vagando sin rumbo por el jardín al amanecer para reco­ger flores blancas y rojas y tejer con ellas una guirnalda para su cabeza y cantando con voz celestial como la de un ángel.

Un torreón enorme, de gruesos y recios muros, en el que estaban encarcelados los dos caballeros protagonistas de mi relato, constituía la mazmorra más importante del castillo y tenía una pared común con el muro que rodeaba el jardín en el que Emilia se estaba solazando. El sol brillaba aquella ma­ñana con todo su esplendor y el pobre cautivo Palamón se había levantado como de costumbre. Por condescendencia de su carcelero paseaba por una habitación elevada desde la que podía contemplarse la bella perspectiva de la ciudad y también el verdoso jardín por el que Emilia, tan radiante y lozana, se estaba paseando. Mientras, el cautivo Palamón andaba tristemente de un extremo a otro del aposento, com­padeciéndose de sí mismo y lamentándose en voz alta con cierta frecuencia: «¡Ay de mí! ¿Por qué habré nacido?» Fuera por casualidad o porque el destino lo había dispuesto así, su mirada se posó en Emilia, a través de una ventana fuertemen­te protegida con barrotes de hierro, cuadrados y macizos como si fueran estacas de madera. Al verla retrocedió dando un grito que le brotó de lo más profundo de su corazón. Al percibir el ruido, Arcite se puso en pie y preguntó:

—¿Qué te pasa, primo? ¿Por qué tienes esta mortal pali­dez? ¿Por qué has gritado? ¿Qué te ha alterado de esta for­ma? ¡Por el amor de Dios!, resígnate con nuestro encierro. No tienes otra alternativa. Estas penalidades son el designio de la diosa Fortuna; alguna disposición maligna de Saturno y de las constelaciones lo permite, a pesar de todo lo que po­damos hacer. Estaba ya escrito en las estrellas cuando naci­mos; por duro que sea, debemos aceptar nuestro destino. Palamón replicó:

—Verdaderamente, primo, estás muy equivocado. No fue esta cárcel la que me ha hecho gritar, sino porque mi ojo ha sido herido por una saeta que me ha llegado al corazón y me temo que resulte mortal. La belleza de la dama que he visto vagar por el jardín ha sido la única causa de mi grito y mi do­lor. No puedo asegurar si se trata de una diosa o de una mu­jer, pero creo que se trata de la propia Venus.

Entonces cayó de rodillas y dijo:

Venus, si es tu voluntad manifestarte en este jardín a una criatura tan apenada y desgraciada como yo, ayúdanos a es­capar de esta cárcel; sin embargo, si mi destino está irrevoca­blemente escrito y debo morir en cautividad, ten piedad de esta noble sangre humillada por la tiranía.

Pero mientras Palamón estaba hablando, los ojos de Arci­te divisaron también a la dama que paseaba por el jardín. Quedó tan conmovido ante su belleza, que si Palamón había resultado herido, Arcite lo fue también en el mismo o mayor grado. Con tristeza dijo: —La lozana belleza de esa muchacha que pasea por ahí me ha asestado un golpe tan repentino como mortal; si no llego a obtener su piedad y su favor para que, al menos, pue­da verla, seré hombre muerto. Es todo lo que puedo decir.

Cuando Palamón oyó estas palabras, replicó secamente: —¿Dices esto en broma o en serio?

—En serio y de buena fe —repuso Arcite—. Dios es testi­go de que no estoy de humor para chanzas.

Palamón frunció el ceño y contestó:

—No te honraría mucho serme desleal o traicionarme, si consideras que no solamente soy tu primo, sino tu hermano por juramento. Estamos unidos mutuamente por las más solemnes promesas hasta que la muerte nos separe. Ni tan sólo la muerte por tortura debe permitir que uno de nosotros es­torbe al otro en cuestiones de amor o de cualquier otra naturaleza. Al revés. Tú, mi querido hermano, debes acudir en mi ayuda fielmente, de la misma forma en que yo debo acudir en la tuya. Esta fue la promesa que nos juramos, y sé perfec­tamente que no te atreverás a negarlo. Por esta razón yo con­fié completamente en ti; pero ahora tú estás tratando traicio­neramente de amar a la dama que deberé querer y servir siempre hasta que mi corazón deje de latir. No, tú no lo ha­rás, falaz Arcite, ¡te aseguro que no lo harás! Yo fui el prime­ro en amarla; te comuniqué lo que me pasaba porque, como te dije, tú eres el confidente de mis secretos. Mi hermano por juramento dio su palabra de acudir a ayudarme y, por tanto, está obligado, en su calidad de caballero, a prestarme toda la ayuda que requiera. En otro caso te llamaré perjuro.

Arcite le reconvino desdeñosamente:

—Tú eres, más que yo, el que mayor probabilidad tiene de cometer perjurio. Tú si que has faltado a tu promesa, te lo digo francamente. Yo la amé con verdadera pasión antes que tú. ¿Qué dices a eso? Hasta ahora no sabías aún si era mujer o diosa. Tu amor es un efecto espiritual, mientras que el mío es el amor de un ser humano; por eso te he contado lo que me ha sucedido, como primo mío y hermano por ju­ramento.

»Demos por supuesto, dentro de esta discusión, que tú la amas en primer lugar. ¿No has oído jamás el viejo adagio que dice: "¿Quién puede imponer la ley a un amante?”. Por mi alma te aseguro que el amor es una ley más poderosa que cualquier otra decretada por hombres mortales. Por consi­guiente, todas las leyes hechas por los hombres y mandatos parecidos son quebrantados cada día por motivos de amor por todo tipo de gente. Un hombre ama contra toda razón.

Aunque tuviera que costarle la vida no tiene escapatoria, tan­to si ella es doncella, viuda o esposa. De todas formas, es muy dificil que uno de los dos conquistemos sus favores, puesto que, como muy bien sabes, estamos condenados a prisión perpetua y no existe rescate que pueda redimimos.

»Estamos peleando como aquellos dos perros que lucha­ron todo el día por un hueso y no lo consiguieron; mientras ellos reñían, llegó un gavilán y se lo llevó delante de sus pro­pias narices. Por ello, hermano mío, como en la alta política, que cada uno luche por sí mismo. Esto es todo lo que se pue­de hacer. Ámala si quieres, pero yo la amo y siempre la ama­ré. Querido hermano, cada uno de nosotros debe soportar estas cadenas y aceptar su suerte. Eso es todo.

Si tuviera tiempo describiría con todo detalle su larga y en­conada pelea, pero para abreviar os diré que, al final, un no­ble duque llamado Peroteo, que había sido amigo del duque Teseo desde que eran niños, llegó un día a Atenas. Solía ha­cer esto para tomarse unas vacaciones y visitar a su antiguo compañero de juegos. No había nadie a quien quisiera más en este mundo, y Teseo, en justa correspondencia, lo aprecia­ba con la misma intensidad y ternura. Tan grande era el apre­cio mutuo que se tenían, que los ancianos escribas refieren que cuando uno de ellos murió, su amigo fue y le bajó a bus­car a los infiernos. Pero ésa es otra historia.

El duque Peroteo sentía un gran aprecio por Arcite, pues durante muchos años le había tratado en Tebas. Después de mucho insistir, a instancias de Peroteo, el duque Teseo dejó salir a Arcite de la cárcel sin pagar rescate alguno y con liber­tad de ir a donde quisiera bajo la siguiente condición.

En términos sencillos, el convenio entre Teseo y Árcite fue éste: si Arcite era cogido vivo a cualquier hora del día o de la noche en los dominios de Teseo, sería decapitado; no tenía otra alternativa que despedirse y, sin dilación, volver a su patria. Era conveniente que no olvidase: el precio era su cabeza.

¡Qué angustia sufrió entonces Arcite! Sintió a la muerte penetrar en su corazón; lloró y se lamentó y lanzó quejidos lastimeros, esperando secretamente una oportunidad para suicidarse.

—¡Ay del día en que nací! —gritaba—, pues ahora mi cár­cel es más dura que antes. Estoy eternamente condenado a vivir, y no en el purgatorio, sino en el infierno. ¡Ay de mí! ¿Por qué conocí a Peroteo? De lo contrario habría permane­cido con Teseo, encadenado en su cárcel para siempre. En­tonces hubiera vivido en la felicidad en vez de la desespera­ción. El simple hecho de ver a la mujer que adoro habría sido más que suficiente para mí, aunque nunca conquistase su ca­riño. Querido primo Palamón —prosiguió—, en este caso saliste ganando. ¡Con qué felicidad sigues en la cárcel! ¿Qué digo? ¿Cárcel? ¡Paraíso!

»La diosa Fortuna ha cargado los dados en tu favor: tú dis­frutas de la presencia de Emilia, yo sufro su ausencia. Y es posible (pues tú estás cerca de ella y eres un caballero valien­te lleno de recursos) que tú, por casualidad —pues la Fortu­na es veleidosa—, más tarde o temprano alcances lo que de­seas. En cuanto a mí, exiliado y desprovisto de toda esperanza, me hallo en tal estado de desesperación, que ni la tierra, ni el fuego, ni el agua, ni el aire, ni criatura alguna hecha de estos elementos puede proporcionarme consuelo o remedio. Bien puedo perecer de desesperación y tristeza. ¡Adiós vida, alegría y felicidad!

»¡Ay! ¿Por qué la gente, en general, se queja de lo que dis­ponen Dios o la Fortuna, quienes con frecuencia y de tan di­verso modo arreglan los acontecimientos mejor de lo que ellos mismos podrían imaginar? Uno tiene riquezas, que pue­den causar su muerte o pérdida de la salud; otro es liberado de la cárcel, sólo para perecer bajo el cuchillo de sus criados al llegar a casa. Infinitas calamidades provienen de esta for­ma de proceder: no sabemos qué es lo que pedimos en ora­ción a los dioses aquí abajo. Nos comportamos como un hombre borracho como una cuba: sabe perfectamente que tiene un hogar al que dirigirse, pero desconoce dónde se ha­lla. Y el hombre bebido camina por senda resbaladiza. Así es como nosotros andamos por el mundo, en busca desespera­da de la felicidad, pero, generalmente, donde no se encuen­tra. Esto es cierto para todos nosotros, pero muy particular­mente para mí. Yo que tenía la idea de que si lograba escapar de la prisión mi felicidad y bienestar estarían asegurados, ahora me encuentro en el exilio y sin reposo para mi espíri­tu. Si no puedo verte, Emilia, no soy mejor que un cadáver viviente; no hay solución.

Cuando Palamón comprobó que Arcite se había marcha­do, dio tales gritos que la gran torre vibró con sus voces des­compasadas. Los grilletes que cercaban sus hinchados tobi­llos quedaron humedecidos por sus saladas y amargas lá­grimas.

—¡Oh primo Arcite! —exclamó—, Dios sabe que has sali­do el mejor librado en nuestra pelea. Ahora puedes andar a tus anchas por Tebas sin pensar en mi desgracia. Siendo un hombre astuto y decidido, tienes ocasión de reunir nuestras gentes y declarar contra Atenas una guerra tan feroz, que me­diante un ataque osado o algún tratado consigas a Emilia por dama y esposa —por quien yo debo perecer aquí. Compa­rando nuestras posibilidades, tu situación es muy superior a la mía, pues aquí estoy muriendo enjaulado. Tú eres un prín­cipe que ya no está en prisión, sino en libertad. Pero yo ten­go que llorar y lamentar toda mi vida la desgracia que acarrea el estar encarcelado, más las punzadas de dolor que provoca en mí el amor, lo que duplica mi tormento y mi pena.

Entonces se encendió en su pecho la llama de los celos y agarró su corazón con tal fuerza, que el color de su piel adop­tó el del boj o el de las cenizas de un fuego apagado, y gritó:

—¡Oh, vosotros, dioses crueles que gobernáis el mundo, sometiéndolo con vuestras leyes implacables y escribiendo vuestras decisiones y decretos eternos en tablas diamantinas!, ¿cómo puede preocuparos más la humanidad que las ovejas de un redil? Pues el hombre muere igual que cualquier otro animal y, a menudo, sufre arrestos y cárcel o padece pestes y adversidades sin culpa alguna. ¿Qué designio figura en vues­tra presciencia al atormentar al inocente y al que carece de toda culpa? Y lo que acrecienta toda esta penitencia es que el hombre se ve obligado a caminar según las leyes de Dios y debe reprimir sus deseos, mientras que una bestia es libre de hacer lo que le parece; una vez muerto, no se siente dolor; sin embargo, después de la muerte el hombre debe llorar y sufrir aunque haya padecido mucho en este mundo. No hay duda de que, como están las cosas, se debe dejar a los teólogos que proporcionen la respuesta; pero de una cosa estoy se­guro: que aquí en la tierra hay muchos padecimientos. »¡Ay!, veo a una víbora, a un ladrón que ha hecho daño a muchos hombres buenos, quedar libre para ir a donde le plazca, mientras yo tengo que languidecer en prisión porque Saturno y Juno en su furor celoso han destruido por comple­to la mejor sangre de Tebas, cuyas espesas murallas yacen ahora derruidas, y por otro lado Venus me mata de celos y te­mor por causa de Arcite.

Ahora voy a dar descanso a Palamón y lo dejaré en prisión, mientras me extiendo en mi relato sobre Arcite.

Pasa el verano y sus largas noches doblan los violentos tor­mentos del amante Arcite y del prisionero Palamón. No sé cuál de los dos es el que debe soportar más dolor. Para abre­viar, Palamón está condenado a prisión perpetua, cargado de cadenas y grilletes hasta que muera. Arcite, en cambio, exilia­do bajo pena de muerte, no podrá ver jamás a su dama en los dominios de Teseo.

Ahora, vosotros que amáis, dejadme que os formule una pregunta: ¿quién sufre más por ello, Arcite o Palamón? ¿El que ve a su dama diariamente, pero está encerrado para siem­pre, o el que es libre de ir donde le plazca, pero no verá nun­ca más a su dama? Aquellos de vosotros que podáis, elegid entre las dos situaciones a voluntad; yo, por mi parte, conti­nuaré como he empezado.

AQUÍ TERMINA LA PARTE PRIMERA Y COMIENZA LA SEGUNDA

Cuando Arcite llegó a Tebas, repetidas veces caía desma­yado o se ponía a gritar, pues nunca más podría ver a su dama. Su angustia era tan grande, que tal vez ninguna criatu­ra viviente ha sufrido tanto o es probable que sufra mientras el mundo exista. Privado del sueño, alimento y bebida, Ar­cite se quedó delgado y seco como un palo; sus ojos se hun­dieron en sus cuencas y adquirieron un aspecto cadavérico; su cara y tez se iban volviendo cetrinas y lívidas. Andaba siempre solo, lamentando sus males durante toda la noche y rompiendo a llorar de modo incontenible en cuanto percibía el son de la música o de una canción. Su espíritu se debilitó de tal manera y él mismo sufrió un cambio tan grande, que nadie reconocía su voz o modo de hablar. En cuanto a su conducta, andaba por todas partes como si sufriera no una simple nostalgia de amor, sino una verdadera manía engen­drada por algún humor melancólico dentro de su frente, donde la imaginación tiene su asiento. En pocas palabras, el comportamiento y carácter del príncipe Arcite, el angustiado amante, habían cambiado por completo.

Pero no es preciso que pase todo el día describiendo sus sufrimientos. Había ya padecido esta cruel angustia y tor­mento durante un año o dos en Tebas (su país natal, como dije). Una noche, mientras se acostaba para dormir, creyó ver ante él al alado dios Mercurio, que le hablaba para animarle. El dios tenía en su mano, en posición vertical, la vara con la que imparte sueño, y llevaba un casco encima de su lustroso cabello. Permitidme que haga observar aquí que el dios iba vestido como cuando adormeció a Argos.

—Debes ir a Atenas —dijo a Arcite—. Allí terminarán tus aflicciones.

Dichas estas palabras, Arcite despertó y se incorporó. —Iré a Atenas inmediatamente, por grande que sea el ries­go —dijo—. El temor a morir no me detendrá ni me privará de ver a mi dama a quien amo y sirvo. En su presencia no me importará morir.

En diciendo esto, se miró en un gran espejo y se dio cuen­ta de que su color había cambiado por entero y que su rostro estaba completamente alterado. Entonces le sobrevino una idea. Su rostro había quedado tan desfigurado por la enfer­medad, que podría fácilmente vivir en Atenas sin ser recono­cido y ver a su dama casi a diario, si su comportamiento no despertaba sospecha. Enseguida cambió de vestimentas, se disfrazó con ropas de humilde trabajador y emprendió el ca­mino de Atenas por la vía más rápida, acompañado de un escudero a quien había relatado todas sus cuitas, vestido tam­bién con ropas tan miserables como las suyas.

Un día se acercó a palacio y ofreció sus servicios en la puerta para realizar cualquier tarea dura que pudiera precisar­se. Y os diré que consiguió trabajo a las órdenes de un chambelán, que pertenecía al séquito de Emilia: un individuo as­tuto que no perdía de vista a ninguno de sus sirvientes, con el fin de que cumplieran con su deber. Como Arcite era joven, alto, bien formado y de excepcional fortaleza, destacó cortando leña con el hacha y sacando agua del pozo, pues sa­bía hacer cualquier cosa que le pidieran.

Bajo el supuesto nombre de Filostrato pasó un año o dos al servicio de la bella Emilia en calidad de paje de cámara, y nadie que ostentaba idéntico cargo en la corte era ni la mitad de apreciado que él. Su carácter era tan noble, que se hizo fa­moso en todo el palacio. Se reconocía como una acción me­ritoria el hecho de que Teseo le promoviese a una posición más digna en la que ejercer sus talentos. Y así, andando el tiempo, su reputación de cortés y servicial llegó a oídos de Teseo, quien le escogió para su servicio personal, nombrán­dole escudero de cámara y dándole dinero para que pudiera sostener su nueva posición. Aparte de eso, cada año se le en­viaba, secretamente, dinero desde su propio país, que gasta­ba con tal prudencia y discreción, que nadie le preguntaba cómo lo conseguía. De esta forma vivió tres años, portándo­se tan bien en tiempos de paz y de guerra, que se ganó como nadie la estima de Teseo. Ahora voy a dejar a Arcite en esta feliz situación y hablaré de Palamón durante un rato.

Palamón, consumido por la angustia y la desesperación, había pasado estos siete años en la horrible oscuridad de su inexpugnable prisión. ¿Quién siente doblemente dolor y pena, si no es Palamón, a quien el amor aflige en tal grado que está a punto de perder el juicio de tanto infortunio? Para colmo, se halla en prisión, no por un año o más, sino para toda la vida. ¿Quién es capaz de describir en cristiano una idea justa de su martirio? Desde luego, yo no; y así pasaré esto por alto.

Según los antiguos escribas que explicaron esta historia con mucho más detalle, la tercera noche del mes de mayo del séptimo año de su encarcelamiento sucedió (sea por casualidad o fatalidad, pues una vez que algo está escrito, debe necesariamente suceder) que Palamón, auxiliado por un ami­go, se escapó de la cárcel poco después de medianoche y huyó de Atenas tan deprisa como pudo. Para ello había dado a beber a su carcelero una taza de un licor sazonado con es­pecias y miel, compuesto de un determinado vino, narcóti­cos y refinado opio tebano, con lo que el carcelero durmió el resto de aquella noche. Por mucho que le hubieran sacudi­dlo, nadie habría sido capaz de despertarle. Y así Palamón se escapó a toda velocidad.

Como la noche era corta y se acercaba ya la luz del día, Pa­lamón tuvo que ocultarse, y para ello se dirigió sigilosamen­te a una arboleda cercana. En pocas palabras, tenía la inten­ción de esconderse durante el día y luego caminar de noche hacia Tebas para, una vez allí, pedir a sus amigos ayuda para declarar la guerra a Teseo. Su intención era, o perecer, o con­quistar a Emilia por esposa.

Ahora, volvamos nuevamente a Arcite, quien poco pensa­ba lo cerca que estaba de una calamidad. La diosa Fortuna es­taba a punto de urdirle una trampa.

La bulliciosa alondra, mensajera de la luz del día, saludó con su alegre canto el amanecer, mientras el ardiente Febo se alzaba esplendoroso. Todo el Oriente se alegró con su emba­jador y sus rayos secaron las gotas de rocío que pendían de las hojas de los helechos. Arcite, escudero principal de la cor­te real de Teseo, se levantó y por la ventana contempló el ri­sueño día. Para rendir homenaje al mes de mayo —mientras pensaba todo el tiempo en el objeto de su deseo— y para divertirse montó un brioso corcel y cabalgó por la campiña ale­jándose un par de millas de la corte. Dio la casualidad que di­rigió su montura hacia la arboleda que acabamos de mencio­nar, para fabricarse una guirnalda con hojas de escajo o ma­dreselva. Con fuerte voz cantó a la luz del sol:

Quiero darte, mes de mayo florido y hermoso, mi bienvenida con tus flores y tus hojas, que espero recoger para ti alegre y gozoso.

Saltó alegre del caballo y rápido se dirigió hacia el huerto. Penetró en él por un sendero que recorría el seto en el que Palamón, temiendo por su vida, se había escondido para que no le viesen. Palamón no tenía la menor idea de que se trata­se de Arcite. El cielo sabe que dificilmente se le hubiera po­dido ocurrir semejante idea. Pero el antiguo proverbio reza acertadamente: «Los campos tienen ojos, pero los bosques, oídos.»

Es muy conveniente no perder la serenidad, pues se en­cuentra siempre a la gente cuando uno menos lo espera. ¡Cuán lejos estaba Arcite de imaginar que su amigo, agazapado e inmóvil detrás de un arbusto, estaba lo suficientemente cerca para escuchar todas sus palabras!

Cansado de ir de acá para allá, Arcite terminó su alegre canción. Entonces, se puso a meditar profundamente. Esta es la extraña costumbre de los amantes, cuyo talante sube y baja como el cubo de un pozo: ora se halla en lo alto de los árboles, ora se hunde entre la maleza. De hecho, la capricho­sa Venus cubre de nubarrones el corazón de sus seguidores exactamente como en un viernes, que aparece despejado y después diluvia; y al igual que los viernes son caprichosos, volubles y tornadizos (pues viernes es el día de Venus), del mismo modo la diosa cambia de talante (un viernes raras ve­ces es un día como los demás de la semana).

En cuanto terminó su canción, Arcite empezó a suspirar y después se sentó.

—¡Maldito sea el día en que nací! —dijo—. ¡Oh, despia­dada Juno!, ¿cuánto tiempo más vas a estar haciendo la gue­rra a Tebas? ¡Ay!, la sangre real de Cadmo y Anfión ha sido destruida; Cadmo, que fundó Tebas antes de que existiera la ciudad y fue el primer rey coronado de la misma. Yo soy de su sangre, desciendo en línea directa de la familia real; y aho­ra soy un esclavo tan miserable y desgraciado, que sirvo de simple escudero a mi más mortal enemigo. Sin embargo, Juno todavía me colma más de vergüenza, pues no me atre­vo ni a reconocer mi propio nombre —cuando solía ser lla­mado Arcite, ahora me llaman Filostrato. ¡Qué tontería!—. ¡Oh, implacable Marte! ¡Oh, Juno! Vuestra cólera ha borrado toda mi familia de la faz de la tierra excepto a mí y al pobre Palamon, a quien Teseo martiriza en prisión. Y, además de todo esto, como para aniquilarme del todo, Amor Cupido ha lanzado su flecha encendida, llameante, atravesando mi pecho y quemándolo de tal forma que parece como si me hubiera preparado la muerte desde antes de mi nacimiento. ¡Oh, Emilia!, una mirada de tus ojos me ha destrozado. Muero por tu causa. No prestaría la menor atención a ningu­na de mis aflicciones si pudiera hacer algo que te agradara.

Después de esto cayó en prolongado trance, levantándose luego de un salto.

Palamón, al que parecía que le acababan de atravesar el co­razón con una espada helada, se encolerizó. No podía aguan­tar ni un momento más. Después de escuchar a Arcite hasta el final, salió de la maleza, con el rostro lívido como el de un orate, gritando:

Arcite, ¡malvado traidor! Ya te tengo. ¡Tú que amas a la dama por la que sufro y peno! ¡Tú, hermano de sangre, mi confidente por juramento, como te he hecho recordar mu­chas veces! ¡Tú que, a escondidas, has cambiado tu nombre y engañado al duque Teseo! ¡Uno de los dos tiene que mo­rir! ¡Tú no vas a amar a Emilia, nadie excepto yo puede amarla, pues soy Palamón, tu mortal enemigo! Aunque no tengo ningún arma aquí, ya que sólo he tenido la suerte de escapar de prisión; no temas: o mueres o dejas de amar a Emilia. Eli­ge, pues no escaparás.

Así que Arcite le reconoció y escuchó sus palabras, rebosó su corazón rabia y desprecio. Con la ferocidad de un león, desenvainó la espada y exclamó:

—¡Por Dios, que está en los cielos! Si no fuese porque el amor te ha sorbido el seso y careces de arma, te aseguro que antes de que salieras de la arboleda moriría a mis manos, pues reniego de los pactos que según tú hice contigo. ¡Tú, imbécil!, métete esto en la cabeza: el amor no tiene barreras, y seguiré amándola a pesar de lo que hagas. Pero como tú eres un caballero honrado, dispuesto a mantener en el cam­po de batalla tu pretensión por ella, te doy mi palabra de ho­nor de que mañana compareceré aquí, sin que lo sepa nadie, vestido de caballero y trayendo conmigo las armas y corazas necesarias para ti, de modo que puedes elegir las que te pa­rezcan mejor y dejes las peores para mí. Esta noche te traeré comida y bebida suficientes, así como mantas para que pue­das dormir. Y mañana, si ganas tu dama y me matas en este seto, entonces, por lo que a mí concierne, será tuya.

Palamón replicó: —De acuerdo.

Y, después de haberse dado mutuamente palabra, se sepa­raron hasta el día siguiente.

¡Inexorable Cupido, cuyo imperio no admite rival! Dice bien el proverbio: «Ni el amor ni el poder toleran amistad», como Arcite y Palamón saben muy bien. Arcite regresó di­rectamente a la ciudad. A la mañana siguiente, antes de rom­per el alba, preparó en secreto dos equipos completos de ar­madura con la que dirimir en batalla entre los dos la cuestión pendiente. Él solo transportó estas armaduras con su caballo. En la arboleda, en el momento y lugar fijados previamente, Arcite y Palamón se enfrentaron. Sus rostros empezaron a mudar de color, de la forma que cambian los rostros de los monteros tracios que están de vigilancia en un claro del seto con sus lanzas, cuando salen a la caza de osos o leones, y oyen a la bestia que se abalanza a través del escajo, quebran­do ramas y hojas, y piensan: «Aquí llega mi mortal enemigo. Sea como sea, a uno de nosotros le toca morir: o lo mato cuando salga de la espesura, o la bestia me matará si cometo una equivocación.» De esta misma guisa los dos caballeros mudaron de color, al conocer cada uno el valor y la destreza del adversario.

Sin intercambiar ninguna clase de saludo, directamente y sin pronunciar palabra, procedieron a ayudarse mutuamente a ponerse la armadura, como si fuesen hermanos. Luego se atacaron con sus potentes y afiladas lanzas durante horas. Viéndoles luchar, cualquiera hubiera creído que Palamón era un furioso león, y Arcite, un tigre implacable. En su rabiosa furia, se lanzaban el uno contra el otro como salvajes jabalíes con sus fauces llenas de espumarajos, hasta que la sangre ya les cubría hasta los tobillos.

Dejémosles en esta enconada lucha y volvamos a ver qué hace Teseo entretanto.

Tan fuerte es el Destino, ministro máximo, que cumple en todas partes la providencia que le dicta Dios, que aconteci­mientos que todos jurarían imposibles de suceder, tarde o temprano llegan a cumplirse, aunque ello ocurra una sola vez en un milenio. A decir verdad, nuestras pasiones están gobernadas por una providencia superior, tanto en la guerra como en la paz, en el odio como en el amor. Todo esto pue­de aplicarse al gran Teseo, cazador tan apasionado, especial­mente para la captura del ciervo en mayo, que el amanecer jamás le encontraba en la cama, sino ya vestido y dispuesto a partir con sus monteros, trompetas y jaurías de perros. Tanto gozaba cazando, que el matar ciervos se había convertido en su máxima pasión: después de Marte, dios de la guerra, se­guía a Diana cazadora.

Como dije antes, era un día hermoso cuando Teseo partió de caza alegremente con su agraciada esposa, la reina Hipóli­ta, y con Emilia, todos vestidos de verde y con atavíos reales.

El duque Teseo dirigió su caballo directamente a una espesu­ra cercana, en donde le habían dicho que se escondía un cier­vo. Fue recto hacia un claro, probable refugio del ciervo; sal­tó un arroyo y continuó su camino. El duque esperaba correr tras el ciervo una o dos veces con los perros que había elegi­do de los de la jauría.

Cuando el duque llegó al claro y miró a su alrededor, pro­tegiéndose los ojos de la fuerte luz solar, divisó a Arcite y Pa­lamón que luchaban como dos toros furiosos. Las relucien­tes espadas hendían el aire con tal fuerza, que el menor de sus golpes parecía suficiente para derribar un roble.

No tenía la menor idea de su identidad. ¡El duque espoleó a su corcel y de un salto estuvo entre los dos. Sacando la es­pada, gritó:

—¡Deteneos! ¡No sigáis, bajo pena de muerte! Por el pode­roso Marte, el primero al que vea dar otro mandoble, muere aquí mismo. Pero ¿queréis decirme qué clase de hombres sois que lucháis aquí con tal encarnizamiento sin juez ni ar­bitro, como si fuera un torneo real?

Palamón se apresuró a contestar:

—Señor, no hay nada que decir. Ambos merecemos la muerte. Somos dos pobres desgraciados, dos cautivos, cuyas vi­das representan sendas cargas para sí mismo. Ya que sois un príncipe y juez justiciero, no nos concedáis ni gracia ni perdón. Por caridad, señor, matadme primero a mí y luego a mi compa­ñero junto conmigo, o bien primero matadle a él, pues poco sabéis que se trata de vuestro mortal enemigo, Arcite, a quien habéis prohibido entrar en vuestro país bajo pena de muerte; por eso sólo ya la merece. Él es el hombre que se acercó a la puerta de vuestro palacio haciéndose llamar Filostrato. Todos estos años os ha estado engañando hasta que le nombrasteis vuestro escudero principal, y ése es el hombre que ama a Emi­lia. Ahora que mi último día ha llegado, voy a abriros mi cora­zón: yo soy el desgraciado Palamón que, ilegalmente, se esca­pó de vuestra cárcel. Soy vuestro mortal enemigo. Y estoy tan enamorado de la bella Emilia, que me hallo dispuesto a morir ante sus ojos en este mismo instante. Por consiguiente, pido para mí mismo la pena de muerte. Pero matad a mi compañe­ro al mismo tiempo, pues ambos la merecemos.

A esto el noble duque repuso inmediatamente:

—La decisión es rápida. Por esta confesión, vuestra propia boca os ha condenado y yo confirmo la sentencia. No es ne­cesario torturaros para que habléis. ¡Por el todopoderoso Marte, morid!

En aquel momento rompió a llorar la reina, movida por femenina compasión, y lo mismo hicieron Emilia y todas las damas del séquito. Pensaban que era una gran lástima que tal destino se abatiera sobre ellos, ya que eran nobles de alto ran­go y solamente el amor era la causa de su pelea.

Y cuando ellas vieron sus sangrientas heridas, profundas y abiertas, todas a una gritaron:

—¡Señor, por nosotras, tened piedad! y cayeron sobre sus desnudas rodillas, dispuestas a besar los pies de Teseo allí mismo donde estaba, hasta que su cólera disminuyó; pues la piedad pronto brota de los corazones nobles.

Aunque, de momento, temblaba de ira, pronto reconside­ró aquella transgresión y la causa que la motivó; y al mismo tiempo que su cólera ponía de relieve su culpa, su razón en­contraba excusas para disculparles a ambos.

Pensó para sí mismo que cualquier enamorado procurará escaparse de la cárcel, si puede. Y su corazón se apiadó de las mujeres que estaban llorando juntas; y en su magnanimidad, reflexionó, diciendo para sus adentros: «Vergüenza ha de te­ner el gobernante que no tenga piedad, si actúa y habla como un león a los que están arrepentidos y temerosos, del mismo modo que a los poderosos y altaneros que persisten en sus propósitos. Un príncipe tiene escaso discernimiento si no sabe distinguir en casos así y pasa al orgullo por el mismo rasero que a la humildad.» Cuando se hubo calmado su eno­jo, levantó la vista animosamente y dijo en voz alta:

—¡Qué grande y poderoso señor es el dios del Amor! No existen obstáculos que prevalezcan contra su fuerza. Sus mi­lagros le facultan a que se le llame dios, pues, a su modo, puede modelar los corazones en la forma que le plazca. Mi­rad aquí a Arcite y Palamón; libres de mi cárcel, podían ha­ber vivido en Tebas como príncipes que son. Saben que soy su mortal enemigo y que sus vidas están en mis manos. Sin embargo, el amor les ha traído aquí a ambos con los ojos bien abiertos a morir en este lugar en que estamos. Si pensáis bien en ello, ¿no es el colmo de la insensatez? ¿Existe mayor insensato que un enamorado? ¡Por Dios, en los cielos! ¡Mi­radles! ¡Ved cómo sangran! ¡Mirad en qué estado tan lasti­moso están! Así es cómo su señor, el dios del Amor, paga sus salarios y recompensa sus servicios.

»Sin embargo, los devotos del Amor se consideran a sí mis­mos perfectamente racionales, no importa lo que suceda. Y lo más chocante y ridículo de todo es que la causante de todo este espectáculo no tiene más razón para agradecérselo que la que tengo yo mismo. ¡Por los cielos benditos! Ella sabe tanto acerca de estos furiosos acontecimientos como una liebre o un cucú. Sin embargo, todo se debe probar alguna vez, no importa el qué; un hombre o es un joven insensato o es un insensato viejo. Esto lo descubrí yo mismo hace mucho tiem­po, pues en mis tiempos también yo fui uno de los esclavos del Amor. Y es por ello —como quien ha sido cogido fre­cuentemente en su trampa— por lo que entiendo cómo son las heridas de amor y de qué forma pueden afectar a un hom­bre, y que, porque me lo piden tanto la reina, aquí arrodilla­da, y mi querida hermana Emilia, perdono completamente vuestro delito. A cambio, ambos tenéis que jurar que no cau­saréis daño a mi país otra vez o que me haréis la guerra, sino que me demostraréis amistad de todas las formas que podáis. Libremente, pues, perdono vuestra transgresión.

Ambos juraron lo que él les había pedido, rindiéndole ho­menaje en la forma debida y rogándole protección y gracia, que Teseo, sin más, les concedió. Entonces les dijo:

—Aunque ella fuese reina o princesa, en lo que a sangre real se refiere, cada uno de vosotros es apto para aspirar a ca­sarse con ella a su debido tiempo. Pero, sin embargo y hablo en nombre de mi hermana Emilia, causa de vuestros ce­los y de vuestros sinsabores—, como sabéis muy bien, po­dríais luchar eternamente, pero jamás podrá casarse con dos hombres a la vez; por ello, uno de vosotros, le guste o no, se quedará sin ella. No hay otra opción. En otras palabras, ella no puede casarse con ambos, por celosos o enojados que estéis. Por consiguiente, lo mejor que puedo hacer ahora es arreglar los asuntos de modo que cada uno de vosotros ten­ga el destino que le está reservado. Si escucháis, os lo explicaré. Este es vuestro destino en el arreglo que os sugiero.

»He aquí mi decisión: para terminar con este engorroso asunto de una vez por todas sin discusión y que vosotros podéis o no aceptar—, cada uno de vosotros queda libre para ir, sin rescate y con plena seguridad, a donde le plazca, pero dentro de doce meses, contando a partir del día de hoy, ni un día más ni un día menos, cada uno de vosotros deberá traer cien caballeros completamente equipados y armados para un torneo, y estar dispuesto a batirse para reivindicar su pretensión sobre Emilia.

»Y yo os prometo solemnemente, por mi honor de caba­llero, que al que venza de vosotros dos —es decir, tanto si mata a su contrario o le arroja de la lid con la ayuda de los cien caballeros de que acabo de hablar— le otorgaré la mano de Emilia al que la Fortuna le conceda sus favores. Yo cons­truiré las instalaciones para el torneo en este mismo lugar y, que Dios se apiade de mi alma, demostraré ser juez veraz y justo. Uno de vosotros debe caer muerto o prisionero: nin­gún otro desenlace me dará satisfacción. Si mi propuesta os parece bien, decidlo, consideraos afortunados. Y aquí acaba la cuestión para vosotros.

¡Qué feliz se ve a Palamón! ¡Cómo brinca Arcite de ale­gría! ¿Cómo podré describir el alborozo de todos los presen­tes por el generoso gesto de Teseo? Todos se arrodillaron y le dieron las gracias una y otra vez desde el fondo de sus cora­zones, en especial los dos tebanos. Entonces, con el corazón ligero, lleno de esperanza, se despidieron y cabalgaron hacia su patria, hacia las antiguas y anchas murallas de Tebas.

AQUÍ TERMINA LA PARTE SEGUNDA Y COMIENZA LA TERCERA

Supongo que me vais a reprochar el que omitiera describir la suntuosa magnificencia con que Teseo se puso a erigir las lizas reales. Me atrevo a decir que no hubo terreno más sun­tuosamente adornado en todo el mundo. Con murallas de piedra rodeadas por fuera con un foso, el circuito tenía una milla de radio. Era de forma circular, como una brújula, con gradas hasta la altura de setenta pies, de forma que un hom­bre sentado en cualquier fila no obstruyera la vista de su ve­cino. Un portal de mármol blanco se levantaba en el extre­mo oriental; otro similar se erguía en el extremo opuesto, ha­cia Occidente. A decir verdad, no había edificio como aquél, considerando el corto tiempo empleado en erigirlo. Pues en el país no hubo artesano conocedor de la geometría o de la aritmética, ningún pintor o escultor a quien Teseo no le pa­gase manutención y salario para la construcción y el adorno del terreno de lucha. Encima de la puerta oriental instaló un altar y un templo para el culto a Venus, diosa del amor, don­de realizar los ritos y sacrificios.

Sobre la puerta occidental levantó otro igual dedicado a Marte, que costó casi una carretada de oro. También encargó una maravillosa capilla, dedicada a la casta Diana, que daba gusto contemplar; la hizo construir en alabastro blanco y co­ral rojo en una torrecilla encima de la muralla septentrional.

Casi me olvidaba describir los espléndidos bajorrelieves, cuadros, formas, rostros y figuras que se hallaban en estos tres templos. En primer lugar, veíais —realizadas en los muros dentro del templo de Venus— conmovedoras representa­ciones del insomnio, de los suspiros que parten el alma, de las lágrimas sagradas y de los sentidos anhelos que los escla­vos del Amor sufren en su vida; los juramentos que enlazan sus votos: Placer, Esperanza, Deseo, Osadía, Belleza, Juven­tud, Alegría, Riquezas, Filtros amorosos y Fuerza, Mentiras, Halagos, Despilfarro, Intrigas; los Celos llevando una guir­nalda de margaritas amarillas con un cucú posado en su mano; Fiestas, Música, Canciones, Bailes, Gozo y Diversión. Todos los fenómenos del amor que he enumerado o estoy a punto de enumerar estaban pintados por este orden sobre los muros, aparte de muchos más de los que puedo mencionar.

Por cierto que toda la montaña de Citerión, en donde Ve­nus tiene su trono principal, figuraba en los frescos con to­dos sus jardines y su alegría. No se olvidaron de la Pereza, la portera, ni del hermoso Narciso de los tiempos pretéritos; la insensatez del rey Salomón; la enorme fuerza de Hércu­les, las brujerías de Medea y Circe, el fiero valor de Turnus y el opulento Creso en la desgracia y cargado de cadenas. La moraleja era que ni la sabiduría, la riqueza, la belleza, la astucia, la fuerza ni el valor pueden compararse con Venus, que puede gobernar el mundo como le plazca, pues toda esta gente quedó atrapada en su cepo hasta que en su agonía gri­taron de nuevo. Uno o dos ejemplos servirán, aunque podría contar un millar más.

Había una espléndida estatua de Venus desnuda, flotando sobre un mar sin orillas. Desde el ombligo hacia abajo que­daba oculta por verdes olas que brillaban como el cristal. Sostenía una cítara con la mano derecha. Unas palomas ale­teaban encima de una hermosa guirnalda de rosas frescas y olorosas que llevaba en la cabeza. Cupido, su hijo, se halla­ba de pie ante ella, alado y ciego (como se le representa fre­cuentemente), portando un arco con agudas y relucientes flechas.

Podría muy bien proseguir describiendo los frescos de los muros del templo dedicado a Marte. Estaban pintados en toda su longitud y anchura, como ocurre en el interior del deprimente edificio conocido como el gran templo de Mar­te en Tracia (una región fría y helada en donde Marte tiene su principal palacio).

El primer fresco era un bosque deshabitado por cualquier hombre o bestia: un bosque de añosos árboles nudosos, des­provistos de hojas y carcomidos; de astillados y feos escala­bomes a través de los cuales corría el retumbante ruido del viento, como si una galerna estuviese quebrando cada rama. A medio camino de una colina, en la mitad de la pendiente, debajo de una loma, se levantaba el templo de Marte Armi­ potente construido totalmente de acero bruñido. Tenía una entrada larga, estrecha y tenebrosa, de la que surgía una furio­sa ráfaga de viento que hacía temblar todo el portal. Un leve resplandor invernal penetraba por las puertas, pues no había ventanas en los muros para dar luz.

La puerta estaba hecha de durísimo y eterno diamante, cruzado vertical y transversalmente con duros pernos de hie­rro. Para dotar de mayor fortaleza al templo, cada uno de sus pilares era grueso como un barril y construido con relucien­te hierro.

Allí percibí, en primer lugar, las fúnebres imágenes de la Traición y de todas sus intrigas; la Ira cruel, roja como las bra­sas incandescentes; el ladrón y el macilento Miedo; el de ri­sueño aspecto con el cuchillo debajo de la capa; negro humo elevándose de establos en llamas; el alevoso asesinato en una cama; la fétida Guerra, de heridas sangrantes; la Discordia, con el cuchillo goteando y miradas amenazadoras. Un ruido chirriante llenaba este horripilante lugar. Y allí podía verse a los suicidas, con la sangre de su corazón empapándoles el ca­bello; la cabeza durmiente hendida por un clavo, y detrás, te­mible, la Muerte con la boca entreabierta. Con la faz triste e incómodamente sentada en medio del templo estaba la Des­gracia. Allí podíais ver a la Locura reír con frenesí; la rebelión armada, el clamor de la protesta, y el despiadado ultraje; al cadáver de carroña arrojado sobre un arbusto con la gargan­ta cercenada; a un millar de muertos, víctimas de Marte, ni siquiera uno por causa de la peste; al tirano forcejeando con su presa despojada; ciudades como cloacas y desperdicios es­parcidos. Veíanse barcos que retrocedían y ardían en el mar, el cazador despedazado por osos salvajes, a la marrana devo­rando a su cochinillo en la propia cuna; al cocinero, escalda­do hasta los huesos a pesar de su largo cucharón; al carrete­ro, aplastado por la rueda de su carro; no se olvidó ningún aspecto de la mala suerte que trae Marte. También se repre­sentó a los que se hallan bajo la influencia de Marte: al bar­bero, al camicero y al herrero que forja afiladas hojas de es­pada en su yunque. En lo alto, pintada sobre una torre, vi a la Conquista sentada en el trono, con una afilada espada col­gando de un fino hilo sobre su cabeza.

Estaban también gráficamente representados los asesina­tos de Julio César, Nerón y Antonio, aunque ninguno de ellos había nacido todavía; sin embargo, sus muertes estaban prefiguradas en el templo por las amenazantes profecías de Marte, mostradas en aquellas pinturas como expresan las es­trellas del cielo quién va a ser asesinado y quién va a morir de amor. Un ejemplo sacado de la leyenda debería servir, aun­que desease no darlos todos.

La efigie armada de Marte, con su rostro horrendo y frené­tico, se hallaba de pie montada en un carro de guerra. Sobre su cabeza centelleaban dos figuras estelares, que se nombran en las obras antiguas de astrología y geomancia: una era Pue­lla, y la otra, Rúbeo. El dios de la guerra estaba representa­do acompañado de un lobo que, con los ojos inyectados en sangre, yacía a sus pies, como si estuviera dispuesto a devorar a un hombre. Todo esto estaba dibujado con sutil pincel en reverencia de la gloria de Marte.

Ahora voy a efectuar una rápida descripción del templo de la casta Diana. Los muros estaban cubiertos de escenas de caza e imágenes de modestia y castidad. Podía verse cómo Calis­topea era transformada de mujer en osa cuando Diana se enojó con ella; más tarde se convirtió en la Estrella Polar. O así estaba representada: no os puedo decir más. Pero su hijo es también una estrella, como podéis ver.

Estaba también Dana (no quiero decir la diosa Diana, sino la hija de Péneo, Dafne, que se convirtió en árbol).

Aparecía Acteón convertido en un hermoso ciervo en cas­tigo por haber visto a Diana desnuda, y cómo fue atrapado y devorado por su propia jauría de perros, que no le recono­cieron.

Un poco más adelante había una pintura de Atlanta cazan­do jabalíes con Meleagro y muchos otros. Diana le persi­guió por esto. Había muchas otras escenas maravillosas que no hace falta recordar.

La diosa estaba sentada sobre el lomo de un ciervo; unos perritos jugaban a sus pies y debajo se hallaba una luna que crecía y menguaba.

La estatua vestía ropajes verdes con un arco en la mano y un carcaj lleno de flechas, los ojos bajos en dirección del te­nebroso reino de Plutón. Delante de ella, una mujer con los dolores de parto pedía en su nombre a Lucina por el hijo nonato, para que, al fin, pudiese darle a luz: «¡Sólo tú puedes ayudarme!» El pintor no fue tacaño con los colores y lo pintó de la manera más real.

Cuando las lizas estuvieron ya a punto, Teseo, que había equipado los templos e instalado todo el terreno con gran boato, quedó complacido del resultado final. Pero dejad que me olvide de Teseo por un momento y vuelva a hablar de Pa­lamón y Arcite.

Se acercaba el día en que debían volver, cada uno con un centenar de caballeros para decidir la batalla, según expliqué. Ambos, fieles a su promesa, se presentaron en Atenas con un centenar de caballeros bien armados y preparados para el combate. Realmente hubo muchos que pensaron que jamás por tierra o por mar tan pocos habrían constituido un grupo tan impresionante de esplendor caballeresco, pues todo hombre que sentía afición a la caballería y estaba ansioso de labrarse un nombre había rogado que se le permitiera tomar parte en la competición. Los elegidos tuvieron suerte: si un torneo así tuviera que celebrarse mañana en Inglaterra o en cualquier otra parte, podéis imaginaros que todo caballero y enamorado, capaz de ello, estaría allí para entablar batalla por una dama. Os puedo asegurar que sería un espectáculo digno de contemplarse.

Y esto es lo que ocurrió con los muchos caballeros que acompañaban a Palamón. Algunos iban recubiertos con cota de malla, con corazas pectorales y guerreras, y ceñían arma­duras plateadas; otros llevaban escudos prusianos o bien pro­tectores ligeros; algunos protegían sus piernas cuidadosa­mente con metal y llevaban un hacha de batalla o una maza de acero (todas estas nuevas armas provienen de modelos más antiguos). Todos iban armados del mejor modo posible, tal como he descrito.

Cabalgando junto a Palamón habríais visto la expresión poderosa con su negra barba del gran rey de Tracia, el propio Licurgo. Las pupilas de sus ojos resplandecían con una luz entre roja y amarilla bajo su negro y velludo ceño. Miraba a su alrededor con el aire de un grifo con cabeza de águila. Con sus enormes piernas y brazos, anchos hombros y músculos fuertes y poderosos, se alzaba imponente en un carro de gue­rra dorado, tirado por cuatro bueyes blancos con ameses al estilo de su país. En vez de una sobrecubierta, llevaba sobre su armadura una piel de oso, negra como el carbón por el tiempo; sus garras pintadas brillaban como el oro. Su largo cabello, peinado hacia atrás, centelleaba con una negrura que hacía palidecer a la de una pluma de cuervo, bajo una pesadísima corona de oro, gruesa como el brazo, y montada con deslumbrantes joyas, finos rubíes y diamantes. Más de veinte perros—lobo blancos seguían su carro de guerra, cada uno de ellos tan grande como un toro y entrenados para la caza del venado y el león. Llevaban apretados bozales y co­liares dorados provistos de agujeros. Su séquito consistía en un centenar de nobles de corazón fuerte y bien armados.

Las leyendas afirman que Emetro, el gran rey de la India, vino con Arcite cabalgando, como el dios de la guerra, sobre un caballo bayo revestido de acero, cubierto con un paño de oro primorosamente bordado. Llevaba un sobretodo de seda de Tartaria con grandes perlas blancas y redondas. Su silla de montar era de oro recién batido y bruñido. De sus hombros caía un manto repleto de rojos rubíes que centelleaban como el fuego. Amarillos y relucientes como el sol, sus cabellos crespos estaban peinados en forma de anillos. Con su nariz larga y los ojos color limón, labios carnosos, tez rubicunda y unas pocas pecas negras y rubias esparcidas por el rostro, cuando lanzaba miradas a su entorno tenía el aspecto de un león. Calculo su edad en veinticinco años. Su barba había ya brotado y le cubría la cara casi por completo: su voz tenía el timbre metálico de una trompeta. Sobre su cabeza llevaba una alegre guirnalda de laurel verde, recién cortado. Por de­porte llevaba un águila domesticada, blanca como un lirio, en el puño. Con él cabalgaban un centenar de nobles con la cabeza descubierta, pero, no obstante, completamente arma­dos y suntuosamente equipados. Duques, condes y reyes se habían reunido voluntariamente formando este noble grupo para exaltar la caballería. Muchos leones y leopardos domes­ticados merodeaban alrededor del rey.

De esta forma llegaron juntos todos estos caballeros a la ciudad, a eso de las nueve de la mañana del domingo, y allí descabalgaron.

Cuando el noble duque Teseo les hubo escoltado hasta el interior de la ciudad y alojado en ella, de acuerdo con su ran­go, se tomó tanto empeño en festejarles, agasajarles y hacer­les los honores, que la gente comenta todavía que nadie hu­biera podido mejorar su recepción o su hospitalidad.

No diré nada sobre los juglares, el servicio en el banquete, los regalos entregados a la gente de alcurnia y de baja estofa, la rica decoración del palacio de Teseo, el orden de preceden­cia en el estrado; qué dama era la mejor bailarina o la más hermosa, o quién sabía cantar o bailar mejor o hablar de amor con mayor vehemencia; qué halcones reposaban arriba o qué perros yacían en el suelo. No diré nada de todo esto, pero hablaré de lo esencial; creo que es lo mejor que puedo hacer.

Y llegamos ya al meollo de la cuestión. Escuchad si que­réis.

El domingo por la noche, antes de romper el alba, Pala­món oyó cantar la alondra, a falta de dos horas para el ama­necer. Pero cantó la alondra, y también lo hizo Palamón. Se levantó muy animado para efectuar su peregrinaje con devo­to corazón hacia la bendita y clemente Citerea —quiero de­cir Venus, la augusta y venerada. En la hora que ella impuso se dirigió andando lentamente a las lizas, al lugar donde se le­vantaba el templo, y, con humildad, se arrodilló diciendo más o menos:

—Bella entre las bellas, hija de Júpiter y novia de Vulcano, Dama Venus, que lleváis la alegría a la montaña de Citerea: por este amor que tuviste por Adonia, tened piedad de mis ardientes y amargas lágrimas y acoged en vuestro corazón mi humilde plegaria. ¡Ay de mí! No tengo palabras para daros una idea del infierno que me atormenta. Mi corazón no sabe explicar su sufrimiento. Estoy tan confuso, que sólo sé decir: «¡Gracias, radiante señora, por entender mis pensamientos y ver las heridas que siento!» Considerad todo este pesar y apiadaos de mi dolor; a partir de ahora, mientras esté en mi mano, seré vuestro fiel servidor y haré siempre guerra contra la castidad. Este es mi voto, si me ayudáis; no quiero alardear de hazañas guerreras, ni os pido la victoria mañana, ni ganar fama o cualquier tipo de vano renombre en este asunto, ni que mi proeza en la batalla sea proclamada por doquier a to­que de trompeta, sino sólo poseer a Emilia y morir en vues­tro servicio; la forma la dejo en vuestras manos, decidirlo. Tanto si les venzo como si me vencen, no significa nada para mí, si puedo abrazar a mi dama entre mis brazos. Aunque Marte sea el dios de la guerra, vuestro poder en el cielo es tan absoluto, que yo puedo fácilmente poseer mi amor si así lo deseáis. A partir de ahora os veneraré siempre en vuestra ca­pilla; encenderé velas y ofreceré sacrificios en vuestros altares por donde quiera que vaya. Pero si ésta no es vuestra volun­tad, dulce señora, entonces rogaré para que mañana Arcite pueda atravesar con su lanza mi corazón. Si muero, no me importará que Arcite la consiga como esposa. Esta es toda mi oración: ¡oh querida y bendita señora, concededme mi amor!

Una vez Palamón hubo concluido su plegaria, hizo humil­demente el sacrificio con el ceremonial prescrito, aunque no describiré sus devociones. Pero, al final, la estatua de Venus se movió e hizo una señal, por la que él entendió que su oración, aquel día, había sido aceptada. Aunque la señal sugería un retraso, entendió perfectamente que su petición le había sido otorgada. Por esto se dirigió rápidamente a su casa con el corazón alegre.

Tres horas después de que Palamón hubiera dirigido sus pasos al templo de Venus, salió el sol y con él se levantó Emi­lia para encaminarse presurosa al templo de Diana. Las don­cellas que llevó consigo llevaban fuego debidamente prepa­rado, incienso, vestimentas y todo lo necesario para un sacri­ficio: cuernos rebosantes de aguamiel, como era costumbres, y todo lo demás.

El humo del incienso llenó el templo, de cuyos muros col­gaban espléndidos tapices. Con el corazón acelerado, Emilia lavó su cuerpo con agua del pozo, pero no me atrevo a describir detalladamente cómo efectuó los rituales, aunque pu­diera resultar placentero oírlo. Si se es hombre de buena vo­luntad, no resulta perjudicial; no obstante, es mejor dejarlo a la imaginación de cada uno. Su cabello brillante estaba pei­nado y suelto, y una corona de hojas de roble siempre verdes adornaba bellamente su cabeza. Empezó por encender dos fuegos sobre el altar y efectuó las ceremonias que podéis leer en la Tebiada, de Estatio, y otros libros antiguos. Una vez encendido el fuego, empezó a implorar a Diana con estas pa­labras:

—¡Oh casta diosa de los bosques verdes, que contemplas el cielo, la tierra y el mar; señora del tenebroso reino de Plu­tón en las profundidades del mar; diosa de vírgenes, que durante tantos años habéis comprendido mi corazón y sabéis lo que desea! Libradme de vuestros enojos y del terrible cas­tigo que infligisteis a Acteón. Casta diosa, conocéis mi deseo de vivir virgen y de no ser nunca ni esposa ni amante. Como sabéis, todavía pertenezco a vuestro cortejo; soy una virgen cazadora que antes vagaría por los bosques silvestres que casarme y quedar preñada. No deseo la compañía de los hombres. Ahora, señora, socorredme, pues tenéis el poder y el co­nocimiento en los tres aspectos de vuestra divinidad. En cuanto a Palamón, que siente tal atracción por mí, y a Arci­te, que me ama con tan gran desespero, este único favor os pido: poned paz y amistad entre los dos, desviad sus corazo­nes de mí, apagad o dirigid hacia otra parte su ardiente pa­sión y deseo, todo su incesante y doloroso tormento.

»Pero si no me concedéis este favor, y uno de los dos ha de ser mi destino, dejad que sea el que más me desee. Diosa de la castidad y de la pureza, contemplad las lágrimas amargas que resbalan por mis mejillas. Virgen, guardiana de todos nosotros, mantened y poned a salvo mi doncellez, que pue­da vivir como virgen a vuestro servicio.

Mientras Emilia oraba, los fuegos ardían sobre el altar. Pero, súbitamente, vio un fenómeno muy curioso: de repen­te, uno de los fuegos se apagó y volvió a encenderse nuevamente; pero después se apagó el otro totalmente, y al apa­garse hizo el ruido silbante que hace el fuego de ramas mo­jadas al arder; algo como gotas de sangre se condensó en el extremo de cada haz de leña. Ante aquel espectáculo, Emi­lia se asustó tanto, que casi se desmayó y se puso a gritar, no entendiendo lo que aquella misión significaba; temerosa empezó a llorar sin consuelo. En aquel momento se le apa­reció Diana con el arco en la mano y aspecto de cazadora, que dijo:

—Hija, seca tus lágrimas; los dioses han decidido en las al­turas y han decretado que debéis desposaros con uno de esos dos que están pasando tantos pesares y sufriendo tanto por causa vuestra, pero no puedo decir con cuál de ellos. Adiós, pues no puedo permanecer aquí por más tiempo; pero los fuegos que arden en mi altar te aclararán, antes de que te va­yas, cuál va a ser tu destino.

Después de hablar así, chocaron y resonaron las flechas en el carcaj de la diosa. Ella dio un paso hacia adelante y desa­pareció. Emilia inquirió asombrada:

—¿Qué significa todo esto? Me pongo bajo vuestra protec­ción y acato vuestra voluntad, ¡oh Diana!

Y se encaminó a su casa por el sendero más corto; esto fue todo.

A la hora siguiente, que pertenecía a Marte, Arcite se diri­gió a grandes zancadas al templo del fiero dios de la guerra para efectuar su sacrificio con todos los ritos de su fe pagana. Con el corazón suplicante y devoto oró así a Marte:

—Oh tú, Dios fuerte, venerado en la fría región de Tracia, en donde eres señor; tú que en todos los reinos y todos los paí­ses manejas las riendas de la guerra y alternas a tu capricho las victorias, acepta este mi humilde sacrificio. Si por mi juven­tud merezco tus favores, si mi fuerza es adecuada para servir­te como uno de tus fieles, te ruego que te apiades de mis su­frimientos, por los tormentos y llamas abrasadoras en los que tú una vez ardiste en deseo, cuando la belleza de Venus, hermosa, joven, lozana y libre, era tuya para gozarla y la te­nías en tus brazos a tu antojo, aunque, desgraciadamente, las cosas no salieron como tú querías y Vulcano te apresó en su trampa y te encontró yaciendo con su esposa. Por el dolor y la pasión que entonces tuviste, apiádate de mis sufrimientos. Como sabes, soy joven e ignorante, y, supongo, más ator­mentado por el amor que ninguna otra criatura viviente, pues a la que me hace sufrir este tormento no le importa si nado o me hundo. Me doy perfecta cuenta de que, antes de que ella me conceda su amor, debo vencer por fuerza en la liza. Yo bien sé que toda mi fortaleza no me servirá de nada sin tu ayuda y favor. Así pues, ayúdame, señor, en la batalla de mañana, no sólo por las llamas que te abrasaron una vez, sino también por el fuego que me consume ahora, y haz que mañana consiga la victoria. Deja que el trabajo sea mío y tuya la gloria. Veneraré siempre tu templo soberano más que a todos los demás lugares e incluso me dedicaré a lo que más te deleita y a tus artes marciales; en tu templo colgaré mi es­tandarte y las armas de mis compañeros; mantendré fuego ardiendo eternamente en tus altares hasta el día en que mue­ra. Además me ligo con este voto: a ti te dedicaré mi barba y estos largos rizos que me cuelgan y que no han tocado jamás ni navaja ni tijeras y seré tu servidor por el resto de mi vida. Ten piedad, señor, de mis pesadas aflicciones y otórgame la victoria; no pido más.

Cuando el poderoso Arcite hubo terminado su plegaria, los arcos que cuelgan de la puerta del templo y hasta las pro­pias puertas empezaron a hacer un ruido estruendoso y violento; Arcite se acobardó. Los fuegos del altar crecieron has­ta iluminar todo el templo, mientras un dulce olor se des­prendía del suelo. Entonces Arcite levantó su mano y echó al fuego más incienso y realizó otras ceremonias, hasta que la cota de malla que cubría la estatua de Marte tintineó, y con aquel ruido oyó como un suave murmullo que decía: «¡Victoria!» Entonces rindió pleitesía y homenaje al dios. Lleno de alegría y con la esperanza de que todo saldría bien, Arcite re­gresó a su alojamiento, alegre como un pájaro a la luz del día.

Pero arriba, en los cielos, estalló una fuerte discusión entre Venus, la diosa del amor, y Marte, el fiero dios de la guerra, sobre la concesión de su favor. Júpiter hubo de ponerse serio tratando de poner paz, pero, al final, el pálido Saturno, muy versado en antiguas estratagemas, dada su larga experiencia, se las arregló para idear una solución que satisficiera a ambas partes. Como dice el refrán: «Más sabe el diablo por viejo que por diablo», posee sabiduría y experiencia que pueden ser superadas, pero no burladas. Aunque no está en la natu­raleza oponerse a las disensiones y al miedo, Saturno pronto encontró la forma de solventar la disputa.

—Mi querida hija Venus —dijo Sararno—, la mía es la tra­yectoria más amplia alrededor del Sol, y mi poder es mayor que el que los hombres suponen; a mí me pertenece la muerte por ahogo en el triste mar, el encarcelamiento en oscuras bóvedas, el estrangulamiento y el morir ahorcado, el amoti­namiento y la rebelión de las turbas, las quejas, los envene­namientos clandestinos; cuando estoy en Leo, la venganza y el desquite son míos; y míos son la ruina de los altos palacios y el derrumbamiento de torres y muros sobre mineros y car­pinteros; yo maté a Sansón derribando la columna; y mías son las enfermedades mortales, las negras traiciones y conspi­raciones. Mi aspecto engendra pestilencia. Vamos, deja de llorar: haré lo que pueda para que vuestro caballero Palamón tenga la dama como prometiste, aunque Marte ayudará a su propio caballero. Sin embargo, tarde o temprano deberá ha­ber paz entre vosotros, a pesar de vuestro temperamento tan distinto, causa de estas riñas diarias. Soy vuestro abuelo, dis­puesto a cumplir vuestros deseos. Vamos, seca tus lágrimas, que haré lo que deseas.

Valga lo dicho sobre Marte, sobre Venus, la diosa del amor, y los dioses de allí arriba; y voy a llegar ya, y detallarlo con sencillez, al punto culminante de mi historia.

ACABA LA PARTE TERCERA Y COMIENZA LA CUARTA

Aquel día se celebró un gran festival en Atenas. Además, la alegre época de mayo elevó el ánimo de todos, de modo que aquel lunes bailaron durante todo el día y celebraron justas o pasaron el tiempo en el distinguido servicio de Venus. Pero como debían levantarse temprano para presenciar el gran tor­neo, por la noche se retiraron a descansar.

A la mañana siguiente, al romper el alba, resonó el eco de armaduras y repiqueteo de cascos de caballo por las inmedia­ciones de todas las posadas y hostales: grupos de nobles cabalgaban sobre briosos corceles y palafrenes hacia el palacio. Allí podían verse extrañas armaduras de ricos diseños, ejem­plos magníficos de orfebrería, forja y bordado; escudos, vise­ras y jaeces relucientes; yelmos, cotas de malla y sobrecubier­tas de oro forjado; príncipes espléndidamente equipados so­bre sus corceles; los caballeros del séquito y los escuderos fijando puntas de lanza a varas de madera, abrochando yel­mos y sujetando escudos con correas de cuero entrelazadas.

Nadie holgaba, pues el trabajo era mucho. Podían verse ca­ballos espumajeando por la boca luciendo bridas doradas, y maestros armeros que iban febrilmente de acá para allá con limas y martillos, campesinos a pie y enormes multitudes de gente ordinaria armada con palos cortos; cornamusas, trom­petas, timbales y clarines aullaban pidiendo sangre; el pala­cio estaba lleno de gente por todas partes; aquí un grupito de tres, allí un grupo de diez, comentando, debatiendo y es­peculando sobre las probabilidades de los dos caballeros tebanos. Uno decía una cosa, otro algo diferente; algunos apo­yaban a Barba Negra, otros a Cabeza Pelada, o bien a Cabe­llos de Estopa. «¡Este de aquí parece fuerte!» «¡Aquél, un luchador!» «¡El hacha de batalla de éste pesa veinte libras!» Cuando ya el sol estaba en todo lo alto, el gran sol bullía en conjeturas.

El gran Teseo, arrancado del sueño por la música y el mur­mullo de la gente, permaneció en sus habitaciones hasta que los caballeros tebanos (que recibieron idéntico honor) fue­ron conducidos a palacio. Sentado en un trono como un dios, el duque Teseo se hallaba junto a una ventana. Rápida­mente la gente se acercó para verle, rendirle homenaje y oír sus órdenes.

Desde un catafalco, un heraldo impuso silencio hasta que el ruido de la muchedumbre cesó. Cuando se hubieron calla­do anunció el deseo del gran duque:

—En su elevada discreción, el príncipe considera que la destrucción de sangre noble en este torneo sería demasiado grave si la batalla se librara hasta la muerte. Por consiguiente, desea modificar sus condiciones originales con el fin de sal­var vidas.

»Por ello, y bajo pena de muerte, ningun hombre podrá llevar a la liza ninguna clase de arma arrojadiza, hacha o daga; nadie sacará o llevará espadas cortas, afiladas, de las que pueden matar; nadie efectuará con su lanza de punta afi­lada más de un embate contra su oponente; se permitirá cla­var armas punzantes sólo cuando se esté pie al suelo, y, aun así, únicamente en defensa propia. Cualquiera que sea derri­bado será apresado, no muerto, y llevado a una estaca que habrá a cada uno de los dos lados; deberá ser llevado allí a viva fuerza y permanecer en la estaca. Si el jefe de uno u otro bando es apresado o muerto por su oponente, el torneo fina­lizará en aquel mismo instante. Ahora, id con Dios. Adelan­te y luchad con ardor. Satisfaced vuestras ansias de lucha con espadas y mazas. Vamos, id; es la voluntad del duque.

El cielo resonó con el alegre vocerío de la multitud: —¡Viva el buen duque, que no quiere que se derrame mu­cha sangre!

Se elevaron las trompetas hacia el cielo y sonaron en un brillante floreo; todos los contendientes se dirigieron a la lu­cha con la debida compostura a través de la gran ciudad, en­galanada con paños preciosos.

El noble duque cabalgó solemnemente con los dos teba­nos, uno a cada lado, seguido por la reina y Emilia, y detrás de ellos, en otro grupo, venía todo el resto ordenados según su rango. De este modo atravesaron la ciudad, hasta que lle­garon al terreno donde debían celebrarse enseguida los torneos.

Aún no eran las nueve de la mañana cuando Teseo tomó asiento en el lugar de honor con la reina Hipólita, Emilia y en su alrededor las otras damas según su categoría. La multitud también se sentó. Por el extremo occidental, Arcite entró por la puerta de Marte, con un rojo pendón y los cien caba­lleros de su grupo, mientras que al mismo tiempo Palamón, por los portales de Venus, penetró con aspecto decidido por el extremo oriental, portando un pendón blanco. Habría que recorrer el mundo de uno a otro extremo para ver dos comi­tivas tan iguales; nadie podía decir cuál parecía tener más va­lor, rango o edad: con tanta igualdad habían sido seleccio­nados.

Se dispusieron en dos formaciones impresionantes. Cuando se pasó lista (no podía haber trampa en cuanto a su número respectivo), se cerraron las puertas y se oyó en el recinto:

—¡Jóvenes y orgullosos caballeros, cumplid con vuestro deber!

Los heraldos se retiran y suenan las trompetas y clarines. Sin más preámbulos, las lanzas se ponen en ristre con serie­dad mortal para el ataque, y todos los contendientes clavan sus espuelas en los caballos. Pronto se verá quién sabe justar y cabalgar mejor. Las varas vibran al chocar contra los grue­sos escudos, y alguno siente el empuje de una lanza que pe­netra en su costillar. Las lanzas saltan veinte pies por el aire; se desenvainan las espadas, que lanzan destellos de plata; los yelmos son heridos y destrozados; la sangre brota en forma de ríos rojos y los huesos quedan quebrados por las pesadas mazas. Un hombre intenta pasar por donde más densa es la lucha, donde incluso los caballos más fuertes tropiezan; to­dos caen derribados; otro cae al suelo como una pelota, se vuelve a poner en pie, empuja con la vara de su lanza y derri­ba a otro caballero del caballo; a otro le atraviesan el cuerpo, es apresado y llevado, en lucha desesperada hasta la estaca donde, según las reglas, debe permanecer; otro del bando contrario es capturado también del mismo modo. De vez en cuando, Teseo les hace descansar, refrescarse y beber algo, si lo desean.

Los dos tebanos se enfrentaron e hirieron recíprocamente muchas veces durante el transcurso del día. Dos veces cada uno de ellos descabalgó al otro. Un tigre del valle de Garga­fia, al que hubieran arrebatado un cachorro, no atacaría al cazador con mayor saña que lo hacía Arcite a Palamón en su pasión de celos; y ningún león cazando en Benmarín se mostraría más feroz y frenético, hambriento y sediento de la sangre de su presa, que lo estaba Palamón buscando matar a su enemigo Arcite. Los mandobles que reparten, llenos de celos, hienden sus yelmos y brota la sangre de sus cabezas.

Pero todo llega a su fin. Antes de que el sol hubiera decli­nado, el poderoso rey Emetrio cazó a Palamón mientras lu­chaba con Arcite. Su espada se hendió profundamente en su carne y fueron necesarios veinte hombres para arrastrar a Pa­lamón —que no cedía— hasta la estaca. El poderoso rey Li­curgo, que acudía en ayuda de Palamón, cayó derribado. Pero antes de ser capturado, Palamón le dio al rey Emetrio tal mandoble, que, a pesar de su gran fuerza, lo envió a una yar­da de su montura. Pero todo ello no sirvió de nada. Palamón fue llevado a rastras hasta la estaca, donde su valor ya no po­día servirle de nada: una vez apresado, tenía que permanecer allí, obligado tanto por la fuerza de las armas como por las regias del torneo.

Palamón se sentía desgraciado al no poder luchar nueva­mente. Cuando Teseo vio lo sucedido, ordenó a todos los combatientes:

—Deteneos. ¡Basta! ¡Todo ha terminado! Seré un juez jus­to y no tomaré partido: Emilia será para Arcite de Tebas, quien ha tenido la suerte de ganarla limpiamente.

Al oír esto, la multitud prorrumpió en un grito tan es­truendoso de alegría, que pareció como si los muros del re­cinto se fueran a derribar.

¿Qué podía hacer ya la encantadora Venus? La reina del amor sólo pudo romper a llorar de decepción, de modo que sus lágrimas cayeron sobre las lizas. Exclamó:

—Estoy desacreditada sin remedio. Pero Saturno le replicó:

—¡Silencio, hija! Marte se ha salido con la suya, pues a su caballero le ha otorgado su favor; pero te juro que pronto te verás satisfecha.

Sonaron de nuevo las trompetas y la música, y los heral­dos proclamaron y gritaron su satisfacción por el triunfo del príncipe Arcite. Pero tened paciencia conmigo y no os impa­cientéis, pues pronto sabréis el milagro que ocurrió.

El feroz Arcite se quitó el yelmo y cabalgó a lo largo de todo el campo de combate para mostrar su rostro. Levantó sus ojos hasta Emilia, que le devolvió la mirada con dulzura (pues las mujeres, por regla general, sienten inclinación a se­guir a los favorecidos por la Fortuna). Ella constituía el delei­te del corazón de Arcite. Pero del suelo surgió una Furia infernal enviada por Plutón, a petición de Saturno, y el caballo de Arcite dio un respingo, tropezó y cayó, con lo que Arcite, antes de saber qué estaba pasando, rodó de cabeza y quedó como muerto en el terreno de combate, con su pecho aplas­tado por el arco de su montura. Allí quedó en el suelo, con su cara ennegrecida al fluir su sangre a ella. Se le transportó penosamente desde las lizas hasta el palacio de Teseo, donde le recortaron la armadura para sacarlo de ella y ponerlo inme­diatamente en la cama, todavía vivo y consciente, mientras llamaba con insistencia a Emilia.

El duque Teseo y su cortejo regresaron a la ciudad de Ate­nas con alegre pompa. A pesar de este accidente, no quiso que cundiera el pesimismo entre todos. Se dijo que Arcite no moriría, sino que se recuperaría de su percance. Otra cosa que complacía a todos era que nadie había resultado muerto, aunque algunos estaban malheridos, sobre todo el hombre del costillar atravesado por una lanza. Como remedios para sus heridas y brazos rotos, algunos tenían ungüentos; otros, hechizos y hierbas medicinales, en particular un brebaje de sabios que se bebía para recuperar el uso de sus extremida­des. Por ello, el duque, que tenía gran habilidad para estas co­sas, hizo que todo el mundo se sintiera cómodo y les rindió honores. Como correspondía, estuvo de juerga con los prín­cipes visitantes, durante toda la noche. Ninguno de ellos se sintió más derrotado que si hubiera estado en una justa o en un torneo. De hecho, nadie sufrió descrédito, pues una caída la puede tener cualquiera. Tampoco resulta vergonzoso para un hombre que lucha por sí mismo ser capturado por veinte caballeros y arrastrado por la fuerza hasta la estaca, sin ceder un ápice, a pesar de los puntapiés y bofetadas, mientras su ca­ballo es alejado a palos por campesinos y muchachos. Nadie puede llamar cobardía a eso.

El duque Teseo, para poner fin a cualquier manifestación de celos o rencor, mandó proclamar que ambos bandos con­tendientes lo habían hecho bien y que habían estado a la misma altura como si hubieran sido hermanos. Les dio rega­los de acuerdo con su rango y posición y celebró una gran fiesta que duró tres días; después proporcionó a los caballe­ros una honorable escolta hasta fuera de la ciudad para des­pedirles y desearles buen viaje. Todos regresaron a sus hoga­res por el camino más corto: «¡Adiós!» «¡Buena suerte!» Y todo se acabó. No voy a decir nada más de la batalla, pero volve­ré a referirme a Palamón y Arcite.

El pecho de Arcite se hinchó, y la herida cercana al cora­zón empeoró cada vez más. A pesar de todos los esfuerzos de los doctores, la sangre coagulada se iba corrompiendo y ulceraba su cuerpo. Ni el sangrar las venas, ni los tratamien­tos con hierbas servían de nada. La expulsión, o fuerza ani­mal, llamada «natural» por esta función, no podía desplazar ni expeler el veneno que había en la sangre vivificante. Las venas del pulmón empezaron a hincharse. La ponzoña y la gangrena le destrozaban los músculos del pecho. No obtenía ningún provecho ni de los laxantes ni de los vómitos, aun­que su vida dependía de ello. Toda aquella parte de él estaba como hecha añicos; la Naturaleza había perdido su imperio, y donde la Naturaleza no quiere trabajar, lo único que se puede hacer es despedir al médico y llevarse el hombre a la iglesia. En pocas palabras, Arcite tenía que morir, por lo que mandó buscar a Emilia y a su querido primo Palamón, a los que habló de esta manera:

—A vos, señora, a quien más amo, el angustiado espíritu que anida en mi pecho no sabe expresaros ni en la más pe­queña medida lo atroz de mi pena. Pero puesto que mi vida no puede durar ya mucho, a vos, más que a otra criatura vi­viente, confio el servicio de mi espíritu. ¡Oh, la pena y do­lor tan violentos que he sufrido por vos durante tanto tiem­po! ¡Oh, Muerte! ¡Oh, Emilia! ¡Oh, separación! ¡Oh, reina de mi corazón, esposa mía, señora de mi corazón, fin de mi vida! ¿Qué es este mundo? ¿Qué se desea tener? Un mo­mento estás con tu amor; al siguiente, solo y sin amigos en la tumba fría. Adiós, Emilia, mi dulce enemiga. Tomadme dulcemente en vuestros brazos, por amor de Dios, y dejad­me hablar.

»Por amor a vos y a causa de mis celos ha habido rencor y peleas entre mi primo Palamón y yo durante bastantes días. Pero que el sabio Júpiter dirija mi alma para hablar con la verdad y como debe ser del enamorado y de sus atributos, es decir, verdad, honor, caballerosidad, sabiduría, humildad, rango, sangre noble y franqueza, y todas las cosas que perte­necen al amor, pues como congo en que Júpiter protegió mi alma, en este momento no conozco en todo el mundo a na­die más digno de amor que Palamón, que os sirve y os servi­rá toda su vida. Y si alguna vez tuvierais que casaros, no os olvidéis de este hombre bueno que es Palamón.

Acababa de pronunciar estas palabras y le empezó a fallar el habla. El estertor de la muerte le subió de los pies al pecho y le venció, mientras la fuerza vital abandonaba sus brazos y se perdía totalmente. Muy pronto, la razón que seguía sola en su pecho enfermo y malherido le empezó a fallar en cuan­to la muerte tocó su corazón. Sus ojos perdieron brillo y su respiración empezó a decaer, pero todavía seguía mirando a su dama. Su última palabra fue:

—¡Piedad, Emilia!

Su alma abandonó su morada y se fue a donde no sé de­cir, pues nunca estuve allí; prefiero callar. Las almas no en­tran dentro del tema de esta historia y no deseo discutir teo­rías acerca de ello, aunque se hayan escrito libros sobre este asunto. Arcite está muerto, que Marte cuide de su alma. Ahora hablaré de Emilia.

Emilia dio un grito; Palamón gimió; Teseo se llevó a su hermana, a punto ya de desmayarse, y la condujo lejos del cadáver de Arcite. No hace falta que alargue mi historia explicando cómo lloró día y noche. En casos semejantes, las mujeres que han perdido a sus maridos sienten la vida más profunda, y la mayor parte de ellas o sienten el duelo de esta forma o caen en una desgana que incluso llega a ocasionar­les la muerte.

Por toda la ciudad no cesaban las lágrimas y las lamenta­ciones de jóvenes y viejos por la muerte del tebano. Hom­bres y muchachos lloraron por él. Realmente los lamentos que hubo cuando Héctor fue llevado a Troya, recién falleci­do, no llegaron ni a la mitad de los que hubo por Árcite. ¡Qué lamentación fue aquélla! Hubo quien se arañaba las mejillas y mesaba los cabellos. Las mujeres gritaron:

—¿Por qué tuviste que morir? ¡Tenías oro suficiente, y a Emilia!

Ninguno pudo consolar a Teseo, excepto su viejo padre, Egeo, que comprendía los cambios de fortuna de este mun­do por haber visto sus altibajos: la alegría tras la pena y la pena tras la felicidad. Le proporcionó ejemplos e ilustraciones.

—De la misma forma que nadie ha muerto —dijo él— sin haber vivido un tiempo sobre la tierra, del mismo modo, na­die ha vivido en este mundo sin morir más tarde o más tem­prano. El mundo no es sino un camino de penas que noso­tros, pobres peregrinos, vamos recorriendo de un extremo a otro. La muerte es el final de todos nuestros problemas terre­nales.

Además de decirlo y repetirlo muchas veces, exhortó a la gente a que se consolase.

El duque Teseo pensó enseguida en el lugar más adecuado para construir la tumba del buen amigo Arcite y la forma de hacerla honorable y de acuerdo con el rango del muerto. Al fin llegó a la conclusión de que el mejor emplazamiento era allí donde Arcite y Palamón lucharon por primera vez entre sí por su amor. En aquel mismo bosquecillo, tan dulce y verde, donde Arcite sintió la ardiente llama del amor y deseo fi­sico y cantó su queja, él construiría una pira donde el fune­ral sería celebrado como correspondía. Entonces dio órdenes para que se talasen los viejos robles y se cortasen en forma de leños y colocaron en hileras a punto de quemar. Los oficia­les se apresuraron a cumplir sus órdenes. Después Teseo mandó a buscar un féretro, sobre el que colocó el más rico paño de oro que poseía, y cubrió a Arcite con el mismo, puso guantes blancos en sus manos, una corona de verde lau­rel sobre su cabeza, y entre sus manos una espada afilada y reluciente. Lo situó sobre el féretro con el rostro descubierto y, entonces, se desmoronó y rompió a llorar. Cuando fue el día, y para que todo el mundo pudiera verlo, lo trasladó a pa­lacio, que resonó con lloros y lamentos.

En aquel momento llegó el tebano Palamón con el corazón destrozado, la barba en desorden y los cabellos enmarañados y cubiertos de ceniza, vestido con ropaje negro salpicado de lágri­mas; Emilia, llorando inconsolable, era la persona más triste de todos los presentes. Para dignificar y enriquecer el servicio fúne­bre, el duque Teseo ordenó que fueran traídos tres caballos en­jaezados con relucientes arreos, cubiertos con las armas del príncipe Arcite. En cada uno de estos grandes caballos blancos cabalgaba un jinete: uno llevaba el escudo de Arcite, otro, su lanza, y el tercero, su arco turco con el carcaj y accesorios de oro bnuïido. Se dirigieron, cabalgando, hacia el bosquecillo con los corazones sumidos en la tristeza. Los más nobles de los griegos allí presentes pusieron el féretro sobre sus hombros; lue­go, con los ojos enrojecidos y húmedos de llanto, lo llevaron a paso lento a través de la ciudad por su calle principal, que se ha­llaba completamente adomada con paños negros; de todos sus elevados edificios pendían colgaduras del mismo género. El an­ciano Egeo caminaba a mano derecha, con el duque Teseo al otro lado, llevando en sus manos vasijas del oro más fino llenas de miel, leche, sangre y vino. A continuación venía Palamón con una gran compañía seguido por la infeliz Emilia, que lleva­ba el fuego para los ritos fúnebres de costumbre.

Los preparativos de la ceremonia fúnebre y la erección de la pira se revistieron de gran solemnidad. La cúspide de la pira casi tocaba el cielo, mientras que su base se extendía en veinte codos. En primer lugar se colocaron cargas de paja, una tras otra; pero no tengo intención de describir cómo se construyó la altísima pira, cómo se talaron los árboles, ni tampoco sus nombres: robles, abeto, abedul, álamo, tem­blón, saúco, encina, chopo, sauce, olmo, plátano, fresno, boj, castaño, tilo, laurel, arce, espino, haya, avellano, tejo, sanguiñuelo; cómo los dioses —ninfas, faunos y hamadria­des— corrían de acá para allá después de haber sido despo­seídos de los hogares en los que vivían en paz y tranquili­dad; cómo las bestias y los pájaros huyeron de pánico cuan­do se talaron los árboles; cómo el suelo, poco habituado a la luz del sol, palideció a la luz; cómo la pira tenía como base una capa de paja, seguida de una capa de tocones par­tidos en tres; luego seguía madera verde, especias, gemas preciosas, paño de oro, guirnaldas floridas, muy perfuma­das como mirra e incienso; cómo Arcite yacía en medio de todo esto y los tesoros que había colocados a su alrededor; cómo Emilia ritualmente encendió la pira fúnebre y se des­mayó al subir el fuego; lo que ella dijo o pensó; qué gamas fueron arrojadas al fuego de la pira, cuando las llamas ha­bían prendido y aquélla ardía furiosamente; cómo algunos arrojaron sus escudos, otros sus lanzas, incluso otros los tra­jes que llevaban, así como vasos de vino, leche y sangre, a las furiosas llamas; cómo una numerosa compañía de grie­gos con la cara vuelta a la izquierda cabalgaron tres veces alrededor de la pira, gritando juntos y tres veces más, hacien­do ruido con las lanzas; cómo las damas lloraron tres veces, y cómo Emilia fue llevada a casa; cómo Arcite fue incinera­do hasta que las cenizas se enfriaron; cómo su velatorio se mantuvo durante toda la noche; cómo los griegos jugaron en los juegos fúnebres... No me interesa explicar quién lu­chó mejor cuerpo a cuerpo, desnudos y untados de aceite, o quién hizo la mejor demostración; no relataré ni tan sólo cómo regresaron a su casa de Atenas después de los juegos, sino que, rápidamente, iré al meollo del asunto y terminaré este cuento tan largo.

Con el tiempo, después de pasar algunos años, cesaron las lágrimas y el duelo de los griegos llegó a su fin. Parece ser ' que, de mutuo acuerdo, se reunieron en parlamento en Ate­nas para comentar algunos asuntos pendientes, uno de ellos el de la alianza con ciertos países y la obtención de plena leal­tad por parte de los tebanos. Por dicho motivo, Teseo, sin ex­plicarle la razón, mandó a buscar a Palamón. Al enterarse de la orden, se presentó apresuradamente, con el corazón triste y vestido de negro. Entonces Teseo mandó buscar a Emilia. Cuando todos se hubieron sentado y reinó el silencio en aquel lugar, Teseo hizo una pausa y dejó que sus ojos se pa­searan por la asamblea antes de hablar con la sabiduría de su corazón. Suspiró calladamente y dio a conocer su pensa­miento con expresión seria:

—Cuando el primer motor y la primera causa crearon ori­ginalmente la gran cadena del amor en el cielo, grande fue su propósito y profunda su consecuencia. Entendió todos los por—qués y por—lo—tantos cuando Él ató con la gran cadena del amor los cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra, para que no se salieran de ciertos límites. Este mismo príncipe y motor—prosiguió— estableció aquí abajo, en este miserable mundo, ciertas temporadas y periodos de duración para todo lo que se engendrase sobre la faz de la tierra, más allá de cuya fecha no pudieron perdurar, aunque sí pueden abreviar fácil­mente dicho periodo. No es preciso que cite a ninguna auto­edad porque esto puede demostrarse por la experiencia. Sin embargo, deseo manifestar mi opinión. Por esta ley resulta evidente que este motor es inmutable y eterno. Y resulta cla­ro para todos, salvo para el imbécil de solemnidad, que toda parte proviene de un gran todo, pues la Naturaleza no surgió de alguna porción o fragmento, sino de una inmutable per­fección, descendiendo desde allí a lo que es corruptible. Y, por consiguiente, su sabia previsión había ordenado las cosas para que todas las especies y procesos de siembra y creci­miento continúen sucesivamente y no sobrevivan eterna­mente. Esta es la verdad: puede verse con una simple mira­da. Mirad el roble que crece tan lentamente desde que em­pieza a germinar; como sabéis, vive hasta una verdad muy avanzada, pero finalmente muere.

»Considerad la piedra que pisamos con nuestros pies al pa­sar: se desgasta mientras está allí en el suelo del camino. »El ancho río, algunas veces, se seca; las grandes ciudades se ven declinar y caer. Es evidente que todas las cosas llegan a su final. Es también evidente que, en el caso de los hom­bres y de las mujeres, inevitablemente deben morir en uno de los periodos de edad —es decir, en la juventud o en la ve­jez—, algunos de ellos en la cama, otros en las profundida­des del mar y otros en el campo de batalla, como sabéis; el rey igual que el paje. Es algo que no tiene remedio; todo el mun­do sigue el mismo camino. Por consiguiente, digo que todas las cosas deben morir.

»¿.Quién es el que gobierna todo esto sino el majestuoso Júpiter, gobernante y causa de todo, que devuelve todo a su fuente original de la que proviene? Contra esto no hay criatura viviente que pueda luchar.

»Por ello, me parece juicioso hacer de la necesidad una vir­tud y aceptar lo inevitable de buen grado, sobre todo aque­llas cosas que están previstas para todos nosotros. No sólo re­sulta inútil oponerse, sino que constituye un acto de rebe­lión contrariar al que gobierna todas las cosas. Y ciertamente el hombre que muere en la flor de su juventud, seguro de su buen nombre, obtiene el máximo honor, pues entonces no avergüenza ni a sus amigos ni a sí mismo. Sus amigos deben estar más contentos de su muerte si su último aliento lo ha dado con honor, que si su nombre se ha apagado con los años y se han olvidado sus gestas. Para legar un buen nom­bre es mejor morir cuando se está en el pináculo de la fama.

»Negar esto sería ser caprichoso. ¿Por qué debemos afli­girnos o sentirnos con el corazón contrito de que Arcite, flor y prez de la caballería, haya escapado de la triste cárcel de la vida con veneración y honor? ¿Por qué deben escatimarle la felicidad tanto su primo como su esposa, aquí presentes? Él los quiso bien. ¿Les daría ahora las gracias? No, Dios bien lo sabe, de ninguna manera. Ambos ofenden tanto su espíri­tu como a sí mismos, sin, por ello, conseguir mayor felicidad para los dos.

»¿Qué conclusión debo extraer de este largo comentario sino aconsejar que la alegría siga a nuestra pena, agradeciendo mientras tanto a Júpiter toda su bondad? Y antes de que nos marchemos de este lugar, sugiero que de dos penas des­tilemos una alegría que dure eternamente. Ahora mirad: allí donde encontremos la pena más profunda, allí empezare­mos la curación.

»Hermana —prosiguió—, ésta es mi opinión profunda­mente meditada, confirmada por el parlamento aquí presen­te: que debéis apiadaros del noble Palamón vuestro caba­llero que os ha servido con toda su alma, corazón y fuerza, desde la primera vez que le conocisteis—, y tomarle por vuestro señor y esposo. Dadme la mano, pues ésta es nues­tra decisión. Ahora, veamos vuestra compasión femenina. Después de todo, es el sobrino de un rey; pero, creedme, aunque no fuese más que un pobre caballero soltero, mere­cería consideración porque os ha servido y ha sufrido tan grandes penalidades durante tantos años por vuestra causa. Una noble compasión debe exceder a la simple justicia.

A continuación habló a Palamón:

—Creo que no hace falta insistir mucho para obtener vuestro consentimiento. Acercaos y tomad a vuestra dama de la mano.

Entonces, el Consejo reunido y los barones establecieron entre ellos la denominada unión o matrimonio. De este modo Palamón convirtió a Emilia en su esposa entre músi­cas y alegría. Que Dios, que ha creado el ancho mundo, les envíe su amor; se lo ganó merecidamente. Ya todo iba bien para Palamón: vivía con riquezas, salud y felicidad. Emilia le amó con tal ternura y él la sirvió con tal devoción, que nun­ca hubo una palabra de celos o de contrariedad entre ellos.

Así termina el cuento de Palamón y Emilia. ¡Que Dios os bendiga a todos! Amén.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL CABALLERO

3. DIÁLOGO ENTRE EL ANFITRIÓN Y EL MOLINERO

Cuando el caballero hubo concluido su relato, todos, jóvenes y viejos, sobre todo los miembros de más ca­tegoría del grupo, coincidieron en que era una histo­ria digna de recordarse.

Nuestro anfitrión empezó a reírse y a comentar:

—Esto marcha. Ya se ha roto el hielo. Veamos quién sugie­re otro cuento. El juego ha tenido un buen comienzo. Aho­ra, señor Monje, es su turno. Cuéntenos algo que pueda compararse al relato del caballero.

El molinero, pálido en su embriaguez, que apenas se man­tenía en su montura ni podía quitarse el sombrero y guardar la compostura, exclamó con voz de falsete, soltando maldi­ciones:

—Por los brazos, la sangre y las entrañas de Cristo. Os po­dría relatar ahora algo que haría la competencia al cuento del caballero.

Al ver al anfitrión lo embriagado que estaba el molinero a causa de la cerveza, le cortó:

—Espera, querido hermano Robin. Demos la oportuni­dad en primer lugar a alguien mejor que tú. Espera, hagamos las cosas bien.

—¡Rediez! —contestó el molinero—. No esperaré. Lo hago ahora mismo o me largo.

Nuestro anfitrión le contestó: —¡Caramba! No estás en tus cabales. Eres un necio. Has perdido el juicio.

—Escuchad todos y cada uno de vosotros —dijo el moli­nero—. En primer lugar, sin embargo, confieso que estoy bo­rracho. Lo reconozco en mi voz. Por consiguiente, echadle la culpa a la cerveza de Southwark. Os contaré el cuento y la vida de un carpintero y su esposa y la forma en que un estudian­te les tomó el pelo.

El administrador le respondió diciéndole: —Cierra el pico. Abandona tu libidinosa embriaguez. Pe­cado es y gran locura injuriar o difamar a los hombres y a sus esposas. Conténtate con explicar otras cosas.

El embriagado molinero contestó rápido:

—Mi querido hermano Oswald, el que no tiene esposa no puede ser cabrón. Por lo tanto, no digo que tú lo seas. Exis­ten incontables esposas fieles. Más de mil buenas por una mala. Eso lo sabes tú, a menos que estés loco. ¡.Por qué te en­fadas ahora con mi cuento? Yo tengo esposa como tú la tie­nes. Y por ello no me voy a considerar cornudo. Por mi yun­ta de bueyes que no me debo preocupar en exceso. Un mari­do no debe indagar las interioridades de Dios ni de su mujer. Puede encontrar allí la plenitud divina. Del resto, mejor no preocuparse.

¿Qué más puedo decir? Este molinero no escatimó pala­bras con nadie y contó su relato de modo grosero. Lamento tenerlo que repetir aquí. Pido disculpas a todos los gentil hombres. ¡Por el amor de Dios! No juzguéis equivocadamen­te mi relato. Carece de cualquier mala intención. Relato to­dos los cuentos, buenos o malos. De otra forma no sería fiel testigo de los acontecimientos.

Por consiguiente, si no deseáis escucharlo, girad página y escoged otro. Tendréis donde elegir: cuentos largos y cortos, de trasfondo y hechos caballerescos, moralizantes y santos.

No me condenéis si seleccionas mal. El molinero es un ru­fián. De sobra lo sabéis. Así lo eran el administrador y otros varios. De liviandades es su cuento. Os aviso para que no me echéis la culpa. Además, ¿por qué adoptar una actitud seria ante un juego?

4. EL CUENTO DEL MOLINERO

Erase una vez un rústico adinerado, entrado ya en años, que vivía en Oxford. Tenía el oficio de carpintero y aceptaba huéspedes en su casa. Vivía con él un estu­diante pobre, muy entendido en artes liberales, que sentía una irresistible pasión por el estudio de la astrología. Sabía calcular respuestas a ciertos problemas; por ejemplo, uno po­día preguntarle cuándo las estrellas predecían lluvia o sequía, o vaticinar acontecimientos de cualquier clase. No puedo re­lacionarlos todos.

Este estudiante se llamaba Nicolás el Espabilado. Aunque al mirarle parecía poseer la mansedumbre de una niña, tenía una gracia especial para secretas aventuras y placeres del amor, pues era al mismo tiempo ingenioso y extremadamen­te discreto. En su alojamiento ocupaba un aposento privado, muy bien cuidado con hierbas olorosas. El mismo era tan de­licioso como el regaliz o la valeriana. Su Almagesto y otros libros de texto de astrología, grandes y pequeños, y el astro­labio y las tablas de cálculo que precisaba para su ciencia estaban situados en estanterías a la cabecera de su cama. Un burdo paño rojo cubría el hierro de planchar vestidos, y so­bre éste tenía un salterio que tocaba cada noche, llenando su aposento de agradables melodías; solía entonar el Angelus de la Virgen, cantando a continuación la Tonadilla del rey. La gen­te elogiaba a menudo su timbrada voz. De este modo pasaba el tiempo este simpático estudiante, con la ayuda de los in­gresos que tenía y de lo que sus amigos proveían.

El carpintero se había casado poco ha con una mujer de dieciocho años, a la que amaba más que a su propia vida. Como ella era joven y retozona y él era viejo, los celos le mo­vieron a mantenerla estrechamente confinada, pues ya se ha­bía imaginado cornudo. Por su deficiente educación, nunca había leído el consejo de Catón de que un hombre debe casarse con alguien que se le parezca. Los hombres deben contraer nupcias con mujeres de posición y edad similar, ya que la juventud y la vejez, generalmente, no concuerdan: es­tán a matar. Pero al haber caído en la trampa, tuvo que pasar sus apuros como otros.

Era ella una mujer hermosa y joven, con un cuerpo cim­breante y flexible como el de una nutria. Rodeándole el talle lle­vaba un delantal de un blanco deslumbrante, una faja de seda rayada y una camisa blanca con un cuello todo bordado alrede­dor con seda negrísima por dentro y por fuera. Se adornaba con una cofia blanca con cintas que hacían juego con el cuello de la camisa y una ancha cinta de seda ciñéndole la parte superior de la cabeza. Debajo de sus arqueadas cejas, delgadas y negras como endrinas, mostraba unos ojos profundamente lascivos.

Era más deliciosa de mirar que un peral en flor y más sua­ve que los añinos al tacto. Una bolsa de cuero con borlas de seda y botones redondos de metal le pendía del cinto de la faja. Resulta difícil poder soñar en una chica como ésa o en semejante preciosidad. Su tez brillaba más que una moneda de oro recién acuñada en la Torre; cantaba con la alegría y la claridad de una golondrina posada en el granero; solía sal­tar y retozar como una cabritilla o un ternero que corre tras su madre; su boca era dulce como la miel o el arrope, o como una manzana colocada sobre heno; era retozona como un potrillo, alta como un mástil y erguida como una flecha. De la parte baja del cuello colgaba un broche grande como el remate de un escudo, y los cordones de sus zapatos los llevaba entrelazados, como el rosetón de San Pablo, por las pantorrillas, cubiertas con medias rojas. Era un pim­pollo, un bombón para la cama de un príncipe o esposa dig­na de algún acaudalado labrador.

Ahora bien, señores, sucedió que un día, cuando su mari­do se hallaba en Oseney, Nicolás, el Espabilado —estos es­tudiantes son unos tíos hábiles y astutos—, empezó a retozar y a hacer bromas con la joven. Con disimulo la palpó en sus partes y le dijo:

—Querida, si no dejas que me salga con la mía, moriré de amor.

Y prosiguió mientras la abrazaba por las caderas:

—Por el amor de Dios, querida, hagamos el amor ahora mismo, o me voy a morir.

Ella se retorcía como un potrillo que están herrando y apartó su cabeza diciendo:

—Vete, no te besaré. Vete, Nicolás, o gritaré pidiendo so­corro. ¡Quítame las manos de encima! ¿Es éste modo de comportarse?

Pero Nicolás empezó a rogarle, y lo hizo con tal vehemen­cia, que, al fin, ella se rindió y juró por Santo Tomás de Can­terbury que sería suya tan pronto como pudiera encontrar la ocasión.

—Mi esposo está tan roído por los celos que, si no esperas pacientemente y vas con mucho cuidado, estoy segura que me destruirás —dijo ella—. Por eso, debemos mantenerlo en secreto.

—No te preocupes por ello —dijo Nicolás—. Si un estu­diante no se las sabe más que un carpintero, habrá estado perdiendo el tiempo.

Por ello, y como dije antes, estuvieron de acuerdo en aguardar la ocasión propicia.

Arreglado esto, Nicolás dio a los muslos de la muchacha un buen magreo; luego la besó dulcemente, tomó su salterio y pulsó enardecido una alegre tonadilla.

Pero ocurrió que, un buen día, esta buena mujer interrum­pió sus faenas domésticas, se lavó la cara hasta que relució de limpia y se dirigió a la iglesia de su parroquia para practicar sus devociones. Ahora bien, en aquella iglesia había un sa­cristán llamado Absalón. Su rizado cabello brillaba como el oro y se extendía como un gran abanico a cada lado de la raya que le recorría el centro de la cabeza. Era un individuo enamoradizo en el sentido más amplio de la palabra. Tenía una tez rosada, ojos grises de ganso y vestía con gran estilo, calzando medias y zapatos escarlatas con dibujos tan fantás­ticos como el rosetón de la catedral de San Pablo. La chaque­ta larga de color azul claro le sentaba muy bien: con encajes ribeteados, estaba cubierta por un vistoso sobrepelliz de co­lor blanco que semejaba un conjunto de retoños en flor. A fe mía que era todo un buen mozo. Sabía hacer de barbero, sangrar y extender documentos legales; sabía bailar en veinte estilos diferentes (pero siguiendo la moda de aquellos días procedentes de Oxford, con las piernas que salían disparadas a uno y otro lado); cantaba con un agudo falsete acompa­ñándose de un violín de dos cuerdas. También tocaba la gui­tarra. No había posada o taberna de la ciudad que no hubie­ra animado con su visita, especialmente las que había con vi­varachas muchachas de mesón. Pero, para decir verdad, era un poco pesado: se tiraba ventosidades y tenía una conversa­ción latosa.

En aquel día festivo estaba de excelente humor cuando, al tomar el incensario, se puso a escudriñar amorosamente a las mujeres de la parroquia mientras las incensaba; dedicaba especial atención cuando miraba a la mujer del carpintero; era tan bella, dulce y apetecible, que le parecía que podría pasar­se toda la vida contemplándola. Si ella hubiera sido un ratón y Absalón un gato, juro que se le hubiera arrojado encima in­mediatamente. Tan chalado estaba el zumbón sacristán, que no admitía donativos de las mujeres al hacer la colecta; su buena educación se lo impedía, según comentaba.

Aquella noche la Luna brillaba intensamente cuando Ab­salón cogió la guitarra para ir a cortejar. Lleno de ardor, salió de su casa con mucho ánimo, hasta que llegó a la casa del carpintero después del canto del gallo y se situó cerca de un ventanal que sobresalía de la pared. Entonces cantó con voz baja y suave, acompañándose con su guitarra:

Queridísima dama, escucha mi plegaria y apiádate de mí, por favor.

El carpintero se despertó y le oyó.

—Alison —dijo a su mujer—, ¿no oyes a Absalón cantan­do bajo el muro de nuestro dormitorio?

Ella replicó:

—Sí, Juan; claro que oigo cada nota.

Las cosas prosiguieron como podéis suponer. El alegre Ab­salón fue a cortejarla diariamente, hasta que se puso tan des­consolado, que no podía dormir ni de día ni de noche. Se peinó sus espesos rizos y se acicaló, cortejándola por inter­mediarios, y prometió que sería su esclavo, le hacía gorgori­tos como un ruiseñor y le enviaba vino, aguamiel, cerveza es­peciada y pasteles recién salidos del homo; le ofreció dinero, pues ella vivía en una ciudad en la que había cosas que com­prar. Algunas pueden ser conquistadas con riquezas; otras, a golpes, y otras, finalmente, con dulzura y habilidad.

En una ocasión, para que ella contemplara su talento y versatilidad, hizo el papel de Herodes en el escenario. Pero ¿de qué le sirvió todo eso? Tanto amaba ella a Nicolás, que Absalón hubiera podido arrojarse al río; sólo recibía burlas por sus desvelos. Por lo que ella convirtió a Absalón en un mono bufón y su devoción en chanza. He aquí un proverbio que dice gran verdad: «Si quieres avanzar, acércate y disimu­la. Un amante ausente no satisface su gula.»

Ya podía Absalón fanfarronear y desvariar, que Nicolás, sólo por estar presente, lo desbancaba sin esfuerzo.

¡Vamos, espabilado Nicolás, muestra tu valor y deja a Ab­salón con su gimoteo! Sucedió que un sábado el carpintero tuvo que ir a Oseney. Nicolás y Alison convinieron que idea­rían alguna estratagema para engañar al pobre esposo celoso, de modo que, si todo salía bien, ella pudiera dormir toda la noche en sus brazos, como ambos deseaban. Sin decir ni una palabra, Nicolás, que ya no podía esperar más, llevó silencio­samente a su aposento suficiente comida y bebida para un día o dos. Entonces, Nicolás dijo a Álison que cuando su es­poso preguntara por él, ella le contestase que no le había vis­to en todo el día y que ignoraba dónde podía hallarse; aun­que creía que debía de haber caído enfermo, puesto que cuando la criada fue a llamarle, él no había replicado, a pesar de las grandes voces que dio.

Así, Nicolás se quedó en su aposento, callado, durante todo el sábado, comiendo, durmiendo, o haciendo lo que le daba la gana hasta que anocheció. Era la noche del sábado al domingo. El pobre carpintero empezó a preguntarse qué dia­blos podría ocurrirle a Nicolás:

—¡Por Santo Tomás, empiezo a temer que Nicolás no está nada bien! Espero, Dios mío, que no haya fallecido repenti­namente. Este es un mundo poco seguro, en verdad: hoy mismo he presenciado cómo llevaban a la iglesia el cadáver de un hombre al que había visto trabajando este lunes. Entonces dijo al muchacho que le servía.

—Sube corriendo y grita a su puerta o golpéala con una piedra. Ve qué pasa y ven enseguida a decirme qué es lo que hay.

El muchacho subió decidido las escaleras y voceó y apo­rreó la puerta del aposento

—¡Eh! ¿Qué hacéis, maese Nicolás? ¿Cómo podéis estar durmiendo todo el día?

Pero no sirvió de nada. No hubo respuesta. Sin embargo, en uno de los paneles inferiores descubrió un agujero, que servía de gatera, y dio un vistazo al interior. Al final logró ver a Nicolás sentado muy tieso y con la boca abierta como si tu­viera trastornado el juicio; por lo que bajó corriendo y expli­có a su dueño inmediatamente el estado en que le había en­contrado.

El carpintero empezó a persignarse diciendo: —¡Ayúdanos, Santa Frideswide!. ¿Quién puede prede­cirnos lo que el destino nos depara? A este individuo le ha sobrevenido una especie de ataque con este astrobolio suyo. ¡Y sabía yo que algo le ocurriría! La gente no debe me­ter sus narices en los secretos divinos. ¡Bendito sea el hombre que no sabe más que el Credo! Esto mismo es lo que le pasó a aquel otro estudiante del astrobolio que salió a andar por los campos contemplando las estrellas y tratando de adivinar el futuro. Cayó dentro de una almarga: algo que no previó. Sin embargo, ¡por Santo Tomás que lo siento por el pobre Nicolás! Por Jesucristo, que está en el cielo, que le voy a es­carmentar de sus estudios, si es que yo valgo para algo. Dame una vara, Robin; apalancaré la puerta mientras tú la levantas. Esto pondrá fin a sus estudios, supongo.

Y se dirigió a la puerta del aposento. El criado era un mu­chacho muy fuerte, y la puso fuera de sus goznes en un mo­mento. La puerta cayó al suelo. Allí se hallaba Nicolás sentado como si estuviera petrificado, con la boca abierta tragando aire. El carpintero supuso que estaba en trance de desespera­ción; le agarró fuertemente por los hombros y le sacudió con fuerza diciéndole:

—¡Eh, Nicolás! ¡Eh! ¡Baja la vista! ¡Despierta! ¡Acuérdate de la pasión de Jesucristo! ¡Que el signo de la cruz te proteja de duendes y espíritus!

Entonces empezó a murmurar un encantamiento en cada uno de los cuatro rincones de la casa y la parte exterior del umbral de la puerta:

Jesucristo, San Benito.

Los malos espíritus prohibid: espíritus nocturnos, huid del Padrenuestro.

Hermana de San Pedro, no abandones a este siervo vuestro.

Después de un rato, Nicolás el Espabilado suspiró profun­damente y dijo:

—¡Ay! ¿Debe el mundo terminar tan pronto? El carpintero contestó:

—¿De qué hablas? Conga en Dios, como el resto de los que ganan el pan con el sudor de su frente.

A lo que replicó Nicolás:

—Vete a buscarme una bebida y te diré —en la más estric­ta confianza, te advierto—algo sobre un asunto que nos concierne a ambos. Te aseguro que no se lo diré a nadie más.

El carpintero bajó y regresó con casi un litro de buena cerveza. Cuando cada uno hubo bebido su parte, Nicolás cerró bien la puerta e hizo sentar al carpintero junto a él diciéndole:

—¡Querido Juan, querido anfitrión!, me debes jurar aquí mismo y por tu honor que nunca revelarás este secreto a na­die, pues te revelaré el secreto de Jesucristo, y estás perdido si lo cuentas a otra alma. Pues éste será el castigo: si me traicio­nas, te convertirás en un loco rematado.

—¡Que Jesucristo y su santa sangre me protejan! —repuso el ingenuo carpintero—. No soy ningún boquirroto y, aun­que está mal que lo diga, no soy nada locuaz. Puedes hablar libremente: por Jesucristo que bajó a los infiernos: no lo re­petiré a hombre, mujer o niño alguno.

—Pues bien, Juan —dijo Nicolas—. Te aseguro que no miento: por mis estudios de astrología y mis observaciones de la Luna cuando brilla en el cielo, he averiguado que durante la noche del próximo lunes, a eso de las nueve, lloverá de una forma tan torrencial y asombrosa, que el diluvio de Noé quedará minimizado. El aguacero será tan tremendo —prosiguió—, que todo el mundo se ahogará en menos de una hora, y la Humanidad perecerá.}

Al oír eso, el carpintero exclamó:

—¡Pobre esposa mía! ¿Se ahogará también? ¡Ay, pobre Alison!

Quedó tan impresionado, que casi se desmayó.

—¿No puede hacerse nada? —preguntó.

—Sí, ya lo creo que sí —dijo Nicolás—; pero solamente si te dejas guiar por un consejo experto, en vez de seguir ideas propias que te puedan parecer brillantes. Como muy bien dice Salomón: «No hagas nada sin consejo, y te alegrarás de ello.» Ahora bien, si actúas siguiendo mi buen consejo, te prometo que nos salvaremos los tres, incluso sin mástil ni vela. ¿No sabes cómo Noé fue salvado cuando el Señor le ad­virtió por anticipado que todo el mundo perecería bajo las aguas?

—Sí —dijo el carpintero—, hace mucho, muchísimo tiempo.

—¿No has oído también —prosiguió Nicolás— lo que le costó a Noé y a todos los demás conseguir que su esposa su­biera a bordo del arca? Me atrevo a asegurar que, en aquellos momentos, hubiera dado lo que fuese para que ella tuviera una barca sólo para ella. ¿Sabes qué es lo mejor que podría­mos hacer? Esto requiere actuar con rapidez, y en una emer­gencia no hay tiempo para parloteos ni retrasos. Corre y trae enseguida a casa una amasadera o una gran tina poco profun­da para cada uno de nosotros tres y asegúrate que sean lo su­ficientemente grandes para poderlas utilizar como barcas. Pon alimentos en ellas para un día, no necesitamos más, pues las aguas retrocederán y desaparecerán a eso de las nue­ve de la mañana siguiente. Pero tu muchacho Robin no debe saber nada de esto. Tampoco puedo salvar a Gillian, la cria­da; no preguntes por qué, pues incluso si me lo preguntaras, no revelaría los secretos de Dios. A menos que estés loco, de­bería ser suficiente para ti el ser favorecido igual que el pro­pio Noé. No te preocupes: salvaré a tu mujer. Ahora, vete y busca bien.

»Cuando tengas las tres amasaderas, una para ella, una para mí y otra para ti, las colgarás en lo alto del techo para que nadie se dé cuenta de tus preparativos. Cuando hayas hecho lo que te he dicho y hayas colocado los alimentos en cada una de ellas, no te olvides de coger un hacha para cor­tar la cuerda y poder huir cuando llegue el agua, ni tampoco de practicar una abertura en la parte alta del tejado por el lado que da al jardín, por donde se hallan los establos, para que podamos pasar por él. Cuando haya terminado el dilu­vio, te aseguro que vas a remar tan alegremente como un pato blanco detrás de su pareja. Cuando grite: "¡Eh, Alison! ¡Eh, Juan! Animaos, las aguas descienden", tú responderás: "Hola, maese Nicolás. Buenos días. Te veo muy bien, pues es de día." Y entonces seremos los reyes de la Creación para el resto de nuestras vidas, igual que Noé y su mujer.

»Pero te tengo que advertir una cosa: cuando embarque­mos esa noche, procura que ninguno de nosotros diga una sola palabra, o llame o grite, pues debemos rezar para cum­plir las órdenes divinas.

»Tú y tu mujer deberéis estar lo más alejados que podáis el uno del otro para que no exista pecado entre vosotros, ni una sola mirada, y mucho menos el acto sexual. Esas son tus instrucciones. Vete, y ¡buenas suerte! Mañana por la noche, cuanto todos duerman, nos meteremos en nuestras amasade­ras y permaneceremos allí sentados confiando en que Dios nos libere. Ahora, vete. No tengo tiempo de seguir hablando de esto. La gente dice: "Envía a un sabio y ahorra tu aliento." Pero tú eres tan listo, que no necesitas que nadie te enseñe. Anda y salva nuestras vidas. Te lo ruego.

El ingenuo carpintero salió lamentándose y confió el se­creto a su mujer, que ya sabía la finalidad de todo el plan mu­cho mejor que él. Sin embargo, simuló estar asustadísima.

—¡Ay! —exclamó—, apresúrate y ayúdanos a escapar, o pereceremos. Yo soy tu esposa verdadera y legítima; por eso, querido esposo, vete y ayuda a salvar nuestras vidas.

¡Qué poder tiene la fantasía! La gente es tan impresiona­ble, que puede morir de imaginación. El pobre carpintero empezó a temblar; creía realmente que iba a ver cómo el di­luvio de Noé llegaba arrollándolo todo para ahogar a su dul­ce mujercita, Alison. Suspiró entrecortadamente, lloró, se la­mentó y se sintió muy desgraciado. Luego, después de haber encontrado una amasadora y un par de grandes tinas, las me­tió subrepticiamente en la casa y, en secreto, las colgó de lo alto. Con sus propias manos hizo tres escaleras de mano con todos sus peldaños para poder alcanzar las tinas que colga­ban de las vigas. Luego puso provisiones, tanto en la amasa­dera como en las dos tinas, de pan, queso y una jarra de buena cerveza, en cantidad suficiente para todo un día. Antes de ejecutar estos preparativos envió al muchacho que le servía y a la criada a Londres a hacer unos recados. El lunes, cuando se acercaba la noche, cerró la puerta sin encender las velas y comprobó que todo estuviera como es debido. Un momen­to más tarde, los tres subieron a sus tinas respectivas y se sentaron en ellas, permaneciendo inmóviles unos cuantos minutos.

—Ahora reza el Padrenuestro —dijo Nicolás—, y ¡chitón! —¡Chitón! —respondió Juan.

—¡Chitón! —repitió Alison.

El carpintero rezó sus oraciones y permaneció sentado en silencio; luego oró nuevamente, aguzando el oído por si oía llover.

Tras un día tan fatigoso y ajetreado, el carpintero cayó dor­mido como un tronco a eso del toque de queda, o quizá un poco más tarde. Unas pesadillas hicieron que empezase a emitir sonidos quejumbrosos; pero como sea que su cabeza no descansaba bien, pronto estuvo roncando ruidosamente. Nicolás bajó silenciosamente por la escalera de mano, así como Alison, que se deslizó sin hacer ruido. Sin pronunciar palabra se fueron al lecho en la que el carpintero solía dor­mir. Todo fue alegría y jolgorio mientras Alison y Nicolás es­tuvieron allí acostados, ocupados en gozar de los placeres de la cama, hasta que la campana comenzó a sonar para los mai­tines y los frailes empezaron a cantar en el presbiterio.

Aquel lunes, Absalón, el sacristán herido de amor, suspi­rando de amor como de costumbre, se divertía en Oseney con un grupo de amigos, cuando, casualmente, preguntó a uno de los residentes en el claustro acerca de Juan, el carpin­tero. El hombre le tomó aparte, fuera de la iglesia, y le dijo:

—No sé; no le he visto trabajando aquí desde el sábado. Creo que habrá ido a buscar madera para el abad; a este efecto, a menudo se ausenta y se queda en la granja un día o dos. Quizá habrá ido a casa. No sé realmente dónde se halla.

Absalón pensó para sí con gran deleite: «Esta noche no es para dormir. Es cierto; no le he visto salir de casa desde el amanecer. Como me llamo Absalón, al cantar el gallo iré a golpear la ventana de su dormitorio y le declararé a Alison todo mi amor. Espero que, por lo menos, podré besarla; de todas formas, y como me llamo Absalón, seguro estoy que conseguiré alguna satisfacción. Mi boca me ha dolido todo el día: buen augurio de que al menos la besaré. Pensar que he estado soñando toda la noche que estaba en un banquete... Ahora haré una siesta de una o dos horas, y así esta noche podré estar despierto y divertirme un poco.»

Al primer canto del gallo, este animoso amante se levantó y se vistió con sus mejores galas. Antes de peinarse, masticó cardamomo y regaliz para que su aliento fuera dulce y se colocó una hoja de zarza debajo de la lengua, pensando que esto le haría atractivo. Luego se encaminó hacia la casa del carpintero y, silenciosamente, se colocó debajo del ventanal (cuyo alféizar era tan bajo que le llegaba a la altura del pecho) y en voz baja y medio reprimida, dijo:

—¿Dónde estás, dulce Alison, bonita, chatita, flor de cane­la? ¡Despierta, amor mío, háblame! No pienses en mi infor­tunio; sin embargo, languidezco de amor por ti, cuando te deseo tanto como el cordento ansía la ubre de su madre. De verdad, cariño, estoy tan enamorado de ti, que suspiro por ti como una paloma enamorada y como menos que una chiquilla.

—¡Aléjate de la ventana, mastuerzo! —respondió ella—. Por Dios que no vas a tener mis besos; amo a otro —tonta sería si no le amase—, un hombre mucho mejor que tú: Ab­salón. ¡Por amor de Dios, vete al diablo y déjame dormir, o te arrojaré una piedra!

—¡Córcholis y recórcholis! —repuso Absalón—. Jamás fue el amor verdadero tan mal recibido. No obstante, ya que no puedo esperar nada mejor, bésame por amor de Dios y por amor a mí.

—Prometes marcharte si lo hago? —le replicó ella. —Sí, desde luego, amor mío —respondió Absalón. —Entonces, prepárate —repuso ella—, que ahora vengo. Y susurró a Nicolás:

—No hagas ruido, que podrás reír a gusto. Absalón se dejó caer de rodillas diciendo:

—De todas formas salgo ganando, pues después del beso vendrá algo más, espero. ¡Oh, cariño! Sé buena, chatita; sé amable conmigo.

Apresuradamente ella alzó el cerrojo de la ventana y dijo: —Vamos, acabemos de una vez.

Y añadió:

—No te entretengas, que no quiero que algún vecino te vea. Absalón empezó por secarse los labios. La noche era oscu­ra como boca de lobo, negra como el carbón, cuando ella sacó las posaderas por la ventana. Y sucedió que Absalón, antes de comprobar lo que era, dio a su culo desnudo un so­noro beso. Pero retrocedió inmediatamente: había algo que no concordaba bien, pues notó una cosa áspera y peluda, y sabía que las mujeres no tienen barba.

—¡Uf! ¿Qué he hecho?

—¡Ja, ja, ja! —exclamó ella, y cerró la ventana de golpe. Absalón se quedó meditando su triste caso.

—¡Una barba! ¡Una barba! —gritó Nicolás el Espabilado—. Por Dios, ésta sí que es buena.

El pobre Absalón oyó todas las palabras y se mordió los la­bios de rabia. Se dijo a sí mismo:

—¡Te haré pagar por esto!

¡Si supierais lo que Absalón frotó y restregó sus labios con polvo, arena, paja, trapos y raspaduras!

—¡Que el diablo me lleve! Pero prefiero vengar este in­sulto antes que llegar a poseer la ciudad entera —se repetía a sí mismo—. ¡Ay, si al menos me hubiera echado para atrás!

Su ardiente amor se había enfriado y apagado. Desde el momento en que le besó el culo, se le curó la enfermedad. No estaba ya dispuesto a dar un ochavo por una mujer her­mosa. Empezó a lanzar improperios contra las mujeres velei­dosas, llorando como un niño al que acababan de zurrar.

Lentamente cruzó la calle para visitar a un herrero amigo suyo, llamado maese Gervasio, que hacía aperos de labranza en su forja. Estaba ocupado afilando rastrillos y rejas, cuando Absalón llamó con los nudillos diciendo:

—Abre, Gervasio, y deprisa, por favor. —¿Qué? ¿Quién esta ahí?

—Soy yo: Absalón.

—¡Cómo, Ábsalón! ¿Cómo es que estás levantando tan temprano? ¿Eh? ¡Dios nos bendiga! ¿Qué te pasa? Alguna mujerzuela que te hace bailar al son que quiere, supongo. ¡Por San Nedo! Sé lo que quieres decirme.

Absalón no le hizo caso y no soltó prenda, pues la cues­tión era mucho más complicada de lo que imaginaba Gerva­sio. Así que fue y le dijo:

—¿Ves aquel rastrillo al rojo que está allí junto a la chime­nea, amigo? Pues déjamelo; lo necesito para una cosa. Te lo devolveré enseguida.

Gervasio contestó:

—Por supuesto que te lo presto. Te lo prestaría aunque fuese de oro, o una bolsa llena de soberanos. Pero, en nom­bre de Jesucristo, ¿para qué lo quieres?

—No te preocupes —repuso Absalón—. Cualquier día te lo explicaré.

Y cogió el rastrillo por el mango, que estaba frío. Muy si­lenciosamente salió por la puerta y se dirigió al muro de la casa del carpintero. Primero tosió y luego llamó a la ventana, igual que lo había hecho antes.

Alison respondió:

—¿Quién está ahí llamando? Seguro que es un ladrón. —¡Oh, no! —dijo Absalón—. El cielo sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te quiere tanto. Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en gloria esté. Es muy bo­nito y está muy bien grabado. Te lo daré si me das otro beso. Nicolás, que se había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que Absalón le besase el culo antes de marcharse. Abrió rápidamente la ventana y, silenciosamente, asomó las nalgas. A esto, Absalón dijo:

—Habla, chatita mía, que no sé dónde estás.

Entonces, Nicolás soltó un sonoro pedo, que resonó como un trueno. Absalón quedó medio ciego por la explo­sion; pero, como tenía preparado el hierro candente, lo apli­có al trasero de Nicolás. El ardiente rastrillo le chamuscó la parte posterior, haciéndole saltar la piel en un ruedo del an­cho de una mano. Nicolás creyó morir de dolor, y en su angus­tia empezó a dar gritos frenéticamente diciendo:

—¡Socorro! ¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro!

El carpintero se despertó sobresaltado. Oyendo a alguien gritar «¡Agua!» como si estuviese loco, pensó: «¡Ay! Ahí llega el diluvio de Noé»; sin más, se levantó y cortó la soga con el hacha. Todo se vino abajo, cayendo sobre los tableros del suelo, donde quedó casi sin sentido.

Alison y Nicolás se levantaron de un salto y salieron a la calle gritando:

—¡Socorro, que quiere matarnos!

Todos los vecinos se acercaron corriendo a contemplar al atónito carpintero, que seguía echado en el suelo, pálido como un muerto. Pues, además, se había roto un brazo en la caída. Sus problemas, sin embargo, no habían terminado to­davía, pues tan pronto intentó hablar, Alison y Nicolás le in­terrumpieron. Explicaron a todo el mundo que estaba loco de atar: aterrorizado por un imaginario diluvio como el de Noé, había comprado tres amasaderas y las había colgado de las vigas, rogándoles por el amor de Dios que se sentasen allí con él y le hiciesen compañía.

Todos empezaron a reír de sus propósitos, mirando embo­bados hacia las vigas en lo alto y chanceándose de sus apu­ros. Era inútil cuanto dijese el carpintero: nadie podía tomarlo en serio. Juró y perjuró hasta tal punto, que toda la ciudad le creyó loco. Los lugareños cultos, sin dudarlo, estuvieron de acuerdo en que estaba como una regadera, y todos se rie­ron mucho de este asunto. Y así es cómo, a pesar de todos sus celos y precauciones, la esposa del carpintero fue jodida, Absalón le besó su hermoso culo y a Nicolás le marcaron el suyo con un hierro candente.

Así acaba esta historia, y que Dios nos proteja.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MOLINERO

5. PRÓLOGO AL CUENTO DEL ADMINISTRADOR

El grupo aceptó complacido el divertido relato de Absa­lón y Listo Nicolás; y aunque hubo diversidad de opi­niones, la mayoría lo acogió con risas y chanzas. Na­die se enfadó, si exceptuamos al administrador, Oswold, pues era carpintero de profesión. Con ira apenas contenida, se quejó y murmuró un rato:

—Por vida mía, ojalá pudiera devolverte esta jugada. Sin duda alguna podría ofuscarte con mi relato. Pero la edad se­nil no es mezquina. Se ha acabado el verano, y llega el turno al invierno. Mis blancos cabellos, al igual que mi corazón, denuncian mi edad. Pero me sucede a mí lo que a los níspe­ros. Tales frutos sólo son comestibles si están pachuchos o se­cos. Igual acontece con los entrados en años: maduramos cuando envejecemos; bailamos si suena la música. Nuestro deseo se ve ensombrecido por una cruz; tenemos hojas blancas y apéndice verde, como los puerros. Aunque nuestra vitalidad decrezca, no carecemos de deseos lujuriosos. Ha­blamos sobre lo que no podemos ejecutar. Bajo nuestras ce­nizas se esconden rescoldos ardientes.

»Poseemos cuatro fuegos: vanidad, falsedad, ira y avaricia, que perviven hasta la más avanzada edad. Aunque nuestros miembros estén imposibilitados, estos fuegos siguen activos. Yo tengo dientes de potrillo, aunque ha pasado mucho tiempo desde que empecé a disfrutar de la vida. Desde que nací, la muerte ha destapado el barril de la vida, y ésta ha fluido in­cesantemente, de forma que el tonel está casi vacío. Mi arro­yo vital ya sólo gotea por el borde. La lengua halagadora pue­de rememorar «hazañas» de antaño. Pero la senectud sólo tie­ne chochez.

Cuando nuestro anfitrión hubo escuchado este exordio tomó la palabra con mayestática realeza:

—¿En qué se resume toda esta sabiduría? ¿En hablar toda la mañana sobre las Escrituras? ¿El diablo que convierte a administradores en predicadores? ¿Podría hacerlo igual con zapateros, marineros o médicos? Adelante con tu cuento. No pierdas tiempo. Mira; ya que estamos en Deptford, ya son las siete y media de la mañana. Greenwich patria de muchos rufianes, se divisa a lo lejos. Ya es tiempo de que empieces.

—Escuchen, señores —replicó el administrador—: espero que nadie se quejará si le propino al molinero un buen revol­cón. Es algo legítimo: donde las dan, las toman.

»Este borracho de molinero nos ha contado cómo fue bur­lado un carpintero para tomarme el pelo a mí, que también soy de este oficio. Con vuestro permiso me voy a desquitar empleando sus mismos términos groseros. Le pido a Dios que le parta su dura cabeza. Puede ver la mota en mi ojo sin distinguir la viga en el suyo.

6. EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR

En Trumpington, no lejos de Cambridge, serpentea un arroyo cruzado por un puente. A una ribera de esta corriente se yergue un molino en donde y os estoy contando la verdad— vivió un molinero durante muchos años. Era orgulloso y pagado de sí mismo como un pavo real; sabía tocar la gaita, cazar, pescar, remendar las redes, fa­bricar cazos de madera en un torno y luchar cuerpo a cuer­po. Colgado del cinto llevaba siempre un largo alfanje de hoja muy afilada, y en su faltriquera guardaba un puñal pe­queño, muy bonito, que era un peligro para el que se le acer­caba. Además, en sus calzas llevaba oculto un largo puñal de Sheffield. Calvo como el trasero de una mona y con una cara redonda de perro pachón, era la perfecta figura de un mata­siete de mercado.

Nadie se atrevía a ponerle un solo dedo encima, pues ha­bía jurado que el que se atreviera lo pagaría muy caro. Era, a decir verdad, un bribón muy taimado. Solía robar trigo y ha­rina. Se le apodaba Fanfarrón Simkin. Tenía esposa de muy buena familia: su padre era el sacerdote de la ciudad, quien para conseguir que Simkin la aceptase había tenido que dar­le una importante dote. La mujer había sido educada en un colegio de monjas, lo que para Simkin tenía gran importan­cia, pues, con el fin de mantener su posición de pequeño te­rrateniente, dijo que no tomaría esposa, a menos que ésta es­tuviera bien educada y fuera virgen. La mujer era orgullosa y lista como una urraca.

Era un espectáculo ver a esta pareja en domingo: él la pre­cedía por la calle con la cabeza cubierta por una caperuza; ella le seguía, con un vestido de color rojo, que hacía juego con las medias de él. Nadie osaba llamarla o dirigírsele sin decirle «Señora», ni a piropearla por la calle, a menos que de­sease que Simkin le degollara con alfanje, cuchillo o daga (los celosos siempre han sido sujetos peligrosos o, por lo menos, esto es lo que pretenden que sus esposas crean). Como que su reputación no era muy clara, la mujer mantenía la gente a distancia (el agua de las acequias hace lo mismo) con altivo desdén. Creía que se le debía respeto, tanto por la familia de la que procedía como por haber sido educada en un colegio de monjas.

Esta pareja había traído al mundo una hija, que frisaba los veinte años; hijo, sólo habían tenido un arrapiezo que toda­vía estaba en la cuna, pues contaba seis meses. La muchacha estaba bien desarrollada y era algo llenita; tenía una nariz respingona, ojos grises, anchas nalgas, pechos empinados y redondos, y debo reconocer que su cabello era muy hermo­so. Como era tan bonita, el sacerdote de la ciudad pensaba nombrarla heredera de la casa y sus tierras y ponía dificulta­des a que se casara, puesto que quería que hiciera un buen matrimonio con alguien que perteneciese a una digna fami­lia de rancio abolengo. Las riquezas de la Santa Madre Igle­sia debían caer en manos de alguien cuya sangre procedía de ella, por lo que él tenía intención de honrar la sangre divi­na, aunque para ello tuviera que devorar a la Santa Madre Iglesia.

Por cierto, que mucha gente acudía a él con el trigo y la ce­bada de toda la comarca circundante. En particular, había un gran colegio en Cambridge llamado King's Hall, cuyo tri­go y cebada molía. Un día sucedió que su administrador cayó enfermo y pareció que iba a morir sin remedio. A con­secuencia de ello, el molinero empezó a robar cien veces más harina y trigo que antes. Hasta entonces él se había conten­tado con una mesurada expoliación, pero ahora era ya un la­drón a la descarada. El director se encolerizó y armó un zipi­zape, pero el molinero no cedió ni un ápice; profirió amena­zas y negó la acusación en redondo.

Ahora bien, en el colegio del que hablo había dos jóvenes estudiantes, unos tipos testarudos dispuestos a todo. Simple­mente por deseo aventurero, solicitaron del director permiso para ir a ver moler el grano del colegio. Estaban dispuestos a jugarse el cuello a que el molinero no conseguiría robarles, por la fuerza o por fraude, ni media espuerta de trigo. Al final, el director cedió y les dio permiso. Uno de ellos se llama­ba Juan; el otro, Alano. Ambos habían nacido en la misma ciudad, un lugar llamado Strotherl, situado muy al norte del país.

Alano cogió todas sus pertenencias y cargó un saco de gra­no sobre el caballo. Luego, Juan y Alano partieron, cada uno con su buena espada y broquel al cinto. No necesitaron guía, pues Juan conocía el camino. Cuando hubieron llegado al molino, echaron el saco de grano al suelo.

Alano habló en primer lugar:

—¡Ah de la casa! Hola, Simón. ¿Cómo están tu esposa y tu chica?

—Bienvenido, Alano —dijo Simkin—. ¡Por mi vida! ¡Si está aquí Juan también! ¿Cómo os van las cosas? ¿Qué os trae por aquí?

—¡Vive Dios! Nos trae, Simón, la necesidad, que no cono­ce leyes —dijo Juan—. «Si no tienes sirviente, cuídate a ti mismo o eres un imbécil», como dicen los sabios. Nuestro administrador esta a punto de morir de dolor de muelas, y por eso he venido con Alano a que tritures nuestro grano para luego llevárnoslo a casa. Espero que te des prisa en des­pacharnos.

—Ahora mismo lo haré; confiad en mí —dijo Simkin—. Pero ¿qué haréis mientras estoy trabajando?

—Yo me situaré junto a la tolva —le replicó Alano— y mi­raré cómo entra el grano. En mi vida he visto funcionar esta tolva tuya.

—Hazlo, Juan —repuso Alano—. Yo me pondré debajo para ver cómo la harina cae en esa artesa. Creo que lo haré bien, puesto que tú y yo somos tan parecidos, Juan. Soy tan mal molinero como tú.

El molinero sonrió para sí y pensó: «Esto es sólo una argu­cia: creen que nadie puede burlarles; pero, a pesar de su inte­ligencia y filosofia, a fe de molinero que lograré engañarles. Cuanto más inteligentes sean los trucos que utilicen, más les robaré al final. Incluso llegaré a darles salvado por harina. Como le dijo la yegua al lobo, “los que más saben no son los más listos”. Me río yo de todo lo que han aprendido en los li­bros.»

Cuando tuvo ocasión, se deslizó silenciosamente por la puerta y buscó el caballo de los estudiantes hasta que lo ha­lló atado a un espeso arbusto detrás del molino. Se dirigió decididamente hacia la montura y le quitó la brida. Una vez suelto el animal, caminó hacia el pantano en donde había unas yeguas salvajes en libertad, y dando un relincho las per­siguió a campo través.

El molinero regresó y no dijo una palabra; prosiguió con su trabajo haciendo broma con los dos estudiantes hasta que todo el grano estuvo totalmente molido. Pero cuando la ha­rina estuvo en el saco y Juan salió y descubrió que el caballo no estaba gritó:

—¡Socorro! ¡Socorro! El caballo se ha escapado. Por el amor de Dios, Alano, muévete. Sal enseguida, hombre. Se nos ha extraviado el palafrén del director.

Alano se olvido de la harina, del trigo y de todo. La nece­sidad de no quitar ojo de encima de las cosas se esfumó como por encanto.

—¿Cómo? ¿A dónde ha ido? —gritó.

La mujer del molinero entró corriendo y dijo:

—¡Ay! Vuestro caballo se ha ido con las yeguas salvajes del pantano, galopando tan deprisa como podía. La mano que lo ató era inexperta. Debiste haber hecho un nudo mejor con las riendas.

—¡Ay! —exclamó Juan—. Alano, desenvaina la espada; yo haré lo mismo. Dios sabe que no valgo más que un cor­zo, pero, ¡vive Dios!, no se escapará a nosotros dos. ¿Por qué no lo pusiste en ese establo? ¡El diablo te lleve, Alano; eres un imbécil!

Y los dos simples salieron corriendo lo más rápidamente posible hacia el pantano. Cuando el molinero observó que se habían ido, tomó dos arrobas de su harina y le dijo a su mujer que con ella hiciese un pastel.

—Te aseguro que voy a dar un susto a esos estudiantes —le espetó—. Un molinero puede chamuscar la barba de un estudiante, a pesar de los libros que hayan leído. Déja­les que corran. Contémplales y ve cómo se van. ¡Que jue­guen los niños! ¡No van a recuperarlo fácilmente, por mis barbas!

Los pobres estudiantes corrían de acá para allá gritando: —¡Ojo! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Ahí! ¡Vigila por detrás! Tú le silbas y yo le agarro.

En pocas palabras, por mucho que lo intentaron, el caba­llo corría tanto, que no pudieron cogerlo hasta que al ano­checer lo acorralaron en una zanja.

Los pobres Juan y Alano regresaron sudados y cansados como el ganado bajo la lluvia. Decía Juan:

—¡Ojalá no hubiera nacido! Hemos sido burlados. Se ha reído de nosotros. Ha robado nuestro grano, y todos nos lla­marán tontos: el director, nuestros compañeros y, lo que es peor, también el molinero.

Así refunfuñaba Juan al caminar hacia el molino llevando a su bayardo de la rienda. Encontraron al molinero sentado junto al fuego. Como era de noche y no podían ir a ningún otro sitio, le rogaron al molinero que, por amor de Dios, les diese comida y albergue a cambio de dinero.

Profirió el molinero:

—Si hay sitio, tendréis vuestra parte; pero ocurre que mi casa es muy pequeña. Ahora bien, como vosotros habéis es­tudiado, sabréis cómo arreglároslas para convertir un espacio de veinte pies de anchura en una milla. Ahora, veamos si el espacio os conviene. Siempre lo podréis hacer mayor hablan­do, que es como arregláis las cosas los que sois sabios.

—Oye, Simón —dijo Juan—, aquí nos tienes cogidos. Por San Cuzberto, cómo te burlas de nosotros. Pero muy bien dice el proverbio: «Un hombre solamente podrá tener una de estas dos cosas: o lo que encuentra o lo que trae.» Buen hombre, por favor, acógenos y danos comida y bebida, que te pagaremos a tocateja. No puedes cazar un halcón con las manos vacías. Mira; aquí están nuestras monedas, listas para gastar.

El molinero les asó una oca y mandó a su hija a la ciudad a por pan y cerveza; ató su caballo para que no se soltara de nuevo y les preparó una buena cama con sábanas y mantas en su propia habitación, a menos de doce pies de su propio lecho.

Allí cerca, en el mismo aposento, su hija tenía una cama para ella sola. Era aquél el mejor lugar que podían tener, por la simple razón de que no había ningún otro más en la casa donde dormir. Cenaron, charlaron, hicieron jolgorio y bebie­ron toda la cerveza que les vino en gana, hasta que hacia la medianoche se acostaron.

El molinero se había embriagado a fondo, pero la bebida no le había hecho subir los colores, sino más bien estaba pá­lido; le sacudía el hipo y hablaba por la nariz como si tuvie­ra asma o un resfriado de cabeza. Se acostó junto con su mu­jer; ella estaba alegre como un grajo, pues también se había remojado el gaznate. La cuna estaba al pie de la cama para poder mecer al niño o darle de mamar. Cuando hubieron terminado la jarra, la hija se fue directamente al lecho, segui­da de Alano y Juan. No quedó ni una gota de vino, y no tu­vieron necesidad de ninguna poción para dormir. El moline­ro la había cogido de órdago, pues roncó como un caballo mientras dormía, dando ruidosos graznidos después de cada ronquido; pronto su mujer le acompañó en el coro, metien­do más ruido que él, si cabe. Se les podía oír roncar a medio kilómetro de distancia. Para no dejarles solos, la hija también roncaba a placer.

Después de escuchar esta sonora melodía, Alano dio un codazo a Juan y le dijo:

—¿Estás dormido? ¿Oíste alguna vez graznidos semejan­tes? ¡Vaya concierto! Así les dé sarna. Es la cosa más horrible que he escuchado jamás. Y esto va de mal en peor. Ya veo que no pegaré ojo en lo que queda de noche; pero no impor­ta, todo será para bien, pues te aseguro, Juan, que intentaré trabajarme esa chica si puedo. La ley nos permite alguna compensación, Juan, pues hay una ley que dice que si un hombre es perjudicado de alguna forma, debe ser compensa­do de otra. No hay quien niegue que nos robaron el grano. Hemos tenido mala suerte todo el día; pero como sea que no da satisfacción por la pérdida que he tenido, me tomaré la compensación. ¡Por Dios que va a ser así!

—Mira lo que haces, Alano —repuso Juan—. Ese moline­ro es un tipo de cuidado, y si despierta de repente, puede dar­nos un disgusto.

—Una pulga me da mas miedo que él —repuso Alano, quien se levantó y se deslizó hasta donde se hallaba la chica, que estaba profundamente dormida panza arriba, pero cuan­do lo vio, estaba tan cerca que era ya tarde para gritar. En otras palabras, que pronto llegaron a un acuerdo. Pero deje­mos a Alano divirtiéndose y hablemos de Juan.

Juan se quedó donde estaba unos cuantos minutos y em­pezó a lamentarse.

—¡No le veo la diversión! —se dijo—. Solamente puedo decir que me han tomado el pelo a fondo sin que, como mi compañero, obtenga algo a cambio. El, por lo menos, tiene a la hija del molinero en sus brazos. Ha probado fortuna y le ha salido bien, mientras yo sigo aquí acostado como un saco de patatas. Y cuando se cuente esta aventura algún día, parecerá que he estado haciendo el imbécil. Me acercaré a tomar fortuna y ¡que pase lo que Dios quiera!, como suele decirse.

Por lo que se levantó y, sin hacer ruido, se acercó a la cuna, la cogió y sigilosamente la llevó al pie de su propia cama. Poco después, la mujer del molinero dejó de roncar y se despertó. Se fue a orinar, regresó y no encontró la cuna. En la oscuridad buscó a tientas aquí y allá, pero no la pudo lo­calizar. «¡Dios mío! —pensó—. Por poco me equivoco y me meto en la cama de los estudiantes. Dios me proteja, pues me habría encontrado con un buen lío.»

Y siguió buscando hasta que localizó la cuna.

Entonces siguió tocando los objetos con las manos a tien­tas hasta que encontró la cama, pensando que era la suya, pues la cuna estaba junto a ella. No sabiendo exactamente dónde estaba, se introdujo en el lecho del estudiante. Se que­dó quieta y se hubiese dormido si Juan, cobrando vida, no se hubiera echado encima de la buena mujer. Ésta pasó el me­jor rato que había gozado en años, pues él la trajinó como un loco, entrando a por uvas con fuerza. Así fue cómo los dos estudiantes lo pasaron tan ricamente hasta bien avanzado el alba.

Por la mañana, Alano empezó a cansarse de tanto trabajo nocturno y susurró:

Adiós, dulce Molly; ya llega el día; no me puedo quedar más. Pero, por mi vida, que mientras viva y respire seré tu hombre, dondequiera que esté.

—Entonces ve, cariño, y adiós —dijo ella—; pero te diré una cosa antes de irte: cuando os marchéis a casa, al pasar frente al molino, detrás de la puerta, encontraréis un pastel hecho con dos arrobas de vuestra harina, que ayudé a mi pa­dre a robar. ¡Que Dios te bendiga y te proteja, cariño!

Y al decir esto casi se puso a llorar.

Alano se levantó y pensó: «Me deslizaré dentro de la cama de mi amigo antes de que rompa el día.» Pero su mano tropezó con la cuna y pensó: «Dios mío, sí que es­toy errado. Mi cabeza me da vueltas después del trabajo de esta noche, y por esto no sé caminar recto. Por la cuna, veo que me he equivocado de ruta. Aquí duermen el molinero y su mujer.»

Así quiso el diablo que el estudiante se metiera en la cama en la que dormía el molinero. Pensando que se metía al lado de su amigo Juan, se colocó al lado del molinero, le echó el brazo alrededor del cuello y dijo en voz baja:

—Tú, Juan, imbécil, despierta, por Dios, y escucha, ¡por Santiago! Esta noche he jodido a la hija del molinero tres ve­ces, mientras tú has estado aquí hecho un flan, temblando de frío.

—¿Qué has hecho, bandido? —gritó el molinero—. ¡Por Dios que voy a matarte, mequetrefe, traidor! ¿Cómo te atre­ves a deshonrar a mi hija, ella que es de cuna tan noble?

Y agarró a Alano por la nuez, quien a su vez se revolvió y le dio un puñetazo en la nariz. Un chorro de sangre le bajó por el pecho, y los dos se revolcaron por el suelo como dos cerdos en la pocilga, sangrando por la boca y la nariz, y se ati­zaron de lo lindo hasta que el molinero tropezó con una pie­dra y cayó de espaldas sobre su mujer, que no se había ente­rado de esta tonta pelea. Acababa de dormirse en los brazos de Juan, que la había retenido toda la noche, pero la caída la despertó sobresaltándola.

—¡Socorro, Santa Cruz de Bromeholme!—exclamó—. A tus manos me encomiendo, señor. ¡Despierta, Simón! Tengo un diablo encima. Mi corazón estalla. ¡Ayúdame, que me muero! Tengo a alguien sobre mi estómago y sobre mi ca­beza. ¡Ayúdame, Simkin! Estos malditos muchachos están peleándose.

Juan saltó de la cama lo más deprisa posible que pudo y, a tientas, buscó un palo por la pared. La mujer del molinero se levantó también y, conociendo la habitación mejor que Juan, pronto encontró uno apoyado junto a la pared. Por la débil luz que daba la resplandeciente luna al filtrarse por la rendija de la puerta distinguió a la pareja que estaba lu­chando, pero sin poder saber quién era quién, hasta que su vista distinguió algo blanco. Suponiendo que eso blanco era el gorro de dormir de uno de los estudiantes, se acercó con el palo con la intención de darle un buen estacazo a Alano, pero le dio a su marido en plena calva, que cayó al suelo dando voces.

—¡Socorro, me han matado!

Los estudiantes le dieron una buena paliza y le dejaron ten­dido en el suelo. Entonces se vistieron, recogieron su caballo y la harina y se fueron, no sin antes detenerse en el molino para recobrar el pastel hecho con sus dos arrobas de harina.

De esta manera el fanfarrón molinero recibió una buena paliza, perdió su paga por moler el grano y tuvo que apoqui­nar todo lo que había costado la cena de Alano y Juan y aca­bó cornudo y apaleado. Le jodieron a la mujer y a la hija. Este es el pago que recibió por ser molinero y ladrón. Ya dice bien el proverbio: «Quien a hierro mata, a hierro muere.» Los timadores, al final, acaban siendo ellos mismos timados. Y Dios, que se halla con toda su majestad en la gloria, bendi­ga a todos los que me han escuchado. Así he correspondido yo al molinero con mi cuento.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR

7. PRÓLOGO AL CUENTO DEL COCINERO

Mientras hablaba el administrador, el cocinero de Londres estalló en carcajadas como si le hicieran cosquillas en la espalda.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Por la Pasión de Cristo! Los razonamientos so­bre el hospedaje le han acarreado penosas consecuencias a este molinero. Ya lo dijo Salomón: «Vigila a quien cobijas en tu casa». Es peligroso que un forastero pernocte en casa ajena. Quien da cobijo debe ser consciente de estos peligros. Que el Señor me dé miserias y penas si, así como me llamo Hodge de Ware, escuché relato alguno con molinero más trasquilado. Las tretas nocturnas funcionaron a la perfección. Pero Dios no permite que nos paremos aquí. Si queréis escu­char mi cuento, os relataré lo que sucedió en mi ciudad, de la mejor forma posible.

—Tienes permiso, Roger. Procura que sea bueno. Has re­bajado la salsa de muchos estofados. Has vendido muchos Jacks de Dover doblemente recalentados y enfriados. Mu­chos peregrinos te han maldecido sobremanera porque pade­cieron los efectos de tus perejiles cuando probaron tus viejos gansos rellenos de rastrojos. Muchas moscas andan sueltas por tu cocina. Empieza tu relato, mi querido Roger. Te ruego no te enfades si te tomo el pelo. De broma, se pueden decir muchas verdades.

—Por mi vida que tienes razón —dijo Roger—. Los fla­mencos dicen: «Una broma en serio es una mala broma.» Por consiguiente, Harry Bailey, no des rienda suelta a tu en­fado antes de que nos separemos si mi relato es acerca de un hospedero. Sin embargo, no tengo intención de contarlo aún. Te pagaré antes de que nos despidamos.

A continuación empezó a reírse y a bromear y contó lo que a renglón seguido escucharéis.

8. EL CUENTO DEL COCINERO

Una vez vivía un aprendiz en nuestra ciudad que tra­bajaba en un comercio de comestibles. Era más ale­gre que un jilguero suelto por el bosque. Era un mu­chachote guapo, pero algo bajito, muy moreno y llevaba su pelo negro elegantemente peinado.

Bailaba tan bien y tan animadamente, que le apodaban Ja­ranero Perkin. Toda chica que se juntaba a él tenía suerte, pues él estaba lleno de amor y lascivia como una colmena de miel.

Bailaba y cantaba en todas las bodas y le tenía más afición a la taberna que a la tienda, pues siempre que había una pro­cesión por Cheapside salía disparado de la tienda tras ella y no regresaba hasta que había bailado lo suyo y había visto todo lo que había que ver. Alrededor suyo reunió a una ban­da de tipos como él, para bailar, cantar y divertirse. Se reunía en una calle o en otra para jugar a los dados; pues no había ningún aprendiz en la ciudad que echase los dados mejor que Perkin. Además, de hurtadillas, era un derrochador. Esto lo descubrió su amo a sus expensas, pues muchas veces se encontró con el cajón del dinero vacío. Podéis estar segu­ros que cuando un aprendiz lo pasa tan bien echando los da­dos, jugando y con mujeres, es el dueño de la tienda el que lo paga con sus caudales, aunque no comparta el jolgorio.

Aunque el aprendiz sepa tocar el violín y la guitarra, sus juer­gas y juego los paga el robo. Pues, como podéis ver, la hon­radez y la buena vida siempre andan disociados, cuando se trata de gente pobre.

Aunque le regañaban noche y día y algunas veces era lleva­do a bombo y platillo a la cárcel de Newgate, el alegre apren­diz permaneció con su dueño, hasta que casi terminó su aprendizaje. Pero un día, el dueño, revisando su contrato de aprendizaje, se acordó del proverbio que reza: «Más vale arrojar la manzana podrida que dejarla que pudra a las de­más.» Lo mismo ocurre con el criado protestón: es mejor de­jarle marchar que permitirle que estropee a los demás criados de la casa. De modo que el dueño le dejó libre y le ordenó que se marchara, con maldiciones sobre su cabeza. Así fue cómo el alegre aprendiz consiguió su libertad. Ahora podría hacer jarana toda la noche, si así le apetecía. Pero, como sea que no hay ladrón que no tenga un compinche que le empu­je a saquear y estafar al que ha robado o estrujado, Perkin in­mediatamente envió su cama y el resto de su ajuar a casa de un compañero inseparable que era tan aficionado a los da­dos, al jolgorio y a la disipación como él. La esposa de este amigo inseparable tenía una tienda para cubrir las aparien­cias, pero se ganaba la vida traficando con su cuerpo.

(Chaucer dejó este cuento sin concluir.)

SECCIÓN SEGUNDA

1. PALABRAS DEL ANFITRIÓN AL GRUPO

El anfitrión constató que el luciente sol había recorrido la cuarta parte y algo más de media hora en su trayec­to diurno. Aunque no muy versado en ciencia astro­nómica, sabía de sobra que era el 18 de abril, el mensajero de mayo, y que la sombra de los árboles medía exactamente igual que ellos.

De modo que, por las sombras, reconoció que Febo, bri­llante y claro, había remontado cuarenta y cinco grados en su carrera. Por el día y la latitud, debían de ser las diez de la mañana. A esta conclusión llegó el hospedero. Súbitamente retuvo a su montura y dijo:

—Señores, les aviso que ha transcurrido la cuarta parte del día. Por amor de Dios y San Juan, no perdamos más tiempo. Éste se consume de día y de noche. Se nos escapa sigilosa­mente —ya estemos dormidos o despiertos—, si somos des­cuidados. El tiempo es huidizo como una corriente que nun­ca regresa, sino que fluye de la montaña al llano. Séneca y otros filósofos lamentaron más profundamente la pérdida del tiempo que la del oro. El tiempo perdido no se recupera.

El oro, sí. No se nos devuelve, una vez pasado, lo mismo que la virginidad de Molly, a merced de la vida licenciosa. No encallezcamos en la pereza.

—Señor Magistrado —siguió diciendo—, tal como queda­mos, venga vuestra narración. Libremente habéis asumido esta responsabilidad. Ahora estáis sujeto a mi juicio. Cum­plid vuestro deber de la mejor forma posible.

—Hospedero —replicó—, por mi vida que lo voy a hacer. No tengo intención de romper este compromiso. Lo prome­tido es deuda, y me propongo mantener mi palabra y reinte­graros el importe. Más no puedo decir. Las leyes que un hombre impone a otro deben ser respetadas por ambos. Así dice el texto. Pero en este preciso momento no recuerdo nin­gun cuento interesante. Pero Chaucer, aunque a veces utiliza horteramente la métrica y la rima, ha narrado cuentos en el inglés que él domina, como es de todos sabido.

»Y si no los ha escrito en un libro, mi querido hermano, los ha escrito en otro. Sus relatos sobre amantes superan a las antiguas y clásicas Epístolas de Ovidio. ¿Por qué relatar ahora lo que ya hace tiempo que ha sido contado?

»En su juventud escribió sobre Ceix y Alción. Desde en­tonces ha cantado a estas nobles mujeres y sus amantes tal como descubrirán los que examinen su voluminoso texto. Se titula La leyenda de los santos de Cupido. En él podréis ver cómo Chaucer describe las profundas heridas de Lucrecia y las de la babilónica Tisbea; la fiel espada de Dido a causa de la falsa Aenea; podréis presenciar la muerte de Filis, con­vertida en árbol por amor a Demofón; el llanto de Diani­ra y Hermión, o de Áriadna e Hipsípilo; la isla estéril ro­deada por el mar; el valeroso Leando, ahogado por amor a Fiero. Podréis ver las lágrimas de Helena y la desgracia de Briseida y de Laodamia. La crueldad de la reina Medeal con sus hijitos ahorcados cuando Jasón la despreció. ¡Oh Hipimestra, Penélope, Alcestes!. ¡Cómo alaba vuestra fe­menidad!

»Pero, ciertamente, no escribe acerca del malvado ejemplo de Canacea, que amó a su propio hermano de forma peca­minosa. (¡Al cuerno con todas estas malvadas historias!) Tampoco cuenta nada de Apolomo de Tiro y del rey Antío­co, que desposeyó a su hija de su virginidad. Es un relato te­rrible. La arrojó al suelo en su depravada acción. En sus escritos, Chaucer no contó acciones tan horripilantes. Por poco que yo pueda, voy a hacer lo mismo.

»¿Qué voy a hacer yo con mi cuento? No me gustaría ser comparado a las nuevas Piérides. Las Metamorfosis relatan esto. Sin embargo, me importa un comino si, en compara­ción con Chaucer, salgo malparado. Yo hablo en posa, las rimas las dejo a él.

Y, dichas estas palabras, de forma sobria empezó el relato tal como oiréis.

2. PRÓLOGO DEL MAGISTRADO

Que desgraciado es ser pobre o ser humillado por la sed, hambre o frío, y avergonzarse de pedir limos­na! Y si no se pide, la misma carencia, a pesar del cuidado en ocultarlas, descubre las escondidas heridas: indi­gencia, robo, mendicidad y pedir prestado.

Criticáis a Cristo y os lamentáis amargamente de que dis­tribuyera equivocadamente los bienes terrenos. Acusáis a vuestro vecino de forma pecaminosa porque decís que tiene de todo y vosotros apenas nada. «¡Por Dios! —exclamáis—, va a ser condenado.» Sentirá los efectos del fuego por no ha­ber auxiliado a los menesterosos.

Escuchad el proverbio de los sabios: «Es mejor morir que ser indigente». «A causa de su pobreza, el vecino será des­preciado». Despídete de la consideración si eres pobre.

Considera también esta frase de los sabios: «Los días de los hombres menesterosos son malvados». Procura, pues, no llegar a esta situación.

Si eres pobre, tu hermano te odia. Tus amigos se escabu­llen. ¡Qué desgracia! ¡Oh ricos mercaderes! ¡Llenos de riquezas! ¡Nobles y prudentes gentes! ¡Sois afortunados! Vuestras bolsas no están repletas de dobles ases, sino con un cinco—seis que os convierte en ganadores. La Navidad os dará pretex­to para bailar.

Escudriñáis tierra y mar para incrementar vuestras ganan­cias. Como hombres sagaces, sois sabedores de las diversas situaciones políticas de los vecinos. Facilitáis noticias acerca de la paz y la guerra. Si no fuese por un mercader, ahora no tendría cuento que contar. Recuerdo el que me refirió hace mucho tiempo. Decía así:

3. EL CUENTO DEL MAGISTRADO

Habia una vez en Siria una rica compañía de mercade­res, gente sobria y honrada, que exportaba sus espe­cias, paño de oro y satenes de vivos colores, a lo lar­go y ancho del mundo. Tan original y barata era su mercan­cía, que todos estaban dispuestos a venderles género y hacer negocio con ellos. Sucedió un día que algunos de los merca­deres decidieron ir a Roma, alojándose en el barrio que les pareció más conveniente para sus menesteres.

Estos mercaderes pasaron una temporada a sus anchas en la ciudad, pero sucedió que llegó a oídos de cada uno de ellos noticia de la excelente fama de la hija del emperador, doña Constanza. La información que recibieron decía: «Nuestro emperador en Roma, cuya vida guarde Dios mu­chos años, tiene una hija; si sumas su bondad a su belleza, no ha habido otra igual desde que el mundo es mundo. Que Dios proteja su honor; merece ser reina de toda Europa. En ella hay gran belleza sin vanidad, juventud sin desenfreno ni capricho; la virtud guía todas sus acciones; con su humildad pone freno a toda arrogancia; es el espejo de la cortesía; su corazón es un ejemplo de santidad y su mano es generosa repartiendo caridad.»

Y toda esta información era tan veraz como Dios es verda­dero. Pero volviendo a la historia que estaba relatando, cuan­do los mercaderes acabaron de cargar sus barcos y hubieron visto a esta bendita doncella, regresaron satisfechos a su ho­gar en Siria y prosiguieron con sus negocios como antes. No puedo deciros nada más, sino que vivieron prósperamente para siempre. Ahora bien, ocurría que estos mercaderes se hallaban en buenas relaciones con el sultán de Siria, por lo que siempre que regresaban de un país extraño, él los recibía con generosa hospitalidad y les interrogaba sobre los diver­sos países para estar bien informado de todas las maravillas y portentos que pudieran haber visto y oído. Y, entre otras co­sas, los mercaderes le hablaron particularmente de doña Constanza y le facilitaron una explicación circunstanciada de su gran valía con tal seriedad, que su imagen se apoderó de la mente del sultán y le obsesionó totalmente hasta que su único deseo fue el de amarla hasta el fin de sus días.

Quizá estaba escrito en las estrellas desde su nacimiento —aquel gran libro al que los hombres llaman cielo— que se­ría desgraciado y moriría de amor. Pues en las estrellas está es­crita la muerte de cada hombre, con mayor claridad que si fuese cristal, para los que saben leer en ellas. Muchos años antes de que naciesen Héctor, Aquiles, Pompeyo y Julio Cé­sar, de que tuviese lugar la guerra de Tebas y ocurrieran las muertes de Sansón, Turnus y Sócrates, todo eso estaba es­crito en las estrellas. Pero la sabiduría humana está tan embotada que nadie las sabe interpretar completamente.

El sultán envió a buscar a su Consejo Privado y en pocas palabras les contó lo que pasaba por su mente y les dijo que, con toda certeza, moriría, a menos que tuviese la fortuna de conquistar con presteza el corazón de Constanza. Por consi­guiente, les encargó que, a toda prisa, ideasen algún medio de salvarle la vida. Diversos consejos propusieron distintas soluciones y debatieron, aportando numerosísimas y sutiles sugerencias. Hablaron de magia y de conjuros, pero al final llegaron a la conclusión de que no había ventaja alguna en dichos medios y que la mejor salida era el matrimonio. Pero en esta solución, debido a los argumentos en contra, previe­ron muchísimas dificultades. A causa de la diferencia de creencias en los dos países, dijeron que no creían que ningún príncipe cristiano permitiría de buena gana que su hija se ca­sara de acuerdo con las leyes que les habían sido enseñadas por Mahoma.

Pero él replicó:

—Os aseguro que me bautizaré antes que perder a Cons­tanza. Debo ser de ella. No tengo otra elección. Por favor, ce­sad de discutir. Tratad de salvarme procurando conseguir a la dama que tiene mi vida en sus manos, pues no podré vivir mucho tiempo más con esta angustia.

No es preciso que me extienda más. Sólo diré que a fuerza de tratados, embajadas y la mediación del Papa, apoyado por toda la Iglesia y la nobleza, aceptaron abolir la idolatría y ex­tender la bendita ley enseñada por Jesucristo. Cada una de las partes aceptó, mediante juramento, el tratado siguiente: el sultán, sus nobles y todos sus súbditos serían bautizados a cambio de la mano de Constanza, que sería entregada en matrimonio, junto con una suma de oro (ignoro qué canti­dad) y suficiente garantía de que esto se cumpliría. Y ahora, bella Constanza, ¡que Dios Todopoderoso sea tu guía!

Supongo que algunos esperarán que les describa todos los preparativos que el emperador, en toda su magnificencia, rea­lizó para su hija, doña Constanza; pero ya sabéis muy bien que es imposible relatar en pocas palabras los complicados arreglos que se efectuaron para una ocasión tan importante. Se nombraron obispos, caballeros, damas y famosos señores, junto con mucha otra gente —la lista era interminable— para que la acompañaran. Se ordenó a toda la gente de la ciudad que orase devotamente a Jesucristo para que bendijera este ma­trimonio y les concediera un próspero viaje por el mar.

Llegó el día de la partida: un día fatal y melancólico. Ya no podía retrasarse más, pues todos los que formaban parte del séquito estaban ya listos para embarcar. Pálida y embargada de pena, Constanza se levantó y se preparó para la marcha, pues veía claramente que no tenía otra alternativa. No debe sorprendemos que llorara al separarse de sus amigos, que, con tanto cariño, habían cuidado de ella, para ir a vivir con un pueblo extraño y verse sometida a un hombre cuyo carác­ter le era totalmente desconocido. Como saben las esposas, todos los maridos son buenos y siempre lo han sido, por lo que no diré nada más.

—Padre —dijo ella—, y tú, madre mía, mi mayor alegría sobre todas las cosas excepto Jesucristo en los cielos: vuestra desdichada hija Constanza, que habéis criado con todo esmero se encomienda una vez más a vuestros corazones. Como tengo que ir a Siria, nunca más os veré con estos ojos. ¡Ay! Ya que lo deseáis, me iré a este pueblo de bárbaros. ¡Que Jesucristo, que murió por nuestra salvación, me dé fuerzas para obedecer sus mandatos! No importa que perezca, ¡infe­liz de mí! Las mujeres hemos nacido para sufrir y estar some­tidas al dominio de los hombres.

Diré que ni en Troya, cuando Pirro derribó la muralla an­tes de incendiar Ilión, ni en la ciudad de Tebas, ni en Roma, asolada por Aníbal, quien por tres veces venció a los romanos, se oyó un llanto tan desgarrador como el que se escuchó en aquel aposento cuando ella se despidió. Pero, llorase o no, tenía que marcharse.

Ahora bien, en los inicios de este terrible viaje, esta despia­dada esfera, cuyo movimiento diurno presiona todas las co­sas, arrojando desde el Este hacia el Oeste lo que natural­mente debía ir en dirección opuesta, dispuso el cielo de tal modo que el planeta Marte tenía que destrozar el matrimo­nio. El signo de Aries, ascendiendo oblicuamente, presagia­ba desgracia, mientras que el descendiente Marte, que lo rige, empujando implacablemente desde su ángulo hacia Escor­pión, la mansión más oscura, era aquí una influencia malig­na, con la luna débilmente colocada (pues por haberse movi­do desde una posición favorable, ahora se hallaba en una conjunción desfavorable). ¿Es que ese imprudente empera­dor de Roma no tenía astrólogo en toda la ciudad?

En casos como éste, ¿acaso carece de importancia el día que se fija para la partida? ¿Es que no vale la pena elegir as­trológicamente las fechas propicias para iniciar el viaje por mar, especialmente cuando se hallan afectadas personas de alto rango y se conoce la hora de su nacimiento? La dejadez y la ignorancia tienen la culpa.

Con pompa y circunspección, la hermosa e infeliz mucha­cha fue conducida al barco.

—Que Jesucristo quede con vosotros —dijo ella. Y le respondieron:

Adiós, bella Constanza.

Eso fue todo. Ella hizo lo que pudo para ocultar su emo­ción. Pero la dejaré que zarpe en el barco, mientras retomo el hilo de mi relato.

Aquel pozo de maldad, la madre del sultán, percatándose del indiscutible propósito de su hijo de olvidar sus antiguas costumbres sagradas, convocó inmediatamente a sus conseje­ros. Cuando hubieron venido y se hallaban todos reunidos para escuchar lo que pensaba, ella tomó asiento y dijo:

—Señores, todos vosotros sabéis que mi hijo está a punto de renegar de las sagradas leyes del Corán, dadas por Maho­ma, el mensajero de Alá. Yo hago solamente votos a Alá To­dopoderoso: mi corazón dejará de latir antes que la ley de Mahoma sea arrancada de él. ¿Qué puede traernos esta nue­va religión, excepto sufrimiento y esclavitud para nuestros cuerpos y, después, el ser arrastrados al infierno por haber re­nunciado a nuestra creencia en Mahoma? Pero, señores, ¿es­táis dispuestos a jurar y hacer lo que diga y a aceptar mi con­sejo? Si así lo hiciereis, os prometo la salvación eterna.

Ellos juraron: cada uno prometió apoyarla en vida y muer­te, y cada uno, dentro de sus posibilidades, reclutó amigos que le respaldasen. Entonces, ella emprendió el plan que voy a describir y les arengó así:

—En primer lugar, debemos simular nuestra conversión al cristianismo —el agua fría no nos hará mucho daño—, y pre­pararé un banquete para ajustar cuentas con el sultán. Por blanca que haya sido bautizada la esposa, necesitará agua a raudales para lavar tanta sangre.

¡Oh, sultana perversa, fuente de iniquidad, arpía, segunda Semíramis! ¡Serpiente en forma de mujer, como surgida de lo más profundo de los infiernos! ¡Mujer traidora, nido ma­ligno de todo vicio nefando en que se cría todo lo que pue­da confundir virtud e inocencia! ¡Oh, Satanás, perpetuo en­vidioso desde que te arrojaron de tus lares, cómo sabes el ca­mino que conduce al corazón de las mujeres! Tú hiciste que Eva nos trajese la esclavitud, y ahora estás a punto de destruir este matrimonio cristiano. ¡Qué lástima que cuando quieras desviamos del buen camino utilices a las mujeres como ins­trumento!

La sultana, objeto de mis maldiciones, despidió secreta­mente a sus consejeros. ¿Por qué prolongar la historia? Un día, ella se fue a visitar al sultán, diciéndole que estaba dis­puesta a renegar de su fe y recibir el bautismo de manos de un sacerdote. Dijo que estaba arrepentida de haber sido pa­gana durante tanto tiempo y le pidió que le concediese el ho­nor de invitar a los cristianos a un banquete. A lo que le re­puso el sultán:

—Se hará como pides.

Él se arrodilló y le agradeció la petición. Tan contento es­taba, que apenas sabía qué decir. Ella besó a su hijo y se vol­vió para su casa.

TERMINA AQUÍ LA PRIMERA PARTE Y EMPIEZA LA SEGUNDA

Los cristianos llegaron y desembarcaron en Siria con una numerosa e ilustre comitiva. El sultán inmediatamente des­pachó un mensajero para anunciar la llegada de su esposa, en primer lugar a su madre y, luego, a todo el país. Para honrar el reino, rogó a la sultana, su madre, que saliera a recibir a la reina.

Los sirios y los romanos se encontraron con un gran gen­tío dispuesto con extraordinaria fastuosidad. La madre del sultán, ricamente vestida y con semblante alegre, recibió a Constanza con el mismo afecto con que una madre hubiera recibido a su hija. Con gran pompa cabalgaron lentamente hacia la ciudad cercana. No creo que el triunfo de César, del que Lucano alardea tanto, hubiese podido ser más magnífico y mejor preparado que el conjunto de aquella sonriente mul­titud. Sin embargo, a pesar de todos sus halagos, esta figura sádica y maligna, esta sultana de corazón de escorpión, es­taba preparándose para dar un aguijonazo mortal. Poco después llegó el sultán con espléndido boato y dio la bienveni­da a Constanza con todos los signos de felicidad y deleite. Aquí les voy a dejar regocijándose. Sólo me interesa explica­ros el final de la historia. A su debido tiempo se creyó opor­tuno terminar la celebración y tomarse un descanso.

Y llegó el momento en que la sultana fijó el día para el banquete del que os hablé. Todos los cristianos, jóvenes y viejos, se prepararon para el festín. Fue un espectáculo magnífico, y gozaron de más manjares deliciosos que los que puedo describir; pero todo ello lo tuvieron que pagar muy caro antes de levantarse de la mesa.

El dolor repentino sigue siempre a la felicidad terrena, que está sin cesar sembrada de amargura, pues la pena, resultado de nuestro goce en nuestros esfuerzos terrenales, vive siem­pre detrás de nuestra felicidad. Escuchad mi consejo si que­réis estar en lugar seguro: en el día de vuestra felicidad acor­daos de que la pena o la calamidad inesperada viene siempre a continuación.

En una palabra: aquel día, el sultán y todos los cristianos, con la única excepción de Constanza, fueron apuñalados y descuartizados mientras se hallaban en la mesa. Este hecho atroz fue realizado por esta abominable vieja comadre, la sul­tana, con la colaboración de sus amigos. Ella quería gobernar el país personalmente. Ni uno solo de los sirios que se habían convertido y tenían la confianza del sultán llegó a levan­tarse de la mesa: todos fueron hechos trizas. Los asaltantes rá­pidamente se apoderaron de Constanza y la pusieron a bor­do de un barco sin timón, diciéndole que aprendiera a navegar desde Siria hasta Italia, su patria.

Le dieron una cierta parte del tesoro que había venido con ella y (quiero hacerles justicia) una gran cantidad de víveres. También llevaba vestidos. Así fue cómo ella zarpó mar aden­tro. ¡Oh, Constanza, llena de amabilidad y dulzura, hija que­rida del emperador, que el Dios de la Fortuna sea tu guía! Se persignó y rezó a la cruz de Jesucristo con voz lastimera:

—¡Oh, altar resplandeciente y bendito, Santa Cruz, teñida con sangre compasiva del Cordero que lava la antigua iniqui­dad del mundo, sálvame del diablo y sus garras el día en que me ahogue en este mar profundo! Árbol victorioso, protec­ción de los fieles, que por sí solo pudiste sostener al herido Rey de los cielos, al blanco Cordero traspasado por la lanza. Tú tienes poder para arrojar los demonios del hombre y de la mujer, a quien extiendes tus benditos brazos. Guárdame y dame fuerzas para remediar mi vida.

Pasaron los días y transcurrieron los años surcando el bar­co los mares de Grecia hasta que la suerte la llevó a los es­trechos de Marruecos; ella comía poco y muchas veces bus­có la muerte, antes de que las embravecidas olas la arrojasen al lugar al que el destino la había de llevar.

La gente se preguntará: «¿Por qué no fue ella degollada junto con los demás en el banquete? ¿Quién estuvo allí para salvarla?» A estas preguntas contestaré: Dios salvó a Daniel en aquel terrible cubil en el que —juntos, dueños y escla­vos— todos fueron devorados por los leones; todos, excepto Daniel, porque lloraba a Dios en su corazón. Por medio de ella, Dios eligió mostrar su poder milagroso para que los de­más pudiéramos ver sus grandes obras. Los filósofos saben que Jesucristo (que es el remedio seguro para todo mal) em­plea inadecuados instrumentos para fines incomprensibles al entendimiento humano. Nuestra ignorancia no puede com­prender su sabia providencia. Sin embargo, como no fue de­gollada en el banquete, ¿quién la salvó evitando que las olas la ahogasen? ¿Quién rescató a jonás del vientre de la ballena, hasta que fue arrojado sobre Nínive? Como sabéis, el mismo que salvó al pueblo hebreo de ahogarse cuando atravesó el mar a pie enjuto. Y ¿quién manda a los cuatro espíritus de la tormenta y les da poder para hostigar la tierra entera? Norte, Sur, Este y Oeste, no muevas hoja, olas ni tierra. Con toda se­guridad él fue quien mandó que esta mujer, tanto dormida como despierta, quedase protegida de la tormenta. ¿Dónde pudo ella encontrar alimentos y bebida y cómo pudieron du­rar sus víveres más de tres años? ¿Quién alimentó a María de Egipto en el desierto y la cueva? Con toda certeza fue Jesucristo. Hizo un milagro tan grande como cuando alimentó a cinco mil personas con sólo cinco panes y dos peces. Dios le envió su abundancia en la necesidad.

Fue arrastrada por los furiosos mares de nuestro océano hasta que las olas la arrojaron cerca de un castillo, cuyo nom­bre ignoro, en Northumberland. Su barco quedó firmemen­te aprisionado por las arenas, sin que la marea lo liberase, siendo la voluntad de Jesucristo que ella permaneciese allí. El guarda del castillo bajó a ver los restos del naufragio. Regis­tró minuciosamente el barco y encontró a la mujer casi ex­hausta por los apuros que había sufrido. También descubrió el tesoro que ella traía consigo. Le pidió en su propia lengua que tuviera piedad de ella y le rogó que aceptase su vida y la liberase de tanto infortunio. Habló en una especie de latín corrompido, pero de todas formas le entendió perfecta­mente. Cuando el guarda tuvo bastante, llevó a la pobre mu­jer a la playa. De rodillas, dio gracias a Dios por su ayuda, pero —para bien o para mal— nadie pudo convencerla para que dijese quién era. Su cabeza, dijo, había sufrido tanto en el mar, que había perdido la memoria. El guarda y su mujer sintieron tal compasión, que lloraron de piedad. Y ella resul­tó tan diligente e incansable en servir y complacer, que todos los que contemplaban su rostro la querían.

El guarda y su mujer, doña Hermenegilda, eran paganos, como todos los demás habitantes del país. Sin embargo, Her­menegilda llegó a querer a Constanza entrañablemente. Cons­tanza permaneció allí largo tiempo dedicándose a llorar y a re­zar, hasta que, por la gracia de Jesucristo, la esposa del guarda se convirtió.

En todo el país no había cristiano que se atreviera a reunir­se con otros para practicar el culto: todos los cristianos ha­bían huido del país cuando los paganos conquistaron por tierra y por mar todas las regiones del norte del país. El cris­tianismo había huido con los bretones (los antiguos habitan­tes de las islas) a Gales, donde habían encontrado momentáneo refugio. No obstante, no habían desaparecido todos los cristianos bretones, y había unos pocos que engañaban al pa­gano y, secretamente, veneraban a Jesucristo. Tres de ellos re­sidían cerca del castillo. Uno de ellos era ciego y no podía ver excepto con los ojos de la mente, con los que los ciegos pue­den averiguar cosas.

El sol brillaba resplandecientemente aquel día de verano, cuando Constanza, junto con el guarda y su mujer, tomaron el sendero que lleva directamente al mar, pensando divertir­se y pasear arriba y abajo una media milla. Pero en su paseo se toparon con este hombre viejo, ciego y encorvado, con sus ojos completamente cerrados.

—¡Doña Hermenegilda —exclamó el viejo bretón—, en nombre de Jesucristo, devuélveme la vista!

Al oír esto, la dama se asustó temiendo que su esposo la mataría por su amor a Jesucristo. Pero Constanza le infundió valor diciéndole que realizara la voluntad de Jesucristo como una hija de la Iglesia.

Desconcertado por lo que veía, el guarda exclamó: —¿Qué significa todo esto?

Constanza le replicó:

—Señor, es el poder de Jesucristo el que salva a la gente de las garras del diablo.

Y empezó a explicar su fe con tal vehemencia y elocuencia, que antes de la noche el guarda se había convertido y creía ya en Jesucristo. Ahora bien, el guarda no era, ni mucho menos, el que mandaba en aquel lugar en que encontró a Constanza. Él lo guardó durante muchos años bajo el poder de Alla, rey de toda Northumbria, quien, como sabéis, fue el astuto rey que frenó a los escoceses con mano de hierro.

Pero dejad que vuelva a mi historia.

Satanás, que está siempre agazapado esperando hacemos caer en su trampa, vio cuán perfecta era Constanza, por lo que maquinó el medio para vengarse de ella. Hizo que un joven escudero que vivía en la ciudad se enamorase perdida­mente de ella, con tal pasión libidinosa, que llegó a creer que moriría si no conseguía poseerla tarde o temprano. Pero cuando la cortejó no consiguió absolutamente nada: ella no se dejó tentar. En su furor, él ideó el medio de hacerla morir de vergüenza. Esperó el momento en que el condestable se hallaba de viaje, y una noche penetró sigilosamente dentro del aposento de Hermenegilda mientras dormían.

Tanto Constanza como Hermenegilda estaban durmiendo, cansadas y fatigadas de tanto rezar y estar en vela. Tentado por Satanás, el escudero se deslizó hasta la cama y le cortó el cue­llo a Hermenegilda. Dejó el cuchillo manchado de sangre al lado de Constanza y se escabulló. ¡Que Dios le maldiga!

Poco después, el condestable regresó a su casa con Alla, el rey del país, y se encontró con que su esposa había sido cruelmente asesinada. Lloró de pena y se retorció las manos, cuando allí en la cama junto a doña Constanza descubrió el cuchillo tinto en sangre.

Ay! ¿Qué podía decir ella si la pena le embargaba y no le dejaba razonar? Al rey Alla se le infor­mó de esta calamidad y también del momento y lugar y de­más circunstancias en las que doña Constanza había sido ha­llada en el barco del que ya habéis oído hablar. El corazón del rey se conmovió de piedad al ver una criatura tan buena y gentil en tal tribulación y angustia. Como un cordero que se envía al matadero, esta pobre inocente estaba de pie ante el rey, mientras el infame escudero que había cometido el cri­men aseguraba falsamente que era ella la que lo había perpe­trado. Sin embargo, la gente prorrumpió en gran clamor, de­clarando que no podían imaginarla capaz de un acto tan monstruoso, pues habían visto que siempre se había portado bien y el cariño que profesaba a Hermenegilda. Todos los de la casa, con la única excepción del escudero que había matado a Hermenegilda con su cuchillo, dieron el mismo testi­monio. Sin embargo, fue este testimonio el que facilitó al rey una pista y le hizo pensar que debía investigar más a fondo para descubrir la verdad.

Sin embargo, Constanza no tenía quien la defendiera, ni ella podía hacerlo; pero Él, que pereció por nuestra reden­ción y venció a Satanás —que todavía sigue donde cayó—, sería este día su magnífico abogado. A menos que Jesucristo hiciera un milagro a la vista de todos, a pesar de su inocen­cia, la muchacha debía ser inmediatamente ejecutada. Ella se arrodilló y oró:

—Dios inmortal que salvaste a Susana de las falsas acu­saciones, y tú, Virgen María, hija de Santa Ana, ante cuyo Hijo los ángeles cantan Hosanna, socórreme si soy inocente de este crimen; y si no lo soy, que muera.

¿Quién no ha visto alguna vez un pálido rostro entre la multitud, el rostro del que es conducido a la muerte después de habérsele rehusado el perdón? Tal es el color del que está en peligro, que podéis reconocer su rostro del resto de la multitud. Este aspecto tenía Constanza cuando miró a su al­rededor.

Todas vosotras, reinas, duquesas y damas que nadáis en la prosperidad, ¡compadeceos de su adversidad! La hija de un emperador está sola sin nadie a quien acudir para que la so­corra. Es su sangre real la que se halla comprometida, sus amigos se hallan lejos en este momento de necesidad.

Pero el rey Alla, pues los corazones nobles siempre son compasivos, se apiadó de ella hasta tal extremo que hasta lá­grimas fluyeron de sus ojos.

—Rápidamente, id a buscar un libro —dijo él—, y si este escudero jura que ella mató a esa mujer, consideraremos nuestra sentencia.

Se trajo un libro británico en el que figuraban los Evange­lios. El escudero juró inmediatamente sobre ese libro que ella era culpable: y, de repente, a la vista de todos los presen­tes, una mano le hirió en el cuello, desplomándose como una piedra, con sus ojos fuera de las órbitas. Todos oyeron una voz que dijo:

—Tú has acusado a una inocente hija de la Santa Iglesia en presencia del rey. Y habiendo hecho esto, ¿debo yo per­manecer callado?

Ante este milagro la multitud quedó aterrorizada y todos, excepto Constanza, permanecieron como anonadados, te­miendo la venganza de los cielos.

Todos los que, injustamente, habían sospechado de la san­ta e inocente Constanza estaban arrepentidos y temerosos. Debido al milagro y a la mediación de Constanza, al fin, el rey y muchos otros de los presentes se convirtieron, gracias a Jesucristo.

Alla sentenció al escudero mentiroso a ser ejecutado inme­diatamente por su perjurio; sin embargo, Constanza lamen­tó profundamente su muerte. Entonces, en virtud de su gra­cia, Jesús hizo que Alla se casara con esta hermosa y santa doncella con solemne ceremonia. De este modo Jesucristo hizo de Constanza una reina.

Pero, para decir verdad, ¿quién se sintió ofendida por este matrimonio? Pues Doneguilda, la tiránica anciana madre del rey. Se opuso tanto a la decisión de su hijo, que le pare­ció que su maldito corazón iba a partírsele en dos. Le pare­cía un deshonor que su hijo, el rey, tomase por esposa a una mujer extranjera.

No quiero pasar más tiempo entretenido en lo superfluo de mi relato, sino que voy a ir al grano. ¿Por qué tendría que contaros la pompa con que se celebró la boda, el orden en que se sirvieron los platos del banquete, quién tocó la trom­peta y quién la trompa? Todo puede resumirse en esto: co­mieron, bebieron, bailaron, cantaron y se divirtieron. Y se fueron a la cama como correspondía. Las esposas pueden ser santas criaturas, pero por la noche deben soportar paciente­mente todos los actos que proporcionan placer a sus mari­dos, que se casan con anillos, y, de momento, deben dejar un poquito de lado su santidad. Son cosas inevitables.

Con el tiempo él tuvo de ella un hijo varón. Así cuando debió ir a perseguir a sus enemigos a Escocia, confió su espo­sa al cuidado de su condestable y de su obispo. La dulce y suave Constanza, que llevaba ya tiempo embarazada, se que­dó tranquilamente en su aposento y esperó la voluntad de Jesucristo. A su debido tiempo parió un niño, al que bautizó con el nombre de Mauricio. El condestable mandó llamar a un mensajero y escribió al rey Alla para darle la buena noti­cia, junto con otras nuevas urgentes. El mensajero tomó la misiva y partió, pero esperando mejorar sus propios intere­ses, se dirigió rápidamente a visitar a la madre del rey. Salu­dándole cortésmente le dijo, por propia iniciativa:

—Señora, debéis regocijaros y estar satisfecha y dar mil ve­ces gracias a Dios. Mi señora, la reina, ha parido un niño para alegría y satisfacción de todo el país. Ved, éstas son car­tas selladas con la noticia que debo llevar a toda prisa. Soy siempre vuestro servidor, si es que deseáis decir algo al rey, vuestro hijo.

Ahora mismo, no —replicó Donegilda—, pero me gus­taría que os quedaseis aquí a descansar durante la noche. Ma­ñana os diré lo que deseo.

El mensajero bebió cerveza y vino en abundancia; mien­tras estaba durmiendo como un cerdo, le sustrajeron las car­tas de su caja y le falsificaron otra misiva relativa al asunto, dirigida al rey como si se la mandase el condestable, que sigi­losa e ingeniosamente fue puesta en su lugar con toda mala fe. Esta carta decía que la reina había dado a luz a una criatu­ra diabólica, tan horrible, que nadie en el castillo se atrevía a seguir en él por más tiempo; que la madre era alguna bruja enviada por el Hado fatal o por encantados de hechicería y que todos odiaban su presencia.

Cuando el rey leyó esta carta, quedó muy apenado. Sin embargo, no contó a nadie su tremenda pena. En lugar de ello escribió de su puño y letra una respuesta que rezaba así: «Que todo lo que Jesucristo envíe sea bien venido para mí, ahora que me han enseñado su doctrina. Señor, hágase tu vo­luntad y que lo que Tú desees, sea aceptado. Coloco mis de­seos totalmente a tu disposición. Guarda al niño —sea un monstruo o no— y a mi esposa hasta que regrese a mi hogar. Cuando Jesucristo quiera me enviará un heredero que sea más de mi gusto que éste.»

Ocultando sus lágrimas selló la carta, la cual fue inmediatamente entregada en manos del mensajero, que partió sin más.

¡Qué mensajero! Completamente borracho, con el aliento fétido, el andar tambaleante, sus sentidos embotados, la cara deformada, y charlando como una cotorra, no estaba en con­diciones de callar cualquier confidencia que se le hiciera. En cualquier compañía en la que la embriaguez sea costumbre, es imposible que ningún secreto permanezca oculto. En cuanto a Donegilda, no domino suficientemente mi lengua como para describir con justicia su malicia y crueldad, por lo que la remito al diablo. ¡Que sea éste el que celebre su trai­ción! Su espíritu era tan poco femenino —¿que digo, Dios mío?—, tan diabólico, que os juro que, aunque caminaba so­bre la tierra, su alma estaba ya en los infiernos.

A su regreso de ver al rey, el mensajero llegó de nuevo a la corte de Donegilda, quien le agasajó espléndidamente. El mensajero bebió, llenó el buche de vino hasta que no pudo más, y, luego, durmió como siempre, roncando toda la no­che hasta la salida del sol.

Nuevamente todas sus cartas fue­ron robadas y reemplazadas por falsificaciones que decían: «El rey ordena a su condestable, bajo pena de muerte, que de ningún modo permita a Constanza que permanezca en su reino más de tres días y la cuarta parte de una marea. Se le pondrá a ella y a su retoño y todo lo que le pertenezca en el mismo barco en que se le encontró y se le arrojará del país, conminándola a no regresar jamás.» ¡Ya podía el alma de Constanza sentir temor y soñar pesadillas, mientras Donegil­da tramaba esta orden!

Cuando el mensajero se despertó a la mañana siguiente, tomó el camino más corto hacia el castillo y entregó la carta al condestable, que exclamó una y otra vez, con el corazón compungido, mientras leía la cruel carta:

—Señor Jesucristo —dijo—, ¿cómo puede el mundo so­brevivir si existe tanta maldad en sus criaturas? Dios Todopo­deroso, si ésta es tu voluntad, ¿cómo, siendo Tú un juez justiciero, permites que perezcan los inocentes y que los malos reinen en la prosperidad? ¡Cuánto siento, buena Constanza, tener que ser tu ejecutor o bien morir de muerte infamante! No hay alternativa.

Todos los del lugar, jóvenes y viejos, lloraron por la maldi­ta carta enviada por el rey. Al cuarto día, con el rostro cubier­to de una palidez mortal, Constanza se dirigió al barco. Con gran sumisión aceptó la voluntad de Jesucristo. Se arrodilló en la playa y dijo:

—Señor, sea siempre bien venido todo lo que Tú me en­víes. El que me salvó de las falsas acusaciones mientras esta­ba entre vosotros en tierra, me guardará de todo peligro y de toda vergüenza en el mar, aunque no sé muy bien cómo; pero Él sigue siendo tan poderoso como siempre para salvar, por lo que en Él confío y en su querida Madre, ambos vela y timón de mi alma.

Su bebé se hallaba llorando en sus brazos. Todavía de ro­dillas, le dijo al bebé con gran ternura:

—Cállate, hijito, que no voy a hacerte daño.

Y entonces, cogiendo el pañuelo de su cabeza, lo colocó sobre sus ojitos y le acunó en los brazos.

Alzando los ojos al cielo exclamó:

—María, dulce Virgen y Madre, si bien es cierto que, por causa de la incitación de una mujer, se perdió y condenó toda la Humanidad a la muerte eterna y luego tu Hijo fue crucificado, no lo es menos que tus ojos contemplaron su agonía y no puede haber comparación entre tu dolor y el que sufre cualquier ser humano. Tú viste con tus propios ojos cómo mataron a tu hijo. A mí todavía me vive el mío. Dulce Señora, a quien claman los que gimen, gloria de la fe­minidad, hermosa Virgen, refugio de pecadores, estrella matutina, que en tu dulzura te compadeces de todos los que merecen compasión dentro de su infortunio, ¡apiádate de mi hijo!

»¡Oh, hijito, que todavía no has pecado jamás! ¿Cuál es tu culpa? ¿Por qué querrá tu cruel padre que mueras? ¡Ten pie­dad, condestable! Deja sólo que mi bebé siga aquí contigo; o bien, si no te atreves a salvarlo por miedo a ser reprendido, dale un beso en consideración al padre.

Ella entonces miró de nuevo hacia tierra y dijo: —¡Adiós, despiadado esposo!

Y, levantándose, caminó por la playa hacia el barco, hacien­do callar al niño todo el rato, mientras la gente la seguía. Lue­go se despidió. Se persignó devotamente y subió a bordo.

No temáis, que había víveres abundantes para que le dura­sen largo tiempo y, ¡loado sea Dios!, tenía de todas las demás cosas necesarias que pudiera echar en falta. ¡Que Dios Todo­poderoso modere el viento y el tiempo y la devuelva a su ho­gar! Ella navegó por los mares... No digo más.

TERMINA AQUÍ LA SEGUNDA PARTE Y EMPIEZA LA TERCERA

No había pasado mucho tiempo cuando el rey Alla regre­só a su castillo y preguntó por su esposa y su hijo. El corazón del condestable quedó helado, pero con palabras sencillas le contó todas las circunstancias que habéis oído y que he rela­tado lo mejor que he podido. Mostró al rey la carta con el se­llo diciéndole:

—Señor, he ejecutado exactamente lo que ordenaste bajo pena de muerte.

El mensajero fue torturado hasta que mencionó todos los lu­gares en los que había pernoctado y lo confesó todo desde el principio hasta el fin. De este modo, interrogado hábilmente y sacando las oportunas deducciones, llegaron a adivinar el ori­gen del mal. No estoy seguro cómo lo hicieron, pero se descu­brió la mano que había escrito aquella carta y todo el veneno que había vertido en ella. Al fin, como podréis leer en cualquier otra parte, Alla ejecutó a su madre en castigo a su traición. Fue así como Donegilda terminó mal. ¡Dios la maldiga!

No hay lengua capaz de relatar la pena que consumió a Álla día y noche, pensando en su mujer e hijo. Pero ahora volvamos a Constanza, quien Jesucristo así lo quiso— na­vegó a la deriva durante más de cinco años, llena de privacio­nes e incomodidades, hasta que su barco arribó a tierra fir­me. Al final, el mar arrojó a Constanza y a su hijo en las inmediaciones de un castillo pagano, cuyo nombre no sé encontrar en mi documentación. ¡Que Dios Todopoderoso, que salvó a la Humanidad, se acuerde de Constanza y su hijo, otra vez en poder de los paganos y una vez más —como pronto sabréis— a punto de morir! Muchos bajaron del castillo a contemplar boquiabiertos a Constanza y el bar­co. Una noche, el mayordomo del castillo (un felón y un re­negado, ¡Dios le maldiga!) fue solo al barco y le dijo a ella que quería ser su amante, tanto si quería como si no.

La infortunada mujer se hallaba en el mayor de los apuros. Su hijo rompió a llorar y ella misma también derramó lágri­mas copiosas, pero la Virgen acudió prestamente en su ayuda, pues en la furiosa lucha que tuvo lugar, el malvado perdió el equilibrio y cayó por la borda, recibiendo justo castigo, pues se ahogó en el mar. De esta forma Jesucristo conservó a Cons­tanza sin mancha.

Ved los efectos despreciables de la lascivia, que no sólo debilita la mente, sino que llega a destruir el cuerpo. El re­sultado de los deseos lujuriosos no es más que la desgracia. ¡A cuántos se ve morir o ser destruidos, no por el acto en sí, sino por la intención de cometer este pecado!

¿Dónde pudo encontrar esta débil mujer las fuerzas para defenderse de ese renegado? A Goliat, con su inmensa esta­tura, ¿cómo pudo David derribarle?. Tan joven y escasa­mente armado, ¿cómo osó mirar cara a cara a tan temible rostro? Es evidente que sólo por la gracia de Dios. ¿Quién dio a judit el valor y la osadía de degollar a Holofemes en su tienda y así librar del desastre al pueblo elegido? El mismo que dio a Constanza fuerza y vigor.

Su barco atravesó el estrecho que separa Gibraltar de Ceu­ta, y siguió navegando, a veces hacia Occidente, a veces ha­cia el Norte, el Sur o el Este, durante largos días, hasta que la Madre de Jesucristo (¡eternamente bendita sea!), en su infali­ble bondad, quiso que terminaran definitivamente las pena­lidades de Constanza.

Pero dejemos un rato a Constanza y pasemos a hablar del emperador. Por cartas procedentes de Siria se enteró de la masacre de los cristianos y del deshonor causado por aquella serpiente oculta en la hierba (quiero decir aquella malvada sultana que había hecho matar a todos y cada uno de los co­mensales del banquete). Debido a ello, el emperador mandó a su senador con un gran número de otros señores, espléndi­damente equipados, para tomar cumplida venganza de los si­rios. Durante muchos días quemaron, mataron y causaron enormes destrozos, pero al final pusieron rumbo a su patria y, según cuentan, navegaban en estilo principesco en su vic­torioso retorno a Roma cuando se encontraron con el barco que iba a la deriva con la pobre Constanza a bordo. El sena­dor no tenía idea alguna de quién era o de cómo había llega­do a tal estado, ni Constanza, por su vida, confesaría a nadie ni su rango ni su condición.

Se la llevó a Roma y puso a Constanza y a su hijito al cuidado de su mujer, con lo que pasaron a vivir con el se­nador. Así fue cómo Nuestra Señora libró a Constanza (como a muchos otros) del infortunio. Allí estaba destina­da a vivir largo tiempo ocupada siempre en hacer buenas obras y, aunque la esposa del senador era su tía, no supo reconocer a Constanza. Pero no me vaya a entretener en eso y dejaré a Constanza al cuidado del senador, mientras vuelvo a referirme al rey Alla que está todavía penando por su mujer.

Para abreviar esta larga historia diré que un día el rey Alla sintió tal remordimiento por haber matado a su madre, que fue a Roma a someterse a la penitencia que el Papa quisiera imponerle y a pedir el perdón de Jesucristo por el mal que había hecho. Los correos que se adelantaron al séquito difun­dieron la noticia (que pronto se extendió por toda la ciudad de Roma) de que el rey Alla venía de peregrinaje. Al enterar­se de ello, el senador, como solía, cabalgó a su encuentro con muchas personas de su familia, tanto para causarle impresión por su magnificencia como para mostrar sus respetos a un rey. El noble senador y el rey Alla intercambiaron cortesías y se obsequiaron mutuamente con gran hospitalidad. Un día o dos más tarde sucedió que el senador asistió a un banquete ofrecido por el rey. Si no estoy equivocado, el hijo de Cons­tanza se hallaba entre los reunidos.

Algunos dicen que el senador llevó al niño al banquete a petición de Constanza. Todos estos detalles escapan a mi co­nocimiento, pero la cuestión es que estaba presente. La ver­dad es que era el deseo de su madre que el niño estuviera en presencia de Alla y viese la cara del rey durante la cena. Al ver al niño, el rey se sorprendió maravillado y, más tarde, pre­guntó al senador:

—¿Quién es aquel hermoso niño que está allí?

—Por Dios y por San Juan, que no tengo la menor idea —repuso el senador—. Tiene una madre, pero, que yo sepa, no tiene padre.

Y en pocas palabras contó a Alla cómo había sido hallado el niño.

—Y Dios sabe —prosiguió el senador— que de todas las mujeres terrenales, casadas o vírgenes, nunca vi o supe de al­guna que fuera más virtuosa en toda mi vida. Me atrevería a asegurar que antes preferiría que un cuchillo le atravesara el pecho que ser una pecadora. No existe hombre que pudiera incitarla a cometer pecado.

Ahora bien, este niño era lo más parecido a Constanza que se puede imaginar. El rostro de Constanza estaba grabado en la memoria de Alla y empezó a preguntarse si, por alguna afortunada casualidad, la madre del niño podía ser su esposa. Suspirando en secreto se fue de la mesa lo más deprisa que pudo. «Dios mío —pensó—, estoy imaginando cosas; según toda lógica, mi mujer debe de hallarse en el fondo del mar.» Pero un momento más tarde, se contestó a sí mismo:

—¿Cómo sé que Jesucristo no ha podido traer a mi espo­sa hasta aquí, a través del mar, del mismo modo que Él la lle­vó a mi propio país desde donde vino?

Y por la tarde, Alla fue a la casa del senador para ver si esta milagrosa coincidencia podía ser cierta. El senador le hizo to­dos los honores y envió a buscar a Constanza a toda prisa. Cuando ella comprendió el motivo por el que la mandaban a buscar, podéis comprender fácilmente que no tuvo humor de bailar, pues realmente apenas si podía sostenerse en pie.

Cuando Alla vio a su mujer la saludó con cortesía, pero in­mediatamente se derrumbó. Pues desde el primer momento que la vio, supo quién era realmente. Por su parte, a ella la pena la dejó clavada en el suelo y sin poder hablar, su cora­zón se le había parado de tanto dolor, pues recordó su cruel­dad. Dos veces se desmayó ante sus ojos, mientras él lloraba y trataba de explicarle entre sollozos:

—Que Dios y todos sus santos gloriosos se apiaden de mi alma —dijo—, pues tan inocente soy del daño que te han hecho como el que le han hecho a Mauricio, mi hijo, cuyo rostro es tu viva imagen; si no es así, que el diablo me lleve.

Las lágrimas y la angustia de ambos no se aplacaron pron­to, pues sus tristes corazones tardaron todavía mucho en en­contrar alivio. Rompía el alma verles llorar, pues sus lágrimas aumentaban su pena. Debo en este momento pediros que me disculpéis de mi tarea, pues he pasado todo el día descri­biendo su aflicción y ya estoy cansado de describir estas esce­nas tan melancólicas. Pero cuando al final se supo la verdad, que Alla era completamente inocente de todos los sufrimien­tos de ella, supongo que se debieron de besar cien veces al menos. Y entre ellos hubo una felicidad tal como no ha vis­to criatura alguna desde que empezó el mundo, excepto la alegría eterna.

Ella rogó a su esposo, muy humildemente, que, como compensación a sus largos y dolorosos sufrimientos, enviara una invitación especial a su padre, rogándole que le conce­diese el altísimo honor de venir a cenar a su casa. También le pidió que por ningún motivo dijese una palabra a su padre sobre ella.

Hay quienes aseguran que fue el niño Mauricio el que en­tregó el mensaje al emperador. Pero yo supongo que Alla no fue tan insensato como para enviar a un niño a una persona de tan soberano honor como el emperador, la gloria de la Cristiandad. Parece mejor suponer que fue él mismo en per­sona. El emperador tuvo la cortesía de consentir en ir a ce­nar, como se le pedía. Y he leído que miró fijamente al niño y pensó en su hija. Cuando Alla volvió a su alojamiento, dis­puso todo lo necesario para preparar el banquete.

Llegado el día, Alla y su esposa se ataviaron y salieron ale­gremente a recibir al emperador. Fue entonces cuando Cons­tanza vio a su padre en la calle. Ella se apeó del caballo y se arrojó a sus pies exclamando:

—Padre, ¿es que has olvidado a tu tierno retoño? Soy tu hija Constanza, a quien enviaste a Siria hace mucho tiempo. Pues soy yo, la que fue enviada a navegar y condenada a pe­recer. Ahora, querido padre, te pido una gracia: no me vuel­vas a enviar a país pagano y agradece a éste, mi marido, la amabilidad que ha tenido conmigo.

¿Quién se ve capaz de describir la alegría que embargaba a los tres al reunirse? Pero debo terminar ya mi relato; el día ya casi termina y no quiero ocasionar ningún retraso. Esta gen­te feliz se sentó al banquete donde les dejaremos alegres y di­vertidos, mil veces más felices de lo que yo pueda decir.

Su hijo Mauricio, más adelante, fue hecho emperador por el Papa. Llevó una vida cristiana y aportó mucha gloria a la Iglesia. Pero dejaré esta historia colgada, pues mi relato trata únicamente de Constanza. La vida de Mauricio la podéis en­contrar en las viejas historias romanas. Yo la he olvidado.

El rey Alla escogió el momento oportuno y regresó a In­glaterra por el camino más rápido, llevándose consigo a su dulce y santa esposa Constanza. Allí vivieron en paz y felici­dad. Ahora bien, yo os aseguro que la felicidad terrena dura sólo breve tiempo; cambia como la marea, pasando de la no­che al día.

¿Quién ha vivido un solo día en completa felicidad, sin verse sacudido por la conciencia, la ira, el deseo, la envidia, el orgullo, la pasión, el daño o por alguna especie de temor? Únicamente lo menciono para poner de relieve que la felici­dad de Alla con Constanza sólo duró una temporada en ale­gría y satisfacción plenas pues la muerte, que elige a sus víc­timas entre los poderosos y los humildes, se llevó al rey Alla de este mundo al cabo de un año aproximadamente. Cons­tanza sintió un gran desconsuelo —¡que Dios la bendiga!—, y luego se encaminó a Roma, donde esta santa criatura en­contró a sus amigos en perfecta salud. Sus aventuras habían terminado. Cuando estuvo frente a su padre, cayó de rodillas al suelo llorando tiernas lágrimas, pero con el corazón lleno de felicidad, dando alabanza a Dios cien mil veces. Vivieron padre e hija virtuosamente, dando muchas limosnas, y no se separaron ya más hasta que la muerte lo hizo.

Ahora, adiós; mi relato ha terminado. ¡Que Jesucristo, que tiene poder para enviar alegría después de las penas, nos mantenga en gracia de Dios y nos guarde a todos los que es­tamos aquí! Así sea.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MAGISTRADO

4. EPÍLOGO

El hospedero se incorporó sobre los estribos y exclamó:

—Hombres de Dios, escuchad todos. Éste ha sido un relato provechoso y adecuado. Señor cura, por los huesos de Cristo, contadnos algo, mientras seguimos nuestro camino. Vosotros los estudiosos estáis llenos de saber, que re­sulta beneficioso y agradable a Dios.

El cura le contestó:

—¡Dios Santo! ¿Por qué este hombre blasfema de este modo tan pecaminoso?

El anfitrión le replicó:

—¿Estás aquí, Jenkin? Olfateo un Lolardo en el viento. Es­cuchadme, hombre de Dios, no os escapéis, por la Pasión de Cristo. Prédica tenemos. Este Lolardo quiere sermoneamos. El marino exclamó:

—De ninguna manera. Éste no predicará. No nos cansará con sus explicaciones sobre el Evangelio. Aquí todos cree­mos en Dios. Empezaré con relatos heréticos y a sembrar cizaña entre nuestro limpio trigo. Por tanto, hospedero, te avi­so de antemano: este insignificante menda tiene cuento que contar. Os haré campanas tan alegres que despertaré a toda la concurrencia. No trataré sobre temas filosóficos, ni médi­cos ni términos legales. En mi buche encontraréis muy poco latín.

SECCIÓN TERCERA

1. PRÓLOGO DE LA COMADRE DE BATH

Si no existiera libro alguno que tratase del tema, mi ex­penencia personal me daría perfecto derecho a hablar de las penas del matrimonio; pues, señoras y caballeros, desde mis doce años —¡loado sea Dios sempiterno!­me he casado ya cinco veces por la Iglesia (si se me hubiera permitido casarme con tanta frecuencia). Cada uno de mis maridos fue una persona de categoría dentro de su propia esfera.

Ciertamente, no hace mucho me dijeron que como Jesucristo sólo asistió a una boda una vez, en Caná de Galilea, con tal precedente Él me demostró que yo no debería haber contraído matrimonio más de una vez. Tened también en cuenta las duras palabras que Jesús, Dios y Hombre, pronun­ció en cierta ocasión junto a un pozo al reprochar a la mujer de Samaria: «Tú has tenido cinco maridos, y aquel con el que ahora vives no es tu mando».

En verdad, ésas fueron sus palabras, pero se me escapa el significado que Él quiso dar a semejante afirmación. Me li­mito a preguntar lo siguiente: ¿Por qué el quinto hombre no era el marido de la samaritana? ¿Cuántos podía tener ella en matrimonio? En toda mi vida no he oído jamás que se con­cretase la cantidad. La gente puede suponer e interpretar lo que quiera; todo lo que yo sé con certeza es que Dios nos mandó crecer y multiplicarnos: un texto excelente que en­tiendo a la perfección. Y sé también muy bien que Él afirmó que mi marido debería dejar padre y madre y tomarme. Pero sin hacer mención alguna de la cantidad, de bigamia o de oc­togamia; por tanto, ¿por qué la gente debe hablar de ello como si fuese algo malo?

Ved, por ejemplo, a aquel rey tan sabio, Salomón; apues­to a que tuvo más de una mujer. ¡Ojalá Dios permitiese que fuese legal para mí solazarme la mitad de las veces que él! ¡Qué regalo celestial debe de haber otorgado a cada una de sus esposas! Nadie en la actualidad tiene cosa que se le parez­ca. Por lo que deduzco, Dios sabe que este noble rey tuvo muchas alegres batallas con cada una de ellas en la primera noche, ¡tan lleno de vida estaba! ¡Bendito sea Dios, que ha permitido que me casase cinco veces! Me apoderé de lo me­jor que guardaban en el fondo de sus bolsas y en sus cajas fuertes; de la misma forma que el frecuentar distintas escue­las perfecciona al erudito, y diferentes tareas especializan al trabajador, a mí me han entrenado cinco maridos.

¡Bienvenido sea el sexto cuando venga! La verdad es que no deseo permanecer casta eternamente. Tan pronto como mi marido se marcha de este mundo, otro cristiano tendrá que desposarse conmigo, pues, como dice el apóstol, soy libre de hacerlo donde quiera, en nombre de Dios. No afirma que el casarse sea pecado, sino que mejor es casarse que quemarse.

¿Qué importa que la gente critique a aquel perverso La­mech y su bigamia? Todo lo que sé es que Abraham —al igual que Jacob— era un hombre santo. Y ambos (como mu­chos otros santos varones) tuvieron más de dos esposas. ¿Po­déis decirme en qué lugar Dios Todopoderoso ha prohibido el matrimonio alguna vez de forma explícita? Tened la ama­bilidad de responderme. O bien, ¿dónde ha exigido la virgi­nidad? No importa, vosotros sabéis tan bien como yo que cuando el apostol Pablo habló de virginidad, dijo que carecía de precepto para ella. A una mujer se le puede aconsejar que se quede soltera, pero un consejo no equivale a una or­den. Lo dejó a nuestro criterio, pues si Dios nos hubiese exigido guardar virginidad, por el hecho de hacerlo hubiera condenado el matrimonio. Y, con toda certeza, si no se sem­brase nunca semilla, ¿de dónde vendría la virginidad? De cualquier modo, Pablo no se atrevió a ordenar una cosa so­bre la que su Maestro no dio pauta. Hay premio para el que opta por la virginidad: que lo consiga el que pueda; veremos quién es el que mejor corre.

Pero esta llamada no es para todos, se reserva solamente para el que Dios, en su poder, elige concedérsela. Conozco que el apóstol era virgen; y aunque dijo que deseaba que to­dos los hombres fuesen como él, ésa es toda la exhortación que hizo en favor de la virginidad. Y me permitió que me convirtiese en esposa, como concesión especial, de modo que si mi marido moría, no fuera pecado el casarse conmigo, ni tan sólo bigamia. Sin embargo, «no deja de ser laudable para un hombre no tocar carnalmente a una mujer; el san­to quería decir en su cama o lecho, pues es arriesgado juntar fuego y lino. Ya entendéis la metáfora. Bueno, a grandes rasgos, él sostuvo que la virginidad era preferible al matrimonio porque la carne es débil (débil la llamo yo, a menos que ma­rido y mujer piensen vivir en continencia toda su vida matri­monial). Os concedo esto: no me cuesta admitir que la virgi­nidad debe preferirse a la bigamia. Complace a algunos man­tenerse puros de cuerpo y alma; en mi caso, yo no alardearé de ello. Como sabéis, el dueño del hogar no tiene de oro to­dos sus utensilios; algunos son de madera y, sin embargo, tie­nen mucha utilidad. Dios llama a la persona de modo dife­rente y cada uno percibe de Dios su propio don peculiar (al­gunos, una cosa; otros, otra, según los designios divinos). En la virginidad radica una gran perfección y también en la de­vota continencia entre casados; pero Jesucristo, manantial de perfección, no dijo a todos que deberían ir y vender todo lo que tenían y dárselo enteramente a los pobres, y seguir sus pasos. Él habló a los que desean llevar una vida de perfec­ción. Yo, si no os importa, señoras y caballeros, no soy una de ellos. Pienso dedicar los mejores años de mi vida a los ac­tos y compensaciones que proporciona el matrimonio.

Decidme: ¿para qué objeto fueron hechos los órganos re­productores y con qué fin fue creado el hombre? Podéis es­tar seguros que no fueron creados para nada. Dadle las vuel­tas que queráis, discutid por doquier para demostrar que fue­ron hechos para evacuar la orina, que nuestras pequeñas diferencias tienen por objeto único distinguir al macho de la hembra —¿alguien dijo no? La experiencia nos enseña que no es así.

Para no contrariar a los eruditos afirmaré lo siguiente: fue­ron creados para ambas finalidades, es decir, tanto para la función como para el placer de la reproducción, en lo que no desagradamos a Dios. A ver, ¿por qué otro motivo debe­ría haberse dejado escrito en los libros que un hombre debe «pagar el débito a su mujer»?. ¿Y con qué efectuaría él el pago sin utilizar su inocente instrumento? De ello se deduce que se dio a todas las criaturas vivientes para dedicarlo tanto a la procreación como para evacuar la orina.

Sin embargo, no estoy afirmando que todo el que esté equipado para los actos a los que me he referido deba poner­se a utilizarlo para el acto de la procreación. En tal caso nadie se preocuparía de la castidad. Jesucristo, como más de un santo desde que el mundo es mundo, era virgen y estaba configurado como un hombre; con todo, siempre vivió en perfecta castidad. No tengo nada en contra de la virginidad. Que las vírgenes sean panes de la harina más fina y llamad­nos a nosotros las que somos esposas, pan de cebada; sin embargo, a pesar de ello, San Marcos puede explicaros que Jesucristo alimentó a millares con pan de cebada. Yo persevera­ré en el estado para el que Dios me ha llamado; no soy muy melindrosa. Como esposa utilizaré mi instrumento, con la misma generosidad con que mi Creador me lo dio. Si fuese reacia, ¡que el Señor me castigue! Mi esposo lo tendrá maña­na y noche, siempre que lo quiera y venga a «pagarme» lo que me adeuda. No seré yo quien le detenga a toda costa. Debo tener un esposo que sea a la vez mi deudor y mi escla­vo; y, en tanto que yo sea su esposa, él tendrá su «tribulación de la carne». Mientras esté viva, es a mí a quien se da «el po­der de su propio cuerpo» y no a él. Esto es lo que el apóstol San Pablo me explicó; y encargó a nuestros esposos que nos amasen bien. Estoy totalmente de acuerdo con su punto de vista...

Al oír estas palabras, se alzó el bulero y dijo:

—Bueno, señora, por Dios y por San Juan que sois una es­tupenda predicadora sobre este tema. ¡Ay! Yo estuve a punto de casarme con una mujer; pero me preguntó: ¿por qué debe mi cuerpo pagar semejante precio? Casi preferiría no casar­me, por ahora, con ninguna mujer.

—Tú espera —repuso ella—. Mi relato no ha empezado. No, si tú vas a beber de otro barril antes de que haya conclui­do, que no sabrá tan bien como la cerveza. Cuando yo haya terminado de contarte las tribulaciones del matrimonio —en lo cual soy una experta de toda la vida, es decir, yo mismo he sabido ser un azote—, entonces podrás decir si quieres pro­bar del barril que voy a espitar. Vete con cuidado antes de que te acerques demasiado a él, pues te contaré más de una docena de cuentos para tomar precauciones. «Aquellos que no quieren ser advertidos por otros se convierten ellos mis­mos en advertencias para los demás.» Estas son las mismísi­mas palabras de Ptolomeo, tal como podrás encontrarlas, si lees su Alma, gesto.

—Señora —dijo el bulero—; perdone si le ruego que ten­ga la amabilidad de proseguir tal como ha empezado: cuen­te su relato y no deje títere con cabeza. Enséñenos a los jóve­nes su método.

—Muy bien, entonces, ya que parece que esto te compla­ce —dijo ella—. Solamente espero que ninguno de los aquí presentes se ofenda si digo lo que me pasa por la cabeza, pues lo único que yo intento es divertir. Ahora, señores, pro­sigo mi relato. Que no vuelva nunca a beber ni una sola gota de vino o cerveza si miento: tres de mis esposos me salieron buenos, y dos, malos. Los tres buenos eran ricos y viejos, y a duras penas podían mantener vigente el contrato de nuestra unión (ya comprendéis el significado de mis palabras). Que Dios me perdone por ponerme a reír cada vez que recuerdo cuán despiadadamente les hacía trabajar por las noches. Pero no me daba cuenta de ello, lo juro. Ellos me habían dado sus tierras y su tesoro, por lo que no tenía que molestarme más para conquistar su amor o en mostrarles respeto. ¡Dios mío! Me amaban tanto, que yo no le daba ningún valor a ello.

Una mujer sensata solamente se preocupa de conquistar amor allí donde no lo hay. Pero yo les tenía en el saco y ya me habían dado todas sus tierras. Entonces, ¿por qué moles­tarme en complacerles excepto para mi propio provecho y diversión? Palabra que los trabajé bien (más de una noche les hice aullar). No supongo que hayan ganado la Dunmow Flitch, como algunos. Sin embargo, les goberné tan bien a mi propio aire, que cada uno de ellos fue totalmente feliz; siempre estaban dispuestos a traerme cosas bonitas de la fe­ria. ¡Qué contentos se ponían cuando les hablaba con suavi­dad! Pues solamente Dios sabe con cuánta saña les reñía. Ahora escuchad vosotras, sabias esposas que sabéis a qué me refiero, y os contaré lo bien que me las arreglaba. Este es el modo de hablarles y hacerles sentir culpables. Pues no hay hombre que sepa mentir y perjurar ni la mitad de bien que una mujer. No me refiero a las esposas listas, sino a las que co­meten errores. Una mujer realmente inteligente que sepa lo que lleva entre manos puede hacer creer a su marido que lo negro es blanco y llamar a su propia doncella para que tes­tifique en su favor. Pero escuchad el sistema que utilizaba.

¿Es esto lo mejor que sabes hacer, viejo mentecato? ¿Por qué está la esposa de mi vecino tan elegante y alegre? Ella es respetada por dondequiera que vaya, mientras que a mí me toca seguir en casa; no tengo vestidos dignos para ponerme. ¿Qué es lo que haces en casa de ella? ¿Tan bonita es? ¿Tan enamoriscado estás? ¿Qué estabas susurrándole a nuestra doncella? ¡Tú, viejo lujurioso, déjate de artimañas! Y siempre que yo tengo una inocente charla con un amigo o voy a su casa para divertirme un poco, tú te pones a rugir como un diablo. Vienes a casa borracho como una cuba, y te sientas en tu banco a sermonear: ojalá revientes. Vosotros decís que es una gran desgracia casarse con una mujer pobre debido al coste; pero si ella es rica y mantiene buenas relaciones, en­tonces decía que es una tortura tener que aguantarle su orgu­llo y sus malos humores. ¡Tú, sinvergüenza! Si ella es bonita, decís que todos los lujuriosos irán tras ella, y que su castidad no durará ni un minuto si es asediada por todas partes.

Tú me dices que algunos nos quieren por nuestras rique­zas, otros por nuestro tipo, otros por nuestra belleza; mien­tras algunos desean a una mujer pozque sabe cantar o bailar; o por su buena crianza y retozar; o por sus armoniosos bra­zos o manos (y así, según contáis, el diablo se lleva el resto). Una fortaleza sitiada por todas partes no puede resistir largo tiempo (así lo decís). Y si ella es fea, entonces decís que desea todo hombre al que pone sus ojos encima y va tras ellos como un perro faldero hasta que encuentra a uno que quiera «comercian» con ella. Según decís, no hay ninguna oca en el lago que sea tan gris y fea que no encuentre a su ganso. Y luego afirmáis que es dificil poseer una chica a la que na­die está dispuesto a guardar. ¡Desgraciado! Así es cómo sigues hablando cuando vais a la cama, murmurando que ningún hombre en su sano juicio necesita casarse, ni tampoco inten­ta ir al cielo. Que el rayo y el trueno quebrante tu arrugado cuello. Vosotros decís que un techo agrietado, una chimenea que eche humo y una esposa gruñona ahuyentan al hombre de su propio hogar.

¡Oh, que Dios bendiga a todas! ¿Qué le duele al viejo que así refunfuña?

A continuación comentaba que nosotras, las mujeres, esta­mos dispuestas a ocultar nuestros defectos hasta que el nudo del matrimonio está bien atado, y que luego os los mostra­mos; un proverbio canallesco donde los haya.

Tú me replicas que se pueden probar sin prisas bueyes, asnos, caballos y perros antes de comprarlos, así como cubas, palanga­nas, cucharas, taburetes y otros utensilios domésticos parecidos, aparte de pucheros, vestidos y trajes; pero que nadie prueba a una esposa antes de contraer matrimonio. ¡Pobre mentecato! Y luego, según afirmáis, revelamos nuestros defectos.

También comentas que me molesta el que no estés dicien­do constantemente lo bonita que soy, contemplando mi ros­tro o haciéndome cumplidos por dondequiera que vayamos; o si te olvidas de agasajarme el día de mi cumpleaños, o si no eres cortés con mi dueña, mi ayuda de cámara o la familia y amigos de mi padre; tales son tus comentarios, viejo barril re­pleto de mentiras.

Tú incluso has sospechado —equivocadamente— de nuestro aprendiz Jankin por su rizado pelo dorado y por el modo que me atiende adondequiera que vaya. No le desea­ría ni aunque te murieses mañana. Pero, desgraciado, contés­tame: ¿Es que acaso no ocultas de mí las llaves de tu armario o cómoda? ¡Por el amor de Dios! Sabes muy bien que es tan­to mi propiedad como la tuya. ¿Qué? ¿Es que quieres que tu esposa pase por tonta? Ahora bien, te juro por Santiago que tendrás que elegir entre mi cuerpo y tus bienes. No im­porta lo que hagas: tendrás que prescindir de uno o de otro.

¿Y para qué te sirve toda tu vigilancia y cuidados? Algunas veces pienso que te gustaría guardarme encerrada en tu caja fuerte. Lo que tendrías que decirme es esto: «Querida espo­sa, ve donde quieras y diviértete; no daré oídos a las habladu­rías. Doña Alicia, sé que eres una fiel y leal esposa.» Nosotras no podemos amar a un hombre que mantenga un control de nuestras idas y venidas; debemos ser libres.

Que el sabio filósofo Ptolomeo sea bendito por encima de todos los demás, pues él escribió este proverbio en su Alma­gesto: «El más sabio de todos es el que no se preocupa ni piz­ca de que alguien sea más rico que él.» De este proverbio de­berás colegir que no hay que lamentarse de lo bien que viven algunos, si tú ya tienes bastante para ti. Pues, mentecato, no te preocupes; tendrás suficiente placer sexual esta noche si lo quieres. ¿Es que jamás ha existido alguien tan tacaño como para negar a otros encender su candela con su linterna? ¿Es que alumbrará menos por ello? ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué te quejas, si tienes bastante?

Luego decís que nuestra castidad está en peligro si nos ade­rezamos con vestidos y joyas. Y entonces tú, ¡imbécil!, tienes que apoyarte en este texto de San Pablo: «Que las mujeres se adornen modestamente, con recato y sobriedad —dice el apostol—, y no con trenzas y finas joyas, ni con oro, perlas o atavíos caros». Pues bien, haré tanto caso de tus textos y de tu cita como si yo fuese una pulga.

Y una vez dijiste que yo era como una gata, a la que si se le chamusca la piel, permanece en casa, pero en cuanto su pelaje es bonito y elegante no se queda ni medio día dentro, sino que lo primero que hace por la mañana es salir a lucirlo y a maullar como si estuviese en celo. Lo que quieres decir, imbécil mío, es que si yo quiero parecer elegante es solamen­te porque quiero escaparme y exhibir mis harapos.

¿De qué te sirve espiarme? Incluso si rogase a Argos que me guardase lo mejor que supiese con sus cien ojos, te asegu­ro que no lograría guardarme a menos que yo lo desease; se lo haría ante sus narices, así te lo debo confesar.

Tú también me dices que hay tres cosas que perturban toda la tierra y que nadie puede soportar la cuarta. ¡Oh, mi querido imbécil! ¡Que Jesús te acorte la vida! Y pensar que vas por ahí pregonando que una mujer odiosa es una de es­tas desgracias. ¿Es que no tienes otras comparaciones para emplearlas en tus parábolas que el colocar en ellas a una es­posa infortunada?

Y luego vas y comparas el amor de una mujer con el infier­no, con una tierra seca y yerma y con nafta ardiendo; cuan­to más arde, más dispuesta está a consumir todo lo combus­tible. Del mismo modo que los gusanos destrozan un árbol, una esposa puede destruir a su marido. Todos los que están encadenados a una mujer lo saben. ¡Esto es lo que decís!

Como podéis ver, señoras y caballeros, así es cómo hice creer a mis ancianos esposos, fuera de toda duda, de que ta­les eran mis palabras cuando estaban bebidos; todo eran mentiras, pero logré que mi sobrina y Jankin corroborasen cuanto decía. ¡Oh, Dios! ¡Cuántos trastornos y penas les cau­sé! Y ellos —¡pobrecitos!— eran del todo inocentes. Yo, como un caballo, les mordía e inmediatamente relinchaba para que me acariciasen. Yo solía reñirles, incluso cuando no tenía razón; o me hubiesen matado si no lo hubiese hecho. Cuando lleváis harina a moler, el que primero llega al moli­no es el primero que se sirve; pues bien, yo era la primera en empezar con mis reproches y así detenía la pelea. Ellos estaban más que contentos de encontrar una rápida excusa por cosas de las que jamás en su vida habían sido culpables.

Yo solía acusar a mi esposo de mujeriego, cuando la ver­dad es que estaba ya tan enfermo que apenas si se sostenía de pie; sin embargo, aquello le producía un cosquilleo en el co­razón, pues pensaba que así le demostraba cuánto le quería. Cuando yo salía por las noches le juraba que era para ir a es­piar a las chicas con las que se había acostado, lo que me daba coartada para mucha diversión.

Este ingenio femenino se nos da ya al nacer. Dios nos ha otorgado que, por naturaleza, todas las mujeres tengamos lá­grimas, mentiras y capacidad de liar las cosas. De una cosa sí alardeo: al final siempre ganaba a mis esposos de todos mo­dos, sea por la fuerza, picardía o por cualquiera otro reme­dio, como el de estarles gruñendo constantemente. En don­de especialmente se les terminaba la suerte era en la cama; allí era donde solía reñirle y acabar con su diversión. Cuan­do yo notaba que se me acercaba el brazo de mi marido, no me quedaba ni un momento en cama, hasta que había paga­do su propio rescate; entonces le permitía jugar conmigo; y, por consiguiente, este cuento va dirigido a todos los hom­bres. Yo siempre propago que todo tiene un precio. ¿Quién puede atraer a un halcón a su casa con las manos vacías? Para conseguir lo que yo quería, solía tolerar toda su lascivia e in­cluso simular que tenía ganas de ella, aunque, la verdad sea dicha, nunca me ha gustado el tocino viejo. Esto era, real­mente, lo que me volvía gruñona.

Ciertamente no era tacaña en mis gruñidos; incluso cuan­do estábamos en la mesa les devolvía cada uno de sus «favo­res» con una regañina, os lo aseguro.

Que Dios me perdone, pero si tuviese que hacer mi volun­tad y testamento aquí y ahora, os aseguro que no habría pala­bra de regañina que les debiese, que no les fuese totalmente pagada. Me las arreglé siempre con tal inteligencia, que ellos descubrieron que lo mejor era dejarlo correr, pues de lo contra­rio nunca hubiésemos tenido descanso. Ya podía él poner cara de león enfurecido, que no se salía con la suya. Yo le decía en­tonces: «Querido, mira a Wilkin, nuestro cordero. ¡Qué dócil es! Acércate, cariño, que quiero darte un beso en la mejilla. Tú también debes ser más dócil y paciente y tener una conciencia dulce y escrupulosa, ya que siempre estás sermoneando sobre la paciencia de Job. Ten siempre mucha paciencia; practica lo que predicas, pues si no lo haces, te enseñaré cuánto mejor es que la paz reine con tu mujer y paz en casa. Es innegable que uno de los dos tiene que someterse, y, como sea que el hom­bre es más razonable que la mujer, debes ser tú el que ceda. ¿Qué es lo que te hace protestar y lamentar tanto? ¿Es que sólo quieres que mi coño sea únicamente para ti? Pues bien, ¡tómalo y disfruta! ¡Por San Pedro! Hay que ver cuánto lo quieres. ¿No ves que si pusiese en venta mi "sexo" podría ir vestida como una princesa, pero que lo guardo para ti? El cie­lo sabe que eres tú quien tiene culpa. Yo me limito a decirte la verdad.» Así es como nuestras discusiones solían discurir.

Ahora os hablaré de mi cuarto esposo.

Mi cuarto marido era un calavera, es decir, tenía una amante; y yo era joven y muy apasionada y turbulenta, fuer­te, obstinada y festiva como una cotorra. En cuanto había bebido un vaso de vino dulce, bueno, un laúd me hacía bai­lar y cantar como un ruiseñor. Aquel asqueroso rufián, Mete­lio, el cerdo que mató a su mujer de una paliza sólo porque bebía vino, no me hubiese disuadido a mí de beber si hubie­se sido su esposa. Además, el beber vino me lleva a pensar en Venus, por lo que, por la misma razón que el frío engendra granizo, un rabo goloso encaja con una boca laminera. Lle­nad a una mujer de vino y se queda sin defensas, como mu­chos lujuriosos seductores saben por experiencia.

¡Ay, Jesucristo, Dios mío! Cuando lo recuerdo todo y me acuerdo de mi juventud y alegría, el cosquilleo me llega a lo más hondo del corazón. Hasta la fecha hace bien a mi cora­zón el recordar el empuje de mi juventud. Pero la edad, ¡ay!, que todo lo estropea, me ha despojado de mi belleza y de mi auge. ¡Adiós! ¡Que se vayan y el diablo cargue con ellos! ¿Qué puedo decir? He vendido toda la harina y ahora debe­ré vender el salvado lo mejor posible. Pero incluso intentaré pasármelo lo mejor que pueda. Ahora os contaré de mi cuar­to esposo.

Os decía que mi corazón se irritaba de que se deleitase con cualquier otra mujer, pero ¡por Dios y por San Judoco, quedó bien servido! Le fabriqué una cruz de la misma made­ra. Pero no vergonzosamente para mi cuerpo, aunque trata­ba a los hombres en tal forma que le tenía en ascuas, lleno de rabia y de celos. ¡Por Dios que fui su purgatorio en la tierra! Ahora debe de estar en el paraíso, pues Dios sabe que el za­pato llegó a dolerle muchísimo. Nadie, excepto Dios y él, sabe cuán penosamente y de cuántas formas le atormenté. Falleció cuando regresé de Jerusalén y ahora yace enterrado en el presbiterio bajo la peana de la cruz; aunque su tumba no se parece en nada a aquel sepulcro elaborado de Darío, tan exquisitamente trabajado por Apeles. Hubiese sido un derroche darle tan rica sepultura. ¡Que Dios le acompañe y dé reposo a su alma! Ahora yace en su tumba y en su ataúd.

Os hablaré, acto seguido, de mi quinto marido. Ruego a Dios que no deje que su alma vaya al infierno. Y, sin embar­go, para mí fue el peor sinvergüenza; lo noto en cada una de mis costillas y lo notaré hasta el día en que muera. Pero en la cama era alegre y animado; especialmente me adulaba cuan­do deseaba poseerme. Aunque me hubiese pegado en todos los huesos del cuerpo, sabía reconquistar mi amor en un ins­tante. Creo que le amaba precisamente porque era parco en su amor hacia mí. Nosotras las mujeres tenemos ideas raras al respecto y no os miento. Todo lo que nos cuesta de conse­guir, nos pasamos el día entero pidiéndolo y llorando por ello. Prohibidnos una cosa y, acto seguido, ya estamos de­seándola; perseguidnos y salimos huyendo. No solemos es­tar dispuestas a exponer todo lo que tenemos en venta; mu­cha gente en el mercado hace subir el precio de la mercancía; si éste es demasiado bajo, la gente cree —como sabe muy bien toda mujer juiciosa— que no vale nada.

Mi quinto esposo —¡que Dios bendiga su alma!—, al que tomé por amor y no por dinero, fue en cierta época un estu­dioso de Oxford, pero dejó la Facultad y se alojó en casa de mi mejor amiga, que vivía en nuestra ciudad. ¡Que Dios la bendiga! Se llamaba Alison. ¡Vive Dios, conocía mi corazón y mis pensamientos secretos mucho mejor que el cura de mi parroquia! Todo se lo confiaba. Si mi esposo hubiera orina­do en una pared, pues iba y se lo contaba. Si hubiese hecho algo mi esposo que hubiera podido costarle la vida, se lo habría contado a ella, a otra buena mujer y a mi sobrina tam­bién, pues la tenía en mucha estima. Les he contado todos y cada uno de los secretos de mi esposo. Dios sabe que lo hacía con bastante frecuencia y que, a menudo, tuvo mi mari­do que ruborizarse hasta las orejas y hasta avergonzarse mientras se culpaba a sí mismo por haberme contado sus secretos más íntimos.

Sucedió, pues, que una cuaresma (yo siempre visitaba a mi amiga, pues me gustaba divertirme y salir a pasear por ahí en marzo, abril y mayo, yendo de casa en casa para oír chismes diferentes), Jankin, el estudioso, mi amiga Alison y yo sali­mos de excursión al campo. Mi marido estuvo en Londres toda aquella cuaresma y tuve más tiempo libre para divertir­me y ver y ser vista por la gente alegre. ¿Cómo podía saber dónde o en qué lugar cambiaría mi suerte? Por ello, iba a fes­tivales nocturnos, procesiones, peregrinajes, bodas y a ver es­tas funciones teatrales sobre milagros. También escuchaba sermones, vestida en mis alegres ropajes de color escarlata.

Creedme: ninguna polilla, gusano o insecto tuvo la opor­tunidad de zampárselos. ¿Por qué? Pues porque los usaba constantemente. Ahora os diré qué me sucedió. Como decía, íbamos andando por el campo este estudioso y yo, y tan bien nos aveníamos, que yo empecé a pensar en el futuro y dije que si fuese viuda me casaría con él. Ciertamente —no hablo por pretensión—, nunca me faltó la previsión en cues­tión de matrimonio y en otros asuntos. El corazón de un ra­tón que solamente posee una guarida no vale un puerro, pues si ésta falla, todo se ha terminado.

Le hice creer que me había hechizado (mi madre me ense­ñó este truco). También le dije que soñaba con él durante toda la noche y que en el sueño él intentaba matarme allí donde yacía y que la cama estaba empapada de sangre. A pe­sar de ello, esperaba que él me diese suerte, pues la sangre sig­nifica oro, o así me lo habían contado. Y todo eran mentiras. No soñaba nada que se le pareciese. Pero en esto como en muchas otras cosas yo seguía, como de costumbre, las ense­ñanzas de mi madre.

Pero ahora veamos: ¿qué iba yo a decir? ¡Ajá! Ya lo tengo. Había perdido el hilo.

Es igual, cuando mi cuarto esposo yacía en su túmulo, llo­ré y aparenté estar de duelo, como deben hacer las esposas —es la costumbre— y cubrí mi rostro con un pañuelo. Pero como ya estaba provista de amante, os prometo que lloré muy poco.

Al día siguiente mi esposo fue llevado a la iglesia, seguido por un cortejo de vecinos que vinieron a rendirle sus últimos respetos. Uno de ellos era Jankin, el estudioso. Que Dios me perdone, pero, cuando le vi caminar detrás del féretro, pen­sé: «¡Qué hermosos par de piernas y pies!» Y todo mi cora­zón se me fue tras él. Creo que él tenía unos veinte años, y yo, para decir la verdad, ya contaba cuarenta. Pero, sin em­bargo, todavía sentía deseos lascivos. Yo tenía los dientes se­parados, pero me sentaba bien; llevaba la marca de nacimiento de santa Venus. Que Dios me perdone, pero era una chica alegre, bonita y rica, joven y divertida; verdaderamen­te, según habían dicho mis esposos, tenía el mejor «eso» que se pueda imaginar. Ciertamente Venus influye sobre mis sentimientos; Marte, en mi valor. Venus me dio el deseo y la lujuria; Marte, mi descarada osadía. Tauro estaba en ascen­diente cuando nací y Marte se hallaba en él.

¡Ay, ay!, que el amor deba ser pecado... Siempre seguí mis inclinaciones, guiada por las estrellas, las cuales hicieron que jamás pudiese negar mi cámara de Venus a cualquier mozo que la quisiese. Sin embargo, en mi rostro tengo la marca de Marte y también en otro lugar íntimo. Tan cierto como Dios es mi salvación: nunca utilicé el comedimiento en el amor; siempre seguí en cambio mis apetitos, ya fuese el hombre moreno o rubio, alto o bajo. Mientras él me gustase, no pres­taba atención ni a la pobreza ni a su rango.

¿Qué se puede decir más? Bueno, a finales de aquel mes, este guapo estudioso, el garboso Jankin, se había casado con­migo con toda la debida ceremonia, y yo le di todas las tie­rras y rentas que me habían sido dadas anteriormente. ¡Con cuánta amargura me arrepentí luego de ello! Él no me deja­ba hacer nada de lo que quería. ¡Por Dios! Una vez, por ha­berle arrancado una hoja de un libro suyo, me dio tal bofeta­da en la oreja que me quedé sorda de golpe. Yo era tozuda como una leona y tenía una lengua muy peleona y solía ir de casa en casa —como había hecho antes—, aunque él asegu­rase que no debía hacerlo. Debido a ello él me sermoneaba y me relataba historias de la vieja Roma, de cómo un tal Sim­plicio Galo dejó a su mujer y la repudió para siempre, úni­camente porque la había visto un día asomarse por la puerta sin llevar el sombrero puesto. También me hablaba de otro fulano, romano también, que había abandonado a su mujer porque ella había asistido a los juegos de verano sin que él lo supiese. Y luego cogía la Biblia y leía aquel proverbio del Eclesiástico que prohibe a los hombres, inequívoca y absolu­tamente, el que permitan a sus esposas vagar por ahí. Luego, no temáis, siempre me salía con la cuarteta:

El que construye una casa de madera de sauce,

o cabalga en un caballo ciego por los barbechos,

o deja a su esposa correr tras los halos de los santos,

merece realmente ser colgado de la horca.

Pero no le servía de nada: no prestaba la más mínima aten­ción a sus proverbios o a su estrofa. Tampoco me dejaría re­formar por él. No aguanto al hombre que me señala mis de­fectos ni tampoco, Dios lo sabe, a que otros los proclamen, excepto a mí misma. Mi actitud le hacía enfurecer y hervir de rabia hacia mí, pero yo no cedía un ápice en ningún punto.

Y ahora, por Santo Tomás, os explicaré la verdadera histo­ria de por qué arranqué una página de su libro y por qué eso hizo que me diese tan fuerte que me dejó sorda.

Él poseía un volumen que le gustaba muchísimo leer. Siempre estaba leyéndolo desde la mañana a la noche; se lla­maba Valerioy Teofrasto y se pasaba todo el rato carcajeándo­se con el libro. Había también un texto Contra jovinniano es­crito por un hombre culto que vivía en Roma, un cardenal llamado San Jerónimo; y libros de Tertuliano, Crísipo, Trótu­la y Eloísa (esta última era una abadesa que vivía no muy lejos de París). También poseía las Parábolas de Salomón y El arte de amar, de Ovidio. Estos y muchos otros estaban todos encuadernados en un solo volumen. Y tanto por la noche como por el día, siempre que tenía tiempo libre de su trabajo, se dedicaba a leer sobre las mujeres perversas que figuran en di­cho libro, hasta que un día supo más leyendas y biogafias de mujeres malas que de mujeres buenas habla la Biblia.

No caigáis en el error de creer otra cosa; es imposible que un estudioso hable bien de las mujeres, excepto cuando se trate de santas del santoral; no hay ciertamente otra clase de mujeres. Es como aquel león que preguntó al individuo que le mostraba un grabado de un hombre matando a un león: «¿Quién fue el pintor?» ¡Decidme quién! Por Dios, si las mu­jeres hubiesen escrito tantas historias que estos estudiosos en­claustrados, habrían relatado más perversión por parte de los hombres que buenos hechos realizados por los hijos de Adán.

Los estudiosos son hijos de Mercurio, las mujeres lo so­mos de Venus, y ambos tienden a oponerse en todo lo que hacen. Pues Mercurio ama la sabiduría y el saber, pero Venus, el jolgorio y el despilfarro. En astrología la exaltación de uno representa el hundimiento del otro, debido a sus distintas na­turalezas. Por eso, cuando en el signo de Piscis, Mercurio —Dios lo sabe muy bien— está hundido, Venus está en lo alto, pero cuando Venus cae, Mercurio se levanta. Por consi­guiente, una mujer nunca es elogiada por un erudito estudio­so, pues cuando éste es senil y sirve tanto para hacer el amor como una bota vieja, entonces el estudioso se sienta a despo­tricar sobre las mujeres que no saben mantener su palabra en el matrimonio.

Pero para volver a la cuestión, os estaba contando que me dio una paliza debido a un libro. Una noche, Jankin, mi ma­rido, estaba sentado leyéndolo junto al fuego. Primeramente leyó sobre Eva, cuya perfidia atrajo la desgracia para toda la Humanidad, de modo que el propio Jesucristo, que nos redi­mió con la sangre de su corazón, fue muerto por su causa. He aquí un texto que dice en forma explícita que la mujer fue la perdición de todos los hombres.

A continuación me leyó cómo Sansón perdió su cabelle­ra: su enamorada se la cortó con unas grandes tijeras cuando dormía, y, debido a su traición, perdió también sus ojos.

Y luego —¡qué pesado!— me leyó la historia de Hércules y Dejanira, que fue la culpable de que él se prendiera fuego. No se olvidó de ninguna de las penas y molestias que tuvo Sócrates con sus dos mujeres; de cómo Jantipa echó orina so­bre su cabeza y el pobre hombre, sentado e inmóvil como un cadáver, secó su cabeza sin atreverse a comentar más que esto:

«Antes de que cese el trueno, cae la lluvia.»

Después saboreó la maldad en la historia de Pasifae, la reina de Creta; pero desgraciadamente es demasiado trucu­lenta, por lo que no hablaré de sus horribles deleites y malos deseos. Luego leyó con la mayor complacencia acerca de Cli­temnestra, la que traicioneramente hizo que muriese su es­poso para poder satisfacer su lujuria.

Me relató también cómo Anfiaro llegó a perder su vida en Tebas. Mi marido sabía un cuento de cómo la esposa de aquél, Erifila, debido a una hebilla de oro, reveló a los griegos el lugar donde su esposo se había escondido; por lo que poco vivió en Tebas.

Me habló también de Livia y Lucilia, porque las dos habían llevado a sus maridos a la muerte: una de ellas por amor, la otra por odio. Livia envenenó a su esposo una no­che porque le odiaba; mientras que la concupiscente Lucilla amaba tanto a su esposo que, para que él solamente pensase en ella, le dio un afrodisiaco tan fuerte que falleció antes del siguiente amanecer. Por lo que los maridos, debido a un mo­tivo u otro, siempre se le cargan.

A continuación me contó cómo un tal Latimio se quejó a su amigo Arrio de un árbol que creía en su jardín y en el cual sus tres esposas se habían ahorcado presas de desespera­ción. «Mi querido amigo —repuso Arrio—, dame un esque­je de ese maravilloso árbol y lo plantaré en mi propio jardín.»

De las esposas de tiempos más recientes, me leyó de qué forma algunas habían asesinado a sus propios maridos en sus camas y de cómo sus amantes las habían poseído mientras el cadáver yacía inerte toda la noche en el suelo; luego de cómo algunas habían hincado clavos en los cerebros de sus esposos mientras éstos dormían, matándoles de esta forma; asimismo, otras vertían veneno en sus bebidas. El corazón no puede concebir las maldades que contó. Además sabía más proverbios que briznas de hierba y césped hay en el mundo. «Mejor es vivir con un león o con un feo dragón que con una mujer dada a reñir», decía él. «Mejor es vivir en un rincón de una buhardilla que con una mujer bravía en una casa; son tan perversas y dadas a llevar la contraria, que siem­pre odian lo que sus maridos aman», afirmaba. «Una mujer arroja su vergüenza, cuando ella arroja su falda», decía él, y añadía: «Una mujer hermosa, a menos que sea también cas­ta, es como una anilla de oro en la nariz de una marrana». ¿Alguien puede concebir o imaginarse el dolor o tormento que presentó para mi corazón?

Pero cuando vi que él nunca terminaría de leer aquel mal­dito libro y que se pasaría toda la noche dale que dale, de re­pente fui y le arranqué tres páginas mientras lo estaba leyen­do y, al mismo tiempo, le pegué tal puñetazo en la mejilla que lo tumbé hacia atrás, cayendo en el fuego. Entonces pegó él un brinco como si fuese una bestia salvaje y me propinó tal manotazo en la cabeza que me desplomé como muerta en el suelo. Cuando él vio lo inmóvil que estaba se llenó de temor, y se hubiese escapado de no haber yo vuelto en mí al fin.

—¡Me has matado, asqueroso bandido! —dije—. ¡Me has matado por mis tierras! Pues bien, antes de morir te daré un beso.

Entonces él se acercó y se arrodilló suavemente junto a mí y me dijo:

—Alicia, amor mío, por Dios te juro que no volveré a pe­garte en mi vida. Pero tú tienes la culpa de que te hiciera lo que hice. ¡Perdóname, por amor de Dios!

Pero yo le aticé una vez más en la mejilla y le dije:

—¡Tú, ladrón, ahora ya estoy vengada! No puedo decirte nada más. ¡Me muero!

Pero, al fin, después de riñas y peleas interminables, se hizo la paz entre nosotros. El me entregó las riendas del ho­gar y yo tuve el gobierno de nuestra casa y de nuestras tierras, así como también de su lengua y su puño. Allí mismo le hice quemar el libro. Desde aquel momento, por tener yo el do­minio del vencedor, le tuve a mi merced y logré que dijese:

—Mi única y verdadera esposa, haz lo que quieras mien­tras vivas, cuídate de tu honor y de mis bienes.

Desde aquel día jamás tuvimos otra pelea.

Que Dios me perdone, pero no hay mujer desde Dinamar­ca hasta las Indias que hubiese podido ser más amable hacia él que yo, o más fiel (como él lo fue para mí). Ruego a Dios que reina en la Gloria que, en su infinita bondad, bendiga su alma. Y ahora, escuchad, que os voy a contar mi relato.

2. LA DISPUTA ENTRE EL FRAILE Y EL ALGUACIL

En cuanto hubo oído esto, el fraile rompió a reír. —Vamos, señora. Por mi salvación, que éste fue un largo preámbulo para el relato —dijo él.

Pero el alguacil intervino en cuanto oyó al fraile que em­pezaba a sermonear.

—¡Ved, amigos! —exclamó el alguacil—. He aquí los bra­zos de Dios. Un fraile siempre tiene que meter sus narices. Mirad, amigos, estos frailes son como las moscas: siempre caen en el plato donde come la gente y se entrometen en to­dos sus asuntos. ¿Qué es lo que quieres decir, a modo de preámbulo? ¡Pues camina, trota, o siéntate y calla! Con tus cosas estás estropeando la diversión.

—¿Así que es esto lo que piensas, mi señor alguacil? —re­plicó el fraile—. Bueno, antes de irme, os doy palabra de que os contaré una o dos historias acerca de un alguacil que hará reventar de risa a todos los que están aquí.

—Lo veremos, fraile. ¡Malditos sean tus ojos! —dijo el al­guacil—. Pero que me condene si, antes de que llegue a Sit­tmgboume, no os cuento dos o tres historias sobre frailes, que te dejarán lamentando (haber abierto la boca), pues veo que estás perdiendo la compostura.

—¡Silencio! ¡Callad enseguida! —bramó nuestro anfi­trión. Entonces prosiguió:

—Dejad que la señora cuente su relato. Os comportáis como si hubieseis bebido demasiada cerveza. Siga, señora; cuente el cuento. Será lo mejor.

—Estoy dispuesta, señor —respondió ella—. Cuando queráis; esto es, si tengo permiso de este buen fraile. —Desde luego, señora —replicó éste—. Contad, que es­cucharé.

3. EL CUENTO DE LA COMADRE DE BATH

En los viejos tiempos del rey Arturo, cuya fama todavía pervive entre los naturales de Gran Bretaña, todo el reino andaba lleno de grupos de hadas. La reina de los Elfos y su alegre cortejo danzaba frecuentemente por los pra­dos verdes. Según he leído, ésta es la vieja creencia; hablo de hace muchos centenares de años; pero ahora ya no se ven ha­das, pues actualmente las oraciones y la rebosante caridad cristiana de los buenos frailes llenan todos los rincones y re—. covecos del país como las motas de polvo centellean en un rayo de sol, bendiciendo salones, aposentos, cocinas y dor­mitorios; ciudades, burgos, castillos, torres y pueblos; grane­ros, alquerías y establos; esto ha ocasionado la desapancion de las hadas. En los lugares que frecuentaban los elfos, aho­ra andan los frailes mañana y tarde, musitando sus maitines y santos oficios mientras rondan por el distrito. Por lo que, actualmente, las mujeres pueden pasear tranquilamente jun­to a arbustos y árboles; un fraile es al único sátiro que en­cuentran, y todo lo que éste hace es quitarles la honra. Pues bien, sucedió que en la corte del rey Arturo había un caballero joven y alegre. Un día que, montado en su caballo, se dirigía a su casa después de haber estado dedicándose a la cetrería junto al río, se topó casualmente con una doncella que iba sin compañía y, a pesar de que ella se defendió como pudo, le arrebató la doncellez a viva fuerza.

Esta violación causó un gran revuelo. Hubo muchas peti­ciones de justicia al rey Arturo, hasta que, por el curso de la ley, el caballero en cuestión fue condenado a muerte. Y hu­biese sido decapitado (tal era, al parecer, la ley en aquellos tiempos) si la reina y muchas otras damas no hubieran esta­do importunando al rey solicitando su gracia, hasta que al fin él le perdonó la vida y lo puso a merced de la reina para que fuese ella a su libre albedrío la que decidiese si debía ser eje­cutado o perdonado.

La reina expresó al rey su profundo agradecimiento y, al cabo de uno o dos días, encontró la oportunidad de hablar con el caballero, al que dijo:

—Os encontráis todavía en una situación muy dificil, pues vuestra vida no está aún a salvo; pero os concederé la vida si me decís qué es lo que las mujeres desean con mayor vehemencia. Pero, ¡ojo! Tened mucho cuidado. Procurad sal­var vuestra cerviz del acero del hacha. No obstante, si no po­déis dar la respuesta inmediatamente, os concederé el permi­so de ausentaros durante un año y un día para encontrar una solución satisfactoria a este problema. Antes de que os pon­gáis en marcha, debo tener la certeza de que os presentaréis voluntariamente a este tribunal.

El caballero estaba triste y suspiró con mucha pena; sin embargo, no tenía otra alternativa. Al fin decidió partir y re­gresar al cabo de un año con cualquier respuesta que Dios quisiese proporcionarle. Por lo que se despidió y púsose en marcha.

Visitó todas las casas y lugares en los que pensaba que ten­dría la suerte de averiguar qué cosa es la que las mujeres an­sían más, pero en ningun país encontró a dos personas que se pusiesen de acuerdo sobre el asunto.

Algunos decían que lo que más quieren las mujeres es la riqueza; otros, la honra; otros, el pasarlo bien; otros, los ricos atavíos; otros, que lo que preferirían eran los placeres de la cama y enviudar y volver a casarse con frecuencia. Algunos decían que nuestros corazones se sienten más felices cuando se nos consiente y lisonjea, lo que tengo que admitir está muy cerca de la verdad. La lisonja es el mejor método con que un hombre puede conquistarnos; mediante atenciones y piropos, todas nosotras caemos en la trampa.

Pero algunos afirmaban que lo que nos gusta más es ser li­bres y hacer nuestro antojo y no tener a nadie que critique nuestros defectos, sino que nos recreen los oídos diciendo que somos sensatas y nada tontas; pues, a decir verdad, no hay ninguna de nosotras que no diese coces si alguien le hi­riese en un sitio doloroso. Si no, probad y lo veréis; por ma­las que seamos por dentro, siempre queremos que se piense de nosotras que somos virtuosas y juiciosas.

No obstante, otros opinan que nos gusta muchísimo ser consideradas discretas, fiables y firmes de propósitos, incapa­ces de traicionar nada de lo que se nos diga. Pero yo encuen­tro que esta idea no vale un comino. ¡Por el amor de Dios! Nosotras las mujeres somos incapaces de guardar nada en se­creto. Ved, por ejemplo, el caso de Midas. ¿Os gustaría oír la historia? Ovidio, entre otras minucias, dice que Midas te­nía ocultas bajo su largo pelo dos orejas de asno que le cre­cían de la cabeza. Un defecto que él ocultaba cuidadosamen­te lo mejor que podía; solamente su esposa lo conocía. Él la idolatraba y también le tenía gran confianza. Le rogó que no contase a ningún ser vivo que tenía dicho defecto. Ella juró y perjuró que, por todo el oro del mundo, no le haría aquel flaco favor ni le causaría daño, para no empañar su buen nombre. Aunque fuese por propia vergüenza, no lo divulga­ría. A pesar de ello creyó morir si guardaba este secreto tanto tiempo; le pareció que crecía y se hinchaba dentro de su co­razón hasta tal punto que no pudo más de dolor y tuvo la sensación de que debía hablar o estallaría. Pero, sin embargo, como no se atrevía a decirlo a nadie, se aproximó a una ma­risma cercana —su corazón lleno de fuego hasta que llegó allí— y puso sus labios sobre la superficie del agua como un avetoro que se solazaba en el barro: «Agua, no me traiciones con tu rumor —dijo ella—. Te lo digo yo a ti y sólo a ti: mi marido tiene dos largas orejas de asno. Ahora que lo he sol­tado, no podía callármelo por más tiempo, ya lo creo.» Esto demuestra que nosotras no sabemos guardar nada en secre­to; lo podemos callar por un tiempo, pero a la larga tiene que salir. Si queréis oír el resto del cuento, leed a Ovidio; todo lo hallaréis allí.

Pero regresemos al caballero de mi historia. Cuando se dio cuenta de que no podía descubrirlo —quiero decir lo que las mujeres queremos por encima de todo—, sintió una gran pe­sadumbre en el corazón; pero, con todo, se puso en camino hacia casa, pues no podía esperar más. Había llegado el día en que debía regresar al hogar.

Mientras iba cabalgando lleno de tristeza pasó junto a un bosque y vio a veinticuatro damas o más, que bailaban; se acercó por curiosidad esperando aumentar su sabiduría. Pero antes de llegar hasta donde estaban aquéllas, por arte de bir­libirloque, desaparecieron, sin que él tuviese la menor idea de hacia dónde habían ido. Excepto una sola anciana que estaba allí sentada sobre el césped, no divisaba a un solo ser vi­viente. Por cierto que esta anciana, que era la persona más fea que uno pueda imaginar, se levantó del suelo al acercársele el caballero y le dijo:

—Señor, no hay camino que siga desde aquí. Decidme lo que buscáis; será probablemente lo mejor; nosotros las ancia­nas sabemos un montón de cosas.

—Buena mujer —replicó el caballero—, la verdad es que puedo darme por muerto si no logro poder decir qué es lo que las mujeres desean más. Si me lo podéis decir, os recompensaré con largueza.

—Poned vuestra mano en la mía y dadme vuestra palabra de que haréis la primera cosa que os pida si está en vuestra mano —dijo ella—, y antes de que caiga la noche os diré de qué se trata.

—De acuerdo —dijo el caballero—. Tenéis mi palabra. —Entonces —dijo ella— me atrevo a asegurar que habéis salvado la vida, pues apuesto que la reina dirá lo mismo que yo. Mostradme a la más orgullosa de ellas, aunque lleve el to­cado más valioso, y veremos si se atreve a negar lo que os diré. Ahora partamos y dejémonos de charlas.

Entonces ella le susurró su mensaje al oído, diciéndole que se animase y no tuviera más miedo.

Cuando llegaron a la corte, el caballero anunció que, de acuerdo con lo prometido, había regresado puntualmente y estaba dispuesto a dar su respuesta. Más de una noble matrona, más de una doncella, y muchas viudas también (puesto que tienen mucha sabiduría), se reunieron a escu­char su respuesta, con la mismísima reina sentada en el trono del juez. Entonces hizo llamar al caballero a su pre­sencia.

Se mandó que todos callasen mientras el caballero explica­ba en pública audiencia qué es lo que más desean las muje­res en este mundo. El caballero, lejos de quedarse callado como un muerto, dio su respuesta enseguida. Habló con voz sonora para que todos pudiesen oírle.

—Mi soberana y señora —empezó—, en general las muje­res desean ejercer autoridad tanto sobre sus esposos como so­bre sus amantes y tener poder sobre ellos. Aunque con ello respondo con mi vida, éste es su mayor deseo. Haced lo que queráis; estoy aquí a vuestra merced.

Ni una sola matrona, doncella o viuda en todo el tribunal contradijo tal afirmación. Todas declararon que merecía con­servar la vida. En aquel momento la anciana, a quien el caba­llero había visto sentada en el césped, se puso en pie de un salto y exclamó:

—¡Gracias, soberana señora! Ved que se me haga justicia antes de que este tribunal se disuelva.

Yo di la respuesta al ca­ballero, a cambio de lo cual él empeñó su palabra de que realizaría la primera cosa que pudiera que estuviese en su poder hacer. Por consiguiente, señor caballero, os lo ruego ante todo este tribunal: tomadme por esposa, pues sabéis muy bien que os he librado de la muerte. Si lo que afirmo es fal­so, negadlo bajo juramento.

—¡Ay de mí! —repuso el caballero—. Sé muy bien que hice esta promesa. Por el amor de Dios, pedidme otra cosa: tomad todos mis bienes, pero dejadme mi cuerpo.

—De ninguna manera —dijo ella—. ¡Que caiga una mal­dición sobre nosotros dos si renuncio! Vieja, pobre y fea como soy, por todo el oro y todos los minerales que están enterrados bajo tierra o se encuentran en su superficie, no quiero nada que no sea ser tu esposa y también tu amante. —¡Mi amante! —exclamó él—. Tú lo que quieres es mi perdición. ¡Hay que ver! Que uno de mi estirpe tenga que contraer tan vil alianza.

Pero no hubo nada a hacer. Al final él se vio obligado a aceptar el casarse con ella y llevar a la anciana a su lecho. Ahora quizá alguno de vosotros me diréis que no me preocupo en describir todas las preparaciones y el regocijo que hubo en la boda por pereza. Mi respuesta será breve: no hubo ni regocijo ni festejo de boda alguno, nada, excepto tristeza y desánimo. A la mañana siguiente él la desposó en secreto y se ocultó como una lechuza durante el resto del día. ¡Se sentía tan desgraciado por la fealdad de su mujer!

El caballero sufrió mucha angustia mental cuando su mu­jer le arrastró a la cama. Él se volvió y revolvió una y otra vez, mientras su anciana esposa le miraba sonriendo acostada. Entonces ella dijo:

—¡Bendícenos, querido marido! ¿.Todos los caballeros se comportan así con su esposa? ¿Es ésta la costumbre en la cor­te del rey Arturo? ¿Todos sus caballeros son tan poco com­placientes? Soy tu esposa y también tu enamorada: la que te salvó la vida. Verdaderamente, hasta ahora, no me he porta­do mal contigo. Por consiguiente: ¿por qué te comportas así conmigo en nuestra primera noche? Te portas como un hombre que ha perdido el seso. ¿Qué es lo que he hecho mal? ¡Por el amor de Dios! ¡Dímelo y lo arreglaré si puedo!

—¿Arreglarlo? —exclamó el caballero—. ¡Ay de mí! Eso nunca, nunca se podrá arreglar. Eres horrorosa, vieja y, ade­más, de baja estirpe. No debe maravillarte que me vuelva y me revuelva. ¡Ojalá quisiera Dios que mi corazón reventase! —¿Esta es la causa de tu desasosiego? —preguntó ella.

—¡Claro que lo es! No debe maravillarte —replicó él. —Pues bien, señor —repuso ella—. Yo podría arreglar eso en menos de tres días si me lo propusiese, con tal que te por­tases bien conmigo.

»Pero ya que tú hablas de la clase de nobleza que proviene de antiguas posesiones y crees que la gente debe pertenecer a la nobleza, por tal razón ese tipo de orgullo no vale un pi­miento. El hombre que es siempre virtuoso, tanto en públi­co como en privado, y que trata siempre de realizar cuantos actos nobles puede, a ése, sí, tómalo por el más grande entre los nobles. Jesucristo quiere que obtengamos nobleza de Él y no de nuestros padres gracias a su riqueza ancestral; pues, aunque puedan darnos toda su herencia —merced a la cual pretendemos ser de elevado linaje—, no puede haber forma de que no dejen en testamento su virtuoso sistema de vida, que es el único que realmente les faculta para poderse llamar nobles y que nos obliga con su ejemplo.

»Sobre este asunto, Dante, el sabio poeta florentino, es particularmente elocuente. Los versos de Dante rezan apro­ximadamente así:

Resulta raro que la alteza del hombre se levante por las ramas, porque Dios en su bondad desea que nosotros le pidamos nuestra nobleza.

»Ocurre, pues, que nosotros no podemos exigir nada de nuestros antepasados, salvo cosas temporales que pueden re­sultarnos dañinas y perjudiciales. Todo el mundo sabe tan bien como yo que si la nobleza fuese implantada por natura­leza en cualquier familia, de modo que toda la línea la here­dase, entonces nunca dejarían de realizar actos nobles, tanto en privado como en público, y serían incapaces de obrar el mal y entregarse al vicio.

»Coge fuego, llévalo a la casa más oscura que exista entre aquí y el monte Cáucaso, luego cierra las puertas y vete; pues bien, el fuego arderá y quemará con el mismo fulgor que si estuviesen allí veinte mil personas contemplándolo; ese fue­go, apuesto mi vida, continuará realizando su función natu­ral hasta que se extinga.

»Puede deducirse claramente de esto que la nobleza no de­pende de las posesiones, ya que la gente no siempre se ajusta al modelo, mientras que el fuego siempre es fuego. Dios sabe con qué frecuencia se ve al hijo de un señor comportarse in­digna y vergonzosamente. El que quiera ser respetado por su rango —por haber nacido en el seno de una familia noble con dignos y virtuosos antepasados— no es noble, aunque sea duque o conde, si él personalmente no realiza actos no­bles o sigue el ejemplo de sus antepasados difuntos: las accio­nes malas y perversas son las que configuran a un sinver­güenza.

»La nobleza no es más que la fama de vuestros antepasa­dos; ellos la ganaron por su bondad, lo que no tiene nada que ver contigo; su nobleza les viene sólo de Dios. Por ello nuestra verdadera nobleza nos llega a través de la gracia; no nos es concedida sin más por nuestra posición.

»Pensad cuán noble (según dice Valerio) fue ese Tulio Hos­tilio que se alzó de la pobreza hasta el rango más elevado. Leed a Sénecay a Boecio también; en ellos encontraréis mencionado en forma explícita que un noble es, indudable­mente, un hombre que realiza hechos heroicos. Por ello, querido esposo, termino diciendo que aunque mis antepasa­dos hayan sido de humilde cuna, Dios Todopoderoso me concederá la gracia de vivir virtuosamente. Solamente cuan­do empiezo a huir del mal y vivir en la virtud, soy noble.

»En cuanto a la pobreza que me reprocháis, el Señor que está en las alturas (y en quien creemos) eligió voluntariamen­te vivir una vida de pobreza. Me parece que resulta evidente para todo hombre, mujer y niño que Jesús, el rey de los Cie­los, jamás hubiese elegido vivir un tipo de vida inadecuado. La pobreza es honorable cuando se acepta animosamente, como Séneca y otros hombres sabios os contarán. El que está contento con su pobreza, le tengo por rico aunque ande descamisado. El que envidia a los demás es un hombre po­bre, porque quiere lo que no puede poseer; pero el que no tiene nada m ambiciona nada, es rico, aunque podáis pensar que no es más que un campesino.

»Juvena tiene una frase feliz sobre la pobreza: «Cuando un hombre pobre sale de viaje, se puede reír de los ladrones.» Yo diría que la pobreza es un bien odioso: es un gran incen­tivo para los esfuerzos activos y un gran promotor de sabidu­ría para aquellos que la aceptan con resignación y paciencia. Aunque pueda parecer dificil de soportar, la pobreza es una clase de riqueza que nadie tratará de quitarte. Si uno es hu­milde, la pobreza generalmente le aporta un buen conoci­miento de Dios y de sí mismo. La pobreza es un prisma ma­gico —me parece—, a través del cual uno puede ver sola­mente a los verdaderos amigos. Por consiguiente, señor, ya que no os ofendo en eso, no podéis reprocharme que sea pobre.

»Luego, señor, me echáis en cara el ser vieja. Pero, realmen­te, señor, incluso aunque no hubiese justificación de la vejez en los libros, los caballeros honorables como vos decís que la gente debe respetar al anciano y le llamáis "señor" en señal de buenos modales. Me imagino podría encontrar autorida­des sobre ello.

»Luego decís que soy vieja y fea, pero por otra parte no te­néis miedo de que os haga cornudo, pues, como que vivo y respiro, la suciedad y edad avanzada son los mejores guardia­nes de la castidad. Pero sé qué es lo que os deleita y satisface vuestros más torpes apetitos.

»Ahora, elegid. Escoged una de estas dos cosas: o me ten­dréis vieja y fea por el resto de mi vida, pero fiel y obediente esposa; o bien me tendréis joven y hermosa, y habréis de ex­poneros a que todos los hombres vengan a vuestra casa por mí, o quizá a algún otro lugar. La selección es vuestra, sea cual sea la que elijáis.

El caballero se lo pensó largamente, suspirando profunda mente todo el rato. Al fin, dio la respuesta:

—Mi señora, queridísima esposa y amor mío. Me confio a vuestra sabia experiencia; haced vos misma lo que creáis que sea más agradable y honroso para los dos. No me impor­ta la elección que hagáis, pues la que os guste me satisfará a mí también.

—Entonces he ganado el dominio sobre vos dijo ella—, ya que puedo escoger y gobernar a mi antojo. ¿No es así? —Claro que sí —replicó él—. Creo que es lo mejor. —Bésame —contestó ella—; no volveremos a pelear, pues por mi honor os aseguro que seré las dos (quiero decir que seré hermosa y también buena). Pido a Dios que me envíe lo­cura y muerte si no soy una esposa buena y fiel como jamás se ha visto desde que el mundo es mundo. Y mañana por la mañana, si no soy más bella que cualquier señora, reina o emperatriz entre Oriente y Occidente, entonces disponed de mi vida como os plazca. Levantad la cortina y contemplad.

Y cuando el caballero vio que era así realmente, que era tan joven como encantadora, la tomó entre sus brazos em­bargado de alegría; su corazón estaba inundado por un océa­no de felicidad. La besó más de mil veces de un tirón y ella le obedeció en todo lo que le podía producir deleite o pro­porcionarle placer.

Y así vivieron alegres y felices por el resto de sus vidas. Que Jesucristo os envíe mandos obedientes, jóvenes y ani­mosos en la cama y que nos conceda la gracia de sobrevivir a aquellos con los que nos casemos. También ruego a Jesús que acorte los días de aquellos que no quieren ser goberna­dos por sus esposas; y en cuanto a los esperpentos viejos, gru­ñones y tacaños, ¡que Dios les confunda!

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DE LA COMADRE DE BATH

4. PRÓLOGO DEL FRAILE

Aquel digno recaudador, el buen fraile, estuvo todo el rato lanzando negras miradas hacia el alguacil. Por decencia se había abstenido hasta ahora de insultar, pero al final espetó a la mujer de Bath:

—Dios os bendiga, señora. Creedme: habéis tocado un tema muy dificil y debatido en las escuelas. Debo decir que habéis acertado en muchos puntos, pero, señora, no es preci­so comentar solamente los temas más ligeros mientras hace­mos camino cabalgando. Por amor de Dios, dejemos los li­bros, las autoridades, los predicadores y las escuelas de teolo­gía.

Pero si los presentes no ponen obstáculo, les contaré una buena historia sobre un alguacil —¡Dios sabe que basta pro­ferir su nombre para saber que no puede decir nada bueno de ellos!—, y ruego que ninguno de los presentes se sienta ofendido. Un alguacil es un tipo que va por ahí haciendo proclamas para convocar a juicio y recibe palizas en las afue­ras de todos los pueblos.

—Ah, señor —intervino aquí nuestro anfitrión—, un hombre de su posición debería ser más cortés y educado. No habrá peleas entre los presentes. Contad vuestra historia y de­jad al alguacil en paz.

—No importa —afirmó el alguacil—. Que me diga lo que le parezca; cuando me llegue el tumo, ¡por Dios!, que se lo haré pagar hasta el último céntimo. Ya le diré yo qué honorable es ser un recaudador lisonjero. Ya le diré qué clase de ocupación tiene, no temáis.

—¡Callad! —repuso nuestro anfitrión—. ¡Basta de todo esto!

Y entonces, volviéndose al fraile, le dijo: —Mi querido señor, empezad vuestro cuento.

5. EL CUENTO DEL FRAILE

Antiguamente, vivió una vez un arcediano, hombre de elevada posición y un severo ejecutor de castigos por brujería, fornicación, difamación, adulterio, ro­bos en iglesias, quebrantamientos de testamentos y contra­tos, incumplimiento de los sacramentos, simoníay usura y muchos otros tipos de delito que no es preciso que detalle ahora.

Donde hacía sentir con mayor fuerza el peso de su justicia era con los lujuriosos. Si se les cogía les hacía chillar de do­lor, y a los que no habían pagado por completo sus diezmos les echaba un rapapolvo en cuanto alguien se quejaba de ellos; nunca perdía la ocasión de multarles. Si los diezmos y ofrendas eran demasiado pequeños, hacía que la gente canta­se más fuerte. Antes de que el obispo les enganchase caían bajo la jurisdicción del arcediano, que tenía poder para visi­tarles y castigarles.

Tenía un alguacil a mano. No había fulano más astuto en toda Inglaterra. Había montado una ingeniosa red de espías que le tenía bien informado de cualquier cosa que pudiese resultarle ventajosa. Perdonaba a uno o dos traficantes de prostitutas si éstos le llevaban un par de docenas más. No im­porta si el alguacil aquí se enfurece más que un perro rabio­so; no suavizaré mi relato de su bellaquería. Nosotros los frai­les estamos fuera del alcance del poder, no tienen jurisdic­ción sobre nosotros ni la tendrán mientras vivan...

—¡Por San Pedro! Tampoco las mujeres del lupanar están bajo ella —exclamó el alguacil.

—Callad de una vez, ¡córcholis! —gritó nuestro anfi­trión—. Dejadle que siga con su historia. Seguid, señor, no os calléis nada; no hagáis caso de las protestas del alguacil.

—Este embustero y ladrón, este pregonero prosiguió el fraile—, tenía siempre putas a su disposición, como cebos para un halcón, que le contaban todos los secretos que averiguaban, pues su amistad no era pasajera. Eran sus espías particulares y, a través de ellas, hacía un buen agosto; su due­ño no siempre sabía cuánto conseguía. Podía requerir sin au­torización a un palurdo analfabeto bajo pena de excomu­nión, y éste gustosamente se apresuraría a llenarle los bolsi­llos o a invitarle a opíparos yantares en la cervecería.

Judas era un ladrón y tenía la bolsa; así de ladrón era él, pues su amo obtenía menos de la mitad de lo que le corres­pondía. Hagámosle justicia: era un ladrón, un chulo de pu­tas, en fin, ¡era un pregonero! Y tenía putas en su nómina, por lo que tanto si el reverendo Roberto o el reverendo Hugo se acostaban con ellas, o Diego, o Rafael, o quienquie­ra que fuese, enseguida se lo iban a contar. Tenía un concier­to con la chica: él conseguía una citación falsificada y les convocaba a ambos a comparecer ante el capítulo, en donde esquilaba al hombre y soltaba a la chica. Entonces le decía: «Amigo, en tu favor tacharé el nombre de la chica de nuestra lista negra. Soy tu amigo; haré cuanto pueda por ti.»

Sabía más estafas que las que podría contar, aunque estu­viese hablando dos años sin parar. Ningún perro de caza sabe atrapar mejor a un venado herido que este pregonero en atornillar a cualquier chulo, adúltero o mujer de vida licen­ciosa. Y como fuese que esto era lo que le rendía mayores be­neficios, dedicaba todo su empeño en ello.

Bueno, un día ocurrió que este pregonero, que, como siempre, estaba a la que salta, salió a caballo a requerir en ci­tación a un vejestorio de mujer, a una viuda, con la idea de robarle con una excusa cualquiera. Acertó a ver, cabalgando delante de él, junto al linde del bosque, a un hacendado la­brador ricamente ataviado que llevaba un arco y un carcaj con relucientes flechas afiladas. Llevaba una corta capa verde y en la cabeza un sombrero con una orla negra.

—¡Saludos! —dijo el alguacil—. Bien hallado, señor. —Bien venido seáis vos y todos los hombres honrados —repuso el otro—. ¿Hacia dónde vais por el bosque? ¿Vais muy lejos hoy?

—No —repuso el alguacil—. Solamente voy ahí cerca a cobrar una renta que deben a mi señor.

—Entonces, ¿sois administrador? —Sí —le dijo él.

No se atrevía a admitir que era un pregonero, por el opro­bio y mala fama que lleva el nombre.

—¡Dios os bendiga! —replicó el hacendado—. Mi queri­do amigo, yo también soy administrador. Me gustaría cono­ceros, pero soy forastero por estos andurriales; también qui­siera vuestra amistad si queréis. Tengo oro y plata ahorrados; si alguna vez se os ocurre visitar nuestro condado, lo pondré a vuestra disposición en la cantidad que queráis.

—Muchísimas gracias, en verdad —exclamó él.

Ambos se estrecharon las manos y se comprometieron a ser hermanos por juramento por el resto de sus vidas. Luego siguieron cabalgando y charlando alegremente.

Este alguacil de la historia tenía tanta verborrea como un buitre ojeriza. Siempre estaba formulando preguntas. —¿Dónde vivís, hermano? —preguntó, para el caso de que un día quiera ir a veros.

—Lejos, en la comarca del Norte, amigo mío, donde espe­ro veros algún día. Os daré instrucciones tan detalladas, an­tes de que nos separemos, que no podréis por menos que encontrar la casa —le replicó dócilmente el hacendado.

—Bueno, hermano —dijo el alguacil—. Mientras vamos cabalgando me gustarla pediros que me enseñaseis algunos de vuestros trucos, y decidme francamente cómo sacar el máximo provecho de mi empleo, ya que sois administrador como yo. No permitáis que cualquier escrúpulo de con­ciencia os retenga: de amigo a amigo, decidme cómo os las arregláis.

—Bueno, en verdad, amigo mío —replicó él—, si os ten­go que dar fiel cuenta, debo deciros que mi salario es peque­ño y bastante esmirriado; mi amo es un hombre tacaño y duro, y por otra parte, mi empleo es muy oneroso; por lo que me gano la vida mediante extorsiones. De hecho cojo todo lo que me dan. De todas formas, por las buenas o por las malas, consigo cubrir gastos de un año para otro. Franca­mente, esto es lo más que puedo decir.

—Bueno, realmente, es lo que me ocurre a mí también —contestó el alguacil—. Dios sabe que estoy dispuesto a co­ger lo que pueda, siempre que no esté demasiado caliente o pese demasiado. No tengo escrúpulos en absoluto sobre lo que pueda conseguir en un trato particular marginal. Si no fuese por mis extorsiones, no podría vivir. Estos trucos inofensivos me los callo en la confesión. No tengo conciencia de ninguna clase, ni estómago de compasión. ¡Que el diablo se lleve a todos los padres confesores! ¡Por Dios y por Santia­go! ¡Qué suerte haberos encontrado! Bueno, ahora, querido hermano mío, decidme vuestro nombre —dijo el alguacil.

Mientras hablaba, el hacendado empezó a sonreír un poco.

Amigo mío —dijo—. ¿De verdad queréis que os lo diga? Soy un diablo: resido en el infierno y he salido a cabal­gar por aquí de negocios, para ver si la gente me da algo. Mi cosecha constituye todos mis ingresos. Parece que vos cabal­gáis con la misma finalidad: sacar provecho, no importa cómo, lo mismo me pasa a mí, pues en este mismo momen­to iría hasta el fin del mundo para coger mi presa.

—¡Ah! —espetó el alguacil—. Dios nos bendiga. ¿Qué de­cís? Yo pensé que realmente erais un hacendado. Tenéis el as­pecto de un hombre como yo; ¿tenéis alguna forma fija pro­pia en el infierno, donde estáis en vuestro estado natural?

—No, por cierto, no tenemos ninguna forma allí —repli­có el otro—, pero podemos adoptar una cuando queramos, o bien haceros creer que tenemos formas, algunas veces de hombre, otras de simio; incluso puedo ir por ahí bajo el as­pecto de un ángel. No hay nada de maravilloso en ello: cual­quier mago infeliz puede engañaros. Y, perdonadme, pero conozco la táctica mucho mejor que ellos.

—¿Por qué vais por ahí bajo distintos aspectos en vez de usar el mismo todo el tiempo?—preguntó el alguacil. —Porque deseamos tomar la forma que nos permita atra­par mejor a nuestra presa —replicó el otro.

—¿Y por qué os tomáis toda esa molestia?

—Hay muchísimas razones, mi señor emplazador —dijo el diablo—; pero hay tiempo para todo; el día es corto, ya son más de las nueve ahora, y, de momento, no he cogido nada hoy. Si no os importa, me concentraré en mis negocios en vez de comentar nuestros talentos. De todas formas, her­mano mío, vuestra inteligencia es demasiado escasa para entenderlos aunque os lo explicase. Pero ya que preguntáis por qué nos tomamos toda esa molestia es porque, a veces, so­mos instrumentos de Dios y, cuando a El le viene de gusto, somos un medio de llevar a cabo sus órdenes sobre sus cria­turas en diversos modos y formas. Es verdad que no tenemos poder sin Él, si se empeñase en ponerse en contra nuestra. Algunas veces, a solicitud nuestra, obtenemos permiso de molestar el cuerpo sin dañar el alma (por ejemplo, a Jobs, al que atormentamos); algunas veces tenemos poder sobre am­bos, es decir, tanto sobre el alma como sobre el cuerpo. Otras veces se nos permite acercarnos a un hombre para atormentar su alma, pero no su cuerpo. Todo es para lo me­jor: si resiste nuestra tentación, es causa de su salvación, a pesar de que nuestro objetivo es cogerle, no que se salve. Al­gunas veces estamos al servicio del hombre, como en el caso del arzobispo de San Dunstan: yo mismo fui criado de los Apóstoles.

—Ahora, decidme la verdad —dijo él—. ¿Siempre tomáis formas corporales nuevas partiendo de elementos como éste?

—No —repuso el diablo—. A menudo las simulamos; al­gunas veces nos ponemos los cuerpos de los muertos de mu­chas diversas maneras y hablamos con la facilidad y claridad con que Samuel habló a la pitonisa de Endor (aunque hay gente que dice que no fue Samuel; pero no tengo tiempo para vuestra teología). Chistes aparte, os advierto de una cosa (de todas maneras vais a averiguar cuál es nuestra verdadera forma). A partir de ahora, amigo mío, vendréis a un lugar en donde no tendréis ninguna necesidad de aprender de mí. Vuestra propia experiencia os permitirá dar conferencias so­bre la materia como un catedrático, mejor que cuando vivía Virgilio, o cuando el Dante. Ahora cabalguemos deprisa, pues me gustaría acompanaros hasta el momento en que me abandonéis.

—Esto no sucederá nunca —exclamó el alguacil—. Soy un hacendado, y bastante conocido; siempre cumplo mi pa­labra, como en este caso. Aunque fueseis el mismo Satanás en persona sería fiel a mi hermano por juramento, ya que en este asunto cada uno de nosotros ha jurado ser verdadera­mente hermano del otro y colaborar en los negocios como socios. Tomad vuestra parte de lo que la gente os dé, y yo to­maré la mía; así los dos nos ganaremos la vida. Y si uno de nosotros gana más que el otro, que sea honrado y lo compar­ta con su amigo.

—De acuerdo —replicó el diablo—. Mi palabra va en ello.

Y prosiguieron su camino a caballo. Pero precisamente a la entrada del pueblo al que el alguacil pensaba ir vieron a un carretero que conducía un carro lleno de heno. Como la ca­rretera era todo un lodazal, el carro se le quedó atascado; el carretero gesticulaba y gritaba como un loco: «¡Arre, Broak! ¡Vamos, Scott! ¡No hagáis caso de las piedras! El diablo os lle­ve con piel y todo con lo que nacisteis. ¡Ya me habéis dado bastantes molestias! ¡Que el diablo se lo lleve todo: caballos, carro y heno!»

—Nos vamos a divertir aquí —dijo el alguacil. Y, disimu­ladamente, se acercó al diablo y, como si éste no se hubiese dado cuenta de nada, le susurró a la oreja:

—¿Oísteis eso, hermano? ¡Escuchad! ¿No oísteis lo que dijo el carretero? Tomadlo; os lo ha dado: heno, carro y sus tres jamelgos incluidos.

—¡Oh, no! Ni un pellizco —dijo el diablo—. Creedme: no es eso lo que quiere decir. Preguntadle vos mismo si no me creéis, o, si no, un momento y veréis.

El carretero zurró ruidosamente las grupas de los caballos y éstos empezaron a esforzarse y tirar con fuerza. «¡Vamos, ahora! ¡Que Dios os bendiga y a toda su obra, grande y pe­queña! ¡Tiras bien, tú, grisín! ¡Este es mi muchacho! ¡Que Dios y San Eloy te guarden! ¡Gracias a Dios, mi carro ha sa­lido del lodazal!»

Ahí tienes, hermano —dijo el diablo—. ¿Qué te dije? Esto te enseñará: el palurdo decía una cosa, pero quería de­cir otra. Sigamos nuestro camino; no hay tajada para mí aquí.

Cuando habían ya salido un poco de la ciudad, el alguacil susurró a su amigo:

—Hermano, aquí vive un vejestorio de mujer que casi pre­feriría cortarse el cuello que soltar un penique de su perte­nencia. Yo pienso arrancarle doce peniques, aunque ello le haga perder el tino; si no puedo, la citaré para que se presen­te en nuestro tribunal, aunque vive Dios, que yo sepa, no tie­ne vicios. Pero como parece que tú no sabes ganarte la vida por esta zona, no me pierdas de vista y te daré una lección. El alguacil llamó a la puerta de la viuda.

—¡Sal fuera, vieja bruja! —gritó—. Seguro que tienes ahí a un cura o a un fraile contigo.

—¿Quién llama? —exclamó la mujer—. ¡Dios bendito! ¡Dios os salve, señor! ¿Qué desea su señoría?

—He aquí un mandato judicial: so pena de excomunión, que te presentes mañana ante el arcediano para responder de ciertos asuntos ante el tribunal —dijo el alguacil.

—Señor —exclamó ella—, que Jesucristo, Rey de Reyes, me ayude, pues no puedo. Llevo bastantes días enferma, no puedo ir tan lejos. Sería la muerte para mí: me duele tanto el costado... ¿No podría tener una copia del mandato, buen señor, y que mi abogado respondiese por lo que se me acu­sa, sea de lo que sea?

—Muy bien —repuso él—. Paga enseguida. Veamos: sí, doce peniques bastarán y te exculparé. No consigo mucho con ello, pues es mi dueño el que saca provecho, no yo. Va­mos, traédmelos; tengo prisa en marchar. ¡Dame doce peni­ques! No puedo quedarme aquí todo el día.

—¡Doce peniques! —exclamó ella—. Que Nuestra Seño­ra, la Virgen María, me libre de toda aflicción y pecado. Aun­que tuvieseis que darme todo el ancho mundo, no tengo doce peniques en mi bolsillo. ¿No podéis ver que soy vieja y pobre? ¡Tened piedad de una pobre desgraciada como yo!

—¡Nunca! —replicó él—. Aunque fuese ruina. Que el dia­blo me lleve si te dejo escapar.

—¡Ay de mí! —exclamó ella—. Dios sabe que no he he­cho ningún mal.

—¡Paga! O por la dulce Santa Ana que me llevaré tu ves­tido nuevo como pago de la vieja deuda que me debes. Yo pagué tu multa al tribunal aquella vez que pusiste cuernos a tu marido.

—¡Mientes! —gritó ella—. Por mi salvación que hasta la fecha no he sido jamás citada a comparecer ante un tribunal en toda mi vida, ni como esposa ni como viuda. Mi cuerpo ha sido siempre fiel. ¡Que el negro diablo te lleve, a ti y a mi vestido!

Cuando el diablo la oyó maldecir de rodillas con tal vehe­mencia, le dijo:

Vamos, vamos, buena madre Mabel, asientes de verdad lo que dices?

—Que el diablo se lo lleve antes de morir, con el vestido y con todo, si no muda de parecer —dijo ella.

—No es probable, vieja carcamal —exclamó el alguacil—. No tengo intenciones de arrepentirme de nada por tu causa. Antes te arrancaría la blusa y todos los vestidos.

—Vamos, tómalo con calma, hermano —dijo el diablo—. Tu cuerpo y este vestido son míos por derecho; esta noche vendrás conmigo al infierno, donde aprenderás más secretos nuestros que cualquier doctor en teología.

Y diciendo esto, le agarró fuertemente y, en cuerpo y alma, se fue con el diablo a ocupar el lugar destinado a los al­guaciles.

¡Ojalá Dios, que ha hecho a la especie humana a su ima­gen y semejanza, nos guíe y proteja a todos y a cada uno y permita que los alguaciles se vuelvan buenas personas!

Damas y caballeros —continuó el fraile—: si este alguacil aquí presente me diese tiempo, os habría contado, basándo­me en las enseñanzas de Jesucristo, San Pablo, San Juan y muchos otros maestros nuestros, unos tormentos tan horro­rosos que llenarían de terror vuestros corazones. Aunque no haya lengua que los pueda describir, así pasase mil años explicándoos las torturas que se practican en aquella maldita casa del infierno. Pero, para evitar ir a aquel maldito lugar, re­cemos y oremos pidiendo la gracia de Jesús, para que nos guarde del tentador Satanás.

Escuchad este proverbio y reflexionad: «El león está siem­pre al acecho para matar al inocente si puede.» Mantened alerta vuestros corazones para resistir al diablo, que siempre lleva la intención de convertiros en su esclavo. A él no se le permite probaros por encima de vuestra fuerza, pues Jesucristo será vuestro campeón y vuestro caballero. Recemos para que éstos den pruebas de arrepentimiento de sus malas obras, antes de que el diablo los cace.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL FRAILE

6. PROLOGO DEL ALGUACIL

El alguacil se puso en pie sobre los estribos de su mon­tura, ciego de rabia contra el fraile, estremeciéndose de ira como una hoja de álamo temblón. —Caballeros —dijo él—, solamente les pido un favor: ahora que acaban de escuchar las mentiras de este fraile hipócrita, les ruego que me permitan contarles un cuento. El frai­le alardea de que lo sabe todo sobre el infierno, y Dios sabe que no hay que maravillarse por ello, pues hay poco que es­coger entre frailes y diablos. ¡Rediez! Creo que habréis escu­chado con demasiada frecuencia la historia de aquel fraile que tuvo una visión de que su alma era arrebatada hacia el infierno; y cuando el ángel le llevó a mostrarle todos los tor­mentos, no vio un solo fraile en todo el lugar, aunque vio muchísima otra gente que lo pasaba muy mal. Por lo que el fraile le dijo al ángel:

—Decidme, señor: ¿acaso los frailes poseen tanta gracia que ninguno llega aquí?

Al revés —dijo el ángel—. Hay millones de ellos. Y se lo llevó abajo a visitar a Satanás.

—Como ves, Satanás tiene un rabo mayor que la vela principal de una carraca —afirmó él.

—¡Eh, tu Satanás! Levanta tu rabo y muéstranos tu culo: deja ver al fraile dónde anidan los frailes en el infierno.

Al instante, como enjambre de abejas de una colmena, se dispersó un tropel de veinte mil frailes del culo del demonio y zumbaron por todo el infierno antes de regresar lo más rá­pido que pudieron, deslizándose cada uno de ellos en las profundidades del culo del demonio.

Cuando [todos estuvieron dentro] cerró con su rabo el orificio y se quedó quieto. Como el fraile había ya visto su­ficiente acerca de los tormentos que se dan en aquel lugar, Dios, en su infinita bondad, devolvió su alma al cuerpo y el fraile despertó. Sin embargo, incluso entonces tembló de terror, pues no se podía sacar de la cabeza cuál era el hogar natural de toda su tribu: las posaderas del demonio. Que Dios os proteja, salvo a este maldito fraile. Y así termino mi prólogo.

7. EL CUENTO DEL ALGUACIL

Señoras y caballeros: creo que hay en Yorkshire una re­gión pantanosa llamada Holderness, donde había una vez un fraile que iba por ahí predicando, y también mendigando, desde luego.

Sucedió un día que este fraile había predicado en una igle­sia según su estilo habitual. En su sermón exhortó especial­mente a la gente a que, sobre todo, pagase misas por los muertos y que, para mayor gloria de Dios, diesen todo lo ne­cesario para la construcción de conventos en donde se cele­bran oficios divinos, en vez de malgastar el dinero en banali­dades o darlo a quien no lo necesita, como, por ejemplo, a los clérigos beneficiarios, quienes, ¡Dios sea loado!, pueden vivir en la comodidad y en la abundancia.

Las misas por los difuntos —decía él— rescatan las almas de vuestros amigos, tanto viejos como jóvenes, del purgato­rio. De veras, aunque se celebren con celeridad: que no pien­se nadie que un fraile es frívolo y amante de los placeres por­que solamente cante una misa diaria. ¡Oh, librad enseguida esas pobres almas! ¡Qué cosa tan terrible asarse y arder, des­garrados en garfios para la carne, y escupidos como si fueran leznas! ¡Apresuraos, apresuraos, por amor a Jesucristo! Y cuan­do él hubo tocado todos los puntos, el fraile dio la bendición y prosiguió su camino.

Cuando los fieles le hubieron dado lo que creían adecua­do, partió sin aguardar un minuto más. Él siguió escudriñan­do por las casas, arremangado con su bolsa y su bácula con pomo de cuerno mendigando harina, queso o un poco de grano. Su compañero llevaba una vara de la que colgaba un cuerno, un par de tabletas de marfil para escribir y un stylus elegantemente pulido, con el que anotaba los nombres de to­dos los que daban algo, como si quisiera garantizarles que re­zarían por ellos. «Dadnos una media de trigo, o de malta, o de cebada, o simplemente un bollo o un poco de queso, o lo que sea (no somos nosotros a quienes nos toca elegir); medio penique o un penique para misas; o dadnos un poco de vuestra carne en gelatina si es que tenéis; un pedazo de vues­tra manta, dulce señora, amadísima hermana —¡mirad!, es­toy escribiendo vuestro nombre—; tocino, carne, lo que encontréis.»

Un robusto muchacho que servía a los huéspedes en su hostal, siempre iba tras ellos llevando un saco a sus espaldas, en donde metían todos los donativos. Una vez fuera, borraban los nombres que acababan de escribir en las tabletas; lo único que les daba el fraile eran fábulas y faramalla.

—¡Aquí mientes tú, alguacil! —exclamó el fraile.

—Por la Santa Madre de Jesucristo, ¡callad! —gritó nues­tro anfitrión—. Seguid con vuestra historia y no os dejéis nada en el tintero.

—Confiad en mí, que así lo haré.

Así que siguió de casa en casa hasta que llegó a una en la que solía ser mejor agasajado que en cualquier otra de las de­más. El dueño de la casa, propietario de la finca, yacía enfer­mo, acostado sobre un camastro.

—El Señor esté contigo. Buenos días, amigo Tomás —dijo el fraile con voz suave y cortés—. ¡Que Dios os recompense, Tomás! ¡Cuántas veces en tiempos felices he estado en este banco; cuántas comidas espléndidas he comido aquí!

Espantó al gato para que saliese del banco, y, dejando su bastón, su sombrero y su bolsa, se aposentó cómodamente. (Su compañero se había ido a la ciudad con el muchacho de servicio, con el fin de hospedarse en el hostal y pernoctar allí.) —Querido maestro —dijo el enfermo—, ¿cómo os han ido las cosas desde principios de marzo? Llevo más de dos se­manas sin veras.

—Dios sabe que he estado trabajando duro —repuso él—. He estado rezando mis mejores oraciones para vuestra salvación y la de nuestros demás amigos. ¡Que Dios les ben­diga! Hoy he estado en vuestra iglesia a oír misa y he predi­cado un sermón, lo mejor que he sabido con mis modestas fuerzas; no he seguido a la letra el texto de las Sagradas Escri­turas, que me imagino encontraréis demasiado dificil.

Ese es el motivo por el cual tengo que interpretarla para todos vosotros. Ciertamente que la interpretación es algo espléndido. «La letra mata», como decimos los eruditos. Les enseñé a ser caritativos y a gastar su dinero juiciosamen­te. Y vi a vuestra buena señora allí. Por cierto, ¿dónde está?

—Supongo que está fuera, en el jardín —dijo el hom­bre—. Ahora vendrá.

—¡Ah, maestro! Bien venido seáis. ¡Por San Juan! —excla­mó su mujer—, ¿estáis bien?

El fraile se levantó galantemente y, poniéndose en pie, le dio un fuerte abrazo y la besó dulcemente, gorjeando con sus labios como un gorrión.

—¡Nunca mejor, señora! Vuestro servidor en todo. ¡Alaba­do sea Dios, que os dio alma y vida! ¡Que Dios me perdone, pero no vi hoy en la iglesia a mujer más hermosa que vos!

—Bueno, que Dios corrija mis defectos —dijo ella—. De todas formas, sed muy bien venido. ¡De veras!

—Un millar de gracias, señora; siempre lo he sido. Pero si tuviese la indulgencia de perdonarme —no os vayáis, os lo ruego—, tengo que mantener una pequeña charla con To­más. Estos curas son tan negligentes y lentos en cuanto se re­fiere al examen delicado de la conciencia en el confesiona­rio... Pero la predicación es mi fuerte, así como el estudio de las palabras de San Pedro y San Pablo. Yo voy por ahí pescan­do almas cristianas para dar a Jesucristo su justo merecimien­to; no pienso en nada más que propagar su Evangelio.

—Entonces, si no os importa, querido señor —replicó ella—, dadle un verdadero rapapolvo, pues por la Santísima Trinidad que es tan gruñón como un oso, aunque tiene todo lo que pueda querer. Aunque le cubro cada noche y le man­tengo caliente y le pongo el brazo o la pierna encima, no para de gruñir como un cerdo en nuestra pocilga. Esta es toda la diversión que consigo de él; no hay forma de compla­cerle.

—¡Oh, Tomás, je vous dis, Tomás, Tomás! Eso es el diablo haciendo de las suyas; esto debe arreglarse. La cólera es una de las cosas que prohibe el Todopoderoso; tendré que deci­ros unas palabras sobre el tema.

—Bien, señor —contestó la mujer—; antes de que me vaya, ¿qué os gustaría comer? Precisamente voy a preocupar­me de ello.

—Bueno, señora —dijo él—, os aseguro que una comida sencilla con vos sería suficiente; pero si pudiese comer un pe­queño hígado de pollo y la rebanada más delgada de vuestro tierno pan, y después de eso —sólo que no quiero que ten­gáis que matar a ningún animal por mi causa, espero— la ca­beza de un puerco asada... Necesito muy poco para sostener­me, pues mi espíritu se alimenta de la Biblia. Este pobre cuer­po mío está tan habituado a la vigilancia y a la contemplación, que mi estómago está siendo destruido. Querida señora, quiero que no interpretéis mal el que me confie a vos con tanta franqueza, ¡por el Señor!

Os aseguro que no existen muchas personas a las que cuente estas cosas.

—¡Oh, señor! —afirmó ella—, solamente unas palabras con vos antes de que me vaya. En estas dos semanas, casi en­seguida de que os hubieseis marchado de la ciudad, mi hijo murió.

—Vi su muerte en una revelación mientras me hallaba en nuestro dormitorio en casa —repuso el fraile—. Como que Dios es mi juez, me atreveré a deciros que en mi visión le vi entrar en el cielo a la media hora de haber pasado a mejor vida. Igual que lo hicieron nuestro sacristán y nuestro enfer­mero, que llevan cincuenta años siendo fieles frailes: acaban de celebrar su jubileo (¡Dios sea alabado por sus muchas bon­dades!), y ahora pueden caminar sin compañía cuando salen del convento. Y yo me levanté, del mismo modo que lo hizo el resto del convento, sin ningún ruido ni repicar de campa­nas; las lágrimas resbalaban por mis mejillas, y solamente cantamos el Tedéum —con la salvedad de que yo le ofrecí una oración a Jesucristo en acción de gracias por su revelación—. Creedme, querido señor y querida señora: nuestras oraciones tienen mayor afectividad que las de los laicos —aunque sean reyes—, y vemos mayor cantidad de secretos de Jesucristo. Nosotros vivimos en la pobreza y la abstinencia, mientras que la gente ordinaria vive bien y gasta enormes sumas en ali­mentos, bebidas y placeres impuros. Nosotros despreciamos todos los placeres que da el mundo.

»Dives y Lázaro llevaron vidas distintas, y, como resulta­do, obtuvieron distintas recompensas. El que reza debe ayu­nar y mantenerse puro: ceba el alma, pero mantén el cuerpo magro. Nosotros hacemos lo que dijo el apóstol: alimentos y vestidos son más que suficientes, por pobres que sean. El ayuno y la pureza de nosotros, los frailes, hacen que Jesucristo acepte nuestras oraciones.

»Recordad que Moisés ayunó durante cuarenta días y cua­renta noches antes de que el Todopoderoso le hablase en la montaña del Sinaí. Fue con la panza vacía, después de ha­ber ayunado varios días, como recibió la Ley escrita por el dedo de Dios. Como sabéis muy bien, Elías ayunó y medi­tó sobre el monte Horeb mucho antes de que hablase con Dios, el salvador de nuestras almas. Aarón, que tenía el templo a su cargo, así como todos los demás sacerdotes, nun­ca quiso beber, bajo ningún concepto: nada que emborra­chase cuando tenía que acudir al templo para efectuar sus ce­lebraciones y rezar por la gente. Al revés, meditaban y ban allí en total abstinencia para no perecer. ¡Tomad buena nota de lo que digo! A menos que los que rezan por la gen­te estén sobrios (fijaos bien en lo que digo). Pero ¡basta! Ya he dicho suficiente.

»La Biblia nos enseña que Nuestro Señor Jesucristo nos puso el ejemplo de ayunar y rezar. Por consiguiente, noso­tros, los mendicantes, nosotros, simples frailes, estamos casa­dos con la pobreza, la continencia, la caridad, la humildad y la frugalidad; [estamos condenados] a ser perseguidos por ser justos y honrados; y atados a las lágrimas, a la compasión y a la pureza. Por ello, con todos nuestros festines en la mesa, podéis ver que nuestras oraciones —me refiero a nosotros, los mendicantes— resultan más aceptables para el Todopo­deroso que las vuestras. Si no me equivoco, fue la gula la que causó la expulsión del hombre del Paraíso. En el Paraíso, con toda seguridad, era casto.

»Ahora, escuchad, Tomás, lo que voy a deciros. No puedo afirmar que tenga un texto que lo refrende, pero se ve claro por los comentarios que Nuestro Señor Jesucristo se refería especialmente a los frailes cuando dijo: "Bienaventurados los pobres de espíritu"

Repasad todo el Evangelio y ved si se acerca más a nuestros votos o a los de los clérigos beneficia­dos que se regodean de sus posesiones —¡qué vergüenza, toda su codicia y pompa! Les desprecio por su ignorancia. Me parece que son como Joviniano: gordos como una balle­na y anadeando como un cisne, tan llenos de vino como las botellas de una bodega.

»¡Oh, sí, son muy reverentes cuando rezan! Mientras oran por las almas de los difuntos y dicen el salmo de David, van y sueltan un eructo. Cor meum eructavit "Mi corazón se complace en algo agradable", y sueltan otro eructo. ¿Quién sigue los pasos de Cristo y su Evangelio sino nosotros los hu­mildes, castos y pobres, ejecutores y no escuchadores de la palabra de Dios? Y deja la misma forma que un halcón vuela alto en el aire al subir como una flecha, igualmente ascien­den como una flecha hacia los oídos de Dios las oraciones de los caritativos, castos y activos frailes.

»Tomás, Tomás, como que vivo y respiro, si no fueseis nuestro hermano, jamás prosperaríais, ¡no, por San Ivo!. Nosotros rogamos a Cristo noche y día en nuestro capítulo para que os envíe salud, fuerza y el uso de vuestras extremi­dades.

—Dios sabe que no noto la menor diferencia —aseveró el enfermo—. Así que ojalá me ayude Jesucristo; estos últimos años llevo gastadas libras y más libras en toda clase de frailes y no he mejorado en absoluto. He agotado casi todos mis re­cursos, ésta es la verdad. Puedo decir adiós a mi oro; se ha ido todo.

—¡Oh, Tomás! —añadió el fraile—, ¿es esto lo que habéis estado haciendo? ¿Qué necesidad teníais de buscar «toda cla­se de frailes»? Cuando un hombre tiene el mejor doctor de la ciudad, ¿para qué necesita ir a buscar a otros? Vuestra incons­tancia es vuestra ruina. ¿Así que no considerabais suficiente que yo rezara por vos, ni mi convento tampoco? ¡Tomás, esto pasa de broma! Si estáis enfermo es porque nos habéis dado demasiado poco. «¡Eh, dad a ese convento medio cuar­terón de avena!» «¡Eh, dad a ese otro veinticuatro medidas de avena a medio moler!» «¡Eh, dad a este fraile un penique y que se vaya!» No, no, Tomás, eso no está bien. Parte un cha­vo en doce partes y ¿qué es lo que vale? Mirad; nada que es completo en sí mismo es más fuerte cuando se divide. To­más, no conseguiréis que os halague; vos lo que queréis es todo nuestro trabajo por nada. Dios, Nuestro Señor, que hizo todo el mundo, nos enseña que el obrero merece un jornal. Ahora bien, Tomás, en lo que a mí concierne, no quiero un penique de vuestras riquezas; solamente que el convento reza con tanta devoción por vos y hay también tanta necesidad de construir la iglesia de Cristo también... Tomás, si quisieses aprender a hacer buenas obras, podrías descubrir por la vida de Santo Tomás de la India que el cons­truir iglesias es una buena obra.

»Aquí yacéis vos, lleno de cólera e ira con los que el diablo enciende vuestro corazón riñendo a esta pobre inocente: vuestra dócil y paciente esposa. Por consiguiente, Tomás (os lo advierto por vuestro propio bien, creedme), no peleéis con vuestra esposa. Os ruego que tengáis este proverbio en cuen­ta —es lo que el sabio dice sobre este asunto: "No seáis un león en vuestra casa, ni oprimáis a vuestros criados, ni hagáis que vuestros amigos huyan de vosotros”.

»Por ello, Tomás, otra vez os advierto: ¡cuidado con quien duerme en vuestro regazo! ¡Cuidado con la serpiente de aguijón sutil que repta oculta en la hierba! ¡Cuidado, hijo mío!: escúchame con paciencia, y recuerda que veinte mil hombres fueron destruidos por discutir y luchar con sus es­posas o sus enamoradas. En cualquier caso, Tomás, ya que te­néis a una dócil v santa mujer, ¿qué necesidad tenéis de dis­cutir?

»Ciertamente, si pisaseis la cola de una serpiente, no sería tan cruel ni la mitad de insensato que hacerlo con una mujer encolerizada (la venganza es entonces su único deseo). La có­lera es un pecado, uno de los siete pecados capitales abomi­nable al Dios de los Cielos y destructivo para el pecador. Cualquier cura o párroco analfabeto os explicará que el ho­micidio nace de la ira; verdaderamente es el agente activo del orgullo. Si tuviese que hablar de los sinsabores que la ira aporta, mi homilía duraría hasta el amanecer. Por lo que pido a Dios, noche y día, que no conceda poder a un hombre lle­no de ira. Es lastimoso y también muy perjudicial situar a un hombre lleno de ira en una posición de poder.

»Según nos enseña Séneca, hubo en cierta ocasión un ma­gistrado colérico. Un día, durante su periodo de ejercicio, dos caballeros salieron juntos a cabalgar. La fortuna quiso que uno regresase a su casa, pero el otro, no. Con el tiempo, el caballero tuvo que comparecer ante el juez, que le dijo:

»Habéis matado a vuestro compañero; por ello os con­deno a muerte.

»Y mandó a otro caballero:

»Id a llevadle a que muera; éstas son mis órdenes.

»Ahorá bien, cuando iban por el camino hacia el lugar donde debía morir el condenado, el caballero al que se supo­nía muerto apareció de improviso; por lo que se creyó que lo más oportuno era llevar a los dos a que compareciesen una vez más ante el juez.

»Pero dijeron:

»Señor, el caballero no mató a su compañero; helo aquí, sano y salvo.

»Debéis morir, y que Dios me perdone. Y con ello no quiero decir uno o dos, sino los tres —repuso el juez.

»Al primer caballero le dijo:

»Yo os condené; debéis morir de todos modos. En cuanto a vos, debéis morir también, ya que sois la causa de su muerte.

»Y al tercer caballero le dijo:

»No cumplisteis las órdenes que os di. »E hizo matar a los tres.

»Cambises, además de ser un hombre colérico, era también un borracho, y siempre disfrutaba comportándose como un sinvergüenza. Un día, un noble de su séquito que amaba la vir­tud y la moralidad habló con él en privado y le dijo:

—Si un señor es un hombre vicioso, está perdido; y el ser un borracho es una mancha sobre la reputación de cualquie­ra, especialmente si trata de la de un señor. Hay muchísimos ojos y oídos en constante vigilancia de un señor, sin que éste pueda decir dónde se hallan. ¡Por el amor de Dios, gastad más templanza cuando bebáis! ¡De qué forma tan ruin hace el viento que el hombre pierda el control de su mente y su cuerpo!

—Pronto veréis que es al revés —replicó Cambises—. Vuestra propia experiencia afirma que el vino no hace tanto daño a la gente. Me gustaría conocer el vino que me prive de la firmeza de mi mano o de mis ojos.

»Por perfidia empezó a beber cien veces más de lo que so­lía antes, e inmediatamente este vil y airado sinvergüenza or­denó que el hijo del caballero fuese traído a su presencia, al que mandó permanecer de pie delante de él. De pronto, co­gió su arco y tensó la cuerda hasta su oreja y dejó salir una flecha, que mató al chico en el acto.

»—¿Qué os parece? ¿Es firme mi mano o no? —dijo él—. ¿He perdido mi fuerza y mi buen juicio? ¿Me ha robado el vino algo de mi vista?

»¿Por que no dio respuesta el caballero? Su hijo estaba muerto; no había más que decir. Por ello, tened cuidado cuando tratéis con los grandes. Dejad que "placebo" sea vuestro grito de guerra, o bien "lo haré si puedo", a menos que sea un hombre pobre aquel con quien tratéis (la gente debería decir a un pobre sus defectos, pero nunca a un señor, aunque deba ir al infierno).

»Y si no, ved a Ciro, aquel airado arquero persa que des­truyó el río Gindes porque uno de sus caballos se ahogó en él cuando partió para la conquista de Babilonia. Él redujo aquel río hasta que las mujeres pudieron vadearlo. ¿Y qué dijo Salomón, el gran maestro?: "No hagáis amistad con un hombre colérico; y no vayáis con un hombre furioso; si no, os arrepentiréis". No diré ni una palabra más.

»Ahora, Tomás, mi querido hermano, olvidad vuestra ira. Descubriréis que os trato justamente. No continuéis con el puñal del diablo apuntando a vuestro corazón —la ira os espabila demasiado. Más vale que me hagáis una confe­sión total.

—No, por San Simeón —exclamó el enfermo—. Hoy ya he sido confesado por mi párroco. Le conté todo. Por consi­guiente, no es preciso que me confiese de nuevo, a menos que lo haga por humildad.

—Entonces dadme algún dinero para construir el claustro —dijo el fraile—, pues para levantarlo nuestro alimento ha sido a base de mejillones y ostras, mientras que los demás vi­vían plácida y cómodamente. Incluso ahora, Dios bien lo sabe, apenas si han completado los cimientos y no se ha puesto ni una sola baldosa en el suelo de nuestros edificios. ¡Por Dios, debemos cuarenta y cuatro libras solamente en piedras!

»¡Ayúdanos, Tomás, por el amor de aquel que puso en cin­tura el infierno! Pues si no, deberemos vender nuestros li­bros.\y si vosotros carecéis de nuestras enseñanzas, todo el mundo irá a su destrucción. Pues, perdonadme, Tomás, pero quien priva al mundo de nuestra presencia, priva al mundo de su sol. Pues ¿quién puede enseñar y trabajar como noso­tros? Y esto no por corto tiempo —dijo él—, pues he encon­trado registrado que los frailes —¡Dios sea loado!— han lle­vado sus vidas caritativas desde el tiempo de Elías o Eliseo. ¡Vamos, Tomás, ayudadnos, por caridad!

Y cayó de rodillas allí y entonces.

El enfermo estaba casi loco de furia; le hubiera gustado ver al fraile arder con sus hipócritas mentiras.

—Solamente puedo danos lo que tengo en mi poder y nada más—añadió—. ¿No estabais diciendo ahora mismo que soy vuestro hermano?

—Ciertamente que sí —repuso el fraile—. Podéis estar se­guro de ello. Traje a vuestra esposa vuestra carta de fratemi­dad con nuestro sello.

—Muy bien, pues —replicó el enfermo—. Daré algo a vuestro santo convento mientras esté vivo, y lo tendréis en vuestra mano en un instante, pero con esta condición, única condición, que es, querido hermano, que la dividáis de modo que cada fraile tenga una parte igual. Debéis jurar [ha­cer] esto, sin fraude ni reparos, por los votos de vuestra pro­fesión.

—Por mi fe, lo juro —dijo el fraile poniendo su mano en la del otro—. Aquí tenéis mi promesa, no os defraudaré. —Ahora poned vuestra mano en mi culo —le espetó el enfermo— y explorad con cuidado. Allí, debajo de mis nal­gas, encontraréis algo que he escondido en secreto.

«¡Ah —pensó el fraile—. Esto me lo voy a quedar.» Y me tió su mano hasta la hendidura situada entre las nalgas del enfermo, esperando encontrar un donativo allí. Cuando el enfermo notó que el fraile estaba palpando allí y allá por su culo, soltó un pedo (ningún caballo de los que arrastran carro jamás soltó uno tan ruidoso) en la mismísima mitad de su mano. El fraile dio un brinco como el de una fiera salvaje.

—¡Ah, traicionero palurdo! —exclamó—. ¡Por los huesos de Dios! ¡Lo has hecho a proposito por despecho! ¡Pagarás por este pedo! Ya me ocuparé yo de eso.

Al oír la pelea, los criados del enfermo acudieron presuro­sos y echaron al fraile. Morado de ira, salió en busca de su compañero y sus pertenencias, haciendo relinchar sus dien­tes con tanta furia que lo hubieseis tomado por un jabalí. Con paso vivo se dirigió a la mansión en la que vivía un hombre muy importante de quien había sido confesor desde el principio. Este digno creyente era el señor de la mansión.

Estaba sentado a la mesa comiendo cuando entró el fraile hecho una furia, casi incapaz de proferir palabra. Pero al fi­nal, a duras penas, pudo sacar un «¡Dios te bendiga!».

El señor de la mansión se le quedó mirando fijamente y luego dijo:

—¡Cielos! ¿Qué es lo que os pasa, fray Juan? Es evidente que algo marcha mal: parece como si el bosque estuviese lle­no de ladrones. Vamos, sentaos y decidme qué es lo que así os perturba. Si puedo, lo arreglaré.

—¡Es un ultraje! —exclamó el fraile—. Hoy, abajo, en vuestro pueblo —Dios os recompensa—, el zagal más mise­rable sobre la faz de la tierra se hubiese disgustado por el modo en que he sido maltratado en vuestra ciudad. Pero no hay nada que me duela más que aquel viejo carcamal de pa­lurdo haya ofendido a nuestro santo convento también.

—Vamos, maestro —dijo el señor de la mansión—. Os ruego...

—No maestro, sino criado, señor —profirió el fraile—, aunque las escuelas me hayan hecho tal honor. Dios no quie­re que se nos llame Rabbi ni en el mercado ni en vuestra gran casa.

—Dejaos de eso —añadió él— y contadme todas vuestras cuitas.

—Señor —dijo el fraile—, hoy se me ha hecho una odio­sa ofensa tanto a mi orden como a mí mismo, y, por tanto, per consequens, a toda la jerarquía de la Santa Iglesia. ¡Que Dios lo repare pronto!

—¡Vos sabéis que es lo mejor que se puede hacer, señor! —dijo el señor de la mansión. No os trastornéis: vos sois mi confesor, la sal y el sabor de la tierra. Por el amor de Dios, calmaos y contadme lo que os agita.

Entonces le explicó lo que habéis oído (bueno, ya sabéis de sobra lo que ocurrió). La señora de la casa guardó absolu­to silencio hasta que oyó que el fraile había salido.

—¡Eh! ¡Madre de Dios! —exclamó ella—. ¡Bendita Vir­gen! ¿Hay algo más? Decidme la verdad.

—¿Qué decís de ello, señora? —preguntó el fraile.

—¿Que qué digo de ello? —exclamó ella—. ¡Que Dios me perdone! Diré que es el acto vulgar de un individuo vul­gar. ¿Qué más puedo decir? ¡Que Dios le colme de desgra­cias! Su cabeza enferma está llena de estupidez; supongo que tuvo una especie de ataque.

—Por Dios, señora —dijo él—. Si no me equivoco, puedo ser vengado de otra forma; le denigraré por doquiera que predique. Este mentiroso blasfemo que me pidió que divi­diese en partes iguales lo que no puede dividirse. ¡Que el dia­blo le lleve!

Pero el señor de la mansión permaneció allí sentado calla­damente, como un hombre en trance, rumiando todo en [en fondo de] su corazón. «¿Cómo es que este tipo tuvo la imaginación de poner al fraile en este predicamento? Nunca ha­bía oído algo parecido. Estoy seguro de que el diablo se lo puso en la cabeza. Nunca hubo un acertijo así en toda la ciencia aritmética hasta ahora. ¿Cómo podría nadie probar que cada uno tuvo su parte justa del ruido y del olor de un pedo? Un tipo vanidoso y estúpido. ¡Malditos sean sus ojos!»

—Oíd, caballeros —exclamó el señor—. ¡Maldita sea! ¿Quién había oído algo semejante antes? Una parte justa para cada uno. ¡Decidme cómo! Es imposible, no puede ha­cerse. ¡Ah, qué tipo tan estúpido! ¡Que Dios le colme de des­gracias! Como todos los demás sonidos, el ruido de un pedo no es más que una reverberación del aire que se acaba gra­dualmente. Palabra que nadie podría juzgar que ha sido dis­tribuido equitativamente. ¡Y que sea uno de los de mi pue­blo quien lo haya propuesto! Sin embargo, con qué desfa­chatez habló a mi confesor hoy. Para mí que es un redomado lunático. Vamos, comed vuestro yantar y dejad a ese tipo en paz. ¡Que él mismo se cuelgue y el diablo le lleve!

Pero el escudero del señor, que estaba cortando la carne de pie junto a la mesa, oyó cada palabra que se dijo sobre los asuntos que he contado.

—Perdonadme, señor —dijo él—, pero por un corte de tela con el que poderme hacer un traje os podría decir si qui­siera, maestro fraile, con tal que vos no os enojéis, cómo un pedo así podría ser distribuido equitativamente en vuestro convento.

—Decidlo y tendréis vuestro corte de traje en menos que canta un gallo. ¡por Dios y por San Juan! —replicó el señor de la mansión.

—Señor —empezó el escudero—, tan pronto como haga buen tiempo, cuando no haya buen viento ni se mueva el aire, haced traer una rueda de carro a esta casa, pero ved que tenga todos sus doce radios (es el número usual que tiene una rueda de carro). Entonces traedme doce frailes. ¿Y por qué? Creo que trece frailes hacen un convento; por ello, vuestro confesor aquí presente vale para completar el núme­ro. Entonces, que todos se arrodillen juntos, cada fraile colo­cando fijamente su nariz al extremo de cada radio, así. Vues­tro noble confesor —¡que Dios le salve!— debe meter su na­riz exactamente debajo del cubo, es decir, del centro de la rueda. Luego mandáis traer a este individuo aquí con su pan­za tiesa y tirante como un tambor, situadle exactamente en­cima del eje de la rueda del carro y hacedle que suelte un pedo. Luego, apuesto en ello mi vida, veréis la prueba de­mostrable de que el sonido y el mal olor viajan a la misma velocidad hasta los extremos de los radios, excepto este dig­no confesor vuestro, que recibirá las primacías como corres­ponde a un hombre de tan particular eminencia. Los frailes todavía mantienen la excelente costumbre de servir a la gen­te importante en primer lugar, y en el caso de vuestro confe­sor la distinción es ciertamente merecida. Hoy nos ha sermo­neado tan bien desde el púlpito, que, en lo qué a mí concier­ne, le concedo que tenga la primacía de oler tres pedos, e igual opinarán los demás de su convento, estoy convencido, pues se comporta de un modo tan magníficamente santo.

El señor de la mansión y su esposa y todos, con la sola ex­cepción del fraile, estuvieron de acuerdo en que Jankin había tratado el asunto con la destreza de un Euclides o de un Pto­lomeo. En cuanto al anciano enfermo, todos estuvieron de acuerdo en que únicamente una gran astucia e inteligencia pudieron hacerle hablar como lo hizo; evidentemente, no se trataba de un tonto o de un loco. De esta forma Jankin con­siguió su nuevo traje. Así termina el cuento. Casi hemos lle­gado a la ciudad.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ALGUACIL

SECCIÓN CUARTA

1. PRÓLOGO DEL ERUDITO

Selvor erudito de Oxford —dijo nuestro anfitrión—. Vais haciendo camino en vuestra cabalgadura, mustio y callado como una chica recién casada cuando por primera vez se sienta a la mesa a comer. No os he oído una sola palabra de vuestra boca en todo el día. Supongo que estáis meditando sobre algún problema filosófi­co; pero, como bien dice Salomón, hay un tiempo para cada cosa. Vamos, por favor, animaos. Éste no es tiempo para an­dar meditando. Mantened vuestra promesa y contadnos al­gún cuento agradable, pues todos los que hemos entrado en el juego tenemos que obedecer las reglas. Solamente que no queremos sermones ni que tratéis de hacernos llorar por nuestros pecados como acostumbra un fraile por cuaresma; y procurad también que vuestro relato no nos haga caer dor­midos. Contadnos un estupendo cuento de aventuras y guar­daos vuestras flores de retórica y vuestras figuras de dicción hasta que necesitéis el lenguaje de altos vuelos que la gente utiliza para escribir a los reyes y a otros de elevada alcumia. Para esta ocasión os rogamos que habléis sencillamente para que podamos entender lo que decís.

—Anfitrión —repuso el buen erudito, de buen talante—, me hallo bajo vuestra vara de mando; de momento sois el que gobierna, por lo que me declaro perfectamente dispues­to a doblegarme a lo que ordenéis (dentro de lo razonable, claro está).

Os contaré un cuento que oí en Padua de un excelente erudito que era merecidamente respetado por todo lo que hacía y decía. Ahora está ya muerto y enterrado. Pido a Dios descanso para su alma.

Este erudito se llamaba Francisco Petrarca, el laureado poeta, cuya dulce elocuencia iluminó a toda Italia de poesía; de idéntica forma que Lignano lo hizo con la filosofia, el de­recho y otras ramas especiales del saber. Pero la muerte, que no nos permitirá que vivamos en este mundo ni durante un abrir y cerrar de ojos, se los llevó a ambos; todos nosotros de­bemos morir.

Pero sigamos con lo que estaba diciendo de este hombre distinguido que me contó esta historia. Dejadme explicar que antes de escribir la parte principal del cuento, compuso un prólogo de estilo retórico, en el que daba una descripción del Piamonte y de la región alrededor de Saluzzo. También habló de los Apeninos, aquellas altas colinas que forman el límite de la Lombardía occidental y, en particular, del monte Viso, en el que el río Po tiene su origen, empezando por un pequeño pozo y luego creciendo mientras fluye hacia el Este, en dirección a Emilia, Ferrara y Venecia. Todo esto será muy largo de dar en detalle, y realmente, en mi opinión, pa­rece irrelevante excepto para introducir su relato. Pero aquí está su cuento, que podéis escuchar, si queréis.

2. EL CUENTO DEL ERUDITO

En la parte occidental de Italia, al pie del nevado monte Viso, se ubica una llanura rica y feraz, salpicada de ciu­dades y castillos fundados en tiempos de nuestros an­tepasados. Otras muchas hermosas vistas pueden contem­plarse en esta magnífica región, llamada Saluzzo. Un mar­qués era dueño de la comarca, como sus antepasados lo fue­ron antes que él. Cada uno de sus súbditos, fuese rico o pobre, obedecía sus menores deseos. Así, de este modo, por el favor que le dispensaba la Fortuna, vivió largo tiempo en completa felicidad, amado y temido tanto por los nobles como por los plebeyos. En cuanto a su linaje, pertenecía a la más elevada cuna en Lombardía; de aspecto bien parecido, fuerte y lleno de juventud; era además muy honorable y cor­tés, así como bastante prudente en el gobierno de su país, sal­vo por un par de cosas en las que no llegaba a perfecto. Este joven príncipe atendía al nombre de Walter.

Pero si algo había que reprocharle era esto: no pensaba ja­más en lo que podría suceder en el futuro. Su mente se con­centraba totalmente en el placer del momento, como por ejemplo en cazar y en la práctica de la cetrería por aquella co­marca. Prácticamente se despreocupaba de todos sus demás deberes. Y lo peor de todo: pasase lo que pasase, no quería tomar esposa.

Sin embargo, su pueblo lo lamentaba tanto, que un día acudieron a él en tropel, y uno de ellos —que era el más sa­bio y el de mayor experiencia, o sea el hombre al que era más probable prestase oídos el príncipe, quizá porque sabía cómo exponer casos peliagudos como ése— habló así al mar­qués:

—Oh, noble marqués; vuestra humanidad nos da confian­za, así como osadía, para deciros lo que nos preocupa, siem­pre que sea necesario. Ahora, que Vuestra Gracia se digne permitirnos que expongamos nuestra triste queja. Que vues­tros oídos no se nieguen a escuchar nuestra voz.

»Aunque a mí este asunto no me afecta más que a cual­quiera de los aquí presentes, sin embargo, como sea que, amado príncipe, siempre me habéis distinguido con vuestro favor, soy el que más se atreve a pediros que prestéis atención a nuestra petición. Después haced, señor, lo que consideréis mejor.

»Realmente, señor, nosotros os apreciamos y estimamos a vos y a vuestras obras, y siempre ha sido de este modo; tan­to es así que no podemos imaginar que se pueda vivir mejor y con mayor felicidad, salvo por una cosa, señor. Por favor, si os decidiérais a elegir esposa, entonces los corazones de vuestros súbditos estarían completamente tranquilos. Dig­naos doblegar vuestra alta cerviz bajo este feliz yugo que los hombres llaman desposorio o matrimonio: es el yugo de do­minio, no de esclavitud. Además, señor, considerad, entre vuestros pensamientos más selectos, cómo nuestros días van discurriendo de uno u otro modo; tanto si dormimos como si estamos en vigilia, si cabalgamos o vagamos por ahí, el tiempo siempre huye y no espera a nadie.

»Y, aunque vos estáis todavía en la primera flor de vuestra juventud, la edad provecta se va acercando, silenciosa como una tumba. Mientras, la muerte nos amenaza a todas edades, derribando a hombres de toda clase y condición: nadie esca­pa; pues, tan seguro como que cada uno de nosotros sabe que debe morir, asimismo ignora totalmente el día en que le sobrevendrá la muerte.

»Entonces creed en la sinceridad de nuestras intenciones, pues nunca hasta el momento presente hemos rehusado prestaros obediencia. Así, pues, señor, si estáis dispuesto a aceptar, os elegiremos una esposa nacida en la familia más noble y encumbrada de todo el país, para que —hasta don­de nosotros seamos capaces de juzgar— la elección parezca honorable a los ojos del Cielo. Por el amor de Dios que está en lo alto, libradnos de esta perpetua preocupación tomando esposa.

»Pues si ocurriera (¡Dios no lo quiera!) que a vuestra muer­te terminase vuestro linaje y algún sucesor extranjero se en­cargase de vuestra herencia, ¡ay de nosotros, pobres de noso­tros! Por consiguiente, os emplazamos a que os caséis cuan­to antes.

Esta humilde petición y sus miradas suplicantes llegaron al corazón del marqués.

—Mi amado pueblo, vosotros queréis forzarme a hacer algo que nunca pensé en hacer —replicó él—. Yo disfruto con mi libertad, una cosa que raras veces se consigue estan­do casado; pero aunque hasta ahora estuve libre, debo ahora hacerme esclavo. Veo la sinceridad de vuestras intenciones, y, como siempre he hecho, confiaré en vuestro buen sentido. Por tanto, libre y voluntariamente, consiento en casarme lo antes que pueda. Pero en lo que concierne a vuestra oferta de hoy de elegirme esposa, dejadme que os libre de la carga de tal elección. Os pido que abandonéis vuestra idea.

»El Cielo sabe muy bien que los hijos a menudo no se pa­recen a los padres, pues toda bondad proviene de Dios y no del tronco del que uno es engendrado y parido. Confio en la bondad de Dios, y, por consiguiente, le confió a Él mi matri­monio, mi rango, posición y tranquilidad de espíritu: que se haga su voluntad. Dejadme, pues, solo en la elección de es­posa acepto esta responsabilidad. Pero os pido —por vues­tras vidas os conmino— a que me prometáis que honraréis a la esposa que elija como si fuese la mismísima hija del emperador, de palabra y de hechos, tanto aquí como en cualquier otra parte mientras ella viva.

»Además, me debéis jurar que ni os opondréis a mi elec­ción ni murmuraréis en contra de ella. Ya que, a petición vuestra, renuncio a mi libertad, os lo aseguro también: en la que allí ponga mi corazón, con ella me casaré; y, a menos que aceptéis estas condiciones, os tendré que pedir que no me habléis nunca más de este asunto.

A todo ello juraron su conformidad de todo corazón y por unanimidad. Solamente le pidieron, antes de marcharse, que tuviese la bondad de fijar, lo antes posible, una fecha determi­nada para la boda. Pues incluso entonces el pueblo temía, en cierto modo, que, después de todo, el marqués no se casase.

Él mencionó un día que le venía bien y en el que se casa­ría sin falta. Añadió que si fijaba la fecha era porque se lo ha­bían pedido. Por su parte, todos ellos se arrodillaron y con gran humildad y sumisión le dieron las gracias. Luego, ha­biendo conseguido su propósito, regresaron a sus hogares.

El marqués mandó en el acto a sus oficiales que dispusie­ran los festejos de la boda. Dio todas las órdenes que creyó necesarias a sus caballeros y escuderos personales, quienes las obedecieron haciendo cada uno todo lo posible para honrar la ocasión.

ACABA AQUÍ LA PRIMERA PARTE Y COMIENZA LA SEGUNDA

No lejos del magnífico palacio en el que el marqués esta­ba planeando su matrimonio se hallaba una aldea agradable­mente situada en la que residían algunos pobres pueblerinos; guardaban su ganado y se ganaban la vida como podían con el sudor de la frente, hasta donde permitía la fertilidad del suelo.

Entre esta gente vivía un hombre que se consideraba más pobre aún que los demás (sin embargo, el Padre Celestial se sabe que mandó su gracia a un humilde pesebre). Los aldea­nos le llamaban Janícula. Este hombre tenía una hija de muy buen ver que atendía por Griselda.

Pero si tengo que hablar de la belleza de la bondad, enton­ces ella era la más hermosa que alumbra el sol. Como había sido criada en la pobreza, jamás un deseo sensual había man­cillado su corazón; su bebida provenía con mayor frecuencia del pozo que del barril de vino; como amaba la virtud, esta­ba más compenetrada con el trabajo pesado que con la dulce holganza.

Sin embargo, a pesar de su juventud, su pecho virgen al­bergaba una gran firmeza y madurez de espíritu. Cuidaba de su pobre padre, ya entrado en años, con la mayor devoción y cariño. Ella solía hilar junto a su rueca mientras vigilaba cómo sus pocas ovejas pacían en el campo, y solamente hol­gaba cuando dormía.

Al regresar a casa, a menudo traía raíces y otras hierbas que troceaba y hervía para comer; luego hacía su lecho, un duro camastro, en modo alguno blando; y así mantenía vivo a su padre mostrándole toda la devoción y dedicándole todos los cuidados que todo buen hijo da a su progenitor.

El marqués había observado frecuentemente a esta deshe­redada criatura cuando había salido a cazar montado en su cabalgadura. Sin embargo, cuando por casualidad veía a Gri­selda, no era con los luminosos ojos de conquistador que la miraba, sino que, frecuentemente, contemplaba su porte con un semblante serio, apreciando en el fondo de su corazón no solamente su feminidad, sino también su gran bondad, la cual tanto de hecho como por la apariencia sobrepasaba en mucho la de cualquier otra persona tan joven. Aunque la gente co­rriente no percibe muy bien la virtud, por su parte él pudo es­timar sus cualidades en su justa medida. Resolvió para sí que si alguna vez se casaba, la desposaría a ella y sólo a ella.

Llegó el día de la boda, y nadie sabía quién sería la esposa. Muchos se extrañaron de esta excentricidad y decían privada­mente entre sí: «¿No habrá terminado nuestro príncipe toda­vía con sus simplezas? ¿Es que, después de todo, no va a ca­sarse? ¡Ay! La lástima de eso es que ¿por qué nos engaña y se engaña a sí mismo?»

Sin embargo, el marqués había encargado para Griselda unos broches y anillos con gemas montadas en oro y lapislá­zuli. Incluso había ordenado confeccionar un vestido a la medida de ella, cuya talla se había tomado de una muchacha de su misma envergadura; asimismo había encargado todos los demás accesorios que corresponden a una boda de tal im­portancia.

La mañana del día de la boda se acercaba, y todo el pala­cio estaba engalanado, el salón del banquete y los aposentos privados, cada uno en el estilo conveniente, mientras que las cocinas y las despensas estaban llenas a rebosar con las más deliciosas viandas que se pueden encontrar a lo largo y an­cho de Italia.

Suntuosamente vestido, acompañado por señores y da­mas a los que había invitado a la boda, por los jóvenes caba­lleros de su séquito y precedido por sonoros acordes musicales, el marqués real tomó el camino más corto hacia el pue­blo del que he hablado antes. Griselda (el Cielo sabe que estaba muy lejos de pensar que toda aquella pompa fuese por su causa) se había ido al pozo en busca de agua. Regre­saba a casa presurosamente, pues había llegado hasta sus oí­dos que el marqués pensaba casarse aquel día y esperaba poder ver algo de aquel espectáculo. «Me pondré en el por­tal de nuestra casa con otras chicas amigas mías, y así podré ver a la marquesa —pensó ella—; procuraré terminar el tra­bajo que tengo en casa lo antes posible, y así me quedará tiempo para verla si es que ella toma este camino para diri­girse al castillo.»

En el mismo momento que cruzaba la puerta, llegó el marqués y la llamó. Ella, al instante dejó el cubo del agua en el suelo de su establo para bueyes que estaba cerca del um­bral de la citada puerta, cayó de rodillas y allí se quedó en esa posición con el rostro solemne, esperando, callada, a que el príncipe dijese lo que deseaba; con el semblante pensativo, el marqués se dirigió a la muchacha y le habló en un tono de suma gravedad:

—¿Dónde está vuestro padre, Griselda? —preguntó. —Está aquí y dispuesto —replicó ella de forma humilde y reverente.

Sin perder un instante, se encaminó a buscar a su padre en el interior de la casa para llevarlo ante el marqués. Éste tomó al anciano de la mano y, llevándoselo aparte, le dijo:

Janícula, no debo, no puedo ocultar por más tiempo el deseo más ferviente de mi corazón. Si me lo concedéis, ocu­rra lo que ocurra, antes de marcharme me llevaré a vuestra hija para que sea mi mujer hasta que la muerte nos separe. Estoy completamente seguro de vuestra lealtad, ya que nacis­teis fiel vasallo mío, y doy por sentado que aquello que a mí me complazca os complacerá a vos igualmente. Así, pues, dadme una clara respuesta a la propuesta que os acabo de ha­cer: ¿me aceptáis como vuestro yerno?

Desconcertado y sorprendido por esta repentina oferta, el anciano enrojeció y se quedó allí de pie temblando de pies a cabeza, con lo que apenas si le quedó voz para musitar:

—Señor, vuestros deseos son mis deseos. Jamás me inter­pondría en vuestro camino; vos sois mi amado príncipe: dis­poned este asunto exactamente como queráis.

El marqués repuso suavemente:

—Sin embargo, querría que vos y Griselda charlaseis priva­damente en vuestro aposento por la razón siguiente: quiero preguntarle a ella si está dispuesta a ser mi esposa y someter­se a mis deseos; y quiero que esto ocurra en presencia vues­tra, pues no quiero decir nada que vos no oigáis.

Mientras ellos se hallaban en el aposento poniéndose de acuerdo (ya os lo contaré luego), la gente que se hallaba fue­ra se apretujó alrededor de la casa maravillándose de la forma atenta y digna de elogio con que ella cuidaba a su querido padre. Pero Griselda, no habiendo visto antes nada parecido, quizá estaba más asombrada que ellos —estaba sin habla, lo que no es de extrañar, al tener a un visitante tan importante en aquel lugar. Su cara había perdido todo su color. Ella no estaba acostumbrada a tales visitantes. Pero para proseguir la historia, esto es lo que el marqués dijo a aquella amable mu­chacha de buen corazón:

—Griselda, debéis entender claramente que tanto a vues­tro padre como a mí nos resulta satisfactorio que yo me case con vos; supongo que estáis también bien dispuesta a ello. Pero, no obstante, debo formularos estas preguntas, ya que todo debe hacerse con tanta premura: ¿consentís, o bien os gustaría pensarlo bien? Os pregunto si estáis preparada a complacer todos mis deseos sin dilación; que yo tenga libertad de hacer lo que me parezca mejor, tanto si esto os pro­porciona placer o dolor; que vos nunca murmuréis o protes­téis; que cuando yo diga «sí», vos no digáis «no», ni de pala­bra o frunciendo el ceño. Jurad esto y yo os juraré nuestra alianza, aquí y ahora.

—Señor —replicó ella perpleja por estas palabras y tem­blando de respeto—, no soy digna no merezco el honor que me ofrecéis; cualquier deseo vuestro es también el mío. Y aquí mismo juro que nunca, voluntariamente, os desobedeceré ni con los hechos ni de palabra, aunque ello me cueste la vida y no tengo el menor deseo de morir.

—¡Griselda mía! Con esto basta —dijo él.

Con el semblante grave caminó hacia la puerta seguido de Griselda. Entonces se dirigió al pueblo:

—Esta que está aquí a mi lado es mi esposa. Pido que todo aquel que me ame, la ame y honre también a ella. Esto es todo lo que tengo que decir.

Y para que ella no llevase al palacio nada de su anterior atavío ordenó a las mujeres que allí mismo la desnudasen. Las damas no estaban lo que se dice complacidas de tener que tocar las ropas que ella portaba. Sin embargo, vistieron a la doncella de blanca piel con los nuevos ropajes de pies a ca­beza, peinando sus cabellos desgreñados y en desorden, colo­cando una guimalda sobre su cabeza con sus delicados dedos y cubriéndola con toda suerte de joyas. Pero ¿por qué efectuar el relato de sus adornos? Cuando ella estuvo transformada por toda esta magnificencia, la gente apenas si podía recono­cerla, debido a su deslumbrante belleza.

El marqués se desposó con ella con un anillo traído a ese fin. Entonces la puso sobre un caballo blanco como la nieve de lento caminar y, sin más dilación, la escoltó hasta su pala­cio. Alegres multitudes salieron para aclamarla y conducirla allí; luego pasaron el resto del día en pleno jolgorio hasta la puesta del sol.

Para acelerar el relato diré que Dios favoreció a la nueva marquesa con su gracia de tal modo que parecía imposible que pudiese haber nacido y se pudiese haber criado rústicamente en alguna casucha o establo de bueyes, sino que más bien parecía haber sido educada en el palacio de su empera­dor. Ella llegó a ser tan amada y respetada por todos, que la gente de su aldea natal, que la habían conocido desde que nació, dificilmente hubieran creído —si no lo hubiesen sabi­do— que era la hija de aquel Janícula de que os hablé antes, ya que parecía una criatura totalmente distinta.

Pues aunque había sido siempre virtuosa, las cualidades de su mente, buenas por naturaleza, establecidas como estaban en el más caritativo de los corazones, pronto alcanzaron la cúspide de la perfección. Era siempre tan discreta y amable, su elocuencia tan encantadora y ella misma inspiraba tal res­peto, que pudo ganarse los corazones de todo el mundo; to­dos los que llegaron a ver su rostro, la amaron. Su bondad adquirió renombre no sólo de la ciudad de Saluzzo, sino también en las comarcas circundantes, pues siempre que ha­bía uno que hablaba bien de ella, otro lo confirmaba. Y así la fama de su maravillosa bondad se extendió hasta que lle­gó un momento que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, viajaban a Saluzzo simplemente para verla.

De este modo se casó Walter, aunque humildemente —o más bien espléndidamente—, y tuvo un matrimonio hono­rable y lleno de buenos auspicios. Vivió cómodamente en su casa con la paz de Dios rodeándole y su fama fue grande en­tre la gente. Y debido a que él se había dado cuenta de que la virtud se aloja frecuentemente en los de condición humil­de, la gente le tuvo por persona de gran sabiduría, que, por cierto, no abunda.

No solamente valía Griselda para todas las artes domésti­cas, sino que cuando la circunstancia lo requería, sabía pro­curar el bien general. En todo el país no hubo pelea, rencor y ofensa que ella con su sabiduría no pudiese apaciguar. Tan­to si eran los nobles como si eran otros del país los que esta­ban enemistados, ella sabía reconciliarlos, incluso cuando su esposo se hallaba ausente. Sus dichos eran tan sabios y bien pensados, sus juicios tan equitativos, que la gente creía que había sido enviada por el Cielo para salvarles y deshacer to­dos los entuertos.

No mucho después del matrimonio de Griselda, ésta dio a luz a una niña. Ella hubiese preferido un hijo varón; no obs­tante, el marqués y el pueblo estuvieron encantados, pues la llegada de una hija en primer lugar demostraba que no era es­téril, por lo que existía toda probabilidad de tener un hijo varón.

ACABA AQUÍ LA SEGUNDA PARTE Y EMPIEZA LA TERCERA

Mientras la niña era todavía amamantada sucedió (como ocurre algunas veces) que el marqués sintió deseos de com­probar la constancia de su mujer. No podía librarse de este extraordinario deseo de probar a su esposa. Dios sabe que no había tal necesidad de ponerla en este brete, pues la había probado antes con bastante frecuencia y siempre la había encontrado pura; por lo que ¿qué necesidad había de someter­la a prueba una y otra vez? Algunos pueden aplaudir el ges­to por lo astuto. Por mi parte diré que no está nada bien que un hombre someta a su mujer a prueba y a angustias y temo­res innecesarios.

Así es cómo actuó el marqués. Una noche fue solo, con el semblante grave y el ceño fruncido, al aposento en que ella estaba y dijo:

—¡Griselda! Supongo que no habréis olvidado el día en que os rescaté de la pobreza y os llevé a vuestra alta posición actual. Solamente digo, Griselda, que no creo que la dignidad actual en la que os he colocado os haga olvidar el hecho de que os encontré en una condición misérrima. ¿Qué felici­dad podíais haber buscado? Ahora fijaos bien en cada pala­bra que diga: no hay nadie que pueda oírnos excepto noso­tros dos. Vos misma sabéis perfectamente bien cómo fue que llegasteis a esta casa, no hace mucho tiempo de ello. Ahora bien, aunque os amo y aprecio muchísimo, mis nobles no os ven de igual modo. Ellos dicen que es un escándalo y una des­gracia que os deban lealtad y estén sometidos a vos, una sim­ple pueblerina.

»Y no hay duda alguna de que hablan así, especialmente desde que nació nuestra hija. Yo, como siempre, deseo vivir con ellos en paz y tranquilidad. Dadas las circunstancias, no puedo correr riesgos. Debo librarme de nuestra hija del me­jor modo que pueda (no como yo quisiera, sino como desea mi pueblo). Dios sabe que es algo que va muy en contra de mis deseos. No obstante, no haré nada sin que lo sepáis. Sin embargo, deseo que consintáis en ello. Poned ahora vuestra paciencia a prueba, tal como me jurasteis y prometisteis en vuestro pueblo el día que nos casamos.

Ella escuchó todo esto sin que se produjese la menor alte­ración en su rostro, voz o compostura. Según todas las apa­riencias, no sintió resentimiento alguno, sino que replicó:

—Mi señor, todas las cosas están a vuestra disposición. Mi hija y yo somos completamente vuestras y obedeceremos gustosamente. Lo que es vuestro, podéis conservarlo o distri­buir; haced lo que queráis. Como el Cielo que es mi salva­ción, nada que os complazca puede desagradarme a mí, ni hay nada que desee tener o tema perder más que vos únicamente. Este es y siempre será el deseo de mi corazón. Ni el tiempo ni la muerte podrá borrarlo o desviar mi corazón de vos.

Aunque esta respuesta hizo feliz al marqués, sin embargo lo disimuló, pues, cuando se volvió para salir de la habita­ción, su aspecto y porte eran inexorables.

Poco tiempo después de esto —un poco más tarde tan sólo—, reveló la verdad confidencialmente a un individuo que envió a su mujer. Este hombre de confianza iba en cami­no de ser una especie de asistente que se había revelado fia­ble en asuntos de importancia. Se puede confiar en esta cla­se de individuos para que efectúen los trabajos sucios.

El príncipe se daba perfecta cuenta de que este oficial, al mismo tiempo que le era leal, temía su cólera. En cuanto éste entendió lo que su dueño quería, caminó rápidamente hacia el aposento de Griselda donde entró.

—Señora —dijo él—. Perdonadme si ejecuto lo que es mi deber efectuar. Vos sabéis perfectamente que las órdenes de un príncipe no pueden ser eludidas, por mucho que deban lamentarse o ser deploradas. Pero la gente debe necesaria­mente obedecer sus órdenes, y yo formo parte de esta gente; qué le vamos a hacer: se me ha ordenado que me lleve a esta niña.

Aquí se interrumpió, agarró brutalmente a la criatura e hizo como si fuera a matarla allí mismo. Griselda (que debía soportar todo lo que el marqués desease) permaneció sentada, callada y mansa como un cordero y dejó que el cruel asis­tente hiciese su trabajo.

Siniestra era la mala reputación de aquel hombre, siniestro su rostro, siniestro su hablar y siniestra la hora de su apari­ción. La pobre Griselda creyó que él mataría aquí y allí a la hija a la que amaba tan tiemamente; sin embargo, no lloró ni suspiró, sino que se sometió voluntariamente al deseo del marqués. Al cabo, sin embargo, habló. Humildemente rogó al asistente que tuviese el buen corazón de permitirle que be­sase a su hija antes de que muriese. Su cara estaba llena de pe­sar cuando apretó a la criaturita contra su pecho. La meció en sus brazos y la besó; entonces hizo la señal de la cruz, di­ciendo con su voz dulce:

—Adiós, hija mía; nunca te volveré a ver; pero te he per­signado. Que Nuestro Señor en el Cielo, que murió por no­sotros en la cruz de la madera, te bendiga. Hijita mía, confio tu alma a su cuidado, pues esta noche morirás por causa mía.

Incluso para su nodriza, lo juro, aquel panorama hubiese resultado insoportable; con cuánta mayor razón tenía excusa una madre para llorar. Pero, sin embargo, ella permaneció fir­me e impasible, soportando toda aquella desgracia, y dijo dulcemente al oficial:

—Volved a coger a la doncellita. Ahora id a cumplid la or­den de vuestro señor, pero permitidme que os pida un favor: a menos que vuestro señor os lo haya prohibido, enterrad este pequeño cuerpo en algún lugar en el que los pájaros y los animales salvajes no puedan despedazarlo.

A esta petición el asistente no respondió palabra, sino que recogió a la niña y se marchó.

El asistente volvió a donde estaba su señor y le dio cuenta breve, pero completamente, de todas las palabras y compor­tamiento de Griselda y puso en sus brazos a su amada hijita. El príncipe parecía tener algunos remordimientos; pero, no obstante, persistió en su propósito, como suelen hacer los príncipes cuando quieren salirse con la suya. Pidió a aquel sujeto que se llevase a la niña secretamente, que la envolvie­se con sumo cuidado para que pudiese ser transportada en una caja o bien abrigada, advirtiendo que, a menos que qui­siera morir decapitado, nadie debía conocer lo que se propo­nía, ni de dónde venía ni adónde iba.

Tenía que llevársela a Bolonia, a la casa de la hermana del marqués (que en aquellos tiempos era condesa de Panico), explicarle las circunstancias y pedirle que hiciese todo lo que pudiese para educar a la niña como convenía a su noble con­dición; pero le pedía encarecidamente que bajo ningún concep­to revelase a nadie su identidad.

El oficial se fue y cumplió su cometido. Pero volvamos ahora con el marqués. Éste se hallaba alerta, preguntándose si podría percibir algún cambio en el comportamiento de su esposa hacia él o descubrirlo por alguna palabra de ella. Pero jamás la encontró sino fuera amable e inmutable como siem­pre. Desde todos los puntos de vista, ella seguía estando tan animada y siendo tan sumisa y dispuesta a servirle y amarle como antes. Nunca profirió ella palabra sobre su hijita. La desgracia no la había cambiado en lo más mínimo, ni jamás hizo mención de su nombre bajo circunstancia alguna.

TERMINA LA TERCERA PARTE Y EMPIEZA LA CUARTA

Estando así las cosas pasaron cuatro años y quedó nueva­mente preñada; pero esta vez Dios quiso que pariese un her­moso varón para Walter. Cuando se lo dijo al padre, no sólo él, sino todo el país, se regocijaron con el niño, dando gracias al Señor y alabándole. Pero un día, cuando el niño tenía ya dos años y la nodriza le había destetado ya, el marqués tuvo el capricho de probar a su esposa todavía más si era posible. Sin embargo, ¡qué inútil ponerla a prueba otra vez! Pero es que los hombres casados no conocen límite cuando encuen­tran a una mujer paciente.

—Mi querida esposa —dijo el marqués—. Como ya sa­béis, mi pueblo ha tomado muy mal nuestro matrimonio, y ahora, especialmente desde que nació nuestro hijo, peor que nunca. Sus murmuraciones taladran mi corazón; tan crueles son los rumores que me llegan a los oídos, que mi espíritu está casi quebrantado. Ahora andan diciendo esto: «Cuando Walter se vaya, la familia de Janícula tendrá que sucederle y convertirse en nuestra dueña, no tenemos otra elección.» No cabe duda de que esto es lo que se dice por ahí, y yo tengo que tener en cuenta las murmuraciones de esta clase, pues aunque no lo dicen claramente ante mí, realmente tales ideas me asustan. Querría vivir en paz, si me dejan, y, por consiguiente, estoy dispuesto a librarme de mi hijo en secreto, de igual modo como me libré de su hermana aquella noche. Os lo advierto para que no os pongáis fuera de vos repentina­mente por la pena. Tened paciencia en esto, os lo pido enca­recidamente.

—He dicho y siempre diré —replicó ella— que, en ver­dad, no deseo nada sino complaceros a vos; no siento pena en absoluto, aunque maten a mi hija y a mi hijo (por orden vuestra, claro). No he tenido otra participación en mis dos hijos que primero el embarazo y luego la pena. Vos sois nues­tro dueño; haced lo que queráis con lo que es vuestro; no me pidáis consejo, pues del mismo modo que dejé todas mis ro­pas en casa cuando vine hacia vos por primera vez, del mis­mo modo dejé mi voluntad y mi libertad allí y acepté vues­tros atavíos. Por consiguiente, os pido que hagáis lo que de­seéis, y yo obedeceré en lo que os plazca. Por cierto, que si yo pudiese anticiparme a vuestros deseos y los supiese antes de que me dijeseis cuál es vuestro capricho, no dejaría de eje­cutarlo. Pero ahora que sé lo que queréis y lo que deseáis que se cumpla, seré constante y firme en todo lo que queréis. Y si supiese que mi muerte os tenía que dar tranquilidad, enton­ces, para complaceros, gustosamente moriría. La muerte no es nada en comparación con nuestro amor.

Al darse cuenta de la constancia de su esposa, el marqués sintió verguenza y bajó los ojos. Quedó pasmado de lo que ella podía aguantar con tanta entereza. Entonces se fue, con una resuelta expresión en el rostro, aunque en su fuero inter­no estallaba de felicidad.

Su temible secuaz se llevó a su hermoso hijito de la misma forma en que se había apoderado de su hija, o incluso con mayor crueldad si cabe. Sin embargo, ella no mostró señal de pena —tanta era su paciencia—, pero besó también a su hijo y lo persignó, pidiendo únicamente a aquel sujeto que, si po­día, lo enterrase en la tierra para preservar a sus tiernas y de­licadas extremidades de las aves y de las bestias de presa. Pero no obtuvo respuesta de ninguna clase. El hombre se marchó como si aquello no significase nada para él; pero llevó con todo cuidado al niño a Bolonia.

Cuanto más pensaba sobre el asunto, más se maravillaba el marqués por su paciencia y, si no hubiese estado seguro de cuánto amaba a sus hijos, hubiese sospechado de que ella pa­saba por todo aquello por astucia, malicia o dureza de cora­zón. Pero sabía perfectamente que, después de él, a quienes ella amaba más era a sus hijos.

Ahora preguntaré a las damas presentes si no consideran que todas estas pruebas no eran ya suficientes. ¿Qué más po­dría idear este implacable marido para comprobar la fidelidad y constancia hacia alguien tan inexorable como él? Pero hay un tipo de personas que una vez han decidido tomar de­terminada senda, no pueden ya resistir, sino que se atienen a su propósito primitivo, como un mártir atado a la estaca del suplicio. Tal era el caso del marqués, que persistía en poner a su mujer a prueba según su propósito inicial.

Estaba siempre atento a cualquier palabra o gesto que de­latase que ella había cambiado algo con respecto a él. Pero no pudo detectar variación alguna: continuó con el mismo talante y comportamiento de siempre; incluso, con los años, se volvió, si fuera posible, todavía más fiel y devota si cabe.

Al final pareció como si entre los dos hubiese una única voluntad, pues fuese lo que fuese el deseo de Walter, se con­vertía también en el de ella, hasta que, gracias al Cielo, todo llegó a su fin. Ella demostró cómo, a pesar de todas las tribu­laciones, una esposa no debe tener otros deseos propios que los de su esposo.

Ahora bien, corrían historias escandalosas acerca de Wal­ter por todas partes: que si por haberse casado con una po­bre, en la crueldad de su corazón había mandado perversa y secretamente asesinar a sus dos hijos. Tal era el hablar de las gentes. Y no es de extrañar, pues no llegó ninguna palabra a los oídos del pueblo de que no hubiesen sido asesinados.

Por ello, sucedió que si hasta entonces había sido amado mucho por su pueblo, el oprobio de su mala fama hizo que llegasen a odiarle. No obstante, él no cejó en sus crueles propósitos por ningún motivo. Su mente estaba totalmente ocu­pada en seguir poniendo a prueba a su mujer.

Cuando su hija cumplió doce años de edad, envió su men­sajero a la corte de Roma (a la que astutamente había mante­nido informada de sus intenciones) y les dio instrucciones para que falsificasen los documentos que fuesen necesarios para su inhumano proyecto. Dichos documentos debían de­cir que el Papa, para calmar la opinión de su pueblo, le pedía que, si quería, se casase nuevamente. Realmente llegó a soli­citarles que falsificasen bulas papales que dijesen que tenía permiso, por dispensa pontificia, de repudiar a su primera mujer, para que la disensión y mala voluntad entre él y su pueblo desapareciesen. Así decía la bula, que se publicó en su totalidad.

Como era de esperar, la gente se lo creyó a pies juntillas. Pero cuando la noticia llegó a Griselda, tengo entendido que su corazón se llenó de pena. Sin embargo, con la firmeza acostumbrada, ella resolvió —¡pobre infeliz!— soportar las adversidades de la fortuna, siempre procurando el placer de aquel al que había entregado alma y corazón, como su ver­dadero solaz terrenal.

Para no alargar la historia, diré que el marqués escribió una carta especial para llevar a cabo sus planes y la envió se­cretamente a Bolonia. Solicitó formalmente al conde de Panago (que se había casado con su hermana) para que, públi­camente, trajese a casa a sus dos hijos con una escolta de ho­nor. Una cosa exigió escrupulosamente, y fue que si se le preguntaba al conde de quién eran aquellos hijos no lo dije­se a nadie, pero que, en cambio, divulgase que la niña iba a desposarse con el marqués de Saluzzo.

El conde cumplió lo que le pidió, y el día previsto se puso en marcha, camino de Saluzzo, con un gran séquito de nobles bien pertrechados para dar escolta a la doncella y a su joven hermano, que cabalgaba a su lado. La muchacha en ciernes iba ataviada para la boda y cubierta de deslum­brantes joyas, mientras que su hermanito, de siete años, iba brillantemente vestido a su propio estilo. Así cabalgaron día a día camino de Saluzzo en medio de gran suntuosidad y regocijo.

Entretanto, el marqués, para poder estar absolutamente convencido de que seguía siendo tan constante como siem­pre, buscó el modo de hacer sufrir la máxima prueba a su es­posa con su acostumbrada crueldad. Un día, durante una au­diencia pública, se dirigió a ella en voz alta:

—Realmente, Griselda, ha sido bastante agradable tenerte por esposa, más por vuestra fidelidad y obediencia que por vuestra riqueza y linaje. Pero cuando pienso en ello, cada vez me convenzo más de que cuanto más elevada es la posición de uno, tanto mayor es su sujeción al servicio. Un labrador tiene más libertad en darse gusto que yo mismo, pues mi pueblo me fuerza con su diario clamor a que tome otra espo­sa. Y además debo deciros que el Papa ha otorgado su con­sentimiento para ello con el fin de impedir que hubiera di­sensiones y mala voluntad entre el pueblo. Por cierto que os diré esto: mi nueva esposa está en camino hacia aquí. Prepa­raos para dejar este lugar sin dilación. En cuanto a la dote que vos me trajisteis, como favor especial os permitiré que os la llevéis con vos. Volved a la casa de vuestro padre. Nadie puede tener suerte siempre. Seguid mi consejo y soportad los embates de la fortuna con ecuanimidad.

Le respondió ella, sin embargo, con fortaleza:

—Señor, supe y siempre he sabido que nadie puede en modo alguno comparar vuestro esplendor con mi pobreza. Esto es innegable. Nunca me consideré digna de ser vuestra esposa en modo alguno. No, ni tan sólo vuestra doncella de cámara. Y en esta casa de la que me hicisteis dueña pongo a Dios por testigo (que Él dé consuelo a mi espíritu) que nunca pensé que era la señora sino la humilde criada de vuestra señoría, por encima de todas las demás criaturas terrenales, y lo seguiré siendo mientras dure mi vida. Os doy gracias a vos y al Cielo, al que rezo que os recompense, por el tiempo que me habéis honrado con vuestra generosidad y me habéis exaltado hasta un puesto del que no soy digna. No diré nada más. Volveré a mi padre gustosamente y viviré con él por el resto de mi vida. Y allí donde me crié de niña, viviré y moriré como viuda, limpia de cuerpo y de alma y de todas las co­sas. Pues como os entregué mi virginidad y soy, sin duda, vuestra fiel esposa, Dios impida que la esposa de un príncipe tan grande tome como esposo o compañero a otro hombre.

»En cuanto a vuestra nueva esposa, que Dios en su gracia os conceda alegría y prosperidad, pues gustosamente le cede­ré mi sitio en el que he sido tan feliz. Ahora, mi señor, ya que os place que yo, cuyo corazón estuvo en vos, me vaya, iré a donde gustéis.

»En cuanto a vuestra oferta de devolverme la dote que yo aporté, estoy lejos de olvidar cuál fue; nada espléndido: sola­mente mis pobres harapos; sería dificil para mí el encontrar­los ahora. ¡Oh, Dios bendito! ¡Cuán noble y amable me pa­recisteis en aspecto y palabra el día en que nos casamos! Sin embargo, se dice y es verdad —al menos yo en mi caso así lo creo, puesto que ha resultado cierto— que «el amor cambia cuando envejece». Pero os aseguro, mi señor, que ni las pena­lidades ni la muerte harán que me arrepienta de palabra o de obra de haberos dado todo mi corazón.

»Mi señor, vos sabéis que me despojasteis de mis misera­bles harapos en la casa de mi padre y que, generosamente, me vestisteis con ropas magníficas. Es evidente que lo único que os traje fue mi fidelidad, mi desnudez y mi virginidad. Aquí, pues, hoy os devuelvo mis ropas y también mi anillo de boda, para siempre más. Os puedo asegurar que el resto de vuestras joyas están en vuestro aposento. Desnuda llegué de casa de mi padre y desnuda debo regresar a ella. Gustosa­mente me someteré a todos vuestros deseos, pero espero que no tengáis intención de que salga de vuestro palacio total­mente en cueros.

»Vos no podéis permitir una cosa tan deshonrosa como que el vientre que guardó vuestros hijos quede al natural y a la vista de todos y de todo el pueblo cuando me vaya. Os ruego encarecidamente que no me hagáis caminar despojada como un gusano por el camino. Mi amado señor, recordad que fui vuestra esposa, aunque indigna, y que, por consi­guiente, la doncellez que os traje y que ahora no puedo lle­var me autorice a que me concedáis volver con un sayo como el que solía llevar, con el que ocultar el vientre de la que una vez fue vuestra esposa. Y para que no os enojéis, mi señor, aquí me despido de vos.

—Guardad el sayo que lleváis —dijo él— y lleváoslo con vos.

Sin embargo, a él le costó pronunciar estas palabras por piedad y remordimiento, pero le volvió la espalda. Ella se despojó allí mismo delante del pueblo y partió con su sayo hacia la casa de su padre, con la cabeza desnuda y con los pies descalzos. El pueblo la siguió llorando, y mientras cami­naban maldecían a la diosa Fortuna; pero ella mantuvo a sus ojos secos de lágrimas y en todo el trecho no profirió ni una sola palabra.

Su padre pronto se enteró de la noticia. Maldijo el día y la hora en que nació. Sin duda este pobre anciano siempre ha­bía sentido cierta aprensión sobre el casamiento de su hija. Desde el mismo principio sospechó que una vez que el prín­cipe hubiese satisfecho su apetito sexual, sentiría haber des­prestigiado su rango por haber elegido tan bajo, y que enton­ces se libraría de ella lo antes posible.

El clamor de la gente le anunció su proximidad y se apre­suró a salir al encuentro de su hija. Llorando amargamente la cubrió con su viejo abrigo como mejor supo, pero no pudo envolverla porque la tela era corta y muchísimo más vieja y desgastada de lo que ya estaba el día de la boda.

Así, pues, esta flor de esposa paciente residió algún tiem­po con su padre. Nunca demostró ni con la palabra ni con la mirada, ni en público ni en privado, que se le hubiese causa­do daño alguno; su rostro no delataba tampoco en lo más mínimo que recordase o echase de menos su elevada posi­ción perdida. Tampoco esto podía maravillar o sorprender a nadie, pues cuando era marquesa siempre se había distingui­do por una actitud carente de pretensiones. No sentía espe­cial predilección por los manjares delicados ni tenía un espí­ritu amante de los placeres; al contrario, estaba llena de ama­bilidad paciente, era discreta, sin pretensiones, siempre honorable y, con respecto a su esposo, constante y sumisa. La gente habla de Job y, muy especialmente, de su humildad; cuando les entra en gana, los eruditos suelen ser bastante elo­cuentes al respecto —particularmente de la humildad en los hombres—, pero aunque aquéllos dedican pocos elogios a la mujer, la verdad es que ningún hombre jamás llega a ser ni la mitad de humilde y fiel que una mujer; y si no es así, ahora me entero.

Cuando el conde de Panago llegó a Bolonia, la noticia se extendió por todas partes. También llegó a oídos de todo el mundo el que había traído consigo a una nueva marquesa con tal pompa y esplendor, que por toda la Lombardía occi­dental ningún ser humano había contemplado jamás un es­pectáculo de mayor magnificencia.

Antes de la llegada del conde, el marqués (que sabía de ella, pues era el que lo había planeado todo) envió unos mensajeros para que le trajesen a la pobre e inocente Grisel­da; y ella, con el corazón sumiso y el rostro feliz, aunque no anidasen grandes esperanzas en su pecho, acudió [presta­mente] a su requerimiento. Se arrodilló ante él y le saludó respetuosamente.

—Griselda —dijo él—, estoy completamente decidido a que esta muchacha con la que voy a contraer matrimonio sea recibida mañana en mi casa como si fuese una reina, y que todo el mundo esté situado y servido de acuerdo a su rango y agasajado con todos los honores que pueda darle. Natural­mente, no dispongo de ninguna mujer capaz de ordenar y disponer las habitaciones como yo quisiera; por ello estaría muy contento si os pudieseis cuidar de ello. Además, estáis familiarizada con todos mis gustos. No os importe el que vuestros vestidos sean andrajosos y feos: la cuestión es que cumpláis con vuestra tarea de la mejor manera posible.

—Mi señor —respondió ella—, no solamente soy feliz de poder hacer lo que deseáis, sino que es también mi deseo ser­viros y complaceros lo mejor que sepa desde mi humilde puesto, hasta que me caiga rendida; y siempre será así. Pues nunca, en el bienestar o en la aflicción, el alma que se aloja en mi pecho os dejará de amar con la mayor y más verdade­ra lealtad.

Y, después de decir esto, empezó a poner orden en la casa, preparando las mesas y haciendo las camas. No ahorró es­fuerzos, conminando a las camareras que, por amor de Dios, se apresuraran, barriesen y fregasen, mientras que ella, más ocupada que nadie, preparaba el salón del banquete y los aposentos privados.

El conde llegó a media mañana trayendo a los dos nobles niños con él. La gente salió corriendo a ver el costoso espec­táculo; y ahora, por primera vez, empezaron a comentar unos con otros que Walter no era ningún tonto. Si quería cambiar de esposa, todavía salía ganando, pues la vieron mu­cho más bella que Griselda y mucho más joven; el fruto del matrimonio resultaría mejor, y, debido a la alta cuna de la nueva desposada, más aceptable que la otra. Y había que ver la cara tan hermosa que también tenía su hermanito. Ambos cayeron bien a la multitud, y todos alabaron ahora la con­ducta del marqués.

«¡Qué inconstante es la gente! Siempre veleidosa, siempre infiel, inconstante y variable como una veleta; siempre rego­cijándose con los últimos rumores. Continuamente crecien­do y menguando y siempre llena de chismes y habladurías que no valen ni un ochavo. Se equivoca en sus juicios, y su constancia no resiste el menor embate. El que confie en la gente, en el pueblo, es un idiota a carta cabal.»

Tales eran los comentarios de los ciudadanos más juicio­sos mientras la multitud lo miraba todo boquiabierta, feliz de tener una nueva marquesa por la simple novedad que ello constituía.

No diré nada más sobre eso, sino que pasaré a hablar nue­vamente de Griselda y de su paciencia y laboriosidad. Griselda se ocupó incansable de todo lo que se refería a la fiesta de la boda. Sin que le afectase en lo más mínimo lo grosero y andrajoso de su vestido, salió alegre a la puerta con los demás a saludar a la nueva marquesa, después de lo cual volvió a sus quehaceres. Recibió a los invitados con tal ani­mosa aptitud, cada uno de acuerdo con su rango, que éstos, lejos de encontrar defectos a su recepción, se preguntaban maravillados cómo una mujer tan pobremente vestida podía ser tan cortés y cumplidora. Todos elogiaron merecidamente su tacto.

Entretanto, ella nunca cesaba en sus sinceras alabanzas a la muchacha y a su hermano, que le salían de su corazón rebo­sante de amabilidad y espontaneidad. Nadie pudo haberles alabado más. Pero al fin, cuando los nobles entraron para ocu­par su sitio en el festín, el marqués mandó venir a Griselda, que estaba atareada en el salón. Con tono zumbón preguntó a Griselda:

—¿Qué opinas de la belleza de mi esposa?

—La encuentro muy bella, señor —replicó ella—. Creed­me, jamás vi muchacha más hermosa. ¡Qué Dios le conceda felicidad! Espero que Él os envíe felicidad a ambos por el res­to de vuestras vidas. Una sola cosa os pido —permitidme que os lo advierta—: no hagáis con esta dulce muchacha lo que habéis hecho con otras: repudiarlas. Ella ha sido criada y educada con mayor delicadeza, y no creo que pudiese sopor­tar las penalidades tan bien como otra que hubiese sido cria­da en la pobreza.

Cuando Walter vio ahora su paciencia, su animosa com­postura que no contenía ni un ápice de malicia, sin dejar de ser siempre firme como un valladar y carente de resentimien­tos a pesar de la frecuencia con que él la había atormentado, el obstinado marqués sintió compasión en su corazón por la inquebrantable constancia de su esposa y exclamó:

—¡Queridísima Griselda! Con esto ya tengo suficiente. No temas ni sufras más. He puesto a prueba vuestra fidelidad y la bondad de vuestro corazón, tanto en la riqueza como en la pobreza, hasta donde jamás mujer alguna fue probada. Amadísima esposa, estoy seguro de vuestra constancia.

Luego, tomándola entre sus brazos, la besó. Ella estaba tan sorprendida que no se dio cuenta ni entendió lo que se le de­cía; era como si, de repente, la hubiesen arrancado del sueño. Pero, al final, volvió en sí de su estupefacción.

—Griselda —dijo él—, por Jesucristo que murió por noso­tros, vos sois mi esposa. No tengo otra espesa ni jamás ten­dré otra. Tan cierto como que Dios salvará mi alma. Esta es vuestra hija, esa cine habéis pensado que era mi nueva espo­sa; y este muchacho será seguramente mi heredero, como siempre he querido que lo fuera. El es realmente el hijo de vuestras entrañas. Les tuve escondidos en Bolonia; recupe­radlos, pues ahora no podréis decir que habéis perdido a nin­guno de vuestros dos hijos.

»En cuanto a esta gente que pueda decir que obré por ma­licia o por crueldad, que tomen buena nota de que lo hice para probar la fidelidad de una esposa. ¿Cómo podía Dios permitir que matase a mis propios hijos? Mi intención fue te­nerlos escondidos hasta que estuviese seguro de vuestra reso­lución y fuerza de voluntad.

Cuando ella oyó esto cayó al suelo desmayada, con el co­razón destrozado de alegría. Cuando se recobró llamó a sus dos hijos para que se le acercasen y los estrechó entre sus bra­zos, llorando patéticamente y besándolos tiernamente como cualquier madre, su rostro y sus cabellos bañados en saladas lágrimas. ¡Qué emocionante resultó verla desvanecerse y oír­le decir con débil voz!:

—Mil veces gracias, mi señor, por haber salvado a mis dos hijos. No me importa ya morirme aquí y ahora, con tal que me améis y tenga vuestro favor. ¿Qué importa ya la muerte o que mi alma me abandone? ¡Oh, hijos míos! ¡Oh, hijitos de mi alma! Vuestra apenada madre siempre pensó que habíais sido devorados por crueles perros o por bestias horribles, pero Dios en su bondad y vuestro buen padre os han conser­vado sanos y salvos.

De repente, y en aquel mismo instante, resbaló hasta el suelo abrazada tan fuertemente a sus dos hijos, que costó grandes esfuerzos rescatarlos de su primer abrazo. Las lágri­mas se deslizaban por los rostros contritos de los presentes, que apenas si resistían seguir en aquel aposento.

Walter la consoló hasta que su profundísima pena remitió. Cuando se recuperó de su desmayo, ella sintió verguenza; pero todo el mundo la mimó hasta que recobró su compostura.

Entonces, Walter la trató con cariñosa solicitud hasta que daba gozo ver la felicidad que reinaba entre ambos, ahora que estaban juntos nuevamente. Cuando las damas tuvieron ocasión la llevaron a su aposento y la despojaron de sus bas­tas ropas y la vistieron con una resplandeciente túnica dora­da y le colocaron sobre la cabeza una corona en la que había montadas varias piedras preciosas. Luego la condujeron has­ta el salón del banquete, donde le rindieron los debidos ho­nores. Y así terminó felizmente este día conmovedor, pues todos los presentes, hombres y mujeres, lo celebraron en grande y pasaron toda la jornada con alegría y regocijo hasta que las estrellas empezaron a brillar en el firmamento. A to­dos los presentes les pareció que este banquete era más sun­tuoso y magnífico que las celebraciones de los esponsales.

Ambos vivieron prósperamente en paz y armonía duran­te largos años. Su hija contrajo unas buenas nupcias, pues se casó con uno de los príncipes más nobles de toda Italia. Walter mandó que el padre de su esposa viniese a vivir con ellos en la corte en pacífico retiro, hasta que su alma aban­donó su cuerpo terrenal. Cuando a Walter le llegó la hora, su hijo le sucedió en paz y tranquilidad. También tuvo suer­te en su matrimonio, aunque no hizo sufrir ninguna prueba severa a su esposa. El mundo no es tan duro como antes. Esto es cierto.

Ahora escuchad lo que el Petrarca tiene que decir al res­pecto:

«Este cuento no ha sido contado para que las esposas imi­ten la mansedumbre de Griselda; sería más de lo que podrían soportar aunque quisiesen. Debe servir más bien para que to­dos, sea cual sea su condición, permanezcan tan constantes como Griselda en la adversidad.»

Esa es la razón por la que el Petrarca contó este cuento, que compuso en el más elevado de los estilos. Pues si una mujer fuese tan paciente hacia un simple mortal, con cuánta mayor razón deberíamos aceptar sin una queja todo lo que Dios nos envía. Resulta completamente razonable que Él ponga a prueba a todos los que Él mismo ha creado. Sin em­bargo, como dice Santiago en su Epístola, nunca probará has­ta tal extremo a los que Él ha redimido. Sin duda está siem­pre probándonos. Por nuestro propio bien siempre permite que seamos atormentados de diversas formas por el cruel lá­tigo de la adversidad, no porque quiera estar seguro de nues­tra fuerza de voluntad, pues está plenamente enterado de to­das nuestras debilidades desde antes de nuestro nacimiento. Lo que dispone siempre es para nuestro bien. Entonces, viva­mos en la virtud y en la fortaleza. Pero, antes de que me vaya, permitidme, señores, que diga unas palabras. Actualmente sería dificil encontrar tres Griseldas, o incluso sólo dos, en toda la ciudad. El oro que ellas representan está actualmente adulterado con latón, que si actualmente se pusiera a prueba el metal de la moneda (aunque parece ser buena), con más probabilidad se rompería en dos pedazos antes que si se do­blase.

Así que, en honor de la Comadre de Bath (quiera Dios mantenerla a ella y a todo su sexo en el puesto de mando o las cosas irían demasiado mal), les cantaré una canción que espero les anime, pues me siento en forma. Descansemos pues de [hablar de] los asuntos serios. Ahora escuchad mi canción. Ahí va:

EPÍLOGO DE CHAUCER

Griselda murió, también su paciencia.

están más muertos que un clavo de ataúd;

advierto a todos los maridos en audiencia

que no asalten en alud

de sus mujeres la paciencia, esperando encontrar

una Griselda; de seguro que quebrantan su testuz.

Vosotras, esposas de alta cuna, famosas por la prudencia.

Si dejaseis que la humildad clavara

vuestras lenguas, o bien a los estudiosos evidencia

dieseis, para que aquí os contara

un cuento más increíble que el de Griselda, de presencia tan cara.

¡Vigilad que Chichevache no fuese y os devorara!

Imitad a Eco, cuya propia voz no silencia,

su actitud es de antífona;

no os volváis insensatos de tanta inocencia.

Poned los pies al suelo, tomad el control

y fijad esta lección en vuestra conciencia;

bien general para todos brillará como el sol.

Vosotras, superesposas, alzaos en propia defensa.

Cada una es grande y fuerte como un camello.

¿Cómo permitís que un hombre os haga ofensa?

Y vosotras, esposas menores, aunque flojas en batalla,

sed feroces como tigres o diablos.

La brama fuerte, como el viento en los molinos, no falla.

¿Por qué debéis temer, o hacerles reverencia?

Pues si vuestro marido se cubre de malla,

las cortantes flechas de vuestra elocuencia

traspasarán su pectoral coraza y su dura pantalla.

Seguid mi consejo, sed celosas; no perdáis las agallas,

y le acobardará vuestra presencia.

Si sois bellas y hermosas, cuando otros estén presentes,

mostrad vuestras galas y belleza.

Si fueseis feas, utilizad la largueza

para ganar amigos y estar en su mente.

Sed alegres y ligeras como el viento de Oriente,

y dejad para él que se queje, preocupe, llore y lamente.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ERUDITO

3. PRÓLOGO DEL MERCADER

Esto de llorar, quejarme, lamentarme y tener molestias de día y de noche es algo que conozco muy bien, como lo saben otros muchos hombres casados —dijo el mercader—, o, por lo menos, así lo creo, ya que es lo que me ocurre; lo sé muy bien. Tengo una esposa, la peor que po­dáis imaginar; si estuviese casada con el diablo, podría jurar­lo: le superaría.

»Pero ¿de qué sirve daros ejemplos de su terrible genio?; ella es una arpía completa. Existe una gran y profunda dife­rencia entre la gran paciencia de Griselda y el rencor y los de­seos de venganza que anidan en mi mujer. ¡Y un cuerno vol­vería yo a caer en la trampa si ahora fuese libre! Nosotros, los hombres casados, vivimos siempre angustiados y afligidos. ¡Probadlo si no, y veréis que os digo la verdad, por Santo To­más de la India!.

»Este mal es de la mayoría, no digo de todos, Dios me per­done. ¡Ah, buen maese anfitrión!, creedme, no llevo casado más de dos meses; sin embargo, creo que ningán solterón de toda la vida pudiese empezar a relataros algo tan penoso como lo que podría yo contar aquí referido a la maldad de mi mujer. No, ni aunque me arrancaseis el corazón.

—Bueno, Dios os bendiga, mi querido mercader –dijo nuestro anfitrión—; ya que sabéis tanto del asunto, os pido encarecidamente que nos contéis algo de ello.

—Con mucho gusto —repuso él—, pero mi corazón está demasiado compungido para seguir hablando de mi propia aflicción.

4. EL CUENTO DEL MERCADER

Hace tiempo, en Lombardía vivía un noble caballero, nacido en Pavía, con gran prosperidad. Había perma­necido soltero durante sesenta años, solazando su cuerpo con las mujeres que le gustaban, como suelen hacer­lo estos insensatos mundanos. Ahora, sea por un acceso de piedad o de chochez —no sé decir cuál—, al pasar de los se­senta, a dicho caballero le entraron unas ganas irreprimibles de contraer matrimonio y se pasaba todos los días y todas las noches buscando a la mujer de sus sueños. Rezó a Dios para que le permitiese catar las delicias de la vida que consiguen marido y mujer cuando viven unidos por el sagrado vínculo con el que Dios unió a hombre y mujer.

—Todos los demás sistemas de vida no valen un comino —decía él—. Son las delicias puras del himeneo las que con­vierten esta tierra en un edén.

Así habló el anciano caballero con toda su sabiduría.

Y es verdad, tan cierto como que Dios está en el Cielo, que el casarse es una cosa excelente, especialmente cuando un hombre es viejo y tiene el pelo canoso, pues entonces una esposa constituye su más preciada posesión. Por consiguiente, decidió agenciarse una esposa, joven y bonita, para que le diese un heredero y vivir con ella una vida de alegría y solaz, y no hacer como estos solterones que gimen y se quejan cuando sufren cualquier contrariedad amorosa; lo que les pasa que es que no tienen hijos. Y es que, realmente, es jus­to que los solterones se metan en líos y pasen apuros, porque construyen sobre arenas movedizas y encuentran inestabili­dad allí donde buscan seguridad.

Los pájaros y las bestias viven en plena libertad, sin que nada ni nadie les oprima, mientras que el estado de casado obliga al hombre a vivir una vida feliz y ordenada, atado al yugo del himeneo. ¿Y por qué no debe su corazón rebosar de alegría y sentirse feliz? ¿Quién puede ser tan obediente como una esposa? ¿Quién puede, pregunto, ser más fiel y di­ligente para cuidarlo en salud y enfermedad? Ella no le deja­rá ni cuando nade en la abundancia ni cuando le aflijan las penas, ni se cansará de amarle y servirle, aunque caiga en cama hasta el día de su muerte.

Y, sin embargo, algunos hombres cultos –Teofrasto es uno de ellos— dicen que no es así. ¿Y qué pasa si a Teofras­to le hubiese dado por mentir? «No tomes esposa con la intención o pretensión de economizar, pensando recortar tus gastos domésticos —dijo él—. Un criado fiel se preocupará mucho mejor de vigilar tus posesiones que tu propia mujer, que exigirá la mitad de tu parte mientras viva. Y luego, como que Dios es mi salvación, si caes enfermo, tus verdaderos amigos o un criado honrado te cuidarán mucho mejor que una mujer que está simplemente esperando, como ha espera­do ya mucho, el momento de apoderarse de tus bienes. Y si llevas a una esposa a tu mansión, muy pronto puedes convertirte en un cornudo.»

Estos pensamientos y un centenar de otros peores fueron escritos por este individuo, ¡que Dios le maldiga! ¡Al cuerno con Teofrasto! No prestéis atención a tales tonterías y haced­me caso.

Realmente una esposa es un don de Dios; todas las demás cosas buenas —tierras, rentas, pastos, propiedad común o va­lores mobiliarios— son realmente regalos de la diosa Fortu­na y tan efimeros como una sombra proyectada sobre un muro. Pero no temáis: dejadme que os diga que, francamen­te, una esposa es un objeto duradero y permanecerá en vues­tra casa muchísimo más tiempo del que quizá contabais.

El matrimonio es un sacramento cardinal; a mi modo de ver, un hombre sin esposa es despreciable. Su vida es inútil y solitaria. Hablo, por supuesto, de los laicos, y no lo digo por decir. Si me escucháis, os diré por qué razón la mujer ha sido hecha para ayudar a su compañero. Cuando Dios Todopode­roso creó a Adán, le vio desnudo y solo, y con su gran bon­dad dijo: «Hagamos ahora una compañera para que ayude a este hombre; una criatura como él mismo».

Y entonces creó a Eva. Por ello resulta evidente y constitu­ye una prueba positiva de que la mujer es la ayuda y la como­didad del hombre, es su solaz y su paraíso en la tierra. Obe­diente y virtuosa como es, no pueden ambos por menos que ser felices viviendo unidos. Son una sola carne, y una car­ne, según lo veo, no tiene más que un solo corazón, ven­gan alegrías o penas.

¡Una esposa! ¡Santa María nos bendiga a todos! ¿Qué pe­nalidades pueden sobrevenir a un hombre que tenga esposa? Realmente no puedo pensar en cuáles. Ninguna lengua puede describir y ningún corazón puede imaginar la felici­dad que se goza entre dos. Si él es pobre, ella le ayuda en su trabajo; vigila todos sus bienes, sin despreciar ni una migaja; lo que complace al esposo es una delicia para ella; cuando él dice «sí», ella nunca contesta «no». «Haz esto», profiere él. «Enseguida», replica ella.

¡Oh, qué bendita e inestimable es la condición del hime­neo! Tan alegre y también virtuosa. Tan ensalzada y buena. Todo hombre que no sea ratón debería pasarse la vida dando a Dios las gracias, de rodillas, por concederle una esposa, o bien rezándole para que le envíe una que le dure hasta el fin de sus días. Pues entonces su vida se asienta sobre una base segura.

En mi opinión, un hombre jamás puede equivocarse, siempre que siga el consejo de su mujer. Puede mantener la cabeza bien alta; pues son tan juiciosas como fieles (haced siempre lo que las mujeres aconsejan si queréis seguir el ejemplo de los hombres inteligentes).

Mirad cómo Jacob —según los eruditos—adoptó la exce­lente sugerencia de su madre Rebeca y anudó la piel de una oveja alrededor de su cuello, consiguiendo así la bendición de su padre. La historia cuenta también cómo Judit salvó al Pueblo Elegido con su sabio consejo y decapitó a Holofernes cuando dormía. Pensad en Abigail y cómo rescató a su ma­rido, Nabal, con sabios consejos cuando ya estaba a punto de ser ejecutado; o fijaos en Esther, cuyo acertado consejo li­bró al Pueblo Elegido de tribulaciones y permitió que Mardoqueo fuese honrado por Asuero.

Como dice Séneca, no hay nada que supere a una espo­sa complaciente. Soportad la lengua de vuestra esposa, según recomienda Catón. Ella debe mandar y uno debe tolerarlo; pero, sin embargo, como favor, ella te obedecerá. Tu mujer es la dueña de la bolsa doméstica. Cuando estés enfermo, no sirve de nada llorar y lamentarse si uno no tiene a una espo­sa que vigile la casa. Si queréis actuar con sensatez, os pre­vengo a que améis a vuestras esposas de la misma forma que Jesucristo amó a su Iglesia. Si os amáis a vosotros mismos, entonces amaréis a vuestra esposa, pues nadie odia su propia sangre, sino que la cuida y protege mientras le quede aliento. Por tanto, os advierto, amad a vuestra esposa o nunca pros­peraréis. A pesar de los chistes que se hacen sobre ello, el ma­rido y su mujer han elegido el único sendero seguro para la gente de este mundo; puesto que están tan íntimamente uni­dos, ningún mal puede acontecer a ninguno de ellos, en es­pecial a la mujer.

Con estas ideas en la cabeza, Enero (el caballero del que os estoy hablando) deseaba para su vejez esa vida de felicidad y virtuosa tranquilidad que es el dulcísimo matrimonio.

Un día mandó venir a sus amigos para darles cuenta de las conclusiones de su larga meditación. Con el semblante pro­fundamente serio empezó su perorata:

—Amigos míos, soy viejo y tengo el pelo canoso, y Dios sabe que estoy con un pie en la tumba. Debo ponerme a pensar un poco en mi alma. He disipado insensatamente mi cuerpo, pero ¡gracias a Dios! esto puede remediarse. Pues he decidido casarme lo antes posible. Por tanto, hacedme el fa­vor de efectuar los preparativos para mi matrimonio inmediato con alguna muchacha joven y bonita. Pues no quiero esperar. Por mi parte mantendré un ojo abierto, a ver si en­cuentro a alguien con quien pueda casarme sin más dilación. No obstante, como yo soy uno y vosotros varios, es mucho más probable que vosotros descubráis una novia adecuada para mí que yo mismo, por lo que he decidido tener aliados. Sin embargo, una advertencia, queridos amigos: nada me in­ducirá a tomar una esposa de edad. Ella no debe pasar de los dieciséis. Esto es innegociable. Mi gusto puede ser el del pes­cado hecho, pero la carne, joven; un lucio será mejor que un pequeño lucio, pero la carne de ternera joven es mejor que la de buey. No quiero tener a una mujer de treinta años —no son más que forraje, simple paja—, forraje de invierno. Y, además, Dios sabe que estas viejas viudas saben más tru­cos que Lepe y pueden promover tantas trifulcas como se les antoje. Nunca viviría en paz con una de ellas. Las distintas es­cuelas hacen a un erudito más juicioso. Lo mismo ocurre cuando una mujer ha tenido varios maridos. En cambio, una mujer joven puede ser moldeada, de la misma forma que uno puede hacerlo con una cera caliente. En resumen, que no pienso tomar a ninguna mujer entrada en años por estas razones.

»Suponed que tuviese la desgracia de no encontrar placer con ella. Entonces tendría que pasar el resto de mi vida en constante adulterio e irme directamente al infierno al morir. No podría engendrar hijos con ella, y —dejadme que os lo diga— antes me dejaría comer por los perros que tolerar que mi herencia fuese a parar a manos extrañas. No digo tonte­rías. Sé por qué los hombres deben casarse. Además, que me doy perfecta cuenta que mucha de la gente que habla del ma­trimonio sabe menos del mismo que el mozo de mis esta­blos de las razones por las que tengo que tomar esposa. Si un hombre no puede vivir en castidad, entonces debe procurar­se una esposa, no por la simple concupiscencia o por el amor, sino por la legítima procreación de hijos, para mayor gloria de Dios; y así, de este modo, evitar fornicación, pagan­do el tributo cuando corresponde, cada uno de los cónyuges ayudando al otro en la aflicción como un hermano a su her­mana y, luego, vivir en santa continencia. Pero, señores, yo no soy de este tipo, no os sepa mal. Creo poder alardear de que mis miembros se sienten fuertes y que puedo llevar a cabo lo que cualquier hombre deba hacer, puesto que yo soy el mejor juez en eso.

»Aunque tenga el pelo canoso, soy el árbol que florece an­tes de que el fruto madure. Y un árbol en flor no está ni muerto ni seco. Solamente es mi cabeza la que se siente canosa; mi corazón y mis miembros están verdes y lozanos como un laurel durante todo el año. Bien, ahora que habéis oído lo que tenía que deciros, os ruego que satisfagáis mis deseos.

Diversas personas le contaron diferentes cosas sobre el ma­trimonio. Algunos lo condenaban y otros, por el contrario, lo alababan; pero al final (ya sabéis cómo surgen controver­sia durante una discusión entre amigos) surgió una disputa entre sus dos hermanos. El nombre de uno de ellos era Pla­cebo, el otro se llamaba Justino.

Decía Placebo:

—Hermano Enero, no habría la mínima necesidad de que tú pidieras el consejo de nadie aquí, si no fuera por la consu­mada sagacidad y prudencia que te hace, mi señor hermano, tan reacio a descartar aquel proverbio de Salomón que a todos se nos puede aplicar: «No hagáis nada sin asesoramiento —esto es lo que dijo—, y no tendréis luego que arrepentiros».

»Pero, mi querido hermano, aunque lo dijo el propio Sa­lomón, tan seguro como de que Dios es mi salvación, creo que tu propia opinión es la mejor de todas. Pues, hermano, te lo aseguro, llevo toda la vida de cortesano y es bien sabi­do que tengo gran prestigio (aunque sea indigno de él) entre los señores de elevada prosapia; sin embargo, nunca me he peleado con ninguno. El hecho es que jamás les contradije. Siempre tuve presente que un señor sabe de las cosas más que yo, por lo que, diga lo que diga, en cuanto de mí depen­de, afirmo lo mismo que él o algo parecido. No hay asno ma­yor que un consejero al servicio de algún gran señor que se atreva a creer o incluso a suponer que su consejo es mejor que las ideas de su amo. No, creedme: los señores no son nada tontos. Tú mismo has desplegado aquí hoy un razona­miento tan contundente, una piedad y capacidad tales, que no puedo por menos que estar de acuerdo con tu opinión y confirmar todas y cada una de las palabras que has pronun­ciado.

»¡Por Dios! No hay hombre en toda la ciudad, o incluso, si me apuras, en toda Italia, que hubiese podido hablar me­jor que tú hoy. El propio Jesucristo estaría satisfecho de oír­te. Verdaderamente requiere mucho ánimo el que un hom­bre de avanzada edad tome a una joven por esposa. ¡Por mi vida! Tenéis el corazón donde corresponde. Haced exacta­mente lo que queráis en este asunto, pero creo que lo mejor en esto es: dicho y hecho.

Justino, que había estado sentado escuchando silenciosa­mente lo que se decía, repuso a Placebo:

—Escucha, hermano, y, por favor, hazlo con paciencia. Después de haber dicho lo que piensas, puedes escuchar mi opinión.

»Séneca, entre sus muchos proverbios sabios, puso de re­lieve que uno debe actuar con suma prudencia cuando se tra­ta de ver a quién van las tierras o las propiedades de uno. Pues bien, si yo tendría que ir con sumo cuidado para ver a quién entrego mis pertenencias, con cuánto mayor cuidado habré de vigilar a quien otorgo mi cuerpo a perpetuidad. Te advierto senamente: no es un juego de niños el elegir esposa sin la debida reflexión. A mi modo de ver, es esencial averiguar si es discreta, morigerada o dada o la bebida; si se trata de una mujer casquivana, o si, de algún modo, es una arpía, una regañosa, una manirrota; si es rica, pobre o si es un ma­rimacho.

»Y aunque es imposible hallar al caballo perfecto en todos los aspectos —en este mundo es imposible hallar el ideal, ni entre los humanos ni entre las bestias—, debe ser más que suficiente el que una esposa posea más buenas cualidades que malas. Ahora bien, se necesita tiempo para averiguarlo. Y he derramado más de una lágrima en secreto, Dios lo sabe bien, desde que me procuré una esposa. Cualquiera que se lo proponga puede cantar elogios del himeneo, pero la verdad es que en él no encuentro más que líos, deberes y gastos to­talmente desprovistos de bendiciones. Y eso que mis vecinos y en especial las mujeres, a tropel— me aseguran que ten­go la esposa más constante y complaciente que respira. Pero yo soy el que mejor sabe dónde me duele el zapato.

»En lo que a mí concierne, puedes hacer lo que te parez­ca, pero reflexiona seriamente —tú eres un hombre viejo­antes de meterte en el matrimonio, en especial con una mu­jer que sea joven y bonita. Por el Dios que creó el agua, la tie­rra y el aire, el más joven de los que está aquí ya tiene más que trabajo para conservar su esposa para él solo. Confla en lo que te digo: no le darás placer a ella más de tres años a lo sumo. Las esposas requieren toda clase de atenciones. Y, por favor, no te enfades por lo que te he dicho.

—Bueno —contestó Enero—. ¿Has terminado? A la mier­da tu Séneca y tus proverbios; no es más que jerga de erudi­tos que no vale ni un cargamento de malas hierbas. Acabas de escuchar que gente más juiciosa que tú está de acuerdo conmigo. ¿Qué dices a ello, Placebo?

—Yo simplemente digo que sólo un villano pondría obs­táculos al matrimonio. No digo más —repuso él. Seguidamente y, sin más, se levantaron, estando todos de acuerdo en que debería casarse con quien quisiera cuando lo desease.

Día tras día, el alma de Enero estaba llena de extraordina­rias fantasías y complejas conjeturas sobre su matrimonio; noche tras noche, figuras y rostros arrebatadores discurrían por su mente, como si alguien hubiese tomado un espejo pu­lido y lo hubiese situado en la plaza del mercado para con­templar la multitud de figuras que pasasen junto al mismo. De esta forma, Enero veía en su mente a las chicas que vivían cerca de él. No sabía por cuál decidirse. Pues si una tenía un rostro hermoso, otra poseía tal prestigio de amabilidad y ecuanimidad entre la gente, que todo el mundo la proponía. Algunas eran ricas, pero tenían mala fama. Al fin, medio se­rio, medio en broma, descartó de su corazón a todas las de­más y se fijó en una a la que eligió para sí.

El amor es siempre ciego y no sabe ver. Se la imaginó en su corazón, cuando él se disponía a acostarse: su alegre belle­za, sus tiernos años, su diminuta cintura y sus brazos esbeltos y largos, su comportamiento sensato y su noble sangre, su porte femenino y sus modales pausados. Habiéndose de­cidido por ella, pensó que no podía haber hecho mejor elección. Y una vez tomada su decisión, dejó de creer en la sen­satez de los demás. No sabía ver la menor objeción o, por lo menos, así se engañaba a sí mismo. Entonces envió una invi­tación a sus amigos solicitando el placer de su compañía cuanto antes, pues tenía la intención de abreviar el trabajo que ellos se tomaban en su beneficio. Ya no había necesidad de que ellos fuesen a caballo de aquí para allá. Él ya había en­contrado su refugio.

Pronto llegaron Placebo y sus amigos. Lo primero que hizo fue rogarles que, por favor, no le discutiesen la decisión que había tomado, pues con ella no solamente complacía a Dios, explicó, sino que constituía la auténtica base de su feli­cidad personal.

Había, según dijo, una doncella en la ciudad, famosa por su belleza, y aunque no era de elevado rango, para él su ju­ventud y belleza eran suficientes. Declaró que tomaría a esta doncella por esposa y viviría cómodamente y en santidad, y dio gracias a Dios de que la poseería por completo, de forma que ningún otro hombre compartiría su deleite. Luego les rogó que le ayudasen para que sus propósitos no fracasaran, en cuyo momento su corazón descansaría.

—Ahora no tengo nada que me preocupe —declaró—, excepto una cosa que atormenta mi conciencia y que os revelaré, ya que estáis todos aquí. Hace mucho tiempo que oí decir que nadie puede tener dos paraísos (quiero decir uno aquí en la tierra y otro allí en el Cielo). Pues aunque uno se mantenga apartado de los siete pecados capitales y de sus ramificaciones y, sin embargo, si se encuentra tanto placer y deleite en el matrimonio, me preocupa que a mi avanzada edad pueda llevar aquí una vida tan agradable, placentera, sin penas ni preocupaciones, que llegue a tener mi Cielo aquí en la Tierra. Pues si el verdadero Cielo se consigue con infinito sufrimiento y grandes tribulaciones, ¿cómo podré yo entrar en la bienaventuranza eterna junto a Cristo, si vivo en el placer como todos los demás hombres con sus esposas? Esto es lo que me preocupa, y os pido a ambos que resolváis mi duda.

Justino, que detestaba su insensatez, le dio una respuesta animosa (aunque, para abreviar, no la fundamentó con citas eruditas).

—Señor —dijo él—, si éste es el único obstáculo, puede ser que Dios, en su infinita bondad, disponga las cosas de forma que puedas arrepentirte de la vida de casado en la que aseguras que no existen ni penalidades ni preocupaciones, in­cluso antes de que la Santa Iglesia te despose.

»Dios me confunda si no le da a un hombre casado más frecuentes oportunidades para arrepentirse que a un hombre soltero. Por consiguiente, señor —es el mejor consejo que puedo darte—, no te desesperes; ten presente que ella puede resultar ser tu purgatorio. Ella puede ser el instrumento de Dios, el azote de Dios, con lo que tu alma saldrá pitando ha­cia el Cielo con mayor rapidez que una flecha sale de su arco. Espero que puedas comprobar, más adelante, que no hay ni nunca habrá felicidad suficiente en el matrimonio que impida o sea obstáculo para tu salvación. Desde luego, con tal que tú regules los placeres de tu esposa a lo que resulte conveniente y razonable, eso es, que no le des a ella demasia­da satisfacción amatoria y, por supuesto, que te mantengas apartado de los demás pecados. Esto es todo lo que te tengo que decir —soy una persona muy estúpida—, pero no te preocupes por ello, hermano. No hablemos más del asunto. La Comadre de Bath, si le has prestado atención, ha expues­to sus puntos de vista de una forma clara y concisa sobre el asunto en cuestión, esto es, el matrimonio. Ahora, queda en paz y que Dios te guarde.

De esta forma se despidieron Justino y su hermano. Cuan­do vieron ellos que no había nada que hacer, mediante mu­cho astuto forcejeo, arreglaron las cosas de tal modo que la muchacha —que se llamaba Mayo— se casase con Enero lo antes posible. Pero creo que sería malgastar el tiempo si tu­viese que detallar todas las actas y documentos con los que ella recibió como dote las tierras de él o explicaros su rico y suntuoso ajuar.

Finalmente llegó el día en que ambos fueron a la iglesia para recibir el santo sacramento. Salió el sacerdote con la es­tola rodeándole el cuello y le pidió a ella que fuese como Sara y Rebeca en sabiduría y fidelidad ante los votos matri­moniales. Entonces rezó las oraciones de costumbre, les san­tiguó y pidió la bendición de Dios sobre ellos y efectuó los sagrados ritos que están prescritos.

De este modo quedaron casados formalmente y tomaron asiento junto a otras personalidades en el estrado, en el festín de la boda. El palacio de Enero se llenó de música, alegría y diversión con los mejores manjares de toda Italia. Sonaron en su honor instrumentos de sonido más dulce que cual­quier música ejecutada por Orfeo o por Amfión de Tebas. Cada plato fue anunciado mediante un floreo de clarines to­cados por juglares con más fuerza que el trompeteo de Joab y con mayor claridad que la trompa que tocó Tiodamas en Tebas, cuando la ciudad se hallaba en peligro.

Por cada lado Baco vertía el vino, mientras Venus sonreía a todos, pues Enero se había convertido en el caballero de ella y estaba a punto de ensayar sus fuerzas en el himeneo, como solía hacerlo cuando era libre. Y así danzó la diosa con una antorcha llameante en su mano, ante la novia y todos los allí reunidos. Llegaré incluso a afirmar que Himen, el dios de las bodas, jamás había visto a un novio más feliz.

Calla la boca, tú, poeta Marciano; tú, que escribiste sobre la alegre boda entre Filología y Mercurio y sobre las cancio­nes que cantaron las musas. Tanto tu lengua como tu pluma son demasiado pálidas y delicadas para retratar un matrimo­nio como ése. Cuando la tierna juventud se casa con la en­corvada vejez, el yugo resiste toda descripción. Probad de ha­cer la descripción y veréis si miento.

Resultaba encantador ver sentada allí a Mayo. Contem­plarla era como un cuento de hadas: la reina Ester nunca di­rigió al rey Asuero una mirada así o hizo un gesto tan recatado. No sabré describir ni la mitad de su belleza, pero os diré esto: parecía una clara mañana del mes de mayo llena de belleza y delicias. Y cada vez que Enero miraba el rostro de ella caía como en un trance de arrobamiento, empezando a gozar anticipadamente en su fuero interno el abrazo noc­turno que él le daría mucho más apretado que el de Pans a Helena. Sin embargo, se sentía, por otra parte, como com­pungido al pensar lo que tendría que ofenderla aquella no­che: «¡Ah! ¡Pobre criatura! ¡Ojalá Dios te conceda fuerzas para soportar toda mi lujuria; siento tal ardor y tales deseos! Tengo miedo que no sepas soportarlo. ¡Por Dios, que haré todo lo que pueda! ¡Que Dios haga que llegue la noche y dure eternamente y que se vayan todos los presentes!» Al fi­nal hizo todo cuanto pudo (sin ser grosero) para echarlos de ahí discretamente y que se marcharan de la mesa.

Cuando, llegado el tiempo, se levantaron de la mesa, to­dos bailaron y bebieron largamente y luego se fueron por toda la casa esparciendo especias olorosas. Todos se sentían felices y muy animados. Todos, salvo uno: un escudero lla­mado Damián, que hacía mucho tiempo que cortaba y ser­vía la carne en la mesa del caballero. Su señora Mayo le tenía tan arrebatado el seso, que estuvo a punto de extraviar la ra­zón, tal era su dolor.

Al bailar con la antorcha en la mano, Venus le tentó con tanta crueldad, que él estuvo a punto de desmayarse o morir allí mismo; por lo que se fue rápidamente a la cama. De mo­mento no diré nada más sobre él; sólo le dejaré allí llorando y lamentándose, hasta que la sonriente Mayo se apiadara de él. ¡Oh, fuego peligroso, el que se nutre de la paja de los le­chos! ¡Enemigo doméstico simulando servilismo! ¡Oh, cria­do traicionero, doméstico infiel, como astuto y traidor áspid en el pecho! ¡Que Dios nos evite el conocerte!

¡Oh, Enero, borracho de alegría por tu matrimonio, mira cómo Damián, tu propio escudero, nacido siervo tuyo, pla­nea tu deshonor! ¡Que Dios te permita descubrir al enemigo que albergas en tu casa! Pues no existe plaga peor en todo el mundo que un enemigo dentro de tu propio hogar, siempre presente ante ti.

A estas horas el sol había terminado su recorrido diario por el cielo y estaba a punto de ocultarse. No podía perma­necer más tiempo por encima del horizonte en aquella lati­tud. La noche extendió su áspero manto oscuro sobre el he­misferio. Así, gracias a todas estas acciones, la alegre multitud empezó a despedirse de Enero. Con gran regocijo cabalga­ron hacia sus casas, donde atendieron sus asuntos tranquila­mente y, llegada la hora, fueron a acostarse. Así que se hubie­ron marchado, el impaciente Enero insistió en ir a la cama sin esperar ya más. En primer lugar bebió vino caliente muy cargado de especias para darse coraje —hipocrás, salvia y ja­rabe—, pues poseía mucho acopio de fuertes afrodisíacos como los que el maldito monje Constantino anotó en su li­bro De Coitu. Enero se lo tragó sin la menor vacilación.

—Por el amor de Dios, apresuraos —dijo él a sus amigos más íntimos—. Sed corteses, pero haced que todos se vayan de la casa.

Ellos lo hicieron como se les pidió. Se bebió un último brindis, se corrieron las cortinas y la novia fue llevada al le­cho, callada como una muerta.

Después de que el sacerdote hubiera bendecido el lecho y que todos se hubiesen marchado de la habitación, Enero es­trujó a su preciosa Mayo —su paraíso, su media naranja­fuertemente entre sus brazos, acariciándola y besándola una y otra vez, frotando su erizada y dura barba (que era igual que papel de lija y punzante como una zarza) contra su tier­no cutis. Exclamó:

—¡Ay, esposa mía! Tengo que tomarme ciertas libertades contigo y ofenderte gravemente antes de que me una marital­mente contigo. Pero, no obstante, recuerda esto: no hay buen artesano que efectúe una buena tarea apresuradamen­te; por ello, tomémonos el tiempo necesario y hagámoslo bien. No importa el rato que estemos retozando: los dos estamos atados por el sagrado vínculo del himeneo —¡bendito sea este yugo!—, y nada de lo que hagamos puede ser peca­do. Un hombre no puede pecar con su esposa —sería como cortarse con su propia daga—, pues la ley permite nuestros juegos amorosos.

Por lo que él estuvo «trabajando» hasta que empezó a cla­rear. Entonces tomó un pedazo de pan y lo mofó con un vino que contenía fuertes especias. Después se sentó muy tie­so en la cama y empezó a cantar y gorjear en voz alta y cla­ra; luego besó a su esposa y se dedicó al juego amoroso. Re­tozaba como un potrillo, farfullaba como una urraca. Mien­tras cantaba y hacia voz de falsete, chirriando como un totoposte, la arrugada piel de su cuello se movía flácida ami­ba y abajo.

Dios sabe lo que pensaría Mayo contemplándole allí sen­tado con su gorro de dormir y su cuello huesudo. No le gus­taban nada todos sus juegos y jolgorio. Finalmente, dijo él:

—Ahora que ya ha llegado el día, me dormiré. No me puedo aguantar despierto ni un minuto más.

Y, reclinando su cabeza, durmió hasta las nueve. Luego, cuando fue hora, Enero se levantó y vistió; pero la hermosa Mayo no se movió de su aposento hasta el cuarto día, que es lo mejor que pueden hacer las recién desposadas —todo tra­bajador debe descansar de vez en cuando—, pues de lo con­trario no duraría mucho. Y esto es válido para toda criatura viviente, sea pájaro, animal o persona.

Ahora volveré a referirme al desgraciado Damián y os con­taré cómo sufría de amor. Pero esto es lo que me gustaría de­cirle: «¡Ay, pobre Damián! Contéstame si puedes: ¿cómo piensas declarar tu pasión a tu señora, la hermosa Mayo? Ella no puede sino rechazarte. Además, si hablas, ella tendrá que delatarte. Todo lo que puedo decirte es:. ¡que Dios te ayude!»

El enamorado Damián se quemaba en las llamas de Venus hasta que casi llegó a perecer de puro deseo, por lo que, no pudiendo seguir sufriendo así, se lo jugó todo a una carta. Subrepticiamente se agenció un estuche de escribir y escribió una misiva en la que vertió su pena en forma de queja o can­ción dedicada a su bella dama Mayo. Dicha misiva la colocó en una bolsita de seda que colgó debajo de su camisa y la puso cerca de su corazón.

La Luna, que se hallaba en el segundo grado de Tauro el mediodía del día en que Enero se casó con la bella Mayo, ha­bía corrido ya hasta el signo de Cáncer, pero Mayo seguía en su habitación, como era costumbre entre la gente de alcur­nia. Una novia no debía nunca comer en el salón de los banquetes hasta transcurridos cuatro días o, por lo menos, tres. Entonces podía comer en público.

Habiendo completado el cuarto día, contado de mediodía a mediodía, Enero y Mayo ocuparon sus asientos en el salón de los banquetes, después de oír misa solemne. A ella se la veía tan lozana como un bello día de verano. Y dio la casua­lidad de que el buen caballero pensó en Damián y exclamó:

—¡Por Santa María! ¿Cómo es que Damián no está de servi­cio? ¿Está enfermo todavía? ¿Qué es lo que le pasa?

Los demás escuderos, que se hallaban de pie junto a él, le excusaron, diciendo que una enfermedad le impedía cumplir con sus obligaciones. Ninguna otra razón podía alejarle de sus deberes.

—Lamento saberlo —dijo Enero—, pues, por mi alma que es un buen escudero y si se muriese sería una catástrofe. Es tan sensato, discreto y de fiar como el que más de su ran­go. Además, es un tipo muy varonil, útil y muy capaz. Le vi­sitaré lo antes que pueda después de comer y me llevaré a Mayo conmigo para animarle lo más posible.

Esto mereció la aprobación general de los presentes, por la amabilidad y magnanimidad que mostraba en querer conso­lar a su escudero en su enfermedad. Todos creyeron que se trataba de un acto muy caballeroso.

—Señora —dijo Enero—. Así que terminemos de comer, cuando os marchéis del salón con vuestras damas, no os ol­vidéis de visitar todas a Damián. Divertidle —se trata de una persona noble —y anunciadle que iré a verle tan pronto haya descansado un poco. No tardéis, pues os estaré esperando a que vengáis a dormir en mis brazos.

Y habiendo dicho esto, llamó al escudero que estaba a car­go del salón y empezó a darle diversas instrucciones.

La hermosa Mayo, ayudada por sus damas, fue directa­mente a ver a Damián y se sentó al lado de su cama para ani­marle lo mejor que supo. Damián, viendo su oportunidad, sin otra señal que un suspiro considerablemente largo y pro­fundo, colocó subrepticiamente en la mano de ella la bolsita que contenía el papel en el que había depositado sus anhe­los. Y, en voz baja, susurró:

—¡Piedad! No me descubráis, pues soy hombre muerto si esto llega a saberse.

Ella escondió la bolsita en el hueco de su pecho y se fue; y esto es todo lo que conseguiréis de mí. Pero ella volvió jun­to a Enero, que estaba cómodamente sentado al lado de la cama. Enero la tomó entre sus brazos, la cubrió toda de be­sos una y otra vez y pronto se echó a dormir. En cuanto a Mayo, hizo ver que tenía que visitar cierto lugar, al que, como sabéis, todos tenemos que ir de vez en cuando. En cuanto ella hubo leído la nota, la hizo pedazos y los arrojó cuidadosamente al retrete.

Ahora, ¿qué pensamientos eran más bulliciosos que los de la bella Mayo? Se acostó al lado del viejo Enero, que siguió durmiendo hasta que le despertó su propia tos. Entonces le pidió que se desnudara del todo, pues quería algo de diver­sión y los vestidos de ella se lo impedían. De buen o de mal grado, ella le obedeció. No me atrevo a decir cómo se despachó él, ni si a ella aquello le pareció un paraíso o el infierno, pues no quiero ofender los oídos de las personas refinadas. Les dejaré ocupados hasta que sonó la campana de vísperas y tuvieron que levantarse.

Si se debió al destino, a la casualidad, a la Naturaleza o a la influencia de las estrellas; o si las constelaciones se halla­ban en posición favorable en el firmamento para lograr que una mujer jugase el juego de Venus, o para ganar su amor (los estudiosos dicen que hay un momento para cada cosa), no sabría ciertamente decirlo; pero que sea Dios —sabedor allá en las alturas que nada sucede sin una causa o motivo— el juez, pues yo voy a guardar silencio. La verdad es que aquel día Damián causó muy buena impresión a la compasiva y hermosa Mayo, quien no pudo sacarse del corazón la idea de hacerle feliz. «Una cosa es cierta: me importa un comino a quien pueda saberle mal —pensó ella—, pues puedo prome­ter a Damián ahora mismo que le amo más que a ninguna criatura viviente, aunque solamente posea la camisa que lle­va puesta.»

¡Con qué rapidez invade la piedad los corazones nobles! Esto demuestra la maravillosa generosidad de las mujeres cuando se empeñan en serlo. Algunas —muchas de ellas­son unas tiranas de corazón de piedra que hubieran tolerado que Damián hubiese muerto allí mismo antes que conceder­le sus favores, gozando todo el tiempo de su orgullosa cruel­dad, sin importarles nada ser sus asesinas.

Llena de compasión, la dulce y comprensiva Mayo le escri­bió de su puño y letra una carta en la que ella le concedía todo su corazón. Nada faltaba, excepto la hora y el lugar en que ella podría satisfacer sus deseos, pues él iba a tener todo lo que qui­siera. Y un día, en cuanto ella vio la oportunidad, Mayo visitó a Damián y, discretamente, deslizó la carta debajo de su almo­hada, para que la leyese si quería. Rogándole que se repusiese, ella le tomó a él de la mano y se la apretó con fuerza, aunque con tal sigilo, que nadie se percató de ello. Mayo regresó a donde estaba Enero, en cuanto él la mandó llamar.

Cuando, a la mañana siguiente, Damián se levantó, toda su enfermedad y desesperación habían desaparecido. Des­pués de peinarse, arreglarse y atusarse, después de haber he­cho todo lo que pudo para hacerse atractivo a los ojos de su dama, se presentó a Enero, como el perro de un cazador, todo él presto a la obediencia. Se hizo agradable a todos (la adulación es la que consigue esto, si sabéis dosificarla) hasta que todos estuvieron dispuestos a hablar bien de él, gozando así el favor de su dama. Aquí dejaré ahora a Damián que siga con sus asuntos y proseguiré con mi historia.

Algunos eruditos creen que la felicidad más pura se en­cuentra en la diversión. Si es así, el excelente Enero cierta­mente hizo cuanto pudo para llevar una vida de lujo y vivir tal como correspondía a un caballero. Su casa, sus muebles y su tren de vida cuadraban tanto con su rango como el de un rey.

Entre otras cosas hermosas, había mandado construir un parque con un perímetro amurallado, todo en piedra. No sé de jardín más hermoso que aquél. Realmente creo que inclu­so al autor del Roman de la Rose le costaría describir su en­canto; incluso Príapo, aunque es el Dios de los jardines, no lograría describir justamente dicho jardín y su pozo que se hallaba bajo un laurel, siempre verde. Dicen que alrededor de este pozo, Plutón y su reina Proserpina y su tropel de ha­das solían divertirse con música y danzas.

Este anciano y digno caballero gozaba mucho paseando y estando largos ratos en este jardín. No permitía a nadie, sal­vo a él mismo, que guardara la llave. Por ello siempre llevaba una pequeña llave de entrada con la que abrir la cerradura de la verja, cuando así le venía en gana. Y si, durante el verano, le parecía que tenía que ejercer el débito conyugal con su en­cantadora mujer, entonces lo visitaba acompañado de Mayo, no entrando nadie más que ellos dos, practicando allí mucho mejor las cosas que no habían hecho en la cama.

Enero y su esposa pasaron así bastantes días felices. Pero para Enero, como para todos los demás hombres, la dicha te­rrenal no puede durar eternamente.

¡Oh, imprevisto azar! ¡Oh, inestable fortuna! Eres engaño­sa como el escorpión, cuya cabeza fascina a la presa a la que quiere picar y cuya cola venenosa significa la muerte. ¡Oh, alegría insegura! ¡Oh, dulce y extraño veneno! La monstruo­sa Fortuna, sutilmente, escamotea sus dones bajo la aparien­cia de la estabilidad, hasta que todos y cada uno caen en su engaño. ¿Por qué habiendo sido gran amiga de Enero le en­gañas así? Ahora le has quitado la vista de sus dos ojos, y es tanta su pena, que quisiera estar muerto.

¡Qué desgracia para el noble y generoso Enero! En medio de toda su felicidad y prosperidad se quedó ciego. ¡Con qué lamentos lloró y se quejó! Y, para colmo, el fuego de los ce­los le quemaba el corazón —pues temía que su esposa se en­caprichase—, y llegó a desear que alguien matase a ambos, a ella y a él mismo. Vivo o muerto, no podía soportar la idea de que ella fuese la amante o la esposa de otro. Quería que ella viviese el resto de su vida, vestida completamente de ne­gro como si fuese viuda y solitaria como una palomita que hubiese perdido a su pareja. Pero después de un mes o dos, su pena empezó a remitir,

Al ver que la cosa no tenía remedio, aceptó su desgracia con paciencia y resignación; pero hubo algo en lo que no ce­dió, y eran sus continuos celos. Éstos eran tan dominantes, que no permitía que Mayo fuese a ninguna parte —su pro­pia mansión, las casas de los demás, cualquier lugar, en suma— sin tener su mano posado sobre ella todo el tiempo. La hermosa Mayo derramó muchas lágrimas por ello, pues amaba a Damián con tal cariño, que pensaba que o bien de­bería tenerlo como deseaba, o que moriría allí mismo de deseo. Por lo que esperaba que, a cada momento, el corazón le estallase.

En cuanto a Damián, se volvió el hombre más triste que jamás se haya visto, pues en ningún momento podía decir una palabra a la bonita Mayo sobre nada que viniese a cuento, que Enero no la escuchase, pues su mano estaba siempre en la de ella. Sin embargo, con señales secretas y escribiéndole notas, pudo comunicarse con Mayo, y así ella logró averiguar qué maquinaciones le rondaban por la mente.

¡Ah, Enero! ¿De qué te hubiese servido poder ver hasta el horizonte más lejano? Lo mismo da ser ciego y engañado, que tener ojos y, sin embargo, ser también engañado. Argos tenía cien ojos, pero, como muchos otros, a pesar de su mu­cho mirar, estaba ciego, como todo el mundo sabe, estando convencido de todo lo contrario. Lo que quiero decir es: «Ojos que no ven, corazón que no siente.»

La hermosa Mayo, de la que estaba hablando ahora mis­mo, sacó un molde de cera de la llave que Enero llevaba de la puertecita enrejada por la que solía entrar a su jardín; y Da­mian, sabiendo exactamente la idea que ella albergaba en su mente, fabricó, en secreto, un duplicado de la llave. No hay más que decir. Muy pronto algunos acontecimientos nota­bles tuvieron lugar con relación a dicha puertecita enrejada, de los cuales, si aguardáis un poco, os enteraréis.

¡Oh noble Ovidio, qué gran verdad dices, cuando afirmas que por ingeniosa y elaborada que sea la estratagema, el amor siempre encuentra el modo de superarla! Tomad lec­ción de Píramo y Tisbe: aunque cuando ambos fueron custo­diados por todos lados, sin embargo llegaron a un entendi­miento susurrándose a través de un muro. Y bien, ¿quién hubiese podido imaginar un truco semejante?

Pero volviendo al relato. Durante la primera semana del mes de junio sucedió que Enero, alentado por su mujer, tuvo la ocurrencia de divertirse a solas con ella en el jardín. Así que una mañana le dijo:

—¡Levántate, esposa mía, mi dama, mi amor! Dulce palo­mita, se oye el canto de la tórtola, ya no es invierno, se han acabado ya las lluvias! Ven conmigo, ven con tus ojazos de palomita. Tus pechos son más dulces que el vino. El jardín está completamente rodeado por un muro. ¡Ven, pues, mi novia, blanca como la nieve blanca! No hallo mancha en ti. Ven, pues, y gocemos, pues a ti te elegí por esposa y para mi solaz.

Estas eran las frases lujuriosas que utilizó. Mayo hizo se­ñas a Damián para que se adelantase con su llave. Dicho y hecho: Damián abrió con su llave la puertecita enrejada y se coló dentro sin que nadie le viese u oyese. Una vez dentro, se agazapó silenciosamente debajo de un arbusto. Enero, cie­go como una piedra, cogió a Mayo por la mano y se fue solo con ella a su jardín encantador. Rápidamente cerró la puerta enrejada de golpe y dijo:

—Ahora, esposa mía, aquí no hay nadie más que yo y que tú, la criatura a la que más amo. Pongo al Cielo por testigo: antes me apuñalaría yo mismo hasta morir que llegar a ofen­derte, mi querida y fiel esposa. Por amor de Dios, recuerda cómo fue que te elegí, ciertamente no por consideraciones mercenarias, sino simplemente por el amor que te tenía. Séme fiel, aunque sea viejo y ciego, y te diré el por qué. Con ello saldrás ganando tres cosas: la primera, el amor de Cris­to; la segunda, honor y honra para ti; la tercera, toda mi ha­cienda, ciudad y castillos serán tuyos; redacta el documento como quieras, y te aseguro, como que Dios es mi Salvador, que todo quedará arreglado antes de que mañana se ponga el sol. Pero, primeramente, bésame para sellar nuestro pacto. No me culpes si soy celoso. Mis pensamientos están tan uni­dos a ti, que siempre que pienso en tu belleza —y luego en mi desagradable edad avanzada—, aunque me tuviese que morir, realmente no podría soportar estar sin tu compañía. Te quiero tanto... Esta es la pura verdad. Ahora, querida espo­sa mía, bésame y caminemos por ahí.

A esta palabras dio la hermosa Mayo una suave respuesta; pero antes de nada rompió a llorar.

—También yo tengo un alma que cuidar, y no hablemos de mi honra, este delicado capullo de esposa que confié en tus manos cuando el sacerdote unió mi cuerpo al tuyo. Por eso, si no te importa, queridísimo señor mío, ésta es mi res­puesta: rezo a Dios para que nunca amanezca el día en que avergüence a mi familia y manche mi buen nombre con la infidelidad. Si no es así, hazme sufrir una muerte más terri­ble que la que haya sufrido jamás mujer alguna. Es decir, si alguna vez cometiese este delito, desnúdame, méteme en un saco y ahógame en el río más cercano. ¡Soy una dama, no una meretriz! Pero ¿por qué digo yo esto? Vosotros, los hom­bres, tenéis siempre tan poca confianza en las mujeres, que nunca dejáis de formularles reproches. Esto es lo que siempre estáis haciendo: desconfiar y denigrar a las mujeres. Mientras hablaba, ella divisó a Damián agachado detrás del arbusto. Tosió y le hizo señal con el dedo de encaramar­se a un árbol cargado de fruta: allí trepo él. La entendía mu­cho mejor, por rara que fuese la señal que hiciese, que su pro­pio esposo, Enero, pues ella le había explicado en una carta todo lo que tenía que hacer. Aquí dejaré a Damián sentado encima de un peral, mientras Enero y Mayo caminan felices por ahí.

El día era claro, y el cielo, azul; Febo —que por mis cuen­tas se hallaba entonces en Géminis, no lejos de su máxima declinación septentrional, Cáncer, que es la exaltación de Júpiter— enviaba sus rayos dorados para con su calor animar las flores. Sucedió que aquella clara mañana, Plutón, el rey del Averno, acompañado por muchas damas del séquito de su esposa, la reina Proserpina —a quien había arrebatado del Etna mientras se hallaba recogiendo flores en los campos (podéis leer en Claudiano el relato de cómo se la llevó en su horrible carro)—, se hallaba sentado sobre un banco de verde césped fresco en el otro extremo del jardín hablando con su reina.

—Mi querida esposa —decía—, nadie puede negarlo: la experiencia confirma diariamente las traiciones que vosotras las mujeres inflingís a los hombres. Te puedo dar una decena de cientos de millares de ejemplos destacados de vuestra fal­sedad y veleidades. ¡Oh, tú, sapientísimo Salomón, rico en­tre los ricos, lleno de sabiduría y de gloria, qué memorables son tus proverbios para cualquiera que tenga seso e inteligen­cia! Pues así elogia la bondad de los hombres: «A un hombre encontré yo entre mil; pero a una mujer no la puedo encon­trar entre todas.» Así habló el rey. Y él conocía muy bien la maldad existente en vosotras, las mujeres. Tampoco creo que Jesús, el hijo de Sirach, hable usualmente de las mujeres con respeto.

»¡Que la peste y azufre caiga sobre vuestros cuerpos! ¿No ves a ese honorable caballero a punto de que su propio es­cudero le ponga cuernos, sólo porque el pobre hombre es viejo y ciego? Mira a aquel libertino encaramado en el árbol. Ahora le voy a conceder un favor real: en el momento en que su mujer empiece a engañarle, el anciano caballero recobrará la vista. Así podrá ver claramente lo puta que es ella: un reproche que se le puede hacer a ella y a otras muchas como ella.

—¿Con que sí, eh? —dijo Proserpina—. Pues bien, enton­ces juro por Saturno, el padre de mi madre, que le facilitaré a ella una respuesta completa, y no sólo a ella, sino que todas las mujeres en el futuro, por causa de ella, cuando se les sor­prenda en pleno delito, se disculparán con un semblante tan severo, que sus acusadores tendrán que bajar los ojos. Ni una sola perecerá por falta de respuesta. Aunque un hombre lo vea todo con ambos ojos, nosotras las mujeres pondremos una cara tan atrevida, con lágrimas, votos y recriminaciones ingeniosas, que vosotros, los hombres, pareceréis tan estúpi­dos como gansos.

»¿Y qué me importa todas tus autoridades? Yo veo que este judío, este Salomón de que hablas, se topó con muchas mujeres tontas; sin embargo, aunque no encontró ninguna buena mujer, existen docenas de otros hombres que encon­traron mujeres completamente fieles, buenas y virtuosas —por ejemplo, las que ahora viven en el Cielo de Cristo, de­mostrando su constancia hasta el martirio—. Además, la his­toria de Roma recuerda a más de una esposa fiel y buena. Ahora, señor, no perdáis los estribos: aunque Salomón dije­se realmente que no encontró a ninguna buena mujer, por fa­vor, considerad a qué se refería el hombre: él quería decir que la bondad soberana solamente reside en Dios, no en hombre o mujer alguna.

»Pues bien, ¿por qué en nombre del único y verdadero Dios haces tantos elogios a este Salomón? ¿Qué importancia tiene que construyese un templo al Señor y que fuese rico y glorioso? También edificó templos para falsos dioses. ¿Cómo pudo hacer una cosa tan prohibida? Perdóname, tú puedes adorar su reputación tanto como quieras, pero sigue siendo un libertino, un idólatra que olvidó a su Dios verdadero en su ancianidad. Y si Dios no le hubiese salvado, de acuerdo con la Biblia, por amor de su padre, hubiese perdido su rei­no antes de lo esperado. Todas estas calumnias que vosotros, los hombres, escribís sobre las mujeres me importan un co­mino, pero tenía que hablar o estallaba. ¡Soy una mujer! Si se habla mal de nosotras, los buenos modales no me impedi­rán vilipendiar al hombre que trate de calumniarnos. Antes que callar, me haría cortar el cabello.

—Calmaos, señora —dijo Plutón—. Me rindo. Pero te­niendo en cuenta que afirmé bajo juramento que le devolve­ría la vista, debo mantener mi palabra. Te lo digo claramen­te: soy un rey, y no me está bien mentir.

—¡Y yo soy la reina de las Hadas! —replicó ella—. Ella tendrá su respuesta, lo garantizo. No malgastemos más pala­bras sobre el asunto. Realmente no quiero seguir ya discu­tiendo contigo.

Ahora volvamos nuevamente junto a Enero, que está sen­tado en el jardín con la hermosa Mayo cantándole «Siempre te amaré y sólo a ti», con la alegría de un jilguero. Él paseó largamente por los caminos del jardín y, al fin, llegó al pie del peral sobre el que se hallaba Damián, sentado alegremente arriba, entre las nuevas hojas verdes.

La hermosa Mayo, brillándole los ojos y con el rostro en­cendido, suspiró y dijo:

—¡Ay de mí! Pase lo que pase, quiero tener algunas de esas peras que veo allí arriba. Me ha entrado tal frenesí por comer algunas de esas peritas verdes, que creo que moriré si no lo­gro comerlas. ¡Por amor de Dios, haz algo! Déjame que te lo diga: una mujer en mi estado puede tener un apetito tan grande de comer fruta, que fácilmente puede morir si no la consigue.

—¡Cáspita! —exclamó él—. Si tuviese al menos un mu­chacho aquí para que trepase o si, al menos, no fuera ciego... —No importa —dijo ella—. Si solamente quisieses abra­zar el peral y me soltases ya sé que no confias en mí—, me sería fácil trepar si pudiese apoyar mi pie en tu espalda.

—Naturalmente —dijo él—. Haré eso y más: tendrás la sangre de mi corazón.

El se inclinó doblándose y ella pudo subirse a su espalda, se agarró a una rama y se encaramó. Por favor, no os ofen­dáis, damas: soy un tipo rudo y no sé andarme con rodeos. Damián no perdió el tiempo: le tiró el sayo hacia arriba y pe­netró en ella.

Cuando Plutón vio este agravio vergonzoso, devolvió la vista a Enero y le hizo ver tan bien como antes. Nadie se en­contraba más feliz que Enero al recuperar la vista. Pero sus pensamientos estaban todavía fijos en su mujer, por lo que al poner sus ojos en el árbol constató que Damián había colo­cado a su esposa de una forma que me resulta imposible ex­plicar sin ser rudo. En aquel momento emitió un rugiente aullido, como el de una madre cuyo hijo está muriéndose, [y gritó:]

—¡Socorro! ¡Es un crimen! ¡Detened al ladrón! ¿Qué es lo que buscas? ¡Puta! ¡Eres una puta descarada!

—¿Qué te pasa? —repuso ella—. Ten un poco de pacien­cia y utiliza el cerebro. Acabo de curar tu ceguera. Por mi alma te juro que no miento. Me dijeron que lo mejor para curar tus ojos y que tú vieses de nuevo era que forcejease con un hombre en lo alto de un árbol. Dios sabe que mis inten­ciones eran buenas.

—¿Forcejear? —gritó él—. ¡Esta sí que es buena! ¡Pero si llegó a entrar! ¡Que Dios os envíe una muerte vergonzosa! Él te la metió. Lo he visto con mis propios ojos. ¡Que me aspen si no lo he visto!

—En este caso mi medicina no funciona —dijo ella—, pues si tú pudieses ver, no me hablarías así. Solamente ves a ramalazos. No ves todavía como es debido.

—Gracias—a Dios, veo tan bien como antes con mis dos ojos —replicó él—. Y palabra de honor que eso era lo que parecía estar haciendo contigo.

—Estás borracho, completamente borracho, mi querido señor —dijo ella—. ¿Estas son las gracias que me das por ha­ber contribuido a que vieses? ¡Ojalá no hubiera tenido tan buen corazón!

—Vamos, vamos, querida —repuso él—, quítate todo eso de la cabeza; baja, queridísima, y si he hablado incorrecta­mente, que Dios me perdone; ya he sido suficientemente castigado. Pero, ¡por el alma de mi padre!, creí que había vis­to a Damián encima de ti y tu vestido completamente levan­tado sobre su pecho.

—Bueno, señor, podéis pensar lo que gustéis. Pero un hombre al despertarse no se entera de las cosas adecuada­mente ni ve perfectamente hasta que está totalmente despier­to. Del mismo modo, un hombre que ha estado ciego duran­te mucho tiempo no va a ver instantáneamente igual de bien que un hombre que hace un día o dos que ha recuperado la visión. Antes de que vuestra vista haya tenido tiempo de asentarse, es posible que os equivoquéis frecuentemente so­bre lo que creáis ver. Tened cuidado, por favor. Pues, por el Señor de los Cielos, que más de un hombre cree haber visto una cosa que no era. Que vuestras equivocaciones no os lle­ven a emitir juicios erróneos.

Y, con esto, ella bajó del árbol de un salto.

¿Quién había más feliz que Enero? La besó y abrazó una y otra vez y acarició suavemente su vientre; luego la condu­jo de regreso a su palacio.

Ahora, caballeros, os deseo felicidad, pues aquí termina mi cuento de Enero. ¡Que Dios y su Madre, Santa María, nos bendigan a todos!

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MERCADER

5. EPÍLOGO

Entonces nuestro anfitrión exclamó:

—¡Bueno! ¡Dios sea loado! ¡Que Dios me guarde de una esposa así! Ved qué trucos y añagazas utilizan las mujeres. Siempre, como abejas, laborando para estafar­nos, ¡pobres de nosotros! Y siempre retorciendo la verdad, como el cuento del mercader nos ha demostrado claramen­te. Tengo una esposa, es cierto, y, aunque es pobre, es fiel; pero es una furia y una matraca con su lengua.

»Además, tiene muchos otros defectos; pero no importa, dejémoslo. Pero ¿sabéis qué? aquí, entre nosotros, ojalá no estuviese unido a ella. Sin embargo, sería un estúpido si os re­latase sus defectos. ¿Sabéis por qué? Llegaría a sus oídos; al­guien de nuestro grupo se sentiría impulsado a contarlo; a quién, no hace falta decirlo. Las mujeres saben muy bien cómo propalar estos asuntos; sin embargo, no tengo cabeza para contarlo todo, por lo que mi cuento ha terminado.

SECCIÓN QUINTA

1. PRÓLOGO DEL ESCUDERO

Venid aqui, escudero, por favor, y contadnos algo acer­ca del amor. Seguro que sabéis tanto de él como cual­quier otro.

—No, señor —replicó él—, pero haré lo que pueda con todo mi corazón, pues no quiero ir en contra de vuestros de­seos. Yo contaré un relato, pero si lo cuento mal, espero que me perdonaréis. Lo haré lo mejor que pueda. Ahí va.

2. EL CUENTO DEL ESCUDERO

En Tsarev, en las tierras de Tartana, vivía un rey que gue­rreaba contra Rusia; y en dichas contiendas muchos hombres valientes perdieron la vida. Este noble rey se llamaba Gengis—kan. En sus tiempos gozaba de fama, pues en ninguna parte, ni por tierra ni en los mares, había un se­ñor tan excelente como él en todos aspectos. No carecía de ninguna de las cualidades que un rey debe tener. Mantenía su jurada fidelidad a la fe en la que había nacido. Además, era poderoso, rico, sabio, clemente y siempre justo; fiel a su palabra, honorable, benevolente y de temperamento, cons­tante y firme, animoso, joven y fuerte; en las armas, tan es­forzado como cualquier caballero de su palacio. Atractivo y afortunado, vivía en tal real esplendor que no había nadie que pudiese comparársele.

Este gran rey, Gengis—kan, el tártaro, tuvo dos hijos de su esposa Elfeta. El mayor se llamaba Algarsif, y el otro, Cam­balo. También tenía una hija, cuyo nombre era Canace, la más joven de los tres. Pero me faltan palabras y elocuencias para lograr describir la mitad de su belleza. No voy a atrever­me a una tarea tan dificil; en todo caso, mi lengua no da para tanto. Para describirla a ella por completo se necesitaría a un gran poeta, diestro en retórica, y como yo no lo soy, sola­mente puedo hablar lo mejor que sé.

Resultó que, cuando Cambuscán había llevado la diade­ma durante veinte años, mandó (como creo que era su cos­tumbre anual) que se proclamasen celebraciones de su cum­pleaños por toda la ciudad de Tsarev, para el día preciso en que cayesen, según el calendario, los últimos Idus de marzo. Febo, el Sol, brillaba alegre y claro, pues estaba cerca del pun­to de exaltación en la cara de Marte y en su mansión del ca­liente y furioso signo de Aries. El tiempo era benigno y agra­dable, por lo que los pájaros, con el verdor de las hojas nuevas y en esta estación del año, cantaban alegremente sus amores a la brillante luz del sol, pues les parecía que habían conseguido protección de la fría y desnuda espada del invierno.

Este Gengis—kan del que hablo, vestido con sus ropajes rea­les y llevando su diadema, estaba sentado en lo alto de un es­trado en su palacio, celebrando el festival por todo lo alto, con tal esplendor y magnificencia como jamás se ha visto en el mundo. Tardaría un completo día de verano en describir todo el espectáculo. Sin embargo, no es necesario detallar el orden por el que se sirvieron los platos, no hablaré de las so­pas exóticas ni de los cisnes y garzas reales que se sirvieron asados, pues resulta, como suelen decirnos los caballeros an­cianos, que algunos alimentos son allí apreciados como man­jares exquisitos y, en cambio, en este país no están bien con­siderados.

Nadie podría informar sobre las cosas. La mañana va avanzando y no quiero deteneros; en cualquier caso, no se­ría más que una inútil pérdida de tiempo. Por lo que volveré a donde empecé.

Ahora, después de que hubiesen traído el tercer plato, es­tando el rey sentado en medio de sus nobles y escuchando a sus juglares que tocaban una deliciosa música ante su asien­to en la mesa, de repente un caballero montando un relu­ciente corcel entró en tromba por la puerta del salón. En su mano llevaba un gran espejo de cristal y en su dedo pulgar, un anillo que brillaba como el oro, mientras que una espada desenvainada colgaba de su lado.

Tan grande era el asombro ante este caballero, que no se oyó ni una palabra mientras se acercaba montado a la mesa presidencial. jóvenes y viejos le contemplaban fijamente.

Este extraño caballero que había efectuado esa repentina aparición iba totalmente cubierto por una rica armadura, pero no llevaba nada en la cabeza. Primeramente saludó al rey y a la reina; luego, a todos los nobles por el orden en que estaban sentados en el salón, con tan profundo respeto y de­ferencia, tanto en palabras como con el gesto, que sir Ga­wain, con su clásica cortesía, dificilmente podría superarle si pudiese regresar del país de la fantasía.

Entonces con voz enérgica expuso su mensaje ante la mesa presidencial (no dejándose nada en el tintero, de acuer­do con el estilo elegante de su lenguaje). Para dar más énfasis a sus palabras adoptó el gesto al significado de lo que decía, según el arte de la elocuencia prescribe a los que lo estudian. Y aunque no sabría imitar su estilo —que era demasiado ele­vado para que yo pueda llegar a él—, diré que lo que sigue es, si lo recuerdo bien, la idea general de lo que él trató de ha­cer entender.

Este fue su relato:

—Mi señor feudal, el rey de Arabia y de la India os envía sus mejores saludos en esta ilustre ocasión. En honor de vuestro festival os envía, a través de mí, que estoy aquí para lo que vos mandéis, este caballo de latón. Llueva o haga sol os llevará fácil y cómodamente a donde queráis dentro del espacio de tiempo de un día natural —es decir, veinticuatro horas—, y os transportará vuestro cuerpo, sin que sufráis el menor daño, con tiempo bueno u horroroso, a cualquier punto que queráis visitar. O bien si deseaseis volar por el aire, tan alto como un águila por las alturas, este mismo caballo os llevará a donde queráis ir aunque os durmáis sobre su lomo; y, en menos que canta un gallo, volverá de nuevo. El que lo fabricó era diestro en maquinaria y conocía numero­sos conjuros y hechizos mágicos y esperó mucho tiempo a que hubiese una favorable combinación de los planetas an­tes de terminarlo.

»Y este espejo que sostengo en mi mano es de tal poder, que los que miran en él verán qué peligro amenaza a vuestro reino o a vos mismo. Revelará quién es vuestro amigo y quién vuestro enemigo. Pero además de todo esto, también si alguna bella dama ha puesto su corazón en un hombre, este espejo le mostrará la falacia del hombre si fuese falso y traidor, así como a su nueva enamorada y todas sus mañas, de forma tan clara que nada quedará oculto. Por consiguien­te, ante la venida de la agradable estación veraniega, ha enviado este espejo y este anillo que aquí veis a vuestra excelen­te hija, mi señora Canace, aquí presente.

»Si queréis saber el poder de este anillo, es éste: tanto si ella decide llevarlo en el pulgar como en su bolso, no hay pá­jaro que vuelva por el cielo cuya canción no entienda ella perfectamente, así como su significado con toda claridad y precisión, al que podrá responder con su propia habla. Tam­bién conocerá ella las propiedades de toda hierba que crece y a quién beneficia, por profunda y anchas que sean sus he­ndas.

»Esta espada desenvainada que cuelga a mi lado tiene el poder de hendir y cortar a través de la armadura de cualquier hombre al que ataquéis, aunque la armadura sea tan gruesa como un roble robusto, y el que queda herido por su golpe no sanará jamás, hasta que vuestra compasión os haga acari­ciar con la parte plana el lugar donde ha sido herido; es de­cir, tenéis que acariciar la herida con la parte plana de la es­pada, y entonces la herida se cerrará. Esta es la pura verdad, sin adornos; nunca fallará mientras siga en vuestro poder.

Habiendo dado cuenta de lo expuesto, el caballero salió sobre su caballo del salón y desmontó. Su caballo quedó in­móvil en el patio, brillando como el sol. Luego el caballero fue conducido hasta su cámara, se despojó de las armas y tomó asiento en el banquete.

Los regalos —es decir, la espada y el espejo— fueron lleva­dos inmediatamente, con toda pompa, hasta la alta torre por oficiales especialmente nombrados para este fin, mientras que el anillo fue llevado ceremoniosamente a Canace, que estaba sentada en la mesa principal. En cuanto al caballo de latón —y esto es realidad, no fábula—, no pudo ser retirado de donde estaba, como si estuviese pegado al suelo con cola. Nadie lo pudo ni tan sólo mover del sitio, incluso ni con la ayuda de polea y cabrestante, por la simple razón de que na­die sabía cómo funcionaba. Por ello tuvieron que dejarlo allí hasta que el caballero les mostró cómo moverlo, cosa que vais a oír dentro de un momento.

Una gran multitud se agolpó de aquí y de allí para con­templar el inmóvil caballo. Era tan alto, ancho y largo y tan bien proporcionado y fuerte como un corcel lombardo; más que eso, tenía una mirada tan rápida y tenía tanto de corcel que hubiera podido ser un caballo de carreras de la Apulia. Todos estuvieron de acuerdo en que era perfecto desde la ca­beza hasta la cola y que no podía ser mejorado ni por la Na­turaleza. Pero lo que les maravillaba más era cómo podía marchar, siendo como era de latón; cuestión de magia, pen­saron.

Cada uno tenía una noción diferente de la cuestión: había tantas ideas como cabezas. Murmuraban como si fuesen un enjambre de abejas, forjando teorías de acuerdo con sus fan­tasías; citaron a los poetas antiguos y dijeron que era como Pegaso, el caballo volador, o quizá el caballo de Sinón, el griego, que llevó a Troya a la destrucción, según puede leerse en las viejas crónicas. Decía uno:

—El temor no ceja de embargar mi corazón, pues estoy se­guro que en sus entrañas hay hombres annados que tienen la intención de ocupar la ciudad. Lo mejor sería que mirásemos en su interior.

Otro susurraba en voz baja a un amigo suyo:

—Está equivocado: se parece más a una de esas ilusiones mágicas que los juglares practican en los grandes banquetes. Así discutían, comentando sus diversas aprensiones, siem­pre dispuestos a interpretar las cosas de la peor forma, como suelen hacerlo las personas de poca instrucción cuando ex­presan su opinión sobre asuntos demasiado sutiles para que su ignorancia pueda comprenderlos.

Algunos se preguntaban cómo era que podían verse mara­villas en el espejo que había sido llevado a la torre principal. Otro tenía la respuesta diciendo que podría muy bien haber una explicación natural y que funcionaba mediante una dis­posición conveniente de ángulos y de reflejos ingeniosamen­te combinados. «Hubo uno así en Roma», señaló.

Fueron mencionados Alhacén, Vitello y Aristóteles, pues, como to­dos los que han leído sus obras, durante su vida escribieron sobre curiosos espejos y la ciencia de la óptica.

Sin embargo, otros se maravillaban de aquella espada que podía atravesarlo todo. Empezaron comentando la maravi­llosa lanza del rey Telefo y de Aquiles, que podía tanto herir como curar, exactamente igual como la espada de la que aca­báis de oír hablar. Se debatieron los distintos métodos de templar el acero y cómo y cuándo debe hacerse el templado, todo lo cual, al menos para mí, es un misterio.

Luego comentaron sobre el anillo de Canace. Todos esta­ban de acuerdo en que jamás habían oído hablar de algo tan maravilloso hecho por manos de orfebres, excepto que Moi­sés y el rey Salomón también tenían fama de ser diestros en el arte de la orfebrería. Así hablaba la gente, formando pe­queños grupos. Algunos, no obstante, señalaron que era no­table que el cristal fuese fabricado partiendo de cenizas de helechos y que no obstante no tuviese parecido con la ceni­za de esta planta; pero como sea que esto se conoce desde hace mucho tiempo, la gente dejó de hablar y de maravillar­se por ello. Muchos especularon, con la misma seriedad, so­bre la causa del trueno, de la pleamar y bajamar, de la niebla, de la composición de los hilos de la telaraña y de toda clase de cosas, hasta que supieron las respuestas. Así charlaron y discutieron hasta que el rey se alzó de la mesa presidencial.

Febo había dejado ya la décima mansión al mediodía; la bestia real, el noble Leo, con la estrella Aldirán entre sus zar­pas, estaba todavía ascendiendo, con lo que ya pasaban dos horas desde el mediodía, cuando el rey tártaro Gengis—kan se alzó de la mesa donde había estado comiendo con toda pompa.

Unos sonoros acordes musicales le precedieron hasta que lle­gó al salón de las audiencias donde varios instrumentos musi­cales sonaban en celestial armonía. Entonces los adoradores de la alegre Venus empezaron a danzar, pues su señora se hallaba en su exaltación en Piscis y les contemplaba complacida.

Cuando el noble rey estuvo sentado en su trono, el caba­llero forastero fue traído inmediatamente a su presencia. Fue él quien condujo a Canace a la danza. Aquí todo era alegría y jolgorio, como ningún perro bobo puede soñar; es preciso un hombre que conozca bien el amor y su servidumbre —al­guna persona tan lozana como Mayo— para poderos descri­bir el espectáculo.

¿Quién podría describir su exótico estilo de bailar, sus her­mosos rostros, sus miradas al desgaire, sus disimulos para que no se percatasen los celosos? Nadie podría, salvo Lance­lote, y éste está ahora muerto. Por tanto, pasaré por alto esta alegría y jarana y no diré más; pero dejémosles en su jolgorio hasta la hora de la cena.

La música sonaba. El mayordomo ordenó que se sirviera el vino y las especies con celeridad. Los mozos y escuderos corrieron a cumplir la orden. Pronto regresaron con los que habían ido a buscar, y todos comieron y bebieron. Y cuando todo esto terminó se dirigieron al templo como convenía y era propio. ¿Qué necesidad hay de describir los manjares? Todos saben muy bien que en un banquete real hay abun­dancia de todo para todos, sean de alto rango o de baja esto­fa. Además suelen abundar platos exquisitos, mucho más de los que yo conozco.

Cuando la cena hubo terminado, el noble rey, acompaña­do por todo un séquito de señores y damas, se fue a ver el ca­ballo de latón. Se admiró más a este reluciente caballo que en el sitio de Troya, donde un corcel fue también objeto de admiración. Al final el rey preguntó al caballero acerca de la fuerza y posibilidades del mismo y le rogó que le explicase cómo se le controlaba.

Cuando el caballero puso mano a las riendas, el caballo in­mediatamente empezó a brincar y a retozar.

—No hay dificultad en ello, sire —dijo él—. Cuando de­seéis dirigiros con él a cualquier parte, no tenéis más que retor­cer un alambre que está fijado dentro de su oreja. Ya os diré cuál cuando estemos solos. También debéis decirle el nombre del lugar o país al que queráis dirigros. Cuando lleguéis al punto en que queráis deteneros, le decís que descienda y tor­céis otro alambre, pues así es como funciona todo su mecanis­mo; entonces os obedecerá y descenderá. Y allí permanecerá quieto en el lugar como si le hubiesen salido raíces, sin que na­die en la tierra pueda llevárselo o moverlo de sitio. Ahora bien, si deseáis que se vaya, torced este alambre y, al instante, desa­parecerá de la vista de todos; pero volverá en el momento que decidáis llamarle para que regrese, sea de día o de noche. Lue­go os lo mostraré, cuando estemos los dos solos. Montad en él para ir a donde queráis; esto es todo lo que tenéis que hacer.

Habiendo captado perfectamente el principio de funcio­namiento del artefacto tal como le había comunicado el ca­ballero, el noble y valiente Gengis—kan regresó complacido a sus jolgorios. La brida fue llevada a la torre y guardada junto a sus más preciadas y valiosas joyas, al mismo tiempo que el caballo desapareció de la vista (cómo, no sé). Y esto es todo lo que conseguiréis de mí. Ahora dejaré a Gengis—kan agasajando a sus nobles con festejos y jarana hasta casi el amanecer.

TERMINA LA PRIMERA PARTE Y EMPIEZA LA SEGUNDA

El sueño, que cuida de la digestión, les hizo un guiño y les dio un aviso: beber mucho y hacer ejercicio exige descanso. Bostezando les besó, diciéndoles que era tiempo de acostar­se porque era la hora en que el humor caliente y húmedo de la sangre tiene la supremacía:

—Vigilad vuestra sangre; es amiga de la Naturaleza —afir­mó él.

También bostezando y de dos en dos o de tres en tres le dieron las gracias y todos empezaron a retirarse a descansar como el sueño les exigía. Todos sabía que era para su bien.

Sus sueños no van a ser contados, en lo que a mí se refie­re, pues sus cabezas estaban repletas de los vapores de la be­bida y, por consiguiente, no tenían significado especial. Muchos de ellos durmieron hasta tarde, excepto Canace; como muchas mujeres, era muy dada a la templanza y se había des­pedido de su padre para irse a la cama temprano aquella no­che. No quería que se la viese pálida y fatigada por la mañana, por lo que tuvo su primer sueño y luego despertó. Tanto el es­pejo mágico como el anillo habían alegrado su corazón de tal modo que, no menos de dos veces, le subieron y perdió los colores. El espejo le había impresionado tanto, que ella soñó con él mientras dormía. Por lo que antes de que el sol se hu­biese alzado en el firmamento, llamó a su dueña y le dijo que deseaba levantarse. La dueña, preguntona como suelen serlo las mujeres viejas, repuso enseguida:

—¿Adónde diablos queréis ir a esta hora tan temprana, se­ñora, cuando todos están dormidos?

—Deseo levantarme y salir a dar un paseo, pues no quie­ro dormir ya más —replicó ella.

Su dueña convocó a un gran número de mujeres del séqui­to, y unas diez o doce de ellas saltaron de la cama. Entonces también se levantó la propia Canace, tan lozana y fresca como una rosa o como el sol recién estrenado que, a la hora en que ella estaba ya lista, no se alzaba más de cuatro grados por encima del horizonte. Ella caminó con andar pausado, vestida ligeramente como convenía para tener libertad de movimientos y a la dulce y agradable estación del año. Sin más acompañamiento en su séquito que cinco o seis damas, fue por un sendero atravesando el parque por donde había árboles.

La neblina que se levantaba del suelo hacía que el sol apa­reciese enorme y rubicundo; sin embargo, la escena era tan hermosa que deleitaba sus corazones, tanto por la temprana mañana como por la estación del año y el cantar de los pája­ros. Pues, por sus canciones, entendió enseguida lo que ellos querían decir y cuáles eran sus sentimientos.

Si uno retrasa el llegar al objeto del relato hasta que el in­terés de todos los que escuchan se ha enfriado, cuanto más se extienda, tanto mejor sabor tendrá su prolijidad. Por dicha razón, me parece a mí que ya es hora que condescienda en abordar el objeto del cuento y hacer que termine el paseo de Canace.

Mientras ella transitaba plácida y perezosamente, pasó junto a un árbol seco, blanco como si fuese de yeso; encima de él, en la parte más alta, se hallaba posado un halcón hembra llorando con tal compunción, que todo el bosquecillo resonaba con su lamento. Había batido sus alas tan sin pie­dad contra sí misma, que su roja sangre resbalaba tronco aba­jo del árbol en que se encontraba. Continuamente emitía agudos chillidos y lamentos, mientras se clavaba el pico so­bre el cuerpo, gimiendo con tal fuerza que ningún tigre, ni bestia cruel de las que habitan los bosques, hubiera dejado de conmoverse y llorar si pudiesen hacerlo. ¡Ah, si yo supie­se describir bien a los halcones! Pues ningún hombre vivo ja­más ha oído hablar de uno de más hermoso plumaje, noble­za de forma y otros atributos, dignos de notar. Dicha hembra parecía ser un halcón peregrino procedente de algún país ex­tranjero. De vez en cuando desfallecía por falta de sangre, hasta que llegó un momento en que estuvo a punto de caer desplomada del árbol.

Como sea que la encantadora princesa Canace llevaba puesto en su dedo el anillo mágico que le permitía entender perfectamente el lenguaje de cada ave y poderle responder en su propia lengua, pudo entender todo lo que el halcón hem­bra estaba diciendo; y tanta compasión le dio, que la prince­sa estuvo a punto de caerse muerta. Ella apresuró sus pasos hacia el árbol. Mirando compasivamente el halcón, extendió su regazo, pues era evidente que el halcón se desplomaría la próxima vez que, por falta de sangre, desfalleciese. La prince­sa estuvo largo tiempo de pie contemplando al halcón, has­ta que finalmente le habló con estas palabras:

—¿Cuál es la causa, si puede saberse, de que estés sufrien­do este tormento infernal? —dijo ella al halcón, que se halla­ba por encima de su cabeza—. ¿Es de duelo por una muerte o es por la pérdida de un amor? Pues estas dos cosas son, se­gún creo, la causa de la mayoría de las penas que afligen a un noble corazón. Otro tipo de desgracias no vale la pena mencionarlas. Veo que te estás infligiendo castigo a ti misma, lo cual demuestra que tu cruel agonía es causada o por la amar­gura o por el desespero, ya que no veo que nadie quiera ca­zarte.

»Por favor, ten compasión de ti misma por el amor de Dios, o, si no, dime cómo puedo ayudarte. En ninguna par­te del mundo he visto yo pájaro o bestia maltratarse a sí mis­mo con tal saña. Siento tal compasión por ti, que realmente tu pena me está matando. Por amor de Dios, baja del árbol. Soy realmente hija de un rey, y cuando sepa la verdadera cau­sa de tu aflicción, la solucionaré antes de que termine el día, si es que está en mi mano, pues seguramente el gran Dios de la Naturaleza me prestará ayuda. Además encontraré muchas hierbas que curarán rápidamente tus heridas.

Al oír esto, el halcón chilló todavía más lastimosamente que antes y de repente cayó al suelo como en mortal desma­yo, pues quedó inmóvil en el suelo. Canace colocó al halcón hembra en su regazo hasta que empezó a recobrar el conoci­miento. Cuando el halcón hembra se recuperó del desvane­cimiento, dijo algo como esto en el lenguaje de los halcones.

—La compasión surge rápidamente de los nobles corazo­nes que sienten los agudos aguijonazos que sufren otros como en su propia carne; eso es algo que se demuestra cada día, tanto en los libros como en la vida real, pues un noble corazón declara su nobleza. Hermosa Canace, veo claramen­te que sientes compasión por mi desasosiego debido a la ter­nura de corazón femenino que la Naturaleza ha implantado en tu carácter. Sin esperanza alguna de mejorar mi situación, pero solamente para obedecer a tu generoso corazón y para que otros tomen aviso de mi caso —de la misma forma que un león se acobarda si ve cómo se pega a un perro ante él—, por esa razón y con ese objeto te contaré mis penas antes de irme, ahora que tengo tiempo y ocasión.

Y así, mientras una contaba sus penas, la otra lloraba con tal desconsuelo como si quisiese deshacerse en lágrimas, has­ta que el halcón le suplicó que parase de llorar y, con un sus­piro, empezó su relato como sigue:

—Yo nací —¡oh, día desgraciado!— en una roca de már­mol gris y fui cuidada con tal ternura, que nada me causó trastorno; y no supe lo que significaba la adversidad hasta que pude elevarme muy alto bajo el firmamento. Cerca de mí vivía un halcón peregrino macho que parecía la nobleza personificada; aunque estaba lleno de perfidia y traición, se envolvía de modales modestos, del color de la honradez, de una gran atención y deseo de complacer, hasta tal punto que nadie hubiese podido pensar que todo era simulación: tan a fondo había teñido la tela con estos falsos colores. De la mis­ma forma que una serpiente se esconde entre las flores espe­rando el momento de atacar, igual hizo este hipócrita, éste no va más de los enamorados, siendo exageradamente galan­te y cortés, manteniendo la apariencia de atención que suele acompañar a un noble amor. Y de la misma manera que un sepulcro es hermoso por encima, mientras que se sabe que abajo hay un cadáver descomponiéndose, igual era este hipó­crita: ardiente por fuera y glacial por dentro. Y llevó su perfi­dia hasta tal extremo que, a menos de que fuese el diablo en persona, nadie sabía lo que pretendía conseguir.

»El lloró y lamentó durante tanto tiempo y durante tantos años simuló adorarme que, creyendo en sus promesas y jura­mentos, mi corazón, demasiado tierno y alocado (completamente inocente de su consumada maldad, temiendo que él pudiese morir, pues me pareció que esto podía muy bien su­ceder), le concedió su amor bajo la condición de que mi honra y mi buen nombre se mantuviesen siempre inviola­dos, tanto en público como en privado.

»En otras palabras, como parecía digno, le entregué toda mi alma y mi corazón —si no, Dios sabe y él también sabe que nunca se los hubiese entregado—, y cambié mi corazón por el suyo para toda la eternidad. Pero hay un viejo prover­bio que dice verdad: "Un hombre honrado y un ladrón nun­ca pueden pensar igual."

»Por tanto, cuando él vio que las cosas habían llegado tan lejos y que yo le daba todo mi cariño tal como he descrito y le rendí mi fiel corazón con tanta entrega como él me juró que me había dado el suyo, entonces, lleno de duplicidad, este tigre cayó de rodillas ante mí con suprema humilde de­voción y profunda reverencia. En aspecto y conducta tan propio de un enamorado sincero, tan encantado estaba, se­gún parece, que nunca, ni Jasón ni París, el troyano –dije antes Jasón?, de verdad ningún hombre desde Lamech que, como se ha escrito, fue el primero en amar a dos mujeres—, nunca nadie, desde que nació el primer hombre, podría ha­ber imitado ni una millonésima parte de su destreza en enga­ños y supercherías o hubiese sido digno de desatar los cordo­nes de su zapato, allí donde la doblez y la simulación reinan (de tal forma hubiese agradecido algo a una criatura viviente, como me dio las gracias a mí).

»Ninguna mujer, por prudente que fuese, hubiese podido resistir sus gracias celestiales, tan bien educado y respetuoso era tanto en conversación como en porte. Y así fue como le amé por su deferencia y la honradez que creí anidada en su corazón, de tal forma, que la cosa más pequeña capaz de causarle pena sabía que me haría sentir que la muerte hacía presa de mi corazón. Para abreviar, las cosas llegaron tan le­jos, que mi voluntad se convirtió en instrumento de la suya (quiero decir que en todo lo que permitían los límites del de­coro y de mi honra obedecí su voluntad: Dios sabe que a na­die amé tanto ni a nadie podré amar así).

»El que yo sólo imaginase cosas buenas de él duró un año, quizá dos o más. Pero al final eso fue lo que ocurrió: la For­tuna quiso que él se marchase del lugar en el que yo vivía. No hace falta decir el dolor que esto me causó; no puedo ni empezar a describirlo; pero una cosa sí diré: me demostró en qué consiste la condena a muerte, tal fue el tormento que su­frí al verle marchar. Así que un día se despidió de mí y con tales muestras de pena, que cuando yo le oí hablar y vi cómo había cambiado su color, realmente supuse que sentía tanto dolor como yo. Sin embargo, creí que era fiel y que realmen­te volvería de nuevo después de un tiempo; había también razones de honor, como a menudo sucede, que le forzaban a marchar; por lo que hice una virtud de la necesidad y me lo tomé bien, viendo que no había más remedio. Ocultando mi pena de él lo mejor que pude, le tomé la mano y juré por San Juan: "Ved, soy toda vuestra; sed para mí como yo he sido y seguiré siendo eternamente para vos."

»No es preciso que repita lo que me dijo por respuesta. ¿Quién sabía hablar mejor que él o comportarse peor? Él po­día hablar con elocuencia y no hacer nada. "Quien cena con el diablo necesita una cuchara larga", o así he oído decir. Por lo que al fin tuvo que partir y marchó a donde tenía que ir. Cuando decidió detenerse, me imagino que tenía este adagio en mente: "Todo goza cuando vuelve a su natural inclina­ción" (o, por lo menos, así creo que reza). Los hombres sien­ten una tendencia natural hacia la novedad, al igual que los pájaros enjaulados que una alimenta. Pues aunque les cuidéis de día y de noche, poniendo en su jaula paja de la más fina, de la que parece seda, y les deis azúcar, miel y pan, su hambre por la novedad es tal, que en el momento que la puerta está abierta, volcarán la tacita con sus patitas y se irán volando al bosque a nutrirse de gusanos; tienen un amor natural por lo nuevo, y ninguna nobleza de sangre impedirá que se vayan.

»Así sucedió con este halcón macho, ¡maldito sea el día! De cuna noble, animoso, alegre, guapo, modesto y generoso como era, un día vio a un milano hembra y de repente se enamoró perdidamente de ella, con lo que su amor por mí terminó en seco. Así, de este modo, quebró su palabra, y así mi amor se convirtió en adorador del milano y me ha olvidado para siempre sin remedio.

Y habiendo dicho estas palabras, el halcón hembra dio un grito y se desmayó nuevamente sobre el pecho de Canace. Grande fue la pena de Canace y de todas las mujeres [de su séquito] por las desgracias del halcón; no sabía cómo conso­lar al animal. Pero Canace se la llevó a casa en su regazo y con todo cuidado la vendó y enyesó donde se había hecho daño en el pico. Todo lo que Canace pudo hacer ahora fue cavar en tierra para encontrar hierbas medicinales y preparar nuevos ungüentos para curar al halcón, mediante hierbas ra­ras y multicolores. Se ocupó de ello con todas sus fuerzas de noche y de día. A la cabecera de su propia cama dispuso un receptáculo para el halcón cubriéndolo de terciopelo azul, pues el azul representa la fidelidad propia de las mujeres, pero lo pintó de verde por fuera, con representaciones de to­dos los pájaros infieles, tales como los herrerillos, halcones machos y lechuzas; mientras que a su lado, para burla, se pin­taron urracas gruñéndolas.

Ahora dejaré a Canace cuidando a su halcón, y de mo­mento no diré nada más sobre su anillo hasta que llegue el momento de relatar cómo el halcón hembra consiguió supe­rar el amor de su enamorado —arrepentido según la histo­ria— por la mediación del hijo del rey, Cambalo, de quien ya os he hablado. Desde este momento, en mi cuento os ha­blaré de aventuras y de batallas y de maravillas más grandes de las que jamás hayáis oído. Primero os hablaré de Gengis­kan, que capturó tantas ciudades de su época [de reinado]; luego os explicaré cómo Algarsif ganó a Teodora por esposa.

Estuvo muchas veces en peligro por ella, de no haber teni­do la ayuda del caballo de latón. Y después de ello os habla­ré de otro Cambalo que peleó en liza con los dos hermanos para conseguir a Canace, lo que al fin logró. Pero ahora vol­veré a donde dejé la historia.

TERMINA LA SEGUNDA PARTE Y COMIENZA LA TERCERA

Apolo había subido tan alto con su carro, que entró en la mansión de Mercurio, el astuto dios ....

3. LO QUE EL TERRATENIENTE DIJO AL ESCUDERO Y EL ANFITRIÓN AL PRIMERO

Escudero, palabra de honor de que habéis cumpli­do perfectamente vuestro cometido. Os felicito por vuestro talento —dijo el terrateniente—. Con­siderando vuestra juventud, habláis con tanto sentimiento y fervor, que no puedo dejar de aplaudiros. Si proseguís, en mi opinión nadie logrará superaros en elocuencia. ¡Que Dios os dé suerte y que aumenten vuestros conocimientos! Disfruto muchísimo con vuestra conversación.

Tengo un hijo y ¡por la Santísima Trinidad! que preferiría tener a un hombre de criterio como vos que poseer veinte libras de valor en tierras, aunque ahora mismo me las diesen aquí. ¿De qué sirve tener posesiones si un hombre carece de conocimientos? Bastantes veces he reprendido a mi hijo, y veo que no tiene ningún in­terés en estas cosas: todo lo que hace es jugar a los dados, ti­rar el dinero por ahí y perder lo que tiene. Y antes prefiere hablar con un joven servidor que sostener una conversación con algún caballero del que pueda aprender verdaderos bue­nos modales...

—¡Un pimiento vuestros buenos modales! —exclamó nuestro anfitrión—. ¿Qué es todo eso, señor terrateniente? Por favor, sabéis perfectamente que cada uno de los presen­tes debe, por lo menos, contar un cuento, si no quiere que­brantar su promesa.

—Ya me doy cuenta de ello, señor —repuso el terrateniente—; pero, por favor, no penséis mal de mí si cruzo unas pa­labras con este joven.

—Ni una palabra más —le replicó el anfitrión—. Empe­zad vuestra historia.

—Con mucho gusto, señor anfitrión —contestó él—. Me inclino ante vuestra voluntad, por lo que escuchad lo que voy a contar. Hasta donde alcanzan mis luces, no me opon­dré a vos en ningún sentido. Ruego a Dios que os complaz­ca, pues si [mi cuento] os gusta, ya me sentiré satisfecho.

4. PRÓLOGO DEL TERRATENIENTE

En su tiempo, el noble pueblo de los bretones solía componer trovas de todo tipo de aventuras, versifica­das en su primitiva lengua bretona. Y, o bien cantaban dichas baladas acompañadas de instrumentos musicales, o las leían para su propio solaz. Ahora mismo me acuerdo de una que tendré mucho gusto en relatársela lo mejor que pue­da y sepa.

Pero, caballeros, debo advertiros que soy un individuo sencillo, por lo que debo pediros, antes de empezar, que me perdonéis por mi estilo casero. Ciertamente no he estudiado nunca el arte de la retórica, por lo que todo lo que diga será claro y simple.

Nunca he dormido en el monte Parnaso ni he estudiado a Marco Tulio Cicerón. No sufráis error. Yo ignoro todos los trucos retóricos para dar colorido al lenguaje (los únicos co­lores que conozco son los que se ven en el campo, con los que la gente fabrica tintes o pinturas). Los colores de la retó­nca me son demasiado dificiles; mi corazón no tiene ningu­na predilección para este tipo de cosas. Pero, si lo deseáis, oíd mi cuento.

5. EL CUENTO DEL TERRATENIENTE

En Armónca, como se llamaba Bretaña entonces, vivía un caballero que amaba a una dama a la que servía lo mejor que sabía. Antes de conseguirla, realizó una se­rie de tareas y emprendió grandes cosas. Pues, señores, ella era la más hermosa de las mujeres bajo el sol. Además, perte­necía a una familia tan encumbrada, que el caballero apenas si se atrevía a revelarle toda su pena, sufrimientos y ansias. Pero al final, gracias a su valía y especialmente a sus múltiples y humildes atenciones, ella se apiadó de su sufrimiento y tá­citamente consintió en tomarle por esposo y dueño (es decir, con esta especie de dominio que los hombres tienen sobre sus esposas). Y con el fin de vivir juntos más felizmente, él voluntariamente juró por su fe de caballero que mientras vi­viese, nunca ejercitaría su autoridad en contra de los deseos de ella, ni mostraría celos, sino que la obedecería y cumpliría sus deseos en todas las cosas como lo haría cualquier enamo­rado con su dama. Sin embargo, para mantener el honor de su condición de marido, él, en apariencia, seguiría siendo el dueño.

Ella le dio las gracias y le dijo con gran humildad: —Señor, ya que con vuestra magnanimidad me ofrecéis unas riendas tan sueltas, ojalá Dios permita que jamás haya disputa o desacuerdo entre los dos por culpa mía. Aquí, pues, señor, os doy mi palabra de honor: seré vuestra esposa humilde y fiel hasta la muerte.

Por lo que ambos vivieron juntos en paz y sosiego.

Pues, caballeros, hay una cosa que puedo afirmar con toda seguridad: los enamorados que desean vivir juntos por cual­quier periodo de tiempo, deben someterse el uno al otro. El amor no debe ser limitado por el dominio. Cuando aparece el dominio, el dios del Amor despliega sus alas y, en un abrir y cerrar de ojos, desaparece. El amor es una cosa tan libre como el espíritu.

Las mujeres, por su propia naturaleza, ansían y anhelan la libertad; no desean verse como esclavas, y, si no me equivo­co, los hombres tienen idéntico modo de pensar. En amor tiene la ventaja el que es más paciente. La paciencia es, en verdad, una virtud soberana, pues, de acuerdo con los estu­diosos, conquista allí donde la severidad no consigue nada en absoluto. No se debe reprender o gruñir a cada palabra ás­pera. Aprended a tolerar, o tendréis que aprenderlo a la fuer­za; lo juro, tanto si lo queréis como si no, pues no hay nadie en todo el mundo que no se porte mal en alguna ocasión. La ira, las enfermedades, la influencia de las estrellas, el vino, la pena o un cambio de humor provocan muy a menudo que uno haga o diga lo que no debiera. No se debe tomar ven­ganza por cada entuerto. Todo el mundo sabe cómo tener dominio sobre sí, debe practicar el refrenarse, según las circunstancias. Y, por tanto, para poder vivir en armonía, este juicioso y digno caballero prometió paciencia mientras ella le prometía con la máxima sinceridad que jamás se encontra­ría en falta.

Aquí puede verse un convenio modesto y sensato. Ella le tomaba por servidor y dueño (en amor, su servidor; pero su dueño, en el matrimonio). De este modo él era a la vez due­ño y sirviente. No, no sirviente, sino con dominio superior, ya que él tenía tanto a su dama como a su amor. Ciertamen­te ella era su dama, pero también su esposa; y esto de acuer­do con la ley del amor.

Habiendo alcanzado esta felicidad, se marchó a su casa con su esposa a vivir en su propia tierra, no lejos de la punta o cabo Penmarch, donde tenía su residencia, y allí vivió en plena felicidad y goce. ¿Quién, si no es un marido, puede re­latar la alegría, la tranquilidad y la comodidad que comparten un marido y su mujer? Este estado feliz duró más de un año, hasta que este caballero del que hablo (su nombre era Arveragus de Caerrud) decidió ir a vivir un par de años a In­glaterra —que también se llamaba Bretaña— en busca de ho­nores y nombradía en hechos de armas, pues todo su cora­zón estaba puesto en tales hazañas. Allí, dice el libro, vivió durante dos años.

Ahora dejaré de hablaros de Arveragus y os contaré de su mujer Dorígena, que amaba a su esposo con todo su cora­zón. Ella lloraba y suspiraba durante su ausencia, como sue­len hacerlo las damas nobles cuando están enamoradas. Se afligía, considerando la separación, y se quejaba, ayunaba y se lamentaba; estaba tan atormentada anhelando su presen­cia, que nada de lo que hay en el mundo le importaba en lo más mínimo. Viendo su humor triste, sus amigas la consola­ban como podían; la exhortaban día y noche diciéndole que se estaba matando sin razón alguna. Se ocupaban en darle todo el consuelo que podían darle en aquellas circunstancias para que abandonase su melancolía.

Como todos sabéis, si tratáis de grabar algo en una roca durante el tiempo suficiente, en el curso del tiempo logrará imprimirse una imagen en ella. Ellas la consolaron tanto tiempo, que, con la ayuda de la esperanza y del sentido co­mún, quedó marcada en ella la señal del consuelo, por lo que su enorme pena empezó a remitir. No hubiese podido soportar eternamente una pena tan violenta.

Además, durante este periodo de infelicidad, Arveragus enviaba a su hogar misivas explicándole que estaba bien y que regresaría inmediatamente. De otro modo, su pena hu­biera roto su corazón en pedazos.

Viendo que su pena disminuía, sus amigas se arrodillaron y le rogaron que, por amor de Dios, saliese con ellas a pasear para distraerse de sus pensamientos lúgubres. Finalmente, al ver que todo era para su provecho, accedió.

Ahora bien, resulta que su castillo se hallaba al borde mismo del mar. Para distraerse solía caminar frecuente­mente con sus amigas por encima del acantilado, desde donde veía muchos barcos y barcazas en rumbo hacia su punto de destino. Pero esto llegó a convertirse en parte de su aflicción, pues una y otra vez se decía: «¡Ay de mí! ¿No hay barco, de los muchos que veo, que quiera traerme a casa a mi marido? Pues así mi corazón quedaría curado de sus amargas heridas.»

En otras ocasiones solía sentarse allí a pensar, mirando ha­cia abajo por el borde del precipicio; pero en cuanto veía las terribles rocas negras del fondo, su corazón era sacudido por tal terror, que luego apenas podía mantenerse en pie. Enton­ces se sentaba sobre la hierba, mirando tristemente hacia el mar y, entre profundos y tristes suspiros, exclamaba:

—Dios Eterno, que con tu providencia guías el mundo con mano firme; se dice que Tú no haces nada en vano. Pero, Se­ñor, ¿por qué habéis creado una cosa tan irracional como es­tas endiabladas, horribles rocas negras que más parecen la obra de un espantoso caos que la bella creación de un Dios tan per­fecto, sabio e inmutable? Pues no hay ser humano, bestia o pá­jaro que se beneficie de ellas en ninguna parte del mundo. Que yo sepa, no hacen ningún bien, sino solamente mal. ¿No ves, Dios mío, que la Humanidad perece con ellas?

»Aunque nadie se acuerde de ellos, los cuerpos de cien mil hombre han caído muertos a causa de las rocas. Y, no obstan­te, la especie humana es una parte tan hermosa de tu Crea­ción, a la que hiciste según tu propia imagen. Entonces, pa­recía que sentías gran amor hacia los humanos. Por tanto, écómo puede ser que hayas inventado tales medios para ani­quilarles, cosas que no producen bien alguno, sino solamen­te daño? Que digan lo que quieran los estudiosos, lo sé muy bien; demostrarán con su lógica que todo es para nuestro bien, aunque no pueda comprender las razones.

»Que Dios, que ha creado el viento que sopla, guarde a mi esposo. Esa es mi conclusión. Yo dejo las disputas para los es­tudiosos. Pero yo quisiera que Dios hiciese que estas rocas se hundiesen hasta el infierno por su bien. Estas rocas infunden terror en mi corazón.

Así habló ella mientras lloraba tristemente.

Sus amigas, viendo que el vagar junto al mar no le re­presentaba ningún placer, sino que le causaba más bien desazón, determinaron encontrarle diversión en alguna otra parte. La llevaron a ríos y manantiales y a otros lugares deliciosos, donde bailaron y jugaron al ajedrez y al chanquete.

Así, una hermosa mañana se dirigieron hacia un jardín cerca­no, en donde dispusieron todas las vituallas y otras cosas nece­sarias y se divirtieron a lo largo de todo el día. Era la sexta ma­ñana de mayo y el mes había pintado el jardín con sus suaves aguaceros y lo había llenado de hojas y flores. Manos diestras lo habían arreglado tan exquisitamente, que no había otro jardín de semejante belleza, salvo quizá el Paraíso propiamente dicho. Tan lleno estaba de belleza y deleite, que el aroma de las flores y la visión de su brillante colorido hubieran alegrado a cual­quier corazón, excepto en el caso de que éste sufriese la pesada carga de una enfennedad o de una pena demasiado grande.

Después de la comida empezaron a bailar y cantar, con la única excepción de Dorígena, que siguió suspirando y la­mentándose, pues entre los que bailaban no podía contem­plar al que era su esposo y enamorado a la vez. Sin embargo, ella tuvo que permanecer allí por un rato y permitir que la es­peranza calmase su pena.

Entre los que bailaban había un escudero danzando ante Dorígena. A mi modo de ver era más alegre e iba vestido con más colores que el propio mes de mayo; danzaba y cantaba mejor que ningún hombre desde que el mundo es mundo. Para dar una idea de cómo era además de ser uno de los más dotados hombres de su época, pues era joven, fuerte, talento­so, rico, inteligente y popular: estaba muy bien considerado. En resumen, si no me equivoco, sucedía que este gallardo es­cudero, servidor de Venus, llevaba dos largos años amando a Dorígena más que a ninguna criatura viviente, sin que ella tu­viera la más pequeña idea.

Él nunca se había atrevido a contarle su tormento. Sufría una tortura interior más allá de toda medida. Andaba deses­perado, temeroso de decir nada, aunque solía revelar algo de su pasión por medio de sus canciones. Decía, por ejemplo, en una queja o lamento general, que él amaba y no era co­rrespondido. Sobre este tema compuso muchas canciones, letrillas, quejas, coplas, trovas y virolais. Como fuese que no se atrevía a confesar su tormento, sufría atroces torturas como una de las Furias en el Averno.

Tenía que morir, afirmaba, como Eco por Narciso, que temía confesarle su pena. Esta era la única forma con la que se atrevía a revelar su íntima tortura a ella; salvo, quizá, algu­nas veces en los bailes en los que los jóvenes cortejan, en que, de tanto en tanto, miraba su rostro como el que solicita una gracia, pero ella estaba completamente ajena de lo que él quería decirle. Sin embargo, antes de marcharse del jardín, sucedió —pues él era su vecino, un hombre de honor y repu­tación, y ella le conocía desde hacía mucho tiempo— que iniciaron una conversación; poco a poco, Aurelio la condu­jo hacia su propósito, y cuando vio una oportunidad dijo:

—Señora, por ese Dios que hizo este mundo, si hubiese estado seguro de que podía haberos hecho feliz, ojalá que el día en que vuestro Arveragus cruzó el mar, yo, Aurelio, hu­biera ido a donde jamás se vuelve. Pues sé muy bien que mi devoción es en vano y que mi recompensa no es más que un corazón roto en pedazos. Señora, tened piedad de mis crue­les sufrimientos, pues una sola palabra vuestra puede o ma­tarme o salvarme. Ojalá Dios hubiese querido que estuviese aquí enterrado a vuestros pies. No hay tiempo ahora de decir más. Tened piedad, amor mío, o haréis que muera.

Ella se volvió, miró fijamente a Aurelio y le dijo: —¿Sentís de verdad lo que estáis diciendo? Antes de esto nunca sospeché lo que pensabais, pero ahora, Aurelio, que conozco vuestras intenciones, juro por el Dios que me dio vida y alma que, en donde de mí dependa, nunca seré una es­posa infiel, ni de palabra ni de obra. Quiero pertenecer a aquel con quien me casé y estoy casada. Tomad esto como mi respuesta definitiva.

Pero después dijo ella, burlonamente:

—Por amor de Dios, Aurelio, ya que os lamentáis de for­ma conmovedora, consentiré en ser vuestro amor... el día que quitéis todas las rocas, piedra por piedra, desde un extre­mo de Bretaña hasta el otro confin, hasta que no impidan ya el paso de cualquier bote o barco. Esto digo: cuando hayáis despejado la costa de rocas, de modo que no se vea piedra al­guna, entonces os amaré más que a cualquier otro hombre. Os doy mi palabra, hasta donde yo pueda prometer algo. Pues sé que no puede suceder nunca. Dejad que estas ideas locas dejen en paz vuestro corazón. ¿Qué satisfacción puede encontrar alguien en la mujer de otro que pueda poseerla tantas veces como desee?

Aurelio suspiró profundamente.

—¿Esta es toda la compasión que podéis ofrecer? —dijo él. —Sí, por el Dios que me creó —respondió ella.

Al oír esto, Aurelio, profundamente afligido y con el cora­zón sumido en la tristeza, dijo:

—Señora, esto no es posible. Significa, pues, que deberé morir en la mayor desesperación.

Y después de haber dicho esto, dio media vuelta y se marchó.

Inmediatamente llegó un grupo de sus amigos y amigas, de los que vagaban arriba y abajo por los senderos del jardín, totalmente ajenos a lo que acababa de ocurrir, pues ensegui­da reanudaron su jolgorio, que prosiguió hasta que el brillan­te sol perdió su color, al robarle su luz el horizonte (lo que equivale a decir que había caído la noche), cuando todos re­gresaron a su casa felices y contentos, con la única excepción de Aurelio, que volvió con el corazón pesándole como plo­mo, pues no veía el modo de evitar la muerte; le parecía sentir cómo su corazón se enfriaba. Elevando sus manos en di­rección al cielo, cayó de rodillas al suelo y, en medio de una especie de frenesí, inició una plegaria. Se le había extraviado la razón de tanto dolor y no sabía lo que decía.

Pero cuando con el corazón roto empezó su lamento a los dioses, dirigido en especial al Sol, exclamó:

—Apolo, señor y dueño de toda planta, hierba, árbol y flor; tú que das, de acuerdo con tu distancia del ecuador ce­lestial, su tiempo y estación a cada uno, mientras tu situación en la eclíptica varía de arriba abajo; señor Febo, baja tus ojos misericordiosos al pobre Aurelio, que se siente completa­mente perdido. Contempla, ¡oh Señor!, cómo, exento de culpa, mi dama me ha condenado a muerte, a menos que tú, en tu magnanimidad, te apiades de mi moribundo corazón. Pues sé, señor Febo, que, si quieres, eres el que mayor ayuda puede facilitarme, salvo únicamente mi dama. Permíteme que te diga cómo puedo ser ayudado y de qué forma:

»Tu gloriosa hermana, la resplandeciente y hermosa Luci­na, es la reina y excelsa diosa del mar (aunque Neptuno pueda ser su dios, ella es emperatriz por encima de él). Señor, sabes muy bien que de la misma forma que ella desea ser en­cendida por tu fuego y que, por esta causa, te sigue con fer­vor, del mismo modo el mar, por su propia naturaleza, le si­gue a ella; pues no es solamente diosa del mar, sino también de todos los ríos, grandes y pequeños. Por tanto, señor Febo, ésta es mi petición:

»¡Oh!, realiza este milagro o se partirá mi corazón; cuando el Sol esté nuevamente en el signo de Leo y en la cumbre de su poder en oposición a la Luna, pídele a tu hermana que produzca una marea tan alta que por lo menos se alce cinco brazas por encima de la roca más alta de la Bretaña Armóri­ca y permite que esta pleamar persista durante dos años. En­tonces podré decir tranquilamente a mi dama: las rocas se han ido; ahora, cumple tu palabra.

»Señor Febo, haz este milagro por mí. Pide a la Luna que se mantenga en su sitio mientras sigues en tu órbita; pide a tu hermana que durante dos años no siga su curso más veloz­mente que tú. Entonces ella estará constantemente en el punto máximo y la marea de primavera continuará día y no­che. Pero si ella no desea concederme a mi amada dama y so­berana de este modo, entonces puede que hunda todas y cada una de las rocas en su propia región abismal en donde habita Plutón; si no, nunca conquistaré a mi dama. Haré des­calzo mi peregrinación a tu templo en Delfos. Señor Febo, mira las lágrimas que resbalan por mis mejillas y apiádate de mi dolor.

Terminada su perorata, cayó en un desmayo y permaneció allí largo rato en un trance ininterrumpido.

Su hermano, que conocía su tribulación, le recogió y le lle­vó a su lecho. Ahora dejaré a esta infeliz criatura yaciendo en cama, sufriendo su desesperado tormento y con su mente ex­traviada. Por lo que de mí depende, puede vivir o morir, como quiera.

Arveragus, la flor de la caballería, regresó a su hogar con otros distinguidos caballeros, prósperos y cubiertos de hono­res. Ahora Dorígena se hallaba en el séptimo cielo: su valien­te esposo entre sus brazos, su osado caballero y digno guerre­ro que la amaba más que a la vida misma. Él, ni remotamen­te podía sospechar o imaginar que alguien hubiera podido hablarle de amor a ella durante su ausencia. De eso no tenía temor alguno. Por lo que bailó, celebró justas y se divirtió con ella. Ahora les dejaré viviendo inmersos en felicidad y goce y volveré a referirme a Aurelio.

El desgraciado Aurelio continuó enfermo en cama, su­friendo atroces tormentos durante más de dos años, hasta que pudo nuevamente poner los pies al suelo. Durante todo este tiempo su único consuelo fue su hermano, un estudio­so, que sabía de todos sus trastornos y penas, pero que, po­déis estar seguros, jamás se atrevió a dejar escapar ni una pa­labra sobre el asunto a ninguna alma viviente. El lo escondió dentro de su pecho con mayor secreto que Pánfilo ocultó su amor por Galatea. Exteriormente su pecho aparecía sin he­ridas, pero una flecha profunda seguía en su corazón. Como sabéis, en cirugía, la cura de una herida solamente en la su­perficie es peligrosa, a menos que se consiga arrancar la fle­cha o legar hasta ella.

En secreto, el hermano de Aurelio lloraba y se lamentaba hasta que, un día, se acordó de que cuando se hallaba en Or­leáns de Francia, yendo tras los conocimientos de ciencias ocultas por todos los rincones (con muchas ganas de leer so­bre eses ciencias, como todos los estudiantes jóvenes), había visto un día en su estudio de Orleáns un libro de magia blan­ca que un amigo suyo (aunque estaba allí para aprender otra profesión y en aquella época daba lecciones de Derecho) ha­bía escondido en su mesa de escritorio. Este libro contenía mucha información referente al funcionamiento de las vein­tiocho mansiones de la Luna y tonterías parecidas que, actualmente, no valen un comino, pues la fe de la Santa Iglesia y nuestro credo no nos permitirá que suframos daños por ta­les quimeras.

Cuando se acordó del libro, su corazón bailó de contento y se dijo para sí: «Mi hermano pronto se curará, pues estoy seguro de que hay artes por las cuales se pueden producir di­versas ilusiones, como las que crean expertos magos. Pues he oído frecuentemente que en los banquetes tales magos pue­den hacer aparecer agua y una barcaza surcándola arriba y abajo del salón; algunas veces ha parecido venir un fiero león; algunas veces han hecho surgir flores como en un prado; otras veces, unas vides con uvas blancas y rojas; algunas veces, un castillo de cal y canto; y los hacían desaparecer en el aire en cuanto querían. O así se lo parecía a los ojos de los presentes. Por tanto, he llegado a la conclusión de que si puedo encon­trar en Orleans a algún viejo amigo que tenga estas mansio­nes de la Luna almacenadas en la mente o cualquier otra ma­gia blanca podrá muy bien hacer que mi hermano tenga su amor. Pues, por medio de alguna ilusión, un mago podría ha­cer ver a los ojos humanos que todas y cada una de las piedras negras de Bretaña habían sido desalojadas, que los barcos po­dían ir y venir a lo largo de la costa, y podría mantener esta ilu­sión durante toda una semana. Entonces mi hermano queda­ría curado de su aflicción, pues ella tendría que cumplir su pa­labra o, por lo menos, ser expuesta en la picota.»

¿Por qué alargar la historia? Se acercó a la cabecera del en­fermo y le apremió con tanto calor que fuese a Orleáns, que se levantó inmediatamente y pronto estaba ya en camino, es­perando verse librado de su desgracia.

Cuando ambos casi habían llegado a la ciudad y estaban a unos dos o tres estadios de ella, encontraron a un joven estu­dioso caminando solo, que les saludó cortésmente en latín y entonces les dejó atónitos al decirles:

—Sé por qué habéis venido.

Antes de que hubiesen dado otro paso más les contó todo lo que ellos tenían intención de hacer.

El estudioso bretón les preguntó por amigos a los que ha­bía conocido en viejos tiempos, pero los otros replicaron que estaban muertos, lo que provocóle un gran llanto.

Entonces Aurelio descabalgó de su caballo y se fue con el mago a su casa, en donde se instalaron cómodamente. La buena comida no escaseaba. Aurelio jamás había visto una casa tan bien surtida en toda su vida.

Antes de ir a cenar el mago le mostró bosques y parques llenos de animales silvestres. Allí vio ciervos con enormes comamentas, las mayores que jamás ojos humanos contem­plaron; divisó perros de jauría matando a un centenar de ellos y muchos otros heridos por crueles flechazos; y mien­tras se despachaban estos animales silvestres, divisó en la ori­lla de un río a unos halconeros, cuyos halcones acababan de matar a una garza real. Luego observó a unos caballeros cele­brando unas justas en una llanura; después de lo cual el mago se dio el gusto de mostrarles a su dama en pleno baile, en el cual parecía que él mismo también tomaba parte.

Cuando el que les mostraba esta magia creyó que ya era su­ficiente, dio una palmada y, ¡oh!, todo aquel espectáculo se des­vaneció. Sin embargo, ni por un solo momento se habían au­sentado de la casa mientras contemplaban estas maravillas, sino que estuvieron tranquilamente sentados en donde él guardaba sus libros, no habiendo nadie más allí que ellos tres.

El astrólogo llamó a su escudero y le dijo:

—¿Está lista nuestra comida? Hace ya una hora que te dije que preparases nuestra cena cuando entré con estos caballe­ros en mi estudio donde guardo los libros.

—Señor, la comida está dispuesta para cuando gustéis elijo el escudero—, incluso si queréis que la sirva en el acto. —Entonces vayámonos a cenar—dijo él—. Creo que será lo mejor. La gente que está enamorada debe alimentarse de vez en cuando.

Después de cenar se pusieron a discutir el importe de los honorarios que el astrólogo debería percibir por eliminar to­das las rocas de Bretaña desde la Gironda hasta la desembocadura del Sena.

Al principio se negó, jurando que no aceptaría menos de mil libras por el trabajo, vive Dios. Tampoco se sentía dema­siado inclinado a hacerlo por dicha suma.

Pero Aurelio, cuyo corazón estaba rebosante de felicidad, pronto replicó:

—¡Ya está bien por mil libras! Si fuese el amo del mundo, que dicen que es redondo, te lo daría todo. El trato está he­cho y todos estamos de acuerdo. Cobraréis hasta el último céntimo; os doy mi palabra de honor. Pero procurad que, por pereza o negligencia, no nos quedemos aquí más tarde de mañana.

—No —replicó el astrólogo—. Os doy mi palabra. Aurelio se fue a la cama cuando tuvo ganas y durmió casi toda la noche. Con todas las fatigas del día y la esperanza de felicidad, su triste corazón encontró alivio en su sufrimiento. Al clarear a la mañana siguiente, Aurelio y el mago tomaron la ruta más corta hacia Bretaña y al llegar a su destino descabalgaron. Esto era —así me lo dicen los libros— durante la fría y helada estación de diciembre.

Febo había envejecido y tenía el color del cobre, el mis­mo que antes, durante el caliente solsticio de verano, había brillado como oro bruñido con rayos resplandecientes; pero ahora, habiendo descendido hasta Capricornio, me atrevo a decir que brillaba con palidez mortecina. En todos los jardines, las fuertes heladas habían destruido las plantas verdes después de neviscar y llover. Ahora, Jano, el de la barba bífida, estaba sentado al calor de la lumbre bebiendo vino de su enorme cuerno; la carne de colmillosos jabalíes estaba enfrente de él, y todos los hombres exclaman: «¡Ma­los tiempos!»

Aurelio hizo que su astrólogo se sintiese como un hués­ped bien tratado y agasajado por todos los medios a su alcan­ce, y luego le rogó que hiciese todo cuanto pudiese para li­brarle de aquel cruel tormento, pues, si no, se abriría el cora­zón con la espada. Aquel experto mago se compadeció tanto de aquel hombre, que se apresuró todo lo que pudo. Noche y día estuvo vigilante esperando la hora favorable para reali­zar su experimento astrológico, es decir, produciendo me­diante algún conjuro (desconozco la adecuada terminología astrológica) una ilusión por la cual Dorígena y todos los de­más pensasen, y dijesen, que las rocas de Bretaña habían desaparecido o hundido bajo la tierra.

Al fin encontró el momento correcto para la ejecución de su maldito y diabólico conjuro. Sacó sus recién corregidas tablas toledanas de astronomía y todo lo que necesitaba: ta­blas sobre el movimiento de los planetas durante periodos redondos, tablas para las subdivisiones de los periodos y longitudes para ciertas fechas que proporcionasen bases para el cálculo; y todo el resto de su parafemalia, tales como cen­tros y ángulos de cálculo y sus tablas de proporcionales para computar los movimientos de los planetas, para poder hacer así todas sus ecuaciones. Por el movimiento de la octava es­fera, supo exactamente cuánto se había movido Alnath, desde el primer punto de Aries arriba, que se cree que está en la novena esfera; todo esto, la cantidad exacta de la prece­sión, de los equinoccios, lo había calculado expertamente.

Habiendo encontrado la primera mansión de la Luna, pudo hacer el cómputo del resto proporcionalmente y decir cuándo se elevaría la Luna y en qué relación con los planetas y sus lugares en el zodiaco, y todo lo demás. Supo exacta­mente qué mansión de la Luna era la apropiada para el expe­rimento y también todas las demás ceremonias rituales que son necesarias para tales ilusiones, así como otras malas prác­ticas que utilizaban los paganos por aquellos tiempos. Por tanto, no se retrasó más, y durante una semana o dos pareció que todas las rocas habían desaparecido.

Aurelio, todavía en ascuas sobre si iba a conquistar su amor o bien perder su oportunidad, esperó aquel milagro no­che y día. Pero cuando comprobó que todos los obstáculos se habían ido y todas las rocas habían desaparecido, cayó a los pies del astrólogo y le dijo:

—Yo, el triste y desgraciado Aurelio, te doy las gracias, maestro, así como a la diosa Venus, que me ha ayudado a sa­lir de estos penosos tormentos míos.

Y se dirigió al templo donde sabía que vería a su dama. Luego, viendo que era su oportunidad, avanzó a saludar a su amada y soberana dama, y así empezó el desgraciado:

—Señora mía, reina mía —le dijo con actitud humilde y el corazón trémulo—, a quien con todo mi corazón más temo y amo que a nadie en todo el mundo, a quien más mal me sabría ofender; si no fuese que sufro tanto por vos que es­toy a punto de caer muerto a vuestros pies aquí y ahora, nada me introduciría a revelaros cuánto me oprime la desgracia; pero la verdad es que hablo o muero. Sin que yo tenga cul­pa alguna, me estáis matando con el tormento más atroz. Pero incluso si no tuvieseis piedad y dejaseis que muriese, reflexionad un momento antes de romper la palabra que me disteis. Por ese Dios que reina en las alturas, pensadlo bien, antes de matarme porque os amo.

»Pues, señora, sabéis muy bien lo que me prometisteis (no es que reclame nada de vos como derecho, mi señora, sino vuestro consentimiento), que en aquel lugar de ese jardín, bien vos sabéis lo que me prometisteis; dándome vuestra mano, disteis vuestra palabra y promesa de amarme más que a nadie. Dios es testigo de lo que dijisteis, aunque yo sea in­digno de vuestro amor. Señora, estoy hablando más por res­peto a vuestro honor que para salvar la vida de mi corazón. He cumplido lo que me mandasteis, como podréis compro­bar si vais a verlo. Haced lo que queráis; recordad vuestra promesa; pues, muerto o vivo, aquí me encontraréis. Queda totalmente en vuestras manos el que viva o muera, pero esto sí sé: las rocas ya no están.

Así se despidió él, mientras ella quedó muda de asombro sin una gota de sangre en las mejillas. Nunca creyó ella caer en una trampa así.

—¡Quién iba a pensar que sucediese algo semejante! —ex­clamó ella—. Pues nunca soñé que pudiera haber la posibili­dad de que aconteciera un prodigio o maravilla tan fenome­nal. Va en contra del curso de la Naturaleza.

Y regresó a su casa convertida en una infeliz mujer. Y tan esanimada estaba, que apenas si podía caminar. Durante todo el día siguiente y el otro lloró y lamentó, desmayándo­se frecuentemente. Era algo que daba pena verlo. Pero ella no dijo a nadie el motivo de su desazón, pues Averagus se había ausentado de la ciudad. Con el rostro cubierto de mor­tal palidez y el semblante descompuesto, ella habló consigo misma y expresó su lamento de esta forma:

—¡Ay de mí! —exclamó ella—. Es contra ti, Fortuna, que elevo mi queja. Tú me has cogido desprevenida y me has ro­deado con tus cadenas, de las que nada puede salvarme, sal­vo mediante la muerte o la deshonra. Me veo forzada a ele­gir entre una de las dos. Sin embargo, antes perdería mi vida que deshonrar mi cuerpo, saberme infiel o perder mi buena fama.

Seguro que con mi muerte quedo libre de este dilema. ¿No se han suicidado muchas esposas y vírgenes honradas antes que transgredir con su cuerpo?

»Ya lo creo que sí, y las siguientes historias así lo demues­tran. Cuando los Treinta Tiranos, con sus corazones llenos de iniquidad, hubieron matado a Fidón en un banquete celebrado en Atenas ordenaron detener a sus hijas, a las cuales, para satisfacer sus torpes deseos, se les ordenó comparecer ante ellos totalmente desnudas y que bailasen así por encima de la sangre de su padre que cubría el suelo. ¡Que la maldi­ción de Dios caiga sobre ellos! Y así, según cuentan los li­bros, estas pobres vírgenes, llenas de terror, se escaparon y saltaron al interior de un pozo, en donde se ahogaron. Todo antes que perder su virginidad

»El pueblo de Mecenas también buscó y halló a cincuen­ta vírgenes de Lacedemonia, con el objeto de satisfacer su las­civia con ellas. Sin embargo, no hubo una sola que no se ma­tase, prefiriendo morir antes de consentir que les robasen su virginidad. ¿Por qué yo, pues, debo temer la muerte?

»Considerad también el caso del tirano Aristóclides, que amaba a una virgen llamada Estímfalis. Cuando mataron a su padre una noche, ella corrió directamente al templo de Diana y se agarró a su imagen con ambas manos. De aquella estatua no quiso soltarse y, realmente, nadie pudo sacarla de allí hasta que la mataron. Ahora bien, si las vírgenes sienten tal horror en verse mancilladas por el placer de un hombre perverso, cuánto más, me parece a mí, debería una esposa preferir la muerte antes que verse profanada.

»¿Y qué decir de la esposa de Asdrúbal, que se quitó la vida en Cartago? Pues cuando vio que los romanos habían conquistado la ciudad, ella cogió a todos sus hijos y se echó al fuego, prefiriendo morir antes de que cualquier romano pudiese violarla. ¿Y no se mató la pobre Lucrecia en Roma después de haber sido forzada por Tarquinto, ya que le pare­ció vergonzoso seguir viviendo después de haber perdido su honra?

»¿Y las siete vírgenes de Mileto que se mataron a sí mis­mas de pena y desesperación, antes que tolerar que los galos las violaran? Supongo que podría relatar más de mil historias más referentes al tema. Por ejemplo, después de que Abrada­tes fuese muerto, su amada esposa se acuchilló a sí misma y dejó que su sangre cayese en las aberturas de las heridas de su esposo gritando: "Por lo menos ningún hombre va a manci­llar mi cuerpo si puedo impedirlo."

»¿Por qué tengo que contar tantos ejemplos, cuando tan­tas han preferido matarse antes que ser violadas? Conside­rando todas estas cosas, es mejor que me mate que verme asaltada. Seré fiel a Arveragus, o me mataré de algún modo, como hizo la amada hija de Democio, que no quería ser desflorada.

»¡Oh, Escedaso! ¡Qué conmovedor leer cómo murieron tus pobres hijas, que se suicidaron por una razón similar! Fue tan conmovedor, si no más, como cuando la virgen te­bana, por culpa de Nicanor, se suicidó por el mismo mo­tivo. Otra virgen tebana hizo lo mismo porque un mace­donio la había forzado y con su muerte remedió su perdi­da virginidad. ¿Y qué diré de la esposa de Nicerato, que se suicidó en parecidas circunstancias? ¡Cuán fiel fue tam­bién el amor de Alcibíades, que prefirió morir antes que permitir que su cuerpo quedase sin enterrar! ¡Pensad qué clase de esposo fue Alcestes, que pidió ser sacrificado en lugar de su esposa, dando un hermoso ejemplo de fideli­dad conyugal!

»¿Qué dice Homero de la buena Penélope? Toda Grecia sabe de su castidad. También se cuenta de Laodamia que cuando Protesilao fue muerto en Troya, no quiso sobrevivir­le ni un solo día. Algo similar podría decir de la noble Porcia que no supo vivir sin Bruto, a quien había entregado todo su corazón. Y de la perfecta fidelidad de Artemisa que se vene­ra por todos los países bárbaros, ¿qué puedo decir? En cuan­to a ti, reina Tauta, tu castidad de esposa puede servir de es­pejo y ejemplo para todas las esposas. También puedo decir lo mismo de Biliea, de Rodaguna y de Valeria.

Así se lamentó Dorígena durante un par de días, y mien­tras tanto estaba decidida a morir. Sin embargo, a la tercera noche el digno caballero Arveragus regresó a su hogar y le preguntó por la causa de su llanto tan amargo. Lo que hizo que arreciase en su llanto todavía más.

—¡Ay de mí! —exclamó ella—. ¡Ojalá no hubiese nacido! He dicho... He prometido... y se lo contó todo tal como lo habéis oído. No es preciso que lo repita de nuevo.

Pero su esposo, con el semblante— sereno y voz amable, le repuso, como contaré ahora mismo:

—¿Aparte de lo que me has contado, hay algo más, Dorí­gena?

—No, no —exclamó ella—. ¡Como que Dios es mi auxi­lio! Y ya es demasiado, aunque sea la voluntad de Dios. —¡Ah, mujer! —dijo él—. Deja que las cosas sigan su cur­so. Quizá todo termine bien todavía. Tú cumplirás tu pala­bra, lo juro. Pues, como que espero merecer el Cielo, es tan grande el amor que te tengo, que antes prefiriría ser acuchi­llado hasta morir que tolerar que tú faltes a tu palabra. No hay nada más sagrado que mantener la palabra dada.

Pero no bien hubo comentado esto rompió a llorar. Lue­go añadió:

—Mientras haya aliento en ti, te prohibo, bajo pena de muerte, que hables con nadie de este asunto yo soportaré mi aflicción lo mejor que sepa—, y no des muestras de tris­teza, no sea que la gente adivine o sospeche que algo pasa.

Entonces mandó venir a un escudero y a una criada. —Id con Dorígena —dijo él— y llevadla enseguida a don­de ella desee ir.

Ellos se despidieron y partieron, pero sin saber la causa o el porqué ella iba allí. El no quiso comunicar a nadie la in­tención que llevaba.

Muchos de vosotros pensaréis quizá que fue estúpido po­niendo a su mujer en una situación tan peligrosa como ésa, pero escuchad la historia antes de que lloréis por ella. Puede haber salido mejor librada de lo que pensáis; juzgad vosotros mismos cuando hayáis oído el relato.

Aurelio, el escudero que tan enamorado estaba de Doríge­na, la encontró casualmente en medio de la calle más concu­rrida de la ciudad mientras ella se preparaba para dirigirse di­rectamente al jardín donde había efectuado su promesa. Él también se dirigió al jardín, pues mantenía vigilancia y sabía cuándo ella se ausentaba de su casa para dirigirse a alguna parte. Pero sucedió que, fuese por casualidad o debido a la Providencia, se encontraron. El la saludó alegremente y le preguntó hacia dónde se dirigía. Y ella replicó, casi como si estuviera loca:

—Al jardín tal y como me dijo mi esposo, para mantener mi promesa. ¡Ay de mí! ¡Pobre de mí!

Al oír esto, Aurelio empezó a asombrarse y en su corazón sintió una gran compasión por ella y por su pena, así como por Arveragus, el noble caballero que le había pedido que ella cumpliese su promesa, pues no podía tolerar ni soportar que su esposa quebrantase la palabra dada. Esto tocó su co­razón hasta tal punto que, considerándolo todo, creyó que era mejor negarse el placer de cometer un acto tan malvado Y ruin ante tan generosa magnanimidad. Por lo que dijo esas pocas palabras:

—Señora, decid a vuestro marido Arveragus que habiendo yo visto su gran magnanimidad hacia vos y habiendo vis­to también vuestra desazón y sabiendo que él preferiría ver su deshonor —lo que sería mil veces de lamentar— antes que contemplar cómo vos quebrantáis la palabra que me dis­teis, que más prefiero sufrir eterno tormento que romper el amor que vosotros dos os profesáis. Señora, os devuelvo la palabra y os relevo de todo compromiso hacia mí que hubie­seis pronunciado desde que nacisteis. Os doy mi palabra de que nunca os reprocharé no haber cumplido promesa algu­na. Aquí me despido de la mejor y más fiel mujer que he co­nocido en toda mi vida.

¡Que todas las mujeres vayan con cuidado al prometer algo! Por lo menos que se acuerden de Dorígena. No hay duda de que un escudero puede comportarse con tanta no­bleza como un caballero. Arrodillada, ella le dio las gracias y se fue hacia su casa, donde al llegar le contó a su esposo todo lo que os he relatado.

Os aseguro que estuvo complacido de tal forma, que me resulta imposible describirlo. ¿Por qué debo alargar el cuen­to? Arveragus y su esposa, Dorígena, vivieron en perfecta fe­licidad hasta el fin de sus días. Nunca más hubo diferencias entre ellos, ni entonces ni más tarde. Él la cuidó y la mimó como a una reina y ella le fue fiel por siempre jamás. Y esto es todo lo que, sobre esos dos, sabréis de mí.

Habiendo perdido todo su capital, Aurelio empezó a mal­decir el día que había nacido

—¡Ay de mí! —decía—. Ojalá no hubiese prometido a aquel astrólogo mil libras de peso de oro fino. ¿Qué haré? Por lo que veo, estoy completamente arruinado; tendré que vender mi herencia y ponerme a mendigar. No puedo vivir más aquí y perjudicar a todos los míos en esta ciudad, salvo que le pueda convencer de que me tenga cierta indulgencia. Sin embargo, trataré de convencerle de que acepte un pago anual a plazo fijo y le agradeceré su gran amabilidad. Y no le fallaré: cumpliré mi promesa.

Con el corazón encogido se fue al arcón donde guardaba su tesoro y llevó oro por un valor aproximado de quinientas libras al astrólogo rogándole que tuviese la generosidad de darle tiempo para pagarle el resto.

—Maestro —le dijo—, puedo alardear de que jamás he faltado a mi palabra hasta la fecha. Mi deuda con vos será pa­gada pase lo que pase, aunque tenga que ir a mendigar por ahí, sin nada más que mi chaqueta. Pero si me concedéis —con garantía— un respiro de dos o tres años, entonces po­dré hacerlo; de otro modo tendré que vender mi herencia; no digo más.

—¿Acaso no he cumplido mi trato con vos? —repuso el astrólogo con semblante serio al oír estas palabras.

—Si, por cierto. Bien y fielmente —añadió el escudero. —¿Y no habéis disfrutado de vuestra dama como desea­bais?

—No —contestó él—. No. Y suspiró tristemente.

—¿Por qué no? Decidme la razón si podéis.

Entonces Aurelio empezó su relato y se lo contó todo, como ya me habéis oído contarlo, por lo que no hace falta volverlo a repetir.

Habló así:

Arveragus, en su magnanimidad, antes hubiese muerto de pena y vergüenza que permitir que su mujer faltase a su palabra dada.

También le contó lo afligida que estaba Dorígena, cuán mal le sabía ser una esposa infiel, tanto que hubiera preferi­do morir allí mismo; que ella le había dado aquella palabra con toda la inocencia, no habiendo sabido jamás de ilusio­nes mágicas

—Esto hizo que me compadeciera tanto de ella —conti­nuó Aurelio—, que, con la misma largueza con que él me la envió, con la misma largueza se la devolví. Esto es todo. No tengo más que decir.

Amigo mío —replicó el filósofo—, cada uno de voso­tros ha actuado con nobleza respecto al otro. Vos sois un es­cudero; él, un caballero. Pero que Dios no permita que un estudioso (como yo) deje de portarse tan noblemente como cada uno de vosotros. ¡No temáis! Os perdono, señor, vues­tras mil libras como si ahora empezarais a existir y jamás hu­bieseis puesto los ojos sobre mí. Señor, no tomaré ni un pe­nique de vos ni por mis mañas ni por mi trabajo. Vos ya pagasteis generosamente mi estancia [aquí]. Ya es suficiente. Adiós. Id con Dios.

Y montó en su caballo y partió.

Ahora, caballeros, quisiera preguntaros: ¿cuál de ellos os parece el más generoso de todos? Decídmelo antes de pro­seguir nuestro viaje. Yo ya no digo más. El cuento ha terminado.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL TERRATENIENTE

SECCIÓN SEXTA

1. EL CUENTO DEL DOCTOR EN MEDICINA

Según Tito Livio, hubo una vez un caballero de gran ho­nor y distinción, rico en amigos y muy acaudalado. El caballero tuvo de su esposa una única hija. Esta hermo­sa muchacha sobrepasaba a todas las demás en la perfección de su belleza, pues la Naturaleza la había moldeado con un cuidado especial como para pavonearse diciendo: «Mirad. Así es cómo yo, la Naturaleza, puede dar forma y color a una cria­tura viviente cuando me lo propongo. ¿Quién puede imitar­me? Ni Pigmalión, aunque esculpiese, pintase, forjase y marti­llease eternamente, y me atrevo a decir que si Apeles y Zeuxis se atreviesen a intentar falsificarme, trabajarían en vano marti­lleando, forjando, pintando y esculpiendo. Pues nada menos que el Creador fue el que me nombró su Vicario General para dar forma y color a las criaturas terrenas exactamente como me plazca. Todas las cosas, tanto en luna menguante como en luna creciente, están a mi cuidado. No pido nada por mi tra­bajo, pues mi Maestro y yo estamos totalmente de acuerdo. Yo la hice para el culto de mi Maestro, del mismo modo que hago a mis otras criaturas en la forma y el color que sean.»

Esto es lo que me pareció que la Naturaleza me decía.

La muchacha en quien la Naturaleza tanto se complació tenía catorce años de edad, y así como ella pinta al lirio de color blanco y a la rosa la hace roja, del mismo modo pintó las hermosas extremidades de esta bella criatura con estos co­lores en los lugares adecuados, antes de que ella naciese; y Febo tiñó sus gruesas trenzas del color de sus rayos. Pero si su belleza era perfecta, era ella mil veces más virtuosa y no carecía de ninguna cualidad de las que elogia el discemi­miento. Era casta de cuerpo y alma, por lo que su virginidad florecía plenamente en humildad, abstinencia, paciencia, templanza y modestia en el vestir y en el comportamiento. Podía decirse que era tan sabia como Palas; sin embargo, sus respuestas eran siempre circunspectas y su conversación sen­cilla y femenina, pues no utilizaba circunloquios para pare­cer culta. Cuando hablaba, jamás se daba importancia; todo lo que decía proclamaba su virtud y buena crianza. Era tími­da, con timidez de doncella; su corazón era firme y siempre estaba ocupada para mantenerse apartada del ocio y de la holganza. Baco, el dios de los borrachos, no ejercía ningún dominio sobre su boca, pues el vino y la juventud aumentan la lujuria, como el aceite y la grasa arrojados sobre el fuego.

Movida únicamente por su natural bondad, frecuente­mente simulaba estar enferma para evitar hallarse en lugares donde se cometían tonterías, como en fiestas, verbenas y bailes, en donde la ocasión de flirtear es grande. Tales cosas, como sabéis, abren demasiado los ojos de los niños y les tor­na precoces. Este ha sido siempre el mayor peligro, pues una muchacha pronto se halla versada en osadías cuando pasa a convertirse en mujer.

No os ofendáis por mis palabras vosotras, damas de me­diana edad que tenéis a vuestro cargo a las hijas de personas de calidad; recordad que os las han puesto a vuestro cuidado por una de dos razones: o porque vosotras mismas habéis sa­bido guardar vuestra propia castidad, o bien porque fuisteis frágiles y caísteis y, por consiguiente, conocéis muy bien el juego y, por ende, habéis abandonado para siempre el mal camino. Por tanto, por Dios, procurad instruirlas, sin cesar, en la virtud. Un ladrón de venados que ha jurado abandonar su vieja profesión resulta mejor guarda jurado que nadie. Guardad, pues, muy bien a vuestras pupilas, pues si queréis, podéis, y procurad no entregaros a ninguna clase de vicio para no resultar condenadas por vuestra malvada conniven­cia. Prestad mucha atención a lo que voy a decir: de todas las traiciones, la más pestilente y más condenable es la traición a la inocencia.

Vosotros, padres y madres, si tenéis uno o más hijos, re­cordad que la responsabilidad de su vigilancia es vuestra, mientras están bajo vuestro cuidado. Atended pues, si por culpa de vuestros ejemplos o por vuestra negligencia en co­rregirles sucumben, me atrevo a asegurar que lo pagaréis muy caro. Muchos carneros y ovejas han sido destrozados por el lobo, por ser su pastor descuidado y perezoso. Pero un ejemplo es más que suficiente por ahora, debo volver a mi relato.

La muchacha cuya historia voy a contar era su propia sal­vaguarda y no necesitaba institutriz, pues en la vida que lle­vaba, otras podían leer como en un libro las palabras y accio­nes que más convienen a una doncella virtuosa. Tan buena y prudente era, que la fama de su belleza y su extraordinaria bondad se extendieron por todas partes, hasta que por todo el país todos los amantes de la virtud cantaban sus elogios (con la única excepción de la Envidia, que se apena con la fe­licidad de los demás y celebra alegremente sus penas y desgracias). Este ejemplo es de San Agustín.

Un día la muchacha fue a la ciudad con su amada madre, como suelen hacer las muchachas jóvenes, para efectuar una visita al templo. Sucedió que en aquella ciudad vivía por aquel entonces un juez, gobernador del distrito. Casualmen­te su mirada se detuvo en la muchacha, que pasaba por de­lante de donde él estaba, y se fijó en ella. Inmediatamente quedó tan impresionado por su belleza, que su corazón le dio un vuelco y sus pensamientos tomaron una nueva direc­ción. Dijo para sí:

—Esta chica debe ser mía, no importa cómo.

Entonces el diablo penetró en su corazón en un santia­mén y le mostró cómo podría conquistar a la muchacha para sí mediante una estratagema.

Supo desde el principio que ni la fuerza ni el soborno po­drían serle de ayuda, pues ella tenía amigos poderosos; ade­más, si ella había vivido una vida sin tacha durante tanto tiempo, sabía perfectamente bien que nunca podría conse­guirla induciéndole al pecado con su cuerpo. Por lo que des­pués de deliberar consigo mismo durante bastante tiempo, envió a buscar a uno de sus parásitos que vivía en la ciudad y sabía que era un tipo muy osado y astuto. Luego, en estric­ta confidencia, este juez contó al hombre su propósito, ha­ciéndole jurar que nunca lo repetiría a nadie bajo pena de ser decapitado. Cuando el tipo dio su asentimiento al perverso plan, el juez, encantado, le prodigó gracias, halagos y le en­tregó ricos y costosos presentes.

Una vez que su ingenioso ardid —que pronto os explica­ré— para satisfacer su lascivia había sido acordado hasta el menor pequeño detalle, este tipo, que se llamaba Claudio, volvió a casa. Y el nada honrado juez, Apio (tal era su nom­bre, pues esto no se trata de una leyenda, sino de una anéc­dota histórica conocidísima: no hay duda de que esto es cier­to en lo esencial), rápidamente se puso a trabajar para efec­tuar todo lo necesario a fin de acelerar la consumación de su deseo.

Por ello, según el relato, pocos días después, mientras el di­soluto juez se hallaba juzgando diversos casos, aquel pérfido tipo corrió hacia él y le dijo:

—Os suplico, señoría, hagáis justicia en esta pequeña loca­lidad por la que elevo una queja contra Virginio; si él dice que no es verdad, lo demostraré y presentaré fidedignos tes­tigos que confirmen la veracidad de mi petición.

—No puedo dar un juicio definitivo sobre esto en su au­sencia —le replicó el juez—. Que lo manden comparecer ante mí y escucharé vuestro caso con mucho gusto. Tú ten­drás plena justicia y no se cometerá injusticia.

Virginio se presentó para averiguar la decisión del juez, y la villana petición le fue leída inmediatamente. En esencia venía a decir esto:

«A Su Excelencia, Apio. Señoría: Vuestro humilde criado Claudio se presenta para afirmar que el caballero llamado Virginio retiene contra la ley, la equidad y mi expreso deseo, a mi criada y legítima esclava, que me fue robada de mi casa una noche, cuando todavía era de tiema edad. Puedo presen­tar pruebas, Señoría, para demostrar esto a vuestra satisfac­ción. Ella no es su hija, diga él lo que diga. Por consiguiente, os ruego, mi señor juez, que me entreguéis a mi esclava, por favor.» Esta era, en esencia, su solicitud.

Virginio se quedó atónito mirando al individuo, pero an­tes de que pudiese dar su propia versión o demostrar, por su palabra de caballero o por el testimonio de muchos testigos, que todo lo que su adversario decía era falso, el infame juez rechazó de plano esperar más o incluso escuchar una sola pa­labra de Virginio y emitió el siguiente veredicto:

—Ordeno que a este hombre se le devuelva la esclava in­mediatamente. No debéis tenerla en casa ni un momento más. Id a buscarla y colocadla bajo mi custodia. Este hombre debe tener a su esclava. Este es mi veredicto.

El buen Virginio, forzado por el veredicto del juez a entre­gar a su amada hija a Apio para que satisficiese su lascivia, emprendió el camino hacia su casa. Al llegar se sentó en el salón y mandó que le trajesen a su hija. Con la cara lívida contempló su dulce semblante. Su corazón de padre sintió una lástima infinita, pero no se desvió de su resolución.

—¡Hija mía! —dijo él—, mi Virginia. Hay dos alternativas que tú debes sufrir: o la muerte o la vergüenza y el deshonor. ¡Ojalá no hubiese nacido! Pues tú no has hecho nada para merecer la muerte por cuchillo o espada. ¡Oh, hija mía que­rida, fin de mi vida a quien tanto me ha gustado criar y edu­car; nunca te has alejado de mi pensamiento! ¡Oh, hija mía, la última pena y la última alegría de mi vida! ¡Oh, gema de castidad, acepta tu muerte con resignación, puesto que así lo he resuelto decidido! Tu muerte está decidida por amor, no por odio: será mi propia mano amante la que cortará tu ca­beza. ¡Ay! ¿Por qué puso jamás Apio sus ojos en ti? Este es el infame veredicto que ha dado sobre ti en el día de hoy. Y aquí le explicó toda la situación. Como vosotros ya habéis oído, no es preciso que recapitule.

—¡Oh, padre mío, tened piedad de mí! —exclamó la mu­chacha; y con estas palabras le echó los brazos al cuello, como era su costumbre. Lágrimas amargas brotaron de sus ojos—

Querido padre, ¿es preciso que muera? —dijo ella—. ¿No hay perdón, no hay remedio?

—Ninguno en absoluto, queridísima hija —repuso él. —Entonces dame tiempo, padre mío —replicó ella—, para lamentarme de mi propia muerte durante unos momen­tos, pues incluso Jefté dio a su hija tiempo para lamentarse antes de matarla, y Dios sabe que ella no tenía más culpa que la de haberse adelantado a ser la primera en dar a su padre la adecuada bienvenida.

Al decir esto, cayó desmayada al suelo.

Cuando le pasó el desmayo se levantó y dijo a su padre: —Loado sea Dios de que muera virgen. Dame la muerte antes de que el deshonor me manche. Cumple tu voluntad sobre tu hija en nombre de Dios.

Acabado que hubo de decir esto, le rogó una y otra vez que la golpease dulcemente con la espada y, al decirlo, cayó desmayada de nuevo.

Con el corazón lleno de pena su padre le cortó la cabeza y cogiéndola por los cabellos se la llevó al juez, que todavía se hallaba juzgando.

Según dice el relato, cuando el juez la vio ordenó que Vr­ginio fuese arrestado y colgado allí mismo. Pero, en aquel momento, miles de personas, llenas de piedad y compasión, penetraron en la sala para salvar al caballero, pues se había difundido el horrible crimen.

La gente pronto penetró en sospechas sobre aquel asunto; por la forma en que aquel tipo había presentado y forjado su acusación adivinaron que lo había hecho con el consentimiento y anuencia de Apio, pues su lascivia era muy conoci­da, por lo que se dirigieron hacia Apio y le arrojaron a la cár­cel, donde él se suicidó. En cuanto al criado de Apio, el tal Claudio, fue sentenciado a morir colgado de un árbol, y si no hubiese sido por Virginio, que pidió que le desterrasen en vez de ejecutarle, ciertamente hubiera muerto. El resto de los que intervinieron en este infame asunto sufrieron la muerte por la horca.

Aquí podéis ver qué clase de recompensa recibe el pecado. Pero, ¡cuidado!, nadie sabe a quién Dios piensa castigar, ni cómo el gusano de la conciencia puede conmoverse por un comportamiento perverso, aunque sea tan secreto que sola­mente Dios y el pecador lo sepan. Sea lerdo o sabio, nadie puede adivinar cuándo sobrevendrá el castigo, por lo que os doy este consejo: evitad el pecado antes que el pecado os abandone a vosotros.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MÉDICO

2. PALABRAS DEL ANFITRIÓN AL MÉDICO Y AL BULERO

Nuestro anfitrión comenzó a blasfemar como un loco. —¡Ay! —dijo—. ¡Por los clavos y la sangre de Cristo! ¡Qué juez tan sinvergüenza! ¡Vaya tipo em­bustero! ¡Que la muerte más infame e inimaginable sobre­venga a estos jueces y secuaces! Por desgracia, esta infeliz murió. Pagó un elevado precio por su belleza. Siempre lo digo: resulta evidente que los dones de la fortuna y la naturaleza son fatales para muchos. De ambos surge con mucha frecuencia más daño que provecho.

»Pero, mi querido señor, fue el suyo un cuento conmove­dor. Pero no importa, prosigamos. Le pido a Dios que le sal­ve a usted al igual que sus frascos, medicamentos, jarabes y cajas de remedios; que el Señor y Santa María les bendigan. Debo admitirlo: sois un varón perfecto. Por San Ronón que podríais ser obispo. ¿No es cierto? No puedo emplear pala­bras eruditas, pero me has conmovido tan profundamente que casi me da un ataque de corazón. ¡Rediez! Dadme un calmante, o un trago de cerveza nueva y fuerte, o apresuraos a contar una historia alegre no sea que mi corazón se me pare a causa de esa chiquilla... Venga, bulero, proseguid. Contadnos algunos chistes, o algo divertido, rápido.

—Se hará como decís —replicó el bulero—. Por San Ro­nón. Pero antes —dijo— quiero echar un trago y tomar un bocado en esta posada.

Pero la compañía empezó a comentar:

—No nos cuentes nada inmoral. Cuéntanos algo que con­tenga enseñanza moral y que nos guste escuchar. —Concedido —replicó el bulero—. Pero tomaré una be­bida mientras pienso en algo decente.

3. PRÓLOGO DEL BULERO

Caballeros —empezó—. Cuando predico en las iglesias me esfuerzo en aparentar un porte majestuo­so y ahuecar la voz como si fuese una campana. Me sé los sermones de memoria. Mi tema favorito ha sido —y es— siempre el mismo: La avaricia es la causa de todos los vicios.

En primer lugar indico de dónde vengo y a continuación enseño todas mis credenciales. Para empezar, muestro las li­cencias del obispo para que ningún clérigo ose interrumpir­me en mi cristiano trabajo. Las historias vienen después. En­seño bulas papales, y de cardenales, patriarcas y obispos. Acto seguido digo unas palabras en latín para razonar mi ser­món y avivar la devoción. Expongo a continuación los reli­carios rebosantes de huesos y trozos de tela —son reliquias, o al menos así se lo creen. También tengo una paletilla de un patriarca judío, montada en latón, y comienzo:

—Buena gente —digo—, escuchad con atención. Si su­mergís este hueso en un pozo, todas las vacas, terneras, ove­jas o bueyes enfermos por haber ingerido gusanos o picados por serpientes que beban de sus aguas, quedarán curados al instante. Incluso más: todas las ovejas que beban de él que­darán indemnes de la viruela, escabro y de cualquier llaga. Pensad también esto: todo dueño de ganado que una vez por semana, antes de que cante el gallo, beba un trago del pozo en ayunas como el santo judío enseñó a nuestros an­tepasados, verá multiplicado y acrecentado sus bienes y ga­nado.

»También es un buen remedio contra los celos. Si aconte­ciese que alguien tuviera celos de su mujer, que utilice agua de ésta para el caldo. Nunca más desconfiará de su mujer, aunque sepa que los deslices son verdaderos, incluso si hu­biese caído con dos o tres curas.

»Aquí tenéis un guante. Vedlo. Cualquiera que se lo pon­ga encontrará que sus cosechas de trigo o avena serán supera­bundantes. Con una condición: que dé una limosna de che­lines o peniques. Pero, buena gente, debo advertiros de una cosa: cualquier persona aquí presente en esta iglesia que haya cometido algún pecado inconfesable; si alguna mujer, joven o vieja, ha puesto cuernos a su marido, entonces no tiene ni la facultad ni el favor de presentar ofrendas a mis reliquias. Pero todos los que estén libres de estas faltas pueden presen­tarse y efectuar las ofrendas en nombre de Dios. Los absolve­ré según la autoridad que me otorgan las bulas papales.

Esta treta me ha hecho ganar cien marcos anuales desde que empecé en este oficio de bulero. Me yergo en el púlpito como un cura. Los ignorantes toman asiento y entonces les predico lo que acabáis de escuchar y otras cien patrañas. Me esfuerzo en estirar el cuello y gesticular con la cabeza de un lado a otro al igual que paloma en el granero. Mis manos y lengua trabajan con tanta rapidez que da gusto verlas. Toda mi prédica versa sobre la avaricia y sus perniciosas conse­cuencias para que así me den limosnas abundantes. Mi único objetivo es el provecho económico. No me importa corre­gir el pecado. Me importa un bledo que, cuando se mueran, se condenen.

No hay duda, la mayoría de las predicaciones están funda­das en malas intenciones. Unas veces para agradar a la gente, adularla u obtener una promoción hipócrita; otras, a causa de la vanidad o malicia. Si no me atrevo a atacar a alguien por otros medios, entonces le zahiero con mi lengua viperi­na en un sermón. De este modo no podrá eludir la calumnia o la difamación por haberme ofendido a mí o a alguno de mis compañeros. Aunque no le mencione directamente, to­dos saben perfectamente quién es por mis indirectas y deta­lles. Así pago yo a la gente que nos molesta y escupo veneno con la apariencia de santidad, piedad y verdad.

Os contaré brevemente mi intención: sólo predico por di­nero. Por este motivo mi lema ha sido y es: La raíz de todos los males esta en la avaricia. Así sé cómo predicar contra la avari­cia, el vicio que mejor practico. Aunque caigo en este peca­do, conozco el modo de convertir a los demás y hacer que se arrepientan de ella. Aunque no sea éste mi principal objeti­vo. Predico sólo por dinero. Creo que con esto ya basta.

Luego les cuento unas narraciones con moraleja, viejas y antiquísimas historias. A los necios les gustan; así es la clase de cuentos que pueden recordar y repetir. ¿Os creéis que si gano plata y oro con mis sermones voy a vivir en pobreza? ¡Mil veces, no! Nunca me pasó por el caletre tal cosa. Predi­caré y mendigaré por los más distantes lugares. No me dedi­caré al trabajo normal o fabricaré cestos para mantenerme. El mendigar da para vivir. No voy a imitar a los apóstoles. Ten­dré dinero, lana, queso y trigo, aunque me lo proporcione el muchachito o viuda más indigente del lugar, o aunque sus hijos se estén muriendo de hambre. No; beberé vino y ten­dré una amante en todas las ciudades.

Pero, señoras y caballeros, escuchad la conclusión: deseáis que os cuente un cuento. Ahora que he bebido un trago de cerveza fuerte, estoy preparado. Espero contaros algo que a la fuerza os va a gustar. Puedo ser todo lo vicioso que queráis. Sin embargo, soy también muy capaz de relataros algo mo­ral y al estilo de lo que predico para sacar dinero.

¡Silencio! Ahí va mi cuento.

4. EL CUENTO DEL BULERO

Habia en antaño en Flandes una pandilla de jóvenes en­tregados a toda clase de disipación tales como el jue­go, orgías, frecuentación de prostíbulos y tabernas, donde día y noche jugaban a los dados y bailaban al son del arpa, laúd y guitarra, comiendo y bebiendo más de lo debido.

De este modo, con los excesos más abominables, dedica­ron al diablo los más viles sacrificios en aquel templo del de­monio: la taberna. Se os pondría la carne de gallina si escu­chaseis los terribles juramentos y blasfemias con los que des­trozaban el sagrado cuerpo de Nuestro Señor, como si los judíos no lo hubiesen ya desfigurado bastante.

Se divertían con la perversidad de los demás, y entonces entraban las bonitas bailarinas, los cantores con sus arpas, y mujeres jóvenes vendiendo fruta y caramelos, siendo éstas las auténticas representantes del diablo en atizar y avivar el fue­go de la lascivia, que sigue a la gula: las Sagradas Escrituras son testigo de que la lascivia surge del vino y de las borra­cheras.

Fijaros cómo, sin saberlo, Lot, completamente borracho, se acostó con sus dos hijas, contra naturaleza; tan bebido es­taba, que no sabía lo que hacía. Cuando Herodes (como comprobaréis si consultáis las historias) estaba saturado de vino celebrando un banquete en su propia casa, ordenó la muerte del inocente Juan, el Bautista. Y Séneca tiene, indu­dablemente, mucha razón cuando afirma que no sabe distin­guir entre un borracho y un loco (ahora bien, la locura, cuan­do ataca a un pecador dura mucho tiempo más que una borrachera). ¡Ah, infame gula, causa primera de nuestra per­dición, origen de nuestra condenación, hasta que Jesucristo nos redimió con su sangre! En pocas palabras, ¡cuán caro he­mos pagado este maldito vicio! Todo el mundo está corrom­pido debido a la gula.

No hay duda: por este vicio nuestro padre Adán y su espo­sa, Eva, fueron arrojados del Paraíso a sufrir trabajos y pena­lidades. Según yo lo veo, mientras Adán ayunó, permaneció en el Paraíso, pero a partir del momento en que comió el fru­to prohibido, fue arrojado a sufrir miseria y dolor. Tenemos todos los motivos para lamentarnos de la intemperancia. ¡Ah! Si un hombre supiera solamente cuántas enfermedades son consecuencia de la gula y las borracheras, cuánto mode­raría su dieta al sentarse a la mesa. ¡Oh! Cuánto hacen traba­jar a los hombres el breve placer de tragar y el delicado pala­dar —en Oriente y Occidente, al Norte y al Sur, por tierra y por mar y en el aire— para que les traigan los manjares y las bebidas más exquisitas a los glotones.

Con qué acierto trata el apóstol este asunto. Así dice San Pablo: «El alimento para el vientre, y éste para los alimentos: Dios los destruirá». Por la salvación de mi alma, qué desagra­dable resulta pronunciar esta palabra; sin embargo, el acto to­davía lo es más; debido a su falta de discernimiento un hom­bre bebe vino blanco y vino tinto hasta que convierte su gar­ganta en su dios mediante esta maldita debilidad.

También con lágrimas en los ojos dijo el apóstol: «Muchos de los que yo os he dicho caminan —os lo digo llorando y con piadoso lamento— siendo enemigos de la cruz de Cris­to. Su fin es la muerte y su dios es el vientre».

¡Panza! ¡Vientre! Bolsa hedionda llena de excremento y corrupción que produce ruidos inmundos por ambos extre­mos. ¡Qué terrible trabajo y gasto cuesta mantenerte satisfe­cha! ¡Cómo se esfuerzan esos cocineros machacando, tritu­rando y filtrando para que un plato no sepa igual que otro, todo para satisfacer vuestro libidinoso apetito! Extraen el tué­tano de los huesos más duros, pues no desperdician nada que pueda deslizarse y engullirse dulcemente; para hacerlo todo más sabroso preparan salsas deliciosas mezclando espe­cias de hoja, raíz y corteza. Sin embargo, puede asegurarse que el que se sumerge en tales placeres está muerto mientras vive en esos vicios: el vino excita la lascivia y las borracheras comportan peleas y desdichas.

Tú, imbécil, tienes el rostro lleno de manchas, tu aliento es acre y tus brazos disgustan; a través de tu nariz de borra­cho parecen venir unos ruidos como si dijeses una y otra vez: «Sansón, Sansón», aunque sabe Dios que Sansón nunca cató el vino. Y caes desplomado como un cerdo.

Tu lengua te ha abandonado y también tu propia estima­ción, pues una borrachera es una verdadera tumba para la in­teligencia y el buen juicio. Nadie que esté bajo la influencia de la bebida sabe guardar un secreto: esto es indiscutible. Por lo que manteneos apartados del vino, blanco o tinto, no im­porta, y muy especialmente alejaos del vino blanco de Lepe que se vende en Fish Streets y en Cheapside.

Pues de un modo misterioso este vino español parece con­taminar los vinos que se crían cerca de él y de la mezcla se desprenden vapores de tal fuerza que, después de beber tres vasos un hombre que se cree en su casa de Cheapside, se en­cuentra en España (no en la Rochela o en Burdeos, sino en la mismísima villa de Lepe) repitiendo: «Sansón, Sansón.»

Pero escuchad, caballeros, solamente otra palabra más, por favor. Dejadme señalar que por gracia del Dios verdadero, que es omnipotente, todas las victorias y hazañas del viejo Testamento se ganaron y realizaron con abstinencia y ora­ción. Consultad la Biblia y veréis.

Ved Atila, el gran conquistador, que murió en la vergüen­za y el deshonor, sangrando por la nariz en su dormitar de borracho. Un capitán debe mantenerse sobrio. Sobre todo debéis prestar mucha atención a la orden dada a Lemuel —no Samuel, sino Lemuel, digo. Si queréis saber cuál es, no tenéis más que leer la Biblia y ver en ella el lugar donde se señala de forma explícita sobre el dar vino a los que están sen­tados juzgando. Pero dejemos correr esto, ya he hablado su­ficiente.

Ahora, después de haber hablado de la gula, os voy a pre­venir contra el juego. Jugar es el verdadero origen de menti­ras, engaños, perjurios detestables, blasfemias contra Jesucristo, homicidios y dilapidación de tiempo y dinero. Ade­más, tener fama de jugador constituye una mancha y una deshonra para el buen nombre de una persona. Cuanto más elevada sea su posición, más se le rehúye. Pues si un prínci­pe es un jugador empedernido, su reputación para dirigir asuntos y negocios públicos quedará perjudicada ante la opinión general.

Cuando Estilbón, el sabio embajador que se envió con gran pompa desde Esparta para establecer alianza con Corin­to, llegó a esta ciudad, encontró a todos los principales hom­bres del país jugando a los dados, por lo que emprendió el re­greso a su propio país lo antes que pudo diciendo:

—No pienso perder mi buena reputación allí ni hacerme acreedor al reproche de que me he aliado con un hato de ju­gadores. Enviad a otro embajador, pues yo, por mi honor, antes prefiero morir que haceros aliados con jugadores de da­dos. No quiero ser el agente de un tratado entre jugadores y una nación tan gloriosa en honor como la vuestra.

Esto es lo que dijo el sabio filósofo.

Ved también al rey Demetrio. La Historia nos cuenta que el rey de Partia le envió un par de dados de oro en señal de desprecio, ya que era un jugador empedernido, por lo que no daba ningún valor a toda la gloria y al renombre de Demetrio. La gente importante debería encontrar otros méto­dos mejores de matar el tiempo.

Ahora comentaré la cuestión de proferir palabrotas y co­meter perjurio, según la consideran las autoridades antiguas. La blasfemia es una abominación, pero el perjurio es todavía más reprensible. Dios no permite el decir palabrotas. Ved lo que San Mateo y, sobre todo, lo que el santo profeta Jere­mías decían sobre el asunto de jurar:

«Pero jurar en vano es un pecado. Venid a contemplar lo que dicen la primera parte de las Tablas de la Ley; el segun­do de los Mandamientos del Señor es éste: No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano».

Observad que Él prohibe este tipo de juramento antepo­niéndolo al asesinato y otros pecados abominables. Ved dón­de está en el orden de los mandamientos: todo el que los conoce sabe que se trata del segundo Mandamiento de Dios. Y además os diré sin ambages que si los juramentos de un hombre son demasiado ultrajantes, la venganza no se aparta­rá de su casa.

«¡Por el Sagrado Corazón! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Por la sangre que Jesucristo derramó en el Calvario, mis dados ganaron con un siete, los tuyos fueron un cinco y un tres!» Esta es la cosecha de los dados, estos malditos pe­dacitos de hueso: perjurio, ira, estafa, crimen... Ahora, por amor de Cristo que murió por nosotros, evitemos toda clase de juramentos. Pero, ahora, señores, me toca relatar mi cuento.

Mi historia es sobre tres trasnochadores. Mucho antes de que la campana tocase para las oraciones de las seis, ya hacía rato que estaban bebiendo dentro de la taberna. Mientras se hallaban allí sentados, oyeron una campanilla que sonaba precediendo a un cadáver que era conducido a la tumba. Uno de esos tres llamó al mozo y le dijo:

—Corre y averigua de quién es el cadáver que llevan. Es­pabílate y mira de enterarte bien del nombre.

—Señor —repuso el muchacho—, no hay necesidad de ello, pues me lo dijeron dos horas antes de que ustedes llega­sen aquí. Se trata, por cierto, de un viejo amigo de ustedes. Fue muerto de repente la noche pasada, mientras se hallaba tendido sobre un banco, borracho como una cuba. Se le acercó un ladrón —al que llaman Muerte—, que anda por ahí matando a todos los que puede en la comarca, y le atra­vesó el corazón con una lanza, yéndose luego sin pronunciar palabra. Ha asignado a millares en la presente peste, y me pa­rece, señores, que es preciso que toméis precauciones antes de enfrentaros con un adversario así. Debéis estar siempre preparados por si os sale al encuentro (mi madre así me lo advirtió). No os puedo decir nada más.

—¡Por Santa María! —intervino el posadero—. Lo que dice el muchacho es cierto. Este año ha matado a todo hom­bre, mujer, niño, trabajador en la granja y criado en un gran pueblo que se halla a más o menos una milla de aquí, que es, por cierto, el lugar en el que, creo, vive. Lo más juicioso re­sulta estar preparados para que no os hiera.

—¿Eh? —dijo el trasnochador—. ¡Por el Sagrado Cora­zón! ¿Tan peligroso resulta toparse con él? ¡Por los huesos del Señor, juro que le buscaré por calles y caminos! Escuchad, amigos: nosotros tres somos uno; cojámonos de la mano y jurémonos eterna hermandad recíprocamente, y en­tonces salgamos a matar a este falso traidor llamado Muerte. Por el esplendor divino, este asesino deberá morir antes de medianoche.

Los tres juntos dieron su palabra de honor de vivir o mo­rir por los demás, como si se hubiese tratado de hermanos de la misma sangre. Entonces se levantaron, borrachos de ira, y se pusieron en camino hacia el pueblo del que el posadero había hablado. Durante todo el trecho fueron desmembran­do el santo cuerpo de Jesús con sus infames juramentos. Da­rían muerte a la Muerte si podían ponerle la mano encima.

No habían andado aún media milla entera cuando un hombre pobre se topó con ellos en el mismo momento en que iba a subir las escalerillas de una cerca.

El anciano les saludó humildemente:

—¡Que Dios les guarde y les acompañe, señores!

Pero el más altanero de los tres trasnochadores le replicó: —Maldito sea, rústico patán. ¿Por qué vas tapado hasta los ojos? éY cómo es que sigues viviendo con tu chochez? —Porque aunque anduviese desde aquí hasta la India no podría encontrar a nadie en ciudad o aldea que estuviese dis­puesto a cambiar su juventud por mi edad —le dijo el ancia­no mientras le miraba intensamente—. Por lo que debo so­portar mi ancianidad hasta que Dios disponga. Ni la Muerte, ¡ay, Dios mío!, quiere tomar mi vida. Por eso, como un pri­sionero incansable, ando golpeando con mi vara la tierra —la puerta de mi madre— de noche y de día, rogando: «Querida madre, ¡déjame entrar! Mira cómo mi carne, mi sangre y mi piel se marchitan. ¿Cuándo podrán descansar mis huesos? Madre, yo te cambiaría todos los vestidos que tengo en el armario de mi cuarto desde hace tiempo, por un sudario con el que envolverme.» Sin embargo, sigue sin que­rer concederme ese favor. Por eso es mi rostro tan pálido y es­cuálido.

»Pero, señores, éstos no son modales para hablar tan ruda­mente a un anciano que no os ha ofendido para nada. Como podréis leer fácilmente en las sagradas Escrituras. Por consi­guiente, os doy un consejo: no causéis daño a un anciano ahora, del mismo modo que no querríais que os dañaran cuando seáis ancianos si es que vivís para serlo. Y que Dios os acompañe en vuestro viaje dondequiera que vayáis. Debo proseguir mi camino.

—No, por Dios. No vayáis tan deprisa, anciano —replicó el otro jugador—. Por San Juan, no te vas a librar tan fácil­mente. Ahora mismo hablaste de este traidor llamado Muer­te que mata a todos nuestros amigos de la comarca. Por mi vida que eres espía suyo. Dime dónde está o lo pagarás muy caro, por Dios y el Santísimo Sacramento. Tú y él estáis confabulados para matarnos a nosotros los jóvenes, y ésta es la verdad, tú, esto sí que es verdad, maldito embustero.

—Bueno, señores —replicó—, si tantas ganas tenéis de en­contrar a Muerte, subid por esta carretera serpenteante; os juro que le dejé sentado bajo un árbol en aquel bosquecillo esperando y os aseguro que vuestra baladronada no le hará esconder. ¿Veis aquel roble? Allí mismo lo encontraréis. ¡Que el Salvador os guíe y proteja!

Así habló el anciano, a lo que cada uno de los trasnocha­dores apretó a correr hasta llegar al árbol, donde encontraron un montón de florines de oro recién acuñados: casi ocho fanegas les pareció que había. Al verlos dejaron de buscar a Muerte y se sentaron al lado de aquel precioso montón, ex­citados y alegres a la vista de aquellos hermosos y relucientes florines.

El peor de los tres fue el primero en hablar:

—Hermanos —dijo—. Mirad lo que os digo, pues aunque hago bromas y el tonto, soy más listo de lo que parezco. La Fortuna nos ha dado este tesoro para que podamos pasar el resto de nuestras vidas alegres y en plena francachela. Lo que llegó con facilidad se diluye rápidamente. ¡Loado sea Dios bendito! ¿Quién se podía imaginar que tendríamos tanta suerte? Ahora bien, si este oro pudiese ser transportado y lle­vado a mi casa —o a la vuestra, quiero decir—, estaríamos en el séptimo cielo. Pues resulta evidente que todo este oro es nuestro. Naturalmente, esto no lo podemos hacer de día. La gente diría que somos salteadores de caminos y nos ahorca­rían por robar nuestro propio tesoro. No, debe ser transpor­tado de noche y con todas las precauciones y prudencia que sea posible. Por tanto, sugiero que lo echemos a suertes y ve­remos en quién recae. El que saque la paja más larga deberá ir corriendo a la ciudad lo más rápidamente que pueda y nos traerá pan y vino sin despertar sospechas, mientras los otros dos mantienen una constante vigilancia sobre el tesoro. Si no se entretiene, esta misma noche transportaremos el tesoro al lugar que consideremos más apropiado.

Se colocó las tres pajas en el puño y dijo a los demás que sacasen una para ver en quién recaía la suerte. La sacó el más joven de los tres, quien inmediatamente se encaminó hacia la ciudad.

Tan pronto como se hubo ausentado, uno de los que que­daban dijo al otro:

—Como sabes, tú eres mi hermano por juramento, y aho­ra te voy a decir algo que te beneficiará. Como has visto, nuestro amigo se ha marchado y aquí hay oro en abundancia para repartírnoslo entre los tres. Pero supón que pudiese arre­glarlo de manera que nos lo repartiésemos entre nosotros dos. ¿No te beneficiaría esto?

—No sé cómo puede hacerse —repuso el otro—. Él sabe que el oro está aquí con nosotros.

¿Qué es lo que podemos hacer? ¿Qué le diremos?

—¿Debe ser un secreto? —dijo el primer bribón—. En­tonces te diré en dos palabras lo que vamos a hacer para lle­vámoslo.

—Conforme —dijo el otro—. No tengas miedo; te doy mi palabra y no te defraudaré.

—Bueno —replicó el primero—. Como sabes, somos dos, y dos son más fuertes que uno. Espera que se siente; entonces te levantas como si fueras a pelear con él en broma y yo mira­ré de atravesarle; y, mientras tú haces ver que forcejeas con él, procura hacer lo mismo con tu daga. Entonces, amigo mío, podremos repartimos todo este oro entre tú y yo y podremos jugar a los dados a placer y hacer lo que queramos.

Así fue cómo estos dos canallas se pusieron de acuerdo para matar al tercero según he contado.

Ahora bien, el más joven de ellos, el que le tocó ir a la ciu­dad, estuvo todo el rato dando vueltas y más vueltas al asun­to, pensando en la belleza de aquellos relucientes florines de oro. «Oh, Dios —musitó él—, si pudiese tener todo el teso­ro para mí solo, ¿qué hombre bajo la bóveda celeste podría vivir más feliz que yo?» Y al final, el diablo, nuestro común enemigo, puso en su mente la idea de comprar veneno con el que matar a sus dos compinches.

Como veis, el diablo le encontró llevando tan mala vida, que tuvo licencia para acarrearle la perdición, pues el joven pretendía matar a ambos sin sentir el menor remordimiento; y, sin perder más tiempo, se dirigió a un boticario de la ciu­dad y le pidió que le vendiese veneno para matar ratas, pues, dijo, había una mofeta que rondaba su corral y le mataba las gallinas, por lo que estaba resuelto a ajustar las cuentas con el perillán que cada noche le hacía la pascua.

El boticario le contestó:

—Te daré algo. Te aseguro, como espero ganar la gloria del Cielo, que este veneno es tan fuerte que no existe criatu­ra viviente en el mundo que no pierda la vida inmediatamente; así caerá muerto en menos tiempo que canta un ga­llo, tanto si come como si bebe de esta poción, aunque so­lamente sea la cantidad necesaria para empapar un grano de trigo.

El malvado tomó la caja de veneno con la mano y se fue a la calle siguiente, donde encontró un hombre a quien le pi­dió en préstamo tres botellas grandes. Vertió el veneno en dos de ellas y guardó la tercera, limpia, para su uso personal, pues esperaba pasarse toda la noche trabajando, acarreando aquel oro.

Y cuando aquel canalla —que el diablo le lleve— hubo llenado de vino las tres grandes botellas, regresó con sus amigos.

¿Es preciso explicarlo con detalle? Le acuchillaron allí mis­mo como habían planeado, y, cuando hubieron terminado, uno de ellos dijo:

—Ahora sentémonos y bebamos y pongámonos conten­tos. Luego sepultaremos el cuerpo.

Al decir esto cogió una de las botellas que contenían vene­no y bebió, pasándola luego a su amigo, que también bebió, con lo que ambos perecieron allí mismo.

Por cierto que no creo que el gran médico Avicena haya escrito en cualquier sección de su Libro del Canon en Medicina síntomas de envenenamiento más horribles que los que sin­tieron aquellos dos desgraciados antes de morir. Así fue cómo los dos asesinos, al igual que el envenenador, hallaron su fin.

¡Oh, iniquidad de iniquidades! ¡Traidores asesinos! ¡Oh, maldad! ¡Oh, codicia, lascivia y juego! ¡Tú, blasfemo contra Jesucristo con los más infames juramentos surgidos de la so­berbia y de la costumbre! i Oh, humanidad! ¿Por qué eres tan falsa y agresiva hacia tu Creador, que te hizo y te redimió con la sangre de su precioso Corazón?

Ahora, queridos hermanos, que Dios perdone vuestros pe­cados y os salve del pecado de la avaricia. Mi santo perdón puede curaros a todos vosotros si hacéis ofrenda de peniques de plata o de buenas monedas de oro, broches de plata, cucha­ras o anillos. Bajad vuestra cerviz ante este toro sagrado. Acer­caos, señoras, y haced ofrenda de vuestra lana. Yo anotaré vuestros nombres en mi lista, y así iréis al cielo bendito. Por mi santo poder yo os absuelvo y os dejo limpios y puros como el día en que nacisteis, pero sólo a los que presentan ofrendas.

¡Bien! Así es, señoras, como predico. Que Jesucristo, el gran curador de almas, os conceda su perdón por lo mejor. Yo no os engañaré.

Pero, señores, hay una cosa que olvidé mencionar en mi discurso. En mi bolso llevo las mejores reliquias y bulas que podáis hallar en Gran Bretaña y que he recibido de las mis­mas manos del Papa. Si alguno de vosotros quiere hacer una ofrenda devota y recibir mi absolución, que se acerque a mí, se arrodille aquí y, con humildad, reciba mi perdón. También, si queréis, podéis hacerlo mientras vamos de camino; lo tendréis completamente nuevo en cada mojón que pase­mos, mientras repitáis vuestras ofrendas en buena moneda, plata u oro. ¡Qué gran honor para vosotros tener aquí a un buen bulero que os perdone cualquier pecado que cometáis mientras cabalgáis por el país! ¿Quién sabe si uno o dos de vosotros caerá del caballo y se romperá el cuello?

Pensad en la protección que tenéis todos vosotros por el hecho de que yo, que puedo perdonar a nobles y plebeyos cuando el alma abandona el cuerpo, me halle en vuestra compañía. Mi consejo es que nuestro anfitrión sea el que empiece, pues es el que más hundido está en el pecado.

—Adelantaos, señor anfitrión, y haced vuestra ofrenda el primero y besaréis cada una de estas reliquias. Todo por seis peniques. ¡Vamos, abrid vuestra bolsa!

—No, no —exclamó nuestro anfitrión—. Que Jesucristo me condene. ¿Dar dinero? Maldición, si lo hago. Vos me ha­ríais besar vuestros calzones y juraríais que eran la reliquia de un santo, aunque los hubieseis ensuciado con vuestro culo. Por la Vera Cruz que encontró Santa Elena, antes agarraría vuestros cojones con la mano que vuestras reliquias y recuer­dos santos. Desprendeos de ellos y os ayudaré a llevarlos y se los colocaremos en excrementos de cerdo.

El bulero no contestó palabra; estaba demasiado furioso para hablar.

—Bueno, no voy a hacer más broma con ustedes o con cualquiera que pierda los estribos —dijo nuestro anfitrión. Pero, en eso, al ver que todos los demás reían, el caballero intervino y dijo:

—¡Basta de chanzas! Ya es suficiente. Animaos, señor hu­lero, y dignaos sonreímos; en cuanto a vos, señor anfitrión, amigo mío, os pido que hagáis las paces con el bulero, por fa­vor, y riamos y divirtámonos como antes.

A continuación hicieron las paces y prosiguieron su ca­mino.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL BULERO

SECCIÓN SÉPTIMA

1. EL CUENTO DEL MARINO

En Saint Denis vivió una vez un comerciante muy rico, al que, dada su riqueza, se le tenía por astuto. Su espo­sa era de una gran belleza, muy sociable y a la que gus­taban sobremanera las reuniones (cosa que origina más gas­tos de lo que valen todas las cortesías y halagos que prodigan los hombres en fiestas y bailes). Estas frases corteses y estos saludos pasan como sombras chinescas y compadezco al que tiene que pagar por ellos. Siempre es el pobre marido al que le toca rascarse el bolsillo. Para su propio crédito debe adornar­nos a nosotras, las mujeres, con los vestidos y joyas que utili­zamos en los bailes. Y si resulta que no puede o no quiere correr con el gasto y piensa que es un despilfarro, entonces alguien tiene que pagar el pato o prestarnos dinero, y ahí es donde halla el peligro.

Este excelente comerciante poseía una casa con mucha servidumbre. Os quedaríais maravillados de la cantidad de personas que acudían a ella, gracias a la hospitalidad de su es­posa o debido tal vez a su gran belleza. Pero dejad que prosi­ga el relato. Entre sus diversos invitados —venían de todos los rangos— había un monje, tipo osado y guapetón, de unos treinta años, según creo, que frecuentaba muchísimo la casa. Este apuesto monje se había familiarizado hasta tal punto con el buen hombre que, desde que se conocieron, llegó a gozar en la casa del amigo de la máxima intimidad.

Como que tanto el comerciante como el monje habían nacido en el mismo pueblo, el monje reclamó un parentes­co, que el comerciante, a su vez, nunca negó, pues le daba placer a su corazón y le hacía tan feliz como a un pájaro en primavera. Así fue como quedaron unidos por una eterna amistad y se juraron recíprocamente considerarse hermanos de por vida.

Este monje, el hermano Juan, era un derrochador empe­dernido cuando se alojaba en la casa. Mostraba gran ahín­co en ser generoso y resultar agradable, y nunca se olvidaba de dar propina, aunque fuese al paje de menos categoría en el lugar. Siempre que iba, daba a su anfitrión y a cada uno de los criados un regalo adecuado a su posición en la casa. Con lo que los criados estaban tan contentos de su llegada como los pájaros del amanecer. Y de esto ya basta, por el momento.

Sucedió que un día el comerciante dispuso lo necesario para marcharse a la ciudad de Brujas a comprar mercancías, por lo que envió al hermano Juan un mensajero a París invi­tándole a pasar unos días en Saint Denis con él y con su es­posa, antes de partir hacia Brujas, como había previsto.

Este excelente monje del que hablo gozaba de la confian­za de sus superiores y poseía influencia, por lo que había ob­tenido permiso del abad para salir a inspeccionar graneros y granjas distantes siempre que quería. Pronto, pues, llegó a Saint Denis. ¿Quién mejor recibido que nuestro hermano Juan, nuestro queridísimo y fino primo? Como de costum­bre, trajo consigo un barril de malvasía y otro de dulce vino italiano y, además, una pieza de caza. Voy a dejar ahora al comerciante y al monje comiendo, bebiendo y divirtiéndose de lo lindo durante un día o dos.

Al tercer día, el comerciante se levantó y empezó a prestar atención a sus negocios. Subió a su casa de contabilidad, muy probablemente para ver cómo estaban las cosas para él aquel año, calcular los gastos y establecer si había tenido o no beneficios. Para ello extendió ante sí los libros y las bolsas de dinero encima del mostrador, y [como sea que su tesoro era muy grande] cerró bien la puerta de su casa de contabili­dad, dando órdenes al mismo tiempo de que, mientras estu­viera allí, nadie le interrumpiera en sus cuentas. Así permane­ció encerrado hasta bien tocadas las nueve de la mañana.

El hermano Juan se había levantado también al romper el alba y deambulaba arriba y abajo por el jardín rezando devo­tamente su oficio. Mientras éste paseaba de un lado para otro, la buena mujer se deslizó al jardín sin ser vista y le salu­dó como había hecho muchas otras veces anteriormente. Le acompañaba una niña que ella tenía bajo su custodia y que todavía estaba sujeta a su autoridad.

—Hermano Juan, mi querido primo —dijo ella—. ¿Cómo es que te has levantado tan temprano? ¿Pasa algo? —Sobrina —replicó él—, cinco horas de sueño por la no­che deberían ser suficientes, excepto para algún anciano fati­gado como uno de estos hombres casados que duermen en­cogidos como una liebre después de ser perseguida sañuda­mente por una jauría. Pero ¿por qué estás tan pálida, querida sobrina? Estoy segurísimo que nuestro buen amigo ha estado trabajando desde que anocheció. ¿No sería mejor que fuese a tomar un buen descanso?

Al decir eso, lanzó una alegre carcajada y se ruborizó de su propio pensamiento.

Pero la hermosa esposa negó con la cabeza

—Dios lo sabe todo —dijo ella—. No, primo, no es eso en absoluto, sino que en el cuerpo y el alma que Dios me dio, no hay mujer en todo el reino de Francia que obtenga menos placer de este triste juego. Oh, sí, puedo cantar:

¡Ay, y qué triste estoy como jamás he estado!

Pero no me atrevo a contar a nadie lo que me pasa. Real­mente estoy tan asustada y preocupada, que he llegado a pensar en salir del país o terminar conmigo.

El monje la miró fijamente.

—¡Ay, sobrina! —le respondió—. Que Dios suprima el miedo o la pena que te puedan impulsar a suicidarte. Pero dime: ¿.cuál es el problema? Quizá pueda yo aconsejarte o ayudarte en tu dificultad. Así que cuéntame tus preocupacio­nes, que no saldrá de mí. Mira, juro sobre este libro de ora­ciones que nada me hará jamás traicionar tu confianza mien­tras viva, para bien o para mal.

—Y yo te digo lo mismo —añadió ella—. Juro por Dios y por este libro de oraciones que aunque me despedazaran nunca diré ni una palabra de lo que tú me digas, incluso si por ello tuviera que ir al infierno, y no por ser primos, sino únicamente por cariño y confianza.

Después de haber efectuado estos juramentos se besaron y empezaron a abrir sus corazones el uno al otro, con toda li­bertad.

—Primo —dijo ella—, si hubiera tenido tiempo, que no lo he tenido, especialmente en este lugar, te habría contado la historia de un martirio: todo lo que he sufrido de mi es­poso desde que me convertí en su esposa, aunque tú eres su primo...

—¡No! —exclamó el monje—. Por Dios y por San Mar­tín, él no es más primo mío que esta hoja que cuelga del ár­bol. Por San Diomsio de Francia que si así le llamo es única­mente para tener más excusas para verte, pues te amo muy por encima de cualquier otra mujer. ¡Lo juro en mi calidad de monje! Dime lo que te sucede; apresúrate, no sea que baje él, en cuyo caso te vas.

—Querido amor mío —empezó ella—, ¡oh, queridísimo hermano Juan!, preferiría callarme esto, pero debo decirlo: ya no aguanto más. En lo que a mí me afecta, mi marido es el peor hombre que haya vivido jamás desde que el mundo es mundo. Como esposa no está bien que explique a perso­na alguna sobre nuestros asuntos privados, en la cama o en cualquier otra parte. ¡Dios no permita que diga nada de ellos! Ya sé que una esposa no debería decir nunca nada en descrédito de su marido, pero a ti sólo te diré esto, y que Dios me perdone; de cualquier modo que lo mires, no vale lo que una mosca. Pero lo que más me saca de quicio es su tacañería. Tú sabes muy bien que las mujeres —yo la prime­ra— deseamos instintivamente seis cosas: que nuestros res­pectivos esposos sean valientes, inteligentes, ricos y también generosos; considerados con sus esposas y fogosos en la cama. Pero, por Nuestro Señor que derramó su sangre por nosotros, resulta que antes del próximo domingo tengo que pagar el vestido que debo llevar, para hacerle quedar bien; cien francos o quedar arruinada. Antes preferiría no haber nacido que soportar el escándalo o la desgracia —aparte de que si mi esposo lo descubre alguna vez, estoy totalmente perdida—, por lo que tengo que pedirte que me prestes esta cantidad, o tendré que morir. Hermano Juan, por favor, prés­tame estos cien francos, y si lo haces, te juro que no te decepcionaré con mi agradecimiento. Te lo devolveré puntualmen­te, y si hay algo que quieras, cualquier cosa que te agrade, cualquier servicio que pueda hacer por ti, lo haré, y, si no lo hiciere, que Dios me castigue más que al traidor Ganelón de Francia.

El buen monje replicó con estas palabras:

—Amada mía, estoy verdaderamente apenado por ti. Te doy mi palabra de honor que, cuando tu esposo haya mar­chado a Flandes, te ayudaré a salir de este pequeño apuro. Te traeré los cien francos.

Entonces, cogiéndola por el talle, la estrechó fuertemente entre sus brazos y la besó una y otra vez.

Vete ahora —dijo él— lo más silenciosamente que pue­das y comamos tan pronto consigas arreglarlo, pues por mi reloj de bolsillo son las nueve de la mañana. Vete ahora y séme tan fiel como yo lo soy para ti.

—Que Dios no permita que te falte —dijo ella marchán­dose alegre como una alondra a decir a los cocineros que se apresurasen para poder comer sin más dilación. Entonces su­bió a ver a su esposo y llamó decididamente a la puerta de la casa de contabilidad.

—¿Quién está ahí? preguntó él.

—Por San Pedro, soy yo —repuso ella—. ¿Cuándo vas a comer? ¿Cuánto tiempo más estarás con tus sumas y cálcu­los y libros mayores y otras tonterías? ¡Que el diablo lleve las cuentas! ¿Es que Dios no te ha dado ya bastante? ¡Cielos, baja y deja tus bolsas de dinero solas por un rato! ¿No te da vergüenza dejar al hermano Juan ayunando miserablemente toda la mañana? Oigamos misa y luego vayamos a comer.

—Querida esposa —añadió el comerciante—. Qué poco entiendes los intríngulis de los negocios. Por Dios y por San Ivo, apenas si dos de cada doce comerciantes tienen ganancias constantes durante toda su vida de trabajo. Tenemos que poner buena cara a las cosas, mantener las apariencias, vivir nuestra vida lo mejor que podamos y guardar en secreto to­dos nuestros asuntos del negocio hasta la muerte; y si es pre­ciso, tomar unas vacaciones y salir en peregrinación para es­capar de los acreedores. Por esto es necesario que no quite ojo a este mundo tan extraño, pues en los negocios siempre se está a merced de la suerte y de las circunstancias.

»Me voy a Flandes mañana, al romper el alba, pero regre­saré lo antes que pueda. Por consiguiente, querida esposa, por favor, sé amable y complaciente con todos. Vigila bien las mercancías y procura que la casa funcione bien, pues dis­pones de todo lo que se pueda necesitar para ella. No careces de ropa y víveres y tienes mucho dinero en tu bolsa.

Después de decir esto, cerró la puerta de la casa de conta­bilidad y bajó las escaleras sin dilación. La misa fue celebra­da prontamente, las mesas puestas con diligencia y se dirigie­ron rápidamente a comer, donde el comerciante obsequió espléndidamente al monje.

Poco después de la comida el hermano Juan puso sem­blante serio y se llevó al comerciante para tener una conver­sación privada con él.

—Primo, veo que te marchas a Brujas. Que Dios te prote­ja y San Agustín te guíe. Cuídate cuando cabalgues, primo, y sé moderado en la mesa, especialmente con este calor que hace. No es preciso que hagamos ceremonias, por lo que te deseo buen viaje y que Dios te proteja de todo daño. Y si hubiere algo que quisieras que hiciese por ti, y que yo pue­da hacer, no te prives de pedírmelo, que lo realizaré como tú desees.

»Antes de que te vayas hay una cosa que quisiera pedirte, si puedo. ¿Me podrías prestar cien francos durante una sema­na o dos? Es para ganado que tengo que comprar para una de nuestras granjas que —¡Dios nos salve!— ojalá fuese tuya. Te aseguro que te lo devolveré puntualmente; aunque fuesen mil francos, no te haría esperar ni un cuarto de hora. Sólo te pido que lo mantengas en secreto, pues esta noche todavía tengo que comprar el ganado. Y ahora, queridísimo primo, adiós y mil gracias por tu hospedaje y amabilidad.

El buen comerciante repuso suavemente:

—Hermano Juan, mi querido primo, es algo muy peque­ño lo que me pides. Mi dinero es tuyo siempre que lo nece­sites, y no sólo mi dinero, sino también mi mercancía. Toma lo que desees. ¡No quiera Dios que sea escaso! Pero no es pre­ciso que te diga una cosa sobre nosotros los comerciantes: el dinero es nuestro arado. Podemos conseguir crédito mientras nuestro nombre tenga fama. Pero no es ninguna broma estar corto de dinero en metálico. Devuélvemelo cuando te con­venga; me complace poder ayudarte hasta donde pueda.

Entonces fue a buscar los cien francos y sigilosamente se los entregó al hermano Juan. Aparte de él y del comerciante, nadie sabía nada del préstamo. Así que durante un rato be­bieron, charlaron y pasearon a sus anchas hasta que el herma­no Juan regresó a la abadía montado en su caballo.

A la mañana siguiente, el comerciante se puso en camino hacia Flandes. Su aprendiz resultó un guía excelente y llega­ron sin novedad a la ciudad. Y allí se afanó en rematar sus transacciones, efectuando sus compras a crédito. Ni jugó a los dados ni bailó; en pocas palabras, se portó como un co­merciante. Por eso le dejo negociando.

El domingo siguiente al de la partida del comerciante el her­mano Juan llegó a Saint Denis con una nueva tonsura y una barba acabada de afeitar. Toda la casa, hasta el más pequeño sirviente, se sintió feliz de que el «señor hermano Juan» hubie­ra regresado. Pero vayamos al grano. La hermosa esposa había hecho este trato con el hermano Juan: había aceptado pasar toda la noche en sus brazos a cambio de los cien francos. Este acuerdo se cumplió escrupulosamente; ambos pasaron la no­che alegremente ocupados hasta el alba, momento en que el hermano Juan partió nuevamente después de despedirse de la servidumbre. Ningún miembro de ella albergaba la menor sos­pecha hacia el monje, ni tampoco ningún habitante de la ciu­dad. El se encaminó hacia su alojamiento, en la abadía u otra parte. No diré nada más de él por ahora.

Cuando la transacción hubo terminado, el comerciante regresó a Saint Denis, en donde celebró un festejo y se divir­tió con su mujer. Ahora bien, le contó que había pagado un precio tan alto por su mercancía que tendría que negociar un préstamo, pues había aceptado pagar veinte mil coronas den­tro de muy breve plazo. Por lo que tomó algún dinero y par­tió hacia París para que sus amigos le prestaran el resto. Cuando llegó a la ciudad, lo primero que hizo fue ir a hacer una visita al hermano Juan, debido a su gran cariño y afecto por él. No a pedirle ni a tomarle dinero prestado, sino para ver cómo estaba de salud y comentar con él sus tratos comer­ciales, como suelen hacer los buenos amigos cuando se encuentran. El hermano Juan le acogió muy cordialmente y le otorgó un trato distinguido.

Por su parte, el comercian­te le contó con todo lujo de detalles los tratos beneficiosos que —gracias a Dios— había efectuado comprando mercan­cías. La única pega era que, de algún modo, tenía que conse­guir un préstamo para poder vivir tranquilo.

El hermano Juan replicó:

—Me satisface muchísimo que hayas vuelto a tu casa sano y salvo. ¡Ay, Dios mío! Si fuese rico, no te faltarían las vein­te mil coronas, pues tú bien me prestaste dinero el otro día. No sé cómo agradecértelo. ¡Por Dios y por Santiago! Sin em­bargo, yo devolví el dinero a tu buena esposa y lo puse en tu arcón. Ella seguro que lo sabrá por ciertas prendas de agrade­cimiento que le, haré recordar. Y ahora, si me perdonas, no puedo estar más tiempo contigo, pues nuestro abad está a punto de partir de la ciudad y debo reunirme con su séquito. Da recuerdos a tu buena esposa, mi dulce sobrina. Y ahora, adiós, primo, hasta la vista.

El comerciante, un hombre astuto y sensato, tomó presta­do a crédito y luego hizo el pago a través de unos banqueros lombardos de París, que le devolvieron la fianza. Contento como unas pascuas regresó a su hogar, pues sabía que, a pe­sar de los gastos que había tenido, volvía a casa con un mi­llar de francos limpios de polvo y paja.

Su esposa estaba junto al portal esperándole como solía hacerlo y pasaron la noche celebrándolo, pues había regresa­do rico y libre de deudas. Por la mañana, el comerciante vol­vió a abrazar a su esposa y a besarle la cara, y, ¡puf!, otra vez sintió el hervor de la sangre.

—¡Basta! —exclamó ella—. Ya has tenido bastante. ¿Dón­de iríamos a parar?

Pero se volvió hacia él, incitante, hasta que él al final le dijo:

—Realmente estoy un poco molesto contigo, mujer, y me aflige bastante. ¿Sabes por qué? Pues te lo diré: por lo que se tú has sido la causa de cierto enfriamiento entre mi primo y yo. Tenías que haberme advertido que él te ha pagado cien francos a cambio de prendas de mayor valor y ha pensado que no se lo agradecía bastante, cuando le salí a hablar de tomar dinero prestado, o al menos así me lo pareció por la cara que puso. Pero, que el Cielo me sea testigo, nunca pensé pe­dirle nada. Por lo que, por favor, no lo hagas otra vez, querida; dime siempre antes de que marche si algún deudor ha sal­dado su deuda en mi ausencia, ya que, de lo contrario, por tu poco cuidado, es posible que le pida lo que ya ha devuelto.

Su esposa, ni asustada ni consternada, replicó seca y deci­didamente:

—Me importa un rábano este monje embustero, el herma­no Juan. ¿Qué me importan sus prendas? Él me trajo una cantidad de dinero, ya lo sé, ¡mala suerte para su bocaza de monje! Nuestro Señor sabe que yo estaba perfectamente se­gura de que me la había dado por causa tuya, para que la gas­tase vistiendo alegremente, porque es primo tuyo y por la hospitalidad que ha tenido aquí. Pero ya veo que estoy en una posición falsa, por lo que te daré una respuesta muy cor­ta. Tú tienes peores deudas que yo. Yo te pagaré pronto y en­jugaré mi deuda un poco cada día, y si te decepciono, bue­no... soy tu mujer: ¡embísteme! Te pagaré en cuanto buena­mente pueda. Te doy mi palabra de que no he despilfarrado el dinero, sino que me lo he gastado todo en vestir, y ya que lo he sabido emplear tan bien y todo para hacerte quedar bien, ¡por el amor de Dios!, no estés enojado. Oye, en lugar de enojarte, ríe y sé feliz. Aquí está mi hermoso cuerpo como prenda. No pienso pagarte sino es en la cama. Por lo que, querido, perdóname, date la vuelta y ¡vuelve a sonreír!

El comerciante vio que aquello no tenía remedio: era inú­til reñirla por cosas que no podían enmendarse.

Te perdono, querida —dijo él—, pero no te atrevas a di­lapidar así otra vez. Y ten más cuidado con mi dinero. ¡Es una orden!

Así termina mi cuento, y que Dios haga que nuestras cuentas cuadren al final de nuestros días.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MARINO

2. SIGUEN LAS ALEGRES PALABRAS ENTRE EL ANFITRIÓN, EL MARINO Y LA PRIORA

—Bien dicho, Hostia —exclamó el anfitrión—. ¡Vida larga de traficante marino tengas! ¡Que Dios con­ceda mil carretadas de años malos! ¡Compañeros! ¡Cuidado con estas tretas! ¡Este monje colocó un mono en la capucha del mercader! ¡Y en la sala de su esposa también!

¡Por San Agustín! ¡No deis cobijo a monjes en vuestra casa! Pero dejemos esto y busquemos otro narrador entre este grupo. Y con estas palabras y con modales de doncella dijo: —Señora priora, con vuestro permiso, con tal de no eno­jarnos, considero que ahora os toca contarnos un cuento, si queréis. ¿Queréis cumplir vuestra obligación?

La priora contestó:

Acepto gustosa. Lo intentaré.

3. PRÓLOGO AL CUENTO DE LA PRIORA

¡Señor, Dios nuestro!.

—¡Señor, Señor! ¡Cuán maravilloso es tu nombre en el universo mundo! —dijo—. No sólo te alaban los hombres de elevada dignidad, sino tam bién surge tu alabanza de la boca de los infantes que, al to­mar el pecho, también ensalzan tu nombre.

Por consiguiente es en tu honor, y en el del blanco lirio que te engendró, sin ser mancillada por varón, que relato este cuento de la mejor forma posible. No por ello voy a acrecentar su honor, pues ella es, después de su Hijo, la mis­ma fuente de bondad y honra y la misma salvación.

¡Oh Virgen Madre! ¡Madre Virgen de bondad! ¡Oh zarza incombustible, consumiéndose ante Moisés! ¡Tú que hiciste rebajar a la Deidad, gracias a tu humildad, por mediación del Espíritu que iluminó tu corazón! ¡Tú que concebiste al Padre de la Sabiduría!, ¡ayúdame a contar esto con reverencia!

¡Señora! No hay lengua ni saber que expresar puedan tu bondad, magnificencia, virtud y profunda humildad. A ve­ces, tú, Señora, antes de que los mortales acudamos a ti, en tu bondad previsora y con tu intercesión, obtienes luz para cada uno de nosotros de forma que ésta nos guíe hacia tu bendito Hijo.

Mi habilidad descriptiva es escasa, Reina bendita. ¿Cómo voy a proclamar tu dignidad y mantener los argumentos que quiero demostrar? Del mismo modo que un bebé de un año a duras penas puede expresar una palabra, así soy yo. Por consiguiente, ¡ten piedad de mí! ¡Guíame a lo largo del rela­to que te dedico!

4. EL CUENTO DE LA PRIORA

Había en Asia una gran ciudad cristiana en la que exis­tía un ghetto. Estaba protegido por el gobernante del país gracias al asqueroso lucro obtenido por la usura de los judíos, aborrecida por Jesucristo y por los que le si­guen; la gente podía circular libremente por él, pues la calle no tenía barricadas y estaba abierta por ambos extremos. Abajo, en el extremo más lejano, se levantaba una pequeña escuela cristiana en la que una gran multitud de niños reci­bían instrucción año tras año. Se les enseñaban las cosas acostumbradas a los niños pequeños durante la infancia, es decir, leer y cantar. Entre ellos se hallaba el hijo de una viu­da, un muchachito de siete años, un chico del coro que acos­tumbraba ir diariamente a la escuela; también solía arrodillar­se y rezar una Avemaría como se le había enseñado, siem­pre que viese la imagen de la Madre de Jesucristo por la calle. Pues la viuda había educado a su hijo a venerar siempre a Nuestra Señora de este modo, y él no lo olvidaba, pues un niño inocente siempre aprende con rapidez. Por cierto que cada vez que pienso en ello, me acuerdo de San Nicolás, que también había reverenciado a Jesucristo en la misma tier­na edad.

Cuando este niño pequeño se sentaba en la escuela con su cartilla, estudiando su librito, oía a otros niños que cantaban Alma Redemptoris mientras practicaban con sus libros de himnos. Disimuladamente él se acercó cada vez más, todo lo que se atrevió. Escuchó atentamente la letra y la música has­ta que se aprendió el primer verso de memoria. Debido a sus pocos años, desconocía lo que significaba en latín, hasta que un día empezó a pedir a un compañero que le explicase el significado en su lengua materna y por qué se cantaba. Mu­chas veces se arrodilló ante su amigo rogándole que le tradu­jese y explicase la canción, hasta que finalmente su compañe­ro mayor le dio esta respuesta:

—He oído decir que la canción fue compuesta para salu­dar a Nuestra Señora y pedirle que sea nuestra ayuda y soco­rro cuando muramos. Esto es todo lo que puedo decirte so­bre ello. Estoy aprendiendo a cantar, pero no sé mucho de gramática.

—¿Así que esta canción está hecha en honor de la Madre de Jesucristo? —preguntó el inocente—. Entonces haré cuanto pueda para aprenderla antes de la Navidad, aunque me riñan por no saber la cartilla y me peguen tres veces cada hora. La aprenderé para honrar a Nuestra Señora.

Y así, este amigo se la enseñaba secretamente cada día al regresar a casa hasta que la supo de memoria y la cantó con aplomo, palabra por palabra, entonada con la música.

sí, cada día, esta canción pasaba dos veces por su garganta: una, al ir a la escuela, y la otra, al regresar a casa; pues todo su co­razón lo tenía puesto en la Madre de Nuestro Señor.

Como ya he dicho, este niño iba siempre cantando alegre­mente Alma Redemptons cuando, al ir o al venir, atravesaba el ghetto, pues la dulzura de la Madre de Jesucristo había traspa­sado tanto su corazón, que no podía contenerse de cantar alabanzas en su honor mientras iba de camino. Pero nuestro primer enemigo, la serpiente de Satanás, que ha construido su nido de avispas en el corazón de cada judío, se encolerizó y gritó:

—¡Oh, pueblo judío! ¿Os parece bien que un muchacho como éste deba andar por donde le plazca, mostrándoos su desprecio al cantar canciones que insultan vuestra fe?

Desde entonces, los judíos empezaron a conspirar para mandar al niño fuera de este mundo. Para ello contrataron a un asesino, un hombre que tenía un escondite secreto en una callejuela. Cuando el muchachito pasó, este infame ju­dío le agarró con fuerza, le cortó el cuello y lo arrojó dentro de un pozo seco. Sí, lo echó en un pozo negro en el que los judíos vacían sus intestinos. Pero ¿de qué puede aprovecha­ros vuestra malicia, oh condenada raza de nuevos Herodes? El crimen se descubrirá, esto es cierto, y precisamente en el lugar que servirá para aumentar la gloria de Dios. La sangre clama contra vuestro perverso crimen.

—¡Oh, mártir perpetuamente virgen! —exclamó la prio­ra—, que sigas eternamente cantando al blanco Cordero ce­lestial del que escribiera en Patmos San Juan Evangelista di­ciendo que los que preceden al Cordero cantando una nue­va canción, jamás han conocido cuerpo de mujer.

Toda la noche estuvo la viuda esperando el regreso del niño, pero en vano. Tan pronto clareó, salió a buscarlo a la escuela y por todas partes, con el corazón encogido y el ros­tro lívido de temor, hasta que, al fin, averiguó que la última vez que había sido visto se hallaba en el ghetto. Con su cora­zón estallando de piedad maternal, medio enloquecida, fue a todos los sitios a los que su imaginación febril pensaba pro­bablemente encontrar a su hijo, mientras invocaba a la dulce Madre de Jesucristo. Por fin se decidió a buscarle entre los judíos. De forma lastimera pidió y rogó a todos y a cada uno de los judíos que vivían en el ghetto que le dijeran si el niño había pasado por allí, pero le respondieron que no. Luego, Jesús en su misericordia quiso inspirar a la madre a que lla­mase a su hijo en voz alta cuando se hallaba junto al pozo en el que había sido arrojado.

¡Dios Todopoderoso, cuyo elogio cantan las bocas de los inocentes, contempla aquí tu poder magnífico! Con el cue­llo cortado, esta gema y esmeralda de castidad, este brillante rubí de entre los mártires, empezó a cantar Alma Redemptoris con voz tan fuerte, que todo el lugar resonó.

Los cristianos que pasaban por la calle se agolparon a mi­rar maravillados. A toda prisa mandaron a buscar al prebos­te. Éste vino de inmediato, y después de haber alabado a Jesucristo, rey de los cielos, y a su Madre, gloria de la especie humana, ordenó que se atase a los judíos. Con lamentacio­nes que acongojaban, subieron al niño, que seguía cantando su canción, y le llevaron en solemne procesión a una abadía cercana. Su madre se hallaba caída junto al féretro, sin fuer­zas, como una segunda Raquel, y la gente trataba en vano de apartarla de él.

Después, el preboste dispuso que cada uno de los judíos que habían intervenido en el crimen fuese torturado y eje­cutado de forma vergonzosa, pues no quería tolerar una semejante maldad de índole tan abominable en su jurisdic­ción. «El mal debe recibir su pago debido.» Por eso los hizo descuartizar con caballos salvajes y luego ser colgados de acuerdo con la ley.

Durante todo este tiempo el niño inocente yacía en su fé­retro ante el altar mayor mientras se cantaba la misa. Luego, el abad y sus monjes se apresuraron a darle sepultura, pero cuando le rociaron con agua bendita y ésta cayó sobre el niño, éste cantó nuevamente Alma Redemptons Mater. Ahora bien, el abad, que era un santo varón, como lo son o deberían serlo siempre los monjes, empezó a preguntar al niño y le dijo:

—Querido niño, te conjuro por la Santísima Trinidad que me digas: ¿cómo puedes cantar, cuando todos podemos ver que tienes el cuello completamente cercenado?

—Mi cuello está cortado hasta el hueso del pescuezo —respondió el niño—, y, según todas las leyes de la Natura­leza, debería haber muerto hace mucho tiempo, si no fuera porque Jesucristo ha querido, como podéis leer en las Sagra­das Escrituras, que su gloria sea recordada y perdure. Por ello, en honor de su Santa Madre, puedo todavía cantar Alma con voz clara y fuerte. En lo que a mí concierne, siempre he ama­do este manantial de gracia, la dulce Madre de Jesucristo, por lo que cuando tuve que entregar mi vida, ella vino y me pidió que cantase este himno, incluso en mi muerte, como aca­báis de oír. Y mientras yo cantaba, me pareció que Ella colo­caba una perla sobre mi lengua. Por consiguiente, canto, como siempre debo cantar, en honor de esta bendita Virgen, hasta que me quiten la perla, pues ella me dijo: «Mi niño, vendré a buscarte cuando te quiten la perla de la lengua. No temas, que no te abandonaré.»

Entonces, aquel santo varón —el abad—, cuando el niño suavemente entregó su espíritu, le extrajo con cuidado la len­gua y tomó la perla. Al ver este milagro, el abad derramó abundantes lágrimas y se echó de bruces a tierra, permane­ciendo inmóvil y como encadenado al suelo, mientras los demás monjes se postraban también sobre el pavimento, llo­rando y proclamando las alabanzas de la Madre de Jesucristo. Entonces se levantaron y sacaron al mártir del féretro y encerraron su tierno cuerpecito en una tumba de mármol claro. ¡Que Dios nos conceda el privilegio de reunimos con él!

¡Oh, joven Hugo de Lincoln, muerto por los viles judíos, como es muy bien sabido (pues hace poco tiempo que ocu­rrió el suceso), ruega por nosotros, gente débil y pecadora! ¡Que Dios en su misericordia multiplique sus bendiciones sobre nosotros, por causa de su Santa Madre María! Así sea.

5. LAS ALEGRES PALABRAS ENTRE EL HOSPEDERO Y CHAUCER

Todos se emocionaron ante el relato milagroso. Daba gusto verlo. Finalmente, el anfitrión comenzó a chan­cearse y se dirigió a mí y me dijo:

—¿Qué clase de hombre eres? Parece como si intentases cazar una liebre. Siempre llevas la mirada clavada en tierra. Acércate y levanta los ojos con alegría. Hagan sitio, señores; déjenle que ocupe su lugar. Tiene una cintura tan esbelta como la mía. Sería como un muñeco en brazos de una her­mosa y pequeña mujer. Hay algo de enigmático en su aspec­to: nunca habla jocosamente. Di algo ahora. Otros ya han hablado. Cuéntanos ahora mismo un cuento alegre.

—Anfitrión —dije—, espero que no te molestes. Sólo co­nozco un cuento muy antiguo, con rima y todo. De los otros no sé ninguno.

—Está bien —dijo—. Por tu cara adivino que vamos a es­cuchar algo delicado.

6. EL CUENTO DE SIR TOPACIO

EL PRIMER ENVITE

Escuchad, señores, con la mejor voluntad,

y creedme si os cuento

las alegres aventuras

de aquel caballero de tanto arrojo

en tomeos y en batallas

que se llamó sir Topacio.

Nació en un país lejano:

en Flandes, más allá del mar.

Popering fue el lugar.

Su padre era de alto rango,

pues era señor de aquel país;

gracias al Cielo hay que dar.

Sir Topacio creció hecho un apuesto doncel;

su rostro era blanco como la más blanca harina;

sus labios, rojos como una rosa,

y su color parecía teñido de escarlata.

Es la pura verdad si digo que

tenía una hermosa nariz.

Color de azafrán tenían su barba y su pelo,

y hacían juego con su cinto preciso;

sus botas eran de cuero español;

sus calzas pardas procedían de la feria de Brujas;

su ropaje de seda era incomparable,

y le había costado muchos sueldos.

Era cazador de silvestres venados,

y solía cabalgar y practicar la cetrería junto al río

con un halcón posado en el puño.

Además, era muy buen arquero,

y luchando con el cuerpo no tenía rival,

pues siempre ganaba sus apuestas.

Muchas doncellas en su cámara

habían suspirado por él con loco deseo

(mejor habría sido que hubieran dormido).

Pero él era casto, y nada libertino,

y más dulce que la flor del zarzal,

que aporta un fruto escarlata.

En verdad voy a cantar

lo que sucedió aquel día.

Sir Topacio salió a cabalgar;

montó en su corcel gris,

y, empuñando una lanza, marchó a galope,

con una larga espada al cinto.

Atravesó galopando un hermoso bosque

lleno de fieras salvajes,

sí, y de gamos y liebres.

Galopó hacia Oriente y Occidente,

y explicaré ahora cómo casi

cayó en una falaz añagaza.

Allí florecían hierbas de toda clase,

como el regaliz, y la raíz del ajenjo,

y clavos, y muchas más.

Y las nueces que ponéis en la cerveza,

sea negra o clara,

o guardáis para mejor ocasión.

Y los pájaros cantaban, ¡no lo puedo callar!

El gavilán y la cotorra,

daba gusto escucharles.

El zorzal macho tocó su flauta,

y la paloma torcaz lo hizo en la cascada.

Su canto era fuerte y claro.

Y cuando él oyó cantar al zorzal,

el caballero quedó lleno de ansias amatorias,

y, clavando las espuelas al caballo, huyó de allí como un loco;

su buen corcel siguió galopando,

empapado hasta los huesos de tanto que sudaba,

con ambos costados bañados de sangre.

Luego, sir Topacio se sintió tan fatigado

de galopar, pisando la tierna hierba.

Tan ardiente era su coraje,

que allí mismo desmontó

para dar un respiro al caballo,

al que dio también forraje.

«Oh, Santa María, ¡haz que el Cielo me bendiga!

¿Por qué este amor me causa tanto desasosiego

y me ata con su soga?

Toda la noche pasada soñé, ¡ay de mí!,

que la reina de los Elfos sería mi enamorada

y dormiría bajo mi manto.

Yo solamente amaré a la reina de las Hadas.

Ninguna mujer he visto jamás

que fuese adecuada para ser mi pareja en la ciudad.

Todas las demás mujeres no me importan:

yo seguiré la pista a la reina de los Elfos

por valles y praderas.»

Entonces subió a su montura,

galopó saltando cercas y charcos,

para encontrar a la reina de las Hadas.

Cabalgó mucho tiempo al trote y al galope,

hasta que al fin encontró, en un lugar secreto

el país de las Hadas.

Tan silvestre;

pues en aquel país no había nadie

que se atreviese a enfrentársele:

ni mujer ni infante.

Hasta que vino un forzudo gigante,

que se llamaba sir Elefante:

un hombre peligroso, por cierto.

Él dijo: «Señor caballero: por Misa, Mesa y Masa,

yo vivo por aquí; galopad, pues, a vuestra casa,

o mataré a vuestro corcel,

con la maza.

Pues aquella reina de las Hadas

con arpa, y flauta y tamboril,

hizo de este lugar, su casa y plaza.»

El caballero dijo: «Señor, creedme:

mañana me enfrentaré a vos,

cuando lleve la armadura.

Y a fe mía, si tengo ocasión,

pagaréis con esta gruesa lanza

y cantaréis otra canción.

Vuestro rostro

será traspasado desde la mejilla al espinazo

antes de que sean más de las nueve y media,

y aquí haré el trabajo.»

Sir Topacio tuvo que retirarse precipitadamente;

este gigante hizo caer sobre él

una lluvia de pedruscos que lanzaba con su terrible honda.

Pero escapó, ¡vaya si escapó sir Topacio!

Y fue todo gracias al Cielo, a la Providencia

y a su propio noble comportamiento.

Sin embargo, escuchad, maestros, mi cuento

más contentos que un ruiseñor,

y os haré saber cómo sir Topacio,

el de las esbeltas pantorrillas,

galopando a través de puentes y orillas,

volvió de nuevo a la ciudad.

A sus alegres hombres les mandó

que hiciesen jarana y jolgorio,

pues tenía que salir a luchar y a vencer

a un monstruo gigante, que tenía tres cabezas.

Todo ello por amor y liviandad

de una que brillaba con tanto esplendor.

«Llamad para que vengan, llamad a todos mis juglares

—dijo él—, y pedidles que cuenten algún cuento,

mientras me coloco la armadura encima.

Algún romance que sea verdaderamente propio de un rey,

de obispo, papa o cardenal,

y también de un enamorado triste.»

Primero le trajeron vino exquisito,

aguamiel en cazos de arce y pino,

toda clase de especias reales,

y galletica de jengibre de la buena, buena,

y regaliz y dulces cominos,

y azúcar, que va tan bien.

Luego se colocó su piel de marfil,

calzones del más puro lino.

También se puso una camisa,

y encima de la camisa no dejó de

ponerse guata y una cota de malla

para proteger su corazón.

Y encima una magnífica cota de malla,

trabajo de artesanía costosísimo

hecho del acero más fuerte.

Y sobre todo ello, su armadura y coraza,

más blanca que la flor del lirio,

en la que iba a tomar el campo.

Su escudo era de oro rojísimo,

adomado con una gran cabeza de verraco

y un carbunclo al lado.

Y luego juró por la cerveza y el pan

que el gigante pronto estaría muerto,

¡pasara lo que pasara!

Sus grebas eran de resistente cuero.

Envainó su espada en marfil

y llevó un yelmo de metal.

Sobre una montura de ballenas se sentaba,

y como el sol su brida brillaba

o como la luna y las estrellas.

Su lanza estaba hecha del mejor ciprés,

lo que quiere decir que era de guerra,

no de paz: tan afiladamente había sido pulida la punta.

Su corcel era gris moteado,

y fue a paso lento todo el rato,

y suavemente caminó por ahí,

en el país.

Bien, caballeros: éste es el primer envite.

Si queréis saber más de él,

ya veré qué puedo hacer.

Ahora, cerrad la boca, por caridad,

todo cortés caballero y hermosa dama,

y escuchad mi cuento

de batalla y de caballería,

de cortejo y de cortesía,

que estoy a punto de contar.

Se habla de todas estas magníficas historias antiguas

de Hom y de sir Ypotis,

de Bevis y de sir Guy;

de Libelao y de sir Pleyndamour.

Pero sir Topacio se lleva la palma

de la caballería real.

Montó en su noble caballo gris

y avanzó rápidamente,

como chispa de una llama.

Sobre su penacho había una torre

en donde estaba plantada una flor de lirio.

¡Que Dios lo proteja de toda deshonra!

Este caballero era tan aventurero,

que nunca pemoctaba en casa alguna,

sino que se envolvía en su capa.

Su almohada era su reluciente yelmo,

mientras su caballo pacía junto a él

comiendo pasto verde y bueno.

Y él bebía agua del pozo,

como lo hacía el caballero sir Percival,

cuya armadura era tan bonita.

Hasta que un día...

7. INTERRUPCIÓN

Hasta, por caridad cristiana —exclamó nuestro anfi­trión—. Me estás cansando con este parloteo. Tomo a Dios por testigo para asegurar que me duelen los oídos de escuchar las sandeces que pronuncias. ¡Que el diablo se lleve estos cuentos! A esto es lo que yo lla­mo aleluyas o canciones de ciego.

—¿Por qué? —dije yo—. ¿Por qué interrumpes mi cuento y no lo has hecho con el de otro, cuando es la mejor balada que conozco?

—¡Dios todopoderoso! —replicó—. En pocas palabras, si es que lo quieres saber, te diré que este rimado de mierda no vale nada. No haces nada más que perder el tiempo. En una palabra, señor, no más rimas. Veamos si sabes relatar uno de aquellos romances antiguos o, por lo menos, algo en prosa que sea edificante o divertido.

—Con mucho gusto —le respondí—. Por Dios que os contaré un relato corto en prosa que probablemente os com­placerá, creo; en caso contrario, es que sois muy dificil de contentar. Es un cuento muy edificante, con moraleja —aun­que debo aclarar que distintas personas lo explican de mane­ras diferentes. Por ejemplo, ya sabéis que cuando los evangelistas describen la Pasión de Jesucristo, no expresan cada uno de ellos de igual forma cómo ocurrieron las cosas; sin embar­go, cada uno de ellos dice la verdad, y todos concuerdan en el significado general, aunque en la manera de decirlo pueda haber diferencias. Algunos de ellos explican más cosas; otros, menos. Pero cuando ellos —es decir, Mateo, Marcos, Lucas y Juan— escriben su conmovedora Pasión, no hay duda de que ellos querían darle idéntico significado. Por consiguien­te, caballeros, os ruego que no me culpéis si he introducido cambios en el cuento, si —es un decir— utilizo más prover­bios de lo corriente en este pequeño relato para reforzar el efecto, o si no me sirvo de las mismas palabras que hubieseis podido escuchar anteriormente, pues no hallaréis diferencia entre la idea general y el pequeño tratado del que he sacado este magnifico cuento. Por lo tanto, escuchad lo que voy a decir, y, esta vez, dejadme terminar.

8. EL CUENTO DE MELIBEO

Cierto joven llamado Melibeo, hombre rico y podero­so, engendró de Prudencia, su mujer, una hija, a la que dieron el nombre de Sofia.

Sucedió un día que Melibeo salió al campo para solazarse y dejó en casa a su esposa e hija después de haber atrancado fuertemente las puertas. Sin embargo, tres antiguos enemigos suyos estaban al acecho, y con la ayuda de escaleras apoyadas en el muro del edificio, penetraron en él por los ventanales e infligieron malos tratos a su esposa e hirieron a su hija en cin­co zonas, a saber: en los pies, en las manos, en los oídos, en la boca y en la nariz. Y se dieron a la fuga, dejándola por muerta.

Cuando, más tarde, Melibeo regresó a su casa y contem­pló aquel panorama rompió en llantos y gemidos y se rasgó las vestiduras.

Prudencia, su mujer, intentó calmarle, suplicándole que dejara de llorar, pero él arreciaba en sus lamentos.

Con todo, la noble Prudencia se acordaba de la máxima de Ovidio en su obra Remedio de amor: «Quien interrumpe a la madre cuando llora la muerte de su hijo está loco. Porque, durante cierto tiempo, debe dejarla que desahogue su llanto; y, pasado aquél, intentará lograr que cesen las lágrimas con dulces palabras». Por este motivo dejó la digna Prudencia que su marido sollozara un rato. Luego, después de un tiem­po prudencial, le habló de la siguiente manera:

—¿Por qué, señor mío, te comportas de un modo tan in­sensato? Pues, indudablemente, tu profundo dolor es in­discreto. Si Dios quiere, tu hija sanará y saldrá del peligro. Y aunque sucediera que ahora estuviera muerta, no deberías permitir que tal circunstancia te destruyera. Séneca afirma: «El hombre prudente no debe sentir mucho la muerte de sus hijos, sino soportarla con paciencia, del mismo modo que es­pera la suya propia».

La respuesta de Melibeo fue inmediata. Dijo:

—¿Cómo puede uno dejar de llorar cuando existe una ra­zón profunda para lamentarse?

El mismo Jesucristo Nuestro Señor lloró la muerte de su amigo Lázaro.

—Sé muy bien —respondió Prudencia— que al afligido no se le prohibe llorar con moderación. El apóstol San Pa­blo, en su Epístola a los romanos, escribe: «Uno debe reír con los que ríen y llorar con los que lloran». Pues si un llanto moderado está permitido, no así el desmesurado, ya que la máscara del llanto debe medirse según la doctrina de Séneca: «A la muerte de tu amigo no permitas que tus ojos se inun­den de lágrimas ni que estén excesivamente secos, y aunque las lágrimas acudan a tus ojos, no las dejes correr libremen­te». Así, en cuanto pierdas a un amigo, has de intentar bus­carte otro. Esta conducta es más inteligente que llorar al ami­go perdido, pues la pérdida no tiene remedio. En consecuen­cia, si te dejas llevar por la sabiduría, expulsarás el dolor de tu corazón. Jesús de Sirach afirma: «Quien tiene el corazón ale­gre y contento se conserva vigoroso a través de los años, pero un corazón entristecido reseca los huesos». Y también aña­de que la tristeza de corazón ocasiona numerosas muertes.

»Salomón declara: "La tristeza daña al corazón del mismo modo que la polilla a la lana de los vestidos y la carcoma al árbol". Y así debemos tener paciencia, tanto si perdemos nuestra prole como nuestra hacienda. Recuerda al paciente Job, que, a pesar de haber perdido a sus hijos y a su fortuna y soportar graves tribulaciones corporales, afirmaba: "El Se­ñor me lo dio, el Señor me lo quitó. Que se cumpla su vo­luntad. Alabado sea el nombre del Señor".

Melibeo replicó a todo ello:

—Tus palabras son certeras y provechosas, pero el dolor embarga mi corazón y no sé lo que debo hacer.

A lo que Prudencia replicó:

—Manda llamar a tus auténticos amigos y a tus familiares prudentes. Cuéntales la situación, escucha sus consejos y guíate por ellos. Salomón afirma: «Actúa siempre por conse­jos, y jamás te arrepentirás».

Entonces Melibeo, siguiendo el parecer de su esposa, Pru­dencia, convocó a numerosas personas: cirujanos, médicos, gente joven y madura, e incluso diversos enemigos suyos que se habían reconciliado con él. También acudieron va­rios de esos vecinos que —como de costumbre— se guían más por temor que por verdadera amistad. Asimismo se reu­nieron rastreros aduladores y sabios juristas, especialistas en Derecho.

Melibeo relató su desgracia a toda esa asamblea, y de sus palabras se deducía que su corazón abrigaba cruel enojo y es­taba dispuesto a vengarse de sus enemigos y anhelaba decla­rarles la guerra.

Un cirujano, en representación de los prudentes, se levan­tó y habló a Melibeo en los siguientes términos:

—A los cirujanos nos incumbe, señor, comportarnos con todos del mejor modo posible, allí donde se nos reclame, sin causar jamás perjuicio a nuestros enfermos. Por consiguiente, es frecuentísimo que cuando dos contendientes se hieren mutuamente, el mismo cirujano acude a curar a los dos. Así, el fomentar las guerras o partidismos no nos conviene a nuestra profesión. Por lo que respecta a tu hija, aunque tiene heridas graves, la cuidaremos noche y día con tal solícito cui­dado, que con la ayuda del cielo, se pondrá buena en poco tiempo.

Los médicos efectuaron casi idénticos comentarios, aun­que añadieron que «así como las enfermedades se curan con los humores opuestos, así los hombres entablan la guerra a modo de venganza».

Sus envidiosos vecinos, fingidos amigos falsamente recon­ciliados, y los aduladores ponían rostros compungidos y em­peoraban y agravaban la situación; alababan sin mesura la fuerza, poder y caudal de Melibeo y de sus amigos y despre­ciaban a sus adversarios, y confesaban sin ambages que debe­ría tomar cumplida venganza de sus enemigos y declararles la guerra.

Entonces se levantó un segundo abogado, con el consen­so y consejo de otro colega, y le dijo lo siguiente: —Señorías, el asunto que nos ha reunido aquí es serio y de entidad: el agravio y maldad cometidos son de extremada gravedad, habida cuenta de los muchos daños que pueden derivarse en el futuro y también el poder y caudal de las par­tes implicadas; por todas estas razones, sería peligrosísimo dar un consejo equivocado. Por consiguiente, Melibeo, ésta es nuestra opinión: Cuida, sobre todo, de ti mismo de tal for­ma que no hayas menester guarda ni centinela que te custodie. Además, coloca en tu hogar una guardia suficiente para la se­guridad de tu persona y de tu hogar. Sin duda, no podemos juzgar de provecho el decidir con tan poca reflexión el decla­rar la guerra o vengarse: no podría hacerse de modo que se ob­tuviera provecho. Para solucionar este asunto se precisa tiem­po y tranquilidad. Lo afirma el refrán: «Quien decide con prontitud, pronto se arrepiente» Se considera también sabio al juez que capta un asunto con prontitud y lo juzga con cal­ma. Pues, aunque toda demora resulta fastidiosa, cuando se trata de dictar sentencia o proyectar una venganza —dentro de lo prudente y razonable—, no es digna de censura.

»Jesucristo demostró esto con su ejemplo. Cuando le pre­sentaron la mujer adúltera, no quiso Él, a pesar de saber lo que iba a contestar, dar una respuesta precipitada; prefirió de­liberar y, por dos veces, escribió en la tierra. En consecuen­cia, precisamos deliberar, y luego, con el auxilio divino, te aconsejaremos del modo más conveniente.

Los jóvenes se rebelaron unánimemente, y casi todos gri­taron alborotadamente, con menosprecio a los discretos an­cianos, que se debe batir en caliente al hierro y que la venganza se ha de tomar cuando las ofensas se acaban de come­ter. Y con gran clamor exclamaban: «¡Guerra, guerra!»

Se levantó entonces uno de esos sabios ancianos y, hacien­do ademán para acallar y reclamar la atención de la asam­blea, dijo:

—Señores, muchos de estos partidarios de la guerra igno­ran lo que ella significa. En sus inicios, la guerra tiene unas puertas tan amplias y espaciosas, que todos pueden encontrarlas y entrar a su antojo, pero nunca resulta fácil saber cómo terminará. Una vez iniciada, muchos jóvenes que to­davía no han nacido morirán en la lucha o en la miseria o bien vivirán de modo penoso. Y por esta causa, antes de em­pezar una guerra, siempre se han de celebrar muchas delibe­raciones y consultas previas.

El anciano intentó respaldar sus afirmaciones con más ar­gumentos, pero la mayoría le respondió con abucheos pi­diéndole que acabase pronto. A decir verdad, el que predica a quien rechaza escucharle ocasiona enojo con sus palabras. Pues jesús de Sirach afirma que la música en medio del llan­to desagrada, es decir, que lo mismo aprovecha hablar a quien nuestras palabras disgustan, como cantar ante el que llora. Y aquel hombre sesudo, al ver que no le escuchaban, se sintió ofendido. Porque ya lo aconsejaba Salomón: «No te esfuerces en hablar allí donde no te quieren escuchar». Este hombre prudente pensaba: «En verdad reza el refrán común que el buen consejo siempre falta cuando es más necesario.»

En esta asamblea de Melibeo se hallaban muchas personas que le susurraban algo en privado y luego, en público, le aconsejaban lo contrario.

Sin embargo, cuando constató que la mayoría de los pre­sentes tomaba partido por la guerra, aceptó su criterio y res­paldó plenamente su decisión.

Pero Prudencia, al darse cuenta de que su esposo optaba por el camino de vengarse de sus enemigos con las armas, se le acercó en el momento más oportuno, y le dijo con tono humilde:

—Señor, te ruego del modo más sincero que no prestes atención y no obres con precipitación. Pues Pedro Alfonso afirma: «No te apresures a retomar el bien o el mal; así tu amigo esperará y tu enemigo vivirá más tiempo en el te­mor. El refrán aconseja: «Se precipita correctamente quien espera con prudencia», y «No se obtiene provecho de la mal­vada precipitación».

Esta fue la respuesta de Melibeo a Prudencia, su esposa: —No me propongo seguir tu opinión por poderosos mo­tivos y razones. Pues, ciertamente, si pretendiera cambiar, con tu consejo, lo que ha sido acordado y dispuesto de tan­tas maneras, me tomarían por loco. En segundo lugar, afir­mo que todas las mujeres son malas: no hay entre ellas una sola buena. Tal como afirma Salomón, «entre mil hombres sólo encuentro a uno bueno; pero, a decir verdad, jamás en­contré, entre todas las mujeres, a una buena». En consecuen­cia, caso de seguir tu consejo, parecería que te daba autori­dad sobre mí (Dios no permita que esto ocurra). Jesús de Si­rach afirma que «si la mujer manda, es contraria al marido». Y Salomón declara: «Jamás des poder sobre ti a tu mujer, a tu hijo o a tu amigo. Más vale que tus hijos te pidan lo que ne­cesiten que estés en sus manos». Si obrara según tu opi­nión, mi decisión debería permanecer secreta durante algún tiempo; eso no es factible, pues está escrito que la charlatane­ría de la mujer sólo puede esconder lo que no sabe. Además, el filósofo afirma: «Las mujeres superan a los hombres en mal consejo.» Por estos motivos no debo seguir el tuyo.

Una vez Prudencia escuchó con gran paciencia y manse­dumbre cuanto su esposo tuvo a bien comunicarle, pidió li­cencia para hablarle y, después, se expresó en estos términos:

—Tengo argumentos para rebatir tu primera razón. Cam­biar de parecer cuando una cosa varía o se ve de distinta ma­nera que al principio, no constituye locura. Si, por causa jus­tificada, tú dejas de ejecutar lo que habías jurado o prometi­do, no por ello se te considerará como perjuro o falso. El libro ya dice que el hombre sabio no miente cuando dirige sus propósitos a lo mejor. Y aunque los tuyos han sido acep­tados y ratificados por muchos, no debes aplicarlos si no te placen. Pues lo útil y lo verdadero de las cosas se encuentra más en poca gente discreta y prudente que en las grandes concurrencias donde todos gustan y hablan a su antojo. Ver­daderamente semejante multitud carece de seriedad.

»En tu segunda razón presupones la maldad en todas las mujeres; por ello —si estoy en lo cierto—, pones a todas las mujeres en el mismo rasero y, como dice el Libro, "todo le desagrada a quien todo desdeña". Y Séneca añade: "El sa­bio no debe despreciar a nadie, sino enseñar lo que sabe sin presunción u orgullo. Y las cosas que desconozca no debe avergonzarse de aprenderlas e inquirirlas de sus inferiores". Es fácil de comprobar que ha habido multitud de mujeres buenas. A decir verdad, Jesucristo Nuestro Señor jamás hu­biera consentido en nacer de mujer si todas las mujeres hu­biesen sido malvadas. Y además, cuando Jesucristo Nuestro Señor resucitó de la muerte a la vida, prefirió —por la gran bondad que se da en la mujer— aparecerse antes a las muje­res que a los apostoles.

»Y aunque Salomón afirme que jamás encontró mujer buena, no se deduce el que todas fueran malas; pues aunque él no encontrase ninguna, no es menos cierto que muchos otros hombres han hallado mujeres buenas y honradas. O aca­so Salomón quería indicar que no encontró una mujer abso­lutamente buena; es decir, que, tal como lo recuerda Él en su Evangelio, la bondad absoluta no se da en persona alguna, sino en Dios, ya que no existe una sola criatura que no carez­ca de parte de la perfección divina, su Creador.

»Tu tercera razón es ésta: afirmas que si te dejas guiar por mi opinión, parecería que me dabas poder y autoridad sobre ti. Con todo respeto, señor, esto no es así. Pues si lo fuera —el que el hombre se aconsejara únicamente con los que ejercen autoridad sobre él—, nadie pediría consejo con fre­cuencia. Sin embargo, el hombre que pide consejo acerca de algo mantiene la opción de seguirlo o rechazarlo.

»En cuanto a tu cuarto argumento —la charlatanería de las mujeres oculta su ignorancia, lo que significa que una mujer es incapaz de encubrir lo que sabe—, debes entender, señor, que esta afirmación hace referencia a las mujeres parlanchi­nas y malvadas; de ellas los hombres declaran que "tres cosas sacan a un hombre de casa, a saber: humo, goteras, y mujer malvadas". De ellas Salomón comenta que "sería preferible morar en el desierto que con mujer pendenciera". y con tu permiso, señor, esto no reza conmigo; has constatado mi exagerado silencio y gran paciencia, así como visto que sé mantener secreto lo que debe permanecer oculto.

»Por lo que respecta al quinto argumento, que la mujer su­pera al hombre en mal consejo, Dios sabe que está aquí fue­ra de lugar. Compréndelo: pides consejo para obrar el mal; y si obras de este modo y tu mujer refrena tu malvado propó­sito y te convence con argumentos y buenos consejos, es dig na de loa y no de vituperio. Así debes captar el pensamiento del filósofo cuando afirma: “La mujer supera al hombre en malvado consejo.”

»Y como quiera que vituperas todos los argumentos de las mujeres, te mostraré con numerosos ejemplos cómo muchas se han comportado estupendamente y sus consejos han sido provechosos y saludables. También algunos hombres han afirmado que los consejos de las mujeres han sido excesiva­mente costosos o escasamente dignos de loa. También algunos afirman que el consejo femenino es de elevado coste o de poco valor. Pero aunque existan muchas mujeres malva­das y de pérfido consejo, con todo, los hombres han encon­trado numerosas mujeres que aconsejan con gran sabiduría y discreción.

»Mira cómo Jacob obtuvo la bendición de su padre, Isaac, y la primacía sobre el resto de sus hermanos gracias a los bue­nos consejos de su madre, Rebeca. Los buenos consejos y conducta de Judit libraron a su ciudad natal, Betulia, de las manos de Holofernes, que la había sitiado con intención dé arrasarla. Abigail libró a su marido, Nabal, del rey David, que pretendía su muerte y, con su buen consejo y compren­sión, aplacó la cólera del rey. El pueblo de Dios prosperó bajo el rey Asuero por el buen consejo de Ester.

»Se podían dar otros muchos ejemplos de buen consejo fe­menino. Además, cuando Dios creó a Adán pensó: "No es bueno que el hombre esté solo; démosle alguien semejante a él que le ayude". Si las mujeres no fueran buenas y sus con­sejos útiles y justos, el Señor, Dios de los cielos, no las habría creado, ni las habría denominado ayuda del hombre, sino confusión del mismo. Y lo que antiguamente dijo un sabio viene aquí muy a cuento: "El jaspe es mejor que el oro; la sa­biduría, mejor que el jaspe; la mujer, preferible a la sabiduría, y mejor que la mujer, nada."

»Podría arguir, señor, muchos otros razonamientos para demostrarte que existen muchas mujeres buenas, de con­sejo acertado y prudente. Y así, si quieres confiar en mi consejo, señor, te prometo que tendrás a tu hija sana y sal­va, y, además, conseguiré que salgas con honor de este embrollo.

Melibeo, después de escuchar el discurso de Prudencia, su esposa, dijo:

Ahora veo cuán verdadero es el dicho de Salomón. Él afirma que las palabras proferidas con discreción y orden son como panales de miel que proporcionan dulzura al espíritu y salud corporal. Mujer, tus dulces palabras, y también porque he comprobado tu tremenda honradez y discreción, me mueven a dejarme guiar en todo por tu consejo.

—Ahora, señor —dijo Prudencia—, ya que te dignas de­jarte llevar por mi opinión, quiero manifestarte cómo has de proceder al elegir tus consejeros.

»En primer lugar debes pedir al Altísimo en todas tus obras que Él sea tu primer consejero, instructor y consolador, al igual que Tobías mandaba a su hijo: "Bendecirás a Dios y le pedirás que encamine tus pasos en todo tiempo". Procu­ra, pues, que tus decisiones tengan como punto de mira al Señor. Santiago declara: "Si cualquiera de vosotros ha me­nester sabiduría demándela a Dios".

»Después de esto te autoconsultaras y examinarás bien tus pensamientos para ver qué es lo más provechoso para ti. Y luego apartarás de tu corazón tres cosas que se oponen a un consejo correcto, a saber: ira, codicia y atolondramiento.

»En primer lugar, y por muchas razones, el que se aconse­ja consigo mismo ha de carecer de ira. Lo primero es que el iracundo siempre se cree capaz de hacer lo que no puede. En segundo lugar, el colérico no puede discernir adecuadamen­te. En tercer lugar, según Séneca, "el airado y enojado no puede hablar de algo sin vituperarlo". Y así, con sus malva­das palabras, induce a otros a la cólera.

»Tal como afirma el apóstol, debes apartar la codicia de tu corazón: "La codicia es la raíz de todos los males". Cierta­mente, puedes creer que el codicioso no logra juzgar ni pen­sar, sino únicamente satisfacer su codicia, sin que jamás pue­da encontrarse satisfecho, ya que cuanto más tenga, más co­diciará.

»Asimismo, señor, has de apartar de tu corazón al atolon­dramiento, pues estarás incapacitado para juzgar una idea re­pentina con criterio recto; al contrario, debes examinarla con frecuencia. Pues, tal como escuchaste con anterioridad, el re­frán corriente dice que «quien pronto decide, pronto se arrepiente». Por supuesto, señor, el hombre no siempre se halla en idéntica disposición, ya que, en ocasiones, cosas que pa­recen buenas de realizar, otras veces se consideran de modo contrario.

»Una vez te hayas aconsejado contigo mismo y llegado a una decisión después de prolongada deliberación, debes ante todo guardar secreto. No reveles a nadie tu decisión, a menos que estés seguro de que, al hacerlo, mejore tu situación. Jesús de Sirach lo advierte: "No reveles tu secreto o tu locura ni a amigo ni a enemigo, pues todos te escucharán, te pondrán buena cara y te alabarán en tu presencia, pero te menospre­ciarán a tus espaldas".

»Otro sabio afirma: "Resulta dificil hallar quien sea capaz de guardar un secreto." Y en el Libro se lee: "Mientras alma­cenas tu secreto en tu corazón, lo guardas en una prisión; si lo descubres a otro, te tenderá una trampa." Y, por consi­guiente, es preferible esconder tu consejo en el interior de tu corazón que rogar que tenga los labios sellados al que se lo revelaste.

»Séneca afirma: "Si aconteciera que no pudieras ocultar tu consejo, ¿cómo osas rogar a una persona que lo guarde con seguridad?" Con todo, si estás convencido que el revelar un secreto a alguien te va a colocar en situación más ventajo­sa, entonces lo manifestarás del modo siguiente. En primer lugar tu expresión no delatará si deseas la paz o la guerra, o eso o aquello, sin dejar traslucir tu voluntad e intenciones. Has de saber que, por lo general, los consejeros son amantes de la lisonja, y especialmente los de los grandes señores, en consecuencia, procuran proferir siempre cosas agradables y gratificantes, aunque sean falsas o inútiles. Por ellos los hom­bres afirman que el hombre rico recibe buen consejo en con­tadas ocasiones, a no ser el suyo propio.

»A continuación ponderarás quiénes son tus amigos y tus enemigos. Busca, entre los primeros, el más fiel, prudente, anciano y experto en aconsejar. Consúltale según convenga.

»Primero debes llamar a los amigos leales. Salomón afirma que así como el corazón de un hombre se deleita en un sa­bor que es dulce, del mismo modo el consejo de un amigo leal proporciona dulzura al alma. También dice que "no exis­te nada comparable a un verdadero amigo". Ciertamente, ni el oro ni la plata se pueden comparar con la buena volun­tad de un amigo auténtico. Y también afirma que "un ver­dadero amigo es un baluarte inexpugnable, y encontrar a uno es un tesoro inapreciable".

»A continuación deberás también tener en cuenta si esos auténticos amigos están dotados de prudencia y discreción. En el Libro se lee: "Recurre al consejo de los prudentes". Y por tal motivo pídelo a tus amigos maduros que han acu­mulado dilatada experiencia y presenciado muchas cosas, y son de probada fiabilidad. También en el Libro se lee que "la sabiduría radica en los viejos, y la prudencia, en la longevi­dad". Y Tulio asegura: "Las grandes hazañas no siempre se llevan a término con la fuerza o con la actividad corporal, sino con el buen consejo, con la autoridad de las gentes y con el saber; estas tres cosas no disminuyen con los años, sino que se acrecientan y fortalecen a diario".

»Y, además, tendrás siempre presente esta norma general. En primer lugar recurre al consejo de pocos amigos, pues Sa­lomón asegura: "Aunque tengas muchos e íntimos amigos, escoge entre mil a quien te ha de aconsejar". Pues aunque de entrada sólo te confies a unos pocos, siempre puedes aconsejarte con más en caso de necesidad. Pero comprueba siempre que tus confidentes reúnan las susodichas tres con­diciones, a saber: autenticidad, prudencia y vasta experien­cia. Y nunca obres bajo los dictámenes de un solo confiden­te, pues a veces conviene ser aconsejado por muchos. Ya lo declara Salomón: "La salvaguardia de las cosas radica en te­ner muchos consejeros".

»Ahora que ya sabes en dónde buscar tus confidentes, te enseñaré qué clase de consejos debes seguir. De entrada, evi­ta los consejos necios. Pues Salomón afirma: "No sigas la opinión de los necios, pues sólo aconsejan según los dictá­menes de su inclinación y sus apetitos". El Libro declara: "El necio se distingue por pensar mal de todo el mundo con ligereza, y con igual ligereza se imagina en posesión de todas las virtudes".

»Rehúye asimismo la aparición del adulador que, en vez de declarar la verdad de las cosas, procura alabarte y lison­jearte. Ya lo dijo Tulio: "La lisonja es la peor de las pestilencias de la amistad ". El Libro declara: "Rehúye y teme más las dulces y lisonjeras palabras del adulador que las acres re­criminaciones de un amigo que te canta las verdades."

»Salomón afirma que las palabras del adulador constitu­yen una insidia para cazar a los inocentes. También opina que quien profiere dulces y placenteras palabras a un amigo le está tendiendo una red bajo sus pies para atraparle. Y, por consiguiente, afirma Tulio: "No dejes que tus oídos sean pro­pensos a los aduladores y no te dejes aconsejar por palabras lisonjeras".

»Y Catón comenta: "Pondera bien y rechaza las palabras agradables y dulces".

»Rehúye igualmente el consejo de tus enemigos con los que te hubieras reconciliado. El Libro proclama que nadie re­torna incólume al favor de su antiguo enemigo. E Isopo de­clara: "No confies en aquel con quien guerreaste o tuviste enemistad, y no le descubras tu secreto." Y Séneca nos des­cribe el por qué: "Es imposible que no quede rescoldo don­de hubo gran fogata largo tiempo".

»Por consiguiente, Salomón aconseja: "Jamás confies en tu antiguo adversario ". A pesar de que el enemigo se haya reconciliado, dé señales de humildad y doblegue la cerviz, ja­más has de fiarte de él. Sin duda, simulará mansedumbre para provecho propio y no por afecto hacia ti, creyendo, ya que no le hubiera sido posible lograrlo por las armas, poder­te vencer con esta falsía.

»Ya lo advierte Pero Alfonso: "No frecuentes la compañía de tus antiguos enemigos, pues te devolverán mal por bien".

»Evita igualmente el mal consejo de tus servidores que te tributan grandes muestras de reverencia, porque bien puede suceder que obren impulsados por temor y no por afecto. Ya afirmó con fundamento el filósofo: "Nadie es completamen­te sincero con quien le teme mucho." Y Tulio corrobora: "Por grande que sea el poder de un emperador, no dura mu­cho si su pueblo no alberga más amor que temor".

»Elude también el consejo de los proclives al vino, ya que son incapaces de guardar un secreto. Salomón lo afirma: "Donde la embriaguez campa, no hay nada secreto".

»Desconfia sobremanera de los que te aconsejan una cosa en privado y otra opuesta en público. Casiodoro sentencia que es una falsía el fingir hacer o decir algo en público y obrar lo contrario en privado. También has de sospechar de los consejos de los malvados, pues el Libro sentencia: "El consejo de los malvados está repleto de fraude".

»David añade: "Bienaventurado el que no sigue el consejo de los malos".

»Evita asimismo el consejo de los jóvenes, pues carece de madurez.

»Ahora que te he indicado, señor, de quiénes deben acon­sejarte, te explicaré —de acuerdo con el pensamiento de Tu­lio de qué modo has de analizar el que te den. Ante todo, en el estudio de tu consejero debes tener en cuenta mu­chas circunstancias. En primer lugar, has de considerar que en lo que te propongas y sobre lo que verse el consejo, debes manifestar y sostener la verdad, a saber, has de relatarlo de modo claro. Pues el que habla con falsedad no puede recibir buen consejo acerca de un asunto sobre el que miente.

»A continuación ponderarás si lo que piensas ejecutar con el consenso de tus consejeros sigue los cánones de lo razona­ble, y si cae dentro de tus posibilidades, y si la mayoría y lo más selecto de tus consejeros están o no de acuerdo contigo.

»Seguidamente debes considerar si el odio, la guerra, la paz, el perdón, el provecho o el daño serán las secuelas del consejo tomado. De entre ellas seleccionarás la más provechosa y dejarás las otras.

»Luego ponderarás de qué raíz se genera el asunto delibe­rado y el fruto capaz de engendrar y producir. También con­siderarás el origen de todas esas causas que las producen.

»Y cuando hayas examinado tu consejo del modo que te acabo de comentar, y detectado la parte mejor y más prove­chosa, y recibido la aprobación de mucha gente sabia y expe­rimentada, entonces considerarás si lo puedes ejecutar y lle­varlo a feliz término. Resulta indudable: no es razonable que uno empiece algo que no tenga posibilidades de realizarlo adecuadamente; asimismo nadie debe echar sobre sus espal­das fardo que no pueda llevar. Ya reza el refrán: "Quien mu­cho abarca, poco aprieta." Y Catón añade: "Intenta ejecutar lo que caiga dentro de tus posibilidades, no sea que la carga se te vuelva tan insoportable que te veas precisado a abando­narla ".

»Y si se te planteara la duda entre ejecutar algo o no, opta por padecer antes de empezarlo. Pedro Alfonso comenta:

"Opta por el no antes que por el sí cuando puedas hacer algo de lo que luego te arrepentirás". A saber, es preferible per­manecer callado a hablar. Así, pues, por poderosos motivos captarás que si puedes llevar a cabo algo de lo que te arrepen­tirás, es preferible que sufras antes que comenzarlo. Bien afir­man los que propugnan que nadie intente ejecutar algo si po­nen en duda sus posibilidades reales.

»Después de ello, una vez examinado tu consejo del modo descrito con anterioridad, y sabedor de que puedes llevarlo a término, debes mantenerlo con firmeza hasta el final.

»Ahora parece razonable y adecuado que te explique cuan­do y cómo se puede cambiar de opinión sin ser digno de re­proche.

»A decir verdad, se puede cambiar de opinión y criterio cuando se dan nuevas circunstancias o las causas que lo mo­tivaron desaparecen. Tal como la ley lo afirma: "A nuevos he­chos corresponden nuevos consejos." Y Séneca apostilla: "Cambia de decisión si ésta ha llegado a oídos de tu enemi­go". También puedes variar tu decisión si, por error o por otra causa, puede derivarse daño o perjuicio. Cambia de opi­nión si tu consejo es poco honrado o procede de una causa que así sea. Pues las leyes declaran que "todos los mandatos que no son honestos carecen de valor; y lo mismo reza para los mandatos imposibles, o que no se pueden observar o lle­var a cabo con bien.

»Y adopta esta norma general de conducta: afirmo que un consejo absolutamente inamovible bajo circunstancia alguna es realmente malo.

Cuando Melibeo hubo escuchado las enseñanzas de Pru­dencia, su esposa, le replicó con las siguientes palabras: —Señora, hasta ahora me has enseñado de un modo glo­bal a elegir y conservar a mis consejeros adecuada y propia­mente. Pero me gustaría conocer tu opinión sobre los que, de hecho, en las presentes circunstancias, he elegido. —Señor —repuso ella—, te suplico humildemente que no te enfrentes a mis argumentos de un modo obcecado ni tomes a mal que te diga cosas desagradables. Pues Dios sabe que es mi propósito hacerlo para tu bien, tu provecho, y tam­bién para tu honor. A decir verdad, espero de tu bondad to­mes con paciencia mis palabras. Confia en mí plenamente, pues los consejos que has pedido en este asunto no son pro­piamente tales, sino más bien un impulso o arrebato de lo­cura, y en la decisión adoptada te has equivocado de varias formas.

»Primero y ante todo, erraste al convocar a tus consejeros, pues debiste haber llamado de entrada a unos pocos, y des­pués, en caso necesario, habrías podido apelar a más. De he­cho, has convocado repentinamente a consejo a mucha gen­te pesada y de discurso plomizo.

»Tampoco acertaste al no llamar sólo a amigos fieles, pro­bados y experimentados, sino más bien a gente extraña y ha­lagadora, aduladores con falsía y antiguos enemigos, y a per­sonas que te respetan, pero que no te aman. Y tampoco acer­taste al convocar a la ira, a la codicia y al atolondramiento. Estas tres cosas se oponen a un consejo bueno y provechoso. Ni tú ni tus consejeros habéis contrarrestado estos tres senti­mientos de vuestros corazones.

»Igualmente obraste mal en manifestar a tus consejeros tu pensamiento o intención de pelear enseguida como vengan­za. Por tus palabras detectaron cuáles eran tus móviles. Y por ello te aconsejaron de acuerdo con tus pensamientos antes que con tu conveniencia.

»También erraste al suponer que te bastaba con escuchar los menguados consejos de esos confidentes, cuando en rea­lidad tenías necesidad perentoria de más opiniones y deliberación para llevar a cabo tus propósitos.

»También erraste al no examinar tu objetivo de la manera anteriormente descrita, ni en la manera pertinente a este caso. Y erraste, además, al no discriminar a tus consejeros, es decir, entre tus auténticos amigos y tus confidentes embauca­dores, sin enterarte de los propósitos de tus viejos y leales amigos, sino que reuniste todos los pareceres en una mezco­lanza y optaste por el de la mayoría. Y ya sabes de sobra que los locos son siempre más numerosos que los cuerdos, de donde se colige que en las asambleas multitudinarias se tiene más en cuenta al número que a la sabiduría de las personas, y siempre prevalece el consejo insensato.

Melibeo replicó de nuevo y dijo:

Admito que me he equivocado, pero como me has di­cho antes que no es vituperable el cambiar a los consejeros en ciertos casos y por razones justas, estoy dispuesto a cam­biarlos del modo que tú dispongas. El refrán afirma que el pecar es humano, pero, sin duda, empecinarse en el pecado es diabólico.

A esto replicó Prudencia con las siguientes palabras: —Examina las opiniones y veamos quién te aconsejó me­jor y habló del modo más sensato. Y ya que debemos efec­tuar esta tensión, empecemos por los médicos y cirujanos, que fueron los primeros en hablar. Y ya que ellos lo hicieron con discreción y sabiduría, tal como conviene a su condi­ción, pues tratan a todos con honra y provecho sin molestar a nadie, y aplican su competencia profesional en curar a los que tienen bajo su cuidado, opino que merecen una elevada y soberana recompensa por sus nobles palabras.

»Señor, del mismo modo que te han dado la respuesta ade­cuada, así se esmerarán en cuidar a tu estimada hija. Y aun­que sean amigos tuyos, no permitas que no te cobren honorarios; al contrario, debes recompensarles con inequívoca lar­gueza.

»En lo que se refiere a la afirmación de los médicos respec­to a este caso, a saber, que una enfermedad se cura con la contraria, me apetecería saber cómo la has entendido y cuál es tu criterio.

Melibeo replicó:

—Esta es mi opinión: ya que mis adversarios actuaron en mi contra, yo debo responder con algo que se les opon­ga; pues, ya que me vengaron y ofendieron, así yo me he de vengar y ofenderles. De este modo un contrario se opo­ne al otro.

La señora Prudencia apostilló:

—Vaya, vaya. ¡Con qué ligereza tiende el hombre a satis­facer sus propias inclinaciones y placer! Sin lugar a dudas, la afirmación de los médicos no ha de interpretarse de este modo. Resulta cierto que la maldad no se opone a la maldad, ni la venganza a la venganza, ni la injuria a la injuria; antes bien, son parecidas. Por consiguiente, una venganza no se aplaca con otra, ni un error con otro, sino que se encrespan y enconan mutuamente. Las palabras de los médicos deben interpretarse de este modo. Lo bueno se opone a lo malo, la paz a la guerra, la venganza al perdón, la discordia a la con­cordia, y así por el estilo. En resumen, la maldad se vence con la bondad, la guerra con la paz, y así con todo lo demás.

»El apóstol San Pablo lo refrenda en muchos lugares. Afir­ma: "No devuelvas mal por mal, ni palabras injuriosas con palabras injuriosas; al contrario, haz bien a quien te perjudi­ca y bendice a quien te maldice". Y en muchos otros pasa­jes recomienda la paz y la armonía.

»Pero ahora comentaré la opinión suministrada por los ju­ristas y sabios. Éstos consideran que, sobre todo, deberías custodiar tu persona y tu casa, y que, dadas las circunstan­cias, deberías obrar cautelosa y reflexivamente.

»En lo referente al primer punto, la defensa de tu persona, debes comprender que quien está en guerra, sobre todo, ha de suplicar devota y humildemente a Jesucristo para que sea su protector y valedor ante el peligro. Indudablemente, sin la ayuda de Jesucristo Nuestro Señor, nadie en este mundo pue­de recibir suficiente socorro y consejo. El profeta David es de la misma opinión cuando declara: "Si el Señor no la guarda, en vano trabajan los que custodian la ciudad".

»Después, señor, confia tu seguridad personal a fieles, co­nocidos y probados amigos, y pídeles que te ayuden. Catón afirma: "Si precisas ayuda, pídesela a tus amigos, pues el me­jor médico siempre será un auténtico amigo.

»Aléjate de las personas ajenas y de los embusteros y des­confía de su compañía. Pedro Alfonso amonesta: "No te ha­gas acompañar en tu camino de hombre extraño, a no ser que sea antiguo conocido tuyo. Y si se encuentra contigo de modo casual y sin tu consentimiento, inquiere de un modo sutil sobre su vida anterior, y no le digas adónde vas, sumi­nístrale una dirección falsa. Y si portare una lanza, colócate a su diestra; y si espada, a su siniestra".

»Te lo recalco: evita la gente que antes mencioné y recha­za su compañía y sus consejos. No presumas de fortaleza de modo que desestimes la de tus enemigos; no te apoyes en tu jactancia: el prudente siempre teme a sus enemigos. Salo­món ya lo afirma: "Dichoso quien todo lo teme, porque, sin duda, mal le irán las cosas a quien por alocada osadía de su corazón y por atrevimiento alberga mucha arrogancia".

»A continuación debes estar siempre prevenido contra las insidias e injerencias, pues Séneca declara: "El hombre pru­dente y temeroso del mal, los evita, y quien elude la tenta­ción no cae en ella. Aun cuando te creas en lugar seguro, procu­ra defender tu persona. Rehúye el descuidar tu propia protec­ción ante tus enemigos, bien sean grandes o pequeños." Sé­neca comenta: "Quien está bien aconsejado teme incluso al menor de sus enemigos". Y Ovidio comenta que "la dimi­nuta comadreja puede matar al enorme toro y al ciervo salva­je».

»También leemos en el Libro: "Una pequeña espina pue­de ocasionar un pinchazo muy doloroso a un rey, y un perro apresar a un jabalí."

»Sin embargo, no te digo que debas ser tan cobarde que ti­tubees donde no existe causa alguna de temor. El Libro co­menta que "algunos sienten deseos de engañar, pero temen ser engañados". Recela también ser envenenado y aléjate de la compañía de los insolentes, pues se lee en el Libro: "No te juntes con los insolentes y huye de sus palabras como el ve­neno."

»Y por lo que respecta al punto segundo —el de la solíci­ta defensa de tu casa—, quisiera saber tu opinión y decisión sobre este asunto.

La respuesta de Melibeo fue la siguiente:

—Esta es mi sincera respuesta: que debo proteger mi casa con torreones, al estilo de los castillos y otros edificios, y con armaduras y artillería; con todo ello podré defender mi per­sona y vivienda de forma que mis enemigos teman aproxi­marse a ella.

Prudencia respondió:

—Resulta de elevado coste y afán protegerse con altos to­rreones y grandes edificios, que son, en ocasiones, fruto del orgullo. Y una vez ejecutadas las obras, éstas no valen un rá­bano si no se defienden con amigos leales, auténticos, pru­dentes y probos. Y debes captar que la mejor y más aguerri­da guarnición de un hombre rico —con vistas a la protec­ción personal y de sus bienes— radica en la estima de sus súbditos y vecinos. Pues así comenta Tulio: "Existe una clase de defensa inexpugnable e indestructible: el amor que a un señor profesan sus ciudadanos y su pueblo."

»Ahora, señor, abordemos el punto tercero. Tus antiguos y prudentes consejeros afirman que no debes obrar con preci­pitación, sino con extremo cuidado y deliberación. Juzgo, en verdad, que tal afirmación rezuma prudencia y verismo. Tu­lio lo refrenda: "Prepáralo con extremo cuidado antes de em­pezar cualquier asunto".

»Te exhorto a que en temas de venganza, bélicos, de lucha y de fortificación te prepares con gran ahínco antes de em­prenderlos. Tulio exclama: "Una minuciosa preparación an­tes de la batalla ocasiona una victoria rápida". Y Casiodo­ro: "La resistencia se acrece cuando más largo es el preaviso".

»Pero ahora toquemos la decisión acordada por tus veci­nos —tus reverenciadores exentos de amor, tus antiguos ene­migos reconciliados, tus aduladores—, que te dieron en privado un consejo determinado y el opuesto en público; y también el consejo de la gente joven: el de vengarse y pelear inmediatamente.

»Ciertamente, señor, tal como he dicho con anterioridad, erraste sobremanera al convocarles a consejo. Razones ex­puestas con anterioridad descalifican a tales consejeros con claridad. Sin embargo, bajemos a pormenorizar.

»En primer lugar, has de proceder según el pensamiento de Tulio. La verdad de este asunto o de este consejo, cier­tamente, no precisa grandes investigaciones; notorios son los autores de esos agravios e injurias y la naturaleza de los mismos.

»Acto seguido revisarás el segundo requisito que Tulio menciona al respecto. Éste inserta algo que denomina "con­sentimiento", es decir, qué, quiénes y cuántos son los que res­paldan bien la decisión de una rápida venganza o la de estar acordes con tus enemigos.

»Indudablemente, por lo que respecta al primer punto, es notoria la clase de gente que opta claramente por una deci­sión rápida: los que te aconsejan emprender la guerra de in­mediato no son amigos tuyos.

»Consideremos ahora a aquellos amigos a los que tú apre­cias como a ti mismo. Aunque tienes poder y riquezas, estás solo, ya que no tienes un hijo varón, sino una hija; ni tam­poco hermanos, primos hermanos ni parientes próximos que induzcan a tus enemigos a no atacarte o a destruirte por temor. Eres consciente de que tu hacienda, con el tiempo, deberá distribuirse entre varios, y cuando cada uno haya re­cibido esa menguada recompensa, poco anhelo tendrán de vengar tu muerte.

»Por otra parte, tres son tus enemigos, con numerosa des­cendencia, hermanos, primos y otros parientes próximos; así, aunque exterminases a dos o tres de ellos, quedarían muchos para vengarse de ti y aniquilarte. Y aunque tus parientes fuesen más fieles y fuertes que los de tu enemigo, son, sin embargo, lejanos y tú tienes poca relación con ellos; al contrario, los de tu enemigo guardan estrecha relación con él. En lo tocante a este tema, su posición es, pues, mejor que la tuya.

»Sopesa igualmente si el consejo de los que abogan por la venganza se ajusta a razón. Bien sabes que la respuesta es "no", pues el derecho y la razón prohiben la venganza, que es privativa del juez, el único con jurisdicción sobre ella, se­gún los requerimientos legales.

»En lo referente al punto que Tulio denomina "consenti­miento", considera si tu poderío y tu fuerza pueden llevar a término tu propósito y el de tus consejeros. Ciertamente puedes responder negativamente, pues hablando con propie­dad sólo se puede hacer lo lícitamente ejecutable. Así, desde el punto de vista legal, no puedes vengarte por tu cuenta. En consecuencia, no estás facultado a llevar a cabo tu propósito.

»Vayamos ahora al tercer punto, que Tulio denomina "consecuencia". Aquí la consecuencia es la venganza que te propones; pero de ella se derivaría otra venganza, peligros y guerras, y otros daños innumerables ajenos a la guerra, que de momento no vislumbramos.

»El cuarto punto de Tulio, "engendramiento", considera que la ofensa por ti padecida se ha originado en el odio de tus enemigos. Tu venganza engendraría otra venganza y, como ya hemos mencionado, muchos problemas y dilapida­ciones de riqueza.

»Finalmente, señor, llegamos al último punto que Tulio etiqueta con el nombre "causas". Comprende que el agravio recibido se debe a determinadas causas que los sabios deno­minan Onensy Efficiens, Causa longinqua y Causapropinqua, es decir, la causa remota y la causa próxima. La causa remota es Dios Todopoderoso, causa remota de todo. La causa proxi­ma fueron tus adversarios. La causa accidental fue el odio. La causa material, las cinco heridas de tu hija. La causa formal, la actuación de tus enemigos, que, mediante escaleras, fran­quearon los ventanales. La causa final la constituía la muerte de su hija, que, si no se llevó a término, no fue por no habér­selo propuesto. Por lo que respecta a la causa remota —cuál fue el motivo que les indujo a venir o qué les sucederá a ellos en tal caso—, sólo puedo hacer conjeturas o suposiciones, sin juzgar. Supongo que acabarán mal, pues el Libro de los De­cretos afirma: "Lo que comenzó mal, rara vez y con muchísi­ma dificultad concluirá bien".

»A continuación, señor, si me preguntaren por qué Dios permite que los hombres cometan semejante vileza, no sa­bría hallar la respuesta adecuada. El apóstol afirma que "los juicios y la sabiduría de Dios son insondables y ningún hom­bre puede comprenderlos ni escudriñarlos adecuadamen­te". Sin embargo, según ciertas suposiciones y conjeturas, creo y mantengo que Dios, que es justo y equitativo, debe haberlo permitido por una causa recta.

»Tu nombre, Melibeo, significa "hombre que liba miel". Has libado muchísima miel de dulces riquezas temporales y mundanas delicias y honores, que te han embriagado, y has olvidado a Jesucristo tu Creador. No le has prestado el honor y reverencia debidos, y no has observado las palabras de Ovi­dio, que afirma: "Bajo la miel de los bienes temporales se encubre el veneno que mata al alma". Y Salomón apostilla: "Si encuentras miel, sáciate; pero si la ingieres sin mesura, la vomitarás y te verás menesteroso y pobre".

»Acaso Cristo, en retorno, haya apartado su rostro y sus clementes oídos de ti, permitiendo que recibas un castigo idéntico a tu falta. Has pecado contra Jesucristo Nuestro Se­ñor al permitir que los tres enemigos de la Humanidad, a sa­ber, el mundo, el demonio y la carne, se apoderaran de tu vo­luntad a través de tus ventanas corporales, y al no presentar enérgica resistencia contra sus acometidas y tentaciones. Así, te han inflingido cinco heridas en cinco lugares; en otras pa­labras, los pecados mortales han penetrado en tu corazón por tus cinco sentidos. Y del mismo modo Jesucristo Nues­tro Señor ha querido y permitido que tus tres enemigos en­tren en tu casa por las ventanas e hirieran a tu hija del consa­bido modo.

Melibeo replicó:

—A decir verdad, veo que te esfuerzas sobremanera con tus palabras a convencerme de modo que no tome venganza de mis enemigos, mostrándome los peligros y perjuicios que podrían derivarse de semejante actitud. Pero aquel que sope­se los peligros y perjuicios inherentes a toda venganza, jamás optará por ella, pues le sería perniciosa, ya que ésta discrimi­na los malos de los buenos, y los que se proponen vengarse refrenan su propósito cuando consideran las penas y castigos que recaen sobre los culpables.

Prudencia replicó:

—Admito que de la venganza se deriven muchos bienes y males. Pero la venganza no incumbe a los particulares, sino únicamente a los jueces y a quienes tienen jurisdicción contra los malhechores. Aún más: así como un individuo par­ticular peca al vengarse de otro, así también peca el juez que no castiga a quien se lo merece. Lo corrobora Séneca: "El que reprende a los malos es buen señor." Y Casiodoro aña­de: "El hombre teme cometer delitos cuando es consciente y sabe que esto desagrada a los jueces y soberanos." Otro apos­tilla: "El juez que teme administrar justicia engendra hom­bres malvados." Y San Pablo, en su Epístola a los romanos, afir­ma que "los jueces no blanden la lanza sin motivo", sino para penalizar a los malhechores y defender a los que obran el bien.

»Si quieres, pues, vengarte de tus enemigos, dirígete o pre­senta recurso al juez que goza de jurisdicción contra ellos, y éste los castigará según las exigencias y requerimientos de la ley.

Melibeo respondió:

—Esta clase de venganza no me gusta en absoluto. Des­pués de meditarlo mucho, encuentro que la Fortuna me ha sido favorable desde niño, y me ha ayudado a superar nume­rosos y dificiles lances. Así, pues, la pondré a prueba ahora, con la ayuda de Dios, que me ayudará a vengar mi ofensa.

A lo que Prudencia respondió:

—Si quisieras seguir mi consejo, no te apoyarías en la For­tuna ni probarías suerte, porque, como afirma Séneca: "Lo efectuado con precipitación, y confiando en la Fortuna, ja­más llega a buen fin." Y el mismo Séneca añade: "Cuanto más clara y brillante es la Fortuna, más frágil y quebradiza." No te fles, pues, de ella, ya que es inconstante e inestable. Cuanto más seguro estés de su ayuda, entonces te fallará y te engañará. Al afirmar que la Fortuna te ha mimado desde tu infancia, tanto menos debes confiar ahora en su favor. Séne­ca afirma: "El hombre favorecido por la Fortuna se convier­te en un imbécil integral." Así, pues, ya que ansías vengarte y no te satisface el castigo judicial, considerando que el basado en la Fortuna es arriesgado e incierto, sólo te queda un cami­no: apela al juez Supremo, vengador de todas las afrentas y maldades. El, como personalmente atestigua, te vengará: "Deja la venganza en mis manos, y la llevaré a cabo". Melibeo respondió:

—Si no me vengo de las afrentas sufridas a manos de esos hombres, estoy incitando o invitando a que me infieran más. Pues escrito está: "Si no vengas una antigua afrenta, incitas a tus enemigos a que te infieran otras nuevas." También si adopto una actitud tolerante me pueden afligir con tantos agravios que sea incapaz de soportarlos o resistirlos, y por ello ser tenido por flojo o débil. Es un dicho común: "Una paciencia excesiva te acarreará numerosos e insoportables su­frimientos."

A lo que Prudencia respondió:

—Convengo en que el exceso de aguante no es provecho­so; pero de esto no se deriva que quien sufre una afrenta deba vengarse de ella cuando semejante acción corresponde a los jueces, que son los designados para castigar los insultos y maldades. Así los dos apotegmas que has mencionado se aplican únicamente a los magistrados, pues cuando éstos se muestran tolerantes y poco severos, están como invitando e incitando a que un malhechor cometa nuevos agravios y maldades. También un hombre sabio dijo que "el juez que no castiga a un villano, le manda y ordena que cometa nue­vas faltas". Si los magistrados y soberanos toleran blanda­mente a los malhechores de su jurisdicción, puede suceder que éstos, al acrecentar su fuerza .y poder, terminen por arro­jar de su escaño a quienes no atajaron sus desmanes.

»Pero supongamos ahora que estás autorizado a vengarte. Afirmo que, actualmente, no estás suficientemente capacita­do para ejecutarla. Si te comparas con tus adversarios, verás, como antes te he hecho ver, que te aventajan en muchos te­rrenos. Así, declaro que, por el momento, te conviene mos­trarte tolerante y paciente.

»Aún más. De sobra conoces el común refrán: "El que combate con uno más fuerte o poderoso que él está loco; es peligroso luchar con uno de igual a igual, es decir, con uno que posee pareja fuerza, y hacerlo con uno más débil, es ne­cedad." Por tanto, uno debe rehuir la pelea con todas sus fuerzas. Salomón declara: "Gran cumplido es abstenerse de peleas y refriegas". "Y si aconteciera o sucediera que uno de gran fuerza o poder te afrentase, procura e intenta refrenar el agravio antes que vengarlo." Porque Séneca afirma que "quien se querella con otro más poderoso que él, en gran pe­ligro se pone". Y Catón dice: "Sé tolerante cuando te ofen­de alguien más fuerte o de más elevada dignidad que tú; por­que quien una vez te agravió, puede desagraviarte y serte útil en otra circunstancia".

»Pero aún en el caso de que poseas a la vez fuerzas y poder para ejecutar tu venganza, creo que en muchas ocasiones de­bes evitar vengarte, y optar por soportar con paciencia y ser tolerante con los agravios que te infirieron, sobre todo si tie­nes en cuenta tus propios fallos personales. Por ellos el pro­pio Dios ha permitido, como te he relatado antes, que sufras tribulación. Pues el poeta sentencia que "debemos soportar pacientemente las tribulaciones, pensando y considerando que nos las hemos merecido".

»San Gregorio afirma: "Cuando uno considera sus nume­rosas faltas y pecados, entonces las penas y tribulaciones que sufre le parecen más leves; y cuanto más seria y profunda­mente medita en sus pecados, más livianas y llevaderas le parecerán." En consecuencia, debes humillarte y estar dispues­to a imitar la paciencia de Jesucristo Nuestro Señor, como aconseja San Pedro en sus Epístolas: "Jesucristo ha sufrido por nosotros y dado ejemplo para que todos le imitemos y siga­mos, pues Él jamás pecó o profirió palabra maligna. No mal­decía cuando los hombres le maldecían, ni los amenazaba cuando le atormentaban".

»El aguante que los santos del Paraíso mostraron cuando fueron afligidos por la tribulación sin culpa alguna debe tam­bién moverte a ser paciente. Piensa, además, que las tribula­ciones de este mundo son de poca duración y pasan presto, y, en cambio, la paciencia en la aflicción produce eterna ale­gría en el hombre. Lo indica el apóstol en su Epístola con es­tas palabras: "La alegría de Dios es perdurable", es decir, eterna. También creo y sostengo con firmeza que el impa­ciente, o el que no quiere serlo, es un hombre ignorante y mal criado. Salomón declara al respecto que "la paciencia re­fleja la instrucción y la sabiduría de un hombre". Y en otro lugar sostiene que "el paciente se conduce con gran pruden­cia". Y continúa el mismo Salomón: "El colérico e iracun­do alborota, el paciente se refrena y tranquiliza". Y sigue: "La paciencia es preferible a la gran fortaleza; y el autodomi­nio del propio corazón es más loable que el conquistar im­portantes ciudades por la fuerza o poder". Y, por consi­guiente, dice Santiago en su Epistolas que "la virtud que co­rona la perfección es la paciencia".

Melibeo respondió:

Admito, señora Prudencia, que la paciencia es la corona de la perfección, pero no todos pueden alcanzar la que pro­pugnas. Ni yo mismo soy un hombre perfecto: mi corazón no hallará la paz hasta que yo me vengue. Mira cómo mis enemigos, a pesar del riesgo que corren al agraviarme, no albergan estos pensamientos, sino que buscan satisfacer sus malvados designios y propósitos. Y, así, considero que la gen­te no debe reprocharme el que, para vengarme, me arriesgue un poco, ni que cometa un grave exceso vengando un ultra­je con otro.

Prudencia respondió:

—¡Ay! Manifiestas tu propósito y tus inclinaciones, pero bajo ningún concepto uno debe cometer exceso o injusticia con fines reivindicativos. Casiodoro afirma que «quien ven­ga un ultraje obra tan mal como el que lo comete»I. En con­secuencia, tu venganza se debe ajustar a derecho, es decir, a la ley, sin excesos ni afrentas. Y también pecas si quieres ven­garte de las afrentas de tus enemigos de un modo ajeno a la legalidad. Y, en consecuencia, Séneca declara que «uno no debe vengar una maldad con otra». Y si afirmas que el de­recho demanda que un hombre defienda la violencia con la violencia y la agresión con la agresión, tendrás razón si seme­jante defensa se efectúa sin dilación o interrupción, como au­todefensa, no como venganza. Resulta pertinente que uno ponga moderación en su defensa, de modo que nadie pueda aducir crueldad o fogosidad excesivas, cosas ambas contra­rias a la razón. De sobra conoces que ahora no ejecutarías una acción defensiva, sino vindicativa; en consecuencia, tu actuación no sería moderada. De ahí deduzco que la pacien­cia es buena, pues Salomón declara que «el impaciente reci­birá gran daño».

Melibeo adujo:

—Te lo concedo: no es de extrañar que resulte perjudica­do quien es impaciente e iracundo en temas que no le tocan o no son de su incumbencia. Pues la ley declara que «quien se entromete o inmiscuye en cosas que no le tocan, es culpa­ble». Y Salomón dice que «quien se entromete en alboro­to o refriega ajenas es semejante al que coge un perro por orejas». Pues del mismo modo que quien agarra un perro ajeno por las orejas resultará posiblemente mordido, tam­bién parece razonable que resulte perjudicado quien, por impaciencia, interviene en negocio ajeno que no le incumbe.

»Pero conoces perfectamente que este hecho, es decir, mi aflicción y ultraje, me han afectado mucho. Por consiguien­te, no es de extrañar que esté impaciente y airado. Además, en perjuicio de tu opinión, no logro adivinar los graves da­ños que se puedan derivar de mi venganza, ya que soy más rico y poderoso que mis enemigos. De sobra sabes que con dinero y abundante caudal se arreglan los asuntos terrenos. Salomón lo corrobora: "Todo obedece al dinero".

Al ver Prudencia cuán engreído estaba su esposo de su di­nero y riquezas y cómo menospreciaba el poder de sus ene­migos, se le dirigió en estos términos:

Acepto, mi amado señor, tu riqueza y poder, y que el di­nero ganado legítimamente, y usado adecuadamente, es bue­no. Pues así como el cuerpo humano no puede vivir sin alma, tampoco puede hacerlo sin bienes temporales. Tam­bién se pueden ganar numerosos amigos a través de las rique­zas. Y por ese motivo afirma Pánfilo: «La hija de un boye­ro acaudalado podrá elegir esposo entre mil, pues ninguno de entre ellos la rechazará o la desairará.» También el mismo Pánfilo declara: «Si eres muy feliz —es decir, si eres muy rico—, entonces encontrarás multitud de camaradas y ami­gos. Si tu suerte se tuerce y te empobreces, despídete de los unos y los otros: te encontrarás —con la excepción de los pobres— solo y aislado.» El mismo Pánfilo añade incluso que «el siervo o esclavo por nacimiento se convierte en digno y respetable con sus riquezas». Y así como de la riqueza se des­prenden grandes beneficios, así también se derivan multitud de daños y perjuicios de la pobreza. La pobreza extrema im­pele al hombre a numerosos perjuicios. Por esto, Casiodoro denomina a la pobreza madre de la ruina, a saber, madre de los derramamientos y destrucciones. En consecuencia, Pedro Alfonso confirma: «Quien —bien por haber nacido libre, bien por su linaje— se ve forzado a comer de las limosnas de su enemigo, por ser pobre, sufre una de las mayores adversi­dades de este mundo».

»Lo mismo opina Inocencio cuando en uno de sus libros afirma: "La situación del pobre mendigo es triste y desafortu­nada. Porque, si no mendiga, perece de hambre; y si pide, constreñido por la necesidad, perece de vergüenza; y la nece­sidad siempre le impele a pedir". Y, por consiguiente, afir­ma Salomón que "es preferible morir a poseer semejante po­breza". También el mismo Salomón añade: "Es preferible perecer de muerte amarga que vivir de este modo". Por to­dos estos motivos y por muchos otros— estoy conforme en que las riquezas bien obtenidas y aplicadas son provecho­sas. Así, quiero enseñarte a actuar correctamente en la adqui­sición y disposición de bienes.

»En primer lugar, no demuestres avidez por las riquezas, sino que búscalas poco a poco, con calma y de modo reflexi­vo. Pues quien codicia riquezas se entrega al robo y a toda suerte de maldades. Al respecto afirma Salomón: "Quien se apresura a enriquecerse no puede mantenerse inocente". Y también: "Las riquezas ganadas con rapidez se alejan de él pronto y velozmente; pero las que vienen poco a poco, siem­pre se acrecen y multiplican".

»Señor, incrementa tu patrimonio con tu esfuerzo e inteli­gencia, para tu propio provecho, sin causar perjuicio o injus­ticia a terceros. En la ley se lee que "el ocasionar daño a otra persona no enriquece a nadie". Es decir, existe un impedi­mento y prohibición legal para enriquecerse a costa del per­juicio apeno. Y Tulio comenta que "ningún agravio, ni temor mortal, ni nada que pudiera acontecerle, va tanto contra la naturaleza como el fomentar el propio provecho a expensas del mal de otra persona".

»Y aunque los poderosos y magnates se enriquecen con más facilidad que tú, no debes ser negligente o lento en afa­narte en tu beneficio: huye siempre de la ociosidad. Salomón observa que "la ociosidad es la madre de numerosas maldades". Y el mismo Salomón añade que "quien se afa­na y ocupa en roturar la tierra comerá pan: pero el perezoso desocupado y sin trabajo se verá sumido en la misena y mo­rirá de hambre". El perezoso e indolente nunca encuentra tiempo para trabajar. Ya lo dijo el poeta: "En invierno, el pe­rezoso se excusa de trabajar a causa del frío, y en verano, del calor excesivo." Y Catón exhorta: "No te acostumbres a dor­mir demasiado, porque el descanso prolongado engendra y alimenta numerosos vicios". Y, en consecuencia, San Jeró­nimo declara: "Haz buenas obras para que el diablo, nuestro enemigo, no te encuentre ocioso", porque el diablo no hace sucumbir fácilmente a quien está empeñado en el bien obrar.

»Así, huye de la ociosidad en la adquisición de bienes, y después, utiliza tus ganancias, finto de tu habilidad y. esfuer­zo, de forma que no te consideren ni mezquino ni cicatero, ni excesivamente pródigo y liberal. Catón afirma: "Utiliza los bienes ganados de modo que no te puedan llamar tacaño o avaro; el ser pobre de corazón y rico en bienes es suma­mente vergonzoso para un hombre". Y asimismo dice: "Gasta con mesura tus ganancias", pues los que dilapidan y despilfarran tontamente sus bienes, intentan, al perderlos, arrebatar los del prójimo.

»Declaro, pues, que debes huir de la avaricia y utilizar tus bienes de forma que nadie te acuse de enterrarlos, sino de que los guardas bajo tu control y poder.

Un sabio critica al avaricioso en un par de versos: "¿Por qué y para qué entierra uno sus bienes movido por extrema avaricia si sabe sobrada­mente que necesariamente ha de morir? En esta vida presen­te, la muerte es el fin de todos." ¿Y por qué causa o razón se aferra y apega tan afanosamente a sus posesiones de modo que todos sus sentidos no se pueden alejar o apartar de ellas, si harto sabe, o tendría que saber, que, cuando muera, no se llevará nada de este mundo? Por consiguiente, San Agustín afirma que "el avaro se parece al infierno, que cuanto más de­vora, más insaciable se muestra".

»Pero así como debes evitar se te considere tacaño o avaro, igualmente has de evitar se te tache de excesivamente pródi­go. Tulio afirma sobre este tema: "No tengas escondidos y so­terrados tus bienes patrimoniales de modo que permanezcan ajenos a tu piedad y generosidad —es decir, dar parte a los que padecen gran penuria—; pero tampoco los tengas tan evidentes que sean comunes a todos".

»Después —en lo tocante a la disposición y uso de tus bie­nes—, debes tener siempre en tu pensamiento tres cosas, a saber: Dios Nuestro Señor, tu conciencia y tu reputación. Bajo ningún concepto, pues, hagas algo que en algún modo desagrade a tu Hacedor. Pues según afirma Salomón, "mejor es poseer pocos bienes y el amor de Dios, que tener muchas riquezas y perder la estima de Nuestro Señor". Y el profe­ta declara: "Es preferible ser un buen hombre y tener pocas riquezas y posesiones, que tener muchas y ser reputado como malo".

»Yo voy todavía más lejos. Todos tus esfuerzos en enrique­certe han de cumplir los requisitos de una buena conciencia. El apóstol declara que "lo que más nos debe alegrar aquí en este mundo es el testimonio de una buena conciencia" Y el hombre sabio sentencia: "Cuando su conciencia no se halla en pecado, la riqueza de un hombre es buena".

»En la obtención y disfrute de tus bienes debes poner un gran afán y diligencia en conservar y guardar tu reputación. Salomón afirma que "le es más útil y preferible a uno preser­var la reputación que poseer muchos bienes". Y así afirma en otro lugar: "Pon gran diligencia en conservar tus amigos y tu buen nombre, porque eso es más duradero, aunque no sea de tanto precio".

»Indudablemente no merece el sobrenombre de caballe­ro, si, además de Dios y su conciencia, se despreocupa de todo, incluso de su reputación. Y Casiodoro afirma que "el amor y deseo de una buena fama es señal de noble co­razón". Y San Agustín sentencia: "Dos son las cosas nece­sarias: la buena conciencia y reputación; a saber, buena con­ciencia en tu interior, y buena reputación ante tu prójimo. Y quien se confie en su buena conciencia hasta el extremo que se despreocupa y desprecia su buena reputación, es un cretino integral".

»Señor, ahora que te he mostrado cómo debes adquirir y utilizar las riquezas, analicemos de qué forma la confianza que tienes en tu hacienda te mueve a buscar peleas y renci­llas. Te aconsejo que no inicies las hostilidades confiando en tus posesiones, pues éstas son insuficientes para financiar la guerra. Un filósofo afirma al respecto: "Quien busca la gue­rra a cualquier precio, jamás tendrá lo suficiente para finan­ciarla, porque cuanto más posea, mayores gastos tendrá en pos de la victoria y de la honra."Y Salomón declara que "cuanto mayor sea la riqueza de un hombre, más dilapidado­res de sus bienes tendrá".

»En consecuencia, mi querido señor, aunque mucha gen­te te respalde por tus riquezas, no resulta bueno ni conve­niente romper las hostilidades si puedes vivir en paz preser­vando tu honor y tu propio provecho. Las victorias de este mundo no dependen ni del valor humano ni del número o multitud de tropas, sino de la voluntad de Dios Omnipoten­te, en cuyas manos estamos. Y, por consiguiente, judas Ma­cabeo, el caballero de Dios, al disponerse a luchar contra sus adversarios, viendo que éstos eran numerosisimos y más fuertes que su ejército, dirigió a su reducida hueste la siguien­te arenga: "Nuestro Señor y Todopoderoso Dios igual puede otorgar la victoria a los pocos como a los más numerosos; la victoria en la lucha no se basa en el número de combatien­tes, sino en el Dios del Cielo, Nuestro Señor".

»Mi querido amo, ya que no existe nadie que tenga la se­guridad divina en la victoria, ni de que Dios le ama, debe siempre temer mucho romper las hostilidades porque en los peligros bélicos sucumben tanto los débiles como los pode­rosos. Leemos en Reyes II: "Los hechos bélicos son fortuitos e inciertos”, pues igual alcanza una lanzada a uno como a otro. Y ya que existe tal peligro en la guerra, el hombre debe hacer lo posible para evitarla porque, como declara Salo­món: "Quien ama el peligro perecerá en él"

Cuando la señora Prudencia hubo concluido su exposi­ción Melibeo respondió:

—Me doy cuenta, señora Prudencia, por tus hermosas pa­labras y argumentos que has esgrimido, que la guerra te desa­grada; pero no me has aconsejado sobre mi actuación para la situación presente.

Ella respondió:

Te aconsejo que llegues a un acuerdo y firmes la paz con tus enemigos. En sus Epístolas, Santiago afirma que «con la paz y la concordia las pequeñas riquezas se acrecientan, mientras que las grandes fortunas se pierden por la guerra y la discor­dia». Y bien sabes que la unidad y la paz son una de las ma­yores y más elevadas cosas de este mundo. Por este motivo Jesucristo Nuestro Señor dijo a los apostoles «Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios».

Melibeo apostilló:

—¡Ay! Veo claramente ahora que no tienes en estima ni mi honor ni mi dignidad. Te consta que mis enemigos han iniciado este combate y querella con un ultraje, y te consta, asimismo, que ni buscan ni piden la paz. ¿.Acaso pretendes que sea yo quien vaya y me humille y me someta a ellos y su­plique su favor? En verdad, esto no me reportaría honra alguna, ya que es opinión común que si el orgullo desmedido engendra desprecio, tal acontece con la exagerada humildad. Al oír estas palabras puso un rostro de enojo y replicó:

—Sin duda, señor, si no te ha de disgustar, te diré que es­timo —siempre ha sido así— tu bien y reputación como los míos propios; ni vos ni nadie me ha visto jamás hacer lo contrario. De cualquier forma, no me he equivocado al aconse­jarte la paz y la concordia. El hombre sabio aconseja que sea otro quien comience la contienda y tú quien inicie la reconciliación. Y el profeta declara: «Huye del mal y obra el bien; y, en cuanto de ti dependa, busca la paz y síguela». Sin embargo, no te digo que atosigues a tus enemigos con tus peticiones de paz, en vez de esperar a que ellos vengan a ti, porque conozco que tu dureza de corazón te impedirá ha­cer algo por complacerme. Salomón sentencia: «El de cora­zón empedernido encontrará finalmente la calamidad y la desgracia».

Al ver Melibeo el rostro de disgusto de su esposa, Pruden­cia, le replicó con estas palabras:

—Señora, te suplico que no te enojes por mis opiniones, pues te consta que estoy enfadado y airado, lo que no es de extrañar: los iracundos no son muy conscientes de lo que di­cen o hacen. Por esta causa declara el profeta que los ojos llo­rosos no ven con claridad. Aconséjame y díctame lo que te plazca, pues estoy presto a complacerte; porque, aunque me reprendas por mi necedad, no por eso dejaré de amarte y ad­mirarte. Pues Salomón afirma que «el que reprende al necio, encontrará más amor que el que le embauca con tiernas pa­labras»

Entonces, la señora Prudencia le contestó:

—Sólo pongo un talante enojado y airado para tu propio provecho. Salomón lo corrobora: «Más digno de alabanza es reprender al necio por sus locuras que alabarle y reírse de sus desvaríos». Y el mismo Salomón añade que «el rostro adusto de un hombre (es decir, su seriedad y rigidez) corrige y enmienda al necio”.

Melibeo respondió:

—No puedo refutar tus numerosas opiniones, pues me las presentas y argumentas con solidez. Dime brevemente tu consejo y voluntad, que estoy dispuesto a ejecutarlo y llevar­lo a cabo.

Entonces, la señora Prudencia le desveló su propósito con estas palabras:

—Te aconsejo, sobre todo, que hagas las paces con Dios y te reconcilies con Él y su gracia. Pues, como te he relatado con anterioridad, por tus culpas, Dios ha permitido que te sobrevinieran estas penas y aflicciones. Y si obras como te digo, Dios te enviará a tus enemigos a postrarse a tus pies, dispuestos a ejecutar tu voluntad y deseos. Pues Salomón dice: «Cuando la condición de un hombre es agradable y placentera a los ojos de Dios, Él cambia el corazón de sus ad­versarios y les compele a pedir a ese hombre su paz y fa­vor. Te suplico que me autorices a hablar con tus enemi­gos en privado, sin que ellos sepan tus intenciones y propó­sitos. Y después, al enterarme de sus designios, te podré aconsejar con mayor seguridad.

—Señora —repuso Melibeo—, haz como deseas y quie­res, que yo me pongo a tu entera disposición y obediencia. Cuando la señora Prudencia vio la buena disposición de su esposo, deliberó y ponderó reflexivamente la posible for­ma de rematar este asunto con una feliz conclusión y térmi­no. Y envió recado a esos adversarios para encontrarse a so­las con ellos en momento oportuno: les mostró con pruden­cia los grandes beneficios derivados de la paz y los graves pe­ligros inherentes a la guerra; y les manifestó con suavidad su obligación de arrepentirse por la injuria y afrenta inferidas a Melibeo, su señor, a ella misma y a su hija.

Cuando ellos escucharon las bondadosas palabras de la señora Prudencia, mostraron tal sorpresa y arrobamiento, que se vieron inundados de gozo indescriptible; y le respondieron:

—¡Ay!, señora, nos has mostrado los beneficios de la man­sedumbre, tal como afirmó el profeta David. Con tu inu­sitada bondad, nos ofreces un perdón inmerecido que deberíamos suplicar humilde y contritamente. De donde se coli­ge cuán acertada es la sentencia de Salomón cuando afirma: «Las palabras conciliadoras incrementan y multiplican las amistades, y ablandan y tornan bondadosos a los malos».

»En consecuencia, sometemos este asunto, litigio y causa a tu parecer, y declaramos estar prestos a acatar las decisiones y órdenes de nuestro señor Melibeo. Así, pues, te encarece­mos, nuestra buena y amada señora, con toda la humildad de que somos capaces, que te dignes poner en práctica tus li­berales y generosas opiniones emanadas de tu gran bondad. Declaramos haber inferido a Melibeo tal afrenta que rebasa los límites de lo perdonable. Nos reconocemos en deuda con él y nos comprometemos a cumplir sus órdenes y decisiones.

»Sin embargo, podría suceder que, debido a su gran pesar e irritación por este agravio, resolviera imponemos algún se­verísimo castigo. Te suplicamos, señora, que, en tal caso, tu piedad femenina impida que seamos despojados de nuestros bienes y condenados a muerte por nuestra locura.

—Muy peligroso y grave es, ciertamente —respondió Pru­dencia—, que uno se entregue por entero al parecer y volun­tad de su enemigo, colocándose bajo su arbitrio y poder. Salomón advierte: «Creed mi opinión, gentes, pueblos y sacer­dotes de la Santa Iglesia; jamás deis poder o dominio en vida sobre vosotros a vuestro hijo, ni a vuestra esposa, ni a vues­tro amigo, ni a vuestro huérfano». Y si Salomón veda que se otorgue potestad sobre el cuerpo a hermano o amigo, con mayor razón prohibe que uno se entregue a su adversario. Con todo éste es mi consejo: no desconfiéis de mi amo, por­que me consta que es un hombre pacífico y amable, compa­sivo, pródigo y sin codicia de hacienda o riqueza; lo que más le importa en este mundo es la buena fama y la dignidad. Además, estoy completamente seguro de que me consultará en este asunto, y yo, mediante la gracia de Dios Nuestro Se­ñor, me las agenciaré para lograr que os reconciliéis con no­sotros.

Ellos contestaron al unísono:

—Digna señora, sometemos a tu voluntad y albedrío nuestra vida y nuestros bienes. En la fecha que tú decidas acudiremos a cumplir nuestro deber y promesa tal como se­ñale tu bondad: estamos dispuestos a acatar tu voluntad y la de nuestro señor Melibeo.

Prudencia, una vez escuchadas esas palabras, indicó a aquellos hombres que salieran sigilosamente. Cuando ella volvió junto a su marido le contó el arrepentimiento de sus enemigos y el reconocimiento humilde de sus faltas y su dis­posición a sufrir cualquier castigo; únicamente suplicaban clemencia y perdón a quien habían afrentado.

Melibeo respondió:

Aquel que confiese y se arrepienta de su falta sin discul­parse, es digno del perdón e indulgencia que pide. Séneca opina: «Si hay confesión, existe perdón y gracia.» Efectivamente, la confesión acompaña a la inocencia. Y en otro lu­gar afirma el mismo pensador: «Merece el perdón quien con­fiesa y se avergüenza de su culpa.» En consecuencia, acepto firmar la paz, pero antes creo conveniente pedir la opinión y aprobación de nuestros amigos.

Prudencia, rebosante de gozo, repuso:

Acabas de hablar de un modo muy sensato, pues así como pediste, para pelear, la opinión, aprobación y ayuda de tus amigos, tampoco debes hacer las paces con tus enemigos sin sus consejos. Leemos en la ley: «Es harto natural y conve­niente que desate las cosas quien las ató».

Prudencia envió a continuación, sin dilación, recado a sus amigos y parientes más antiguos, leales y prudentes. En pre­sencia de Melibeo les dio detallada cuenta de los aconteci­mientos, tal como he referido con anterioridad, demandán­doles su opinión y parecer sobre la decisión más convencida a adoptar.

Cuando los amigos de Melibeo hubieron deliberado sobre el asunto de referencia, se mostraron acérrimos partidarios de mantener la paz y la tranquilidad, y sugirieron a Melibeo que, con ánimo conciliador, otorgara gracia y perdón a sus adversarios.

Prudencia, una vez oído el consejo de sus amigos y la con­siguiente aprobación de Melibeo, su esposo, se alegró íntima­mente al ver que todo se desarrollaba según sus intenciones, y dijo:

—Reza un viejo proverbio que no debe dejarse para maña­na lo que se pueda hacer hoy. En consecuencia, señor, te en­carezco que envíes a tus enemigos emisarios discretos e inte­ligentes para que, en tu nombre, declaren que, si quieren pac­tar la paz y un acuerdo, han de presentarse aquí sin demora.

Esta indicación se cumplimentó sin dilación. Los culpa­bles enemigos de Melibeo, al escuchar las palabras de los en­viados, se regocijaron de las nuevas; respondieron a Melibeo y a sus parientes con tono humilde, respetuoso y agradecido, y, en cumplimiento de las indicaciones recibidas, se dispusie­ron a ir con los emisarios.

En consecuencia, se encaminaron hacia la corte de Meli­beo acompañados de unos pocos y auténticos amigos como testigos y mediadores.

Al encontrarse en presencia de Melibeo, éste les dirigió las siguientes palabras

—A decir verdad, vosotros, sin causa, motivo ni razón jus­tificada, me habéis ultrajado y ofendido sobremanera, al igual que a Prudencia, mi mujer, y a mi hija. Irrumpisteis en mi casa de un modo violento y me agravasteis de forma que sois reos de muerte. Quiero saber, pues, si dejáis el castigo y reparación de este ultraje en manos mías y de mi mujer.

En nombre de todos, el más sabio de los tres respondió como sigue:

—Harto sabemos, señor, que somos indignos de presen­tamos ante tu noble, digna y señorial corte; nuestras faltas y los profundos agravios que hemos causado a un señor de tan alta categoría como tú, nos hacen acreedores a morir. Con todo, al pensar en la gran bondad y misericordia que todos te atribuyen, hemos decidido doblegarnos ante tu elevada y compasiva nobleza. Estamos dispuestos a aceptar tus deter­minaciones. Te suplicamos que tu clemente misericordia ten­ga en consideración nuestra humilde sumisión y sincero arrepentimiento y nos condone el criminal ultraje cometido. Nos consta que el peso de tu bondad, reflejada en tu gran compasión y magnanimidad, supera la maldad de nuestros crímenes y culpas. Te suplicamos, pues, que nos perdones la horrenda afrenta que cometimos contra tu dignidad.

Ante estas palabras, Melibeo los hizo incorporar y, con gran afabilidad, aceptó sus promesas y ofrecimientos, que respaldaron con garantías y juramentos, y les emplazó para una fecha determinada; entonces les daría a conocer su sen­tencia.

Después de haber acordado esto regresaron a su casa, y Prudencia juzgó conveniente preguntar qué venganza iba a aplicar Melibeo a sus enemigos.

Melibeo respondió:

—Les confiscaré todas sus riquezas y los desterraré de por vida.

Prudencia alegó:

—Esa sería una decisión cruel e indiscreta, porque tú ya tienes riquezas suficientes y no necesitas las ajenas. Si obraras así, te tildarían fácilmente de codicioso. De este vicio todos deben huir, ya que, como afirma el apóstol, «la raíz de to­dos los males es la codicia».

»En consecuencia, seria preferible perder parte de tus pro­pios bienes que enriquecerte de este modo. Mejor es perder bienes con honor que enriquecerse con deshonor y afrentas: todos debemos esforzamos en tener buena reputación. No basta, al respecto, gozar de buen nombre: debemos procurar siempre obrar de modo que se acreciente. Escrito está: "Cuando no se renueva y reafirma, la antigua buena fama de uno se desvanece pronto".

»Tocante a desterrarlos, lo encuentro poco racional y exa­gerado, precisamente por el total abandono con que a ti se te han entregado. Porque está escrito que "quien abusa del po­der y fuerza otorgados, merece perder sus privilegios". Pero, aunque pudieras condenarles a esta pena según derecho —creo tal sea el caso—, creo que no deberías actuar así. Ha­cerlo equivaldría probablemente a reanudar la guerra.

»En consecuencia, si quieres sumisión, tu sentencia ha de ser muy moderada. Debes saber que "cuanto más considera­do es el mandato, mayor es la obediencia". Intenta, pues, vencer tus impulsos en este tema, pues Séneca sentencia: "Quien a su corazón vence, doblemente vence". Y Tulio añade: "Lo más digno de loa en un Señor es verle benévolo, sencillo y fácilmente conciliador".

»En consecuencia, pues, te exhorto a que no seas vengati­vo. De este modo preservarás tu buen nombre, tu piedad y misericordia serán dignas de alabanza, y tu actuación no será motivo de posterior arrepentimiento. "Maldito triunfo si ori­gina victoria arrepentida", afirma Séneca.

»En consecuencia, te animo a que brote la clemencia en tu alma y corazón para que Dios Omnipotente se apiade de ti en el juicio Final, ya que, como Santiago afirma en sus Epís­tolas, "se juzgará sin misericordia al que no la tuvo con el pró­jimo"

Al oír Melibeo los loables argumentos y sólidas razones de su esposa, reconoció cuán discretamente le aconsejaba y en­señaba, y se doblegó a la voluntad de Prudencia, por captar la buena intención que la guiaba. Aceptó después obrar en consecuencia, siguiendo las exhortaciones de su mujer, y dio gracias a Dios, fuente única de bondad y virtud, por haberle otorgado esposa tan discreta.

Por este motivo, al llegar la fecha en que sus adversarios comparecieron ante él, les habló en tono muy afectuoso y les dijo:

—Vosotros procedisteis mal y me ultrajasteis, movidos por vuestro orgullo, presunción y locura, actuando con negligen­cia e ignorancia. Sin embargo, al ver y considerar vuestra gran humildad, y al constatar la contrición y arrepentimien­to de vuestra culpa, yo me siento impelido a ser clemente y a perdonaros.

»Así, os admito en mi favor y os perdono por entero todos loa agravios, maldades e insultos que contra mí y los míos habéis cometido, para que Dios, en su infinita misericordia, en la hora de la muerte, nos perdone los pecados cometidos en este mundo miserable. Indudablemente, si acudimos con­tritos y arrepentidos de nuestras faltas ante la presencia de Dios Nuestro Señor, Él es tan bueno y compasivo que nos condonará nuestros yerros y nos acogerá en su bienaventu­ranza eterna. Amén.

9. LAS ALEGRES PALABRAS ENTRE EL ANFITRIÓN Y EL MONJE

Cuando hube concluido el relato de Melibeo y la se­ñora Prudencia y su bondad, el hospedero comentó: —Como que soy un hombre honrado, y por los preciados huesos de Madrián: habría preferido que mi mujer hubiera escuchado este cuento a beber un barril de cerveza. Nunca se muestra paciente conmigo como Prudencia con Melibeo. ¡Por los huesos de Cristo! Siempre que me dispon­go a propinar una paliza a mis sirvientes surge ella con gran­des varas y espeta: «¡Mata todos estos perros! ¡No les dejes un hueso sano!»

»Si alguno de mis vecinos no la saluda en la iglesia o la ofende, tan pronto como llegamos a casa se enfurece y excla­ma: "¡Infeliz cobarde; venga a tu mujer! Por el cuerpo de Cristo, dame tu cuchillo. Tú quédate con mi rueca y vete a hilar!" De la mañana hasta la noche la cantinela es la misma: "Desgraciada de mí que me casé con un lechero o con un mono cobarde, que se deja intimidar por cualquier tipo, y que no se atreve a respaldar los derechos de su mujer."

»Esta es mi rutina diaria. A menos que luche, me debo es­cabullir. De otro modo estoy perdido si muestro el menor in­dicio de tardanza o menos intrepidez que un león. Por su culpa algún vecino me matará. Soy peligroso empuñando la navaja, pero no me atrevo a enfrentarme con ella. Por cierto que sus brazos son fuertes. Os daríais cuenta si la ofendiéreis o contradijeseis. Pero dejemos este tema y continuemos.

—Señor monje —dijo—, no haga cara compungida. Aho­ra le toca a usted. ¡Mirad! ¡Casi hemos llegado a Roches­ter!.

»Adelante, que nos queremos divertir. Pero, por mi honor, que no sé vuestro nombre. ¿Quizá sir John? ¿O sir Albón? ¿O sir Tomás? ¿En qué monasterio residís? Vive Dios que te­néis la piel suave. En nada se parece a un espíritu o peniten­te. Hay buenos pastos donde vivís. Debéis, sin duda, ser al­gún oficial, algún digno sacristán o despensero. Seguro que sois el amo cuando estáis en vuestra casa. No sois un enclaus­trado ni un novicio, sino un administrador astuto y discreto. Y ¿qué decir de vuestra corpulencia y tez? Un bonito ejem­plar para esta ocasión. Le pido a Dios que confunda al que os hizo entrar en religión. Ya habríais estrujado a más de una mujer. Si tuvierais tanta licencia como potencia para dedi­caros al placer de procrear habríais engendrado muchas cria­turas. ¿Quién os puso en este amplio redil? Si yo fuera Papa —que Dios me perdone—, no sólo a vos, sino a muchas ca­bezas tonsuradas que corren por ahí les daría esposa. ¡El mundo está perdido! La religión ha escogido la mejor parte de la procreación. Nosotros, los laicos, somos en esto ena­nos. De árboles débiles brotan vástagos enfermizos. Esto hace a nuestros herederos flojos y frágiles sin capacidad de engendrar. Esto ocasiona que nuestras mujeres intenten con­quistar a los frailes. Esperan mejores servicios de ellos que de nosotros en los placeres del amor. ¡Rediez! No les pagan con luxemburgos. No se enfade, señor monje, aunque bromee. Las verdades surgen entre broma y broma.

Este noble monje replico sin inmutarse:

—Me esmeraré, tal como conviene a mi honradez, en contaros uno, dos o tres cuentos. Y si escucháis, de ahora en adelante os relataré la vida de San Eduardo. O, si no, os puedo narrar algo trágico. En mi celda tengo al menos cien narraciones.

»La palabra tragedia implica una cierta clase de historia, tal como se ve en los libros de la Antigüedad, de aquellos que sucumbieron por la gloria; de gente que se deslizó del estado de prosperidad al de calamidad. Esto les ocasionó la muerte. Estos cuentos aparecen versificados en hexámetros, o versos de seis pies. También se compone en prosa y en versos de muy distinta estructura. Creo que con esta explicación basta.

»Si queréis oír, escuchad. Perdonadme si no sigo un orden cronológico estricto, ya sea acerca de papas, emperadores o reyes. Me saltaré el orden de aparición según los dictados de los eruditos. Algunos los pondré antes que otros, tal como los recuerde. Perdonad mi ignorancia.

10. EL CUENTO DEL MONJE

A guisa de tragedia, lamentaré las desgracias de los que cayeron desde su alta posición a la irremediable adver­sidad, pues es bien cierto que, cuando la diosa Fortu­na decide abandonarnos, nadie puede disuadirla. Que nadie conñe ciegamente en la prosperidad, sino que tome ejemplo de estos antiguos y verdaderos casos.

LUCIFER

Empezaré con Lucifer, aunque no era hombre, sino ángel. Pues a pesar de que la diosa Fortuna no pueda dañar a los án­geles, a causa de su pecado cayó de su alta posición hasta el infierno, donde todavía está. Lucifer, el más brillante de los ángeles, es ahora Satanás, y nunca escapará a la desgracia en que cayó.

ADÁN

Tomad como ejemplo a Adán, no engendrado de impuro esperma humano, sino moldeado por el mismísimo dedo de Dios en el campo donde ahora se halla Damasco. Dominó a todo el Edén, excepto un solo árbol. Ningún hombre en la Tierra ha poseído jamás las riquezas de Adán, hasta que su mala conducta le llevó, de gran prosperidad, al trabajo, la mi­seria y el infierno.

SANSÓN

Ved, por ejemplo, a Sansón, cuyo nacimiento fue anuncia­do por un ángel mucho antes de que aconteciera, y se consa­gró a Dios Todopoderoso y recibió grandes honores hasta que perdió la vista. Nunca hubo otro de su fuerza y del valor que le acompaña; pero contó su secreto a su mujer, y ésta le precipitó a la desgracia. Sansón, ese grande y poderoso ada­lid, que mató un león mientras transitaba por un camino ha­cia una boda, destrozándolo totalmente con sus dos manos como única arma. Pero su traicionera mujer insistió una y otra vez hasta que se enteró de su secreto. Entonces la traido­ra lo delató a sus enemigos y lo dejó por otro marido.

En su rabia y furor, Sansón cogió trescientos zorros y, atándolos por sus colas, los juntó y prendió fuego, con lo que ardieron todas las cosechas del país, incluso viñas y olivos. También mató, él solo, a un millar de hombres con una quijada de asno por toda arma. Después de haberlos matado, sintió tanta sed que creyó morir y rogó al Señor que se apia­dase de su desgracia y le enviara de beber. Entonces de una de las muelas de aquella reseca quijada de asno surgió un ma­nantial del que sació su sed. De este modo Dios acudió en su ayuda, como dice el Libro de los jueces.

Una noche en Gaza, a pesar de los filisteos que se hallaban en la ciudad, arrancó las puertas de la misma a viva fuerza y, cargándoselas a la espalda, las subió a la cima de una colina, donde todos las pudieron ver. Si el gran y poderosísimo San­són, tan querido y honrado por los demás, no hubiera reve­lado su secreto a mujeres, el mundo jamás habría contempla­do a otro igual.

Por mandato del mensajero angélico no tocaba el vino ni bebía bebidas fuertes, ni permitía que navajas o tijeras se acercasen a su cabeza, pues toda su fuerza residía en ellas. Pero el que gobernó en Israel durante veinte inviernos segui­dos pronto tuvo que derramar abundantes lágrimas: las mu­jeres le traerían la ruina. Contó a su amada Dalila que toda su fuerza radicaba en su cabellera, y ella lo vendió traicione­ramente a sus enemigos. Pues un día, mientras dormía en su regazo, ella hizo que le cortasen el cabello y le pelasen y dejó a sus enemigos que descubrieran su secreto. Cuando le en­contraron en este estado, le ataron fuertemente y le sacaron los ojos. Antes de cortarle el cabello y pelarlo, nada habría podido mantenerle atado; ahora, estaba prisionero en una cueva y le obligaban a mover un pequeño molino.

¡Ya puede ahora el gran Sansón, el más fuerte de los hombres, que llegó a juez de Israel y vivió con riqueza y esplendor, llorar sin ojos, arrojado desde la felicidad a la sima de la desgracia!

Este fue el final del pobre cautivo. Un día sus enemigos prepararon una fiesta y le obligaron a estar ante ellos sirvien­do de blanco. Ocurría todo en un templo lleno de gente. Pero al final él causó terror y estragos, pues sacudió dos co­lumnas hasta que cayeron, y entonces el templo entero se de­rrumbó. Así pereció junto con sus enemigos, es decir, todos los príncipes y unas tres mil personas sucumbieron allí al hundirse el gran templo de piedra. No hablaré más de San­són. Pero quedad advertidos por esta antigua y sencilla frase: que ningún hombre diga nada a su esposa que quiera man­tener realmente en secreto, en particular si afecta a la seguri­dad de su vida o la integridad de sus miembros.

HÉRCULES

Sus trabajos cantan la alabanza y gran renombre de Hér­cules, el más grande de los conquistadores, pues en su día fue un prodigio de fuerza. Él mató al león de Nemea y se apoderó de su piel; humilló el orgullo de los centauros, acabó con las arpías, aquellas feroces y crueles aves; se apo­deró de las manzanas de oro del dragón; hizo salir al can Cerberol, el perro del infierno; mató a Busiro, el cruel ti­rano, y obligó a su caballo a devorarle la carne y los hue­sos; mató a la feroz y venenosa Hidra; rompió uno de los dos cuernos de Aqueloo mató a Caco en su caverna de piedra y a aquel poderoso gigante Anteo; destrozó al temible oso de Erimantos y durante algún tiempo trans­portó la bóveda celeste sobre sus hombros. Ningún hom­bre había eliminado tantos monstruos como él desde el principio de los tiempos. Su nombre corría de boca en boca por todo el mundo como sinónimo de fuerza y mag­nanimidad; visitó todos los reinos del mundo y, según Tro­feo, levantó un pilar en cada extremo del mundo para mar­car sus limites.

Este noble héroe tenía una amante llamada Dejanira, loza­na como una rosa de mayo. Los eruditos afirman que ella le envió una vistosa camisa nueva —una camisa fatal— que, desgraciadamente, había sido envenenada con tanto ingenio que antes de transcurrido medio día de llevarla puesta, la car­ne empezó a desprendérsele de los huesos. No obstante, hay personas doctas que la exoneran de culpa y acusan a un tal Neso, aunque Hércules llevó esta camisa sobre su cuerpo desnudo hasta que el veneno ennegreció su carne. Cuando descubrió que no tenía remedio y que iba a morir envenena­do, se cubrió de brasas ardientes, pues prefirió morir por fue­go antes que a causa de un veneno.

Así murió Hércules, famoso y poderoso. Y ahora pregun­to: «¿Quién puede, ni por un momento, confiar en la velei­dosa Fortuna?» Los que siguen los caminos de este mundo turbulento caen en desgracia frecuentemente antes de saber qué es lo que pasa. Es sabio el que se conoce a sí mismo. Es­tad, pues, en guardia, porque cuando la caprichosa Fortuna desea engañar, espera y derriba al encumbrado del modo más inesperado.

NABUCODONOSOR

¿Qué lengua puede describir adecuadamente el poderoso trono, el precioso tesoro, el glorioso cetro y la real majestad del rey Nabucodonosor, que conquistó por dos veces la ciudad de Jerusalén y se llevó los vasos sagrados del tem­plo? El reglo trono se hallaba en Babilonia, su gloria y or­gullo. Castró a los más hermosos hijos de la real casa de Is­rael y los convirtió a todos en eunucos. Entre sus esclavos se hallaba Daniel, que era el más avispado entre todos los hijos de Israel, pues interpretó los sueños del rey cuando no hubo sabio en Caldea que supiera adivinar su correcto sig­nificado. Este rey vanidoso y sediento de gloria encargó que le hicieran una estatua de oro de sesenta codos de altu­ra y siete de ancho, y ordenó que jóvenes y viejos saludasen y reverenciasen esta imagen; los que se negaran a obedecer serían quemados en un horno al rojo vivo. Pero ni Daniel ni sus dos jóvenes compañeros quisieron acatar semejante orden.

Orgulloso y encumbrado, este rey de reyes creyó que el Dios que está sentado en su gloria jamás le privaría de su ele­vada posición; sin embargo, perdió repentinamente su cetro, se convirtió en algo parecido a una bestia y anduvo por al­gún tiempo entre animales salvajes, comiendo heno como si fuera un buey y durmiendo al aire libre y bajo la lluvia. Sus cabellos crecieron como plumas de águila y sus uñas como las garras de un ave de presa, hasta que algunos años después Dios le perdonó y le devolvió la facultad de razonar. Enton­ces dio gracias a Dios, mientras las lágrimas le resbalaban por el rostro. Durante el resto de su vida vivió en temor de pecar o abusar; hasta el día en que se le puso en el féretro, supo que Dios era todo poder y misericordia.

BALTASAR

Su hijo Baltasar gobernó el reino después que su padre pasó a mejor vida; sin embargo, no hizo el menor caso de las enseñanzas recibidas por su padre, sino que fue de corazón orgulloso, vivió con pompa y magnificencia y, además, fue un empedernido idólatra. Su elevada posición le afirmó en su orgullo; sin embargo, la Fortuna lo derribó y dividió su reino.

Un día en que daba una fiesta para sus nobles, con el fin de ponerles más alegres, llamó a sus oficiales y les dijo: —Id a buscar todos aquellos vasos que mi padre se llevó del templo de Jerusalén en los días de su triunfo, y demos gracias a los dioses del cielo por el honor que nuestros ante­pasados nos legaron.

Su esposa, sus nobles y sus concubinas bebieron a más no poder de diversos vinos en estos vasos sagrados. Entonces el rey levantó la vista y miró a la pared, en donde vio una mano sin brazo que escribía deprisa sobre la misma. Al contemplar esta visión, tembló de miedo y dio un gran suspiro, mientras la mano que tanto le había asustado escribía: «Mane, Tecel Fa­res», y nada más.

Ningún mago en todo el país supo interpretar el significa­do de lo escrito excepto Daniel, que pronto lo explicó di­ciendo:

—¡Oh, rey! Dios dio a tu padre gloria, honor, un reino, un tesoro e ingresos; pero él era orgulloso y no tenía temor de Dios, por lo que Este tomó venganza y le despojó de su rei­no. Fue arrojado de la compañía de los hombres para vivir entre asnos y comer sus pastos, como un animal, bajo el sol y la lluvia, hasta que por gracia divina y razonamiento enten­dió que el Dios de los cielos tiene dominio sobre las criatu­ras y los reinos. Entonces Dios se compadeció de él y le re­puso en su reino con su aspecto normal. Ahora, tú, su hijo, sabiendo que todo eso es verdad, eres orgulloso como lo fue tu padre, te rebelas contra Dios y eres su enemigo; además has tenido el descaro y la audacia de beber en sus vasos sagrados, y de los mismos han bebido tu mujer y tus meretrices profanándolos. Para colmo, tú rindes culto perverso a falsos dioses. Por ello te esperan grandes sufrimientos. Créeme, la mano que escribió «Mane, Tecel Fares» sobre la pared fue en­viada por Dios. Tu reinado ha terminado: has sido pesado y has sido encontrado en falta. Tu reino será dividido y entregado a los medos y a los persas.

Aquella misma noche el rey fue muerto y su trono ocupa­do por Darío, aunque no tenía ningún derecho sobre él. Señores, la moraleja de esta historia es: no hay seguridad en el poder. Cuando la veleidosa Fortuna quiere perder a un hombre, le quita su reino, sus riquezas y sus amigos, tanto de alta como de baja condición. Los amigos que un hombre hace en la prosperidad creo que le convertirán en enemigos en la adversidad, proverbio que no sólo es cierto, sino que puede aplicarse universalmente.

ZENOBIA

Sobre la fama de Zenobia, la reina de Palmira, los persas escribieron que era tan osada y tenía tal dominio de las ar­mas que ningún hombre la sobrepasaba en fortaleza, linaje y otros nobles atributos. Por sangre, descendía de reyes persas. No diré que fuera la más hermosa de las mujeres, pero su fi­gura no tenía defecto.

Desde su infancia evitaba todo trabajo femenino y solía sa­lir a los bosques, en donde, con sus grandes flechas de caza, derramó la sangre de más de un venado salvaje. Corría tan velozmente que incluso podía capturarlos. Al llegar a la edad adulta, solía matar leones, leopardos y osos despedazándo­los, y hacía lo que quería con ellos con sólo sus manos. So­lía buscar atrevidamente los cubiles y guaridas de bestias sal­vajes y vagar durante la noche por las montañas, durmiendo al aire libre. Podía luchar con cualquier joven, por ágil que fuera, y someterlo por la fuerza; en sus brazos nada podía re­sistirle. Mantuvo su doncellez incólume, despreciando el verse sometida a cualquier hombre.

Sin embargo, al final, a pesar de sus largas dudas y dilacio­nes, sus amigos lograron casarla con Odenato. Debéis saber que él compartía sus gustos y sus ideas. Sin embargo, una vez estuvieron unidos, vivieron alegre y felizmente, pues se ama­ban recíprocamente con gran ternura, excepto por una cosa: bajo ningún concepto le permitía acostarse con ella más de una vez en cada ocasión, pues su único objeto era traer al mundo a un hijo que pudiera crecer y multiplicar la raza. Si, después del acto, ella veía que no había quedado embaraza­da, entonces consentía en que él hiciera su voluntad una vez más, pero sólo una vez; y si veía que había quedado embara­zada, entonces este placer le quedaba vedado a él por cuaren­ta largas semanas, después de las cuales ella le permitía de nuevo repetir el acto. Ya podía Odenato rabiar o rogar, que no conseguía nada más de su esposa. Pues ella afirmaba que era vergonzoso y lascivo por parte de una mujer el que su mari­do le hiciera el amor por alguna otra razón.

Odenato le dio dos hijos varones, que ella crió y educó en la virtud y en la sabiduría. Pero volvamos a nuestra historia. En ninguna parte del mundo se podía encontrar una persona más juiciosa y honorable, generosa sin ser despilfarra­dora, más cortés, más decidida e infatigable en la guerra. Es imposible describir la magnificencia de su vajilla y vestimen­ta. Iba enteramente vestida de oro y gemas preciosas; el que fuera a cazar no le privaba de encontrar el tiempo suficiente para conseguir dominar en profundidad diversas lenguas: su mayor deleite consistía en aprender por los libros cómo lle­var una vida virtuosa.

Pero, para abreviar esta historia, diré que ella y su marido eran dos formidables guerreros, que conquistaron y retuvie­ron con mano firme muchos grandes reinos de Oriente y va­rias espléndidas ciudades que pertenecían a la majestad im­perial de Roma. Sus enemigos jamás lograron hacerla huir mientras Odenato estuvo vivo. Ahora bien, los que quieran leer sobre sus batallas contra el rey Shapur y otros, y cómo se desarrollaron estos acontecimientos, por qué ella hizo sus conquistas y qué título o derecho tenía sobre ellas, su poste­rior desgracia y pena y cómo fue asediada y capturada, deben consultar a mi maestro, el Petrarca. Os aseguro que escribió lo suficiente sobre el asunto.

Cuando Odenato murió, ella retuvo sus reinos y luchó personalmente contra sus enemigos con tal fiereza, que no quedó príncipe o emperador en aquellas tierras que no se sin­tiera alborozado si no le declaraba la guerra. Establecieron alianzas formales con ella para poder vivir en paz y la deja­ron montar o cazar a su antojo. Ni Claudio, emperador de Roma, ni Galieno, que le había precedido, ni ningún arme­nio, egipcio, sirio o árabe, reunió jamás el valor suficiente para enfrentarse con ella, pues temían que les matase con sus propias manos o les hiciera huir con todo su ejército.

Sus dos hijos vestían regiamente, como correspondía a los herederos del reino de su padre. Sus nombres eran Herrvia­no y Timalao, según los persas. Pero la veleidosa Fortuna siempre mezcla hiel con miel. Esta poderosa reina no pudo durar mucho, y aquélla hizo que desde el trono cayera en la más abyecta desgracia y ruina.

Cuando el gobierno de Roma recayó en las manos de Au­reliano, éste planeó vengarse de la reina y marchó contra Ze­nobia con sus legiones. Logró hacerla huir y, finalmente, la capturó. Mandó encadenar a Zenobia y a sus dos hijos y re­gresó a Roma. Entre las otras cosas que ese gran romano, Au­reliano, capturó se hallaban su carro de combate, todo él recubierto de oro y joyas, que trajo consigo para que el pue­blo lo pudiera ver. Ella caminó delante de él, en su triunfo, con su corona de reina, con cadenas de oro alrededor de su cuello y ropajes con gemas incrustadas.

¡Ay, Fortuna! Ella, que, una vez, fue el terror de reyes y emperadores, es ahora contemplada por la turba. Ella, que en los ataques más furibundos vestía yelmo y asaltaba las más fuertes ciudadelas, debe llevar ahora cofia de mujer; la que sostuvo en sus manos florido cetro, debe ahora llevar una rueca y ganarse el sustento.

PEDRO, REY DE ESPAÑA

Noble y honorable Pedro, gloria de España, a quien la Fortuna elevó en tan gran esplendor, tenemos todos los mo­tivos de lamentar tu muerte desgraciada. Tu hermano te arrojó de tu propia patria; más tarde, durante un asedio, fuiste engañado mediante una estratagema y conducido a una tienda en donde él mismo te asesinó y te sucedió en tu reino y prebendas.

¿Quién ideó esta villanía y este infame pecado? Un águila negra sobre campo de nieve, cogida en una rama pintada en rojo como una brasa ardiendo. ¿Quién ayudó al asesino en lo que necesitaba?

Un nido de maldad. No un Oliver de Carlomagno, siem­pre escrupuloso en lealtad y honor, sino un Oliver—Ganelón corrompido por sobornos, fue el que llevó al noble rey a la trampa.

PEDRO, REY DE CHIPRE

Tú también, ¡oh noble Pedro, rey de Chipre!, por tus do­tes guerreras ganaste la ciudad de Alejandría. Muchísimos pa­ganos sufrieron pena por tu causa, y por ello tus propios va­sallos te tuvieron envidia y te asesinaron una mañana en tu propio lecho, por tu proeza caballeresca como único motivo. De este modo, la Fortuna, que gobierna y guía su rueda, lle­va a los hombres de la alegría a la pesadumbre.

BERNABÉ, REY DE LOMBARDÍA

¿Por qué no debo contar tu mala fortuna, gran Bernabé, vizconde de Milán, dios de placer y azote de Lombardía, des­de que escalaste cima tan encumbrada? El hijo de tu herma­no —que te debía lealtad por partida doble, por ser tu sobri­no y tu yerno— hizo que murieras en su cárcel; el porqué o el cómo, lo ignoro; sólo sé que te mataron.

UGOLINO, CONDE DE PISA

Por piedad no existe lengua que pueda describir cómo el conde Ugolino murió lentamente de hambre. A poca distan­cia, en las afueras de Pisa, se levanta la torre en la que fue en­carcelado con sus tres hijos pequeños, el mayor de los cuales apenas si contaba cinco años de edad. ¡Oh, Fortuna, qué cruel eres enjaulando a tales pajaritos! En la misma cárcel fue condenado a morir el obispo de Pisa, Rogelio, que le había acusado en falso y por cuya acusación la gente se levantó y le encarceló, como he descrito. El escaso alimento y bebida que se le daba apenas si era suficiente, además de ser poco nutritivo y de mala calidad. Un día, aproximadamente a la hora en que, de costumbre, se le entraba la comida, el carce­lero cerró las grandes puertas de la torre. El prisionero le oyó claramente, pero calló; no obstante, algo le dijo en su cora­zón que pensaba dejarle morir de hambre.

—¡Ay! ¿Por qué nací? —exclamó, y sus ojos se inundaron de lágrimas.

Su hijo menor, de tres años de edad, le dijo:

—Padre, ¿por qué estás llorando? ¿Cuándo traerá el carce­lero nuestra comida? ¿No te queda ya pan? Tengo tanta ham­bre, que no puedo dormir. ¡Ojalá quisiera Dios que me durmiera para siempre! Así no notaría el hambre que me roe la barriga. ¡No hay nada que desee tanto como un mendrugo de pan!

Así hablaba el niño, día tras día, hasta que, acostándose en el regazo de su padre, le dijo:

—Adiós, padre mío. Me muero. Dio un beso a su padre y expiró.

Cuando su padre, con el corazón destrozado, vio que ha­bía muerto, en su dolor se mordía los brazos y gritaba: —¡Oh, Fortuna! Te acuso de ser responsable de toda mi pena con tu rueda traicionera.

Sus otros hijos, pensando que se mordía los brazos de hambre, en vez de mordérselos de pena, le dijeron:

—¡Oh, padre, no hagas eso! Come antes de nuestra carne, la carne que tú nos diste: ¡tómala y come!

Estas fueron exactamente sus palabras; un día o dos des­pués de aquello, se acostaron en el regazo de su padre y expi­raron. El propio conde se desesperó y también pereció de hambre. Tal fue el fin del poderoso conde de Pisa, a quien la Fortuna le privó de su elevada situación.

Pero basta de esta trágica historia; el que desee una versión más extensa del relato debe leer al gran poeta de Italia, Dan­te, pues lo describe desde el principio al final sin omitir palabra.

NERÓN

Aunque Nerón era tan perverso como cualquier diablo en el pozo más hondo del infierno, tenía bajo su dominio las cua­tro partes del mundo, según nos cuenta Suetomo. Le encanta­ban las joyas y sus ropajes estaban bordados, de pies a cabeza, con rubíes, zafiros y perlas blancas. Ningún emperador vistió con mayor suntuosidad que él, o fue más vanidoso y exigente. Una vez había llevado una túnica, no quería volverla a ver. Po­seía un almacén de redes de hilo de oro para ir a pescar en el Tíber cuando se le ocurría divertirse así. Su menor deseo era ley, y la Fortuna le obedecía como si fuera amiga suya.

Mandó incendiar Roma para su diversión y matar a sus se­nadores para oírles llorar y gritar; dio muerte a su hermano y se acostó con su hermana. De su madre hizo un lastimoso es­pectáculo: abrió su vientre para contemplar el lugar en que había sido concebido. ¡Ay! ¡Qué poco sentimiento tuvo para con su propia madre! Ni una sola lágrima cayó de sus ojos al verla. Simplemente observó:

—Era una mujer de buen ver.

Ya podéis preguntaros cómo es que pudo emitir un juicio ante su belleza muerta. Mandó que le trajeran vino, que be­bió en el acto, pero sin mostrar ninguna señal de pena. Cuando el poder es aliado de la crueldad, el veneno discurre demasiado profundamente.

De joven, este emperador tuvo un tutor quien, a menos que los libros mientan, era el modelo de la sabiduría moral de su época. Éste le enseñó cultura y modales. Nerón fue inteligente y tratable mientras este tutor le tuvo a su cargo, y pasó mucho tiempo antes de que el despotismo o cualquier otro vicio osara entrar en su corazón. Nerón admiraba muchísimo a este tal Séneca, pues de él estoy hablando, porque solía reñirle con mucha circunspección por sus vicios, utili­zando palabras en vez de golpes, pues le decía:

—Señor, un emperador debe ser virtuoso y detestar la opresión.

Por esto, Nerón hizo que se suicidase abriéndose las venas de los brazos mientras se bañaba, muriendo desangrado. De joven, Nerón había sido acostumbrado a permanecer de pie ante su tutor, lo que más tarde le pareció como un insulto y, por ello, le mandó que se suicidase. Sin embargo, Séneca mismo eligió morir de esta manera en el baño, antes de sufrir otras torturas. De esta forma Nerón mató a su querido tutor.

Llegó el día en que la Fortuna se cansó de proteger la enor­me arrogancia de Nerón, y, aunque era fuerte, ella lo era más aún. «Por Dios, debo de estar loca —pensó—. Situar a un hombre tan hundido en los vicios en una posición tan eleva­da y dejar que le llamen emperador. Voy a derribarle de su trono, precisamente cuando menos lo espere.»

Una noche, el pueblo se levantó contra él a causa de sus muchos delitos. Al verlo, Nerón se escapó sigilosamente por las puertas del palacio; iba solo y llamó a una puerta, tras la cual confiaba encontrar ayuda; pero cuanto más gritaba y más fuerte aporreaba la puerta, tanto más deprisa ponían ce­rrojos los de dentro, para que no entrara. Llegó un momen­to en que se dio cuenta de que se había engañado. No atre­viéndose a seguir llamando, se fue. Por todas partes el pueblo gritaba y vociferaba buscándolo, hasta que él con sus propios oídos les oyó chillar:

—Dónde está Nerón, ese maldito tirano?

Casi se volvió loco de miedo y rogó piadosamente a los dioses que le socorrieran, pero el socorro no llegó nunca. Medio muerto de terror corrió hacia un jardín para ocultarse, en donde encontró a dos campesinos sentados junto a una enorme fogata. Les rogó a los dos que le cortasen la ca­beza para que, después de su muerte, no se cometiera igno­minia alguna que le deshonrara. No sabiendo qué hacer para escapar a su destino, se suicidó: la diosa Fortuna rió su pro­pia broma.

HOLOFERNES

En su día, ningún capitán del rey había subyugado más reinos, era más omnipotente en el campo de batalla o poseía mayor arrogancia y magnificencia que Holofemes, a quien la Fortuna abrazó amorosamente y le llevó por donde quiso, hasta que un día, antes de saber lo que pasaba, se encontró sin cabeza. No sólo los hombres le temieron por miedo a perder su libertad o sus riquezas, sino que él les obligó tam­bién a renunciar a su fe.

—Nabucodonosor es Dios —declaró—, y ningún otro dios debe ser adorado.

Nadie se atrevió a contradecir su edicto, excepto en la pla­za fuerte de Betulia, donde Eliakim era sacerdote.

Ahora observad la muerte de Holofemes: una noche ya­cía completamente beodo en su tienda, tan espaciosa como un granero y se hallaba en medio de sus tropas, cuando, a pesar de su poder y esplendor, una mujer, Judit, le cercenó la cabeza mientras dormía. Sin ser vista por las tropas, se deslizó fuera del campamento, llevándose la ca­beza a la ciudad.

EL ILUSTRE REY ANTÍOCO

¿Qué necesidad hay de relatar la deslumbrante majestad del rey Antíoco, su gran arrogancia y sus perversos delitos? Jamás hubo otro como él. Leed en el libro de los Macabeos lo que fue, los orgullosos alardes que hizo, cómo cayó de la cima de la prosperidad y de qué forma tan mise­rable murió en la falda de una colina. La Fortuna había exaltado su orgullo hasta tal punto, que él creyó realmente que podría alcanzar las estrellas, pesar cada montaña en la balanza y contener las mareas del mar. Pero, sobre todo, odiaba al pueblo de Dios. Pensando que Dios nunca podría doblegar su orgullo, los condenó a muerte sometiéndolos a tormentos y a sufrimientos espantosos. Pero, como los ju­díos habían infligido una aplastante derrota a Nicanor y Ti­moteo, concibió tal odio hacia ellos que ordenó que, a toda prisa, le preparasen su carro de guerra, jurando al mis­mo tiempo con gran rabia que partiría inmediatamente ha­cia Jerusalén, sobre la que haría sentir su furia y cólera con la mayor crueldad.

Pero sus planes pronto fueron estorbados. Dios lo castigó duramente por esas amenazas con una herida invisible e in­curable que le corroía las entrañas, hasta que no pudo resis­tir el dolor. Un castigo verdaderamente justo, puesto que ha­bía torturado las entrañas de tantos otros. A pesar de su tor­mento, no cejó en sus perversos propósitos y ordenó a sus tropas que se preparasen para salir inmediatamente; sin em­bargo, antes de saber qué pasaba, Dios castigó todos sus alar­des y arrogancias, pues cayó pesadamente de su carro, hirién­dose de tal modo que no podía andar ni cabalgar, sino que tenía que ser llevado en una silla a causa de sus magulladuras en la espalda y los costados.

Horripilantes gusanos se arrastraban por su cuerpo; de esta forma tan ignominiosa cayó sobre él la venganza de Dios. Hedía tan horriblemente, que ninguno de los que le atendían de día o de noche podían soportar el olor. Durante este tormento, lloró y se lamentó y supo que Dios es el Se­ñor de la Creación. El hedor de su carroña producía náu­seas tanto a él mismo como a todas sus tropas; nadie podía transportarle. Con este mal olor y en medio de terribles do­lores expiró miserablemente en la cima de una montaña. Así fue cómo el malvado asesino, que tantas lágrimas y la­mentaciones había producido, recibió el castigo que mere­ce la arrogancia.

ALEJANDRO MAGNO

La historia de Alejandro Magno es tan sabida, que todas las personas con uso de razón conocen todas o algunas de sus hazañas. Conquistó todo el mundo por la fuerza, excep­to cuando sus oponentes pidieron la paz, gracias a su formi­dable reputación. Dondequiera que fue, humilló el orgullo de hombres y bestias desde un extremo al otro de la Tierra. No puede establecerse comparación entre él y los demás con­quistadores. Todo el mundo tembló de terror ante él. Fue modelo de caballerosidad y magnanimidad, la diosa Fortuna le nombró heredero de todos sus honores. Tan lleno estaba él de valor leonino, que nada, salvo el vino y las mujeres, po­día frenar su ambición de grandes trabajos y grandes hechos de armas. ¿De qué serviría elogiarle nombrando a Darío y cien mil otros reyes, príncipes, duques y condes valientes a los que ven­ció y sometió? ¿Qué más puedo decir sino que todo el mundo, de parte a parte, era suyo? Aunque hablase eternamente de su gran proeza caballeresca, no bastaría. Según el libro de los Ma­cabeos, reinó durante doce años. Era hijo de Felipe de Macedo­nia, el primer rey de Grecia. ¡Oh noble y excelente Alejandro! ¿Quién tenía que decir que serías envenenado por tu propia gente? jugando a dados con la diosa Fortuna, transformó tu seis en uno, sin derramar una lágrima.

¿Quién pondrá lágrimas en mis ojos para lamentar la muerte de este ser noble y generoso que gobernó el mundo entero como si fuera un reino y aún no lo consideró suficien­te, tan lleno estaba de espíritu de ambición? ¿Quién me ayu­dará a acusar a la traicionera Fortuna y a condenar al veneno, culpables ambos de tal infamia?

JULIO CÉSAR

A base de sabiduría, valor y enormes esfuerzos, el conquis­tador Julio se elevó desde su humilde condición a la de rey, conquistando todo el Occidente, por tierra y por mar, por la diplomacia o por las armas, haciéndolo tributario de Roma, de la que más tarde se convirtió en emperador, hasta que la Fortuna le dio la espalda.

En Tesalia el gran César luchó contra su suegro Pompeyo, que tenía a su mando a toda la caballería de Oriente. En su proeza exterminó o hizo prisioneros a todos excepto los po­cos que huyeron con Pompeyo. Esta hazaña maravilló al Oriente entero. Y pudo dar gracias a la diosa Fortuna, que tan bien se había portado con él.

Dejadme que, de momento, me lamente por Pompeyo, el noble gobernante de Roma, que huyó después de esta batalla. Uno de sus hombres, un vil traidor, le decapitó y se la llevó a julio confiando ganarse su favor. A tal fin lle­vó la Fortuna al desgraciado Pompeyo, conquistador de Oriente.

Julio regresó nuevamente a Roma triunfante y coronado de laureles; pero, con el tiempo, Bruto Casio, que siempre había envidiado su gran eminencia, tejió en secreto una sutil conspiración contra Julio (como luego relataré) y eligió el lu­gar preciso en que debía ser apuñalado. julio fue al Capitolio un día, como acostumbraba, y allí fue asaltado de repente por el traidor Bruto y otros de sus enemigos, que le apuñala­ron con sus dagas, cubriéndole de heridas. Sin embargo, a menos que la Historia se equivoque, sólo se quejó de la pri­mera puñalada, o a lo sumo de la segunda.

Tan noble era el corazón de César y tanto amaba el honor y la decencia que, a pesar del dolor que le causaban las heri­das mortales, se echó el manto sobre los muslos para que na­die pudiera ver sus partes. Mientras moría, medio incons­ciente y sabiendo que la muerte se le acercaba sin remedio, se acordó de la decencia.

Si queréis leer la historia completa, consultad a Lucano, a Suetonio y a Valerio, que han escrito la historia desde el principio hasta el fin, y veréis cómo la Fortuna fue primero amiga y luego enemiga de estos grandes conquistadores. Que ningún hombre confie en su favor, antes bien, que perma­nezca siempre alerta. Si no, ved el ejemplo de estos dos con­quistadores.

CRESO

El opulento Creso fue un tiempo rey de Lidia, al que el propio Ciro reverenciaba con admiración, pero en medio de todo su orgullo fue hecho prisionero y conducido al fuego para morir abrasado. Sin embargo, cayó del cielo tal diluvio que apagó las llamas, lo que le permitió escapar. Pero no tuvo en cuenta el aviso, y la diosa Fortuna acabó colgándole de una horca, pues, tras escapar, no pudo aguantarse y enta­bló nueva guerra. Como sea que la diosa Fortuna mandó la lluvia para permitirle huir, él estaba convencido de que sus enemigos no podrían matarle. Además, una noche tuvo un sueño que le agradó tanto y le llenó de tanto orgullo, que su corazón se inclinó a la venganza.

Soñó que estaba encaramado en un árbol. Allí Júpiter la­vaba su espalda y sus costados, mientras Febo le traía una toalla con la que secarse. Quedó tan hinchado de orgullo, que pidió a su hija, que estaba junto a él, que le explicara el significado, pues sabía que ella poseía una gran sabiduría. La hija interpretó el sueño de este modo:

—El árbol representa una horca. Júpiter te manda lluvia y nieve. Febo con su toalla limpia representa a los rayos sola­res. Padre, es seguro que serás colgado, te lavará la lluvia y te secará el sol.

De este modo su hija, cuyo nombre era Fania, le dio un claro aviso. A pesar de todo, Creso, el orgulloso rey, murió colgado; su trono regio no le sirvió de nada.

La moraleja de todas las tragedias es la misma: que la For­tuna siempre ataca a los reinos prepotentes cuando menos lo esperan. Pues, cuando los hombres confian en ella, se desva­nece y oculta tras una nube su cara resplandeciente.

11. PRÓLOGO DEL CAPELLÁN DE MONJAS

Basta, señor —exclamó el caballero—. Con lo que nos has relatado ya tenemos de sobra. Para mu­cha gente, un poco de desgracia ya es suficiente.

A mí, sin duda alguna, me desagradan los relatos acerca de la caída de los poderosos y lo contrario me alegra: ver cómo un hombre de condición humilde asciende y prospera afincán­dose en la prosperidad. Estas cosas causan gozo y son las que deberían contarse.

—Sí —comentó el anfitrión—. Por las campanas de San Pablo, dices verdad. Este monje fanfarronea demasiado. Mencionó a la Fortuna vestida con manto de nube o cosa pa­recida. También nombró a la tragedia, como habéis escucha­do. ¡Rediez! El llorar y lamentarse sobre lo acontecido no tie­ne remedio. También es penoso escuchar cosas tristes, tal como habéis dicho. Señor monje: basta. ¡Vaya usted con Dios! Vuestro relato molesta al grupo. No vale un comino: falta alegría y jolgorio. Por consiguiente, señor monje, don Pedro —que así se llamaba—, le ruego que nos cuente algo diferente. Si no hubiera sido por el tintineo de las campani­llas que cuelgan de su brida hubiéramos todos caído al suelo dormidos, a pesar de que el barro es aquí muy profundo. Ha­bría contado en vano su historia, pues, como dicen los sa­bios, el carecer de auditorio no ayuda a narrar un cuento. Si alguien relata algo interesante, siempre capto el mensaje. Se­ñor, díganos algo sobre caza, por favor.

—No —replicó el monje—. No tengo ganas de jugar. De­mos oportunidad a otro.

Entonces el anfitrión, con lenguaje rudo y directo, se diri­gió enseguida al capellán de monjas:

—¡Acérquese, señor cura, venga, acérquese, mosén Juan! Cuéntenos algo que alegre nuestro corazón. Anímese, aun­que cabalgue sobre un jamelgo. ¿Qué importa que su mon­tura sea pobre y escuálida? Si le va, no se preocupe. ¡Manten­ga el corazón alegre! Allí está el meollo de la cuestión.

—Sí, sí, señor. Intentaré ser lo más alegre posible, pues, de otra forma, merecería vuestros reproches.

Al instante inició su relato.

Así habló a todos y cada uno de nosotros este dulce cura, este hombre de Dios, mosén Juan.

12. EL CUENTO DEL CAPELLÁN DE MONJAS

Una pobre viuda, algo entrada en años, vivía en una casita situada junto a una arboleda en un valle. Ha­bía llevado una vida muy sufrida Y sencilla, desde que dejó de ser esposa, pues tenía pocas propiedades e ingre­sos. Se mantenía ella y sus dos hijas, pasando con lo que Dios les enviaba: poseía tres grandes marranas, no más, tres vacas y una oveja llamada Molí. La sala y el cenador donde ella despachaba sus frugales comidas estaban cubiertas de ho­llín. No tenía necesidad de salsas picantes, porque ningún alimento delicado llegaba a sus labios. Su dieta alimenticia corría pareja con su vivienda. Y, así, nunca cayó enferma por comer demasiado; una dieta moderada, ejercicio y un cora­zón satisfecho eran toda su medicina. Ninguna clase de gota le impedía bailar, ningún tipo de apoplejía le preocupaba; no bebía vino, ni blanco ni tinto. La mayor parte de los platos que se servían en su mesa eran blancos y negros: leche y pan moreno —alimentos que nunca le faltaban—, tocino frito y, algunas veces, uno o dos huevos; pues ella era lechera de poca monta.

Tenía un patio vallado y rodeado de un foso seco por el ex­terior, en el que guardaba un gallo denominado Chantecler. Cantando no tenía rival en todo el país. Su voz era más dul­ce que la del órgano que sonaba en la iglesia los días de misa.

Su canto era más exacto que un reloj o el del campanario de la abadía. Sabía por instinto cada revolución de la línea equi­noccial en aquella población, pues cada quince grados, a la hora precisa, solía cantar matemáticamente. Su cresta era más roja que el mejor coral, y su perfil, almenado como el muro de un castillo. Su pico, negro, brillaba como el azaba­che; sus patas y dedos, de color azul celeste, y las uñas, más blancas que un lirio; sus plumas tenían el color del oro bruñido.

Este noble gallo tenía a su cargo siete gallinas para su goce; eran sus compañeras y amantes, todas con notable parecido a él en colorido. La que tenía los colores más bonitos en el cuello la llamaban la hermosa Madame Pertelote. Era cortés, tenía mucho tacto, elegancia y sabía ser buena compañera. Poseía tanta belleza, que el corazón de Chantecler le pertene­cía y estaba firmemente encadenado al suyo desde que ella tenía sólo una semana. ¡Qué feliz era él en su amor! Al rom­per el alba, ¡qué delicia oírles cantar en dulce acorde «mi amor se ha ido»! Pues, en aquellos tiempos, me han contado que los animales y los pájaros sabían hablar y cantar.

Pues bien, sucedió que una mañana temprano, mientras Chantecler estaba sentado con sus esposas junto a la bella Per­telote sobre la percha de la vivienda, empezó a gemir como un hombre que tiene una maligna pesadilla cuando duerme. Al oír Pertelote aquel alboroto se asustó y exclamó:

—Corazón, cariño, ¿qué te pasa? ¿Por qué gimes así? ¡Vaya dormilón estás hecho! Deberías avergonzarte. Chantecler replicó:

—Por favor, no te preocupes. Soñaba que estaba ahora mismo en un aprieto tal, que mi corazón todavía está tem­blando de miedo. ¡Ojalá Dios haga propicio mi sueño y libre mi cuerpo de entrar en una sucia mazmorra! Pues soñé que mientras paseaba de un lado a otro por nuestro patio vi a una criatura, parecida a un perro, con ademán de agarrarme y ha­cerme pasar a mejor vida. Tenía el color amarillo rojizo, pero la punta de la cola y las de las orejas eran negras, al revés que el resto de su pelo; tenía un hocico estrecho y dos ojos de mi­rada penetrante. Todavía estoy medio muerto de miedo por su aspecto. No es extraño que gimiera.

—Vamos, vamos —replicó ella—. ¿No te da vergüenza, pusilánime? Por Dios que está en los cielos, acabas de perder mi corazón y mi amor. Juro aquí mismo que no puedo amar a un cobarde. Pues, digan lo que digan las mujeres, lo cierto es que todas deseamos a ser posible maridos que sean valien­tes, sabios, generosos y merecedores de nuestra confianza; no queremos tacaños, ni estúpidos, ni los que se asustan a la vista de un arma; tampoco los fanfarrones. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo tienes la desfachatez de decir a tu enamorada que hay algo que te da miedo? ¿Es que no posees corazón de hombre con esta barba que tienes? ¡Ay de mí! ¿Es que te asustan los sueños? Dios sabe que los sueños no son más que estupideces. Los sueños son el resultado de excesos en el co­mer; algunas veces los causan los vapores en el estómago y una mezcla de humores en superabundancia. Perdóname, pero estoy segura de que el sueño que tuviste anoche provie­ne del exceso de bilis roja en la sangre, que es la que hace que la gente tenga terribles pesadillas referentes a flechas, lenguas roas de fuego, enormes bestias enfurecidas de color rojo, lu­chas y perros de todas las formas y tamaños. Exactamente lo mismo que el humor negro de la melancolía hace que mu­chos griten en sus pesadillas mientras duermen, al sentir el temor de osos o toros negros, o de ser arrastrados por dia­blos negros también. Te podría contar otros humores que causan mucho trastorno a la gente mientras duerme, pero quiero terminar cuanto antes. Por cierto, ¿no fue Catón, aquel hombre tan sabio, el que dijo una vez: «No hagas caso de los sueños»?

»Ahora, señor —prosiguió ella—, cuando bajes de los ba­rrotes, tómate algún laxante, por favor. Por mi vida y mi alma, el mejor consejo que puedo darte es que te purgues de estos dos humores. Esta es la verdad. Para ahorrar tiempo, como no hay farmacéutico en la ciudad, te indicaré yo mis­ma los tipos de hierba que te ayudarán a recuperar la salud. En nuestro propio patio encontraré las hierbas cuyas propie­dades naturales te purgarán de la cabeza a los pies. Pero, ¡por el amor de Dios, no te olvides! Tú tienes un temperamento muy colérico, por lo que procura que el sol del mediodía no te encuentre lleno de humores calientes, ya que si éste es tu estado, apuesto seis peniques a que agarras las fiebres tercia­nas o una calentura que te causará la muerte. Durante un par de días debes seguir una dieta ligera de gusanos antes de to­mar laxantes: adelfilla, centaura, palomina, eléboro (todas crecen aquí), euforbio, tamujos, o la hierba hiedra de nuestro hermoso jardín. Pícalas aquí mismo donde crecen y cómete­las. ¡Ánimo, marido, por el amor de Dios! ¡No tengas miedo a esa pesadilla! Eso es todo.

—Señora —repuso el gallo—, mil gracias por tu informa­ción. Sin embargo, por lo que se refiere a Catón, que tanto renombre tuvo por su sabiduría, a pesar de que escribió que no debemos preocupamos de los sueños, por Dios que en­contrarás muchas opiniones contrarias en libros antiguos es­critos por hombres de mayor autoridad que Catón; puedes muy bien creerme. Han demostrado perfectamente, por ex­periencia, que los sueños son augurios de las alegrías y penas que sufriremos en nuestra vida actual. No es preciso discutir­lo: la experiencia aporta la prueba.

»Una de nuestras mayores autoridades nos cuenta esta his­toria: Un día, dos amigos emprendieron un piadoso peregri­naje y sucedió que llegaron a una ciudad en la que había tal acumulación de gente y tanta escasez de alojamiento, que no pudieron encontrar ni una casita en la que alojarse juntos. Por lo que, necesariamente, tuvieron que separarse por aque­lla noche, yendo cada uno a su posada y aceptando el alber­gue que se les ofrecía. Uno de ellos fue hospedado en un es­tablo de bueyes de labranza que estaba lejos, al fondo de un patio; el otro, porque lo quiso la suerte que nos gobierna a todos, encontró un alojamiento bastante bueno. Ahora bien, mucho antes del amanecer, sucedió que este último soñó que mientras él estaba en cama, su amigo le llamaba gritando:

»—¡Ay de mí! Seré asesinado esta noche en este establo de bueyes donde me alojo. Ven en mi ayuda, hermano, o mori­ré. ¡Ven deprisa!

»El hombre se despertó sobresaltado, lleno de pánico, pero cuando estuvo totalmente desvelado, cambió de posi­ción en la cama y no hizo más caso, pensando que su sue­ño había sido absurdo. Pero lo volvió a soñar dos veces más, y la tercera vez le pareció que su amigo se le acercaba y le decía:

“Ahora ya estoy muerto. ¡Mira estas heridas manchadas de sangre! Levántate temprano por la mañana y en la puerta occidental de la ciudad verás un carro lleno de estiércol en que, secretamente, han ocultado mi cadáver. No lo dudes: detén aquel carro. Si quieres saber la verdad, fui asesinado por mi oro”.Y con el rostro lívido y miradas lastimeras me dio todos los detalles de su asesinato.

»Te lo aseguro: el hombre pudo comprobar que su sueño era absolutamente cierto, pues a la mañana siguiente, tan pronto se hizo de día, se encaminó a la posada de su amigo. Cuando llegó al establo de los bueyes, empezó a llamarle a gritos, pero el posadero le dijo:

—Su amigo se ha ido, señor. Salió de la ciudad al romper el día.

»Recordando sus sueños, el hombre entró en sospechas y se dirigió sin dilación a la puerta occidental de la ciudad, en donde halló un carro de estiércol que se encaminaba a abo­nar un campo, tal como el hombre muerto le había descrito. Entonces a voz en grito pidió venganza y justicia por el deli­to cometido:

»—Mi amigo ha sido asesinado esta misma noche. Está dentro de este carro, tieso y rígido, con su boca totalmente abierta. Id a buscar a los magistrados, cuya misión es la de mantener el orden en la ciudad. ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Mi ami­go yace muerto ahí dentro!

»¿Qué más tengo que añadir a la historia? La gente llegó corriendo y arrojó el contenido del carro al suelo. Allí, en medio del estiércol, encontraron al hombre recién asesinado.

»Ved cómo Nuestro Señor siempre revela los crímenes, pues es justo y verdadero. "Ningún crimen queda oculto." Esto lo vemos diariamente. El asesinato es tan odioso y abo­minable ante la justicia de Dios, que no puede sufrir que quede oculto, aunque permanezca en secreto dos o tres años. "Ningún crimen queda oculto." Esta es mi opinión.

»Entonces, los regidores de la ciudad detuvieron al carrete­ro y al posadero y torturaron a cada uno y pusieron al otro en el potro hasta que confesaron su crimen y fueron ahorcados.

»De esto se desprende que los sueños deben ser tratados con respeto. Además, en el capítulo siguiente del mismo li­bro encontré y no exagero, créeme— la historia de dos hombres que, por alguna razón, habrían estado ya cruzando el mar hacia un país lejano, de no haber sufrido el viento en contra y haber tenido que aguardar en una ciudad cercana al puerto. Un día, sin embargo, al anochecer, el viento cambió de dirección y sopló tal como ellos deseaban. Así, pues, se fueron alegremente a dormir, con la intención de zarpar tem­prano al día siguiente. Pero a uno de los hombres, cuando dormía, le ocurrió una cosa maravillosa.

»Antes del alba tuvo un sueño extraordinario: le pareció que un hombre estaba de pie al lado de su cama mandándo­le que se quedara diciendo:

—Si zarpas mañana, te ahogarás; esto es todo lo que ten­go que decirte.

»El hombre se despertó y contó a su amigo lo que había soñado, pero su amigo, que dormía al lado, se burló de él. —Ningún sueño me asustará e impedirá que atienda mis asuntos —le replicó—. No doy la menor importancia a tu sueño. No es más que una trampa. La gente siempre está so­ñando con las lechuzas, monos y toda clase de cosas de las que nadie entiende el sentido; cosas que nunca fueron ni ja­más serán. Pero ya veo que lo que tú quieres es quedarte aquí perdiendo el tiempo y no aprovechar la marea. Bien, Dios sabe que lo siento, pero ¡buenos días!

»Y diciendo esto, salió y zarpó. Pero antes de que el viaje por mar hubiera llegado a mitad de la singladura (no me pre­guntes por qué o qué fue lo que no marchó), la quilla del bar­co fue arrancada por algún accidente y el barco se fue a pique con su tripulación a la vista de otros navíos cercanos que ha­bían zarpado al mismo tiempo.

»Por lo que ves, queridísima Pertelote, de estos ejemplos clá­sicos se desprende que no debemos dejar de hacer caso de los sueños, pues, como digo, no hay duda alguna de que hay muchos sueños que debemos temer.

»Y ¿qué me dices del sueño de Kenelmo? Lo leí en la vida de San Kenelmo, el hijo de Kenulfo, el gran rey de Mercia. Un día antes de ser asesinado, tuvo una visión de su sueño. Su institutriz lo interpretó en todos sus detalles y le advirtió que se guardase de una traición; pero como solamente tenía siete años, no hacía mucho caso de los sueños; tan santo era su espíritu. ¡Por Dios! Daría mi camisa porque hubieses leí­do la historia como la leí.

»Doña Pertelote, te estoy diciendo la pura verdad: Macro­bio, el que escribió sobre el sueño de Escipión en África, afirma su veracidad y dice que advierten sobre futuros peligros. Además, te ruego que consultes el Antiguo Testamen­to. ¡A ver si Daniel pensaba que los sueños eran una estu­pidez! Lee también acerca de José, y verás si los sueños, al­gunas veces —no digo siempre—, son o no son avisos de acontecimientos del futuro. Piensa en Faraón, el rey de Egip­to, y en su mayordomo y su panadero. ¿Encontraron acaso que sus sueños carecían de consecuencias?

»Cualquiera que investigue la historia de diversos reinos podrá leer centenares de historias extraordinarias acerca de sueños. Por ejemplo, ¿qué te parece lo de Creso, el rey de Li­dia? ¿No soñó que estaba sentado en un árbol, lo que signi­ficaba que sería colgado? Y, luego, está también Andrómaca, la esposa de Héctor. La misma noche antes de que Héctor perdiera la vida, ella soñó que él perecería si iba a combatir aquel día. Ella le advirtió, pero fue inútil: él se fue a luchar sin hacer caso, y Aquiles lo mató. Pero ésta es una historia demasiado larga para contarla ahora: ya es casi de madrugada. Tengo que marcharme. Para terminar, déjame decirte sólo esto: ese sueño indica peligro para mí, y añadiré que no voy a tomar ningún laxante: son venenosos, lo sé muy bien. ¡Al diablo con ellos! ¡No los aguanto!

»Ahora dejemos este asunto y hablemos de otros más agra­dables. Doña Pertelote, te aseguro que, en una cosa, Dios sí ha sido bondadoso conmigo. Siempre que veo el encanto de tu rostro y estos círculos escarlatas que te rodean los ojos, todos mis temores desaparecen. Es una verdad del Evangelio que Mulieresthominis confusio; señora, el significado en latín es: la mujer constituye la completa alegría y felicidad del hom­bre. Pues, como te decía, cuando por la noche noto tu blando costado junto al mío —¡qué lástima que nuestro ba­rrote sea tan estrecho que no pueda montarte!—, me siento tan lleno de alegría y estoy tan contento que desafio todos los sueños y visiones.

Diciendo esto, bajó, pues ya era de día, y todas las gallinas tras él. Cacareó para llamarlas, pues había encontrado un gra­no de maíz en el patio. Estaba regio y majestuoso y ya no te­mía nada; emplumó a Pertelote veinte veces y la montó otras tantas, antes de terminar el día. Parecía un adusto león; se pa­voneaba andando de arriba abajo, como si le disgustase pisar el suelo; cuando encontraba un grano de maíz cloqueaba y todas sus mujeres acudían rápidamente. Pero dejaré a Chan­tecler alimentándose como un príncipe real en su palacio y re­lataré la aventura que le sucedió.

El mes de marzo (en que empezó el mundo y Dios creó al hombre) había transcurrido por entero y habían pasado treinta y dos días desde ese primero de marzo, cuando Chan­tecler caminando orgulloso con sus siete mujeres al lado, le­vantó la mirada hacia el Sol (que se hallaba a veintiún grados y más en el signo de Tauro) y supo por simple instinto que eran las nueve. Lanzó un alegre quiquiriquí y añadió:

—El Sol se ha elevado más de cuarenta y un grados en el cielo. Doña Pertelote, reina de mi corazón, escucha a estos pá­jaros felices. ¡Cómo cantan! ¡Mira cómo brotan estas hermo­sas flores!

Sin embargo, un momento después se iba a encontrar en grave apuro, pues ya se sabe que a la felicidad le sigue la aflic­ción. Dios sabe muy bien que los goces terrenales pronto pa­san; y un retórico que sepa escribir poesía elegante podrá confirmar que esto es cierto sin temor a faltar a la verdad. ¡Es­cúchenme los hombres sabios! Empeño mi palabra de que este relato es tan cierto como el libro de sir Lancelot del Lago, a quien las mujeres tanto veneran. Pero volvamos al tema.

Vaticinado con antelación por un «sueño» supraterrenal, sucedió que un zorro, negro como el carbón, taimado y sin principios, que había vivido durante tres años en un bosque­cillo cercano, había penetrado, a través del seto, en el interior del corral que el orgulloso Chantecler solía frecuentar con sus esposas. Se agazapó en un campo de coles donde permane­ció oculto hasta casi mediodía, esperando el momento pro­picio de abalanzarse sobre Chantecler, igual que hacen los ase­sinos que aguardan el momento de matar.

¡Oh, traidor criminal que acechas en tu guarida! ¡Oh, tú, segundo Iscariote, nuevo Ganelón! ¡Falso hipócrita! ¡Oh, tú, segundo Sinon, ese griego que aportó a Troya la aflicción total! ¡Ah, Chantecler; maldito el día en que bajaste volando desde los barrotes al corral! Tu sueño bien te advirtió de que aquél podía ser un día peligroso para ti.

Pero sucede que, como opinan algunos algunos sabios, lo que Dios prevé debe pasar indefectiblemente. Cualquier sa­bio erudito os podrá contar que, sobre este asunto, surgen muchas discusiones entre las diversas escuelas, y que más de cien mil sabios han opinado sobre ello. Con todo, yo no puedo llegar al fondo de la cuestión como aquel santo teólo­go San Agustín, Boecio o el obispo Bradwardine y deciros si la divina presciencia de Dios constriñe necesariamente a uno a que realice cualquier acto en particular (cuando indico «ne­cesariamente» quiero decir «sin más» o si uno está en situa­ción de decidir libremente lo que hará o dejará de hacer, in­cluso cuando Dios sabe por anticipado que el acto en cues­tión tendrá lugar antes de que ocurra o si el hecho de que lo sepa no constriñe en absoluto excepto por «necesidad condi­cional»). En tales problemas no entro en absoluto.

Mi cuento, como podéis oír, sólo trata de un gallo que hizo caso omiso del consejo de su mujer (con resultados de­sastrosos) y bajó al corral la misma mañana siguiente al sueño que os he contado. Los consejos de las mujeres suelen ser fatales. El primer consejo de mujer nos trajo a todos dolor e hizo que Adán fuera expulsado del Paraíso en el que era tan feliz y estaba tan cómodo. Pero pasemos esto por alto, pues no quiero ofender a nadie al despreciar los consejos femeni­nos. Lo digo en broma. Leed los autores que tratan el tema y sabréis lo que tienen ellos que contar sobre las mujeres. Yo me limito a transmitiros las palabras del gallo —no las mías—, según las cuales las mujeres son divinidades. Precisa­mente yo no me puedo imaginar que pueda provenir de ellas algún mal.

Pertelote estaba muy feliz tomando un baño de polvo en la arena y todas sus hermanas se hallaban por allí cerca toman­do el sol, mientras Chantecler cantaba con más alegría que una sirena en el mar —Fisiólogo afirma que cantan bien y con alegría—, cuando su ojo se posó en una mariposa que revoloteaba por las coles y vio al zorro allí escondido, agaza­pado y al acecho. Se le heló un quiquiriquí en la garganta y sintió temor como un hombre poseído por el pánico y chi­lló: «coco—coc»; ya se sabe que un animal siente deseos irre­frenables de huir cuando ve a su enemigo natural, aunque ja­más haya puesto sus ojos en él.

Así, cuando Chantecler le divisó habría huido si el zorro no hubiera exclamado inmediatamente:

—Buenos días, señor, ¿adónde va usted? ¿Cómo es que le inspiro temor, si soy su amigo? Sería un monstruo si le oca­sionara algún mal o daño. No he venido a espiarle; la verda­dera razón por la que estoy aquí es para oírle cantar. De ver­dad le digo que tiene una voz tan bonita como un ángel del cielo, aparte de que pone más sentimiento cantando que Boecio o cualquier otro cantor. Su buen padre —¡que Dios le bendiga!— y también su madre solían tener la amabilidad de visitar mi casa para gran satisfacción mía. Me gustaría po­derle agasajar en mi casa también. Pues en lo que se refiere a cantar, que me vuelva ciego si jamás escuché a alguien cantar por la mañana mejor que lo hacía su padre, a no ser vos mismo. Realmente todo lo que cantaba le salía del corazón. Para alcanzar las notas más altas, se ponía tan tenso que parecía que los ojos estuvieran clavados; se levantaba de puntillas y, estirando su largo y esbelto cuello, lanzaba su potente qui­quiriquí. Además era un gallo de gran perspicacia y no había nadie en la comarca que le superase en canto o sabiduría. He leído en la obra Burnel el asno, entre otros versos, algo so­bre aquel famoso gallo a quien el hijo de un sacerdote, cuan­do todavía era joven y alocado, le quebró una pata y ello le costó al sacerdote el perder el puesto; pero, ciertamente, no puede establecerse comparación entre la inteligencia de aquel gallo y la sabiduría y discreción de su padre. Ahora, se­ñor, por caridad, ¡cantad! y veamos si sois capaz de imitar a vuestro padre.

Chantecler empezó a aletear, encantado por este halago y sin sospechar traición alguna. Vosotros, nobles, sabed que hay más sicofantes y aduladores en vuestras cortes que mien­ten para complaceros que los que os dicen la verdad. Leed lo que afirma el Eclesiastés sobre la adulación y precaveros so­bre su astucia. Chantecler se empinó sobre las puntas de los pies con el cuello estirado para fuera y los ojos fijos y empe­zó a cantar lo más fuerte que pudo. En un santiamén, Maese Russef, el zorro, saltó sobre él, agarró a Chantecler por la gar­ganta, se lo arrojó al lomo y se lo llevó al bosquecillo, pues no había nadie que pudiera perseguirle.

¡Oh destino ineludible! ¡Qué lástima que Chantecler aban­donara los barrotes! ¡Qué lástima también que su esposa no prestase la atención debida a los sueños premonitorios! Por cierto, que toda esa mala suerte tuvo lugar en viernes. ¡Oh, Venus, diosa del placer!, Chantecler era tu adorador y te servía con todas sus fuerzas, más por el goce que por multiplicar tu raza ¿Cómo se explica que le permitieras morir en el día que te pertenece?

¡Oh, querido y excelso maestro Godofredo, que tan emo­tivamente hiciste la elegía de la muerte del noble rey Ricardo cuando pereció atravesado por una flecha! ¡Ojalá tuviera yo tu arte y tu maestría en quejarte amargamente del viernes, como lo hiciste, pues fue en viernes cuando ese rey murió! ¡Entonces podría demostrarte cómo compongo una elegía sobre la agonía y el terror de Chantecler!

A buen seguro que las damas troyanas no profirieron tal grito de lamentación cuando (según se nos cuenta en La Eneida) cayó Ilión, y Pirro, con la espada desenvainada, aga­rró al rey Príamo por la barba y le mató, como el que lanza­ron aquellas gallinas al huir despavoridas después de ver cómo se llevaban a Chantecler.

Ahora bien, la que más chilló fue Doña Pertelote: mucho más que la esposa de Asdrúbal cuando murió su esposo. Los romanos incendiaron Cartago, y ella, llena de frenética angustia, se arrojó voluntariamente a las llamas para encon­trar la muertel. Así, aquellas desconsoladas gallinas grita­ron igual que las esposas de los senadores cuando Nerón, mandó incendiar la ciudad de Roma, y mató a sus inocen­tes esposos por ello. Ahora, permitidme que vuelva a mi historia.

La pobre viuda, al oír chillar y lamentarse a las gallinas, sa­lió corriendo de la casa con sus dos hijas, a tiempo de ver al zorro huir al bosque llevándose al gallo cargado sobre sus lomos:

—¡Socorro, socorro, detengan al ladrón! ¡Un zorro, un zorro!

Gritaron y corrieron detrás de él, seguidos de una multi­tud de hombres provistos de porras.

Todos llegaron corriendo —Coll, el perro; Talbot y Gar­lans, con Malkin, la doncella, que todavía tenía la rueca en la mano; las vacas y los terneros, y hasta los mismísimos cer­dos, acudieron a punto de reventar, aterrorizados por los la­dridos de los perros y los gritos de hombres y mujeres. Aulla­ban como diablos en el infierno. Los patos graznaron como si estuviesen a punto de degollarlos; los gansos levantaron el vuelo hacia los árboles, llenos de pánico; incluso las abejas salieron zumbando de sus colmenas. Os digo que Jack Straw y su turba, cuando salieron a linchar flamencos, ja­más profirieron gritos tan horrendos y ensordecedores como aquel día persiguiendo al zorro. Llevaban trompetas de la­tón, madera, asta y hueso y soplaron, zumbaron y sonaron hasta que pareció que el cielo iba a derrumbarse.

Ahora, escuchen, señores, y vean cómo la Fortuna repenti­namente muda de parecer y hunde el orgullo de su enemigo. El gallo, desde los lomos del zorro, se las arregló para ha­blarle, a pesar del terror que sentía, y le dijo:

—Señor, yo de usted gritaría a los perseguidores: «¡Corred a casa, estúpidos! ¡Que la peste os atrape! ¡Ahora que he lle­gado al bosque, hagáis lo que hagáis no soltaré al gallo, y dad por seguro que me lo zamparé ahora mismo!»

El zorro repuso:

—En verdad que lo haré.

Y, al hablar, el gallo aprovechó la ocasión: se zafó de las fauces del zorro y se subió a lo alto de un árbol.

Cuando el zorro vio que el gallo se le había escapado, ex­clamó:

—¡Ah, Chanteder! Me parece que me porté muy mal con­tigo cuando te asusté al arrancarte del corral. Pero te aseguro que no pensaba hacerte daño. Baja y te diré lo que iba a ha­cer. ¡Por Dios que te diré la verdad!

—¡Oh, no! —replicó el gallo—. Que la maldición caiga sobre ambos, y más sobre mí si logras engañarme otra vez. No vas a convencerme con tus halagos que cierre mis ojos otra vez. Cualquiera que voluntariamente mantiene cerrados los ojos cuando debería tenerlos abiertos de par en par, me­rece que Dios le castigue.

—No —dijo el zorro—. Que Dios le envíe mala suerte al que tenga tan poco control de sí mismo que charle cuando debería tener la boca cerrada.

Esto es lo que ocurre por ser descuidado y atolondrado y creer en la adulación. Amigos míos, si creéis que esta historia no es más que una farsa que concierne a un gallo y a una ga­llina, recordad la moraleja. San Pablo dice que todo lo que está escrito, lo está para nuestra instrucción y educación. Por tanto, tomad el grano y dejad la paja.

Ahora, Padre nuestro, que sea tu voluntad, como dice Nuestro Señor, y que nos haga a todos buenos y nos lleve consigo al Cielo.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL CAPELLÁN DE MONJAS

13. EPÍLOGO AL CUENTO DEL CAPELLÁN DE MONJAS

—Señor capellán de monjas —apostilló el anfitrión inmediatamente—. Benditas sean tus posaderas y tus testículos. ¡Qué cuento tan divertido este de Chantecler! Por mi vida que si fueses laico serías un perfecto jodedor de gallinas. Porque si tienes tanto deseo como poder sexual, necesitarías varias gallinas, seguramente más de siete veces diecisiete. Ved los músculos que tiene este garboso cura. ¡Qué pecho tan ancho y vaya cuello! Tiene la mirada de un gavilán. No precisa maquillarse los ojos ni de rojo abrasi­lado ni de carmín. ¡Bendito seas por este tu cuento!

Después de este comentario, con regocijado ademán, dijo a otro lo que veréis.

SECCIÓN OCTAVA

1. PRÓLOGO DE LA SEGUNDA MONJA

Todos deberíamos hacer lo posible para evitar esta pro­motora y servidora de los vicios, esta portera del um­bral de los placeres, cuyo nombre es ociosidad; debe­ríamos combatirla con su oponente, es decir, con la laborio­sidad o diligencia, para que el diablo no se apodere de noso­tros por nuestra indolencia. Pues una vez observa a un hombre ocioso, ese que nos está acechando de continuo esperando atraparnos con sus mil sutiles engaños, lo caza con su red, no dándose cuenta este hombre de que está agarrado por el ene­migo hasta que lo tiene ya por la solapa.

Deberíamos trabajar en serio para oponer resistencia a la ociosidad, pues aunque solamente nos preocupamos de esta vida, resulta evidente que dicha ociosidad es una maldita tor­peza de la que no se deriva nada bueno o beneficioso. La pe­reza tiene a la ociosidad al otro extremo de la correa, sirvien­do solamente para dormir, comer, beber y devorar el produc­to del trabajo de los demás. Con el fin de alejar de nosotros el tipo de ociosidad que es causa de tantas calamidades, he tratado aquí de traducir fielmente de la Legenda Áurea su glo­riosa vida y pasión, ¡oh tú, cuya guirnalda está entretejida de lirios y rosas!. Me refiero a ti, Santa Cecilia, virgen y mártir.

INVOCACIÓN A LA VIRGEN MARÍA

Tú que eres la flor de todas las vírgenes; tú, de quien San Bemardo gozaba escribiendo; a ti te invocó la primera en este principio. Permíteme celebrar, oh tú, que consuelas al desgraciado pecador, la muerte de tu doncella que, por méri­tos propios, conquistó la vida eterna y obtuvo su victoria so­bre el enemigo, como podréis leer en la historia que sigue. Tú, Doncella y Madre, hija de tu Hijo; tú, fuente de gracia, bálsamo de las almas pecadoras, en la que Dios en su bon­dad eligió residir: humilde y, sin embargo, exaltada por enci­ma de todas las criaturas, tú ennobleciste nuestra pecamino­sa naturaleza hasta tal punto que el Creador no desdeñó el vestir y arropar a su Hijo en carne y huesos y hacer de Él un ser humano. Dentro del bendito claustro de tus entrañas, el eterno amor y la eterna paz —del mundo trino, Señor y Guía, a quien la tierra, el mar y el cielo alaban eternamente sin cesar— tomó la forma humana. Y tú, Virgen Inmacula­da, llevaste en tus entrañas al Creador de todas las criaturas y, sin embargo, retuviste tu pureza de doncella.

En ti la magnificencia está tan unida a la gracia, a la bon­dad y a la compasión, que tú, sol de excelencias, no solamen­te ayudas a los que te rezan, sino que incluso antes de que los hombres soliciten tu ayuda, a menudo, por tu gran benigni­dad, anticipas con largueza sus plegarias y te conviertes en el médico de sus vidas. ¡Oh, hermosa Virgen, dulce y bendita, ayuda ahora a una desterrada en este páramo de amargura! Recuerda a la mujer de Canaán que dijo: «Los perros comen las migajas que caen de la mesa del dueño»; y aunque yo soy una indigna hija de Eva y, por tanto, pecadora, acepta, sin embargo, mi fe. Y como sea que la fe sin obras es estéril, dame el ingenio y la oportunidad de trabajar tanto que pue­da escaparme de esta oscurísima región.

¡Oh, tú, que eres hermosa y te has visto tan favorecida, Madre de Cristo, amada hija de santa Ana, sé mi abogada en ese altísimo lugar en el que el Hosanna se canta eternamente! Ilumina con tu luz mi alma aprisionada, turbada por el con­tagio de mi cuerpo y por el peso de la lascivia terrenal y por los falsos afectos. ¡Oh, tú, mi puerto y refugio! ¡Oh, salva­ción de los que sufren penas y aflicciones, ayúdame ahora, pues estoy a punto de iniciar mi tarea!

Sin embargo, ruego al que lea lo que escribo que me per­done si no me preocupo de adornar el cuento, pues estoy presentando las palabras y el sentido de lo que uno escribió en reverencia por la santa. Yo simplemente sigo el curso de su vida y os ruego que mejoréis mi trabajo allí donde resulte necesario.

INTERPRETACIÓN DEL NOMBRE DE CECILIA

Primeramente me gustaría explicar la etimología. del nom­bre de Santa Cecilia bajo la luz de su historia. En inglés sig­nifica «lirio del cielo» (coeli lilia), en representación de la pura castidad de la virginidad; o quizá se llamó «lirio» por tener la blancura de la honra, la lozanía de la conciencia y el dulce sa­bor de la buena fama. Alternativamente, Cecilia equivale a decir «sendero de los ciegos» (caecis via), debido al ejemplo de su enseñanza. O también, según he leído, Cecilia está com­puesto por cielo (coelum) y Lea. Aquí, figurativamente, cielo significa su santa contemplación, y Lea, su incesante acti­vidad.

Cecilia puede también interpretarse de la siguiente forma: «carente de ceguera» (caecitate carens), por la gran luz de su sa­biduría y sus resplandecientes virtudes. O también quizá el nombre de esta radiante virgen proviene del cielo (coelum) y leos, pues ella puede muy bien ser llamada con toda justicia «un cielo para la gente» (un ejemplo de todas las obras bue­nas y juiciosas). Pues leos significa «gente» en inglés, y de la misma forma que desde el cielo se ven el Sol, la Luna y las estrellas, también en el sentido espiritual uno puede ver en esta noble virgen la magnanimidad de fe, la perfecta claridad de su sabiduría y muchas obras brillantes y excelentes. Los cultos han escrito que las esferas celestes son veloces, redon­das y ardientes; también era así la blanca y hermosa Cecilia, siempre veloz y diligente en las buenas obras, perfecta y en­tera en su perseverancia, siempre ardiente con la radiante lla­ma de la caridad. Acabo de explicar su nombre.

2. EL CUENTO DE LA SEGUNDA MONJA

Según consta en su Vida, la hermosa virgen Cecilia na­ció de una noble familia romana y fue educada desde la cuna en la fe de Cristo, cuyo Evangelio nunca estu­vo ausente de sus pensamientos. Y he visto escrito que jamás cesó de amar y temer a Dios o rezarle para que le conservase su virginidad. Ahora bien, cuando ella iba a casarse con un joven llamado Valenano y llegó el día de la boda, era tal la humildad y la piedad de su espíritu, que llevaba sobre la piel una tela de saco, oculta bajo una túnica dorada que le senta­ba muy bien. Y cuando el órgano sonó una pieza musical, ella, en lo recóndito de su corazón, entonó a Dios el siguien­te cántico:

—Oh, Señor, guarda mi alma y mi cuerpo y manténlos sin mácula, para que no perezca. (Cada dos días ayunaba y se entregaba a rezos continuos y fervientes por el amor de Aquel que murió en el madero.) Llegó la noche, y cuando, según la costumbre, debía irse a la cama con su esposo, le habló en privado a éste y le dijo: —Dulce, querido y amantísimo esposo. Existe un secreto que puede ser que te guste oír. Te lo contaré si me prometes que no lo vas a revelar.

Valeriano se comprometió bajo juramento a que nunca le traicionaría en circunstancia alguna, pasase lo que pasase. Al fin le dijo ella:

—Tengo un ángel que me ama con un amor tan grande, que tanto si estoy despierta como dormida siempre está aler­ta vigilando mi cuerpo. Si él se da cuenta de que tú me tocas o me das amor carnal, te matará en el acto sin dudarlo ni un momento, por lo que morirías en la flor de la juventud. Pero si me proteges con un amor puro, gracias a tu pureza te ama­rá tanto como a mí y te revelará su resplandor y su gozo.

Valeriano, inspirado de esta forma de acuerdo con la vo­luntad de Dios, repuso:

—Si tengo que confiar en ti, déjame ver a este ángel y dar­le un vistazo. Si resulta ser un verdadero ángel, actuaré como me has pedido; pero si amas a otro hombre, entonces, crée­me os mataré a ambos, aquí mismo con esta espada.

A lo que Cecilia replicó inmediatamente:

—Verás el ángel si así lo quieres, pero ha de ser con la con­dición de que creas en Cristo y recibas el bautismo. Sal y di­rígete a la Vía Apia, que está solamente a tres millas de esta ciudad, y habla a la gente pobre que vive allí, según te instrui­ré. Diles que yo, Cecilia, te envío a ellos para que te lleven hasta el buen anciano Urbano por motivos secretos y una santa finalidad. Cuando tú veas a San Urbano, dile lo que te he contado; y cuando hayas sido bautizado y estés limpio de pecado, entonces, antes de irte, verás a ese ángel.

De acuerdo con estas instrucciones, Valeriano se fue hacia dicho lugar y allí encontró a este santo varón Urbano, tal como se lo había dicho, oculto entre las catacumbas de los santos.

No perdió tiempo en darle el mensaje. Después de recibir­lo, Urbano alzó las manos de alegría y dejó que las lágrimas resbalasen por sus mejillas.

—Dios Todopoderoso, ¡oh Señor Jesucristo! —dijo él—. Tú, Sembrador del ideal casto y Pastor de todos nosotros, toma para ti el fruto de esta semilla de castidad que Tú has sembrado en Cecilia. Como una abeja, laboriosa e inocente, tu doncella Cecilia te sirve continuamente. El esposo que ha tomado, que estaba como un león rampante, lo ha enviado aquí hacia ti, suave como un corderito.

Y mientras el anciano estaba hablando, otro anciano ves­tido con ropajes de una blancura radiante, que llevaba en su mano un libro escrito con letras de oro, se apareció súbita­mente y se quedó inmóvil de pie frente a Valeriano. Al verlo, Valeriano cayó al suelo aterrorizado y como muerto, a lo que el otro, asiéndole, empezó a leer el libro:

—Un Señor, una Fe, un Dios solamente; una Cristiandad, un Padre para todos vosotros, omnipresente y supremo. Todas estas palabras estaban escritas en oro. Cuando ter­minó de leerlas, el anciano exclamó:

—¿Crees o no crees en estas palabras? Responde sí o no. —Todo esto creo —replicó Valeriano—. Pues me atrevo a sostener que ningún hombre puede concebir nada más cier­to bajo el cielo.

Después de ello el anciano se desvaneció en el aire, sin que él supiera adónde había ido, y el Papa Urbano hizo un cris­tiano de él allí mismo.

Valeriano regresó a casa y encontró a Cecilia de pie en su habitación con un ángel. El ángel llevaba en sus manos dos guirnaldas, una de rosas y otra de lirios; tengo entendido que dio la primera a Cecilia y luego la segunda se la entregó a su marido Valeriano.

—Conserva siempre estas guirnaldas, con pureza de cuer­po y mente sin mácula —dijo él—. Las he traído a vosotros desde el Paraíso; os aseguro que no se marchitarán nunca, ni perderán su dulce aroma, ni la verá ninguna persona, a me­nos de que sea casta y odie la maldad. En cuanto a ti, Vale­riano, por haber reaccionado tan rápidamente al buen conse­jo, puedes pedirme lo que desees y te será concedido.

A esto Valeriano replicó:

Tengo un hermano al que amo más que a ningún hom­bre. Te ruego que le dejes tener la gracia de conocer la verdad como yo la he conocido aquí.

—Tu petición —respondió el ángel— es agradable a Dios: ambos asistiréis a su fiesta celestial portando la palma del martirio.

Mientras hablaba llegó Tiburcio, el hermano de Valeriano. Percibiendo el aroma que se desprendía de las rosas y de los lirios, quedó profundamente asombrado en su fuero interno.

—¿De dónde proviene este dulce olor a rosa y lirio que se nota en este aposento y en esta época del año? —dijo—. Ei aroma difícilmente sería más penetrante si estuviese cogiéndolas con la mano. La dulce fragancia que percibo en mi co­razón ha cambiado todo mi modo de ser.

—Tenemos —le contó Valeriano— dos brillantes y res­plandecientes guirnaldas: una blanca como la nieve; la otra, roja rosada, que tus ojos no pueden ver. Pero como sea que recé para que tú pudieses olerlas, querido hermano, también las verás, si te apresuras a creer y a conocer la pura verdad.

Tiburcio repuso:

—¿Me estás diciendo esto a mí o lo estoy oyendo en un sueño?

—Estate seguro, hermano, que los dos hemos estado so­ñando hasta ahora —replicó Valeriano—; pero ahora, por primera vez, estamos en la verdad.

—¿Cómo lo sabes y de qué modo? —preguntó Tiburcio. —Te lo explicaré —replicó Valeriano—.

La verdad me la enseñó el ángel de Dios que tú también podrás ver si renun­cias a los ídolos y quedas limpio; pero no podrás si sigues así. San Ambrosio decidió hablar sobre el milagro de las dos guirnaldas en uno de sus prefacios. El excelente y amador Doc­tor, solemnemente, dice así: «Para recibir la palma del martirio, Santa Cecilia, llena de la Gracia de Dios, abandonó el mundo e incluso su lecho de matrimonio; fue testigo de la conversa­ción de Tiburcio y Valeriano, a quien Dios en su bondad le pro­porcionó dos guirnaldas de flores suavemente perfumadas y se las envió por medio de su ángel. La doncella llevó a los dos hombres a la gloria eterna. El mundo ha aprendido verdadera­mente la recompensa de la casta devoción al amor espiritual.

Entonces Cecilia demostró claramente a Tiburcio que to­dos los ídolos eran manifiestamente inútiles, pues no sola­mente son mudos, sino sordos; y le conminó a repudiarlos.

—El que no cree esto, verdaderamente no es más que una bestia del campo —dijo Tiburcio.

Al oír esto, ella le besó el pecho, contenta hasta más no poder de que pudiese ver la verdad.

—Desde hoy te tengo por camarada mío —le dijo esta bendita doncella, hermosa y amada—. Pues –prosiguió— del mismo modo que el amor de Cristo me hizo esposa de tu hermano, por este mismo motivo, ya que estás dispuesto a renunciar a tus ídolos, te tomo por camarada mío aquí y ahora. Ve ahora con tu hermano y que te bauticen; purifica­te, además, para poder contemplar el rostro del ángel del que ha hablado tu hermano.

—Querido hermano —contestó Tiburcio—, primero dime adónde debo ir y a quién debo presentarme.

—¿A quién? —exclamó Valeriano—. Esto sería algo mila­groso, me parece. ¿Quieres decir a ese Urbano que ha sido condenado a muerte tantas veces y vive en agujeros y rincones, hoy está aquí, mañana, allí, y no se atreve ni una sola vez a sacar fuera la cabeza? Si se le encontrase o se le denun­ciase, le quemarían en una hoguera y a nosotros también para hacerle compañía. Y mientras buscamos a esta Deidad que se oculta allí en el cielo, en este mundo vamos a acabar ardiendo en la hoguera.

Cecilia le contestó con decisión:

—Mi querido hermano, los hombres podrían muy bien temer, y con razón, el perder sus vidas si no existiese otra vida que ésta. Pero no temas: hay otra vida que nunca po­drá perderse. A través de su gracia, el Hijo de Dios nos lo ha dado a conocer. El Hijo de aquel Padre que hizo todas las cosas; y, ciertamente, el espíritu que procede del Padre ha dotado de alma a todas las criaturas con inteligencia y capacidad de raciocinio. En sus parábolas y milagros, mientras estaba en este mundo, el Hijo de Dios nos ha mostrado que hay otra vida donde los hombres pueden re­sidir.

—Querida hermana —replicó a esto Tiburcio—, ¿no me acabas de decir ahora mismo algo parecido a esto: que no hay más que un Dios, un único verdadero Señor? ¿Cómo es que ahora me hablas de tres?

Te lo explicaré antes de que haya acabado —dijo ella—. De la misma forma que un hombre posee tres facultades, memoria, imaginación y raciocinio, igualmente puede haber tres Personas en un único Ser Divino.

Entonces ella comenzó a predicarle en serio sobre la veni­da de Cristo al mundo y le relató todo lo referente a sus sufrimientos y particularidades de su Pasión: cómo, para redimir a la Humanidad que estaba sumida en pecado mortal, el Hijo de Dios se vio obligado a vivir en este mundo. Todas es­tas cuestiones se las explicó a Tiburcio. Después de esto, lleno de santa aspiración, se fue con Valeriano a ver al Papa Urbano, que dio gracias a Dios y le bautizó con el corazón lleno de gozo y contento. Allí y entonces completó su ins­trucción y le convirtió en caballero de Dios. Después de esta ceremonia, Tiburcio alcanzó tal gracia, que cada día veía al ángel de Dios en este mundo temporal, y todas las gracias que le pedía a Dios se le concedían rápidamente.

Sería muy dificil relacionar los muchos milagros que Jesús realizó por su mediación; pero, finalmente, los oficiales de la ciudad de Roma les buscaron y prendieron, llevándoles ante el prefecto Almaquio, quien les examinó e interrogó hasta averiguar sus objetivos e intenciones. Entonces les envió ha­cia la estatua de Júpiter diciendo:

—Esta es mi sentencia: el que no ofrende sacrificios a Jú­piter será decapitado.

A continuación, un tal Máximo, oficial subordinado del prefecto, arrestó a los mártires a que me refiero, pero sintió compasión de ellos y se puso a llorar mientras se llevaban a los santos. Y cuando Máximo escuchó sus enseñanzas, obtu­vo permiso de los verdugos y se los llevó inmediatamente a su casa. Antes de que anocheciera, esas enseñanzas no sola­mente libraron a Máximo y a toda su familia de sus falsas creencias, sino también a sus ejecutores, e hicieron que todos ellos creyesen en un único Dios.

Al caer la noche, Cecilia vino con sacerdotes y les bautiza­ron a todos juntos. Más adelante, cuando clareó, les habló con suma gravedad:

Ahora, queridos soldados de Cristo, arrojad de vosotros todas las obras de las tinieblas y armaos todos con la armadu­ra de la luz. Habéis luchado una gran batalla en pos de la ver­dad; vuestra carrera ha sido corrida y habéis mantenido la fe. Id y recibir la corona inmarcesible de luz que el buen juez, a quien habéis servido, os dará según vuestros merecimientos

Poco después de haberles dirigido esas palabras fueron conducidos a efectuar el sacrificio. Sin embargo, cuando lle­garon al lugar, se negaron en redondo tanto a ofrendar sacri­ficios como incienso; en su lugar se arrodillaron con el cora­zón humilde y una firmísima devoción.

Fueron decapitados allí mismo; sus almas subieron direc­tamente al Rey de la gracia. Máximo, que lo había visto todo, fue testigo de todo, y llorando amargamente anunció que ha­bía visto a sus almas elevarse hacia el cielo ayudadas por án­geles de claridad y luz.

Sus palabras convirtieron a muchos, y, por dicho motivo, Almaquio hizo que le azotasen con tal severidad con un láti­go de plomo, que su vida le abandonó.

Entonces Cecilia recogió su cadáver y, con gran secreto, le en­terró, junto a Tiburcio y a Valeriano, bajo una piedra de su pro­pio cementerio. Al enterarse, Almaquio ordenó inmediatamen­te a sus oficiales que fuesen en busca de Cecilia para que, públi­camente, pudiese realizar sacrificios y ofrecer incienso a Júpiter ante su presencia. Pero aquéllos, que habían sido convertidos por sus sabias enseñanzas, lloraron amargamente y, dando completo crédito a lo que ella afirmaba, gritaron una y otra vez:

—Cristo, el Hilo de Dios y su Co—Igual —que es servido por tan buen criado, es el verdadero Dios—, ésta es nuestra creencia y esto lo sostenemos unánimemente, aunque luego perezcamos.

Al enterarse de estos sucesos, Almaquio ordenó que le tra­jesen a Cecilia para poder verla. Y esto fue lo primero que él le preguntó:

—¿Qué clase de mujer eres? —Nací noble —dijo ella.

Te estoy preguntando por tu fe y tu religión, aunque esto puede ocasionarte problemas.

—Has empezado tu interrogatorio de un modo estúpido —replicó ella—. Tú esperas dos respuestas a una sola pregun­ta. Preguntaste como un tonto.

Ante esta insolencia, Almaquio replicó:

—¿De dónde sacas estas respuestas tan despectivas?

—¿De dónde? —respondió Cecilia—. De la conciencia y de una fe franca y buena.

—¿No tienes respeto a mi autoridad? —añadió Almaquio.

—Tu poder no tiene nada para infundir temor; el poder de los hombres mortales no es más que una vejiga llena de aire. La punta de una aguja puede desinflar su hinchado orgullo.

—Tú empezaste mal y persistes en él —dijo—. ¿Ignoras que nuestros nobles y poderosos príncipes han dispuesto y ordenado que todo cristiano sufra castigo a menos que re­nuncie a su fe y quede libre abjurando de ella?

Tus príncipes están equivocados y también lo están tus nobles —añadió Cecilia—. Nos haces culpables por una ley estúpida, aunque la verdad es que no somos culpables. Eres tú, que te das perfectamente cuenta de nuestra inocencia, que nos imputas el crimen y viertes odio sobre nosotros por­que reverenciamos a Cristo y llevamos el nombre de cristia­nos. Pero nosotros, que conocemos el poder de este nombre, no podemos abjurar de él.

—Tienes dos opciones a elegir —replicó Almaquio—. O bien realizar sacrificios, o renuncias a tu cristianismo. De este modo puedes librarte.

Al oír eso, la bendita y santa virgen se echó a reír. —¡Mira que estar condenada a escuchar semejante san­dez! —dijo ella al juez—. ¿Querrías que renunciase a la ino­cencia y me convirtiese en criminal? Miradle: se está ponien­do en ridículo frente a todo el tribunal; su mente delira, y mira fijo como un loco.

—¡Desgraciada! —exclamó Almaquio—. ¿No te das cuen­ta del alcance de mi poder? ¿No me han concedido nuestros poderosos príncipes poder y autoridad para la vida o la muer­te? ¿Cómo te atreves a dirigirme la palabra con tanta arro­gancia?

—No hablo con arrogancia, sino con firmeza —profirió ella—. Por mi parte, puedo decir que nosotros, los cristianos, tenemos un odio mortal hacia el pecado de orgullo. Y si no tienes miedo de escuchar la verdad, yo demostraré pública­mente y de manera convincente que has proferido una monstruosa mentira. Tú dices que tus príncipes te han otor­gado poder de vida y muerte sobre la gente: tú solamente puedes destruir vidas. Tú no tienes otra autoridad o poder. Lo que tú sí puedes decir es que tus príncipes te han hecho servidor de la muerte. Si pretender ser más, mientes, pues tu poder es escaso.

—¡Ya he tolerado bastante insolencia de tu parte! —excla­mó Almaquio—. Antes de que te vayas, haz sacrificios a nuestros dioses. No me importan los insultos que lances con­tra mí, pues los puedo soportar como un filósofo; pero lo que no soportaré serán los improperios que acumulas contra nuestros dioses.

—Tú, estúpida criatura —contestó Cecilia—. Desde el pri­mer momento en que abriste la boca, cada una de tus pala­bras me han proclamado tu estulticia y me has demostrado por todos los medios que eres un oficial ignorante y un juez impotente. Para lo que te sirven tus ojos corporales, podrías estar completamente ciego, pues una cara que vemos todos es una piedra, lo cual es completamente obvio, una piedra a la que tú llamas un dios. Sigue mi consejo, ya que no puedes hacer caso de esos ojos tuyos. Coloca tu mano sobre ella y pálpala: verás que es una piedra. ¿No te da vergüenza de que la gente se ría de ti y se mofe de tu estupidez? Pues todo el mundo sabe que Dios Todopoderoso está arriba en los cie­los, mientras que estos ídolos, como puedes ver fácilmente, no sirven de nada ni a ti ni a sí mismos; de hecho, no valen ni un cuarto.

Estas y otras parecidas palabras profirió Alicia hasta que Al­maquio se puso furioso y ordenó que se la llevasen a su casa. —Quemadla en un baño de llamas en su propia casa —añadió él.

Y tal como lo mandó, se hizo. La introdujeron en una ba­ñera, que cerraron, y encendieron un gran fuego debajo, que mantuvieron encendido noche y día. Ella se pasó así toda la santa noche y el día siguiente, pero a pesar de todo el fuego y el calor del baño ella seguía fresca y sin sentir dolor alguno, ni siquiera sudaba.

Pero en aquella bañera tenía que perder la vida, pues, en la iniquidad de su corazón, Almaquio envió un mensajero con órdenes de asesinarla allí mismo. El verdugo le asestó tres golpes al cuello, pero no pudo cercenárselo del todo. Y como sea que en aquella época había una ley por la cual nadie po­dría sufrir el castigo de que le asestasen un cuarto golpe, ni ligero ni fuerte, no se atrevió a hacer más, y se marchó deján­dola allí medio muerta con el cuello abierto por los cortes. Los cristianos que estaban a su alrededor recogieron cuidadosamente la sangre en sábanas. Tres días vivió ella en medio de este tormento, sin dejar de enseñar y predicar la fe a los que ella había convertido. Les encargó que entregasen sus bienes y objetos al Papa Urbano diciendo:

—Pedí al Rey del Cielo tres días de respiro, no más, para poder encomendar estas almas a vosotros antes de marchar­me y encargaros que mi casa sea convertida en iglesia para siempre jamás.

San Urbano y sus diáconos se llevaron en secreto su cuer­po y lo enterraron de noche, honorablemente, junto a los de­más santos. Su casa se llama iglesia de Santa Cecilia; San Ur­bano fue quien la consagró como correspondía, hasta hoy, donde Jesucristo y su Santa han sido siempre venerados.

3. EL PRÓLOGO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO

Cuando se terminó el relato de la vida de Santa Ceci­lia —no habíamos corrido más de cinco millas a ca­ballo—, nos alcanzó un hombre en Boughton—un­der—Blean. Iba vestido con ropas negras y llevaba una sobre­pelliz blanca debajo. Parecía como si hubiese espoleado fuer­te en las últimas tres millas, ya que su rocín, de color gris mo­teado, estaba completamente empapado de sudor, mientras que el caballo sobre el que montaba su criado estaba tan re­cubierto de espuma que apenas si podía continuar. La espu­ma sobre el arnés del pecho era tan espesa y estaba salpicado de tal forma, que parecía una urraca.

Sobre la grupa tenía una bolsa de cuero que llevaba dobla­da; parecía que transportaba poca cosa y viajaba con una im­pedimenta ligera de verano. Estaba preguntándome de quién se trataba, cuando observé la forma en que su caperuza iba cosida a su capa. Por ello, después de reflexionar un poco, pensé se trataba de una especie de canónigo.

Su sombrero colgaba de su espalda por un cordel, pues ha­bía cabalgado más rápido que al paso o al trote: había estado galopando como un loco. Llevaba una hoja de bardana de­bajo de la caperuza para que no se le pegase el sudor y man­tener la cabeza fresca. Era algo digno de ver de qué forma sudaba: su frente goteaba como un alambique lleno de cañarroya o panetana. Al acercársenos manifestó:

—Dios bendiga a este grupo tan alegre; he estado galopan­do de firme por vuestra culpa. Quería alcanzaros e integrar­me a esta feliz comitiva.

Su criado, también de modo muy cortés, comentó: —Señores, os vi cuando salisteis esta mañana de la hospe­dería, montados en vuestros caballos; por lo que se lo comu­niqué a mi señor y dueño aquí presente, pues tiene muchas ganas de cabalgar junto a vosotros para su diversión, ya que le encanta charlar.

—Habéis tenido suerte en decírselo, amigo mío —dijo nuestro anfitrión—, pues vuestro dueño ciertamente parece ser una persona de recursos, o así lo creo yo, y lleno de mu­cho ánimo. Le agradeceré que nos cuente uno o dos cuentos agradables para divertir a la concurrencia.

—¿Quién, señor? ¿Mi dueño? ¡Ya lo creo que sí! Sabe más de lo necesario sobre diversiones y juegos. Creedme, señor, si le conocieseis tan bien como yo, os quedaríais sorprendidos de su destreza y capacidad en toda clase de asuntos. Se ha en­cargado de muchos grandes proyectos que resultarían muy dificiles para cualquiera de los presentes de llevar a cabo, a menos que él os enseñase cómo hacerlo. Aunque tiene un as­pecto corriente cabalgando así junto a ustedes, descubriréis que vale la pena conocerle. Llegaría incluso a apostar todo lo que poseo a que pagaríais una suma considerable por haber­le conocido. Os haré una advertencia: se trata de un hombre distinguido, de un hombre verdaderamente notable.

—Bueno —dijo nuestro anfitrión—. Entonces decidnos si se trata o no de un clérigo. Decidnos quién es.

—No, es mucho más que un clérigo, ciertamente —res­pondió el criado—. Os contaré algo de su profesión en po­cas palabras. Permitidme que os diga que mi dueño conoce artes secretas (pero no todos aprenderéis sus secretos de mí). Yo le ayudo un poco en su trabajo; podría volver patas arri­ba todo el terreno por el que cabalgamos hasta la ciudad de Canterbury y pavimentarlo todo de oro y plata.

Cuando el criado manifestó eso, nuestro anfitrión ex­clamó:

—¡Dios nos bendiga! Me parece bastante maravilloso que vuestro dueño sea tan ingenioso y sepa tanto al respecto y se preocupe tan poco de su aspecto. Lleva una capa que no vale un pito. ¡Maldita sea! Está sucia y andrajosa. ¿Cómo es que vuestro dueño va tan desastrado si tiene poder económico para comprar mejor paño? Suponiendo, claro está, que sea cierto lo que decís. Explicádmelo, por favor.

—¿Por qué me preguntáis a mí? —dijo el criado—. ¡Que Dios me perdone! Nunca mejorará (aunque jamás admitiré haber dicho esto, por lo que, por favor, guardáoslo para vos). En mi opinión, es demasiado inteligente y me quedo corto. Suficiente ya es igual que un banquete, como suele decirse; demasiado es un error. Este es el motivo por el que le creo tonto e idiota. Cuando un hombre tiene demasiado cerebro, ocurre que lo utiliza mal. Esto es lo que le pasa a mi amo. Es para mí una maldición, si Dios no lo arregla. Esto es todo lo que puedo deciros.

—No os importe, buen criado —añadió nuestro anfi­trión—; pero como conocéis los talentos de vuestro dueño, permitidme que os presione para que me digáis qué es lo que hace, y a qué es tan mañoso e ingenioso. ¿Dónde vive, si es que puede preguntarse?

—En las afueras de una ciudad —respondió él—, escon­diéndose por rincones y callejuelas en los que se reúnen co­rrientemente ladrones y asaltadores, viviendo constantemen­te ocultos y temerosos como todos los que no se atreven a mostrar el rostro; así es como vivimos, si es que hay que de­cir la verdad.

—¿Puedo preguntaros algo más? —prosiguió nuestro anfitrión—. Decidme, ¿por qué vuestro rostro está tan des­colorido?

—¡Por San Pedro! —exclamó el criado—. He sido desafor­tunado, he aquí el por qué. Estoy tan acostumbrado a soplar el fuego, que, supongo, eso me ha cambiado el color. No me paso el tiempo mirándome en los espejos, sino trabajando hasta matarme y aprendiendo a transmutar metal en oro. Nos llegamos a marear mirando fijamente el fuego; pero, a pesar de todo, no conseguimos lo que esperamos y nunca al­canzamos nuestro objetivo. Engañamos a bastante gente y les pedimos prestado, digamos una libra o dos, o diez, o doce, o incluso sumas mayores de oro, y les hacemos creer que, por lo menos, podemos doblar su dinero. Pero todo son mentiras, aunque tenemos fundadas esperanzas de que pue­de hacerse y seguimos tratando de conseguirlo. Sin embargo, la ciencia de la alquimia está tan lejos de nosotros, que no podemos ponemos al corriente, digamos lo que digamos; se nos escapa tan deprisa.... que al final acabaremos mendigando.

Mientras el criado estaba diciendo todo esto con su parlo­teo, el canónigo se acercó a él y oyó todo lo que decía. Este canónigo siempre sospechaba de la gente habladora. Pues, como dice Catón, los que tienen culpa creen que todo el mundo habla de ellos. Este fue el motivo por el que se acercó más al criado para oír sus comentarios.

Entonces gritó al criado y le dijo:

—Contén tu lengua. No digas ni una palabra más. Si no te callas, haré que te arrepientas. Me estás difamando ante es­tas personas y, lo que es más, les estás revelando lo que debe permanecer oculto.

—Está bien —añadió el anfitrión—. Seguid contando. No me importa el qué. Y no hagáis el menor caso de sus amenazas. —¡Pues claro que no le haré caso! —replicó el criado.

Y cuando el canónigo vio que no había nada a hacer y que su criado estaba dispuesto a contar todos sus secretos, contra­riado y humillado, se volvió y salió huyendo.

—¡Ah! —exclamó el criado—. Pues nos divertiremos con eso. Ahora, viendo que se ha ido, os contaré todo lo que sé.... ¡que el diablo le ahogue! Desde ahora, os prometo que no tendré nada más que ver con él, tanto si me ofrece libras como peniques. ¡Que penas y oprobios caigan sobre su cabe­za! Fue el primero en arrastrarme a este juego (que no ha sido para mí ningún juego, os lo aseguro). Pensad lo que penséis, estos son mis sentimientos. Sin embargo, a pesar de toda la infelicidad, aflicciones, trabajos y desgracias que el asunto me trajo, nunca me decidía a separarme del mismo. ¡Ojalá Dios quisiese que tuviera cerebro para contaros todo lo que se relaciona con esta ciencia! Con todo, os diré algo sobre eso. Como sea que mi amo se ha marchado, no me callaré nada. Contaré todo lo que sé.

4. EL CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO

Llevo viviendo siete años con este canónigo y no he ad­quirido casi nada de su ciencia. Por ella, he perdido todo lo que tenía, como —Dios lo sabe— muchos otros además de mí. Hubo un tiempo en que solía ser alegre y animoso y tenía buenos trajes y adornos; ahora, un viejo calcetín me sirve de gorro. Mi rostro era fresco y lozano; aho­ra, es plomizo y marchito. Meteos en la alquimia y veréis con cuánta amargura os arrepentiréis. Mis ojos todavía lagrimean por la forma con que se me ha tomado el pelo. ¡Ved lo que se consigue con la alquimia!

Esta ciencia resbaladiza me ha dejado con lo puesto. Me he quedado sin recursos. Y, además, para colmo, la verdad es que estoy tan endeudado por el oro que he tomado prestado que, mientras viva, no alcanzaré a pagarlo. Ojalá sea yo una seria advertencia para todos. Cualquiera que se meta en ella, ya va listo si persiste. Esto es lo que opino. Pues todo lo que conseguirá será un cerebro embotado y el bolsillo vacío. Y cuando todos sus bienes se hayan arriesgado y perdido por su locura e insensatez, excitará a otros, que también perderán lo suyo, como lo perdió él. Los sinvergüenzas encuentran que es una diversión y un consuelo el tener compañeros en la desgracia, o, por lo menos, así me lo enseñó un estudioso. Pero no importa: os contaré lo que hacemos.

Parecemos muy sabios en el laboratorio —nuestra jerga es muy rara y técnica—, en donde practicamos esta recóndita ciencia nuestra. Yo soplo el fuego hasta que el corazón no puede más. ¿Por qué tengo que daros todas las proporciones de los ingredientes? Por ejemplo, cinco o seis onzas de plata, o alguna cantidad parecida. O entretenerme dándoos sus nombres: oro, pimentel, huesos quemados, limaduras de hierro molidas hasta convertirlas en polvo fino, y describir cómo se ponen dentro de una cazuela de loza (se pone sal y pimienta antes de colocar los polvos que ya he mencionado), cubriéndola herméticamente con una placa de vidrio, junto con muchas otras cosas; de la forma con que el vidrio y la ca­zuela se cierran herméticamente con arcilla para que no se pueda escapar el aire; de cómo se regula el fuego, de vivo a moderado; de los esfuerzos y trastornos que pasamos vapori­zando nuestros ingredientes, amalgamando y calcinando la plata viva, llamada también mercurio crudo.

A pesar de aplicar todo nuestro ingenio, nunca consegui­mos resultado positivo alguno. Nada sirve de nada, ni el oro­pimentel, ni el mercurio sublimado, ni el protóxido de plo­mo molido en un mortero de pórfido, tantas onzas de cada uno: todos nuestros esfuerzos resultan vanos. Ni los gases que se desprenden, ni los sólidos que se quedan pegados en el fondo de la cazuela tienen la menor utilización para el tra­bajo que hacemos. Todo nuestro afán y sus correspondientes horas perdidas son inútiles. Y todo nuestro capital queda también volatilizado. ¡Así se lo lleve el diablo!

Hay tantas cosas referentes a esta ciencia nuestra, que por no tener instrucción, no las podré repetir ordenadamente. Sin embargo, las iré enumerando tal y como me vengan a la memoria, aunque no sepa situarlas en la categoría adecuada: arcilla armenia, verdete, bórax, varios recipientes de vidrio y loza: orinales, retortas, redomas, crisoles, vaporizadores, re­tomas de calabaza, alambiques y materiales diversos que no valen ni un pimiento. No hace falta relacionarlo todo: agua rubificada, hiel de toro, arsénico, sal, amoniaco, azufre... Y si quisierais perder el tiempo podría recitar toda una serie de hierbas: agrimonia, valeriana, lunaria, etc..., y otras muchas que no es preciso mencionar.

Nuestras lámparas ardían noche y día tratando de conse­guir resultados; nuestros hornos para calcificar, o para albifi­cación del agua, cal viva, yeso blanco del hueso; diversos pol­vos, ceniza, excremento, orina, arcilla, receptáculos encera­dos, salitre, vitriolo; las distintas formas de arder de la made­ra y del carbón vegetal; potasa, álcali, sal preparada, tostados, coagulados, arcilla mezclada con pelo de caballo o pelo hu­mano, aceite tártaro, alumbre de roca, levadura, mosto, tárta­ro en bruto, rejalgar. Y, asimismo, la incorporación de otras sustancias absorbentes: nuestra plata citronizada y sustancias en fermentación o selladas herméticamente; nuestro moldes, nuestras probetas y todo el resto.

Os lo repetiré tal y como me lo enseñaron: los cuatro es­píritus y los siete cuerpos, por su orden. Así se los he oído nombrar a mi dueño.

El primer espíritu se llama plata viva (o azogue); el segun­do, oropimentel; el tercero, sal amoniaco, y el cuarto, azufre. Aquí tenemos ahora a los siete cuerpos: el oro, que corres­ponde al Sol; la plata, a la Luna; el hierro, a Marte; la plata viva, a Mercurio; el plomo, a Saturno; el estaño, a Júpiter, y el cobre, a Venus. ¡Como que soy hijo de mi padre!

Nadie que se meta en esta condenada ciencia obtendrá lo suficiente para ir tirando: perderá cada penique que se gaste en ella. De esto no albergo ni la más pequeña duda. ¿Alguien quiere ponerse en ridículo? Que estudie alquimia. Si tenéis dinero, también podréis ser alquimista. ¿Creéis quizá que es demasiado fácil de aprender? No, no, cien veces no. Tanto si sois monjes, frailes, sacerdotes, canónigos, no importa el qué, y os paséis sentados días y noches con vuestros libros es­tudiando esta ciencia tenebrosa y maravillosa, Dios sabe que será en vano, y —¡por Dios!— peor que en vano.

En cuanto a enseñarla a un hombre sin cultura... ¡Bah! No habléis de ello: no puede hacerse. Pero tanto si habéis estu­diado libros como si no, al final, lo mismo da. Por mi salva­ción, si estudiáis alquimia, cuando terminéis, estaréis exacta­mente donde estabais al principio: es decir, no habréis llega­do a ninguna parte.

Pero —ahora que me acuerdo— olvidé relacionar los áci­dos, las limaduras de metal, los modos de reblandecer y de endurecer sustancias, los óleos, abluciones y metales fusibles (la lista completa excedería a cualquier libro existente). Sería conveniente que me diese un descanso y dejar de recitar to­dos estos nombres, pues juro que he repetido los suficientes para hacer alzar del infierno al más ceñudo de los diablos. ¡Ah, no! ¡Que se vaya a la porra!

Todos nosotros buscamos la Piedra Filosofal o Elixir, como también se la llama. Si al menos la hubiéramos conse­guido, estaríamos salvados. Pero declaro —como hay Dios en el cielo— que, a pesar de toda nuestra maña y todo nues­tro ingenio, y de haberlo hecho, no quiso salirnos. Nos hizo desperdiciar todo lo que poseíamos, un pensamiento que casi nos volvería locos si no fuese por la constante esperanza que alimentaba nuestros corazones, incluso en los momen­tos más amargos, de que la Piedra Filosofal conseguiría final­mente salvarnos. Tales suposiciones son duras y dolorosas, os lo advierto muy seriamente.

Constituye una investigación sin fin. El confiar en el tiempo futuro hace que los hombres se separen de todo lo que tienen. Sin embargo, de esta ciencia nunca tienen bas­tante. Parece conllevar un fatal encantamiento. Pues aun­que no tuviesen más que una sábana para envolverse por las noches o una vieja capa para cubrir sus espaldas duran­te el día, se las venderían para gastarse el dinero en la alqui­mia. No pueden detenerse hasta que ya no queda nada. Además, dondequiera que vayan se les puede reconocer por el olor a azufre que desprenden. Despiden vaho como las cabras. Creedme, su hedor es tan caliente y tan cameril, que se les huele a una milla de distancia. Por consiguiente, si lo deseáis, podéis descubrir que se trata de gentes así, tan­to por su mal olor como por sus harapos deshilachados. Y si les llamáis aparte y les preguntáis por qué van tan mal vestidos, os susurrarán al oído que si les descubriesen, se­rían condenados a muerte por su alquimia. Así es cómo despluman al inocente.

Basta de esto. Continuaré mi relato.

Antes de que la cazuela sea puesta al fuego, mi maestro y nadie mas que él— calienta una cierta cantidad de meta­les —ahora que se ha ido puedo hablar—, pues dice de él mismo que es un experto; al menos sé que se ha ganado di­cha reputación. Sin embargo, siempre se está metiendo en lios. ¿Me preguntáis cómo? Generalmente suele suceder que la cazuela estalla, y así, ¡adiós a todo!

Estos metales son tan combustibles que nuestras pare­des podían resistirlos únicamente si estuvieran construidas de piedra y mortero; pues sucede que atraviesan directa­mente los muros y parte del material se filtra por el suelo. De esta forma hemos perdido algunas libras, ya que parte queda esparcida por el suelo y el resto sale disparado hacia el techo.

Aunque el diablo nunca se nos aparece, apuesto cualquier cosa a que el viejo enredón está allá haciéndonos compañía. Es dificil que en el infierno, donde ése es amo y señor, haya más cólera, rabia y rencor. Pues cuando nuestra cazuela salta en pedazos por los aires, como he dicho, entonces todos em­piezan a reñir y a sentirse fastidiados.

—Esto es por la forma en que se hizo el fuego —dice uno. Otro afirma:

—No, los que enredaron la cosa fueron los fuelles (y en­tonces me asusto, pues ésa es mi tarea).

—Los materiales —exclama un tercero— no tenían la pro­porción adecuada. No sabéis de qué estáis hablando.

—No —dice un cuarto—, callad y escuchadme: eso ocu­rrió porque en el fuego no había haya: esa es la única y sola razón. ¡Que me confunda si miento!

Yo, personalmente, no tengo idea de qué fue lo que pasó; sólo sabía que me hallaba en medio de una fuerte discusión. —Bueno —dice mi amo—, no se puede remediar. Ya evi­taré esos riesgos en el futuro. Estoy segurísimo de que la ca­zuela estaba agrietada; pero sea como sea, ¡no te quedes ahí pasmado con la boca abierta! Anímate, barre el suelo como de costumbre y cobra ánimos. ¡No te descorazones!

Entonces barría los residuos amontonándolos, se ponía una lona en el suelo y toda esa basura se arrojaba sobre un ta­miz, se tamizaba y la operación se repetía una y otra vez.

—Dios mío —decía uno—, aquí todavía hay algo de nuestro metal, aunque no lo tengamos todo. Aunque las co­sas hayan ido mal por el momento, otra vez saldrán quizá bien. Si no especulas, no acumulas. Que Dios nos perdone, pero a un comerciante no siempre le van bien las cosas, créeme. Algunas veces sus géneros van a pique; otras, llegan a tie­rra sanas y salvas.

—¡Silencio! —responde mi maestro—. La próxima vez encontraré medio de que nuestro barco llegue a casa de un modo diferente. Y si no lo encuentro, no me culpéis. Algo fue mal en alguna parte, ya lo sé.

Otro comenta que el fuego estaba demasiado caliente; so­bre si estaba demasiado caliente o frío solamente diré esto: cada vez sale mal. Fracasábamos en nuestro objetivo, pero, sin embargo, proseguíamos con nuestra desvarada locura. Cuando estamos todos juntos, cada uno de nosotros parece tan sabio como Salomón, pero ya os he dicho que no es oro todo lo que reluce, ni —diga lo que diga la gente— sanas to­das las manzanas que alegran la vista. Y eso es lo que nos pasa a nosotros: el que parece más sabio, es —cuando se lle­ga a la demostración— el más grande tonto; y el que parece más honrado, resulta ladrón. ¡Jesús! Esto os resultará eviden­te para cuando termine mi relato.

Hay entre nosotros un canónigo que podría contaminar a una ciudad del tamaño de Nínive, Roma, Alejandría, Troya y otras tres, todas juntas. Aunque viviese mil años, ningún hombre podría registrar todos sus trucos y desvergonzado engaño. En todo el ancho del mundo no hay nadie que le llegue a la suela del zapato como timador. Cuando habla a alguien lo hace con una jerga tan complicada y retorcida, y con argumentos tan sutiles, que en dos minutos tiene al suje­to completamente embaucado, a menos que, casualmente, sea un diablo procedente del infierno como él.

Hasta la fecha lleva engañados a centenares de personas y seguirá engañando a muchos más mientras tenga aliento. Y, sin embargo, hay personas que, ignorando su verdadero carácter, viajan muchas millas para verle y conocerle. Carác­ter que, si tenéis paciencia en escucharme, os revelaré aquí y ahora.

Vosotros, honorables canónigos seculares, no creáis que estoy difamando vuestra hermandad, aunque mi cuento se refiera a uno de vuestra cofradía. Dios sabe que hay sinver­güenzas en todas las corporaciones religiosas, pero Dios no quiera que toda la hermandad pague la estupidez o locura de un solo individuo. No tengo ni la más pequeña intención de difamaros; yo sólo pretendo criticar lo que va mal. Este cuen­to no va dirigido a vosotros en particular, sino que puede aplicarse también a muchos más. Como muy bien sabéis, ninguno de los doce apóstoles de Cristo, salvo el propio ju­das, fue traidor. ¿Por qué, entonces, marcar a los demás con un estigma, si son inocentes? Os diré que ocurre lo mismo en vuestro caso, salvo por una cosa, si me escucháis: si hay un judas entre vosotros seguid mi consejo, libraos de él ense­guida si teméis la ruina o caer en desgracia por su causa. Por favor, no os ofendáis. Escuchad antes lo que voy a deciros so­bre este caso en particular.

Hubo un sacerdote prebendado que había vivido duran­te muchos años en Londres. Se hizo tan agradable y colmó de tantas atenciones a la dueña de la casa en la que se alo­jaba, que ésta no le permitía pagar ni un solo penique ni por la pensión ni por la ropa: tan sencillo y cortés se mos­traba siempre. Tenía mucho dinero para gastar. Pero esto no importa.

Ahora proseguiré con mi relato del canónigo que arruinó al sacerdote.

Un día este sinvergüenza de canónigo visitó al sacerdote en el aposento en el que se alojaba y le pidió que le prestase una cierta cantidad de oro, prometiéndole que se lo devolve­ría en su integridad.

Le dijo:

—Prestadme un marco de oro, sólo por tres días, y os lo devolveré puntualmente. Si os engaño, al tercer día me man­das ahorcar.

El sacerdote le prestó el marco de oro allí mismo. El ca­nónigo le dio las gracias repetidamente, se despidió y se marchó.

Al tercer día trajo el dinero y se lo devolvió al sacerdote. Éste quedó tan satisfecho, que dijo:

—Realmente no me sabe mal el prestar a alguien un do­blón o dos, o incluso tres, o lo que lleve encima, si este al­guien es de la clase de personas honradas que devuelven el dinero como un clavo, pase lo que pase. Nunca tendré un «no» para un hombre así.

—¡Cómo! —exclamó el canónigo—. ¿Yo poco honrado? Esto sí que sería algo nuevo. Que Dios me perdone, pero mi palabra es una cosa que siempre mantendré hasta el día que me halle en la tumba. Creed en eso como creéis en el Credo. Dios sea alabado —creo que es un buen momento para de­cirlo—, ningún hombre ha salido perdiendo jamás por pres­tarme oro o plata, pues nunca mi corazón ha albergado el más pequeño engaño. Pues bien, señor —prosiguió él—, ya que habéis sido tan generoso y me habéis mostrado tanta amabilidad, os revelaré algo que conozco en secreto, como pago parcial de vuestra bondad. Por si quisieseis aprenderla, os haré una clara demostración de mi destreza en alquimia. Ahora fijaos bien: con vuestros propios ojos me veréis reali­zar un milagro antes de que me vaya.

—¿De veras? —dijo el sacerdote—. ¿De veras que lo ha­réis? ¡Por Santa María! Hacedlo, hacedlo. Os lo ruego. —Como queráis, pues —profirió el canónigo— Dios no permita que obre de otro modo.

Pero ¡qué bien sabía aquel canónigo trapacero presentar sus servicios! ¡Cuán verdad es la de que, como testifican las viejas autoridades, «el servicio ofrecido huele mal»! Y muy pronto se verá que esto era cierto en el caso de este canóni­go, padre de todo fraude, cuya mayor satisfacción y alegría consistía en llevar a la gente cristiana a su destrucción, pues su endiablado corazón estaba lleno de planes perversos. ¡Que Dios nos guarde de sus engañosos embustes!

El sacerdote no sabía nada del hombre con quien estaba tratando, ni albergaba la menor sospecha de lo que le espera­ba. ¡Oh sencillo sacerdote! ¡Pobre inocente, a punto de que­dar cegado por su propia codicia! Infeliz individuo: tu capa­cidad de comprensión está totalmente obnubilada; no tienes ni la menor idea del engaño que este zorro ha planeado; no podrás escaparte de sus astutas estratagemas. Así que, pobre infeliz, para que llegue antes la consumación de tu ruina, me apresuraré a relatar, hasta donde mi habilidad lo permita, tu insensata locura y la duplicidad de aquel otro desgraciado.

¿Os pensáis quizá que este canónigo es mi dueño? Señor anfitrión, juro por la Reina de los Cielos que no se trata de él, sino de otro, cien veces más astuto, que ha timado a la gente una y otra vez (mi cerebro se nubla al contemplar su doblez). Cuando hablo de su poca honradez, mis mejillas se tiñen de rubor por la vergüenza que siento por su causa, o al menos empieza a arder, ya que, como sabéis, no tengo colo­res en el rostro debido a los diversos vapores que se despren­dían de los metales que he consumido y despilfarrado.

Ahora, observad la villanía de este canónigo.

—Ahora, señor —le dijo al sacerdote—, haced que vues­tro criado vaya a por algo de mercurio para poderlo tener aquí enseguida. Que traiga dos o tres onzas. Cuando llegue con él, veréis una cosa maravillosa que jamás se ha visto.

—Vuestro encargo será ejecutado sin falta —respondió el sacerdote, y ordenó a su criado que fuese a buscar el metal. Éste obedeció prontamente: salió y regresó con tres onzas de mercurio, no menos, que entregó al canónigo, el cual las de­positó cuidadosamente; luego dijo al criado que trajese un poco de carbón vegetal para poner manos a la obra inmedia­tamente.

El carbón fue traído sin dilación. El canónigo se sacó del pecho un crisol, que mostró al sacerdote.

—¿Veis este instrumento? Tomadlo con vuestra mano y vos mismo poned una onza de este mercurio. Ahora, en el nombre de Cristo, empieza vuestro cursillo de alquimista. Hay muy pocos a los que haya ofrecido revelarles esto de mi ciencia. Pues ahora contemplaréis un experimento, por el cual transformaré o reduciré este mercurio y lo haré maleable —sin engaño y ante vuestros ojos— y lo convertiré en plata pura y fina como la que haya en vuestra bolsa o en la mía, o en la que cualquier otra persona. Si no, podréis llamarme es­tafador e indigno de mostrar el rostro entre la gente honrada. Aquí tengo unos polvos que me costaron muchísimo. Ellos serán los que hagan el truco, pues constituyen la base de mi poder, que estoy a punto de revelaros. Mandad a vuestro criado que se vaya del aposento y se quede fuera. Mantened la puerta cerrada mientras nos ocupamos de asuntos secretos, para que nadie nos espíe mientras estamos manos a la obra con esta ciencia.

Todo se hizo como él pidió. El criado fue enviado afuera inmediatamente. Su dueño cerró entonces la puerta y ambos se pusieron enseguida a trabajar. A requerimiento de este ca­nónigo sinvergüenza, el sacerdote colocó el material sobre el fuego, que avivó soplando con gran diligencia, mientras el ca­nónigo salpicaba de polvos el interior del crisol (ignoro lo que eran, yeso o vidrio o cualquier cosa que no vale ni una maldición) para burlar al sacerdote.

Luego le indicó que se apresurara a amontonar carbón ve­getal en la parte superior del crisol.

—Como señal de aprecio que os tengo —dijo el canóni­go—, todo lo que tengo que hacer se hará con vuestras pro­pias manos.

—Un millón de gracias —respondió el satisfecho sacerdo­te mientras amontonaba carbón vegetal, tal como le indica­ba el canónigo.

Durante esta operación, ese condenado bribón, ese canó­nigo sinvergüenza —¡que el diablo se lo lleve!— cogió un carbón de madera de haya, en el que se había practicado cui­dadosamente un agujero, y puso en su interior una onza de limaduras de plata, taponando el agujero con cera para evitar que las limaduras saliesen. Entended esto: este artilugio frau­dulento no lo hizo allí mismo, sino que ya lo traía prepara­do de antes, como otras cosas que llevaba encima y sobre las que luego os contaré. El canónigo había planeado con anterioridad hacerle el truco al sacerdote y, desde luego, se lo hizo antes de separarse.

No podría cejar hasta que hubiese dejado al otro comple­tamente sin blanca. Cuando hablo de él se me turba la men­te; le haría pagar por todas sus mentiras, si supiese cómo. Pero éste hoy está aquí y mañana ya ha volado. Es tan inquie­to, que jamás permanece en el mismo sitio.

Ahora, por amor de Dios, fijaos en eso, caballeros. Toman­do el fragmento de carbón vegetal del que he hablado antes, el canónigo lo mantuvo oculto en la mano mientras el sacer­dote estaba entretenido amontonando carbones como os he dicho, y expuso en voz alta:

—Amigo, lo estáis haciendo todo al revés: no tiene el asiento bien hecho, pero pronto lo arreglaré. Dejadme mani­pular un poco.

—Pero, ¡por San Gil! Sí que lo siento. ¡Tenéis tanto calor!

Puedo ver cómo el sudor os cae a gotas; tomad este paño y secaos.

Y mientras el sacerdote se secaba la cara, el canónigo —¡que el diablo se lo lleve!— cogió su pedazo de carbón y lo colocó encima del centro del crisol y luego sopló con fuer­za hasta que los carbones empezaron a arder vivamente.

—Bebamos ahora algo —dijo el canónigo—. Confiad en mí. Todo estará dentro de un instante. Sentémonos a refres­carnos.

Y cuando el carbón de madera de haya se quemó, todas las limaduras salieron del agujero y cayeron dentro del crisol como era lógico que sucediese, ya que estaban colocadas encima mismo de su abertura. Pero de esto el buen sacerdo­te no sabía nada. No tenía ni idea del engaño que se fragua­ba contra él, pues creía que todos los carbones eran idénticos y sin manipular.

Cuando creyó que había llegado el momento, el alquimis­ta dijo:

—Levantaos ahora, señor cura, y quedaos de pie junto a mí. Como sea que estoy seguro de que no tenéis ningún molde, salid y conseguidme un pedazo de yeso; con suerte lo cortaré dándole la forma de molde. Luego me traéis un cazo o palangana de agua y veréis lo bien que sale nuestro trabajo. Y para que no desconfiéis o sospechéis de mí mien­tras estáis fuera, no me apartaré de vuestro lado, y saldré y volveré con vos.

Para abreviar, abrieron la puerta del aposento, la cerraron con llave, se la llevaron con ellos, salieron y regresaron. Pero bueno, ¿por qué tengo que pasarme todo el día detallando? El canónigo cogió el yeso y lo talló en forma de molde como voy a describir. Escuchad.

De su manga saco una pequeña barrita de plata —¡la hor­ca es demasiado poco para él!— que no pesaba más de una onza. Ahora observad su condenada prestidigitación.

Cortó el molde a la misma anchura y longitud de dicha barrita, pero con tal maña que podéis estar seguros que el sa­cerdote jamás la vio; luego la escondió otra vez en la manga. A continuación quitó el crisol del fuego y, con expresión sa­tisfecha, vertió su contenido en el molde; después, cuando estuvo a punto, lo introdujo en una vasija llena de agua, al mismo tiempo que decía al sacerdote:

—Veamos qué hay aquí. Meted la mano y buscad con ella. Creo que encontraréis plata. ¿Qué otra cosa podría ser si no? Limaduras de plata. ¡Pardiez!

El sacerdote metió la mano y pescó una barrita de plata pura. Cuando vio lo que era, la alegría le recorrió todas sus venas y exclamó:

—¡Bendito sea Dios y su santa Madre también! Que la bendición de todos los santos caiga sobre vos, señor canóni­go. Os pido solamente que me enseñéis este noble arte y ciencia y seré vuestro mientras pueda. Si no, que su maldi­ción caiga sobre mí.

Respondió el canónigo:

—No importa. Voy a hacerlo una segunda vez para que podáis seguirme de cerca y convertiros en un experto. Otra vez, si fuese necesario, podríais probar sin que esté yo y prac­ticar esta ingeniosa ciencia. Ahora no discutamos.

Y prosiguió:

—Tomad otra onza de mercurio y haced lo mismo con ella que con la otra que ahora es de plata.

El sacerdote se puso entonces a trabajar e hizo lo mejor que pudo todo lo que le ordenaba este canónigo perverso, soplando furiosamente a los carbones con la esperanza de conseguir lo que su corazón deseaba; pero, mientras tanto, el canónigo se preparó para hacerle el truco al sacerdote una vez más. Como si fuese ciego, llevaba en la mano un bastón hueco —ahora fijaos bien en esto— en cuyo extremo (como en el caso del pedazo de carbón vegetal) había colocado pre­viamente una onza de limaduras de plata; este extremo esta­ba bien taponado con cera para conservar en su interior to­das y cada una de las limaduras.

Cuando el sacerdote estaba más ocupado, el canónigo se acercó hasta él con su bastón y salpicó de polvos el interior del crisol como antes (¡ojalá que, por sus mentiras, Dios per­mita que el diablo le flagele hasta desollarle!). Cada uno de sus pensamientos y obras eran falsos. Y removió los carbones que se hallaban encima del crisol con su bastón trucado has­ta que la cera empezó a fundirse (como todos deben saber, a menos que sean tarugos), con lo que todo su contenido fue a caer directamente en el interior del crisol.

Señores, no podía hacerse mejor. Cuando hubo sido enga­ñado nuevamente, el sacerdote —que no sospechaba nada­estaba que no cabía en sí de alegría. No puedo ni empezar a describir su felicidad y satisfacción. Una vez más ofreciose en cuerpo y alma al canónigo.

—Bueno —le respondió él—, pobre podré serlo, pero ha­bréis visto que sé una cosa o dos. Os advierto que todavía hay más. ¿Tenéis algo de cobre por aquí?

—Creo que sí —le respondió el cura.

—Si no lo tuvieseis, id a comprarlo sin perder un instante. Vamos, señor, no os entretengáis. Apresuraos.

El cura salió corriendo y regresó con el cobre.

El canónigo lo tomó con las manos y separó una onza, pesándolo.

Mi lengua no me sirve como instrumento para expresar lo que pienso de la taimada astucia de este canónigo, padre de la villanía. Para los que no le conocéis, diré que se parecía a un amigo, pero en el fondo de su corazón y de su mente era un dia­blo: me cansa hablaros de toda esa bellaquería. Sin embargo, quiero seguir haciéndolo para que se le conozca bien, aunque no sea más, verdaderamente, que para aviso a los demás.

Colocó la onza de cobre en el crisol y lo puso inmediata­mente sobre el fuego (haciendo, como antes, que fuese el cura el que soplase, ya que se tenía que doblar para ejecutar esta tarea), rociándolo también con sus polvos. Todo no era más que un engaño: este sacerdote era víctima de una toma­dura de pelo total. Después vertió el cobre derretido en el in­terior del molde y, finalmente, lo introdujo en la escudilla de agua. Luego metió la mano (os he dicho antes que tenía una barrita de plata camuflada en la manga), sacudió disimulada­mente —¡el muy sinvergüenza!— y dejó caer la barrita al fondo de la escudilla ¡Y el cura sin enterarse de su prestidigi­tación! El canónigo revolvió por el agua y, con gran presteza y ligereza de dedos, se apoderó de la barrita de cobre —el cura seguía en el limbo— y la escamoteó.

A continuación puso la mano sobre el hombro del sacer­dote y burlonamente le dijo:

—Señor, esto no marcha. Inclinaos y ayudadme como hace un momento os ayudé yo: meted vuestra mano dentro y ved qué hay allí.

El sacerdote pronto pescó la barrita de plata, a lo que el ca­nónigo dijo:

—Llevad estas tres barritas que acabamos de fabricar a un orfebre, a ver de qué son. juro que es plata pura. Si no lo es, me comeré el sombrero. Pero pronto lo sabremos.

Llevaron las tres barritas de plata a un orfebre que las en­sayó con fuego y martillo. Nadie pudo negar que eran autén­ticas.

¿Quién estaba más feliz que aquel entontecido sacerdote? No hay pájaro que esté más contento al romper el alba, nin­gún ruiseñor canta con más ganas en verano, ninguna dama está más inclinada a bailar o —hablando de señores y da­mas— ningún caballero más ansioso de conquistar el favor de su dama con algún hecho de armas, que el sacerdote en cuestión interesado en aprender este desgraciado arte. Esto es lo que dijo al canónigo:

—Si es que me lo merezco de vos, por el amor de Aquel que murió por todos nosotros, ¿podríais decirme cuánto cuesta esta fórmula? Por favor, decídmelo.

—Por la Virgen Nuestra Señora —respondió el canóni­go—, os lo advierto. Es cara. Aparte de un fraile y yo, no hay nadie más en Inglaterra que la conozca.

—No importa —exclamó el otro—. Vamos, señor, por el amor de Dios, decidme cuánto. ¡Decídmelo, os lo imploro! —En serio —replicó el canónigo—. Os digo que es muy cara. En una palabra, señor, si queréis tenerla tendréis que pa­gar cuarenta libras, y que Dios me perdone. Y si no fuese por la amistad que me mostrasteis hace poco, tendríais que pagar más, ya lo creo.

El sacerdote fue a buscar inmediatamente las cuarenta li­bras en doblones y se las entregó todas al canónigo en pago de dicha fórmula. Toda la operación no fue sino un fraude y un engaño.

—Señor cura —dijo él—, no pretendo conseguir alaban­zas por mi habilidad, pero preferiría mantenerla oculta; si en algo me estimáis, guardadla en secreto. Pues si la gente llega­se a conocer mis poderes, por Dios que sentirían tanta envi­dia de mi alquimia que podría costarme la vida. En eso no hay alternativa.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó el sacerdote—. No os preocupéis. Antes de crearos problemas, tendría que volver­me loco y vender todo lo que poseo.

—Gracias por vuestros buenos deseos, señor —repuso el canónigo—. Y ahora, adiós, y mil gracias.

Y se marchó.

En cuanto al sacerdote, jamás logró volver a ponerle la vis­ta encima desde aquel día. Y cuando en el momento que cre­yó adecuado, empezó a ensayar la fórmula —¡oh, sorpresa!—, no funcionó. Y así quedó triste y engañado.

De esta manera se presentaba, pues, el canónigo a la gente y conseguía que se arruinasen.

Contemplad, caballeros, cómo en cada escala de la vida los hombres luchan por él, que casi no queda ya oro alguno. Hay tantos que resultan atrapados por la alquimia que, ver­daderamente, esto explica su escasez. Los que practican el arte de la transmutación hablan con una terminología tan confusa que nadie la entiende, si es que realmente tienen hoy día la ciencia. Dejadles hablar y parlotear como grajillas y dedicar su entusiasmo y energía en pulir su jerga, pues ja­más alcanzarán su objetivo. ¡Ya es bastante para un hombre aprender a transmutar sus bienes y convertirlos en nada!

Esta imbecilidad ofrece unos señuelos tan deslumbrantes que la felicidad de un hombre se convierte en su desespera­ción, deja vacía la bolsa más repleta y pesada, y consigue las maldiciones de los que le han sacrificado sus bienes. Debe­rían sentir vergüenza. ¿Es que la gente que se ha quemado los dedos no sabe apartarse del fuego?

Si os habéis metido en la alquimia, seguid mi consejo: de­jadla correr antes de perderlo todo. Es mejor tarde que nun­ca pues jamás podréis encontrar la Piedra Filosofal. Sois tan osados como el ciego Bayardo, el viejo caballo que tropieza y le importa un comino el peligro. Se meterá en dificultades con la misma decisión con que se aparta a un lado.

Vosotros los alquimistas sois iguales. ¡Os lo digo yo! Si no podéis mirar adelante, al menos procurad que vuestras mentes no queden ofuscadas. Pues aunque mantengáis los ojos abiertos y jamás parezcáis tan despiertos, nunca ganaréis una pizca en esta empresa, sino que despilfarraréis todo lo que podáis mendigar o pedir prestado.

Calmad vuestro ardor, para que el fuego no arda demasia­do deprisa. Con ello quiero decir: no os ocupéis más de la al­quimia, pues si lo hacéis se habrá terminado vuestra buena suerte Y aquí y ahora os diré lo que los verdaderos alquimis­tas dicen sobre esta cuestión.

He aquí lo que Arnoldo de Vilanova afirma literalmente en su Rosanum Philosophorum: «La transformación o reduc­ción del mercurio no puede efectuarse sin la ayuda de su her­mano.» Pero el primero en advertirlo claramente fue Hermes Trimegisto, el padre de la alquimia, que afirma: «El dragón no morirá a menos de que su hermano muera con él.» Es de­cir, por dragón debe entenderse «mercurio», y por hermano del dragón, «azufre»; pues éste viene del Sol —que es el oro—, y aquél, de Luna —que es la plata. «Y, por consiguien­te —sigue, y fijaos bien en su precepto—, que ningún hom­bre se moleste en seguir esta ciencia a no ser que pueda en­tender los objetivos que pretenden y la terminología que usan los alquimistas; si no se trata de un imbécil. Pues este arte y ciencia es realmente el misterio de los misterios.»

Hubo también un discípulo de Platón que una vez formu­ló una pregunta a su maestro (como su libro Senioris Zadith Tabula Chimica registra). Esta es la pregunta que formuló: —Decidme el nombre de la Piedra Filosofal. Y Platón respondió:

—Es la piedra que la gente llama Titanio. –¿Y qué es eso? —contestó el otro.

—Lo mismo que Magnesia —repuso Platón.

—¡Ya esta bien, señor! Esto es ignotum per ignotius (es decir, «explicar lo desconocido mediante lo más desconocido aún»). Por favor, ¿qué es Magnesia, señor?

—Digamos que es un líquido compuesto de los cuatro elementos —replicó Platón.

—Querido maestro, decidme, si os place, el principio esencial de este líquido.

—Ciertamente, no —contestó Platón—. Todos los alqui­mistas están ligados por juramento de que nunca lo revelarán a nadie ni, incluso, lo escribirán en un libro. Pues es algo tan querido y precioso a Cristo, que Él no desea que se revele, salvo cuando plazca a su Mente Divina inspirar a los hom­bres; a los demás se lo prohibe, porque El así lo desea. Eso es todo.

Así termino: ya que Dios en el Cielo no desea que los al­quimistas expliquen cómo puede descubrirse esa piedra, a mi modo de ver, lo mejor que puede hacerse es dejarlo correr.

Nunca prosperará quien haga de Dios su adversario, traba­jando contra su voluntad. No lo logrará, así se esté alquimi­zando hasta el término de sus días.

Aquí me quedo. Mi cuento ha terminado. Que Dios envíe a todos los hombres buenos remedio para sus penas.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO

SECCIÓN NOVENA

1. PRÓLOGO DEL INTENDENTE

¿Conoceis el lugar donde se halla un pequeño pueblo llamado Bob—up—and—Down, bajo el bosque de Blean, en el camino de Canterbury? Allí fue el lu­gar donde nuestro anfitrión empezó a soltar sus chistes:

—Vamos, caballero, Dun ha quedado atascado en el fan­go. ¿Quién le sacará de él? ¿No quiere nadie despertar a nues­tro amigo de atrás, por cariño o dinero? Algún ladrón podría fácilmente robarle y dejarle amarrado. ¡Vedle ahí roncando a gusto! ¡Por los huesos del gallo! ¡Pero si va a caerse del caba­llo de un momento a otro! ¿Es ése el condenado cocinero de Londres? Hacedlo salir (ya sabe el castigo). Juro que nos con­tará un cuento, aunque éste no valga ni lo que un manojo de paja. ¡Despierta, cocinero, maldita sea! ¿Qué es lo que te pasa, que vas dormido en plena mañana? ¿Es que te han es­tado picando las pulgas toda la noche o es que estás bebido? ¿O es quizá que te has pasado toda la noche sudando enci­ma de una concubina hasta que no pudiste levantar cabeza?

Completamente pálido y descolorido, el cocinero respon­dió al anfitrión:

—Que Dios me proteja, pero me ha entrado una pesadez tal (ignoro por qué), que antes preferiría echar una cabezada que beberme un galón del mejor vino en Cheapside.

—Bueno —dijo el intendente—, si os sirve de consuelo, maese cocinero, os perdonamos de momento si contáis vues­tro relato. Es decir, si nadie de los que cabalga en este grupo tiene algo que objetar en contra y nuestro anfitrión tiene la bondad de dar su asentimiento, pues, por la salvación de mi alma, me parece que vuestro rostro está excesivamente páli­do, vuestros ojos se ven también como aturdidos, y vuestro aliento huele a agrio, signo evidente de que no estáis en bue­na forma. Ciertamente no voy a adularos. Vedle cómo boste­za este gamberro borracho. Parece que se nos fuera a tragar a todos aquí mismo.

»No abráis la boca, hombre, por el amor de Cristo. ¡Que el diablo de los infiernos meta el pie en ella! Vuestro horrible aliento nos va a envenenar a todos. Por favor, cerdo apesto­so, por favor, imorid de una santa vez! Ah, señores, mirad bien a este guapo mozo. ¿Queréis probar vuestra destreza en el juego de lanza a caballo, dulce señor, y esquivar el saco de arena? Yo diría que estáis en espléndida forma para ello. Ha­béis estado bebiendo a destajo, apostaría, y cuando la gente bebe así, va lista.

Al oír este parlamento, el cocinero se enojó y enfureció. Incapaz de hablar, hizo violentos gestos con la cabeza hacia el intendente, y su caballo le tiró al suelo; y allí se quedó has­ta que le recogieron. ¡Buen jinete era ese cocinero! ¡Lástima que no prefiriese el cucharón! Cuántos apuros y trabajos, cuánto empujar y alzar, antes no lograron volverle a situar encima de la montura; pues este pálido e infeliz fantasma re­sultaba difícil de manejar.

Entonces nuestro anfitrión volvióse al intendente y dijo:

—Por mi alma que este hombre está tan vencido por la be­bida, que probablemente su cuento le saldría enfarfullado. No sé si es vino lo que ha estado bebiendo, o si era cerveza nueva o vieja, pero ha estado hablando por la nariz, bufando como si tuviese un resfriado de cabeza. Y ya ha hecho más de lo que podía manteniéndose él y su caballo de arrastre fuera del fango. Si vuelve a caerse de su rocín, tendremos tra­bajo en levantar su pesado esqueleto de borracho. Empezad vuestra historia. Ya estoy harto de él. De todas formas, inten­dente, creo que habéis abusado de este alcornoque burlán­doos de sus fallos en público, como lo habéis hecho. Otro día, quizá, él os tenderá una trampa y os pedirá cuentas (quiero decir que se meterá en una o dos cosas, buscando fa­llos en vuestras cuentas, lo cual no os favorecería en nada si pudiese probarlo).

—No. Sería bastante molesto —asintió el intendente—. Él podría fácilmente hacerme tropezar; antes preferiría la ye­gua en la monta que empezar una pelea con él; procurare, si puedo, no causarle enojo. Lo que antes dijo, solamente fue una broma; pero ¿sabe qué? Tengo aquí en esta calabaza un vino para beber —sí, de una buena cosecha—, y le mostraré dentro de un momento una broma rara. Procuraré hacer que el cocinero beba un poco de él. No va a decir que no, estoy seguro. Apostaría mi vida en ello.

Resultó que el cocinero echó un largo trago de vino de la calabaza, más de lo necesario, ¡lástima! ¿Por qué tanto? Ya había bebido bastante. El cocinero, después de interpretar una tonadilla con la calabaza, se la devolvió al intendente y, evidentemente complacido con la bebida, le dio las gracias como mejor pudo.

Entonces nuestro anfitrión soltó una carcajada y dijo:

—Veo con claridad que es necesario llevar buena bebida con nosotros dondequiera que vayamos, pues convierte los agravios y el rencor en amor y armonía y apacigua muchos enojos. ¡Oh, Baco, que puedes así transformar la seriedad en chanza, bendito sea tu nombre! ¡Honor y loor a tu divini­dad! Bueno, ya no digo nada más sobre ello. Ahora, inten­dente, os ruego que empecéis vuestro cuento.

—Muy bien, señor —replicó él—. Ahora, escuchadme.

2. EL CUENTO DEL INTENDENTE

Cuando Febo habitaba aquí abajo en la Tierra (como nos cuentan los libros antiguos), no era solamente el más brioso joven caballero del mundo, sino también el mejor arquero, pues un día exterminó a la serpiente Pitón mientras estaba durmiendo al sol. También podréis leer rela­tos de muchas otras extraordinarias hazañas que realizó con su arco. Sabía tocar cualquier instrumento musical, y, cuan­do se ponía a cantar, los claros registros de su voz eran autén­tica música. Es seguro que Anfión, el rey de Tebas, que cons­truyó las murallas de aquella ciudad en medio de cánticos, nunca cantó ni la mitad de bien que él. Además, era el hom­bre más apuesto de la Tierra.

Pero ¿para qué describir sus rasgos? Simplemente no había hombre viviente con mejor porte y aspecto. Y, por si era poco, estaba dotado de nobleza, honor y excelencia a más no poder.

Febo, este joven sin igual en generosidad y capacidad ca­balleresca, solía llevar un arco en la mano, tanto por deporte como por símbolo de su victoria sobre Pitón. O, al menos, así lo refiere la Historia.

Ahora bien, Febo tenía en su casa un cuervo enjaulado que hacía mucho tiempo llevaba educando y al que había enseñado a hablar, de la misma forma que se enseña a los arrendajos.

Este cuervo era blanco como un cisne albino y sabía imi­tar la voz de cualquier persona que estuviera contando un cuento. Además, no había ruiseñor en todo el mundo que cantase ni la millonésima parte de bien y con semejante ale­gría.

Febo tenía también en la casa a una esposa a la que ama­ba más que a su propia vida. Procuraba complacerla y hon­rarla noche y día, salvo en una cosa. A decir verdad, él era ce­loso y demasiado propenso a no perderla de vista, pues le daba mucha rabia que pudiesen tomarle el pelo —como le su­cede a todo el mundo en su mismo caso—, aunque, ¿de qué sirve todo eso? Nunca puede hacerse nada para remediarlo. Una buena esposa —que sea pura de palabra y obra— no de­bería estar nunca balo vigilancia; igualmente cierto, trabajo en vano es montar guardia para vigilar a una prostituta; sim­plemente, no sirve para nada. Creo que perder tiempo del trabajo para vigilar a la propia esposa resulta una completa estupidez. Los viejos estudiosos lo llevan dicho frecuente­mente en sus libros.

Pero volvamos al tema. Este excelente Febo hacía todo lo posible para hacerla feliz, suponiendo que su agradable modo de ser, su hombría y su conducta serían suficiente ga­rantía para que nadie le desbancase a los ojos de ella. Pero sabe Dios que hay una cosa que nadie puede conseguir: alte­rar un instinto que haya sido implantado por la Naturaleza en una criatura.

Coged cualquier pájaro: colocadlo en una jaula, mante­nedlo lo más limpio posible y poned todo el corazón y el ce­rebro en alimentarlo con las más deliciosas e imaginables co­midas y bebidas. Con todo, el pájaro, aunque lo tengáis en la más alegre de las jaulas doradas, preferirá mil veces volar ha­cia el frío y cruel bosque y comer gusanos y otras porquerías por el estilo; nunca cesará en su intento de escapar de su jau­la; siempre estará ansiando la libertad.

Tomad un gato: alimentadlo bien con leche y carne tierna, y dadle cama de seda, pero en cuanto vea a un ratón corrien­do por el suelo junto a la pared, abandonará la leche, la carne y lo demás, todos los lujos de aquella casa: tal es el apeti­to que siente por los ratones. Como veis, el instinto siempre vence y el apetito hace que la prudencia desaparezca.

Una loba tiene también un vil modo de ser: cuando está en celo elegirá al lobo más fiero y de peor fama que encuentre. Pero todos los ejemplos que he facilitado se refieren a los hombres que son infieles, de ningún modo a las muje­res, pues los hombres jamás carecen de un apetito lascivo de gozar con criaturas inferiores antes que con sus esposas; por bonitas, fieles y dulces que éstas sean. Tan codiciosa de novedad es esta maldita carne nuestra, que no disfrutamos durante mucho tiempo de cualquier cosa que represente virtud.

A pesar de todos los grandes méritos de Febo, éste, que no sospechaba nada, fue engañado. Ella llevaba otro hombre a remolque, un hombre de poca importancia, que, en compa­ración, no valía nada. ¡Tanto peor! Esto sucede con frecuen­cia, y acaba con mucho trastorno y aflicción.

Así, pues, ocurría que, en cuanto Febo se ausentaba, su mujer enviaba enseguida a buscar al hombre del que estaba encaprichada. ¿Hombre de capricho? Es un modo bastante rudo de decirlo, pero os pido perdón.

Dijo el sabio Platón, como podréis leer en sus obras, que es indispensable que la palabra corresponda a la acción. Es decir, si uno tiene que expresar algo adecuadamente, la pala­bra debe acompañar a la acción. Yo soy un hombre sin pelos en la lengua, y lo que digo es. Entre una dama de alto cope­te que es infiel con su cuerpo y una mujer vulgar —dado que ambas se portan mal— no hay más diferencia que ésa: la dama, al ser de rango más elevado, se dirá de ella que es una «amiga», mientras que la otra, al ser una mujer pobre, será lla­mada «amante» o «querida». Dios sabe, mi querido amigo, que tan baja está una como la otra.

De modo parecido afirmo que no existe diferencia entre un tirano usurpador y un forajido o salteador de caminos. Esta definición se aplicó a Alejandro Magno, porque siendo un tirano y teniendo un ejército y, por consiguiente, ma­yor poder para hacer masacres y mandar quemar hasta los ci­mientos casas y hogares y dejarlo todo arrasado—, se le lla­ma general, mientras que a un forajido, como son pocos los que le siguen y no puede causar mucho daño o acarrear la misma ruina a todo un país, se le llama ladrón de caminos o bandolero.

Como no tengo cultura libresca, no puedo citar a un en­jambre de autoridades, pero proseguiré contando el cuento que empecé.

La esposa de Febo envió a buscar a su amante y ambos sa­tisfacieron inmediatamente sus fugaces apetitos carnales. El cuervo blanco que estaba allí colgado dentro de su jaula les vio en plena faena, pero no dijo palabra; pero cuando el due­ño de la casa regresó a su hogar, el cuervo cantó:

—¡Cor—nu—do! ¡Cor—nu—do! ¡Cor—nu—do!

—¿Qué cantas, pájaro? —exclamó Febo—. ¿Qué clase de canción es ésta? Solías cantar muy bien y con sones tan ale­gres que mi corazón se complacía en escucharte, pero ¿cuál es el significado de esta canción? ¡Vamos, di!

—Por Dios que resulta muy adecuada —contestó el cuer­vo—. Febo, a pesar de toda tu belleza, valía y crianza, de toda tu música, canciones y vigilancia, te la ha pegado con uno sin importancia —a tu lado, no vale ni lo que un rena­cuajo—, como que vivo y respiro. Pues le he visto joder a tu esposa en tu propia cama.

¿Qué más queréis? Sin hacer remilgos, el cuervo le contó entonces la gran deshonra y desaire que su mujer le había ocasionado por su lascivia, dándole buena prueba de ello y repitiéndole lo que había visto con sus propios ojos. Febo se volvió; tuvo la sensación de que su desgraciado corazón iba a partírsele en dos. Luego tensó su arco, introdujo una flecha en él y, furioso, mató a su mujer.

Así es como terminó.

¿Qué más puedo añadir? En pleno remordimiento rom­pió sus instrumentos musicales: arpa, laúd, guitarra y salte­rio; luego quebró su arco y las flechas y dijo al pájaro:

—¡Traidor! Tu lengua de escorpión me ha traído la ruina. ¿Por qué nací? ¿Por qué no estoy muerto? ¡Oh querida espo­sa! ¡Oh joya de goce, que me eras tan constante y fiel! Aho­ra yaces muerta y tu rostro está pálido y macilento, siendo, como eres, totalmente inocente. ¡Sí, lo juro! Una mano temeraria e imprudente te ha causado un daño muy vil. ¡Oh mente ofuscada! ¡Oh rabia insensata que, sin pensar, sacrifi­cas al inocente! ¡Oh desconfianza, llena de sospechas infun­dadas! ¿Dónde está tu sabiduría? ¿Dónde tu ingenio? ¡Oh, haz que los hombres desconfien de la precipitación! ¡No creáis nada sin tener pruebas absolutas! ¡No levantéis la mano demasiado pronto, antes de saber lo que hacéis! ¡Sope­sad las cosas calmosa y cuidadosamente antes de desatar vuestra ira por la mera sospecha! ¡Ay! Millares han perecido y han sido convertidos en polvo por la insensata ira. ¡Ay de mí! Me moriré de pena.

En cuanto al cuervo, le dijo:

—¡Traidor! ¡Villano! Pronto te haré pagar por tu falsa his­toria. Una vez cantaste como un ruiseñor; ahora, falaz la­drón, te quedarás sin tu canción y sin ninguna de esas plu­mas blancas, y jamás podrás hablar más mientras vivas. Este es el castigo de un traidor: tú y tus hijos serán negros para siempre y nunca produciréis sonidos dulces, sino que grazna­réis antes de que llegue la tempestad y la lluvia, como señal de que mi esposa fue muerta por culpa tuya.

Y al instante se precipitó sobre el cuervo y le arrancó todo su blanco plumaje. Entonces lo hizo negro, le despojó de su facultad de cantar y hablar y lo puso en la puerta, mandán­dole al diablo, a quien se lo recomendó. Por dicha razón, hoy en día, todos los cuervos son negros.

Os ruego, caballeros, que toméis nota de la parábola y os fijéis en lo que digo. Nunca jamás en la vida digáis a un hom­bre que otro ha dado placer a su esposa, pues vendrá a odia­ros a muerte. Los estudiosos cultos dicen que el gran Salo­món nos enseña a tener cuidado con nuestra lengua. Pero, como he dicho, carezco de cultura libresca.

Empero, esto es lo que mi madre me enseñó:

«Hijo mío, por amor de Dios, acuérdate del cuervo. Vigila tu lengua y conserva a tus amigos, hijo mío. Una lengua vi­perina es peor que un diablo, pues, hijo mío, contra un dia­blo podemos protegernos mediante la señal de la cruz. Hijo mío, Dios puso murallas a la lengua, situándola entre los la­bios y los dientes para que un hombre pueda pensar antes de hablar. Las personas cultas nos han enseñado, hijo mío, con qué frecuencia muchas han perecido por hablar demasiado; pues, a grandes rasgos, nadie sufre daños por hablar demasia­do poco o con deliberación. Hijo mío, contén tu lengua en todo momento, excepto cuando trates de hablar con Dios en el culto y en la oración. La primera virtud, si es que quieres aprenderla, hijo mío, es la de dominar tu lengua y mantener una gran vigilancia sobre ella. Esto es lo que aprenden los ni­ños. Hijo mío, mucho daño surge de la locuacidad mal acon­sejada, en donde una palabra o dos hubieran bastado. Esto es lo que me dijeron y enseñaron. ¿Sabes cómo funciona una lengua temeraria? Del mismo modo que una espada divide un brazo por la mitad, de igual modo una lengua destruye una amistad. Un charlatán resulta abominable a Dios. Lee al sabio y honorable Salomón, lee los salmos de David, lee a Séneca. Nunca hables, hijo mío, cuando puedas pasar asin­tiendo con la cabeza. Simula que eres sordo si oyes a un char­latán que habla de un asunto peligroso. Los flamencos dicen (y te puede resultar útil) que “cuanto menos se habla, más fá­cil es de arreglar”. Hijo mío, si no has hablado mal, no debes nunca temer una traición. Y te digo esto: el que habla mal no puede nunca recobrar sus palabras. Lo que está dicho, dicho está, y la palabra, le guste o no —aunque se arrepienta de ello—, sigue rodando. El que dice algo de lo que se pueda arrepentir está en poder del otro. Hijo mio, ten cuidado. No seas jamás fuente de cotilleo, sea falso o cierto, sino que estés donde estés, tanto entre los poderosos como entre los humil­des, vigila tu lengua y acuérdate del cuervo.»

SECCIÓN DÉCIMA

1. PRÓLOGO DEL PÁRROCO1

Para cuando el intendente hubo terminado el cuento, el sol estaba tan bajo que, según pude estimar, su elevación no era mayor de veintinueve grados. Por mis cálculos, debían de ser las cuatro, ya que en aquel momento mi som­bra era, más o menos, de once pies, mientras que mi estatu­ra es de seis. Además, la exaltación de la luna —quiero decir Libra— estaba todavía en ascensión mientras nos acercába­mos a las afueras de un pueblo. Aquí, como de costumbre, nuestro anfitrión se hizo cargo de nuestro feliz grupo y se di­rigió a nosotros con estas palabras:

—Señores todos, necesitamos ahora solamente un cuento más. Mis reglas e instrucciones han sido llevadas a cabo, y creo que hemos escuchado uno de cada rango y estado de los que forman nuestro grupo; mi plan ha sido casi cumplido del todo. ¡Que Dios dé buena suerte al que cuente el último y más alegre cuento de todos!

—Señor cura —continuó—, ¿sois un vicario o quizá un párroco? ¡Vamos, sacadlo ahora! Sea lo que sea, no estro­peéis nuestro juego, pues todos, salvo vos, han contado su cuento. Aflojaos el cinturón y dejadnos ver lo que lleváis en la bolsa. Ahora en serio: a juzgar por vuestra apariencia, pa­recéis capaz de enhebrar el hilo con un tema de importancia. ¡Por los huesos de un gallo! Contadnos una fábula, ¡corcho!

—No conseguiréis fábulas de mí —replicó el párroco—. Pues, en su Epístola a Timoteo, Pablo riñe a los que se apartan de la verdad y cuentan fábulas y tonterías así. ¿Por qué mi mano debe sembrar la broza cuando lo que deseo es poder sembrar el grano de trigo? Por tanto, digo que, si queréis oír algún asunto moral y edificante y estáis dispuestos a prestar­me atención, entonces tendré sumo gusto, con la bendición de Cristo, en daros el placer legítimo que pueda.

»Pero soy un sureño, no lo olvidéis; no soy partidario de esta aliteración rum—ram—raf, ni creo que la rima sea mucho mejor, Dios lo sabe. Por tanto, si no os importa, no usaré es­tos artificios, sino que os contaré un cuento satisfactorio en prosa para terminar con el juego y ponerle fin. Que Jesús, en su gracia, se digne enviarme el ingenio necesario para que pueda mostraros, en este esfuerzo mío, el camino de ese per­fecto y glorioso peregrinaje conocido como la Jerusalén Ce­lestial. Si estáis de acuerdo, empezaré mi cuento inmediata­mente, por lo que decidme qué opináis. No puedo ser más justo.

»Sin embargo, someto esta homilía que sigue a la correc­ción de los eruditos, pues no estoy versado en textos. Podéis estar seguros de que solamente sintetizo su significado gene­ral. Por tanto, os declaro que espero ser corregido.

A esto pronto asentimos todos. Es decir, a darle la oportu­nidad de una audiencia y, por consiguiente, terminar con algo virtuoso y edificante, que parecía ser lo correcto. Por lo que le pedimos a nuestro anfitrión que le dijese que todos le rogábamos que relatase su cuento.

El anfitrión era nuestro portavoz.

—Señor cura —le dijo—. ¡Os deseo la mejor suerte! Dad­nos vuestra homilía, pero apresuraros, pues el sol se está po­niendo. Dadnos vuestra cosecha, pero no os toméis demasia­do tiempo. ¡Que Dios os dé su gracia para que os salga un buen trabajo! Decid lo que queráis, que os escucharemos sa­tisfechos.

Y así empezó el párroco su sermón.

2. EL CUENTO DEL PÁRROCO

Paraos en los caminos, ved y preguntad cuáles son las sendas antiguas, cuáles el recto camino y se­guidlo, y hallaréis refrigerio para vuestras almas.

Nuestro dulce Señor de los Cielos, que no quiere que hombre alguno perezca, sino que todos alcan­cen el conocimiento de Él y de la vida perdurable, así nos exhorta a través del profeta jeremías con estas pa­labras:

«Permaneced en los caminos, ved y preguntad cuáles son las antiguas sendas (a saber, las enseñanzas primitivas), cuál el buen camino; transitadlo y hallaréis refrigerio para vues­tras almas.»

Los caminos de espiritualidad que conducen a los creyen­tes a Jesucristo Nuestro Señor y a la gloria son numerosos. Entre ellos existe uno lleno de nobleza y muy conveniente, imprescindible para todo hombre o mujer que, a causa del pecado, se ha desviado del recto camino a la Jerusalén Celes­tial. Esta vía recibe el nombre de penitencia. Todos deberían escuchar con alegría y escudriñar con todas sus fuerzas la na­turaleza de la penitencia, el porqué recibe tal nombre y qué variedades presentan sus diversas obras, facetas y manifesta­ciones, y lo que pertenece y se adecua a ella.

San Ambrosio afirma que la penitencia es el dolor del hombre por el mal realizado, y nada hay por la que él deba manifestar más pesar. Cierto doctor manifiesta: «La peniten­cia es la lamentación mostrada por el hombre ante su peca­do y el tormento que le producen sus errores.» La penitencia, en circunstancias determinadas, es el verdadero arrepenti­miento de alguien que conserva el dolor y la pena por sus pecados. Y para que la penitencia sea verdadera, deberá en primer lugar lamentar las faltas cometidas, tener el firme pro­pósito en su corazón de confesarse oralmente, cumplir la pe­nitencia, no volver a realizar algo de lo que uno deba lamen­tarse o sentir pesar, y tener el propósito de perseverar en el bien; en caso contrario, su penitencia resulta inútil. Porque, como afirma San Isidoro: «El que a renglón seguido hace algo de lo que debe arrepentirse, no es un verdadero peniten­te, sino un embaucador y un embustero.»

El lamentarse y perseverar en el pecado no resulta prove­choso. Con todo, se debe esperar que, siempre que uno cae, por elevada que sea su reincidencia, pueda levantarse me­diante la penitencia si se le concede tal gracia. Porque, como dice San Gregorio: «Apenas se puede levantar del pecado quien está abrumado por el peso de las malas obras». Y, por consiguiente, la Santa Madre Iglesia asegura la salvación de los penitentes que evitan y desechan el pecado antes de que éste los rechace a ellos. La misma Santa Iglesia confía en la salvación de aquel que peca y se arrepiente de corazón en el último momento a causa de la gran misericordia de Jesucristo Nuestro Señor; pero optad por el camino más seguro.

Y ahora, una vez descrita su naturaleza, deberéis saber que tres son los actos de la penitencia. El primer acto afecta a quien recibe el bautismo después de haber pecado. San Agustín afirma: «A menos que se arrepienta de los pecados de su vida anterior, no puede emprender una vida nueva». Pues, ciertamente, si se le bautiza sin estar arrepentido de su culpa anterior, recibe el carácter bautismal, pero sin la gracia ni la remisión de sus pecados, hasta que esté verdaderamen­te arrepentido.

Otro defecto es éste: el que los hombres caigan en pecado mortal después de haber recibido las aguas bautismales. El tercer defecto consiste en que los hombres, después del bau­tismo, cometen pecados veniales a diario. De eso afirma San Agustín que «la penitencia de las gentes humildes y buenas constituye la penitencia de cada día».

La penitencia es de tres clases. Una es pública; otra, co­mún, y la tercera, privada. La penitencia pública es de dos es­pecies: una consiste en ser expulsado del seno de la Santa Madre Iglesia durante la cuaresma por degollar a niños y por otros pecados semejantes; la otra —aplicada a quien ha peca­do abiertamente de modo que la falta se ha divulgado por la comarca— consiste en hacer penitencia pública obligada después del juicio condenatorio de la Santa Iglesia.

La penitencia común es la que se aconseja en general a los hombres en ciertos casos, como, por ejemplo, el ir poco abri­gados o descalzos durante una peregrinación. La penitencia privada es aquella que los hombres practican a diario por pe­cados particulares: se confiesan en privado y reciben tam­bién penitencia privada.

A continuación te enterarás de los requisitos y condicio­nes para una penitencia verdadera y perfecta. Esta se funda­menta en tres premisas: contrición de corazón, confesión oral, y cumplimiento de la penitencia. Por ello afirma San Juan Crisóstomo: «La penitencia doblega al hombre a acep­tar como resignación cualquier castigo que se le señale, con arrepentimiento de corazón y confesión oral, con satisfac­ción y toda suerte de obras de humildad.» Y en esto consiste la verdadera penitencia.

De nuevo, irritamos a Jesucristo Nuestro Señor de tres mo­dos: por pecado de pensamiento, por descuido en el hablar y por obras malvadas y pecaminosas. Y en contra de estas perversas acciones se erige la penitencia, que puede ser com­parada a un árbol. La raíz de este árbol es la contrición, que, al igual que la de un arbusto, penetra en tierra y se esconde en el corazón verdaderamente arrepentido. El tallo que so­porta a los vástagos y a las hojas de la confesión y a los fru­tos de la satisfacción brota de las raíces de la contrición.

Jesucristo declara al respecto en su Evangelio: «Haced dig­nos frutos de penitencia». Pues por este fruto los hombres pueden conocer a este árbol (no por la raíz escondida en el corazón humano, ni por las ramas, ni por las hojas de la con­fesión). Y, en consecuencia, Jesucristo Nuestro Señor afirma lo siguiente: «Por sus frutos los conoceréis».

También de esta raíz surge una simiente de gracia, y esta semilla es fuente salvífica: es una semilla viva y ardiente. La gracia de esta simiente procede de Dios mediante el recuerdo del día del juicio y de las penas infernales. Sobre el tema, Sa­lomón afirma que el hombre rechaza el pecado por el te­mor de Dios. El vigor de esta semilla radica en el amor a Dios y en el deseo de gloria sempiterna. Esta fuerza atrae el corazón del hombre hacia Dios y le hace odiar el pecado. Pues, en verdad nada sabe tan bien a un niño como la leche de su nodriza, y nada le resulta más repugnante que esa mis­ma leche mezclada con otro alimento. Del mismo modo, el hombre pecador amante del pecado cree que éste es para él más dulce que cualquier otra cosa.

Pero en cuanto se enseñorea de él un comprometido amor hacia Jesucristo nuestro Señor y el deseo de vida perdurable no existe en realidad para él práctica más detestable. Pues ciertamente, la ley de Dios se recapitula en el amor a Él; a este efecto el profeta David afirma: «He amado tu ley y re­chazado la maldad y el odio». Aquel que ama a Dios, guar­da su ley y su palabra. Este es el árbol que el profeta Daniel contempló en espíritu con ocasión de la visión del rey Nabu­codonosor cuando le aconsejó que hiciera penitencia. La pe­nitencia es el árbol de la vida para aquellos que la aceptan; y bendito sea aquel que vive de modo penitente, según la má­xima de Salomón.

En esta penitencia o contrición uno debe distinguir cuatro elementos, a saber: en qué consiste la contrición, cuáles son las causas que impelen a uno a tener un corazón contrito, cómo se debe alcanzarla y qué utilidad tiene para el alma.

La contrición es el dolor sincero de los propios pecados, acompañado del firme propósito de confesarse, hacer peni­tencia y no reincidir jamás en ellos. Y este dolor, en palabras de San Bernardo, tendrá las siguientes características: «Será grave y profundo, y extremadamente vivo y acerbo en el co­razón.» En primer lugar, porque el hombre ha pecado contra su Señor y Creador, y tanto más profundo y acerbo cuando que ha pecado contra su Padre celestial; y estas cualidades se incrementan al considerar que ha irritado a Aquel que le ha redimido con su preciosísima sangre y le ha rescatado de las ligaduras del pecado, de la crueldad del demonio y de las pe­nas del infierno.

Seis son las causas que deben impeler al hombre a la contri­ción. Primera, el recuerdo de los propios pecados. Pero consi­dera que ese recuerdo no es para él agradable en manera algu­na, sino motivo de vergüenza y dolor por sus culpas. Pues Job afirma: «Los hombres pecadores ejecutan actos dignos de con­fusión». Y, por consiguiente, comenta Ezequías: «Los recor­daré todos los años de mi vida con amargura de corazón».

Dice Dios en el Apocalipsis: «Recuerda de dónde has caí­do». Pues antes de pecar erais hijos de Dios y miembros de su reino, pero a causa de vuestros pecados habéis quedado esclavizados y corruptos, os habéis convertido en miembros del maligno, odiados por los ángeles, denunciados por la Santa Iglesia, y en alimento de la falsa serpiente y combusti­ble perpetuo del fuego infernal. Y aún más corrupto y repro­bable, por nuestras frecuentes transgresiones, como hace el perro que ingiere todo lo que ha vomitado. Y con todo ello queda mancillado por su insistente contumancia en el peca­do y en los hábitos pecaminosos, por lo que te corromperás en tu pecado cual bestia en sus excrementos. Semejante modo de pensar impele a que el hombre se avergüence de su pecado y no se solace en él tal como Dios declara a través del profeta Ezequiel: «Acuérdate de tus caminos y te desagrada­rán». Verdaderamente los pecados son las sendas que con­ducen al infierno.

El segundo motivo por el cual se debe despreciar al peca­do es éste. Como afirma San Pedro: «El que peca se con­vierte en esclavo del pecado»; es decir, el pecado esclaviza al hombre. Y, por consiguiente, el profeta Ezequiel dice: «Deambulé despreciándome a mí mismo». Y, ciertamente, se debe despreciar el pecado y apartarse de esa esclavitud y acción depravada. Y consideradlo: ¿cuál es la opinión de Sé­neca en este asunto? Afirma lo siguiente: «Aunque creyese que ni Dios ni el hombre lo llegasen jamás a conocer, recha­zaría el pecado.» Y el mismo Séneca también declara: «Para mayores cosas he nacido que para esclavizarme a mi cuerpo, o convertir a éste en esclavo».

No existe servidumbre más corrupta en hombre o mujer que el entregar el propio cuerpo al pecado. En tal caso, su es­clavitud y corrupción superan a la más depravada y esclaviza­da situación de viviente, hombre o mujer, más despreciable. Cuanto de más alto cae el hombre, mayor es su esclavitud, y mas vil y rechazable a los ojos de Dios y del mundo. ¡Oh buen Dios! ¡Cómo el hombre debe despreciar el pecado, ya que por culpa de él ha perdido su anterior libertad y se ha transformado en siervo!

Por consiguiente, afirma San Agustín: «Si desprecias a tu siervo porque ha obrado mal o pecado, entonces, si tú pecas debes despreciarte a ti mismo». Considera tu valía de forma que no te mancilles. ¡Ay!, cuánto se debe despreciar la servi­dumbre y esclavitud del pecado, y qué amarga vergüenza propia se debe sentir; pues el Dios de infinita bondad los ha colocado en un elevado estado, otorgado sabiduría, fortaleza corporal, salud, belleza, prosperidad y rescatado de la muer­te con la sangre de su corazón y, con todo, corresponden a esta bondad con una vileza antinatural, asesinando a sus pro­pias almas. ¡Oh buen Dios! Vosotras, mujeres de tan gran be­lleza, acordaos de aquella máxima de Salomón: «La mujer hermosa que mancilla su cuerpo es como un anillo de oro en el morro de una marrana». Pues al igual que una marrana escarba en todas las basuras, así sumerge aquélla su beldad en las pestilentes basuras del pecado.

La tercera causa que debe impeler a uno a la contrición es el temor al día del juicio y a las horribles penas del infierno. Pues, como San Jerónimo afirma: «Tiemblo cada vez que re­cuerdo el día del Juicio; cada vez que como, o bebo, o hago cualquier otra cosa, me parece que resuena en mis oídos la trompeta: resucitad, vosotros que estábais muertos, y venid a ser juzgados.» ¡Oh Dios de bondad! ¡Cuánto se debe temer a semejante juicio! Pues, como afirma San Pablo: «Todos se­remos convocados ante el trono de Jesucristo Nuestro Se­ñor»; y nadie podrá ausentarse de esta convocatoria gene­ral. Pues, ciertamente, de nada servirán los pretextos o las ex­cusas legales. Y no sólo se nos juzgarán nuestras faltas, sino también se conocerán públicamente todas nuestras acciones.

En palabras de San Bernardo: «De nada servirán los pre­textos o los fingimientos. Daremos allí cuenta de toda pala­bra ociosa». Tendremos allí un juez al que no podremos engañar o corromper. Y ¿por qué? Ciertamente, todos nuestros pensamientos quedarán patentes ante él, que no se dejará corromper ni ante las súplicas ni ante los sobor­nos. Por consiguiente, declara Salomón: «La ira de Dios no dejará incólume a persona alguna a causa de las súplicas o de ofrendas». Y, por tanto, no existe posible escapatoria al día del Juicio.

Por ello como San Anselmo comenta: «Los pecadores es­tarán angustiadísimos en tal ocasión. En el estrado se sentará el iracundo y severo juez, y a sus pies se abrirá el horrendo foso infernal para destruir a los que no reconozcan sus peca­dos (que se mostrarán públicamente ante Dios y ante toda criatura). Y a su izquierda, para apoyar y arrastrar a las almas pecadoras a las penas del infierno, una legión inimaginable de demonios. Y en el interior de sus corazones las personas tendrán remordimientos de conciencia, y, al mismo tiempo, toda la tierra empezará a arder. ¿Adónde irá entonces el mi­serable pecador a refugiarse? Ciertamente, no podrá escon­derse: deberá adelantarse y presentarse».

Como ciertamente afirma San Jerónimo: «La tierra le ex­pulsará de su seno, al igual que el mar y el aire, que estará lle­no de truenos y relámpagos.»

Ahora, ciertamente, me figuro que para quien tenga bien presente todo eso, el pecado no será para él motivo de satis­facción, sino de gran pesar ante el temor de las penas del in­fierno. Y así declara Job a Dios: «Permíteme, Señor, que por un instante llore y me lamente antes de emprender el viaje sin retomo a la sombría tierra cubierta por la oscuridad de la muerte, a la tierra de las sombras y la aflicción, donde reina esa oscuridad mortal, donde no existe orden alguno, sino un horrible temor que durará por siempre» Mirad: aquí po­déis ver al orgullo atenazado de Job, lamentando y llorando sus faltas, pues verdaderamente un día de lamentación es me­jor que todos los tesoros del Universo. Y aunque un hombre se reconcilie con Dios a través de la penitencia en este mun­do, y no mediante ofrendas, debe rogar a Dios que le conce­da tiempo para llorar y lamentar sus faltas. Pues es cierto que toda la pena que un hombre pudiera experimentar desde que el mundo es mundo se reduce a la nada comparada con la del infierno.

La razón por la cual Job define el infierno como «la tierra de la oscuridad» es doble: por un lado, el término «tierra» sig­nifica estabilidad sin zozobra; por otro, «oscuridad» significa que en el infierno existe una carencia de luz fisica. Pues la luz oscura que surge de las entrañas del fuego sempiterno produ­cirá tormento por doquier: le mostrará al condenado los ho­rrendos demonios que le torturan.

«Cubierto por la oscuridad de la muerte»: es decir, que el condenado no gozará de la visión de Dios, ya que la misma constituye la vida perdurable. «La oscuridad de la muerte» es el cúmulo de pecados que el condenado ha cometido y que le privan de ver la faz de Dios, al igual que una nube oscura que se interpone entre el sol y nosotros. «La tierra de las aflic­ciones», porque hay tres modos de fallar respecto a tres cosas que la gente de este mundo tiene en elevada estima, a saber: honores, placeres y riquezas. En vez de honor tienen ver­güenza y confusión infernal. Pues bien sabéis que los hom­bres denominan «honor» al respeto que una persona otorga a otra; pero en el infierno ni el honor ni el respeto existen. En verdad, no habrá más muestras de respeto para un rey que para un villano.

Al respecto, Dios afirma mediante el profeta jeremías: «Despreciaré a los que me desprecian». Al «honor» también se le denomina gran autoridad; allí nadie servirá a otro excep­to para dañarle y atormentarle. «Honor» también equivale a elevada dignidad y nobleza, pero en el infierno todos serán pisoteados por los demonios. Y Dios afirma: «Los horripilan­tes demonios transitarán por las cabezas de los condena­dos». Su humillación y degradación será tanto más elevada cuanto mayor haya sido su posición en esta vida. Además, en contraste con las riquezas de este mundo, sufrirán los escar­nios de la escasez.

Y esta pobreza se cifrará en cuatro cosas: en la carencia de tesoros, acerca de las cuales afirma el profeta David: «Los ri­cos que abrazan y dejan absorber su corazón por las riquezas de este mundo dormirán el sueño de la muerte y sus manos estarán vacías sin tesoro alguno». Y además la incomodidad del infierno consistirá en la falta de alimento y bebida. Pues así afirma Dios en palabras de Moisés: «Conocerán las pun­zadas del hambre, las aves del averno los devorarán de modo horrendo hasta morir, y la hiel del dragón será su bebida y sus bocados los venenos del mismo».

Incluso más, su tormento también abarcará la falta de ves­tido, pues carecerán de ellos totalmente: irán desnudos ex­cepto por el fuego abrasador y otras inmundicias. Y su alma estará desnuda de toda suerte de virtudes, pues éstas forman su vestimenta. ¿Dónde quedan, pues, los alegres ropajes, las suaves sábanas y las tenues camisas? Considerad lo que Dios opina de ellos a través del profeta Isaías: «Tu jergón será de larvas y tu manta de gusanos infernales». Todavía más: se atormentarán por la falta de amigos, pues el que tiene buenas amistades no es pobre. Pero allí carecerán de ellas, pues ni Dios ni criatura alguna será su amigo y todos se odiarán en­tre sí de un modo exacerbado.

«Los hijos y las hijas se rebelarán contra sus padres, los pa­rientes contra los parientes, y se increparán y despreciarán re­cíprocamente, tanto de día como de noche», tal como afirma Dios en boca del profeta Miqueas. Y los cariñosos hijos que otrora se amaron con tanta sensualidad se devorarían unos a otros si pudieran. Pues, ¿por qué deberían amarse en medio de los tormentos del infierno si existía un odio recí­proco en el próspero transcurso de esta vida?

Pues podéis estar seguros, su amor sensual era un odio mortífero, tal como declara el profeta David: «El que ama a la maldad, odia su alma». Y aquel que odia a su propia alma es incapaz de amar a ninguna otra persona. Y, por con­siguiente, no existe ni amistad ni consuelo; cuanto más pró­ximo al parentesco camal, tanto más se lanzarán increpacio­nes, maldiciones, y odio mortífero se profesarán entre ellos.

Más aún, carecerán de todos los placeres sensuales. Pues ciertamente, el placer sensual se deriva de los cinco sentidos vista, oído, olfato, gusto y tacto. Pero en el infierno su vista estará repleta de humo y oscuridad y, en consecuencia, carga­da de lágrimas; y su oído, lleno de «lamentos y crujir de dien­tes», tal como afirma Jesucristo; sus fosas nasales estarán henchidas de un hedor maloliente. Y, como afirma el profe­ta Isaías: «Su gusto sabrá a amarga hiel.» Y el sentido del tacto en todo su cuerpo estará cubierto de «un fuego inextin­guible y de gusanos imperecederos», tal como Dios afirma en boca de Isaías.

Y como no albergarán la esperanza de morir de dolor, y mediante esta suerte escapar de él, captarán las palabras de Job cuando afirma: «Allí reinarán las sombras de la muer­te». Ciertamente la sombra guarda semejanza con la cosa que la proyecta, pero ambas difieren entre sí. De igual modo acontece con las penas del infierno. Son como mortales por la horrible angustia que engendran. ¿Por qué motivo? El con­denado se tortura como si fuera a morir al instante, pero cierta­mente no morirá. Pues, como afirma San Gregono: «Estas desgraciadas criaturas morirán sin morir, y finalizarán sin finali­zar, y desfallecerán sin fallecer.» Pues su muerte estará siempre avivada, y su fin siempre comenzará, y sus faltas no fallarán. Al respecto afirma San Juan Evangelista: «Seguirán a la muerte y no la arrastrarán, desearán morir y ésta huirá de ellos».

También Job afirma que en el infierno reina un completo desorden. Y aunque Dios ha creado todo de acuerdo con un orden, y nada hay desordenado, sino que todas las cosas están organizadas y clasificadas; con todo, los condenados estarán desordenados, pues la tierra no producirá frutos. El profeta David afirma: «Dios hará que la tierra sea —para ellos— infructuosa. Las aguas no desprenderán humedad para esos malditos, ni el aire frescor, ni el fuego luz.» San Ba­silio, asimismo, comenta: «Dios dará el ardor del fuego de este mundo a los condenados del infierno, pero la claridad y la luz las reserva para sus hijos en el cielo», al igual que un hombre justo da la carne a sus hijos y los huesos a los perros. Y para que no tengan esperanza de escapar, dice el santo Job que finalmente habrá allí horror y horrible temor sin fin.

El horror es siempre el temor del daño venidero, y este te­mor morará eternamente en el corazón de los condenados. Y en consecuencia, han perdido toda esperanza debido a siete causas.

La primera, porque Dios, que es su juez, será inmisericor­de con ellos; no podrán agradecerle a Él o a sus santos, ni po­drán hablarle, ni evadirse de los tormentos, ni podrán esgri­mir mérito alguno para liberarse de sus penas. Y, por consi­guiente, manifiesta Salomón: «El hombre malvado perece, y cuando esté muerto, no abrigará esperanza para escaparse de su dolor.» Quien, pues, comprenda estos tormentos, y piense que los ha merecido a causa de sus pecados, cierta­mente estará más proclive a lamentarse y a llorar que a can­tar y a jugar. Pues, como escribe Salomón al respecto: «Quien conozca los tormentos reservados y ordenados para los peca­dos, se arrepentirá.» «Este conocimiento —afirma San Agus­tín— hace que el hombre tenga un corazón contrito.»

El cuarto punto que induce a un hombre a la contrición radica en el recuerdo doloroso del bien que ha dejado de eje­cutar durante su vida terrena, y también en tener presente el bien perdido. A saber, las buenas obras omitidas son, además de las acciones meritorias llevadas a cabo antes de caer en pe­cado mortal, las ejecutadas mientras permaneció en pecado. En realidad, las buenas obras practicadas antes de incurrir en pecado han quedado desvirtuadas, suprimidas y anuladas por la falta mencionada. El resto de las buenas acciones ejer­cidas mientras permaneció en pecado no le cuentan para nada por lo que respecta a la vida perdurable celestial.

Entonces todas las acciones meritorias que han sido anu­ladas por el frecuente pecado —es decir, las acciones ejecuta­das mientras estuvo en gracia de Dios— no podrán renacer sin verdadera penitencia. Y acerca del tema Dios declara, por boca del profeta Ezequiel, que si «el justo se desviare de su justicia y cometiese la maldad según las abominaciones que suele ejercer el impío, todas cuantas obras buenas hubiere he­cho, se echarán en olvido: por la infidelidad en que ha incu­rrido y por el pecado que ha cometido, por eso morirá».

Sobre este mismo versículo San Gregorio comenta lo si­guiente. Que se debería captar esencialmente esto: que cuan­do hemos cometido un pecado mortal, para nada sirve recor­dar o rememorar las buenas obras ejecutadas con anterio­ridad; en otras palabras, ellas no nos alcanzarán la vida perdurable del cielo. Pero, con todo, esas mismas buenas ac­ciones resucitan y se actualizan de nuevo, y ayudan y sirven para lograr la vida perdurable celestial cuando estamos con­tritos. Aunque, verdaderamente, las buenas obras ejecutadas por los hombres en estado de pecado mortal puede que ja­más tengan validez.

Ciertamente, algo que nunca estuvo dotado de vida no puede resucitar; y, con todo, a pesar de que resulten estériles para lograr la vida perdurable, sirven, sin embargo, para abre­viar las penas del infierno; también para lograr bienes tempo­rales, o para que Dios quiera aclarar e iluminar el corazón del hombre pecador para que se arrepienta; asimismo sirven para que uno se acostumbre a realizar buenas obras de modo que el enemigo ejerza menos influencia sobre el alma.

Y así Jesucristo misericordioso no quiere que obra buena alguna se pierda, para que sea de utilidad. Pero del mismo modo que las buenas acciones que los hombres ejecutan en estado de gracia perecen todas a causa del subsiguiente peca­do, y que todas aquellas ejecutadas por el hombre mientras permanece en estado de pecado mortal están completamen­te muertas a la vida perdurable, bien podría cantar el hombre que no obra el bien aquella reciente canción francesa: He perdido mi tiempo y mis esfuerzos. Pues, en verdad, el pecado despoja al hombre de la bondad de la naturaleza y también de la bondad de la gracia. Porque, de hecho, la gracia del Espíri­tu Santo opera como el fuego que jamás está ocioso; pues el fuego deja de ser efectivo en cuanto se apaga, y del mismo modo la gracia cesa de obrar en cuanto deja de estar presen­te. Así, el hombre pecador pierde la gracia de la gloria, que sólo es prometida a los hombres buenos que trabajan y se es­fuerzan. El arrepentimiento es posible, pues aquel que, mien­tras viva, debe toda su vida a Dios, no posee ninguna bon­dad para pagar su deuda con Dios, el dador de toda la vida. Puedes tener la seguridad de que «rendirá cuenta —tal como afirma San Bernardo— de todos los bienes recibidos en esta vida, y de cómo los ha gastado, hasta el punto que incluso deberá dar cuenta de una hora de su tiempo y de un segun­do de una hora, si lo ha malgastado».

La quinta cosa que debe inducir al hombre a la penitencia es el recuerdo de la Pasión que Jesucristo Nuestro Señor pa­deció a causa de nuestros pecados. Porque, como afirma San Bernardo: «Mientras vivas recordarás las penalidades que Nuestro Señor Jesucristo sufrió durante su predicación, la fa­tiga del camino, las tentaciones cuando ayunó, sus largas ve­ladas en oración, sus lágrimas compasivas por la buena gen­te, las miserias, comentarios vergonzosos y calumnias que los hombres dijeron de él, los escupitajos asquerosos que le diri­gieron a su rostro, los bofetones que le propinaron, los escar­nios de las muchedumbres, y las reprimendas que los hom­bres le dirigieron, los clavos con los que fue clavado en la cruz, y todo lo demás que sufrió durante la pasión por sus pecados, sin culpa alguna por su parte.»

Y comprenderéis que el pecado del hombre altere funda­mentalmente toda clase de orden y jerarquía. Pues es cierto que Dios, la razón, la sensualidad y el cuerpo del hombre es­tán ordenados de modo que cada uno de estos elementos ejerzan predominio sobre los otros. Y así, Dios debería preva­lecer sobre la razón, y la razón sobre la sensualidad, y la sen­sualidad sobre el cuerpo del hombre. Pero en verdad el hom­bre, al pecar, distorsiona todo este orden o jerarquía. Y, por consiguiente, ya que la razón humana no quiere estar sujeta y obedecer a Dios, que es, por derecho, su Señor, pierde por consiguiente el predominio que debiera poseer sobre la sen­sualidad y también sobre el cuerpo.

¿Por qué? La sensualidad se rebela, pues, contra la razón, y de este modo la razón pierde el dominio sobre la sensuali­dad y el cuerpo. Porque así como la razón se rebela contra Dios, así también la sensualidad se rebela contra la razón y el cuerpo. Y, ciertamente, Jesucristo Nuestro Señor nos redimió con su preciosísima sangre de este desorden y rebelión; y es­cuchad de qué manera.

Al rebelarse la razón contra Dios, siguiese que el hombre se hace capaz de arrepentirse y morir. Esto sufrió Jesucristo Nuestro Señor por la Humanidad después de haber sido trai­cionado por su discípulo, arrestado y maniatado, de forma que la sangre fluía, como afirma San Agustín, de sus clavadas manos. Y todavía más, ya que la razón del hombre no ha subyugado su sensualidad cuando debía, por ello es merece­dor a sentirse avergonzado. Por este motivo aceptó Jesucristo Nuestro Señor el que le escupieran al rostro. E incluso más: ya que el cuerpo cautivo del hombre se rebela contra la ra­zón y la sensualidad, por ello es merecedor de la muerte. Muerte que Jesucristo Nuestro Señor sufrió en la cruz por la Humanidad. No hubo parte alguna de su cuerpo que se vie­ra libre de grandísimo dolor y amargo sufrimiento. Y todo eso sufrió Jesucristo Nuestro Señor, que jamás pecó: «Estoy sometido a grandísimos tormentos por cosas que jamás me­recí, y excesivamente mancillado por desgracias que la Hu­manidad ha merecido.» Y, en consecuencia, bien podría afir­mar el pecador, como dice San Bernardo: «Maldita sea la amargura de mis faltas, por cuya culpa tuvo que padecerse tan acerbamente.» Pues, en verdad, después de los variados desórdenes de nuestra malicia, la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo puso orden a diversas cosas tal como a continua­ción se relata.

De hecho, el alma pecadora del hombre es traicionada por el diablo mediante la codicia de la prosperidad temporal, y despreciado por el engaño cuando se afana por los placeres camales, y con todo, le tortura la impaciencia de la adversi­dad, y es escupido por la servidumbre y sujeción del pecado, y finalmente perece. Por estos desórdenes del hombre peca­dor Nuestro Señor Jesucristo fue traicionado en primer lugar, y a renglón seguido, maniatado para que nosotros quedára­mos liberados del pecado y del dolor. Fue a continuación menospreciado. Él, que debiera haber sido objeto de honra, por encima de todo. A continuación su rostro fue infame­mente escupido, Él que debía ser el ansiado objeto de con­templación de toda la Humanidad y de toda la milicia an­gélica.

Luego, aquel que estaba sin pecado, fue azotado. Y, final­mente, murió crucificado. A continuación se cumplió la pro­fecía del profeta Isaías, cuando afirma que fue herido por nuestros pecados y mancillado por nuestras felonías. En re­sumen, ya que Jesucristo cargó sobre sí el dolor de toda nues­tra maldad, el hombre pecador debe llorar mucho y lamen­tarse, pues por sus pecados el Hijo del Dios de los Cielos ha­bría estado sometido a todos estos sufrimientos.

La sexta cosa que debe incitar al hombre a la contrición es la espera de tres logros, a saber: el perdón de los pecados, la gracia de Dios para alcanzarlo y la gloria del cielo con la cual Dios recompensará al hombre por sus buenas obras. Y por­que Jesucristo nos otorga estos dones a causa de su magnani­midad y bondad soberanas, por eso se le llama: Jesús Nazare­nus rex Iudeorum. Iesus, es decir, «salvador» o salvación, en el cual los hombres cifran alcanzar el perdón de los pecados, que es propiamente la salvación de los mismos. Y, por consi­guiente, dijo el ángel a José: «Le pondrás por nombre Jesús, pues Él salvará a su pueblo de sus pecados. No se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual deba­mos ser salvados».

Sobre este tema afirma San Pedro: «No existe nombre bajo el cielo que se pueda dar a un hombre mediante el cual uno pueda ser salvo, excepto Jesús». Nazarenus equivale a «flore­ciente»; a través de El la Humanidad espera la remisión de los pecados y la concesión de la correspondiente gracia para lograrlo. Pues la esperanza del fruto en el momento adecua­do reside en la flor, y en el perdón de los pecados la esperan­za de la gracia para lograrlo: «He aquí que estoy a la puerta, y llamo —afirma Jesús—. Si alguno escuchare mi voz y me abriese la puerta, tendrá el perdón de sus pecados, y entraré a él y cenaré con él», por las buenas obras que realizará; esas obras constituyen el alimento de Dios, «y cenará conmi­go» por la inmensa alegría que le proporcionaré. Así el hom­bre esperará que Dios le otorgue su reino, tal como afirma en el Evangelio, por sus obras de penitencia.

Ahora sabrás de qué forma. Afirmo que el arrepentimien­to debe ser universal y total, es decir, uno deberá tener since­ro arrepentimiento de todos sus pecados de pensamiento con delactación sensual, pues tal deleite es sumamente peli­groso. Dos son los modos de consentir. Uno de ellos recibe el nombre de consentimiento afectivo; en tal caso una perso­na se inclina a pecar y se refocila pensando en dicho pecado: detecta perfectamente que ha quebrantado la ley de Dios, y, con todo, su razón no aparta este malvado deleite o apetito, aunque uno sea consciente de que le aleja del temor de Dios. Por más que la razón sea plenamente consciente de este que­brantamiento a la ley de Dios, no rechaza este deleite o ape­tito pecaminoso. A pesar de que la razón no consienta en co­meter este pecado de obra, algunos doctores afirman que se­mejante delectación prolongada, aunque nimia, se toma muy peligrosa.

Asimismo uno debería arrepentirse, especialmente por todo lo que ha deseado en contra de la ley de Dios con per­fecto consentimiento de su razón, pues no existe duda de ello: el consentir constituye pecado mortal. Ciertamente, no existe pecado mortal que no se albergue primeramente en el pensamiento y después en la delectación, y luego en el con­sentimiento, para acabar en la acción. Por consiguiente, afir­mo que muchos hombres jamás se arrepienten de tales pen­samientos y delectaciones: solamente se confiesan de los pe­cados externos de obra. En consecuencia, afirmo que tales malvados pensamientos y delectaciones constituyen sutiles engaños de aquellos que se condenarán.

Aún más: el hombre debe arrepentirse tanto de sus malas palabras como de sus perversas acciones, pues, ciertamente, el arrepentimiento de un solo pecado sin el de los restantes, o el hacerlo de los restantes y no de uno singular, de nada sir­ve. Estad plenamente convencidos: el Dios Todopoderoso está lleno de bondad y, por ende, perdona todos los pecados, o en caso contrario no lo está.

Al respecto afirma San Agustín: «Sé con certeza que Dios es enemigo de todo pecador.» ¿Y cómo, pues el que se escla­viza a un pecado obtendrá el perdón de los restantes? No. Por otra parte, la contrición debería ser extremadamente pe­nosa y llena de angustia. Y, en consecuencia, Dios le otorga la plenitud de su misericordia. Así, «cuando mi alma estaba poseída por la angustia, recordé a Dios para que le llegase mi súplica».

Todavía más: la contrición deber ser perseverante y uno debe tener el firme propósito de confesarse y de enmendar su conducta. Pues, ciertamente, mientras procure la contri­ción siempre se puede esperar el perdón. Y de él se deriva la aversión al pecado que destruye el poder de la culpa tanto en uno mismo como en otros. Por lo cual afirma David: «Los que amáis a Dios, odiáis la maldad.» Pues estad seguros, amar a Dios significa amar lo que Él ama y odiar lo que Él odias.

La última cosa que el hombre entenderá por penitencia es ésta: ¿para qué sirve la contrición? Afirmo que a veces la con­trición limpia al hombre de pecado. Sobre ello sentencia Da­vid: «Me formulé el propósito de confesarme, y Tú, Dios, me absolviste de mi pecado». Y así como la contrición no sirve para nada sin el firme propósito de confesarse, si uno tiene la oportunidad, así la confesión o absolución sin con­trición de nada vale. Incluso más: la contrición destruye las cárceles del infierno y transforma en débil y frágil toda la for­taleza demoníaca, y restablece los dones del Espíritu Santo y todas las virtudes; también limpia al alma de pecado, la libe­ra de las penas del infierno, de la compañía del diablo, de la esclavitud del pecado, y establece todos los bienes espiritua­les y la unión y comunión con la Santa Iglesia. Más aún: transforma al pecador de hijo de ira en hijo de Dios.

Todas estas afirmaciones se prueban por las Escrituras. En consecuencia, el que quiera comprender estas cosas, pruden­te es, ya que verdaderamente carecerá de fuerzas para pecar durante toda su vida: al contrario, se abandonará en cuerpo y alma al servicio de Jesucristo, y, al hacerlo, le rendirá home­naje. Pues, ciertamente, nuestro dulce Señor Jesucristo nos ha librado tan graciosamente de nuestras locuras, que si Él no tuviese misericordia de nuestras almas, entonaríamos to­dos una triste canción.

FINALIZA LA PRIMERA PARTE DE LA PENITENCIA Y SIGUE LA SEGUNDA

La segunda parte de la penitencia consiste en la confesión, signo de la contrición. A continuación deberéis captar en qué consiste, si debe o no debe hacerse, y cuáles son los re­quisitos apropiados a una verdadera confesión.

En primer lugar debéis saber que la confesión consiste en la sincera manifestación de los pecados a un sacerdote. Es de­cir, «sincera», pues se debe confesar a él todas las circunstan­cias inherentes a su pecado en cuanto sea posible. Todo debe decirse, sin paliativos, ni amagos, ni edulcorantes; sin enva­necerse de las buenas acciones. Incluso más: es preciso com­prender el origen de los pecados, cómo se reiteran y su natu­raleza.

Sobre el origen de los pecados San Pablo afirma lo siguien­te: que así como el pecado entró en este mundo a través de un hombre, y por él la muerte, así, del mismo modo, la muerte entró en todos los hombres que pecaron. Y este hombre era Adán, a través del cual, cuando rompió el man­dato divino, el pecado entró en este mundo. Y, por consi­guiente, aquel que primeramente fue tan poderoso que no debería haber muerto se convirtió en uno necesariamente su­jeto a la muerte, independientemente de su voluntad, y con él toda su progenie de este mundo que en tal hombre pecó. Considera el estado de inocencia cuando Adán y Eva deambulaban por el Paraíso desnudos, sin sentirse para nada avergonzados, cómo la serpiente, el más astuto de los anima­les que Dios había creado, le dijo a la mujer:

—¿Conque os ha mandado Dios que no comáis frutos de todos los árboles del Paraíso?

—Del fruto de los árboles que hay en el Paraíso sí come­mos —replicó la mujer—. Mas del fruto del árbol que está en medio del Paraíso mandónos Dios que no comiéramos ni lo tocásemos, para que no muramos.

—¡Oh! Ciertamente no moriréis —dijo la serpiente—. Sabe Dios que el día que comiéreis de él se os abrirán vues­tros ojos: seréis como dioses, conocedores del bien y del mal.

La mujer vio, pues, que el fruto del árbol era bueno para comer, bello a los ojos, y de hermoso aspecto. Cogió del fru­to y lo comió, y dio de él a su marido, el cual también comió y al instante se les abrieron a entrambos los ojos; y como echasen de ver que estaban desnudos, asieron unas hojas de higuera y se hicieron unos delantales para camuflar sus órga­nos genitales.

De todo ello se puede colegir que el pecado mortal se ini­cia con una sugerencia del diablo, representado aquí por la serpiente; y luego, la delectación carnal, simbolizada en este caso por Eva; y a continuación, el consentimiento de la men­te, figurada aquí por Adán.

Medítalo bien. Aunque sea cierto que el maligno tentase a Eva, es decir, la carne, y la carne se deleitase en la hermosura del fruto prohibido, con todo, ciertamente, hasta que la mente, es decir, Adán, consintió en comer del fruto, conser­vó su estado de inocencia original.

Del mismo Adán quedamos contagiados del pecado origi­nal, pues él es el progenitor fisico de todos nosotros: somos engendrados de una sustancia vil y corrupta. Y cuando a nuestro cuerpo se le insufla el alma, inmediatamente con­traemos el pecado original, y lo que al principio fue solamen­te aflicción de la concupiscencia se convierte en aflicción y pecado. Y, por consiguiente, todos hemos nacido hijos de la ira y de eterna condenación, si no fuera por el bautismo que recibimos y nos redime de la culpa. Pero, en verdad, el tor­mento que permanece en nosotros recibe el nombre de con­cupiscencia. Y esta concupiscencia, cuando radica en el alma de modo desordenado y mal dispuesto, le hace apetecer, a través del apetito camal, los pecados de la carne por la visión de los objetos terrenales, y el apetito de honores mediante el orgullo de corazón.

Por lo que respecta al primer apetito, es decir, a la concupis­cencia derivada de las exigencias de nuestros órganos genitales, que fueron legítimamente creados por el recto juicio de Dios, afirmo que cuando el hombre no obedece a Dios, su Señor, entonces la carne se rebela contra él mediante la concupiscen­cia, que alimenta y da pie al pecado. Por consiguiente, mien­tras uno se sienta acuciado por la concupiscencia resulta impo­sible que no sea tentado y su carne no le incline a pecar.

Y así será mientras viva. Puede que el poder del bautismo y de la gracia a través de la penitencia refuerce esta debilidad y fragilidad, pero aunque quede refrenado por la enferme­dad, o por el mal obrar de hechicería o bebidas frías, la con­cupiscencia jamás será saciada.

Mira lo que San Pablo afirma al respecto: «Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne, como que son cosas entre sí opuestas; por cuyo motivo no hacéis vosotros todo lo que queréis». El mismo San Pablo, después de sus sufrimientos en el mar y en tierra firme —en el mar, un día y una noche con grandes peligros y sufrimientos; en tierra firme, hambre, sed, frío, desnudez— y apedreamiento casi hasta morir, dijo con todo: «¡Oh, qué hombre tan infeliz soy! ¿Quién me li­bertará de este cuerpo tan miserable?». Y San Jerónimo, después de haber morado largo tiempo en el desierto donde no tenía otra compañía que los animales salvajes, donde su único alimento eran las hierbas y su única bebida el agua, su lecho, la desnuda tierra, por lo que su piel se tornó negra como la de un etíope a causa del calor y casi agrietada por la intemperie, a pesar de todo afirmaba que sentía bullir en su cuerpo el fervor de la lascivia.

Por consiguiente, sé con toda seguridad que se engañan los que afirman que no son tentados en su cuerpo. Com­prueba el testimonio del apóstol Santiago cuando afirma que «cada uno es tentado por su propia concupiscencia»; es de­cir, que cada uno tiene motivo y ocasión de ser tentado por este incentivo pecaminoso que radica en nuestro cuerpo. Por ello afirma San Juan Evangelista: «Si afirmamos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no radica en nosotros».

Ahora os enteraréis de qué modo ese pecado se incremen­ta o crece en el hombre.

La primera cosa se refiere al acicate pecaminoso que he mencionado anteriormente: la concupiscencia camal. Su se­cuela es la sujeción al demonio, es decir, a los fuelles diabóli­cos con los que él insufla en el hombre el fuego de la concu­piscencia camal. Y después de ello, el hombre sopesa si hará o no aquello que ha sido objeto de tentación. A continua­ción, si uno se resiste y capea la primera acometida de su car­ne y del diablo, entonces no peca. En caso contrario, siente entonces las llamaradas del placer. Acto seguido bien le val­dría ser cauto y cuidadoso, no fuera que entonces consintie­ra en pecar; y después lo haría si tuviera ocasión y tiempo propicios.

Moisés opina al respecto, a través del diablo: «El diablo lo dice: Acosaré y perseguiré al hombre con tentaciones malig­nas, y le apresaré acuciándole e instigándole a pecar. Escoge­ré mi presa o mi víctima con deliberación, y mi deseo se verá logrado a través del placer sexual. Esgrimiré mi espada en el consentimiento». Pues, ciertamente, así como una espada escinde algo en dos, así el consentimiento aleja al hombre de Dios. «Y entonces le haré perecer con mi propio brazo ha­ciéndole pecan»; así afirma el diabólico. De hecho, en tales circunstancias, la muerte se enseñorea del alma del hombre. Y de este modo cae en pecado mediante la tentación, la de­lectación y el consentimiento. En tal caso el pecado se llama actual.

Hay dos clases de pecado: mortal y venial.

Cuando uno ama a una criatura más que a Jesucristo nues­tro Creador, entonces se comete pecado mortal. Se comete pecado venial cuando se ama a Jesucristo menos de lo debi­do. Pues, en verdad, el cometer un pecado venial es muy pe­ligroso, ya que disminuye el siempre creciente amor que los hombres debieran profesar a Dios. Y por ello, si un hombre comete muchos pecados veniales, seguramente, a menos que él de vez en cuando los borre mediante la confesión, le pue­den muy fácilmente disminuir el amor que profesaba a Jesucristo Nuestro Señor. Y así se desliza uno del pecado venial al mortal.

En la práctica, cuanto más uno agrava su alma con peca­dos veniales, tanto más proclive se es a caer en pecado mor­tal. En consecuencia, no seamos negligentes en desembara­zarnos de los pecados veniales. Pues, tal como afirma el pro­verbio, «poquito a poco hilaba la vieja el copo». Y atended a este ejemplo. A veces una poderosa ola del mar arremete con tan gran violencia, que echa a pique a un barco. Y el mismo daño ocasiona a veces la acción de diminutas gotas de agua que penetran en la bodega por una pequeña hendidura y en el fondo del barco, si la tripulación es tan negligente que no achica la inundación oportunamente. Y, por consiguiente, aunque existe una diferencia entre estas dos causas de hundi­miento, éste acontece en ambas ocasiones. Así ciertamente sucede también en ocasiones con el pecado venial y con esas embarazosas faltas veniales cuando se incrementan hasta tal punto que las cosas terrenales a las que uno está apegado, las cuales le llevan a pecar venialmente, cautivan su corazón tan­to como el amor de Dios, y a veces incluso más. Y, en conse­cuencia, el amor de cualquier cosa que no está basado en Dios ni ejecutado principalmente por su amor, aunque uno lo ame menos que a Dios, es, con todo, pecado venial.

Se da pecado mortal cuando el amor por algo crece en el corazón tanto o más que el amor de Dios. Como dice San Agustín: «El pecado mortal se da cuando uno aparta su cora­zón de Dios, que es la genuina e inalterable soberana bon­dad, y lo entrega a un objeto que puede cambiar y es perece­dero.» Así sucede con todo, excepto con Dios celestial. Suce­de que si uno entrega su amor —que de modo indiscutible debe ofrendarlo enteramente a Dios—, ciertamente quedará tanto o más privado de Dios cuanto más entregue aquél; en consecuencia, comete pecado. El que se aparta de Dios no le entrega todo lo que le debe, a saber, todo el amor de su co­razón.

Ahora que habéis captado de un modo genérico la natura­leza del pecado venial, resultará apropiado describir especial­mente aquellos pecados que acaso uno no los considere como tales, y que, por tanto, no se confiese de ellos y, a pe­sar de todo, sean verdaderos pecados, tal como los eruditos escriben. A saber, en toda ocasión que se come o se bebe más de lo necesario a la manutención corporal, en cierto modo se comete pecado. Y, asimismo, cuando se habla más de lo ne­cesario también se peca. Lo mismo sucede cuando no se atiende con benignidad a las lamentaciones de los pobres. También cuando uno goza de salud corporal y no quiere ayunar cuando debe, sin causa justificada. Al igual que cuan­do se duerme más de lo debido o cuando por cualquier ra­zón se llega tarde a la iglesia o a otras obras caritativas. Igual­mente cuando usa de su mujer sin el supremo deseo de en­gendrar por el honor de Dios o con el propósito de realizar con su esposa el débito conyugal. Igual sucede si, pudiéndo­lo hacer, no se visita a los enfermos y presos. Asimismo si ama a su esposa o a sus hijos u otro objeto material más de lo razonable. También si reduce o suprime las limosnas al ne­cesitado; si adereza los alimentos con más delicadeza de lo necesario o los ingiere con avidez, por glotonería; si falta al silencio en la iglesia o durante los servicios divinos, o si ha­bla palabras ociosas o vanas o maliciosas, pues de todas ellas deberá rendir cuenta en el día del juicio. También cuando promete o asegura hacer cosas que luego no puede cumplir. O cuando por ligereza o indiferencia habla cuando se burla de su prójimo. O cuando sospecha mal sin fundamento de cosas que no conoce bien. Estas y otras innumerables formas son, como afirma San Agustín, materia pecaminosa.

A continuación comprenderás que, aunque no existe hu­mano sobre la faz de la tierra que pueda evitar todos los pe­cados veniales, con todo, se pueden refrenar por el ardiente amor que se profesa hacia Jesucristo Nuestro Señor, por las oraciones, la confesión y otras obras buenas, de modo que perjudiquen de forma mínima. En sentencia de San Agustín: «Si uno ama a Dios de tal modo que todas sus acciones refle­jan el amor de Dios, y las ejecuta verdaderamente por amor hacia El, pues le ama con ardor, considera hasta qué punto una gota de agua que cae en un horno de crepitante fuego lo afecta o perjudica; así también un pecado venial afecta a uno que está imbuido del amor de Jesucristo.» Los hombres pue­den también apartarse del pecado venial recibiendo digna­mente el preciosísimo Cuerpo de Jesucristo, santificándose también con agua bendita, mediante limosnas, recitando el Confesor durante la misa y durante las Completas mediante la bendición de los obispos y sacerdotes, y con otras buenas obras.

SIGUEN LOS SIETE PECADOS CAPITALES

CON SUS CLASES, CIRCUNSTANCIAS Y VARIEDADES

De la soberbia

Ahora es necesario enumerar los siete pecados capitales mortales, a saber, los pecados capitales.

Todos corren en la misma traílla, aunque de modos diver­sos. Se les llama capitales, pues son la fuente y el origen de todos los otros pecados. La soberbia, u orgullo, es la raíz de estos siete pecados, pues de él se originan todos los males. De esta raíz brotan diversas ramas, como la ira, envidia, pere­za u holgazanería, avaricia o codicia (para que todos lo en­tiendan), glotonería y lujuria. Y cada uno de estos pecados capitales posee ramas y ramificaciones, tal como se desarro­llará en los apartados siguientes.

Y aunque nadie puede contar exhaustivamente el núme­ro de brotes y los perjuicios derivados del orgullo, con todo, voy a enumerar algunos de ellos, tal como bien ve­réis. Son: la desobediencia, vanidad, hipocresía, desprecio, arrogancia, descaro, jactancia de corazón, insolencia, alti­vez, impaciencia, contumacia, presunción, irreverencia, perti­nacia, vanagloria, y otras muchas ramificaciones que no puedo mencionar.

El desobediente es aquel que rechaza y menosprecia con desdén los mandamientos de Dios, de su superior y de su di­rector espiritual. El que se envanece de las obras buenas o malas realizadas es un vanidoso. Hipócrita es quien esconde lo que es y se muestra diferente de lo que realmente es. Des­pectivo es aquel que desdeña a su prójimo, es decir, a su co­rreligionario, o aquel que ejecuta con desdén lo que debe hacer.

Arrogante es el que cree que posee en su ser cualidades de las que carece, o cree que debería poseer por sus merecimien­tos, o también considera que es lo que en realidad no es. Descarado es aquel que no se avergüenza de sus faltas. La jac­tancia de corazón se da cuando uno se alegra por el mal rea­lizado. La insolencia refleja un desprecio mental hacia el va­lor, conocimiento, don de la palabra y comportamiento de los otros.

Ser altivo equivale a no soportar ni al superior ni al igual. El impaciente es aquel que no soporta que se le advierta o reprenda por sus defectos, y se querella a sabiendas contra la verdad y se aferra a su locura. El contumaz se opone —a través de su indignación— a todo poder y autoridad que ra­dica en sus superiores. La presunción, llamada también exceso de confianza, hace emprender tareas que uno no debe ni puede.

La irreverencia se da cuando uno no rinde cuando debe y, a su vez, espera se le reverencie.

Cuando alguien se aferra a sus devaneos y tiene demasia­do apego a su propio juicio, entonces se dice que es pertinaz.

La vanagloria consiste en hacer ostentación y delectarse en la grandeza temporal envaneciéndose en el status de este mundo terreno.

La charlatanería hace hablar a uno en exceso ante los de­más, y charlar de modo ininterrumpido, sin poner cuidado alguno en lo que se dice.

Se da, con todo, una clase particular de soberbia: la de quien espera ser saludado antes de que él lo haga, aunque uno sea acaso menos digno que el otro; y también pretende o ansía sentarse, o preceder en las comitivas a los demás, o ser el primero en dar el beso de la paz en la misa, o ser incen­sado, o llevar la ofrenda antes que el prójimo, y cosas por el estilo a las que no tiene derecho; en una palabra, su cora­zón y su propósito están totalmente imbuidos por el deseo de ser honrados y glorificados ante los demás.

Existen dos clases de orgullo: uno radica en el interior del corazón y el otro en el exterior. Los vicios anteriormente mencionados, y otros muchos, pertenecen al orgullo inte­rior; las otras clases de orgullo son exteriores.

Sin embargo, cada una de estas clases de orgullo es indicio de otro, al igual que el alegre haz de hojas en la taberna sim­boliza el vino de la bodega.

Así acontece con muchos aspectos relacionados con las palabras, con el comportamiento y con el excesivo adorno en la vestimenta. Pues ciertamente, si el vestir no constituye­ra pecado, Cristo no hubiera observado y mencionado el tra­je de aquel hombre rico en el Evangelio. Como afirma San Gregorio, el dispendio en el vestir es vituperable, por su ca­restía, por su delicadeza, su rareza, su elegancia, su superficia­lidad y por su exagerada parvedad. Por desgracia, ¿por qué los hombres no pueden ver en la actualidad el pecaminoso coste del lujo en el vestir, su superficialidad, y también en su excesiva parvedad?

Por lo que respecta al primer pecado, la exageración en el vestir que tanto lo encarece en perjuicio de la gente radica no sólo en el coste del bordado, los encajes primorosos, las telas listadas, las tiras onduladas, pliegues verticales, dobleces, re­bordes, sino también en parejos despilfarros de vanidad. Igualmente se dan costosos adornos de piel en los vestidos, y numerosas perforaciones con los cinceles para practicar oja­les, y variados recortes de flecos con las tijeras; del mismo modo, los mencionados vestidos, al ser exageradamente lar­gos, los arrastran, tanto los hombres como las mujeres, por las inmundicias y barro, bien a caballo o también a pie, ya que todo lo que se arrastra, al ser gastado, raído y consumi­do, se echa a perder y se consume por el lodo, en vez de dar­lo a los pobres, con el consiguiente daño para los menciona­dos menesterosos.

Todo ello acontece de diversos modos. Cuanto más tela se malgasta, tanto más afecta a la gente, debido a su escasez. Y todavía más: no resulta conveniente el dar vestidos calados y con flequillos a la gente humilde, pues son inadecuados para paliar sus necesidades, a saber, resguardarles de las incle­mencias climáticas.

Por lo que respecta al vicio opuesto, la desordenada y ho­rrible parvedad en el vestir se refleja en esos menguados ves­tidos o jubones, que al ser tan cortos, con depravado propó­sito, no cubren las partes vergonzosas del hombre. Por des­gracia, algunos de ellos muestran el bulto de los órganos genitales y los repelentes miembros henchidos, de modo que se parecen a una hernia, envueltos en sus calzones; y tam­bién hacen ostentación de sus nalgas como si fueran las po­saderas de una mona en plena luna llena.

Incluso más. Los viles y henchidos miembros que se adivi­nan gracias a la moda, al dividir las calzas en rojo y blanco, parece como si se hubieran desollado la mitad de sus órga­nos vergonzosos y secretos; y si colocaran las calzas de otro modo, como blanco y negro, o blanco y azul, o negro y rojo, etcétera, resulta como si, por la diferencia de color, media parte de sus miembros íntimos estuviera infectada por la eri­sipela o el cáncer u otra enfermedad por el estilo. El espec­táculo que proporcionan sus posaderas resulta horripilante, pues esta zona del cuerpo por donde se evacuan los fétidos excrementos se muestra a los demás con orgullo, en detri­mento de la modestia que Jesucristo y sus seguidores guarda­ron en vida de modo palpable.

Con referencia a los exagerados atavíos femeninos, Dios sabe que aunque los rostros de algunas mujeres parezcan muy púdicos y bondadosos, con todo, manifiestan su carác­ter orgulloso y disoluto en los adornos de su vestimenta. No afirmo que la decencia en la indumentaria masculina y feme­nina sea inconveniente, sino que, ciertamente, la superflui­dad y la parvedad exagerada son dignas de reproche.

El pecado del ornato o atavío se encuentra asimismo en el terreno de la equitación, como en las monturas excesivamen­te regaladas, mantenidas por deleite, y que al ser tan primo­rosas y cebadas, resultan muy costosas. Lo mismo vale para los numerosos y viciosos criados mantenidos a causa de los corceles; y también para los lujosos arneses, sillas de montar, gruperas, petos y bridas, recubiertos de ricos paños y hermo­sas barras y láminas de oro y plata. Al respecto afirma Dios por boca del profeta Zacarías: «Confundiré a los jinetes de se­mejantes monturas».

Esta gente no presta atención de qué modo el Hijo del Dios de los cielos cabalgó a lomos de un asno, cuyos úni­cos arreos eran los humildes vestidos de sus discípulos. Tam­poco se lee que jamás utilizara otra montura. Lo menciono para referirlo al pecado de exceso, y no por los que se hacen busto honor en casos razonables.

Y aún más: ciertamente, el orgullo aparece de manifiesto al llevar un séquito numeroso cuando resulta de poca o nula utilidad. A saber, cuando la comitiva es dañina o perjudicial a los demás, por la insolencia de una posición elevada, o por ocupar un cargo. Pues, en verdad, tales señores venden su au­toridad al dios de los infiernos al mantener la maldad de su tropa. O también cuando esta gente de baja condición, como los que cuidan de las posadas, ocultan los hurtos co­metidos por sus empleados con las tretas más diversas. Esta clase de personas son como las moscas que van tras la miel, como los perros que siguen a la presa. Las personas citadas asfixian espiritualmente a sus superiores. Así, pues, afirma el profeta David al respecto: «Una muerte indigna sobrevendrá a tales amos, y Dios les hará descender a los abismos inferna­les, pues en su casa mora la nequicia y la iniquidad», y no el Dios de los Cielos. Y verdaderamente si se enmiendan, así como Dios otorgó su bendición a Labán por los servicios de Jacob, y a Faraón por los servicios de José, así Dios otorgará su maldición a semejantes señores que financian la iniquidad de su servidumbre, a menos que enmienden sus errores.

La soberbia en la mesa se da también con mucha frecuen­cia, pues es cierto que a los ricos se les convida a los banque­tes, mientras que a los pobres se les mantiene apartados o se les aleja de ellos.

Asimismo se da en los excesos de los variados manjares y, especialmente, en las sofisticadas empanadas y platos de car­ne, fuentes flambeadas y decoradas con papiros almenados, y otros dispendios que da vergüenza incluso figurárselos. Al igual que la excesiva suntuosidad de vasos y rebuscado acom­pañamiento musical que excitan todavía más a los placeres lascivos.

Si todo esto implica el distraer el corazón de Nuestro Se­ñor Jesucristo, entonces, ciertamente, es pecado. Y en ver­dad, en este campo, los deleites pueden ser de tal magnitud, que fácilmente inducen a caer al hombre en pecado mortal.

Es indudable que las ramificaciones derivadas del orgullo, a saber, cuando proceden de la malicia premeditada, cons­ciente y querida, o del hábito, constituyen pecado mortal.

Ahora nos podríamos preguntar de dónde procede y nace el orgullo. Respondo que, en ocasiones, se deriva de los be­neficios de la Naturaleza y, a veces, de los de la Fortuna y, en ocasiones, de la Gracia. Es cierto: los beneficios de la Na­turaleza consisten en los bienes corporales y espirituales. Ciertamente los beneficios corporales son la salud, la fuerza, la actividad, la belleza, la alcurnia y la libertad. Los bienes de la Naturaleza referidos al espíritu son: la cordura, la agu­deza intelectual, el ingenio sutil, las facultades naturales y una memoria feliz. Los bienes de la Fortuna se basan en las riquezas, los elevados puestos de autoridad y los honores de la gente. Los bienes de la Gracia están formados por la sabi­duría, la capacidad de soportar aflicciones espirituales, la bondad, la meditación, la resistencia a las tentaciones y co­sas por el estilo.

Ciertamente gran locura sería cifrar su orgullo en cualquie­ra de estos beneficios que se han mencionado con anteriori­dad. Por lo que respecta a los favores de la Naturaleza, Dios sabe que a veces los poseemos tanto para nuestro perjuicio como para provecho propios. En lo referente a la salud cor­poral, por cierto harto efímera, también da pie muy a menu­do a la enfermedad espiritual. Pues Dios sabe que la carne es enemiga encarnizada del espíritu, y, por consiguiente, cuan­to más sano está el cuerpo, más estamos en peligro de caer. Asimismo extrema locura constituye el enorgullecerse de la fortaleza fisica, pues ciertamente la carne codicia en contra del espíritu, y cuanto más fuerte ésta sea, más enferma puede resultar aquélla.

Y además de todo esto, la fortaleza fisica y la intrepidez mundanas originan frecuentemente peligros y desgracias para muchas personas. También el enorgullecerse de la no­bleza de cuna constituye gran locura, pues muy a menudo la alcurnia despoja al alma de su nobleza. Todos procedemos de una madre y un padre; todos, tanto ricos como pobres, procedemos de una naturaleza infecta y corrupta. Pues, de hecho, la nobleza digna de encomio es la que adorna la dis­posición natural del hombre con cualidades y virtudes. Pues creed que, por poder que tenga, el hombre pecador se con­vierte en esclavo del pecado.

Los indicios comunes de nobleza son: el alejamiento del vicio y de la bajeza y servidumbre del pecado de palabra, obra y apariencia; asimismo, el ejercicio de la virtud, de la de­licadeza y de la pureza, y el ser liberal, a saber, generoso con moderación, pues el que se excede en la mesura es un loco y un pecador. Otro indicio estriba en recordar los beneficios recibidos de los demás y en ser clemente con los súbditos buenos. Sobre ello Séneca afirma: «No hay nada más adecua­do a un hombre de elevada posición que la conveniencia y piedad. Y, por consiguiente, estas moscas que los hombres denominan abejas, al nombrar a su reina, escogen a una sin aguijón para que no pueda picar».

Otro se basa en que uno posea un corazón noble y dili­gente para lograr metas virtuosas y elevadas. Pues verdadera­mente es completa locura que uno se enorgullezca de los dones de la gracia, ya que esos dones espirituales, que le de­bieran haber inclinado a la bondad y a su curación, se con­vierten para él, tal como afirma San Gregorio, en veneno y confusión.

También el que se envanece de los bienes de la Fortuna está loco de remate. Pues, en ocasiones, uno es por la maña­na un gran señor, y antes del anochecer se convierte en un miserable y desgraciado. A veces, también, la prosperidad material ocasiona la muerte. En algunas circunstancia los pla­ceres son origen de una grave enfermedad que acarrea la muerte. Ciertamente la aprobación del vulgo es con frecuen­cia demasiado falsa y frágil para fiarse de ella: hoy alaban, mañana vituperan. Dios lo sabe: el ansia de la aprobación del vulgo ha ocasionado la muerte a muchos hombres prós­peros.

Remedios contra el pecado de soberbia

Puestas así las cosas, una vez enterados de lo que sea el or­gullo, de sus clases y de sus causas y orígenes, comprenderéis la naturaleza del remedio contra el pecado de soberbia: la humildad o mansedumbre. Esa es una virtud por la cual uno adquiere el genuino conocimiento de si mismo, y no tiene estimación ni aprecio alguno por lo que respecta a sus méri­tos, y siempre tiene en cuenta su fragilidad.

Se dan tres clases de humildad: la humildad del corazón, la humildad de palabra y la de obras. La humildad del cora­zón se subdivide en cuatro. La primera, cuando uno se con­sidera a sí mismo indigno ante el Dios de los Cielos; la se­gunda se da cuando no se desprecia a nadie; la tercera, cuan­do uno no se preocupa de que los hombres le tengan en estima; la cuarta, cuando no se entristece si le humillan.

La humildad de palabra es de cuatro clases: la moderación y sencillez en el hablar, el confesar de palabra lo que él real­mente es en su corazón, y el alabar la bondad ajena sin disi­mularla.

La humildad en el obrar se divide también en cuatro cla­ses. La primera consiste en colocar a los demás antes que a uno mismo; la segunda, en escoger el lugar más bajo de to­dos; la tercera, en aceptar un buen consejo con agrado; la cuarta, en aceptar de buen grado las decisiones de sus jefes o superiores. Ciertamente, éste es un proceder eminentemente humilde.

Sigue la envidia

Después de la soberbia, paso a referirme al desagradable pecado de la envidia, que, según palabras de los sabios, es el pesar por la prosperidad ajena y, según escribe San Agustín, es el dolor por la prosperidad y la alegría por el mal ajenos. Este vil pecado se opone francamente al Espíritu Santo. Aun­que todo pecado va contra el Espíritu Santo, sin embargo, por cuanto en tanto la bondad corresponde al mismo Espíri­tu, y la envidia se deriva propiamente de la malicia, ataca, por consiguiente, frontalmente, a la bondad del susodicho espíritu.

Esta malicia es de dos especies, a saber: empecinamiento del corazón en la maldad; en tal caso la carne del hombre se toma tan ciega, que uno no considera que ha pecado ni se preocupa de haberlo cometido: es el atrevimiento demonía­co. La otra clase de malicia se da cuando se lucha contra la verdad a sabiendas de que lo es, y también cuando se com­bate la gracia que Dios ha otorgado a su prójimo. Todo ello a causa de la envidia.

Ciertamente, la envidia es el peor de todos los pecados. In­dudablemente, los restantes pecados atentan, en ocasiones, contra una sola virtud en concreto; mas la envidia se opone a todas las virtudes y bondades, pues es el pesar por lo bue­no de los otros; y en esto se diferencia de los restantes peca­dos. Difícilmente existe algún pecado, si exceptuamos a la envidia con su inherente carga de angustia y dolor, que no conlleve algún deleite.

Voy a enumerar a continuación las diferentes clases de en­vidia. En primer lugar está el dolor por la bondad y prosperi­dad ajenas. Por su naturaleza, la prosperidad es materia de alegría; luego la envidia es un pecado contra la Naturaleza. La segunda clase de envidia es la alegría por el mal ajeno, la cual asemeja a uno al diablo, que siempre se alegra del daño causado a los demás. La calumnia procede de estas dos cla­ses, y este pecado de calumnia o detracción es de diversas es­pecies.

Algunos hombres alaban al prójimo con depravada in­tención, pues siempre tienen por finalidad el urdir intri­gas. Siempre encuentran un «pero» final que tiene más va­lor de vituperio que todo el resto del encomio. La segun­da variedad consiste en que si un hombre es bondadoso y hace o dice algo con buena intención, el calumniador ter­giversará todo lo bueno para satisfacer sus perversos desig­nios. La tercera consiste en disminuir la bondad de su pró­jimo. La cuarta clase de calumnia es ésta: si uno habla bien de otro, entonces, para despreciar a aquel que recibe la alabanza de los hombres dirá el calumniador: «A fe mía, fulano de tal es todavía mejor que él.» La quinta cla­se consiste en asentir y escuchar con alegría la maledicen­cia sobre otras personas. Este pecado es muy grave y siem­pre se incrementa según el malvado propósito del calum­niador.

Después de la calumnia sigue la difamación o murmura­ción. A veces tiene su origen en la impaciencia hacia Dios o hacia el hombre. Es contra Dios cuando uno se lamenta de las penas del infierno o de la pobreza o de la pérdida de ri­quezas, o de las lluvias y tempestades, o maldice de que los malvados gocen de prosperidad, o de que los hombres justos sufran adversidades. Y todas estas cosas deben padecerlas los hombres con paciencia, ya que provienen del recto juicio y disposición divinos.

Algunas veces las quejas provienen de la avaricia, como cuando judas se lamentó de que la Magdalena ungiese la ca­beza de Nuestro Señor Jesucristo con un ungüento precio­so. Esta clase de murmuración es la que se da cuando un hombre maldice del bien que hace o cuando se lamenta de sus bienes.

A veces la murmuración dimana del orgullo, como cuan­do Simón el Fariseo murmuró de que la Magdalena se acer­cara a Jesús y se arrojara a sus pies para llorar sus pecados.

En otras ocasiones la murmuración procede de la envidia, al descubrirse una falta oculta de alguien o acusarle de algo que es falso.

La murmuración también se da entre los criados que se quejan cuando sus amos les ordenan ejecutar tareas razona­bles; y a pesar de que no se atreven a resistirse abiertamente a los mandatos de sus amos, sin embargo, hablan mal, se la­mentan y murmuran con verdadero desprecio. Semejantes comentarios reciben, por parte de la gente ignorante, el ape­lativo de Padrenuestro del diablo, aunque está claro que el diablo jamás tuvo un Padrenuestro. En ocasiones las quejas se derivan de la ira o cólera secretas que, como luego explica­ré, alimentan el odio en el corazón.

A continuación también viene la amargura de corazón, por la cual cualquier buena obra ajena le parece a uno amar­ga y desabrida. Sigue luego la discordia, que desata toda cla­se de amistad. A renglón seguido, el desdén hacia el prójimo, por bien que éste actúe siempre. Sigue la acusación. Por ella uno siempre busca ocasión de molestar al prójimo. Es ésta ocupación semejante a la del diablo, siempre, día y noche, al acecho para acusarnos.

Sigue la malignidad. Mediante ella se busca molestar al prójimo en privado si se puede, y, en caso contrario, no se ponen reparos hasta, incluso, en quemar su vivienda furti­vamente, o envenenar o sacrificar su ganado, y cosas seme­jantes.

Remedios contra los pecados de envidia

Ahora mencionaré los remedios contra el desagradable pe­cado de la envidia. El primero y más importante consiste en amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, pues, cierta­mente, no se puede dar uno sin el otro. Y considera que por prójimo debes entender el nombre de tu hermano. En ver­dad, todos poseemos un padre y una madre carnales, es de­cir, Adán y Eva; y también un padre espiritual, a saber, el Dios de los Cielos. Todos estamos obligados a amarlo y de­searle todos los bienes. Y, en consecuencia, afirma Dios: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», es decir, hasta la salva­ción de su vida y de su alma.

Todavía más. Le amarás de palabra, le amonestarás y corre­girás con dulzura, le confortarás en sus aflicciones, y rogarás por él con todo tu corazón. Y le amarás de obra de tal suer­te que por amor le harás a él lo que quisieras te hicieran a ti. Y, por consiguiente, no le lastimarás corporalmente, ni le da­ñarás de palabra, ni a sus bienes, ni a su alma, incitándole con ejemplos malvados. No desearás a su mujer ni a sus po­sesiones. También debes comprender que bajo el nombre de prójimo es preciso incluir a los enemigos.

Ciertamente, el hombre tiene la obligación de amar a su enemigo por mandato divino. En efecto, debes amar a tu amigo en Dios. Te lo digo, amarás a tu enemigo por amor de Dios, por su mandato. Pues si resultara razonable que un hombre odiara a su enemigo, Dios no nos recibiría en su amor, pues serían sus enemigos.

Para contrarrestar los tres agravios que el enemigo nos in­fiere, uno debe corresponder de tres modos. A saber, contra el odio y rencor de corazón, debe colocar el amor de cora­zón. Contra las reprensiones y palabras dañinas, orará por su enemigo. Y responderá con buenas obras a las malvadas de su enemigo.

Pues Cristo afirma: «Amad a vuestros enemigos, orad por los que os maldicen, y también por los que os acosan y per­siguen; y haced el bien a los que os odian». Mira, pues, cómo nos manda Jesucristo que nos comportemos con nues­tros enemigos. Pues ciertamente la Naturaleza nos incita a amar a nuestros amigos, y en verdad que nuestros enemigos tienen más necesidad de amor que nuestros amigos. Y, de he­cho, los hombres deben volcarse en hacer el bien a los más necesitados, pues, al obrar así, rememoramos el amor de Jesucristo, que murió por sus enemigos. Y cuanto más difícil de cumplir resulta este amor, tanto más grande es el mérito, y, por consiguiente, el amor de Dios ha contrarrestado el ve­neno diabólico.

Pues así como el diablo es derrotado por la humildad, igualmente el amor hacia nuestros enemigos le hiere mortal­mente. Con certeza, pues, el amor es el medicamento que arroja el veneno de la envidia fuera del corazón del hombre. Las subdivisiones de esta sección se explican con más detalle en los siguientes apartados.

Sigue la ira

Después de la envidia paso a describir el pecado de ira. Porque, sin duda, aquel que siente envidia de su prójimo, en­contrará de inmediato en él un objeto de ira, de palabra o de obra. Y la ira procede tanto de la soberbia como de la envi­dia, pues aquel que es orgulloso o envidioso se torna iracun­do con facilidad.

Este pecado de ira, tal como lo describe San Agustín, con­siste en la malvada voluntad de vengarse de palabra o de obra. Según los sabios, la ira es la ardiente sangre de un cora­zón inflamado, por la cual uno quiere causar daño a aquel que odia.

Pues, en efecto, el corazón del hombre, por el enardeci­miento en incitación de su sangre, se vuelve tan desordena­do, que pierde el control de su juicio y de su razón.

Comprenderéis con facilidad que la ira es de dos clases. Una de ellas es buena; la otra, maligna. La primera consiste en el celo por el bien, a través del cual uno se irrita contra la maldad; y, en consecuencia, un hombre prudente afirma que la ira es mejor que la mofa. Esta variedad de ira nace de la be­nignidad y carece de amargura; no es ira contra el hombre, sino contra sus pecados. Lo afirma el profeta David: «Estre­meceos, pero no pequéis».

La ira maligna es de dos clases, a saber: súbita o arrebata­da, sin advertencia o consentimiento de la razón. El signifi­cado o sentido de esto es que la razón humana no asiente a esta ira arrebatada, y, por consiguiente, es pecado venial. Otra ira —muy aviesa por cierto— es la derivada de la cruel­dad del corazón, con premeditación y deliberación, con ma­ligna intención de venganza. Y si la razón consiente, enton­ces se comete pecado mortal. Esta ira no resulta muy agrada­ble a los ojos de Dios: perturba su morada y expulsa al Espíritu Santo del corazón del hombre, y aniquila y destruye la semejanza con Dios —es decir, la gracia que reside en el alma humana— e inserta en él la semejanza con el diablo, alejando al hombre del Creador, su legítimo dueño.

Esta ira otorga al diablo verdadero placer: es el horno de­moníaco que se enciende con el fuego del infierno. Pues, sin duda, así como el fuego resulta más eficaz que cualquier otro medio para destruir los objetos materiales, así la ira es pode­rosa para aniquilar todas las cosas espirituales. Considera cómo esa hoguera de pequeñas ascuas casi amortiguadas bajo las cenizas se reaviva en contacto con el azufre. Así, igualmente, la ira se avivará de nuevo en contacto con el or­gullo que recubre el corazón humano. Pues, evidentemente, el fuego no se origina de la nada, sino que reside en la mis­ma cosa de forma natural: el fuego se obtiene del pedernal y del hierro.

De igual suerte acontece con el orgullo: a menudo origina la ira, como el rencor la alimenta y fomenta. Hay una espe­cie de árbol, afirma San Isidoro, que cuando el hombre hace fuego con él, y recubre sus carbones con cenizas, la ho­guera dura un año o más. Así acontece con el rencor. Cuan­do anida en el corazón del hombre, dura ciertamente quizá de una a otra Pascua o más. Pero sin duda que semejante hombre, durante este periodo, está muy alejado de la miseri­cordia de Dios.

La anteriormente mencionada hoguera diabólica está ali­mentada por tres malvados: el orgullo, que siempre enciende y aviva el fuego con palabras aviesas y contenciosas; sigue la envidia, que mantiene un hierro candente en el corazón hu­mano con un par de largas tenazas de hondo rencor; y final­mente, el pecado de rebelión, o pendencia y querella, que lo azuza y forja con aviesos reproches.

Este maldito pecado perjudica tanto al hombre mismo como a su prójimo. Pues, sin duda, casi todo el daño que el hombre ocasiona a su prójimo proviene de la ira. En verdad, la ira desatada hace ejecutar todo lo que el diablo ordena, pues no deja a salvo ni a Cristo ni a su dulce Madre.

Y, por desgracia, con este enfado o ira desatados, muchos sienten su corazón lleno de inquina hacia Jesucristo y hacia sus santos. ¿No es éste acaso un pecado perverso? Cierta­mente lo es. Por desgracia, priva al hombre de su entendi­miento y razón, y de toda la bondad de su vida espiritual que debería proteger a su alma. Sin duda, también le arrebata el debido señorío del bien, que reside en el alma del hombre, y el amor al prójimo. Asimismo lucha siempre de continuo contra la verdad, le roba la paz de su corazón y trastorna su alma.

De la ira se originan esos pestilentes engendros. En primer lugar, el odio, que es la antigua ira; luego, la discordia, por la cual uno deja a su antiguo amigo al que ha amado tanto tiempo. A continuación vienen las guerras, y todos los perjuicios —tanto corporales como materiales— que uno oca­siona al prójimo.

De este maldito pecado de ira también proceden los ho­micidios. Comprended que el homicidio, es decir, el asesina­to, se ejecuta de formas diversas. Algunos homicidios son es­pirituales; otros, corporales.

El homicidio espiritual es de tres especies. La primera pro­cede del odio. Tal como afirma San Juan: «El que odia a su hermano es un homicida». La difamación es también ho­micidio. De los maledicentes afirma Salomón que tienen dos espadas con las cuales exterminan a sus prójimos. Pues, sin duda, tan avieso resulta arrebatar su buen nombre como su vida. También es homicidio el dar un consejo malvado y fraudulento y el imponer impuestos y tributos dañinos. So­bre ello afirma Salomón: «Estos crueles señoríos son como leones rugientes y hambrientos», pues retienen o recortan las pagas, salarios o gajes de sus sirvientes, o también practi­can la usura o se abstienen de dar limosnas a los menestero­sos. Por ello, el hombre sabio afirma: «Alimentad a aquel que está a punto de perecer de hambre»; si no lo alimentas, lo sacrificas. Y todos éstos son pecados mortales.

El homicidio corporal se produce de cuatro formas. Uno es legal: la justicia condena a muerte a un culpable. Sin em­bargo, cuide la justicia en obrar correctamente, y que no lo haga por el placer de verter sangre, sino para mantener la ley. El segundo homicidio es el de necesidad. En tal caso uno mata a otro —no hay otro modo de evitar la muerte— en de­fensa propia. Pero resulta indudable que si se puede uno es­capar sin dar muerte a su atacante y lo mata, comete pecado, y deberá hacer penitencia por pecado mortal.

También si un hombre por azar o por casualidad lanza una piedra con la que mata a un hombre, es un homicida. Igualmente, si una mujer se acuesta sobre su hijo durante la noche por negligencia, es una homicida y comete pecado mortal. Asimismo si uno impide la concepción de un ser, y vuelve estéril a una mujer mediante brebajes de hierbas vene­nosas —por culpa de ellas no puede concebir— o da muer­te a un niño con brebajes emponzoñados, o introduce cier­tos objetos en sus partes privadas para matar al feto, o peca contra la Naturaleza —el hombre o mujer arroja el esperma de modo o lugar que la concepción no se pueda llevar a cabo—, o si una mujer que ha concebido asesina a su hijo dañándose a sí misma, es homicida.

¿Qué decir también de las preñadas que asesinan a sus hi­jos por el temor del qué dirán? Sin duda, es un horrendo ho­micidio. También es homicidio si un hombre se acerca a una mujer con deseos lujuriosos, y por ello el niño perece, o tam­bién si golpea a sabiendas a una mujer, lo que ocasiona la muerte del niño. Todos estos actos son homicidios y horren­dos pecados mortales.

De la ira también se derivan muchos otros pecados, tanto de palabra como de pensamiento y obra. Por ejemplo, aquel que vitupera a Dios, o le echa las culpas por algo de lo que sólo él es culpable, o desprecia a Dios y a sus santos, como hacen esos malditos jugadores en numerosas comarcas. Co­meten este maligno pecado cuando albergan en su corazón sentimientos de entera maldad hacia Dios y sus santos. Tam­bién, cuando tratan de forma irreverente al sacramento euca­rístico: este pecado es de tal gravedad, que a duras penas pue­de ser perdonado, si no fuese que la misericordia de Dios so­brepasa a todas las acciones. Tan grande y benigno es Él.

De la ira también se deriva la furia venenosa. Cuando a uno se le amonesta en la confesión a abandonar el pecado, entonces se pone iracundo y contesta con menosprecio y en­fado, y defiende y excusa su pecado por la debilidad de su carne, o por haber pecado para congraciarse con sus camara­das, o también, dice, porque el maligno le sedujo; o que lo hizo por su juventud, o porque era de temperamento tan fo­goso que no se pudo controlar, o que tal es su destino a cier­ta edad; o porque asegura se deriva de la casta de sus antepa­sados y otras cosas por el estilo.

La gente de tal clase se recubre de tal forma con sus peca­dos, que no quiere desembarazarse de ellos. Pues, sin duda, ninguna persona que se autoexcusa arteramente de sus peca­dos podrá liberarse de ellos hasta que los reconozca humilde­mente.

Después de este pecado viene el de jurar, que va directa­mente contra el mandamiento de Dios: esto acontece a me­nudo por ira y por cólera. Dios declara: «No tomarás el nom­bre de Dios en vano». También Nuestro Señor Jesucristo afirma en palabras de San Mateo: «No juréis de ninguna ma­nera: ni por el Cielo, pues es el trono de Dios, ni por la Tie­rra, pues es el escabel de sus pies, ni por Jesucristo, pues es la ciudad del gran Rey. Ni tampoco juréis por vuestra cabeza, pues no está en vuestra mano el hacer blanco o negro un solo cabello. Sea, pues, vuestro modo de hablar sí sí, no no; que lo que pase de esto, de mal principio proviene».

Por amor de Cristo no juréis tan pecaminosamente de modo que desmembréis de modo inicuo el alma, corazón, huesos y cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Pues, cierta­mente, parece que os figuráis que los malvados judíos no desmembraron ya suficientemente la preciada persona de Cristo para que todavía lo hagáis vosotros.

Si aconteciera que la ley os impeliera a prestar juramento, guiaros entonces por la ley de Dios, tal como dice Jeremías en el capítulo cuarto: «Observarás tres condiciones: jurarás con verdad, con justicia y con rectitud». Es decir, jurarás en verdad, pues toda mentira va contra Jesucristo, ya que Cristo es la verdad misma. Y piensas bien esto: que todo aquel que jura sin estar obligado por la ley conservará en su casa esta plaga mientras cometa juramentos ilegítimos.

Jurarás también con justicia cuando estés obligado por tu juez a ser testigo de la verdad. Tampoco jurarás ni por envi­dia, ni por favor, ni por soborno, sino por rectitud y para de­clarar, para gloria de Dios y ayuda de los cristianos. Y, en con­secuencia, todo hombre que toma el nombre de Dios en vano, jura de palabra en falso, toma sobre sí mismo el nom­bre de Cristo para llamarse cristiano, y no vive de acuerdo con los ejemplos de Cristo y sus enseñanzas, toma el nom­bre de Dios en vano.

Considera también lo que San Pedro afirma en los Hechos (cap. IV): Non est aliud nomen sub coelo, etc. «No hay otro nombre —afirma San Pedro— bajo el cielo dado a los hom­bres por el cual puedan ser salvos.» Es decir, por el nombre de Jesucristo. Considerad también cómo por el preciado nombre de Cristo, como afirma San Pablo en su Epístola a los filipenses (cap. II): E nomine Jesu, etc. «Que al nombre de ] esús se doblen todas las rodillas de los seres celestiales, o terrenos, o de los infiernos, pues es tan sublime y digno de reverencia, que el maligno en los infiernos tiembla al oírlo».

Entonces parece que los hombres juran tan horriblemente por su nombre, lo desprecian todavía con más atrevimiento que los malvados judíos, o incluso el diablo, que al oír su nombre tiembla.

Así, pues, ya que el jurar, a menos que sea en juicio, está tan terminantemente prohibido, mucho peor será el hacerlo en falso y sin necesidad. ¿Qué vamos a decir de aquellos que se deleitan en jurar y consideran esa costumbre como varo­nil y novedosa y que no cesan de formular grandes juramen­tos, aunque sea por una causa fútil? Sin duda, es éste un ho­rrible pecado.

El jurar repetidamente sin premeditación es también peca­do. Pero consideremos ahora el horrendo pecado del exorcis­mo y del conjuro, tal como hacen esos falsos exorcistas y practicantes de la nigromancia en baldes de agua o sobre ob­jetos relucientes, círculos, o sobre la hoguera o un omóplato de oveja. Sólo puedo afirmar que obran con maldad y de modo condenable en contra de Cristo y de la fe de la Santa Iglesia.

¿Qué vamos a decir de los que creen en las adivinaciones a través del canto o del vuelo de los pájaros, o de las bestias, o en el echar suertes, o en el chirriar de las puertas o en el crujir de las casas, en las roeduras de los ratones y otras vile­zas semejantes? Ciertamente, todo esto lo prohíbe Dios y la Santa Iglesia. Todos los que se adhieren a estas inmundas creencias están recusados hasta que se enmienden. Los he­chizos para las heridas y enfermedades humanas o animales, caso de surtir algún efecto, es por un azar tolerante de Dios, por lo que la gente debería dar más crédito y reverencia a su nombre.

Mencionaré, acto seguido, a la mentira que, por lo co­mún, resulta de utilizar una palabra con falso significado con el propósito de engañar a los correligionarios. Algunas men­tiras no producen ventaja alguna a nadie; otras originan bie­nestar y provecho a uno y malestar y perjuicio a otro. Otras veces se miente para salvaguardar la vida o la hacienda. Otras se miente por el placer de mentir, y, a tal efecto, urdirán una lar­ga trama que adornarán con todo detalle, a pesar de que todo es falso. Otras mentiras se derivan del mantener la pala­bra; otras, de la ligereza impremeditada y cosas por el estilo.

Vayamos ahora al vicio de la adulación, que no fluye vo­luntariamente a no ser por temor o por codicia.

La adulación consiste en una falsa alabanza. Los adulado­res son las nodrizas diabólicas que alimentan a sus hijos con la leche de la lisonja. Pues es verdad que Salomón afirma que la lisonja es peor que la detracción. A veces la detracción convierte en más humilde a un hombre arrogante por temor a la misma detracción. Es cierto que la adulación vuelve al hombre más altanero de pensamiento y de porte. Los adula­dores son los hechiceros diabólicos, pues hacen pensar a uno de si mismo que no hay nadie comparable a él. Son como ju­das: traicionan a uno para venderlo a sus enemigos, es decir, al diablo. Los aduladores son los capellanes diabólicos que cantan el Placebo. Detecto la adulación en los pecados de ira, pues, a menudo, si un hombre está encolerizado con otro, entonces adulará a alguien para que le apoye en su lucha.

Mencionaremos a continuación las maldiciones que bro­tan de un corazón iracundo. En general, la maldición consis­te en todo género de potencia dañina. El maldecir de este modo despoja al hombre, tal como afirma San Pablo, del rei­no de Dios. Y muy a menudo, ésta recae sobre el mismo maledicente, cual pájaro que regresa de nuevo a su mismo nido. En particular, los hombres han de evitar maldecir a sus hijos y entregar su propia prole al diablo, en cuanto a ellos corresponda: el hacerlo es ciertamente peligroso y constituye pecado grave.

Hablemos a continuación de la querella y de los repro­ches, que constituyen gravísimas heridas en el corazón hu­mano, pues deshacen las costuras de la amistad en el corazón del hombre. Porque, en efecto, a duras penas puede alguien estar de acuerdo con aquel que, mediante la calumnia, le ha injuriado e increpado abiertamente. Como afirma Jesús en el Evangelio, es gravísimo pecado.

Y considérese igualmente al que censura a los demás o reprocha a otra persona algún triste defecto corporal, como «leproso», «jorobado», «villano» o algún pecado cometido. Si le reprocha el daño que sufre, entonces dirige la repri­menda a Jesucristo Nuestro Señor, pues el mal es fruto de un justo y consentido mensaje divino, sea la lepra, lesión o enfermedad.

Si se censura implacablemente al hombre por su pecado llamándole «lascivo», «borrachín» y otros calificativos por el estilo, en este caso cae en la regocijada esfera del demonio, que siempre se alegra cuando el hombre peca. Sin duda, la censura sólo puede brotar de un corazón vil: con mucha fre­cuencia, de la abundancia del corazón habla la boca.

Y debéis comprender esto: siempre que un hombre deba reprender a otro, ha de evitar la censura y el reproche. Pues, ciertamente, si no adopta precauciones, puede reavivar con suma facilidad el fuego de la ira y de la cólera, en vez de apagarlo, y quizá sacrifique a aquel a quien pudo corregir con benevolencia. Tal como afirma Salomón: «Una lengua afable es el árbol de la vida», a saber, la vida espiritual.

Indudablemente, un deslenguado mata el alma del que censura y también del censurado. Observad la advertencia de San Agustín: «No existe nada tan parecido al hijo del diablo como aquel que regaña con frecuencia.»

San Pablo también añade: «El reprender no es adecuado a un siervo de Dios». Y ya que la riña es cosa villana entre toda suerte de gentes es, sin duda, todavía más impropia en­tre marido y mujer, pues entonces jamás reina la tranquili­dad. Y por tal motivo comenta Salomón: «Casa descubierta y con goteras y mujer reñidora son parejas». El hombre que mora en casa con muchas goteras, aunque evite las de un lugar, otras caerán sobre él en otro sitio. Así acontece con la mujer reñidora: si no riñe con él en una ocasión, lo hará en otra. Y así, «mejor es un bocado de pan con alegría que casa llena de suculencias con discordias», manifiesta Salomón. Tal como dice San Pablo: «¡Oh vosotras, mujeres, permaneced sujetas a vuestros maridos de modo convenien­te! Y vosotros, esposos, amad a vuestras esposas» (A los colo­senses, cap. III).

Pasemos, acto seguido, a mencionar el desprecio. Es éste un depravado pecado, especialmente cuando se desprecia a un hombre por su bien obrar. Ya que, ciertamente, los que desprecian se comportan como el repugnante sapo, que es incapaz de soportar el suave aroma de una vid en flor. Estos desdeñosos son copartícipes del diablo, ya que sienten gran alegría si el demonio gana y gran pena si sale derrotado. Son enemigos de Jesucristo, pues odian lo que Él ama, es decir, la salvación de las almas.

Hablemos ahora del mal consejo. Aquel que da un mal consejo es un traidor, ya que engaña a quien en él confía, como Achitofel a Absalón. Pero, no obstante, un mal con­sejo opera, en primer lugar, contra él mismo. Como afirma el sabio, toda falsa forma de vida tiene una propiedad inhe­rente: que al pretender dañar a otro hombre se perjudica a sí mismo en primer lugar. Y es preciso saber que el hombre no ha de recibir consejo de personas mentirosas, ni de gente ira­cunda ni apesadumbrada, ni de la que notoriamente ama su propio provecho de modo desmesurado, ni de la excesiva­mente mundana, en especial por lo que se refiere a los con­sejos espirituales.

Viene ahora el pecado de los sembradores e introductores de discordia entre su prójimo —pecado éste que Jesucristo aborrece de plano. Cosa nada sorprendente, pues Él mismo murió para pacificar. Infieren ellos a Jesucristo mayor afrenta que quienes le crucificaron, pues Dios quiere que la armonía reine entre los hombres, ya que la estimó más que a su pro­pio cuerpo, entregado por la unidad. Por consiguiente, los que están dispuestos a sembrar la discordia son comparables al diablo.

Viene luego el pecado de doblez en el que incurren los que hablan bien ante los demás y mal detrás de ellos; y tam­bién los que aparentan hablar con buenas intenciones o por chanza o broma y, con todo, albergan torcidos propósitos.

También está el que divulga confidencias, y es uno, por ende, difamado. De hecho, es muy difícil resarcirse de los daños.

La amenaza, que viene a continuación, es una tremenda locura, pues el que amenaza a menudo, amaga, en muchísi­mas ocasiones, más de lo que puede llevar a cabo.

¿Y qué decir de las palabras ociosas? El que las profiera, al igual que el que las oye, no obtiene provecho alguno. Pues por palabras ociosas entendemos las que no son necesarias o sin intención de obtener algún provecho natural. Y aunque esas palabras ociosas constituyen pecado venial, con todo, deberíamos desconfiar, ya que de ellas daremos cuenta a Dios.

Sigue después la murmuración, que siempre es pecado. Como afirma Salomón: «Es un pecado de completa locura.» Y, por consiguiente, cuando a un sabio le preguntaron cómo los hombres pueden agradar a sus congéneres, él les contes­tó: «Obrad con frecuencia el bien, y murmurad poco». ­

A continuación viene el pecado de los burlones, que son los monos diablo, pues hacen reír a la gente con sus gracias, como con las monadas de aquellos animales. San Pa­blo prohíbe este proceder. Considerad cómo esas santas y virtuosas palabras confortan a los que se esfuerzan al ser­vicio de Jesucristo. Así las malvadas palabras y pullas de los chistosos confortan a los que están al servicio del diablo. Todos estos pecados de la lengua se derivan de la ira y de otros vicios.

Siguen los remedios contra los pecados de ira

El remedio contra la ira es la virtud que los hombres lla­man mansedumbre. Ésta consiste en la afabilidad y también en lo que se ha venido a denominar paciencia o tolerancia.

La afabilidad aleja y modera las apetencias y apetitos ínti­mos de la naturaleza humana de tal modo que no surgen ni por cólera ni por ira. La resignación acepta como manse­dumbre todas las molestias e injusticias provenientes del hombre que afectan al exterior de la persona.

San jerónimo afirma, por consiguiente, que la afabilidad no causa ni dice daño a nadie, ni por cosa dañina que los hombres hagan o digan, no se enciende contra la razón. Esta virtud es, a veces, natural, pues, como afirma el filósofo, el hombre es muy sensible, de natural afable y capaz de ser di­rigido hacia la bondad; pero cuando la afabilidad está con­formada por la gracia, entonces es todavía más paciente.

La paciencia —el otro remedio contra la ira— es una vir­tud que soporta con dulzura todas las cualidades humanas y, al mismo tiempo, no se irrita por mal alguno que se le oca­siona. El filósofo afirma que «la paciencia es aquella virtud que soporta con agrado todos los ultrajes de la adversidad y todas las palabras malignas». Esta virtud hace al hombre se­mejante a Dios y lo transforma en hijo predilecto suyo, tal como afirma Jesucristo.

Tal virtud desconcierta a tu enemigo, pues, tal como explica el hombre sabio: «Aprende a sufrir si quieres vencer a tu enemigo».

Y has de saber que el hombre soporta cuatro tipos de agra­vios exteriores. Contra ellos debe adoptar cuatro formas de paciencia.

El primer agravio procede de las palabras malignas. Este es el agravio que Jesucristo sufrió sin quejarse, con toda pacien­cia, cuando los judíos le despreciaron y reprendieron con tanta frecuencia. Soporta, pues, pacientemente, ya que el hombre sabio afirma que «si luchas con un necio, por más que éste esté alegre o iracundo, no tendrás descanso».

El otro agravio exterior consiste en causar perjuicio a tus propiedades. Esto lo sufrió Jesucristo con mucha paciencia al ser despojado de todas sus posesiones en vida, sus vestidos incluidos.

El tercer agravio consiste en dañar el cuerpo de alguien. Eso lo padeció Cristo durante toda su pasión con gran man­sedumbre. La cuarta afrenta es el ultraje de obra. Por consi­guiente, afirmo que la gente que somete a sus subordinados a trabajos excesivos, o en días inadecuados, como en los fes­tivos, comete ciertamente pecado grave. Eso mismo también lo padeció Jesucristo de modo muy paciente, y con ello nos enseñó a tener resignación, al llevar sobre sus benditos hom­bros la cruz en la que iba a sufrir muerte ignominiosa. De ello la Humanidad puede aprender a ser paciente, pues cier­tamente no sólo los cristianos son pacientes por el amor de Jesucristo y por el galardón de la vida beatífica perdurable; de hecho, los mismos paganos que jamás fueron cristianos recomendaron y practicaron esta virtud.

En cierta ocasión un sabio que quería azotar a un discípu­lo suyo por un importante error que le había irritado sobre­manera trajo un bastón para azotar al niño. Cuando éste vio el bastón, le espetó a su maestro:

—¿.Qué piensas hacer?

—Te voy a azotar para que te enmiendes —le replicó su maestro.

Verdaderamente —contestó el niño—, primero debes corregirte a ti mismo por haberte impacientado por culpa de un niño.

—Gran verdad es ésta —comentó el maestro con grandes lloros—. Hijo mío, aquí tienes el bastón y corrígeme por mi poca paciencia.

De la paciencia se deriva la obediencia, por la cual el hom­bre es sumiso a Cristo y a todos aquellos a quienes debe ser obediente en Cristo. Y acepta perfectamente que la obe­diencia entera implica el ejecutar voluntariamente y con prontitud, con alegría de corazón, todas sus obligaciones. Mediante esta virtud llevamos a la práctica la doctrina de Dios y de los superiores, a los cuales debemos someternos con toda justicia.

Sigue la pereza

Después del pecado de ira y envidia, mencionaré el de la pereza. Pues si la envidia ciega el corazón del hombre, y la ira lo desestabiliza, la acidia o pereza le toma pesado, malhumo­rado y colérico. La envidia y la ira dejan un poso de amargu­ra en el corazón; esa amargura es madre de la acidia y priva al amor de toda bondad. De modo que la pereza consiste en la angustia de un corazón turbado. Sobre ella afirma San Agustín: «Es el pesar de lo bueno y alegría de lo malo».

De hecho, este pecado es digno de vituperio, pues ocasio­na una ofensa a ]esucristo en tanto en cuanto aleja al hom­bre de su fiel y diligente dependencia de Jesucristo, tal como afirma Salomón. Pero la acidia no practica esta diligencia; al contrario, ejecuta todo a disgusto y con tristeza, dejadez y falsa excusa, con holgazanería y desgana. Por todo lo cual dice la Escritura: «Maldito sea quien cumple el servicio de Dios con negligencia».

En consecuencia, la acidia se opone a todo estado del hombre. Uno es el de inocencia, como lo fue el de Adán an­tes de la caída, estado que le impulsaba a adorar y alabar a Dios; otro estado es el del hombre pecador, en el cual las per­sonas están obligadas a adorar y alabar a Dios para que se le remitan sus faltas y para que Él les conceda el verse libres de ellas; el tercer estado es el de gracia, y en él uno está obliga­do a hacer penitencia.

Sin duda, la acidia es contraria y opuesta a todas estas co­sas, ya que no se deleita en diligencia alguna. Así, pues, de hecho, este inicuo pecado de acidia es a la vez enemigo ace­rrimo de la vida corporal, pues no toma providencia alguna acerca de las necesidades del cuerpo, pues por su negligencia dilapida, arruina y destruye todos los bienes temporales.

La cuarta característica es la pereza; por ella uno se aseme­ja a los condenados del infierno por culpa de su holgazane­ría y vagancia, ya que éstos están tan esclavizados, que son incapaces de actuar o pensar bien. La pereza es la primera causa que obstaculiza o impide el que el hombre realice el bien, y, por ello, tal como dice San Juan, Dios considera abo­minable tal pecado.

A continuación viene la indolencia, que se resiste a acep­tar cualquier molestia o sufrimiento. Pues en verdad la indo­lencia es tan delicada y sensible que, como afirma Salo­món, con ella el hombre se resiste a soportar incomodida­des o molestia alguna y, por ende, destruye todo cuando se hace.

Contra este corrumpido pecado de acidia e indolencia el hombre debería ejercitarse en obrar el bien, y acumular cora­je virtuoso y varonil, pensando que Jesucristo Nuestro Señor recompensa toda buena acción por mínima que sea.

La costumbre del trabajo es algo muy grande, ya que hace, como afirma San Bemardo, que el trabajador posea fuertes brazos y recia musculatura; la indolencia, por el contrario, los vuelve débiles y delicados.

Viene después el temor de comenzar a obrar el bien, pues, ciertamente, el que es proclive al pecado se figura que aco­meter buenas acciones es notoria empresa y se imagina que las circunstancias del bien obrar son tan incómodas y fatigo­sas de aguantar, que no se atreve a emprender el camino del bien,, tal como afirma San Gregorio.

A continuación tenemos la esperanza vana, que consiste en desesperar de la divina misericordia, la cual, a veces, tiene su origen en una pena exacerbada; y en otras, en un exagera­do temor, pensando que uno ha pecado tanto, que esa mise­ricordia resultará inútil, aunque uno se arrepienta y abando­ne la senda del pecado. Como afirma San Agustín, esta clase de miedo desesperado entrega el corazón a toda suerte de pe­cados. Si este vituperable pecado llega a su culminación, se denomina pecado contra el Espíritu Santo. Esta terrible falta es tan peligrosa, que si uno está sumido en ella, no alberga te­mor alguno en cometer cualquier felonía o pecado.

Por consiguiente, éste es, sobre todos los pecados, el más desagradable y opuesto a Jesucristo. De hecho, el que deses­pera se asemeja a un campeón cobarde y apocado que admi­te la derrota sin necesidad. ¡Ay, ay! Su desespero y su cobar­día resultan vanos. Sin duda, la misericordia divina siempre está dispuesta a perdonar a cualquier penitente y es superior a todas sus obras. Por desgracia, ¿no puede el hombre medi­tar sobre el Evangelio de San Lucas (cap. XV), donde, como afirma Cristo, «habrá en el Cielo el mismo júbilo por un pe­cador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia»?.

Considerad igualmente, en el susodicho Evangelio, el jolgorio y alegría de aquel buen hombre cuando su hijo, pródigo y arrepentido, regresó a la casa paterna. ¿No puede la Humanidad recordar también, como relata el Evangelio de San Lucas (cap. XXIII), cuando el ladrón que fue crucifi­cado junto a Jesucristo dijo: «Señor, acuérdate de mí cuan­do estés en tu reino»? La respuesta de Jesucristo fue ésta:

«En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso».

En efecto, no existe falta humana alguna que no pueda ser destruida en vida por la penitencia, en virtud de la pasión y muerte de Jesucristo. Así, pues, ¿por qué desesperarse si la misericordia divina está tan dispuesta y es tan magnánima? Pedid y se os dará.

Luego viene la somnolencia, a saber, el sueño indolente que causa en el hombre modorra y torpeza corporal y espiri­tual. Este pecado tiene su origen en la pereza. En verdad, de acuerdo con los postulados de la razón, no se debe dormir por la mañana, a menos de causa justificada. Sin duda, las horas matutinas son las más adecuadas para que el hombre se ponga en oración, para pensar en Dios y honrarle y dar li­mosna al primer menesteroso que llega en nombre de Jesucristo. Mirad lo que declara Salomón: «El que por la maña­na esté despierto y me busque, me hallará».

A renglón seguido viene la negligencia o dejadez, que no se preocupa de nada. Y del mismo modo que la ignorancia es la madre de todos los males, la negligencia es, sin duda, la nodriza del mismo. La negligencia no se preocupa de si se obra bien o mal al ejecutar una acción.

Referente al remedio de estos dos pecados, el sabio decla­ra lo siguiente: «Quien teme a Dios no se abstiene de ejecu­tar lo que debe.» Y quien ama a Dios se mostrará diligente en agradarle y dedicarse con todas sus fuerzas al bien obrar.

Sigue después la ociosidad, que es la puerta de todos los males. El hombre ocioso se asemeja a un lugar sin cercas: el diablo puede penetrar por cualquier lado y disparar sobre él, indefenso, ocasionándole toda suerte de tentaciones. Esta ociosidad es el albañal de todos los malos e inicuos pensa­mientos y de todas las murmuraciones, necedades y de toda impureza. Ciertamente el Cielo lo alcanzan quienes se es­fuerzan, no así los ociosos. Además, David declara que «los que están en la labor de los hombres, no serán azotados con los hombres», es decir, en el purgatorio. Parece, pues, que si ésos, por tanto, no hacen penitencia, serán atormentados con el demonio en el infierno.

A continuación tenemos el pecado que los hombres de­nominan tarditas. Éste consiste en la tardanza o aplaza­miento excesivo del hombre en desear volver a Dios. Verda­deramente este pecado constituye gran insensatez. Es como si alguien cayera en una fosa y no quisiera levantarse. Y este pecado se origina en una falsa esperanza: uno piensa que gozará de larga vida; pero esta esperanza falla con mucha frecuencia.

Sigue después la holgazanería. Ésta consiste en iniciar una buena acción y a continuación dejarla y abandonarla de in­mediato, como hacen los que deben supervisar a una perso­na y no cuidan de ella en cuanto surge cualquier tropiezo o molestia. Éstos son los párrocos modernos que, a sabiendas, dejan que sus ovejas vayan corriendo hacia el lobo que se ha­lla agazapado entre breñales, o descuidan su propio ministe­rio. De todo ello se deriva la pobreza y la destrucción de todo, tanto al nivel espiritual como temporal.

Acto seguido viene una clase de frialdad que congela por entero el corazón del hombre. Le sigue la poca devoción que ciega al hombre de tal modo que, como afirma San Bernar­do, su alma adquiere tal languidez, que le resulta imposible leer o cantar en los lugares sagrados, u oír o meditar sobre de­voción alguna, o dedicarse a cualquier obra buena manual, y todo lo encuentra desabrido y pesado. Se toma, pues, lento y somnoliento, y pronto a la cólera y rápidamente proclive a la envidia y al odio.

Sigue a continuación el pecado de la mundana aflicción que se denomina melancolía. Como declara San Pablo, mata al hombre. Pues, efectivamente, tal aflicción origina la muer­te corporal y espiritual, ya que de ella proviene el que uno se asquee de la propia existencia. Semejante pesar abrevia con muchísima frecuencia la vida humana antes de que llegue su hora por vía natural.

Remedio contra el pecado de acidia

Contra este terrible pecado de acidia y sus correspondien­tes ramificaciones existe una virtud, la fortitudo o fortaleza, que es una inclinación a menospreciar todo lo molesto. Esta virtud es tan poderosa y fuerte, que se atreve a resistir con efi­cacia y a evitar discretamente las ocasiones peligrosas, así como a luchar contra las asechanzas del maligno. En efecto, vitaliza y refuerza el alma, de igual modo que la pereza la re­baja y debilita: la fortaleza sabe sufrir con perseverante pa­ciencia las tribulaciones que sean menester.

Esta virtud es de variadas clases. La primera se denomina magnanimidad, es decir, grandeza de ánimo. Pues, induda­blemente, se precisa gran fortaleza contra la pereza, para que ésta no devore el alma mediante el pecado de melancolía o la aniquile por la desesperación. Esta virtud lleva a la gente a emprender tareas difíciles y costosas, por voluntad propia, siempre de forma prudente y razonable. Y por cuanto el dia­blo combate al hombre más con artificio y astucia que a base de fuerza, por consiguiente, los hombres han de oponérsele con la inteligencia, la razón y el buen sentido.

Siguen después las virtudes de la fe y esperanza en Dios y sus santos. Con su ayuda se llevan a cabo y realizan las bue­nas obras en las que uno se propone perseverar con firmeza.

A continuación se encuentra la seguridad o firmeza me­diante la cual uno no vacila en afanarse en el futuro con las buenas obras comenzadas.

Sigue luego la magnificencia, a saber, el que uno lleve a cabo y realice numerosas obras buenas. Y ésta es la finalidad por la que se han de llevar a cabo las buenas obras, ya que mediante su realización se obtiene un gran galardón.

Viene, a renglón seguido, la constancia, es decir, la firme­za de voluntad, que debe hallarse en todo corazón con fe in­quebrantable, así como en las palabras, comportamiento, as­pecto y obras.

Asimismo existen remedios especiales contra la pereza en diferentes obras, y en la meditación sobre las penas del in­fierno y los goces del cielo, y en la confianza en la gracia que le otorgará el Espíritu Santo para ejecutar sus buenos propó­sitos.

Sigue la avaricia

Después de la pereza mencionaré a la avaricia y a la codi­cia. De este pecado afirma San Pablo que «es la raíz de todos los males» (Timoteo, VI). Indudablemente, cuando el cora­zón humano se halla perturbado y confundido en sí mismo y el alma no encuentra solaz en Dios, entonces busca inútil consuelo en las cosas mundanas.

Según la definición de San Agustín, la avaricia consiste en el apetito de poseer bienes temporales. Otros afirman que la avaricia radica en comprar muchos objetos terrenales y en no dar nada a los que pasan estrechez. Debéis comprender que la avaricia no consiste sólo en poseer propiedades o bie­nes, sino también, a veces, en la ciencia y en los honores, ya que la avaricia abarca todo deseo inmoderado.

La diferencia entre codicia y avaricia consiste en que la pri­mera ambiciona las cosas que no se poseen, y la segunda guarda y conserva sin justa necesidad las que se tienen.

Ciertamente la avaricia es un pecado plenamente vitupera­ble, pues en la Sagrada Escritura se condena y maldice ese vi­cio, ya que ocasiona ofensa a Jesucristo Nuestro Señor. Efec­tivamente, le despoja del amor que le deben los hombres e impele a que el hombre avariento deposite más esperanza en sus propiedades que en Jesucristo, y a que ponga más empe­ño en conservar sus riquezas que en el servicio de Jesucristo. Y, por consiguiente, afirma San Pablo en su Carta a los efesios, V que «un hombre avariento es esclavo de la idolatría».

¿Qué diferencia existe entre un idólatra y un avaro sino que el primero tal vez sólo posee uno o dos ídolos, mientras que el segundo tiene muchos? Pues, de hecho, para él, cada moneda de su arca es un ídolo. Y, ciertamente, el pecado de idolatría es lo primero que Dios prohíbe en los Diez Manda­mientos, como resulta patente en el capitulo XX del Éxodo: «No tendrás falsos dioses delante de mí ni ordenarás escultu­ras para ti». De este modo, el hombre malvado, debido al maldito pecado de la avaricia, al preferir sus riquezas a Dios, se convierte en idólatra.

De la codicia se derivan estos dominios lacerantes por los cuales los hombres soportan impuestos, tributos y pagos que rebasan con mucho los límites de la razón y del deber. E igual­mente perciben de sus súbditos exacciones, que con más exactitud podrían denominarse extorsiones. Sobre estas exac­ciones y redenciones de siervos, los administradores de algu­nos señores afirman que son justas, ya que el siervo no posee bien temporal alguno que no sea de su señor, tal como ellos afirman. Pero, de hecho, el comportamiento de estos señores es injusto, pues despoja a sus súbditos de los bienes que nun­ca les han dado (San Agustín, De Civitate Dei, IX). Es cier­to: el pecado es la condición de esclavitud y su primera cau­sa (Génesis, V).

Por ende, podéis percataros que el pecado engendra escla­vitud, mas no por naturaleza. Por lo cual, esos señores no de­berían vanagloriarse de sus posesiones, ya que por condición natural ellos no son amos de esclavos: la esclavitud viene, en primer lugar, como consecuencia del pecado. Y además, allí donde la ley afirma que las posesiones temporales de los va­sallos pertenece a sus señores, se debe entender que esto in­cumbe a los bienes del emperador, cuyo deber consiste en defender los derechos de sus vasallos, pero no robarles o des­plumarles.

Por esta razón declara Séneca: «Tu prudencia debe incli­narte a ser benigno con tus siervos». Esos a quienes deno­minamos tus esclavos son criaturas de Dios, pues los humil­des son amigos de Jesucristo, es decir, son íntimos del Señor.

Considera asimismo que los villanos y los señores tienen una misma y común semilla: al igual que el señor, el rústico puede alcanzar la salvación. El villano sufre la misma suerte que su señor. Te aconsejo, por tanto, que te comportes con tu siervo como querrías que tu señor se comportara contigo si te hallaras en esclavitud. Todo pecador es esclavo del peca­do. Te aconsejo, pues, a ti, señor, que obres de tal modo con tus siervos que te tengan más amor que temor. Ciertamente sé —es algo razonable— que hay clases y clases; y es justo que los hombres cumplan con sus obligaciones dondequiera que sea menester; pero ciertamente las extorsiones y los des­precios de nuestros subalternos resultan reprobables.

Por otra parte, debéis comprender bien que los conquista­dores o tiranos esclavizan con bastante frecuencia a quienes han nacido de sangre tan real como la de sus conquistadores. El nombre de esta esclavitud no fue conocido hasta que Noé manifestó que su hijo Cam, a causa del pecado, sería esclavo de sus hermanos.

¿Qué diremos, pues, de los que roban y extorsionan a la Santa Madre Iglesia? Indudablemente, la espada que se da a un caballero recién armado significa que debe defender a la Santa Madre Iglesia y no robarla ni despojarla. Quien así obra traiciona a Jesucristo. Y, como señala San Agustín: «Esos son los lobos demoniacos que estrangulan a las ovejas de Jesucristo»; en realidad, son peores que lobos, pues cuan­do éstos tienen lleno su vientre, dejan de sacrificar ovejas. Pero de hecho, los saqueadores y destructores de los bienes de la Santa Madre Iglesia no obran así, pues la saquean cons­tantemente.

Ahora, según he dicho, ya que el pecado fue la primera causa de servidumbre, acontece que cuando el mundo ente­ro estuvo en pecado, entonces todos incurrieron en esclavi­tud y servidumbre. Mas, ciertamente, cuando llegó el mo­mento de la gracia, Dios ordenó que algunas personas tuvie­ran más categoría y condición. Y, por consiguiente, en algunas regiones donde se compran esclavos, al convertirse a la fe, se les libra de servidumbre. En consecuencia, el señor debe a su siervo lo que éste a aquél. El Papa se denomina a sí mismo siervo de los siervos de Dios; pero —por cuanto el estado de la Santa Madre Iglesia no podría subsistir ni podría mantenerse el provecho común, ni la paz y tranquilidad so­bre la Tierra si Dios no hubiera dispuesto la existencia de per­sonas de clase más alta y otras de inferior rango— se creó el dominio para defender y proteger a sus súbditos o inferiores, de acuerdo con la razón, en la medida en que ello fuera pri­vativo del soberano, y no para arruinar y avasallar a los súb­ditos. Por este motivo afirmo que los señores que se compor­tan cual lobos y devoran injustamente las posesiones o bie­nes de la gente pobre, sin compasión y sin tasa, recibirán la misericordia de Jesucristo con el mismo rasero con el que mi­dieron a los menesterosos, si no se enmiendan.

A continuación viene el engaño entre mercaderes. Y se ha de saber que la transacción es de dos clases: material y espiri­tual. La primera es lícita y permitida; la segunda, lícita y des­honrosa. Sobre el tráfico material que es lícito y honrado he de decir: que allí donde Dios ha dispuesto que algún reino o región sea autosuficiente, entonces resulta justo y permitido que de su abundancia se ayude a otra región más necesitada. Y, por tanto, debe haber traficantes que transporten las mer­cancías de una región a otra. Las otras transacciones que se practican con fraude, engaño y perfidia, con embustes y fal­sos juramentos, son culpables y dignas de vituperio.

La simonía consiste en el tráfico propiamente espiritual. Se basa en el propósito de comprar cosas espirituales, a saber, lo concerniente al divino santuario y a la cura de almas. Semejan­te intento, si uno pone empeño en llevarlo a cabo —a pesar de que este deseo no surta efecto—, constituye materia de peca­do mortal, y si es una ordenación, ésta es ilegítima. Recibe el nombre de simonía por Simón el Mago, que quiso comprar con bienes materiales el don que Dios había concedido a San Pedro y a los apóstoles por mediación del Espíritu Santo. Por ende, sabed, pues, que los que venden y compran cosas espiri­tuales son llamados simoníacos, bien sea por medio de bienes materiales, persuasión, o por las recomendaciones de los ami­gos seculares o espirituales. Los seculares son de dos clases: de la parentela o de las amistades. Sin duda, si interceden en fa­vor de aquel que es indigno e incapaz, existe simonía si ése acepta el beneficio; si es digno y apto, no existe falta.

La otra clase se da cuando un hombre o una mujer supli­can a los demás que favorezcan a alguien por el afecto desor­denado que sienten hacia esa persona: actuar así es infame si­monía. Pero, a decir verdad, se entiende que el servicio por el cual los hombres otorgan cosas espirituales a los inferiores ha de ser honrado y no de otro modo; y también ha de ser sin contrato y que la persona sea capaz. Pues, tal como declara San Dámaso, «todos los pecados del mundo, comparados con éste, son nada», pues, después del de Lucifer y del An­ticristo, es éste el mayor de todos los pecados posibles.

Por este pecado Dios pierde la Iglesia y el alma que resca­tó con su preciosísima sangre; los culpables son aquellos que entregan las siete iglesias a quienes no son dignos. Pues colo­can en ella a ladrones que roban las almas de Jesucristo y arruinan su patrimonio. A causa de semejantes e indignos sa­cerdotes y párrocos los hombres ignorantes guardan menos respeto a los sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Y tales dadores de iglesias expulsan de ellas a los hijos de Jesucristo y colocan en su lugar a los del diablo. Venden las almas —los corderos bajo su custodia— al lobo para que las devore. Y, por consiguiente, jamás participarán en el parto de los corderos, es decir, de la bienaventuranza del Cielo.

Ahora vienen los juegos de azar con sus secuelas, como tableros y rifas, de lo cual se derivan las trampas, falsos jura­mentos, pendencias y querellas, blasfemias y reniegos de Dios, odio al prójimo, dilapidación de bienes, pérdida de tiempo y, en algunos casos, asesinato. Evidentemente, los jugado­res, al practicar su oficio, no pueden dejar de cometer peca­do grave.

De la avaricia también proceden las mentiras, el hurto, el testimonio y juramento falsos. Y debéis saber que todos esos pecados graves van frontalmente contra los Mandamientos de Dios, tal como he dicho. El falso testimonio puede ser de palabra y de obra. En el de palabra, tu falso testimonio des­poja a tu prójimo de su buen nombre; o le privas de sus bie­nes o de su herencia cuando tú, a causa de la cólera o por so­borno, o por envidia, levantas falso testimonio contra él, o le acusas o excusas mediante él, o también si te excusas me­diante él, o también si te excusas a ti mismo con falsedad. ¡Cuidad vosotros, notarios y juristas! Ciertamente, Susana, al igual que muchísimas otras personas, estuvo en grandísima aflicción y pena por culpa de un falso testimonio.

También el pecado de robo va expresamente contra el mandato divino de dos modos: material o espiritualmente. Es material si arrebata, contra su voluntad, los bienes del pró­jimo, bien sea mediante la fuerza o con engaño, con o sin mesura. El ejecutado con falsedad es robo; como, por ejem­plo, el tomar en préstamo de los bienes ajenos con el propó­sito de jamás devolverlos, y cosas por el estilo. El sacrilegio —es decir, el hurto de cosas santas o consagradas a Cristo­— es un robo espiritual. Es de dos maneras: una por razón del lugar santo, iglesia o cementerio: todo ignominioso pecado cometido en tales lugares o cualquier violencia que se ejecu­te allí puede considerarse sacrilegio. También lo cometen los que sustraen arteramente los derechos que pertenecen a la Santa Madre Iglesia. Y de un modo general y llano: robar de un santo lugar un objeto sagrado o una cosa profana, o un objeto sagrado de un sitio profano, es sacrilegio.

Remedio contra la avaricia

Debéis saber a continuación que el remedio contra la ava­ricia consiste en la compasión y piedad interpretadas en sen­tido lato. Uno puede preguntarse: «¿Por qué la misericordia y la piedad son remedio de la avaricia?» Ciertamente, el ava­ro no muestra piedad ni compasión hacia el necesitado, pues se complace en la custodia de sus tesoros en vez de auxiliar y socorrer a su igual en Cristo. Por este motivo hablaré prime­ro de la misericordia. ­

La misericordia, como afirma el filósofo, es una virtud por la cual el espíritu del hombre se estimula con el dolor del afli­gido. Después de esta misericordia viene la piedad en la ejecución de caritativas obras de misericordia. De hecho, estas cosas encaminan al hombre hacia la misericordia de Jesucristo, el cual se entregó a sí mismo por nuestras culpas, y murió por apiadarse de nosotros y nos perdonó nuestros pecados originales. Así nos libró de las penas del infierno y redujo por la penitencia las del purgatorio, concediéndonos gracia para obrar el bien y obtener, finalmente, la gloria del Cielo.

Las obras de misericordia son: prestar, entregar, perdonar, y liberar, tener un corazón compasivo, compadecerse de las desgracias del prójimo, y también castigar en caso necesario.

La prudente largueza es otro remedio contra la avaricia. Pero verdaderamente aquí también cabe considerar la gracia de Nuestro Señor Jesucristo y de sus bienes temporales, así como también de los perdurables que Él nos otorgó. Igual­mente se ha de tener presente que hemos de morir sin saber cuándo, dónde o cómo; y también que uno debe abandonar todo lo que posee exceptuando solamente lo que ha emplea­do en obrar bien.

Pero como algunos son exagerados, se debe evitar la loca prodigalidad denominada despilfarro. Ciertamente, el pródigo insensato dilapida su fortuna en vez de regalarla. De hecho, el que da algo por vanagloria a los trabajadores y a la gente para que propaguen su fama por doquier, comete pecado y no es ca­ritativo. Se puede comparar a un caballo que procura más bien abrevar en aguas turbias o sucias que en un claro manantial. Y como esos tales dan donde no deben, se les aplica la maldi­ción de Cristo contra los condenados en el día del juicio.

Sigue la gula

Tras la avaricia sigue la gula, que también va expresamen­te contra los mandamientos de Dios. La gula consiste en el apetito inmoderado de comer y beber, o bien en satisfacer ese mismo desmesurado apetito. Como bien lo patentiza, el pecado de Adán y Eva corrompió a todo el Universo.

Considerad también lo que San Pablo afirma de la gula:

«Hay muchos, como os decía repetidas veces y aún ahora lo digo con lágrimas, que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. El paradero de los cuales es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y que hacen gala de lo que es su desdoro, aferrados a las cosas terrenas.»

El adicto a este pecado de glotonería es incapaz de resis­tir pecado alguno. Se hallará sometido a la servidumbre de todos los vicios: se esconde y descansa entre los tesoros del diablo.

Este pecado es de varias clases. La primera es la embria­guez, verdadera sepultura de la razón humana. Por consi­guiente, cuando un hombre se embriaga, pierde la razón, y esto constituye pecado mortal. Pero ciertamente, cuando uno no está acostumbrado a bebidas fuertes, y acaso desco­noce la fuerza, o tiene mareos en la cabeza, o ha trabajado, todo lo cual le ha llevado a beber en exceso, aunque de re­pente quede embriagado, no comete pecado mortal, sino venial.

La segunda clase de glotonería radica en que la mente se vuelve confusa, porque la embriaguez le despoja de su discre­ción intelectual.

La tercera clase de glotonería consiste en devorar la comi­da con modales desaforados. La cuarta surge cuando se per­turban los humores corporales debidos a haber ingerido ali­mentos en cantidad excesiva. La quinta es indolencia por el exceso en el beber, razón por la cual a veces uno olvida, an­tes de la mañana, lo que hizo la víspera o incluso la noche anterior.

Desde otro punto de vista, según San Gregorio hay otras especies de glotonería. La pnmera consiste en ingerir alimentos antes de hora. La segunda, procurarse alimentos o bebidas excesivamente refinados. La tercera, tomarlos sin moderación. La cuarta, poner gran esmero y cuidado en co­cinar y aderezar la comida. La quinta, comer con excesiva avidez. Con estos cinco dedos, la mano del diablo arrastra a la gente al pecado.

Remedio contra el pecado de gula

Contra la gula, como afirma Galeno existe el remedio de la abstinencia, pero eso no lo considero meritorio si se practica sólo con vistas a la salud corporal.

San Agustín quiere que se practique la abstinencia por vir­tud y con paciencia. La abstinencia, dice, vale poco si uno la practica con una recta finalidad, y si no se la vigoriza con pa­ciencia y caridad; y si no se lleva a cabo por amor de Dios y con la esperanza de alcanzar la bienaventuranza celestial.

Las compañeras de la abstinencia son: la templanza, la ver­güenza, la moderación, la sobriedad y la frugalidad. La tem­planza, que escoge el término medio en todo; la vergüenza, que evita toda acción deshonesta; la suficiencia, que no bus­ca refinados alimentos o bebidas ni se preocupa de aderezar la comida con exceso; la moderación, que refrena racional­mente el desordenado deseo de comer; la sobriedad, que hace lo propio con el beber; la frugalidad, que modera el pla­cer de estar muellemente sentado durante largo tiempo ante los manjares. Debido a la frugalidad, algunos se colocan, motu proprio, en el último lugar de la mesa.

Sigue la lujuria

Después de la gula viene la lujuria, pues estos dos pecados son parientes tan próximos, que son prácticamente insepara­bles. Sabe Dios que semejante práctica resulta muy desagra­dable a los ojos de Dios, pues El afirma: «No seas lascivo». Y, por consiguiente, en el Antiguo Testamento este pecado era castigado con grandes penas. Si una esclava era sorpren­dida en este pecado, había de morir apaleada. Y si fuera mu­jer noble, sería lapidada. Y si la hija de un obispo, colocada en la hoguera por mandato divino.

Además, por el pecado de lujuria Dios anegó el Universo con el diluvio. Y, acto seguido, los rayos abrasaron cinco ciu­dades, sumiéndolas en los infiemos.

Hablaremos ahora de ese hediondo pecado de la lujuria que se denomina adulterio entre casados, a saber, si uno, o ambos, están casados. San Juan declara que los adúlteros estarán en el infierno en un ardiente estanque de fuego y azu­fre; de fuego, a causa de su lujuria; de azufre, por el hedor de su impureza. Ciertamente, el quebrantamiento de este sacra­mento es cosa horrible. Dios mismo lo instituyó en el Paraí­so y Jesucristo lo confirmó, como lo atestigua San Mateo en su Evangelio: «El hombre abandonará padre y madre, y tomará esposa, y ambos serán una sola carne». Este sacra­mento simboliza la unión de Cristo con su Iglesia.

Y no solamente Dios prohibió la comisión del adulterio, sino que también mandó que no se desease a la mujer del prójimo. En este mandamiento, observa San Agustín, se pro­híben todos los deseos lascivos de cometer acciones lujuriosas. Mirad lo que dice San Mateo en su Evangelio: «Quien­quiera que mira a una mujer con deseo lujurioso, ha cometi­do adulterio en su corazón». De ahí podéis colegir que no sólo se prohíbe el acto pecaminoso, sino también el deseo de cometerlo.

Este maldito pecado daña gravemente a los que lo come­ten. Y en primer lugar, al alma, a la que impele a pecar y aca­rrea la pena de muerte eterna. También causa grave perjuicio al cuerpo, pues lo agota, consume y arruina, y sacrifica su sangre al demonio infernal: dilapida su hacienda y su ser. Y si es ciertamente ignominioso que un hombre dilapide su ha­cienda con mujeres, con todo, más ignominioso resulta que por tal inmundicia las mujeres dilapiden su hacienda y su cuerpo con los hombres. Como afirma el profeta, este peca­do priva de su buen nombre y reputación al hombre y a la mujer, resulta muy agradable al diablo, pues por él conquista a la mayoría de las personas de este mundo. Y así como un mercader se dedica con agrado a las transacciones más renta­bles, igualmente el demonio se deleita en esta basura.

Este pecado constituye la otra mano del diablo, que con sus cinco dedos los induce hacia esta hediondez.

El primer dedo lo constituyen las locas y desenfadadas mi­radas de un hombre y una mujer que, como el basilisco, ma­tan con el veneno de sus ojos: a la codicia de los ojos sigue la del corazón.

El segundo dedo lo forman los tocamientos pecamino­sos; y por ello afirma Salomón que quien toca y manosea a una mujer le acontece como a quien palpa a un escorpión venenoso que pica y mata rápidamente con su veneno, o como a quien toca pez caliente con los dedos: le quedan destrozados.

Las palabras impuras son el tercer dedo que actúan como el fuego: abrasan el corazón instantáneamente.

El cuarto dedo es el besar. Ciertamente loco de remate sería quien besara la boca de un horno o crisol. Más locos aún son los que dan besos lujuriosos, pues esa boca es la del infierno. Y especialmente estos viejos libidinosos, empeñados en be­sar para probar aunque no puedan hacer. Ciertamente se pa­recen a los perros que cuando se pasan junto a un rosal u otra planta levantan la pata y, aunque no tengan ganas, simu­lan orinar.

Muchos hombres piensan que el ejecutar impudicias con su esposa no es pecaminoso: sin duda, esta opinión es falsa. Dios, sabe que uno puede herirse con su propia daga y em­borracharse con vino de su mismo tonel. En verdad, el que ama a su esposa o hijo, o a cualquier otra cosa mundana más que a Dios, convierte a aquéllos en ídolos y se torna idólatra. Uno debería amar a su esposa con discreción, paciencia y moderación, como si fuera su hermana.

El quinto dedo de la diabólica mano es la hedionda ac­ción de la lujuria. Sin duda, el diablo colocó los cinco dedos de la gula en el vientre del hombre; con los cinco dedos de la lujuria lo levantó en vilo para arrojarlo en las calderas in­fernales. Allí el hombre encontrará gusanos y llamas inextin­guibles, lágrimas y lamentos, hambre y sed agudas, y diablos horribles que pisotearán a los condenados sin descanso, para siempre.

Hay diversas especies de lujuria, como la fornicación que se da entre hombre y mujer no desposados, que es materia de pecado mortal y va contra natura: lo que se opone y des­truye a la Naturaleza va contra ella. La razón humana tam­bién le dice a uno que esto es pecado mortal, pues Dios la prohibió. Y San Pablo adjudica a los lascivos una recompen­sa privativa de sólo los que incurren en pecado mortal.

Otro pecado de lujuria consiste en arrebatar la virginidad de una doncella. Hacer tal cosa es despojarla del más eleva­do estado de la presente vida, privándola del precioso fruto que la Escritura denomina «el céntuplo». No encuentro otra forma de traducir la expresión latina centesimus fructus.

El que tal obra ocasiona daños y perjuicios que rebasan todo cálculo; igual sucede cuando el ganado rompe una cer­ca o produce irreparables daños en los sembrados. Porque tanto puede recuperarse la virginidad como volver a crecer un brazo escindido del tronco. Bien sé que, si hace peniten­cia, la mujer podrá alcanzar el perdón, pero jamás recuperar la virginidad.

Y aunque he mencionado hasta cierto punto el adulterio, resultará beneficioso mostrar otros peligros inherentes, a fin de evitar este denigrante pecado. La palabra «adulterio» signi­fica en latín aproximarse a la cama ajena donde los que ante­riormente formaron una sola carne entregan su cuerpo a otros. Como el sabio afirma, de este pecado se derivan mu­chos perjuicios. En primer lugar, quebrantamiento de la fe, donde reside la clave del Cristianismo. Un Cristianismo con una fe rota y perdida se toma vacío y yermo.

Este pecado constituye también un hurto, pues éste con­siste generalmente en despojar a alguien de algo en contra de su voluntad. Sin duda, éste es el hurto más vil que darse pue­da: cuando una mujer roba su propio cuerpo a su marido y lo entrega a un lujurioso, lo profana, y roba su alma a Cristo y la entrega al diablo. Es éste un hurto más infame que irrumpir en una iglesia y robar el copón, pues estos adúlteros quebrantan espiritualmente el templo de Dios y hurtan el vaso de la Grada, esto es, el cuerpo y el alma, y, como afirma San Pablo, Dios los destruirá.

Ciertamente, cuando la mujer de su señor le incitó a pecar, José se espantó de tal robo en extremo, y le dijo a ella: «Mi­rad, señora, cómo mi Señor ha puesto bajo mis cuidados to­das sus posesiones: ninguna de ellas se escapa de mi control, excepto su mujer. ¿Acaso puedo yo incurrir en semejante maldad y pecar de modo tan hombre contra Dios y contra mi señor? No lo permita Dios.» ¡Por desgracia, esta entereza es muy rara en la actualidad!

El tercer perjuicio es la impureza ocasionada por quebran­tar el mandato divino y mancillar al fundador del matrimo­nio, es decir, a Jesucristo. Pues, de hecho, al ser el sacramen­to del matrimonio tan digno y tan noble, su quebrantamien­to tanto más aumenta la gravedad del pecado. Dios instituyó el matrimonio en el Paraíso, durante el estado de gracia ori­ginal, para multiplicar el género humano al servicio de Dios.

Por consiguiente, las infracciones son más graves. De su quebrantamiento surgen a menudo falsos herederos que co­pan injustamente las herencias de los demás. Y, por ende, Cristo los apartará del reino de los cielos, la herencia de los que obran bien. También, con frecuencia, a causa de esta vio­lación, las gentes se casan o pecan con sus propios deudos, sin saberlo, y especialmente aquellos libidinosos que fre­cuentan los burdeles de estas inmundas mujeres que deben ser comparados a unos retretes públicos donde los hombres evacuan sus excrementos.

¿Qué diré de los alcahuetes que viven del horrendo peca­do de la prostitución, y obligan a las mujeres a entregar un porcentaje determinado de su relación carnal? ¿Qué diré de los que prostituyen a su propia mujer e hijos? Indiscutible­mente tales pecados son horrendos.

Comprended también que el adulterio se colocó adecua­damente entre el robo y el homicidio, pues es el mayor robo que darse pueda, tanto a nivel corporal como espiritual. Se asemeja al homicidio, pues escinde y rompe en dos lo que fue una sola carne; y, por ello, según la antigua ley divina, sus quebrantadores eran condenados a muerte. Pero, sin em­bargo, según la ley de Cristo, que es una ley de piedad, Él dijo a la mujer sorprendida en adulterio —y que debería ha­ber sido lapidada hasta la muerte de acuerdo con la vigente ley de los judíos—: «Vete y no quieras pecar más», o «no pe­ques más».

Sin duda, el castigo de adulterio es el tormento infernal, a menos que uno se regenere por la penitencia.

Sin embargo, existen más clases de este maldito pecado. Por ejemplo, cuando uno de los culpables —o ambos— es religioso, o ha recibido órdenes, y es subdiácono, diácono, sacerdote o miembro de una Orden Hospitalaria. Cuanto más elevada sea su jerarquía, mayor será su pecado. Lo que más agrava su culpabilidad es el quebrantamiento de su voto de castidad después de haber sido ordenado. Incluso más el haber recibido las órdenes sagradas es el principal de todos los tesoros divinos, y signo especial y emblema de castidad, para mostrar que los que profesan la castidad llevan la más preciada de las vidas. Los ordenados están especialmente consagrados a Dios y forman parte de su séquito; por tal mo­tivo, cuando cometen pecado mortal, traicionan a Dios, y a su pueblo de un modo especial, pues viven del y para el pue­blo, y mientras su traición. persiste, sus oraciones de nada sir­ven al pueblo.

Los sacerdotes son ángeles por la dignidad de su ministe­rio pero, como bien afirma San Pablo, «Satanás transforma a algunos en ángeles de luz». A decir verdad, el sacerdote em­pedernido en el pecado mortal puede compararse a un ángel de las tinieblas transformado en un ángel de la luz: se aseme­ja a un ángel de luz, aunque en realidad lo sea de las tinie­blas. Tales sacerdotes son hijos de Elí; según se lee en el Li­bro de los Reyes, aquéllos eran hijos de Belial, es decir, del diablo. Pues Belial significa «sin yugo», y así se comportan es­tas personas. Se consideran que están libres y sin yugo, como un buey desuncido que elige la vaca que más le gusta de la ciudad.

Así acontece con ellos y las mujeres. Pues al igual que un toro suelto basta para dañar a toda una ciudad, así acontece con un sacerdote malvado y corrupto en toda una parroquia o región. Como afirma la Escritura, estos sacerdotes no cum­plen con su ministerio sacerdotal ante su rebaño y no cono­cen a Dios. No se satisfacen, como expresa el Libro, con la carne hervida que se les había ofrecido, sino que arrebatan por la fuerza carne asada. Cierto es que, como a estos perver­tidos no les basta la carne asada y guisada con los que las gen­tes les sustentan con tanto respeto, quieren arrebatar, ade­más, la carne cruda de las hijas y esposas de los feligreses.

Sabed que semejantes mujeres, al prostituirse, causan gra­vísimo daño a Cristo y a su Santa Iglesia y a todas las almas y santos, ya que los privan de los que deberían celebrar el culto de Cristo y de la Santa Iglesia y rogar por las almas de los fieles. Y, por consiguiente, esos sacerdotes, al igual que sus amantes que capitulan ante su lascivia, incurren en la condena de la judicatura eclesiástica mientras no se en­mienden.

La tercera especie de fornicación se da entre esposo y espo­sa cuando los esposos al unirse sólo van en busca del placer camal, tal como señala San Jerónimo, sin considerar otra cosa que esa unión. Se figuran que el matrimonio todo lo le­gitima. El diablo ejerce gran influencia sobre esa gente, tal como el ángel Rafael comunicó a Tobías, pues al unirse carnalmente apartan a Jesucristo de su corazón y se entregan a toda suerte de impurezas.

La cuarta especie es la unión carnal entre consanguíneos o parientes por matrimonio, o bien entre con quienes sus pa­dres o parientes incurrieron en el pecado de lujuria. Este pe­cado los rebaja al nivel de los perros, que no tienen en cuen­ta el parentesco en sus ayuntamientos. Este parentesco es de dos clases: espiritual y fisico. Con los padrinos o con sus hi­jos se tiene un parentesco espiritual; pues así como el padre carnal es quien engendra a un hijo, asimismo el padrino es el padre espiritual. Por lo cual, una mujer no puede unirse con su padrino o sus hijos, como tampoco puede hacerlo con sus hermanos carnales.

La quinta especie es ese abominable pecado sobre el que uno casi no debería hablar ni escribir, a pesar de que la Sagra­da Escritura lo relata con claridad. Los hombres y mujeres in­curren en este pecado con intenciones y modos diversos. Pero aunque menciona, ciertamente, este horrible pecado, la Sagrada Escritura queda tan impoluta como el sol que ilumi­na el estiércol.

Al soñar también se incurre en otro pecado de lujuria. Este pecado se da con frecuencia en aquellos que son célibes y también en las personas corruptas: es el pecado denominado polución, que tiene cuatro procedencias: por debilidad cor­poral, a causa del exceso de humores orgánicos; por enferme­dad que, como explica la Medicina, motiva una retención floja; por exceso en el comer y beber, y por las imágenes im­puras que la mente humana alberga al acostarse y le hacen pecar. En consecuencia, uno debe ser precavido y discreto para no incurrir en culpa grave.

De los remedios contra la lujuria

La castidad y la continencia, que moderan los desorde­nados apetitos que se derivan de los deseos carnales, son los mejores remedios contra la lujuria. Y quien más refre­ne las malvadas instigaciones de este ardoroso pecado, tan­to más mérito tendrá. Esto puede lograrse de dos modos, a saber: mediante la castidad matrimonial y castidad en la viudez.

Porque el matrimonio consiste en la legitima unión de un hombre y de una mujer que, en virtud del sacramento, reci­ben un vínculo indisoluble de por vida, es decir, mientras los dos viven. Como el Libro dice, es éste un grandísimo sacra­mento. Dios, tal como he mencionado, lo instituyó en el Pa­raíso, y Él quiso nacer de un matrimonio. Y para santificar­lo asistió a una boda, cambiando allí el agua en vino: éste fue el primer milagro que Cristo hizo ante sus discípulos.

Uno de los genuinos efectos del matrimonio radica en pu­rificar de la fornicación y henchir la Santa Madre Iglesia de legítima prole, ya que tal es la finalidad del matrimonio, y ésta toma en pecado venial la unión entre los casados y uni­fica sus almas, al igual que sus cuerpos. Este es el verdadero matrimonio instituido por Dios antes del pecado original, cuando la ley natural prevalecía en el Paraíso. Y se ordenó que un hombre tuviera sólo una mujer, y una mujer un solo hombre, tal como afirma San Agustín, por muchas razones.

En primer lugar, el matrimonio simboliza la unión de Cristo con su Santa Iglesia. En segundo lugar, que el hom­bre es cabeza de la mujer (en cualquier caso así debería ser por derecho divino). Pues si una mujer tuviera más de un hombre, entonces tendría más de una cabeza, y eso sería algo horrible a los ojos de Dios; además, tampoco una mujer po­dría agradar a tantos a la vez. Asimismo la paz y el sosiego no reinarían cuando cada uno reclamara su propiedad. Además, ninguno reconocería a sus propios hijos, ni sabría a quién le­gar la herencia; y la mujer, al estar unida a tantos hombres, recibiría menos amor.

Sigue ahora el comportamiento que un hombre debe te­ner con respecto a su mujer, particularmente en lo referente a dos extremos, a saber: la tolerancia y reverencia, como Cris­to indicó al crear a la primera mujer. No la formó de la cabe­za de Adán, a fin de que no exigiera gran autoridad. Es cosa bien sabida: allí donde las mujeres ostentan mucho poder, pronto se origina gran confusión. No es preciso suministrar ejemplos: la experiencia diana nos debe bastar.

Tampoco, en efecto, creó Dios a la mujer del pie de Adán, a fin de que no fuese considerada excesivamente baja, cosa que ella no toleraría con paciencia. Dios la creó de una cos­tilla de Adán para que ella fuera la compañera del hombre. Éste debe guardar para con su mujer fidelidad, sinceridad y amor, porque San Pablo dice: «Un hombre debe amar a su mujer como Cristo amó a su Santa Iglesia: la amó tanto, que murió por ella». Esto mismo debe hacer el hombre por su mujer, en caso necesario.

Consideremos, acto seguido, cómo la mujer, tal como de­clara San Pedro, debe vivir sometida a su esposo. Ante todo debe servirle con obediencia. Y también, como ordena la ley, una mujer casada, mientras permanezca en tal estado, carece de facultad para prestar juramento o testimonio sin permiso de su esposo, su señor; y así, a lo menos, tienen que ser las cosas según la razón. También debe servirle con todo honor y vestir de modo decoroso.

Bien sé que la esposa debe intentar agradar a su esposo, aunque no con atavíos recargados. San Jerónimo afirma que las esposas que se engalanan con sedas y púrpura lujosa no pueden vestir esto en Cristo. ¿Cuál es asimismo la opinión de San Juan en este asunto? San Gregorio también comen­ta que quien viste costosos atuendos lo hace sólo por vani­dad, para ser honrado a los ojos de los demás.

Gran insensatez demuestra la mujer que luce hermosos ro­pajes, pero es interiormente indigna. Una esposa debe, al contrario, exteriorizar recato en las miradas, rostro y risas, y discreción en sus palabras y obras. Y sobre todas las cosas materiales debería amar a su esposo de todo corazón y guar­darle fidelidad corporal. Esos mismos deberes incumben al marido con respecto a su mujer. Ya que todo su cuerpo per­tenece a su marido, así acontece con el corazón; en caso con­trario, el matrimonio no es perfecto.

La unión sexual entre esposo y esposa se produce por tres razones. La primera, con el fin de procrear prole para el servicio de Dios, pues ésta es la finalidad primordial del matrimonio; la segunda, para rendirse mutuamente al dé­bito conyugal, pues ninguno de los dos tiene poder sobre su propio cuerpo; la tercera, a fin de evitar la lascivia y las bajezas.

Casarse de una cuarta manera es pecado mortal.

La primera es loable; asimismo sucede con la segunda, pues, como se declara en la ley, aquella que paga a su esposo el débito conyugal, aunque encuentre placer y se deje llevar por los deseos lascivos de su corazón, tiene el mérito de la castidad. La tercera clase es pecado venial y, ciertamente, a duras penas se puede estar exento de él a causa de nuestra co­rrupción y delectación.

Por la cuarta manera entendemos la unión por pasión amorosa y por ninguna de las antedichas causas, sino sólo para satisfacer el ardiente placer; con mucha frecuencia es, sin duda, pecado mortal. Y, a pesar de ello, algunos intentan hacerlo más veces de lo que su apetito requiere.

El segundo modo de castidad lo practican las viudas castas que evitan los abrazos de los hombres y ansían los de Jesucristo. Son éstas las otrora esposas que han perdido a su es­poso, y también las mujeres entregadas a la lujuria que se han regenerado por la penitencia. Y, a decir verdad, constituiría harto mérito para ella el que una mujer guardara la castidad con el consentimiento de su esposo. Estas mujeres que se mantienen castas deben ser limpias de corazón al igual que de cuerpo y pensamiento, y con mesura en el porte y en el vestir, asi como en el comer y en el beber, en el hablar y en el obrar. Son el vaso o el cofre de la bienhadada Magdalena, que difundió el perfume por toda la Santa Iglesia.

La tercera manera de ser casto consiste en la virginidad e implica la santidad de corazón y limpieza corporal; en tal caso la mujer se convierte en esposa de Jesucristo y lleva una vida angélica: es la gloria de este mundo y se parangona con los mártires; posee lo que la lengua no puede expresar o la imaginación concebir. Jesucristo fue virgen, y nació de una virgen.

Otro remedio contra la lujuria consiste en apartarse de las cosas que son ocasión de pecado, como las comodidades, y el comer y beber en exceso; pues, de hecho, cuando el cal­dero hierve, el mejor remedio es retirarlo del fuego. Tam­bién el sueño prolongado y profundo alimenta la lujuria con facilidad.

Otro remedio consiste en evitar la compañía de aquellos por los que posiblemente uno será tentado, pues, aunque se resista a la tentación, no deja de ser peligroso. Cierta­mente, una pared blanca, aunque no esté lamida por las lla­mas, no por ello dejará de ennegrecerse. Pienso que nadie debe confiar en su propia perfección aunque tenga más for­taleza que Sansón, sea más santo que David y más sabio que Salomón.

Después de todo esto os he aclarado en la medida de lo posible los siete pecados capitales y algo mas de sus ramifica­ciones y remedios. Por cierto, si pudiera, os explicaría los Diez Mandamientos. Pero dejo tarea tan sublime a los teólo­gos. Con todo, albergo la divina esperanza de haber tocado en este tratado todos y cada uno de ellos.

Sigue la segunda parte de la penitencia

Ahora, por lo que respecta a la segunda parte de la peni­tencia —la confesión oral, tal como os declaré en el capítulo primero—, afirmo con San Agustín que: «Cada palabra y obra, y todo deseo humano contrario a la ley de Jesucristo, es pecado.» Lo cual se aplica al pecado del deseo, de palabra y de hecho, a través de los cinco sentidos, a saber: vista, oído, olfato, gusto y tacto.

Resulta bueno saber aquello que agrava en gran manera todos estos pecados. Y al calibrar el pecado se ha de tener en cuenta quién es el que peca, si es varón o hembra, joven o viejo, noble o sirviente, liberto o siervo, sano o enfermo, ca­sado o soltero, ordenado o no, prudente o necio, clérigo o seglar, si la mujer con la que se pecó es pariente de sangre o espiritual o no, si alguno de su parentela ha pecado con ella o no, y muchas otras facetas.

También tiene importancia el considerar si se comete adul­terio o fornicación, o no; con o sin incesto; con doncella o no; incurriendo o no en homicidio; si los pecados fueron graves o leves cuánto tiempo se ha vivido en pecado.

Otra circunstancia es el lugar de la comisión del pecado: si en casa ajena o propia, en el campo o en la iglesia o en el ce­menterio, en una iglesia consagrada o no. Pues si la iglesia es­taba consagrada y un hombre o mujer derraman su fluido se­minal en tal lugar y pecan, o se produce una maligna tenta­ción, la iglesia cae en entredicho hasta que el lugar sea reconciliado por el obispo; y el sacerdote que cometió seme­jante vileza no podrá celebrar el sacrificio eucarístico por el resto de su vida, y si tal hiciera, cada vez que lo celebrase in­curriría en pecado mortal.

La cuarta circunstancia se da cuando los intermediarios o los instigadores incitan al pecado o se es cómplice; muchos desgraciados irán a acompañar al demonio infernal a causa de las malas compañías. Por consiguiente, los que instigan o consienten en el pecado son cómplices del mismo y de la condenación del pecador.

La quinta circunstancia radica en el número de veces que uno ha pecado, incluso si ha sido de pensamiento, y con qué frecuencia se ha caído. Pues el que peca a menudo desprecia la misericordia de Dios, agrava su culpa y se muestra esquivo a Jesucristo; su debilidad para resistir al pecado aumenta y, por tanto, peca con más facilidad; y cuanto más tarde se le­vanta, tanto más le cuesta confesarse, en especial con su con­fesor habitual. Por consiguiente, con frecuencia tales perso­nas, al reincidir en sus antiguos desmanes, abandonan por completo a su confesor, o bien reparten sus confesiones en­tre distintos sacerdotes. Pero, a decir verdad, esa confesión re­partida no les merece la misericordia divina por sus pecados.

La sexta circunstancia a considerar es el examen de los mó­viles y tentaciones que arrastran al pecado; si ella es de origen propio o se debe a instigación de terceras personas; o si el que peca con una mujer, lo hizo con consentimiento de ella o por la fuerza, o si la mujer, a pesar de su cuidado, fue vio­lada o no. Incumbe a ella el decirlo, si fue por codicia o por pobreza, y otros móviles con ellas relacionados.

La séptima circunstancia consiste en la forma en que el hombre cometió pecado o la mujer consintió a que la gente pecase con ella. Al confesarse deberá, pues, el hombre expli­car con claridad y todo detalle si pecó con prostitutas co­rrientes o con otras mujeres; si pecó en días festivos o no, en época de ayuno o no; si antes de confesarse, o después de su última confesión; si con su pecado infringió una penitencia impuesta. También debe precisar quién le proporcionó con­sejo o ayuda y si hubo hechicería o ardid.

Todas estas circunstancias, bien sean grandes o pequeñas, gravan la conciencia humana. Y también el sacerdote, que es tu juez, puede dictaminarte una penitencia adecuada, con es­tas luces, a tu grado de contrición. Pues debes saber perfecta­mente que, después que un hombre ha profanado su bautis­mo mediante el pecado, sólo le resta el camino del arrepen­timiento de la confesión y de la satisfacción. En especial las dos primeras, si se tiene un confesor a mano para que nos ab­suelva, y la tercera si se dispone de vida suficiente para llevar­la a cabo.

El que anhele, pues, hacer confesión verdadera y fructífe­ra debe saber que han de convenir en ella cuatro requisitos. En primer lugar, uno debe confesarse con profunda amargu­ra de corazón. Como dijo el rey Ezequías a Dios: «Recorda­ré todos los años de mi vida con amargura de corazón».

Esta condición de dolor de corazón tiene cinco manifesta­ciones. La primera implica vergüenza de haber ofendido a Dios —no para cubrir u ocultar el pecado— y de haber man­cillado el alma. A este efecto afirma San Agustín: «El cora­zón se abruma por vergüenza de su pecado». Y quien sien­te gran vergüenza merece alcanzar la misericordia divina. Tal era la confesión del publicano que no osaba levantar los ojos, pues había ofendido al Dios de los Cielos, y por su hu­millación obtuvo enseguida el perdón divino. Con razón dice San Agustín que estas personas humildes son las que es­tán más próximas del perdón y de la remisión.

La humildad es otro de los signos de la confesión. De ella afirma San Pedro: «Humillaos ante el poder de Dios». La poderosa mano de Dios se muestra en la confesión, pues, por ella, Dios te perdona tus pecados, cosa que sólo está en sus manos. Esta humildad debe radicar en el corazón y en el porte exterior, pues el que es humilde de corazón con Dios, también así debe humillarse corporalmente ante el sacerdote que ocupa el lugar de Dios. Por lo cual, de ningún modo debe ocupar el pecador un lugar tan elevado como el de su confesor, ya que Cristo es el soberano y el sacerdote el inter­cesor entre Cristo y el pecador; y el pecador —por razones evidentes el último— debe arrodillarse ante él a sus pies, a menos que lo impida una dolencia.

Y no debe considerar qué hombre se sienta ante él, sino en nombre de quién está este hombre sentado. Porque si al­guien ofende a un dignatario y viene después en busca de cle­mencia y perdón, no empezará a sentarse junto a él: lo con­sideraría ofensivo e indigno de obtener gracia o perdón.

El tercer signo de arrepentimiento consistirá en que, si se puede, se den abundantes lágrimas durante la confesión. Y si no fuera posible llorar con los ojos corporales, llore el cora­zón lágrimas espirituales. De este tipo fue la confesión de San Pedro, pues después de haber renegado de Jesucristo, sa­lió afuera y lloró amargamente.

El cuarto signo consiste en que la vergüenza no estorbe a tu confesión. Tal fue la confesión de la Magdalena, que se acercó a Jesucristo y le declaró sus pecados, sin preocuparse de los asistentes al festín.

El quinto signo consistirá en que un hombre o mujer acepten sumisos la penitencia que se les fije por sus pecados, pues, ciertamente, Jesucristo fue obediente hasta la muerte a causa de los pecados de la Humanidad.

El segundo requisito para una genuina confesión será el hacerlo con prontitud. De hecho, cuanto más se posponga la curación de una herida, tanto más tardaría en sanarse, con lo que con más facilidad se le infectaría y le llevaría rápidamen­te a la muerte. Así acontece con el pecado que uno aguarda en confesarse. Debe, por tanto, confesarse uno con pronti­tud. Muchos motivos abonan esta actitud, sin que el menor sea el temor a morir, que a menudo sobreviene inesperada­mente en cuanto al tiempo y al lugar. Por ende, posponer la confesión de una falta, nos hace proclives a cometer otras: cuanto más tarda uno en confesarse, más nos alejamos de Jesucristo. Si aguardamos al lecho de muerte, difícilmente po­dremos confesamos, y, en caso afirmativo, recordar todos los pecados; nos lo impedirá la mortal enfermedad. Y por cuan­to nos ha prestado oído a los requerimientos de Jesucristo en vida, en su lecho de muerte le suplicará, pero Él no le presta­rá mucha atención.

La confesión debe reunir cuatro circunstancias. Debe prepa­rarse de forma meditada: la precipitación nunca aportó prove­cho. Uno debe confesarse de los pecados de soberbia y de en­vidia, así como de los otros, con sus clases y circunstancias. Debe también repasar mentalmente el número y gravedad de sus pecados y el tiempo que se ha vivido en ellos. Y también el tener contrición de sus faltas y propósito firme de enmien­da de nunca más pecar con el auxilio de la gracia de Dios, y asi­mismo albergar el temor del pecado y estar en guardia ante las ocasiones de pecar, a las que estamos proclives.

Además has de confesarte de todos los pecados a un solo confesor, y no unos a uno y otros a otro, es decir, con el pro­pósito de dividir tu confesión por vergüenza o temor: esto ocasiona el estrangulamiento de la propia alma. Ciertamen­te, Jesucristo es la bondad absoluta; en El no existe imperfec­ción alguna, de modo que, o lo perdona todo por completo, o no perdona nada.

No digo que si se tiene asignado un penitenciario para ciertos pecados se tenga la obligación de manifestarle los pe­cados que uno ya ha confesado con anterioridad a su párro­co, a menos que le apetezca hacerlo por humildad. Al obrar así no dividimos a la confesión. Tampoco se incurre en esa división si tienes permiso de tu párroco para confesarte con un sacerdote discreto y honrado, cuando te apetezca; en tal caso podrás manifestarle todos tus pecados sin omitir falta al­guna que se recuerde.

Cuanto te confieses con tu párroco, manifiéstale también todos los pecados que has cometido desde tu última confe­sión con él. Obrar así no implica dividir la confesión.

La confesión verdadera exige otras circunstancias adicio­nales. La primera es confesarse motu proprio, no por obliga­ción, o por vergüenza, o por enfermedad u otros motivos por el estilo.

Resulta razonable que quien ha pecado voluntariamente, voluntariamente también confiese su culpa, y que nadie sino el pecador debe manifestar su pecado, sin negarlo, escamo­tearlo, ni enfadarse con el sacerdote cuando éste le exhorte a abandonar el pecado.

La segunda condición consiste en que la confesión sea le­gítima, a saber: que penitente y confesor sean creyentes en el seno de la Santa Madre Iglesia y que no desconfíen, como Caín y Judas, de la misericordia de Jesucristo. Además, el pe­nitente debe confesarse de sus culpas y no de las ajenas; asi­mismo debe acusarse y avergonzarse de su propia malicia y pecados, y no de los de otro. Con todo, si un tercero fue el instigador o motivador del pecado que está confesando, o si por su condición la culpa se agravase, o para que la culpa sea confesada por completo se ha de manifestar la persona cóm­plice del pecado, entonces la puede nombrar de modo que sea sólo a efectos de la confesión y no por maledicencia.

Tampoco —acaso por humildad— dirás mentiras al con­fesarte manifestando pecados que nunca has cometido. San Agustín afirma que «si por humildad uno miente acerca de sí mismo, aunque antes no estuviera en pecado, a causa de la mentira, se convierte en pecador. El pecado debe tam­bién manifestarse oralmente, excepto en caso de mudez, y no por escrito; ya que has pecado, debes conllevar la ver­güenza consiguiente. Durante la confesión no enmascararás tu pecado con palabras sutiles, pues en tal caso te engañas a ti mismo, pero no al sacerdote. Se han de manifestar con lla­neza, por necio o terrible que el pecado fuera.

También te confesarás con un sacerdote que sea discreto y te aconseje; tampoco te confesarás por vanagloria ni hipocre­sía, ni por causa alguna que no sea por temor de Jesucristo y la salvación del alma. Tampoco acudirás repentinamente al sacerdote para confesarte alegremente de tu pecado, en son de chanza o a modo de cuento, sino debes hacerlo con gra­vedad y devoción profundas.

Confiésate a menudo por norma. Si caes con frecuencia, confiésate con frecuencia también. Confesar repetidamente un pecado ya confesado implica doble mérito. Pues, como afirma San Agustín, «antes lograrás así la remisión de la cul­pa, de la pena, y la gracia de Dios».

Es obligatorio confesarse al menos una vez al año, pues, ciertamente, todo se renueva durante este periodo.

Ahora que os he descrito en qué consiste la confesión sin­cera, paso a la segunda parte de la penitencia.

Termina la segunda parte de la confesión y sigue la tercera parte, la penitencia sacramental o satisfacción

La tercera parte es la penitencia sacramental, que general­mente consiste en las obras de caridad y castigos corporales. Las obras de caridad se dividen en tres, a saber: contrición de corazón, por la que uno se ofrece a sí mismo a Dios; piedad de las faltas ajenas; y la tercera, dar buen consejo y auxilio corporal y espiritual a quien lo necesita, y en especial en lo referente a la manutención.

Considera que las personas suelen necesitar alimento, ves­tido y cobijo, consejo amable, que se les visite en caso de en­fermedad y prisión, y sepultura al fallecer. Cuando no te re­sulte posible visitarle personalmente debes hacerle llegar tus mensajes y regalos. Estas son generalmente las limosnas u obras de caridad procedentes de los hacendados ricos en pru­dencia. Y esas obras de misericordia les serán recordadas al hombre en el día del juicio.

Estas limosnas han de darse de los bienes propios, de modo diligente y con discreción. Sin embargo, si no puedes guardar el sigilo, a pesar de ser visto por los demás, no por eso dejes de llevarlas a cabo. Hazlo de forma que no requie­ras el agradecimiento del mundo, sino el de Jesucristo. Pues como declara San Mateo en el capítulo V: «No se puede ocultar una ciudad edificada sobre un monte. Ni se enciende una lámpara para ocultarla bajo un celemin, sino sobre un candelabro, para que dé luz a los habitantes de una casa. Así debe acontecer con vuestra luz: que ilumine a los hombres, de modo que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos».

Hablaré a continuación de los actos corporales de peniten­cia: oraciones, vigilias, ayunos, enseñanzas virtuosas. Pues habéis de saber que el manifestar algún piadoso deseo de co­razón dirigido a Dios mediante palabras es también objeto de las plegarias. De este modo se alejan los males y se obtie­nen bienes espirituales y duraderos e, incluso a veces, bienes temporales.

A decir verdad, de entre todas las oraciones, Jesucristo en­cerró en el Padrenuestro la mayoría de sus peticiones. Sin duda, en tres privilegios radica su inigualable dignidad. Tie­ne por autor al mismo Jesucristo; es corta, para que pueda aprenderse y retenerse en la mente con facilidad, y así reci­tarla más a menudo, y de este modo el hombre se canse poco al decirla, y no tenga excusas para aprenderla: es con­cisa y fácil. Además, el Padrenuestro engloba en sí todas las oraciones.

Para los maestros en teología dejo la apología de esta ora­ción tan santa, digna y excelente. Sólo diré que al pedir a Dios que perdone tus culpas así como tú perdonas las de tus deudores, cuida mucho de no estar alejado de la caridad. Esta santa oración reduce asimismo el pecado venial, y, por tanto, cae específicamente dentro del ámbito penitencial.

El Padrenuestro ha de recitarse con fe genuina y verdade­ra, levantando el corazón a Dios de modo ordenado, devoto y discreto, y siempre sometiendo nuestra voluntad a la divi­na. También debe recitarse con gran humildad y pureza de corazón, con honradez, y sin tener presente el daño al prójimo, sea hembra o varón. Y debe prolongarse con las obras de caridad. Es también útil contra los vicios del espíritu, pues, como declara San jerónimo: «El ayuno evita los peca­dos de la carne y la plegaria los pecados del espíritu.»

A continuación debes saber que la vigilia se encuentra en­tre los actos de la penitencia fisica. Jesucristo nos enseña: «Ve­lad y orad para que no caigáis en tentación».

Debéis también saber que el ayuno consiste en tres cosas: abstenerse de las comidas y bebidas corporales, de los place­res mundanos y del pecado mortal, es decir, que uno debe precaverse contra el pecado mortal con pleno ahínco.

Compréndase que fue Dios quien ordenó ayunar. Y éste tiene cuatro requisitos: longanimidad para con los necesita­dos, alegría espiritual de corazón —sin estar molesto y eno­jado a causa del ayuno— y la moderación en el comer en las horas acostumbradas; es decir, cuando uno ayune no debe comer a deshora ni estar más tiempo en la mesa.

La mortificación, la enseñanza de palabra, por escrito o por el ejemplo, forman también parte de los castigos corpo­rales. Igualmente se incluye el uso —por amor de Jesucristo— de cilicios, estameñas o púas a flor de piel. Pero cuida que este tipo de penitencia corporal no te haga más amarga­do, acre o descontento de ti mismo. Mejor será arrojar un ci­licio que la seguridad en Cristo Jesús. A este efecto afirma San Pablo: «Vosotros, los elegidos de Dios, revestíos de mise­ricordia de corazón, bondad, paciencia y de análogos ata­víos». Esas prendas satisfacen más a Jesucristo que los cili­cios, estameñas o púas.

Los golpes de pecho, las flagelaciones, genuflexiones, las tribulaciones, el sufrir con paciencia las injusticias, así como los padecimientos por enfermedad, o pérdida de bienes ma­teriales o el óbito de la mujer, de un hijo, o de amigos, tam­bién forman parte de los castigos corporales.

Hay cuatro cosas que impiden el hacer penitencia: el te­mor, la vergüenza, esperanza y desespero o desesperación.

Menciono en primer lugar el temor, por el cual uno se fi­gura que se es capaz de padecer un castigo corporal. A este temor hay que oponer el pensamiento de que los sufrimien­tos corporales son cortos y nimios comparados con las penas del infierno, tan duras y largas que no tienen fin.

Contra la vergüenza que siente un hombre en confesarse, y especialmente por lo que respecta a esos hipócritas que se consideran tan perfectos que no tienen necesidad de confe­sión contra ella, uno debería pensar que si no se está racio­nalmente avergonzado de obrar con indignidad, ciertamente tampoco debe estarlo de hacer buenas obras, entre las que se encuentra la confesión.

Uno debería también pensar que Dios ve y conoce todos los pensamientos y acciones. Nada hay que quede para Él es­condido o encubierto. También los hombres deben recordar­se de la vergüenza del Juicio Final que recaerá en los que en esta vida no hayan hecho penitencia y no se hayan confesa­do. Todo lo que ha permanecido oculto en este mundo se verá con claridad meridiana por todas las criaturas, las del cielo, las de la tierra y las del infierno.

Por lo que respecta a la esperanza de los que son tardos y reacios a confesarse, digamos que es de dos clases. Uno cifra la esperanza de vivir largo tiempo y adquirir muchos bienes para deleite propio; tras lo cual se confesará, pues, como él mismo afirma, sea éste el momento más oportuno de hacer­lo. La otra clase radica en la confianza excesiva en la miseri­cordia de Cristo.

Como remedio al primer error tendrá presente que no po­seemos garantía alguna de vivir y también que todas las ri­quezas de este mundo son efímeras y se disipan como la sombra en las paredes. San Gregorio aclara que incumbe a la inmensa justicia divina el que nunca se borre la pena de los que jamás se separaron voluntariamente del pecado, sino que siempre perseveraron en él. A una voluntad perpetua de pecar corresponde un castigo igualmente perpetuo.

La desesperación es de dos clases: una radica en desconfiar de la misericordia de Jesucristo, y la otra, en la imposibilidad de perseverar largo tiempo en el bien. La primera nace de que uno juzga haber pecado con tanta gravedad y reinciden­cia, que le parece imposible alcanzar la salvación. Ciertamen­te contra esta maldita desesperación uno debería meditar que la Pasión de Jesucristo posee más fuerza para desatar que el pecado tiene para atar.

El remedio contra la segunda clase de desesperación con­siste en pensar que, mediante la penitencia, podemos levan­tarnos tantas veces como caemos. Pues, por tiempo que haya uno permanecido en pecado, la misericordia de Cristo está presta a acogerle y perdonarle. Contra la desesperación que juzga que no debería perseverar en el bien durante mucho tiempo, considerará que la debilidad diabólica nada puede hacer sin el consentimiento humano; y también, si así quisie­ra, poseerá la fuerza y ayuda divinas y de la Santa Madre Igle­sia, al igual que la protección de los ángeles.

Tras lo cual conviene saber los frutos de la penitencia. Se­gún las palabras de Jesucristo, la eterna bienaventuranza del Cielo, donde el gozo carece de contrapunto del dolor y de la aflicción. Allí se desvanecen todos los males de la vida pre­sente y estamos a salvo de las penas del infierno. Allí gozará de la compañía beatífica de los que se alegran para siempre en la felicidad ajena. En este lugar, el otrora oscuro y mezqui­no cuerpo humano resplandecerá como el sol; este mismo cuerpo antes enfermizo, frágil, débil y mortal, se convierte en inmortal, tan fuerte y lleno de salud, que nada puede perju­dicarle; allí no habrá ni hambre, ni frío, ni sed; al contrario, el alma vivirá repleta de la visión del perfecto conocimiento divino.

Este reino de bienaventuranza puede alcanzarse gracias a la pobreza de espíritu; la gloria, con humildad; el goce ple­no, con hambre y sed; el sosiego, con esfuerzo; y la vida, con la muerte y mortificación del pecado.

3. LA DESPEDIDA DEL AUTOR

Ahora ruego a todos aquellos que oigan o lean este pe­queño tratado que, si hay algo en él que les complaz­ca, que se lo agradezcan a Jesucristo Nuestro Señor de quien procede toda sabiduría y bondad. Pero si encuentran algo que no les agrade, entonces les ruego que lo atribuyan a mi incompetencia y no a mi falta de voluntad, pues con mu­cho gusto hubiese hablado mejor de lo que puedo. Como dice la Biblia: «Todo lo que se escribe, se escribe para nuestra enseñanza.» Tal ha sido mi objetivo.

Por consiguiente, os pido humildemente, por el amor de Dios, que recéis por mí, para que Cristo tenga piedad de mí y me perdone mis culpas, particularmente mis traducciones, y escritos de obras de vanidad humana, de las cuales me des­cargo en esta retracción: Trolo y Cresida, La Casa de la Fama, La leyenda de las buenas mujeres, El libro de la duquesa, El Parla­mento de las aves, aquellos de Los Cuentos de Canterbury que tienden hacia el pecado, El libro del león y muchos otros libros si pudiese acordarme de ellos; y también algunas canciones y trovas lascivas. Que Cristo, en su gran compasión, me perdo­ne el pecado.

En cambio, de las traducciones de la Consolación, de Boe­cio, y otros libros de leyendas de santos y obras de moralidad y devoción, de todas ellas doy gracias a Nuestro Señor Jesucristo y a su Bendita Madre y a todos los santos del Cielo, ro­gándoles que me envíen la gracia que me permita lamentar mis pecados y estudiar la salvación de mi alma, desde ahora hasta el día de mi muerte; y que me concedan la gracia de la verdadera penitencia, confesión y castigo en esta vida, a tra­vés de la gracia misericordiosa de aquel que es Rey de Reyes y Sacerdote sobre todos los Sacerdotes, el cual nos redimió con la preciosa sangre de su corazón. Ojalá pueda ser uno de los que se salven el día del juicio Final. Qui cum patre et Spiri­tu Sanctu vivit et regnat Deus per omnia secula. Amen.


AQUÍ TERMINA EL LIBRO DE LOS CUENTOS DE CANTERBURY COMPILADOS POR GEOFFREY CHAUCER, DE CUYA ALMA TENGA JESUCRISTO PIEDAD. ASÍ SEA.


Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.
Leído 271 veces.