Grito de Gloria

Eduardo Acevedo Díaz


Novela



Capítulo 1

Las campañas antes tan hermosas, rebosantes de vida, estaban ahora mustias, llenas de desolación profunda. Creeríase que un ciclón inmenso las hubiese devastado de norte a sur y del este al occidente, sepultando hasta el último rebaño bajo las ruinas del desastre.

Soplaba como un viento asolador sobre los campos; la grande propiedad parecía aniquilada. No se veían ya numerosos los ganados agrupados en los valles o en las faldas de las sierras.

En su mayor parte las viviendas estaban sin moradores, saqueadas, en escombros, y en estas «taperas» crecía la yerba salvaje hasta ocultar los picachos del lodo seco. ¿Para qué hombres y perros pastores? En la tierra conquistada había concluido, la labor libre y muerto toda industria. Sus hijos, ya exánimes los unos, los otros errantes, habían agotado en lucha tenaz, todo el caudal de su esfuerzo bravío.

El desaliento cundía a modo de vaho asfixiante de uno a otro confín; no se elevaban cabezas altivas, ni brazos poderosos, ni gritos terribles de combate, allí donde durante nueve años se habían chocado múltiples ejércitos y consagrádose a hierro y fuego la aspiración constante de libertad.

Los nuevos dueños del país allanaban las propiedades y se repartían los frutos. Acompañábales la sed insaciable de riquezas que se apodera de los fuertes en pos de fáciles victorias y extendían la garra con la brutalidad de la bestia cebada. Ninguna barrera podía detenerlos. Dineros, bienes, honras, vidas, todo era barrido por la ola de la conquista.

En los primeros días, a través de las cuchillas, a lo largo de los caminos, en lo hondo de los valles, un ruido pavoroso, cada vez en aumento, un mugido extenso, continuó, siniestro, formado por infinitos ecos, llenaba de aflicción los pagos.

Las pocas mujeres que habían quedado en sus moradas, salían inquietas a las puertas o se lanzaban angustiadas a las vecinas lomas, atraídas por aquellos ruidos de tronada, conjunto de balidos y clamores, de relinchos y carreras.

Entre enormes polvaredas, cuyas nubes se extendían al ras del suelo como humazos de combate en un día sereno, se corrían hacia la frontera cual impulsadas por un viento tempestuoso considerables tropas de ganado.

El arreo era completo.

Sin número de astas en tumulto apiñadas, chocándose, formando una verdadera selva de pitones agudos, sobrenadaban en el nubarrón de tierra, doradas por el sol y se escurrían veloces, a lo largo de las carreteras. Entre aquel turbión de volutas de polvo, de cornamentas y de pezuñas en perpetuo movimiento, distinguíanse las cabezas de los jinetes, que agitaban aún más el torbellino con las banderolas sus rejones, prolongados silbos y voces atronadoras.

Eran soldados riograndeses y paulistas.

Alguna vez, el clarín acompañaba a los voceros con notas roncas y estridentes.

La torada se atropellaba entre bufidos, llevándose por delante novillos y embistiendo a los flanqueadores; y entonces el ganado arisco, casi cimarrón, se deslizaba rápido hacia los montes, en los que en gran parte se guarecía, aplastando ramas y malezas.

Los soldados hacían cerco al resto y proseguían su camino con gritos lúbricos, bebiendo y jurando, destruyendo los míseros huertos y plantíos con los cascos de sus caballos y los mil pies de las manadas que empujaban como un torrente sobre aquellos con gran alborozo de la turba.

Hacia otros rumbos, el cuadro revestía los mismos colores, la misma violencia impune, igual desborde de instintos insaciables.

Allá, era un ganado yeguar arreado al galope, en cuya masa confusa iban mezclados los caballos mansos y los potros, corriendo desatinados entre sones de cencerros, ya agrupándose en deforme frontón, de clines y cabezas, ya dispersándose en parte entre corvetas y hocicadas de fiera embravecida, para perderse en los desfiladeros y anfructuosidades de las sierras, lanzando relinchos que repercutían en los cerros como ecos de una bocina poderosa.

Acullá, eran las bestias dóciles, los bueyes arrancados a las carretas y al rejón que labra el surco, confundidos con los carneros y porcinos, los que rodaban por el camino impelidos por la horda, estrujándose, atropellándose al ruido del esquilón, en medio de tremendos ludimientos de cuadriles y de guampas; y que, ora se detenían de súbito azorados al escuchar a lo lejos los bramidos del ganado vacuno, semejantes a notas sonoras de mil trompetas colosales, ora recomenzaban su marcha en violentos remolinos sembrando la carretera con los cuerpos del rebaño menor aplastados por la pezuña del enjambre.

Más lejos, sobre la loma llena de verdigay y de claridades ardientes, otros grupos, otros hacinamientos dudosos, otras aglomeraciones de hombres y de bestias como envueltas en una humareda de incendio, se precipitaban presas del vértigo hasta hundirse en los llanos apartados en fragorosa balumba.

Sobre el dorso de las «cuchillas», destellando vivos reflejos, altas, amenazantes, en haz siniestro, alcanzábanse a ver las moharras de los astiles y el bronceado de los morriones de la caballería invasora.

En todos los contornos se alzaba sordo e imponente un rumor de agonía; y no pudiendo aterronarse para escapar a la saña de aquéllos rapaces vencedores, las familias enteras abandonaban sus casas llevándose lo más necesario, lo que hallaban a mano en medio de sus angustias, y se ocultaban en los lugares selváticos, únicos campos de asilo en su infortunio, donde también habían buscado refugio los hombres que salvaron de la persecución implacable o de la ruda pelea.

Desde sus ladroneras de palma o de guayabo cuando no del ombú gigante de una isleta, observaban recelosas cómo la avalancha crecía y rodaba con estruendo, a la manera que se desprenden, chocan y precipitan los peñascos de la cumbre de los cerros, poniendo en fuga a las piaras bravías; cómo cruzaban a escape los destacamentos arrollando las puntas del ganado que había huido del rodeo, o alguna masa compacta de fieros novillos que en rapidísimo arranque se azotaba al arroyo en brincos tremendos, sin hollar el ribazo, para hundirse en los «rincones» del bosque, en cuyos senos oscuros se esparcía como una ola bramadora.

Miraban también rodar entre montones de arenisca y guijarros en las faldas de la sierra a las yeguadas indómitas, y lanzarse en mole a las aguas sus pujantes «baguales», sacudiendo los clinudos pescuezos para ganar por el mismo instinto los escondidos potriles, donde tan sólo las sutiles flechas del sol y el ágil «matrero», —la luz y la audacia— violaban el secreto de la salvaje guarida.

Cuando no eran las corridas, las matanzas o las «boleadas» del ganado con frenético desenfreno en las colinas y en los llanos, las que animaban los pagos desiertos, eran los escuadrones escalonados, las partidas sueltas exploradoras o los destacamentos en comisión los que desfilaban a periodos, en una serie interminable de jinetes y «reyunos», cuyo tránsito sobre ciertos terrenos de canteras en el silencio de las tardes producía como un temblor prolongado oído con impotente cólera por los asilados en los bosques.

A veces, algún incendio iluminaba en la noche con sus rojizos resplandores serranías y valles. Era que, como quien espanta alimañas, la tropa ponía fuego a un juncal espeso o a un grupo de «talas» y «sombras de toro», para obligar a la fuga a los «matrero» o a la vacada cimarrona. Fuertes crepitaciones llenaban el espacio en vasta comarca, envuelta en inmensas columnas de humo negro, remedando aquellas los estampidos de un fuego ensordecedor de fusilería en los estribaderos de una sierra.

Horas después, el sol alumbraba cuerpos carbonizados y montones de cenizas ardientes.

No pocos de aquellos soldados de uniformes verdes con vivos amarillos, echaban pie a tierra delante de alguna morada solitaria, hacían saltar con las puntas de los sables los débiles cerrojos, o con los cuentos de sus lanzones los ventanillos sin cruz de hierro, y, penetrando al interior en tropel, poníanse a destruir el miserable ajuar y a escudriñar los techos, debajo de la cumbrera, de las costaneras, de los aleros, en busca de onzas de oro o alhajas ocultas, derribándolo todo entre cínicas algazaras, hasta las pobres estampas de imágenes religiosas que adornaban las negras paredes.

Salían luego cargando con las prendas de más valía, que echaban sobre el «recado» o metían en las maletas; y continuaban su marcha devastadora, señalando cada etapa con un exceso.

A ocasiones, encontraban a los dueños en sus viviendas, en preparativos de irse a los montes, o a otros que arreaban presurosos sus bestias de confianza a lo largo de las laderas para buscar refugio en la espesura, en fraternal intimidad con los tigrinos y capívaras. Iban mujeres, niños y viejos, cuando no inválidos de la sangrienta guerra; a veces gente moza y varonil, muy osada y aguerrida.

Entonces los episodios eran terribles.

La soldadesca desbordada, acometía la caravana, dispersaba sus miembros y se distribuía los despojos; si ya no era que, reunidos los mocetones —uno contra diez— cargaban ciegos a daga y trabuco rompiendo filas, en tanto los débiles corrían a ampararse en las malezas.

En estos encuentros ignorados y dramas lúgubres solía suceder también que en medio del botín y del desorden, «matreros» bravos, en montón saliendo sigilosos del vecino monte, caían de súbito sobre la tropa dispersa con el estrépito de una manada en día de corrida y la diezmaban sin perdón, ultimando en el suelo hasta el último vencido.

Mas, bien luego aparecían nuevas fuerzas en las próximas «cuchillas», repitiéndose las tétricas escenas en toda la zona hostil, hasta que ya los campos talados no ofrecían aliciente ni de los bosques taciturnos brotaban voces agresivas.

De este modo, decirse puede que no hubo un pago, un río, un arroyo, una sierra, un llano, una loma donde no corriese sangre.

Los cuerpos sin vida quedaban desnudos al sol y a la lluvia, lejos de ojos piadosos, como los de animales montaraces allí donde les sorprendió la muerte.

Raro era quien por moroso afecto ataba un cadáver a un madero y lo subía a las ramas de un ceibo para que así escondido en bóveda valiosa entretejida de enredaderas salvase al diente del felino ya que no al pico del cuervo.

Se había peleado sin tregua durante años, en todas partes, con viril arrojo, sin aguardar auxilio alguno de nadie; se había luchado en la angustiosa desigualdad de diez hombres contra escuadrón, como en los cantos inmortales de los poetas de la gloria; por largo tiempo se había debatido en soberbia cólera al valor nativo contra huestes organizadas, siempre socorridas por esfuerzos que en hileras interminables trasponían las fronteras: pero, al fin, las vidas potentes se fueron extinguiendo, las supremas energías se desgastaron en el choque permanente. Lo mismo que las rocas al embate de la soleada, cansose el músculo del peso del acero y cayeron de las manos como inútiles instrumentos las armas ya melladas, chorreando sangre todavía.

Por suerte el exterminio sólo alcanzó a una parte de la indomable generación de la época.

Reinstalado en Montevideo el general vencedor, los nativos en considerable número salvaron los confines, asilándose entre sus hermanos los argentinos. Renovose el éxodo del otro lustro, y a orillas del Uruguay mirose con dolor lo que quedaba detrás, todo lo más querido: arrasadas campiñas, tumbas gloriosas, sin una luz consoladora de esperanza bajo el cielo de la tierra.

La riqueza pecuaria había desaparecido, salvo aquellos ganados que internados en los montes sirvieron al proceso prodigioso de «orejanos»; el comercio y las nacientes industrias habían sido cegadas en sus fuentes, cerrádose todo horizonte al trabajo libre, la vida sin zozobras, a la autonomía del pago; con todo, llevaban consigo la tradición latente, la pasión madura de la tierra, la conciencia del esfuerzo que ya ha consagrado un derecho, y que perdura en la desgracia como alimento de las almas, cualquiera fuese su destino.

Esa emigración fue rápida, tumultuosa, con todas las confusas líneas del tropel de la derrota. Se buscaba un sosiego relativo, que en algo devolviese la entereza de ánimo, por los que escapaban del círculo de fuego, vencidos por su propia impotencia.

El eco terrible de los gritos de triunfo los aturdía, golpeándolos por detrás como una fusta implacable y precipitándolos a la otra banda envueltos en el pánico.

¡Era como un estrépito de puertas que se cerraban para siempre!

Algunos devoraban, lágrimas en silencio; otros maldecían de sus caudillos, sin excluir a Artigas; los más se alejaban sin protestas ni lamentos, mirando hacia adelante, cual si examinasen la naturaleza del nuevo terreno a que se debían adaptar tantas energías aparentemente domadas.

Los desechos de una ribera buscaban su cohesión y adherencia en la otra, sin preocuparse de la actividad perdida; lo mismo que moléculas segregadas que una fuerza impulsiva vuelve a un cuerpo que han integrado.

El tiempo, que debía correr largo, devolvería su audacia al espíritu. Los organismos, ahora fatigados, llegarían a cansarse de su misma quietud.

¿Cómo esperar otra cosa, cuando a la vista estaba la inmensa loma verde formando horizonte del otro lado del río, e invitando a volver y a luchar con toda la magia de una ilusión de gloria?

Los mismos que en su ofuscamiento levantaban airados el puño, sentían que un llanto de fuego se agolpaba a sus ojos, estrangulándoles un grito de innoble desahogo en la garganta.

Aquellos restos se diseminaron en las provincias litorales, confundiéndose en la población nacional sin más perturbación ni ruido que el que puede producir en una playa honda la bullente franja de una grande ola vagabunda.

Existían amistades y simpatías que se reanudaron.

Después sobrevino la calma y empezaron a cicatrizarse crueles heridas.

En el transcurso de los días y de los meses la laxitud de ánimo siguiose a la antigua fiebre de pelea; cesaron los relatos de trágico colorido, las historias de palpitante realidad dramática y detalles conmovedores, los reproches amargos, los comentarios ardorosos.

Como un soplo helado, pasó sobra los recuerdos; el trabajo honesto utilizó los brazos cuando no la faena a monte, y los mismos nombres con talla de caudillos, se resignaron a la vida oscura.

Sobre estas consecuencias naturales del desastre, el tiempo puso el sello de su influjo acallando poco a poca las voces sordas de la protesta en la orilla hospitalaria; y en el país dominado, los lamentos del patriotismo.

¡Pesaban demasiado las cadenas, para agotar las últimas fuerzas en estériles clamores!

Capítulo 2

Si en estas comarcas se había cesado de combatir, en otras de América la batalla continuaba, encarnizada y terrible, en la prueba del postrer esfuerzo, por la redención del continente.

Con el oído atento a ecos que llegaban de muy lejanas regiones supuse un día que la victoria había coronado en Ayacucho la grandiosa obra; y esta nueva, estremeciendo de júbilo a hombres y pueblos, repercutió en el corazón de los emigrados orientales, removiendo todas sus fibras como un como un toque de clarín que convocase a la pelea.

Allá, habían luchado a razón de uno contra tres después de duros sufrimientos, descolgándose de los Andes con desesperado esfuerzo para concluir con un choque formidable una labor que contaba dos largos lustros de combates; y en ese choque se había quebrado para siempre el poder de la metrópoli y rendídose con honra sus ilustres generales. Se relataban y discutían con entusiasmo los episodios, la pericia de Sucre, la carga heroica de Córdova, el denuedo de la caballería americana, tanto más resaltante cuanto que el triunfo había sido obtenido sobre capitanes de alientos como el virrey La Serna, el caballeresco Canterac, el bizarro Monet y el intrépido Valdez. En mental panorama, reproducíanse las escenas del drama militar en sus menores detalles: la muda y elocuente proclama de Córdova al dar muerte a su caballo de guerra como un adiós soberbio a la vida en caso de derrota; el avance de sus batallones contra las infanterías de Gerona hasta cruzar bayonetas a un paso de la fatal hondonada, la matanza implacable junto a aquella fosa, las cargas de los regimientos que destrozaron a los dragones de Torata y Moquehua, la briosa tenacidad de Valdez contra la oleada de los independientes, que acabaron por hacerle saltar en pedazos su acero toledano, y por fin, la rendición entre aclamaciones solemnes y dianas, que el entusiasmo creía percibir claras y sonoras como notas finales de la batalla gloriosa.

Este suceso, enardeciendo los espíritus que se preocupaban de la suerte de América como de una causa común y solidaria, retempló el ánimo de los orientales exaltando sus ideas o impulsándolos a una obra que no habían abandonado por completo, con nuevo vigor y empeño. ¡El ejemplo era edificante! El aura de la lejana victoria acarició todas las frentes, estimulando a las proezas del valor, y los que tenían títulos para dirigir los trabajos de un movimiento armado, viéronse reunidos de improviso por los ímpetus del mismo anhelo, acaso creyendo en su impaciencia que se hacía tarde ya para justificar cumplidamente una prolongada inacción.

Con sigilo, en las sombras, bajo la atmósfera de entusiasmos despertados por la fausta noticia, algunos emigrados se pusieron al habla y dieron principio a una maniobra complicada y difícil —tan ardua, cuanto parecía de irrealizable. El problema no podía resolverse sino por la espada. Pero ¿cómo hacer frente a la adversidad, sin riesgo de hundir la causa en el mismo abismo, malograda la empresa temeraria?

Cierto día, en el último mes de verano, algunos hombres se encontraron, reunidos en una habitación del saladero de Pascual Costa. Eran emigrados orientales. Antes que presas de agitación indiscreta, parecían fríos e irreflexivos, gravemente absortos en un tema de trascendencia.

Dos de ellos sostenían el diálogo. Los demás escuchaban en profundo silencio, sólo interrumpido por una que otra observación juiciosa y concisa, como de subalternos que entienden su deber.

Era el uno, hombre joven de elevada talla, fuerte y bien constituido. Su bizarra presencia, la energía de la mirada y del gesto, su acción desenvuelta y el tono que empleaba en el debate, denunciaba un temperamento brioso, suavizado en sus arranques por las frases correctas y modales cultos. El semblante denunciaba despejo y atrevimiento reflejándose en los ojos esa expresión de voluntad dominante que distingue a los que han adquirido el hábito del mando. Caíale el bigote negro sobre el labio formando fronda al inferior algo grueso y saliente; la cabeza bien cubierta de cabello, se afirmaba en el cuello robusto, derecha y altiva, como cabeza de soldado a quien arrulla la ambición. Movía con dignidad el brazo musculoso, terminado en una mano fina y larga; y acaso por la costumbre de usar la voz imperativa, formábasele, sin esfuerzo una arruga profunda en el entrecejo que le daba un aspecto adusto, casi de dureza. Sus palabras eran medidas, concreto su pensamiento, sus opiniones firmes. Cuando hablaba, había que oírlo, aunque se discrepase de una manera radical.

Este sujeto vestía una casaquilla militar de caballería, sin presillas, pantalón azul marino y botas altas de piel de lobo.

El otro personaje era un hombre de estatura baja, cabeza grande y cuello de coloso a plomo sobre un tronco cuadrado y fornido, macizo del cráneo al pie como una escultura de piedra ágil, diestro y osado a juzgar por sus movimientos vivos e impetuosos; y el cual al primer golpe de vista, presentaba en su figura los caracteres típicos del sableador, del domador y del caudillo.

Su rostro amplio y lleno, de frente despejada, narices carnudas, cejas abundantes en remolino, ojos de mirar fuerte; barba un tanto recogida, orejas de pabellón, ceñido revelando audacia y grandes alientos, dábanle en conjunto un aspecto de fiereza, que acaso en el fondo bien pudiera ser una gran suma de bondad, de abnegación y de sencillez.

Hablaban con mesura, como hacen los que han meditado mucho un plan cualquiera. Las cabezas, como instintivamente atraídas, habían formado núcleo, y casi se rozaban.

Aunque planteado ya al parecer el problema, se inculcaba, sobre sus términos principales en sentido de la solución. Mucho sin duda se habría espigado en el vasto campo de las presunciones y de los cálculos más o menos certeros; pero se persistía en parte ardua, con la tenacidad de los que tantean la senda entre los riscos de una montaña.

—El caso es el siguiente: —decía el de elevada talla— nuestra tierra en poder de los brasileños desde hace años, es considerada por éstos como una de sus provincias, en mérito del acto de incorporación arrancada a un cabildo débil.

Los argentinos por su parte, sostienen que ella les pertenece de derecho, aun cuando Artigas la separase de hecho del antiguo virreinato… y sin duda, se reservan reincorporársela en la ocasión propicia.

Nos encontramos, pues, entre estos dos fuegos; y si entramos a la acción menospreciando a uno u otro de los dos poderes fuertes, nos acribillan.

—¡Eso, lo veríamos! —exclamó su interlocutor dando una gran voz.

—¡No hay que verlo! —arguyó un tercero. El comandante está en lo cierto. Son tres pretensiones las que se persiguen pero, de las tres, la realmente débil es la nuestra. Si osamos obrar por cuenta propia nos trituran. Tengamos en cuenta que vivimos vigilados, aunque gocemos de simpatías; que el gobierno se interesa en no romper hoy por hoy con su rival; y, que sin el auxiliar de otros, solos en la empresa, aún cuando alcanzáramos algún resultado en la lucha, éste bien sería pasajero. Pronto seríamos anonadados, por mutuas conveniencias.

—Y fuera de considerarsenos temerarios, verían en nosotros unos aventureros peligrosos que sin elementos para esa lucha, ni medios suficientes para formar nación aparte, habríamos venido a perturbar el equilibrio de las cosas y a comprometer la paz, sin provecho para ninguno de los dos rivales.

El hombre de cuello de atleta se irguió diciendo con aplomo:

—Nación independiente podemos ser. Los paisanos no quieren ser más que orientales.

—También nosotros. Pero, hay que pensar mucho estas cosas graves. No seremos lo que deseamos, sin algún apoyo fuerte.

—Eso digo yo, y me viene mortificando hace tiempo, —observó otro de los circunstantes, con acento de convencido.

El que primero había hablado, dijo entonces, como recogiéndose en sí mismo:

—Siempre he creído que nuestra hermosa tierra separada de ésta y de otras por grandes ríos y por el océano, está destinada a encerrarse, dentro de sus naturales límites y a vivir de sí misma, con sólo el amor de sus hijos. Pero, todavía no hemos salido de los primeros pasos, y ante todo, es preciso redimirla.

¿Podemos hacerlo nosotros, exclusivamente, contra todos los poderes conjurados?

¿Qué conseguiríamos con irnos a estrellar contra las murallas? Sentar plaza de hombres irreflexivos, de soldados de aventura; acaso, de falsos patriotas.

—Sí; pero los argentinos nos acompañarán.

—Si nos acompañan, será a condición de que volvamos a la forma. Entretanto, su gobierno nos resiste y nos persigue.

Siguiose un breve silencio a estas palabras. Todos se miraban como inquiriendo una idea.

Al fin, el que había sido calificado de «comandante», lo rompió, añadiendo:

—Habría un medio de zanjar las dificultades y de dar base a la empresa, si sabemos dominar los impulsos.

El de planta de caudillo y mandíbula recia, que se movía nervioso en su asiento, preguntó con brusquedad:

—¿Cuál sería?

—En la posición en que nos encontramos, y persuadidos de que solos no haremos patria, convendría que prometiésemos reconstituir la familia. De ese modo, el gobierno quedaría obligado, y los generosos sentimientos de nuestros hermanos lo impulsarían a protegernos abiertamente. O brasileños, o argentinos. ¡Escojan, compañeros!

—Pasaremos solos, —prorrumpió el otro con violencia. Los paisanos leales vendrán con nosotros si les decimos que va a volver la libertad a los pagos, y no lo harán si se les antoja que nos hemos aporteñado.

—Pronto verán que no. En último caso han de preferir esto, a hablar portugués y tener un amo.

Alguna fuerza hizo este razonamiento en el ánimo del caudillo que se quedó con la mirada pensativa, balbuceando bajo, entre sorda irritación:

—No quieren mestura… ni tienen miedo a nadie.

—Yo bien sé de lo que son capaces.

—Cargan de frente sin contar el número.

—Así es. Con todo, es necesario fortalecer nuestro propósito con una seguridad cualquiera de que en lo más crítico, no seremos abandonados a nuestra suerte.

—Entonces ¿qué es lo que nos conviene hacer? —interrogó una voz bronca, de militar impaciente.

—Lo que nos convendría, sería difundir la especie de la reincorporación una vez que invadiéramos; inspirar confianza con nuestros propios actos al gobierno argentino y manifestar públicamente el propósito en todas partes, siempre que la suerte nos favorezca de algún modo en la empresa.

En la primer proclama, debería expresarse con claridad que perseguimos un fin práctico, y que detrás de nosotros hay un poder pronto a socorrernos, de otro modo, el proyecto, queda abocado al fracaso; sería pretender un imposible.

Por otra parte, en Montevideo los trabajos sobre el espíritu de la misma tropa, siguen con éxito. Algún concurso importante nos vendrá de allí, a pesar de la vigilancia de Lecor, pues consta a ustedes que contamos con amigos decididos hasta entre las mismas mujeres.

Sé bien que se habla de los hechos y episodios pasados como de una razón de resistencia en los paisanos, a una nueva guerra; pero, toda campaña militar en cualquiera época no siembra sino sinsabores, por sagrada que sea la causa… Después, sólo algunos resistirían a esta empresa y ya sabemos quiénes son… Poco debe importarnos, desde que los más nos secunden; como estoy seguro sucederá, si llevamos al frente de la invasión al comandante Lavalleja.

El aludido, que era el hombre bajo y vehemente, y el encargado del saladero, arqueó las cejas, replicando:

—Ya he dicho que acepto el honor; ¡y vuelvo a declarar que antes de retroceder dejaré la vida!…

Pero, creo que es conveniente aclarar estos puntos… El primero ¿están ustedes conformes en que proclamemos la anexión, como cosa necesaria, dejando al tiempo que confirme o no este acto tan grave?

Reinó un momento de silencio. Moviéronse las cabezas en actitud de vacilación; luego, todos fueron asintiendo sin discrepar en detalles. Uno, arguyó:

—¡Sí! Después los sucesos dirán…

—¡Pues que hablen los sucesos! —exclamó el caudillo con violencia. Lo que yo quiero es que pasemos cuanto antes; que pongamos mano a la obra con la ayuda de quien buenamente la preste… sea a condición de eso que ustedes dicen necesidad, sea para nuestra libertad completa. El sable, que tengo ahí colgado, se salta de la vaina. Acordemos los medios… poca política, ¡que ésta, todo lo embrolla! ¿Qué piensa V., comandante Oribe?

El así nombrado volvió a hacer uso de la palabra, diciendo con una mesura que no excluía la firmeza:

—Cuando el cabildo de Montevideo, contra la opinión de los de Canelones y Maldonado que estaban cohibidos por los imperiales, sostenía la idea de la independencia absoluta, todos nosotros la defendimos con las armas, aunque infructuosamente… Creo que ahora estaríamos dispuestos a lo mismo, si alguien nos apoyase, como entonces lo hizo el general, Álvaro da Costa. Pero, ¿quién ha de venir en nuestro auxilio en las presentes circunstancias? Los gobiernos nos hostilizan. Por eso ha sido mi insistencia que procuremos atraernos al de Buenos Aires, nuestro aliado natural. No sé si lo conseguiremos: habrá que tomarse mucho empeño en ello, si ha de darse solidez al movimiento.

Luego, es preciso explorar el ánimo de los paisanos prestigiosos…

—Ese era mi segundo punto… la madre del borrego. Se nombrarán tres de los compañeros en comisión. Enseguida de esto, queda el rabo por desollar: ¡Frutos!…

Y el caudillo apretó nervioso los dos puños.

Los demás, quedaron en suspenso.

—¡Frutos! —prorrumpió al fin Oribe—. Al brigadier, si se puede, se le utiliza. Quedaremos en la alternativa de hacerle plena justicia si reacciona, o de eliminarlo si se obstina. Dada la posición que ocupa, lo primero sería de gran eficacia, y lo segundo de gran efecto.

—¡El gazapo es pura maña! —murmuró Lavalleja con la vista en el suelo, como si mentalmente esbozase ante ella la figura de su antiguo y astuto compañero de temerosas aventuras.

Como se ve, la lucha a emprenderse presentaba para estos hombres todas las perspectivas angustiosas con que la desconfianza y la duda rodean siempre a las tentativas arduas. De suyo heroica, esta exigiría un temple nada común en sus actores, una decisión a toda prueba y una voluntad inquebrantable en el propósito que pusiera de relieve su grandeza y le atrajese el concurso de las energías populares. Rivera tenía prestigio real en campaña.

Comprendiéndolo así, esmerábanse en conciliar los medios de ejecución con la enormidad del obstáculo.

Sobre ese tema inculcaron, prolongándose gran parte de la tarde en el animado diálogo. Tuvieron en cuenta los elementos propios; las nutridas filas enemigas; las grandes dificultades de los primeros momentos; la porción de suerte, que entra siempre, como fuerza coadyuvante en la acción desesperada; las consecuencias que aparejaría una posesión completa de la campaña; las eventualidades posibles en lo internacional y político, dada la situación respectiva de las los naciones rivales; y por último, bordaron con mano caprichosa en tela tan vasta las ilusiones más seductoras.

Designose como avanzada, exploradora a Manuel Lavalleja, Manuel Freire y Atanasio Sierra. Estos patriotas, debían de recorrer la zona meridional del país donde residían los principales nombres de prestigio, a fin de consultarlos y atraerlos al pensamiento. También les estaría encomendada la misión de ir hasta Montevideo para ponerse al habla con ciertos vecinos de representación y valimiento.

Tratose de la bandera.

—Mantendremos la única que ha flameado en nuestras guerras, —dijo Oribe.

—Sí. Ninguna otra. La bandera de Artigas. Es la que conocen como propia los paisanos, la que seguirán con resolución, aunque les recuerde los tristes desastres… ¡No hay trueque con otra, ni se cambian caballos en la mitad del río! Este es mi modo de pensar. Si viene otra derrota, será la última, porque caeremos envueltos en esa bandera.

—¡De acuerdo! —exclamaron diversas voces que en lo excitadas revelaron hervor en las pasiones.

El recuerdo había herido fibras sensibles. La enseña del heroísmo aparecía simpática y atrayente ante los ojos de los que la habían visto ondear en los campos de la derrota, en los postreros días de la pelea implacable con sus tres fajas de colores saltantes, sencilla, sin moharra de plata ni flecos de oro, en un astil de coronilla, con su tela rejoneada por el acero y cubierta de manchas de sangre en testimonio mudo del esfuerzo y del sacrificio.

Capítulo 3

Dos días después de esta reunión, diose principio a ciertas maniobras que apenas trascendieron en Buenos Aires; pero que, en la banda oriental del río, tuvieron su prolongación y eco entre determinadas personas avecindadas en el litoral. Empezó a decirse que «la semilla cuajaba»; que «pronto sonaría la hora».

Hablábase de asuntos no menos graves. El gobierno argentino había prohibido decididamente todo trabajo tendente a romper las relaciones de amistad que existían entre la república y el imperio a consecuencia del último tratado. Se vigilaba con el mayor celo los pasos de los emigrados; por manera que sus planes tenían que ser sofocados en embrión. Y aunque así no fuera, aunque lograsen llevar la iniciativa al terreno, ¿de qué medios se valdrían para cohonestar las hostilidades de los dos grandes adversarios entre los cuales colocaba su misera suerte a los patriotas?

Cuando el general Lecor, hombre astuto y político, se posesionó de Montevideo, había convocado el cabildo; y apercibido del incremento de la emigración, así como de los peligros que esta incubaría, apresurose a invitar al regreso a varios de los vecinos influyentes que se encontraban en Buenos Aires, entre ellos al alcalde de primer voto y al regidor defensor de menores. Pedía a esos ciudadanos que siguiesen sirviendo sus empleos, asegurándoles en nombre del emperador «un completo olvido y respeto sumo», si acataban su autoridad. ¡Su majestad estaba lleno de clemencias! Interpretábalas complacido el general vencedor, sabiendo que aquellos personajes habían ido comisionados para pedir auxilios al gobierno argentino.

Como se veía, esa actitud de Lecor y la de los hombres públicos de Buenos Aires coincidían en el sentido de atemperar las pasiones y de cerrar toda puerta a la esperanza. Algunos expatriados volvieron. El mayor número, quedó; sin olvidar sus viejos lares. Añadíase que en vez de darlo todo por concluido, los próceres se empeñaban con gran celo en atraerse recursos y ganar voluntades, recurriendo a las personalidades descollantes por su poder e influencia. Con este motivo, dábase como un hecho que el general Estanislao López, gobernador de Santa Fe y caudillo prepotente del litoral habíase comprometido a socorrer con municiones a los hombres que meditaban proyectos tan extraordinarios como los cuentos heroicos de los «payadores».

A pesar de tales rumores, los vecinos reflexivos se resistían al convencimiento; atribuyendo la propaganda que se hacía al deseo constante y vehemente de sacudir una opresión que les imponía renegar de su idioma, cambiar los hábitos políticos y aun las costumbres sociales, en nombre del derecho de conquista.

Algo vino no obstante bien pronto, a difundir nueva alarma en el país.

En ciertos pagos empezó a esparcirse como en secreto la versión de que los hombres emigrados se proponían cosas muy serias respecto a la situación imperante. Una junta o centro directivo había al país varios sujetos, bien vinculados a sus propósitos por solemne juramento para que explorasen los distritos y consultaran la opinión de los patriotas acerca de una tentativa revolucionaria a realizarse.

Estos emisarios habían penetrado al territorio de una manera misteriosa, pues nadie les vio poner pie en las playas del río. Internáronse sin ser sentidos. Cruzaron las campañas de incógnito levantando murmullos de asombro, de esperanza, de alegría entre aquellos que eran dignos de conocer sus secretos; y marchando audaces a través de guardias enemigas, íbanse deteniendo aquí y acullá, en poblaciones aisladas, para continuar en la noche su camino, a modo de sombras fugaces. Hablaban a puertas cerradas; comían del «asador» poco y aprisa, tomaban «mate» amargo con el pie en el estribo o de a caballo; decían ¡adiós! con un acento extraño, de forasteros furtivos, y luego desaparecían sin dejar rastro. Se aseguraba por unos, que traían a los paisanos «memorias del viejo Artigas»; otros sostenían el viento, como indicio, «de un pampero fuerte», soplaba de Buenos Aires.

El hecho era que estos personajes de «agüero» iban recorriendo ciertas zonas en donde vivían gozando de prestigio algunos caudillos, aunque esa su vida era comparable con la de las alimañas a monte, acechados por un cordón de soldados que vivaqueaban en todas direcciones.

Los emisarios avanzaban, sin embargo, eludiendo peligros. Habían estado en Pando. De allí, se habían dividido sin tropiezo alguno, después de conversar con antiguos servidores del vencedor de las Piedras, unos para el centro de la campaña, otros para Montevideo, como si fuera fácil atravesar sus murallas defendidas por cien cañones, sin inspirar recelos.

De pronto, habían sido sentidos, a pesar de andarse con tantos disfraces; y a una, todos los destacamentos desparramados por los campos a modo de «perros tigreros» se lanzaron sobre ellos; siguiéronles la huella con tesón; los acosaron de cerca y consideraron, seguras las presas, antes que los hombres misteriosos llegaran a la ribera del gran río.

Interés como pocos, había en apoderarse de ellos. Y así se creía sucedería, dados los exiguos medios de fuga de que podían echar mano en un país conquistado; con todo, confirmando la sospecha de las gentes sencillas que los habían visto cruzar taciturnos por delante de sus ranchos de que no debían ser más que «ánimas de valientes»; caídos en otros años, borrascosas en los charcos de Corumbé y de Aguapey que regresaban a sus hogares convertidos en «taperas», evaporándose al final del rastreo a modo de duendes, y los perseguidores encontrando la soledad siempre por delante, arroyos sin manadas en sus ribazos, y montes de aspecto siniestro de cuyo seno parecían salir resuellos de fieras, que descansan, se decidieron al fin a volver riendas; persuadidos de que una cosa es descubrir el «matrero» por la humaza del fogón encendido en su guarida de bóvedas flotantes y otra, cogerlo, a lo largo del boquete, o sentado, en una rama.

Se había sabido, después, aunque sin certidumbre que aquellos hombres desconocidos habían atravesado el ancho río en medio de peligros idénticos a los que acababan de conjurar, a causa de las embarcaciones armadas que hacían la vigilancia de costas; que la corriente les fue tan propicia como la suerte en tierra, y que el capitán de una cañonera brasileña aseguraba no haber visto bote ni chalupa alguna en el canal, sino un «camalote» en el que iban dormitando varios tigres que arrastraban hacia abajo las aguas correntosas.

Mas se susurraba en los pagos del oeste; y era que, según los informes de un patrón del cabotaje llegado con su balandra a Mercedes, poco después del suceso, unos hombres desconocidos que parecían venir de la ribera oriental habían desembarcado en un punto desamparado de Las Conchas, con trajes muy descompuestos, botas enlodadas, hasta las rodillas y un aspecto sospechoso o de gente aviesa o contrabandista. Él los había visto casualmente, al regresar a la costa de una corta excursión al interior, y cuando se metían en los grandes pajonales del bañado, sin duda huyendo, de toda pesquisa. Llevaban «recados» al hombro, por lo que debía presumirse que habían cabalgado o que tentaban hacerlo.

Estos vagos siniestros tenían unas figuras imponentes, cabezas desgreñadas cubiertas con chambergos negros y ponchos cruzados por el pecho. Iban mirando a todos lados, como quienes acechan. Cuando la autoridad salió a perseguirlos, ya se habían perdido entre las altas maciegas, sin que nadie hubiera acertado a dar con ellos ni con el rumbo que llevaban.

La verdad es que estos rumores y comentarios tenían en inquietud los pagos del litoral.

¿De qué se trataba?

Si era de nuevas peleas para emancipar la tierra, los emigrados vivían en sueños; pues el enemigo que de ella se había enseñoreado disponía de tanto poder, que sólo pensar en redimirla era demencia. El yugo, demasiado recio y resistente, con coyundas de hierro, no podía romperse con una sacudida de toro. Se había fabricado a propósito para bajar la cerviz a un coloso, y obligarlo a mirar siempre al suelo por más briosa pujanza que sintiese en su cabeza.

Luego estaba allí bien cerca, el dilatado imperio, semillero de hombres, fuente poderosa de riqueza, dispuesto a renovar sus legiones en caso de suerte adversa, y a cambiar la índole genial y las costumbres del elemento nativo, como había cambiado el mapa geográfico político. Estaba allí, a un paso, el foco temible de fuerzas hostiles, el emporio de recursos inagotables en donde reponer las pérdidas, con un tesoro de millones, millares de combatientes y numerosos buques de guerra mandados por hábiles marinos.

En estas condiciones el adversario, ¿quiénes eran los que pensaban agredirlo? Se ignoraba. Pero fueren ellos quienes fuesen, corrían el riesgo de ser sacrificados apenas asomaran en campo raso.

Con las tropas que guarnecían el país podíase librar batalla a un fuere ejército, —al menos de la organización y contextura de los que entonces se formaban. En haz las unidades de combate de la conquista, constituían una mole incontrastable, con refuerzos inmediatos y generales expertos. Algunos de éstos habían tenido por escuela militar práctica las guerras de la península contra los ejércitos de Bonaparte, y por el hecho sus aptitudes para la táctica y estrategia superaban al nivel del médium; aunque éste les reservara con la sorpresa de lo imprevisto el guerrear inesperado.

La plaza fuerte de Montevideo rodeada de muros y batería contenía tropas escogidas de las tres armas.

El general Lecor habíalas distribuido en todo el cinturón de granito, alcanzando, a sumar tres mil soldados con la caballería desmontada. Esta guarnición podría duplicarse en breve tiempo con nuevos batallones de línea. Una escuadra anclada en el puerto, compuesta de los mejores buques, resguardaba la plaza de todo peligro del lado de la costa. Las casernas rebosaban de repuesto de armas, pólvora y balas; gran número de cañones de bronce habían reemplazado las piezas de hierro vacilantes en sus fustes, y fusiles de nueva fábrica, los viejos depósitos corroídos por la herrumbre Una mano vigorosa e inteligente parecía haber dado lustre al corselete del bivalvo, trabajado por el verdín y la broza desde el tiempo de la colonia; todo relucía en los instrumentos de guerra y en los hombres de armas. No había más que cerrar filas y morder los cartuchos. De aquel recinto fortificado, podíase, como en otros años, lanzarse columnas abrumadoras, sin perjudicar la defensiva de bastiones y explanadas. Era siempre como un antro de energías concentradas, las que al salvar el foso se resolvían en borbollón de penachos y de aceros.

En la campaña, este poder tendría en pocos días su complemento. Las extremidades participarían de la robustez del tronco. Una división entre el negro y el Uruguay, suficiente para rechazar cualquier avance, aun de tropas numerosas; los jinetes del mariscal Abreu y del general Barreto formando diez escuadrones en las proximidades de Mercedes, la ciudad histórica de las primeras leyendas; en la Colonia como Montevideo destinada a encerrarse tras de sus grandes portones, la infantería y la caballería de Rodríguez; un regimiento en el rincón de Haedo, custodiando las más hermosas «caballadas» arrebatadas a los distritos del norte; otro en Soriano. A estas fuerzas considerables debían agregarse más adelante las de Braz Jardim y de Bentos Gonzalves en número de mil quinientos soldados. Reuníanse a un paso de la frontera, y podían entrar inmediatamente en acción, si así lo exigieran las circunstancias, a la par de otros contingentes poderosos, como los cuerpos de infantería y buques de guerra que se enviaran en auxilio de Lecor, desde Río de Janeiro.

Todo esto, y la actitud misma del brigadier Fructuoso Rivera, comandante general de campaña; comentado por los patriotas a cuyos oídos habían llegado las voces de nuevos planes revolucionarios, daba base consistente a su creencia de que los emisarios perseguidos o debían haber sido portadores de un santo y seña de guerra o de muerte.

¡Fácil era que se hubiese exagerado!

Capítulo 4

No transcurrieron muchos días después de esas sordas inquietudes, sin que una nueva emoción de sorpresa, casi de estupor, viniese a apoderarse de los ánimos en los mismos distritos de la costa. De esta vez, el hecho no podía ser más grave ni más terribles las consecuencias. Era aquello de que se trataba, una aventura sin ejemplo, a pesar de ofrecerlos muy notables, aunque de otra índole, la historia de las guerras de Artigas.

Súpose por distintos conductos, a propósito utilizados, que la empresa hasta entonces considerada imposible por exigir un esfuerzo gigantesco, había dado comienzo.

¿De qué manera?

Los antecedentes y detalles que se relataban eran motivo de asombro, a partir de que el gobierno argentino negaba todo su apoyo moral y material al movimiento. No obstante eso, se había producido. De ello tuvo bien pronto la certidumbre.

En los primeros días de ese mes, abril del año XXV, los emigrados prepararon dos gánguiles, barcas, de popa y proa iguales y cuyo aparejo consistía en un solo palo con vela latina en el centro.

Estos gánguiles o «chalanas», como las designaba en lenguaje la gente marinera, estaban a cargo de excelentes patrones cuyos verdaderos nombres aún no ha constatado la historia.

En uno de estos gánguiles, ayudoles más de una vez en sus faenas Andrés Echevest o Cheveste por corrupción, vasco animoso tan «baqueano» en los ríos como en la zona comprendida entre uno y otro arenal.

Esta circunstancia hizo que los promotores del movimiento escogiesen la «chalana» en que Cheveste había trabajado para la primera expedición, pues que el guía era inmejorable; y designado éste por «baqueano», encargaron sigilosamente el gánguil, con algunas carabinas, sables y pólvora.

En él se embarcaron doce hombres; dos oficiales y diez de tropa.

Se citaban sus nombres, con admiración, como de gente que estaban destinadas a morir dentro de breves horas.

Llamábanse los primeros Manuel Lavalleja y Atanasio Sierra; los últimos Juan y Ramón Ortiz, Santiago Ignacio Nievas, Francisco y Luciano Romero, Tiburcio Gómez, Carmelo Colmán, Juan Rozas, y Juan Acosta.

El vasco francés que los guiaba en el río y que debía acompañarlos en tierra firme, incorporado a la empresa por el hecho a la empresa constituía el número trece de la lista de expedicionarios.

Hinchada la pobre lona por brisas propicias, zarpó la «chalana» del puerto de Buenos Aires el día 5; cruzó el río sin llamar la atención más que una gaviota errabunda; y arribando a una playita solitaria que nadie visitaba, la de una isleta semi—anegadiza, apostadero de tigres, llamada, Brazolargo por su angostura, desembarcó su contingente.

Esta isleta, próxima a la ribera suspirada, facilitó el acceso de los expedicionarios a la estancia del patriota Gómez con quien habíanse convenido los medios de movilidad que tenía prontos, esperando la llegada del último refuerzo con los jefes.

Pero los días pasaron: dos semanas corrieron dentro del bosque siniestro, sobre un suelo de ciénaga hollado por alimañas, y como estas escondiéndose los hombres y procurándose el alimento a saltos en la espesura o arrastrando la res hasta la playa en tierra firme en medio de las sombras, derrengados, hoscosos, fieros, en su misma debilidad. La prueba no podía ser más ruda.

Los compañeros que debieron seguirlos sin demora, habían sufrido contrariedades serias, las que trae aparejadas todo plan que rompe con la monotonía de lo normal, desafía los vientos y las olas o descubre alguna malla de su tejido.

Notado el movimiento por las autoridades argentinas, celosas de su neutralidad, viéronse forzados los que quedaban a buscar puntos aislados en la costa que les sirviesen de salida en persecución de sus intentos temerarios. En ese afán constante, sin desfallecimientos, se agitaron durante once días llenos de fiebre. Al fin lograron reunirse en grupos, en sitios desiertos de la orilla. El tiempo se mostraba adverso, como los hombres. Un viento recio sacudía las aguas revolviéndolas en escarceos espumeantes. Tenían el peligro detrás, al frente, más allá, por todas partes los amagos del desastre. ¿Qué importaba? La resolución estaba hecha, el sacrificio ofrecido en aras de una pasión ferviente y quedaba el consuelo de morir, el postrer recurso de los fuertes cuando nadie los comprende ni los ampara en sus decisiones supremas.

Un norte dominante, que los antiguos habrían llamado aciago, de augurio funesto, azotó las pequeñas velas al extremo de ser arriadas más de una vez, para volver al casco su equilibrio.

Fue así como, después de rudas vicisitudes en todo lo ancho del río, los expedicionarios se reunieron a los que aguardaban en la isleta.

Este encuentro tan deseado, entonando la fibra, afianzó en aquellos varones el pacto de su arrojo con la suerte.

Los que llegaban y habían sido el tema de hondas ansiedades, eran Juan Antonio Lavalleja, jefe de la invasión; Manuel Oribe, segundo en el mando; Pablo Zufriategui, Santiago Gadea, Manuel Freire, Basilio Araujo, Jacinto Trapani, Simón del Pino, Manuel Meléndez, Gregorio Sanabria, Pantaleón Artigas, oficiales, Andrés Spikermann, cadete; Juan Spikermann, Andrés Areguati, sargentos; Celedonio Rojas, cabo primero; soldados Joaquín Artigas, José Leguizamón, Avelino Miranda, Dionisio Oribe y Felipe Carapé.

Los compañeros los condujeron al sitio oculto en que ardían dos fogones rodeados de asadores improvisados con ramas gruesas, y donde circulaba el mate como una infusión necesaria al temple de la fibra.

El lugar era aparente, circuido de vegetación arbórea por todos lados, de manera que hubiera sido difícil descubrir desde el río resplandor alguno.

Cheveste y dos más de los forzados isleños en la noche anterior, habían cruzado el río en una canoa, y carneado en la costa una vaca, que transportaron a su escondrijo.

De esa vaca se alimentaron; y de ella seguían comiendo, en el momento de la reunión de los demás expedicionarios.

Estos traían fatiga y hambre, y la cena fue de hermanos. Se cantaron décimas glosadas, se dio suelta al buen humor, y risas homéricas hicieron olvidar las amarguras pasadas a bordo del gánguil.

En aquel lugar desierto rodeado por las aguas con su verde cortinaje de arbustos y malezas a todos rumbos, raro era el aspecto que presentaba el grupo de hombres audaces.

Los había entre ellos de todas razas, de distintos colores como el «quillango» indígena, blancos, cobrizos, negros, piel de «yaguareté» terminada en colmillos y garras; el militar de escuela junto al «montonero», el ideal culto en connubio con el instinto bravío, el ciudadano libre en fraternidad con el liberto.

Algunas figuras resaltaban por sus formas de Alcides cabelludos; mucho músculo, pocas palabras, duro el gesto, el mirar sombrío. Las vestimentas añadían rasgos singulares al conjunto. Casacas de húsares, calzado de granadero, pantalones amplios, chambergos de ala floja, chiripaes de tejido crudo, botas de cuero de potro, ponchos de grandes haldas, nazarenas trinadoras, complementado todo por el arreo ofensivo de largas dagas, trabucos de hierro, carabinas de cazoleta, pistolas de cinto y sables corvos.

La diversidad de tipos guardaba así armonía con la de las armas. Prueba de que había sido una espontaneidad impetuosa la que había producido aquel acercamiento y aquella unión, que debía aumentar su fuerza a medida qua se fueran abriendo las válvulas a los instintos propulsores en el mismo médium nativo. El aroma de la tierra, que había adobado las fibras, debía ponerlas en vibración. De allí se percibía ya el ambiente, que incendiaba la sangre, y todo dolor pasado era espuela punzadora.

Para muchos de ellos ¿qué concepción podía ser la de la patria? ¡Difícil explicarlo! Al mirar hacia la ribera oriental parecía que algo entreveían en las sombras con los ojos de alma, Acaso el pago; el pago era la patria. La patria en pequeño con su terrón conocido con su fragmento de cielo, con sus horizontes visibles, con su arroyo fecundante, con sus lomas pintorescas, con sus bosques solitarios. Algunas viviendas primitivas construidas con el tronco, el lodo y la masiega, dispersas como asilos de una hora de razas vagabundas; el potro recorriendo el llano con la crin revuelta, el «ñandú» con el alón tendido en la ladera, el «carancho» junto a la blanca osamenta, el jinete errante hiriendo el aire con el ruido de sus espuelas o con los ecos de una trova de «enramada»: ese era el pago.

¡Bien podían ellos estarlo contemplando, como un miraje esbozado en sus cerebros!

Los espíritus elevados, que eran los menos, iban más allá de esos horizontes…

Por eso, en la hora de que hablamos, aquellos hombres, los que mandaban y obedecían, formaban una sola familia sin más afectos que un ideal común; todos aspiraban al mismo fin; las necesidades, los apetitos, los groseros sensualismos de la existencia ordinaria, ni asomaban como efervescencias del grupo, entidad compleja de heroísmos, no era más que para dar mayor encanto a la idea del sacrificio.

Limpiaron las armas con cariño, hasta verlas relucir, prepararon los cartuchos de carabina en paquetes que envolvieron en pañuelos, e hicieron líos con el resto para cargarlos a modo de mochilas con los abrigos y «recados».

Con reses transportadas hasta allí desde la costa, ocultos en la espesura, celebraron su última cena, condimentada con la salsa de su denuedo; y se dispusieron a marchar.

En esa noche brillaban pocas estrellas; había murmullo en las playas y un ligero viento zumbaba entre los sauces. En la orilla oriental ardía una hoguera.

Al narrar estos detalles, no faltó entonces quien dijese que en este punto las cosas, del fondo de la isleta, acaso de algún «camalote» detenido en los recodos de la costa, llegó de pronto un bramido de un tigre hambriento, que tal vez alumbraba con sus fosfóricas pupilas el rastro de la presa; a cuyo bramido respondió uno riendo:

—¡Ya vamos!

Como si ésta hubiese sido una voz de mando, todos empezaron a moverse en las sombras con el menor ruido posible.

Minutos después, bajaban en grupo a la pequeña playa, siempre en silencio, apenas interrumpido por el roce de los sables, los acentos bajos de prevención, y los ludimientos secos de culatas.

Las «chalanas» se encontraban en el centro de una como herradura formada por la vegetación de las orillas, casi rozando con sus fondos la arena.

Cada uno de los expedicionarios llevaba consigo arreo doble.

El embarque se hizo rápidamente, entrándose los hombres al agua hasta media pierna, sin desorden, dividiéndose el grupo en partes iguales.

Las «chalanas» largaron. El viento favorable empezó a empujarlas con fuerza.

Al frente, en el enorme cauce, no se veía luz alguna, a no ser una que otra pateada arista, reflejo del pálido fulgor de las alturas; las riberas aparecían como grandes manchas negras formadas por el hueco de los barrancos y una cresta de árboles hirsutos que servían de agreste festín a sus bordes enhiestos tajados a pique.

Allá muy lejos, un resplandor, quizás el del incendio de maleza en algún islote anegadizo, dibujaba en el horizonte una luna color sangre que pareciera surgir recién abriéndose paso entre doseles de crespón.

Del suelo nativo no llegaba ningún eco.

Pero cerca de la playa, la hoguera seguía ardiendo. Era un fuego de escasas proporciones, aunque muy visible, que de vez en cuando mostraba sus lengüetas por encima de su disco de brasas, semejante, a distancia, a una enorme «alúa» posada en lo hondo de la selva.

En el grupo que navegaba delante, varios hombres hablaban en voz muy baja.

—Será una guardia —decía uno extendiendo la mano hacia las fogatas—. ¡Vamos a estrecharnos pronto!

—A la fija nos esperan con la tercerola al brazo —agregaba otra voz ronca y enérgica—. Han cenado de lo ajeno, y quieren enlucernarnos antes que pisemos tierra.

—La «fariña» habrá andado en los bocados —murmuró un tercero—. Estos tiñosos se cuidan bien, por miedo, de hacer cueros de epidemia.

Oyose cerca una nueva voz, que decía:

—No, compañeros. Esa fogata que parece luminaria de brujas la ha encendido un amigo. Los hermanos Ruiz viven ahí, junto a la costa. Anoche estuvieron con ellos el comandante Oribe y el capitán Manuel, viendo que Gómez no contestaba a las señales, ni podía haberlas contestado, porque ha días lo corrieron, haciéndolo pasar a Entre—Ríos. La cruzada debió ser el 7, y hoy estamos a 19. Los Ruiz quedaron en que harían fogón como aviso. Vamos derecho a desmontar de éste redomón bufador.

—¡Ahora caigo, caneja. Bien haiga el bicho de luz!

—¡A ver si se callan! —dijo alguien con tono de mando.

Los murmullos cesaron de súbito.

También se iba extinguiendo la llamarada y amenguándose el foco rojizo, como si una mano apartase sus ascuas o las recubriera de arena. Destacábase en las tinieblas una gran mancha más negra, en plano bajo, que era el monte enmarañado, difuso, torciéndose en espiral o ensanchándose en el llano con todo el vigor de la savia comprimida. Este cancel inmenso llegó a ocultar por completo la hoguera, se navegaba en la zona tenebrosa, casi rasando la base del barranco, y como el viento soplaba leve en esos momentos, se hacía uso del remo.

Los murmullos recomenzaron.

—Allá en el largo, veo una lucecita que se me hace un farol — susurró uno al oído de otro, señalando hacia adelante.

—No le des a la «sin hueso» —dijo el compañero—. Parece que andan muchas lanchas en el río jugando a la que menos ha de topar, como los becerros en el bajo cuando hay un toro cerca. Por atrás se columna la otra parejita a un ojo de lechuza.

El que primero había hablado volvió la cabeza, y alcanzó, a percibir en el fondo del cauce, fija, y siniestra, una luz amarillosa.

Era de temer una andanada de cañón de crujía.

—A la cuenta es otra barca cargada de «mamelucos». Lindo sería aguantarla aquí al reparo de los «sarandíes».

En ese instante, los remos dejaron de hundirse en el agua y las «chalanas» siguieron su marcha lenta, empujadas apenas por ráfagas tardías.

Las claridades lejanas, pero sospechosas que se distinguían a proa y a popa, concluyeron por desaparecer entro el laberinto ramoso de las costas, cuyas entradas y recodos sin duda se inspeccionaban. A intervalos, volvían a relucir, distantes, a modo de luciérnagas sin rumbo abatiéndose sobre el haz de las aguas dormidas.

Eran altas horas, cuando las proas, surcando la canal enderezaron hacia una ensenada que hacía más tenebroso el bosque de «talas» y de «molles», desplegado en su fondo como una gruesa columna en batalla.

Esa ensenada, a cuyo flanco desliza su hilo de agua un humilde tributario, forma una curva sensible rematada en dos ligeros recodos, y da acceso hasta la orilla sólo a embarcaciones pequeñas. La corriente deriva hacia esa costa cuyos veriles ha ahondado en su base empujando los residuos, a una playa hermosa cubierta de densas arenas donde la planta se hunde y asoma su enriscada «roseta» la espina de la cruz.

En este sitio del Arenal grande, arriaron vela las «chalanas» y tomaron tierra los invasores.

Apartados aquéllas de la ribera por el peligro de tumbarse o varar en las dunas, el desembarco fue penoso, con el agua a la cintura, en cuya diligencia los marineros y los mismos patrones con sus cuerpos semi—hundidos en el río, sirvieron de jalones por largo rato al tránsito de las armas y monturas.

Diseñábanse en el cielo, detrás de las altas colinas verdes que rodean en anfiteatro el cúmulo de arenas, los primeros albores del día 19.

Sábese ya que no debió ser éste el del desembarco, sino el 7 del mismo mes. El patriota Tomás Gómez, de acuerdo con sus amigos de causa, y comprometido a tener dispuestos los elementos de movilidad necesarios para montar el contingente en la fecha indicada, cumplió, esperando a aquél con un número caballos que mantuvo ocultos en las islas. Pero, el tiempo pasó en angustiosa incertidumbre. Los brasileños, ya inquietos ante ciertos movimientos inusitados, hicieron recaer sus sospechas sobre Gómez y ordenaron perseguirle. El patriota viose entonces obligado a abandonarlo todo, y atravesando el Uruguay, buscó refugio en la Argentina.

De esta manera al pisar el suelo nativo, los invasores hallaron condenados a una inacción que podía serles fatal. Ninguno, a pesar de tan grande contrariedad, manifestó su disgusto. Y bien debió esperarse que murmuraran, pues que llevaban largos días de privaciones y sufrimientos. Los cuerpos estaban postrados; esfuerzos sin descanso, noches de insomnio, alimentación deficiente, vigilancia continua por una parte, y por otra la sucesión de emociones violentas que en lo moral coincidían con la faena sin tregua del músculo, eran causas sobradas para predisponer los espíritus al desaliento. No sucedió así. En el grupo taciturno algún vínculo de tracción aferraba las voluntades, porque todos se movían de consuno y obedecían sin réplica. Todavía en las tinieblas, amontonados, con la amenaza allí, de donde venían, con el peligro inminente en el terreno que pisaban, desmontados en tierra de centauros, solos en su pasión ardiente, parecía, sin embargo, circular entre ellos como un aura de entusiasmo viril que ahogaba en sus gargantas el descontento. Se habría dicho con razón que la madre tierra devolvíales las fuerzas como al titán de la ficción.

Subíanse en color las rosas del oriente orladas de escarlata, y difundíase una suave claridad en el llano arenoso, cuando se alzó una voz enérgica mandando formar.

Había premura en apartárse de allí y poner la selva por medio. Después se atendería a los medios de movilidad.

Un pequeño grupo de vecinos del pago presenciaba la escena desde el pie de la colina, dominando con sus miradas el arenal por un abra extensa del bosque.

Estrechose fila en el acto, terciadas así carabinas y desnudos los aceros.

Pasose lista con rapidez.

Eran treinta tres hombres de jefe a soldado.

Lavalleja recorrió la fila con el sable en la diestra, y en izquierda desplegada una bandera que tenía en su centro una inscripción de grandes caracteres.

¿Qué lema era aquél?

En el escudo primitivo de campo blanco, con un sol arriba y debajo un brazo robusto sosteniendo una balanza símbolo de la justicia, se leía este mote: con libertad, ni ofendo ni temo.

En la bandera de tres fajas: blanca, azul y roja, emblema esta última de la sangre vertida, la inscripción consagraba el mote o leyenda del escudo: era la suprema aspiración de Artigas, allí estampada con signos perdurables.

Bajo el sol brillante, que bañara de intensa vida el desierto y al soplo del «pampero» que henchía la soledad de rumores, en otro tiempo habían germinado y crecido los instintos al igual de los cardos espinosos; el amor de la tierra enroscó sus raíces absorbentes en el corazón, bravío, la pasión del valor endureció el nervio en las crudezas de la vida semi—salvaje; y la voluntad del más fuerte, el carácter más tenaz y vigoroso, fue el prestigio de todas las voluntades, fue el tipo de todos los caracteres dominando con su acción y el encanto del éxito aquel conjunto de instintos y de pasiones, capaces de impulsar los ideales de la clase culta hacia el triunfo de señalados destinos, una vez que se expandieran soberbios en la vasta escena del drama revolucionario.

Con esos amores locales —tan necesarios a los hombres de los campos como el aire y la luz,— con esos fanatismos de pago llenos, de indómita fiereza, había Artigas formado las huestes que en obstinada lucha arrastrados por la impulsión inicial de un movimiento poderoso, a la vez que por la violencia de sus propias propensiones, concurrieron eficazmente a derribar con el edificio de la costumbre.

En aquel período turbulento el esfuerzo, aunque tenaz y heroico, no revistió formas definidas, ni trazó planes luminosos; pero abrió nuevos rumbos.

Era el esfuerzo anónimo, a veces ciego, que se obstina en la tendencia evolucionaria, y en el secreto va tejiendo las nacionalidades hasta exonerarlas de atributos propios y carácter típico.

En aquella bandera desplegada por Lavalleja estaba el símbolo de ese esfuerzo, y a su vista los brazos se levantaron y todos los instintos rugieron.

Lavalleja sacudió el paño con firme mano y señalándolo con la punta de su acero resumió una corta arenga en este grito de pujante brío:

—¡LIBERTAD O MUERTE!

Treinta y dos voces lo repitieron, tendidos los sables, deshecha la fila por una conmoción profunda, puesta por algunos en tierra la rodilla, y sellado por otros el suelo con el labio, y por un momento el eco formidable al devolver ufano el juramento, pareció ruido de cadenas que se trozaban con estrépito.

No pudo echarse diana, pero la diana de redención se escuchaba en todos los espíritus.

¡El sol nacía, y resurgía la vida, en el bosque estremecido por el marcial rumor, cual si en su espesura alentara la autonomía de los pagos y se agitasen las almas de aquellos fieros caudillos que todo lo sacrificaron a sus adustos y terribles amores!

Capítulo 5

La cifra pues, de los invasores, no era para inspirar temor a un poder incontestable. Que llegara a aumentarse, era todavía un problema, aunque melenudos, carecían de la levadura de los gigantes bíblicos que con la honda o la quijada nivelaban en un momento las condiciones de la lucha.

Como hemos dicho, el guarismo de los dominadores, teniendo sólo en cuenta las tropas de guarnición en el país, incluidas las auxiliares de Rivera, y las que podían maniobrar en el acto desde la vieja línea divisoria, en donde vivaqueaban con sus armas en pabellón, sumaba cinco mil hombres próximamente. Este ejército compuesto en su mayor parte de infantería y caballería de línea, estaba apoyado por una artillería de plaza y de campaña que contaba con ciento cincuenta cañones. Secundábalo en las vías fluviales una armada de siete buques, perfectamente, equipadas, y prontos para la acción.

Proporcionalmente, correspondían desde luego a cada invasor más de ciento, cincuenta soldados con cuatro piezas de artillería.

Proporcionalmente, correspondían desde luego a cada invasor más de ciento cincuenta soldados con cuatro piezas de artillería. La proporción no podía ser más aterradora, del lado de la tierra nativa. Después estaba el hondo canal del río, suficiente, a absorberse millares de hombres en la fuga desesperada; y del linde opuesto las autoridades hostiles listas para apoderarle de los vencidos, en desagravio del vencedor.

Aquellos hombres que dominaban tales perspectivas sin pueriles ofuscamientos creía de buena fe que ellos se convertirían en dorados horizontes de una mañana de gloria. El caso era hacer pie firme en el terreno.

En las primeras horas buscaron refugio en el bosque —la guarida del patriotismo en aquellos tiempos crueles, de donde el patriotismo salía como hambrienta fiera para poner pavor a los campos.

En el bosque aguardaron que Etchevest y los hermanos Ortiz trajeran caballos de los alrededores.

Ellos los buscaron por los más escondidos lugares.

El matalote de un leñador en que los hermanos se montaron, uno sobre la cruz, otro sobre las ancas, sirvió de vehículo para la pesquisa. Etchevest caminaba al frente fiado al vigor de sus piernas, escudriñando con ojos de baqueano la espesura a lo largo de la costa. De la tropilla que Gómez se había visto obligado a dispersar días antes, dieron a altas horas con diez caballos; más tarde encontraron otros.

El número completaba el de las exigencias, y se volvieron cuando asomaba el alba al escondrijo de sus compañeros.

Ese día lo pasaron entre el ramaje esperando que el sol cayera.

Ya avanzada la tarde, los invasores aderezaron sus caballos; pusieron a grupas lo que sobraba del armamento y municiones de guerra; y emprendieron la marcha con esta consigna de Lavalleja:

—Por razón alguna nadie se separe de las filas.

Dirigíanse a la estancia de Belis, a inmediaciones de San Salvador, donde existía una guardia enemiga.

Había que empezar por batir las guardias.

Esta, sin embargo, alcanzaba casi a cien hombres.

Algunos montaraces de largas greñas, hoscos y callados, se incorporaron al grupo, que hacía su trayecto a trechos por el interior del bosque.

Mandaba el destacamento de dragones a sorprender el comandante Julián Laguna, al servicio del imperio. Advertido formó en ala sobre la loma. El jefe de los invasores se detuvo, e invitó a conferenciar a su enemigo. Vino éste y hablaron. Sin duda alguna las resistencias del invitado se hicieron pertinaces, porque el caudillo de la empresa, perdiendo la paciencia, llegó a exclamar de un modo brusco.

—No entiendo de consejos. Ríndase, o lo cargo.

—¡Cargue, que hay hombre!

Lavalleja revolvió el caballo hacia sus filas, y cargó, bandera al viento. La refriega fue breve. Un avance a media rienda, varios sablazos de gente encelada, alguna sangre vertida; confusión sin entrevero, media vuelta y desbande.

No pocos de aquellos soldados batidos, que habían desnudado sus aceros murmurando, los volvieron a la vaina, e ingresaron al grupo vencedor.

Dos horas después, cuando se aprestaban los invasores para continuar su obra de viento de borrasca depurador y bravío, una partida de patriotas, trayendo varios prisioneros, se les incorporó.

Esta junción produjo entusiasmo en las filas. Los recién venidos eran casi todos antiguos soldados de Lavalleja u Oribe.

Juntos habían vivido en los montes durante largos meses hostilizando al enemigo desde la madriguera, sin ceder nada de sus odios nativos; ahora se presentaban sin tacha, soberbios, encelados, arrastrando un grupo de vencidos, en prueba de ardor varonil y de fibra guerrera.

Acompañábalos un clarín, que no cesaba de echar diana con un brío que denunciaba la robustez de sus pulmones. En las filas abrazábanles entre aclamaciones ruidosas, llamándolos por sus nombres y pidiéndoles detalles del encuentro en que habían salido victoriosos.

Uno de los nuevos campeones era el capitán Ismael Velarde, soldado de las primeras guerras, a quien Lavalleja conocía bien.

Joven, esbelto de semblante de mujer y mirar duro, llevaba la lanza con aire de soberbia, acaso con el mismo que lo estimulara a empuñarla en su primera mocedad. Él era el que enterado del pasaje de los treinta y tres patriotas, había reunido algunos compañeros en las vertientes de Santa Lucía y arrojándose sobre un destacamento de caballería de línea brasileña, apostado en los campos de Robledo, matándole varios soldados y apoderándose del resto. La refriega había sido aún más fructífera. El éxito devolvió a la causa de los patriotas un buen número de nativos que se encontraban asediados en el monte, y otros prisioneros en las «casas»: los cuales, rescatados, figuraban ahora en el grupo cómo números distinguidos. El teniente Cuaró, veterano de Latorre, de atezada piel, miembros fornidos y pescuezo de toro, entraba en la cifra; también Ladislao Luna, antiguo alférez de Rivera en sus aventuras heroicas, del año XVII. Seguían luego algunos «tapes» de Soriano y mocetones ariscos de la cuchilla de Marrincho, que habían crecido en el torbellino de la lucha y en él debían desaparecer como «tucos» en noche de tormenta.

Pero, entre todos, un voluntario atrajo las miradas por su aspecto y compostura.

Era éste un joven blanco y rubio, de ojos azules, cabellera blonda y rizada, alto, gallardo, de manos y de pies pequeños que llevaba la espada como un oficial correcto, el sombrero como un trovador y la espuela como un caballero.

A pesar de la tostadura del sol y el viento, y del deterioro extremo de las ropas, Oribe lo reconoció apenas fijó en él la vista. Se llamaba Luis María Berón. En su mirada triste y su frente soñadora parecía reflejarse algo como las nostalgias de la tierra, y en el gesto altivo y adusto presentirse el vibrar de la fibra a impulsos de una sangre rica y generosa.

Seguía a Berón como su sombra, un negro liberto con todos los aires de buena chanza, mozo, robusto, bien plantado y gran jinete, el chambergo sobre la oreja, bota a media pierna, una haba del aire en el ojal de la blusa y el trabuco cruzado a los riñones.

Por último, un viejo sobresalía en el grupo. Era este hombre muy tieso y muy espigado, de mirada viva y ceñuda propia de ojos hundidos en las cuencas y rodeados de un matorral de cejas gruesas en forma de penachos de «ñacurutú». Tenía la nariz ganchuda y prominente en el vómer; el pelo, que había sido crespo y del que apenas quedaban algunos largos mechones, caía sobre los hombros a modo de capullos invertidos de cortadera; la barba enmarañada y recia, teñida en parte por el humo del tabaco, mostraba su punta retorcida hacia un costado por el uso del barboquejo.

Llevaba sombrero de panza de burro, chapona de paño azul, chiripá de tela gruesa listada a bandas rojas, botas flamantes de cuero crudo y espuelas de hierro, cuyas ruedecillas hacían música gruñona con el freno y las coscojas.

La daga que traía a la cintura tornábale por detrás un embuchado en la chapona. El poncho en rollo a las grupas, y una gran lanza con cuatro medias lunas y banderola tricolor que blandía en la diestra, daban a este nuestro antiguo conocido don Anacleto todo el aire de un caudillo de pago que aún goza de la plenitud de su prestigio.

Su caballo overo de cola recogida y crines retaceadas a cuchillo, en buenas carnes y regulares bríos, solía pararse para golpear con el casco el suelo, en cuya sazón, el viejo capataz le acercaba la espuela con cuidado y apretando las rodillas, como si se tratase de un «redomón» de más mañas que un «matrero».

Pasada la efusiva expansión de los primeros momentos, el valioso contingente entra a formar en el escuadrón de Oribe; quien nombra a Ismael Velarde capitán de la primera mitad con Cuaró de segundo, y a Luis María su ayudante secretario.

Ladislao, con su grado de alférez, queda subordinado a aquel, haciendo revistar en filas a los «tapes» y mocetones montaraces.

Adquirido así mayor nervio con gente de resolución y empresa, maciza en la marcha y en extremo hábil para manejarse, en el terreno, la reducida fuerza revolucionaria siente que se aumentan sus alientos y que crece en ella el espíritu de cuerpo que ha de llevarla unida y vigorosa de escaramuza en refriega y de combate en batalla, en una serie no interrumpida de brillantes jornadas.

Se alza la bandera, y se grita: ¡todo por la patria! ¡la tierra pertenece a los valientes! Los jinetes se agitan fieros, rompen los clarines en marcial fanfarria que estremece el suelo del camino al paso de aquella caballería temeraria, en duelo con la suerte, que va a quebrar lanzas contra el dragón forrado en hierro de la conquista.

La pequeña legión avanza, entra en Soriano —la vieja villa taciturna del sistema hispano—colonial,— y da el grito de independencia con asombro de sus solitarios moradores. Algunos antiguos servidores, de Artigas, que allí dormitaban sobre el gran estero oscuro como soldados que han caído rendidos por el cansancio, oyeron el grito, y escucharon la lectura de una proclama en que se hablaba en nombre de la unión argentina, de la autonomía de la provincia como parte integrante de la República limítrofe y del auxilio que de ella vendría, toda vez que los orientales respondieran al llamado del patriotismo. La proclama nada decía de las primeras luchas, y mucho de una vida nueva. No preocupó la fórmula a aquellos antiguos servidores. Era sin duda una proclama como cualquiera otra; «que ayudasen no más los de la otra banda»; después el tiempo diría lo que del crecimiento y el choque de las pasiones y de los intereses resultase. Tras de ese encogimiento de hombros del estoicismo, los hombres se limitaron a este criterio concreto: «ante todo es preciso sacudirse el peso del yugo, y venga el socorro para ello de quien pueda más que Artigas».

Y descolgaron sus sables mohosos, acudiendo al rumor de la batalla. La legión subió a cien; y estos cien marcharon hacia el arroyo del Perdido.

En el trayecto, cae prisionero un baqueano enemigo de nombre Juan Baez, que llevaba instrucciones escritas de Rivera para el mayor Calderón, jefe de los dragones. En la nota urgíale que se le incorporase sin demora para abrir operaciones sobre Lavalleja, soldado de éste en las guerras anteriores, Baez acata a su viejo jefe, ofrécesele para inducir a engaño al brigadier, y le informa que algunas partidas merodean por allí cerca. Añade que hay tropa acampada en los ribazos del Monzón, uno de los manantiales del arroyo Grande, y que con ella está el comandante general de compaña. ¡Al encuentro, a paso de trote!

El baqueano vuelve sobre sus pasos y con él la pequeña columna, que abandonó por el hecho el rumbo que le hubiera conducido, hasta el campamento de Calderón, situado a la orilla, de otro canalizo secundario de aquel arroyo.

Bruscamente, las partidas contrarias aparecen traslomando a la carrera la próxima «cuchilla», como impelidas por un instinto irresistible; y a la vista de la hueste, blanden las lanzas como un saludo marcial, y en vez de acometer se incorporan a las filas. Óyense gritos vehementes; y algunos de aquellos hombres se abrazan juntando sus cabezas sin detenerse.

La columna así robustecida, sigue andando en busca de la aventura temerosa como asistida de una virtud aquiliana. El humilde Baez la guía; es este oscuro soldado el que ha de llevarla al terreno de uno de sus mejores triunfos, el que debía asegurar el éxito de la empresa. Baez, aunque al servicio de los dominadores hasta pocas horas antes, ya no es un prisionero, porque se ha identificado con los que acompaña; ni se considera a sí mismo un traidor, pues que su conciencia no le acusa y su corazón le arrastra. Es una unidad del esfuerzo anónimo, que cae en cuenta; el baqueano de la aventura que, casualmente atravesado en su camino, se apasiona de la audacia, y se resuelve a separar aquélla de su marcha ciega guiándola a favor de su arte por senderos desconocidos hasta precipitarla armada y potente sobre el enemigo más temible —por ser aquel que podía detenerla en sus avances y romper el nervio de su acción.

Baez se adelanta, en prosecución del plan acordado con Lavalleja, a favor de las asperezas del terreno; y dejando oculta la columna, sigue solo hasta encontrarse con la guardia que mandaba el bravo oficial Leonardo Olivera.

Juan Baez dice a éste:

—El mayor Calderón con el escuadrón de dragones está en el bajo, aguardando órdenes. Yo sigo hasta el campo del comandante general a darle parte.

Olivera no se sorprende de la nueva, y pide su caballo, contestando tranquilamente:

—Voy hasta el bajo. Anuncie el caso al jefe.

Enseguida monta, toma el galope, trasloma y cae al llano sin recelo. Allí es rodeado y se le intima rendición.

Apercibido de esto, exclama con entereza:

—Rendirse ¿a quién? Todos somos hermanos. ¡Pido lugar en las filas, para mí y mis compañeros!

En esos momentos, un pequeño grupo, apartado del grueso que había estado inmóvil al pie del declive, a las órdenes del comandante Oribe, moviose bruscamente tendiéndose en ala en la ladera.

Sentíase a la parte opuesta el galope de varios caballos.

Fijáronse allí las miradas.

Pronto escaló la colina un jinete de figura apuesta, cabello negro y semblante tostado, joven, en la plenitud de su vigor; quien, bien sentado en los lomos, cubierto por un poncho de tela color ante, cuya halda derecha había arrollado sobre el hombro, venía seguido por otros dos a guisa de escolta.

Sujetó el caballo al trasponer la «cuchilla», y empezó a descenderla al trote, algo sorprendido del cuadro que se extendía a su vista.

—Ese es Frutos —dijo Ladislao con cierta fruición íntima—. ¡Veanlo si se mueve arrogante!

Ismael lo miró de soslayo, por debajo del ala del sombrero, murmurando:

—¡Verás que se duebla!

Otra vez dejó caer con pausada entonación estas palabras:

—¡Ahora, para qué!… Ya cayó el «matrero».

Alguien añadió, con risa irónica:

—Está lustroso, a fuerza de buen vivir. ¡Naide rompa esa cuna por ser del mesmo palo!

El comandante Oribe hizo una seña.

El pequeño grupo emprendió el galope, formando media luna a retaguardia de los recién venidos; y el mismo jefe, abandonando con Luis María su puesto, picó espuelas, y se puso en un instante junto al brigadier.

Al sentir el tropel, Rivera, volvió el rostro y saludó llevando la mano al sombrero. La estratagema le quedaba de manifiesto; su saludo, suplantando a la protesta, era un principio de llamado a la clemencia.

Oribe lo alcanzó, cuando ya estaba próximo a Lavalleja.

El brigadier se detuvo sin objetar nada sabiendo que era, temible el adversario que tenía a su lado; por lo que, dirigiendo un tanto inquieto la palabra a Lavalleja, exclamó:

—Perdóneme la vida, compañero… Ordene que se respete mi persona…

El caudillo invasor lo miró severamente, respondiendo en el acto:

—¡No lo han de matar! En cuanto a lo demás, no pensó V. lo mismo respecto a mí, no hace mucho tiempo, cuando por orden de Lecor entró a acosarme desde los campos de Zamora.

Rivera, aunque bastante impresionado ya por los rumores de voces airadas que llegaban hasta él, echó mano al fondo inagotable de sus recursos de astucia, apresurándose a decir con el tono de la mayor sinceridad:

—¡Oh! nunca fue mi intento el perseguirlo a muerte… Le aseguro que lo buscaba para proponerlo un plan de independencia; pero las cosas vinieron mal.

—¡Buen modo de buscar!… Obligar a un hombre a huir en pelos, y con sólo los calzoncillos… No le hace, paisano, nunca es tarde para eso.

En un grupo del flanco, se murmuraba de una manera sorda. Los reproches de Lavalleja incrementaban la excitación. Aquellos como resongos de cimarrones alimentaron por grado a la alarma de Rivera; acaso porque sabía él medir la importancia de su persona, y por parte de sus adversarios, la imperiosa necesidad de eliminarla o de hacerla servir a sus fines. Sagaz en la combinación de sus planes, como despierto en el peligro, aquellos murmullos amenazadores le indicaron el medio de prevenir la explosión de descontento. Entonces dijo, sin vacilar, con el acento de aquel que no puede creer que se dude de su lealtad:

—Estoy dispuesto a entregar la fuerza de mi mando, y si V. lo quiere, en el acto mismo imparto órdenes… Aseguro que no habrá resistencia alguna, por cuánto los muchachos están siempre cismando con la libertad de la tierra y a una voz mía seguirán el movimiento.

—Falta hace que se les caliente la sangre —repuso Lavalleja, echando un terno redondo—. Mande lo preciso a preparar la entrega.

Mientras Frutos —como le llamaban los criollos— daba instrucciones a Olivera para que hiciera largar los caballos a su tropa, y difundiese en el campamento la especie de que eran los dragones de la provincia los que estaban en el bajo, la pequeña columna desmontó, a la espera del resultado. Al primer impulso rencoroso, habíase sucedido cierta satisfacción bulliciosa. Si el caudillo obraba de buena fe, la empresa iría adelante de un modo irresistible.

Unos minutos después se ordenó montar.

Lavalleja dijo al cadete Spikermann:

—¡Cuando estemos en medio del campamento, hágalo flamear alto para que la saluden todos!

El cadete llevaba en la diestra un astil con funda de hule negro, y ocupaba el centro de los escalones. Estos avanzaron, al trote. Al encumbrarse en la colina, divisaron los fogones y a la fuerza que vivaqueaba confiada casi encima del ribazo.

Los invasores penetraron en el campamento en formación, y una vez en el centro, el porta desplegó la bandera al grito de «¡libertad o muerte!». Esta gran voz, porque fue briosa y sonora, salió de labios de Luis María. Antes que el estupor visible en todos los semblantes, se hubiese desvanecido, el capitán del primer escalón de Oribe puso espuelas a un redomón tostado y entrándose en las filas riveristas, con gesto ceñudo, dijo imperioso:

—¡Dos pasos al frente, todo el que no sea oriental!

Los brasileños que no revistaban en la fuerza obedecieron sin dilación, y depusieron las armas.

Los demás fueron alistados en la tropa invasora. El clarín echó diana.

Ahora se sentía en el núcleo un aliento poderoso de fe y de audacia que levantaba los corazones ante las realidades del éxito.

—¡A este paso comandante, el ensueño será pronto un hecho! —dijo Berón, fijando en Oribe su mirada llena de luz y de pasión patriótica.

—Tal vez —respondiole su jefe, con aire adusto—. La obra empieza; cuando concluya, sabe Dios si será completa.

Demarcaremos con la espada la frontera. Y así que hayamos triunfado, serán nuestra defensiva la elección y el ejemplo.

—De la frontera norte, no dudo, ayudante, que quedará señalada con nuestra sangre, si necesario fuere. Pero… ¡hay otra frontera que la fatalidad de las cosas borrará acaso, aunque la forme un río ancho como mar!

Luis María se puso más adusto que su jefe, y mirando a la bandera que flameaba altiva, repuso con acento amargo:

—Y entonces eso, ¿nada significa?

El comandante se sonrió.

—Sí —dijo—. Recuerda muchos años de pelea, la lucha ciega contra todos los que han querido arrebatarnos nuestro derecho.

—Y ahí está —murmuró Berón como hablando a solas—. ¡Es la misma protesta, la protesta de siempre!…

Callose, triste. Pareciole que sentía esa protesta, zumbando en el aire, eco lejano de combates desesperados, —al sacudir el viento la bandera. Si no era el símbolo de redención, de independencia absoluta, de historia propia, si en manos de Artigas fue pendón de caudillo, emblema de crudezas y de ambición hosca y fiera, ¿por qué se agitaba cómo lábaro de un nuevo ideal entre los que por ella habían dado su sangre? Aparte de aquella independencia absoluta, ese símbolo no se armonizaba con el esfuerzo. Su prestigio se fundaba en su origen histórico. ¿Por qué renegarlo, en la hora de las grandes reivindicaciones? Allí estaba, en medio de las filas, con sus colores vivos, osado, altanero, como la pasión indómita de otros años, esparciendo en derredor los recuerdos de cóleras furiosas de agravios infinitos, de cruentos infortunios. ¿Hablaba a la memoria hiriendo en el instinto de la venganza o en la fibra de un patriotismo dormido en la lucha constante, en la aspiración permanente a la existencia sin ligaduras ni reatos? Con su tela se había empezado a tejer la nacionalidad, y ciertas nacionalidades se tejen al principio con crudezas de semi—barbarie, que son las que más resisten a la decadencia que corrompe y disuelve. Esa bandera se paseó en combates heroicos sin que la deshonrara la misma derrota; ungiéronla con sangre a raudales en terribles entreveros; consagráronla como signo de guerra a la absorción y a la hegemonía todas las soberbias de pago encarnadas en los hombres de valor; y todas las energías locales se habían crecido y encelado bajo sus flotantes pliegues, formando con sus rabias y enconos, sus sacrificios y ejemplos como durísimas mallas en que debía embotarse el golpe de muerte al ideal de independencia. En prueba de esto estaba allí… ¿Conocía otra bandera el paisanaje belicoso? Esa era la que, a pesar de asoladoras guerras, hablaba a sus pasiones con la elocuencia de una arenga momentos antes de la carga, de un premio a sus afanes después de la victoria… Al pensar que no fuera ahora emblema de un poder propio, velaba el encanto del himno marcial de los clarines, a su sombra; simbolizaría el sacrificio de los débiles en obsequio a la grandeza ajena a la eterna tutela del más fuerte, al vil precio de la necesidad, como se decía en la época del embrión revolucionario.

¿De qué modo entenderían esto los hombres de corteza rústica, de pensamiento de niño y corazón de león?

En medio de este hondo soliloquio, y alejado Oribe, Luis María vio detenerse cerca a Cuaró, quien se puso a contemplar impasible la escena que se desenvolvía, a su frente.

Una vez fijó sus ojos negros y relucientes en la bandera, dilatándosele las alas de la nariz cual si olfatease humo de pólvora, o se le agitara algún instinto adormecido en el fondo de la entraña.

Berón, que lo observaba atentamente, díjole.

—¿Te estás acordando, compañero?

El teniente parpadeó con fuerza hasta dar a sus pupilas un brillo luminoso, y alzando el brazo semi—desnudo señaló la tricolor con un gesto de orgullo.

—En Catalán estuvo asina, —contestó—, hasta tardecito, cuando Latorre mandó que yo cargase con la escolta. La querían tomar, yo la defendí y me mataron la gente; a mí mesmo me curtieron la lanza, pero desde que no morí, la bandera no cayó… Verás hermano que la salvamos mejor en esta pelea. ¡Va a durar más que vos y que yo!

—¡Si eso fuera cierto, si sobreviviese lo que ella en el fondo simboliza!… —exclamó con emoción el joven—. ¿Qué importaría lo demás?

Capítulo 6

Concluido el desarme de los brasileños, y hecho el alistamiento de los orientales, el jefe de la invasión y el comandante general, de campaña se reunieron en un rancho de las inmediaciones, para hablar de asuntos relativos, al hecho consumado.

Se decía en el campamento que de esa conferencia, solicitada por el prisionero, debía resultar algo importante y decisivo.

Bajo tan excelentes auspicios, y agigantadas las esperanzas del grupo con las adhesiones que se iban sucediendo, fue esa tarde cada vivac un concierto de voces de júbilo, cuya nota dominante —la de la patria libre— hacía palpitar de entusiasmo los pechos varoniles. Los tañidos de guitarras de trecho en trecho en los fogones acompañaban a cánticos llenos de unión profética. A las décimas del trovador de pago se unían las risas sonoras, las voces estruendosas, los gritos pujantes de barbudos colosos; y en medio de este torbellino de ecos y palabras, de cantos y tañidos revueltos en una atmósfera plácida, radiante de luz, se alzaba el relincho poderoso de los redomones contagiados de la fiebre de pelea a modo de bocina de aquella música de centauros. Esto duró más de dos horas.

Bien luego, un rumor lisonjero recorrió los vivacs.

La entrevista había terminado: Rivera adhería al movimiento compartiendo el mando con Lavalleja. Agregose que Oribe ponía sello a este acuerdo renunciando por su parte al derecho que pudiera asistirle por razón de iniciativa, y subordinándose como antes a las decisiones del segundo.

Momentos después de esta primera impresión, la noticia se confirma en la orden del día, y el regocijo se colma. Habíase cumplido una de las bases del pacto de los buenos, la del «perdón de los hermanos extraviados».

Cuando Lavalleja recorría al paso de su caballo el campamento, disponiendo lo necesario para la marcha, Luis María le oyó decir con sencilla expansión, dirigiéndose a Oribe, que caminaba a su lado:

—¡Convenía a la causa un «brigadeiro»!

A Berón le intrigó la frase.

—En rigor, tenemos ahora tres jefes —se dijo—. Uno que se impone por el mando, un segundo que aspira a lo mismo por el prestigio, otro que en realidad impera por la superioridad moral…

Los examinó en el pensamiento; hizo análisis de antecedentes y aptitudes; escarbó en el terreno del pasado, en busca de elementos de juicio; exhibióselos a sí mismo tales cuales eran, para ratificar su criterio al respecto.

¿Cómo surgieron en el agitado escenario, cuáles eran sus méritos relativos a donde iban arrastrados por el impulso inicial de la aventura?

Voluntario consciente, resuelto, bien definido en sus convicciones y tendencias, él estaba obligado a reflexionar sobre todas estas cosas, y a la observación prolija de los actos de los que mandaban. El amor a su causa inducíalo a escudriñar propensiones y fines. Se rebelaba ante la idea de servir a otros que a aquellos que constituían sus ardientes ideales de juventud.

Bien veía él que los directores de la empresa no se identificaban por el carácter, por las luces de inteligencia y por la pericia militar; pero creía de buena fe que coincidían en la pasión por la tierra, en la alteza del sentimiento patriótico y en la enérgica voluntad de redimir al país, del yugo extranjero. En lo moral, como en lo físico, esas personalidades ya culminantes habían sido fundidas en moldes muy distintos, aunque únicos tal vez por el vigor de la fibra, la tenacidad en el propósito y la grandeza del esfuerzo. Una ligera observación le había sido bastante para persuadirse de que el espíritu de Lavalleja no había recibido luces vivas, sino nociones, de vida práctica; que estaba nutrido de sentimientos nobles, de ideas de niño y genialidades de valiente. En ciertos rasgos aislados, personalísimos, pudo notar cómo la voluntad primaba y ponía de relieve al varón temible para quién empresa alguna fuera difícil, ni el mayor peligro razón de miedo. Corazón de grandes alientos; cerebro tardo en concebir; criterio adverso al raciocinio frío y calculado.

Lo que el joven voluntario sabía de él y de los otros, lo autorizaba a comparar y a distinguir. El teatro era reducido, los actores muy limitados. A veces en desnivel, por la calidad.

En igualdad de condiciones y aptitudes militares, sin escuela teórica ni mayor cultura aunque con ese fondo moral en que se refundían la simplicidad y la rudeza con las virtudes del tipo héroe, Lavalleja había asomado como Rivera en la época de Artigas a la vida turbulenta. En su viril mocedad no había tenido al igual que aquel como escuela del valor y de emulaciones diarias, la intimidad y la ejemplaridad de los «matreros»; avezados en la pelea sin cuartel.

Honesto y trabajador, en cuanto se podía serlo en tiempos tan atrasados, la industria de transportes había sido su ocupación preferente. Guió carretas tiradas por bueyes en sus mejores años; y en el manejo de la «picana» no llegó a desmerecer ciertamente como hombre de bríos del paralelo con aquellos antiguos paladines que labraban la tierra o cuidaban rebaños o se ejercitaban desde niños con salsa negra.

Con antecedentes tan humildes y tan sano corazón, guardaba así su rica naturaleza de hombre entero las cualidades necesarias para imponerse en la lucha por el denuedo, aunque en esa lucha se tratara de uno contra diez; y de ahí que su brazo fuera desde el primer momento temido y su voz la nota más vibrante en los entreveros gloriosos.

Proezas admirables habían sido sus primeros pasos en la lucha y desde que alcanzara el grado de capitán, habíase crecido en amor propio y chocado con su igual el capitán Rivera.

Fue esta una contienda entre la valentía del león y la astucia del zorro, que Artigas mismo no pudo nunca dar por concluida a pesar de sus buenos esfuerzos y que debía prolongarse con idénticos caracteres de acritud y de violencia en el espacio y en el tiempo.

En cierto modo, el uno complementaba al otro; sin que jamás pudieran avenirse. ¡La diferencia, estaba en el fondo moral!

Al contrario de Lavalleja, y también de Rivera, Manuel Oribe era un hombre de instrucción y preparación habituado al roce con otros de reconocida cultura y elevada categoría, del doble punto de vista social y político.

Aparte de lo que traía desde la cuna, de sus antecedentes, de familia y de las nociones recogidas en buena escuela, alcanzó en la vida práctica —todavía muy joven— a formar su carácter y dar sello propio a su personalidad como número distinguido en la generación militante de aquellas épocas tumultuosas.

Como Lavalleja era un varón de ímpetus, de arrojo imponderable, de celos embravecidos; pero, no tenía su prestigio en las masas, ese prestigio que se forma en las intimidades de los instintos de las fierezas en las proezas del músculo contra hombres y alimañas y en la tolerancia de ciertos hechos licenciosos que aumentaban la pasión por el caudillo, y lo hacían dueño de voluntades y de vidas.

Lavalleja era caudillo desde los tiempos de Artigas.

Oribe había sido uno de los oficiales de infantería más reputados del primer campeón de nuestras luchas; empero, no uno de los más consecuentes.

De aquí esa su falta de prestigio en el médium nativo.

La organización misma y disciplina de su arma —aunque para las tres era apto— estaban en pugna con la irregularidad manifiesta de las milicias de a caballo. Mandaba soldados sometidos al rigor de la regla; Lavalleja encabezaba grupos audaces que no conocían la represión severa. Identificado con la hueste, este último había seguido al archi—caudillo cuando Oribe lo abandonó; había peleado bravamente y aumentado su renombre, hasta que prisionero, fue a padecer por su causa en una de las fortalezas de Río Janeiro. El rey Juan VI había tenido para él frases de admiración.

En cambio de la influencia sobre la hueste, así adquirida, Manuel Oribe era un soldado organizador, activo, dominante, maniobrista de aplomo en el terreno versado en la estrategia, que había estudiado en los libros, y cuando era preciso, por la desigualdad en el número y en la calidad de los combatientes, acometedor e intrépido.

Tenía sobre Lavalleja y sobre Rivera además de la noción clara de la milicia y de la aplicación oportuna de las reglas, la ventaja del valor disciplinado. Sus pruebas, desde que entró a la vida de la acción, fueron siempre brillantes.

Lavalleja, organismo de acero y gran jinete, lo libraba todo al choque heroico; y al cargar ceñudo con el sable bajo, más fácil le era destrozar regimientos enteros con una oleada de audacia homérica, que batir por plan metódico y fijo. Con la carga improvisaba la victoria. Rivera lo aventajaba en astucia, y en artería, más no en decisión.

Oribe combinaba, y aprovechaba de los detalles sobre el terreno, en cuanto lo permitía, la pericia de la tropa a su mando.

De esta superioridad, sin embargo, no hacia él uso, como se ve en la tremenda aventura que se incubó en el saladero de Costa; la pasión patriótica que lo alentaba le había impuesto el deber de declinar ese derecho, para honor de sí mismo y de la cruzada.

Hombre de acción adaptable perfectamente al médium, si se había de tener en cuenta la índole propia y las propensiones ingénitas de la clase campesina, Juan Antonio Lavalleja era la entidad llamada a reemplazar al archi—caudillo en la escena política, por su prestigio y por la fuerza misma de la tradición reciente.

La masa popular de las campañas lo había formado y nutrido a su manera genial, como a otros caudillos, dándole con sus arrebatos y vehemencias la terquedad del pago y el rigor de sus instintos. Era un fruto legítimo bien maduro del clima y de las energías indómitas, que encarnaba decirse puede, las pasiones locales en toda su intensidad bravía. El suelo privilegiado, que encierran y al que forman marco gigantescos ríos y el océano, de modo que lo oreen las poderosas alas del pampero que a él llega rugiente y entre sus límites acaba, podía enorgullecerse de su hechura. Excedíase del nivel común lo suficiente para el mando. Sus aptitudes mentales no eran superiores a las del médium, pero si su poder de iniciativa y su osadía romancesca, para la aventura belicosa; como que era en medio del peligro y del conflicto que este hombre sentía ensanchársele la vida, sin ser por ello sanguinario, cruel o implacable. Había adobado su personalidad con sus virtudes; su soberbia, si alguna tenía, nacía de la conciencia de ser hijo de sus obras. Miraba sin enojo que otros lucieran sus talentos; pero no toleraba que se dijese de alguien que podía igualarle en valor.

No dudaba de los intrépidos, más confiaba en sí mismo como en una lanza aquiliana. Innata en él la bravura, no precisaba haberse nutrido con médula de fieras; su corazón fuerte se hubiese asfixiado bajo de una coraza. Esa bravura contagiaba todas las filas cuando daba cara al plomo y al hierro; arrastraba con imperio y destruía con ímpetu, rebasando el obstáculo como una onda arrolladora.

Acaso, por sus hechos anteriores y por su influencia sobre ciertos pagos, Fructuoso Rivera hubiera podido ser el caudillo de la empresa; pero había servido al dominador y recibido de él grados y empleos. Por otra parte; ¿tal pensamiento hubiera salido del fondo moral de Rivera, tan apegado al terruño, y tan reacio al proyecto de una patria libre y altiva? Había tenido razón de dudar. Audaz y emprendedor, astuto y artero, de acción rápida, oportuno y hábil como caudillo de división volante, Rivera había descollado en las primeras guerras venciendo las más de las veces sucesivamente en combates parciales contra los españoles, argentinos y portugueses. Su conocimiento completo del terreno y la confianza que sabía inspirar a sus hombres, preparáronle siempre el éxito, aunque de él no aprovechara nunca sino en favor de su primacía personal, fuera cual fuese la situación que los sucesos le crearan. Dúctil y maleable como pocos caudillos, de sus mismos reveses había sacado provecho. Lo mismo había sabido asegurar su supervivencia en la victoria que en la derrota, a partir de que su objetivo dominante era perdurar en la escena; lo mismo influía sobre ella como «montonero» que como «brigadeiro», bien persuadido de que su prestigio en las huestes dependía de su presencia y de su acción constante sobre ellas, de modo que no dudasen de su amor a la tierra y de su identificación absoluta con las pasiones locales.

Por otra parte, —pensaba Luis María,— ¿cómo afianzar su lealtad, tantas veces descalabrada en la prueba? Cuando Lavalleja y Oribe, aceptando el apoyo del general Álvaro de Costa, que procuraba retirarse con sus voluntarios reales a Europa, sostenían las pretensiones del cabildo «a una independencia absoluta», Rivera se alistaba en las filas del imperio, bajo las órdenes de Lecor, aceptaba honores y resistía activamente, con su valimiento y prestigio a una tendencia nacional acentuada, que era un anhelo vivo, constante en los hombres de corazón.

Ahora, la fatalidad de los sucesos envolvíalo en un movimiento análogo que él no había preparado; que lo arrastraba en sus remolinos violentos y que debía conducirlo más lejos de lo que él mismo hubiera previsto; enredándolo en sus propias mañas y amoldándolo por fuerza a un modo de ser y temperamento que pugnaban con su sistema de caudillaje exclusivo y sus miras hacia el futuro de supervivencia prepotente.

De todos modos, en el desarrollo de los sucesos que tan extraños y fuera de lo común se presentaban, tendría él oportunidad de descubrir sus afinidades si había doblez en su actitud del momento. ¡Acaso fuese sincero!… ¿Quién podía leer con claridad en aquel rostro movible, lleno de reflejos vivaces o de sombras según las circunstancias; ni adivinar la intención en las frases cortadas o ingeniosas que solían escaparse de sus labios gruesos, como muestras de espíritu travieso y perfectamente adaptable a todos los caprichos de la suerte?

Por otra parte, él había asegurado una posición que debía mantener sin mella su prestigio.

Berón experimentó cierta sacudida nerviosa, cuando le vio llegar departiendo con Lavalleja.

Ya no era el mismo de horas antes. Traía el semblante encendido, sonriente, y accionaba, con aire de hombre que ha recuperado su dominio. Hacía como que escuchaba con gran atención a su interlocutor, inclinada la cabeza, y el mirar de soslayo con cierta expresión socarrona, para asumir luego un aspecto grave de mesura que transformaba su gesto en una mueca de máscara. Pareciole al joven que en aquellos párpados semi—caídos y en la mirada de flanco, casi dormida, había algo del «aguará» que explora y husmea. Calcaba sus palabras en las de Lavalleja, en perfecto acuerdo, y acompañábale en la risa con otra retozona y contigiosa que daba inflexión a sus mejillas, de un moreno coloreado por sangre robusta. Se encogía con frecuencia de hombros y enarcaba las cejas negras, echándose sobre el cuello del caballo, cuya clin poníase a peinar con los dedos. Esta caricia de «matrero», solía venir aparejada con su risa zumbona, llena de malicia, y alguna ocurrencia picante.

¿De qué hablaban? Sin duda del plan estratégico a observarse con respecto al enemigo, ignorante de lo que pasaba. Lavalleja expedía con vehemencia. Su voz recia, amontonando roncas exclamaciones, semejaba un redoble.

Luis María llegó a oír esto, que decía Rivera:

—La «armada» es grande; pero no ha de escapar ninguno… Todo está en marchar sin detenerse, en lo oscuro y gambeteando.

Capítulo 7

Empezaba a anochecer cuando la columna así engrosada al igual de esas que un viento de tempestad improvisa y hace, rodar con mayor ímpetu a medida que se crece en su carrera, abandonó su campo, derivando entre asperezas hacia San José de Mayo.

En esta villa se hallaba destacado un regimiento brasileño, compuesto de paulistas. Su jefe, el coronel Borba, soldado violento y vanidoso, que tenía en poca monta a los nativos, no sólo como hombres de guerra, sino también como elementos de sociabilidad estimables, no tenía noticia alguna de lo que había ocurrido en Monzón. Por completo descuidado entre los halagos de la vida urbana, recibió una tarde una nota del comandante general de campaña, en la que se le ordenaba que sin pérdida de tiempo buscase con su regimiento la incorporación a las demás fuerzas en el paso del Rey.

El coronel Borba se apresuró a disponer la marcha, confiado en que, a poco de operar con el experto baqueano y caudillo Frutos, no quedaría por aquella zona ni rastro de rebeldes.

Estos se encontraron en el paso en las primeras horas del día, deteniéndose la fuerza de combate como a doscientos metros al frente, en formación. Los prisioneros, que eran casi tantos como los combatientes, fueron relegados al flanco izquierdo con sus custodias; a la derecha, guardando distancia prudencial del vado, se colocaron varios jefes y oficiales, con algunos ordenanzas.

Como en otros puntos, ardía allí un buen fogón. El liberto Juca, asistente del brigadier, reparaba un grande asado de costillar ensartado en una baqueta, a la vez que el café en una regular caldera.

Antes de caer la tarde, había llegado al campo, tirada por robustos bueyes, una carreta llena de vituallas, seguida de un destacamento de caballería, pasando vehículo y hombres, sin la menor brega, a poder de los afortunados invasores.

Cuaró y el liberto Esteban, que se hallaban con sus ropas en jirones, echaron mano de dos vestuarios. Ladislao se apoderó de un capote. Aunque con su vestimenta también en guiñapos, Ismael miró con desdén los uniformes de tropa «portuga»; pero, en cambio, se hizo dueño de una trompa de bronce que traía la carreta colgando del timón, la que ciñó a los «tientos» de la cabezada de su lomillo.

En esta operación le sorprendió Luis María, quien lo dijo sonriendo:

—¿También suelo V. soplar, capitán?

—A ocasiones —contestó Ismael— cuando quedo solo.

Esta es compañera que defiende junto con lo que grita… Un toque apriendí y es el que más asusta.

—¡Ah, ya!…

Cuaró parecía malhumorado, pues se le había dicho que no habría pelea, sino una sorpresa sin peligro.

Acercose a ellos Ladislao, echándose el capote a las espaldas, y con la vista hacia arriba, exclamó:

—Agua mansa viene, y a lo gallo hemos de quedar… La trampa que se arma va a apretar al «finchado» en lo escuro, si es que el guapo no ventea de aquel costao y se alza con un bufido.

—La armada se achicó —repuso Ismael—. Cuanto meta el bazo, no hay más que tirar del «pial».

La atmósfera en verdad, estaba cubierta por gruesos vapores, y empezaba a caer una lluvia fina, de esas que perduran largas horas y vienen acompañadas de un aire fresco y sutil. La tarde declinaba rápidamente. Al reparo del monte denso llamareaban los vivacs entre humaredas y emanaciones de carne—flor dorada al rescoldo de los troncos no secos, cuyos gases escapaban por los extremos entre espumas en borbollón. Los soldados circuían los fuegos; tomaban «mate» o comían; pero, con sus armas ceñidas y sus caballos ensillados. La orden era de tenerlos del cabestro.

Cuando el regimiento de paulistas llegó al vado, cerraba una noche lluviosa, de profundas tinieblas.

A poco de haberse detenido allí, Borba atravesó el río por orden superior y fue a acampar al flanco izquierdo de los patriotas en la falda de un mamelón.

El comandante Oribe, con varios hombres, siguió en las sombras paso a paso el movimiento, y, deteniéndose al fin en el paraje preciso frente a la cabeza de la tropa brasileña, dijo a Luis María, que marchaba a su lado:

—Ordene V. al coronel Borba que forme pabellones, y desfile por su derecha, en nombre del comandante general.

Luis María se acercó al jefe paulista, en instantes que otro ayudante le invitaba a pasar con todos sus oficiales al vivac de Rivera, así que terminara de colocar su fuerza.

Berón, a su vez, trasmitió la orden que llevaba.

Practicose en el acto la maniobra, en la forma prescripta; y enseguida Borba y sus oficiales se dirigieron al fogón del brigadier.

Apenas se hubo él separado y perdídose en las tinieblas, un jinete grande y fornido se abalanzó sobre la retaguardia de la tropa que desfilaba, lo mismo que si se tratase de golpear con los encuentros a un vacuno que se aparta del «rodeo». Las filas se deshicieron, bruscamente al sentir el empuje imprevisto, y todos los hombres se agruparon en montón deforme, precipitándose en medio de estrujones y caídas hacia el llano en que se encontraban los prisioneros. El jinete, enorme en la oscuridad, los atropellaba a diestra y siniestra y dábales con el cuento de su lanzón para que no se rezagasen, profiriendo voces roncas.

Alto y negro, en un caballo que bufaba a cada embestida herido por la espuela, aquel fantasma arremolinaba la grey lo mismo que un ganado sobre un suelo pastoso cubierto del agua de la lluvia; y al brillo de algún relámpago que lo tiñó de luz verdosa, los soldados sin tino, azorados, concluyeron por correr hasta refundirse en el núcleo acampado entra custodias. La guardia le abrió camino, repartió algunos golpes aquí y acullá con las culatas de las carabinas, rodeó de nuevo aquella masa confusa de hombres hacinados, y el silencio volvió a reinar en la densa tiniebla.

El jinete se había vuelto hacia los pabellones, que en ese momento eran recogidos por soldados del escuadrón de Oribe.

—¿Desfilaron? —interrogó una voz.

—¡Ya! —respondió el jinete—. El «rodeo» quedó grande, y el charco chico.

—¡Oh! ¡El teniente Cuaró! —gritó uno—. No perdona la ocasión de arrimarse al bulto.

El aludido, pues Cuaró era en efecto, repuso con calma:

—Los refregué por descargar la rabia, y no perder el costumbre. La lanza estaba ganosa, y lo mismo se quedó.

Un acento suave y tranquilo, que enfrió algo el ardor del teniente —pues que él sabía de que boca brotaba— se alzó a su lado, diciendo:

—Más vale así, compañero; matar por lujo no es del valiente.

Cuaró guardó silencio; y Luis María, que era el que había hablado, volvió su caballo hacia el fogón de Rivera, donde se agitaban bultos y se alzaban voces, como si allí ocurriera un conflicto serio.

Cuaró enderezó al sitio, refunfuñando; acaso, sintiéndose arrastrado por la influencia extraña que el joven voluntario ejercía sobre él, en otros casos tan duro y selvático.

Borba había llegado con sus oficiales al vivac del brigadier, un tanto perplejo por los rumores que llegó a sentir a su retaguardia, allí donde formara pabellones.

—Mal tiempo lo acompaña, coronel —díjole Rivera alegremente al estrecharle la mano—. El viento sopla crudo, pero aquí hay café listo, un buen fogón y regular compañía.

—¡Lléguense ustedes! —añadió dirigiéndose a los oficiales, siempre placentero—. No ha de decirse que falte el agasajo y la buena intención, en noche como ésta que parece de brujos. Juca, dále el jarrito al coronel, que esté caliente y espumoso. ¡Noite do diavo!

—Muito friolenta, siú Frutos; noite de constipado mais para abrigo que para peleja…

—Otros que andan por ahí a salto de monte no han de pensar de ese modo, y a la fija que no duermen por ganarle largas al tiempo… y, a ó inimigo! Lavalleja es como gato montés.

El comandante general se reía de muy buena gana y restregábase las manos, para concluir formando un círculo con los índices y pulgares, a modo de «lazada», levantando aquellos a la altura del pecho.

En rededor de los recién venidos se había hecho como una herradura. Las cabezas aparecían pálidas y atentas, algo siniestras en su taciturnidad al resplandor rojizo del vivac. Los oficiales de Borba se miraban con inquietud, sin pronunciar palabra.

El coronel secundó en su risa a Rivera; y, extendiendo las dos manos hacia la llama para secarse la humedad de la lluvia, preguntó con tono de ruda ironía:

—¿Onde ficaron os patrias revoltosos?… O atordoado Lavalleja não e que um volta costas…

De temor es que, se nos aparezca como un convidado al fogón, coronel; porque le gusta mucho hacer las del ñandú, confiado el hombre en la noche y la gambeta…

—¡Ficaria morto!… E una brincadeira, señor brigadeiro Ainda não vi ninguem leopardo pelas florestas…

—Y hay algunos aquí en el llano, —le interrumpió con la mayor naturalidad el brigadier—. No, podremos tallar báciga esta noche; y lo peor del cuento es que ni tiempo han dejado para poner mano a la espingarda, ni saltar en pelos. ¡Vienen triunfando con la «ronca»!

Esto diciendo, diose vuelta, lleno de aquella risa que semejaba zumbidos de abejón.

Borba y sus oficiales miraron sorprendidos para atrás, en instantes que Lavalleja, dirigiéndose al primero, pronunciaba estas palabras:

—¡Ríndase a las armas de la patria, o paga con su vida la menor resistencia!

Borba, atónito, fijó sus ojos en todos los semblantes airados, y vio que en el círculo las manos nerviosas se posaban en las empuñaduras de los sables o en las culatas de las pistolas. Oyó también que alguno, hirviendo en cólera, decía:

—¡Me escuece la gana de meterle en los sesos la carga del trabuco!

Dirigiolos entonces a Rivera, con un gesto de hombre a quién abandonan las fuerzas; y como sólo observase en las sombras, al lado opuesto del fogón, un bulto negro, inmóvil, silencioso que lo daba las espaldas, desprendiose con un movimiento rápido la espada que tendió al jefe invasor.

Este diose vuelta a su vez; y en lugar de la suya, una mano retinta cogió el arma. Era la de un negro liberto, quien, lleno de un aire de dignidad propio de ordenanza de jefe superior, señaló con la empuñadura el rumbo al prisionero.

Borba marchó, bastante aturdido, y tras de él sus oficiales, que habían sido desarmados con una celeridad asombrosa por los hombres del grupo.

Andando bajo la lluvia mansa en la profunda oscuridad, Cuaró, que llevaba a un capitán cogido del codo y cuyo paso, se hacía inseguro en el terreno desigual, se detuvo y díjole con voz calmosa:

—Mejor es que tirés de las espuelas, y andás más lindo en el pantano.

El capitán obedeció en el acto, y descalzose sus rodajas de horcadura de bronce.

Cuaró se apresuró a cogerlas, calzándoselas a su vez muy despacio y sesudamente en sus botas de cuero de tigre.

Cuando se reincorporó y siguió la marcha con su prisionero, sintiose tentado a llevarlo a un «totoral» que hacia el flanco había sirviendo de guirnalda a una laguna; pero, una sombra, la de un hombre que a paso lento venía detrás y que a él le pareció el ayudante Berón, le hizo desistir del intento, y continuó en pos de los otros, gruñendo, casi colérico.

Capítulo 8

Muy temprano, junto al denso bosque entre cuyas orlas corría el río y cuando sonaba la diana vibrante y alegre, se hizo formar a los prisioneros, que sumaban centenares entre oficiales y soldados.

A la claridad pálida de una aurora cenicienta, aparecían mojados con los uniformes llenos de lodo y los rostros marchitos. Algunos los tenían verdinegros, enjutos y salpicados de barra seco, como si los hubiesen recostado en el charco improvisado por la lluvia.

—¡Cómo anda la lombriz de tierra! —ocurriósele decir a Ladislao—. De esta hecha van a ser más que las langostas.

Cuaró, que los miraba con ojos torcidos, apoyado en su lanza enorme como «picana» de carreta, hizo una mueca expresiva, y extendiendo la mano libre hacia la falda de la colina que dominaba el lado opuesto del paso del Rey, exclamó:

—¡Mirá! ahí viene otra gente media avispa que anda maliciando… En cuanto olfatee, va a disparar.

Ladislao vio en realidad un destacamento, que se aproximaba a pasos, cautelosos, escoltando varios vehículos de campaña, sin duda cargado con los útiles de tropa. Venía a su frente un oficial; quien a poco de haber avanzado en su camino, mandó hacer alto, y dirigiéndose solo a la loma, pusose a mirar con atención la extraña escena que se desenvolvía allende el vado.

Rivera le enderezó sus anteojos por el abra que formaba el paso y cambió algunas palabras con Lavalleja. Como Ladislao viese que un ayudante venía al galope hacia su escuadrón, dijo:

—¡Mandan cargar!

Cuaró se irguió de súbito, pasó la palma de la diestra por la boca, frotola en el mástil del lanzón, y repuso con viveza:

—A esta mitad ha de ser amigo. ¡Capitán Mael!… ¡Dicen cargar!

Ismael estaba impasible con un pie en el estribo y los brazos sobre el «recado» cuando aproximándose el comandante Oribe, díjole:

—Cruce el paso, capitán, con su mitad, y cargue esa fuerza que se encuentra quieta en la ladera; pero, procure apoderarse de todos o de alancearlos en la fuga. ¡Conviene que ninguno escape!

Cuaró dio un pequeño gruñido y apretó los dientes. Velarde se saltó de un alto en los lomos echando mano a su lanza, y dio una voz.

—¡Paso de trote!

—La mitad marchó en desfile, entró al agua, atravesaba el vado perdiéndose un momento en el cortinado del bosque, y reapareció bien pronto tendida en ala en la ladera opuesta.

Sin aguardar un minuto, cargó en dispersión.

El enemigo dio la espalda a toda rienda, después de disparar algunos tiros de carabinas, y en el desbande los más siguieron corriendo a lo largo de la línea del monte, mientras que un grupo pequeño se lanzó a la loma en la esperanza de ganar el llano.

Un jinete que blandía una lanza con moharra en forma de culebra retorcida, salioles al encuentro de flanco, dando un bramido. Fue como un avance de fiera. A uno de los soldados lo alcanzó el bote, penetrándole la moharra por el costado izquierdo.

La punta apareció por debajo de la tetilla, cimbrose el astil hasta crujir, y el jinete arrancado de los lomos, dio en el suelo de cabeza, que se dobló como una espiga bajo el peso del cuerpo con el sordo desplome de una res. La sangre manaba a borbotones.

Viola Cuaró humear, dilatando las fosas nasales como para recibir aquel vapor tibio; su pupila llegó a adquirir la fijeza del ojo felino recogiéndosele las túnicas hasta descubrir toda la órbita; gritó furibundo clavando las dos espuelas al redomón, y precipitose sobre otro de los fugitivos, sin darle más tiempo que para arrojar su carabina y desnudar el sable.

A vista del corvo en manos que temblaban al amagar un mandoble, subió de pronto la cólera del teniente. En vago el primer golpe, su lanza en el segundo buscó el blanco tan firme y certero, que rompiendo las dos manos que oprimían el sable, entró en el pecho arrojando de un envión a su enemigo. El reyuno de éste, asustado, diole un par de coces, en el suelo, y arrancó a escape.

Cuaró se revolvió rugiente tirando al pasar una nueva lanzada al caído empujándolo un trecho entre contorsiones y crepitante crujir de huesos; y poniéndose a los alcances del último que quedaba, y que ya había descendido veloz al llano, le gritó en su idioma;

—¡Volta cara, «mameluco!»…

El soldado sujetó de golpe su caballo, y volvió en efecto su rostro anguloso de color lívido, de nariz chata y ojos saltados de las órbitas. Temblábale sin duda todo el cuerpo, porque sus espuelas hacían música de trémulos. Así mismo se echó a la cara con ambas manos la carabina e hizo fuego.

El teniente se había tendido sobre el cuello de su redomón; pero este ardid estuvo de más; pues si bien chispeó el pedernal, el tiro falló.

Cuaró llevole el ataque con un alarido, y el soldado cayó al suelo con la lanza clavada en los riñones. Se estremeció un momento con los brazos en cruz, y quedose inmóvil boca abajo.

Cuaró se puso a mirar en derredor, haciendo bailar a su potro sobre los remos traseros, en busca de otro adversario.

No había ya ninguno. Por delante, el llano estaba solitario. Sobre la línea del monte, Ismael regresaba al trote al vado con el destacamento paulista prisionero.

Entonces, enderezó al rumbo despacio. Su redomón tenía las narices muy rojas y abiertas, el ojo despavorido bajo su copete de crin. Temblábale la piel lustrosa como si lo hubiesen azotado con un látigo de acero.

Su jinete parecía haberse calmado de súbito.

A la agitación terrible que lo había sacudido minutos antes, llegó a sucederse cierto sosiego, un aire de indiferencia y una expresión vaga en la mirada ya con sus párpados semicaídos. Arrastraba el lanzón sobre los pastos y llevaba la cabeza baja, sin preocuparse de limpiar la sangre que le cubría la mano derecha. Al pasar junto a los caídos, se cercioró si estaban bien muertos, dándoles un golpe con el cuento del arma. Movió la cabeza con un gesto grave y siguió su camino.

Una vez en él campamento, dirigiose a su fogón, clavó en tierra la lanza y se apeó, diciendo a Esteban con una risilla alegre:

—Emprestáme el chifle para remojar un poco.

Por delante del vivac empezaron a pasar a grupos los compañeros, y por turno se iban deteniendo a observar de cerca aquel rejón cubierto de sangre fresca y cuya banderola aparecía pegada al astil por los coágulos como si hubiese entrado por repetidas veces en el cogote de un toro.

—¡Lanza brava! —dijo un viejo—. ¡No parece sino que fuese el rabo de mandinga por lo retorcida y culebreante!

Cuaró se había acostado y sacudía en el aire una de las robustas piernas para hacer saltar algo como pulpa líquida, que le teñía de rojo la bota de cuero de tigre.

Una de aquellas gotas espesas salpicó lejos, adhiriéndose a la larga y curva nariz del viejo, que se había inclinado sobre un estribo para mirar mejor.

Todos rompieron a reír estrepitosamente.

El paisano, enderezándose con rapidez, limpiose la nariz con mucha parsimonia, y dijo, uniendo su risa a la algazara.

—¡Juguen no mas, con sangre; que a la guelta de pocos años en ella nos hemos de ahogar a juerza de estarla oliendo!

—¡Lindo el lunar, don Cleto!

—¡Una berruga portuguesa!

—¡A ver si en la primera hunta esa chuza, dragonazo!

El llamado don Cleto, arremolinó la que tenía en la mano por encima de la cabeza; blandiola de costado con cierta habilidad; tendiola hacia su retaguardia velozmente, amagó adelante enristrándola como para acometer a un fiero enemigo; hizo un saludo la hundió en tierra y se cuadró en los lomos arrogante.

Y como todos aplaudiesen su destreza entre broncas carcajadas, él impuso silencio con un ademán, clamando en voz estentórea:

—¡Un freno coscojero y unas boleadoras de retobo de lagarto a quien clave primero la suya a tiro de trabuco de la muralla!

—¡Ya está!…

—¡Tire el pelo al aire!

—Por esta cruz, que me parta un rayo.

—Entre estas y otras voces altisonantes, las manos se alzaban, poniendo en conmoción los fogones cercanos.

Cuando la algarabía iba en aumento, y amenazaba degenerar en broma de mal carácter, uno gritó desde la altura en que se encontraba a caballo:

—¡Ahí viene gente!…

Se callaron, apartándose algunos del vivac para observar mejor. Sólo Cuaró siguió tendido sobre la hierba, fumando tranquilamente.

Estaba ya avanzada la mañana. El sol cortaba la línea del monte asomando su disco sobre las copas más enhiestas que exhibían grandes ranuras en el follaje e infinitas ramas en laberinto formando en lo alto de la bóveda como un inmenso pabellón de bayonetas pavonadas. La atmósfera sin celajes, pura, transparente, permitía distinguir de muy lejos los menores objetos. Desde la próxima loma dominábase por encima del bosque, que serpenteaba en un plano hendido, el panorama extenso y luminoso de la opuesta ribera sembrado aquí y allá de puntos negros que resaltaban en el verde sin fin de las praderas, y que eran otros tantos «ranchos» de «totora» y tierra dispersos en la gran zona desierta como jalones del esfuerzo en la lucha por la vida. Ningún pastor ni gaucho errante se veía mover en el fondo de esa zona. El ganado mismo parecía haberse alejado de los contornos. Solamente algunos «chimangos» trazaban círculos sobre la colina del centro, en el sitio donde dejara Cuaró hundidos a tres adversarios. En cambio hacia la izquierda del vado, venía marchando en columna un escuadrón en parte armado a carabina, y a lanza sus últimas mitades.

Al frente trotaba el jefe, con el clarín de órdenes un poco a retaguardia. La tropa venía sin guiones, ni estandarte. Aunque bastante numerosa, su porte y su avance no indicaban intenciones hostiles.

El escuadrón se detuvo en el paso, al habla con la guardia avanzada; y poco después, obedeciendo a orden trasmitida por un ayudante del brigadier Rivera, lo traspuso, y se adelantó en el radio del campamento a trote largo.

Todos observaban con atención, preocupados al parecer con la frase que un soldado había murmurado irónicamente en medio de un gran silencio:

—¡Son los dragones de la provincia con su jefe cordobés que vienen al llamado de Frutos!

Calderón seguía algunos pasos al frente, de bota a la rodilla y un poncho ligero, de paño negro en banda, sobre el pecho, columpiándose en la montura cabizbajo y desconfiado.

Apenas lo vio llegar y examinó su figura, chocole a Luis María este nuevo personaje que con ruido de «chapeado», y espuelas entraba al campo, como contingente de importancia.

Aparte de su aire de vanidad sin disimulos y del corte de sus facciones indefinidas, miraba con taimonia y encelamiento. No era oriundo de la tierra, sino de una provincia mediterránea argentina; ni su apellido era el que ostentaba. Todo él constituía una falsa identidad, en medio de aquel hervidero de pasiones locales.

Berón observó en el rostro cetrino del jefe de dragones cierto gesto burlón al contemplar la bandera; y entonces dijo a Oribe:

—Mi comandante: ese hosco soldado va a dar que hacer.

Oribe fijó sus ojos inteligentes en Calderón por breve rato, y luego contestó.

—Si es capaz de volido, le cortaremos su tiempo las alas, ayudante. Estoy por creer que, en efecto, éste es de los «retobados».

Calderón desfiló con sus dragones por la izquierda, y acampó paralelamente al monte.

Poco tiempo después; Luis María lo vio conversando animadamente con Rivera, algo apartados de la gente. Paseábase él distante a la espera del toque de atención, pues se iba a levantar campamento de un momento a otro.

Por más que observó de nuevo al jefe de dragones, no halló detalle alguno porque rectificar su anterior juicio. La vulgar figura del personaje sólo denunciaba la acción burda y el instinto avieso. En cambio, el rostro del caudillo en este instante expresivo, atrajo su mirada, sin él quererlo; pareciole que aquellos ojos oscuros, y pestañas pobladas, habituados a mirar en el desierto, a percibir de un golpe todo lo que se agitaba en la soledad inundada de luz y oreada por el «pampero», cual si para ellos fuera el ambiente un inmenso espejo reflector, tenían con el alcance del ojo de buitre el poder virtual de los que leen en la intención. Ya era, mucho que de muy lejos descubriesen un vado o una «picada» o distinguieran entre diez morros de una sierra aquel que señalaba como un guía gigante la curva de un camino; pero algo más era que revelasen con atrevimiento la posesión del secreto ajeno.

Le adivino el plan, —decía Rivera—. Pero no se precipite… La ocasión puede presentarse; ésta gente anda sin rumbo.

Luis María se alejó de allí.

Capítulo 9

Media hora habría trascurrido, cuando la columna emprendió marcha a San José con su considerable masa de prisioneros.

Tomose allí una guardia brasilera, y se acampó junto al monte.

Algunos grupos de hombres, cerriles, jinetes en redomones con «bocados», taciturnos, envelado en sus cabalgaduras, se incorporaron alas fuerzas. Con ellos venían dos o tres mujeres de chiripá y chambergo, y más de un perro de hocico negro y piel rojiza.

En los fogones, al caer la tarde, circularon noticias halagadoras. Decíase que en la villa de San Pedro, hasta entonces guarnecida por milicia del país, se había producido un movimiento uniforme en favor de los invasores. Las comunicaciones de Lavalleja informando sobre la captura del comandante general de campaña, habían apresurado la explosión rompiéndose sin escrúpulos todo lazo de obediencia, y relegándose a último término al jefe inmediato que lo era el brasileño Ferrada. Toda la milicia aclamaba a los libertadores; en el centro de aquella región no existían ya enemigos. A otros rumbos se iban sucediendo los alzamientos de una manera sorda, pausada, siniestra; los contingentes aparecían de improviso en la llanura, sin saber de donde brotaban, enconados y resueltos.

Afirmaban algunos que salían de los bosques al rumor de libertad, así como «puntas» de ganado alzado cuando la gramilla escasea en los potriles y el sol reverbera en el «playo» con un calor que llega a la sangre del «matrero». Un hermoso miraje de nueva vida, sin duda, encantaba los campos. ¡La décima del triunfo en idioma nativo recorría lomas, ríos y selvas como un grito de gloria!

En la noche, muy clara y fría, los fogones ardían a lo largo del campamento reflejando sus vivas llamas en el fondo negro del monte. Desde el linde de la villa; los grupos de hombres y caballos aparecían enormes al resplandor de esas llamas envueltas en humaza densa; y la serie de fogones, como fantásticas luminarias de ciudad construida en un valle profundo.

Junto al vivac de Ismael se alternaba el canto con el cuento, tañíase al descuido una guitarra o se comentaban las noticias, recibidas.

El aroma de carne, de novillo ensartada en el asador, unido al muy acre de los troncos semi—verdes llenaba la atmósfera del sitio, sin molestia visible para los que aspiraban su ambiente. Un «mate» de tres berrugones y asa en forma de cuerno andaba de mano en mano. Los cigarrillos de tabaco en rollo no caían de las bocas, como sepultadas entre el boscaje de barbas nunca rasuradas. Eran, según la expresión de don Cleto, «parejitas sus brasas con los bichos de luz en el ortigal escuro».

Con este motivo, uno había dicho:

—Roncheador como cardo, el viejo.

—Dejálo que voracee —agregó otro—. Ya no le va quedando más que esa nariz de «carancho» desplumao.

—Es mi orgullo —repuso don Cleto, con mucha seriedad—. El hombre ha de ser narigudo para dejar algo a la adevinación; lo mesmo que el «flete» por el pelo y el pájaro por el pico.

Pusiéronse a reír estruendosamente.

—¡No sé nada! —siguió diciendo el capataz de Robledo—. Con risa no se aturde a la experiencia; y dejando de chiflar por puro, gusto, más valiera pedir una cosa de sustancia. ¡A pedirla voy por Cristo!…

Reinó el silencio. Las miradas se fijaron en el viejo, con aire de curiosidad.

—Sin despreciar a naide —añadió don Cleto— no hay aquí más que un cantor… el que tiene la guitarra. ¡Lindo juera se negara cuando pide la riunión!

Un aplauso ruidoso acogió estas palabras, como si en realidad ellas hubieran interpretado los deseos del grupo. Algunos estrecharon la mano a don Cleto; y no faltó quien lo abrazase con entusiasmo.

El que tenía la guitarra era Ismael.

Un poco apartado del fogón, casi hundido en la sombra, de modo que la llama sólo alumbraba su rostro delgado y pálido, estaba como de costumbre taciturno, acaso indiferente a lo que a su lado ocurría.

Caíale sobre los ojos un rizo castaño de una suavidad y brillo que envidiaría una mujer, y la barba cortada, sedosa, ornando el óvalo correcto, daba a su semblante una belleza extraña de Alcinoo huraño y triste.

Apoyábalo sobre el codo izquierdo. Con su mano derecha rasgueaba la guitarra, tendida delante sobre la hierba.

—¡Que cante el capitán! —exclamaron algunos a la vez.

—¡Sí, que cante! Linda la trova ha de ser.

—¡Por el amor o la tierra!

—¡Como quiera, la calandria trina con primor!

—¡Cerrar el pico chimangos!

Ismael se había sentado, y tañía el instrumento.

Ya no habló ninguno. El capitán tosió, e hizo gemir la prima.

A poco, alzose su voz de timbre claro y vibrante, tan pura y fresca que parecía disputar a las cuerdas el encanto, de sus ecos. Y cantó de esta manera:

Cayó un día en mi guitarra —un ramito de cedrón; —y al latido de la entraña —en las cuerdas tremuló.

Vino el ramo de una moza —toda, ¡puro corazón!— y en la noche de ese día— ¡otra flor ella me dio!

Jué un godo mal querido— sabidor de mi ventura;— y entre sombras como fieras— nos trenzamos a facón.

Cayó el godo mal herido —envasado en el riñón;— el sarnoso tuvo cura,— ¡mas la moza se murió!

En un cajón la acostaron —sobre piedras la pusieron; —el cuerpo bajó gritando —por sus ojos de lucero.

Sin rumbeo por los campos —naides supo mi dolor; —el monte me dio su abrigo —como a un perro cimarrón.

Perdíanse en el bosque los sones plañideros, y todos permanecían en suspenso. Tal vez el trino de algún ave insomne contestó el lamento; pero las bocas quedaron mudas en torno del vivac.

Y en tanto el silencio se hacía cada vez más profundo, y las cabezas caían melancólicas sobre los pechos, la voz; adolorida modulando, en dulce concento, repetía; su queja:

En un cajón la acostaron
sobre piedras la pusieron;
el cuervo bajó gritando
por sus ojos de lucero…

Sin rumbeo por los campos,
¡Naides supo mi dolor!

El monte me dio su abrigo
como a un perro cimarrón,

Luego, la guitarra cayó en tierra, gimiendo. Ismael estaba lívido, con un brillo de fiebre en las pupilas, el labio temblante: torvo el ceño. Cuando encendió el cigarro, su mano, estremecida sembró el suelo con las chispas del tizón.

Después dijo, como abstraído, sin duda aludiendo al recuerdo:

—Parece mordedura de un gusano venenoso…

Don Cleto, que había escuchado casi en cuclillas con la larga barba enroscada en la mano a manera de manija de chicote y el codo firme en la rótula, exclamó:

—En oyendo canturria de esa laya, hay que moquear a la juerza… ¡Después vengan alardeando que es más gustosa una clarinata del alba!

Uno se amostazó, murmurando con enojo:

—¡Nunca falta un güey trompeta!…

—¿Qué?… ¡Vení a ponerme el yugo! No soy de rumiar, ni cabestrear como otros que van de la soga —replicó el viejo encorvándose de súbito, como si la frase le hubiese dado en la chilladera.

—¿Y a qué santo ese «mangrullo»? —preguntó más hosco su interlocutor, que no era otro que Ladislao.

—¡A San Frutos! —dijo don Cleto, temblándole el «barbijo» del viento de la cólera—. Muchas veces vide al zorro desatar un mancarrón de la estaca y tirar de la guasca hasta arrollarla toda en la cueva, y en cuanto hocicó el animal trozarla a diente fino dejándole tan solo el bozalejo; pero nunca he visto que el coludo haga hocicar al «matrero» por el gusto de enredarlo en su mesmo maneador…

Ladislao se levantó de un salto, iracundo, volviendo el mango de hierro forrado en cuero de su «rebenque».

—¡Yo no soy de los que van al fogón del brigader! —siguió desahogándose el antiguo capitán, todo encogido y nervioso, con el chambergo en la nuca y los dos brazos en continuo movimiento—. Para fogón tengo bastante con el de mi jefe, cuando guste y quiera… Allí no se juega plata del Brasil, ni se tira la taba por ganao ajeno, ni se manda carnear con cuero por engordar de cuaresma… Sino, ¡vení y chifláme! como sino tuviese yo conoscencia del truje y maneje para un enriedo —flor por retrucarlo a Oribe y, calentarle las masetas al más comadrero.

—¡A la fija te lonjeo! —prorrumpió Ladislao arrojándose con ímpetu sobre don Cleto, con el «rebenque» alzado.

El capataz de Robledo calló de pronto y se hizo un arco.

Pero cuando su contendiente iba a descargar con furia el golpe, un brazo vigoroso sujetó su mano; obligolo a girar sobre sus talones cual una peonza; y como efecto del empuje, apartolo temblequeando algunas varas.

Al mismo tiempo, este tercero interventor, que era Cuaró dijo con su aire calmoso:

—Dejalo al viejo, que es güen amigo…

Ismael se había tendido sobre una carona, y cerrado los ojos. Parecía dormir.

Ladislao vino a sentarse todo encrespado en su «lomillo».

Fulgurábanle las grandes pupilas verdes, y tenía trémula su mejilla, de una palidez de muerto. Al sentarse lanzó al teniente, que a su vez se había echado boca abajo, en los pastos, una mirada oblicua, inflexible y dura.

Cuaró dio una especie de gruñido sordo.

Luego, silencioso, desnudó una cuchilla, semejante a cortadera de colmenero, y se puso con ella a picar tabaco.

Allá lejos del fogón, hundido en la sombra, de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho, Luis María había observado la escena.

Acercose sin prisa, y se sentó en las hierbas.

Alcanzáronle el «mate» que sorbió con lentitud, mirando a todos los semblantes con un aire tranquilo y severo.

Don Cleto se fue retirando del sitio poco a poco. Ladislao se levantó al rato, paseose un momento por allí cerca, como quien vigila los caballos atados a la «estaca»; y luego se perdió en las tinieblas, sin decir palabra.

Cuaró cogió un tronquillo ardiendo, encendió el cigarro y se puso a fumar, casi inmóvil, somnoliento. Ismael se sacudió un instante, puso la mano bajo la mejilla, y siguió en su sueño al rescoldo del vivac.

El clarín hizo oír el toque de silencio.

Luis María se envolvió bien en su poncho, tendiéndose de costado.

Cuando poco después se aproximó el liberto Esteban, lo halló dormido.

Reinaba en el campamento una calma completa.

Los fogones se iban convirtiendo en cenizales luciendo apenas uno que otro punto rojizo de brasas agonizantes. Algo de rumoroso como una respiración enorme y confusa se sentía en el aire, en concierto con el triscar y el resoplido de las bestias.

Capítulo 10

Muy temprano, Luis María estiró sus miembros, arreglose las ropas y fuese a la orilla del río.

Había entrado por un sendero estrecho, que al formar con otro, parecido las pinzas de un cangrejo, monte por medio, unía al de éste su extremo junto al borde del río. El sitio era oscuro y ramoso cubierto de breñas y enredaderas silvestres al punto de colgar sobre las aguas todo un cortinado espeso de hojas y de lianas de un verde deslucido y ajado por los primeros hielos. Los pálidos rayos del sol naciente abriéndose paso con dificultad a través de aquel tejido enmarañado sembraban la línea opuesta del cauce de pequeñas placas de oro como si cruzasen por una inmensa sombrilla de filigrana. Las plantas acuáticas unidas en gruesa trenza de una a otra ribera, descendían por grados —como un pie cauteloso— el reducido pero escarpado barranco; hundíanse poco a poco en el río hasta esconderse en su seno, y siguiendo las inflexiones del álveo iban trazando arcadas de esmeralda para perderse al fin en lo turbio, y reaparecer luego en la otra orilla, cuyo tajo a pique escalaban audaces con profusión de hojas y de guías.

El lugar en que se encontraba Luis María era una especie de plano inclinado y sin duda el abrevadero de las bestias montaraces, a juzgar por las múltiples huellas de pies en la tierra, ahora blanda y húmeda. Allí habían recogido agua en sus calderillos o en sus «chifles» los soldados a primera hora, pues podían observarse rastros recientes de planta humana. También ciertos árboles aparecían chapodados por el cuchillo en lo que fueron sus brazos secos y los altos yerbales que crecían a su sombra estaban estrujados por el rastreo de troncos caídos.

A un costado, el boscaje formaba nutrida tapia hojosa, y era como el cancel de un «potrerillo» que se extendía hacia el fondo del monte. Algunas aves salvajes aleteaban, lanzando notas de alboroto en el fondo de la bóveda sombría.

Berón rociose el rostro, inclinado sobre la superficie, después de lavarse las manos, frotándolas con arena fina. Se enjugó con un pañuelo de seda que llevaba al cuello, y que luego puso a orear sobre las matas.

En esta diligencia estaba, cuando voces, para él conocidas se hicieron oír muy cerca, detrás del cortinado del boscaje.

Se hablaba allí con animación, informándose pronto Luis María de lo que se discutía; pues las voces llegaron a intervalos claros y precisos hasta él.

Puso atención. Conversaban Rivera y el jefe de dragones. Un tercero, en quien creyó reconocer a Ladislao por el acento, solía intervenir en el diálogo.

—Yo no sigo con estos pelados —decía Calderón tosiendo bronco, con tono de desprecio—. Si he venido es a su llamado, y creyendo que le sería útil para hacerlos entrar en vereda. Bastaba con un amago de carga, a toque de clarín… Pero veo que V. se encuentra atado por su promesa de correr la caravana; y por lo de Borba. Así mismo pienso que no hay razón. ¡V. ha cedido a la fuerza!…

—La pura verdad, compañero. Fue un retruco de sorpresa, y me pialaron. ¿Qué haría V. si viniendo por el camino, muy confiado, se encuentra en una vuelta con gente que va arreando todo por delante? Hacerse el manso y seguir en lo revuelto, lo mismo que si V. fuese de la laya. De no, ¡ni para hacer el cuento!… Hay que mangonear y resignarse, hasta que aclare. Eso no ha de tardar mucho, a mi parecer. Si los porteños ayudan, la cosa puede pintar; y entonces deje a la breva que madure, siempre con el ojo alerta: si no auxilian la piedra acabará de hacer patitos, y después, ¡al fondo! En este caso cada uno sabrá como fajarse y poner cara de hombre sin pecado.

—Esa conducta trae peligro, comandante. Lecor no ha de ver en nosotros más que traidores, sin que valgan excusas. Lo bueno sería acometerlos desde ahora, atar a los principales, concluir con todo de un golpe: esto afirmaría la reputación y vendría en proyecto seguro. Mi tropa está lista. Los prisioneros son muchos y se armarían sin trabajo con las mismas lanzas y carabinas que los quitaron.

Otro de los allí reunidos, y en cuyo eco Berón reconoció a Ladislao, observó con aplomo:

—Para más seguridad el golpe ha de darse entrada la noche. Yo rondaré junto al fogón del jefe hasta que duerma…

—No estoy conforme —replicó Rivera—. Lavalleja trae hombres duros que no han de dejarse así no más sujetar con «lazo». Hay algunos como toros. Después de eso, lo más acertado es lo que digo: boyar en la corriente hasta ver orilla, en bien de la tierra ¡Quién sabe!… Tal vez sea lo mejor de todo en medio de esta escuridad de cosas y de esta diferencia de opiniones que lo sacan a uno del rumbo. Los jefes dicen que vienen por la unión a los porteños; y los demás afirman que no quieren sino libertad completa, país independiente. Agárreme esa avispa por la cola. ¡El diablo que los entienda! Pero, vuelvo a decir que el asunto es de no exponerse a que lo lleven a uno con los encuentros, y dejar que el tiempo pase; que él ha de establecer si la lengua, para entendernos todos como hermanos ha de ser el portugués o la castilla, y si el gobierno lo ha de formar o no los paisanos. El güevo quiere calor, y recién comienza a sentirse.

A esto, respondió el jefe de dragones bajando el tono.

Fue lo que dijo ininteligible para Luis María. El murmullo de voces siguió un rato largo, sobresaliendo a veces alguna frase o palabra enérgica; y al fin se fue alejando con el ruido de pasos, hasta extinguirse en lo intrincado del monte.

Berón se puso a andar, pensativo, por el tortuoso sendero de la «picada». Sentía una opresión penosa en el pecho y tristeza en el ánimo.

Él había oído bien; no podía haberse equivocado. Primaba en ciertos espíritus la anarquía, el hábito de la licencia, la lógica del cálculo mezquino que suele ocupar en el cerebro el sitio destinado a las convicciones profundas y al ideal patriótico.

Rivera se había mostrado irresoluto; luego razonador, acaso por astucia o por sistema; pero ¡aquel Calderón!… Bien lo había él conocido desde el primer momento que pisó el campo, era un matón con ínfulas de cortesano, adorador de los fuertes. ¡Habría que cuidarse de su roce en los fogones!

Lo que confundía más a Luis María, era la inmixtión de Ladislao en estos manejos, aunque ya estaba él prevenido desde el incidente con el viejo Anacleto y con Cuaró, que había presenciado a la distancia. Sin duda alguna, la antigua relación del «matrero» con Frutos, como él lo llamaba familiarmente, se había reanudado en esos días de un modo estrecho.

Recordaba ahora ciertas salidas furtivas de aquél en el campamento, hacia los vivacs del brigadier; y algunas conversaciones misteriosas con milicianos del escuadrón, a las que no había dado él importancia, y que después de lo que acababa de oír, creaban forma a sus sospechas, descubriendo ante sus ojos las hondas disidencias que se incubaban en el campo por acción corrumpente y serio peligro de la moral de la tropa.

Imponíase la necesidad de seguir los pasos de estos hombres. Respecto a Rivera, el cuidado debía ser menos. Estaba el caudillo vinculado al movimiento por actos graves; cuya responsabilidad no le sería fácil declinar ante un consejo militar; y de otro punto de vista parecía, por su actitud y sus palabras, conformarse al nuevo ambiente, con esa ductilidad de espíritu y carácter maleable que lo singularizaban entre los de su clase. En la marcha cautelosa de zorro y en los zig—zags del ñandú él había tomado norma de experiencia. Sabía como hacer camino, y adaptarse a las inflexiones del terreno, sin despertar desconfianzas ni caer en sus propias celadas. Por otra parte desempeñaba un cargo prominente en la medida de su prestigio, que colmaba su amor propio poniéndolo en condiciones de avanzar, y de elegir partido, cuando el «buthyá» cayese de maduro.

En todo esto pensando, a paso lento por el sendero, interrumpido a trechos por retorcidos gajos de «molles» y «blanquillos» que apartaba con la vaina de la espada, firme en la diestra y apoyada en el hombro, llegó el joven a la zona limpia, dirigiéndose a su vivac.

En el que le seguía, se encontraba ya Ladislao hablando de pie con un soldado del escuadrón. El diálogo fue breve. Enseguida se separaron.

Cuando Ladislao se volvió, encontrose con la mirada fija y penetrante de Luis María, clavada en su rostro con una insistencia desusada.

El «matrero» no se inmutó; saludolo con la mano y se apartó de allí, silbando un «cielito».

El joven siguió con la vista al miliciano con quien había conversado Ladislao.

Aquel atravesó toda la línea de fogones, recostose al monte, montó a caballo y se marchó al trote en dirección al paso.

Entonces Luis María miró en su rededor; y divisando cerca a don Anacleto, que alisaba las crines de su overo, marchó hacia él y le dijo:

—¿Ve V. aquel hombre que va orillando el monte, rumbo al paso?

—Sí, señor.

—Pues va V. a seguirlo, hasta cerciorarse a dónde se dirige; o por lo menos, si se aleja más de dos cuadras del campamento. ¡Y boca cerrada!

—Muy bien, mi teniente. Pero en estos campos soy poco baqueano, y pido permiso para sacar algún vecino regalón como gato de cura, de los ranchos del lao allá de la «cuchilla»… Aquel melico tiene figura de aparecido. ¿No es un hombre chico que parece damajuana con nariz de «chile»?

—No, es alto y rubio… Búsquese V. el baqueano que dice.

—Ansina lo bombeo mejor, mi teniente, al reparo del otro, sin que el hombre ventee que lo van ojeando.

Y esto diciendo, don Anacleto se puso sobre los lomos, estirose el halda del chiripá, y tomó un galopito comadrero, arrastrando la punta del «maneador».

Iba muy grave, orgulloso de la confianza en él depositada, sujeta la lanza en el estribo y cruzado el trabuco en la cintura.

Como viese que, a la salida del campamento, su hombre tomara el paso y siguiera su camino sin volver la cabeza, en actitud de gran despreocupación e indiferencia, lo mismo que si se dirigiera a proveer las maletas a alguna casa de negocio, él a su vez sujetó el overo, continuando al tranco, y bajó la lanza.

El miliciano mantuvo el paso hasta trasponer la primera loma. Después recomenzó el trote largo.

Don Anacleto hizo una vuelta extensa para evitar sospechas, y llegó a marchar en línea paralela, apartado unas tres o cuatro cuadras de aquel. Esta marcha monótona duró algunos minutos, procurando en ella el seguidor desaparecer a trechos en las ondulaciones del terreno, a fin de desorientar al miliciano.

De pronto éste, emprendió el galope firme.

El viejo arrimó espuelas, sin desviarse, murmurando:

—¡Es al ñudo!… En cuanto llegués, yo ya estoy de güelta.

El galope simultáneo, fue sostenido. En media hora cruzaron muchos llanos y «cuchillas», un arroyo y varias «cañadas» fangosas.

Se habían puesto lejos del campamento.

Recién entonces llegó a apercibirse don Anacleto que él iba pisando un pago que no conocía, y que su hombre lo llevaba más allá de lo prudente —acaso a una emboscada muy peligrosa.

Reflexionó. El seguido debía ser un «resertor», si es que no era un enemigo disfrazado que iba a dar cuenta a los otros de lo que había visto. Esto pasaba de grave, y el teniente había tenido razón en hacerlo «bichear» hasta descubrirle la «güeva». Habían pasado cerca de una «pulpería», y el hombre ni siquiera hizo ademán de pararse, apurando por el contrario su galope; habían encontrado algunos «ranchos» en el tránsito, y se había apartado cuidadoso al punto de aproximársele a él más de lo conveniente; lo que en tantas otras ocasiones, lo puso en el caso de volver riendas al overo, obligándolo en la última a detenerse junto al palenque.

Entonces el perseguido se apeó, para apretar la cincha.

—¡Si estuviese aquí el teniente Cuaró!… —díjose entre dientes el viejo.

En ese momento el miliciano puso en él los ojos, mirándolo con mal ceño.

Don Anacleto resolvió en el acto entrarse al «rancho», que estaba allí a unos pasos; y haciendo sonar junto a la puerta el sable, dijo, ahuecando la voz:

—¡A ver un hombre que sirva de baqueano en el pago!… ¡Y listo, porque tengo orden de afusilar al que se retobe!

Apareció en la entrada así evocado, un sujeto ya viejo, muy barbudo, larga cabellera y aire bonachón, cubierto con un poncho verde—botella en extremo usado, un chambergo incoloro de alas tendidas y flotantes sobre la melena entrecana, y llevando en vez de botas unas ojotas grandes o sean abarcas de cuero peludo atadas con «tientos» por encima del empeine, con relleno de bayeta; las que daban a sus pies la forma de muñones propios para apisonar la huanera de los corrales.

—¡Buenos días! —dijo con acento manso—. Ahora mismo iba a montar para ir hasta el bajo a repuntar la tropillita, porque me han dicho que anda todo revuelto… Si es de su gusto, pase… Aquí está toda mi gente, afligidísima. Mis dos mozos mayores se han ido desde ayer de tardecita.

—Gracias por la oferta —contestó don Anacleto—. Pero no puedo echarme a sobonear en la hora en que estamos, porque el caso es de pronta resolvencia. Monte y venga a priesa.

Rascose el hombre la nuca, y aunque vacilante, montó en su cabruno.

Ya el miliciano había desaparecido del vallecico en que se apeara para arreglar su «apero».

Capítulo 11

Don Anacleto mostrose colérico; si bien su rostro revelaba cierta íntima tranquilidad. Montó ágilmente, diciendo con el entrecejo fruncido:

—Vamos a apurar hasta el «duraznillo» aquel que se columbra en la loma, porque el venao se me pone lejos del tiro…

Los dos pusiéronse al galope corto.

Para más tampoco daba el cebruno del baqueano, cuyo arreo guardaba armonía con las prendas del dueño. Consistía en un «recado» que había prestado largos servicios, a juzgar por las ranuras de la carona y las grietas de la cincha, así como por los escasos vellones que le quedaban a una piel de carnero que le servía de cojinillo; el rendal era sobrio de adornos con sólo dos botones casi deshechos y otros tantos pasadores de bronce, el sobrepuesto de cuero de «carpincho» agujereado, en varios sitios, y el «lazo» de «torzal» o sea de tiras ajustadas en serpentina, arrollado al anca.

—¿En qué pago estamos? —interrogó don Anacleto con tono de imperio.

—Estos son campos de Núñez, señor —respondió el guía, suave y bondadoso—. Están cuasi encima del distrito de Canelones; aquella población que se ve allá al costado del duraznillar es lo de Moreira a este otro rumbo, como a media legua, va el camino a Guadalupe… Si V. fuese servido de no llevarme lejos, había yo de agradecerselo con el alma. Tengo a la mujer un poco apestada y un chico con el carbunclo…

—De llevarlo o no lejos, a sigún —repuso don Anacleto—. Siento que el «daño» ande en su casa. Pero preciso que me indilguen en estas alturas que parecen lomo de lunanco, hasta que yo no mire turbio… Si juese en las cuchillas de Navarro y de Marrincho, naide me ganaba a listo.

Los campos por delante aparecían solitarios, regados por una luz esplendorosa, con sus pastos de un verdor intenso. En la loma no se percibía ni una sombra, ni una manifestación de vida.

Don Anacleto fue desarrugando el ceño, e invitó a su guía a picar tabaco alcanzándole un trozo en rollo.

Para esto, púsose al paso, y entabló conversación, muy unido al compañero, riéndose de los temores de éste, lleno de un aire de protección y valentía que inspiraba respeto.

Su voz bronca formaba contraste con la muy atiplada del guía y no menos sus carcajadas ruidosas con la risa comprimida de aquél, propia de paisano franco y retozón. Don Anacleto hablaba de sus cosas juveniles.

Hicieron alto para dar fuego a un yesquero y encender los cigarros.

En tanto don Anacleto acercaba la yesca a una cola que se había sacado de atrás de la oreja, añadió a lo dicho, gravemente:

—Como le iba rilacionando, nunca tuve vertud para el casorio. Siempre jui solito como ombú en despoblao. Y no es que mozas muy garridas no quisieran arrocinarme, sino que era grande la armada. ¡De balde, paisano! a saltitos les hacía la cruz. ¡Para otros ese quiveve!

Y dígame por su vida ¿cómo cuántos hijos tiene?

El baqueano atizó el cigarro con la uña del pulgar, y atragantándose con el humo, dijo:

—Doce y la pava echada.

—¡Por Cristo, que avestruz padre! La docena del flaire.

—¿Le parece mucho? Para eso andamos en el mundo, amigo viejo, aunque ya medio lisiados.

—¡Hum! no es mala chuza la que V. maneja, paisano… ¿A la cuenta todos son machos?

—Y hembras también, que Dios los cría juntos.

—¡Ya se ve! ¿Y cómo se llaman esos pedazos de corazón?

—Anicasia, Canuta, Jesusa y Nicanora para servirle.

—¡Gracias! Han de ser bien formadas y de linda pinta. ¿Y cómo se maneja la «doña» para vestir a tanto perjeño? Porque la cosa es de asustar a un santo que juese…

Riose el hombre de las «ojotas» observando:

—Deberían los hijos nacer con plumas como los pollos…

—Para que se larguen al primer volido, ¡a la cuenta! —exclamó don Anacleto retozándole el buen humor por todo el cuerpo.

Llegaban en este instante a la cresta de la «cuchilla». Desde esa altura la vista dominaba un vasto paisaje, bajo una atmósfera purísima. Los horizontes clareados por el sol permitían distinguir al ojo del campero los bultos que se movían a la distancia, y clasificarlos sin error.

A la derecha, sobre la carretera que conducía a Guadalupe elevábase una nubecilla de polvo, distendida y paralela al horizonte, a semejanza de una humaza en el ambiente sereno.

Un jinete, que se percibía reducido como un muñeco de plomo, se dirigía hacia ese punto; del que no debía distar mucho, pues trepaba la aspereza del declive próximo al camino.

Los dos hombres se quedaron atentos, en silencio.

Aquello era novedoso. Don Anacleto ahuecó la mano sobre la frente, a moda de visera y dijo:

—Aquel que se va encimando, es el melico que yo seguía… No hay más que el flojonazo me saca el bulto.

El baqueano, que a su vez observaba sin parpadear, exclamó en tono de quien está bien seguro de lo que afirma:

—Aquella es gente armada, la que se ve por el camino… Arrean caballos a los costados, y van al trotón firme.

—¡Mi gente no puede ser! La dejé acampada —arguyó don Anacleto con alguna alarma.

—Es tropa de Lecor, a la fija la misma que pasó ayer al clarear, por junto aquel «totoral» del playo donde hizo la carneada.

Una línea negra efectivamente se dibujaba en la loma, por debajo de la cerrazón gris formada por el polvo del camino. Era como una serie de puntos corriéndose hacia el sur con una velocidad no interrumpida de marcha forzada.

—¿No será esa la división de Pintos? —preguntó don Anacleto.

—No señor. El regimiento de Pintos está de firme en Guadalupe, y de moverse lo ha de hacer para Montevideo. El hombre sabe que el viento malo viene de aquí, atrás en donde todo parece que se ha puesto al revés; y crea que antes de darle cara, se ha de mirar mucho… Esa tropa que vemos ha salido de la plaza; y al tocar alguna cosa que no ha de haber sido espuma de «chajá», se viene reculando como alacrán con la cola entre los cuernos… Un toque a degüello, cerquita, los ponía en desbande.

—¿V. ha sido melitar? —interrogó con gran seriedad don Anacleto.

—Serví algún tiempo, paisano. Después de Corumbé me recogí a cuidar de mi familia.

—¡Ya maliciaba yo que abajo de esa mansedumbre había entraña de dragón, canejo! Y pues que ha olido pólvora lo convido para allegarse conmigo al totoral aquel, a mirar de más cerca a esos mandrias que se van a brincos de «quirquincho» derecho a la cueva.

—¡No se fíe, paisano! Mire que esos hombres acostumbran ir arreando cuanto animal caballar encuentran a los flancos, y no sería difícil que hubiesen desprendido algunas partidas ligeras a esta parte del campo, donde saben que hay yeguada alzada.

—¡Nunca supe que era miedo! —exclamó el viejo exaltado—. ¡Vamos hasta las totoras sin mirar para atrás!

—¡Como quiera! —repuso el baqueano.

Don Anacleto remolineó la lanza, y los dos arrancaron castigando.

En mitad de la carrera, el guía en voz que denunciaba absoluta calma, prorrumpió, señalando con su diestra el nexo de dos colinas:

—Por ahí viene a toda rienda una partida echando por delante mis yeguas… ¡Ponga la oreja y oirá el batir del cencerro!

Don Anacleto miró, sujetando.

Cinco o seis jinetes bajaban ya la ladera azuzando con las culatas de las carabinas y aun con los sables una «punta de yeguares». Daban gritos aturdidores, y venían desplegados en arco para mantener los animales en núcleo.

—Son portugos… Sino, fíjese en esos trajes color de garzamora que traen y en los embudos de hule metidos en la cabeza.

—¿Y dónde se endereza? —preguntó bastante demudado don Anacleto—. Son muchos esos águilas para aguaitarlos.

—Es así. Lo mejor sería corrernos por este playito rumbo al talar de aquel arroyo. ¡Si alcanzamos, ni el polvo!… Pero a V. lo condena esa lanza con banderola y nos van a cargar.

—¡Rumbeemos! —gritó don Anacleto, procurando ocultar su rejón, y haciendo entre los dedos un guiñapo de la insignia.

Silbaron dos balas por el flanco de improviso como una ratificación del dicho del baqueano.

Luego, otra, que picó delante haciendo saltar algunas briznas.

Apuraron el galope.

Pero un nuevo proyectil acertó en los cuartos traseros del overo, que se puso a corcovear, dando con don Anacleto en tierra.

El baqueano se detuvo, alargó el brazo y cogió el rejón que escapado de la mano de su dueño en la caída se había hundido por el cuento en plano oblicuo y derivaba ya hacia el suelo por el peso de la moharra.

El semblante del guía se había puesto violáceo, cual si un aluvión de sangre inyectara la periferia, y de sus ojos oscuros brotaba un brillo extraño. Su chambergo incoloro flotaba sobre el dorso, y la melena suelta se alborotaba sobre las dos mejillas crispada y ondulante, dándole un aspecto imponente que aterró a don Anacleto, descoyuntado e inmóvil en los pastos.

No dijo palabra. Escupiose en las manos nervioso, empuñó el astil, y revolvió su cebruno, ya sobresaltado por el ruido de los disparos.

La yegua madrina de su «tropilla» manca de los encuentros, con el vientre casi al ras de las hierbas, jadeante y sudorosa pasó posada, sin fuerzas, a su lado, batiendo el esquilón.

Mirola de soslayo, en las ancas, donde llevaba dos o tres surcos sangrientos hechos por los sables; y llegó a arrojar un grito ronco retenido hasta ese momento por el arrebato en su garganta, semejante a la nota de un ave de rapiña a raíz de una pedrada en la cabeza.

Gruñó otra bala redonda desgarrando a su caballo la piel del cuello; lo que acabó de ponerlo ágil y saltarín, al punto de tascar el freno despavorido.

Él lo cuadró con mano experta, y sin perder los estribos, en los que apenas encajaban las puntas de sus «ojotas», acometió echado sobre el pescuezo al igual del toro que busca romper el cerco.

La lanza trazó un semi—círculo dividiendo al grupo, luego una recta inclinada que terminó en la garganta, de un soldado, derribándolo por grupas; después un molinete, veloz que remató en un golpe de flanco abriendo a un segundo el vientre; y por último, blandida con furia en un altibajo para ensartar a un jinete de frente y despedirlo lejos de la montura, el hierro marró el bote y el astil se hizo trizas en el arzón sembrando el aire de astillas.

Sonaron dos o tres detonaciones. El hombre de las «ojotas» cayó de boca sobre las crines del cebruno, bamboleose un instante y enseguida se deslizó a las hierbas con un ruido de mole que rueda en un barranco.

En medio de su pavura, don Anacleto lo vio caer con dos agujeros negros en el rostro a ambos lados de la nariz. producidos por la doble descarga de una pistola de dos cañones, a quemarropa.

A uno de los soldados, tendido boca arriba, brotábale como un surtidor la sangre del cuello. Aun así seguía retorciéndose. El otro estaba inmóvil, con el vientre desgarrado.

Capítulo 12

Avanzaba la tarde llena de celajes, destemplada, presagiando noche de hielo. El sol descendía, y ya sobre el horizonte sus rayos mortecinos abriéndose paso entre festones de un matiz de perlas, teñían los cirrus de la opuesta zona de un rosa vivo, tan puro e intenso, que éstos semejaban alas de enormes flamencos surcando de través los aires en apiñada batida. Una especie de bruma sutil extensa y colorante, que no era más que menudo polvo difundido en la atmósfera a lo largo de la carretera, denunciaba, desde lejos a los vecinos inquietos la marcha de una gruesa columna de caballería,

En realidad venía hacia Guadalupe gran tropel de escuadrones a bandera desplegada. Oíanse a intervalos toques cortos de clarín.

Era la fuerza patriota que avanzaba en dos columnas, precedida por una gran guardia de tiradores y lanceros, y cubierta por una doble línea de flanqueadores que iban a regular distancia del núcleo, guardando entre ellos los trechos de ordenanza.

Aquella masa se movía en orden, con rapidez, deteniéndose de vez en cuando breves momentos para rectificar líneas y dar resuello a los caballos. Numerosas «tropillas» de relevo y reserva se aglomeraban a retaguardia, fuera del camino real, trotando en las praderas colindantes en densas agrupaciones.

La hueste revolucionaria se dirigía a Guadalupe, en donde se hallaba el coronel brasileño Pintos, con el segundo cuerpo de paulistas.

En la columna de la derecha y al frente del primer escuadrón, marchaban juntos Luis María e Ismael.

Cuaró iba en el ángulo de la mitad algo separado de la tropa, con la vista fija en el extremo de la columna de la izquierda. Componían esta columna los dragones de Rivera.

Luis María iba preocupado por la falta del miliciano que había hecho seguir, en su salida del campamento, y mucho más con la del individuo de tropa que enviara en pos de él. Estos detalles, nimios para otro, tenían a sus ojos una importancia seria, a partir de los hechos alarmantes de que estaba en posesión. ¿Qué habría ocurrido, que no aparecía sin más demora don Anacleto?

No dejaba de causarle inquietud un incidente que acababa de producirse, y que se ligaba de un modo estrecho a sus alarmas.

Ladislao había cambiado de filas, yéndose sin pase ni consulta siquiera a las del brigadier, con quien iba a esa hora conversando muy animadamente.

Al irse, había cruzado silencioso delante de sus compañeros de fogón. Cuaró le había mirado con encono.

Como al pasar, lo hiciera encogido al punto de similar corcova, en las espaldas, el teniente mal prevenido le había dicho en voz alta y airada:

—Ponele un puntal al rancho… ¡Mirá que se te va a caer!

Luego, Cuaró se puso fulo. Su cortezuda piel apareció más negra que de costumbre. Las alas de la nariz se le estremecieron varias veces, como si trataran de desplegarse con el venteo de un animal de presa.

Luis María llamó la atención de Ismael sobre la actitud del teniente.

Cuando Velarde lo observó, Cuaró ojeaba taciturno a Ladislao.

—Recuerda lo del fogón —dijo.

—Así ha de ser. Por lo menos adivina lo que pasa.

—No quiere a Frutos. Dice que es un «aguará» rabón.

Sonriose el joven ayudante, y murmuró bajo:

—Ladislao asegura por su lado, que nuestro jefe quiere que todos marchen con el mayor orden, cuando lo justo sería que sólo en la pelea los hombres obedeciesen. Mientras que esto no sucediera los paisanos podrían andar de rancho en rancho, disputar con los jefes, jugar a la «taba» y hasta dormir fuera del campamento si sentían deseos de cama blanda.

Ismael guiñó un ojo, alargando el labio; gesticulación habitual en él, cuando ciertas ocurrencias lo parecían despropósitos.

Después, resumiendo en una frase lacónica de estilo pintoresco su opinión sobre el individuo, dijo seco y breve:

—Criao a monte.

—Mal ejemplo, compañero, si cunde. El respeto y la obediencia son tan necesarios al soldado como el valor para ir a la batalla. Por eso admiro al bravo que sólo lo es delante del enemigo. Ese triunfa o muere en su ley.

Ismael, aunque casi insociable, cerril, tenía el espíritu vivo y perspicaz; algunos años de roce con ciertos hombres lo habían hecho un tanto accesible. Las palabras de Berón, si bien no muy claras para él, halagaban su oído como una música extraña. A veces lo dejaban en suspenso. Luego miraba al rostro del joven con un aire de admiración y de tristeza que esparcía en el suyo como un resplandor del instinto inteligente, ansioso de encontrar para manifestarse notas como aquellas de un idioma sonoro.

Así lo miró ahora melancólico y huraño.

Después murmuró:

—Por eso, antes no vencimos. Los hombres se juntaban como yeguares cuando el campo se quema, y coceaban al fuego. Ansina morían, rabiosos, pero sin miedo.

—Nuestras derrotas gloriosas no han sido más que lujos de heroísmo —dijo Luis María—. Se peleó sin organización, sin disciplina, sin ideal militar. En la hora de la prueba cada uno daba de sí toda la médula de su coraje, con su sangre o con su vida, pero antes de ese momento supremo, ninguno pensó que un cobarde hábil podía más que cien valientes imprevisores. Se creía en la pujanza del brazo como en el golpe de una centella; los briosos paisanos hacían la cruz a los fusiles en son de burla, y se reían de los cañones hasta el punto de enlazarlos de las ruedas… Sin embargo, esos fusiles y esas piezas, que ellos comparaban a las arañas negras cuando se arrastran por el camino, fueron los que inutilizaron su esfuerzo y su denuedo… ¡Acuérdese V., capitán! V., que puede enseñarme el camino del sacrificio y hasta reprenderme si me muestro débil en el día del combate; acuérdese y diga si eso es verdad.

—¡Como que aura es noche! —contestó Ismael, ingenua y suavemente.

Luis María se quedó pensativo, y miró de soslayo la columna de la izquierda. Ismael siguió aquella mirada, y se amorró.

Continuaron marchando en silencio.

Comenzaba una noche muy despejada, con su polvareda de estrellas y su aire frío como vaho penetrante de cultos abismos. Los soldados se habían envuelto en sus ponchos. Las dos líneas de bultos negros siguiendo paralelas guardaban un promedio de cincuenta pasos, al trote firme. Entre los prisioneros nadie alzaba la voz.

En la columna de la izquierda cierto bullicio sordo como de enjambre se extendía de la cabeza al otro extremo: los milicianos conversaban, reían, canturreaban, lanzábanse pullas como flechas o entreteníanse en levantar en las puntas de las lanzas algún residuo visible al paso, que luego despedían sobre el escalón delantero a modo de bola perdida. Con este motivo, a veces algún redomón enarcaba el cuello al sentirse rozado en los corvejones y sacudiendo los lomos hería el aire con los cascos, introduciendo el desorden en las filas. Si el jinete lo domeñaba, el elogio circulaba de boca en boca; si medía el terreno, el ruido del desplome producía una explosión de risas que podían resumirse en una sola y colosal carcajada.

En más de una ocasión, se impuso silencio.

En la derecha la actitud era distinta. La consigna había sido de observar la mayor compostura; y a causa de no cumplirla varios hombres fueron remitidos a la guardia de prevención. En caso de reincidencia, debían de marchar a pie con el caballo del cabestro.

El comandante Oribe, que era el que había dado la orden, decía que el voluntario estaba obligado por su misma abnegación a excederse al soldado de línea, sin lo cual su desprendimiento sería un acto vanidoso y su virtud guerrera un pueril alarde. El que ofrecía lo más, que era el contingente de su sangre, y aun de su vida, debía lo menos que eran el respeto y la obediencia. La victoria dependía de mil voluntades unidas como eslabones, sin perjuicio de la libertad individual relativa que no hacía sino afianzar la unidad de esfuerzo. Otra línea de conducta, sólo engendraba un espíritu de insubordinación y de licencia, que al estimular los resabios concluiría por torcer los planes mejor combinados, y por erigir la prepotencia personal en única autoridad respetable. El soldado se debía a la disciplina, como el ciudadano a la ley.

Todo esto había dicho a sus subalternos horas antes con firmeza y desenvoltura militar, recorriendo a paso lento las filas.

Sus palabras habían hallado eco.

De ahí que en el escuadrón reinase el orden. Sólo uno se había retirado, descompuesto y arisco, que era Ladislao Luna.

El diálogo de Luis María y de Ismael, no había sido más que un comentario a aquella arenga en favor del buen servicio.

Sobre esta terna se seguía hablando a la cabeza de la columna, cuando se mandó un alto de descanso.

Todos echaron pie a tierra, no poco deseosos de desperezarse fuera de los estribos con entero desembarazo; y las bestias resoplaron de contento, sacudiendo frenos y monturas.

Uno de los oficiales, el capitán Meléndez, se acercó al grupo formado por Berón, Ismael y Cuaró, diciendo:

—Parece que ha habido hoy un pequeño choque de partidas sueltas a este lado del camino, pues los exploradores han visto tres muertos en el bajo.

—¿Enemigos?

—Dos de ellos. El otro, no se sabe si pertenecía a los nuestros. Aseguran que no debía ser de la milicia; no se encontró arma alguna a su lado, ni siquiera un cuchillo.

—¿Viejo o joven, ese muerto? —preguntó Luis María.

—Hombre maduro, el pelo entrecano, que llevaba «ojotas». Le habían acertado dos balazos en la cara; lo que de lejos hacía creer que tenía cuatro ojos. Los otros muertos eran de caballería de línea. Por el uniforme debían de pertenecer a la que está de guarnición en Montevideo. Uno estaba casi degollado, y al otro le habían revuelto en el vientre una lanza con cuatro medias lunas, de modo que no le quedase entraña que no luciera al sol.

—¡Que cornada fiera!

—Lo particular del caso es que junto al de las «ojotas» se vio un astil hecho añicos, pero sin rastro de moharra. Se supone que los vencedores se llevaron el hierro para que no sirviese a otro que tuviese un brazo parecido.

Luis María se acordó de don Anacleto, que iba armado de una lanza con cuatro medias lunas. Los datos, sin embargo, no arrojaban bastante luz. Aun en la hipótesis contraria, resultaría de ello que él no había perecido.

Con todo, apresurose a relatar el incidente que motivó la salida del viejo en seguimiento del miliciano sospechoso, desde San José.

Sus compañeros escucharon muy atentos; y Cuaró dijo:

—Mirá; el viejo no era baqueano y sacó un vecino. Al vecino, le hicieron estirar el garrón, y arrearon con el viejo. El que lanceó no jué él, sino el vecino, que había de ser hombre duro…

—¿Por qué, teniente?

—El viejo es blando, como cera de «camoatí»… No ruempe lanza ni en un tronco, porque el brazo se le hace junco.

Ismael se sonrió y Luis María se sintió más tranquilo. Cuaró había resumido en una frase toda una observación sico—fisiológica sobre la personalidad de don Anacleto; y a partir del aserto, las probabilidades de haber salvado la vida estaban a su favor. ¡A buen seguro que él se habría dado maña para librar la piel con la menor lesión posible!

La orden de seguir la marcha interrumpió la conversación.

A poco andar, súpose que no había enemigos en la villa. Cruzose el Santa Lucía por el paso del Soldado.

Siguió la fuerza avanzando a gran trote. En sus desviaciones frecuentes cortó un trecho largo de campo y pasó con el agua al pecho el arroyo Canelón grande.

A altas horas percibiéronse delante grandes sombras de arbolados y casas. Era la villa de Guadalupe con sus chacras, quintas y edificios de «quinchado» o teja en medio de tinieblas, que contribuían a aumentar en las calles las paredes sin blanqueo, el solado de tierra y la falta de reverberos.

La fuerza revolucionaria, formando una sola columna, atravesó la villa, como por en medio de una doble fila de sepulcros —tal era el aspecto de las viviendas, la soledad y el silencio que dominaban por doquiera.

El segundo cuerpo de paulistas se había retirado hacia muchas horas, abandonando algunos despojos, y siguiendo el camino de otra columna que había contramarchado del interior a marchas forzadas para guarecerse en Montevideo.

Según se supo, el coronel Pintos había tenido noticia de todo lo ocurrido, el día anterior por conducto fidedigno. Las nuevas se les trasmitieron por «chasque» expreso, que llegó aplastando caballos, y que lo sorprendió en la ignorancia más completa. Al principio, todo fue vacilación y zozobra, apremio y desorden. Después resolviose el repliegue sin demora, al paso precipitado, sin esperar instrucciones de la capital. Emprendida la retirada bruscamente, se arrastró lo que se pudo, llevose por delante las guardias destacadas envolviéndolas en el tumulto, cortáronse los tiros a los vehículos de andar torpe dejándolos en el medio o a los costados de la carretera a modo de estafermos que señalaban en la densa oscuridad el rumbo de la fuga; y como hicieran sin duda demasiado peso algunas armas blancas y de fuego, fueron con ellas sembrando el terreno hasta muy cerca del antiguo real de San Felipe, según los partes de la gran guardia que iba barriendo el camino como la primera ráfaga del viento de tempestad que debía rugir contra los muros ciclópeos.

Se agregaba que, bajo la impresión recibida, la tropa se había hecho un hacinamiento, al punto de ordenarse muy tarde en escalones. La voz de los jefes y oficiales tuvo que ser acompañada de la amenaza y de la espada para dar alguna corrección a las filas y mantener el paso uniforme en campo abierto. El coronel Pintos en un arrebato, había hablado de fusilar. Entonces la insubordinación y más que eso el pánico que iba tomando creces, fue dominado en parte a pesar de la hora, del aislamiento y del peligro cercano. El regimiento se alejó a tropezones, ocultando en las tinieblas el rubor de su desmoralización.

Venían las primeras luces del alba, cuando la división revolucionaria acampaba a orillas del Canelón.

Se habían adoptado resoluciones importantes. Los dos jefes principales con la masa de prisioneros, debían contramarchar al interior, y para distintos puntos otros subalternos, que gozaban de prestigio en sus respectivos distritos. La villa de San Pedro fue designada como punto céntrico de reuniones parciales, que debía presidir el brigadier Rivera; y las nacientes del Santa Lucía como sitios a propósito para el cuartel general de Lavalleja. De este modo la fuerza a la ofensiva quedaba reducida a cien hombres, escogiéndose al efecto cincuenta voluntarios al mando de Oribe y otros tantos de los ex—dragones de la provincia. Eran sus armas la carabina, la lanza y el sable, distribuidas convenientemente.

Acordose que, una vez frente a las murallas, Calderón dirigiría en jefe, quedando el comandante Oribe de segundo.

Se extrañó esta resolución. No se quería en las filas al ex—jefe de dragones. Pero, se dijo que había sido adoptada a sugestión del mismo Oribe; y este detalle, acentuando la personalidad del que hasta ese momento venía posponiendo las satisfacciones vanidosas y los egoísmos irritantes al bien de su causa y del país, selló todos los labios. Debía aquello ser hábil y acertado, desde que él así lo quería. Nadie quiso entonces investigar el móvil determinante del hecho, dándose así adaptación práctica a la regla de obediencia que debía en adelante ser la base de subordinación y del respeto a las órdenes superiores.

Al expirar el día, esos cien hombres eran los únicos que formaban campamento a los ribazos del Canelón.

Con las primeras sombras, se mandó ensillar.

—¿Vamos adonde la madriguera? —preguntó Cuaró.

—Así es —respondiole Luis María, que impartía la orden de fogón en fogón—. ¡Cuando asome la aurora, veremos a Montevideo!

Al pronunciar estas palabras parecía nervioso y febril. Embarazábale una emoción violenta de alegría mal reprimida, el desborde de un goce mucho tiempo ansiado; acaso el goce mayor a que pudo aspirar en sus largos días de aventura y de peligro. ¡Montevideo!… ¡Allí estaba todo lo que, con el ideal de la patria gloriosa y libre, amaba más en la vida!

Al verlo excitado, Ismael ceñudo y triste, que había empezado a quererlo con el afecto que crea la comunidad de sacrificio, díjole:

—Está contento porque va a su pago… donde está la novia.

Berón se encendió como una mujer; y cogiéndolo entre las suyas la mano, se la estrechó con vehemencia.

El capitán Velarde acercole torvo la cabeza, que oprimió con la de él, silencioso, en una caricia de amigo adusto y silvestre, como de quien nunca había conocido otro halago que el del sol del desierto.

Luis María se conmovió. La caricia de aquel valiente pareciole como el resuello de una herida dolorosa, que nadie había restallado, mal curada en la soledad de los bosques como las de un toro bravío.

Después, cuando se emprendía la marcha a la sordina, caída la noche, los dos iban juntos y callados mirándose a veces con extrañeza cual si recién hubiesen hallado el secreto de una recíproca simpatía.

La marcha fue dura. Como no se llevaban prisioneros, ni convoy, y el número de hombres era muy limitado, se caminó a trote largo sin otras treguas que las necesarias para dar un descanso a las cabalgaduras, o para recoger los restos abandonados por el enemigo en su retirada. Algunos de estos despojos, por su calidad, demostraban que aquel iba pávidamente impresionado. Encontráronse carros de provisiones de guerra y de boca, espadas, clarines, uniformes de oficiales, pistoleras, monturas; y en ciertos sitios, a las orillas de la carretera, desertores y rezagados con todo su arreo encima. Los vecinos del tránsito decían que los paulistas a su paso como fantasmas de media noche, iban alarmando uno por uno los apostaderos del trayecto, a punto de no dar tiempo a cargar con lo más indispensable a las guardias; sintiéndose en el silencio profundo de las altas horas gritos y galopes desenfrenados en todas direcciones, rodar de carros y estridor de armas, todo lo que dejó de oírse a los pocos minutos como un ciclón que pasa de súbito y se pierde a lo lejos.

Entonces, Oribe dijo a sus oficiales y soldados:

—Mañana enarbolaremos la bandera en el Cerrito, sitio de tantas glorias; y cambiaremos balas con los opresores de nuestra tierra.

La pequeña legión acogió estas frases llena de ardimiento; moviose al unísono venciendo al sueño, enemigo el más terrible; del soldado; atravesó campos, arroyos, cañadas, valles y asperezas, dio lugar en sus filas a nuevos continentes de hombres resueltos, y se puso en los lindes del distrito antes que despuntase la alborada.

Al pasar por las Piedras, Ismael extendió el brazo hacia la zona el nordeste, y dijo a Luis María:

—Ahí vencimos a los godos con el viejo Artigas… Enlazamos los cañones, ¡les quitamos todo!…

Nenguno escapó; ni el mesmo Almagro.

—¿Quién era Almagro? —preguntó Berón.

Ismael guardó silencio un rato. Después dijo:

—¡Otra vez he de contar!

Comprendió el joven que en esta frase iba envuelto el desenlace de una historia dramática que resumía quizás toda la vida de aquel hombre.

Por eso, a pesar de su interés, no quiso insistir. Esas cosas no debían ser escudriñadas.

Con todo, ¡cuán grato lo había sido oír las palabras de su compañero, al felicitarle a su modo por la vuelta «al pago», y al hablarle de una novia que él debía tener allí que le esperaba ansiosa tras una larga ausencia!

Sin intención de sondear en lo íntimo, Ismael había acertado, rozándole con suavidad un sentimiento oculto; que no se amenguó nunca en la existencia aventurera, sino que tomó creces como una necesidad imperiosa de su espíritu.

En realidad, él tenía una novia, cuya imagen venía reproduciendo desde mucho tiempo atrás en su cerebro; imagen más hermosa cada vez, a medida que el deseo enardecía su mente y se agolpaban a su memoria los gratos episodios del pasado.

Rubia, de ojos garzos, piel de rosa, esbelta, más expresiva en el dulce ceño que en la frase, retraída, resignada, erguíase su interesante figura a cada paso, como llamándolo cerca con un ademán de suave ruego…

La conoció en la hacienda de Robledo en momentos para él amargos, cuando huía de los dominadores de monte en monte. Pudo hablarla en horas de pasajero reposo. Después cultivó su amistad; cuando herido en una refriega oscura, ella y su hermana Dora lo atendieron en la casa de su buen padre don Luciano, dueño del campo… Esta amistad fue lejos; pasó a ardiente simpatía. Aún no estaba restablecido el día en que aparecieron en el campo los brasileños, que se llevaron a Robledo y a su hija Natalia; aquella Nata que había puesto vendas en sus heridas, velado su sueño, oído sus delirios, atenuado sus dolores y échole pensar en los deliquios de la ventura.

Se acordaba él bien. Con su padre preso, acaso por su culpa fue la hija. También la negra Guadalupe. El teniente Souza había usado, de una conducta correcta con todos, a pesar de los antecedentes que de él lo habían separado en la paz y en la guerra. Cumplió sus deberes de soldado con modales corteses, atento, sin rigor: y esto le hacía halagar la esperanza de que el viaje de la estancia a Montevideo se hubiese hecho sin tropiezos ni sobresaltos.

Desde aquel día nada había sabido…

Ahora que marchaban en ese rumbo, el de las manchas del sur, que tanto conocía, avivábanse sus memorias y latía con fuerza el corazón. Iba hacia donde estaban su hogar, sus padres y su amada; a los lugares de su niñez y juventud primera con sus caseríos de teja roja, sus calles de laberintos, sus plazuelas sombrías, su puerto sembrado de velas y de mástiles y su cinturón de granito lleno de almenas y cañones. Y pensando que era mucho su gozo por sólo volver del interior de la tierra después de tantas contrariedades, imaginábase que sería acaso mayor el de otros que habían luchado más que él y que llegaban de otro país, sin recordar en esta hora de sacrificio las comodidades que dejaban en la opuesta orilla.

Así cavilando entre las excitaciones nerviosas de la marcha nocturna, alzábase ante su vista a pocos pasos el bulto de su jefe, que trotaba firme, silencioso, envuelto en las tinieblas como insensible a la fatiga y al sueño. Este era uno de los que había traspuesto el río y despedido las naves al volver a pisar el suelo nativo.

Venían de lejos en busca de la tierra, del agua y del fuego sin cálculos ni miedos, ellos que fueron siempre los valientes en la derrota y en la victoria, porque siempre pelearon uno contra veinte sin pedir tregua ni perdón. Dignos de mandar y de ser obedecidos, ¿qué eran los sacrificios de los jóvenes a la sombra de su heroísmo, consagrado por la tradición oral y el amor de la raza oprimida?

Apenas un eco débil en el grande esfuerzo anónimo…

Y al observar a su jefe erguido, avanzando en línea recta, como si fuese acaudillando innumerable hueste, rumbo a la plaza formidable que encerraba millares de hombres y un centenar de cañones dentro de sus muros, con la intención de retarla a duelo, su cabeza ya debilitada por el insomnio empezó por creer que detrás venía en realidad toda una legión invencible, en vez de un grupo de cien jinetes bamboleantes en los estribos.

El trote pesado de las cabalgaduras somnolientas pareciole extraño galope de hipogrifos; el ruido sordo de los cascos en el suelo, el rodar de artillería de sitio; una que otra voz ronca en las filas, algún son de trompeta precursora de ataque; y cuando vino el alba sin nubes a descubrir los horizontes lejanos, y vio a un flanco enhiesto en la ribera al cerro a modo de gigante taciturno con manto de yedra y corona de granito, y allá en anfiteatro reclinada en las arenas la plaza fuerte con sus altas murallas negras, llegó a apercibirse que estaban en la cima de un montículo cubierto de cardizales y «taperas». Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y se le escapó un grito indefinible.

Como se restregase con ambas manos el rostro, Cuaró dijo:

—Espantá el sueño… Mandan formar.

El corto escuadrón desplegose al galope por retaguardia de la cabeza en batalla, contestando al unísono a una arenga breve de su jefe, en tanto el porta elevaba la bandera en la cumbre del pequeño calvario, sitio de históricas leyendas.

Capítulo 13

El general Lecor, gobernador de la Cisplatina, que creía saber bastante de ciencia militar, y que en punto a planes de tacticógrafo, no reconocía por entonces antagonista entre los capitanes más expertos del ejército a que servía, no dio importancia a la invasión de un pequeño grupo. Supuso que, por más que este grupo se aumentase, pasando sucesivamente de «montonera» a escuadrón, a regimiento, a división en el caso de que no fuese batido y disuelto desde el primer instante por las tropas regulares que se hallaban destacadas en puntos estratégicos, la guerra sería de caballería, contra caballería, no debiéndose dudar del éxito favorable, dada la cantidad y calidad de las fuerzas imperiales.

Aquellos centros estratégicos o ganglios del sistema militar ofensivo y defensivo de la época, aparte de Montevideo, plaza fuerte de primer orden y cuartel general de ejército, eran: la ciudad de la Colonia, provista de murallas y baterías, y una guarnición relativa de las tres armas, centinela vigilante de los ríos, con embarcaciones de guerra en la rada; el pueblo de Mercedes, también guarnecido, con lanchas armadas en el puerto, que exploraban sin cesar el curso del Uruguay en su confluencia con el Negro; la villa de San Pedro del Durazno situada en el centro del país sobre el Yi, donde tenía su asiento el comandante general de campaña; y los pueblos de San José y Canelones, escalonados en el trayecto a Montevideo, con sus cuerpos de paulistas en disponibilidad para acudir a cualquier zona amenazada.

Al norte, la misma antigua línea divisoria era una defensa por sí sola incontrastable, dado que allende ella estaban los refuerzos que en serie continua deberían desfilar en caso necesario hasta cubrir la provincia de hombres, armas y caballos.

En tales condiciones de defensa, el barón de la Laguna, que escudaba bien el derecho de la conquista dentro de fortalezas inexpugnables, descansaba confiado en la habilidad especial del brigadier Rivera para deshacer en un solo encuentro a los «gauchos» sin verse él en la necesidad de apelar a movimientos estratégicos que desdeñaba usar en absoluto con enemigos de esa estofa. Para precipitarlos al Uruguay y sepultarlos en su cauce con lanzas, sables y potros, bastaría una carga en dispersión del «brigadeiro» con los dragones de la provincia. Lavalleja era un «patria» que entendía más de picar bueyes que de organizar milicia; Oribe no pasaba de un conspirador oscuro; los demás invasores venían al mor del botín y del saqueo. Para gente de esta madera, el comandante de campaña se sobraba. ¡La cuña no podía ser mejor! Y esta ocurrencia, hacía feliz al vencedor de India Muerta.

Sobre la conducta de su subalterno no debía abrigar sospecha alguna, pues él le había reiterado con las protestas de su lealtad inconmovible, su patriotismo de brasileño.

Pero, cuando supo que Rivera había caído en poder de Lavalleja, y más tarde, que se había plegado al movimiento declarándose abiertamente rebelde, dio entonces al suceso unas proporciones que no había previsto y consideró perdida su acción en la campaña.

La prisión de Borba acabó por hacerle creer que un refuerzo de algunos millares de hombres se imponía para volver a la obediencia la asendereada Cisplatina.

Acudió al emperador.

Capaz de un plan militar acertado, y hasta decisivo en sus consecuencias matemáticas, habituado como lo estaba a combinarlos sobre planos exactos de un territorio reducido, lo mismo que sobre un damero movía hábil las piezas de ajedrez, llegó sin embargo a pensar que no le sería fácil la solución del problema, hasta tanto al menos no llegasen por el puerto dos mil infantes y por la frontera dos mil jinetes.

Las cosas se habían puesto muy turbias. Os patrias revoltosos aparecían ya maniobrando en campo raso y consiguiendo rápidas victorias; todo, sin mancharse con la sangre de los vencidos, ni asaltar las propiedades. Luego, estos «gauchos» tenían también su política, sus procederes correctos, sus cálculos de proyección al futuro como si hubiesen cursado estudios teórico—prácticos en el destierro.

En esta forma y por estos medios, la acción de los «insurgentes» se hacía temible.

Era probable la influencia del gobierno argentino en esos sucesos, cuya marcha y desarrollo vindicaban un derrotero fijo. ¿Cómo creer que los nativos solos se atreviesen a todo el poder del imperio? Esto no era posible en concepto de Lecor y de sus hombres.

Lo que ocurría era un principio de nueva tentativa de absorción y predominio; cuestión de fondo: o banda oriental o provincia cisplatina, según la bandera que llamease triunfante en la ciudadela del antiguo real.

¿Pretenderían acaso los nativos erigir su tierra en nación independiente? ¡Eso era ilusorio!

No faltaban, sin embargo, quienes sostenían que esa era la tendencia inflexible, aun cuando existiera una desproporción notoria entre la aspiración y los medios.

Los españoles viejos, que después de la jornada de Ayacucho habían perdido la fe en la restauración del régimen secular, afirmaban que la tierra uruguaya tenía en el mapa geográfico los fundamentos de su personalidad autonómica, aparte de las razones históricas que siempre la mantuvieron alejada de Buenos Aires. Los espíritus aparecían apasionarse a este respecto.

Distinguíase entre esos españoles —núcleo de la verdadera clase conservadora del país— el antiguo vecino don Carlos Berón, persona de fortuna.

Había sido este sujeto grande amigo de Elio y Vigodet y resuelto partidario, como es de suponerse, de la causa real. Odió en la misma medida a los argentinos, a Artigas, a los portugueses y a los brasileños, así como había odiado a los ingleses, contra quienes combatió en los días de la defensa encabezada por Huidobro; pero este aborrecimiento, sin reservas había sufrido en los últimos meses trascurridos una modificación tan sustancial como violenta respecto a los nativos.

Sus mismos íntimos lo extrañaban, aunque se sentían inclinados en definitiva a seguirle en su cambio de ideas.

El señor Berón daba sus razones, muy convencido de ser lógico con el mismo radicalismo hispano—colonial de principios del siglo.

Mientras España fue posible —decía en su dialéctica especial—, sostuve aquí sus fueros. Desde que no logró el intento, he sostenido y sostendré que esta tierra corresponde de exclusivo derecho a sus descendientes legítimos —vale decir: a los que en ella han nacido. De estos es la patria, que tiene por límites el Piratini, el Uruguay, el Plata y el Atlántico a los cuatro vientos; para conservarla han peleado contra los ingleses, los españoles, los argentinos, los portugueses y los brasileños durante todo un cuarto de siglo. ¡Y siguen peleando! No hay derecho contra derecho. La independencia es del que la busca sin descanso, la abona con su sangre y la conquista con su valor. ¿Por qué disputársela?… ¡¡Ea!! no porque son pocos los que luchan la justicia ha de abandonarlos. ¡Mejor! Quedarán sin brazos o sin pero con el alma entera y bravía, ¡por Santiago! ¿Por ventura no es sangre española la que corre por sus venas, y sus hechos no son dignos de la raza? Ya quisieran estos «San Sebastianes» valer cada uno lo que aquel dragonazo de Artigas que en nueve años no se bajó del caballo y tuvo a mal traer generales y ejércitos como si fuesen de poca monta… Es verdad que no vencieron, pero ¿quién no triunfa echando legiones sobre un puñado? ¡Vaya un mérito! Aquel centauro, que se andaba el territorio a escape haciéndose sentir aquí, allá y en todas partes, de día y de noche, como si no comiese ni durmiera, siempre tieso en los lomos, a través de inviernos y veranos, lo mismo bajo la helada o el sol rajante, nunca al abrigo, perseverante, duro, más soberbio en la derrota que en el triunfo, no se ha muerto por eso, se ha perpetuado en otros, dejando una cría que ha de costar extinguirla al mismo demonio… Es la cría de los indomables que tienen el brazo de ñandubay y las nalgas de hierro… ¡Que vayan estos con sus reyunos y sabrán otra vez lo que es amasijo! ¡No!… ya se ha derramado mucha, demasiada sangre para bautismo; y estos pobres criollos merecen que los aplaudan, que los estimulen, ser dueños de sus fértiles regiones, árbitros de su suerte, ya que su suerte los condena a una batalla continua en la que todos cejan al fin, menos ellos, lo mismo que sí se reprodujeran en los osarios que han ido amontonando las guerras implacables…

El asombro que estos o análogos desahogos causaba en el ánimo de sus familiares y contertulianos, por la sinceridad y la vehemencia con que eran vertidos, tenían su atenuación en el hecho de encontrarse su hijo único Luis María en las filas «insurgentes».

Por lo menos, todos se daban esa explicación del cambio operado en sus sentimientos e ideas.

Su esposa, particularmente, se sentía muy complacida de oírle expresarse en tales términos: aun cuando, antes del alejamiento de su hijo ella nunca se había preocupado de asuntos de esa naturaleza. Ahora pensaba y sentía como él; seguíale atentamente en sus disertaciones sobre las cosas del día, quedándose pendiente de sus labios callada y ansiosa, como si fuese a las más gratas a su corazón.

Por otra parte, tenía una compañera joven, hermosa, que dividía con ella sus impresiones ayudándola a sufrir las zozobras de la ausencia, cuyo vacío no le era dado llenar sino con su pensamiento, constantemente entristecido. No la vinculaba a esa joven lazo alguno de sangre; pero era ella hija de un amigo de su esposo, que estaba preso, y la que había atendido a su Luis, herido en una refriega allá en los campos desiertos, el día que él fue llevado casi moribundo a la estancia de su padre.

Este doble título a su aprecio fue razón de simpatía, que aumentó cada hora, al punto de no querer desprenderse de Natalia. Ésta debía estar siempre a su lado hasta que su padre recobrase la libertad. ¿Cómo dejarla sola? La pobre joven había perdido a su hermana en la última estadía de campo, a causa de lo que ella llamaba la «gota coral»; su reciente duelo reclamaba, cariños, y debía sentirse bien allí, en el hogar de Luis María, que éste había abandonado «siguiendo un ensueño», —según la frase melancólica de la madre.

La casa en que vivían era muy hermosa, en la calle de San Fernando. Muchas habitaciones con paredes macizas, patios grandes, jardín, huerta, y en el fondo un estanque. Tenía vistas a la plaza principal y a una iglesia de ladrillo desnudo, que era la Matriz.

Desde un pequeño mirador del fondo se divisaba la ciudadela con sus dos cúpulas chatas, la muralla del norte, la puerta de San Pedro y más allá el campo, las colinas ondulantes y el montículo de la Victoria.

A la izquierda, por encima de las techumbres rojizas y de las casernas de piedra con sus medias naranjas cubiertas de hierbas, las aguas en anfiteatro modelando la península, nuevas lomas airosas y el cerro con sus faldas sembradas de viviendas dispersas, como oscuros abejones en verde dosel.

Los buques de la armada asomaban sus cofas por arriba de la isleta de la bahía, a modo de lianas confundidas entre árboles sin hojas.

Don Carlos Berón tenía por costumbre en las tardes ir al mirador, en donde permanecía un rato, observando con un anteojo las naves que entraban o salían. A veces, el campo era su panorama predilecto. Espaciaba la visual en la vasta zona que se descubría delante, largos momentos, atento a las menores novedades del horizonte. Cuando descendía, daba sus noticias con aire sesudo. La fragata venía a toda vela del Janeiro; o un bergantín verileaba por la punta del este, rumbo a Maldonado; si ya no era que el vigía de señales indicaba buque a la vista; o unas nubes de occidente impelidas con fuerza, presagiaban la llegada del «pampero».

A ocasiones, reinando la borrasca, con un gorro de piel de mono y envuelto en una capa, subía a su observatorio, a fin de persuadirse si el viento y las olas habían hecho garrar los barcos de pescadores o las lanchas de guerra. Cuando era muy recia la «suestada», veía en la playa del norte como una resaca de gánguiles botes y balandras, unas de borda en las arenas, otras de quilla para arriba. En las costas del levante solía distinguir contra las piedras pequeñas embarcaciones hundidas que sólo enseñaban la mitad de los mástiles. Hacia el sur, naves dispersas empeñadas en ganar de bolina el puerto; o una goleta juguete de las olas con el timón roto, o una barca sin velamen ni masteleros que se ocultaba o resurgía entre crestas espumosas, para sepultarse al fin en el abismo.

Entonces cuando bajaba, traía nuevas de sensación a su esposa y huésped reunidas con otras personas en el comedor, al amor de la lumbre.

Condolíanse todos de los sufrimientos ajenos, en largos y animados comentarios: pero al fin caían en los propios, sin apercibirse de ello, como corolarios forzados de todas las conversaciones o íntimas confidencias.

Aquellas ideas de don Carlos al mirador eran frecuentes, aun en días crudos; siendo así que antes sólo lo hacía por pasatiempo, como un ejercicio higiénico, evitando en lo posible el contacto del aire frío. Su esposa había llegado a notarlo; y acaso adivinando la causa, sin trasmitirse impresiones, lo miraba fijamente al rostro cada vez que volvía, como si quisiera leer en él alguna nueva extra ordinaria.

El viejo soldado de Ruiz Huidobro nada decía que no fuese relato de algún accidente del puerto o apreciación del estado de la atmósfera. Aparte de eso su gran casa de comercio absorbíale casi todo el día. No se llevaban sin embargo los libros a su gusto, y esto, a pesar de dirigir él mismo la contabilidad con aquel esmero y pulcritud que tanto distinguían a los hombres probos de la época. Algo creía el viejo Berón que fallaba allí, que él no se explicaba claro, por lo cual siempre se exhibía a sus dependientes de mal ceño, rígido, al punto de ser temida su presencia detrás de mostradores.

Y como viese que nunca dejaba de tener una razón de disgusto, preguntole una tarde a su esposa si ella no notaba lo que a él le parecía gran deficiencia en su despacho.

—Sí, —había contestado la señora con un gesto de tristeza infinita—. Falta el tenedor de libros.

Don Carlos había tosido, sin replicar e ídose al mirador a paso firme, muy metido en su capa.

Esa tarde bajó casi de noche, diciendo que en el puerto y en todo el largo de la rambla del sur andaban varios barcos voltijeando sin tino y desgarrada la vela, buscando algún peñasco en donde abrirse o algún aterrado en donde enclavarse. Se habían izado señales y disparádose cañonazos de socorro; pero la mar estaba muy gruesa, del sur venial, como montañas de aguas verdinegras y espumas y el cielo oscuro prometía lluvia torrencial. Las goletas y patachos sacudidos en sus ancladeros lo mismo que grandes corchos, habíanse afirmado con cabos y maromas a los postes cercanos a los muelles, bien arreado el velamen. ¿Qué sumaca había de atreverse a verilear por la restinga de punta Brava para prestar auxilio sin caer en los bajíos pedregosos?

La tormenta iba tomando el giro del huracán.

Como una confirmación de estos datos, llegaba un sordo estruendo de atrás de las murallas del sur mezcla de los bramidos del viento con los furores del oleaje.

—¡Pobre de los pescadores y marineros! —dijo la señora—. Pero… ¿de la parte del campo, nada viste?

—¡Nada! —prorrumpía con violencia don Carlos—. ¡Está desolado y monótono, con sus eternas lomadas, sin alma viviente en parte alguna, como si todo lo hubiese arrasado una peste maldita!

En estos sus enojos de todos los días con un fantasma, pues a nadie nombraba, concluía siempre por irse a su habitación.

Su esposa y Nata quedábanse meditabundas, con una gran sombra de pesar en las frentes.

De este estado solía sacarlas la avispada Guadalupe entrando de improviso y trayendo alguna noticia oída entre los grupos de la calle o del café, de la esquina inmediata, cuando no la había recogido de labios de los esclavos de confianza o de los negros pasteleros que pululaban en las aceras de la plaza con sus canastas de empanadas rellenas.

No siempre sus informes eran verídicos o halagadores; pero por lo menos reavivaban las impresiones y deseos, engendrando nuevas dudas o esperanzas sobre la suerte de los «insurgentes».

Las medidas que se habían dictado contra los jefes del movimiento eran tan inflexibles, que hacían pensar cosas terribles acerca del fin que pudiera caberles a los que con ellos servían. Se habían ofrecido premios de sumas cuantiosas por ciertas cabezas, y era de temerse que este aliciente empujara a la perfidia y a la traición, pues que todos los medios se consideraban lícitos para restablecer el orden.

Las nuevas de Guadalupe se referían día a día a estas resoluciones, y a las seguridades que se daban de ser presentados pronto al gobernador los cráneos de los caudillos audaces.

Otras veces, eran rumores vagos, pero alarmantes sobre hechos ocurridos en el interior de la ciudadela y otros cuarteles. Se hablaba de extrañas maquinaciones, de síntomas inquietantes en la infantería pernambucana; y hasta llegó a difundirse con misterio la especie de haberse aplicado crueles castigos en las casernas a varios soldados.

Los principales hombres nativos, avecindados en el recinto de la plaza, habían sido apresados y conducidos entre guardias a bordo de una corbeta de guerra, la misma en que se encontraban don Luciano Robledo y otros patriotas, purgando imaginarios delitos.

La mano militar se hacía sentir a plomo. Últimamente no se toleraban reuniones, y al toque de queda todos debían recogerse en sus moradas, bajo la amenaza de una represión segura.

El mismo afán de inquirir datos para mistificarlos en beneficio de la situación, como recurso de adhesión pasiva, iba desapareciendo. Se conversaba con miedo, a medias palabras, sin afirmar nada concreto; de ahí que no viniese de la calle, otro ruido que el de los instrumentos militares y del paso precipitado de las tropas que relevaban los puestos.

No era solamente Guadalupe quien sorprendía a sus amas, en medio de las preocupaciones de cada día.

Otra persona, a quien ellas y el mismo señor Berón recibían con deferencia por razones bien explicables, venía de vez en cuando a ofrecerles sus respetos, de un modo tan cortés y afectuoso que, venciendo naturales escrúpulos, veíanse en el caso de retribuirlos con agasajo aun en medio de las tribulaciones de ánimo.

Era esa persona el teniente Pedro de Souza, de la caballería imperial —gallardo mozo de modales cultos que llevaba el uniforme con bastante bizarría y no arrastraba por el suelo la contera del sable, como otros de su arma.

Medido y circunspecto, sus frases nunca rozaban las cosas del día sino por incidencia, en cuanto eran ellas estrictamente precisas. Asuntos familiares eran sus temas; a veces delicados comentarios sobre la necesidad de la paz, el don precioso para los países jóvenes y ricos.

Jugaba al ajedrez o al dominó con don Carlos, quien rara vez perdía; por lo cual el visitante tenía para él sus méritos incuestionables. En ciertas noches se hacia tertulia a la malilla por breve rato. Las visitas no eran largas; mucho menos en el tiempo de que hablamos, porque el servicio exigía múltiples atenciones y se combinaban los medios de abrir campaña de un momento a otro.

Alguna vez la señora de Berón se permitía aventurar alguna expresión en sentido de investigar la verdad de lo que estaba pasando.

El teniente notaba entonces cuán fijos en su rostro se ponían los lindos ojos de Natalia, muy abiertos, cual si a ellos se agolpase de súbito todo lo que concentraba en el fondo del cerebro. ¡Emoción extraña le causaban aquellas pupilas llenas de luz serena!

Contestaba solícito diciendo que los informes no eran nunca seguros; pero lo cierto parecía que la insurrección había alcanzado algunas ventajas. Nada más agregaba. Era necesario resignarse.

Natalia había sido siempre con él atenta; pero reservada, casi prevenida. Algo de aspereza acompañaba a sus palabras, y de forzado a sus sonrisas.

Aquella joven blanda y bella sentía mal sus nervios en presencia del oficial extranjero. Causas concurrían para ello, aunque no fuesen de odio o antipatía profunda. Las vicisitudes de su familia y los pesares propios, inclinando su espíritu al aislamiento la habían hecho indiferente a todo anhelo que no naciese de lo que ella había amado o quisiera aún, como suprema aspiración de su vida solitaria.

Era una juventud llena de primores, pero adusta. Algo de altivez y de dureza se descubría en su ceño, a pesar de la expresión suave de sus pupilas sombreadas por doradas pestañas. Sus actitudes imponían a Souza, que ahogaba siempre en sus labios alguna frase insinuante, si es que a medias no la emitía coma fórmula de un pesar oculto o de un sentimiento amable. Sin duda ella había comprendido que el teniente reprimía deseos vehementes de expansión, ansias quizás de revelarse por entero; y ponía delante su frialdad como valía insuperable. Con todo; cuán bien dispuesta se hallaba en el fondo de estrechar más aquella relación, de hacerla más comunicativa y familiar, siquiera fuese para vencer las reservas discretas de Souza respecto a lo que ella tanto anhelaba conocer en sus menores detalles.

Capítulo 14

Una mañana, muy temprano, Guadalupe dirigiose presurosa a la pescadería del norte en busca de pescadillas de rey; bocado predilecto de don Carlos, que ella era muy hábil en preparar, y que a indicación de Natalia tenía dispuesto a lo menos dos veces en la semana. Iba la negra con su canasto al brazo, luciendo un vestido nuevo a listas moradas y un pañuelo de colores vivos cruzado por el pecho, echando miradas por encima del hombro a los pernambucanos del tránsito, cuando al llegar a la calle de San Pedro viose en el caso de detenerse, pues estaba obstruida por un regimiento de caballería.

Ella miró con atención. Sabía distinguir los cuerpos del ejército por sus números, aun por sus uniformes; y conocía a sus jefes por haberlos visto muchas veces en revistas y paradas.

—¡Hem! —dijo en voz alta con cierta ironía y no poca desenvoltura—. ¿De dónde vendrán éstos?… ¿El segundo de paulistas del coronel Pintos entreverado con el que salió el domingo? Ha de calentar la cosa en el campo…

Y observaba con atrevida curiosidad, llevando sus miradas de la cabeza a la cola de la columna, que aún no había traspuesto la puerta de la muralla.

Las cabalgaduras parecían transidas, cubiertas de lodo, escuálidas, con las cabezas gachas y los vientres lastimados por la espuela.

Los jinetes todavía somnolientos, muy pálidos, encogidos en las monturas, con las carabinas a la espalda, los abrigos a medio cuerpo, denunciaban con sus bostezos que la marcha había sido de toda la noche. Algunos traían sólo la mitad de sus prendas de vestido o de «recado», como si los hubiesen dejado caer en el camino u olvidado en los vivacs. Otros estaban sobre los lomos limpios de jamelgos que los exhibían como sierras. Estos se apoyaban en una pierna, con el tronco colgante al lado opuesto, doloridos, malhumorados, exhaustos de fuerzas. No faltaba quienes murmurasen pasándose las manos por las cabezas polvorientas. Los oficiales estaban silenciosos, inclinados sobre el pescuezo de los caballos; que a su vez, al tascar los frenos, con las narices a una línea del lodo, parecían abrumados por el cansancio, el hambre, la sed y el sueño. Un clarín se había apeado, y dormitaba recostado en la montura. El porta, con el estandarte en su funda puesto en su caja, estaba cogido de él a dos manos, con los ojos cerrados y un pie fuera del estribo. El coronel Pintos recorría al paso las filas, deteniéndose para cambiar palabras con los capitanes.

—¡No digo yo! Estos han llevado una azotaina —murmuró Guadalupe alargando su labio pulposo y mostrando sus dientes, de una blancura de «mazamorra».

Y recogiendo el vestido, pasó zarandeándose por entre dos mitades con un gesto desdeñoso.

Los soldados rezongaron, dirigiéndole algunas pullas medio dormidos. Fue como un murmullo de insectos gruñones, zumbándole en los oídos.

Aunque ninguna de las frases llegó a entender claro, la negra volvió de lado la cabeza con el hombro encogido, torció la boca y dijo, sin pararse:

—¿A mí monos? ¡Ya se quisieran!… ¡Lindo les fue en el baile!

Y siguió, riéndose, con un contento que le retozaba por todo el cuerpo entre visajes y contorsiones.

La pescadería estaba allí cerca; de modo que en pocos momentos hizo su compra, pero no de pescadillas esta vez, pues no las había sino de brótolas extraídas en la noche por las redes de jorro en la costa del este.

De todos modos ella había hecho otra pesca de importancia que se sentía ansiosa de comunicar a su ama; por lo cual se volvió casi corriendo por el mismo camino para no perder ni un minuto.

El regimiento marchaba a lo largo de la calle de San Fernando al trote, y sus últimas mitades enfrentaban con las de San Carlos que conduela en línea recta a la ciudadela.

Guadalupe llegó jadeante a la casa de Berón.

Era la hora precisamente en que todos debían encontrarse ya de pie. Natalia se levantaba con el sol por hábito invariable. Concluido su atavío, en el cual ponía pulcro esmero, recorría el jardín y la huerta, reuníase a la madre de Luis María, y se ocupaba con ella de dirigir las cosas domésticas alternándose en la labor, hasta que todo quedaba en orden.

Después, como atraídas por el mismo pensamiento, a veces sin comunicárselo, cual de un modo maquinal, hallábanse juntas de nuevo al pie de la escalera del mirador, o en el mirador mismo, con el anteojo en la mano para observar el campo, que de allí se dominaba sin obstáculo alguno al frente.

Guadalupe las encontró en camino del observatorio, cuando el señor Berón, dirigiéndose también allí, notando la agitación de la esclava, acercose preguntando:

—¿Qué ocurre, muchacha? ¿qué has visto en la calle? ¡Anda lista!

—¡Qué ha de ser, señor! —dijo Guadalupe sofocada—. Los paulistas han vuelto… acabo de verlos, han pasado por aquí, todos corridos y causados.

—¿Cuáles? ¿Los de Borba, o los de Pintos?

—Los de Pintos, señor, los conozco bien. Vienen que da miedo; mugrientos, sin ánimo, con los caballos que se caen de aplastados… El coronel parecía un fantasma; con la cara de difunto, todo metido en el capote hecho una espiga.

—¡Aguarda, muchacha, aguarda! —repuso don Carlos con el aire grave de quien calcula, echándose el gorro a la nuca, y el índice en la frente—. Pintos estaba en Canelones y Borba en San José; pues que Pintos ha trasnochado al galope, según tus datos Borba ha caído en poder de los invasores y éste ha buscado la salvación en la fuga… ¡Golpe de mano atrevido!… No hay duda. Una marcha forzada a la buena de Dios hecha por esos guapos; una sorpresa de tente tieso y no te muevas, y zas… todo el regimiento en la trampa. ¡No puede ser de otro modo! Luego se han venido ganando largas al sueño derecho a Guadalupe, para caer sobre el segundo cuerpo, el que, por una fatalidad del diablo, que siempre se atraviesa, sintió el avance y, matando caballos ha enderezado a la guarida, atrás del cascarón a donde no alcanza el plomo… ¡Hum! Esto marcha…

Las mujeres casi sin desplegar los labios. En sus rostros, sin embargo, trasparentábase una emoción de intensa alegría.

—Los otros que salieron el domingo —se atrevió a decir la negra, interrumpiendo al señor Berón,— venían también revueltos…

—¿Venían? ¿no te equivocas, negrilla? —exclamó el viejo chispeándole los ojos, en un arrebato de entusiasmo concentrado.

—¡Digo que sí, señor!… A algunos de esos, los traen enancados, con las casacas rotas, llenas de barro.

Don Carlos levantó el puño con un visaje que le formó diez arrugas en el semblante, restregose las manos con indecible goce, y corrió a la escalera del mirador, repitiendo con acento ronco:

—¡Esto marcha, mujer!… ¡Sí, marcha, por San Santiago!

Natalia cogió entre las suyas la mano de la señora, y mirando a su negra, dijo toda estremecida:

—¡Qué noticias buenas traes, Lupa! ¡Si supieras cuanto bien nos hacen!… Mucho tarda don Carlos en decir si allá en el campo se divisa algo. ¿No quiere V. que subamos, señora?

—¿Para qué, hija? Ya nos dará él noticias. Tú sabes que cogiendo el anteojo, no hay medio de quitárselo; es como un capitán de buque que se empeña en descubrir la costa, aunque esté a cien millas.

Y la señora se sonreía con el rostro encendido por la impresión, atrayendo a la joven en un dulce movimiento de simpatía.

—¡Ah, no! —murmuraba—, Guadalupe; tan pronto no han de llegar, niña. ¡Ni que tuvieran alas! Y si llegan han de ser tantos que hemos de sentir el ruido de lejos.

—¡Yo no sé; pero creo que llegarán pronto!

—¡Si viera, niña, los paulistas sucios que da miedo!… Los otros no han de venir más limpios; pero para esos tendremos ropa planchada y ponchos nuevos. Los pobrecitos han de estar muy necesitados con tanto andar a todos rumbos durmiendo al raso y pasando miserias…

—Cállate Lupa: ¿qué sabes tú?

—Yo sé, niña, pero adivino… ¿Y qué importa? Ellos a donde quiera que lleguen han de encontrar almas buenas que le hagan el gusto. No son como estos individuos que apestan de lejos y andan como maletas en los reyunos.

En esto oyose la voz de don Carlos que bajaba tramo a tramo, diciendo:

—Aun el lente no dibuja nada que se parezca a hombre, allá, en el Cerrillo… Por aquí cerca pululan soldados de la plaza en partidas que andan venteando las afueras. ¡Maldito campo taciturno! Ni un pájaro vuela espantado.

El español apareció en la puerta con su cabeza rígida y las manos bajo de la capa, castañeteando los dedos con impaciencia.

—¡Nada! —continuó violento—. No hay más que quieren desesperarlo a uno en esta incertidumbre en que se vive. Acaso esta negrilla ha confundido cangrejos con caracoles, porque yo no me explico cómo detrás de los ciervos no han aparecido los cazadores… Si quiera el cuerno ha debido oírse a lo lejos denunciando que se viene sobre la pista de la res cansada.

Al sentir la voz del amo, Guadalupe con un pretexto se había vuelto a la calle.

—No seas impaciente —dijo la esposa; al fin han de asomar.

—¿No crees lo mismo? —agregó abrazando a Natalia.

—¡Sí, sí! —contestó ésta con ingenua alegría—. Llegarán y quedarán cerca de nosotros; siquiera sabremos que están ahí…

Don Carlos movió la cabeza y se fue a su escritorio. No podía conformarse con tanta credulidad. Lo lógico era que las tropas brasileñas hubiesen llegado con las lanzas de los «insurgentes» en los riñones «para el efecto moral».

Apenas él las dejó, las dos mujeres subieron al mirador. Una en pos de la otra usaban del anteojo, graduándolo de distintas maneras, en el afán de distinguir alguna cosa sospechosa en los apartados horizontes.

La región del norte estaba desierta, con sus lomadas y valles vestidos de esmeralda inundados de luz. Algunos animales se destacaban como puntos negros en los declives o junto a los hilos de agua que doraba el sol con vivos reflejos. A trechos, algunos ombúes despojados de follaje en las copas, pero anchos, y ramosos en su medio, se elevaban a grande altura en parejas solitarias, como mudos centinelas indígenas enclavados al frente de las viejas almenas.

—¡Cierto! —dijo Natalia—. Todo está sólo.

—Uno que se presentase ahí, bastaría a animarlo, hija; pero no desespero en verlo llegar. Yo lo conozco bien; ¡es capaz de venir!

La joven bajó el anteojo, y miró a aquella madre amante con tal aire de ardorosa confianza, que ésta no pudo menos de tenderla los brazos y estrecharla contra su seno. Después volvieron a mirarse las dos con los ojos húmedos, como si alguna lágrima los hubiese bañado; pero sonrientes, conmovidas por la misma emoción, abrigando quizá idéntica fe a pesar de la ignorancia en que vivían.

—Bajemos —dijo la señora—. El goce queda para la tarde.

—¡No! —murmuró Natalia con cierta entonación grave;— para el sol de mañana. ¡Verá V.!…

La madre de Luis se puso a reír, y ella la acompañó como una aturdida, mientras bajaban.

Ponían el pie en el patio, cuando Guadalupe se acercó corriendo.

Regresaba la negrilla mucho más agitada que la otra vez temblando, llena de aspavientos.

Sus amas se quedaron sorprendidas.

—¡Lupa! —exclamó la joven—; ya me parece que de todo haces una montaña. ¿Qué pasa?

Guadalupe se cuadró como un soldado; puso sus dos manos en el pecho, los ojos en blanco y alargó el labio inferior.

—No se figura, niña —contestó muy autera—; no adivinaría su mercé lo que acabo de ver, ahí en la bocacalle de San Carlos, con estos ojos que no son ni pizca de tuertos… ¡Oh, si asombra, niña! La gente de a caballo que iba para el hueco de la Cruz, no hace un ratito, se paró a dar paso a un carretón que cruzaba con enfermos. En eso yo llegaba a la esquina; y estando a la curiosidad sin hacer mal a nadie, un soldado del escuadrón flaco y viejo me guiñó el ojo, y dijo como para que ninguno lo oyese: «retinta decile al patrón que me han pialao en un entrevero».

Él quiso seguir hablando, pero la gente marchó y ya no pudo… ¡Me quedé tiesa, niña!…

—¿Quién era?

—¿No adivinó su mercé? ¡El capataz! ¡Don Cleto en persona con su pelo de carnero y su nariz de mojinete, muy señor en una mula reyuna, y con lanza!…

—¡Qué estás diciendo, Lupa! ¿Don Anacleto aquí?

—Tan verdad es como esta cruz, niña.

Y la negra cruzó el pulgar sobre el índice, besándolo.

—Pues que lo juras, así será. Lo habrán tomado prisionero. Es preciso que de algún modo le hables y averigües todo… ¿Tendrá él mucho que decir?…

Cuando trajeron a mi padre de la estancia dos días después de la muerte de Dora, él se quedo allí con nosotros haciendo compañía a su hijo de V., que entraba en convalescencia de sus heridas. Souza no les hizo ningún daño. También quedaba Esteban que tanto quiere a su amo, y que era el que más lo asistía a toda hora con un cuidado que daba gusto…

—¡Oh, el pobre negro! —murmuró la madre—. Es muy fiel…

—Después, ¡quién sabe lo que habrá sucedido! Han pasado muchos días, y todas estas cosas que nos tienen en zozobra, sin sombra de concluir pronto.

—Él me escribió al poco tiempo —dijo la señora—. ¿No te acuerdas que te enseñé la carta, que tanto consuelo nos trajo?

—¡Oh, sí! —repuso Nata, encendiéndosele la mejilla al dulce recuerdo tal vez de lo que el joven había puesto en la carta para ella;— ¡cómo he de olvidar!… Pero, yo me refería a lo más adelante, al tiempo que ya llevamos sin noticias. Mi padre me las pedía ayer en la carta que recibí y que mandó Souza… Ahora podría decirle algo, por lo que Guadalupe nos informa. ¡Qué gusto tendría él en conversar con don Anacleto!

—Yo trataré de verlo, niña… Si su mercé me da permiso, voy hasta el hueco de la Cruz, adonde ha de estar acampada la gente.

—¿Y si no consienten que te acerques, Lupa?

—Déjeme su mercé a mí sola que yo he de buscarle la vuelta: más si están de guardia los pernambucanos, que me dicen siempre trompuda porque no les hago caso…

No pudieron sus amas reprimir una sonrisa ante la ocurrencia de la esclava; quien, sin esperar órdenes, acostumbrada como estaba a insubordinarse cuando así convenía a la casa, emprendió veloz el camino de la calle.

Dejáronla ir, en silencio, sin voluntad para detenerla.

Capítulo 15

El hueco de la Cruz, hacia el mediodía, era un sitio despejado a cuyos flancos culebreaban tortuosas callejuelas orilladas de edificios bajos, chatos, de teja y ventanillos de verjas salientes, —especie de plaza alumbrada a candil por la noche, y de día, centro escogido de los vehículos de carga; por manera que desde la carreta al carromato y del carretón al carretoncillo, y desde el carricoche al último carrocín la industria de trasportes vivía allí, y en el hueco hacían parada sus conductores al habla el «picador» con el carrocero sobre todos los asuntos del día, los militares en primera línea, como si fuesen temas de su exclusiva competencia y ellos constituyeran algo como una democracia del ágora. Acudían también al hueco las negras con sus pasteles y los pescadores con sus palancas, cuando ya no quedaban sino rezagos de la factura o de la pesca, para hacer su último despacho por medias «patacas» o por «cuartillos».

Ese día, sin embargo, no se veían ni carretillas ni carromateros en aquel patio de los milagros o plazoleta de murciélagos. Sólo uno que otro vehículo de comercio ambulante, con el pértigo en tierra y la culata levantada, eran objeto de asedio por parte de la gente de la milicia allí apostada, la que a prisa se proveía de artículos de que había carecido algún tiempo.

Guadalupe llegó a este sitio en pocos momentos.

Un centinela la hizo retroceder, a pesar de sus protestas, cuando muy seria y alcotana iba a entrarse en el hueco.

Con todo, no se afligió ella por esto.

En la esquina cercana se hallaban varios oficiales de caballería de línea, a caballo todos, menos uno, que la miró con cierta curiosidad mezclada de sorpresa.

Guadalupe lo conoció al instante. Era el teniente Souza con la casaquilla abrochada hasta el collarín, y un capote echado sobre los hombros.

Esperó a que los otros se apartaran, lo que demoró bastante rato.

Así que, halló propicio el momento, y antes que el teniente se fuese al próximo cuerpo de guardia, frente a cuya entrada tenía del cabestro un soldado su montura, dirigiose a él rápida y atrevida.

El centinela, que era un pernambucano de cabeza aplanada, nariz de carpincho y labios como esponjas, incomodose al verla pasar sin mirarlo, y dando un golpe en la caja, del fusil, que llevaba al tercio, dijo brusco:

—¡Nao se pode pasar, revoltosa!

—Calláte hocicudo —respondió la negra; y siguió con mucho aire su camino.

Como la viese llegar presurosa, el teniente Souza se detuvo. La conocía de tiempo atrás. Ella acompañaba a don Luciano Robledo y a Natalia cuando él conducía preso al primero, después de una refriega habida en su campo entre una banda de «matreros» y un destacamento portugués. En cada posta o parada, la negra, le servía con solicitud, a la par de sus amos. El cariño que parecía profesarle, y el esmero extremoso en atenderlos, redoblando en cada etapa su actividad y su celo, atrajéronle la simpatía del oficial que miró en ella un modelo de criada fiel y sumisa.

Recordando estas impresiones del viaje obligado de la familia Robledo, esperó que Guadalupe se aproximase; y así que la tuvo cerca, le preguntó en buen castellano:

—¿Qué buscas tan apurada?

—Soy Guladalupe, para servir a su mercé.

—Ya sé. Dime qué deseas, y en qué puedo serte útil.

—¡Sí, señor! Vea su mercé: ahí en el hueco está acampada una gente que creo que es de Minas, toda bozalona y entruza, que ni sabe las calles. Entre esa gente está el capataz de la estancia de mi amo que ha de traerme noticias de una hermana mía, que tengo en Santa Lucía arriba, por las puntas; pero sucede que no me dejan conversar con él, ni siquiera acercarme unos pasos…

El oficial, que se estaba sonriendo, la interrumpió interrogando:

—¿Ese capataz es aquel hombre viejo que yo conocía en Tres Ombúes?

—El mismo en cuerpo y alma, señor: un vejestorio de nariz de loro, con una barba de chivo y ojos que reverberan; pero tan manso que no es capaz de hacer mal ninguno, como que lleva escapulario y es devoto de la virgen purísima… Si su mercé se acerca lo ha de columbrar de aquí junto a alguna carreta por no perder la costumbre de echarse a la sombrita con los bueyes…

—¿Tanto interés tienes en hablarlo? —dijo Souza, sin dejar de reír.

—Ya lo ve, su mercé… aunque más no fuese aquí al lado de esa centinela, como un favor.

—¿Cómo se llama?

—Anacleto Lascano.

Quedose el teniente un instante pensativo. En seguida llamó con una seña a un sargento y diole órdenes en voz baja.

El sargento dirigiose a la plaza, y no tardó en regresar con un hombre avanzado en años, de mirada avizora, pobladas cejas y barbas, y una nariz ganchuda.

En cuanto lo divisó Souza, sonriose de nuevo, preguntando a Guadalupe;

—¿Ése es?

—En carne y hueso, señor.

—Bueno —agregó el oficial dirigiéndose al viejo—; puede V. hablar con esta mujer libremente pero sin apartarse de aquí, porque las órdenes son rigurosas.

Esto diciendo, hizo un gesto al sargento, y se alejó hacia el cuerpo de guardia sin esperar los agradecimientos de Guadalupe.

Don Anacleto, bastante sorprendido, aunque firme sobre sus talones, observaba todo callado.

Cuando la negrilla lo estimuló a hablar, costole a él persuadirse, recordando sus anteriores diferencias caseras que ella no pretendía mofarse de su precaria situación presente.

Y, un tanto caviloso le dijo:

—¿Cómo te va yendo, Lupa?… Mucho hace que no te vía después de tantos enriedos que se vienen añudando lo mismo que tira de torzal. ¡Siempre guapa y pintona como breva!… ¿Y la niña? Reventando estoy por verla a juerza de suspirarla en la ausencia y en las penas grandes que he pasao desde que me balearon el overo…

—¡Cállese! —lo interrumpió Guadalupe poniéndose un dedo sobre los labios, con aire de suma gravedad—. Necesitado ha de estar de ropa, por esos andrajos que trae colgando como lana de barriga.

—¡Lastimoso vengo, Lupita! —dijo el viejo—. Pero la culpa tiene esta vida melitar que lo vuelve a uno cola, en que todos los abrojos se agarran… Te asiguro que caí por un evento en la embestida, y me enancaron cuasi sin conoscencia. Cuando acordé me vide entre trescientos babuinos que me hacían guiñadas, todos montados en reyunos.

—¡A ver si cierra esa boca don Cleto! No parece sino que es un tigre escapado de la jaula.

—Tigre nací, negra amorosa, y tigre he de morir porque en la sangre está el pecao y en la edá la penitencia…

Pero este no es mi pago, y mejor es no chiflar.

—Por fin dijo una cosa de fundamento… ¡Vea! ropas ha de tener luego, y plata también si precisa, que los amos se lo han de mandar todo sin mezquinarle. Ahora es el caso de que me dé noticias del señor Luis María, porque es mucha la aflicción que hay en la casa y no se sabe de él nada hace tiempo. ¿Dónde lo dejó, don Anacleto? ¿Quedó bueno?…

El viejo giró la cabeza con lentitud a todas partes; miró al sargento que estaba parado a algunas varas de distancia, dándoles la espalda, y al centinela que se paseaba muy amoscado con los ojos siempre vueltos a ellos; y en seguida contestó con aire serio:

—Mi teniente está sano y fuerte como un «yatay». Lo dejé en el paso del Rey con toda la tropa del coronel Lavalleja que se viene zumbando aquí derechito, como si fuese una bala de cañón.

—¿Está seguro que el señor Luis María quedaba bien, don Cleto? —volvió a preguntar la negra impaciente.

—Tan güeno, que a causa de una orden que me dio de seguir a un bombero, antes que la gente se moviese del campo, me mataron el overo después de un encuentro bravo con una partida de mamelucos. El mancarrón me aprietó, y ansina mesmo los puse cara fea peléandolos de a uno…

—Pero ¿y el señor Berón, don Cleto?

—Mi teniente guapo, ya digo. Esteban no lo deja. A poco de venir el patrón preso, mejoró del todo. Después se apareció en el campo el capitán Velarde con un grupito de patriotas; tomó a la guardia de golpe y zumbido, matando a unos y haciendo «majada» con los otros. Entonces marchamos a juntarnos con Lavalleja, y dentramos en el escuadrón de Oribe… Mirá, Lupa; no pueden tardar en venir. ¡Decile a tu ama que están al caer, sobra lo caliente no más!

—Voy ya, ya… Y en la estancia ¿quién quedó cuidando?

—Calderón y los otros viejos. Querían irse al olor de la pólvora, con las masetas hirviendo, pero yo no consentí. Había que atender el campo, y mi «terneraje» flor que tengo metido en un potrero del monte. ¡Si me falta uno a la güelta de la guerra los achuro!

—¡Eso es! ¡por sus terneros! ¿Y los invasores son muchos don Cleto?

—¡Como una nube! ¡Hay más de mil prisioneros… pero nos están mirando mucho, Lupita!

—Mejor es que lo deje —dijo la negra, enterada ya de lo bastante—. Si le dan licencia alguna vez, vaya por casa.

—Lo he de hacer, aunque más fácil juese que rumbiase ajuera. ¿Y el patrón?…

—¡Recién pregunta! Preso desde que llegó…

—No dejes de verme Lupa. Hasta luego… Acordate de la ropa y de unas cuantas «patacas».

Sin hablar más palabra, la esclava se dio vuelta y se marchó veloz, desapareciendo tras de la próxima esquina.

Iba satisfecha; pues había averiguado cuánto le interesaba saber, venciendo la ojeriza que tenía al capataz. La idea de que su joven ama se sentiría feliz al verla la llenaba de un goce indecible; pero no dejaba de contribuir a esa fruición el detalle de que Esteban venía siempre al lado de su amo. Esto la complacía en extremo, sin que ella se diese cuenta del motivo: acaso pensaba mucho más de lo que quisiera, en la sombra negra que iba en pos del señor Luis María.

Y como si temiese que alguien lo descubriese el pensamiento un tanto egoísta que la preocupaba, encogíase de hombros andando y decía a media voz:

—¡Algún gusto le ha de llegar a una también!

Creía de buena fe que todos los deseos quedarían llenados con la presentación de aquella hueste «como nube», en las cercanías de Montevideo.

¿Qué importaba el enorme cinturón de murallas unido por aquel grueso broche que se llamaba ciudadela? ¿Qué los cañones que asomaban sus bocas sobre la escarpa y el foso a modo de fieras hambrientas? ¿Ni qué los batallones y regimientos bien armados y vestidos que se movían dentro del recinto como una gran serpiente que desenrosca sus anillos y luce sus escamas en los muros de su jaula buscando salida para desperezarse?

Todo eso no tenía importancia. Llegando aquellos, se pondrían pronto al habla. Ella era capaz de salir a verlos y de volver a entrar con muchas novedades, sin que las guardias se lo privasen. Ahora se sentía con un valor que nunca hubiera sospechado. Que la sangre de su raza era briosa, lo probaban Esteban y tantos otros compañeros que venían en las filas «insurgentes». ¡Verdad que eran nativos, y se habían criado entre señores!

Entre estas y otras reflexiones semejantes, Guadalupe llegó a la casa, entrándose casi corriendo hasta el jardín.

La estaban aguardando con ansiedad visible. Por lo que a modo de borbollón, empezó a hablar trasmitiendo todos los informes recibidos entro demostraciones de júbilo.

Sus amas llegaron hasta cogerla de las manos, en su alegría, haciéndose repetir uno por uno los detalles que oían con un placer cada vez creciente.

¡Oh, entonces él venía también, sano y bueno!… Siquiera ya no había duda sobre lo ocurrido, aunque empezaran nuevas zozobras para el mañana.

Pero ellas sabrían más pronto lo que pasase allí cerca; inventarían algún medio de comunicación, aunque se echaran los cerrojos a los portones al toque de queda, y se formase un cordón inmenso de centinelas de este lado del foso.

No era un muro de granito el que había de evitar que las frases de cariño llegasen a la zona en que ellos debían detenerse. Esos como gritos del sentimiento y de la pasión volarían por encima de los baluartes y baterías, sin que fuesen escuchados por otros oídos que por aquellos a quienes serían dulces y gratos.

Don Carlos Berón vino a compartir con las señoras el regocijo. Enterado de todo, no ocultó su impresión de alegría, ordenando en el acto que en su nombre y en el de Robledo se llevasen ropas a don Anacleto, con una buena cantidad de «patacas» para sus vicios.

¡Ya era mucho lo que el capataz les había comunicado después de tantos días de incertidumbres y pesares!

Nata estaba sonriente, fresca como una rosa, agitándose sin cesar. Brillábale en los ojos una fruición íntima que la estremecía toda, como si la tomase de sorpresa aquella emoción que hacía mucho tiempo no experimentaba de una manera tan intensa. La madre del ausente la seguía en todas sus manifestaciones con mirada cariñosa.

Estas dos mujeres habían llegado a quererse. Una y otra se sentían vinculadas por el lazo de un hondo afecto, el que cada una a su modo, profesaba al joven voluntario. Día a día, a veces horas enteras, lo habían recordado con afán haciendo votos por su ventura. En esas confidencias, llegaron a creer que serían oídas y se lisonjeaban de que sus esperanzas y vaticinios se cumplirían contra todas las eventualidades de la suerte.

Sin embargo, ¡cuántas congojas las asaltaron y aún las asaltarían! ¡Era tan voluble la fortuna, tan caprichoso el éxito en las luchas crueles! La muerte acechaba a cada paso, a cada minuto, a los que se batían.

¿Caerían otra vez en la taciturnidad preñada de tristezas? ¡Quién sabe cuántas nuevas impresiones les reservaba el porvenir, allí, en medio de enemigos, donde se cuidaba no decirse nada de favorable a los «insurgentes», aunque un grande malestar reinante, una ráfaga fría de odios y venganzas llegase hasta el fondo de los hogares!

Capítulo 16

Al día siguiente temprano, Natalia, fuese al mirador.

Era éste un cuarto muy pequeño, con techo de teja y dos ventanillos, uno que miraba al norte y el otro al este. No tenían rejas; por manera que el anteojo tenía que ser apoyado en el alféizar cuando se quería mirar al campo para mayor comodidad, poniéndose el observador de rodillas sobre una banqueta acolchada colocada allí con ese objeto.

Natalia se hincó limpiando con esmero el lente hasta dejarlo sin una mancha para lo cual había separado el disco del tubo. No contenta con esto, lo empañó varias veces con el aliento, para repasarlo y complacerse luego en la limpidez y transparencia del cristal.

Arreglado convenientemente el catalejo, que ella miraba con cariño como a un compañero que le señalaba el secreto de las soledades, lo apoyó en el alféizar, y dando un suspiro cerró uno de sus bellos ojos, acercando el otro al vidrio.

Todo fue una nube color de agua al principio; una visión del vacío, con sus estrías misteriosas y su claridad difusa.

Aquel plano inclinado era muy defectuoso; o era que ella, por hábito miraba demasiado arriba, ¡al azul celeste!

Movió con suavidad el instrumento, procurándole una posición más adecuada, entre susurros incomprensibles cual si estuviese regañando a un ser querido.

Enderezolo bien hacia el Cerrito.

Después, volvió a acercar la pupila húmeda y brillante.

Tuvo algunos instantes la vista fija; era una mirada ansiosa, profunda.

De pronto el párpado vibró; las manos cogidas al catalejo se estremecieron, toda ella experimentó una conmoción.

Bajó el tubo temblando, volvió a contemplarlo con cariño, y pasose la mano por los ojos como si algo los anulase.

Cuando de ellos la retiró, una sombra estaba delante; sombra inmóvil, silenciosa.

Natalia se levantó de súbito, y abrió los brazos sin abandonar el catalejo.

—¡Oh! —exclamó con un acento inexpresable—. ¡Están ahí… madre!

La señora de Berón, pues era ella la que acababa de presentarse en el observatorio obligado, ávida de nuevas, cogió el catalejo besando a la joven sin decir palabra.

Luego paso una rodilla en el almohadón, acostando el tubo en su apoyo del marco, y observó a su vez.

La visual recorrió primero parte de la bahía de aguas semiazules y serenas sembrada en su centro de queches inmóviles, de goletas sin gavias rasas y finas, de polacras con las latinas velas recogidas, de veloces falúas de carroza a popa y de lanchas de atoaje, gobernadas con espadilla y remos pareles, que remolcaban lentamente hacia afuera dos barcas cargadas de frutos.

Rozó de paso la isleta pedregosa que en la primera guerra tomó Quesada por asalto con un destacamento de dragones que llevaban los sables entre los dientes, y que ahora en vez de la bandera ibérica o portuguesa, enseñaba la brasileña en lo alto de un asta enorme.

Detúvose en la ribera circular, como un esquife que embica empujado por el viento, allí donde se derraman tributarios humildes el Pantanoso y el Miguelete; y alzándose ansioso, púsose al nivel del pequeño morro que esos dos hilos de agua flanquean y casi circundan, nutriendo la gorda tierra de sus declives.

Entonces alcanzó a ver lo que había conmovido a Natalia.

Un reducido escuadrón tendido en línea sobre la cumbre destacábase correcto, quieto, muy visible en medio de la atmósfera sin celajes.

Aparecían los jinetes de un tamaño diminuto; las lanzas como agujas verticales; la bandera de colores vivos enarbolada en la cima como un guión de compañía. Tres de estos jinetes recorrían la fila sencilla. En manos de uno, brillaba de vez en cuando un objeto herido por el sol, acaso un clarín, cuyos ecos ahogaba la distancia.

En el fondo del diorama luminoso no se veía más que el cortinado azul del cielo, y una que otra nubecilla como capullo blanco sobre la línea del horizonte. Ni un convoy asomaba en las colinas, ni una pieza de artillería se erguía en sus afustes a modo de luciente escarabajo, ni una carreta forrada en piel de toro subía las cuestas con su pesadez de piedra. ¡Ah! ¡Pero ellos estaban allí!

La distancia era grande; no se podía determinar personas. Apenas se percibían mayores que el puño.

¿Qué importaba esto? Lo esencial era que ya habían clavado en la cumbre su bandera.

La madre apartó la vista del lente para mirar a Natalia. Expresaban sus ojos la alegría y la ternura.

—Ya no cabe duda —dijo dulcemente—. ¡Están allí!

En ese momento un paso conocido se hizo oír en la escalera, y no tardó en aparecer don Carlos cejijunto, con la mirada desconfiada, un tanto nervioso, caído el gorro de piel de mono sobre la oreja derecha.

—¡Mire V., señor! —murmuró Natalia estremecida—; ¡mire V.!…

Y le señaló el cerrito, con un aire tal de pasión y acento tan candoroso, que el viejo se metió el gorro hasta las cejas sin atinar en lo que hacía, y luego la cogió de las dos manos como tomado de improviso, clavando en ella sus pupilas oscuras, fijas, inquisidoras.

—Sí, —dijo, como adivinando— sí… Deben estar, hija. Es forzoso que estén… Habrán llegado en el alba de hoy sin duda alguna, porque así les convenía. ¿Qué te parece, mujer? Dame el anteojo. Hem… Siempre sostuve en que tenían que llegar esos bizarros descendientes de españoles…

Y mientras se apoderaba del catalejo y lo arreglaba a su gusto, pálido, trémulo, proseguía aparentando dominio sobre sí mismo:

—¡Descendientes en línea recta! Eso de «tupamaros», no fue más que una pequeñez rencorosa. Sí, señor. En línea recta. La sangre es la misma en los más, bravía, castellana. Si desconocemos aquí la semilla, ¿a qué queda reducido el honor de España?… ¡Tontería! Éstos valientes son dignos del romancero; ¡ya lo creo que son! Sin lisonja banal de que soy enemigo.

Veamos… ¡Sí! Sobre el airoso montículo observo bien claro el grupo y los movimientos, la bandera, los jefes que andan de uno a otro lado, un clarín que va detrás, banderolas en las lanzas, carabinas al tercio; ¡buenas figurillas de soldados a fe mía! el escuadrón maniobra con la dureza de una regla y el aplomo del cuadro veterano…

Y esto diciendo, el señor Berón, sacudiendo la cabeza, apartó el ojo del lente, para acercarlo sin mayor dilación, agregando:

—Levantan la bandera, que de aquí no es más grande que una cofia, y la elevan muy arriba… ¡Bien hecho! ¡Es una bandera tan digna como la más pretenciosa, por Santiago! La llevan hombres que saben combatir, que a nadie tienen miedo, desde que vienen a la boca del peligro como quien va a caza de «mulitas»… ¡Cosa singular, señoras mías, que la causa que ella simboliza haya sido siempre agobiada por el número, y que nunca haya sido, sin embargo, vencida!… Eso me entusiasma de veras me vengan con que son pocos, que nada valen, que nada pueden, que nadie los respeta, que todos los estrujan; porque puede y vale el que se impone al fin de la jornada, y a eso van pese a la fuerza, y a los poderosos, estos pobrecitos perdidos en un rincón del mundo.

Verdad que ese rincón vale más que un Potosí. Así se explica que se vengan a las manos de esta manera descomunal, nunca vista, sin fijarse en el cuantum, ni en la especie, a pecho descubierto y visera levantada, ni más ni menos que el héroe de Cervantes frente a los molinos de viento. ¡Por Cristo, digo y juro! Esto no es racional ni hacedero, o yo soy un calvatrueno sin sentido común…

Don Carlos, así hablando, levantó crispado un puño.

Y sin separar la vista del instrumento, impuso con el índice un silencio que nadie pensaba interrumpir, añadiendo:

—¡A no ser que ésta no pase de una gran guardia! Tal vez el grueso esté detrás de las lomas, un tanto agazapado, como gente que lo entiende… No hay que fiarse cuando la maña acompaña al valor; pues ningún matrimonio de esta clase fue nunca desgraciado.

—¡Cuántas cosas estás diciendo! —dijo la señora interrumpiéndole en tono dulce y reposado—. Mira bien, por si, más feliz que nosotros, descubres a Luís María.

—¡Hum!… Eso mismo procuro desde el principio. ¡Pero mujer, si son como soldaditos de plomo! Ya no me da el ojo. Bien distinto era, unos diez y nueve años atrás cuando yo revistaba también en filas. ¡Donde ponía ese ojo ponía la bala!… Quisiera distinguir a algún gallardo oficial de morrión azul con plumas blancas de cisne, de uniforme bien ceñido, montado en un bridón fogoso de pelo alazán, para comunicarte algo de agradable. A pesar de mi empeño, no diviso más de lo que digo; muñequitos que se agitan allá en la comarca verde.

Ahora veo que se dividen en tres grupos y que marchan por distintas direcciones; uno rumbo al cerro, otro hacia el Buceo; el último queda firme. No… ya se mueve también en escalones muy bien alineados, y viene hacia acá como para formar una parada de día de fiesta.

¡Diablos! ¿que dirá esta gente? Debe estar muy azorada: tras de la corrida de los «mamelucos», un avance en son de ataque.

Ya van desapareciendo entre los pliegues del terreno… El primer grupo no se ve. El segundo se alcanza a divisar por encima de las lomadas, a medio cuerpo, trotando largo. El del centro sigue adelantando; se detiene ahora un momento… se desvía; la emprende al galope por el camino travieso, a bandera desplegada, rumbo al Cardal, allí donde tan duro nos refregamos con los ingleses el año VI… Seguramente está avanzada viene a ocupar el medio de la línea, en cruz con la que parte de la ciudadela por la carretera que va al interior.

Don Carlos calló de pronto, sin dejar de mirar.

Su esposa estaba de pie, a un paso, con los brazos cruzados sobre el pecho, atenta a sus palabras y gestos. También Natalia, muy quieta, caídos los brazos y entrelazadas las manos: pero tan cerca de él que el viejo podía sentir el calor de su boca y los latidos de su pecho.

El señor Berón seguía cogido al instrumento, encarnizado, dando a su cuerpo todo género de inflexiones y al tubo un movimiento de altibajo y diestra a siniestra, cual si persiguiese el volido lejano de una bandada, de aves extrañas, o si buscase en los huecos de las quebradas la cabeza de una columna formidable como en su deseo la quería para poner a prueba las tropas del recinto.

Esta visión o este miraje no se produjo.

Sin embargo, al abandonar el anteojo su rostro respiraba satisfacción.

En seguida bajó la escalerilla con más apuro que otras veces.

Se iba murmurando:

—¡Sitio largo!… Tan largo que me parece será como el de Rondeau en tiempo de Elio. Pero esto marcha… ¡Sí señor, marcha!

En su gran tienda había bastante concurrencia. Los dependientes desplegaban extrema actividad, para atender a una demanda excesiva. Desdoblaban, tendían, descolgaban y volvían a subir objetos, en silencio.

Se hacía compra de lienzos fuertes, ponchos y jergas.

En la ferretería se pedían utensilios de cocina; en la sección de suelas, caronas, «lomillos», rendajes y estriberas.

Cruzábanse las voces rápidas; recogíanse los efectos, deslizábase el dinero de una a otra mano en cobre o en plata. Veíanse confundidos junto al mostrador soldados de infantería y «mamelucos», —como se llamaba a los paulistas— los cuales parecían empeñados en vivos diálogos sobre algún suceso de interés palpitante. De vez en cuando miraban hoscos a los encargados del despacho, diciéndose entro ellos frases cortadas de intención aviesa. Los despachantes, todos españoles, sonreían.

—¡Gruñen! —murmuró don Carlos de entrada no más, y observando de reojo a los brasileños.

Restregose las manos y se entró a su escritorio, oculto tras un cancel.

—Pueden gruñir a su gusto, como los pecarís cuando se aglomeran. ¡Ya les dirán de misas!…

Y puso el oído, muy atento.

Al parecer, hablaban de la llegada de los invasores y de medidas enérgicas que se habían dictado con este motivo. El murmullo de palabras y de toses, con otros incidentes de detalle, no permitía recoger ni seguir con claridad lo que se decía.

No obstante, él pudo entender que se habían hecho prisiones en personas notables, y que de la plaza habían salido muchas por distintas brechas de la muralla para incorporarse a los «insurgentes».

Uno de sus amigos íntimos, penetrando de priesa en el escritorio, confirmole estas noticias, muy agitado.

El señor Berón lo escuchó con calma, y luego díjole:

—Todo eso prueba que la cosa camina, ¿eh?… ¡Está listo el pandero para una jota de órdago! ¿Y las tropas se aprestan a salir?

—Nada se afirma al respecto. Lo que hay de verdad es que un gran sobresalto reina en los que mandan. Lecor se muestra muy inquieto y ha pedido refuerzos a la corte desde hace dos días. Todo está en confusión. Los cuerpos de línea hacen preparativos de defensa, o de marcha en sus cuarteles.

—Aquí mismo se encuentran varios soldados en compras de arreos necesarios. He visto que un cabo acompaña a los pernambucanos, y un sargento a los «mamelucos»: sin duda desconfían…

—La gente está descontenta. Dicen que se han aplicado castigos hoy a algunos del primer cuerpo por haber dejado pasar a un grupo por la muralla del sur; el cual grupo se alejó a pie por la costa en dirección al Buceo, y se perdió de vista sin ser perseguido. Se agrega también que en ese punto, y en el de Carreta se han desembarcado hombres y armas; por cuyo motivo ha habido una diferencia entre el gobernador y el jefe de la escuadra.

—¡Ya es mucho; ya! —dijo don Carlos, todo oídos, y el gesto grave—. ¡No es asunto de reír a fe mía! Si de Buenos Aires llegan contingentes y del recinto se van, pronto los «insurgentes» serán beligerantes… ¡Desmentidme si podéis, señor mío!

—Por el contrario, estoy en ello. Con todo, conviene mucho no ser liberal en opiniones de este jaez, amigo viejo; porque a la hora presente los sabuesos andan en movimiento, y nada de extrañar sería que fuésemos a una prisión flotante.

—¡Echaríamos el aparejo a los bagres! —exclamó don Carlos alegremente—. Buen estreno en la nueva vida de sacrificios por esta tierra que ya nos tiene cogidos como a los troncos por la raíz… Pero, no ha de suceder eso tan sencillamente: somos hombres mansos, a condición de que no nos manosea, pues en llegándose a la injuria de hecho todavía hay nervio, ¡por Santiago!

Y don Carlos, sulfurándose de súbito, levantó el puño.

Su interlocutor, como él viejo y oriundo del antiguo reino de León, con muchos años de residencia en el país, era un hombre de mediana estatura, de faz atezada mordida por la viruela, voz ronca y locuacidad extrema.

Vivía de allí a dos cuadras en la calle de San Francisco, en donde tenía su negocio; un depósito de vinos, tabaco de la Habana y de Bahía y café, del que se hacía muy regular consumo en la ciudad, especialmente por los jefes y oficiales de la guarnición.

Don Pascual Camaño —que este era su nombre— ante la expansión de don Carlos tomó un aspecto serio y repuso:

—Sí… Pero vamos a cuentas. ¿A qué vienen los revolucionarios, a redimir el país; está bien. Pero, ¿quién los apoya, quién se esconde detrás? Este es el punto importante. V. ve, los tiempos se ponen malos, y hay que mirar por los intereses, precisar muy claro en cosas tan arduas y turbias. Si creemos que esta es camisa y no jubón que nos ha de llegar más cerca del cuerpo, por lo que nos atañe y nos conviene, V. por su hijo, yo por mi sobrino y otros por sus entenados, ante todo, descubrir la filiación del movimiento para tomar nuestras medidas con seguridad y conciencia… Ahora, la demanda aumenta y la oferta afloja; se vende hasta por ocio, la mercancía sale a buen precio, y antes que se rompa el pelo aprovechar es de hombres de talento. Por eso, ¿qué conducta mejor que la de navegar de bolina? La tormenta arrecia y mal piloto el que larga toda la vela encima del escollo. Para mí tengo que se va a repetir la fórmula de anexión que se juró al Brasil por los cabildos y pueblos, en favor de las provincias unidas… Será poner la camiseta al revés.

—¡El cuento del gallego! —prorrumpió don Carlos—. Y aunque así fuese, ¿querría eso decir que los nativos no anhelan ser en absoluto independientes? No, señor de Camaño; ¡va V. en error lastimoso! Consulte V. uno por uno a los de esta batida, reúnalos a todos si puede en mitad del campo, allí donde ninguna influencia extraña llegue y donde nadie hable del rigor de la necesidad que los obligue a aceptar el concurso ajeno, aunque fuera el de los colombianos que están en la tercera esquina del mundo; reúnalos V., por mi madre, y pregúntelos si ellos pelean y se hacen matar por la causa de otros, o por su propio bienestar. Dirían a V. a grito herido que exponen el pellejo por su felicidad particular, por su terruño encantado, por sus familias y sus bienes, que valen tanto como los del emperador del Brasil. ¡Qué otra cosa le habían de contestar, hombre de Dios!… Ahora que V. me diga que sintiéndose débiles entre dos piedras de molino, notando que van a ser machucados se resuelvan a la incorporación a las otras provincias, de acuerdo, sí señor; de completo acuerdo. ¿No intentaron lo mismo cuando Artigas, como medio de salvarse? ¿No hicieron igual cosa con don Juan VI, para salir de la boca del lobo? ¿No reincidieron en idéntica pellejería con don Pedro I, por la fatalidad de los hechos? ¡Mil demonios!… ¡Lo que todo esto significa es que tienen instinto de conservación propia en medio de sus mismas aventuras temerarias!

Y don Carlos se tiró para abajo las orejas de su montera en un arrebato nervioso, poniéndose a pasear de uno a otro extremo del escritorio.

—¡No entro en eso!—dijo con cierta solemnidad don Pascual—, no me gustan las honduras, ni pesco más que en aguas conocidas. ¡Y yo sé lo que me pesco!… Mire V.: antes de hacerse buen vino la uva se mostea o se remosta. ¡Sabe bien entonces el añejo! Opino que hay que conocer bien la materia antes de enredarse en estas cuestiones, como es preciso a veces el remosto antes de llegar al lagar. De atrás del mostrador se observa muy claro porque la inteligencia se aguza.

—Sí, se aguza el ingenio, ¡canarios! ya lo creo que se aguza y se llena la talega… ¡Qué, señor de Camaño! No es ese el caso, y voy derecho a la cuestión. Diga don Pascual, ¿se encontraría V. dispuesto a abrir su gaveta para ayudar a bien morir a los de la banda insurgente?

El señor Camaño abrió enormes los ojos, diciendo:

—¿Por qué me lo pregunta V.?

—Por un tantico de compasión que me escuece en sentido de auxilio a los menesterosos. Nunca vi sin irritarme que la injusticia abrume al débil, y V., que ha sido como yo soldado y que conmigo cayó en la banqueta de la muralla al sur aquella noche maldita en que entraron los ingleses, ha de pensar lo mismo; que la sangre castellana nunca fue de pato ni de cerdo, sino ¡Santiago me confunda, canejo!

Don Pascual, que lo miraba azorado, se apresuró a balbucear ya con disposición de retirarse:

—Hay que meditarlo despacio… no sería imposible, amigo mío. Por el momento el espíritu no está muy sereno… Y ahora se me cruza a mientes que tengo que recibir una carga de tabaco de Bahía, en que viene la hoja flor, la de aquellos cigarros que a V. le gustan y que tanta salida han hallado entra estos hombres fumadores que rodean al gobernador. La carguita la trae el bergantín—goleta «El Corcovado» de los más veleros que cruzan el Atlántico, y ha de estar ya en franquía… Ha de disculparme V. hasta pronto, mi querido amigo.

Ya sabe V.: un ojo en la política y cuatro en el negocio sin incluir las gafas.

—Así es —repuso don Carlos, ya más calmado—. Hasta pronto. Lo invito a comer en casa el domingo, si no tiene compromiso.

—¡Procuraré venir, gracias!

Y estrechando la mano de Berón, don Pascual salió a prisa.

El viejo tosió, lanzando un juramento. Arreglose el gorro volviendo a su lugar las orejeras, aunque hacía frío, y encaminose a paso lento al comedor.

Era hora de almorzar. A pesar de eso, las señoras no estaban allí, lo que hizo suponer a don Carlos que todavía permanecían en el observatorio improvisado.

No se engañaba. Madre y joven seguían tenaces usando alternativamente del catalejo; y fue preciso que él fuese en busca de ellas para sustraerlas al encanto de una esperanza que no consiguieron ver realizada hasta esa hora.

La tarde, la noche, pasaron entre sordas inquietudes.

Oíanse en realidad toques de trompa y de tambores, marchas pesadas, rodar de trenes, toda una agitación anormal en las estrechas vías del recinto amurallado. Las voces, los galopes sobre las mismas aceras de piedras enriscadas, el estridor de espuelas, arreos, vainas y cascos completaban aquel tumulto inusitado de tropas en son de combate.

La madre de Luis María y Natalia se asomaron por una ventana.

Varios batallones estaban alineados a los costados de la plaza, con sus armas en descanso y banderas al centro, luciendo al sol sus uniformes y morriones.

En medio de la calle de San Carlos, algunas piezas de un bronce bruñido enseñaban sus fauces verdi—negras semi—atragantadas de escobillón.

Un montón de armones, avantrenes y cureñas obstruía con sus macizos rodados la bocacalle de San Pedro, con sus artilleros a los flancos montados en mulas.

Cuatro escuadrones de caballería con las carabinas cruzadas a la espalda, formaban columna a lo largo de la de San Carlos, y a retaguardia de la artillería.

Flotaban al aire los estandartes auri—verdes, resonando toda una fanfarria de trompetas.

Movíanse de uno a otro extremo al galope, espada en mano, alféreces de rostro enjuto y tez de cacao con una charretera de bronce sin canelones sobre el hombro, y espolines de gallo en el tacón de las botas.

En las filas reinaba esa descompostura que precede al momento de la marcha. Algunos soldados ponían colas de cigarros detrás de la oreja; otros chupaban «masacote» o algún «ticholo» revenido. Los semblantes expresaban cierta indiferencia o conformidad pasiva propia del oficio, demostrando alguna atención solamente cuando las voces de mando recorrían la línea a modo de recios y bruscos chasquidos.

Entre los ayudantes que pasaban impartiendo órdenes, uno llegó a detenerse un instante frente a las ventanas de la casa de Berón, y saludó con la espada. Era el teniente Souza.

A poco, la charanga del batallón allí alineado rompió en una marcha alegre; el cuerpo formó en columna y se movió.

El resto de las tropas siguió el movimiento, arma al brazo y paso de camino.

Don Carlos, que se había estado en la puerta de su casa muy atento entrose con rapidez en extremo nervioso.

—Estos salen con ánimo de combatir —dijo a su mujer—. ¡Ya veremos!… Vamos a almorzar,

La señora tenía un aire resignado.

—Ven —dijo a Natalia—. ¡No te aflijas! ¿Crees que éstos podrán más, aunque sean muchos?

—¡No creo, madre! —contestó la joven sonriendo, y estrechándola con su brazo de la cintura—. Dios ha de estar con ellos… ¡Si yo estoy tranquila!

Y la miraba de frente, encendida y palpitante.

Sin embargo, tenía los ojos llenos de lágrimas.

El señor Berón estaba cejijunto, callado. De vez en cuando lanzaba frases ininteligibles, o reñía a alguna negrilla del servicio por cualquier pretexto.

Sentáronse. El almuerzo fue silencioso, observándose a los rostros unos a otros, preocupados, inquietos. Los ecos de las charangas que se alejaban, y que ya sin duda habían salido de murallas, llegaban hasta ellos con un sonido hiriente, irónico, desalentador. Parecían de esas músicas monótonas e insultantes que se oyen en la fiebre o en las horas de duelo.

—¡Qué soplar el trombón y mover el «chinchín»! —exclamó la señora—. Parece que quisieran animarse.

—¿Ha visto V., madre? —repuso Natalia en un arranque de enojo que dejó sus labios trémulos—. ¡Qué gracia ir tantos contra un puñadito, qué valor tan caballeresco!… De ese modo podríamos ir las mujeres todas vestidas de corazas.

—¡Así es, hija! —barbotó don Carlos dando salida a un ronquido que se le había atravesado en la garganta, sordo, bronquial, colérico—. Estos «mamelucos» no acostumbran a acometer un tronco sino con veinte hachas; y asimismo cuando va a caer, se ponen a distancia… por cautela.

En seguida de esta explosión, encerrose en absoluta reserva.

El ruido de las charangas, alejándose cada vez más, concluyó por extinguirse. Apenas apercibíase casi apagado el redoble del tambor.

Una calma profunda reinaba en la ciudad. Y este sosiego aparente llegaba hasta allí, embargando más el espíritu.

Natalia se inclinó de improviso murmurando suave al oído:

—¡El catalejo!

—Sí —dijo la señora—. ¡Vamos al mirador!

Capítulo 17

Una parte de las tropas había salido de la ciudadela; la otra pasó por el portón de San Pedro, uniéndose en la carretera del centro.

Después de un alto breve, la columna siguió marcha hacia afuera camino recto.

Destacáronse dos escuadrones, uno con dirección al arroyo Seco; el otro, a vanguardia, en descubierta.

Nada de sospechoso se veía en los contornos, hasta tiro de cañón, el campo estaba desierto, los «potreros» sin los animales de pastoreo, los escasos edificios por allí dispersos cerrados, tristes como sepulcros.

Densos vapores se acumulaban en la atmósfera interceptando por completo la luz solar, y empezaba a correr de la costa un viento frío con rumor de olaje.

La columna hizo una nueva estación a una milla de los muros; a los pocos minutos continuó el avance, en un trecho de ocho o diez cuadras, y se mandó armas a discreción.

El escuadrón paulista, que hacia de gran guardia, llevando en despliegue una guerrilla, encontrose de súbito con tres hombres que, tendidos sobre el cuello de sus caballos detrás de un cardizal, a distancia de cien varas, se incorporaron en sus monturas y, echándose las carabinas al rostro, rompieron el fuego.

Un soldado se desplomó al suelo con el cráneo roto. El alférez de la avanzada recibió una contusión en la mejilla que le hizo saltar hasta grupas y bambolearse como un ebrio en la silla.

El ataque era brusco y atrevido.

La guerrilla contestó el fuego con una gran descarga.

Los tres hombres se habían apartado entre sí, y sin retroceder paso, hacían funcionar sus baquetas.

Sólo un caballo cayó herido en la frente.

Los paulistas reforzaron su guerrilla, adelantando impetuosos. Los enemigos parecían pocos.

Detrás del cardizal se alzaba una loma al flanco izquierdo, un «cañadón», cubierto de saúcos en sus bordes, orillaba el declive, a la derecha el terreno plano y herboso no presentaba obstáculo alguno.

Varios proyectiles, silbando del lado del «cañadón», detuvieron a los paulistas en su avance.

Otros tres hombres, guardando distancia, habían aparecido de improviso.

Simultáneamente, cinco nuevos tiradores en despliegue, surgieron por la derecha, saludando con otros tantos disparos a la guerrilla.

El jefe del escuadrón, en viendo caer dos de sus soldados a retaguardia de la avanzada, picó espuelas y amagó un carga.

Entonces coronó en ala la loma una fuerza de veinte jinetes que, a una voz de su jefe, sujetaron en la falda, quedando inmóviles en línea sencilla.

Los paulistas se pararon un tanto sorprendidos.

Las balas se cruzaban más frecuentes, y uno que otro grito extraño, ronco, bravío solía mezclarse a sus silbos siniestros.

Por pausas calculadas, la guerrilla «insurgente» se había ido engrosando hasta presentar quince tiradores en despliegue, con la protección de veinte que acababan de colocarse en la falda de la loma.

¿Podían ser éstos, todos? No era probable.

El jefe paulista, con ojo experto, notó que aquella tropa no traía bandera, ni siquiera un clarín de órdenes. Debía ser una simple avanzada de caballería volante.

Pero estaba obligado a descubrir, y para ello tenía fuerza de sobra. Antes de pasar un parte informal al jefe superior de la columna, que permanecía, quieta en las Tres Cruces, redobló las guerrillas, con el oído atento a detonaciones lejanas que venían de la zona del norte.

Sin duda había refriega por allá. Las descargas se sucedían sin interrupción; una especie de fuego graneado, cuyos ruidos se asemejaban a crepitaciones lejanas devoradas por las llamas.

Al refuerzo de las guerrillas, con orden de ganar terreno hasta dominar la loma, siguiose el avance de la protección al paso.

Los «insurgentes» se mantuvieron en sus puestos en el primer momento; luego volvieron grupas retirándose con lentitud; y fue entonces cuando atravesándose por retaguardia un joven jinete de cabellera rubia, que llevaba en la diestra el acero con marcial altivez, la tropa brasileña hizo una nueva descarga, que cubrió el espacio intermedio de humaza blanca y tacos ardiendo.

Caballo y jinete rodaron por el declive; y así que el primero quedose inmóvil con los remos en alto tras de algunas convulsiones, viose que el joven oficial estaba cogido por una pierna, tendido de costado, como muerto.

La avanzada paulista llegó al sitio, y aún más allá, acompañando con voces ruidosas sus disparos, en tanto se apoderaban otros del caído y lo conducían a la reserva.

Iba a coronarse la loma; pero antes era preciso cargar las carabinas. Esta función reclamaba varios tiempos, y la guerrilla se detuvo.

Los «insurgentes» que ya habían mordido el cartucho y atacado el cañón, volvieron cara de nuevo, reapareciendo en la loma paso ante paso, en busca del blanco a sus carabinas.

Esta vez la descarga fue casi a quemarropa.

Los proyectiles gruñeron llegando hasta la reserva; la guerrilla paulista se dobló al volver riendas para fijar posiciones, hizose un ovillo entre choques y emprendió el galope en pelotón.

La reserva «insurgente» apareció al trote largo despuntando la «cañada» fangosa, con las lanzas apoyadas en los estribos a falta de cujas.

La protección de la falda, formada en dos escalones, bajó al llano a media rienda, al grito de ¡carguen!

Al ruido del tropel y de los gritos iracundos, la guerrilla doblada precipitó su fuga echándose sobre su reserva; la que a su vez dio grupas, yéndose a estrellar contra el resto del escuadrón que procuraba ordenarse en batalla.

Pero el escuadrón todo fue envuelto, y arrastrado en desorden sobre el grueso de la columna.

A un lado de la carretera, detrás de una cerca de arbustos espinosos y de agaves confundidos, se erguía una «troja» o armazón vestido con los tallos de hojas lanceoladas, espatas y panículos ya secos del maíz, y destinado a guardar las espigas de la cosecha. Parecía un gran bonete amarillo con guías y cascabeles, cuyo ruido remedaban las hojuelas membranosas al ser batidas por el viento.

Uno de los «insurgentes» que antes de la carga se había separado del grupo, adelantándose solo por el flanco al amparo de las cercas y a favor de la confusión, echó pie a tierra frente a la «troja»; y sin abandonar su caballo, que tenía del cabestro, entrose en el rústico depósito llevando en la diestra un clarín.

Trepose de rodillas hundiéndose en el maíz allí acumulado, y apartó la hojarasca del fondo de la «troja», de modo que pudiese observar sin ser visto.

Aunque espeso el boscaje de la cerca que se extendía paralela, algunos claros aquí y acullá permitían dominar grandes trechos de la carretera, hendida a un lado por las encajaduras de las carretas.

Hacia la izquierda, apenas a dos cuadras, sobre el camino, y asomando su cabeza en un recodo, estaba la columna brasileña.

El escuadrón, que venía en desorden, notando que otro se desprendía de la columna a protegerlo, recuperó su formación volviendo cara con nuevos bríos.

Tenía el choque que ser fatal a los nativos, cuyo empeño sin duda alguna era el rescatar a su compañero, el cual venía entre la soldadesca estrujado y oprimido.

La voz enérgica del jefe se oyó dos o tres veces en medio del tumulto, incitando siempre a la carga.

El que estaba oculto en la «troja», asomó bien la cabeza, —una cabeza pálida con una cabellera y una barba de Nazareno,— y miró ansioso a la derecha del camino.

Había reconocido la voz de su jefe, la del comandante Oribe. Su tropa cargaba a lanza y sable. A pesar de las volutas de tierra removida bajo los cascos, percibió en los aires las banderolas tricolores sacudidas por el viento entre moharras y medias lunas de hierro.

Aquel hombre sacó entonces el clarín por el hueco, llevose a los labios la embocadura y tocó a degüello.

Las notas partieron agudas, vibrantes, atropellándose como escalones en la carga a toda brida.

Los dos escuadrones sintieron el toque a retaguardia, y temiendo ser cortados, retrocedieron revueltos sobre la columna.

Pero el toque terrible los perseguía a lo largo de la carretera, lanzado de atrás de los árboles y de las breñas e introduciendo la pavura; y cuando ya los «insurgentes» estaban a punto de caer sobre ellos, el eco de aquel clarín fatídico oyose más cerca, casi ronco, y en pos de su última nota un jinete o un hipogrifo saltó por un portillo la zanja que circuía la «chacra» dando su caballo un brinco gigantesco.

Un grito unánime acogió al recién venido; quien puesto a la encabezada el clarín y sable en mano, acometió la retaguardia enemiga, en cuyas filas se entró con la violencia del toro que se arroja a romper el cerco.

El prisionero, que iba montado en el caballo del paulista caído al pie de la loma, fue separado por la oleada contra la cerca.

En seguida se vio entre los suyos, que emprendían la retirada, desplegando una guerrilla.

Junto al rescatado iba un jinete macizo, de botas de piel de tigre, quien le dijo alegre:

—¡Te cayó la china, hermano!… Todos vinimos a la uña por salvarte; pero lo debés al capitán Mael.

—Ya sé, teniente Cuaró, —respondió el joven lleno de emoción—: a todos les debo mi gratitud… al capitán Velarde un abrazo.

—Aquí está la espada, que yo alcé de entre las matas.

Luis María tomó trémulo su acero, con un gesto de agradecimiento que conmovió al teniente.

—¡Ahí lo tenés al guapo! —exclamó este estrechando la mano que el joven le tendía.

Ismael llegaba al trote, todavía lívido y sudoroso, como si hubiese salido de la faena del «rodeo». Traía su caballo algunas cintas rojizas en la piel, allí donde habían pasado veloces las puntas de los sables en el entrevero.

Las balas seguían silbando. Rehechos los escuadrones, disparaban de lejos.

La columna, temiendo acaso un movimiento envolvente, contramarchaba hacia el recinto al son de las charangas y paso de camino.

Viendo llegar al capitán Velarde, el ex—prisionero le tendió los brazos, y estrechados los dos siguieron el paso de sus cabalgaduras por un momento.

La tropa aclamó al comandante Oribe, a Velarde y a Berón, por cuyo rescate se había puesto a prueba el denuedo de todos.

—¡Por siempre hemos de ser amigos! —dijo Luis María a Ismael.

—Aparcero hasta la muerte —respondió el capitán.

Berón le oprimió con fuerza la mano, añadiendo con entusiasmo:

—Bien me dijo V. allá en al paso del Rey, que ese clarín era un gran compañero; y de esta proeza nunca me he de olvidar. Cuando V. lo hizo sonar yo mismo llegué a creer que un regimiento venía flanqueando al enemigo; los paulistas se sorprendieron, ya no hubo voz de mando que se oyese. Un sargento fue el primero en dar la espalda; los soldados siguieron su ejemplo sobrecogidos por el pánico; y al correr, me envolvieron en el torbellino. Yo estaba aturdido todavía y maltrecho con la caída, allá en la falda; de modo que ni atiné a escapar en medio del desorden. Gracias a V…

Por el pálido rostro de Ismael pasó un estremecimiento.

Luego se sonrió encogiéndose, de hombros, y dijo:

—Hoy churrasqueamos juntos para festejar esto ¿no lo parece?

—¡Sí, con el mayor placer! Será el churrasco que con más gusto haya probado en la campaña junto al valiente compañero.

En ese momento llegaban a la loma, pasando cerca del sitio del primer choque. Allí estaba su caballo muerto, con un grande agujero cerca de la oreja. Los paulistas no habían tenido tiempo de despojarlo de su «apero». Al frente, en el llano, un hombre boca arriba; a pocas varas, otro acostado en el «albardón» con la cabeza entro las manos como si durmiese. Este, a mas de una bala en la clavícula, había recibido una lanzada en el vientre dada por un brazo terrible.

Una de las balas que todavía venían de lejos, rebotó en su cuerpo con un chasquido seco.

Cuaró, que marchaba al paso un poco apartado de Luis María e Ismael, lanzó como flecha una escupida hacia atrás, murmurando:

—El que tiró esa ha de ser tuerto.

Delante de ellos replegábase al trote una pequeña fuerza.

Era la de reserva, que no llegó a entrar en la carga, al mando del comandante Calderón, jefe de la línea.

Los patriotas, que regresaban alegres a su campo, sintieron a su vista un enfriamiento; el efecto que produce la aparición de un ave negra después del combate.

Cuaró alzó la cara, mirando con mucha fijeza el rumbo como mastín que olfatea, y refunfuñó:

—¡Carancho sarnoso!

Formó la tropa sobre la loma, a excepción de la que había quedado de avanzada en guerrilla, y de una pequeña protección.

Las descargas habían cesado.

Los escuadrones paulistas, después de un alto cerca de un antiguo saladero, había seguido el movimiento de la columna dejando partidas de observación casi a tiro de fortaleza.

Debía darse por terminada la faena del día, que ya declinaba sensiblemente.

El cielo se había cubierto de nubes por completo; el sudeste aumentaba en violencia y tendíase una llovizna fría sobre los campos a manera de ceniciento tul.

No existía bosque alguno por aquellas inmediaciones, salvo uno que otro grupo de arbustos ya en deshoje, y dispersos «ombúes» de cabeza calva.

Se acampó en una «tapera» —restos de vieja población incendiada en tiempos de Artigas por los portugueses, según informes de los vecinos,— y a la que habían dado sombra dos de aquellos gigantes de la flora indígena, que junto a ella se elevaban, plantados acaso por su primitivo dueño en los comienzos del siglo.

A falta de otra, recogiose «leña de vaca» para los fogones, aparte de algunos arbustos secos. El «cañadón» corría por el bajo sobre un fondo de cantera, y un agua tan pura como la del mejor manantial.

Saciose allí la sed, y llenáronse las calderas de asa que debían recostarse al fuego para el «mate» de yerba misionera.

Con los juncos, de un pequeño «estero» de allí poco distante, construyéronse sin demora los armazones de los «ranchos» de abrigo; asilos del largo de un hombre cubiertos por el poncho, en cuyo interior, sobre una capa de ramitas verdes de saúco, tendiéronse las prendas del «recado» que servirían de lecho.

Recién en estas faenas la tropa, Luis María, que acababa de recibir las felicitaciones de su jefe, apercibiose ya en el fogón de Ismael que Esteban no se encontraba en el campo.

Como hiciese notar en voz alta esta falta, un soldado se apresuró a decir:

—Ha de estar en la avanzada.

—No —repuso otro con acento de seguridad—. Para mí, cayó prisionero en el camino.

—¿Lo vio V.?

—¡Lo vide! Montaba un lobuno medio potro que rodó en el entrevero, en las encajaduras de carretas. Pudo montar otra vez… Pero los «mamelucos» hicieron rueda y al juir se lo llevaron en el borbollón como guasca lechera, cuando el teniente era apartao por el capitán. Dejó el sombrero, ¡y aquí está!…

El soldado, efectivamente, enseñaba a mas del suyo otro que llevaba colgado sobre el dorso, cogido al cuello por el «barbijo». Era un chambergo negro.

—Es el mismo —observó Luis María—. ¡Pobre Esteban!

—Por saber lo que aquí pasa, lo han de llevar vivo.

—A mas, el negro es de linda pinta —añadió un tercero.

Esta noticia contrarió bastante a Berón en los primeros momentos; pero la sociedad del fogón lo distrajo.

Ismael estuvo más comunicativo que otras veces con él; hizo una excursión al pasado en su estilo conciso; y después de esa expansión, como agriado por las mismas memorias, se recogió grave y huraño, sumiéndose en un silencio profundo.

Así que Luis María se retiró, asaltole de nuevo el recuerdo de Esteban. Esta vez, sin embargo, no fue para aumentar su aflicción.

Llegó a creer que aquella pasajera desgracia, porque tal la consideraba, podía serle de utilidad; siempre que el negro se desempeñase con el ingenio de que había dado pruebas en muchas situaciones delicadas. ¿Quién mejor que él podía servirle de intermediario con su familia? Acaso lo volviesen a su antigua condición de esclavo, bajo otros amos. Pero lo más probable era que lo obligasen al servicio militar como a tantos libertos, dado que había revistado en filas y poseía aptitudes necesarias.

En estas y otras cosas iba pensando, camino de su «rancho», que le había sido hecho por un soldado de Ismael próximo a la loma, cuando una sombra se interpuso y oyó una voz conocida que lo interpelaba, —la voz de su jefe.

La noche había caído oscura, y proseguía más densa la llovizna acompañada del viento recio.

Luis María contestó:

—El mismo, ¡comandante!

—Pues si no lo rinde el sueño, —repuso Oribe— véngase un rato a mi vivac. Hablaremos tranquilos; no hay novedad en el campo… Los «mamelucos» se han ido lejos.

—Seguiré sus pasos, mi jefe.

—La claridad del fogón es buena guía. ¡Vamos derecho, por la falda!

Luis María marchó detrás.

Por un instante sólo se sintió el ruido de sus espadas en las vainas y el trinar de las espuelas. Después, todo quedó en silencio.

Capítulo 18

Ya en el vivac, que estaba cerca del cañadón y de una isleta de sauquillos, Luis María notó muchas sombras que se movían por las inmediaciones, y que ora se acercaban al fogón o se alejaban, como vigilando. Cuaró andaba por allí, a pasos lentos, taciturno. Los «tapes» de Ismael en grupo, atizaban el fuego, volvían un asador con medio cordero ensartado, y cebaban «mate». Jefe y ayudante pusiéronse al abrigo bajo un «ranchejo» bastante espacioso para los dos.

Oribe, que conocía bien a la familia del joven patriota, y tenía de éste una idea elevada, solía explayarse con él sobre lo que interesaba a la causa, sintiéndose complacido ante los arranques de su entusiasmo y de su fe. Creía que aquel mozo era de un molde nada común por su carácter, la solidez de su criterio y la abnegación extrema que revelaba en las horas del peligro, y de este concepto partía para estimarle de veras y reposar tranquilo en su lealtad.

Explícase así la razón de aquella carga valerosa que en la tarde se llevó a los paulistas, cuando éstos hicieron a Berón prisionero.

Ahora, el comandante sentía una gran satisfacción; y recordando el episodio, decíale:

—Acaso hubiese V. deseado llegar al recinto aunque fuese en esa condición después de tanto tiempo que no ve a sus padres; pero nosotros no queríamos perder a tan excelente compañero.

—¡Gracias, mi comandante! —contestó Luis María—. Aquel anhelo, por ardiente que sea nunca igualaría al que tengo de contribuir con todo lo que soy al triunfo de nuestra causa.

—¡Ya lo sé!… Hemos de conseguirlo con la ayuda de los que así sienten, y del tiempo… Ya la obra va tomando forma. Seguimos recibiendo elementos de guerra; nuestra venida no podía ser de más provecho.

Sin embargo, una parte del plan ha fracasado.

—¿De qué se trataba, señor?

—De atraernos cierto contingente de tropa, en el que revistan algunos orientales. La imprudencia de un sargento descubrió la trama, sospechada antes sin duda por Lecor, a juzgar por lo ocurrido hoy. La salida de esa columna, su alto en el saladero, sus vacilaciones y su retirada en presencia de nuestro pequeño grupo, indican la desconfianza de sus propias fuerzas.

A pesar del incidente desgraciado de que hablo, está en nuestro interés el seguir fomentando la desmoralización en los cuerpos que defienden el recinto; siquiera sea para que el espíritu de nuestros amigos se levante, cuanto se relaje la disciplina del enemigo, y podamos conservar la superioridad adquirida.

—¿Y es posible hacer eso de un modo práctico?

—Todo consiste en disponer de dinero… Ya lo han dado en Buenos Aires; también algunos en Montevideo, y no sé hasta qué extremo nos sería lícito llegar en exigencias de esta naturaleza. Preciso es, no obstante… sin el dinero no se mueven moles.

—Así es —repuso Berón lentamente, como absorbido por algún cálculo mercantil—. Dinero… Es la fuerza motriz, ¡el secreto de vencer las resistencias sórdidas!

—No ignora V. —prosiguió el jefe— que estamos rodeados de peligros… En este mismo campo, hay de qué sospechar.

—¡Sí, comprendo!

—De ahí que redoblemos la vigilancia. Nuestra causa es como un buque entregado a vientos adversos.

Si el Brasil fuese vencido, habríamos alcanzado el puerto… para embicar enseguida en la anexión.

—Verdad.

—¿Y qué otro remedio?… La misma fuerza de las cosas así lo determina. Ya se está en las preliminares de la formación de una junta de gobierno y de la reunión de una asamblea que declare la independencia de la provincia y su incorporación a las del antiguo virreinato… La autonomía completa sin recatos ni compromisos, el país solo y libre, tal como lo soñamos los que mantenemos la lucha, es una ilusión hermosa que se desvanece a poco de medir el alcance de nuestro esfuerzo.

—Cierto, también pero quién sabe, comandante, si al fin de ésta que parece muy larga jornada, resulta que ninguno de los poderes rivales se quede con el cardo…

—Cardo es, y muy espinoso en efecto —replicó riéndose Oribe—. En este caso quedaríamos únicos dueños del terrón. ¿Quién podría negarnos ese derecho, después de regarlo una vez más con nuestra sangre? Pero no podemos saber lo que ha de ocurrir en definitiva… Tenemos por delante un campo que ha de sembrarse primero de combates, acaso de catástrofes; ¡nadie puede adivinarlo! Por el momento, nos preocupan las cosas pequeñas… esas que acompañan siempre a las grandes y las traban, sin que lo evite el más previsor.

—Piedras en el camino… La mano militar puede disminuir sus efectos, comandante.

—Se ha de hacer sentir cada vez que sea oportuno. La fuerza tiene su razón respetable cuando está al servicio del derecho. Estas rosas pequeñas a que me refiero tendrán su término…

—¡Lo creo, señor!

Y luego, como luchando con una preocupación dura y tenaz de su espíritu, Luis María, siguió diciendo en voz suave, pero llena de unción:

—El país solo y libre… ¿Quimera?… No hay duda que por ahora es un problema el de la independencia absoluta. Somos pocos y pobres; esos pocos, desangrados… ¡Pero cuántos sacrificios! Bien valían ellos una autonomía completa.

El país pequeño, población reducida, rivales poderosos que se lo disputan; todo eso es cierto. Sin embargo, mañana… Vea V., mi comandante. ¿hay aquí grandes riquezas inexplotadas, aparte del pastoreo y de otras industrias, que darían envidia a los más fuertes el día que salieran a la superficie?

¿No hay pasión por la tierra, lujo de valor y de heroísmo; no hay conciencia de lo que se anhela de un modo constante?… Yo he soñado alguna vez que esas riquezas eran descubiertas, que el país se henchía de vida, y que venían de otros lejanos a sus puertos numerosas gentes, que se esparcían luego a la orilla de sus ríos sin semejantes, sembrándola de ciudades orgullosas. Y veía en sus campos feraces, llenos de luz y de verdor eterno, treinta millones de toros; en sus canales escuadras enteras con todas las banderas del mundo; un mar de espigas y de viñas en sus vegas; emporio de comercio en sus playas admirables; solidaridad nacional, leyes justas, historia gloriosa, culto por los mártires y los héroes… Era mi sueño, no se ría V.; un sueño acaso de niño, la ilusión enardecida al calor de la sangre, exagerada por la fiebre de los grandes y queridos amores. ¡Yo bien sé que es sueño! Me halaga, por eso vive en mi memoria… Cuando V. me habló de cosas pequeñas; de esas ambiciones personales que se agitan, de esas felonías que se traman entre algunos que aceptan la lucha como un medio de primar, no pudiendo conjurarla o deprimirla por completo, he vuelto a la realidad y pensado en un porvenir de aventuras.

—Si todo lo que V. ha dicho es hermoso; ¡pero nada más! El encanto se desvanece con sólo pensar en lo incierto de nuestro destino. Y si del presente seguimos hablando, si concretamos hechos convendrá V. en que estamos muy lejos de ese ensueño patriótico. Parte de nuestros elementos responde a medias…

—Me consta, comandante. El brigadier Rivera ha tomado a pecho el papel que le obligan a desempeñar, seguirá en el movimiento mientras abrigue la esperanza del predominio por la jerarquía, y se saldrá de él cuando así se lo aconseje su interés. Está eso en su índole y en sus hábitos: será héroe si así lo quiere, o «matrero» taimado si se encona. Calderón conspira, aquí en este mismo campo sus dragones preparan cazoletas…

—No han de dar chispas las piedras —repuso Oribe con acento tranquilo—. Tenemos que esperar, un poco, horas tal vez. Pero… ¡estas son las cosas pequeñas! Para fortalecer la acción, se va a constituir un gobierno.

—Como se proyectó en tiempo de Artigas.

—Se va a elegir una asamblea, que designará delegados al congreso.

—La fórmula de Artigas, que fue repudiada.

—¿Qué quiere V. significar con eso?

—Que los medios son únicos y se repiten y que ahora se piensa como entonces por la ley de la necesidad. ¿Darán al presente mejores resultados? Nosotros los aceptaremos en nombre de la causa. Otros, quizás no…

—Es posible. ¡Habrá entonces que imponerse, para la suprema salvación!

En tanto así hablaban, la noche hacía camino. A altas horas la llovizna empezó a ceder y a aclararse un poco el cielo. Lucían algunas estrellas.

Luis María, que necesitaba de reposo, se despidió de su jefe, diciéndolo al irse:

—Voy a escribir a mi padre, apenas venga el día.

Aquel le oprimió en silencio la mano.

Berón se fue a su vivac.

Una vez a cubierto, descalzose las espuelas y se acostó vestido, echándose encima el «poncho» de paño.

No pudo dormir bien. Tenía dolorida una parte del cuerpo, la que sufrió el peso del caballo en la caída en la loma. Una especie de sopor invadió su cerebro durante largo rato; y aquello que no era vela ni sueño, reparó poco sus fuerzas, agitándolo en febriles pensamientos.

Divagó horas enteras su mente sobre temas confusos, en los que se entremezclaban los recuerdos de familia, el nombre de Natalia balbuceado varias veces por sus labios, la idea, de la fortuna que él nunca había acariciado con ardor en sus tristezas, unido al amor de la causa; los mirajes extraños de un presente lleno de peligros y de un porvenir preñado de tormentas. Sus pasiones cerebrales de consuno con el malestar físico lo hicieron sufrir, al punto de obligarle a abandonar el duro lecho antes del alba.

Arregló sus ropas ligeramente, fuese al cañadón, donde se lavó de un modo minucioso, y después de esto se sintió bien, despejado, ágil, dispuesto a los fuertes ejercicios de costumbre.

Volviose a su «rancho»; y allí tendido boca abajo, se puso a escribir, cuando ya se anunciaba serena la mañana.

Una carta era para sus padres; otra para Nata.

En la primera, tuvo el pulso firme, seguro; en la segunda, trémulo. Los afectos del hogar hablaron sin reservas; el amor, con miedo. ¡Qué lenguaje, sin embargo, lleno de sinceridad y de ternura!

Releyó, enmendó, volvió a escribir con una pluma oxidada que cogía a cada instante pelos; con una tinta resuelta en su frasquillo por el continuo vaivén del tubo de metal que lo encerraba; y en un papel tosco, moreno, como fabricado con corteza de «molle», y con tantas arrugas que parecía piel reseca de cabritillo.

Al fin concluyó; la encontró aceptable, doblola con cuidado y le puso cubierta, encerrándola luego bajo la de la otra, y después en el bolsillo más oculto de su casaquilla.

Sentía un grande alivio. Sus padres, Nata, sabrían de él. Tenía derecho a una contestación más pronta que antes, ahora que las distancias se habían acortado y que la comunicación era más fácil con el empleo de medios ingeniosos.

¡Cuánto anhelaba una respuesta! ¡Oh! su madre, que era tan buena, no podía haberlo olvidado; debía amarlo como en otro tiempo, cuando a la menor dolencia acudía solícita y le curaba con sus besos más que con las drogas, haciéndole creer que eran así todos los amores —acendrados, profundos, perdurables…

Capítulo 19

Salía, con ánimo de aproximarse al fogón de Ismael, cuando el teniente Cuaró se presentó a caballo, y sin apearse, díjole:

—Te convido a venir conmigo a visitar las guardias… Por allá tomaremos «mate». Puede ser que al pasito y a lo zorrino, entreveraos con los ñanduces nos pongamos a tiro de pistola de los muros para bichear. ¿No te gusta, hermano?…

—Sí me agrada, teniente. Pero antes tengo que ir a recibir, órdenes del jefe.

—No tenés que hacerlo. Él acaba de montar, y no sé donde va. Me dijo que te convidase a vigilar las avanzadas.

—¡Entonces, vamos!

Montó a caballo al momento, y partieron.

Ya fuera de vivacs, pasaron lejos el cañadón en una de sus curvas hacia el este, traspusieron un pequeño llano y una «cuchilla» y bajaron al trote a la planicie arenosa en donde brotan diversos manantiales que dan alimento a un estero lleno de cortaderas y totoras.

El sol se levantaba algunas líneas sobre el horizonte bañándolos de frente con una luz sin ardor que arrancaba reflejos pálidos a las infinitas gotas de la llovizna de la noche, colgantes de los cardos y de las «chilcas». En el campo, muy herboso, veíase dispersa una «caballada» de la tropa; más lejos dos o tres carretones con sus pértigos en tierra; y junto a ellos otras tantas mujeres que atizaban fuegos hechos con troncos de un saúco; a la izquierda un «rancho» sobre una aspereza del terreno, en plano inclinado, como enorme terrón que parecía desplomarse al valle; al lado opuesto, un corral de palos a pique unidos; detrás de una sucesión de lomas, la línea azulada del «mar dulce» donde busca su confluencia con el océano.

Los dos jinetes, sin salir del trote, llegaron pronto hasta el sitio de los carretones.

Notando Luis María qua uno era de víveres, echó recién de menos su bolsica con monedas, que los «mamelucos» le habían arrebatado en los cortos instantes que estuvo prisionero.

Pero Cuaró le dijo que no se diese cuidado por eso.

Una de aquellas mujeres vestía de «bombacha» gris y «poncho» de paño burdo, un sombrero de paja gruesa con barboquejo, bajo el cual se alcanzaba a ver un pañuelo a cuadros amarillos y rojos con que ceñía bien al casco la cabellera. Estaba descalza, y eran sus pies pequeños, regordetes y duros poco sensibles a la escarcha y a las breñas, a juzgar por la rapidez con que iba y venía transportando leña.

Otra llevaba chiripá a listas, perfectamente aliñado, medias de lana cruda y encima botas de piel de puma con su pelaje dorado. Una blusa larga le resguardaba el tronco, plegada por un cinturón de soldado de cuero negro con hebilla de bronce, a más de un vichará a bandas blanquinegras cruzado por el hombro, y cuyos extremos ceñía un «tiento» sobre la cadera izquierda.

El cabello formábale fleco muy negro sobre la frente y sienes, aumentando su largo en gradación hasta la nuca, donde caía lacio, abundoso y brillante como el de un mocetón cambujo. Sin duda había sido cortado a cuchillo y sin ningún esmero, pues uno que otro mechón le caía largo, ya sobre la mejilla redonda y carnuda, ya más abajo de la oreja chica y muy plegada al cráneo. Un sombrero de panza de burro, colgado a la espalda por el barboquejo puesto a modo de collar, y un pañuelo de algodón cruzado a la garganta, completaban la vestimenta de esta bizarra moza, que no cifraba en los veinticinco años.

Tenía los ojos color del pelo, las caderas amplias, las manos cortas, macizos los brazos, la boca de labios hinchados y encendidos, un lunar oscuro en la barba, el aire desenvuelto y atrevido.

Veíasele detrás de la oreja un medio cigarro de hoja de Bahía, a manera de cañoncito en su cureña, y en el pliegue del pañuelo dos flores de junquillo de una fragancia sutil y capitosa.

Fue ella la primera en venir al encuentro de los jinetes, acercándose al teniente con desenfado.

Cuaró se sonrió, y guiñó el ojo a Luis María. Enseguida dijo:

—Esta es una güena muchacha, de apelativo Jacinta, muy amiga mía.

Ella miró de lado, algo torcida a Berón con gesto de curiosidad; y luego se cogió con una mano del «fiador» del caballo de Cuaró, diciendo con una voz ronquilla:

—Apéate, indio… Hay mate y galleta.

—Al forastero se le brinda —repuso Cuaró—. ¡Te presiento al ayudante María!

Berón no pudo menos de reír. Nunca había logrado que su compañero lo designase por su verdadero nombre de pila. Cuaró se había aferrado al término medio: lo llamaba simplemente. María.

Jacinta se volvió, siempre a medias, hacia el joven, lanzole de nuevo una ojeada vivaz, y contestó:

—Tanto gusto, en conocerlo… ¿Por qué no se baja?

Manee el tostao, y alléguese, que para todos alcanza.

—Sí. Vamos a bajar un ratito a despuntar el vicio —dijo Cuaró.

—Es que pueden merendar un poco… el ruego está lindo, la caldera caliente. Aura verán que les arreglo una tortilla.

Mientras ellos se sentaban sobre dos cueros de carnero al lado del fogón, Jacinta se fue y regresó pronto con un huevo de avestruz que venía horadando en el casquete cónico con el mango del cuchillo.

La otra mujer, de ojos verdosos y una nariz llena, de pecas grises como si un montón de avispas la hubiesen picado, seca, adusta, de muy pocas palabras, cebaba el «mate» pasándolo por turno a los visitantes.

Jacinta puso el huevo al rescoldo, echándolo por la abertura algunos granos de sal gruesa y briznas de una hierbilla verdinegra que traía junto con el saquillo de la sal y, en tanto preparaba un palito para revolver la clara y la yema a fin de que con el calor no se hiciesen un engrudo, decía contenta:

—Desimulen que no les obsequee más que este güevo de ñandú, porque no han traído carne todavía. Ya verán que sabe bien y es cuasi mejor que el de pato y el de ganso cocinao asina…

Y como empezar a crujir la cáscara al ardor de la leña, se apuraba en agitar la varita como un molinillo, levantando la punta hacia arriba para dar lugar a la cocción lenta.

Después, contemplando a Luis María con el rabillo del ojo destellante, y un aire picaresco, añadía frunciendo los rojos labios:

—Conque este mozo se llama María… Ya se ve que no ha sido criao a monte, ¡por la estampa! ¡Demontre de brasas! Se quieren untar de güevo. Pero se ha de asar al antojo, por lo mesmo. Agapita: ¡arrempujá ese tronco a aquel costao, mujer, que no parece sino que te han metido una estaca en la boca!

—¡Hum! —replicó la aludida, agria y chúcara—. ¿Para qué querés acollararme? Con tu labia basta…

Y desparramó las ramas con los dedos.

Luis María observaba atento la escena, los tipos de las dos mujeres, sus vestidos varoniles y especialmente aquellas botas de cuero de puma con color que cubrían hasta la mitad las bien torneadas piernas de Jacinta.

Esta, por su parte, solía mirar al joven cuando él se quedaba como absorbido en una preocupación, y luego a Cuaró con los ojos muy abiertos. Acaso comparaba; tal vez la llenaba de extrañeza aquella cabeza rubia de finos perfiles asentada con energía en un tronco de hombre fuerte en un albor de juventud. Sin duda: no era «criao a monte». Por lo mismo, podía ser de aquellos a quienes voltea de un salto el caballo, cuando vuela de pronto una perdiz.

—Calláte —murmuró Jacinta, muy empeñada en su obra, después de un momento de silencio—. Voy a servir a los hombres esta tortilla… Pueden comerla sin recelo, porque el güevo es fresco, de una nidada que encontré ayer de tardecita junto al bañao. Vaya, mozo. Ya tiene salmuera.

Y lo puso entre dos leños, al alcance de Luis María y de Cuaró.

—Lindo está —dijo el teniente—. Acarreá galleta, Jacinta.

—Ya truje.

Y sacó dos de un bolsillo de la blusa, duras como piedras y ornadas de un ribete de verdín.

Ellos las encontraron, sin embargo, muy sabrosas, al igual de la tortilla confeccionada dentro de la misma cáscara.

Concluida la merienda, Luis María declaró que se había desayunado como un canónigo y que Jacinta entendía bien las reglas del arte; —lo que dejó a oscuras a la moza, y en ellas se hubiese agitado un buen rato, si Cuaró no la habla con su calma inalterable en estos términos:

—Alcanzá el «chifle», china, para remojar.

Jacinta se apresuró a extraer del seno, debajo del «vichará», un medio cuerno de buey lleno de anís, provisto de un corcho en la embocadura.

Cogiolo el teniente, y se lo puso destapado cerca de la boca a Luis María, quien sin escrúpulos sorbió un trago.

Enseguida él se lo empinó, trasegando sin ruido. Limpiose los labios, y devolvió a Jacinta el «chifle» con un visaje.

—No es tan juerte —dijo ella, echándose un traguillo, y pasando el cuerno a Agapita.

—Orejano ha de ser —repuso Cuaró.

—¡Si es de tu marca, indio!

El teniente se echó a reír.

Levantose desperezándose con los brazos en alto, dio un brinco con las piernas tiesas, y luego, a pretexto de seguir desentumeciéndose, pusose de un saltito junto a Jacinta y le hizo cosquillas en el seno.

—Sacá esos dedos —dijo la moza toda llena de risa nerviosa—. Parecen nudos de «tacuara»… ¡indio!

Cuaró pellizco un instante concienzudamente; y revistiéndose de formalidad después, dirigiose a Jacinta en estos términos:

—Mirá, amiga: vas a tratar siempre muy a su gusto al ayudante, porque es mi compañero, un mozo de alma que vale, aunque yo le lave la cara asina a boca de jarro.

—¡La tiene bien limpia! —exclamó Jacinta, contemplando a Berón con un aire humilde—. He de servirlo en lo que mande

Luis María, que estaba serio, agradeció todo; y como se dispusiera a la marcha, saludó a Jacinta, diciéndole que no olvidaría su agasajo.

Agapita, amorrada, siguió junto al fogón quieta, tomando «mate aguachento» hasta hacer sonar la «bombilla».

Ya sobre los lomos, Cuaró saludola así, calmoso:

—¡Adiosito, «tambeyuá»!

Como si la hubiesen hincado en la nuca, Agapita se irguió colérica, contestando:

—¡Mirá el «quirquincho»!… Andá, zafao.

El teniente picó espuelas riéndose, al punto de echarse una y dos veces sobre el cuello de su montura.

Era la suya una risa de niño, tan espontánea o ingenua, que Berón no pudo menos que admirar aquel organismo poderoso, tan imponente en la lucha, tan sencillo en los efectos.

Y acabando de reír, dijo Cuaró:

—Las dos muchachas son muy güenas

Jacinta se le juyó a Frutos, y aura no más, no quiere cabrestearle a Calderón que al ñudo la anda requebrando. Es muy de a caballo, y guapa cuando pinta.

—¡Ya me figuro!

Caminaban por una loma desierta, en dirección a la plaza.

A un flanco, como a media milla, cerca de un edificio arruinado, distinguíase un grupo de hombres y caballos. Los primeros estaban reunidos a un gran fuego que lanzaba vertical una larga humareda. Varias lanzas con banderolas se veían clavadas en redor, como enormes y derechos tallos de caña con sus penachos de hojas puntiagudas en desfleco.

Cuaró extendió el brazo hacia el grupo, murmurando casi entre dientes:

—La guardia del capitán Meléndez y el alférez Piquemán

—Spikermann será, teniente —observó Luis María, sonriéndose.

Cuaró encogió un hombro, replicando:

—Lo mesmo es.

Al lado opuesto, pero más lejos, divisábase otro grupo próximo a un «ombú» que alzaba su redonda copa sobre las colinas dominando el campo a gran distancia.

—¡Lindo bichadero! —exclamó el teniente. A lo pájaro se columbran de arriba hasta los buques.

Es la guardia del capitán Sierra.

En la zona del frente, a más de una milla, movíanse algunos hombres a caballo. Algo adelante, lucían como fugaces relámpagos y oíanse después detonaciones aisladas, que eran disparos de carabinas.

—La avanzada del Capitán Manuel —dijo Cuaró—. Y enderezó el caballo hacia la costa, guiando a su compañero.

Luego, moderando el trote ante las rugosidades del terreno, volvió a tomar el rumbo del recinto fortificado.

Las lomas a la derecha reducían en extremo el campo de la visual; a la izquierda se extendía la playa llena de rumores con su oleaje de ligeras espumas.

Sobre las aguas de un azul sombrío, vagaban las gaviotas de pico negro y pinzas rojas en desfilada mojando el extremo de sus alas.

A lo largo de la costa se sucedían en serie los grandes peñascos con sus trechos de explanadas arenosas, y entre esos riscos y las colinas corría un sendero culebrino escondiéndose tan pronto detrás de las piedras y malezas, como enseñando en las alturas su huella angosta y amarillenta.

Los dos jinetes precipitaron la marcha por ahí, avanzando mucho terreno.

Luego repecharon una cuesta, deteniéndose en lo alto, para inspeccionar con una mirada atenta los contornos.

Habían dejado detrás las guerrillas, hacia el costado derecho.

Cerca de una milla delante descubríase el cinturón de granito que rodeaba a la plaza, con su gran broche de baluartes a tenaza y ángulos flanqueados, llenos de cañones; el campanario de la iglesia matriz y su cruceta de hierro; uno que otro mirador disperso con sus tejados verdinegros a modo de palomares, y el casquete del cerro en el fondo, como el morrión de un coloso.

A poca distancia de los jinetes, en un vallecico muy verde, veíanse diseminadas con sus bocas a flor de tierra varias «cachimbas» de aguas quietas y transparentes, al punto de divisarse los guijarros y las arenillas del álveo como a través de un vidrio color topacio.

En dos de esas «cachimbas», echadas de bruces, lavaban ropa dos negras viejas con sus cabezas bien envueltas en pañuelos de algodón unidos por los extremos en la mollera.

Sin perjuicio de restregar las ropas sobre una tabla que formaba como el diámetro de aquellas bocas circulares, sorbían, y devolvían por sus anchas fosas nasales el grueso humo de unas pipas de yeso, bien repletas de tabaco negro.

Las dos conversaban con mucho calor, cuando la aparición de los jinetes las dejó en suspenso.

Abandonaron por un momento la tarea, sentáronse sobre los talones, y miraron retirando de los labios los «cachimbos».

A poco de observar con grave atención a los recién venidos, una de ellas se persignó lentamente y uniendo luego las dos manos, exclamó llena de asombro:

—¡Ave María purísima!…

—Sin pecao concebida —gruñó la otra.

—¡Si me parece el niño Luis, que estoy mirando, por Dios Santo!

Berón contemplaba en ese instante a Montevideo; y de tal modo tenía allí puesto los ojos cual si buscase por encima de los muros en las más altas azoteas, alguna sombra amada, que las voces del llano no llegaron a su oído; ni llegado hubieran, si el teniente no le previene que una de aquellas lavanderas le hacía señas.

La negra empezó a hablar en voz tan alta, poniéndose de pie, que Luis María no tuvo que hacer grande esfuerzo para reconocerla.

Experimentó una emoción de alegría, que no puso empeño en dominar, bajando a gran trote la cuesta.

—¡El mismo soy, mama Nerea! —dijo con acento cariñoso—. ¡Qué suerte el encontrarla!… Va a hacerme V. un servicio señalado cuando yo creía imposible el medio de salir del paso. ¡Vea V.! Aquí tengo dos cartas que ansío mucho lleguen a su destino, pues son para personas queridas que acaso se acuerden de mí… ¿Ha visto V. a mis padres, Nerea?

—Sí, niño; están buenos… ¡Virgen bendita! Mírenlo como viene de quemao. ¡El servicio que quiera, aunque me afusilen!… El ama va a tener un gusto como nunca así que le cuente esto que me está pasando. ¡Quién lo diría, niño!

—Así es. Pero ahora, Nerea, el tiempo es corto; tenemos que regresar, y pídole me escuche. ¿Cómo va a llevar V. estas cartas? Yo temo mucho que se apoderen de ellas.

La negra se calló de súbito con gesto muy serio, y púsose a mirar a todos lados como si buscase un medio de solución.

Y poniéndose un dedo en la boca, dijo luego, bajito:

—¡Démelas, niño; yo sé!… Todos los días entramos y salimos por un portillo en la muralla donde hay poca vigilancia. Registran ahora, pero una nadita… A las negras viejas nos dejan pasar sin poner mucho el ojo, como que lavamos ropa de los oficiales. ¡Ya verá, niño! ya verá, su mercé…

Esto diciendo, Nerea se desataba, el pañuelo de algodón que ceñía su cabeza, un cráneo achatado en el frontal y saliente en el occipucio, cubierto en parte por «motas» blancas tan nutridas aún, que bien podían ocultarse dos cartas debajo del vellón.

Luis María comprendió; y haciendo con su correspondencia varios dobleces hasta reducirla al mínimum del volumen posible, la introdujo entre las «motas», de manera que no se descubriera a simple vista el engaño.

—¡Ahí está! —exclamó la negra pasándose una y dos ocasiones la callosa mano por el cráneo, subdividido en isletas y ranuras—. Ahora se aprieta fuerte el pañuelo en muchas vueltas y se ata en el medio… ¿A que ningún «mameluco» encuentra la güeva, niño?

—Así ha de ser, Nerea.

—Ya no hay más que irse, si su mercé no tiene otra cosa que mandar… Enjuago esa camisa que está ahí sobre el tablón, ato la ropa seca; guardo el jabón y el añil con todo lo demás, allí en ese «rancho» viejo de mi comadre Guma; me pongo el bulto en la cabeza, ¡y adiosito!… En un ave maría estoy en el pueblo, niño; y en una señal de la cruz en casa del ama junto que llegue la oración. ¡Por la virgen purísima! ¡Qué cosas me están pasando, bendito sea el Señor!

Y la negra, toda nerviosa, púsose a arrollar las ropas, dejando caer el «cachimbo»; en tanto Cuaró, inmóvil en la lonja, decía a su compañero:

—Es güeno volver, hermano. Ya comienzan a alborotarse los que están en el saladero de adelante, y nos van a cortar.

—Cuando guste. Adiós, Nerea…

—Que la virgen lo ayude a su mercé… ¡Pronto, niño, mire que estos «mamelucos» no son de fiar!

Ya Berón no lo escuchaba, pues había traspuesto con Cuaró la loma, y descendía al sendero de la playa.

Todavía Cuaró escaló la altura una vez más y al bajar dijo:

—Una partida grande corre para el campamento, a media rienda. ¡Vamos a emparejar!

Y arrancaron a toda brida.

En efecto, un grupo numeroso de jinetes se dirigían al campo de Oribe; pero no se oía un grito, y habían cesado las detonaciones.

Capítulo 20

Llegaron al campo sin novedad alguna en su trayecto, después de un galope de media legua. Allí se informaron de la causa del movimiento producido en la línea; el cual no reconocía otra que la llegada de varios patriotas escapados de la ciudadela antes del alba. Aprovechándose de la confusión ocasionada por una de tantas alarmas diarias, especialmente después del repliegue de la columna descubridora, muchos prisioneros habían escalado la muralla y descolgádose al foso, diseminándose por las afueras a favor de las sombras. El más numeroso de los grupos encontró caballos en un «potrero», algunos de ellos semi—enjaezados, pertenecientes sin duda a los guardianes de la «tropilla», y era ese grupo el que acababa de atravesar la línea entre vítores y aclamaciones.

Como si todo concurriese a alentar el esfuerzo de los revolucionarios, súpose también que otros amigos de causa habían llegado del exterior. De diversas localidades habían venido nuevas igualmente halagadoras, sobre otros desembarcos, encuentros parciales, levantamientos; una verdadera atmósfera de alegría y de bullicio dominaba el campo entre diálogos rumorosos y ecos de diana.

Luis María y Cuaró pasaron por el sitio de los carretones, en donde se detuvieron un momento para tomar un «mate» que les brindaba Jacinta.

Esta parecía también contenta, y muy al cabo de lo que pasaba. Lucíanle los ojos negros con un brillo de loza fina, tenía la tez encendida, los labios más rojos, el pelo mejor peinado. En realidad, estaba hermosa; con esa hermosura agreste, selvática, que olía a flor de alhucema y a miel de «camoatí».

Ella les comunicó lo que sabía, y aun lo que se esperaba, añadiendo:

—¡No hay apuro, por irse! Apeense… ¡Tengo «churrasco» y un costillar al asador que me trujo el cabo Mateo de parte del cordobés!

Y se reía, mostrando una dobla fila de dientes pequeños, afilados y lustrosos como los de un niño, acompañando su expansión con un ademán de alto desdén.

—Yo no quiero que se vayan… Bájense, pues, no parece sino que les gusta el ruego.

Cuaró, que miraba a su compañero de reojo, reprimiendo una sonrisa maliciosa, se apresuró a contestar:

—Aura no, Jacinta; pero luego ha de ser…

Enseguida, como recapacitando, reaccionó y dijo a Luis María:

—Mirá, hermano: es preciso comer a donde se encuentra, porque uno no sabe lo que ha de acontecerle cuando anda de «tapera» en galpón… Apeáte, que yo vuelvo de aquí a un ratito.

—El asao está listo —repuso Jacinta;— ¡lindo no más! Es una carne flor como la de regalo.

Guiñaba un ojo, con una sonrisa sardónica.

—¡Viene del cordobés, indio! Apurao por merecer dende hace días. ¡Jai!… No faltaba otra cosa. Y yo sé una que he de contarles porque corro priesa.

Dirigiéndose a Berón, agregó:

—Bájese a merendar, si tiene gusto; ¡no hay perros en la querencia!

Pensando que si bien era verdad que no había mastines bravos y sueltos, habría acaso leonas allí, Luis María, que tenía apetito, no vaciló en echar pie a tierra. Por otra parte, sentía cierta fuerza de atracción en aquel vivac de los carretones, que le hacía agradable la permanencia.

Tiró del cabestro y oprimió la mano de Cuaró, que le prometía de nuevo volver.

Cuando el teniente se fue, ella le tomó el caballo a pesar de sus protestas, lo condujo a un sitio herboso, quitole el freno y ató el «maneador» a una estaca allí clavada. Toda esta faena fue obra de pocos minutos.

Luis María, que ya estaba junto al fogón, no dejó de seguirla en sus menores movimientos no sabiendo que admirar más, si su práctica en tales tareas, o la bizarría de su figura de mocetona llena de bríos.

Aquellas botas de piel de puma con pelaje, tan bien ceñidas al pie y a la pierna redonda… ¡nunca había él pensado en semejantes coturnos!

Sin engañarse, aunque de estructura y arte semi—salvaje, las hallaba algo de interesante. Le habían llamado la atención las botas de Cuaró, aunque sabía que Cuaró era más que matador de tigres, y caíanle correctas al fiero lancero; con mayor motivo en Jacinta, parecíale que entre sus pies estrechos y regordetes y las afelpadas zarpas de la leona, no podía haber gran diferencia.

A juzgar, pues, por los extremos de plantígrado, las pasiones o los instintos que bullían en aquel tronco de amazona debían guardar íntima relación.

Sus dientes blancos y filosos encajados en encías de un color de grana, se mostraban con amenaza, aun sonriendo. El cabello muy negro algo crespo y retaceado, que ella sacudía cuando se quitaba el sombrero, semejaba una melena espesa, aunque cuidada y luciente.

Concluida su diligencia, volvió ella presurosa, atizó el fuego, movió el asador, del que goteaba a hilos la dorada pringue; fuese al carretón, tomó galletas y azúcar terciada, preparó otra vez el «mate», lo «cebó», y presentándoselo a su huésped, dijo:

—Desimule si no está a su gusto, mozo.

—Muy bueno he de encontrarlo, Jacinta; más, cuando pienso que esta suerte mía no la tienen muchos.

—¿Qué suerte, dice?

—La de que V. me lo brinde.

Refregose ella las manos, bajó la vista al suelo, y se quedó en silencio.

Se había sentado en un tronco cerca de él, con la caldera al alcance de la mano, cruzado un pie con el otro.

Alguna vez aspiraba fuerte los junquillos, ya mustios, que conservaba en un ojal de la blusa; y lo miraba de lado de un modo fijo y sombrío, huraño, persistente.

—Lo que siento, Jacinta, es no poder retribuir sus agasajos como yo quisiera, puesto que V. no puede dar de balde lo que a V. lo cuesta.

Hizo ella un gesto de enojo, pero reprimiéndose, respondió con acento grave.

—¡Qué me importa!

Y, después, poniendo en los del joven sus ojos siguió bajito.

—Es mi gusto. Si no juese asina, no estaría V. ahí.

—¡Gracias!

Luis María cogió la caldera para poner agua en el «mate» y pasárselo; pero Jacinta se lo quitó y siguió haciéndolo ella.

—A otros más pintaos, cuasi puedo decir, les he permitido; pero a usted no… Yo estoy para servirlo.

—¿Y V. es de Montevideo? —preguntó enseguida con vivacidad.

—Sí, Jacinta, de allí soy.

—Ya se ve… cuántos habrá que se acuerden de V. ¡Qué lástima andar siempre lejos y entreverao con tanto matreraje!

Mire, algunos son buenos; pero hay otros que ni para atusarlos… Voy a decirle. Frutos y Calderón se rascan juntos. El cordobés siempre jué con él como guasca lechera ¿sabe?… ¡Yo los conozco mucho, y a mí no me vengan con retobos ni con pialadas! Frutos se afigura que naide le pisa el poncho y que él solo manda, porque después de Artigas no hay otro; y a mí mesma me ha dicho que si lo agarraron jué por engaño, que los ha de arrocinar a todos porque él se duebla y no se quiebra, y que cuando menos se piensen los va a hacer andar como avestruz contra el cerco. ¿Oye V.?

—¡Sí, y bien que escucho! —contestó Berón un tanto sorprendido.

—Pues el arrastrao del cordobés quiere más que eso; anda en tratos con los de adentro y ha prometido matar a los mejores de aquí de una noche para otra.

—¿Es posible, Jacinta?

—¡Oh, sí! Tan verdad como esa luz que alumbra.

Y acentuando una a una sus palabras, continuó:

—Yo sé bien lo que pasa… sino, no diría nada. El cabo Mateo, de la gente de Calderón, me ha contao todo, para que me juese al campo de su jefe, de quien me trujo esa carne. Yo no quise… Entonces, dentró a hablar por asustarme; le retruqué, me reí de él y del otro, y el hombre comenzó a descubrirlo todo muy serio, por ver si yo entraba a afligirme y a dirme con el carretón. ¡De adónde! Lo hinqué un poco, por sacarle lo que guardaba, y no tardó en decir que su jefe tenía ofertas muy grandes de Lecor; que aquí, el más ladino era Oribe y no don Juan Antonio, según lo había asigurado Frutos, y que cayéndole a Oribe, Frutos había de acabar por ponerle a don Juan Antonio «pie de amigo», y arreglarlo todo sin más quebradero de cabeza. Últimamente, habló de que nada faltaba para el baile, porque hasta música había de venirles de la plaza. ¿Qué lo parece? ¡Vaya viendo!

Cuando Frutos jugaba en la tienda hacía burla de todos, decía que ninguno valía más que una onza de las que echaba en la carona, y que nunca había de consentir que lo ladeasen, aunque juese el emperador mesmo, ¡porque él era dueño de todo! hasta del último guacho que entriega los ojos a los chimangos. Los hombres habían de servirle en cuanto ordenase; las mujeres tenían que aficionársele, porque sino ¡déle lazo! la plata era para él, que sabería repartirla sin que naide se quejase; y toda «doña» que pariese un hijo tenía que ser su comadre.

Jacinta calló un momento, para cambiar de lado el asador.

Luis María había apoyado el rostro en sus dos manos y parecía absorto, con la vista fija en el fuego.

Volvió ella a su asiento, y prosiguió con mayor locuacidad y acritud:

—Calderón no se le despegaba, como garrón al güeso. Frutos le decía siempre: ¡con este chicote he corrido a los porteños! ¡Había de ver! Se ganaban las onzas todas las tardes y se repartían las aparceras entre los dos como tabaco picao, lo mesmo que las vacas gordas y las «tropillas» ajenas; dentraban a los «ranchos» para averiguar cuántas mozas había, y si eran de carnecita, ¡para qué!… Se había de bailar hasta que rayase el sol cuando era un bautismo y comerse vaquillonas con cuero. Lo mesmo cuando era un velorio. El angelito se pudría de andar, de un pago a otro, en las «casas»que tenían cuartos grandes donde pudiesen amontonarse los oficiales de dragones y armarse el «pericón». Después se iban al campamento llevándose a las ancas más de una prójima, que ya no volvía. Al ñudo alguna madre afligida pedía por Dios que lo dejasen la más chica; se reían a reventar, diciendo que la más cara era la carne flor. Se hacían los quiebros y comadreros, y donde quiera iban al destajo, peor que indios… Mire, yo me cansé de ir atrás con mi carretón viendo tantas maldades; y los dejé una noche, a los pocos días de caer Frutos preso.

Esa tarde pasó V. cerquita de mí sin mirarme, muy tieso y amorrado —y entonces pregunté quién era esa estampa de nazareno con sable que iba montao en un overo rabón… Naide lo conocía, ¡como que no era fruta del pago!

Aura ya sabe. Si el cordobés se suleva, lo va a poner el ojo como ayudante de Oribe; hay que dormir con el caballo de la rienda, que los zorros roban guascas y los tigres se comen hombres. Como a ladina no me ganan, ¡yo les voy a ayudar a pialarlos lindo!

Al decir esto, los ojos de Jacinta centelleaban como dos ascuas, vivaces y bravíos.

Berón levantó la cabeza despacio, y la miró atento.

Todo lo que ella había dicho no tendría nada de poético, pero sí mucho de verdadero. Lo hacía pensar.

—¿Está V. en el secreto de lo que pasa, Jacinta? —preguntó.

—Sí, yo sé todo. El cabo Mateo tiene que venir cuando llegue una mujer que mandan de adentro con cartas. Esa mujer pasa la noche con Agapita, si no viene el cabo, y a ocasiones se va a donde Calderón con los papeles, para traer otros… Yo les voy a avisar asina que estén aquí y antes que Mateo converse con la «doña»… Pero, aura veo que el indio se ha de haber puesto a sestear porque no aparece. ¡Es un indino!

—No importa, Jacinta; yo lo diré lo que ocurre, aunque él ya está sobre aviso.

Y ahora la dejo, pues conviene que hable con mi jefe sobre estas cosas tan disgustantes.

—Es asina. Pero, ¡cuántas de éstas hacen! V. no conoce la laya de alguna gente. Son capaces de darle golpe a todos si ganan en la partida y de pasarse a la plaza en un repeluz, porque creen que los de adentro son de tiro largo y han de quedarse con la plata del juego.

—¡Verdad! Eso han de imaginarse.

Como Jacinta acercase el asador, clavándolo delante de él e invitándolo a servirse, el joven sintió que se reavivaba su apetito en presencia de una carne dorada que chorreaba delicioso jugo.

Almorzó, pues, hasta saciarse; pero antes pasó una costilla a la hermosa vivandera, cortada del centro, dejando otras en el asador al rescoldo por si aparecían Cuaró y Agapita.

Jacinta dijo que Agapita había de traer listo el diente, pero que aún demoraría, pues ese día estaba de lavado. En cuanto al teniente, ella agregó: el indio es muy gaucho y aonde quiera pega el tajo y merienda.

Concluido el almuerzo, Jacinta enfrenó el caballo de su huésped y se lo trajo del cabestro a paso lento.

—Ahí tiene su bayo —dijo—. Ya está por «despiarse», si no lo «desbasa» un poco.

Luis María se sonrió.

—Agradezco la advertencia, y la tendré presente, Jacinta.

Esta se sonrió a su vez.

Y como él añadiese que tenía además que agradecerlo todas sus bondades, ella dijo con acento suave, desentendiéndose:

—¡Que Dios lo acompañe!

Mirolo con ojos cariñosos, y quedose de pie, mientras el joven marchaba.

Todavía al trasponer la vecina loma, observó el jinete que Jacinta le seguía con la vista, inclinada la cabeza y los brazos cruzados sobre el pecho.

Preocupado iba con las revelaciones recibidas, al punto de interesarle mucho el tiroteo de la línea; pero, la verdad es que a poco se siguió a la preocupación formal otra risueña, sobre las botas de cuero de puma concolor de Jacinta. ¡Buenos coturnos para una diana cazadora!

Capítulo 21

Un viernes por la noche la helada cubrió los campos, que iluminaba la luna a través de un espacio de limpidez admirable.

El suelo blanqueaba en toda su extensión visible, desapareciendo bajo el manto de hielo el verde vivo de las hierbas y la negrura del lodo en los pantanos. De los arbustos semi—hojosos colgaban los gajos bajo el peso de una costra de cristales, y los que ya estaban desnudos parecían envueltos en redajas de frágiles hilos. El aire lastimaba al rozar las carnes como un latigazo finísimo, y de ahí los encogimientos y crispaciones de los caballos que, sujetos a la «estaca», permanecían con las cabezas quietas y las colas entre remos, sin triscar los pastos. En el «cañadón» la rata de agua solía cruzar el cauce en compañía de los patos silbones.

Algunas brasas brillaban en los vivacs, restos de fuegos encendidos con gruesos troncos traídos del monte de Carrasco de tiro a la cincha. Pero, ya no se veía sino uno que otro bulto de distancia en distancia junto a las cenizas ardientes, sin duda de centinelas perdidas que vigilaban las cercanas lomas. Pasada era media noche. Una hora haría apenas que Luis María se había recogido a su tienda de ramas de sauce y tolda, endurecidas por el hielo. Estaba recostado, fumando. Cerca de la entrada había ardido un buen fogón, del que se conservaban algunos enormes tizones. Ráfagas tibias se introducían a intervalos en aquel refugio, sólo para hacer sentir con mayor intensidad la crudeza del frío que se colaba por los intersticios vivo y sutil.

No parecía, sin embargo, muy mortificado, pues se mantenía inmóvil, envuelto en su «poncho». Acaso existía mucho ardor en su mente, tanto como vigor en sus músculos. Pero, el hecho es que, en cierto momento, llamole la atención un ruido leve de pasos a espaldas de su vivienda.

Leve era, en efecto, ese ruido; el que pudiesen producir las zarpas enguantadas de un tigrino al sentarse sobre la capa helada.

Se incorporó para escuchar mejor y cerciorarse, antes de abandonar su escondrijo inútilmente.

Por un instante cesó el rumor de las pisadas. Pero luego volvió a sentirse, ora lejos, ya cerca, hasta que resonó a la entrada, al mismo tiempo que se proyectaba delante una sombra.

—¡Soy yo, ayudante María! —murmuró una voz de mujer. Tengo que hablarle ahí adentro, que no oigan…

El joven, que había reconocido a la que hablaba, le hizo lugar, diciendo con alguna sorpresa:

—¡Entra V., Jacinta! La habitación es bastante estrecha, pero yo me haré lo más pequeño posible…

—No le hace. Aonde quiera me acomodo sin petardear.

Y se entró en cuatro manos, tendiéndose al lado de Luis María.

—¿Qué ocurre, Jacinta? ¿Ya tenemos a la emisaria?

—Sí, por eso he venido… Manée el malacara por no alborotar.

—Entonces es preciso avisar de lo que pasa al comandante…

—¡No! Él ya jué, y está calentándose en el fogón junto a los carretones. También hay tropa con el capitán Mael y el indio.

—¿Y la mujer emisaria?

—El comandante le sacó los papeles que traía debajo de la bata, y la puso presa en un carretón. ¡Está enojao!

—Me imagino. ¡Ahora mismo voy hasta allá, Jacinta!

—No, no vaya… Él dijo que no había que mover nada del campo hasta que no raye el día; que todo estaba siguro, y que quería tener el gusto de desarmar él mesmo al cordobés cuando se pusiese a churrasquear en su fogón. Ha mandao que naide deje los «ranchos», sino a hora de siempre… La gente que está en el «playo» vino de la guardia del ombú, y la hizo apearse hasta la mañanita.

Luis María notó que Jacinta venía inquieta; que algunos de sus estremecimientos frecuentes no eran causados quizás por el frío, pues en ciertos momentos parecía sufrir sobresaltos, incorporándose de súbito al menor ruido que se produjese en las proximidades del vivac.

En una de esas veces, se arrastró sobra sus rodillas y asomó la cabeza, poniendo el oído con atención.

Luego, al recogerse, se acercó bien al joven con la cara ardiendo a pesar del cierzo, y le preguntó:

—¿Tiene V. las armas a mano?

—Sí, están junto a mí, prontas. ¿Porqué esa pregunta, Jacinta?

—¡Oh, nada! Es bueno siempre. Mire: yo truje esta daga por si acaso. Hay «malevos» en el campo y puede antojárseles venir hasta aquí.

—No tenga cuidado por eso, que yo los recibiría como merecen —dijo Berón con lentitud, como si se diera cuenta de aquellos misterios—. Pero si Calderón se subleva no veo que le asista tan grande interés en sacrificar a un hombre que poco o nada significa; a no ser que tenga por lujo derramar sangre…

Jacinta lo miró de un modo intenso, murmurando bajito:

—No crea; ¡yo sé!… El cabo Mateo me preguntó anoche si yo conocía a un mozo alto, muy airoso, que era ayudante de Oribe, de apelativo… y si yo sabía donde hacia noche, si tenía fogón aparte, y en qué lugar del campamento… Le contesté que no conocía a naide de esa pinta. Pero yo caí en el ardite, y entré a averiguar haciéndome la poco alvertida para cuándo era el golpe; y me dijo que de esta noche a mañana con el alba, que no estaba en lo firme, porque tenían que salir tropas de la plaza… Entonces pregunté por qué iban a matar aquel mozo, si él no era jefe. Respondió, que había orden de adentro de no dejarlo con vida…

—¡Ah! ¿No añadió de quién podía venir esa orden?

—No dijo más nada. V. ha de saber.

Luis María se sonrió con tranquilidad.

—No adivino, Jacinta. ¡En verdad que es raro! De todos modos, mucho tengo que agradecerle este servicio, que me precave de una sorpresa.

Ella volvió a experimentar un sobresalto en ese instante, y sin desplegar los labios, arrastrose de nuevo hacia afuera mirando a todas direcciones.

Las formas correctas y llenas de su cuerpo ágil y flexible, dibujaban bien sus contornos entre las amplias haldas de la manta que lo servía de vestimenta. Llevaba puestas las botas de piel de puma que lo cubrían hasta la mitad las piernas y una «bombacha» de brin cuya blancura revelaba el aseo y cuidado de la persona; una blusa de paño azul ajustada al talle y un pañuelo de seda ceñido a la garganta.

Así que se volvió al primitivo sitio, pudo recién apercibirse Luis María que aquella especie de leona olía a junquillo y a aroma silvestre, y que esa emanación capitosa empezaba a embarazarle los sentidos.

—¡Qué atrevimiento! pensará V. —dijo ella.

Sin su licencia estoy yo aquí.

—No la necesitaba, Jacinta, y menos para hacerme el bien que tanto me obliga…

—¡Qué obliga! Yo soy asina cuando tengo gusto, guitarra dura para todos menos para quien sabe tañerla.

Deseos tuvo Luis María de decir que él la iba a pulsar entonces; pero, aún se mantuvo firme, un tanto preocupado con lo que le estaba pasando de un modo tan extraño e imprevisto.

Aquel interés en matarle, ¿de quién podía provenir? Su imaginación se abismaba.

Luego hizo ésta pregunta, como confuso:

—Y esas cartas ¿qué dirán Jacinta?

—¡Ya se ve lo que han de decir!… El comandante no conversó nada de eso. Toma «mate» no más, mirando al fogón. A ocasiones se levanta y camina aprisa como para quitarse el frío…

—Verdad que aquí dentro hacía uno intolerable; pero desde pocos minutos acá la atmósfera se ha templado, y parece esto un hornito.

—¡Ya creo! —murmuró Jacinta—. Tengo la cara como fuego, y aun los pies también se me calientan, a la fija porque dan en los tizones.

Y después, siguió diciendo con voz cariñosa:

—Qué gusto de querer irse con esta helada grande, cuando no lo llaman todavía… Si V. quiere yo me voy, señor ayudante María… ¡Qué nombre lindo! ¿V. tiene madre? Porque si tiene, aura ha de estar llorando al acordarse de su rubio.

Luis María se estremeció; y como ella estaba muy cerca acurrucada bajo el mismo poncho, pues el que trajo lo había puesto tendido encima, llegó a sentir aquel temblor,

—¡No la echo!—contestó Berón—. ¿Por qué había de irse, ni yo permitirlo, habiendo V. sido tan buena conmigo?

—Mirá… ¡no hice tanto!

Y suavizando cuanto podía su acento ronquillo, añadió como un arrullo:

—¡No me trate tan formal… !

—¿Y cómo quieres que lo haga, Jacinta?

—¡Asina! —repuso ella contenta, cual si hubiese merecido una caricia—. Yo nada valgo, V. sí… Por eso lo quiero distraer un poco, para que no cavile tanto.

—Si yo no cavilo, Jacinta. Pero aunque así no sea tengo mucho placer en que estés junto a mí, el oír tu voz amiga…

Ella le cogió la mano, oprimiéndosela, y dijo:

—¡Qué gusto!

Él se acercó más, acaso sin pensarlo, por un movimiento instintivo; siguieron hablando bajito, estrechándose, y después ya no se oyeron voces.

De vez en cuando chisporroteaban los tizones reventando en el aire alguna brizna ardiendo. La helada descendía siempre acumulándose en cristales sobre el techo improvisado, y el frío era intenso, la noche azul y transparente.

Gran silencio reinaba en el campo. Algún zorro en busca de lonjas de cuero lanzaba en el bajo su grito estridente; si ya no era el de un cabiay errante por el ribazo del «cañadón», el que perturbaba por momentos la calma profunda.

Pronto vino la alborada —una claridad lechosa, tenue y difusa en el horizonte que se iba extendiendo como blanca gasa, y enseñando luego su festón de rosa sobre mi fondo colorante como una lámpara solitaria en la inmensa bóveda sin sombras. Del ramaje ya casi deshojado de los «ombúes» surgía el canto de los dorados y el «teru» recorría el campo a vuelo rasante entra notas bulliciosas.

Fue a esa hora que Jacinta salió de la tienda de Berón, para tomar su caballo en el bajo.

Poco después, Luis María salió, aparejó el suyo, y emprendió marcha hacia el vivac de los carretones.

No había aparecido aún el sol.

La tropa se hallaba dispersa en el llano junto a los fuegos. El comandante Oribe dormitaba recostado a la rueda de uno de los vehículos, frente a un fogón, bien arrebujado en su poncho de invierno.

Ismael y Cuaró departían sentados sobre pieles de carneros, al amor de otra lumbre viva en que se asaban las «cecinas» que debían servir al desayuno.

Mostráronse contentos de la llegada del compañero, a quien hicieron lugar entro los dos brindándole con un «mate» amargo.

—¡Bien lo preciso! —exclamó Luis María—, pues al salir de lo caliente he sentido tal impresión, que sólo estas llamas y este «mate» pueden desvanecerla.

—Me alegro que encontrés esto lindo, hermano —dijo Cuaró—; pero te has venido muy pronto…

Y sonriéndose, le guiñó un ojo.

—No —repuso el joven respondiendo con otra aquella sonrisa; — debía estar aquí más temprano.

—No había priesa —observó Ismael—. El comandante dice que mejor se cazan tigres al romper el sol.

—De juro —agregó el teniente con aire de perito—. El «yaguareté» sale de la espesura cuando el sol alumbra de tendido, y ronza el bajo olfateando carne fresca.

—¡Ya! —objetó Berón—. Entonces hoy la cosa se aclara.

—Y puede ser que nos topemos con los del corral de piedra, porque han de querer venirse al bulto.

—¡Mejor! Dicen que Calderón la da ésta por segura.

—Sí —murmuró Ismael con ceño irónico—: ¡cuando el ñandú comienzo a volar!

Y atizó el cigarro con la uña, despidiendo con la fuerza de un fuelle la humareda por las narices.

—¡El comandante se levanta, y mira! —exclamó Cuaró.

Luis María se puso de pie, y dirigiose presuroso adonde estaba Oribe.

Habló con él breves momentos, y enseguida pasó a los puestos para transmitir la orden de montar.

Cuando regresó al vivac de Ismael, ya se había recogido todo, y los compañeros se encontraban a caballo, ordenando sus escalones sin precipitación ni ruido.

Pocos hombres los componían, constituyendo una simple escolta de números escogidos.

Esta tropa marchó bien pronto detrás de Oribe, que iba muy adelante acompañado de Berón.

Apenas traslomaron, viose que un grupo pequeño con un oficial a la cabeza se corría paralelamente a la costa, a bastante distancia. En el valle ardían fogones, rodeados de soldados con sus caballos listos.

Calderón se encontraba allí.

Oribe hizo detener la escolta en la ladera, y marchó solo hasta el vivac del jefe de la línea.

Ismael, que estaba mirando con fijeza el grupo que se alejaba por su derecha, dijo a Cuaró:

—Aquel es Batista que ha venteao y se va. Vea, teniente, si le sale al encuentro, antes que dé el anca a las guardias… ¡Saque seis hombres y marche!

En un instante se hizo la operación.

El destacamento se desprendió con Cuaró al frente, al trote, simulando una contramarcha al flanco opuesto, y pronto desapareció detrás de una quebrada.

Luis María, atento a todo, había seguido con la mirada los pasos de su jefe.

Un ligero diálogo se había sucedido a su llegada al vivac, con el presunto traidor; luego, algunos ademanes violentos.

Cierto movimiento se produjo en los grupos, al parecer de hostilidad, pues algunos se dirigieron a sus caballos.

Empero, ese movimiento cesó muy pronto y todos se quedaron perplejos al observar la actitud resuelta de la escolta, inmóvil y carabina en mano en la ladera.

Voces diversas se oyeron, sin duda de protesta; y no pocos llevaron la diestra a sus armas.

Calderón siempre esforzando su voz, retrocedió algunos pasos con la mano en el pomo del sable.

Oyose que decía:

—¡No le reconozco autoridad para prenderme, ni me entrego!

Entonces Oribe, sin preocuparse de los que estaban a su espalda, sacó las dos pistolas que tenía cruzadas delante, y sin decir palabra las amartilló, apuntándole con ellas a la cabeza.

Enseguida de esto, Calderón se desprendió su sable y se lo entregó sin más resistencia.

De cerca y de lejos, con las cabezas en alto, silenciosos y sorprendidos, los pequeños grupos diseminados contemplaban la escena.

Nadie se atrevía a dar ya una voz.

Lanzola, al fin, Oribe.

Luis María se acercó.

—Que pase el capitán Velarde a retaguardia de esa gente y la haga marchar al campamento, bajo rigurosa vigilancia. Y V., ¡monte! —agregó dirigiéndose a Calderón con acento duro.

El antiguo jefe de dragones estaba trémulo y muy pálido. Ni una palabra brotó de sus labios casi amarillos. Miraba torvo debajo del ala del sombrero.

Montó y siguió al trote, dos pasos al flanco de Oribe.

Ya en el campo, media hora después, Cuaró estuvo de regreso.

El oficial traidor había logrado escapar a favor de su caballo, pero no así dos de sus hombres que el teniente traía, atados de las piernas al vientre de sus monturas.

Así que divisó a Cuaró, hízole llegar Oribe, y díjole:

—Queda V. encargado de llevar este preso al cuartel general, y desde ahora está bajo su vigilancia. Descanso en V., teniente.

Cuaró oyó sin pestañear la orden, cuadrado, respetuoso; y volviendo a montar, dijo muy grave a Calderón:

—Endilgá el roano a aquel ombú que se empina en la loma, al pasito no más…

—El preso siguió en la dirección indicada, pasivo y silencioso.

Llegados al punto, Cuaró llamó a un soldado, y ordenole que trajese un caballo como para prisionero.

El soldado volvió al rato con uno de pelo cebruno, que no por ser el del ciervo y la liebre acusaba aptitudes en el animal; matalote sano en el lomo, pero que mostraba bien todo su esqueleto ganoso de rasgar el cuero, «lunanco» por vicio viejo y lerdo por añadidura.

Cuaró fijó un buen momento su mirada de inteligente en aquel Babieca, y luego murmuró con los labios apretados:

—¡Lindo! Echále el recao.

El soldado desensilló el caballo de Calderón y enjaezó el cebruno con sus prendas; y viendo que le bailaba la cincha se apresuró a ajustarla con los dientes.

Listo todo, Cuaró encendió despacio su cigarro en un tizón; con una seña hizo montar a su asistente y al preso, saltó él sin poner pie en el estribo en los lomos de su redomón como un hábil gimnasta, y arrancó al trote, diciendo suave:

—En ese caballo mansito no vas a rodar, comandante. Si echa vuelo por milagro, no te asustés, yo te barajo en la lanza y quedás siguro.

Capítulo 22

Desde aquel día que se efectuó la salida de las tropas, Natalia había experimentado diversas impresiones. En ese día nada percibió que le interesase vivamente, desde el mirador.

Sintió detonaciones lejanas que podían confundirse con las que resonaban en la línea; vio regresar la columna descubridora, sin un solo prisionero, como se divulgó poco después; oyó hablar de un choque sin importancia en las avanzadas, y seguirse a estos sucesos la monotonía de las plazas fuertes con sus bandos conminatorios, sus clarinadas continuas y sus retretas tristes a la hora de queda.

En los días siguientes, estruendos sordos, movimiento de tropas, destacamentos que salían a ocupar puestos fortificados a regular distancia de los muros para asegurar víveres y forrajes. La situación de fuerza oprimía como un collarín las gargantas. Sólo estaba en actividad el músculo, bajo el duro pomo de la obediencia pasiva. En el fondo de los hogares, sin embargo, la pasión estaba viva, ardiente, enconada; era ya como un culto la causa de los débiles y se acariciaba a éstos en el recuerdo como a imágenes adorables. ¿Por qué no? Todo lo sacrificaban por su tierra. Eran dignos de vivir en el corazón de los ancianos, de las mujeres y de los niños, los varones que buscaban por el brío incontrastable lo que otros conseguían por la superioridad de los medios y la ciencia militar.

Si a esta pasión del valor se unía la del amor, ¡ah! ¡qué sentir agitado y qué pensar febril dominaban corazón y cerebro! Nada se decía, que no fuese palabra del momento; y no se hacía nada que no fuera tendente a estrechar el afecto profundo con los seres queridos. La muralla estaba por medio; pero el cariño salvaba el obstáculo como un ave dolorida que apura sus alas por llegar al bosque de refugio. Remotas eran las esperanzas de triunfo y la ilusión de paz, en la medida al menos de los medios de combate y de la temeridad del esfuerzo; con todo, ¡qué hermosos eran los hombres que así se batían, y qué seductor el ideal de su heroísmo!

Natalia se expandía con la que ella ya consideraba madre. ¡Era tan buena! La acompañaba en su cariño materno con otro cada vez creciente, hondo, intenso, y se ayudaban a sufrir sin queja, devorando sus lágrimas, ocultándoselas la una a la otra para no dar ninguna prenda de su dolor.

El retraimiento en que vivían, tenía sus consuelos. Muchos seres humildes a quienes ellas daban protección les comunicaban nuevas.

El mismo Pedro de Souza, siempre consecuente, solía sacarlas de incertidumbres.

Pero, era Guadalupe la que tenía el don de embargar horas enteras a su joven ama con el recuerdo de episodios en la estancia, en cuyas memorias se entremezclaba el nombre del ausente.

Cierta tarde se apareció una negra vieja, antigua esclava de don Carlos, y a quien éste había redimido el día en que su hijo Luis cumpliera sus tres lustros.

Nunca dejaba de ir a la casa a saludar a sus amos, como ella los llamaba siempre; si ya no era para llevar las ropas blancas cuyo lavado hacía.

Cuando sentía el ruido de sus chanclos en el zaguán, los sirvientes decían riendo: ¡ahí está la tía Nerea!

Y veíanla entrar en efecto a paso tardo, con el atado en la cabeza y el cachimbo sin fuego en la boca, dando los «buenos días de gracia» desde la verja, y nombrando a viva voz a todos los de la casa aunque no estuvieran presentes.

Esta vez, la tía Nerea entró sin atado ni cachimbo, arrastrando sus plantas con esfuerzo penoso; y los ojos, ahumados por la edad, llenos de llanto.

Parecía haber hecho una jornada dura, y sufrir una emoción en exceso violenta para sus años.

La madre de Luia María y Natalia estaban en el patio.

Distinguiéndolas ella, llegose bien cerca, y dijo con acento entrecortado y ronco:

—¡Ay, el ama del alma!… ¡Sáqueme, su mercé, eso que tengo en la cabeza, que ya me pesa más que el atado; tan ganosa estaba de llegar pronto por la virgen santísima!…

—¿Qué será, madre? —preguntó Natalia sorprendida, temblando cual si la hubiese oprimido una duda el corazón.

—¡Qué ha de ser! —dijo la señora reprimiéndose—. Que ésta nunca se explica claro y la tiene a una en angustias a veces… ¿Qué ocurre, Nerea?

La voz de la madre era tan imperiosa y afligida, que la negra, sin atinar a hablar, se arrancó de un tirón el pañuelo que cubría su cabeza, cayendo al suelo dos cartas muy dobladas.

Fue aquello como una revelación.

Nata, presa de un sacudimiento nervioso, dobló su cuerpo gentil, y precipitose sobre las cartas, recogiéndolas y oprimiéndolas contra el seno agitado con sus dos manos ceñidas.

Quedose mirando a la señora de hito en hito, con sus grandes ojos húmedos, y fijos, la boca entreabierta y una especie de latido en la garganta que parecía haber paralizado su habla.

Nerea empezaba a explicarse levantando los dos brazos; pero la señora no la oía.

Temblándole las mejillas, alargó hacia Natalia una mano blanca y rugosa, diciendo:

—¡Y bien, pues!… ¿Son de él, hija?… ¡Dame la mía, que una ha de haber!

Nata apartó callada las cartas del seno, leyó atenta los sobres; dio una; quiso retener la otra; pero de súbito, saliendo de su aturdimiento, sintió que el semblante se le encendía y balbuceó ruborizada:

—¡De él son, madre! Esta para ti, esta para mí… ¡Tómalas las dos!

Y extendió su manecita estremecida.

—¡Oh, qué dicha! —exclamó la madre—. Guarda la tuya, querida. La mía me basta…

Y apretando la carta contra el pecho, se entró en su aposento casi sollozante.

La joven siguió mirando y contemplando aquella letra amada por algunos momentos, sin atreverse a romper la cubierta; y como fuese reponiéndose de su primera emoción, de modo que ya viese claro, puso aquella ante sus ojos una vez más.

Parecíale que conversaba con él, muy cerquita, como otras veces, cuando sonaban sus palabras en el oído encantado como trinos, y su aliento le entibiaba la mejilla y le enardecía la sangre…

Sonrió, acarició a Nerea, puso la carta dentro del seno, la volvió a sacar y, sin saber lo que hacía, guardola de nuevo y, tornó a extraerla, alisando las arrugas, observándola por todas partes por si había rotura que denunciase su secreto.

Por último, dijo:

—No te vayas, Nerea. ¡Cuánto tenemos que hablar!…

Y huyó a su habitación, radiante de alegría.

Noche de júbilo fue esa en la casa de Berón.

Nerea tuvo que quedarse allí porque debía dar todos los datos más minuciosos.

Ella lo hizo punto por punto, siendo escuchada con la mayor atención.

Si bien no la ayudaba su manera de expresarse, desempeñose con éxito, narrando todo lo sucedido desde que la encontró en las «cachimbas» Luis María, hasta que se fue.

A causa de interrogarla don Carlos con aire inquisitorial, se turbó más de una vez, pero bien pronto repuesta; contestaba a todo añadiendo detalles inesperados.

Había venido a la ciudad sin tropiezo. Nadie la había detenido ni registrado. El niño estaba bueno; era un gran jinete, y había llegado hasta a una milla de las murallas.

Como ella dijese que tenía la cara morena de tanto viento y sol, y la nariz despellejada, el señor Berón, sin dejar de mostrarse en cierto modo adusto, trabó una especie de controversia sobre si ese desperfecto momentáneo provenía de la acción solar o del aire enrarecido. La negra sostenía que la tostadura venía del pasado verano.

En este punto, la madre preguntó grave y melancólica:

—¿Y le ha crecido la barba, Nerea?

—¡Si viera, su mercé! Es corta, pero le relumbra de dorada.

—Debe sentarle muy bien a mi Luis —dijo la señora con ternura—. Él es muy rubio y tiene la cara bonita.

Y miró a su marido.

Éste pestañeó, sin pronunciar palabra.

Natalia estaba como absorta.

Había motivo. ¡La carta encerraba tantas cosas seductoras! No cabía en sí de contento.

Oía; sin embargo, cuánto se hablaba, de modo que al dicho de la madre, repuso ella con deleite:

—¿Qué importa que el sol lo haya tostado y que la barba lo haya crecido? ¡Siempre será hermoso!

La madre pasole el brazo por el cuello y la estrechó con cariño.

Natalia la miró dulce, transportada, murmurando como si estuviera a solas:

—¡Qué dicha volverlo a ver bueno y vencedor! Madre, ¿cuándo se acabará esta guerra?

Desde esa noche, la joven se sintió más confortada, tierna y risueña después de tan largos silencios.

Leyó muchas veces la carta, hallando siempre en ella algo de nuevo.

Aquella pasión que había sabido inspirarle, la enajenaba por completo. Sentía un placer íntimo que la abstraía llenando su espíritu de extraños goces.

Recreábase en recordar; recordar siempre… ¡Qué deliquio! Palpitábale el seno a impulsos de emociones desconocidas, llevando allí trémula su mano, fijos los globos azulados de sus pupilas en un diorama ideal como si en rigor se reflejara delante de una imagen querida, digna de sus ternuras y compañera de sus soledades.

Todo agitaba su sensibilidad, cualquier paisaje mezcla de verde y luz, cualquier cuadro tierno de familia, el esplendor de la mañana, la serenidad de la noche, el canto de los pájaros, el rimo del aura y de las hojas, las escenas sencillas de la naturaleza. Veía siempre en todas y en cada una de ellas cierta relación con el estado de su espíritu, algo de belleza múltiple y cambiante que servía de marco a esa imagen escondida en su cerebro.

Pensar en que volvería a verle, en que lo tendría cerca de sí pronto para no alejarse ya; pensar en que entonces ella sería capaz de atreverse a una caricia, a un ruego, tal vez a un reproche, eran cosas que la estremecían trasmitiendo a su ilusión el tinte de la dicha verdadera.

Así, buscaba la soledad como un refugio, como el campo de asilo de sus ensueños donde la mente divagase suelta, entusiasta, ardiente. Esa soledad muda para otros estaba para ella llena de notas gratas y de encantos virginales; y era entonces cuando echaba de menos aquellas frondas silenciosas del Santa Lucía, donde recogiera sus primeras impresiones en compañía de su hermana ya muerta.

Escribió a Luis María, esperando otra de él llena de encantos.

Después, vinieron días tristes. Una inquietud mortificante dominó su ánimo, y viósela marchita, pasar del jardín al mirador y de éste al jardín y a la huerta, inclinada la cabeza, el paso tardo y vacilante, arrancando al pasar hojas a los árboles con mano nerviosa.

Con la mirada vaga recorría siempre el largo sendero orillado de boj, que iba sembrando de hojas verdes, sin advertirlo.

Un obstáculo la detenía de súbito.

Era el estanque del fondo con anchas franjas de juncos y totoras; extenso, inmóvil como un inmenso vidrio ojival, criadero de ranas y culebras, que solían mostrarse unidas por los apéndices al cogollo saliente de un recio «caraguatá» que en la banda opuesta del estanque se erguía solitario, y en redor del cual formaban con sus anillos al rayar la aurora o al caer la tarde como un haz de móviles diademas.

Miraba con miedo aquella verde nidada que se agitaba en rueda al calor del sol, dirigiendo a todos rumbos sus chatas cabezas ornadas de brillantes ojillos negros en lentas ondulaciones, entrelazándose y desenlazándose, reuniendo a veces sus bocas en caprichoso grupo como una pequeña hidra o apartándolas en forma de tentáculos de un pulpo.

Pero, eran inofensivas; reptiles acuáticos, veloces nadadores que nacían y morían entre la paja brava y el junco, reproduciéndose sin cesar al caliente vaho de las orillas.

Cuando alguien se ponía cerca, el haz de aquellas húmedas esmeraldas se deshacía con singular rapidez sepultándose en las aguas entre círculos y estrellas de espuma.

Entonces, si ella estaba próxima, miraba con terror las burbujas y se apartaba ligera del sitio.

Sin embargo, nunca dejaba de volver como atraída por aquel detalle de la naturaleza próvida que por doquiera hace surgir la vida, en lo alto del espacio como en el cieno del pantano, dando anillos al que priva de alas, élitros sonoros al que no lanza trinos, y blandos lechos de musgo a los que en vez de plumas llevan escamas. No era, pues, el suyo, miedo pueril; algún recuerdo la mortificaba ante aquel receptáculo de reptiles y de enquélidos semejante a un remanso, que al mismo tiempo la retenía.

Acaso era el recuerdo de su hermana Dora, que vivía fresco en su cerebro, punzante, doloroso.

¡Pobre Dora! Ella había amado al mismo hombre con toda la fuerza del candor, lo había amado entusiasta e ingenua, en medio de los estragos que en su pecho hacia la «gota coral»; —aquella dolencia hereditaria de eternas ansias y zumbidos, dueña por entero de su presa como un gusano venenoso.

De aquel amor desgraciado y de esta perenne mordedura, su muerte triste…

Una noche de luna tibia y aromada se escapó a la ribera, bajo las frondas, y allí, acometida del vértigo, cayó a un remanso de flotantes «camalotes», a modo de ave dormida. Del fondo la sacó un compañero de Luis, y la llevó en brazos. Se acordaba: era un soldado formidable, bronceado, taciturno, con alma de niño.

Pero, venía muerta, con un color de cera casi transparente, los ojos inmóviles como los de una muñeca de las que ella se entretenía en vestir y arrullar en sus raptos pueriles, y los cabellos lacios enredados con lianas verdes, elásticas, tornátiles como aquellas culebras que anidaban en las totoras y envolvían el «caragnatá» con sus anillos.

Su padre y ella fueron presas de un gran dolor; todos sollozaban; hasta aquel hombre sombrío pareció conmoverse cuando puso en el suelo con cuidado a la pobre muerta…

¡No podía olvidar! Menos en esos días en que sufría hondos desalientos.

La presencia misma del teniente Souza reavivaba las memorias.

Él había querido a Dora, tal vez sin esperanza de poseerla; después parecía que el afecto se había cambiado por ella, que Souza la miraba con ternura, con esa intención que no se oculta porque necesita traslucirse en la pupila aunque la palabra no se atreva a revelarla.

¿Sería esto así?

Las simpatías que Dora despertara ¿habrían recaído sobre ella, como un afán que perdura?

¡Ay! así debía de ser por aquella insistencia muda en hacerse estimar, por aquel empeño y aquella discreción paciente que busca exhibirse a modo de faz de alma levantada.

Entonces ¿no sucedería ahora a ese afecto lo que antes, no estaría condenado a vivir siempre escondido a manera de un pecado que jamás se confiesa, porque nadie ha de absolverlo?

¡No! Esa constancia era inútil. ¡Cuán distintos eran sus ensueños!

Y al meditar sobra esto, volvía la imagen del ausente, del débil, del abnegado a retratarse en su espíritu lleno de congoja, al igual de una luz serena y brillante en las medias tintas de un crepúsculo.

Entonces poníase a andar, de una a otra parte cabizbaja, al punto de que encontrándola a su paso don Carlos solía volverse, y decirle con mucha serenidad:

—¡No te aflijas, hija; si todo se ha de allanar! ¿No me ves a mí vivo?

¡Y qué te figuras! Muchas balas me silbaron en la oreja y muchos cuchillos buscaron con sus filos mi garganta. No por eso me tendieron a lo largo por siempre. ¿Por qué no ha de suceder lo mismo con este mancebo voluntarioso?

Como en otra ocasión análoga, él repitiese el epíteto, Natalia díjole:

—¡Ay, no! Él es noble y bueno… como su padre.

Y se había inclinado llorando, para recoger unas violetas que cayeron de su seno. Contemplando un instante aquel cuerpo esbelto y aquel rostro lleno de frescura y de gracia a pesar de su sello de aflicción, el viejo corrió hacia ella y la besó en la frente, replicando solícito y apurado:

—¡Sí, hija mía, sí por Dios! ¿Quién puede dudarlo?… Si a veces no sé lo que me digo de rabia contra estos rancios que se empecinan en retenerlo que no los pertenece por derecho. Porque…

Y ahogándose, había huido don Carlos a su escritorio.

Capítulo 23

Una noche, Natalia notó que Souza parecía más contento que de costumbre.

Estaba comunicativo en exceso, aventuraba ciertas frases de intención y hasta llegó a decir que la guerra debía terminarse de un día para otro, según su creencia.

Estas palabras preocuparon a sus oyentes, que eran las damas.

Don Carlos jugaba al tresillo en la próxima habitación con don Pascual Camaño, a puerta entornada; de manera que se percibían con claridad sus risas y voces, ya que no el sentido y alcance de sus diálogos.

A la afirmación de Souza, repuso la señora:

—Si fuese por la paz que esto acabase, al contento de todos, más no podría pedirse.

—No aseguraría tanto —dijo aquel con mesura—; pero en un simple hecho de armas sin mayor efusión de sangre, acaso el resultado fuese el mismo.

—¡Eso sí que no me parece! —observó Natalia con un acento de firmeza y confianza que puso algo nervioso al oficial—. Le he oído referir a mi padre que sus paisanos cuando van a guerras como éstas, triunfan o vuelven pocos.

—Ese es nuestro dolor —agregó la señora suave y resignada. Souza recogiose un instante con dignidad, acariciándose el extremo de los bigotes, y luego respondió cortés:

—¡Oh, nadie duda del valor de los nativos! Pruebas tienen dadas de su virilidad en guerras desiguales aunque hayan sido para ellos sin suerte. De aquí que no siempre el heroísmo sea lo bastante para alcanzar lo que se sueña; aparte del número, es necesario el poder del dinero, sin el cual el mejor esfuerzo se malogra.

—¡Roña! —gritaba sulfurado en ese momento don Carlos en la otra habitación—. ¡Sí, señor! Roña… Las onzas no se escatiman de esa manera; se ganan y se guardan para utilizarlas luego con provecho. ¡Así que llega el caso de ponerlas a la suerte, se juegan, y si se pierden cómo ha de ser! ¿Qué me viene V. con esas reservas, por San Diego, cuando voy jugando más que V. en la partida?

—¡Lo sé, amigo viejo, lo sé! —contestaba la voz de Camaño—. Pero en todo azar…

A esta altura del debate, las voces bajaron e hiciéronse confusas.

No por esto se interrumpió el diálogo de la sala.

Por el contrario, la señora, que había recogido aquellos ecos un tanto en suspenso, se apresuró a replicar a Souza:

—Nosotras no entendemos bien de esas cosas. Hablamos por sentimiento, ¡V. comprende! Por cariño que nos ata y domina.

Souza asintió; y pasó delicadamente a otro tema más familiar, tratando por todos los medios ingeniosos de recuperar lo que creía haber perdido en el espíritu de Natalia con sus medias frases misteriosas.

Habló de los entretenimientos de don Carlos con el tresillo, la malilla o el ajedrez: observándole la señora que eran hábitos de antaño con sus íntimos, y que ponía siempre algo en las partidas para interesarlas; por lo que no debían extrañarle sus expansiones y entusiasmos, de que daba prueba en ese momento mismo.

Con efecto, la voz de don Carlos se alzaba de nuevo, oyéndose que decía franca y cordial:

—¡Ah, señor de Camaño!… Yo bien sabía que habíais de caer en la remanga como una platija, porque en estos juegos las onzas entran de canto y se quedan luego en pilas… Nada: ¡lo dicho! La partida ha sido de fuerza, no se ha perdido la noche, el caso era de aprovechar sin escrúpulos de monja. ¡Al diablo con las delicadezas cuando prima la necesidad! Cincuenta onzas unidas a otras sirven a los menesterosos.

A esto, replicaba algo de poco inteligible don Pascual, y las voces fueron poco a poco convirtiéndose en murmullos.

Media hora después, cuando Souza se retiró, iba pensativo.

Indudablemente, la actitud de Nata, cada día más reservada, lejos de atenuar el impulso de la pasión que sentía incrementarse en él, la exasperaba y enardecía al punto de que empezaron a cruzar malas ideas en su cerebro.

Cierto era que este fenómeno se venía operando de algún tiempo atrás en sus sentimientos. La repulsa constante habíale enconado y llevaba camino de endurecerle.

Acaso la conspiración de Calderón que debía estallar por horas en el campo de Oribe, le allanase las dificultades.

Por su parte, había influido lo suficiente con los intermediarios del jefe sitiador para que su afortunado rival entrase en el número de los que fueran eliminados por sus propios amigos.

¡No quitaba, ni ponía rey! Si por cualquier circunstancia el plan se malograra, estaba él dispuesto a buscar por todos los medios la solución; procurando, eso sí, que la hija de Robledo no llegase a apercibirse de su acción directa en daño de Luis María.

Eso pensaba y estaba decidido a hacer.

¿No era Luis María su enemigo en la guerra y su rival en el amor y en una como en otra lucha, los ardides y estratagemas no eran lícitos? ¿No se habían compensado mutuamente sus acciones caballerescas? ¿Estaba obligado a guardarle deferencias que reñían con el cumplimiento estricto de los deberes militares? De ninguna manera.

En buenos instantes lo asaltaban a Souza ímpetus siniestros.

Pero, forzoso le era reprimirlos, hasta tanto se desenvolvieran los sucesos que seguían en incubación.

En definitiva, aquella guerra no podía prolongarse mucho; llegarían refuerzos; se tomaría la ofensiva; y si Berón salvaba del desastre, lo que él pondría empeño en que no acaeciese, tendría que irse al extranjero por tiempo indeterminado.

Por el momento, las probabilidades se inclinaban a su favor.

Los que conspiraban en el campo enemigo eran de empresa y mano segura; ni temían, ni perdonaban. Por otra parte, serían auxiliados por fuerzas de la plaza.

Un golpe de efecto reservaría él para Natalia, en estos días; el de la libertad de su padre, por quien venía interesándose con el general Lecor con verdadero empeño y confianza en el éxito.

Esta conducta crearía un nuevo vínculo de gratitud, evitando por lo menos que el odio llegase a reemplazar al efecto amistoso en el corazón de la joven.

Después, la obra era del tiempo, de la constancia, de la persuasión. Nada resistiría a los procederes hábiles y correctos.

Las intenciones de Souza llegaron a acentuarse contra Luis María, y su acritud subió de punto, cuando al día siguiente, ya tarde, se supo en la plaza que la trampa tan bien urdida había sido deshecha; que el jefe del movimiento había sido apresado por Oribe; y que, por encima de este fracaso se habían producido serias deserciones en ciertos cuerpos de la guarnición.

En casa de don Carlos, la noticia fue muy comentada alegremente.

Sin la menor efusión de sangre, aquel plan tenebroso había abortado; la buenaventura estaba de lado de los leales; no cabían traidores en sus filas; éstos se estrechaban con firmeza, en tanto decaía en el recinto la confianza.

Al oír la nueva, Natalia experimentó una fuerte impresión y dijo a su protectora:

—¡Tal vez eso tenga que ver con aquello que Souza decía, madre!… Aquello de que todo concluiría pronto.

—¡Bien puede ser! —respondió la señora—. Sabes que él es un poco enigmático en sus confidencias a medias… Pero, ahora debemos estar tranquilos, si todo lo que se asegura es cierto.

—¡Como dudarlo! Si no fuese así, ya nos habrían afligido con sus músicas y festejos.

Don Carlos recorría el patio contento a pasos precipitados; y en una de sus vueltas, acercándose al oído de su mujer, murmuró sin omitir sílaba:

—Anoche le saqué cincuenta onzas al cicatero de Camaño, y hoy veinticinco a Calixto, el del depósito de maderas.

—¡Ya te oímos! —repuso riendo la señora—. Hablabas bastante en voz alta; pero Souza se fue creyendo que eran ganancias al tresillo.

—¡Está fresco! Amarillas para los pobres, mujer; para unos pobres de solemnidad que viven al raso en el campo sin otra ayuda que Dios y sus fuerzas.

Siquiera algunos han de poder vestirse, y surtirse de ciertas cosillas indispensables que meterán estruendo, ¡por Cristo! Porque en ellos el plomo ha de andar revuelto con el acero y el bronce.

Los ojos del viejo relucían, y apretaba los labios hasta esconderlos en la cavidad sin dientes.

Su compañera no tuvo tiempo de objetarle nada, pues él se alejó a su escritorio con el gorro en la nuca, procurando erguirse cuan alto era, a paso militar.

Después de estos acontecimientos sucediose por algunos días una inacción extraña en las tropas del recinto.

Tal estado de cosas se prestaba a todo género de conjeturas; las que se hacían sin reservas a pesar de las amenazas publicadas por bando y de la persecución reiniciada contra los desafectos con brusca violencia.

Pero, muy pronto se divulgó el rumor de la llegada de refuerzos, y el aspecto del recinto sufrió un cambio completo.

Don Carlos presenció desde su mirador la entrada de las naves de guerra con mar tranquila y suave brisa.

La furia del viento y de las olas en la costa bravía del levante, no salió esta vez al encuentro de aquella nueva expedición enemiga para ayudar a los débiles en su obra.

—¡Oh, elementos caprichosos! —prorrumpía don Carlos siguiendo atento con el anteojo la marcha triunfal de las corbetas y transportes cuando doblaban la punta del este a velas desplegadas y banderas al tope;— ¿por qué no bramáis, sudeste irreductible, para arrojar ese presente dañino contra las restingas y cantiles como despojos de naufragio? ¿por qué no silbas «pampero» formidable, como millón de flechas disparadas por mil tribus del desierto, y empujas, desarbolas y tumbas esas negras naos mar adentro, allá donde levantas cordilleras de olas capaces de estrellar entre sus crestas toda una escuadra de Xerxes? ¡Dormís, vientos; dormís, ondas fragorosas y en tanto las hormigas trabajan a la espera del oso que ha de engullirlas!

¡Así sois los fuertes, por Santiago! Como las fieras; os respetáis, no venís a las manos sino por un evento; cuando se os precisa y se os ruega, dormitáis en los antros sin importaros un comino de nuestra suerte… ¡Andaos al infierno, fuerzas brutales e incapaces!

Y dejando el catalejo de golpe, don Carlos había descendido colérico para encerrarse en su escritorio.

Mucho bullicio hubo en la ciudad ese día; y antes de la noche llegó a saberse que se habían desembarcado gran cantidad de elementos bélicos para el ejército y la armada, así como uno de los contingentes pedidos compuesto de cuatro batallones de línea, cazadores y granaderos de la guardia imperial y otras fuerzas regulares.

Añadíase que a estos regimientos debería seguirse la llegada por antigua línea divisoria de dos mil jinetes perfectamente listos para una carga a fondo.

Guadalupe que no perdía ocasión de recoger en la calle toda novedad cuyo conocimiento interesase a su ama, se encontraba desde la puesta del sol en una esquina de la calle de San Carlos viendo desfilar las tropas a sus cuarteles al son de trompetas y charangas.

Muy alborotada estaba ante tantos morriones, penachos, correajes y banderas; tantos semblantes desconocidos, aunque a ella le parecían iguales, aberenjenados y chatos, cuando no retintos y trompudos; tantas bandas lisas rumorosas y desaforados chin—chines; y tanto traquear de carromatos cargados con bagajes como para una cruda campaña.

Era aquel un desfile brillante lleno de reflejos y vivos colores, ruidos prolongados y haces de armas lucientes entre aclamaciones de bienvenida y dianas que encadenaban sus ecos a lo largo de las explanadas y bastiones.

La artillería solía unir su voz al general estruendo, a modo de extenso y ronco mugido.

Poco a poco todos estos ruidos se fueron apagando; y cuando la noche venía a grandes pasos, notó recién Guadalupe que el escuadrón de nativos que había acompañado a otros cuerpos en la recepción, alineado por una acera al flanco de la plaza, se apresuraba a formar para emprender marcha a su cuartel. Mantúvose quieta la negrilla basta que desfilase, tal vez con el sólo objeto de hacer alguna morisqueta a don Cleto, que en él dragoneaba a la fuerza.

El escuadrón rompió marcha al trote y toque de clarín.

Pasado habrían cinco mitades, cuando haciendo punta, en la siguiente un jinete apuesto y garboso, pero renegrido como un cuervo de las asperezas floridenses —según le pareció a Guadalupe,— fijó en ella el blanco de sus ojos, saludándola cortés y militarmente con el sable que llevaba terciado con bizarría.

La negrilla se quedó estática, encogida por la sorpresa.

El escuadrón acabó de desfilar; alejose; perdiose en las sombras entre un desconcierto de cascos y de vainas.

Pero, ella siguió mirando quieta y arrobada.

Luego, cual si saliese de un estupor al sentir el toque de queda, apresurose a llevar sus manos a la cabeza para advertir si sus racimillos de saúco estaban peinados; después al seno, recubierto por un pañuelo limpio de algodón, por si se lo había desprendido el alfiler rematado en cuenta roja que lo prendía; por último al delantal de lana floreada, que sacudió aturdida; y como un viento partió de súbito contorneándose y echando para atrás la visual por si los ojos blancos le lanzaban algún destello desde el fondo de la noche.

A quien ella acababa de ver, y la había saludado, era Esteban. Una nueva y grande sorpresa.

La negrilla no cabía en sí de gozo.

Muy cerca ya de la casa de Berón, y libre un tanto de su aturdimiento, Guadalupe entró a pensar.

¿Por qué está aquí Esteban? No ha ido a saludar a sus amos viejos, que lo vieron nacer y criarse junto al niño Luis María, su hermano de leche, y después su señor. ¿Cómo creer que él fuese un ingrato que hubiese abandonado al que le había dado libertad para entregarse al servicio de sus enemigos? ¡Oh! no era posible. Debía haber caído prisionero en alguna refriega, condenándosela después al servicio en la tropa auxiliar de extramuros como al pobre don Cleto. Lo que habría en el fondo de todo era eso, y lo tendrían siempre acuartelado por temor de que desertase. Sea como fuese estaba bueno y sano, y ya se presentaría ocasión de hablarle.

Guadalupe entró en la casa casi sin aliento.

Las señoras se encontraban en el escritorio haciéndole compañía a don Carlos, con quien conversaban de pie cogidas de la cintura en cariñosa familiaridad.

Reprimiéndose en lo posible, Guadalupe contó lo que había visto en la calle de San Carlos, el desfile de los cazadores y granaderos y la aparición de Esteban en filas del escuadrón de nativos, sin omitir los menores detalles del encuentro, del saludo y de su asombro.

En suspenso se quedaron todos por breves instantes. Don Carlos arrugó el ceño.

Su esposa pareció conmovida, balbuceando estas palabras:

—¡Ha dejado solo a mi Luis!

Natalia la acarició y díjole confiada y risueña:

—¡Oh, él volverá a su lado! Yo lo conozco bien; si está aquí no es por su voluntad, madre, y sobre esto estoy tan segura como si lo hubiese visto.

Guadalupe, solicitada en todo sentido, no hizo más que repetir lo que trasmitiera al principio.

Preguntáronle si no se habría equivocado, a lo que ella respondió sin titubear:

—¡Ah, no! Créanme, sus mercedes: tengo su estampa aquí en mitad de los ojos.

—Seguro es —dijo Natalia sonriendo—. ¿Y te saludó con el sable Lupa?

—Como negro de buena casa, niña, y más aires que un tambor mayor.

Don Carlos seguía callado, haciendo castañetear sus dedos sin descanso.

De pronto, llamaron a la puerta de calle.

Sintiéronse luego pasos en el patio; y cuado ya salía Guadalupe una voz conocida decía humildemente:

—¿Da permiso, su mercé?

Era la voz de Esteban.

—¡Entra! —gritó don Carlos como saliendo de un sueño.

Apareció el liberto en el umbral, avanzó un paso y no cuadró, diciendo como cuando era chico y no hubiera mediado larga ausencia:

—¡La bendición, los amos!

—Dios te la dé, hijo —murmuró la señora con los ojos llenos de lágrimas.

Don Carlos abrió cuan grandes eran los suyos, echose atrás el gorro y estuvo mirándolo un instante fijamente.

Luego se puso a pasear precipitado, encogiendo el hombro izquierdo hasta llevarlo a la altura de la oreja; y ahuecando la voz echó por encima la visual, preguntando severo:

—¿De dónde sales tú? ¿Cómo has dejado a tu amo?

—Caí prisionero, señor.

—¡Prisionero, eh! ¿Desde cuándo?…

—Desde el día de la salida. Yo diré a su mercé…

—¡Dí! Sí. Es preciso que te expliques.

—A mi amo le mataron el caballo en la guerrilla, y él quedó abajo, de modo que, no pudiendo zafarse, lo tomaron los «mamelucos»…

—¿Qué lo tomaron?

—¡Oh! —exclamaron la madre y Natalia a un tiempo—. ¿Eso es verdad?

—Crean, sus mercedes, que sí —repuso Esteban.

—¿Y qué sucedió después? —prorrumpió don Carlos.

—Después, aconteció que los compañeros cargaron por salvarlo, y lo consiguieron. Mi amo quedó libre sin lesión ninguna. Pero yo fui desgraciado, como ven sus mercedes; cargué también; mi caballo rodó y cuando volví a montar, me encontré envuelto en el tropel, y me arrastraron hasta donde estaba la tropa de infantería…

—¿Cómo no te mataron negro? —interrogó don Carlos, más tranquilo y atento.

—En la rodada perdí el sombrero, y si su mercé supiese que yo tenía puesto un vestuario de paulista, de unos que tomamos en el paso del Rey, porque andaba ya muy despelechado…

—¡Ah, comprendo! Te confundieron en los primeros momentos con otros pájaros del plumaje. ¿Y luego?…

—Me trajeron a la ciudadela, y estuve preso muchos días, sufriendo castigos.

Al cabo, un jefe me pidió para su cuerpo, donde serví un poco de tiempo. Después de esto me han pasado al escuadrón de auxiliares.

Hoy me dieron licencia por primera vez y he venido…

—Sí —lo interrumpió el señor Berón—. Es bastante extraordinario lo que nos cuentas y de que estábamos bien ignorantes. A fe mía; lo que confirma aquel adagio de que, por donde uno menos se imagina salta la liebre. ¡Canarios! Pues no es humo de paja todo eso que tú has dicho muy sereno en cuatro palabras. ¿Han oído ustedes a este negrillo?

La señora y Natalia, abrazadas, escuchaban en silencio.

—Sí, —dijo al fin la primera—. Veo que al escribirnos poco después, nuestro hijo nos ocultó el percance… ¡Pero ya eso pasó! ¡Ahora pienso cuánta falta le hará Esteban!

—¡Oh! ¡Ya haremos que vuelva!… ¿Te atreverías a volver de cualquier modo?

Y don Carlos clavó en el liberto su mirada penetrante.

—Sí, señor —contestó Esteban—. De un día para otro. Sabe, su mercé, que soy de a caballo y baqueano. No espero más que una noche oscura, cuando andemos a busca de forraje, para escaparme con otros compañeros.

—Entonces, ¿contigo se irán algunos?

—Sí, señor; y más que esos, si se pudiera…

Don Carlos reflexionó un breve rato.

—¡Está bien! —dijo—. Cuando tú creas que ha llegado la oportunidad de la fuga, avísamelo, porque te quiero encomendar una cosa de interés. Por esto verás la confianza que te tengo. Seguro estoy que cumplirás lo que he de encargarte, si no te matan.

El liberto se inclinó callado:

—Y como la licencia que te han concedido ha de ser corta, conviene que te vuelvas al cuartel para hacerte acreedor a otras; pero antes, ve lo que precisas, para que te se dé aquí todo. Pide sin reservas, negro; pues tus amos no han cambiado en nada desde que te fuiste.

Capítulo 24

Después de ese día, Esteban venía con la mayor frecuencia, aprovechando sólo en esas visitas la hora de puerta franca.

Ea cada una de ellas, su tema obligado de conversación era su joven señor, con cuyo recuerdo deleitaba a sus antiguos amos.

Tenía también sus buenos momentos que consagrar a Guadalupe, a causa de lo cual la negrilla se estaba en la cocina más tiempo que el ordinario.

Los otros sirvientes llegaron a decir que los dos se lo pasaban «enlucernándose» a la sobremesa, aparte de hablarse muchas veces al oído como personas de grandes secretos.

Agregaban que una tarde, Guadalupe había brindado a Esteban con una ramilla de aromas, y que Esteban lo había regalado un zarcilla de plata que desde criatura llevaba en la oreja izquierda.

Los señores reían de estas cosas, y las observaban acaso con complacencia. Difícil hubiese sido encontrar una pareja negra mejor proporcionada y más bizarra, pues que era ella una mujer de plenitud fisiológica, maciza y fuerte, y él un mocetón robusto que tenía el don de imitar el aire y hasta el vestir de su amo.

Y esto, al punto de que cuando lo veía salir la señora gallardo, flexible, a paso medido con una mano atrás sobre la cintura y la otra en el bigote, no podía reprimir una sonrisa, diciendo a Natalia:

—¡Si mi Luis lo viese, sería un jolgorio!

Cierta mañana muy ventosa y fría en que la hija de Robledo se hallaba sola en su dormitorio escribiendo para su padre, entrose Guadalupe con un braserillo, que colocó próximo a los pies de su ama.

En tanto se esmeraba en la colocación de aquél, invirtiendo en la diligencia más tiempo que el necesario, Natalia levantó la vista distraída, la miró, y notando en ella marcados barruntos de hablar, díjole:

—Algo tienes tú que decirme.

—¡Adivinó, niña!… ¡Pero yo no sé como atreverme!

Guadalupe parecía tener dentro de sí mucha agitación.

—Atrévete repuso la joven dulcemente.

—Pues vea, su mercé: Esteban anda lo más afligido a causa de que no puede levantarse con sus compañeros tan pronto como quería…

—¿Le han sorprendido en algo?

—¡No, niña; no es eso! Sino que él dice que con un poco de dinero para darlo a un sargento «mameluco» de su compañía, todo quedaba listo, y en una noche salían zumbando campo afuera sin quedarse un solo hombre de su escuadrón.

—¡Oh, qué suerte sería! ¿Y eso podrá hacerse?

—Él jura que sí, y yo se lo creo. Casi todos los soldados son orientales prisioneros, o que sirven a la fuerza, y les han puesto oficiales y sargentos paulistas para tenerlos sujetos. Esteban dice que esto no importa nada, a salvo el sargento, que es preciso comprar…

—¡Ay! ¡Y si eso lo descubre? No, Lupa, ¡no quiero que me hables más de eso! —exclamó Natalia con firmeza—. El que se da por dinero a unos, se da a otros; y al fin el pobre Esteban sería el sacrificado…

Guadalupe se calló como una muerta.

Como Natalia siguiese su escritura, ella se fue a paso leve, cabizbaja.

Concluida su carta, la joven apoyó el rostro en la mano y se quedó pensativa.

Preocupábale lo que había oído momentos antes.

Quizás ella había opinado sin mucha reflexión respecto al asunto secreto de que le hiciera confidencia su esclava. ¿Qué entendía ella de esas cosas de hombres de armas? Bien era posible que Esteban tuviese plena seguridad de salir airoso en su tentativa, puesto que conocía a fondo a sus compañeros y a sus superiores. A más, él hacia por su causa lo que estaba en su mano; era honrado y valiente y era preciso que se fuese cuanto antes con su señor, que le echaría de menos, llevándole un buen contingente de hombres sufridos. ¿Por qué no consultar esto con el señor Berón? Sería lo más discreto. ¡Pero tan adusto el anciano! Iba tal vez a salir diciéndole que esas eran «cosas de negro».

Tampoco quería explayarse con su protectora por temor de llevar a su ánimo nuevas inquietudes e incertidumbres.

Todo el día se lo pasó Natalia absorbida por estos pensamientos, viva siempre la memoria de su amigo como un estímulo perenne que la predisponía y empujaba a aceptar todos los medios de esa índole en su obsequio y en el de la causa de sus afecciones.

Por la noche, retirada ya a su aposento, llamó a Guadalupe y reanudó con ella la conversación de la mañana, revelando un interés ardiente por lo que entonces acogió con escrúpulos al parecer invencibles.

Guadalupe, que había pasado largas horas de desaliento, tuvo una grande alegría ante las manifestaciones favorables de su ama; y cuando ésta le enseñó un cofrecito de madera que guardaba onzas de oro, la negra, que se había arrodillado cerca de ella para hablarla con sigilo, cogiole las manos y se las besó llena de indecible gozó.

Aquella pequeña arca le había sido dejada por don Luciano, con facultad de disponer de su contenido, que era el de quince onzas, en la forma que creyese más útil. Nunca tuvo necesidad de recurrir a ella, allí donde se lo consideraba como una hija; de modo que se hallaba intacta lo mismo que una reliquia.

¡Qué bien empleada estaría en beneficio de los que sufrían por su tierra!

Natalia abrió el arca, cogió en puñado las monedas sin contarlas, púsolas de nuevo en su sitio, y preguntó algo afligida:

—¿Alcanzará esto, Lupa?

—¡Yo creo, niña!

—¡Si es un puñadito!… ¿Y por esto se compra un hombre?

—Por mucho menos. ¡Oh, como su mercé no conoce estas cosas!

Por cinco «patacas» se vende un cabo, y por diez un sargento cuando tiene ganas de desertar, dice Esteban; ahora, figúrese, su mercé, qué ojos abrirá éste que da trabajo, cuando él le ponga al alcance dos no más de esas amarillas.

—No importa, Lupa. ¿Cuándo viene Esteban?

—Mañana, niña.

Bueno. Así que venga se las darás todas, aunque yo creo que no bastan para lo que él quiere. Si fuera así, dímelo en el momento mismo, que yo veré cómo se ha de remediar eso. En el cofre ahí en la mesa, de donde lo tomarás mañana y se lo entregarás, con mucha recomendación de que guarde el secreto.

Prometió Guadalupe en cumplir todo religiosamente; puso el arca en el sitio indicado; y después de permanecer un rato todavía en conversación animada con su ama, se retiró a esperar con ansia el sol del nuevo día.

Esteban fue puntual a la cita.

Conducíase tan bien en el servicio, era tan hábil en su profesión de soldado, y cedía tan dócilmente a la regla de severa disciplina, que sus superiores habían concluido por reconocerle méritos a su confianza.

Como no abusaba nunca de la licencia, caso poco común, concedíansela ahora sin objeción, pues que ella sola podía ser aprovechada entre muros sin oportunidades tentadoras.

Alguien, sin embargo, los había advertido que tuviesen en cuenta la circunstancia de haber sido el liberto asistente de un joven «revoltoso» que era ayudante de Oribe, y que figuraba con cierto brillo, por pertenecer a una de las principales familias del país.

Al principio esta prevención puso en cuidado a los jefes; pero, el celo llegó a adormecerse a medida que la buena conducta del liberto se fue afianzando.

Sin temor alguno, pues, desde que las sospechas se habían desvanecido, Esteban venía haciendo su trabajo de hormiga negra.

Nada había comunicado a don Anacleto, su compañero de desgracia, sabiendo que al viejo capataz se le soltaba con facilidad la lengua; en cambio, habíase atraído aquellos elementos del escuadrón que en su concepto eran los indispensables a la empresa, lo que probaba que él sabía distinguir y utilizar los hombres —calidad superior de que carecían muchos que ocupaban más altos puestos.

Al habla con Guadalupe, y enterado de las disposiciones de su joven ama, el liberto no pudo menos de sorprenderse y de expresar su contento con todo género de demostraciones cariñosas a la esclava. Aquello superaba sus mayores deseos.

No era necesaria una suma tan crecida. Con la mitad bastaba.

—La niña da todo —dijo Guadalupe;— pero, ¡que ha de callarse sobre esto!

—Nadie lo ha de saber —contestó Esteban,— o no soy hombre libre. Mi ama puede quedar tranquila. Tomo yo la mitad, y guardas el cofre sin decirlo nada a la niña.

Yo he de volver cuando sea tiempo, y todo esté pronto.

El liberto se fue, con las seguridades de Guadalupe de que iba a rogar a la virgen de los milagros porque fuese él feliz en su intento, cuanto iban a serlo los amos y ella misma, así que lo viesen libre con sus compañeros de la tiranía del recinto.

Por otra parte, sentía cierto orgullo de que fuese Esteban el iniciador y el actor principal de aquella temerosa aventura.

Con todo, transcurrieron bastantes días sin que el liberto apareciese.

Tampoco había vuelto Nerea, la mensajera siempre anhelada, con nueva correspondencia secreta.

Natalia acudía todas las mañanas a su observatorio haciendo funcionar el catalejo a diversos rumbos, deseosa de descubrir algún indicio de grato augurio.

Pocas novedades ocurrieron en los contornos, aparte de muy lejanos tiroteos, de salidas y entradas de regimientos que hacían el servicio de plaza y de pasajes frecuentes de partidas por la zona libre a tiro de cañón.

El invierno era riguroso, aunque ya corría a su término; y a su influjo el campo presentaba un aspecto de profunda tristeza con su extenso tapiz recubierto de cardizales del color de la escarcha que retoñaban fecundos al pie de los que había secado el último estío.

Los agaves exóticos comenzaban a largar sus pitacos gruesos y enhiestos de un morado y verde sombrío, aún sin anteras ni liseras, orillando las tierras arables con sus anchas y múltiples hojas armadas de agudos pinchos. Destacábanse en esqueleto los «ombúes» descubriendo a la vista todo su tronco robusto, y formando contraste el amarillo claro de su ruda corteza con el verde sin fin de las hierbas.

De la parte del este, por encima de los tejados bajos que se extendían ondulando según las inflexiones del terreno hasta la costa riscosa, espaciábase el inmenso río a perderse en el océano hinchado y tumultuoso bajo las alas del viento sur.

Un buque de dos mástiles y bauprés, velas cuadradas y una gran cangreja, que no llevaba en el palo mayor aparejo de bergantín goleta, surcaba veloz las aguas rumbo al Buceo, de cuyo pequeño puerto distaba apenas una milla.

Muy atrás, en el horizonte del sur, navegando también a todo trapo, divisábanse otras dos naves que parecían venir en persecución de la primera en orden de escuadra.

El bergantín redondo no traía bandera. Tendido sobre una de las bordas, con gruesa ampolla en el velamen, alzábase sobre el olaje ágil y marinero, como una enorme gaviota que rozase las crestas con el extremo de sus alas.

Natalia dirigió el anteojo a las más apartadas; y a poco de observar, percibió al tope los colores del Brasil.

Vivamente inquieta, volvió el tubo al bergantín. Este izaba bandera tricolor en ese momento, y viraba de bordo poniendo proa al océano. Las lonas, en parte recogidas, se sacudieron, flojas algunos minutos, luego se inflaron formando elipses, y el buque, acostándose muellemente sobre una de sus bandas, arrancó mar afuera.

Los otros venían ya próximos. Una nubecilla blanca como un copo de algodón con un chispazo que se esparció del centro a los bordas, brotó de la banda del bergantín, y tras una pausa llegó el eco de una detonación distante.

A ésta, se siguieron otras.

Los disparos salían de los tres buques, especie de bocanadas de humaza que el viento clareaba al instante, y cuyos retumbos se perdían roncos en la atmósfera.

El bergantín verileaba audaz eludiendo los escollos de la punta Brava, y aumentando la delantera a sus perseguidores, que marchaban en línea paralela; y con el sol, que ya descendía, dejose al fin de ver su casco, luego los estays, los foques, el velamen hundiéndose en el horizonte brumoso.

Natalia se retiró del mirador impresionada.

El patrón de una sumaca pescadora que había estado en la ensenada de Santa Rosa, contó después a don Carlos que un bergantín del corso acosado por otros dos brasileños, consiguió burlarlos por la tarde; y que en la noche pudo desembarcar un contingente de armas y hombres en punto seguro de la costa.

—¡Ese sí que es lobo de mar! —había dicho don Carlos—. Muchos de esos quiero yo en auxilio de los que no tienen más esperanzas que sus propias fuerzas, bien reducidas y pequeñas, y un ideal tan grande como un despropósito, ¡por Santiago! Lo que afirmo: ¡alas de águila en cuerpo de pollo, y no digo más!

Capítulo 25

En esas largas noches de invierno, don Carlos retenía a sus amigos de confianza algunas horas al amor de la lumbre, comentando con la mayor minuciosidad todos los sucesos y abriendo juicios sobre cosas de futuro.

Ya no era un misterio que el barón de la Laguna se había resistido a emplear sus tropas de línea en una campaña contra las irregulares de la revolución, y aconsejado a su soberano que sólo destinase a ese objeto el elemento similar río—grandense, apto y suficiente para detener sus progresos y domeñar sus ímpetus, concluyendo de un golpe a cercén con la obra de la temeridad. Fundaba su opinión en la experiencia adquirida. Sus datos ciertos denunciaban un país casi despoblado, cuyos escasos moradores, grandes jinetes, aparte de una bravura indomable, robustecían su acción y su audacia en la alianza natural con las ventajas del terreno, pidiendo a las serranías, a los montes, a los ríos, a los llanos los elementos necesarios para neutralizar o reducir a la impotencia las más hábiles combinaciones de la táctica y la estrategia.

Era la guerra de recursos; ante cuyas astucias y artimañas se estrellaba la teoría de escuela y se rompía la regla de disciplina, aniquilando la moral militar. En ese concepto las tropas sujetas a ordenaba sólo deberían permanecer en puntos fortificados, especialmente en las tres plazas principales que disponían del trasporte fluvial y marítimo: Montevideo, Colonia y Maldonado. Teniendo en memoria que en la campaña contra Artigas no había sido propiamente el ejército regular portugués el que arrollara los obstáculos y alcanzara la gloria del vencimiento, sino antes bien, las fuerzas de Río Grande, cuyas condiciones y aptitudes tenían alguna analogía con las de los orientales, la pericia aconsejaba que el hecho se repitiese, no habiendo sufrido modificación seria el estado del país, desde Artigas a Lavalleja. La ofensiva debería corresponder entao, aos chefes e soldados brasileiros que pe lo Río Grande do Sul invadiram a Cisplatina na guerra de 1817, e expelliram por fim Artigas e sous seguazes.

Resultaba, pues, por la llegada de la columna del coronel Ribeiro y por la muy próxima de otra bajo las órdenes del coronel Gonzalves, que el emperador había escuchado el consejo, a más de atender al reclamo de Lecor sobre el envío de refuerzos de infantería de línea y de naves de guerra para defensa de los puertos.

La columna de Bentos Manuel Ribeiro había hecho un estreno ruidoso en su travesía por el territorio.

Desprendida de la división del general Abreu que vivaqueaba en Mercedes, llegó al choque con Rivera en el Águila haciéndolo ceder ante su superioridad numérica; y, tras de este encuentro feliz corriose a marchas forzadas hacia Montevideo, al abrigo de cuyas murallas se había puesto, renovando parte de su armamento y fornituras.

Recibido como vencedor, se encarecían sus dotes de experto guerrillero y de soldado valeroso; y aun cuando don Carlos y sus contertulianos hallaban justicia en el elogio, reconocían, sin embargo, que aquella efímera victoria «del triple contra sencillo» sólo era un combate sin laureles.

Afirmábase que el coronel Ribeiro, celoso de gloria, había prometido a Lecor batir a Lavalleja antes que Rivera, muy apartado de él, pudiese incorporársele en el Durazno; para lo cual pedía las armas y municiones necesarias.

Se añadía que el barón de la Laguna había aceptado este plan de batir en detalle, pero que, siempre cauteloso, daba al valiente río—grandense el consejo de servirse de las tres armas para emprender la ofensiva, a cuyo efecto pondría a su disposición dos batallones y una sección de artillería, remontando a mil seiscientos sus jinetes.

Al principio, el fogoso guerrillero había rehusado el contingente de fusiles y cañones, diciendo que bastaba con suos cavalleiros; no obstante, se había decidido a acoger sin reservas todas las advertencias del experimentado capitán.

En su columna, por otra parte, revistaban cuerpos de línea.

No faltaba quien asegurase que el plan era más vasto, por cuanto se había resuelto complementarlo en esta forma: la división de Bentos Manuel buscaría su incorporación con la de Bentos Gonzalves para librar el combate, mientras que el general Lecor con su cuerpo de ejército, dejando la plaza convenientemente guarnecida, emprendería marcha a retaguardia para tomar posesión de la villa de Florida o de San Pedro, si ésta era evacuada. Las caballerías de Gonzalves eran de la calidad y el número de las de Ribeiro, probadas, sufridas y prácticas en el terreno: el barón de la Laguna llevaría dos mil infantes, baterías de campaña, y caballería de línea con jefes maniobristas.

Una vez asentado en el centro del país, el movimiento revolucionario debía extinguirse en sus extremidades batido y disuelto el núcleo principal.

Otros negaban la posibilidad de esta táctica, teniendo en cuenta las vacilaciones del gobernador así como su exceso de prudencia; si bien el choque en el Águila, elevado a categoría de triunfo fructífero, había retemplado el espíritu de las tropas y predispuesto la opinión militar a una ofensiva sin demora.

—Son los apuros del que ve al enemigo en desbande —decía el señor Berón— o al toro en el suelo. ¡Ahí dé la gran lanzada!

Días después de la llegada imprevista de Ribeiro a extramuros, circuló un rumor grave que fue adquiriendo cuerpo, a pesar de las severidades empleadas para reprimirlo.

Corría la primera semana de primavera, el período de los retoños, de los jugos activos y de las flores con sus brisas suaves y su sol tibio; y con su vuelta parecían también retoñar con viva fuerza germinadora las esperanzas decaídas con la nueva del contraste.

El rumor era alentador.

Pronto vinieron detalles; la alegría de los dominadores se convirtió en despecho y cólera; la tristeza de los nativos en goce indecible. Charangas y clarinadas cambiaron de tono, y a trueque de fanfarrias hubo íntimos regocijos.

¿Qué había ocurrido?

Los informes aparecían contestes.

El vencido del Águila, rehecho a pocas leguas del sitio en que dejara alguno de sus oficiales y soldados muertos, había practicado una marcha de flanco hacia la zona del centro, permaneciendo en ella varios días; y de allí, arrancádose audazmente hasta el rincón de Haedo, donde pacían millares de caballos del enemigo.

Proyectaba un golpe de caudillo rampante y atrevido, una sorpresa de guardias y un botín de tropillas flor.

Era la táctica de caudillo —original y propia. Detrás de una derrota, efecto de la imprevisión o del desconocimiento de las reglas de escuela, rehacerse de cualquier modo; y apenas ordenadas las filas como quien recompone la formación de piezas en un damero por la sola tiranía de los dedos, acometer nuevamente, sin dilación, dando un golpe que no se espera, para retemplar por ese medio el espíritu de los subordinados y no dejar cercenado el prestigio con la nota de ineptitud o cobardía.

De ese modo había procedido Rivera en la época de Artigas; así obraba ahora, librándolo todo al atrevimiento con la colaboración de la casualidad.

La aliada natural de la táctica de caudillo, era la suerte; casi de igual manera que en el juego, o en la casa del tigre.

Como la astucia, por sutil que sea, no podía reemplazar con ventaja a la noción científica, iba Frutos jugando una partida desigual, pues él bien sabía que el enemigo dominaba poderoso allí donde era su empeño entrarse a salto de felino.

El rincón de Haedo, que toma su nombre de la «cuchilla» que allí termina, es un punto estratégico que domina la barra del Negro, y en el cual la entrada era peligrosa teniendo a un lado el Uruguay y al otro aquel río con su caudal engrosado por las lluvias.

Varios cauces tortuosos que a éste afluyen configurados por la propia naturaleza del terreno, forman una península caprichosa rodeada de inmensos bosques y espesas frondas, feraz, de un verdor eterno, escogida para engorde de ganados.

Accesible por su garganta, de una anchura de más de una legua, la retirada se hacía imposible cubierta esa especie de gola; y las fuerzas rechazadas a su salida tenían que chocar con las barreras opuestas por uno y otro río, y rendirse o perecer.

Rivera, encomendando al veterano Andrés de Latorre una diversión sobre el general Abreu, que estaba en Mercedes, atravesó el Negro con sigilo, sorprendió las guardias y dispuso lo necesario para el arreo de las «caballadas».

De pronto le anunciaron que una columna enemiga entraba en la península.

Era un encuentro fuera del cálculo y la previsión; la gola se cerraba, y era preciso abrirla aunque lo disputasen los contrarios a razón de tres contra uno.

El coronel Braz Jardim era el que los mandaba en jefe, sumando la columna más de ochocientos combatientes, en su mayor parte dragones aguerridos.

El general Rivera ordenó sus cortos escuadrones, saliole al frente y lo cargó con denuedo.

El choque fue terrible.

A pesar de su resistencia, el coronel Jardim volvió grupas, y acuchillado por la espalda, se arrojó sobre el grueso de sus tropas, que le abrieron camino para romper el fuego.

Quinientos dragones descargaron sus carabinas contra doscientas cincuenta atacantes, de los cuales sólo cayeron algunos; un escuadrón brasileño, acaudillado por un capitán intrépido, quiso penetrar por el flanco como una cuña de hierro, pero el esfuerzo escolló; el sable de Servando Gómez rompió la mole y sus lanceros sembraron el suelo de cadáveres, el jefe de los dragones imperiales fue arrancado entre moharras de la silla y triturado bajo los cascos y el tropel; y envueltos aquellos en la vorágine de esta carga furiosa, emprendieron la fuga dividiéndose en dos grupos, uno con Jardim a la cabeza, que no se detuvo sino allende la frontera, y otro que cruzó a escape el Negro, campos, arroyos, serrezuelas, sin dormir y sin comer, —según la propia versión brasileña,— hasta llegar a la Colonia y refugiarse detrás de sus baterías.

Quedaron sobre el terreno de la acción más de mil armas, gran número de muertos y heridos contándose entre los primeros veinte jefes y oficiales; prisioneros una cantidad mayor que la de los vencedores, y cerca de ocho mil caballos.

El general Rivera, que se había batido con bravura como otras veces, no abandonó los despojos a pesar de la inminencia del peligro que tenía bien cercano en la división de Abreu; salió de aquella especie de remanga, en que lo metiera su extrema osadía sin perder fruto alguno de la victoria, y repasó el Negro con el mismo aliento de fiereza que antes del contraste del Águila.

Su rasgo de intrepidez era, pues, el que se celebraba entre los amigos de los «insurgentes», a raíz de los últimos regocijos de los imperiales.

En vano se había querido ocultar la noticia.

Con motivo de ese suceso, una irritación sorda había cundido en sus filas, circulando voces sobre acciones decisivas y sangrientos desagravios.

Eran las que se comentaban ahora en el misterio, en el seno de la confianza, discutiéndose las iniciativas a emprenderse, las probabilidades, las complicaciones posibles, persuadidos todos, especialmente el señor Berón, de que el nudo de Gordium no habría sido más enrevesado que este lío.

Si alguna duda pudo suscitarse acerca de la veracidad del hecho de armas que se intentaba encubrir por todos los medios, sin excluir los represivos más duros con cualquier pretexto, esa duda se desvaneció al saberse en los días posteriores que se había determinado abrir campaña con poderosos elementos.

Don Carlos se cercioró de esto por boca de Souza, quien le dijo que había sido ascendido a capitán y destinado a uno de los regimientos de la columna de Bentos Manuel.

Como la marcha debería resolverse de un momento a otro, iba a despedirse.

El señor Berón mostrose un tanto conmovido, y estuvo con él más atento que nunca.

Esa tarde, Natalia había descendido del mirador con el mismo aire melancólico de los últimos días.

Revelaba no haber visto nada a lo lejos, ni la sombra de un jinete.

Cuando supo que Souza se marchaba, tuvo un sobresalto, sin darse cuenta del motivo. Su corazón latió con violencia; algo de aturdimiento pasó por su cerebro.

¿Era la presunción de peligros más graves, más fatales, la causa de su zozobra? ¿Existía alguna vinculación entre este hecho aislado de la ida de Souza y la memoria constante del ausente?

No lo sabía ella.

Tampoco don Carlos se explicaba porque él se sentía conmovido.

El capitán traía algo de interés para ella que revelarle. Su señor padre, detenido hacia tiempo a bordo de un buque de guerra, bajaría a tierra el día siguiente, con la ciudad por cárcel.

Por el hecho, quedaba colmado el anhelo filial, pues que ella lo tendría a su lado sin mayores zozobras.

Había sido ésta una gracia especial del barón de la Laguna; en atención a que nada resultaba del proceso seguido contra el señor Robledo, hasta ese momento, que le hiciese pasible de pena, y defiriendo al ruego de su humilde subalterno, a quien lo había correspondido el deber de conducirlo a la plaza a raíz del sangriento episodio ocurrido en su estancia de «Tres ombúes».

La joven le escuchó, con el ánimo en suspenso y húmedos los ojos, en cuyas pupilas reflejábase con la alegría una expresión de hondo reconocimiento.

Souza se sintió muy halagado, al apercibirse de aquella actitud; mostrose cortés como de costumbre, fino y oportuno, confirmando el dicho de don Carlos, de que él sabía aprovechar bien las lecciones de su maestro el general Lecor; escuchó palabras dulces, pidió órdenes, y al ofrecerse miró a Natalia con fijeza, casi con aire de súplica.

La hija de Robledo cogió llena de dignidad la mano que él le tendía, y se la estrechó en silencio.

Don Carlos dijo alguna cosilla —como lo repetía él después,— con un poco de carraspera y atragantándosele más de un vocablo.

En realidad, pareció pasar por una crisis violenta.

Cuando Souza se fue, él puso nervioso sus dos manos en los brazos de la joven, diciendo:

—Todo está bueno, hija: hay que agradecer. Pero, yo sé por dónde viene éste. Marchan mañana, seguramente, y es preciso avisar a los que andan por ahí a riesgo de ser sorprendidos, cuando ellos menos se lo imaginen. ¡Busca, hija, busca!…

—¡Ay, señor! ¿y qué he de buscar, pobre de mí? —exclamó Natalia llena de pesadumbre.

—Sí, tienes razón; pero ahí verás, doncella mía, es necesario inquirir, escudriñar… ¡No hay que hacerle! Es forzoso hallar el medio, porque éstos meditan alguna embestida entre sombras, algún plan diabólico por el que lo arrollen y aplasten todo de aquí a la Florida. Y éste que acaba de salir, muy meloso, untándonos el dedo, ¡como si no supiéramos lo que busca el belitre con más agallas que un dorado! A mí no me la pega. ¿No viste, hija, con qué ojos te miraba? ¡Se le salía la dulcinea por el lacrimal, y el gran socarrón la tenía delante! ¡Nada, esto me tiene crispado ha tiempo, por Cristo!

Así expresándose, descompuesto, casi iracundo, don Carlos abandonó a Natalia lanzándose a su escritorio.

Al cruzar el patio vio una sombra negra, firme e inmóvil con el morrión en la mano, junto a la verja.

El viejo escudriñó, echose el gorro atrás y dijo con aire risueño:

—¡Ah, eres tú, Esteban! Te creía ya fusilado, negrillo. ¡Entra, hombre, entra!

El liberto, pues él era en efecto, obedeció en el acto y penetró en pos de su amo al escritorio.

Capítulo 26

Bastante confusa quedó Natalia con lo que Souza acababa de comunicarles; y en esta confusión de su ánimo entraban por mucho la satisfacción y la amargura. Lo relativo a su padre, que hacía meses sufría las consecuencias de un hecho que no le era imputable, constituía, a no dudarlo, un motivo de dicha, obligándola en cierto modo hacia un hombre que ella sabía la quería con una pasión naciente y silenciosa; y la ida de este hombre a campaña para tomar parte activa en la lucha, llenábala de congojas, sólo al pensar que su rivalidad lo arrastrase a ser cruel o inexorable en caso desgraciado con quien ella tanto amaba.

Recién se daba cuenta de sus emociones, así como de la que había experimentado don Carlos en el acto de la despedida. Por lo visto, coincidieron en el mismo presentimiento y fueron presas de la misma angustia. Las generosidades, las acciones caballerescas se explicaban sin esfuerzo cuando todavía no separaba a los dos jóvenes una tendencia personal, inflexible, de suyo egoísta hacia la posesión del mismo objeto; pero ahora, todo se había deslindado y definido, sabía el uno a que atenerse respecto del otro en materia de preferencias; eran enemigos, sin embargo, que iban a encontrarse en el terreno, a embestirse y a aniquilarse en nombre de hondos agravios. El mal sería menos si se tratara de un lance singular en que el éxito se relega al brío y a la pujanza; que en este caso ella envaneciese en la creencia de que «él» no sería herido, sin herir también. Pero, el peligro estaba en la superioridad del número y de las armas de los que dominaban, al punto de que fuera verosímil y hasta posible un desastre de parte de los menos aun cuando fuese muy grande su valor, que el heroísmo —como Souza lo había dicho— más que júbilo casi siempre aparejaba duelos. ¡Oh! Que ellos combatirían como buenos en tanto no los dejase la última esperanza, bien lo sabía, tan recientes y frescas estaban las leyendas de su tierra bañada en sangre, desde el día histórico en que los hijos de sus llanos y sus bosques sacudieron las melenas y se alzó su grito de guerra entre los silbidos del «pampero».

Mas por eso se sentía triste. Aquella convicción constituía el primer anillo de una cadena de incertidumbres y de sobresaltos cuyo fin no era fácil preveer.

Fue a transmitir las nuevas a la madre del ausente, prometiéndose a sí misma ahogar dentro del seno todas sus angustias. ¡Entre las dos, el pesar era menos y holgaba la ilusión!

Hallábase la señora en el aposento contiguo al escritorio de don Carlos, ocupada en una nueva carta para su hijo.

Si bien se ignoraba la residencia actual de Luis María, por cuanto se tenía noticia de que las fuerzas sitiadoras habían cambiado varias veces de campo y alejádose hacia rumbo desconocido a la aproximación de la columna de Bentos Manuel Ribeiro, con la cual no les hubiera sido posible competir, la madre cariñosa escribía, a pesar de todo, confiada en que no faltaría oportunidad para un buen envío de la carta y en que la persecución constante de su amor, sería siempre más eficaz y certera que la otra persecución a muerte.

Natalia la sorprendió en esa tarea dulce y solitaria, puestos los dobles ojos, y en la mano la pluma, en actitud de reflexión profunda. Había en sus párpados huellas de lágrimas.

Abrazáronse sin esfuerzo, con esa espontaneidad adorable que nace del afecto sincero y de la comunión del dolor, calladas, suspirantes.

Después, la anciana, con el codo apoyado en la mesa, dejó colgar la mano en que tenía la pluma y puso los ojos en el pavimento en actitud meditabunda.

Por encima de su hombro, y rozándole la sien con su fresca mejilla, Natalia deletreaba con acento bajito y trémulo el encabezamiento de la carta que ella concluía de escribir…

Así pasaron largos momentos.

Pero, esta situación de ánimo cambió de pronto, con la entrada de Esteban; que a paso furtivo atravesó el patio y se detuvo ante la puerta del escritorio.

Oyose en el acto la voz de don Carlos, que le mandaba entrar, notándose en su eco una impresión de sorpresa y complacencia que no pareció esforzarse en ocultar mucho.

Efectivamente, el señor Berón experimentó verdadera alegría al ver al liberto, presintiendo que las cosas convenidas estuviesen ya en su punto.

Esteban entró sonriéndose, con una de aquellas sonrisas que le eran peculiares y dejaban a la vista todas sus encías cuando lo agitaba alguna idea útil y provechosa para sus amos.

Guadalupe lo había atisbado desde el fondo, y hechole una cortesía que él contestó desde la verja cuadrándose, con una venia de ordenanza garbosa y correcta.

En presencia de don Carlos, éste preguntó con cierta ansiedad sin darle tiempo a explayarse:

—¿Cuándo te marchas Esteban?

—Creo que será cosa de horas, señor. Le oí decir a mi jefe que mañana a la noche nos incorporaríamos a Bentos Manuel, que está en extramuros con la tropa que trajo de Río Grande. Se han repuesto los aperos y se han cambiado algunas carabinas y sables por otros nuevos en mi escuadrón… A más, se nos ha dado licencia por una hora, con orden de volver en lo justito, para quedar acuartelalos hasta el momento de salir.

—¡Hum!… ¿y qué piensas hacer?

Don Carlos se rascaba cabizbajo la frente, que había arrugado hasta el casco, como absorbido por una idea fija.

Al oír la pregunta, el liberto volvió a sonreírse con aire de confianza.

—¿Lo que he de hacer? Su mercé ya sabe —respondió—. Todo está listo.

—¿Cómo que está listo todo? Explícate, ¡hombre! sin ambages ni redundancias, claro y derecho.

—Digo que su mercé sabe que me voy con los compañeros en cuanto pasemos el Cerrito, cortando campos, a tomar el rumbo del Sauce y de allí de un buen galope hasta el paso de la Arena.

—Ahí ¿y por qué a ese paso, Estebanillo, y no al del Soldado?

—Por ahí va a cruzar la columna, señor, según mi capitán, para ver de darle golpe al comandante Oribe, que aseguran se ha puesto en observación en ese punto para no descuidar la barra.

Don Carlos se restregó las manos.

—¡Bien! Pero en el caso no problemático sino muy posible de que Oribe esté por esas alturas, debe tenerse en cuenta que lo primero será prevenirle del movimiento a fin de que no le cojan en un renuncio del diablo, lo que importaría un verdadero desastre.

—El comandante sabe siempre a qué hora el enemigo monta a caballo, y adónde va.

—¡Ya es mucho! Sí, ¡por San Diego! Con todo, no puede haber seguridad en lo que afirmas, porque no sé yo dónde demonios has aprendido tú tanta milicia para venirme así no más a soplar absolutas como quien sopla bodoques por una cerbatana… ¡Vamos al caso!

Y dando una palmada lleno de gravedad, siguió diciendo:

—Es necesario que combines con maña el medio de comunicar a Oribe lo que le va encima como una avalancha.

—Sí, señor; y si su mercé me permite yo diré que, por si acaso, hemos convenido con otro compañero de confianza que él siga con la gente hasta el paso de la Arena, y que yo me corte hasta subir bien a vanguardia de la columna aunque fuese reventando el mancarrón y caiga antes del alba en el campo de los amigos.

—¡Así me place! Entonces: dando por de contado que tú te subleves al comienzo de la jornada, que tus camaradas tiren como la cabra al monte, que tú te separes de ellos para llevar el aviso a Oribe aplastando el caballo si preciso fuese, —con cuya promesa pruebas que antes de sufrir tus posaderas, se quiebra el lomo del cuadrúpedo;— dando, digo, por suficientemente probado y alegado todo esto, voy a encomendarte una misión de alguna importancia, que podría comprometerme si te matan y, como es consiguiente, te registran y despojan.

—No me mataron ya, ahora no es fácil.

—Muy engreído estás… Me gusta, a fe mía, hijo; ¡me gusta!

Y dándole la espalda para sacar algo de un cajón de su escritorio, añadió alegremente:

—Estoy asombrado de oír a este negrillo calavera… ¡Bien se ve que le ha tomado los puntos al amo, sin perderle mueca!

Sacó enseguida del cajón que acababa de abrir un cinto de badana con agujetas, lleno al parecer de monedas que habían sido perfectamente envueltas y distribuidas en el ancho hueco.

Tomole el peso y enseñándoselo a Esteban, dijo:

—Aquí van trescientas onzas, que darás a quién bien tú sabes. Hay que agregarle las cartas; está la mía dentro.

En ese momento abriose la puerta que daba al aposento en encontraban la señora y Natalia, apareciéndose éstas en el umbral.

Sin duda lo habían oído todo, porque la madre de Luis María enseñó dos cartas exclamando risueña:

—Estas son las otras, Carlos. Vengo también a recomendárselas mucho a Esteban, segura de su lealtad.

El liberto, que no podía ver sin conmoverse a la madre de su señor, dijo balbuciente:

—Verá, su mercé, que llegan… Me voy a atar el cinto sobre la carne.

—Eso mismo te iba a indicar, —repuso don Carlos,— y si es que no te desnudas sino entre cristianos, el secreto pegado a tu piel se conservará ileso. Bien creo que para violarlo, primero han de acabar contigo.

—Dile muchas veces que sólo pensamos en él —murmuró la madre blanda y cariñosamente;— pero muchas, Esteban, ¿has oído?

Y como Natalia lo mirase al mismo tiempo de una manera fija e intensa, apoyada la cabeza en el hombro de la señora, cual si a sus ojos hubiesen asomado en tumulto todas las tiernas confidencias que guardaba en su seno, el negro, tembloroso, se limitó a inclinarse como de costumbre en los casos graves, sin pronunciar palabra.

—Ahora, —dijo don Carlos,— déjennos ustedes solos un momento.

Apenas se retiraron las señoras, hizo Berón que Esteban se abriese las ropas y el mismo le ciñó el cinto casi a la altura del pecho examinando una por una las hebillas y agujetas por si estaban flojas.

Puso en él las cartas, y en tanto practicaba sesudamente la diligencia, murmuraba un poco sofocado;

—Así irá bien. Pero, no hay que desnudarse en toda la jornada… No es éste un cinto de Brión o de Perseo, no… ¿y qué sabes tú, negro, de esas cosas? ¡Bah!… si a veces uno desatina. Con todo, has de saber que esta cinto puede desviar cualquier proyectil traidor y librarte el pellejo bonitamente porque va bien preñado de amarillas más duras que el plomo… Te lo apreto bien para que no olvides que debes velar por él como si fuese cosa tuya y que lo que está más cerca de las carnes vale más que la casaca. ¿Estás listo?

—Sí, señor.

—Bueno, entonces no perder tiempo… Mucho ojo y mucha destreza, Estebanillo de mis entrañas; ¡y que Dios te ayude!

El viejo se volvió a pasos precipitados, entrándose al despacho del negocio, y el liberto salió al patio.

Junto a la verja estaban la señora, Natalia y Guadalupe, como esperándole. Se detuvo ante el grupo, en actitud de quien pide órdenes, muy abrochado y tieso.

—¡No te olvides! —díjole su antigua ama con el pañuelo en los ojos.

—¡Dile que nos escriba siempre —añadió Natalia— porque el saber de él con frecuencia, es toda nuestra dicha!

Hasta Guadalupe se permitió recomendarle, no pudiéndole expresar otra cosa, que «no confiase nada a don Anacleto, hasta que no estuviesen libres y salvos al lado de su señor.»

El liberto prometió cumplir todo fielmente, pidió la bendición a su ama y fuese aprisa, sintiendo que empezaba a enternecerse demasiado.

Capítulo 27

En las horas de esa noche y en el siguiente día notose mayor movimiento que otras veces en el recinto.

Súpose que el general Lecor en persona había visitado los puestos y cuarteles, trasmitido órdenes terminantes, apresurado preparativos de marcha y tenido una larga conferencia con el coronel Riveiro. Decíase que, a pesar del celo y actividad desplegados para integrar la columna de aquel jefe con infantería y artillería, el equipo no podría hacerse sino de allí a dos días; lo que había visiblemente contrariado al fogoso guerrillero río—grandense, cansado de una quietud que iba en pugna con su carácter emprendedor y atrevido.

El desastre del Rincón de Haedo, llamado vulgarmente «de las gallinas», lo tenía irascible. Había oído decir que el nombre de la estratégica península del Uruguay y el Negro, había sido justificado en un todo por la imprevisión y desidia de Braz Jardim y de Barreto, pues que sus numerosos y aguerridos dragones, en masa triple a la de los dragones de Rivera, habían caído en sus propias redes cazados como gallináceos en un tercio; en un tercio muertos; y en otro tercio dispersos a chasquidos de «rebenque», perdiendo en la fuga mil y quinientas armas.

La irritación de Bentos Manuel era extrema. Aunque reconociendo la bondad de los planes de Lecor, obstinábase en abrir operaciones con sus elementos propios sin esperar los constitutivos de cuerpo completo de ejército que aquél le ofrecía.

La nueva recientemente llegada, que se hizo difundir sin reservas, de que por horas atravesaría la línea divisoria otra columna de más de mil jinetes a las órdenes del coronel Bentos Gonzalves para obrar de acuerdo con el general Abreu, que vivaqueaba sobre el Negro, exaltó la impaciencia de Ribeiro, y lo decidió a tomar la iniciativa.

Los que observaban atentamente las cosas, en primera línea los contertulianos de don Carlos, que por una u otra causa tenían ciertas afinidades con los jefes del recinto, bien se penetraron de que la combinación era otra que aquella.

Gonzalves, de análoga talla a la de Ribeiro, hombre de manotada y de arranque, propio para el médium de lucha donde había caudillos capaces de manotear más recio, debía venir a grandes marchas buscando su junción con el gemelo, a fin de realizar el único plan racional y fáctico, una vez que quedaba en suspenso el ideado por Lecor: el de batir en detalle, cargando sobre Lavalleja, antes que Rivera se quitase a Abreu de encima y pudiese robustecerlo.

Entonces, el plan de Lecor complementaría la campaña, dándola por concluida, con su sola presencia en la Florida o en el Durazno.

Y que ésta y no otra debía ser la combinación, lo confirmó en la noche el hecho de emprender marcha la columna de Bentos Manuel sin esperar la incorporación de los batallones.

Contaba con mil cuatrocientos carabineros.

Reforzósele únicamente con una parte del escuadrón de auxiliares.

En las filas iba Esteban con sus amigos.

Esta tropa salió de muros después de retreta. Componíase de cincuenta hombres y dos oficiales.

Bentos Manuel no la quiso para el servicio de avanzadas y flanqueadores, y la echó a retaguardia de la columna, diciendo que serviría para la «carneada».

Prontos los regimientos y los caballos de reserva, diose orden de marchar al trote sin toques de clarín, y la columna se puso en movimiento entrada la noche.

Soplaba un viento fuerte, de la parte del sur, y la atmósfera estaba cubierta de nubarrones que parecían correr al mismo paso hacia el nordeste, siguiendo a las tropas con su sombra y dejando caer sobre ellas a trechos algunas gotas pesadas que producían en los rostros y cuellos efectos de papirotes.

Cubriéronse los soldados con sus ponchos.

Igual cosa hicieron a retaguardia entre los auxiliares, el capitán, el teniente y cinco o seis soldados. Los demás continuaron a cuerpo gentil, indiferentes, sufridos, más bien atendiendo a sus armas que a sus ropas.

Desfilaban por una falda oscura, sembrada de guijarros, que por varias ocasiones moderó el paso de los regimientos, aproximándose demasiado unos a otros.

Guardábase gran silencio.

Siguiose siempre por la falda; volviéronse a establecer las distancias convenientes, sin percibirse al frente más que una masa de tinieblas. A un flanco, la oscuridad era mayor. Sin duda había eminencias de tierra en curvas caprichosas o grandes árboles indígenas dispersos en la ladera.

Esteban marchaba al extremo derecho del segundo escalón.

Llevaba el poncho cruzado al pecho a modo de banda, ceñido al costado por sus puntas, como para embotar hierros en su espeso forro de lana.

Inmediatamente detrás, a la cabeza de la segunda compañía, iba el sargento Benítez, cruza de indio y negro, jinete de talla corta, macizo y repleto, cuyo bulto se distinguía como una corcova sobre los lomos de su cabalgadura.

Al lado de este sargento, marchaba don Anacleto un tanto agobiado y abatido, con las mandíbulas flojas y la cabeza entre los hombros.

Aquello que le pasaba salía de lo imprevisto; y miraba a veces de diestra a siniestra, como en busca de una «lucecita que lo endilgase en el oscuro rumbo a la querencia».

Rato hacía que la columna había dejado detrás uno y otro cerro, avanzando por un camino pedregoso que flanqueaban asperezas llenas de piedras y arduas colinas, cuyas lomas descubrían a los lados sus perfiles a pasar del denso cortinaje de sombras.

De repente, el sargento Benítez, acercándose a Esteban por su derecha, de modo que pudiese hablarle sin ser oído, díjole bien encima de la oreja:

—¡Aquí es lindo para el desgrane! Traslomando, al freno no más, ¡ni el olor! Hay mucho pedregullo en la falda y a éstos no les conviene seguirnos.

—¡Estáte en la vaina! —respondiole el liberto en el mismo tono—. Yo te he de decir cuando los traquee la fatiga y los abombe el sueño, por adonde hemos de enderezar.

Callose el sargento, y ocupó su puesto.

La marcha continuó sin novedad alguna por más de una hora, al trote firme; pasose el arroyo de las Piedras en sus vertientes, y entrose en una sucesión de collados.

Hízose un alto de pocos minutos, para dar aliento a los caballos.

En ese descanso, los jefes recorrieron la columna vigilando e impartiendo instrucciones.

Entre esos jefes, descollaba uno por su tono acre y agresivo, cuya voz Esteban reconoció en el acto: la de Bonifacio Calderón, el antiguo jefe de la línea sitiadora, de nuevo al servicio del imperio.

Parecía rebosar de iras. A su paso, el silencio se hacía más profundo como si se temiese que el menor hálito las atrajese y se provocara un conflicto en las filas.

Pasados algunos momentos, siguiose andando.

Traspusiéronse largas distancias hasta las tres de la mañana, en cuya hora se cruzó un vado cenagoso con los caballos bastante transidos.

La tropa iba ya pesada y somnolienta. No se guardaban espacios regulares entre los diferentes cuerpos, a causa del exceso de fatiga; y había que esperar a veces incorporaciones de fuerzas rezagadas. Algunos escuadrones se retardaron, mudando cabalgaduras; los mismos caballerizos no se entendían ya con el arreo.

Había escampado, pero la oscuridad era más profunda, haciendo penoso el tránsito de las «tropillas» en un suelo quebrado y lleno de canalizos.

La retaguardia se detuvo entre unos cardizales nutridos que los caballos denunciaron con sus movimientos nerviosos.

Arreábanse dos «tropillas» por un llano en completo desorden derecho al vado, que al efecto se dejaba libre.

La guardia de prevención quedaba muy atrás, y entre ella y los auxiliares se interponía una mole inmensa de animales cuyo pasaje ocasionaba un sordo y prolongado estruendo en los terrenos bajos. Los gritos de los caballerizos aumentaban este ruido hasta hacerlo ensordecedor.

Para mayor confusión, un grupo considerable de caballos se empantanó en el vado, ya muy removido por el paso de los regimientos; los que venían detrás, hostigados por las voces y las fustas, atropellaron en tumulto, y no hallando hueco, dieron contra los «molles» y sauces de la ribera chapodando ramas con los encuentros, estrujándose, dándose de coces y mordiscos y retrocediendo al fin en avalancha para ganar a escape el campo abierto.

En medio de los relinchos e interjecciones brutales que hendían el espacio, de la turbación y los sobresaltos unidos al sueño y al cansancio, Esteban se volvió hacia el sargento Benítez, diciendo:

—¡Ahora!

Y sin perder más tiempo, levantó el mango de su «rebenque», descargándolo con toda la fuerza del brazo en la cabeza del capitán, que vino abajo del caballo como herido de muerte.

Casi en el acto, el sargento lanzó una voz, sin duda esperada por sus soldados; porque la compañía dio media vuelta, precipitándose por su flanco derecho como envuelta en el torbellino de la «disparada», y se alejó sin dejar tras sí más que el eco de un tumulto pavoroso.

El teniente había caído con dos sablazos; algunos hombres fueron derribados en un choque terrible, la «caballada», despavorida, paso por encima de los cuerpos; y todo quedó misterioso, en la profunda tiniebla.

Corrieron por más de una hora los sublevados, antecogiendo buena porción de «caballada», que arrearon sin descanso; y sorprendioles el alba a un paso de los bosques del Santa Lucía.

Recién don Anacleto, que había salido aturdido en el arranque, se acercó a Esteban mientras cambiaban monturas, y le dijo muy asombrado:

—¡Hacéme el favor, amigo, de explicarme esto que pasa, por Dios bendito! Pues no parece sino que mandinga entreverao con la tormenta nos ha trajinao de los pelos… De mí me acuerdo que me erraron tres sablazos; que sentí un tropel como el de vacunos medio ariscos ataos al palo que se asustan y pegan la sentada rompiendo las coyundas; y después malicié que salía a dos laos sin saber cómo ni cuando lo mesmo que bola sin manija, entre una punta de milicos más ligeros que fantasmas… Y no te miento, hermano, si te asiguro que me pasaron silbando hasta una docena de «boleadoras» por el mate, que ni yo mesmo alcanzo cómo llegué a mezquinarlas, salvando a mi parecer por un evento de la gran casualidá. Caneja y por mi madre, ¡qué loba más peluda!

Reía el liberto oyendo hablar así al viejo capataz, y mayor era su risa al mirarle el rostro desencajado con los ojos bailarines muy hundidos en los camaranchones, la nariz larga en forma de gancho, sirviéndole de agarradera al barbijo, una cola de cigarro Bahía sobre la oreja y las duras barbas erizadas chorreando todavía las gotas de la lluvia.

Cuando se le acabó el alborozo, contole brevemente lo ocurrido.

Con el sargento Benítez y el de igual clase, Saldanha, portugués este último, que había militado en los voluntarios reales, excelente instructor de reclutas en dos armas, y a quien con algunas onzas de oro se había atraído, comprometieron hasta cuarenta hombres del escuadrón, todos nativos, de los que estaban allí presentes más de treinta, habiéndose sin duda extraviado el resto en la dispersión del primer momento, al arrancar confundidos con las «tropillas» asustadas.

Ahora que la cosa había salido bien, el apuro era el de buscar la fuerza de Oribe. El monte estaba allí; y no muy lejos el paso de la Arena.

Añadió Esteban, que ya no podrían dividirse en dos grupos como él lo había querido al comienzo de la empresa, puesto que era imposible ir a encontrar a su jefe en el paso del Soldado, adonde ya estaría la gran guardia de Bentos Manuel; que lo mejor sería alcanzar al galope firme el de la Arena, casi seguro de que por aquellas alturas operaba la división.

—Por todo eso soy baqueano, —observó don Anacleto— y puedo guiar derechito a la gente sin equivocación nenguna de «cuchilla» o arroyo, ni sacar la potrosa del estribo por tomarlo el gusto al pasto.

—Yo también conozco el pago —dijo Esteban;— aquí vienen cuatro o cinco rumbeadores capaces de seguirle el rastro al tigre en lo más escondido del monte.

Don Anacleto se puso entonces a examinar a sus compañeros con las primeras lumbres de un día pálido y nebuloso.

Quería persuadirle bien de que eran los camaradas del recinto, y de que el sargento Saldanha, a quien él había tenido siempre grande ojeriza por lo riguroso en lo tocante a «desciplina», ¡tenía ahora una cara más simpática y un aire más humilde que en el cuartel! Y en mirándolo contento y retozón entre la tropa sublevada, acabando de aparejar los caballos, cruzose de brazos con talante de caudillo de pago y le gritó con acento de protección:

—¡Quién lo vido, y quién lo ve, sargento viejo, amañerando resertores a poquito de arrocinarlos con la vara en el hueco de la Cruz! Asina es el mundo… Un día se sirve a un patrón con cencia, y otro día se sirve a otro con concencia, que en engañar primero está el toque, pa probar la habilidá; y entre un fogón que no arde y otro que calienta con agua hervida y «churrasco», el estómago se regüelve al calorcito aunque la voluntá no quiera, porque antes es el vivir que el soñar… ¡Bien haiga el sargento! Si ayer me cerraba la oreja a la súplica por ser caporal, no he de mostrarme resentido y agraviao, porque nunca jueron más que campanas de palo las razones de un pobre; pero, aura he de alvertirle que en campa raso la voz se oye y eso que es pura yerba: aunque esa voz sea la de un cordero a quien como los ojos un «chimango», o la de un güey que se ha incao con el rejón que abría el surco, o la de un mastín ovejero con la pata quebrada que juese; porque aquí aonde no hay poblaciones grandes sino ranchos y «taperas» hay orejas que oyen y corazones que se ablandan, al revés de los pueblos con edificios. de lujo aonde se machuca el grito de un enfeliz lo mesmo que golondrina encandilada. Aquí, la tierra es suave hasta pa el que clava el pico, de balde muestra abrojos y cardales; sin acompañamentos y sin curas que mojen con tristel al dijunto pa sacarle la aguaza a la viuda afligida por haberlo librao de pecao, pero con lágrimas limpias de toda hipocresía, que a mi parecer valen lo que el agua bendita… Por encimita de todo se perdona a los malos mesmos, y el monte los da guarida al igual del «yaguareté»; encuentran agua sin olor ni gusto que no es de pozo de cuartel; carne con más de un dedo de grasa que no es matambre de melico tan delgadón como «baba de diablo»; fruta rica que no tiene dueño; güen agasajo en el vecindario que desculpa los vicios con sabeduría y los tapa con un cuero cuando la cosa aflige, porque es mejor alcagüete que el gobierno mesmo. Esto digo, amigaso Saldaña porque vea que aunque haiga «matacos» en el campo tienen menos conchas que los de muro adentro, y que aquí todos los hombres son parejos, de un altor, hasta que Dios sea servido de convertirlos en esqueletos y mesturarlos por junto en los pastos con las osamentas del vacuno.

A este como discurso del capataz, habían prestado grande interés sargentos y soldados, quienes reían ruidosamente y aplaudían, distinguiéndose en la algazara el mismo Saldanha, que era alegre y socarrón, como veterano que había pasado varias veces por el aro de mandinga, —según su propia ocurrencia.

Acabando de apretar la cincha, contestó en buen español muy risueño:

—Lindo era para predicar don Cleto con esa labia y esa voz de bordona y esa pinta de cuervo de campanario… Pero, se lamenta al ñudo, y sino dígame: ¿le han puesto acaso «pie de amigo» para forzarlo y traerlo hasta aquí a juntarse con sus amigos después de tantos meses de servicio duro y parejo como ha prestado en la plaza? Sin pensarlo siquiera, se ve libre en estos campos, donde los pájaros no se ciegan porque no hay paredes, y se ve libre porque a rigor de disciplina aprendió a obedecer y a ir como murciélago de día; que a no ser esto estaría a esta hora penando en el hueco de la Cruz bajo la baqueta del cabo «ranchero» si no anduviera listo… ¡Deme las gracias, amigo viejo, que he ayudado un poco a la cosa, más que no fuese que para largar al ceñuelero adonde abunda el pasto!…

—Naide me forza a mí, ni me pone «pie de amigo» a dos tirones —replicó don Anacleto temblándole la borlilla del barboquejo por encima del labio;— ni tampoco soy güey que se lamba de puro goloso, ni me cuelgan abrojos en el rabo como a más de uno que creo que está limpio en todas partes: y no se desmande el sargento ajuera del pago, ni compare con murciélagos a la gente, porque aquí hay avechuchos que miran más lejos que el ratón y en un revoleo, ¡si te he visto no me acuerdo!…

—El sargento no ha dicho por tanto, —observó Esteban,— y no hay motivo para echar mano a la cintura.

—¡No! … Si yo lo entiendo al fanfurriña y sino fijáte, como se rasca la verija. Lo que yo quise decir es que los hombres donde quiera se encuentran a juerza de rodar como las piedras de los cerros; y que la que está encimada hoy, mañana la arrempuja el viento, o una bruja, y cae al playo al igual de otras, por correr la mesma suerte, aunque sea más grande y más pintada.

Seguían riéndose todos con el mejor humor al oír al capataz; y éste al montar, y apercibirse de la algazara, riose a su vez con tal gesto inofensivo y comadrero hasta mostrar los dientes barcinos que le quedaban, que la explosión no tuvo límites.

Bajo espíritu así retozón, reiniciose la marcha al galope con una pequeña partida exploradora al frente, la que se adelantó hasta una milla.

Y andando, dijo Esteban a don Anacleto:

—Desde que don Luciano y V. faltan de «Tres ombúes», la estancia ha de haber sufrido mucho. A la cuenta, las vacas y las yeguas no conocen ya rodeo; y si acaso, no se ha de meter en el corral más que la majadita del «tronco» por pastorear encima de las poblaciones. Si V. se aprovechase de quedarse aquí estos días, haría servicio a don Luciano, y yo había de disculparlo con el jefe… Antes de mediodía vamos a pasar cerquita, a una media legua.

—En esa rumia iba —respondió don Anacleto con gravedad—. No se juega con los entereses; y yo tengo en un potrero del monte un ganadito orejano que a la fija se han comido los «matreros», si no han matrereao ellos mejor por librarse de estos cimarrones.

—Si le han comido el suyo, no habrán precisado de las vacas del patrón.

—Asina es. Pero, en la virgen confío que mi terneraje no haiga mermao mucho porque al dirme lo metí en un playo de pasto de engorde de cuaresma, tan acortinadito y misturao con malezas, que nengún gaucho malevo ha de haber olido la madriguera. El de mi patrón se ha de haber resarcido con las crías aunque al principio lo haigan espigao en flor. Tengo gana de ver cómo sigue esta hacienda, por si hay que enderezar algo en el establecimiento que dejé al cargo de Calderón y de Nereo. No sería malo que me diera una güeltita por el campo antes que venga el tiempo de las quemazones o de la langosta, y todo lo encontrase arruinao y en «taperas». Si te parece, me corto al trotecito asina que nos acerquemos, aunque no juese más que pa bichear a esos mandrias.

—Se me hace bueno, —dijo Esteban sonriendo,— y no hay que estar entre si caigo o no caigo. ¡Caiga al campo, don Cleto!

—Por aviriguar, güelvo a decir; nada más que por aviriguar. Después me encorporo aunque sea en la sierra de los Tambores al grueso, con este solo compañero, que no preciso la garabina.

Y se golpeó el corvo con fuerza.

—¡Ya creo que no precisa! —observó el liberto con seriedad.

A trueque de un encuentro malo como podría acontecer en un refucilo, en que no quedase uno vivo, mejor es que primero V. vigile un poco el campo de don Luciano porque se lo ha de agradecer él, la niña, y también mi amo, por lo que los quiere…

—Por lo juicioso te hacía comandante amigo, si yo juese el jefe; y no es por lavarte la cara, que no necesita de jabón, sino por probarte que soy tu aparcero de alma, todo enterito pa el trance más duro después que te he pulsao la muñeca. Si mandás que cargue en la punta en cuanto los «mamelucos» asomen la trompa en la lomada por ahí me descuelgo como «carancho» sobre los güevos a todo lo que da el «flete»; si ordenás que vaya a cuidar el ganao de mi patrón por ser de conveniencia, aunque me aflija voy, porque la desciplina ha de respetarse más que al cura, dende que se parece a las mujeres que se han pasao de mozas sin marido y siempre están rezongando.

Limitose el negro a sonreírse sin objetar más palabra.

El galope duro no daba tampoco lugar a diálogos muy largos; y con ese galope llegaron al vado, que cruzaron sin novedad, siguiendo sin detenerse por la orilla del monte.

Al empezar a declinar el día, don Anacleto creyó llegado el momento de separarse, pues pisaban ya campo de Robledo, y así lo hizo, cambiando de rumbo para dirigirse a las «casas» y haciendo un cordial saludo con el brazo a sus compañeros.

Estos lo contestaron con una aclamación unánime y las armas en alto.

El sargento Saldanha le gritó:

—¡No se vaya a hacer perdiz en el pago, don Cleto, y mire por su fama!

—La cuida esta que va en la vaina —contestó el viejo con arrogancia—. ¡Ya ha de cortar más de una cola cuando toquen a rabonear!

Luego, entre risas y expansiones, la partida desapareció en un bajo, y don Anacleto en un abra del monte.

Capítulo 28

Muchas fueron las agitaciones en el campamento de los sitiadores desde la prisión de Calderón, hasta después de ocurridos los hechos de armas que habían apresurado la marcha de Bentos Manuel hacia el interior del país.

Luis María siguió con interés creciente los acontecimientos, examinándolos sin decaer un instante en su entusiasmo, ni preocuparse mucho de los giros extraños que a ocasiones les daba la política.

Se estaba a la naturaleza y al alcance del esfuerzo.

En su sentir, era muy difícil modificarlo sustancialmente, aunque la necesidad lo contrariase por la adopción de formas opuestas a la voluntad firme y constante de los nativos. Bien conocía él esta voluntad. Pero, asistíale también la convicción, en presencia del arduo tema de que no era rigurosamente cierto que «querer fuese poder», según el adagio que se estilaba en casos análogos como sentencia sacada de la misma experiencia. Lo que él y otros querían, no se podía realizar sin riesgo de que toda la obra se perdiese.

Hablaba muchas veces con su jefe en la tienda, en marcha, en los días de zozobra como en los de regocijo; siempre hallaba en él la misma actitud, igual reserva discreta acerca de asunto tan escabroso.

Eran, sin embargo, de importancia y dignos de una meditación profunda, los hechos que habían venido encadenándose hasta confirmar en sus extremos la conducta leal de los libertadores.

Estaba Luis María invadido del espíritu local, que era mezcla de virtudes y rabias; pero en su cerebro el buen sentido primaba sobre el arranque de la pasión, y le hacía condolerse de la suerte que cabía a uno de sus grandes y queridos ensueños.

Pensó sin soberbia.

Pasó revista al pasado, tan lleno de abnegaciones y recuerdos palpitantes.

La suerte de las armas se había mostrado propicia al intento de los buenos; pero, éstos estaban en el comienzo de una obra colosal; y no contando con más recursos que los propios, que eran muy escasos, sin apoyo directo ni indirecto de los gobiernos vecinos, empezaban a palpar los graves inconvenientes de la empresa y a comprender lo serio de la aventura, para cuyo complemento érales preciso el concurso del genio militar e ingentes sumas de dinero.

Sus reflexiones recayeron sobre los hechos fundamentales que se habían consumado con trabazón lógica, preparando acaso al país para una vida ficticia, o por lo menos agitada y turbulenta.

La representación convocada, ardiendo aquél en dura guerra, había nombrado, en uso de sus facultades, un gobierno efectivo y diputados al congreso argentino, —lo mismo que Artigas hiciera en otro tiempo y bajo el imperio de otras circunstancias.

Pero, antes de producirse este hecho y el de las declaratorias notables de la asamblea, súpose que el gobierno de Buenos Aires había dispuesto se formase un ejército de observación en la línea del Uruguay, al mando del general Martín Rodríguez.

Cuando este jefe pasó a recibirse de su puesto, una versión alarmante circuló en esos momentos, y subsistió mucho después.

Se dijo que el general Rodríguez llevaba órdenes para prender al brigadier Lavalleja, y remitirlo a Buenos Aires. Esta especie fue adquiriendo cada día mayor crédito, sin que el tiempo y los sucesos la desvanecieran.

Subsistía entre los orientales, y éstos se la explicaban claramente. La diplomacia argentina que había traído a Lecor, trataba de mantenerlo en el terreno conquistado.

Érales forzoso, para merecer el auxilio y provocar la conflagración, dar prueba segura de su lealtad; y aun asimismo, extender su acción y su poder en el territorio por una victoria ruidosa.

En caso feliz, el apoyo sobrevendría por el exceso mismo del mal que perturbaba profundamente el equilibrio de la vasta zona; si el éxito era desgraciado, los vencidos no debían esperar más que la prisión y el proceso.

A esta triste alternativa estaba condenado el ideal de la aventura por la política insensible y la fría diplomacia. Entre esos dos hielos se encontraba la aspiración ardiente de los débiles, que todo lo fiaban a los milagros del valor.

Diose la prenda.

El brigadier Lavalleja sometió la dirección de la empresa militar al ejecutivo de la república, ofreciendo así prueba eminente de espíritu de orden.

Este compromiso no fue aceptado. La resistencia del gobierno general a tomar cualquiera intervención explícita quedó excusada legalmente por preceptos que era preciso llenar de un modo solemne.

Contra esta resolución se habían estrellado todos los esfuerzos y los ruegos del pueblo oprimido, tanto como las vehementes insinuaciones del espíritu nacional, los argumentos de los tribunos y del patriotismo exaltado.

Era entonces necesario que el denuedo de los nativos, luchando solos con el enemigo común, rompiese aquella barrera, consagrando su afán constante con un triunfo memorable; y preciso era que ellos confirmasen los votos protestados por su libertador, por medio de un acto armónico con sus instituciones.

Lo primero se ansiaba día tras día, soñándose con la aurora de una jornada cruenta, pero fecunda, que despejase un poco los horizontes del porvenir; lo segundo se había hecho por una asamblea con mandato imperativo, que, en el fondo, no podía suplantar los efectos de un plebiscito necesario.

En un país de cien mil almas, cuyos ciudadanos, sin escuela de gobierno libre, eran soldados, y a quienes en esas horas críticas les era corto el tiempo para preocuparse de otra cosa que de batirse a muerte contra un adversario diez veces superior, no debía esperarse tampoco que la voluntad del conjunto, la expresión meditada y tranquila de la voluntad soberana se manifestase por otros medios más correctos.

El día 25 de Agosto la asamblea había declarado al país, de hecho y de derecho, libre e independiente del rey de Portugal, del emperador del Brasil y de cualquier otro del universo; y en pos de esta declaratoria viril, hecha en medio de zozobras y peligros, había dictado también la ley que lo incorporaba a las provincias unidas del Plata como porción integrante de su antigua soberanía.

Era ésta, sin duda, una concepción más clara y luminosa de la patria, cuyo sol debía nacer en el confín sur brasileño y hundirse detrás de los Andes, después de alumbrar inmensas regiones destinadas a todas las razas laboriosas del mundo y a todas las libertades sin arraigo en las naciones caducas; era el haz de fuerzas que hacían la solidaridad perseguida, la cohesión de los medios y la armonía en los fines, dando aparente solución al problema del equilibrio platense.

Aparente, porque ¿no invocaba el imperio iguales títulos que su rival a la posesión y exclusivo dominio de la tierra disputada, y no eran sus pretensiones antecedentes de funesto augurio para el futuro?

La fórmula de incorporación, que era en sí misma expresión de poder y de fuerza, resultaba para el dominador impuesta por la brutalidad de los hechos, y como un reto a su soberanía, por cuanto los nativos, años atrás, habían resuelto la anexión al imperio por intermedio de sus cabildos, únicos cuerpos de carácter representativo y popular.

En esta grave querella, para nada tenía en cuenta el Brasil que los orientales no querían en el fondo lo que sus cabildos hicieron; ni Buenos Aires se daba por entendido tampoco de que la célebre declaratoria no era un acto espontáneo de los pueblos oprimidos.

Dirimían sus antagonismos sin consideración a la prenda. Y la prenda anhelaba ser entidad neutra y por lo mismo libre y respetada. Pero, no siendo eso práctico por sus solos recursos, ninguno más adecuado como quien saca fuerza de flaqueza, que el de aquella declaratoria. La incorporación al cambiar el dominio traía consigo el conflicto, y hacía teatro de la lucha el mismo suelo disputado; mas al fin de esa lucha podría bien suceder que del exceso de sangre vertida surgiese la zona neutral por utilidad recíproca, y de esta situación, una independencia que era imposible adquirir por otros medios.

Por eso, condensando su pensamiento en las propensiones locales firmemente acentuadas, el joven patriota recordaba entonces la frase lacónica pero expresiva que había recogido en más de un labio a raíz de aquella última declaratoria:

—¡Libertémonos del yugo extraño, y después Dios proveerá!

Resumía esta frase, con los anhelos de una generación formada al calor de la lucha y que todo de la lucha lo esperaba, lo incierto de su destino.

Tal vez se descubría en ella el fondo de soberbia genial que constituía la base de las rebeldías indomables; pero esa naturaleza bravía favorecida en su desarrollo por las condiciones geográficas del territorio, aislado de los otros en casi su totalidad por mares y grandes ríos, era precisamente la causa del conflicto, la razón inicial de la aventura legendaria.

Y bajo esta faz el problema de futuro ¿podía considerarse asimilable el elemento nativo?

La pregunta era honda, y eludió satisfacerla como si se hubiese abocado a un abismo insondable…

En la bandera a cuya sombra los orientales peleaban se leía con letras negras la inscripción de ¡libertad o muerte! que era su grito de guerra y también de gloria.

En ese lema se resumían sus ideales; en ese grito sus virtudes guerreras. ¿Se obstinaban ellos en probar que eran capaces de ser libres dentro de un gran todo o de una gran patria de comunes sacrificios; o buscaban significar con ese lema, que tenía su origen en Artigas, que toda dependencia les sería odiosa aun dentro de la comunidad primitiva?

Se inclinaba a creer esto último; y un día dijo a su jefe lleno de ardimiento:

—Si vienen los argentinos y libran la gran batalla, nuestra esperanza llevará camino de realidad, mi comandante.

—¿Por qué? —había preguntado Oribe.

—Porque hoy ninguno de los rivales podrá obtener victoria definitiva, fuertes como uno y otro lo son; y entonces nos harán el fiel entre los dos platillos.

—El caso es que los argentinos vengan. Mientras eso no suceda, no habrá fiel, desde que no haya balanza que equilibrar.

No ponía en duda Berón este aserto; pero consolábale la idea de que el auxilio vendría, hecha como lo había sido la declaratoria de incorporación, y factible como era un hecho de armas que de un momento a otro, asegurase a los «insurgentes» el dominio de la campaña.

Muchas otras circunstancias concurrían a preparar el espíritu del gobierno argentino a una actitud resuelta.

La marcha misma seguida por la revolución estimulaba al socorro, en nombre de principios que ella se esmeraba en consagrar sobre el terreno de la lucha. Sus prácticas no desdecían de la alteza del propósito. Hacia la lucha humana, sin crueldades ni venganzas.

El joven patriota sentía por ello una íntima fruición, que se renovaba con frecuencia por las voces que se alzaban en la otra orilla en defensa de los oprimidos.

Una tarde su goce subió de punto.

De la tienda de Oribe había pasado a la suya una hoja impresa, un número de El Piloto, que aparecía en Buenos Aires, cuya prédica reflejaba los nobles deseos del pueblo argentino, y en cuyas columnas leyó, entro otras expansiones entusiastas y generosas, estas líneas:

«Un pueblo que ha pasado por cien vicisitudes podrá acaso, como Roma, no hacer votos por los buenos días de su libertad; pero los pueblos que no han tenido lugar aún de gozar de aquellos bienes, no pierden así sus sentimientos ni sus esperanzas de conquistarlos: ellos hacen lo que los orientales conducidos por el inmortal Lavalleja, cuyos heroicos hechos han sido coronados con el sublime ejemplo de perdonar el extravío de sus hermanos.»

Y al leer esto, que era gloriosa verdad, tuvo presente que la revolución había aceptado aun a los descreídos en su seno; recordó que Calderón, enviado por Oribe al cuartel general con la nota de traidor y condenado a muerte por el consejo de guerra, había merecido gracia el día del cumpleaños de Lavalleja, por interposición de Rivera, sin otro compromiso que el del juramento de no hacer armas contra sus antiguos compañeros; juramento violado a los pocos días, uniéndose al perjurio nuevamente la traición.

Hizo también memoria de muchos otros que debieron la vida a la lealtad caballeresca, y de más de mil prisioneros actualmente en depósito que eran objeto de tratos humanitarios; y aun cuando hallaba algún punto oscuro en la actitud de Rivera en el episodio de Calderón, dadas las facetas sombrías de este personaje, no podía él menos de decirse interiormente, como un resumen de levantadas ideas: «con esta moral se irá lejos».

Capítulo 29

La vida de campamento no era tampoco sosegada como al principio, y desde algún tiempo atrás se venía poniendo a prueba el músculo en marchas y contramarchas a toda hora según las exigencias de orden militar, devorándose distancias con buen sol o bajo la lluvia, en hermosas mañanas como en noches sin estrellas.

El caso era no ser vencido en previsión, ni aventajado en actividad. Había que esforzar las aptitudes y que suplir el exceso del número con el valor y la audacia.

A pesar de esta vida agitadísima, en ciertos días y en determinadas horas su jefe, celoso de la profesión, ordenaba y dirigía personalmente la práctica de evoluciones por mitades, compañías y escuadrones; todo el campo poníase en movimiento; ejercitábanse el sable, la lanza y la carabina; indicábase con esmero como debían equilibrarse la velocidad y la forma de impulsión en las cargas, por elección de caballos; simulábanse protecciones de despliegues y retirada, como si se contase con infanterías; perfeccionábanse en cuanto era posible los medios para el choque; lo que se explica si se tiene en cuenta que, aunque arma accesoria, la acción táctica de la caballería estaba entonces en la plenitud de su vigor.

El jefe era hábil, organizador y valiente; tres aptitudes que creaban el estímulo con el respeto, el celo patriótico y la emulación militar, en la medida del tiempo y de los recursos. Para la elección de los caballos de guerra no era necesaria la teoría; todos eran grandes jinetes, y con ojo experto elegían al compañero de lucha sin equivocarse nunca. Sabían también por experiencia lo que importaban los arreos en la fuerza de impulsión, los equilibraban con la rapidez, y muchos no llevaban más que el rendaje y las armas en el momento del choque.

De esta manera, constituían una caballería ligera o una de línea sin ser pesada, cuando así lo exigían las circunstancias; «una fuerza viva desplegada» capaz de afrontar el mayor peligro, como lo era para resistir los rigores de la privación y la inclemencia.

Caballería propia de un terreno con campos ondulados, con bosques moteados de potriles, con serranías abruptas, con valles «guadalosos»; y propia de un clima con fríos recios, con soles ardientes, con noches plateadas y con vientos mugidores. El jinete, bravo y robusto; el caballo pequeño, pero fuerte y sufrido; capaz el uno de extrema osadía y el otro de llevarlo a la boca del peligro, resultaban armónicos con el suelo y el clima.

Por entonces nacían, vivían y morían entre estridores de «pamperos» y clarines.

La victoria de Rincón, y otra obtenida por el veterano de Artigas Andrés de Latorre, sobre una fuerte división brasileña que buscaba la incorporación con la del general Abreu, dieron nuevo impulso súbitamente a las operaciones, hallando a Oribe el «chasque» de las gratas nuevas en la costa del Santa Lucía.

La excursión rápida de Bentos Manuel hacia Montevideo, lo había obligado a movimientos más rápidos todavía, y al habla con el cuartel general, maniobraba dentro de la zona en que se incubaba el peligro imprevisto: «en la cuna del toro», —según la frase gráfica de Ismael.

Terminaba septiembre.

Los días eran claros y hermosos, retoñaban con gran vigor los bosques, el espíritu estaba alegre y templado a pesar de lo que ya llevaba de prueba el esfuerzo extraordinario, y en el campamento corría como una nueva vida preñada de esperanzas como la primavera de jugos.

En el vivac de Luis María, Ismael y Cuaró se comentaban cada mañana las probabilidades de un encuentro formal que precipitase los sucesos.

Todos confiaban en el éxito, por el prurito que da la costumbre del triunfo y la fe que inspira la habilidad de los jefes.

Ellos confiaban en el suyo, a quien veían desplegar recursos sólo propios del que sabe segundar un plan y aun excederse de los límites trazados, en sentido de afianzarlo o robustecerlo.

Todo consistía en que las fuerzas revolucionarias llegasen a formar un haz en el momento de la acción, pues que se encontraban diseminadas en distintas zonas. Si el enemigo tomaba la ofensiva, debía ser por sorpresa, y sobre una de las divisiones fuertes, antes que la junción se operase.

Para precaver esto, es que ellos vivían en perpetuo vaivén, cambiando en horas de campo, trasponiendo grandes distancias, ora acercándose a la plaza, ora alejándose sin dejar rastro visible empeñados en descubrir la intención del enemigo y hacerse dueños de sus medios de comunicación con Abreu, que se mantenía en su posición estratégica sin desprender ni una columna después de los contrastes sufridos.

Esa expectativa no podía durar mucho; y así fue.

Una tarde supieron por aviso anónimo, que el coronel Ribeiro saldría de extramuros con rumbo al centro del país; y al mismo tiempo vino anuncio del cuartel general de que una fuerte columna de caballería avanzaba por el norte a marchas forzadas buscando su base de apoyo en Abreu.

Dábanse hasta los detalles más minuciosos sobre estas operaciones, que en vez de alarma ocasionaron indecible contento.

Como se diese orden de ensillar a prisa, Jacinta vino al fogón de Luis María, y dijo a éste:

—Yo me voy con el carro al cuartel general.

Su asistente queda con una porción de cosas que yo le dejo, y que V. ha de precisar en estas marchas de noche, en que nada se encuentra a ocasiones, ni una sed de agua, porque es mucha la tiñería donde se tiene miedo a los portugueses… No me desaire, que me trae güena intención… Nos hemos de ver pronto si no me engañan mis deseos, que son asina de grandes, aunque que los suyos sean muy chiquitos… ¡Pero no importa! Yo lo he de ver y lo he de servir siempre con la mesma voluntá, y muy pronto; porque mire, yo creo que va a haber pelea de aquí a unos días y todos tendrán que pintarse, hasta Frutos, que anda a monte, para aguantar el rempujón.

—Sí, nos veremos Jacinta —respondió el joven con afecto—. Es V. tan buena conmigo, que no sé como expresarle mi gratitud. Muy presente he de tenerla.

—¡Qué! —le interrumpió ella con aire triste—. No vale la pena… Le he costureao los ropas, que estaban en miñangos, y aura parecen otras. Los botones se los pegué como hacen los melicos, con un berrugón de puntadas, porque de otra laya nenguno se queda quieto. Y aura, oiga una cosa que he de decirlo sin que lo duela: si hay encuentro o entrevero vaya arrimao al «indio», que es muy guapo y yo sé cuanto lo quiere… Es poco hablador, y cuanto más quiere más se amorra, como negro. Pero es duro de pelar lo mesmo que «yacaré». Estéase ceñidito a él como si fuese su hermano, sin agravio en esto; y verá que lo ayuda en lo amargo, sin que V. se lo pida V. nada más. ¡Adiós, señor María, que la virgen lo acompañe!

—¡Hasta la vista, Jacinta! Gracias por todo.

Y el joven lo estrechó la mano.

Fuese la criolla.

Concluíanse los últimos preparativos.

Antes de mandarse a caballo, el capitán Velarde, que estaba de avanzada, trasmitió el parto de que una partida de treinta soldados con varios sargentos acababa de presentarse en el campo, diciéndose sublevados de una fuerza enemiga.

A poco, la partida llegó con custodia.

Berón que se encontraba al lado de su jefe, reconoció en el acto a Esteban, exclamando:

—Es mi asistente, el que cayó prisionero hace meses en las guerrillas del sitio, y que ahora vuelve a sus filas, trayendo ese contingente.

—Buen augurio, —dijo entonces Oribe,— si como creo estos hombres se han desprendido de la columna de Bentos Manuel. Sería un principio de triunfo, que nos correspondía asegurar con un esfuerzo decisivo sin pérdida de tiempo.

Pronto se enteraron de todo lo ocurrido.

Esteban hizo el relato con la mayor fidelidad, y puso en manos de su señor el cinto, que hasta ese momento había llevado bien oculto.

Oribe mandó que Luis María redactase sin demora una comunicación a Lavalleja, en la que le daba cuenta de lo que pasaba, y que venía a confirmar las noticias que por diversos conductos se les había trasmitido.

Decíale también que observaría al enemigo en su marcha por el frente y el flanco, sin apartarse mucho del centro de operaciones, a la espera de nuevas órdenes.

Escrita la nota, partió un «chasque» con ella a rienda suelta.

El cuartel general estaba muy cerca, bastando media hora de carrera a un jinete duro para ponerse en el sitio. Eligiose de «chasque» al teniente Cuaró.

Concluida su tarea, el joven patriota oyó de labios de Esteban lo que éste había recibido encargo de decirle.

Notole el liberto tan visiblemente impresionado, que él mismo llegó a conmoverse sin disimulo.

Como los dos habían quedado algo distantes de los grupos llenos de alborozo con el suceso reciente, hablaron sin reservas.

Luis María leyó las cartas, interrumpiendo su lectura con interrogaciones rápidas y breves, que Esteban contestaba con la misma precisión.

Estúvose en suspenso un rato y guardó las cartas en el pecho.

Luego examinó el interior del cinto, y cogiendo un gran puñado de onzas, púsolas en las manos del liberto, diciéndole:

—Haz de eso dos porciones iguales, y guárdalas en uno y otro bolsillo.

Hízole así el negro, poniendo once de una parte y diez de la otra, muy afligido por no poder dividir el exceso.

Estuvo a punto de advertir a su amo que eran nones; pero, como lo viese pensativo, juzgó prudente callarse.

Él bien conocía que su señor nunca contaba cuando tenía y abría la mano.

Después, este dijo:

—Cuando llegues a ver a Jacinta… ¿tú la conoces?

—¿No es aquella que estaba en carretón en la finca, al principio del sitio?

—La misma es. Ahora ha marchado al cuartel general. Cuando la veas, digo, que puede ser pronto, le entregarás una de esas porciones de dinero para que ella lo utilice en compras que le convengan. Añadirás que ese no es más que el importe de los artículos que yo he consumido.

—Es mucho, señor… con dos onzas bastaba.

—¡Qué sabes tú! Haz lo que te mando sin meter baza.

—Sí, señor.

—Y ahora que tú has venido, lo que tanto celebro, espero que arregles mis cosas que andan ahí en desorden en manos de los que no las entienden.

Esto diciendo, Luis María apretó bien las agujetas del cinto doblándolo para disminuir en lo posible su volumen; y dirigiose hacia donde estaba Oribe.

Aunque ya la división había montado, éste se encontraba todavía de pie bastante retirado, junto a unas grandes piedras en lo alto do la colina, observando el campo en todas direcciones.

Al sentir llegar a Berón, se volvió con presteza.

—Mi jefe: —díjole el joven— acabo de recibir algunas onzas que me ha enviado mi padre, y también cartas con noticias que ya conocemos. Yo no preciso de ese dinero sino una suma pequeña, que ya he sacado, y vengo a ofrecerla a V. lo demás para las urgencias de la tropa. Aquí está.

Y mostró el cinto.

Era su acento expresión de tal sinceridad y firmeza, que el comandante se sintió conmovido.

—¿Es decir —contestó— que V. no se contenta con ofrecer a su causa lo más que puede darse, y que es lo primero, su esfuerzo personal, su sacrificio de sangre?

—Así es, señor. Si de más dispusiera, sería aún poco. Yo me doy por entero a las pasiones que honran, y lamento no valer nada. Soy un hombre que, como otros más cautos, podría ser feliz; pero tengo la desgracia de ser terco y pertinaz. Amo lo que amo sin reservas ni egoísmos, y siempre que me es dado demostrarlo lo hago con el mayor gusto. Ruégole que acepte, mi comandante, esta humilde ofrenda.

Oribe lo abrazó, con movimiento franco y espontáneo diciendo:

—¡Acepto, amigo, y gracias! Pero a una condición, y es la de que esa suma, con otra qua podamos reunir, sea destinada a un armamento completo para nuestros cuatro escuadrones.

Luis María hizo un gesto de asentimiento, sin replicar palabra, y devolvió el abrazo con la misma efusión.

—Como V. lo ve —agregó al jefe señalando hacia las filas— ya nuestro regimiento tiene estandarte, aunque modesto; es de lanilla con su letrero en el centro, y obra de damas. Se lo he confiado a ese joven subteniente que apenas empieza a ser hombre, de aire garboso y atrevido.

—Me parece todo muy bien, comandante; esto estimula y enardece los deseos de llegar a la prueba cuanto antes.

—Acaso esté muy próximo el momento. Ahora vamos a ponernos en actividad para tratar de confirmar aquello que se ha dicho más de una vez, que la caballería ligera «es una verdadera red detrás de la cual el ejército propio marcha o descansa, sin que al enemigo le sea dado presumir nada positivo de sus planes».

Minutos más tarde, la fuerza abandonaba aquel sitio al trote largo.

Había desprendido varias partidas exploradoras, y al parecer se encaminaba hacia el paso del Soldado.

Reinaba en las filas una atmósfera alegre, de espíritu expansivo y abierto, como si todos hubiesen recibido buenas nuevas, aunque éstas se condensaban en una verdadera: la llegada del enemigo.

Ismael, que había ocupado su puesto a vanguardia, e iba mirando atentamente a Berón, dirigiole así la palabra:

—Parece contento, y por eso yo lo estoy también.

—Es verdad, capitán. He tenido noticias de mi familia y le agradezco su buen corazón. ¡Mucho tiempo hacia que no me llegaba una carta y hoy me he resarcido por toda la ausencia.

—Asina es. El que llora penas, solo, nunca puede creerse desgraciao; al que es solo, el mesmo goce lo aflige.

—¿Por qué?

—Atrás de la risa le grita el recuerdo y acaba el gusto, como si se reventase la hiel… Pero esto no es el caso. Dígame lo que haiga de los portugueses.

Luis María púsose entonces a referirle con los menores detalles lo que al respecto su padre lo decía en la carta, y lo que Esteban había hecho por la causa de los patriotas sublevando parte del escuadrón de auxiliares, cuya partida con armas y municiones el mismo Velarde había recibido en las guardias avanzadas.

Ismael oyó con atención, y luego dijo:

—¡El negro es de alma!… Pero no teniendo él plata que darles a esos melicos, —y viene un sargento portugués en la partida le alvierto,— ¿cómo diablos se amañó en el envite del truquiflor?

—Acaso con dinero de mi padre, porque es cierto que él no disponía de recursos.

En el espíritu de Luis María, a pesar de esta respuesta, se suscitó una duda.

Para él, ya era mucho que su padre hubiese modificado tanto sus ideas acerca de la causa de los nativos, y más aún que le trasmitiera datos prolijos de lo que el enemigo intentaba; pero el que hubiera proporcionado fondos para una rebelión de tropas dentro del recinto, excedía a todas las hipótesis y conjeturas.

No dejó, pues, de preocuparle el hecho, en sentido de una mayor satisfacción; y para cerciorarse llamó a Esteban, apartándose algo de la columna.

—Supongo —le dijo— que tú no has sublevado la gente de tu escuadrón nada más que por la influencia de tu palabra y de tu energía; aunque siendo muchos de ellos orientales, no necesitaban de otro estímulo que el del patriotismo para dar este paso honroso.

Entiendo que hay entre esos hombres un sargento portugués…

—Sí, señor; el sargento Saldanha.

—Bueno. ¿Y éste también se ha venido por sólo amor a la causa?

—Le di unas onzas…

—¡Ah! ¿Te las proporcionaría mi padre, Esteban?

El liberto se turbó un poco, y no quiso mentir.

—No, señor, —respondió;— fue otra persona.

—Entonces hay allí más de una a quien tengamos que agradecer actos tan señalados como este; y tú deberías nombrarla en confianza, a fin de que no quede en olvido.

—Ella no quiere. Pidió como un favor… Pero si su mercé me ordena, yo cuento.

—Habla.

¿Quién es?

Vaciló todavía un momento Esteban, y después dijo muy bajo:

—La niña Natalia.

—¿Quién has dicho?

El liberto repitió el nombre, agregando:

—Mi señor no me ha de dejar mal.

—No por cierto —repuso el joven con gran sorpresa;— ¡no!… Tú has sido leal y fiel, has cumplido como pocos tu obligación y algún premio has de recibir a su tiempo. ¡Será muy justo! Lo que acabas de revelarme me llena de un gran placer y por eso me felicito de haberte interrogado; pero ahora yo te pido que lo dicho quede entre los dos en todo tiempo.

—Sí, señor.

—Relátame lo que pasó.

El liberto expresó sencillamente lo sucedido con la intervención de Guadalupe, apoyándose en el testimonio de ésta; puesto que él nada había hablado con la joven de Robledo sobre el asunto de la sublevación de sus compañeros de cuartel.

Estuvo en todo discreto, y para terminar añadió:

—En la casa de los amos el tiempo todo es poco para acordarse de su mercé.

Esa última frase puso a Luis María cabizbajo, abstraído. Gran tropel de pensamientos mezclados a sensaciones íntimas se agolparon sin duda alguna a su cerebro, sustrayéndolo por largos instantes a los ecos de afuera.

Siguió su marcha como enclavado en la montura.

La noche vino con un cielo oscuro; cerró por completo; transcurrió el tiempo y el paso de la columna era el mismo, con pequeñas treguas.

Por dos veces se detuvo a altas horas; en una de ellas contramarchó, hizo un zig—zag en un terreno de asperezas y luego los cascos de los caballos resonaron en un suelo duro de carretera.

—Camino al Durazno —dijo Ismael.

Luis María le oyó, y repuso:

—Entonces vamos sobre el rastro del enemigo.

Capítulo 30

Íbase en efecto por el camino real al paso del Durazno, en medio del cual, a cierta hora, se mandó hacer alto y echar pie a tierra.

Luis María e Ismael supieron entonces por Cuaró, incorporado recién, después de repetidos viajes, que Lavalleja venía a marchas forzadas desde La Cruz, y que había ordenado a Oribe lo esperase en la carretera, precisamente a esas horas. No debía demorar sino momentos, porque él lo acababa de dejar a corta distancia.

Bentos Gonzalves bajaba hacia el Yi con su columna en busca de Bentos Manuel, que a su vez iba a su encuentro, tras una marcha hábil y rapidísima.

De este modo en contadas horas estarían a la vista, unidos y fuertes y bien previsto este hecho, se había dado orden al brigadier Rivera para que, abandonando la posición que ocupaba en la zona de Mercedes, viniese a situarse con su división en la noche en las vertientes del arroyo Sarandí, sitio escogido para la conjunción de todas las fuerzas revolucionarias.

Inmóviles a un costado del camino, Luis María, que acababa de cumplir una orden, dijo a su jefe:

—Por lo visto, comandante, se trata de librar mañana un combate de caballería contra caballería.

—Un combate, exactamente —contestó Oribe— como en Junin, el combate silencioso. En Junin sólo lucharon caballerías; la batalla, en riguroso tecnicismo, requiere la acción de las tres armas, y ni en Junin sucedió eso, ni sucederá, hoy por hoy, entre nosotros mientras no dispongamos de infantería y artillería. Sin embargo, en mi opinión hay combates que valen más que batallas por sus efectos; y si se libra el que anhelamos, los resultados serán los mismos dadas las condiciones actuales de la lucha. El número de combatientes de una y otra parte, será el que en Junin, más o menos.

—De todos modos, el general Lecor ha conseguido su deseo de que sean elementos similares, como él los cree, los que vengan con nosotros al choque.

—Eso opinó él al principio de la lucha; pero ahora su manera de ver las cosas era distinta, y aprestaba infantería y caballería para robustecer a Ribeiro. Según parece, contra los buenos consejos del cauto portugués, éste jefe ha partido de extramuros inopinadamente en su impaciencia de ganar el lauro.

Respecto al día de mañana, acaso fuese el del combate. Algunos vecinos me han informado que Ribeiro, a su paso, llegó a decir que siendo el de mañana 12 de octubre, aniversario de su emperador don Pedro, ansiaba llegar a las manos con «os revoltosos».

—¡Cuanto antes mejor!

—Veremos.

Luego, Oribe se apartó del sitio sin más compañía que el clarín de órdenes.

A los pocos momentos circuló la voz de la llegada de Lavalleja e inmediatamente se emprendió la marcha hacia el arroyo de Sarandí punto designado para la reunión con las fuerzas del coronel Rivera.

Esa marcha fue dura. Cuando se hizo alto al amanecer en la vertiente misma de Sarandí, donde ya se encontraban aquellas fuerzas, las descubiertas anunciaron la aproximación del enemigo, que venía en dirección al punto escogido y se hallaba apenas a una legua de distancia.

Se mandó entonces cambiar caballos y poner las divisiones en orden de pelea.

En medio de esta agitación, precursora del combate tan ansiado, Esteban, apartado un tanto de la línea y al caer a un bajo al trote, dio con los carretones del convoy, que se habían estacionado en la ladera.

Al contrario de los demás, Jacinta había desenganchado sus dos caballos del vehículo, que era bastante liviano, y aderezado bien uno de ellos, que tenía sujeto del cabestro a una rueda.

Jacinta estaba junto a un fogón que acababa de encender, y en el que, con la destreza y diligencia que le eran peculiares, calentaba el agua para el «mate» y asaba un pedazo de carne de novillo.

En rededor del vehículo veíanse una porción de botellas y botijos vacíos, pequeños cajones destrozados y otros desechos de vivac.

Jacinta había dado salida a todos sus artículos de comercio ambulante, al menor precio, para sentirse ágil y pronta a las consecuencias.

En cuanto vio a Esteban, le dijo:

—¡Ni llamao con corneta! Aquí tiene una mitad de «churrasco» para su oficial, y le pido se lo lleve porque ha de precisar de juerzas hoy más que nunca… Digale que yo se lo asé.

¡Y V. sírvase de un mate, si gusta!

—¡Gracias! Ya tocan a formar y falta tiempo —contestó el liberto, desmontándose con rapidez.— No venía más que a un encargo de mi señor, doña Jacinta. Él me dijo que le estaba a V. muy agradecido por tanta voluntad en servirlo, pero que no era regular que no la ayudase cuando podía; y que pudiéndolo hacer ahora, fuese V. servida de aceptar esto, nada más que para reponer en el carretón lo mucho consumido por su mercé en la campaña desde que comenzó el sitio.

Y el liberto, con muy buen modo, le alargó un pañuelo en que estaban atadas las monedas que Luis María le había destinado.

La criolla se encogió de hombros, con un gesto de soberbia.

—¡Güeno, aura así que está lindo! —exclamó.— ¿Para qué preciso yo eso? Cuando doy por puro gusto, me chafan, y cuando vendo por ganancia, me pijotean. ¡Guárdese eso, no más! Y dígale a su señor que le agradezco, pero que yo no soy Agapita, que se muere por una amarilla, aunque venga del mesmo Calderón.

—No se resienta, doña Jacinta, que nunca ha sido intención de mi señor ofenderla ni en la punta de un pelo.

—No me salga, con quiebros, que asina ha de ser para pior. Jacinta Lunarejo es de otra laya a la que se piensa; no es animal de cáscara como otros para no dolerse cuando la hincan con una espina. Y vaya mirando que la gente se forma y apronta, y que allá en el otro campo se mueven como hormigas.

—¡Ya veo! Pero…

—No hay pero que más valga, ni breva madura. Tome el «churrasco» que le dije a que lo coma calientito todavía, sazonao en ceniza… Aura váyase, sin cirimonia, con su plata y todo, que yo tengo también que levantar estos trastes para dirme en ese mancarrón.

—Bueno, me voy —dijo Esteban montando.— A la fija no ha de tardar mucho que toquen a degüello. La gente está que arde por echarse encima de los «mamelucos».

Y guardándose en el cinto el pañuelo anudado que rechazase con tanta obstinación y enojo la criolla, se afirmó en los estribos, añadiendo:

—Ahí se acerca a esta loma la reserva, con los húsares. Ya a la izquierda de la línea han formado los dragones del brigadier Rivera, al centro la división de mi jefe… A la derecha se tiende en ala el comandante Zufriategui. ¡Lindo va a estar el baile! Adiós, doña Jacinta.

—¡Que Dios lo ayude!

Esteban picó espuelas.

La mañana abría esplendorosa.

En ese momento Lavalleja recorría las filas arengando las tropas; un gran murmullo se sentía de extremo a extremo de la línea alternando por vítores ruidosos; y delante, en el llano extenso, como a veinticinco cuadras, veíase mover otra línea oscura de dos mil cuatrocientos jinetes enemigos que a su vez alzaban las carabinas por arriba de sus cabezas entre aclamaciones repetidas al imperio y a don Pedro de Braganza.

El arroyo culebreaba al flanco y se escondía en las colinas hasta perderse en el Yi. Los campos que formaban la zona cubierta no podían ser más a propósito para la maniobra de los regimientos, de fáciles declives y valles sin tropiezos, nutridos de verdes y blandas hierbas.

La atmósfera apetecía límpida y serena, y por ella corría sonora y sin descanso la nota del clarín, como un grito prolongado de guerra que sólo debiera terminar con la batalla.

Capítulo 31

Los orientales tenían una pequeña pieza de montaña de calibre de a cuatro, que arrastraban por delante con mucho garbo, y con la cual el teniente que la mandaba, con un servicio de tres hombres y municiones para diez disparos, se prometía ganar algunas ventajas a pesar de la opinión de Lavalleja, que decía con grande risa burlona:

—¡Con esa araña de mucho trasero, sólo se asusta a un pulgón!

La pieza rodaba, en efecto, a manera de arácnido que teme el encuentro del alacrán, y merced al esfuerzo paciente de una yunta híbrida compuesta de una mula flaca y un padrillo caballar criollo dejado de mano por inservible.

El teniente iba muy tieso y grave en su bayo de oreja partida y cola anudada, y sus tres subalternos en caballos rabones.

Sobre la mula, un tanto espantadiza, jineteaba un cambujo de chambergo, al que le faltaba la mitad del ala.

Así que la línea hizo alto frente al enemigo, el pequeño cañón fue situado en una loma suave que se alzaba a un flanco del centro y el teniente, apeándose diligente, se puso a tomar la puntería de un modo concienzudo.

Los brasileños ya habían mudado caballos y ratificaban su línea en medio de entusiastas vivas al emperador.

Bizarro era el aspecto que sus tropas presentaban en la espaciosa falda de una hermosa colina, destacándose diversos cuerpos por su formación correcta, especialmente el regimiento de dragones de río Pardo.

El cañoncico dio una especie de ronquido de puma, y el proyectil pasó gruñendo por el hueco que separaba el centro enemigo de su derecha; picó junto a los escuadrones de reserva levantando en forma de abanico la tierra negra con una orla de briznas, y fue a rebotar en la cresta de la «cuchilla» a retaguardia.

Un clamor súbito se sucedió al pasaje de la bala.

El teniente volvió a calcular la trayectoria del segundo proyectil muy abierto de piernas detrás de la pieza, con el sombrero echado a la nuca y el cigarro en la boca.

Y estando en esta actitud, Ladislao Luna, que hacia con su escalón cabeza de la izquierda oriental, le gritó:

—¡Tené guarda, hermano, que el cañón no ronque por atrás!

Los jinetes rieron con estrépito.

El cabo acercó cuadrado la mecha ardiendo al oído, y a la detonación siguiose un salto de retroceso de la «araña».

La bala partió con sordo zumbido.

Este nuevo proyectil no dio tampoco en el blanco, aun cuando había sido mejor encaminado.

De la línea brasileña llegó en respuesta un segundo clamor, y de la oriental surgió de regimiento en regimiento como un coro indefinible de insectos gruñones, en que primaba la nota del alborozo.

El escobillón volvió por tercera vez a frotar el ánima en manos del fornido cambujo; el teniente a tomar el punto, imperturbable; y el cabo a soplar la mecha para arrimarla enseguida al ojo de la pieza.

El proyectil de esta vez produjo un ruido estridente, algo semejante a un silbido de viento huracanado: y cayendo casi encima de la línea del centro enemigo, estalló entre una nube de polvo, derribando dos caballos con sus jinetes.

Era un tarro de metralla.

En ese instante, Lavalleja recorría las filas y dirigía una fogosa arenga a sus escuadrones en batalla; de modo que este detalle emocionante unido al episodio ocurrido, originó en la masa de combatientes una explosión estruendosa de entusiasmo y de coraje.

Algo análogo sucedió en las filas contrarias, aunque eran los suyos tal vez voceríos de ruda impaciencia; porque en el acto, sin esperar un cuarto saludo del cañoncico, toda la línea, con gritos formidables, se movió al trote, lanzando al unísono sus clarines el toque a degüello.

Los orientales no trepidaron un minuto y avanzaron al encuentro al mismo paso, dejando bien pronto a retaguardia la pieza de artillería, cuyos servidores, tras un desenganche veloz, desenvainaron sus aceros y se incorporaron a uno de los escuadrones del centro.

Pasada aquella masa compacta de jinetes, quedose a sus espaldas abandonada esa pieza con su boca casi al nivel de los pastos y su armón inclinado sobre la cuesta, como si sólo hubiese servido para dar la señal de la pelea, a modo del heraldo que en las lides legendarias golpeaba por tres veces el escudo llamando al torneo la pujanza y el valor.

Así cortando distancias las dos fuertes caballerías para el choque de prueba, Cuaró, que se había arremangado el brazo derecho a la altura del hombro y ceñídose un pañuelo blanco en la cabeza, dijo suave a Luis María:

—Mirá que va a empezar el fandango… ¡Abrí el ojo y tené al freno el lobuno!

E Ismael, que iba al lado opuesto, con el sable cogido de la hoja, añadió por su parte:

—No te apartés de mí, hermano, que puede ser hora de morir… Si caigo, recostate al teniente, que es güeno como pocos hombres, y en lo amargo asusta como nenguno.

Luis María iba con la boca apretada, la mirada fija, el busto erguido y tendido el brazo con que empuñaba su hoja: ni una crispación se notaba en su semblante severo, ni una palabra brotó de sus labios.

Dirigió los ojos un momento al estandarte que flameaba a su derecha en manos del imberbe, y bajó la cabeza torvo, siempre silencioso.

Por un segundo cesó de improviso el trote nervioso de la línea, y una voz que ya se había dado, pero que se repetía ahora viril e imperiosa como uno exhortación suprema al valor heroico, volvió a resonar de cuerpo en cuerpo y de escalón en escalón, diciendo breve y secamente:

—¡Carabina a la espalda, y sable en mano!

Después, los clarines rompieron en el toque de degüello, los mil sables se alzaron destellantes, los escuadrones arrancaron a media brida, cayendo con la violencia de un torrente en el llano, a cuyo opuesto extremo se desplegaban dos mil cuatrocientos carabineros; y apenas en mitad del valle, a tiro de pistola, otras tantas detonaciones resonaron, dividiendo una densa humareda los dos campos como para cegar más su furor.

Disipada la nube, vio Luis María que sus amigos seguían ilesos a su lado tendidos sobra el cuello de sus monturas, y que en pos de la línea, clareada a trechos, pero siempre inflexible en su carga imponente, quedaban más de cien hombres sobre las hierbas, entreverados con los caballos que habían sido también muertos o heridos en el pecho y la cabeza.

El ronco son de los clarines volvió a alzarse sobre el estruendo de la descarga, y en pocos instantes las dos líneas chocaron.

La formación desapareció en el acto.

En medio de espantosa confusión, pudo Luis María observar que las dos alas brasileñas eran acuchilladas por la espalda hasta encima de sus reservas; pero que, en cambio, cortada en dos la extrema derecha enemiga por los dragones de Rivera, una de estas mitades formando masa compacta con las tropas del centro imperial que cargaban sobre el centro republicano, caía con irresistible violencia sobre la izquierda de éste, arrollándola impetuosa y comprometiendo el resto, en rededor del cual se arremolinó en un instante un círculo de hierros.

La acción del centro oriental quedó anonadada bajo el peso del número.

Entonces la pelea se trabó tremenda entre un grupo pequeño y una mole enorme de adversarios, al punto de no verse horizonte, estrechados, ahogados los nativos entre barreras de lanzas y sables que habían surgido de improviso reemplazando a las ya inútiles carabinas.

Habían caído muchos en esa carga de frente y de flanco. El suelo estaba cubierto de heridos y de jinetes desmontados que corrían en todas direcciones, chocando con los grupos en su afán de abrirse paso entre el tumulto o de apoderarse de los caballos que habían librado sus lomos en el choque.

Luis María vio a Oribe atravesar por dos veces entre el tumulto golpeando aquí y allá con su espada y enardeciendo con su voz a sus soldados; vio caer al clarín de su escuadrón herido en un costado por las cuatro medias lunas de una lanza; a Ismael rodeado por un grupo de dragones, con el caballo en tierra; a Cuaró que salvaba el cerco abriendo ancho camino con su sable; y al porta imberbe que alzaba intrépido el estandarte acosado por los hierros gritando con su acento de niño a quien ya anonada el rigor:

—¡A mí… a mí, valientes! ¡Aquí de la bandera!

Y luego, como a través de un velo color de tierra, vio que los sables envasaban aquel cuerpo endeble y lo derribaban por las grupas manando sangre a borbotones.

Acometiole un vértigo. Sin apartar los ojos de aquel episodio, sordo a los ruidos fragorosos que venían de todos lados, mezcla de rabias, quejas, llamados supremos, rugidos, botes y caídas, picó espuelas, lanzose sobra el grupo, que clareó a golpes de filo, y echando mano al estandarte, que no había abandonado el porta moribundo arrolló al astil el paño y bajando la moharra, cargó ciego, hundiéndola en el pecho del primer enemigo que encontró a su frente.

Al instante lo cercaron, entre furiosos voceríos.

El astil, manejable como una lanza, hería por doquiera con su rejón empuñado con soberbio denuedo. El golpe repetido de los sables hacíale saltar astillas a cada encuentro, y aunque herido ya en el brazo de una estocada, Berón rompió el círculo, sujetó su lobuno espantado junto a la loma, allí donde Ismael se batía cuerpo a cuerpo, y haciendo flamear el estandarte, gritó con voz de cólera terrible:

—¡Libertad o muerte!

Otra voz, semejante a un bramido, le contestó cerca; y el teniente Cuaró entrose al cerco nuevamente formado, moviendo como un ariete su sable poderoso.

—¡Maten! ¡maten! —exclamaba iracundo un capitán de dragones de río Pardo, señalando a Luis María con la punta de su acero.

Los soldados amagaron otro ataque, encontrándose a Cuaró por delante, cuyo brazo, al voltearse de revés, dio en el suelo con el más cercano, obligándole a salir de un salto de los estribos.

Oíase siempre encima el toque a degüello, y los escalones pasaban como fantasmas por los flancos, estremeciendo el suelo en pavoroso tropel.

El capitán brasileño, notando que sus hombres tenían de sobra con Cuaró, y que no adelantarían un palmo de terreno mientras tuviesen al frente aquel temible jinete, cambió de posición, hizo andar a toda brida su caballo y acometió con ímpetu a Luis María por retaguardia.

El joven ayudante permanecía en el centro del torbellino como abrazado al astil, pálido, desangrado, imponente en su misma actitud cuando su tenaz adversario le llevó el ataque.

Herido en las grupas de dos o tres cuchilladas que habían abierto hondos surcos con la piel hasta mostrar la carne viva, el lobuno de Berón se abalanzó de improviso hacia delante al sentir el avance, se encabritó y revolvió enfurecido por el dolor.

Cuaró encajó al suyo las espuelas haciéndole brincar en semi—círculo con los remos en el aire, y al sentar el redomón los cascos con un bufido de espanto, su jinete, echado sobre las crines, levantó el fornido brazo trazando con el sable otra curva y lo descargó en la cabeza del oficial brasileño arrancándole con el morrión la mitad del cráneo, que le volcó sobre el rostro como una máscara horrible.

El sablazo lo sacó como en volandas de la silla; rodó su cuerpo por las hierbas, y al agitarse en convulsiones cogiéronsele los cabellos a las matas volviendo el fragmento de cráneo a su lugar y dejando de lado, visible, lívido salpicado de sesos, un rostro joven que arrancó un grito a Luis María:

—¡Pedro de Souza!

—¡Mata! ¡Mata! —rugía Cuaró revolviéndose más furibundo con el brazo lleno de sangre y la pupila dilatada.

Y se lanzó sobra el grupo de enemigos con todo el poder de su caballo.

Fue como un turbión; al principio llevose todo por delante; luego la tropa volvió a cerrar el cerco a manera de una onda arrolladora; el sable terrible brillaba en el medio en siniestro culebreo; y en tanto este montón de centauros se escurría en la ladera entre alaridos arrastrando como en un remolino de aceros a Cuaró, Berón era de nuevo acometido por otro grupo de refresco, estrujado, envuelto en la balumba hasta la loma en medio de gritos feroces, tiros y estocadas.

Todavía sirvió al joven de defensa la moharra del estandarte; pero al llegar a lo alto de la colina, su caballo cayó muerto.

Quedose con él entre las piernas; y agitando la bandera gritó con desesperado brío:

—¡Sarandí por la patria!

Otro combatiente cayó de pronto sobre el núcleo apenas resonaba el grito, armado de una enorme daga de dos filos que esgrimía con admirable destreza.

Montaba un redomón tostado, cuyas narices como hornallas despedían dos humazos, y en cuyo cuello la sangre salpicada se mezclaba a la espuma del sudor.

Era el jinete un negro de contextura atlética, ágil, airoso, sentado sobre los lomos desnudos.

Entre sus piernas de vigoroso domador se arqueaba y torcía el tornátil vientre del potro despavorido, sin que éste en la violencia de sus arranques lograra separar a su amo del crucero.

Luis María lo reconoció en el acto. Era Esteban.

A la vista de aquel a quien había devuelto sus derechos de hombre que tan bien ejercitaba en la hora de prueba, el joven volvió a levantar con el estandarte por encima de su cabeza su tonante voz herida:

—¡Libertad o muerte!

El negro, amorrado y silencioso, apretó rodajas: el redomón dio un bote enorme cual si buscase salvar una valla de riscos, y echándose Esteban de costado a la usanza charrúa, tiró un golpe de daga al pescuezo de uno de los dragones.

El tajo fue horrible.

La cabeza del herido cayó sobre el hombro a modo de penacho volteado por el viento, brotó un surtidor rojo y bamboleándose un instante, derrumbose al fin el cuerpo inerte.

Cogido el pie en el estribo, fue arrastrado el cadáver a lo largo de la colina en vertiginosa carrera, y pudo verse por breves segundos girando como un molinete la cabeza del degollado.

El resto de los dragones se precipitó en masa sobre los dos combatientes; y en tanto Esteban era separado del sitio en reñida pelea un auxiliar más entró en acción, anunciándose con un grito ronco semejante al de una fiera que acude rápida a la defensa de la cría atacada por los perros.

Simultáneamente con el grito, una lanza blandida por una mano nerviosa hiriendo allí donde más ceñido y compacto era el grupo, formó hueco y dio paso a un jinete joven, lampiño, de semblante moreno y ojos negros, agraciado, robusto, que vestía blusa de tropa y calzaba botas de piel de puma.

Parecía su aspecto de otro sexo, aunque venía a horcajadas en un caballo arisco.

La duda duró poco, pues en el momento la denunció su voz de mujer bravía, que clamaba:

—¡Atrévanse, cobardes! ¡Vengan a mí, apestaos… aquí está Jacinta Lunarejo que les ha de pelar las barbas con esta media luna!

Y echó pie a tierra junto a Berón, tratando de defenderse por todos lados con su lanza; ora saltando como una tigre, ya arrastrándose sobre las rodillas, desgreñada, furiosa, bella en su mismo espantoso desorden.

Resonaron varias detonaciones de pistola.

Una bala atravesó el pecho de Luis María, derribándolo de espaldas.

Quedó tendido con el estandarte de su escuadrón abrazado sobre el pecho, de cuya herida manaba un hilo de sangre muy roja que se fue distendiendo en la seda hasta formar una gran mancha en el blanco y celeste.

Otro de los proyectiles se alojó en el cuerpo de Jacinta.

El disparo había sido hecho a quemarropa, y su blusa humeaba.

Al reincorporarse iracunda, cayole de costado el taco ardiendo, y ahogó por un instante su voz el humo de la pólvora.

Dos o tres de los más valerosos, tentaron levantar el estandarte con la punta de sus sables; pero Jacinta dio un brinco y sepultó su lanza a dos manos en el vientre del dragón de talla gigantesca, que alargaba cuanto podía su brazo para alzarse con el trofeo.

Se alzó, sí, más con la lanza prendida en sus carnes por la media luna invertida a manera de arpón, que se llevó en la fuga.

Luego, Jacinta cogió el sable de Luis María en su diestra, rodeó con su otro brazo el cuerpo del herido y empezó a arrastrarle con todas sus fuerzas, diciendo desesperada:

—¡A él no, bárbaros!… ¡Déjenlo por compasión que yo le cierre los ojos; no ven que ya está muerto!… ¡A él no, salvajes!

Y sin dejar de arrastrarle, repetidas veces herida en la cabeza y en los brazos, bañado el rostro en sangre, tambaleando, asiéndose entre crispaciones de las hierbas, su mano sacudía el sable apartando los hierros a golpes de filo.

Por dos ocasiones gritó, saliendo su voz como un ronquido:

—¡Cuaró! ¡Cuaró!

El teniente no podía oírle.

En cambio, sintió de cerca el toque de carga y la reserva con Lavalleja al frente acuchillando todos los escuadrones enemigos dispersos en la ladera, apareció bruscamente en la loma, descendió a escape al llano, y en lúgubre entrevero fueron cayendo uno a uno la mayor parte de los que habían hecho cejar a la línea del centro.

En esta carga cayeron prisioneros, entra otros jefes y oficiales, Pintos y Burlamaqui.

Jacinta, arrodillada junto al joven y libre ya de implacables adversarios, percibió entre desfallecimientos y zumbidos sordos, dianas y gritos de victoria.

Miró azorada a través de tules rojizos.

La llanura aparecía cubierta de centenares de cadáveres y despojos. Lejos, en el horizonte iluminado por los esplendores del sol, percibió regimientos en desorden, caballos sin jinetes, cuerpos hacinados entre los pastos, galopes furiosos, ecos de cornetas que semejaban aullidos de pavor.

Después se volvió hacia Luis María, cogiole el rostro entre las dos manos, levantole los párpados para mirarle las pupilas, peinole los rulos con los dedos temblorosos, diole un beso en la mejilla, y exclamó al fin desolada entre hipos violentos:

—¡Ay, flor de mi alma, sol de mi pago! Que salga de estas heridas toda mi sangre, por una mirada de tus ojos…

Pálida, vacilante, sus manos crispadas se cogieron al cuerpo inmóvil; sacudiéronlo; y en pos de este esfuerzo abrió los brazos para estrecharlo, resbalose suavemente y quedose acostada a su lado, exangüe, tiesa, sin temblores.

Capítulo 32

El desorden en la línea del centro, y sus episodios, sólo habían durado algunos minutos.

Puesto Lavalleja al frente de la reserva que mandaba Quesada, y llevada la carga, quedó limpia de enemigos la ladera, rehízose en el acto la división de Oribe, y el escalón de Ismael, con su alférez a la cabeza, trepo a escape la loma, hallando solo y a pie su capitán entre los caídos en la pelea.

Al ver a sus soldados, dijo con su aire calmoso:

—¡Cayeron a tiempo!

Y enseñó el sable roto por el medio.

Alcanzáronle un caballo ensillado, uno de los mejores que por la falda vagaban sin dueño; y una de las lanzas arrojadas en la fuga por los escuadrones de Bentos Manuel.

Cogiola con desdén, y al montar murmuró:

—Puede que en esta mano alcance y sobre… ¡Avancen!

El escalón empezó a bajar la cuesta.

Toda la línea, en cuanto la vista dominaba, se movía al trote para ocupar el campo en que tendiera al principio la suya al enemigo.

Los cascos de la caballería iban chocando con millares de armas esparcidas en el suelo, y estrujando cuerpos muertos; delante, en un hermoso valle verde, los despojos eran más numerosos, y allí se arrastraban algunos hombres y bestias con las entrañas de fuera y un rumor de agonía.

Más allá, divisábase como una nube negra extensa que se agitaba en ondulaciones de serpiente, que era la de los restos brasileños, empeñados sin duda en hacer pie firme para tentar el último esfuerzo.

Hacia la derecha Zufriategui, después de doblar con ímpetu el ala izquierda enemiga desordenándola y poniéndola en fuga, había vuelto a su posición y traslomaba ahora la colina al son de las dianas.

Bajo el sable de sus escuadrones habían caído los más esforzados soldados de la izquierda imperial, cuando hecha la descarga por sus carabineros dio media vuelta en dispersión, al comienzo mismo del combate.

Hacia la izquierda notábanse tumultos, avances, repliegues; y llegaban ecos de clamores, de clarines, de fuego graneado.

Se llevaban cargas todavía. Allí estaba Rivera.

En el primer choque, con su empuje acostumbrado y su bizarra osadía, el brigadier no dejó un adversario a su frente, confundiendo en una mole informe los regimientos de Bentos Gonzalves.

Pero, acorridos éstos por su reserva, se reorganizaron en parte; trajeron nuevo ataque; hesitaron otra vez; volvieron grupas, y el sable de los dragones orientales, esgrimido sin cansancio, golpeó sus espaldas en todo el largo de la llanura, sembrándola de cadáveres.

Era lo que se percibía de la línea del centro.

Ismael observaba atento a todos rumbos; algo buscaba con sus ojos con cierta ansiedad; tal vez a Luis María, acaso a Cuaró.

El panorama era demasiado confuso para distinguir personas. Todos se movían y cambiaban de puesto con rapidez; los cuadros solían disiparse, apenas se esbozaban; los episodios se sucedían por minutos; el ambiente estaba nutrido de azufre y salitre, y el ánimo pasaba por la emoción de lo trágico, del desborde de los instintos conflagrados.

Por encima de todo, los clarines seguían incansables en su toque de diana llenando de notas agudas el espacio, como una música alegre que acompañara en su viaje a los muertos, siendo himno de vida, salmo de gloria, para los que se alzaban en los estribos rugientes bajo el sol de aquel día de gloriosa primavera.

Ismael señaló con la lanza el ala izquierda, y dijo cual si hablara a solas:

—¡Frutos!

Recordó tal vez que los dispersos de la extrema izquierda del centro se habían recostado a esa parte, y presumía que allí estaban sus amigos.

Bajando la cabeza, emprendió el galope hacia aquel rumbo.

El escalón, bien alineado, siguió detrás.

Antes que traspusiesen una «cuchilla» intermedia, en cuya cresta terminaba la línea de Rivera, y cuando sonaban ya lejanos los últimos disparos de los imperiales, apareciose en la altura un jinete que sujetó de golpe su caballo y clavó en tierra una lanza de moharra larga y forma culebrina.

Este jinete, al instante reconocido, mereció una aclamación de la tropa y un saludo de Velarde con el astil de su lanza.

El jinete cogió la suya, la remolineó muy alto como si manejará un junco, contestando marcialmente al saludo; y vínose al galope.

Era Cuaró.

¿Por qué se encontraba allí?

Cuando bajó al llano envuelto en un torbellino de jinetes y de aceros, sin auxilio alguno en su trance amargo, al favor de su redomón de pecho que se abalanzaba a saltos de fiera, había logrado arrastrar a su vez el grupo de agresores hacia la línea de Rivera eludiendo los golpes de muerte con tendidas a los flancos de su montura y devolviéndolos con renaciente vigor.

Ya encima de los dragones de Frutos, el grupo se fue desgranando, y al llegar al declive de la colina, los últimos abandonaron su presa.

Cuaró apareciose, pues, disperso en la columna.

Viéndolo Ladislao Luna de lejos, despertósele la inquina y gritó de modo que él lo oyese:

—¡Miren ese que anda como avestruz contra el cerco! ¡Háganlo formar!

Al escucharlo, el teniente sintió que la sangre se le subía en oleadas a la cabeza hasta producirlo un vértigo.

También el odio se le enroscó como una víbora en las entrañas.

A pesar de eso, se estuvo quieto.

Para no mascar rabia, sacó del cinto un pedazo de tabaco en rollo y se le puso en la boca.

Quedose un rato inmóvil mirando a Ladislao, que conversaba con Rivera, con una mirada opaca, sombría; volviose a alzar hasta el hombro la manga de la camisa hecha pedazos y teñida por coágulos de sangre salpicada, y sin hacer caso al toque de atención que resonaba en la línea, puso espuelas y se dirigió a la loma.

Fue entonces cuando se encontró con Ismael.

—Van a entrar a perseguir —díjole.— Sería güeno seguir al flanco.

Efectivamente, el ala izquierda se movió al galope en columna, dirigiéndose hacia el paso de Sarandí.

El escalón de Ismael, a una voz de éste, tomó la misma dirección.

Los escuadrones de Rivera corrían a media rienda en la llanura; y a medida que iban adelantando terreno todas las fuerzas estacionadas en esa dirección, volviendo grupas y aglomerándose bajo el pánico, se precipitaban al vado en tropel.

Acaeció entonces que el regimiento de dragones de río Pardo, cuerpo regular que había causado mucha parte del estrago en las filas libertadoras y que se retiraba en orden por mitades, en la imposibilidad de dominar el tumulto sin comprometer su formación, contramarchó de súbito, y alineándose junto al monte, se rindió a la gran guardia de Rivera.

Parte de la fuerza que éste mandaba había cruzado el vado, cuando llegó Ismael; quien viendo rendidos a los dragones imperiales, preguntó a Cuaró:

—¿Seguimos el rastro, o damos resuello a la gente?… Ya la flor se entregó.

—Calderón va delante con los dos Bentos —respondió el teniente,— y hay que alcanzarlo aunque sea con un tiro de bolas… ¡Recién principia la corrida!

Ismael, sin observar nada, ordenó pasar el arroyo; y ya del lado opuesto, notaron que el brigadier lo cruzaba a su vez seguido de un fuerte destacamento y se perdía luego a media rienda en las ondulaciones del terreno.

—¡Mirá amigo,—dijo Cuaró,— es preciso apurar!

Ismael mandó al galope.

Un zambo que llevaba de clarín sopló el instrumento con todas sus fuerzas.

La tropa se precipitó por las faldas y los valles.

A uno y otro lado huía un enjambre de enemigos a pequeños grupos, y de los ranchos esparcidos en los contornos salían de súbito viejos y aun mujeres armadas de trabucos, que descargaban sobre los fugitivos a su alcance, desmontando a unos y ultimando a otros.

El escalón llegó a enfrentar a una especie de «tapera» en cuya puerta se veían varias chinas que daban voces iracundas, y agitaban cuchillas en sus manos.

A pocos pasos, yacían tres hombres, uno de ellos con insignias de jefe, a quien habían abierto el pecho con una daga.

Era el teniente coronel Felipe Neri.

El escalón pasó a media rienda sin preocuparse del episodio; atravesó un extenso valle cubierto de cardos; traspuso una altura alanceando en su tránsito a algunos rezagados de Bentos Gonzalves, y fue a detenerse en el nexo de dos «cuchillas» para dar aliento a los caballos y examinar el horizonte.

Empezaba a caer la tarde.

La espesa selva del Yi se distinguía próxima, enseñando una orla inmensa de verdura que culebreaba en el terreno hendido hasta perderse muy lejos detrás de las grandes lomadas; multitud de dispersos corrían diseminados por los pequeños valles acosados por el continuo silbido de las «boleadoras», y más allá un grupo considerable, contorneándose en espiral, penetraba en el bosque y se hundía velozmente en su espesura.

—¡Paso de Polanco! —exclamó el teniente.— Por aquí se van los jefes pero el río trae mucha agua… Tienen que cruzar en la balsa y nos dan tiempo.

—Tocan a reunión en el campo de Frutos —dijo Velarde, con el oído atento a los ruidos de aquel lado, y la vista fija en el valle.— La gente se retira.

—¡Sí; ya no «bolean»! —observó Cuaró.— Vamos a atropellar el paso, capitán Mael.

—Mejor sería que «bombeáramos» desde aquellos saúcos para ver lo que pasa.

—Como mande.

Los dos se separaron de la tropa al galope, dirigiéndose hacia el paso.

Recorrieron alguna distancia, y bajaban a un sitio rodeado de quebradas, desde el cual todo quedaba oculto a la vista, cuando en la altura del frente apareciose de súbito Ladislao Luna, quien les gritó a voz en cuello:

—Ya está güeno de perseguir… ¡Dejen que los mate Dios que los crió, aparceros!

—¿Quién manda? —dijo Ismael.

—Frutos. Se ha tocao a riunión y es juerza obedecer.

Cuaró se echó el sombrero a la nuca.

Se había puesto verdinegro, palpitábale el párpado como el ala de un murciélago y las espuelas hacían música de trinos en sus botas de piel de tigre.

Levantó el brazo convulso, exclamando presa de indecible rabia:

—¡Aparcero nunca, ahijao de Frutos!… ¡Amadrinando traidores!…

—A la cuenta le has dao muchos besos al «chifle», enfiel sin entrañas —contestó Ladislao colérico, empujando su caballo a la ladera.— ¡Te he de tarjar la lengua!

—¡Venite al «playo»! —repuso el teniente breve y ronco como quien concentra energías.— ¡Aquí verás si te chupo la sangre, ladrón!

Luna se puso en el bajo a brincos de su overo, que azuzó con la «nazarena», al punto de hacerle doblar los remos delanteros en el declive.

Traía lanza, sable y trabuco.

Ismael quiso intervenir dos veces, poniendo su astil por medio.

Pero, convencido de la inutilidad de su esfuerzo, dada la índole de aquellos dos hombres que él conocía bien, apartose; y púsose a observar la terrible escena mudo, impasible, indolente.

Sería esto un poco de sangre más, de aquella sangre brava que tanto se derramaba por lujo en su tierra.

En el hondo valle, fiera fue la lucha de los dos centauros.

Ninguno habló.

Por tres veces se chocaron los astiles de «urunday», produciendo el ruido de los cuernos de dos toros, y al cuarto ludimiento saltó el rejón de Ladislao arrancado a su diestra por un golpe en la sangría.

Luna empuñó el trabuco, e hizo fuego.

Todos los balines y «cortados» dieron en el pecho y cuello del redomón de Cuaró; mas, al mismo tiempo el overo vino de manos, y la moharra enemiga encontró a Ladislao en descubierto, sepultose cuan larga era en su vientre, le sacó de la montura tendiéndolo en tierra de costado, revolviose en la ancha herida hasta hundirse en el suelo, y cuando Luna se enroscaba al astil como un reptil con el tronco y brazos, y el semblante desencajado, el caballo de Cuaró se desplomó muerto.

El teniente quedó de pie, y largó el lanzón.

Este se cimbró por un momento bajo las convulsiones del herido, hasta que Luna cayó de espaldas. Entonces el astil quedose en posición oblicua, trémulo, cual si a él se trasmitiesen las palpitaciones del moribundo.

—Ya sobra, hermano —dijo Ismael.

Cuaró tiró un manotón de tigre al overo de Ladislao, saltó en sus lomos, arrancó la lanza al cuerpo de un revés; y se fue en silencio sin volver el rostro.

Ismael se apeó.

Allí cerca veíase un charco.

El agua estaba clara y transparente, inmóvil en su lecho de gramillas de un color de esmeralda. En los tronquillos de juncos colgaban sartas de gránulos de un rosa vivo a modo de rosarios que eran hueveras de batracios; y al mojar su pañuelo de algodón Ismael rozó alguna de esas sartas, brotando de ella entonces un liquido de carmín subido, que le manchó la mano.

—¡Aonde quiera sangre! —murmuró.— No parece sino que hemos de ahogarnos en ella, como decía el viejo don Cleto.

Aproximose en seguida al herido, puso una rodilla en tierra, y separándole las ropas hasta rasgarlas en pedazos, lo volvió sobre el costado opuesto.

La espantosa desgarradura quedó a la vista. Por ella asomaban las entrañas y se oía un soplido de fuelles. La culebra de hierro había penetrado ondulando en las carnes, dividiendo tejidos, músculos y una costilla, cuyas puntas saltaban hacia afuera.

Ismael lavó los labios de la herida, moviendo la cabeza, en tanto susurraba dando suelta a una expansión largo rato sofocada:

—¡Parece arco de barril rompido!

Al sentir el roce del pañuelo mojado, Ladislao se contrajo dolorosamente y reprimiendo un alarido que estranguló en su garganta, dijo jadeante:

—¡No te tumés pena, que pronto he de acabar… ¡La encajó lindo ese bárbaro!

Recubriole el capitán la herida, sin decir palabra, diole al cuerpo la mejor posición con cuidado, e hizo beber a Luna un trago de su «chifle».

Luego, otro.

Esto lo reanimó visiblemente.

Miró a Velarde, y prorrumpió:

—Mirá, hermano: cuando yo me haiga muerto, sacáme este escapulario que aquí llevo, en el pecho, y dáselo a Mercedes, si la llegas a ver. Me lo regaló un día de mi santo, diciéndome que nenguna chuza me había de entrar en el cuerpo, porque estaba bendito por el cura… ¡A la cuenta la chuza me entró de costado con miedo al santo, dende que todavía respiro!

—No ha de morir tan pronto, aparcero, —le interrumpió Ismael, rompiendo su taciturnidad con una sonrisa.— ¿Dónde ha visto que asina no más se acabe la yerba mala?

El herido tentó reírse, y lo encogió el dolor.

Replicó, sin embargo, entro quejidos;

—También se seca, y ya siento adentro que me grita la hoya. Nunca me asustó el morir… pero, ¡quién juera vos para ver al pago libre, a la tierra libre, después de tanto pelear!

Se me hace que columbro los ranchos, el arroyo, el monte, las laderas, el ganao matrero…

Aquí se detuvo, con los labios trémulos.

Sus ojos, semi—apagados, se quedaron fijos en el espacio, como si en verdad contemplase algo de todo aquello que revivía en su cerebro.

Clavando luego los ojos en el rostro de Ismael, volvió a decir:

[—Cuando yo haiga muerto dejá mi cuerpo entre estos yuyos, que no precisa de tierra encima para que el cuervo o el gusano se lo coman.] (2) El sol y el agua lo harán guiñapos, y después las hormigas negras dejarán lustrosos y blancos los huesos como costillas de bagual. Naide los ha de llevar, ni la vizcacha, cuando no tengan grasa nenguna; que no vale más que la de un toruno la osamenta de cristiano…

Mirá, valiente: guardáte mi sable que es hoja de confianza. Lo afilé una mañanita en una piedra de la sierra, y si está un poco mellao no es de cortar leña…

—De juro —dijo Ismael pálido y cejijunto.— A ocasiones se criba la guampa al toro, y no es de cornear al ñudo.

El herido dio un resuello, y murmuró muy bajo:

—¿Me prometés?

—Llevar el escapulario y el sable, prometo.

¿Dónde está la moza?

Ladislao le cogió la mano, tomando alientos.

Luego dijo:

—Allá en San Pedro, en un ranchito arrimao al río.

—He de caer…

Pasaron largos instantes de silencio.

De pronto, la herida resolló ruidosa y silbadora y algunas gotas gruesas de sangre negra aparecieron en las ropas.

Ladislao se estremeció, lanzando un ronquido; y ya no volvió a hablar.

Ismael lo cubrió en parte con su «vichará».

Después le acercó a la boca el «chifle», humedeciéndosela con un poco de «caña», que él ingurgitó a medias.

A poco, expiró.

En los aires, sobre el matorral, empezaba a girar un ave negra con las alas muy abiertas, inmóviles. Tenía la cabeza calva y el pico uncirostro. Por momentos arrojaba una nota ronca, con la mirada fija en el suelo.

Ismael se sentó, y permaneció impasible.

Sólo una vez inclinó ligeramente la cabeza, para mirar de un modo siniestro por debajo del ala del sombrero con una ojeada de buitre.

Capítulo 33

No fue Esteban más afortunado que Cuaró en su aventura de acorrer a Luis María, cuando era éste acometido en la loma por los dragones de río Pardo.

Separado del sitio a rigor de sable, y como envuelto en una malla de acero en que su cuerpo y su caballo no tenían para moverse más espacio que el de una jaula, el liberto se creyó seguramente perdido cuando rodaba al llano entre los anillos de aquella especie de tromba; y sólo allí donde la tierra a nivel no ofrecía tropiezo ni doblaba al potro los corvejones, pudo al rato acariciar la esperanza de sustraerse a los hierros apelando a sus recursos de gran jinete.

Formando con su montura un solo bulto a fuerza de encogerse y disminuirse, arremetió por dos ocasiones el cerco sin resultado pero en la tercera embestida, poniendo el alma en Dios, y en Guadalupe, suelto, ágil, intrépido, con una risotada bestial de negro cimarrón, logró abrir brecha, la daga en alto y el torso sobre las crines, arrancando a sus adversarios un grito de rabia y de sorpresa.

Ya fuera del remolino aturdidor, sin miedo a las armas de fuego, que estaban vacías y se cargaban por la boca en múltiples tiempos y movimientos, Esteban se lanzó al simple galope a una cuesta que trepó sujetando, para evitar una rodadura, y desde allí hizo un ademán de desprecio.

Ellos continuaron su carrera enardecidos, y no hubiesen dado grupas, si por un flanco no surge inesperado uno de los escuadrones de la reserva que corría uniforme e inflexible como un rodillo, a lo largo del llano.

Pero, si bien cambiaron rienda, fueles corto el tiempo y el espacio; porque apenas castigaron librando la vida a la rapidez de sus caballos, en vez de proyectiles silbaron por detrás las «boleadoras», en número tan crecido, que algunas de ellas, golpeando en cráneos y pulmones, dieron en el suelo con buena parte de los fugitivos.

El liberto espoleó sin tregua, hasta llegar al sitio en que dejara a Luis María.

Miraba con atención al suelo, examinando uno a uno los rostros de los muertos.

No pocos tenían las cabezas partidas por el medio, con una masa blanquecina en borbollón a la vista; a otros, las cuchilladas les habían agrandado las bocas hasta el pómulo; muchos presentaban hundidos los temporales como a golpes de clava; algunos exhibían tajadas las gargantas de una a otra oreja; los menos, boca abajo, mostraban en los riñones el estrago de las moharras y medias lunas.

Esteban escudriñó bien.

Llamole un cadáver la atención.

Era este el de un hombre joven, esbelto, de figura distinguida, que vestía el uniforme de capitán y ceñía todos sus arreos, por lo que el liberto dedujo que debía haber muerto en lance aislado pues que no lo habían dejado en ropas menores los soldados menesterosos.

Desmontose rápido y desprendió una de las presillas que en los hombros llevaba el difunto.

Notó entonces que un sablazo, dado por una mano de hierro, le había levantado casi por completo el coronal en forma de casquete, y que por la cisura enorme salía como una crespa caballera colorante.

—Este sablazo no lo dio mi amo —se dijo el liberto.

El pelo negro caía en mechón sobre la cara, oculta en los tréboles.

Esteban lo separó, y enderezó la cabeza del muerto, mirándolo un instante fijamente.

Estaba tan lívido y desfigurado, que tardó en reconocerle, aunque ya había sospechado que aquel difunto no le era desconocido.

¡Oh, sí! Aquel era el capitán Souza, el rival de su amo, a quien él sirvió alguna vez y de quien fue servido.

Pues que estaba tendido, allí, donde su señor se había batido solo contra muchos, no tenía porque sentirle. El montón de cuerpos que cubría el sitio denunciaba una lucha espantosa; él no presenció todo en su entrada rápida y más rápida salida del círculo de hierro; pero, tantos contra uno, ¿quién pudo haberlos impulsado?

El negro, al hacerse en su interior esta pregunta, se acordó de muchas cosas; miró otra vez al muerto, y movió la cabeza con aire de quien da en la clave de un enigma.

Siguió andando luego a pie, con su cabalgadura del cabestro rodeó la colina, siempre investigando; se paró muchas veces para cerciorarse de que no iba descaminado; y por último volvió al lugar de que había partido con la intención de recorrerlo esta vez en sentido opuesto.

A uno y otro lado del terreno que había ocupado la línea, situada ahora varias cuadras adelante, precipitando la derrota, había tendidos más de quinientos muertos. Aparecía el suelo sembrado de sables, carabinas, pistolas y morriones.

Esteban sabía bien que no era entre aquellos restos que debía buscar su señor, puesto que él se había batido en la loma del centro.

Quizás, tratando de salvarse, hubiese retrocedido hacia donde entonces formaba la reserva, que era en una falda, inmediatamente detrás de la colina.

No había abandonado aún la altiplanicie, cuando apercibió entre las matas, acostado boca arriba, el cuerpo de un hombre de talla gigantesca, cuyos ojos negros, fuera de las órbitas, conservaban todavía un reflejo de cólera y de dolor.

Sin duda estaba agonizante.

Acercose el liberto, y vio que tenía clavada de lado en el vientre una lanza, cuya medialuna invertida asomaba uno de sus extremos por debajo de la costilla final, formando la herida como una hoya en las entrañas que hubiesen abierto las garras y colmillos de un «yaguareté».

Un trecho más allá, a su izquierda, yacía otro cuerpo con los brazos en cruz, y el semblante lleno de sangre hasta el cuello, donde el líquido se había estancado en coágulos espesos.

Dejó Esteban que el moribundo acabase en paz, y fuese al que ya parecía muerto de veras.

Lo estaba, en realidad.

Pero al observarlo con detenimiento, el negro lanzó una voz.

No era el despojo de un hombre aquél, sino el de una mujer, que por el traje lo parecía.

Un cabello negro, crespillo y corto aunque abundante, no alcanzaba a velar las sajaduras que dividían el cráneo, al punto de que más de un rulillo cortado por el filo de los corvos aparecía pegado en las sienes por gotas aún frescas de sangre bermeja. Uno de los brazos, el izquierdo, estaba casi separado del hombro por un mandoble feroz.

Tenía los párpados semicaídos, como quien se adormece. Un gesto que podía asemejarse a sonrisa había quedado impreso en la linda boca de la muerta, que enseñaba limpios, de una intensa blancura, sus dientecillos de niño. Bajo la blusa de tropa desgarrada, el seno alto denunciaba el sexo. Los pies pequeños descubrían apenas sus extremidades en las puntas de unas botas de piel de puma con pelaje, desgastadas a medias en las plantas. Las manos cortas y gorditas mostraban varios tajos y puntazos en los dedos y el reverso, teñidas de coágulos venales. En el seno entreabierto se veían algunas flores de clavel manchadas de rojo, que volvían sus pétalos hacia el suelo estrujadas y marchitas.

Esteban reconoció a Jacinta; y la estuvo contemplando su rato con mirada triste.

Dilatáronsele al fin las alas de la nariz; miró a todos lados con atención suma; tornó a contemplarla con aire afligido, y a mirar delante, a los costados, detrás, a lo lejos, en la loma, en el declive, en el horizonte, diciéndose lleno de congoja:

—Si ésta ha muerto aquí, ¿dónde lo han matado a él?

En el fondo de las pequeñas colinas a su frente, había distinguido multitud de hombres desmontados, guardias numerosas, carros sin tiros, reinando allí una quietud que contrastaba con la agitación violenta de la línea a sus espaldas, que seguía avanzando en batalla hasta ocultarse detrás de apartadas lomas.

Después de vacilar un momento, montó en su caballo, y dirigiose al parque a rienda suelta.

Al llegar a sus inmediaciones, se cercioró de que los jinetes desmontados, entre los cuales había tres jefes y cincuenta oficiales, eran prisioneros, cuyo número total excedía en mucho al de seiscientos.

Custodiábanlos tres escuadrones de «maragatos».

A la derecha de la custodia, llegados hacía poco tiempo, habían hecho alto varios carros cargados de armas y municiones arrebatadas al enemigo.

Curábanse heridos a retaguardia.

Vio cerca de una hondonada el carretón de Jacinta reposando sobre sus dos «muchachos», y a él se encaminó como cediendo a un presentimiento.

Agapa andaba por allí juntando «leña de vaca» para hacer su fogón; seca y dura como su piel cetrina pegada a los huesos, amorrada, huraña.

Al distinguir a Esteban, se detuvo, sin embargo, demostrando cierto interés; y antes que él la hablase, dijo rápida y concisa:

—Está ahí, en el carretón. Lo mandó levantar el comandante.

—¡Ah! —contestó el negro gozoso, al quitarse un enorme peso.— ¡Es suerte! Mucho lo he buscado… Jacinta queda allá la pobre, hecha una criba…

—Juerza era. Cuando no había de meterse en un entrevero, ¡si era pior que paja brava!

Y Agapa siguió recogiendo por aquí y por allí los residuos del ganado, de los que había formado una pila por delante, tentando con los dedos en cada alzada por si estaban muy frescos, en cuyo caso los dejaba caer, procurándose otros de mayor consistencia.

Andando hacia el carretón, el liberto animose a preguntar con miedo:

—Y el ayudante, doña Agapita, ¿está muy lastimao?

Ella se encogió de hombros con las espaldas vueltas, y sin otra respuesta continuó en su tarea.

—¡Carpincho tísico! —murmuró el negro.

Apeose, y como su redomón no se dejase poner paciente la «manea», aplicole el negro, para desahogar su rabia, un golpe de puño en el hocico seguido de un tirón maestro de orejas.

Después, se fue acercando despacio a la puertecita del carretón, a la que se asomó sudoroso, anhelante y febril.

Allí estaba Luis María tendido sobre un lecho improvisado con mantas y cubierto con un poncho hasta el pecho.

Su cabeza reposaba sobre un lomillo duro, y parecía gozar de un apacible sueño.

El negro, reprimiendo su aliento, trepose diestro al vehículo. Había dentró espacio para dos.

En cuatro manos, observó a su señor con prolijo interés.

Vio entre las ropas entreabiertas, que le habían vendado el pecho con una tira de lienzo crudo, y también el brazo. Respiraba leve como quien ha perdido mucha sangre.

Esteban se bajó con el mismo cuidado que había tenido al treparse.

Sin perder tiempo, desató su poncho de paño de los «tientos» de su montura y lo puso al lado del carretón.

Enseguida, se dirigió presuroso al carrillo de Agapa, que descansaba sobre sus varas allí cercano.

La criolla andaba lejos, siempre recogiendo residuos de vaca, cuyas pilas iba dejando de trecho en trecho.

El liberto echó mano de una maleta de ropas blancas lavadas, sacó dos piezas, y se volvió.

Con esas piezas, y el poncho, metiose de nuevo como un gato en el carretón.

Púsose entonces a funcionar.

Del poncho hizo una almohada blanda, que colocó sobre el lomillo, levantando con extrema suavidad la cabeza del herido.

De las piezas blancas sustraídas a Agapita, hizo vendas e hilas con la mayor escrupulosidad; las que iba amontonando en los rinconcitos como cosa de gran precio.

Terminada esta tarea minuciosa, sin perder un minuto, mojó un puñado de hilas en una calderilla llena de agua que había en un extremo y que Agapita habría traído sin duda para el «mate»; abrió bien las ropas de Luis, que seguía en su especie de sopor, quitole la venda del pecho, y con las hilas mojadas lavole muy despacio la herida.

Poca sangre salía de ella. La bala había penetrado entre dos costillas sin rozarlas, abriendo una boca estrecha; pero no había salido. Cerciorose de esto Esteban, examinando la espalda con detenimiento, sin mover al herido, que yacía de costado. Secó la parte dañada, púsole hilas secas y la vendó.

Practicó en el brazo izquierdo, que descansaba un tanto recogido sobre el tronco, igual diligencia. Esta herida presentaba dos bocas junto al húmero, y la hemorragia había sido copiosa. El sable, al salir, había abierto las carnes como navaja al pelo; por lo que el liberto dedujo, sulfurado, que el dragón que así estoqueó había dado a su acero doble filo contra ordenanza.

En su irritación, para nada tuvo en cuenta que él entró en pelea con larga daga sin lomo, para afeite hasta el mango.

Roció bien aquella honda desgarradura, que ya empezaba a inflamar el brazo, y que sin duda era en extremo dolorosa, porque más de una vez se crispó el cuerpo del joven como tocado en una llaga viva.

Extendió sobre ellas las hilas en «camadas», como él decía, y púsole los vendajos flojos para no hacerle sufrir.

Cuando concluyó esta operación, corríale el sudor a lo largo del rostro, tenía los ojos enrojecidos y los dedos trémulos.

Consolole, sin embargo, el aspecto del yacente. Seguía respirando sin sobresaltos, en medio de aquel sueño profundo.

Bajose; cerró la portezuela.

Enseguida, desprendió la carabina que llevaba colgante a un flanco de su montura, la cargó y echosela con la correa a la espalda.

El día declinaba.

A cada instante llegaban destacamentos con grupos de prisioneros, carguíos de municiones y de armas cogidas al enemigo, y heridos leves a las ancas, a quienes practicaban la primera cura cirujanos tan peritos como el liberto.

Notó que entre estos últimos venía un mocetón cuyo rostro no le era extraño, y cuyo nombre mismo le asaltó en el acto a la memoria.

Echó pie a tierra allí a pocos pasos. Traía el brazo en cabrestillo, y en sus facciones desencajadas revelaba que su debilidad era mucha.

—¡Ya te veo medio manco, Celestino! —gritole con gran confianza.— Mi «chifle» tiene con qué darle alegría al cuerpo.

El mozo miró, y reconociéndole a poco de observarle con ojos de desvalido, vínose rápido, diciendo:

—¡Hermano Esteban, la mesma providencia! Hará gasto porque ya no puedo de lisiao… Estoy como pájaro de laguna, con una pata alzada y la otra que le tiembla.

—Ahora te se van a quedar más firmes, Celestino… Dale al «chifle».

Y se lo alcanzó de buena voluntad.

El herido bebió una y dos veces; entonose; devolvió el «chifle», lleno de gratitud, y exclamó:

—¡Qué suerte negra la mía, caneja!… Recién llegao esta madrugada de «Tres ombúes», me junto a la gente de Santa Lucía, comienza el refregón, cargamos cinco veces y en la última me machuca el brazo una redonda que vino de la loma del diablo, a la fija maridada por el primero que disparó a todo lo que le daba el reyuno… ¡Ayudáme, hermano, a rabiar!

—Ya bastante rabié —contestó el negro con mucho sosiego.

«Tres ombúes» ¿Tú viniste de allá, Celestino?

—Mesmito. De una tirada del «picaso». Y bien me decía don Luciano que mejor juera llegase tarde, ya que no quería yo escurrirle el bulto al entrevero; porque hombre que anda atrasao, gruñía el viejo, las balas lo desconocen.

—¡Que está en la estancia don Luciano? —interrumpiole Esteban sorprendido.

—Sí que está, desde hace cuatro días, y también su gente.

Al oír esto, el liberto se agitó, nervioso y preocupado. Ocurriósele pensar en la niña y en Guadalupe; instantáneamente recordó que allá en la estancia se había asistido y sanado su señor en otro tiempo; que él ahora necesitaba de cuidados muy celosos, antes que viniese la fiebre a agravar su estado; y que nada más natural que llevarlo allí, donde lo querían y podían brindarle una cama menos dura que la del carro de la difunta.

Asaltándole en tropel todo esto, y cierto interés particular que él se reservaba en el fondo por no mesturar lo delicado con «sus cosas de negro», tomó una resolución súbita y dijo al mocetón:

—Vas a aguardarme aquí, Celestino. En este carretón está un herido que quiero como a mis entrañas: es el ayudante Berón. No has de permitir que se acerque ninguno, hasta que yo dé la vuelta. ¡Dame tu palabra, y después verás que lo vas a agradecer!

—Te la doy.

—¡Bueno! Cuando yo venga te curo, y marcharemos juntos. Si querés, te dejo la carabina, por si atropellan.

—No preciso. Tengo el sable y esta mano libre.

Sin hablar más, Esteban montó y arrancó a escape rumbo a la línea.

Celestino vio transcurrir el tiempo, recostado, al carretón.

Llegaba la noche. Los ruidos iban cesando, como si todos los que habían combatido durante aquella ruda jornada se sintiesen abrumados por una inmensa fatiga.

Agapa, que había encendido el fogón junto a su carrillo no vino al sitio, muy ocupada al parecer en obsequiar un regular número de convidados, que eran otros tantos caballerizos.

—Mientras se prolongaba la ausencia de Esteban, seguían produciéndose novedades en el parque.

Llegaban por momentos trozos de «caballadas» en número tan crecido, que podían contarse por miles las cabezas. Eran de las que se habían tomado, y seguíanse recogiendo en el que fue campo enemigo.

Su paso en masa compacta, semejante a una tronada sorda, era el único ruido que hería el espacio en aquel lugar retirado aparte de las voces repetidas a intervalos por las custodias, que continuaban recibiendo prisioneros de todas partes.

En cierta hora, se armó una tienda en la ladera.

Un fuego ardió pocos instantes después, y distinguiose agrupación numerosa de hombres que se movían delante de la entrada.

Celestino, que se paseaba impaciente de uno a otro lado, mortificado por el ardor de su machucadura, oyó decir en el fogón de Agapa que aquella tienda daba abrigo al coronel Latorre herido en la primera carga de los dragones.

Al volverse hacia el carretón, sintió tropel de caballos.

Era Esteban que regresaba, arreando tres, utilizables para el tiro.

El liberto informó a su compañero que había obtenido pase por escrito de su jefe para conducir al ayudante en el carretón, hasta la estancia de don Luciano Robledo, con facultad de disponer de un soldado como auxiliar.

—¡Pues no hay más! —replicó el mocetón.— ¡Aquí estoy yo, y en derechura!

—Te iba a convidar —dijo Esteban;— pero veo que no es preciso… Con el brazo sano, me vas pasando esos arreos que están abajo del carretón mientras yo sujeto los mancarrones. ¡No te vayas a aplastar!

Celestino, campero diestro, moviose diligente sin objeción alguna. Su herida era leve, y llegó a olvidarse de ella y sacar el brazo del cabestrillo en la faena.

—¡No importa! —decía el negro afanoso;— yo te voy a curar luego… Dame ese tiro de guasca peluda para ponérselo a este loro, y ese medio bozal de potro que cuelga del limón… ¡Vaya, macaco!… ¡Trompeta!

Y repartía cachetes en los hocicos.

—En encontrar estos «sotretas» se me fue la hora… Pero son gordos y de aguante. Tú irás en la delantera y yo de «cuarteador», para andar con menos tropiezos. Va a hacernos nochecita clara, el camino es como pared de iglesia, y no hay que mudar para dar la sentada hasta «Tres ombúes»… ¡Diablo de «sotreta»! El que te domó fue a la fija un maula, porque te dio entre las orejas por la vida ociosa. ¡Vaya, matungo!

Y sonó otro puñete recio en las narices.

El caballo dio un salto de manos y un resoplido, estornudó y se estuvo quieto.

Con los escasos arreos de Jacinta, concluyeron de enjaezar el tiro a fuerza de mano dura e ingenio; y antes de asegurar y colgar los «muchachos», Esteban hizo una inspección en el interior del vehículo.

El herido se había puesto boca arriba, y seguía en su modorra. Lo arrebujó convenientemente en previsión de peripecias en el viaje; y, aunque titubeando, acercó a sus labios secos la calderilla con agua, después de haber vertido en ella una buena cantidad de «caña». Al principio, el herido los removió resistiendo, pero luego bebió con ansia hasta dejar casi vacío el recipiente.

Cuando el liberto descendió, ya Celestino estaba en la delantera empuñando el rendal.

Llenó él las últimas diligencias, tentó con los dedos ruedas y quinas por si faltaba algún accesorio; colgó los puntales y, dando al fin un gran resuello, montose en el caballo de «cuarta» diciendo bajo:

—¡Vamos!

El vehículo se movió al paso, dirigiéndose por los sitios más solos, hasta salvar la próxima loma.

Una blanca claridad bajaba de los cielos y se extendía plácida en el infinito mar de las hierbas.

Como fugaces sombras, a la par que negras rumorosas, con un rumor de alas fornidas, solían cruzar lentas la atmósfera hacia el llano, sembrado de despojos, bandas dispersas de grandes aves graznadoras.

Capítulo 34

El día que se siguió a la salida de Bentos Manuel de Montevideo, reinó verdadera alegría en la casa de Berón motivada por la presencia de don Luciano Robledo, que recobraba al fin su libertad merced a los reiterados empeños del capitán Souza con el barón de la Laguna.

Este grato suceso compensó en cierto modo las angustias que causaba la partida de la columna brasileña; y por tres o cuatro días se celebró sin reservas en aquel hogar tan combatido.

Don Luciano, sin embargo, manifestó su resolución inflexible de irse al campo a atender sus intereses tan largo tiempo relegados a la suerte, aun cuando para cumplirla fuera preciso arrostrar todo género de dificultades y peligros.

En vano se le pidió que la postergase, en atención al estado en que se encontraba la campaña y al hecho de habérsele dado la ciudad por cárcel. Robledo se mantuvo firme.

Entonces, Natalia díjole que no se iría sin ella.

Esto hízole vacilar algunas horas.

Trató a su vez de convencerla con las razones más concluyentes. Llegó a agotar sus extremos cariñosos.

La joven mostrose tan resuelta como él.

—¿Acaso te soy pesada? —díjole con amargura.— Puedes necesitar de mí, ahora más que nunca. Yo quiero ir a la estancia; allí descansa mi hermana y están todas las memorias que amo, bien lo sabes… ¡Si no me llevas, me iré sola!

Don Luciano la abrazó, accediendo a todo.

La partida debía hacerse, por la vía fluvial, en una sumaca de don Pascual Camaño, la que los conduciría en la noche a la barra de Santa Lucía, aprovechándose del alejamiento momentáneo de las naves de guerra que vigilaban las costas del Este, a la espera de corsarios.

La noche de la despedida fue de sensación.

La madre de Berón, que había observado en Natalia a más del que le guiaba al acompañar a su padre, el interés de aproximarse y aun de ponerse al habla con su hijo, retuvo a la joven entre sus brazos reiteradas veces, como disputándole aquella primicia deliciosa; y hasta llegó a decir que ella se pondría en viaje también, pues que se sentía fuerte para ello.

Esa lucha fue de largos momentos, y sólo cesó cuando Natalia dijo llena de fe y entereza:

—Si así lo quiere la suerte, yo he de cuidarlo, mucho… ¿No cree V. madre que yo soy capaz de hacer por él todo lo que V. en su ternura? ¡Oh, sí!… ¡Que digo verdad, Dios lo sabe! No tema, no, porque hemos de ser felices. Yo le escribiré todo lo que sepa; y si lo veo mucho más. ¡Nada dejaré por decir!

Ante estas seguridades, la madre cedió.

La partida se hizo ejecutivamente en la sumaca con toda felicidad. El embarque se realizó sin tropiezos ni dilaciones a la hora prefijada y en sitio aparente.

Soplaba un ligero viento sur que condujo la pequeña nave a la barra con rapidez.

Una vez allí al romper el alba don Luciano tuvo que andar poco para llegarse a la «estancia» uno de sus viejos amigos, quien le facilitó un carro con su tiro correspondiente que le condujese con su hija y Guadalupe a «Tres ombúes».

La llegada a la estancia, después de tantas vicisitudes fue de emociones.

Don Anacleto salió a recibirlos, excusando a Nerea y Calderón, los peones viejos, que a esa hora se encontraban en faenas de pastoreo algo distantes de las «casas».

—Que vengan —dijo Robledo.— Quiero yo mismo poner en orden todo esto, pues confío en que no han de volver a apresarme. ¡Antes, gano el monte!

El capataz estaba contento y dio buenas noticias a su patrón del ganado.

Poco se había perdido.

Aquel era como un rincón oculto, espaldado por inmensos bosques, y a causa de eso sin duda, las partidas que «arreaban» haciendas vacunas y yeguares habían pasado de largo «repuntiando a gatas», como decía don Anacleto, algún trocito de morondanga del lado allá del paso.

¡Hasta su «terneraje orejano» se había librado del arreo!

Los «matreros» se habían comido algunas vaquillonas con cuero; pero la pérdida era de poca monta.

Natalia y Guadalupe pusieron mano activa y celosa al arreglo de la casa; todo lo removieron, limpiaron y reformaron, al punto que don Luciano no pudo menos de decir, cuando volvió de recorrida del campo, que sin mano de mujer no había nunca hogar que se quisiera.

Al verlo tan aseado y alegre, en su misma humildad, sintió que renacía su amor al viejo arrimo.

Todas las plantas se habían multiplicado y entretejido; las enredaderas silvestres, sin miedo a la poda, alargándose cuanto pudieron, serpentiformes y enmarañadas, se habían trepado a los arbustos y de éstos pasado a los árboles en cuyos troncos formaban rollos gruesos como maromas. Los retoños venían con fuerza.

Caían las últimas florescencias en los frutales y follajes nuevos de un verde—morado cubrían los grandes caparachos de gajos.

Las golondrinas habían vuelto a anidar bajo el alero, y los «dorados» en las copas de los ceibos que enseñaban ya semi—abiertos sus racimos de flores granate.

En la huerta nada se había cultivado.

En cambio, los agaves desprendían sus pitacos enhiestos de entre las últimas hojas listadas de amarillo y verdi—negro.

A un costado el bosque de Santa Lucía intrincado y espeso se revolvía en giros caprichosos, cubriendo inmensa zona; al fondo los cardos recomenzaban a llenar el pequeño valle con un enjambre de tallos y de pencas, y más acá, a poca distancia del linde de la huerta, habían rodeado aquel sitio de todo género de plantas de la selva, de modo que era un boscaje o red de infinitos hilos, troncos y ramajes entrelazados y confundidos, muchos de los cuales aparecían cuajados de flores y brotos.

Natalia consagró a este lugar su primera vista. Hallolo muy agradable, en la medida de sus deseos. Simulaba una «glorieta» sin armazón artificial, modelada por ceibos jóvenes, sauces y parietarias diversas.

Lo hizo expurgar; desbrozar el terreno, y añadir otras plantas de su predilección.

En esta grata tarea empleó varios días. Cada uno de éstos que pasaba, era para ella un deleite ver los progresos adquiridos.

Se hicieron senderos, diose a la vegetación la forma de dos círculos concéntricos, de manera que se pudiese más adelante levantar un cenador verdadero en el espacio intermedio que se cubriese de nutridos doseles.

El sitio en que descansaba Dora quedó libre, con bastante trecho a uno y otro lado.

Aunque se formase encima una cúpula de siempre—verde más tarde, el interior conservaría capacidad suficiente para dar paso a los visitantes, siempre que se detuviese el avance atrevido de las parásitas, que la tierra negra cubría con maravillosa savia.

Por más de una semana se dedicó Natalia a estos cuidados. ¡Se sentía tan bien en medio de ellos cuando vigilaba la tarea sentada en un tronco junto a la cruz!

Capítulo 35

Volviendo una tarde de aquel sitio, vio que de la colina del frente bajaba un carretón conducido por dos hombres.

El vehículo caminaba despacio, sus conductores parecían evitar con trabajo los hoyos o sajaduras del terreno, como si transportaran un enfermo de gravedad.

Uno de ellos era negro y venía «cuarteando» en eses y zig—zags con una destreza digna de atención.

Natalia lo reconoció al momento, y alargando el brazo lanzó una voz:

—¡Esteban!

Todo lo adivinó, invadida de repentina angustia. Él debía venir allí; ¡pero en qué estado!

Por un momento sintió que sus fuerzas le faltaban quedándose inmóvil, perpleja, aturdida; mas, pronto reaccionó y fuese paso tras paso al encuentro de aquel convoy siniestro que no demoró en llegar al palenque.

—¡Ay Esteban! —exclamó anhelante;— es él que viene ahí, ¿verdad? Es tu señor que viene herido, acaso moribundo… ¿Hubo entonces combate? ¡Oh, pronto! ¡Bájenlo, quiero verle; no vayan a hacerle daño al tomarlo!…

Esteban dijo:

—Ayer se dio una batalla y triunfamos. Mi señor fue cortado en el centro y herido dos veces; pero ahora está un poco tranquilo, y con el cuidado de su mercé ha de ponerse bien.

—¡Dios te oiga! —gritó la voz fuerte y viril de don Luciano; quien había escuchado esas palabras y se hallaba ya delante del carretón… — Abre la portezuela para que carguemos con él sin pérdida de tiempo… En estas cosas se obra ante todo… Tú, hija, ve a arreglar la cama. ¡A ver ustedes; ayuden! —prosiguió dirigiéndose al capataz y peones viejos que acudían.— Vamos a bajarlo y conducirlo en un catre hasta mi dormitorio de modo que no le griten las heridas. ¡Listos, canejo! Bien se ve que a ustedes no le duele, mandrias. Ya me temía yo este desastre en el primer refregón… ¡No se hacen las cosas a medias por estos muchachos de sangre caliente que se imaginan como lo más sencillo de este mundo llevarse todo por delante! ¡Estos son los gajes, por Cristo!

Bueno… ¡A ver el catre aquí, en frente de la puertecica, y manos a la obra!

En tanto Robledo daba sus voces de mando y preparaba así el transporte del herido, Natalia había corrido veloz al dormitorio y aderezado el lecho con mano convulsa, casi sin alientos.

Era el mismo lecho que el joven había ocupado la otra vez.

El aposento presentaba igual aspecto que entonces; las cortinas del ventanillo habían sido renovadas.

Delante de la cama, Guadalupe puso una gran piel de «yaguareté» que estaba antes en la habitación de Nata.

Como su ama, la negrilla se sentía hondamente atribulada.

Mirábanse las dos, en medio de su faena febril, en silenciosa ansiedad.

Solía una deshacer lo que otra hacía, confusas, sin tino; hasta que deteniéndose de súbito Natalia, como para recobrar algo de la calma perdida, pareció lograrla tras de un largo sollozo, y dijo con aire resignado:

—Es preciso no rendirse a la aflicción… Arregla despacio, Lupa, y que todo esté en orden. Yo voy por hilas y vendas, que han de ser muy necesarias ahora mismo. Que traigan agua del manantial, y tú ponte a cocer corteza de «quebracho» en abundancia. ¡Ay, Dios!… ¡No sé por qué tiemblo tanto!

La joven se puso las dos manos en la cara, y salió.

Llevaba las mejillas ardiendo.

En el comedor se encontró con la ambulancia improvisada.

Al verla, Luis María se sonrió. Aunque muy pálido, parecía tranquilo. Le traían en el catre, cubierto hasta el pecho con una manta.

Extendió su mano izquierda a Natalia con un gesto de anhelo íntimo y satisfecho.

Ella se la tomó con las dos, estrechándola sin escrúpulos, acercó bien al de él su rostro, y lo estuvo mirando un rato con ansia indefinible.

Lo examinaba detalle por detalle, como si quisiera cerciorarse de que la muerte, no lo había aún sombreado con sus alas. Respirando a grandes alientos, la alegría asomaba a sus ojos mientras lo contemplaba y sus labios se removían lo mismo que si regañasen en sueños.

Todos guardaban silencio.

Al fin, Natalia dijo, abandonando suavemente la mano del herido y mirando llorosa a su padre:

—Todo está pronto, papá. ¡Pásalo allí!…

El joven fue colocado en el lecho.

Desde ese instante, empezó el cuidado asiduo.

Laváronse las heridas, cambiáronse hilas y vendajes; alimentose al paciente; todos se pusieron en la casa en actividad para procurar lo indispensable a su curación inmediata.

Después de estas medidas preparatorias y de los sobresaltos sufridos, la esperanza renació, y con ella un contento que se ansiaba no ver extinguir en los días venideros.

No obstante el estado de relativa quietud del enfermo, la fiebre en grado tolerable hizo su aparición desde esa noche, para no abandonarlo sino a treguas.

Con todo, como él se mostrase con ánimo de hablar y hasta de reír, no se dio al principio importancia a aquel síntoma serio.

La herida del brazo no inspiraba tanto temor como la del pecho, que era de arma de fuego, y cuyo proyectil había quedado dentro, ignorábase en qué parte.

¿Quién podía sondear sin peligro, que no fuese un cirujano experto? Y cirujanos, ¿dónde encontrarlos por ventura en la campaña desierta, presa de la guerra?

Esto afligía a todos cada vez que se tocaba el punto, o propiamente la llaga.

Veían al paciente sereno, en calma, a pesar del estrago físico producido por las heridas, y asaltábales de hora en hora una duda penosa, muy próxima a la congoja, cuando pensaban en los efectos internos de la bala alojada en las entrañas.

Lo raro era que la herida del pecho no presentaba un aspecto alarmante, tendiendo más bien a una rápida cicatrización.

¿No sería ésta falsa, o un síntoma de recrudescencia del mal que tomaba fuerzas para reabrir aquella boca fatídica?

La fiebre solía también desaparecer. ¡Qué consuelo ante esta especie de apirexia—remitente!

En tales treguas, los jóvenes hablaban como si todo peligro se hubiese alejado.

El pasado era una nube que se desvanecía en horizontes invadidos ya por una luz esplendorosa.

Entonces, ella decía:

—Aún no creo en esta dicha… Pasados tantos meses después de tu primera desgracia, tantas amarguras en esa ausencia sin fin, ahora estás ahí de nuevo destrozado, mi amigo, sin lástima por ti mismo y por los que te quieren… ¡A veces pienso que tú nunca te has acordado de nosotros!

—No digas eso, Nata —replicaba el joven lleno de emoción.— ¡Nunca olvidé! Siempre aquellos a quienes yo he amado han vivido en mi pensamiento en los días de alegría como en los de contrariedades. Sólo que la pasión de mi tierra me ha conducido lejos; y es esa una pasión que no he podido arrancar de mí mismo aunque me haya propuesto, porque podía y valía más que yo, y que en vez de dañar a otros sentimientos los sustentaba y fortalecía…

—A costa de ti mismo —observó Natalia;— condenándote como decía nuestra madre, ¡a perseguir un ensueño!… No he de regañarte por eso ni he de sostener que es más dulce la vida en el sosiego, entre goces humildes y cuidados amorosos, porque sé que no es lo que sucede aunque sea posible. ¡Tan pobre es nuestra ventura! No tengo celos de esa novia feliz que tú y otros persiguen, y por la cual dan su sangre. ¡Yo también la quiero como a una imagen bendita! Pero, ¿la has visto, te ha hablado, te ha sonreído como yo después del sacrificio?

—Sí —dijo Luis María, estrechándole la mano:— tú hablas y sonríes por ella, y ahora me siento tan feliz que no me acuerdo de mis heridas. Otros cayeron valientes y los habrán enterrado juntos en una zanja como se entierra al soldado, sin cruces ni llantos… Cuando eso me suceda, yo sé que habrá quien se duela por lo mismo que habrá quien me haya comprendido.

—¡No hables de morir! —murmuró la joven estremecida, poniéndose de codos en la almohada y envolviéndolo en los reflejos de sus pupilas.— No, de eso no se habla señor Berón, y se lo prohíbo bajo pena. ¡Qué creencia más triste!…

Nublósele la frente, por la que pasó una mano nerviosa, y prosiguió, tentando sonreír:

—Cuando estés bueno, verás que hermoso se ha puesto el campo y cómo alegra cuando alumbra el sol. La isleta aquella de los nidos, ¿te acuerdas? Sí que te acuerdas, ¡la de las cotorras! es un encanto… No la conocerías ahora porque han nacido tantas plantas nuevas, de esas que nadie cuida ni riega, que es todo un laberinto. ¡Qué aire!… Te vas a poner fuerte como antes y te volverán los colores, iremos del brazo y tendrás que obedecerme, porque yo te voy a poder: ¿has oído?

Luis María se sonrió y cogiéndola con la mano libre de la cabeza, le ahogó la voz con sus labios.

Ella no lloraba, a pesar de sus ansias; pero el corazón lo golpeaba el pecho como un martillo, al punto de que él se apercibió y dijo:

—No te aflijas así, ya me siento bien. Nunca me pareció más seductora la vida… Yo dejaré que tú me puedas cuando esté convaleciente, Natalia.

—¿Y no te irás más?

—¡No, mi bien! No me iré…

—¡Bueno! Así me gusta. No tendrás porqué arrepentirte… ¡Ay! pero, ¿será eso cierto? Ustedes los hombres se buscan penas, pudiendo a veces ser tan dichosos. Cuando se les quiere, piensan unas cosas que nunca soñaron como si el consuelo estuviese en el sufrir…

Duerme ahora un poco, ¿quieres? Ya es tiempo que descanses… Estoy temblando que te vuelva la fiebre.

—Si tú me despiertas luego… ¡así como has solido hacerlo!

Ella se sonrió, murmurando:

—¡Sí!

—Entonces, bien. ¡Hasta luego!

Natalia se inclinó, rozó con el de él su rostro encendido y se fue aprisa.

El herido necesitaba en realidad de sueño.

Ese día no se había sentido tan aliviado como en los anteriores; cierto malestar interno insistente y una punzada dolorosa en el brazo fija, aguda, lo hacían ansiar unas horas de reposo.

La presencia de Nata le llegó a absorber por completo; y mientras ella estuvo a su lado, no se le habría ocurrido quejarse.

Durmiose. Pero fue el sueño inquieto, febril, pues sobrevínole de improviso la calentura.

En poco tiempo tomó vuelo.

El herido llegó a quejarse de vez en cuando, de dolores en el pecho y de escalofríos periódicos. Púsose desasosegado.

Toda esta tarde el celo se redobló; y llegada la noche notose con angustia que el mal iba en aumento.

El desasosiego fue más profundo, a altas horas, la fiebre más intensa, y el delirio dio principio.

Natalia, con extraña firmeza, no se separó ni un instante de la cabecera, atenta, contrariada, reprimiendo la explosión de su zozobra, que acrecía en la medida que avanzaba la dolencia.

La noche pasó entre hondas inquietudes.

Por la mañana, el herido pareció entrar en un período de calma semejante a un sopor.

Examináronle el pecho. La membrana que había cubierto, como una tela la herida, aparecía desgarrada, y por la abertura surgía a intervalos un soplo ronco.

Aplicáronsele nuevas hilas y vendas, después de lavar bien los bordes con una esponja fina.

Luis María llegó a dormirse, algo más tranquilo.

Pero Natalia sintió dentro de su ser como un vacío pavoroso. Creía que por siempre se le había huido la fe, y que quería escapársele ya la misma engañosa esperanza.

Sin duda retuvo a ésta el aspecto reposado del herido; porque en vez de acostarse algunos minutos, Natalia fuese a su habitación, y púsose a escribir a la madre de su amigo una larga carta.

Reflejaba en ella fielmente sus impresiones después de narrar todo lo acaecido, desde que llegara a la «estancia», y decíale que confiara en sus cuidados y desvelos.

En pos de indecible congoja, escribía ahora ella más consolada en presencia del estado satisfactorio del paciente. Tenía él que reaccionar pronto por el mismo vigor de su juventud y por la asidua asistencia de que era constante objeto.

Terminaba pidiéndole que en defecto de un médico animoso, lo que era imposible, bien lo comprendía, le enviase algo para vencer la fiebre, que era lo que más terror infundía a su ánimo.

Cerrada la carta, Natalia supo que Esteban debía ir esa tarde lejos de allí, en busca de un «tape» viejo que administraba hierbas medicinales propias para las heridas.

Aprovechó de su excursión para recomendarle que de algún modo, por intermedio de una mano piadosa cualquiera, hiciese que esa carta llegara a su destino.

No pensó que podía retrasarse días enteros en su marcha.

Don Luciano, que había estado hablando un buen rato en el palenque con un paisano inválido que iba de paso para la Florida, entrose resueltamente en el aposento de Berón; y hallándolo despierto, y al parecer mejorado aunque débil, díjole con entusiasmo:

—¡Ánimo amigo! Los argentinos vendrán, porque ya se declara incorporada la provincia a las otras como buena hermana. Me lo acaba de asegurar un vecino de sesos, que viene del cuartel general.

Luis María volvió de lado el semblante, iluminado de súbito por una radiación de contento, y oprimiendo la mano que el viejo le tendía, murmuró con acento de fe profunda:

—Entonces seremos libres de veras. ¡Loado sea el esfuerzo!

Desde ese instante hasta la noche, la noticia trasmitida pareció hacer revivir al paciente.

Las horas se deslizaron fugaces, acaso por ser felices, entre fruiciones y esperanzas.

En las primeras de la noche, sin embargo, a pesar de la renovación de los apósitos y del aseo escrupuloso de las heridas, en las que se aplicaron hojas de bálsamo abiertas, en el ansia de encontrar una virtud medicinal infalible, aunque fuese en una simple hierba, Luis María fue invadido por la fiebre y tuvo violentas contracciones musculares. ¡Otra noche de sorda lucha!

Natalia no perdió la serenidad, pidiendo fuerzas a todas sus energías reunidas para hacer frente al conflicto. Con todo, en el fondo empezaba a sofocarla como un vaho asfixiante el desaliento.

Capítulo 36

Ella presentía la proximidad de un gran dolor.

Pero era uno de esos temperamentos que lo sofocan, que lo reconcentran y lo anidan en el pecho, aunque el esfuerzo los deje inquietos, trémulos, adustos, sin más manifestaciones externas que una palidez intensa, un brillo de fiebre en las pupilas y una punzada aguda en la entraña que sólo en la soledad se resuelve en sollozos. De estos dolores que tienen miedo de ser penetrados, por lo mismo que son sinceros y profundos, era el suyo. Sus centros nerviosos se resentían del esfuerzo, y de ahí que la mente divagase aturdida y el corazón empezase a golpear violento como quien pide aire desde el fondo de su encierro. No quería llorar, a pesar de sus ansias. La amargura de su padre sería menos. ¡Cuánta ternura delicada con el herido, y cuánto cariño con él, en su afán doliente! Si ella cedía, ya no abría enfermera; no más tino, no más atención inteligente en las horas crueles, porque la desesperación la haría su presa y el delirio su juguete.

En ciertos momentos la fiebre parecía abrasarle las sienes. El sueño solía hacerla cesar, ese sueño que trae el cansancio prolongado y que deja al organismo como muerto.

Entonces, al incorporarse, se sentía con ánimo fuerte y volvía a la tarea con más ahínco, nutrida de nuevas esperanzas, dulce, risueña, para llenar la atmósfera en que respiraba el herido con todos los tonos y reflejos de su adorable juventud.

¿Cómo pensar que él se podía morir? Era ese un ensueño sombrío. Había venido al mundo con tantos dones para la dicha, era tan gentil, tan generoso, que la adversidad debía respetarlo. Estaba en todo el vigor de la vida, y había de resistir a los estragos del mal hasta vencerlo.

Una noche, el paciente tuvo fuertes contracciones; se quejó, la fiebre volvió a atacarlo y durante largas horas todo afán fue inútil para devolverle algo de la calma perdida.

Natalia pasó este nuevo suplicio de pie, rígida, silenciosa; y ya muy tarde, cuando el herido quedose al fin postrado, como hundido en el lecho, don Luciano la sacó de allí.

Fue aquella una noche triste.

En tanto Esteban y Guadalupe hacían la vela, Robledo salió al patio ansioso de aire puro bajo los efectos de una gran pesadumbre.

El cielo estaba sereno y rutilante, en profunda quietud los campos, y sólo el canto alegre del gallo desde el fondo de los «ombúes» interrumpía el silencio.

Paseose en lo oscuro, por debajo del alero, con la cabeza descubierta y los brazos cruzados.

Luego se quedó quieto delante del ventanillo de Natalia por mucho tiempo; y estando aún allí como una estatua, llegó a oír la voz de su hija que parecía balbucear un ruego.

Después la escuchó más alta, de un timbre desgarrador, que decía:— ¡Piedad, Dios mío!

El viejo llegó a creer que le mordían las entrañas.

¡Era tan amargo el acento, tan sentida la súplica! Aquella pobre que no dormía hacía tantas noches, debía tener como un plomo la cabeza.

Lo peor era que ya el mal parecía sin remedio. Sin duda la bala había caído al pulmón después de haber estado pendiente en el vértice a modo de carámbano vacilante o de lágrima que oscila en las pestañas antes de rozar el pómulo; y si era así, ¡asunto concluido!

Don Luciano fuese de nuevo sin ruido a la habitación de Berón, con los ojos muy abiertos, jadeante y confuso.

Sorprendiose al entrar en ella.

Allí estaba Natalia, firme, tranquila en apariencia, con un gesto de resignación extrema que daba a su semblante toda la dulzura del rostro de las imágenes de cera. Tal vez había llorado mucho. De sus bellos ojos se desprendía un reflejo de tristeza honda, natural en quien ya ha medido toda la magnitud de su infortunio.

Robledo nada dijo.

Observó un momento al herido, y volvió a salir a paso lento, suspirando con fuerza.

Guadalupe y Esteban permanecían quietos en los extremos, sin abrir para nada los labios.

De pronto, Nata se dirigió a ellos, mirándolos también en silencio con los brazos caídos y el aire desolado.

Ellos se fueron al comedor.

Estúvose Nata todavía unos instantes con la vista en el suelo, como escuchando el rumor de esos pasos.

Después se volvió hacia el herido clavando en sus facciones desencajadas la vista ansiosa, se acercó bien, arreglole la almohada, apartole a los dos lados el cabello, y púsose a contemplarlo con muda fijeza.

Como viese que él no se movía, cogiole suave entre sus dos manos el rostro y lo besó en la boca.

Luis María hizo un movimiento, abrió los ojos y los puso en ella.

Volvió a cerrarlos y a abrirlos cual si luchase por reconocer; y al fin, como si reuniese todas las fuerzas que le quedaban, alzó trémulo el brazo, que ciñó al cuello de la joven, la atrajo hacia sí nervioso juntando con la suya la linda cabeza, y dijo anhelante:

—¡Cuánto bien! Así… así…

Ella dejó hacer. Se puso de rodillas en el suelo, lo estrechó contra su pecho y oprimió con los suyos sus labios ardientes sin hablar, entre mimos y retozos, suspiros que eran risas ahogadas, risas que eran llantos comprimidos, fruiciones preñadas de amargura, deliquios que eran ansias de una vida que se iba y de una dicha malograda.

Él pareció renacer; ella olvidar.

Se estrechaban como si buscasen desafiar juntos la temida, hora de la muerte con la fuerza de su cariño.

Arrastrándose de uno a otro sitio sobre sus rodillas, con el seno entreabierto, la boca roja, la pupila brillante, Natalia sostenía entre sus brazos la cabeza del joven, evitándole esfuerzos y venciéndolo en cada arranque con una caricia infinita.

Enseguida se quedaban mirándose, y ella decía:

—¿Es éste un consuelo?…

—Oh, sí —contestaba él.— ¡Más! Que no mata, y hasta el dolor cesa…

Yo quiero vivir, mi bien.

—¿Y por qué no? Dios lo ha de querer, pues que en su bondad permite que hasta los malos gocen… ¡Si te mejoras pronto, verás que dicha! Está el campo que rebosa de alegrías, y vienen los follajes… Iremos allí, donde me bajaste del árbol aquella vez. Me hiciste temblar de miedo, o qué sé yo qué… ¡Pero, tenía un gusto! No pude dormir, entonces; estaba como una aturdida…

Y esto diciendo, escapáronsele las lágrimas que había luchado por reprimir, escondiendo el rostro en la almohada.

Luis María volvió a acariciarla febril, violento, atrayendo con brusquedad su cabeza como quien presiente que la vida se le escapa por el recomienzo del escozor en las heridas.

Natalia se abandonó nuevamente a aquel delirio, a aquella ardorosa ternura que recién se manifestaba intensa, profunda, en el ahínco por la existencia.

La ahogó él con sus besos.

Cada vez que quería hablar, su boca, llena de fuego, cerrábale la suya con energía varonil, y su mano crispada le retenía la cabeza unida como un áncora de esperanza.

Cual si saliera de un sueño, Natalia dijo temblante:

—¡No puede esto dañarte… ! ¡Qué locura! Reposa, por favor.

—Hay tiempo —murmuró Luis María con voz apagada.

Otra vez… otra…

Dio luego una sacudida, se arqueó, puso el semblante en el seno de la joven y escapósele un sollozo.

En pos de esa contracción, su cabeza resbaló en la almohada y hundiose en ella.

—¡Ay! —exclamó Nata— ¡qué tortura horrible!

El herido había cerrado los ojos y respiraba con gran fatiga. Ardían sus sienes.

Púsose de nuevo Natalia de pie, alzándose pálida y rígida como una muerta.

Cogió con mano convulsa la infusión de corteza de «quebracho», y le hizo beber dos o tres sorbos.

Examinole las vendas.

La del brazo no ofrecía novedad alguna. No así la del pecho. Debajo de ésta se dibujaba una mancha de sangre y sentíase un resuello sordo, intermitente de fuerza viva que se aniquila.

—Yo habré apresurado su muerte —susurró Natalia conteniendo los alientos.— Pero él lo quería… Era un pobre y último goce que no podía negarle, ¡pobre goce! ¡Más merecías, mi amado, ya que vas a morir; todo mi ser fuera poco!

Y contemplándole como extraviada, la angustia subió de punto.

Volvió a abrazarse a él y lo movió diciendo con acento bajo y entrecortado:

—No te vas así tan pronto… Yo no quiero que te mueras. ¡Oh, crueldad de la suerte! ¡Vuelve, mi bien, sí, vuelve!… Un último beso para tu madrecita querida, que yo lo recibiré todo en mi boca. Sonríete como antes; ¡ánimo! ¡sí, ánimo, que esto pasará, mi amigo adorado!

Sonreía ella a su vez, viendo que el herido abría los ojos y se volvía, como cediendo al esfuerzo de sus manecitas temblorosas que le opriman las sienes dulcemente.

Pero fue un arranque supremo.

Un fulgor opaco lucía en sus pupilas, que se concentraron sobre la joven con la dureza de la agonía; quiso hablar, y de su boca salió un hálito leve, y al sellarse en un último beso los labios de los dos, sacudió un momento la cabeza, la posó en la almohada y se quedó inmóvil.

Natalia lanzó una voz semejante a un ronquido, y dioso vuelta anonadada.

Vio a su padre, a Esteban, a Guadalupe, a don Anacleto en la penumbra que miraban hacia el lecho, como buscando entre sus pliegues un signo de vida.

—Inútil empeño —dijo Natalia.— ¡Todo acabó!

Sin vacilar acercose al lecho, y posó sus dos manos en los párpados del muerto.

Allí las tuvo un rato.

Después las separó y miró…

—Estaban plegados. Parecía dormido.

El resplandor tenue del alba penetraba por las rendijas del ventanillo y con su aparición coincidía el variado concierto de las aves que anidaban bajo el alero. De afuera venía como una oleada de vida, cargada de trinos y de aromas; y las luces brillantes no tardaron en unirse al festival de la mañana, con el coro lejano del ganado y el vaivén del esquilón.

Capítulo 37

Cuando caía el sol al día siguiente en medio de una atmósfera de ámbar y rosa confundidos, un pequeño grupo de personas mustias y calladas salía de las casas y se dirigía a lento pago hacia el estrecho valle que el bosque del Santa Lucía orillaba con sus frondas.

Componíase el grupo, de cinco hombres y dos mujeres. Cuatro de ellos llevaban a pulso un cajón, algo como un féretro cubierto por un paño negro clavado en la madera a trechos.

En la tapa de estas andas veíanse esparcidas ramitas verdes y flores silvestres apiñadas, sin orden, cual si sobre ella hubiese volcado al azar uno de sus búcaros la primavera.

Los gajos del aromo y del laurel agreste se entremezclaban con la yedra y los claveles del aire. Algunas violetas aparecían aquí y allá entre los vivos matices, como arrojadas por un soplo de angustia.

La fosa se había abierto junto a la que encerraba a Dora.

Natalia quiso que su amigo descansara al lado de la que le amó como ella; ¡tal vez con la misma intensidad e idéntica ternura!

Una cruz de coronillo alta y retorcida, en cuyos brazos se enroscaban parietarias lanzando a todos rumbos un centenar de guías, señalaba el sitio en que reposaba la cabeza de la amable joven, que fue luz del pago.

Cerca, en un grupo de «talas», una banda de «horneros» bulliciosos hería el aire con sus gritos alegres, que a don Cleto parecieron ecos de aquellas risas encantadoras de otro tiempo.

Guadalupe llevaba una cruz semejante a la que adornaba la tumba de Dora; fabricada en la noche, como el ataúd, por Esteban y el capataz.

En tanto sepultaban el cuerpo de Luis María, Natalia se puso de rodillas al borde del hoyo, siguiendo con la mirada cómo subía a oleadas la tierra negra que caía sobre la caja.

Las flores habían sido amontonadas a un lado, para ser luego desparramadas encima.

La joven tenía los ojos hundidos y el rostro de una blancura casi transparente. Más rígida que nunca, ni una crispación se notaba en sus facciones, ni en sus labios marchitos. Parecía haber apurado de un sorbo toda la hiel del sufrimiento.

Antes de abandonar las «casas», había besado muchas veces al muerto en la frente y en las mejillas; y apartada de allí, había vuelto en silencio con gran fuerza de voluntad, y estrechado contra la suya su cabeza, besándolo entonces en los labios yertos con una caricia interminable.

Arrancada de nuevo del sitio, había retornado sin mirar a otro objeto que al que fue su adorable deliquio, con un gesto tan duro y sombrío, que nadie se atrevió a detenerla; y otra vez acarició al muerto, cortole dos rulos, que guardó en el seno, echole sobre el pecho un puñado de flores, arreglole bien la almohadilla, y después dijo con acento dulce:

—Ahora sí… ¡No hay más que hacer!

Cuando salían, habíale dicho su padre a modo de ruego:

—Tú no vas, hija. Basta con nosotros.

Y ella respondido con una firmeza tranquila:

—¡Sí, que iré!

Y había venido ahogando sus sollozos, altiva en su dolor, hasta aquel lugar reservado para el último sueño de su novio.

Vio echarle tierra sin modular una queja, en apariencia insensible.

Apenas en el párpado nervioso podía notarse su honda agitación interna, y en la expresión desolada de sus pupilas el abismo abierto a sus fervientes amores.

Sin duda se había secado la fuente del llanto, y sólo quedaba dentro ese pesar agudo que hace latir la arteria a saltos y denuncia una revolución de los afectos más ardientes del ánimo.

La fúnebre tarea duró breves instantes.

La tierra llegó al nivel; se aplanó; púsose la cruz en línea recta con la de Dora, a igual altura; y por último esparciose sobre las dos tumbas; un poco de arena fina traída de la ribera para rellenar las más pequeñas grietas del suelo.

Hecho esto, Nata se levantó y diseminó en aquel corto espacio las hojas y flores como quien rocía con agua bendita.

Después, dijo a su padre:

—Les haremos aquí una casita que les preserve de la lluvia que filtra y del hielo, ¿verdad?

—Sí.

Natalia echó a andar, y todos siguieron en pos.

El grupo, al llegar a las casas, se disolvió silencioso, como se había reunido. El pesar era profundo.

Natalia, entró a su habitación sin fuerzas; y arrojose en el lecho. En él quedó como muerta, hasta el otro día.

Con el alba se levantó, y púsose a escribir a la madre de Berón.

Parecía serena; tenía firme el pulso, y trazó los caracteres con calma dolorosa.

«Ya acabó de sufrir —decíale entre otras cosas de mujer convencida de que nadie ha de dolerse más que ella.— Su último beso fue para ti y lo recibió todo mi boca. Yo le cerré los ojos, y le corté dos rizos; uno para ti, otro para mí. Ahí va el tuyo… Lo acompañé hasta el sitio que yo había señalado para que durmiera, y vi como lo acostaban. ¡Está en buena compañía madre! y lo he de cuidar siempre… Tendrás mi visita todos los días y muchas flores, de las más hermosas que se encuentren en mi jardincito y en la ribera; además les haremos una «glorieta» a los dos, con ceibos y claveles del monte. ¡Nunca se apartará de mí su memoria! Sea cual fuere la hora en que te acuerdes de él, yo también estaré pensando en el amigo adorado que fue la ilusión de mi vida. ¡Ay, madre! por más que las dos lloremos, no hemos de llevar el vaso de amargura en la medida en que lo hemos bebido… ¡Consuélate, a pesar de todo, de que siempre tendremos lágrimas!»

Como esta carta decía, elevose en el lugar solitario un pabellón que rodearon los ceibos y enredaderas de la selva, y al poco tiempo se formó un cerco espeso de flores y follajes.

Después, los céspedes se unieron a los ceibos que retoñaban, las enredaderas y lianas hiciéronse trenzas largas y ondulantes y se asieron a las cruces con todo el vigor de brazos que se crispan ansiosos de apoyo.

Las cruces llegaron a desaparecer poco a poco en un boscaje que se alzó trepando en torno del cenador por dentro y fuera, y sólo quedó en el interior como un sendero tortuoso que terminaba allí donde estaban los símbolos funerarios.

Las avispas y las abejas salvajes zumbaban en los días ardientes bajo la bóveda y elaboraban su miel en la espesura de mburucuyáes y «camambués».

Cuenta una tradición del pago que en aquel búcaro enorme, ornado siempre de frescas frondas, guías y festones y a la vez que criadero exuberante de selváticas aromas, venían los pájaros en nutridas bandas a fabricar sus nidos, oyéndose al cuajar la aurora y al morir la tarde un himno eterno de complicados silbos y arrullos; y añade la tradición también, que a esas horas, unas veces entre luces y otras entre sombras, veíase entrar y salir del cenador a una mujer taciturna, rígida y fría que no por esto dejaba de sonreír a los vivos, pero que sólo parecía hablar con los muertos.


Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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