Papá Goriot

Honoré de Balzac


Novela



Al grande e ilustre Geoffrey Saint Hilaire,
como testimonio de admiración
por su labor y su talento.

De Balzac.

I. Una pensión burguesa

La señora Vauquer, de soltera De Conflans, es una anciana que desde hace cuarenta años regenta una pensión en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, entre el barrio latino y el de Saint-Marcel. Esta pensión, conocida bajo el nombre de Casa Vauquer, admite tanto a hombres como mujeres, jóvenes y ancianos, sin que las malas lenguas hayan atacado nunca las costumbres de tan respetable establecimiento. Pero también es cierto que desde hacía treinta años nunca se había visto en ella a ninguna persona joven, y para que un hombre joven viviese allí era preciso que su familia le pasara mensualmente muy poco dinero. No obstante, en el año 1819, época en la que da comienzo este drama, hallábase en Casa Vauquer una joven pobre. Aunque la palabra drama haya caído en descrédito por el modo abusivo con que ha sido prodigada en estos tiempos de dolorosa literatura, es preciso emplearla aquí: no que esta historia sea dramática en la verdadera acepción de la palabra; pero, una vez terminada la obra, quizás el lector habrá derramado algunas lágrimas intra muros y extra. ¿Será comprendida más allá de París? Nos permitimos ponerlo en duda. Las particularidades de esta historia llena de observaciones y de colores locales no pueden apreciarse más que entre el pie de Montmartre y las alturas de Montrouge, en ese ilustre valle de cascote continuamente a punto de caer y de arroyos negros de barro; valle repleto de sufrimientos reales, de alegrías a menudo ficticias, y tan terriblemente agitado que se precisa algo exorbitante para producir una sensación de cierta duración.

Sin embargo, encuéntranse en él de vez en cuando dolores que la acumulación de los vicios y de las virtudes hace grandes y solemnes: a su vista, los egoísmos y los intereses se detienen; pero la impresión que reciben es como una fruta sabrosa prestamente devorada. El carro de la civilización, semejante al del ídolo de Jaggernat, apenas retardado por un corazón menos fácil de triturar que los otros y que fija los rayos de su rueda, pronto lo ha roto y continúa su gloriosa marcha. Así mismo haréis vosotros, los que sostenéis este libro con una mano blanca, que os hundís en un mullido sofá, diciéndoos: «Quizás esto va a divertirme». Después de haber leído los secretos infortunios de papá Goriot comeréis con buen apetito, poniendo vuestra sensibilidad a cuenta del autor, tachándole de exagerado, acusándole de poesía. ¡Ah!, sabedlo: este drama no es, una ficción ni una novela. All is true, todo es tan verdadero, que cada cual puede reconocer los elementos del mismo en su casa, quizás en su propio corazón.

La casa en la que se explota la pensión pertenece a la señora Vauquer. Está situada en la parte baja de la calle Neuve-Sainte-Geneviève, en el lugar donde el terreno desciende hacia la calle de la Arbalète, con una pendiente tan brusca que raras veces suben o bajan por ella los caballos. Esta circunstancia es favorable al silencio que reina en esas calles apretadas, entre la cúpula del Val-de-Grâce y la cúpula del Panteón, dos monumentos que cambian las condiciones de la atmósfera, proyectando en ella tonos amarillos y volviéndolo todo sombrío con sus tonos severos. Allí el suelo está seco, los arroyos no tienen agua ni barro, la hierba crece a lo largo de los muros. El hombre más despreocupado se entristece allí lo mismo que todos los transeúntes, el ruido de un carruaje se convierte en un acontecimiento, las casas son tétricas, las murallas huelen a prisión. Un parisiense extraviado sólo vería allí pensiones o instituciones, miseria y tedio, vejez que muere, fogosa juventud obligada a trabajar. Ningún barrio de París es más horrible, y digámoslo también, más desconocido.

La calle Neuve-Sainte-Geneviève, sobre todo, es como un marco de bronce, el único que conviene a este relato, para el cual hay que preparar la mente mediante colores pardos, por medio de ideas graves; de modo que de peldaño en peldaño va disminuyendo la luz, y el canto del guía va expirando cuando el viajero desciende a las Catacumbas. ¡Comparación exacta! ¿Quién decidirá lo que es más horrible: corazones resecos o cráneos vacíos?

La fachada de la pensión da a un jardincillo, de suerte que la casa da en ángulo recto a la calle Neuve-Sainte-Geneviève, donde la veis cortada en su profundidad. A lo largo de esta fachada, entre la casa y el jardincillo, hay un firme en forma de canalón, de una toesa de anchura, delante del cual se ve una avenida enarenada, bordeada de geranios, de adelfas y granados plantados en grandes jarrones de mayólica azul y blanca. En la puerta de acceso a esta avenida hay un rótulo, en el que se lee: CASA VAUQUER, y debajo: Pensión para ambos sexos y demás. Durante el día, una puerta calada, armada de una vocinglera campanilla, permite advertir al extremo del pavimento, en el muro opuesto de la calle, una arcada pintada en mármol verde por un artista de barrio. Bajo el refuerzo simulado por esta pintura se levanta una estatua que representa al Amor. Bajo el zócalo, esta inscripción, medio borrada, recuerda el tiempo al que se remonta tal obra artística por el entusiasmo que atestigua hacia Voltaire, que regresó a París en 1777:

Seas quien fueres, he aquí tu dueño:
Lo es, lo fue o debe serlo.

Al caer la noche, la puerta calada es sustituida por una puerta llena. El jardincillo, tan ancho como larga es la fachada, se encuentra encajonado por el muro de la calle y por el muro medianero de la casa vecina, a lo largo de la cual pende un manto de yedra que la oculta completamente y atrae las miradas de los transeúntes por un efecto que resulta pintoresco en París.

Cada uno de estos muros se halla tapizado por espaldares y vides cuyas menguadas y polvorientas fructificaciones son objeto de los temores anuales de la señora Vauquer y de sus conversaciones con los huéspedes. A lo largo de cada muralla hay una estrecha avenida que lleva a un grupo de tilos. Entre las dos avenidas laterales hay un parterre de alcachofas flanqueado por árboles frutales y bordeado de acedera, lechuga o perejil. Bajo los tilos hay una mesa redonda pintada de verde y rodeada de asientos. Allí, durante los días caniculares, los huéspedes lo suficientemente ricos para permitirse el lujo de tomar café vienen a saborearlo bajo un calor capaz de empollar huevos. La fachada, de tres pisos y buhardillas, está construida con morrillos y pintada de ese color amarillo que presta un carácter innoble a casi todas las casas de París. Las cinco ventanas practicadas a cada piso tienen pequeños cristales y están provistas de celosías, ninguna de las cuales está levantada de la misma manera, de suerte que todas sus líneas conspiran entre sí. La profundidad de esta casa comporta dos ventanas que en la planta baja tienen como adorno unos barrotes de hierro. Detrás del edificio hay un patio de unos veinte pies de ancho, en el que viven en perfecta armonía cerdos, gallinas, conejos, y al fondo del cual se levanta un cobertizo para guardar la leña. Entre este cobertizo y la ventana de la cocina se cuelga la fresquera, debajo de la cual caen las aguas grasientas del fregadero de la cocina. Este patio tiene en la calle Neuve-Sainte-Geneviève una puerta estrecha por la cual la cocinera echa las basuras de la casa, limpiando esta sentina con gran acompañamiento de agua, so pena de pestilencia.

Naturalmente destinada a la explotación de la pensión, la planta baja se compone de una primera pieza iluminada por las dos ventanas de la calle y en la que se penetra por una puerta-ventana.

Este salón comunica con un comedor que se halla separado de la cocina por la caja de una escalera cuyos peldaños son de madera y ladrillos descoloridos y gastados. Nada hay más triste que ver este salón amueblado con sillones y sillas con una tela a rayas, alternativamente mates y relucientes. Parte de las paredes está tapizada con papel barnizado, que representa las principales escenas de Telémaco, y cuyos clásicos personajes están pintados en colores. El panel, situado entre las ventanas enrejadas, ofrece a los pensionistas el cuadro del banquete dado al hijo de Ulises por Calipso. Desde hace cuarenta años, esta pintura suscita las bromas de los huéspedes jóvenes, que se creen superiores a su posición al burlarse de la comida a la que la miseria les condena. La chimenea de piedra, cuyo hogar siempre limpio atestigua que sólo se enciende fuego en las grandes ocasiones, está adornada por dos jarrones llenos de flores artificiales que acompañan a un reloj de mármol azulado del peor gusto. Esta primera pieza exhala un olor que carece de nombre en el idioma y que habría que llamar olor de pensión. Huele a encerrado, a moho, a rancio; produce frío, es húmeda, penetra los vestidos; posee el sabor de una habitación en la que se ha comido; apesta a servicio, a hospicio. Quizá podría describirse si se inventara un procedimiento para evaluar las cantidades elementales y nauseabundas que en ella arrojan las atmósferas catarrales y sui generis de cada huésped, joven o anciano. Bien, a pesar de estos horrores, si lo comparaseis con el comedor, que le es contiguo, hallaríais que este salón resulta elegante y perfumado. Esta sala, completamente recubierta de madera, estuvo en otro tiempo pintada de un color que hoy no puede identificarse, que forma un fondo sobre el cual la grasa ha impreso sus capas de modo que dibuje en él extrañas figuras. En ella hay bufetes pegajosos sobre los cuales se ven botellas, pilas de platos de porcelana gruesa, de bordes azules, fabricados en Tournay. En un ángulo hay una caja con compartimientos numerados que sirve para guardar las servilletas, manchadas o vinosas, de cada huésped.

Se encuentran allí algunos de esos muebles indestructibles, proscritos en todas partes, pero colocados allí como los desechos de la civilización en los Incurables. Veréis allí un barómetro de capuchino que sale cuando llueve, grabados execrables que quitan el apetito, todos ellos enmarcados en madera negra barnizada con bordes dorados; una estufa verde, quinqués de Argand, en los que el polvo se combina con el aceite, una larga mesa cubierta de tela encerada lo suficientemente grasienta para que un bromista escriba su nombre sirviéndose de su dedo como de un estilo, sillas desvencijadas, pequeñas esteras de esparto, calientapiés medio roto, cuya madera se carboniza. Para explicar hasta qué punto este mobiliario es viejo, podrido, trémulo, roído, manco, tuerto, inválido, expirante, haría falta efectuar una descripción que retardaría con exceso el interés de esta historia, y las personas que tienen prisa no perdonarían. El ladrillo rojo está lleno de valles producidos por el desgaste causado por los pies o por los fondos de color. En fin, allí reina la miseria sin poesía; una miseria económica, concentrada. Si aún no tiene fango, tiene manchas; si no presenta andrajos ni agujeros, va a descomponerse por efecto de la putrefacción.

Esta pieza se halla en todo su lustre en el momento en que, hacia las siete de la mañana, el gato de la señora Vauquer precede a su dueña, salta sobre los bufetes, husmea en ellos la leche contenida en varios potes, y deja oír su ronroneo matutino. Pronto aparece la viuda, con su gorro, bajo el que pende un mechón de pelo postizo, y camina arrastrando sus viejas zapatillas. Su cara avejentada, grasienta, de en medio de la cual brota una nariz como el pico de un loro; sus manos agrietadas, su cuerpo parecido al de una rata de iglesia, su busto demasiado cargado y flotante, se hallan en armonía con esta sala que rezuma desgracia, en la que se ha refugiado la especulación, y cuyo aire cálidamente fétido es respirado por la señora Vauquer sin que le produzca desmayo.

Su rostro fresco como una primera helada de otoño, sus ojos circundados de arrugas, cuya expresión pasa de la sonrisa prescrita a las bailarinas, a la amarga mueca de los usureros, en fin, toda su persona implica la pensión, así como la pensión implica toda su persona. El presidio no se imagina sin el capataz, no puede concebirse el uno sin el otro. La fofa gordura de esta mujer es el producto de esta vida, como el tifus es la consecuencia de las exhalaciones de un hospital. Su vestido, hecho con ropa vieja, resume el salón, el comedor, el jardincillo, anuncia la cocina y hace presentir los huéspedes. Cuando ella está allí, el espectáculo es completo. De una edad de unos cincuenta años, la señora Vauquer se parece a todas las mujeres que han tenido desgracias. Tiene los ojos vidriosos, el aire inocente de una callejera que se hace acompañar para hacerse pagar mejor, pero, por otra parte, dispuesta a todo con tal de hacer más agradable su suerte. Sin embargo, es buena mujer en el fondo, dicen los huéspedes, que la creen sin fortuna al oírla gemir y toser como ellos. ¿Quién había sido el señor Vauquer? Ella nunca hablaba del difunto. ¿Cómo había perdido su fortuna? En las desgracias, respondía la señora Vauquer. Se había portado mal con ella, sólo le había dejado los ojos para llorar, aquella casa para vivir y el derecho de no compadecer ningún infortunio, porque, decía, había sufrido todo lo que es posible sufrir. Al oír los pasos de la señora, la gorda Silvia, la cocinera, se apresuraba a servir el desayuno de los huéspedes internos.

Generalmente los huéspedes externos sólo se abonaban a la comida del mediodía, que costaba treinta francos mensuales. En la época en que comienza esta historia, los internos eran en número de siete. El primer piso contenía los dos mejores apartamentos de la casa. La señora Vauquer habitaba el menos considerable, y el otro pertenecía a la señora Couture, viuda de un comisario-ordenador de la República francesa. Tenía consigo a una muchacha llamada Victorina Taillefer, a la que hacía de madre.

La pensión de estas dos señoras ascendía a mil ochocientos francos. Los dos apartamentos del segundo piso estaban ocupados, el uno por un anciano llamado Poiret; el otro por un hombre de unos cuarenta años de edad que llevaba una peluca negra, se teñía las patillas, decíase antiguo negociante y se llamaba señor Vautrin. El tercer piso se componía de cuatro habitaciones, dos de las cuales estaban alquiladas, una a una solterona llamada señorita Michonneau; la otra a un antiguo fabricante de fideos, pastas de Italia y de almidón, el cual dejaba que le llamaran papá Goriot. Las otras dos habitaciones estaban destinadas a los pájaros de paso, a esos desdichados estudiantes que, como papá Goriot y la señorita Michonneau, no podían destinar más que cuarenta y cinco francos mensuales a su sustento y a su alojamiento; pero la señora Vauquer deseaba poco su presencia y sólo les tomaba cuando no hallaba algo mejor: comían demasiado pan. En este momento, una de las dos habitaciones pertenecía a un joven venido de los alrededores de Angulema a París para estudiar leyes, y cuya numerosa familia se sometía a las más duras privaciones con objeto de poder enviarle mil doscientos francos anuales. Eugenio de Rastignac, que tal era su nombre, era uno de esos jóvenes que han sido forjados por la desgracia, que comprenden desde su infancia las esperanzas que sus padres depositan en ellos, y que se preparan un hermoso porvenir calculando ya el alcance de sus estudios y adaptándolos de antemano al movimiento futuro de la sociedad. Sin sus observaciones curiosas y la habilidad con la cual supo presentarse en los salones de París, este relato no poseería los matices de veracidad que sin duda deberá a su inteligencia sagaz y a su deseo de penetrar los misterios de una situación espantosa tan cuidadosamente ocultada por los que la habían creado como por el que padecía los efectos de la misma.

Encima de este tercer piso había un desván para tender la ropa y dos buhardillas en las que dormían un jornalero llamado Cristóbal y la gorda Silvia, la cocinera.

Además de los siete internos, la señora Vauquer tenía, alguno que otro año, ocho estudiantes de derecho o de medicina, y dos o tres hombres que vivían en el barrio y que sólo estaban abonados para la comida. La sala podía tener dieciocho personas a comer y podía admitir una veintena; pero por la mañana sólo se encontraban siete huéspedes cuya reunión ofrecía durante el desayuno el aspecto de una comida en familia. Cada cual bajaba en zapatillas, permitíase observaciones confidenciales sobre el modo de vestir o sobre el aire de los externos y sobre los acontecimientos de la noche anterior, expresándose con la confianza de la intimidad. Estos siete huéspedes eran los niños mimados de la señora Vauquer, la cual les medía con precisión de astrónomo los cuidados y las atenciones, conforme al importe de sus pensiones. Una misma consideración afectaba a esos seres reunidos por el azar. Los dos inquilinos del segundo sólo pagaban mil doscientos francos anuales. Esta pensión tan barata, que sólo se encuentra en el barrio de Saint-Marcel, entre la Bourbe y la Salpêtrière, y de la que constituía excepción la señora Couture, revela que estos huéspedes debían hallarse bajo el peso de desgracias más o menos manifiestas. Así, el espectáculo desolador que ofrecía el interior de aquella casa repetíase en el vestido de sus habituales, igualmente míseros. Los hombres llevaban levitas cuyo color habíase hecho problemático, zapatos como los que se arrojan en el rincón de los guardacantones de los barrios elegantes, vestiduras raídas. Las mujeres llevaban ropa gastada, reteñida, desteñida, viejos encajes zurcidos, guantes lustrosos por el uso. Si tal era la indumentaria, casi todas esas personas mostraban unos cuerpos sólidamente construidos, constituciones que habían resistido las tormentas de la vida, caras frías, duras, borradas como las de los escudos desmonetizados. Las bocas marchitas estaban armadas de dientes ávidos. Estos huéspedes hacían presentir dramas consumados o en acción; no esos dramas representados a la luz de las candilejas, entre telas pintadas, sino dramas vivientes y mudos, dramas helados que removían cálidamente el corazón, dramas continuos.

La vieja señorita Michonneau llevaba sobre sus ojos fatigados una visera grasienta de tafetán verde, con un borde de alambre de latón que habría asustado al ángel de la Piedad. Su chal de franjas delgadas y lloronas parecía cubrir un esqueleto, tan angulosas eran las formas que cubría. ¿Qué ácido había despojado a aquella criatura de sus gracias femeninas? Debía de haber sido linda y bien proporcionada. ¿Había sido el vicio, la pena, la codicia? ¿Había amado demasiado, había sido una cortesana? ¿Expiaba los triunfos de una juventud insolente que había sido sustituida por una vejez ante la cual huían los transeúntes? Su mirada daba escalofríos, su rostro era amenazador. Tenía la voz estridente de una cigarra que grita en su mata al acercarse el invierno. Decía haber cuidado a un señor anciano aquejado de un catarro en la vejiga y abandonada por sus hijos, que la creyeron sin recursos. Aquel viejo le había legado mil francos de renta vitalicia, periódicamente disputados por los herederos, de cuyas calumnias era objeto. Aunque el juego de las pasiones hubiera causado estragos en su rostro, se hallaban todavía en él vestigios de una blancura y de una delicadeza que permitían suponer que el cuerpo conservaba algunos restos de belleza.

El señor Poiret era una especie de mecánico. Al verle extenderse como una sombra gris a lo largo de una avenida del Jardín Botánico, la cabeza cubierta con una vieja gorra, sosteniendo apenas en la mano su bastón de puño de marfil amarillento, dejando flotar su levita que ocultaba mal un pantalón casi vacío, y unas piernas cubiertas con medias azules, mostrando su sucio chaleco blanco y su corbata mal anudada alrededor de su cuello de pavo, muchas personas se preguntaban si aquella sombra chinesca pertenecía a la raza audaz de los hijos de Jafet que mariposean por el bulevar italiano. ¿Qué trabajo había podido reducirle a tal estado? ¿Qué pasión había consumido su rostro? ¿Qué había sido?

Quizás había sido empleado en el Ministerio de Justicia, en la oficina a la que los ejecutores de obras envían sus memorias de gastos, la cuenta de los suministros de velos negros para los parricidas, bramante para los cuchillos. Quizás había sido cobrador a la puerta de un matadero, o subinspector de higiene. En fin, aquel hombre parecía haber sido uno de aquellos asnos de nuestra gran noria social, un pivote alrededor del cual habían girado los infortunios o las suciedades públicas, en fin, uno de esos hombres de los que al verles decimos: «Es preciso, sin embargo, que haya también tipos así». El bello París ignora esos rostros lívidos de sufrimientos morales o físicos. Pero París es un verdadero océano. Echad la sonda en él, y nunca llegaréis a conocer su profundidad. Recorredlo, describidlo; por mucho cuidado que pongáis en recorrerlo, en describirlo; por muy numerosos que sean y por muy grande que sea el interés que tengan los exploradores de ese mar, siempre se encontrará en él un lugar virgen, un antro desconocido, unas flores, unas perlas, monstruos, algo inaudito, olvidado por los buceadores literarios. La Casa Vauquer es una de esas monstruosidades curiosas.

Dos figuras formaban allí un sorprendente contraste con la masa de los huéspedes y de los habituales. Aunque la señorita Victorina Taillefer tuviera una blancura enfermiza parecida a la de las jóvenes afectadas de clorosis, y aunque se uniera al sufrimiento general que constituía el fondo de este cuadro, por una tristeza habitual, por un aire taciturno, sin embargo, su rostro no era viejo, sus movimientos y su voz eran ágiles. Aquella joven calamidad parecía un arbusto de hojas amarillentas, recién plantado en un terreno adverso. Sus cabellos de un rubio oscuro y su cintura en exceso delgada expresaban aquella gracia que los poetas modernos encontraban en las estatuillas de la Edad Media. Sus ojos grises expresaban una dulzura, una resignación cristianas. Sus vestidos sencillos, poco caros, revelaban formas juveniles. Era linda por yuxtaposición.

De haber sido feliz, habría sido encantadora: la felicidad es la poesía de las mujeres, tal como la «toilette» es el afeite. Si la alegría de un baile hubiera reflejado sus rosados matices sobre aquella cara pálida; si las dulzuras de una vida elegante hubieran llenado, hubieran teñido de carmín aquellas mejillas ya ligeramente sumidas; si el amor hubiera reanimado aquellos ojos tristes, Victorina habría podido competir con las más hermosas jóvenes. Le faltaba lo que crea por segunda vez a la mujer, los trapos y los billetes amorosos. Su historia habría suministrado tema para un libro. Su padre creía tener razones para no reconocerla, negábase a tenerla a su lado, no le concedía más que seiscientos francos al año, y había alterado su fortuna para poderla transmitir íntegramente a su hijo. Parienta lejana de la madre de Victorina, que en otro tiempo había ido a morir de desesperación a su casa, la señora Couture cuidaba de la huérfana como si fuera hija suya. Desgraciadamente la viuda del comisario-ordenador de los ejércitos de la República no poseía en el mundo más que su viudedad y su pensión; podía un día dejar a aquella pobre criatura, sin experiencia y sin recursos, a merced del mundo. La buena mujer llevaba a Victorina a misa todos los domingos, a confesar cada quince días, con objeto de hacer de ella una joven piadosa. Tenía razón. Los sentimientos religiosos ofrecían un porvenir a aquella pobre niña, que amaba a su padre, que cada año se dirigía a su casa para llevar el perdón de su madre, pero que todos los años encontraba la puerta de la casa paterna inexorablemente cerrada. Su hermano, único mediador, no había ido ni una sola vez a verla en cuatro años, y no le enviaba ningún recurso. Rogaba a Dios que abriera los ojos de su padre, que ablandase el corazón de su hermano, y rezaba por ellos sin acusarlos. La señora Couture y la señora Vauquer no encontraban en el diccionario bastantes injurias para calificar este bárbaro proceder. Cuando ellas maldecían a aquel millonario infame, Victorina dejaba oír palabras dulces, parecidas al canto de la paloma torcaz herida, cuyo grito de dolor expresa aún el temor.

Eugenio de Rastignac poseía un rostro muy meridional, la tez blanca, cabellos negros, ojos azules. Sus maneras, su actitud habitual denotaban al hijo de una familia noble, en la que la educación primera sólo había comportado tradiciones de buen gusto. Aunque trataba muy bien sus trajes, aunque durante los días laborables acababa de gastar las prendas de vestir del año anterior, sin embargo, algunas veces podía salir vestido como un joven elegante. Generalmente llevaba una levita vieja, un mal chaleco, la corbata negra, raída, mal anudada, del estudiante, un pantalón que hacía juego con todo lo anterior, y unas botas remendadas.

Entre estos dos personajes y los otros, Vautrin, el hombre de cuarenta años, el de las patillas teñidas, servía de transición. Era uno de esos hombres de los que dice la gente: «¡He ahí un buen mozo!». Tenía anchas las espaldas, el pecho bien desarrollado, los músculos bien marcados, manos compactas, cuadradas y bien marcadas en las falanges de los dedos por ramilletes de pelos de un color rubio ardiente. Su rostro, surcado por arrugas prematuras, ofrecía señales de dureza que estaban desmentidas por sus maneras ágiles. Su voz, de bajo, en armonía con su carácter alegre, no resultaba en modo alguno desagradable. Era amable y risueño. Si una cerradura funcionaba mal, pronto la había desmontado, arreglado y vuelto a montar, diciendo: «Esto es cosa mía». Por otra parte, todo lo conocía: los barcos, el mar, Francia, el extranjero, los negocios, los hombres, los acontecimientos, las leyes, los hoteles y las prisiones. Era muy servicial. Había prestado varias veces dinero a la señora Vauquer y a algunos huéspedes; pero las personas a quienes favorecía antes morirían que dejar de devolverle lo que les había prestado, tan grande era el temor que su mirada profunda y resuelta inspiraba a pesar de su aire benévolo. Por el modo de escupir denotaba una sangre fría imperturbable que no había de hacerle retroceder ante un crimen con tal de salir de una situación equívoca. Cual juez severo, sus ojos parecían ir al fondo de todas las cuestiones, de todas las conciencias, de todos los sentimientos. Sus costumbres consistían en salir después de desayunar, regresar para comer, ausentarse toda la tarde y volver hacia medianoche, con ayuda de una ganzúa que le había confiado la señora Vauquer. Sólo él gozaba de este favor. Pero también él era quien se hallaba en mejores relaciones con la viuda, a la que llamaba mamá, cogiéndola por el talle, halago que la gente comprendía muy poco. La buena mujer creía que era cosa fácil, mientras que sólo Vautrin tenía en realidad los brazos lo suficientemente largos para apretar aquella pesada circunferencia. Un rasgo de su carácter era el de pagar generosamente quince francos al mes por un suplemento en el postre. Gente menos superficial que aquellos jóvenes arrastrados por los torbellinos de la vida parisiense, o aquellos viejos indiferentes a quienes no les afectaba Vautrin. Este sabía o adivinaba los asuntos de aquellos que le rodeaban, mientras que nadie podía penetrar ni sus pensamientos ni sus ocupaciones. Aunque hubiera arrojado su aparente benevolencia, su constante complacencia y su alegría como una barrera entre los demás y él, a menudo dejaba traslucir la espantosa profundidad de su carácter. A menudo una salida digna de Juvenal, con la que parecía complacerse en burlarse de las leyes, fustigar a la alta sociedad y convencerla de inconsecuencia consigo misma, debía hacer suponer que guardaba rencor al estado social y que había en el fondo de su vida algún misterio cuidadosamente oculto.

Atraída quizá, sin saberlo, por la fuerza del uno o por la belleza del otro, la señorita Taillefer repartía sus miradas furtivas y sus pensamientos secretos entre aquel cuarentón y el joven estudiante; pero ninguno de ellos parecía pensar en ella, por más que de un día a otro el azar pudiera cambiar su situación y hacer de ella un buen partido. Por otra parte, ninguna de aquellas personas se molestaba en comprobar si las desgracias alegadas por una de ellas eran falsas o verdaderas.

Todas tenían las unas para con las otras una indiferencia mezclada con una desconfianza que resultaba de sus situaciones respectivas. Se sabían impotentes para aliviar sus penas, y todas, al contárselas, habían agotado la copa de las condolencias. Parecidas a viejos cónyuges, ya no tenían nada que decirse. No les quedaba, pues, más que las relaciones de una vida mecánica, el juego de unos engranajes sin aceite. Todas debían pasar sin detenerse por delante de un ciego, escuchar sin emoción el relato de una desgracia, y ver en una muerte la solución de un problema de miseria que les dejaba indiferentes ante la más terrible agonía. La más feliz de estas almas desoladas era la señora Vauquer, que se hallaba en la presidencia de aquel hospicio libre. Sólo para ella aquel jardincillo, que el silencio y el frío, la sequía y la humedad hacían vasto como una estepa, era un risueño vergel. Sólo para ella poseía delicias aquella casa amarilla y sombría. Alimentaba a sus penados ejerciendo sobre ellos una autoridad respetada. ¿Dónde habrían podido aquellos pobres seres encontrar en París, por el precio que ella se los daba, unos alimentos sanos, suficientes, y un apartamento que ellos eran libres de convertir, si no en un apartamento elegante y cómodo, por lo menos limpio y salubre? Aunque ella se hubiera permitido una injusticia manifiesta, la víctima la habría soportado sin quejarse.

Una reunión parecida debía ofrecer y ofrecía en miniatura los elementos de una sociedad completa. Entre los dieciocho comensales se encontraba, como en los colegios, como en el mundo, una pobre criatura rechazada, sobre la que llovían las bromas. Al comenzar el segundo año, esta figura convirtióse para Eugenio de Rastignac en la más destacada entre todas aquellas en medio de las cuales estaba condenado a vivir aún dos años. Esta figura era el antiguo fabricante de fideos, papá Goriot, sobre cuya cabeza un pintor, como el historiador, proyecta toda la luz del cuadro. ¿Por qué azar ese desprecio mezclado con odio, esa persecución mezclada con piedad, esa falta de respeto habían afectado al más antiguo de los huéspedes?

¿Había dado él lugar para algunos de aquellos ridículos que la gente perdona menos que los vicios? Estas preguntas afectan muy de cerca a las injusticias sociales. Quizás es propio de la naturaleza humana hacer soportarlo todo a aquel que todo lo sufre por humildad verdadera, por debilidad o por indiferencia. ¿No nos gusta acaso demostrar nuestra fuerza a expensas de alguien o de algo?

Papá Goriot, anciano de sesenta y nueve años, habíase retirado a la casa de la señora Vauquer en 1813, después de haber abandonado los negocios. Primero había tomado el apartamento ocupado por la señora Couture, y pagaba entonces mil doscientos francos de pensión, como hombre para quien cinco luises más o menos eran una bagatela. La señora Vauquer había arreglado las tres habitaciones de aquel apartamento mediante una cantidad previa que pagó, según dicen, el valor de un mal mobiliario compuesto de cortinas de algodón amarillo, sillones de madera barnizada tapizados de terciopelo de Utrecht, algunas pinturas a la cola y unos papeles que las tabernas de los suburbios rechazaban. Quizá la despreocupada generosidad que puso en dejarse atrapar papá Goriot, que por aquel entonces era llamado respetuosamente señor Goriot, le hizo considerar como un imbécil que no entendía de negocios. Goriot llegó provisto de un guardarropa bien abastecido, el magnífico ajuar del negociante que no quiere privarse de nada al retirarse del comercio. La señora Vauquer había admirado dieciocho camisas muy finas, cuya calidad resaltaba aún más porque el antiguo fabricante de fideos llevaba en la pechera dos agujas unidas por una cadenilla, y cada una de las cuales llevaba un diamante de gran tamaño. Ordinariamente llevaba un traje azul, y todos los días se ponía chaleco de piqué blanco, bajo el cual fluctuaba su vientre piriforme y prominente, que hacía rebotar una pesada cadena de oro provista de dijes. Su petaca, también de oro, contenía un medallón lleno de cabellos que en apariencia le hacían culpable de algunas aventuras. Cuando su esposa le acusó de ser un tenorio, él dejó vagar sobre sus labios la alegre sonrisa del burgués que se siente halagado.

Sus armarios fueron llenados por las numerosas piezas de plata de su hogar. Los ojos de la viuda se iluminaron cuando le ayudó complaciente a desembalar y colocar en orden los cucharones, las cucharas, las vinagreras, las salseras, varias fuentes, en fin, piezas más o menos bellas, que valían cierto número de marcos, y de las que él no quería desprenderse. Estos regalos le recordaban las solemnidades de su vida doméstica. «Esto —dijo a la señora Vauquer guardando una fuente y una pequeña escudilla cuya tapa representaba dos tortolillas que se daban el pico— es el primer regalo que me hizo mi mujer el día de nuestro aniversario. ¡Pobrecilla!, consagró a este regalo sus economías de soltera. Veis, señora, preferiría cavar la tierra con mis uñas a desprenderme de esto. Gracias a Dios podré tomar en esta escudilla mi café todas las mañanas durante el resto de mi vida. No puedo quejarme». En fin, la señora Vauquer había visto muy bien, con sus ojos de urraca, ciertas inscripciones en el libro mayor que, vagamente sumadas, podían representar para el excelente Goriot una renta de unos ocho a diez mil francos. A partir de aquel día, la señora Vauquer, de soltera De Conflans, que entonces tenía cuarenta y nueve años efectivos y sólo aceptaba treinta y nueve, tuvo algunas ideas. Aunque el lagrimal de los ojos de Goriot estuviera hinchado, colgante, lo cual le obligaba a secárselos con bastante frecuencia, ella le encontró aspecto agradable y como es debido. Por otra parte, sus mejillas carnosas, salientes, pronosticaban, lo mismo que su larga nariz cuadrada, cualidades morales a las que parecía dar gran importancia la viuda, y que venían confirmadas por la cara lunar e ingenuamente tonta del buen hombre. Debía de tratarse de un animal sólidamente estructurado, capaz de gastar toda su inteligencia en sentimiento. Sus cabellos en forma de alas de pichón, que el peluquero de la Escuela Politécnica iba a empolvarle todas las mañanas, dibujaban cinco puntas sobre su baja frente y adornaban bien su cara.

Aunque un poco palurdo, sabía tomar de un modo elegante su rapé, lo aspiraba como hombre que estuviera seguro de tener su petaca siempre llena de macuba, y el día en que el señor Goriot se instaló en casa de ella, la señora Vauquer se acostó por la noche ardiendo en el fuego del deseo de abandonar el sudario de Vauquer para renacer convertida en una Goriot. Casarse, vender su pensión, dar el brazo a aquella fina flor de burguesía, convertirse en una dama notable en el barrio, pedir limosna para los indigentes, hacer pequeñas partidas el domingo con Choisy, Soissy y Gentilly; asistir a los espectáculos que quisiera, en butaca de palco, sin tener que aguardar las entradas de autor que le daban algunos de sus huéspedes, en el mes de Julio; soñó todo el Eldorado de los pequeños hogares parisienses. No había confesado a nadie que tenía cuarenta mil francos, acumulados céntimo sobre céntimo. Ciertamente, desde el punto de vista financiero, considerábase un buen partido. «Por lo demás, bien valgo ese buen hombre», díjose, volviéndose del otro lado en la cama, como para asegurarse de los encantos que la gorda Silvia encontraba cada mañana moldeados en hueco. Desde aquel día, durante unos tres meses, la viuda Vauquer aprovechóse del peluquero del señor Goriot e hizo algunos gastos de «toilette», justificados por la necesidad de dar a su casa cierto decoro en armonía con las personas honorables que la frecuentaban. Puso un gran empeño en cambiar el personal de su pensión, con la pretensión de no aceptar en adelante más que a las personas más distinguidas en todos conceptos. Si se presentaba un extraño, ella le alababa la preferencia que le había dispensado el señor Goriot, uno de los negociantes más notables y más respetables de París. Distribuyó unos prospectos en los que se leía: «Casa Vauquer, una de las pensiones más antiguas y más apreciadas del barrio latino. Tiene una vista de las más agradables del valle de los Gobelinos (se le divisa desde el tercer piso) y un lindo jardín, en el extremo del cual se extiende una avenida de tilos».

Hablaba en el prospecto de los buenos aires y de la soledad. Este prospecto le trajo a la señora condesa de Ambermesnil, mujer de treinta y cinco años, que aguardaba la liquidación de tina pensión que se le debía en calidad de viuda de un general muerto en los campos de batalla. La señora Vauquer cuidó de la mesa, encendió lumbre en los salones por espacio de casi seis meses y cumplió lo prometido en su prospecto. Así, la condesa decía a la señora Vauquer, llamándola querida amiga, que le procuraría la baronesa de Vaumerland y la viuda del coronel conde Picquoiseau, dos de sus amigas, que vivían en el Marais en una pensión más cara que la Casa Vauquer. Por otra parte, estas damas vivirían con mucho mayor desahogo cuando las Oficinas de la Guerra hubieran terminado su trabajo. «Pero —decía— las Oficinas no terminan nada».

Las dos viudas subían juntas, después de comer, a la habitación de la señora Vauquer y charlaban allí un rato mientras bebían licor de grosella y comían algunas golosinas reservadas para el paladar de la dueña. La señora de Ambermesnil aprobó los proyectos de su patrona con respecto a Goriot, proyectos excelentes, que, por otra parte, ella había adivinado desde el primer día; parecíale un hombre perfecto.

—¡Ah!, querida amiga, un hombre sano como mis ojos —decíale la viuda—, un hombre perfectamente conservado y que aún puede dar gran satisfacción a una mujer.

La condesa hizo generosamente algunas observaciones a la señora Vauquer con respecto a su modo de arreglarse, que no estaba en consonancia con sus pretensiones.

—Debéis poneros en pie de guerra —le dijo.

Después de muchos cálculos, las dos viudas fueron juntas al Palacio Real, donde compraron, en las Galeries de Bois, un sombrero de pluma y un gorro. La condesa llevó a su amiga al almacén de La Petite Jeannette, donde escogieron un vestido y una echarpe. Cuando estas municiones fueron empleadas y la viuda estuvo bajo las armas, parecía completamente la muestra del Boeuf à la mode.

Sin embargo, encontróse cambiada tan en favor suyo, que, aunque poco inclinada a hacer regalos, creyendo estar en deuda con la condesa, le rogó que aceptase un sombrero de veinte francos. Contaba, a decir verdad, con utilizarla para sondear a Goriot y hacer que la alabara delante de éste. La señora de Ambermesnil prestóse muy amistosamente a esta maniobra y sonsacó al antiguo fabricante de fideos, con quien logró tener un coloquio. Pero después de haberlo encontrado púdico, por no decir refractario a las tentativas que le sugirió su deseo particular por seducirle por su propia cuenta, salió sublevada de su grosería.

—Ángel mío —le dijo a su querida amiga—, ¡no podríais sacar nada de ese hombre! Es ridículamente terco; es un avaro, un animal, un tonto, que no os daría más que disgustos.

Hubo entre el señor Goriot y la señora condesa de Ambermesnil tales cosas que la condesa no quiso siquiera encontrarse con él. Al día siguiente partió olvidándose de pagar seis meses de pensión y dejando unos objetos de escaso valor. Por mucho ahínco que la señora Vauquer pusiera en sus pesquisas, no pudo obtener en París ningún informe sobre la condesa de Ambermesnil. Hablaba a menudo de este deplorable asunto, lamentándose de su exceso de confianza, aunque fuese más desconfiada que una gata; pero parecíase a muchas personas que desconfían de su prójimo y se entregan al primero que llega. Hecho moral extraño, pero verdadero, cuya raíz es fácil de encontrar en el corazón humano. Quizá ciertas personas ya no tienen nada que ganar junto a aquellas con las cuales viven; después de haberles mostrado el vacío de su alma se sienten secretamente juzgadas por ellas con una severidad merecida; pero experimentando una invencible necesidad de halagos, o devoradas por el afán de parecer que poseen las cualidades de que carecen, esperan sorprender la estimación o el corazón de aquellos que les son extraños, con el peligro de verse un día desengañadas.

En fin, hay individuos nacidos mercenarios, que no hacen ningún bien a sus amigos o a sus deudos porque les deben; mientras que al hacer favores a desconocidos, cosechan una ganancia de amor propio: cuanto más cerca de ellos se encuentra el círculo de sus afectos, menos aman; cuanto más se extiende, más serviciales son. La señora Vauquer participaba sin duda de estas dos naturalezas, esencialmente mezquinas, falsas, execrables.

—Si yo hubiera estado aquí —le decía entonces Vautrin—, esta desgracia no os habría sobrevenido. Habría desenmascarado a esa farsanta. Conozco sus artimañas.

Como todos los espíritus mezquinos, la señora Vauquer tenía la costumbre de no salir del círculo de los acontecimientos y no juzgar las causas de los mismos. Le gustaba achacar las culpas a los demás. Cuando tuvo lugar esta pérdida, consideró al honrado fabricante de fideos como el principio de su infortunio, y comenzó desde entonces, como ella decía, a desenamorarse. Cuando hubo reconocido la inutilidad de sus mimos y de sus gastos de representación, no tardó en adivinar la razón de ello. Advirtió entonces que su huésped tenía su modo propio de vivir. En fin, quedó demostrado que su esperanza tan lindamente acariciada se apoyaba sobre una base quimérica, y que nunca sacaría nada de aquel hombre, según la expresión de la condesa, que parecía muy experta. Llevó necesariamente su aversión más lejos que su amistad. Su odio no estuvo en proporción con su amor, sino con sus esperanzas frustradas. Si el corazón humano halla reposo al subir las cuestas del afecto, raras veces se detiene en la rápida pendiente de los sentimientos de odio. Pero el señor Goriot era su huésped; la viuda viose, pues, obligada a reprimir las explosiones de su amor propio herido, a enterrar los suspiros que le ocasionó esta decepción y a devorar sus deseos de venganza, como un monje humillado por su prior. Los espíritus mezquinos satisfacen sus sentimientos, buenos o malos, con incesantes pequeñeces. La viuda empleó su malicia de mujer en inventar sordas persecuciones contra su víctima.

Empezó por suprimir las superfluidades introducidas en su pensión. «Basta de pepinillos y boquerones; todo esto no son más que engañabobos», le dijo a Silvia la mañana en que volvió a su antiguo programa. El señor Goriot era un hombre frugal, en quien la parsimonia necesaria a las personas que han hecho ellas mismas su fortuna había degenerado en hábito. La sopa, el hervido, un plato de legumbres, habían sido, habían de ser siempre su comida predilecta. Resultó, pues, difícil a la señora Vauquer atormentar a su huésped, cuyos gustos en modo alguno podía contrariar. Desesperada de encontrar a un hombre inatacable, comenzó a disminuir sus consideraciones para con él, y de este modo hizo que sus huéspedes compartieran su aversión por Goriot, los cuales, por afán de divertirse, coadyuvaron a las venganzas de ella. Hacia el fin del primer año, la viuda había llegado a tal grado de desconfianza, que se preguntaba por qué aquel negociante, que poseía de siete a ocho mil libras de renta, una soberbia platería y joyas tan valiosas como las de una querida, permanecía en casa de ella, pagándole una pensión tan módica en proporción a su fortuna. Durante la mayor parte de este primer año, Goriot había comido a menudo fuera de casa una o dos veces por semana; luego, insensiblemente, llegó al punto de que ya no comió fuera de casa más que dos veces al mes. La señora Vauquer sintióse contrariada al ver la exactitud progresiva con la que su huésped comía en su casa. Estos cambios fueron atribuidos tanto a una lenta disminución de fortuna como al deseo de contrariar a su patrona. Una de las costumbres más detestables de estos espíritus liliputienses es la de suponer sus mezquindades en los demás. Desgraciadamente, al fin del segundo año, el señor Goriot justificó las habladurías de que era objeto al pedir a la señora Vauquer que le dejara pasar al segundo piso y reducir su pensión a novecientos francos. Tuvo necesidad de una economía tan estricta, que no encendió lumbre en la chimenea del aposento de él durante todo el invierno. La viuda Vauquer quiso cobrar por adelantado, a lo que consintió el señor Goriot, a quien ella desde entonces llamó papá Goriot.

Resultaba difícil adivinar las causas de esta decadencia. Como había dicho la falsa condesa, papá Goriot era un socarrón, un taciturno. Según la lógica de las personas de cabeza vacía, todas indiscretas porque no tienen nada que decirse, aquellos que no hablan de sus acciones es porque deben realizar malas acciones. Aquel negociante tan distinguido convirtióse, pues, en un bribón. Según Vautrin, que hacia esa época fue a vivir a la Casa Vauquer, papá Goriot era un hombre que iba a la Bolsa y que, después de haberse arruinado en ella, cometía estafas. O tal vez era uno de esos jugadores que todas las noches van a probar suerte y ganan diez francos en el juego. También hacían de él un espía agregado a la alta política; pero Vautrin pretendía que no era bastante astuto para ello. Papá Goriot era asimismo un avaro que prestaba dinero, un hombre que jugaba a la lotería. Se hacía de él todo cuanto de más misterioso engendran el vicio, la vergüenza y la impotencia. Únicamente que, por innobles que fuesen su conducta o sus vicios, la aversión que inspiraba no llegaba al extremo de que le expulsaran: pagaba su pensión. Además, servía para que cada cual desahogara en él su buen o mal humor por medio de bromas o de broncas. La opinión que parecía más aceptable y que fue generalmente adoptada era la de la señora Vauquer. De oírla a ella, aquel hombre tan bien conservado, sano, y con el cual aún era posible encontrar placer, era un libertino de aficiones extrañas. He aquí sobre qué apoyaba la viuda Vauquer sus calumnias. Unos meses después de la partida de aquella desastrosa condesa que había sabido vivir durante seis meses a sus expensas, una mañana, antes de levantarse, oyó en su escalera el fru-frú de un vestido de seda y el paso gracioso de una mujer joven y ligera que se introducía en la habitación de Goriot, cuya puerta había sido abierta inteligentemente. En seguida vino la gorda Silvia a decirle a su dueña que una joven demasiado linda para ser honrada, vestida como una diosa, calzada con borceguíes hermosos y nuevos, habíase deslizado como una anguila desde la calle hasta su cocina y le había preguntado por el apartamento del señor Goriot.

La señora Vauquer y su cocinera pusiéronse a escuchar y sorprendieron varias palabras tiernamente pronunciadas durante la visita, que duró algún rato. Cuando el señor Goriot acompañó a su dama, la gorda Silvia tomó en seguida su cesta y fingió ir al mercado para poder seguir a la pareja amorosa.

—Señora —díjole a su ama al regresar—, el señor Goriot debe ser endiabladamente rico. Figuraos que en la esquina de la Estrapade había un soberbio carruaje en el que ella montó.

Durante la comida, la señora Vauquer corrió una cortina para impedir que Goriot fuera incomodado por el sol, uno de cuyos rayos caía sobre sus ojos.

—Sois amado por las hermosas, señor Goriot; el sol os busca —dijo aludiendo a la visita que había recibido—. ¡Demonio!, tenéis buen gusto; era muy linda.

—Era mi hija —dijo con una especie de orgullo en el que los huéspedes quisieron ver la fatuidad de un viejo que pretende guardar las apariencias.

Un mes después de esta visita, el señor Goriot recibió otra. Su hija, que la primera vez había llegado en vestido de mañana, vino después de comer y vestida muy elegantemente. Los huéspedes, ocupados en conversar en el salón, pudieron ver una linda rubia, esbelta, graciosa y demasiado distinguida para ser la hija de papá Goriot.

—¡Ya van dos! —dijo la gruesa Silvia, que no la reconoció.

Unos días más tarde, otra joven, alta y bien proporcionada, morena, de cabellos negros y ojos vivos, preguntó por el señor Goriot.

—¡Ya van tres! —dijo Silvia.

Esta segunda hija, que la primera vez había ido a ver a su padre por la mañana, vino unos días más tarde, después de comer, con vestido de baile y en coche.

—¡Ya van cuatro! —dijeron la señora Vauquer y la gruesa Silvia, que no reconocieron en esta gran dama ningún vestigio de la joven vestida sencillamente por la mañana, cuando efectuó su primera visita.

Goriot pagaba aún mil doscientos francos de pensión. La señora Vauquer encontró muy natural que un hombre rico tuviera cuatro o cinco amantes, e incluso le pareció muy inteligente que las hiciera pasar por hijas suyas. No le importaba que las enviase a la Casa Vauquer. Únicamente, como estas visitas le explicaban la indiferencia de su huésped con respecto a ella, permitióse, al comenzar el segundo año, llamarle gato viejo. Finalmente, cuando su huésped cayó en los novecientos francos, le preguntó qué pensaba hacer con su casa, al ver descender a una de aquellas damas. Papá Goriot le respondió que esta dama era su hija mayor.

—Entonces, ¿tenéis treinta y seis hijas? —dijo con acritud la señora Vauquer.

—No tengo más que dos —repuso el huésped con la dulzura de un hombre arruinado que llega a todas las docilidades de la miseria.

Hacia el final del tercer año, papá Goriot redujo aún sus gastos, subiendo al tercer piso y poniéndose a cuarenta y cinco francos de pensión al mes. Prescindió del tabaco, despidió a su peluquero y dejó de ponerse polvos en el pelo. Cuando papá Goriot apareció por primera vez sin empolvar, su patrona dejó escapar una exclamación de sorpresa al advertir el color de sus cabellos, que eran de un gris sucio y verdusco. Su fisonomía, a la que secretas penas habían vuelto insensiblemente más triste de día en día, parecía la más desolada de los comensales. Ya no hubo entonces ninguna duda. Papá Goriot era un viejo libertino cuyos ojos no habían sido preservados de la maligna influencia de los remedios requeridos por sus enfermedades más que por la habilidad de algún médico. El color desagradable de sus cabellos provenía de sus excesos y de las drogas que había tomado para poder continuarlos. El estado físico y moral del buen hombre daba pie para todos estos cuentos. Cuando su ropa estuvo gastada, compró tela de algodón a catorce sueldos la vara para sustituir su fino lino. Sus diamantes, su petaca de oro, su cadena, sus joyas, desaparecieron pieza tras pieza. Había abandonado el traje azul, para llevar, tanto en verano como en invierno, una levita de paño basto marrón, un chaleco de pelo de cabra y un pantalón gris de cuero. Fue enflaqueciendo poco a poco; sus mejillas decayeron; su cara, antes con expresión de felicidad burguesa, se avejentó desmesuradamente; su frente se arrugó, su mandíbula se hizo más destacada. Durante el cuarto año vivido en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, ya no parecía el mismo. El antiguo fabricante de fideos, de sesenta y dos años de edad, que no aparentaba más de cuarenta; el burgués gordo y fresco, que tenía algo juvenil en la sonrisa, parecía un septuagenario idiotizado, vacilante. Sus ojos azules tan vivaces asumieron un tono turbio, habían palidecido, ya no lagrimeaban, y su borde rojo parecía llorar sangre. A unos inspiraba horror, a otros compasión. Unos jóvenes estudiantes de medicina, habiendo observado el descenso de su labio inferior y medido su ángulo facial, le declararon afectado de cretinismo. Una tarde, después de comer, habiéndole dicho la señora Vauquer en son de burla: «Y bien, ¿ya no vienen a veros vuestras hijas?», poniendo en duda su paternidad, papá Goriot se estremeció como si su patrona le hubiera pinchado con un hierro.

—Vienen algunas veces —respondió con voz emocionada.

—¡Ah, ah! ¡Las veis aún alguna vez! —exclamaron los estudiantes—. ¡Bravo, papá Goriot!

Pero el anciano no oyó las bromas que su respuesta atraía; había caído en un estado meditabundo que los que le observaban superficialmente tomaban por un abotagamiento senil debido a su falta de inteligencia. Si le hubiesen conocido bien, quizás habríanse sentido vivamente interesados por el problema que presentaba su situación física y moral; pero nada había más difícil.

Aunque hubiera resultado fácil saber si Goriot había sido realmente fabricante de fideos, y cuál era su fortuna, los viejos cuya curiosidad se despertó acerca de él no salían de su barrio y vivían en la pensión como ostras en una roca. En cuanto a las otras personas, el torbellino particular de la vida parisiense les hacía olvidar, al salir de la calle Neuve-Sainte-Geneviève, como a aquellos jóvenes despreocupados, que la árida miseria de papá Goriot y su estúpida actitud eran incompatibles con una fortuna y una capacidad cualesquiera. En cuanto a las mujeres que él llamaba sus hijas, todos compartían la opinión de la señora Vauquer, la cual decía, con la lógica severa que la costumbre de suponerlo todo confiere a las viejas ocupadas en chismorrear: «Si papá Goriot tuviese hijas tan ricas como parecían ser todas las damas que han venido a verle, no estaría en mi casa, en el tercer piso, a cuarenta y cinco francos al mes, y no iría vestido como un pobre». Nada podía desmentir estas deducciones. Así, hacia el final del mes de noviembre de 1819, época en que ocurrió este drama, todos en la pensión tenían ideas muy definidas sobre el pobre anciano. Nunca había tenido hija ni mujer; el abuso de los placeres hacía de él un caracol, un molusco antropomórfico para clasificar entre los casquetíferos, decía un empleado del Museo. Poiret era un águila, un gentleman al lado de Goriot. Poiret hablaba, razonaba, respondía; no decía nada, en realidad, razonando o respondiendo, porque tenía la costumbre de repetir en otros términos lo que los otros decían; pero contribuía a la conversación, parecía sensible; mientras que papá Goriot, decía aún el empleado del Museo, estaba constantemente a cero grados Réaumur.

Eugenio de Rastignac había regresado con una disposición de espíritu que deben haber conocido los jóvenes superiores, o aquellos a los que una posición difícil comunica momentáneamente las cualidades de los hombres selectos. Durante su primer año de estancia en París, el escaso trabajo que requieren los primeros cursos de la Facultad le había dejado la libertad de saborear las delicias visibles del París material.

Un estudiante no tiene demasiado tiempo si quiere conocer el repertorio de cada teatro, estudiar las salidas del laberinto parisiense, conocer las costumbres particulares de la capital, escudriñar los lugares buenos y malos, seguir los cursos que divierten, hacer el inventario de los tesoros de los museos. Un estudiante se apasiona entonces por tonterías que le parecen grandiosas. Tiene su grande hombre, un profesor del colegio de Francia, pagado para mantenerse a la altura de su auditorio. En estas iniciativas sucesivas, ensancha el horizonte de su vida, y acaba concibiendo la superposición de las capas humanas que componen la sociedad. Si ha empezado admirando los coches en los Campos Elíseos un hermoso día de sol, llega pronto a envidiarlos. Eugenio había sufrido este aprendizaje, sin darse cuenta, cuando partió en vacaciones, después de haber obtenido el título de bachiller en letras y de bachiller en derecho. Sus ilusiones de la infancia, sus ideas de provincia habían desaparecido. Su inteligencia modificada, su ambición exaltada le hicieron ver con precisión en medio de la mansión paterna, en el seno de la familia. Su padre, su madre, sus dos hermanas y una tía cuya fortuna consistía en pensiones, vivían en la pequeña finca de Rastignac. Estas tierras, que rentaban unos tres mil francos, se hallaban sometidas a la incertidumbre que rige el producto industrial de la viña, y sin embargo, había que extraer cada año mil doscientos francos para él. La vista de esta constante indigencia que le ocultaban generosamente, la comparación que se vio obligado a realizar entre sus hermanas, que le parecían tan hermosas en su infancia, y las mujeres de París, que habían realizado para él el tipo de una belleza soñado; el porvenir incierto de esta numerosa familia que se apoyaba en él, la parsimoniosa atención con que vio que se recogían las más escasas producciones, la bebida hecha para su familia con las heces de la prensa, en fin, un gran número de circunstancias inútiles de consignar aquí, aumentaron su deseo de prosperar y le dieron sed de distinciones.

Como les ocurre a las almas grandes, quiso deberlo todo a su propio mérito. Pero su alma era eminentemente meridional; en el momento de la ejecución, sus determinaciones debían, pues, verse afectadas por aquellas vacilaciones que se adueñan de los jóvenes cuando se encuentran en alta mar, sin saber a qué lado dirigir sus fuerzas, ni hacia qué ángulo hinchar sus velas. Si de momento quiso lanzarse enteramente al trabajo, seducido pronto por la necesidad de crearse relaciones, observó hasta qué punto tienen influencia las mujeres en la vida social y pensó en seguida en obtener protectoras: ¿debían faltar éstas a un joven fogoso e inteligente, cuya inteligencia y ardor estaban realzados por unas maneras elegantes y por una especie de belleza nerviosa que tanto cautiva a las mujeres? Estas ideas le asaltaron hallándose en medio de los campos, durante los paseos que antaño hacía con sus hermanas, que le encontraron muy cambiado. Su tía, la señora de Marcillac, presentada en otro tiempo en la Corte, había conocido en ella a las máximas figuras de la aristocracia. De pronto, el joven ambicioso reconoció, en los recuerdos tan a menudo acariciados por su tía, los elementos de varias conquistas sociales, por lo menos tan importantes como las que emprendía en la Escuela de Derecho; la interrogó acerca de los lazos de parentesco que podían aún renovarse. Después de haber sacudido las ramas del árbol genealógico, la anciana señora consideró que todas las personas que podían servir a su sobrino entre la gente egoísta de los parientes ricos, la menos recalcitrante sería la señora vizcondesa de Beauséant. Escribió a esta joven una carta en el antiguo estilo, y la entregó a Eugenio, diciéndole que, si tenía éxito cerca de la vizcondesa, ella le haría encontrar a sus otros parientes. Unos días después de la llegada, Rastignac envió la carta de su tía a la señora de Beauséant. La vizcondesa respondió con una invitación al baile del día siguiente.

Tal era la situación general de la pensión de la señora Vauquer a fines del mes de Noviembre de 1819. Unos días más tarde, después de haber ido al baile de la señora de Beauséant, regresó hacia las dos de la madrugada. Con objeto de recuperar el tiempo perdido, el animoso estudiante habíase prometido, mientras bailaba, trabajar hasta que amaneciera. Iba a pasar la noche por primera vez en medio de aquel silencioso barrio, porque se había puesto bajo la fascinación de una falsa energía al ver los esplendores del mundo. No había comido en casa de la señora Vauquer. Los huéspedes pudieron, pues, creer que no regresaría del baile hasta el día siguiente por la mañana, al clarear, como hacía a veces cuando volvía de las fiestas del Prado o de los bailes del Odeón. Antes de echar el cerrojo a la puerta, Cristóbal la abrió para mirar a la calle. Rastignac se presentó en aquel momento, y pudo subir a su habitación sin hacer ruido, seguido de Cristóbal, que hacía mucho. Eugenio se desnudó, se puso las zapatillas, tomó una mala levita, encendió su lumbre de conglomerados de turba y preparóse diligente a trabajar, de suerte que Cristóbal cubrió aún con el ruido de sus grandes zapatos los preparativos poco ruidosos del joven estudiante. Eugenio permaneció pensativo durante algunos momentos antes de sumergirse en sus libros de derecho. Acababa de reconocer en la señora vizcondesa de Beauséant a una de las reinas de la moda en París, y cuya casa pasaba por ser la más agradable del barrio de San Germán. Por otra parte, tanto por su apellido como por su fortuna, esta mujer era considerada como una de las figuras más conspicuas del mundo aristocrático. Gracias a su tía De Marcillac, el pobre estudiante había sido bien acogido en esta casa, sin conocer la extensión de tal favor. Ser admitido en aquellos dorados salones equivalía a un título de alta nobleza. Al parecer en aquella sociedad, la más exclusiva de todas, había conquistado el derecho de ir a todas partes.

Deslumbrado por aquella brillante concurrencia, habiendo cambiado apenas unas palabras con la vizcondesa, Eugenio habíase contentado con distinguir, entre la multitud de las deidades parisienses que se apretujaban en aquella casa, a una de aquellas mujeres a las que en seguida debe adorar todo joven. La condesa Anastasia de Restaud, alta y bien proporcionada, era considerada como una de las mujeres más elegantes de París. Imaginad unos grandes ojos negros, una mano magnífica, un pie torneado, fuego en los movimientos, una mujer a la que el marqués de Ronquerolles llamaba un caballo de pura sangre. Esta fogosidad no le arrebataba ninguna ventaja; tenía llenas y redondeadas las formas, sin que pudiera ser acusada de gordura. Caballo de pura sangre, mujer de raza, estas locuciones comenzaban a sustituir a los ángeles del cielo, a las figuras osiánicas, a toda la antigua mitología amorosa rechazada por el dandismo. Pero para Rastignac, la señora Anastasia de Restaud fue la mujer codiciable. Habíase procurado dos turnos en la lista de los galanes escrita en el abanico, había podido hablarle durante la primera contradanza.

—¿Dónde podré encontraros de ahora en adelante? —le había dicho de pronto, con esa fuerza de pasión que tanto agrada a las mujeres.

—Pues —dijo ella— en el Bosque de Bolonia, en los Bouffons, en mi casa, en todas partes.

Y el aventurero meridional habíase apresurado a trabar relaciones con aquella deliciosa condesa, tanto como le es dado hacer a un joven con una mujer durante una contradanza y un vals. Diciéndose primo de la señora de Beauséant, fue invitado por esta mujer, a la que tomó por una gran dama, y tuvo entrada en su casa. A la última sonrisa que ella le dirigió, Rastignac creyó necesaria su visita.

Había tenido la suerte de encontrar a un hombre que no se había burlado de su ignorancia, defecto mortal en medio de los ilustres impertinentes de la época, tales como Molincourt, Ronquerolles, Máximos de Trailles, De Marsay, Ajuda-Pinto y Vandenesse, que estaban allí en la gloria de su fatuidad y mezclados con las mujeres más elegantes, lady Brandon, duquesa de Langeais, condesa de Kergarouët, señora de Sérizy, duquesa de Cariliano, condesa Ferraud, señora de Lanty, marquesa de Aiglemont, señora Firmiani, marquesa de Listomère y marquesa d'Espard, duquesa de Maufrigneuse y las Grandlieu. Afortunadamente, pues, el ingenuo estudiante fue a dar con el marqués de Montriveau, amante de la duquesa de Langeais, un general inocente como un niño, el cual le dijo que la condesa de Restaud vivía en la calle de Helder. Ser joven, tener sed de mundo, hambre de una mujer y ver que se le abrían a uno dos casas; poner el pie en el barrio de San Germán, en casa de la vizcondesa de Beauséant, y la rodilla en la Chaussée d'Antin, en casa de la condesa de Restaud; penetrar con una mirada en los salones de París y creerse un joven lo bastante apuesto como para encontrar en ellos ayuda y protección en un corazón femenino; sentirse lo suficientemente ambicioso para dar un soberbio puntapié a la cuerda sobre la cual es preciso caminar con la seguridad del saltador que no caerá, y haber encontrado en una mujer encantadora el mejor de los balancines. Con tales pensamientos y delante de esta mujer que se erguía sublime junto a una lumbre de conglomerados de turba, entre el Código y la miseria, ¿quién, como Eugenio, no habría sondeado el porvenir por medio de una meditación, quién no lo habría adornado con el éxito? Su pensamiento vagabundo meditaba en sus futuros goces, y se creía al lado de la señora de Restaud, cuando un suspiro turbó el silencio de la noche y resonó en el corazón del joven, de suerte que éste creyó que se trataba del estertor de un moribundo. Abrió suavemente la puerta, y cuando estuvo en el pasillo vio una línea de luz debajo de la puerta de papá Goriot.

Eugenio temió que su vecino se hallara indispuesto, acercóse al ojo de la cerradura, miró al interior de la habitación y vio al anciano ocupado en trabajos, que le parecieron criminales para que no creyera prestar un servicio a la sociedad examinando bien lo que por la noche maquinaba el supuesto fabricante de fideos. Papá Goriot, que sin duda había atado a la barra de una mesa puesta al revés un plato y una especie de sopera de plata sobredorada, hacía girar una especie de alfiler alrededor de estos objetos ricamente esculpidos, apretándolos con tanta fuerza que los retorcía probablemente para convertirlos en lingotes. «¡Demonio, qué hombre!», se dijo Rastignac viendo el nervudo brazo del anciano que, con ayuda de aquella cuerda, amasaba sin hacer ruido la plata dorada, como una pasta. ¿Pero se trataría de un ladrón o de un encubridor que, para entregarse con mayor seguridad a su comercio, se hacía pasar por tonto y vivía como un mendigo?, díjose Eugenio, incorporándose un instante. El estudiante aplicó de nuevo el ojo a la cerradura. Papá Goriot, que había desenrollado su cable, tomó la masa de plata, la puso encima de la mesa después de haber extendido sobre ella su colcha y la hizo rodar para convertirla en barra, operación que realizó con facilidad asombrosa. Papá Goriot miró con tristeza su obra, sus ojos se llenaron de lágrimas, apagó el estadal a cuya luz había retorcido la plata sobredorada, y Eugenio oyó cómo se acostaba dando un suspiro. «Está loco», pensó el estudiante.

—¡Pobre criatura! —dijo en voz alta papá Goriot.

Al oír estas palabras, Rastignac juzgó prudente guardar silencio sobre este acontecimiento y no condenar inconsideradamente a su vecino. Disponíase a volver a su habitación, cuando advirtió de pronto un ruido bastante difícil de expresar y que debía ser producido por unos hombres calzados con escarpines que subían la escalera. Eugenio prestó oído y reconoció, en efecto, el sonido alternativo de la respiración de dos hombres.

Sin haber oído el chirrido de la puerta ni los pasos de los hombres, vio de pronto una débil claridad en el segundo piso, en casa del señor Vautrin. «¡He ahí muchos misterios en una pensión!», se dijo. Bajó unos peldaños, se puso a escuchar y el sonido del oro hirió su oído. Pronto se apagó la luz y las dos respiraciones se dejaron oír sin que la puerta hubiese chirriado. Luego, a medida que los dos hombres descendieron, el ruido fue debilitándose.

—¿Quién va? —gritó la señora Vauquer abriendo la ventana de su habitación.

—Soy yo, que vuelvo, mamá Vauquer —dijo Vautrin con su voz gruesa.

«Es curioso —pensó Eugenio al entrar de nuevo en su aposento—: Cristóbal había echado los cerrojos». Hay que estar despierto para observar lo que sucede alrededor de uno en París. Desviado por estos pequeños acontecimientos de su meditación ambiciosamente amorosa, púsose a trabajar. Distraído por las sospechas que cruzaban por su mente acerca de papá Goriot, más distraído aún por la figura de la señora Restaud, que de vez en cuando aparecía ante él como la mensajera de un brillante destino, acabó acostándose y durmiendo a pierna suelta. De cada diez noches prometidas al trabajo por los jóvenes, dan siete de ellas al sueño. Hay que tener más de veinte años para velar.

El día siguiente por la mañana reinaba en París una de esas nieblas espesas que envuelven la ciudad de un modo que aun las personas más puntuales se equivocan con relación a la hora. La gente falta a sus citas de negocios. Todo el mundo cree que son las ocho cuando dan las doce del mediodía. Eran las nueve y media y la señora Vauquer no se había levantado aún de la cama. Cristóbal y la gruesa Silvia, que también se habían atrasado, tomaban tranquilamente su café, preparado con las capas superiores de la leche destinada a los huéspedes, y que Silvia hacía hervir mucho rato, con objeto de que la señora Vauquer no se diera cuenta de este diezmo ilegalmente cobrado.

—Silvia —dijo Cristóbal mojando su primera tostada—, el señor Vautrin, que es un buen hombre, también ha visto dos personas esta noche. Si la señora se inquietara por ello, no habría que decirle nada.

—¿Os ha dado algo Vautrin?

—Me ha dado cien sueldos, como diciéndome: «Calla».

—Salvo él y la señora Couture, los otros quisieran quitarnos con la mano izquierda lo que nos dan con la derecha —dijo Silvia.

—¡Y lo que dan! —dijo Cristóbal—. He aquí que desde hace dos años papá Goriot se limpia él mismo los zapatos. Poiret prescinde del lustre, y antes lo bebería que ponerlo en sus zapatos. En cuanto al estudiante, me da cuarenta sueldos. Cuarenta sueldos no pagan mis cepillos.

—¡Bah! —dijo Silvia, bebiendo a pequeños sorbos su café—. Nuestros puestos son todavía los mejores del barrio. Vivimos bien. Pero, a propósito de Vautrin, Cristóbal, ¿os ha dicho alguien algo de él?

—Sí, encontré hace unos días a un señor en la calle y me preguntó: «¿No vive en vuestra casa un señor grueso que lleva las patillas teñidas?». Yo le contesté: «No, señor, no se las tiñe. Un hombre como él no tiene tiempo para eso». Le he dicho, pues, esto al señor Vautrin, el cual me ha contestado: «Has hecho muy bien, muchacho. Responde siempre así. Nada hay más desagradable que dejar que conozcan nuestros defectos. Esto puede hacerle perder a uno la oportunidad de una buena boda».

—Pues a mí, en el mercado, han querido engatusarme para hacerme decir si le veía ponerse la camisa. Bueno —dijo interrumpiéndose—, he aquí que en Val-de-Grâce dan las diez menos cuarto y nadie se mueve.

—¡Bah!, todos han salido. La señora Couture y su joven compañera han ido a comulgar a San Esteban, desde las ocho. Papá Goriot ha salido con un paquete. El estudiante no volverá hasta después de las clases, a las diez. Les he visto salir mientras estaba haciendo mis escaleras; por cierto que papá Goriot me ha dado un golpe con lo que llevaba, y era duro como el hierro. ¿Qué estará haciendo ese buen hombre? Los otros le hacen girar como una peonza, pero es una buena persona que vale más que todos ellos. No es mucho lo que me da; pero las damas a las que él me manda, a veces me dan magníficas propinas.

—Las damas a las que él llama sus hijas, ¿no? Hay una docena de ellas.

—Yo sólo he ido a la casa de dos de ellas, las mismas que vinieron aquí.

—He aquí que la señora se mueve y va a hacer su acostumbrado escándalo; tengo que ir. Vigilad la leche, Cristóbal; cuidado con el gato.

Silvia subió al apartamento de su dueña.

—¡Cómo, Silvia! He aquí que son las diez menos cuarto, y me habéis dejado dormir como una marmota. Nunca me había sucedido nada parecido.

—Es la niebla, que puede cortarse con cuchillo.

—Pero ¿y el desayuno?

—Vuestros huéspedes ya han desayunado. La Michonneau y el Poiret no se han movido. No hay más que ellos en la casa, y duermen como leños, que es lo que son.

—Pero, Silvia, tú los pones a los dos juntos como si…

—¿Cómo si qué? —repuso Silvia con una risotada—. Los dos hacen buena pareja.

—Es curioso, Silvia, que haya podido entrar el señor Vautrin esta noche después de que Cristóbal hubiera echado los cerrojos.

—Es que ha oído al señor Vautrin y ha bajado a abrirle la puerta. Y he aquí lo que vos habéis creído…

—Dame mi camisola y ve enseguida a ver el desayuno. Arregla el resto del cordero con patatas y dales peras cocidas, de las que cuestan dos centavos cada una.

Unos instantes más tarde, la señora Vauquer descendió en el momento en que su gato acababa de derribar con la pata un plato que tapaba un bol de leche y la estaba lamiendo a toda prisa.

—¡Mistigris! —exclamó. El gato huyó; luego fue a frotar su cuerpo contra las piernas de la dueña—. ¡Sí, sí, cobarde! ¡Silvia, Silvia!

—Bien, ¿qué ocurre, señora?

—Mirad lo que ha bebido el gato.

—La culpa es de ese animal de Cristóbal, al que le dije que lo tapara. ¿Dónde ha ocurrido? No os preocupéis, señora; será el desayuno de papá Goriot. Añadiré agua, y no se dará cuenta. No se fija en nada, ni siquiera en lo que come.

—¿Dónde ha ido ese imbécil? —dijo la señora Vauquer poniendo los platos en la mesa.

—¿Quién lo sabe? Hace negocios de mil demonios.

—He dormido demasiado —dijo la señora Vauquer.

—Pero también la señora está fresca como una rosa…

En aquel momento se oyó la campanilla y entró Vautrin en el salón cantando.

—¡Oh, oh! Buenos días, señora Vauquer —dijo al ver a la patrona, a la que tomó galantemente en sus brazos.

—Vamos, acabad.

—Voy a ayudaros a servir la mesa. Soy amable, ¿verdad? Acabo de ver algo curioso por casualidad.

—¿Qué es? —dijo la viuda.

—Papá Goriot se encontraba a las ocho y media en la calle Dauphine, en casa del orfebre que compra viejos cubiertos. Le ha vendido por una buena suma un utensilio riel hogar en plata sobredorada, bastante bien retorcido para no ser del oficio.

—¿De veras?

—Sí. Yo volvía para acá después de haber acompañado a uno de mis amigos que se expatria a las Mensajerías reales; he aguardado a papá Goriot para ver qué sucedía: una historia de risa. Ha vuelto a subir a este barrio, a la calle de Grès, donde entró en la casa de un usurero conocido, llamado Gobseck, un sujeto capaz de hacer piezas de dominó con los huesos de su padre; un judío, un árabe, un griego, un bohemio, un hombre al que sería difícil desvalijar porque pone sus escudos en el Banco.

—¿Qué es, pues, lo que hace papá Goriot?

—No hace nada —dijo Vautrin—; deshace. Es lo bastante imbécil para arruinarse con sus hijas, que…

—¡Ahí está! —dijo Silvia.

—Cristóbal —gritó papá Goriot—, sube conmigo.

Cristóbal siguió a papá Goriot y volvió a bajar en seguida.

—¿Adónde vas? —dijo la señora Vauquer a su criado.

—A hacer un recado para el señor Goriot.

—¿Qué es eso? —dijo Vautrin arrancando de las manos de Cristóbal una carta en la que leyó: A la señora condesa Anastasia de Restaud—. ¿Y cuáles son las señas? —añadió devolviendo la carta a Cristóbal.

—Calle de Helder. Tengo órdenes de no entregar esto más que a la señora condesa en persona.

—¿Qué hay ahí dentro? —dijo Vautrin poniendo la carta al trasluz—. ¿Un billete de banco? No. —Entreabrió el sobre.— Una letra pagada —exclamó—. ¡Caramba, qué galante es el hombre! Vamos, bribón —dijo poniendo su manaza sobre la cabeza de Cristóbal, al que hizo girar sobre sí mismo como un dado—, que tendrás una buena propina.

La mesa estaba puesta. Silvia hacía hervir la leche. La señora Vauquer encendía la estufa, ayudada por Vautrin, que seguía canturreando.

Cuando todo estuvo a punto, entraron la señora Couture y la señorita Taillefer.

—¿De dónde venís tan temprano, mi hermosa dama? —dijo la señora Vauquer a la señora Couture.

—Venimos de hacer nuestras devociones a San Esteban del Monte, porque hoy hemos de ir a la casa del señor Taillefer. Pobrecilla, tiembla como hoja en el árbol —repuso la señora Couture, sentándose ante la estufa, a la boca de la cual presentó sus zapatos, que echaron humo.

—Calentaos, pues, Victorina —dijo la señora Vauquer.

—Está bien, señorita, eso de rezar a Dios para que ablande el corazón de vuestro padre —dijo Vautrin acercando una silla a la huérfana—. Pero eso no es suficiente. Os haría falta un amigo que se encargase de cantarle las cuarenta a ese bárbaro que, según dicen, tiene tres millones y no os da dote. Una joven bella tiene necesidad de dote en estos tiempos.

—Pobre niña —dijo la señora Vauquer—; vamos, guapa, que el monstruo de vuestro padre será algún día castigado por lo que está haciendo con vos.

Al oír estas palabras, los ojos de Victorina se llenaron de lágrimas, y la viuda se detuvo ante una seña que le hizo la señora Couture.

—Si pudiera tan sólo verle, si pudiera hablarle, entregarle la última carta de su mujer —repuso la viuda del comisario-ordenador—. No me he atrevido a enviársela por correo; conoce mi letra…

—¡Oh mujeres inocentes, desgraciadas y perseguidas —exclamó Vautrin interrumpiendo a la señora Couture—, ya veis cómo os encontráis! Dentro de unos días, yo me ocuparé de vuestros asuntos, y todo irá bien.

—¡Oh!, señor —dijo Victorina lanzando una mirada a la vez húmeda y ardiente a Vautrin, el cual no se emocionó—, si supieseis, de algún medio para llegar a mi padre, decidle que su afecto y el honor de mi madre son para mí más preciosos que todas las riquezas del mundo. Si obtuvieseis alguna mitigación a su rigor, rezaría a Dios por vos. Estad seguro de mi agradecimiento…

—Mucho tiempo he recorrido el mundo —cantó Vautrin con acento irónico.

En aquel momento, Goriot, la señorita Michonneau y Poiret bajaron, atraídos quizá por el olor de salsa con manteca que estaba haciendo Silvia para arreglar los restos del cordero. En el momento en que los huéspedes se sentaron a la mesa diciendo buenos días, dieron las diez, y oyéronse en la calle los pasos del estudiante.

—Bien, señor Eugenio —dijo Silvia—, hoy vais a desayunar en compañía de todo el mundo.

El estudiante saludó a los huéspedes y fue a sentarse al lado de papá Goriot.

—Acaba de ocurrirme una singular aventura —dijo, sirviéndose cordero en abundancia y cortando un trozo de pan que la señora Vauquer medía siempre con los ojos.

—¡Una aventura! —dijo Poiret.

—Bien, ¿por qué habríais de asombraros por ello? —dijo Vautrin a Poiret—. El señor es muy guapo y es natural que tenga aventuras.

La señorita Taillefer deslizó tímidamente una mirada hacia el joven estudiante.

—Contadnos vuestra aventura —dijo la señora Vauquer.

—Ayer me encontraba yo en el baile en casa de la vizcondesa de Beauséant, una prima mía, que posee una casa magnífica, apartamentos muy bellos, en fin, que nos dio una fiesta soberbia, en la que me divertí como un rey…

—Ezuelo —dijo Vautrin interrumpiendo.

—Caballero —repuso vivamente Eugenio—, ¿qué queréis decir?

—Digo ezuelo, porque los reyezuelos se divertían más que los reyes.

—Es verdad; yo preferiría ser ese pajarillo sin preocupaciones a ser rey, porque… —dijo Poiret.

—En fin —dijo el estudiante cortándole la palabra—, que he bailado con una de las mujeres más bellas que había en el baile, una condesa encantadora, la criatura más deliciosa que he visto jamás. Llevaba en la cabeza flores de melocotonero, en el costado el más hermoso ramillete de flores, de flores naturales, que embalsamaban el aire; pero ¡bah!, sería preciso que la hubierais visto; resulta imposible describir a una mujer animada por la danza. Pues bien, esta mañana he encontrado a esa divina condesa, sobre las nueve, a pie, por la calle de Grès. ¡Oh!, el corazón me ha palpitado aceleradamente, me imaginaba…

—Que venía hacia acá —dijo Vautrin lanzando una profunda mirada al estudiante—. Sin duda iba a casa de papá Gobseck, un usurero. Si alguna vez hurgáis en los corazones de las mujeres de París, encontraréis en ellos al usurero antes que al amante. Vuestra condesa se llama Anastasia de Restaud y vive en la calle de Helder.

Al oír este nombre, el estudiante miró fijamente a Vautrin. Papá Goriot levantó rápidamente la cabeza y resplandeció en sus ojos una mirada luminosa y llena de inquietud que sorprendió a los huéspedes.

—Cristóbal llegará demasiado tarde, ya que, por lo visto, habrá ido allá —exclamó con acento dolorido Goriot.

—He adivinado —dijo Vautrin inclinándose hacia el oído de la señora Vauquer.

Goriot comía maquinalmente y sin saber lo que estaba comiendo. Nunca había parecido más estúpido y distraído que en aquel momento.

—¿Qué demonio ha podido deciros su nombre, señor Vautrin? —preguntó Eugenio.

—¡Ah, ah! —respondió Vautrin—. Papá Goriot lo sabía. ¿Por qué no habría de saberlo yo?

—Señor Goriot —dijo el estudiante.

—¡Qué! —dijo el pobre anciano—. ¿Estaba ayer muy hermosa?

—¿Quién?

—La señora de Restaud.

—Mirad al gato viejo —dijo la señora Vauquer a Vautrin—, cómo se le encandilan los ojos.

—¿Acaso él la mantiene? —dijo en voz baja la señorita Michonneau al estudiante.

—¡Ah, sí! estaba formidablemente hermosa —repuso Eugenio, a quien papá Goriot miraba con avidez—. De no haber estado allí la señora de Beauséant, mi divina condesa habría sido la reina del baile; los jóvenes sólo tenían ojos para ella; yo era el doceavo inscrito en la lista; ella bailaba todas las contradanzas. Todas las otras mujeres se morían de rabia. Si hubo ayer una criatura feliz, fue ella. Tienen razón en decir que no hay nada más bello que fragata de vela, caballo a galope y mujer que baila.

—Ayer arriba, en casa de una duquesa —dijo Vautrin—; esta mañana abajo, en casa de un prestamista: he aquí las parisienses. Si sus maridos no pueden mantener su lujo desenfrenado, se venden. Si no saben venderse, serían capaces de abrir las entrañas a su madre para buscar allí dentro algo que brillase. En fin, que hacen las mil y una.

El rostro de papá Goriot, que se había iluminado como el sol de un hermoso día al oír al estudiante, púsose sombrío ante esta cruel observación de Vautrin.

—Bien —dijo la señora Vauquer—, ¿dónde está, pues, vuestra aventura? ¿Le habéis hablado? ¿Le habéis preguntado si venía a estudiar derecho?

—No me ha visto —dijo Eugenio—. Pero encontrar a una de las más bellas mujeres de París en la calle de Grès, a las nueve, una mujer que debió regresar del baile a las dos de la madrugada, ¿no es curioso? Sólo pueden encontrarse en París tales aventuras.

—¡Bah!, las hay mucho más divertidas —exclamó Vautrin.

La señorita Taillefer apenas había escuchado, tan preocupada estaba por la tentativa que se disponía a realizar. La señora Couture le hizo seña de que se levantara para vestirse. Cuando salieron las dos mujeres, papá Goriot les imitó.

—¡Bien!, ¿le habéis visto? —dijo la señora Vauquer a Vautrin y a sus otros huéspedes—. Es evidente que se ha arruinado con esas mujeres.

—Nunca habrá nadie que me haga creer que la bella condesa de Restaud pertenezca a papá Goriot —exclamó el estudiante.

—Pero —interrumpióle Vautrin— nosotros no tenemos interés alguno en hacer que lo creáis. Sois aún demasiado joven para conocer París; más tarde sabréis que en esta ciudad se encuentran lo que llamamos hombres de uniones… —Al oír estas palabras, la señorita Michonneau miró a Vautrin con aire inteligente. Habríais dicho pie era un caballo de regimiento al oír el son de la trompeta.— ¡Ah, ah! —dijo Vautrin interrumpiéndose para dirigirle una profunda mirada—, también hemos tenido vuestras pasiones, ¿eh? —La solterona bajó los ojos cono una religiosa que ve unas estatuas.— Bien —prosiguió—, esas personas sólo tienen sed de cierta agua tonada de determinada fuente, y a menudo corrompida; para poder beber de ella venderían a sus mujeres, a sus hijos; venderían su alma al diablo. Para los unos, esta fuente es el juego, la Bolsa, una colección de cuadros o de insectos, la música; para otros es una mujer que sabe cocinarles platos delicados. A aquéllos les ofreceríais todas las mujeres de la tierra y se burlarían de ello; no quieren más que a aquella que satisface su pasión. A menudo esta mujer no les ama en absoluto, les vende bien caras sus caricias; pero ellos no cejan, y llevarían el último de sus cubiertos al Monte de Piedad para poder ofrecerles su último escudo. Papá Goriot es una de esas personas. La condesa le explota porque es discreto, eso es todo. El pobre hombre no piensa más que en ella. Fuera de su pasión, ya lo veis, es una bestia bruta. Habladle de este tema, y su rostro brillará como un diamante. No resulta difícil adivinar ese secreto. Esta mañana ha llevado plata sobrecortada a fundir y le he visto entrar en casa de papá Gobseck, en la calle Grès. ¡Seguidle! Al regresar ha enviado a la casa de la condesa de Restaud a ese tonto de Cristóbal, él nos ha enseñado la dirección de la carta, en la que había una letra pagada. Es evidente que si la condesa iba también a la casa del viejo prestamista, la cosa era urgente. Papá Goriot ha financiado galantemente por ella. La cosa está bien clara. Esto os demuestra, mi joven estudiante, que mientras vuestra condesa reía, bailaba, hacía mil monadas, hacía balancear sus flores de melocotonero, estaba pensando en sus letras de cambio protestadas o en las de su amante.

—Me dais unas ganas locas de saber la verdad. Mañana iré a la casa de la señora de Restaud —exclamó Eugenio.

—Sí —dijo Poiret—, mañana hay que ir a la casa de la señora de Restaud.

—Quizás encontraréis allí a papá Goriot, que vendrá a cobrarse el importe de sus galanterías.

—Pero —dijo Eugenio con aire de disgusto—, vuestro París, es, pues, un cenagal.

—Es verdad —repuso Vautrin—. Los que se ensucian en él y van en coche son gente honrada; los que van a pie son unos bribones. Si tenéis la desgracia de sacar a alguien de él, se os exhibe en el Palacio de Justicia como una curiosidad. Si robáis un millón, se os señala en los salones como una virtud. Pagáis treinta millones a la Gendarmería y a la Justicia para mantener esa moral. ¡Muy bonito!

—¡Cómo! —exclamó la señora Vauquer—. ¿De modo que papá Goriot habría fundido su servicio de desayuno en plata sobredorada?

—¿No había dos tortolillos en la tapa? —dijo Eugenio.

—Exacto.

—Apreciaba mucho ese servicio, y lloró cuando hubo amasado la taza y el plato. Lo he visto por casualidad.

—Lo apreciaba como a su propia vida —respondió la viuda.

—Ya veis cuán apasionado es el hombre —exclamó Vautrin—. Esa mujer sabe muy bien hacer cosquillas al alma.

El estudiante volvió a subir a su casa. Vautrin salió. Unos instantes más tarde, la señora Couture y Victorina subieron a un coche de alquiler que Silvia fue a buscarles. Poiret ofreció el brazo a la señorita Michonneau y ambos fueron a pasear al jardín Botánico durante dos hermosas horas del día.

¡Bien! Helos ahí como un matrimonio —dijo la obesa Silvia—. Hoy salen juntos por primera vez. Están tan delgados, que si frotan uno contra otro harán saltar chispas.

—Cuidado con el chal de la señorita Michonneau —dijo riendo la señora Vauquer—, porque prenderá como la yesca.

A las cuatro de la tarde, cuando regresó Goriot, vio, a la luz de dos lámparas humeantes, a Victorina, cuyos ojos estaban rojos. La señora Vauquer escuchaba el relato de la visita infructuosa hecha al señor Taillefer durante la mañana. Fastidiado al tener que recibir a su hija y a aquella vieja, Taillefer las había dejado llegar hasta él para caer una explicación con ellas.

—Querida señora mía —decía la señora Couture a la señora Vauquer—, figuraos que ni siquiera ha hecho sentarse a Victorina, que ha permanecido constantemente de pie. A mí me ha dicho, sin encolerizarse, fríamente, que nos ahorrásemos el trabajo de ir a su casa; que la señorita, sin decir su hija, perdía el tiempo al molestarle (una vez al año, ¡el monstruo!); que habiéndose casado con él la madre de Victorina sin fortuna, no tenía derecho a reclamar nada; en fin, las cosas más duras, que han hecho derramar un mar de lágrimas a esa pobre pequeña. La pequeña se arrojó entonces a los pies de su padre y le dijo con valentía que sólo insistía a causa de su madre, que obedecería su voluntad sin murmurar; pero que le suplicaba que leyese el testamento de la pobre difunta; entonces ha tomado la carta y se la ha presentado, diciendo las cosas más bellas del mundo y las mejor sentidas; no sé de donde las ha tomado; Dios se las dictaba, porque yo, de escucharla, lloraba como una bestia. ¿Sabéis lo que estaba haciendo ese monstruo de hombre? Pues se cortaba las uñas, cogió la carta que la pobre señora Taillefer había mojado con sus lágrimas y la arrojó a la chimenea, diciendo: «¡Está bien!». Quiso levantar a su hija, que le cogía las manos para besárselas, pero él las retiró. ¿No es esto un crimen? El imbécil de su hijo entró sin saludar a su hermana.

—Entonces, ¡son unos monstruos! —dijo papá Goriot.

—Y además —dijo la señora Couture sin hacer caso de la exclamación del buen hombre—, el padre y el hijo se fueron saludándome y rogándome les disculpara, porque tenían asuntos urgentes. He ahí nuestra visita. Por lo menos ha visto a su hija. No sé cómo puede renegar de ella, porque se parecen como dos gotas de agua.

Los huéspedes, internos y externos, llegaron los unos detrás de los otros, deseándose mutuamente buenos días, y diciéndose esas naderías que constituyen, en ciertas clases parisienses, un espíritu picaresco, en el cual la tontería entra como elemento principal, y cuyo mérito consiste particularmente en el gesto o en la pronunciación. Esta especie de argot varía continuamente. La broma que constituye su principio no tiene nunca un mes de existencia. Un acontecimiento político, un proceso en la audiencia, una canción de las calles, las farsas de un actor, todo sirve para mantener ese juego del ingenio que consiste sobre todo en tomar las ideas y las palabras como pelotas y enviárselas unos a otros. El reciente invento del Diorama, que llevaba la ilusión de la óptica a un grado mucho más elevado que en los Panoramas, había introducido en algunos estudios de pintura la manía de hablar en rama.

—Bien, señor Poiret —dijo el empleado del Museo—, ¿cómo va esa saludrama? —Y luego, sin esperar la respuesta:— Señoras, estáis muy tristes —dijo a la señora Couture y a Victorina.

—¿Vamos a comer? —exclamó Horacio Bianchon, estudiante de medicina, amigo de Rastignac—. Mi pequeño estómago se me ha bajado usque ad talones.

—¡Hace hoy un gran friorama! —dijo Vautrin—. Haceos un poco más allá, papá Goriot. ¡Qué demonio! Os lleváis todo el calor de la estufa.

—He aquí su excelencia el marqués de Rastignac, doctor en derecho torcido —exclamó Bianchon cogiendo a Eugenio por el cuello y estrechándole de manera que le ahogaba.

La señorita Michonneau entró suavemente, saludó a los invitados sin decir nada y fue a colocarse junto a las tres mujeres.

—Ese viejo murciélago me hace estremecer siempre de frío —dijo en voz baja Bianchon a Vautrin, señalando a la señorita Michonneau.

—¿El señor la ha conocido? —preguntó Vautrin.

—¿Quién no la ha encontrado? —respondió Bianchon—. Palabra de honor, esa solterona pálida me hace el efecto de esos largos gusanos que acaban royendo una viga.

—Es lo que es, joven —dijo el cuarentón peinando sus patillas, y canturreó—: Y rosa, ha vivido lo que viven las rosas. El espacio de una mañana.

—¡Ah, ah! He aquí una magnífica soparama —dijo Poiret viendo a Cristóbal que entraba teniendo en la mano respetuosamente la sopa.

—Perdonadme, señor —dijo la señora Vauquer—, es una sopa de coles.

Todos los jóvenes se echaron a reír.

—¿Alguien ha visto la niebla de esta mañana? —preguntó el empleado.

—Era —dijo Bianchon— una niebla frenética y sin ejemplo, una niebla lúgubre, melancólica, verde, una niebla Goriot.

Goriorama —dijo el pintor—, porque no se veía nada.

Sentado en el extremo de la mesa, cerca de la puerta por la cual se servía la comida, papá Goriot levantó la cabeza oliendo un trozo de pan que tenía bajo su servilleta, por una vieja costumbre comercial que reaparecía algunas veces.

—Bueno —le dijo en tono agrio la señora Vauquer con voz que dominó el ruido de las cucharas, de los platos y de las voces—. ¿Es que no encontráis bueno el pan?

—Al contrario, señora —respondió—, está hecho con harina de Étampes, de primera calidad.

—¿Cómo lo conocéis? —interrogó Eugenio.

—Por la blancura, por el sabor.

—Por el sabor de la nariz, puesto que lo estáis oliendo —dijo la señora Vauquer—. Os volvéis tan ahorrativo, que acabaréis encontrando el medio de alimentaros oliendo el aire de la cocina.

—Tomad entonces una patente de invención —exclamó el empleado del Museo—; haréis una buena fortuna.

—Dejadle, pues; hace esto para persuadirnos de que ha sido fabricante de fideos —dijo el pintor.

El pobre papá Goriot, al ver que todos se reían de él, miraba a los huéspedes con aire estúpido. Cristóbal llevóse el plato del buen hombre, creyendo que había terminado la sopa; de suerte que cuando Goriot, después de haber levantado su sombrero, cogió la cuchara y dio un golpe encima de la mesa, todos los comensales se echaron a reír.

—Bien, señorita —dijo Vautrin a Victorina—, vos no coméis nada.

—La señorita —dijo Rastignac, que se encontraba cerca de Bianchon— podría intentar un proceso sobre la cuestión de los alimentos, puesto que no come. ¡Eh, eh!, mirad cómo examina papá Goriot a la señorita Victorina.

El anciano olvidábase de comer para contemplar a la pobre joven, en los rasgos de la cual veíase un dolor verdadero, el dolor de la hija que ama al padre que no quiere reconocerla.

—Querido —dijo Eugenio en voz baja—, nos hemos equivocado acerca de papá Goriot. No es ni un imbécil ni un hombre sin nervios. Esta noche le he visto retorcer un plato de plata sobredorada, como si fuera cera, y en este momento el aspecto de su rostro revela sentimientos extraordinarios. Su vida me parece demasiado misteriosa para no valer la pena de ser estudiada. Sí, Bianchon, no estoy bromeando.

—Ese hombre es un caso clínico —dijo Bianchon—, de acuerdo; si quiere, lo diseco.

Al día siguiente, Rastignac se vistió muy elegantemente, y hacia las tres de la tarde fue a la casa de la señora Restaud, entregándose durante el camino a esas esperanzas aturdidamente locas que hacen que la vida de los jóvenes esté tan repleta de emociones; no calculan entonces ni los obstáculos ni los peligros, ven en todo el éxito, poetizan su existencia por el único juego de su imaginación, y se hacen desgraciados o tristes por la frustración de proyectos que no vivían aún más que en sus deseos desenfrenados; si no fueran ignorantes y tímidos, el mundo social sería imposible. Eugenio caminaba con mil precauciones para no ensuciarse de barro, pero caminaba pensando en lo que diría a la señora de Restaud, hacía acopio de ingenio, inventaba las respuestas de una conversación imaginaria, preparaba sus palabras, sus frases a lo Talleyrand, suponiendo pequeñas circunstancias favorables a la declaración sobre la cual fundaba su porvenir. El estudiante se manchó de barro y viose obligado a hacerse limpiar las botas y cepillar el pantalón en el Palacio Real. «Si yo fuera rico —díjose cambiando una pieza de treinta sueldos que había tomado para un caso de desgracia—, habría ido en coche, habría podido pensar cómodamente». En fin, llegó a la calle de Helder y preguntó por la condesa de Restaud. Con la sangre fría del hombre que está seguro de triunfar un día, recibió la mirada despectiva de las personas que le habían visto cruzar el patio a pie, sin haber oído el ruido de un carruaje junto a la puerta.

Esta mirada fue para él tanto más sensible cuanto que había comprendido ya su inferioridad al entrar en aquel patio, donde piafaba un hermoso caballo ricamente enganchado a uno de aquellos cabriolés que dan fe del lujo de una existencia disipadora y revelan la de todos los placeres parisienses. Se puso de mal humor. Los cajones abiertos de su cerebro, que contaba con encontrar llenos de inteligencia, se cerraron y volvióse estúpido. Aguardando la respuesta de la condesa, a la cual un ayuda de cámara iba a dar el nombre del visitante, Eugenio dirigióse hacia una ventana de la antecámara, apoyó el codo en una españoleta y miró maquinalmente hacia el patio. Hacíase larga la espera y se habría marchado si no hubiera estado dotado de aquella tenacidad meridional que engendra prodigios cuando procede en línea recta.

—Señor —dijo el ayuda de cámara—, la señora se encuentra en su gabinete y está muy ocupada; no me ha contestado; pero si el señor quiere pasar al salón, ya hay alguien.

Mientras admiraba el terrible poder de esos criados que, con una sola palabra, acusan o juzgan a sus dueños, Rastignac abrió deliberadamente la puerta por la cual había salido el ayuda de cámara, con la intención, sin duda, de hacer creer a aquellos insolentes criados que conocía a los seres de la casa; pero luego desembocó en una pieza en la que se encontraban lámparas, bufetes, un aparato para calentar toallas para el baño, y que a la vez conducía a un pasillo oscuro y a una escalera disimulada. Las risas ahogadas que oyó en la antecámara pusieron calma a su confusión.

—Señor, el salón es por aquí —le dijo el ayuda de cámara con aquel falso respeto que parece una burla más.

Eugenio volvió sobre sus pasos con tal precipitación que tropezó con una bañera, pero tuvo la suerte de retener su sombrero, evitando que se le cayera en el baño. En aquel momento abrióse una puerta al fondo del largo corredor iluminado por una pequeña lámpara. Rastignac oyó al mismo tiempo la voz de la señora Restaud, la de papá Goriot y el rumor de un beso. Volvió a entrar en el comedor, lo cruzó, siguió al ayuda de cámara y volvió a entrar en un primer salón, donde permaneció de pie ante la ventana, y se dio cuenta de que ésta daba al patio. Quería ver si aquel papá Goriot era realmente el padre de ella. El corazón le latía aceleradamente y acordóse de las reflexiones de Vautrin. El ayuda de cámara aguardaba a Eugenio a la puerta del salón, pero de pronto salió un joven elegante, que dijo con impaciencia: «Me voy, Mauricio. Le diréis a la señora condesa que la he estado esperando media hora». Este impertinente, que sin duda tenía derecho a serlo, tarareó una tonada italiana, mientras se dirigía hacia la ventana junto a la cual se hallaba Eugenio, tanto para ver la cara del estudiante como para mirar hacia el patio.

—Será mejor que el señor conde aguarde aún un instante; la señora ha terminado —dijo Mauricio volviendo a la antesala.

En aquel momento, papá Goriot aparecía junto a la puerta cochera por la salida de la escalera pequeña. El buen hombre sacaba su paraguas y se disponía a abrirlo, sin fijarse en que el portal estaba abierto para dar paso a un joven que conducía un tílburi. Papá Goriot sólo tuvo el tiempo suficiente para echarse hacia atrás y evitar ser aplastado. El tafetán del paraguas había asustado al caballo, que se apartó un poco, precipitándose hacia la escalinata. El joven volvió la cabeza con aire de cólera, miró a papá Goriot, y antes de salir le dirigió un saludo que reflejaba la consideración forzada que uno tributa a los usureros de los cuales tiene necesidad, o ese respeto necesario exigido por un hombre corrompido, pero del que uno más tarde se avergüenza. Papá Goriot respondió con un saludo amistoso, lleno de bondad. Todo ello sucedió con la rapidez del relámpago. Demasiado abstraído para darse cuenta de que no estaba solo, Eugenio oyó de pronto la voz de la condesa.

—¡Ah, Máximo, ya os marchabais! —dijo con acento de reproche, en el que se mezclaba un poco de despecho.

La condesa no había prestado atención a la entrada del tílburi. Rastignac volvióse de pronto y vio a la condesa coquetamente vestida con un peinador de cachemira blanco, peinada negligentemente, como las mujeres de París por la mañana; embalsamaba el aire, sin duda había tomado un baño, y su belleza, más flexible, por así decir, parecía más voluptuosa; sus ojos estaban húmedos. Los ojos de los jóvenes lo ven todo: sus mentes se unen a las irradiaciones de la mujer tal como una planta aspira en el aire sustancias que le son propias. Eugenio sintió, pues, el frescor de las manos de aquella mujer sin tener necesidad de tocarlas. Veía, a través de la cachemira, los matices rosados del busto que el peinador, ligeramente entreabierto, dejaba a veces al desnudo, y sobre el cual se paseaba su mirada. Los recursos del corsé resultaban innecesarios para la condesa; sólo el cinturón marcaba su flexible talle, su cuello invitaba al amor, sus pies aparecían lindos en sus zapatillas. Cuando Máximo tomó aquella mano para besarla, Eugenio vio entonces a Máximo, y la condesa vio a Eugenio.

—¡Ah!, sois vos, señor de Rastignac; me alegro mucho de veros —dijo con un aire al cual saben obedecer las personas inteligentes.

Máximo miraba alternativamente a Eugenio y a la condesa de un modo harto significativo para ahuyentar al intruso.

—¡Ah!, querida, espero que pongas a ese tipo de patitas en la calle.

Esta frase era una traducción clara e inteligente de las miradas del joven impertinentemente orgulloso al que la condesa había dado el nombre de Máximo, y al que consultaba el rostro con aquella intención sumisa que revela todos los secretos de una mujer sin que ella se dé cuenta. Rastignac sintió un odio violento hacia aquel joven.

Ante todo, el hermoso pelo rubio y bien rizado de Máximo le hicieron darse cuenta de cuán horrible era el suyo. Además, Máximo llevaba unas botas finas y limpias, en tanto que las suyas, a pesar del cuidado que había puesto al ir por la calle, estaban un poco sucias de barro. En fin, Máximo llevaba una levita que le ceñía elegantemente el talle y le daba el aspecto de una mujer linda, mientras que Eugenio llevaba un corriente traje negro. El inteligente hijo de la Charente advirtió la superioridad que el vestir daba a aquel dandy, alto y esbelto, de ojos claros, tez pálida, uno de esos hombres capaces de arruinar a los huérfanos. Sin aguardar la respuesta de Eugenio, la señora de Restaud dirigióse rápidamente hacia el salón, haciendo flotar los pliegues de su peinador, que se enrollaban y desenrollaban de modo que le daba el aspecto de una mariposa; y Máximo la siguió. Eugenio, furioso, siguió a Máximo y a la condesa. Estos tres personajes se encontraron, pues, en presencia unos de otros, en el centro del gran salón. El estudiante sabía que iba a molestar a aquel odioso Máximo; pero aun con riesgo de disgustar a la señora de Restaud, quiso molestar al dandy. De pronto, recordando haber visto a aquel joven en el baile de la señora de Beauséant, adivinó lo que era Máximo para la señora de Restaud; y con aquella audacia juvenil que hace cometer grandes tonterías u obtener grandes éxitos, díjose a sí mismo: «He aquí mi rival; voy a triunfar sobre él.» ¡Imprudente! Ignoraba que el conde Máximo de Trailles se dejaba insultar, disparaba primero y mataba a su contrincante. El joven conde se dejó caer en una poltrona, al lado de la chimenea, cogió las tenazas y removió el hogar con un movimiento tan violento, que el bello rostro de Anastasia reflejó un súbito enojo. La joven volvióse hacia Eugenio y le dirigió una de esas miradas fríamente interrogativas que dicen: ¿Por qué no os vais?, de un modo tan perfecto, que las personas bien educadas saben hacer en seguida esas frases que habría que llamar frases de salida.

Eugenio asumió un aire agradable y dijo:

—Señora, tenía prisa por veros para…

Se interrumpió. Una puerta se abrió. El señor que conducía el tílburi apareció de pronto, sin sombrero, no saludó a la condesa, y tendió la mano a Máximo, diciéndole: «Buenos días», con una expresión fraternal que sorprendió singularmente a Eugenio.

—El señor de Restaud —dijo la condesa al estudiante, indicándole a su marido.

Eugenio se inclinó profundamente.

—El caballero —prosiguió, presentando a Eugenio al conde de Restaud— es el señor de Rastignac, pariente de la señora vizcondesa de Beauséant por los Marcillac, y a quien tuve el placer de encontrar en su último baile.

¡Pariente de la señora vizcondesa de Beauséant por los Marcillac! Estas palabras, que la condesa pronunció casi enfáticamente, por la especie de orgullo que un ama de casa experimenta al querer demostrar que en su casa sólo recibe a gente distinguida, tuvieron un efecto mágico. El conde abandonó su aire fríamente ceremonioso y saludó al estudiante.

—Encantado, caballero —dijo—, de conocerle.

El propio conde Máximo de Trailles lanzó a Eugenio una mirada inquieta y de pronto abandonó su aire impertinente. Este golpe de varita, debido a la poderosa intervención de un apellido, abrió treinta casillas en el cerebro del meridional, y una súbita luz le hizo ver claro en el ambiente de la alta sociedad parisiense, aún tenebroso para él. La Casa Vauquer y papá Goriot estaban entonces muy lejos de su pensamiento.

—Yo creía que los Marcillac estaban extinguidos —dijo el conde de Restaud a Eugenio.

—Sí, señor —respondió—. El hermano de mi abuelo, el caballero de Rastignac, casó con la heredera de la familia de Marcillac. Sólo tuvo una hija, la cual se casó con el mariscal de Clarimbault, abuelo materno de la señora de Beauséant. Nosotros somos la rama menor, tanto más pobre cuanto que mi tío-abuelo, vicealmirante, lo perdió todo al servicio del rey. El gobierno revolucionario no ha querido admitir nuestros créditos en la liquidación que hizo de la compañía de las Indias.

—¿Acaso vuestro tío-abuelo no mandaba el Vengador antes del año 1789?

—Exacto.

—Entonces conoció a mi tío-abuelo, que mandaba el Warwick.

Máximo levantó ligeramente los hombros mirando a la señora de Restaud y pareció querer decirle: «Si empieza a hablar de marina, estamos listos». Anastasia comprendió la mirada del señor de Trailles. Con el admirable poder que poseen las mujeres, sonrió y dijo:

—Venid, Máximo; tengo que preguntaros una cosa. Caballeros, os dejamos que naveguéis a bordo del Warwick y del Vengador.

Se levantó e hizo una seña a Máximo, el cual la siguió a su gabinete. No bien aquella pareja morganática, linda expresión alemana que carece de equivalente en francés, había llegado hasta la puerta, cuando el conde interrumpió la conversación que sostenía con Eugenio.

—Anastasia, quedaos, cariño —exclamó con buen humor—; ya sabéis que…

—Ya vuelvo, ya vuelvo —le interrumpió—; sólo un momento para hacerle a Máximo un encargo.

Regresó en seguida. Como todas las mujeres que, obligadas a estudiar el carácter de sus maridos para poder conducirse a su antojo, saben reconocer hasta dónde pueden llegar para no perder una preciosa confianza, y que entonces no les contradicen nunca en las pequeñas cosas de la vida, la condesa había comprendido por las inflexiones de la voz del conde que no habría ninguna seguridad en permanecer en el gabinete. Estos contratiempos eran debidos a Eugenio.

Así, la condesa señaló al estudiante con una mirada y un gesto de despecho a Máximo, quien dijo con sorna al conde, a su mujer y a Eugenio:

—Oíd, veo que estáis muy ocupados y no quiero molestaros; adiós.

Y se marchó.

—Quedaos, Máximo —le gritó el conde.

—Venid a comer —dijo la condesa, que, dejando otra vez a Eugenio y al conde, siguió a Máximo al primer salón, donde estuvieron bastante rato juntos, creyendo que el señor de Restaud despediría a Eugenio.

Rastignac les oía reír, hablar y hacer pausas de vez en cuando; pero el malicioso estudiante conversaba con el señor de Restaud, le halagaba o le embarcaba en discusiones, con objeto de volver a ver a la condesa y saber cuáles eran sus relaciones con papá Goriot. Esta mujer, evidentemente enamorada de Máximo; esta mujer, dueña de su marido, relacionada misteriosamente con el viejo fabricante de fideos, le parecía todo un misterio. Quería penetrar este misterio, esperando de este modo reinar como soberano en aquella mujer tan eminentemente parisiense.

—Anastasia —dijo el conde, llamando de nuevo a su mujer.

—Vamos, mi pobre Máximo —le dijo ella al joven—, hay que resignarse. Hasta esta noche…

—Espero, Nasia —le dijo al oído—, que os encargaréis de este jovenzuelo cuyos ojos brillaban como ascuas cuando vuestro peinador se entreabría. Os haría declaraciones, os comprometería y vos me obligaríais a darle muerte.

—¿Estáis loco, Máximo? —dijo—. ¿Esos estudiantillos no son, por el contrario, unos excelentes pararrayos? Por supuesto que haré que se pelee con Restaud.

Máximo se echó a reír y salió seguido de la condesa, la cual se puso a la ventana para verle subir al coche. Máximo hizo piafar a su caballo, agitó el látigo y se alejó. Anastasia no regresó hasta que el portal estuvo cerrado.

—Cariño —le dijo el conde al verla entrar—, las tierras en que vive la familia del señor no están lejos de Verteuil, en la Charente. El tío-abuelo del señor y mi abuelo se conocían.

—Encantada de pisar tierra conocida —dijo la condesa.

—Más de lo que creéis —dijo en voz baja Eugenio.

—¿Cómo? —inquirió ella vivamente.

—Pues —repuso el estudiante— acabo de ver salir de vuestra casa a un señor con el cual vivo, mi puerta frente a la de él, en la misma pensión; me refiero al señor Goriot.

Al oír este nombre, el conde, que estaba atizando el fuego, arrojó las tenazas a la lumbre, como si le hubieran quemado las manos, y se puso en pie.

La condesa palideció al ver la impaciencia de que daba muestras su marido; luego se sonrojó y pareció desconcertada; respondió con voz que quería ser natural:

—Es imposible conocer…

Se interrumpió, miró el piano, como si despertase en ella algún capricho, y dijo:

—¿Os gusta la música, caballero?

—Mucho —respondió Eugenio, que se sonrojó y tuvo la vaga idea de haber cometido una torpeza.

—¿Cantáis? —exclamó, yendo hacia su piano, cuyas teclas atacó vivamente, desde el do de abajo hasta el fa de arriba. ¡Rrrra!

—No, señora.

El conde de Restaud se paseaba de un lado para otro.

—Es una lástima, ya que con ello estáis desprovisto de un gran medio de éxito. Ca-a-ro, ca-a-ro, ca-a-ro, non dubitare —cantó la condesa.

Al pronunciar el nombre de papá Goriot, Eugenio había dado un golpe de varita mágica, pero cuyo efecto era inverso al que habían dado estas palabras: pariente de la señora de Beauséant. Se encontraba en la situación de un hombre introducido por condescendencia en casa de un aficionado a las curiosidades y que, tocando por descuido un armario lleno de figuras esculpidas, hace caer tres o cuatro cabezas mal pegadas.

Habría querido arrojarse a un precipicio. El rostro de la señora de Restaud estaba serio, frío, y sus ojos, indiferentes, rehuían los del torpe estudiante.

—Señora —dijo—, tenéis que hablar con el señor de Restaud; aceptad mis respetos y permitidme…

—Cada vez que vengáis a vernos —apresuróse a decir la condesa, interrumpiendo a Eugenio con un gesto—, estad seguro de que nos causaréis, tanto al señor de Restaud como a mí, el más vivo placer.

Eugenio hizo un profundo saludo a la pareja y salió seguido del señor de Restaud, quien, a pesar de sus instancias, le acompañó hasta la antecámara.

—Cada vez que ese señor se presente —dijo el conde a Mauricio—, ni la señora ni yo estaremos en casa.

Cuando Eugenio puso el pie en la escalinata se dio cuenta de que estaba lloviendo. «Vamos —se dijo—, he venido para cometer una torpeza cuya causa y alcance ignoro, y además voy a echar a perder mi traje y mi sombrero. Debería quedarme en un rincón estudiando mis libros de Derecho y no pensar más que en convertirme en un magistrado. ¿Puedo ir por el mundo, cuando para maniobrar en él convenientemente hace falta un montón de cabriolés, de botas lustradas, arreos indispensables, cadenas de oro, desde la mañana guantes de ante blancos que cuestan seis francos, y siempre guantes amarillos por la noche?».

Cuando se encontró a la puerta de la calle, el conductor de un coche de alquiler, que sin duda acababa de llevar a unos recién casados y quería robar a su dueño efectuando unas carreras de contrabando, hizo una seña a Eugenio al verle sin paraguas, con traje negro, chaleco blanco, guantes amarillos y botas lustradas. Eugenio se hallaba bajo el imperio de una de esas rabias sordas que impelen a un joven a hundirse más y más en el abismo en el que ha entrado, como si esperase encontrar en él una feliz salida. Con un movimiento de cabeza asintió a la petición del cochero. Sin tener más que veintidós sueldos en el bolsillo, montó en el coche, en que unos granos de flores de vallar daban fe del paso de los recién casados.

—¿Adónde va el señor? —preguntó el cochero, que ya no llevaba sus guantes blancos.

«Demonios —se dijo Eugenio—, puesto que me arruino, que esto me sirva de algo».

—Llevadme al hotel de Beauséant —añadió en voz alta.

—¿Cuál? —dijo el cochero.

Palabra sublime, que dejó perplejo a Eugenio. Aquel elegante inédito ignoraba que había dos hoteles de Beauséant, no sabía cuán rico era en parientes que no se preocupaban de él.

—El vizconde de Beauséant, calle…

—De Grenelle —dijo el cochero interrumpiéndole—. Ya veis, existe también el hotel del conde y del marqués le Beauséant, calle de Saint-Dominique.

—Ya lo sé —repuso Eugenio con tono desabrido.

«Todo el mundo, pues, se burla de mí —se dijo, arrojando el sombrero sobre los cojines de delante—. He aquí una escapada que va a costarme cara. Pero por lo menos voy a hacer mi visita a mi supuesta prima de un modo aristocrático. Papá Goriot me cuesta ya por lo menos diez francos, el viejo malvado. A fe mía, voy a contar mí aventura a la señora de Beauséant; quizá la haré reír. Sin duda ella sabrá el misterio de las relaciones criminales entre ese viejo ratón sin rabo y esa bella mujer. Es mejor para mí agradar a mi prima que tropezarme con esa mujer inmoral que me da la impresión de resultar muy cara. Si el nombre de la hermosa vizcondesa es tan poderoso, ¿de qué peso no habrá de ser su persona? Vayamos derechos a lo alto. Cuando uno busca algo en el cielo, debe apuntar hacia Dios».

Estas palabras son la fórmula breve de los mil y un pensamientos entre los cuales flotaba. Recobró algo de seguridad al ver caer la lluvia. Se dijo que si iba a gastar dos de las preciosas piezas de cien sueldos que le quedaban, serían felizmente empleadas en la conservación de su traje, de sus botas y de su sombrero.

No oyó sin un movimiento de hilaridad al cochero que gritaba: «¡La puerta, por favor!». Un portero rojo y dorado hizo chirriar sobre sus goznes la puerta del hotel, y Rastignac vio con dulce satisfacción cómo su coche pasaba bajo el porche, dando la vuelta al patio y deteniéndose bajo la marquesina de la escalinata. El cochero, de gran hopalanda verde con borde azul, fue a desplegar el estribo. Al apearse del coche Eugenio oyó unas risas ahogadas que provenían del peristilo. Tres o cuatro criados habían bromeado ya acerca de aquel carruaje de novia vulgar. Su risa iluminó al estudiante en el momento en que comparó este coche con uno de los coupés más elegantes de París, tirado por dos briosos caballos que mordían el freno y que un cochero elegantemente vestido retenía por la brida como si hubieran querido escapar. En el barrio de San Germán, aguardaba el lujo de un gran señor, un carruaje de más de treinta mil francos.

«¿Quién hay, entonces ahí? —díjose Eugenio, comprendiendo algo tardíamente de que en París debía de haber pocas mujeres que no estuviesen ocupadas, y que la conquista de una de esas reinas resultaba costosísima—. ¡Diantre!, mi prima tendrá sin duda también su Máximo».

Subió la escalinata con la muerte en el alma. Halló junto a la puerta a unos criados muy serios. La fiesta a la cual había asistido habíase dado en los grandes apartamentos de recepción, situados en la planta baja del hotel de Beauséant. No habiendo tenido tiempo, entre la invitación y el baile, de hacer una visita a su prima, no había penetrado aún en los apartamentos de la señora de Beauséant; iba, pues, a ver por vez primera las maravillas de aquella elegancia personal que revela el alma y las costumbres de una mujer distinguida. Estudio tanto más importante cuanto que el salón de la señora de Restaud le proporcionaba un término de comparación.

A las cuatro y media, la vizcondesa estaba visible. Cinco minutos antes no habría recibido a su primo. Eugenio, que nada sabía de las etiquetas parisienses, fue conducido por una gran escalera llena de flores, de barandilla dorada, alfombra roja, al interior de la mansión de la señora de Beauséant, cuya biografía verbal él ignoraba, una de esas cambiantes historias que se cuentan todas las noches de oído a oído en los salones de París.

La vizcondesa mantenía desde hacía tres años relaciones con uno de los más famosos y ricos señores portugueses, el marqués de Ajuda-Pinto. Era una de esas relaciones inocentes que tanto atractivo tienen para las personas de tal modo relacionadas, que no pueden soportar un tercero. Así, el vizconde de Beauséant había dado él mismo el ejemplo al público respetando, quieras o no, aquella unión morganática. Las personas que, en los primeros días de esta amistad, fueron a ver a la vizcondesa a las dos, encontraron en su casa al marqués de Ajuda-Pinto. La señora de Beauséant, incapaz de cerrar su puerta, lo cual habría resultado muy inconveniente, recibía con tanta frialdad a las personas y miraba tan fijamente la cornisa, que cada cual comprendía cuánto la molestaba. Cuando se supo en París que se molestaba a la señora de Beauséant yendo a verla entre las dos y las cuatro, ella se encontró en la soledad más completa. Iba a los Bouffons o a la Ópera en compañía del señor de Beauséant y del señor de Ajuda-Pinto; pero como hombre que sabía vivir, el señor de Beauséant dejaba siempre a su mujer y al portugués después de haberlos instalado. El señor de Ajuda debía casarse. Se casaba con una señorita De Rochefide. En toda la alta sociedad, sólo una persona ignoraba aún esa boda, y esta persona era la señora de Beauséant. Algunas de sus amigas le habían hablado vagamente de ello; la señora de Beauséant habíase echado a reír, creyendo que sus amigas querían turbar una felicidad de la que sentían celos. Sin embargo, iban a publicarse las amonestaciones.

Aunque hubiera venido para notificar esa boda a la vizcondesa, el apuesto portugués no se había atrevido aún a decir una palabra. ¿Por qué? Nada hay sin duda más difícil que notificarle a una mujer semejante ultimátum. Ciertos hombres se encuentran más a sus anchas, sobre el terreno, ante otro hombre que les amenaza con una espada, que ante una mujer que, después de haber espetado sus elegías durante dos horas, se hace la muerta y pide el frasco de sales. En aquel momento, pues, el señor de Ajuda-Pinto se hallaba sobre ascuas y quería salir, diciéndose que la señora de Beauséant se enteraría de la noticia, le escribiría y sería más cómodo efectuar aquel galante asesinato por correspondencia que de viva voz. Cuando el ayuda de cámara de la vizcondesa anunció al señor Eugenio de Rastignac, hizo estremecer de alegría al marqués de Ajuda-Pinto. Sabedlo bien, una mujer amante posee aún mayor ingenio para crearse dudas que para variar el placer. Cuando está a punto de ser abandonada, adivina rápidamente el sentido del menor gesto. Así, considerad que la señora de Beauséant sorprendió aquel estremecimiento involuntario, ligero, pero ingenuamente espantoso. Eugenio ignoraba que uno no debe presentarse nunca en la casa de nadie, en París, sin haberse hecho contar por los amigos de la casa la historia del marido, la de la mujer o de los hijos, con objeto de no cometer ninguna de aquellas torpezas de las que se dice pintorescamente en Polonia: Uncid cinco bueyes a vuestro carro, sin duda para sacaros del mal paso en el que os habéis atascado. Si estas desdichas de la conservación carecen aún de nombre en Francia, se les supone sin duda imposibles, debido a la enorme publicidad que obtienen las maledicencias. Después de haberse enfangado en casa de la señora Restaud, que ni siquiera le había dejado tiempo de volver a comenzar su oficio de boyero, presentóse en casa de Beauséant. Pero si había molestado horriblemente a la señora de Restaud y al señor de Trailles, ahora sacó de apuros al señor de Ajuda.

—Adiós —dijo el portugués, apresurándose a llegar hasta la puerta, cuando Eugenio entró en un saloncito de color gris y rosa, en el cual el lujo parecía ser únicamente elegancia.

—¿Pero esta noche —dijo la señora de Beauséant, volviendo la cabeza y lanzando una mirada al marqués—, no vamos a los Bouffons?

—No me es posible —dijo cogiendo el pomo de la puerta.

La señora de Beauséant se puso en pie, le llamó junto a sí, sin hacer el menor caso de Eugenio, el cual, de pie, aturdido por la refulgencia de una riqueza maravillosa, creía en la realidad de los cuentos árabes y no sabía dónde esconderse, hallándose en presencia de aquella mujer y sin ser advertido por ella. La vizcondesa había levantado el índice de la mano derecha, y con un lindo movimiento señalaba al marqués un lugar delante de ella. Hubo en aquel gesto tan violento despotismo de pasión, que el marqués dejó el pomo de la puerta y acudió al lado de la mujer. Eugenio miraba la escena con ojos no exentos de envidia.

«He ahí —se dijo— el hombre del cupé. Pero ¿es que para obtener en París la mirada de una mujer hay que tener caballos briosos y abundancia de libreas doradas?». El demonio del lujo le mordió en el corazón, la fiebre del lucro se adueñó de él, la sed del oro le secó la garganta. Poseía ciento treinta francos para su trimestre. Su padre, su madre, sus hermanas, su tía, no gastaban todos ellos juntos doscientos francos al mes. Esta rápida comparación entre su situación presente y el fin al cual era preciso llegar contribuyeron a dejarle estupefacto.

—¿Por qué —le dijo riendo la vizcondesa— no podéis venir a los Italianos?

—¡Negocios! He de comer en casa del embajador de Inglaterra.

—Dejaréis esos negocios.

Cuando un hombre engaña, se ve obligado invenciblemente a acumular mentiras sobre mentiras. El señor de Ajuda dijo entonces riendo:

—¿Lo exigís?

—Sí, por supuesto.

—He aquí lo que quería oír —respondió lanzando una de aquellas miradas que habría tranquilizado a cualquier otra mujer. Tomó la mano de la vizcondesa, la besó y partió.

Eugenio se pasó la mano por los cabellos y se dispuso a saludar, creyendo que la señora de Beauséant iba a pensar en él; de pronto, se precipitó hacia la galería, corrió hacia la ventana y miró al señor de Ajuda mientras él subía al coche; ella prestó oído atento a la orden, y oyó decir: «A la casa del señor de Rochefide». Estas palabras y la manera en que De Ajuda entró en el coche fueron el relámpago y el rayo para aquella mujer, que regresó al interior del aposento presa de mortales angustias. Las más horribles catástrofes en el gran mundo no son más que eso. La vizcondesa volvió al dormitorio, sentóse ante una mesa y tomó una hoja de papel.

Desde el momento —escribía— en que coméis en la casa de los Rochefide y no en la Embajada inglesa, me debéis una explicación; os espero.

Después de haber corregido algunas letras desfiguradas por un temblor convulsivo de su mano, puso una C, que quería decir Clara de Borgoña, y tiró del cordón de la campanilla.

—Jaime —dijo a su ayuda de cámara, que acudió en seguida—, iréis a las siete y media a la casa del señor de Rochefide, y preguntaréis allí por el marqués de Ajuda. Si el marqués está allí, le haréis entregar esta nota sin pedir respuesta; si no está, regresaréis y me traeréis la carta.

—La señora vizcondesa tiene a alguien en el salón.

—¡Es verdad! —exclamó abriendo la puerta.

Eugenio empezaba a encontrarse muy violento, actitud que advirtió a la vizcondesa, la cual le dijo en un tono cuya emoción le removió las fibras del corazón:

—Perdón, caballero, tenía que escribir cuatro palabras, y ahora soy toda para vos.

No sabía ni lo que se decía, porque he aquí lo que estaba pensando: «¡Ah!, quiere casarse con la señorita de Rochefide. Pero ¿acaso es libre? Esta noche el noviazgo se romperá, o yo… Pero mañana ya no se hablará de este asunto».

—Querida prima… —dijo Eugenio.

—¿Cómo? —dijo la vizcondesa, lanzándole una mirada cuya impertinencia dejó helado al estudiante.

Eugenio comprendió aquella exclamación. Desde hacía tres horas había aprendido tantas cosas, que se hallaba en actitud de alerta.

—Señora —repuso sonrojándose. Vaciló y luego prosiguió—: perdonadme; tengo necesidad de tanta protección, que una pizca de parentesco no habría hecho mal a nadie.

La señora de Beauséant sonrió, pero con tristeza; sentía ya en el ambiente la desgracia que la amenazaba.

—Si conocierais la situación en que se encuentra mi familia —dijo Eugenio—, os agradaría desempeñar el papel de una de esas hadas fabulosas que se complacen en disipar los obstáculos que rodean a sus ahijados.

—Bien, primo mío —dijo ella riendo—, ¿en qué puedo seros útil?

—¿Acaso lo sé yo? Pertenecer a vos por un vínculo de parentesco que se pierde en la sombra constituye ya toda una fortuna. Vos me habéis turbado; ya ni sé lo que había venido a deciros. Sois la única persona que conozco en París. ¡Ah!, quería consultaros pidiéndoos que me aceptaseis como a un pobre niño que desea ser cosido a vuestras faldas y que sabría morir por vos.

—¿Mataríais a alguien por mí?

—Mataría a dos —dijo Eugenio.

—¡Niño! Sois un niño, sí —dijo la vizcondesa reprimiendo las lágrimas—. ¿Vos seríais capaz de amar sinceramente?

—¡Oh! —exclamó el joven moviendo la cabeza.

La vizcondesa se interesó vivamente por el estudiante a causa de la respuesta de ambicioso que había dado. El meridional se hallaba en su primer cálculo. Entre el gabinete azul de la señora Restaud y el salón rosa de la señora de Beauséant, él había hecho tres años de aquel Derecho parisiense del que no se habla nunca, aunque constituye una alta jurisprudencia social que, bien aprendida y bien practicada, conduce a todo.

—Vi a la señora de Restaud en vuestro baile —dijo Eugenio—, y esta mañana estuve en su casa.

—Debéis haberla molestado mucho —dijo sonriendo la señora de Beauséant.

—Sí, soy un ignorante que llegará a tener en contra suya a todo el mundo si vos me negáis vuestra ayuda. Creo que es muy difícil encontrar en París a una mujer joven, bella, rica, elegante, que esté desocupada, y necesito una que me enseñe lo que vosotras, las mujeres, sabéis tan bien explicar: la vida. Encontraré en todas partes a un señor de Trailles. Venía, pues, a pediros la solución de un enigma y rogaros que me dijerais de qué naturaleza es la torpeza que he hecho. He hablado de un señor…

—La señora duquesa de Langeais —dijo Jaime cortando la palabra al estudiante, que hizo el gesto de un hombre fuertemente contrariado.

—Si queréis triunfar —dijo la condesa en voz baja—, ante todo no seáis tan demostrativo.

—Buenos días, querida —dijo levantándose y saliendo al encuentro de la duquesa, a la que estrechó las manos con la efusión que habría podido demostrar a una hermana y a la que la duquesa respondió con los más dulces mimos.

«He aquí a dos buenas amigas —pensó Rastignac—. Desde ahora tendré dos protectoras. Las dos mujeres deben tener los mismos afectos, y ésta se interesará sin duda por mí.».

—¿A qué feliz pensamiento debo el honor de verte, querida Antonia? —dijo la señora de Beauséant.

—He visto al señor de Ajuda-Pinto entrar en casa del señor de Rochefide y entonces he pensado que estabais sola.

La señora de Beauséant no se mordió los labios, no se sonrojó; su mirada siguió siendo la misma y su frente pareció iluminarse mientras la duquesa pronunciaba aquellas fatales palabras.

—Si yo hubiera sabido que estabais ocupada… —añadió la duquesa volviéndose hacia Eugenio.

—El señor es el señor Eugenio de Rastignac, uno de mis primos —dijo la vizcondesa—. ¿Habéis tenido noticias del general Montriveau? —dijo—. Sérizy me dijo ayer que ya no se le veía. ¿Le tenéis en vuestra casa hoy?

La duquesa, que pasaba por haber sido abandonada por el señor de Montriveau, de quien estaba perdidamente enamorada, sintió en el corazón lo acerado de esta pregunta, y se sonrojó al contestar:

—Ayer estaba en el Elíseo.

—De servicio —dijo la señora de Beauséant.

—Clara, vos sabéis sin duda —repuso la duquesa arrojando oleadas de malignidad por sus miradas— que mañana se proclaman las amonestaciones del señor de Ajuda Pinto y de la señorita de Rochefide.

El golpe era demasiado violento, la vizcondesa palideció y respondió riendo:

—Uno de esos rumores que divierten a los tontos. ¿Por qué el señor de Ajuda habría de llevar a la casa de los Rochefide uno de los apellidos más ilustres de Portugal? Los Rochefide son gente ennoblecida ayer.

—Pero Berta, según dicen, reunirá doscientas mil libras de renta.

—El señor de Ajuda es demasiado rico para efectuar estos cálculos.

—Pero, querida, la señorita de Rochefide es encantadora.

—¡Ah!

—En fin, él come hoy en su casa; las condiciones han sido fijadas. Me extraña mucho que estéis tan poco enterada.

—¿Qué tontería habéis hecho entonces? —dijo la señora de Beauséant—. Ese pobre niño hace tan poco tiempo que ha sido arrojado al mundo, que no comprende nada, querida Antonia, de lo que estamos diciendo. Sed buena para con él, y dejemos este asunto para mañana. Mañana, como podéis comprender, todo será sin duda oficial, y vos podréis ser seguramente oficiosa.

La duquesa lanzó a Eugenio una de esas miradas impertinentes que envuelven a un hombre de los pies a la cabeza, lo aplanan y le reducen al estado de cero.

—Señora, sin saberlo, he hundido un puñal en el corazón de la señora de Restaud. Sin saberlo, he ahí mí falta —dijo el estudiante, a quien su inteligencia había servido de algo y había descubierto las punzantes sátiras que encerraban las frases afectuosas de aquellas dos mujeres—. Vos continuáis viendo, y quizá teméis a las personas que están en el secreto del mal que os hacen, mientras que el que hiere ignorando la profundidad de su herida es considerado como un tonto que no sabe aprovecharse de nada y todos le desprecian.

La señora de Beauséant dirigió al estudiante una de esas miradas penetrantes, en las que las grandes almas saben poner a la vez gratitud y dignidad. Esta mirada fue como un bálsamo que calmó la llaga que acababa de producir en el corazón del estudiante la mirada inquisidora con la cual la duquesa le había tasado.

—Figuraos que acababa de ganarme la benevolencia del conde de Restaud —dijo Eugenio— porque —añadió volviéndose hacia la duquesa con aire a la vez humilde y malicioso—, debo deciros, señora, que no soy más que un pobre diablo de estudiante, muy solo, muy pobre…

—No digáis eso, señor de Rastignac.

—¡Bah! —dijo Eugenio—, sólo tengo veintidós años; hay que saber soportar las desgracias de la edad. Por otra parte, me estoy confesando; es imposible ponerse de rodillas en un confesionario más hermoso: en él se cometen los pecados de que uno se acusa en el otro.

La duquesa asumió un aire de frialdad al oír este discurso antirreligioso.

La señora de Beauséant se rió de su sobrino y de la duquesa.

—El señor llega…

—Llega, querida, y busca una institutriz que le enseñe el buen gusto.

—Señora duquesa —dijo Eugenio—, ¿no es natural querer iniciarse en los secretos de aquello que nos encanta?

«Vamos —se dijo a sí mismo—, estoy seguro de que le estoy haciendo frases de peluquero».

—Pero —dijo la duquesa—, según creo, la señora de Restaud es alumna del señor de Trailles.

—No sabía nada de ello, señora —dijo el estudiante—. Así, me lancé atolondradamente entre los dos. En fin, me las había entendido bastante bien con el marido, me veía tolerado por algún tiempo por la mujer, cuando se me ocurrió decirles que conocía a un hombre al que veía salir por una escalera secreta, y que en el fondo de un pasillo había besado a la condesa.

—¿Quién era? —dijeron las dos mujeres.

—Un viejo que vive a razón de dos luises mensuales en el barrio de Saint-Marceau, como yo, pobre estudiante que soy; un verdadero desgraciado de quien todos se burlan y al que llamamos papá Goriot.

—Pobre criatura —exclamó la vizcondesa—. Es que la señora de Restaud es una señorita Goriot.

—La hija de un fabricante de fideos —repuso la duquesa—, una mujer que se hizo presentar el mismo día que una hija de pastelero. ¿No os acordáis, Clara? El rey se echó a reír y dijo en latín una frase graciosa sobre la harina. Una gente, ¿cómo diremos?, una gente…

Ejusdem farinae—dijo Eugenio.

—Eso es —dijo la duquesa.

—¡Ah!, es su padre —repuso el estudiante con un gesto de horror.

—Pues sí; ese buen hombre tenía dos hijas, por las cuales está casi loco, aunque tanto la una como la otra casi hayan renegado de él.

—La segunda —dijo la vizcondesa mirando a la señora de Langeais— ¿no está casada con un banquero cuyo apellido es alemán, cierto barón de Nucingen? ¿No se llama Delfina? ¿No es una rubia que tiene un palco lateral en la Ópera, que también va a los Bouffons y ríe muy alto para hacerse notar?

La duquesa sonrió, diciendo:

—Pero, querida, os admiro. ¿Por qué os ocupáis tanto, entonces, de esas gentes? Hay que haber estado locamente enamorado, como lo estaba Restaud, para haberse enharinado con la señorita Anastasia. ¡Oh, no ha hecho buena ganga! Ella se encuentra en manos del señor de Trailles, que la perderá.

—Ellas han renegado de su padre —repetía Eugenio.

—¡Ah!, sí, su padre —repuso la vizcondesa—, un buen padre que les dio, según dicen, a cada una quinientos o seiscientos mil francos para labrar su felicidad casándolas bien, y que no se reservó más que ocho o diez mil libras de renta para sí, creyendo que sus hijas seguirían siendo sus hijas, que se había creado con ellas dos existencias, dos casas, en las que sería adorado, mimado. En dos años, sus yernos le expulsaron de su sociedad como al último de los miserables.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Eugenio, recientemente refrescado por las puras y santas emociones de la familia, aún bajo el encanto de sus creencias juveniles y que sólo se encontraba en la primera jornada en el campo de batalla de la civilización parisiense.

Las emociones verdaderas son tan comunicativas, que durante un instante estas tres personas se miraron en silencio.

—¡Oh!, Dios mío —dijo la señora de Langeais—, sí, esto parece horrible, y sin embargo, lo vemos todos los días. ¿No hay una causa en ello? Decidme, querida, ¿habéis pensado alguna vez en lo que es un yerno? Un yerno es un hombre para quien criaremos una amada criatura, a la cual retendremos por medio de mil lazos, que durante diecisiete años será la alegría de la familia, que es de ella el alma blanca, como diría Lamartine, y que se convertirá en la peste. Cuando este hombre nos la haya arrebatado empezará a coger su amor como un hacha, con objeto de cortar en el corazón y a lo vivo de ese ángel todos los sentimientos por los cuales estaba unida a su familia. Ayer, nuestra hija lo era todo para nosotros, y nosotros lo éramos todo para ella; al día siguiente se ha convertido en nuestra enemiga. ¿No vemos consumarse todos los días esta tragedia? Aquí, la nuera se muestra impertinente con el suegro, que todo lo ha sacrificado por su hijo. Más allá, un yerno pone a su suegra de patitas en la calle. Hay quien pregunta qué hay de dramático hoy en la sociedad; pero el drama del yerno es espantoso, sin contar nuestros casamientos, que se han convertido en cosas muy estúpidas. Yo me doy cuenta muy bien de lo que le ha ocurrido a ese viejo fabricante de fideos. Creo recordar que ese Foriot…

—Goriot, señora.

—Sí, ese Moriot fue presidente de su sección durante la revolución; estuvo en el secreto de la famosa escasez de alimentos, y comenzó su fortuna vendiendo en aquella época harinas diez veces más caras de lo que le costaban. Ha tenido tanta harina como ha querido. El intendente de mi abuela le vendió sumas inmensas. Goriot estaba relacionado, como toda esa gente, con el Comité de Salud Pública. Recuerdo que el intendente le decía a mi abuela que podía permanecer con toda seguridad en Grandvilliers, porque sus trigos eran una excelente carta cívica. Bien, ese Loriot, que vendía trigo a los cortadores de cabezas, sólo tuvo una pasión. Adora, según dicen, a sus hijas. Endosó la mayor a la casa de Restaud e injertó a la otra sobre el barón de Nucingen, un rico banquero que se hacía pasar por monárquico. Comprenderéis que, bajo el Imperio, los dos yernos no se escandalizaran de tener en su casa a ese viejo Noventa y Tres; ello era aún compatible con Bonaparte. Pero cuando volvieron los Borbones, el buen hombre estorbó al señor de Restaud, y más aún al banquero. Las hijas, que quizá seguían amando a su padre, quisieron quedar bien con la cabra y con la col, o sea, con el padre y con el marido; recibieron a Goriot cuando no tenían a nadie en casa; imaginaron pretextos de cariño: «Venid, papá; estaremos mejor, porque estaremos solos», etc… Pero, querida, creo que los sentimientos verdaderos tienen ojos e inteligencia: el corazón de ese pobre Noventa y Tres ha sangrado. Ha visto que sus hijas se avergonzaban de él; que si ellas amaban a sus maridos, él molestaba a sus yernos. Era preciso, pues, sacrificarse. El se sacrificó, porque era padre: se desterró de sí mismo. Al ver a sus hijas contentas, comprendió que había hecho bien. El padre y las hijas fueron cómplices de este pequeño crimen. Vemos esto por todas partes. Ese papá Doriot, ¿no habría sido una mancha de sebo en el salón de sus hijas? Habríase sentido violento, se habría aburrido. Lo que le ocurre a ese pobre padre puede ocurrirle a la mujer más bella con el hombre al que más ame: si ella lo aburre con su amor, él se irá; cometerá cobardías para huir de ella. Todos los sentimientos están allí. Nuestro corazón es un tesoro; vaciadlo de golpe, y quedaréis arruinados. No perdonamos más a un sentimiento el haberse mostrado por entero que a un hombre el no poseer un céntimo. Ese padre lo había dado todo. Había dado durante veinte años sus entrañas, su amor; había dado su fortuna en un día. Una vez exprimido el limón, sus hijas dejaron la piel en una esquina.

—El mundo es infame —dijo la vizcondesa, sin levantar los ojos, porque se sentía vivamente afectada por las palabras que la señora de Langeais había dicho, para ella, al contar esta historia.

—Infame, no —repuso la duquesa—; sigue su curso, he ahí todo. Si os hablo de ese modo es para demostraros que no me dejo engañar por el mundo. Yo pienso como vos —añadió estrechando la mano de la vizcondesa—. El mundo es un cenagal; procuremos permanecer en las alturas. —Se levantó, besó a la señora de Beauséant en la frente, diciéndole:— Estáis muy hermosa en este momento, querida. Tenéis los más bellos colores que haya visto jamás.

Dicho esto, salió, después de inclinar ligeramente la cabeza al mirar al primo.

—Papá Goriot es un papá sublime —exclamó Eugenio, recordando haberle visto romper sus objetos de plata sobrecortada aquella noche.

La señora de Beauséant no oía; estaba pensativa. Transcurrieron unos instantes de silencio, y el pobre estudiante, con una especie de estupor vergonzoso, no se atrevía a marcharse, ni a quedarse, ni a hablar.

—El mundo es infame y ruin —dijo al fin la vizcondesa—. Tan pronto como nos sobreviene una desgracia, siempre se encuentra un amigo dispuesto a venir a contárnosla y a hurgar en nuestro corazón con un puñal, haciéndonos admirar el mango. Empiezan los sarcasmos y las burlas. ¡Ah!, me defenderé. —Levantó la cabeza como una gran dama que era, y sus ojos despidieron destellos de orgullo.— ¡Ah! —dijo al ver a Eugenio—, estáis ahí.

—Sí, todavía —dijo el joven.

—¡Bien!, señor de Rastignac, tratad a ese mundo como se merece. Vos queréis llegar; yo os ayudaré. Comprobaréis cuán profunda es la corrupción femenina, mediréis la amplitud de la miserable vanidad de los hombres. Aunque yo he leído en el libro de este mundo, había, sin embargo, páginas que me eran desconocidas. Ahora ya lo sé todo. Cuanto más fríamente calculéis, tanto más lejos llegaréis. Pegad sin piedad, y seréis temido. No aceptéis a los hombres y a las mujeres más que como caballos de posta que dejaréis reventar a cada parada, y de este modo llegaréis al colmo de vuestros deseos. Ya veis, aquí no seréis nada si no tenéis a una mujer que se interese por vos. Os hace falta una mujer joven, rica, elegante. Pero si tenéis un sentimiento verdadero, escondido, no lo dejéis vislumbrar jamás; de lo contrario estaríais perdido. Ya no seríais el verdugo, sino la víctima. Si alguna vez amaseis, guardad vuestro secreto; no lo reveléis antes de haber sabido bien a quién abrís el corazón. Para preservar de antemano este amor que aún no existe, aprended a desconfiar de este mundo. Escuchadme bien, Miguel… (Ella se equivocaba ingenuamente de nombre sin darse cuenta de ello). Hay algo más espantoso que el abandono del padre por sus dos hijas, que quisieran que estuviese muerto. Es la rivalidad de las dos hermanas entre sí. Restaud pertenece a una familia noble; su mujer ha sido adoptada, ha sido presentada a la Corte; pero su hermana, su rica hermana, la hermosa señora Delfina de Nucingen, mujer de un hombre de dinero, se muere de pena; los celos la devoran, se encuentra a cien leguas de su hermana; su hermana ya no es su hermana; estas dos mujeres reniegan la una de la otra tal como reniegan de su padre. Así, la señora de Nucingen recogería a lengüetadas todo el barro que hay entre la calle de Saint-Lazare y la calle de Grenelle para entrar en mi salón. Ella ha creído que De Marsay la haría llegar adonde ella quería, y se hizo esclava de De Marsay. De Marsay se preocupa poco de ella. Si me la presentáis, seréis su Benjamín, os adorará. Amadla, si podéis; luego, si no, servíos de ella. Yo la veré una o dos veces, durante una gran velada, cuando haya mucha gente; pero jamás la recibiré por la mañana. La saludaré, esto bastará. Vos os habéis cerrado la puerta de la casa de la condesa por haber pronunciado el nombre de Goriot. Sí, querido, veinte veces iríais a casa de la señora de Restaud, y veinte veces os dirían que está ausente. Bien, que papá Goriot os presente en casa de la señora Delfina de Nucingen. La hermosa señora de Nucingen será para vos una bandera. Sed el hombre al que ella distinga; las mujeres se volverán locas por vos. Sus rivales, sus amigas, sus mejores amigas, vendrán a raptaros de sus brazos. Hay mujeres que aman al hombre ya escogido por otra, como hay pobres burguesas que, al tomar nuestros sombreros, esperan tener nuestras maneras. Vos tendréis éxitos. En París, el éxito lo es todo, es la llave del poder. Si las mujeres hallan en vos ingenio y talento, los hombres lo creerán si vos no les desengañáis. Entonces podréis quererlo todo, tendréis el pie en todas partes. Sabréis entonces lo que es el mundo, una reunión de burlados y de burladores. No estéis entre los unos ni entre los otros. Yo os doy mi nombre como un hilo de Ariadna para entrar en ese laberinto. No lo comprometáis —dijo inclinando el cuello y lanzando una mirada de reina al estudiante—, devolvédmelo blanco. Idos, dejadme. También nosotras, las mujeres, tenemos nuestras batallas que librar.

—¿No necesitaríais un hombre de buena voluntad para ir a poner el fuego en una mina? —le interrumpió Eugenio.

—¿Y bien? —dijo la vizcondesa.

El joven se golpeó el corazón, correspondió a la sonrisa de su prima y salió. Eran las cinco. Eugenio tenía hambre, temía no poder llegar a tiempo para la hora de la comida. Este temor le hizo sentir la felicidad de ser arrastrado rápidamente por las calles de París. Este placer puramente maquinal le dejó por entero entregado a las ideas que le asaltaban. Cuando un hombre de su edad es alcanzado por el desprecio, se indigna, se encoleriza, amenaza con el puño a la sociedad entera, quiere vengarse y duda también de sí mismo.

Rastignac se hallaba en aquel momento abrumado por estas palabras: Os habéis cerrado la puerta de la casa de la condesa. «¡Iré! —decíase—, y si la señora de Beauséant tiene razón, si yo… La señora de Restaud me encontrará en todos los salones adonde vaya. Aprenderé a manejar las armas, a disparar la pistola, le mataré a su Máximo.» ¡Y el dinero! —le gritaba la conciencia—. ¿De dónde tomarás el dinero? De pronto, la riqueza exhibida en casa de la condesa de Restaud brilló ante sus ojos. Había visto allá el lujo que debía ser amado por una señorita Goriot: dorados, objetos de gran valor, el lujo falto de inteligencia de los nuevos ricos, el derroche de la mujer entretenida. Esta fascinante imagen quedó de súbito eclipsada por el grandioso hotel de Beauséant. Su imaginación, transportada a las altas regiones de la sociedad parisiense, le inspiró mil malos pensamientos al corazón, la cabeza y la conciencia. Vio el mundo tal como es: las leyes y la moral impotentes entre los ricos, y vio en la fortuna la última ratio mundi. «Vautrin tiene razón; la fortuna es la virtud», se dijo.

Una vez hubo llegado a la calle Neuve-Sainte-Geneviève, subió rápidamente a su casa, bajó para dar diez francos al cochero, entró en aquel comedor nauseabundo, donde vio, como animales en un establo, a los dieciocho huéspedes cebándose. El espectáculo de estas miserias y el aspecto de esta sala le parecieron horribles. La transición era demasiado brusca y el contraste demasiado completo para no desarrollar con exceso en su ánimo el sentimiento de la ambición. Por un lado, las frescas y encantadoras imágenes de la naturaleza social más elegante, rostros jóvenes, vivos, enmarcados por las maravillas del arte y del lujo, aquellas cabezas apasionadas, llenas de poesía; por el otro, siniestros cuadros rodeados de fango, y rostros en los que las pasiones no habían dejado más que sus cuerdas y su mecanismo. Las enseñanzas que la cólera de una mujer abandonada había arrancado a la señora de Beauséant, sus capciosos ofrecimientos volvieron a su memoria, y la miseria hizo sus propios comentarios.

Rastignac decidió abrir dos zanjas paralelas para llegar a la fortuna, apoyarse en la ciencia y el amor, llegar a ser un sabio doctor y un hombre de moda. Era todavía muy niño. Las dos líneas eran asíntotas que jamás pueden encontrarse una con otra.

—Estáis muy serio, señor marqués —le dijo Vautrin, el cual le lanzó una de esas miradas por las cuales aquel hombre parecía iniciarse en los secretos más recónditos del corazón.

—Ya no estoy más dispuesto a aguantar las bromas de aquellos que me llaman señor marqués —respondió—. Aquí, para ser realmente marqués, hay que tener cien mil libras de renta, y cuando uno vive en Casa Vauquer, no es precisamente el favorito de la fortuna.

Vautrin miró a Rastignac con aire paternal y despectivo; luego dijo:

—Estáis de mal humor porque quizá no habréis tenido éxito cerca de la bella condesa de Restaud.

—Me ha cerrado la puerta por haberle dicho que su padre comía en nuestra mesa —exclamó Rastignac.

Todos los comensales se miraron unos a otros. Papá Goriot bajó los ojos y se volvió para secárselos.

—Me habéis echado tabaco en el ojo —dijo a su vecino.

—El que en lo sucesivo humille a papá Goriot tendrá que vérselas conmigo —dijo Eugenio mirando al vecino del antiguo fabricante de fideos—; vale más que todos nosotros. No hablo de las damas —dijo volviéndose hacia la señorita Taillefer.

Esta frase fue un desenlace. Eugenio la había pronunciado con un aire que impuso silencio a los huéspedes. Vautrin dijo con tono insolente:

—Para tomar a papá Goriot bajo vuestra protección es preciso saber manejar una espada y disparar una pistola.

—Así lo haré —dijo Eugenio.

—¿De modo que hoy habéis entrado en campaña?

—Quizá —respondió Rastignac—. Pero no debo dar cuenta a nadie de mis actos, dado que yo no trato de adivinar lo que otras personas hacen durante la noche.

Vautrin lanzó a Rastignac una mirada de reojo.

—Muchacho, cuando no se quiere ser víctima de las marionetas, hay que entrar en la barraca y no contentarse con mirar por los agujeros de los cortinajes. Basta de hablar —añadió al ver que Eugenio se estaba encolerizando—. Hablaremos en otro momento, cuando queráis.

Entonces reinó en la comida un ambiente triste y sombrío. Papá Goriot, absorto por el profundo dolor que le había causado la frase del estudiante, no comprendió que las disposiciones de los ánimos habían cambiado con respecto a él y que un joven en condiciones de imponer silencio a la persecución había asumido su defensa.

—Entonces —dijo la señora Vauquer en voz baja—, ¿el señor Goriot sería el padre de una condesa?

—Y de una baronesa —respondióle Rastignac.

—Yo le he observado la cabeza —dijo Bianchon a Rastignac— y he visto que sólo tiene un bulto: el de la paternidad; será un Padre Eterno.

Eugenio estaba demasiado preocupado para que la broma de Bianchon le hiciera reír. Quería aprovechar los consejos de la señora de Beauséant y se preguntaba cómo y dónde se procuraría el dinero. Quedóse pensativo, viendo las estepas del mundo que se desplegaban ante sus ojos a la vez vacías y llenas; todos le dejaron solo en el comedor cuando la comida estuvo terminada.

—¿Habéis visto, pues, a mi hija? —le dijo Goriot con voz emocionada.

Habiendo salido de su meditación, por las palabras que le dijo el buen hombre, Eugenio le cogió la mano, y mirándole con cierto aire de ternura le respondió:

—Sois un hombre bueno y digno. Hablaremos de vuestras hijas más tarde.

Se levantó sin querer escuchar a papá Goriot y retiróse a su habitación, donde escribió a su madre la carta siguiente:

«Querida madre, mira si no tienes acaso una tercera teta que abrir para mí. Tengo que hacer pronto fortuna. Tengo necesidad de mil doscientos francos, y los necesito a toda costa. No digas nada de mi petición a mi padre; quizá se opondría a ella, y si yo no tuviese ese dinero, me hallaría presa de una desesperación que me obligaría a levantarme la tapa de los sesos. Tan pronto como te vea, te explicaré mis motivos, porque haría falta escribir volúmenes enteros para hacerte comprender la situación en que me encuentro. No he jugado, madre, no debo nada; pero si tú quieres conservar la vida que me has dado, tengo que encontrar esta suma. En fin, frecuento la casa de la vizcondesa de Beauséant, la cual me ha tomado bajo su protección. Debo ir al mundo y no tengo un céntimo para comprarme unos guantes. Sabré comer sólo pan, beber sólo agua, ayunaré, si es preciso; pero no puedo prescindir de unos utensilios con los cuales se labra aquí la viña. Se trata para mí de seguir mi camino o de quedarme atascado en el barro. Sé todas las esperanzas que habéis puesto en mí, y quiero realizarlas pronto. Mi buena madre, vende algunas de tus antiguas joyas, pronto te las sustituiré por otras. Conozco lo suficiente la situación de nuestra familia para saber apreciar tales sacrificios, y debes creer que no te pido que los hagas en vano; de lo contrario, yo sería un monstruo. No veas en mi ruego más que el grito de una imperiosa necesidad. Nuestro porvenir se halla por entero en este subsidio, con el cual debo abrir la campaña; porque esta vida de París es un perpetuo combate. Si, para completar la suma, no hay otra solución más que vender los encajes de mi tía, dile que ya le mandaré otros más bellos. Etcétera».

Escribió a cada una de sus hermanas pidiéndoles sus economías, y para arrancárselas sin que ellas hablasen en familia del sacrificio que no dejarían de hacerle con satisfacción, hizo vibrar las cuerdas del honor que tan tensas están y tan fuertemente resuenan en los corazones jóvenes. Sin embargo, cuando hubo escrito estas cartas, experimentó una trepidación involuntaria: palpitaba, se estremecía. El ambicioso joven conocía la nobleza inmaculada de aquellas almas sepultadas en la soledad, sabía qué penas causaría a sus hermanas, y también cuál sería su gozo; con qué placer hablarían en secreto de aquel hermano querido cuando estuvieran las dos solas. Su conciencia se irguió luminosa y le mostró a sus hermanas desplegando el genio malicioso de las jóvenes para enviarle a escondidas aquel dinero, ideando un primer engaño. «El corazón de una hermana es un diamante de pureza, un abismo de cariño», se dijo. Sentía vergüenza por haber escrito. ¡Cuán poderosos serían sus deseos, cuán puro sería el impulso de sus almas hacia el cielo! ¡Con qué placer se sacrificarían! ¡Cuánto sufriría su madre si no pudiese enviar toda la suma! Aquellos hermosos sentimientos, aquellos terribles sacrificios iban a servirle de peldaño para llegar hasta Delfina de Nucingen. Unas lágrimas, últimos granos de incienso arrojados en el altar sagrado de la familia, llenaron sus ojos. Se paseó con una agitación llena de desesperación. Papá Goriot, viéndole así a través de su puerta, que había permanecido entreabierta, entró y le dijo:

—¿Qué os ocurre, señor?

—¡Ah!, vecino, yo soy todavía hijo y hermano como vos sois padre. Tenéis razón en temer por la condesa Anastasia, que se encuentra en manos de un tal señor Máximo de Trailles, el cual la perderá.

Papá Goriot se retiró balbuciendo unas palabras cuyo sentido no comprendió Eugenio. Al día siguiente, Rastignac fue a echar sus cartas al correo. Vaciló hasta el último instante, pero las echó dentro del buzón, diciendo: «Lo conseguiré». Las palabras del jugador, del gran capitán, palabras fatalistas que pierden a un número mayor de hombres que el de los que salvan. Unos días más tarde, Eugenio fue a la casa de la señora de Restaud y no fue recibido por ella. Tres veces volvió y otras tres veces encontró la puerta cerrada, aunque se presentara en horas en las que el conde Máximo de Trailles no se encontraba allí. La vizcondesa había tenido razón. El estudiante ya no estudiaba. Iba a las clases para hacer acto de presencia y luego se marchaba. Habíase hecho el razonamiento que se hace la mayor parte de los estudiantes. Reservaba sus estudios para el momento de los exámenes; había decidido acumular sus matrículas de segundo y tercer año, luego el derecho en serio y de golpe en el último momento. De este nodo tenía quince meses libres para navegar por el océano de París., para entregarse a la trata de mujeres o pescar fortuna. Durante esta semana vio dos veces a la señora de Beauséant, a cuya casa sólo iba cuando salía el coche del marqués de Ajuda. Por unos días, aquella ilustre mujer, la figura más poética del barrio de San Germán, permaneció aún victoriosa, hizo que se suspendiera la boda de la señorita de Rochefide con el marqués de Ajuda-Pinto. Pero aquellos últimos días, que el temor de perder su felicidad hacía que fueran los más ardientes de todos, habían de precipitar la catástrofe. El marqués de Ajuda, de consuno con los Rochefide, había considerado aquella circunstancia como una coyuntura feliz: esperaban que la señora de Beauséant se acostumbraría a la idea de aquella boda y acabaría resignándose. A pesar de las santas promesas renovadas a diario, el señor de Ajuda representaba, pues, su comedia, y a la vizcondesa le gustaba ser engañada.

«En lugar de saltar noblemente por la ventana, dejaba que la hicieran rodar por la escalera», decía la duquesa de Langeais, su mejor amiga. Sin embargo, aquellas últimas luces brillaron un tiempo suficiente para que la vizcondesa permaneciera en París y allí ayudara a su joven pariente, a quien profesaba una especie de afecto supersticioso. Eugenio se había mostrado para con ella lleno de interés y sensibilidad en una circunstancia en que las mujeres no ven compasión ni consuelo en ninguna de las miradas que se les dirigen. Si un hombre les dice entonces palabras amables, lo hace por especulación.

En su deseo de conocer perfectamente su tablero de ajedrez antes de intentar el abordaje de la casa de Nucingen, Rastignac quiso ponerse al corriente de la vida anterior de papá Goriot, y recogió informes ciertos, que pueden reducirse a los siguientes:

Juan Joaquín Goriot era, antes de la revolución, un simple obrero de una fábrica de fideos, hábil, ahorrador y lo suficientemente emprendedor como para haber adquirido los bienes de su dueño, a quien el azar hizo víctima del primer levantamiento de 1789. Habíase establecido en la calle de la Jussienne, cerca del Mercado del Trigo, y había tenido el buen sentido de aceptar la presidencia de su sección, con objeto de lograr que su comercio fuera protegido por los personajes más influyentes de aquella época peligrosa. Aquella sabiduría había sido el origen de su fortuna, que comenzó en los días de la escasez de alimentos, escasez falsa o verdadera, como consecuencia de la cual los cereales alcanzaron en París un precio enorme. El pueblo se mataba delante de las panaderías, mientras ciertas personas iban tranquilamente a buscar pasta para sopa. Durante aquel año, el ciudadano Goriot acumuló los capitales que más tarde le sirvieron para efectuar su comercio con toda la superioridad que confiere una gran cantidad de dinero a aquel que la posee. Le sucedió lo que les sucede a todos los hombres que no poseen más que una capacidad relativa. Su mediocridad le salvó. Por otra parte, no siendo conocida su fortuna hasta el momento en que ya no había peligro en ser rico, no excitó la envidia de nadie. El comercio de trigo parecía haber absorbido toda su inteligencia. Cuando se trataba de trigos, harinas, de grano, de saber su procedencia, de velar por su conservación, de prever el curso, de profetizar la abundancia o la escasez de las cosechas, de procurarse los cereales a bajo precio, de mandarlos traer de Sicilia o de Ucrania, Goriot no tenía rival. Al verle llevar sus negocios, explicar las leyes sobre la exportación e importación de los granos, observar su inteligencia y advertir mis defectos, alguien le habría considerado capaz de ser ministro de Estado. Paciente, activo, enérgico, constante, rápido en sus expediciones, poseía una mirada de águila, se adelantaba a todo, todo lo preveía, todo lo sabía, todo lo ocultaba; diplomático para concebir, soldado para armar. Una vez se hallaba fuera de su especialidad, de su sencilla y oscura tienda, volvía a ser el obrero estúpido y grosero, el hombre incapaz de comprender un razonamiento, insensible a todos los placeres de la inteligencia, el hombre que se dormía en los espectáculos, uno de aquellos Dolibanes parisienses, que sólo conocían la estupidez. Estos caracteres se parecen casi todos. En casi todos ellos encontraríais un sentimiento sublime en el corazón. Dos sentimientos exclusivos habían llenado el corazón del fabricante de fideos, habían absorbido su humor, de la misma manera que el comercio de granos utilizaba toda la inteligencia de su cerebro. Su mujer, hija única de un rico granjero de la Brie, fue para él objeto de una admiración religiosa, de un amor sin límites. Goriot había admirado en ella una naturaleza a la vez frágil y fuerte, sensible y bella, que contrastaba vigorosamente con la suya. Si hay un sentimiento innato en el corazón del hombre, ¿no es acaso el orgullo de la protección ejercida en todo momento en favor de un ser débil? Añadid a ello el amor, ese reconocimiento vivo de todas las almas francas para el principio de sus placeres, y comprenderéis un sinfín de absurdos morales. Al cabo de siete años de una felicidad sin nubes, Goriot, desgraciadamente para él, perdió a su mujer: ésta comenzaba a asumir el mando sobre él, fuera de la esfera de los sentimientos. Quizá hubiera cultivado ella aquella naturaleza inerte, quizá hubiera echado en ella la inteligencia de las cosas del mundo y de la vida. En esta su nación, el sentimiento de la paternidad desarrollóse en Goriot hasta la sinrazón. Trasladó sus afectos, frustrados por la muerte, a sus dos hijas, las cuales, al principio, satisficieron plenamente todos sus sentimientos.

Por brillantes que fuesen las proposiciones que le hicieron algunos negociantes o granjeros celosos que querían ofrecerle sus hijas en matrimonio, prefirió permanecer viudo. Su suegro, el único hombre por el cual sentía cierta simpatía, pretendía saber con seguridad que Goriot había jurado no ser infiel a su mujer, aunque estuviera muerta. La gente del mercado, incapaz de comprender esta sublime locura, bromeó acerca de ella, y dio a Goriot cierto grotesco remoquete. Uno de los hombres, que mientras estaban bebiendo vino en el mercado lo pronunció, recibió del fabricante de fideos un puñetazo en el hombro que lo envió de cabeza contra el guardacantón de la calle de Oblin. El amor irreflexivo, el amor delicado que profesaba Goriot a sus hijas, era tan notorio, que un día uno de sus competidores, queriendo que se marchase del mercado para quedar dueño unos instantes de las ventas, le dijo que Delfina acababa de ser atropellada por un cabriolé. El fabricante de fideos, lívido y desencajado, abandonó en seguida el mercado cubierto. Estuvo enfermo unos días como consecuencia de la reacción de los sentimientos contrarios a los que le entregó aquella falsa alarma. Si no mató a aquel hombre, le expulsó del mercado obligándole, en circunstancias críticas, a quebrar. La educación de sus dos hijas fue naturalmente irracional. Rico de más de sesenta mil libras de renta, y no gastando ni mil doscientos francos para él, el señor Goriot cifraba su dicha en satisfacer los caprichos de sus hijas: los más excelentes maestros recibieron el encargo de instruirlas cabalmente; tuvieron una señorita de compañía; afortunadamente para ellas, fue una mujer inteligente y de buen gusto; montaban a caballo, iban en coche, vivían como habrían vivido las amantes de un rico señor anciano; les bastaba con expresar los más caros deseos para ver a su padre desvivirse por realizárselos; no pedía más que una caricia en pago de sus ofrecimientos. Goriot ponía a sus hijas en la categoría de los ángeles, y necesariamente por encima de él mismo, ¡el pobre! Amaba incluso el mal que ellas hacían.

Cuando sus hijas estuvieron en la edad de casarse, pudieron escoger a sus maridos según su gusto: cada una de ellas había de tener como dote la mitad de la fortuna de su padre. Cortejada por su belleza por el conde de Restaud, Anastasia tenía tendencias aristocráticas que la indujeron a abandonar la casa paterna para lanzarse a las altas esferas sociales. A Delfina le gustaba el dinero: casó con Nucingen, banquero de origen alemán, que llegó a ser barón del Santo Imperio. Goriot no pasó de fabricante de fideos. A sus hijas y a sus yernos pronto les escandalizó verle continuar su comercio, por más que éste hubiera constituido su vida entera. Después de haber resistido durante cinco años a sus instancias, consintió en retirarse con el producto de su capital y los beneficios de aquellos últimos años; capital que la señora Vauquer, en cuya casa fue a establecerse, había calculado que le reportaba de ocho a diez mil libras de renta. Fue a encerrarse en aquella pensión como consecuencia de la desesperación que se había adueñado de él al ver que sus dos hijas habían sido obligadas por sus maridos a negarle no sólo el acogerle en su casa, sino incluso el recibirle en ella de un modo ostensible.

Estos informes eran cuanto sabía cierto señor Muret acerca de papá Goriot, cuyos bienes él había adquirido. Las suposiciones que Rastignac había oído hacer a la duquesa de Langeais se hallaban de este modo confirmadas. Aquí termina la exposición de esta oscura, pero espantosa tragedia parisiense.

II. La entrada en el mundo

Hacia el fin de esta primera semana del mes de diciembre, Rastignac recibió dos cartas, una de su madre y otra de su hermana mayor. Estas escrituras tan conocidas le hicieron palpitar a la vez de felicidad y de temor. Aquellos frágiles papeles contenían una sentencia de vida o de muerte con respecto a sus esperanzas. Si concebía cierto terror al acordarse de los apuros que pasaban sus padres, era porque sabía cuán grande era el cariño que le tenían para no temer haber sorbido hasta sus últimas gotas de sangre. La carta de su madre estaba concebida en los siguientes términos:

«Querido hijo, te mando lo que me has pedido. Emplea bien este dinero, que yo no podría encontrar por segunda vez, aunque se tratara de salvar tu vida, sin que tu padre fuera advertido acerca de ello, lo cual perturbaría la armonía de nuestro hogar. Para procurárnosla nos veríamos obligados a dar garantías sobre nuestras tierras. Me es imposible juzgar el mérito de unos proyectos que desconozco; pero ¿de qué naturaleza son ellos para que tú temas confiármelos? Esta explicación no requería volúmenes; a las madres con una palabra nos basta, y esta palabra me habría evitado las angustias de la incertidumbre. No podría ocultarte la dolorosa impresión que tu carta me ha causado. Querido hijo, ¿cuál es, pues, el sentimiento que te ha obligado a asustar de tal modo mi corazón? Has debido sufrir mucho al escribirme, porque yo he sufrido mucho al leerte. ¿En qué carrera te has lanzado, pues? ¿Acaso tu vida, tu felicidad dependerían de querer aparentar lo que no eres, ver un mundo en el que tú no podrías entrar sin hacer unos gastos de dinero que tú no puedes sostener, sin perder un tiempo precioso para tus estudios? Mi buen Eugenio, cree el corazón de tu madre; los caminos tortuosos no conducen a nada grande. La paciencia y la resignación deben constituir las virtudes de los jóvenes que se encuentran en tu situación. No te censuro; no querría comunicar ningún acento de amargura a nuestra ofrenda. Mis palabras son las de una madre tan confiada como previsora. Si tú sabes cuáles son tus obligaciones, yo también sé cuán puro es tu corazón, cuán excelentes son tus intenciones. Así, puedo decirte sin temor: ¡Vamos, hijo amado, adelante!

»Tengo miedo porque soy madre; pero cada uno de tus pasos será tiernamente acompañado por nuestros votos y bendiciones. Sé prudente, hijo. Debes ser prudente como un hombre; el destino de cinco personas descansa sobre tu cabeza. Sí, toda nuestra fortuna se halla en ti, como tu felicidad es la nuestra. Rogamos a Dios que te secunde en tus empresas. Tu tía Marcillac ha sido, en estas circunstancias, de una bondad inaudita. Tiene debilidad por ti, me decía con alegría. Eugenio, ama mucho a tu tía; no te diré lo que ha hecho por ti más que cuando hayas logrado lo que te propones; de otro modo, su dinero te quemaría los dedos. Vosotros, los hijos, no sabéis lo que significa el sacrificar unos recuerdos. Pero ¿qué es lo que no os sacrificaríamos? Me encarga que te diga que te besa la frente, y querría comunicarte con este beso la fuerza para ser a menudo feliz. Esta buena y excelente mujer te habría escrito si no tuviera gota en los dedos. Tu padre está bien. La cosecha de 1819 sobrepasa nuestras esperanzas. Adiós, hijo mío. No diré nada de tus hermanas: Laura te escribe. Le dejo a ella el placer de charlar acerca de la familia. Haga el cielo que logres tu propósito. Sí, sí, es preciso, Eugenio; me has hecho conocer un dolor demasiado vivo para que pueda soportarlo por segunda vez. He sabido lo que era ser pobre, al desear la fortuna para dársela a mi hijo. Vamos, adiós. No nos dejes sin noticias tuyas y recibe el beso que te manda tu madre».

Cuando Eugenio hubo acabado de leer esta carta estaba deshecho en lágrimas; pensaba en papá Goriot rompiendo su plata sobredorada y vendiéndola para pagar la letra de cambio de su hija. «Tu madre ha roto sus joyas», se decía. «Tu tía ha llorado sin duda al vender algunas de sus reliquias. ¿Con qué derecho habrías de maldecir tú a Anastasia? Tú acabas de imitar con el egoísmo de tu porvenir lo que ha hecho ella por su amante. ¿Quién es mejor, tú o ella?».

El estudiante sintió en sus entrañas un dolor intolerable. Quería renunciar a la alta sociedad, quería rehusar aquel dinero. Experimentó aquellos nobles y hermosos remordimientos secretos cuyo mérito es raramente apreciado por los hombres al juzgar a sus semejantes y que a menudo hacen que los ángeles del cielo absuelvan al criminal condenado por los juristas de la tierra. Rastignac abrió la carta de su hermana, cuyas expresiones inocentemente graciosas le refrescaron el corazón.

«Tu carta nos ha llegado en un momento muy oportuno, querido hermano. Águeda y yo queríamos emplear nuestro dinero en cosas tan diversas, que no sabíamos qué hacer con él. Tú has hecho como el criado del rey de España cuando puso al revés los relojes de su señor; tú nos has puesto de acuerdo. Realmente, siempre estábamos discutiendo acerca de aquel de nuestros deseos al que habríamos de dar la preferencia, y no habíamos adivinado, querido Eugenio, el empleo que abarcaba todos nuestros deseos. Águeda ha saltado de alegría. En fin, hemos estado locas de contentas todo el día, de suerte que nuestra madre nos decía con su aire severo: Pero ¿qué os ocurre, niñas? Creo que si nos hubiera regañado un poco, aún habríamos estado más contentas. Una mujer debe hallar placer en sufrir por aquel a quien ama. Yo estaba un poco triste en medio de mi alegría. Sin duda seré una mala esposa, porque soy muy gastadora. Yo me había comprado dos cinturones, un lindo punzón para los ojetes de mis corsés, de suerte que tenía menos dinero que Águeda, que es ahorradora y acumula sus escudos como una urraca. Ella tenía doscientos francos. Yo, en cambio, no tengo más que cincuenta escudos. He sido bien castigada; quisiera echar mi corazón en el pozo, ya que siempre tendré remordimientos de llevarlo. Te he robado, hermano mío. Águeda ha estado encantadora. Me ha dicho: Enviemos los trescientos cincuenta francos las dos juntas. Pero no te he contado las cosas como sucedieron. ¿Sabes lo que hicimos para obedecer tus mandatos? Cogimos nuestro dinero, fuimos a pasear las dos y cuando estuvimos en la carretera principal, corrimos hacia Ruffec, donde entregamos la suma al señor Grimbert, que regenta la oficina de las Mensajerías reales. Al regresar, íbamos ligeras como golondrinas. Es que la felicidad nos daba alas, me decía Águeda. Dijimos mil cosas que no voy a repetiros, señor parisiense, pues hablamos mucho de vos. ¡Oh!, querido hermano, te queremos mucho, dicho está todo en dos palabras. En cuanto al secreto, según mi tía, unas criaturas como nosotras somos capaces de todo, incluso de callar. Mi madre ha ido misteriosamente a Angulema con mi tía, y las dos han guardado silencio sobre la alta política de su viaje, que no ha tenido lugar sin largas conferencias de las cuales hemos sido alejadas, así como el señor barón. Grandes conjeturas ocupan las mentes en el estado de Rastignac. El vestido de muselina sembrada de flores que bordan las infantas para Su Majestad la reina prosigue con el mayor secreto. Sólo quedan por hacer dos anchos de la tela. Han decidido que no se construirá una pared por la parte de Verteuil, sino que se hará un seto. La gente perderá frutos, espaldares, pero se ganará una hermosa vista para los forasteros. Si el presunto heredero tenía necesidad de pañuelos, se le previene que la señora de Marcillac, al rebuscar en sus tesoros y sus maletas, designadas con los nombres de Pompeya y Herculano, ha descubierto una bella tela de Holanda, que ella no conocía; las princesas Águeda y Laura ponen a sus órdenes su hilo y su aguja y unas manos que cada vez están más rojas.

»Los dos jóvenes príncipes don Enrique y don Gabriel han conservado la funesta costumbre de darse un atracón de arrope, de hacer rabiar a sus hermanas, de no querer estudiar, de divertirse sacando pájaros de sus nidos, de armar ruido. Adiós, querido hermano; nunca hubo una carta que llevara tantos votos por tu felicidad. Tendrás muchas cosas que contarnos cuando vengas. Me lo contarás todo a mí, que soy la mayor. Mi tía nos ha permitido sospechar que tienes éxito en la sociedad. Se habla de una dama y se guarda silencio sobre lo demás. Eugenio, si quisieras, podríamos prescindir de pañuelos y te haríamos camisas. Contéstame pronto sobre este punto. Si te hicieran falta hermosas camisas bien hechas, nos veríamos obligadas a comenzar en seguida; y si hubiera en París una moda que no conociésemos, podrías mandarnos un modelo, sobre todo para los puños. Te doy un beso en la frente, sobre el lado izquierdo, cuya sien me pertenece de un modo exclusivo. Dejo el otro pliego para Águeda, que ha prometido no decirte nada de lo que te digo yo. Pero, para estar segura, permaneceré cerca de ella mientras escriba. Tu hermana que te quiere, Laura de Rastignac».

—¡Oh, sí —se dijo Eugenio—, la fortuna a toda costa! Nada podría pagar tanto amor. Yo querría darles toda la felicidad del mundo. ¡Mil quinientos cincuenta francos! —se dijo después de una pausa—. Es preciso que cada pieza sea bien utilizada. Laura tiene razón. No tengo más que camisas de tela burda. Para la felicidad de otra persona, una joven se vuelve tan astuta como un ladrón. Inocente para ella y previsora para mí, es como un ángel del cielo que perdona las faltas de la tierra sin comprenderlas.

El mundo le pertenecía. Ya su sastre había sido convocado, sondeado, conquistado. Al ver al señor de Trailles, Rastignac había comprendido la influencia que ejercen los sastres en la vida de los jóvenes. ¡Ay!, no existe término medio: un sastre es un enemigo mortal o un amigo dado por la factura. Eugenio encontró en el suyo a un hombre que había comprendido la paternidad de su comercio, y que se consideraba como un trazo de unión entre el presente y el futuro de los jóvenes. Así, Rastignac, agradecido, labró la fortuna de aquel hombre por una de aquellas frases en las que más tarde destacaría: «Sé que ha hecho —decía— dos pantalones que han sido causa de que se hicieran dos bodas de veinte mil libras de renta.».

¡Mil quinientos francos y trajes a discreción! En aquel momento el pobre meridional ya no dudó de nada y bajó a desayunar con aquel aire vago que da a un joven la posesión de una suma cualquiera. En el instante en que el dinero se desliza en el bolsillo de un estudiante, se levanta dentro de sí una columna fantástica en la cual él se apoya. Se siente seguro, con los movimientos ágiles; el día antes, humilde y tímido, habría recibido golpes; al día siguiente los daría a un primer ministro. Ocurren en él fenómenos inauditos: todo lo quiere y todo lo puede, desea a diestro y siniestro; es alegre, generoso, expansivo. En fin, el pájaro que poco antes carecía de alas puede ahora volar alto. El estudiante sin dinero atrapa una brizna de placer como perro que roba un hueso a través de mil peligros, lo rompe, chupa la médula y corre aún; pero el joven que hace saltar en su bolsillo algunas fugitivas piezas de oro saborea sus goces, los enumera, se complace en ellos, ya no sabe lo que es la palabra miseria. París le pertenece por entero. ¡Edad en la que todo es reluciente, todo centellea y llamea! ¡Edad de fuerza gozosa de la que nadie se aprovecha, ni el hombre ni la mujer! ¡Edad de las deudas y de los vivos temores que multiplican todos los placeres! El que no ha vivido en la orilla izquierda del Sena, entre la calle Saint-Jacques y la calle de los Saints-Pères, no conoce nada de la vida humana.

«¡Ah, si las mujeres de París lo supieran! —decíase Rastignac devorando las peras cocidas servidas por la señora Vauquer—. Vendrían a hacerse amar aquí». En aquel momento presentóse en el comedor un cartero de las Mensajerías reales. Preguntó por el señor Eugenio de Rastignac, al que entregó dos bolsas y le dio a firmar un recibo. Rastignac recibió entonces como un latigazo una profunda mirada que le dirigió Vautrin.

—Tendréis con qué pagar lecciones de armas y sesiones de tiro —le dijo.

—Ya han llegado los galeones —dijo la señora Vauquer mirando las bolsas.

La señorita Michonneau tenía miedo de mirar las bolsas para no dejar traslucir su codicia.

—Tenéis una buena madre —le dijo la señora Couture.

—El señor tiene una buena madre —repitió Poiret.

—Sí, mamá se ha hecho una sangría —dijo Vautrin—. Ahora ya podéis entrar en sociedad, pescar dotes y bailar con condesas que llevan flores de melocotonero en la cabeza.

Vautrin hizo el gesto del hombre que apunta hacia el adversario. Rastignac quiso dar una propina al cartero, pero no encontró nada en el bolsillo. Vautrin buscó en el suyo y dio veinte sueldos al hombre.

—Tenéis buen crédito —repuso éste mirando al estudiante.

Rastignac viose obligado a darle las gracias, aunque después de las palabras ásperamente cambiadas el día en que había regresado de casa de la señora de Beauséant, aquel hombre le resultase insoportable. Durante aquellos ocho días, Eugenio y Vautrin habían permanecido silenciosos uno delante del otro, observándose recíprocamente. El estudiante se preguntaba en vano por qué. Sin duda las ideas se proyectan en razón directa de la fuerza con que se conciben, y van a dar allí adonde el cerebro las envía por una ley matemática comparable a la que dirige las bombas al salir del mortero. Los efectos son diversos. Si las naturalezas tiernas en las que se alojan las ideas, por las cuales son asoladas, hay también naturalezas vigorosamente fortificadas, cráneos con murallas de bronce sobre las cuales las voluntades de los demás se quiebran y caen las balas ante una fortaleza; además, hay también unas ralezas flojas y algodonosas en las que las ideas ajenas vienen a perderse como en tierra blanda. Rastignac poseía una de esas cabezas llenas de pólvora que saltan al menor choque. Era demasiado vivazmente joven para no ser accesible a esa proyección de las ideas, a ese contagio de los sentimientos de los cuales tantos extraños fenómenos nos hieren sin que nos demos cuenta. Su vista moral poseía el alcance lúcido de los ojos del lince. Cada uno de sus dobles sentidos poseía este alcance misterioso, esta flexibilidad de ir y volver que nos maravilla en las personas superiores. Por otra parte, desde hacía un mes, habíanse desarrollado en Eugenio tantas cualidades como defectos. Sus defectos se los habían exigido el mundo y el cumplimiento de sus crecientes deseos. Entre sus cualidades se encontraba aquella vivacidad meridional que impulsa a ir derecho hacia la dificultad para resolverla, y que no permite a ten hombre de más allá del Loira permanecer en una incertidumbre cualquiera; cualidad que las gentes del Norte llaman defecto: para ellos, si esto fue el origen de la fortuna de Murat, fue también la causa de su muerte. Habría que llegar a la conclusión de que cuando un meridional sabe unir la astucia del Norte y la audacia de más allá del Loira, es completo, y es rey de Suecia. Rastignac no podía, pues, permanecer mucho tiempo bajo el fuego de las baterías de Vautrin sin saber si aquel hombre era su amigo o su enemigo. A veces le parecía como si aquel hombre singular penetrara sus pasiones y leyera en su corazón, mientras que en él todo estaba tan herméticamente cerrado que parecía poseer la inmovilidad de una esfinge que todo lo sabe, todo lo ve y no dice nada. Sintiendo llena la bolsa, Eugenio se irritó.

—Hacedme el favor de aguardar —dijo a Vautrin, que se levantaba para salir después de haber saboreado los últimos sorbos de café.

—¿Por qué? —respondió el cuarentón, poniéndose su sombrero de anchas alas y cogiendo un bastón de hierro con el que a menudo hacía molinetes como un hombre que no hubiera temido verse asaltado por cuatro ladrones.

—Voy a devolveros el dinero —dijo Rastignac, que deshizo en seguida una de las bolsas y entregó ciento cuarenta francos a la señora Vauquer—. Las buenas cuentas hacen los buenos amigos —dijo a la viuda—. Estamos en paz hasta el día de San Silvestre. Cambiadme estos cien escudos.

—Los buenos amigos hacen las buenas cuentas —repitió Poiret mirando a Vautrin.

—Aquí tenéis veinte sueldos —dijo Rastignac entregando una moneda a la esfinge con peluca.

—Diríase que tenéis miedo de deberme algo —exclamó Vautrin lanzando una mirada adivinadora al alma del joven, a quien dirigió una de aquellas sonrisas filosóficas con las que Eugenio estuvo cien veces a punto de enfadarse.

—Pues…, sí —respondió el estudiante, que tenía sus dos bolsas en la mano y se había levantado para subir a su habitación.

Vautrin salía por la puerta que daba al salón y el estudiante se disponía a marcharse por la que daba acceso a la escalera.

—Sabéis, señor marqués de Rastignacorama, que lo que me decís no es precisamente cortés —dijo entonces Vautrin cerrando de golpe la puerta del salón y avanzando hacia el estudiante, el cual le miró fríamente.

Rastignac cerró la puerta del comedor, llevando con él a Vautrin a la parte baja de la escalera, junto a una puerta que daba al jardín. Allí el estudiante dijo delante de Silvia, que salía de la cocina:

—Señor Vautrin, yo no soy marqués y no me llamo Rastignacorama.

—Van a batirse —dijo la señorita Michonneau con aire indiferente.

—¡Abatirse! —repitió Poiret.

—No —dijo la señora Vauquer acariciando su montón de escudos.

—Pues ya se dirigen hacia los tilos —gritó la señorita Victorina levantándose para mirar al jardín—. Sin embargo, ese joven tiene razón.

—Subamos, pequeña mía —dijo la señora Couture—; esos asuntos no nos incumben.

Cuando la señora Couture y Victorina se levantaron, encontraron junto a la puerta a la gruesa Silvia que les cerraba el paso.

—¿Qué hay, pues? —dijo—. El señor Vautrin ha dicho al señor Eugenio: «¡Expliquémonos!». Luego le ha cogido del brazo y helos ahí que se dirigen hacia nuestras alcachofas.

En aquel momento apareció Vautrin.

—Señora Vauquer —dijo sonriendo—, no os asustéis de nada. Voy a probar mis pistolas bajo los tilos.

—¡Oh!, señor —dijo Victorina juntando las manos—. ¿Por qué queréis matar al señor Eugenio?

Vautrin dio dos pasos atrás y contempló a Victorina.

—Es una historia larga de contar —exclamó con voz burlona que hizo ruborizarse a la pobre muchacha—. Es muy guapo ese mozo, ¿verdad? —añadió—. Me dais una idea.

La señora Couture había cogido por el brazo a su pupila y se la llevó de allí diciéndole al oído:

—Pero Victorina, estáis inconcebible esta mañana.

—No quiero que se disparen tiros de pistola en mi casa —dijo la señora Vauquer—. ¡No vayáis a asustar a todo el vecindario y hacer que venga la policía!

—Vamos, calma, señora Vauquer —respondió Vautrin.

Fue a reunirse con Rastignac, al que cogió familiarmente del brazo.

—Aun cuando os demostrase que a treinta y cinco pasos meto cinco veces seguidas mi bala en un naipe —le dijo—, no perderíais vuestro valor. Me parecéis un testarudo, y os haríais matar como un imbécil.

—Retrocedéis —dijo Eugenio.

—No me calentéis la bilis —repuso Vautrin—. Esta mañana no hace frío; venid a sentaros conmigo allá abajo —dijo señalando las sillas pintadas de verde—. Allí nadie nos oirá. Tengo que hablar con vos. Sois un jovencito al que no quiero mal. ¡Os aprecio, a fe de Vautrin! ¿Por qué os aprecio? Voy a decíroslo. Entretanto, os conozco como si os hubiera hecho, y voy a demostrároslo. Poned vuestras bolsas ahí —dijo a continuación señalando la mesa redonda.

Rastignac dejó su dinero encima de la mesa y se sentó, presa de una curiosidad que fue desarrollada en él en el más alto grado por el cambio súbito operado en las maneras de aquel hombre que, después de haber hablado de matarle, se las daba de protector.

—Querríais saber quién soy, lo que he hecho o lo que hago —repuso Vautrin—. Sois demasiado curioso, pequeño. Vamos, calma. He tenido muchas desgracias. Primero escuchadme, luego me contestaréis. He aquí mi vida anterior en pocas palabras. ¿Quién soy? Vautrin. ¿Qué hago? Lo que me da la gana. Adelante. ¿Queréis conocer mi carácter? Soy bueno con aquellos que me hacen bien o cuyo corazón le habla al mío. A éstos todo les está permitido; pueden darme puntapiés en la espinilla, sin que yo les diga: ¡Cuidado! Pero soy malo como el diablo con aquellos que me fastidian o que no me agradan. Y bueno es que sepáis que no me cuesta esfuerzo liquidar a un sujeto así —dijo escupiendo—. Sólo que procuro matarlo limpiamente cuando hay que matarlo. Soy lo que vos llamáis un artista. Tal como me veis, he leído las Memorias de Benvenuto Cellini, y en italiano. Aprendí de ese hombre a imitar a la Providencia, que nos mata a diestro y siniestro, y a amar lo bello dondequiera que se encuentre.

Por otra parte, ¿no es estupendo luchar uno solo contra todos? He reflexionado mucho sobre la constitución de vuestro desorden social. Pequeño, el duelo es un juego de niños, una tontería. Cuando de dos hombres vivos debe desaparecer uno de ellos, hay que ser imbécil para confiar en la casualidad. ¿El duelo? Cara o cruz. Meto cinco balas seguidas dentro de un naipe reforzando cada bala sobre la otra, y esto a treinta y cinco pasos. Cuando uno está dotado de este pequeño talento, puede estar seguro de acabar con su hombre. Bien, he disparado sobre un hombre a veinte pasos, y he fallado la puntería. El imbécil no había manejado una pistola en toda su vida. ¡Mirad! —dijo aquel hombre extraordinario desabrochándose el chaleco y mostrando su pecho velludo como la espalda de un oso, pero provisto de una crin rubia que producía una especie de asco mezclado con espanto—, aquel imbécil me enrubió el vello —añadió metiendo el dedo de Rastignac en un agujero que tenía en el pecho—. Pero en aquel entonces yo era un chiquillo; tenía vuestra edad, veintiún años. Todavía creía en algo, en el amor de una mujer, un montón de tonterías en las que vos vais a embrollaros. Nos habríamos batido, ¿verdad? Habríais podido matarme. Suponed que yo estuviera en tierra. ¿Dónde estaríais vos? Sería preciso huir, ir a Suiza, comer el dinero de papá, que no tiene mucho. Voy a explicaros la situación en que os encontráis; pero voy a hacerlo con la superioridad de un hombre que, después de haber examinado las cosas de aquí abajo, ha visto que sólo había dos partidos a tomar: o una estúpida obediencia o la revuelta. Yo no obedezco a nada, ¿está claro? ¿Sabéis lo que os hace falta en la situación en que os encontráis? Un millón, y pronto; sin ello, con nuestra cabecita podríamos ir a pasear a Saint-Cloud para ver si hay un Ser Supremo. Este millón yo voy a dároslo.

Vautrin hizo una pausa para mirar a Eugenio.

—¡Ja, ja! Ya le ponéis mejor cara a vuestro papaíto Vautrin. Al oír estas palabras sois como una jovencita a la que se le dice: Hasta la noche, y que se arregla relamiéndose como un gatito que bebe leche en un plato. ¡Vamos, pues! Voy a hablaros de vos, jovencito. Allá abajo tenemos a papá, a mamá, a la tía, a dos hermanas (dieciocho y diecisiete años) y dos hermanitos (quince y diez años); he aquí el control de la tripulación. La tía educa a las hermanas. El cura viene a enseñar latín a los dos hermanos. La familia come más castañas hervidas que pan blanco; papá procura no gastar demasiado los pantalones; mamá posee apenas un vestido de invierno y uno de verano; nuestras hermanas se las arreglan como pueden. Yo lo sé todo; he estado en el Sur. Las cosas ocurren así en vuestra casa. Tenemos una cocinera y un criado; hay que guardar las apariencias; papá es barón. En cuanto a nosotros, somos ambiciosos, tenemos a los Beauséant como aliados y vamos a pie; queremos fortuna y no tenemos un céntimo; comemos la bazofia que nos da la señora Vauquer y nos gustan las comidas del barrio de San Germán; nos acostamos en un catre y queremos un hotel. No os censuro por ello. El tener ambición, amiguito, no es algo que le sea concedido a todo el mundo. Preguntadles a las mujeres qué hombres les gustan: los ambiciosos. Los ambiciosos tienen los riñones más fuertes, la sangre más rica en hierro, el corazón más caliente que los otros hombres. Y la mujer se encuentra tan dichosa y tan bella en las horas en que es fuerte, que prefiere entre todos los hombres a aquel cuya fuerza es enorme, aunque corriera el peligro de ser destrozada por él. Yo hago el inventario de vuestros deseos con el fin de plantearos la cuestión. He aquí cuál es ella. Tenemos un hambre canina. ¿Qué haríamos para satisfacerla? Ante todo, hemos de comernos el Código; no es divertido, porque no enseña nada, pero hay que hacerlo. Sea. Nos hacemos abogados para convertirnos en presidentes de una audiencia, enviar a los pobres diablos que valen más que nosotros con una T. F. sobre la espalda, con el fin de demostrar a los ricos que pueden dormir tranquilos. No es divertido, y además muy largo. Ante todo, dos años en París, mirando sin poder tocar todas aquellas cosas que nos engolosinan. Es fatigoso estar siempre deseando algo sin poder satisfacer nunca nuestros deseos. Si fueseis pálido y de la naturaleza de los moluscos, no tendríais nada que temer; pero tenemos la sangre de los leones y un apetito como para cometer veinte tonterías al día. Sucumbiréis, pues, a este suplicio, el más horrible que hayamos encontrado en el infierno del buen Dios. Supongamos que seáis prudente, que bebáis leche y compongáis elegías; será preciso, generoso como sois, empezar, después de molestias y privaciones como para volver rabioso a un perro, convirtiéndoos en el sustituto de cualquier imbécil en un rincón de ciudad en la que el Gobierno os arrojará mil francos de sueldo como se le da a un perro un plato de sopa. Ladra contra los ladrones, defiende a los ricos, haz guillotinar a las personas de corazón. ¡Muy bien! Si no tenéis protectores os pudriréis en vuestro tribunal de provincia. Hacia los treinta años seréis juez con el sueldo de mil doscientos francos al año. Cuando lleguéis a la cuarentena os casaréis con alguna hija de molinero, rica de unas seis mil libras de renta. Si tenéis protecciones, seréis procurador del rey a los treinta años, con mil escudos de sueldo, y os casaréis con la hija del alcalde. Si cometéis algunas de esas bajezas políticas, como la de leer en un boletín Villèle en vez de Manuel (esto rima, esto tranquiliza la conciencia), a los cuarenta años seréis procurador general y podréis llegar a ser diputado. Observad, querido hijo, que habremos hecho traiciones a nuestra pequeña conciencia, habremos tenido veinte años de aburrimiento, de miserias secretas, y, nuestras hermanas se habrán quedado para vestir santos. Tengo el honor de haceros observar que no hay más que veinte procuradores generales en Francia, y que sois veinte mil aspirantes al cargo, entre los cuales se encuentran muchos farsantes que venderían a su familia para poder alcanzarlo. Si el oficio os desagrada, veamos otra cosa.

¿El barón de Rastignac quiere ser abogado? ¡Oh!, magnífico. Hay que pasarlo mal durante diez años, gastar mil francos al mes, tener una biblioteca, un despacho, frecuentar la sociedad, besar el traje de un procurador para poder tener pleitos, barrer el palacio de justicia con la lengua. Si este oficio os diera buen resultado, yo no diría que no; ¿pero podréis encontrarme en París cinco abogados que, a los cincuenta años de edad, ganen más de cincuenta mil francos al año? ¡Bah!, antes que cercenarme de tal modo el alma preferiría hacerme corsario. Por otra parte, ¿dónde encontrar escudos? Todo esto no es nada alegre. Tenemos el recurso en la dote de una mujer. ¿Queréis casaros? Será ataros una piedra al cuello; además, si os casaseis por el dinero, ¡qué sería de nuestros sentimientos de honor, de nuestra nobleza! Sería mejor comenzar hoy vuestra revuelta contra los convencionalismos humanos. Nada representaría el acostaros como una serpiente delante de una mujer, lamer los pies de la madre, cometer bajezas como para darle asco a una trucha, ¡uf! ¡Si con todo ello hubieseis de dar con la felicidad! Pero seríais desgraciado con una mujer con la que os hubieseis casado en tales circunstancias. Es mejor guerrear contra los hombres que luchar con la propia mujer. Ahí tenéis la encrucijada de la vida, jovencito; elegid. Ya habéis elegido: habéis estado en casa de nuestro primo de Beauséant, y habéis olido allí el lujo. Habéis estado en casa de la señora de Restaud, hija de papá Goriot, y allí habéis olido a la parisiense. Ese día habéis regresado con una palabra escrita sobre vuestra frente, y yo he podido leer: ¡Llegar! Llegar a toda costa. ¡Bravo!, he dicho; he ahí un buen mozo que me va. Os ha hecho falta dinero. ¿Dónde tomarlo? Habéis sangrado a vuestras hermanas. Todos los hermanos sangran más o menos a sus hermanas. Vuestros mil quinientos francos arrancados, Dios sabe cómo, en un país en el que hay más castañas que monedas de cien sueldos, van a desfilar como soldados. Después, ¿qué vais a hacer? ¿Trabajaréis? El trabajo, entendido como vos lo entendéis en este momento, da, en la vejez, un apartamento en casa de mamá Vauquer y unos hombres del tipo de Poiret. Una rápida fortuna es el problema que en este momento tratan de resolver cincuenta mil jóvenes que se hallan en vuestra situación. Vos formáis una unidad de ese número. Juzgad de los esfuerzos que tenéis que hacer y de lo encarnizado del combate. Es preciso que os devoréis los unos a los otros como arañas en una olla, dado que no existen cincuenta mil buenos puestos. ¿Sabéis cómo sigue aquí cada uno su camino? Por el brillo del talento o por la habilidad de la corrupción. Hay que penetrar en esa masa de hombres como una bala de cañón o deslizarse en ella como la peste. La honradez no sirve de nada. La gente admira el poder del talento, le odia, trata de calumniarlo, porque toma sin compartir; pero se le admira si persiste; en una palabra, se le adora de rodillas cuando no se le ha podido enterrar bajo el barro. La corrupción es fuerte, el talento es raro. Así, la corrupción es el arma de la mediocridad, que abunda, y por todas partes sentiréis su influencia. Veréis a mujeres cuyos maridos tienen seis mil francos de sueldo y que gastan más de diez mil francos en arreglarse. Veréis a empleados con mil doscientos francos comprar tierras. Podréis ver a mujeres que se prostituyen para ir en el coche del hijo de un par de Francia, que puede correr en Longchamp por la calzada de en medio. Habéis visto al pobre animal de Goriot obligado a pagar la letra de cambio endosada por su hija, cuyo marido tiene cincuenta mil libras de renta. Os desafío a dar dos pasos en París sin encontrar embrollos infernales. Apostaría la cabeza a que toparéis con un avispero en la primera mujer que os agrade, aunque sea rica, bella y joven. Todas están en guerra con sus maridos por cualquier asunto. No acabaría de contaros los enredos que se arman con respecto a sus amantes, trapos, hijos, o por la vanidad, raramente por la virtud; podéis estar seguro de ello. Así, el hombre honrado es el enemigo común.

Pero ¿qué creéis que es el hombre honrado? En París, el hombre honrado es el que se calla y se niega a tomar parte. No os hablo de esos pobres ilotas que en todas partes cumplen con su cometido sin verse jamás recompensados por su trabajo, y a los que yo llamo la hermandad de las chancletas de Dios. Cierto que allí se encuentra la virtud en toda la flor de su estupidez, pero allí también está la miseria. Desde aquí estoy viendo la mueca de esa buena gente si Dios nos hiciese la mala pasada de ausentarse durante el juicio final. Si, pues, queréis hacer pronto fortuna, hace falta ser ya rico o parecerlo. Para enriquecerse hay que ser muy audaz. Si en el centenar de profesiones que podréis abrazar se encuentran diez hombres que triunfan rápidamente, el público les llama ladrones. Sacad vuestras conclusiones. He ahí la vida tal como es. Esto no es más hermoso que la cocina; huele igual que ella; hay que ensuciarse las manos si uno quiere cocinar; sabed solamente lavaros bien: en esto estriba toda la moral de nuestra época. Si os hablo así del mundo, tengo derecho a hacerlo, porque lo conozco. ¿Creéis que lo censuro? En absoluto. Siempre ha sido así. Los moralistas no lo cambiarán nunca. El hombre es imperfecto. A veces es más o menos hipócrita, y los necios dicen entonces que carece de costumbres. No acuso a los ricos en favor del pueblo: el hombre es el mismo arriba, abajo y en medio. Por cada millón de ese rebaño se encuentran diez despreocupados que se colocan por encima de todo, incluso de las leyes. Yo soy uno de ellos. Vos, si sois un hombre superior, id en línea recta y con la cabeza alta. Pero habrá que luchar contra la envidia, la calumnia, la mediocridad, contra todo el mundo. Napoleón encontró un ministro de la guerra que se llamaba Aubry y al que fue preciso mandar a las colonias. Ved si vos podéis levantaros cada mañana con más voluntad que el día anterior. En estas circunstancias, voy a haceros una proposición que nadie rechazaría. Escuchadme bien. Tengo una idea. Mi idea consiste en ir a vivir una vida patriarcal en medio de una gran finca, en los Estados Unidos, en el Sur.

Quiero hacerme allí plantador, tener esclavos, ganar algunos milloncitos vendiendo mis bueyes, mi tabaco, mis bosques, viviendo como un soberano, haciendo lo que me dé la real gana, llevando una vida que aquí no se concibe, aquí donde la gente se acurruca en una madriguera de yeso. Yo soy un gran poeta. Mis poesías no las escribo: consisten en acciones y sentimientos. Poseo en este momento cincuenta mil francos que apenas me procurarían cuarenta negros. Tengo necesidad de doscientos mil francos, porque quiero doscientos negros, con objeto de satisfacer mis deseos de vida patriarcal. Negros, ¿sabéis? Se trata de criaturas con las que uno hace lo que quiere, sin que un procurador del rey os pida cuentas de ello. Con este capital negro, dentro de diez años tendré tres o cuatro millones. Si triunfo, nadie me preguntará: ¿quién eres? Yo seré el señor Cuatro Millones, ciudadano de los Estados Unidos. Tendré cincuenta años y no estaré aún podrido, por lo cual me divertiré a mi manera. Dicho en pocas palabras, si yo os procuro una dote de un millón, ¿me daréis doscientos mil francos? ¿Es demasiado? Os haréis amar de vuestra mujercita. Una vez casado, manifestaréis inquietudes, remordimientos, os haréis el triste durante quince días. Una noche, después de algunas monadas, declararéis, entre beso y beso, doscientos mil francos de deudas a vuestra mujer, diciéndole: «Amor mío». Este vodevil es representado a diario por los jóvenes más distinguidos. Una joven no rehúsa la bolsa a aquel que le roba el corazón. ¿Creéis que perderéis con ello? No. Hallaréis el medio de recuperar vuestros doscientos mil francos en un negocio. Con vuestro dinero y vuestro talento amasaréis una fortuna tan considerable como podáis desear. Ergo, habréis hecho, en el espacio de seis meses, vuestra felicidad, la de una mujer amable y la de vuestro papaíto Vautrin, sin contar la de vuestra familia, que se sopla los dedos en invierno por falta de leña. No os asombréis por lo que os propongo ni por lo que os pido. De sesenta bellas bodas que se celebran en París, hay cuarenta y siete que dan lugar a semejantes tráficos. La Cámara de los Notarios ha obligado al señor…

—¿Qué es preciso que haga yo? —dijo ávidamente Rastignac interrumpiendo a Vautrin.

—Casi nada —respondió aquel hombre dejando escapar un movimiento de alegría parecido a la sorda expresión del pescador que siente picar un pez al extremo del sedal—. Escuchadme bien. El corazón de una pobre muchacha desgraciada y miserable es la esponja más ávida para llenarse de amor, una esponja seca que se dilata tan pronto como cae en ella una gota de sentimiento. ¡Hacer la corte a una joven que se encuentra en condiciones de soledad, de desesperación y de pobreza sin que sospeche la fortuna que va a caerle encima! ¡Diantre!, esto es jugar sobre seguro. Estáis echando cimientos a un matrimonio indestructible. Si a esa joven le sobrevienen millones, os los arrojará a los pies como si se tratara de guijarros. ¡Toma, amado mío! ¡Toma, Alfredo! ¡Adolfo! ¡Toma, Eugenio!, dirá, si Alfredo, Adolfo o Eugenio han tenido la buena idea de sacrificarse por ella. Lo que yo entiendo por sacrificios es vender un traje viejo para ir a comer unas setas al Cadran-Bleu; de ahí, por la noche, al Ambigu-Comique; es empeñar el reloj para comprarle un chal. No os hablo de las tonterías del amor a que tan inclinadas son las mujeres, como, por ejemplo, esparcir unas gotas de agua sobre el papel de una carta a modo de lágrimas cuando uno está lejos de ellas: me parece que conocéis bien el argot del corazón. París, como veis, es como una selva del Nuevo Mundo, en la que se agitan veinte especies de tribus salvajes, los Illinois, los Hurones, que viven del producto que les dan las diferentes cazas sociales; vois sois un cazador de millones. Para cobrarlos usáis toda suerte de trampas. Hay diversas maneras de cazar. Unos cazan la dote, otros cazan el capital; aquéllos pescan conciencias; éstos venden a sus víctimas atadas de pies y manos. El que regresa con el morral lleno es saludado, festejado, recibido en la buena sociedad.

Hagamos justicia a este suelo hospitalario; tenéis que véroslas con la ciudad más complaciente del mundo. Si las orgullosas aristocracias de todas las capitales de Europa se niegan a admitir en sus filas a un millonario infame, París le abre los brazos, corre a sus fiestas, come sus banquetes y brinda con su infamia.

—Pero ¿dónde encontrar a una muchacha? —dijo Eugenio.

—La tenéis delante de vos.

—¿La señorita Victorina?

—¡Exactamente!

—¿Y cómo?

—¡Ya os ama vuestra pequeña baronesa de Rastignac!

—¡Pero si no tiene un céntimo! —repuso Eugenio, atónito.

—Ahí está el detalle. Dos palabras más —dijo Vautrin—, y todo quedará aclarado. El tío Taillefer es un viejo bribón que pasa por haber asesinado a uno de sus amigos durante la revolución. Es uno de esos sujetos, como yo, que tienen independencia en sus opiniones. Es banquero, principal socio de la casa Federico Taillefer y compañía. Tiene un hijo único, al que quiere legar sus bienes en detrimento de Victorina. A mí no me gustan estas injusticias. Yo soy como Don Quijote, me gusta defender al débil contra el fuerte. Si la voluntad de Dios fuera arrebatarle a su hijo, Taillefer se haría cargo entonces de su hija; querría un heredero cualquiera, una tontería que se encuentra en la naturaleza, y él no puede tener más hijos, yo lo sé. Victorina es dulce y amable, pronto habrá engatusado a su padre y le hará girar como tina peonza con el bramante del sentimiento. Será demasiado sensible a vuestro amor para olvidaros, y se casará con vos. Yo me encargaré del papel de la Providencia, yo haré la voluntad de Dios. Tengo un amigo por el que me he sacrificado, un coronel del ejército del Loira que acaba de incorporarse a la guardia real. El escucha mis consejos, se ha hecho ultrarrealista: no es uno de esos imbéciles que se aferran a sus opiniones.

Si tengo aún un consejo que daros, ángel mío, es el de no aferraros ni a vuestra opinión ni a vuestra palabra. Cuando os pidan la una o la otra, vendedla. Un hombre que se jacta de no cambiar nunca de opinión es un hombre que quiere ir siempre en línea recta, un necio que cree en la infalibilidad. No hay principios, sólo acontecimientos: no hay leyes, sólo hay circunstancias: el hombre superior adopta los acontecimientos y las circunstancias para poder manejarlos. Si hubiera principios y leyes fijas, los pueblos no los cambiarían como cambian de camisa. El hombre no tiene la obligación de ser más juicioso que una nación entera. El hombre que menos servicios ha prestado a Francia es un fetiche venerado por haber vestido siempre de color rojo; a lo sumo vale para que se le coloque en el Conservatorio, entre las máquinas, poniéndole la etiqueta de La Fayette; mientras que el príncipe contra el cual cada uno lanza su piedra, y que desprecia lo suficiente a la humanidad para esculpirle al rostro tantos juramentos como ella le exija, ha impedido el reparto de Francia en el congreso de Viena: se le deben coronas, y le arrojan fango. ¡Oh, yo conozco los negocios! Poseo el secreto del bien de muchos hombres. Ya es suficiente. Tendrá una opinión inquebrantable el día en que haya encontrado tres cabezas de acuerdo sobre la aplicación de un principio, y aguardaré mucho tiempo. En los tribunales no se encuentran tres jueces que tengan la misma opinión sobre un artículo de la ley. Vuelvo a mi hombre. Volvería a crucificar a Cristo si yo se lo dijera. A una sola palabra de su papá Vautrin, buscará querella a aquel imbécil que no envía cien sueldos a su pobre hermana y… —en esto Vautrin se levantó, se puso en guardia e hizo el movimiento de un maestro de armas que se tira a fondo— ¡a la sombra! —añadió.

—¡Qué horror! —dijo Eugenio—. ¿Queréis bromear, señor Vautrin?

—Calma, calma —repuso el hombre—. No os hagáis el niño; sin embargo, si ello ha de divertiros, enojaos, indignaos. Decid que soy un infame, un bandido, pero no me llaméis estafador ni espía. Vamos, hablad, soltad vuestra andanada. Os perdono. ¡Es tan propio de vuestra edad! Yo también he sido así. Pero reflexionad. Algún día obraréis peor. Iréis a coquetear con alguna linda mujer y os dará dinero. ¿Habéis pensado en ello? —dijo Vautrin—. ¿Cómo triunfaréis si no sois calculador en vuestro amor? La virtud, querido estudiante, no se divide: existe o no existe. Se nos habla de hacer penitencia por nuestras faltas. Todavía otro lindo sistema como éste, en virtud del cual paga uno un crimen mediante un acto de contrición. Seducir a una mujer para situaros en tal o cual peldaño de la escala social, sembrar cizaña entre los hijos de una familia, en fin, todas las infamias que se practican hoy día, ¿creéis que se trata de actos de fe, de esperanza y de caridad? ¿Por qué dos meses de cárcel al dandy que en una noche arrebata a una criatura la mitad de su fortuna, y por qué el presidio al pobre diablo que roba un billete de mil francos con las circunstancias agravantes? He ahí vuestras leyes. No hay un solo artículo que no llegue al absurdo. El hombre de guante y de palabras melifluas ha cometido asesinatos en los que no se derrama sangre, pero en los que se da sangre; el asesino ha abierto una puerta con la ganzúa: he ahí dos cosas nocturnas. Entre lo que yo os propongo y lo que haréis un día sólo hay la diferencia de la sangre. ¿Creéis en algo fijo en este mundo? Despreciad, pues, a los hombres y considerad las mallas por las que uno puede pasar a través de la red del Código. El secreto de las grandes fortunas sin causa aparente es un crimen olvidado, porque se ha cometido de una manera limpia.

—Silencio, señor; no quiero volver a oír más de ello; me haríais dudar de mí mismo. En este momento el sentimiento es toda mi ciencia.

—Como queráis, hermoso niño. Os creía más fuerte —dijo Vautrin—; ya no os diré nada más. Una última palabra, sin embargo —miró fijamente al estudiante— vos tenéis mí secreto —le dijo.

—Un joven que os rechaza sabrá olvidar pronto tal secreto.

—Muy bien, esto me gusta. Otro será menos escrupuloso. Acordaos de lo que quiero hacer por vos. Os doy quince días. Es asunto de tomarlo o dejarlo.

—¡Qué cabeza de hierro tiene, pues, ese hombre! —díjose Rastignac al ver a Vautrin que se alejaba tranquilamente con el bastón bajo el brazo—. Él me ha dicho crudamente lo que la señora de Beauséant me decía en buena forma. Él me destrozaba el corazón con garras de acero. ¿Por qué he de ir a casa de la señora de Nucingen? Ha adivinado mis motivos tan pronto como yo los he concebido. En pocas palabras, ese bandido me ha dicho más cosas sobre la virtud que lo que sobre ella me han dicho los hombres y los libros. Si la virtud no tolera capitulación, ¿entonces he robado a mis hermanas? —dijo arrojando la bolsa encima de la mesa. Se sentó y permaneció allí sumido en una profunda meditación—. Ser fiel a la virtud, ¡martirio sublime! ¡Bah!, todo el mundo cree en la virtud; pero ¿quién es virtuoso? Los pueblos tienen a la libertad como ídolo; pero ¿dónde se encuentra en la tierra un pueblo libre? Mi juventud es todavía azul como un cielo sin nubes: querer ser grande o rico ¿no es acaso resolverse a mentir, a arrastrarse, a volver a erguirse, a adular, a disimular? ¿No es consentir en convertirse en el lacayo de aquellos que han mentido, se han arrastrado, han adulado? Antes de ser su cómplice hay que servirles. Pues no. Yo quiero trabajar noblemente, santamente; quiero trabajar de día y de noche, no deber mi fortuna más que a mi propio trabajo. Será la más lenta de las fortunas, pero cada día mi cabeza descansa sobre mi almohada sin un mal pensamiento. ¿Qué hay de más hermoso que contemplar la propia vida y encontrarla pura como un lirio? Yo y la vida somos como un joven y su prometida. Vautrin me ha hecho ver lo que sucede después de diez años de matrimonio. ¡Demonio!, mi cabeza se pierde. No puedo pensar en nada; el corazón es un buen guía.

Eugenio fue sacado de su meditación por la voz de la gruesa Silvia, que le anunció la llegada de su sastre, ante el cual se presentó llevando en la mano sus dos bolsas de dinero. Cuando hubo probado sus trajes de noche, volvió a ponerse su nuevo traje de mañana, con el que estaba completamente distinto.

—Bien valgo lo que el señor de Trailles —se dijo—. ¡En fin, que tengo el aire de un gentilhombre!

—Señor —dijo papá Goriot entrando en la habitación de Eugenio—, me habéis preguntado si conocía las casas que frecuenta la señora de Nucingen, ¿verdad?

—Sí.

—Pues bien, el próximo lunes va al baile del mariscal Carigliano. Si podéis ir, ya me diréis si mis dos hijas se han divertido, cómo iban vestidas, en fin, todo.

—¿Cómo habéis sabido esto, mi buen papá Goriot? —dijo Eugenio, haciéndole sentar junto a su chimenea.

—Su doncella me lo ha dicho. Sé todo lo que ellas hacen a través de Teresa y Constanza —repuso en tono alegre. El anciano se parecía a un amante lo bastante joven aún para sentirse dichoso de una estratagema que le pone en comunicación con su querida sin que ella se dé cuenta—. ¡Vos las veréis! —añadió expresando con ingenuidad una dolorosa envidia.

—No lo sé —respondió Eugenio—. Iré a casa de la señora de Beauséant a preguntarle si puede presentarme a la mariscala.

Eugenio pensaba con cierta alegría interior mostrarse en casa de la condesa vestido tal como iría vestido en lo sucesivo. Lo que los moralistas llaman los abismos del corazón humano son únicamente los decepcionantes pensamientos, los involuntarios movimientos del interés personal. Estas peripecias, tema de tantas declamaciones, estos retornos súbitos constituyen cálculos hechos en provecho de nuestros goces. Al verse bien vestido, bien enguantado, bien calzado, Rastignac olvidó su virtuosa resolución.

La juventud no se atreve a mirarse en el espejo de la conciencia cuando ésta se inclina hacia el lado de la injusticia, mientras que sí se mira en él la edad madura: en ello estriba toda la diferencia entre estas dos fases de la vida. Desde hacía algunos días, los dos vecinos, Eugenio y papá Goriot, habíanse convertido en buenos amigos. Su amistad secreta se basaba en razones psicológicas que habían engendrado sentimientos contrarios entre Vautrin y el estudiante. El audaz filósofo que quiera comprobar los efectos de nuestros sentimientos en el mundo físico hallará sin duda más de una prueba de su efectiva materialidad en las relaciones que crean entre nosotros y los animales. ¿Qué fisonomista es más ducho en adivinar un carácter de lo que es un perro en saber si un desconocido ama o no ama? Los átomos ganchudos, expresión proverbial de la que todo el mundo se sirve, constituyen uno de esos hechos que quedan en las lenguas para desmentir las necesidades filosóficas de las que se ocupan aquellos que gustan de aventar las peladuras de las palabras primitivas. Uno se siente amado. El sentimiento se imprime en todas las cosas y atraviesa los espacios. Una carta es un alma, es un eco tan fiel de la voz que habla, que los espíritus delicados la cuentan entre los más ricos tesoros del amor. Papá Goriot, al que su sentimiento irreflexivo elevaba hasta el grado sublime de la naturaleza canina, había olido la compasión, la bondad admirativa, las simpatías juveniles que se habían suscitado para él en el corazón del estudiante. Sin embargo, esta unión naciente no había provocado aún ninguna confidencia. Si Eugenio había manifestado el deseo de ver a la señora de Nucingen, no era que contase con el anciano para que él le presentase; pero esperaba que una indiscreción pudiera servirle. Papá Goriot no le había hablado de sus hijas más que a propósito de lo que se había permitido decir de ellas públicamente el día de sus dos visitas.

«Señor mío —le dijo el día siguiente—, ¿cómo habéis podido creer que la señora de Restaud se enfadara con vos por haber pronunciado mi nombre? Mis dos hijas me quieren mucho. Solamente mis dos yernos se han portado mal conmigo. No he querido hacer sufrir a esas pobres criaturas con mis disensiones con sus maridos, y he preferido verlas en secreto. Este misterio me procura mil goces que no comprenden los otros padres que pueden ver a sus hijas cuando quieren. Yo no puedo hacerlo, ¿comprendéis? Entonces, cuando hace buen día, voy a los Campos Elíseos después de haber preguntado a las doncellas si mis hijas salen de casa. Las aguardo a que pasen, el corazón me late apresuradamente cuando llegan los coches, las admiro, ellas me dedican al pasar una sonrisa que me dora la naturaleza como si cayera en ella un hermoso rayo de sol. Y yo me quedo, y ellas han de regresar. ¡Todavía las veo! El aire les ha sentado bien, tienen sonrosadas las mejillas. Oigo decir a mi alrededor: he ahí una mujer hermosa. Esto me alegra el corazón. ¿Acaso no se trata de mi propia sangre? Amo los caballos que las conducen, y quisiera ser el perrillo que ellas llevan en sus rodillas. Yo vivo de sus placeres. Cada cual tiene su modo de amar; el mío, sin embargo, no hace mal a nadie; ¿por qué, entonces, la gente habrá de ocuparse de mí? Yo soy feliz a mi manera. ¿Va contra las leyes el que yo vaya a ver a mis hijas, por la noche, en el momento en que ellas salen de su casa para dirigirse al baile? ¡Qué pena para mí si llego tarde y me dicen: la señora ha salido! Una noche estuve esperando hasta las tres para ver a Nasia, a la que no había visto desde hacía dos días. Estuve a punto de reventar de alegría. Os lo ruego, no habléis de mí si no es para decir cuán buenas son mis hijas. Ellas quieren colmarme de toda suerte de regalos; yo se lo impido diciéndoles: Guardaos vuestro dinero. ¿Qué queréis que haga yo de eso? No necesito nada. En efecto, señor, ¿qué soy yo? Un cadáver cuya alma se encuentra dondequiera que están mis hijas. Cuando hayáis visto a la señora de Nucingen me diréis a cuál de las dos preferís», dijo el buen hombre, tras un momento de silencio, al ver que Eugenio se disponía a partir para ir a pasear a las Tullerías aguardando la hora de presentarse en casa de la señora de Beauséant.

Este paseo fue fatal para el estudiante. Algunas mujeres se fijaron en él. ¡Era tan guapo, tan joven y tan elegante!

Al verse convertido en objeto de una atención casi admirativa, ya no pensó en sus hermanas ni en su tía, todas ellas por él despojadas, ni en sus virtuosos escrúpulos. Había visto pasar por encima de su cabeza a ese demonio que es tan fácil de tomar por un ángel, a ese Satanás de brillantes alas, que siembra rubíes, que arroja sus flechas de oro delante de los palacios, cubre de púrpura las mujeres, reviste de un vano esplendor los tronos, tan sencillos en su origen; había escuchado al dios de esa vanidad crepitante cuyo ruido nos parece un símbolo de poder. Las palabras de Vautrin, por cínicas que fuesen, habíanse alojado en su corazón como en la memoria de una virgen se graba el innoble perfil de una vieja alcahueta que le ha dicho: «Oro y amor a raudales». Después de haber paseado indolentemente, hacia las cinco de la tarde Eugenio se presentó en casa de la señora de Beauséant, y en ella recibió uno de esos golpes terribles contra los cuales los corazones jóvenes se hallan inermes. Hasta entonces había encontrado a la vizcondesa llena de esa cortés amabilidad, de aquella gracia meliflua dada por la educación aristocrática y que no es completa más que cuando procede del corazón.

Cuando entró, la señora de Beauséant hizo un gesto seco, y le dijo con voz breve:

—Señor de Rastignac, me es imposible recibiros, en este momento por lo menos. Estoy muy ocupada…

Para un observador, y Rastignac habíase convertido pronto en un observador, esta frase, el gesto, la mirada y la inflexión de la voz eran la historia del carácter y de las costumbres de la casta.

Vio la mano de hierro bajo el guante de terciopelo; la personalidad, el egoísmo, bajo las maneras; la madera, bajo el barniz. Oyó, en fin, el: «Yo, el Rey», que empieza bajo los penachos del trono y termina bajo la cimera del último gentilhombre. Eugenio se había entregado con excesiva facilidad a creer en la nobleza de la mujer. Como todos los desgraciados, había firmado de buena fe el pacto delicioso que debe atar al bienhechor con el favorecido, y cuyo primer artículo consagra entre los corazones grandes una perfecta igualdad. El hacer bien, que reúne a dos seres en uno solo, es una pasión celestial tan incomprendida, tan rara corno pueda serlo el amor verdadero. Tanto el uno como el otro es la prodigalidad de las almas hermosas. Rastignac quería llegar al baile de la duquesa de Carigliano, y devoró aquella borrasca.

—Señora —dijo con voz emocionada—, si no se tratase de una cosa importante, no habría venido a importunaros; os ruego, por lo tanto, que tengáis la bondad de recibirme más tarde, y aguardaré.

—Bien, venid a comer conmigo —dijo algo confusa por la dureza que había puesto en sus palabras; porque aquella mujer era tan buena como grande.

Aunque se sintió afectado por aquel cambio repentino, Eugenio se dijo mientras se iba: «Arrástrate, sopórtalo todo. ¿Qué deben ser los otros seres si, en un instante, la mejor de las mujeres borra las promesas de su amistad y te deja ahí como un zapato viejo? Entonces, ¿cada cual debe mirar por sí? Es verdad que su casa no es ninguna tienda y que hago mal en tener necesidad de ella. Es preciso, como dice Vautrin, convertirse en bala de cañón.». Las amargas reflexiones del estudiante fueron pronto disipadas por el placer que se prometía al ir a comer con la vizcondesa. Así, por una especie de fatalidad, los más mínimos acontecimientos de su vida conspiraban para empujarle a la carrera en la que, según las observaciones de la terrible esfinge de Casa Vauquer, debía, como en un campo de batalla, matar para que no le matasen, engañar para no ser engañado, en la que había de dejar a un lado su conciencia, su corazón, cubrirse el rostro con una máscara, burlarse sin piedad de los hombres y, como en Lacedemonia, coger su fortuna sin ser visto, para merecer la corona.

Cuando volvió a la casa de la vizcondesa, la encontró llena de aquella bondad que siempre le había testimoniado. Ambos se dirigieron a un comedor en el que el vizconde aguardaba a su esposa, y en el que resplandecía aquel lujo de mesa que bajo la Restauración, como todo el mundo sabe, fue elevado al más alto grado. El señor de Beauséant, semejante a muchas otras personas infatuadas, apenas tenía otros placeres que los de la buena mesa; por lo que a la gula se refiere, pertenecía a la escuela de Luis XVIII y del duque de Escars. Su mesa, pues, ofrecía un doble lujo, el del continente y el del contenido. Jamás semejante espectáculo había sido presenciado por Eugenio, el cual comía por primera vez en una de aquellas casas en las que las grandezas sociales son hereditarias. La moda acababa de suprimir las cenas con que en otro tiempo terminaban los bailes del Imperio, en las que los militares tenían necesidad de adquirir fuerzas para prepararse para todos los combates que les aguardaban tanto dentro como fuera. Eugenio no había asistido aún más que a bailes. El aplomo que más tarde le distinguió de un modo tan eminente y que empezaba a adquirir le impidió manifestar una bobalicona admiración. Pero al ver aquella platería esculpida y los mil rebuscados detalles de una mesa suntuosa, al admirar por primera vez un servicio que se hacía sin ruido, era difícil para un hombre de ardiente imaginación no preferir aquella vida constantemente elegante a la vida de privaciones que quería abrazar aquella mañana. Su pensamiento le devolvió por un instante a su pensión, y fue tan profundo el horror que experimentó, que se juró abandonarla en el mes de enero, tanto para entrar en una casa limpia como para huir de Vautrin, cuya manaza sentía sobre su hombro.

Si pensamos en las mil formas que en París asume la corrupción, parlante o muda, un hombre de buen sentido se pregunta por qué aberración el Estado establece escuelas, reúne jóvenes en ellas, cómo son respetadas las mujeres, cómo el oro de los cambistas no se esfuma mágicamente. Pero si pensamos en el escaso número de crímenes, incluso de delitos en general, cometidos por los jóvenes, ¡qué respeto no debemos sentir por esos pacientes Tántalos que se combaten a sí mismos y casi siempre salen victoriosos! Si se les describiera bien en su lucha contra París, el pobre estudiante suministraría uno de los temas más dramáticos de nuestra civilización moderna. La señora de Beauséant miraba en vano a Eugenio para invitarle a hablar, pero el joven no quería decir nada en presencia del vizconde.

—¿Me llevaréis esta noche a los Italianos? —preguntó la vizcondesa a su marido.

—No podéis dudar del placer que tendría en obedeceros —respondió con una burlona galantería que engañó al estudiante—, pero debo ir a reunirme con alguien en las Variedades.

«Su amante», pensó la vizcondesa.

—¿No tenéis, pues, a Ajuda esta noche? —inquirió el vizconde.

—No —respondió ella con buen humor.

—Bien, si os hace falta indispensablemente un brazo, tomad el de Rastignac.

La vizcondesa miró a Eugenio sonriendo.

—Esto será muy comprometedor para vos —dijo.

—«El francés ama el peligro porque en él encuentra la gloria», ha dicho el señor de Chateaubriand –respondió Rastignac, inclinándose.

Unos momentos más tarde fue llevado, al lado de la señora de Beauséant, en un rápido cupé, al teatro de moda, y creyó estar viendo un cuento de hadas cuando entró en un palco delantero y viose convertido en blanco de todas las miradas a través de los binóculos, en compañía de la vizcondesa, cuya toilette era deliciosa. Iba de sorpresa en sorpresa.

—Tenéis algo de que hablarme —le dijo la señora de Beauséant—. ¡Ah!, ahí tenéis a la señora de Nucingen, a tres palcos del nuestro. Su hermana y el señor de Trailles se encuentran al otro lado.

Al decir estas palabras, la vizcondesa miraba hacia el palco en el que debía encontrarse la señorita de Rochefide, y al no ver en él al señor de Ajuda, su rostro adquirió un fulgor extraordinario.

—Es encantadora —dijo Eugenio, después de haber mirado a la señora de Nucingen.

—Tiene las cejas blancas.

—Sí, pero ¡qué talle tan esbelto!

—Tiene grandes las manos.

—¡Qué ojos tan hermosos!

—Tiene la cara alargada.

—Pero llena de distinción.

—Es una gran suerte para ella tener distinción por lo menos en la cara. ¡Fijaos de qué modo toma y deja su binóculo! El Goriot se trasluce en todos sus movimientos —dijo la vizcondesa con gran asombro por parte de Eugenio.

En efecto, la señora de Beauséant miraba la sala con su binóculo y parecía no fijarse en la señora de Nucingen, de la cual, sin embargo, no perdía un solo gesto. La concurrencia era exquisitamente bella. Delfina de Nucingen se sentía muy halagada de ocupar la atención exclusiva del joven, guapo y elegante primo de la señora de Beauséant, el cual no miraba más que a ella.

—Si continuáis cubriéndola con vuestras miradas vais a provocar un escándalo, señor de Rastignac. No conseguiréis nada si os arrojáis de este modo a los pies de las personas.

—Querida prima —dijo Eugenio—, ya me habéis protegido mucho; si queréis completar vuestra obra, sólo os pido que me hagáis un favor que os costará poco trabajo y me hará mucho bien. Ya estoy preso.

—¿Ya?

—Sí.

—¿Y de esa mujer?

—¿Es que mis pretensiones serían bien acogidas en otra parte? —dijo lanzando una penetrante mirada a su prima—. La señora duquesa de Carigliano es amiga de la señora duquesa de Berry —añadió después de una pausa—; tenéis que verla; tened la bondad de presentarme a ella y de llevarme al baile que dará el lunes. Allí encontraré a la señora de Nucingen y libraré mi primera escaramuza.

—Con mucho gusto —dijo la vizcondesa—. Si ya sentís afición por ella, vuestros asuntos del corazón marchan bien. He ahí a De Marsay en el palco de la princesa Galathionne. La señora de Nucingen sufre un suplicio, está despechada. No hay momento mejor para abordar a una mujer, sobre todo a una esposa de banquero. Estas damas de la Chaussée-d'Antin aman todas las venganzas.

—¿Qué haríais, pues, vos en tal caso?

—Yo sufriría en silencio.

En aquel instante el marqués de Ajuda apareció en el palco de la señora de Beauséant.

—He hecho mal mis negocios para poder venir a veros —dijo— y os informo de ello para que no sea considerado como un sacrificio.

El radiante rostro de la vizcondesa enseñó a Eugenio a reconocer la expresión de un verdadero amor y a no confundirlo con los fingimientos de la coquetería parisiense. Admiró a su prima, enmudeció y cedió, suspirando, su sitio al señor de Ajuda. «Qué noble, qué sublime criatura es una mujer que ama así! —se dijo—. ¡Y ese hombre habría de traicionarla por una muñeca! ¿Cómo es posible traicionar así?». Sintió en su corazón una rabia infantil.

Habría querido echarse a los pies de la señora de Beauséant, deseaba el poder de los demonios con objeto de acogerla en su corazón, como un águila arrebata en la llanura y la lleva a su nido a una joven cabra blanca que aún mama.

Sentíase humillado de encontrarse en aquel gran museo de la belleza sin su cuadro, sin una amante: «Tener una amante es una posición casi real —decíase—; ¡es el signo del poder!». Y miró a la señora de Nucingen como un hombre insultado mira a su adversario. La vizcondesa volvióse hacia él para dirigirle por su discreción mil gracias en un guiño de ojos. El primer acto había terminado.

—¿Conocéis lo suficiente a la señora de Nucingen para presentarle al señor de Rastignac? —dijo al marqués de Ajuda.

—Estará encantada de ver al caballero —dijo el marqués.

El apuesto portugués se levantó, tomó del brazo al estudiante, que en un abrir y cerrar de ojos se encontró al lado de la señora de Nucingen.

—Señora baronesa —dijo el marqués—, tengo el honor de presentaros al caballero Eugenio de Rastignac, primo de la vizcondesa de Beauséant. Le causáis tan buena impresión, que he querido completar su felicidad acercándole a su ídolo.

Estas palabras fueron dichas con cierto acento de burla, que daban un aire algo brutal al pensamiento, pero de un modo que nunca desagrada a las mujeres. La señora de Nucingen sonrió y ofreció a Eugenio el sitio de su marido, que acababa de salir.

—No me atrevo a proponeros que os quedéis a mi lado, caballero —le dijo—. Cuando se tiene la dicha de estar junto a la señora de Beauséant, uno no se mueve de allí.

—Pero —le dijo en voz baja Eugenio— creo que, si quiero complacer a mi prima, me quedaré al lado de vos. Antes de que llegara el señor marqués —añadió en voz alta— estábamos hablando de la distinción de toda vuestra persona.

El señor de Ajuda se retiró.

—¿Verdaderamente, caballero —dijo la baronesa—, vais a quedaros conmigo? Así nos conoceremos, pues la señora de Restaud me había inspirado ya el más vivo deseo de conoceros.

—Entonces es muy falsa, porque ha dado orden de que cuando vaya a su casa digan que no está.

—¿Cómo?

—Señora, no me atrevo a deciros la razón de ello, y reclamo toda vuestra indulgencia si he de revelaros tal secreto. Yo soy vecino de vuestro señor padre. Ignoraba que la señora de Restaud fuera su hija. Cometí la imprudencia de hablar de ello muy inocentemente, y he molestado a vuestra señora hermana y a su marido. No podríais creer hasta qué grado han encontrado de mal gusto esta apostasía filial la señora duquesa de Langeais y mi prima. Les conté la escena y se rieron como locas. Fue entonces cuando, al trazar un paralelo entre vos y vuestra hermana, la señora de Beauséant me habló de vos en términos muy elogiosos y me dijo hasta qué punto vos erais una hija excelente para el señor Goriot. ¿Cómo, en efecto, no habríais de amarle? Os adora tanto, que ya empiezo a sentir celos. Esta mañana hemos hablado de vos durante dos horas. Luego, con la mente henchida de todo lo que vuestro padre me había contado, esta tarde, comiendo con mi prima, yo le decía que no podíais ser tan hermosa como amante. Queriendo sin duda favorecer tan cálida admiración, la señora de Beauséant me ha traído aquí, diciéndome con su gracia habitual que os vería.

—¡Cómo, caballero! —dijo la mujer del banquero—, ¿ya os debo gratitud? Un poco más, y quedaremos convertidos en viejos amigos.

—Aunque la amistad debe ser en vos un sentimiento poco vulgar —dijo Rastignac—, yo no quiero nunca ser vuestro amigo.

Estas tonterías estereotipadas para uso de principiantes parecen siempre encantadoras a las mujeres, y no resultan pobres más que leídas en frío. El gesto, el acento, la mirada de un joven, les confieren incalculables valores. La señora de Nucingen encontró a Rastignac muy simpático.

Luego, como todas las mujeres, al no poder decir nada a unas frases tan drásticamente expresadas por el estudiante, respondió refiriéndose a otra cosa:

—Sí, mi hermana se hace daño a sí misma con la forma en que se comporta para con ese pobre padre, que realmente ha sido un dios para nosotras. Ha sido preciso que el señor de Nucingen me ordenara que no viera a mi padre más que por la mañana, para que yo cediese en este punto. Pero mucho tiempo me he sentido desdichada por ello. Lloraba. Estas violencias, venidas después de las brutalidades del matrimonio, fueron una de las razones que más perturbaron mi hogar. Ciertamente soy la mujer más feliz a los ojos del mundo, pero en realidad la más desventurada. Vais a creerme loca al hablaros así. Pero conocéis a mi padre, y a este título, no podéis serme indiferente.

—No habréis encontrado a nadie —le dijo Eugenio— que se halle animado del más vivo deseo de perteneceros. ¿Qué es lo que buscáis todas vosotras? La felicidad —añadió con una voz que le llegaba al alma—. Bien, si para una mujer la dicha consiste en ser amada, adorada, tener un amigo al que pueda confiar sus deseos, sus caprichos, sus penas, sus alegrías; mostrarse en la desnudez de su alma, con sus lindos defectos y sus bellas cualidades, sin temor a verse traicionada; creedme, ese corazón abnegado, siempre ardiente, no puede hallarse más que en un hombre joven, lleno de ilusiones, que nada sabe aún del mundo, y nada quiere saber de él, porque vos os convertís en el mundo para él. Yo, vais a reíros de mi ingenuidad, llego de un rincón de provincia, enteramente nuevo, no habiendo conocido más que hermosas almas, y ya pensaba quedarme sin amor. He llegado a ver a mi prima, la cual me ha hecho intuir los mil tesoros de la pasión; soy, como Querubín, el amante de todas las mujeres, en espera de que pueda consagrarme a una de ellas. Al veros, al entrar, me he sentido atraído hacia vos como por un imán. ¡Había pensado ya tanto en vos! Pero no os había soñado tan bella como sois en realidad. La señora de Beauséant me ba ordenado que no os mirase tanto. Ella ignora lo que hay de atrayente al contemplar vuestros lindos labios rojos, vuestra tez blanca, vuestros ojos tan dulces. Yo también os digo locuras, pero dejadme que os las diga.

Nada hay que tanto agrade a las mujeres como el oír que les digan estas dulces palabras. La más austera devota las escucha, incluso cuando no deba responder a ellas. Después de haber comenzado de este modo, Rastignac desgranó su rosario con voz coquetamente sorda; y la señora de Nucingen alentaba a Eugenio con sonrisas mirando de vez en cuando a De Marsay, que no abandonaba el palco de la princesa Galathionne. Rastignac permaneció al lado de la señora de Nucingen hasta el momento en que su marido vino a buscarla.

—Señora —le dijo Eugenio—, tendré el placer de ir a veros antes del baile de la duquesa de Carigliano.

—Puesto que la señora os invita —dijo el barón, alsaciano, cuyo rostro rubicundo anunciaba una peligrosa amabilidad—, podéis estar seguro de ser bien recibido.

«Mis asuntos van por buen camino porque no se ha asustado al oír que le decía: ¿Me amaréis? El caballo lleva ya el bocado; saltemos encima de él y gobernémoslo», díjose Eugenio yendo a saludar a la señora de Beauséant, la cual se levantaba y se retiraba acompañada de Ajuda. El pobre estudiante ignoraba que la baronesa estaba esperando de De Marsay una de esas cartas decisivas que desgarran el alma. Contento de su falso éxito, Eugenio acompañó a la vizcondesa hasta el peristilo, donde cada cual espera su coche.

—Vuestro primo ya no se parece a sí mismo —dijo el portugués, riendo, a la vizcondesa cuando Eugenio les hubo dejado—. Va a hacer saltar la banca. Es flexible corno una anguila, y creo que llegará lejos. Sólo vos podíais presentarle una mujer en el momento en que es preciso consolarla.

—Pero —dijo la señora de Beauséant— hay que saber si aún ama a aquel que la abandona.

El estudiante regresó a pie desde el Teatro Italiano hasta la calle Neuve-Sainte-Geneviève, acariciando los más dulces proyectos. Había observado muy bien la atención con que la señora de Restaud le había examinado, tanto en el palco de la vizcondesa como en el de la señora de Nucingen, y supuso que la puerta de la condesa ya no le sería cerrada en adelante. Así, cuatro relaciones importantes, porque contaba agradar a la mariscala, iban a serle conquistadas en el corazón de la alta sociedad parisiense. Sin explicarse demasiado los medios, adivinaba de antemano que, en el juego complicado de los intereses de este mundo, había de agarrarse a un engranaje para poder encontrarse en lo alto de la máquina. «Si la señora de Nucingen se interesa por mí, yo le enseñaré a gobernar a su marido. Ese marido negocia con oro, y él podrá ayudarme a recoger de golpe una fortuna». No se decía todo esto crudamente, ya que no era aún lo suficientemente político para cifrar una situación, apreciarla y calcularla; estas ideas flotaban en el horizonte bajo la forma de ligeras nubes, y aunque no tuviesen la aspereza de las de Vautrin, si hubieran sido sometidas al crisol de la conciencia, no habrían dado nada que fuese completamente puro. Los hombres llegan, por una sucesión de transacciones de este género, a esta moral relajada que profesa la época actual, en la que se encuentran más raramente que en ningún otro tiempo esos hombres rectangulares, esas hermosas voluntades que jamás se doblegan al mal, para las cuales la menor desviación de la línea recta parece un crimen: magníficas imágenes de la probidad que nos han valido dos obras maestras, el Alceste de Molière, y más recientemente Jenny Deans y su padre, en la obra de Walter Scott. Tal vez la obra opuesta, la pintura de las sinuosidades en las que un hombre del mundo, un ambicioso, hace rodar su conciencia, tratando de eludir el mal, con objeto de llegar a su fin salvando las apariencias, no sería ni menos bella ni menos dramática.

Al llegar a su pensión, Rastignac ya se había enamorado de la señora de Nucingen, que le había parecido esbelta y elegante como una golondrina. La embriagante dulzura de sus ojos, la tersura y blancura de la piel, bajo la cual había creído ver circular la sangre, el sonido fascinante de la voz, sus rubios cabellos, todo lo recordaba; y quizá la marcha, al poner la sangre en movimiento, contribuía a esta fascinación. El estudiante llamó bruscamente a la puerta de papá Goriot.

—Vecino —le dijo—, he visto a la señora Delfina.

—¿Dónde?

—En los Italianos.

—¿Se ha divertido? Entrad —y el buen hombre, que se había levantado de la cama en camisa, abrió la puerta y volvió a acostarse inmediatamente—. Habladme, pues, de ella —le pidió.

Eugenio, que era la primera vez que se hallaba en la habitación de papá Goriot, no pudo dominar un movimiento de estupefacción al ver la sencillez en que vivía el padre, después de haber admirado el lujo de la hija. La ventana estaba sin visillos; el papel pintado, pegado en las paredes, se desprendía en varios sitios por efecto de la humedad y dejaba ver el yeso amarillo a causa del humo. El pobre hombre estaba acostado en una mala cama, no tenía más que una delgada manta y un cubrepiés hecho con trozos de vestidos viejos de la señora Vauquer. El suelo estaba húmedo y lleno de polvo. Frente a la ventana veíase una de aquellas viejas cómodas de madera de rosal con el vientre abultado; un viejo mueble de tablero de madera sobre el cual se hallaba un pote con agua y todos los utensilios necesarios para afeitarse. En un rincón, los zapatos; a la cabecera de la cama, una mesilla de noche sin puerta ni mármol; en el ángulo de la chimenea, en la que no había vestigios de lumbre, se encontraba la mesa cuadrada, de madera de nogal, cuya barra había servido a papá Goriot para deformar su taza de plata sobredorada.

Un mal escritorio sobre el cual se hallaba el sombrero del hombre, un sillón de paja y dos sillas completaban aquel mobiliario miserable. El más pobre mozo de cuerda en su buhardilla estaba ciertamente mejor amueblado que papá Goriot en casa de la señora Vauquer. El aspecto de aquella habitación daba frío y oprimía el corazón; parecíase a la celda más lóbrega de una cárcel. Afortunadamente, Goriot no vio la expresión que se pintó en la cara de Eugenio cuando éste dejó su bujía sobre la mesilla de noche. El buen hombre se volvió del otro lado, quedando tapado hasta la barbilla.

—Bien, ¿a quién preferís, a la señora de Restaud o a la señora de Nucingen?

—Prefiero a la señora Delfina —respondió el estudiante— porque ella os quiere más.

Al oír estas palabras, pronunciadas con cálido acento, el buen hombre sacó el brazo de entre la ropa de su cama y estrechó la mano de Eugenio.

—Gracias, gracias —dijo emocionado el anciano—. ¿Qué os ha dicho, entonces, de mí?

El estudiante repitió las palabras de la baronesa embelleciéndolas, y el anciano le escuchó como si hubiera oído la palabra de Dios.

—¡Pobre niña! Sí, sí, me quiere mucho. Pero no creáis lo que ha dicho de Anastasia. Las dos hermanas tienen celos una de otra, ¿sabéis?, lo cual es otra prueba de su cariño. La señora de Restaud me quiere también. Lo sé. Un padre es para con sus hijos como Dios para con nosotros; llega hasta el fondo de los corazones y juzga las intenciones. Las dos son igualmente amorosas. ¡Oh!, si yo hubiese tenido buenos yernos, habría sido demasiado feliz. Sin duda no hay felicidad completa aquí abajo. Si yo hubiera vivido en su casa, sólo con oír sus voces, saber que estaban allí, verlas ir, salir, como cuando yo las tenía en mi casa, esto me habría hecho brincar de alegría el corazón. ¿Iban bien vestidas?

—Pero —dijo Eugenio—, señor Goriot, ¿cómo es posible que, viviendo vuestras hijas con tanto lujo, permanezcáis vos en semejante cuchitril?

—A fe mía —dijo con aire al parecer indiferente—, ¿de qué me serviría estar mejor alojado? Apenas puedo explicaros estas cosas; soy incapaz de decir dos palabras seguidas como es debido. Todo está aquí dentro —dijo golpeándose el corazón—. Mi vida está en mis dos hijas. Si ellas se divierten, si ellas son felices, si van bien vestidas, si caminan sobre alfombras, ¿qué importa la tela con que yo vaya vestido y cómo pueda ser el lugar en que me acueste? No tengo frío si ellas tienen calor, no me aburro nunca si ellas ríen. No tengo más penas que las suyas. Cuando seáis padre; cuando, al oír parlotear a vuestros hijos, os digáis: ¡Eso ha salido de mí!; cuando sintáis que esas criaturitas tienen vuestra misma sangre, de la cual son la fina flor, creeréis estar adherido a su misma piel, os sentiréis agitado cuando ellos caminen. Su voz me responde por doquier. Una mirada de ellas, cuando es triste, me hiela la sangre. Un día sabréis que uno se siente más feliz con la felicidad de ellos que con la propia. Yo no puedo explicaros esto: se trata de unos movimientos interiores que esparcen por todas partes la felicidad. En fin, que vivo tres veces. ¿Queréis que os diga una cosa muy curiosa? Pues bien, cuando he sido padre, he comprendido a Dios. Él se halla entero en todas partes, puesto que la creación ha salido de él. Señor, yo soy así con mis hijas. Sólo que yo amo más a mis hijas que Dios ama el mundo porque el mundo no es tan hermoso como Dios, y mis hijas son más hermosas que yo. Pienso tanto en ellas, que me ha gustado que las vieseis esta noche. ¡Dios mío!, un hombre que hiciera feliz a mi pequeña Delfina, tan feliz como pueda serlo una mujer cuando es amada, a ese tal yo le limpiaría las botas, haría recados para él. He sabido por su doncella que ese De Marsay es un malvado. Me han dado ganas de retorcerle el pescuezo. ¡No amar a una alhaja de mujer, una voz de ruiseñor, y proporcionada como un modelo! ¿Cómo se le ocurrió casarse con ese bruto alsaciano? Las dos se merecían unos jóvenes amables. En fin, obraron según su propio antojo.

Papá Goriot estaba sublime. Nunca le había podido ver Eugenio iluminado por los fuegos de su pasión paternal. Algo digno de observarse es el poder de infusión que poseen los sentimientos. Por grosera que sea una criatura, tan pronto como expresa un afecto fuerte y verdadero, exhala un fluido particular que modifica la fisonomía, anima el gesto, colorea la voz. A menudo el más estúpido ser, bajo el esfuerzo de la pasión, llega a la más alta elocuencia en la idea, si no es en el lenguaje, y parece moverse en una esfera luminosa. Había en aquel momento en la voz, en el gesto de aquel hombre, el poder comunicativo que distingue al gran actor. ¿Pero acaso nuestros hermosos sentimientos no son las poesías de la voluntad?

—Bien, sin duda no os molestará saber —dijo Eugenio— que quizá va a romper con De Marsay. Ese yerno la ha abandonado para trabar amistad con la princesa Galathionne. En cuanto a mí, esta noche me he enamorado de la señora Delfina.

—¡Bah! —dijo papá Goriot.

—Sí, yo tampoco le he desagradado a ella. Hemos hablado de amor por espacio de una hora y he de ir a verla pasado mañana, sábado.

—¡Oh!, cuánto os amaría yo, señor, si vos le agradaseis a ella. Vos sois bueno, vos no la atormentaríais. Si la traicionaseis, os cortaría el cuello. Una mujer no tiene dos amores, ¿sabéis? ¡Dios mío!, pero estoy diciendo tonterías, señor Eugenio. Aquí hace frío para vos. ¡Dios mío!, ¿la habéis oído? ¿Qué os ha dicho para mí?

—Nada —dijo Eugenio para sus adentros—. Me ha dicho —respondió en voz alta— que os mandaba un beso filial.

—Adiós, vecino, que descanséis, que tengáis hermosos sueños. Que Dios os proteja en todos vuestros deseos. Habéis sido esta noche como un ángel bueno; me traéis el aire de mi hija.

—Pero hombre —pensó Eugenio mientras se acostaba—; resulta realmente conmovedor. Su hija no ha pensado en él más que en el Gran Turco.

Después de esta conversación, papá Goriot vio en su vecino un confidente inesperado, un amigo. Habíanse establecido entre ellos las únicas relaciones por las cuales aquel anciano podía unirse a otro hombre. Las pasiones no son nunca falsos cálculos. Papá Goriot veíase un poco más cerca de su hija Delfina, veíase mejor recibido por ella si Eugenio llegaba a gozar de la estimación de la baronesa. Por otra parte, él le había confiado uno de sus dolores. La señora de Nucingen, a la cual mil veces al día deseaba la felicidad, no había conocido las dulzuras del amor. Ciertamente, Eugenio era, para servirse de su expresión, uno de los jóvenes más amables que él había visto en su vida, y parecía presentir que le daría todos los placeres de los que ella había estado privada. El buen hombre tuvo por su amigo una amistad que fue en aumento y sin la cual habría sido sin duda imposible conocer el desenlace de esta historia.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, la afectación con que papá Goriot miraba a Eugenio, cerca del cual fue a sentarse, las palabras que le dijo, y el cambio de fisonomía, de ordinario parecida a una máscara de yeso, sorprendieron a los huéspedes de la pensión. Vautrin, que volvía a ver al estudiante por primera vez desde la conversación que habían sostenido, parecía querer leer en su alma. Al acordarse del proyecto de aquel hombre, Eugenio, que antes de dormirse había medido, durante la noche, el vasto campo que se abría ante sus miradas, pensó necesariamente en la dote de la señorita Taillefer y no pudo por menos de mirar a Victorina con los ojos que el joven más virtuoso mira a una rica heredera. Por casualidad sus ojos se encontraron. La pobre muchacha no dejó de encontrar a Eugenio encantador con su nuevo traje.

La mirada que cambiaron fue lo suficientemente significativa para que Rastignac no dudara ser para ella el objeto de aquellos vagos deseos que sienten todas las jóvenes y que ellas relacionan con el primer ser seductor. Una voz le gritaba: ¡Ochocientos mil francos! Pero de pronto volvió a sus recuerdos de la víspera, y pensó que su pasión de encargo por la señora de Nucingen era el antídoto contra sus malos pensamientos involuntarios.

—Ayer, en los Italianos, daban El barbero de Sevilla, de Rossini. Nunca había oído esa música tan deliciosa —dijo—. ¡Dios mío!, qué hermoso es tener un palco en los Italianos.

Papá Goriot cogió esta palabra al vuelo como un perro capta un movimiento de su dueño.

—Vosotros, los hombres —dijo la señora Vauquer—, podéis hacer todo cuanto os dé la gana.

—¿Cómo habéis regresado? —preguntó Vautrin.

—A pie —respondió Eugenio.

—A mí —repuso el tentador— no me gustan los placeres a medias; yo quisiera ir allá en mi coche, disponer de mi propio palco y regresar con toda comodidad. ¡Todo o nada! He ahí mi divisa.

—Buena divisa —dijo la señora Vauquer.

—Tal vez iréis a ver a la señora de Nucingen —dijo Eugenio en voz baja a Goriot—. Os recibirá, ciertamente, con los brazos abiertos; querrá saber de vos mil pormenores respecto a mí. Me he enterado que haría todo lo posible por ser recibida en casa de mi prima, la señora vizcondesa de Beauséant. No olvidéis decirle que la quiero demasiado para no pensar en procurarle esta satisfacción.

Rastignac se fue en seguida a la Escuela de Derecho; quería estar el menor tiempo posible en aquella odiosa casa. Estuvo paseando casi todo el día, presa de esa fiebre mental que han conocido los jóvenes afectados de esperanzas demasiado vivas. Los razonamientos de Vautrin le hacían reflexionar sobre la vida social en el momento en que encontró a su amigo Bianchon en el jardín de Luxemburgo.

—¿De dónde has sacado ese aspecto tan serio? —le dijo el estudiante de medicina cogiéndole del brazo para pasearse delante del palacio.

—Estoy atormentado por malas ideas.

—¿De qué clase? Las ideas curan, ¿sabes?

—¿De qué modo?

—Sucumbiendo a ellas.

—Tú te ríes sin saber de lo que se trata. ¿Has leído a Rousseau?

—Sí.

—¿Recuerdas el pasaje en que pregunta al lector qué haría en el caso de que pudiera enriquecerse matando en la China, por su sola voluntad, a un viejo mandarín, sin moverse de París?

—Sí.

—¿Y bien?

—¡Bah! Ya voy por mi mandarín número treinta y tres.

—No bromees. Vamos, si se te demostrara que la cosa es posible y que te basta con un gesto, ¿qué harías?

—¿Es viejo el mandarín? Pero ¡bah!, joven o viejo, paralítico o gozando de buena salud, a fe mía que… ¡Diantre! Pues… no.

—Eres un buen muchacho, Bianchon. Pero ¿y si tú amases a una mujer hasta el punto de volverte por ella el alma del revés, y necesitases dinero, mucho dinero para su «toilette», para su coche, para todos sus caprichos?

—Pero tú me estás robando la razón y aún quieres que razone.

—Bien, Bianchon, yo estoy loco; cúrame. Tengo dos hermanas que son ángeles de belleza, de candor, y quiero que sean felices. ¿Dónde encontrar doscientos mil francos para su dote de aquí a cinco años? Hay, ¿sabes?, en la vida circunstancias en las que es preciso jugar fuerte y no malgastar su felicidad ganando céntimo tras céntimo.

—Pero tú planteas la cuestión que se encuentra en la entrada de la vida para todo el mundo y quieres cortar el nudo gordiano con la espada. Para obrar así es preciso ser Alejandro; de lo contrario, va uno a presidio. En cuanto a mí, me contento con la pequeña existencia que me crearé en la provincia, donde sucederé buenamente a mi padre. Los afectos del hombre se satisfacen tan cabalmente en el círculo más pequeño como en una inmensa circunferencia. Napoleón no cenaba dos veces y no podía tener más amantes que las que toma un estudiante de medicina cuando es interno en los Capuchinos. Nuestra felicidad, amigo mío, tendrá siempre cabida entre la planta de nuestros pies y nuestro occipucio; y tanto si cuesta un millón al año como cien luises, la percepción intrínseca es la misma en el interior de nosotros.

—Gracias; acabas de hacerme un bien, Bianchon. Seremos siempre amigos.

—Oye —repuso el estudiante de medicina—, al salir de la clase de Cuvier en el jardín Botánico acabo de ver a la Michonneau y a Poiret, sentados en un banco, charlando con un señor al que, durante los disturbios del año pasado, vi en los alrededores de la Cámara de los Diputados, y que me hizo el efecto de ser un agente de policía disfrazado de honrado burgués que vive de sus rentas. Estudiemos esa pareja: ya te diré el por qué. Adiós, tengo que irme.

Cuando Eugenio volvió a la pensión halló a papá Goriot que le estaba esperando.

—Mirad —dijo el buen hombre—, ahí tenéis una carta de ella.

Eugenio abrió el sobre y leyó la carta.

«Caballero, mi padre me ha dicho que os gustaba la música italiana. Me sentiría muy halagada si aceptaseis un asiento en mi palco. El sábado tendremos a la Fodor y a Pellegrini, y estoy segura de que no rehusaréis. El señor de Nucingen se une a mí para rogaros que vengáis a comer con nosotros, sin ceremonia. Si aceptáis, os agradecerá el no tener que cumplir con su deber de acompañarme. No me contestéis; venid, os espero. Os saluda, D. de N. ».

—Enseñádmela —dijo papá Goriot a Eugenio cuando éste hubo leído la misiva—. Véis, ¿no es cierto? —añadió después de haber olido el papel—. Huele muy bien. Es porque sus dedos han tocado el papel.

—Una mujer —pensaba el estudiante— no se entrega de tal modo a un hombre. Quiere servirse de mí para atraer de nuevo a De Marsay. Sólo el despecho impulsa a hacer estas cosas.

—Bueno —dijo papá Goriot—, ¿en qué estáis pensando?

Eugenio no conocía el delirio de vanidad de que ciertas mujeres eran presa en aquel momento, e ignoraba que para abrirse una puerta en el barrio de San Germán la mujer de un banquero era capaz de todos los sacrificios. En esa época, la moda empezaba a poner por encima de todas las mujeres a aquellas que eran admitidas en la sociedad del barrio de San Germán, llamadas las damas del Petit-Château, entre las cuales la señora de Beauséant, su amiga la duquesa le Langeais y la duquesa de Maufrigneuse ocuparan el primer rango. Sólo Rastignac ignoraba el furor que se había apoderado de las mujeres de la Chaussée-d'Antin por entrar en el círculo superior en el que brillaban las constelaciones de su sexo. Pero la desconfianza le fue de utilidad, le dio frialdad e indiferencia y el triste poder de poner condiciones en lugar de recibirlas.

—Sí, iré —respondió.

Así, la curiosidad le llevaba hacia la casa de la señora de Nucingen, mientras que si aquella mujer le hubiera desdeñado, quizá le habría conducido a ella la pasión. Sin embargo, aguardó a que llegara el día siguiente y la hora de partir con cierta impaciencia. Para un joven, en su primera intriga existe quizá tanto encanto como en un primer amor. La seguridad de salir airoso engendra mil placeres que los hombres no confiesan y que constituyen el encanto de algunas mujeres.

El deseo no nace menos de la dificultad que de la facilidad del triunfo. Todas las pasiones de los hombres se hallan ciertamente excitadas o mantenidas por una u otra de estas dos causas, que dividen el imperio amoroso. Quizás esta división es una consecuencia de la gran cuestión de los temperamentos, que domina, por más que se diga, la sociedad. Si los melancólicos tienen necesidad del tónico de las coqueterías, quizá los nerviosos o sanguíneos se alejan si la resistencia dura demasiado. En otros términos, la elegía es tan esencialmente linfática como bilioso es el ditirambo. Mientras Eugenio se estaba vistiendo saboreó todos estos pequeños placeres de los que no se atreven a hablar los jóvenes por temor a que se burlen de ellos, pero que halagan el amor propio. Se peinaba pensando que la mirada de una hermosa mujer se deslizaría bajo sus negros rizos. Permitióse monadas infantiles como las que habría hecho una joven mientras se arreglaba para ir al baile. Contempló al espejo con agrado su esbelta cintura. Por supuesto, se dijo, que hay otros mucho menos elegantes que yo. Luego bajó en el momento que todos los huéspedes de la pensión se hallaban a la mesa, y recibió alegremente la ovación de tonterías que su aspecto elegante suscitó. Un rasgo propio de las costumbres de las pensiones es el asombro que excita una persona cuando va bien arreglada. Nadie se pone un traje nuevo sin que cada cual diga la suya.

—Kt, kt, kt, kt —hizo Bianchon, haciendo chasquear la lengua contra su paladar, como para excitar un caballo.

—Estáis elegante como un duque o un par —exclamó la señora Vauquer.

—¿El señor sale de conquista? —preguntó la señorita Michonneau.

—¡Kikirikí! —gritó el pintor.

—Saludos a vuestra señora esposa —dijo el empleado del Museo.

—¿El señor tiene esposa? —preguntó Poiret.

—Una esposa de compartimientos, que va por encima del agua, de color garantizado, de precios comprendidos entre veinticinco y cuarenta, dibujos a cuadros de última moda, susceptible de ser lavada, mitad hilo, mitad algodón, mitad lana, que cura el dolor de muelas y otras enfermedades aprobadas por la Academia Real de Medicina; excelente, por otra parte, para los niños; mejor aún contra los dolores de cabeza, enfermedades del esófago, de los ojos y del oído —exclamó Vautrin con volubilidad cómica y el aire de un operador—. Pero ¿cuánto vale esa maravilla?, me diréis, caballos. ¡Dos sueldos! No. En absoluto. Se trata de un resto de serie hecho en el Gran Mogol y que todos los soberanos de Europa, incluyendo al duque de Bade, han querido ver. Entrad y pasad a la tienda. ¡Música! ¡Bum, la, la, trin! ¡La, la, bum, bum! Señor del clarinete, desafinas —añadió con voz ronca—; voy a darte en los dedos.

—¡Dios mío!, qué simpático es ese hombre —dijo la señora Vauquer a la señora Couture—; nunca me cansaría de oírle.

En medio de las risas y de las bromas de las que este cómico discurso fue el comienzo, Eugenio pudo captar la mirada furtiva de la señorita Taillefer, que se inclinó sobre la señora Couture, al oído de la cual dijo algunas palabras.

—Ahí está el cabriolé —dijo Silvia.

—¿Adónde va, pues, a comer? —preguntó Bianchon.

—A casa de la baronesa de Nucingen.

—La hija del señor Goriot —respondió el estudiante.

Al oír este nombre, las miradas se posaron en el antiguo fabricante de fideos, que contemplaba a Eugenio con una especie de envidia.

Rastignac llegó a la calle Saint-Lazare, a una de aquellas casas ligeras, de columnas delgadas y pórticos mezquinos que constituyen lo lindo en París, una verdadera casa de banquero, llena de rebuscados detalles costosos. Encontró a la señora de Nucingen en un saloncito con pinturas italianas, cuya decoración parecía la de los cafés.

La baronesa estaba triste. Los esfuerzos que hizo por disimular su pena interesaron a Eugenio tanto más vivamente cuanto que no había en ellos nada de fingido. Quería alegrar a una mujer con su presencia, y la encontraba presa de la desesperación. Esta contrariedad hirió su amor propio.

—Tengo pocos derechos a vuestra confianza, señora —dijo después de haberla atormentado queriendo averiguar el motivo de su preocupación—; pero en caso de que viniera a molestaros, cuento con vuestra buena fe para que me lo dijerais con toda franqueza.

—Quedaos —dijo la joven—; estaría sola si os marchaseis. Nucingen come fuera de casa y no quisiera quedarme sola. Necesito distraerme.

—Pero ¿qué os ocurre?

—Vos seríais la última persona a quien se lo diría —exclamó la señora de Nucingen.

—Quiero saberlo, ya que debo de tener parte de algún modo en ese secreto.

—¡Es posible! Pero no —repuso—; se trata de querellas del hogar que han de ser sepultadas en el corazón. ¿No os lo decía anteayer? No soy feliz. Las cadenas de oro son las más pesadas.

Cuando una mujer le dice a un joven que es desgraciada, si ese joven es inteligente, elegante, si tiene en el bolsillo mil quinientos francos de ociosidad, debe pensar lo que se decía a sí mismo Eugenio, y se vuelve fatuo.

—¿Qué podéis desear? —respondió—. Sois hermosa, joven, amada, rica.

—No hablemos de mí —dijo la joven con un triste gesto—. Comeremos juntos e iremos a oír la música más deliciosa. ¿Soy de vuestro agrado? —añadió levantándose y mostrándole su vestido de cachemira blanco con dibujos persas, muy elegante.

—Quisiera que fueseis toda para mí —dijo Eugenio—. Sois encantadora.

—Tendríais una triste propiedad —dijo la señora de Nucingen sonriendo con amargura—. Nada aquí os anuncia la desgracia, y sin embargo, a pesar de las apariencias, estoy desesperada. Mis penas me quitan el sueño, me pondré fea.

—¡Oh!, eso es imposible —dijo el estudiante—. Pero estoy intrigado por conocer esas penas que, al parecer, un amor abnegado sería incapaz de borrar.

—¡Oh!, si os las confesase huiríais de mí. Vos no me amáis todavía más que por una galantería que es corriente en los hombres; pero si me amaseis mucho caeríais en una terrible desesperación. Ya veis que debo callar. Por favor, hablemos de otra cosa. Venid a ver mis apartamentos.

—No, quedémonos aquí —respondió Eugenio sentándose en un diván, delante de la chimenea, junto a la señora de Nucingen, cuya mano tomó con confianza.

Ella se la dejó tomar e incluso la apoyó en la del joven por uno de esos movimientos de fuerza concentrada que revelan intensas emociones.

—Escuchad —le dijo Rastignac—; si tenéis penas, debéis confiármelas. Quiero demostraros que os quiero por vos misma. O me habláis y me contáis vuestras cuitas para que pueda disiparlas, aunque para ello tuviera que matar a seis hombres, o saldré de aquí para no volver.

—¡Bien! —exclamó, con un pensamiento de desesperación que le hizo darse un golpe con la mano en la frente—, ahora mismo voy a poneros a prueba.

Dicho esto, tiró del cordón de la campanilla.

—¿Está dispuesto el coche del señor? —preguntó a su ayuda de cámara.

—Sí, señora.

—Voy a utilizarlo. Al señor le daréis el mío y mis caballos. No serviréis la comida hasta las siete. Vamos —dijo a Eugenio, el cual creyó estar soñando cuando se encontró en el cupé del señor de Nucingen al lado de aquella mujer.

—Al Palacio Real —dijo al cochero—, cerca del Teatro Francés.

Durante el camino pareció agitada, y negóse a contestar a las mil preguntas que le hizo Eugenio, quien no sabía qué pensar de aquella resistencia muda, compacta, obtusa.

—En un momento se me escapa —decíase el joven.

Cuando el coche paró, la baronesa miró al estudiante con un aire que impuso silencio a sus locas palabras.

—¿De veras me amáis? —preguntóle la señora de Nucingen.

—Sí —respondió Eugenio disimulando la inquietud que le embargaba.

—¿No pensaréis nada malo de mí, fuera lo que fuese lo que os pidiera?

—No.

—¿Estáis dispuesto a obedecerme?

—Ciegamente.

—¿Habéis ido alguna vez a una casa de juego? —preguntóle con voz trémula.

—Jamás.

—¡Ah!, entonces respiro. Seréis feliz. Tomad, aquí tenéis mi bolsa. Hay cien francos; es todo lo que posee esta mujer tan dichosa. Subid a una sala de juego; no sé dónde están, pero sé que las hay en el Palacio Real. Arriesgad los cien francos en un juego que llaman la ruleta y perdedlo todo o traedme seis mil francos. Al regreso os contaré mis penas.

—Que el diablo me lleve si entiendo algo de lo que debo hacer, pero voy a obedeceros —dijo con una gran alegría producida por el siguiente pensamiento: «Se compromete conmigo; no podrá negarme nada».

Eugenio coge la hermosa bolsa y corre al número nueve después de haber hecho que un comerciante le indicase la casa de juego más próxima. Sube a ella, deja que le cojan el sombrero y pregunta dónde está la ruleta. Ante el asombro de los contertulios, el encargado de la sala le lleva junto a una larga mesa. Eugenio, seguido de todos los espectadores, pregunta sin rebozo dónde hay que hacer la apuesta.

—Si colocáis un luis en uno solo de estos treinta y seis números, y sale, tendréis treinta y seis luises —le dijo un anciano respetable de cabellos blancos.

Eugenio echa los cien francos en la cifra de su edad, veintiuno. Un grito de sorpresa resuena sin que él se dé cuenta de lo que ocurre. Había ganado sin saberlo.

—Retirad vuestro dinero —le dice el anciano—; no se gana dos veces con ese sistema.

Eugenio retira los tres mil seiscientos francos, y sin saber todavía nada de aquel juego, los coloca sobre el rojo. Los contertulios le miran con envidia, viendo que sigue jugando. Gira la rueda, vuelve a ganar, y el banquero le echa otros tres mil seiscientos francos.

—Tenéis ya siete mil doscientos francos —le dice al oído el señor anciano—. Si queréis hacerme caso, os marcharéis; el rojo ha pasado ocho veces. Si sois caritativo, reconoceréis este buen aviso aliviando la miseria de un antiguo prefecto de Napoleón que se encuentra en la última necesidad.

Rastignac, perplejo, se deja coger diez luises por el hombre de cabello blanco, y sale a la calle con los siete mil francos, sin comprender todavía nada de aquel juego, pero asombrado de su buena suerte.

—¡Bien!, ¿adónde vais a llevarme ahora? —dijo mostrando los siete mil francos a la señora de Nucingen cuando la portezuela del coche estuvo cerrada.

Delfina le estrechó entre sus brazos con un abrazo loco y le besó vivamente, pero sin pasión.

—¡Me habéis salvado!

Por sus mejillas corrían lágrimas de alegría.

—Voy a contároslo todo, amigo mío. Seréis mi amigo, ¿no es cierto? Me veis rica, opulenta, nada me falta o parece que no me falta nada. Pues bien, sabed que el señor de Nucingen no me deja disponer de un solo céntimo: él paga toda la casa, mis coches, mis palcos; me asigna para mi «toilette» una suma insuficiente; me reduce, por cálculo, a una secreta miseria. Soy demasiado orgullosa para implorarle. ¿No sería acaso la última de las criaturas si yo tomase su dinero al precio que él quiere vendérmelo?

¿Cómo, yo, rica de setecientos mil francos, me he dejado despojar? Por orgullo, por indignación. Somos tan jóvenes, tan ingenuas cuando iniciamos la vida conyugal. La palabra con la cual era preciso que yo pidiese dinero a mi marido me desgarraba la boca; nunca me atreví a hacerlo, y fui gastando el dinero de mis economías y el que me daba mi pobre padre; luego quedé llena de deudas. El matrimonio es para mí la más horrible de las decepciones; no puedo hablaros de ello: básteos saber que me arrojaría por la ventana si hubiera de vivir con Nucingen de otro modo que no fuese con habitaciones separadas. Cuando ha sido preciso declararle mis deudas, deudas de joyas, de caprichos (mi pobre padre nos había acostumbrado a no negarnos nada), he pasado un verdadero calvario; pero al fin encontré el valor para decírselo. ¿Acaso no tenía una fortuna que era mía? Nucingen se ha encolerizado, me ha dicho que yo le arruinaría, ha dicho barbaridades. Yo habría querido estar a cien pies bajo tierra. Como él había tomado mi dote, ha pagado; pero estipulando para lo sucesivo, para mis gastos personales, una pensión a la que me he resignado, con objeto de tener paz. Después, yo quise responder al amor propio de uno que vos conocéis —dijo la señora de Nucingen—. Aunque haya sido engañada por él, debo reconocer la nobleza de su carácter. Pero al fin me ha abandonado de un modo indigno. Uno no debería abandonar nunca a una mujer a la que, en un momento de apuro, se le ha dado un montón de oro. Uno debe amarla siempre. Vos, hermosa alma de veintiún años; vos, joven y puro, me preguntaréis cómo puede una mujer aceptar oro de un hombre. ¡Dios mío!, ¿no es natural compartirlo todo con el ser al que debemos la felicidad? Cuando los amantes se lo han dado todo, ¿quién podría preocuparse por una parte pequeña de ese todo? El dinero sólo significa algo en el momento en que el sentimiento ya no existe. ¿No se encuentra uno atado por toda la vida? ¿Quién de nosotros prevé una separación al creerse amado?

Vosotros nos juráis amor eterno; ¿cómo, entonces, tener intereses distintos? Vos no sabéis lo que he sufrido hoy cuando Nucingen se ha negado rotundamente a darme seis mil francos, él que se los da todos los meses a su amante, una corista de la Opera. Yo quería matarme. Las ideas más locas cruzaban por mi imaginación. Hubo momentos en que envidiaba la suerte de una criada, de mi doncella. Ir a encontrar a nuestro padre, ¡qué locura! Anastasia y yo le hemos arruinado: mi pobre padre se habría vendido si pudiera valer seis mil francos. Yo habría ido a desesperarle en vano. Vos me habéis salvado de la vergüenza y de la muerte; estaba ebria de dolor. ¡Ah!, caballero, yo os debía esta explicación: he sido una insensata para con vos. Cuando me habéis dejado, y os he perdido de vista, yo quería huir a pie… ¿Adónde? No lo sé. He aquí la vida de la mitad de las mujeres de París: lujo exterior, cueles preocupaciones en el alma. Conozco a pobres criaturas aún más desdichadas que yo. Hay mujeres que se ven obligadas a decir a sus proveedores que les hagan facturas falsas. Otras tienen que robar a sus criados: los unos roen que unas cachemiras de cien luises se dan por quinientos francos, los otros que una cachemira de quinientos francos vale cien luises. Hay algunas pobres mujeres que hacen ayunar a sus hijos y sisan para poder comprarse un vestido. Yo estoy limpia de tales odiosos engaños. He aquí mi última angustia. Si algunas mujeres se venden a sus maridos para poder gobernarles, yo, por lo menos, soy libre. Podría hacerme cubrir de oro por Nucingen y prefiero llorar con la cabeza apoyada en el corazón de un hombre al que pueda apreciar. ¡Ah!, esta noche el señor De Marsay no tendrá el derecho de mirarme como a una mujer a la cual ha pagado.

Diciendo esto, la señora de Nucingen se cubrió el rostro con las manos para no mostrar sus lágrimas a Eugenio, quien le apartó las manos para poder contemplar su cara. Estaba sublime.

—Mezclar el dinero con los sentimientos, ¿no es algo horrible? —añadió la joven—. Vos no podréis amarme.

Esta mezcla de buenos sentimientos, que hacen tan grandes a las mujeres, y de faltas que la actual constitución de la sociedad les hace cometer, conmovió a Eugenio, que decía palabras dulces y consoladoras, admirando a aquella bella mujer, tan ingenuamente imprudente en su grito de dolor.

—¿No usaréis esto como un arma contra mí? —dijo la señora de Nucingen—. Prometédmelo.

—¡Ah, señora! Soy incapaz de ello —respondió Eugenio.

Ella le cogió la mano y la puso sobre su corazón con un movimiento lleno de gratitud y afecto.

—Gracias a vos vuelvo a ser libre y feliz. Vivía oprimida por una mano de hierro. Ahora quiero vivir sencillamente, sin gastar nada. Os agradaré tal como voy a ser de ahora en adelante, ¿verdad, amigo? Quedaos con esto —dijo, tomando solamente seis billetes de banco—. En conciencia os debo mil escudos, porque me considero como si fuera a medias con vos.

Eugenio se defendió como una virgen. Pero tomó el dinero al decirle la baronesa:

—Os consideraré como mi enemigo si no sois mi cómplice.

—Lo pondremos como depósito para caso de desgracia —dijo.

—He aquí la palabra que tanto temía —exclamó la joven palideciendo—. Si queréis que sea algo para vos, juradme —le dijo— que no volveréis nunca más al juego. ¡Dios mío! ¡Corromperos yo! Me moriría de pena.

Habían llegado. El contraste de esta miseria y de esta opulencia aturdía al estudiante, en cuyos oídos resonaban las siniestras palabras de Vautrin.

—Venid —dijo la baronesa entrando en su habitación y señalando un diván junto a la chimenea—, voy a escribir una carta muy difícil. Aconsejadme.

—No escribáis —le dijo Eugenio—; poned los billetes dentro de un sobre, poned las señas y enviadlos por mano le vuestra doncella.

—¡Pero si sois un sol! —exclamó la baronesa—. ¡Ved, señor, lo que vale el haber recibido una buena educación! Eso es Beauséant puro —añadió sonriendo.

—Es encantadora —pensó Eugenio, más enamorado cada vez. Miró hacia aquella estancia, en la que se respiraba la voluptuosa elegancia de una rica cortesana.

—¿Os gusta? —dijo llamando con la campanilla a su doncella—. Teresa, llevad esto al señor De Marsay y entregádselo personalmente. Si no le encontráis, me traeréis de nuevo la carta.

Teresa partió, no sin antes haber lanzado una maliciosa mirada a Eugenio. La comida estaba servida. Rastignac dio el brazo a la señora de Nucingen, la cual le condujo a un comedor delicioso, donde volvió a encontrar el lujo que había admirado en casa de su prima.

—Los días en que haya función en los Italianos —dijo la baronesa— vendréis a comer a mi casa y nos acompañareis.

—Me acostumbraría a esta dulce vida si había de durar; pero soy un pobre estudiante que ha de hacer aún su fortuna.

—Ya se hará —le dijo riendo la baronesa—; ya veis como todo se arregla: no esperaba ser tan feliz.

Es propio de la naturaleza femenina el demostrar lo imposible por medio de lo posible y destruir los hechos por medio de los presentimientos. Cuando la señora de Nucingen y Rastignac entraron en su palco de los Bouffons, ella aparecía con aire de satisfacción que la hacía tan hermosa, que todos se permitieron aquellas pequeñas calumnias contra las cuales las mujeres carecen de defensa y que a menudo hacen creer en desórdenes inventados. Cuando se conoce París, no se cree nada de lo que se dice y no se dice nada de lo que se hace.

Eugenio cogió la mano de la baronesa, y ambos se hablaron por medio de presiones más o menos intensas, comunicándose las sensaciones que les producía la música. Para ellos, aquella velada fue embriagadora. Salieron juntos, y la señora de Nucingen quiso acompañar a Eugenio hasta el Puente Nuevo, disputándole, durante todo el camino, uno de los besos que ella le había prodigado tan calurosamente en el Palacio Real. Eugenio le reprochó esta inconsecuencia.

—Antes —respondió la joven— era gratitud por una abnegación inesperada; ahora sería una promesa.

—Y no queréis hacerme ninguna, ingrata.

Eugenio se enfadó. Con uno de aquellos gestos de impaciencia que encantan a un amante, la baronesa le dio la mano para que se la besara.

—Hasta el lunes, en el baile —le dijo.

Mientras regresaba a pie, con una noche de luna, Eugenio se hallaba sumido en graves reflexiones. Estaba a la vez contento y descontento: contento de una aventura cuyo probable desenlace le brindaba una de las más bellas y elegantes mujeres de París, objeto de sus deseos; descontento de ver frustrados sus proyectos de fortuna, y fue entonces cuando sintió la realidad de los pensamientos indecisos a los que se había entregado dos días antes. La falta de éxito nos revela siempre el poder de nuestras pretensiones. Cuanto más gozaba Eugenio de la vida parisiense, tanto menos quería permanecer oscuro y pobre. Manoseaba su billete de mil francos en el bolsillo, haciéndose mil razonamientos capciosos para apropiárselo. Finalmente llegó a la calle Neuve-Sainte-Geneviève, y cuando estuvo en lo alto de la escalera, vio una luz encendida. Papá Goriot había dejado la puerta abierta y encendida su bujía para que el estudiante no se olvidase de contarle su hija, según su expresión. Eugenio no le ocultó nada.

—Pero —exclamó papá Goriot en un violento y desesperado acceso de celos— ellas me creen arruinado: todavía tengo mil trescientas libras de renta. ¡Dios mío! ¡Pobre pequeña!, ¿por qué no venía a verme? Yo habría vendido mis rentas, habríamos tomado del capital y con d resto yo me habría hecho un vitalicio. ¿Por qué no vinisteis a comunicarme el apuro en que se encontraba, mi buen vecino? ¿Cómo habéis tenido valor para arriesgar en el juego sus únicos cien francos? Esto me parte el alma. Ved lo que son los yernos. ¡Oh!, si pudiera, les estrangularía con mis propias manos. ¡Dios mío! ¿Ha llorado mi hija?

—Con la cabeza apoyada en mi chaleco —dijo Eugenio.

—¡Oh!, dádmelo —dijo papá Goriot—. Habrá quedado en él la huella de sus lágrimas, lágrimas de mi querida Delfina, que nunca lloraba siendo niña. ¡Oh!, ya os compraré otro; no lo llevéis, dejádmelo. Mi hija, según su contrato, debe disfrutar de sus bienes. ¡Ah!, iré a ver a Derville, un procurador, a partir de mañana. Voy a exigir la imposición de su fortuna. Conozco las leyes; soy un viejo lobo, y voy a recobrar mis dientes.

—Tomad —dijo el estudiante—; aquí tenéis mil francos que ella ha querido darme por lo que hemos ganado. Guardádselos en el chaleco.

Goriot miró a Eugenio, le tendió la mano para coger la suya, sobre la cual dejó caer una lágrima.

—Vos triunfaréis en la vida —le dijo el anciano—. Dios es justo, ¿sabéis? Yo sé lo que es la honradez, y puedo aseguraros que hay pocos hombres que se parezcan a vos. ¿Queréis, pues, ser mi hijo querido? Id a dormir. Podéis dormir porque todavía no sois padre. Ella ha llorado, y me entero de esto yo, que estaba tranquilamente comiendo como un imbécil mientras ella sufría; yo, que vendería al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para evitar una lágrima a las dos!

—A fe mía —decíase Eugenio al acostarse—, creo que seré un hombre honrado toda mi vida. Se encuentra un gran placer en obedecer las inspiraciones de la conciencia.

Quizá sólo aquellos que creen en Dios hacen el bien en secreto, y Eugenio creía en Dios.

Al día siguiente, a la hora del baile, Rastignac fue a casa de la señora de Beauséant, quien se lo llevó para presentárselo a la duquesa de Carigliano. Fue acogido del modo más cordial por la mariscala, en cuya casa encontró a la señora de Nucingen. Delfina se había arreglado con la intención de agradar a todos para mejor agradar a Eugenio, de quien esperaba impaciente una mirada, creyendo disimular su impaciencia. Para quien sabe adivinar las emociones de una mujer, este momento está lleno de delicias. ¿Quién no se ha complacido a menudo en hacer esperar su opinión, en disimular coquetamente su placer, en buscar confesiones en la inquietud que uno ocasiona, en gozar de temores que uno disipará con una sonrisa? Durante aquella fiesta, el estudiante midió de un solo golpe el alcance de su posición y comprendió que ocupaba en el mundo una posición importante al ser primo de la señora de Beauséant. La conquista de la señora baronesa de Nucingen, que la gente ya le atribuía, le hacía destacar de tal modo, que todos los jóvenes le lanzaban miradas de envidia; al sorprender una de estas miradas, saboreó los primeros placeres de la fatuidad. Al pasar de un salón a otro, al atravesar los grupos, oyó alabar su suerte. Las mujeres le predecían éxitos todas ellas. Delfina, temiendo perderle, le prometió que no le negaría por la noche el beso que tanto empeño había puesto en no darle dos días antes. En aquel baile, Rastignac recibió varias invitaciones. Fue presentado por su prima a algunas mujeres, todas las cuales tenían pretensiones de elegancia, y cuyas casas pasaban por agradables; viose, arrojado al mundo más grande y hermoso de París. Aquella velada, pues, tuvo para él los encantos de un brillante debut, y había de acordarse de ella hasta en los días de la ancianidad, como una muchacha se acuerda del baile en el que obtuvo triunfos. Al día siguiente, cuando, durante el desayuno, contó sus éxitos a papá Goriot delante de los huéspedes, Vautrin comenzó a sonreír de un modo diabólico.

—¿Y creéis —exclamó aquel lógico feroz— que un joven de moda puede vivir en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, en Casa Vauquer, pensión infinitamente respetable por todos conceptos, ciertamente, pero que no es en modo alguno una pensión elegante? Es hermosa en su abundancia, está orgullosa de ser la mansión provisional de un Rastignac; pero, después de todo, está en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, y no sabe lo que es el lujo, porque es puramente patriarcalorama. Mi joven amigo —prosiguió Vautrin con aire paternalmente burlón—, si queréis triunfar en París necesitáis tres caballos y un tílburi por la mañana y un cupé por la tarde, en total mil francos por el vehículo. Seríais indigno de vuestro destino si no gastaseis más que tres mil francos en casa de vuestro sastre, seiscientos francos en el perfumista, cien escudos en el zapatero y cien escudos en el sombrerero. En cuanto a vuestra lavandera, os costará mil francos. Los jóvenes de moda no pueden prescindir del asunto de la ropa blanca: ¿no es acaso lo que con mayor frecuencia se examina en ellos? El amor y la iglesia quieren bellos manteles sobre sus altares. Estamos a catorce mil. No os hablo de que perderéis en el juego, en apuestas, en regalos; yo he llevado esa clase de vida, y la conozco bien. Añadid a esas necesidades primeras trescientos luises para el pienso y mil para el alojamiento. Vamos, hijo mío, o contamos con veinticinco mil al año o hacemos el ridículo y perderemos nuestro porvenir, nuestros éxitos, nuestras amantes. Me olvidaba del ayuda de cámara y el lacayo. ¿Será Cristóbal el que llevará vuestras tiernas misivas? ¿Las escribiréis en el papel que usáis? Equivaldría a suicidaros. Creed a un viejo lleno de experiencia —agregó haciendo un rinforzando en su voz de bajo—. O vais a desterraros a una humilde buhardilla y os casáis con el trabajo, o tomáis otro camino.

Y Vautrin guiñó el ojo mirando hacia la señorita Taillefer de una forma que recordó y resumió con esta mirada los razonamientos seductores que había sembrado en el corazón del estudiante para corromperlo. Varios días transcurrieron durante los cuales llevó Rastignac la vida más disipada. Comía casi todos los días con la señora de Nucingen, a la que acompañaba en sociedad.

Regresaba a las tres o las cuatro de la madrugada, se levantaba a mediodía para asearse, iba a pasear al Bosque de Bolonia con Delfina cuando hacía buen tiempo, prodigando así su tiempo sin saber el precio del mismo, y aspirando todas las enseñanzas, todas las seducciones del lujo con el ardor que se apodera del impaciente cáliz de una palmera datilera hembra para el polvo fecundante de su himeneo. Jugaba fuerte, perdía o ganaba mucho y acabó habituándose a la vida exorbitante de los jóvenes de París. Al obtener sus primeras ganancias, había enviado mil quinientos francos a su madre y a sus hermanas, acompañando su restitución de ricos presentes. Aunque había manifestado su intención de abandonar la Casa Vauquer, se encontraba todavía en ella durante los últimos días del mes de enero, y no sabía cómo salir de ella. Los jóvenes se hallan sometidos casi todos a una ley en apariencia inexplicable, pero cuya razón proviene de su misma juventud y de la especie de furor con la que se entregan al placer. Ricos o pobres, nunca tienen dinero para las necesidades de la vida, en tanto que lo encuentran siempre para sus caprichos. Pródigos de todo lo que se obtiene a crédito, son avaros de todo lo que se paga en el instante mismo, y parecen vengarse de lo que no tienen, disipando todo lo que pueden tener. Así, para exponer la cuestión de un modo claro, un estudiante se preocupa mucho más por su sombrero que por su traje. La enormidad de la ganancia hace al sastre esencialmente fiador, mientras que lo módico de la suma hace del sombrerero uno de los seres más intratables entre los cuales se ve obligado a mantener relaciones. Si el joven ofrece en un teatro magníficos chalecos a los binóculos de las mujeres, es dudoso que lleve calcetines. Rastignac era también así. Siempre vacía para la señora Vauquer, siempre llena para las exigencias de la vanidad, su bolsa poseía reveses y éxitos lunáticos en desacuerdo con los pagos más naturales.

Con objeto de abandonar su pensión maloliente, innoble, en la que se humillaban periódicamente sus pretensiones, ¿no hacía falta pagar un mes a su patrona y comprar muebles para su apartamento de dandy? Era siempre algo imposible. Si, a fin de procurar el dinero necesario para su juego, Rastignac sabía comprar en casa de su joyero relojes y cadenas de oro que luego llevaba al Monte de Piedad, ese sombrío y discreto amigo de la juventud, se encontraba sin inventiva y sin audacia cuando se trataba de pagar la comida, el alojamiento o de comprar los accesorios indispensables para la explotación de la vida elegante. Una necesidad vulgar, deudas contraídas para necesidades satisfechas, ya no le inquietaban. Como la mayor parte de aquellos que han conocido esta vida de azar, aguardaba hasta el último instante para saldar créditos sagrados a los ojos de los burgueses, como hacía Mirabeau, que no pagaba el pan hasta que se le presentaban bajo la forma apremiante de una letra de cambio. Hacia esa época, Rastignac había perdido el dinero y se había cubierto de deudas. El estudiante empezaba a comprender que le sería imposible continuar esta existencia sin tener recursos fijos. Pero, aun gimiendo bajo los punzantes efectos de su precaria situación, sentíase incapaz de renunciar a los goces excesivos de esta vida y quería continuarla a toda costa. Los azares con los que había contado para su fortuna hacíanse quiméricos, y los obstáculos reales iban en aumento. Al iniciarse en los secretos domésticos del señor y de la señora de Nucingen habíase dado cuenta de que, para convertir el amor en instrumento de fortuna, era preciso haber perdido toda la vergüenza y renunciar a las nobles ideas que constituyen la absolución de las faltas de la juventud. Esta vida exteriormente espléndida, pero roída por todos los gusanos del remordimiento y cuyos fugaces placeres eran expiados por persistentes angustias, la había abrazado resueltamente Eugenio, y se revolcaba en ella, haciendo, como el Distraído de La Bruyère, un lecho en el fango; pero, como el Distraído, todavía no manchaba más que su vestido.

—¿De modo que hemos dado muerte al mandarín? —le dijo un día Bianchon al levantarse de la mesa.

—Todavía no, pero se encuentra en sus estertores.

El estudiante de medicina tomó estas palabras como una broma, pero no era tal. Eugenio, que desde hacía tiempo comía por primera vez en la pensión, habíase mostrado pensativo durante la comida. En vez de marcharse, después de los postres, quedóse en el comedor, sentado al lado de la señorita Taillefer, a la cual lanzó de vez en cuando miradas expresivas. Algunos huéspedes estaban aún sentados a la mesa comiendo nueces, otros se paseaban continuando discusiones empezadas. Como casi todas las tardes, cada cual se marchaba cuando le parecía, según el grado de interés que tomaba en la conversación o según la mayor o menor pesadez que le causaba su digestión. En invierno era raro que el comedor fuera completamente evacuado antes de las ocho, momento en el que las cuatro mujeres permanecían solas y se vengaban del silencio que su sexo les imponía en medio de aquella reunión masculina. Intrigado por la preocupación de que Eugenio daba muestras, Vautrin permaneció en el comedor, aunque al principio hubiera parecido que tenía prisa en salir y se mantuvo constantemente de un modo que Eugenio no le viera y creyera que se había marchado. Después, en vez de acompañar a aquellos huéspedes que fueron los últimos en marcharse, se quedó en el salón. Había leído en el alma del estudiante y presentía un síntoma decisivo. Rastignac se encontraba en efecto en una situación perpleja que muchos jóvenes han debido conocer. Amante o coqueta, la señora de Nucingen había hecho pasar a Rastignac por todas las angustias de una pasión verdadera, desplegando para con él los recursos de la diplomacia femenina de moda en París. Después de haberse comprometido a los ojos de la gente para establecer cerca de ella al primo de la señora de Beauséant, vacilaba en darle realmente los derechos de los que él ya parecía disfrutar.

Desde hacía un mes excitaba tanto los sentidos de Eugenio, que había acabado ya atacándole también el corazón. Si en los primeros momentos de sus relaciones el estudiante había creído ser el dueño, la señora de Nucingen habíase convertido en la más fuerte, con ayuda de aquellas maniobras que ponían en movimiento en Eugenio todos los sentimientos, buenos o malos, de los dos o tres hombres que coexisten en un joven de París. ¿Era esto un cálculo por parte de ella? No; las mujeres son siempre sinceras, incluso en medio de sus mayores falsedades, porque ceden a algún sentimiento natural. Quizá Delfina, después de haber dejado que sobre ella tomara tanto imperio aquel joven y haberle demostrado un afecto excesivo, obedecía a un sentimiento de dignidad que hacía que retrocediese en sus concesiones o se complaciera en suspenderlas. ¡Es tan propio de una parisiense, en el momento en que una pasión la arrastra, el vacilar en su caída, el querer probar el corazón de aquél a quien va a entregar su porvenir! Todas las esperanzas de la señora de Nucingen habían sido traicionadas una sola vez y su fidelidad por un joven egoísta acababa de ser pagada con ingratitud. Tenía todo el derecho de ser desconfiada. Quizás había advertido en las maneras de Eugenio, al que su rápido éxito había engreído, una especie de falsa estima ocasionada por lo extraño de la situación de ambos. Sin duda deseaba parecer imponente a un hombre de esa edad y encontrarse grande delante de él después de haber sido durante mucho tiempo pequeña delante de aquel que la había abandonado. No quería que Eugenio la creyera una conquista fácil, precisamente porque sabía que había pertenecido a De Marsay. En fin, después de haber sufrido el degradante placer de un verdadero monstruo, de un joven libertino, era tanto el goce que experimentaba al pasearse por las floridas regiones del amor, que constituía sin duda un encanto para ella el admirar todos sus aspectos, escuchar durante mucho tiempo sus estremecimientos y dejarse acariciar mucho tiempo por castas brisas. El verdadero amor expiaba las faltas del mal amor.

Este contrasentido será desgraciadamente frecuente en tanto los hombres no sepan cuántas flores destrozan en el alma de una joven los primeros golpes del engaño. Fueran cuales fueran sus razones, el caso es que Delfina se burlaba de Rastignac y se complacía en burlarse de él, sin duda porque se sabía amada y estaba segura de poder hacer cesar las angustias de su amante conforme a su real capricho de mujer. Por respeto a sí mismo, Eugenio no quería que su primer combate terminara en una derrota, y persistía en su conducta, como un cazador que quiere absolutamente matar una perdiz en su primera salida. Sus ansiedades, su amor propio herido, sus desesperaciones, falsas o verdaderas, le ataban cada vez más a aquella mujer. Todo París creía que tenía relaciones íntimas con la señora de Nucingen, cerca de la cual no se hallaba en situación más avanzada que el primer día en que la había visto. Ignorando aún que la coquetería de una mujer ofrece a veces más beneficios que placer concede su amor, entregábase a insensatos accesos de rabia. Si el período durante el cual una mujer se resiste al amor ofrecía a Rastignac el botín de sus primicias, éstas le resultaban tan costosas como verdes, agridulces y deliciosas al paladar. A veces, viéndose sin un céntimo, sin porvenir, pensaba, a pesar de la voz de su conciencia, en las oportunidades de fortuna cuya posibilidad le había mostrado Vautrin en una boda con la señorita Taillefer. Ahora bien, se encontraba entonces en un momento en el que la miseria le hablaba con voz tan alta, que cedió casi involuntariamente a los sacrificios de la terrible esfinge por las miradas de la cual se sentía a menudo fascinado. En el momento en que Poiret y la señorita Michonneau volvieron a subir a sus respectivos aposentos, creyendo Rastignac que se encontraba solo entre la señora Vauquer y la señora Couture, que estaba haciéndose unas mangas de lana, cabeceando el sueño junto a la estufa, miró a la señorita Taillefer de un modo lo suficientemente tierno como para hacer que ésta bajase los ojos.

—¿Acaso tenéis alguna pena, señor Eugenio? —le dijo Victorina tras un momento de silencio.

—¡Qué hombre no las tiene! —respondió Rastignac—. Si estuviésemos seguros, nosotros, los jóvenes, de ser amados, con una abnegación que nos recompensase de los sacrificios que en todo momento estamos dispuestos a hacer, quizá no tendríamos nunca penas.

La señorita Taillefer le dirigió, por toda respuesta, una mirada que no era equívoca.

—Vos, señorita, vos os creéis hoy segura de vuestro corazón; ¿pero responderíais de que éste no habría de cambiar nunca?

Una sonrisa vagó por los labios de la pobre muchacha, romo un rayo de sol que brotase de su alma, e hizo brillar de tal modo su semblante, que Eugenio tuvo miedo de haber provocado una tan viva explosión de sentimiento.

—Si mañana fueseis rica y dichosa, si una inmensa fortuna os cayera de las nubes, ¿seguiríais amando al joven pobre que os había agradado en vuestros momentos de apuro?

La muchacha hizo con la cabeza un gracioso movimiento de afirmación.

—¿Un joven que fuese muy desgraciado?

Nuevo movimiento.

—¿Qué tonterías estáis diciendo ahí? —exclamó la señora Vauquer.

—Dejadnos —respondió Eugenio—; nosotros nos entendemos.

—¿Habrá entonces promesa de matrimonio entre el señor Eugenio de Rastignac y la señorita Victorina Taillefer? —dijo Vautrin con su voz de bajo apareciendo de pronto a la puerta del comedor.

—¡Ah!, me habéis asustado —dijeron a una la señora Couture y la señora Vauquer.

—Podría escoger peor —respondió riendo Eugenio, a quien la voz de Vautrin causó la más cruel emoción que jamás había experimentado.

—¡Nada de bromas pesadas, caballeros! —dijo la señora Couture—. Vamos, hijita, subamos a nuestra habitación.

La señora Vauquer siguió a sus dos huéspedes con objeto de ahorrar luz y lumbre pasando la velada en la habitación de ellas. Eugenio se encontró solo, frente a frente, con Vautrin.

—Ya sabía yo que llegaríais a esto —le dijo aquel hombre mirándole con imperturbable sangre fría—. Pero habéis de saber que tengo tanta delicadeza como cualquier otra cosa. No os decidáis en este momento, porque no os encontráis en vuestra situación normal. Tenéis dudas. No quiero que sea la pasión, la desesperación, sino la razón la que os determine a venir a mí. Quizás os hagan falta mil escudos. Tomad. ¿Los queréis?

Aquel demonio sacó de su bolsillo una cartera, de la cual extrajo tres billetes que agitó delante de los ojos del estudiante. Eugenio se encontraba en la más cruel de las situaciones. Debía al marqués de Ajuda y al conde de Trailles cien luises perdidos bajo su palabra. No los tenía, y no se atrevía a ir a pasar la velada en casa de la señora de Restaud, donde se le estaba esperando. Era una de esas veladas sin ceremonia, en las que se comen pastelitos, se bebe té, pero pueden perderse seis mil francos al juego del whist.

—Caballero —le dijo Eugenio disimulando a duras penas un temblor convulsivo—, después de lo que me habéis contado, debéis comprender que me es imposible estaros obligado en algo.

—Bien, me habríais dado un disgusto si me hubieseis hablado de otro modo —repuso el tentador—. Sois joven, guapo, delicado, orgulloso como un león y dulce como una muchacha. Seríais una buena presa para el diablo. Me gusta esta cualidad de los jóvenes. Todavía otras dos o tres reflexiones de alta política y veréis el mundo tal como es. Al representar algunas escenas de virtud, el hombre superior satisface todas sus fantasías con grandes aplausos de parte de los tontos de la galería. Dentro de unos días estaréis con nosotros. ¡Ah!, si quisierais ser mi alumno, os haría llegar a todas partes. No formularíais un deseo que no fuera satisfecho al instante, fuese cual fuese: honor, fortuna, mujeres. Toda la civilización se os convertiría en ambrosía. Seríais nuestro niño mimado, nuestro Benjamín, nos mataríamos por daros gusto. Todo lo que fuera para vos un obstáculo quedaría allanado. Si conserváis escrúpulos, ¿me tomáis, entonces, por un malvado? Pues, bien, un hombre que tenía tanta honradez como vos queréis tener, el señor de Turenne, efectuaba, sin creerse por ello comprendido, pequeños negocios con bandidos. No queréis estar obligado a mí en nada, ¿verdad? Tomad este dinero —añadió Vautrin sonriendo— y escribid ahí: «Aceptado por la suma de tres mil quinientos francos a pagar en un año». Y añadid la fecha. El interés es bastante subido para quitaros todo escrúpulo; podéis llamarme judío, y podéis considerarme como un ingrato. Permito que me despreciéis aún hoy, con la seguridad de que más tarde vais a quererme. Encontraréis en mí esos inmensos abismos, esos vastos sentimientos concentrados que los tontos llaman vicios; pero nunca me encontraréis cobarde ni ingrato. En fin, no estoy ni borracho ni loco, pequeño.

—¿Qué clase de hombre sois, entonces? —exclamó Eugenio—. Habéis sido creado para atormentarme.

—Soy un buen hombre que quiere ensuciarse para que vos estéis al abrigo del barro por el resto de vuestros días. ¿Me preguntáis por qué tengo tanto interés? Bien, algún día os lo diré suavemente al oído. Ante todo os he sorprendido mostrándoos el carillón del orden social y el juego de la maquinaria; pero vuestro primer susto se os pasará como el del soldado en el campo de batalla, y os acostumbraréis a la idea de considerar a los hombres como soldados decididos a morir al servicio de aquellos que se consagran reyes a sí mismos. Los tiempos han cambiado mucho. En otro tiempo se le decía a un valiente: «Ahí tienes cien escudos y me matas a fulano de tal», y uno cenaba tranquilamente después de haber liquidado a un hombre por un quítame allá esas pajas. Hoy os propongo datos una hermosa fortuna a cambio de un gesto que en nada os compromete y aún dudáis. Este siglo es un siglo blando.

Eugenio firmó el papel que le presentó Vautrin y recibió de éste los billetes de banco.

—Veamos —dijo Vautrin—. Voy a partir dentro de unos meses hacia América para ir a plantar mi tabaco. Os enviaré los cigarros de la amistad. Si llego a ser rico os ayudaré. Si no tengo hijos (que es lo más probable, porque no tengo intención de reproducirme), os legaré mi fortuna… ¿No es esto ser amigo de un hombre? Pero es que yo os quiero. Siento la pasión de sacrificarme por otro. Ya lo he hecho. ¿Sabéis?, yo vivo en una esfera más elevada que la de los otros hombres. Considero las acciones como medíos, y no veo más que el fin. ¿Qué es un hombre para mí? ¡Esto! —dijo haciendo chasquear la uña de su pulgar bajo uno de sus dientes—. Un hombre es todo o nada. Es menos que nada cuando se llama Poiret: se le puede aplastar como una chinche y apesta. Pero un hombre es un dios cuando se os parece: ya no es una máquina cubierta por la piel, sino un teatro en el que se suscitan los más bellos sentimientos, y yo no vivo más que por los sentimientos ¿Un sentimiento no es acaso el mundo en un pensamiento? Ved a papá Goriot: sus dos hijas son para él todo el universo, son el hilo mediante el cual él se guía a través del laberinto de la creación. Bien; para mí, que conozco la vida, no existe más que un sentimiento real, una amistad de hombre a hombre. Pierre y Jaffier, he ahí mi pasión. Me sé de memoria la Venecia salvada. ¿Habéis visto a muchas personas con arrestos suficientes como para, cuando un compañero dice: «¡Vamos a enterrar un cadáver!», ir a enterrarlo en seguida, sin pensarlo más? Yo he hecho esto. No hablaría así a todo el mundo. Pero vos sois un hombre superior, se os puede decir todo, todo lo comprendéis. Vos os casaréis. Saquemos nuestras puntas. La mía es de hierro y nunca se ablanda. ¡Je, je!

Vautrin salió sin querer oír la respuesta negativa del estudiante con objeto de que tuviera ocasión de reflexionar tranquilamente. Parecía conocer el secreto de aquellas pequeñas resistencias, de aquellos combates que a los hombres les sirven para justificarse a sí mismos sus acciones censurables.

—Que haga lo que quiera —se dijo Eugenio—, pero yo no me casaré con la señorita Taillefer.

Después de haber sufrido las molestias de una fiebre interior que le ocasionó la idea de un pacto con aquel hombre del que sentía horror, pero que crecía ante sus ojos por el cinismo mismo de sus ideas y por la audacia con que juzgaba a la sociedad, Rastignac se vistió, pidió un coche y fue a casa de la señora de Restaud. Desde hacía unos días, aquella mujer había redoblado su solicitud por el joven, cada paso del cual constituía un progreso en el corazón del gran mundo, y cuya influencia parecía haber de ser temible algún día. Pagó a los señores de Trailles y de Ajuda, jugó al whist una parte de la noche y recuperó lo que había perdido. Supersticioso como la mayor parte de los hombres cuyo camino aún está por recorrer y que son más o menos fatalistas, quiso ver en su felicidad una recompensa del cielo por su perseverancia en permanecer en el buen camino. Al día siguiente por la mañana apresuróse a preguntar a Vautrin si tenía aún su letra de cambio. Ante su respuesta afirmativa, le devolvió los tres mil francos manifestando un placer harto natural.

—Todo va bien —le dijo Vautrin.

—Pero yo no soy vuestro cómplice —dijo Eugenio.

—Lo sé, lo sé —interrumpióle Vautrin—. Todavía hacéis niñerías y os detenéis por cualquier bagatela.

III. Burla-la-Muerte

Dos días más tarde, Poiret y la señorita Michonneau se hallaban sentados en un banco, tomando el sol, en una avenida solitaria del jardín Botánico, y charlaban con el señor que parecía sospechoso al estudiante de medicina.

—Señorita —decía el señor Gondureau—, no veo de dónde proceden vuestros escrúpulos. Su Excelencia, el señor ministro de la policía general del reino…

—¡Ah! Su Excelencia el señor ministro de la policía del reino… —repitió Poiret.

—Sí, Su Excelencia se ocupa de este asunto —dijo Gondureau.

¿A quién no parecerá inverosímil que Poiret, antiguo empleado, sin duda hombre de virtudes burguesas, aunque desprovisto de ideas, continuara escuchando al pretendido rentista de la calle de Buffon, en el momento en que él pronunciaba la palabra «policía», dejando ver la fisonomía de un agente de la calle de Jerusalén a través de su máscara de hombre honrado? Sin embargo, nada había más natural. Todos comprenderán mejor la clase particular a la que pertenecía Poiret en la gran familia de los necios, después de una observación hecha ya por algunas personas, pero que no ha sido publicada hasta ahora. Se trata de una nación plumígera, encerrada en el presupuesto entre el primer grado de latitud que comporta los honorarios de mil doscientos francos, especie de Groenlandia administrativa, y el tercer grado, en el que empiezan los honorarios algo más cálidos de tres a seis mil francos, región templada, en la que se aclimata la gratificación, donde ella florece a pesar de las dificultades del cultivo. Una de las características que revela mejor la estrechez de esas personas subalternas es una especie de respeto involuntario, maquinal, instintivo, por ese gran lama de todo ministerio, conocido del empleado por una firme ilegible y bajo el nombre de Su Excelencia el señor Ministro, cinco palabras que equivalen a Il Bondo Cani del Califa de Bagdad, y que, a los ojos de esa gente, representan un poder sagrado, sin apelación. Como el Papa para los cristianos, el ministro es administrativamente infalible a los ojos del empleado; el brillo que emite se comunica a sus actos, a sus palabras, a las que se dicen en su nombre; todo lo cubre con su esplendor y legaliza las acciones que ordena; su nombre de Excelencia, que da fe de la pureza de sus intenciones y de la santidad de su voluntad, sirve de pasaporte a las ideas menos admisibles. Lo que esas personas no harían en su propio interés, se apresuran a realizarlo tan pronto como oyen pronunciar la palabra de «Su Excelencia». Los departamentos tienen su obediencia pasiva, como el ejército tiene la suya: sistema que ahoga la conciencia, aniquila a un hombre y acaba, con el tiempo, por adaptarlo como un torbellino a la máquina gubernamental. Así, el señor Gondureau, que parecía entender en hombres, distinguió pronto en Poiret a uno de esos necios burocráticos, e hizo salir el Deus ex machina, la palabra mágica de Su Excelencia, en el momento en que era preciso deslumbrar a Poiret, que le parecía el macho de la Michonneau, tal como la Michonneau le parecía la hembra del Poiret.

—Desde el momento en que Su Excelencia mismo, Su Excelencia el señor… ¡Ah!, la cosa varía —dijo Poiret.

—Bien —dijo el falso rentista—, Su Excelencia tiene ahora la certeza más completa de que el pretendido Vautrin, que se aloja en la Casa Vauquer, es un penado evadido del presidio de Toulon, donde se le conoce bajo el nombre de Burla-la-Muerte.

—¡Ah, Burla-la-Muerte! —dijo Poiret—. Puede considerarse muy dichoso si ha merecido ese nombre.

—Pues sí —repuso el agente—. Ese mote es debido a la suerte que ha tenido de no perder la vida en las acciones sumamente audaces que ha realizado. Ese hombre es peligroso, ¿sabéis? Posee cualidades que le hacen extraordinario. Su condena es incluso una cosa que en su actividad le ha reportado un honor inmenso…

—Entonces es hombre de honor —dijo Poiret.

—A su modo, sí. Consintió en hacerse responsable del delito de otro, una estafa cometida por un joven muy guapo al que quería mucho, un joven italiano bastante jugador, que entró después en el servicio militar, donde, por otra parte, se portó perfectamente.

—Pero si Su Excelencia el ministro de la policía está seguro de que el señor Vautrin es Burla-la-Muerte, ¿por qué, entonces, habría de tener necesidad de mí? —preguntó la señorita Michonneau.

—¡Ah, sí! —dijo Poiret—; si en efecto el ministro, como vos nos habéis hecho el honor de decirnos, tiene la seguridad de que…

—Seguridad no es la palabra; sólo lo sospecha. Vais a entender la cuestión. Jaime Collin, apodado Burla-la-Muerte, goza de toda la confianza de los tres presidios que lo han escogido para ser su agente y su banquero. Gana mucho ocupándose en esta clase de negocios, que necesariamente requieren un hombre de marca.

—¡Ah, ah! ¿Comprendéis el juego de palabras, señorita? —dijo Poiret—. El caballero lo llama hombre de marca porque ha sido marcado.

—El falso Vautrin —prosiguió diciendo el agente de policía— recibe los capitales de los señores presidiarios, los invierte, se los conserva y los tiene a disposición de los que se evaden, o de sus familias, cuando disponen de ellos por testamento, o de sus queridas.

—¡De sus queridas! Sin duda queréis decir de sus mujeres —repuso Poiret.

—No, señor. El presidiario sólo tiene generalmente esposas ilegítimas, a las que llamamos concubinas.

—¿Viven todos, pues, en estado de concubinato?

—Desde luego.

—Bien —dijo Poiret—, he ahí unos horrores que el señor ministro no debería tolerar. Puesto que vos tenéis el honor de ver a Su Excelencia, a vos, que me parece tenéis ideas filantrópicas, corresponde informarle de la conducta inmoral de esas personas, que dan un ejemplo muy malo al resto de la sociedad.

—Pero, señor, el Gobierno no los pone allí para ofrecer el modelo de todas las virtudes.

—Exacto. Sin embargo, caballero, permitid…

—Pero dejad al señor que hable, querido —le dijo la señorita Michonneau.

—Vos comprendéis, señorita —repuso Gondureau—. El Gobierno puede tener un gran interés en intervenir en una caja ilícita, que dicen asciende a un total considerable. Burla-la-Muerte ingresa en caja valores considerables, ocultando no sólo las sumas que poseen algunos de sus compañeros, sino aun las que proceden de la Sociedad de los Diez Mil…

—¡Diez mil ladrones! —exclamó Poiret asustado.

—No, la Sociedad de los Diez Mil es una asociación de altos ladrones, gente que trabaja en grande y no toma parte en un negocio en el que no haya a ganar diez mil francos. Esta sociedad se compone de lo más distinguido entre nuestros hombres que pasan por los tribunales. Conocen el Código, y nunca se arriesgan a hacerse aplicar la pena de muerte cuando son atrapados. Collin es su hombre de confianza, su consejero. Con ayuda de sus inmensos recursos, ese hombre ha sabido crearse una policía propia, relaciones muy extensas que él envuelve en un misterio impenetrable. Aunque desde hace un año está rodeado de espías, todavía no hemos podido ver su juego. Su caja y su talento sirven, pues, constantemente para apoyar el vicio, para fomentar el crimen, y mantienen un ejército de malos sujetos que se encuentran en un perpetuo estado de guerra con la sociedad. Atrapar a Burla-la-Muerte y apoderarse de su banca será cortar el mal de raíz. Así, esta expedición se ha convertido en un asunto de Estado y de alta política, susceptible de honrar a aquellos que cooperaran en su éxito. Vos mismo, señor, podríais emplearos de nuevo en la Administración, llegar a ser secretario de un comisario de policía, funciones que no os impedirían cobrar vuestro retiro.

—¿Pero por qué —dijo la señorita Michonneau— Burla-la-Muerte no se va con su caja?

—¡Oh! —dijo el policía—, dondequiera que fuese sería seguido de un hombre encargado de matarle si robase el presidio. Además, una caja no es tan fácil de robar como lo es de raptar una señorita de buena familia. Por otra parte, Collin es un mozo incapaz de hacer semejante trastada, pues se consideraría deshonrado por ello.

—Señor —dijo Poiret—, tenéis razón; quedaría completamente deshonrado.

—Todo ello no nos explica por qué no venís sencillamente a apoderaros de él —dijo la señorita Michonneau.

—Bien, señorita, voy a decíroslo… Pero —le dijo al oído— impedid que vuestro compañero me interrumpa; de lo contrario, será el cuento de nunca acabar. Burla-la-Muerte, al venir aquí, se ha revestido de la piel de un hombre honrado, se ha convertido en un buen burgués de París, se ha alojado en una pensión modesta. El señor Vautrin es un hombre considerado, que hace negocios considerables.

—Naturalmente —díjose Poiret a sí mismo.

—El ministro, si uno se equivocase deteniendo a un verdadero Vautrin, no quiere enemistarse con el comercio de París ni con la opinión pública. El señor prefecto de policía tiene enemigos. Si hubiera un error, los que quieren su puesto se aprovecharían del barullo armado por los liberales para hacerle saltar. Se trata aquí de proceder como en el asunto de Cogniard, el falso conde de Santa Elena.

—Sí, pero tenéis necesidad de una linda mujer —dijo vivamente la señorita Michonneau.

—Burla-la-Muerte no se dejaría abordar por una mujer —dijo el agente—. ¿Queréis que os confíe un secreto? No le gustan las mujeres.

—Entonces no veo cómo podría servir yo para semejante verificación, suponiendo que yo consintiera en realizarla por dos mil francos.

—Nada más fácil —dijo el desconocido—. Os entregaré un frasco que contiene una dosis de licor preparado para dar un golpe de sangre, que carece de peligro y simula un ataque de apoplejía. Esta droga puede mezclarse igualmente al vino y al café. En seguida transportaréis a vuestro hombre a una cama y lo desnudaréis con objeto de saber si es que no se muere. En el momento en que os quedéis sola, le daréis un golpe en la espalda, ¡paf!, y veréis reaparecer las letras.

—¡Pero todo eso no es nada! —dijo Poiret.

—Bien, ¿consentís? —dijo Gondureau a la solterona.

—Pero, señor mío —dijo la señorita Michonneau—, en el caso de que no hubiera letras, ¿tendré yo los dos mil francos?

—No.

—¿Qué es, pues, lo que me darán?

—Quinientos francos.

—Hacer una cosa así por tan poco dinero… El mal en la conciencia es el mismo, y yo habré de tranquilizar mi conciencia.

—Os aseguro —dijo Poiret— que la señorita tiene mucha conciencia, además de ser una persona muy amable y entendida.

—Bien —dijo la señorita Michonneau—, dadme tres mil francos si es Burla-la-Muerte y nada si es un burgués.

—Está bien —dijo Gondureau—, pero con la condición de que el asunto se hará mañana.

—Todavía no, señor; tengo que consultar antes a mi confesor.

—¡Diantre, qué melindrosa sois! —dijo el agente levantándose—. Hasta mañana, entonces. Y si tuvierais prisa en hablarme, venid a la callejuela de Santa Ana, al final del patio de la Santa Capilla. No hay más que una puerta bajo la bóveda. Preguntad por el señor Gondureau.

Bianchon, que volvía por el paseo de Cuvier, quedóse sorprendido al oír pronunciar el original nombre de Burla-la-Muerte.

—¿Por qué no os decidís? Serían trescientos francos de renta vitalicia —dijo Poiret a la señorita Michonneau.

—¿Por qué? —dijo la mujer—. Hay que meditarlo bien. Si el señor Vautrin fuese Burla-la-Muerte, quizá resultaría más provechoso llegar a un arreglo con él. Sin embargo, pedirle dinero equivaldría a prevenirle, y escurriría el bulto gratis. Sería terrible.

—Aunque estuviese prevenido —dijo Poiret—, ¿no nos ha dicho ese señor que se le está vigilando? Pero vos lo perderíais todo.

—Por otra parte —pensó la señorita Michonneau—, ese hombre no me gusta. Sólo sabe decirme cosas desagradables.

—Pero —repuso Poiret— obraríais mejor. Tal como ha dicho ese caballero, se trata de un acto de obediencia a las leyes al desembarazar a la sociedad de un criminal, por muy virtuoso que pueda ser. El que ha bebido, beberá. ¿Y si se le ocurriese asesinarnos a todos? Pero ¡qué diablo! Nosotros seríamos culpables de esos asesinatos, sin contar con que seríamos las primeras víctimas.

La preocupación de la señorita Michonneau no le permitía escuchar las palabras que una tras otra iban brotando de labios de Poiret, como las gotas de agua que destila el grifo de una fuente mal cerrada. Una vez que ese viejo había iniciado la serie de sus frases, y la señorita Michonneau no le paraba, seguía hablando continuamente, semejante a una máquina. Después de haber comenzado con un tema, era arrastrado, por sus paréntesis, a tratar otros temas completamente opuestos, sin haber concluido ninguno. Al llegar a la Casa Vauquer, habíase embarcado en una serie de pasajes y citas transitorias que le llevaron a contar su deposición en el asunto del señor Ragoulleau y de la señora Morin, en el que compareció como testigo de descargo. Al entrar, su compañera no dejó de advertir a Eugenio de Rastignac, que con la señorita Taillefer estaba sosteniendo una conversación íntima, cuyo interés era tan palpitante que la pareja no hizo el menor caso de los dos viejos huéspedes cuando pasaron por el comedor.

—Eso debía terminar así —dijo la señorita Michonneau a Poiret—. Desde hace ocho días no han hecho más que lanzarse tiernas miradas.

—Sí —respondió Poiret—. Entonces fue condenada.

—¿Quién?

—La señora Morin.

—Os estoy hablando de la señorita Victorina —dijo la Michonneau al entrar, sin darse cuenta, en la habitación de Poiret—, y vos me salís con la señora Morin. ¿Quién es esa mujer?

—¿De qué sería, entonces, culpable la señorita Victorina? —preguntó Poiret.

—Sería culpable de amar al señor Eugenio de Rastignac. No sabe adónde puede llevarla ese amor, ¡pobrecilla!

Por la mañana, Eugenio había sido reducido a la desesperación por la señora de Nucingen. En su fuero interno habíase entregado completamente a Vautrin, sin querer profundizar en los motivos de la amistad que le profesaba aquel hombre extraño ni el porvenir de semejante unión. Hacía falta un milagro para sacarle del abismo en el que ya había metido el pie desde hacía una hora, cambiando con la señorita Taillefer las más dulces promesas. Victorina creía oír la voz de un ángel, los cielos se abrían para ella, la Casa Vauquer se engalanaba con los fantásticos colores que los decoradores dan a los palacios de teatro: amaba y era amada; por lo menos, así lo creía. ¿Y qué mujer no lo habría creído como ella, al ver a Rastignac, escuchándole durante aquella hora robada a todos los Argos de la casa? Debatiéndose contra su conciencia, sabiendo que hacía mal y queriendo hacer mal, diciéndose que rescataría aquel pecado venial por medio de la felicidad de una mujer, habíase embellecido en su desesperación y resplandecía con todos los fuegos del infierno que tenía en su corazón. Felizmente para él, se produjo el milagro. Vautrin entró alegremente y leyó en el alma de los dos jóvenes, a los que había casado mediante las combinaciones de su genio infernal, pero cuya alegría turbó de pronto al cantar con su gruesa voz burlona:

Mi encantadora Fanchette en su ingenuidad…

Victorina se alejó, llevándose tanta felicidad como desgracia había tenido hasta entonces en su vida. ¡Pobre muchacha! Un apretón de manos, su mejilla rozada por los cabellos de Rastignac, unas palabras pronunciadas tan cerca de su oído que había sentido el calor de los labios del estudiante, la presión de su talle por un brazo trémulo, un beso dado sobre su cuello, fueron las prendas de su pasión, que la proximidad de la gruesa Silvia, que amenazaba con entrar en aquel radiante comedor, hizo más ardientes, más vivas, más intensas que los más bellos testimonios de afecto contados en las más famosas historias de amor. Aquellos pequeños sufragios, según una linda expresión de nuestros antepasados, parecían crímenes a una piadosa joven que se confesaba cada quince días. En aquella hora había prodigado más tesoros espirituales que los que más tarde, rica y feliz, habría podido dar al entregarse por entero.

—El asunto está concluido —dijo Vautrin a Eugenio—. Todo ha ido bien. Nuestro pichón ha insultado a mi halcón. Mañana, en la muralla de Clignancourt. A las ocho y media, la señorita Taillefer heredará el amor y la fortuna de su padre, mientras esté ahí, mojando sus tostadas con mantequilla en su café con leche. Ese pequeño Taillefer es muy diestro manejando la espada, pero será sangrado por un golpe que yo he inventado y que os revelaré, porque es sumamente útil.

Rastignac escuchaba con aire estúpido y no podía contestar nada. En aquel momento llegaron papá Goriot, Bianchon y otros huéspedes.

—He ahí como yo os quería —le dijo Vautrin—. Sabéis lo que hacéis. ¡Bien, mi pequeño aguilucho! Vos gobernaréis a los hombres; sois fuerte y valeroso; tenéis mi estima.

Quiso cogerle la mano. Rastignac retiró la suya y dejóse caer en una silla, palideciendo; creía ver ante sí un charco de sangre.

—¡Ah, todavía nos quedan algunos trapos manchados de virtud! —dijo Vautrin en voz baja—. El tío de Oliban tiene tres millones; conozco su fortuna. La dote os volverá blanco como un vestido de novia, y a vuestros propios ojos.

Rastignac no dudó un momento más. Decidió ir a prevenir durante la noche a los señores Taillefer, padre e hijo. Habiéndole dejado Vautrin en aquel momento, papá Goriot le dijo al oído:

—¡Estáis triste, hijo mío! Yo voy a alegraros. Venid.

El viejo fabricante de fideos encendió una bujía.

Eugenio le siguió con gran curiosidad.

—Vamos a entrar en vuestra habitación —le dijo papá Goriot, que había pedido a Silvia la llave del estudiante.— Esta mañana habéis creído que ella no os amaba, ¿verdad? Se ha visto obligada a despediros, y vos os habéis marchado enojado, desesperado. ¡Qué tonto! Es que ella me esperaba. ¿Comprendéis? Teníamos que acabar de arreglar un precioso apartamento al que iréis a vivir dentro de tres días. No me comprometáis. Ella quiere datos una sorpresa; pero yo no puedo guardar por más tiempo el secreto. Viviréis en la calle de Artois, a dos pasos de la calle de San Lázaro. Estaréis allí como un príncipe. Os hemos comprado muebles como para una novia. Sin deciros nada, hemos estado haciendo muchas cosas desde hace un mes. Mi procurador ha puesto manos a la obra; mi hija tendrá sus treinta y seis mil francos anuales, el interés de su dote, y yo voy a exigir la inversión de sus ochocientos mil francos en solares.

Eugenio estaba como mudo, y se paseaba por su habitación en desorden, con los brazos cruzados. Papá Goriot aprovechó un momento en que el estudiante le volvía la espalda para dejar encima de la chimenea una caja de tafilete rojo, en la que estaban grabadas en oro las armas de Rastignac.

—Hijo mío —decía el pobre hombre—, me he metido en todo esto hasta el cuello. Pero ¿sabéis?, hubo también mucho egoísmo por mi parte; he tenido mucho interés en que cambiaseis de barrio. No me diréis que no, ¿verdad?, si os pido alguna cosa.

—¿Qué queréis?

—Encima de vuestro apartamento, en el quinto piso, hay una habitación que forma parte del mismo; podré vivir en ella, ¿no? Me hago viejo, y estoy muy lejos de mis hijas. Yo no os causaré ninguna molestia. Solamente estaré allí. Me hablaréis de ella todas las tardes. No os molestará esto, ¿verdad? Cuando volváis, yo estaré en mi cama, os diré y me diré: Viene de ver a mi pequeña Delfina. La ha llevado al baile; es feliz gracias a él. Si yo estuviese enfermo, sería un consuelo para mí el oír que regresabais. ¡Habrá tanto de mi hija en vos! Sólo tendré que dar un paso para estar en los Campos Elíseos, adonde ellas van todos los días; las veré siempre, mientras que a veces llego ahora demasiado tarde. Y además, quizás ella vaya a vuestra casa. Yo la oiré, la veré por la mañana, caminando de prisa, como una gatita. Desde hace un mes ha vuelto a ser lo que era antes, una muchacha alegre y vivaracha. Su alma se halla en convalecencia; os debe la felicidad. ¡Oh!, yo haría por vos lo imposible. Cuando yo regresaba, ella me decía hace un rato: «Papá, ¡soy tan dichosa!». Cuando me dicen ceremoniosamente «padre», me dejan helado; pero cuando me llaman papá, me parece que aún las estoy viendo pequeñas, me devuelven todos los recuerdos. Creo que todavía no pertenecen a nadie —dijo el buen hombre, llorando—. Hace tiempo que no había oído esa palabra, hacía tiempo que no me había dado el brazo. ¡Oh!, sí, hace diez años que no he ido al lado de una de mis hijas. ¡Es algo tan bueno el rozar su vestido, andar a su mismo paso, participar de su calor! En fin, esta mañana he llevado a Delfina a todas partes. Entraba con ella en las tiendas. Y la he acompañado luego hasta su casa. ¡Oh!, haced que pueda estar con vos. A veces tendréis necesidad de que alguien os preste algún servicio, y yo estaré allí.

¡Oh!, si ese bruto de alsaciano muriese, si la gota tuviera la buena idea de subírsele al estómago, mi pobre hija sería dichosa. Vos seríais mi yerno, vos seríais públicamente su marido. ¡Bah!, ella es tan desgraciada por no conocer nada de los placeres de este mundo, que yo la absuelvo de todo. Dios debe de estar del lado de los padres que aman. Ella os ama demasiado —dijo moviendo la cabeza, después de una pausa—. Mientras caminábamos, ella me hablaba de vos y me decía: «¡Tiene tan buen corazón! ¿Habla de mí?» ¡Bah!, desde la calle de Artois hasta el pasaje de los Panoramas me ha hablado volúmenes enteros de vos. Ha derramado su corazón en el mío. Durante toda esta mañana, yo ya no era viejo, no pesaba siquiera una onza. Le he dicho que me habíais entregado el billete de mil francos. ¡Pobrecilla! Se ha echado a llorar, tan emocionada estaba. ¿Qué tenéis ahí encima de la chimenea? —dijo al fin papá Goriot, que se moría de impaciencia al ver inmóvil a Rastignac.

Eugenio miraba a su vecino con aire estúpido. Aquel duelo, anunciado por Vautrin para el día siguiente, contrastaba tan violentamente con la realización de sus más caras esperanzas, que experimentaba todas las sensaciones de la pesadilla. Volvióse hacia la chimenea, advirtió en ella la cajita cuadrada, la abrió y encontró en su interior un papel que cubría un reloj de Bréguet. En aquel papel se encontraban escritas estas palabras:

«Quiero que penséis en mí a todas horas, porque… Delfina».

Estas últimas palabras hacían alusión sin duda a alguna escena que había tenido lugar entre ellos, y Eugenio sintióse emocionado. Sus armas estaban interiormente esmaltadas en el oro de la caja. Aquella joya durante tanto tiempo anhelada, la cadena, la llave, la forma, los dibujos, respondían a todos sus deseos. Papá Goriot estaba radiante. Sin duda le había prometido a su hija referirle los menores efectos de la sorpresa que aquel regalo causaría en el ánimo de Eugenio, porque participaba de aquellas emociones y no parecía ser el menos feliz. Ya amaba a Rastignac, tanto para su hija como para él mismo.

—Iréis a verla esta tarde; ella os aguarda. El bruto del alsaciano cena en casa de su bailarina. ¡Ah, ah!, se ha quedado como un tonto cuando mi procurador le ha dicho lo que hace al caso. ¿No pretende amar a mi hija hasta la adoración? Que la toque y le mato. La idea de saber que mi Delfina está… (dio un suspiro) me haría cometer un crimen; pero no se trataría de un homicidio; es una cabeza de buey sobre un cuerpo de cerdo. Vos me admitiréis en vuestra casa, ¿verdad?

—Sí, papá Goriot, bien sabéis que yo os quiero…

—Ya lo veo; vos no os avergonzáis de mí. Dejadme que os abrace.

Diciendo esto, estrechó al estudiante entre sus brazos.

—Vos la haréis muy feliz; prometédmelo. Iréis esta tarde, ¿verdad?

—Sí, sí. He de salir para hacer unas cosas que no puedo aplazar.

—¿Puedo seros útil en algo?

—Por supuesto que sí. Mientras yo voy a casa de la señora de Nucingen, id vos a ver al señor Taillefer padre, a decirle que me conceda una hora durante la noche para hablarle de un asunto de la máxima importancia.

—¿Será verdad, entonces —dijo papá Goriot mudando el semblante—, que le hacéis la corte a su hija, como dicen esos imbéciles de ahí abajo? ¡Santo cielo! No sabéis lo que es una venganza de Goriot. Si nos engañaseis, de un puñetazo os haría saltar los dientes. ¡Oh!, no es posible.

—Os juro que no amo más que a una mujer en el mundo —dijo el estudiante—; lo sé desde hace un momento.

—¡Oh, qué feliz me hacéis! —dijo papá Goriot.

—Pero —repuso el estudiante— el hijo de Taillefer se bate mañana, y he oído decir que moriría.

—¿Y a vos qué os importa? —dijo Goriot.

—Hay que decirle que impida a su hijo dirigirse a… —exclamó Eugenio.

En aquel momento fue interrumpido por la voz de Vautrin, que cantaba:

¡Oh Ricardo, oh mi Rey! El universo te abandona…
Brum, brum, brum, brum!
Mucho tiempo he recorrido el mundo, Y me han visto…
Tra la, la, la, la…

—Señores —gritó Cristóbal—, la sopa os espera, y todo el mundo está a la mesa.

—Ven a tomar una botella de mí buen vino de Burdeos.

—¿Os parece bonito el reloj? —dijo papá Goriot—. Tiene buen gusto mi hija, ¿no?

Vautrin, papá Goriot y Rastignac bajaron juntos y se encontraron, debido a su retraso, sentados a la mesa, uno al lado de otro. Eugenio manifestó la mayor indiferencia a Vautrin durante la comida, aunque este hombre, tan amable a los ojos de la señora Vauquer, nunca como entonces hubiera desplegado tanto ingenio. Estuvo muy ocurrente y supo interesar a todos los comensales. Esta seguridad, esta sangre fría dejaron consternado a Eugenio.

—¿Sobre qué hierba habéis caminado hoy? —preguntóle la señora Vauquer—. Estáis alegre como un pinzón.

—Siempre estoy contento cuando he hecho buenos negocios.

—¿Negocios? —dijo Eugenio.

—Sí. He entregado una partida de mercancía que me valdrá buenos derechos de comisión. Señorita Michonneau —dijo, dándose cuenta de que la solterona le examinaba—, ¿tengo en la cara algún rasgo que os desagrade, que me hacéis el ojo americano? Si es preciso, lo cambiaré para resultaros agradable.

—Poiret, no nos enfadaremos por eso, ¿verdad? —dijo guiñando el ojo al viejo empleado.

—Vamos —dijo la señora Vauquer—, mejor sería que nos dieseis de vuestro vino de Burdeos, del que ya veo una botella que asoma la nariz. Eso nos dará alegría, además de que es bueno para el estómago.

—Señores —dijo Vautrin—, la señora presidenta nos llama al orden. La señora Couture y la señorita Victorina no se escandalizarán con nuestros discursos frívolos; pero respetad la inocencia de papá Goriot. Propongo un pequeño botellorama de vino de Burdeos, al que el nombre de Laffitte hace doblemente ilustre, dicho sea sin alusión política. ¡Vamos, chino! —dijo mirando a Cristóbal, que no se movió—. ¡Aquí, Cristóbal! ¡Cómo!, ¿no oyes tu nombre? ¡Chino, trae los líquidos!

—Aquí están, señor —dijo Cristóbal presentándole la botella.

Después de haber llenado el vaso de Eugenio y el de papá Goriot, saboreó él unas gotas, mientras sus dos vecinos bebían, y de pronto hizo una mueca.

—¡Diablo, diablo!, tiene el sabor del tapón. Toma esto para ti, Cristóbal, y ve a buscar más; a la derecha, ¿sabes? Somos dieciséis; baja ocho botellas.

—Puesto que sois tan espléndido —dijo el pintor—, yo pago unas castañas.

—¡Oh, oh!

—¡Ah!

—¡Prrr!

Cada uno profirió exclamaciones que partieron como cohetes.

—Vamos, mamá Vauquer, dos de champaña —le gritó Vautrin.

—¡Cómo! ¿Por qué no pedís que os dé la casa entera? ¡Dos de champaña! ¡Pero si esto cuesta doce francos! ¡Yo no los gano! Pero si el señor Eugenio quiere pagarlas, yo ofrezco licor de grosella.

—Su licor de grosella purga como si fuera maná —dijo en voz baja el estudiante de medicina.

—¿Quieres callar, Bianchon? —exclamó Rastignac—. No puedo oír hablar de maná sin que el corazón… Sí, ve a buscar el vino de Champaña; yo lo pago —añadió el estudiante.

—Silvia —dijo la señora Vauquer—, traed las galletas los pastelillos.

En un momento circuló el vino de Burdeos, los comensales se animaron, la alegría fue en aumento. Hubo risas feroces, en medio de las cuales estallaron algunas imitaciones de diversas voces de animales. A los pocos instantes se había armado un barullo de mil demonios, una ópera que Vautrin dirigía como un director de orquesta, vigilando a Eugenio y a papá Goriot, que ya parecían estar borrachos. Con la espalda apoyada en la silla, los dos contemplaban aquel desorden insólito con aire grave, bebiendo poco; los dos estaban preocupados por lo que habían de hacer por la noche, y sin embargo sentíanse incapaces de levantarse. Vautrin, que seguía los cambios de su fisonomía lanzándoles miradas de soslayo, aprovechó el momento en que sus ojos vacilaron y parecieron querer cerrarse, para inclinarse al oído de Rastignac y decirle:

—Jovencito, no somos bastante astutos para luchar contra nuestro papá Vautrin, y éste os ama demasiado para dejar que hagáis tonterías. Cuando he decidido hacer alto, sólo Dios es lo bastante fuerte para cerrarme el paso. ¡Ah!, ¿queríamos ir a prevenir al padre Taillefer, a cometer faltas de colegial? El horno está caliente, la harina está amasada, el pan encima de la pala; mañana haremos saltar las migas por encima de nuestra cabeza; ¿y habríamos de impedir que se cociera el pan? No, no, todo cocerá. Si tenemos algunos pequeños remordimientos, la digestión se los llevará. Mientras nosotros estemos durmiendo, el coronel conde Franchessini os abrirá la sucesión de Miguel Taillefer con la punta de su espada. Al heredar de su hermano, Victorina tendrá quince mil francos de renta. Ya me he informado, y sé que la herencia de la madre asciende a más de trescientos mil…

Eugenio oía estas palabras sin poder contestar a ellas: sentía su lengua pegada al paladar y se encontraba presa de una invencible somnolencia; ya no veía la mesa y las caras de los huéspedes más que a través de una niebla luminosa. Pronto se desvaneció el ruido y los huéspedes fueron saliendo uno tras otro. Luego cuando no quedaron más que la señora Vauquer, la señora Couture, la señorita Victorina, Vautrin y papá Goriot, Rastignac vio, como en medio de un sueño, que la señora Vauquer cogía las botellas para vaciar lo que quedaba de ellas, de manera que se convirtieron en botellas llenas.

—¡Ah, son unos locos esos jóvenes! —decía la viuda.

Fue la última frase que Eugenio pudo comprender.

—Nadie más que el señor Vautrin puede hacer esas cosas —dijo Silvia—. Fijaos, Cristóbal ya está roncando.

—Adiós, mamá —dijo Vautrin—. Voy al bulevar a admirar al señor Marty en El monte salvaje, una gran pieza sacada del Solitario. Si queréis, puedo llevaros allá, lo mismo que a estas damas.

—Muchísimas gracias —dijo la señora Couture.

—¡Cómo! —exclamó la señora Vauquer—. ¿Rehusáis ir a ver una pieza que está sacada del Solitario, obra hecha por Atala de Chateaubriand, y que tanto nos gustaba leer, tan bella, que llorábamos como Magdalenas bajo los tilos el verano pasado, en fin, una obra moral que puede instruir a vuestra señorita?

—Nos está prohibido ir a la comedia —respondió Victorina.

—Vamos, éstos ya se han ido —dijo Vautrin moviendo de un modo cómico la cabeza de papá Goriot y la de Eugenio.

Colocando la cabeza del estudiante encima de una silla, para que pudiera dormir cómodamente, le besó calurosamente en la frente, cantando:

¡Dormid, mis caros amores!
Por vosotros yo siempre velaré.

—Temo que esté enfermo —dijo Victorina.

—Quedaos a cuidarle, entonces —repuso Vautrin—. Es —añadió hablándole al oído— vuestro deber de esposa sumisa. Este joven os adora, y vos seréis su mujercita, os lo pronostico. En fin —dijo luego en voz alta—, fueron bien considerados en todo el país, vivieron felices y tuvieron muchos hijos. He ahí cómo terminan todas las novelas de amor. Vamos, mamá —dijo volviéndose hacia la señora Vauquer, a la que abrazó—, poneos el sombrero, el vestido de flores y el echarpe de la condesa. Voy a buscaros un coche.

Y se alejó cantando:

¡Oh sol, divino sol!
Tú que haces madurar las calabazas…

—¡Dios mío! Ese hombre no tiene igual, señora Couture. Vamos —dijo volviéndose hacia el fabricante de fideos—, papá Goriot ya se ha ido. Este viejo carcamal nunca ha tenido la idea de llevarme a ninguna parte. Pero va a caerse al suelo, ¡santo cielo! ¡Es algo tan vergonzoso que un hombre de edad pierda la razón! Me diréis que es imposible perder lo que no tiene. Silvia, subidle a su habitación.

Silvia cogió al buen hombre por debajo de los brazos, le hizo andar y lo arrojó vestido como estaba, como un paquete, a la cama.

—Pobre joven —decía la señora Couture separando los cabellos de Eugenio, que le caían en los ojos—, es como una muchacha; no sabe lo que es un exceso.

—¡Ah!, bien puedo decir que desde hace treinta y un años que tengo la pensión han pasado muchos jóvenes por mis manos, como suele decirse; pero jamás había visto uno tan simpático, tan distinguido como el señor Eugenio. ¡Qué guapo está cuando duerme! Apoyad su cabeza sobre vuestro hombro, señora Couture. ¡Bah!, se le cae encima del de la señorita Victorina: hay un dios para los niños. Si nos descuidamos se rompe la cabeza contra la silla. Los dos harían una buena pareja.

—Vamos, vecina, callaos ya —exclamó la señora Couture—; estáis diciendo unas cosas…

—¡Bah! —dijo la señora Vauquer—, no nos oye. Vamos, Silvia; ven a vestirme. Voy a ponerme mi gran corsé.

—¡Ah, ya!, vuestro gran corsé, señora, después de haber comido —dijo Silvia—. No, buscad a alguien más para que os apriete; no seré yo vuestro asesino. Cometeríais una imprudencia que os costaría la vida.

—Me da igual; hay que hacer honor al señor Vautrin.

—¿Es que no amáis a vuestros herederos?

—Vamos, Silvia, no discutamos —dijo la viuda al marcharse.

—A su edad —dijo la cocinera a Victorina, señalando a su dueña.

La señora Couture y su pupila, sobre cuyo hombro dormía Eugenio, permanecieron en el comedor. Los ronquidos de Cristóbal resonaban en la casa silenciosa y contrastaban con el apacible sueño de Eugenio, que dormía dulcemente como un niño. Feliz de poder permitirse uno de esos actos de caridad por los cuales se expansionan todos los sentimientos de la mujer, y que le hacía sentir sin escrúpulos de conciencia el corazón del joven latiendo encima del suyo, Victorina tenía en el rostro algo de maternalmente protector que la hacía sentirse orgullosa. A través de los mil pensamientos que se elevan en su corazón surgía un tumultuoso movimiento de placer puro y cálido a un tiempo.

—¡Pobre hija mía! —dijo la señora Couture apretando su mano.

La anciana señora admiraba a aquel rostro cándido y sufrido, sobre el cual había descendido la aureola de la felicidad. Victorina parecía una de aquellas ingenuas pinturas de la Edad Media en las cuales todos los accesorios han sido negligidos por el artista, que ha reservado la magia de un pincel sereno y orgulloso para el rostro de tono amarillo, pero en la que el cielo parece reflejarse con sus matices de oro.

—Sin embargo, no ha bebido más de dos vasos, mamá —dijo Victorina pasando sus dedos por entre los cabellos de Eugenio.

—Es que si fuera un libertino, hija mía, habría soportado el vino como todos esos otros. Su embriaguez constituye su elogio.

En la calle resonó el ruido de un coche.

—Mamá —dijo la joven—, ahí está el señor Vautrin. Coged, pues, al señor Eugenio. No quisiera que me viera así ese hombre; tiene unas expresiones que ensucian el alma y unas miradas que molestan a una mujer como si la desnudaran.

—No —dijo la señora Couture— te equivocas. El señor Vautrin es un buen hombre, un poco al estilo del señor Couture, que en paz descanse; brusco, pero bueno.

En aquel momento entró Vautrin suavemente y miró el cuadro formado por aquellas dos criaturas a las que la luz de la lámpara parecía acariciar.

—Bien —dijo cruzándose de brazos—, he ahí unas escenas que habrían inspirado hermosas páginas al bueno ese de Bernardino de Saint-Pierre, autor de Pablo y Virginia. La juventud es muy hermosa, señora Couture. Duerme, pobre niño —dijo contemplando a Eugenio—; el bien viene a veces durmiendo. Señora —añadió dirigiéndose a la viuda—, lo que me gusta de ese joven, lo que me emociona, es saber que la belleza de su alma está en armonía con la de su rostro. Mirad, ¿no es un querubín apoyado en el hombro de un ángel? ¡Es digno de ser amado! Si yo fuera mujer, quisiera morir, mejor dicho, vivir para él. Al admirarles así, señora —dijo en voz baja e inclinándose al oído de la viuda—, no puedo por menos de pensar que Dios los ha creado el uno para el otro. La Providencia tiene unos caminos muy escondidos.

—Ella sondea los riñones y los corazones —exclamó en voz alta—. Al veros unidos, hijos míos, unidos por una misma pureza, por todos los sentimientos humanos, me digo que es imposible que en el futuro lleguéis a separaros jamás. Dios es justo. Pero —dijo a la joven— me ha parecido ver en vuestra mano las líneas de la prosperidad. Dadme la mano, señorita Victorina. Entiendo de quiromancia; a menudo he dicho la buenaventura. Vamos, no tengáis miedo. ¡Oh!, ¿qué es lo que veo? A fe de hombre honrado, vos seréis dentro de poco una de las más ricas herederas de París. Colmaréis de felicidad al hombre que os ama. Vuestro padre os llama a su lado. Os casaréis con un joven que posee título, joven, guapo, que os adora.

En aquel momento, los pesados pasos de la coqueta viuda que bajaba la escalera interrumpieron las profecías de Vautrin.

—He ahí a la señora Vauquer, bella como una estrella, esbelta como una zanahoria. ¿No vamos un poquitín apretados? —dijo tocándole el busto—. Los antecorazones están bien apretados, mamá. Si lloramos, habrá explosión; pero yo recogeré los fragmentos con un cuidado propio de anticuario.

—¡Conoce el lenguaje de la galantería francesa, el muy pícaro! —dijo la viuda inclinándose al oído de la señora Couture.

—Adiós, hijos míos —dijo Vautrin volviéndose hacia Eugenio y Victorina—. Yo os bendigo —les dijo imponiéndoles las manos por encima de sus cabezas—. Creedme, señorita, los votos de un hombre honrado son muy importantes; han de traer suerte, porque Dios hace caso de ellos.

—Adiós, querida amiga —dijo la señora Vauquer a su huéspeda—. ¿Creéis —añadió en voz baja— que el señor Vautrin tenga intenciones relativas a mi persona?

—¡Oh, querida madre —dijo Victorina suspirando y mirando sus manos cuando las dos mujeres estuvieron solas—, si ese buen señor Vautrin dijera la verdad!

—Pero para eso sólo hace falta una cosa —respondió la anciana señora—: que ese monstruo de tu hermano se caiga del caballo.

—¡Ah, mamá!

—¡Dios mío!, quizá sea pecado el desear mal a su enemigo —repuso la viuda—. Bien, haré penitencia por ello. En realidad, le llevaré de buen corazón flores a la tumba. ¡Qué mal corazón! No tiene el valor para hablar por su madre, de la cual conserva la herencia en detrimento tuyo. Mi prima tenía una buena fortuna. Para desgracia tuya, nunca se ha hablado de su aportación en el contrato.

—Mi felicidad me sería a menudo difícil de soportar si costase la vida a alguien —dijo Victorina—. Y si fuese preciso, para ser feliz, que mi hermano desapareciese, preferiría siempre estar aquí.

—Dios mío, como dice ese buen señor Vautrin, el cual, como ves, es muy religioso —repuso la señora Couture—, he tenido la satisfacción de saber que no es incrédulo como los demás, que hablan de Dios con menos respeto que el diablo. Bien, ¿quién puede saber por qué caminos se complace la Providencia en conducirnos?

Ayudadas por Silvia, las dos mujeres acabaron transportando a Eugenio a su habitación, le acostaron en su cama y la cocinera le aflojó la ropa para que estuviera cómodo. Antes de marcharse, cuando su protectora hubo vuelto la espalda, Victorina dio un beso a Eugenio en la frente, con toda la felicidad que había de procurarle aquel criminal latrocinio. Miró hacia su habitación, reunió, por así decirlo, en un solo pensamiento las mil felicidades de la jornada, trazó un cuadro que contempló durante un buen rato y se durmió la criatura más dichosa de París. El festejo a favor del cual Vautrin había hecho beber a Eugenio y a papá Goriot el vino narcotizado decidió la pérdida de aquel hombre.

Bianchon, medio embriagado, olvidóse de interrogar a la señorita Michonneau sobre Burla-la-Muerte. Si hubiera pronunciado aquel nombre, habría despertado ciertamente la prudencia de Vautrin o, para llamarle por su verdadero nombre, de Jacques Collin, una de las celebridades del presidio. Además, las bromas de que la hacía objeto decidieron a la señorita Michonneau a entregar al presidiario en el momento en que, confiando en la generosidad de Collin, calculaba que no era mejor prevenirle y hacer que se evadiera durante la noche. Acababa de salir, acompañada de Poiret, para ir al encuentro del famoso jefe de la policía de seguridad, en la callejuela de Santa Ana, creyendo que tenía que vérselas con un empleado superior llamado Gondureau. El jefe de la policía judicial le recibió con amabilidad. Luego, después de una conversación en la que todo quedó precisado, la señorita Michonneau pidió la poción con ayuda de la cual había de efectuar la verificación de la marca. Ante el gesto de satisfacción que hizo el hombre de la callejuela de Santa Ana, buscando un frasco en el cajón de su escritorio, la señorita Michonneau adivinó que había de haber en aquella captura algo más importante que la detención de un simple presidiario. Después de devanarse un buen rato los sesos sospechó que la policía esperaba, según algunas revelaciones hechas por los traidores del presidio, llegar a tiempo para, echar el guante a unos ladrones considerables. Cuando ella hubo manifestado sus conjeturas a aquel zorro, él se puso a reír, y quiso apartar las sospechas de la mente de la solterona.

—Os engañáis —respondió—. Collin es la sorbona más peligrosa que jamás se haya encontrado al lado de los ladrones. Eso es todo. Los pillos lo saben; es su bandera, su sostén, su Bonaparte; todos le aman. Ese sujeto no nos dejará nunca su troncho.

La señorita Michonneau no comprendía nada, por lo cual Gondureau le explicó las dos palabras de argot de que se había servido.

Sorbona y troncho son dos expresiones enérgicas del lenguaje de los ladrones, que fueron los primeros que sintieron la necesidad de considerar la cabeza humana bajo sus dos aspectos. La sorbona es la cabeza del hombre vivo, su razón, su pensamiento. El troncho es una palabra despectiva destinada a expresar hasta qué punto la cabeza se convierte en poca cosa cuando es cortada.

—Collin se burla de nosotros —repuso—. Cuando encontramos hombres como esos en forma de barras de acero templadas a la inglesa, tenemos el recurso de matarlos si, durante su detención, tratan de ofrecer la menor resistencia. Nosotros contamos con algunas vías de hecho para matar a Collin mañana por la mañana. Se evitan de este modo el proceso, los gastos de guardia, el alimento, y esto desembaraza a la sociedad. Los procedimientos, las asignaciones a los testigos, sus indemnidades, la ejecución, todo lo que debe deshacernos legalmente de ello nos cuesta más de los mil escudos que vos tendréis. Hay ahorro de tiempo. Al dar un bayonetazo a la barriga de Burla-la-Muerte, impediremos un centenar de crímenes, y evitaremos la corrupción de cincuenta malos sujetos, que se mantendrán prudentemente a los alrededores del correccional. Según los verdaderos filántropos, conducirse así es prevenir los crímenes.

—Esto es servir a su país —dijo Poiret.

—Bien —replicó el jefe—, esta noche decís cosas sensatas. Sí, ciertamente servimos al país. Así, el mundo es muy injusto con nosotros. Nosotros prestamos a la sociedad servicios muy grandes que permanecen ignorados. En fin, es propio de un hombre superior el colocarse por encima de los prejuicios, y de un cristiano el adoptar las desgracias que el bien acarrea cuando no se realiza según las ideas recibidas. París es París, ¿sabéis? Esta palabra explica mi vida. Tengo el honor de saludaros, señorita. Mañana estaré con mi gente en el Jardín del Rey. Enviad a Cristóbal a la calle de Buffon, a la casa del señor Gondureau, donde yo estaba. Señor, yo soy vuestro servidor. Si alguna vez os hubiesen robado algo, usad de mí para hacer que vuelva a encontrarlo; estoy a vuestra disposición.

—Bien —dijo Poiret a la señorita Michonneau—, hay imbéciles a quienes esta palabra de policía trastorna en gran modo. Lo que ese señor os pide es sencillísimo.

El día siguiente había de ser uno de los más extraordinarios de la historia de la Casa Vauquer. Hasta entonces, el acontecimiento más sobresaliente de aquella vida apacible había sido la aparición meteórica de la pseudo-condesa de Ambermesnil. Pero todo había de palidecer ante las peripecias de aquel gran día, que habría de constituir perpetuamente el tema de las conversaciones de la señora Vauquer. Ante todo, Goriot y Eugenio de Rastignac durmieron hasta las once. La señora Vauquer, que había regresado a medianoche de la Gaîté, permaneció en la cama hasta las diez y media. El prolongado sueño de Cristóbal, que se había terminado de beber el vino ofrecido por Vautrin, ocasionó retrasos en el servicio de la casa. Poiret y la señorita Michonneau no se quejaron de que el desayuno se retrasara. En cuanto a Victorina y a la señora Couture, durmieron hasta muy tarde. Vautrin salió antes de las ocho y volvió en el momento en que el desayuno estuvo servido. Nadie reclamó, pues, en el momento en que, hacia las once y cuarto, Silvia y Cristóbal fueron a llamar a todas las puertas diciendo que el desayuno les esperaba. Mientras Silvia y el criado se ausentaron, la señorita Michonneau, descendiendo la primera, vertió el líquido en el vaso de plata que pertenecía a Vautrin y en el cual se calentaba al bañomaría la leche para su café. La solterona había contado con esta particularidad de la pensión para dar su golpe. Aunque con algunas dificultades, los siete huéspedes se encontraron reunidos. En el momento en que Eugenio, desperezándose, bajaba el último de todos, un recadero le entregó una carta de la señora de Nucingen. Esta carta se hallaba redactada en los siguientes términos:

«No tengo ni falsa vanidad ni cólera contra vos, amigo mío. Os he esperado hasta las dos de la madrugada. ¡Esperar a un ser al que se ama! El que ha conocido este suplicio no lo impone a nadie. Ya veo que amáis por vez primera. ¿Qué ha sucedido, pues? Se ha apoderado de mí la inquietud. Si yo no hubiese temido revelar los secretos de mi corazón, habría ido a enterarme de lo que os ocurría, tanto bueno como malo. Pero salir a esta hora, sea a pie, sea en coche, ¿no equivale a perderse? He sentido la desgracia de ser mujer. Tranquilizadme, explicadme por qué no habéis venido, después de lo que os ha dicho mi padre. Me enfadaré, pero os perdonaré. ¿Estáis enfermo? ¿Por qué os alojáis tan lejos? Contestadme. Hasta pronto, ¿verdad? Una palabra será suficiente si estáis ocupado. Decid: ya voy, o estoy sufriendo. Pero si estuvieseis enfermo, mi padre habría venido a decírmelo. ¿Qué ha sucedido, pues?…».

—Sí, ¿qué ha sucedido? —exclamó Eugenio, que se precipitó en el comedor estrujando la carta sin acabar de leerla—. ¿Qué hora es?

—Las once y media —dijo Vautrin poniendo azúcar a su café.

El presidiario evadido lanzó a Eugenio la mirada fríamente fascinadora que ciertos hombres eminentemente magnéticos tienen el don de lanzar, y que, según dicen, calma a los locos furiosos en las casas de dementes. Eugenio se estremeció. Oyóse el ruido de un coche, y un criado con la librea del señor Taillefer, al que inmediatamente reconoció la señora Couture, entró de pronto con aire asustado.

—Señorita —exclamó—, vuestro señor padre pregunta por vos. Una gran desgracia acaba de producirse. El señor Federico se ha batido en duelo y ha recibido un golpe de espada en la frente; los médicos desesperan de salvarle; apenas tendréis tiempo de decirle adiós; ya ha perdido el conocimiento.

—¡Pobre joven! —exclamó Vautrin—. ¿Cómo se querella uno cuando tiene sus buenas mil libras de renta? Decididamente, la juventud no sabe comportarse.

—¡Señor! —le gritó Eugenio.

—¿Qué ocurre? —dijo Vautrin acabando de beber su taza de café tranquilamente, operación que la señorita Michonneau seguía con demasiada atención para poder sorprenderse del acontecimiento extraordinario que dejaba atónitos a todos—. ¿Es que no hay duelos todos los días en París?

—Voy con vos, Victorina —decía la señora Couture.

Y aquellas dos mujeres se fueron sin chal ni sombrero. Antes de marcharse, Victorina, con los ojos llenos de lágrimas, lanzó a Eugenio una mirada que le decía: «Yo no creía que nuestra felicidad hubiera de producirme lágrimas».

—¡Bah! ¿Es que sois profeta, señor Vautrin? —dijo la señora Vauquer.

—Yo lo soy todo —dijo Jacques Collin.

—Es singular —dijo la señora Vauquer diciendo una serie de frases insulsas sobre aquel acontecimiento—. La muerte se apodera de nosotros sin consultarnos. Los jóvenes se van a menudo antes que los viejos. Nosotras, las mujeres, podemos considerarnos dichosas de no estar sujetas al duelo; pero tenemos otros achaques que los hombres no tienen. Hacemos niños y el mal de madre dura mucho tiempo. ¡Qué suerte para Victorina! ¡Su padre se ve obligado a adoptarla!

—Fijaos —dijo Vautrin mirando a Eugenio—, ayer ella estaba sin un céntimo; esta mañana posee varios millones.

—Señor Eugenio —exclamó la señora Vauquer—, habéis puesto la mano en buen sitio.

A esta interpelación, papá Goriot miró al estudiante y le vio en la mano la carta.

—¡No la habéis terminado! ¿Qué quiere decir esto? ¿Seréis como los demás? —le preguntó.

—Señora, nunca me casaré con la señorita Victorina —dijo Eugenio dirigiéndose a la señora Vauquer con un sentimiento de horror y de disgusto que sorprendió a los presentes.

Papá Goriot cogió la mano del estudiante y se la estrechó. Habría querido besársela.

—¡Oh, oh! —dijo Vautrin—. Los italianos tienen una frase apropiada: Col tempo!

—Espero la respuesta —dijo a Rastignac el enviado de la señora de Nucingen.

—Decid que iré.

El hombre se fue. Eugenio se hallaba en un violento estado de irritación que no le permitía ser prudente.

—¿Qué hacer? —decía en voz alta, hablando consigo mismo—. ¡Nada de pruebas!

Vautrin se sonrió. En aquel momento, la poción absorbida por el estómago empezaba a producir su efecto. Sin embargo, el presidiario era tan robusto que se levantó, miró a Rastignac y le dijo con voz cavernosa:

—Muchacho, el bien nos llega durmiendo.

Y dicho esto, cayó rígido como un muerto.

—Hay, pues, una justicia divina —dijo Eugenio.

—¿Qué es lo que le ha sucedido a ese pobre señor Vautrin?

—Un ataque de apoplejía —gritó la señorita Michonneau.

—Silvia, vamos, hija mía, ve a buscar al médico —dijo la viuda—. ¡Ah!, señor Rastignac, corred en seguida a buscar al señor Bianchon; quizá Silvia no encuentre a nuestro médico, al señor Grimprel.

Rastignac, feliz de tener un pretexto para abandonar aquella espantosa caverna, huyó corriendo.

—Vamos, Cristóbal, ve en seguida a la farmacia a pedir algo contra la apoplejía.

Cristóbal salió.

—Papá Goriot, ayudadnos a subirlo a su habitación. Cogieron a Vautrin, lo subieron por la escalera y lo llevaron a su cama.

—Yo no les sirvo de nada, y por lo tanto, me voy a ver a mi hija.

—¡Viejo egoísta! —exclamó la señora Vauquer—. Deseo que mueras como un perro.

—Id a ver si tenéis éter —dijo a la señora Vauquer la señorita Michonneau, la cual, ayudada por Poiret, había desabrochado el traje de Vautrin.

La señora Vauquer bajó a sus habitaciones y dejó a la señorita Michonneau dueña del campo de batalla.

—¡Vamos, quitadle la camisa! Servid para algo, evitando que yo vea desnudeces —le dijo a Poiret—. Estáis ahí como pasmado.

La señorita Michonneau dio una fuerte palmada a la espalda del enfermo y las dos letras fatales reaparecieron en blanco en medio del lugar rojo.

—Habéis ganado muy hábilmente vuestra gratificación de tres mil francos —exclamó Poiret, sosteniendo a Vautrin de pie, mientras la señorita Michonneau volvía a ponerle la camisa—. ¡Uh, cuánto pesa! —añadió acostándole.

—¡Callaos! ¡Si hubiera aquí una caja! —dijo vivamente la solterona, cuyos ojos parecían taladrar los muros, con tanta avidez examinaba los más insignificantes muebles del aposento—. ¡Si pudiésemos abrir ese escritorio con un pretexto cualquiera! —añadió.

—Quizás estaría mal —respondió Poiret.

—No. El dinero robado, habiendo sido el de todo el mundo, ya no pertenece a nadie. Pero no tenemos tiempo. Estoy oyendo a la Vauquer.

—Aquí tenéis el éter —dijo la señora Vauquer—. ¡Caramba!, hoy es el día de las aventuras. ¡Dios mío!, ese hombre no puede estar enfermo. Está blanco como la cera.

—Como la cera —repitió Poiret.

—Su corazón palpita acompasadamente —dijo la viuda poniéndole la mano sobre el corazón.

—Acompasadamente —dijo Poiret asombrado.

—Está muy bien.

—¿Lo creéis así? —preguntó Poiret.

—¡Caramba!, parece como si durmiera. Silvia ha ido a buscar un médico. Mirad, señorita Michonneau, está reaccionando al éter. ¡Bah!, es un espasmo. Su pulso es normal. Es fuerte como un turco. Ese hombre vivirá cien años. Su peluca aguanta bien. Está pegada. Ese hombre es pelirrojo, y dicen que los pelirrojos son muy buenos o muy malos. ¿Será bueno este hombre?

—Bueno para que lo cuelguen —dijo Poiret.

—Queréis decir que lo cuelguen del cuello de una mujer guapa —exclamó vivamente la señorita Michonneau—. Marchaos, pues, señor Poiret. Es cosa que nos incumbe a nosotras el cuidaros cuando estáis enfermos. Además, para lo que servís, bien podéis ir a pasear —añadió—. La señora Vauquer y yo cuidaremos bien a ese señor Vautrin.

Poiret se marchó sin rechistar, como un perro al que su dueño acaba de dar un puntapié. Rastignac había salido a pasear, para que le diera el aire, porque sentía que se asfixiaba. Aquel crimen cometido a hora fija había querido evitarlo el día antes. ¿Qué había sucedido? ¿Qué debía hacer? Tenía miedo de ser cómplice. La sangre fría de Vautrin aún le asustaba.

—Sin embargo, si Vautrin muriese sin hablar… —decíase Rastignac.

Iba por las avenidas del Luxemburgo como perseguido por una jauría, y parecíale oír los ladridos de los perros.

—¡Hola! —le gritó Bianchon—. ¿Has leído El Piloto?

El Piloto era un periódico radical dirigido por el señor Tissot, y que daba para la provincia, unas horas después de los periódicos de la mañana, una edición en la que se encontraban las noticias del día, que entonces, en los departamentos, llevaban veinticuatro horas de ventaja sobre las otras hojas.

—Hay una extraordinaria historia —dijo el interno del hospital Cochin—. El hijo de Taillefer se ha batido en duelo con el conde de Franchessini, de la vieja guardia, que le ha metido dos pulgadas de hierro en la frente. He aquí la pequeña Victorina, uno de los partidos más ricos de París. ¿Es verdad que Victorina te miraba con buenos ojos?

—Cállate, Bianchon; no me casaré nunca con ella. Yo amo a una mujer deliciosa, soy amado por ella, yo…

—Muéstrame una mujer que valga el sacrificio de la fortuna del señor Taillefer.

—¿Es que todos los demonios andan detrás de mí? —exclamó Rastignac.

—¿Estás loco? Dame la mano para que te tome el pulso. Tienes fiebre.

—Ve a casa de la señora Vauquer —le dijo Eugenio— ese malvado de Vautrin acaba de caer como muerto.

«¡Ah! —dijo Bianchon, que dejó a Rastignac solo—, tú me confirmas unas sospechas que yo quiero ir a comprobar».

El largo paseo del estudiante de Derecho fue solemne. Hizo en cierto modo un examen de conciencia. De la terrible discusión que sostuvo consigo mismo, su honradez salió probada como una barra de hierro que resiste todas las pruebas. Recordó todas las confidencias que papá Goriot le había hecho el día antes, acordóse del apartamento escogido para él cerca de Delfina, en la calle de Artois; volvió a leer la carta, la besó. «Tal amor es mi áncora de salvación —se dijo—. Ese pobre viejo ha sufrido mucho. No dice nada de sus penas, pero ¿quién no las adivinaría? Bien, cuidaré de él como de un padre; le daré mil satisfacciones. Si ella me quiere, vendrá a menudo a mi casa a pasar el día cerca de su hija. Esa gran condesa de Restaud se comporta de un modo infame con su padre. ¡Querida Delfina! Ella es mejor para el pobre hombre; es digna de ser amada. ¡Ah, esta noche yo seré feliz! —Sacó el reloj y lo admiró.— Todo me ha salido bien.

»Cuando se ama para siempre, uno puede ayudar al otro, y puedo aceptar este regalo. Por otra parte, llegaré adonde me he propuesto llegar, por supuesto, y podré devolverlo todo centuplicado. No hay en esta relación crimen que pueda hacer fruncir el ceño a la virtud más severa. ¡Cuántas personas honradas contraen relaciones parecidas! No engañamos a nadie, y lo que nos envilece es la mentira. Mentir, ¿no es acaso abdicar? Desde hace tiempo se ha separado de su marido. Por otra parte, yo le diré a ese alsaciano que me ceda una mujer a la que él le es imposible hacer dichosa».

La lucha de Rastignac duró un buen rato. Aunque la victoria hubiera de ser para las virtudes de la juventud, sin embargo, por una invencible curiosidad, hacia las cuatro y media, al caer la tarde, fue a Casa Vauquer, que él se proponía abandonar para siempre. Quería saber si Vautrin estaba muerto. Después de haber tenido la idea de administrarle un vomitivo, Bianchon había hecho llevar a su hospital las sustancias devueltas por Vautrin, con objeto de analizarlas químicamente. Al ver la insistencia de la señorita Michonneau por conseguir que tales sustancias desaparecieran, sus dudas se aclararon. Por otra parte, Vautrin se restableció demasiado pronto para que Bianchon no supusiera algún complot tramado contra el alegre tipo de la pensión. En el momento en que Rastignac regresó, Vautrin se hallaba, pues, de pie junto a la estufa, en el comedor. Atraídos más pronto que de costumbre por la noticia del duelo de Taillefer hijo, los huéspedes, ansiosos por conocer los detalles del asunto y la influencia que éste había tenido en el destino de Victorina, hallábanse reunidos, menos papá Goriot, y comentaban aquella aventura. Cuando entró Eugenio, sus ojos se encontraron con los del imperturbable Vautrin, cuya mirada penetró tan adentro en su corazón y agitó en él tan intensamente algunas cuerdas malas, que se estremeció.

—Bien, hijo mío —le dijo el presidiario evadido—. Según estas damas, he sostenido victoriosamente un ataque capaz de matar a un buey.

—¡Ah!, bien podéis decir un toro —exclamó la viuda Vauquer.

—¿Acaso os habría de molestar el verme con vida? —dijo Vautrin al oído de Rastignac, cuyos pensamientos creyó adivinar.

—A fe mía —dijo Bianchon—, la señorita Michonneau hablaba anteayer de un señor apodado Burla-la-Muerte; ese mote os cuadraría muy bien.

Estas palabras produjeron en Vautrin el efecto del rayo: palideció y se tambaleó; su mirada magnética cayó como un rayo de sol sobre la señorita Michonneau, la cual se sintió anonadada por aquel fuerte chorro de voluntad. La solterona se dejó caer sobre una silla. Poiret avanzó vivamente entre ella y Vautrin, comprendiendo que la mujer estaba en peligro, hasta tal punto se volvió ferozmente significativa la cara del presidiario al deponer la máscara benigna bajo la cual ocultaba su verdadera naturaleza. Sin comprender nada aún de aquel drama, todos los huéspedes quedaron estupefactos. En aquel momento oyéronse los pasos de varios hombres y el ruido de unos fusiles que unos soldados hicieron resonar por el pavimento de la calle. En el momento en que Collin buscaba maquinalmente una salida, mirando las ventanas y las paredes, cuatro hombres aparecieron a la puerta del salón. El primero era el jefe de la policía de seguridad; los otros tres eran oficiales de paz.

—En nombre de la ley y del rey —dijo uno de los oficiales, cuyas palabras fueron cubiertas por un murmullo de asombro.

Pronto reinó el silencio en el comedor; los huéspedes se separaron para dar paso a tres de aquellos hombres, todos los cuales apoyaban la mano en el bolsillo lateral, donde llevaban una pistola cargada. Dos gendarmes que seguían a los agentes ocuparon la puerta del salón y otros dos aparecieron en la de la escalera.

Los pasos y los fusiles de varios soldados resonaron en el pavimento guijarroso que bordeaba la fachada. Toda esperanza de huida duele, pues, impedida a Burla-la-Muerte, sobre el cual se posaron irresistiblemente todas las miradas. El jefe fue directamente hacia él; le dio en la cabeza una manotada tan violentamente aplicada que le hizo saltar la peluca y devolvió a la cabeza de Collin todo su horror. Acompañadas de unos cabellos rojo ladrillo y cortos, que les daban un espantoso carácter de fuerza mezclada con astucia, aquella cabeza y aquella cara, en armonía con el busto, fueron inteligentemente iluminados como si los fuegos del infierno los hubieran encendido. Todos comprendieron por entero a Vautrin, su pasado, su presente, su futuro, sus doctrinas implacables, la religión del placer, la majestad que le daban el cinismo de sus pensamientos, de sus actos, y la fuerza de su organismo adaptado a todo. La sangre se le subió al rostro y sus ojos brillaron como los de un gato montés. Dio un brinco con un movimiento tan enérgico, dio tales rugidos, que arrancó gritos de terror a todos los huéspedes de la pensión. Ante este gesto de león, y apoyándose en el clamor general, los agentes sacaron las pistolas. Collin comprendió el peligro que corría y dio de pronto la prueba del más alto poder humano. ¡Horrible y majestuoso espectáculo! Su fisonomía ofreció un fenómeno que no puede compararse más que con el de la caldera llena del vapor que levantaría montañas y que disuelve en un abrir y cerrar de ojos una gota de agua fría. La gota de agua que enfrió su cólera fue una reflexión rápida como el relámpago. Sonrió y miró su peluca.

—No te encuentras en tus días de cortesía —díjole al jefe de la policía de seguridad. Y tendió sus manos a los gendarmes, llamándoles con un gesto—. Señores gendarmes, ponedme las esposas. Tomo por testigo a las personas presentes de que no ofrezco resistencia.

Un murmullo de admiración, arrancado por la presteza con que la lava y el fuego salieron y volvieron a entrar en aquel volcán humano, resonó en la sala.

—Vamos, desnúdate —le dijo el hombre de la callejuela de Santa Ana, con aire de desprecio.

—¿Por qué? —dijo Collin—. Aquí hay damas. Yo no niego nada, y me entrego.

Hizo una pausa y miró a la concurrencia como un orador que se dispone a decir cosas sorprendentes.

—Escribid, papá Lachapelle —dijo dirigiéndose a un vejete de cabello blanco que se hallaba sentado en el extremo de la mesa, después de haber sacado una cartera— el proceso verbal del arresto. Reconozco ser Jacques Collin, llamado Burla-la-Muerte, condenado a veinte años de presidio; y acabo de demostrar que no he robado mi sobrenombre. Si hubiera levantado la mano —dijo a los huéspedes— esos tres matones habrían derramado toda mi sangre sobre el suelo de la señora Vauquer. Esos tipos saben preparar bien las emboscadas.

La señora Vauquer experimentó un gran malestar al oír estas palabras.

—¡Dios mío!, es como para ponerse enferma. ¡Pensar que ayer estaba yo con él en la Gaîté! —dijo a Silvia.

—Vamos, mamá —repuso Collin—. ¿Acaso es una desgracia haber ido ayer conmigo al teatro? —exclamó—. ¿Sois vos mejor que nosotros? Nosotros tenemos menos infamia en la espalda que vosotros en el corazón, miembros podridos de una sociedad gangrenada: el mejor de entre vosotros no sería capaz de resistirme. —Sus ojos se posaron en Rastignac, a quien dirigió una amable sonrisa que contrastaba singularmente con la ruda expresión de su rostro.— Nuestro pequeño contrato sigue en vigor, ángel mío, en caso de aceptación, por supuesto. ¿Sabéis?

Y cantó:

Mi Fanchette es encantadora en su ingenuidad.

El presidio, con sus costumbres y su lenguaje, con sus bruscas transiciones de lo agradable a lo horrible, su espantosa grandeza, su familiaridad, su vileza, quedó de pronto representado en aquella interpelación y por aquel hombre, que ya no era un hombre, sino el tipo de toda una nación degenerada, de un pueblo salvaje y lógico, brutal y flexible. En un instante convirtióse Collin en un poema infernal en el que se pintaron todos los sentimientos humanos, menos uno solo, el del arrepentimiento. Su mirada era la del arcángel caído que siempre quiere la guerra. Rastignac bajó los ojos, aceptando aquel parentesco criminal como una expiación de sus malos pensamientos.

—¿Quién me ha traicionado? —dijo Collin paseando su terrible mirada sobre la concurrencia. Y al posarla en la señorita Michonneau—: ¡Eres tú, vieja bruja! —le dijo—. ¡Tú me has originado un falso ataque de apoplejía, curiosa! Sólo con decir dos palabras podría hacer que te cortaran el cuello dentro de ocho días. Pero te perdono, soy cristiano. Por otra parte, no eres tú quien me ha vendido. Pero ¿quién? ¡Ah, ah! Andáis rebuscando ahí arriba —exclamó al oír que los agentes de la policía judicial abrían sus armarios y se apoderaban de sus efectos—. No podréis saber nada. Mis libros de comercio están aquí —añadió dándose un golpe en la frente.— Ahora ya sé quién me ha vendido. No puede ser otro más que ese despreciable Hilo-de-Seda, ¿no es verdad? —dijo al jefe de policía—. Dentro de quince días habrás caído, aunque te hicieras custodiar por toda la gendarmería, ¿Qué le habéis dado a esa Michonnette? —dijo a los agentes—. ¿Algunos miles de escudos? Yo valía más que todo eso, Ninon averiada, Pompadour de segunda mano, Venus del Padre Lachaise. Si me hubieras prevenido, yo te habría dado seis mil francos. ¡Ah!, tú no lo sabías, vieja vendedora de carne, y yo habría tenido la preferencia. Sí, te habría dado ese dinero para evitarme un viaje que me contraría y que me hace perder dinero —decía mientras le estaban esposando—. Estos tipos van a pasearme mucho tiempo para fastidiarme. Si me enviasen en seguida a presidio, pronto me encontraría de nuevo en mis ocupaciones, a pesar de nuestros bobalicones del muelle de los Orfebres.

»Allá todos van a ponerse el alma al revés para hacer que pueda evadirse su general, este bueno de Burla-la-Muerte. ¿Hay alguno de vosotros que, como yo, posea más de diez mil hermanos dispuestos a hacer cualquier cosa por vosotros? —preguntó con orgullo—. Hay aquí algo bueno —dijo golpeándose el corazón—; yo nunca he traicionado a nadie. ¡Fíjate, bruja, míralos! —dijo dirigiéndose a la solterona—. Ellos me miran con terror, pero tú les causas náuseas. Recoge tu porción.

Hizo una pausa para contemplar a los huéspedes.

—¿Es que seréis tan estúpidos? ¿Nunca habíais visto a un presidiario? Un presidiario del temple de Collin, aquí presente, es un hombre menos cobarde que los demás, y que protesta contra las profundas decepciones del contrato social, como dice Juan Jacobo, de quien me vanaglorio de ser discípulo. En fin, yo lucho solo contra el Gobierno, con su montón de tribunales, de gendarmes, de presupuestos, y los arrollo a todos.

—¡Diantre! —dijo el pintor—, ofrece un hermoso cuadro que pintar.

—Dime, menino del señor verdugo, gobernador de la Viuda (nombre lleno de terrible poesía que los presidiarios dan a la guillotina) —añadió volviéndose hacia el jefe de la policía de seguridad—, sé buen muchacho y dime si es Hilo-de-Seda el que me ha vendido. No quisiera que pagase por otro; eso no sería justo.

En aquel momento los agentes, que todo lo habían abierto y habían hecho inventario de todo en su habitación, volvieron a entrar y hablaron en voz baja al jefe de la expedición. El proceso verbal había concluido.

—Señores —dijo Collin dirigiéndose a los huéspedes—, me van a llevar de aquí. Todos vosotros habéis sido muy amables conmigo durante mi estancia en esta casa y os quedaré reconocido por ello. Me despido de vosotros. Permitiréis que os mande higos de Provenza.

Dio algunos pasos y volvióse para mirar a Rastignac.

—Adiós, Eugenio —dijo con voz dulce y triste que contrastaba singularmente con el tono brusco de sus discursos. Si alguna vez estuvieseis en un apuro, puedes contar con un buen amigo. En caso de desgracia, acude allá. Hombre y dinero, puedes disponer de todo.

Aquel singular personaje puso bastante dosis de burla en estas últimas palabras para que sólo pudieran ser entendidas por Rastignac y por él mismo. Cuando la casa fue evacuada por los gendarmes, por los soldados y por los agentes de policía, Silvia, que frotaba con vinagre las sienes de su señora, miró a los huéspedes con aire de asombro.

—Después de todo, es un buen hombre —dijo.

Esta frase rompió el encanto que producían en cada uno de los presentes la afluencia y la diversidad de los sentimientos suscitados por esta escena. En aquel momento, los huéspedes, después de haberse examinado unos a otros, vieron de pronto a la señorita Michonneau, lívida, seca y fría como una momia, acurrucada junto a la estufa, como si quisiera ocultar la expresión de sus miradas. La antipatía que desde hacía tiempo les producía aquel rostro quedó súbitamente explicada.

Un murmullo, que por su perfecta unidad de sonido revelaba una aversión unánime, resonó de un modo sordo. La señorita Michonneau lo oyó y permaneció en el mismo sitio. Bianchon fue el primero en inclinarse hacia su vecino.

—Yo me marcho si esa mujer debe seguir comiendo con nosotros —dijo a media voz.

En un abrir y cerrar de ojos, todos ellos, menos Poiret. Aprobaron la proposición del estudiante de medicina, el cual, con el apoyo de la adhesión general, dio unos pasos hacia el viejo huésped.

—Vos que estáis especialmente relacionado con la señora Michonneau —le dijo—, habladle, hacedle comprender que debe marcharse inmediatamente.

—¿Inmediatamente? —repitió Poiret, sorprendido.

Luego se acercó a la vieja y le dijo unas palabras al oído.

—Pero es que he pagado mi estancia, y estoy aquí gracias a mi dinero, como todo el mundo —dijo lanzando una mirada de víbora a los huéspedes.

—Por eso, que no quede —dijo Rastignac—; entre todos os devolveremos el dinero.

—El caballero apoya a Collin —respondió la mujer lanzando al estudiante una mirada ponzoñosa e inquisitiva—, y no es difícil saber por qué.

Al oír estas palabras, Eugenio dio un brinco como para precipitarse sobre la solterona y estrangularla. La mirada de la mujer, cuya perfidia él comprendió, acababa de proyectar una horrible luz en su alma.

—¡Dejadla, pues! —exclamaron los huéspedes.

Rastignac se cruzó de brazos y permaneció silencioso.

—Acabemos con la señorita Judas —dijo el pintor dirigiéndose a la señora Vauquer—. Señora, si no ponéis en la calle a la Michonneau, abandonaremos vuestra barraca y diremos por todas partes que en ella sólo se encuentran espías y presidiarios. En caso contrario, guardaremos silencio sobre este hecho, que, a fin de cuentas, podría ocurrir en las mejores sociedades.

Al oír estas palabras, la señora Vauquer recobró milagrosamente la salud, se irguió, cruzóse de brazos, abrió sus ojos claros y sin aspecto de haber llorado.

—Pero, señor mío, ¿es que queréis la ruina de mi casa? He ahí al señor Vautrin… ¡Oh!, Dios mío —dijo, interrumpiéndose a sí misma—, no puedo evitar el llamarle por su nombre honrado. He ahí —añadió— una habitación vacía, ¿y queréis que tenga dos más para alquilar en unos meses en que todo el mundo está ya alojado?

—Señores, cojamos el sombrero y vayamos a comer a la plaza Sorbonne, en casa de Flicoteaux —dijo Bianchon.

La señora Vauquer calculó de una sola ojeada el partido más ventajoso y se acercó a la señorita Michonneau.

—Vamos, preciosa, ¿verdad que no queréis la muerte de mi establecimiento? Ya veis a qué extremo me reducen estos caballeros; volved a subir a vuestra habitación por esta noche.

—¡No, no! —gritaron los huéspedes—. Queremos que se marche ahora mismo.

—Pero es que la pobre señorita aún no ha comido —dijo Poiret en tono quejumbroso.

—Que se vaya a comer adonde le dé la gana —gritaron varias voces.

—¡Qué se vaya!

—¡Qué se larguen los espías!

—Señores —exclamó Poiret, que de pronto se elevó a la altura del valor que el amor confiere a los carneros—, respetad a una persona de su sexo.

—Los espías no tienen sexo —dijo el pintor.

—¡Vaya un buen sexorama!

—¡A la callerama!

—Señores, esto es indecente. Cuando se despide a las personas, hay que hacerlo con consideración. Hemos pagado, y por ello nos quedamos —dijo Poiret cubriéndose con la gorra y sentándose en una silla al lado de la señorita Michonneau, a quien la señora Vauquer estaba predicando un sermón.

—Vamos, pequeño, no seas malo —le dijo el pintor con aire cómico.

—Bien, si no os marcháis vosotros, nos marchamos nosotros —dijo Bianchon.

Y los huéspedes dieron unos pasos hacia el salón.

—Señorita, ¿qué es lo que queréis? —exclamó la señora Vauquer—. Estoy arruinada. No podéis quedaros aquí porque ellos van a recurrir a la violencia.

La señorita Michonneau se puso en pie.

Se marchará, no se marchará, se marchará, no se marchará. Estas palabras, dichas alternativamente, junto con la hostilidad de lo que se estaba diciendo contra ella, obligaron a la señorita Michonneau a marcharse, después de algunas estipulaciones hechas en voz baja con la patrona.

—Me voy a la casa de la señora Buneaud —dijo con aire amenazador.

—Id adonde queráis, señorita —dijo la señora Vauquer, que vio una cruel injuria en la elección que hacía de una casa con la cual rivalizaba y que, por consiguiente, le resultaba odiosa—. Id a casa de la Buneaud y os darán un vino como para hacer bailar a las cabras y unos platos comprados a los revendedores.

Los huéspedes se colocaron formando dos filas, con el más profundo silencio. Poiret miró tan tiernamente a la señorita Michonneau, mostróse tan ingenuamente indeciso, sin saber si debía seguirla o quedarse, que los huéspedes, contentos de que la señorita Michonneau se marchara, echáronse a reír mirándose unos a otros.

—¡Ji, ji! ¡Poiret! —rió el pintor.

Habiendo hecho la señorita Michonneau el gesto de tomar el brazo de Poiret, mirándole, éste no pudo resistir a la invitación y fue a prestar su apoyo a la vieja. Estallaron aplausos y hubo una explosión de risas.

—¡Bravo, Poiret!

—¡Ese viejo Poiret!

—¡Apolo Poiret!

—¡Marte Poiret!

—¡Valeroso Poiret!

En aquel momento entró un hombre que entregó una carta la señora Vauquer, la cual, después de haberla leído, desplomóse en su asiento.

—Sólo falta pegar fuego a mi casa —exclamó—. El hijo de Taillefer ha muerto a las tres. He sido bien castigada por haber deseado el bien a esas damas, en detrimento del pobre joven. La señora Couture y Victorina me piden sus efectos y dicen que se quedan a vivir en la casa del padre. El señor Taillefer permite a su hija que conserve a la viuda Couture como señorita de compañía. ¡Cuatro habitaciones vacantes, cinco huéspedes menos! —Sentóse y pareció estar a punto de llorar.— La desgracia ha entrado en mi casa.

De pronto resonó en la calle el ruido de un carruaje que se paraba.

—¡Otra desgracia! —dijo Silvia.

Goriot mostró de pronto una cara brillante y colorada, llena de felicidad, que podía hacer creer en su regeneración.

—Goriot en coche —dijeron los huéspedes—; llega el fin del mundo.

El buen hombre fue directamente hacia Eugenio, que permanecía pensativo en un rincón, y le cogió del brazo:

—Venid —le dijo con semblante alegre.

—¿Es que no sabéis lo que ocurre? —le dijo Eugenio—. Vautrin era un presidiario evadido, al que acaban de detener, y el hijo de Taillefer ha muerto.

—Bien, ¿y eso qué nos importa? —respondió papá Goriot—. Yo como con mi hija en vuestra casa, ¿comprendéis? Ella os espera. ¡Venid!

Arrastró con tanta fuerza a Rastignac por el brazo, que pareció como si lo raptase.

—¡Vamos a comer! —gritó el pintor.

Entonces todos se sentaron a la mesa.

—¡Mecachis! —dijo la gruesa Silvia—, todas las desgracias vienen hoy juntas; se me ha quemado el guiso de judías con cordero. Tanto peor; lo comeréis como esté.

La señora Vauquer no tuvo valor para decir una sola palabra al ver sólo a diez personas en lugar de dieciocho alrededor de su mesa; pero todos trataron de consolarla y alegrarla. Si al principio los externos hablaron de Vautrin y de los sucesos del día, pronto se dejaron llevar por la marcha sinuosa de la conversación y comenzaron a charlar sobre los duelos, el presidio, la justicia, las leyes que habían de ser reformadas, las prisiones. Pronto se encontraron a mil leguas de Jacques Collin, de Victorina y de su hermano. Aunque no fuesen más que diez, gritaban como veinte, y parecían más numerosos que de costumbre. Esta fue toda la diferencia que hubo entre aquella comida y la del día antes. La despreocupación habitual de este mundo egoísta, que al día siguiente había de tener otra presa que devorar en los acontecimientos cotidianos de París, fue lo que prevaleció, y la propia señora Vauquer se dejó calmar por la esperanza, que habló por boca de la gruesa Silvia.

Aquel día había de ser una especie de fantasmagoría para Eugenio, el cual, a pesar de la fuerza de su carácter y de su bondad, no sabía cómo poner orden en sus ideas. Encontróse en el coche al lado de papá Goriot, cuyas palabras revelaban una alegría insólita y resonaban en su oído como las palabras que oímos en sueños.

—Vamos a comer los tres juntos, ¡juntos!, ¿comprendéis? He aquí que hace cuatro años que no he comido con mi Delfina, con mi pequeña Delfina. La tendré conmigo toda una tarde. Estamos en vuestra casa desde esta mañana. He trabajado como un negro. Ayudaba a transportar los muebles. ¡Ah!, no sabéis cuán amable es a la mesa; veréis cómo se ocupa de mí: «Tomad, papá; comed de esto, está muy rico». Y entonces soy incapaz de comer. ¡Oh!, hace mucho tiempo que no he podido estar con ella con la tranquilidad necesaria.

—Pero —dijo Eugenio—, ¿es que el mundo está hoy al revés?

—¿Al revés? —dijo papá Goriot—. Pero si en ninguna época fue el mundo tan bien como ahora. No veo más que caras alegres por las calles, personas que se estrechan la mano y se abrazan; personas felices, como si todas ellas fuesen a comer con sus hijas.

—Me parece como si estuviera volviendo a la vida —dijo Eugenio.

—De prisa, cochero —gritó papá Goriot abriendo el cristal de delante—. Más de prisa; os daré cien sueldos de propina si en diez minutos me lleváis allí donde sabéis.

Al oír esta promesa, el cochero atravesó París con la rapidez del relámpago.

—Este cochero no sirve para nada —decía papá Goriot.

—Pero ¿adónde me lleváis? —preguntóle Rastignac.

—A vuestra casa —dijo papá Goriot.

El coche se detuvo en la calle de Artois. El buen hombre fue el primero en apearse y echó diez francos al cochero, con la prodigalidad de un hombre viudo que, en el paroxismo de su placer, no repara en nada.

—Vamos, subamos —dijo a Rastignac, haciéndole atravesar un patio y conduciéndole a la puerta de un apartamento situado en el tercer piso, en la parte trasera de una casa nueva y de bella apariencia. Papá Goriot no tuvo necesidad de llamar a la puerta. Teresa, la doncella de la señora de Nucingen, fue a abrirles. Eugenio se vio en un delicioso apartamento de soltero, compuesto de una antesala, un saloncito, un dormitorio y un gabinete con vistas a un jardín. En el saloncito, cuyos muebles y decoración podían competir con todo lo más lindo, más elegante, vio, a la luz de las bujías, a Delfina, que se levantó de un diván, junto a la chimenea, y le dijo con voz llena de ternura:

—Veo que ha sido preciso ir a buscaros, amigo mío, que no comprendéis nada.

Teresa salió. El estudiante estrechó a Delfina en sus brazos y lloró de alegría. Este último contraste entre lo que veía y lo que acababa de ver, en un día en el que tantas emociones habían fatigado su corazón y su cabeza, determinó en Rastignac un acceso de sensibilidad nerviosa.

—Yo sabía que él te amaba —dijo papá Goriot en voz baja a su hija mientras Eugenio, abatido, yacía en el diván, sin poder pronunciar una palabra ni darse cuenta de la forma en que este último golpe de varita se había producido.

—Venid a ver —le dijo la señora de Nucingen tomándole de la mano y llevándole a una habitación cuyas alambras, muebles y los menores detalles le recordaron, en proporciones más reducidas, la habitación de Delfina.

—Falta una cama —dijo Rastignac.

—Sí, señor —dijo ella ruborizándose y apretándole la mano.

Eugenio la miró y comprendió, aunque joven, todo lo que había de pudor verdadero en el corazón de una mujer que ama.

—Sois una de esas criaturas a las que es preciso adorar siempre —le dijo Delfina al oído—. Sí, me atrevo a decíroslo, puesto que nos comprendemos tan bien: cuanto más vivo y sincero es el amor, más debe ser velado, misterioso. No digamos a nadie nuestro secreto.

—¡Oh!, yo no seré nadie —dijo papá Goriot entre dientes.

—Bien sabéis que vos sois también nosotros…

—¡Ah!, he aquí lo que yo quería. No haréis caso de mí, ¿verdad? Yo iré y vendré como un espíritu bueno que está en todas partes y que sabe estar ahí sin que nadie le vea. Bien, Delfina, ¿no tenía razón al decirte: «Hay un lindo apartamento en la calle de Artois; amueblémoslo para él»? Tú no querías. ¡Ah!, soy yo el autor de tu alegría, como soy el autor de tus días. Los padres deben siempre dar para ser felices. Dar siempre, esto es lo que hace padre a uno.

—¿Cómo? —dijo Eugenio.

—Sí, ella no quería; ella tenía miedo de que la gente dijera tonterías, ¡cómo si el mundo valiera la felicidad! Pero todas las mujeres sueñan con hacer lo que ella hace…

Papá Goriot hablaba solo; la señora de Nucingen había llevado a Rastignac al gabinete, donde resonó un beso, aunque dado suavemente. Esta pieza estaba en armonía con la elegancia del apartamento, en el que, por otra parte, nada faltaba.

—¿Han adivinado vuestros deseos? —dijo volviendo al salón para sentarse a la mesa.

—Sí —dijo Eugenio—, demasiado bien. ¡Ay!, este lujo tan completo, estos bellos sueños convertidos en realidad, toda la poesía de una vida elegante, la siento demasiado para no merecerla; pero no puedo aceptarlo de vos, y aún soy demasiado pobre para…

—¡Ah!, ya empezáis a ofrecer resistencia —dijo la joven con un leve aire de autoridad burlona, haciendo uno de aquellos mohines que hacen las mujeres cuando quieren burlarse de algún escrúpulo para mejor disiparlo.

Eugenio se había interrogado a sí mismo con demasiada gravedad durante aquel día, y la detención de Vautrin, al mostrarle la profundidad del abismo en que había estado a punto de caer, acababa de corroborar demasiado bien sus sentimientos nobles y su delicadeza para que cediera a aquella acariciadora refutación de sus ideas generosas. Una profunda tristeza se adueñó de él.

—¡Cómo! —dijo la señora de Nucingen—, ¿seríais capaz de rehusar? ¿Sabéis lo que significa semejante negativa? Dudáis del porvenir, no os atrevéis a trabar relaciones conmigo. ¿Acaso tenéis miedo de traicionar mi afecto? Si me amáis…, si yo os amo, ¿por qué retrocedéis ante obligaciones tan insignificantes? Si supierais el placer que he experimentado al ocuparme de todo este piso de soltero, no vacilaríais, y me pediríais perdón. Yo tenía dinero vuestro, lo he empleado bien, y esto es todo. Creéis ser grande, y sois pequeño. Pedís mucho más… —dijo recibiendo de Eugenio una mirada de pasión— y hacéis cumplidos por tonterías. Si no me amáis, entonces no aceptéis. Mi suerte está en una palabra. ¿Habláis? Pero, padre mío, decidle, pues, algunas buenas razones —añadió volviéndose hacia su padre después de una pausa—. ¿Creéis que no soy tan pundonorosa como él?

Papá Goriot les miraba con una sonrisa, escuchando aquella graciosa querella.

—Hijo mío, os encontráis a la entrada de la vida —repuso la joven cogiendo la mano de Eugenio—; halláis una barrera infranqueable para muchas personas; una mano de mujer os aparta de esa barrera, y vos retrocedéis. Pero vos triunfaréis, haréis una brillante fortuna, el éxito se halla escrito en vuestra hermosa frente. ¿No podréis devolverme entonces lo que yo os presto hoy? Antaño, ¿no daban las damas a sus caballeros armaduras, espadas, cascos, cotas de malla, caballos, para que ellos pudieran combatir en su nombre en los torneos? Bien, Eugenio, las cosas que os ofrezco son las armas de la época, instrumentos de los que ha de servirse quien quiera llegar a alguna parte.

»¡Hermosa habitación la que ocupáis! Se parece a la habitación de papá. Veamos, ¿es que no vamos a comer? ¿Queréis entristecerme? Responded —dijo la joven cogiéndole la mano—. ¡Dios mío! Papá, haced que se decida, o salgo y no vuelvo a verle más.

—Voy a hacer que os decidáis —dijo papá Goriot, saliendo de su éxtasis—. Mi querido señor Eugenio, vais a ir a pedir dinero prestado a unos judíos, ¿verdad?

—Es preciso —dijo.

—Bien —repuso el buen hombre sacando una mala cartera de cuero, muy gastada—; me he hecho judío, he pagado todas las facturas, aquí las tenéis. No debéis ni un solo céntimo por todo lo que hay aquí. No es mucho a lo que asciende; a lo sumo, cinco mil francos. Yo os lo presto. No me diréis que no; yo no soy ninguna mujer. Me firmaréis un recibo en un trozo de papel y me los devolveréis más tarde.

Tanto los ojos de Eugenio como los de Delfina, que se miraron con sorpresa, se llenaron de lágrimas. Rastignac tendió la mano al buen hombre, el cual se la estrechó.

—¡Cómo!, ¿es que no sois mis hijos? —dijo Goriot.

—Pero papá —dijo la señora de Nucingen—, ¿qué habéis hecho entonces?

—Pues verás —respondió—. Cuando te hube convencido para que él estuviera cerca de ti, y te vi comprando cosas como para una novia, me dije: «Ella va a encontrarse en un apuro». El procurador pretende que el proceso contra tu marido, para hacer que te devuelva tu fortuna, durará más de seis meses. He vendido mis mil trescientas cincuenta libras de renta vitalicia; me he formado, con quince mil francos, mil doscientos francos de rentas vitalicias bien hipotecadas, y he pagado a vuestros comerciantes con el resto del capital, hijos míos. Yo tengo allá arriba una habitación de cincuenta escudos al año; puedo vivir como un príncipe con cuarenta sueldos diarios, y todavía me quedará algo. Yo no gasto nada, casi no necesito ropa. Hace quince días que me río diciendo: «Van a ser felices». Pues, bien, ¿no sois felices?

—¡Oh, papá, papá! —dijo la señora de Nucingen arrojándose al cuello de su padre, el cual la recibió en sus rodillas. Le cubrió de besos, le acarició las mejillas con sus rubios cabellos y derramó lágrimas sobre aquel viejo rostro—. Padre querido, sois un verdadero padre. No, no hay bajo el cielo un padre como vos. Eugenio os amaba ya antes. ¿Cuánto no va a amaros ahora?

—Pero hijos míos —dijo papá Goriot, que desde hacía diez años no había sentido el corazón de su hija latir bajo el suyo—, pero Delfinita, ¡tú quieres hacerme morir de alegría! Mi pobre corazón se va a romper. Vamos, señor Eugenio, ahora ya estamos en paz.

Y el anciano estrechaba a su hija con un abrazo tan salvaje, tan delirante, que la joven le dijo:

—¡Ah, me haces daño!

—¡Qué te he hecho daño! —exclamó el padre, palideciendo.

La miró con un aire sobrehumano de dolor. Para pintar bien la fisonomía de aquel Cristo de la Paternidad sería preciso ir a buscar comparaciones en las imágenes que los príncipes de la paleta han inventado para plasmar en el lienzo la pasión sufrida en beneficio de los mundos por el Salvador de los hombres. Papá Goriot besó dulcemente la cintura que sus dedos habían apretado en demasía.

—No, no, yo no te he hecho daño —repuso interrogándola con una sonrisa—; eres tú quien me ha hecho daño con tu grito. Esto cuesta más caro —dijo al oído a su hija, besándoselo con precaución—, pero hay que atraparlo sin que él se enoje.

Eugenio estaba atónito ante el inagotable cariño de aquel hombre, y lo contemplaba expresando aquella ingenua admiración que en la edad juvenil equivale a una fe.

—Yo seré digno de todo eso —exclamó.

—¡Oh, Eugenio querido!, es maravilloso que hayáis dicho eso!

Y la señora de Nucingen besó al estudiante en la frente.

—El ha rehusado por ti a la señorita Taillefer y sus millones —dijo papá Goriot—. Sí, la pequeña os amaba, y una vez muerto su hermano, vedla ahí rica como Creso.

—¡Oh!, ¿por qué habéis de decir eso? —exclamó Rastignac.

—Eugenio —le dijo Delfina al oído—, ahora hay algo que lamento esta tarde. ¡Oh, yo también os amaré mucho siempre!

—Este es el día más hermoso que he vivido desde que os casasteis —exclamó papá Goriot—. Dios podrá hacerme sufrir tanto como quiera, con tal que no sea a través de vos, y yo me diré: «En febrero de este año he sido durante un momento más feliz de lo que los hombres pueden ser durante toda la vida». ¡Mírame, Fifina! —le dijo a su hija—. Es muy hermosa, ¿no es cierto? Decidme, pues, ¿habéis encontrado muchas mujeres que tengan tan bellos colores y un delicioso hoyuelo en la barbilla como ella? No, ¿verdad que no? Pues bien, soy yo quien ha hecho este amor de mujer. En adelante, al sentirse feliz gracias a vos, llegará a ser mil veces mejor. Yo puedo ir al infierno, amigo mío —dijo—; si os hace falta mi parte de paraíso, yo os la doy. Comamos, comamos —añadió, sin saber ya lo que se decía—, todo es nuestro.

—¡Pobre padre!

—¡Si supieras, hija mía —dijo papá Goriot levantándose y dirigiéndose hacia ella, tomándole la cabeza y besándosela en medio de sus cabellos—, cuán feliz puedes hacerme sin gran esfuerzo! Ven a verme algunas veces; yo estaré allá arriba y no tendrás más que dar un paso. Prométemelo, anda, di.

—Sí, querido padre.

—Dilo otra vez.

—Sí, mi buen padre.

—Gracias, vamos ahora a comer.

La tarde se pasó en niñerías, y papá Goriot no se reveló el menos loco de los tres. Se recostó a los pies de su hija para besárselos; la miraba largo rato a los ojos; frotaba su cabeza contra el vestido de ella; en fin, hacía locuras propias del amante más joven y tierno.

—¿Lo veis? —dijo Delfina a Eugenio—. Cuando mi padre está con nosotros, es preciso pertenecerle a él por completo. Esto resultará molesto algunas veces.

Eugenio, que ya había sentido varias veces algunos movimientos de celos, no podía censurar estas palabras, que encerraban el principio de todas las ingratitudes.

—¿Y cuándo estará listo el apartamento? —dijo Eugenio, mirando a su alrededor—. ¿Será, pues, preciso separarnos esta tarde?

—Sí, pero mañana vendréis a comer conmigo —dijo ella—. Mañana es un día de Italianos.

—Yo iré a la platea —dijo papá Goriot.

Era medianoche. El coche de la señora de Nucingen aguardaba. Papá Goriot y el estudiante regresaron a Casa Vauquer conversando con Delfina con un creciente entusiasmo que produjo un curioso combate de expresiones entre aquellas dos violentas pasiones. Eugenio no podía por menos de reconocer que el amor del padre, no manchado por ningún interés personal, eclipsaba el suyo por su persistencia y extensión. El ídolo seguía siendo puro y hermoso para el padre y su adoración venía aumentada por todo el pasado y el futuro. Hallaron a la señora Vauquer sola en el rincón de su estufa, entre Silvia y Cristóbal. La vieja patrona estaba allí como Mario sobre las ruinas de Cartago. Aguardaba a los dos únicos huéspedes fijos que le quedaban, desolándose hablando con Silvia. Aunque lord Byron haya prestado muy bellas lamentaciones al Tasso, éstas distan mucho de la profunda verdad de las que se escapaban de los labios de la señora Vauquer.

—Mañana por la mañana sólo habrá que hacer tres tazas de café, Silvia. ¡Ah!, mi casa está desierta. ¿No es esto algo que destroza el corazón? ¿Qué es la vida sin mis huéspedes? Nada en absoluto. He ahí mi casa desierta, abandonada por sus hombres. La vida está en los muebles. ¿Qué le he hecho al cielo para merecer tales desastres? Nuestras provisiones de judías y de patatas están hechas para veinte personas. ¡La policía en mi casa! ¿Es que sólo vamos a comer patatas? Tendré que despedir a Cristóbal.

El saboyano, que dormía, se despertó de pronto y dijo:

—Señora…

—¡Pobre muchacho! Es como un dogo —dijo Silvia.

—¿De dónde van a llovernos huéspedes? Creo que voy a perder la cabeza. ¡Y esa sibila de Michonneau, que se ha llevado a Poiret! ¿Qué le daba, pues, a ese hombre para tenerlo pegado a sus faldas?

—¡Ah, señora! —dijo Silvia meneando la cabeza—, esas solteronas saben mucha gramática parda.

—Ese pobre señor Vautrin, del que han hecho un presidiario… —repuso la viuda—. Bien, Silvia, todavía no puedo creerlo; esto es superior a mis fuerzas. Un hombre alegre como ése, y tan generoso.

—¡Muy generoso! —dijo Cristóbal.

—Debe haber una equivocación —dijo Silvia.

—No, porque él mismo ha confesado —dijo la señora Vauquer—. ¡Y pensar que todas estas cosas han sucedido en mi casa, en un barrio en el que no pasa ni un gato! A fe de mujer honrada, estoy soñando. Porque, ya sabes, hemos visto a Luis XVI en la desgracia que tuvo, hemos visto caer al emperador, le hemos visto regresar y volver a caer; todo ello estaba dentro del orden de las cosas posibles; en tanto que no haya nada previsible contra las pensiones: se puede prescindir de rey, pero no se puede pasar sin comer; y cuando una mujer honrada, llamada de soltera De Conflans, da de comer toda clase de cosas buenas, entonces, a menos que llegue el fin del mundo… Pero sí, esto es, es el fin del mundo.

—¡Y pensar que la señorita Michonneau, que os ha hecho esta mala pasada, va a cobrar, según dicen, mil escudos de renta! —exclamó Silvia.

—¡No me hables más de ella! ¡Es una malvada! —dijo la señora Vauquer—. ¡Y se va a casa de la Buneaud, pagando más que en mi casa! Pero es capaz de todo; debió de cometer barbaridades, debió de robar en su época. Ella, ella es quien debería ir a presidio, en lugar de ese pobre hombre tan simpático…

En aquel momento, Eugenio y papá Goriot llamaron a la puerta.

—¡Ah!, he aquí mis dos fieles —dijo la viuda suspirando.

Los dos fieles, que sólo guardaban un ligero recuerdo de los desastres de la pensión burguesa, anunciaron sin ambages a su patrona que iban a vivir a la Chaussée d'Antin.

—¡Ah, Silvia! —dijo la viuda—. Este es mi último revés. Acabáis de darme el golpe de gracia, caballeros. Ha sido un golpe en el estómago. He aquí un día que me ha envejecido diez años. Voy a volverme loca, palabra de honor. ¿Qué hacer con las judías? Bien, si me quedo sola aquí, mañana te marcharás, Cristóbal. Adiós, señores, buenas noches.

—¿Qué es lo que le ocurre? —preguntó Eugenio a Silvia.

—¡Santo cielo!, he aquí que todo el mundo se ha marchado. Esto la ha trastornado. Vamos, oigo que está llorando. Eso le hará bien. He ahí la primera vez que se vacía los ojos desde que estoy a su servicio.

Al día siguiente, la señora Vauquer estaba, según su propia expresión, razonada. Si parecía afligida como una mujer que ha perdido a todos sus huéspedes, y cuya vida ha sido trastornada, conservaba toda su cabeza, y demostró lo que era el verdadero dolor, un dolor profundo, el dolor causado por el interés frustrado, por las costumbres violadas. Ciertamente, la mirada que un amante dirige a los lugares habitados por su querida, al abandonarlos, no es más triste que la mirada que la señora Vauquer dirigió a su mesa vacía. Eugenio la consoló diciéndole que Bianchon, cuyo internado terminaría dentro de algunos días, iría sin duda a sustituirle; que el empleado del Museo había manifestado a menudo el deseo de ocupar el apartamento de la señora Couture, y que, dentro de unos días, volvería a tener llena la pensión.

—¡Qué Dios os escuche, señor! Pero la desgracia está ya aquí. Antes de diez días llegará la muerte, ya lo veréis —le dijo lanzando una mirada lúgubre al comedor—. ¿Sobre quién echará la descarnada mano?

—Es estupendo poder marcharnos de aquí —dijo en voz baja Eugenio a papá Goriot.

—Señora —dijo Silvia sobresaltada—, ya hace tres días que no he visto a «Mistigris».

—Bien, si mi gato ha muerto, si nos ha abandonado, yo…

La pobre viuda no pudo terminar la frase; juntó las manos y se dejó caer en su sofá, abrumada por aquel terrible pronóstico.

Hacia el mediodía, hora en la que los carteros llegaban al barrio del Panteón, Eugenio recibió una carta en un elegante sobre, en el que figuraba el escudo de los Beauséant. Contenía una invitación dirigida al señor y a la señora de Nucingen para el gran baile anunciado desde hacía un mes, y que había de tener efecto en casa de la vizcondesa. A esta invitación se habían añadido unas palabras para Eugenio:

«He pensado, caballero, que os encargaríais con placer de ser el intérprete de mis sentimientos cerca de la señora de Nucingen; os envío la invitación que me habéis pedido, y estaré encantada de conocer a la hermana de la señora de Restaud. Traedme, pues, a esa linda persona, y procurad que ella no os robe todo vuestro afecto, porque me debéis mucho a mí, en pago del que yo os profeso.

Vizcondesa De Beauséant».

—Pero —se dijo pensativo Eugenio al volver a leer la misiva— la señora de Beauséant me da a entender claramente que no quiere saber nada del barón de Nucingen.

Fue en seguida a casa de Delfina, contento de procurarle una alegría de la cual sin duda él habría de recibir el premio. La señora de Nucingen se encontraba en el baño. Rastignac aguardó en el gabinete, presa de la natural impaciencia de un joven ardiente y ansioso de tomar posesión de una amante, objeto de dos años de deseos. Hay emociones que no se encuentran dos veces en la vida de los jóvenes. La primera mujer realmente mujer a la que se dirige un hombre, es decir, aquella que se presenta a él en el esplendor de los acompañamientos que quiere la sociedad parisiense, ésa nunca tiene rival. El amor en París no se parece en nada a los otros amores. Ni los hombres ni las mujeres se dejan engañar por los lugares comunes que cada cual extiende por decencia sobre sus afectos supuestamente desinteresados. En este país, una mujer no debe satisfacer solamente el corazón y los sentidos; sabe perfectamente que tiene mayores obligaciones que cumplir para con las mil vanidades de que se compone la vida. Ahí sobre todo el amor es esencialmente jactancioso, osado, derrochador, charlatán y fastuoso. Si todas las mujeres de la corte de Luis XIV envidiaron a la señorita de La Vallière el arranque de pasión que hizo olvidar a aquel gran príncipe que los puños de su vestido costaban cada uno mil escudos cuando los rasgó para facilitar al duque de Vermandois su entrada en la escena del mundo, ¿qué se le puede exigir al resto de la humanidad? Sed jóvenes, ricos y con título; sed aún algo mejor, si podéis; cuanto mayor sea el número de granos de incienso que llevéis a quemar ante el ídolo, tanto más os será propicio éste, si es que tenéis un ídolo. El amor es una religión, y su culto ha de costar más caro que el de todas las otras religiones; pasa rápidamente, y pasa como un pícaro que se complace en marcar su paso por las devastaciones que ocasiona. El lujo del sentimiento es la poesía de las buhardillas; sin esta riqueza, ¿qué sería del amor? Si hay excepciones a estas leyes draconianas del código parisiense, ellas se encuentran en la soledad, en las almas que no se han dejado arrastrar por las doctrinas sociales, que viven cerca de una fuente de aguas claras, fugitivas pero incesantes; que, fieles a sus verdes umbrías, contentas de escuchar el lenguaje del infinito, escrito para ellas en todas las cosas y que se encuentran en ellas mismas, aguardan pacientemente que sus alas remonten la tierra. Pero Rastignac, parecido a la mayor parte de los jóvenes que de antemano han saboreado las grandezas, quería presentarse armado a la lid del mundo; había contraído la fiebre de éste, sentía quizá la fuerza de dominarlo, pero sin conocer los medios ni el fin de esta ambición. A falta de un amor puro y sagrado, que llene la vida, esta sed de poder puede convertirse en algo hermoso; basta con despojarse de todo interés personal y proponerse la grandeza de un país como objeto. Pero el estudiante no había llegado aún al punto desde el cual el hombre puede contemplar el curso de la vida y juzgarla. Hasta entonces no había siquiera alejado completamente de sí el encanto de las lozanas y dulces ideas que envuelven como un follaje la juventud de los que se han criado en la provincia. Continuamente había vacilado en cruzar el Rubicón parisiense. A pesar de sus ardientes curiosidades, siempre había conservado ciertas reservas mentales sobre la vida feliz que lleva el verdadero gentilhombre en su castillo. Sin embargo, sus últimos escrúpulos se desvanecieron el día anterior, cuando se vio a sí mismo en su apartamento. Gozando de las ventajas materiales de la fortuna, como gozaba desde hacía tiempo de las ventajas morales que confiere el nacimiento, se había despojado de su piel de hombre de provincia y habíase establecido suavemente en una posición desde la cual divisaba un risueño porvenir. Así, mientras esperaba a Delfina, muellemente sentado en aquel lindo gabinete que poco a poco iba convirtiéndose un poco en el suyo, veíase tan lejos del Rastignac llegado el año antes a París, que al mirarlo por un efecto de óptica moral, preguntábase si se parecía en aquel momento a sí mismo.

—La señora está en su habitación —vino a decirle Teresa, haciéndole estremecer.

Encontró a Delfina recostada en el diván, junto a la chimenea, fresca, descansada. Al verla de tal modo exhibida sobre raudales de muselina, no podía uno por menos de compararla con aquellas bellas plantas de la India cuyo fruto viene en la flor.

—Bien, ya estamos aquí —dijo la joven con emoción.

—Adivinad lo que os traigo —dijo Eugenio sentándose junto a ella y cogiéndole el brazo para besarle la mano.

La señora de Nucingen hizo un movimiento de alegría al leer la invitación. Volvió hacia Eugenio los ojos humedecidos por las lágrimas y le echó los brazos al cuello para atraerle hacia ella, en un delirio de vanidosa satisfacción.

—¿Y es a vos (tú —le dijo al oído—, pero seamos prudentes, porque Teresa se halla en mi gabinete de «toilette», ¡seamos prudentes!) a quien debo esta dicha? Sí, me atrevo a llamar una dicha a esto. Obtenido por vos, ¿no es esto más que un triunfo de amor propio? Nadie ha querido hacer mi presentación en ese mundo. Vos me encontraréis quizá pequeña, frívola, ligera como una parisiense; pero pensad, amigo mío, que estoy dispuesta a sacrificároslo todo, y que si deseo con más ardor que nunca ir al barrio de San Germán, es porque vos estáis allí.

—¿No creéis —dijo Eugenio— que la señora de Beauséant parece decirnos que no cuenta con ver al barón de Nucingen en el baile?

—Pues sí —dijo la baronesa devolviendo la carta a Eugenio—. Esas mujeres poseen el talento de la impertinencia. Pero no importa, iré. Mi hermana deberá ir también; sé que está preparándose un vestido precioso. Eugenio —añadió en voz baja—, ella va a ese baile para disimular terribles sospechas. ¿No sabéis los rumores que circulan sobre ella? Nucingen ha venido esta mañana a decirme que ayer en el Círculo se hablaba de ello sin rebozo. ¡De qué modo se trata el honor de las mujeres y de las familias! Me he sentido atacada, herida, en la persona de mi pobre hermana.

»Según ciertas personas, el señor de Trailles había firmado unas letras de cambio por valor de cien mil francos, casi todas vencidas y por las cuales iba a ser perseguido judicialmente. Viéndose en este extremo, mi hermana habría vendido sus diamantes a un judío, aquellos hermosos diamantes que vos le habéis podido ver y que proceden de la señora Restaud madre. En fin, que desde hace dos días no se habla de otra cosa: Comprendo entonces que Anastasia haya encargado que le hagan un vestido de lentejuelas y quiera atraer hacia ella todas las miradas en casa de la señora de Beauséant, apareciendo en todo su esplendor y con sus diamantes. Pero yo no quiero ser menos que ella. Ella ha procurado siempre eclipsarme; nunca ha sido buena para mí, que tantos favores le he hecho, y que siempre tenía dinero para ella cuando ella no lo tenía. Pero dejemos a la gente; hoy quiero ser completamente feliz.

Rastignac se encontraba aún a la una de la madrugada en casa de la señora de Nucingen, la cual, prodigándole la despedida de los amantes, esa despedida henchida de los futuros placeres, le dijo con expresión de melancolía:

—¡Soy tan miedosa, tan supersticiosa! Dad a mis presentimientos el nombre que queráis darles, pero tengo miedo de pagar mi felicidad con alguna horrible catástrofe.

—No seáis niña —dijo Eugenio.

—¡Ah! soy yo la que esta noche es una criatura —dijo riendo.

Eugenio regresó a Casa Vauquer con la certidumbre de abandonarla al día siguiente, y entróse, pues, durante el camino a los bellos sueños que conciben todos los jóvenes aún en los labios el sabor de la felicidad.

—¿Y bien? —le dijo papá Goriot cuando Rastignac pasó por delante de su puerta.

—Bien —respondió Eugenio—, mañana os lo contaré todo.

—Todo, ¿verdad? —exclamó el buen hombre—. Id a acostaros. Mañana vamos a dar comienzo a nuestra vida feliz.

IV. La muerte del padre

Al día siguiente, Goriot y Rastignac no aguardaban más que la buena voluntad de un mozo de cuerda para marcharse de la pensión, cuando, hacia el mediodía, el ruido de un carruaje que se detuvo precisamente a la puerta de Casa Vauquer resonó en la calle Neuve-Sainte-Geneviève. La señora de Nucingen se apeó de su coche y preguntó si su padre se hallaba aún en la pensión. Ante la respuesta afirmativa de Silvia, subió rápidamente la escalera. Eugenio se encontraba en su apartamento sin que su vecino lo supiese. Durante el desayuno había rogado a papá Goriot que se llevara sus efectos, diciéndole que se encontrarían a las cuatro en la calle de Artois. Pero mientras el buen hombre había ido en busca de unos mozos de cuerda, Eugenio había regresado, sin que nadie lo hubiera advertido, para arreglar sus cuentas con la señora Vauquer, no queriendo dejar este encargo a Goriot, el cual, en su fanatismo, habría pagado sin duda por él. La patrona había salido. Eugenio subió a su aposento para ver si acaso olvidaba algo, y felicitóse por haber tenido tal idea al ver en el cajón de su mesa la aceptación en blanco que había firmado a Vautrin, y que había tirado negligentemente allí el día en que la había pagado. No teniendo fuego, iba a romperla a pequeños trozos cuando, al reconocer la voz de Delfina, no quiso hacer ningún ruido y se detuvo para oírla, pensando que ella no había de tener ningún secreto para él. Luego, desde las primeras palabras, encontró la conversación entre padre e hija demasiado interesante para no escucharla.

—¡Ah!, padre mío —dijo—, quiera el cielo que hayáis tenido la idea de pedir cuentas de mi fortuna con tiempo suficiente para que no quede arruinada. ¿Puedo hablar?

—Sí, no hay nadie en la casa —dijo papá Goriot con voz alterada.

—¿Qué os ocurre, padre? —repuso la señora de Nucingen.

—Acabas de darme un hachazo en la cabeza —respondió el anciano—. ¡Qué Dios te perdone, hija mía! No sabes cuánto te quiero; si lo hubieras sabido, no me habías dicho bruscamente tales cosas, sobre todo si no se tratara de nada que sea desesperado. ¿Qué ha sucedido, pues, que sea tan urgente como para que hayas venido a buscarme aquí, cuando dentro de unos instantes habíamos de ir a la calle de Artois?

—¡Oh!, padre, ¿acaso uno es dueño de su primer impulso cuando se encuentra en medio de un desastre? ¡Estoy loca! Vuestro procurador nos ha hecho descubrir un poco temprano la desgracia que sin duda estallará más tarde. Vuestra vieja experiencia comercial va a sernos necesaria, y he corrido hacia vos con la misma rapidez con que uno se aferra a una rama cuando se está ahogando. Cuando el señor Derville ha visto que Nucingen le oponía mil embrollos, le ha amenazado con un proceso diciéndole que pronto se obtendría la autorización del presidente del tribunal. Nucingen ha venido esta mañana a preguntarme si yo quería su ruina y la mía. Le he contestado que yo no sabía nada de todo esto, que yo poseía una fortuna, que yo debería estar en posesión de ella, que todo lo que se relacionaba con este enredo incumbía a mi procurador, y que yo nada sabía en absoluto ni podía entender nada de todo este asunto. ¿No es lo que me habíais recomendado que dijera?

—Sí —respondió papá Goriot.

—Entonces —prosiguió Delfina— me ha puesto al corriente de sus asuntos. Ha invertido todos sus capitales y los míos en empresas apenas comenzadas, y para las cuales ha sido necesario echar mano de grandes sumas. Si yo le obligase a devolverme la dote, él se vería obligado a declararse en quiebra; mientras que si yo quiero esperar un año, él se compromete, bajo su palabra de honor, a entregarme una fortuna doble o triple de la mía, invirtiendo mis capitales en operaciones territoriales, al término de las cuales yo seré dueña de todos los bienes. Querido padre, él era sincero y me ha asustado.

»Me ha pedido perdón por su conducta, me ha devuelto mi libertad, me ha permitido comportarme según mi antojo, con la condición de que le deje completamente libre para llevar los negocios bajo mi nombre. Me ha prometido, para demostrarme su buena fe, llamar al señor Derville todas las veces que yo quisiera para juzgar si las actas en virtud de las cuales él me instituiría propietaria estaban convenientemente redactadas. En fin, que se me ha entregado atado de pies y manos. Pide todavía durante dos años el gobierno de la casa, y me ha rogado que no gaste para mí nada más que lo que él me conceda. Me ha demostrado que todo lo que podía hacer era salvar las apariencias, que había despedido a su bailarina, y que se vería obligado a la más estricta y sorda economía, con objeto de llegar al término de sus especulaciones sin alterar su crédito. Lo he puesto todo en duda con objeto de hacerle hablar y saber más cosas: me ha enseñado sus libros, y ha acabado llorando. Nunca había visto yo a un hombre en tal estado. Había perdido la cabeza, hablaba de matarse, deliraba. Me ha dado lástima.

—¿Y tú le crees? —exclamó papá Goriot—. ¡Es un comediante! He conocido a alemanes en cuestión de negocios. Se trata casi siempre de gente de buena fe, llena de candor; pero, cuando bajo su aire de franqueza y de bondad comienzan a ser charlatanes y egoístas, lo son entonces más que nadie. Tu marido te engaña. Se siente acosado, se hace el muerto, quiere ser más dueño bajo tu nombre que bajo el suyo. Va a aprovecharse de esta circunstancia para ponerse al abrigo de los altibajos de su comercio. Es tan astuto como pérfido; es un mal sujeto. No, no, yo no me iré al padre Lachaise dejando a mis hijas despojadas de todo. Todavía entiendo algo de negocios. Ha dicho que había invertido sus fondos en las empresas, ¡bien! Sus intereses se hallan representados por valores, por obligaciones, por tratados; que los exhiba y que liquide contigo. Escogeremos las mejores especulaciones, correremos los riesgos, y tendremos los títulos en vuestro nombre de Delfina Goriot, esposa separada en cuanto a los bienes del barón de Nucingen.

»¿Pero es que ése nos toma por imbéciles? ¿Cree que yo puedo soportar siquiera por dos días la idea de dejarte sin fortuna, sin pan? ¡No la soportaría un día, una noche, ni dos horas! Si esta idea fuera verdadera, yo no podría sobrevivir a ella. ¡Cómo! ¿Habría trabajado yo durante cuarenta años de mi vida, habría llevado sacos sobre mi espalda, habría sudado a mares, me habría privado durante mi vida de todo por vosotras, ángeles míos, que me hacíais ligero todo trabajo, toda carga, para que hoy toda mi fortuna se me convirtiese en humo? Esto me haría morir de rabia. ¡Por todo cuanto hay de más sagrado en la tierra y en el cielo, vamos a poner esto en claro, vamos a comprobar los libros, la caja, las empresas! Yo no duermo, no me acuesto, no como hasta que me sea demostrado que tu fortuna está ahí toda entera. Gracias a Dios, tú estás separada en cuanto a los bienes; tendrás por procurador al señor Derville, un hombre honrado, afortunadamente. ¡Santo Dios!, tú conservarás tu buen milloncito, tus cincuenta mil libras de renta, hasta el fin de tus días, o armo en París un escándalo de mil demonios. Me dirigiría a las Cámaras si los tribunales nos hicieran perder. El saberte tranquila y feliz en lo que concierne al dinero, esta idea aliviaría mis males y calmaría mis penas. El dinero es la vida. El dinero lo consigue todo. ¿Qué viene, pues, a contarnos el alsaciano ese? Delfina, no le hagas la más mínima concesión a ese bruto, que te condenó y te hizo desgraciada. Si tiene necesidad de ti, haremos que haga lo que queramos nosotros. ¡Dios mío, siento que mi cabeza está ardiendo! ¡Mi Delfina en tales apuros! ¡Oh, mi Fifina! ¡Qué diablo! ¿Dónde están mis guantes? ¡Vamos! Quiero ir a verlo todo, los libros, los negocios, la caja, la correspondencia, inmediatamente. No estaré tranquilo hasta que se me haya demostrado que tu fortuna ya no corre ningún peligro y pueda verla con mis propios ojos.

—Padre mío, obrad con prudencia. Si pusierais la más pequeña veleidad de venganza en este asunto, y si mostraseis intenciones demasiado hostiles, yo estaría perdida. El os conoce, ha encontrado muy natural que, bajo vuestra inspiración, yo me inquietase por mi fortuna; pero, os lo juro, la tiene en sus manos, y ha querido retenerla en ellas. Es un hombre capaz de huir con todos los capitales y dejarnos sin un céntimo, el malvado. Sabe muy bien que no deshonraré el apellido que lleva persiguiéndole. Es a la vez fuerte y débil. Yo lo he examinado todo muy bien. Si le apuramos, estoy arruinada.

—Entonces, ¿es un bribón?

—Pues sí, padre —dijo la joven dejándose caer en una silla, llorando—. Yo no quería confesároslo para ahorraros la pena de haberme casado con un hombre de esa calaña. Costumbres secretas y conciencia, el alma y el cuerpo, todo en él guarda relación. Es espantoso: le odio y le desprecio. Sí, ya no puedo seguir apreciando a ese vil Nucingen después de todo lo que me ha dicho. Un hombre capaz de lanzarse a las combinaciones comerciales de que me ha hablado, carece de toda delicadeza, y mis temores provienen de que he leído perfectamente en su alma. Me ha propuesto claramente, él, mi marido, la libertad. ¿Sabéis lo que esto significa? Si quería ser, en caso de desgracia, un instrumento en sus manos, en fin, si quería prestarle mi apellido.

—¡Pero ahí están las leyes! Hay una plaza de Grève para los yernos de esa clase —exclamó papá Goriot—; yo mismo sería capaz de guillotinarle si no hubiera verdugo.

—No, padre mío, no hay leyes contra él. Escuchad en dos palabras su lenguaje, despojado de los circunloquios con los que él lo adornaba: «O todo está perdido, no tenéis un céntimo, estáis arruinada, porque yo no podría escoger como cómplice a otra persona más que vos, o vos me dejáis gobernar mis empresas.» ¿Está claro? Todavía se aferra a mí. Mi probidad de mujer le tranquiliza; sabe que yo le dejaría su fortuna y me contentaría con la mía.

»Se trata de una asociación ímproba y ladrona, la cual debo consentir so pena de ser arruinada. Me compra la conciencia y la paga dejándome que sea tranquilamente la mujer de Eugenio. «Yo te permito que cometas faltas, déjame a mí cometer crímenes arruinando a la pobre gente.» ¿Es suficientemente claro este lenguaje? ¿Sabéis a qué llama hacer operaciones? Compra terrenos desnudos a su nombre; luego hace que unos hombres de paja construyan allí edificios. Esos hombres efectúan contratos para las construcciones con todos los contratistas, a los que pagan en efectos a largo plazo, y consienten, mediante una ligera suma, en dar una carta de pago a mi marido, el cual queda entonces dueño de las casas, mientras que esos hombres liquidan sus asuntos con los contratistas engañados, declarándose en quiebra. El nombre de la casa de Nucingen ha servido para deslumbrar a los pobres constructores. Yo he comprendido esto. He comprendido también que para probar, en caso necesario, el pago de sumas enormes, Nucingen ha enviado valores considerables a Ámsterdam, Londres, Nápoles y Viena. ¿Cómo podríamos cogerle?

Eugenio oyó el sonido pesado de las rodillas de papá Goriot, que sin duda cayó sobre el suelo de su habitación.

—¡Dios mío!, ¿qué he hecho? Mi hija entregada a ese miserable, que le exigirá todo a ella si quiere. ¡Perdón, hija mía! —exclamó el anciano.

—Sí, si yo me encuentro en un abismo, quizá tengáis vos parte de culpa en ello —dijo Delfina—. ¡Tenemos tan poca razón cuando nos casamos! ¿Acaso conocemos el mundo, los negocios, los hombres, las costumbres? Los padres deberían pensar por nosotras. Padre mío, nada os reprocho; perdonadme estas palabras. En esto la culpa es enteramente mía. No, no lloréis, papá —dijo besando la frente de su padre.

—No llores tú tampoco, mi pequeña Delfina. Dame tus ojos para que pueda secarlos al besártelos. Vamos, yo voy a desenredar lo que tu marido ha embrollado.

—No, dejadme obrar a mí; yo sabré manejarme. El me ama; pues bien, yo me serviré del imperio que ejerzo sobre él para obligarle a que invierta capitales en propiedades. Quizás nombre la propiedad de Nucingen en Alsacia que tiene en gran estima. Venid para examinar sus libros, sus negocios; el señor Derville no entiende nada de lo que sea comercial. Pero venid mañana. No quiero envenenarme. Pasado mañana es cuando el baile en casa de la señora de Beauséant tiene lugar y debo cuidarme para aparecer allí hermosa en honor a mi querido Eugenio. Vamos a su habitación.

En aquel momento un coche se detenía en la Neuve-Sainte-Geneviève y oyóse la señora de Restaud, que le decía a Silvia:

—¿Está mi padre?

Esta circunstancia salvó afortunadamente a Eugenio el cual pensaba ya echarse en la cama y fingir que estaba durmiendo.

—¡Ah!, padre mío ¿le han hablado últimamente de Anastasia? —dijo Delfina reconociendo la voz de su hermana—. Parece que en su hogar ocurren cosas extraordinarias.

—¿De veras? —dijo—. Eso significaría mi fin. Mi pobre cabeza no soportaría esta doble desgracia.

—Buenos días, padre —dijo la condesa entrando.— ¡Ah!, ¿estáis ahí, Delfina?

La señora de Restaud parecía desconcertada al encontrar a su hermana.

—Buenos días, Nasia —dijo la baronesa—. ¿Te parece extraordinaria mi presencia? Veo todos los días a mi padre todos los días.

—¿Desde cuándo?

—Si tú vinieras lo sabrías.

—No me excites, Delfina —dijo con voz quejumbrosa—. Soy muy desgraciada, estoy perdida, papá. ¡Oh, esta vez sí que estoy perdida!

—¿Qué te ocurre, Nasia? —exclamó papá Goriot—. Dínoslo todo, criatura.

La joven palideció.

—Vamos, Delfina, socórrela, sé buena con ella; todavía te amaré más, si puedo.

—¡Pobre Nasia! —dijo la señora de Nucingen haciendo que su hermana se sentara—. ¡Habla! Tú ves en nosotros a las dos únicas personas que siempre te amarán lo suficiente para perdonártelo todo. Ya ves, los afectos de familia son los más seguros.

Le dio a respirar sales, y la condesa volvió en sí.

—Voy a morir de estos disgustos —dijo papá Goriot—. Veamos —añadió removiendo la lumbre—, acercaos las dos. Tengo frío. ¿Qué te sucede, Nasia? Dímelo en seguida; me estás matando…

—Bien —dijo la pobre mujer—, mi marido lo sabe todo. Figuraos, papá, hace algún tiempo, ¿os acordáis de aquella letra de cambio de Máximo? Pues bien, no era la primera. Yo había pagado ya muchas otras. A principios del mes de enero, el señor de Trailles me parecía muy triste. No me decía nada; pero es tan fácil leer en los corazones de las personas que se aman, que una insignificancia es suficiente: luego hay los presentimientos. En fin, era más amable, más cariñoso que nunca; yo me sentía cada vez más dichosa. ¡Pobre Máximo! En su pensamiento se estaba despidiendo de mí, me decía; quería levantarse la tapa de los sesos. En fin, ¡le he atormentado tanto, le he suplicado tanto! He permanecido dos horas a sus pies. Me ha dicho que debía cien mil francos. ¡Oh, papá, cien mil francos! Yo he enloquecido. Vos no los teníais, yo lo había devorado todo…

—No —dijo papá Goriot—, yo no habría podido dároslos a menos de ir a robarlos. Pero lo habría hecho, Nasia. Iré a robarlos.

Al oír estas palabras lúgubremente proferidas, como el estertor de un moribundo, y que revelaban la agonía del sentimiento paternal reducido a la impotencia, las dos hermanas hicieron una pausa. ¿Qué egoísmo habría permanecido frío ante aquel grito de desesperación que, semejante a una piedra lanzada a un abismo, revela la profundidad de éste?

—Los he encontrado disponiendo de lo que no me pertenecía, padre mío —dijo la condesa sollozando.

Delfina sintióse conmovida y lloró apoyando su cabeza en el cuello de su hermana.

—Entonces, todo es cierto —le dijo.

Anastasia bajó la cabeza; la señora de Nucingen la estrechó en sus brazos, la besó con ternura y apoyándola en su corazón le dijo:

—Aquí serás siempre amada sin ser juzgada.

—Ángeles míos —dijo Goriot con voz débil—, ¿por qué vuestra unión es debida a la desgracia?

—Para salvar la vida de Máximo, en fin, para salvar toda mi felicidad —dijo la condesa, animada por aquellos testimonios de ternura cálida y palpitante—, llevé a la casa de aquel usurero que conocéis, un hombre fabricado por el infierno, al que nada puede conmover, a ese señor Gobseck, los diamantes de familia que tanto aprecia el señor de Restaud, los suyos, los míos, todo; los he vendido. ¡Vendido!, ¿comprendéis? ¡Él ha sido salvado! Pero yo, yo estoy muerta. Restaud lo ha sabido todo.

—¿Por quién? ¡Dímelo y lo mato! —exclamó papá Goriot.

—Ayer me llamó a su habitación. Acudí a ella… «Anastasia —me dijo con una voz… (¡Oh!, su voz ha sido suficiente; todo lo he adivinado)—, ¿dónde están tus diamantes?» «En mi habitación.» «No —me ha contestado mirándome—, están allí, encima de mi cómoda». Y me mostró el estuche, que él había cubierto con su pañuelo. «¿Sabéis de dónde proceden?», me preguntó. Yo caí a sus pies…, lloré, le pregunté de qué muerte quería verme morir.

—¡Tú dijiste eso! —exclamó papá Goriot—. Por el santo nombre de Dios, que el que os haga daño a la una o a la otra, mientras yo viva, habré de hacerle morir lentamente. Sí, le despedazaré como…

Papá Goriot guardó silencio; sus palabras expiraban en su garganta.

—En fin, querida, me pidió algo más difícil que hacerme morir. ¡Guarde el cielo a toda mujer de oír lo que yo he oído!

—Yo asesinaré a ese hombre —dijo papá Goriot con calma—. Pero no hay más que una vida y él me debe dos. En fin, ¿qué? —repuso mirando a Anastasia.

—Bien —prosiguió diciendo la condesa—, después de una pausa me miró y me dijo: «Anastasia, voy a sepultarlo todo en el silencio; permaneceremos juntos, tenemos hijos. No mataré al señor de Trailles; podría fallar la puntería, y para deshacerme de él de otro modo que no sea con un duelo podría yo tropezar con la justicia humana. Matarle en vuestros brazos sería deshonrar a los hijos. Pero para no ver perecer a vuestros hijos, ni a su padre, ni a mí, os impongo dos condiciones. Respondedme: ¿tengo un hijo que sea mío?». Le dije que sí. «¿Cuál?», me preguntó. «Ernesto, nuestro hijo mayor.» «Bien —me ha dicho—. Ahora juradme que en lo sucesivo me obedeceréis en un solo punto». Se lo juré. «Firmaréis la venta de vuestros bienes cuando os lo pida».

—No firmes —exclamó papá Goriot—. No firmes nunca eso. ¡Ah!, señor de Restaud, ¿no sabéis lo que es hacer feliz a una mujer, ella va a buscar la felicidad donde ésta se encuentra, y vos la castigáis por vuestra necia impotencia?… ¡Pero, alto, que yo estoy aquí! Me encontrará en su camino. Nasia, tranquilízate. ¡Ah, de modo que ama a su heredero! Bien, bien. Le arrebataré su hijo, que, ¡rayos y centellas!, es mi nieto. Lo llevaré a mi aldea, cuidaré de él, puedes estar tranquila. Haré capitular a ese monstruo diciéndole: Si quieres tener a tu hijo, devuélvele a mi hija su bien y déjala que se comporte como quiera.

—¡Padre!

—¡Sí, padre! ¡Ah!, soy un verdadero padre. Que ese estúpido señorón no maltrate a mis hijas. ¡Diantre!, no sé lo que tengo en las venas. Tengo la sangre de un tigre y quisiera devorar a esos dos hombres. ¡Oh, hijas mías! ¿Cuál es, pues, vuestra vida? Vuestra vida es mi muerte. ¿Qué será de vosotras cuando yo no exista? Los padres debieran vivir tanto como sus hijos. ¡Dios mío, qué mal organizado está tu mundo! Y sin embargo, Tú tienes un hijo, según nos dicen. Tú deberías evitar que sufriésemos en nuestros hijos. Mis ángeles queridos, sólo a vuestros dolores debo vuestra presencia. No me hacéis conocer más que vuestras lágrimas. Bien, sí, me amáis, lo veo. Venid, venid a llorar aquí. Mi corazón es grande, todo cabe en él. Sí, por más que lo traspaséis, los pedazos harán aún nuevos corazones de padre. Yo quisiera asumir vuestras penas, sufrir por vosotras. ¡Ah!, cuando erais pequeñas, erais tan dichosas…

—Sólo fuimos felices en aquellos tiempos —dijo Delfina—. ¿Qué se hizo de aquellos momentos en que nos dejábamos caer, dando tumbos, de lo alto de los sacos en el granero?

—¡Padre mío!, no es esto todo —dijo Anastasia al oído de Goriot, el cual se sobresaltó—. Los diamantes no han sido vendidos por cien mil francos. Máximo está siendo procesado. Me ha prometido portarse bien, y que no volvería a jugar. No me queda en el mundo más que su amor y lo he pagado demasiado caro para no morirme si él se me escapa. Le he sacrificado fortuna, honra, tranquilidad, hijos. ¡Oh!, haced que por lo menos Máximo esté libre, sea respetado, pueda permanecer en el mundo, donde sabrá crearse una situación. Ahora me debe algo más que la felicidad; tenemos unos hijos que quedarían sin fortuna. Todo estará perdido si le llevan a Santa Pelagia.

—No los tengo, Nasia. ¡Ya no tengo nada! ¡Es el fin del mundo! ¡Oh!, el mundo va a derrumbarse, es seguro. ¡Marchaos, procurad salvaros! ¡Ah!, todavía tengo mis pendientes de plata, seis cubiertos, los primeros que he tenido en la vida. En fin, ya no tengo nada más que mil doscientos francos de renta vitalicia…

—¿Qué habéis hecho de vuestras rentas perpetuas?

—Las he vendido reservándome este pequeño resto de renta para mis necesidades. Necesitaba doce mil francos para arreglarle un apartamento a Fifina.

—¿En tu casa, Delfina? —dijo la señora Restaud a su hermana.

—¡Oh, qué importa eso! —dijo papá Goriot—. Los doce mil francos están empleados.

—Ya lo adivino —dijo la condesa—. Para el señor de Rastignac. ¡Ah!, mi pobre Delfina, detente. Ya ves adónde he llegado yo.

—Querida, el señor de Rastignac es un joven incapaz de arruinar a su amante.

—Gracias, Delfina. En la crisis en que me encuentro, yo esperaba algo mejor de ti; pero tú nunca me amaste.

—Sí te ama, Nasia —exclamó papá Goriot—; ahora mismo me lo estaba diciendo. Hablábamos de ti; afirmaba que tú eras hermosa y que ella sólo era bonita.

—¡Ella! —repitió la condesa—. Ella es de una belleza fría.

—Aunque así fuera —dijo Delfina enrojeciendo—, ¿cómo te has portado tú conmigo? Tú has renegado de mí, tú has hecho que me cerraran las puertas de todas las casas adonde quería ir; en fin, tú nunca has desperdiciado la menor oportunidad de ocasionarme un disgusto. ¿Y acaso yo, como tú, he venido a sacarle a ese pobre padre su fortuna, de mil en mil francos, y reducirle al estado en que se encuentra? He ahí tu obra, hermana mía. Yo he visto a mi padre tanto como he podido, no le he puesto en la calle, y no he venido a lamerle las manos cuando, tenía necesidad de él. No sabía que hubiera empleado para mí esos doce mil francos. Yo soy muy ordenada, ya lo sabes. Por otra parte, cuando papá me ha hecho regalos, no es porque yo los haya mendigado jamás.

—Tú eres más feliz que yo: el señor De Marsay era rico. Tú has sido siempre mezquina como el oro. Adiós, no tengo hermana ni…

—¡Cállate, Nasia! —gritó papá Goriot.

—No hay más que una hermana como tú que pueda repetir lo que el mundo ya no cree; eres un monstruo —le dijo Delfina.

—Hijas, hijas mías, callaos, o me mato delate de vosotras.

—Vamos, Nasia, yo te perdono —dijo la señora de Nucingen—; eres desgraciada. Pero es que yo soy mejor que tú. Decirme eso en el momento en que yo me sentía capaz de todo para poder ayudarte, incluso de entrar en la habitación de mi marido, cosa que no haría ni para mí ni para… Eso es digno de todo el mal que has cometido contra mí desde hace nueve años.

—¡Hijas mías, hijas mías, besaos! —dijo el padre—. Sois un par de ángeles.

—No, soltadme —gritó la condesa, desprendiéndose de los brazos de su padre, que había querido estrecharla contra su pecho—; ella tiene para mí menos piedad de la que podría tener mi marido. ¡No se diría que es precisamente el espejo de todas las virtudes!

—Prefiero pasar ante la gente por deber dinero al señor De Marsay, que confesar que el señor de Trailles me cuesta más de doscientos mil francos —respondió la señora de Nucingen.

—¡Delfina! —gritó la condesa dando un paso hacia ella.

—Yo te digo la verdad, mientras que tú me estás calumniando —repuso fríamente la baronesa.

—¡Delfina!, eres una…

Papá Goriot se abalanzó hacia la condesa y le impidió que hablara tapándole la boca con su mano.

—¡Dios mío!, padre, ¿qué habéis tocado esta mañana? —le dijo Anastasia.

—Es verdad, perdón —dijo el pobre padre secándose las manos en el pantalón—. Pero es que no sabía que ibais a venir. Me estaba mudando.

Sentíase feliz por haberse atraído un reproche que desviaba hacia él la cólera de su hija.

—¡Ah! —repuso sentándose—, me habéis partido el corazón. ¡Yo me muero, hijas mías! El cráneo me quema por dentro como si estuviese lleno de fuego. Sed amables una con otra y amaos mucho. De lo contrario, me haríais morir. Delfina, Nasia, vamos, teníais razón, estabais equivocadas las dos. Vamos, Delfinita —añadió dirigiendo hacia la baronesa unos ojos llenos de lágrimas—, le hacen falta; vamos a buscárselos. No os miréis de esa manera.

Diciendo esto, se arrodilló ante Delfina.

—Pídele perdón para complacerme —le dijo al oído—; ella es la más desgraciada, ¿sabes?

—Pobre Nasia —dijo Delfina, asustada ante la salvaje y loca expresión que el dolor imprimía en el rostro de su padre—, estaba equivocada; dame un beso…

—¡Ah!, me estáis derramando bálsamo en el corazón —gritó papá Goriot—. Pero ¿dónde encontrar los doce mil francos? ¿Y si me ofreciera como sustituto en la milicia?

—¡Ah, padre! —dijeron las dos hijas rodeándole—. No, no.

—Dios os recompensará por esa idea, ¿no es verdad, Nasia? —dijo Delfina.

—Y además, pobre papá, eso sería como una gota de agua —comentó la condesa.

—Entonces, ¿es que uno no puede hacer lo que quiere con su sangre? —gritó el anciano, desesperado—. Me entrego al que te salvará, Nasia. Mataré a un hombre para él. Haré como Vautrin, iré a presidio. Yo… —se detuvo como fulminado por un rayo—. ¡Nada! —dijo arrancándose los cabellos—. Si supiera adónde ir para robar… Pero es difícil incluso hallar la ocasión de robar. Y además, haría falta gente y tiempo para apoderarse de la Banca. Vamos, he de morir, no tengo más remedio que morir.

»¡Sí, ya no sirvo para nada, ya no soy padre! No. ¡Ella tiene necesidad de mí, ella me pide! Y yo, miserable, no tengo nada. ¡Ah!, tú te has constituido rentas vitalicias, viejo malvado, y tenías dos hijas. ¿Pero es que no las amas? ¡Revienta, revienta como un perro! Sí, yo estoy por debajo de un perro; un perro no se portaría así. ¡Oh, mi cabeza! ¡Está hirviendo!

—Pero, papá —gritaron las dos jóvenes, que le rodeaban para impedir que golpeara con su cabeza las paredes—, ¡sed razonable!

Papá Goriot sollozaba. Eugenio, espantado, cogió la letra de cambio que había firmado para Vautrin, y cuyo timbre llevaba una suma mucho mayor; corrigió la cifra, hizo de ella una letra de cambio regular de doce mil francos a nombre de Goriot y entró.

—Aquí tenéis todo vuestro dinero, señora —dijo presentando el papel—. Yo estaba durmiendo, vuestra conversación me ha despertado, y de este modo he podido saber que yo debía al señor Goriot. Aquí tenéis el título que podréis negociar, y lo pagaré fielmente.

La condesa quedóse inmóvil con el papel en la mano.

—Delfina —dijo pálida y trémula de cólera, de furor, de rabia—, yo te lo perdonaba todo, ¡pero esto! ¡El caballero estaba ahí y tú lo sabías! ¡Has cometido la vileza de vengarte de mí haciendo que le revelara mis secretos, mi vida, la de mis hijos, mi vergüenza, mi honor! Vamos, ahora te odio, ya no eres mi hermana, te haré todo el daño posible…

La cólera le cortó la palabra y la garganta se le secó.

—¡Pero si es mi hijo, nuestro hijo, tu hermano, tu salvador! —gritaba papá Goriot—. ¡Bésale, pues, Nasia! ¡Mira cómo le beso yo! —repuso besando a Eugenio con una especie de frenesí—. ¡Oh!, hijo mío, yo seré más que un padre para ti; quiero ser una familia. Quisiera ser Dios, y arrojaría el universo a tus pies. Pero dale un beso, ¿verdad que sí, Nasia? No es un hombre, sino un ángel, un verdadero ángel.

—Dejadla, papá; está loca en estos momentos —dijo Delfina.

—¡Loca, loca! Y tú, ¿qué es lo que eres? —preguntó la señora de Restaud.

—Hijas mías, me muero si continuáis —gritó el anciano cayendo sobre su cama como herido por una bala—. ¡Estas hijas me están matando! —se dijo.

La condesa miró a Eugenio, que permanecía inmóvil, absorto por la violencia de esta escena.

—Caballero —le dijo interrogándole con el gesto, la voz y la mirada, sin reparar en su padre, cuyo chaleco estaba desabrochando rápidamente Delfina.

—Señora, yo pagaré y me callaré —respondió sin aguardar la pregunta.

—¡Has matado a papá, Nasia! —dijo Delfina mostrando el anciano desvanecido a su hermana, la cual huyó.

—Yo la perdono —dijo el buen hombre abriendo los ojos—; su situación es espantosa y sería capaz de trastornar la cabeza más firme. Consuela a Nasia, sé amable con ella; promételo a tu pobre padre, que se muere —pidióle a Delfina, estrechándole la mano.

—Pero ¿qué es lo que os ocurre? —preguntó la hija, asustada.

—Nada, no es nada —respondió el padre—; ya pasará. Siento algo que me pesa en la frente, una jaqueca. ¡Pobre Nasia, qué porvenir!

En aquel momento, la condesa volvió a entrar y arrojóse a los pies de su padre:

—¡Perdón! —exclamó.

—Vamos —dijo papá Goriot—, ahora todavía me haces más daño.

—Señor —dijo la condesa a Rastignac, con los ojos llenos de lágrimas—, el dolor me ha hecho ser injusta. Seréis un hermano para mí, ¿verdad? —añadió tendiéndole la mano.

—Nasia —le dijo Delfina abrazándola—, mi pequeña Nasia, olvidémoslo todo.

—No —dijo—, ¡yo me acordaré de todo!

—Ángeles míos —exclamó papá Goriot—, me quitáis el velo que tenía sobre los ojos, vuestra voz me reanima. Vamos, volved a besaros. Bien, Nasia, ¿esta letra de cambio podrá salvarte?

—Así lo espero. Decid, pues, papá, ¿queréis poner en ella vuestra firma?

—¡Vaya, qué tonto soy! ¡Olvidarme de eso! Pero es que me he encontrado muy mal, Nasia; no me guardes rencor. Manda decirme que has salido de tu apuro. No, es mejor que vaya. Pero no, no iré; no puedo ya ver a tu marido, pues lo mataría. En cuanto a enajenar tus bienes, lo evitaré. Vamos, de prisa, hija mía, y haz que Máximo siente la cabeza.

Eugenio estaba estupefacto.

—Esta pobre Anastasia ha sido siempre de carácter violento —dijo la señora de Nucingen—, pero tiene buen corazón.

—Ha vuelto a entrar para el endoso —dijo Eugenio al oído de Delfina.

—¿Creéis?

—Quisiera no creerlo. Desconfiad de ella —respondió Eugenio levantando los ojos como para confiar a Dios unos pensamientos que no se atrevía a expresar.

—Sí, siempre ha sido un poco comedianta, y mi padre se deja engañar por ella.

—¿Cómo estáis, papá Goriot? —preguntóle Rastignac al anciano.

—Tengo ganas de dormir —respondió.

Eugenio ayudó a Goriot a acostarse. Luego, cuando el buen hombre se quedó dormido, teniendo en su mano la de Delfina, su hija se retiró.

—Esta noche en los Italianos —dijo a Eugenio— me dirás cómo va. Mañana os mudaréis de piso, caballero. Veamos vuestra habitación. ¡Oh, qué horror! —dijo entrando en ella—. ¡Pero si vos estabais aún peor que mi padre! Eugenio, te has portado muy bien. Yo os amaría más si ello fuera posible; pero, hijo mío, si queréis hacer fortuna, no hay que arrojar de ese modo doce mil francos por la ventana. El conde de Trailles es jugador. Mi hermana no quiere reconocer esto.

Un gemido les hizo reparar de nuevo en Goriot, al que hallaron dormido en apariencia; pero cuando los dos amantes se acercaron a él, oyeron estas palabras:

—¡No son dichosas!

Tanto si dormía como si estaba despierto, el acento de esta frase hirió tan vivamente el corazón de su hija, que ésta se acercó al catre en el que yacía su padre y le dio un beso en la frente. Abrió los ojos diciendo:

—¡Es Delfina!

—Bien, ¿cómo te encuentras? —le preguntó la joven.

—Bien —respondió el anciano—, no te preocupes; voy a salir. Id, hijos míos; que seáis dichosos.

Eugenio acompañó a Delfina hasta su casa; pero, inquieto por el estado en que había dejado a Goriot, rehusó comer con ella, y volvió Casa Vauquer. Encontró a papá Goriot de pie y a punto de sentarse a la mesa. Bianchon habíase colocado de forma que pudiese examinar bien el semblante del fabricante de fideos. Cuando le vio coger el pan y olerlo para juzgar acerca de la harina de que estaba hecho, el estudiante, al observar en este movimiento una ausencia total de lo que pudiera llamarse la conciencia del acto, hizo un gesto siniestro.

—Ven a mi lado, señor interno —le dijo Eugenio.

Así lo hizo Bianchon de buena gana, porque de este modo estaría más cerca del viejo huésped.

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Rastignac.

—O mucho me equivoco, o su estado es grave. Ha debido ocurrir algo extraordinario en él, y me parece que se encuentra bajo el peso de una inminente apoplejía serosa. Aunque la parte baja del rostro está bastante serena, los rasgos superiores de la cara tienden hacia la frente, a pesar suyo, ¿sabes? Además, los ojos se hallan en el estado particular que denota la invasión del suero en el cerebro. ¿No podría decirse que están llenos de un fino polvo? Mañana por la mañana sabré algo más.

—¿Habrá algún remedio?

—Ninguno. Quizá se podrá retrasar su muerte si se encuentran los medios de determinar una reacción hacia las extremidades, hacia las piernas; pero si mañana por la noche no cesan los síntomas, el pobre hombre estará perdido. ¿Sabes por qué acontecimiento ha sido provocada la enfermedad? Ha debido de recibir un golpe violento bajo el cual su moral habrá sucumbido.

—Sí —dijo Rastignac, recordando que las dos hijas habían golpeado sin cesar el corazón de su padre.

«Por lo menos —decíase Eugenio—, Delfina ama a su padre».

Por la noche, en los Italianos, Rastignac adoptó ciertas precauciones para no alarmar en exceso a la señora de Nucingen.

—No os preocupéis —respondió la joven a las primeras palabras que le dijo Eugenio—, mi padre es fuerte. Sólo que esta mañana lo hemos zarandeado un poco. Nuestras fortunas están en peligro. ¿Os dais cuenta de la importancia de esta desgracia? Yo no podría vivir si vuestro afecto no me volviera insensible a lo que poco tiempo atrás constituirían para mí angustias mortales. Hoy no tengo más que un temor, más que una desgracia, y es la de perder el amor que me ha hecho sentir el placer de vivir. Aparte de este sentimiento, todo me es indiferente; ya no amo nada en este mundo. Vos lo sois todo para mí. Si siento la dicha de ser rica, es para agradaros más. Soy, para vergüenza mía, más amante que hija. ¿Por qué? Lo ignoro. Toda mi vida se halla en vos. Mi padre me dio un corazón, pero vos habéis hecho que palpitara. El mundo entero podrá censurarme, pero ¿qué me importa?, si vos, que no tenéis derecho a guardarme rencor, me disculpáis de los crímenes a los que me condena un sentimiento irresistible. ¿Creéis que soy una hija desnaturalizada? ¡Oh!, no, es imposible no amar a un padre tan bueno como es el nuestro.

»¿Podía yo impedir que él viera al fin las consecuencias naturales de nuestros deplorables matrimonios? ¿Por qué no los impidió? ¿No le correspondía a él reflexionar para bien de nosotras? Hoy, ya lo sé, sufre tanto como nosotras; pero ¿qué podemos hacer? ¡Consolarle! No le consolaríamos de nada. Nuestra resignación le causaría más dolor que nuestros reproches y nuestras quejas no le causarían mal alguno. Hay situaciones en la vida en las que todo es amargura.

Eugenio permaneció silencioso, lleno de ternura ante la expresión ingenua de un sentimiento verdadero. Si las parisienses son a menudo falsas, ebrias de vanidad, individualistas, coquetas, frías, es evidente que cuando aman realmente sacrifican mayor número de sentimientos a sus pasiones; se elevan por encima de sus pequeñeces y llegan a ser sublimes. Además, Eugenio estaba sorprendido por la inteligencia profunda y juiciosa que la mujer despliega para juzgar los sentimientos más naturales, cuando un afecto privilegiado la separa de ellos y la coloca a distancia. La señora de Nucingen extrañóse del silencio que guardaba Eugenio.

—¿En qué pensáis? —le preguntó.

—Estoy aún oyendo lo que me habéis dicho. Hasta ahora había creído que os amaba más de lo que vos me amáis a mí.

La joven sonrió y se previno contra el placer que experimentaba, para dejar la conversación dentro de los límites impuestos por las conveniencias. Jamás había oído las expresiones vibrantes de un amor joven y sincero. Unas palabras más, y no habría podido contenerse.

—Eugenio —dijo cambiando de conversación—, ¿es que no sabéis lo que ocurre? Todo París se encontrará mañana en casa de la señora de Beauséant. Los Rochefide y el marqués de Ajuda se han puesto de acuerdo para que nadie se entere de nada; pero lo cierto es que mañana el rey firma el contrato de matrimonio y vuestra prima aún no sabe nada. No podrá dispensarse de recibir en su casa, y el marqués no estará presente en su baile. Todo el mundo está comentando esta aventura.

—¡Y el mundo se ríe de una infamia y se recrea en ella! ¿No sabéis, pues, que la señora de Beauséant morirá de este disgusto?

—No —dijo sonriendo Delfina—, no conocéis a esa clase de mujeres. Pero todo París irá a su casa y yo también estaré allí. Sin embargo, esta felicidad os la debo a vos.

—Pero —dijo Rastignac— ¿no se tratará de uno de esos rumores absurdos como los que en tanta abundancia circulan por París?

—Mañana sabremos la verdad.

Eugenio no volvió a Casa Vauquer. No pudo renunciar a gozar de su nuevo apartamento. Si, el día antes, habíase visto obligado a abandonar a Delfina, a la una de la noche, fue Delfina la que le dejó hacia las dos para volver a su casa. Al día siguiente durmió hasta bastante tarde, y hacia el mediodía aguardó a la señora de Nucingen, la cual fue a desayunar con él. Los jóvenes son tan ávidos de estas cosas tan agradables, que Eugenio casi se había olvidado de papá Goriot. Fue una larga fiesta para él el habituarse a cada uno de aquellos elegantes objetos que le pertenecían. La señora de Nucingen estaba allí, confiriendo un nuevo valor a todas las cosas. Sin embargo, hacia las cuatro, los dos amantes pensaron en papá Goriot, recordando la felicidad que él se prometía al ir a vivir en aquella casa. Eugenio observó que era necesario llevar allí cuanto antes al buen hombre, si es que había de estar enfermo, y dejó a Delfina para correr a Casa Vauquer. Ni papá Goriot ni Bianchon se hallaban a la mesa.

—Bien —le dijo el pintor—, papá Goriot se encuentra mal. Bianchon está arriba con él. El buen hombre ha visto a una de sus hijas, la condesa de Restaurama. Luego ha querido salir y su enfermedad ha empeorado. La sociedad va a verse privada de uno de sus bellos ornatos.

Rastignac se precipitó hacia la escalera.

—¡Eh, señor Eugenio!

—¡Señor Eugenio!, la señora os llama —le gritó Silvia.

—Señor —díjole la viuda—, el señor Goriot y vos habíais de marcharos el quince de febrero. Hace tres días que ha pasado el quince y estamos ya a dieciocho; tenéis que pagarme un mes por vos y por él; pero si queréis salir fiador por papá Goriot, vuestra palabra será suficiente.

—¿Porqué? ¿Es que no tenéis confianza?

—¡Confianza! Si el buen hombre perdiera la cabeza y se muriese, sus hijas no me darían un céntimo, y todos sus bártulos no valen ni diez francos. Esta mañana se ha llevado sus últimos cubiertos, no sé por qué. Habíase vestido como un joven. Que Dios me perdone, pero creo que llevaba colorete; me ha parecido rejuvenecido.

—Yo respondo de todo —dijo Eugenio estremeciéndose de horror y temiendo un desastre.

Subió a la habitación de papá Goriot. El anciano yacía en su lecho y Bianchon estaba cerca de él.

—Buenos días, padre —le dijo Eugenio.

El buen hombre le sonrió dulcemente y respondió volviendo hacia él unos ojos vidriosos:

—¿Cómo se encuentra mi hija?

—Bien, ¿y vos?

—También.

—No le fatigues —dijo Bianchon llevándose a Eugenio a un rincón de la habitación.

—¿Y bien? —le dijo Rastignac.

—Sólo un milagro puede salvarle. Ha tenido lugar la congestión serosa; tiene sinapismos; afortunadamente los siente, están produciendo su efecto.

—¿Se le puede trasladar?

—Imposible. Hay que dejarle ahí, evitar todo movimiento físico y toda emoción…

—Mi buen Bianchon —dijo Eugenio—, los dos cuidaremos de él.

—Ya he hecho venir al médico director de nuestro hospital.

—¿Y qué?

—Mañana dirá de qué se trata. Me ha prometido que vendría después de terminada su jornada. Desgraciadamente ese hombre ha cometido esta mañana una imprudencia sobre la cual no quiere dar explicación alguna. Es tozudo como una mula. Cuando le hablo, hace como si no me oyese, y duerme para no tener que contestar a mis preguntas; o bien, si tiene los ojos abiertos, comienza a gimotear. Ha salido al amanecer, ha ido a pie por las calles de París, no sabemos adónde. Se ha llevado todo lo que poseía de valor, ha ido a hacer Dios sabe qué tráfico, que le ha costado un esfuerzo superior a sus fuerzas. Ha venido una de sus hijas.

—¿La condesa? —dijo Eugenio—. ¿Una morena alta, de ojos vivos y hermosos, lindo pie, cintura esbelta?

—Sí.

—Déjame un momento a solas con él. Voy a confesarle; a mí me lo dirá todo.

—Entretanto, voy a comer. Solamente procura no agitarle demasiado; todavía nos queda alguna esperanza.

—Descuida.

—Mañana se divertirán mucho —dijo papá Goriot a Eugenio cuando estuvieron solos—. Van a un gran baile.

—¿Qué habéis hecho, pues, esta mañana, papá, para que esta tarde os encontréis tan mal que estéis obligado a guardar cama?

—Nada.

—¿Ha venido Anastasia? —preguntó Rastignac.

—Sí —respondió papá Goriot.

—Bien, no me ocultéis nada. ¿Qué más os ha pedido?

—¡Ah —repuso el anciano reuniendo sus energías para poder hablar—, era muy desdichada, pobre hija mía! Nasia no tiene un céntimo desde el asunto de los diamantes. Había encargado para ese baile un vestido de lentejuelas que debe sentarle como una joya. Su modista, la infame, no ha querido fiarle, y su doncella ha entregado mil francos a cuenta. ¡Pobre Nasia! ¡Haber llegado a tal extremo! Esto me ha desgarrado el corazón.

»Pero la doncella, al ver que Restaud retira toda su confianza a Nasia, ha tenido miedo de perder su dinero, y se entiende con la modista para que ésta no entregue el vestido a menos que le sean devueltos los mil francos. El baile es mañana, el vestido está acabado y Nasia está desesperada. Ha querido que le prestase mis cubiertos para empeñarlos. Su marido quiere que ella vaya a ese baile para mostrar a todo París los diamantes que la gente pretende que ella ha vendido. ¿Puede decirle a ese monstruo: «Debo mil francos, pagadlos»? No. Yo me he hecho cargo de esto. Su hermana Delfina irá al baile con un vestido precioso. Anastasia no debe ser menos que su hermana menor. Y además, mi pobre hija no hace sino llorar. Me sentí tan humillado al no tener doce mil francos ayer, que habría dado el resto de mi miserable existencia por poder arreglar este asunto. ¿Sabéis?, yo había tenido fuerzas para soportarlo todo, pero mi última falta de dinero me ha partido el corazón. Sin pensarlo más, he vendido cubiertos y joyas por valor de seiscientos francos: luego he empeñado, por un año, mi título de renta vitalicia contra cuatrocientos francos una vez pagados, a papá Gobseck. ¡Bah, comeré sólo pan! Esto resultaba suficiente para mí cuando era joven, y todavía puedo pasar así. Por lo menos mi buena Nasia pasará una buena noche. Estará muy hermosa. Tengo debajo de mi almohada el billete de mil francos. Me reconforta tener debajo de la cabeza algo que va a hacer feliz a la pobre Nasia. Podrá despedir a la ingrata doncella. ¡Se habrá visto que los criados no tengan confianza en sus dueños! Mañana estaré bien. Nasia viene a las diez. No quiero que me crean enfermo, porque no irían al baile, para poder cuidarme. Después de todo, ¿no habría gastado mil francos en la farmacia? Prefiero dárselos a mi curalotodo, a mi Nasia. Yo la consolaré en su miseria, por lo menos. Esto hace que pueda perdonárseme mi error por haberme hecho una renta vitalicia. Ella se encuentra en el fondo del abismo y yo no soy lo bastante fuerte para sacarla de él. ¡Oh!, he de volver al comercio.

»Iré a Odesa para comprar cereales. El trigo cuesta allí tres veces menos que el nuestro. Sí bien está prohibida la importación de cereales en especie, los que hacen las leyes no han tenido la idea de prohibir la fabricación de los productos cuya materia es el trigo. Yo he descubierto esto esta mañana. Pueden hacerse grandes cosas con los almidones.

—Está loco —díjose Eugenio mirando al anciano—. Vamos, descansad, no habléis…

Eugenio bajó para comer cuando Bianchon volvió a subir. Luego los dos pasaron la noche velando al enfermo, turnándose, ocupándose el uno en leer sus libros de medicina y el otro en escribir a su madre y a sus hermanas. Al día siguiente, los síntomas que se declararon en el enfermo fueron, según Bianchon, de augurio favorable; pero exigieron unos continuos cuidados, de los que sólo los dos estudiantes eran capaces de prodigar y en la descripción de los cuales es imposible comprometer la pudibunda fraseología de la época. Las sanguijuelas aplicadas al cuerpo depauperado del buen hombre fueron acompañadas de cataplasmas, de baños de pies, de manipulaciones médicas para las cuales, por otro lado, precisábase la fuerza y la buena voluntad de los dos jóvenes. La señora de Restaud no fue a ver a su padre y mandó un propio a buscar la suma.

—Yo creía que vendría ella misma. Pero quizás es mejor así, porque se habría alarmado —dijo el padre, pareciendo feliz por esta circunstancia.

A las siete de la tarde, Teresa vino a entregar una carta de Delfina.

«¿Qué hacéis, amigo mío? Apenas amada, ¿habría ya de verme negligida? Me habéis mostrado, en esas confidencias hechas de corazón a corazón, un alma demasiado hermosa para no ser de aquellos que permanecen siempre fieles al ver hasta qué punto tienen matices los sentimientos. Tal como dijisteis vos mismo al escuchar la plegaria cantada por Mosé:

“Para los unos es una misma nota; para los otros es lo infinito de la música”. Pensar que esta tarde os espero para ir al baile de la señora de Beauséant. Decididamente el contrato del señor de Ajuda ha sido firmado esta mañana en la corte, y la pobre vizcondesa no lo ha sabido hasta las dos. Todo París acudirá a su casa, como el pueblo abarrota la plaza de la Grève cuando ha de asistir a una ejecución. ¿No es horrible ir a ver si esa mujer ocultará su dolor, si sabrá morir dignamente? Por supuesto, que yo no iría a ese baile, amigo mío, si ya hubiera estado en casa de esa señora en otra ocasión; pero sin duda ya no volverá a recibir, y todos los esfuerzos que he hecho resultarían superfluos. Mi situación es muy distinta de la de las otras. Por otra parte, también voy al baile por vos. Os espero. Si no estuvieseis a mi lado dentro de dos horas, no sé si os perdonaría esa felonía».

Rastignac cogió una pluma y respondió así:

«Estoy esperando a un médico para saber si vuestro padre debe vivir aún. Está muriéndose. Iré a comunicaros la noticia, y temo que se trate de una sentencia de muerte. Ya veréis entonces si podéis o no ir al baile. Mis saludos cariñosos».

El médico llegó a las ocho y media, y sin dar una opinión favorable, no pensó que la muerte hubiera de ser inminente. Anunció mejoras y recaídas alternativas, de las que dependería la vida y la razón del buen hombre.

—Más le valdría morir en seguida —fueron las últimas palabras del doctor.

Eugenio confió a papá Goriot a los cuidados de Bianchon, y partió para ir a llevar a la señora de Nucingen la triste nueva que en su ánimo, aún imbuido por los deberes de familia, había de suspender toda alegría.

—Decidle que se divierta a pesar de todo —le gritó papá Goriot, que parecía amodorrado, pero que se incorporó en el momento en que Rastignac se disponía a salir.

El joven presentóse a Delfina transido de dolor y la encontró peinada, vestida, calzada. Sólo le faltaba ponerse el vestido de baile. Pero, semejantes a las pinceladas con que los pintores dan cima a sus cuadros, el último arreglo requería más tiempo que el fondo mismo del lienzo.

—¡Cómo! ¿No vais vestido para el baile? —le dijo Delfina.

—Pero señora, vuestro padre…

—¡Siempre mi padre! —interrumpió la joven—. Supongo que no iréis a decirme lo que le debo a mi padre. Hace tiempo que conozco a mi padre. Ni una palabra, Eugenio. No os escucharé hasta que os vea arreglado. Teresa lo ha preparado todo en vuestra casa; mi coche está a punto, tomadlo; y luego volved. Ya hablaremos de mi padre mientras vayamos al baile. Debemos salir temprano, porque si quedamos presos en la fila de los coches, podremos considerarnos afortunados si hacemos nuestra entrada a las once.

—¡Señora!

—¡Id! Ni una palabra —dijo la joven corriendo hacia su gabinete para ir a buscar un collar.

—Marchaos, pues, señor Eugenio, si no queréis que la señora se enfade —dijo Teresa empujando al joven, horrorizado de aquel elegante parricidio.

Fue a vestirse, haciéndose las más tristes, las más descorazonadoras reflexiones. Veía el mundo como un océano de barro, en el que un hombre se sumergía hasta el cuello si por azar se mojaba en él el pie. «Sólo se cometen en este mundo crímenes mezquinos —se dijo—. Vautrin es más grande». Había visto las tres grandes expresiones de la sociedad: la Obediencia, la Lucha y la Rebelión; la Familia, el Mundo y Vautrin. Y no se atrevía a tomar un partido determinado. La Obediencia era aburrida, la Rebelión imposible y la Lucha incierta.

Su pensamiento le trasladó al seno de la familia. Acordóse de las puras emociones de aquella vida tranquila, recordó los días pasados en medio de los seres que tanto le amaban. Conformándose a las leyes naturales del hogar doméstico, aquellas amadas criaturas encontraban en él una felicidad plena, continua, sin angustias. A pesar de sus buenas intenciones, no sintió el valor suficiente para confesar a Delfina la fe de las almas puras, ordenándole la Virtud en nombre del Amor. Su educación, apenas iniciada, había empezado ya a dar sus frutos. Ya amaba egoístamente. Su tacto le había permitido reconocer la naturaleza del corazón de Delfina. Presentía que era capaz de pasar por encima del cuerpo de su padre para ir al baile, y no tenía fuerzas para desempeñar el papel de un razonador, ni el valor de contrariarla, ni la virtud de abandonarla. «Nunca me perdonaría haber tenido razón contra ella en estas circunstancias», se dijo. Además, comentó las palabras de los médicos, se complació en pensar que papá Goriot no estaba tan gravemente enfermo como él creía; en fin, acumuló razonamientos asesinos para justificar a Delfina. Ella ignoraba el estado en que se encontraba su padre. El buen hombre la mandaría al baile si ella fuera a verle. A menudo la ley social, implacable en su fórmula, condena allí donde el crimen aparente es ejecutado por las innumerables modificaciones que introducen en el seno de las familias la diferencia de los caracteres, la diversidad de los intereses y de las situaciones. Eugenio quería engañarse a sí mismo, estaba dispuesto a hacerle a su amante el sacrificio de su conciencia. Desde hacía dos días todo había cambiado en su vida. La mujer había arrojado en ella sus desórdenes, había eclipsado a la familia, todo lo había confiscado en provecho propio. Rastignac y Delfina habíanse encontrado en las condiciones deseadas para experimentar el uno hacia el otro los goces más vivos. Su pasión, bien preparada, había crecido por medio de aquello que mata las pasiones, por el goce.

Al poseer a aquella mujer, Eugenio diose cuenta de que hasta entonces sólo la había deseado, y sólo la amó al día siguiente de su felicidad: el amor no es quizá más que el reconocimiento del placer. Infame o sublime, él adoraba a aquella mujer por los placeres que él le había aportado en dote, y por aquellos que de ella había recibido; asimismo Delfina amaba a Rastignac como Tántalo habría amado al ángel que hubiera ido a satisfacer su hambre o a calmar la sed de su garganta reseca.

—Bien, ¿cómo está mi padre? —le preguntó la señora de Nucingen cuando Eugenio volvió a la casa de ella vestido para el baile.

—Muy mal —le respondió el joven—, y si queréis darme una prueba de vuestro afecto, correremos a verle.

—Sí, está bien —dijo Delfina—, pero después del baile. Mi buen Eugenio, sé amable conmigo, no me hagas sermones. Ven.

Partieron. Eugenio permaneció silencioso durante una parte del camino.

—¿Qué tenéis? —le preguntó la joven.

—Estoy oyendo el estertor de vuestro padre —respondió Eugenio.

Y comenzó a contarle, con la elocuencia de la edad juvenil, la feroz acción a la que la señora de Restaud habíase visto impulsada por la vanidad, la crisis mortal que el último sacrificio del padre había determinado y lo que costaría el vestido de lentejuelas de Anastasia. Delfina lloraba.

—Voy a ponerme fea —pensó. Sus lágrimas se secaron—. Iré a velar a mi padre —dijo en voz alta—. No me separaré de su cabecera.

—¡Ah! —exclamó Rastignac—. Así es como quería verte.

Las linternas de quinientos carruajes iluminaron las inmediaciones del hotel de Beauséant. A cada lado de la iluminada puerta se hallaba un gendarme. El gran mundo afluía con tanta abundancia, y todos ponían tanto afán en ver a aquella mujer en el momento de su caída, que los apartamentos, situados en la planta baja del hotel, estaban ya llenos cuando la señora de Nucingen y Rastignac llegaron.

Desde el día en que toda la corte se precipitó hacia la casa de la Gran Señorita a la que Luis XIV arrebataba su amante, ningún desastre del corazón fue más extraordinario que el de la señora de Beauséant. En esta circunstancia, la última hija de la casa casi real de Borgoña mostróse superior a su mal y dominó hasta el último instante al mundo del cual no había aceptado las vanidades más que para hacerlas servir al triunfo de su pasión. Las mujeres más hermosas de París animaban los salones con sus vestidos y sus sonrisas. Los hombres más distinguidos de la corte, los embajadores, los ministros, la gente ilustre en todos los aspectos, cargados de cruces, de placas, de cordones multicolores, apretujábanse alrededor de la vizcondesa. La orquesta hacía resonar los motivos de su música bajo los dorados artesones de aquel palacio, desierto para su reina. La señora de Beauséant se hallaba de pie delante de su primer salón para recibir a sus pretendidos amigos. Vestida de blanco, sin ningún adorno en sus cabellos sencillamente trenzados, parecía serena, y no afectaba dolor, ni orgullo, ni falsa alegría. Nadie podía leer en su alma. Habrías dicho que se trataba de una Niobé de mármol. La sonrisa que dedicaba a sus amigos íntimos fue a veces burlona; pero a todo el mundo pareció semejante a sí misma, y de tal modo apareció igual a los días en que la felicidad la engalanaba con sus dorados rayos, que los más insensibles la admiraron, como las jóvenes romanas aplaudían al gladiador que sabía sonreír mientras expiraba. El mundo parecía haber vestido sus galas para despedir a una de sus soberanas.

—Temía que no vinieseis —dijo la vizcondesa a Rastignac.

—Señora —respondió con voz emocionada, tomando estas palabras como un reproche— he venido para quedarme el último.

—Bien —dijo la joven cogiéndole la mano—. Vos sois quizás aquí el único en quien pueda confiar. Amigo, amad a una mujer a la que podáis amar siempre. No abandonéis a ninguna.

Cogió del brazo a Rastignac y lo condujo hacia un canapé, en el salón donde tocaba la orquesta.

—Id a ver al marqués —le dijo—. Jaime, mi ayuda de cámara, os acompañará y os dará una carta para él. Le pido mi correspondencia. Creo que os la entregará completa. Cuando tengáis mis cartas, subid a mi habitación. Me avisarán de vuestra llegada.

Levantóse para ir al encuentro de la duquesa de Langeais, su mejor amiga, que en aquel momento acababa de llegar. Rastignac partió y preguntó por el marqués de Ajuda en el hotel de Rochefide, donde había de pasar la velada, y donde le encontró. El marqués le llevó a su casa, entregó una caja al estudiante y le dijo:

—Están todas.

Pareció querer hablar a Eugenio, sea para interrogarle sobre los acontecimientos del baile y sobre la vizcondesa, sea para confesarle que ya comenzaba a estar desesperado de su boda, como lo estuvo más tarde; pero un destello de orgullo brilló en sus ojos y tuvo el deplorable valor de guardar el secreto sobre sus más nobles sentimientos.

—No le digáis nada de mí, querido Eugenio.

Estrechó la mano de Rastignac con un movimiento afectuosamente triste, y le hizo seña de que partiese. Eugenio volvió al hotel de Beauséant y fue introducido en la habitación de la vizcondesa, donde vio los preparativos de una partida. Sentóse junto a la chimenea y cayó en una profunda melancolía. Para él, la señora de Beauséant tenía las proporciones de las diosas de la Ilíada.

—¡Ah!, amigo mío —dijo la vizcondesa entrando y apoyando su mano en el hombro de Rastignac.

Vio que su prima estaba bañada en llanto, con una mano trémula y la otra levantada. La joven cogió de pronto la caja, la puso encima del fuego y contempló cómo ardía.

—¡Están bailando! Han venido todos muy puntuales, mientras que la muerte tardará en llegar. ¡Chitón!, amigo mío —dijo apoyando un dedo en los labios de Rastignac, al ver que éste se disponía a hablar—. Ya no volveré a ver París ni el mundo. A las cinco de la mañana partiré para ir a sepultarme en un rincón de Normandía. Desde las tres de la tarde me he visto obligada a hacer mis preparativos, a firmar documentos; no podía enviar a nadie a la casa de… —Se detuvo, abrumada aún por el dolor.— En tales momentos, todo es sufrimiento, y ciertas palabras son imposibles de pronunciar. En fin —prosiguió—, yo contaba con vos esta tarde para este último servicio. Yo quisiera daros una prenda de mi amistad. Me acordaré muchas veces de vos, que me habéis parecido tan bueno y tan noble, joven y cándido en medio de este mundo en que tales cualidades son tan raras. Desearía que a veces pensarais en mí. Tomad —dijo mirando en derredor—, aquí tenéis el cofrecillo en el que guardaba mis guantes. Cada vez que cogía alguno de ellos antes de ir al baile o a un espectáculo, me sentía hermosa, porque era feliz, y sólo tocaba este cofrecillo para dejar en él algún pensamiento agradable: hay mucho de mí misma ahí dentro; hay toda una señora de Beauséant que ya no existe. Aceptadlo. Procuraré que os lo lleven a vuestra casa, en la calle de Artois. La señora de Nucingen está muy bella esta noche; amadla mucho. Si no volvemos a vernos, amigo mío, estad seguro de que haré votos por vos, que tan bueno habéis sido conmigo. Bajemos; no puedo permitir que crean que estoy llorando. Tengo la eternidad delante de mí; allí estaré sola, y nadie me pedirá cuentas de mis lágrimas. Voy a dar una última mirada a este aposento.

Se detuvo. Luego, después de haber ocultado un instante sus ojos con la mano, se los secó, los lavó con agua fresca y cogió al estudiante por el brazo.

—¡Vamos! —le dijo.

Rastignac no había sentido aún una emoción tan violenta como la que le produjo el contacto de aquel dolor tan noblemente reprimido.

Al volver a entrar en el salón del baile, Eugenio dio la vuelta alrededor del mismo con la señora de Beauséant, última y delicada atención de aquella mujer tan elegante.

Pronto vio Eugenio a las dos hermanas, la señora de Restaud y la señora de Nucingen. La condesa estaba magnífica con todos sus diamantes, que, para ella eran, sin duda, ardientes. Los llevaba por última vez. Por muy fuertes que fueran su orgullo y su amor, no sostenía muy bien las miradas de su marido. Este espectáculo no era como para hacer menos tristes los pensamientos de Rastignac. Entonces, bajo los diamantes de las dos hermanas, vio el catre en el que yacía papá Goriot. Habiendo interpretado mal la vizcondesa su actitud melancólica, le retiró su brazo.

—¡Id! No quiero costaros un placer —le dijo.

Eugenio fue pronto reclamado por Delfina, satisfecha del efecto que producía y ansiosa de depositar a los pies del estudiante los homenajes que cosechaba en este mundo, en el que esperaba ser adoptada.

—¿Cómo encontráis a Nasia? —le dijo.

—Ha especulado —dijo Rastignac— hasta con la muerte de su padre.

Hacia las cuatro de la mañana, la multitud de los salones empezaba a aclararse. Pronto dejó de oírse la música. La duquesa de Langeais y Rastignac se encontraban solos en el gran salón. La vizcondesa, creyendo que sólo encontraría allí al estudiante, acudió a él después de despedirse del señor de Beauséant, el cual fue a acostarse, repitiéndole:

—Hacéis mal, querida, en ir a recluiros a vuestra edad. Quedaos con nosotros.

Al ver a la duquesa, la señora de Beauséant no pudo contener una exclamación.

—Os he adivinado, Clara —le dijo la señora de Langeais—. Partís para no volver; pero no os iréis sin haberme oído y sin que nos hayamos entendido.

Cogió a su amiga del brazo, la llevó al salón contiguo, y allí, mirándola con lágrimas en los ojos, la estrechó en sus brazos y la besó en las mejillas.

—No quiero separarme de vos fríamente, querida; sería para mí un remordimiento demasiado pesado. Podéis contar conmigo como con vos misma. Habéis sido grande esta noche, me he sentido digna de vos, y quiero demostrároslo. Me he portado mal con vos, no siempre he estado correcta; perdonadme, querida: desapruebo todo cuanto haya podido mortificaros, quisiera volver a recoger mis palabras. Un mismo dolor ha reunido nuestras almas, y no sé cuál de nosotras será la más desventurada. El señor de Montriveau no estaba aquí esta noche, ¿comprendéis? Quien os haya visto durante este baile, Clara, no os olvidará jamás. Yo estoy intentando un supremo esfuerzo. Si fracaso, ingresaré en un convento. Y vos, ¿adónde vais?

—A Normandía, a Courcelles, para amar y rezar hasta el día en que Dios se digne retirarme de este mundo. Venid, señor de Rastignac —dijo la vizcondesa con voz emocionada, pensando que aquel joven esperaba. El estudiante dobló la rodilla, cogió la mano de su prima y se la besó.

—¡Adiós, Antonia! —dijo la señora de Beauséant—, que seáis feliz. En cuanto a vos, vos lo sois, vois sois joven, podéis tener fe en todo —añadió dirigiéndose al estudiante—. Al partir de este mundo habré tenido, como ciertos moribundos privilegiados, emociones religiosas y sinceras a mi alrededor.

Rastignac se marchó hacia las cinco, después de haber visto a la señora de Beauséant en su berlina de viaje, recibiendo su último adiós empapado en lágrimas, que demostraban que las personas más elevadas no se hallan fuera de la ley del corazón y no viven sin pesares, como ciertos cortesanos del pueblo quisieran hacer creer a éste. Eugenio volvió a pie a Casa Vauquer. El tiempo estaba húmedo y frío. Su educación estaba completándose.

—No podremos salvar al pobre papá Goriot —le dijo Bianchon cuando Rastignac entró en la habitación de su vecino.

—Amigo mío —le dijo Eugenio después de haber mirado al anciano dormido—, vamos, prosigue el modesto destino al cual tú limitas tus deseos. Yo estoy en el infierno y es preciso que en él permanezca. ¡Todo lo malo que te digan del mundo, créelo! No hay Juvenal que pueda pintar su horror cubierto de oro y pedrería.

Al día siguiente, Rastignac fue despertado hacia las dos de la tarde por Bianchon, quien, obligado a salir, le rogó que vigilara a papá Goriot, cuyo estado había empeorado mucho aquella mañana.

—El buen hombre no tiene siquiera dos días de vida, quizá ni seis horas —dijo el estudiante de medicina—, y sin embargo no podemos dejar de combatir el mal. Será necesario prodigarle cuidados costosos. Seremos sus enfermeros, pero yo no tengo dinero. He vuelto del revés sus bolsillos, rebuscado en sus armarios: cero en el cociente. Le he interrogado en un momento en que aún tenía lucidez y me ha dicho que no tenía un céntimo. ¿Qué es lo que tienes tú?

—Me quedan veinte francos —respondió Rastignac—; pero iré a jugarlos; ganaré.

—¿Y si pierdes?

—Pediré el dinero a sus yernos y a sus hijas.

—¿Y si no te lo dan? —repuso Bianchon—. Lo más urgente en este momento no es encontrar dinero, sino que es preciso envolver al hombre en un sinapismo hirviente desde los pies hasta la mitad de los muslos. Si grita, habrá recurso. Ya sabes cómo se arregla esto. Por otra parte, Cristóbal te ayudará. Yo pasaré por la farmacia a responder de todos los medicamentos que allí tomemos. Es una lástima que el hombre no haya estado en condiciones de ser transportado a nuestro hospital, donde habría estado mejor atendido. Vamos, ven para que te deje aquí instalado, y no le dejes hasta que yo vuelva.

Los dos jóvenes entraron en la habitación donde yacía el anciano. Eugenio asustóse al ver el cambio de aquel rostro convulso, blanco y muy demacrado.

—¿Y bien, papá? —le dijo inclinándose sobre el catre.

Goriot levantó hacia Eugenio unos ojos vidriosos y le miró con mucha atención sin reconocerle. El estudiante no pudo resistir aquella escena y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Bianchon, ¿no habría que poner unas cortinas en las ventanas?

—No, las circunstancias atmosféricas ya no le afectan. Sería demasiado feliz si tuviera calor o frío. Sin embargo, necesitamos fuego para preparar las tisanas y otras cosas. Haré que te traigan leña. Esta noche he quemado la última que quedaba. Hacía humedad, el agua goteaba por las paredes. Apenas he podido secar la habitación. Cristóbal la ha barrido. Es realmente un establo. He quemado enebro, porque esto olía muy mal.

—¡Dios mío! —dijo Rastignac—. Pero ¿y sus hijas?

—Mira, si te pide de beber, le darás de esto —dijo el interno mostrando a Rastignac un gran jarro grande—. Si oyes que se queja y su vientre está caliente y duro, te harás ayudar por Cristóbal para administrarle… ya sabes. Si tuviera, por casualidad, una gran exaltación, si hablase mucho; si, en fin, tuviese una pizca de demencia, no hagas caso. No será ninguna mala señal. Pero manda a Cristóbal al hospicio Cochin. Nuestro médico, mi compañero o yo, vendríamos a aplicarle moxas. Esta mañana, mientras tú dormías, hemos tenido una gran consulta con un alumno del doctor Gall, con un médico jefe del Hospital y el nuestro. Esos señores han creído reconocer curiosos síntomas, y vamos a seguir los progresos de la enfermedad, con objeto de tener una idea clara de varios puntos científicos bastante importantes. Uno de esos señores pretende que la presión del suero, si fuera mayor en un órgano que en otro, podría desarrollar hechos especiales. Escúchale, pues, bien, en el caso de que hablase, con objeto de comprobar a qué género de ideas pudieran pertenecer sus frases: si se trata de efectos de memoria, de penetración, de juicio; si trata de materialidades o de sentimientos; si calcula, si vuelve sobre el pasado; en fin, procura estar en condiciones de darnos un informe exacto.

»Es posible que la invasión se efectúe en bloque, y entonces moriría imbécil como en este momento. Todo es muy extraño en esta clase de enfermedades. Si la bomba estallase por aquí —dijo Bianchon señalando el occipucio del enfermo—, hay ejemplos de fenómenos singulares: el cerebro recobra algunas de sus facultades y la muerte tarda más en declararse. Las serosidades pueden desviarse del cerebro, tomar caminos cuyo curso sólo se conoce por medio de la autopsia. Hay en los Incurables un viejo idiotizado en quien el derrame ha seguido la columna vertebral; sufre horriblemente, pero vive.

—¿Se han divertido mucho mis hijas? —dijo papá Goriot, el cual reconoció a Eugenio.

—¡Oh!, no piensa más que en sus hijas —dijo Bianchon—. Esta noche me ha dicho más de cien veces: «Ellas bailan. Ella tiene su vestido». Las llamaba por sus nombres. Me hacía llorar, ¡qué el diablo me lleve!, con sus entonaciones: «¡Delfina! ¡Mi Delfinita! ¡Nasia!». Palabra de honor —dijo el estudiante de medicina—, era para deshacerse en lágrimas.

—Delfina —dijo el anciano—. Está ahí, ¿no es verdad? Ya lo sabía.

Y sus ojos recobraron una actitud loca para mirar hacía las paredes y la puerta.

—Bajo a decirle a Silvia que prepare los sinapismos —gritó Bianchon—; el momento es propicio para ello.

Rastignac quedóse a solas con el anciano, sentado al pie de la cama, con los ojos fijos en aquella cabeza espantosa y lamentable.

—La señora de Beauséant huye y éste se muere —dijo—. Las almas hermosas no pueden permanecer mucho tiempo en este mundo. ¿Cómo podrían los grandes sentimientos aliarse, en efecto, con una sociedad mezquina, pequeña, superficial?

Las imágenes de la fiesta a la que había asistido aparecieron en su recuerdo y formaron contraste con el espectáculo de aquel lecho de muerte. Bianchon volvió a presentarse de súbito.

—Dime, pues, Eugenio, lo que ha sucedido. Acabo de ver a nuestro médico en jefe, y he regresado sin parar de correr. Si se manifiestan síntomas de razón, si habla, acuéstale sobre una larga cataplasma, de modo que le envuelvas de mostaza desde la nuca hasta los riñones, y manda llamarnos.

—Querido Bianchon… —dijo Eugenio.

—¡Oh!, se trata de un hecho científico —repuso el alumno de medicina con todo el ardor de un neófito.

—Vamos —dijo Eugenio—, yo sería, entonces, el único que cuida de este pobre viejo por afecto.

—Si tú me hubieses visto esta mañana, no dirías eso —repuso Bianchon sin ofenderse por estas palabras… Los médicos que han ejercido su profesión no ven más que la enfermedad; pero yo todavía veo al enfermo, amigo mío.

Y se marchó, dejando a Eugenio con el anciano y con el temor de una crisis que no tardó en declararse.

—¡Ah!, sois vos, hijo mío —dijo papá Goriot reconociendo a Eugenio.

—¿Estáis mejor? —preguntó el estudiante cogiéndole la mano.

—Sí, tenía la cabeza como aplastada, pero ya estoy mejor. ¿Habéis visto a mis hijas? Pronto van a venir; acudirán tan pronto como sepan que estoy enfermo. ¡Me cuidaron tanto en la calle de la Jussienne! ¡Dios mío!, quisiera que mi habitación estuviera limpia para recibirlas. Hubo aquí un hombre que quemó todos mis conglomerados de carbón.

—Oigo a Cristóbal —le dijo Eugenio—; os sube leña que os manda ese hombre.

—Sí, pero ¿cómo pagar la leña? No tengo un céntimo, hijo mío. Todo lo he dado, todo. Estoy en la pura miseria. ¿El vestido de lentejuelas era hermoso, por lo menos? (¡Ah, cuánto padezco!). Gracias, Cristóbal, Dios os lo pagará, muchacho; yo ya no puedo hacer nada.

—Yo te pagaré bien a ti y a Silvia —dijo Eugenio al oído del criado.

—Mis hijas os han dicho que iban a venir, ¿verdad, Cristóbal? Ve a verlas otra vez; te daré cien sueldos. Diles que no me siento bien, que quisiera besarlas, verlas otra vez antes de morir. Diles esto, pero sin asustarlas demasiado.

Cristóbal partió a una seña que le hizo Rastignac.

—Van a venir —repuso el anciano—. Las conozco. A esta buena Delfina, si me muero, ¡qué pena le voy a ocasionar! También a Nasia. No quisiera morir para no hacerlas llorar. Morir, mi buen Eugenio, es no volver a verlas jamás. Allá adonde voy me aburriré mucho. Para un padre, el infierno es estar sin hijos, y ya he hecho mi aprendizaje desde que se casaron. Mi paraíso era la calle de la Jussienne. Decidme, pues, ¿si voy al paraíso podré volver a la tierra en espíritu para flotar alrededor de ellas? He oído decir estas cosas. ¿Es verdad? Creo verlas en este momento tal como eran en la calle de la Jussienne. Bajaban por la mañana. «Buenos días, papá», decían. Yo las sentaba sobre mis rodillas y les prodigaba mil caricias. Ellas también me acariciaban cariñosamente. Desayunábamos juntos todas las mañanas, comíamos juntos; en fin, yo era padre, gozaba de mis hijas. Cuando ellas estaban en la calle de la Jussienne no razonaban, no sabían nada del mundo, me querían mucho. ¡Dios mío!, ¿por qué no siguen siendo pequeñas? (¡Oh!, sufro mucho; parece como si la cabeza fuera a estallarme). ¡Ah, ah, perdón, hijas mías! Sufro horriblemente, y es preciso que esto sea verdadero dolor, porque me habéis endurecido mucho contra el mal. ¡Dios mío!, si tuviese sus manos en las mías, ya no sentiría mal alguno. ¿Creéis que vendrán? ¡Cristóbal es tan tonto! Debería haber ido yo mismo. Pero vos estuvisteis ayer en el baile. Decidme, pues, ¿cómo estaban? No sabían nada de mi enfermedad, ¿no es cierto?

¡No habrían bailado, pobres pequeñas mías! ¡Oh!, ya no quiero estar enfermo. Todavía me necesitan. Sus fortunas están comprometidas. ¡Y a qué maridos han sido entregadas! ¡Curadme, curadme! (¡Oh, cuánto sufro! ¡Ah, ah, ah!). Debo curarme, ¿sabéis?, porque necesitan dinero, y yo sé adónde he de ir a ganarlo. Iré a Odesa a hacer almidón en agujas. Soy muy listo y ganaré millones. (¡Oh, estoy sufriendo demasiado!).

Goriot guardó silencio durante un instante, pareciendo hacer los mayores esfuerzos para reunir sus energías con objeto de soportar el dolor.

—Si ellas estuviesen aquí, no me quejaría —dijo—. ¿Por qué, entonces, he de quejarme?

Le sobrevino un ligero sopor, que duró largo rato. Cristóbal regresó. Rastignac, que creía a papá Goriot dormido, dejó que el criado le informara en voz alta de su misión.

—Señor —le dijo—, primero he ido a casa de la señora condesa, a la que no me ha sido posible hablar, porque se hallaba discutiendo de asuntos importantes con su marido. Como yo insistiese, el señor de Restaud se ha presentado personalmente, y me ha dicho así: «¿Qué el señor Goriot se muere? ¡Bien!, es lo mejor que podría hacer. Tengo necesidad de la señora de Restaud para terminar unos asuntos importantes; ya irá cuando todo esté acabado». Aquel señor parecía muy enojado. Yo me disponía a salir, cuando la señora entró en la antesala por una puerta que yo no veía y me dijo: «Cristóbal, dile a mi padre que estoy discutiendo con mi marido y no puedo dejarle; se trata de la vida o de la muerte de mis hijos; pero tan pronto como todo haya terminado iré». En cuanto a la señora baronesa, es otra historia. No la he visto, y no he podido hablarle. «¡Ah! —me dijo la doncella—, la señora ha regresado del baile a las cinco y cuarto y está durmiendo; si la despierto antes del mediodía, me regañará. Tratándose de una mala noticia, siempre hay tiempo para dársela». Por mucho que he rogado, de nada me ha servido. Dije que quería hablar con el señor barón. Había salido.

—Ninguna de sus hijas va a venir —exclamó Rastignac—. Voy a escribir a las dos.

—Ninguna —respondió el anciano incorporándose—. Tienen asuntos que resolver, duermen, no vendrán. Ya lo sabía. Hay que morir para saber lo que son los hijos. ¡Ah, hijo mío, no os caséis, no tengáis hijos! Les dais la vida y ellos os dan la muerte. Les hacéis entrar en el mundo y ellos os hacen salir de él. ¡No, no vendrán! Ya sabía esto desde hace diez años. Me lo decía a mí mismo algunas veces, pero no me atrevía a creerlo.

Una lágrima asomó a cada uno de sus ojos, sin caer.

—¡Ah, si yo fuese rico, si hubiese conservado mi fortuna y no se la hubiese dado, estarían ahí, lamiéndome las mejillas con sus besos! Yo viviría en un hotel, tendría hermosas habitaciones, criados, lumbre; y ellas estarían llorando, con sus maridos, con sus hijos. Yo tendría todo esto. Pero nada. El dinero lo da todo, incluso hijas. ¡Oh!, mi dinero, ¿dónde estás? Si tuviese tesoros que legarles, ellas me cuidarían; yo las oiría, las vería. ¡Ah, hijo mío, mi único hijo, prefiero mi abandono y mi miseria! Por lo menos cuando un desgraciado es amado, está seguro de que le aman. No, yo quisiera ser rico; así las vería. A fe mía, ¿quién sabe? Las dos tienen el corazón de piedra. Yo las amaba demasiado para que ellas me amasen a mí. Un padre debe ser siempre rico, debe tener a sus hijos cogidos por la rienda, como caballos astutos. Y yo estaba de rodillas ante ellas. ¡Las miserables! Coronan dignamente su conducta para conmigo desde hace diez años. ¡Si supieseis cómo me cuidaban en los primeros tiempos de su matrimonio! (¡Oh, estoy sufriendo un cruel martirio!). Acababa de darles a cada una cerca de ochocientos mil francos; no podían, ni tampoco sus maridos, tratarme bruscamente. Me recibían: «Papá, por aquí; papá por allá». Mi cubierto estaba siempre en la mesa de ellas. En fin, comía con sus maridos, los cuales me trataban con consideración. Yo tenía el aire de poseer todavía algo. ¿Por qué? Yo no había dicho nada de mis asuntos.

»Un hombre que da ochocientos mil francos a sus hijos es un hombre que puede tratarse con consideración. Y me mimaban, pero era por mi dinero. El mundo no es hermoso. ¡Yo he visto todo esto! Me llevaban en coche a los espectáculos, y en las veladas me quedaba hasta que quería. En fin, ellas se decían hijas mías y me reconocían como padre suyo. Todavía conservo mi perspicacia, y nada se me escapa. Yo veía que todo era una farsa; pero el mal no tenía remedio. En su casa no me encontraba más cómodo que a la mesa de abajo. Yo no sabía decir nada. Así, cuando algunas de aquellas personas de mundo preguntaban a mis yernos, al oído: ¿Quién es ese señor? Es el padre de los escudos, es rico. ¡Ah, diablo!, decían, y me miraban con el respeto debido a los escudos. Pero si a veces les molestaba un poco, pagaba bien caros mis defectos. Por otra parte, ¿quién es perfecto? (¡Mi cabeza es una llaga!). En estos momentos sufro lo que hace falta sufrir para morir, mi querido señor Eugenio. Bien, no es esto nada en comparación con el dolor que me ha ocasionado la primera mirada por la cual Anastasia me ha hecho comprender que yo acababa de decir una tontería que la humillaba; su mirada me abría todas las venas. Yo habría querido saberlo todo, pero lo que he sabido muy bien es que aquí en la tierra yo estaba de más. Al día siguiente fui a casa de Delfina para consolarme, pero he aquí que hago allí una tontería que la ha hecho montar en cólera. Me volví como loco. Estuve ocho días sin saber qué hacer. No me atrevía a ir a verlas por temor a sus reproches. Y heme aquí a la puerta de mis hijas. ¡Oh, Dios mío!, ya que conoces las miserias, los padecimientos que he soportado; ya que has contado las puñaladas que he recibido en este tiempo que me ha envejecido, cambiado, matado, blanqueado, ¿por qué me haces, pues, sufrir hoy? Bien he expiado el pecado de amarlas demasiado. Bien se han vengado de mi afecto, me han atenazado como verdugos. ¡Son tan tontos los padres!

»Yo las quería tanto, que volví a ellas como un jugador vuelve al juego. Mis hijas eran un vicio para mí; eran mis amantes, lo eran todo. Ellas dos tenían necesidad de algo, de alhajas, las doncellas me lo decían, y yo se las daba para ser bien recibido. Pero ellas me han dado también algunas pequeñas lecciones sobre mi modo de ser en el mundo. ¡Oh!, no han esperado el día de mañana. Empezaban a avergonzarse de mí. Ved lo que es el criar bien a los hijos. Sin embargo, a mi edad yo no podía ir a la escuela. (¡Sufro horriblemente, Dios mío! ¡Los médicos, los médicos! Si me abriesen la cabeza no sufriría tanto.) ¡Hijas mías, hijas mías! ¡Anastasia, Delfina! Quiero verlas. ¡Mandad a buscarlas por la gendarmería, a la fuerza! La justicia está de mí parte, todo está de mi parte: la naturaleza y el código civil. Protesto. La patria perecerá si los padres son pisoteados. Está bien claro. La sociedad, el mundo se apoyan en la paternidad; todo se derrumba sí los hijos no aman a los padres. ¡Oh!, que las vea, que las oiga; no importa lo que me digan; con tal de que oiga su voz, esto calmará mis dolores. Delfina, sobre todo. Pero, cuando estén aquí, decidles que no me miren con la frialdad con que lo hacen. ¡Ah!, mi buen amigo, señor Eugenio, no sabéis lo que es encontrar el oro de la mirada convertido de pronto en plomo gris. Desde el día en que sus ojos no han irradiado sobre mí, siempre ha sido para mí invierno aquí; no he tenido más que devorar penas, y las he devorado. He vivido para ser humillado, insultado. Las amo tanto, que tragaba todas las afrentas con las que me vendían un pequeño gozo vergonzoso. ¡Tener que ocultarse un padre para ver a sus hijas! Les he dado mi vida. ¡Ellas no me darán hoy una hora! Tengo sed, tengo hambre, el corazón me arde; no vendrán a refrescar mi agonía, porque me muero, me doy cuenta de ello. ¡Pero ellas no saben lo que es pisar el cadáver de su padre! Hay un Dios en el cielo, el cual nos venga a pesar de nosotros, los padres. ¡Oh, ellas vendrán! ¡Venid, queridas hijas mías; venid otra vez a besarme, a darme un postrer beso, el viático de vuestro padre que rezará a Dios por vosotras, que le dirá que fuisteis buenas hijas, que abogará por vosotras!

»Después de todo, sois inocentes. Son inocentes, amigo mío. Decídselo a todo el mundo, que no las inquieten respecto a mí. Todo es culpa mía; fui yo quien las acostumbré a pisotearme. Me gustaba. Esto no incumbe a nadie, ni a la justicia humana, ni a la justicia divina. Dios sería injusto si las condenase a causa de mí. No he sabido comportarme; he cometido el error de abdicar de mis derechos. ¡Me he envilecido por ellas! ¡Qué queréis! El mejor carácter, las mejores almas habrían sucumbido a la corrupción de esta facilidad paternal. Soy un miserable; he sido castigado justamente. Yo solo he causado los desórdenes de mis hijas, las he mimado con exceso. Ellas quieren hoy los placeres como antes querían caramelos. Siempre les permití satisfacer sus caprichos de muchachas. ¡A los quince años ya tenían coche! Nada les ha faltado. Sólo yo soy el culpable, pero culpable por amor. Su voz me abría el corazón. Las oigo, vienen. ¡Oh!, sí, vendrán. La ley quiere que los hijos vengan a ver morir al padre, la ley está de mi parte. Además, esto no costará más que un viaje en un coche de alquiler. Ya lo pagaré yo. Escribidles diciéndoles que tengo millones para dejarles en herencia. Palabra de honor. Iré a fabricar pastas para sopa en Odesa. Conozco el modo de hacerlo. En mi proyecto pueden ganarse millones. Nadie lo ha pensado. Esto no se estropeará durante el transporte como el trigo o como la harina. ¡Eh, eh, el almidón! ¡Esto producirá millones! No mentiréis; decidles que se trata de millones, y aunque viniesen por avaricia, prefiero ser engañado; así las veré. ¡Quiero a mis hijas! ¡Yo las he hecho! ¡Son mías! —dijo incorporándose, mostrando a Eugenio una cabeza cuyos cabellos blancos eran escasos y que amenazaba con todo lo que puede expresar amenaza.

—Vamos —le dijo Eugenio—, volved a acostaros, mi buen papá Goriot; voy a escribirles. Tan pronto como haya regresado Bianchon, iré si no vienen ellas.

—¿Si no vienen? —repitió el anciano sollozando—. Yo ya estaré muerto, muerto en un acceso de rabia, ¡de rabia! ¡La rabia se apodera de mí! En este momento veo mi vida entera. ¡He sido engañado! ¡Ellas no me aman, nunca me han amado!, es evidente. Si no han venido, ya no vendrán. Cuanto más tarden, menos se decidirán a darme esta alegría. Ya las conozco. Nunca han sabido adivinar nada de mis penas, de mis dolores, de mis necesidades; tampoco adivinarán mi muerte; ni siquiera están en el secreto de mi ternura. Sí, lo veo; para ellas, la costumbre de abrirme las entrañas ha quitado mérito a todo cuanto yo hacía. Si me hubieran pedido que me arrancara los ojos, yo les habría dicho: «¡Arrancádmelos!». Soy demasiado estúpido. Ellas creen que todos los padres son como el suyo. Siempre hay que hacerse valer. Sus hijos me vengarán. Pero les interesa venir. Prevenidles, pues, que están comprometiendo su agonía. Cometen todos los crímenes en uno solo. ¡Id a decirles que el no venir equivale a un parricidio! Ya han cometido bastantes sin éste. Gritad, pues, como yo: «¡Eh, Nasia! ¡Eh, Delfina!, ¡venid al lado de vuestro padre, que ha sido tan bueno para vosotras y que está sufriendo!». Nada, nadie. Entonces, ¿habré de morir como un perro? He ahí mi recompensa, el abandono. Son unas infames, unas malvadas; abomino de ellas, las maldigo; por la noche me levantaré de mi ataúd para volver a maldecirlas, porque, después de todo, amigos míos, ¿acaso no tengo razón? Se conducen muy mal, ¿no es verdad? ¿Qué estoy diciendo? No me habéis advertido de que Delfina está ahí. Es la mejor de las dos. ¡Vos sois mi hijo, Eugenio, vos! Amadla, sed un padre para ella. La otra es muy desgraciada. ¡Y sus fortunas! ¡Ah, Dios mío! ¡Yo expiro! Cortadme la cabeza, dejadme tan sólo el corazón.

—Cristóbal, id a buscar a Bianchon —exclamó Eugenio, asustado por el cariz que tomaban las quejas y los gritos del anciano—, y traedme un cabriolé. Voy a buscar a vuestras hijas, mi buen padre Goriot, voy a traéroslas.

—¡A la fuerza, a la fuerza! ¡Pedid la guardia, todo, todo! —dijo lanzando a Eugenio una última mirada en la que brilló la razón—. Decidle al Gobierno, al procurador del rey, que me las traigan, ¡lo quiero!

—Pero las habéis maldecido.

—¿Quién ha dicho eso? —repuso el anciano, estupefacto—. ¡Bien sabéis que yo las amo, que las adoro! Estoy curado si las veo… Id, mi buen vecino, hijo mío querido; id, vos sois bueno; yo quisiera corresponderos con algo, pero no puedo datos más que las bendiciones de un moribundo. ¡Ah!, por lo menos quisiera ver a Delfina para decirle que os pague ella por mí. Si la otra no puede, traedme aquélla. Decidle que no la amaréis si no quiere venir. Os ama tanto, que vendrá. Dadme de beber, ¡las entrañas me arden! Ponedme algo sobre la cabeza. La mano de mis hijas me salvaría, estoy seguro… ¡Dios mío!, ¿quién va a rehacer sus fortunas si yo me voy? Quiero ir a Odesa para ellas; a Odesa, a hacer pasta para sopa.

—Bebed esto —dijo Eugenio incorporando al moribundo y cogiéndole con su brazo izquierdo, mientras que con el otro sostenía una taza llena de una tisana.

—¡Vos debéis amar a vuestro padre y a vuestra madre! —dijo el anciano estrechando con sus desfallecientes manos la mano de Eugenio—. ¿Comprendéis que voy a morir sin verlas, a mis hijas? Tener siempre sed, y no beber nunca; he ahí cómo he vivido desde hace diez años… Mis dos yernos han matado a mis hijas. Sí, ya no he tenido hijas desde que se casaron. ¡Padres, decidles a las Cámaras que hagan una ley sobre el matrimonio! En fin, no caséis a vuestras hijas si las amáis. El yerno es un malvado que todo lo corrompe en una hija, que todo lo mancilla. ¡Basta de casamientos! Esto es lo que nos arrebata nuestras hijas, y ya no las tenemos cuando morimos. Haced una ley sobre la muerte de los padres. ¡Es espantoso esto! ¡Venganza! Son mis yernos quienes les impiden venir. ¡Matadlos! ¡Muera el Restaud, muera el alsaciano, ellos son mis asesinos! ¡La muerte o mis hijas! ¡Ah, esto se acaba, muero sin ellas! ¡Ellas! ¡Nasia, Fifina, vamos, venid, pues! Vuestro papá se va…

—Mi buen padre Goriot, calmaos, tranquilizaos, no os agitéis, no penséis.

—No poder verlas, ¡esto es mi agonía!

—Las veréis.

—¿De veras? —exclamó el anciano, fuera de sí—. ¡Oh, poder verlas! Voy a verlas, voy a oír su voz. Moriré feliz. ¡Bien! Sí, ya no pido seguir viviendo, porque mis penas iban en aumento. Pero verlas, tocar sus vestidos, ¡ah!, nada más que sus vestidos, es bien poca cosa; ¡pero que sienta yo algo de ellas! Haced que pueda tocar sus cabellos, quiero…

Dejó caer la cabeza sobre la almohada cual si hubiera recibido un mazazo. Sus manos se agitaron sobre la colcha, como para coger los cabellos de sus hijas.

—Yo las bendigo —dijo haciendo un esfuerzo—, bendigo.

De pronto quedó sin fuerzas. En aquel momento entró Bianchon.

—He encontrado a Cristóbal —dijo—; va a traerte un coche. —Luego miró al enfermo, le levantó los párpados, y los dos estudiantes vieron que tenía los ojos sin brillo y sin calor.— Ya no se recobrará me parece —dijo Bianchon tomando el pulso de papá Goriot, palpándole, poniéndole la mano sobre el pecho.

—La máquina sigue funcionando; pero en su situación, esto es una desgracia; ¡más le valdría morir!

—A fe mía, sí —dijo Rastignac.

—¿Qué tienes, pues? Estás pálido como la muerte.

—Amigo mío, acabo de oír gritos y gemidos. ¡Hay un Dios! ¡Oh, sí!, hay un Dios, y nos ha hecho un mundo mejor, o nuestra tierra es un absurdo. Si no hubiera sido tan trágico, rompería a llorar, pero tengo el corazón y el estómago horriblemente oprimidos.

—Dime, pues, harán falta muchas cosas; ¿dónde ir a buscar dinero?

Rastignac sacó su reloj.

—Toma, ve a empeñarlo en seguida. No quiero pararme por el camino, porque tengo miedo de perder un minuto, y estoy esperando a Cristóbal. No tengo un céntimo y habrá que pagar al cochero a mi regreso.

Rastignac se precipitó hacia la escalera y partió para ir a la calle de Helder, a casa de la señora de Restaud. Durante el camino, su imaginación, impresionada por el horrible espectáculo de que había sido testigo, excitó su indignación. Cuando llegó a la antecámara y preguntó por la señora de Restaud, le respondieron que no estaba visible.

—Pero —le dijo al ayuda de cámara— vengo de parte de su padre, que se está muriendo.

—Caballero, tenemos órdenes muy severas de parte del conde…

—Si el señor de Restaud está en casa, decidle en qué circunstancias se encuentra su suegro y prevenidle de que es necesario que yo hable con él inmediatamente.

Eugenio estuvo esperando mucho rato.

—Quizás en este momento se esté muriendo —pensaba.

El ayuda de cámara le introdujo en el primer salón, donde el señor de Restaud recibió al estudiante de pie, sin invitarle a que se sentara, ante una chimenea en la que no había lumbre.

—Señor conde —le dijo Rastignac—, vuestro señor padre político está expirando en estos momentos en un cuchitril infame, sin un céntimo para comprar leña; está agonizando y pide ver a su hija…

—Caballero —respondióle con frialdad el conde de Restaud—, ya os habréis dado cuenta de que le tengo poco cariño al señor Goriot. Ha comprometido su carácter con la señora de Restaud, ha hecho la desgracia de mi vida, veo en él al enemigo de mi tranquilidad. Que muera o que viva, me es completamente indiferente. Ved cuáles son mis sentimientos con respecto a él.

»El mundo podrá censurarme, pero yo desprecio su opinión. Ahora tengo cosas más importantes que hacer que ocuparme de lo que vayan a pensar unos necios o unos indiferentes. En cuanto a la señora de Restaud, ahora le es imposible salir. Decidle a su padre que tan pronto como haya cumplido sus obligaciones conmigo y con sus hijos irá a verle. Si ella ama a su padre, puede quedar libre dentro de unos instantes…

—Señor conde, no me incumbe juzgar vuestra conducta; sois dueño de vuestra mujer; pero ¿puedo contar con vuestra lealtad? Pues bien, prometedme tan sólo decirle que su padre no tiene siquiera un día de vida y que ya la ha maldecido al no verla junto a su cabecera.

—Decídselo vos mismo —respondió el señor de Restaud, impresionado por los sentimientos de indignación que traicionaban el acento de Eugenio.

Rastignac entró, conducido por el conde, en el salón en que habitualmente se hallaba la condesa: la encontró deshecha en lágrimas, sentada en una poltrona. Parecía desesperada. Antes de mirar a Rastignac lanzó hacía su marido medrosas miradas, que revelaban una postración completa de sus fuerzas destruidas por una tiranía moral y física. El conde inclinó la cabeza, y la mujer creyóse animada a hablar.

—Caballero, lo he oído todo. Decidle a mi padre que si conociese la situación en que me encuentro, me perdonaría. No contaba con este suplicio, que es superior a mis fuerzas, caballero, pero resistiré hasta el fin —dijo a su marido—. Soy madre. Decidle a mi padre que soy irreprochable en cuanto a él, a pesar de las apariencias —exclamó con desesperación, dirigiéndose al estudiante.

Eugenio saludó a los dos esposos, adivinando la horrible crisis en que se encontraba la mujer, y retiróse estupefacto. El tono del señor de Restaud le había demostrado la inutilidad de su gestión y comprendió que Anastasia ya no era libre. Corrió a casa de la señora de Nucingen y la encontró en cama.

—Estoy enferma, pobre amigo mío —le dijo—. Me resfrié al salir del baile; tengo miedo de haber pillado una fluxión de pecho; estoy esperando al médico…

—Aunque tuvieseis la muerte en los labios —la interrumpió Eugenio— es preciso que vayáis arrastrándoos hasta vuestro padre. ¡Os llama! Si pudieseis oír el más leve de sus gritos, ya no os sentiríais enferma.

—Eugenio, quizá mi padre no esté tan enfermo como decís; pero me desesperará el aparecer culpable a vuestros ojos, y haré lo que vos queráis. Él, lo sé, se moriría de pena si mi enfermedad llegara a ser mortal a consecuencia de esta salida. Bien, iré tan pronto como haya venido mi médico. ¡Ah!, ¿por qué ya no lleváis vuestro reloj? —dijo al no ver ya la cadena. Eugenio se sonrojó—. ¡Eugenio! Eugenio, si ya lo habéis vendido o perdido…, ¡oh!, eso sería muy mala señal.

El estudiante se inclinó sobre la cama de Delfina y le dijo al oído:

—¿Queréis saberlo? ¡Pues bien, sabedlo! Vuestro padre ya no tiene con qué comprarse la mortaja en que habrán de envolverle esta tarde. Vuestro reloj está empeñado; ya no tenía nada.

Delfina saltó de pronto de su cama, corrió a su escritorio, cogió el bolso y lo tendió a Rastignac. Tiró del cordón de la campanilla y exclamó:

—¡Voy allá, Eugenio! ¡Id, yo llegaré antes que vos! Teresa —gritóle a su doncella—, decidle al señor de Nucingen que suba a hablar conmigo en seguida.

Eugenio, contento de poder anunciar al moribundo la presencia de una de sus hijas, llegó casi alegre a la calle Neuve-Sainte-Geneviève. Buscó en el bolso para poder pagar inmediatamente al cochero. El bolso de aquella joven, tan rica, tan elegante, contenía setenta francos. Una vez estuvo en lo alto de la escalera, encontró a papá Goriot sostenido por Bianchon y operado por el cirujano del hospital, bajo los ojos del médico. Le quemaban la espalda con moxas, último remedio de la ciencia, remedio inútil.

—¿Las sentís? —le preguntaba el médico.

Papá Goriot, habiendo visto al estudiante, respondió:

—Vienen, ¿verdad?

—Esto marcha mejor —dijo el cirujano—; habla.

—Sí —respondió Eugenio—, Delfina viene detrás de mí.

—¡Vamos! —dijo Bianchon—, estaba hablando de sus hijas, a las que llama sin cesar, como un sediento que pide agua.

—Basta —dijo el médico al cirujano—, ya no se puede hacer nada, no se le puede salvar.

Bianchon y el cirujano volvieron a colocar al moribundo en su infecto camastro.

—Sin embargo, sería preciso mudarle la ropa blanca —dijo el médico—. Aunque no exista ninguna esperanza, hay que respetar en él la naturaleza humana. Volveré, Bianchon —le dijo al estudiante—. Si volviera a quejarse, ponedle opio encima del diafragma.

El cirujano y el médico salieron.

—¡Vamos, Eugenio, valor, hijo mío! —dijo Bianchon a Rastignac cuando estuvieron solos—. Se trata de ponerle una camisa blanca y cambiar la ropa de su cama. Ve a decirle a Silvia que suba unas sábanas y venga a ayudarnos.

Eugenio bajó y encontró a la señora Vauquer ocupada con Silvia en poner los cubiertos encima de la mesa. A las primeras palabras que le dijo Rastignac, la viuda fue hacia él, con aire agridulce de una comerciante desconfiada que no querría perder el dinero ni molestar al cliente.

—Señor Eugenio —respondió—, ya sabéis como yo que papá Goriot ya no tiene un céntimo. Dar sábanas para un hombre a punto de morir es perderlas, y también habrá que sacrificar una de ellas para la mortaja. Ya me debéis ciento cuarenta y cuatro francos; añadid cuarenta francos de sábanas y otras pequeñas cosas como la vela que Silvia os dará; todo ello suma por lo menos doscientos francos, que una pobre viuda como yo no está en condiciones de perder.

»¡Caramba!, sed justo, señor Eugenio; bastante he perdido desde que la mala suerte ha entrado en mi casa hace cinco días. Habría dado diez escudos para que el buen hombre ese se hubiera marchado estos días, como vos decíais. Esto molesta a mis huéspedes. Por nada le haría yo llevar al hospital. En fin, poneos en mi lugar. Mi establecimiento ante todo; es mi propia vida.

Eugenio volvió a subir rápidamente a la habitación de papá Goriot.

—Bianchon, ¿y el dinero del reloj?

—Está allí, encima de la mesa. Quedan trescientos sesenta francos y un poco más. He pagado todo lo que debíamos.

—Tomad, señora —dijo Rastignac después de bajar la escalera horrorizado—, saldad nuestras cuentas. El señor Goriot no va a estar mucho tiempo en vuestra casa, y yo…

—Sí, saldrá con los pies por delante, el pobrecillo —dijo la señora Vauquer contando doscientos francos, con aire mitad alegre, mitad melancólico.

—Acabemos —dijo Rastignac.

—Silvia, dadme las sábanas e id a ayudar a esos señores allá arriba.

—No os olvidéis de Silvia —dijo la señora Vauquer al oído de Eugenio—. Ya hace dos noches que está velando.

Cuando Eugenio hubo vuelto la espalda, la vieja fue apresuradamente hacia la cocinera:

—Coge las sábanas viejas. Ya está bien para un muerto —le dijo al oído.

Eugenio, que había subido ya algunos peldaños de la escalera, no oyó las palabras de la vieja patrona.

—Vamos —le dijo Bianchon—, pongámosle la camisa. Aguántale erguido.

Eugenio se colocó a la cabecera de la cama y sostuvo al moribundo, al que Bianchon le quitó la camisa, y el buen hombre hizo un gesto como para guardar algo en el pecho y profirió gritos quejumbrosos e inarticulados, como los animales que han de expresar un gran dolor.

—¡Oh, oh! —dijo Bianchon—, quiere una cadenilla de cabellos y un medallón que le hemos quitado hace un rato para ponerle las moxas. ¡Pobre hombre!, hemos de volvérsela a poner. Está encima de la chimenea.

Eugenio fue a buscar una cadena trenzada con unos cabellos rubios cenicientos, sin duda de la señora Goriot. Leyó en un lado del medallón: Anastasia; y en el otro: Delfina. Imagen de su corazón que descansaba siempre encima de su corazón. Los rizos contenidos en el medallón eran tan finos, que debían haber sido cortados durante la primera infancia de sus dos hijas. Cuando el medallón tocó su pecho, el anciano profirió una exclamación que revelaba una satisfacción que daba escalofríos. Era uno de los últimos ecos de la sensibilidad, que parecía retirarse al centro desconocido del cual parten y al cual se dirigen nuestras simpatías. Su rostro convulso asumió una expresión de alegría morbosa. Los dos estudiantes, sobrecogidos ante aquel terrible estallido de una fuerza de sentimiento que sobrevivía al pensamiento, dejaron caer cálidas lágrimas sobre el moribundo, que dio un agudo grito de placer.

—¡Nasia! ¡Fifina! —dijo.

—Todavía vive —dijo Bianchon.

—¿Para qué le sirve eso? —dijo Silvia.

—Para sufrir —respondió Rastignac.

Después de hacer a su compañero una seña indicándole que le imitase, Bianchon se arrodilló para pasar sus brazos bajo las piernas del enfermo, mientras Rastignac hacía otro tanto en el otro lado de la cama con objeto de pasarle las manos debajo de la espalda. Silvia estaba allí, dispuesta a retirar las sábanas cuando el moribundo hubiera sido levantado, para sustituirlas por las que había traído. Engañado sin duda por las lágrimas, Goriot empleó sus últimas fuerzas para tender las manos; encontró a cada lado de su cama las cabezas de los estudiantes, las agarró violentamente por los cabellos y oyósele decir débilmente.

—¡Ah, ángeles míos!

Tres palabras, tres murmullos acentuados por el alma, que se exaltó.

—¡Pobre hombre! —dijo Silvia, conmovida por esta exclamación en la que se reflejaba un sentimiento supremo que la más horrible, la más involuntaria de las mentiras exaltadas por última vez.

El último suspiro de aquel padre debía ser un suspiro de alegría. Aquel suspiro fue la expresión de toda su vida. Aún se engañaba. Papá Goriot fue colocado de nuevo piadosamente en su camastro. A partir de aquel momento, su fisonomía conservó la dolorosa huella del combate que se libraba entre la muerte y la vida en una máquina que ya no tenía aquella especie de conciencia cerebral de la que resulta el sentimiento del placer y del dolor para el ser humano. No era sino cuestión de tiempo para la destrucción.

—Va a permanecer así unas horas y morirá sin que nadie se dé cuenta de ello, ni siquiera se producirá estertor. El cerebro debe hallarse completamente invadido.

En aquel momento oyóse en la escalera los pasos de una joven que subía jadeando.

—Llega demasiado tarde —dijo Rastignac.

No era Delfina, sino Teresa, su doncella.

—Señor Eugenio —dijo—, se ha producido una violenta escena entre el señor y la señora, a propósito del dinero que esta pobre señora pedía para su padre. Se ha desmayado, ha venido el médico, han tenido que hacerle una sangría, y ella gritaba: «¡Mi padre se está muriendo, quiero ver a papá!». En fin, daba unos gritos que partían el alma.

—Basta, Teresa. Aunque viniese ahora, sería inútil; el señor Goriot se ha quedado ya sin conocimiento.

—¡Pobre señor, qué gran desgracia! —dijo Teresa.

—Ya no me necesitáis, y debo ir a la cocina, pues ya son las cuatro y media —dijo Silvia, que estuvo a punto de tropezarse con la señora de Restaud en lo alto de la escalera.

Grave y terrible fue la aparición de la condesa. Miró la cama de la muerte, mal iluminada por una sola vela, y lloró al ver la máscara de su padre en la que palpitaban aún los últimos estremecimientos de la vida. Bianchon se retiró por discreción.

—No me he podido escapar antes —dijo la condesa a Rastignac.

El estudiante hizo un gesto afirmativo con la cabeza lleno de tristeza. La señora de Restaud cogió la mano de su padre y se la besó.

—¡Perdonadme, padre! Decíais que mi voz os haría salir de la tumba; pues, bien, volved un momento a la vida para bendecir a vuestra hija arrepentida. Oídme. ¡Es horrible!, vuestra bendición es la única que en adelante puedo recibir aquí abajo. Todo el mundo me odia, solamente vos me amáis. Mis propios hijos me odiarán. Llevadme con vos; os amaré, os cuidaré. Ya no oye nada, estoy loca.

Cayó de rodillas y contempló aquellos restos humanos con una expresión de delirio.

—Nada falta a mi desgracia —dijo mirando a Eugenio—. El señor de Trailles ha partido, dejando deudas enormes, y he sabido que me engañaba. Mi marido no me perdonará jamás, y lo he dejado dueño de mi fortuna. He perdido todas mis ilusiones. ¡Ay!, ¿por quién he traicionado el único corazón (en esto señaló a su padre) en el que se me adoraba? Renegué de él, lo rechacé, le he causado mil males. ¡Qué infame soy!

—El lo sabía —dijo Rastignac.

En aquel momento papá Goriot abrió los ojos, pero por efecto de una convulsión. El gesto que revelaba la esperanza de la condesa no fue menos horrible que los ojos del moribundo.

—¿Me oirá? —gritó la condesa—. No —se dijo sentándose junto al lecho.

Habiendo manifestado la señora de Restaud la intención de hacer compañía a su padre, Eugenio bajó a comer algo. Los huéspedes se hallaban ya reunidos.

—Bien —le dijo el pintor—, parece que allá arriba vamos a tener un pequeño mortorama, ¿no?

—Carlos —le dijo Eugenio—, creo que deberíais bromear con un tema que fuera menos lúgubre.

—Entonces, ¿es que no vamos a poder decir nada aquí? —repuso el pintor—. ¿Qué importa eso, puesto que el buen hombre, según ha dicho Bianchon, ya no tiene conocimiento?

—Bueno —dijo el empleado del Museo—, habrá muerto tal como había vivido.

—¡Mi padre ha muerto! —gritó la condesa.

Al oír este terrible grito, Silvia, Rastignac y Bianchon subieron, y encontraron a la señora de Restaud desvanecida. Después de hacer que volviera en sí, la trasladaron al coche que la estaba esperando. Eugenio la confió a los cuidados de Teresa, mandándole que la llevase a casa de la señora de Nucingen.

—¡Oh!, está bien muerto —dijo Bianchon bajando la escalera.

—Vamos, señores, a la mesa —dijo la señora Vauquer—, que la sopa va a enfriarse.

Los dos estudiantes se sentaron uno al lado del otro.

—¿Qué hemos de hacer ahora? —dijo Eugenio a Bianchon.

—Yo le he cerrado los ojos y le he dejado arreglado de un modo conveniente. Cuando el médico de la alcaldía haya comprobado la defunción que nosotros iremos a declarar, se le coserá dentro de una mortaja y se le enterrará. ¿Qué quieres que se haga con él?

—Ya no volverá a oler el pan así —dijo un huésped imitando la mueca del buen hombre.

—¡Caramba, señores! —dijo el profesor particular—, dejad a papá Goriot, y no nos lo hagáis comer más, porque lo han puesto a toda salsa desde una hora. Uno de los privilegios de la buena villa de París es el de que uno puede nacer, vivir y morir aquí sin que nadie se fije en él. Aprovechemos, pues, las ventajas de la civilización. Hoy hay sesenta muertos. ¿Queréis compadeceros de las hecatombes parisienses? Que papá Goriot haya reventado, ¡mejor para él! Si tanto le adoráis, id a hacerle compañía, y dejadnos a nosotros comer tranquilamente.

—¡Oh, sí —dijo la viuda—, mejor para él si está muerto! Parece que el pobre hombre tuvo muchas contrariedades en su vida.

Fue la única oración fúnebre de un ser que para Eugenio representaba la paternidad. Los quince huéspedes comenzaron a charlar como de costumbre. Cuando Eugenio y Bianchon hubieron comido, el ruido de los tenedores y de las cucharas, las risas de la conversación, las diversas expresiones de aquellas caras glotonas e indiferentes, su despreocupación, todo les heló de horror. Salieron para ir a buscar a un sacerdote que velase y rezase durante la noche junto al muerto. Les fue preciso medir los últimos deberes para con el buen hombre conforme al poco dinero de que podían disponer. Hacia las nueve de la noche, el cadáver fue colocado entre dos velas, en aquella habitación desnuda, y un sacerdote fue a sentarse junto a él. Antes de acostarse, habiendo pedido Rastignac informes al clérigo sobre el precio del servicio que había de hacerse y sobre el de los convoyes, escribió unas palabras al barón de Nucingen y al conde de Restaud rogándoles que enviasen a sus hombres de negocios con objeto de subvenir a todos los gastos del entierro. Les mandó a Cristóbal, luego fue a acostarse y se durmió, abrumado por la fatiga. A la mañana siguiente, Bianchon y Rastignac viéronse obligados a ir ellos mismos a dar parte de la defunción, la cual fue comprobada hacia el mediodía. Dos horas más tarde, ninguno de los dos yernos había mandado dinero, nadie se había presentado en su nombre, y Rastignac habíase visto ya obligado a pagar al sacerdote.

Habiendo pedido Silvia diez francos para amortajar al buen hombre, calcularon Eugenio y Bianchon que si los parientes del muerto no querían saber nada, apenas tendrían ellos con qué pagar los gastos. El estudiante de medicina se encargó, pues, de colocar él mismo el cadáver en un ataúd de pobre que mandó traer de su hospital, donde lo adquirió más barato.

—Hazles una jugarreta a esos truhanes —díjole a Eugenio—. Ve a comprar un terreno, por cinco años, en el Padre Lachaise, y pide un servicio de tercera clase en la iglesia y en las Pompas Fúnebres. Si los yernos y sus hijas se niegan a darte el dinero, mandarás grabar sobre la tumba: «Aquí yace el señor Goriot, padre de la condesa de Restaud y de la baronesa de Nucingen, enterrado a expensas de dos estudiantes».

Eugenio no siguió el consejo de su amigo hasta después de haber estado infructuosamente en casa del señor y la señora de Nucingen y en casa del señor y de la señora de Restaud. No pasó más allá de la puerta. Cada uno de los conserjes tenía órdenes severas.

—El señor y la señora —dijeron— no reciben a nadie; su padre ha muerto, y se hallan sumidos en el más profundo dolor.

Eugenio tenía ya bastante experiencia del mundo parisiense para saber que no debía insistir. Su corazón oprimióse de un modo extraño cuando se vio en la imposibilidad de llegar hasta Delfina.

Vended una alhaja —escribióle en la portería— y que vuestro padre sea conducido decentemente a su última morada.

Selló estas palabras y rogó al portero del barón que las entregase a Teresa, para que ésta las entregase a su vez a su señora; pero el portero entregó la nota al barón de Nucingen, el cual la arrojó al fuego. Después de efectuar todas estas diligencias, Eugenio regresó hacia las tres a la pensión, y no pudo contener una lágrima cuando vio el ataúd apenas cubierto con un paño negro y colocado sobre dos sillas, en aquella calle desierta.

Un mal hisopo, que nadie había tocado aún, se hallaba dentro de una bandeja de cobre plateado llena de agua bendita. La puerta no estaba tampoco cubierta con ningún paño negro. Era la muerte de los pobres, que no tiene lujo, ni acompañantes, ni amigos, ni parientes. Bianchon, que se vio obligado a quedarse en el hospital, había escrito unas palabras a Rastignac para informarle de lo que había hecho con respecto a la iglesia. El interno le decía que una misa resultaba demasiado cara, que había que contentarse con el servicio de vísperas, menos costoso, y que había enviado a Cristóbal con unas palabras de su parte a las Pompas Fúnebres. En el momento en que Eugenio acababa de leer las palabras escritas apresuradamente por Bianchon, vio en las manos de la señora Vauquer el medallón de oro en el que se encontraban los cabellos de las dos hijas.

—¿Cómo os habéis atrevido a coger eso? —le dijo.

—¡Pardiez! ¿Es que había de enterrarse con el muerto? —respondió Silvia—. Es de oro.

—¡Ya lo sé! —repuso Eugenio con indignación—. Por lo menos que se lleve con él lo único que pueda representar a sus dos hijas.

Cuando llegó la carroza fúnebre, Eugenio hizo destapar el ataúd y colocó religiosamente sobre el pecho del buen hombre una imagen que se refería a una época en la que Delfina y Anastasia eran jóvenes, vírgenes y puras, y no razonaban, según había dicho papá Goriot en sus gritos de agonizante. Sólo Rastignac y Cristóbal, con dos empleados de la funeraria, acompañaron al carruaje que llevaba al buen hombre a Saint-Etienne-du-Mont, iglesia poco distante de la calle Neuve-Sainte-Geneviève. Una vez estuvieron allí, el cadáver fue colocado ante una capillita baja y oscura, alrededor de la cual el estudiante buscó en vano a las dos hijas de papá Goriot o a sus maridos. Estuvo solo con Cristóbal, el cual se creía obligado a prestar los últimos servicios a un hombre que le había hecho ganar algunas buenas propinas.

Mientras estaban esperando a los dos curas, al monaguillo y al capillero, Rastignac estrechó la mano de Cristóbal sin poder pronunciar una palabra.

—Sí, señor Eugenio —dijo Cristóbal—; era un hombre bueno y honrado, que nunca dijo una palabra más alta que otra, que no perjudicaba a nadie y nunca hizo mal alguno.

Los dos curas, el monaguillo y el capillero llegaron y dieron todo lo que se puede dar por setenta francos en una época en la que la iglesia no es lo suficientemente rica para rezar gratis. Los clérigos cantaron un salmo, el Libera, el De profundis. El servicio duró veinte minutos. No había más que un solo coche para un sacerdote y un monaguillo, que consintieron en recibir con ellos a Eugenio y a Cristóbal.

—No hay comitiva —dijo el cura—; podemos ir de prisa para no llegar tarde; son las cinco y media.

Sin embargo, en el momento en que el cadáver fue colocado en el coche fúnebre, dos carruajes con escudo de armas, pero vacíos, el del conde de Restaud y el del barón de Nucingen, se presentaron y siguieron el convoy hasta el Padre Lachaise. A las seis, el cadáver de papá Goriot fue bajado a la fosa, alrededor de la cual se hallaban los criados de sus hijas, que desaparecieron con el clero tan pronto como fue dicha la breve oración pagada al buen hombre con el dinero del estudiante. Cuando los dos enterradores hubieron lanzado unas paletadas de tierra encima del ataúd para ocultarlo, se incorporaron y uno de ellos, dirigiéndose a Rastignac, le pidió la propina. Eugenio buscó en su bolsillo y no encontró nada, y viose obligado a pedirle prestados veinte sueldos a Cristóbal. Este hecho, poco importante en sí mismo, provocó en Rastignac un acceso de horrible tristeza. Caía el día y un húmedo crepúsculo irritaba los nervios. Eugenio miró la tumba y sepultó en ella su última lágrima de joven, aquella lágrima arrancada por las santas emociones de un corazón puro, una de aquellas lágrimas que, desde la tierra en que caen, vuelven a saltar hacia el cielo. Cruzóse de brazos, contempló las nubes y, al verle así, Cristóbal le dejó.

Rastignac, habiendo quedado solo, dio unos pasos hacia la parte alta del cementerio y vio París tortuosamente recostado a lo largo de las dos riberas del Sena, donde empezaban a brillar las luces. Sus ojos se clavaron casi con avidez entre la columna de la plaza de Vendôme y la cúpula de los Inválidos, allí donde vivía aquel mundo en el que había querido penetrar. Lanzó a aquel lugar una mirada que parecía querer libar la miel por anticipado, y dijo estas palabras:

—Ahora nos toca a nosotros dos.

Y como primer acto de desafío a la sociedad, Rastignac fue a comer en casa de la señora de Nucingen.

Saché, septiembre de 1834.


Publicado el 1 de abril de 2017 por Edu Robsy.
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